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Las palabras que os he dicho

son espíritu y vida (Jn 6,63 )

Quien guarda sus mandamientos


permanece en Dios y Dios en él
(1Jn 3,24)

Yo sé que su mandato es vida eterna


(Jn 12,50)

Y este es su mandamiento:
que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo,
y que nos amemos unos a otros (1Jn 3,23)

Sus hijos: los que guardan


los mandamientos de Dios
y mantienen el testimonio de Jesús
(Ap 12,17)

Los santos: los que guardan


los mandamientos de Dios
y la fe de Jesús (Ap 14,12).

INDICE

INTRODUCCION

I. PROLOGO

1. Yo, Yahveh, soy tu Dios

2. Arca de la alianza

3. El Decálogo en el hoy del culto

4. Las dos tablas del Decálogo

5. Diez palabras de vida

6. Diez palabras para la libertad


7. El Decálogo, respuesta a la gracia

8. El Decálogo, don de Dios a todos los hombres

9. Cristo da al Decálogo su sentido original y pleno

10. Pentecostés celebra el don de la Ley

II. DECALOGO

1. AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

1. Yo, Yahveh, soy tu Dios


2. No habrá para ti otros dioses delante de mí
3. No te harás imagen alguna
4. Yo, Yahveh, soy un Dios celoso
5. Sólo al Señor, tu Dios, darás culto
6. La gloria de Dios es el hombre vivo

2. NO TOMARAS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

1. Dios da a conocer su nombre


2. No tomarás el nombre de Dios en vano
3. Santificado sea tu nombre
4. Jesús, glorificación del nombre de Dios

3. SANTIFICARAS LAS FIESTAS

1. Sábado, memorial de la creación


2. Sábado, memorial de la libertad
3. Sábado, signo de la alianza
4. El Hijo del hombre es Señor del sábado
5. El Domingo, plenitud del sábado

4. HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE

1. Los padres, cooperadores de Dios en la procreación


2. Los padres, transmisores de la fe
3. La familia al servicio del Reino de Dios
4. Honra a tu padre y a tu madre

5. NO MATARAS

1. La vida del hombre, imagen de Dios, es inviolable


2. Dios, amigo de la vida
3. No matarás
4. Jesús lleva el mandamiento a su radicalidad original

6. NO COMETERAS ACTOS IMPUROS

1. La sexualidad en el plan de Dios


2. El matrimonio, símbolo de la alianza divina
3. No adulterarás
4. No cometerás actos impuros
5. Cristo devuelve el sentido original al sexto mandamiento

7. NO ROBARAS

1. Dios, defensor de la libertad


2. Dios, protector del pobre
3. No robarás
4. Cristo lleva a su plenitud el mandamiento de Dios

8. NO DARAS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRAS

1. La vida en libertad se apoya en la verdad


2. No darás falso testimonio contra el prójimo
3. No mentirás
4. Cristo es la verdad

9. NO CONSENTIRAS PENSAMIENTOS O DESEOS IMPUROS

1. Dios ama y salva a todo el hombre


2. No desearás la mujer de tu prójimo
3. Cristo lleva a plenitud el noveno mandamiento

10. NO CODICIARAS LOS BIENES AJENOS

1. La codicia es la perversión del deseo


2. No codiciarás los bienes del prójimo
3. Cristo lleva a su plenitud el décimo mandamiento
INTRODUCCION

Nuestra sociedad, pese a sus hondas raíces cristianas, ha visto difundirse en ella
los fenómenos del secularismo y la descristianización. Por ello "reclama, sin
dilación, una nueva evangelización". La Iglesia, que tiene en la evangelización su
[1]

"dicha y vocación propia... su identidad más profunda" , no puede replegarse en sí


[2]

misma. Los signos de descristianización que observamos no pueden ser pretexto para
una resignación conformista o un desaliento paralizador; al contrario, la
Iglesia discierne en ellos la voz de Dios que nos llama a iluminar las conciencias con la
luz del evangelio.

Es cierto que el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no
ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como
persona. El alejamiento de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores morales
que son base y fundamento de la convivencia humana. Y su carencia produce un vacío
que se pretende llenar con una cultura centrada en el consumismo desenfrenado, en el
afán de poseer y gozar, y que no ofrece más ideales que la lucha por los propios
intereses o el goce narcisista.

El olvido de Dios y la ausencia de valores morales de los que sólo El puede ser
fundamento están en la raíz de los sistemas económicos que olvidan la dignidad de la
persona y de la norma moral, poniendo el lucro como objetivo prioritario y único criterio
inspirador de sus programas.

El alejamiento de Dios, el eclipse de los valores, ha llevado también al deterioro de la


vida familiar, hoy profundamente desgarrada por el aumento de las separaciones y
divorcios, por la sistemática exclusión de la natalidad -incluso a través del abominable
crimen del aborto-, por el creciente abandono de los ancianos... Este oscurecimiento
de los valores morales cristianos repercute de forma gravísima en los jóvenes, objeto
hoy de una sutil manipulación, y no pocos de ellos víctimas de la droga, del alcohol, de
la pornografía y de otras formas de consumismo degradante, que pretenden
vanamente llenar el vacío de los valores espirituales...
[3]

En los países desarrollados, una seria crisis moral ya está afectando a la vida de
muchos jóvenes, dejándoles a la deriva, a menudo sin esperanza, e impulsándolos a
buscar sólo una gratificación inmediata... ¿Cómo podemos ayudarles? Sólo
inculcándoles una elevada visión moral puede una sociedad garantizar que sus
jóvenes tengan la posibilidad de madurar como seres humanos libres e inteligentes,
dotados de un gran sentido de responsabilidad para el bien común y capaces de
trabajar con los demás para crear una comunidad y una nación con un fuerte temple
moral... Educar sin un sistema de valores basado en la verdad significa abandonar a la
juventud a la confusión moral, a la inseguridad personal y a la manipulación fácil.
Ningún país, ni siquiera el más poderoso, puede perdurar, si priva a sus hijos de ese
bien esencial.
[4]

Pero, ¿por qué tantos se acomodan en actitudes y comportamientos que ofenden la


dignidad humana y desfiguran la imagen de Dios en nosotros? ¿Será que la misma
conciencia está perdiendo la capacidad de distinguir el bien del mal?

En una cultura tecnológica, en que estamos acostumbrados a dominar la materia,


descubriendo sus leyes y sus mecanismos, para transformarla según nuestra voluntad,
surge el peligro de querer manipular también la conciencia y sus exigencias. En una
cultura que sostiene que no puede existir ninguna verdad absolutamente válida, nada
es absoluto. La verdad objetiva y el mal -dicen- ya no importan. El bien se convierte en
lo que agrada o es útil en un momento particular, y el mal es lo que contradice
nuestros deseos subjetivos. Cada persona puede construir un sistema privado de
valores.

Jóvenes, no cedáis a esa falsa moralidad tan difundida. La conciencia es el núcleo


más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios
(GS,n.16)... Dios os ha dado la luz de la conciencia para guiar vuestras decisiones
morales, para amar el bien y odiar el mal. La verdad moral es objetiva, y una
conciencia bien formada puede percibirla. [5]

En gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a la ley


esculpida por el Creador en el corazón y la conciencia de cada persona. Sólo queda a
cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en
un determinado conjunto de circunstancias. Ya no existe nada intrínsecamente bueno
y universalmente vinculante. Se afirman los derechos, pero, al no tener ninguna
referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida. Existe una gran
confusión en amplios sectores de la sociedad acerca de lo que está bien y lo que está
mal, y están a merced de quienes tienen el poder de crear opinión e imponerla a los
demás. [6]

Para responder a este clamor de nuestra sociedad, necesitada de Dios y de valores


morales, ofrezco este libro sobre el Decálogo, como palabra de vida y libertad para el
hombre. Como teólogo, -escriba hecho discípulo del Reino- he querido "sacar del arca
lo nuevo y lo viejo" (Mt 13,52). En el arca de la alianza se guardaba el Decálogo.
"Estos preceptos son nuestra herencia perpetua, la alegría de nuestro corazón" (Sal
119,105.111).

He buscado, escrutando la Escritura, el sentido original del Decálogo dentro de la


alianza de Dios con los hombres. Y lo antiguo se ha iluminado con la novedad de
Cristo y su nueva alianza, sellada en su sangre y vivida en la Iglesia, de la que he
recogido sobre todo el magisterio de Juan Pablo II y del nuevo Catecismo de la Iglesia
Católica.

Divido este libro en dos partes: el Prólogo y el Decálogo. El prólogo enmarca y da


sentido a los diez mandamientos. Estos los comento, uno a uno, en la segunda parte.

Sólo quiero que, como nos recomienda Juan Pablo II, en la homilía con que comienzo
este prólogo, que escuchemos a María, a la Iglesia, que nos dice: "Haced lo que El os
diga" (Jn 2,5). Haciendo lo que El nos diga experimentaremos el gozo del "vino nuevo
y mejor" del Evangelio, que nos falta. Con él quedará saciada nuestra sed de Dios, de
Verdad, de Luz, de Libertad, de Vida.
PROLOGO

Yo, Yahveh, soy tu Dios


que te he sacado del país de Egipto,
de la casa de servidumbre (Ex 20,2).

1. YO, YAHVEH, SOY TU DIOS

El Decálogo tiene su Prólogo tanto en la versión del Exodo como del Deuteronomio.
El Prólogo es la palabra que precede y da sentido al Decálogo; en el Prólogo hallamos
el fundamento de todo el Decálogo y de cada una de las Diez Palabras.

Dios se presenta a Israel, proclamando: "Yo, Yahveh, soy tu Dios". Esta declaración,
-"tu Dios"-, expresa la bondad entrañable de Dios para con su pueblo. Dios no se
presenta por amor a sí mismo, sino por amor al hombre a quien interpela. Sus
acciones salvadoras le permiten afirmar, no sólo que es Dios, sino realmente "tu
Dios", tu salvador, el "que te ha liberado, sacándote de la esclavitud". Yahveh ha
[7]

tomado la inicitiva de salvar a Israel cuando éste no era siquiera pueblo. El motivo de
la elección no es otro que el amor: "Porque el Señor os ama" (Dt 7,8).

La primera palabra del Decálogo es el "Yo" de Dios que se dirige al "tú" del hombre. El
creyente, que acepta y vive el Decálogo, no obedece a una ley abstracta e impersonal,
sino a una persona viviente, conocida, cercana, a Dios, que se presenta a sí mismo
como "Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y
fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el
pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,6-7)

La primera de las Diez Palabras recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo...
Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar...La existencia moral
es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor... La Alianza y el diálogo entre Dios y el
hombre... se enuncian en primera persona ("Yo soy el Señor") y se dirigen a otro sujeto
("tú"). En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que
designa al destinatario. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios da a conocer su
voluntad a cada uno en particular.[8]

El Decálogo, las diez palabras de este Dios rico en amor, son diez palabras de vida y
libertad, expresión del amor y cercanía de Dios. Pero si se omite el Prólogo se cae
todo el edificio del Decálogo, al minar sus cimientos. Por haberlo hecho así en los
tratados de Teología Moral y en los Catecismos o en las Guías prácticas para la
confesión, hechas sobre el esquema de los diez mandamientos, se ha deformado de
tal modo el Decálogo que se ha llegado a prescindir de él. Separando la vida moral de
la fe, la moral cayó en un legalismo, que nada tiene que ver con el Decálogo, según
nos lo ha transmitido la Escritura.

