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Stern, erudito judío y autor de un bestseller sobre el sentimiento de

culpa alemán en relación con el Holocausto, aparece asesinado en


Munich. En Venecia, el agente del Mossad y restaurador de arte
Gabriel Allon deja los pinceles y empieza a rastrear las verdades
que Stern había desempolvado. En el Vaticano, el nuevo papa se
empeña en descubrir la verdad sobre la implicación de la Iglesia en
el Holocausto. Sin embargo, un poderoso cardenal se opone a la
resolución del Santo Padre.
De la mano de Gabriel Allon, el lector se internará en un camino de
secretos y hechos inconcebibles protagonizados por el papa Pío XII,
altos mandos del nazismo, monjas de apartados conventos,
asesinos a sueldo, una guapa y brillante agente secreta y un sinfín
de personajes que le acompañan en su búsqueda por saber la
verdad sobre la Solución Final.
Daniel Silva

El confesor
Gabriel Allon 03

ePub r1.2
Titivillus 27.01.15
Título original: The Confessor
Daniel Silva, 2003
Traducción: Alberto Coscarelli

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Para David Bull, il restauratore,
y, como siempre, para mi esposa, Jamie,
y mis hijos, Lily y Nicolas
Roma locuta est; causa finita est. (Roma
ha hablado; el caso está cerrado.)
SAN AGUSTÍN DE HIPONA
PRIMERA PARTE

Un apartamento en Munich
1

MUNICH

El edificio de apartamentos en Adalbertstrasse 68, era uno de los pocos del


elegante barrio de Schwabing que aún no había sido asaltado por la ruidosa
y creciente élite profesional muniquesa. Encajado entre dos construcciones
de ladrillo rojo que rezumaban el encanto anterior a la guerra, el número 68
parecía ser la joven y poco agraciada hermanastra. Su fachada era de estuco
beige agrietado; su forma, un mazacote sin ninguna gracia. Como resultado,
sus pretendientes eran una dispersa comunidad de estudiantes, artistas,
anarquistas y roqueros impenitentes, todos presididos por una autoritaria
portera, Frau Ratzinger, quien, según se rumoreaba, ya vivía en el edificio
original cuando éste fue arrasado por una bomba aliada. Los reformistas del
barrio despreciaban el edificio como algo que hacía daño a la vista y que
necesitaba urgentemente una rehabilitación. Sus defensores afirmaban que
era un ejemplo de la arrogancia bohemia que una vez había hecho que
Schwabing fuera el Montmartre de Alemania; el Schwabing de Hesse,
Mann y Lenin. También de Adolf Hitler hubiese estado tentado de decir el
profesor que trabajaba junto a una ventana del segundo piso, pero eran
pocos los vecinos del viejo barrio que quisieran recordar el hecho de que el
joven paria austríaco había encontrado su inspiración en las tranquilas
calles arboladas.
Para sus estudiantes y colegas era Herr Doktorprofessor Stern. Para los
amigos del barrio era sólo Benjamín; para el ocasional visitante de la patria
era Binyamin. En un anónimo edificio de oficinas de cemento y cristal en el
norte de Tel Aviv, donde todavía se guardaba un expediente con sus hazañas
de juventud, a pesar de sus reiteradas súplicas para que lo quemaran,
siempre sería conocido como Beni, el más joven de los hijos descarriados
de Ari Shamron. Desde una posición estrictamente oficial, Benjamin Stern
seguía siendo miembro de la Universidad Hebrea de Jerusalén, aunque
durante los últimos cuatro años trabajaba como profesor invitado de
estudios europeos en la prestigiosa Universidad Ludwig-Maximilian de
Munich. Se había convertido en algo así como un préstamo permanente, lo
que al profesor Stern le parecía magnífico. En una curiosa voltereta del
destino, la vida era mucho más agradable en esos días para un judío en
Alemania que en Jerusalén o Tel Aviv.
El hecho de que su madre hubiera sobrevivido a los horrores del gueto
de Riga daba al profesor Stern un dudoso nivel entre los demás inquilinos
del número 68. Era una curiosidad; era su conciencia. Lo interrogaban por
los sufrimientos de los palestinos, le formulaban amablemente las preguntas
que no se atrevían a hacerles a sus padres y a sus abuelos. Era su consejero
y un sabio de confianza. Acudían a él para que los aconsejara en sus
estudios. Le contaban sus aflicciones cuando los había abandonado un o
una amante, asaltaban su nevera cuando tenían hambre y le saqueaban la
cartera cuando se quedaban sin dinero. Pero, por encima de todo lo demás,
era el portavoz de los inquilinos en todas las disputas que se suscitaban con
la formidable Frau Ratzinger. El profesor Stern era el único en todo el
edificio que no la temía. Parecía tener una relación especial con ella. Una
especie de parentesco. «Es el síndrome de Estocolmo —proclamaba Alex,
un estudiante de psicología que vivía en el último piso—. Prisionero y
carcelero. Amo y criado». Pero había algo más que eso: el profesor y la
anciana parecían hablar el mismo lenguaje.
El año anterior, cuando su libro sobre la Conferencia de Wansee se
había convertido en un éxito de ventas internacional, el profesor Stern había
coqueteado con la idea de trasladarse a un edificio de más categoría, quizá
alguno con una vigilancia adecuada y vistas a los Jardines Ingleses, un lugar
donde los demás vecinos no consideraran su piso como un anexo del suyo.
Esto provocó el pánico entre los jóvenes, que una noche acudieron a verlo
en masa para rogarle que se quedara. Hicieron multitud de promesas: no le
robarían la comida ni le pedirían préstamos que nunca pagarían; serían más
respetuosos con su necesidad de paz y tranquilidad; sólo irían a pedirle
consejo si era estrictamente necesario. El profesor accedió, pero al cabo de
un mes su piso era de nuevo la sala común de Adalbertstrasse 68. Sin
embargo, en su fuero interno se alegraba de que hubieran vuelto. Los
díscolos jóvenes del número 68 representaban para Benjamin Stern su única
familia.
El traqueteo de un tranvía rompió su concentración. Levantó la cabeza a
tiempo para verlo desaparecer detrás de la copa de un castaño y luego
consultó su reloj: las once y media. Llevaba trabajando desde las cinco de la
mañana. Se quitó las gafas y se frotó los ojos durante unos momentos. ¿Qué
había dicho Orwell sobre escribir un libro? «Una horrible y agotadora
lucha, como sufrir un prolongado ataque de una dolorosa enfermedad».
Algunas veces, Benjamin Stern tenía la sensación de que ese libro sería
mortal.
Vio que parpadeaba la luz roja del contestador automático (se había
acostumbrado a silenciar el timbre del teléfono para evitar las molestas
interrupciones). Con mucho cuidado, como un artificiero que intenta decidir
qué cable debe cortar, acercó la mano y pulsó el botón. En el altavoz sonó
un estallido de música heavy metal, seguido de un grito de guerra: «Tengo
buenas noticias, Herr Doktorprofessor. ¡Al final del día, habrá un inmundo
judío menos en el planeta! Wiedersehen, Herr Doktorprofessor».
Clic.
El profesor Stern borró el mensaje. Ya estaba acostumbrado a ellos. En
esos días recibía dos por semana, a veces más, si había aparecido en la
televisión o había participado en algún debate público. Los conocía por la
voz; a cada uno le había asignado un apodo trivial para aminorar el impacto
en sus nervios. Ese tipo llamaba al menos dos veces al mes. El profesor
Stern lo había apodado Lobito. Algunas veces lo comunicaba a la policía,
pero, por lo general, no se tomaba la molestia. En cualquier caso, era poco o
nada lo que podían hacer.
Guardó el manuscrito y las notas en la caja de seguridad instalada en el
suelo, debajo de la mesa. Luego se puso los zapatos y una chaqueta de lana
y recogió la bolsa de basura de la cocina. En el viejo edificio no había
ascensor y, por lo tanto, debía bajar dos tramos de escaleras para llegar a la
planta baja. Al pasar por el vestíbulo, contuvo la respiración para no oler el
hedor químico. En la planta baja funcionaba una pequeña pero próspera
Kosmetik. El profesor detestaba el salón de belleza. Cuando estaba abierto,
el olor rancio del quitaesmalte subía por el sistema de ventilación y entraba
en su piso. También hacía que el edificio fuera menos seguro de lo que le
hubiese gustado. Debido a que el salón no tenía una entrada independiente
que diera a la calle, el vestíbulo siempre estaba lleno de hermosas vecinas
del barrio que acudían para hacerse pedicuras, depilaciones y masajes
faciales.
Dobló a la derecha, hacia un portal que daba paso a un pequeño patio, y
se detuvo por un momento en el umbral, atento a la presencia de los gatos.
La noche anterior lo había despertado en plena madrugada una pelea por
algún suculento desperdicio. Esa mañana no había gatos, sólo un par de
aburridas empleadas del salón de belleza con sus inmaculadas batas blancas
que fumaban apoyadas en la pared. Caminó por el pavimento de ladrillos
sucios de hollín y arrojó la bolsa en el contenedor.
Cuando entró de nuevo en el vestíbulo, se encontró con Frau Ratzinger,
que castigaba el suelo de linóleo con una vieja escoba de paja.
—Buenos días, Herr Doktorprofessor —tronó la vieja, y luego añadió
en tono acusador—: ¿Se va a tomar su café de la mañana?
El profesor Stern asintió, al tiempo que murmuraba: «Ja, ja, Frau
Ratzinger».
La portera miró con expresión de furia dos desordenadas pilas de
panfletos, uno que anunciaba un concierto gratuito en el parque y el otro,
una clínica de masajes integrales en Schellingstrasse.
—No importa cuántas veces les diga que no dejen esas cosas aquí, lo
hacen de todas maneras. Es cosa de ese estudiante de teatro del 4B. Deja
que entre cualquiera en el edificio.
El profesor se encogió de hombros, como si lo superara el
despreocupado comportamiento de la juventud, y le sonrió amablemente a
la anciana. Frau Ratzinger recogió los panfletos y se los llevó al patio. Un
segundo más tarde, la oyó reprender a las empleadas del salón de belleza
por tirar las colillas al suelo.
Salió a la calle y se detuvo un momento para valorar el tiempo. No
hacía demasiado frío para ser principios de marzo y el sol despuntaba entre
una fina capa de nubes. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y
comenzó su paseo. Entró en los Jardines Ingleses y caminó por un sendero
arbolado junto a la ribera de un canal crecido con la lluvia. Le gustaba el
parque. Le ofrecía a su mente un bonito lugar para el descanso después de
una mañana de esfuerzos delante del ordenador. También, y lo que para él
todavía era más importante, le daba una oportunidad para saber si ese día lo
estaban persiguiendo. Se detuvo y se palmeó enérgicamente los bolsillos de
la chaqueta para indicar que había olvidado algo. Luego dio media vuelta y
regresó por donde había venido, atento a los rostros, para verificar si
concordaban con cualquiera de los almacenados en la base de datos de su
prodigiosa memoria. Hizo una pausa en el puente de arco, como si admirara
la fuerza del agua en la pequeña cascada. Un camello con arañas tatuadas
en el rostro le ofreció heroína. El profesor murmuró algo incoherente y se
alejó a paso ligero. Dos minutos más tarde entró en una cabina de teléfonos
y simuló hacer una llamada al tiempo que miraba atentamente en derredor.
«Wiedersehen, Herr Doktorprofessor».
Tomó Ludwigstrasse y cruzó rápidamente la zona universitaria con la
cabeza gacha, con el deseo de evitar que lo descubriera cualquiera de sus
estudiantes o algún colega. A principios de semana, había recibido una carta
un tanto desagradable del doctor Helmut Berger, el pomposo director de su
departamento, en la que le preguntaba para cuándo calculaba que terminaría
su libro y una fecha aproximada para reanudar sus obligaciones académicas.
El profesor Stern detestaba a Helmut Berger —su muy publicitado
antagonismo era personal y académico—, y muy convenientemente no
había tenido tiempo para responderla.
El bullicio del Viktualienmarkt apartó de su mente cualquier
pensamiento de trabajo. Paseó entre las montañas de frutas y verduras de
los más variados colores, los puestos de flores y las carnicerías al aire libre.
Escogió unas cuantas cosas para la cena y luego cruzó la calle para ir al
café-bar Eduscho para tomar un café y un Dinkelbrot. Cuarenta y cinco
minutos más tarde, cuando emprendió el regreso a Schwabing, se sentía
descansado, con la mente fresca y dispuesto a enfrentarse de nuevo con su
libro. Su enfermedad, como hubiese dicho Orwell.
Cuando entró en el edificio, una ráfaga de viento se coló en el vestíbulo
y desparramó otra pila de panfletos de color salmón. El profesor inclinó la
cabeza para leer uno. Un nuevo restaurante hindú, que servía comidas para
llevar, acababa de abrir a la vuelta de la esquina. Le gustaba el buen curry.
Cogió uno de los panfletos y lo guardó en el bolsillo del abrigo.
El viento se había llevado unas cuantas hojas hacia el patio; Frau
Ratzinger se pondría furiosa. Mientras subía la escalera con mucha
discreción, la portera asomó la cabeza por la puerta de su diminuto
apartamento y vio el desastre. Debidamente escandalizada, miró a Stern con
ojos inquisitivos. En el momento de meter la llave en la cerradura, el
profesor oyó las maldiciones de la anciana mientras se ocupaba de esa
última afrenta.
Se dirigió a la cocina, guardó la comida y se preparó una taza de té.
Luego fue por el pasillo hasta su despacho. Había un hombre junto a su
mesa, que leía tranquilamente algunas de las hojas de la documentación
recogida para el libro. Vestía una bata blanca, como las que usaban las
empleadas del salón de belleza, era muy alto y tenía los hombros de un
atleta. Sus cabellos rubios mostraban algunas canas. Al oír que el profesor
entraba en la habitación, el intruso lo miró. Sus ojos eran grises, fríos como
un glaciar.
—Abra la caja, Herr Doktorprofessor.
La voz era serena, casi galante; el alemán, acentuado. El profesor estaba
seguro de que no era Lobito. Tenía un don para los idiomas y un oído capaz
de identificar los dialectos locales. El hombre de la bata era suizo, y su
Schweizerdeutsch tenía el claro sonsonete de un hombre de los valles.
—¿Dónde demonios se cree que está?
—Abra la caja —repitió el intruso mientras su mirada volvía a fijarse en
los papeles que había sobre la mesa.
—No hay nada de valor en la caja. Si es dinero lo que busca…
El intruso no le permitió acabar la frase. En un rápido movimiento,
metió la mano debajo de la bata y sacó una pistola con silenciador. El
profesor conocía las armas tan bien como los acentos. Se trataba de una
Stechkin rusa. La bala destrozó la rodilla derecha del profesor, que cayó al
suelo con las manos aferradas a la herida y la sangre que manaba entre los
dedos.
—Supongo que ahora tendrá que decirme la combinación —comentó el
suizo, sin alterarse.
Benjamin Stern nunca había experimentado un dolor ni siquiera
parecido a ése. Jadeaba, le costaba respirar, su mente era un torbellino. ¿La
combinación? ¡Santo Dios, si apenas podía recordar su nombre!
—Estoy esperando, Herr Doktorprofessor.
Stern se obligó a respirar lenta y profundamente, lo que suministró al
cerebro el oxígeno necesario para permitirle acceder a la combinación de la
caja. Recitó los números con la mandíbula temblorosa por el shock. El
intruso se arrodilló delante de la caja y, con dedos de experto, hizo girar las
ruedas. La puerta sólo tardó un segundo en abrirse.
El intruso miró el interior de la caja y después al profesor.
—Tiene disquetes de seguridad. ¿Dónde los guarda?
—No sé de qué me habla.
—Tal como están ahora las cosas, podrá caminar con la ayuda de un
bastón. —El suizo levantó el arma—. Si le disparo en la otra rodilla, tendrá
que caminar el resto de sus días con muletas.
El profesor estaba a punto de perder el conocimiento. No podía
controlar el temblor de la mandíbula. «¡No tiembles, maldita sea! ¡No le des
el gusto de ver tu miedo!».
—En la nevera.
—¿La nevera?
—Por si —un espasmo de dolor lo interrumpió— hay un incendio.
El intruso enarcó una ceja. «Un chico listo», pensó.
Había traído una bolsa consigo, una bolsa de nailon negro de unos
noventa centímetros de largo. Metió la mano en su interior y sacó un objeto
cilíndrico: un bote de pintura en aerosol. Le quitó la tapa y con mano
experta comenzó a pintar símbolos en la pared del despacho. Símbolos de
violencia. Símbolos de odio. Cosa absurda, el profesor se descubrió a sí
mismo pensando en qué diría Frau Ratzinger cuando lo viera. En su delirio,
debió de murmurar algo en voz alta, porque el hombre hizo una pausa en su
tarea para mirarlo con expresión indiferente.
Cuando acabó con las pintadas, el intruso guardó el bote en la bolsa y
luego se acercó al profesor. El dolor de los huesos destrozados hacía que
Benjamín Stern ardiera de fiebre. La oscuridad reducía los bordes de su
visión, así que el intruso parecía estar al final de un túnel. El profesor buscó
en los ojos grises del suizo alguna señal de locura, pero no encontró más
que una helada lucidez. «Este hombre no es un racista fanático —pensó—.
Es un profesional».
El tipo se inclinó sobre Stern.
—¿Quiere hacer una última confesión, profesor Stern?
—¿De qué está hablando? —y se retorció de dolor.
—Es muy sencillo. ¿Quiere confesar sus pecados?
—Usted es el asesino —replicó Benjamin Stern con voz delirante.
El asesino sonrió. Levantó el arma y disparó dos veces contra el pecho
del profesor. Benjamin Stern sintió la convulsión de su cuerpo, pero sus
sufrimientos estaban a punto de acabarse. Permaneció consciente sólo unos
segundos, lo bastante para ver a su asesino arrodillarse a su lado y sentir el
toque fresco de su pulgar con la frente ardiente. Murmuraba algo. ¿Latín?
Sí, el profesor estaba absolutamente seguro.
—Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris et Filii et Spiritus
Sancti. Amen.
El profesor miró los ojos del asesino.
—Pero si yo soy judío —murmuró.
—Eso no tiene importancia —afirmó el asesino.
Luego apoyó la Stechkin contra un lado de la cabeza de Benjamin Stern
y efectuó un último disparo.
2

CIUDAD DEL VATICANO

Seiscientos kilómetros al sur, en una colina en el corazón de Roma, un


anciano paseaba por las frescas sombras del jardín privado, vestido con una
sotana de color marfil y una capa. A sus setenta y dos años, ya no caminaba
de prisa, aunque acudía al jardín todas las mañanas y cumplía con su
propósito de caminar por lo menos una hora por los senderos que olían a
pino. Algunos de sus predecesores habían preferido no ver a nadie en el
jardín para poder meditar sin ser molestados. Al hombre de la sotana color
marfil le gustaba ver gente, personas reales, no sólo a los adulones
cardenales de la curia y a los dignatarios extranjeros que venían a besarle su
anillo del pescador todos los días. Un guardia suizo siempre lo seguía unos
pocos pasos más atrás, más como una compañía que por protección, y le
agradaba hacer una pausa y charlar unos minutos con los jardineros del
Vaticano. Era un hombre curioso por naturaleza y se consideraba a sí mismo
casi un botánico. De vez en cuando, pedía unas tijeras y ayudaba a podar
los rosales. Una vez, un guardia suizo lo había encontrado a gatas en el
jardín. Convencido de que había ocurrido lo peor, el guardia había pedido
que enviaran una ambulancia y luego había corrido a su lado, sólo para
descubrir que el sumo pontífice de la Iglesia católica romana había decidido
quitar unas cuantas malas hierbas.
Aquellos más cercanos al Santo Padre veían que algo lo preocupaba.
Había perdido mucho del buen humor y el sencillo encanto que había
parecido el soplo de una brisa primaveral después de los amargos últimos
días del polaco. La hermana Teresa, la monja veneciana con una voluntad
de hierro, que se ocupaba de la casa papal, había notado una clara pérdida
del apetito en el pontífice. Ni siquiera probaba los biscotti dulces que le
servía con el café de la tarde. A menudo entraba en el despacho papal en el
tercer piso del palacio Apostólico y lo encontraba boca abajo en el suelo,
entregado a sus oraciones, con los ojos cerrados como si padeciera un
tremendo dolor. Karl Brunner, el jefe de la guardia suiza, había visto
muchas veces al Santo Padre en los muros del Vaticano, con la mirada fija
al otro lado del Tíber, absolutamente ensimismado. Brunner había protegido
al polaco durante muchos años y había visto el precio que había tenido que
pagar. «Es parte del trabajo —le comentó a la hermana Teresa—, la
tremenda carga que cae sobre cada papa. Es lo suficiente como para que el
más santo de los hombres pierda el humor de vez en cuando. Estoy seguro
de que Dios le dará fuerzas para superarlo. No tardaremos en ver de nuevo
al viejo Pietro».
La hermana Teresa no lo tenía tan claro. Era una del puñado de personas
dentro del Vaticano que sabía hasta qué punto Pietro Lucchesi no había
querido ese trabajo. Cuando llegó a Roma para los funerales de Juan Pablo
II y para participar del cónclave que elegiría a su sucesor, el menudo y
tranquilo patriarca de Venecia no fue considerado ni remotamente como
papabile, un hombre poseedor de las cualidades necesarias para ser papa.
Tampoco dio la más mínima pista de que estaba interesado. Los quince años
que había pasado trabajando en la curia romana habían sido los más
amargos de su carrera, y no tenía ningún deseo de regresar a la mansión
llena de intrigas junto al Tíber, ni siquiera como su máxima autoridad.
Lucchesi había tenido la intención de darle su voto al arzobispo de Buenos
Aires, con quien había hecho amistad durante una gira por Sudamérica, y
regresar discretamente a Venecia.
Pero en el cónclave las cosas no habían ido como se pretendía. Como
sus predecesores habían hecho una y otra vez a lo largo de los siglos,
Lucchesi y los demás príncipes de la Iglesia (ciento treinta en total)
entraron en la capilla Sixtina en solemne procesión al tiempo que cantaban
el himno Veni Creator Spiritus. Se reunieron debajo de El juicio final de
Miguel Ángel, con sus humillantes representaciones de las alm as
atormentadas que suben hacia el cielo para enfrentarse a la cólera de Cristo,
y rezaron para que el Espíritu Santo guiara sus manos. Luego, los
cardenales se adelantaron uno tras otro, para apoyar la mano en los Santos
Evangelios y jurar el más absoluto silencio. Acabada esta parte, el maestro
de las ceremonias litúrgicas papales ordenó: «Extra Omnes» («Todos
fuera»), y el cónclave comenzó de inmediato.
El polaco no había tenido bastante con dejar los asuntos únicamente en
manos del Espíritu Santo. Había llenado el colegio de cardenales con
prelados como él mismo, doctrinarios de la línea dura dispuestos a
preservar la disciplina eclesiástica y el poder de Roma por encima de todo
lo demás. Su candidato era un italiano, una consumada criatura de la curia
romana: el cardenal secretario de Estado Marco Brindisi.
Los moderados tenían otras ideas. Rogaban para conseguir un papado
auténticamente pastoral. Querían que el ocupante del trono de San Pedro
fuese un hombre gentil y piadoso; un hombre dispuesto a compartir
voluntariamente el poder con los obispos y limitar la influencia de la curia;
un hombre que pudiera ir más allá de los límites geográficos y religiosos
para ayudar en aquellos rincones del mundo azotados por la guerra y la
miseria. Sólo un hombre que no fuese europeo era adecuado para los
moderados. Creían que había llegado el momento de tener a un papa del
Tercer Mundo.
La primera votación demostró que el cónclave estaba irremisiblemente
dividido y, muy pronto, las dos facciones estaban buscando la manera de
salir del punto muerto. En la última votación del día, apareció un nombre
nuevo: Pietro Lucchesi, el patriarca de Venecia, que obtuvo cinco votos. Al
oír su nombre cinco veces en el interior de la cámara sagrada de la capilla
Sixtina, Lucchesi cerró los ojos y empalideció visiblemente. Un momento
más tarde, cuando los votos fueron arrojados al nero para quemarlos, varios
de los cardenales advirtieron que Lucchesi estaba rezando.
Aquella noche, Pietro Lucchesi rehusó cortésmente una invitación a
cenar con un grupo de cardenales, y se retiró a su habitación en la
residencia de Santa Marta para meditar y rezar. Sabía cómo funcionaban los
cónclaves y veía lo que se avecinaba. Como Jesús en el jardín de
Getsemaní, le suplicó a Dios que le quitara ese peso de los hombros, que
eligieran a algún otro.
Pero a la mañana siguiente, el apoyo a Lucchesi fue aumentando
paulatinamente hacia los dos tercios de la mayoría necesaria para ser
elegido papa. En la última votación antes de la comida, sólo le faltaban diez
votos. Demasiado inquieto para comer, rezó en su habitación antes de
regresar a la capilla Sixtina para la votación que estaba seguro que lo
convertiría en papa. Observó silenciosamente como cada cardenal avanzaba
para colocar una hoja de papel doblada dos veces en el cáliz de oro que
servía de urna y pronunciaba el mismo solemne juramento: «Pongo como
testigo a Cristo Nuestro Señor, que será juez de que doy mi voto a aquel a
quien, ante Dios, creo que debe ser elegido».
Los votos fueron repasados una y otra vez antes de que se anunciara el
resultado. Lucchesi había obtenido ciento quince votos. El camarlengo se
acercó a Lucchesi y le formuló la misma pregunta que había sido hecha a
centenares de nuevos papas a lo largo de dos mil años:
—¿Aceptas la elección canónica como sumo pontífice?
Después de un prolongado silencio que provocó una gran tensión en la
capilla, Pietro Lucchesi respondió:
—Mis hombros no son lo bastante anchos como para soportar el peso
que me habéis dado, pero con la ayuda de Cristo el Salvador, lo intentaré.
Accepto.
—¿Cuál es el nombre con el que quieres ser llamado?
—Pablo VII —contestó Lucchesi.
Los cardenales desfilaron para abrazar al nuevo pontífice, y le
prometieron obediencia y lealtad. A continuación, Lucchesi fue escoltado a
la habitación roja conocida como la camera lacrimatoria —la cámara del
llanto— para que pudiera tener unos minutos de soledad antes de vestirse
con la sotana blanca confeccionada por los hermanos Gammarelli, los
sastres del pontífice. Escogió la más pequeña de las tres sotanas ya hechas,
e incluso así parecía un niño pequeño vestido con la camisa del padre.
Cuando salió a la gran logia de San Pedro para saludar a Roma y al mundo,
su cabeza apenas era visible por encima de la balaustrada. Un guardia suizo
trajo un escabel, y la multitud reunida en la plaza prorrumpió en una gran
aclamación. Un comentarista de la televisión italiana con voz jadeante
denominó al nuevo papa Pietro el Improbable. El cardenal Marco Brindisi,
el cabecilla de los cardenales de la curia partidarios de la línea dura, lo
bautizó en privado como Papa Accidental I.
Los vaticanisti manifestaron que el mensaje del cónclave dividido era
claro. Pietro Lucchesi era un papa de compromiso. Su misión sería gobernar
la Iglesia de una manera competente, pero sin lanzar grandes iniciativas. La
batalla por el corazón y el alma de la Iglesia, dijeron los vaticanisti, había
sido postergada claramente para otro día.
Pero los católicos reaccionarios, religiosos y laicos por igual no
adoptaron una posición tan comprensiva ante la elección de Lucchesi. Para
los militantes, el nuevo papa mostraba un inquietante parecido con el
rechoncho veneciano llamado Roncali que había cometido la calamidad
doctrinal del Concilio Vaticano II. A las pocas horas del final del cónclave,
las páginas web y los ciberconfesionarios de los ultraconservadores estaban
plagados de advertencias y terribles predicciones de lo que podían esperar.
Los sermones y las declaraciones públicas de Lucchesi fueron examinados
con lupa en busca de cualquier indicio antiortodoxo. A los reaccionarios no
les gustó lo que descubrieron y llegaron a la conclusión de que Lucchesi
representaba un problema. Tendrían que mantenerlo vigilado con la rienda
muy corta. A los mandarines de la curia les correspondería asegurarse de
que Pietro Lucchesi no fuera más allá de ser un papa interino.
Lucchesi, por su parte, creía que la Iglesia se enfrentaba a tantos
problemas que no se podía desperdiciar un papado, incluso el de un papa
que no había deseado el trabajo. La Iglesia que había heredado del polaco
era una Iglesia en crisis. En Europa occidental, la situación era de tal
gravedad que un reciente sínodo de obispos había declarado que los
europeos vivían como si Dios no existiera. Cada vez eran menos los niños
bautizados; menos las parejas que decidían casarse por la Iglesia; las
vocaciones habían descendido tanto que muy pronto la mitad de las iglesias
de Europa occidental no dispondrían de un párroco permanente. Lucchesi
no necesitaba mirar más allá de su propia diócesis para ver los problemas a
los que se enfrentaba la Iglesia. El setenta por ciento de los dos millones y
medio de católicos de Roma eran partidarios del divorcio, el control de la
natalidad y el sexo prematrimonial, todos ellos prohibidos oficialmente por
la Iglesia. Menos del diez por ciento se preocupaban de asistir a misa
regularmente. En Francia, la llamada «primera hija» de la Iglesia, las
estadísticas eran todavía peores. En Estados Unidos, la mayoría de los
católicos ni siquiera se molestaban en leer las encíclicas antes de tirarlas, y
sólo un tercio iban a misa. El setenta por ciento de los católicos vivían en el
Tercer Mundo y, sin embargo, la mayoría de ellos sólo veían a un sacerdote
en contadas ocasiones. Únicamente en Brasil, seiscientas mil personas
abandonaban todos los años la Iglesia católica para convertirse en
protestantes evangélicos.
Lucchesi quería contener la sangría antes de que fuese demasiado tarde.
Anhelaba convertir su amada Iglesia en algo más importante en las vidas de
sus fieles, hacer que su grey fuese católica no sólo por el nombre. Pero
había algo más que lo preocupaba, una pregunta que le rondaba
incesantemente por la cabeza desde el momento en que el cónclave lo había
elegido papa: ¿por qué? ¿Por qué el Espíritu Santo lo había elegido a él para
liderar la Iglesia? ¿Qué don especial, qué pizca de conocimiento, poseía
para convertirlo en el pontífice adecuado para ese momento de la historia?
Lucchesi creía saber la respuesta, y había puesto en marcha una peligrosa
estratagema que sacudiría a la Iglesia católica romana hasta sus cimientos.
Si su jugada tenía éxito, revolucionaría la Iglesia. Si fracasaba, bien podría
ser que la destruyera.

El sol se ocultó detrás de una masa de nubes y un soplo del viento frío
de marzo sacudió los pinos del jardín. El papa se ajustó la capa alrededor
del cuello. Pasó por delante del colegio Etíope, luego tomó un angosto
sendero que lo llevó hacia la pared color arena en el rincón suroeste de la
ciudad del Vaticano. Se detuvo al pie de la torre de Radio Vaticano, y
después subió los escalones de piedra hasta el parapeto.
Roma se extendía ante él, alumbrada por una luz grisácea. Su mirada se
dirigió como por voluntad propia al otro lado del Tíber, hacia la sinagoga
que se alzaba en el corazón del antiguo gueto. En 1555, el papa Pablo IV, el
papa cuyo nombre llevaba ahora Lucchesi, había ordenado a los judíos de
Roma que fueran al gueto y había dispuesto que llevaran una estrella
amarilla para distinguirlos de los cristianos. La intención de aquellos que
encargaron la sinagoga había sido que la construyeran lo bastante alta como
para que se viera desde el Vaticano. El mensaje no podía ser más claro:
nosotros también estamos aquí; estamos aquí desde mucho antes que tú.
Para Pietro Lucchesi, la sinagoga hablaba de algo más. De un traicionero
pasado. Un vergonzoso secreto. Le hablaba directamente a él, le susurraba
al oído. No le daba paz.
El papa oyó ruido de pisadas en el sendero del jardín; eran fuertes y
rítmicas, como un carpintero experto que martillea los clavos. Se volvió y
vio a un hombre que caminaba hacia la pared. Alto, delgado, los cabellos
negros, un traje de clérigo negro, una línea vertical trazada con tinta china.
El padre Luigi Donati: el secretario privado del papa. Donati llevaba veinte
años al lado de Lucchesi. En Venecia lo llamaban Il Doge debido a su
voluntad de utilizar el poder despiadadamente y de lanzarse directamente a
la yugular cuando servía a los propósitos o las necesidades de su amo. El
apodo lo había seguido al Vaticano. A Donati no le importaba. Seguía los
dictados de un filósofo secular italiano llamado Maquiavelo, quien
aconsejaba que es mejor para un príncipe ser temido que amado. Todo papa
necesitaba a un malnacido, según Donati; un tipo duro que estuviese
dispuesto a enfrentarse a la curia con un látigo y una silla, y someterla a su
voluntad. Y ése era un papel que él interpretaba con un mal disimulado
placer.
Mientras Donati se acercaba al parapeto, el papa comprendió por la
forma que apretaba las mandíbulas que algo no iba bien. Volvió a mirar
hacia el río mientras esperaba. Un momento más tarde notó la consoladora
presencia de Donati a su lado. Como de costumbre, Il Doge no desperdició
el tiempo en palabrería. Se inclinó para hablar al oído del papa y le
comunicó en voz baja que, a primera hora de la mañana, habían encontrado
asesinado al profesor Benjamin Stern en su apartamento de Munich. El
papa cerró los ojos y agachó la cabeza sobre el pecho, luego apretó muy
fuerte la mano de Donati.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo lo mataron?
Cuando el padre Donati se lo dijo, el papa se tambaleó y tuvo que
apoyarse en el brazo del cura.
—Dios misericordioso, perdónanos por lo que hemos hecho.
Luego miró a los ojos a su leal secretario. La mirada del padre Donati
era tranquila, inteligente y muy decidida. Le transmitió al pontífice el coraje
para continuar.
—Me temo que hemos subestimado terriblemente a nuestros enemigos,
Luigi. Son mucho más formidables de lo que creíamos, y su maldad no
conoce límites. No se detendrán ante nada para proteger sus sucios secretos.
—Así es, santidad —respondió Donati con voz grave—. Es obvio que
ahora debemos actuar con el supuesto de que estarían incluso dispuestos a
asesinar a un papa.
—¿Asesinar a un papa? A Pietro Lucchesi le resultaba difícil imaginar
algo así, pero sabía que su fiel secretario no era nada dado a la exageración.
La Iglesia tenía un cáncer. Había dejado que se extendiera durante el largo
reinado del polaco. Ahora se había convertido en metástasis y amenazaba la
vida del propio organismo que lo alimentaba. Era necesario extirparlo; se
requerían medidas agresivas si se deseaba salvar al paciente.
El papa miró de nuevo hacia la sinagoga que se alzaba al otro lado del
río.
—Me temo que sólo yo puedo llevar a cabo esa tarea.
El padre Donati apoyó una mano en el antebrazo del papa y se lo apretó.
—Sólo tiene que poner las palabras, santidad. Deje el resto en mis
manos.
Donati se marchó y el papa se quedó solo en el parapeto. Oyó el sonido
de las pisadas de su implacable secretario en su regreso por el sendero hacia
el palacio: crac, crac, crac, crac… A Pietro Lucchesi le sonaba igual que
clavos martilleados en un ataúd.
3

VENECIA

La lluvia nocturna había inundado el campo San Zaccaria. El


restaurador estaba en la escalinata de la iglesia como un desamparado. En el
centro de la plaza, un viejo sacerdote apareció entre la bruma con los
faldones de la sencilla sotana negra recogidos, que dejaban a la vista unas
botas de goma altas hasta las rodillas.
—Esta mañana esto se parece al mar de Galilea, Mario —comentó al
tiempo que sacaba del bolsillo un enorme llavero—. Si Jesús hubiese tenido
a bien enseñarnos a caminar sobre el agua, los inviernos en Venecia serían
mucho más llevaderos.
La pesada puerta de madera se abrió con un sonoro crujido. La nave
todavía estaba a oscuras. El sacerdote encendió las luces y salió de nuevo a
la plaza inundada, aunque antes hizo una pequeña pausa en el santuario
junto a la pila de agua bendita para mojarse los dedos y persignarse.
El andamio estaba cubierto con una lona. El restaurador subió a la
plataforma y encendió un fluorescente. La Virgen lo miró con una expresión
seductora. Durante gran parte del invierno, él se había dedicado
exclusivamente a reparar su rostro. Algunas noches, la Virgen se le aparecía
en sueños, entraba en su dormitorio con las mejillas destrozadas y le
suplicaba que la curara.
Encendió una estufa eléctrica portátil para deshacer el helor del aire y se
sirvió una taza de café solo del termo, la cantidad suficiente para despejarlo,
pero no para que le temblara el pulso. Luego preparó la paleta mezclando
un poco de pigmento seco en una pequeña cantidad de aceite. Cuando
acabó, se colocó el visor de aumento y comenzó a trabajar.
Durante casi una hora tuvo la iglesia para él solo. Luego, comenzó a
llegar el resto del equipo, uno tras otro. El restaurador, oculto detrás de la
lona, los conocía a cada uno por el sonido de sus pies. El paso lento de
Francesco Tiepolo, jefe del proyecto de San Zaccaria; el seco taconeo de
Adriana Zinetti, famosa restauradora de altares y seductora de hombres; el
suave andar de conspirador del torpe Antonio Politi, divulgador de chismes
y mentiras maliciosas.
El restaurador era casi un enigma para el resto del equipo de San
Zaccaria. Insistía en tener el andamio y el retablo cubiertos con la lona a
todas horas. Francesco Tiepolo le había suplicado que retirara la lona para
que los turistas y los aristócratas venecianos que se quejaban de todo
pudieran verlo trabajar: «Venecia quiere ver lo que haces con el Bellini,
Mario. A Venecia no le gustan las sorpresas». A regañadientes, el
restaurador había aceptado, y durante dos días de enero había trabajado a
plena vista de los turistas y los miembros del equipo de San Zaccaria. El
breve experimento acabó cuando monseñor Moretti, el párroco de San
Zaccaria, se presentó en el templo para realizar una inspección por sorpresa.
En el momento en que contempló el Bellini y vio que había desaparecido la
mitad del rostro de la Virgen, cayó de rodillas y comenzó a rezar con
desesperación. Volvieron a colocar la lona, y Francesco Tiepolo no se
atrevió a tocar el tema de quitarla nunca más.
El resto del equipo encontraba un gran significado metafísico en la lona.
¿Por qué alguien llegaba a tales extremos para ocultarse? ¿Por qué insistía
en mantenerse apartado de los demás? ¿Por qué rechazaba sus numerosas
invitaciones a comer, a cenar y a ir a tomar unas copas los sábados por la
noche en el Harry’s Bar? Incluso había rehusado asistir a la recepción en la
academia ofrecida por los Amigos de San Zaccaria. El Bellini era una de las
pinturas más importantes de toda Venecia, y se consideró escandaloso que
se negará a pasar unos pocos minutos con los magnates norteamericanos
que hacían posible su restauración.
Ni siquiera Adriana Zinetti podía atravesar la lona. Esto dio lugar a la
suposición de que el restaurador era homosexual, lo cual no era considerado
como un crimen por los espíritus liberales del equipo de San Zaccaria, y
temporalmente aumentó su popularidad entre algunos de los chicos. La
teoría fue descartada una noche, cuando una mujer de gran belleza fue a
buscarlo a la iglesia. Tenía los pómulos anchos, la tez muy blanca, ojos
verdes gatunos y la barbilla como una lágrima. Fue Adriana Zinetti quien se
fijó en la gran cicatriz de su mano izquierda. «Ella es su próximo proyecto
—opinó con un tono lúgubre mientras la pareja desaparecía en la noche
veneciana—. Es obvio que le agradan las mujeres heridas».
Se llamaba a sí mismo Mario Delvecchio, pero su italiano, si bien
fluido, estaba marcado con un débil aunque inconfundible acento. Él lo
había justificado con la explicación de que se había criado en el extranjero y
que sus estancias en Italia siempre habían sido breves. Alguien había oído
que había hecho el aprendizaje con el legendario Umberto Conti; otro, que
Conti había proclamado que sus manos eran las más dotadas que había
visto.
El envidioso Antonio Politi fue el responsable de la siguiente ola de
rumores que circuló por el equipo de San Zaccaria. Antonio se ponía
frenético ante la parsimonia de su colega: en menos tiempo del que había
tardado el gran Mario Delvecchio en retocar el rostro de la Virgen, Antonio
había limpiado y restaurado media docena de pinturas; el hecho de que
todas fueran de poca o ninguna importancia sólo aumentaba su furia. «El
propio maestro la pintó en una tarde —se quejó a Tiepolo—. Y este hombre
ha tardado todo el invierno. No hace otra cosa que correr a la Academia
para contemplar los Bellini. ¡Dígale que lo acabe de una vez! ¡De lo
contrario, estaremos aquí diez años!».
Fue también Antonio quien desenterró una historia un tanto extraña
ocurrida en Viena, que compartió con el resto del equipo de San Zaccaria
durante una cena en un día de febrero que nevaba, en la Trattoria alla
Madonna. Unos diez años antes, se había llevado a cabo un importante
proyecto de limpieza y restauración en la catedral de San Esteban en Viena.
Un italiano llamado Mario había sido miembro de aquel equipo.
—¿Nuestro Mario? —preguntó Adriana entre sorbo y sorbo de ripasso.
—Por supuesto que era nuestro Mario: la misma altanería, la misma
lentitud de caracol…
Según la fuente de Antonio, el restaurador desapareció una noche sin
dejar rastro; la misma noche en que un coche bomba había estallado en el
viejo barrio judío.
—¿Cuál es tu interpretación de la historia, Antonio? —una vez más era
Adriana, quien lo miraba a través del rojo rubí del ripasso.
Antonio hizo una pausa teatral, pinchó con el tenedor un trozo de
polenta asada y lo levantó como si fuese un cetro.
—¿No es obvio? Está claro que el tipo es un terrorista. Yo digo que es
de la Brigate Rossa.
—¡Quizá sea el propio Osama bin Laden!
Las carcajadas del equipo de San Zaccaria fueron tan estruendosas que
casi les pidieron que abandonaran el restaurante. Nunca volvieron a dar
ningún crédito a las teorías de Antonio Politi, aunque él nunca perdió la fe
en ellas. Para sus adentros, anhelaba que el reservado restaurador detrás de
la lona repitiera su actuación de Viena y desapareciera sin dejar rastro.
Entonces, Antonio subiría al andamio, acabaría el Bellini y se habría
ganado la fama.
El restaurador trabajó a placer aquella mañana, y el tiempo se le pasó
volando. Cuando consultó su reloj, se sorprendió al ver que ya eran las once
y media. Se sentó en el borde de la plataforma, se sirvió un café y
contempló el retablo. Bellini lo había pintado en la cumbre de su poder
creativo, y los historiadores coincidían en su juicio de que era el primer
gran retablo del siglo XVI. El restaurador no se cansaba de mirarlo. Se
maravillaba ante la maestría de Bellini en el uso de la luz y el espacio, el
poderoso efecto que atraía su mirada hacia adentro y hacia arriba, la
escultural nobleza de la Madonna y el niño, y los santos que los rodeaban.
Era una pintura de absoluto silencio. Incluso después de una larga y tediosa
mañana de trabajo, la pintura le infundía una sensación de paz.
Apartó la lona. Había salido el sol, y la nave estaba iluminada por la luz
que se filtraba por los grandes vitrales. Mientras bebía el resto del café, le
llamó la atención un movimiento en la entrada de la iglesia. Era un niño, de
unos diez años, con los largos cabellos rizados. Sus zapatos estaban
empapados con el agua de la plaza. El restaurador lo observó con atención.
Incluso después de diez años, no podía mirar a un niño sin pensar en su
hijo.
El chico se acercó primero a Antonio, quien lo despachó sin desviar la
mirada de su trabajo. Luego caminó por el largo pasillo central hasta el altar
mayor, donde recibió una acogida más amable por parte de Adriana. La
mujer le sonrió, le tocó la mejilla y luego señaló en dirección al andamio
del restaurador. El chico se detuvo al pie de la plataforma y sin decir
palabra le entregó al restaurador un trozo de papel. Este lo desplegó y
encontró unas pocas palabras, escritas como la última súplica de una
amante desesperada. La nota no llevaba firma, pero la mano que la había
escrito era tan firme como las pinceladas de Bellini: «Ghetto Nuovo. A las
seis».
El restaurador hizo una bola con el papel y se lo guardó en un bolsillo.
Cuando miró de nuevo hacia abajo, el chico había desaparecido.

A las cinco y media, Francesco Tiepolo entró en la iglesia y caminó


lentamente a lo largo de la nave. Con la barba hirsuta, la holgada camisa
blanca y el pañuelo de seda anudado al cuello, el corpulento italiano tenía el
aspecto de haber salido en ese mismo instante de un taller renacentista. Era
una imagen que cultivaba con mucho cuidado.
—Muy bien —gritó, y su voz resonó entre los ábsides y las columnas
—. Por hoy hemos acabado. Recoged vuestras cosas. Las puertas se cierran
dentro de cinco minutos. —Sujetó uno de los palos del andamio con una de
sus enormes manazas y lo sacudió una vez violentamente. Se oyó el
entrechocar de las lámparas y los pinceles—. Tú también, Mario. Dale a tu
dama un beso de buenas noches. No le pasará nada porque no estés con ella
durante unas pocas horas. Se las ha arreglado muy bien durante quinientos
años.
El restaurador limpió metódicamente los pinceles y la paleta, y guardó
los pigmentos, los aceites y los disolventes en una caja rectangular de
madera pulida. Luego apagó la lámpara y bajó ágilmente del andamio.
Como siempre, salió de la iglesia sin decirles ni una palabra a los demás.
Con la caja debajo del brazo, cruzó el campo San Zaccaria. Tenía un
andar suave que parecía propulsarlo sin esfuerzo a través de la plaza,
aunque su estatura mediana y su cuerpo enjuto hacían que no llamara la
atención. Unas pocas canas salpicaban sus cortísimos cabellos negros. El
rostro angular, con la hendidura de la barbilla muy marcada y los labios
carnosos, parecía una talla de madera. La impresión más duradera que
dejaba su rostro era la de los ojos, que eran almendrados y con un
sorprendente tono verde esmeralda. A pesar de las exigencias de su trabajo
—y el hecho de que hacía muy poco que había cumplido cincuenta y cinco
años—, su visión seguía siendo perfecta.
Pasó por una arcada que daba a la riva della Schiavoni, el amplio muelle
del canale di San Marco. A pesar del frío de marzo, había un gran número
de turistas. El restaurador oyó hablar en una media docena de lenguas
diferentes, la mayoría de los cuales dominaba. Una frase en hebreo llegó
hasta sus oídos. Se apagó rápidamente, como la música en el viento, pero
dejó en el restaurador el ardiente anhelo de oír su verdadero nombre.
El vaporetto número 82 esperaba en la parada. Subió a bordo y encontró
un lugar junto a la borda desde donde podía ver el rostro de todos los
pasajeros que subían y bajaban. Sacó la nota del bolsillo y la leyó una
última vez. Después la dejó caer por encima de la borda y la observó
alejarse en las tranquilas aguas de la laguna.

En el siglo XV, una parcela pantanosa en el sestieri de Cannaregio fue


escogida para instalar una nueva fundición de latón, conocida en el dialecto
veneciano como ghetto. La fundición nunca se construyó y, un siglo más
tarde, cuando los gobernantes de Venecia estaban buscando un lugar
adecuado para confinar a la creciente población de los indeseables judíos, la
remota parcela del Ghetto Nuovo pareció el lugar ideal. El campo era
grande y no tenía una iglesia. Los canales que lo rodeaban eran un foso
natural, que separaba a la isla de las comunidades vecinas, y el único puente
era fácil de custodiar para los guardias cristianos. En 1516, desalojaron a
los cristianos del Ghetto Nuovo y obligaron a los judíos de Venecia a que
ocuparan su lugar. Sólo podían salir después del amanecer, cuando sonaba
la campana en el campanile, y únicamente si vestían una casaca y un
sombrero de color amarillo. Debían regresar a la isla al anochecer, y las
verjas se cerraban con cadenas. Sólo los médicos judíos podían salir durante
la noche. Hubo una época en que la población superaba las cinco mil
personas. En la actualidad, sólo vivían allí veinte judíos.
El restaurador cruzó una pasarela metálica. Un anillo de edificios de
apartamentos, de una altura poco habitual en Venecia, se levantaba ante él.
Entró en un sottoportego y lo siguió por debajo de los apartamentos, y unos
momentos más tarde salió a una plaza, el campo di Ghetto Nuovo. Un
restaurante kosher, una panadería judía, una librería, un museo. También
había dos viejas sinagogas, virtualmente invisibles excepto para un ojo
entrenado. Sólo las cinco ventanas en el segundo piso de cada una —el
símbolo de los cinco libros del Pentateuco— descubría su ubicación.
Media docena de chicos jugaban al fútbol entre los charcos y las
sombras alargadas. La pelota rebotó hacia el restaurador, y éste la chutó
hábilmente con el empeine del pie derecho para devolverla al juego. Uno de
los chicos la paró con el pecho; era el que había ido a San Zaccaria aquella
mañana.
El muchacho señaló con un gesto en dirección al pozzo ubicado en el
centro de la plaza. El restaurador se volvió. Había una figura conocida que
fumaba un cigarrillo apoyada en el brocal. Un abrigo de cachemira gris, una
bufanda del mismo color bien ajustada alrededor del cuello y la cabeza con
forma de bala. La piel del rostro tenía un color casi caoba, y estaba llena de
grietas y fisuras, como una piedra del desierto tallada por un millón de años
de sol y viento. Las gafas eran pequeñas, redondas e inadvertidamente
elegantes. La expresión era de perpetua impaciencia.
Cuando el restaurador se acercó, el hombre maduro levantó la cabeza, y
sus labios esbozaron un gesto a medio camino entre la sonrisa y la mueca.
Cogió al restaurador por el brazo al tiempo que le estrechaba la mano con
una fuerza tremenda. Luego, cariñosamente, lo besó en la mejilla.
—Estás aquí por lo de Benjamin, ¿verdad?
El hombre mayor cerró los gruesos párpados y asintió. Luego enganchó
dos dedos regordetes en el pliegue del codo del restaurador.
—Camina conmigo —dijo.
Por un instante, el restaurador se resistió al tirón, pero no había manera
de escapar. Se había producido una muerte en la familia, y Ari Shamron
nunca había sido de los que esperaban a que concluyera el shivah, la
semana de luto.

Había pasado un año desde la última vez que Gabriel lo había visto.
Shamron había envejecido visiblemente desde aquel día. Mientras
caminaban alrededor del campo, en la creciente oscuridad, Gabriel tuvo que
resistir el impulso de cogerlo del brazo. Tenía las mejillas hundidas, y los
ojos azul acero —ojos que una vez habían infundido miedo a enemigos y
aliados por igual— se veían empañados y llorosos. Cuando se llevó el
cigarrillo turco a los labios, le temblaba la mano derecha.
Esas manos habían convertido a Shamron en una leyenda. Poco después
de ingresar en la Oficina en los años cincuenta, los superiores de Shamron
advirtieron que tenía una fuerza descomunal en las manos para ser un
hombre con un físico ordinario. Lo entrenaron en el arte del secuestro
callejero y el asesinato silencioso, y lo enviaron al campo. Él prefería el
garrote y lo utilizó con letal eficacia tanto en las calles adoquinadas de
Europa como en los sucios callejones de El Cairo y Damasco. Mató a espías
y generales árabes. Mató a los científicos nazis que estaban ayudando a
Nasser a construir cohetes, y una cálida noche de abril de 196o, en una
ciudad al norte de Buenos Aires, Ari Shamron saltó del asiento trasero de
un coche y sujetó a Adolf Eichmann por el cuello mientras esperaba el
autobús que lo llevaría a casa.
Gabriel era la única persona que sabía otro importante hecho de aquella
noche en Argentina: Adolf Eichmann había estado a punto de escapar
porque Shamron había tropezado con un cordón de su zapato. Este
permanente coqueteo con el desastre había sido la causa de muchas visitas
al despacho ejecutivo del bulevar King Saul. Los primeros ministros nunca
sabían del todo qué esperar cuando Shamron aparecía en la puerta: la
noticia de otro extraordinario éxito o la secreta confesión de un humillante
fracaso. Su voluntad de asumir riesgos era tanto una gran fuerza operativa
como una tremenda debilidad política. Gabriel había perdido la cuenta de
las muchas veces que el viejo había sido enviado al exilio y después había
sido readmitido con grandes fanfarrias.
La relación de Shamron con el despacho ejecutivo había acabado por
romperse, aunque su exilio nunca sería permanente. Retenía el vago título
de asesor administrativo, algo que le permitía convertirse en un peso
pesado, y desde su mansión, que parecía una fortaleza junto al mar de
Galilea, aún ejercía un considerable poder clandestino. Los espías y los
generales acudían regularmente a besarle el anillo, y ninguna decisión
importante relacionada con la seguridad del Estado se podía adoptar sin
haberla consultado antes con el viejo.
Su estado de salud era un secreto rigurosamente protegido. Gabriel
había oído rumores de un cáncer de próstata, algo de corazón y problemas
renales. Estaba claro que el viejo no viviría mucho más. Shamron no le
tenía miedo a la muerte, sólo le preocupaba que su ausencia generara
complacencia. Ahora, mientras caminaban lentamente por el viejo gueto, la
muerte caminaba con ellos. La muerte de Benjamin. Y la de Shamron. La
cercanía de la muerte hacía que Shamron se mostrara inquieto. Parecía un
hombre ansioso por saldar las cuentas. Un viejo guerrero, desesperado por
librar su última batalla.

—¿Asististe al funeral?
Shamron negó con la cabeza.
Benjamín temía que sus logros académicos se vieran perjudicados si se
llegaba a saber que había trabajado para nosotros. Mi presencia en el
funeral sólo hubiese generado una serie de molestas preguntas, en Israel y
en el extranjero, así que me mantuve apartado. Debo admitir que tampoco
deseaba asistir. Es muy duro enterrar a un hijo.
—¿No hubo nadie allí? No tenía familia en Israel.
—Me han dicho que asistieron algunos viejos amigos y unos miembros
de la universidad.
—¿Quién te envió aquí?
—¿Tiene eso alguna importancia?
—La tiene para mí. ¿Quién te envió?
—Digamos que estoy en libertad condicional —respondió Shamron,
con tono cansado—. No puedo moverme ni actuar sin la aprobación del
tribunal supremo.
—¿Quiénes están sentados en el tribunal?
—Lev es uno de ellos. Por supuesto, si fuese por Lev, estaría encerrado
a pan y agua en una habitación con un catre de hierro. Pero,
afortunadamente para mí, la otra persona en el tribunal es el primer
ministro.
—Tu viejo camarada de armas.
—Digamos que compartimos opiniones similares sobre la naturaleza del
conflicto y las verdaderas intenciones de nuestros enemigos. Hablamos el
mismo lenguaje y disfrutamos de la mutua compañía. Él me mantiene en el
juego, a pesar de todos los esfuerzos de Lev por envolverme en mi sudario.
—No es un juego, Ari. Nunca fue un juego.
—No es necesario que me lo recuerdes, Gabriel. Tú vives tan
tranquilamente en Europa mientras que todos los días los shaheeds se
vuelan en pedazos en Ben Yehuda Street y Jaff Road.
—Trabajo aquí.
—Perdóname, Gabriel. No pretendía que sonara tan duro. Por cierto,
¿en qué estás trabajando ahora?
—¿De verdad te interesa?
—Por supuesto que sí. De lo contrario no te lo preguntaría.
—El retablo de Bellini, en la iglesia de San Zaccaria. Es una de las
pinturas más importantes de Venecia.
En el rostro de Shamron apareció una sonrisa de complacencia.
—Me encantaría ver el rostro del patriarca si alguna vez descubre que
su precioso retablo fue restaurado por un muchacho del valle de Jezrael.
De pronto, se detuvo y tosió violentamente en un pañuelo. Cuando
respiró profundamente para rehacerse, Gabriel oyó un ronquido en su
pecho. El anciano tenía que salir del frío, pero era demasiado testarudo
como para admitir una debilidad física. Gabriel decidió hacerlo por él.
—¿Te importa si vamos a sentarnos a alguna parte? He estado de pie en
el andamio desde las ocho de la mañana.
Shamron consiguió esbozar una sonrisa. Sabía que lo estaban
engañando. Llevó a Gabriel hacia una panadería en una esquina del campo.
Detrás del mostrador no había nadie más excepto una muchacha alta. Les
sirvió sin esperar a que se lo pidieran: dos cafés, dos botellas de agua
mineral y un plato de rugelach con canela y nueces. Mientras se inclinaba
sobre la mesa, un mechón de cabello oscuro cayó por encima de uno de sus
hombros. Sus largas manos olían a vainilla. Se abrigó con un chal color
bronce y salió al campo. Gabriel y Shamron se quedaron solos en el local.
—Te escucho —dijo Gabriel.
—Eso es una mejora. Por lo general, comienzas gritándome cómo
arruiné tu vida.
—Estoy seguro de que ya llegaremos a esa parte en algún momento.
—Mi hija y tú tendríais que comparar vuestras opiniones.
—Lo hemos hecho. ¿Qué tal está?
—Todavía vive en Nueva Zelanda. En una granja avícola, aunque cueste
de creer, y sigue negándose a atender mis llamadas telefónicas. —Se tomó
su tiempo para encenderse otro cigarrillo—. Está muy resentida conmigo.
Dice que nunca estuve por ella. No entiende que estaba ocupado. Tenía
gente a la que proteger.
—No le durará mucho.
—Por si no te has dado cuenta, yo tampoco duraré mucho. —Shamron
mordió un trozo de rugelach y lo masticó lentamente—. ¿Qué tal está
Anna?
—Supongo que bien. Hace casi dos meses que no hablo con ella.
Shamron bajó la barbilla y miró a Gabriel por encima de las gafas con
una expresión de reproche.
—Por favor, dime que no le has destrozado el corazón a esa pobre
mujer.
Gabriel se echó azúcar en el café y rehuyó la mirada firme de Shamron.
Anna Rolfe… Era una famosa concertista de violín y la hija de un
acaudalado banquero suizo llamado Augustus Rolfe. Un año antes, Gabriel
la había ayudado a dar con los hombres que habían asesinado a su padre. En
el proceso también la había obligado a enfrentarse con las desagradables
circunstancias que rodeaban el pasado bélico de su padre, y el origen de su
notable colección de pinturas impresionistas y modernistas. Además, se
había enamorado de la apasionada virtuosa. Después de la operación, había
vivido con ella durante seis meses en su solitaria mansión en la costa de
Sintra, en Portugal. Pero la relación comenzó a desmoronarse cuando
Gabriel le confesó que cada vez que paseaban por las calles del pueblo era
la sombra de su esposa Leah la que veía a su lado y que, algunas noches,
mientras hacían el amor, Leah estaba en el dormitorio, como una silenciosa
espectadora de su placer. Cuando Francesco Tiepolo le ofreció restaurar el
retablo de San Zaccaria, Gabriel aceptó sin vacilar y Anna Rolfe no se
interpuso en su camino.
—La aprecio mucho, pero nunca hubiese funcionado.
—¿Ha estado contigo en Venecia?
—Participó en una gala de beneficencia en el Frari. Se quedó conmigo
dos días. Creo que sólo sirvió para empeorar las cosas.
Shamron aplastó concienzudamente la colilla.
—Supongo que parte de la culpa es mía. Te empujé a una relación antes
de que estuvieses preparado.
Como siempre hacía en ocasiones como ésa, Shamron le preguntó a
Gabriel si había ido a ver a Leah. Gabriel se oyó a sí mismo responder que
había ido a la discreta clínica psiquiátrica en el sur de Inglaterra antes de
viajar a Venecia, que había pasado una tarde con ella, que la había llevado
en la silla de ruedas a pasear por el jardín; que incluso habían comido al aire
libre debajo de las ramas desnudas de un arce. Pero mientras hablaba, su
mente estaba en otra parte: en una callejuela de Viena, no muy lejos de la
Judenplatz; el coche bomba que había matado a su hijo; el infierno que
había destrozado el cuerpo de Leah y le había robado la memoria.
—Han pasado doce años y sigue sin reconocerme. Si he de serte
sincero, algunas veces no la reconozco. —Gabriel hizo una pausa, y añadió
—: No has venido aquí para hablar de mi vida personal.
—No —admitió Shamron—. Pero tu vida personal es un factor
relevante. Verás, si aún estuvieses con Anna Rolfe, no podría pedirte que
volvieras a trabajar para mí, al menos, sin que me pesara la conciencia.
—¿Cuándo has dejado que tu conciencia se interpusiera en algo que
quisieras conseguir?
—Ya está aquí el viejo Gabriel que conozco y quiero. —Shamron sonrió
con dureza—. ¿Qué sabes del asesinato de Benjamín?
—Sólo lo que leí en el Herald Tribune. La policía de Munich dijo que lo
habían asesinado los neonazis.
Shamron bufó. Era obvio que no estaba de acuerdo con los hallazgos de
la policía de Munich, por mucho que fueran preliminares.
—Supongo que es posible. Los escritos de Benjamin sobre el
holocausto lo hicieron extremadamente impopular en muchos sectores de la
sociedad alemana, y el hecho de que fuese israelí lo convirtió en un
objetivo. Pero no estoy convencido de que un cabeza rapada consiguiera
matarlo. Ya sabes, cada vez que mueren judíos en tierra alemana, me
inquieto. Quiero saber más de lo que la policía de Munich nos está diciendo
por los canales oficiales.
—¿Por qué no envías a un katsa a Munich para que investigue?
—Porque si uno de nuestros agentes de campo empieza a hacer
preguntas, la gente comenzará a sospechar. Además, sabes que siempre
prefiero la puerta de atrás a la principal.
—¿Qué tienes pensado?
—Dentro de dos días, el detective de Munich que está a cargo del caso
se encontrará con el hermanastro de Benjamin, Ehud Landau. Después de
informar a Landau sobre las investigaciones realizadas, le permitirá que
haga un inventario de las posesiones de Benjamín y arregle el envío a
Israel.
—Si la memoria no me falla, Benjamin no tenía ningún hermanastro.
—Lo tiene ahora. —Shamron puso un pasaporte israelí sobre la mesa y
se lo acercó a Gabriel con la palma de la mano. Este abrió la tapa y se
encontró con su propio rostro que lo miraba. Después miró el nombre:
EHUD LANDAU—. Tienes los mejores ojos que conozco —prosiguió el viejo
—. Echa una ojeada al apartamento. Mira a ver sí hay algo fuera de lugar.
Si puedes, quita cualquier cosa que pueda relacionarlo con la Oficina.
Gabriel cerró el pasaporte, pero lo dejó sobre la mesa.
—Estoy en la mitad de una restauración francamente difícil. No puedo
marcharme corriendo a Munich así, por las buenas.
—Sólo será un día, dos como máximo.
—Eso fue lo que dijiste la última vez.
El temperamento de Shamron, que siempre hervía debajo de la
superficie, estalló. Descargó un puñetazo sobre la mesa y le gritó a Gabriel
en hebreo:
—¿Quieres ocuparte de tu ridícula pintura o me ayudarás a encontrar al
asesino de tu amigo?
—Siempre es así de sencillo para ti, ¿verdad?
—Qué más quisiera. ¿Vas a ayudarme o me obligarás a que busque a
uno de los papanatas de Lev para esta delicada misión?
Gabriel hizo ver que lo pensaba, pero ya se había decidido. Cogió el
pasaporte con un suave movimiento de la mano y se lo guardó en un
bolsillo del abrigo. Tenía las manos de un prestidigitador y la habilidad de
un mago para desviar la atención. El pasaporte estaba allí; el pasaporte
había desaparecido. Shamron metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó
un sobre de tamaño mediano. En el interior, Gabriel encontró un billete de
avión y una lujosa cartera de cuero negro hecha en Suiza. La abrió: carnet
de conducir israelí, tarjetas de crédito, el carnet de socio de un gimnasio
muy exclusivo de Tel Aviv, la tarjeta de un videoclub, y una considerable
suma de dinero en euros y shekels.
—¿Cómo me gano la vida?
—Eres dueño de una galería de arte. Tus tarjetas están en el bolsillo
cerrado.
Gabriel encontró las tarjetas y sacó una:

GALERÍA DE ARTE LANDAU


SHEINKIN STREET, TEL AVIV

—¿Existe?
—Ahora sí.
El último objeto que había en el sobre era un reloj de oro con la pulsera
de cuero negro. Gabriel le dio la vuelta y leyó la inscripción grabada en la
tapa: PARA EHUD DE HANNAH CON AMOR.
—Bonito detalle —comentó Gabriel.
—Sé por experiencia que lo importante son las cosas pequeñas.
El reloj, el billete de avión y la cartera acabaron junto con el pasaporte
en el bolsillo de Gabriel. Los dos hombres se levantaron. Al salir de la
panadería, la muchacha de cabellos largos y el chal color bronce se acercó
rápidamente a Shamron. Gabriel comprendió que era la guardaespaldas del
viejo.
—¿Adónde vas?
—Regreso a Tiberíades —respondió Shamron—. Si encuentras algo
interesante, envíalo al bulevar King Saul a través de los canales habituales.
—¿A la atención de quién?
—A la mía, pero eso no significa que el pequeño Lev no le eche una
ojeada, así que emplea la discreción apropiada.
A lo lejos, repicó una campana. Shamron se detuvo en el centro del
campo, junto al pozzo, y echó una última mirada en derredor.
—Nuestro primer gueto. Santo Dios, cuánto odio este lugar.
—Es una verdadera pena que no estuvieses en Venecia en el siglo XVI
—comentó Gabriel—. El Consejo de los Diez nunca se hubiera atrevido a
encerrar a los judíos aquí.
—Yo estaba aquí —replicó Shamron, muy convencido—. Siempre he
estado aquí y lo recuerdo todo.
4

MUNICH

El detective Axel Weiss de la Kriminal Polizei esperaba delante del


edificio de Adalbertstrasse 68, dos días más tarde, vestido de paisano y con
una gabardina color café. Estrechó la mano de Gabriel cuidadosamente,
como si estuviese valorando su densidad. Alto, con el rostro delgado y la
nariz larga, la piel oscura y los cabellos negros muy cortos le daban a Weiss
la apariencia de un dóberman. Soltó la mano de Gabriel y lo palmeó
fraternalmente en el hombro.
—Es un placer conocerlo, Herr Landau, aunque lamento que deba ser en
estas circunstancias. Permítame que lo invite a ir a algún lugar para que
hablemos con más calma antes de subir al apartamento.
Caminaron por la acera empapada por la lluvia. Anochecía y
comenzaban a encenderse las primeras luces en Schwabing. A Gabriel
nunca le habían gustado las ciudades alemanas de noche. El detective se
detuvo delante de un café y espió a través de la ventana empañada: suelo de
madera, mesas redondas, estudiantes e intelectuales absortos en la lectura.
—Este no está mal —comentó.
Abrió la puerta y guio a Gabriel hacia una discreta mesa en el fondo.
—La gente de su consulado me ha dicho que es el propietario de una
galería de arte.
—Efectivamente.
—¿En Tel Aviv?
—¿Conoce Tel Aviv?
El detective negó con la cabeza.
—Tiene que ser muy duro para ustedes en estos tiempos, con la guerra y
todo lo demás.
—Nos apañamos. Claro que siempre lo hemos hecho.
La camarera se acercó a su mesa y el detective Weiss pidió dos cafés.
—¿Quiere comer algo, Herr Landau?
Gabriel rechazó la invitación con un gesto de la mano. En cuanto se
hubo marchado la camarera, el detective añadió:
—¿Tiene usted una tarjeta?
Se las arregló para hacer la pregunta de una manera despreocupada,
pero Gabriel se dio cuenta de que estaba comprobando su tapadera. Su
trabajo había conseguido que fuera incapaz de ver las cosas tal como
parecían. Cuando miraba una pintura, no sólo veía la superficie, sino los
bocetos que había debajo y las capas de la pintura del fondo. Lo mismo le
ocurría con las personas que conocía en su trabajo para Shamron y las
situaciones en las que se encontraba. Tenía una impresión muy clara de que
Axel Weiss era algo más que un detective de la Kriminal Polizei de Munich.
Gabriel notó cómo lo taladraba la mirada de Weiss mientras él buscaba en
la cartera y le daba la tarjeta comercial que Shamron le había entregado en
Venecia. El policía la sostuvo a contraluz, como si estuviese buscando el
rastro de un falsificador.
—¿Puedo quedármela?
—Por supuesto. —Gabriel le mostró la cartera abierta—. ¿Necesita
alguna otra identificación?
El detective pareció considerar esa pregunta casi como una ofensa y
alzó las manos en un ampuloso gesto de rechazo.
—¡Ach, no! Por supuesto que no. Es que me interesa el arte, nada más.
Gabriel resistió la tentación de comprobar lo poco que sabía de arte el
policía alemán.
—¿Ha hablado con su gente?
Gabriel asintió solemnemente. A primera hora de la tarde, había hecho
una visita al consulado israelí para celebrar una ceremoniosa reunión
informativa. Un empleado le había facilitado un expediente con los
informes de la policía y recortes de los periódicos de Munich. El expediente
estaba guardado ahora en el lujoso maletín de cuero de Ehud Landau.
—El personal del consulado ha sido muy amable —manifestó Gabriel
—. Pero si a usted no le importa, detective Weiss, me gustaría oír su relato
sobre todo lo referente al asesinato de Benjamin.
—Faltaría más —respondió el alemán.
Dedicó veinte minutos en hacerle a Gabriel un exhaustivo relato de las
circunstancias del crimen: la hora y la causa de la muerte, el calibre del
arma, las bien documentadas amenazas contra la vida de Benjamin, las
pintadas en las paredes del piso. Hablaba del modo sereno y directo que los
policías de todo el mundo parecen utilizar para los familiares de los
muertos. La actitud de Gabriel hacía juego con la del detective alemán. No
fingió pena. No fingió que los horribles detalles de la muerte de su
hermanastro le causaran dolor. Era israelí; veía la muerte casi todos los días.
Había acabado el período de duelo. Ahora era el momento de las respuestas
y de pensar con claridad.
—¿Por qué le dispararon en la rodilla, detective?
Weiss frunció los labios y ladeó la cabeza.
—No estamos muy seguros. Quizá se resistió o, también, puede ser que
quisieran torturarlo.
—Usted ha dicho que ninguno de los otros inquilinos oyó ruido alguno.
Sin duda, si lo torturaron, sus gritos tendrían que haberse oído en los otros
apartamentos del edificio.
—Como le he dicho, Herr Landau, no estamos seguros.
Era evidente que a Weiss le molestaban esas preguntas, pero Herr
Landau, el marchante de arte de Tel Aviv, aún no había acabado.
—¿La herida en la rodilla es algo que se repite en los otros asesinatos
cometidos por los grupos de extrema derecha?
—No puedo decir que lo sea.
—¿Tienen a algún sospechoso?
—Estamos interrogando a unas cuantas personas que podrían estar
relacionadas con el asesinato. Me temo que eso es todo lo que puedo decirle
de momento.
—¿Han considerado la posibilidad de que su muerte pudiese estar
relacionada de alguna manera con sus clases en la universidad? ¿Algún
estudiante que quisiera vengarse?
El policía consiguió esbozar una sonrisa, aunque se veía a simple vista
que su paciencia estaba a punto de agotarse.
—Su hermanastro era muy apreciado. Sus estudiantes lo querían.
Además, estaba disfrutando de un año sabático. —El detective hizo una
pausa y observó a Gabriel durante unos segundos—. Usted estaba al
corriente, ¿no es así, Herr Landau?
Gabriel decidió que lo mejor era no mentir.
—No, me temo que no. Hacía tiempo que no hablábamos. ¿Por qué
pidió un año sabático?
—El director de su departamento nos dijo que estaba trabajando en un
nuevo libro. —El detective se acabó el café—. ¿Le parece bien que
vayamos ahora a ver el apartamento?
—Sólo me queda una pregunta por hacerle.
—¿Cuál es, Herr Landau?
—¿Cómo entró el asesino en el edificio?
—Esa es una pregunta que puedo responder —declaró el detective—. A
pesar de que su hermanastro recibía muchas amenazas de muerte, vivía en
un edificio muy inseguro. A los inquilinos les preocupa muy poco a quién
dejan entrar. Si alguien toca el timbre y dice «Correo comercial», le abren la
puerta sin más. Una estudiante que vive en el piso situado encima del
profesor Stern está casi segura de haber sido ella la que dejó entrar al
asesino en el edificio. Todavía le remuerde la conciencia. Al parecer, le
tenía un gran afecto.

Regresaron al edificio de apartamentos bajo una lluvia helada. El


detective pulsó un botón del interfono. Gabriel leyó el nombre: LILLIAN
RATZINGER. PORTERA. Un momento más tarde, una mujer pequeña de ojos
castaños y aspecto fiero asomó la cabeza por la puerta. Reconoció a Weiss y
los dejó entrar.
—Buenas tardes, Frau Ratzinger —dijo el detective—. Este es el
hermanastro de Benjamin, Ehud Landau. Está aquí para poner en orden los
asuntos de Benjamin.
La anciana miró a Gabriel y asintió. Después se volvió, como si su
presencia la inquietara.
Gabriel notó el fuerte olor ácido en el vestíbulo; le recordó los
disolventes que empleaba para eliminar los sucios y viejos barnices de las
telas. Espió más allá de la esquina y vio el salón de belleza. Una mujer
gorda a la que le estaban haciendo la manicura lo miró por encima de una
revista de modas. Gabriel se volvió. «Benjamín, el eterno estudiante —
pensó—. Benjamin debía de sentirse a gusto en un lugar como éste».
En la pared, junto a la puerta, estaban los buzones. El correspondiente al
apartamento de Benjamin todavía llevaba su nombre. A través de la mirilla,
Gabriel vio que estaba vacío.
La anciana los precedió en la escalera mal iluminada, con un llavero en
la mano, y se detuvo delante de la puerta del apartamento de Benjamin.
Trozos de cinta amarilla de la policía colgaban del marco, y un ramo de
rosas se marchitaba en el suelo. Pegada en la pared, había una hoja de papel
donde alguien había escrito con una letra que denunciaba su desesperación:
«Liebe ist stärker als Hass» («El amor es más fuerte que el odio»). Algo en
la idealista ingenuidad de la frase irritó a Gabriel. Entonces recordó que lo
mismo le había dicho Leah antes de que él viajara a Europa para matar
palestinos para Shamron.
«El amor es más fuerte que el odio, Gabriel. Hagas lo que hagas, no los
odies. Si los odias, serás como Shamron».
La vieja portera abrió la puerta y se marchó sin mirarlos. Gabriel se
preguntó cuál sería el motivo de su inquietud. Quizá sólo era una cuestión
de edad. Quizá pertenecía a una generación que aún se sentía incómoda en
presencia de los judíos.
Weiss condujo a Gabriel a la habitación que daba a Adalbertstrasse. La
luz que entraba por la ventana era mínima, por lo que el detective encendió
la lámpara que estaba sobre la mesa escritorio de Benjamin. Gabriel miró al
suelo y se apresuró a dar un paso atrás. El suelo estaba cubierto con la
sangre de Benjamin. Miró la pared donde aparecían las pintadas. El
detective Weiss le señaló el primer símbolo: un diamante apoyado en un
pedestal que parecía una V invertida.
—A éste se lo conoce como la runa de Odín —explicó el policía—. Es
un antiguo símbolo noruego que expresa la fe en una religión pagana
llamada odinismo.
—¿Qué significa el segundo? —preguntó Gabriel, aunque ya conocía la
respuesta.
Weiss lo miró un momento antes de responder. Eran tres sietes, unidos
por la base y rodeados por un círculo rojo.
—Son los tres sietes o la esvástica de tres brazos —contestó el alemán
—. Simboliza la supremacía sobre el diablo, que está representado por los
números 666.
Gabriel se acercó a la pared y ladeó la cabeza, como si estuviese
inspeccionando una tela que necesitara ser restaurada. Su ojo de experto le
sugirió que el artista era más un imitador que un creyente. También le
sorprendió otra cosa: los símbolos de odio probablemente habían sido
pintados en los momentos posteriores al asesinato de Benjamin y, no
obstante, los trazos eran rectos y perfectamente ejecutados, sin denotar el
menor rastro de estrés o ansiedad. «Un hombre acostumbrado a matar —
pensó Gabriel—. Un hombre que se sentía cómodo en presencia de la
muerte». Se acercó al escritorio.
—¿Se llevaron el ordenador de Benjamín como prueba?
—Lo robaron —respondió el detective.
Gabriel miró la caja empotrada en el suelo, que estaba abierta y vacía.
—También la robaron —manifestó el policía, antes de que se lo
preguntara.
Gabriel sacó una libreta y una estilográfica del bolsillo. El detective se
dejó caer en el sofá con todo su peso, como si hubiese estado de ronda
durante todo el día.
—Tengo que quedarme con usted en el apartamento mientras hace el
inventario. Lo siento, pero ésas son las reglas. —Se aflojó el nudo de la
corbata—. Tómese todo el tiempo que necesite, Herr Landau. Haga lo que
haga, no intente llevarse nada, ¿de acuerdo? Esa es otra de las reglas.
Gabriel no podía hacer gran cosa en presencia del detective. Comenzó
por el dormitorio. La cama estaba sin hacer, y en la silla con el tapizado de
cuero agrietado había una pila de prendas de ropa limpias en una bolsa de la
lavandería. Sobre la mesilla de noche había un antifaz negro y una caja de
tapones para los oídos. Gabriel recordó que Benjamin tenía el sueño muy
ligero. Las cortinas eran gruesas y oscuras, del tipo que generalmente
prefieren las personas que trabajan por la noche y duermen durante el día.
Cuando Gabriel las abrió, el aire se llenó con una nube de polvo.
Dedicó la media hora siguiente a revisar cuidadosamente el contenido
del armario, la cómoda y la mesilla de noche. Tomó muchas notas en su
libreta con tapas de cuero, por si acaso el detective Weiss quería echar una
ojeada al inventario. En realidad, no vio nada extraordinario.
Entró en el otro dormitorio. Había estanterías en todas las paredes y,
también, archivadores. Era obvio que Benjamín lo había convertido en un
almacén. La habitación tenía el aspecto de haber sufrido un bombardeo. El
suelo estaba cubierto de libros, y los archivadores tenían todos los cajones
abiertos. Gabriel se preguntó quién sería el responsable: la policía de
Munich o el asesino de Benjamin.
Su búsqueda duró casi una hora. Echó una ojeada al contenido de cada
carpeta y a las páginas de cada uno de los libros. Weiss se asomó una vez
para ver qué hacía, luego bostezó y fue a sentarse de nuevo en la sala. Una
vez más, Gabriel tomó muchas notas como medida de sana prudencia, pero
no encontró nada que vinculase a Benjamin con la Oficina, ni nada que
pudiese explicar por qué lo habían asesinado.
Volvió a la sala. Weiss estaba mirando las noticias en el televisor de
Benjamin. Lo apagó cuando entró Gabriel.
—¿Ha terminado?
—¿Benjamín tenía un trastero en el edificio?
—La ley alemana exige que los caseros les faciliten uno a los inquilinos
—respondió el policía.
Gabriel tendió la mano.
—¿Puede darme la llave?
Fue Frau Ratzinger quien bajó con Gabriel al sótano y lo acompañó por
un pasillo con puertas a ambos lados. Se detuvo ante la puerta marcada con
el cartel 2B, que correspondía al apartamento de su amigo. La anciana abrió
la puerta y tiró del cordón que encendía la bombilla. Una polilla voló
espantada, y en su huida rozó la mejilla de Gabriel. La portera hizo un gesto
y después se alejó en silencio.
Gabriel echó una ojeada al trastero. Era poco más que un armario, de un
metro veinte de ancho y casi dos de largo; apestaba a aceite de lino y
humedad. El cuadro de una bicicleta oxidada con una sola rueda, un par de
esquís viejos, y una pila de cajas de cartón sin etiquetas que llegaban hasta
el techo que rezumaba humedad era todo lo que contenía.
Apartó la bicicleta rota y los esquís, y comenzó a buscar en las cajas. En
varias de ellas encontró paquetes de hojas amarillentas y libretas viejas, los
restos de toda una vida pasada en las salas de conferencias y las bibliotecas.
Había cajas de libros viejos, aquellos, pensó Gabriel, que consideraba como
poco importantes para tener en los estantes de su piso. Varias de ellas
contenían ejemplares de Conspiración en Wannsee: una reconsideración, la
última obra de Benjamin.
En la última caja había objetos estrictamente personales. Gabriel se
sintió como un intruso. Se preguntó cómo se sentiría si la situación hubiese
sido a la inversa, si Shamron hubiese enviado a alguien de la Oficina a
curiosear entre sus cosas. ¿Qué habrían encontrado? Sólo aquello que
Gabriel hubiese querido que vieran. Las botellas de disolvente, los tubos de
pintura, los pinceles y la paleta, una colección de monografías. Y una
Beretta en la mesilla de noche.
Se armó de valor y puso manos a la obra. En el interior de una caja de
puros encontró un puñado de medallas oxidadas y cintas deshilachadas, y
recordó que Benjamin fue un corredor destacado en su época de estudiante.
En un sobre había fotografías familiares. Benjamin, como Gabriel, era hijo
único. Sus padres habían sobrevivido a los horrores de Riga sólo para
acabar muertos en un accidente de coche en la carretera que iba a Haifa.
Después encontró un paquete de cartas. El papel tenía el color de la miel y
aún olía a lilas. Gabriel leyó unas pocas líneas y se apresuró a dejarlas a un
lado. Vera… El único amor de Benjamin. ¿Cuántas noches había pasado en
algún mísero piso franco sin poder dormir, mientras Benjamin se quejaba
amargamente de que la seductora Vera había hecho que no le interesaran las
demás mujeres? Gabriel estaba seguro de que él la odiaba mucho más que
el propio Benjamin.
El último objeto era una carpeta de archivador. La abrió y en el interior
encontró un montón de recortes de periódico. Echó un vistazo a los
titulares: «Once atletas israelíes y sus entrenadores, tomados como rehenes
en la villa olímpica… Los terroristas exigen la liberación de los palestinos y
los alemanes presos… Septiembre Negro…».
Gabriel cerró la carpeta.
Una instantánea en blanco y negro cayó de la carpeta, y Gabriel la
recogió del suelo. Dos muchachos, con tejanos y mochilas. Un par de
chicos alemanes que pasaban el verano recorriendo Europa o, al menos, eso
parecía. La habían tomado en Amberes, cerca del río. El de la izquierda era
Benjamin, con un mechón de pelo rizado sobre los ojos, una sonrisa de
picardía en el rostro, un brazo sobre los hombros del joven que estaba a su
lado.
El compañero de Benjamin mostraba una expresión malhumorada,
como si le molestase algo tan trivial como que les hicieran una foto.
Llevaba gafas de sol, los cabellos muy cortos y, aunque no podía tener más
de veinte años, tenía las patillas canosas. «La marca en un chico que ha
hecho el trabajo de un hombre —había afirmado Shamron—. Las manchas
de ceniza en un príncipe de fuego».

