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El Confesor - Daniel Silva-1
El Confesor - Daniel Silva-1
El confesor
Gabriel Allon 03
ePub r1.2
Titivillus 27.01.15
Título original: The Confessor
Daniel Silva, 2003
Traducción: Alberto Coscarelli
Un apartamento en Munich
1
MUNICH
El sol se ocultó detrás de una masa de nubes y un soplo del viento frío
de marzo sacudió los pinos del jardín. El papa se ajustó la capa alrededor
del cuello. Pasó por delante del colegio Etíope, luego tomó un angosto
sendero que lo llevó hacia la pared color arena en el rincón suroeste de la
ciudad del Vaticano. Se detuvo al pie de la torre de Radio Vaticano, y
después subió los escalones de piedra hasta el parapeto.
Roma se extendía ante él, alumbrada por una luz grisácea. Su mirada se
dirigió como por voluntad propia al otro lado del Tíber, hacia la sinagoga
que se alzaba en el corazón del antiguo gueto. En 1555, el papa Pablo IV, el
papa cuyo nombre llevaba ahora Lucchesi, había ordenado a los judíos de
Roma que fueran al gueto y había dispuesto que llevaran una estrella
amarilla para distinguirlos de los cristianos. La intención de aquellos que
encargaron la sinagoga había sido que la construyeran lo bastante alta como
para que se viera desde el Vaticano. El mensaje no podía ser más claro:
nosotros también estamos aquí; estamos aquí desde mucho antes que tú.
Para Pietro Lucchesi, la sinagoga hablaba de algo más. De un traicionero
pasado. Un vergonzoso secreto. Le hablaba directamente a él, le susurraba
al oído. No le daba paz.
El papa oyó ruido de pisadas en el sendero del jardín; eran fuertes y
rítmicas, como un carpintero experto que martillea los clavos. Se volvió y
vio a un hombre que caminaba hacia la pared. Alto, delgado, los cabellos
negros, un traje de clérigo negro, una línea vertical trazada con tinta china.
El padre Luigi Donati: el secretario privado del papa. Donati llevaba veinte
años al lado de Lucchesi. En Venecia lo llamaban Il Doge debido a su
voluntad de utilizar el poder despiadadamente y de lanzarse directamente a
la yugular cuando servía a los propósitos o las necesidades de su amo. El
apodo lo había seguido al Vaticano. A Donati no le importaba. Seguía los
dictados de un filósofo secular italiano llamado Maquiavelo, quien
aconsejaba que es mejor para un príncipe ser temido que amado. Todo papa
necesitaba a un malnacido, según Donati; un tipo duro que estuviese
dispuesto a enfrentarse a la curia con un látigo y una silla, y someterla a su
voluntad. Y ése era un papel que él interpretaba con un mal disimulado
placer.
Mientras Donati se acercaba al parapeto, el papa comprendió por la
forma que apretaba las mandíbulas que algo no iba bien. Volvió a mirar
hacia el río mientras esperaba. Un momento más tarde notó la consoladora
presencia de Donati a su lado. Como de costumbre, Il Doge no desperdició
el tiempo en palabrería. Se inclinó para hablar al oído del papa y le
comunicó en voz baja que, a primera hora de la mañana, habían encontrado
asesinado al profesor Benjamin Stern en su apartamento de Munich. El
papa cerró los ojos y agachó la cabeza sobre el pecho, luego apretó muy
fuerte la mano de Donati.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo lo mataron?
Cuando el padre Donati se lo dijo, el papa se tambaleó y tuvo que
apoyarse en el brazo del cura.
—Dios misericordioso, perdónanos por lo que hemos hecho.
Luego miró a los ojos a su leal secretario. La mirada del padre Donati
era tranquila, inteligente y muy decidida. Le transmitió al pontífice el coraje
para continuar.
—Me temo que hemos subestimado terriblemente a nuestros enemigos,
Luigi. Son mucho más formidables de lo que creíamos, y su maldad no
conoce límites. No se detendrán ante nada para proteger sus sucios secretos.
—Así es, santidad —respondió Donati con voz grave—. Es obvio que
ahora debemos actuar con el supuesto de que estarían incluso dispuestos a
asesinar a un papa.
—¿Asesinar a un papa? A Pietro Lucchesi le resultaba difícil imaginar
algo así, pero sabía que su fiel secretario no era nada dado a la exageración.
La Iglesia tenía un cáncer. Había dejado que se extendiera durante el largo
reinado del polaco. Ahora se había convertido en metástasis y amenazaba la
vida del propio organismo que lo alimentaba. Era necesario extirparlo; se
requerían medidas agresivas si se deseaba salvar al paciente.
El papa miró de nuevo hacia la sinagoga que se alzaba al otro lado del
río.
—Me temo que sólo yo puedo llevar a cabo esa tarea.
El padre Donati apoyó una mano en el antebrazo del papa y se lo apretó.
—Sólo tiene que poner las palabras, santidad. Deje el resto en mis
manos.
Donati se marchó y el papa se quedó solo en el parapeto. Oyó el sonido
de las pisadas de su implacable secretario en su regreso por el sendero hacia
el palacio: crac, crac, crac, crac… A Pietro Lucchesi le sonaba igual que
clavos martilleados en un ataúd.
3
VENECIA
Había pasado un año desde la última vez que Gabriel lo había visto.
Shamron había envejecido visiblemente desde aquel día. Mientras
caminaban alrededor del campo, en la creciente oscuridad, Gabriel tuvo que
resistir el impulso de cogerlo del brazo. Tenía las mejillas hundidas, y los
ojos azul acero —ojos que una vez habían infundido miedo a enemigos y
aliados por igual— se veían empañados y llorosos. Cuando se llevó el
cigarrillo turco a los labios, le temblaba la mano derecha.
Esas manos habían convertido a Shamron en una leyenda. Poco después
de ingresar en la Oficina en los años cincuenta, los superiores de Shamron
advirtieron que tenía una fuerza descomunal en las manos para ser un
hombre con un físico ordinario. Lo entrenaron en el arte del secuestro
callejero y el asesinato silencioso, y lo enviaron al campo. Él prefería el
garrote y lo utilizó con letal eficacia tanto en las calles adoquinadas de
Europa como en los sucios callejones de El Cairo y Damasco. Mató a espías
y generales árabes. Mató a los científicos nazis que estaban ayudando a
Nasser a construir cohetes, y una cálida noche de abril de 196o, en una
ciudad al norte de Buenos Aires, Ari Shamron saltó del asiento trasero de
un coche y sujetó a Adolf Eichmann por el cuello mientras esperaba el
autobús que lo llevaría a casa.
Gabriel era la única persona que sabía otro importante hecho de aquella
noche en Argentina: Adolf Eichmann había estado a punto de escapar
porque Shamron había tropezado con un cordón de su zapato. Este
permanente coqueteo con el desastre había sido la causa de muchas visitas
al despacho ejecutivo del bulevar King Saul. Los primeros ministros nunca
sabían del todo qué esperar cuando Shamron aparecía en la puerta: la
noticia de otro extraordinario éxito o la secreta confesión de un humillante
fracaso. Su voluntad de asumir riesgos era tanto una gran fuerza operativa
como una tremenda debilidad política. Gabriel había perdido la cuenta de
las muchas veces que el viejo había sido enviado al exilio y después había
sido readmitido con grandes fanfarrias.
La relación de Shamron con el despacho ejecutivo había acabado por
romperse, aunque su exilio nunca sería permanente. Retenía el vago título
de asesor administrativo, algo que le permitía convertirse en un peso
pesado, y desde su mansión, que parecía una fortaleza junto al mar de
Galilea, aún ejercía un considerable poder clandestino. Los espías y los
generales acudían regularmente a besarle el anillo, y ninguna decisión
importante relacionada con la seguridad del Estado se podía adoptar sin
haberla consultado antes con el viejo.
Su estado de salud era un secreto rigurosamente protegido. Gabriel
había oído rumores de un cáncer de próstata, algo de corazón y problemas
renales. Estaba claro que el viejo no viviría mucho más. Shamron no le
tenía miedo a la muerte, sólo le preocupaba que su ausencia generara
complacencia. Ahora, mientras caminaban lentamente por el viejo gueto, la
muerte caminaba con ellos. La muerte de Benjamin. Y la de Shamron. La
cercanía de la muerte hacía que Shamron se mostrara inquieto. Parecía un
hombre ansioso por saldar las cuentas. Un viejo guerrero, desesperado por
librar su última batalla.
—¿Asististe al funeral?
Shamron negó con la cabeza.
Benjamín temía que sus logros académicos se vieran perjudicados si se
llegaba a saber que había trabajado para nosotros. Mi presencia en el
funeral sólo hubiese generado una serie de molestas preguntas, en Israel y
en el extranjero, así que me mantuve apartado. Debo admitir que tampoco
deseaba asistir. Es muy duro enterrar a un hijo.
—¿No hubo nadie allí? No tenía familia en Israel.
—Me han dicho que asistieron algunos viejos amigos y unos miembros
de la universidad.
—¿Quién te envió aquí?
—¿Tiene eso alguna importancia?
—La tiene para mí. ¿Quién te envió?
—Digamos que estoy en libertad condicional —respondió Shamron,
con tono cansado—. No puedo moverme ni actuar sin la aprobación del
tribunal supremo.
—¿Quiénes están sentados en el tribunal?
—Lev es uno de ellos. Por supuesto, si fuese por Lev, estaría encerrado
a pan y agua en una habitación con un catre de hierro. Pero,
afortunadamente para mí, la otra persona en el tribunal es el primer
ministro.
—Tu viejo camarada de armas.
—Digamos que compartimos opiniones similares sobre la naturaleza del
conflicto y las verdaderas intenciones de nuestros enemigos. Hablamos el
mismo lenguaje y disfrutamos de la mutua compañía. Él me mantiene en el
juego, a pesar de todos los esfuerzos de Lev por envolverme en mi sudario.
—No es un juego, Ari. Nunca fue un juego.
—No es necesario que me lo recuerdes, Gabriel. Tú vives tan
tranquilamente en Europa mientras que todos los días los shaheeds se
vuelan en pedazos en Ben Yehuda Street y Jaff Road.
—Trabajo aquí.
—Perdóname, Gabriel. No pretendía que sonara tan duro. Por cierto,
¿en qué estás trabajando ahora?
—¿De verdad te interesa?
—Por supuesto que sí. De lo contrario no te lo preguntaría.
—El retablo de Bellini, en la iglesia de San Zaccaria. Es una de las
pinturas más importantes de Venecia.
En el rostro de Shamron apareció una sonrisa de complacencia.
—Me encantaría ver el rostro del patriarca si alguna vez descubre que
su precioso retablo fue restaurado por un muchacho del valle de Jezrael.
De pronto, se detuvo y tosió violentamente en un pañuelo. Cuando
respiró profundamente para rehacerse, Gabriel oyó un ronquido en su
pecho. El anciano tenía que salir del frío, pero era demasiado testarudo
como para admitir una debilidad física. Gabriel decidió hacerlo por él.
—¿Te importa si vamos a sentarnos a alguna parte? He estado de pie en
el andamio desde las ocho de la mañana.
Shamron consiguió esbozar una sonrisa. Sabía que lo estaban
engañando. Llevó a Gabriel hacia una panadería en una esquina del campo.
Detrás del mostrador no había nadie más excepto una muchacha alta. Les
sirvió sin esperar a que se lo pidieran: dos cafés, dos botellas de agua
mineral y un plato de rugelach con canela y nueces. Mientras se inclinaba
sobre la mesa, un mechón de cabello oscuro cayó por encima de uno de sus
hombros. Sus largas manos olían a vainilla. Se abrigó con un chal color
bronce y salió al campo. Gabriel y Shamron se quedaron solos en el local.
—Te escucho —dijo Gabriel.
—Eso es una mejora. Por lo general, comienzas gritándome cómo
arruiné tu vida.
—Estoy seguro de que ya llegaremos a esa parte en algún momento.
—Mi hija y tú tendríais que comparar vuestras opiniones.
—Lo hemos hecho. ¿Qué tal está?
—Todavía vive en Nueva Zelanda. En una granja avícola, aunque cueste
de creer, y sigue negándose a atender mis llamadas telefónicas. —Se tomó
su tiempo para encenderse otro cigarrillo—. Está muy resentida conmigo.
Dice que nunca estuve por ella. No entiende que estaba ocupado. Tenía
gente a la que proteger.
—No le durará mucho.
—Por si no te has dado cuenta, yo tampoco duraré mucho. —Shamron
mordió un trozo de rugelach y lo masticó lentamente—. ¿Qué tal está
Anna?
—Supongo que bien. Hace casi dos meses que no hablo con ella.
Shamron bajó la barbilla y miró a Gabriel por encima de las gafas con
una expresión de reproche.
—Por favor, dime que no le has destrozado el corazón a esa pobre
mujer.
Gabriel se echó azúcar en el café y rehuyó la mirada firme de Shamron.
Anna Rolfe… Era una famosa concertista de violín y la hija de un
acaudalado banquero suizo llamado Augustus Rolfe. Un año antes, Gabriel
la había ayudado a dar con los hombres que habían asesinado a su padre. En
el proceso también la había obligado a enfrentarse con las desagradables
circunstancias que rodeaban el pasado bélico de su padre, y el origen de su
notable colección de pinturas impresionistas y modernistas. Además, se
había enamorado de la apasionada virtuosa. Después de la operación, había
vivido con ella durante seis meses en su solitaria mansión en la costa de
Sintra, en Portugal. Pero la relación comenzó a desmoronarse cuando
Gabriel le confesó que cada vez que paseaban por las calles del pueblo era
la sombra de su esposa Leah la que veía a su lado y que, algunas noches,
mientras hacían el amor, Leah estaba en el dormitorio, como una silenciosa
espectadora de su placer. Cuando Francesco Tiepolo le ofreció restaurar el
retablo de San Zaccaria, Gabriel aceptó sin vacilar y Anna Rolfe no se
interpuso en su camino.
—La aprecio mucho, pero nunca hubiese funcionado.
—¿Ha estado contigo en Venecia?
—Participó en una gala de beneficencia en el Frari. Se quedó conmigo
dos días. Creo que sólo sirvió para empeorar las cosas.
Shamron aplastó concienzudamente la colilla.
—Supongo que parte de la culpa es mía. Te empujé a una relación antes
de que estuvieses preparado.
Como siempre hacía en ocasiones como ésa, Shamron le preguntó a
Gabriel si había ido a ver a Leah. Gabriel se oyó a sí mismo responder que
había ido a la discreta clínica psiquiátrica en el sur de Inglaterra antes de
viajar a Venecia, que había pasado una tarde con ella, que la había llevado
en la silla de ruedas a pasear por el jardín; que incluso habían comido al aire
libre debajo de las ramas desnudas de un arce. Pero mientras hablaba, su
mente estaba en otra parte: en una callejuela de Viena, no muy lejos de la
Judenplatz; el coche bomba que había matado a su hijo; el infierno que
había destrozado el cuerpo de Leah y le había robado la memoria.
—Han pasado doce años y sigue sin reconocerme. Si he de serte
sincero, algunas veces no la reconozco. —Gabriel hizo una pausa, y añadió
—: No has venido aquí para hablar de mi vida personal.
—No —admitió Shamron—. Pero tu vida personal es un factor
relevante. Verás, si aún estuvieses con Anna Rolfe, no podría pedirte que
volvieras a trabajar para mí, al menos, sin que me pesara la conciencia.
—¿Cuándo has dejado que tu conciencia se interpusiera en algo que
quisieras conseguir?
—Ya está aquí el viejo Gabriel que conozco y quiero. —Shamron sonrió
con dureza—. ¿Qué sabes del asesinato de Benjamín?
—Sólo lo que leí en el Herald Tribune. La policía de Munich dijo que lo
habían asesinado los neonazis.
Shamron bufó. Era obvio que no estaba de acuerdo con los hallazgos de
la policía de Munich, por mucho que fueran preliminares.
—Supongo que es posible. Los escritos de Benjamin sobre el
holocausto lo hicieron extremadamente impopular en muchos sectores de la
sociedad alemana, y el hecho de que fuese israelí lo convirtió en un
objetivo. Pero no estoy convencido de que un cabeza rapada consiguiera
matarlo. Ya sabes, cada vez que mueren judíos en tierra alemana, me
inquieto. Quiero saber más de lo que la policía de Munich nos está diciendo
por los canales oficiales.
—¿Por qué no envías a un katsa a Munich para que investigue?
—Porque si uno de nuestros agentes de campo empieza a hacer
preguntas, la gente comenzará a sospechar. Además, sabes que siempre
prefiero la puerta de atrás a la principal.
—¿Qué tienes pensado?
—Dentro de dos días, el detective de Munich que está a cargo del caso
se encontrará con el hermanastro de Benjamin, Ehud Landau. Después de
informar a Landau sobre las investigaciones realizadas, le permitirá que
haga un inventario de las posesiones de Benjamín y arregle el envío a
Israel.
—Si la memoria no me falla, Benjamin no tenía ningún hermanastro.
—Lo tiene ahora. —Shamron puso un pasaporte israelí sobre la mesa y
se lo acercó a Gabriel con la palma de la mano. Este abrió la tapa y se
encontró con su propio rostro que lo miraba. Después miró el nombre:
EHUD LANDAU—. Tienes los mejores ojos que conozco —prosiguió el viejo
—. Echa una ojeada al apartamento. Mira a ver sí hay algo fuera de lugar.
Si puedes, quita cualquier cosa que pueda relacionarlo con la Oficina.
Gabriel cerró el pasaporte, pero lo dejó sobre la mesa.
—Estoy en la mitad de una restauración francamente difícil. No puedo
marcharme corriendo a Munich así, por las buenas.
—Sólo será un día, dos como máximo.
—Eso fue lo que dijiste la última vez.
El temperamento de Shamron, que siempre hervía debajo de la
superficie, estalló. Descargó un puñetazo sobre la mesa y le gritó a Gabriel
en hebreo:
—¿Quieres ocuparte de tu ridícula pintura o me ayudarás a encontrar al
asesino de tu amigo?