Vivir el Decálogo no es someterse a un Dios potente que impone su voluntad, sino la


respuesta agradecida al Señor que se ha manifestado potente en amor, al salvar al
pueblo de la opresión. Israel es pueblo porque ha sido salvado. La liberación de Egipto
y la alianza con Dios es lo que le ha constituido como pueblo. Sólo manteniéndose fiel
a la alianza seguirá siendo tal pueblo. El Decálogo le recuerda las condiciones para no
desaparecer como pueblo. La bondad de Dios, que toma la iniciativa de liberar a Israel
y conducirlo a una relación de alianza y comunión con El, es lo que da sentido al
Decálogo.

El Decálogo ha recibido su formulación en el seno de la comunidad de Israel:


comunidad de personas libres, comunidad de creyentes, comunidad que ha
experimentado la potencia salvadora de Dios en el momento de la liberación de Egipto
y su presencia cercana en el momento de la ratificación de la alianza en el Sinaí. Estos
hechos preceden al Decálogo y son la base de él. Gracias a estos acontecimientos,
Israel cree en Yahveh, le reconoce como su Dios y acepta sus palabras,
como palabras de vida. El salmo 119 es un canto de alabanza y acción de gracias a
Dios por el don de la Ley, como luz, camino, fuerza y defensa de la vida.

En el Deuteronomio encontramos la mejor expresión del significado del Decálogo:

Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿Qué significan esas normas, esas leyes
y decretos que os mandó Yahveh, nuestro Dios?, le responderás a tu hijo: Eramos
esclavos del Faraón en Egipto y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh
realizó ante nuestros ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra
Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos
la tierra prometida a nuestros padres. Y nos mandó cumplir todos estos
mandamientos..., para que fuéramos felices siempre y para que vivamos como el día
de hoy. (Dt 6,20-25)

En esta respuesta está la clave para la auténtica comprensión del Decálogo. Este es la
respuesta a la intervención salvadora de Dios en Egipto. Del mismo modo que la
intervención de Dios en Egipto fue salvadora, así también su palabra es siempre
palabra salvadora, palabra de vida. La actuación de Dios, tanto en la liberación de la
esclavitud como en la donación del Decálogo, tiende siempre al mismo fin: "a que
seamos felices y vivamos como hasta hoy".

Por ello, en las dos versiones bíblicas del Decálogo, éste está precedido de la
afirmación que le ilumina y da sentido:

Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de esclavitud. (Ex
20,1;Dt 5,6)

Esta afirmación no es un simple marco para introducir los mandamientos, sino que les
da su verdadero encuadre. La asociación del nombre de Dios y la libertad del hombre
ilumina y fundamenta todo el Decálogo.
Esta visión del Decálogo hace que siga siendo válido hoy para los cristianos. El nuevo
pueblo de Dios es el pueblo de los redimidos por Cristo de la esclavitud del pecado y
de la muerte. Por ello, el cristiano, que ha experimentado esta liberación, responde
aceptando a Dios y su palabra, pues Dios es siempre el Dios salvador y sus palabras
son palabras de vida. La "voluntad de Dios es vuestra salvación".

La razón fundamental por la que aceptamos los mandamientos de Dios, no es para


salvarnos, sino porque ya hemos sido salvados por El. El Decálogo es la expresión de
la alianza del hombre salvado con el Dios salvador, salvaguardia de la vida y de la
libertad.

La salvación de Dios es totalmente gratuita, precede a toda acción del hombre. El


Decálogo, que señala la respuesta del hombre a la acción de Dios, no es la condición
para obtener la salvación, sino la consecuencia de la salvación ya obtenida. No se vive
el Decálogo para que Dios se nos muestre benigno, sino porque ya ha sido
misericordioso. La experiencia primordial del amor de Dios lleva al hombre a una
respuesta de "fe que actúa en el amor" (Gál 5,6). Esta fe se hace fructífera,
produciendo "los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gál 5,22-23); es decir, el cristiano cumple la
ley espontáneamente, movido desde el interior por el Espíritu recibido.

Frente a la deformación que se ha hecho del Decálogo, la solución no está en


prescindir del Decálogo, sino en presentarlo en su contexto original. Si las exigencias
éticas se presentan como consecuencia de la donación de la vida y la libertad por
parte de Yahveh, viendo en ellas la solicitud de Dios por la vida auténtica del hombre,
entonces el Decálogo es una ayuda magnífica frente a la debilidad del hombre y su
inclinación al pecado, que ofusca su mente, su corazón y su conciencia.

2. ARCA DE LA ALIANZA

Las tablas de la ley se hallan en el arca de la alianza (Dt 10,1-5;1Re 8,9). El arca es un
signo visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo. En las tradiciones bíblicas
el Decálogo aparece en relación con la salida de Egipto y con la alianza del Sinaí. El
Decálogo representa las cláusulas de la alianza del hombre con Dios. Yahveh, que ha
escrito con su dedo las Diez Palabras sobre la piedra, "sentado sobre los querubines
de oro" (1Sam 4,4;Sal 80,2), que el arca lleva en su parte superior, guarda bajo sus
pies su Palabra:

Las Diez Palabras resumen y proclaman la ley de Dios: "Estas palabras dijo el Señor a
toda vuestra asamblea, en la montaña en medio del fuego, la nube y la densa niebla,
con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra y me
las entregó a mí" (Dt 5,22). Por eso estas dos tablas son llamadas "el Testimonio" (Ex
25,16), pues contienen las cláusulas de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo.
Estas "tablas del Testimonio" (Ex 31,18;32,15;34,29) se debían depositar en el arca
(Ex 25,16;40,1-2).[9]
Yahveh habita en el cielo, de donde desciende "en la nube de su gloria" para "posarse
junto a la puerta de la tienda" (Ex 33,7;29,43). En la tienda es donde Yahveh encuentra
a Israel, el lugar donde Dios deja oír su palabra. Pero con la instalación de Israel en
Canaán, la tienda desaparece de la historia.

No sucede lo mismo con el arca. Durante siglos enteros podemos seguir sus pasos.
Allí donde se encuentra el arca, Yahveh se halla presente. Cuando el arca se levanta
para continuar la marcha por el desierto, Yahveh se levanta con ella para ir delante de
Israel, y si se detiene de nuevo en un lugar, Yahveh vuelve a sentarse en su trono (Nú
10,35-36). Como la tienda es el lugar de las apariciones de Yahveh, el arca es el lugar
de su presencia permanente (1Re 8,12).

El arca, con las Diez Palabras, acompaña (Nú 10,33) a Israel desde la alianza del
Sinaí, en su camino por el desierto, en la conquista de la tierra, hasta quedar fijada en
el templo de Salomón (1Re 8). David, rescatándola de los filisteos, la hace entrar
solemnemente en Jerusalén, en medio de explosiones de alegría manifestadas en
cantos y danzas (1Sam 4,4s;6,13.19;2Sam 6,5.14;Sal 24,7-10). Por el arca, el Dios de
la alianza manifiesta que está presente en medio de su pueblo, para guiarlo y
protegerlo (1Sam 4,3-8), para dar a conocer su palabra (Ex 25,22) y para escuchar la
oración del pueblo (Nú 14). Con razón el arca de la alianza es considerada "la gloria de
Israel" (1Sam 4,22).

El arca de la alianza es, por tanto, el lugar donde Yahveh habla (Nú 7,89). Es el lugar
de la Palabra de Dios. En primer lugar, porque contiene las dos tablas de la ley,
perpetuando así el "testimonio" del don del Decálogo, expresión de la voluntad de Dios
(Ex 31,18) y de la acogida que Israel hizo de las Diez Palabras (Dt 31,26-27). Así el
arca prolonga la revelación del Sinaí

En la liturgia de Israel, -mejor que en las escuelas fariseas-, encontramos el verdadero


sentido del Decálogo: "Cada vez es más firme la impresión de que Israel concebía y
celebraba la revelación de los mandamientos como un acontecimiento salvífico de
primera importancia". El Decálogo sanciona la alianza del Sinaí. La alianza, ofrecida
[10]

por Dios y aceptada por el pueblo, constituye a Israel en Pueblo de Dios. El Decálogo
es, por tanto, la charta magna de la alianza, el sello distintivo permanente -en cada
acto de la vida- de la historia salvadora del Exodo.

El Decálogo, por tanto, hay que colocarlo dentro del arca de la alianza, entenderlo a la
luz de la alianza de Dios con su pueblo. Desligado de la historia salvadora del Exodo y
de la alianza del Sinaí, se tergiversa el valor y significado del Decálogo. "Jamás se
puede perder de vista la estrecha conexión entre alianza y mandamientos. En la
teología deuteronomista esta relación entre alianza y mandamientos es tan íntima que
la palabra alianza pasa a ser sinónimo de los mandamientos. Las 'tablas de la
alianza' son las tablas sobre las que estaba escrito el Decálogo (Dt 9,9.11.15) y la
'tienda de la alianza' se llama así por contener las tablas de los mandamientos (Nu
10,33;Dt 10,8;Jos 3,3)". [11]

Así lo entendió Israel. Por ello, las dos tablas del Decálogo las custodió en el arca de
la alianza y constituían una parte central de la liturgia del pueblo de Dios. La fiesta de
la renovación de la alianza era una de las fiestas principales de Israel y en ella el
Decálogo ocupaba el puesto central. "Con tal celebración cultual, Israel expresaba que
el acontecimiento de la revelación del Sinaí tenía la misma actualidad para todos los
tiempos, se renovaba de generación en generación, era contemporánea a todos" : [12]

Moisés convocó a todo Israel y les dijo: Escucha, Israel, los preceptos y las normas
que yo pronuncio hoy a tus oídos. Apréndelos y cuida de ponerlos en práctica. Yahveh
nuestro Dios ha concluido con nosotros una alianza en el Hored. No con nuestros
padres concluyó Yahveh esta alianza, sino con nosotros, con nosotros que estamos
hoy aquí, todos vivos. Cara a cara os habló Yahveh en la montaña, de en medio del
fuego (Dt 5,1-4).

Guardad, pues, las palabras de esta alianza y ponedlas en práctica, para que tengáis
éxito en todas vuestras empresas. Aquí estáis hoy todos vosotros en presencia de
Yahveh vuestro Dios..., a punto de entrar en la alianza de Yahveh tu Dios, jurada con
imprecación, que Yahveh tu Dios concluye hoy contigo para hacer hoy de ti su pueblo
y ser El tu Dios...Y no solamente con vosotros hago hoy esta alianza, sino que la hago
tanto con quien está hoy aquí con nosotros en presencia de Yahveh nuestro Dios
como con quien no está hoy aquí con nosotros (Dt 29,8-16).

Y Moisés les dio esta orden: Cada siete años, tiempo fijado para el año de la remisión,
en la fiesta de la Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Yahveh tu
Dios, al lugar elegido por El, leerás esta Ley a oídos de todo Israel. Congrega al
pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que
oigan, aprendan a temer a Yahveh vuestro Dios, y cuiden de poner en práctica todas
las palabras de esta ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán y aprenderán
a temer a Yahveh vuestro Dios todos los días que viváis en el suelo que vais a tomar
en posesión al pasar el Jordán (Dt 31,9-13).

El hecho de que Israel celebrase a intervalos regulares la revelación del Sinaí


manifiesta la importancia que Israel dio a ese acontecimiento histórico. Con esta
[13]

celebración, en la que se renueva la alianza, Israel expresa que el acontecimiento del


Sinaí es actual en todos los tiempos, se renueva de generación en generación (Dt 5,2-
4;29,10s). Pero, al mismo tiempo, celebrar la renovación de la alianza significa
considerar el Decálogo como acontecimiento salvífico. El Decálogo presupone la
alianza, expresa la alianza, realiza la relación de Israel con Dios.