A Gabriel no le hizo ninguna gracia encontrar la carpeta con los recortes


de prensa, pero no tenía manera de llevarse un objeto de ese tamaño sin que
lo viera el detective Weiss. La instantánea era otra cosa. La puso en el
lujoso billetero de Herr Landau y se lo guardó en el bolsillo del abrigo.
Luego salió del trastero y cerró la puerta.
Frau Ratzinger lo esperaba en el pasillo. Gabriel se preguntó cuánto
tiempo llevaría allí, pero no hizo ningún comentario. La mujer tenía un
pequeño sobre acolchado en la mano. Vio que estaba dirigido a Benjamin y
que lo habían abierto. La anciana se lo tendió.
—Me pareció que quizá las querría —dijo en alemán.
—¿Qué es?
—Las gafas del profesor. Se las olvidó en un hotel en Italia. El
recepcionista tuvo la amabilidad de enviárselas. Lamentablemente, llegaron
después de su muerte.
Gabriel cogió el sobre, levantó la pestaña y sacó las gafas. Eran las
típicas gafas de un académico: la montura de plástico anticuado, con las
patillas mordidas y los cristales rayados. Miró de nuevo en el interior del
sobre y vio que había una tarjeta postal. Puso el sobre boca abajo y la postal
cayó sobre su mano. La imagen mostraba un hotel color ocre junto a un
lago azul zafiro en el norte de Italia. Gabriel leyó la breve nota escrita en el
dorso:

Buena suerte con su libro, profesor Stern.

GIANCOMO

El detective Weiss insistió en llevar a Gabriel hasta su hotel. Herr


Landau no había estado nunca antes en Munich, por lo que Gabriel se vio
forzado a fingir admiración ante la iluminada gloria neoclásica del centro de
la ciudad. También observó que Weiss se las había arreglado con mucha
habilidad para hacer que el viaje durara cinco minutos más de lo necesario
al pasarse varias esquinas por las que debería haber girado.
Por fin llegaron a St. AnnaStrasse, una callejuela adoquinada en el
barrio de Lehel. Weiss detuvo el coche delante del hotel Opera, le dio a
Gabriel su tarjeta y una vez más le manifestó sus condolencias por la
muerte de su hermanastro.
—Si hay algo más que pueda hacer por usted, por favor, no dude en
llamarme.
—Hay una cosa —dijo Gabriel—. Me gustaría hablar con el director del
departamento de Benjamin en la universidad. ¿Tiene usted los números de
teléfono?
—Ah, el doctor Berger. Por supuesto.
El policía sacó del bolsillo una agenda electrónica, buscó los números y
los leyó en voz alta. Gabriel los apuntó debidamente en el dorso de la tarjeta
del detective, aunque después de oírlos una vez los tenía grabados
permanentemente en su memoria.
Gabriel le dio las gracias y entró en el hotel. Llamó al servicio de
habitaciones y pidió una cena ligera: una tortilla y caldo de verduras. Luego
se duchó y se fue a la cama con el expediente que le habían entregado
aquella tarde en el consulado. Leyó atentamente cada una de las páginas,
después dejó a un lado el expediente y contempló el techo mientras oía el
repiqueteo de la lluvia nocturna contra el cristal de la ventana. «¿Quién te
asesinó, Beni? ¿Un neonazi?». No, Gabriel no se lo creía. Sospechaba que
la runa de Odín y los tres sietes pintados en la pared equivalían a la
proclamación de una falsa responsabilidad. Pero ¿por qué lo habían
asesinado? Gabriel había elaborado una teoría que podía resultar válida.
Benjamín disfrutaba del año sabático que le había concedido la universidad
para escribir otro libro. Sin embargo, en el apartamento no había encontrado
ninguna prueba de la supuesta obra. Ni una sola nota. Ningún archivo. Ni el
menor indicio de un manuscrito. Sólo una nota escrita en el dorso de una
tarjeta postal de un hotel en Italia: «Buena suerte con su libro, profesor
Stern. Giancomo».
Abrió la cartera y sacó la instantánea que se había llevado del trastero.
Gabriel había sido maldecido con una memoria que no le permitía olvidar
nada. En su mente apareció la imagen de Benjamin en el momento de darle
la cámara a una bonita muchacha belga, y sintió el tirón de Benjamín
cuando lo arrastró hasta la balaustrada del camino junto al río. Incluso
recordó las palabras dichas antes de que Benjamín le rodeara el cuello con
el brazo:
—Sonríe, imbécil.
—Esto no tiene ninguna gracia, Beni.
—¿Te imaginas la cara que pondría el viejo si nos viera posando para
una foto?
—Te colgaría de las pelotas.
—No te preocupes. La quemaré.
Cinco minutos más tarde, en la pila del baño, eso fue lo que hizo
Gabriel.

El detective Axel Weiss vivía en Bogenhausen, un barrio residencial de


Munich, en la ribera opuesta del Isar. No fue allí. En cambio, después de
dejar al israelí en el hotel, aparcó el coche en una callejuela oscura desde
donde se veía la entrada del hotel Opera. Al cabo de media hora, marcó un
número de Roma en el móvil.
—Habla el jefe. —Las palabras pronunciadas en inglés tenían un fuerte
acento italiano. Siempre era lo mismo.
—Creo que podríamos tener un problema.
—Cuéntemelo todo.
El detective hizo un detallado relato de todos los acontecimientos de la
tarde y la noche. Sabía muy bien cómo mantener una conversación por un
sistema abierto y evitó cuidadosamente hacer cualquier referencia
específica. Además, su interlocutor ya las conocía.
—¿Dispone de los recursos para seguir al sujeto?
—Sí, pero si es un profesional…
—Hágalo —le ordenó sin más el hombre de Roma—. Consiga una foto
—añadió, y cortó la comunicación.
5

CIUDAD DEL VATICANO

—Cardenal Brindisi, es un placer verlo.


—Su Santidad.
El cardenal secretario de Estado Marco Brindisi se inclinó sobre el
anillo del pescador que le ofrecían. Sus labios no se demoraron mucho.
Inmediatamente, se irguió en toda su estatura y miró directamente a los ojos
del papa con una confianza rayana en la insolencia. Delgado, con el rostro
atormentado y la piel como pergamino, Brindisi parecía flotar sobre el suelo
de los apartamentos papales. Su sotana estaba hecha a medida por el mismo
sastre, cerca de la Piazza della Minerva, que confeccionaba las prendas para
los papas. La cruz de oro que colgaba sobre su pecho era un testimonio de
la riqueza y la influencia de su familia y sus protectores. El reflejo de luz
blanca en los cristales de las pequeñas gafas redondas ocultaba la mirada
carente de humor de sus ojos de color azul claro.
Como secretario de Estado, Brindisi controlaba el funcionamiento
interno de la ciudad-Estado del Vaticano además de las relaciones
intergubernamentales con los demás países del mundo. Era, a todos los
efectos, el primer ministro del Vaticano y el segundo hombre más poderoso
de la Iglesia católica. A pesar de su fracaso en el cónclave, el doctrinario
cardenal contaba con un muy importante grupo de apoyo dentro de la curia
que le permitía ejercer un poder que rivalizaba incluso con el del papa. Por
cierto, que ni siquiera el sumo pontífice estaba del todo seguro de quién
prevalecería en un enfrentamiento entre él y el taciturno cardenal.
Los dos hombres comían juntos todos los viernes. Esa era una de las
citas de la agenda semanal que más le desagradaba al pontífice. Algunos de
sus predecesores habían disfrutado ocupándose de las minucias de los
asuntos de la curia y habían dedicado horas todos los días al papeleo.
Durante los pontificados de Pío XII y Pablo VI, las luces del despacho
papal habían estado encendidas hasta bien pasada la medianoche Lucchesi
creía que era mucho mejor dedicar su tiempo a los asuntos espirituales y
detestaba ocuparse de los asuntos burocráticos de la curia.
Desafortunadamente, aún no había encontrado a un secretario de Estado
digno de su confianza, y ése era el motivo por el que nunca renunciaba a la
cita de los viernes con el cardenal Brindisi.
Se sentaron a la mesa en lados opuestos en el sencillo comedor de los
apartamentos papales, el papa vestido con una sotana y zucchetto blancos,
el cardenal con sotana negra, faja púrpura y zucchetto. Como siempre,
Brindisi pareció desilusionado con la comida, lo cual complacía a su
santidad. El papa sabía que Brindisi era un gastrónomo que disfrutaba todas
las noches de los placeres culinarios de L’Eau Vive. Por tanto, nunca
olvidaba pedirles a las monjas que prepararan algo que fuese especialmente
ofensivo para el paladar. El menú de ese día consistía en un caldo de origen
incierto, seguido por un filete muy hecho y patatas hervidas. Brindisi
manifestó que la comida era «inspirada» y se la comió, aunque le supiera a
rayos.
Durante cuarenta y cinco minutos, Brindisi habló de una variedad de
asuntos de la curia, a cuál más tedioso. Una crisis en la dirección de la
Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Una
disputa en el consejo pontificio para la atención pastoral de emigrantes y
personas desplazadas. Un informe de la reunión mensual de los directores
del Banco Vaticano. Las denuncias de que cierto monseñor de la
Congregación para el Clero abusaba de los privilegios del parque móvil.
Cada vez que Brindisi hacía una pausa para respirar, el papa murmuraba:
«Ah, qué interesante, eminencia», mientras no dejaba de preguntarse por
qué lo informaban de un problema en el parque móvil.
—Mucho me temo que necesito discutir un tema un… —el remilgado
cardenal se aclaró la garganta y se secó los labios con la servilleta—…
tanto, digamos, desagradable, santidad. Quizá éste sea un momento tan
bueno como cualquier otro.
—Por favor, eminencia —respondió el papa rápidamente, ansioso por
cualquier cambio de tema que pudiera aliviar la monotonía de los asuntos
de la curia—. Adelante.
Brindisi dejó el tenedor sobre el plato como un hombre que se rinde
después de un largo asedio y entrelazó las manos debajo de la barbilla.
—Al parecer, nuestro viejo amigo de La Repubblica ha vuelto a las
andadas. Por lo que se ve, mientras buscaba documentación para escribir
una semblanza de su santidad para la edición de Pascua, ha descubierto —el
cardenal hizo una pausa y miró hacia el techo como si buscara la
inspiración divina— algunas inconsistencias referentes a su infancia.
—¿Qué clase de inconsistencias?
—Imprecisiones sobre la fecha del fallecimiento de su madre. La edad
que tenía cuando se quedó huérfano, dónde se alojó, quién lo cuidó… Es un
reportero muy emprendedor, una dolorosa espina clavada en el costado del
secretariado. Se las ha apañado para descubrir cosas que hemos hecho todo
lo posible por ocultar. He reiterado a mi personal que nadie debe hablar con
él sin la previa autorización de la oficina de prensa, pero de alguna
manera…
—El personal habla con él.
—Eso es lo que parece, santidad.
El papa apartó el plato vacío y exhaló un sonoro suspiro. Había sido su
intención informar detalladamente sobre su infancia en los días posteriores
al cónclave, pero había personas en la curia y la oficina de prensa que
opinaban que el mundo no estaba preparado para aceptar a un papa que
había sido un golfillo callejero, un chico que había vivido de su ingenio y
de sus puños hasta que se sintió llamado al seno de la Iglesia. Era un
ejemplo de la cultura del secretismo y el engaño del Vaticano que tanto
despreciaba Lucchesi, pero en los primeros días de su papado no había
querido desperdiciar un valioso capital político y, por tanto, había aceptado
a regañadientes ocultar algunos de los detalles poco santos de su infancia.
—Fue un error decirle al mundo que había crecido en Padua, en el seno
de una familia extraordinariamente devota de Jesucristo y la Virgen, antes
de ingresar en el seminario a los quince años. Su amigo de La Repubblica
acabará por enterarse de la verdad.
—Deje que yo me ocupe de La Repubblica. Tenemos maneras de hacer
que los periodistas díscolos vuelvan al redil.
—¿Cuáles son?
—No permitir que acompañen a su santidad en los viajes al extranjero.
Vetarles la entrada a las conferencias de prensa. Privarlos de los privilegios
de los que disfrutan sus colegas en la oficina de prensa.
—Me parecen unas medidas un tanto excesivas.
—Dudo que lleguemos al extremo de tener que aplicarlas. Estoy seguro
de que podremos convencerlo de la verdad.
—¿Qué verdad es ésa?
—Que creció en Padua en el seno de una familia extraordinariamente
devota de Jesucristo y la Virgen. —Brindisi sonrió al tiempo que se
limpiaba una miga de pan invisible de la sotana—. No obstante, cuando se
debe batallar con este tipo de cosas, es muy útil tener una visión total y así
saber a qué nos enfrentamos.
—¿A qué se refiere?
—Un breve informe. No lo verá nadie más que yo en la curia y sólo lo
utilizaré para preparar la defensa, si es necesario.
—¿Aprendió estas tácticas cuando estudiaba las leyes canónicas,
Marco?
—Algunas cosas son universales, santidad —replicó Brindisi con una
sonrisa.
—Prepararé el informe.
El papa y el cardenal interrumpieron la conversación mientras dos
monjas recogían la mesa y servían el café. El papa disolvió lentamente el
azúcar en el café antes de mirar a Brindisi.
—Yo también quiero hablar de un tema. Se refiere al asunto que
discutimos algunos meses atrás: mi deseo de continuar el proceso de cerrar
la brecha entre la Iglesia y los judíos.
—Qué interesante, santidad. —Como correspondía a un hombre que
había dedicado su carrera a ascender por la escalera burocrática de la curia,
el tono de Brindisi era absolutamente neutro.
—Como parte de la iniciativa, tengo la intención de encargar un estudio
de la respuesta de la Iglesia al Holocausto. Todos los documentos
importantes que están en los archivos secretos del Vaticano serán
desclasificados, y esta vez no les ataremos las manos a los historiadores y
expertos que seleccionemos para este proyecto.
El rostro de por sí pálido del cardenal Brindisi perdió todo resto de
color. Formó una pirámide con los dedos índices y los apoyó contra los
labios, en un intento por recuperar la compostura antes de lanzar su desafío.
—Como muy bien recordará, santidad, su antecesor encargó un estudio
similar y lo presentó al mundo en 1998. No veo la necesidad de repetir el
trabajo del polaco cuando hay otros muchos, y me atrevería a decir más
importantes, temas a los que se enfrenta la Iglesia en estos momentos.
—¿«Nosotros recordamos»? Tendría que haberse llamado «Ofrecemos
disculpas» o «Suplicamos perdón». No llegó muy lejos en la autocrítica ni
tampoco en la búsqueda de la verdad. No fue más que otro insulto a las
personas cuyas heridas intentamos curar. ¿Qué decía? La Iglesia no hizo
nada malo. Intentamos ayudar. Algunos de nosotros ayudamos más que
otros. Los alemanes fueron los asesinos, no nosotros, pero de todas formas
lo lamentamos. Fue un documento vergonzoso.
—Algunos considerarían vergonzoso que hablara de esa manera del
trabajo de un antecesor.
—No tengo intención de condenar los esfuerzos del polaco. Tenía el
corazón en su sitio, pero sospecho que no tuvo todo el apoyo de la curia
—«de hombres como usted», pensó Lucchesi—, que es la razón por la cual
el documento acabó diciendo poco o nada. Por respeto al polaco, presentaré
este nuevo estudio como una continuación de su buena obra.
—Otro estudio será considerado como una crítica implícita, no importa
cómo intente presentarlo.
—Usted formó parte del grupo que redactó «Nosotros recordamos»,
¿verdad?
—Así es, santidad.
—Diez años para escribir catorce páginas.
—La consideración y la exactitud requieren tiempo.
—También el encubrimiento.
—Rechazo…
El papa lo interrumpió sin contemplaciones:
—¿Se opone a revisar el tema porque tiene miedo de que avergüence a
la Iglesia o porque calcula que perjudicará sus oportunidades de ocupar mi
lugar cuando yo ya no esté?
Brindisi bajó las manos y miró al techo durante un momento, como si
estuviese preparándose para una lectura del Evangelio.
—Me opongo a revisar el tema porque sólo servirá para darles más
armas a aquellos que desean destruirnos.
—Nuestros continuos engaños y evasivas son mucho más peligrosos. Si
no hablamos clara y sinceramente, nosotros haremos el trabajo de nuestros
enemigos. Nos destruiremos a nosotros mismos.
—Si puedo hablar clara y sinceramente, santidad, su ingenuidad en este
asunto es sorprendente. Nada de lo que pueda decir la Iglesia dará
satisfacción a aquellos que nos condenan. Al contrario, añadirá más leña al
fuego. No puedo permitir que pisotee la reputación de los papas y la Iglesia
con esta locura. Pío XII se merece la santidad, no otra crucifixión.
Pietro Lucchesi no se había dejado seducir por el enorme poder papal,
pero la descarada insubordinación de la afirmación de Brindisi provocó su
furia. Se obligó a hablar con calma. Incluso así, había un fondo de cólera y
desprecio en su voz que fue muy claro para el hombre que estaba sentado al
otro lado de la mesa.
—Le aseguro, Marcos, que aquellos que desean ver canonizado a Pío
tendrán que poner sus ilusiones en el resultado del próximo cónclave.
El cardenal pasó uno de sus largos y finos dedos por el borde de la taza
de café, mientras se preparaba para un nuevo asalto. Después de aclararse la
garganta, manifestó:
—El polaco se disculpó en numerosas ocasiones por los pecados de
algunos de los hijos y las hijas de la Iglesia. Otros prelados también se han
disculpado. Algunos, como es el caso de nuestros hermanos de Francia, han
ido mucho más allá de lo que hubiese preferido. Pero los judíos y sus
amigos en los medios de comunicación no estarán satisfechos hasta que
admitamos que cometimos un error, que su santidad el papa Pío XII, un
grande y santo varón, cometió un error. Lo que ellos no comprenden, y que
usted parece olvidar, santidad, es que la Iglesia, como la encarnación de
Cristo en la Tierra, no puede estar equivocada. La Iglesia es la verdad en sí
misma. Si admitimos que la Iglesia, o un papa, cometió un error… —Dejó
la frase inconclusa, y luego añadió—: Sería un error por su parte seguir
adelante con su iniciativa, santidad. Un grave error.
—Detrás de estas paredes, Marco, «error» es una palabra terrible. Sin
duda, no pretende lanzar semejante acusación contra mí.
—No tengo intención de medir mis palabras, santidad.
—¿Qué pasará si los documentos guardados en los archivos secretos
cuentan una historia diferente?
—Dichos documentos nunca deberían ser desclasificados.
—Yo soy el único que tiene poder para desclasificar los documentos
guardados en los archivos secretos, y he decidido hacerlo.
El cardenal acarició la cruz de su pecho.
—¿Cuándo tiene intención de anunciar esa… iniciativa?
—La próxima semana.
—¿Dónde?
—Al otro lado del río —respondió el papa—. En la gran sinagoga.
—¡Imposible! La curia no tendrá tiempo para analizar y preparar el
tema como se merece.
—Tengo setenta y dos años. No tengo tiempo para esperar a que los
mandarines de la curia analicen y preparen el tema. Creo que ésa es la
manera como las cosas se entierran y olvidan. El rabino y yo ya hemos
hablado. Iré al gueto la próxima semana, con o sin el apoyo de la curia, o de
mi secretario de Estado. La verdad, eminencia, nos hará libres.
¿Usted, un papa del Veneto que fue un mocoso callejero, pretende
conocer la verdad?
—Sólo Dios conoce la verdad, Marco, pero Tomás de Aquino escribió
sobre una ignorancia cultivada, una ignorantia affectata. La voluntad de no
saber con el propósito de protegerse de un daño. Es hora de que
abandonemos nuestra ignorantia affectata. Nuestro Salvador dijo que él era
la luz del mundo, pero aquí, en el Vaticano, vivimos en las tinieblas. Y yo
tengo intención de encender las luces.
—Quizá la memoria me engaña, santidad, pero recuerdo que en el
cónclave elegimos a un papa católico.
—Así es, eminencia, pero también elegisteis a un ser humano.
—Si no hubiese sido por mí, aún vestiría de rojo…
—Es el Espíritu Santo quien elige a los papas. Nosotros sólo
depositamos sus votos.
—Otro ejemplo de su sorprendente ingenuidad.
—¿Estará a mi lado la próxima semana en el Trastevere?
—Creo que la próxima semana estaré en cama con gripe. —El cardenal
se levantó bruscamente—. Muchas gracias, santidad. Otra comida muy
agradable.
—¿Hasta el próximo viernes?
—Eso aún está por ver.
El papa tendió la mano. El cardenal Brindisi miró el anillo del pescador
que reflejaba la luz de la lámpara, luego se volvió y salió de la habitación
sin besarlo.

El padre Donati escuchó la discusión entre el Santo Padre y el cardenal


desde la despensa. En cuanto Brindisi se marchó, entró en el comedor y vio
al papa con aspecto cansado y tenso, y los ojos cerrados, que se apretaba el
puente de la nariz con el pulgar y el índice. El padre Donati se sentó en la
silla que había ocupado el cardenal y apartó la taza de café a medio beber.
—Sé que debe de haber sido desagradable, santidad, pero era necesario.
El papa tardó unos segundos más en abrir los ojos.
—Creo que acabamos de molestar a una cobra dormida, Luigi.
—Sí, santidad. —Donati se inclinó hacia adelante y bajó la voz—.
Ahora debemos rezar para que, en su cólera, la cobra cometa un error y se
muerda a sí misma.
6

MUNICH

Gabriel dedicó gran parte de la mañana siguiente a rastrear al doctor


Helmut Berger, director del Departamento de Historia Moderna de la
Universidad Ludwig-Maximilian. Dejó un mensaje en el contestador
automático en la casa del profesor, otro en el móvil y un tercero a una agria
secretaria del departamento. Mientras comía en la terraza acristalada del
hotel, consideró la posibilidad de montar guardia delante del despacho del
profesor y pillarlo por sorpresa. Entonces apareció uno de los recepcionistas
con un mensaje: el amable profesor aceptaba reunirse con Herr Landau a las
seis y media en un restaurante llamado Gastätte Atzinger en
Amalienstrasse.
Eso le dejaba cinco horas libres. La tarde era despejada y ventosa, así
que decidió dar un paseo. Salió del hotel y caminó por la callejuela
adoquinada que conducía al extremo sur de los Jardines Ingleses. Paseó sin
prisa por los senderos, junto a los arroyuelos en sombra y a través del
césped iluminado por el sol. A lo lejos, la torre Olympia, de trescientos
treinta metros de altura, resplandecía contra el cielo de un color azul
cristalino. Gabriel desvió la mirada y continuó el paseo.
Cuando dejó el parque, deambuló por Schwabing. En Adalbertstrasse
vio a Frau Ratzinger, que barría la escalera del número 68. No tenía ganas
de hablar de nuevo con la anciana, así que dobló la primera esquina y se
alejó en dirección opuesta. Cada pocos minutos alzaba la mirada y veía la
torre, que se levantaba ante él y crecía por momentos.
Diez minutos más tarde, llegó al límite sur de la villa. En muchos
aspectos, el Olympiapark era precisamente eso: una villa, una amplia zona
residencial que disponía de su propia estación de ferrocarril, oficina de
correos e, incluso, su propio alcalde. Las casas y los edificios de
apartamentos no habían envejecido bien. En un intento por animar un poco
la villa, muchas de las viviendas aparecían con las fachadas pintadas de
colores brillantes.
Llegó a Connollystrasse. En realidad, no era una calle, sino un paso
peatonal entre edificios de apartamentos de tres pisos. Se detuvo cuando
llegó delante del número 31. En el segundo piso, un adolescente con el
torso desnudo salió a la terraza para sacudir una estera. La memoria de
Gabriel le jugó una mala pasada. En lugar de un joven alemán, vio a un
palestino con una balaclava. En ese momento, salió una mujer del
apartamento de la planta baja, que empujaba un cochecito de bebé y
sujetaba a un niño contra el pecho. Por un momento, Gabriel vio a Issa, el
jefe del equipo de Setiembre Negro, con el rostro embadurnado con betún
negro que se paseaba con su traje de safari y una gorra de golf.
La mujer miró a Gabriel como si estuviese habituada a encontrarse a
personas extrañas que contemplaban su casa con expresión de incredulidad
en sus rostros. «Sí, —parecía estar diciendo—. Sí, éste es el lugar donde
ocurrió. Pero ahora es mi casa, así que, por favor, váyase». Pareció notar
algo en su mirada —algo que la intraquilizó—, y se apresuró a sentar al
bebé en el cochecito y se marchó hacia el parque infantil.
Gabriel subió a una pequeña loma y se sentó en la hierba fresca. Por lo
general, cuando le asaltaban los recuerdos, intentaba apartarlos
desesperadamente de su mente, pero ahora abrió la puerta y los dejó entrar.
Romano… Springer… Spitzer… Slavin… los rostros de los muertos
desfilaron por su memoria. Once en total. Dos muertos cuando los tomaron
rehenes; los demás, durante la torpe operación de rescate por parte de los
alemanes en Fürstenfeldbruck. Golda Meir reclamó una venganza de
proporciones bíblicas —ojo por ojo— y ordenó a la Oficina que «enviara a
los muchachos» para que cazaran a los miembros de Septiembre Negro que
habían organizado el ataque. A un atrevido oficial de operaciones llamado
Ari Shamron se le confió el mando de la misión, y uno de los muchachos, a
los que llamó era un prometedor estudiante de la escuela de arte Bezalel de
Jerusalén llamado Gabriel Allon.
Shamron encontró el expediente de Gabriel correspondiente a su
decepcionante cometido durante el servicio militar obligatorio. Los
superiores consideraron al hijo de los supervivientes de Auschwitz como
una persona arrogante y egoísta, dado a tener períodos de melancolía, pero
también muy inteligente y capaz de emprender acciones independientes sin
esperar la guía de los comandantes. También era políglota, un atributo que
tenía muy poco valor en una unidad de infantería en el frente, pero que era
muy buscado por Ari Shamron. Su guerra no se libraría en el Golan o el
Sinaí; sería una guerra secreta que tendría lugar en las sombras de Europa.
Gabriel había intentado resistirse. Shamron no le había dejado ninguna
alternativa.
«Una vez más, están muriendo judíos en suelo alemán con las manos
atadas a la espalda —le había dicho Shamron—. Tus padres sobrevivieron,
pero ¿cuántos no lo consiguieron? ¿Sus hermanas y hermanos? ¿Sus tíos y
tías? ¿Los abuelos? Todos murieron, ¿no es verdad? ¿Te quedarás sentado
aquí, en Tel Aviv, con tus pinceles y tus pinturas, sin hacer nada? Tienes
dones. Déjame que los use durante unos cuantos meses. Después podrás
hacer lo que quieras con tu vida».
La misión llevaba el nombre en clave de «Operación Ira de Dios». En el
léxico de la unidad, Gabriel era un alef, un asesino. El nombre en código de
los agentes que seguían a los miembros de Septiembre Negro y estudiaban
sus hábitos era ayn. Un qof era el oficial de comunicaciones. Benjamin
Stern había sido un het, el encargado de la logística. Su trabajo consistía en
procurar el transporte y el alojamiento de manera que las pistas nunca
pudieran ser rastreadas hasta la Oficina. Algunas veces también hacía de
conductor del coche de la fuga. Benjamin fue quien estuvo sentado tras el
volante del Fiat verde que se llevó a Gabriel de la Piazza Annibaliano la
noche en que asesinó al jefe de Septiembre Negro en Italia. En el camino al
aeropuerto, Gabriel obligó a Benjamin a que se detuviera en el arcén para
poder vomitar. Incluso ahora, oía a Benjamin gritándole que subiera al
coche.
—Dame un minuto.
—Perderás el vuelo.
—¡Te he pedido que me des un minuto!
—¿Qué pasa contigo? ¡El cabrón merecía morir!
—Tú no le viste la cara, Beni. ¡Tú no le viste la maldita cara!
Durante los próximos dieciocho meses, el equipo de Shamron asesinó a
una docena de miembros de Septiembre Negro. Gabriel mató a seis. Cuando
se acabó, Benjamin reanudó su carrera académica. Gabriel intentó volver a
Bezalel y hacer lo mismo, pero su talento para la pintura había
desaparecido, espantado por los fantasmas de los hombres que había
matado, así que dejó a Leah en Israel y se trasladó a Venecia para estudiar
restauración con Umberto Conti. En la restauración, encontró la cura. Conti,
que no sabía nada del pasado de Gabriel, pareció comprenderlo. Por las
noches iba a la habitación de Gabriel en la humilde pensión donde vivía y
se lo llevaba a recorrer las calles de Venecia para que viera arte. Una noche,
delante del gran altar de Tiziano en la iglesia Frari, sujetó a Gabriel por un
brazo y le dijo: «Un hombre que está complacido consigo mismo puede ser
un buen restaurador, pero nunca será un gran restaurador. Sólo un hombre
que tenga una tela dañada propia puede ser verdaderamente un gran
restaurador. Para ti es una meditación, un ritual. Un día serás un gran
restaurador. Serás mejor que yo, estoy seguro de ello».
Aunque Conti no lo sabía, aquéllas eran las mismas palabras que le
había dicho Shamron a Gabriel la noche antes de que lo enviara a Roma
para matar a su primer palestino.

Gabriel estaba delante del Gastätte Atzinger a las seis y media en punto.
Lo primero que vio del profesor Helmut Berger fue el faro de su bicicleta,
que parecía flotar por encima de Amalienstrasse. Después apareció su
figura, las piernas pedaleando rítmicamente, los largos cabellos grises que
ondeaban sobre sus grandes orejas como alas. A la espalda llevaba colgado
un bolso de cuero.
El encanto de la llegada del profesor se evaporó en cuestión de
segundos. Como muchos intelectuales alemanes, Helmut Berger mostraba
la expresión de quien ha tenido que pasarse el día tratando con seres de una
inteligencia inferior. Anunció que sólo tenía tiempo para tomarse una
cerveza, pero invitó a Gabriel a que pidiera algo del menú. Gabriel pidió
agua mineral, lo que el alemán pareció considerar absolutamente
escandaloso.
—Siento mucho lo de su hermano. Perdón, su hermanastro. Era un
valioso miembro de la facultad. Su muerte fue una dolorosa pérdida para
todos nosotros. —Pronunció las frases sin la menor emoción, como si se las
hubiese escrito alguno de sus estudiantes—. ¿En qué puedo ayudarlo, Herr
Landau?
—¿Es verdad que Benjamin disfrutaba de un año sabático cuando lo
asesinaron?
—Sí, es correcto. Estaba trabajando en otro libro.
—¿Sabe usted cuál era el tema?
—La verdad es que no.
—¿De veras? —Gabriel estaba realmente sorprendido—. ¿Es habitual
que alguien deje su departamento para trabajar en un libro sin decirle a
usted de qué tema se trata?
—No, pero Benjamin se mostró muy reservado sobre ese proyecto
desde el principio.
Gabriel decidió que era mejor no insistir.
—¿Sabe algo sobre las amenazas que recibía Benjamín?
—Había tantas que costaba trabajo llevar la cuenta. Las teorías de
Benjamin sobre un sentimiento de culpa colectivo de los alemanes por lo
ocurrido durante la guerra digamos que lo hicieron muy impopular en
muchos sectores.
—Me parece que usted tampoco compartía las opiniones de Benjamin.
El profesor se encogió de hombros.
—Hace unos pocos años, escribí un libro sobre el comportamiento de la
Iglesia católica alemana durante la guerra. Benjamin no estuvo en absoluto
de acuerdo con mis conclusiones y lo expresó de una manera muy pública.
Fue un tiempo muy desagradable para los dos.
Berger consultó su reloj.
—Lo siento, pero tengo otro compromiso. ¿Hay alguna otra cosa que
pueda decirle? ¿Quizá algo más importante para sus averiguaciones?
—El mes pasado, Benjamín hizo un viaje a Italia. ¿Sabe usted por qué
fue allí? ¿Estaba relacionado de alguna manera con el libro?
—No tengo ni idea. Verá, el doctor Stern no tenía la costumbre de
avisarme de sus planes de viaje. —El profesor se acabó la cerveza y se
levantó—. Una vez más, mis condolencias, Herr Landau. Le deseo suerte en
sus investigaciones.
«Y un cuerno», pensó Gabriel, mientras miraba cómo el profesor se
marchaba montado en su bicicleta.

En el camino de regreso al hotel, Gabriel entró en una gran librería


estudiantil en el lado sur del distrito universitario. Miró un momento el
plano de la librería y luego subió la escalera hasta la sección de viajes,
donde buscó entre los muchos mapas uno correspondiente al norte de Italia.
Lo desplegó sobre una mesa cercana antes de sacar del bolsillo la tarjeta
postal. El hotel donde se había alojado Benjamin estaba en una ciudad
llamada Brenzone. A juzgar por la foto, la ciudad estaba en la orilla de uno
de los lagos del norte de Italia. Comenzó por el oeste y avanzó lentamente
hacia el este, mientras leía los nombres de las ciudades y los pueblos que
rodeaban cada uno de los grandes lagos norteños: primero Maggiore,
seguido por Como, Iseo y, finalmente, Garda. Brenzone. Allí estaba, en la
costa este del lago Garda, a medio camino entre la amplia curva del
extremo sur y la afilada cuña del extremo norte.
Gabriel plegó el mapa y se lo llevó abajo a la caja. Un momento más
tarde, cruzó la puerta giratoria con el mapa y la postal en el bolsillo de la
americana. Instintivamente, recorrió con la mirada la acera, los coches
aparcados, las ventanas de los edificios vecinos.
Se volvió hacia la izquierda y reanudó su camino al hotel, mientras se
preguntaba por qué el detective Axel Weiss había estado en el café al otro
lado de la calle durante todo el tiempo que él había estado en la librería, y
por qué lo seguía ahora por el centro de Munich.
Gabriel estaba seguro de que podía evadir tranquilamente o dejar al
descubierto al detective alemán, pero ése no era el momento adecuado para
descubrir el hecho de que él era un profesional experto. Axel Weiss sólo
sabía que Gabriel era Ehud Landau, hermanastro del asesinado historiador
Benjamin Landau, y nada más, cosa que hacía que resultara muy curioso
verlo dedicado a perseguirlo.
Entró en un hotel en Maximilianstrasse, hizo una breve llamada desde el
teléfono público del vestíbulo y luego salió a la calle para continuar con el
paseo. El policía seguía allí, a unos cincuenta metros más atrás, en la acera
opuesta.
Gabriel fue directamente a su hotel. Recogió la llave en la recepción y
subió en el ascensor hasta el piso donde estaba su cuarto. Guardó sus
prendas en una maleta de cuero negro, luego abrió la caja de seguridad, y
sacó el expediente que le habían dado en el consulado israelí y el sobre con
las gafas de Benjamin. Metió estos objetos en el maletín, después apagó las
luces de la habitación, se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. Había
un coche aparcado a unos pocos metros de la entrada. Gabriel vio el
resplandor de un cigarrillo detrás del volante: Weiss. Gabriel se apartó de la
ventana y fue a sentarse en los pies de cama, a la espera de que sonara el
teléfono. Sonó al cabo de veinte minutos.
—Landau.
—Está en la esquina de Seitzstrasse y Unsöldstrasse, un poco al sur de
Prinzregenten. ¿Sabe dónde queda?
—Sí —respondió Gabriel—. Deme el número.
Nueve dígitos. Gabriel no se molestó en apuntarlos.
—¿Las llaves?
—En el lugar habitual. Guardabarros trasero del lado de la acera.
Gabriel colgó, se puso la chaqueta y recogió el equipaje. En el vestíbulo
le explicó al conserje nocturno que debía marcharse antes de hora.
—¿Necesita un taxi, Herr Landau?
—No, pasarán a recogerme. Gracias.
El conserje le entregó la cuenta. Gabriel la pagó con una de las tarjetas
de crédito de Shamron y salió. Dobló a la izquierda y comenzó a caminar a
paso largo, con la maleta en una mano y el maletín en la otra. Veinte
segundos más tarde, oyó el sonido de la puerta de un coche que se abría y se
cerraba, seguido del ruido de unas pisadas en los adoquines mojados de
Annastrasse. Mantuvo el mismo ritmo, sin ceder a la tentación de mirar por
encima del hombro.
«… en la esquina de Seitzstrasse y Unsöldstrasse…».
Gabriel pasó por delante de una iglesia, dobló a la izquierda y se detuvo
un momento en una plazoleta para orientarse. Después giró a la derecha y
siguió por otra callejuela en dirección al ruido del tráfico en
Prinzregentenstrasse. Weiss aún lo seguía.
Caminó junto a la hilera de coches aparcados, atento a los números de
las matrículas, hasta que encontró la que le habían indicado por teléfono.
Correspondía a un Opel Omega gris oscuro. Sin detenerse, se inclinó un
poco y pasó los dedos por el borde interior del guardabarros trasero hasta
encontrar las llaves. Con un movimiento tan rápido y discreto que Weiss no
alcanzó a ver, Gabriel se hizo con las llaves.
Pulsó el botón del mando a distancia y las cerraduras de las puertas se
abrieron automáticamente. Abrió la puerta del conductor y arrojó las
maletas al asiento del acompañante. Miró a su derecha. Weiss corría hacia
él con una expresión de pánico.
Gabriel se sentó al volante, metió la llave en el contacto y arrancó el
motor. Metió primera, se apartó del bordillo, luego giró bruscamente a la
derecha y se perdió en el tráfico nocturno.

El detective Axel Weiss había saltado del coche con tanta prisa que se
había dejado el móvil. Regresó a la carrera y luego hizo una pausa para
recuperar el aliento antes de marcar el número. Unos segundos más tarde, le
comunicaba al hombre en Roma que el israelí llamado Landau se había ido.
—¿Cómo?
Avergonzado, Weiss se lo explicó.
—¿Al menos consiguió hacer una foto?
—A primera hora de la tarde. En la villa olímpica.
—¿En la villa? ¿Para qué demonios fue allí?
—Al parecer, para contemplar el edificio de apartamentos de
Connollystrasse 31.
—¿No fue allí donde ocurrió?
—Sí, así es. Es bastante habitual que los judíos vayan allí como si fuera
una peregrinación.
—¿Es bastante habitual que los judíos descubran la vigilancia y
ejecuten una fuga perfecta?
—No.
—Envíeme la foto esta noche.
El hombre en Roma cortó la comunicación.
7

CERCA DE RIETI, ITALIA

Había algo inquietante en la belleza de «Villa Galatina». La antigua


abadía benedictina se alzaba en un montículo de granito en las colinas del
Lazio y observaba con desaprobación el pueblo en el fondo del frondoso
valle. En el siglo XVII, un importante cardenal compró la abadía para
convertirla en una suntuosa residencia veraniega, un lugar donde su
eminencia pudiera escapar de los rigores de la canícula en Roma en el mes
de agosto. El arquitecto acertó en su decisión de mantener el exterior, y su
fachada leonada se ha mantenido hasta nuestros días junto con los dientes
de las almenas. En una mañana de principios de marzo, había un hombre
apostado en el parapeto barrido por el viento. No era un arco lo que llevaba
terciado, sino un fusil Beretta de grueso calibre. El actual propietario era un
hombre que se tomaba su seguridad personal muy en serio. Se llamaba
Roberto Pucci, un financiero y empresario cuyo poder en la Italia moderna
sólo era comparable con el de un príncipe de la Iglesia durante el
Renacimiento.
Un Mercedes blindado se detuvo delante de la verja de acero, donde
había dos guardias de seguridad vestidos con uniformes marrones. El
hombre sentado en el asiento trasero bajó la ventanilla. Uno de los guardias
comprobó su identidad y después miró las matrículas SCV del Mercedes:
matrículas del Vaticano. La reja de la finca de Roberto Pucci se abrió y
quedó a la vista un camino asfaltado con cipreses a ambos lados. La villa
estaba a medio kilómetro montaña arriba.
El Mercedes subió por el camino y aparcó en un patio de gravilla
sombreado por eucaliptos y acacias. Había otras dos docenas de coches,
rodeados por un pequeño ejército de guardias de seguridad y chóferes. El
hombre del asiento trasero bajó del coche, dejó atrás a su guardaespaldas y
caminó a través del patio hacia el campanario de la capilla.
Se llamaba Carlo Casagrande. Durante un tiempo relativamente corto,
su nombre había sonado en todos los hogares de Italia porque había sido el
general Carlo Casagrande, jefe de la unidad antiterrorista de L’arma dei
carabinieri, quien había acabado con las Brigadas Rojas. Por razones de
seguridad personal, rehuía las cámaras y eran un puñado las personas, fuera
de los servicios de inteligencia de Roma, que podían reconocer su rostro.
Casagrande ya no trabajaba para los carabinieri. En 1981, una semana
después del atentado contra el papa Juan Pablo II, había renunciado a su
cargo para desaparecer detrás de los muros del Vaticano. En cierto sentido,
Casagrande siempre había trabajado para los hombres de la Santa Sede.
Asumió el mando de la Oficina de Seguridad del Vaticano con la promesa
de que nunca más ningún papa saldría de la plaza de San Pedro en la parte
trasera de una ambulancia y rezándole a la Virgen María para que le salvara
la vida. Una de sus primeras actuaciones fue organizar una exhaustiva
investigación del atentado para identificar a los conspiradores y
neutralizarlos, antes de que pudieran montar una segunda intentona contra
la vida del papa. Los resultados de la investigación fueron tan
absolutamente delicados que Casagrande no los compartió con nadie,
excepto con el Santo Padre en persona.
Casagrande ya no era el responsable directo de proteger la vida del
papa. Durante los últimos tres años, se había ocupado de otra tarea para su
amada Iglesia. Permanecía ligado a la Oficina de Seguridad del Vaticano,
pero eso no era más que una bandera de conveniencia que le permitía
disfrutar de ventajas en determinados sectores. Ahora era el jefe de la que
se conocía como la División de Investigaciones Especiales. Hasta tal punto
era secreto el trabajo de Casagrande que sólo unos pocos hombres dentro
del Vaticano conocían la verdadera naturaleza de su cometido.
Casagrande entró en la capilla. El aire frío, perfumado con el olor de la
cera de las velas y el incienso, le acarició el rostro. En el santuario, se mojó
los dedos en la pila de agua bendita y se persignó. Luego caminó por el
pasillo central hacia el altar. Decir que era una capilla suponía quedarse
corto; en realidad, era una iglesia bastante grande, más grande que muchas
de las iglesias parroquiales de la mayoría de las ciudades vecinas.
Casagrande ocupó su lugar en el primer banco. Roberto Pucci, vestido
con un traje gris y una camisa blanca sin corbata, lo saludó desde el otro
lado del pasillo. A pesar de sus setenta y cinco años, Pucci aún mantenía
una aureola de invencibilidad física. Tenía los cabellos blancos y el rostro
del color del cuero aceitado. Miró a Casagrande fríamente con sus ojos
negros entrecerrados. La mirada Pucci. Cada vez que Pucci miraba a
alguien era como si estuviese decidiendo si le clavaría una puñalada en el
corazón o le cortaría el cuello.
Como Casagrande, Roberto Pucci era un uomo di fiducia, un hombre de
confianza. Sólo a los legos con una capacidad única a juicio de los hombres
del Vaticano se les permitía el acceso a los círculos más íntimos.
Casagrande destacaba en la seguridad y la inteligencia. Pucci destacaba en
los temas de dinero y en el poder político. Era la mano oculta en la política
italiana, un hombre con tanta influencia que no se podía formar ningún
gobierno sin hacer primero una peregrinación a «Villa Galatina» para
asegurar su bendición. Pero pocas personas de la política italiana sabían que
Pucci ejercía el mismo poder en otra institución romana: el Vaticano. Su
poder en la Santa Sede derivaba de la gestión encubierta de una
considerable parte de la cartera de acciones y propiedades inmobiliarias de
la Iglesia. Con la guía de Pucci, las ganancias netas de las carteras del
Vaticano habían conseguido un crecimiento exponencial. A diferencia de
sus antecesores, había logrado esta hazaña sin el menor escándalo.
Casagrande miró por encima del hombro. Los demás estaban dispersos
por los otros bancos: el ministro de Asuntos Exteriores italiano; un
importante obispo de la Congregación para la Doctrina de la Fe; el jefe de
la Oficina de Prensa Vaticana; un influyente teólogo conservador de
Colonia; un banquero de inversiones de Ginebra; el líder de un partido de
extrema derecha francés; el propietario de un grupo de medios de
comunicación español, y el presidente de una de las mayores empresas
automovilísticas de Europa. Una docena más, cortados por el mismo patrón,
todos católicos integristas, todos con un enorme poder político o financiero,
todos dedicados a devolverle a la Iglesia la posición de supremacía que
había disfrutado antes de la calamidad de la Reforma. A Casagrande le
resultaba un tanto divertido cuando escuchaba los debates sobre dónde
residía el verdadero poder dentro de la Iglesia católica. ¿En el sínodo de
obispos? ¿En el colegio de cardenales? ¿Estaba en manos del sumo
pontífice? No, pensó Casagrande. El verdadero poder dentro de la Iglesia
estaba allí, en esa capilla en la ladera de una montaña lejos de Roma, en las
manos de esa hermandad secreta.
Un sacerdote se acercó al altar, un cardenal ataviado con las vestimentas
propias de un párroco. Los presentes se levantaron y comenzó la misa.
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
—Amen.
El cardenal los guio enérgicamente a través de la introducción, la
penitencia, el Kyrie y el Gloria. Oficiaba la misa tridentina, porque era una
de las metas de la hermandad restaurar lo que consideraban la fuerza
unificadora de la liturgia latina.
La homilía fue la típica arenga de reuniones como ésa: una llamada a las
armas, la advertencia de mantenerse firmes ante los enemigos, y la voluntad
de aplastar a las corrosivas fuerzas del liberalismo y el modernismo dentro
de la sociedad y la propia Iglesia. El cardenal no mencionó el nombre de la
hermandad. A diferencia de las organizaciones que eran sus primas
hermanas: el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y la Sociedad San Pío X,
no existía oficialmente y su nombre nunca se pronunciaba. Entre ellos, los
miembros se referían a ella como «el Instituto».
Casagrande había escuchado el sermón infinidad de veces y dejó vagar
la mente. Sus pensamientos se centraron en la situación en Munich y el
informe que había recibido de su agente sobre el israelí llamado Landau.
Intuyó más problemas, una grave amenaza para la Iglesia y la propia
hermandad. Necesitaba la bendición del cardenal y el dinero de Roberto
Pucci para resolver el tema.
—Hic est enim calix sanguinis mei —recitó el cardenal—. Porque éste
es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno testamento, el misterio de fe,
que será derramada por vosotros y muchos más para la remisión de los
pecados.
Casagrande volvió a prestar atención a la misa. Cinco minutos más
tarde, cuando acabó la liturgia de la eucaristía, se levantó y se puso en la
fila detrás de Roberto Pucci. El financiero recibió el sacramento de la
comunión, y después le tocó el turno a Casagrande.
El cardenal secretario de Estado Marco Brindisi sostuvo la hostia en
alto, miró directamente a los ojos de Casagrande y recitó en latín:
—Que el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo mantenga tu alma en la
vida eterna.
—Amén —susurró Garlo Casagrande.

Los asuntos nunca se discutían en la capilla. Eso estaba reservado para


el suntuoso y exquisito bufet que se servía en una galería adornada con
tapices que daba a la terraza. Casagrande estaba distraído y no tenía apetito.
Durante su larga guerra contra las Brigadas Rojas, se había visto obligado a
vivir en búnkers subterráneos y cuarteles, rodeado por la ruda compañía de
sus oficiales. Nunca se había acostumbrado a la vida de lujos y privilegios
detrás de los muros del Vaticano. Tampoco compartía el entusiasmo de los
demás invitados por la comida de Roberto Pucci.
Se entretuvo en darle vueltas en el plato a una loncha de salmón
ahumado, mientras el cardenal Brindisi dirigía hábilmente la reunión.
Brindisi era un burócrata vaticano de toda la vida, pero detestaba la lógica
circular y la duplicidad que caracterizaba a la mayoría de las discusiones
dentro de la curia. El cardenal era un hombre de acción, y había algo muy
parecido a una junta de comisión directiva en la manera cómo manejaba el
orden del día. «De no haberse convertido en sacerdote —pensó Casagrande
—, bien podría haber sido el más despiadado competidor de Roberto
Pucci».
Los hombres presentes consideraban la democracia como un sistema de
gobierno confuso e ineficiente, y la hermandad, como la propia Iglesia, no
era democrática. Le habían confiado el poder a Brindisi y lo ejercería hasta
su muerte. En el léxico del Instituto, cada uno de esos hombres era un
director. Regresaría a su casa y mantendría reuniones similares con los
hombres que le servían. De esta manera, las órdenes de Brindisi se
transmitían por toda la vasta organización. No había ni la más mínima
tolerancia para la creatividad o las acciones independientes entre los
mandos intermedios. Los miembros juraban la obediencia más absoluta.
El trabajo de Casagrande nunca se discutía con el directorio. Hablaba
sólo en la sesiones ejecutivas, que en este caso consistían en un paseo por
las magníficas terrazas ajardinadas de «Villa Galatina» con Brindisi y Pucci
durante una pausa de la reunión. Brindisi caminaba con la barbilla
levantada y las manos entrelazadas sobre el abdomen. Casagrande estaba a
su izquierda y Pucci a la derecha. Los tres hombres más poderosos de la
hermandad: Brindisi, el líder espiritual; Pucci, el ministro de Finanzas;
Casagrande, el jefe de seguridad y operaciones. Los demás miembros del
Instituto se referían a ellos en privado como la Santísima Trinidad.
El Instituto no tenía una sección de inteligencia propia. Casagrande
contaba con un pequeño grupo de policías vaticanos y guardias suizos leales
a él y a la hermandad. Su legendaria fama entre las fuerzas de policía y los
servicios de inteligencia italianos le daba también acceso a sus recursos.
Además, había montado una red a nivel mundial de oficiales de inteligencia
y seguridad, incluido uno de los altos cargos del FBI, todos dispuestos a
servirle. Axel Weiss, el detective de Munich, era uno de los miembros de la
red de Casagrande. También lo era el ministro de Interior del muy católico
Estado de Baviera. A sugerencia del ministro, Weiss había sido asignado al
caso Stern. Se había ocupado de retirar todo el material peligroso del
apartamento del historiador y había controlado la investigación. El
asesinato de Stern había sido considerado como obra de los neonazis, tal
como había deseado Casagrande. Ahora, con la aparición del israelí
llamado Landau, temía que la situación en Munich comenzara a
complicarse. Comunicó su preocupación al cardenal Brindisi y a Roberto
Pucci en el jardín de «Villa Galatina».
—¿Por qué sencillamente no ordena que lo maten? —preguntó Pucci
con su voz áspera.
«Sí, matarlo —pensó Casagrande—. La solución Pucci». Casagrande
había perdido la cuenta de los asesinatos que se habían relacionado con el
financiero. No le interesaba enfrentarse a él abiertamente, así que escogió
las palabras cuidadosamente. En una ocasión, Pucci había ordenado el
asesinato de un hombre que había mirado con lascivia a su hija, y sus
asesinos eran mucho más hábiles que los jóvenes fanáticos de las Brigadas
Rojas.
—Asumimos un riesgo calculado con la ejecución de Benjamin Stern,
pero fue algo obligado por el material en su posesión. —Casagrande
hablaba con un tono mesurado—. A la vista de las acciones de ese hombre,
Landau, se puede concluir que el servicio secreto israelí no se cree que el
asesinato de su antiguo agente fuera cometido por un extremista neonazi.
—Lo que nos lleva a mi primera sugerencia —lo interrumpió Pucci—.
¿Por qué no ordena sencillamente que lo maten?
—No estoy hablando del servicio italiano, don Pucci, sino del servicio
israelí. Como director de seguridad, mi trabajo es proteger al Instituto. En
mi opinión, sería un grave error involucramos en una guerra abierta con el
servicio secreto israelí. Tienen a sus propios asesinos, gente que ha matado
en las calles de Roma y han escapado sin dejar rastro. —Casagrande miró a
Brindisi y luego a Pucci—. Asesinos que podrían cruzar los muros de esta
vieja abadía, don Pucci.
El cardenal Brindisi adoptó el papel de mediador.
—Entonces, ¿cómo deberíamos proceder, Carlo?
—Con mucho cuidado, eminencia. Si es realmente un agente de la
inteligencia israelí, entonces podemos utilizar a nuestros amigos de los
servicios de seguridad europeos para hacerle la vida muy difícil. Mientras
tanto, debemos asegurarnos de que no haya nada más que pueda encontrar.
—Casagrande hizo una pausa—. Me temo que aún nos queda un cabo
suelto. Después de analizar el material recogido en el apartamento del
profesor Stern, he llegado a la conclusión de que trabajaba con un
colaborador, un hombre que nos ha causado problemas en el pasado.
Una expresión de enfado nubló el rostro del cardenal —una piedra
arrojada en un estanque al amanecer—, y luego sus facciones recuperaron
la compostura.
—¿Qué hay de los otros aspectos de su investigación, Carlo? ¿Está más
cerca de identificar al canalla que filtró esos documentos al profesor Stern?
Casagrande negó con la cabeza, frustrado. ¿Cuántas horas había
dedicado a leer el material recogido del apartamento de Munich?
Cuadernos, archivos informáticos, agendas; Casagrande lo había leído todo
en busca de las pistas que le permitirían descubrir la identidad de los
individuos o el grupo que le había facilitado la información al profesor.
Hasta ahora no había encontrado nada. El profesor había ocultado el rastro a
la perfección. Era como si los documentos se los hubiera entregado un
fantasma.
—Creo que ese elemento del caso sigue siendo un misterio, eminencia.
Si este acto de traición fue cometido por alguien dentro del Vaticano, quizá
nunca averiguaremos la verdad. La Curia es un excelente campo de
entrenamiento para esta clase de intrigas.
El comentario provocó la insinuación de una sonrisa en el rostro de
Brindisi. Siguieron caminando en silencio durante unos momentos. El
cardenal miraba al suelo.
—Hace dos días, comí con el Santo Padre —dijo—. Tal como
sospechábamos, su santidad tiene la intención de seguir adelante con su
programa de reconciliación con los judíos. Intenté disuadirlo, pero fue
inútil. Irá a la Gran Sinagoga de Roma la próxima semana.
Roberto Pucci escupió al suelo. Carlo Casagrande exhaló un sonoro
suspiro. No le sorprendió la noticia del cardenal. Casagrande y Brindisi
tenían una fuente entre el personal del Santo Padre, un secretario que era
miembro de la hermandad y los mantenía informados de lo que se hablaba
en el appartamento. Llevaba semanas advirtiendo que se avecinaba algo
como eso.
—Es un papa de transición —afirmó Pucci—. Necesita que le enseñen
cuál es su lugar.
Casagrande contuvo el aliento, a la espera de que Pucci sugiriera su
solución favorita a un problema, pero ni siquiera Pucci consideraría esa
opción.
—El Santo Padre no se contenta sencillamente con publicar otra
declaración de remordimiento por nuestras pasadas diferencias con los
judíos. También tiene la intención de abrir los archivos secretos.
—¡No puede ser! —exclamó Casagrande.
—Mucho me temo que sí. La pregunta importante es: ¿si abre los
archivos, los historiadores encontrarán algo?
—Los archivos no contienen referencia alguna a la reunión en el
convento. En cuanto a los testigos, han sido eliminados junto con sus
expedientes personales. Si el Santo Padre insiste en ordenar un nuevo
estudio, en los archivos no encontrarán ni la más mínima información que
pueda perjudicarnos. A menos, por supuesto, que los israelíes consigan
reconstruir el trabajo del profesor Stern. Si eso ocurre…
—… entonces, la Iglesia y el Instituto se encontrarán con dificultades
muy graves —el cardenal se encargó de completar la frase de Casagrande
—. Por el mayor bien de la Iglesia y de todos aquellos que creen en ella, el
secreto de la reunión debe seguir siendo eso: un secreto.
—Sí, eminencia.
Roberto Pucci encendió un cigarrillo.
—Quizá nuestro amigo del appartamento pueda aconsejar al Santo
Padre para que vea el error que se dispone a cometer, eminencia.
—Ya he probado ese camino, don Pucci. Según nuestro amigo, el papa
está dispuesto a proceder, sin tener en cuenta las recomendaciones de sus
secretarios o de la curia.
—Desde un punto de vista financiero, la iniciativa del Santo Padre
podría ser desastrosa —opinó Pucci, que pasó su atención del asesinato al
dinero—. Son muchísimas las personas que quieren hacer negocios con el
Vaticano debido a su buen nombre. Si el Santo Padre decide arrastrarlo por
el fango del pasado…
—En privado —señaló Brindisi—, el Santo Padre a menudo expresa el
deseo de volver a los días de una Iglesia pobre.
—Pues si no va con cuidado, verá su deseo convertido en realidad —
declaró Pucci.
El cardenal Brindisi miró a Casagrande.
—En cuanto a ese colaborador, ¿cree que es una amenaza para
nosotros?
—Lo es, eminencia.
—¿Qué necesita de mí, Carlo? Aparte de mi aprobación, por supuesto.
—Sólo eso, eminencia.
—¿Y de don Pucci?
Casagrande miró los ojos negros encapotados.
—Necesito su dinero.
SEGUNDA PARTE

Un convento junto al lago


8

LAGO GARDA, ITALIA

Gabriel llegó al extremo norte del lago Garda a media tarde. A medida
que bajaba hacia el sur a lo largo de la orilla, el clima y la vegetación fueron
cambiando paulatinamente de alpina a mediterránea. Cuando bajó la
ventanilla del coche, el aire helado le azotó el rostro. El sol brillaba entre
las hojas verde plateadas de los olivos. Abajo, la superficie del lago
absolutamente inmóvil era como una lápida de granito pulido.
La ciudad de Brenzone estaba despertando de la siesta. Los camareros
corrían los toldos en las terrazas de los bares y los cafés junto al lago, los
tenderos colocaban sus productos en las callejuelas adoquinadas que subían
la empinada ladera del monte Baldo. Gabriel continuó por la avenida de la
orilla hasta que encontró el Gran Hotel, una villa color azafrán situada a la
salida de la ciudad.
Gabriel aparcó en el patio y de inmediato apareció un botones que lo
recibió con el entusiasmo de un recluso que agradece la compañía. El
vestíbulo era de otra época. Gabriel no se hubiese sorprendido en lo más
mínimo de ver a Kafka sentado en una polvorienta poltrona, dedicado a
corregir un manuscrito en las sombras. En el comedor, una pareja de
aburridos camareros se ocupaban parsimoniosamente de preparar una
docena de mesas para la cena. Si la languidez de sus movimientos era una
pista, aquella noche no se ocuparían ni la mitad de las mesas.
El recepcionista detrás del mostrador se irguió con mucha formalidad al
ver al huésped. Gabriel miró la placa negra y plateada enganchada a la
solapa izquierda de su americana: GIANCOMO. Rubio, con ojos azules y el
porte de un oficial prusiano, observó a Gabriel con una cierta curiosidad.
En un italiano laborioso pero fluido, Gabriel se presentó como Ehud
Landau, de Tel Aviv. El recepcionista pareció complacido. Cuando Gabriel
le preguntó por un hombre que se había alojado en el hotel un par de meses
antes —el profesor Benjamin Stern, que se había olvidado unas gafas—, el
recepcionista negó con la cabeza lentamente. Los cincuenta euros que
Gabriel le puso en la mano le refrescaron la memoria.
—¡Ah, sí, Herr Stern! —Los ojos azules resplandecieron—. El escritor
de Munich. Lo recuerdo bien. Se alojó aquí durante tres noches.
—El profesor Stern era mi hermano.
—¿Era?
—Lo asesinaron en Munich hace diez días.
—Por favor, acepte mis condolencias, signor Landau, pero quizá
debería estar hablando con la policía del profesor Stern y no con su
hermano.
Giancomo frunció el entrecejo con una expresión pensativa después de
oír que Gabriel estaba realizando su propia investigación.
—Me temo que no puedo decirle nada relevante, excepto que estoy
absolutamente seguro de que la muerte del profesor Stern no tiene nada que
ver con su estancia en Brenzone. Verá, su hermano pasó la mayor parte del
tiempo en el convento.
—¿El convento?
El joven salió de detrás del mostrador.
—Acompáñeme.
Condujo a Gabriel a través del vestíbulo y luego a través de unas
puertas ventanas. Cruzaron la terraza que daba al lago y Giancomo se
detuvo junto a la balaustrada. Un poco más allá, en lo alto de un
promontorio en la orilla del lago, había un castillo con almenas.
—El convento del Sagrado Corazón. En el siglo XIX era un sanatorio.
Las hermanas se hicieron con la propiedad antes de la primera guerra
mundial y han estado allí desde entonces.
—¿Sabe qué hacía mi hermano allí?
—Me temo que no. ¿Por qué no se lo pregunta a la madre Vincenza? Es
la madre superiora. Una mujer encantadora. Estoy seguro de que se sentirá
muy feliz de ayudarlo.
—¿Tiene su número de teléfono?
El recepcionista negó con la cabeza.
—No tienen teléfono. Las hermanas se toman muy en serio su
intimidad.

Dos gigantescos cipreses se levantaban como centinelas a cada lado de


la alta verja de hierro. En el momento en que Gabriel tocaba el timbre, un
viento frío se levantó del lago y sacudió las ramas de los olivos del patio.
Un momento más tarde, apareció un anciano, vestido con un mono con
manchas de tierra. Gabriel le dijo que deseaba hablar con la madre
Vincenza. El viejo asintió y desapareció en el interior. Reapareció al cabo
de un par de minutos, abrió la verja y le indicó a Gabriel que lo siguiera con
un gesto.
La monja esperaba en el vestíbulo. Su rostro ovalado estaba enmarcado
por el hábito gris y blanco. Las gafas de cristal grueso aumentaban su
mirada firme. Cuando Gabriel mencionó el nombre de Benjamin, en su
rostro apareció una amplia sonrisa.
—Sí, por supuesto, lo recuerdo —afirmó. Sujetó la mano de Gabriel—.
Un hombre encantador. Tan inteligente… Disfruté mucho del tiempo que
pasamos juntos.
Gabriel le comunicó la noticia. La madre Vincenza se persignó y
entrelazó las manos debajo de la barbilla. Parecía estar a punto de llorar.
Apoyó una mano en el brazo de Gabriel.
—Venga conmigo. Tiene que contármelo todo.
Las hermanas de Brenzone podían haber hecho voto de pobreza, pero su
convento sin duda ocupaba una de las propiedades más codiciadas de toda
Italia. La sala común donde entró Gabriel era una gran galería rectangular
con el mobiliario colocado en varias áreas separadas. A través de los
grandes ventanales, Gabriel vio la terraza y la balaustrada, y un brillante
trozo de la luna que comenzaba a asomar por encima del lago.
Se sentaron en unas butacas raídas cerca de la ventana. La madre
Vincenza hizo sonar una campanilla, y cuando apareció una joven hermana,
la madre superiora le pidió que les sirviera café. La hermana se alejó con
tanta suavidad y tan silenciosa que Gabriel se preguntó si no llevaría ruedas
debajo del hábito.
Le habló del asesinato de Benjamin, eliminando cuidadosamente
cualquier detalle que pudiera ser demasiado duro para la religiosa que tenía
sentada delante. Incluso así, con cada nueva revelación, la madre Vincenza
exhalaba un sonoro suspiro y se persignaba. Cuando Gabriel terminó el
relato, la madre superiora parecía muy angustiada. La pequeña taza de café
azucarado que le sirvió la silenciosa hermana pareció calmarle los nervios.
—¿Sabía que Benjamin era escritor? —preguntó Gabriel.
—Por supuesto. Ésa fue la razón por la que vino a Brenzone.
—¿Estaba escribiendo un libro?
—Efectivamente.
La madre Vincenza hizo una pausa cuando el jardinero apareció con una
brazada de leña de olivo.
—Gracias, Licio —dijo mientras el viejo dejaba la leña en un cesto
junto a la chimenea y se marchaba—. Si usted es su hermano, ¿cómo es que
no sabe cuál es el tema del libro?
—Por alguna razón, Benjamin se mostró muy reservado con ese
proyecto. No comentó la naturaleza del mismo con sus amigos y familiares.
—Gabriel recordó su conversación con el profesor Berger en Munich—. Ni
siquiera el director del departamento de Benjamin en la Universidad
Ludwig-Maximilian sabía en qué estaba trabajando.
La madre Vincenza pareció aceptar esta explicación porque, después de
considerarla durante unos momentos, manifestó:
—Su hermano estaba trabajando en un libro sobre los judíos que
buscaron refugio en las propiedades de la Iglesia durante la guerra.
Esta vez fue Gabriel quien consideró sus palabras. ¿Un libro sobre los
judíos escondidos en los conventos? Supuso que era posible, pero no
parecía realmente un tema que pudiera interesarle a Benjamín. Tampoco era
una explicación para tanto secreto. Decidió seguir el juego de la madre
superiora.
—¿Qué lo trajo aquí?
La madre Vincenza lo observó por encima del borde de la taza de café.
—Acábese el café —dijo—. Luego le enseñaré por qué su hermano
vino a Brenzone.

Bajaron la empinada escalera de piedra alumbrados con una linterna. La


monja se apoyaba con una mano en el brazo de Gabriel. Al pie de la
escalera, el olor a humedad era muy fuerte, y hacía tanto frío que Gabriel
vio cómo se condensaba su aliento en el aire. Delante se abría un angosto
pasillo con portales en arco a cada lado. Había algo en ese lugar que
recordaba a las catacumbas. Gabriel tuvo la súbita visión de almas en pena
que se movían al borde del haz de luz y que hablaban en susurros.
La madre Vincenza lo precedió por el pasillo y se detuvo delante de
cada uno de los portales para alumbrar el interior de las pequeñas cámaras.
Las paredes rezumaban humedad y el olor del lago era abrumador. A
Gabriel le pareció oír el chapoteo del agua por encima de sus cabezas.
—Este fue el único lugar donde las hermanas creyeron que los
refugiados estarían a salvo —comentó la monja—. Como puede comprobar,
era terriblemente frío en invierno. Mucho me temo que sufrieron
enormemente, sobre todo los niños.
—¿Cuántos había?
—Por lo general, alrededor de una docena. Algunas veces más; algunas
veces menos.
—¿Por qué menos?
—Algunos se marcharon a otros conventos. Una familia intentó entrar
en Suiza, pero en la frontera los sorprendió una patrulla que los entregó a
los alemanes. Me dijeron que habían muerto en Auschwitz. Yo no era más
que una niña durante la guerra, por supuesto. Mi familia vivía en Turín.
—Debió de ser muy peligroso para las mujeres que vivían aquí.
—Sí, mucho. En aquellos días, las bandas fascistas recorrían el país en
busca de judíos. Se pagaban sobornos. Denunciaban a los judíos por dinero.
Cualquiera que los ocultaba sufría terribles represalias. Las hermanas
aceptaron a esas personas a pesar del riesgo que corrían sus vidas.
—¿Por qué lo hicieron?
La madre superiora sonrió con dulzura y le apretó el brazo.
—Hay una gran tradición en la Iglesia, señor Landau. Los sacerdotes y
las monjas siempre se han sentido llamados a amparar a los fugitivos; a
ayudar a quienes han sido acusados injustamente. Las hermanas de
Brenzone ayudaron a los judíos por caridad cristiana, pero también porque
el Santo Padre les pidió que lo hicieran.
—¿El papa Pío ordenó a los conventos que acogieran a los judíos?
La monja lo miró con los ojos muy abiertos.
—Claro que sí. Los conventos, los monasterios, las escuelas, los
hospitales. Todas las instituciones y propiedades recibieron la orden del
Santo Padre de abrir sus puertas a los judíos.
La luz de la linterna de la madre Vincenza iluminó una rata muy gorda y
de brillantes ojos amarillos. Se oyó el rasgar de las patas en las piedras
cuando escapó.
—Muchas gracias, madre Vincenza —dijo Gabriel—. Creo que ya he
visto suficiente.
—Como quiera. —La monja permaneció inmóvil, sin desviar la mirada
del rostro de Gabriel—. No tiene que apenarse por este lugar, señor Landau.
Gracias a las hermanas de Brenzone, las personas que se refugiaron aquí
consiguieron sobrevivir. Éste no es un lugar para llorar. Es un lugar de
alegría, de esperanza.
Al ver que Gabriel no le respondía, la madre Vincenza se volvió y lo
acompañó escaleras arriba. Mientras cruzaban el patio, el viento de la noche
agitó la falda del hábito.
—Dentro de unos minutos nos sentaremos a cenar. Será bienvenido si
quiere compartir la mesa con nosotras.
—Es usted muy amable, pero no quiero molestar. Además, ya he
abusado mucho de su tiempo.
—En absoluto.
Cuando llegaron a la reja, Gabriel se detuvo y se volvió hacia la madre
superiora.
—¿Conoce usted los nombres de las personas que se refugiaron aquí?
—le preguntó de sopetón.
La pregunta pareció sorprender a la monja, quien lo observó durante
unos segundos y luego negó lentamente con la cabeza.
—Mucho me temo que los nombres se perdieron con el paso de los
años.
—Es una pena.
—Sí —admitió la monja, y volvió a menear la cabeza.
—¿Puedo hacerle una última pregunta, madre Vincenza?
—Por supuesto.
—¿El Vaticano le dio permiso para que hablara con Benjamin?
La madre superiora levantó la barbilla en un gesto desafiante.
—No necesito que ningún burócrata de la curia me diga cuándo puedo
hablar y cuándo debo guardar silencio. Sólo mi Dios puede decírmelo, y
Dios me dijo que hablara con su hermano de los judíos de Brenzone.

La hermana Vincenza tenía un pequeño despacho en el segundo piso del


convento, en una bonita habitación con vistas al lago. Cerró la puerta con
llave, luego se sentó a su sencillo escritorio y abrió el primer cajón. Allí,
escondido debajo de una pequeña caja de cartón llena de lápices y clips,
había un teléfono móvil. Técnicamente, iba contra las estrictas normas del
convento tener uno de esos aparatos, pero el hombre del Vaticano le había
asegurado que, dadas las circunstancias, no constituía una violación moral
ni de cualquier otro tipo.
Encendió el teléfono, tal como él le había enseñado, y marcó
cuidadosamente el número de Roma. Después de unos segundos de
silencio, oyó cómo sonaba el teléfono. Eso la sorprendió. Un momento más
tarde, cuando una voz masculina respondió a la llamada, se sorprendió
todavía más.
—Soy la madre Vincenza…
—Sé quién es —dijo el hombre, en tono brusco. Entonces recordó sus
instrucciones de no utilizar nunca nombres por teléfono. Se sintió como una
tonta—. Usted me pidió que lo llamara si alguien venía al convento a
preguntar por el profesor. —Vaciló, a la espera de que él dijera algo, pero el
hombre guardó silencio—. Alguien vino esta tarde.
—¿Dijo cómo se llamaba?
—Landau. Ehud Landau, de Tel Aviv. Afirmó ser el hermano del
hombre.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Quizá se aloje en el viejo hotel.
—¿Puede averiguarlo?
—Sí, supongo que sí.
—Averígüelo, y después vuelva a llamar —ordenó el hombre, y colgó.
La madre Vincenza guardó de nuevo el teléfono en su escondite y cerró
el cajón silenciosamente.

Gabriel decidió pasar la noche en Brenzone y regresar a Venecia a


primera hora de la mañana. Después de dejar el convento, caminó de nuevo
hasta el hotel y alquiló una habitación. La perspectiva de cenar en el
desierto comedor lo deprimió, así que fue caminando a pesar del frío hasta
la orilla del lago y comió pescado en un bonito restaurante lleno de gente
del lugar. El vino blanco era de los viñedos locales y estaba muy frío.
Las imágenes del caso desfilaron por su mente mientras cenaba: la runa
de Odín y la esvástica de tres brazos pintadas en la pared del apartamento;
la sangre en el suelo donde había muerto Benjamin; la persecución del
detective por las calles de Munich; la madre Vincenza cuando lo guiaba por
la escalera hasta el húmedo sótano del convento junto al lago.
Gabriel estaba convencido de que a Benjamin lo había matado alguien
que deseaba silenciarlo. Sólo eso podía explicar por qué había desaparecido
su ordenador y que en su apartamento no quedara ni una sola prueba de que
estuviese escribiendo un libro. Si Gabriel podía reconstruir el libro —o por
lo menos descubrir el tema—, quizá podría identificar a la persona que lo
había asesinado y el motivo. Desafortunadamente, no tenía casi nada; sólo
las palabras de una monja mayor que afirmaba que Benjamin trabajaba en
un libro sobre los judíos que habían buscado refugio en las propiedades de
la Iglesia durante la guerra. En términos generales, no era la clase de tema
que justificara el asesinato de un hombre.
Pagó la cuenta y emprendió el camino de regreso al hotel. Se tomó su
tiempo. Paseó por las tranquilas calles de la vieja ciudad, sin prestar
atención hacia donde iba, y se internó sin pensar por las angostas callejuelas
cuando se las encontraba. Sus pensamientos imitaban su recorrido por
Brenzone. Enfocó instintivamente el problema como si se tratara de una
restauración, como si el libro de Benjamin fuese una pintura que había
sufrido tales daños que sólo quedaba poco más que una tela desnuda con
algunas pinceladas de color y un fragmento del boceto. Si Benjamín
hubiese sido uno de los viejos maestros, Gabriel estudiaría todas sus obras
similares. Analizaría la técnica y las influencias en el momento en que pintó
la obra. En resumen, aprendería todos los detalles posibles del artista, por
mundanos que parecieran, antes de comenzar el trabajo en la tela.
Hasta el momento, Gabriel no había tenido casi nada en lo que basar la
restauración, pero ahora, mientras vagabundeaba por las calles de
Brenzone, advirtió otro detalle sobresaliente.
Por segunda vez en el espacio de dos días, lo seguían.
Dobló la primera esquina y pasó por delante de una hilera de tiendas
cerradas. Miró rápidamente por encima del hombro en el momento en que
un hombre doblaba la esquina. Repitió la maniobra y de nuevo vio a su
perseguidor, una mera sombra en las calles oscurecidas, delgado y
encorvado, ágil como un gato callejero.
Gabriel entró en el vestíbulo a oscuras de un edificio de apartamentos y
oyó cómo el ruido de las pisadas se hacía cada vez más débil hasta
desaparecer del todo. Al cabo de un momento, salió de nuevo a la calle y
emprendió el camino de regreso al hotel. La sombra había desaparecido.

Giancomo seguía a cargo de la recepción cuando Gabriel entró en el


hotel. Deslizó la llave a través del mostrador como si fuese una valiosa
reliquia y le preguntó qué tal había sido la cena.
—Excelente, muchas gracias.
—Quizá mañana por la noche quiera visitar nuestro restaurante.
—Quizá —respondió Gabriel sin comprometerse, mientras recogía la
llave—. Me gustaría ver la factura de Benjamin, sobre todo el registro de
las llamadas. Podría ser útil.
—Sí, me hago cargo, señor Landau, pero me temo que eso sería una
violación de la estricta política de privacidad del hotel. Estoy seguro de que
un hombre como usted lo comprenderá.
Gabriel le señaló que, muerto Benjamin, el interés por salvaguardar su
intimidad, sin duda, no tenía mucho sentido.
—Lo siento, pero la norma se aplica también a los muertos —replicó el
recepcionista—. Claro que, si la policía nos solicitara dicha información,
estaríamos obligados a proporcionársela.
—La información es importante para mí —declaró Gabriel—. Estaría
dispuesto a pagar un recargo para conseguirla.
—¿Un recargo? —Giancomo se rascó la barbilla pensativamente—.
Creo que el recargo sería de unos quinientos euros. —Hizo una pausa para
ver la reacción de Gabriel—. Una tarifa por el procesamiento. Por
adelantado, por supuesto.
—Sí, por supuesto.
Gabriel contó cinco billetes de cien euros y los dejó sobre el mostrador.
Giancomo pasó la mano sobre la superficie y el dinero desapareció.
—Suba a su habitación, señor Landau. Imprimiré la factura y se la
llevaré.
Gabriel subió la escalera hasta su cuarto. Cerró la puerta con llave y
echó el cerrojo antes de acercarse a la ventana y mirar al exterior. El lago
resplandecía con la luz de la luna. No había nadie en la calle, al menos
nadie visible. Se sentó en la cama y comenzó a desnudarse.
Al poco, un sobre apareció por debajo de la puerta y se deslizó sobre el
suelo de ladrillos. Gabriel lo recogió, levantó la solapa y sacó su contenido.
Encendió la lámpara de la mesilla de noche y echó un vistazo a la factura.
Durante sus dos días de estancia en el hotel, Benjamin sólo había hecho tres
llamadas. Dos correspondían al teléfono de su apartamento de Munich,
seguramente para escuchar los mensajes en el contestador automático, y el
tercero a un número de Londres.
Gabriel cogió el teléfono y marcó el número. El contestador respondió a
la llamada: «Ha llamado al despacho de Peter Malone. Lo siento, pero no
puedo atender su llamada. Si quiere dejar un mensaje…».
Gabriel colgó el teléfono.
¿Peter Malone? ¿El reportero de investigación británico? ¿Por qué
Benjamín había llamado al reportero? Gabriel dobló la factura y la metió en
el sobre. Se disponía a guardarlo en el maletín de Ehud Landau cuando
sonó el teléfono.
Tendió la mano para cogerlo, pero vaciló. Nadie sabía que estaba allí,
nadie exceptuando al conserje y al hombre que lo había seguido después de
la cena. Quizá Malone había visto el número y respondía a su llamada. Se
dijo que era mejor saberlo en ese momento que no permanecer en la
ignorancia. Levantó el teléfono, se lo acercó a la oreja y esperó un momento
antes de decir:
—¿Sí?
—La madre Vincenza le ha mentido de la misma manera que le mintió a
su amigo. Busque a la hermana Regina y a Martin Luther. Entonces sabrá la
verdad de lo que ocurrió en el convento.
—¿Quién habla?
—No vuelva. No es seguro para usted aparecer por aquí.
Se oyó un chasquido cuando su interlocutor colgó.
9

GRINDELWALD, SUIZA

El hombre que vivía en el gran chalet a la sombra del Eiger era una
persona muy celosa de su intimidad, incluso para lo que era habitual en las
montañas de la Suiza interior. Se había preocupado en averiguar qué se
comentaba de su persona, y sabía que en los bares y los cafés de
Grindelwald no dejaban de interesarse por descubrir su profesión. Algunos
creían que era un banquero privado de Zurich; otros, que era el propietario
de una empresa química instalada en Zug. También circulaba la teoría de
que pertenecía a una familia rica y que no tenía carrera alguna. Había quien,
sin el menor fundamento, lo señalaba como traficante de armas o
blanqueador de dinero. La muchacha que hacía la limpieza del chalet había
comentado que en la cocina tenía una batería de cobre completa y todo lo
necesario para cocinar. Esa información dio lugar al rumor de que era
cocinero. Este era su rumor favorito. Siempre había creído que, de no haber
abrazado su actual profesión, podría haberse ganado la vida como cocinero.
Las pocas cartas que llegaban a diario a su chalet llevaban el nombre de
Eric Lange. Hablaba el alemán con el acento de la gente de Zurich, pero
con el sonsonete de los nativos de los valles de la Suiza interior. Hacía sus
compras en el supermercado Migros y siempre pagaba en efectivo. No
recibía visitas y, a pesar de ser un hombre apuesto, nunca se lo veía en
compañía de una mujer. A veces se ausentaba durante largas temporadas, y
cuando se le pedía alguna explicación, solía murmurar algo sobre un viaje
de negocios. Cuando se le insistía para que fuese un poco más explícito, sus
ojos grises parecían convertirse en hielo y no había nadie que tuviese el
coraje de continuar con el tema.
Por encima de todo lo demás, parecía un hombre con mucho tiempo
libre. Desde diciembre hasta marzo, cuando la nieve estaba en buenas
condiciones, pasaba la mayor parte de los días en las pistas. Era un
esquiador experto, rápido pero nunca imprudente, con el tamaño y la fuerza
de un esquiador de fondo, y la rapidez y la agilidad de un corredor de
eslalon. Sus prendas de ropa eran caras pero discretas, escogidas
cuidadosamente para desviar la atención más que atraerla. En los telesillas,
era famoso por su silencio. En verano, cuando se derretía todo excepto los
glaciares, salía del chalet todas las mañanas y trepaba por la empinada
ladera del valle. Su cuerpo parecía estar hecho para ese propósito: alto,
fuerte, las caderas estrechas, los hombros anchos, los muslos musculosos y
las pantorrillas con forma de diamantes. Se movía por los senderos rocosos
con la agilidad de un gato salvaje y nunca parecía cansarse.
Por lo general, hacía una pausa al pie del Eiger para beber un trago de la
cantimplora y miraba la cara barrida por el viento. Nunca escalaba; creía
que los hombres que se medían contra el Eiger eran los idiotas más grandes
del mundo. Algunas tardes, desde la terraza del chalet, oía el estruendo de
los rotores de los helicópteros de rescate y algunas veces, con la ayuda de
su telescopio Zeiss, veía los cadáveres de los alpinistas colgados de las
cuerdas, que se balanceaban empujados por el Föhn, el famoso viento del
Eiger. Sentía el mayor de los respetos por la montaña. El Eiger, como el
hombre conocido como Eric Lange, era el asesino perfecto.