—Siempre es así de sencillo para ti, ¿verdad?
—Qué más quisiera. ¿Vas a ayudarme o me obligarás a que busque a
uno de los papanatas de Lev para esta delicada misión?
Gabriel hizo ver que lo pensaba, pero ya se había decidido. Cogió el
pasaporte con un suave movimiento de la mano y se lo guardó en un
bolsillo del abrigo. Tenía las manos de un prestidigitador y la habilidad de
un mago para desviar la atención. El pasaporte estaba allí; el pasaporte
había desaparecido. Shamron metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó
un sobre de tamaño mediano. En el interior, Gabriel encontró un billete de
avión y una lujosa cartera de cuero negro hecha en Suiza. La abrió: carnet
de conducir israelí, tarjetas de crédito, el carnet de socio de un gimnasio
muy exclusivo de Tel Aviv, la tarjeta de un videoclub, y una considerable
suma de dinero en euros y shekels.
—¿Cómo me gano la vida?
—Eres dueño de una galería de arte. Tus tarjetas están en el bolsillo
cerrado.
Gabriel encontró las tarjetas y sacó una:
—¿Existe?
—Ahora sí.
El último objeto que había en el sobre era un reloj de oro con la pulsera
de cuero negro. Gabriel le dio la vuelta y leyó la inscripción grabada en la
tapa: PARA EHUD DE HANNAH CON AMOR.
—Bonito detalle —comentó Gabriel.
—Sé por experiencia que lo importante son las cosas pequeñas.
El reloj, el billete de avión y la cartera acabaron junto con el pasaporte
en el bolsillo de Gabriel. Los dos hombres se levantaron. Al salir de la
panadería, la muchacha de cabellos largos y el chal color bronce se acercó
rápidamente a Shamron. Gabriel comprendió que era la guardaespaldas del
viejo.
—¿Adónde vas?
—Regreso a Tiberíades —respondió Shamron—. Si encuentras algo
interesante, envíalo al bulevar King Saul a través de los canales habituales.
—¿A la atención de quién?
—A la mía, pero eso no significa que el pequeño Lev no le eche una
ojeada, así que emplea la discreción apropiada.
A lo lejos, repicó una campana. Shamron se detuvo en el centro del
campo, junto al pozzo, y echó una última mirada en derredor.
—Nuestro primer gueto. Santo Dios, cuánto odio este lugar.
—Es una verdadera pena que no estuvieses en Venecia en el siglo XVI
—comentó Gabriel—. El Consejo de los Diez nunca se hubiera atrevido a
encerrar a los judíos aquí.
—Yo estaba aquí —replicó Shamron, muy convencido—. Siempre he
estado aquí y lo recuerdo todo.
4
MUNICH
GIANCOMO
MUNICH
Gabriel estaba delante del Gastätte Atzinger a las seis y media en punto.
Lo primero que vio del profesor Helmut Berger fue el faro de su bicicleta,
que parecía flotar por encima de Amalienstrasse. Después apareció su
figura, las piernas pedaleando rítmicamente, los largos cabellos grises que
ondeaban sobre sus grandes orejas como alas. A la espalda llevaba colgado
un bolso de cuero.
El encanto de la llegada del profesor se evaporó en cuestión de
segundos. Como muchos intelectuales alemanes, Helmut Berger mostraba
la expresión de quien ha tenido que pasarse el día tratando con seres de una
inteligencia inferior. Anunció que sólo tenía tiempo para tomarse una
cerveza, pero invitó a Gabriel a que pidiera algo del menú. Gabriel pidió
agua mineral, lo que el alemán pareció considerar absolutamente
escandaloso.
—Siento mucho lo de su hermano. Perdón, su hermanastro. Era un
valioso miembro de la facultad. Su muerte fue una dolorosa pérdida para
todos nosotros. —Pronunció las frases sin la menor emoción, como si se las
hubiese escrito alguno de sus estudiantes—. ¿En qué puedo ayudarlo, Herr
Landau?
—¿Es verdad que Benjamin disfrutaba de un año sabático cuando lo
asesinaron?
—Sí, es correcto. Estaba trabajando en otro libro.
—¿Sabe usted cuál era el tema?
—La verdad es que no.
—¿De veras? —Gabriel estaba realmente sorprendido—. ¿Es habitual
que alguien deje su departamento para trabajar en un libro sin decirle a
usted de qué tema se trata?
—No, pero Benjamin se mostró muy reservado sobre ese proyecto
desde el principio.
Gabriel decidió que era mejor no insistir.
—¿Sabe algo sobre las amenazas que recibía Benjamín?
—Había tantas que costaba trabajo llevar la cuenta. Las teorías de
Benjamin sobre un sentimiento de culpa colectivo de los alemanes por lo
ocurrido durante la guerra digamos que lo hicieron muy impopular en
muchos sectores.
—Me parece que usted tampoco compartía las opiniones de Benjamin.
El profesor se encogió de hombros.
—Hace unos pocos años, escribí un libro sobre el comportamiento de la
Iglesia católica alemana durante la guerra. Benjamin no estuvo en absoluto
de acuerdo con mis conclusiones y lo expresó de una manera muy pública.
Fue un tiempo muy desagradable para los dos.
Berger consultó su reloj.
—Lo siento, pero tengo otro compromiso. ¿Hay alguna otra cosa que
pueda decirle? ¿Quizá algo más importante para sus averiguaciones?
—El mes pasado, Benjamín hizo un viaje a Italia. ¿Sabe usted por qué
fue allí? ¿Estaba relacionado de alguna manera con el libro?
—No tengo ni idea. Verá, el doctor Stern no tenía la costumbre de
avisarme de sus planes de viaje. —El profesor se acabó la cerveza y se
levantó—. Una vez más, mis condolencias, Herr Landau. Le deseo suerte en
sus investigaciones.
«Y un cuerno», pensó Gabriel, mientras miraba cómo el profesor se
marchaba montado en su bicicleta.
El detective Axel Weiss había saltado del coche con tanta prisa que se
había dejado el móvil. Regresó a la carrera y luego hizo una pausa para
recuperar el aliento antes de marcar el número. Unos segundos más tarde, le
comunicaba al hombre en Roma que el israelí llamado Landau se había ido.
—¿Cómo?
Avergonzado, Weiss se lo explicó.
—¿Al menos consiguió hacer una foto?
—A primera hora de la tarde. En la villa olímpica.
—¿En la villa? ¿Para qué demonios fue allí?
—Al parecer, para contemplar el edificio de apartamentos de
Connollystrasse 31.
—¿No fue allí donde ocurrió?
—Sí, así es. Es bastante habitual que los judíos vayan allí como si fuera
una peregrinación.
—¿Es bastante habitual que los judíos descubran la vigilancia y
ejecuten una fuga perfecta?
—No.
—Envíeme la foto esta noche.
El hombre en Roma cortó la comunicación.
7
Gabriel llegó al extremo norte del lago Garda a media tarde. A medida
que bajaba hacia el sur a lo largo de la orilla, el clima y la vegetación fueron
cambiando paulatinamente de alpina a mediterránea. Cuando bajó la
ventanilla del coche, el aire helado le azotó el rostro. El sol brillaba entre
las hojas verde plateadas de los olivos. Abajo, la superficie del lago
absolutamente inmóvil era como una lápida de granito pulido.
La ciudad de Brenzone estaba despertando de la siesta. Los camareros
corrían los toldos en las terrazas de los bares y los cafés junto al lago, los
tenderos colocaban sus productos en las callejuelas adoquinadas que subían
la empinada ladera del monte Baldo. Gabriel continuó por la avenida de la
orilla hasta que encontró el Gran Hotel, una villa color azafrán situada a la
salida de la ciudad.
Gabriel aparcó en el patio y de inmediato apareció un botones que lo
recibió con el entusiasmo de un recluso que agradece la compañía. El
vestíbulo era de otra época. Gabriel no se hubiese sorprendido en lo más
mínimo de ver a Kafka sentado en una polvorienta poltrona, dedicado a
corregir un manuscrito en las sombras. En el comedor, una pareja de
aburridos camareros se ocupaban parsimoniosamente de preparar una
docena de mesas para la cena. Si la languidez de sus movimientos era una
pista, aquella noche no se ocuparían ni la mitad de las mesas.
El recepcionista detrás del mostrador se irguió con mucha formalidad al
ver al huésped. Gabriel miró la placa negra y plateada enganchada a la
solapa izquierda de su americana: GIANCOMO. Rubio, con ojos azules y el
porte de un oficial prusiano, observó a Gabriel con una cierta curiosidad.
En un italiano laborioso pero fluido, Gabriel se presentó como Ehud
Landau, de Tel Aviv. El recepcionista pareció complacido. Cuando Gabriel
le preguntó por un hombre que se había alojado en el hotel un par de meses
antes —el profesor Benjamin Stern, que se había olvidado unas gafas—, el
recepcionista negó con la cabeza lentamente. Los cincuenta euros que
Gabriel le puso en la mano le refrescaron la memoria.
—¡Ah, sí, Herr Stern! —Los ojos azules resplandecieron—. El escritor
de Munich. Lo recuerdo bien. Se alojó aquí durante tres noches.
—El profesor Stern era mi hermano.
—¿Era?
—Lo asesinaron en Munich hace diez días.
—Por favor, acepte mis condolencias, signor Landau, pero quizá
debería estar hablando con la policía del profesor Stern y no con su
hermano.
Giancomo frunció el entrecejo con una expresión pensativa después de
oír que Gabriel estaba realizando su propia investigación.
—Me temo que no puedo decirle nada relevante, excepto que estoy
absolutamente seguro de que la muerte del profesor Stern no tiene nada que
ver con su estancia en Brenzone. Verá, su hermano pasó la mayor parte del
tiempo en el convento.
—¿El convento?
El joven salió de detrás del mostrador.
—Acompáñeme.
Condujo a Gabriel a través del vestíbulo y luego a través de unas
puertas ventanas. Cruzaron la terraza que daba al lago y Giancomo se
detuvo junto a la balaustrada. Un poco más allá, en lo alto de un
promontorio en la orilla del lago, había un castillo con almenas.
—El convento del Sagrado Corazón. En el siglo XIX era un sanatorio.
Las hermanas se hicieron con la propiedad antes de la primera guerra
mundial y han estado allí desde entonces.
—¿Sabe qué hacía mi hermano allí?
—Me temo que no. ¿Por qué no se lo pregunta a la madre Vincenza? Es
la madre superiora. Una mujer encantadora. Estoy seguro de que se sentirá
muy feliz de ayudarlo.
—¿Tiene su número de teléfono?
El recepcionista negó con la cabeza.
—No tienen teléfono. Las hermanas se toman muy en serio su
intimidad.
GRINDELWALD, SUIZA
El hombre que vivía en el gran chalet a la sombra del Eiger era una
persona muy celosa de su intimidad, incluso para lo que era habitual en las
montañas de la Suiza interior. Se había preocupado en averiguar qué se
comentaba de su persona, y sabía que en los bares y los cafés de
Grindelwald no dejaban de interesarse por descubrir su profesión. Algunos
creían que era un banquero privado de Zurich; otros, que era el propietario
de una empresa química instalada en Zug. También circulaba la teoría de
que pertenecía a una familia rica y que no tenía carrera alguna. Había quien,
sin el menor fundamento, lo señalaba como traficante de armas o
blanqueador de dinero. La muchacha que hacía la limpieza del chalet había
comentado que en la cocina tenía una batería de cobre completa y todo lo
necesario para cocinar. Esa información dio lugar al rumor de que era
cocinero. Este era su rumor favorito. Siempre había creído que, de no haber
abrazado su actual profesión, podría haberse ganado la vida como cocinero.
Las pocas cartas que llegaban a diario a su chalet llevaban el nombre de
Eric Lange. Hablaba el alemán con el acento de la gente de Zurich, pero
con el sonsonete de los nativos de los valles de la Suiza interior. Hacía sus
compras en el supermercado Migros y siempre pagaba en efectivo. No
recibía visitas y, a pesar de ser un hombre apuesto, nunca se lo veía en
compañía de una mujer. A veces se ausentaba durante largas temporadas, y
cuando se le pedía alguna explicación, solía murmurar algo sobre un viaje
de negocios. Cuando se le insistía para que fuese un poco más explícito, sus
ojos grises parecían convertirse en hielo y no había nadie que tuviese el
coraje de continuar con el tema.
Por encima de todo lo demás, parecía un hombre con mucho tiempo
libre. Desde diciembre hasta marzo, cuando la nieve estaba en buenas
condiciones, pasaba la mayor parte de los días en las pistas. Era un
esquiador experto, rápido pero nunca imprudente, con el tamaño y la fuerza
de un esquiador de fondo, y la rapidez y la agilidad de un corredor de
eslalon. Sus prendas de ropa eran caras pero discretas, escogidas
cuidadosamente para desviar la atención más que atraerla. En los telesillas,
era famoso por su silencio. En verano, cuando se derretía todo excepto los
glaciares, salía del chalet todas las mañanas y trepaba por la empinada
ladera del valle. Su cuerpo parecía estar hecho para ese propósito: alto,
fuerte, las caderas estrechas, los hombros anchos, los muslos musculosos y
las pantorrillas con forma de diamantes. Se movía por los senderos rocosos
con la agilidad de un gato salvaje y nunca parecía cansarse.
Por lo general, hacía una pausa al pie del Eiger para beber un trago de la
cantimplora y miraba la cara barrida por el viento. Nunca escalaba; creía
que los hombres que se medían contra el Eiger eran los idiotas más grandes
del mundo. Algunas tardes, desde la terraza del chalet, oía el estruendo de
los rotores de los helicópteros de rescate y algunas veces, con la ayuda de
su telescopio Zeiss, veía los cadáveres de los alpinistas colgados de las
cuerdas, que se balanceaban empujados por el Föhn, el famoso viento del
Eiger. Sentía el mayor de los respetos por la montaña. El Eiger, como el
hombre conocido como Eric Lange, era el asesino perfecto.
Poco antes del mediodía, Lange saltó del telesilla para su último
descenso del día. Al final de la pista, desapareció en un bosquecillo de
pinos y esquió entre las sombras hasta llegar a la puerta trasera del chalet.
Se quitó los esquís y los guantes, y marcó una serie de números en el
teclado sujeto a la pared junto a la puerta. Entró, se quitó la chaqueta y los
pantalones, y colgó los esquís. En el piso de arriba, se duchó y se vistió con
sus prendas de viaje: pantalón de pana, un suéter de cachemira gris oscuro y
botines de ante. Ya tenía preparada la maleta.
Se detuvo delante del espejo para comprobar su aspecto. En los cabellos
rubios descoloridos por el sol se veían algunas canas. Los ojos, de un gris
muy claro, facilitaban el uso de las lentes de contacto. Sus facciones eran
alteradas periódicamente por un cirujano plástico en una discreta clínica de
las afueras de Ginebra. Se colocó unas gafas con montura de concha, luego
se puso gomina en los cabellos y se los peinó hacia atrás. El cambio en su
apariencia era notable.
Se dirigió al dormitorio. Oculta en el armario vestidor había una caja de
seguridad. Marcó la combinacióny abrió la pesada puerta. En el interior
estaban sus herramientas de trabajo: pasaportes falsos, una suma
considerable en diferentes monedas y una colección de armas. Llenó la
cartera con francos suizos y escogió una pistola Stechkin de calibre 9
milímetros, su arma favorita. Guardó el arma en la maleta y cerró la puerta
de la caja de seguridad. Cinco minutos más tarde, se sentó detrás del
volante de su Audi y emprendió viaje hacia Zurich.
VENECIA
ROMA
L’Eau Vive era uno de los pocos lugares de Roma donde Carlo
Casagrande se sentía tranquilo sin un guardaespaldas. Ubicado en la
angosta Via Monterone, cerca del Panteón, la entrada sólo estaba señalada
por dos farolas de gas. Cuando Casagrande entró, se encontró de frente con
una gran estatua de la Virgen María. Una mujer lo saludó afectuosamente
llamándolo por el nombre, y se hizo cargo de su abrigo y de su sombrero.
Tenía la piel color café y vestía el traje típico de las mujeres de Costa de
Marfil. Como todas las empleadas de L’Eau Vive, era miembro de las
Misioneras de la Inmaculada Concepción, un grupo de legas vinculado a las
carmelitas. La mayoría eran de Asia y África.
—Su invitado lo espera, señor Casagrande. —Su italiano era fluido,
aunque con mucho acento—. Por aquí, por favor.
La humildad de la entrada sugería un comedor oscuro con sólo un
puñado de mesas, pero el salón era grande y abierto con las paredes
pintadas de blanco y un techo muy alto de vigas de madera. Como era
habitual, no había ni una sola mesa libre, aunque, a diferencia de los demás
restaurantes romanos, la clientela era únicamente masculina, y casi todos
pertenecían al Vaticano. Casagrande vio por lo menos a cuatro cardenales.
Muchos de los otros sacerdotes parecían curas normales, pero el ojo experto
de Casagrande divisó las cadenas de oro que distinguían a los obispos y los
cordoncillos púrpuras de los monsignori. Además, un sacerdote normal no
podía permitirse comer allí, a menos que recibiera la asignación de una
familia acomodada. Incluso el modesto salario vaticano de Casagrande
hubiese sufrido las consecuencias de una comida en L’Eau Vive. Sin
embargo, la cena de ese día era una cuestión de trabajo y la factura la
pagaría su bien provista cuenta de gastos.
Las conversaciones casi cesaron del todo cuando Casagrande cruzó el
comedor para ir a sentarse a su mesa de costumbre en un rincón. El motivo
era sencillo. Una parte de su trabajo era hacer que se cumpliera el estricto
código de silencio del Vaticano. L’Eau Vive, a pesar de la fama de su
discreción, era uno de los mentideros favoritos de la curia. Se conocían
casos de más de un periodista emprendedor que se había vestido con una
sotana y había reservado una mesa en el restaurante para pillar algún
valioso cotilleo de los escándalos vaticanos.