El Decálogo no es, pues, una imposición, sino la expresión de la voluntad de Dios, que
se ofrece a Israel como "su Dios", su salvador. La proclamación del Decálogo en la
celebración es promesa de vida, de permanencia en la comunión con Dios. Dios, dador
de la vida y de la libertad, sigue siendo el aliado, el protector de esa vida en la libertad
(Cfr. Ez 18,5-9).
El Decálogo no responde a una decisión arbitraria de Moisés o de Dios. También
antes de la experiencia del Sinaí era detestable derramar la sangre inocente, robar,
adulterar... Pero la experiencia del Sinaí da al Decálogo una dimensión religiosa. Ahí
está la novedad. El pueblo de Dios vive la experiencia única de la cercanía de Dios,
que le elige gratuitamente como su pueblo, que le salva, le guía y se une
en alianza con él. En adelante las transgresiones del Decálogo cobran un matiz nuevo:
no sólo ofenden a los hombres, sino al amor de Dios: "Se te ha declarado, hombre, lo
que es bueno, lo que Yahveh reclama de ti: tan sólo practicar el derecho, amar la
fidelidad a la alianza y caminar con tu Dios" (Miq 6,8).

Al ser destruido el templo, desapareció con él el arca de la alianza. Pero Jeremías


invita al pueblo a no lamentarlo, pues la nueva Jerusalén será el trono de Dios (3,16-
17) y, en la nueva alianza, la ley será escrita en los corazones (31,31-34).

Los judíos han esperado una reaparición del arca al final de los tiempos (2Mac 2,4-8).
Y el Apocalipsis nos ha revelado que el arca se halla en el Santuario del cielo: "Y se
abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario"
(11,19). Pero ya en Cristo se ha cumplido el significado pleno del arca de la alianza.
Cristo es la encarnación de la Palabra de Dios entre los hombres (Jn 1,14;Col 2,9).
Cristo es la Palabra que guía a los hombres (Jn 8,12) y les salva (1Tes 2,13), siendo el
verdadero propiciatorio (Rom 3,25;1Jn 2,2;4,10).

De este modo, en Cristo, el Decálogo se ilumina con la luz de la nueva alianza, sellada
en su sangre derramada para el perdón de los pecados (Mt 26,28). La vida nueva de
los discípulos de Cristo arranca con la experiencia del perdón de sus pecados.
Liberados de la esclavitud del pecado, incorporados a Cristo, los cristianos viven como
hombres nuevos, libres, en la obediencia de hijos a Dios Padre. Permaneciendo "fieles
a la palabra de Cristo, sus discípulos viven en la verdad que les hace realmente libres"
(Jn 8,31). Jesús, por ello, proclama: "Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y
la guardan" (Lc 11,28).

El Decálogo es, pues, el memorial, en la vida, de la alianza con Dios. En la fe,


conducirse según el Decálogo o contra el Decálogo significa mantenerse en la alianza
o romper la alianza con Dios. No se trata únicamente de fidelidad o infidelidad a unas
normas, sino de vivir la vida entera ante Dios, con Dios, para Dios y gracias a Dios. El
"Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de
servidumbre", o "que te he liberado del pecado y de la muerte", preside y da sentido al
Decálogo y a la actuación en conformidad o no con él por parte del creyente.

3. EL DECALOGO EN EL HOY DEL CULTO

La alianza halló en el culto de Israel su expresión e interpretación. Los ritos de


conclusión de la alianza -el banquete del que participan Dios e Israel o la aspersión de
la sangre del cordero sobre el altar y sobre el pueblo- expresan la comunión de vida
entre Dios y su pueblo. Esto es lo primero. Sólo después viene la promulgación del
Decálogo. No es la observancia del Decálogo lo que lleva a la comunión con Dios, lo
que merece su gracia. El Decálogo es una consecuencia de la alianza, fruto de la
comunión con Dios. La ley nunca es la condición para entrar en comunión con Dios,
sino la respuesta a Dios que gratuitamente entra en comunión con el hombre. Como
dice von Rad "Yahveh espera, ciertamente, la decisión de Israel, pero en ningún caso
los mandamientos precedían condicionalmente a la alianza, como si la entrada en
vigor del pacto dependiera en absoluto de la obediencia. Las cosas están al revés: se
concluye la alianza, y con ella recibe Israel la revelación de los mandamientos".
[14]

Desde el momento en que se sella la alianza entre Dios y el pueblo, la liturgia de Israel
la actualiza y la transmite a la nueva generación. En la celebración se renueva la
[15]

alianza, haciendo memorial de los hechos salvíficos de Dios, que fundan la alianza:
elección y promesas de Dios a los Patriarcas, liberación de la esclavitud de Egipto,
paso del mar Rojo, acompañamiento y providencia de Dios por el desierto y don de la
Tierra. La alianza, fruto de la gracia de Dios, que gratuitamente ha elegido a Israel, se
sintetiza en la fórmula: "Yo soy Yahveh, tú Dios, y tú, Israel, eres mi pueblo". Israel,
tras las gestas salvadoras de Dios, es llamado a aceptar a Yahveh como su único
Dios, sin otros dioses frente a El.

Esta motivación del Decálogo, que en la celebración litúrgica es hoy nuevamente


proclamada, no significaría nada si el amor del Señor por Israel se refiriera sólo al
pasado. Pero lo que proclama el culto es que ese amor de Dios a los
padres perdura hoy, permanece "hasta el día de hoy" (Dt 10,8): "Porque amó a tus
padres y eligió a su descendencia después de ellos, te sacó de Egipto personalmente
con su gran fuerza, desalojó ante ti a naciones más numerosas y fuertes que tú, te
introdujo en su tierra y te la dio en herencia, como la tienes hoy. Reconoce, pues, hoy
y medita en tu corazón que Yahveh es el único Dios... Guarda los preceptos y los
mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de
ti, y prolongues tus días en el suelo que Yahveh, tu Dios, te da para siempre" (Dt 4,37-
40).

El texto de la alianza era proclamado regularmente en voz alta ante todo Israel (Dt
31,9-12). Con la proclamación del "Código de la alianza", en el hoy de la celebración,
la alianza se hace actual en todas las épocas de la historia de Israel. En el hoy cultual
quedan abolidas todas las distancias de tiempo y lugar y su proclamación es la voz de
Dios al pueblo en cada generación. Israel, en el culto en que renueva la alianza, se
halla presente ante el Sinaí, escuchando: "Yo soy Yahveh, tu único Dios, y tú eres mi
pueblo. Si escuchas y guardas mi alianza vivirás feliz en la tierra que te daré". Aunque
la celebración se realice estando ya en la Tierra, siempre será "la Tierra que te daré".
Pues la entrada o la permanencia en la Tierra depende de la aceptación de Yahveh
como el único Dios, de la fidelidad a la alianza. [16]

Por eso, a la asamblea de Israel, reunida para dar culto a Dios, se le dice siempre:
"¡Escucha, Israel!". La palabra es proclamada en la liturgia para que penetre toda la
vida, para que Israel la tenga presente en toda situación, en todo tiempo y lugar:
"Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos,
les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y
cuando te levantes. Las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia
entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas" (Dt 6,6-9).

La proclamación del Decálogo en el hoy cultual sitúa a Israel de nuevo más allá del
Jordán, preparándose para entrar en la Tierra. Israel, reunido en asamblea, posee y no
posee aún la tierra. De nuevo se encuentra ante la bendición o la maldición. Aceptar la
alianza es elegir la vida bajo la bendición de Dios, permaneciendo en la Tierra.
No aceptar la alianza es salir de la bendición de Dios, experimentar la maldición,
perder la tierra (Dt 11,13-17).
[17]

Cada vez que Israel escucha la proclamación del Decálogo, se sitúa ante la muerte o
la vida, invitado por Dios a elegir la vida. "En el culto, Israel seguirá proclamando
[18]

continuamente las bendiciones o maldiciones que se siguen de la fidelidad o infidelidad


a la alianza, como las dos únicas posibilidades de vida". El exilio de Israel no es otra
[19]

cosa que la consecuencia de la infidelidad a la alianza. En el exilio se cumple la


maldición que Israel mismo había invocado sobre sí, al momento de sellar la alianza y
en su continua renovación en el culto, en el caso de que la alianza fuera violada.

La maldición, que cae sobre Israel al romper la alianza, consiste en la pérdida de lo


que antes ha recibido como bendición. Según la promesa hecha por Dios a los padres,
Israel fue introducido en la Tierra; ahora, pierde esta tierra. En la liberación de Egipto,
Israel había sido el elegido de entre todos los pueblos, ahora es dispersado entre las
naciones. Israel ha quebrantado la alianza, sirviendo a los ídolos, en lugar de servir a
Yahveh, su Dios; ahora es obligado a vivir con los ídolos de los pueblos. Israel, que ha
abandonado a Dios, se queda sin el Templo de Dios y sin el culto a Yahveh, su Dios.
Así Israel experimentará que los ídolos son sólo eso, ídolos.

Pero en el exilio, aún le queda a Israel un camino abierto: la conversión a Dios, que
permanece fiel a la alianza. De Dios puede esperar ayuda, incluso después de su
infidelidad: "Guardaos de olvidar la alianza que Yahveh vuestro Dios ha concluido con
vosotros... Pues, (si la olvidáis), Yahveh os dispersará entre los pueblos... Desde allí
buscarás a Yahveh, tu Dios; y le encontrarás si le buscas con todo tu corazón y con
toda tu alma. Cuando estés angustiado..., te volverás a Yahveh, tu Dios, y escucharás
su voz; porque Yahveh, tu Dios, es un Dios misericordioso: no te abandonará ni te
destruirá, y no se olvidará de la alianza que con juramento concluyó con tus padres"
(Dt 4,23-31).
[20]

El exilio no es, pues, la última palabra de la historia de Israel. Es posible un nuevo


comienzo. El Señor se deja encontrar. La profecía, incluida en la promesa, acompaña
a Israel. Dios con ella sigue a Israel en el exilio. Esta palabra alcanzará a Israel y
suscitará en él la conversión a Dios. La conversión será, pues, una gracia del Señor.
En el exilio, lo mismo que frente al Horeb, Israel escuchará de nuevo la palabra de
Yahveh. Dios sigue siendo el Dios "cercano". "Los pueblos podrán decir: 'Cierto que
esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente'. Pues, en efecto, ¿hay alguna nación
tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh, nuestro Dios, siempre
que lo invocamos?" (Dt 4,6-7). Incluso cuando Israel rompe la alianza, Dios está cerca
para escucharlo con compasión, apenas Israel lo invoca.

Es cierto que el Señor es "un Dios celoso, un fuego devorador" (Dt 4,24), pero es
también el "Dios misericordioso", que se compadece del pueblo y no lo abandona para
siempre. Aunque castiga, corrigiendo a su pueblo como un padre a su hijo, usa de
misericordia. Nunca olvida la elección gratuita de los padres y las promesas hechas a
ellos y a su descendencia (Dt 4,37;Lc 1,54-55). Jeremías se lo recordará a los
exiliados en la carta que les escribe: "Bien me sé los pensamientos que abrigo sobre
vosotros -oráculo de Yahveh-; son pensamientos de paz, y no de desgracia, de daros
un porvenir de esperanza. Me invocaréis y vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me
buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar
de vosotros... Os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os arrojé y os haré
tornar al sitio de donde os hice que fuerais desterrados" (Jr 29,11-14).