Poco antes del mediodía, Lange saltó del telesilla para su último
descenso del día. Al final de la pista, desapareció en un bosquecillo de
pinos y esquió entre las sombras hasta llegar a la puerta trasera del chalet.
Se quitó los esquís y los guantes, y marcó una serie de números en el
teclado sujeto a la pared junto a la puerta. Entró, se quitó la chaqueta y los
pantalones, y colgó los esquís. En el piso de arriba, se duchó y se vistió con
sus prendas de viaje: pantalón de pana, un suéter de cachemira gris oscuro y
botines de ante. Ya tenía preparada la maleta.
Se detuvo delante del espejo para comprobar su aspecto. En los cabellos
rubios descoloridos por el sol se veían algunas canas. Los ojos, de un gris
muy claro, facilitaban el uso de las lentes de contacto. Sus facciones eran
alteradas periódicamente por un cirujano plástico en una discreta clínica de
las afueras de Ginebra. Se colocó unas gafas con montura de concha, luego
se puso gomina en los cabellos y se los peinó hacia atrás. El cambio en su
apariencia era notable.
Se dirigió al dormitorio. Oculta en el armario vestidor había una caja de
seguridad. Marcó la combinacióny abrió la pesada puerta. En el interior
estaban sus herramientas de trabajo: pasaportes falsos, una suma
considerable en diferentes monedas y una colección de armas. Llenó la
cartera con francos suizos y escogió una pistola Stechkin de calibre 9
milímetros, su arma favorita. Guardó el arma en la maleta y cerró la puerta
de la caja de seguridad. Cinco minutos más tarde, se sentó detrás del
volante de su Audi y emprendió viaje hacia Zurich.

En la violenta historia del extremismo político europeo, no se


sospechaba de ningún otro hombre que hubiese derramado más sangre que
el conocido con el apodo de Leopardo. Un asesino profesional que se
alquilaba al mejor postor había practicado su oficio por todo el continente y
había dejado un rastro de cadáveres y destrucción que iba de Atenas a
Londres y de Madrid a Estocolmo. Había trabajado para la Facción del
Ejército Rojo en Alemania Occidental, las Brigadas Rojas en Italia y Action
Directe en Francia. Había matado a un oficial del ejército británico para el
Ejército Republicano Irlandés y a un ministro español para la organización
terrorista ETA. Su relación con los terroristas palestinos había sido larga y
fructífera. Había cometido una serie de secuestros y asesinatos para Abu
Jihad, el subcomandante de la OLP, y había matado para el fanático
disidente palestino Abu Nidal. Se creía que el Leopardo había sido la mente
maestra detrás de los ataques simultáneos en los aeropuertos de Roma y
Viena en diciembre de 1985, que habían dejado un saldo de diecinueve
personas muertas y ciento veinte heridos. Habían pasado nueve años desde
el que se suponía su último ataque, el asesinato de un empresario francés.
Algunas personas dentro de la comunidad de los servicios de seguridad e
inteligencia europeos estaban convencidas de que el Leopardo estaba
muerto, de que había sido asesinado en una reyerta con alguno de sus
antiguos empleadores. Otros incluso dudaban de que hubiese existido
alguna vez.

Ya era de noche cuando Eric Lange llegó a Zurich. Aparcó el coche en


una calle un tanto desagradable al norte de la estación ferroviaria y caminó
hasta el hotel St. Gotthard, a un paso de Bahnhofstrasse. Allí tenía
reservada una habitación. La ausencia de equipaje no sorprendió al
recepcionista. Debido a su ubicación y a la fama de lugar de la máxima
discreción, el hotel era usado a menudo para reuniones de negocios
demasiado confidenciales incluso para que se realizaran en los despachos
de un banco privado. Se rumoreaba que el propio Hitler se alojaba en el St.
Gotthard cuando acudía a Zurich para entrevistarse con sus banqueros
suizos.
Lange subió en el ascensor hasta la habitación. Cerró las cortinas y
dedicó unos minutos a reordenar el mobiliario. Colocó una butaca en el
centro de la habitación, de cara a la puerta, y delante de la silla, una mesa de
centro redonda. Sobre la mesa dejó dos objetos: una linterna pequeña pero
muy potente y la Stechkin. Luego se sentó y apagó las luces. La oscuridad
era absoluta.
Bebió un decepcionante vino tinto del minibar mientras esperaba la
llegada de su cliente. Una de las condiciones de sus citas era que nunca
trataba con intermediarios o correos. Si un hombre quería sus servicios,
debía tener el coraje de presentarse él mismo en persona y dar la cara.
Lange insistía en esto no por una cuestión de orgullo, sino para su propia
protección. Sus servicios costaban tanto que sólo se los podían permitir los
hombres muy ricos, hombres expertos en el arte de la traición, hombres que
sabían cómo hacer que otros pagaran por sus pecados.
A las ocho y cuarto, la hora exacta fijada por Lange, llamaron a la
puerta. Lange empuñó la pistola con una mano, sujetó la linterna con la otra
y le dio a su visitante permiso para entrar en la habitación en tinieblas.
Cuando la puerta se cerró de nuevo, encendió la linterna. El haz de luz
alumbró a un hombre pequeño, bien vestido, casi setentón, con los cabellos
grises cortados como un fraile. Lange lo conocía: era el general Carlo
Casagrande, el antiguo jefe de la brigada antiterrorista de los carabinieri y
ahora guardián de todos los asuntos secretos del Vaticano. Cuántos de los
antiguos enemigos del general pagarían fortunas por estar ahora en la
posición de Lange, con una pistola apuntando al famoso Casagrande,
verdugo de la Brigate Rossa, salvador de Italia. Las Brigadas habían
intentado matarlo, pero Casagrande había vivido en la clandestinidad
durante la guerra, de búnker en búnker, de cuartel en cuartel. En cambio,
habían matado a su esposa y a su hija. El viejo general nunca había vuelto a
ser el mismo después de aquello, lo que explicaba por qué estaba ahora allí,
en una habitación a oscuras en un hotel de Zurich, para contratar a un
asesino profesional.
—Esto parece un confesonario —comentó Casagrande en italiano.
—De eso se trata —replicó Lange en el mismo idioma—. Puede
arrodillarse si eso lo hace sentirse más cómodo.
—Creo que seguiré de pie.
—¿Ha traído el expediente?
Casagrande le mostró el maletín. Lange adelantó la pistola para que el
hombre del Vaticano la viera. El general se movió con la lentitud de un
hombre que lleva una bomba de gran potencia. Abrió el maletín, sacó un
sobre grande y lo dejó sobre la mesa de centro. Lange lo recogió con la
mano de la pistola y vació el contenido sobre su regazo. Al cabo de un
momento, miró a su visitante.
—Me ha decepcionado. Esperaba que el motivo de su visita fuera
pedirme que matara al papa.
—Lo hubiese hecho, ¿verdad? Hubiese asesinado a su papa.
—No es mi papa, pero la respuesta a su pregunta es sí, lo habría matado.
Si me hubiesen contratado a mí, en lugar de a aquel turco maniático, el
polaco hubiese muerto aquella tarde en San Pedro.
—Entonces supongo que debo estar agradecido de que el KGB no lo
contratara. Dios sabe que usted ha hecho otros muchos trabajos sucios para
ellos.
—¿El KGB? No lo creo, general, ni tampoco usted. El KGB no sentía
ningún aprecio por el polaco, pero no fueron tan tontos como para querer
matarlo. Usted tampoco cree que fuera el KGB. Por lo que he oído, usted
cree que la conspiración para matar al papa la urdieron mucho más cerca,
dentro de la propia Iglesia. Por eso, los hallazgos de su investigación se
mantuvieron en secreto. La perspectiva de revelar la verdadera identidad de
los conspiradores representaba un riesgo demasiado grande para todas las
partes. También era conveniente seguir apuntando con el dedo de una
acusación sin fundamentos hacia el este, hacia Moscú, los verdaderos
enemigos del Vaticano.
—Los días en que arreglábamos nuestras diferencias con el asesinato de
los papas acabaron en la Edad Media.
—Por favor, general, esas declaraciones son indignas de un hombre de
su inteligencia y conocimientos. —Lange dejó el expediente sobre la mesa
—. Los vínculos entre ese hombre y el profesor judío son demasiado
fuertes. No lo haré. Busque a algún otro.
—No hay nadie más como usted. Tampoco dispongo de tiempo para
encontrar otro candidato adecuado.
—Entonces tendrá que pagar.
—¿Cuánto?
—Quinientos mil, por adelantado.
—Es un poco excesivo, ¿no le parece?
—No.
Casagrande hizo ver que lo pensaba y luego asintió.
—Después de que lo mate, quiero que revise su despacho y retire
cualquier material que lo vincule con el profesor o el libro. También quiero
que me traiga su ordenador. Lleve los objetos a Zurich y déjelos en la
misma caja de seguridad donde dejó el material de Munich.
—Transportar el ordenador de un hombre al que acabas de asesinar no
es algo muy prudente para un asesino.
Casagrande puso los ojos en blanco.
—¿Cuánto?
—Otros cien mil.
—Hecho.
—Cuando vea que el dinero ha sido depositado en mi cuenta, actuaré
contra el objetivo. ¿Hay una fecha límite?
—Ayer.
—Entonces tendría que haber venido hace dos días.
Casagrande se volvió sin decir palabra y salió de la habitación. Eric
Lange apagó la linterna y se quedó en la oscuridad con la copa de vino.

Casagrande caminó por Bahnhofstrasse, azotado por el viento que


soplaba del lago. Sentía el ardiente deseo de arrodillarse en un confesonario
y descubrir sus pecados a un sacerdote. Pero no podía. Según las normas del
Instituto, sólo podía confesarse con un sacerdote que fuese miembro de la
hermandad. Debido a la muy especial naturaleza del trabajo de Casagrande,
su confesor no era otro que el cardenal Marco Brindisi.
Llegó a Talstrasse, una calle tranquila con casas de piedra gris y
modernos edificios de oficinas. Casagrande caminó unos pocos pasos y se
detuvo delante de una puerta muy sencilla. En la pared, junto a la entrada,
había una placa de latón:

BECKER & PUHL


BANQUEROS PRIVADOS
TALSTRASSE, 26

Junto a la placa había un botón que Casagrande apretó con el pulgar.


Miró la lente de la cámara de seguridad sujeta en el dintel y después desvió
la mirada. Un segundo más tarde, se oyó el ruido de los cerrojos y
Casagrande entró en un pequeño recibidor.
Herr Becker lo esperaba. Impoluto, nervioso y calvo, Becker era famoso
por su absoluta discreción, incluso en un mundo tan secreto como el de
Talstrasse. El intercambio de información que tuvo lugar fue breve y, en
gran medida, una formalidad innecesaria.
Casagrande y Becker se conocían y habían tenido tratos desde hacía
años, aunque Becker no tenía idea de quién era Casagrande ni de dónde
provenía su dinero. Como de costumbre, Casagrande tuvo que hacer un
esfuerzo para escuchar las palabras de Becker porque su voz apenas si era
poco más que un susurro, incluso en una conversación normal. Mientras lo
seguía por el pasillo hasta la cámara acorazada, los zapatos Bally de Becker
no hacían el menor ruido cuando pisaban el brillante suelo de mármol.
Entraron en una cámara sin ventanas, vacía de cualquier mobiliario
excepto una mesa. Herr Becker dejó solo a Casagrande y regresó al cabo de
menos de un minuto con una caja de seguridad.
—Déjela sobre la mesa cuando haya terminado —dijo el banquero—.
Estaré al otro lado de la puerta por si necesita algo más.
El banquero suizo salió. Casagrande se desabrochó el abrigo y abrió el
falso forro. Ocultos en el interior había varios gruesos fajos de billetes,
cortesía de Roberto Pucci. El italiano guardó los fajos en la caja.
Casagrande llamó a Herr Becker en cuanto terminó. El pequeño
banquero suizo lo acompañó hasta la puerta y le deseó buenas noches.
Mientras Casagrande caminaba hacia Bahnhofstrasse, se descubrió a sí
mismo recitando las conocidas y reconfortantes palabras del acto de
contrición.
10

VENECIA

Gabriel regresó a Venecia a primera hora de la mañana siguiente. Dejó


el Opel en el aparcamiento junto a la estación de trenes y tomó una lancha
taxi para ir a la iglesia de San Zaccaria. Entró sin saludar a ninguno de los
otros miembros del equipo, subió al andamio y se ocultó detrás de la lona.
Después de una ausencia de tres días, la Virgen y Gabriel volvían a ser unos
extraños, pero con el paso de las horas se sintieron de nuevo cómodos con
la presencia del otro. Como siempre, ella lo había cubierto con un manto de
paz, y la concentración requerida por el trabajo apartó la investigación de la
muerte de Benjamín a un discreto rincón de su mente.
Hizo una pausa para cargar la paleta. Por un momento, su mente dejó el
Bellini y regresó a Brenzone. Después de tomar el desayuno en el hotel,
había ido hasta el convento y tocado el timbre en la reja para llamar a la
madre Vincenza. Cuando ésta apareció, Gabriel le preguntó si podía hablar
con la hermana Regina. El rostro de la madre superiora enrojeció
visiblemente, y le explicó que no conocía a nadie en el convento con ese
nombre. A la pregunta de si alguna vez habían tenido una hermana Regina
en el convento, la madre Vincenza negó con la cabeza y le sugirió al señor
Landau que respetara el aislamiento del convento y no volviera nunca más.
Sin decir ni una palabra más, cruzó el patio y desapareció en el monasterio.
Gabriel vio a Licio, el jardinero, que podaba una parra en una espaldera.
Cuando intentó llamarlo, el viejo miró en su dirección y luego se apresuró a
perderse entre las sombras del jardín. En aquel momento, Gabriel llegó a la
conclusión de que había sido Licio quien lo había seguido por las calles de
Brenzone la noche anterior y, también, quien había hecho la llamada
anónima al hotel. Era evidente que el viejo estaba asustado. Gabriel decidió
que, al menos por el momento, no haría nada que pudiera empeorar la
situación de Licio. En cambio, se concentraría en el convento. Si la madre
Vincenza decía la verdad —que los judíos habían encontrado refugio en el
convento durante la guerra—, entonces, en algún lugar tendría que haber un
registro.
En el viaje de regreso a Venecia, tuvo la molesta sensación de que lo
seguía un Lancia gris, por lo que salió de la autopista en Verona para entrar
en el centro histórico de la ciudad, donde realizó una serie de maniobras de
manual para despistar al perseguidor. En Padua repitió las maniobras.
Media hora más tarde, cuando circulaba por la calzada hacia Venecia, tenía
la certeza de que iba solo.
Trabajó en el retablo durante la tarde hasta que anocheció. A las siete,
salió de la iglesia y fue hasta el despacho de Francesco Tiepolo en San
Marco, y lo encontró sentado delante de la gran mesa de roble que utilizaba
como escritorio, muy ocupado con el papeleo. Tiepolo era uno de los
grandes restauradores, pero hacía años que había dejado los pinceles para
centrarse en dirigir su muy próspero taller de restauración. Cuando Gabriel
entró en el despacho, Tiepolo le sonrió a través de su enmarañada barba
negra. En las calles venecianas, eran muchos los turistas que lo confundían
con Luciano Pavarotti.
Mientras tomaban una copa de ripasso, Gabriel le comunicó la noticia
de que debía marcharse de nuevo por unos pocos días para ocuparse de un
asunto personal. Tiepolo enterró el rostro entre las manos y murmuró una
ristra de maldiciones italianas antes de mirarlo, frustrado.
—Mario, está previsto que la venerable iglesia de San Zaccaria abra sus
puertas al público dentro de seis semanas. Si no fuera así, restaurada a su
gloria original, los superintendentes me llevarán a los calabozos del palacio
del Dogo y me arrancarán las tripas. ¿Me he explicado con claridad? Si no
acabas el Bellini, hundirás mi reputación.
—Estoy muy cerca, Francesco. Sólo necesito solucionar unos asuntos
personales.
—¿Qué clase de asuntos?
—Una muerte en la familia.
—¿En serio?
—No hagas más preguntas, Francesco.
—Haz lo que tengas que hacer, Mario. Pero deja que te diga una cosa.
Si creo que el Bellini corre peligro de no estar acabado en la fecha prevista,
no me quedará más alternativa que retirarte del proyecto y dárselo a
Antonio.
—Antonio no está capacitado para restaurar el retablo, y tú lo sabes.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Restaurarlo yo mismo? No me dejas
ninguna opción.
El enfado de Tiepolo no tardó en disiparse, como ocurría casi siempre, y
se sirvió un poco más de ripasso en su copa vacía. Gabriel miró la pared
detrás del escritorio de Tiepolo. Entre las fotos de las iglesias y las scuolas
restauradas por el taller de Tiepolo había una imagen curiosa: el propio
Tiepolo paseando por los jardines del Vaticano, en compañía nada menos
que del papa Pablo VII.
—¿Has tenido una audiencia privada con el papa?
—No fue una audiencia, sino algo mucho más informal.
—¿Me lo podrías explicar?
Tiepolo miró los papeles y comenzó a moverlos sin saber muy bien qué
hacer con ellos. No hacía falta ser un interrogador preparado para llegar a la
conclusión de que prefería no contestar a la pregunta de Gabriel.
Finalmente, decidió contárselo a su amigo.
—No es algo que menciono con frecuencia, pero el Santo Padre y yo
somos buenos amigos.
—Vaya.
—El Santo Padre y yo trabajamos muy unidos durante los años en que
fue patriarca de Venecia. La verdad es que es todo un historiador del arte.
Solíamos tener unas discusiones tremendas. Ahora nos llevamos muy bien.
Voy a Roma a cenar con él por lo menos una vez al mes. El insiste en
cocinar. Su especialidad son los espaguetis con atún, pero le echa tanta
paprika que nos pasamos el resto de la noche sudando. ¡Ese hombre es un
guerrero! ¡Un sádico culinario!
Gabriel sonrió y se levantó, dispuesto a marcharse.
—No me dejarás colgado, ¿verdad, Mario?
—¿A un amigo de il papa? Por supuesto que no. Ciao, Francesco. Te
veré dentro de un par de días.

El viejo gueto tenía el aspecto de un desierto: no había niños jugando en


el campo, ni ancianos sentados en el café, y desde los edificios de
apartamentos no llegaba ningún sonido de vida. Gabriel vio luces
encendidas a través de unas pocas ventanas y, por un instante fugaz, olió la
carne y las cebollas que freían en aceite de oliva, pero la sensación que
tenía era la de un hombre que regresa a su casa y se encuentra con una
ciudad fantasma, un lugar donde había casas y tiendas, pero cuyos
habitantes habían desaparecido hacía mucho tiempo.
La panadería donde se había reunido con Shamron estaba cerrada.
Caminó unos pocos metros más, hasta el número 2899. La pequeña placa
atornillada en la puerta decía COMUNITÀ EBRAICA DI VENEZIA. Gabriel tocó
el timbre y, un momento más tarde, una voz de mujer respondió por el
interfono:
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarlo?
—Me llamo Mario Delvecchio. Tengo una cita con el rabino.
—Un momento, por favor.
Gabriel se volvió para mirar la plaza. El momento se alargó a dos y
luego a tres. Había guerra en los territorios. Todo el mundo estaba inquieto.
La seguridad había aumentado considerablemente en las comunidades
judías de toda Europa. Hasta ahora, Venecia se había librado, pero en Roma
y otras ciudades de Francia y Austria se habían producido ataques
vandálicos contra las sinagogas y los cementerios, y habían atacado a los
judíos en las calles. Los periódicos hablaban de la peor oleada de
antisemitismo en el continente desde la segunda guerra mundial. En
momentos como ésos, Gabriel aborrecía el hecho de tener que ocultar ser
judío.
Finalmente, se oyó un zumbido y luego el chasquido de la cerradura.
Abrió la puerta y se encontró con un pasillo en penumbra. Al final había
otra puerta. Cuando Gabriel se acercó, también se abrió automáticamente.
Entró en una habitación pequeña y abarrotada. Debido al aspecto de
abandono del gueto, se había preparado para encontrarse con una versión
italiana de Frau Ratzinger, una anciana de armas tomar envuelta con la capa
negra de la viudez. En cambio, para su gran sorpresa, lo recibió una mujer
alta y bella de unos treinta años. Sus cabellos oscuros y rizados tenían
reflejos cobrizos y castaños. Apenas contenidos por una pinza en la nuca, se
desbordaban por encima de unos hombros atléticos. Sus ojos eran color
caramelo con motitas doradas. Sus labios parecían esforzarse por reprimir
una sonrisa. Parecía ser muy consciente del efecto que su aspecto producía
en el visitante.
—El rabino está en la sinagoga para el Ma’ariv. Me pidió que le hiciera
compañía hasta que vuelva. Soy Chiara. Acabo de preparar café. ¿Quiere
una taza?
—Gracias.
Cogió una cafetera exprés, sirvió una taza, le añadió azúcar sin
preguntarle si quería y se la dio a Gabriel. Cuando la cogió, ella se fijó en
las manchas de pintura en los dedos. Había ido al gueto directamente desde
el despacho de Tiepolo y no había tenido tiempo de limpiarse las manos a
fondo.
—¿Es usted pintor?
—Soy restaurador.
—Un trabajo fascinante. ¿En qué está trabajando ahora?
—En el proyecto de San Zaccaria.
—Ah, una de mis iglesias favoritas. —Sonrió—. ¿Cuál de las pinturas?
¿No será el Bellini?
Gabriel asintió.
Debe de ser muy bueno.
—Podríamos decir que Bellini y yo somos viejos amigos —respondió
Gabriel modestamente—. ¿Cuántas personas asisten a las oraciones
vespertinas?
—Por lo general, sólo un puñado de los hombres mayores. Algunas
veces son más, otras menos. Hay noches en las que el rabino está solo en la
sinagoga. Está firmemente convencido de que el día en que deje de decir las
oraciones vespertinas será el día en que desaparecerá esta comunidad.
En aquel momento, el rabino entró en la habitación. Una vez más,
Gabriel se sorprendió al ver que era un hombre relativamente joven. Sólo
tenía unos pocos años más que él, y se lo veía fuerte y enérgico, con una
abundante cabellera plateada debajo del sombrero negro y la barba
recortada. Estrechó la mano de Gabriel con entusiasmo al tiempo que lo
observaba a través de sus gafas de montura metálica.
—Soy el rabino Zolli. Espero que mi hija se haya comportado como una
buena anfitriona durante mi ausencia. Me temo que ha pasado demasiado
tiempo en Israel en los últimos años y el resultado haya sido la pérdida de
sus modales.
—Ha sido muy amable, pero no mencionó que era su hija.
—¿Se da cuenta? Siempre dispuesta a las travesuras. —El rabino se
volvió hacia su hija—. Ve a casa, Chiara. Haz compañía a tu madre. No
tardaremos mucho. Vamos, señor Delvecchio. Creo que estaremos más
cómodos en mi despacho.
La joven se puso el abrigo y miró a Gabriel.
—Me interesa mucho la restauración artística. Me encantaría ver el
Bellini. ¿Le importa si paso en algún momento para ver su trabajo?
—Ya está otra vez —se quejó el rabino—. Tan directa. Nada de
modales.
—Me encantará enseñarle el retablo. La llamaré cuando sea el
momento.
—Me encontrará aquí a cualquier hora. Ciao.
El rabino Zolli condujo a Gabriel a un despacho donde las estanterías
apenas si podían con el peso de los libros. Su colección de libros judaicos
era impresionante, y la variedad de idiomas representados en los títulos
indicaba que, como Gabriel, era políglota. Se sentaron en dos butacas de
diferentes modelos y el rabino reanudó la conversación en el punto donde la
habían dejado.
—Su mensaje decía que le interesaría hablar de los judíos que buscaron
refugio durante la guerra en el convento del Sagrado Corazón de Brenzone.
—Así es.
—Me pareció interesante que planteara la pregunta de esa manera.
—¿Por qué?
—Porque he dedicado mi vida a estudiar y preservar la historia de los
judíos en esta parte de Italia, y nunca he visto ni una sola prueba de que a
los judíos se les proporcionara santuario en dicho convento. Al contrario,
las pruebas señalan que allí rechazaron a los judíos que acudieron a pedir
refugio.
—¿Está usted absolutamente seguro de eso?
—Tan seguro como se puede estar en una situación como ésta.
—Una monja del convento me dijo que una docena o más de judíos se
habían refugiado allí durante la guerra. Incluso me mostró las habitaciones
en el sótano donde se alojaron.
—¿Cuál es el nombre de esa buena mujer?
—Madre Vincenza.
—Me temo que la madre Vincenza esté en un error o, todavía peor, que
haya intentado engañarlo deliberadamente, aunque vacilaría en formular tal
acusación contra una mujer de fe.
Gabriel recordó la llamada nocturna a su habitación en el hotel de
Brenzone: «La madre Vincenza le ha mentido de la misma manera que le
mintió a su amigo».
El rabino se inclinó hacia adelante y apoyó una mano sobre el brazo de
Gabriel.
—Dígame, señor Delvecchio, ¿qué interés tiene usted por este asunto?
¿Es académico?
—No, es personal.
—¿Me permite que le haga una pregunta personal? ¿Es usted judío?
Gabriel vaciló durante un momento y luego respondió con la verdad.
—¿Cuánto sabe usted de lo que ocurrió aquí durante la guerra? —
preguntó el rabino.
—Me avergüenza decir que mi conocimiento es mucho menor de lo que
debería ser, rabino Zolli.
—Créame, estoy acostumbrado. —Sonrió afectuosamente—.
Acompáñeme. Hay algo que debe ver.
Cruzaron la plaza a oscuras y se detuvieron delante de lo que parecía ser
otro edificio de apartamentos. A través de una de las ventanas, Gabriel vio a
una mujer que preparaba la cena en una cocina pequeña. En la otra
habitación, un trío de ancianas miraban la televisión. Entonces vio el cartel
encima de la puerta: CASA ISRAELITICA DI RIPOSO. El edificio era una
residencia para judíos.
—Lea la placa —dijo el rabino, y encendió una cerilla.
Era un recuerdo a los judíos venecianos detenidos y deportados por los
alemanes durante la guerra. El rabino apagó la cerilla con una sacudida de
la mano y miró a través de la ventana a los viejos judíos.
—En septiembre de 1943, no mucho después de la caída del régimen de
Mussolini, el ejército alemán ocupó toda la península italiana excepto un
pequeño territorio en el sur. En cuestión de días, el presidente de la
comunidad judía de Venecia recibió una orden de las SS: entregue una lista
de todos los judíos que todavía viven en Venecia o aténgase a las
consecuencias.
—¿Qué hizo él?
—Prefirió suicidarse antes que obedecer. Con su suicidio, alertó a la
comunidad de que se acababa el tiempo. Centenares huyeron de la ciudad.
Muchos buscaron refugio en los conventos y los monasterios del norte, o en
las casas de italianos. Unos pocos intentaron cruzar la frontera suiza, pero
los rechazaron.
—¿Alguno se refugió en Brenzone?
—No tengo ni una sola prueba de que a algún judío de Venecia, o de
cualquier otra parte, se le diera refugio en el convento del Sagrado Corazón.
Más aún, en nuestros archivos hay una declaración escrita de una familia de
esta comunidad que pidió refugio en Brenzone y le fue denegado.
—¿Quiénes se quedaron en Venecia?
—Los viejos, los enfermos, los pobres que no tenían medios para viajar
o pagar sobornos. La noche del 5 de diciembre, la policía italiana y las
bandas fascistas entraron en el gueto para hacer el trabajo de los alemanes.
Arrestaron a ciento sesenta y tres judíos. Aquí, en la Casa di Riposo,
sacaron a los viejos de las camas y los cargaron en camiones. Primero los
enviaron a un campo de internamiento en Fossoli. Luego, en febrero, los
transfirieron a Auschwitz. No hubo supervivientes.
El rabino cogió a Gabriel por el codo y juntos caminaron lentamente
alrededor de la plaza.
—A los judíos de Roma los habían detenido dos meses antes. A las
cinco y media de la mañana del 16 de octubre, más de trescientos alemanes
asaltaron el gueto en medio de una lluvia torrencial: eran policías de las SS,
junto con una unidad de las Calaveras de la Waffen SS. Fueron casa por
casa, sacaron a los judíos de las camas y los hicieron subir a los camiones.
Luego los llevaron a un centro de detención provisional en los cuarteles del
Collegio Militare, a poco menos de un kilómetro del Vaticano. A pesar de la
horrible naturaleza de su trabajo de aquella noche, algunos de los hombres
de las SS querían ver la cúpula de la gran basílica, así que el convoy cambió
su ruta. Mientras pasaban por la plaza de San Pedro, los aterrorizados judíos
suplicaron al papa desde los camiones que los salvara. Todos los
testimonios sugieren que el pontífice sabía muy bien lo que estaba
sucediendo en el gueto aquella mañana. Después de todo, estaba pasando
delante mismo de sus ventanas. Pero no levantó ni un dedo para ayudarlos.
—¿Cuántos?
—Más de mil aquella noche. Dos días después de la redada, a los judíos
de Roma los cargaron en vagones en la estación Tiburtina para el viaje
hacia el este. Cinco días más tarde, mil sesenta murieron en las cámaras de
gas de Auschwitz y Birkenau.
—Sin embargo, muchos sobrevivieron, ¿no es así?
—Por asombroso que parezca, cuatro quintas partes de los judíos
italianos sobrevivieron a la guerra. En el momento en que los alemanes
ocuparon Italia, miles de judíos buscaron y obtuvieron refugio en los
conventos y los monasterios, además de los hospitales y los colegios
católicos. Otros miles más fueron acogidos por otros italianos. Adolf
Eichmann declaró en su juicio que cada judío italiano que había sobrevivido
a la guerra le debía la vida a un italiano.
—¿Fue por una orden del Vaticano? ¿La madre Vincenza dijo la verdad
cuando me mencionó la directiva papal?
—Eso es lo que la Iglesia quiere que creamos, pero me temo que no hay
pruebas que sugieran que el Vaticano cursara instrucciones a las
instituciones de la Iglesia para que ofrecieran refugio y consuelo a los
judíos que escapaban de las redadas. En realidad, sí hay evidencias que
indicarían que el Vaticano nunca dio dicha orden.
—¿Qué clase de evidencias?
—Hay numerosos ejemplos de judíos que buscaron refugio en las
propiedades de la Iglesia y fueron rechazados. A otros se les dijo que
debían convertirse al catolicismo si querían quedarse. Si el papa hubiese
dado la orden de abrir las puertas a los judíos, ni un solo cura ni monja se
hubiese atrevido a desobedecerlo. Los católicos italianos que salvaron a los
judíos lo hicieron por bondad y compasión, no porque actuaran de acuerdo
con las órdenes de su sumo pontífice. Si hubiesen esperado una directiva
papal para actuar, creo que muchísimos más judíos italianos hubieran
muerto en Auschwitz y Birkenau. No hubo tal directiva. Todavía más, a
pesar de las reiteradas apelaciones de los aliados y los líderes judíos de todo
el mundo, el papa Pío nunca dijo ni una palabra en contra del asesinato
masivo de los judíos europeos.
—¿Por qué no? ¿Por qué guardó silencio?
El rabino levantó las manos en un gesto de impotencia.
—Afirmó que, debido a que la Iglesia era universal, no podía tomar
partido por ninguno de los bandos, ni siquiera contra una fuerza
absolutamente perversa como la Alemania nazi. Si condenaba las
atrocidades de Hitler, declaró Pío, también tendría que haber condenado
cualquier atrocidad cometida por los aliados. Manifestó que si hubiese
hablado, sólo habría servido para empeorar la situación de los judíos,
aunque resulta difícil imaginar qué puede ser peor que el asesinato de seis
millones de personas. También se veía a sí mismo como un hombre de
Estado y un diplomático, un partícipe de los asuntos europeos. Quería ser
quien consiguiera un acuerdo negociado que mantuviera a una Alemania
fuerte y anticomunista en el corazón de Europa. Yo tengo mis propias
teorías al respecto.
—¿Cuáles son?
—A pesar de sus manifestaciones públicas de amor por el pueblo judío,
me temo que le importábamos muy poco a su santidad. Recuerde que fue
educado en una confesión que predicaba el antisemitismo como doctrina.
Equiparaba a los judíos con el bolchevismo y resucitó todos los viejos
odios, incluido aquel de que a los judíos sólo les interesaba lo material.
Durante los años treinta, cuando era secretario de Estado, los periódicos
oficiales vaticanos publicaban la misma basura antisemita que se leía en
Der Stürmer. Un artículo en La Civiltá Cattolica llegó a discutir la
posibilidad de acabar con los judíos a través del aniquilamiento. En mi
opinión, Pío probablemente consideraba que los judíos estaban recibiendo
lo que se merecían. ¿Por qué iba a arriesgarse él, y sobre todo a su Iglesia,
por unas personas a las que tenía por culpables del crimen más grave de la
historia, el asesinato de Jesucristo?
—En ese caso, ¿por qué tantos judíos manifestaron su agradecimiento al
papa después de la guerra?
—Los judíos que se quedaron en Italia estaban más interesados en
llevarse bien con los cristianos que no en plantear preguntas molestas sobre
el pasado. En 1945, prevenir otro holocausto era mucho más importante que
descubrir la verdad. Para los que quedaban de la comunidad, fue una simple
cuestión de supervivencia.
Gabriel y el rabino Zolli llegaron de nuevo al punto de partida, la Casa
Israelitica di Riposo, y una vez más miraron juntos a través de la ventana a
los viejos judíos sentados delante del televisor.
—¿Cómo era aquello que dijo Jesucristo? ¿«Lo que sea que hagas, al
menos importante de mis hermanos»? Mírenos ahora, la comunidad judía
más antigua de Europa, reducida a esto. Unas pocas familias, unos cuantos
ancianos muy enfermos, muy cerca de la muerte, como para marcharse. La
mayoría de las noches digo sólo las plegarias vespertinas. Incluso el sabbat,
sólo somos un puñado los que asistimos. La mayoría son personas que
vienen a visitar Venecia.
El rabino se volvió para mirar atentamente el rostro de Gabriel, como si
pudiese ver las reveladoras huellas de una infancia vivida en un
asentamiento agrícola en el valle de Jezrael.
—¿Cuál es su interés en todo este asunto, señor Delvecchio? Antes de
responder a la pregunta, por favor, procure recordar que está hablando con
un rabino.
—Mucho me temo que ésa entra en la categoría de las preguntas
molestas que es mejor no formular.
—Ya lo suponía. Sólo recuerde una cosa: la gente tiene mucha memoria
en esta parte del mundo y, ahora mismo, las cosas no están bien. La guerra,
los terroristas suicidas… Quizá no sea demasiado prudente agitar el
avispero. Así que vaya con cuidado, amigo mío. Por todos nosotros.
11

ROMA

L’Eau Vive era uno de los pocos lugares de Roma donde Carlo
Casagrande se sentía tranquilo sin un guardaespaldas. Ubicado en la
angosta Via Monterone, cerca del Panteón, la entrada sólo estaba señalada
por dos farolas de gas. Cuando Casagrande entró, se encontró de frente con
una gran estatua de la Virgen María. Una mujer lo saludó afectuosamente
llamándolo por el nombre, y se hizo cargo de su abrigo y de su sombrero.
Tenía la piel color café y vestía el traje típico de las mujeres de Costa de
Marfil. Como todas las empleadas de L’Eau Vive, era miembro de las
Misioneras de la Inmaculada Concepción, un grupo de legas vinculado a las
carmelitas. La mayoría eran de Asia y África.
—Su invitado lo espera, señor Casagrande. —Su italiano era fluido,
aunque con mucho acento—. Por aquí, por favor.
La humildad de la entrada sugería un comedor oscuro con sólo un
puñado de mesas, pero el salón era grande y abierto con las paredes
pintadas de blanco y un techo muy alto de vigas de madera. Como era
habitual, no había ni una sola mesa libre, aunque, a diferencia de los demás
restaurantes romanos, la clientela era únicamente masculina, y casi todos
pertenecían al Vaticano. Casagrande vio por lo menos a cuatro cardenales.
Muchos de los otros sacerdotes parecían curas normales, pero el ojo experto
de Casagrande divisó las cadenas de oro que distinguían a los obispos y los
cordoncillos púrpuras de los monsignori. Además, un sacerdote normal no
podía permitirse comer allí, a menos que recibiera la asignación de una
familia acomodada. Incluso el modesto salario vaticano de Casagrande
hubiese sufrido las consecuencias de una comida en L’Eau Vive. Sin
embargo, la cena de ese día era una cuestión de trabajo y la factura la
pagaría su bien provista cuenta de gastos.
Las conversaciones casi cesaron del todo cuando Casagrande cruzó el
comedor para ir a sentarse a su mesa de costumbre en un rincón. El motivo
era sencillo. Una parte de su trabajo era hacer que se cumpliera el estricto
código de silencio del Vaticano. L’Eau Vive, a pesar de la fama de su
discreción, era uno de los mentideros favoritos de la curia. Se conocían
casos de más de un periodista emprendedor que se había vestido con una
sotana y había reservado una mesa en el restaurante para pillar algún
valioso cotilleo de los escándalos vaticanos.
Achille Bartoletti se levantó al ver aparecer a Casagrande. Era veinte
años más joven que el general, y estaba en la cumbre de su poder personal y
profesional. Su traje era discreto e impecable, su rostro bronceado, su
apretón de manos firme y de la duración exacta. Las canas en las sienes le
daban un toque de madurez sin envejecerlo. La boca pequeña y los dientes
pequeños y desiguales insinuaban una veta cruel que Casagrande sabía que
no estaba muy lejos de ser verdad. Había muy poco que el jefe de la
seguridad vaticana no supiera de Achille Bartoletti. Se trataba de un hombre
que había estado dedicado por completo a progresar en su carrera. Había
mantenido la boca cerrada, evitado las controversias, se había adjudicado
los éxitos ajenos y se había distanciado de los fracasos de los demás. De
haber sido miembro de la curia en lugar de un policía secreto,
probablemente ahora sería papa. En cambio, gracias en gran medida al
generoso apoyo de su mentor, Carlo Casagrande, Achille Bartoletti era el
director del Servizio per le Informazioni e la Sicurezza Democratica.
Cuando Casagrande se sentó, se reanudaron las conversaciones en las
mesas vecinas, aunque con mucha cautela.
—Ha hecho toda una entrada, general.
—Dios sabe de lo que estaban hablando antes de que llegara. Puede
estar seguro de que ahora la conversación será menos estimulante.
—Esta noche hay mucho rojo en el comedor.
—Son los que más me preocupan, los prelados de la curia que se pasan
el día rodeados por curas obsecuentes que sólo dicen: «Sí, excelencia. Por
supuesto, excelencia. Lo que usted diga, excelencia».
—¡Excelente, excelencia! —exclamó Bartoletti.
El jefe de la inteligencia italiana se había tomado la libertad de pedir la
primera botella de vino. Le sirvió una copa a Casagrande. La comida en
L’Eau Vive era francesa, y también lo era la carta de vinos. Bartoletti había
escogido un Médoc excelente.
—¿Son imaginaciones mías, general, o los nativos parecen más
inquietos de lo habitual?
—«¿Es tan obvio?», pensó Casagrande. ¿Tanto que un extraño como
Bartoletti había percibido la tensión de la inestabilidad en la atmósfera de
L’Eau Vive? Decidió que cualquier intento de descartar la pregunta sería un
engaño transparente y, por tanto, una violación de las sutiles reglas de la
relación.
—Son los tiempos inciertos de un nuevo papado —respondió
Casagrande, con el tono neutral de un juez—. Han besado el anillo del
pescador y rendido los honores. Por tradición, él ha prometido continuar
con la misión de su antecesor, pero los recuerdos del polaco se están
borrando muy rápidamente. Lucchesi ha mandado redecorar los
apartamentos papales del tercer piso. Los nativos, como usted los llama, se
preguntan qué vendrá a continuación.
—¿Qué es lo que vendrá a continuación?
—El Santo Padre no comenta conmigo sus planes para la Iglesia,
Achille.
—Sí, pero usted tiene unas fuentes impecables.
—Sólo puedo decirle esto: se ha aislado de los mandarines de la curia y
se ha rodeado de personas de su confianza de Venecia. Los mandarines de
la curia los llaman el Consejo de los Diez. Los rumores vuelan.
—¿Qué dicen?
—Que está a punto de lanzar un programa de desestalinización para
reducir la influencia póstuma del polaco. Se esperan grandes cambios de
personal en la Secretaría de Estado y en la Congregación para la Doctrina
de la Fe, y eso sólo es el principio.
«También hará públicos los secretos más oscuros de los archivos
vaticanos», pensó Casagrande, aunque no compartió el pensamiento con
Achille Bartoletti.
El jefe de la inteligencia italiana se inclinó sobre la mesa, ansioso por
saber más.
—No pensará actuar en la Santísima Trinidad de los temas candentes,
¿verdad? ¿El control de la natalidad? ¿El celibato? ¿Las mujeres en el
sacerdocio?
Casagrande negó con la cabeza con una expresión grave.
—No se atreverá. Sería algo tan controvertido que la curia se amotinaría
y su papado estaría condenado. «Relevancia» es la palabra de moda en el
palacio Apostólico. El Santo Padre quiere que la Iglesia sea relevante en las
vidas de los mil millones de católicos que hay en el mundo, muchos de los
cuales no tienen bastante para comer todos los días. A la vieja guardia
nunca le ha interesado la relevancia. A ellos, una palabra como
«relevancia» les suena como «glasnost» o «perestroika», y eso los pone
muy nerviosos. A la vieja guardia le gusta la obediencia. Si el Santo Padre
va demasiado lejos, se abrirán las puertas del infierno.
—Hablando del diablo…
En el comedor volvió a reinar el silencio. Esta vez, Casagrande no era el
responsable. Vio al cardenal Brindisi que se dirigía a uno de los reservados
en el fondo del salón. Sus ojos azul claro apenas parecían responder a los
discretos saludos de los miembros de menor rango de la curia, pero
Casagrande sabía que la memoria fotográfica del cardenal Brindisi había
tomado debida nota de la presencia de cada uno de ellos.
El general y Bartoletti no se demoraron en pedir. Bartoletti observó el
menú como si fuese el informe de un agente de confianza. Casagrande
escogió lo primero que le pareció remotamente interesante. Durante las dos
horas siguientes, entre platos exquisitos y prudentes cantidades de vino,
intercambiaron informaciones, rumores y cotilleos. Era el ritual de todos los
meses, uno de los grandes dividendos de la decisión de Casagrande tomada
hacía veinte años antes de pasar al Vaticano. Su influencia en Roma después
de aplastar a las Brigadas Rojas era tan considerable que su palabra era
como el Evangelio para el gobierno italiano. A Casagrande se le daba todo
lo que pedía y punto. Los organismos de la seguridad del Estado italianos se
habían convertido en la práctica en extensiones del Vaticano, y Achille
Bartoletti era uno de sus más importantes proyectos. Las pepitas de las
intrigas vaticanas que Casagrande le daba de vez en cuando eran oro puro.
A menudo, las utilizaba para impresionar y entretener a sus superiores,
como también lo eran las audiencias privadas con el papa y los pases de
primera fila en la misa del gallo en San Pedro.
Casagrande no sólo le servía en bandeja los cotilleos de la curia. El
Vaticano poseía uno de los mayores y más eficaces servicios de inteligencia
de todo el mundo. El general, a menudo, sabía cosas que habían escapado
de la atención de Bartoletti y su servicio. Había sido Casagrande quien se
había enterado de que un grupo de terroristas tunecinos habían planeado
atacar a los turistas norteamericanos que visitaban Florencia durante las
vacaciones de Pascua. Le transmitió la información a Bartoletti, y se
adoptaron de inmediato las medidas pertinentes. Ningún norteamericano
sufrió ni un rasguño, y Bartoletti se ganó muy buenos y poderosos amigos
en la CIA, e incluso en la Casa Blanca.
Mientras tomaban el café, Casagrande llevó la conversación hacia el
tema que más le interesaba: el israelí llamado Ehud Landau que había ido a
Munich y decía ser el hermanastro de Benjamín Stern. El israelí que había
visitado el convento del Sagrado Corazón en Brenzone y que se había
librado de la vigilancia de los hombres de Casagrande como quien quita las
migas del mantel blanco en L’Eau Vive.
—Tengo un grave problema, Achille, y necesito su ayuda.
Bartoletti tomó nota del tono sombrío de Casagrande y dejó la taza en el
plato. De no haber sido por el apoyo y el padrinazgo de Casagrande,
Bartoletti aún estaría en los puestos intermedios del servicio, en lugar de ser
el director del servicio de inteligencia italiana. No estaba en posición de
rechazar una petición de Casagrande, fuesen las que fuesen las
circunstancias. Así y todo, Casagrande abordó el tema con delicadeza y
respeto. De ninguna manera quería incomodar al más importante de sus
protegidos aprovechándose de la relación.
—Sabe que puede contar con mi apoyo y lealtad, general —respondió
Bartoletti—. Sí usted o el Vaticano tienen un problema, haré lo que sea por
ayudar.
Casagrande metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una
fotografía, la puso sobre la mesa y le dio la vuelta para que Bartoletti la
viera con claridad. Bartoletti cogió la foto y la acercó a la llama de la vela
que había en la mesa para verla mejor.
—¿Quién es?
—No estamos seguros. Se sabe que en algunas ocasiones utiliza el
nombre de Ehud Landau.
—¿Ehud? ¿Israelí?
Casagrande asintió.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Bartoletti, sin desviar la mirada de
la foto.
—Creemos que tiene la intención de asesinar al papa.
Bartoletti miró al general con viveza.
—¿Un asesino?
—Lo hemos visto un par de veces en San Pedro en las audiencias
públicas de los miércoles —añadió Casagrande—, y su comportamiento era
un tanto extraño. También ha estado presente en otras apariciones papales,
en Italia y en el extranjero. Creemos que asistió a la misa al aire libre que el
papa ofició en Madrid el mes pasado con la intención de asesinar al Santo
Padre.
Bartoletti sostuvo la foto con el pulgar y el índice, y la volvió para que
la imagen quedara de cara a Casagrande.
—¿Dónde la consiguió?
Casagrande le explicó que uno de sus hombres había visto al asesino en
la basílica una semana antes y le había sacado la foto en la plaza. Era
mentira, por supuesto. La fotografía la había hecho Axel Weiss en Munich,
pero ésa era una información que Bartoletti no necesitaba conocer.
—Hemos recibido varias cartas de amenaza durante las últimas
semanas, cartas que creemos que fueron escritas por este hombre. Creemos
que representa una amenaza muy grande para la vida del Santo Padre. Es
obvio que nos gustaría encontrarlo antes de que tenga la oportunidad de
hacer realidad sus amenazas.
—Mañana por la mañana organizaré un grupo de tareas —dijo
Bartoletti.
—Con discreción, Achille. Lo último que quiere el sumo pontífice es
que cunda la alarma de un atentado cuando acaba de comenzar su papado.
—Puede estar seguro de que la caza de ese hombre se hará con tanto
sigilo que podría parecer que usted estuviese al mando.
Casagrande agradeció con un gesto el cumplido de su joven protegido y,
con un ademán casi imperceptible, pidió la cuenta. En ese mismo momento,
la mujer que había saludado a Casagrande en la entrada caminó hasta el
centro del comedor con un micrófono en la mano. Agachó la cabeza, cerró
los ojos y recitó una breve plegaria. Después, las camareras se reunieron
junto a la estatua de la Virgen y, con las manos unidas, comenzaron a cantar
Inmaculada María. Los comensales no tardaron en sumarse. Incluso
Bartoletti, el despiadado policía secreto, cantaba con los demás.
Cuando acabó la interpretación, los cardenales y los obispos reanudaron
sus conversaciones con los rostros enrojecidos por el fervor del himno y el
buen vino. Casagrande se apresuró a coger la cuenta antes de que su
invitado tuviera la oportunidad. Bartoletti protestó con delicadeza:
—Si la memoria no me falla, este mes me toca a mí, general.
—Quizá, Achille, pero nuestra conversación ha sido especialmente
fructífera. Esta vez invita el Santo Padre.
—Entonces, muchas gracias al Santo Padre. —Bartoletti sostuvo en alto
la foto del asesino—. Puede estar seguro de que, si este hombre se acerca a
menos de cien kilómetros del papa, será arrestado.
Casagrande miró a su invitado con una expresión melancólica.
—Si he de serle sincero, Achille, preferiría que no lo arrestaran.
Bartoletti frunció el entrecejo.
—No lo comprendo, general. ¿Qué quiere que haga?
Casagrande se inclinó sobre la mesa con el rostro cerca de la llama de la
vela.
—Sería mejor para todos los involucrados que desapareciera sin más.
Achille Bartoletti se guardó la foto en el bolsillo.
12

VIENA

La seguridad en las oficinas de una organización que respondía al vago


nombre de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra siempre había sido
estricta, desde mucho antes de la guerra en los territorios. Ubicada en un
antiguo edificio de viviendas en el viejo barrio judío de Viena, no había
ninguna placa en la puerta blindada, y las ventanas que daban al lóbrego
patio de luces tenían los cristales a prueba de balas. Eli Lavon, el director
ejecutivo de la organización, no es que fuera un paranoico, sino que sólo era
prudente. A lo largo de los años había ayudado a rastrear a media docena de
antiguos guardias de campos de concentración y a un oficial nazi de alta
graduación que vivía cómodamente en Argentina, y sus esfuerzos se habían
visto recompensados con un incesante aluvión de amenazas de muerte.
No era necesario decir que era judío. Su origen israelí resultaba evidente
debido a su apellido no alemán. Nadie en Viena y sólo un puñado de
personas en Tel Aviv, la mayoría de los cuales ya habían pasado a retiro,
sabían que durante un tiempo había trabajado para el servicio de
inteligencia israelí. Durante la Operación Ira de Dios, Lavon fue un ayn, un
rastreador. Había rastreado a los miembros de Septiembre Negro, estudiado
sus hábitos y planeado la manera de matarlos.
En circunstancias normales, no se admitía a nadie en las oficinas de
Reclamaciones e Investigaciones de Guerra sin una cita concertada con
mucha anticipacióny una minuciosa comprobación de los antecedentes. Sin
embargo, todas estas formalidades fueron omitidas en el caso de Gabriel,
que fue escoltado directamente a la oficina de Lavon por una joven
documentalista.
La habitación era típicamente vienesa en sus proporciones y en el
mobiliario: un techo alto, suelo de parquet y estanterías que se vencían por
el peso de centenares de volúmenes y expedientes. Lavon estaba de rodillas
en el suelo, encorvado sobre una hilera de viejos documentos. Era
arqueólogo de profesión y había pasado años ocupado en las excavaciones
en el West Bank antes de dedicarse totalmente a su nuevo trabajo. Ahora
miraba una hoja de papel casi deshecha con el mismo asombro que sentía
cuando se encontraba con un fragmento de cerámica de cinco mil años
atrás.
Miró a Gabriel cuando entró en la habitación y lo saludó con una
sonrisa traviesa. A Lavon no le importaba en lo más mínimo su apariencia
y, como de costumbre, parecía haberse vestido con lo que tenía al alcance
de la mano cuando se había levantado de la cama: pantalones de pana gris y
un suéter de pico marrón con agujeros en los codos. Sus enmarañados
cabellos grises le daban el aspecto de un hombre que acababa de conducir a
gran velocidad en un descapotable. Lavon no tenía coche y casi nunca hacía
nada de prisa. A pesar de su preocupación por la seguridad, siempre viajaba
en los tranvías de Viena. El transporte público no le preocupaba. Como los
hombres a los que cazaba, dominaba el arte de moverse por las calles de las
ciudades sin ser visto.
—A ver si lo adivino —dijo mientras dejaba caer la colilla del cigarrillo
en la taza de café y se levantaba con el esfuerzo de un hombre artrítico—.
Shamron te ha metido en la investigación de la muerte de Beni. Ahora estás
aquí, y eso significa que has encontrado algo interesante.
—Algo así.
—Siéntate. Cuéntamelo todo.

Tumbado en el sofá verde de Lavon con los pies apoyados en el brazo,


Gabriel le relató su investigación con todo detalle. Comenzó por la visita a
Munich y acabó con su encuentro con el rabino Zolli en el gueto de
Venecia. Lavon caminaba de un extremo al otro de la habitación, seguido
por una nube de humo, como si fuese una locomotora de vapor. Al principio
caminaba lentamente, pero, a medida que Gabriel proseguía con el relato,
su paso se fue acelerando. Cuando Gabriel acabó, Lavon se detuvo y
sacudió la cabeza.
—Vaya, vaya, sí que has estado atareado.
—¿Qué significa todo esto, Eli?
—Volvamos a la llamada telefónica que recibiste en el hotel de
Brenzone. ¿Quién crees que te llamó?
—Si tengo que adivinar, diría que fue el jardinero del convento, un viejo
llamado Licio. Entró en la habitación mientras conversaba con la hermana
Vincenza, y creo que me siguió por la ciudad cuando me marché.
—Me pregunto por qué hizo una llamada anónima en lugar de hablar
contigo.
—Quizá estaba asustado.
—Ésa sería la explicación lógica. —Lavon metió las manos en los
bolsillos y miró al techo—. ¿Estás seguro del nombre que dijo? ¿Estás
seguro de que fue Martin Luther?
—Así es. «Encuentre a la hermana Regina y a Martin Luther. Entonces
sabrá la verdad de lo que ocurrió en el convento».
Lavon hizo un intento inútil de arreglarse los cabellos. Era un hábito
que tenía mientras pensaba.
—Hay dos posibilidades que me vienen a la mente. Supongo que
podemos eliminar a cierto monje alemán que puso a la Iglesia católica de
vuelta y media. Eso reduce el campo a uno. Ahora mismo vuelvo.
Desapareció en un cuarto vecino. Durante los minutos siguientes,
Gabriel oyó los ruidos habituales de su viejo amigo, que abría y cerraba
archivadores al tiempo que maldecía en diferentes idiomas. Finalmente,
volvió con un archivador de fuelle sujeto con una pesada pinza metálica.
Dejó el archivador sobre la mesa de centro delante de Gabriel y lo volvió
para que pudiera leer la etiqueta.

MARTIN LUTHER: MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES ALEMÁN, 1938-1943


Lavon abrió el archivador, sacó una fotografía y la levantó para que
Gabriel la viera.
—La otra posibilidad es este Martin Luther —manifestó—. No acabó el
instituto y trabajó en una empresa de mudanzas hasta que se unió al partido
nazi en los años veinte. Por casualidad, conoció a la esposa de Joachim von
Ribbentrop cuando redecoraba su casa en Berlín. Luther se ganó la simpatía
de Frau von Ribbentrop y luego la de su marido. Cuando Ribbentrop se
convirtió en ministro de Asuntos Exteriores en 1938, Luther consiguió un
empleo en el ministerio.
Gabriel cogió la fotografía y la observó. Un hombre con pinta de roedor
le devolvió la mirada: un rostro fofo, unas gafas de cristales gruesos que
aumentaban los ojos apáticos. Le devolvió la foto a Lavon.
—Luther ascendió rápidamente en el escalafón del ministerio, sobre
todo por su servil fidelidad a Ribbentrop. En 1940 era jefe de la Abteilung
Deutschland, la división alemana. Eso convirtió a Luther en responsable de
todos los asuntos del ministerio relacionados con el partido nazi. En la
Abteilung Deutschland había un departamento llamado D-Tres, la mesa
judía.
—¿Me estás diciendo que este Martin Luther estaba a cargo de los
asuntos judíos en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán?
—Efectivamente —asintió Lavon—. Todo aquello que a Luther le
faltaba en educación e inteligencia lo compensaba con la ambición y la falta
de piedad. Sólo le interesaba una cosa: aumentar su poder personal. Cuando
tuvo claro que la aniquilación de los judíos era la primera prioridad del
régimen, se ocupó de que el Ministerio de Asuntos Exteriores no se quedara
fuera de juego. Su recompensa fue una invitación al más despreciable
almuerzo de la historia.
Lavon hizo una pausa para buscar en el contenido del archivador. Al
cabo de un momento encontró lo que buscaba, lo sacó con un rápido
movimiento y lo dejó sobre la mesa de centro, delante de Gabriel.
—Este es el protocolo de la Conferencia de Wannsee, preparada y
redactada por el organizador, nada menos que Adolf Eichmann. Sólo se
hicieron treinta copias. Todas fueron destruidas excepto una: la copia
número dieciséis. La encontraron después de la guerra, mientras preparaban
los juicios de Nuremberg, y está guardada en los archivos del Ministerio de
Asuntos Exteriores en Bonn. Esta, por supuesto, es una fotocopia.
Lavon se interrumpió un segundo para coger el documento y luego
continuó con la explicación:
—El encuentro tuvo lugar en una mansión con vistas al Wannsee en
Berlín el 20 de enero de 1942. Duró noventa minutos. Asistieron quince
participantes. Eichmann fue el anfitrión y se ocupó de que sus invitados
estuviesen bien servidos. Heydrich ofició de maestro de ceremonias. En
contra de la creencia popular, la Conferencia de Wannsee no fue el lugar
donde se pergeñó la idea de la solución final. Hitler y Himmler ya habían
decidido el exterminio de los judíos europeos. La reunión fue algo así como
una sesión de tipo burocrático para discutir cómo los diversos
departamentos del partido nazi y del gobierno alemán trabajarían juntos
para llevar adelante el holocausto.
Lavon le entregó la fotocopia a Gabriel.
—Mira la lista de participantes. ¿Reconoces algunos de los nombres?
Gabriel leyó:

GAULEITER DR. MEYER


REICHSAMTLEITER DR. LEIBBRANDT, MINISTRO DEL REICH PARA LOS
TERRITORIOS ORIENTALES OCUPADOS
STAATSSEKRETÄR DR. STUCKART, MINISTRO DEL INTERIOR
STAATSSEKRETÄR NEUMANN, PLENIPOTENCIARIO PARA EL PLAN CUATRIENAL
STAATSSEKRETÄR DR. FREISLER, MINISTRO DE JUSTICIA
STAATSSEKRETÄR DR. BÜHLER, OFICINA DEL GOBIERNO GENERAL
UNTERSTAATSSEKRETÄR DR. LUTHER, MINISTERIO DE ASUNTOS
EXTERIORES

Gabriel miró a Lavon.


—¿Luther estuvo en Wannsee?
—Claro que sí. Consiguió exactamente lo que deseaba con tanta
desesperación. Heydrich ordenó que el Ministerio de Asuntos Exteriores
tuviera una participación preponderante a la hora de facilitar las
deportaciones de los judíos de las naciones aliadas con la Alemania nazi y
de los satélites alemanes como Croacia y Eslovaquia.
—Creía que las SS se ocuparon de las deportaciones…
—Permíteme que te ponga en antecedentes. —Lavon se inclinó sobre la
mesa de centro y apoyó las manos sobre la superficie, como si fuese un
mapa de Europa—. La gran mayoría de las víctimas del holocausto eran de
Polonia, los países bálticos y la Rusia occidental, lugares invadidos y
gobernados directamente por los nazis. Arrestaron a los judíos y los
mataron a placer, sin la interferencia de los gobiernos, porque no existían
otros gobiernos.
Lavon hizo una pausa. Movió una mano por el mapa imaginario hacia el
sur y la otra hacia el oeste.
—Sin embargo, Heydrich y Eichmann no tenían bastante con asesinar
sólo a los judíos que estaban sometidos al gobierno alemán. Querían matar
a todos y cada uno de los judíos en Europa, a los once millones —Lavon
golpeó la mesa con el índice derecho—. Los judíos en los Balcanes —esta
vez golpeó la mesa con el índice izquierdo— y los judíos en Europa
occidental. En la mayoría de estos lugares, tuvieron que tratar con los
gobiernos locales para convencerlos de que les entregaran a los judíos para
luego llevarlos a los campos de exterminio. La sección de Luther en el
Ministerio de Asuntos Exteriores fue la responsable de la tarea. El trabajo
de Luther consistía en tratar con los gobiernos locales a nivel de ministro
para asegurarse de que las deportaciones se hicieran sin trabas y de acuerdo
con todas las normas diplomáticas. Hay que decir que hizo muy bien su
trabajo.
—Vamos a suponer que el viejo se refería a ese Martin Luther. ¿Qué
podía haber estado haciendo en un convento en el norte de Italia?
Lavon se encogió de hombros.
—A mí me parece que el viejo intentaba decirte que algo había pasado
en el convento durante la guerra. Algo que la madre Vincenza está
intentando encubrir. Algo que Beni sabía.
—¿Algo que le costó la vida?
—Quizá —admitió Lavon, que se encogió de hombros una vez más.
—¿Quién estaría dispuesto a asesinar a un hombre por un libro?
Lavon titubeó y se tomó un momento para guardar el protocolo de la
Conferencia de Wannsee en el archivador. Luego miró a Gabriel con los
ojos entrecerrados, y respiró lenta y profundamente.
—Había un gobierno en particular que preocupaba a Eichmann y a
Luther. Mantenía relaciones diplomáticas con los aliados y el gobierno nazi
durante la guerra. Tenía representantes en todos los países donde se
producían las redadas y las deportaciones masivas, representantes que
podrían haber complicado la tarea si hubiesen decidido intervenir. Por
razones obvias, Eichmann y Luther consideraban imprescindible que ese
gobierno no planteara objeciones. Hitler consideraba a ese gobierno tan
importante que envió al viceministro de Asuntos Exteriores, el barón Ernst
von Weizsäcker, como embajador. ¿Sabes a qué gobierno me refiero,
Gabriel?
—El Vaticano —respondió Gabriel con los ojos cerrados.
—Así es.
—Entonces, ¿quiénes son los payasos que me han estado siguiendo?
—Esa es una muy buena pregunta.
Gabriel se levantó del sofá y se acercó a la mesa de Lavon. Acto
seguido, cogió el teléfono y marcó un número. Lavon no tuvo necesidad de
preguntarle a quién llamaba. Lo sabía por la manera en que apretaba las
mandíbulas y la tensión en las manos. Cuando a un hombre lo persigue un
enemigo desconocido, lo mejor es tener a un amigo que sabe cómo jugar
sucio.

El hombre que estaba en los escalones de la famosa Konzerthaus de


Viena tenía todo el aspecto de un joven austríaco aficionado a los deportes
al aire libre y estaba dotado de todos los atributos de la sofisticación
vienesa. Si alguien le hubiese dirigido la palabra, le habría respondido en un
alemán perfecto, con la perezosa inflexión de un joven de clase alta que ha
pasado muchas horas felices disfrutando con las delicias bohemias de
Viena. No era austríaco, ni tampoco se había criado en Viena. Su nombre
era Ephraim BenAvraham, y había pasado su infancia en una polvorienta
colonia en las profundidades del Negev, un lugar muy alejado del mundo en
que se movía ahora.
Echó una ojeada a su reloj y luego contempló la extensión de la
Beethovenplatz. Estaba inquieto, más de lo habitual. Tenía un encargo
sencillo: encontrarse con un agente y acompañarlo sano y salvo al centro de
comunicaciones de la embajada. Pero el hombre que esperaba no era un
agente cualquiera. El jefe de la estación de Viena le había dejado las cosas
muy claras a Ben-Avraham antes de enviarlo: «Si la jodes, Ari Shamron
dará contigo y te estrangulará sin más. Hagas lo que hagas, no intentes
hablar con el agente. No es precisamente un tipo de trato fácil».
Ben-Avraham sacó un cigarrillo norteamericano y lo encendió. Fue en
aquel momento, a través de la llama azul del mechero, que vio aparecer a la
leyenda de entre las sombras. Dejó caer el cigarrillo en el suelo mojado y lo
apagó con la punta del zapato, mientras observaba cómo el agente daba dos
vueltas completas a la plaza. Nadie lo seguía, nadie excepto el hombre
pequeño y desastrado con los cabellos alborotados y un abrigo andrajoso.
Otra leyenda: Eli Lavon, el artista de la vigilancia. Ben-Avraham lo había
visto una vez en la academia cuando Lavon había impartido un seminario
sobre el seguimiento callejero hombre a hombre. Había tenido entretenidos
a sus alumnos hasta las tres de la madrugada con sus historias de guerra
sobre los oscuros días de la Operación Septiembre Negro.
Ben-Avraham contempló a la pareja con franca admiración mientras
caminaban entre la multitud como dos nadadores sincronizados. Su rutina
era de manual, pero tenía una cierta gracia y precisión nacidas de trabajar
juntos en situaciones donde un paso en falso podía costarle la vida a uno de
ellos.
Finalmente, el joven agente bajó los escalones para dirigirse a su
objetivo.
—Herr Mueller —dijo. La leyenda lo miró—. Es un placer verlo.
Lavon se esfumó como si hubiese pasado a través de un telón. Ben-
Abraham sujetó por el codo a la leyenda y lo llevó hacia los oscuros
senderos del Stadtpark. Caminaron en círculos durante diez minutos,
atentos a la presencia de un perseguidor. Era más pequeño de lo que Ben-
Avraham esperaba, delgado y atlético como un ciclista. Resultaba difícil
imaginar que ése era el mismo hombre que había liquidado a la mitad de
Septiembre Negro, el mismo hombre que había entrado en una casa en
Túnez y había matado a Abu Jihad, el subcomandante de la OLP, delante de
su esposa y sus hijos.
La leyenda no dijo nada. Era como si estuviese escuchando a sus
enemigos. Sus pisadas en el pavimento de los senderos no hacían ruido. Era
como caminar junto a un fantasma.
El coche estaba aparcado a una manzana del parque. Ben-Avraham se
sentó al volante y durante veinte minutos circuló por el centro de la ciudad.
El jefe de la estación estaba en lo cierto: no era un hombre que invitara a
una charla banal. Sólo le habló una vez para pedirle cortésmente que
apagara el cigarrillo; su alemán tenía un fuerte acento berlinés.
Seguro de que nadie los seguía, Ben-Avraham tomó la calle Anton-
Frankgasse, en la zona nordeste de Viena. El edificio del número 20 había
sido el objetivo de numerosos ataques terroristas en el transcurso de los
años y estaba fuertemente defendido. También estaba sometido a una
rigurosa vigilancia por parte de los servicios secretos austríacos. Cuando el
coche encaró la entrada del garaje subterráneo, la leyenda se escondió
debajo del tablero. Durante un momento, su cabeza se apoyó suavemente en
la pierna de Ben-Avraham. Tenía la frente ardiendo, como un hombre
víctima de una fiebre mortal.

El centro de comunicaciones estaba en un cubículo de cristal


insonorizado en el segundo sótano. El operador en Tel Aviv tardó varios
minutos en establecer la llamada con la casa de Shamron en Tiberíades. A
través del decodificador, su voz sonaba como si saliera del fondo de un
bidón de acero. Gabriel oyó de fondo el ruido del agua de un grifo y el
tintineo de la vajilla. En su mente se formó la imagen de la sufrida esposa
de Shamron, Ge’ulah, que fregaba los platos en la cocina. Gabriel le repitió
a Shamron el relato hecho a Lavon. Cuando acabó, Shamron le preguntó
qué pensaba hacer.
—Creo que iré a Londres y le preguntaré a Peter Malone por qué Beni
lo llamó desde un hotel en Brenzone.
—¿Malone? ¿Qué te hace pensar que hablará? Peter Malone trabaja
solo. Si tiene algo, lo protegerá incluso más que el pobre Beni.
—Estoy pensando en una manera sutil para abordarlo.
—¿Qué pasará si no está dispuesto a enseñarte sus notas?
—En ese caso, probaré con un método menos sutil.
—No confío en él.
—Es la única pista que tengo por el momento.
Shamron exhaló un sonoro suspiro. A pesar de la distancia y del
decodificador, Gabriel oyó el pitido en su pecho.
—Quiero que el encuentro se haga de la manera correcta —manifestó
Shamron—. Nada de meterte a ciegas y sin respaldo en lo que sea. Lo
tendremos vigilado antes y después. Si no estás de acuerdo, ya puedes
olvidarte de este asunto y regresar a Venecia para acabar tu Bellini.
—Si insistes…
—No suelo dar consejos. Esta noche llamaré a la estación de Londres y
mandaré que asignen a un hombre. Manténme informado.
Gabriel colgó el teléfono y salió del cubículo. Ephraim Ben-Avraham lo
esperaba en el pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó el joven agente.
Gabriel consultó su reloj.
—Lléveme al aeropuerto.
13

LONDRES

En el atardecer de su segundo día en Londres, Gabriel visitó una librería


de viejo en Charing Cross Road y compró un libro. Se lo puso bajo el brazo
y caminó hasta la estación de metro de Leicester Square. En la entrada quitó
la manoseada cubierta y la tiró a una papelera. En el vestíbulo de la estación
compró un billete en la máquina y bajó por la larga escalera mecánica hasta
el andén de la línea Norte, donde tuvo que esperar diez minutos a que
llegara el tren. Aprovechó el tiempo para hojear el libro. Cuando encontró
la frase que buscaba, la marcó con tinta roja y dobló una esquina de la
página.
Por fin llegó el tren. Gabriel entró en uno de los vagones atestados y
enganchó el brazo en una de las barras metálicas. Su destino era Sloane
Square, así que tendría que hacer transbordo en Embankment. El convoy se
puso en marcha con una sacudida. Gabriel miró el título en letras doradas
en el lomo del libro: THE DECEIVERS: PETER MALONE.
Malone… uno de los nombres que era anatema en Londres. Descubridor
de faltas personales y profesionales, destructor de vidas y carreras. Malone,
reportero de investigación en The Sunday Times, tenía una lista de víctimas
larga y variada: dos ministros, el segundo jefe del MI5, unos cuantos
empresarios ladrones, e incluso el editor en jefe de un periódico rival.
Durante la pasada década, también había publicado una serie de biografías,
a cuál más sensacional, y diversos escándalos políticos. The Deceivers
trataba de las andanzas de la Oficina. Había causado un gran revuelo en Tel
Aviv, sobre todo por la exactitud de los detalles. Incluía la revelación de que
Ari Shamron había reclutado a un espía entre los mandos del MI6. La crisis
que siguió a la denuncia, comentaría más tarde Shamron, fue la peor de
todas entre los británicos y los judíos desde el atentado en el hotel King
David.
Diez minutos más tarde, Gabriel caminaba por las calles de Chelsea con
el libro de Malone bajo el brazo. Cruzó Cadogan Square y se detuvo delante
de una elegante casa de estilo georgiano. Se veían las luces encendidas en
las ventanas del segundo piso. Subió los escalones de la entrada, dejó el
libro sobre el felpudo de esparto y luego se fue rápidamente.
Al otro lado de la plaza estaba aparcada una furgoneta gris de
fabricación norteamericana. Cuando Gabriel golpeó en la ventanilla trasera,
la puerta se abrió y dejó a la vista un interior donde la única luz era el suave
resplandor de un panel de instrumentos. Sentado delante de la consola había
un joven larguirucho con aspecto de rabino llamado Mordecai. Le tendió la
mano a Gabriel y luego lo ayudó a entrar. Gabriel cerró la puerta y se
acuclilló junto al joven. El suelo estaba cubierto de envoltorios de paninis y
vasos de plástico. Mordecai llevaba viviendo en la furgoneta desde hacía
treinta y seis horas.
—¿Cuántas personas hay en la casa? —preguntó Gabriel.
El joven hizo girar un botón. En los altavoces se oyó la voz débil de
Peter Malone, que hablaba con uno de sus ayudantes.
—Tres —contestó Mordecai—. Malone y dos chicas.
Gabriel marcó el número de Malone. El sonido del timbre del teléfono
sonó como una alarma de incendios en los altavoces de la furgoneta. El
encargado de la vigilancia redujo el volumen. Después de tres timbrazos, el
periodista atendió la llamada y se identificó por su nombre con un suave
acento escocés.
Gabriel habló en inglés y no hizo ningún intento por disimular su acento
israelí.
—Acabo de dejar un ejemplar de su último libro delante de su puerta.
Le sugiero que le eche una mirada. Volveré a llamarlo dentro de cinco
minutos.
Gabriel cortó la comunicación y limpió el vaho de una parte del cristal
de la ventanilla. La puerta principal de la casa se abrió un palmo y Malone,
como una tortuga, asomó la cabeza. Miró a uno y otro lado, como si
quisiera descubrir al hombre que acababa de telefonearle. Luego se agachó
y recogió el libro. Gabriel miró a Mordecai con una sonrisa. Victoria. Cinco
minutos más tarde, apretó la tecla de rellamada de su teléfono. Esta vez,
Malone atendió en el acto.
—¿Quién es usted?
—¿Ha visto la frase señalada en rojo?
—¿El asesinato de Abu Jihad? ¿Por qué?
—Yo estuve allí aquella noche.
—¿De qué lado?
—De los buenos.
—¿Entonces es palestino?
—No, Abu Malone, no soy palestino.
—En ese caso, ¿quién es?
—Soy el agente que llevaba el nombre de código Sword.
—¡Santo Dios! —susurró Malone—. ¿Dónde está usted? ¿Qué quiere?
—Quiero hablar con usted.
—¿De qué tema?
—Benjamin Stern.
—No tengo nada que decirle —respondió el periodista, después de una
larga pausa.
Gabriel decidió presionarle un poco.
—Encontramos su número de teléfono entre las cosas de Benjamin.
Sabemos que estaba trabajando con él en su libro. Creemos que quizá usted
sepa quién lo mató y por qué.
Siguió otro largo silencio mientras Malone consideraba su réplica.
Gabriel había utilizado el plural con toda intención, y tuvo el efecto
deseado.
—¿Qué pasa si resulta que sé algo?
—Me gustaría comparar nuestras informaciones.
—¿Qué recibiré a cambio? —Malone, reportero hasta la médula,
pretendía que Gabriel se ganara el pan.
—Hablaré con usted de aquella noche en Túnez —contestó Gabriel, y
luego añadió—: Y de unas cuantas cosas más.
—¿Tengo su palabra?
—Benjamin era mi amigo. Haría casi cualquier cosa por encontrar a los
hombres que lo asesinaron.
—Trato hecho —manifestó Malone con un tono vivaz—. ¿Cómo quiere
que lo hagamos?
—¿Hay alguien más en la casa con usted? —preguntó Gabriel, aunque
ya sabía la respuesta.
—Dos muchachas.
—Dígales que se marchen. Deje la puerta principal abierta. Cuando las
vea salir, entraré. Nada de magnetófonos, cámaras, ni juego sucio. ¿De
acuerdo?
Gabriel cortó la comunicación antes de que el reportero pudiera
responderle y luego se guardó el teléfono en el bolsillo. Dos minutos más
tarde, se abrió la puerta de la casa y salieron dos jóvenes. Gabriel esperó a
que se perdieran de vista antes de apearse de la furgoneta y cruzar la plaza
en dirección a la casa. La puerta principal estaba abierta, tal como había
indicado. La empujó y entró.