Achille Bartoletti se levantó al ver aparecer a Casagrande. Era veinte
años más joven que el general, y estaba en la cumbre de su poder personal y
profesional. Su traje era discreto e impecable, su rostro bronceado, su
apretón de manos firme y de la duración exacta. Las canas en las sienes le
daban un toque de madurez sin envejecerlo. La boca pequeña y los dientes
pequeños y desiguales insinuaban una veta cruel que Casagrande sabía que
no estaba muy lejos de ser verdad. Había muy poco que el jefe de la
seguridad vaticana no supiera de Achille Bartoletti. Se trataba de un hombre
que había estado dedicado por completo a progresar en su carrera. Había
mantenido la boca cerrada, evitado las controversias, se había adjudicado
los éxitos ajenos y se había distanciado de los fracasos de los demás. De
haber sido miembro de la curia en lugar de un policía secreto,
probablemente ahora sería papa. En cambio, gracias en gran medida al
generoso apoyo de su mentor, Carlo Casagrande, Achille Bartoletti era el
director del Servizio per le Informazioni e la Sicurezza Democratica.
Cuando Casagrande se sentó, se reanudaron las conversaciones en las
mesas vecinas, aunque con mucha cautela.
—Ha hecho toda una entrada, general.
—Dios sabe de lo que estaban hablando antes de que llegara. Puede
estar seguro de que ahora la conversación será menos estimulante.
—Esta noche hay mucho rojo en el comedor.
—Son los que más me preocupan, los prelados de la curia que se pasan
el día rodeados por curas obsecuentes que sólo dicen: «Sí, excelencia. Por
supuesto, excelencia. Lo que usted diga, excelencia».
—¡Excelente, excelencia! —exclamó Bartoletti.
El jefe de la inteligencia italiana se había tomado la libertad de pedir la
primera botella de vino. Le sirvió una copa a Casagrande. La comida en
L’Eau Vive era francesa, y también lo era la carta de vinos. Bartoletti había
escogido un Médoc excelente.
—¿Son imaginaciones mías, general, o los nativos parecen más
inquietos de lo habitual?
—«¿Es tan obvio?», pensó Casagrande. ¿Tanto que un extraño como
Bartoletti había percibido la tensión de la inestabilidad en la atmósfera de
L’Eau Vive? Decidió que cualquier intento de descartar la pregunta sería un
engaño transparente y, por tanto, una violación de las sutiles reglas de la
relación.
—Son los tiempos inciertos de un nuevo papado —respondió
Casagrande, con el tono neutral de un juez—. Han besado el anillo del
pescador y rendido los honores. Por tradición, él ha prometido continuar
con la misión de su antecesor, pero los recuerdos del polaco se están
borrando muy rápidamente. Lucchesi ha mandado redecorar los
apartamentos papales del tercer piso. Los nativos, como usted los llama, se
preguntan qué vendrá a continuación.
—¿Qué es lo que vendrá a continuación?
—El Santo Padre no comenta conmigo sus planes para la Iglesia,
Achille.
—Sí, pero usted tiene unas fuentes impecables.
—Sólo puedo decirle esto: se ha aislado de los mandarines de la curia y
se ha rodeado de personas de su confianza de Venecia. Los mandarines de
la curia los llaman el Consejo de los Diez. Los rumores vuelan.
—¿Qué dicen?
—Que está a punto de lanzar un programa de desestalinización para
reducir la influencia póstuma del polaco. Se esperan grandes cambios de
personal en la Secretaría de Estado y en la Congregación para la Doctrina
de la Fe, y eso sólo es el principio.
«También hará públicos los secretos más oscuros de los archivos
vaticanos», pensó Casagrande, aunque no compartió el pensamiento con
Achille Bartoletti.
El jefe de la inteligencia italiana se inclinó sobre la mesa, ansioso por
saber más.
—No pensará actuar en la Santísima Trinidad de los temas candentes,
¿verdad? ¿El control de la natalidad? ¿El celibato? ¿Las mujeres en el
sacerdocio?
Casagrande negó con la cabeza con una expresión grave.
—No se atreverá. Sería algo tan controvertido que la curia se amotinaría
y su papado estaría condenado. «Relevancia» es la palabra de moda en el
palacio Apostólico. El Santo Padre quiere que la Iglesia sea relevante en las
vidas de los mil millones de católicos que hay en el mundo, muchos de los
cuales no tienen bastante para comer todos los días. A la vieja guardia
nunca le ha interesado la relevancia. A ellos, una palabra como
«relevancia» les suena como «glasnost» o «perestroika», y eso los pone
muy nerviosos. A la vieja guardia le gusta la obediencia. Si el Santo Padre
va demasiado lejos, se abrirán las puertas del infierno.
—Hablando del diablo…
En el comedor volvió a reinar el silencio. Esta vez, Casagrande no era el
responsable. Vio al cardenal Brindisi que se dirigía a uno de los reservados
en el fondo del salón. Sus ojos azul claro apenas parecían responder a los
discretos saludos de los miembros de menor rango de la curia, pero
Casagrande sabía que la memoria fotográfica del cardenal Brindisi había
tomado debida nota de la presencia de cada uno de ellos.
El general y Bartoletti no se demoraron en pedir. Bartoletti observó el
menú como si fuese el informe de un agente de confianza. Casagrande
escogió lo primero que le pareció remotamente interesante. Durante las dos
horas siguientes, entre platos exquisitos y prudentes cantidades de vino,
intercambiaron informaciones, rumores y cotilleos. Era el ritual de todos los
meses, uno de los grandes dividendos de la decisión de Casagrande tomada
hacía veinte años antes de pasar al Vaticano. Su influencia en Roma después
de aplastar a las Brigadas Rojas era tan considerable que su palabra era
como el Evangelio para el gobierno italiano. A Casagrande se le daba todo
lo que pedía y punto. Los organismos de la seguridad del Estado italianos se
habían convertido en la práctica en extensiones del Vaticano, y Achille
Bartoletti era uno de sus más importantes proyectos. Las pepitas de las
intrigas vaticanas que Casagrande le daba de vez en cuando eran oro puro.
A menudo, las utilizaba para impresionar y entretener a sus superiores,
como también lo eran las audiencias privadas con el papa y los pases de
primera fila en la misa del gallo en San Pedro.
Casagrande no sólo le servía en bandeja los cotilleos de la curia. El
Vaticano poseía uno de los mayores y más eficaces servicios de inteligencia
de todo el mundo. El general, a menudo, sabía cosas que habían escapado
de la atención de Bartoletti y su servicio. Había sido Casagrande quien se
había enterado de que un grupo de terroristas tunecinos habían planeado
atacar a los turistas norteamericanos que visitaban Florencia durante las
vacaciones de Pascua. Le transmitió la información a Bartoletti, y se
adoptaron de inmediato las medidas pertinentes. Ningún norteamericano
sufrió ni un rasguño, y Bartoletti se ganó muy buenos y poderosos amigos
en la CIA, e incluso en la Casa Blanca.
Mientras tomaban el café, Casagrande llevó la conversación hacia el
tema que más le interesaba: el israelí llamado Ehud Landau que había ido a
Munich y decía ser el hermanastro de Benjamín Stern. El israelí que había
visitado el convento del Sagrado Corazón en Brenzone y que se había
librado de la vigilancia de los hombres de Casagrande como quien quita las
migas del mantel blanco en L’Eau Vive.
—Tengo un grave problema, Achille, y necesito su ayuda.
Bartoletti tomó nota del tono sombrío de Casagrande y dejó la taza en el
plato. De no haber sido por el apoyo y el padrinazgo de Casagrande,
Bartoletti aún estaría en los puestos intermedios del servicio, en lugar de ser
el director del servicio de inteligencia italiana. No estaba en posición de
rechazar una petición de Casagrande, fuesen las que fuesen las
circunstancias. Así y todo, Casagrande abordó el tema con delicadeza y
respeto. De ninguna manera quería incomodar al más importante de sus
protegidos aprovechándose de la relación.
—Sabe que puede contar con mi apoyo y lealtad, general —respondió
Bartoletti—. Sí usted o el Vaticano tienen un problema, haré lo que sea por
ayudar.
Casagrande metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una
fotografía, la puso sobre la mesa y le dio la vuelta para que Bartoletti la
viera con claridad. Bartoletti cogió la foto y la acercó a la llama de la vela
que había en la mesa para verla mejor.
—¿Quién es?
—No estamos seguros. Se sabe que en algunas ocasiones utiliza el
nombre de Ehud Landau.
—¿Ehud? ¿Israelí?
Casagrande asintió.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Bartoletti, sin desviar la mirada de
la foto.
—Creemos que tiene la intención de asesinar al papa.
Bartoletti miró al general con viveza.
—¿Un asesino?
—Lo hemos visto un par de veces en San Pedro en las audiencias
públicas de los miércoles —añadió Casagrande—, y su comportamiento era
un tanto extraño. También ha estado presente en otras apariciones papales,
en Italia y en el extranjero. Creemos que asistió a la misa al aire libre que el
papa ofició en Madrid el mes pasado con la intención de asesinar al Santo
Padre.
Bartoletti sostuvo la foto con el pulgar y el índice, y la volvió para que
la imagen quedara de cara a Casagrande.
—¿Dónde la consiguió?
Casagrande le explicó que uno de sus hombres había visto al asesino en
la basílica una semana antes y le había sacado la foto en la plaza. Era
mentira, por supuesto. La fotografía la había hecho Axel Weiss en Munich,
pero ésa era una información que Bartoletti no necesitaba conocer.
—Hemos recibido varias cartas de amenaza durante las últimas
semanas, cartas que creemos que fueron escritas por este hombre. Creemos
que representa una amenaza muy grande para la vida del Santo Padre. Es
obvio que nos gustaría encontrarlo antes de que tenga la oportunidad de
hacer realidad sus amenazas.
—Mañana por la mañana organizaré un grupo de tareas —dijo
Bartoletti.
—Con discreción, Achille. Lo último que quiere el sumo pontífice es
que cunda la alarma de un atentado cuando acaba de comenzar su papado.
—Puede estar seguro de que la caza de ese hombre se hará con tanto
sigilo que podría parecer que usted estuviese al mando.
Casagrande agradeció con un gesto el cumplido de su joven protegido y,
con un ademán casi imperceptible, pidió la cuenta. En ese mismo momento,
la mujer que había saludado a Casagrande en la entrada caminó hasta el
centro del comedor con un micrófono en la mano. Agachó la cabeza, cerró
los ojos y recitó una breve plegaria. Después, las camareras se reunieron
junto a la estatua de la Virgen y, con las manos unidas, comenzaron a cantar
Inmaculada María. Los comensales no tardaron en sumarse. Incluso
Bartoletti, el despiadado policía secreto, cantaba con los demás.
Cuando acabó la interpretación, los cardenales y los obispos reanudaron
sus conversaciones con los rostros enrojecidos por el fervor del himno y el
buen vino. Casagrande se apresuró a coger la cuenta antes de que su
invitado tuviera la oportunidad. Bartoletti protestó con delicadeza:
—Si la memoria no me falla, este mes me toca a mí, general.
—Quizá, Achille, pero nuestra conversación ha sido especialmente
fructífera. Esta vez invita el Santo Padre.
—Entonces, muchas gracias al Santo Padre. —Bartoletti sostuvo en alto
la foto del asesino—. Puede estar seguro de que, si este hombre se acerca a
menos de cien kilómetros del papa, será arrestado.
Casagrande miró a su invitado con una expresión melancólica.
—Si he de serle sincero, Achille, preferiría que no lo arrestaran.
Bartoletti frunció el entrecejo.
—No lo comprendo, general. ¿Qué quiere que haga?
Casagrande se inclinó sobre la mesa con el rostro cerca de la llama de la
vela.
—Sería mejor para todos los involucrados que desapareciera sin más.
Achille Bartoletti se guardó la foto en el bolsillo.
12
VIENA
LONDRES
Los dos hombres se miraron a través del vestíbulo con suelo de mármol
como los capitanes de dos equipos rivales. Gabriel comprendió por qué era
difícil ver la televisión británica sin ver el rostro de Malone y la razón por la
que se lo consideraba uno de los solteros más cotizados de Londres. Era
alto y delgado, con unas facciones perfectas, y vestía de una manera
impecable, con un pantalón de lana y un cárdigan color burdeos claro.
Gabriel, ataviado con vaqueros y una cazadora de cuero, con el rostro
oculto detrás de unas gafas de sol y una gorra de béisbol, parecía un hombre
de los barrios bajos. Malone no le ofreció la mano.
—Puede quitarse ese ridículo disfraz. No tengo la costumbre de
traicionar a mis fuentes.
—Si no le importa, prefiero no quitármelo.
—Usted mismo. ¿Café, o quiere algo más fuerte?
—No, muchas gracias.
—Mi despacho está en el piso de arriba. Creo que estaremos más
cómodos allí.
Era una antigua sala reconvertida, larga y rectangular, con estanterías
hasta el techo y alfombras orientales. En el centro había dos grandes mesas,
una para Malone y la otra para las documentalistas. El periodista apagó el
ordenador y se sentó en uno de los sillones de orejas que estaban junto a la
chimenea encendida. Invitó a Gabriel con un gesto a sentarse en el otro.
—Debo decir que resulta un tanto curioso estar en la misma habitación
que usted. Me han hablado tanto de sus hazañas que tengo la sensación de
conocerlo. Es toda una leyenda. Septiembre Negro, Abu Jihad y no sé
cuántos más entre los dos. ¿Ha matado a alguien últimamente?
Al ver que Gabriel no mordía el anzuelo, Malone continuó:
—Si bien me resulta de una fascinación morbosa, debo admitir que las
cosas que ha hecho me parecen moralmente repugnantes. En mi opinión, un
Estado que recurre al asesinato como política no es mejor que el enemigo
que pretende derrotar. En muchos aspectos, es peor. Para mí es usted un
asesino, así que ya sabe cuál es mi posición.
Gabriel comenzó a preguntarse si no habría cometido un error al ir allí.
Había aprendido hacía mucho que nunca se podía ganar en esa clase de
discusiones. Las había mantenido consigo mismo infinidad de veces.
Permaneció inmóvil, con la mirada puesta en Peter Malone, a la espera de
que fuese al grano. Malone cruzó las piernas y se quitó una mota invisible
del pantalón en un gesto que denotaba su ansiedad. Gabriel se sintió
complacido.
—Quizá deberíamos dejar claros los detalles de nuestro acuerdo antes
de continuar —dijo Malone—. Le diré todo lo que sé del asesinato de
Benjamin Stern. A cambio, usted me concederá una entrevista. Como es
obvio, ya he escrito antes sobre asuntos de inteligencia y conozco las reglas.
No haré nada que pueda revelar su verdadera identidad, ni escribiré nada
que pueda comprometer las operaciones en curso. ¿Trato hecho?
—De acuerdo.
Malone miró a lo lejos durante un momento y luego miró a Gabriel.
—Está usted en lo cierto. Trabajaba con Benjamin en su nuevo libro. Se
suponía que nuestra colaboración era confidencial. Me sorprende que haya
podido encontrarme.
—¿Por qué Benjamin acudió a usted?
Malone se levantó para ir a acercarse a una de las estanterías. Cogió un
libro y se lo entregó a Gabriel. Se titulaba Crux Vera: el KGB de la Iglesia
católica.
—Benjamin había dado con algo grande, algo relacionado con el
Vaticano y la guerra.
Gabriel sostuvo el libro en alto.
—¿Algo que ver con la Crux Vera?
Malone asintió.
—Su amigo era un académico brillante, pero no tenía ni la más mínima
idea de cómo investigar una historia. Me preguntó si yo estaría dispuesto a
trabajar con él como asesor e investigador en todos los asuntos relacionados
con la Crux Vera. Acepté, y negociamos una compensación. Me pagaría la
mitad por adelantado y el resto cuando acabara el manuscrito y lo
aceptaran. No hace falta decir que sólo recibí el primer pago.
—¿Qué tenía Benjamin?
—Desafortunadamente, no tuve acceso a dicha información. Su amigo
era muy reservado. De no haber estado al tanto de sus antecedentes, hubiese
creído que era uno de los suyos.
—¿Qué quería de usted?
—El acceso al material que había recopilado mientras escribía el libro
sobre la Crux Vera. También quería que buscara a dos sacerdotes que
habían trabajado en el Vaticano durante la guerra.
—¿Cómo se llamaban?
—Monseñores Cesare Felici y Tomaso Manzini.
—¿Consiguió dar con ellos?
—Lo intenté —dijo Malone—. Sólo descubrí que ambos habían
desaparecido y se los daba por muertos. Me enteré de algo todavía más
interesante. El detective de la jefatura romana de la Polizia di Stato que se
ocupaba de los casos fue apartado de la investigación por sus superiores y
enviado a otro destino.
—¿Sabe usted el nombre del detective?
—Alessio Rossi. Pero, por lo que más quiera, no le diga que yo le di su
nombre. Tengo que proteger mi reputación.
—Si sabe tantas cosas, ¿cómo es que no ha escrito nada al respecto?
—Todo lo que tengo ahora son una serie de asesinatos y desapariciones
que creo que están vinculados, pero no poseo ni una sola prueba
concluyente de su vinculación. Nunca se me ocurriría acusar al Vaticano, o
a alguien próximo al Vaticano, de asesinato sin unas pruebas irrefutables.
Además, ningún editor decente se atrevería a publicarlo.
—Así y todo, usted tiene una teoría sobre quién podría estar detrás.
—Debe recordar que estamos hablando del Vaticano —manifestó
Malone—. Los hombres vinculados a esa venerable institución llevan
metidos en intrigas y complots desde hace casi dos mil años. Conocen el
juego mejor que nadie y, en el pasado, el fervor religioso y las batallas por
la doctrina los indujo a cometer el pecado mortal del asesinato. La Iglesia
está plagada de sociedades secretas y camarillas que podrían estar
involucradas en algo como esto.
—¿Quién? —insistió Gabriel.
Peter Malone le obsequió con una de sus sonrisas televisivas.
—En mi humilde opinión, tiene la respuesta en la mano.
Gabriel miró la tapa del libro. Crux Vera: el KGB de la Iglesia católica.