Por ello, la liturgia celebra con júbilo el don de la ley del Señor, "que es perfecta,
recrea al hombre; es segura, hace sabio al ignorante; es justa, alegra el corazón; es
pura, alumbra los ojos; es más dulce que la miel, más exquisita que un tesoro de oro
puro" (Sal 19,8-11;119,12). El orante puede decir a Dios: "Cumplir tus deseos, mi Dios,
me llena de alegría, llevo tus normas en mi corazón" (Sal 40,9), pues "me muestras el
camino de la vida. Ante tu rostro reina la alegría" (Sal 16,11)...
[21]

El Decálogo, formado y transmitido en un contexto litúrgico, ha llevado al pueblo de


Dios a unir la vida y el culto. Del culto y de la fe celebrada, Israel ha sacado los
motivos de su actuar. A la pregunta inicial de la liturgia: "Señor, ¿quién habitará en tu
[22]

tienda? ¿quién morará sobre tu monte santo?", el fiel se responde con las palabras del
Decálogo: "El de manos limpias y puro corazón, que no se entrega a la vanidad de los
ídolos ni jura con engaño" (Sal 24), "quien camina sin culpa y obra la justicia, dice la
verdad de corazón y no calumnia con su lengua, no hace daño a su hermano ni
agravio a su prójimo, no presta dinero con usura ni acepta dones en el juicio contra el
inocente" (Sal 15;Cfr. Is 33,14-16).

Así el Decálogo, fruto de la celebración de la alianza, recuerda en la vida las


condiciones para acercarse a Dios sin incurrir en la maldición. El Decálogo expresa las
cláusulas de la alianza y da las indicaciones para formar parte de la comunidad de la
alianza, que se reúne en el templo santo, en la tienda de Dios. Con las "diez palabras"
los miembros del pueblo de la alianza regulan sus relaciones con Dios y entre sí. Los
dos aspectos son inseparables. No se puede vivir la alianza con Dios sin vivir la
comunión con el prójimo; ni se puede vivir el amor al prójimo sin la comunión con Dios.
El culto a Dios y el amor al prójimo van unidos. Jesús se lo dirá a sus discípulos: "Si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que un hermano tuyo tiene algo contra
ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano;
luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5,23-24).

4. LAS DOS TABLAS DEL DECALOGO

Según la Escritura el Decálogo fue escrito por Dios en "dos tablas de piedra": "La
palabra Decálogo significa literalmente «Diez Palabras» (Ex 34,28;Dt 4,13;10,4).
Estas Diez Palabras Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las escribió
«con su Dedo» (Ex 31,18;Dt 5,22), a diferencia de los otros preceptos escritos por
Moisés (Dt 31,9.24). Constituyen, pues, palabras de Dios en un sentido eminente". [1]

San Agustín fue quien dividió las dos tablas del Decálogo teniendo en cuenta el
mandamiento del amor: en la primera tabla coloca los tres primeros mandamientos,
que se refieren al amor a Dios; y en la segunda coloca los otros siete mandamientos,
que se refieren al amor al prójimo. Esta división de San Agustín se apoya en el
Evangelio (Mt 22,34-40p), se impuso en la Iglesia y ha llegado hasta nuestros días. Es
la adoptada por el Catecismo de la Iglesia Católica. Por ello la seguiré también en este
libro.
[2]

Pero no se puede afirmar que entre las dos tablas se dé una división. En realidad el
Decálogo presenta la actitud ante el prójimo entrelazada con la actitud ante Dios. La
piedad bíblica en relación a Dios no se reduce al culto, sino que implica la vida de
relación con el prójimo. Para San Pablo, el "verdadero culto a Dios" (Rom 12,1) se vive
en la vida diaria, especialmente en relación al prójimo. Y la carta de Santiago habla del
"culto intachable a Dios" (Sant 1,27), refiriéndose a la preocupación por los huérfanos y
las viudas. El servicio a Dios y el servicio a los hombres están tan íntimamente ligados
que no puede darse el uno sin el otro: "Quien ama a Dios, ame también a su prójimo"
(1Jn 4,20). El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo. Y el amor al prójimo
tiene su fundamento y su ilimitada medida y forma en el amor de Dios, manifestado en
su Hijo Jesucristo: "Amaos como yo os he amado". Es, pues, inseparable la actitud
ante Dios y la actitud ante el prójimo.

Cuando le hacen la pregunta: "¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22,36),


Jesús responde: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con
toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a
éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda
la Ley y los profetas" (Mt 22,37-40;Dt 6,5;Lv 19,18). El Decálogo debe ser interpretado
a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley: "En
efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás
preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La
caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Rom
13,9-10). [3]
Los dos mandamientos, de los cuales "penden toda la ley y los profetas" (Mt 22,40),
están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad
inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la
Cruz que redime (Jn 3,14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad
(Jn 13,1). Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que
sin el amor al prójimo no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con
extraordinario vigor: "Si alguno dice «amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a
quien no ve" (1Jn 4,20).[4]

Cuando desaparece la fidelidad y el amor a Dios, es señal de que falta el conocimiento


de Dios. Y entonces brotan, como consecuencia, perjurio y mentira, asesinato y robo,
adulterio y violencia, sangre que sucede a sangre (Os 4,1-2).

El amor a Dios y el amor al prójimo son las dos tablas del Decálogo, inseparablemente
unidas. No se ama a Dios sin amar al prójimo; pero tampoco se ama al prójimo sin
amar a Dios. El amor a Dios -el mayor y primer mandamiento- es la fuente del amor al
prójimo. El amor a Dios nos capacita para amar a los hombres, guardando todos los
mandamientos, expresión concreta del amor:

Si me amáis, -dice Jesús-, guardaréis mis mandamientos (Jn 15,10).

Y en su primera carta, San Juan escribe:

En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos
sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios, en que guardemos sus
mandamientos (1Jn 5,2-3).

El mismo Dios, que creó al hombre a su imagen y semejanza, diseñó para el hombre
un plan de salvación, que se expresa en Cristo, como manifestación de su amor.
Salvados en Cristo, "el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el
Espíritu que se nos ha dado" (Rom 5,5). La libertad del Espíritu, que es la raíz del amor
cristiano, hace del amor la ley única de los hijos de Dios: "Ama y haz lo que quieras"
(San Agustín):

El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las Diez Palabras remite a cada
una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se
iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es
quebrantar todos los otros (Sant 2,10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a
Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son
sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.
[5]

Amar a Dios es amar lo que Dios ama y, sobre todo, amar a quien El ama. Amar a los
hermanos es ver en ellos el rostro de Dios y, amándolos, amamos a Dios. El amor
inspira la fidelidad en el servicio a Dios y a los hermanos. Esta es la libertad para la
que nos ha liberado Dios. Como dice Santo Tomás: "La caridad exige que nos
sirvamos mutuamente y sin embargo es libre, porque es causa de sí misma".
La "segunda tabla" del Decálogo, cuyo compendio (Rom 13,8-10) y fundamento es el
mandamiento del amor al prójimo es la expresión de la singular dignidad de la persona
humana, la cual es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma"
(GS,n.24). En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la
refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como
compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y
corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. (VS,n.13) [6]

El "no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio" (Mt


19,18-19) están formulados en términos de prohibición. Los preceptos negativos
expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la
comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la
buena fama. (Ibidem)

San Pablo, frente al mundo griego o romano, que exaltan un amor -eros- sensual y
orgulloso, irresponsable y egoísta, fuente de celos y desenfrenos, contrapone "otro tipo
de amor", el cristiano, que es agápe. Un amor humilde (Flp 2,3) y sincero (Rom 12,9),
abierto al servicio y a la disponibilidad (Gál 5,13). Este "tipo de amor" es "un amor
paciente, servicial, no envidioso, no jactancioso; que no se engríe y es decoroso, que
no busca su interés ni se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia;
se alegra con la verdad; todo lo excusa; todo lo cree; todo lo espera; todo lo soporta"
(1Cor 13,4-7).

El mandamiento del amor comprende en sí todos los mandamientos del Decálogo y los
lleva a su plenitud. En él están contenidos todos, de él se derivan y a él tienden todos.
Este supremo mandamiento es uno y, al mismo tiempo, es siempre doble. Comprende
a Dios y a los hombres. De este modo, en el amor, Dios se encuentra con su imagen,
que es todo hombre.

Jesús hace que el mandamiento antiguo se mantenga, pero en una forma nueva, como
leemos en la primera carta de San Juan: "Queridos, no os escribo un mandamiento
nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio...Sin embargo, os
escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en El y en vosotros". Y en el
Evangelio hallamos esta novedad: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los
otros" (Jn 13,34). En el "como yo os he amado" está la novedad. No se trata de amar
al prójimo como a sí mismo, sino "según el amor de Cristo", dando la vida por el otro.
Este es el distintivo del amor cristiano: "En esto conocerán todos que sois discípulos
míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (v.35).

Mientras el Decálogo no sea vivido por amor, aparecerá, como toda ley, bajo el color
de represión, imposición, límite y opresión. Sólo el amor hace de la obediencia libertad,
espontaneidad, creatividad y entrega confiada a Dios y al prójimo. "El amor es el
cumplimiento de toda la ley" (Rom 13,10). Amar es lo propio, el distintivo de los hijos
de Dios, puesto que es lo propio de Dios, que es amor (1Jn 4,7ss).
5. DIEZ PALABRAS DE VIDA

En el mundo actual se vive una inquietud cada vez más amplia por hallar una ética que
salve al hombre del caos. El dominio del mundo por medio de la técnica y de las
ciencias naturales no bastan para conseguir un mundo más humano. Más bien, la
ciencia y la técnica, abandonadas a sí mismas, son una amenaza para el hombre. Sin
la sabiduría, que da sentido a la vida, el hombre ve en peligro la vida misma y, sobre
todo, la vida realmente humana. El cristiano hoy está llamado a dar razones para vivir,
a mostrar en su vida el sentido auténtico de la vida humana. El Decálogo es un camino
de vida:

Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos
y sus normas, vivirás y te multiplicarás (Dt 30,16).

Dios, autor de nuestro ser, conoce mejor que nosotros mismos lo que nos conviene
para ser realmente hombres. "Yo soy tu Dios" significa: yo sé quién eres, cómo has
sido hecho, pues soy yo quien te ha pensado, amado y creado: "Escucha, pues, Israel;
cuida de practicar lo que te hará feliz y por lo que te multiplicarás, como te ha dicho
Yahveh, el Dios de tus padres" (Dt 6,3). Jesús dirá lo mismo en el Evangelio al legista,
que ha resumido el Decálogo en el amor a Dios y al prójimo: "Bien has
respondido. Haz eso y vivirás" (Lc 10,28).

Israel es invitado a escuchar porque se le habla de su vida, primer fruto del escuchar
a Dios, del vivir en su voluntad: "Y ahora, Israel, escucha los preceptos que yo os
enseño hoy para que los pongáis en práctica a fin de que viváis... A los que siguieron
a Baal, Yahveh, tu Dios, los exterminó de en medio de ti; en cambio vosotros, que
habéis seguido unidos a Yahveh, vuestro Dios, estáis hoy todos vivos" (Dt 4,1-4).
Alejarse del Señor, no escuchar su voz, significa la muerte.

Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de elección
y de la Alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios. (VS,n.44)
Israel se ha convertido en pueblo de Yahveh, y con esta afirmación, en indicativo, va
unida la exhortación a escuchar la voz de Yahveh y a obedecerla (Dt 27,9-10). Así,
pues, el Decálogo tiene como destinatario a Israel, ya constituido en asamblea de
Yahveh. Las "diez palabras" son un don salvífico, la garantía de la elección, pues en
ellas Yahveh ha manifestado a su pueblo el camino de vida como pueblo suyo.
Proclamar las diez palabras no suscita, por ello, la sensación de una carga, sino que
suscita cantos de agradecimiento y alabanza (Sal 19,8s;119).