Los dos hombres se miraron a través del vestíbulo con suelo de mármol
como los capitanes de dos equipos rivales. Gabriel comprendió por qué era
difícil ver la televisión británica sin ver el rostro de Malone y la razón por la
que se lo consideraba uno de los solteros más cotizados de Londres. Era
alto y delgado, con unas facciones perfectas, y vestía de una manera
impecable, con un pantalón de lana y un cárdigan color burdeos claro.
Gabriel, ataviado con vaqueros y una cazadora de cuero, con el rostro
oculto detrás de unas gafas de sol y una gorra de béisbol, parecía un hombre
de los barrios bajos. Malone no le ofreció la mano.
—Puede quitarse ese ridículo disfraz. No tengo la costumbre de
traicionar a mis fuentes.
—Si no le importa, prefiero no quitármelo.
—Usted mismo. ¿Café, o quiere algo más fuerte?
—No, muchas gracias.
—Mi despacho está en el piso de arriba. Creo que estaremos más
cómodos allí.
Era una antigua sala reconvertida, larga y rectangular, con estanterías
hasta el techo y alfombras orientales. En el centro había dos grandes mesas,
una para Malone y la otra para las documentalistas. El periodista apagó el
ordenador y se sentó en uno de los sillones de orejas que estaban junto a la
chimenea encendida. Invitó a Gabriel con un gesto a sentarse en el otro.
—Debo decir que resulta un tanto curioso estar en la misma habitación
que usted. Me han hablado tanto de sus hazañas que tengo la sensación de
conocerlo. Es toda una leyenda. Septiembre Negro, Abu Jihad y no sé
cuántos más entre los dos. ¿Ha matado a alguien últimamente?
Al ver que Gabriel no mordía el anzuelo, Malone continuó:
—Si bien me resulta de una fascinación morbosa, debo admitir que las
cosas que ha hecho me parecen moralmente repugnantes. En mi opinión, un
Estado que recurre al asesinato como política no es mejor que el enemigo
que pretende derrotar. En muchos aspectos, es peor. Para mí es usted un
asesino, así que ya sabe cuál es mi posición.
Gabriel comenzó a preguntarse si no habría cometido un error al ir allí.
Había aprendido hacía mucho que nunca se podía ganar en esa clase de
discusiones. Las había mantenido consigo mismo infinidad de veces.
Permaneció inmóvil, con la mirada puesta en Peter Malone, a la espera de
que fuese al grano. Malone cruzó las piernas y se quitó una mota invisible
del pantalón en un gesto que denotaba su ansiedad. Gabriel se sintió
complacido.
—Quizá deberíamos dejar claros los detalles de nuestro acuerdo antes
de continuar —dijo Malone—. Le diré todo lo que sé del asesinato de
Benjamin Stern. A cambio, usted me concederá una entrevista. Como es
obvio, ya he escrito antes sobre asuntos de inteligencia y conozco las reglas.
No haré nada que pueda revelar su verdadera identidad, ni escribiré nada
que pueda comprometer las operaciones en curso. ¿Trato hecho?
—De acuerdo.
Malone miró a lo lejos durante un momento y luego miró a Gabriel.
—Está usted en lo cierto. Trabajaba con Benjamin en su nuevo libro. Se
suponía que nuestra colaboración era confidencial. Me sorprende que haya
podido encontrarme.
—¿Por qué Benjamin acudió a usted?
Malone se levantó para ir a acercarse a una de las estanterías. Cogió un
libro y se lo entregó a Gabriel. Se titulaba Crux Vera: el KGB de la Iglesia
católica.
—Benjamin había dado con algo grande, algo relacionado con el
Vaticano y la guerra.
Gabriel sostuvo el libro en alto.
—¿Algo que ver con la Crux Vera?
Malone asintió.
—Su amigo era un académico brillante, pero no tenía ni la más mínima
idea de cómo investigar una historia. Me preguntó si yo estaría dispuesto a
trabajar con él como asesor e investigador en todos los asuntos relacionados
con la Crux Vera. Acepté, y negociamos una compensación. Me pagaría la
mitad por adelantado y el resto cuando acabara el manuscrito y lo
aceptaran. No hace falta decir que sólo recibí el primer pago.
—¿Qué tenía Benjamin?
—Desafortunadamente, no tuve acceso a dicha información. Su amigo
era muy reservado. De no haber estado al tanto de sus antecedentes, hubiese
creído que era uno de los suyos.
—¿Qué quería de usted?
—El acceso al material que había recopilado mientras escribía el libro
sobre la Crux Vera. También quería que buscara a dos sacerdotes que
habían trabajado en el Vaticano durante la guerra.
—¿Cómo se llamaban?
—Monseñores Cesare Felici y Tomaso Manzini.
—¿Consiguió dar con ellos?
—Lo intenté —dijo Malone—. Sólo descubrí que ambos habían
desaparecido y se los daba por muertos. Me enteré de algo todavía más
interesante. El detective de la jefatura romana de la Polizia di Stato que se
ocupaba de los casos fue apartado de la investigación por sus superiores y
enviado a otro destino.
—¿Sabe usted el nombre del detective?
—Alessio Rossi. Pero, por lo que más quiera, no le diga que yo le di su
nombre. Tengo que proteger mi reputación.
—Si sabe tantas cosas, ¿cómo es que no ha escrito nada al respecto?
—Todo lo que tengo ahora son una serie de asesinatos y desapariciones
que creo que están vinculados, pero no poseo ni una sola prueba
concluyente de su vinculación. Nunca se me ocurriría acusar al Vaticano, o
a alguien próximo al Vaticano, de asesinato sin unas pruebas irrefutables.
Además, ningún editor decente se atrevería a publicarlo.
—Así y todo, usted tiene una teoría sobre quién podría estar detrás.
—Debe recordar que estamos hablando del Vaticano —manifestó
Malone—. Los hombres vinculados a esa venerable institución llevan
metidos en intrigas y complots desde hace casi dos mil años. Conocen el
juego mejor que nadie y, en el pasado, el fervor religioso y las batallas por
la doctrina los indujo a cometer el pecado mortal del asesinato. La Iglesia
está plagada de sociedades secretas y camarillas que podrían estar
involucradas en algo como esto.
—¿Quién? —insistió Gabriel.
Peter Malone le obsequió con una de sus sonrisas televisivas.
—En mi humilde opinión, tiene la respuesta en la mano.
Gabriel miró la tapa del libro. Crux Vera: el KGB de la Iglesia católica.

Malone salió de la habitación y regresó al cabo de un momento con una


botella de Médoc y dos copas de cristal. Las llenó casi hasta el borde y le
dio una a Gabriel.
—¿Habla latín? —preguntó Malone.
—La verdad es que hablamos otro idioma antiguo.
El periodista le sonrió a Gabriel por encima de la copa y prosiguió:
—Crux Vera en latín significa Cruz Verdadera. También es el nombre de
una orden ultrasecreta dentro de la Iglesia católica, algo así como un iglesia
dentro de otra. Si busca en el Annuario Pontificio, no encontrará ninguna
mención a la Crux Vera. Si pregunta en la Oficina de Prensa del Vaticano, le
responderán que se trata de una mentira, un malintencionado libelo
propagado por los enemigos de la Iglesia para desacreditarla. Pero si me lo
pregunta a mí, le diré que la Crux Vera existe y que mi libro demuestra que
es así, por mucho que diga en contra el Vaticano. Creo que los tentáculos de
la Crux Vera llegan a los más altos niveles del Vaticano, y que sus
miembros ocupan posiciones de poder e influencia en todo el mundo.
—¿Qué es exactamente?
—El grupo fue creado durante la guerra civil española por un sacerdote
anticomunista llamado Juan Antonio Rodríguez. Monseñor Rodríguez fue
muy selectivo a la hora de buscar a las personas adecuadas para la
organización. La gran mayoría de sus reclutas eran legos. La mayor parte
eran ricos o tenían vinculaciones políticas: banqueros, abogados,
empresarios, ministros del gobierno, espías y policías secretos. Verá,
Rodríguez nunca se interesó en salvar almas. En su opinión, esas cosas se
podían dejar en manos de los curas corrientes. A Rodríguez sólo le
interesaba una cosa: proteger a la Iglesia católica de sus mortales enemigos.
—¿Quiénes eran?
—Los bolcheviques —respondió Malone, y luego añadió rápidamente
—: También los judíos, por supuesto. La Crux Vera se expandió por toda
Europa durante los años treinta. Estableció cabezas de puente en Francia,
Italia, Alemania, los Balcanes y dentro de la propia curia romana. Durante
la guerra, miembros de la Crux Vera trabajaron en las oficinas papales y en
la Secretaría de Estado. A medida que la organización iba ganando adeptos,
monseñor Rodríguez amplió su misión. Ya no tenía bastante con proteger a
la Iglesia de sus enemigos. Quería restituirle la posición de poder absoluto y
la supremacía que había tenido en la Edad Media. Esa sigue siendo la
misión principal de la Crux Vera ahora mismo: invertir los resultados de la
Reforma y la Ilustración, y hacer que el Estado quede de nuevo sometido a
la Iglesia. Asimismo, quieren deshacer lo que ven como reformas heréticas
del Concilio Vaticano II.
—¿Cómo pretenden conseguirlo?
—Puede que la Crux Vera odiara al KGB, pero en muchos aspectos es
una réplica idéntica; de ahí el título de mi libro. Está librando una guerra
secreta contra todos aquellos a los que considera sus enemigos y actúa
como una policía secreta dentro de la Iglesia: exige una estricta obediencia
a la doctrina y aplasta cualquier disidencia. Claro que a los disidentes y
reformistas se les permite que digan algo de vez en cuando, pero si en
cualquier momento plantean una amenaza real, la Crux Vera aparece para
ayudarlos a ver la luz.
—¿Qué pasa si se obstinan en no verla?
—Las personas que han topado con la Crux Vera han muerto en
circunstancias muy poco claras. Los prelados que se han atrevido a
oponerse a la organización han sido víctimas de súbitos infartos. Los
periodistas que han intentado investigar la orden han desaparecido o se han
suicidado. El mismo destino han tenido aquellos miembros de la Crux Vera
que intentaron abandonar la organización.
—¿Cómo puede una orden religiosa justificar el uso de la violencia?
—Los sacerdotes de la Crux Vera no son quienes cometen los actos
violentos. Los sacerdotes orientan, pero son los legos quienes hacen el
trabajo sucio. Dentro de la orden, se los conoce como milites Christi, los
legionarios de Cristo. Se los anima a la práctica de la pillería para conseguir
las metas de la orden. La pillería puede ser cualquier cosa, desde el chantaje
hasta el asesinato. Después de cometido el acto, los sacerdotes los
absuelven en el confesonario. Por cierto, a los milites Christi no se les
permite que se confiesen con nadie más que con los sacerdotes de la Crux
Vera. De esa manera, los secretos desagradables se quedan en la familia.
—¿Qué opinión tienen del papa actual?
—Por lo que he oído, no les entusiasma. El papa Pablo VII habla de
renacimiento y renovación. Para la Crux Vera, esas palabras significan
reforma y liberalización, y eso los pone nerviosos.
—¿Por qué cree que la Crux Vera está relacionada con el asesinato de
Benjamin?
—Puede que tuvieran un motivo. Si hay una cosa que la Crux Vera
detesta es que se saquen a la luz los trapos sucios del Vaticano. La orden,
ante todo, se ve así misma como guardiana de la Iglesia. Si su amigo tenía
alguna prueba comprometedora, es probable que lo metieran en la categoría
de enemigo. Por tanto, la Crux Vera quizá consideró que era su deber
matarlo, para mayor gloria de la Iglesia, por supuesto.
Malone se acabó la copa de vino y se sirvió otra. Gabriel aún no había
probado la suya.
—Si usted ha estado hablando con la gente, ha hecho preguntas y ha
metido la nariz en asuntos que no le conciernen —prosiguió el reportero—,
es posible que ya aparezca en el radar de la Crux Vera. Si creen que usted
significa una amenaza, no vacilarán en matarlo.
—Le agradezco su sinceridad.
—No olvide que tenemos un trato. —Malone cogió un bolígrafo y un
cuaderno y, de pronto, los papeles se cambiaron—. Ha llegado mi turno de
formular las preguntas.
—Recuerde las reglas. Si me traiciona…
—No se preocupe. También soy consciente de que la Crux Vera no es la
única organización secreta dada a la pillería. —Malone se humedeció el
dedo con la lengua y pasó una página del cuaderno—. Tengo tantas
preguntas que no sé por cuál empezar.

Gabriel dedicó las dos horas siguientes a cumplir sin el menor


entusiasmo su parte del trato. Al cabo, salió por la puerta principal de la
casa de Malone y cruzó Cadogan Square bajo una fuerte lluvia. En Sloane
Street, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Mordecai en la
furgoneta de vigilancia.
—Continúa vigilándolo —dijo Gabriel—. Si va a alguna parte, ve tras
él.

Peter Malone se sentó delante de su ordenador y comenzó a pasar sus


notas a un ritmo febril. No acababa de creerse su buena suerte. Había
aprendido hacía mucho tiempo que el éxito era el resultado de una volátil
combinación de mucho trabajo y suerte. Algunas veces, las buenas historias
caían del cielo. La diferencia entre un periodista normal y uno bueno era lo
que hacía a continuación.
Después de una hora de trabajo ininterrumpido, sus notas manuscritas se
habían transformado en un par de informes perfectamente estructurados. El
primero trataba de las hazañas de un agente cuyo nombre en código era
Sword. El segundo resumía todo lo hablado con respecto a Benjamin Stern.
Hubiese sido o no su intención, el israelí le había proporcionado a Malone
el gancho que necesitaba para su historia. La inteligencia israelí estaba
investigando el asesinato del destacado historiador Benjamin Stern.
Llamaría a Tel Aviv por la mañana, escucharía el desmentido de rigor de los
burócratas del cuartel general, y luego reuniría todos los demás detalles
misteriosos que conocía del caso. No le había dicho al israelí todo lo que
sabía del asesinato de Stern, de la misma manera que estaba del todo seguro
que el israelí tampoco lo había hecho. Así era ese juego. Hacía falta un
reportero con experiencia para distinguir la diferencia entre la verdad y la
desinformación, que pasase la arena por el cedazo hasta encontrar las
pepitas de oro. Con un poco de suerte, quizá tendría un artículo acabado
para el fin de semana.
Dedicó unos pocos minutos a repasar las citas y decidió que llamaría a
Tom Graves, su editor del Sunday Times, para que le reservara espacio en la
primera página. Acercó la mano al teléfono, pero antes de que pudiera
levantarlo se vio proyectado violentamente hacia atrás por un golpe en el
pecho. Bajó la mirada y en su camisa vio una mancha de sangre que
aumentaba de tamaño rápidamente. Luego alzó la mirada y vio a un hombre
de cabellos rubios canosos y ojos descoloridos a poco más de un metro de
la mesa.
Malone había estado tan ensimismado en el trabajo que no lo había oído
entrar en la casa.
—¿Por qué? —preguntó el reportero, con sangre en la boca.
El asesino inclinó la cabeza hacia un lado, como si le hubiese intrigado
la pregunta, y luego se acercó a su víctima.
—Ego te absolvo a peccatis tuis —dijo con los dedos apoyados en la
frente del moribundo—. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.
Después apuntó a la cabeza de Malone y disparó un último tiro.

En el lenguaje de la Oficina, el artilugio que el artista de la vigilancia


llamado Mordecai había colocado en el despacho de Malone era conocido
como una «copa». Instalado en el interior del teléfono, permitía escuchar las
llamadas de Malone y también las conversaciones dentro de la habitación.
Le había permitido a Mordecai escuchar la conversación entre Gabriel y el
periodista. También había oído cómo Malone se sentaba a su mesa después
de que se hubo marchado Gabriel y el tecleo en el ordenador.
Poco después de las nueve, Mordecai oyó un murmullo en un idioma
desconocido. Durante los cinco minutos siguientes, sólo percibió el ruido de
los cajones de los archivadores que se abrían y se cerraban. Supuso que era
Malone, pero cuando se abrió la puerta principal y apareció un hombre alto
y ancho de hombros, Mordecai comprendió en el acto que algo
terriblemente grave acababa de ocurrir en la casa.
El hombre bajó rápidamente los escalones de la entrada y comenzó a
cruzar la plaza, en linea recta hacia la furgoneta. Mordecai se asustó. Las
únicas armas de que disponía eran un micrófono direccional y una cámara
Nikon con teleobjetivo. Echó mano a la cámara. Cuando el desconocido se
acercó un poco más al vehículo, Mordecai lo enfocó con toda calma y le
sacó tres fotos.
Estaba seguro de que la última era una toma perfecta.
14

ROMA

El Vaticano es el país más pequeño del mundo y también el menos


poblado. Allí trabajan todos los días más de cuatro mil personas y, sin
embargo, sólo unas cuatrocientas viven detrás de sus muros. El cardenal
secretario de Estado Marco Brindisi era una de ellas. Su apartamento
privado en el palacio Apostólico estaba a sólo un piso de distancia de las
habitaciones del Santo Padre. Mientas que algunos de los prelados
consideraban que vivir en el epicentro del poder vaticano era el equivalente
a vivir en una jaula de oro, para el cardenal Brindisi era el paraíso. Sus
estancias eran comodísimas, estaba a un paso de su trabajo, y una legión de
curas y monjas se ocupaban de satisfacer todas sus necesidades. Si había
alguna pega, contaba con la proximidad del séquito papal. Era muy poco lo
que podía hacer a escondidas de las miradas vigilantes de los secretarios
papales. Los reservados de L’Eau Vive eran muy apropiados para las
entrevistas privadas del cardenal, aunque algunas, como la concertada para
esa noche, debían celebrarse en un entorno todavía más seguro.
Un coche Mercedes esperaba en el patio de San Damaso, delante de la
entrada del palacio Apostólico. A diferencia de los demás cardenales de la
curia de menor rango, Brindisi no dependía del azar cuando necesitaba un
vehículo de la flota vaticana. Tenía asignado un Mercedes con chófer y un
guardaespaldas. Brindisi subió al coche, y el conductor arrancó. El vehículo
circuló lentamente por la Via Belvedere, y pasó por delante de la Farmacia
Pontificia y los cuarteles de la guardia suiza, antes de salir por la Puerta de
Santa Ana y abandonar el territorio vaticano.
El coche cruzó la Piazza della Cittá y, a continuación, entró en un
aparcamiento subterráneo de un edificio de propiedad del Vaticano donde
vivían muchos cardenales de la curia. Había varios más como ése por toda
Roma.
El chófer aparcó el Mercedes junto a una furgoneta Fiat gris. En el
momento en que Brindisi salió del coche, se abrió la puerta trasera del otro
vehículo y se apeó un hombre. Iba vestido como el cardenal, con sotana, la
faja roja y la fascia. Pero, a diferencia del secretario de Estado, no tenía
derecho al atuendo. No era un cardenal; más aún, ni siquiera era cura. El
cardenal Brindisi no sabía su nombre; sólo sabía que había trabajado
durante una breve temporada como actor antes de ingresar en la Vigilanza.
El doble de Brindisi salió de entre las sombras y se detuvo por un
instante delante del cardenal. Como siempre, a Brindisi se le puso la carne
de gallina. Era como verse en un espejo. Las facciones, las gafas redondas,
la cruz de oro del pecho; el hombre había aprendido incluso a imitar el
arrogante ángulo del zucchetto de Brindisi. El esbozo de una sonrisa pasó
fugazmente por el rostro del hombre, en una exacta imitación de la sonrisa
de Brindisi.
—Buenas noches, eminencia.
—Buenas noches, eminencia —respondió el cardenal automáticamente.
El impostor se despidió con un gesto, subió al Mercedes, y el chófer
arrancó en el acto. El padre Mascone, el secretario privado de Brindisi,
esperaba en el compartimento trasero de la furgoneta.
—De prisa, eminencia. No es seguro demorarse aquí.
El cura ayudó al cardenal a subir, cerró la puerta y luego lo acompañó
hasta un banco tapizado. La furgoneta subió la rampa del parking y un
minuto más tarde cruzaba Roma en dirección al Tíber.
Mascone abrió una maleta portatrajes y sacó varias prendas: un pantalón
gris, un jersey de cuello de cisne, una americana cruzada marrón claro y
mocasines negros. El cardenal Brindisi se desató la faja y comenzó a
desvestirse. En cuestión de segundos, se quedó desnudo excepto por la ropa
interior y una cadena con púas alrededor del muslo derecho.
—Quizá tendría que quitarse el cilicio —comentó el cura—. Puede que
se marque a través del pantalón.
El cardenal Brindisi negó enérgicamente con la cabeza.
—Mi voluntad de despojarme de mis vestiduras tiene un límite, padre
Mascone. Esta noche llevaré el cilicio, y no me importa si se ve o no a
través de —hizo una pausa— el pantalón.
—Muy bien, excelencia.
El cardenal se cambió rápidamente con la ayuda del cura. Cuando acabó
de vestirse, se quitó las gafas redondas y las reemplazó por otras con los
cristales ligeramente tintados. La transformación era absoluta. Ya no parecía
un príncipe de la Iglesia, sino un romano acomodado un tanto disoluto,
quizá un hombre aficionado a la conquista de jovencitas.
La furgoneta se detuvo al cabo de cinco minutos en una plaza desierta
en la otra orilla del Tíber. El cura abrió la puerta. El cardenal secretario de
Estado Marco Brindisi se persignó y bajó del vehículo.

En muchos aspectos, Roma es una ciudad pequeña. En circunstancias


normales, Marco Brindisi no podría haber caminado por la Via Veneto sin
ser reconocido, incluso vestido con la sotana negra de un párroco. Esa
noche, sin embargo, caminaba tranquilamente entre la muchedumbre que
colmaba las aceras y las terrazas de los cafés, como si fuese un romano
cualquiera a la búsqueda de una buena comida y una compañía agradable.
Los días de gloria de la Via Veneto habían pasado hacía mucho. Aún era
un bonito bulevar con Plátanus, tiendas exclusivas y restaurantes de lujo,
pero los intelectuales y las estrellas de cine se habían trasladado en busca de
otros lugares menos conocidos, aunque no menos agradables. Ahora, las
multitudes estaban formadas por turistas, hombres de negocios y
adolescentes que paseaban en ciclomotores.
Marco Brindisi nunca se había dejado seducir por la dolce vita de Via
Veneto, ni siquiera en los sesenta, cuando era un joven burócrata de la curia
que acababa de llegar de las montañas de su Umbría natal, y ahora le
parecía aún menos atractiva. Los retazos de las conversaciones que oía al
pasar le parecían del todo insulsos. Sabía que a algunos de los cardenales —
incluso a algunos papas— les gustaba cambiarse los hábitos para ver cómo
vivía la otra mitad. A Brindisi no le interesaba en absoluto saber cómo vivía
la otra mitad. Salvo en contadas excepciones, consideraba que la otra mitad
era una chusma despreciable e inmoral a la que le sería de gran provecho
escuchar más las enseñanzas de la Iglesia y menos las tonterías de la
televisión.
Una atractiva mujer de mediana edad con un vestido de generoso escote
lo miró con admiración desde una de las mesas de una terraza. Brindisi,
muy en su papel, le devolvió la sonrisa. Mientras seguía caminando, el
cardenal suplicó el perdón divino y apretó un poco más el cilicio para
aumentar el dolor. Había escuchado confesiones de los sacerdotes que
habían caído en la tentación del sexo. Sacerdotes que tenían amantes.
Sacerdotes que habían cometido actos abominables con otros sacerdotes.
Brindisi nunca había conocido tales tentaciones. En el mismo momento en
que había entrado en el seminario, había entregado su corazón a Jesucristo y
a la Virgen María. Los sacerdotes que eran incapaces de mantener sus votos
le repugnaban. Consideraba que cualquier sacerdote que no fuera capaz de
permanecer célibe debía ser despojado de los hábitos. Pero también era un
pragmático y sabía muy bien que esa política disminuiría
considerablemente las filas clericales.
El cardenal llegó a la intersección de Via Veneto con Corso d’Italia y
consultó su reloj. Había llegado exactamente a la hora fijada. Un par de
segundos más tarde, un coche se detuvo junto al bordillo. Se abrió una de
las puertas traseras, y Carlo Casagrande bajó del coche.
—Le pido perdón por no besarle el anillo —manifestó el general—,
pero no creo que sea muy apropiado a la vista de las circunstancias. Hace
una noche muy agradable. ¿Damos un paseo por Villa Borghese?
Casagrande guio al cardenal en el cruce del amplio bulevar, al parecer sin
preocuparle estar exponiendo al segundo hombre más poderoso de la Iglesia
católica al instinto asesino de los conductores romanos. Cuando llegaron
sanos y salvos al otro lado, iniciaron su paseo por uno de los senderos. El
domingo, el parque estaría lleno de niños gritones y de hombres que
escuchaban la retransmisión de los partidos de fútbol en sus radios
portátiles. Esa noche, no se oía otra cosa que el rumor del tráfico en el
Corso. El cardenal caminaba como si continuara vestido de rojo, con las
manos a la espalda y la cabeza gacha; un hombre rico a quien se le ha caído
el dinero y lo busca sin mucho convencimiento. Cuando Casagrande le
susurró que Peter Malone estaba muerto, Brindisi murmuró una breve
plegaria, pero resistió el impulso de persignarse cuando acabó.
—Ese asesino suyo es muy eficaz —comentó.
—Desafortunadamente, tiene mucha práctica.
—Hábleme de ese hombre.
—Mi trabajo consiste en protegerlo de esa clase de cosas, eminencia.
—No lo pregunto por una curiosidad morbosa, Carlo. Mi única
preocupación es que este asunto se trate de una manera eficiente.
Llegaron a la Galleria Borghese. Casagrande se sentó en un banco de
mármol delante del museo e invitó a Brindisi con un gesto a que lo imitara.
El cardenal sacudió el polvo del banco con grandes aspavientos antes de
sentarse con mucho cuidado en el frío mármol. El general dedicó los cinco
minutos siguientes a recitarle muy a su pesar todo lo que sabía sobre el
asesino apodado Leopardo. Comenzó por su larga y sangrienta vinculación
con los grupos de extrema izquierda y los terroristas palestinos, y concluyó
con su transformación en un muy bien pagado asesino profesional.
Casagrande tenía la clara sensación de que el cardenal disfrutaba con su
vicaria asociación con el mal.
—¿Su verdadero nombre?
—No está claro, eminencia.
—¿Su nacionalidad?
—La opinión general entre los funcionarios de los servicios de
inteligencia europeos es que es suizo, aunque eso tampoco es seguro.
—¿Se ha entrevistado personalmente con ese hombre?
—Hemos estado en la misma habitación, eminencia. Hemos tenido
trato, pero no puedo decir que lo haya conocido. Dudo que nadie lo
conozca.
—¿Es inteligente?
—Brillante.
—¿Educado?
—Hay pruebas que apuntan a que cursó estudios de teología durante un
tiempo en la Universidad de Friburgo antes de responder a la llamada de la
violencia y el terror izquierdista. También hay pruebas respecto a que fue
novicio en Zurich en su juventud.
—¿Quiere decir que ese monstruo llegó a estudiar para sacerdote? —El
cardenal Brindisi sacudió la cabeza lentamente—. ¿Supongo que no seguirá
considerándose católico?
—¿El Leopardo? Me parece que sólo cree en sí mismo.
—Así que, ahora, un hombre que antaño asesinaba para los comunistas
trabaja para Carlo Casagrande, el hombre que ayudó al papa polaco a
destruir el imperio del mal.
—La política, como bien dicen, hace que a veces tengas extraños
compañeros de cama. —Casagrande se levantó—. Continuemos con
nuestro paseo.
Caminaron por un sendero entre pinos. El cardenal casi le sacaba una
cabeza a Casagrande. Aunque el atuendo suavizaba un poco su aspecto,
vestido tal como iba ahora, con prendas de paisano, Marco Brindisi era una
figura dura, amenazante. Un hombre que inspiraba más miedo que
confianza.
Se sentaron en un banco que daba a la Piazza di Siena. Casagrande
pensó en su esposa, sentada con él en ese mismo banco, entretenidos en
mirar los caballos que desfilaban por la pista oval. Casi podía oler las fresas
en sus manos. A Angelina le encantaba comer fresas y beber spumanti en
primavera en la Villa Borghese.
El cardenal Brindisi acabó con los inquietantes recuerdos de Casagrande
al plantear el tema del hombre conocido como Ehud Landau. El encargado
de la seguridad le habló al cardenal de la visita de Landau al convento del
Sagrado Corazón de Brenzone.
—Dios mío —murmuró el cardenal—. ¿Cómo se comportó la madre
Vincenza?
—Al parecer, muy bien. Le contó la historia que le preparamos y lo vio
marcharse. Pero al día siguiente, apareció de nuevo por el convento para
preguntar por la hermana Regina.
—¡La hermana Regina! Esto es un desastre. ¿Cómo ha podido
enterarse?
Casagrande sacudió la cabeza. Era la pregunta que lo atormentaba desde
la segunda llamada de la madre Vincenza. ¿Cómo se había enterado?
Habían revisado a fondo el apartamento de Benjamin Stern. Se habían
llevado y destruido hasta la mínima cosa que pudiera estar relacionada con
el convento. Era obvio que alguna prueba se había deslizado entre la red de
Casagrande y había ido a parar a manos de su adversario de Israel.
—¿Dónde está ahora? —quiso saber el cardenal.
—No tengo ninguna pista sobre su paradero. Uno de mis hombres lo
siguió desde Brenzone, pero consiguió eludir la vigilancia en Verona. No
hay duda de que se trata de un profesional. No hemos vuelto a saber nada
de él desde entonces.
—¿Cuáles son sus planes para enfrentarse a él?
Casagrande dejó de contemplar la antigua pista y miró los ojos claros
del cardenal.
—Como secretario de Estado, debe saber que la Oficina de Seguridad
ha identificado a un hombre que, al parecer, intenta atentar contra el Santo
Padre.
—Me doy por enterado —declaró el cardenal formalmente—. ¿Qué
medidas ha adoptado para asegurarse de que no se cumplan sus designios?
—He comunicado el caso a Achille Bartoletti, y él ha respondido como
era de esperar. Se ha formado un grupo de tareas y se ha iniciado una
búsqueda permanente del hombre.
—Supongo que en algún momento será necesario informar al Santo
Padre de esa amenaza. Quizá podamos utilizar esa información para influir
en su decisión de ir al gueto la próxima semana.
—Eso mismo pensaba yo —dijo Casagrande—. ¿Queda algún asunto
que tratar?
—Hay una cosa más. —El cardenal le habló a Casagrande del reportero
de La Repubblica que estaba investigando la infancia del Santo Padre—.
Denunciar un engaño del Vaticano, incluso uno del todo inocente, podría ser
algo poco oportuno en estos momentos. Vea si hay algo que usted pueda
hacer para poner en su lugar a ese molesto reportero.
—Me ocuparé de ello —prometió Casagrande—. ¿Qué le dijo al Santo
Padre?
—Le comenté que sería una ayuda si preparaba un resumen de los
tristes detalles de su infancia.
—¿Y qué respondió?
—Estuvo de acuerdo, pero no quiero esperar a que lo haga. Quiero que
usted haga sus propias averiguaciones. Es importante que sepamos la
verdad antes de que aparezca publicada en las páginas de La Repubblica.
—Le ordenaré a uno de mis hombres que se ocupe de hacerlo
inmediatamente.
—Muy bien —dijo el cardenal—. Creo que ahora no queda nada más.
—Lo seguirán. La furgoneta aparecerá en el momento oportuno. Lo
llevará de regreso al Vaticano, a menos que prefiera que vayamos de nuevo
a Via Veneto. Podríamos tomar un copa de frascati y mirar cómo se
divierten los romanos.
El cardenal sonrió, lo cual nunca era alentador.
—La verdad, Carlo, prefiero ver Roma desde las ventanas del palacio
Apostólico.
Y, dicho esto, se alejó sin más. Un momento más tarde, desapareció en
la oscuridad.
15

NORMANDÍA, FRANCIA

Eric Lange cruzó el canal de La Mancha en el transbordador que hacía


la ruta de Newhaven a Dieppe, a primera hora de la mañana. Aparcó el
Peugeot alquilado en un parking público junto a la terminal marítima y fue
a desayunar al Quai Henri IV. Entró en un bar con vistas al puerto y,
mientras desayunaba un brioche y café con leche, leyó los periódicos. No
había ninguna mención al asesinato del periodista británico Peter Malone,
ni tampoco habían dicho nada en la radio. Lange estaba seguro de que aún
no habían descubierto el cadáver. Eso ocurriría sobre las diez de la mañana
hora inglesa, cuando se presentaran al trabajo las dos documentalistas. La
policía encontraría que le sobraban sospechosos en cuanto iniciaran las
investigaciones. Malone se había hecho con una legión de poderosos
enemigos a lo largo de los años. Cualquiera de ellos se hubiera sentido feliz
de acabar con la vida del periodista.
Lange pidió que le sirvieran otro café con leche y otro brioche.
Descubrió que no tenía ninguna prisa por marcharse. Tenía sueño después
de conducir durante toda la noche, y le deprimía la idea de dedicar todo un
día de viaje para regresar a Zurich. Pensó en Katrine, en su mansión aislada
junto a un espeso bosque normando, en los placeres que encontraría en su
enorme cama con dosel.
Dejó unos cuantos euros sobre la mesa y caminó por el muelle hasta la
Poissonnerie, el viejo mercado cubierto de Dieppe. Fue de puesto en puesto,
atento a la calidad del pescado a la venta; hablaba con las pescaderas en
perfecto francés. Finalmente, se decidió por un par de preciosas lubinas y
un surtido de mariscos. Luego salió del mercado y se dirigió a la Grande
Rue, la calle con los mejores comercios de la ciudad. Compró pan en la
boulangerie y varios quesos frescos en la charcuterie. Su última parada fue
en la cave, donde compró media docena de botellas de vino y una de
Calvados, el famoso brandy de manzana de Normandía.
Cargó las bolsas con la comida y la bebida en el asiento trasero del
Peugeot y emprendió viaje. La carretera seguía el borde de los acantilados,
y bajaba y subía según el contorno de la costa. Las playas eran de piedras.
A lo lejos, una flotilla de pesqueros navegaba en dirección al puerto. Pasó
por una sucesión de pequeños pueblos pesqueros, a cuál más pintoresco, y
se comió una de las baguettes mientras conducía. Cuando llegó a Saint-
Valery-en-Caux, el interior del coche olía intensamente a gambas y
mejillones.
A un kilómetro y medio antes de Saint-Pierre, dobló en una angosta
carretera local y continuó tierra adentro, entre huertos de manzanas y
campos de lino. Un poco más allá del pueblo de Valmont, se internó por un
camino de tierra bordeado de hayas y lo siguió durante poco más de un
kilómetro, hasta una verja de madera, donde acababa. Más allá de la verja
se levantaba la casa de piedra, disimulada entre las sombras de las hayas y
los olmos. El jeep rojo de Katrine estaba aparcado en el patio de gravilla.
Aún debía de estar durmiendo. Katrine casi nunca encontraba un motivo
para levantarse antes del mediodía.
Lange bajó del coche, abrió la verja y luego condujo el Peugeot hasta la
casa. Sin llamar, intentó abrir la puerta principal y la encontró cerrada con
llave. Tenía dos opciones: aporrearla hasta que Katrine se despertara o
comenzar la visita con un poco de diversión. Se decidió por lo segundo.
La casa tenía forma de U y estaba rodeada por un enmarañado jardín.
En verano era un mar de colores. Ahora, en los últimos días del invierno,
mostraba un color verde oscuro. Pasada la rosaleda se encontraba la linde
del bosque. Los árboles estaban desnudos, y las ramas permanecían
inmóviles en la quietud de la mañana. Entre las dos alas de la casa había un
patio de piedra. Lange caminó cautelosamente por el patio sembrado de
tiestos rotos, sin hacer el más mínimo ruido, y comenzó a probar los
pestillos de cada una de las seis puertas de cristal. La quinta estaba abierta.
«Pobre estúpida», pensó Lange. Le enseñaría una lección que tardaría en
olvidar.
Entró y caminó de puntillas a través de la sala a oscuras hasta la
escalera, y luego subió hasta la habitación de Katrine. Espió el interior. Las
cortinas estaban echadas. Vio a Katrine en la penumbra, los cabellos sobre
la almohada y los hombros desnudos que asomaban por encima del edredón
blanco. Tenía la piel morena de los sureños, y los ojos azules y los cabellos
rubios de las muchachas normandas. Los reflejos rojizos eran el regalo de
una abuela bretona, como también lo era su temperamento irascible.
Lange se agachó y alargó una mano hacia el punto debajo del edredón
donde parecía haber un pie. En el momento en que iba a sujetarla por el
tobillo, Katrine se sentó en la cama con los ojos bien abiertos, y con una
Browning nueve milímetros que empuñaba con las dos manos. Efectuó dos
rápidos disparos, tal como le había enseñado Lange. En el dormitorio
cerrado, los disparos sonaron como cañonazos. Lange se tiró al suelo. Los
proyectiles pasaron por encima de su cabeza y destrozaron el espejo de un
hermoso armario que tenía doscientos años de antigüedad.
—¡No dispares, Katrine! —gritó Lange, sin poder evitar las carcajadas
—. ¡Soy yo!
—¡Levántate! ¡Deja que te vea!
Lange se levantó lentamente, con las manos bien a la vista. Katrine
encendió la lámpara de la mesilla de noche y lo observó con una mirada
feroz. Luego echó el brazo hacia atrás y le arrojó la pistola a la cabeza.
Lange se hizo a un lado y el arma cayó sobre el montón de cristales rotos.
—¡Maldito hijo de puta! Tienes suerte de que no te haya volado la
cabeza.
—No hubiese sido el primero.
—¡Me encantaba ese espejo!
—Era viejo.
—¡Era una antigüedad, imbécil!
—Te compraré uno nuevo.
—¡No quiero uno nuevo, quería ése!
—Pues lo mandaremos a reparar.
—¿Y cómo crees que explicaré los agujeros de bala?
Lange se llevó una mano a la barbilla y simuló pensar en una respuesta.
—Tienes razón, eso podría ser un problema.
—¡Por supuesto que es un problema, gilipollas! —Se cubrió los pechos
con el edredón, como si acabara de darse cuenta de su desnudez, y su enojo
comenzó a ceder—. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
—Estaba en el vecindario.
Katrine lo miró atentamente.
—Has vuelto a matar. Lo veo en tus ojos.
Lange recogió la Browning, le puso el seguro y luego dejó la pistola a
los pies de la cama.
—Hice un trabajo por aquí cerca. Necesito un par de días de descanso.
—¿Qué te hace pensar que puedes presentarte aquí cada vez que te
apetece? Podría ser que tuviera a algún otro hombre en la casa.
—Podría ser, pero las probabilidades estaban a mi favor. Verás, soy
consciente de que, con pocas excepciones, la mayoría de los hombres te
aburren mortalmente, tanto en el aspecto intelectual como en esta enorme
cama. También soy consciente de que cualquier hombre que traigas aquí no
te durará mucho. Por tanto, me parecía que valía la pena intentarlo.
Katrine hacía lo imposible por no sonreír.
—¿Por qué debo permitir que te quedes?
—Porque cocinaré para ti.
—En ese caso, lo mejor será que juntemos apetito. Ven a la cama. Es
demasiado temprano para levantarse.

Katrine Boussard era posiblemente la mujer más peligrosa de Francia.


Después de licenciarse en literatura y filosofía en la Sorbona, se había unido
al grupo de extrema izquierda Action Directe. Mientras los objetivos
políticos del grupo habían fluctuado sin ton ni son, sus tácticas se habían
mantenido inalterables. Durante la década de los ochenta, habían cometido
una serie de asesinatos, secuestros y atentados con bombas, que habían
provocado docenas de muertos y tenido aterrorizada a toda la nación.
Gracias a su aprendizaje con Eric Lange, Katrine Boussard era una de las
mejores asesinas del grupo. Lange había trabajado con ella en dos
ocasiones: en el asesinato de un alto funcionario del Ministerio de Defensa
en 1985 y, al año siguiente, en el asesinato de un ejecutivo de una empresa
automovilística francesa. En cada caso, Katrine Boussard había disparado el
tiro de gracia.
Lange acostumbraba a trabajar solo, pero con Katrine había hecho una
excepción. Era una profesional experta, fría y despiadada en las acciones, y
absolutamente disciplinada. Ella y Lange sufrían de la misma aflicción. El
estrés de las acciones potenciaba sus deseos sexuales, y ambos habían
utilizado el cuerpo del otro con grandes resultados. No eran amantes; los
dos habían visto demasiadas cosas como para creer en algo tan pedestre
como el amor. Eran algo así como grandes artesanos a la búsqueda de la
perfección.
Katrine había sido bendecida con un cuerpo que le permitía disfrutar de
grandes placeres en muchos lugares. Como siempre, respondió
inmediatamente al contacto de Lange. Sólo cuando estuvo saciada del todo
dedicó sus grandes habilidades a complacer a Lange. Era una amante casi
sádica, tan a tono con el cuerpo de Lange que cada vez que él estaba a
punto de perder el control, Katrine se apartaba y lo dejaba sufrir sin
compasión. Cuando ya no pudo resistir más, Lange asumió el control.
Sujetó a Katrine por las caderas y la penetró por detrás. No había querido
que se pareciera tanto a una conquista, pero era exactamente tal como lo
había planeado Katrine. Mientras Lange alcanzaba el clímax, echó la
cabeza hacia atrás y aulló como un loco. Katrine lo miraba por encima del
hombro, con una expresión satisfecha, porque lo había vencido una vez
más.
Cuando terminaron, ella apoyó la cabeza sobre el pecho del hombre con
la cabellera desparramada sobre su estómago. Lange contempló los árboles
en la linde del bosque a través de la puerta de cristal. Había llegado una
tormenta desde el canal, y los árboles se sacudían azotados por el viento.
Lange jugó con los cabellos de Katrine, pero no se movió. Como habían
matado juntos, Lange podía hacer el amor con ella sin inhibiciones y sin el
temor latente de que pudiera revelar algo de sí mismo. No amaba a Katrine,
pero le tenía cariño. De hecho, era la única mujer que le importaba.
—La echo tanto de menos —murmuró la mujer.
—¿Qué, Katrine?
—La lucha. —Ella movió la cabeza para mirarlo—. Ahora lo único que
hago es estar aquí, en Valmont. Vivo de las rentas de un fondo de un padre
que desprecio y espero a hacerme vieja. No quiero envejecer; quiero luchar.
—Éramos unos jóvenes alocados. Ahora somos sabios.
—Sí, y tú matas para cualquiera, siempre que el precio sea el adecuado,
por supuesto.
Lange apoyó un dedo sobre los labios de la mujer.
—Nunca he disfrutado de las rentas de un fondo, Katrine.
—¿Es ésa la razón por la que eres un asesino profesional?
—Tengo ciertas habilidades, cosas que el mercado demanda.
—Hablas como todo un capitalista.
—¿No te has enterado? Los capitalistas han ganado. Las fuerzas del
bien han sido aplastadas por la bota de las ganancias y la codicia. Ahora
puedes comer en un McDonald’s y visitar Euro Disney todas las veces que
quieras. Te has ganado una vida tranquila y tu hermosa casa. Siéntate y
disfruta de la satisfacción de una noble derrota.
—Menudo hipócrita —exclamó Katrine.
—Prefiero verme a mí mismo como un realista.
—¿Para quién matas?
«Para los hombres que antes despreciábamos», pensó Lange. Luego
respondió en voz alta:
—Ya conoces las reglas, Katrine. Cierra los ojos.

Mientras Katrine dormía, Lange se levantó de la cama, se vistió en


silencio y salió de la casa. Abrió el maletero del Peugeot, cogió el
ordenador portátil de Peter Malone, lo metió debajo de la chaqueta y volvió
a la carrera a la casa para no acabar empapado. En el interior, encendió un
fuego con madera de manzano y se acomodó en el mullido sillón de la sala
de Katrine. Levantó la tapa del portátil, lo encendió y esperó a que cargara
la configuración. Según el acuerdo con Casagrande, Lange estaba obligado
a dejar el ordenador y las otras cosas que se había llevado del despacho de
Malone en una caja de seguridad en Zurich. Sin embargo, no veía por qué
no podía echarle una mirada al contenido mientras estaba en su poder.
Abrió la carpeta de documentos, y leyó las fechas y las horas de los
últimos archivos. Durante la última hora de su vida, el reportero había
creado dos nuevos documentos: uno se Titulaba ASESINO ISRAELÍ y el
segundo, ASESINATO DE BENJAMIN STERN. Lange sintió un hormigueo en las
yemas de los dedos. En el exterior, el viento de la tormenta del canal sonaba
como el paso de un tren de alta velocidad.
Abrió el primer archivo. Era un documento muy interesante. Poco antes
de la entrada de Lange en el apartamento de Malone, el periodista había
entrevistado a un hombre que afirmaba ser un asesino israelí. Lange leyó el
documento con la admiración de un profesional. El hombre tenía una muy
variada y productiva carrera: Septiembre Negro, un par de libaneses, un
científico nuclear iraní, Abu Jihad…
Lange interrumpió la lectura y miró a través de la puerta ventana los
árboles castigados por la tormenta. ¿Abu Jihad? ¿Era posible que el asesino
de Abu Jihad hubiese estado en el apartamento de Malone unas pocas horas
antes que Lange? Si era verdad, ¿qué demonios había estado haciendo allí?
Lange no era un hombre que creyera en las coincidencias. Sospechaba que
la respuesta la encontraría en el segundo documento. Lo abrió
inmediatamente y comenzó a leer.
Cinco minutos más tarde, Lange tenía más que suficiente. Era peor de lo
que temía. El agente israelí que había entrado tranquilamente en la casa de
Abu Jihad en Túnez y lo había asesinado estaba investigando ahora el
asesinato del profesor Benjamin Stern. Lange se preguntó por qué la muerte
del profesor podía tener algún interés para los servicios de inteligencia
israelíes. La respuesta parecía sencilla: el profesor debía de ser un agente.
Estaba furioso con Carlo Casagrande. Si Casagrande le hubiera dicho
que Benjamin Stern estaba vinculado con la inteligencia israelí, era muy
probable que hubiese rechazado el encargo. Los israelíes lo ponían
nervioso. Jugaban el juego de una manera muy diferente de los europeos y
los norteamericanos. Provenían de un entorno duro, y la sombra del
holocausto pendía sobre cada una de sus decisiones y hacía que trataran a
sus adversarios sin la menor compasión. Habían perseguido a Lange en una
ocasión, después de un secuestro y el cobro del rescate que había hecho
para Abu Jihad. Había conseguido escapar de los israelíes gracias a la
medida draconiana de matar a todos sus cómplices.
Lange se preguntó si Carlo Casagrande tenía conocimiento de la
participación israelí, y si lo sabía, ¿por qué no lo había contratado para que
se ocupara del agente? Quizá Casagrande no sabía cómo hallar al israelí.
Gracias a los documentos en el ordenador de Malone, Lange sabía cómo
encontrarlo y no tenía la intención de esperar las órdenes de Casagrande
para actuar. Disponía de una pequeña ventaja, un resquicio, pero debía
moverse de prisa o el resquicio se cerraría.
Copió los dos archivos en un disquete y luego los borró del disco duro.
Katrine entró en la sala envuelta en el edredón y se sentó en el otro extremo
del sofá. >Lange bajó la tapa del ordenador.
—Has prometido cocinar para mí —dijo—. Estoy hambrienta.
—Tengo que ir a París.
—¿Ahora?
Lange asintió.
—¿No puedes esperar a mañana?
Él negó con la cabeza.
—¿Qué cosa hay tan importante en París?
Lange miró a través de la puerta ventana.
—Necesito encontrar a un hombre.

Rashid Husseini no tenía pinta de terrorista profesional. Tenía el rostro


redondo y carnoso, y bolsas de fatiga debajo de sus grandes ojos castaños.
Su americana arrugada y el suéter de cuello de cisne le daban el aspecto de
un estudiante de doctorado que estuviese preparando una disertación que no
conseguía acabar. Nada podía estar más lejos de la realidad. Husseini vivía
en Francia con un visado de estudiante, aunque pocas veces tenía tiempo
para asistir a clase en la Sorbona. Enseñaba inglés en un instituto de
idiomas en un deprimente barrio musulmán en el norte de París, de vez en
cuando hacía alguna traducción y a veces escribía artículos incendiarios
para diversos periódicos de izquierda. Eric Lange conocía la verdadera
fuente de ingresos de Husseini. Trabajaba para una rama de la Autoridad
Palestina que muy pocos conocían. Rashid Husseini —estudiante, traductor,
periodista— era el jefe de las operaciones europeas del servicio de
inteligencia de la Organización para la Liberación de Palestina. Husseini era
la razón del viaje de Lange a París.
Lange llamó por teléfono al palestino en su apartamento de la rue de
Tournon. Una hora más tarde, se encontraron en un bar restaurante en el
barrio de Luxembourg, donde eran los únicos clientes. Husseini, un
nacionalista palestino de la vieja escuela, bebía vino tinto. La bebida le
aflojaba la lengua, y obsequió a Lange con una conferencia sobre los
sufrimientos del pueblo palestino. Era prácticamente la misma diatriba que
le había recitado a Lange en Túnez veinte años atrás, cuando él y Abu Jihad
intentaban convencer a Lange para que trabajara al servicio de la causa
palestina. La tierra, los olivos, las injusticias y las humillaciones. «Los
judíos son los nuevos nazis —opinó Husseini—. En el West Bank y en
Gaza actúan como la Gestapo y las SS. ¿El primer ministro israelí? Es un
criminal de guerra que se merece la justicia de Nuremberg». Lange lo
escuchaba pacientemente mientras se bebía el café y asentía en los
momentos adecuados. Sentía compasión por Husseini. La guerra lo había
dejado atrás. En otros tiempos, la habían librado los hombres como él,
intelectuales que leían a Camus en francés y se follaban a las estúpidas
muchachas alemanas en las playas de Saint Tropez. Ahora, los viejos
luchadores vivían de las generosas aportaciones de los europeos y los
norteamericanos, mientras los jóvenes; los preciosos frutos de Palestina, se
volaban en pedazos en los cafés y los mercados de Israel.
Finalmente, Husseini levantó las manos en un gesto de impotencia,
como un viejo que sabe que se ha convertido en un pelmazo.
—Perdóname, Eric, pero siempre me dejo llevar por la pasión. Sé que
no has venido esta noche aquí para hablar de los sufrimientos de mi pueblo.
¿De qué se trata? ¿Buscas trabajo?
Lange se inclinó sobre la mesa.
—Me preguntaba si te interesaría ayudarme a encontrar al hombre que
mató a nuestro amigo en Túnez.
Los ojos cansados de Husseini se animaron en el acto.
—¿Abu Jihad? Yo estaba allí aquella noche. Fui el primero en entrar en
el despacho después de que aquel monstruo israelí hiciera su sanguinario
trabajo. Todavía oigo los gritos de la esposa y los hijos de Abu Jihad. Si
tuviese la oportunidad, yo mismo lo mataría.
—¿Qué sabes del hombre?
—Su verdadero nombre es Allon, Gabriel Allon, pero ha usado docenas
de alias. Es un restaurador de arte. Utiliza su trabajo como tapadera de los
crímenes que cometió en Europa. Uno de mis antiguos camaradas, Tariq al-
Hourani, colocó una bomba debajo del coche de Allon en Viena hará cosa
de doce años y lo voló con la esposa y el hijo dentro. El chico falleció.
Nunca hemos conseguido saber qué fue de su esposa. Allon se vengó de
Tariq hace un par de años en Manhattan.
—Lo recuerdo —asintió Lange—. Aquel asunto con Arafat.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Husseini.
—No, pero creo saber dónde irá.
—¿Dónde?
Lange se lo dijo.
—¿Roma? Roma es una ciudad muy grande, amigo mío. Tendrás que
decirme algo más que eso.
—Está investigando el asesinato de un viejo amigo. Irá a Roma para
buscar a un policía italiano llamado Alessio Rossi. Sigue a Rossi, y el
israelí caerá en tus manos.
Husseini anotó el nombre en una pequeña libreta con tapas de cuero y
miró a Lange.
—¿Carabinieri? ¿Polizia di Stato?
—Polizia —respondió Lange, y Husseini escribió «PS» en la libreta.
El palestino bebió un sorbo de vino y observó a Lange durante unos
momentos sin decir palabra. Lange sabía cuáles eran las preguntas que
pasaban por la mente de Husseini. ¿Cómo sabía Eric Lange el siguiente
destino del asesino israelí? ¿Por qué lo quería muerto? Lange decidió
responder a las preguntas antes de que Husseini pudiera formularlas.
—Va a por mí. Es una cuestión personal. Lo quiero muerto, y tú
también. En ese sentido, tenemos intereses comunes. Si trabajamos juntos,
podremos solucionar este asunto de una manera satisfactoria para ambos.
Una sonrisa apareció en el rostro de Husseini.
—Siempre has sido un tipo frío, Eric. Nunca te dejas dominar por las
emociones. Me habría gustado trabajar contigo.
—¿Tienes medios en Roma para montar una operación de vigilancia
contra un policía?
Podría seguir al papa en persona. Si el israelí está allí, lo encontraremos.
Pero eso es todo lo que haremos. Lo último que necesita ahora mismo el
movimiento es participar en actividades extracurriculares en territorio
europeo. —Guiñó un ojo—. Recuerda que hemos renunciado al terrorismo.
Además, los europeos son nuestros mejores amigos.
—Tú encuéntralo —dijo Lange—. Deja el asesinato en mis manos.
TERCERA PARTE

Una pensión en Roma


16

ROMA

La pensión Abruzzi había conocido tiempos mejores. Ubicada en el


barrio de San Lorenzo, entre la StazioneTermini y la iglesia de Santa Maria
Maggiore, la fachada color mostaza parecía haber sido acribillada a balazos,
y el vestíbulo olía a orines de gato. A pesar de su aspecto ruinoso, la
pequeña pensión se adecuaba perfectamente a las necesidades de Gabriel.
La jefatura de la Polizia di Stato estaba a un paso y, a diferencia de la
mayoría de las pensiones romanas, ésta tenía teléfono en todas las
habitaciones. La ventaja adicional era que si la Crux Vera lo estaba
buscando, el último lugar donde lo haría sería allí.
El recepcionista de noche era un hombre obeso con los hombros
redondos y el rostro encarnado. Gabriel se registró con el nombre de
Heinrich Siedler, y le habló en un italiano pésimo y con un acento alemán
asesino. El hombre miró a Gabriel con ojos melancólicos, y luego escribió
el nombre y el número de pasaporte en el registro.
Gabriel cruzó el vestíbulo, donde una pareja de adolescentes croatas
estaban disputando un partido de tenis de mesa. Subió silenciosamente la
escalera sin barrer, entró en su habitación, cerró la puerta con llave y echó
la cadena de seguridad. Acto seguido, se dirigió al baño. Las manchas de
óxido en el lavabo tenían el aspecto de sangre seca. Se lavó la cara, luego se
quitó los zapatos y se desplomó en la cama. Intentó cerrar los ojos, pero fue
inútil. Demasiado cansado para dormir, permaneció tendido y revivió las
últimas veinticuatro horas con el ruido de fondo de la pelota rebotando
contra la mesa.
Había estado viajando desde el alba. En lugar de volar directamente de
Londres a Roma, lo que lo hubiese obligado a pasar por el control de
aduanas en el aeropuerto de Fuimicino, había volado a Niza. En el
aeropuerto había ido a la oficina de Hertz, donde monsieur Henri, un amigo
de la Oficina, le había alquilado un Renault de una manera que nunca
podría ser rastreada hasta él. Desde Niza, había viajado hacia Italia por la
autopista A8. Cerca de Mónaco, había buscado la emisión en inglés de
Radio Riviera para enterarse de las últimas noticias de la guerra en los
territorios y, en cambio, se había enterado del hallazgo del cadáver de Peter
Malone en su casa de Londres. Al periodista lo habían asesinado con dos
disparos.
Gabriel aparcó en el arcén de la autopista para escuchar el resto de la
información, con las manos aferradas al volante y el corazón a punto de
estallarle. Como un gran maestro de ajedrez, repasó las jugadas y vio cómo
se avecinaba el desastre. Había pasado dos horas en la casa del periodista.
Malone había tomado muchas notas y, sin duda, la policía metropolitana las
había encontrado. A la vista de su relación con los servicios de inteligencia,
probablemente se las habían pasado al MI5. Era más que probable que
todos los cuerpos de policía y los servicios de seguridad europeos
estuviesen buscando a un asesino israelí cuyo nombre en código era Sword.
¿Qué era lo indicado en esos casos? Llamar a Shamron por una línea de
emergencia, arreglar la fuga y sentarse en la playa de Netanya a esperar que
se calmaran las cosas. Pero eso significaría renunciar a la búsqueda de los
asesinos de Benjamin y Malone. Volvió a internarse entre el tráfico y
continuó su viaje a Italia. En la frontera, un guardia somnoliento lo dejó
entrar en el país con un gesto lánguido.
Ahora, después de un larguísimo viaje por la península italiana, estaba
allí, en una habitación maloliente de la pensión Abruzzi. Abajo, la partida
de ping-pong se había convertido en algo parecido a una nueva guerra de
los Balcanes. Los gritos de los jugadores se oían con toda claridad en el
cuarto. Pensó en Peter Maloney se preguntó si él sería el responsable de su
muerte. ¿Había conducido a los asesinos hasta él, o Malone ya estaba
señalado para la eliminación? ¿Era Gabriel el siguiente de la lista? Mientras
se rendía al sueño, la advertencia de Malone sonó en su memoria: «Si creen
que representa una amenaza, no vacilarán en matarlo».
Mañana buscaría a Alessio Rossi. Luego saldría de Roma como alma
que lleva el diablo.

Gabriel durmió mal y las campanadas de las iglesias lo despertaron


temprano. Abrió los ojos y parpadeó varias veces ante la fuerza de la luz del
sol. Se duchó y se cambió de ropa, y luego bajó a desayunar. Los croatas
habían desaparecido, y en el comedor sólo había un par de beatas
norteamericanas y un ruidoso grupo de estudiantes de Barcelona. Se
respiraba un aire de excitación, y Gabriel recordó que ese día era miércoles,
el día en que el Santo Padre saludaba a los peregrinos en la plaza de San
Pedro.
Regresó a su habitación a las nueve y efectuó su primera llamada al
inspector Alessio Rossi de la Polizia di Stato. El operador de la centralita lo
pasó con el buzón de voz del detective. «Mi nombre es Heinrich Siedler —
dijo Gabriel—. Tengo información referente a los padres Felid y Manzini.
Me encontrará en la pensión Abruzzi».
Colgó. «¿Ahora qué?». No podía hacer otra cosa que esperar y rogar
que el detective le devolviera la llamada. No había televisor en la
habitación. Había una radio incorporada en la mesilla de noche, pero el
botón del sintonizador estaba roto.
Después de una hora de terrible aburrimiento, marcó el número por
segunda vez. Una vez más, el operador lo transfirió directamente al buzón
de voz de Rossi. Gabriel dejó un segundo mensaje, idéntico al primero, pero
con una leve nota de urgencia en la voz.
A las once y media, hizo una tercera llamada al número de Rossi. Esta
vez le pasaron con un colega de Rossi, quien le explicó que el inspector
estaba ocupado en un caso y no regresaría al despacho hasta última hora de
la tarde. Gabriel dejó otro mensaje y colgó.
Decidió aprovechar la oportunidad de salir de la habitación. Mientras
caminaba por las calles alrededor de la iglesia de Santa Maria Maggiore,
estuvo atento a la presencia de cualquier signo de seguimiento y no vio
nada. Luego caminó por la Via Napoleone III. El aire de marzo era fresco,
claro, y olía a humo de leña. Comió pasta en un restaurante cerca de la
Piazza Vittorio Emanuele II. Después de comer, paseó a lo largo de la
enorme fachada oeste de la Stazione Termini, y luego vagabundeó entre los
edificios clásicos del barrio de los ministerios hasta que encontró la jefatura
de la Polizia di Stato. Se sentó en un café en la acera opuesta, y se tomó un
espresso mientras miraba a los policías y las secretarias que entraban y
salían, sin dejar de preguntarse si Rossi estaría entre ellos.
A las tres, emprendió el camino de regreso a la pensión Abruzzi.
Mientras cruzaba la Piazza di Repubblica, una multitud de unos quinientos
estudiantes que venían de la Universitá Romana entraron en la plaza. En la
vanguardia de la manifestación, había un muchacho con barba y un pañuelo
blanco al estilo beduino en la cabeza. En la cintura llevaba unos cilindros de
cartón pintado que simulaban cartuchos de dinamita. Lo seguía un falso
cortejo de deudos con un burdo ataúd. Cuando se acercaron, Gabriel vio
que la mayoría de los manifestantes eran italianos, incluido el muchacho
vestido como un terrorista suicida. Todos coreaban lemas de «Libertad para
la tierra palestina» y «¡Muerte a los judíos!», no en árabe, sino en italiano.
Una muchacha, que no podía tener más de veinte años, puso una octavilla
en la mano de Gabriel. Mostraba al primer ministro israelí vestido con el
uniforme de las SS y un bigote a lo Hitler, que aplastaba con el tacón de la
bota el cráneo de una joven palestina. Gabriel hizo una bola con la octavilla
y la tiró al suelo.
Pasó por delante del tenderete de una florista. Una pareja de carabinieri
ligaban descaradamente con la muchacha que los atendía. Miraron por un
momento a Gabriel con fijeza cuando pasó junto a ellos, y luego siguieron
incordiando a la vendedora. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero había
habido algo en la manera en que lo habían mirado que había hecho que su
espalda se empapara en sudor.
Se tomó su tiempo en el camino de regreso a la pensión, atento a
cualquier señal de persecución. En el trayecto, se cruzó con un carabiniere
con cara de aburrido que había aparcado la moto al sol y que contemplaba
el paso de los coches sin el más mínimo interés. Gabriel pareció interesarle
todavía menos.
Entró en la pensión Abruzzi. Los españoles habían regresado de la
audiencia de los miércoles y conversaban entre sí con gran entusiasmo. Al
parecer, uno de ellos, una muchacha con un peinado estilo punky, había
conseguido tocar la mano del papa.
En cuanto entró en la habitación, marcó el número de Rossi.
—Pronto.
—¿Inspector Rossi?
—Sí.
—Soy Heinrich Siedler. Lo he llamado antes.
—¿Todavía está en la pensión Abruzzi?
—Sí.
—No vuelva a llamarme aquí —dijo el policía, y colgó.

Anocheció, y con la oscuridad llegó una tormenta mediterránea. Gabriel


siguió tendido en la cama con la ventana abierta. El ruido de la lluvia en el
adoquinado de la calle se mezclaba con el recuerdo de la conversación con
Alessio Rossi, que se repetía una y otra vez en su cabeza como una
grabación sin fin: «¿Todavía está en la pensión Abruzzi?». «Sí». «No
vuelva a llamarme aquí».
Era obvio que el detective italiano deseaba hablar con él. También
estaba claro que no quería recibir más llamadas de Herr Siedler en el
teléfono de su despacho. Gabriel no tenía más alternativa que esperar y
confiar en que Rossi haría la siguiente jugada.
El teléfono sonó a las nueve. Era el recepcionista nocturno.
—Aquí hay un hombre que quiere verlo.
—¿Cómo se llama?
—No lo ha dicho. ¿Le digo que se marche?
—No, ahora mismo bajo.
Gabriel colgó el teléfono y salió de la habitación sin olvidarse de cerrar
la puerta. En el vestíbulo vio al recepcionista sentado detrás del mostrador.
No había nadie más. Gabriel lo miró y se encogió de hombros. El
recepcionista le señaló con un dedo que parecía una salchicha hacia la sala
de juegos. Gabriel fue a la sala, pero no vio a nadie más que a los croatas
que disputaban otro partido de tenis de mesa.
Volvió a la recepción. El italiano movió las manos en un gesto de
rendición y continuó mirando un programa en un pequeño televisor en
blanco y negro. Gabriel subió la escalera hasta su habitación, abrió la puerta
con la llave y entró.
Vio venir el golpe, un fugaz destello de luz en un metal negro, que
bajaba hacia él en un arco, como un trazo de pintura sobre una tela negra.
La culata de la pistola le golpeó en la base del cráneo, detrás de la oreja
izquierda.
Sintió un dolor tremendo y se le nubló la visión. Las piernas le fallaron
súbitamente y se desplomó como un títere al que le hubiesen cortado los
hilos. Su atacante lo sujetó antes de que se estrellara y lo tendió
silenciosamente sobre el suelo de linóleo. Oyó la advertencia de Peter
Malone una última vez: «Si creen que representa una amenaza, no vacilarán
en matarlo», y luego sólo los sonidos del partido de tenis de mesa en la sala
de juegos.

Gabriel notó una sensación ardiente en el rostro cuando recuperó el


conocimiento. Abrió los ojos y se encontró con la luz cegadora de una
lámpara halógena a un par de centímetros del rostro. Cerró los ojos e
intentó volver la cabeza. El dolor en la base del cráneo fue como un
segundo golpe. Se preguntó cuánto tiempo había estado inconsciente. El
suficiente para que el atacante le atara las muñecas y lo amordazara con
cinta adhesiva; el suficiente como para que se le secara la sangre en el
cuello.
Tenía la lámpara tan cerca que le impedía ver el resto de la habitación.
Estaba seguro de que no había salido de la pensión. Se lo confirmaron los
gritos de los serbocroatas en la sala de juegos. Estaba en su propia cama.
Intentó sentarse. El cañón de una arma pareció salir de la luz, se apoyó
contra su pecho y lo empujó contra el colchón. Luego apareció un rostro.
Grandes bolsas oscuras debajo de los ojos; la sombra de la barba en una
barbilla cuadrada. Los labios se movieron, el sonido llegó a oídos de
Gabriel. En su delirio, le pareció el sonido desincronizado de una película, y
su cerebro tardó un momento en procesar y comprender las palabras que
acababa de oír.
—Soy Alessio Rossi. ¿Qué demonios quiere?
17

ROMA

El joven sentado en la motorino en la Via Gioberti tenía el típico aire de


aburrida insolencia de los adolescentes romanos. No estaba aburrido, ni era
un adolescente, sino un agente de la Vigilanza que tenía treinta años y que
estaba destinado a la sección especial de Casagrande en la Oficina de
Seguridad del Vaticano. Su aspecto juvenil era de gran ayuda en la tarea que
le habían encomendado: la vigilancia del inspector Alessio Rossi de la
Polizia di Stato. El agente de la Vigilanza sólo sabía de Rossi lo
imprescindible para hacer su trabajo. El inspector era un follonero, se
entrometía en asuntos que no eran de su incumbencia. Al final de cada
turno, el agente regresaba al Vaticano, redactaba un informe detallado y lo
dejaba en la mesa de Casagrande. El viejo general siempre leía los informes
de Rossi en cuanto los recibía. Por lo visto, tenía un gran interés en el caso.
Rossi se estaba comportando de una manera sospechosa. Dos veces
durante el día —una por la mañana y de nuevo a última hora de la tarde—
había salido de la jefatura en un coche sin identificación para ir hasta la Via
Gioberti. El agente de la Vigilanza había visto cómo Rossi miraba la
pensión Abruzzi como un hombre que sospecha que su mujer está con un
amante en alguna de las habitaciones. Después de la segunda visita, el
agente había llamado a una espía en la división de Rossi, una bonita
muchacha que atendía las llamadas y se encargaba del papeleo. La joven le
informó de que Rossi había recibido varias llamadas de un huésped de la
pensión Abruzzi para ofrecerle información sobre un caso. ¿El nombre del
huésped? Siedler, le había respondido la informadora. Heinrich Siedler.
El agente de la Vigilanza tuvo una corazonada. Se apeó de la motorino y
entró en la pensión. El recepcionista dejó a un lado una revista pornográfica
cuando lo vio acercarse.
—¿Se aloja en la pensión un hombre llamado Heinrich Siedler?
El recepcionista se encogió de hombros. El agente dejó diez euros sobre
el mostrador y vio cómo desaparecían en la manaza del empleado.
—Sí, creo que tenemos a un hombre llamado Siedler alojado aquí.
Ahora mismo lo compruebo. —Consultó el registro con grandes
aspavientos—. Sí, aquí está. Siedler.
El hombre del Vaticano sacó una foto del bolsillo de la cazadora de
cuero y la dejó sobre el mostrador, lo que sólo hizo que el recepcionista
frunciera el entrecejo. Su rostro se animó en cuanto aparecieron otros diez
euros.
—Sí, es él. Ése es Siedler.
El agente de la Vigilanza recogió la foto.
—¿Cuál es el número de la habitación?

El apartamento de la Via Pinciana era demasiado grande para un


hombre viejo que vivía solo: los techos abovedados, un salón enorme, una
amplia terraza con una magnífica vista de Villa Borghese… Las noches en
las que Carlo Casagrande se sentía atormentado por los recuerdos de su
esposa y su hija, le parecía tan inmenso como la basílica. De haber sido
todavía entonces un simple general de los carabinieri, nunca se podría
haber permitido el lujo de tenerlo, pero como el edificio de propiedad del
Vaticano, Casagrande no pagaba nada. El apartamento no sólo era su
vivienda, sino también su despacho principal. Por tanto, adoptaba unas
precauciones que no preocupaban a sus vecinos. Había un hombre de la
Vigilanza permanentemente de guardia en la puerta y otro en un coche
aparcado en Via Pinciana. Una vez a la semana, un equipo de la Oficina de
Seguridad del Vaticano revisaba todo el apartamento para asegurarse de que
no había ningún aparato de escucha.
Respondió a la llamada en cuanto sonó el teléfono y reconoció de
inmediato la voz del agente de la Vigilanza asignado al caso Rossi. Escuchó
en silencio mientras el agente le daba su informe. Después marcó un
número de teléfono.
—Necesito hablar con Bartoletti. Es una emergencia.
—Lo siento, pero el director no está disponible en estos momentos.
—Soy Carlo Casagrande. Búsquelo.
—Sí, general Casagrande. Un momento, por favor.
Al cabo de un instante, Bartoletti se puso al teléfono. Casagrande fue
directamente al grano.
—Acabamos de recibir la información de que el asesino papal se aloja
en la habitación número veintidós de la pensión Abruzzi, en el barrio de
San Lorenzo. Tenemos razones para creer que va armado y que es muy
peligroso.
Bartoletti colgó. Casagrande encendió un cigarrillo y comenzó la
espera.

En París, Eric Lange atendió la llamada en su móvil y oyó la voz de


Rashid Husseini.
—Creo que hemos encontrado a tu hombre.
—¿Dónde está?
—Tu detective italiano ha estado comportándose de una forma peculiar
durante todo el día. Acaba de entrar en una pensión llamada Abruzzi, un
lugar de ínfima categoría cerca de la estación.
—¿En qué calle?
—En Via Gioberti.
Lange consultó su reloj. Era imposible llegar a Roma esa noche. Tendría
que ir por la mañana.
—Manténlo vigilado. Llámame si se mueve.
—De acuerdo.
Lange colgó. Luego marcó el número de reservas de Air France y
reservó un pasaje en el vuelo de las siete y cuarto.
18

ROMA

Rossi apoyó el cañón de la pistola contra la frente de Gabriel y le


arrancó la cinta adhesiva de la boca.
—¿Quién es usted?
Ante la falta de respuesta, el policía movió la pistola y le propinó un
golpe en la sien.
—Soy amigo de Benjamin Stern.
—¡Maldita sea! Eso explica por qué lo están buscando.
—¿Quiénes?
—¡Todos! La Polizia di Stato, los carabinieri. Hasta los del Servizio per
le Informazioni e la Sicurezza Democrática.
Sin apartar la pistola ni un milímetro, Rossi sacó una foto del bolsillo de
la chaqueta y la sostuvo ante los ojos de Gabriel, que entornó los párpados
para protegerlos de la luz que lo cegaba. Era una foto con mucho grano y
que había sido tomada con un teleobjetivo, pero lo bastante clara para ver
que el rostro del sujeto era el suyo. Se fijó en la ropa que vestía y comprobó
que era la de Ehud Landau. Apeló a la memoria. Munich… la villa
olímpica… Weiss lo había seguido hasta allí.
La foto se levantó como un telón y Gabriel vio de nuevo el rostro de
Alessio Rossi. El detective olía a sudor y a tabaco. Tenía el cuello de la
camisa húmedo y sucio. Gabriel había visto antes a hombres sometidos a
presión, y Rossi estaba a punto de estallar.
—Esta foto la han enviado a todas las comisarías dentro de un radio de
ciento cincuenta kilómetros. La Oficina de Seguridad del Vaticano dice que
quiere cargarse al Santo Padre.
—No es verdad.
El italiano acabó por bajar el arma. El punto de la sien de Gabriel donde
había tenido apoyado el cañón de la pistola le latió dolorosamente durante
unos segundos. Rossi giró la lámpara hacia la pared y mantuvo la pistola en
la mano derecha, apoyada contra el muslo.
—¿Cómo consiguió mi nombre?
Gabriel le respondió con la verdad.
—También mataron a Malone —dijo Rossi—. Usted es el próximo,
amigo mío. Cuando lo encuentren, lo matarán.
—¿Quiénes son?
—Siga mi consejo, Herr Siedler, o como demonios se llame. Salga de
Italia. Si puede marcharse esta noche, mucho mejor.
—No me marcharé hasta que no me diga lo que sabe.
El policía ladeó la cabeza.
—No está en situación de exigir nada, ¿no le parece? Estoy aquí por una
sola razón: para intentar salvarle la vida. Si no quiere hacer caso de la
advertencia, es asunto suyo.
—Necesito saber lo que usted sabe.
—Lo que necesita es salir de Italia.
—Benjamin Stern era mi amigo —insistió Gabriel—. Necesito su
ayuda.
Rossi miró a Gabriel durante un momento, con el rostro tenso, antes de
levantarse e ir al baño. Gabriel oyó el ruido del agua en el lavabo. El policía
no tardó en reaparecer con una toalla mojada. Hizo girar a Gabriel para
ponerlo de lado, le desató las muñecas y le entregó la toalla. Gabriel se
limpió la sangre del cuello mientras Rossi se acercaba a la ventana y
entreabría las cortinas raídas.
—¿Para quién trabaja? —preguntó, mientras miraba la calle.
—Dadas las circunstancias, será mejor que no le responda.
—Santo Dios —murmuró Rossi—. ¿En qué demonios me he metido?
El policía acercó una silla a la ventana y miró de nuevo la calle con
mucha atención. Después apagó la luz y le contó a Gabriel toda la historia
desde el principio.
Monseñor Cesare Felici, un sacerdote anciano y retirado hacía años,
había desaparecido de su habitación en el colegio de San Giovanni
Evangelista una noche de junio. Al ver que el monseñor no había regresado
al día siguiente, sus colegas decidieron que era hora de comunicar su
desaparición a la policía. Como el colegio no estaba incluido en el estado
territorial vaticano, el caso competía a las autoridades italianas. Alessio
Rossi de la Polizia di Stato se encargó del caso y fue al colegio sin demora.
Rossi había investigado antes crímenes relacionados con el clero y sabía
cómo eran las habitaciones de los sacerdotes. La de monseñor Felici le
pareció demasiado espartana. En ella no había documentos personales de
ninguna clase, ningún diario, ni un sola carta de amigos o familiares. Sólo
un par de sotanas raídas, un par de zapatos, ropa interior y calcetines. Un
rosario gastado. Un cilicio.
El policía había entrevistado a veinte personas aquella noche, y todas le
habían contado la misma historia. El día de la desaparición, el viejo
monseñor había salido a dar su habitual paseo de la tarde por el jardín antes
de ir a la capilla a rezar y meditar. Cuando se presentó a la hora de la cena,
los seminaristas y los otros sacerdote habían supuesto que estaba cansado o
no se sentía bien. Nadie se preocupó en comprobarlo hasta última hora,
momento en que descubrieron que no estaba.
El director del colegio le había dado a Rossi una foto reciente del
monseñor junto con una breve biografía. Felici no era un párroco. Había
pasado casi toda su carrera en el Vaticano como funcionario de la curia. Su
último trabajo, según el deán, había sido en la Congregación para las
Causas de los Santos. Llevaba retirado más de veinte años.
No era gran cosa, pero Rossini había empezado a investigar casos con
mucho menos. A la mañana siguiente, introdujo los detalles del sacerdote
desaparecido en la base de datos de la Polizia di Stato y distribuyó la foto a
todas las comisarías de Italia. A continuación, buscó en la base de datos si
había desaparecido últimamente algún otro sacerdote. Rossi no tenía
ninguna corazonada ni tampoco una teoría. Sólo quería asegurarse de que
no había un loco suelto por el país dedicado a matar curas.
La información que le proporcionó la base de datos lo sorprendió. Dos
días antes de la desaparición de Felici, se había esfumado otro sacerdote, un
tal monseñor Manzini, que vivía en Turín. Como Felici, monseñor Manzini
se había jubilado en el Vaticano. Su último trabajo había sido en la
Congregación para la Educación Católica. Vivía en una residencia para
sacerdotes retirados y, como Felici, parecía haber desaparecido sin dejar
rastro.
Esa segunda desaparición planteó un gran número de preguntas en la
mente de Rossi. ¿Estaban relacionados los dos casos? ¿Manzini y Felici se
conocían? ¿Habían trabajado juntos en alguna ocasión? Rossi decidió que
era hora de hablar con el Vaticano, y se dirigió a la Oficina de Seguridad
para pedir los expedientes personales de los dos sacerdotes. El Vaticano
rechazó la solicitud de Rossi, pero le facilitó un informe donde
supuestamente aparecían las carreras de cada uno de los monseñores en la
curia. Según el informe, ambos habían ocupado puestos en los niveles
inferiores, dedicados a trabajos absolutamente triviales. Frustrado, Rossi
formuló una última pregunta: ¿se conocían el uno al otro? La respuesta fue
que quizá se hubieran conocido en algún acontecimiento de tipo social, pero
que nunca habían trabajado juntos.
Rossi se convenció de que el Vaticano ocultaba algo, y decidió saltarse
la Oficina de Seguridad y conseguir los expedientes personales por su
cuenta. La esposa de Rossi tenía un hermano sacerdote que trabajaba en el
Vaticano. Rossi le suplicó ayuda, y su cuñado aceptó dársela con mucho
entusiasmo. Una semana más tarde, Rossi recibió los expedientes
personales.
—¿Se conocían el uno al otro?
—Es lo que cualquiera podría suponer. Verá, Feliciy Manzini trabajaron
en la Secretaría de Estado durante la guerra.
—¿En qué sección?
—La sección alemana.

Rossi miró de nuevo la calle durante un buen rato antes de continuar.


Alrededor de una semana más tarde había recibido una respuesta a su
petición inicial de informes sobre otros sacerdotes desaparecidos. Éste no se
ajustaba del todo al criterio, pero la policía local había decidido enviárselo
de todas maneras. En la ciudad de Tolmezzo, cerca de la frontera austríaca,
había desaparecido una vieja viuda. Las autoridades locales habían dado por
acabada la búsqueda, y ahora se la suponía muerta. ¿Por qué le habían
comunicado su desaparición a Rossi? Porque la mujer había sido monja
durante diez años, antes de renunciar a sus votos en 1947 para casarse.
Rossi decidió poner todo el asunto en conocimiento de sus superiores.
Redactó un informe con sus averiguaciones y se lo presentó al jefe de la
división junto con la petición de que se le permitiera insistir ante las
autoridades vaticanas para obtener más información referente a los dos
sacerdotes desaparecidos. Pero se la denegaron. La monja tenía una hija que
vivía en Francia, en una ciudad llamada Le Rouret, en las colinas de
Cannes. El policía solicitó permiso para viajar a Francia con el propósito de
interrogarla. Pero se lo denegaron. Desde las altas instancias le llegó la voz
de que no había ningún vínculo entre las desapariciones y que no
encontraría nada si hurgaba detrás de las paredes del Vaticano.
—¿De quién era la voz?
—Del viejo en persona —respondió Rossi—. Carlo Casagrande.
—¿Casagrande? ¿De qué me suena ese nombre?
El general Carlo Casagrande fue el jefe de la unidad antiterrorista de
L’arma dei Carabinieri durante los setenta y los ochenta. Fue el hombre que
acabó con las Brigadas Rojas y devolvió la seguridad a Italia. Se lo
considera un héroe nacional. Ahora trabaja para la Oficina de Seguridad
vaticana, pero en los servicios de inteligencia y seguridad italianos sigue
siendo un dios. Es infalible. Cuando Casagrande habla, todos lo escuchan.
Cuando Casagrande quiere que se cierre un caso, se cierra.
—¿Quién se encarga de los asesinatos? —preguntó Gabriel.
El detective se encogió de hombros, como diciendo: «Estamos hablando
del Vaticano, amigo».
—No sé quién está detrás, pero el Vaticano no quiere que se investigue.
Están aplicando el código de silencio con todo rigor, y Casagrande está
utilizando su influencia para mantener bien controlada a la policía italiana.
—Aquella monja que desapareció en Tolmezzo, ¿cómo se llamaba?
—Regina Carcassi.
«Encuentre a la hermana Regina y a Martín Luther. Entonces sabrá la
verdad de lo que ocurrió en el convento».
—¿Cómo se llamaba el convento donde vivió durante la guerra, antes
de que renunciara a los votos?
—Creo que era un lugar en el norte. —Rossi vaciló durante unos
momentos mientras intentaba recordar—. Ah, sí, el convento del Sagrado
Corazón. Está en el lago Garda, en una ciudad llamada Brenzone. Es un
lugar muy bonito.
Algo en la calle llamó la atención de Rossi. Se inclinó hacia adelante,
apartó la cortina y miró fijamente a través de la ventana. Luego se levantó
de un salto y sujetó a Gabriel por el brazo.
—Venga conmigo. ¡Ahora!