ROMA
NORMANDÍA, FRANCIA
ROMA
ROMA
ROMA
ROMA
Por segunda vez en aquella noche, el teléfono móvil de Eric Lange sonó
suavemente en la mesilla de noche de su habitación en el hotel de París.
Atendió la llamada y escuchó en silencio mientras Rashid Husseini le
relataba el tiroteo ocurrido en la pensión Abruzzi. Era obvio que Garlo
Casagrande estaba enterado de quién era Allon, y había enviado a un grupo
de incompetentes policías italianos a que hicieran el trabajo cuando podría
haberlo resuelto sin ningún problema un buen profesional con una pistola.
La oportunidad de Lange para ocuparse en persona de Allon quizá se había
perdido definitivamente.
—¿Qué estáis haciendo ahora? —preguntó Lange.
—Lo estamos buscando junto con la mitad de la policía italiana. No hay
ninguna garantía de que vayamos a encontrarlo. Los israelíes son muy
buenos a la hora de sacar a su gente de situaciones comprometidas.
—Sí que lo son —admitió Lange—. Estoy seguro de que la delegación
de Roma del servicio secreto israelí está muy atareada esta noche. Tienen
que resolver una crisis de grandes proporciones.
—Desde luego que sí.
—¿Tienes identificado a alguno de ellos en Roma?
—Estamos seguros de dos o tres —respondió Husseini.
—Quizá sería conveniente seguirlos. Con un poco de suerte, podrían
llevarte directamente hasta él.
—Me recuerdas a Abu Jihad —comentó Husseini—. Él también era
brillante.
—Llegaré a Roma por la mañana.
—Dime en qué avión vienes. Mandaré a un hombrea que te reciba.
Gabriel pasó un buen rato en la ducha, ocupado en lavarse la herida y
quitarse la sangre del cabello. Cuando salió del baño, envuelto en una toalla
blanca, Chiara lo estaba esperando. Le limpió las heridas con mucho
cuidado y le colocó un grueso vendaje alrededor del tórax. Luego le puso
una inyección de antibióticos y le dio un par de cápsulas amarillas.
—¿Qué son?
—Algo contra el dolor. Tómatelas. Dormirás mejor.
Gabriel se tragó las cápsulas con un poco de agua mineral.
—Te haré la cama. ¿Tienes hambre?
Gabriel negó con la cabeza y entró en el dormitorio para cambiarse. De
pronto notó que le flaqueaban las piernas. Durante la huida, los nervios y la
adrenalina lo habían mantenido en movimiento y no había sentido el dolor.
Ahora era como si tuviera un cuchillo clavado entre las costillas.
Chiara había dejado un chándal azul sobre la cama. Gabriel se lo puso
con mucha precaución. La prenda era para un hombre más alto, y tuvo que
arremangarse las mangas y las perneras. Cuando salió del dormitorio,
Chiara estaba sentada en la sala delante del televisor, que emitía un
informativo. La muchacha desvió la mirada de la pantalla durante unos
segundos para echarle un ojeada y frunció el entrecejo al ver su aspecto.
—Te conseguiré ropa de tu talla por la mañana.
—¿Cuántos muertos?
—Cinco. Varios más están heridos.
Cinco muertos… Gabriel cerró los ojos y a duras penas consiguió
contener la náusea. Se estremeció al sentir una fuerte punzada de dolor en el
costado. Chiara, al darse cuenta de su angustia, apoyó una mano en el rostro
del hombre.
—Estás ardiendo —dijo—. Tienes que dormir.
—Siempre me ha resultado difícil dormir en situaciones como ésta.
—Creo que te comprendo. ¿Quieres una copa de vino?
—¿Con los calmantes?
—Podría ayudarte.
—Una pequeña.
Chiara se levantó para ir a la cocina. Gabriel cogió el mando a distancia
y apagó el televisor. La muchacha regresó a la sala y le entregó una copa de
vino tinto.
—¿Tú no bebes?
Chiara negó con la cabeza.
—Mi trabajo consiste en asegurarme de que estés asalvo.
Gabriel bebió un sorbo de vino.
—¿Tu verdadero nombre es Chiara Zolli?
Ella asintió.
—¿Es verdad que eres la hija del rabino?
—Lo soy.
—¿Dónde estás destinada?
—Oficialmente, a la delegación de Roma, pero viajo mucho.
—¿Qué haces?
—Ya sabes, un poco de esto y un poco de aquello…
—¿A qué vino toda la historia de la otra noche?
—Shamron me pidió que no te perdiera de vista mientras estabas en
Venecia. Imagínate mi sorpresa cuando apareciste en el local de la
comunidad para ver a mi padre.
—¿Qué te comentó de nuestra conversación?
—Me dijo que le habías hecho muchas preguntas sobre los judíos
italianos durante la guerra y sobre el convento del Sagrado Corazón en el
lago Garda. ¿Por qué no me cuentas el resto?
«Porque no tengo fuerzas», pensó Gabriel. En voz alta, preguntó:
—¿Durante cuánto tiempo tendré que quedarme aquí?
—Pazner te lo explicará todo por la mañana.
—¿Quién es Pazner?
—Sí que llevas tiempo apartado del juego —Chiara sonrió—. Shimon
Pazner es el jefe de la delegación de Roma. Ahora mismo, está intentando
decidir cómo sacarte de Italia y llevarte a Israel.
—No pienso regresar a Israel.
—No puedes quedarte aquí. ¿Quieres que encienda de nuevo el
televisor? Te está buscando toda la policía italiana. Pero eso es algo que no
puedo decidir yo. No soy más que una agente de campo. Pazner llamará por
la mañana.
Gabriel no tenía fuerzas para discutir con ella. La combinación de los
sedantes y el vino le habían provocado una fuerte somnolencia, y se sentía
aturdido. Quizá era lo mejor. Chiara lo ayudó a levantarse y lo acompañó
hasta el dormitorio. Mientras se acostaba, notó otro terrible pinchazo en el
costado. Apoyó la cabeza en la almohada con mucho cuidado. Chiara apagó
la luz y se sentó en una butaca junto a la cama con una Beretta en el regazo.
—No puedo dormir si te quedas aquí.
—Dormirás.
—Vete a la otra habitación.
—La orden es que no me separe de ti.
Gabriel cerró los ojos. La muchacha tenía razón. En cuestión de
minutos, se quedó dormido. De inmediato le asaltaron las pesadillas. Libró
de nuevo el tiroteo en el patio y vio los cadáveres de los carabinieri
tumbados en el suelo. Alessio Rossi apareció en la habitación, pero en el
sueño de Gabriel vestía como un sacerdote, y en lugar de apuntarle a la
cabeza con una Beretta, lo hacía con un crucifijo. Vio la muerte de Rossi,
con los brazos abiertos y atravesado por una bala, como si fuera una pintura
de Caravaggio.
Leah se acercó a él. Bajó del retablo y se quitó la túnica. Gabriel le
acarició la piel y descubrió que habían desaparecido las cicatrices. Su boca
tenía el sabor de las aceitunas; los pezones, apretados contra su pecho, eran
duros y fríos. La penetró, y ella lo llevó lentamente hasta el clímax.
Mientras Gabriel eyaculaba, Leah le preguntó por qué se había enamorado
de Anna Rolfe. «Esa ti a quien quiero, Leah —le respondió—. Tú eres la
única mujer a la que amo».
Se despertó por un momento; el sueño había sido tan real que esperó ver
a Leah en la habitación. Pero cuando abrió los ojos, vio el rostro de Chiara,
sentada en la butaca, alerta y vigilante, con la pistola en la mano.
20
ROMA
Shimon Pazner llegó al piso franco a las ocho de la mañana. Era bajo y
fornido, con los cabellos como alambres y cicatrices de acné en las anchas
mejillas. A juzgar por la barba y las bolsas moradas debajo de sus ojos, era
evidente que no había dormido. Sin decir ni una palabra, se sirvió una taza
de café y dejó los periódicos de la mañana sobre la mesa de la cocina. El
tiroteo en el barrio de San Lorenzo era la noticia de primera plana en todos
ellos. Gabriel, todavía bajo los efectos de los calmantes, los miró, pero fue
incapaz de mostrar una expresión.
—Has montado un follón de padre y muy señor mío en mi ciudad. —
Pazner se bebió media taza de café de un trago e hizo una mueca—.
Imagínate mi sorpresa cuando recibí un aviso urgente de que el gran Gabriel
Allon estaba en apuros y necesitaba que lo sacaran de aquí. Cualquiera
creería que alguien en el bulevar King Saul había tenido la sensatez de
informar al jefe de la delegación local cuando Gabriel Allon estaba en la
ciudad para cargarse a alguien.
—No vine a Roma a cargarme a nadie.
—¡Y una mierda! —exclamó Pazner—. Eso es lo que haces.
Pazner se volvió cuando Chiara entró en la cocina. Llevaba un albornoz
y se había peinado los cabellos todavía húmedos hacia atrás. La muchacha
se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa junto a Gabriel.
—¿Sabes lo que pasará si los italianos llegan a descubrir quién eres? —
continuó Pazner—. Eso destrozará nuestras relaciones. No querrán volver a
trabajar con nosotros nunca más.
—Lo sé —afirmó Gabriel—. Pero no vine aquí a matar a nadie. Fueron
ellos quienes intentaron matarme a mí.
Pazner acercó una silla y se sentó con los gruesos antebrazos apoyados
en la mesa.
—¿Qué estabas haciendo en Roma, Gabriel? Y no me cuentes
historias…
Cuando Gabriel informó a Pazner de que había ido a Roma para realizar
un trabajo por cuenta de Shamron, el jefe de la delegación echó la cabeza
hacia atrás y le gritó al techo:
—¿Shamron? Por eso nadie en el bulevar King Saul sabe en qué estás
trabajando. ¡Por todos los diablos, debería haber sabido que el viejo estaba
detrás de todo esto!
Gabriel apartó los periódicos. Decidió que le debía una explicación a
Pazner. Había sido una locura presentarse en Roma después del asesinato de
Peter Malone. Había subestimado la capacidad de sus enemigos, y ahora
Pazner tendría que ocuparse de solucionar un embrollo colosal. Se bebió
una taza de café para despejarse y le contó la historia a Pazner desde el
principio. Chiara no apartó la mirada de su rostro ni por un instante. Pazner
consiguió mantener la calma durante la primera mitad del relato, pero a
medida que se acercaba al final, comenzó a encadenar un cigarrillo con
otro.
—Por lo que parece, estaban siguiendo a Rossi —señaló Pazner—, y
Rossi los llevó hasta ti.
—Él parecía saber que lo estaban vigilando. Nunca se alejó de la
ventana mientras estuvo en mi habitación. Los vio venir por nosotros, pero
ya era demasiado tarde.
—¿Había algo en la habitación que pudiera relacionarte con la Oficina?
Gabriel negó con la cabeza y luego le preguntó a Pazner si había oído
hablar de un grupo llamado Crux Vera.
—Circulan toda clase de rumores sobre las sociedades secretas y las
intrigas vaticanas en Italia —contestó Pazner—. ¿Recuerdas el escándalo de
la logia P2 en los ochenta?
«Vagamente», pensó Gabriel. Por pura casualidad, la policía italiana
había encontrado un documento donde se revelaba la existencia de un grupo
secreto de extrema derecha que se había infiltrado en los más altos niveles
del gobierno, de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia.
Aparentemente, también en el Vaticano.
—He oído mencionar el nombre de Crux Vera —admitió Pazner—, pero
nunca le di mucho crédito. Hasta ahora.
—¿Cuándo me marcho?
—Te sacaremos esta noche.
—¿Adónde?
Pazner inclinó la cabeza hacia el este y, por la expresión decidida en su
rostro, Gabriel tuvo claro que se refería a Israel.
—No quiero ir a Israel —protestó—. Quiero encontrar al asesino de
Benjamin.
—Ahora mismo no puedes ir a ningún lugar de Europa. Necesitas
desaparecer. Te vas a casa y punto. Shamron ya no es el jefe. Lev es el jefe
y no está dispuesto a pagar por las consecuencias de una de las aventuras
del viejo.
—¿Cómo conseguirás sacarme del país?
—De la misma manera que sacamos a Vanunu: por mar.
—Si mal no recuerdo, aquélla también fue una de las aventuras de
Shamron.
Mordechai Vanunu había sido un trabajador insatisfecho en las
instalaciones atómicas de Dimona que había revelado la existencia del
arsenal nuclear de Israel aun periódico de Londres. Una agente llamada
Cheryl BenTov había convencido a Vanunu para que abandonara Londres y
fuera con ella a Roma, donde lo secuestraron y lo llevaron en una Zodiac
hasta un navío de la armada israelí que esperaba frente a la costa, fuera de
las aguas jurisdiccionales italianas. Muy pocas personas ajenas a la Oficina
conocían la verdad del episodio: que la huida de Vanunu y la revelación de
los secretos israelíes habían sido orquestados y manipulados por Ari
Shamron como una manera de advertir a los enemigos de Israel que nunca
conseguirían salvar la brecha nuclear, al mismo tiempo que Israel tenía la
posibilidad de negar públicamente que poseyera armas nucleares.
—A Vanunu lo sacaron de Italia esposado y dormido —dijo Pazner—.
Tú te librarás de esa indignidad si te portas bien.
—¿Desde dónde zarparemos?
—Hay una playa cerca de Fiumicino que es perfecta. Allí te estará
esperando una lancha que zarpará a las nueve. A cinco millas de la costa,
estará fondeado un yate con un único tripulante. Ahora trabaja para la
Oficina, pero durante muchos años fue capitán de una cañonera. El te
llevará de regreso a Tel Aviv. Unos días de descanso en el mar no te
vendrán nada mal.
—¿Quién me llevará hasta el yate?
Pazner miró a Chiara.
—Ella se crio en Venecia. Es muy buena marinera.
—También sabe conducir una moto —dijo Gabriel.
El jefe de la delegación se inclinó sobre la mesa.
—Tendrías que verla con una Beretta.
Eric Lange tenía el tiempo justo para coger el tren nocturno a Zurich. Le
indicó a Aziz que aparcara el coche en una tranquila calle secundaria
paralela a las vías férreas que salían de la Stazione Termini y le pidió que
apagara el motor. Aziz no ocultó su extrañeza.
—¿Por qué quieres que te deje aquí?
—En este momento, todos los agentes de policía de Roma están
buscando a Gabriel Allon. No hay duda de que están vigilando las
estaciones de ferrocarril y los aeropuertos. Lo mejor es que no aparezcas
por allí a menos que sea absolutamente necesario.
El palestino pareció aceptar la explicación. Lange vio un tren que salía
de la estación. No se dio ninguna prisa en despedirse.
—Dile a Husseini que me pondré en contacto con él en París cuando las
cosas se hayan calmado —dijo Lange.
—Lamento que esta noche no tuviéramos éxito.
Lange se encogió de hombros.
—Con un poco de suerte, tendremos otra oportunidad.
El tren apareció de pronto junto a ellos y el estrépito resonó en el
interior del coche. Lange vio su oportunidad. Abrió la puerta y salió del
coche. Aziz se inclinó en el asiento hacia el lado del pasajero y gritó algo,
pero sus palabras se perdieron entre el ruido del tren.
—¿Qué? —preguntó Lange, con una mano en la oreja a modo de bocina
—. No te oigo.
—El arma —repitió Aziz—. Te has olvidado de devolverme el arma.
—Ah, sí.
Lange sacó la Makarov del bolsillo del abrigo y se la tendió a Aziz. El
palestino fue a cogerla, y el primer disparo le atravesó la palma de la mano
antes de alcanzarlo en el pecho. El segundo abrió un agujero encima de su
ojo derecho.
Lange arrojó el arma en el asiento del pasajero y se dirigió hacia la
estación. Los pasajeros estaban subiendo al tren de Zurich. Encontró su
compartimento de primera clase en el vagón dormitorio y se acostó en la
mullida litera. Veinte minutos más tarde, cuando el tren cruzaba los
suburbios de la parte norte de Roma, cerró los ojos y se durmió en el acto.
21
TIBERÍADES, ISRAEL
Había una indignidad en sus visitas al bulevar King Saul que a Shamron
le resultaba del todo deprimente. Tenía que firmar en el registro de entradas
en el puesto de vigilancia del vestíbulo y prender una tarjeta de
identificación en el bolsillo de su camisa. Ya no podía utilizar su viejo
ascensor privado; ahora estaba reservado para Lev. En cambio, tenía que
amontonarse en cualquiera de los otros ascensores con los funcionariosy los
jóvenes de los archivos.
Subió hasta la cuarta planta. La humillación ritual no acabó ahí, porque
Lev aún quería reclamarle otra libra de carne. No había nadie que le llevara
un café, así que tuvo que arreglárselas por su cuenta en la cantina, donde
consiguió un vaso de café aguado de una máquina. Luego caminó por el
pasillo hasta su «despacho», un cuarto desnudo, apenas un poco más grande
que un armario, con una mesa de pino, una silla metálica plegable y un
viejo teléfono que olía a desinfectante.
Shamron se sentó, abrió el maletín y sacó la fotografía de Londres, la
que había sacado Mordecai delante de la casa de Peter Malone. Shamron la
observó atentamente con los codos apoyados sobre la mesa y los nudillos
haciendo presión contra las sienes. No pasaban ni dos minutos sin que se
asomara una cabeza por la puerta y un par de ojos lo miraran como si fuese
un animal exótico. «Sí, es verdad. El viejo está rondando de nuevo por los
pasillos del cuartel general». Shamron ni siquiera se dio cuenta. Sólo tenía
ojos para el hombre de la foto.
Finalmente, cogió el teléfono y marcó el número de Documentación.
Una muchacha que, por la voz, seguramente acababa de salir del
bachillerato atendió la llamada.
—Soy Shamron.
—¿Quién?
—Sham-RON —repitió, irritado—. Necesito el expediente del secuestro
de Chipre. Fue en 1986, si mal no recuerdo. Probablemente fue antes de que
usted naciera, pero haga todo lo posible.
Colgó el teléfono con furia y esperó. Cinco minutos más tarde, un
muchacho de ojos enrojecidos llamado Yossi apareció en la puerta de su
ignominioso despacho.