El Decálogo es el camino de la nueva vida del pueblo liberado. Dios con las Diez
Palabras le indica el camino para no perder esa vida en la libertad, para no volver a la
esclavitud, sino crecer cada día en la libertad como hijos de Dios. Eso son "las diez
palabras" de la alianza que Yahveh, antes de escribirlas en las tablas de piedra,
escribió en el ser del hombre, como una especie de código genético del espíritu. Pues
vivir la verdad del propio ser es, para el hombre, amar a Dios, encontrándose con el
amor que lo ha llamado de la nada a la vida. "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y
en tu corazón" (Rom 10,8).

El Decálogo del Sinaí, leído a la luz del Sermón del Monte, nos da una luz para
descubrir el camino de la vida, realmente humana, según el designio de Dios. La vida
crece únicamente en la verdad. La verdad es el aire en el que la persona respira y
madura en auténtica libertad. Y el Decálogo traduce la verdad del ser de la persona en
el actuar concreto de cada día. El Decálogo son las "diez palabras" del pueblo de Dios.
Las "diez palabras", que dio a su pueblo el Dios que antes le liberó de la esclavitud, del
Dios Creador y Salvador que sabe cuál es el bien real del hombre.

El creyente, que susurra día y noche sus palabras, que vive de su palabra, aspira, no
ya a los bienes terrenos, sino a entrar en la intimidad con Dios:

Yo digo a Yahveh: Tú eres mi Señor,


mi bien, nada hay fuera de ti.

Yahveh, la parte de mi herencia y de mi copa,


tú mi suerte aseguras;
la cuerda me asigna un recinto de delicias,
mi heredad es preciosa para mí...(Sal 16).

La vida moral -verdaderamente humana- del hombre parte de su reconocerse criatura.


Y, como creado por Dios, el obrar humano es auténtico si responde al ser recibido de
Dios, al designio de la mente y del amor de Dios. La presentación de Dios, al comienzo
del Decálogo, sitúa al hombre en su condición de criatura. Esta es la base de todo lo
que sigue: "Yo soy Yahveh, tu Dios".

El Decálogo marca los dos caminos posibles para el hombre: el de la vida o el de la


muerte, el de la bendición o de la maldición:

Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos de Yahveh, tu Dios, que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios,
si sigues sus caminos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahveh, tu Dios,
te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión. Pero si tu
corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a
darles culto, yo declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días
en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos
contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o
maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahveh, tu
Dios, escuchando su voz, viviendo unido a El; pues en eso está tu vida, así como la
prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a tus padres
(Dt 30,15-20).

Dios ama a su pueblo y le invita a elegir el camino de la vida, asegurándole su


bendición (Dt 6,1-3). El camino contrario, en cambio, es camino de maldiciones (Dt
27,15-26). El salmo primero, como prólogo del salterio, contrapone igualmente los dos
caminos y ensalza al que se complace en la ley del Señor, reconociendo que le ha sido
dada para su felicidad. Y es que "la senda de los justos es como la luz del alba, que va
en aumento hasta llegar a pleno día. Pero el camino de los malvados es como
tinieblas, no saben dónde han tropezado" (Pr 4,18-19;Cfr. Pr 12,28;Si 15,17;33,14). [7]

El Decálogo señala al hombre salvado el camino de la vida en la libertad. El hombre,


"que se regocija por todos los bienes que Yahveh, su Dios, le ha dado", acepta
agradecido que Dios le marque el camino de la vida. En la vida y muerte de Cristo,
Dios nos lo ha dado todo, nos ha abrazado para siempre con su amor. La aceptación
de este amor de Dios es nuestra salvación. Este amor de Dios, experimentado en la
liturgia y en la vida, es lo que mueve al cristiano a responder a Dios con gratitud y
fidelidad, cumpliendo su voluntad.

Así el Decálogo y la vida cristiana se encuentran en la actitud y motivación. El


agradecimiento a Dios, que salva al hombre de la esclavitud y de la muerte, es el
fundamento de sus exigencias morales.

Jesucristo, camino, verdad y vida, dirá de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo; el que
me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Esta
luz de la vida es la comunión con Dios y con los hermanos, sellada en la sangre de
Jesucristo (Cfr. 1Jn 1,5-7).

Esta es la meta del camino de la vida, que Dios ha trazado para su pueblo. Si, en un
principio, el deseo de Dios y de comunión con El se expresa en el deseo de sus
bendiciones, vistas en la tierra, el bienestar y largos años, Dios, en la pedagogía de la
revelación, termina siendo El mismo el deseado, el esperado, como única
complacencia que llena el corazón del hombre. Las promesas de Dios son el camino
que lleva al Dios de las promesas, a Jesucristo: Emmanuel, Dios con nosotros.

Todo el Decálogo es una tutela de la vida, que Dios nos ha dado. Ya los tres primeros
mandamientos, prescribiendo dar culto y gloria a Dios, salvaguardan la dignidad de la
vida humana, pues colocan al hombre en relación de amor con Dios. Introducen al
hombre en la comunión con Dios, haciéndole partícipe de su vida trinitaria de amor.
Vivir el Decálogo es alcanzar "la vida eterna" (Mt 19,16-22).
6. DIEZ PALABRAS PARA LA LIBERTAD

El Decálogo, como todo mandamiento, se expresa con la forma verbal del imperativo.
Pero los diez mandamientos están precedidos por el indicativo: "Yo, Yahveh, soy tu
Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud". De este modo, el
imperativo aparece como la forma de vivir el indicativo, como la forma de vivir la
libertad recibida de Dios, como la forma de seguir en la alianza establecida con El.

La alianza de Dios con Israel es el fundamento de la libertad de Israel. La celebración


periódica de la alianza, que la actualiza y la renueva, significa la celebración de la
salvación de la esclavitud y el restablecimiento de la libertad. El Decálogo son las "diez
palabras de la libertad". El Decálogo es la expresión concreta de la libertad en la vida.
[8]

El anhelo de libertad, que nutre todo hombre, Dios lo realiza salvando a su pueblo. La
libertad es un don de liberación de Dios. Y el Decálogo nos marca el camino para no
caer de nuevo en la esclavitud. La libertad humana, don de Dios, no es nunca una
libertad vacía, ni caprichosa: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues,
firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud...Porque,
hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad
pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues
toda ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti
mismo" (Cfr. Gál 5).

C. Marx, en su juventud, afirmó algo que sigue engañando a muchos jóvenes: "Un ser
sólo se considera independiente en cuanto se halla sobre sus propios pies, y sólo se
halla sobre sus propios pies en cuanto se debe a sí mismo la existencia. Un hombre
que vive por gracia de otro es un ser dependiente. Y vivo totalmente por gracia de otro
cuando le debo, no sólo el mantenimiento de mi vida, sino el que él haya creado mi
vida. En este caso mi vida tiene necesariamente fuera de sí tal fundamento cuando no
es mi propia creación".

Esta concepción de Dios, como quien priva al hombre de la libertad, está en


contradicción con la visión bíblica de Dios: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado
de la esclavitud". Dios y la libertad del hombre están íntimamente unidos. La historia
del Exodo es el relato de las actuaciones liberadoras de Dios. Y la culminación del
Exodo en la Pascua de Jesucristo es la culminación de la actuación liberadora de Dios,
salvando al hombre de la esclavitud del pecado y de la muerte. "Para ser libres nos
liberó Cristo" (Gál 5,1).

La fe en Dios Creador, libera al hombre en tres campos: en su relación con la


naturaleza, en su relación con la historia y en su relación con la muerte.

Confesar que Dios es el Creador del hombre es afirmar que el hombre no es un


producto del cosmos, sometido a sus leyes mecánicas, a los procesos naturales
biológicos, fisiológicos y cosmológicos. El hombre, creado por Dios, está en el mundo,
participando del mundo, pero no sometido a la naturaleza. Es siempre un ser singular,
irrepetible, que "domina el mundo" (Gén 1,28). La fe en Dios Creador coloca al mundo
en su sitio: el mundo es mundo y no dios, es creación, criatura y no creador. Esto
significa que Dios, al crear al hombre, le da la libertad sobre el mundo.

Y la fe en Dios Creador ve a Dios como Salvador en su actuación en la historia. Esto


significa que Dios libera al hombre de los condicionamientos que encuentra al nacer en
una determinada situación familiar, social, económica o política. El hombre, gracias a
la acción salvadora de Dios, vive abierto al futuro con esperanza. El Dios Creador crea
situaciones nuevas, liberando al hombre del "poder del destino", del "capricho del
hado", que hace del mundo "una galera de esclavos". Un pueblo de esclavos, por el
poder de Dios, vence el "destino" y experimenta la libertad "imposible".

Y la fe en Dios, "que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que
sean" (Rom 4,17), libera al hombre de la esclavitud de la muerte, que aniquila toda
libertad y esperanza. Ante la muerte, todo hombre experimenta la impotencia que hace
gritar a San Pablo: "¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte?" (Rom 7,24). Sólo Dios, creador de la vida, puede liberar al hombre de la
amenaza permanente de la muerte. Y su fidelidad salvadora, manifestada en la
historia, es la garantía de que su amor no se dejará vencer por la muerte. Por ello,
Pablo grita: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,25). Ni
las fuerzas de la naturaleza, ni el progreso humano de la historia pueden liberar al
hombre del miedo a la muerte, "con el que el señor de la muerte, es decir, el diablo, le
somete a esclavitud de por vida" (Heb 2,14-15).

El nombre de Dios,- "Yahveh, que te he sacado de Egipto, de la casa de


servidumbre"-, es la garantía de la libertad plena del hombre. El Decálogo es la guía
práctica de esa libertad. Es la respuesta de la fe a la acción salvadora de Dios. Es, en
definitiva, el seguimiento de Dios. Así, en el Nuevo Testamento, el Decálogo es
asumido como creer en Cristo y seguir a Cristo. De este modo el Decálogo significa
vivir en la libertad recibida como don de Dios en Cristo Jesús.

La libertad, que Dios otorga, es liberación del egocentrismo, del individualismo, es


libertad para el amor. Sólo en la comunión es posible la libertad personal. El otro, pues,
no es el límite de mi libertad, sino la condición de mi libertad. El hombre solitario no es
hombre ni libre, por tanto.
[9]

Si no es válida la interpretación legalista del Decálogo, porque falsea el designio de


Dios, que quiere al hombre libre, tampoco es válida la concepción de libertad de los
libertinos, a quienes no interesa lo más mínimo la libertad de todos los hombres, sino
únicamente su propia exención de obligaciones. Semejante concepción de la libertad
alimenta el egoísmo, la falta de consideración y la inhumanidad. Es exactamente lo
contrario de la libertad bíblica, que salvaguarda el Decálogo, que se basa en las
relaciones personales: la relación del hombre con Dios y la relación de los hombres
entre sí.
[10]

No es verdadera libertad la que lleva al hombre a actuar contra lo que él es o en contra


de su relación con los otros hombres o contra Dios: "Actuar como hombres libres, y no
como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de
Dios. Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios" (1Pe 2,16-17).

Sólo el don que Dios hace de sí mismo en Jesucristo, puede salvar al hombre,
liberándolo de sí mismo y recreándolo, para que pueda vivir en la libertad, en la
comunión con Dios, con los hombres y con la creación. Por ello, San Pablo exclamará:

¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor... Pues lo que era imposible
a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo
en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en
la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una
conducta, no según la carne, sino según el espíritu (Rom 7,25-8,4).