Los primeros policías entraron por la puerta principal de la pensión: dos


agentes de la Polizia di Stato de paisano seguidos por media docena de
carabinieri armados con metralletas. Rossi abrió el camino a través de la
sala de juegos, después siguió por un corto pasillo hasta una puerta metálica
que daba a un patio interior en sombras. Gabriel oyó el estrépito de los
policías que subían las escaleras de dos en dos hacia su habitación vacía.
Habían conseguido escapar con éxito de la primera oleada, pero no
tardarían en producirse otras.
Al otro lado del patio había un callejón que comunicaba con la calle
paralela a la Via Gioberti. Rossi tiró del brazo de Gabriel para llevarlo hacia
el callejón. Gabriel oyó cómo los carabinieri echaban abajo la puerta de su
habitación.
Rossi se detuvo bruscamente al ver que otros dos carabinieri acababan
de aparecer a la carrera en el patio, con las armas preparadas. Gabriel
empujó a Rossi y volvieron a moverse. Los carabinieri se detuvieron en
cuanto salieron al patio. Sin vacilar ni un instante, levantaron las
metralletas. Gabriel vio que la rendición no era una alternativa válida. Se
tiró al suelo y se golpeó el pecho contra el adoquinado mientras las balas
silbaban por encima de su cabeza. Rossi no reaccionó con la misma rapidez.
Un proyectil lo alcanzó en el hombro y la fuerza del impacto lo arrojó al
suelo.
El detective soltó la Beretta y el arma cayó a menos de un metro de la
mano izquierda de Gabriel, que aprovechó en el acto la oportunidad de
hacerse con ella. Sin vacilar, se apoyó en los codos y abrió fuego. Cayó uno
de los carabinieri y después el otro.
Gabriel se arrastró hasta Rossi. Sangraba abundantemente de una herida
en el hombro derecho.
—¿Dónde aprendió a disparar así?
—¿Puede caminar?
—Ayúdeme a levantarme.
Gabriel lo ayudó a levantarse, luego le rodeó la cintura con un brazo y
llevó al italiano hacia el callejón. Cuando pasaron junto a los cadáveres de
los dos carabinieri, Gabriel oyó gritos a su espalda. Soltó a Rossi, recogió
una de las metralletas y disparó una ráfaga contra la pensión. Acto seguido,
oyó un alarido y vio cómo los hombres se ponían a cubierto.
Cogió otro cargador, reemplazó el vacío y se guardó la Beretta de Rossi
en la cintura del pantalón. Después sujetó a Rossi por el codo y lo llevó por
el callejón. Cuando les faltaba muy poco para llegar a la calle, aparecieron
otros dos carabinieri. Gabriel abrió fuego y los agentes se desplomaron sin
vida.
Gabriel vaciló cuando salieron a la calle. Por la izquierda, se acercaba
un coche patrulla a toda velocidad, con las luces de emergencia encendidas
y la sirena aullando. Por la derecha, avanzaban cuatro agentes a pie. Al otro
lado de la calle había una trattoria.
Se disponía a cruzar cuando sonaron disparos en el interior del callejón.
Gabriel se movió hacia la izquierda, en busca de la protección de la pared, e
intentó llevar a Rossi consigo, pero el italiano recibió dos balazos en la
espalda. Por un momento permaneció inmóvil, con los brazos abiertos y la
cabeza echada hacia atrás, y luego se desplomó cuando un último proyectil
le atravesó la parte derecha del abdomen.
Ya no había nada que Gabriel pudiera hacer por el detective. Cruzó la
calle y abrió la puerta del restaurante. En cuanto los comensales lo vieron
aparecer en el comedor con la metralleta en las manos, estalló el caos.
—¡Terroristas! ¡Terroristas! —gritó Gabriel en italiano para aumentar
todavía más el caos—. ¡Desalojen el local! ¡Fuera! ¡Fuera!
Todos los presentes se levantaron al unísono y corrieron hacia la puerta.
Gabriel, por su parte, corrió hacia la cocina, mientras oía los gritos airados
de los carabinieri, que intentaban abrirse paso entre los clientes en fuga.
Gabriel pasó como una exhalación a través de la diminuta cocina, entre
el asombro de los cocineros y los camareros, y abrió de un puntapié la
puerta trasera. Se encontró en un angosto callejón, que no podía tener más
de un metro de ancho, que apestaba a basura y era oscuro como el túnel de
una mina. Cerró la puerta violentamente y continuó la carrera. Unos
segundos más tarde, la puerta se abrió de nuevo. Gabriel volvió para
disparar una ráfaga. La puerta se cerró en el acto.
Al final del callejón, llegó a un amplio bulevar. A la derecha estaba la
iglesia de Santa Maria Maggiore; a la izquierda, la Piazza Vittorio
Emanuele. Arrojó la metralleta al interior del callejón y cruzó la calle,
pasando entre los coches. Las sirenas sonaban por todas partes.
Siguió caminando por un laberinto de angostas callejuelas y después
cruzó otro bulevar, la Via Merulana, y llegó al borde del enorme parque que
rodeaba el Coliseo. Allí, caminó por los senderos en sombras. Varios grupos
de carabinieri ya habían comenzado la búsqueda y se alumbraban con
linternas, cosa que hacía fácil verlos y eludirlos.
Diez minutos más tarde, Gabriel llegó al río. En una cabina de teléfonos
junto a la ribera, marcó un número que nunca antes había tenido que
utilizar. La llamada la atendió en el acto una mujer joven con una voz
agradable que le habló en hebreo. Era el sonido más dulce que había oído
en toda su vida. Dio la contraseña y luego una serie de números.
Transcurrieron unos pocos segundos de silencio mientras la muchacha
tecleaba los números en el ordenador. Luego preguntó:
—¿Qué pasa?
—Tengo problemas. Necesito que me saquen de aquí.
—¿Está herido?
—No es grave.
—¿Su posición actual es segura?
—Por ahora, pero no por mucho tiempo más.
—Vuelva a llamar dentro de diez minutos. Mientras tanto, siga
moviéndose.
19

ROMA

La Via Gioberti era un mar de luces de emergencia azules. Achille


Bartoletti salió de la pensión Abruzzi y vio el coche de Carlo Casagrande
aparcado entre los vehículos de la policía. El jefe de la seguridad italiana
caminó hasta el coche con paso decidido y se sentó en el asiento trasero.
—Su asesino es una maravilla con una arma, general. Espero que nunca
llegue a acercarse al Santo Padre.
—¿Cuántos muertos?
—Cuatro carabinieri muertos y otros seis heridos.
—Virgen santísima —murmuró Casagrande.
—Hay otra baja, un detective de la Polizia di Stato llamado Alessio
Rossi. Al parecer, estaba en la habitación del asesino cuando llegaron los
carabinieri. Por alguna razón, Rossi intentó escapar con él.
Casagrande fingió sorprenderse. El tono de la siguiente pregunta de
Bartoletti indicó que no le había convencido su actuación.
—¿Hay algo en todo este asunto que haya olvidado decirme, general?
Casagrande sostuvo la mirada inquisitiva de Bartoletti y negó con la
cabeza lentamente.
—Le he dicho todo lo que sé, Achille.
—Comprendo.
Casagrande intentó cambiar de tema rápidamente.
—¿Cómo está Rossi?
—También ha muerto.
—¿Fue el israelí?
—No, al parecer, lo mataron los carabinieri.
—¿Encontraron algo en la habitación?
—Sólo una muda. Ni un solo documento, ninguna identificación. Su
hombre es muy bueno.
Casagrande miró la ventana abierta de la habitación en el segundo piso
de la pensión. Había esperado que ese asunto se solucionara de una forma
discreta. Ahora tenía que aprovechar las circunstancias.
—A la vista de lo que ha pasado aquí esta noche, está muy claro que ese
hombre es un profesional.
—No puedo negar su conclusión, general.
—En cuanto a Rossi, quizá estaba involucrado de alguna manera en la
conspiración.
—Quizá —manifestó Bartoletti sin ninguna convicción.
—En cualquier caso, no se debe permitir que el israelí salga de Roma.
—Ahora mismo lo están buscando un centenar de agentes.
—No se quedará en Roma durante mucho tiempo. Se marchará a la
primera oportunidad. Si yo estuviese en su lugar, sellaría la ciudad. Pondría
vigilancia en todas las estaciones de ferrocarril y autobuses.
La expresión de Bartoletti reflejó su desagrado al ver que lo trataba
como a un incompetente que necesitaba que le dijeran cómo organizar la
caza y captura de un fugitivo.
—Me temo que este asunto ya tenga muy poco que ver con el Vaticano,
general Casagrande. Después de todo, han muerto cinco policías italianos
en suelo italiano. Realizaremos la búsqueda como consideremos adecuado e
informaremos a la Oficina de Seguridad vaticana a medida que se
desarrollen los hechos por los canales habituales.
«El alumno se ha vuelto contra el maestro», pensó Casagrande. Así era
la naturaleza de este tipo de relaciones.
—Por supuesto, Achille —manifestó con un tono apaciguador—. No
pretendía resultar ofensivo.
—No es necesario que se disculpe, general. No creo que ese hombre
vaya a desaparecer sin más. Por lo que a mí respecta, me gustaría saber qué
estaba haciendo el inspector Rossi en su habitación. Creo que a usted
también le gustaría saberlo.
Bartoletti se apeó del coche sin esperar una respuesta y se alejó con
paso enérgico. El chófer miró a Casagrande por el espejo retrovisor.
—¿Volvemos a Via Pinciana, general?
Casagrande negó con la cabeza.
—Al Vaticano.

En un quiosco de recuerdos cerca del Foro, Gabriel compró una


sudadera con capucha azul oscuro con la inscripción «¡Viva Roma!» en el
pecho. En un lavabo público, se quitó la camisa y la metió en el fondo del
cubo de la basura. Sólo entonces se dio cuenta de que una bala le había
rozado el lado derecho y le había dejado un surco sanguinolento un poco
más abajo de la axila. Utilizó papel higiénico para limpiarse la sangre, y
después se puso la sudadera con mucho cuidado. La Beretta de Rossi que
llevaba metida en la cintura del pantalón quedaba disimulaba por la prenda.
Salió del lavabo y caminó hacia el norte en dirección a la Piazza Navona.
Había hecho la segunda llamada a la línea de emergencia. La misma
mujer había respondido a la llamada y le había dicho que fuera a la iglesia
de Santa Maria Bella Pace. En el interior, cerca de los confesonarios, vería a
un hombre con un abrigo marrón y un ejemplar de L’Osservatore Romano.
El agente le diría a Gabriel cuál era el paso siguiente.
Su primera responsabilidad era ahora con los rescatadores. Debía
asegurarse de que no los estaba conduciendo a una trampa. Mientras
caminaba por el enjambre de callejones y pasajes del Centro Storico, se
mezcló con los turistas y los romanos, bien lejos de las arterias principales.
Aún oía el aullido de las sirenas en la distancia, pero estaba seguro de que
nadie lo seguía.
En la Piazza Navona, los carabinieri patrullaban en parejas. Gabriel se
cubrió con la capucha y se mezcló con un grupo que escuchaba a un
hombre interpretar una pieza clásica a la guitarra junto a una fuente. Miró
en derredor y vio que en la parte norte de la plaza no había vigilancia. Se
apartó del grupo, cruzó la plaza y siguió por un angosto callejón hasta la
entrada de la iglesia. Había un mendigo sentado en la escalinata. Gabriel
pasó por su lado y entró en el templo.
El olor a incienso lo hizo recordar Venecia y la calma en San Zaccaria.
Dos semanas atrás, vivía en paz, dedicado a restaurar una de las pinturas
más importantes de Italia. Ahora lo perseguía toda la policía de Roma. Se
preguntó si alguna vez le permitirían recuperar su vida anterior.
Se detuvo delante de la pila de agua bendita, luego lo pensó mejor y
entró en la nave. Había una anciana de rodillas delante de un altar lleno de
velas encendidas. En el lado opuesto a los confesonarios estaba sentado un
hombre con un abrigo marrón. En el banco tenía un ejemplar de
L’Osservatore Romano doblado por la mitad. Gabriel se sentó a su lado.
—Está sangrando —dijo el hombre del abrigo. Gabriel se miró la
sudadera y vio la mancha de sangre—. ¿Necesita un médico?
—Estoy bien. Salgamos de aquí.
—Yo no. Sólo soy el mensajero.
—¿Adónde voy?
—Hay una moto BMW plateada aparcada delante de la iglesia. El
conductor lleva un casco rojo.
Gabriel salió del templo. La motocicleta estaba allí. Cuando Gabriel se
acercó, el conductor apretó el botón de arranque y dio un par de acelerones.
Gabriel se montó en el asiento y rodeó la cintura del motorista con los
brazos. Arrancaron sin más demora y se alejaron velozmente en dirección al
río.
Gabriel no tardó mucho en darse cuenta de que el agente que conducía
la moto era una mujer; el contorno de las caderas, la cintura pequeña, la
delgadez de los muslos y los cabellos que asomaban por debajo del casco.
Eran rizados, y olían a jazmín y a tabaco. Estaba seguro de haber olido
antes esa combinación.
Circularon a gran velocidad por Lungotevere. A la derecha se veía la
cúpula de San Pedro, por encima de la colina Vaticana. En el momento en
que cruzaron el río, Gabriel arrojó la Beretta de Rossi al agua.
Subieron al Janículo. En la Piazza Ceresi doblaron una calle muy
empinada flanqueada por pinos y pequeñas casas de apartamentos. La
motorista redujo la velocidad cuando se acercaron a un viejo palazzo
convertido en edificio de apartamentos. Poco después, apagó el motor y
cruzaron la arcada para ir a detenerse en un patio oscuro.
Gabriel desmontó y la siguió al vestíbulo. Subieron dos tramos de
escaleras. La mujer abrió la puerta del apartamento y lo hizo entrar. En el
vestíbulo a oscuras, se quitó la cazadora de cuero y el casco. Sus cabellos
cayeron por debajo de los hombros. Luego encendió la luz.
—¿Tú? —exclamó Gabriel.
La muchacha sonrió. Era Chiara, la hija del rabino de Venecia.

Por segunda vez en aquella noche, el teléfono móvil de Eric Lange sonó
suavemente en la mesilla de noche de su habitación en el hotel de París.
Atendió la llamada y escuchó en silencio mientras Rashid Husseini le
relataba el tiroteo ocurrido en la pensión Abruzzi. Era obvio que Garlo
Casagrande estaba enterado de quién era Allon, y había enviado a un grupo
de incompetentes policías italianos a que hicieran el trabajo cuando podría
haberlo resuelto sin ningún problema un buen profesional con una pistola.
La oportunidad de Lange para ocuparse en persona de Allon quizá se había
perdido definitivamente.
—¿Qué estáis haciendo ahora? —preguntó Lange.
—Lo estamos buscando junto con la mitad de la policía italiana. No hay
ninguna garantía de que vayamos a encontrarlo. Los israelíes son muy
buenos a la hora de sacar a su gente de situaciones comprometidas.
—Sí que lo son —admitió Lange—. Estoy seguro de que la delegación
de Roma del servicio secreto israelí está muy atareada esta noche. Tienen
que resolver una crisis de grandes proporciones.
—Desde luego que sí.
—¿Tienes identificado a alguno de ellos en Roma?
—Estamos seguros de dos o tres —respondió Husseini.
—Quizá sería conveniente seguirlos. Con un poco de suerte, podrían
llevarte directamente hasta él.
—Me recuerdas a Abu Jihad —comentó Husseini—. Él también era
brillante.
—Llegaré a Roma por la mañana.
—Dime en qué avión vienes. Mandaré a un hombrea que te reciba.
Gabriel pasó un buen rato en la ducha, ocupado en lavarse la herida y
quitarse la sangre del cabello. Cuando salió del baño, envuelto en una toalla
blanca, Chiara lo estaba esperando. Le limpió las heridas con mucho
cuidado y le colocó un grueso vendaje alrededor del tórax. Luego le puso
una inyección de antibióticos y le dio un par de cápsulas amarillas.
—¿Qué son?
—Algo contra el dolor. Tómatelas. Dormirás mejor.
Gabriel se tragó las cápsulas con un poco de agua mineral.
—Te haré la cama. ¿Tienes hambre?
Gabriel negó con la cabeza y entró en el dormitorio para cambiarse. De
pronto notó que le flaqueaban las piernas. Durante la huida, los nervios y la
adrenalina lo habían mantenido en movimiento y no había sentido el dolor.
Ahora era como si tuviera un cuchillo clavado entre las costillas.
Chiara había dejado un chándal azul sobre la cama. Gabriel se lo puso
con mucha precaución. La prenda era para un hombre más alto, y tuvo que
arremangarse las mangas y las perneras. Cuando salió del dormitorio,
Chiara estaba sentada en la sala delante del televisor, que emitía un
informativo. La muchacha desvió la mirada de la pantalla durante unos
segundos para echarle un ojeada y frunció el entrecejo al ver su aspecto.
—Te conseguiré ropa de tu talla por la mañana.
—¿Cuántos muertos?
—Cinco. Varios más están heridos.
Cinco muertos… Gabriel cerró los ojos y a duras penas consiguió
contener la náusea. Se estremeció al sentir una fuerte punzada de dolor en el
costado. Chiara, al darse cuenta de su angustia, apoyó una mano en el rostro
del hombre.
—Estás ardiendo —dijo—. Tienes que dormir.
—Siempre me ha resultado difícil dormir en situaciones como ésta.
—Creo que te comprendo. ¿Quieres una copa de vino?
—¿Con los calmantes?
—Podría ayudarte.
—Una pequeña.
Chiara se levantó para ir a la cocina. Gabriel cogió el mando a distancia
y apagó el televisor. La muchacha regresó a la sala y le entregó una copa de
vino tinto.
—¿Tú no bebes?
Chiara negó con la cabeza.
—Mi trabajo consiste en asegurarme de que estés asalvo.
Gabriel bebió un sorbo de vino.
—¿Tu verdadero nombre es Chiara Zolli?
Ella asintió.
—¿Es verdad que eres la hija del rabino?
—Lo soy.
—¿Dónde estás destinada?
—Oficialmente, a la delegación de Roma, pero viajo mucho.
—¿Qué haces?
—Ya sabes, un poco de esto y un poco de aquello…
—¿A qué vino toda la historia de la otra noche?
—Shamron me pidió que no te perdiera de vista mientras estabas en
Venecia. Imagínate mi sorpresa cuando apareciste en el local de la
comunidad para ver a mi padre.
—¿Qué te comentó de nuestra conversación?
—Me dijo que le habías hecho muchas preguntas sobre los judíos
italianos durante la guerra y sobre el convento del Sagrado Corazón en el
lago Garda. ¿Por qué no me cuentas el resto?
«Porque no tengo fuerzas», pensó Gabriel. En voz alta, preguntó:
—¿Durante cuánto tiempo tendré que quedarme aquí?
—Pazner te lo explicará todo por la mañana.
—¿Quién es Pazner?
—Sí que llevas tiempo apartado del juego —Chiara sonrió—. Shimon
Pazner es el jefe de la delegación de Roma. Ahora mismo, está intentando
decidir cómo sacarte de Italia y llevarte a Israel.
—No pienso regresar a Israel.
—No puedes quedarte aquí. ¿Quieres que encienda de nuevo el
televisor? Te está buscando toda la policía italiana. Pero eso es algo que no
puedo decidir yo. No soy más que una agente de campo. Pazner llamará por
la mañana.
Gabriel no tenía fuerzas para discutir con ella. La combinación de los
sedantes y el vino le habían provocado una fuerte somnolencia, y se sentía
aturdido. Quizá era lo mejor. Chiara lo ayudó a levantarse y lo acompañó
hasta el dormitorio. Mientras se acostaba, notó otro terrible pinchazo en el
costado. Apoyó la cabeza en la almohada con mucho cuidado. Chiara apagó
la luz y se sentó en una butaca junto a la cama con una Beretta en el regazo.
—No puedo dormir si te quedas aquí.
—Dormirás.
—Vete a la otra habitación.
—La orden es que no me separe de ti.
Gabriel cerró los ojos. La muchacha tenía razón. En cuestión de
minutos, se quedó dormido. De inmediato le asaltaron las pesadillas. Libró
de nuevo el tiroteo en el patio y vio los cadáveres de los carabinieri
tumbados en el suelo. Alessio Rossi apareció en la habitación, pero en el
sueño de Gabriel vestía como un sacerdote, y en lugar de apuntarle a la
cabeza con una Beretta, lo hacía con un crucifijo. Vio la muerte de Rossi,
con los brazos abiertos y atravesado por una bala, como si fuera una pintura
de Caravaggio.
Leah se acercó a él. Bajó del retablo y se quitó la túnica. Gabriel le
acarició la piel y descubrió que habían desaparecido las cicatrices. Su boca
tenía el sabor de las aceitunas; los pezones, apretados contra su pecho, eran
duros y fríos. La penetró, y ella lo llevó lentamente hasta el clímax.
Mientras Gabriel eyaculaba, Leah le preguntó por qué se había enamorado
de Anna Rolfe. «Esa ti a quien quiero, Leah —le respondió—. Tú eres la
única mujer a la que amo».
Se despertó por un momento; el sueño había sido tan real que esperó ver
a Leah en la habitación. Pero cuando abrió los ojos, vio el rostro de Chiara,
sentada en la butaca, alerta y vigilante, con la pistola en la mano.
20

ROMA

Shimon Pazner llegó al piso franco a las ocho de la mañana. Era bajo y
fornido, con los cabellos como alambres y cicatrices de acné en las anchas
mejillas. A juzgar por la barba y las bolsas moradas debajo de sus ojos, era
evidente que no había dormido. Sin decir ni una palabra, se sirvió una taza
de café y dejó los periódicos de la mañana sobre la mesa de la cocina. El
tiroteo en el barrio de San Lorenzo era la noticia de primera plana en todos
ellos. Gabriel, todavía bajo los efectos de los calmantes, los miró, pero fue
incapaz de mostrar una expresión.
—Has montado un follón de padre y muy señor mío en mi ciudad. —
Pazner se bebió media taza de café de un trago e hizo una mueca—.
Imagínate mi sorpresa cuando recibí un aviso urgente de que el gran Gabriel
Allon estaba en apuros y necesitaba que lo sacaran de aquí. Cualquiera
creería que alguien en el bulevar King Saul había tenido la sensatez de
informar al jefe de la delegación local cuando Gabriel Allon estaba en la
ciudad para cargarse a alguien.
—No vine a Roma a cargarme a nadie.
—¡Y una mierda! —exclamó Pazner—. Eso es lo que haces.
Pazner se volvió cuando Chiara entró en la cocina. Llevaba un albornoz
y se había peinado los cabellos todavía húmedos hacia atrás. La muchacha
se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa junto a Gabriel.
—¿Sabes lo que pasará si los italianos llegan a descubrir quién eres? —
continuó Pazner—. Eso destrozará nuestras relaciones. No querrán volver a
trabajar con nosotros nunca más.
—Lo sé —afirmó Gabriel—. Pero no vine aquí a matar a nadie. Fueron
ellos quienes intentaron matarme a mí.
Pazner acercó una silla y se sentó con los gruesos antebrazos apoyados
en la mesa.
—¿Qué estabas haciendo en Roma, Gabriel? Y no me cuentes
historias…
Cuando Gabriel informó a Pazner de que había ido a Roma para realizar
un trabajo por cuenta de Shamron, el jefe de la delegación echó la cabeza
hacia atrás y le gritó al techo:
—¿Shamron? Por eso nadie en el bulevar King Saul sabe en qué estás
trabajando. ¡Por todos los diablos, debería haber sabido que el viejo estaba
detrás de todo esto!
Gabriel apartó los periódicos. Decidió que le debía una explicación a
Pazner. Había sido una locura presentarse en Roma después del asesinato de
Peter Malone. Había subestimado la capacidad de sus enemigos, y ahora
Pazner tendría que ocuparse de solucionar un embrollo colosal. Se bebió
una taza de café para despejarse y le contó la historia a Pazner desde el
principio. Chiara no apartó la mirada de su rostro ni por un instante. Pazner
consiguió mantener la calma durante la primera mitad del relato, pero a
medida que se acercaba al final, comenzó a encadenar un cigarrillo con
otro.
—Por lo que parece, estaban siguiendo a Rossi —señaló Pazner—, y
Rossi los llevó hasta ti.
—Él parecía saber que lo estaban vigilando. Nunca se alejó de la
ventana mientras estuvo en mi habitación. Los vio venir por nosotros, pero
ya era demasiado tarde.
—¿Había algo en la habitación que pudiera relacionarte con la Oficina?
Gabriel negó con la cabeza y luego le preguntó a Pazner si había oído
hablar de un grupo llamado Crux Vera.
—Circulan toda clase de rumores sobre las sociedades secretas y las
intrigas vaticanas en Italia —contestó Pazner—. ¿Recuerdas el escándalo de
la logia P2 en los ochenta?
«Vagamente», pensó Gabriel. Por pura casualidad, la policía italiana
había encontrado un documento donde se revelaba la existencia de un grupo
secreto de extrema derecha que se había infiltrado en los más altos niveles
del gobierno, de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia.
Aparentemente, también en el Vaticano.
—He oído mencionar el nombre de Crux Vera —admitió Pazner—, pero
nunca le di mucho crédito. Hasta ahora.
—¿Cuándo me marcho?
—Te sacaremos esta noche.
—¿Adónde?
Pazner inclinó la cabeza hacia el este y, por la expresión decidida en su
rostro, Gabriel tuvo claro que se refería a Israel.
—No quiero ir a Israel —protestó—. Quiero encontrar al asesino de
Benjamin.
—Ahora mismo no puedes ir a ningún lugar de Europa. Necesitas
desaparecer. Te vas a casa y punto. Shamron ya no es el jefe. Lev es el jefe
y no está dispuesto a pagar por las consecuencias de una de las aventuras
del viejo.
—¿Cómo conseguirás sacarme del país?
—De la misma manera que sacamos a Vanunu: por mar.
—Si mal no recuerdo, aquélla también fue una de las aventuras de
Shamron.
Mordechai Vanunu había sido un trabajador insatisfecho en las
instalaciones atómicas de Dimona que había revelado la existencia del
arsenal nuclear de Israel aun periódico de Londres. Una agente llamada
Cheryl BenTov había convencido a Vanunu para que abandonara Londres y
fuera con ella a Roma, donde lo secuestraron y lo llevaron en una Zodiac
hasta un navío de la armada israelí que esperaba frente a la costa, fuera de
las aguas jurisdiccionales italianas. Muy pocas personas ajenas a la Oficina
conocían la verdad del episodio: que la huida de Vanunu y la revelación de
los secretos israelíes habían sido orquestados y manipulados por Ari
Shamron como una manera de advertir a los enemigos de Israel que nunca
conseguirían salvar la brecha nuclear, al mismo tiempo que Israel tenía la
posibilidad de negar públicamente que poseyera armas nucleares.
—A Vanunu lo sacaron de Italia esposado y dormido —dijo Pazner—.
Tú te librarás de esa indignidad si te portas bien.
—¿Desde dónde zarparemos?
—Hay una playa cerca de Fiumicino que es perfecta. Allí te estará
esperando una lancha que zarpará a las nueve. A cinco millas de la costa,
estará fondeado un yate con un único tripulante. Ahora trabaja para la
Oficina, pero durante muchos años fue capitán de una cañonera. El te
llevará de regreso a Tel Aviv. Unos días de descanso en el mar no te
vendrán nada mal.
—¿Quién me llevará hasta el yate?
Pazner miró a Chiara.
—Ella se crio en Venecia. Es muy buena marinera.
—También sabe conducir una moto —dijo Gabriel.
El jefe de la delegación se inclinó sobre la mesa.
—Tendrías que verla con una Beretta.

Eric Lange llegó al aeropuerto de Fiumicino a las nueve de la mañana.


Después de pasar por la aduana y el control de pasaportes, vio al hombre de
Rashid Husseini en el vestíbulo de la terminal, que sostenía en alto un cartel
que decía: «Transeuro Technologies. Sr. Bowman». Tenía un coche en el
aparcamiento cubierto, un viejo Lancia beige que conducía con una
precaución innecesaria. Dijo llamarse Aziz y hablaba inglés con un leve
acento británico. Como Husseini, tenía el aspectode ser un académico.
Condujo hasta un viejo edificio de apartamentos al pie del Aventino y
precedió a Lange por una escalera destartalada casi a oscuras. En el
apartamento no había muebles; sólo un televisor conectado a una antena
parabólica en la minúscula terraza. Aziz le dio a Lange una arma, una
pistola Makarov de calibre nueve milímetros con el silenciador atornillado
en el cañón, y después preparó café turco en la cocina. Pasaron las tres
horas siguientes sentados en el suelo como beduinos, dedicados a tomar
café y a ver las noticias de la guerra en los territorios que emitía la cadena
Al-Jazeera. El palestino fumaba cigarrillos norteamericanos que encendía
con la colilla del anterior. Con cada nueva barbaridad televisada, soltaba un
torrente de maldiciones en árabe.
A las dos de la tarde, salió del apartamento para ir a comprar pan y
queso en el colmado. Cuando regresó, Lange miraba con placer un
programa de cocina en un canal norteamericano. Preparó más café y volvió
a cambiar al canal de Al-Jazeera sin pedirle permiso a Lange. El suizo
comió un poco de pan y queso, y después se preparó una almohada con el
abrigo y se tendió en el suelo para dormir una siesta. Lo despertó el
zumbido del móvil de Aziz. Abrió los ojos y vio que el árabe escuchaba
atentamente, al tiempo que tomaba nota en una bolsa de papel.
Aziz apagó el teléfono y miró de nuevo la pantalla del televisor. El
presentador estaba ofreciendo un apasionado relato que acompañaba las
escenas de los soldados israelíes que disparaban contra una multitud de
chiquillos palestinos. Encendió otro cigarrillo y miró a Lange.
—Vayamos a matar a ese cabronazo.

Al anochecer, a Gabriel le dolía menos la herida y había recuperado el


apetito. Chiara preparó fettuccini con setas y crema, y mientras comían
miraron el informativo de la noche. Los primeros diez minutos estuvieron
dedicados íntegramente a la búsqueda del asesino papal. El vídeo donde
aparecían las fuerzas de seguridad fuertemente armadas que vigilaban los
aeropuertos, las estaciones de ferrocarril y las fronteras, fue acompañado
por los comentarios de un reportero que lo describió como la búsqueda de
un fugitivo sin precedentes en la historia italiana. Cuando la foto de Gabriel
apareció en la pantalla, Chiara le apretó la mano.
Después de cenar, Chiara le cambió el vendaje y le puso otra inyección
de antibióticos. Gabriel rechazó tomar más calmantes. A las seis y media se
cambiaron. El pronóstico era de lluvia y mar gruesa, y se vistieron
adecuadamente: ropa interior de franela, trajes de agua y botas de goma con
calcetines de lana. Pazner había dejado para Gabriel un pasaporte
canadiense falso y una Beretta calibre nueve milímetros. Gabriel guardó el
pasaporte en un bolsillo con cierre de cremallera del abrigo y metió el arma
en uno de los bolsillos exteriores, donde la tenía a mano.
Pazner se presentó a las seis. Su expresión era grave y sus movimientos
rápidos y precisos. Mientras tomaban una última taza de café, les contó el
plan con voz calma. Mencionó que salir de Roma sería la parte más
peligrosa. La policía había montado controles móviles y en cualquier
esquina de la ciudad detenían a los transeúntes para pedirles la
documentación. El tono práctico de Pazner tranquilizó los nervios de
Gabriel.
A las siete salieron del apartamento, y Pazner tuvo el detalle de decir
unas cuantas frases en un italiano excelente mientras bajaban la escalera. En
el patio estaba aparcada una furgoneta Volkswagen gris oscuro. Pazner se
sentó en el asiento del acompañante; Gabriel y Chiara entraron por la puerta
lateral y se tendieron en el espacio de la carga. El suelo estaba frío. El
conductor arrancó el motor y puso en funcionamiento los limpiaparabrisas.
Vestía un anorak azul, y las manos muy blancas que sujetaban el volante
eran las manos de un pianista. Pazner lo llamaba Reuven.
La furgoneta cruzó el arco de la entrada del patio, dobló a la derecha y
se unió al tráfico. Tumbado en el suelo del vehículo, Gabriel sólo veía el
cielo nocturno y los reflejos de los faros de los otros coches. Sabía que iban
hacia el oeste. Para evitar los controles de la policía en las calles principales
y la autopista, Pazner había trazado un recorrido hasta el mar que los
llevaba por callejuelas y caminos secundarios.
Gabriel miró a Chiara y descubrió que lo estaba mirando. Intentó
sostenerle la mirada, pero la joven volvió la cabeza. Gabriel se apoyó en la
pared y cerró los ojos.

Aziz había puesto a Lange al corriente de la situación durante el breve


trayecto desde el Aventino al viejo palazzo en lo alto del Janículo. La
inteligencia palestina sabía desde hacía años que Shimon Pazner era un
agente del servicio secreto israelí. Lo habían seguido de destino en destino,
a lo largo de su carrera. En Roma, donde suponían que era el jefe de la
delegación, lo vigilaban permanentemente. Dos veces durante aquel día —
una vez a primera hora de la mañana y de nuevo a última hora de la tarde—,
Pazner había visitado un apartamento en un palazzo rehabilitado en el
Janículo. El servicio de inteligencia de la OLP sospechaba desde hacía
tiempo que la propiedad era un piso franco israelí. Las pruebas eran
circunstanciales, las vinculaciones tenues, pero tal como estaban las cosas,
parecía razonable suponer que Gabriel Allon, el asesino de Abu Jihad,
estaba en el interior.
Lange y Aziz vigilaban ahora la entrada desde el interior del coche
aparcado a unos cien metros del viejo edificio. Había luces encendidas en
sólo dos de los apartamentos que daban a la calle: en el segundo piso y en el
último. En aquel piso, las cortinas estaban echadas. Lange observó la
llegada de los inquilinos: una pareja de chicos en un ciclomotor; una mujer
en un minúsculo Fiat Cinquecento, y un hombre de mediana edad con una
gabardina que se había apeado en la parada del autobús en la otra acera.
Consultó su reloj cuando una furgoneta Volkswagen gris oscuro, conducida
por un hombre con un anorak azul, entró en el patio.
Diez minutos más tarde, la furgoneta asomó el morro y salió a la calle.
Cuando pasó junto a su posición, Lange advirtió que ahora había un
pasajero junto al conductor. Le dio un codazo a Aziz para llamar su
atención. El palestino puso el motor en marcha, esperó unos segundos,
luego hizo un cambio de sentido y comenzó la persecución.

El móvil de Shimon Pazner sonó cuando sólo habían transcurrido cinco


minutos desde la salida del piso franco. Había tomado la precaución de
disponer de una escolta, un segundo equipo de agentes cuya misión era
asegurarse de que no seguían a la furgoneta. Una llamada del segundo
equipo en esos momentos sólo podía significar una de dos cosas: no hay
señales de persecución, continúen el viaje a la playa tal como está previsto,
o bien tenemos problemas, emprendan acción evasiva.
Pazner pulsó la tecla de llamada y se acercó el teléfono a la oreja.
Escuchó en silencio durante un momento, y luego murmuró:
—Sacadlos del camino a la primera oportunidad. —Cortó la
comunicación y miró al conductor—. Tenemos compañía, Reuven. Un
Lancia beige, dos coches más atrás.
El conductor pisó el acelerador y la furgoneta salió disparada. Gabriel
metió la mano en el bolsillo y se sintió más tranquilo cuando empuñó la
Beretta.
Para Lange, la súbita aceleración de la furgoneta fue la confirmación de
que Gabriel Allon se encontraba en el vehículo. Eso también significaba
que habían sido descubiertos, que se había perdido el elemento sorpresa y
que, para matar a Allon, se verían obligados a una persecución a gran
velocidad, seguida por un tiroteo, algo que violaba casi todos los principios
operativos de Lange. Mataba sigilosa y sorpresivamente, aparecía allí donde
menos se esperaba y se escabullía silenciosamente. Los tiroteos eran para
los comandos y los desesperados, no para los asesinos profesionales. Aun
así, detestaba dejar que Allon escapara con tanta facilidad. A regañadientes,
le ordenó a Aziz que iniciara la persecución. El palestino metió tercera y
pisó el acelerador enun intento de mantener el contacto.
Dos minutos más tarde, el interior del Lancia se llenó con una luz
cegadora. Lange miró por encima del hombro y vio los característicos faros
de un Mercedes, casi pegados al parachoques trasero. El Mercedes se movió
a la izquierda, de tal forma que el parachoques delantero quedara alineado
con el lado izquierdo del parachoques trasero del Lancia.
Lange se preparó para el impacto. El Mercedes aceleró a fondo y cerró
la brecha entre los dos vehículos. El Lancia se sacudió con el impacto y
luego hizo un violento trompo en el sentido de las agujas del reloj. Aziz
soltó un grito y se aferró con desesperación al volante. Lange se sujetó al
apoyabrazos y esperó el vuelco del coche.
Por uno de esos caprichos del destino, no volcó. Después de lo que
pareció una eternidad, el Lancia se detuvo, de cara a la dirección opuesta.
Lange se volvió a tiempo para ver a través de la ventanilla trasera cómo la
furgoneta y el Mercedes desaparecían al otro lado de la colina.

Noventa minutos más tarde, la furgoneta entró en un aparcamiento al


aire libre junto a una playa barrida por el viento. El aullido de las turbinas
de un Jumbo que apareció súbitamente en el cielo nocturno fue la prueba de
que se encontraban muy cerca de la cabecera de una de las pistas del
aeropuerto de Fiumicino. Chiara bajó de la furgoneta y se acercó hasta la
orilla para comprobar que todo estaba despejado. La furgoneta se sacudía
con la fuerza de las rachas de viento. Al cabo de dos minutos, la muchacha
asomó la cabeza en el interior del vehículo y asintió. Pazner le estrechó la
mano a Gabriely le deseó buena suerte. Después, miró a Chiara.
—Te esperaremos aquí. Date prisa.
Gabriel siguió a la muchacha por la playa rocosa. Encontraron la lancha,
una Zodiac de tres metros de eslora, y la arrastraron hasta el agua helada. El
motor fuera borda arrancó en el acto. Chiara puso rumbo a mar abierto, sin
preocuparse de los golpes que daba la embarcación cada vez que la proa
chata recibía las embestidas de las olas impulsadas por el viento, mientras
Gabriel contemplaba cómo se alejaban de la costa y las luces se convertían
en puntos cada vez más débiles. Italia era el país que amaba, el lugar donde
había encontrado la paz después de la Operación Ira de Dios. Se preguntó si
alguna vez le permitirían volver.
Chiara sacó una radio del bolsillo de la chaqueta, murmuró unas cuantas
palabras en el micrófono y luego cortó la comunicación. Un momento más
tarde, se encendieron las luces de navegación de un yate.
—Allí —dijo, y señaló hacia estribor—. Allí tienes tu transporte a casa.
Cambió de rumbo y aceleró al máximo. La Zodiac planeó por encima de
las crestas en dirección a la embarcación que los esperaba. A unos
cincuenta metros del yate, Chiara apagó el motor y dejó que el impulso los
llevara silenciosamente hacia la popa. Luego, por primera vez, miró a
Gabriel.
—Iré contigo.
—¿De qué estás hablando?
—Iré contigo —repitió Chiara, muy decidida.
—Voy a Israel.
—No me mientas. Irás a la Provenza en busca de la hija de Regina
Carcassi, y yo iré contigo.
—Me llevarás hasta el yate, y después darás media vuelta y regresarás a
la costa.
—Incluso con tu pasaporte canadiense, ahora mismo no puedes ir a
ninguna parte de Europa. No puedes alquilar un coche, no puedes subir a un
avión. Me necesitas. ¿Qué pasará si Pazner te ha mentido? ¿Qué pasará si a
bordo te encuentras con dos hombres en lugar de uno?
Gabriel tuvo que admitir que Chiara tenía razón.
—Es una tontería de tu parte hacer eso, Chiara. Acabarás con tu carrera.
—No te preocupes —replicó la muchacha—. Les diré que me obligaste
a ir contigo contra mi voluntad.
Gabriel miró el yate. Se hacía más grande por momentos. Reconoció
para sus adentros que Chiara había escogido el momento perfecto para
pillarlo en la trampa.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué quieres hacerlo?
—¿Mi padre te mencionó que sus abuelos estaban entre los viejos judíos
que sacaron de aquella casa en el gueto para enviarlos a Auschwitz? ¿Te
dijo que murieron allí junto con todos los demás?
—No me dijo ni una palabra.
—¿Sabes por qué no te lo dijo? Porque incluso ahora, después de todos
estos años, es incapaz de mencionarlo. Te recitará los nombres de todos los
judíos venecianos que murieron en Auschwitz, pero es incapaz de hablar de
sus propios abuelos. —Sacó la Beretta del bolsillo y la montó—. Iré contigo
a buscar a esa mujer.
La Zodiac embistió suavemente la popa del yate. Una figura apareció en
la cubierta y se asomó por la borda. Gabriel amarró un cabo y mantuvo la
embarcación estable mientras Chiara trepaba por la escalerilla. Después la
siguió. Cuando subió a cubierta, el capitán estaba con las manos levantadas
y una expresión de incredulidad en el rostro.
—Lo siento —dijo Gabriel—. Me temo que han decidido un pequeño
cambio en nuestro itinerario.

Chiara había llevado consigo una jeringuilla y una ampolla de sedante.


Gabriel condujo al capitán a uno de los camarotes bajo cubierta, y le ató las
muñecas y los tobillos con una cuerda. El hombre se resistió durante unos
segundos cuando Chiara le levantó la manga, pero cuando Gabriel le apretó
el cuello con el antebrazo, se relajó y permitió que Chiara le pusiera la
inyección. En cuanto se durmió, Gabriel comprobó los nudos: lo bastante
fuertes como para sujetarlo, pero no tanto como para impedir la circulación
de la sangre en las manos y los pies.
—¿Cuánto tiempo le durará el efecto del sedante?
—Unas diez horas, pero es corpulento. Tendré que darle otra dosis
dentro de ocho.
—No vayas a matarlo. Está de nuestro lado.
—No le pasará nada.
Chiara subió al puente. Había un mapa de la costa oeste italiana
desplegado sobre la mesa. Comprobó la posición en el GPS y marcó
rápidamente un nuevo rumbo. Luego puso en marcha los motores y enfiló la
proa en el rumbo correcto. Al cabo de unos momentos navegaban con
rumbo norte, hacia el estrecho entre Elba y Córcega.
Se volvió para mirar a Gabriel, que la observaba con franca admiración.
—Vamos a necesitar café. ¿Crees que podrás prepararlo?
—Haré lo que pueda.
—No estaría mal tenerlo en algún momento de la noche.
—A la orden, capitana.

Shimon Pazner permanecía inmóvil en la playa, con las manos apoyadas


sobre los muslos, los zapatos llenos de agua y el pantalón empapado hasta
las rodillas, como una estatua sumergida hacía mucho tiempo y que ahora
quedaba al descubierto al retirarse la marea. Se acercó la radio a la boca e
intentó establecer comunicación con Chiara una última vez. Silencio.
Tendría que haber regresado hacía una hora. Había dos posibilidades, y
ninguna de las dos agradables. ¿Posibilidad uno? Algo había salido mal y se
habían perdido. ¿Posibilidad dos? Allon.
Pazner arrojó la radio al agua, con una expresión de furia en el rostro, y
emprendió el regreso a paso lento hacia la furgoneta.

Eric Lange tenía el tiempo justo para coger el tren nocturno a Zurich. Le
indicó a Aziz que aparcara el coche en una tranquila calle secundaria
paralela a las vías férreas que salían de la Stazione Termini y le pidió que
apagara el motor. Aziz no ocultó su extrañeza.
—¿Por qué quieres que te deje aquí?
—En este momento, todos los agentes de policía de Roma están
buscando a Gabriel Allon. No hay duda de que están vigilando las
estaciones de ferrocarril y los aeropuertos. Lo mejor es que no aparezcas
por allí a menos que sea absolutamente necesario.
El palestino pareció aceptar la explicación. Lange vio un tren que salía
de la estación. No se dio ninguna prisa en despedirse.
—Dile a Husseini que me pondré en contacto con él en París cuando las
cosas se hayan calmado —dijo Lange.
—Lamento que esta noche no tuviéramos éxito.
Lange se encogió de hombros.
—Con un poco de suerte, tendremos otra oportunidad.
El tren apareció de pronto junto a ellos y el estrépito resonó en el
interior del coche. Lange vio su oportunidad. Abrió la puerta y salió del
coche. Aziz se inclinó en el asiento hacia el lado del pasajero y gritó algo,
pero sus palabras se perdieron entre el ruido del tren.
—¿Qué? —preguntó Lange, con una mano en la oreja a modo de bocina
—. No te oigo.
—El arma —repitió Aziz—. Te has olvidado de devolverme el arma.
—Ah, sí.
Lange sacó la Makarov del bolsillo del abrigo y se la tendió a Aziz. El
palestino fue a cogerla, y el primer disparo le atravesó la palma de la mano
antes de alcanzarlo en el pecho. El segundo abrió un agujero encima de su
ojo derecho.
Lange arrojó el arma en el asiento del pasajero y se dirigió hacia la
estación. Los pasajeros estaban subiendo al tren de Zurich. Encontró su
compartimento de primera clase en el vagón dormitorio y se acostó en la
mullida litera. Veinte minutos más tarde, cuando el tren cruzaba los
suburbios de la parte norte de Roma, cerró los ojos y se durmió en el acto.
21

TIBERÍADES, ISRAEL

La llamada de Lev no despertó a Shamron. La verdad era que no había


pegado ojo desde el primer mensaje urgente de Roma, donde le
comunicaban que Gabriel yla muchacha habían desaparecido. Sin moverse
de la cama, con el teléfono separado de la oreja, escuchó la filípica de Lev
mientras Ge’ulah dormía plácidamente a su lado. La indignidad de la vejez,
pensó. No había pasado mucho desde que Lev era un novato, y Shamron
quien chillaba. Ahora, el viejo no podía hacer más que morderse la lengua y
esperar su momento.
Lev colgó en cuanto acabó con la diatriba. Shamron se levantó de la
cama, se puso una bata y salió a la terraza que daba al lago. El cielo
comenzaba a clarear por el este, pero aún faltaba un rato para que el sol
apareciera por encima de las colinas. Buscó en los bolsillos de la bata el
paquete de cigarrillos, mientras rogaba para que Ge’ulah no los hubiese
encontrado. Sus dedos regordetes se cerraron sobre un paquete arrugado, y
Shamron se sintió invadido por el sentimiento de haber conseguido una
gran victoria personal.
Encendió uno y disfrutó del áspero sabor del tabaco turco en la lengua.
Después contempló el panorama. Nunca se cansaba de verlo desde esa
ventana en su rincón privado de la Tierra Prometida. No era una casualidad
que la terraza mirara al este. De esa manera, Shamron, el centinela eterno,
podía vigilar a los enemigos de Israel.
En el aire se percibía la tormenta que se avecinaba. Muy pronto
llegarían las lluvias, y una vez más se anegarían las tierras. ¿De cuántas
inundaciones más sería testigo? En sus momentos de mayor pesimismo,
Shamron se preguntaba cuántas más verían los hijos de Israel. Como a la
mayoría de los judíos, lo dominaba el permanente temor a que su
generación fuese la última. Un hombre mucho más sabio que Shamron
había dicho que los judíos eran el pueblo agonizante, siempre al borde de la
extinción. Durante toda su vida, la misión de Shamron había sido librar a su
gente de ese temor, envolverlos en un manto de seguridad y hacer que se
sintieran a salvo. Ahora, lo acosaba el saber que había fracasado.
Consultó su reloj y frunció el entrecejo. Gabriel y la muchacha llevaban
ocho horas desaparecidos. Era una operación de Shamron, pero era Lev
quien estaba pagando las consecuencias. Gabriel se encontraba cada vez
más cerca de identificar a los asesinos de Benjamin Stern, pero Lev no
quería intervenir en el tema. El pequeño Lev, pensó Shamron con desprecio.
El burócrata cobarde. Un hombre cuyo innato sentido de la precaución
igualaba el atrevimiento y la audacia de Shamron.
«¿Necesito esto, Ari? —le había gritado Lev—. ¡Los europeos nos están
acusando de comportarnos como los nazis en los territorios, y ahora uno de
tus viejos asesinos está acusado de intentar asesinar al papa! Dime dónde
puedo encontrarlo. Ayúdame a traerlo de regreso a casa antes de que todo
este asunto destruya a tu muy amado servicio de una vez para siempre».
«Quizá Lev esté en lo cierto», pensó Shamron, aunque le dolía hacerlo.
Israel ya tenía bastantes problemas en esos momentos. Los shaheea estaban
convirtiendo los mercados en mataderos. El ladrón de Bagdad continuaba
intentando forjar su espada nuclear. Quizá ése no fuera el mejor momento
para iniciar una pelea con la Iglesia católica. Quizá ése no fuera el mejor
momento para chapotear en las aguas de antes. El agua estaba sucia y llena
de peligros ocultos, pozas, rocas y ramas, donde un hombre podía enredarse
y morir ahogado.
Entonces, una imagen apareció en su mente: un pueblo a las afueras de
Cracovia. Una multitud enfurecida. Los escaparates rotos. Las casas
incendiadas. Los hombres apaleados. Las mujeres violadas. ¡Asesinos de
Cristo! ¡Escoria judía! ¡Muerte a los judíos! El pueblo de un niño, los
recuerdos de su Polonia natal. Al niño lo enviarían a Palestina para que
viviera con unos parientes en una colina en la Alta Galilea. Los padres se
quedarían atrás. El niño se uniría a la Haganah y lucharía en la guerra del
renacimiento de Israel. Cuando el nuevo Estado creó un servicio de
inteligencia, el niño, ya convertido en un joven, recibió la invitación para
entrar en el servicio. Posteriormente, en un humilde suburbio del norte de
Buenos Aires, se convertiría en una figura casi mítica al sujetar por el
cuello al hombre que había enviado a sus padres, y a otros seis millones de
personas, a los campos de exterminio.
Shamron descubrió que tenía los ojos cerrados y que sus manos se
aferraban a la balaustrada. Lentamente, dedo a dedo, se soltó.
Una frase de Eliot pasó por su mente: «En mi principio está mi fin».
Eichmann…
¿Cómo era que ese señor de la muerte, ese burócrata asesino que había
hecho circular puntualmente los trenes del genocidio, estuviera viviendo
tranquilamente en un suburbio de Buenos Aires cuando habían perecido
seis millones de personas? Shamron sabía la respuesta, por supuesto,
porque cada página del expediente de Eichmann estaba grabada en su
memoria. Como otros centenares de asesinos, había escapado por la «ruta
de los conventos», una cadena de monasterios y propiedades de la Iglesia
que se extendía desde Alemania hasta el puerto de Génova en Italia. En
Génova, lo habían alojado los franciscanos y, con los auspicios de las
organizaciones de ayuda de la Iglesia, le habían proporcionado documentos
falsos, donde constaba como refugiado. El 14 de junio de 1950, salió del
refugio del monasterio franciscano para subir a bordo del Giovanna C con
destino a Buenos Aires. Con destino a comenzar una nueva vida en el
Nuevo Mundo, pensó Shamron. El líder de la Iglesia no había sido capaz de
encontrar las palabras para condenar el asesinato de seis millones de
personas, pero sus obispos y sacerdotes habían dado consuelo y santuario al
mayor asesino en masa de la historia. Ese era un hecho que Shamron nunca
entendería, un pecado para el que no había absolución.
Pensó en la voz de Lev, que le chillaba por la línea segura desde Tel
Aviv. «No —se dijo—, no ayudaré a Lev para que encuentre a Gabriel».
Todo lo contrario, lo ayudaría a descubrir qué había pasado en aquel
convento junto al lago y quién había asesinado a Benjamín Stern.
Entró en la casa con paso firme y seguro, y se dirigió a su dormitorio.
Ge’ulah veía la televisión desde la cama. Shamron preparó la maleta. Su
esposa lo miraba hacer por unos segundos y después volvía a mirar la
pantalla, pero no dijo ni una palabra. Siempre había sido así desde hacía
más de cuarenta años. Cuando acabó de hacer la maleta, Shamron se sentó
en la cama junto a ella y le cogió la mano.
—Tendrás cuidado, ¿verdad, Ari?
—Por supuesto, amor mío.
—¿Me prometes que no fumarás?
—Claro.
—Regresa pronto.
—Pronto —dijo Shamron, y le dio un beso en la frente.

Había una indignidad en sus visitas al bulevar King Saul que a Shamron
le resultaba del todo deprimente. Tenía que firmar en el registro de entradas
en el puesto de vigilancia del vestíbulo y prender una tarjeta de
identificación en el bolsillo de su camisa. Ya no podía utilizar su viejo
ascensor privado; ahora estaba reservado para Lev. En cambio, tenía que
amontonarse en cualquiera de los otros ascensores con los funcionariosy los
jóvenes de los archivos.
Subió hasta la cuarta planta. La humillación ritual no acabó ahí, porque
Lev aún quería reclamarle otra libra de carne. No había nadie que le llevara
un café, así que tuvo que arreglárselas por su cuenta en la cantina, donde
consiguió un vaso de café aguado de una máquina. Luego caminó por el
pasillo hasta su «despacho», un cuarto desnudo, apenas un poco más grande
que un armario, con una mesa de pino, una silla metálica plegable y un
viejo teléfono que olía a desinfectante.
Shamron se sentó, abrió el maletín y sacó la fotografía de Londres, la
que había sacado Mordecai delante de la casa de Peter Malone. Shamron la
observó atentamente con los codos apoyados sobre la mesa y los nudillos
haciendo presión contra las sienes. No pasaban ni dos minutos sin que se
asomara una cabeza por la puerta y un par de ojos lo miraran como si fuese
un animal exótico. «Sí, es verdad. El viejo está rondando de nuevo por los
pasillos del cuartel general». Shamron ni siquiera se dio cuenta. Sólo tenía
ojos para el hombre de la foto.
Finalmente, cogió el teléfono y marcó el número de Documentación.
Una muchacha que, por la voz, seguramente acababa de salir del
bachillerato atendió la llamada.
—Soy Shamron.
—¿Quién?
—Sham-RON —repitió, irritado—. Necesito el expediente del secuestro
de Chipre. Fue en 1986, si mal no recuerdo. Probablemente fue antes de que
usted naciera, pero haga todo lo posible.
Colgó el teléfono con furia y esperó. Cinco minutos más tarde, un
muchacho de ojos enrojecidos llamado Yossi apareció en la puerta de su
ignominioso despacho.
—Lo siento, jefe. La chica es nueva. —Le enseñó el grueso legajo—.
¿Quería ver esto?
Shamron le tendió la mano, como un pordiosero.

No había sido uno de los momentos más gloriosos de Shamron. En el


verano de 1986, el ministro de Justicia israelí Meir Ben-David había
zarpado de Tel Aviv para realizar un crucero de tres semanas por el
Mediterráneo a bordo de un yate privado junto con doce invitados y una
tripulación de cinco marineros. Al noveno día de vacaciones, en el puerto
de Larnaca, el yate había sido asaltado por un grupo de terroristas que
proclamaban pertenecer a las Células Combatientes Palestinas. Se había
descartado una operación de rescate, y los chipriotas habían querido que el
problema se resolviera con la mayor rapidez y discreción posibles. El
gobierno israelí se había quedado sin ninguna otra alternativa más que la de
negociar, y Shamron había abierto un canal de comunicación con el líder
del grupo, que hablaba alemán. El secuestro concluyó al cabo de tres días.
Los terroristas liberaron a los rehenes después de recibir la garantía de tener
vía libre y, un mes más tarde, una docena de los peores asesinos de la OLP
salieron de las cárceles israelíes.
Públicamente, Israel negó cualquier acuerdo, pero nadie se lo creyó.
Para Shamron había sido un trago muy amargo y ahora, al pasar las páginas
del expediente, revivió todo lo sucedido. Llegó a la página con la fotografía,
la única imagen que habían conseguido tomar del líder del grupo. En
realidad, no servía de nada: una toma con teleobjetivo, con mucho grano y
borrosa, un rostro oculto detrás de unas gafas de sol y un sombrero.
Colocó la fotografía junto a la tomada en Londres y dedicó varios
minutos a compararla. ¿El mismo hombre? Era imposible de decir. Cogió el
teléfono y marcó de nuevo el número de Documentación. Esta vez
respondió Yossi.
—¿Sí, jefe?
—Tráeme el expediente del Leopardo.
Era un enigma, una teoría. Algunos decían que era alemán. Otros,
austríaco. Quizá fuera suizo. Un lingüista que había escuchado las cintas de
las conversaciones con Shamron, hechas en inglés, opinaba que era de
Alsacia-Lorena. Habían sido los alemanes occidentales quienes le habían
puesto Leopardo como nombre en clave; había cometido un gran número de
asesinatos en su territorio, y ellos eran quienes más interés tenían en
capturarlo. Un terrorista de alquiler. Un hombre dispuesto a trabajar para
cualquier grupo, cualquier causa, siempre que se ajustara a sus creencias
básicas: comunistas, antisionistas, antioccidentales. Se creía que había sido
el Leopardo quien había orquestado el secuestro en Chipre y quien había
asesinado a tres israelíes en Europa por encargo de Abu Jihad de la OLP.
Shamron lo había querido muerto, pero su deseo no se había visto
satisfecho.
Pasó las páginas del expediente, que era penosamente delgado. Un
informe del servicio francés, un despacho de la Interpol, un rumor sobre un
supuesto avistamiento en Estambul. También había tres fotografías, aunque
no estaba claro si era realmente él.
La foto del yate en Chipre, la foto tomada por un equipo de vigilancia
en Bucarest y otra en el aeropuerto Charles de Gaulle. Shamron colocó la
de Londres junto a las demás y miró a Yossi, que lo observaba por encima
del hombro.
—Esta y aquella, jefe.
Shamron sacó de la hilera la foto de Bucarest y la puso junto a la de
Londres. El mismo ángulo, de frente, la barbilla ligeramente hacia la
izquierda, lo que ocultaba la mitad del rostro.
—Puede que esté equivocado, Yossi, pero creo que estas dos
corresponden al mismo hombre.
—Es difícil de decir, jefe, pero seguramente el ordenador nos lo dirá
con más seguridad.
—Compruébalo. —Shamron recogió los expedientes—. Me los quedo.
—Tendrá que firmar en el registro.
Shamron miró a Yossi por encima de las gafas.
—Ya lo firmaré por usted —dijo Yossi.
—Buen chico.
Shamron cogió el teléfono por última vez y llamó a Viajes. Cuando
acabó con los arreglos, guardó los expedientes en el maletín y bajó al
vestíbulo. «Ya voy, Gabriel —pensó—. Pero, por el amor de Dios, ¿dónde
estás?».
22

EL MEDITERRÁNEO

Avistaron las rocas del cabo Corso al amanecer. Chiara guio el yate
alrededor de la punta de la isla y puso rumbo al noroeste. Delante tenía unos
nubarrones negros que anunciaban lluvia. La velocidad del viento aumentó
en varios nudos, y de pronto hacía mucho más frío.
—El mistral está soplando con fuerza —comentó Chiara—. Me temo
que el resto del viaje no será muy agradable.
Un transbordador apareció de pronto por babor. Acababa de zarpar de
L’Île Rousse hacia la costa francesa.
—Va a Niza —dijo Chiara—. Podemos seguir su rumbo, y después virar
hacia Cannes cuando nos acerquemos a la costa.
—¿Cuánto tardaremos?
—Entre cinco y seis horas, quizá más, debido al mistral. Coge tú el
timón durante un rato. Voy a la cocina, a ver si hay algo para desayunar.
—Asegúrate de que la Bella Durmiente todavía está con nosotros.
—Lo haré.
El desayuno consistió en café, tostadas y un trozo de queso seco.
Apenas tuvieron tiempo de comer porque, treinta minutos después de pasar
por el cabo Corso, se encontraron inmersos en la tormenta. Durante las
cuatro horas siguientes, las olas impulsadas por el fuerte viento del norte
zarandearon la embarcación a placer mientras la lluvia reducía la visibilidad
a menos de cien metros. En algún momento le perdieron el rastro al
transbordador. Tampoco tenía importancia; Chiara navegó orientándose con
la brújula y el GPS.
La lluvia cesó al mediodía, pero el viento siguió soplando y fue
intensificándose, a medida que se acercaban a la costa. A la tormenta le
siguió una masa de aire polar y, durante la última hora de la travesía, el sol
no fue más que una fugaz aparición entre las nubes. El color del agua
cambiaba con el sol; en un momento era gris y al otro, azul oscuro.
Por fin, directamente a proa apareció Cannes: el perfil inconfundible de
los resplandecientes hoteles y los edificios de apartamentos blancos a lo
largo de La Croisette. Chiara no entró en La Croisette, sino que puso rumbo
al Puerto Viejo, en el otro extremo de la ciudad. Durante el verano, la
avenida junto al puerto era un enjambre de turistas, y en los muelles se
amontonaban los yates de lujo. Ahora, la mayoría de los restaurantes
estaban cerrados a cal y canto, y sobraban amarres en los muelles.
Chiara dejó a Gabriel a cargo de la embarcación y fue a pie hasta la rue
d’Antibes para alquilar un coche. Mientras ella estaba ausente, Gabriel le
quitó las ligaduras al capitán. Chiara le había puesto otra inyección hacía
unas cuatro horas, así que permanecería inconsciente por lo menos otras
cuatro.
Gabriel subió de nuevo a cubierta y esperó la llegada de su compañera.
Unos pocos minutos más tarde, un Peugeot aparcó en el Quai Saint-Pierre.
Chiara se apeó del coche el tiempo justo para hacerle una seña a Gabriel y
después fue a sentarse en el asiento del pasajero. Gabriel desembarcó
rápidamente y se sentó al volante.
—¿Algún problema? —preguntó.
Chiara negó con la cabeza.
—Necesitamos ropa.
—Ah, ir de compras por La Croisette. Justo lo que necesito, después de
pasar toda la noche y medio día en ese maldito yate. No acabo de decidirme
entre Gucci y Versace.
—Pensaba en algo más sencillo. Quizá alguna de esas bonitas tiendas
del bulevar Carnot, donde las personas normales compran sus prendas.
—Oh, qué vulgar.
—Exactamente.
Gabriel condujo a través de la ciudad vieja, y al cabo de unos minutos
circulaban en dirección norte por el bulevar Carnot, que era el camino
principal que unía el frente marítimo de Cannes con las ciudades del
interior. El mistral seguía soplando con gran violencia, y sólo unos pocos
valientes caminaban por las aceras, inclinados contra el viento y con los
sombreros bien sujetos. El aire estaba lleno de papeles y polvo. Después de
recorrer unas pocas manzanas, Gabriel vio una tienda pequeña junto a una
parada de autobús. Chiara frunció el entrecejo. Gabriel aparcó el coche, le
dio a Chiara un puñado de billetes y le recitó sus medidas. Chiara bajó del
Peugeot y se dirigió a pie hasta la tienda.
Gabriel dejó el motor en marcha y escuchó las noticias. Seguían sin
tener ni una sola pista del asesino papal. La policía italiana había
aumentado la vigilancia en los pasos fronterizos, los aeropuertos y las
estaciones de ferrocarril. Apagó la radio.
Chiara salió de la tienda al cabo de veinte minutos con dos grandes
bolsas de plástico en las manos. El viento le daba de espaldas, y le soplaba
los cabellos sobre el rostro. Como tenía las manos ocupadas con las bolsas,
no podía hacer nada para evitarlo.
La chica arrojó las bolsas al asiento trasero y subió al coche. Gabriel
arrancó y continuaron por el bulevar Carnot. Diez minutos más tarde, llegó
a una rotonda y siguió los carteles que marcaban la carretera de Grasse.
Fueron a dar a una autovía de cuatro carriles que atravesaba las colinas
hacia el pie de los Alpes marítimos. Chiara reclinó el asiento, se quitó la
camisa de franela y, con muchos contoneos, se quitó el grueso pantalón
impermeable. Gabriel mantuvo la mirada fija en la carretera. La muchacha
buscó en las bolsas hasta encontrar las bragas y el sujetador que se había
comprado.
—No mires.
—Ni se me ocurriría.
—¿De verdad? ¿Por qué no?
—Date prisa y vístete, por favor.
—Es la primera vez que un hombre me dice eso.
—No me extraña.
Chiara le dio una palmada en el brazo y se vistió rápidamente con unos
tejanos, un suéter grueso con cuello de cisne y unas elegantes botas de
cuero negro de puntera cuadrada y tacón bajo. Se parecía mucho a la
atractiva joven que Gabriel había visto por primera vez en el gueto de
Venecia. Cuando acabó de vestirse, puso el asiento en posición normal.
—Tu turno. Aparca un momento y yo conduciré mientras tú te cambias.
Gabriel detuvo el coche en el arcén. Desde el punto de vista de la
elegancia, no había tenido mucha suerte: un pantalón de algodón azul con la
cintura elástica, un grueso suéter marinero y un par de alpargatas marrones
que le raspaban los pies. Tenía el aspecto de un hombre que se había pasado
el día en la plaza del pueblo dedicado a jugar a la petanca.
—Tengo un aspecto ridículo —protestó.
—Pues yo creo que estás muy guapo. Además, y esto es lo más
importante, puedes pasearte por cualquier ciudad de la Provenza con la
seguridad de que nadie creerá que no eres de por aquí.
—Durante diez minutos, Chiara condujo por la sinuosa autovía entre
olivos y eucaliptos. Al cabo, llegaron a la ciudad medieval de Valbonne.
Gabriel le indicó que siguiera hacia el norte en dirección a una ciudad
llamada Opio, y de Opio a Le Rouret. La muchacha aparcó delante de un
estanco y esperó en el coche mientras Gabriel entraba en el local. Detrás del
mostrador había un hombre muy moreno con el pelo moteado y facciones
argelinas. Cuando Gabriel le preguntó si conocía a una mujer italiana
llamada Carcassi, el estanquero se encogió de hombros y le sugirió que
hablara con Marc, el encargado del bar en la brasserie, junto al estanco.
Marc estaba secando unas copas con un trapo sucio cuando entró
Gabriel. Este le formuló la misma pregunta y recibió la misma respuesta.
No conocía a nadie en el pueblo que respondiera al nombre de Carcassi,
pero el camarero mencionó que había una mujer italiana que vivía junto a la
carretera de entrada al parque natural. Se echó el trapo al hombro y salió del
local para señalarle a Gabriel la dirección correcta. Gabriel le dio las gracias
y subió al coche.
—Por allí —dijo—. Hay que cruzar la carretera, pasar la gendarmerie y
seguir colina arriba.
La carretera era angosta y la pendiente, aguda. Las casas asomaban
entre los olivares y los pimenteros. Algunas de las casas eran modestas;
otras eran opulentas, bien cuidadas, y estaban rodeadas de muros de piedra
y setos.
La casa donde vivía la mujer italiana entraba en la segunda categoría.
Era una casona antigua con un torreón encima de la entrada principal. El
jardín y el patio estaban rodeados por un murete de piedra. No había ningún
nombre en la impresionante verja de hierro.
Gabriel pulsó el timbre del intercomunicador y de inmediato se oyeron
los ladridos de unos perros. Unos segundos más tarde, una pareja de
pastores belgas aparecieron a la carrera desde la parte trasera de la casa, con
las mandíbulas abiertas y ladrando frenéticamente. Cargaron contra la verja
e intentaron morder a Gabriel entre los barrotes. Él se apartó rápidamente y
apoyó una mano en la puerta del coche. Para empezar, no le gustaban los
perros, y no hacía mucho que se las había tenido con un alsaciano que le
había roto un brazo y había necesitado docenas de puntos para cerrar las
heridas. Se acercó con mucha cautela para no incitar todavía más a los
animales y pulsó de nuevo el botón del intercomunicador. Esta vez obtuvo
una respuesta: una voz de mujer apenas audible por encima de los furiosos
ladridos.
—Oui?
—¿Señora Carcassi?
—Ahora me llamo Huber. Carcassi era mi apellido de soltera.
—¿Su madre era Regina Carcassi de Tolmezzo, en el norte de Italia?
Después de unos segundos de titubeo, la mujer preguntó:
—Por favor, ¿quién es?
Los perros, al captar la nota de ansiedad en la voz de su dueña,
comenzaron a ladrar con más ferocidad. Durante la noche, Gabriel había
sido incapaz de decidir cómo abordar a la hija de Regina Carcassi. Ahora,
con los pastores dispuestos a arrancarle las piernas y el viento huracanado
de los Alpes que amenazaba con tumbarlo, consideró que no era el mejor
momento para andarse con historias y subterfugios. Levantó la mano y
volvió a pulsar el botón.
—Me llamo Gabriel —gritó para hacerse oír entre el ruido de los perros
—. Trabajo para el gobierno de Israel. Creo saber quién mató a su madre, y
también creo saber el motivo.
Esta vez no oyó ninguna respuesta, sólo los escalofriantes gruñidos de
los perros. Gabriel temió haber ido demasiado lejos demasiado de prisa. Se
disponía a tocar el botón una vez más, pero se contuvo al ver cómo se abría
la puerta principal y una mujer salía al patio. Permaneció allí por un
momento, con los cabellos negros alborotados por el viento y los brazos
cruzados sobre el pecho. Luego cruzó lentamente el patio, llegó a la verja y
observó a Gabriel a través de los barrotes. Satisfecha, miró a los perros y se
dirigió a ellos en francés. Los animales dejaron de ladrar y se alejaron al
trote hasta desaparecer detrás de la casa. La mujer metió la mano en uno de
los bolsillos, sacó el mando a distancia y pulsó el botón con el pulgar. La
reja se abrió lentamente, y ella los invitó a pasar con un gesto.