—Lo siento, jefe. La chica es nueva. —Le enseñó el grueso legajo—.
¿Quería ver esto?
Shamron le tendió la mano, como un pordiosero.
EL MEDITERRÁNEO
Avistaron las rocas del cabo Corso al amanecer. Chiara guio el yate
alrededor de la punta de la isla y puso rumbo al noroeste. Delante tenía unos
nubarrones negros que anunciaban lluvia. La velocidad del viento aumentó
en varios nudos, y de pronto hacía mucho más frío.
—El mistral está soplando con fuerza —comentó Chiara—. Me temo
que el resto del viaje no será muy agradable.
Un transbordador apareció de pronto por babor. Acababa de zarpar de
L’Île Rousse hacia la costa francesa.
—Va a Niza —dijo Chiara—. Podemos seguir su rumbo, y después virar
hacia Cannes cuando nos acerquemos a la costa.
—¿Cuánto tardaremos?
—Entre cinco y seis horas, quizá más, debido al mistral. Coge tú el
timón durante un rato. Voy a la cocina, a ver si hay algo para desayunar.
—Asegúrate de que la Bella Durmiente todavía está con nosotros.
—Lo haré.
El desayuno consistió en café, tostadas y un trozo de queso seco.
Apenas tuvieron tiempo de comer porque, treinta minutos después de pasar
por el cabo Corso, se encontraron inmersos en la tormenta. Durante las
cuatro horas siguientes, las olas impulsadas por el fuerte viento del norte
zarandearon la embarcación a placer mientras la lluvia reducía la visibilidad
a menos de cien metros. En algún momento le perdieron el rastro al
transbordador. Tampoco tenía importancia; Chiara navegó orientándose con
la brújula y el GPS.
La lluvia cesó al mediodía, pero el viento siguió soplando y fue
intensificándose, a medida que se acercaban a la costa. A la tormenta le
siguió una masa de aire polar y, durante la última hora de la travesía, el sol
no fue más que una fugaz aparición entre las nubes. El color del agua
cambiaba con el sol; en un momento era gris y al otro, azul oscuro.
Por fin, directamente a proa apareció Cannes: el perfil inconfundible de
los resplandecientes hoteles y los edificios de apartamentos blancos a lo
largo de La Croisette. Chiara no entró en La Croisette, sino que puso rumbo
al Puerto Viejo, en el otro extremo de la ciudad. Durante el verano, la
avenida junto al puerto era un enjambre de turistas, y en los muelles se
amontonaban los yates de lujo. Ahora, la mayoría de los restaurantes
estaban cerrados a cal y canto, y sobraban amarres en los muelles.
Chiara dejó a Gabriel a cargo de la embarcación y fue a pie hasta la rue
d’Antibes para alquilar un coche. Mientras ella estaba ausente, Gabriel le
quitó las ligaduras al capitán. Chiara le había puesto otra inyección hacía
unas cuatro horas, así que permanecería inconsciente por lo menos otras
cuatro.
Gabriel subió de nuevo a cubierta y esperó la llegada de su compañera.
Unos pocos minutos más tarde, un Peugeot aparcó en el Quai Saint-Pierre.
Chiara se apeó del coche el tiempo justo para hacerle una seña a Gabriel y
después fue a sentarse en el asiento del pasajero. Gabriel desembarcó
rápidamente y se sentó al volante.
—¿Algún problema? —preguntó.
Chiara negó con la cabeza.
—Necesitamos ropa.
—Ah, ir de compras por La Croisette. Justo lo que necesito, después de
pasar toda la noche y medio día en ese maldito yate. No acabo de decidirme
entre Gucci y Versace.
—Pensaba en algo más sencillo. Quizá alguna de esas bonitas tiendas
del bulevar Carnot, donde las personas normales compran sus prendas.
—Oh, qué vulgar.
—Exactamente.
Gabriel condujo a través de la ciudad vieja, y al cabo de unos minutos
circulaban en dirección norte por el bulevar Carnot, que era el camino
principal que unía el frente marítimo de Cannes con las ciudades del
interior. El mistral seguía soplando con gran violencia, y sólo unos pocos
valientes caminaban por las aceras, inclinados contra el viento y con los
sombreros bien sujetos. El aire estaba lleno de papeles y polvo. Después de
recorrer unas pocas manzanas, Gabriel vio una tienda pequeña junto a una
parada de autobús. Chiara frunció el entrecejo. Gabriel aparcó el coche, le
dio a Chiara un puñado de billetes y le recitó sus medidas. Chiara bajó del
Peugeot y se dirigió a pie hasta la tienda.
Gabriel dejó el motor en marcha y escuchó las noticias. Seguían sin
tener ni una sola pista del asesino papal. La policía italiana había
aumentado la vigilancia en los pasos fronterizos, los aeropuertos y las
estaciones de ferrocarril. Apagó la radio.
Chiara salió de la tienda al cabo de veinte minutos con dos grandes
bolsas de plástico en las manos. El viento le daba de espaldas, y le soplaba
los cabellos sobre el rostro. Como tenía las manos ocupadas con las bolsas,
no podía hacer nada para evitarlo.
La chica arrojó las bolsas al asiento trasero y subió al coche. Gabriel
arrancó y continuaron por el bulevar Carnot. Diez minutos más tarde, llegó
a una rotonda y siguió los carteles que marcaban la carretera de Grasse.
Fueron a dar a una autovía de cuatro carriles que atravesaba las colinas
hacia el pie de los Alpes marítimos. Chiara reclinó el asiento, se quitó la
camisa de franela y, con muchos contoneos, se quitó el grueso pantalón
impermeable. Gabriel mantuvo la mirada fija en la carretera. La muchacha
buscó en las bolsas hasta encontrar las bragas y el sujetador que se había
comprado.
—No mires.
—Ni se me ocurriría.
—¿De verdad? ¿Por qué no?
—Date prisa y vístete, por favor.
—Es la primera vez que un hombre me dice eso.
—No me extraña.
Chiara le dio una palmada en el brazo y se vistió rápidamente con unos
tejanos, un suéter grueso con cuello de cisne y unas elegantes botas de
cuero negro de puntera cuadrada y tacón bajo. Se parecía mucho a la
atractiva joven que Gabriel había visto por primera vez en el gueto de
Venecia. Cuando acabó de vestirse, puso el asiento en posición normal.
—Tu turno. Aparca un momento y yo conduciré mientras tú te cambias.
Gabriel detuvo el coche en el arcén. Desde el punto de vista de la
elegancia, no había tenido mucha suerte: un pantalón de algodón azul con la
cintura elástica, un grueso suéter marinero y un par de alpargatas marrones
que le raspaban los pies. Tenía el aspecto de un hombre que se había pasado
el día en la plaza del pueblo dedicado a jugar a la petanca.
—Tengo un aspecto ridículo —protestó.
—Pues yo creo que estás muy guapo. Además, y esto es lo más
importante, puedes pasearte por cualquier ciudad de la Provenza con la
seguridad de que nadie creerá que no eres de por aquí.
—Durante diez minutos, Chiara condujo por la sinuosa autovía entre
olivos y eucaliptos. Al cabo, llegaron a la ciudad medieval de Valbonne.
Gabriel le indicó que siguiera hacia el norte en dirección a una ciudad
llamada Opio, y de Opio a Le Rouret. La muchacha aparcó delante de un
estanco y esperó en el coche mientras Gabriel entraba en el local. Detrás del
mostrador había un hombre muy moreno con el pelo moteado y facciones
argelinas. Cuando Gabriel le preguntó si conocía a una mujer italiana
llamada Carcassi, el estanquero se encogió de hombros y le sugirió que
hablara con Marc, el encargado del bar en la brasserie, junto al estanco.
Marc estaba secando unas copas con un trapo sucio cuando entró
Gabriel. Este le formuló la misma pregunta y recibió la misma respuesta.
No conocía a nadie en el pueblo que respondiera al nombre de Carcassi,
pero el camarero mencionó que había una mujer italiana que vivía junto a la
carretera de entrada al parque natural. Se echó el trapo al hombro y salió del
local para señalarle a Gabriel la dirección correcta. Gabriel le dio las gracias
y subió al coche.
—Por allí —dijo—. Hay que cruzar la carretera, pasar la gendarmerie y
seguir colina arriba.
La carretera era angosta y la pendiente, aguda. Las casas asomaban
entre los olivares y los pimenteros. Algunas de las casas eran modestas;
otras eran opulentas, bien cuidadas, y estaban rodeadas de muros de piedra
y setos.
La casa donde vivía la mujer italiana entraba en la segunda categoría.
Era una casona antigua con un torreón encima de la entrada principal. El
jardín y el patio estaban rodeados por un murete de piedra. No había ningún
nombre en la impresionante verja de hierro.
Gabriel pulsó el timbre del intercomunicador y de inmediato se oyeron
los ladridos de unos perros. Unos segundos más tarde, una pareja de
pastores belgas aparecieron a la carrera desde la parte trasera de la casa, con
las mandíbulas abiertas y ladrando frenéticamente. Cargaron contra la verja
e intentaron morder a Gabriel entre los barrotes. Él se apartó rápidamente y
apoyó una mano en la puerta del coche. Para empezar, no le gustaban los
perros, y no hacía mucho que se las había tenido con un alsaciano que le
había roto un brazo y había necesitado docenas de puntos para cerrar las
heridas. Se acercó con mucha cautela para no incitar todavía más a los
animales y pulsó de nuevo el botón del intercomunicador. Esta vez obtuvo
una respuesta: una voz de mujer apenas audible por encima de los furiosos
ladridos.
—Oui?
—¿Señora Carcassi?
—Ahora me llamo Huber. Carcassi era mi apellido de soltera.
—¿Su madre era Regina Carcassi de Tolmezzo, en el norte de Italia?
Después de unos segundos de titubeo, la mujer preguntó:
—Por favor, ¿quién es?
Los perros, al captar la nota de ansiedad en la voz de su dueña,
comenzaron a ladrar con más ferocidad. Durante la noche, Gabriel había
sido incapaz de decidir cómo abordar a la hija de Regina Carcassi. Ahora,
con los pastores dispuestos a arrancarle las piernas y el viento huracanado
de los Alpes que amenazaba con tumbarlo, consideró que no era el mejor
momento para andarse con historias y subterfugios. Levantó la mano y
volvió a pulsar el botón.
—Me llamo Gabriel —gritó para hacerse oír entre el ruido de los perros
—. Trabajo para el gobierno de Israel. Creo saber quién mató a su madre, y
también creo saber el motivo.
Esta vez no oyó ninguna respuesta, sólo los escalofriantes gruñidos de
los perros. Gabriel temió haber ido demasiado lejos demasiado de prisa. Se
disponía a tocar el botón una vez más, pero se contuvo al ver cómo se abría
la puerta principal y una mujer salía al patio. Permaneció allí por un
momento, con los cabellos negros alborotados por el viento y los brazos
cruzados sobre el pecho. Luego cruzó lentamente el patio, llegó a la verja y
observó a Gabriel a través de los barrotes. Satisfecha, miró a los perros y se
dirigió a ellos en francés. Los animales dejaron de ladrar y se alejaron al
trote hasta desaparecer detrás de la casa. La mujer metió la mano en uno de
los bolsillos, sacó el mando a distancia y pulsó el botón con el pulgar. La
reja se abrió lentamente, y ella los invitó a pasar con un gesto.
Les sirvió café y leche caliente en una sala rectangular con el suelo de
baldosas y muebles adamascados. Las puertas de cristal se sacudían con el
mistral. En más de una ocasión, Gabriel miró las ventanas para ver si
alguien estaba intentando entrar, pero sólo vio cómo las plantas del jardín se
inclinaban con la fuerza del viento.
La mujer se llamaba Antonella Huber, era italiana de nacimiento y se
había casado con un empresario alemán. Vivían en el sur de Francia, como
miembros de la clase itinerante de europeos acomodados que se sentían a
gusto en muchos países y en muchas culturas. Era una mujer atractiva, de
unos cuarenta y tantos años, con el cabello negro largo hasta los hombros y
la tez muy bronceada. Sus ojos eran casi negros, y en su mirada franca
brillaba la inteligencia. Gabriel observó que tenía arcilla alrededor de las
uñas. Echó una ojeada a la habitación y vio los diversos objetos de cerámica
que la decoraban. Antonella Huber era una muy buena ceramista.
—Lamento lo de los perros —dijo—. Mi marido viaja a menudo por
motivos de trabajo, así que paso mucho tiempo sola. La delincuencia es un
serio problema en toda la Costa Azul. Nos robaron media docena de veces
antes de que compráramos a los perros guardianes. Ahora ya no tenemos
problemas.
—Es evidente.
La mujer esbozó una fugaz sonrisa, y Gabriel aprovechó la pausa para ir
al grano. Se inclinó hacia adelante en la silla, apoyó los codos en las
rodillas, y le ofreció a Antonella Huber un resumen de los acontecimientos
que lo habían llevado hasta allí. Le dijo que su amigo, el historiador
Benjamín Stern había descubierto que algo inusual había tenido lugar en el
convento del Sagrado Corazón en Brenzone durante la guerra, el mismo
convento donde había vivido su madre antes de renunciar a los hábitos.
Añadió que a su amigo lo había asesinado alguien con la intención de
mantener en secreto aquel suceso. Le contó que su madre no había sido la
única persona que había desaparecido sin dejar rastro en Italia. Dos
sacerdotes, Felici y Manzini, habían desaparecido más o menos al mismo
tiempo. Un detective italiano llamado Alessio Rossi creía que las
desapariciones estaban relacionadas, pero le habían ordenado que
suspendiera las investigaciones después de que la policía italiana se vio
presionada por un hombre llamado Carlo Casagrande, que trabajaba para la
Oficina de Seguridad del Vaticano. Antonella Huber permaneció inmóvil
mientras Gabriel continuaba con el relato, con la mirada fija en él y las
manos cruzadas sobre la rodilla. Gabriel tenía una impresión muy clara de
que nada de lo que le estaba contando era algo que ella no supiera o
sospechara.
—Su madre no renunció a sus votos sencillamente porque quería
casarse, ¿verdad?
—No, no lo hizo —contestó la mujer, después de un largo silencio.
—¿Ocurrió algo en el convento, algo que le hizo perder la fe y la llevó a
renunciar a sus votos?
—Sí, así es.
—¿Habló de lo sucedido con Benjamin Stern?
—Le supliqué que no lo hiciera, pero no hizo caso de mis advertencias
y habló con él de todas maneras.
—¿De qué tenía miedo?
—De que ella sufriera algún daño, por supuesto. No me equivoqué,
¿verdad?
—¿Habló usted con la policía italiana?
—Si usted tiene algún conocimiento de la política italiana, sabrá que no
se puede confiar en la policía italiana en un asunto como éste. ¿No era
Alessio Rossi uno de los hombres que mataron anteanoche en Roma? ¿Un
asesino papal? —Antonella sacudió la cabeza lentamente—. Dios mío, son
capaces de cualquier cosa para proteger sus sucios secretos.
—¿Sabe por qué mataron a su madre?
—Sí, lo sé. Sé lo que sucedió en aquel convento. Sé los motivos de mi
madre para renunciar a sus votos, a su fe, y por qué la mataron.
—¿Me lo dirá?
—Quizá sea mejor que se lo muestre. —Se levantó—. Por favor,
esperen un momento. Ahora mismo vuelvo.
Salió de la habitación y subió la escalera. Gabriel se reclinó en la silla
con los ojos cerrados. Chiara, que estaba sentada a su lado en el sofá, apoyó
una mano sobre su brazo.
Antonella Huber regresó al cabo de unos minutos con un montón de
hojas amarillentas.
—Mi madre escribió esto la noche antes de casarse con mi padre —dijo,
y levantó las hojas para que Gabriel y Chiara las vieran—. Le dio una copia
a Benjamin Stern. Esta es la razón por la que mataron a su amigo.
Se sentó, puso las hojas sobre su regazo y comenzó a leer en voz alta:
Mi nombre es Regina Carcassi, y nací en Brunico, un pueblo en las
montañas cerca de la frontera austríaca. Soy la menor de siete hermanos y
la única mujer. Por tanto, estaba predestinada a convertirme en monja. En
1937, tomé mis votos y me convertí en miembro de la Orden de Santa
Ursula. Me enviaron al convento del Sagrado Corazón, un convento de las
ursulinas en la ciudad de Brenzone, en el lago Garda, y comencé a trabajar
de maestra en una escuela católica para niñas. Tenía dieciocho años.
Estaba muy contenta con mi trabajo. El convento era un lugar muy
bonito, un viejo castillo ubicado en la orilla del lago. Cuando estalló la
guerra, nuestra vida sufrió muy pocos cambios. A pesar de la escasez de
comida, recibíamos suministros todos los meses y siempre teníamos más
que suficiente para comer. Por lo general, siempre nos sobraba algo para
repartir entre los necesitados de Brenzone. Continué con mis clases y
atendía las necesidades de aquellas almas desafortunadas afectadas por la
guerra.
Una noche de marzo de 1942, la madre superiora se dirigió a nosotras
después de la cena. Nos comunicó que dentro de tres días, nuestro convento
sería el lugar donde se celebraría una importante reunión entre las
autoridades vaticanas y una delegación de alto nivel alemana. Habían
elegido el convento del Sagrado Corazón porque era un sitio aislado y,
también, por la belleza del lugar. Nos dijo que debíamos sentirnos muy
orgullosas de que una reunión de tanta importancia se celebrara en nuestro
hogar, y todas nos sentimos muy complacidas. La madre superiora comentó
que el tema de la reunión era una iniciativa del Santo Padre para conseguir
un rápido fin de la guerra. Nos advirtió, sin embargo, que no debíamos
decirle ni una palabra sobre la reunión a nadie fuera del convento. Incluso
se os prohibió que lo comentáramos entre nosotras. No es necesario decir
que ninguna de nosotras durmió mucho aquella noche. Todas estábamos
muy excitadas por lo que ocurriría en los días venideros.