Sólo Cristo es realmente capaz de librar al hombre de la esclavitud del pecado. A


diferencia de la ley que no salva, la fe en Cristo sí salva: "Y así, antes de que llegara la
fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía
manifestarse. De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser
justificados por la fe" (Gál 3, 23-24). La fe en Cristo nos sitúa en la libertad filial. El
Espíritu de Cristo, infundiendo el amor de Dios en nuestro interior, cambia nuestro
corazón y nos conduce a vivir plena y amorosamente la voluntad de Dios. Esta es la
"ley nueva", "ley espiritual", pues es el mismo Espíritu que actúa en nosotros: "La ley
nueva se identifica, ya con la persona del Espíritu Santo, ya con su actuación en
nosotros". [1

VENGA A NOSOTROS TU REINO


De la exclamación "Santificado sea tu Nombre" brota el deseo ardiente: "Venga tu Reino".
Los discípulos han experimentado en Jesucristo la irrupción del Reino de Dios sobre la
tierra. Satán ha sido vencido; el poder del mundo, del pecado y de la muerte ha sido
derrotado. El Reino de Dios se encuentra aún, sin embargo, en medio del sufrimiento y del
combate. La comunidad de los creyentes aún sufre la persecución y la tentación. Bajo la
realeza de Dios, el cristiano se halla en una justicia nueva, pero con persecuciones. ¡Quiera
Dios que el Reino de Jesucristo sobre la tierra, inaugurado en la Iglesia, crezca y se difunda,
poniendo fin a los reinos de este mundo e instaurando su Reino de poder y gloria!

El Reino de Dios está cerca

Yahveh es el rey de Israel, pues lo ha liberado de la esclavitud de Egipto. El coro final del
cántico de Myriam, después del paso del mar rojo, canta: "¡Yahveh es rey por siempre
jamás!" (Ex 15,18). Israel, a lo largo de su historia, ha ido tomando conciencia de la
elección de Dios para realizar en él el designio de salvación para el pueblo y, a través de él,
para todos los pueblos y para la creación entera. La voluntad salvífica de Dios, sobre todo
a partir de la monarquía davídica, la expresó Israel dando a Dios el titulo de Rey (Ex 19,6).
Dios ha elegido a Israel como su reino.
Esta perspectiva salvífica del reino de Dios implicaba una vida de justicia y paz en todas
sus dimensiones: familia numerosa, vida sana y larga, tierra propia y próspera, cosechas
abundantes... Pero, ante la constatación experiencial de que este anhelo no se realizaba,
los sabios de Israel intentaron, en su fidelidad a la fe en Yahveh, dar una respuesta: la
felicidad del reino de Dios consiste en contemplar—ver, entrar en comunión—el rostro del
Señor en su templo santo (Sal 42-43) o en estar con el Señor, que no permitirá que sus
siervos experimenten la corrupción de la muerte (Sal 16; 49; 73): el Señor no abandonará
en la muerte al justo que sufre (Sal 22; 69), sobre todo a los justos que sufren "como
siervos del Señor", ofreciendo su vida por la realización del plan salvífico de Dios (Is 53,11;
57,2; Sal 3,1-9). Y finalmente, en la época macabea, la esperanza en la fidelidad de Dios
llevó a proclamar la fe en la resurrección de los muertos.
Esta fe de Israel se apoya en la promesa de Dios, que suscita la esperanza de la
instauración eterna del reino de David, traducida en la esperanza mesiánica: de la
descendencia de David brotará un vástago, un rey que realizará el reino consumado de
Israel. Esta esperanza del reino de Dios, del señorío de Dios sobre el mundo, se expresa
bajo la imagen del Hijo del hombre en Daniel, del Siervo de Yahveh en Isaías y del
Rey-Sacerdote en Zacarías. La tradición rabínica sabe que Dios es siempre Señor del
mundo, pero espera que Dios salga de su ocultamiento, mostrando abiertamente su poder.
En esta tradición aparecen los celotas, que pretenden acelerar la llegada de este reino con
medios políticos, interpretando la esperanza mesiánica como programa político. Junto a los
celotas aparecen otras corrientes rabínicas, que creen que se puede acelerar la llegada de
la redención, los días del Mesías, mediante la penitencia1.
Ya Juan Bautista anuncia la inminencia del Reino de Dios señalando la importancia del
momento presente, tiempo de conversión: "En aquellos días apareció Juan el Bautista
predicando en el desierto de Judea: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca'.
Pero al ver a muchos fariseos y saduceos venir a su bautismo, les dijo: '¡Raza de víboras!,
Quién os ha sugerido sustraeros al juicio inminente? Dad frutos dignos de conversión...
Pues ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será
cortado y echado al fuego"' (Mt 3,1-2.7-10). Ante la inminencia del Reino de Dios es inútil
cualquier justificación, como decir "somos hijos de Abraham" (Mt 3,9). Sólo la conversión,
—el reconocimiento del pecado y la aceptación del perdón de Dios—, abre las puertas del
Reino.
El Reino de Dios se hace presente en Jesús. Juan Bautista, citando a Isaías (40,3):
"preparad el camino del Señor" (Mc 1,2-3; Mt 3,3), está proponiendo a sus oyentes un
nuevo éxodo. Ha llegado la hora de atravesar el desierto hacia la tierra prometida. Por ello,
Juan desarrolla su misión en el desierto. Su vestido (Mt 3,4) recuerda el de Elías (2 Re 1,8),
el profeta precursor del Día de Yahveh (Mt 3,1.23; Mc 1,2). No es Juan quien introduce en
el Reino, sino el que prepara su acogida (Mc 1,7). Su invitación a la conversión y al
bautismo de purificación (Mc 1,4) está destinada a evitar "la ira que viene" (Mt 3,7), es
decir, el juicio escatológico, significado en las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3,10.12).
Este juicio llega, pues "el Reino está cerca" (Mt 3,2).

Cristo hace presente el Reino


En esta tradición de Israel se hace presente Jesús y su mensaje del Reino de Dios. Él
anuncia el cumplimiento de la promesa de Dios: "Se ha cumplido el tiempo. El Reino de
Dios está cerca; convertíos y creed el Evangelio" (Mc 1,15). El "Reino de Dios" es el
anuncio central de la predicación de Jesús2. Pero, mientras que la predicación de Jesús
giró alrededor del Reino de Dios, la predicación apostólica se centró en el anuncio de
Jesucristo. ¿Significa esto un cambio, una ruptura entre el anuncio de Jesús y el anuncio
de los apóstoles? ¿No será más bien que el anuncio de Jesucristo, que hacen los
apóstoles, expresa de modo explícito lo que Jesús anunciaba bajo la expresión Reino de
Dios?
Jesús, habiéndose hecho pecado por nosotros y entrando en las aguas para ser
bautizado por Juan, abre los cielos (Mt 3,16), cerrados por el pecado. Apenas sale de las
aguas, una vez bautizado, Dios —Padre, Hijo y Espiritu Santo— se muestra sobre la tierra.
El Padre que unge a Jesús, el Ungido y el Espíritu Santo, la Unción. El Reino de Dios ha
llegado a los hombres. Sólo queda derrotar al Príncipe del mundo, mentiroso y asesino
desde el principio. Jesús, ungido con la fuerza del Espíritu, irá al desierto a darle batalla
hasta derrotarle. Victorioso, "Jesús comienza a predicar, anunciando: 'Convertíos porque el
Reino de los cielos está cerca"' (Mt 4,17). Esto es lo que proclama Jesús en la sinagoga de
Nazaret (Lc 4,16-21): la profecía de Isaías se ha cumplido en el hoy de la presencia y
actuación de Jesús.

Después que Juan fue preso marcho Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de
Dios "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena
Nueva" (Mc 1,15). "Cristo por tanto para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el
Reino de los cielos" [LG 3] Pues bien la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la
participación de la vida divina" [LG 2] Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo,
Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este
Reino" [LG 5] [CEC 541]

Ha sonado la hora del cumplimiento. El anuncio profético3 ha llegado a su plenitud: "Hoy


han alcanzado su cumplimiento estas palabras que acabáis de oír" (Lc 4,16-21). En Jesús
ha llegado el Rey que trae la salvación del final de los tiempos (Sal 17). En su persona, en
sus palabras y en sus obras se ha actualizado el tiempo de la plenitud. El Reino de Dios ha
llegado ya. Aunque el tiempo del cumplimiento no es aún el tiempo de la consumación y el
Reino de Dios en "gloria y poder" es aún en la predicación de Jesús algo futuro; sin
embargo, ya se ha inaugurado el "año de gracia de Dios", el advenimiento del Reino
glorioso de Dios. "Mi Reino, dice Jesús, no es de este mundo", es "el Reino de los cielos",
pero "está dentro de vosotros, en medio de vosotros".
El Reino, que anuncia Jesús, es, por tanto, un presente que requiere ya conversión (Mc
1,15) y no un simple futuro que haya que aguardar en la esperanza. "La entrada en él
acaece por la fe y la conversión" [CEC 541]. Jesús, presencia de Dios y de su Reino, exige
la aceptación inmediata y, luego, la vigilancia en la fe, mientras se aguarda la plena
manifestación de su poder4. La esperanza cristiana se funda en que Dios nos ha llamado a
tener parte en su Reino y gloria (ITes 2,12) y en que ya ha hecho presente la fuerza de ese
Reino en la resurrección de Jesús, en la expansión del Evangelio y en los dones del
Espíritu Santo (Rm 5,1-5)5. Este Reino "crece por el amor con que Cristo, levantado en la
cruz, atrae a los hombres a si mismo" (Cfr. Jn 12,32)6.
Jesús mismo, en su persona y en su palabra, es el signo de la llegada del Reino. Como
Jonás7, que estuvo tres dias y tres noches en el vientre del cetáceo antes de predicar la
conversión a los ninivitas, así Cristo resucita al tercer día para hacer posible la conversión
a los que acojan su predicación. La generación de Jesús es comparada con los ninivitas,
quienes no recibieron otro signo que el profeta mismo y su predicación de la penitencia. Así
el signo de Jesús es Él mismo y su predicación, en cuanto llamada a la conversión en el
ahora de la salvación. Nínive estaba destinada a la condenación, pero le llegó en Jonás la
gracia inesperada e inmerecida, como don de Dios, que les envia el profeta y les otorga el
perdón. La penitencia de los ninivitas, que Jonás ni espera ni desea, aparece como gracia.
Es una gracia ofrecida y aceptada. Asi Jesús llama a conversión, ofreciéndola como gracia
precisamente a los pecadores. Esta predicación del Reino de Dios, Jesús la ofrece a
quienes creen en su palabra y le acogen a Él.
"El Reino de Dios ya está en medio de vosotros" (Lc 17, 20ss), proclama el mismo Jesús.
Y aquí Jesús habla en presente. El Reino de Dios no es observable, pero está
precisamente entre aquellos a quienes habla. El Reino se encuentra entre ellos, en Jesús
mismo. Jesús en persona es el misterio del Reino de Dios, dado por Dios a los discípulos.
El futuro de las promesas es hoy en Jesús. El Reino de Dios se encuentra en Él, pero de tal
modo que no puede ser advertido sino en los signos o señales que realiza con el "dedo" o
Espíritu de Dios. En la irradiación del Espíritu Santo, que sale de Él, Jesús manifiesta la
llegada del Reino de Dios con Él. Gracias a la fuerza del Espíritu, que rompe la esclavitud
del hombre bajo el dominio de los demonios, se hace realidad el Reino de Dios.
El Reino de Dios es un acontecimiento y no un espacio o un dominio temporal. La
actividad de Jesús, su palabra, el poder del Espiritu en sus acciones, su pasión y
resurrección, rompen el dominio del señor del mundo, que pesa sobre el hombre, y así
libera al hombre, estableciendo entre los hombres el señorío de Dios. Él es el Reino de
Dios, porque el Espíritu de Dios obra en el mundo por Él:

El Reino de Dios llega a nosotros en Jesucristo. Se hace cercano con su encarnación, se


anuncia a
través de todo el Evangelio, llega en la muerte y resurrección de Cristo. Llegará en la gloria
cuando
Jesucristo lo devuelva al Padre. [CEC 2816]
El Reino de Dios es el núcleo central de la predicación de Jesús: "Después que Juan fue
encarcelado, vino Jesús a Galilea predicando la Buena Nueva de Dios con las siguientes
palabras: 'Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la
Buena Nueva"' (Mc 1,14s). La venida del Reino de Dios significa el cumplimiento de todas
las
promesas hechas en el Antiguo Testamento (Mt 11,12s; Lc 7,18-23; 10,23s). "Cristo, para
hacer la voluntad del Padre, inauguró el Reino de los cielos" [LG 3]. Y la Iglesia es sobre la
tierra "el germen y el comienzo de este Reino" [LG 5]. Cristo convoca en torno a Él, para
formar parte del Reino, por su palabra y por las señales, que manifiestan el Reino de Dios y
por el envío de sus discípulos. Y, sobre todo, Él realizará la venida de su Reino por medio de
su Pascua: su muerte en la cruz y su resurrección. [CEC 542]
Al resucitar Jesús de entre los muertos, Dios ha vencido la muerte y en Él ha inaugurado
definitivamente su Reino. Durante su vida terrena, Jesús es el profeta del Reino y, después de
su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio
sobre
el mundo (Mt 28,18; Hch 2,36; Ef 1,18-31). La resurrección confiere un alcance universal al
mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión8.
Por el pecado, "el Príncipe de este mundo" ha sometido a los hombres bajo su poder (Lc
11,18)9. Es el señor "de todos los reinos de la tierra", opresor del hombre (Lc 13,16; Hch
10,33). Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se hace presente entre los hombres para
deshacer el dominio de Satanás, rescatando a los hombres, y con ellos a la creación
entera, de su servidumbre, restableciendo así el Reino de Dios su Padre. "Con el dedo de
Dios" (Lc 11,20) o con la potencia del Espíritu10 Jesús va venciendo a Satanás. Jesús "ata
al fuerte" (Mc 3,27). Es lo que Jesús anuncia al inaugurar su ministerio: "Jesús comenzó a
predicar y a decir: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado"' (Mt 4,17). "Tengo
que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado" (Lc 4,43)
La gloria de Dios Padre se ha cumplido en Jesucristo, en la cruz, en la humillación
suprema. Jesucristo ha sido exaltado como Señor; como Dios ante quien se dobla toda
rodilla, no arrebatando la divinidad, sino siendo Hijo, obediente al Padre hasta la muerte. La
divinidad, herencia del Reino, no se conquista prometeicamente contra Dios, sino
acogiéndola como don, aceptando la filiación divina. Es en el comportamiento de hijo donde
se alumbra el Reino de Dios. Las bienaventulanzas del Reino son para los pequeños, para
los que se hacen como niños. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, que lo
acogen con un corazón humilde. Jesús les declara "bienaventurados porque de ellos es el
Reino de los cielos" (Mt 5,3). A los pequeños es a quienes el Padre revela los misterios del
Reino (Mt 11,25)11. Jesús invita, igualmente, al banquete del Reino a los pecadores (Mc
2,17; 1 Tm 1,15). Cuando uno de ellos se convierte hay una "inmensa alegría en el cielo"
(Lc 15,7)12. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas del Reino13, y
acompaña sus palabras con "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22), que manifiestan la
presencia del Reino14.

Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge
las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no
sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos: "Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." [CEC 1716]
Cristo se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los
pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Él,
trazando así los caminos sorprendentes del Reino. [CEC 1967]

En Jesucristo, el Reino de Dios, que "no es de este mundo'' (Jn 18,36), irrumpe en este
mundo. El Padre lo da (Mt 21,43; Lc 12,32) como herencia divina (Mt 25,34; Gal 5,21).
Jesús no hace más que proclamarlo; con El ha aparecido15, ha llegado (Mt 12,28; Lc
11,20); el tiempo se ha cumplido, el gran momento ha llegado (Mc 1,15). Es el tiempo de las
nupcias (Mc 2,19) y de la siega (Mt 9,37-38). La palabra de Jesús es la palabra del Reino y
sus actos son sus señales; los milagros son, ante todo, signos que muestran que ha
llegado el Reino. La lucha contra Satanás es la señal fundamental de su venida. Desde el
momento en que Jesús es proclamado Mesías en el Jordán, el reino de Satanás es
derrotado progresivamente (Mc 3,22-30; Lc 10,18). Esta derrota de Satanás es una prueba
de que el Reino de Dios lia llegado: "Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es
que el Reino de Dios ha venido a vosotros" (Lc 11,20). "El Reino de Dios en acciones",
llama Schnackenburg a los milagros que realiza Jesús. Las curaciones y las resurrecciones
son una manifestación del Reino, donde ya no habrá llanto ni dolor ni muerte. Igualmente
manifiesta Jesús la llegada del Reino con el perdón de los pecados, que Él no sólo
anuncia, sino que otorga, escandalizando a los judíos, pues sólo Dios puede perdonarlos
(Mc 2,5-7):
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que
hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades"
(Mt
8,17; Is 53,4). Pero no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signo de la venida del
Reino de Dios. Ansiaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte
por
su Pascua. En la cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (Is 53,4-6) y quitó el "pecado
del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. [CEC 1505]

Pero el Reino viene sin ostentación: aunque está presente en la persona de Jesús (Lc
17,20), parece que fracasa en gran parte (Mc 4,2-9); es pequeño como un grano de
mostaza (Mc 4,30-32); es como un tesoro escondido (Mt 13,14), como una perla que hay
que buscar (Mt 13,46), como un poco de levadura (Lc 13,21)... Sólo con la muerte y
resurrección, el Reino comienza "a manifestarse con poder" (Mc 9,1), "cuando Jesús es
constituido Hijo de Dios con poder" (Rm 1,4; 1Cor 4,20). Es entonces cuando el reino de
Satanás sufre una derrota fundamental16, aunque aún no sea vencido del todo (2Cor 4,4;
Ef 2,2). La victoria final y definitiva tendrá lugar cuando el Hijo del hombre venga en la
gloria de su Padre, rodeado de la corte celestial (Mc 13,32). Entonces Satán (Ap 20,2), el
Anticristo (1Tes 2,9) y todas las potencias hostiles (1Cor 15,24) serán aniquiladas y Dios
será todo en todos (1Cor 15,28). El cristiano se encuentra situado entre el ya del Reino,
que ha venido en Jesús, y el todavía no del Reino llegado a su plenitud. El ya del Reino
poseído estimula, con su certeza, el anhelo de la consumación, por lo que el cristiano
clama: "¡Maranatha!, ¡ven, Señor Jesús!" (1Cor 16,22; Ap 22,20). Es lo que pide todos los
días: "¡Venga tu Reino!". Es el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús".
RD/3-ESTADIOS: Se puede hablar de tres estadios del Reino correspondientes a las
tres venidas de Jesucristo, de las que nos hablan los Padres. Su primera venida, en carne
mortal, señaló el comienzo del Reino. Así nos lo atestiguan las parábolas del grano de
mostaza y de la semilla sembrada en el campo. Su venida final significará la consumación
del Reino, al tiempo de la cosecha, cuando quede establecido el Reino escatológico,
inaugurado con un banquete para todos los elegidos. Mientras tanto, en el tiempo
intermedio entre la una y la otra, las incesantes venidas de su Espíritu a la Iglesia y a cada
cristiano marcan el proceso de su desenvolvimiento, como aparece en las parábolas de la
red y en la del trigo y la cizaña.
El anuncio de Juan Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, su lucha y
victoria sobre Satanás en el desierto son expresiones del combate escatológico entre Dios
y Satanás17. El Reino de Dios ha penetrado en el mundo; su victoria final no puede tardar.
Las parábolas de crecimiento—la del sembrador y la del grano de mostaza (Mc 4 y Mt
13)—, ilustran esta tensión entre el presente y futuro del Reino anunciado por Jesús. El
comienzo real del Reino, en su apariencia modesta, preanuncia el final espléndido de su
plenitud. Se da continuidad entre la siembra y la cosecha. Igualmente el símil de la siega,
en la parábola de la semilla que crece por si misma (Mc 4,26-28), hace referencia a la
escatología.

La realidad escatológica del Reino no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se
hace próxima y comienza a cumplirse. "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15); se ora para
que venga (Mt 6,10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (Mt 11,4-5), los
exorcismos (Mt 12,25-28), la elección de los doce (Mc 3,13-19), el anuncio de la Buena
Nueva
a los pobres (Lc 4,18)...18
La Iglesia, germen del Reino

Juan anunciaba la venida inminente del Reino; Jesús manifiesta el cumplimiento de la


promesa. Con El, Dios ha entrado en la historia; el poder de Satanás se tambalea; la
enfermedad y el pecado, signos de su poder; retroceden. Pero el Reino de Dios,
inaugurado en Jesucristo, se consumará en el final de los tiempos. La persona y obra de
Cristo, haciendo presente el Reino de Dios entre los hombres, espera su consumación con
su segunda Venida gloriosa. La parábola del trigo y la cizaña anuncia el juicio, en el que se
separarán el uno de la otra: el trigo se recogerá en el Reino y la cizaña se echará al fuego.
Lo mismo anuncia la parábola de la red: separación de buenos y malos. Con esta
separación se consumará el siglo presente, dando inicio al siglo futuro (Mt 13). La nueva
creación sustituirá a este mundo (Mc 13,7.13; Mt 24,14). Al siglo futuro corresponden los
elementos que integran la consumación del Reino: juicio, resurrección, vida o muerte
eternas.
La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación, con su humanidad, en el poder
de Dios. Cristo es constituido Señor, "bajo cuyos pies Dios sometió todas las cosas" (Ef
1,20-22). Y como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef
1,22). Elevado al cielo y glorificado, Cristo permanece en la Iglesia, en la que "el Reino de
Cristo está presente ya en misterio", pues la Iglesia "constituye el germen y el comienzo de
este Reino en la tierra" [LG 3; 5].

