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En la Catedral de los Magos, un lugar de esplendor etéreo y encanto

insondable, se erigen las estatuas colosales de los grandes arcanistas de la


historia, cada una una oda al misterio y la maestría. Sus miradas, más
penetrantes que cualquier conjuro, parecen susurrar secretos milenarios al alma
del visitante, mientras sus gestos, tan elegantes como un hechizo bien hilado,
invocan la majestuosidad del conocimiento antiguo.

En el pasillo revestido de piedras preciosas, los 78 tarots egipcios se despliegan


en una sinfonía de colores y destellos, cada uno como una joya de la corona del
destino, revelando los designios ocultos del universo en un juego de luces y
sombras que deleita los sentidos y despierta la imaginación.

Y en el sancto sanctorum, en el núcleo mismo de esta maravilla arquitectónica,


un orificio hacia el infinito se revela, como un portal hacia los reinos más allá del
entendimiento humano. Allí, el infinito se despliega como un baile celestial de
reflejos, en un diálogo eterno entre el cosmos y la mente del observador, cada
espejo frente al otro, como dos almas gemelas entrelazadas en un abrazo
cósmico.

En la Catedral de los Magos, donde la realidad se funde con la fantasía y la


magia se entrelaza con la verdad, el espíritu del arte y el misterio de lo
desconocido convergen en una sinfonía de belleza y asombro, un tributo a la
imaginación y la curiosidad que perdura a través de los siglos

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