Como me había criado cerca de la frontera austríaca, hablaba bien el
alemán, y conocía las costumbres y los gustos culinarios alemanes. La
madre superiora me encomendó que supervisara los preparativos de la
conferencia, y yo acepté encantada. Me informaron de que los visitantes
cenarían primero y después se retirarían para la conferencia. En mi opinión,
nuestro comedor era demasiado humilde para algo de tanta importancia, y
decidí que la cena y la conferencia tuvieran lugar en nuestra sala de
descanso. Era una habitación muy bonita, con un gran hogar de piedra y
preciosas vistas del lago y los Dolomitas, un panorama realmente
inspirador. La madre superiora estuvo de acuerdo, y me permitió que lo
arreglara como me pareciera más conveniente. La cena se serviría en una
gran mesa redonda junto a una de las ventanas. Para la reunión, mandé
colocar una gran mesa rectangular de madera oscura delante de la
chimenea. Quería que todo fuera perfecto y, cuando acabé, la sala tenía un
aspecto encantador. Me entusiasmaba la idea de que mi trabajo pudiera
servir, aunque sólo fuese de una manera muy humilde, para conseguir que
se acabaran todas las muertes y la destrucción que había traído la guerra.
El día anterior a la reunión, trajeron un gran cargamento de comida:
jamones, salchichas, panes, pasteles, latas de caviar, botellas de champán y
vino, cosas que la mayoría de nosotras no habíamos visto nunca, y mucho
menos desde el comienzo de la guerra. Al día siguiente, con la ayuda de
otras dos hermanas, preparé una comida que me pareció que deleitaría los
paladares de los hombres de Roma y los visitantes de Berlín.
Los delegados tenían que llegar a las seis de la tarde, pero aquel día
nevó mucho, y todos se retrasaron. Los hombres del Vaticano llegaron
primero, a las ocho y media. Eran tres: el obispo Sebastiano Lorenzi, de la
Secretaría de Estado vaticana, y sus dos jóvenes ayudantes, el padre Felici y
el padre Manzini. El obispo Lorenzi visitó la habitación donde tendría lugar
la reunión y luego nos llevó a la capilla para celebrar la misa. Antes de salir
de la capilla, le repitió a la madre superiora la orden de que debíamos
mantener el más absoluto silencio sobre la reunión que tendría lugar en el
convento y añadió que cualquiera que violara la orden corría el riesgo de ser
excomulgado. A mí me pareció una advertencia innecesaria, porque a
ninguna de nosotras se nos habría ocurrido jamás desobedecer una orden
directa de un importante miembro de la jerarquía vaticana, pero sabía que
los hombres de la curia se tomaban muy en serio la obediencia al
secretismo.
La delegación de Alemania no llegó hasta casi las diez de la noche.
Ellos también eran tres: un conductor que no tomó parte en la conferencia,
un ayudante llamado Herr Beckmann y el jefe de la delegación, el secretario
de Estado Martin Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Nunca
olvidaré aquel nombre. ¡Alguien llamado Martin Luther de visita en el
convento católico del Sagrado Corazón de Brenzone! En aquel momento,
fue toda una sorpresa. También lo fue el aspecto del secretario de Estado.
Era un hombre pequeño, de aspecto enfermizo, con unas gafas de cristales
muy gruesos que deformaban el tamaño de sus ojos. Parecía estar
padeciendo un resfriado muy fuerte, porque no dejaba de sonarse la nariz
con un pañuelo blanco.
Se sentaron a cenar sin más demora. Herr Luther y Herr Beckmann
comentaron la belleza del salón, y me sentí muy orgullosa de mis logros.
Serví la comida y abrí las primeras botellas de vino. Fue una cena
agradable, y entre los cinco hombres reinaba una gran camaradería. Tuve la
impresión de que Herr Luther y el obispo Lorenzi eran viejos conocidos. Al
parecer, la madre superiora se había olvidado de comentarles que yo era de
Brunico, en el extremo norte del país, porque hablaban tranquilamente en
alemán cuando yo estaba presente en la sala, sin duda, en la creencia
errónea de que no entendía el idioma. Me enteré de muchos cotilleos
interesantes de los asuntos en Berlín.
La conferencia comenzó a medianoche. El obispo Lorenzi me dijo en
italiano: «Tenemos mucho trabajo por delante, hermana. Por favor, tenga
preparado café en abundancia. Si ve una taza vacía, llénela». A esas horas,
todas las demás hermanas ya se habían ido a la cama. Me senté en la
antecámara fuera de la sala. Después de unos pocos momentos, apareció el
niño que ayudaba en la cocina, vestido con el pijama. Era un huérfano que
vivía en el convento. Las hermanas le habían puesto el apodo de Ciciotto
porque era bajo y regordete. Lo había despertado una pesadilla, y lo invité a
sentarse conmigo. Para que se tranquilizara, rezamos el rosario.
La primera vez que entré en la sala, comprendí de inmediato que los
hombres no estaban discutiendo ningún arreglo para acabar con la guerra.
El secretario de Estado Luther estaba repartiendo unas hojas a los otros
cuatro hombres. Mientras servía el café, pude ver una con toda claridad.
Tenía dos columnas, separadas por una línea vertical. En la izquierda
aparecían los nombres de los países y los territorios, y en la derecha había
cantidades. Al pie de esa columna aparecía el total.
Herr Luther decía: «El programa para conseguir la solución final al
tema judío en Europa ya está en ejecución. El documento que tienen en sus
manos me fue presentado en una conferencia celebrada en Berlín en el mes
de enero. Como pueden ver, según nuestras estimaciones, en estos
momentos hay once millones de judíos en Europa. Este cálculo incluye los
territorios controlados por el Reich y sus aliados, y los países que se han
declarado neutrales o son aliados del enemigo».
Herr Luther hizo una pausa y miró al obispo Lorenzi. «¿La muchacha
habla alemán?» le preguntó.
«No, no, Herr Luther. No es más que una pobre muchacha de la región
de Garda. Sólo habla italiano y lo habla como una campesina. Puede hablar
en su presencia con toda libertad».
Acabé de servir el café y salí de la habitación como si no hubiese
entendido nada de las cosas terriblemente insultantes que el prelado
acababa de decirle de mí al alemán. Mi rostro debió de descubrir mi
vergüenza porque cuando entré en la antecámara, Ciciotto me preguntó:
—¿Le pasa algo, hermana?
—No, no, estoy bien. Sólo un poco cansada.
—¿Quiere que sigamos rezando el rosario, hermana?
—Hazlo tú, hijo mío. Pero en voz baja, por favor.
El niño comenzó de nuevo, pero al cabo de unos pocos minutos se
quedó dormido con la cabeza apoyada en mi regazo. Entreabrí la puerta
unos centímetros para escuchar lo que se decía en la sala. Herr Luther
seguía hablando. Esto es lo que oí aquella noche, y lo escribo lo mejor que
recuerdo y sé:
—A pesar de todos nuestros esfuerzos para mantener en secreto las
evacuaciones, desafortunadamente ha comenzado a correr la voz. Según
tengo entendido por nuestro propio embajador en el Vaticano, algunos de
estos informes han comenzado a llegar a los oídos del Santo Padre.
—Así es, secretario de Estado Luther —manifestó el obispo Lorenzi—.
Me temo que las noticias de las evacuaciones han llegado al Vaticano. Los
británicos y los norteamericanos están presionando al Santo Padre para que
se manifieste al respecto.
—¿Puedo hablar con claridad, obispo Lorenzi?
—Esa es la intención de este encuentro, ¿no?
—El programa para solucionar de una vez para siempre el tema judío ya
se está aplicando. La maquinaria está en marcha, y no hay nada que el
Santo Padre pueda hacer para detenerla. Lo único que conseguiría es
empeorar las cosas todavía más para los judíos, y sé que eso es lo último
que desearía.
—Tiene usted razón, Herr Luther. Pero ¿cómo una protesta podría
empeorar las cosas todavía más para los judíos?
—Es imperativo que las redadas y las deportaciones se realicen sin
tropiezos y con un mínimo de resistencia y alboroto. El elemento sorpresa
es fundamental. Si el Santo Padre hace pública una protesta acompañada
por una advertencia explícita sobre lo que en realidad significan para los
judíos las deportaciones al este, entonces las redadas se complicarían
enormemente. También, significaría que muchos judíos se ocultarían y
escaparían de nuestras fuerzas.
—No se puede discutir la lógica de tal declaración, Herr Luther.
En ese momento, me pareció que había llegado la hora de servirles más
café a los delegados. Aparté suavemente la cabeza del niño de mi regazo,
llamé a la puerta y esperé a que el obispo Lorenzi me permitiera entrar.
—¿Más café, excelencia?
—Por favor, hermana Regina.
Hubo una pausa en la conversación mientras yo llenaba las tazas y salía
de la habitación. Luego, Herr Luther continuó con su parlamento. Una vez
más, dejé la puerta entreabierta para escuchar lo que se decía.
—Hay otra razón por la que es fundamental que el Santo Padre no
formule una protesta. Muchos de quienes nos ayudan en esta empresa son
buenos católicos. Si el papa condenara su comportamiento o los amenazara
con la excomunión, quizá haría que se replantearan el trabajo que están
realizando.
—Puede estar usted seguro, Herr Luther, de que el Santo Padre nunca
excomulgaría a los católicos en unos momentos como éstos.
—No soy quien para aconsejar a la Iglesia cómo debe llevar sus
asuntos, pero hay motivos para creer que el silencio papal en este asunto
redundaría en beneficio de todos los involucrados, incluida la Santa Sede.
—Me interesa mucho conocer su erudita opinión, Herr Luther.
—Mire usted la suma que aparece en el documento. Imagínese, ¡once
millones de judíos! ¡Un número que casi resulta difícil de concebir! Nos
estamos ocupando de ellos de la manera más rápida y eficaz posible, pero
así y todo es una meta muy ambiciosa. ¿Qué pasaría si, Dios no lo quiera, si
Alemania perdiera esta guerra ante Stalin y su camarilla de bolcheviques
judíos? Intente imaginar lo que pasaría si, acabada la guerra, hubiese
millones de judíos desplazados por toda Europa, vivos y desposeídos,
reclamando el derecho de emigrar a Palestina. Sería una fiesta para los
sionistas y sus amigos en Washington y Londres. Sería imposible evitar la
creación de un Estado judío en Palestina. Los judíos controlarían Nazaret.
Los judíos controlarían Belén. Los judíos controlarían Jerusalén. ¡Los
judíos controlarían todos los lugares santos! Si tuvieran su propio Estado,
tendrían todo el derecho, lo mismo que el Vaticano, de enviar a sus
diplomáticos por todo el mundo. El judaísmo, el milenario enemigo de la
Iglesia, estaría en una situación de igualdad con la Santa Sede. El Estado
judío se convertiría en una plataforma para la dominación global judía. Eso
sería un verdadero desastre para la Iglesia católica, un retroceso de
proporciones inimaginables, y asoma por el horizonte, a menos que
completemos la aniquilación de la raza judía en Europa.
A estas palabras siguió un largo silencio. No veía el interior de la sala,
pero en mi cabeza intentaba imaginarme la escena. Imaginé que el obispo
Lorenzi estaría rabiando ante un discurso tan grotesco como monstruoso. Se
estaría preparando para aplastar al hombre de Berlín con la más absoluta
condena de los nazis y de su guerra contra los judíos. En cambio, esto fue lo
que oí aquella noche a través de la puerta entreabierta.
—Como usted sabe, Herr Luther, los miembros de la Crux Vera siempre
hemos apoyado al nacionalsocialismo y a su cruzada contra los
bolcheviques. Hemos trabajado con mucha discreción y diligencia para que
la política del Vaticano se acomode a nuestra meta común: un mundo libre
de la amenaza bolchevique. No puedo indicarle al papa lo que debe decir
sobre esta situación. Sólo puedo ofrecerle mi más sincero consejo, en los
términos más fuertes posibles, y rogar para que los acepte. Sí puedo decirle
lo siguiente: en estos momentos, prefiero no pronunciarme sobre este
asunto. Cree que una protesta sólo conseguirá complicar más la situación de
los católicos alemanes. Además, no siente el menor aprecio por los judíos y
cree que, en muchos aspectos, ellos mismos son quienes se han buscado
esta calamidad. Sus opiniones sobre la futura situación en Palestina me han
dado una arma muy poderosa para mi arsenal. Estoy seguro de que al Santo
Padre le interesará mucho escucharlas. Pero al mismo tiempo, le ruego que
proceda usted de una manera que no fuerce involuntariamente su mano. La
Santa Sede no quiere verse obligada a decir ni una sola palabra de
desaprobación.
—Me complace sobremanera escuchar sus comentarios, monseñor
Lorenzi. Ha demostrado ser usted, una vez más, un leal amigo del pueblo
alemán, y un aliado de confianza en nuestra lucha contra el bolchevismo y
los judíos.
—Afortunadamente para usted, Herr Luther, hay otro sincero amigo del
pueblo alemán dentro del Vaticano, un hombre que está muy por encima de
mí. Él escuchará lo que le diga. En cuanto a mí mismo, me alegrará verlos
desaparecer para siempre.
—Creo que se impone un brindis.
—Lo mismo digo. ¿Hermana Regina?
Entré en la habitación. Me temblaban las piernas.
—Tráiganos una botella de champán —me ordenó el obispo en italiano,
y luego añadió—: No, hermana traiga dos. Esta es una noche que merece
ser celebrada.
Regresé al cabo de un momento con las dos botellas. Una de ellas
explotó cuando la descorché, y el champán se derramó en el suelo y sobre
mi hábito.
—Les advertí que era una campesina —dijo el obispo—. Seguramente
la habrá sacudido mientras la traía.
Los demás se rieron alegremente a mi costa, y de nuevo tuve que
sonreír y hacer como si no los hubiese entendido. Serví el champán y, en el
momento en que iba a retirarme, el obispo Lorenzi me sujetó por el brazo.
—¿Por qué no bebe una copa con nosotros, hermana Regina?
—No, no puedo, su gracia. Eso no sería correcto.
—¡Tonterías! —Luego se volvió hacia Herr Luther y, en alemán, le
preguntó si estaría bien si yo tomaba una copa de champán después de todo
el trabajo de prepararla cena.
—Ja, Ja —gritó Herr Luther—. Por supuesto.
Así que me quedé allí, con mi hábito manchado, y bebí su champán,
mientras fingía que no los entendía cuando ellos se felicitaban por una
excelente noche de trabajo. Como si no hubiese sido suficiente, estreché la
mano del asesino llamado Luther cuando se marchaban y besé el anillo que
me ofreció su cómplice, el obispo Lorenzi. Todavía noto el gusto amargo en
mis labios.
En mi habitación, transcribí laboriosamente la conversación que
acababa de oír. Luego permanecí despierta en mi cama hasta el amanecer.
Fue una noche de absoluta agonía.
Ahora escribo esto en una noche de setiembre de 1947. Es la víspera de
mi boda, un día que nunca deseé. Me casaré con un hombre que aprecio,
pero al que no amo de verdad. Lo hago porque es el camino más fácil.
¿Cómo puedo decirles cuál es la verdadera razón por la que me voy?
¿Quién creería semejante historia?
No pienso hablar con nadie de lo sucedido aquella noche. No tengo
ninguna intención de mostrarle a nadie este documento. Es el testimonio de
una infamia. Las muertes de seis millones de personas pesan sobre mi
conciencia. Yo lo sabía y permanecí callada. Algunas noches, ellos vienen a
mí, con sus cuerpos esqueléticos vestidos con los harapos de los
prisioneros, y me preguntan por qué no hablé en su defensa. No tengo
ninguna respuesta válida. No era más que una simple monja del norte de
Italia. Ellos eran los hombres más poderosos del mundo. ¿Qué podría haber
hecho? ¿Qué podría haber hecho cualquiera de nosotros?
Chiara se levantó para ir con paso tambaleante hasta el lavabo. Un
momento más tarde, Gabriel oyó la violencia del vómito. Antonella Huber
continuó sentada en silencio, con lágrimas en los ojos y la mirada fija en el
jardín azotado por el viento al otro lado de las puertas de cristal. Gabriel
miró las páginas en su regazo; el cuidadoso y exacto escrito de la hermana
Regina Carcassi. Había sido algo terrible de escuchar, pero al mismo tiempo
se había sentido dominado por el orgullo. Aquellas páginas amarillentas
constituían un documento del todo sorprendente. Encajaba a la perfección
con todas las cosas que había descubierto por su cuenta. ¿No le había
hablado Licio, el viejo jardinero del convento, de la hermana Regina y de
Luther? ¿No le había mencionado Alessio Rossi las misteriosas
desapariciones de los dos sacerdotes de la sección alemana de la Secretaría
de Estado, monseñores Felici y Manzini? ¿No había situado la hermana
Regina Carcassi a los mismos dos sacerdotes junto al obispo Sebastiano
Lorenzi, de la Secretaría de Estado, miembro de la Crux Vera y amigo de
Alemania?
«Afortunadamente para usted, Herr Luther, hay otro sincero amigo del
pueblo alemán dentro del Vaticano, un hombre que está muy por encima de
mí».
Allí estaba la explicación de lo inexplicable. ¿Por qué Pío XII había
permanecido en silencio delante del mayor caso de asesinato masivo de la
historia? ¿Había sido porque Martin Luther convenció a un influyente
miembro de la Secretaría de Estado, un miembro de la sociedad secreta
conocida como Crux Vera, de que la condena papal del holocausto
conduciría, en última instancia, a la creación de un estado judío en Palestina
y el control judío de los Santos Lugares de la cristiandad? Si así era, eso
explicaría por qué la Crux Vera estaba tan desesperada por mantener en
secreto la reunión en Brenzone, porque vinculaba a la orden y, por
extensión, a la propia Iglesia con el asesinato de seis millones de judíos en
Europa.
Chiara salió del lavabo con los ojos enrojecidos y se sentó junto a
Gabriel. Antonella Huber dejó de mirar el jardín, y sus ojos oscuros se
fijaron en el rostro de Chiara.
—Es usted judía, ¿verdad?
Chiara asintió y levantó la barbilla.