Les sirvió café y leche caliente en una sala rectangular con el suelo de
baldosas y muebles adamascados. Las puertas de cristal se sacudían con el
mistral. En más de una ocasión, Gabriel miró las ventanas para ver si
alguien estaba intentando entrar, pero sólo vio cómo las plantas del jardín se
inclinaban con la fuerza del viento.
La mujer se llamaba Antonella Huber, era italiana de nacimiento y se
había casado con un empresario alemán. Vivían en el sur de Francia, como
miembros de la clase itinerante de europeos acomodados que se sentían a
gusto en muchos países y en muchas culturas. Era una mujer atractiva, de
unos cuarenta y tantos años, con el cabello negro largo hasta los hombros y
la tez muy bronceada. Sus ojos eran casi negros, y en su mirada franca
brillaba la inteligencia. Gabriel observó que tenía arcilla alrededor de las
uñas. Echó una ojeada a la habitación y vio los diversos objetos de cerámica
que la decoraban. Antonella Huber era una muy buena ceramista.
—Lamento lo de los perros —dijo—. Mi marido viaja a menudo por
motivos de trabajo, así que paso mucho tiempo sola. La delincuencia es un
serio problema en toda la Costa Azul. Nos robaron media docena de veces
antes de que compráramos a los perros guardianes. Ahora ya no tenemos
problemas.
—Es evidente.
La mujer esbozó una fugaz sonrisa, y Gabriel aprovechó la pausa para ir
al grano. Se inclinó hacia adelante en la silla, apoyó los codos en las
rodillas, y le ofreció a Antonella Huber un resumen de los acontecimientos
que lo habían llevado hasta allí. Le dijo que su amigo, el historiador
Benjamín Stern había descubierto que algo inusual había tenido lugar en el
convento del Sagrado Corazón en Brenzone durante la guerra, el mismo
convento donde había vivido su madre antes de renunciar a los hábitos.
Añadió que a su amigo lo había asesinado alguien con la intención de
mantener en secreto aquel suceso. Le contó que su madre no había sido la
única persona que había desaparecido sin dejar rastro en Italia. Dos
sacerdotes, Felici y Manzini, habían desaparecido más o menos al mismo
tiempo. Un detective italiano llamado Alessio Rossi creía que las
desapariciones estaban relacionadas, pero le habían ordenado que
suspendiera las investigaciones después de que la policía italiana se vio
presionada por un hombre llamado Carlo Casagrande, que trabajaba para la
Oficina de Seguridad del Vaticano. Antonella Huber permaneció inmóvil
mientras Gabriel continuaba con el relato, con la mirada fija en él y las
manos cruzadas sobre la rodilla. Gabriel tenía una impresión muy clara de
que nada de lo que le estaba contando era algo que ella no supiera o
sospechara.
—Su madre no renunció a sus votos sencillamente porque quería
casarse, ¿verdad?
—No, no lo hizo —contestó la mujer, después de un largo silencio.
—¿Ocurrió algo en el convento, algo que le hizo perder la fe y la llevó a
renunciar a sus votos?
—Sí, así es.
—¿Habló de lo sucedido con Benjamin Stern?
—Le supliqué que no lo hiciera, pero no hizo caso de mis advertencias
y habló con él de todas maneras.
—¿De qué tenía miedo?
—De que ella sufriera algún daño, por supuesto. No me equivoqué,
¿verdad?
—¿Habló usted con la policía italiana?
—Si usted tiene algún conocimiento de la política italiana, sabrá que no
se puede confiar en la policía italiana en un asunto como éste. ¿No era
Alessio Rossi uno de los hombres que mataron anteanoche en Roma? ¿Un
asesino papal? —Antonella sacudió la cabeza lentamente—. Dios mío, son
capaces de cualquier cosa para proteger sus sucios secretos.
—¿Sabe por qué mataron a su madre?
—Sí, lo sé. Sé lo que sucedió en aquel convento. Sé los motivos de mi
madre para renunciar a sus votos, a su fe, y por qué la mataron.
—¿Me lo dirá?
—Quizá sea mejor que se lo muestre. —Se levantó—. Por favor,
esperen un momento. Ahora mismo vuelvo.
Salió de la habitación y subió la escalera. Gabriel se reclinó en la silla
con los ojos cerrados. Chiara, que estaba sentada a su lado en el sofá, apoyó
una mano sobre su brazo.
Antonella Huber regresó al cabo de unos minutos con un montón de
hojas amarillentas.
—Mi madre escribió esto la noche antes de casarse con mi padre —dijo,
y levantó las hojas para que Gabriel y Chiara las vieran—. Le dio una copia
a Benjamin Stern. Esta es la razón por la que mataron a su amigo.
Se sentó, puso las hojas sobre su regazo y comenzó a leer en voz alta:
Mi nombre es Regina Carcassi, y nací en Brunico, un pueblo en las
montañas cerca de la frontera austríaca. Soy la menor de siete hermanos y
la única mujer. Por tanto, estaba predestinada a convertirme en monja. En
1937, tomé mis votos y me convertí en miembro de la Orden de Santa
Ursula. Me enviaron al convento del Sagrado Corazón, un convento de las
ursulinas en la ciudad de Brenzone, en el lago Garda, y comencé a trabajar
de maestra en una escuela católica para niñas. Tenía dieciocho años.
Estaba muy contenta con mi trabajo. El convento era un lugar muy
bonito, un viejo castillo ubicado en la orilla del lago. Cuando estalló la
guerra, nuestra vida sufrió muy pocos cambios. A pesar de la escasez de
comida, recibíamos suministros todos los meses y siempre teníamos más
que suficiente para comer. Por lo general, siempre nos sobraba algo para
repartir entre los necesitados de Brenzone. Continué con mis clases y
atendía las necesidades de aquellas almas desafortunadas afectadas por la
guerra.
Una noche de marzo de 1942, la madre superiora se dirigió a nosotras
después de la cena. Nos comunicó que dentro de tres días, nuestro convento
sería el lugar donde se celebraría una importante reunión entre las
autoridades vaticanas y una delegación de alto nivel alemana. Habían
elegido el convento del Sagrado Corazón porque era un sitio aislado y,
también, por la belleza del lugar. Nos dijo que debíamos sentirnos muy
orgullosas de que una reunión de tanta importancia se celebrara en nuestro
hogar, y todas nos sentimos muy complacidas. La madre superiora comentó
que el tema de la reunión era una iniciativa del Santo Padre para conseguir
un rápido fin de la guerra. Nos advirtió, sin embargo, que no debíamos
decirle ni una palabra sobre la reunión a nadie fuera del convento. Incluso
se os prohibió que lo comentáramos entre nosotras. No es necesario decir
que ninguna de nosotras durmió mucho aquella noche. Todas estábamos
muy excitadas por lo que ocurriría en los días venideros.
Como me había criado cerca de la frontera austríaca, hablaba bien el
alemán, y conocía las costumbres y los gustos culinarios alemanes. La
madre superiora me encomendó que supervisara los preparativos de la
conferencia, y yo acepté encantada. Me informaron de que los visitantes
cenarían primero y después se retirarían para la conferencia. En mi opinión,
nuestro comedor era demasiado humilde para algo de tanta importancia, y
decidí que la cena y la conferencia tuvieran lugar en nuestra sala de
descanso. Era una habitación muy bonita, con un gran hogar de piedra y
preciosas vistas del lago y los Dolomitas, un panorama realmente
inspirador. La madre superiora estuvo de acuerdo, y me permitió que lo
arreglara como me pareciera más conveniente. La cena se serviría en una
gran mesa redonda junto a una de las ventanas. Para la reunión, mandé
colocar una gran mesa rectangular de madera oscura delante de la
chimenea. Quería que todo fuera perfecto y, cuando acabé, la sala tenía un
aspecto encantador. Me entusiasmaba la idea de que mi trabajo pudiera
servir, aunque sólo fuese de una manera muy humilde, para conseguir que
se acabaran todas las muertes y la destrucción que había traído la guerra.
El día anterior a la reunión, trajeron un gran cargamento de comida:
jamones, salchichas, panes, pasteles, latas de caviar, botellas de champán y
vino, cosas que la mayoría de nosotras no habíamos visto nunca, y mucho
menos desde el comienzo de la guerra. Al día siguiente, con la ayuda de
otras dos hermanas, preparé una comida que me pareció que deleitaría los
paladares de los hombres de Roma y los visitantes de Berlín.
Los delegados tenían que llegar a las seis de la tarde, pero aquel día
nevó mucho, y todos se retrasaron. Los hombres del Vaticano llegaron
primero, a las ocho y media. Eran tres: el obispo Sebastiano Lorenzi, de la
Secretaría de Estado vaticana, y sus dos jóvenes ayudantes, el padre Felici y
el padre Manzini. El obispo Lorenzi visitó la habitación donde tendría lugar
la reunión y luego nos llevó a la capilla para celebrar la misa. Antes de salir
de la capilla, le repitió a la madre superiora la orden de que debíamos
mantener el más absoluto silencio sobre la reunión que tendría lugar en el
convento y añadió que cualquiera que violara la orden corría el riesgo de ser
excomulgado. A mí me pareció una advertencia innecesaria, porque a
ninguna de nosotras se nos habría ocurrido jamás desobedecer una orden
directa de un importante miembro de la jerarquía vaticana, pero sabía que
los hombres de la curia se tomaban muy en serio la obediencia al
secretismo.
La delegación de Alemania no llegó hasta casi las diez de la noche.
Ellos también eran tres: un conductor que no tomó parte en la conferencia,
un ayudante llamado Herr Beckmann y el jefe de la delegación, el secretario
de Estado Martin Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Nunca
olvidaré aquel nombre. ¡Alguien llamado Martin Luther de visita en el
convento católico del Sagrado Corazón de Brenzone! En aquel momento,
fue toda una sorpresa. También lo fue el aspecto del secretario de Estado.
Era un hombre pequeño, de aspecto enfermizo, con unas gafas de cristales
muy gruesos que deformaban el tamaño de sus ojos. Parecía estar
padeciendo un resfriado muy fuerte, porque no dejaba de sonarse la nariz
con un pañuelo blanco.
Se sentaron a cenar sin más demora. Herr Luther y Herr Beckmann
comentaron la belleza del salón, y me sentí muy orgullosa de mis logros.
Serví la comida y abrí las primeras botellas de vino. Fue una cena
agradable, y entre los cinco hombres reinaba una gran camaradería. Tuve la
impresión de que Herr Luther y el obispo Lorenzi eran viejos conocidos. Al
parecer, la madre superiora se había olvidado de comentarles que yo era de
Brunico, en el extremo norte del país, porque hablaban tranquilamente en
alemán cuando yo estaba presente en la sala, sin duda, en la creencia
errónea de que no entendía el idioma. Me enteré de muchos cotilleos
interesantes de los asuntos en Berlín.
La conferencia comenzó a medianoche. El obispo Lorenzi me dijo en
italiano: «Tenemos mucho trabajo por delante, hermana. Por favor, tenga
preparado café en abundancia. Si ve una taza vacía, llénela». A esas horas,
todas las demás hermanas ya se habían ido a la cama. Me senté en la
antecámara fuera de la sala. Después de unos pocos momentos, apareció el
niño que ayudaba en la cocina, vestido con el pijama. Era un huérfano que
vivía en el convento. Las hermanas le habían puesto el apodo de Ciciotto
porque era bajo y regordete. Lo había despertado una pesadilla, y lo invité a
sentarse conmigo. Para que se tranquilizara, rezamos el rosario.
La primera vez que entré en la sala, comprendí de inmediato que los
hombres no estaban discutiendo ningún arreglo para acabar con la guerra.
El secretario de Estado Luther estaba repartiendo unas hojas a los otros
cuatro hombres. Mientras servía el café, pude ver una con toda claridad.
Tenía dos columnas, separadas por una línea vertical. En la izquierda
aparecían los nombres de los países y los territorios, y en la derecha había
cantidades. Al pie de esa columna aparecía el total.
Herr Luther decía: «El programa para conseguir la solución final al
tema judío en Europa ya está en ejecución. El documento que tienen en sus
manos me fue presentado en una conferencia celebrada en Berlín en el mes
de enero. Como pueden ver, según nuestras estimaciones, en estos
momentos hay once millones de judíos en Europa. Este cálculo incluye los
territorios controlados por el Reich y sus aliados, y los países que se han
declarado neutrales o son aliados del enemigo».
Herr Luther hizo una pausa y miró al obispo Lorenzi. «¿La muchacha
habla alemán?» le preguntó.
«No, no, Herr Luther. No es más que una pobre muchacha de la región
de Garda. Sólo habla italiano y lo habla como una campesina. Puede hablar
en su presencia con toda libertad».
Acabé de servir el café y salí de la habitación como si no hubiese
entendido nada de las cosas terriblemente insultantes que el prelado
acababa de decirle de mí al alemán. Mi rostro debió de descubrir mi
vergüenza porque cuando entré en la antecámara, Ciciotto me preguntó:
—¿Le pasa algo, hermana?
—No, no, estoy bien. Sólo un poco cansada.
—¿Quiere que sigamos rezando el rosario, hermana?
—Hazlo tú, hijo mío. Pero en voz baja, por favor.
El niño comenzó de nuevo, pero al cabo de unos pocos minutos se
quedó dormido con la cabeza apoyada en mi regazo. Entreabrí la puerta
unos centímetros para escuchar lo que se decía en la sala. Herr Luther
seguía hablando. Esto es lo que oí aquella noche, y lo escribo lo mejor que
recuerdo y sé:
—A pesar de todos nuestros esfuerzos para mantener en secreto las
evacuaciones, desafortunadamente ha comenzado a correr la voz. Según
tengo entendido por nuestro propio embajador en el Vaticano, algunos de
estos informes han comenzado a llegar a los oídos del Santo Padre.
—Así es, secretario de Estado Luther —manifestó el obispo Lorenzi—.
Me temo que las noticias de las evacuaciones han llegado al Vaticano. Los
británicos y los norteamericanos están presionando al Santo Padre para que
se manifieste al respecto.
—¿Puedo hablar con claridad, obispo Lorenzi?
—Esa es la intención de este encuentro, ¿no?
—El programa para solucionar de una vez para siempre el tema judío ya
se está aplicando. La maquinaria está en marcha, y no hay nada que el
Santo Padre pueda hacer para detenerla. Lo único que conseguiría es
empeorar las cosas todavía más para los judíos, y sé que eso es lo último
que desearía.
—Tiene usted razón, Herr Luther. Pero ¿cómo una protesta podría
empeorar las cosas todavía más para los judíos?
—Es imperativo que las redadas y las deportaciones se realicen sin
tropiezos y con un mínimo de resistencia y alboroto. El elemento sorpresa
es fundamental. Si el Santo Padre hace pública una protesta acompañada
por una advertencia explícita sobre lo que en realidad significan para los
judíos las deportaciones al este, entonces las redadas se complicarían
enormemente. También, significaría que muchos judíos se ocultarían y
escaparían de nuestras fuerzas.
—No se puede discutir la lógica de tal declaración, Herr Luther.
En ese momento, me pareció que había llegado la hora de servirles más
café a los delegados. Aparté suavemente la cabeza del niño de mi regazo,
llamé a la puerta y esperé a que el obispo Lorenzi me permitiera entrar.
—¿Más café, excelencia?
—Por favor, hermana Regina.
Hubo una pausa en la conversación mientras yo llenaba las tazas y salía
de la habitación. Luego, Herr Luther continuó con su parlamento. Una vez
más, dejé la puerta entreabierta para escuchar lo que se decía.
—Hay otra razón por la que es fundamental que el Santo Padre no
formule una protesta. Muchos de quienes nos ayudan en esta empresa son
buenos católicos. Si el papa condenara su comportamiento o los amenazara
con la excomunión, quizá haría que se replantearan el trabajo que están
realizando.
—Puede estar usted seguro, Herr Luther, de que el Santo Padre nunca
excomulgaría a los católicos en unos momentos como éstos.
—No soy quien para aconsejar a la Iglesia cómo debe llevar sus
asuntos, pero hay motivos para creer que el silencio papal en este asunto
redundaría en beneficio de todos los involucrados, incluida la Santa Sede.
—Me interesa mucho conocer su erudita opinión, Herr Luther.
—Mire usted la suma que aparece en el documento. Imagínese, ¡once
millones de judíos! ¡Un número que casi resulta difícil de concebir! Nos
estamos ocupando de ellos de la manera más rápida y eficaz posible, pero
así y todo es una meta muy ambiciosa. ¿Qué pasaría si, Dios no lo quiera, si
Alemania perdiera esta guerra ante Stalin y su camarilla de bolcheviques
judíos? Intente imaginar lo que pasaría si, acabada la guerra, hubiese
millones de judíos desplazados por toda Europa, vivos y desposeídos,
reclamando el derecho de emigrar a Palestina. Sería una fiesta para los
sionistas y sus amigos en Washington y Londres. Sería imposible evitar la
creación de un Estado judío en Palestina. Los judíos controlarían Nazaret.
Los judíos controlarían Belén. Los judíos controlarían Jerusalén. ¡Los
judíos controlarían todos los lugares santos! Si tuvieran su propio Estado,
tendrían todo el derecho, lo mismo que el Vaticano, de enviar a sus
diplomáticos por todo el mundo. El judaísmo, el milenario enemigo de la
Iglesia, estaría en una situación de igualdad con la Santa Sede. El Estado
judío se convertiría en una plataforma para la dominación global judía. Eso
sería un verdadero desastre para la Iglesia católica, un retroceso de
proporciones inimaginables, y asoma por el horizonte, a menos que
completemos la aniquilación de la raza judía en Europa.
A estas palabras siguió un largo silencio. No veía el interior de la sala,
pero en mi cabeza intentaba imaginarme la escena. Imaginé que el obispo
Lorenzi estaría rabiando ante un discurso tan grotesco como monstruoso. Se
estaría preparando para aplastar al hombre de Berlín con la más absoluta
condena de los nazis y de su guerra contra los judíos. En cambio, esto fue lo
que oí aquella noche a través de la puerta entreabierta.
—Como usted sabe, Herr Luther, los miembros de la Crux Vera siempre
hemos apoyado al nacionalsocialismo y a su cruzada contra los
bolcheviques. Hemos trabajado con mucha discreción y diligencia para que
la política del Vaticano se acomode a nuestra meta común: un mundo libre
de la amenaza bolchevique. No puedo indicarle al papa lo que debe decir
sobre esta situación. Sólo puedo ofrecerle mi más sincero consejo, en los
términos más fuertes posibles, y rogar para que los acepte. Sí puedo decirle
lo siguiente: en estos momentos, prefiero no pronunciarme sobre este
asunto. Cree que una protesta sólo conseguirá complicar más la situación de
los católicos alemanes. Además, no siente el menor aprecio por los judíos y
cree que, en muchos aspectos, ellos mismos son quienes se han buscado
esta calamidad. Sus opiniones sobre la futura situación en Palestina me han
dado una arma muy poderosa para mi arsenal. Estoy seguro de que al Santo
Padre le interesará mucho escucharlas. Pero al mismo tiempo, le ruego que
proceda usted de una manera que no fuerce involuntariamente su mano. La
Santa Sede no quiere verse obligada a decir ni una sola palabra de
desaprobación.
—Me complace sobremanera escuchar sus comentarios, monseñor
Lorenzi. Ha demostrado ser usted, una vez más, un leal amigo del pueblo
alemán, y un aliado de confianza en nuestra lucha contra el bolchevismo y
los judíos.
—Afortunadamente para usted, Herr Luther, hay otro sincero amigo del
pueblo alemán dentro del Vaticano, un hombre que está muy por encima de
mí. Él escuchará lo que le diga. En cuanto a mí mismo, me alegrará verlos
desaparecer para siempre.
—Creo que se impone un brindis.
—Lo mismo digo. ¿Hermana Regina?
Entré en la habitación. Me temblaban las piernas.
—Tráiganos una botella de champán —me ordenó el obispo en italiano,
y luego añadió—: No, hermana traiga dos. Esta es una noche que merece
ser celebrada.
Regresé al cabo de un momento con las dos botellas. Una de ellas
explotó cuando la descorché, y el champán se derramó en el suelo y sobre
mi hábito.
—Les advertí que era una campesina —dijo el obispo—. Seguramente
la habrá sacudido mientras la traía.
Los demás se rieron alegremente a mi costa, y de nuevo tuve que
sonreír y hacer como si no los hubiese entendido. Serví el champán y, en el
momento en que iba a retirarme, el obispo Lorenzi me sujetó por el brazo.
—¿Por qué no bebe una copa con nosotros, hermana Regina?
—No, no puedo, su gracia. Eso no sería correcto.
—¡Tonterías! —Luego se volvió hacia Herr Luther y, en alemán, le
preguntó si estaría bien si yo tomaba una copa de champán después de todo
el trabajo de prepararla cena.
—Ja, Ja —gritó Herr Luther—. Por supuesto.
Así que me quedé allí, con mi hábito manchado, y bebí su champán,
mientras fingía que no los entendía cuando ellos se felicitaban por una
excelente noche de trabajo. Como si no hubiese sido suficiente, estreché la
mano del asesino llamado Luther cuando se marchaban y besé el anillo que
me ofreció su cómplice, el obispo Lorenzi. Todavía noto el gusto amargo en
mis labios.
En mi habitación, transcribí laboriosamente la conversación que
acababa de oír. Luego permanecí despierta en mi cama hasta el amanecer.
Fue una noche de absoluta agonía.
Ahora escribo esto en una noche de setiembre de 1947. Es la víspera de
mi boda, un día que nunca deseé. Me casaré con un hombre que aprecio,
pero al que no amo de verdad. Lo hago porque es el camino más fácil.
¿Cómo puedo decirles cuál es la verdadera razón por la que me voy?
¿Quién creería semejante historia?
No pienso hablar con nadie de lo sucedido aquella noche. No tengo
ninguna intención de mostrarle a nadie este documento. Es el testimonio de
una infamia. Las muertes de seis millones de personas pesan sobre mi
conciencia. Yo lo sabía y permanecí callada. Algunas noches, ellos vienen a
mí, con sus cuerpos esqueléticos vestidos con los harapos de los
prisioneros, y me preguntan por qué no hablé en su defensa. No tengo
ninguna respuesta válida. No era más que una simple monja del norte de
Italia. Ellos eran los hombres más poderosos del mundo. ¿Qué podría haber
hecho? ¿Qué podría haber hecho cualquiera de nosotros?
Chiara se levantó para ir con paso tambaleante hasta el lavabo. Un
momento más tarde, Gabriel oyó la violencia del vómito. Antonella Huber
continuó sentada en silencio, con lágrimas en los ojos y la mirada fija en el
jardín azotado por el viento al otro lado de las puertas de cristal. Gabriel
miró las páginas en su regazo; el cuidadoso y exacto escrito de la hermana
Regina Carcassi. Había sido algo terrible de escuchar, pero al mismo tiempo
se había sentido dominado por el orgullo. Aquellas páginas amarillentas
constituían un documento del todo sorprendente. Encajaba a la perfección
con todas las cosas que había descubierto por su cuenta. ¿No le había
hablado Licio, el viejo jardinero del convento, de la hermana Regina y de
Luther? ¿No le había mencionado Alessio Rossi las misteriosas
desapariciones de los dos sacerdotes de la sección alemana de la Secretaría
de Estado, monseñores Felici y Manzini? ¿No había situado la hermana
Regina Carcassi a los mismos dos sacerdotes junto al obispo Sebastiano
Lorenzi, de la Secretaría de Estado, miembro de la Crux Vera y amigo de
Alemania?
«Afortunadamente para usted, Herr Luther, hay otro sincero amigo del
pueblo alemán dentro del Vaticano, un hombre que está muy por encima de
mí».
Allí estaba la explicación de lo inexplicable. ¿Por qué Pío XII había
permanecido en silencio delante del mayor caso de asesinato masivo de la
historia? ¿Había sido porque Martin Luther convenció a un influyente
miembro de la Secretaría de Estado, un miembro de la sociedad secreta
conocida como Crux Vera, de que la condena papal del holocausto
conduciría, en última instancia, a la creación de un estado judío en Palestina
y el control judío de los Santos Lugares de la cristiandad? Si así era, eso
explicaría por qué la Crux Vera estaba tan desesperada por mantener en
secreto la reunión en Brenzone, porque vinculaba a la orden y, por
extensión, a la propia Iglesia con el asesinato de seis millones de judíos en
Europa.
Chiara salió del lavabo con los ojos enrojecidos y se sentó junto a
Gabriel. Antonella Huber dejó de mirar el jardín, y sus ojos oscuros se
fijaron en el rostro de Chiara.
—Es usted judía, ¿verdad?
Chiara asintió y levantó la barbilla.
—Soy de Venecia.
—Hicieron una redada terrible en Venecia, ¿no es así? Mientras mi
madre se encontraba a salvo detrás de los muros del convento del Sagrado
Corazón, los nazis y sus amigos se dedicaban a cazar a los judíos de
Venecia. —La mirada de la mujer pasó a Gabriel—. ¿Qué me dice de usted?
—Mi familia era de Alemania. —No dijo nada más. No había nada más
que decir.
—¿Podría mi madre haber hecho algo por salvarlos? —Volvió a mirar el
jardín—. ¿Yo también soy culpable? ¿Llevo el pecado original de mi
madre?
—No creo en la culpabilidad colectiva —declaró Gabriel—. En cuanto
a su madre, no podría haber hecho absolutamente nada. Incluso si hubiese
desafiado las órdenes del obispo y filtrado la noticia de la reunión en
Brenzone, no hubiera cambiado nada. Herr Luther tenía razón. La
maquinaria estaba en marcha, había comenzado la matanza y nada, excepto
la derrota de la Alemania nazi, podía detenerla. Además, nadie la hubiese
creído.
—Quizá nadie la creería tampoco ahora.
—Es un documento terrible.
—Es una sentencia de muerte —afirmó Antonella—. Dirán
sencillamente que se trata de una falsificación. Dirán que ustedes quieren
destruir la Iglesia. Eso es lo que harán. Es lo que siempre hacen.
—Tengo todas las pruebas necesarias para hacer imposible que la
descarten como una falsificación. Su madre se vio impotente en 1942, pero
ya no lo es. Déjeme ese documento, el que escribió de su puño y letra. Es
importante que tenga el original.
—Se lo dejaré con una condición.
—¿Cuál?
—Que destruya a las personas que asesinaron a mi madre.
Gabriel le tendió la mano.
23

LE ROURET, PROVENZA

Gabriel salió de la casa de Antonella Huber cuando oscurecía,


acompañado por los salvajes ladridos de los pastores belgas. Chiara iba
sentada a su lado con la carta en las manos. Al pie de la colina, tomó la
carretera y se dirigió al oeste hacia Grasse. La última luz del día asomaba
por encima de las crestas de las lejanas colinas como una herida sangrante.
Cinco minutos más tarde, advirtió la presencia de un Fiat gris oscuro. El
hombre que iba sentado al volante era demasiado precavido. No se salía de
su carril en ningún momento, e incluso cuando Gabriel redujo la velocidad
por debajo del límite, el Fiat se mantuvo a una distancia de varios coches
más atrás. «No —pensó Gabriel—, ese tipo no encaja con el típico
conductor suicida francés».
Salió de la autovía cuando llegó a Grasse, bajó la colina y entró en el
centro histórico de la ciudad. Hacía mucho tiempo que había sido tomada
por los inmigrantes del norte de África y, por un momento, Gabriel tuvo la
sensación de estar en Argel o Marrakech.
—Guarda la carta.
—¿Qué pasa?
—Nos están siguiendo.
Gabriel cambió varias veces de dirección y aumentó la velocidad.
—¿Sigue ahí?
—Lo tenemos pegado.
—¿Qué hacemos?
—Lo llevaremos a dar un paseo.
Gabriel salió de la ciudad vieja y subió de nuevo la colina hasta la
autovía, siempre con el Fiat unos metros más atrás. Cruzó a toda velocidad
el centro de la ciudad, y después entró en la N85, la autovía que va de
Grasse a los Alpes marítimos. Diez segundos más tarde, el Fiat apareció en
el espejo retrovisor. Gabriel pisó el acelerador a fondo y el Peugeot encaró
la empinada subida.
Poco a poco, se alejaron de Grasse. La carretera era sinuosa, llena de
recodos y curvas cerradas. A la derecha estaba la ladera de la montaña
cubierta de arbustos y maleza; a la izquierda, un precipicio que bajaba hasta
el mar. El Peugeot tenía menos potencia de lo que a Gabriel le hubiese
gustado disponer y por mucho que pisara el acelerador, el Fiat no tenía
problemas para seguirlo. Cada vez que se encontraba con una recta, miraba
por el espejo retrovisor y veía que el Fiat siempre estaba allí, a poca
distancia. Hubo un momento en que le pareció ver que el conductor hablaba
por el móvil. «¿Para quién trabajas? ¿A quién llamas? ¿Cómo demonios nos
has encontrado?». Antonella Huber… Habían asesinado a su madre.
Probablemente tenían a un hombre vigilando la casa.
Diez minutos más tarde, llegaron a la ciudad de Saint-Vallier. No había
nadie en las calles, y todas las casas estaban cerradas a cal y canto. Gabriel
aparcó junto a una pequeña plaza en el centro y cambió de asiento con
Chiara. El Fiat aparcó en el lado opuesto de la plaza y permaneció a la
espera. Gabriel le dijo a Chiara que tomara la D5 hacia Saint-Cézaire, y
luego cogió la Beretta de calibre nueve milímetros que le había dado
Shimon Pazner en Roma. El Fiat los escoltó.
Era un descenso muy largo, sinuoso y difícil en algunos tramos, recto y
rápido en otros. Chiara conducía de la misma manera que había pilotado el
yate, con habilidad y una tranquila confianza que a Gabriel le resultaba
atractiva.
—¿Tomaste clases de conducción defensiva en la academia?
—Por supuesto.
—¿Aprendiste algo?
—Fui la número uno de mi grupo.
—Enséñamelo.
Chiara redujo la marcha y luego pisó el acelerador a fondo. El Peugeot
salió disparado con una tremendo rugido del motor. Continuó con la misma
marcha, con el pedal del acelerador contra el suelo, hasta que la aguja del
cuentarrevoluciones llegó a la zona roja, entonces cambió de marcha.
Gabriel miró el velocímetro: se aproximaba a los 18o kilómetros por hora.
La brusca aceleración pareció pillar por sorpresa al conductor del Fiat, pero
recuperó terreno rápidamente y muy pronto estaba en la posición habitual, a
unos veinte metros del parachoques trasero.
—Nuestro amigo ya está aquí.
—¿Qué quieres que haga?
—Hazlo trabajar. Quiero ponerlo nervioso.
Chiara aprovechó la larga recta en bajada para que el Peugeot superara
los doscientos kilómetros por hora. Luego, cuando entró en un tramo
virado, trabajó con el cambio y los frenos para entrar y salir de las curvas.
Era evidente que había aprovechado las clases de la academia. El conductor
del Fiat tenía problemas para seguirlos. En dos ocasiones, estuvo a punto de
perder el control en una curva.
A la velocidad que llevaban, no tardaron mucho en llegar a Saint-
Cézaire. Era una ciudad medieval, con algunas partes amuralladas y
dividida en dos por la D5. Chiara aminoró la velocidad. Gabriel le gritó que
pisara el acelerador.
—¿Qué pasará si alguien cruza la maldita carretera?
—¡No me importa! ¡Acelera, maldita sea!
—¡Gabriel!
Cruzaron la ciudad a oscuras a la velocidad del rayo. El conductor del
Fiat no tuvo el valor de imitar su ejemplo y redujo la velocidad en el cruce
de la ciudad. Como resultado, cuando volvieron a verlo estaba a unos
trescientos metros.
—Eso ha sido una auténtica locura. Podríamos haber matado a alguien.
—No dejes que se acerque.
La carretera se convirtió en una autovía de cuatro carriles. A la
izquierda había un gran parque natural, famoso por sus cavernas y sus
grutas, y a lo lejos se elevaba una cadena de montañas iluminadas por la luz
de la luna.
—¡Dobla aquí!
Chiara pisó el freno a fondo y el Peugeot derrapó violentamente. Luego
cambió la marcha y pisó el acelerador, y se metieron por un camino de
tierra. Gabriel se volvió para mirar por encima del respaldo del asiento. El
Fiat acababa de entrar en el camino y aceleraba.
—Apaga las luces.
—No veré nada.
—¡Apágalas!
Chiara apagó las luces e, instintivamente, levantó un poco el pie del
acelerador, pero Gabriel le gritó que acelerara, y muy pronto avanzaban a
toda velocidad por el camino iluminado por la luz de la luna. Llegaron a
una zona arbolada donde el camino torcía bruscamente a la derecha. Los
faros del Fiat no se veían.
—¡Frena!
—¿Aquí?
—¡Frena!
Chiara frenó. El coche no había acabado de detenerse del todo cuando
Gabriel abrió la puerta. En el aire flotaba una gran nube de polvo levantada
por la violencia de la frenada.
—¡Sigue! —le ordenó Gabriel al tiempo que saltaba del coche y cerraba
la puerta.
Chiara lo obedeció sin protestar y siguió conduciendo hacia las
montañas. En cuestión de segundos, Gabriel oyó el ruido del Fiat que se
acercaba a su posición a toda velocidad. Se apartó del camino y se arrodilló
detrás de un roble con la Beretta sujeta con las dos manos. En cuanto el Fiat
apareció por el recodo, Gabriel efectuó varios disparos contra las ruedas.
Vio cómo reventaban dos de los neumáticos. El Fiat perdió el control en
el acto, zigzagueó violentamente y, después, la fuerza centrífuga de la curva
lo hizo volcar. Gabriel perdió la cuenta de los tumbos del coche; por lo
menos, una media docena, quizá más. Se apartó del roble y caminó
lentamente hacia el amasijo de metal retorcido, con la Beretta junto al
muslo. En algún lugar, sonaba un móvil.
Encontró al Fiat con las ruedas al aire, apoyado en el techo aplastado.
Se agachó para mirar a través de la ventanilla destrozada y vio al conductor
tumbado sobre lo que una vez había sido el techo. Tenía las piernas
retorcidas, el pecho aplastado, y sangraba abundantemente. Sin embargo,
estaba consciente, y su mano intentaba alcanzar el arma, que se hallaba a
unos centímetros. La mirada estaba fija en el arma, pero la mano no
obedecía las órdenes de su cerebro. Se había partido el cuello y no se daba
cuenta.
Finalmente, apartó la mirada del arma y miró a Gabriel.
—Ha sido una idiotez perseguirnos de esa manera >—le dijo Gabriel en
voz baja—. Es un aficionado. Su jefe lo envió en una misión suicida.
¿Quién es su jefe? Él es el responsable de esto, no yo.
El hombre sólo consiguió musitar algo. Miraba a Gabriel, pero su
mirada parecía fijarse en algo que estuviera más allá. No le quedaba mucho
tiempo de vida.
—Las heridas no son graves —añadió Gabriel en el mismo tono—.
Unos cuantos cortes y rasguños. Quizá algún hueso roto. Dígame para quién
trabaja, así podré pedir una ambulancia.
Los labios del hombre se separaron, y emitió un sonido. Gabriel se
acercó todo lo posible para escucharlo.
—Casszzz… Casszzz… Zzzzzzz.
—¿Casagrande? ¿Carlo Casagrande? ¿Es eso lo que intenta decirme?
—Casszz… zzzzzz…
Gabriel metió una mano debajo de la chaqueta del moribundo y palpó
suavemente hasta que encontró una cartera. Rezumaba sangre. Mientras se
la guardaba en un bolsillo, oyó de nuevo el sonido del teléfono móvil. Por
el sonido, al parecer, había acabado en algún lugar del asiento trasero. Miró
a través del agujero donde había estado la ventanilla trasera y vio el
teléfono con la pantalla iluminada en el suelo del maletero. Metió la mano y
lo cogió. Luego pulsó la tecla y atendió la llamada.
—Pronto.
—¿Qué está pasando ahí? ¿Dónde está él?
—Está aquí mismo —respondió Gabriel con toda tranquilidad en
italiano—. Precisamente, está hablando con él.
Silencio.
—Sé lo que sucedió en aquel convento —añadió Gabriel—. Estoy al
corriente de la existencia de la Crux Vera. Sé que usted mató a mi amigo.
Ahora iré a por usted.
—¿Dónde está mi hombre?
—En estos momentos no se encuentra muy bien. ¿Quiere hablar con él?
Gabriel colocó el teléfono en el suelo, casi junto a la boca del hombre
agonizante. Cuando se apartaba, vio los faros del Peugeot, que se acercaban
por el camino. Chiara detuvo el coche a un par de metros de donde él se
encontraba. Mientras caminaba hacia el coche, Gabriel sólo oía un sonido:
«Casszzz… Casszzz… Zzzzzz…».
24

SAINT-CÉZAIRE, PROVENZA

Gabriel buscó en la cartera del muerto a la luz color jade del tablero. No
encontró el carnet de conducir ni ninguna otra identificación. Finalmente,
descubrió una tarjeta, doblada en dos y escondida detrás de la foto de una
muchacha con un vestido sin mangas. Era tan vieja que se vio obligado a
encender la luz interior del coche para ver las letras borrosas del nombre:
PAULO OLIVERO, UFFICIO SICUREZZA DI VATICANO. La sostuvo en alto para
que la viera Chiara. La joven le echó una ojeada y miró de nuevo la
carretera.
—¿Qué dice?
—Hay una probabilidad muy alta de que el hombre que acabo de matar
sea un poli vaticano.
—Fantástico.
—Gabriel memorizó el número de teléfono que aparecía en la tarjeta,
luego la rompió en trocitos y la tiró por la ventanilla. Llegaron a la
autopista. Cuando Chiara aminoró la velocidad a la espera de sus
indicaciones, Gabriel le dijo que fuera en dirección oeste, hacia Aixen-
Provence. Chiara encendió un cigarrillo con el mechero del coche; le
temblaba la mano.
—¿Te importaría decirme adónde vamos?
—Tenemos que salir de la Provenza lo más de prisa posible —respondió
Gabriel—. Aún no he decidido lo que haremos después.
—¿Se me permite dar mi opinión?
—No veo nada que lo impida.
—Es hora de regresar a casa. Sabes lo que ocurrió en el convento y
sabes quién mató a Benjamin. Ahora no puedes hacer otra cosa que no sea
meterte en un agujero muy profundo.
—Hay más —replicó él—. Tiene que haber más.
—¿De qué estás hablando?
Gabriel miró con aire ausente a través de la ventanilla. El paisaje era
desolado y barrido por el viento que levantaba un polvo rojizo. Fue como si
no lo viera. En cambio, veía a la madre Vincenza, sentada en la misma sala
donde Martin Luther y el obispo Lorenzi habían sellado el pacto que
significaría la muerte de millones de personas, mientras le decía que
Benjamín había ido al convento del Sagrado Corazón para saber más de los
judíos que se habían refugiado allí. Vio a Alessio Rossi, que destilaba
miedo por todos los poros de su piel, con las uñas comidas hasta sangrar,
mientras le contaba cómo Carlo Casagrande lo había obligado a abandonar
la investigación de los sacerdotes desaparecidos. Vio a la hermana Regina
Carcassi, cuando escuchaba a Luther y a Lorenzi hablando tranquilamente
de las razones por las que el papa Pío XII debía guardar silencio ante el
genocidio, mientras un niño dormía con la cabeza apoyada en su regazo y
un rosario envuelto en la mano.
Por último, vio a Benjamin, un muchacho de veinte años, miope, con
los hombros redondeados, brillante y destinado a la grandeza académica.
Había deseado formar parte del equipo de la Ira de Dios con la misma
pasión que Gabriel había querido abandonarlo. Benjamin había querido ser
un alef, un asesino, pero su cerebro metódico no lo había dotado con la
capacidad necesaria para apuntar con una Beretta al rostro de un hombre en
un callejón oscuro y apretar el gatillo. Le había dado todas las herramientas
necesarias para ser un brillante agente de apoyo, y ni una sola vez lo había
hecho cometer un error, ni siquiera al final, cuando Septiembre Negro y los
servicios de seguridad europeos les pisaban los talones. Ese era el Benjamin
que Gabriel veía ahora, el Benjamin que nunca confiaría su reputación en la
palabra de una única fuente o documento, por muy importante que fuese.
Benjamin nunca hubiera escrito un libro que implicase a la Iglesia
católica en el holocausto con la única base de la carta de la hermana Regina.
Debía de tener algo más.
Chiara se desvió al arcén y frenó.
—¿Por qué?
—Trabajé con Benjamin sobre el terreno. Sé cómo pensaba, cómo
trabajaba su mente. Era precavido hasta la exageración. Tenía planes de
respaldo para los planes de respaldo. Benjamín sabía que el libro sería una
bomba, por eso mantenía en absoluto secreto su contenido. Seguramente
escondió copias de los documentos más importantes en lugares donde a sus
enemigos nunca se les ocurriría buscar. —Gabriel vaciló, y después añadió
—: Pero en lugares donde a sus amigos sí se les ocurriría buscar.
Chiara aplastó la colilla en el cenicero.
—Cuando estaba en la academia, nos enseñaron cómo entrar en una
habitación y encontrar un centenar de lugares donde ocultar algo.
Documentos, armas, cualquier cosa.
—Benjamin y yo hicimos el curso juntos.
—En ese caso, ¿adónde vamos?
Gabriel levantó una mano y señaló directamente al frente.

Se alternaron al volante en turnos de unas dos horas. Chiara consiguió


dormir en sus períodos de descanso, pero Gabriel permanecía despierto, con
el asiento reclinado al máximo, las manos detrás de la nuca y la mirada fija
en el cristal del techo solar. Pasaba las horas dedicado a revisar
mentalmente el apartamento de Benjamin. Abrió todos los libros, todos los
cajones y todos los archivadores. Realizó expediciones a regiones
desconocidas.
El día amaneció gris y amenazante, primero de una lluvia torrencial,
después de un viento helado que soplaba del valle desde el Ródano. No
terminaba de aclarar, y mantuvieron los faros del Peugeot encendidos
durante toda la mañana. En la frontera alemana, Gabriel se estremeció
cuando el guardia se demoró un poco más de lo habitual en verificar el
pasaporte canadiense falso que Pazner le había dado en Roma.
Cruzaron velozmente la zona agrícola de Suabia, a la misma velocidad
que todos los demás vehículos que circulaban por la autopista. Gabriel se
detuvo a repostar en una gasolinera de una ciudad llamada Memmingen, no
muy lejos de la cual había un centro comercial con una pequeña sastrería.
Envió a Chiara con una lista. Esta vez tuvo más suerte que en Cannes: dos
pantalones grises, dos camisas, un suéter negro, un par de zapatos negros
con suela de goma y una gabardina acolchada. En otra bolsa había dos
linternas, un paquete de pilas, destornilladores, alicates y llaves inglesas.
Gabriel se cambió en el coche mientras Chiara conducía los últimos
kilómetros hasta Munich. Era media tarde cuando llegaron. El cielo estaba
encapotado y llovía con fuerza. Shamron hubiese dicho que era un día ideal
para una operación; un regalo de los dioses de la inteligencia. A Gabriel le
dolía la cabeza del cansancio, y notaba una sensación como si tuviese arena
debajo de los párpados. Intentó recordar la última vez que había podido
dormir de un tirón. Miró a Chiara y vio que la muchacha se sujetaba al
volante como si fuese la única cosa que le impidiera desplomarse. Ir a un
hotel estaba descartado. Chiara tuvo una idea.

Un poco más allá del centro histórico de la ciudad, cerca de


Reichenbachplatz, había un edificio con una fachada sin ninguna
característica destacable. En el dintel de la puerta de cristal se leía:
«Jüdisches Einkaufszentrum Von München», el centro comunitario judío de
Munich. Chiara aparcó delante de la entrada principal y entró en el edificio
apresuradamente. Reapareció al cabo de cinco minutos, subió al coche,
dobló en la siguiente esquina y aparcó delante de una entrada lateral. Una
muchacha tenía la puerta abierta. Era de la edad de Chiara, con las caderas
anchas y los cabellos negro azabache.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Gabriel.
—Llamaron a mi padre a Venecia. Él nos avaló.
El interior del edificio era moderno y estaba iluminado con
fluorescentes. Siguieron a la chica por la escalera hasta el último piso, y ella
los hizo pasar a una habitación pequeña con el suelo de linóleo y un par de
camas gemelas con mantas marrones. A Gabriel le dio la impresión de estar
en una enfermería.
—Lo tenemos para los visitantes y las emergencias —comentó la
muchacha—. Sean ustedes bienvenidos. —Señaló una puerta—. Ahí tienen
el baño. Hay una ducha.
—Necesito enviar un fax —dijo Gabriel.
—Hay uno en la planta baja. Lo acompaño.
Gabriel la siguió hasta un despacho pequeño cerca del vestíbulo.
—¿Tienen una fotocopiadora?
—Por supuesto. Allí la tiene.
Gabriel sacó la carta de la hermana Regina Carcassi del bolsillo de la
chaqueta y la fotocopió. Luego escribió unas pocas palabras en otra hoja de
papel y se lo dio todo a la muchacha. Le dijo de memoria el número, y ella
colocó las hojas en el fax.
—¿Viena? —preguntó la joven.
Gabriel asintió. Oyó el pitido cuando el fax se comunicó con el
despacho de Eli Lavon, y luego contempló cómo las hojas pasaban una tras
otras. Dos minutos después de acabar la transmisión, el fax volvió a
funcionar y en la bandeja apareció una hoja con dos palabras escritas de
prisa: «Documentos recibidos».
Gabriel reconoció la letra de Lavon.
—¿Necesita algo más?
—Sólo unas cuantas horas de sueño.
—En eso no puedo ayudarlo. —La muchacha le sonrió por primera vez
—. ¿Sabrá encontrar el camino de regreso a la habitación?
—Ningún problema.
Cuando entró en el cuarto, las cortinas estaban echadas. Chiara dormía
profundamente en posición fetal. Gabriel se desnudó y se acostó en la otra
cama con mucha precaución para que los crujidos no la despertaran.
Después cerró los ojos y se quedó dormido.
En Viena, Eli Lavon estaba junto al fax con un cigarrillo entre los labios
y las hojas del documento que acababa de recibir, sujetas con las puntas de
los dedos con manchas de nicotina. Volvió a su despacho, donde un hombre
estaba sentado casi en la oscuridad. Lavon encendió la luz y le mostró las
hojas.
—Nuestros héroes han reaparecido.
—¿Dónde están? —preguntó Ari Shamron.
Lavon miró la primera página y encontró el número de la máquina
transmisora.
—Al parecer, están en Munich.
Shamron cerró los ojos.
—¿Dónde exactamente?
Lavon consultó de nuevo el fax, y esta vez sonreía cuando miró a su
amigo.
—Por lo que se ve, nuestro muchacho ha encontrado el camino de
regreso al seno de su gente.
—¿De qué va el documento?
—Me temo que el italiano no es uno de mis idiomas, pero por lo que
dice en la primera línea, diría que ha encontrado a la hermana Regina.
—Déjame verlo.
Lavon le entregó las hojas a Shamron, que leyó la primera linea en voz
alta: «Mi chiamo Regina Carcassi»…, y después miró a Lavon con una
expresión alerta.
—¿Conoces a alguien que hable italiano?
—Puedo encontrar a alguien.
—Ahora, Eli.

Cuando Gabriel despertó, la oscuridad era total. Acercó la muñeca a su


rostro y enfocó la mirada hacia la esfera luminosa del reloj. Las diez. Bajó
el brazo, y comenzó a palpar el suelo hasta dar con sus prendas y notar el
bulto de la carta de la hermana Regina. Luego volvió a respirar tranquilo.
Chiara yacía a su lado. En algún momento, se había levantado de la
cama y, como una niña pequeña, se había metido en la suya. Le daba la
espalda, y la larga cabellera se esparcía sobre la almohada. Le tocó el
hombro y ella se volvió para mirarlo. Tenía los ojos llorosos.
—¿Qué pasa?
—Sólo estaba pensando.
—¿En qué?
Un largo silencio siguió a su pregunta, y fue roto por el estridente
sonido de una bocina en la calle.
—Solía ir a la iglesia de San Zaccaria mientras tú estabas trabajando. Te
veía subido al andamio, oculto detrás de la lona. Algunas veces, espiaba por
el costado y te veía mirando el rostro de la Virgen.
—Es evidente que tendré que buscar una lona más grande.
—Es ella, ¿verdad? Cuando miras a la Virgen, ves el rostro de tu esposa.
Ves las cicatrices. —Gabriel permaneció en silencio. Chiara se apoyó en un
codo y le observó el rostro. Pasó el índice a lo largo de la nariz de Gabriel,
como si fuese una escultura—. Me dabas tanta pena.
—No puedo culpar a nadie más que a mí mismo. Fui un estúpido al
llevarla al campo de operaciones.
—Por eso me dabas tanta pena. Si hubieses podido culpar a algún otro,
habría sido más fácil.
Chiara apoyó la cabeza en el pecho de Gabriel y permaneció en silencio
durante unos momentos.
—Dios mío, cuánto odio este lugar. Munich. El lugar donde empezó
todo. ¿Sabes que Hitler tenía su cuartel general a unas pocas calles de aquí?
—Lo sé.
—A menudo solía pensar que todo había cambiado para bien. Seis
meses atrás, alguien dejó un ataúd delante de la sinagoga de mi padre.
Habían pintado una esvástica en la tapa. Dentro había una nota. «¡Este
ataúd es para los judíos de Venecia! ¡Para aquellos que no matamos la
primera vez!».
—No es real —afirmó Gabriel—. Al menos, la amenaza no es real.
—Asustó a los viejos. Verás, ellos recuerdan cuando era real. —Se
enjugó una lágrima de la mejilla—. ¿De verdad crees que Beni tenía algo
más?
—Me jugaría la vida.
—¿Qué más necesitamos? Un obispo del Vaticano se sentó con Martín
Luther en 1942 y dio su bendición al asesinato de millones de personas.
Sesenta años más tarde, la Crux Vera ha asesinado a tu amigo y a muchos
más para mantener el secreto.
—No quiero que la Crux Vera triunfe. Quiero revelar el secreto y
necesito algo más que la carta de la hermana Regina para conseguirlo.
—¿Has pensado en las consecuencias que esto tendrá para el Vaticano?
—Me temo que eso es algo que no me concierne.
—Lo destruirás —afirmó Chiara—. Después regresarás a la iglesia de
San Zaccaria y acabarás de restaurar tu Bellini. Eres un hombre
contradictorio, ¿verdad?
—Eso es lo que me han dicho.
Chiara movió la cabeza para apoyar la barbilla en el pecho de Gabriel y
lo miró a los ojos. Sus cabellos ocultaron las mejillas del hombre.
—¿Por qué nos odian, Gabriel? ¿Qué les hicimos?

El Peugeot estaba donde lo habían aparcado, delante de la entrada


lateral del edificio, iluminado por la luz amarilla de una farola. Gabriel
condujo con mucha precaución por las calles mojadas. Rodeó el centro de la
ciudad por Thomas-Wimmer-Ring, un ancho bulevar que rodeaba el centro
histórico de Munich, y luego se dirigió hacia Schwabing, en Ludwigstrasse.
En la entrada de una boca de metro, vio una pila de folletos azules sujeta
con un ladrillo. Chiara bajó rápidamente del coche, cogió los folletos y
volvió al coche.
Gabriel pasó dos veces por delante del edificio de Adalbertstrasse 68,
antes de decidir que no había ningún peligro. Aparcó a la vuelta de la
esquina, en Barerstrasse, y apagó el motor. Un tranvía pasó junto al coche,
con una única pasajera, una anciana que miraba con expresión triste a través
de la ventanilla empañada.
Mientras caminaban hacia la entrada del edificio, Gabriel recordó su
primera conversación con el detective Alex Weiss. «A los inquilinos les
preocupa muy poco a quién dejan entrar. Si alguien toca el timbre y dice
“Correo comercial”, le abren la puerta sin más».
Gabriel vaciló y luego pulsó simultáneamente dos botones. Unos pocos
segundos más tarde, una voz somnolienta respondió: «Ja?.» Gabriel
murmuró las palabras mágicas. Se oyó el zumbido del timbre y la puerta se
abrió. Entraron y la puerta se cerró automáticamente tras ellos. Gabriel la
abrió y la cerró una segunda vez, en previsión de que alguien estuviese oído
atento. Luego dejó la pila de folletos publicitarios en el suelo y cruzó el
vestíbulo a toda prisa hasta la escalera, ante la posibilidad de que la vieja
portera aún estuviese despierta.
Subieron la escalera sigilosamente hasta el rellano del segundo piso. La
puerta del apartamento de Benjamín aún tenía la cinta amarilla de la policía,
y una nota pegada en la puerta avisaba de que estaba prohibida la entrada.
El improvisado memorial —las flores, los mensajes de condolencia— había
desaparecido.
Chiara se agachó y comenzó a forzar la cerradura con una herramienta
parecida a una lima de uñas. Gabriel le dio la espalda y se ocupó de vigilar
la escalera. Treinta segundos más tarde, oyó cómo saltaba la cerradura, y
Chiara abrió la puerta. Pasaron por debajo de la cinta amarilla y entraron en
el apartamento. Gabriel cerró la puerta y encendió la linterna.
—Trabaja de prisa —dijo—. No te preocupes por el desorden.
La llevó hasta la sala que daba a la calle, la habitación que había sido el
despacho de Benjamin. El rayo de luz de la linterna de Chiara iluminó las
pintadas nazis de la pared.
—Dios mío —susurró.
—Comienza por aquel extremo —le indicó Gabriel—. Revisaremos
juntos cada habitación, y después pasaremos a la siguiente.
Trabajaron en silencio, rápida y eficientemente. Gabriel desmontó la
mesa hasta el último trozo, mientras Chiara sacaba todos los libros de las
estanterías y buscaba entre las páginas. Nada. A continuación, Gabriel se
dedicó a los muebles: quitó las fundas y apartó los cojines. Nada. Le dio la
vuelta a la mesa de centro y desenroscó las patas para mirar en los huecos
de los tornillos. Nada. Levantaron la alfombra entre los dos y buscaron un
corte donde cupiera un documento. Nada. Gabriel se puso a gatas en el
suelo y miró cada tabla para ver si había alguna suelta. Chiara quitó las
tapas de los radiadores.
¡Demonios!
En un extremo de la habitación había una puerta que daba a una
pequeña antecámara. En su interior, Benjamin había amontonado más
libros. Gabriel y Chiara lo revisaron a fondo, pero tampoco encontraron
nada.
En el momento de cerrar la puerta, Gabriel oyó un débil sonido, algo
que no era habitual; no se trataba del chirrido de una bisagra, sino algo
parecido a un roce. Apoyó la mano en la manija, y luego abrió y cerró la
puerta varias veces rápidamente. Abrir, cerrar, abrir, cerrar, abrir…
La puerta era hueca y sonaba como si hubiese algo en el interior.
—Pásame el destornillador —le dijo a Chiara.
Se arrodilló y quitó los tornillos que sujetaban el conjunto de la
cerradura. Cuando acabó, retiró la cerradura. Atada en un extremo había un
hilo de nailon que colgaba en el interior de la puerta. Gabriel tiró con
suavidad de él y sacó una bolsa de plástico transparente que contenía un
montón de hojas.
—Dios mío —exclamó Chiara—. ¡No puedo creer que lo hayas
encontrado!
Gabriel abrió la bolsa, sacó las hojas con mucho cuidado y las puso en
el haz de luz de la linterna de Chiara. Cerró los ojos, maldijo por lo bajo y
levantó las hojas para que las viera la chica.
Se trataba de una copia de la carta de la hermana Regina.
Gabriel se levantó lentamente. Habían tardado más de una hora en
encontrar algo que ya tenían. ¿Cuánto tiempo más tardarían en encontrar lo
que necesitaban? Respiró profundamente y se volvió.
Fue entonces cuando vio la sombra de una figura en el centro de la
habitación, en medio de todo el desorden. Metió la mano en el bolsillo,
empuñó la Beretta y la sacó en un movimiento sin solución de continuidad.
Cuando extendió el brazo para adoptar una posición de tiro, Chiara iluminó
el objetivo con la linterna. Afortunadamente, Gabriel reaccionó a tiempo y
apartó el dedo del gatillo, porque a una distancia de tres metros, con las
manos a modo de visera para protegerse de la luz que la deslumbraba, había
una anciana vestida con una bata rosa.

Había un orden y una limpieza patológicos en el diminuto apartamento


de Frau Ratzinger que Gabriel reconoció en el acto. La cocina tenía un
aspecto inmaculado, estéril, la vajilla estaba guardada en el armario con una
precisión milimétrica. Los adornos de la mesa de centro de la sala parecían
haber sido acomodados mil veces por alguien internado en un asilo.
—¿Dónde estuvo? —le preguntó Gabriel delicadamente, como si
estuviese hablando con una niña pequeña.
—Primero en Dachau, después en Ravensbruck, y por último en Riga.
—Hizo una breve pausa—. A mis padres los asesinaron en Riga. Los
fusilaron los Einsatzgruppen, los pelotones de fusilamiento móviles de las
SS, y los enterraron junto con otros veintisiete mil en una fosa excavada por
los prisioneros de guerra rusos.
Luego la anciana se levantó la manga para mostrarle a Gabriel un
número tatuado, uno como el que su propia madre había tratado de ocultar
con tanta desesperación. Incluso cuando el calor era insoportable en el valle
de Jezrael, vestía una camisa de manga larga para que ningún extraño viera
el tatuaje. La marca de la vergüenza, lo llamaba. El emblema de la debilidad
judía.
—Benjamin tenía miedo de que lo mataran —dijo Frau Ratzinger—. Lo
llamaban a cualquier hora y le decían las cosas más horribles. Solían
apostarse por la noche delante del edificio para asustarlo. Me dijo que, si
alguna vez le pasaba algo, vendrían unos hombres de Israel.
Abrió el cajón del armario de la porcelana y sacó un mantel de hilo
blanco. Lo desplegó con la ayuda de Chiara. Dentro había un sobre grande
con los bordes y la solapa sellada con celo.
—Es esto lo que buscan, ¿no? —Lo sostuvo en alto para que Gabriel lo
viera—. La primera vez que lo vi, me dije que podía ser usted, pero
desconfié. Estaban pasando tantas cosas extrañas en el apartamento.
Hombres que aparecían en plena madrugada, policías que se llevaban las
pertenencias de Benjamin. Tenía miedo. Como podrá imaginar, sigo sin
confiar en los alemanes de uniforme.
Sus ojos de mirada melancólica se fijaron en el rostro de Gabriel.
—Usted no es su hermano.
—No, Frau Ratzinger, no lo soy.
—Ya me lo parecía. Por eso le di las gafas. Si usted era el hombre que
me había mencionado Benjamin, estaba segura de que seguiría las pistas y
acabaría por encontrar el camino que lo traería de nuevo hasta mí.
Necesitaba estar segura de que era el hombre correcto. ¿Es usted el hombre
correcto, Herr Landau?
—No soy Herr Landau, pero soy el hombre correcto.
—Su alemán es muy bueno —comentó la anciana—. Usted es de Israel,
¿verdad?
—Crecí en el valle de Jezrael —respondió Gabriel en hebreo—.
Benjamin era la cosa más parecida a un hermano que he tenido. Soy el
hombre que él quería que viese lo que hay en el sobre.
—Entonces, creo que esto le pertenece —afirmó la portera en el mismo
idioma—. Acabe el trabajo de su amigo. Pero haga lo que haga, no vuelva
nunca más por aquí. No es un lugar seguro para usted.
Después puso el sobre con mucha reverencia en las manos de Gabriel y
le tocó el rostro.
—Márchese.
CUARTA PARTE

Una sinagoga junto al río


25

CIUDAD DEL VATICANO

Benedetto Foà se presentó a trabajar en el edificio de cuatro pisos cerca


de la entrada de la plaza de San Pedro a la muy razonable hora de las diez y
media. En una ciudad llena de hombres impecablemente vestidos, Foà era
claramente una excepción. Su pantalón había perdido la raya hacía
muchísimo tiempo, las punteras de sus zapatos negros estaban raspadas, y
los bolsillos de su americana habían perdido la forma debido a su
costumbre de llenarlos con libretas, magnetófonos y papeles doblados. El
corresponsal de La Repubblica en el Vaticano no confiaba en un hombre
que no pudiera llevar sus posesiones en los bolsillos.
Se abrió paso entre la cola de turistas delante de las tiendas de recuerdos
en la planta baja e intentó entrar en el vestíbulo. Un guardia de uniforme
azul le cerró el paso. Foà exhaló un suspiro de resignación y buscó en los
bolsillos hasta que encontró su credencial de prensa. Se trataba de algo
absolutamente innecesario, porque Benedetto Foà era el decano de los
Vaticanisti y su rostro era tan conocido para el personal de seguridad de la
Oficina de Prensa como lo era el del matón austríaco que la dirigía.
Obligarlo a mostrar la credencial formaba parte de un sutil castigo, como lo
era borrarlo de la lista de los periodistas que acompañarían al papa en su
próxima visita a Argentina y Chile. Foà había sido un chico malo y estaba a
prueba. Lo habían colocado en el potro de tortura y le habían ofrecido la
oportunidad de arrepentirse. Un error más, y lo atarían al poste y
encenderían la hoguera.
La sala Stampa della Santa Sede, también conocida como Oficina de
Prensa vaticana, era una isla de modernidad en medio de un mar
renacentista. Foà pasó a través de una serie de puertas de cristal
automáticas, y luego caminó por un pasillo de mármol negro hasta su
minúsculo despacho en la sala de prensa. El Vaticano imponía un voto de
pobreza a aquellos que juzgaba dignos de una credencial permanente. El
despacho de Foà contenía una mesa de formica pequeña con un teléfono y
un fax que siempre se estropeaba en los momentos menos oportunos. Su
vecina era una rubia espectacular llamada Giovanna que trabajaba en la
edición internacional de la revista Inside the Vatican. La joven lo tenía por
un hereje y rechazaba sistemáticamente sus invitaciones a comer juntos.
Foà se sentó pesadamente en su silla. Sobre la mesa había un ejemplar
de L’Osservatore Romano, junto a una pila de hojas del Servicio de
Noticias vaticano. Era la versión vaticana del Pravda y la agencia Tass. Sin
el menor ánimo, comenzó la lectura como un kremlinólogo que busca un
significado oculto en el anuncio de que cierto miembro del Politburó sufre
un fuerte catarro. Eran las paparruchas de siempre. Foà apartó las hojas y
comenzó el largo proceso de decidir dónde comería ese día.
Miró a Giovanna. Quizá hoy sería el día en que su resistencia se
desmoronaría. Entró en su cubículo. La muchacha leía con mucha atención
un comunicado de prensa. Cuando Foà espió por encima del hombro,
Giovanna lo ocultó con el antebrazo como una colegiala que esconde las
respuestas del examen de la mirada del chico del pupitre vecino.
—¿De qué se trata, Giovanna?
—Acaban de entregarlo. Ve a buscar tu copia y entérate por ti mismo.
Lo empujó al pasillo. El contacto de su mano en la cadera de Foà
persistió mientras caminaba hacia la entrada de la sala, donde una monja
con una expresión feroz sentada detrás de una mesa de madera se encargaba
de repartir los comunicados. A Foà le recordaba a una maestra que solía
pegarle con un bastón. La monja le entregó un par de hojas con la expresión
desabrida de un guardia de un campo de concentración que reparte las
raciones de castigo. Sólo para molestarla, Foà las leyó delante de la mesa.
El primer documento se refería a un nombramiento en la Congregación
para la Doctrina de la Fe. No era nada que tuviera el más mínimo interés
para los lectores de La Repubblica. Foà se lo dejaría para Giovanna y sus
cohortes en el servicio de noticias católico. El segundo era mucho más
interesante. Lo habían emitido como una enmienda en el programa de
actividades del Santo Padre para el viernes. Había cancelado una audiencia
con una delegación filipina y, en cambio, haría una breve visita a la Gran
Sinagoga de Roma para dirigirse a la congregación.
Foà frunció el entrecejo. ¿Una visita a la sinagoga y la anunciaban sólo
dos días antes? ¡Imposible! Un acontecimiento como ése tendría que haber
figurado en la agenda papal con muchas semanas de anticipación. No era
necesario ser un experto en temas vaticanos para saber que se estaba
fraguando algo.
Foà echó un vistazo al pasillo con suelo de mármol. En el otro extremo,
una puerta abierta daba acceso a un lujoso despacho. Sentada detrás de la
mesa estaba la imponente figura de Rudolf Gertz, un antiguo periodista de
la televisión austríaca que ahora era el jefe de la Oficina de Prensa vaticana.
Iba contra las reglas poner un pie en el pasillo sin permiso. Foà decidió
hacer un intento suicida. Aprovechó el momento en que la monja no miraba
y echó a correr por el pasillo como un gamo. Sólo le faltaban unos pasos
para llegar a la puerta de Gertz cuando un sacerdote corpulento lo sujetó por
el cuello de la americana y lo levantó del suelo como si nada. El periodista
consiguió agitar en el aire la hoja del comunicado.
—¿A qué te crees que estás jugando, Rudolf? ¿Acaso nos tomas por
idiotas? ¿Cómo te atreves a repartir esto sólo dos días antes? ¡Tendrían que
habernos informado antes! ¿Por qué va? ¿Qué dirá?
Gertz lo miró sin perder la calma. Tenía el bronceado de los esquiadores
y ya estaba maquillado para salir en pantalla en el informativo del
mediodía. Foà continuó colgado de la mano del sacerdote a la espera de una
respuesta que sabía muy bien que nunca llegaría, porque en algún momento
de su viaje desde Austria al Vaticano, Rudolf Gertz parecía haber perdido el
don de la palabra.
—No sabes por qué irá a la sinagoga, ¿no es así, Rudolf? El papa le
oculta cosas a su Oficina de Prensa. Están tramando algo, y voy a
averiguarlo.
Gertz enarcó una ceja como si le dijera: «Te deseo la mejor de las
suertes». El fornido sacerdote interpretó la señal como la orden de llevarse a
Foà de regreso a la sala de prensa y devolverlo a su cubículo.
Foà se guardó sus cosas en los bolsillos y bajó la escalera. Caminó en
dirección al río por la Via della Conciliazione con el comunicado hecho una
pelota en el puño. Sabía que era la señal de que se avecinaban unos
episodios catastróficos. Pero, sencillamente, no sabía cuáles. Había sido una
ingenuidad por su parte haber dejado que lo utilizaran en un juego tan viejo
como la vida misma: una intriga vaticana que enfrentaba a un sector de la
curia contra otro. Sospechaba que el anuncio por sorpresa de la visita a la
Gran Sinagoga de Roma era la culminación del juego. Estaba furioso
porque lo habían engañado como a todos los demás. Había hecho un trato.
En opinión de Benedetto Foà, dicho trato había sido roto.
Se detuvo en la plaza delante mismo de las murallas del Castel
Sant’Angelo. Necesitaba hacer una llamada telefónica, una llamada que no
podía hacer desde su teléfono en la sala Stampa. Desde una cabina de
teléfonos, marcó el número de una extensión correspondiente al palacio
Apostólico. Era el número privado de un hombre muy próximo al Santo
Padre. Este atendió como si hubiese estado esperando la llamada de Foà.
—Teníamos un pacto, Luigi —dijo Foà, sin andarse por las ramas—. Tú
lo has roto.
—Calma, Benedetto. No hagas acusaciones que lamentarás más tarde.
—Acepté seguir tu juego sobre la infancia del Santo Padre a cambio de
algo especial.
—Confía en mí, Benedetto, te encontrarás con algo muy especial mucho
antes de lo que esperas.
—Estoy a punto de que se me prohíba permanentemente la entrada a la
sala Stampa porque te ayudé. Lo menos que podrías haber hecho era
avisarme de que se estaba preparando esta visita a la sinagoga.
—No podía hacerlo, por razones que comprenderás perfectamente en
los próximos días. En cuanto a tus problemas en la Oficina de Prensa,
también se solucionarán.
—¿Por qué irá a la sinagoga?
—Tendrás que esperar hasta el viernes para saberlo, como todos los
demás.
—Eres un cabrón, Luigi.
—Por favor, intenta recordar que estás hablando con un sacerdote.
—Tú no eres un sacerdote. Eres un asesino con sotana.
—No conseguirás nada con los halagos, Benedetto. Lo siento, pero el
Santo Padre me llama.
Se cortó la comunicación. Foà colgó el teléfono de un manotazo y
emprendió el regreso a la Oficina de Prensa a paso lento.

A muy poca distancia, en un recinto diplomático fortificado al final de


una calle arbolada y sin salida llamada Via Michele Mercati, Aaron Shiloh,
el embajador israelí ante la Santa Sede, estaba sentado en su despacho,
ocupado en leer la correspondencia de la mañana remitida por el Ministerio
de Asuntos Exteriores en Jerusalén. Una mujer baja con los cabellos negros
muy cortos golpeó en el marco de la puerta y entró sin esperar respuesta.
Yael Ravona, la secretaria del embajador Shiloh, dejó una única hoja sobre
el escritorio. Era el boletín del servicio de noticias vaticano.
—Acabamos de recibirlo.
El embajador lo leyó rápidamente y luego miró a la mujer.
—¿La sinagoga? ¿Por qué no nos comunicaron que estaba preparando
una visita? No tiene sentido.
—A juzgar por el tono del comunicado, han pillado por sorpresa a la
Oficina de Prensa y al servicio de noticias.
—Llama a la Secretaría de Estado. Diles que quiero hablar con el
cardenal Brindisi.
—Sí, embajador.
Yael Ravona salió del despacho. El embajador cogió el teléfono y marcó
un número de Tel Aviv. Un momento más tarde, dijo en voz baja:
—Necesito hablar con Shamron.
En aquel mismo momento, Carlo Casagrande viajaba en el asiento
trasero de un coche oficial del Vaticano por la autopista, a través de las
montañas al nordeste de Roma. El motivo de ese viaje imprevisto estaba en
el maletín que tenía a su lado en el asiento. Se trataba de un informe, que le
habían entregado a primera hora de la mañana, del agente al que había
encomendado investigar la infancia del Santo Padre. El agente se había
visto obligado a realizar una operación ilegal; había forzado la entrada al
apartamento de Benedetto Foà. Una apresurada búsqueda en los archivos de
Foà le había proporcionado una gran cantidad de material sobre el tema. El
informe era un resumen del contenido de dichas notas.
«Villa Galatina» apareció a la vista, encima de su propia montaña, que
dominaba el valle. Casagrande vio a uno de los guardias de Roberto Pucci
que vigilaba desde lo alto de las almenas con un fusil en bandolera. La verja
de entrada estaba abierta. El guardia de seguridad, con un uniforme marrón,
vio la matrícula del Vaticano y autorizó la entrada del coche con un gesto.
Roberto Pucci recibió a Casagrande en el vestíbulo. Vestía un pantalón
de montar y botas de caña alta, y olía a pólvora. Era obvio que había
dedicado la mañana a la práctica del tiro. Don Pucci a menudo comentaba
que la única cosa que amaba más que a su colección de armas era hacer
dinero, y la Santa Madre Iglesia, por supuesto. El financiero escoltó a
Casagrande por una larga y lóbrega galería hasta una enorme sala que daba
al jardín. El cardenal Marco Brindisi ya estaba allí, una figura enjuta
sentada en el borde de una silla junto a la chimenea, con una taza de té en
equilibrio precario sobre un muslo. La luz se reflejaba en los pequeños
cristales redondos de sus gafas, y los convertía en dos discos blancos que
ocultaban sus ojos. Casagrande hincó una rodilla y besó el anillo que le
ofrecía. Brindisi extendió los dedos índice y medio de la mano derecha y lo
bendijo solemnemente. El cardenal tenía unas manos perfectas, pensó
Casagrande.
El general se sentó, marcó la combinación de las cerraduras del maletín
y levantó la tapa. Brindisi tendió la mano y cogió la hoja mecanografiada
con el membrete de la Oficina de Seguridad vaticana. Después comenzó su
lectura. Casagrande entrelazó las manos sobre el regazo y esperó
pacientemente. Roberto Pucci se paseó por la sala como un cazador
inquieto a la espera de la oportunidad para dispararle a una pieza.
En cuanto acabó la lectura, el cardenal Brindisi se levantó de la silla y
se acercó con paso inseguro a la chimenea. Arrojó el informe a las llamas y
esperó a que se consumiera antes de volverse para mirar a Casagrande y a
Pucci, con los ojos ocultos detrás de los dos discos de luz blanca. Los
uomini di fiducia de Brindisi esperaron el veredicto, aunque Casagrande
estaba seguro de saber cuál sería la decisión del cardenal. La Iglesia de
Brindisi estaba en peligro de muerte. Se imponía la adopción de medidas
drásticas.

Roberto Pucci era un objetivo permanente de los servicios de


inteligencia italianos, y habían pasado muchos días desde que habían
revisado «Villa Galatina» para detectar la presencia de aparatos de escucha.
Antes de que el cardenal Brindisi pudiera pronunciar su sentencia de
muerte, Casagrande se llevó un dedo a los labios y miró el techo. A pesar de
la lluvia helada, salieron al jardín de don Pucci, protegidos con paraguas,
como si fueran los integrantes de un cortejo fúnebre. El dobladillo de la
sotana del cardenal no tardó en quedar empapado. Casagrande tenía la
sensación de que chapoteaban codo con codo en una charca de sangre.
—El papa accidental se ha metido en un juego muy peligroso —
comentó el cardenal Brindisi—. Su iniciativa de abrir los archivos no es
más que un pretexto para desvelar lo que ya sabe. Es un acto de una
temeridad increíble. Creo del todo posible que el Santo Padre haya perdido
la razón. Tenemos la obligación, mejor dicho, el mandato divino, de
apartarlo.
Roberto Pucci se aclaró la garganta.
—Apartarlo y matarlo son dos cosas diferentes, eminencia.
—No lo son, don Pucci. El cónclave lo convirtió en monarca absoluto.
No podemos pedirle sin más al rey que abandone el trono. Sólo la muerte
puede acabar con este papado.
Casagrande contempló la hilera de cipreses que se inclinaban azotados
por el viento. ¿Matar al papa? Era una locura. Dejó de mirar los árboles y
miró a Brindisi. El cardenal lo observaba con gran atención. El rostro
avinagrado, las gafas redondas, era como verse evaluado por Pío XII en
persona. Brindisi desvió la mirada.
—«¿Es que nadie me librará de este molesto sacerdote?». ¿Sabe quién
dijo estas palabras, Carlo?
—El rey Enrique II, si no recuerdo mal, y el molesto sacerdote al que se
refería era Tomás Becket. No mucho después de que pronunció dichas
palabras, cuatro de sus caballeros entraron en la catedral de Canterbury y
asesinaron a Tomás con sus espadas.
—Impresionante —afirmó el cardenal—. El papa accidental y santo
Tomás tienen mucho en común. Tomás era un hombre ostentoso y fatuo que
fue en gran parte el único responsable de lo que le sucedió. Lo mismo se
puede decir, sin duda, del Santo Padre. No tiene ningún derecho a pasar por
encima de la curia y a lanzar esta iniciativa por su cuenta. Por sus pecados y
su vanidad, debe sufrir el mismo destino que Tomás. Envíe a sus caballeros,
Carlo. Que lo maten.
—Si el Santo Padre muere de una muerte violenta, se convertirá en un
mártir, como Tomás.
—Mejor que mejor. Si su muerte se explica de la manera adecuada, todo
este sórdido asunto puede acabar de una manera que sirva perfectamente a
nuestros propósitos.
—¿Cómo es eso, eminencia?
—¿Se imaginan la furia que caerá sobre las cabezas de los judíos si al
Santo Padre lo asesinan en una sinagoga? Sin duda, un asesino con las
habilidades de su amigo podrá realizar algo así. En cuanto esté muerto,
montaremos la acusación contra el asesino papal, el israelí que se alojó
entre nosotros y restauró nuestras preciosas obras de arte mientras esperaba
la oportunidad para asesinar al Santo Padre. Es una historia fantástica que
entusiasmará a la prensa mundial, Carlo.
—No resulta difícil de creer, eminencia.
—No, si hace su trabajo correctamente.
Reinó el silencio entre ellos, sólo roto por el crujido de la gravilla bajo
sus pies en el sendero. Casagrande no notaba el contacto de los pies con la
tierra. Tenía la sensación de que flotaba y veía la escena desde muy alto: la
vieja abadía, el laberinto del jardín; los tres hombres, la Santísima Trinidad
de la Crux Vera, que discutían tranquilamente si debían asesinar a un papa.
Apretó el mango del paraguas para comprobar si era real o sencillamente un
objeto en un sueño; deseó que el paraguas lo transportase a otro tiempo, un
tiempo anterior al momento en que su fe y la obsesión por la venganza lo
llevaran a comportarse con la misma crueldad y depravación que sus
enemigos. Vio a Angelina sentada en una manta a la sombra de un pino en
la Villa Borghese. Se agachó para besarla, dispuesto a sentir el gusto de las
fresas en sus labios, pero en cambio se encontró con el sabor de la sangre.
Oyó una voz. En su memoria, era Angelina, que le comentaba su deseo de
pasar las vacaciones de verano en las montañas del norte. En la realidad, era
el cardenal Brindisi, que le exponía los motivos por los que el asesinato de
un papa serviría a los intereses de la Iglesia y la Crux Vera. «Qué fácil le
resulta al cardenal hablar del asesinato», pensó. Y entonces lo vio todo con
una extraordinaria claridad. La Iglesia sumida en el caos. El momento para
un líder fuerte. Después de la muerte del Santo Padre, Brindisi se
apoderaría de aquello que le había negado el cónclave.
Casagrande aguzó los sentidos y habló con cautela.
—Si me permite abordar el tema desde un punto de vista operativo,
eminencia, matar a un papa no es algo que se pueda hacer de prisa y
corriendo. Lleva meses, quizá años, organizar algo así. —Hizo una pausa, a
la espera de que Brindisi lo interrumpiera, pero el cardenal siguió
caminando como un hombre que ha emprendido un viaje y aún le queda un
largo camino por recorrer. El general continuó—: En cuanto el Santo Padre
salga del territorio vaticano, estará bajo la protección de la policía y los
servicios de seguridad italianos. Ahora mismo, están en pie de guerra
debido a nuestro espurio asesino papal. Habrá una muralla alrededor del
Santo Padre que será imposible de franquear.
—Todo lo que dice es verdad, Carlo. Pero hay dos factores muy
importantes que juegan a nuestro favor. Usted trabaja para la Oficina de
Seguridad vaticana. Tiene la capacidad de colocar a un hombre cerca del
Santo Padre en el momento que sea.
—¿Cuál es el segundo?
—El hombre que colocará cerca del Santo Padre es el Leopardo.
—Dudo que ni siquiera el Leopardo aceptara un encargo como el que
usted propone, eminencia.
—Ofrézcale dinero; a eso es a lo único que responden las criaturas
como él.
Casagrande tuvo la sensación de que se estaba dando de cabezazos
contra las paredes de la vieja abadía. Decidió hacer un último intento.
—Cuando dejé a los carabinieri para entrar en el Vaticano, formulé el
solemne juramento de proteger al papa. Ahora me está pidiendo que rompa
ese juramento, eminencia.
—También formuló un sagrado juramento a la Crux Vera y a mí
personalmente, un juramento que lo obliga a la obediencia absoluta.
Casagrande se detuvo y se volvió para mirar al cardenal. Tenía las gafas
salpicadas de gotas de lluvia.
—Tenía la esperanza de ver de nuevo a mi esposa y a mi hija en el reino
de los cielos, eminencia. Sin duda, lo único que le espera al hombre que
realice este cometido es la condenación eterna.
—No tiene por qué preocuparse de acabar en el fuego del infierno,
Carlo. Le daré la absolución.
—¿Tiene de verdad ese poder? ¿El poder de limpiar el alma de un
hombre que asesina a un papa?
—¡Por supuesto que lo tengo! —exclamó Brindisi, como si la pregunta
hubiese sido una blasfemia. Luego, su actitud y su tono se suavizaron—.
Está cansado, Carlo. Este asunto ha sido largo y difícil para todos nosotros.
Pero hay una manera de acabarlo, y muy pronto se acabará.
—¿A qué precio, eminencia? ¿Para nosotros? ¿Para la Iglesia?
—Él quiere destruir la Iglesia. Yo quiero salvarla. ¿Con cuál de los dos
está?
Casagrande sólo tardó un segundo en responder:
—Estoy con usted, eminencia, y con la Santa Madre Iglesia.
—No tenía la menor duda.
—Sólo me queda una pregunta: ¿tiene la intención de acompañar al
Santo Padre a la sinagoga? No quiero que usted esté cerca de él cuando se
cometa este hecho terrible.
—Tal como le dije al Santo Padre cuando me formuló la misma
pregunta, el viernes, la gripe no me permitirá estar a su lado.
Casagrande cogió la mano del cardenal y le besó el anillo
fervorosamente. El prelado extendió sus largos dedos y trazó la señal de la
cruz en la frente de Casagrande. No había amor en sus ojos; sólo frialdad y
una feroz decisión. Desde la posición de Casagrande, pareció como si
estuviese bendiciendo a un muerto.

El cardenal Brindisi fue el primero en emprender el regreso a Roma.


Casagrande y Roberto Pucci continuaron su paseo por el jardín.
—No es necesario ser muy perspicaz para ver que su corazón no está en
esto, Carlo.
—Sólo un loco disfrutaría con la oportunidad de asesinar a un papa.
—¿Qué hará?
Casagrande movió algunos guijarros con la punta del zapato, luego miró
los cipreses que se inclinaban con el viento. Sabía que estaba a punto de
tomar un rumbo que en última instancia lo conduciría a su propia
destrucción.
—Iré a Zurich —respondió el general—. Voy a contratar a un asesino.
26

VIENA

El despacho de Eli Lavon tenía el aspecto del cuartel general de un


ejército en retirada. Había expedientes desparramados encima de todas las
mesas, y el mapa colgado en la pared estaba torcido. Había ceniceros
repletos de colillas, y en una papelera se veían restos de comida y las cajas
de cartón del restaurante que la había servido. Un vaso lleno de café frío se
balanceaba precariamente sobre una pila de libros. Por la pantalla del
televisor sin sonido desfilaban imágenes que nadie veía.
Era obvio que Lavon había estado esperándolos. Había abierto la puerta
antes de que Gabriel hubiese podido tocar el timbre, y los hizo pasar como
si fuesen los invitados que llegaban tarde a una cena en su honor.
Había agitado en el aire la copia de la carta de la hermana Regina al
tiempo que le formulaba a Gabriel una pregunta tras otra mientras
caminaban por el pasillo: «¿Dónde encontraste esto? ¿Qué estabas haciendo
en Munich? ¿Sabes los problemas que has creado? ¡La mitad de la Oficina
te está buscando! ¡Dios santo, Gabriel, no sabes el susto que nos has
dado!».
Shamron no había dicho nada. Había sobrevivido a tal cantidad de
desastres que sabía muy bien que a su debido tiempo se enteraría de todo lo
ocurrido. Mientras Lavon reprochaba a Gabriel, el viejo se paseaba por
delante de las ventanas que daban al patio interior. Su reflejo se veía en los
cristales blindados. A Gabriel, la imagen reflejada le parecía otra versión de
Shamron, más joven y seguro. Shamron el invencible.
Gabriel se dejó caer pesadamente en el sofá de Lavon. Esperó a que
Chiara se sentara a su lado antes de sacar el sobre que le había dado Frau
Ratzinger en Munich y dejarlo sobre la montaña de carpetas que ocupaban
la mesa de centro. Lavon se puso las gafas y sacó el contenido del sobre con
mucho cuidado: las fotocopias de dos páginas mecanografiadas a un
espacio. Comenzó la lectura. Al cabo de unos momentos, desapareció
cualquier rastro de color de su rostro y le temblaron las manos. Miró a
Gabriel y susurró:
—Increíble. —Levantó las hojas y se las ofreció a Shamron—. Creo que
será mejor que les eches una ojeada, jefe.
Shamron se detuvo el tiempo suficiente para leer la cabecera y reanudó
su paseo.
—Léelo, Eli —dijo—. En alemán, por favor. Quiero escucharlo en
alemán
MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES DEL REICH
Para: SS-Obersturmbannführer Adolf Eichmann, RSHA IVB4
De: Unterstaatssekretär Marthin Luther, Abteilung Deutschland,
referente a la política de la Santa Sede en el tema judío.

Berlín, 30 de marzo de 1942


64-34 25/1

Mi reunión con su gracia el obispo Sebastiano Lorenzi en el convento


del Sagrado Corazón en el norte de Italia ha sido un éxito sin precedentes.
Como usted sabe, el obispo Lorenzi es el principal experto en las relaciones
entre Alemania y la Santa Sede en la Secretaría de Estado vaticana.
También es miembro de la sociedad católica conocida como Crux Vera, que
ha dado todo su apoyo al nacionalsocialismo desde sus inicios. El obispo
Lorenzi está muy cerca del Santo Padre y habla con él todos los días.
Fueron juntos al colegio gregoriano, y el obispo tuvo un papel destacado en
la negociación del concordato entre el Reich y la Santa Sede en 1933.
Llevo trabajando estrechamente con el obispo Lorenzi desde hace
tiempo. En mi opinión, está del todo de acuerdo con nuestra política hacia
los judíos, aunque, por razones obvias, no puede manifestarlo abiertamente.
Disfraza sus posiciones respecto a los judíos en términos teológicos, pero
hay momentos en los que desvela su convicción de que son una amenaza
económica y social, además de herejes y enemigos mortales de la Iglesia.
Durante nuestro encuentro, que tuvo lugar en un bonito convento
situado en la costa del lago Garda, discutimos muchos aspectos de nuestra
política judía y las razones por las que debe continuar aplicándose sin
obstáculos. El obispo Lorenzi se mostró muy impresionado por mi
comentario de que un fracaso a la hora de tratar a los judíos de una manera
decisiva y oportuna podría llevar a la creación de un estado judío en Tierra
Santa. En apoyo de mis argumentos, cité en repetidas ocasiones su
memorándum de 1938 sobre dicho tema, donde usted señalaba que un
Estado judío en Palestina sólo aumentaría el poder judío en las leyes y
relaciones internacionales, porque aunque fuese un Estado en miniatura les
permitiría a los judíos enviar embajadores y delegados por todo el mundo
para promocionar su ansia de dominación. En este aspecto, los judíos
estarían en un pie de igualdad con el catolicismo político, algo que el
obispo Lorenzi está dispuesto a evitar a cualquier precio. Tampoco desea, lo
mismo que el Santo Padre, ver a los judíos con el control de los lugares
sagrados del cristianismo en Tierra Santa.
Dejé clara nuestra posición de que una protesta papal en el tema de las
redadas y las deportaciones sería una clara violación del concordato.
También insistí vigorosamente en la postura de que una protesta papal
tendría unos efectos muy profundos y desastrosos en nuestra política judía.
Lorenzi, mejor que cualquier otro, comprende el poder de la Santa Sede en
este asunto y prometió ocuparse de que el papa no hable del tema. Creo
que, con la ayuda del obispo Lorenzi, el Santo Padre podrá resistir a las
presiones ejercidas por nuestros enemigos y mantendrá su posición de
estricta neutralidad. Soy del parecer que nuestra posición con el Vaticano
está consolidada y que no encontraremos ninguna oposición importante a
nuestra política judía por parte de la Santa Sede o de los católicos del Reich.
Shamron había dejado de pasear y parecía estar observando su rostro en
el cristal. Se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo. Gabriel se dio
cuenta de que realmente estaba pensando en la próxima jugada.
—Ha pasado algún tiempo desde la última vez que hablamos —dijo
Shamron—. Antes de que continuemos, creo que debes explicarme cómo te
has hecho con esos documentos.
Gabriel comenzó su relato, y Shamron reanudó su viaje privado delante
de la ventana. Gabriel le habló de su encuentro en Londres con Peter
Malone y de cómo a la mañana siguiente se había enterado en Francia del
asesinato del periodista. Le contó su encuentro con el inspector Alessio
Rossi en la pensión Abruzzi y el tiroteo posterior, donde habían muerto
Rossi y otros cuatro hombres. También le habló de su decisión de secuestrar
el yate para seguir con la investigación en lugar de volver a Israel.
—Te olvidas de algo —apuntó Shamron. Lo dijo con una gentileza poco
habitual, como si estuviese hablando con un niño—. Leí el informe de
Shimon Pazner. Según él, os siguieron cuando salisteis del piso franco, una
pareja de hombres en un Lancia beige. El segundo equipo se ocupó del
Lancia, y luego continuasteis sin más incidentes hasta el punto de partida en
la playa. ¿Es correcto?
—En ningún momento vi la vigilancia. Sólo oí lo que me dijo Pazner.
Las personas del Lancia quizá nos habían estado vigilando, o quizá no eran
más que una pareja cualquiera de romanos que iban a cenar y que se
llevaron el susto de su vida.
—Quizá sí, pero lo dudo. Verás, poco tiempo más tarde, encontraron un
Lancia beige cerca de la estación de ferrocarril. Al volante estaba sentado
un palestino llamado Marwan Aziz, un hombre que pertenecía a la
inteligencia de la OLP. Le habían disparado tres veces y estaba bien muerto.
Por cierto, el lado izquierdo del parachoques estaba dañado. Marwan Aziz
era uno de los hombres que te seguían. Me pregunté adónde habría ido el
segundo. Me pregunté si él sería el asesino de Aziz. Pero me estoy alejando
del tema. Por favor, continúa.
Intrigado por las revelaciones de Shamron, Gabriel prosiguió con el
relato. La travesía en el yate hasta Cannes. El encuentro con Antonella
Huber durante el cual ella le había entregado la carta escrita por su madre,
la antigua hermana Regina Carcassi. El hombre moribundo que había
abandonado en un campo a las afueras de Saint-Cézaire. La búsqueda a
medianoche en el apartamento de Benjamin y el casi fatal encuentro con la
portera, Frau Ratzinger. Shamron interrumpió de nuevo el paseo sólo en una
ocasión, cuando Gabriel admitió haber amenazado a Carlo Casagrande. Una
reacción comprensible, dijo la mirada del viejo, pero no el comportamiento
que se podía esperar de un agente con el entrenamiento y la experiencia de
Gabriel.
—Todo esto nos lleva a la pregunta obvia —añadió Shamron—. ¿El
documento es legítimo? ¿Podría tratarse del equivalente vaticano de los
diarios de Hitler?
—¿Veis estas marcas? —intervino Lavon, y sostuvo en alto las hojas—.
Son las mismas que llevan todos los documentos de los archivos del KGB.
Si tuviese que adivinar, diría que los rusos lo encontraron mientras hacían
limpieza de sus archivos después del colapso del imperio. De alguna
manera, acabó en manos de Benjamin.
—¿No será un engaño?
—Por sí solo, sería muy fácil descartarlo como una muy buena
falsificación hecha por el KGB con el propósito de desacreditar a la Iglesia
católica. Después de todo, se estuvieron peleando durante la mayor parte
del siglo, sobre todo durante el reinado de Wojtyla y la crisis en Polonia.
Gabriel se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas.
—¿Qué pasa si se lee junto con la carta de la hermana Regina y le
sumamos todas las otras cosas que he averiguado?
—Entonces es probablemente el documento más condenadamente
acusador que he visto jamás. ¿Un alto miembro de la jerarquía vaticana que
habla del genocidio con Martin Luther durante la cena? ¿El pacto de Garda?
No es de extrañar que la gente muera por esto. Si se hace público, será el
equivalente de una bomba atómica lanzada en la plaza de San Pedro.
—¿Puedes confirmar su autenticidad?
—Tengo algunos contactos en el antiguo KGB. También los tiene ese
viejo que está allí, junto a la ventana. No es algo de lo que le guste hablar,
pero él y sus amigos de la plaza Dzerzhinsky hicieron muchas cosas juntos
a lo largo de los años. Estoy seguro de que podría llegar al fondo de este
asunto en un par de días si quisiera.
Shamron miró a Lavon como si le dijera que no le llevaría más que una
tarde.
—¿Qué haríamos después con la información? —preguntó Gabriel—.
¿Filtrársela al New York Times? ¿Un memorándum nazi, vía KGB y la
inteligencia israelí? La Iglesia negará la existencia de la reunión y atacará al
mensajero. Son contadas las personas que nos creerían. Eso también
perjudicaría las relaciones entre el Vaticano e Israel. Todo lo que hizo Juan
Pablo II para recomponer las relaciones entre católicos y judíos se iría al
garete.
—La conducta del papa Pío y el Vaticano durante la guerra es un asunto
de Estado para el gobierno de Israel —manifestó Lavon, con un tono de
frustración—. Hay personas dentro de la Iglesia que quieren que a Pío XII
se lo santifique. La política del gobierno de Israel es que no se lo puede
canonizar hasta que se hayan entregado y analizado todos los documentos
importantes de los archivos secretos. Esos documentos deberían ser
entregados al Ministerio de Asuntos Exteriores para que obre en
consecuencia.
—Deberían, Elijah —declaró Shamron—, pero mucho me temo que
Gabriel ha dicho la verdad. Este documento es demasiado peligroso para
hacerlo público. ¿Qué crees que dirá el Vaticano? «Vaya por Dios, ¿cómo es
posible que haya pasado algo así? Lo sentimos mucho». No, no es así cómo
reaccionarán. Nos atacarán, y todo esto nos estallará en las narices.
Nuestras relaciones con el Vaticano son tenues en el mejor de los casos.
Hay muchos miembros de la Secretaría de Estado que utilizarían cualquier
excusa para cortarlas, incluida nuestra participación en este asunto. Si
queremos sacar algo bueno de todo esto, habrá que tratarlo con mucha
delicadeza y discreción, desde dentro.
—¿Lo harás tú? Perdóname, jefe, pero las palabras «delicadeza» y
«discreción» no aparecen en mi mente cuando pienso en ti. Lev os autorizó
a ti y a Gabriel a que investigarais la muerte de Beni, no a provocar una
tormenta de fuego en nuestras relaciones con la Santa Sede. Tienes que
entregarle los documentos al Ministerio de Asuntos Exteriores y marcharte
a Tiberíades.
—En circunstancias normales, quizá aceptaría tu consejo, pero me temo
que la situación ha cambiado.
—¿De qué hablas, jefe?
—La llamada que recibí en el transcurso de esta mañana era de Aaron
Shiloh, nuestro embajador ante la Santa Sede. Al parecer, han añadido algo
del todo inesperado en la agenda del Santo Padre.

