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 Sudar como caballo

Cuando Erasto oyó el chirrido de los frenos y que el motor


se apagaba frente al edificio, el corazón le saltó como un
perrito alegre. Se asomó a la ventana. Desde el séptimo
piso, vio el camión cargado con la tonelada de plastilina.–
¡Es aquí! –gritó, agitando un brazo para que lo vieran
mejor. Los peones del camión levantaron la cabeza, lo
vieron fríamente y luego se miraron entre sí, incapaces de
medir el tamaño del disparate.–¡No podemos subirla! –
contestó uno.–¿Por qué?–¡Es ilegal! –y sin más se
pusieron a descargar el camión. Erasto bajó las escaleras
corriendo, descalzo y con la camisa desabotonada.
Inútilmente habló durante un cuarto de hora, porque los
peones se habían taponado los oídos con plastilina.
Apilaron los grandes cubos junto a la puerta, le hicieron
firmar el recibo y se alejaron haciendo ruidos obscenos
con el motor del camión.Erasto pasó la tarde subiendo y
bajando los siete pisos, pero eso y más hubiera hecho
porque nada, absolutamente nada podía detenerlo en su
propósito. Cuando subió el último cubo tuvo que sumir el
abdomen y caminar de lado para entrar en su cuarto.
Estiró los brazos y se empinó para colocarlo arriba.
Prensado entre la pared y aquella montaña obscura,
pensó en su cama, en su mesa, en sus bocetos, en su
ropa, en sus zapatos, en todo lo que había quedado
sepultado bajo la tonelada de plastilina. Estaba exhausto.
Hizo un gran esfuerzo, escaló la montaña y se acostó
bocarriba. Se asustó un poco al ver el cielo raso tendido
sobre él, como la tapa de un ataúd. Fue un temor
instantáneo, porque inmediatamente pensó en lo que
seguía: ablandar la plastilina; una tonelada. Pero apenas
era suficiente para modelar la monumental obra. Cada
detalle y el monumento en su totalidad había quedado
resuelto a fuerza de trazarlo y retrazarlo en centenares de
bocetos. Vio crecer la figura de El Inconforme, con cada
uno de sus músculos retorcidos de ambición. Sus
proporciones eran demasiado grandes para el cuarto, y la
figura rompió el techo para sacar medio cuerpo. Lo más
probable era que el dueño del edificio lo demandara por
daños y perjuicios. Pero todo carecía de importancia ante
la trascendencia de la obra que estaba a punto de realizar.
Dichoso de sentirse tan cansado se durmió, con un pie en
la gigantesca estatua como almohada.
Erasto despertó al amanecer con sus fuerzas recuperadas.
La plastilina era dura; poco le faltaba para ser piedra. No
sabía por dónde principiar a amasar la montaña.
Arrastrándose sobre la espalda encontró un hueco en el
que cupo sentado de cuclillas. Sin pensarlo más, allí dio
los primeros golpes. Al principio la montaña rugió
secamente. Se negaba a ser ablandada. Y poco a poco fue
cediendo a causa del calor de la piel de Erasto más que de
sus golpes.Era una pelea a muerte en la que sin duda el
triunfo estaría de parte del domador. “Lo que estoy
golpeando puede ser el hígado, las orejas, o un brazo de
El Inconforme”. Y por enésima vez visualizó la estatua. Se
elevaba por encima de los techos, con el pecho amplio,
sólido; los labios abultados por una sonrisa sensual, la
sensualidad del que vive constantemente aventado hacia
la acción. Sintió cierto ardor en los nudillos, levantó las
manos rápidamente y las vio sangrando. Era cualquier
cosa, pero para dejarlas descansar siguió golpeando con
los pies. Sintió hambre. El pan y la leche que había
comprado el día anterior estaban sepultados. Los jugos
gástricos no alcanzaban a entender eso y se puso a
mascar un poco de plastilina para engañarlos.Al
anochecer Erasto era un trapo empapado de fatiga. Había
ablandado una sección muy pequeña. Multiplicó, dividió,
sumó, restó mentalmente: en un mes la tendría
preparada, lista para obedecer lo que le ordenaban sus
manos. Esa noche vio que el monumento se movía de su
sitio y se iba por las calles hablándole a las multitudes. Él
lo seguía de cerca. Se escondía detrás de los postes para
gozar a solas de la revolución que estaba provocando El
Inconforme. El gobierno no quiso tolerar por más tiempo
aquella incitación al desorden y destacó un batallón de
lanzallamas para contenerlo. Erasto despertó
sobresaltado. Estiró el brazo para tocar el trozo
ablandado: no estaba. Se apresuró a encender un fósforo.
“Me he desorientado”, se dijo, y lo buscó a su espalda,
pero ahí tampoco estaba. La masa inerte resistía y había
vuelto a endurecerse.–¡Maldita mole! ¿De dónde sacas
frío? ¡Yo estoy sudando como un caballo! –gritó
encolerizado, y acometió de nuevo la tarea de
ablandamiento.Naturalmente que el hombre estaba
decidido a salirse con la suya. Terminaba los días
embadurnado de plastilina hasta las axilas, atiborrado de
gloria: había amasado otro cubo, golpeándolo con la
cabeza cuando las rodillas, los pies, o las manos estaban
demasiado ensangrentadas.Pero hubo un error de
cálculo. De esto hace cuarenta años, y su cama sigue
sepultada.
Reproducido con autorización de © Heredero de Lizandro
Chávez y © Ediciones Internacionales (Edinter), Managua,
Nicaragua. Cuento incluido en Los monos de San Telmo,
edición 2009 de Edinter

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