—Soy de Venecia.
—Hicieron una redada terrible en Venecia, ¿no es así? Mientras mi
madre se encontraba a salvo detrás de los muros del convento del Sagrado
Corazón, los nazis y sus amigos se dedicaban a cazar a los judíos de
Venecia. —La mirada de la mujer pasó a Gabriel—. ¿Qué me dice de usted?
—Mi familia era de Alemania. —No dijo nada más. No había nada más
que decir.
—¿Podría mi madre haber hecho algo por salvarlos? —Volvió a mirar el
jardín—. ¿Yo también soy culpable? ¿Llevo el pecado original de mi
madre?
—No creo en la culpabilidad colectiva —declaró Gabriel—. En cuanto
a su madre, no podría haber hecho absolutamente nada. Incluso si hubiese
desafiado las órdenes del obispo y filtrado la noticia de la reunión en
Brenzone, no hubiera cambiado nada. Herr Luther tenía razón. La
maquinaria estaba en marcha, había comenzado la matanza y nada, excepto
la derrota de la Alemania nazi, podía detenerla. Además, nadie la hubiese
creído.
—Quizá nadie la creería tampoco ahora.
—Es un documento terrible.
—Es una sentencia de muerte —afirmó Antonella—. Dirán
sencillamente que se trata de una falsificación. Dirán que ustedes quieren
destruir la Iglesia. Eso es lo que harán. Es lo que siempre hacen.
—Tengo todas las pruebas necesarias para hacer imposible que la
descarten como una falsificación. Su madre se vio impotente en 1942, pero
ya no lo es. Déjeme ese documento, el que escribió de su puño y letra. Es
importante que tenga el original.
—Se lo dejaré con una condición.
—¿Cuál?
—Que destruya a las personas que asesinaron a mi madre.
Gabriel le tendió la mano.
23
LE ROURET, PROVENZA
SAINT-CÉZAIRE, PROVENZA
Gabriel buscó en la cartera del muerto a la luz color jade del tablero. No
encontró el carnet de conducir ni ninguna otra identificación. Finalmente,
descubrió una tarjeta, doblada en dos y escondida detrás de la foto de una
muchacha con un vestido sin mangas. Era tan vieja que se vio obligado a
encender la luz interior del coche para ver las letras borrosas del nombre:
PAULO OLIVERO, UFFICIO SICUREZZA DI VATICANO. La sostuvo en alto para
que la viera Chiara. La joven le echó una ojeada y miró de nuevo la
carretera.
—¿Qué dice?
—Hay una probabilidad muy alta de que el hombre que acabo de matar
sea un poli vaticano.
—Fantástico.
—Gabriel memorizó el número de teléfono que aparecía en la tarjeta,
luego la rompió en trocitos y la tiró por la ventanilla. Llegaron a la
autopista. Cuando Chiara aminoró la velocidad a la espera de sus
indicaciones, Gabriel le dijo que fuera en dirección oeste, hacia Aixen-
Provence. Chiara encendió un cigarrillo con el mechero del coche; le
temblaba la mano.
—¿Te importaría decirme adónde vamos?
—Tenemos que salir de la Provenza lo más de prisa posible —respondió
Gabriel—. Aún no he decidido lo que haremos después.
—¿Se me permite dar mi opinión?
—No veo nada que lo impida.
—Es hora de regresar a casa. Sabes lo que ocurrió en el convento y
sabes quién mató a Benjamin. Ahora no puedes hacer otra cosa que no sea
meterte en un agujero muy profundo.
—Hay más —replicó él—. Tiene que haber más.
—¿De qué estás hablando?
Gabriel miró con aire ausente a través de la ventanilla. El paisaje era
desolado y barrido por el viento que levantaba un polvo rojizo. Fue como si
no lo viera. En cambio, veía a la madre Vincenza, sentada en la misma sala
donde Martin Luther y el obispo Lorenzi habían sellado el pacto que
significaría la muerte de millones de personas, mientras le decía que
Benjamín había ido al convento del Sagrado Corazón para saber más de los
judíos que se habían refugiado allí. Vio a Alessio Rossi, que destilaba
miedo por todos los poros de su piel, con las uñas comidas hasta sangrar,
mientras le contaba cómo Carlo Casagrande lo había obligado a abandonar
la investigación de los sacerdotes desaparecidos. Vio a la hermana Regina
Carcassi, cuando escuchaba a Luther y a Lorenzi hablando tranquilamente
de las razones por las que el papa Pío XII debía guardar silencio ante el
genocidio, mientras un niño dormía con la cabeza apoyada en su regazo y
un rosario envuelto en la mano.
Por último, vio a Benjamin, un muchacho de veinte años, miope, con
los hombros redondeados, brillante y destinado a la grandeza académica.
Había deseado formar parte del equipo de la Ira de Dios con la misma
pasión que Gabriel había querido abandonarlo. Benjamin había querido ser
un alef, un asesino, pero su cerebro metódico no lo había dotado con la
capacidad necesaria para apuntar con una Beretta al rostro de un hombre en
un callejón oscuro y apretar el gatillo. Le había dado todas las herramientas
necesarias para ser un brillante agente de apoyo, y ni una sola vez lo había
hecho cometer un error, ni siquiera al final, cuando Septiembre Negro y los
servicios de seguridad europeos les pisaban los talones. Ese era el Benjamin
que Gabriel veía ahora, el Benjamin que nunca confiaría su reputación en la
palabra de una única fuente o documento, por muy importante que fuese.
Benjamin nunca hubiera escrito un libro que implicase a la Iglesia
católica en el holocausto con la única base de la carta de la hermana Regina.
Debía de tener algo más.
Chiara se desvió al arcén y frenó.
—¿Por qué?
—Trabajé con Benjamin sobre el terreno. Sé cómo pensaba, cómo
trabajaba su mente. Era precavido hasta la exageración. Tenía planes de
respaldo para los planes de respaldo. Benjamín sabía que el libro sería una
bomba, por eso mantenía en absoluto secreto su contenido. Seguramente
escondió copias de los documentos más importantes en lugares donde a sus
enemigos nunca se les ocurriría buscar. —Gabriel vaciló, y después añadió
—: Pero en lugares donde a sus amigos sí se les ocurriría buscar.
Chiara aplastó la colilla en el cenicero.
—Cuando estaba en la academia, nos enseñaron cómo entrar en una
habitación y encontrar un centenar de lugares donde ocultar algo.
Documentos, armas, cualquier cosa.
—Benjamin y yo hicimos el curso juntos.
—En ese caso, ¿adónde vamos?
Gabriel levantó una mano y señaló directamente al frente.
VIENA
ZURICH
Carlo Casagrande caminó por el pasillo del cuarto piso del hotel St.
Gotthard y se detuvo frente a la puerta de la habitación 423. Consultó su
reloj: las siete y veinte, la hora exacta que le habían señalado, y llamó dos
veces. Un llamada segura, con la firmeza necesaria para avisar de su
presencia, aunque no tanta como para molestar a los ocupantes de las
habitaciones vecinas. Desde el otro lado de la puerta sonó una voz en
italiano que le dijo a Casagrande que entrara. Hablaba italiano muy bien
para ser un extranjero. El hecho de que careciera del más mínimo acento
alemán hizo que la acidez de estómago le quemara la garganta al general.
Abrió la puerta y, al entrar, hizo una pausa en el umbral. Una cuña de
luz de uno de los candelabros del pasillo iluminó una parte de la habitación
y, por un instante, Casagrande vio la silueta de una figura sentada en un
sillón de orejas. Cuando cerró la puerta, se hizo la oscuridad total.
Casagrande avanzó cautelosamente hasta que la espinilla de una de sus
piernas chocó contra el filo de una mesa de centro invisible. Permaneció de
pie, en medio de la oscuridad, durante varios segundos. Entonces se
encendió una luz muy potente, como la de un foco en una torre de
vigilancia, que le alumbró directamente a la cara. Casagrande levantó una
mano e intentó protegerse los ojos del resplandor. Era como si le estuviesen
clavando agujas en las córneas.
—Buenas noches, general. —Era una voz seductora, como aceite tibio
—. ¿Ha traído el expediente?
Casagrande levantó el maletín. La pistola Stechkin con silenciador
apareció en la luz y se movió para indicarle que se adelantara. Casagrande
sacó el expediente del maletín y lo dejó sobre la mesa de centro como una
ofrenda. El rayo de luz alumbró hacia abajo, mientras la mano que
empuñaba la pistola levantaba la tapa del expediente. La luz…
Repentinamente, Casagrande se encontró en la acera delante de su casa en
Roma con la mirada fija en los cuerpos destrozados de Angelina y su hija,
alumbrados por la luz de la linterna de un carabiniere. «La muerte fue
instantánea, general Casagrande. Al menos le servirá de consuelo saber que
sus seres queridos no sufrieron».
La luz se movió bruscamente hacia arriba. Casagrande no tuvo tiempo
de protegerse los ojos. El rayo encontró las retinas y, durante unos
segundos, tuvo la sensación de que lo había engullido una gigantesca y
ondulante esfera naranja.
—¿No había dicho que la Edad Media se había acabado? —preguntó el
asesino. Empujó el expediente hacia Casagrande con la pistola—. Está
demasiado bien protegido. Este es un encargo para un mártir, no para un
profesional. Busque a algún otro.
—Lo necesito a usted.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no me tenderán una trampa para
que acabe pagando por los platos rotos como aquel idiota de Estambul? No
me interesa en absoluto pasar el resto de mi vida encerrado en una cárcel
italiana, sin hacer otra cosa que suplicar el perdón del papa.
—Le doy mi palabra de que no será utilizado como un peón en un juego
mayor. Realizará este trabajo para mí, y luego, con mi ayuda, lo dejarán
escapar.
—La palabra de un asesino. Qué tranquilizador. ¿Por qué he de confiar
en usted?
—Porque no haré nada para traicionarlo.
—¿De verdad? ¿Sabía que Benjamín Stern era un agente de la
inteligencia israelí cuando me contrató para matarlo?
«Dios mío —pensó Casagrande—. ¿Cómo lo sabe?». Sopesó las
ventajas de mentir, pero lo pensó dos veces.
—No —respondió—. No sabía que el profesor tuviera alguna relación
con ellos.
—Tendría que haberlo sabido. —En la voz apareció un tono cortante,
como el filo de un puñal—. ¿Tampoco sabía que un agente llamado Gabriel
Allon está investigando su muerte y las actividades de su grupo?
—Es la primera vez que oigo su nombre. Es obvio que ha estado usted
investigando por su cuenta.
—Es asunto mío saber cuándo alguien me está buscando. También sé
que Allon estaba en la pensión Abruzzi en Roma reunido con el inspector
Alessio Rossi cuando usted envió a todo un ejército de carabinieri para
matarlo. Tendría que haber acudido a mí con sus problemas, general. Ahora
Allon estaría muerto.
«¿Cómo? ¿Cómo es que este monstruo está enterado del encuentro del
israelí con Rossi? ¿Cómo es posible? Es un matón —se dijo Casagrande—.
A los matones les gusta que les den la razón». Decidió interpretar el papel
del apaciguador, aunque no era algo que pudiera hacer con naturalidad.
—Tiene toda la razón —manifestó con un tono conciliador—. Tendría
que haber acudido a usted. No dudo que hubiese sido mucho mejor para
ambos. ¿Puedo sentarme?
La luz se demoró unos segundos más en su rostro y después alumbró
una butaca que estaba a un palmo de Casagrande. Se sentó y descansó las
manos sobre las rodillas. La luz volvió a iluminarle los ojos.
—La pregunta es, general, si puedo confiar hasta el punto de trabajar de
nuevo para usted, sobre todo en algo como esto.
—Quizá pueda ganarme su confianza.
—¿Cómo?
—Con dinero, por supuesto.
—Necesitará mucho dinero.
—La cantidad que he pensado es sustancial —manifestó Casagrande—.
Una suma que la mayoría de los hombres considerarían más que suficiente
para vivir por todo lo alto durante muchos años.
—Lo escucho.
—Cuatro millones de dólares.
—Cinco millones —replicó el asesino—. La mitad ahora; el resto, al
acabar el trabajo.
Casagrande se apretó las rodillas en un intento por ocultar la tensión.
Eso no era como discutir con el cardenal Brindisi. Las decisiones del
Leopardo solían ser irrevocables.
—Cinco millones —aceptó Casagrande—. Pero sólo recibirá un millón
por adelantado. Si decide robar mi dinero sin cumplir con los términos del
contrato, es asunto suyo. Si quiere recibir los cuatro millones restantes… —
Casagrande hizo una pausa—. Me temo que la confianza juega en ambos
sentidos.
Se produjo un silencio incómodo y cada vez más prolongado, tanto que
Casagrande se adelantó un poco en la butaca y se preparó para marcharse.
Se detuvo cuando el asesino dijo:
—Explíqueme cómo se haría.
Casagrande habló durante una hora; un policía veterano, que contaba
tranquilamente los detalles de un crimen espantoso. La luz no se apartó de
su rostro ni por un instante. Le daba calor. Tenía la chaqueta empapada en
sudor y se le pegaba a la espalda como un manta mojada. Rogaba para sus
adentros que apagara la maldita luz. Prefería estar a oscuras con el
monstruo antes de seguir cegado.
—¿Ha traído el primer pago?
Casagrande dio una palmada en el maletín.
—Déjeme verlo.
Casagrande puso el maletín sobre la mesa de centro, abrió los cierres,
levantó la tapa y lo giró para que el asesino viera el dinero.
—¿Sabe lo que le pasará si me traiciona?
—Desde luego que me lo puedo imaginar —contestó Casagrande—. No
tengo ninguna duda de que este pago es más que suficiente para demostrar
mi buena fe.
—¿Fe? ¿Es la fe lo que lo lleva a realizar este acto?
—Hay algunas cosas que no debe saber. ¿Acepta el contrato?
El asesino cerró el maletín y lo hizo desaparecer en la oscuridad.
—Una última cosa —añadió Casagrande—. Necesita una identificación
de la Oficina de Seguridad para que la guardia suiza y los carabinieri le
permitan pasar. ¿Ha traído la fotografía?
Casagrande oyó el susurro de la tela, y luego apareció una mano con
una fotografía de pasaporte. Era de muy mala calidad. Casagrande vio que
era de un fotomatón. Miró la imagen y se preguntó si ése era el verdadero
rostro de la máquina de matar conocida como el Leopardo. El asesino
pareció darse cuenta de lo que pensaba, porque unos segundos más tarde
reapareció la Stechkin. Apuntaba directamente al corazón de Casagrande.
—¿Quiere hacerme alguna pregunta?
Casagrande negó con la cabeza.
—Bien —dijo el asesino—. Márchese.
28
VENECIA
ROMA
El papa Pablo VII tenía aquella noche una cena con una delegación de
obispos de Argentina. El padre Donati llamó al jefe de la delegación, un
prelado de Buenos Aires, y le comunicó que, desafortunadamente, su
santidad estaba indispuesto y que no podría asistir a la comida. El obispo
prometió que rezaría por la pronta recuperación del Santo Padre.
A las nueve y media, el padre Donati salió al pasillo delante del
despacho papal y se encaró con el guardia suizo que montaba guardia.
—El Santo Padre desea ir al jardín a meditar —dijo Donati, con un tono
brusco—. Saldrá dentro de unos minutos.
—Creía que su santidad no se encontraba bien —replicó el guardia
suizo con la mayor inocencia.
—El estado de salud de su santidad no es de su incumbencia.
—Sí, padre Donati. Avisaré a los guardias del jardín de que su santidad
va hacia allí.
—No hará tal cosa. El Santo Padre quiere meditar en paz.
—Sí, padre Donati —respondió el guardia suizo, respetuosamente.
El sacerdote entró de nuevo en el despacho, donde Tiepolo ayudaba al
papa a ponerse un voluminoso abrigo marrón y un sombrero de ala ancha.
Con el abrigo abrochado, sólo se veía un pequeño trozo de la sotana blanca.
Hay un millar de habitaciones en el Vaticano y miles de pasillos y
escaleras. El padre Donati se había preocupado de conocerlo todo. Salió del
despacho con el papa y Tiepolo sin hacer caso del guardia suizo, y durante
los diez minutos siguientes los guio por el laberinto de pasadizos del viejo
palacio; aquí, un angosto pasillo con goteras en el techo abovedado; allá,
una escalera de piedra con los bordes redondeados por el tiempo y
resbaladiza como el hielo.
Por fin llegaron a un garaje subterráneo mal iluminado. Un pequeño
Fiat negro los esperaba. Las placas de la matrícula vaticana habían sido
reemplazadas por otras italianas. Francesco Tiepolo ayudó al pontífice a
sentarse en el asiento trasero y luego se sentó a su lado. El padre Donati se
sentó al volante y arrancó el motor.
El papa no pudo ocultar su alarma.
—¿Cuándo fue la última vez que llevaste un coche, Luigi?
—Si he de serle sincero, santidad, no lo recuerdo. Desde luego, fue
antes de que fuéramos a Venecia.
—¡Desde eso han pasado dieciocho años!
—¡Que el Espíritu Santo nos proteja en nuestro viaje!
—Junto con todos los ángeles y los santos —añadió el papa.
Donati metió la marcha con un sonoro ruido de la caja de cambios y
guio tímidamente el coche por la larga rampa de caracol. Un par de minutos
más tarde llegaron a la superficie. El sacerdote pisó el acelerador con
mucho cuidado y tomó por la Via Belvedere hacia la Puerta de Santa Ana.
—Agáchese, santidad.
—¿Es realmente necesario, Luigi?
—¡Francesco, por favor, ayuda a su santidad a ocultarse!
—Lo siento, santidad.
El corpulento veneciano sujetó al papa por las solapas del abrigo y lo
tumbó sobre su regazo. El Fiat pasó por delante de la Farmacia Pontificia y
el Banco Vaticano. Cuando se acercaron a la Puerta de Santa Ana, encendió
los faros y tocó la bocina. Un asombrado guardia suizo se apartó de un salto
del camino del coche. El padre Donati se persignó cuando el coche pasó por
la puerta y entró en Roma. El papa miró a Tiepolo.