—Todo esto nos conduce de nuevo a los caballeros que te siguieron


cuando saliste del piso franco de Roma. —Shamron se sentó al otro lado de
la mesa delante de Gabriel y colocó una foto sobre los papeles—. Esta
fotografía fue tomada en Bucarest hace quince años. ¿Lo reconoces?
Gabriel asintió. El hombre de la foto era el asesino y el terrorista de
alquiler conocido como el Leopardo.
Shamron colocó una segunda foto sobre la mesa, junto a la primera.
—Esta la tomó Mordecai en Londres minutos después del asesinato de
Peter Malone. En el laboratorio pasaron las dos fotos por el programa de
identificación de rostros. Es el mismo hombre. A Peter Malone lo asesinó el
Leopardo.
—¿Qué me dices de Beni? —preguntó Gabriel.
—Si contrataron al Leopardo para que matara a Malone, es muy posible
que lo contrataran también para matar a Beni, pero eso es algo que nunca
sabremos a ciencia cierta.
—Es evidente que has elaborado una teoría a partir del palestino muerto
en Roma.
—Así es —afirmó Shamron—. Sabemos que el Leopardo tuvo una
larga y fructífera asociación con los grupos terroristas palestinos. La
operación de Chipre fue la última. También sabemos que llegó a un acuerdo
con Abu Jihad para realizar otros actos terroristas contra ciudadanos
israelíes. Afortunadamente, tú acabaste con la ilustre carrera de Abu Jihad y
las operaciones del Leopardo no llegaron a realizarse.
—¿Crees que el Leopardo reanudó su relación con los palestinos para
encontrarme?
—Mucho me temo que ése sea el caso. La Crux Vera te quiere muerto,
así como mucha otra gente de dentro del movimiento palestino. Es muy
posible que el Leopardo sea el segundo hombre del Lancia, y que sea él
quien mató a Marwan Aziz.
Gabriel cogió las fotografías y las observó con atención, como si fuesen
un par de telas, una que necesitaba ser autentificada y la otra que se suponía
pintada por el mismo artista. Era imposible decirlo a simple vista, pero
había aprendido tiempo atrás que el programa de identificación de rostros
casi nunca se equivocaba. Cerró los ojos y vio los diferentes rostros. Los
rostros de los muertos: Felici… Manzini… Carcassi… Beni… Rossi. Luego
vio a un hombre con una sotana blanca que entraba en la sinagoga junto al
río en Roma. Una sotana con manchas de sangre. Abrió los ojos y miró a
Shamron.
—Necesitamos advertir al papa de que su vida puede estar en grave
peligro.
Shamron se cruzó de brazos y bajó la barbilla.
—¿Cómo lo hacemos? ¿Llamamos a información de Roma y pedimos
su número privado? Todo se hace a través de los canales burocráticos, y la
curia es famosa por su lentitud. Si nuestro embajador llama a la Secretaría
de Estado, podrían tardar semanas en arreglar una audiencia con el papa. Si
lo intentamos por la vía de la Oficina de Seguridad vaticana, iremos a parar
directamente a manos de Carlo Casagrande y los gorilas de la Crux Vera.
Necesitamos encontrar a alguien que pueda hacernos entrar por la puerta
trasera del palacio Apostólico para ver al papa en privado, y necesitamos
hacerlo antes del viernes. De lo contrario, quizá su santidad no consiga salir
con vida de la Gran Sinagoga de Roma, y eso es algo que no queremos que
ocurra de ninguna manera.
En la habitación reinó un silencio cada vez más largo. Fue Gabriel quien
lo rompió.
—Conozco a alguien que puede conseguir que veamos al papa —
manifestó con toda calma—. Pero tendrás que llevarme de regreso a
Venecia.
27

ZURICH

Carlo Casagrande caminó por el pasillo del cuarto piso del hotel St.
Gotthard y se detuvo frente a la puerta de la habitación 423. Consultó su
reloj: las siete y veinte, la hora exacta que le habían señalado, y llamó dos
veces. Un llamada segura, con la firmeza necesaria para avisar de su
presencia, aunque no tanta como para molestar a los ocupantes de las
habitaciones vecinas. Desde el otro lado de la puerta sonó una voz en
italiano que le dijo a Casagrande que entrara. Hablaba italiano muy bien
para ser un extranjero. El hecho de que careciera del más mínimo acento
alemán hizo que la acidez de estómago le quemara la garganta al general.
Abrió la puerta y, al entrar, hizo una pausa en el umbral. Una cuña de
luz de uno de los candelabros del pasillo iluminó una parte de la habitación
y, por un instante, Casagrande vio la silueta de una figura sentada en un
sillón de orejas. Cuando cerró la puerta, se hizo la oscuridad total.
Casagrande avanzó cautelosamente hasta que la espinilla de una de sus
piernas chocó contra el filo de una mesa de centro invisible. Permaneció de
pie, en medio de la oscuridad, durante varios segundos. Entonces se
encendió una luz muy potente, como la de un foco en una torre de
vigilancia, que le alumbró directamente a la cara. Casagrande levantó una
mano e intentó protegerse los ojos del resplandor. Era como si le estuviesen
clavando agujas en las córneas.
—Buenas noches, general. —Era una voz seductora, como aceite tibio
—. ¿Ha traído el expediente?
Casagrande levantó el maletín. La pistola Stechkin con silenciador
apareció en la luz y se movió para indicarle que se adelantara. Casagrande
sacó el expediente del maletín y lo dejó sobre la mesa de centro como una
ofrenda. El rayo de luz alumbró hacia abajo, mientras la mano que
empuñaba la pistola levantaba la tapa del expediente. La luz…
Repentinamente, Casagrande se encontró en la acera delante de su casa en
Roma con la mirada fija en los cuerpos destrozados de Angelina y su hija,
alumbrados por la luz de la linterna de un carabiniere. «La muerte fue
instantánea, general Casagrande. Al menos le servirá de consuelo saber que
sus seres queridos no sufrieron».
La luz se movió bruscamente hacia arriba. Casagrande no tuvo tiempo
de protegerse los ojos. El rayo encontró las retinas y, durante unos
segundos, tuvo la sensación de que lo había engullido una gigantesca y
ondulante esfera naranja.
—¿No había dicho que la Edad Media se había acabado? —preguntó el
asesino. Empujó el expediente hacia Casagrande con la pistola—. Está
demasiado bien protegido. Este es un encargo para un mártir, no para un
profesional. Busque a algún otro.
—Lo necesito a usted.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no me tenderán una trampa para
que acabe pagando por los platos rotos como aquel idiota de Estambul? No
me interesa en absoluto pasar el resto de mi vida encerrado en una cárcel
italiana, sin hacer otra cosa que suplicar el perdón del papa.
—Le doy mi palabra de que no será utilizado como un peón en un juego
mayor. Realizará este trabajo para mí, y luego, con mi ayuda, lo dejarán
escapar.
—La palabra de un asesino. Qué tranquilizador. ¿Por qué he de confiar
en usted?
—Porque no haré nada para traicionarlo.
—¿De verdad? ¿Sabía que Benjamín Stern era un agente de la
inteligencia israelí cuando me contrató para matarlo?
«Dios mío —pensó Casagrande—. ¿Cómo lo sabe?». Sopesó las
ventajas de mentir, pero lo pensó dos veces.
—No —respondió—. No sabía que el profesor tuviera alguna relación
con ellos.
—Tendría que haberlo sabido. —En la voz apareció un tono cortante,
como el filo de un puñal—. ¿Tampoco sabía que un agente llamado Gabriel
Allon está investigando su muerte y las actividades de su grupo?
—Es la primera vez que oigo su nombre. Es obvio que ha estado usted
investigando por su cuenta.
—Es asunto mío saber cuándo alguien me está buscando. También sé
que Allon estaba en la pensión Abruzzi en Roma reunido con el inspector
Alessio Rossi cuando usted envió a todo un ejército de carabinieri para
matarlo. Tendría que haber acudido a mí con sus problemas, general. Ahora
Allon estaría muerto.
«¿Cómo? ¿Cómo es que este monstruo está enterado del encuentro del
israelí con Rossi? ¿Cómo es posible? Es un matón —se dijo Casagrande—.
A los matones les gusta que les den la razón». Decidió interpretar el papel
del apaciguador, aunque no era algo que pudiera hacer con naturalidad.
—Tiene toda la razón —manifestó con un tono conciliador—. Tendría
que haber acudido a usted. No dudo que hubiese sido mucho mejor para
ambos. ¿Puedo sentarme?
La luz se demoró unos segundos más en su rostro y después alumbró
una butaca que estaba a un palmo de Casagrande. Se sentó y descansó las
manos sobre las rodillas. La luz volvió a iluminarle los ojos.
—La pregunta es, general, si puedo confiar hasta el punto de trabajar de
nuevo para usted, sobre todo en algo como esto.
—Quizá pueda ganarme su confianza.
—¿Cómo?
—Con dinero, por supuesto.
—Necesitará mucho dinero.
—La cantidad que he pensado es sustancial —manifestó Casagrande—.
Una suma que la mayoría de los hombres considerarían más que suficiente
para vivir por todo lo alto durante muchos años.
—Lo escucho.
—Cuatro millones de dólares.
—Cinco millones —replicó el asesino—. La mitad ahora; el resto, al
acabar el trabajo.
Casagrande se apretó las rodillas en un intento por ocultar la tensión.
Eso no era como discutir con el cardenal Brindisi. Las decisiones del
Leopardo solían ser irrevocables.
—Cinco millones —aceptó Casagrande—. Pero sólo recibirá un millón
por adelantado. Si decide robar mi dinero sin cumplir con los términos del
contrato, es asunto suyo. Si quiere recibir los cuatro millones restantes… —
Casagrande hizo una pausa—. Me temo que la confianza juega en ambos
sentidos.
Se produjo un silencio incómodo y cada vez más prolongado, tanto que
Casagrande se adelantó un poco en la butaca y se preparó para marcharse.
Se detuvo cuando el asesino dijo:
—Explíqueme cómo se haría.
Casagrande habló durante una hora; un policía veterano, que contaba
tranquilamente los detalles de un crimen espantoso. La luz no se apartó de
su rostro ni por un instante. Le daba calor. Tenía la chaqueta empapada en
sudor y se le pegaba a la espalda como un manta mojada. Rogaba para sus
adentros que apagara la maldita luz. Prefería estar a oscuras con el
monstruo antes de seguir cegado.
—¿Ha traído el primer pago?
Casagrande dio una palmada en el maletín.
—Déjeme verlo.
Casagrande puso el maletín sobre la mesa de centro, abrió los cierres,
levantó la tapa y lo giró para que el asesino viera el dinero.
—¿Sabe lo que le pasará si me traiciona?
—Desde luego que me lo puedo imaginar —contestó Casagrande—. No
tengo ninguna duda de que este pago es más que suficiente para demostrar
mi buena fe.
—¿Fe? ¿Es la fe lo que lo lleva a realizar este acto?
—Hay algunas cosas que no debe saber. ¿Acepta el contrato?
El asesino cerró el maletín y lo hizo desaparecer en la oscuridad.
—Una última cosa —añadió Casagrande—. Necesita una identificación
de la Oficina de Seguridad para que la guardia suiza y los carabinieri le
permitan pasar. ¿Ha traído la fotografía?
Casagrande oyó el susurro de la tela, y luego apareció una mano con
una fotografía de pasaporte. Era de muy mala calidad. Casagrande vio que
era de un fotomatón. Miró la imagen y se preguntó si ése era el verdadero
rostro de la máquina de matar conocida como el Leopardo. El asesino
pareció darse cuenta de lo que pensaba, porque unos segundos más tarde
reapareció la Stechkin. Apuntaba directamente al corazón de Casagrande.
—¿Quiere hacerme alguna pregunta?
Casagrande negó con la cabeza.
—Bien —dijo el asesino—. Márchese.
28

VENECIA

El acqua alta lamía la escalinata de la iglesia de San Zaccaria cuando


Francesco Tiepolo, vestido con un chubasquero y botas de agua, cruzó a
buen paso la plaza inundada a última hora de la tarde. Entró en la iglesia y
gritó a voz en cuello que era la hora de cerrar. Adriana Zinetti bajó del
andamio junto al altar mayor como si flotara. Antonio Politi bostezó con
grandes aspavientos y se contorsionó como un yogui para demostrarle a
Tiepolo las consecuencias que el duro trabajo del día había tenido en su
joven cuerpo. Tiepolo miró en dirección al Bellini. La lona seguía en su
lugar, pero los fluorescentes estaban apagados. Con un gran esfuerzo,
resistió el impulso de chillar.
Antonio Politi se acercó a Tiepolo y apoyó una mano con manchas de
pintura en el hombro del maestro.
—¿Cuándo, Francesco? ¿Cuándo te entrará en la cabeza que no
regresará?
«¿Cuándo, por cierto?». El chico no estaba preparado para la obra
maestra de Bellini, pero Tiepolo no tenía otra alternativa; no, sí la iglesia
abría sus puertas al público a tiempo para la temporada turística de
primavera.
—Dale un día más —dijo, con la pintura fija en la lona—. Si no ha
vuelto para mañana por la tarde, dejaré que la termines.
La alegría de Antonio se vio atemperada por su descarado interés en la
alta y bella criatura que se acercaba con paso vacilante por el pasillo de la
nave. Tenía los ojos negros y unos cabellos oscuros que parecían
indomables. Tiepolo entendía de rostros, de la estructura ósea. Estaba
dispuesto a apostar el dinero que le pagarían por el proyecto de San
Zaccaria a que la muchacha era judía. Le resultó conocida. Le pareció
recordar que la había visto un par de veces en la iglesia, muy interesada en
el trabajo de los restauradores.
Antonio dio un paso hacia ella. Tiepolo extendió uno de sus gruesos
brazos, le cortó el paso y en su rostro apareció una sonrisa melosa.
—¿En qué puedo ayudarla, signorina?
—Busco a Francesco Tiepolo.
Antonio se alejó, desilusionado. Tiepolo apoyó una mano en el pecho
con un ademán, como si dijera: «Lo acabas de encontrar, preciosa».
—Soy amiga de Mario Delvecchio.
La mirada conquistadora de Tiepolo se volvió súbitamente fría. Cruzó
los brazos sobre su ancho pecho y miró a la muchacha con los ojos
entrecerrados.
—En nombre de Dios, ¿se puede saber dónde está?
La muchacha no le respondió. Se limitó a extender la mano y le entregó
un trozo de papel. Tiepolo cogió la nota y leyó las palabras: «Tu amigo en
el Vaticano está en grave peligro. Necesito tu ayuda para salvarle la vida».
Miró a la muchacha con una expresión de absoluta incredulidad.
—¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia, señor Tiepolo.
Él levantó la nota y la agitó en el aire.
—¿Dónde está?
—¿Lo ayudará a salvar la vida de su amigo?
—Escucharé lo que tenga que decir. Si es verdad que mi amigo está en
peligro, por supuesto que lo ayudaré.
—Entonces, venga conmigo.
—¿Ahora?
—Por favor, señor Tiepolo. Mucho me temo que no disponemos de
mucho tiempo.
—¿Adónde vamos?
La muchacha lo cogió del brazo y lo guio hacia la puerta.
El Cannaregio olía a sal y a la laguna. La muchacha guio a Tiepolo a
través del puente que cruzaba el río del Ghetto Nuovo y continuaron en
medio de la penumbra del sottoportego. Una figura apareció en el extremo
opuesto del pasaje, un hombre pequeño con las manos metidas en los
bolsillos de una chaqueta de cuero, rodeado por el resplandor de una luz
amarilla. Tiepolo se detuvo.

—¿Te importaría decirme qué demonios está pasando?


—Es obvio que has recibido mi nota.
—Interesante. Pero debes admitir que era un poco escasa en detalles,
además de carecer de una información esencial. ¿Cómo puedes tú, un
restaurador llamado Mario Delvecchio, saber que la vida del papa está en
peligro?
—Porque la restauración es algo así como un pasatiempo para mí.
Tengo otro trabajo, y sólo un puñado de personas lo saben. ¿Comprendes lo
que intento decirte, Francesco?
—¿Para quién trabajas?
—Para quién trabajo no es lo importante.
—Es rematadamente importante si quieres que te ayude a llegar hasta el
papa.
—Trabajo para un servicio de inteligencia. No siempre, sólo en
circunstancias especiales.
—Como una muerte en la familia.
—Así es.
—¿Cuál es el servicio de inteligencia para el que trabajas?
—Preferiría no responder a la pregunta.
—Estoy seguro de que es así, pero si quieres que hable con el papa,
tendrás que responder a mis preguntas. ¿Para quién trabajas? ¿Para la
SISDE? ¿La inteligencia vaticana?
—No soy italiano, Francesco.
—¡No eres italiano! Eso es muy divertido, Mario.
—No me llamo Mario.

Caminaron alrededor de la plaza codo con codo. Chiara los escoltaba


unos pocos pasos más atrás. Tiepolo tardó mucho en comprender la
información que acababan de proporcionarle. Era un hombre astuto, un
veneciano sofisticado, con importantes vinculaciones sociales y políticas,
pero le estaba planteando algo que estaba mucho más allá de su experiencia.
Era como si le hubiesen dicho que el retablo de Tiziano en los Frari era una
reproducción pintada por un ruso. Finalmente, aspiró profundamente, un
tenor que se preparaba a atacar el pasaje culminante de una aria, y miró a
Gabriel.
—Recuerdo cuando viniste aquí siendo un chiquillo. Fue en el setenta y
cuatro o el setenta y cinco, ¿no? —La mirada de Tiepolo estaba fija en
Gabriel, pero su memoria lo había llevado a la Venecia de hacía veinticinco
años, a un pequeño taller lleno de rostros juveniles—. Recuerdo cuando
hiciste tu aprendizaje con Umberto Conti. Ya entonces tenías el don. Eras
mejor que cualquiera de los demás. Algún día llegarías a ser muy grande, y
Umberto lo sabía. Yo también. —Tiepolo se pasó una de sus manazas por la
barba—. ¿Umberto sabía la verdad? ¿Sabía que eras un agente israelí?
—Umberto no sabía nada.
—¿Engañaste a Umberto Conti? Debería darte vergüenza. Él creía en
Mario Delvecchio. —Tiepolo hizo una pausa, controló el enojo y añadió en
voz baja—: Creía que Mario Delvecchio sería uno de los más grandes
restauradores.
—Siempre quise decirle la verdad a Umberto, pero no podía. Tengo
enemigos, Francesco. Hombres que destrozaron mi familia. Hombres que
quieren matarme por cosas que ocurrieron hace treinta años. Si crees que
los italianos no olvidan, tendrías que pasar una temporada en Oriente
Medio. Nosotros fuimos los que inventamos la vendetta, no los sicilianos.
—Caín mató a Abel, y lo expulsaron al este del Edén. A ti te enviaron
aquí, a nuestra pantanosa isla en la laguna, para restaurar pinturas.
Era un oferta de paz, y Gabriel la aceptó con una sonrisa conciliadora.
—¿Te das cuentas de que acabo de cometer aquello que en mi profesión
es un pecado mortal? Te he dicho quién soy porque creo que tu amigo está
en grave peligro.
—¿De verdad crees que intentarán matarlo?
—Ya han matado a muchas personas. Mataron a mi amigo.
Tiepolo echó una ojeada al campo desierto.
También conocía a Juan Pablo I, Albino Luciani. Iba a limpiar el
Vaticano. Estaba dispuesto a vender el patrimonio de la Iglesia, a repartir el
dinero entre los pobres. Iba a revolucionar la Iglesia. Murió después de
treinta y tres días. Un infarto, dijo el Vaticano. —Tiepolo sacudió la cabeza
—. No tenía nada malo en el corazón. Tenía el corazón de un león y el
mismo coraje. Los cambios que quería hacer en la Iglesia iban a provocar
las iras de muchísimas personas, así que…
Movió los enormes hombros, luego metió la mano en el bolsillo, sacó su
teléfono móvil y marcó un número que se sabía de memoria. Esperó.
Cuando finalmente alguien atendió la llamada, se identificó y preguntó por
un hombre llamado padre Luigi Donati. A continuación, le susurró a
Gabriel:
—Es el secretario privado del papa. Estuvo con él aquí, en Venecia,
durante muchos años. Es muy discreto y absolutamente leal.
Evidentemente, fue Donati quien se puso al teléfono porque, durante los
cinco minutos siguientes, Tiepolo mantuvo una animada conversación con
él, llena de condescendientes comentarios sobre Roma y la curia. Gabriel
tuvo claro que Tiepolo sabía muchas cosas de la política vaticana a través
de su amigo el papa. Cuando finalmente se centró en el motivo de la
llamada, lo hizo con tanta gracia y sutileza que a Gabriel le pareció que era
al mismo tiempo inocente y apremiante. Las intrigas artísticas de Venecia le
habían dado a Tiepolo muchas lecciones valiosas. Era un hombre capaz de
mantener dos conversaciones al mismo tiempo.
Finalmente, se despidió y se guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo.
—¿Qué? —preguntó Gabriel.
—El padre Donati irá a ver al papa.
El padre Luigi Donati miró el teléfono durante un par de minutos
mientras decidía cuáles serían las acciones que debería tomar. Las palabras
de Tiepolo resonaban en sus oídos: «Necesito ver al Santo Padre. Es
importante que vea al Santo Padre antes del viernes». Tiepolo nunca
hablaba así. Su relación con el Santo Padre era estrictamente privada y lo
que hacían cuando se encontraban era comer pasta, beber vino tinto y
compartir historias divertidas que recordaban al papa los buenos tiempos en
Venecia, antes de que lo convirtieran en un prisionero encerrado en el
palacio Apostólico. ¿Por qué el viernes? ¿Qué tenía que ver el viernes en
todo eso? El viernes era el día en que el Santo Padre iría a visitar la
sinagoga. ¿Tiepolo intentaba decirle que había algún problema?
Donati se levantó bruscamente y se dirigió sin más a los apartamentos
papales. Pasó junto a un par de monjas de la servidumbre papal sin decirles
ni una palabra y entró en el comedor. El Santo Padre agasajaba a una
delegación de obispos de la mitad oeste de Estados Unidos, y la
conversación versaba sobre un tema que al pontífice le resultaba
repugnante. Pareció alegrarse al ver que Donati entraba en la sala, aunque la
expresión de su secretario privado era grave.
Donati se acercó al papa y se inclinó para hablarle al oído. Los obispos
advirtieron la expresión tensa del secretario y miraron en otra dirección.
Cuando Donati acabó, el Santo Padre dejó los cubiertos en el plato y cerró
los ojos por un instante. Después miró a su secretario, asintió y una vez más
volvió la atención a sus invitados.
—Bien, ¿qué decíamos? —preguntó el papa mientras Donati salía de la
habitación.

Recorrieron la longitud del campo una media docena de veces a la


espera de que sonara el teléfono. Tiepolo aprovechó la tensa espera para
hacerle a Gabriel un centenar de preguntas: sobre su trabajo en la
inteligencia israelí, sobre su vida, sobre su familia, sobre lo que se sentía al
ser un judío rodeado día y noche por imágenes de la cristiandad… Gabriel
respondió a todas las que pudo y rechazó cortésmente aquellas que tocaban
temas delicados. Sin acabar de creerse del todo que Gabriel no fuese
italiano, Tiepolo le insistió para que dijera algunas palabras en hebreo.
Durante unos cuantos minutos, Gabriel y Chiara mantuvieron una animada
conversación, donde el propio Tiepolo fue el motivo de muchos
comentarios divertidos, hasta que los interrumpió el timbre del teléfono del
italiano. Tiepolo atendió la llamada, escuchó atentamente y luego murmuró:
—Comprendo, padre Donati.
Cortó la comunicación y guardó el teléfono en el bolsillo.
—¿Qué te ha respondido? —preguntó Gabriel.
Tiepolo sonrió.
29

ROMA

En el norte de Roma, cerca de un tranquilo recodo del Tíber, había una


pequeña plaza donde los turistas pocas veces se aventuraban. Había una
vieja iglesia con el campanario agrietado y una parada de autobús que sólo
utilizaban un puñado de viajeros. Había un café y una pequeña panadería
con su propio horno, así que a primera hora de la mañana el olor de la
harina y la levadura se mezclaba con el olor fangoso del río. En el lado
opuesto a la panadería, había un viejo edificio de apartamentos con un par
de naranjos que marcaban la entrada. En el último piso, había un
apartamento muy grande, desde donde se veía a lo lejos la cúpula de la
basílica de San Pedro. El apartamento lo alquilaba un hombre que nunca lo
utilizaba. Lo hacía como un favor a sus jefes en Tel Aviv.
El edificio no tenía ascensor, y para llegar hasta el apartamento había
que subir cuatro tramos de escaleras mal iluminadas. Chiara subió primero,
escoltada por Gabriel y Francesco Tiepolo. Antes de que la muchacha
pudiera meter la llave en la cerradura, se abrió la puerta y el fornido cuerpo
de Shimon Pazner ocupó la abertura. El recuerdo de la fuga de Gabriel y
Chiara en la playa era visible en la expresión de su rostro. De no haber sido
porque Ari Shamron y Eli Lavon se encontraban a dos metros detrás de él,
cada uno fumando un cigarrillo turco, Gabriel estaba muy seguro de que
Pazner le hubiese dado un puñetazo. En cambio, tuvo que tragarse la furia
mientras Gabriel pasaba por su lado sin decirle ni una palabra y saludaba a
Shamron. Esa noche no habría peleas familiares; no, en presencia de un
extraño. Pero algún día, cuando Shamron ya no estuviese, Pazner se tomaría
la revancha. Así era como funcionaban las cosas en la Oficina. Gabriel se
encargó de hacer las presentaciones.
—Este es Francesco Tiepolo. Francesco, éstos son los tipos. No te
insultaré diciéndote sus nombres, porque serían falsos.
Tiepolo pareció tomarse las cosas con buen humor. Shamron se adelantó
para estrechar su mano y mirarlo directamente a los ojos durante unos
momentos. Tiepolo se dio cuenta de que lo estaba evaluando para saber si
era digno de confianza, pero no dio ninguna muestra de que el franco
escrutinio de Shamron lo molestara.
—No sé cómo darle las gracias por su ayuda, señor Tiepolo.
—El Santo Padre es un amigo muy querido. Si sufre algún daño, nunca
me lo perdonaría a mí mismo, sobre todo si he tenido la oportunidad de
evitarlo.
—Puede estar seguro de que nuestros intereses en este asunto están en
la más total armonía. —Shamron soltó finalmente la mano de Tiepolo y
miró a Shimon Pazner—. Sírvele un café. ¿No ves que acaba de llegar de
un viaje muy largo?
Pazner miró a Gabriel con expresión furiosa y se dirigió a la cocina.
Shamron condujo a Tiepolo a la sala. El veneciano se sentó en un extremo
del sofá. Los demás se sentaron a su alrededor. Shamron fue directamente al
grano:
—¿A qué hora entrará en el Vaticano?
—Me esperan en las puertas de bronce a las seis de la tarde. Lo habitual
es que el padre Donati me reciba allí y me acompañe al tercer piso, donde
están los apartamentos papales.
—¿Está seguro de que se puede confiar en Donati?
—Hace el mismo tiempo que conozco al padre Donati y al Santo Padre.
Es absolutamente leal.
Shimon Pazner entró en la habitación y le sirvió una taza de café a
Tiepolo.
—Es importante que el papa y sus ayudantes se sientan cómodos —
manifestó Shamron—. Nos encontraremos con su santidad en cualquier
lugar que nos indique. Como es obvio, preferiríamos un lugar seguro, algún
lugar donde nuestra presencia pase desapercibida para ciertos elementos de
la curia. ¿Comprende lo que intento decirle, señor Tiepolo?
Tiepolo bebió un sorbo de café y asintió vigorosamente.
—La información que deseamos pasarle al Santo Padre es muy
delicada. Si fuera necesario, nos reuniríamos con un emisario de absoluta
confianza, pero creemos que lo mejor para el papa sería que la escuchara
con sus propios oídos.
Tiepolo se acabó el café de un trago y dejó la taza con mucha suavidad
en el plato.
—Me sería muy útil tener alguna idea de la naturaleza de esa
información.
Shamron permitió que su rostro reflejara incomodidad, antes de
inclinarse hacia adelante.
—Tiene que ver con las acciones del Vaticano durante la segunda guerra
mundial y una reunión que tuvo lugar en un convento en el lago Garda hace
muchos años. Me perdonará, señor Tiepolo, si no le digo nada más.
—¿Cuál es la naturaleza de la amenaza contra su vida?
—Creemos que la amenaza contra el Santo Padre tiene su origen en las
fuerzas dentro de la Iglesia, y ésa es la razón por la que necesita adoptar
nuevas medidas para protegerse a sí mismo y a aquellos que lo rodean.
Tiepolo hinchó los carrillos y soltó el aire lentamente.
—Hay algo que trabaja en su favor. El padre Donati me ha dicho en
repetidas ocasiones que le preocupaba la seguridad del Santo Padre. Así que
esto no lo pillará por sorpresa. En cuanto a la guerra… —Tiepolo vaciló
mientras buscaba las palabras cuidadosamente—. Sólo le diré que es un
tema que el Santo Padre ha considerado a fondo. Lo considera un baldón
para la Iglesia; una mancha que está dispuesto a limpiar.
—Como entenderá, señor Tiepolo —manifestó Shamron con una
sonrisa—, estamos aquí para ayudar.

A las seis menos cuarto, un Fiat negro se detuvo delante de la entrada


del edificio de apartamentos. Francesco Tiepolo se sentó en el asiento
trasero. Shamron y Shimon Pazne aparecieron por un momento en la terraza
y observaron cómo el coche se alejaba por la ribera en dirección a la cúpula
que se veía a lo lejos.
Quince minutos más tarde, el Fiat dejó al veneciano en la entrada de la
plaza de San Pedro. Tiepolo cruzó la barrera y caminó por el peristilo de
Bernini mientras las campanas de la basílica tocaban las seis. En las puertas
de bronce, dio su nombre y presentó su carnet de identidad al guardia suizo.
El guardia consultó una lista y comparó la foto del documento con el rostro
de Tiepolo. Satisfecho, le permitió pasar al palacio Apostólico.
El padre Donati lo esperaba al pie de la Scala Regia. Como de
costumbre, su expresión era severa, como un hombre que está siempre
preparado para recibir una mala noticia. Estrechó la mano de Tiepolo
fríamente y lo condujo escaleras arriba hasta los apartamentos papales.
Como siempre, Tiepolo se sorprendió por el aspecto del despacho papal.
Era una habitación sencilla, demasiado austera para un hombre tan
poderoso, pensó, y sin embargo, le recordó el carácter del humilde
sacerdote que había llegado a conocer y admirar en Venecia. El papa Pablo
VII estaba de pie junto a la ventana que daba a la plaza de San Pedro, un
figura blanca contra el fondo de las cortinas rojas. Se volvió cuando Tiepolo
y el padre Donati entraron en la habitación y consiguió esbozar una sonrisa.
Tiepolo hincó la rodilla y besó el anillo del pescador. El papa sujetó los
hombros de Tiepolo y lo ayudó a levantarse. Después, apretó los bíceps del
veneciano como si quisiera recibir la fuerza de su amigo.
—Tienes muy buen aspecto, Francesco. Es evidente que la vida en
Venecia te sienta de maravilla.
—Hasta ayer, santidad, cuando me enteré de la amenaza contra vuestra
vida.
El padre Donati se sentó, se cruzó de piernas con mucho cuidado para
no estropear la raya del pantalón; un ejecutivo con prisas para tratar el tema.
—Muy bien, Francesco, ya basta de tanto melodrama. Siéntate y dime
exactamente qué está pasando.

El papa Pablo VII tenía aquella noche una cena con una delegación de
obispos de Argentina. El padre Donati llamó al jefe de la delegación, un
prelado de Buenos Aires, y le comunicó que, desafortunadamente, su
santidad estaba indispuesto y que no podría asistir a la comida. El obispo
prometió que rezaría por la pronta recuperación del Santo Padre.
A las nueve y media, el padre Donati salió al pasillo delante del
despacho papal y se encaró con el guardia suizo que montaba guardia.
—El Santo Padre desea ir al jardín a meditar —dijo Donati, con un tono
brusco—. Saldrá dentro de unos minutos.
—Creía que su santidad no se encontraba bien —replicó el guardia
suizo con la mayor inocencia.
—El estado de salud de su santidad no es de su incumbencia.
—Sí, padre Donati. Avisaré a los guardias del jardín de que su santidad
va hacia allí.
—No hará tal cosa. El Santo Padre quiere meditar en paz.
—Sí, padre Donati —respondió el guardia suizo, respetuosamente.
El sacerdote entró de nuevo en el despacho, donde Tiepolo ayudaba al
papa a ponerse un voluminoso abrigo marrón y un sombrero de ala ancha.
Con el abrigo abrochado, sólo se veía un pequeño trozo de la sotana blanca.
Hay un millar de habitaciones en el Vaticano y miles de pasillos y
escaleras. El padre Donati se había preocupado de conocerlo todo. Salió del
despacho con el papa y Tiepolo sin hacer caso del guardia suizo, y durante
los diez minutos siguientes los guio por el laberinto de pasadizos del viejo
palacio; aquí, un angosto pasillo con goteras en el techo abovedado; allá,
una escalera de piedra con los bordes redondeados por el tiempo y
resbaladiza como el hielo.
Por fin llegaron a un garaje subterráneo mal iluminado. Un pequeño
Fiat negro los esperaba. Las placas de la matrícula vaticana habían sido
reemplazadas por otras italianas. Francesco Tiepolo ayudó al pontífice a
sentarse en el asiento trasero y luego se sentó a su lado. El padre Donati se
sentó al volante y arrancó el motor.
El papa no pudo ocultar su alarma.
—¿Cuándo fue la última vez que llevaste un coche, Luigi?
—Si he de serle sincero, santidad, no lo recuerdo. Desde luego, fue
antes de que fuéramos a Venecia.
—¡Desde eso han pasado dieciocho años!
—¡Que el Espíritu Santo nos proteja en nuestro viaje!
—Junto con todos los ángeles y los santos —añadió el papa.
Donati metió la marcha con un sonoro ruido de la caja de cambios y
guio tímidamente el coche por la larga rampa de caracol. Un par de minutos
más tarde llegaron a la superficie. El sacerdote pisó el acelerador con
mucho cuidado y tomó por la Via Belvedere hacia la Puerta de Santa Ana.
—Agáchese, santidad.
—¿Es realmente necesario, Luigi?
—¡Francesco, por favor, ayuda a su santidad a ocultarse!
—Lo siento, santidad.
El corpulento veneciano sujetó al papa por las solapas del abrigo y lo
tumbó sobre su regazo. El Fiat pasó por delante de la Farmacia Pontificia y
el Banco Vaticano. Cuando se acercaron a la Puerta de Santa Ana, encendió
los faros y tocó la bocina. Un asombrado guardia suizo se apartó de un salto
del camino del coche. El padre Donati se persignó cuando el coche pasó por
la puerta y entró en Roma. El papa miró a Tiepolo.
—¿Puedo sentarme ya, Francesco? Esto es muy indigno.
—¿Padre Donati?
—Sí, creo que ya no hay peligro.
Tiepolo ayudó al papa a sentarse y le arregló el abrigo.

Fue Chiara, que estaba en la terraza del piso franco, la que vio primero
al Fiat que entraba en la plaza. El coche aparcó delante del edificio y de él
se apearon tres hombres. Chiara entró en la sala.
—Ha llegado alguien —anunció—. Tiepolo y otros dos hombres. Creo
que uno podría ser él.
Un momento más tarde llamaron a la puerta. Gabriel cruzó rápidamente
la habitación y abrió. Se encontró con Francesco Tiepolo acompañado por
un sacerdote y un hombre pequeño con un abrigo largo y un sombrero de
ala ancha. Gabriel se apartó. Tiepolo y el sacerdote hicieron pasar al
hombre al interior del piso franco.
Gabriel cerró la puerta y se volvió en el momento en que el hombre
pequeño se quitaba el sombrero y se lo entregaba al sacerdote. Llevaba en
la cabeza el zucchetto blanco. Luego, se quitó el abrigo marrón y quedó a la
vista una sotana blanco brillante.
—Me dicen, caballeros, que tienen ustedes una información muy
importante que desean comunicarme —manifestó su santidad el papa Pablo
VII—. Soy todo oídos.
30

ROMA

La puerta del apartamento estaba abierta, tal cual le había dicho el


italiano. Lange la cerró y echó el cerrojo antes de encender la luz. Vio que
se trataba de una única habitación con el suelo desnudo y manchas de
humedad en las paredes. En ella había una cama de hierro que se parecía
más a un catre, con un colchón fino como un papel. No había almohada,
sólo una manta raída y llena de manchas a los pies de la cama. ¿Orín?
¿Semen? Cualquiera de las dos era posible. Tenía el mismo aspecto que la
habitación de Trípoli donde una vez había pasado quince días que se le
habían hecho eternos mientras esperaba a que un guía del servicio secreto
libio lo llevara a los campos de entrenamiento en el sur. Claro que había
algunas diferencias muy claras, la más importante, el gran crucifijo de
madera tallada encima de la cama, adornado con un rosario y una palma
seca.
Junto a la cama había una cómoda pequeña. Lange abrió los cajones con
un gesto de cansancio. Encontró ropa interior, calcetines negros y un viejo
breviario. Se aventuró a entrar en el baño: un lavabo de dos grifos con
manchas de óxido, un espejo donde apenas se veía un reflejo y un inodoro
sin asiento.
Abrió el armario. Había dos trajes negros colgados de sendas perchas.
En el suelo, un par de zapatos negros, muy usados pero relucientes; los
zapatos de un hombre pobre que cuida su apariencia. Lange apartó los
zapatos con la punta del mocasín y vio la tabla suelta. Se agachó para
levantarla.
Metió la mano en el hueco y encontró un paquete hecho de tela
encerada. Desenvolvió la tela que guardaba una pistola Stechkin, un
silenciador y dos cargadores. Introdujo uno de los cargadores en la culata y
luego se sujetó el arma a la cintura. Envolvió de nuevo el silenciador y el
segundo cargador.
Por segunda vez metió la mano en el hueco y sacó otras dos cosas: las
llaves de la moto que estaba aparcada delante del edificio y una cartera de
cuero, que abrió. En su interior había una credencial de la Oficina de
Seguridad vaticana, a todas luces auténtica. Lange miró el nombre:
MANFRED BECK, DIVISIÓN DE INVESTIGACIONES ESPECIALES, y después la
foto. Era la que le había entregado a Casagrande en el hotel de Zurich. No
era él, por supuesto, pero el vago parecido se podía mejorar con un poco de
maquillaje.
«Manfred Beck, División de Investigaciones Especiales».
Guardó la cartera en el hueco, colocó de nuevo la tapa y la cubrió con
los zapatos. Después echó una ojeada al cuarto prácticamente vacío. Era la
habitación de un sacerdote. Lo dominó un súbito recuerdo: una sinuosa
callejuela adoquinada de Friburgo, un joven con una sotana negra que
caminaba entre la niebla procedente del río Saane. Un joven en crisis,
recordó Lange. Un hombre atormentado. Un hombre que no podía soportar
la terrible soledad de la vida que tenía por delante. Un hombre que quería
estar en primera línea. Qué extraño resultaba que el camino elegido lo
hubiese llevado a una vida todavía más solitaria que la de un párroco. Qué
extraño le resultaba que lo hubiese conducido hasta allí, a esa habitación
solitaria en Roma.
Se acercó a la ventana, la abrió y el aire húmedo de la noche le acarició
el rostro. A poco más de medio kilómetro se alzaba la Stazione Termini. Al
otro lado de la calle había un parque descuidado. Una mujer caminaba por
la acera llena de charcos. La luz de una farola alumbró por un momento su
cabellera rojiza. Algo la obligó a volverse hacia la ventana abierta. El
entrenamiento, el instinto, el miedo. Al ver su rostro, la mujer sonrió y se
dispuso a cruzar la calle.
31

ROMA

Ari Shamron había decidido que no intentarían engañar al vicario de


Cristo. Gabriel debía contárselo todo, sin preocuparse de proteger las
fuentes ni ocultar los métodos. También le ordenó a Gabriel que hiciera un
relato cronológico, porque Shamron, un hombre que había informado a
media docena de primeros ministros, sabía el valor de una buena historia.
Creía que los detalles sucios de cómo se había obtenido la información a
menudo hacían que fuese más creíble para el oyente; en este caso, el sumo
pontífice de la Iglesia católica.
Se acomodaron en la sala. El papa se sentó en la mejor butaca con las
rodillas juntas y las manos entrelazadas. El padre Donati se sentó a su lado
con una libreta sobre el regazo. Gabriel, Shamron y Eli Lavon se
apretujaron en el sofá, separados del papa y su secretario por la mesa de
centro donde había una tetera que nadie tocó. Chiara y Shimon Pazner
montaban guardia en la terraza. Francesco Tiepolo, concluido su trabajo,
besó el anillo del papa y partió para Venecia en un coche de la Oficina.
Gabriel le habló al papa en su lengua nativa, mientras el padre Donati
tomaba nota. Interrumpía a Gabriel levantando su estilográfica de plata y lo
miraba por encima de las gafas, para después hacer que le aclarara un
detalle al parecer sin mayor importancia o discutir la traducción de una
palabra. Sí entraba en conflicto con lo que había escrito en la libreta, se
ocupaba de corregir el error con muchos aspavientos. Cuando Gabriel narró
su conversación con Peter Malone y mencionó por primera vez a la Crux
Vera, Donati miró al papa como si fuese un conspirador, mirada a la que el
pontífice no hizo el más mínimo caso.
El Santo Padre permanecía en silencio. Había momentos en los que se
miraba las manos entrelazadas, y en otros cerraba los ojos, como si
estuviese rezando. Sólo las muertes parecían sacarlo de su
ensimismamiento. Al escuchar la mención de cada muerte —Benjamín
Stern, Peter Malone, Alessio Rossi, los cuatro carabinieri en Roma y el
agente de la Crux Vera en el sur de Francia—, el papa trazó la señal de la
cruz y murmuró una plegaria. No miró ni una sola vez a Gabriel ni al padre
Donati. Sólo Shamron conseguía capturar su atención. El papa parecía
encontrar una afinidad con el viejo; quizá fuera porque tenían más o menos
la misma edad, o quizá porque el papa encontraba un apoyo en las grietas y
las fisuras del rostro curtido de Shamron. Gabriel se dio cuenta de que no
pasaban muchos minutos sin que se miraran el uno al otro por encima de la
mesa de centro, como si ésta fuese un abismo en el tiempo y la historia.
Gabriel le entregó la carta de la hermana Regina al padre Donati, que la
leyó en voz alta. En el rostro del papa apareció una expresión de dolor, y
cerró los ojos con fuerza. A Gabriel le pareció como si recordara un dolor,
el dolor de una vieja herida que vuelve a sangrar. Sólo en una ocasión abrió
los ojos, cuando oyó el párrafo donde la hermana Regina mencionaba al
niño dormido con la cabeza apoyada en su regazo. Miró a Shamron a través
del abismo y sostuvo su mirada por un momento, antes de cerrar los ojos de
nuevo y sumergirse en su agonía particular.
El padre Donati le devolvió la carta a Gabriel cuando acabó la lectura.
Gabriel le habló al papa de su decisión de regresar a Munich para revisar
por segunda vez el apartamento de Benjamin y del documento que este
último le había confiado a la vieja portera, Frau Ratzinger.
—Está en alemán —dijo Gabriel—. ¿Quiere que lo traduzca, santidad?
El padre Donati respondió por el papa.
—El Santo Padre y yo hablamos el alemán bastante bien. Por favor,
siéntase libre de leer el documento en su idioma original.
El memorándum de Martín Luther a Adolf Eichmann pareció provocar
en el papa un dolor físico. A media lectura, cogió la mano de Donati en
busca de apoyo. Cuando Gabriel acabó, el pontífice agachó la cabeza y
entrelazó las manos debajo de la cruz de su pecho. Después, cuando abrió
los ojos de nuevo, miró directamente a Shamron, que tenía en su mano la
carta de la hermana Regina con el relato de la reunión en el convento.
—Un documento notable, ¿no es así, santidad? —preguntó Shamron en
alemán.
—Me temo que yo utilizaría otra palabra —respondió el pontífice en el
mismo idioma—. «Infame» es la primera palabra que me viene a la mente.
—¿Es efectivamente un relato preciso de la reunión que tuvo lugar en
aquel convento en 1942?
Gabriel miró primero a Shamron y luego al papa. El padre Donati abrió
la boca, dispuesto a protestar, pero el papa apoyó una mano afectuosamente
sobre el brazo de su secretario.
—Es preciso excepto en un detalle —contestó el papa Pablo VII—. Yo
no estaba dormido sobre el regazo de la hermana Regina. Sólo lo hacía ver
porque era absolutamente incapaz de seguir rezando el rosario.

El papa les relató entonces la historia de un chiquillo, un niño de una


pobre aldea de las montañas del norte de Italia, que se quedó huérfano a la
edad de nueve años, sin parientes a quienes acudir en busca de ayuda. Un
chiquillo que llegó hasta un convento a la orilla de un lago, donde trabajó
en la cocina y se hizo amigo de una mujer llamada hermana Regina
Carcassi. La monja se convirtió en su madre y maestra. Le enseñó a leer y a
escribir. Le enseñó a apreciar el arte y la música. Le enseñó a amar a Dios y
a hablar alemán. Ella lo llamaba Ciciotto. Después de la guerra, cuando la
hermana Regina renunció a los votos y abandonó el convento, el chico
también se marchó. Como le había ocurrido a Regina Carcassi, su fe en la
Iglesia se vio sacudida por los acontecimientos de la guerra, y se encaminó
a Milán, donde sobrevivió convertido en carterista y ladrón de tiendas. La
policía lo detuvo y lo castigó muchas veces. Una noche, una pandilla le
propinó una terrible paliza y lo dejó medio muerto en la escalinata de una
parroquia. Un sacerdote lo encontró por la mañana y lo llevó al hospital. El
sacerdote lo visitaba todos los días y se hizo cargo de las facturas.
Descubrió que el ladrón había pasado años en un convento, que sabía leer y
escribir, y que sabía muchas cosas de las Escrituras y la Iglesia. Convenció
al chico para entrar en el seminario y estudiar para ser sacerdote como una
manera de escapar de una vida de pobreza y de la cárcel. El chico aceptó, y
su vida cambió para siempre.
Durante el relato del papa, Gabriel, Shamron y Eli Lavon
permanecieron inmóviles y hechizados. El padre Donati miraba la libreta,
pero sus manos estaban quietas. Un largo silencio siguió a las palabras del
papa, y fue Shamron quien lo rompió:
—Santidad, debe comprender que no era nuestra intención descubrir la
información referente al acuerdo de Garda o a su pasado. Sólo queríamos
saber quién había matado a Benjamin Stern y por qué.
—No estoy enojado con usted por traerme esta información, señor
Shamron. Por terribles que sean estos documentos, hay que hacerlos
públicos, para que puedan ser estudiados por los historiadores y los judíos y
católicos de la calle, y ponerlos en el contexto adecuado.
Shamron dejó los documentos delante del papa.
—No tenemos ningún deseo de hacerlos públicos. Los dejamos en sus
manos para que haga con ellos lo que considere conveniente.
El papa inclinó la cabeza hacia los documentos, pero su mirada era
distante, como si mirara en su interior.
—El papa Pío XII no era tan perverso como lo retratan sus enemigos.
Pero, desafortunadamente, tampoco era tan virtuoso como proclaman sus
defensores, incluida la Iglesia. Tenía sus razones para guardar silencio: el
miedo a dividir a los católicos alemanes, el miedo a las represalias alemanas
contra el Vaticano, el deseo de desempeñar el papel de pacificador, pero
debemos enfrentarnos a la dolorosa realidad de que los aliados querían que
se pronunciara contra el holocausto y Adolf Hitler quería que guardara
silencio. Por las razones que fueran: su odio al comunismo, su amor por
Alemania o el hecho de que estuviese rodeado de alemanes en la Santa
Sede, Pío escogió el rumbo que Hitler quería, y la sombra de dicha elección
pende sobre nosotros hasta hoy. Quería ser un estadista cuando lo que más
necesitaba el mundo era un sacerdote, un hombre con sotana que les gritara
a voz en cuello a los asesinos que dejaran de hacer lo que hacían, en
nombre de Dios y de todo lo que es decente.
El papa miró los rostros que tenía delante: primero a Lavon, luego a
Gabriel, y por último a Shamron, en quien su mirada se demoró más.
—Debemos enfrentarnos a la desagradable verdad de que el silencio fue
una arma en manos de los alemanes. Permitió que continuaran las redadas y
las deportaciones con un mínimo de resistencia. Hubo centenares, quizá
miles, de católicos que ayudaron a salvar judíos. Pero si los sacerdotes y las
monjas de Europa hubiesen recibido la orden o sencillamente la bendición
de su papa para oponerse al holocausto, habrían sido muchísimos más los
católicos que hubiesen dado refugio a los judíos, y muchos más judíos
habrían sobrevivido a la guerra. De haber levantado la voz el episcopado
alemán contra el asesinato de judíos cuando era el momento, es posible que
nunca se hubiese llegado al genocidio. El papa Pío sabía que la maquinaria
para asesinar a los judíos europeos funcionaba a marchas forzadas, pero
decidió guardarse la información. ¿Por qué no la comunicó al mundo? ¿Por
qué ni siquiera se lo dijo a los obispos de los países donde se realizaban las
redadas? ¿Estaba cumpliendo el pacto hecho con el diablo en las orillas de
un lago?
El papa cogió la tetera que estaba en la mesa de centro. Cuando el padre
Donati se inclinó para ayudarlo, levantó una mano, como diciéndole que
aún sabía servir una taza de té. Le añadió leche y azúcar, y luego prosiguió:
—Me temo que la conducta de Pío sólo sea uno de los aspectos de la
guerra que se debe investigar. Debemos enfrentarnos a la terrible verdad de
que, entre los católicos, hubo muchos más asesinos que salvadores. Los
capellanes católicos daban auxilio espiritual a las fuerzas alemanas que
asesinaban a los judíos. Escuchaban sus confesiones y les daban el
sacramento de la santa comunión. En la Francia de Vichy, los sacerdotes
católicos ayudaban físicamente a las fuerzas alemanas y francesas a detener
a los judíos para enviarlos a la muerte. En Lituania, la jerarquía católica
prohibió expresamente a los sacerdotes que ayudaran a los judíos. En
Eslovaquia, un país gobernado por un sacerdote, el gobierno pagó a los
alemanes para que se llevaran a sus judíos a los campos de exterminio. En
la Croacia católica, los sacerdotes cometían los asesinatos. Un franciscano
conocido como el hermano Satanás dirigía un campo de concentración
croata donde asesinaron a veinte mil judíos. —El papa hizo una pausa para
beber un sorbo de té, como si necesitara quitarse un regusto amargo de la
boca—. También debemos enfrentarnos a la verdad de que, después de la
guerra, la Iglesia buscó la clemencia para los asesinos y ayudó a centenares
de ellos a escapar de la justicia.
Shamron se movió incómodo en su asiento, aunque no dijo nada.
—Mañana, en la Gran Sinagoga de Roma, la Iglesia comenzará a
enfrentarse por primera vez a estas preguntas con toda sinceridad.
—Comprendo la urgencia de sus palabras, santidad —manifestó
Shamron—, pero podría no ser seguro para usted aventurarse al otro lado
del río y decirlas en voz alta en una sinagoga para que las escuche el mundo
entero.
—Una sinagoga es el único lugar donde se pueden decir estas palabras,
especialmente en la sinagoga del gueto de Roma donde reunieron a los
judíos delante mismo de las ventanas del papa sin siquiera un murmullo de
protesta. Mi antecesor fue allí una vez para iniciar este viaje. Tenía el
corazón bien puesto, pero me temo que muchos miembros de la curia no
estaban con él, así que su viaje se acabó antes de llegar a su destino.
Mañana, yo lo acabaré por él en el mismo lugar donde lo inició.
—A mí me parece que tiene usted algo más en común con su antecesor,
santidad —declaró Shamron—. Hay elementos dentro de la Iglesia,
probablemente aquí en Roma, que no apoyan un análisis sincero del papel
del Vaticano en el holocausto. Han demostrado estar dispuestos a matar
para mantener el pasado en secreto, y usted debería actuar con el
conocimiento de que su vida corre ahora mismo un peligro real.
—¿Se refiere usted a la Crux Vera?
—¿Existe tal organización dentro del seno de la Iglesia?
El papa y el padre Donati intercambiaron una larga mirada. Después, el
papa miró de nuevo a Shamron.
—Mucho me temo que la Crux Vera existe, señor Shamron. Se permitió
que la sociedad floreciera durante la década de los treinta y también durante
el período de la guerra fría porque demostró ser una arma muy eficaz en la
lucha contra el bolchevismo. Desafortunadamente, muchos de los excesos
cometidos en nombre de dicha lucha se pueden atribuir directamente a la
Crux Vera y a sus aliados.
—¿Qué pasa ahora que la guerra fría se ha terminado? —preguntó
Gabriel.
—La Crux Vera se ha adaptado a la nueva situación. Se ha mostrado
como una herramienta muy útil para mantener la disciplina doctrinal. En
Sudamérica ha combatido a los partidarios de la teología de la liberación, y
en ocasiones no ha vacilado en recurrir a la violencia más extrema para
mantener a raya a los sacerdotes rebeldes. Ha librado una guerra
permanente contra el liberalismo, el relativismo y los seguidores del
Concilio Vaticano II. Como resultado, muchos de aquellos dentro de la
Iglesia que son partidarios de los objetivos de la Crux Vera han cerrado los
ojos ante algunos de sus métodos más abominables.
—¿La Crux Vera también participa en el esfuerzo por mantener los
secretos de la Iglesia?
—Sin ninguna duda —contestó el padre Donati.
—¿Carlo Casagrande es miembro de la Crux Vera?
—Supongo que en su línea de trabajo se lo conocería como director de
operaciones.
—¿Hay otros miembros dentro del Vaticano?
Esta vez fue el papa quien respondió a la pregunta de Gabriel.
—Mi secretario de Estado, el cardenal Marco Brindisi, es el líder de la
Crux Vera —señaló el papa con un tono sombrío.
—Si sabe que Brindisi y Casagrande son miembros de la Crux Vera,
¿por qué permite que continúen en sus puestos?
—¿No fue Stalin quien dijo que debes tener a tus aliados cerca y más
cerca todavía a tus enemigos? —Una fugaz sonrisa apareció en el rostro del
papa—. Además, el cardenal Brindisi es intocable. Si intentara hacer algo
en su contra, sus aliados en la curia y en el Colegio de Cardenales se
rebelarían y se dividiría la Iglesia. Creo que, por ahora, no tengo más
alternativa que soportarlo a él y a sus secuaces.
—Todo esto nos lleva de nuevo al punto de partida, santidad. Su
seguridad está en manos de hombres que se oponen a usted y a su misión.
Dadas las circunstancias, creo que sería una medida de sana prudencia
posponer la visita a la sinagoga hasta que se presente una ocasión más
segura.
Dicho esto, Shamron puso un expediente sobre la mesa y lo abrió; era el
expediente del asesino apodado Leopardo que se había llevado del bulevar
King Saul.
—Creemos que este hombre trabaja para la Crux Vera. Es sin duda uno
de los asesinos más peligrosos del mundo. Estamos casi completamente
seguros de que fue el asesino de Peter Malone en Londres. También
sospechamos que mató a Benjamin Stern. Ahora debemos asumir que
intentará matarlo.
El papa miró las fotografías y luego a Shamron.
—Debe usted recordar, señor Shamron, que allí donde me encuentre
estoy bajo la protección de estos hombres, dentro y fuera de las paredes
vaticanas. La amenaza contra mi persona es la misma me encuentre en los
apartamentos papales o en la Gran Sinagoga de Roma.
—Tiene usted razón, santidad.
El padre Donati se inclinó sobre la mesa de centro.
—Una vez que el Santo Padre salga del recinto vaticano y entre en
territorio italiano, su seguridad se verá incrementada por la policía italiana.
Gracias al falso atentado contra el papa que se inventó Carlo Casagrande, el
despliegue de seguridad para el acto de mañana en la sinagoga será algo sin
precedentes.
Consideramos que las posibilidades de un atentado son mínimas.
—¿Qué pasará si este hombre es un miembro del grupo encargado de la
seguridad del papa?
—El Espíritu Santo me protegerá durante este viaje >—respondió el
pontífice.
—Con el debido respeto, santidad, me sentiría mucho más tranquilo si
alguien más estuviese a su lado.
—¿Tiene alguna sugerencia, señor Shamron?
—Sí, santidad. —Shamron apoyó una mano en el hombro de Gabriel—.
Desearía que Gabriel los acompañara a usted y al padre Donati a la
sinagoga. Es un agente con una gran experiencia y sabe un par de cosas
sobre estos asuntos.
El papa miró a su secretario privado.
—¿Luigi? ¿Crees que se puede arreglar?
—Se puede, santidad. Pero hay un problema.
—¿Te refieres a que Carlo Casagrande ha presentado al señor Allon
como un asesino papal?
—Así es, santidad.
—Es obvio que la situación debe ser tratada con mucho cuidado, pero si
hay alguien a quien la guardia suiza escuchará es a mí. —Miró a Shamron
—. Haré la peregrinación al gueto tal como está dispuesto, y usted estará a
mi lado para protegerme, tal como nosotros tendríamos que haber estado
junto al suyo hace sesenta años. Muy apropiado, ¿no es así, señor Shamron?
Shamron asintió con un gesto y una sonrisa decidida. Desde luego que
lo era.

Veinte minutos más tarde, concluidos los arreglos para la mañana


siguiente, el padre Donati y el papa salieron del piso franco y emprendieron
el regreso a lo largo del río hacia el Vaticano. El coche se detuvo en la
Puerta de Santa Ana. El padre Donati bajó el cristal de la ventanilla cuando
un guardia suizo salió de la garita.
—¿Padre Donati? ¿Qué…?
El guardia se interrumpió al ver que el papa Pablo VII era el
acompañante. En el acto, adoptó la posición de firmes.
—¡Santidad!
—Nadie debe saber ni una palabra de esto —dijo el papa con voz serena
—. ¿Me comprende?
—¡Por supuesto, santidad!
—Si le dice a alguien que me ha visto esta noche, incluso a sus
superiores, tendrá que responder ante mí, y le prometo que no será una
experiencia agradable.
—No diré ni una palabra, santidad. Lo juro.
—Eso espero, joven, por su bien.
El papa se echó hacia atrás en su asiento. El padre Donati subió el
cristal de la ventanilla y condujo el vehículo hacia el palacio Apostólico.
—No estoy muy seguro de que ese pobre muchacho vaya a reponerse
alguna vez del susto —comentó, divertido.
—¿Crees que era realmente necesario, Luigi?
—Absolutamente, santidad.
—Que Dios nos perdone —manifestó el papa, y después añadió—: Por
todo lo que hemos hecho.
—Muy pronto acabará todo, santidad.
—Rezaré para que así sea.
32

ROMA

Eric Lange no durmió bien aquella noche.


¿Remordimientos de conciencia? ¿Nervios? Quizá era el sofocante calor
que irradiaba del cuerpo de Katrine, acurrucado contra el suyo en la cama
individual. Por la razón que fuese, se despertó a las tres y media de la
madrugada y permaneció acostado, con los ojos abiertos y Katrine apretada
contra sus costillas, hasta que la primera luz gris del amanecer se filtró por
la ventana de la detestable habitación de Carlo Casagrande.
Se levantó de la cama y se acercó desnudo hasta la ventana, entreabrió
las cortinas y miró la calle. La moto estaba allí, aparcada delante de la
entrada del edificio. No vio ninguna señal de vigilancia. Luego dejó que la
cortina se cerrara. Katrine se arrebujó en la manta, dio media vuelta y siguió
durmiendo.
Lange preparó una cafetera y bebió varias tazas de café antes de ir al
baño. Dedicó toda una hora al aseo y a transformar su aspecto: se oscureció
el pelo con tinte, cambió el color gris de sus ojos con lentes de contacto
castañas y, por último, se puso unas vulgares gafas de montura negra, las
gafas de un sacerdote. Cuando acabó, el rostro que lo miraba desde el
espejo empañado era el de un extraño. Lo comparó con el rostro que
aparecía en la tarjeta de identificación que le había preparado Casagrande:
«Manfred Beck, División de Investigaciones Especiales. Oficina de
Seguridad del Vaticano». Satisfecho, volvió al dormitorio.
Katrine continuaba durmiendo. Lange cruzó la habitación con una toalla
sujeta a la cintura y abrió un cajón de la cómoda. Se puso la ropa interior y
los calcetines raídos. Después, se acercó al armario y abrió la puerta. La
camisa negra, el alzacuellos, pantalón y chaqueta negra. Por último, se
calzó los zapatos y se ató los cordones cuidadosamente.
Fue al baño una vez más y se miró al espejo durante unos minutos para
transformarse lentamente en el hombre vestido de negro, como un actor que
asume el personaje. Un asesino vestido con la ropa de un sacerdote; el
hombre que podría haber sido que ocultaba al hombre que era. Sujetó la
pistola en el cinturón del pantalón y se miró al espejo una última vez.
Sacerdote. Revolucionario. Asesino. «¿Cuál de los tres eres, muchacho?».
Sirvió lo que quedaba de café y se sentó en el borde de la cama. Katrine
abrió los ojos y se echó hacia atrás, al tiempo que buscaba una arma.
Cuando Lange le tocó una pierna suavemente, la muchacha se llevó una
mano al pecho e intentó serenarse.
—Dios mío, Eric. No te había reconocido.
—De eso se trata, querida. —Lange le dio la taza de café—. Vístete,
Katrine. No tenemos mucho tiempo.

Chiara estaba preparando café en la cocina del piso franco cuando sonó
el teléfono. Identificó la voz del padre Donati.
—Estaré ahí dentro de un par de minutos. Dígale que baje.
Chiara colgó en el momento en que Gabriel entraba en la habitación.
Vestía un traje gris, camisa blanca y una corbata oscura, atención de la
delegación de Roma de Shimon Pazner. Chiara le quitó una mota de polvo
de la manga.
—Estás muy guapo —comentó, para luego añadir—: Tienes pinta de
empleado de pompas fúnebres, pero guapo.
—Esperemos que no. ¿Quién era?
—El padre Donati. Viene hacia aquí.
Gabriel se bebió el café de un trago y se puso una gabardina marrón.
Luego le dio un beso en la mejilla a Chiara y la abrazó durante unos
momentos.
—Tendrás cuidado, ¿verdad, Gabriel?
En la calle sonó una bocina. Cuando Gabriel intentó separarse, Chiara lo
retuvo con fuerza, como si no quisiera dejarlo marchar. El padre Donati
hizo sonar de nuevo la bocina, esta vez con mayor insistencia, y Chiara lo
soltó. Gabriel le dio un último beso.
Guardó la Beretta en la pistolera y bajó la escalera. Delante de la
entrada había un Fiat gris con las placas de matrícula vaticanas. El padre
Donati estaba sentado al volante con una gabardina negra sobre su traje de
clérigo. Gabriel se sentó en el asiento del acompañante y cerró la puerta.
Donati condujo el coche hacia la ribera del Tíber.
El cielo estaba encapotado con unas nubes negras muy bajas, y el viento
levantaba olas en el río. El sacerdote conducía inclinado sobre el volante
con los ojos muy abiertos y el acelerador casi a fondo. Gabriel se sujetaba
con fuerza al asiento, convencido de que había sido un milagro que el papa
hubiese conseguido regresar al Vaticano la noche anterior, sano y salvo.
—¿Conduce a menudo, padre Donati?
—Anoche fue la primera vez en dieciocho años.
—Nunca lo hubiese dicho.
—Es un pésimo mentiroso, señor Allon. Creía que las personas de su
ramo eran muy buenos a la hora de mentir.
—¿Qué tal está el Santo Padre esta mañana?
—Está muy bien. A pesar de los acontecimientos de anoche, ha
conseguido dormir unas horas. Espera con impaciencia el viaje al otro lado
del río.
—Seré inmensamente feliz cuando todo esto se acabe, y esté de nuevo
sano y salvo en los apartamentos papales.
—Ya somos dos.
Mientras circulaban a lo largo del Tíber, el padre Donati informó a
Gabriel del dispositivo de seguridad. El papa viajaría a la sinagoga en su
limusina Mercedes blindada junto con Donati y Gabriel. Alrededor del
coche iría un primer cordón de guardias suizos de paisano. Como siempre,
la policía y las fuerzas de seguridad italianas se encargarían de un segundo
cordón de seguridad. El camino desde el Vaticano hasta el viejo gueto
estaría cerrado al tráfico, y la custodia estaría a cargo de unidades de
carabinieri.
La cúpula cuadrada de la Gran Sinagoga se alzaba ante ellos, una
imponente estructura de piedra gris y aluminio, con un diseño donde se
combinaban los estilos persa y babilonio. La gran altura del edificio, unido
a su exclusiva fachada, hacía que destacara entre los demás edificios
barrocos de fachada color ocre. El efecto era intencional. La comunidad que
había construido la sinagoga hacía más de un siglo había querido que
resultara fácilmente visible para los hombres del otro lado del Tíber: los
hombres que vivían detrás de las viejas murallas del Vaticano.
Llegaron a un control policial a unos cien metros de la sinagoga. El
padre Donati bajó el cristal de la ventanilla, mostró la identificación
vaticana y mantuvo una breve conversación con el agente. Un momento
más tarde, aparcó el coche delante de la sinagoga. Antes de que el padre
Donati pudiese apagar el motor, apareció un carabiniere armado con una
metralleta. Hasta el momento, Gabriel estaba satisfecho con lo que había
visto.
Bajaron del Fiat. Gabriel percibió en el acto el peso de la historia. Roma
era el más antiguo asentamiento de la diáspora en todo el continente, y los
judíos vivían allí desde hacía más de dos mil años. Habían llegado a ese
lugar mucho antes de que llegara un pescador llamado Pedro desde Galilea.
Habían sido testigos del asesinato de César, habían presenciado el ascenso
del cristianismo y la caída del Imperio romano. Acusados por los papas
como los asesinos de Dios, los habían encerrado en el gueto a orillas del
Tíber, los habían humillado y degradado sistemáticamente. Una noche de
octubre de 1943, habían detenido y deportado a un millar de ellos para que
murieran en las cámaras de gas y en los hornos de Auschwitz, mientras un
papa al otro lado del río guardaba silencio. Dentro de unas horas, el papa
Pablo VII, testigo de los pecados de los hombres del Vaticano, iría allí para
reparar aquel pasado. «Si es que vive lo suficiente para cumplir con su
misión».
El padre Donati pareció darse cuenta de los pensamientos de Gabriel,
porque apoyó suavemente una mano en su brazo y señaló hacia el río.
—A los manifestantes los retendrán detrás de las barricadas en aquel
lado, junto a la calle.
—¿Manifestantes?
—No esperamos nada extraordinario. Sólo los grupos habituales. —
Donati se encogió de hombros en un gesto de impotencia—. Los partidarios
del control de la natalidad, de las mujeres en el sacerdocio. El matrimonio
de gays y lesbianas. Esa clase de cosas.
Subieron la escalinata de la sinagoga y entraron. El padre Donati
parecía sentirse muy cómodo. Advirtió la mirada de Gabriel y le dedicó una
sonrisa.
—Cuando estábamos en Venecia, era mi trabajo mejorar las relaciones
entre el patriarca y la comunidad judía. Me siento muy a gusto en una
sinagoga, señor Allon.
—Ya lo veo —manifestó Gabriel—. Explíqueme cómo se desarrollará
el acto.
La procesión papal se formaría en la entrada de la sinagoga, según dijo
el padre Donati. El papa recorrería el pasillo central acompañado por el
gran rabino y se sentaría a su lado en una silla dorada en la bimá. El padre
Donati y Gabriel seguirían al Santo Padre durante el recorrido hasta el
frente de la sinagoga, y luego ocuparían sus lugares en la sección reservada
a las personalidades, a unos pocos pasos del papa. El gran rabino se
encargaría de la presentación y le cedería la palabra al pontífice. En contra
del protocolo habitual, no se avanzaría una copia de las declaraciones del
papa a la Oficina de Prensa vaticana. El discurso sin duda provocaría una
reacción inmediata entre los reporteros, pero no se permitiría que ninguno
de ellos se moviera de sus asientos hasta después de que el papa acabara su
discurso y saliera de la sinagoga.
Gabriel y el sacerdote recorrieron el pasillo hasta el frente de la
sinagoga y se detuvieron en el lugar que ocuparían durante el discurso del
papa. Un carabiniere con un perro adiestrado en la detección de explosivos
que tiraba de la correa estaba recorriendo el lazo izquierdo de la nave. Otro
segundo equipo hacía lo mismo en el lado derecho. A unos pocos metros de
la bimá, un grupo de técnicos, vigilados atentamente por un guardia
armado, acababan de instalar las cámaras de televisión en una plataforma
elevada.
—¿Qué pasa con las demás entradas de la sinagoga, padre Donati?
—Están todas cerradas. Sólo se puede entrar y salir por la puerta
principal. —Donati consultó su reloj—. Me temo que no nos queda mucho
tiempo, señor Allon. Si está de acuerdo, tendríamos que volver al Vaticano.
—Vamos.

El padre Donati mostró su pase al guardia suizo que custodiaba la


puerta de Santa Ana. Antes de que el guardia pudiera preguntar por la
identidad del hombre que ocupaba el asiento del pasajero, el sacerdote pisó
el acelerador y tomaron la Vía Belvedere hacia el palacio Apostólico.
El secretario del papa aparcó el coche en el patio de San Damaso, se
ocupó de que Gabriel pasara los controles de seguridad y juntos subieron la
escalera que conducía hasta el piso donde estaban los apartamentos papales.
Gabriel tenía el pulso acelerado y notaba una sensación como si sus pies
flotaran por encima del suelo de mármol. Pensó en Shamron, en la
penumbra del campo di Ghetto Nuovo, que lo había llamado para
encargarle la búsqueda de los hombres que habían asesinado a Benjamin
Stern. Ahora, la búsqueda lo había llevado hasta allí, al epicentro de la
Iglesia católica.
En la entrada de los apartamentos papales, pasaron junto a un guardia
suizo y entraron. El padre Donati lo acompañó hasta el despacho, donde el
papa estaba ocupado con la correspondencia de la mañana. Miró a Gabriel
cuando entró en la habitación y le sonrió afectuosamente.
—Señor Allon, es muy amable de su parte. —Con la punta de la
estilográfica le señaló los sillones que estaban junto a la chimenea—. Por
favor, póngase cómodo. El padre Donati y yo tenemos que atender un par
de cosas antes de ponernos en marcha.
Gabriel hizo lo que le había dicho el papa. Metió la mano en el bolsillo
interior de la chaqueta y sacó las fotografías del asesino conocido con el
apodo de Leopardo. Comenzó por la primera y fue mirándolas una tras otra.
Algunos de los cambios habían sido conseguidos con cirugía plástica y
otros con medios más prosaicos, como sombreros, pelucas y lentes de
contacto.
Guardó las fotos y miró a través del despacho al hombre pequeño
vestido de blanco, encorvado sobre los documentos que tenía encima de la
mesa. El ánimo se le vino abajo. Si el Leopardo había ido a Roma con la
intención de matar al papa, sería prácticamente imposible detenerlo. Por lo
que había visto en las fotografías, Gabriel estaba seguro de que nunca lo
vería venir.

Lange limpió el apartamento, mientras Katrine se duchaba y se vestía.


Con un paño húmedo, limpió meticulosamente todas las superficies que
había tocado en la habitación. Los pomos de las puertas, la cómoda, los
grifos del baño, la cocina, la cafetera. Luego guardó las prendas sobrantes
en una bolsa de basura junto con los artículos de cosmética. Seguro de que
había eliminado cualquier rastro de su persona, se sentó en el borde de la
cama con mucho cuidado de no tocar nada.
La chica salió del baño. Vestía vaqueros, botas de cuero y una cazadora
de vuelo. Se había recogido los cabellos en un moño muy apretado y
llevaba gafas de sol. Estaba bellísima. Los carabinieri sólo la verían a ella.
Era lo que Lange esperaba.
Se levantó, metió la pistola en la cintura del pantalón y se abrochó la
chaqueta. Luego se puso un impermeable de nailon negro, similar a los que
usaban la mitad de los curas de Roma, y recogió la bolsa de basura.
Bajaron la escalera. Lange llevaba la bolsa de basura en una mano y con
la otra se cerraba el cuello del impermeable para ocultar el alzacuellos.
En la calle, se montó en la moto y puso en marcha el motor. Katrine se
sentó detrás y le rodeó la cintura con los brazos. Lange avanzó lentamente,
dio la vuelta hacia el este y después aceleró para alejarse rápidamente hacia
el centro de Roma. En el camino, tiró las llaves del apartamento a una
alcantarilla. La bolsa de basura se la dio a un basurero, que la arrojó al
interior del camión y le deseó a Lange que tuviera un buen día.
33

CIUDAD DEL VATICANO

El papa debía comenzar su discurso a las once. A las diez y media, salió
del despacho, acompañado por el padre Donati y Gabriel. En el vestíbulo,
delante de los apartamentos papales, se encontraron con un destacamento de
guardias suizos vestidos de paisano. El jefe del destacamento era un
gigantón suizo llamado Karl Brunner. Ese era el momento que más
preocupaba a Gabriel, su primera confrontación con los nobles suizos
católicos que habían jurado entregar sus vidas, si era necesario, para
proteger al pontífice.
En cuanto Brunner vio a Gabriel, metió la mano debajo de la chaqueta
azul y sacó una pistola, al tiempo que se adelantaba de un salto para apartar
al papa de un manotazo y sujetaba a Gabriel por el cuello. Gabriel controló
el instinto de supervivencia y dejó que el guardia suizo lo tumbara al suelo.
Tampoco podía hacer otra cosa. Karl Brunner pesaba por lo menos
veinticinco kilos más que él y tenía el físico de un jugador de rugby. La
mano alrededor de la garganta de Gabriel era como una mordaza de acero.
Cayó de espaldas, con Brunner sobre el pecho. Gabriel mantuvo las manos
a la vista y dejó que el guardia le arrebatara la Beretta de la pistolera.
Brunner arrojó el arma bien lejos y apuntó con la suya al rostro de Gabriel,
mientras otros dos miembros del destacamento lo sujetaban firmemente
contra el suelo.
El resto de los guardias habían formado un escudo alrededor del papa y
se lo llevaban por el pasillo. El Santo Padre les ordenó que lo dejaran y
luego se apresuró a volver junto a Karl Brunner. El jefe de su escolta lo
apartó de nuevo y le gritó que se marchara.
—Suéltalo, Karl —dijo el papa.
Brunner se levantó mientras los otros dos hombres seguían sujetando a
Gabriel. Metió una mano en el bolsillo y sacó una copia de la alerta de
seguridad donde aparecía la foto de Gabriel y la sostuvo en alto para que el
papa la viera.
—Es un asesino, santidad. Está aquí para matarlo.
—Es un amigo y está aquí para protegerme. Todo es un malentendido.
El padre Donati te lo explicará todo. Confía en mí, Karl. Suéltalo.

La caravana cruzó rápidamente la Puerta de Santa Ana y después siguió


por la Via della Conciliazione en dirección al río. El papa cerró los ojos.
Gabriel miró al padre Donati, que se inclinó hacia Gabriel y le susurró al
oído que su santidad siempre dedicaba el tiempo de los viajes a la oración.
Un motociclista se situó a un par de metros de la ventanilla del papa.
Gabriel miró cuidadosamente el rostro del hombre, el trazo de la barbilla y
la forma de los pómulos que se veían por debajo del visor. Comparó
mentalmente las facciones con las del hombre de las fotos, como si
estuviese verificando la autenticidad de una pintura, las pinceladas de un
maestro con las de una obra que se le atribuye. Los rasgos se parecían lo
suficiente como para que Gabriel apoyara la mano en la culata de la Beretta.
El padre Donati advirtió el movimiento. El papa, que seguía rezando con
los ojos cerrados, permaneció ajeno.
Cuando la caravana giró en Lungotevere, el motociclista se distanció
unos cuantos metros. Gabriel se relajó. Habían cerrado la calle a los demás
coches, y sólo había unos pocos grupos de curiosos a lo largo del río.
Evidentemente, el paso de la caravana papal por esa parte de Roma no era
algo que despertara mucho interés.
El viaje fue muy breve; Gabriel calculó unos tres minutos. La cúpula de
la sinagoga apareció delante de ellos, y no tardaron en pasar entre los
manifestantes. La caravana se detuvo en el patio delante del edificio.
Gabriel fue el primero en bajar del coche y tapó la puerta entreabierta con
su cuerpo. El gran rabino esperaba en la escalinata de la sinagoga,
acompañado por una delegación de la comunidad judía de Roma. Alrededor
de la limusina estaban los encargados de la seguridad: agentes italianos y
vaticanos, algunos de paisano, otros de uniforme. A la derecha de la
escalinata, los periodistas acreditados por el Vaticano se apretujaban contra
un cordón amarillo. En el aire retumbaba el ruido de las motocicletas de la
escolta.
Gabriel observó los rostros de los agentes de seguridad, luego a los
reporteros y a los fotógrafos. Una docena de ellos podían ser el asesino
disfrazado. Asomó la cabeza al interior del coche y miró al padre Donati.
—Este es el momento que más me preocupa. Acabemos cuanto antes.
Cuando se irguió, se encontró cara a cara con Karl Brunner.
—Esto forma parte de mi trabajo —dijo el jefe de la guardia suiza—.
Apártese.
Gabriel obedeció en el acto. Brunner ayudó al papa a bajar del coche. El
resto del destacamento de guardias suizos rodearon al pontífice. Gabriel se
encontró en medio de un mar de trajes oscuros. El papa, con la
resplandeciente sotana blanca, destacaba en el centro.
Cesó el ruido de las motocicletas. En la escalinata de la sinagoga, el
papa abrazó al gran rabino y a algunos de los delegados. No se oía nada
más que los gritos lejanos de los manifestantes y el zumbido de las cámaras
como el canto de las cigarras. Gabriel permaneció detrás de Karl Brunner,
que tenía una mano apoyada en la espalda del papa, y miró en derredor, la
mirada alerta, atento a cualquier cosa fuera de lo normal. Un hombre que se
abriera paso. Un brazo que se levantara.
De pronto, se oyó un tumulto detrás de ellos. Gabriel se volvió a tiempo
para ver cómo un trío de carabinieri tumbaban a un hombre, pero no era
más que un manifestante que llevaba una pancarta donde se leía: «¡Libertad
para los chinos católicos!».
El papa también se volvió. Su mirada se cruzó con la del agente israelí.
—Por favor, entre, santidad —murmuró Gabriel—. Hay demasiada
gente aquí fuera.
El papa asintió y se volvió hacia su anfitrión.
—Bien, rabino, ¿continuamos?
—Sí, santidad. Por favor, entre. Permítame que le enseñe nuestro lugar
de culto.
El gran rabino y el papa subieron la escalinata. Al cabo de un momento,
para la tranquilidad de Gabriel y del padre Donati, el líder de los católicos
del mundo se encontraba sano y salvo en el interior de la sinagoga.

En la entrada de la plaza de San Pedro, Eric Lange se bajó de la moto.