—¿Puedo sentarme ya, Francesco? Esto es muy indigno.
—¿Padre Donati?
—Sí, creo que ya no hay peligro.
Tiepolo ayudó al papa a sentarse y le arregló el abrigo.
Fue Chiara, que estaba en la terraza del piso franco, la que vio primero
al Fiat que entraba en la plaza. El coche aparcó delante del edificio y de él
se apearon tres hombres. Chiara entró en la sala.
—Ha llegado alguien —anunció—. Tiepolo y otros dos hombres. Creo
que uno podría ser él.
Un momento más tarde llamaron a la puerta. Gabriel cruzó rápidamente
la habitación y abrió. Se encontró con Francesco Tiepolo acompañado por
un sacerdote y un hombre pequeño con un abrigo largo y un sombrero de
ala ancha. Gabriel se apartó. Tiepolo y el sacerdote hicieron pasar al
hombre al interior del piso franco.
Gabriel cerró la puerta y se volvió en el momento en que el hombre
pequeño se quitaba el sombrero y se lo entregaba al sacerdote. Llevaba en
la cabeza el zucchetto blanco. Luego, se quitó el abrigo marrón y quedó a la
vista una sotana blanco brillante.
—Me dicen, caballeros, que tienen ustedes una información muy
importante que desean comunicarme —manifestó su santidad el papa Pablo
VII—. Soy todo oídos.
30
ROMA
ROMA
ROMA
Chiara estaba preparando café en la cocina del piso franco cuando sonó
el teléfono. Identificó la voz del padre Donati.
—Estaré ahí dentro de un par de minutos. Dígale que baje.
Chiara colgó en el momento en que Gabriel entraba en la habitación.
Vestía un traje gris, camisa blanca y una corbata oscura, atención de la
delegación de Roma de Shimon Pazner. Chiara le quitó una mota de polvo
de la manga.
—Estás muy guapo —comentó, para luego añadir—: Tienes pinta de
empleado de pompas fúnebres, pero guapo.
—Esperemos que no. ¿Quién era?
—El padre Donati. Viene hacia aquí.
Gabriel se bebió el café de un trago y se puso una gabardina marrón.
Luego le dio un beso en la mejilla a Chiara y la abrazó durante unos
momentos.
—Tendrás cuidado, ¿verdad, Gabriel?
En la calle sonó una bocina. Cuando Gabriel intentó separarse, Chiara lo
retuvo con fuerza, como si no quisiera dejarlo marchar. El padre Donati
hizo sonar de nuevo la bocina, esta vez con mayor insistencia, y Chiara lo
soltó. Gabriel le dio un último beso.
Guardó la Beretta en la pistolera y bajó la escalera. Delante de la
entrada había un Fiat gris con las placas de matrícula vaticanas. El padre
Donati estaba sentado al volante con una gabardina negra sobre su traje de
clérigo. Gabriel se sentó en el asiento del acompañante y cerró la puerta.
Donati condujo el coche hacia la ribera del Tíber.
El cielo estaba encapotado con unas nubes negras muy bajas, y el viento
levantaba olas en el río. El sacerdote conducía inclinado sobre el volante
con los ojos muy abiertos y el acelerador casi a fondo. Gabriel se sujetaba
con fuerza al asiento, convencido de que había sido un milagro que el papa
hubiese conseguido regresar al Vaticano la noche anterior, sano y salvo.
—¿Conduce a menudo, padre Donati?
—Anoche fue la primera vez en dieciocho años.
—Nunca lo hubiese dicho.
—Es un pésimo mentiroso, señor Allon. Creía que las personas de su
ramo eran muy buenos a la hora de mentir.
—¿Qué tal está el Santo Padre esta mañana?
—Está muy bien. A pesar de los acontecimientos de anoche, ha
conseguido dormir unas horas. Espera con impaciencia el viaje al otro lado
del río.
—Seré inmensamente feliz cuando todo esto se acabe, y esté de nuevo
sano y salvo en los apartamentos papales.
—Ya somos dos.
Mientras circulaban a lo largo del Tíber, el padre Donati informó a
Gabriel del dispositivo de seguridad. El papa viajaría a la sinagoga en su
limusina Mercedes blindada junto con Donati y Gabriel. Alrededor del
coche iría un primer cordón de guardias suizos de paisano. Como siempre,
la policía y las fuerzas de seguridad italianas se encargarían de un segundo
cordón de seguridad. El camino desde el Vaticano hasta el viejo gueto
estaría cerrado al tráfico, y la custodia estaría a cargo de unidades de
carabinieri.
La cúpula cuadrada de la Gran Sinagoga se alzaba ante ellos, una
imponente estructura de piedra gris y aluminio, con un diseño donde se
combinaban los estilos persa y babilonio. La gran altura del edificio, unido
a su exclusiva fachada, hacía que destacara entre los demás edificios
barrocos de fachada color ocre. El efecto era intencional. La comunidad que
había construido la sinagoga hacía más de un siglo había querido que
resultara fácilmente visible para los hombres del otro lado del Tíber: los
hombres que vivían detrás de las viejas murallas del Vaticano.
Llegaron a un control policial a unos cien metros de la sinagoga. El
padre Donati bajó el cristal de la ventanilla, mostró la identificación
vaticana y mantuvo una breve conversación con el agente. Un momento
más tarde, aparcó el coche delante de la sinagoga. Antes de que el padre
Donati pudiese apagar el motor, apareció un carabiniere armado con una
metralleta. Hasta el momento, Gabriel estaba satisfecho con lo que había
visto.
Bajaron del Fiat. Gabriel percibió en el acto el peso de la historia. Roma
era el más antiguo asentamiento de la diáspora en todo el continente, y los
judíos vivían allí desde hacía más de dos mil años. Habían llegado a ese
lugar mucho antes de que llegara un pescador llamado Pedro desde Galilea.
Habían sido testigos del asesinato de César, habían presenciado el ascenso
del cristianismo y la caída del Imperio romano. Acusados por los papas
como los asesinos de Dios, los habían encerrado en el gueto a orillas del
Tíber, los habían humillado y degradado sistemáticamente. Una noche de
octubre de 1943, habían detenido y deportado a un millar de ellos para que
murieran en las cámaras de gas y en los hornos de Auschwitz, mientras un
papa al otro lado del río guardaba silencio. Dentro de unas horas, el papa
Pablo VII, testigo de los pecados de los hombres del Vaticano, iría allí para
reparar aquel pasado. «Si es que vive lo suficiente para cumplir con su
misión».
El padre Donati pareció darse cuenta de los pensamientos de Gabriel,
porque apoyó suavemente una mano en su brazo y señaló hacia el río.
—A los manifestantes los retendrán detrás de las barricadas en aquel
lado, junto a la calle.
—¿Manifestantes?
—No esperamos nada extraordinario. Sólo los grupos habituales. —
Donati se encogió de hombros en un gesto de impotencia—. Los partidarios
del control de la natalidad, de las mujeres en el sacerdocio. El matrimonio
de gays y lesbianas. Esa clase de cosas.
Subieron la escalinata de la sinagoga y entraron. El padre Donati
parecía sentirse muy cómodo. Advirtió la mirada de Gabriel y le dedicó una
sonrisa.
—Cuando estábamos en Venecia, era mi trabajo mejorar las relaciones
entre el patriarca y la comunidad judía. Me siento muy a gusto en una
sinagoga, señor Allon.
—Ya lo veo —manifestó Gabriel—. Explíqueme cómo se desarrollará
el acto.
La procesión papal se formaría en la entrada de la sinagoga, según dijo
el padre Donati. El papa recorrería el pasillo central acompañado por el
gran rabino y se sentaría a su lado en una silla dorada en la bimá. El padre
Donati y Gabriel seguirían al Santo Padre durante el recorrido hasta el
frente de la sinagoga, y luego ocuparían sus lugares en la sección reservada
a las personalidades, a unos pocos pasos del papa. El gran rabino se
encargaría de la presentación y le cedería la palabra al pontífice. En contra
del protocolo habitual, no se avanzaría una copia de las declaraciones del
papa a la Oficina de Prensa vaticana. El discurso sin duda provocaría una
reacción inmediata entre los reporteros, pero no se permitiría que ninguno
de ellos se moviera de sus asientos hasta después de que el papa acabara su
discurso y saliera de la sinagoga.
Gabriel y el sacerdote recorrieron el pasillo hasta el frente de la
sinagoga y se detuvieron en el lugar que ocuparían durante el discurso del
papa. Un carabiniere con un perro adiestrado en la detección de explosivos
que tiraba de la correa estaba recorriendo el lazo izquierdo de la nave. Otro
segundo equipo hacía lo mismo en el lado derecho. A unos pocos metros de
la bimá, un grupo de técnicos, vigilados atentamente por un guardia
armado, acababan de instalar las cámaras de televisión en una plataforma
elevada.
—¿Qué pasa con las demás entradas de la sinagoga, padre Donati?
—Están todas cerradas. Sólo se puede entrar y salir por la puerta
principal. —Donati consultó su reloj—. Me temo que no nos queda mucho
tiempo, señor Allon. Si está de acuerdo, tendríamos que volver al Vaticano.
—Vamos.
El papa debía comenzar su discurso a las once. A las diez y media, salió
del despacho, acompañado por el padre Donati y Gabriel. En el vestíbulo,
delante de los apartamentos papales, se encontraron con un destacamento de
guardias suizos vestidos de paisano. El jefe del destacamento era un
gigantón suizo llamado Karl Brunner. Ese era el momento que más
preocupaba a Gabriel, su primera confrontación con los nobles suizos
católicos que habían jurado entregar sus vidas, si era necesario, para
proteger al pontífice.
En cuanto Brunner vio a Gabriel, metió la mano debajo de la chaqueta
azul y sacó una pistola, al tiempo que se adelantaba de un salto para apartar
al papa de un manotazo y sujetaba a Gabriel por el cuello. Gabriel controló
el instinto de supervivencia y dejó que el guardia suizo lo tumbara al suelo.
Tampoco podía hacer otra cosa. Karl Brunner pesaba por lo menos
veinticinco kilos más que él y tenía el físico de un jugador de rugby. La
mano alrededor de la garganta de Gabriel era como una mordaza de acero.
Cayó de espaldas, con Brunner sobre el pecho. Gabriel mantuvo las manos
a la vista y dejó que el guardia le arrebatara la Beretta de la pistolera.
Brunner arrojó el arma bien lejos y apuntó con la suya al rostro de Gabriel,
mientras otros dos miembros del destacamento lo sujetaban firmemente
contra el suelo.
El resto de los guardias habían formado un escudo alrededor del papa y
se lo llevaban por el pasillo. El Santo Padre les ordenó que lo dejaran y
luego se apresuró a volver junto a Karl Brunner. El jefe de su escolta lo
apartó de nuevo y le gritó que se marchara.
—Suéltalo, Karl —dijo el papa.
Brunner se levantó mientras los otros dos hombres seguían sujetando a
Gabriel. Metió una mano en el bolsillo y sacó una copia de la alerta de
seguridad donde aparecía la foto de Gabriel y la sostuvo en alto para que el
papa la viera.
—Es un asesino, santidad. Está aquí para matarlo.
—Es un amigo y está aquí para protegerme. Todo es un malentendido.
El padre Donati te lo explicará todo. Confía en mí, Karl. Suéltalo.
ROMA
ROMA
VENECIA
Sin nada más que hacer durante la primavera, sino esperar a que Gabriel
se recuperara del todo, siguieron con gran interés los acontecimientos en el
Vaticano. Fiel a su promesa, el papa Pablo VII puso en marcha su iniciativa
con el nombramiento de un grupo de historiadores y expertos para que
analizaran el papel del Vaticano durante la segunda guerra mundial, junto
con la larga historia de antisemitismo de la Iglesia. Eran doce miembros en
total: seis católicos y seis judíos. De acuerdo con las reglas establecidas
antes de empezar los trabajos, los historiadores dedicarían cinco años a
analizarlos innumerables documentos guardados en los archivos secretos
vaticanos. Sus trabajos se desarrollarían enel más absoluto secreto. Al final
de los cinco años, el grupo presentaría un informe al papa, el actual o el
sucesor, para que adoptara las medidas pertinentes. De Nueva York a
Jerusalén, pasando por París, la respuesta de la comunidad judía mundial
fue abrumadoramente positiva.
Al cabo de un mes de comenzar su tarea, el grupo presentó su primera
petición de documentos a los archivos secretos. Entre los documentos de la
primera remesa había un memorándum escrito por el obispo Sebastiano
Lorenzi de la Secretaría de Estado a su santidad el papa Pío XII. El
memorándum, que se creía destruido, ofrecía detalles de una reunión
secreta celebrada en un convento del lago Garda en 1942. Los miembros de
la comisión, fieles a las normas, no lo mencionaron en público.
La iniciativa del papa no tardó en verse superada en la atención popular
por lo que en la prensa italiana se denominó el caso de la Crux Vera. En una
serie de artículos incendiarios, Benedetto Foà, el corresponsal de La
Repubblica en el Vaticano, destapó la existencia de una sociedad secreta
católica que se había infiltrado en los más altos niveles de la Santa Sede, el
gobierno italiano y el mundo financiero de Italia. De acuerdo con las
fuentes anónimas citadas por Foà, los tentáculos de la Crux Vera se
extendían desde Europa a Estados Unidos y Sudamérica. El difunto
secretario de Estado, el cardenal Marco Brindisi, aparecía como líder de la
Crux Vera, junto con el esquivo financiero Roberto Pucci y el fallecido jefe
de la Oficina de Seguridad vaticana, Carlo Casagrande. A través de sus
abogados, Pucci emitió un comunicado donde negaba todas las acusaciones,
pero, a poco de publicarse el artículo de Foà, un banco propiedad de Pucci
tuvo un problema de liquidez y quebró. La fallida del banco hizo que se
descubriera que el imperio Pucci no era más que un chiringuito financiero,
y en cuestión de semanas estaba hundido en la ruina. Pucci huyó de su
querida «Villa Galatina» y se exilió en Cannes.
Por su parte, el Vaticano se aferró públicamente a la teoría de que el
autor de los crímenes era un fanático religioso sin vinculaciones con ningún
país, organización terrorista o sociedad secreta. Negó rotundamente la
existencia de un grupo clandestino llamado Crux Vera, y recordó a los
vaticanistas que las sociedades y las logias secretas estaban estrictamente
prohibidas en el seno de la Iglesia. Así y todo, no tardó en ser aparente para
los periodistas acreditados y todos aquellos interesados en los asuntos
vaticanos que el papa Pablo VII estaba haciendo limpieza. Más de una
docena de destacados miembros de la curia fueron reasignados a tareas
pastorales o se retiraron, incluido el titular de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Después del nombramiento del sustituto de Marco
Brindisi, también hubo una reorganización a fondo de la Secretaría de
Estado. El hasta entonces jefe de la Oficina de Prensa Rudolf Gertz regresó
a Viena.
Ari Shamron controló la convalecencia de Gabriel desde Tel Aviv.
Contra los deseos de Lev, Shamron se las apañó para regresar al bulevar
King Saul y dirigir lo que se llegó a conocer como el equipo Leopardo. El
único objetivo de dicho grupo era localizar y neutralizar al esquivo
terrorista considerado como presunto autor del asesinato de Benjamín Stern
y muchos más. El trabajo pareció rejuvenecer a Shamron; aquellos que
estaban cerca observaron una notable mejoría en su aspecto.
Desafortunadamente para los miembros del equipo, la mejoría de salud
fue acompañada por la reaparición de su irascible temperamento y una
dedicación plena. No se dejaba sin investigar ni la más mínima pista, ni
ningún rumor. Tuvieron noticias de un supuesto avistamiento del Leopardo
en París y otro en Helsinki. La policía checa sospechaba que el Leopardo
estaba detrás de un asesinato en Praga. Su nombre reapareció en Moscú
vinculado al asesinato de un jefe de inteligencia. Un agente de la Oficina en
Bagdad oyó rumores de que el Leopardo acababa de firmar un contrato con
el servicio secreto iraquí.
Las pistas eran tentadoras, pero ninguna dio fruto. A pesar de los
fracasos, el viejo le rogó a su equipo que no perdiera la fe. Shamron tenía su
propia teoría sobre cómo encontrar al Leopardo. Sólo le interesaba el
dinero, le dijo Shamron a su gente, y el dinero acabaría por perderlo.
El andamio estaba tal cual lo había dejado; los pinceles, la paleta y los
pigmentos también. Tenía la iglesia para él solo. Los demás —Adriana,
Antonio Politi y el resto del equipo de San Zaccaria— habían completado
su trabajo y se habían marchado hacía tiempo. Chiara nunca abandonaba la
iglesia cuando Gabriel estaba en su interior. De espaldas a la puerta,
enmarcado por el majestuoso retablo, era un blanco tentador, así que se
sentaba al pie del andamio mientras él trabajaba, con sus ojos negros
siempre enfocados hacia la puerta. Sólo le había pedido una cosa —que él
retirara la lona— y, para su sorpresa, Gabriel había accedido.
Trabajaba muchas horas, más de las que hubiese preferido en
circunstancias normales, pero estaba decidido a terminarlo lo más rápido
posible. Tiepolo iba todos los mediodías para llevarle la comida y controlar
sus progresos. Algunos días se quedaba un poco más para hacerle compañía
a Chiara. Incluso en una ocasión se encaramó pesadamente en el andamio
para consultar con Gabriel unas dificultades en el ábside.
Gabriel trabajaba con una gran confianza. Había pasado tanto tiempo
estudiando a Bellini y sus obras que algunos días casi notaba la presencia
del maestro a su lado, que le decía qué debía hacer a continuación.
Trabajaba desde el centro hacia afuera: la Virgen y el niño, los santos y los
fieles, el intrincado fondo. Pensaba en el caso de la misma manera.
Mientras trabajaba, había dos preguntas que le rondaban en el
subconsciente: ¿quién le había dado a Benjamin los documentos sobre la
reunión en Garda?, y ¿por qué?
GRINDELWALD, SUIZA:
CINCO MESES MÁS TARDE