Katrine se adelantó en el sillín y apoyó las manos en el manillar. Lange se
alejó sin más.
La plaza estaba abarrotada de turistas y peregrinos. Los carabinieri
recorrían el peristilo. Lange se dirigió hacia el palacio Apostólico, con un
andar decidido, el paso rápido pero controlado. Al pasar por delante del
imponente obelisco egipcio, respiró profundamente varías veces para
normalizar los latidos del corazón.
A unos pocos pasos del palacio, un carabiniere se interpuso en su
camino.
—¿Dónde cree usted que va? —le preguntó a Lange, con una mirada
alerta en sus ojos castaños.
—Portone di bronzo —respondió Lange.
—¿Tiene usted una cita?
Lange sacó la cartera y le mostró la identificación. El carabiniere dio un
paso atrás.
—Lo siento, padre Beck. No lo sabía.
El asesino guardó de nuevo la cartera.
—Dígame su nombre, agente.
—Soy Mateo Galeazzi.
Lange lo miró directamente a los ojos.
—Puede estar seguro de que hablaré en su favor. Conozco al general
Casagrande y sé que le encantará saber que los carabinieri vigilan muy bien
la plaza.
—Muchas gracias, padre.
El carabiniere agachó la cabeza respetuosamente y le indicó al padre
Beck con un gesto que podía marcharse. A Beck casi le dio pena el
muchacho. Dentro de unos pocos minutos, estaría de rodillas y suplicaría
perdón por haber dejado entrar a un asesino en el palacio.
Lange se detuvo de nuevo ante las puertas de bronce cuando se lo
ordenó un guardia suizo con el uniforme renacentista y una capa azul
oscuro sobre los hombros. Una vez más, Lange enseñó la identificación. El
guardia suizo le indicó a Lange que debía presentarse al oficial en la mesa
del registro de visitantes que se encontraba en el vestíbulo de entrada, a la
derecha de la puerta. Allí, Lange presentó la identificación por tercera vez a
otro guardia suizo.
—¿A quién viene a ver?
—Eso es algo que no le incumbe —respondió Lange, en tono autoritario
—. Es un control de seguridad. Si lo considera necesario, puede
comunicarle al general Casagrande que he entrado en el palacio. Si se lo
dice a alguien más, como podrían ser los compañeros que están de guardia
en estos momentos, me ocuparé de usted personalmente.
El guardia suizo tragó saliva y asintió. Lange se volvió. Tenía delante la
Scala Regia, iluminada por grandes candelabros de hierro. Lange subió la
escalera lentamente, como un hombre que está cumpliendo con una tarea
que detesta. Se detuvo una vez para mirar hacia la mesa de la entrada y vio
que el guardia lo miraba con atención. En lo alto de la escalera, se encontró
con una puerta de cristal donde de nuevo le ordenaron detenerse. Antes de
que el guardia suizo pudiera abrir la boca, Lange ya había sacado la
identificación. El guardia le echó una ojeada y casi se cae al apartarse
rápidamente.
«Sorprendente», pensó Lange. El plan de Casagrande estaba
funcionando mucho mejor de lo que había esperado.
Luego llegó a un patio interior mal iluminado que llevaba por nombre
Cortile di San Damaso. A su alrededor, se levantaban las logias del palacio
Apostólico. Pasó por una arcada de piedra, llegó a una escalera y subió por
ella rápidamente. El único sonido era el eco de sus pisadas en el suelo de
mármol. En el camino, se cruzó con otros tres guardias suizos, pero esta vez
nadie le ordenó detenerse. Estaba en las profundidades del palacio. El
atuendo eclesiástico era una identificación más que suficiente.
En el último piso, llegó a la entrada de los apartamentos papales. Un
guardia suizo, con alabarda, le cerró el paso. Lange le enseñó la
identificación.
—Quiero ver al padre Donati.
—No está aquí en este momento.
—¿Dónde está?
—Está con el Santo Padre. —El guardia vaciló y luego añadió—: En la
sinagoga.
—Ah, sí, por supuesto. Estoy seguro de que al padre Donati le encantará
saber que usted le ha comunicado su paradero a un extraño.
—Lo siento, padre, pero usted…
Lange lo interrumpió:
—Necesito dejar algo para el padre Donati. ¿Puede acompañarme a su
despacho?
—Como usted sabe, padre Beck, no puedo abandonar mi puesto bajo
ninguna circunstancia.
—Muy bien —dijo Lange con una sonrisa amable—. Al menos ha
hecho algo bien. Por favor, indíqueme por dónde se va a la oficina del
padre.
El guardia suizo titubeó, sin saber muy bien si debía hacerlo, pero al
final le indicó el camino. Los apartamentos papales estaban desiertos,
excepto por una monja de hábito gris con un plumero en la mano. Le sonrió
a Lange cuando pasó por delante de la puerta del despacho del padre Donati
y entró en la habitación siguiente.
Cerró la puerta y esperó un momento a que sus ojos se acomodaran a la
penumbra. Las gruesas cortinas impedían ver la plaza de San Pedro. Lange
caminó sobre la sencilla alfombra oriental para acercarse a la mesa de
madera. Se detuvo junto a la silla de respaldo recto y pasó una mano por el
tapizado de un color claro al tiempo que observaba la mesa. Era demasiado
sencilla para un hombre tan poderoso. Demasiado austera. Un secante, un
recipiente cilíndrico para las estilográficas, un bloc de papel para anotar los
pensamientos. Un teléfono blanco antiguo. Al mirar hacia una de las
paredes, vio un cuadro de la Madonna. La Virgen parecía mirarlo desde las
sombras.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un sobre y lo dejó caer
sobre la hoja de papel secante. Se oyó un ruido sordo. Echó una última
mirada al despacho y salió rápidamente.
Cuando llegó de nuevo a la entrada de los apartamentos papales, se
detuvo para mirar con expresión severa al guardia suizo.
—Tendrá noticias mías —le espetó antes de alejarse por el pasillo.

El escritorio del despacho del secretario de Estado Marco Brindisi no se


parecía en nada a la austera mesa del despacho papal. Era una gran mesa
renacentista con las patas curvas e incrustaciones de oro, y aquellos que
permanecían de pie ante ella tendían a sentirse incómodos, lo que satisfacía
los propósitos de Brindisi.
En aquel momento, el cardenal estaba solo, con las manos unidas por
las puntas de los dedos formando una pirámide y la mirada perdida. Unos
pocos minutos antes, desde la ventana que se abría a la plaza de San Pedro,
había visto cómo la caravana papal se alejaba velozmente por la Via della
Conciliazione en dirección al río. Ahora, probablemente el papa ya estaba
en el interior de la sinagoga.
La mirada del cardenal se dirigió hacia los monitores de televisión
instalados en la pared opuesta a su mesa. Su objetivo era devolver a la
Iglesia el poder del que había disfrutado en la Edad Media, pero Marco
Brindisi era un hombre de la edad moderna. Quedaban muy lejos los días en
los que los burócratas del Vaticano escribían sus informes en pergaminos.
Brindisi había gastado millones en modernizar la maquinaria de la
Secretaría de Estado y en conseguir que la burocracia de la Iglesia
funcionara como la de cualquier nación moderna. Encendió uno de los
monitores conectado al canal de la BBC Internacional. Inundaciones en
Bangladesh, miles de muertos, cientos de miles sin hogar. Escribió un
recordatorio en la agenda para ordenar que se hiciera una donación
adecuada a través de las organizaciones de ayuda vaticanas para aliviar el
sufrimiento de los damnificados. En un segundo monitor, sintonizó la RAI,
la televisión italiana. En un tercero, buscó la CNN Internacional.
Había cumplido con su palabra de no acompañar al papa en ese infame
viaje. Como resultado, se suponía que ahora estaba redactando una amable
carta de renuncia, cuyo texto no incomodaría a la Santa Sede ni motivaría
preguntas molestas por parte de la chusma de los periodistas acreditados en
el Vaticano para incluir en sus estúpidas columnas. Si su intención hubiese
sido la de renunciar, la carta habría insistido en su profundo deseo de volver
a las tareas pastorales, de cuidar de sus fieles, de bautizar a los infantes y
dar la extremaunción a los moribundos. Cualquier Vaticanisti con un poco
de inteligencia se daría cuenta de que dicha carta era un engaño a gran
escala. Marco Brindisi había sido criado y educado para ostentar el poder
dentro de la curia. La idea de que renunciaría voluntariamente a su
autoridad era del todo absurda. Nadie se creería semejante carta, y el
cardenal no tenía la intención de escribirla. Además, pensó, al hombre que
le había ordenado que la escribiera no le quedaba mucho tiempo de vida.
Si hubiese comenzado a escribir una carta de renuncia, se habrían
planteado muchas preguntas incómodas en los días posteriores al asesinato
del papa. ¿Los dos hombres más poderosos de la Iglesia se habían
distanciado en las últimas semanas? ¿El cardenal secretario de Estado tenía
algo que ganar con la muerte del papa? Nada de cartas de renuncia, nada de
preguntas. Todo lo contrario, gracias a una serie de filtraciones en los
lugares adecuados, el cardenal Brindisi aparecería como el más fiel amigo y
confidente del papa dentro de la curia, un hombre que admiraba al sumo
pontífice más que a nadie y que era el bien amado del Santo Padre. Los
recortes de prensa no pasarían desapercibidos por los cardenales cuando se
reunieran para el siguiente cónclave. Tampoco se pasaría por alto la
habilidad de Marco Brindisi para conducir los asuntos de la Iglesia en los
traumáticos días siguientes al asesinato del papa. En tales momentos, el
cónclave se mostraría poco partidario de buscar a un ajeno. Un hombre de
la curia sería el próximo papa, y el candidato de la curia sería el secretario
de Estado Marco Brindisi.
Su dulce ensimismamiento se rompió al ver una imagen que ofrecía la
RAI: el papa Pablo VII, que entraba en la Gran Sinagoga de Roma. Brindisi
veía otra imagen: Beckett delante del altar de Canterbury. El asesinato del
molesto cura.
«Envía a tus caballeros, Carlo. Que lo maten».
El cardenal Marco Brindisi subió el volumen y esperó la noticia de la
muerte del papa.
34

ROMA

En la Gran Sinagoga de Roma, oriental y ornada, la atmósfera era de


inquieta anticipación. Gabriel ocupó su lugar en el frente del templo, con el
hombro derecho hacia la bimá, y las manos detrás de la espalda, apoyadas
en la fría pared de mármol. El padre Donati estaba a su lado, tenso e
irritable. El ventajoso punto de observación le ofrecía una visión perfecta de
todo el interior del recinto. A unos pocos pasos estaban sentados un grupo
de cardenales de la curia, resplandecientes con las sotanas rojas, que
escuchaban atentamente las palabras de presentación del gran rabino. Un
poco más allá de los cardenales se encontraban los inquietos miembros de
la Oficina de Prensa vaticana. Su jefe, Rudolf Gertz, parecía asqueado. El
resto de los asientos los ocupaban miembros de la comunidad judía romana.
Cuando el papa se levantó para pronunciar su discurso, la tensión llegó al
máximo.
Gabriel resistió la tentación de mirarlo. En cambio, su mirada recorrió la
sinagoga, atento a alguien o algo que pareciera fuera de lo normal. Karl
Brunner, que se encontraba a unos pasos de él, hacía lo mismo. Sus miradas
se cruzaron por un momento. Gabriel decidió que Brunner no era una
amenaza para el Santo Padre.
El papa manifestó su gratitud al rabino y a la comunidad judía por la
invitación. Luego hizo diversos comentarios sobre la belleza de la sinagoga
y la fe judía, y recalcó la herencia común de cristianos y judíos. En
términos tomados de su antecesor, se refirió a los judíos como a los
hermanos mayores de los católicos. «Es una relación especial, un vínculo
entre hermanos —destacó el pontífice—, que se puede romper si no se lo
atiende como es debido». Demasiado a menudo, durante los pasados dos
mil años, los hermanos se habían enfrentado con desastrosas consecuencias
para el pueblo judío. Pablo VII hablaba sin un texto preparado ni notas. Su
público estaba hechizado.
—En abril de 1986, mi antecesor, el papa Juan Pablo II, vino a esta
sinagoga para cerrar la brecha entre nuestras dos comunidades y comenzar
el proceso de curar las heridas. Desde entonces, hemos avanzado mucho. —
El papa hizo una pausa y el silencio fue absoluto—. Pero aún queda mucho
trabajo por delante.
Sonaron unos cálidos aplausos en la sinagoga, a los que se sumaron los
de los cardenales. El padre Donati tocó a Gabriel con el codo y se inclinó
para hablarle al oído, al tiempo que le señalaba con la mirada a los hombres
vestidos de púrpura.
—Mírelos —susurró. Ya veremos si aplauden dentro de unos minutos.
Gabriel escuchó el comentario sin desviar la mirada de los presentes
mientras el pontífice reanudaba su discurso.
—Hermanos y hermanas, Dios se llevó a Juan Pablo antes de que
pudiera acabar su trabajo. Yo pretendo continuarlo donde él lo dejó.
Pretendo asumir su carga y llevarla hasta su destino.
Una vez más, los aplausos interrumpieron al Santo Padre. «Brillante —
pensó Gabriel—. Está presentando su iniciativa como un mera continuación
de un trabajo iniciado en lugar de algo radicalmente nuevo». Gabriel se dio
cuenta de que el hombre que prefería presentarse a sí mismo como un
sencillo cura veneciano era un táctico y un político de primera.
—Los primeros pasos de este viaje de reconciliación fueron fáciles,
comparados con los difíciles que tenemos por delante. Los últimos serán los
más penosos.
Durante el camino, nos sentiremos tentados de dar marcha atrás. Pero
no debemos ceder. Debemos completar este viaje por el bien de los
católicos y los judíos por igual.
El padre Donati tocó de nuevo el brazo de Gabriel.
—Allá vamos —susurró.
—En nuestras respectivas religiones, creemos que el perdón no es algo
que se consigue fácilmente. Los católicos debemos hacer una confesión
sincera si queremos recibir la absolución. Si hemos asesinado a un hombre,
no podemos tomar el nombre de Dios en vano y esperar el perdón. —El
papa sonrió, y sonaron las risas en la sinagoga. Gabriel advirtió que varios
de los cardenales no parecían encontrar divertida la observación del
pontífice—. En el Yom Kippur, el día de la expiación, los judíos deben
buscar a aquellos a quienes han faltado, hacer una confesión sincera de sus
pecados y buscar el perdón. Nosotros, los católicos, debemos hacer lo
mismo. Pero si queremos hacer una confesión sincera, ante todo debemos
conocer la verdad. Por eso estoy ahora aquí.
El Santo Padre hizo una pausa. Gabriel vio que miraba al padre Donati
como si quisiera recibir su fuerza, como si quisiera advertirle de que ya no
había vuelta atrás. El padre Donati asintió y el papa miró de nuevo al
público. Gabriel hizo lo mismo, pero por una razón muy diferente: buscaba
a alguien con una arma.
—Esta mañana, en esta magnífica sinagoga, quiero anunciar una nueva
revisión de las relaciones de la Iglesia con el pueblo judío y de las acciones
de la Iglesia durante la segunda guerra mundial, el período más oscuro de la
historia judía, los años en los que seis millones de personas fueron
inmoladas en las hogueras de la Shoah. A diferencia de los anteriores
estudios de aquel período trágico, todos y cada uno de los documentos
importantes guardados en los archivos secretos del Vaticano, con
independencia de su antigüedad, serán puestos a disposición de un grupo de
eruditos para que los analicen y los valoren.
Entre los periodistas presentes se desató el tumulto. Unos cuantos
reporteros informaban a través de los móviles, mientras que los demás
tomaban notas a un ritmo frenético. Rudolf Gertz permaneció sentado con
los brazos cruzados y la barbilla apoyada en el pecho. Era obvio que su
santidad no se había molestado en comunicarle a su jefe de prensa que hoy
sería noticia. El papa había entrado en aguas inexploradas y estaba
dispuesto a llegar mucho más lejos.
—El holocausto no fue un crimen católico —manifestó—, pero no
podemos pasar por alto que muchísimos católicos, legos y religiosos por
igual participaron en el asesinato de millones de judíos. Debemos confesar
este pecado y debemos suplicar perdón.
Esta vez no se oyeron aplausos, sino un silencio de asombro y
reverencia. Gabriel tuvo la impresión de que nadie de los sentados en la
sinagoga podía creer que tales palabras las pudiera haber pronunciado un
pontífice romano.
—El holocausto no fue un crimen católico, pero la Iglesia sembró la
semilla de la hiedra venenosa, conocida como antisemitismo, y proveyó el
agua y los cuidados que la semilla necesitaba para echar raíces y
diseminarse por toda Europa. Debemos confesar este pecado y debemos
suplicar perdón.
Gabriel advirtió la inquietud entre los cardenales. Las miradas sombrías,
los meneos de cabeza, los encogimientos de hombros. Miró al padre Donati
y le susurró:
—¿Cuál es el cardenal Brindisi?
El secretario del papa negó con la cabeza.
—No está aquí.
—¿Por qué no?
—Pretextó no encontrarse bien. La verdad es que preferiría que lo
quemaran en la hoguera antes de tener que escuchar este discurso.
El papa continuó con el discurso.
—La Iglesia no podía evitar la Shoah, pero posiblemente podríamos
haber evitado su severidad para muchos más judíos. Tendríamos que haber
dejado a un lado los intereses geopolíticos y gritado nuestra condena desde
lo alto de nuestra poderosa basílica. Tendríamos que haber excomulgado a
todos aquellos miembros de la Iglesia que estaban entre los asesinos y los
colaboradores. Después de la guerra, tendríamos que haber dedicado más
tiempo a cuidar de las víctimas en lugar de atender a los autores, muchos de
los cuales encontraron santuario en esta bendita ciudad en su camino al
exilio en países lejanos.
El papa hizo otra pausa y abrió los brazos.
—Por estos pecados y otros que muy pronto se conocerán, ofrecemos
nuestra confesión y suplicamos vuestro perdón. No hay palabras para
describir la profundidad de nuestro dolor. En vuestra hora de mayor
necesidad, cuando las fuerzas de la Alemania nazi os arrancaban de
vuestros hogares en las calles que rodean a esta sinagoga, suplicasteis
ayuda, pero vuestras súplicas fueron respondidas con el silencio. Así que
hoy, cuando suplico perdón, lo hago de la misma manera. En silencio.
El papa Pablo VII agachó la cabeza, unió las manos debajo de la cruz de
su pecho y cerró los ojos. Gabriel miró al Santo Padre con una expresión de
incredulidad y luego miró a la concurrencia. No era el único. Eran muchos
los que se habían quedado boquiabiertos, incluidos los cínicos reporteros.
Dos de los cardenales se habían unido al papa en la oración, pero el resto
parecían tan atónitos como los demás.
Para Gabriel, ver al papa que rezaba en el altar de la sinagoga
significaba algo más. Había hablado. Su iniciativa ya no se podría
abandonar, incluso si no vivía para verla realizada. Si la Crux Vera había
tenido la intención de asesinarlo, deberían haberlo hecho antes de que
hiciera el anuncio. Matarlo ahora sólo serviría para convertirlo en un mártir.
El papa estaba a salvo, al menos por el momento. Ahora Gabriel sólo tenía
una preocupación: conseguir que el Santo Padre regresara sano y salvo a los
apartamentos papales.
Un movimiento captó la atención de Gabriel, un brazo en movimiento,
pero sólo se trataba de Karl Brunner, que había levantado la mano derecha
para tocar el audífono. Su actitud cambió de inmediato. Cuadró los hombros
y pareció echarse hacia adelante sobre las plantas de los pies. La sangre
acudió a su rostro y la alerta iluminó su mirada. Acercó la muñeca a los
labios para decir unas palabras en el micro disimulado en el puño de la
camisa. Luego se acercó rápidamente al padre Donati.
—¿Pasa algo, Karl? —susurró el secretario del papa.
Hay un intruso en el Vaticano.

Eric Lange salió de los apartamentos papales y bajó un piso hasta la


Secretaría de Estado vaticana. En la antecámara se encontró con el padre
Mascone, el leal secretario privado del cardenal Brindisi.
—Por favor, deseo ver al cardenal —dijo Lange.
—Eso es imposible —respondió el padre Mascone, visiblemente
irritado. Acomodó unos papeles—. ¿Quién se cree que es? No puede entrar
aquí sin más y pretender que el cardenal lo reciba.
Lange metió la mano debajo de la chaqueta y cuando la sacó empuñaba
la Stechkin con silenciador.
—Santa María, madre de Dios, reza por mí —murmuró el padre
Mascone.
Lange le disparó en el centro de la frente y se alejó rápidamente.

Gabriel y el padre Donati bajaron a la carrera la escalinata de la


sinagoga. La limusina papal estaba aparcada delante mismo de la entrada,
resplandeciente bajo la llovizna. Varios carabinieri, sentados en sus motos,
vigilaban el vehículo. El padre Donati se acercó al agente que estaba más
cerca.
—Hay una emergencia en el Vaticano. Necesitamos una moto.
El carabiniere negó con la cabeza.
—Lo siento, padre Donati. Va completamente contra las normas. Me
echarían si le dejara mi motocicleta.
Gabriel apoyó una mano en el hombro del agente.
—El papa nos ha encomendado personalmente esta misión —dijo en
italiano—. ¿Está dispuesto a negar una petición personal de su santidad?
El carabiniere se bajó de la moto en un santiamén.
Gabriel se sentó en el sillín y apoyó las manos en el manillar. El padre
Donati montó detrás.
—¿Sabe conducir una cosa de éstas? —preguntó el sacerdote.
—Sujétese.
Gabriel encaró el Lungotevere desierto y aceleró a fondo. Mientras se
dirigía en dirección norte hacia el Vaticano, oyó cómo el padre Donati
rezaba el padrenuestro con gran fervor.

Marco Brindisi se encontraba en el centro del despacho, delante de los


monitores de televisión. Estaba con los brazos abiertos, las palmas
extendidas y el rostro blanco como el papel. En su furia, el zucchetto rojo se
le había caído de la cabeza y yacía sobre la alfombra, junto a sus pies.
—¿Es que nadie silenciará a este hereje? —gritó el cardenal—. ¡Maldito
seas, Carlo! ¡Mátalo! ¿Dónde está tu hombre?
—Estoy aquí —respondió Lange tranquilamente.
El cardenal Brindisi sólo movió un poco la cabeza y se fijó en el
hombre con todo el aspecto de ser un humilde sacerdote que se había colado
silenciosamente en su despacho.
—¿Quién es usted?
Lange levantó la pistola.
—¿Quiere hacer una última confesión, eminencia?
El cardenal entrecerró los párpados.
—¡Que su alma se consuma en el fuego del infierno!
Cerró los ojos y se preparó para morir.
Lange lo complació.
Apretó el gatillo tres veces en rápida sucesión. La Stechkin escupió
fuego, pero no se oyó sonido alguno. Los tres disparos alcanzaron al
cardenal en el pecho y trazaron un triángulo perfecto en su corazón.
Lange se adelantó mientras el cardenal caía de espaldas. Miró los ojos
sin vida. Apoyó la boca del silenciador en la frente del prelado y disparó un
último tiro.
Luego dio media vuelta y abandonó el despacho como si no hubiese
pasado nada.
35

CIUDAD DEL VATICANO

Gabriel tardó tres minutos en llegar a la entrada de la plaza de San


Pedro. Cuando se detuvo con un tremendo frenazo que hizo derrapar la
moto delante de la barricada metálica, el carabiniere de guardia lo
encañonó con la metralleta y se preparó para resistir el asalto. El padre
Donati le mostró su credencial.
—¡Baje el arma, idiota! Soy Luigi Donati, el secretario privado del
papa. Tenemos una emergencia. ¡Aparte la barricada!
—Pero…
—¡Apártela! ¡Ya!
El carabiniere movió una parte de la barricada para abrir un espacio lo
bastante ancho para que pasara la moto. Gabriel cruzó la barrera y se lanzó
a través de la multitud que llenaba la plaza. Los turistas, sorprendidos por la
súbita aparición de la moto, se apartaron a la carrera al tiempo que le
gritaban insultos en media docena de idiomas.
Cuando llegaron a las puertas de bronce, el guardia suizo había
descartado la alabarda y ahora empuñaba una Beretta en posición de tiro.
Bajó el arma al ver que efectivamente era el padre Donati quien iba de
acompañante.
—Nos avisaron de que había un intruso —dijo Donati.
—Así es —confirmó el guardia suizo. Ahora acaban de informar de que
se han producido disparos en el interior del palacio.
En otra vida, el padre Luigi Donati seguramente había sido un as de las
carreras. Delgado, con las piernas largas, se lanzó escaleras arriba. Subió
los escalones de tres en tres y corrió por los pasillos como un velocista que
se encamina hacia la meta. Gabriel tuvo que hacer uso de toda su velocidad
sólo para no perderlo de vista.
Tardaron menos de dos minutos en llegar a las habitaciones del cardenal
Brindisi, en el segundo piso del palacio. Allí había ya varios guardias
suizos, junto con tres sacerdotes de la curia. El cuerpo del padre Mascone
yacía sobre la mesa de la antecámara, en medio de un charco de sangre.
—Dios mío, esto ha llegado demasiado lejos —murmuró el padre
Donati. Se inclinó sobre el sacerdote asesinado y le administró los últimos
sacramentos.
Gabriel entró en el despacho y se encontró con una mano inclinada
sobre el cuerpo del cardenal Brindisi. El padre Donati lo siguió al cabo de
un instante con el rostro ceniciento. Cruzó la habitación como un hombre
que soporta una carga inmensa y luego se dejó caer de rodillas al suelo
junto a la monja, sin darse cuenta de que estaba arrodillado sobre un charco
de sangre.

Desde su posición al final del peristilo, Katrine Boussard lo había


presenciado todo: la llegada de los dos hombres en la motocicleta, la
discusión entre el carabiniere y el sacerdote que afirmó ser el secretario del
papa, la enloquecida carrera a través de la plaza. Estaba claro que sabía que
algo estaba ocurriendo en el interior del palacio. Puso en marcha la moto,
miró a través de la plaza hacia las puertas de bronce y esperó.

La esperanza de Lange de escapar discretamente del Vaticano se había


esfumado. El vestíbulo de la planta baja estaba ocupado por los guardias
suizos y la policía vaticana, y al parecer habían ordenado cerrar las puertas
de bronce. Era obvio que alguien no había hecho caso de sus advertencias y
había dado la voz de alarma. Lange tendría que recurrir a otros medios para
escapar. En un rápido intento por cambiar su aspecto, se quitó las gafas y se
las guardó en el bolsillo. Luego caminó con normalidad hacia las puertas de
bronce. Un guardia suizo le dio el alto apoyándole una mano en el pecho.
—No se puede entrar ni salir hasta nueva orden.
—Mucho me temo que no pueda esperar —respondió Lange sin alzar la
voz—. Tengo una cita urgente.
—Ordenes son órdenes, monseñor. Se ha producido un tiroteo. Nadie
puede salir.
—¿Un tiroteo? ¿En el Vaticano? ¡Dios mío!
Lange se persignó para engañar al guardia suizo y, con el mismo
movimiento, metió la mano debajo de la chaqueta y sacó la Stechkin. El
guardia intentó con desesperación sacar la pistola que llevaba en uno de los
bolsillos de su uniforme renacentista, pero antes de que pudiera llegar a
empuñarla, Lange le disparó dos veces en el pecho.
Se oyeron gritos mientras Lange corría hacia las puertas de bronce. Un
guardia suizo se interpuso en su camino con una Beretta en la mano. Vaciló.
Lange estaba rodeado de sacerdotes y burócratas de la curia. El hombre que
pasaba ocho horas al día con una alabarda en la mano no estaba preparado
para disparar a un blanco móvil en medio de una multitud y arriesgarse a
matar a un inocente. Pero Lange no tenía los mismos escrúpulos. Levantó la
Stechkin y lo abatió de un disparo.
Continuó la carrera hacia la salida. Esta vez fue un carabiniere quien le
salió al encuentro con la metralleta a la altura de la cadera y le gritó que
soltara el arma. Lange le disparó mientras corría. El carabiniere se
desplomó sobre los adoquines de San Pedro.
Después se encontró con algo que parecía sacado de su peor pesadilla:
media docena de carabinieri, que corrían directamente hacia él a través de
la plaza, con las metralletas en ristre. Esta vez, no podía abrirse paso a tiro
limpio. «Vamos, Katrine. ¿Dónde estás?».
A unos pocos pasos había una mujer, una muchacha norteamericana a
juzgar por su aspecto, de unos veinticinco años, paralizada por el terror.
Lange cubrió la distancia que lo separaba de la joven en un santiamén, la
cogió por los cabellos y la apretó contra su cuerpo. Los carabinieri se
detuvieron. Lange apoyó el cañón de la pistola contra la cabeza de la
muchacha y comenzó a arrastrarla a través de la plaza.
Gabriel oyó los gritos procedentes de la plaza. Se acercó a la ventana
del despacho del cardenal Brindisi, separó la cortina y miró hacia abajo. La
plaza se había convertido en un caos: carabinieri que corrían con las armas
en las manos, turistas que buscaban refugio en el peristilo y, en el centro de
la plaza, un hombre vestido de clérigo que apuntaba con una arma a la
cabeza de una mujer.

Katrine Boussard también lo vio, aunque desde otro ángulo; se


encontraba en el extremo del peristilo de Bernini. Cuando comenzó el
tumulto en la plaza, el carabiniere que había abierto la barricada para que
pasaran los dos hombres de la motocicleta abandonó su puesto y corrió
hacia el palacio. Katrine puso la moto en marcha, cruzó la brecha en la
barricada y entró en la plaza.
Lange la vio venir. Cuando llegó a su lado, lanzó a la muchacha al suelo
de un violento empellón, se montó en la moto delante de Katrine, empuñó
el manillar, giró violentamente y se dirigió hacia la puerta de la plaza de
San Pedro. Al ver la maniobra, un carabiniere echó a correr a lo largo de la
barricada con la intención de cerrar la brecha antes de que llegara la moto.
Lange apuntó y disparó los dos últimos proyectiles que le quedaban en el
cargador. El carabiniere cayó fulminado.
El asesino pasó por la brecha y se dirigió hacia el sur. Un segundo más
tarde, había desaparecido.

La plaza de San Pedro era un caos. Estaba claro que la primera


prioridad de la policía sería asegurar la zona y atender a los heridos más que
perseguir al responsable de todo aquello. Gabriel sabía que un profesional
sólo tardaría unos segundos en desaparecer en el laberinto de Roma; él
mismo lo había hecho en una ocasión. En un momento, el Leopardo, el
hombre que había asesinado a Benjamin y a muchos más, se habría
esfumado para siempre.
La motocicleta que habían utilizado Gabriel y el padre Donati para venir
desde la sinagoga seguía en el mismo lugar donde la habían dejado, a unos
pocos metros de las puertas de bronce. Gabriel aún tenía las llaves en el
bolsillo. Se montó en el sillín y cruzó la plaza a toda velocidad.
Al final del peristilo, giró a la derecha, tal como había hecho el asesino,
y de inmediato se vio obligado a tomar una decisión. Podía continuar a lo
largo del perímetro de la ciudad Estado o girar a la izquierda, hacia el
extremo sur del inmenso parque de Janículo. Mientras Gabriel aminoraba la
velocidad y pensaba, un turista con una cámara colgada alrededor del cuello
se adelantó y le gritó en francés:
—¿Está buscando al sacerdote con una pistola?
El francés le señaló el Borgo Santo Spirito, una angosta callejuela
adoquinada donde se levantaban los edificios de oficinas vaticanas y las
tiendas que vendían objetos religiosos a los turistas. Gabriel giró a la
izquierda y aceleró a fondo. Tenía sentido. Si el asesino había seguido esa
vía de escape, desaparecería por cualquiera de los numerosos caminos del
parque. Luego podría seguir por el laberinto de callejuelas del Trastevere y,
en cuestión de minutos, cruzar el río y meterse en los barrios residenciales
del Aventino.
Después de recorrer un centenar de metros, Gabriel giró a la derecha y
pasó por delante de la fachada de un viejo palazzo. Llegó a una plaza muy
concurrida cerca del río y de nuevo giró a la derecha para subir una rampa
de acceso que conducía al parque. En lo alto se encontró con una rotonda
junto a la entrada de una parada de autobús. A Gabriel le pareció avistar al
asesino por primera vez, un motociclista vestido de negro, con una pasajera.
La moto aceleró mientras rodeaba la rotonda y luego desapareció en el
parque. Gabriel la siguió.
A ambos lados del camino había anchas aceras de gravilla y viejos
cipreses. Seguía el lomo de la colina y subía gradualmente, así que, al cabo
de unos segundos, Gabriel tuvo la sensación de estar flotando por encima de
la ciudad. Cuando se acercó al Piazzale Giuseppe Garibaldi, vio un destello
en el tráfico, una motocicleta que avanzaba peligrosamente entre los
coches, conducida por un hombre de negro. En cuanto entró en el caos del
enorme piazzale, Gabriel lo perdió de vista; luego volvió a ver la moto, en
el momento en que giraba por una carretera secundaria que bajaba la colina
hacia el Trastevere. Gabriel aceleró de nuevo y se abrió paso entre el
tráfico, sin hacer el menor caso del coro de bocinazos y maldiciones de los
demás conductores.
El camino de bajada del parque era un sinfín de vueltas y revueltas. La
motocicleta del carabiniere era más potente que la del asesino, y Gabriel no
tenía los problemas de peso y equilibrio que representaba llevar a un
pasajero. Acortó distancias rápidamente y no tardó en colocarse a unos
treinta metros detrás del asesino.
Gabriel metió la mano debajo de la chaqueta y desenfundó la Beretta.
Se la pasó a la mano izquierda y aceleró al máximo con la derecha. La moto
salió disparada. La mujer lo miró por encima del hombro, luego se giró y,
aunque no podía apuntar, comenzó a dispararle con una pistola automática.
Gabriel apenas si oyó el sonido de las detonaciones por encima del
estruendo de los motores de las motocicletas. Uno de los proyectiles
atravesó el parabrisas, y la moto se sacudió con el impacto. La mano de
Gabriel se deslizó del acelerador. El Leopardo se distanció. Gabriel
consiguió empuñar de nuevo el acelerador. Con una lentitud desesperante,
comenzó a cerrar poco a poco la brecha.

Lange apartó la mirada de la carretera sólo el tiempo necesario para


echar una ojeada al retrovisor y ver quién era el hombre que lo perseguía:
cabellos oscuros, piel morena, facciones delgadas y una mirada de fiera
decisión en los ojos. ¿Se trataba de Gabriel Allon? ¿El agente cuyo nombre
en clave era Sword, que había entrado tranquilamente en una casa en Túnez
para asesinar como si nada a uno de los hombres más protegidos del
planeta? ¿El hombre que Casagrande le había prometido que no sería un
problema? Lange confiaba en poder devolverle algún día el favor.
Ahora, lo principal era centrarse en lo más urgente: encontrar una vía de
escape. Tenía un coche aparcado al otro lado del río, en el Aventino. Para
llegar hasta allí, necesitaba atravesar el laberinto del Trastevere. Estaba
seguro de que allí conseguiría despistar al israelí si es que aún seguía con
vida.
Pensó en su casa en Grindelwald, en el placer de esquiar hasta la ladera
del Eiger y en las bellas mujeres que invitaba a su enorme cama. Luego se
imaginó la alternativa: pudrirse en una cárcel italiana, subsistir a base de
bazofia, no volver a tocar a una mujer durante el resto de su vida. Cualquier
cosa era mejor que eso; incluso la muerte.
Aceleró al máximo y condujo como un enloquecido. Las callejuelas del
Trastevere aparecieron delante. La libertad. Miró de nuevo por el retrovisor,
y vio que el israelí había recortado la distancia y se disponía a disparar.
Lange intentó coger un poco más de velocidad, pero el motor no respondió.
Era por Katrine; el peso adicional le restaba velocidad.
Entonces oyó los disparos, oyó el silbido de los proyectiles. Katrine
gritó. Las manos que sujetaban la cintura del hombre se aflojaron.
—¡Aguanta! —gritó Lange, aunque en su voz no había la menor
convicción.
Salió del parque y entró en el Trastevere por una calle flanqueada de
edificios cochambrosos. Luego giró por una callejuela adoquinada, con
coches aparcados a ambos lados. Al final de la callejuela se alzaba el
campanario de una iglesia románica, con una cruz en lo alto, como la mira
de un fusil. Lange se dirigió hacia el templo.
Katrine se sujetaba cada vez con menos fuerza. Lange echó un vistazo
por encima del hombro. Le manaba sangre de la boca y su rostro tenía el
color de la tiza. Miró por el retrovisor: el israelí estaba a unos treinta
metros, no más, y acortaba distancias rápidamente.
—Perdóname, Katrine —murmuró Lange.
Le sujetó la muñeca y se la retorció hasta que oyó el chasquido de los
huesos al romperse. Katrine soltó un alarido e intentó sujetarse al torso del
hombre, pero con una sola mano fue un intento inútil.
Lange notó cómo el peso del cuerpo de la chica se deslizaba del sillín de
la moto. El ruido del cuerpo al chocar contra los adoquines fue algo que
nunca conseguiría olvidar.
No miró atrás.
La mujer cayó sobre el adoquinado y se deslizó en diagonal. Gabriel
dispuso de una fracción de segundo para reaccionar. Apretó las palancas de
los frenos con todas sus fuerzas, pero comprendió que no conseguiría
detener a tiempo la pesada motocicleta, por lo que inclinó la moto
violentamente hacia la izquierda hasta tocar los adoquines. Se golpeó la
cabeza contra el pavimento. Mientras se deslizaba por la calle, los
adoquines lo despellejaron. En algún momento vio cómo la moto volaba
por los aires.
Gabriel chocó contra el cuerpo de la mujer y se encontró mirando sus
hermosos ojos sin vida. Levantó la cabeza a tiempo para ver cómo el
Leopardo continuaba la fuga y desaparecía detrás del campanario de una
iglesia.
Luego perdió el conocimiento.

En el tumulto de la plaza de San Pedro, nadie se fijó en un anciano que


cruzaba lentamente las piedras gastadas por el tiempo y los millones de
pisadas. Miró al guardia suizo moribundo, con el hermoso uniforme
manchado con su sangre. Se detuvo brevemente junto al cadáver de un
joven carabiniere. Vio a la muchacha norteamericana que gritaba en los
brazos de su madre. Dentro de unos pocos minutos, el horror sería todavía
mayor, cuando se hiciera público el asesinato del cardenal. Las piedras de
San Pedro bañadas en sangre. Una pesadilla. Mucho más terrible que aquel
día de 1981, cuando casi habían acabado con la vida del polaco. «Yo soy el
autor de todo esto —pensó Casagrande—. Es obra mía».
Cruzó el peristilo y se encaminó hacia la puerta de Santa Ana. Pensó en
lo que vendría después. La inevitable revelación de la conjura. El
desenmascaramiento de la Crux Vera. ¿Cómo podía explicar Casagrande
que en realidad había salvado la vida del papa? ¿Que había salvado la
existencia de la propia Iglesia con el asesinato del cardenal Brindisi? La
sangre en la plaza de San Pedro había sido necesaria. Era una sangre
purificadora. Pero nadie lo creería. Moriría sumido en el oprobio como un
infame. Un asesino.
Se detuvo al llegar delante de la iglesia de Santa Ana. Un guardia suizo
la vigilaba. Lo habían llamado de prisa y corriendo, y vestía un pantalón
tejano y una sudadera. Pareció sorprendido al ver que Casagrande subía
lentamente la escalinata.
—¿Hay alguien en el interior? —preguntó Casagrande.
—No, general. Desalojamos la iglesia en cuanto comenzó el tiroteo. Las
puertas están cerradas.
—Por favor, ábralas. Necesito rezar.
La pequeña nave estaba a oscuras. El guardia suizo permaneció cerca de
la puerta y observó con curiosidad al general, cuando avanzó por el pasillo
y se arrodilló delante del altar. Casagrande rezó fervorosamente y luego
metió una mano en el bolsillo del abrigo.
El guardia suizo echó a correr al tiempo que le gritaba: «¡No, general.
Deténgase!». Pero Casagrande no pareció oírlo. Se metió el cañón en la
boca y apretó el gatillo. Un único disparo resonó en el interior de la iglesia
vacía. El viejo permaneció en equilibrio sobre las rodillas durante unos
segundos, los suficientes como para que el guardia suizo creyera que había
fallado el disparo. Luego el cuerpo se inclinó hacia adelante y cayó de
bruces al pie del altar. Carlo Casagrande, el salvador de Italia, estaba
muerto.
QUINTA PARTE

Una iglesia en Venecia


36

ROMA

En la undécima planta de la clínica Gemelli había unas habitaciones que


sólo conocían un puñado de personas. Eran absolutamente sencillas, como
correspondía a las habitaciones de un sacerdote. En una de ellas había una
cama de hospital. En otra, sofás y sillas. La tercera era una capilla privada.
En el vestíbulo de la entrada había una mesa para los guardias. Siempre
había uno de vigilancia, incluso cuando las habitaciones estaban vacías.
En los días siguientes a los sangrientos episodios en el Vaticano, las
habitaciones las ocupó un paciente sin nombre. Sus heridas eran muy
graves: fractura de cráneo, una vértebra y cuatro costillas rotas, cortes y
abrasiones por todo el cuerpo. Una intervención quirúrgica de urgencia
había aliviado la presión provocada por la inflamación del cerebro, pero el
paciente permanecía en coma. Debido a las terribles heridas en la espalda,
lo habían acostado boca abajo, con el rostro vuelto hacia la ventana. Una
máscara de oxígeno ocultaba parte del rostro hinchado. Los párpados,
ennegrecidos por los golpes, permanecían cerrados.
Había pruebas más que suficientes como para dar fe de que se trataba de
un hombre de cierta importancia. El padre Luigi Donati, secretario privado
del papa, llamaba varias veces al día para interesarse por su estado. Una
pareja de guardias no se apartaba nunca de su puerta. Asimismo, estaba el
hecho sorprendente de que estuviera en esas habitaciones, porque las
habitaciones en la undécima planta de la clínica Gemelli están reservadas
para un único hombre: el sumo pontífice de la Iglesia católica.
Durante los primeros cuatro días, sólo había dos visitantes: una hermosa
joven, alta, con los cabellos largos y rizados y los ojos negros, y un hombre
mayor con el rostro como una roca del desierto. La muchacha hablaba
italiano, el viejo no. Las enfermeras asumieron, aunque equivocadamente,
que el viejo era el padre del paciente. Los visitantes se instalaron en la
habitación que servía de sala de espera y no se movieron de allí.
El viejo parecía preocupado por la mano derecha del paciente, cosa que
a las enfermeras les pareció extraño, dado que todas las demás heridas eran
mucho más graves. Se llamó a un radiólogo. Se hicieron radiografías. Un
especialista en traumatología decidió que la mano había salido
prácticamente ilesa del accidente, aunque tomó nota de una profunda herida
entre el pulgar y el índice, una herida reciente que no había cicatrizado bien.
El quinto día, colocaron un reclinatorio junto a la cama. El papa llegó al
atardecer, acompañado por el padre Donati y un solo guardia suizo. Pasó
una hora arrodillado junto al hombre inconsciente, dedicado a la oración
con los ojos cerrados. Cuando acabó, acercó una mano y acarició
suavemente la del herido.
En el momento en que se levantaba, la mirada del papa se fijó en el
crucifijo de madera tallada colocado sobre la cabecera de la cama. Lo miró
durante unos segundos antes de extender los dedos y hacer la señal de la
cruz. Después, se inclinó hacia el padre Donati y le susurró algo al oído. El
secretario se acercó a la cabecera y descolgó el crucifijo con mucho
cuidado.
Veinticuatro horas después de la visita del papa, la mano derecha del
hombre comenzó a moverse; el mismo movimiento, una y otra vez: un
golpe seguido de tres rápidos movimientos laterales. Golpe, movimiento,
movimiento, movimiento… Golpe, movimiento, movimiento, movimiento.
Esta ocurrencia causó un acalorado debate entre el equipo médico.
Algunos lo descartaron como de naturaleza espasmódica. Otros temieron
que fuera consecuencia de un derrame. La muchacha alta de ojos negros les
comunicó que no era un espasmo ni un derrame. «Está pintando —afirmó
—. Muy pronto volverá a estar con nosotros».
Al día siguiente, una semana después del ingreso, el paciente sin
nombre recobró la conciencia por unos instantes. Abrió los ojos lentamente,
parpadeó al ver la luz del sol y después miró intrigado el rostro del viejo,
como si no lo reconociera.
—¿Ari?
—Nos has tenido muy preocupados.
—Me duele todo.
—No lo dudo.
El paciente miró de nuevo hacia la ventana.
—Yerushalayim?
—Roma.
—¿Dónde?
El viejo se lo dijo. El hombre herido esbozó una sonrisa debajo de la
máscara de oxígeno.
—¿Dónde está Chiara?
—Está aquí. No se ha movido.
—¿Acabé con él?
Antes de que Shamron pudiera responderle, Gabriel cerró los ojos y se
durmió una vez más.
37

VENECIA

Transcurrió un mes antes de que Gabriel estuviera en condiciones de


regresar a Venecia. Él y Chiara se instalaron en el Cannaregio, en una casa
de cuatro plantas y un pequeño muelle con una lancha. La entrada,
flanqueada por dos grandes tiestos de geranios, se abría a un tranquilo patio
que olía a romero. El sistema de seguridad, instalado por una modesta
empresa de electrónica con sede en Tel Aviv, era digno de la academia.
Gabriel no estaba lo bastante recuperado como para reanudar su batalla
con el Bellini. Su visión era confusa, y no podía permanecer de pie mucho
tiempo sin marearse. La mayoría de las noches, se despertaba con unas
jaquecas terribles. La primera vez que Francesco Tiepolo le vio la espalda,
se dijo que estaba mirando a un hombre a quien habían azotado. Tiepolo
apeló al superintendente a cargo de las iglesias de Venecia para que
retrasara otro mes la reapertura de San Zaccaria para que el señor
Delvecchio pudiera recuperarse totalmente de su desgraciado accidente de
moto. El superintendente sugirió a su vez que Tiepolo subiera al andamio y
acabara el Bellini a tiempo. «¡Los turistas están a punto de llegar,
Francesco! ¿Esperas que ponga un cartel en la iglesia de San Zaccaria
donde diga que está cerrada por reformas?». Contra lo que era habitual, el
Vaticano intervino en la disputa. El padre Luigi Donati envió un furibundo
e-mail a Venecia, donde comunicaba el deseo del Santo Padre de que se
permitiera al señor Delvecchio acabar la restauración de la obra maestra de
Bellini. El superintendente cambió de opinión en el acto. Al día siguiente,
entregaron una caja de bombones venecianos en la casa del Cannaregio,
junto con una nota donde se deseaba a Gabriel una rápida recuperación.
Mientras Gabriel se reponía, se comportaron como típicos venecianos.
Comieron en restaurantes desconocidos para los turistas, y todas las noches
después de cenar pasearon por el Ghetto Nuovo. Algunas noches, después
del Ma’ariv, el padre de Chiara se reunía con ellos. Se interesaba
amablemente por la naturaleza de su relación y sondeaba las intenciones de
Gabriel. Chiara lo dejaba hablar el tiempo que consideraba prudente, y
luego le daba una palmadita en el hombro y decía: «Papa, por favor». A
continuación, los cogía a los dos por el brazo y paseaban por el campo en
silencio, acariciados por la suave brisa nocturna.
Gabriel nunca se marchaba del gueto sin pasar antes por la Casa
Israelitica di Riposo y mirar a través de la ventana a los ancianos
entretenidos en ver la televisión. Su postura era siempre la misma: la mano
derecha en la barbilla, la mano izquierda como soporte del codo derecho y
la cabeza levemente inclinada hacia abajo. Chiara se lo imaginaba en lo alto
del andamio, con la mirada fija en la pintura dañada, con un pincel entre los
dientes.

Sin nada más que hacer durante la primavera, sino esperar a que Gabriel
se recuperara del todo, siguieron con gran interés los acontecimientos en el
Vaticano. Fiel a su promesa, el papa Pablo VII puso en marcha su iniciativa
con el nombramiento de un grupo de historiadores y expertos para que
analizaran el papel del Vaticano durante la segunda guerra mundial, junto
con la larga historia de antisemitismo de la Iglesia. Eran doce miembros en
total: seis católicos y seis judíos. De acuerdo con las reglas establecidas
antes de empezar los trabajos, los historiadores dedicarían cinco años a
analizarlos innumerables documentos guardados en los archivos secretos
vaticanos. Sus trabajos se desarrollarían enel más absoluto secreto. Al final
de los cinco años, el grupo presentaría un informe al papa, el actual o el
sucesor, para que adoptara las medidas pertinentes. De Nueva York a
Jerusalén, pasando por París, la respuesta de la comunidad judía mundial
fue abrumadoramente positiva.
Al cabo de un mes de comenzar su tarea, el grupo presentó su primera
petición de documentos a los archivos secretos. Entre los documentos de la
primera remesa había un memorándum escrito por el obispo Sebastiano
Lorenzi de la Secretaría de Estado a su santidad el papa Pío XII. El
memorándum, que se creía destruido, ofrecía detalles de una reunión
secreta celebrada en un convento del lago Garda en 1942. Los miembros de
la comisión, fieles a las normas, no lo mencionaron en público.
La iniciativa del papa no tardó en verse superada en la atención popular
por lo que en la prensa italiana se denominó el caso de la Crux Vera. En una
serie de artículos incendiarios, Benedetto Foà, el corresponsal de La
Repubblica en el Vaticano, destapó la existencia de una sociedad secreta
católica que se había infiltrado en los más altos niveles de la Santa Sede, el
gobierno italiano y el mundo financiero de Italia. De acuerdo con las
fuentes anónimas citadas por Foà, los tentáculos de la Crux Vera se
extendían desde Europa a Estados Unidos y Sudamérica. El difunto
secretario de Estado, el cardenal Marco Brindisi, aparecía como líder de la
Crux Vera, junto con el esquivo financiero Roberto Pucci y el fallecido jefe
de la Oficina de Seguridad vaticana, Carlo Casagrande. A través de sus
abogados, Pucci emitió un comunicado donde negaba todas las acusaciones,
pero, a poco de publicarse el artículo de Foà, un banco propiedad de Pucci
tuvo un problema de liquidez y quebró. La fallida del banco hizo que se
descubriera que el imperio Pucci no era más que un chiringuito financiero,
y en cuestión de semanas estaba hundido en la ruina. Pucci huyó de su
querida «Villa Galatina» y se exilió en Cannes.
Por su parte, el Vaticano se aferró públicamente a la teoría de que el
autor de los crímenes era un fanático religioso sin vinculaciones con ningún
país, organización terrorista o sociedad secreta. Negó rotundamente la
existencia de un grupo clandestino llamado Crux Vera, y recordó a los
vaticanistas que las sociedades y las logias secretas estaban estrictamente
prohibidas en el seno de la Iglesia. Así y todo, no tardó en ser aparente para
los periodistas acreditados y todos aquellos interesados en los asuntos
vaticanos que el papa Pablo VII estaba haciendo limpieza. Más de una
docena de destacados miembros de la curia fueron reasignados a tareas
pastorales o se retiraron, incluido el titular de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Después del nombramiento del sustituto de Marco
Brindisi, también hubo una reorganización a fondo de la Secretaría de
Estado. El hasta entonces jefe de la Oficina de Prensa Rudolf Gertz regresó
a Viena.
Ari Shamron controló la convalecencia de Gabriel desde Tel Aviv.
Contra los deseos de Lev, Shamron se las apañó para regresar al bulevar
King Saul y dirigir lo que se llegó a conocer como el equipo Leopardo. El
único objetivo de dicho grupo era localizar y neutralizar al esquivo
terrorista considerado como presunto autor del asesinato de Benjamín Stern
y muchos más. El trabajo pareció rejuvenecer a Shamron; aquellos que
estaban cerca observaron una notable mejoría en su aspecto.
Desafortunadamente para los miembros del equipo, la mejoría de salud
fue acompañada por la reaparición de su irascible temperamento y una
dedicación plena. No se dejaba sin investigar ni la más mínima pista, ni
ningún rumor. Tuvieron noticias de un supuesto avistamiento del Leopardo
en París y otro en Helsinki. La policía checa sospechaba que el Leopardo
estaba detrás de un asesinato en Praga. Su nombre reapareció en Moscú
vinculado al asesinato de un jefe de inteligencia. Un agente de la Oficina en
Bagdad oyó rumores de que el Leopardo acababa de firmar un contrato con
el servicio secreto iraquí.
Las pistas eran tentadoras, pero ninguna dio fruto. A pesar de los
fracasos, el viejo le rogó a su equipo que no perdiera la fe. Shamron tenía su
propia teoría sobre cómo encontrar al Leopardo. Sólo le interesaba el
dinero, le dijo Shamron a su gente, y el dinero acabaría por perderlo.

Una cálida tarde de finales de mayo, un balón voló hacia Gabriel


cuando caminaba con Chiara por el campo di Ghetto Nuovo. Soltó la mano
de Chiara y corrió ágilmente al encuentro del balón «¡Gabriel! ¡La
cabeza!», le gritó la joven, pero él no le prestó atención. Chutó el balón
antes de que tocara el suelo con una volea que resonó en la fachada de la
sinagoga. El balón se elevó en una trayectoria perfecta y acabó en las
manos de un chiquillo, de unos doce años, con un káppah sobre los cabellos
rizados. El chico miró a Gabriel por un momento, luego le dedicó una
sonrisa y corrió a reunirse con sus compañeros. En cuanto regresó a casa,
Gabriel llamó a Francesco Tiepolo y le dijo que estaba preparado para
reanudar el trabajo.

El andamio estaba tal cual lo había dejado; los pinceles, la paleta y los
pigmentos también. Tenía la iglesia para él solo. Los demás —Adriana,
Antonio Politi y el resto del equipo de San Zaccaria— habían completado
su trabajo y se habían marchado hacía tiempo. Chiara nunca abandonaba la
iglesia cuando Gabriel estaba en su interior. De espaldas a la puerta,
enmarcado por el majestuoso retablo, era un blanco tentador, así que se
sentaba al pie del andamio mientras él trabajaba, con sus ojos negros
siempre enfocados hacia la puerta. Sólo le había pedido una cosa —que él
retirara la lona— y, para su sorpresa, Gabriel había accedido.
Trabajaba muchas horas, más de las que hubiese preferido en
circunstancias normales, pero estaba decidido a terminarlo lo más rápido
posible. Tiepolo iba todos los mediodías para llevarle la comida y controlar
sus progresos. Algunos días se quedaba un poco más para hacerle compañía
a Chiara. Incluso en una ocasión se encaramó pesadamente en el andamio
para consultar con Gabriel unas dificultades en el ábside.
Gabriel trabajaba con una gran confianza. Había pasado tanto tiempo
estudiando a Bellini y sus obras que algunos días casi notaba la presencia
del maestro a su lado, que le decía qué debía hacer a continuación.
Trabajaba desde el centro hacia afuera: la Virgen y el niño, los santos y los
fieles, el intrincado fondo. Pensaba en el caso de la misma manera.
Mientras trabajaba, había dos preguntas que le rondaban en el
subconsciente: ¿quién le había dado a Benjamin los documentos sobre la
reunión en Garda?, y ¿por qué?

Una tarde, a finales de junio, Chiara lo vio de pie en el borde del


andamio con la mano derecha en la barbilla, la mano izquierda como
soporte del codo derecho, la cabeza apenas inclinada hacia abajo. Gabriel
permaneció inmóvil durante mucho tiempo, diez minutos en el reloj de
Chiara, con los ojos que recorrían de arriba abajo, de izquierda a derecha el
imponente retablo. Chiara apoyó una mano en uno de los pilares del
andamio y lo sacudió una vez, de la misma manera que hacía Tiepolo.
Gabriel la miró con una sonrisa en el rostro.
—¿Está acabado, señor Delvecchio?
—Casi —respondió él, con un tono distante—. Sólo necesito hablar con
él una vez más.
—¿De qué demonios estás hablando?
Gabriel no le respondió. Se arrodilló y dedicó los minutos siguientes a
limpiar los pinceles y la paleta, y a guardar las pinturas en la caja. Luego
bajó del andamio, cogió a Chiara de la mano y salió de la iglesia por última
vez. En el camino de regreso a casa, se detuvieron en el despacho de
Tiepolo en San Marco. Gabriel le dijo que necesitaba ver al Santo Padre.
Cuando llegaron a la casa del Cannaregio, había un mensaje en el
contestador: «Puertas de bronce, mañana por la tarde, a las ocho. Sea
puntual».
38

CIUDAD DEL VATICANO

Gabriel cruzó la plaza de San Pedro con la última luz de la tarde. El


padre Donati lo recibió en las puertas de bronce. Le estrechó la mano
solemnemente y le comentó que tenía mucho mejor aspecto que la última
vez que se habían visto.
—El Santo Padre lo espera —dijo el padre Donati—. Será mejor que no
nos entretengamos.
El sacerdote precedió a Gabriel en la Scala Regia. Una caminata de
cinco minutos por un laberinto de pasillos y patios en penumbra los condujo
hasta los jardines vaticanos. En la suave luz crepuscular, el papa era
claramente visible. Caminaba por un sendero cerca del colegio Etíope; la
sotana blanca resplandecía como un soplete de acetileno.
El padre Donati dejó a Gabriel junto al pontífice y emprendió el camino
de regreso al palacio. El Santo Padre cogió a Gabriel por el brazo y lo guio
por el sendero. El aire era cálido y olía a pino.
—Me complace enormemente verlo con tan buen aspecto —comentó el
papa—. Su recuperación ha sido extraordinaria.
—Shamron está convencido de que fueron sus oraciones las que me
sacaron del coma. Dice que está dispuesto a presentarse como testigo del
milagro de la clínica Gemelli cuando inicien el proceso de su beatificación.
—No estoy muy seguro de cuántos en la Iglesia darán su apoyo a mi
canonización después de que la comisión acabe con su trabajo. —Se rio por
lo bajo y apretó el brazo de Gabriel—. ¿Está satisfecho con la restauración
del retablo de San Zaccaria?
—Sí, su santidad. Gracias por intervenir en mi favor.
—Era la única solución justa. Usted comenzó la restauración. Era lo
correcto que también la acabase. Además, ese retablo es una de mis pinturas
favoritas. Necesitaba las manos del gran Mario Delvecchio.
El papa condujo a Gabriel por un angosto sendero que llevaba a los
muros del Vaticano.
—Venga, quiero mostrarle algo.
Caminaron directamente hacia la torre de transmisiones de Radio
Vaticano. Cuando llegaron al muro, subieron los escalones hasta el
parapeto. La ciudad se extendía ante ellos, sucia, polvorienta, bulliciosa,
viva, la Roma eterna. Desde ese ángulo, con esa luz, no se diferenciaba en
mucho de Jerusalén. Sólo faltaba el grito del muecín que llamaba a los
fieles a la oración de la víspera. Luego, los ojos de Gabriel miraron más allá
del Tíber, hacia la sinagoga en la entrada del viejo gueto, y comprendió por
qué el papa lo había llevado allí.
—¿Tiene alguna pregunta que formularme, Gabriel?
—Así es, santidad.
—Sospecho que quiere saber cómo fue que Benjamín Stern recibió los
documentos sobre la reunión en Garda.
—Es usted un hombre muy sabio, santidad.
—¿Lo soy? Mire lo que he hecho.
El papa permaneció en silencio durante un momento, con la mirada fija
en la imponente sinagoga. Luego se volvió hacia Gabriel.
—¿Será mi confesor, Gabriel, quiero decir, metafóricamente hablando,
por supuesto?
—Seré lo que usted quiera, santidad.
—¿Sabe lo que es el secreto de confesión? Lo que le diga esta noche no
podrá repetirlo jamás. Por segunda vez, pongo mi vida en sus manos. —
Desvió la mirada—. La pregunta es: ¿en las manos de quién? ¿Son las
manos de Gabriel Allon o son las manos de Mario Delvecchio, el
restaurador?
—¿Cuáles prefiere?
El papa miró de nuevo a través del río, hacia la sinagoga. No respondió
a la pregunta de Gabriel y comenzó a hablar.
El Santo Padre le habló a Gabriel del cónclave, de la terrible noche de
agonía en la residencia de Santa Marta, cuando, como Cristo en el huerto de
Getsemaní, le había suplicado a Dios que apartara aquella copa de sus
labios. ¿Cómo podía un hombre que conocía el terrible secreto del acuerdo
de Garda ser escogido para dirigir la Iglesia? ¿Qué haría con dicho
conocimiento? La noche anterior a la última sesión del cónclave, llamó al
padre Donati a su habitación y le dijo a su secretario que renunciaría al
papado si salía electo. Luego, por primera vez, le relató a su fiel
colaborador lo que había ocurrido en el convento junto al lago aquella
noche de 1942.
—El padre Donati se mostró horrorizado —dijo el papa—. Creyó que el
Espíritu Santo me había escogido por una razón, que no era otra que
confesar el secreto del acuerdo de Garda y limpiar la Iglesia. Pero el padre
Donati es un hombre muy astuto y muy ducho. Sabía que el secreto debía
ser descubierto de una manera que no acabara con mi papado en sus
primeros pasos.
—Tenía que descubrirlo algún otro que no fuese usted.
El pontífice asintió. El padre Donati había iniciado la búsqueda de la
hermana Regina Carcassi. Visto en retrospectiva, era probable que la
implacable búsqueda del padre Donati en los registros de la Iglesia hubiera
alertado a los sabuesos de la Crux Vera. Encontró que vivía sola en un
pueblo del norte. Durante la visita le preguntó por sus recuerdos de aquella
noche de 1942, y ella le entregó una copia de la carta que había escrito la
noche anterior a su boda. El padre Donati quiso saber si estaría dispuesta a
hablar públicamente. La hermana Regina le respondió que había pasado
mucho tiempo, pero que haría lo que le dijera el padre Donati.
A pesar de que la carta de la hermana Regina era un testimonio
fundamental, el padre Donati sabía que necesitaba algo más. Hacía años que
en la curia corría el rumor de que el KGB había estado en posesión de un
documento de gravísimas consecuencias para la Iglesia. Según los rumores,
el documento había estado a punto de filtrarse durante el enfrentamiento
con el papa polaco, pero las cabezas más frías dentro del KGB habían
prevalecido y no lo habían sacado de los archivos. En consecuencia, el
padre Donati realizó un viaje secreto a Moscú para reunirse con el jefe del
organismo que había reemplazado al KGB: el servicio de inteligencia
extranjera ruso. Después de tres días de negociaciones, se había hecho con
el documento. Se trataba de un memorándum de Martin Luther a Adolf
Eichmann referente a una reunión en un convento en el lago Garda, que
había sido capturado por las tropas rusas en los últimos días de la guerra.
—Cuando lo leí, me di cuenta de que la batalla que tenía por delante
sería muy difícil —manifestó el papa—. Verá, en el documento aparecían
dos palabras terribles.
—Crux Vera —dijo Gabriel, y el Santo Padre asintió. «Crux Vera».
El padre Donati comenzó a buscar al hombre adecuado para dar a
conocer esos documentos a la opinión pública. Un hombre apasionado por
la verdad. Un hombre cuyos trabajos anteriores lo hubiesen hecho
irreprochable. El padre Donati se decidió por un historiador del holocausto
que trabajaba en la Universidad Ludwig-Maximilian en Munich: el profesor
Benjamin Stern. El secretario privado viajó a Munich y mantuvo una
reunión secreta con el historiador en su apartamento de Adalbertstrasse. Le
presentó los documentos al profesor Stern y le prometió la máxima
colaboración. Miembros destacados de la jerarquía vaticana, quienes por
razones obvias no se podían mencionar, darían fe de la autenticidad de los
mismos. En el momento de la publicación, el Vaticano se abstendría de
hacer cualquier comentario en contra del libro. El profesor Stern aceptó la
oferta y tomó posesión de los documentos. Firmó un contrato para la
publicación del libro con su editor en Nueva York y solicitó un año sabático
en la universidad. Luego comenzó su trabajo. A sugerencia del padre
Donati, lo hizo en el máximo secreto.
Los problemas comenzaron al cabo de tres meses. El padre Cesare
Felici desapareció y, dos días más tarde, ocurrió lo mismo con el padre
Manzini. El padre Donati intentó avisar a Regina Carcassi, pero ya era
demasiado tarde; ella también había desaparecido. Viajó a Munich para
reunirse con Benjamin Stern y le advirtió que su vida corría un grave
peligro. El profesor Stern prometió tomar precauciones. El padre Donati
temía por la vida del profesor y por el fracaso de su estratagema. De
inmediato comenzó a preparar un plan alternativo.
—Entonces mataron a Benjamín —dijo Gabriel.
—Fue un golpe terrible. No es necesario decir que me siento
responsable de su muerte.
—El padre Donati se mostró indignado por el asesinato —añadió el
papa—. Prometió utilizar el secreto del acuerdo de Garda para destruir a la
Crux Vera o, mejor todavía, obligar a la organización a destruirse a sí
misma. Organizó rápidamente la aparición en la sinagoga. Susurró secretos
al oído de conocidos miembros de la Crux Vera, secretos que acabarían por
llegar a Carlo Casagrande y al cardenal Brindisi. Buscó la complicidad de
Benedetto Foà de La Repubblica para que hiciera preguntas sobre la
infancia del papa en la Oficina de Prensa, que estaba dirigida por Rudolf
Gertz, un miembro de la sociedad.
—El padre Donati se dedicó a agitar un capote rojo delante del toro —
comentó Gabriel—, y usted era ese capote.
—Efectivamente —admitió el papa—. Confiaba en provocar a la Crux
Vera hasta el punto de cometer un acto absolutamente repulsivo que él
pudiera utilizar como una justificación para destruirla de una vez para
siempre y eliminar la influencia del grupo dentro de la curia.
—Una historia tan vieja como el tiempo —dijo Gabriel—. Una intriga
vaticana, con su vida en juego, y que funcionó todavía mucho mejor de lo
que el padre Donati esperaba. Carlo Casagrande envió a su asesino contra el
cardenal Brindisi y luego se suicidó. Después, el padre Donati recompensó
a Foà con todas las informaciones sobre los manejos sucios de la Crux Vera.
El grupo está absolutamente desacreditado.
—Por no mencionar que la curia está libre de su ponzoñosa influencia,
al menos de momento. —El papa sujetó la mano de Gabriel y lo miró
directamente a los ojos—. Ahora soy yo quien tiene una pregunta: ¿me
concederá el perdón por el asesinato de su amigo?
—No soy yo quien puede dárselo, santidad.
El papa dirigió la mirada hacia el río.
—Algunas noches, cuando el viento sopla desde la dirección correcta,
juro que aún lo oigo. El ruido de los camiones alemanes. Las súplicas para
que el papa hiciera algo. Ahora, algunas veces, cuando me miro las manos,
veo sangre. La sangre de Benjamín. Lo utilizamos para hacer nuestro
trabajo sucio. Es por nosotros que está muerto. —Se volvió para mirar a
Gabriel—. Necesito su perdón. Necesito dormir.
Gabriel lo miró a los ojos durante un momento y luego asintió
lentamente. El papa levantó la mano derecha con los dedos extendidos, pero
se contuvo. Apoyó las manos sobre los hombros de Gabriel y lo estrechó
contra su pecho.

El padre Donati lo acompañó hasta la salida. En las puertas de bronce,


le entregó un sobre.
—Nadie sabe cómo el Leopardo consiguió entrar en el despacho papal
antes de asesinar al cardenal Brindisi. Dejó esto sobre la mesa del papa.
Creí que le gustaría verlo.
Luego estrechó la mano de Gabriel y desapareció de nuevo en el interior
del palacio. Gabriel cruzó la desierta extensión de la plaza de San Pedro
cuando las campanas de la basílica tocaban las nueve. Un coche de la
Oficina lo esperaba cerca de la puerta de Santa Ana. Todavía estaba a
tiempo de tomar el tren nocturno a Venecia.
Abrió el sobre. La breve nota manuscrita era una fotocopia. La bala de
calibre nueve milímetros no lo era.
«Esta podría haber sido para usted, santidad».
Gabriel hizo una bola muy apretada con el papel. Un momento más
tarde, cuando cruzaba el Tíber, la arrojó al agua oscura. La bala la guardó
en el bolsillo de su chaqueta.
39

GRINDELWALD, SUIZA:
CINCO MESES MÁS TARDE

Las nevadas habían llegado pronto. Durante la noche, una tormenta de


noviembre había barrido las cumbres del Eiger y el Jungfrau, y había dejado
medio metro de nieve en las laderas debajo de Kleine Scheidegg. Eric
Lange se soltó del remontador, el último del día, y se lanzó por la pendiente
iluminada por los rayos del sol poniente.
Al final de la ladera, se desvió de la pista y entró en un bosque de pinos.
El sol se había ocultado detrás del macizo, y en el bosque dominaban las
sombras. Lange se sabía el camino de memoria y esquió sin problemas
entre los árboles.
Vio su casa, en el borde mismo del bosque, con una vista que dominaba
todo el valle hasta Grindelwald. Esquió hasta la entrada trasera, se quitó los
guantes y marcó el código de seguridad en el teclado numérico que había
junto a la puerta.
De pronto, oyó un sonido. Pisadas en la nieve fresca. Al volverse vio a
un hombre que caminaba hacia él. Anorak azul oscuro, cabellos cortos, las
sienes canosas. Gafas de sol. Lange abrió la cremallera de la chaqueta de
esquí y metió la mano para coger la Stechkin. Demasiado tarde. El hombre
del anorak azul ya empuñaba una Beretta que apuntaba al pecho de Lange,
y ahora caminaba muy deprisa.
El israelí… Lange estaba seguro. Sabía la manera como los entrenaban
para matar. Avanzar sobre el objetivo mientras disparaban y seguir
disparando hasta que el objetivo estuviera muerto.
Lange empuñó la pistola e intentaba utilizarla cuando el israelí disparó,
un único disparo que alcanzó al asesino en el pecho. Cayó de espaldas sobre
la nieve. La Stechkin se deslizó de sus dedos.
El israelí se detuvo a su lado. Lange se preparó para el sufrimiento de
más balas, pero el israelí se limitó a levantar las gafas sobre la frente y a
mirar a Lange con una expresión de curiosidad. Sus ojos tenían un tono
verde brillante. Fueron lo último que vio Lange.

Bajó hasta el valle a la luz del ocaso. El coche lo esperaba aparcado


junto a la orilla de un arroyo. El motor se puso en marcha en cuanto
apareció. Chiara se inclinó sobre el asiento del pasajero y abrió la puerta.
Gabriel entró en el vehículo y cerró los ojos. «Por ti, Beni —pensó—. Por
ti».
NOTA DEL AUTOR
El confesor es una obra de ficción. Los cardenales, los sacerdotes, los
espías, los asesinos, los agentes secretos y las sociedades secretas de la
Iglesia retratadas en esta novela son producto de la imaginación del autor o
se han empleado de forma ficticia. Cualquier parecido con cualquier
persona, viva o muerta, es pura coincidencia. El convento del Sagrado
Corazón en Brenzone no existe. Martin Luther, del Ministerio de Asuntos
Exteriores alemán, estuvo presente en la Conferencia de Wannsee, pero las
acciones que se le atribuyen en El confesor son absolutamente ficticias. El
papa Pío XII gobernó la Iglesia católica desde 1939 hasta su muerte en
1958. Su silencio público ante la aniquilación de los judíos europeos, a
pesar de las reiteradas peticiones aliadas para que hablara, es, en palabras
de Susan Zuccotti, experta en el holocausto, un hecho que «casi nunca se
cuestiona ni se puede cuestionar». Lo mismo ocurre con el santuario y la
ayuda dada por altos prelados de la Iglesia a Adolf Eichmann y a otros
destacados asesinos nazis, después de la derrota del Tercer Reich.
Los defensores de Pío XII, incluido el propio Vaticano, lo han
presentado como un amigo de los judíos, cuya incansable y discreta
diplomacia salvó las vidas de centenares de miles de judíos. Las críticas lo
han retratado como un político calculador que, en el mejor de los casos,
mostró una fría y casi criminal indiferencia ante el sufrimiento de los
judíos, y en el peor, fue cómplice del holocausto.
Un retrato más completo del papa Pío XII se podría conseguir de los
documentos guardados en los archivos secretos del Vaticano, pero más de
medio siglo después del final de la guerra, la Santa Sede sigue negándose a
abrir sus archivos a los historiadores que buscan la verdad. En cambio,
insiste en que los historiadores sólo pueden consultar los once volúmenes
de material de los archivos, la mayoría correspondencia diplomática durante
el tiempo de guerra, públicos entre 1965 y 1981. Estos registros, conocidos
como «Actes et Documents du Saint Siége relatifs á la Seconde Guerre
Mondiale», han contribuido a muchos de los nada halagadores relatos
históricos de la guerra, y eso que son los documentos que el Vaticano está
dispuesto a que conozca el mundo.
¿Qué otros materiales condenatorios se ocultan en los archivos secretos?
En octubre de 1999, en un intento por calmar la controversia motivada por
dicho papa, el Vaticano creó una comisión de seis historiadores
independientes para analizar la conducta de Pío XII y la Santa Sede durante
la guerra. Después de revisar los documentos ya hechos públicos, la
comisión decidió que: «Ningún historiador serio puede aceptar que los
volúmenes publicados nos lleven al final de la historia». Presentaron al
Vaticano una lista de cuarenta y siete preguntas junto con una petición para
la entrega de nuevos documentos de los archivos secretos, registros como
«diarios, memorándums, agendas de citas, minutas de las reuniones,
borradores», y los documentos personales de altos cargos vaticanos durante
la guerra. Pasaron diez meses sin obtener una respuesta. Cuando quedó
claro que el Vaticano no tenía la más mínima intención de entregar los
documentos, la comisión se disolvió sin acabar su trabajo. El Vaticano
acusó airadamente a los tres miembros judíos de «un comportamiento
claramente incorrecto» y de montar una «campaña de calumnias» contra la
Iglesia, aunque no formuló las mismas acusaciones contra los tres
miembros católicos. Según las fuentes citadas por The Guardian, el acceso
a los archivos secretos «fue negado por una camarilla dirigida por el
secretario de Estado vaticano, el cardenal Angelo Sodano». Se insinuó que
el cardenal Sodano se negaba a abrir los archivos porque eso sentaría un
precedente terriblemente peligroso y dejaría al Vaticano en una posición
vulnerable en otras investigaciones históricas, como la relación entre la
Santa Sede y los regímenes militares asesinos de Sudamérica.
Está claro que hay quienes dentro de la Iglesia querrían ver al Vaticano
ofrecer un relato mucho más completo de sus acciones durante la guerra,
unido a un reconocimiento más explícito de la persecución de los judíos
perpetrada por la Iglesia católica. El arzobispo Rembert Weakland, de
Milwaukee, parece ser uno de ellos. «A lo largo de los siglos, los católicos
nos hemos comportado con nuestros hermanos y hermanas judíos de una
manera contraria a la ley de Dios —declaró el arzobispo Weakland en la
Congregación Shalom en Fox Point, Wisconsin, en noviembre de 1999—.
Tales acciones dañaron a la comunidad judía durante centurias tanto física
como psicológicamente».
El arzobispo hizo después esta sorprendente manifestación: «Admito
que los católicos, al predicar la doctrina de que el pueblo judío era infiel,
hipócrita y asesino de Dios, rebajamos la dignidad humana de nuestros
hermanos y hermanas judíos, y creamos actitudes que hicieron que las
represalias contra ellos parecieran actos conformes con la voluntad de Dios.
Al hacerlo, confieso que los católicos contribuimos a actitudes que hicieron
posible el holocausto».
AGRADECIMIENTOS
Esta novela, como los dos libros anteriores de la serie, The Kill Artist y The
English Assassin, no podría haberla escrito sin la guía, el apoyo y la amistad
de David Bull. A diferencia del ficticio Gabriel Allon, David es de verdad
uno de los mejores restauradores de arte del mundo. Su conocimiento
enciclopédico de la historia del arte, junto con sus experiencias de trabajo
en la comunidad de restauradores de Venecia, demostraron ser muy
valiosos, además de una fuente de inspiración, y por eso estaré siempre en
deuda con él. Respondió a todas mis preguntas, por aburridas que fuesen,
leyó el manuscrito para verificar su exactitud y siempre consiguió hacerme
reír.
Fred Francis, el laureado corresponsal de NBC News, compartió sus
experiencias detrás de los muros del Vaticano y sus memorias de los años
turbulentos cuando Italia sufría el terror de las Brigadas Rojas. Brian Ross,
el brillante reportero de investigación de ABC News, me obsequió con
historias de los aspectos menos agradables del Vaticano, incluido su infame
encuentro con el cardenal Joseph Ratzinger, donde el inquisidor llegó a
abofetear a Brian. El columnista E. J. Dionne, corresponsal del New York
Times en el Vaticano, me permitió escarbar en su mente ágil y analítica,
como también hizo Daniel Jonah Goldhagen. Mis primos Axel Lorka y
Stacey Blatt, generosa y humorísticamente, recordaron sus días en
Adalbertstrasse 68, lo que me permitió dar vida al «apartamento en
Munich». Las autoridades de las fuerzas del orden italianas, que no se
pueden nombrar, me ayudaron a conseguir los detalles de los cuerpos de
seguridad y policía del país lo más exactamente posible. Un agradecimiento
especial a los oficiales israelíes en Roma que también me ayudaron.
Uno de mis más queridos amigos, el periodista y escritor Louis
Toscano, leyó mi manuscrito y, como siempre, le hizo grandes mejoras. El
columnista y comentarista de MSNBC Bill Press compartió sus memorias
de la Escuela de Teología en la Universidad de Friburgo y comprobó la
exactitud de todo lo católico en el manuscrito. El rabino Mindy Portnoy del
templo Sinaí de Washington fue un consejero y amigo, y consiguió cambiar
mi vida para mi bien en el proceso.
Las pruebas del nuevo antisemitismo en Europa son más que visibles en
Roma, donde los miembros de la comunidad judía rezan todas las noches en
una sinagoga rodeada por unidades de carabinieri fuertemente armadas.
Como los judíos de Venecia, ellos me trataron muy cordialmente y me
relataron experiencias que nunca olvidaré. Mi guía en Venecia, Valentina
Ronzan del Museo Ebraico di Venezia, me enseñó rincones del viejo gueto
que no aparecen en ningún libro de historia.
Mientras escribía El confesor, consulté docenas de libros, artículos y
páginas web referentes al papado de Pío XII, la Shoah y la historia de la
Iglesia católica. Entre los escritores cuyas obras me fueron de gran ayuda
están John Cornwell, Susan Zuccotti, Garry Wills, David I. Kertzer, James
Carroll, Michael Phayer, Gitta Sereny, Guenter Lewy, Michael Novak,
Ronald Rychlak, Robert S. Wistrich, Kevin Madigan, Carl Bernstein,
Thomas Reese, Daniel Jonah Goldhagen, Mark Aarons y John Loftus, Peter
Hebblethwaite y Tad Szulc. Sin su meticulosa guía, me hubiese sido
imposible elaborar esta obra de ficción.
Tengo la fortuna de ser representado por la mejor agente del ramo,
Esther Newberg, de International Creative Management y, como siempre,
su amistad, su aliento y sus sugerencias editoriales fueron valiosísimas. >Su
extraordinaria colaboradora, Andrea Barzvi, estuvo siempre a mi lado
cuando la necesité. También mi más efusivo agradecimiento al increíble
equipo de profesionales de Penguin Putnam: Carole Baron, Dan Harvey,
Marilyn Ducksworth y especialmente a mi editor, Neil Nyren, cuyas
brillantes sugerencias y mano firme mejoraron notablemente El confesor.
Su contribución fue enorme, como lo es mi gratitud.
Por último, sería imperdonable no expresar mi reconocimiento a mi
esposa, Jamie, que escuchó pacientemente mientras yo exponía mis ideas,
editó mis primeros borradores y me ayudó a encontrar la esencia dela
historia que se me escapaba. Ella hizo que este libro y todo lo demás fuera
posible.
DANIEL SILVA. Nació en Michigan (Estados Unidos), el 1960.
Educado en California, inició un Master en Relaciones Internacionales, que
abandonó cuando le ofrecieron un empleo temporal en la United Press
Internacional en 1984. Su misión era cubrir la Convención Nacional
Democrática. El trabajo se convirtió en permanente y un año más tarde fue
trasladado a la sede de Washington D. C. Después de dos años más, fue
nombrado corresponsal de Oriente Medio y se trasladó a El Cairo.
Silva regresó a Washington D. C., para un trabajo con la Oficina de
Washington de la cadena CNN, donde trabajó como productor y productor
ejecutivo de varios programas de televisión. En 1994 empezó a trabajar en
su primera novela, Juego de espejos (The Unlikely Spy). La novela se
convirtió en un best-seller y en 1997 dejó la CNN para dedicarse a escribir
a tiempo completo.
Actualmente vive en Georgetown, Washington D. C. con su mujer, Jamie
Gangel, periodista de la NBC —a quien conoció en el Golfo Pérsico—, y
sus dos hijos mellizos: Lily y Nicholas.
Sus novelas son de espionaje e intriga, siendo un escritor de abundante
producción. Ha alcanzado primeros puestos en listas de ventas,
traduciéndose su obra a varios idiomas.

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