El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, esta no es fin para si misma, ya
que está
ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez
que se
distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la
Iglesia, su
Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación19.
El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo no está todavía acabado "con gran
poder y
gloria" (Lc 21,27, Mt 25,3]) con el advenhniento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto
de
los ataques de los poderes del mal (2Tes 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido
vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo haya sido sometido (1Cor 15,28),
y mientras no haya cielos nuevos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia
peregrina
lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta
ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" [LG 48]. Por esta razón los
cristianos piden que se apresure el retorno de Cristo (2Pe 3,11-12), cuando suplican: "Ven,
Señor Jesús" (1Cor 16,22; Ap 22, 17-20). [CEC 671]

Jesus, pues, a través de múltiples parábolas anunció el Reino de Dios, presentándolo


como una realidad presente y, al mismo tiempo, futura. La Iglesia, en fidelidad al mensaje
de Jesucristo, anunció a Jesús como Cristo, como quien actúa en el Espíritu y, por tanto,
como la forma actual del Reino de Dios:
Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va
instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con
El. En
efecto, después de la resurrección, ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesus muerto y
resucitado.
Felipe anunciaba en Samaria "la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo"
(Hch 8,12).
Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (Hch
28,31). También los primeros cristianos anunciaban el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5,5;
Ap
11,15; 12,10) o bien "el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo" (2Pe 1,11). Es en el
anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la
Iglesia primitiva... Los dos anuncios: el del Reino de Dios—predicado por Jesús—y la
proclamación del evento de Jesucristo—predicación de los apóstoles—se complementan y se
iluminan mutuamente20.
A sus Apóstoles, Jesús les hizo estar con El y participar en su misión (Mc 3,13-19); les hizo
participes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9,2).
Ellos
permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo, porque por medio de ellos dirige su
Iglesia: "Yo, por mi parte, dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso
para
mi, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a
las doce tribus de Israel" (Lc 22,29-30). [CEC 551]

Donde se siembra la palabra de Dios allí se encuentra ya germinalmente el Reino de


Diosa. "La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo; los que
escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la
semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega" [LG 5]. Con la llegada de
Jesús comenzó la boda de la salvación (Mc 2,19). La mies está ya madura (Mt 9,37s). El
Pastor esperado ha venido22; el médico está entre nosotros (Mc 2,17). Se están ya
repartiendo las invitaciones para el banquete del fin de los tiempos (Lc 14,16-24: Mc 2,17).
Jesús está arrebatando a Satanás el botín (Mc 3,27). El futuro ha comenzado, el Reino ha
llegado23. Esta conciencia de vivir en la aurora del Reino de Dios, hace al discípulo de
Cristo exclamar: ¡Venga tu Reino! Implora la definitiva revelación de la gloria y dominio de
Dios. Esta petición requiere discípulos que sólo "deseen el Reino de Dios" (Lc 12 31),
considerando como secundario todo lo demás.
Si Jesús anuncia que el Reino de Dios está cerca, sus discípulos imploran: ¡Venga tu
Reino! De la alegría de la cercanía del Reino brota el deseo: ¡Venga tu Reino! El que ha
descubierto el tesoro escondido, va, vende todo y ora: ¡Venga tu Reino! El formar parte del
Reino le hace mayor que todos los grandes de la época de las promesas (Mc 11,11). El
orante sabe que el Reino es el gran don de Dios, prometido (Lc 6,20) y dado (Lc 12,32; Mt
21,43). El hombre sólo puede recibirlo como un niño (Mc 2,15). El Reino hay que
"aguardarlo" (Mc 15,43; Lc 2,25), "se recibe en herencia" (Mt 25,34). Es un acto
enteramente de Dios. Ninguna acción humana podrá realizarlo.
La Iglesia, mirando al Resucitado, experimenta una venida ya ocurrida y, desde ella,
anuncia una segunda venida del mismo Señor. Los creyentes conocen, por una parte, la
alegría del Reino de Dios y, por otra, al encontrarse sumergidos en la persecución, anhelan
e imploran esperanzados la plenitud del Reino. Sienten al Señor cerca, pero saben que el
Señor aguarda a que se cumpla el tiempo concedido a las naciones para entrar en el
Reino: es el tiempo en el que el grano de trigo, muriendo, va dando fruto de vida en todo el
mundo.

La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo vuelva
glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones
del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín). Aquí abajo, ella se sabe en exilio,
lejos
del Señor (2Cor 5,6), y aspira al advenimiento del Reino, "y espera y desea con todas sus
fuerzas reunirse con su Rey en la gloria". [CEC 769]

En su liturgia "la Iglesia celebra el misterio de su Señor hasta que Él venga" y "Dios sea
todo en todos" (ICor 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída hacia su
término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: "Maranathá" (1Cor 16,22). La liturgia
participa así en el deseo de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con
vosotros... hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16). En los
sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida
eterna, aunque "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios
y Salvador nuestra Jesucristo (Tt 2, 13)"24.
Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el
altar somos colmados "de gracia y bendición", la Eucaristía es también la anticipación de la
gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos
hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: "Y yo os digo que desde ahora no
beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el
Reino de mi Padre"25. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa
y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida:
"Maranatha" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tú gracia venga y que pase
este mundo (Didajé 10,20).
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristia y que está ahí en medio de
nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía
"anhelando la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", pidiendo entrar "en tu
Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás
las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro,
seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo
Señor Nuestro"26.

A partir del Triduo Pascual, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección
llena con su resplandor todo el año litúrgico. Desde esta fuente, el año entero queda
transfigurado por la liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). La economía
de
la salvación, pues, actúa en el marco del tiempo pero desde su cumplimiento en la Pascua de
Jesús y la efusión del Espíritu Santo el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el
Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad. [ICEC 1168]

La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo
vuelva glorioso. La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo,
no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán,
'desde el justo Abel hasta el último de los elegidos', se reunirán con el Padre en la Iglesia
universal" [LG 2] [CEC 769].
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en
ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de
Dios" (Ap 19,6) que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el
corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces
todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él "santos e inmaculados en presencia de
Dios en el amor" (Ef 1, 4) serán reunidos corno el único Pueblo de Dios, "la Esposa del
Cordero" (Ap 21, 9) "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de
Dios" (Ap 21 10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los
nombres de los doce apostoles del Cordero" (Ap 21 14). [CEC 865]

Jesús, que "iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del
Reino de Dios" (Lc 8,1), envía reiteradamente a sus discípulos "a proclamar el Reino de
Dios" (Lc 9,2; 10,1.9.11). Y como la mies es mucha y los obreros del Reino pocos, invitará a
estos a orar al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies (Lc 10,2). Pero, antes
de su implantación escatológica definitiva, en la que los elegidos se sentarán con el Padre
en la alegría del banquete celestial27, el Reino aparece con unos comienzos humildes (Mt
13,31-33), misteriosos (Mt 13,11), hasta impugnados (Mt 13, 24-30). El Reino, realmente
comenzado28, se desarrolla lentamente en la tierra (Mc 4,26-29), por la Iglesia (Mt 16,18s),
que lo predica por todo el mundo29, hasta que, finalmente sea establecido y devuelto al
Padre (1Cor 15,25), con el retorno glorioso de Cristo30. Entre tanto, se presenta como pura
gracia31, que reciben los humildes32, los que se hacen como niños y los que, por él, se
desprenden de cuanto poseen33. Esta gracia es rechazada por los soberbios y egoistas34.
Sólo se entra en él con la vestidura nupcial (Mt22,11-13) de la vida nueva (Jn 6,9-10). Y,
como vendrá de improviso, es necesario velar para que cuando llegue nos encuentre
vigilantes y poder entrar en él antes de que se cierren las puertas (Mt 25 1-13). La espera
del Reino es, en definitiva, la espera de la venida gloriosa de Cristo que traerá consigo la
consumación definitiva del Reino. La petición del Padrenuestro puede expresarse también
así: "Ven, Señor Jesús". San Cipriano comenta:

Del mismo modo que pedimos que su Nombre sea santificado en nosotros, pedimos
también que su Reino se llaga presente en nosotros. Pedimos que venga su Reino: el que
Dios nos ha prometido, conquistado con la sangre y la pasión de Cristo, para que nosotros,
que alhora, en esta tierra, le servimos, reinemos con Cristo Rey en la otra vida, como Él
mismo
nos ha prometido: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado
para
vosotros desde la fundación del mundo" (Mt 25,34). Sin duda, Cristo misimo es el Reino de
Dios, que cada día deseamos que venga, y cuya venida deseamos nos sea pronto concedida.
Quien se consagra a Dios y a Cristo no desea el reino de la tierra, sino el del cielo. Los
cristianos, que hemos aprendido a llamar a Dios Padre, oramos para que venga a nosotros el
Reino de Dios.

¡Venga tu Reino!

El Reino de Dios designa la gloria y reinado de Dios y también la salvación y


bienaventuranza del hombre. Ambas cosas pide al Padre el orante. Donde se realiza el
reinado de Dios allí se da también la salvación de los hombres. El Reino de Dios está
constituido por los elegidos de Dios. San Agustín les dice a quienes van a ser bautizados:
Recordad que nosotros somos su Reino si, creyendo en Él, caminamos en Él. Todos los
fieles, redimidos con la sangre de su Unigénito, serán su Reino. Este Reino vendrá con la
resurrección de los muertos, cuando venga también Él y diga a los que estén a su derecha:
"Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino" (Mt 25,34). Esto es lo que
deseamos y pedimos, cuando decimos: Venga tú Reino.

En esta súplica, los hijos piden a su Padre celestial el don de aquellas condiciones que
les asegure la entrada en su Reino: pobreza de espíritu (Mt 5,3), fidelidad en la persecución
(Mt 5, 10), el cumplimiento de su voluntad (Mt 7,21), la escucha y comprensión de la
palabra del Reino (Mt 13,13), poder desprenderse de "cuanto poseen" para conseguir el
tesoro escondido y la perla preciosa del Reino (Mt 13,44-46) .. Invocando a Dios como
Padre, le piden que les conceda ya ahora vivir "como hijos del Reino" (Mt 13,38), con
abandono filial en su providencia, libres de la angustia y del afán por el mañana (Mt
6,25-32).
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino,
habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con presura a la meta de
nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar; invocan al Señor con grandes
gritos: "¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra
sangre a los habitantes de la tierra?" (Ap 6,10). En efecto, los mártires deben alcanzar la
justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!35.
El Reino es un don, que viene a nosotros, del Padre. Jesucristo nos lo ha garantizado:
"No temáis, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino" (Lc 12,32). Pero el
Reino esperado, cuya venida pedimos, el Padre lo da a quienes hacen su voluntad (Mc
7,21). Los discípulos es lo único que buscan, esperando su venida (Lc 23,51) y
pidiéndoselo al Padre (Lc 11,2). "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu
Santo" (Rom 14,17). Como dice san Cirilo de Jerusalén:

Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ¡Venga a nosotros tu Reino! Es necesario
haber estado en la escuela de Pablo para decir: "Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo
mortal" (Rom 6,12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus
palabras, puede decir a Dios: ¡Venga tu Reino!.

Los primeros cristianos, según el testimonio de la Didajé, imploraban: "¡Que venga la


Gracia y pase la figura de este mundo!''. Así se expresa san Gregorio de Nisa: la súplica
por la venida del reinado del Padre pide la extinción del reinado "del enemigo por el
pecado", lo que "Lucas—según algunos manuscritos—explica mejor, sustituyendo la
petición venga tu Reino por venga sobre nosotros tu Espíritu Santo y nos purifique, pues
es propio del Espíritu Santo purificar y perdonar los pecados a aquellos en quienes
estuviere"36. También Orígenes comenta esta petición diciendo que quienes piden "la
venida del Reino del Padre" suplican "que se perfeccione el Reino divino", ya poseído (Le
17,20-21), y llegue a su consumación final (1Cor 15,24-28), pues "Dios reina en cada uno
de los santos" (Jn 14,23), liberados ya de la tiranía "del príncipe de este siglo", pues en
ellos ya "no reina el pecado" (Rom 6,12), dado que "no puede coexistir el Reino de Dios con
el reino del pecado":

Si el Reino de Dios no viene ostensiblemente, sino que el Reino de Dios está dentro de
nosotros (Lc 17,20-21), en nuestra boca y en nuestro corazón (Dt 30,14), el que ora y suplica
que venga el Reino de Dios está orando por el Reino divino, que tiene dentro de si, para que
surja y dé fruto y se perfeccione. El Reino de Dios, que está en nosotros llegará a la
perfección
cuando "Cristo, una vez sometidos a si todos sus enemigos, entregue a Dios Padre el Reino,
para que Dios sea en todas las cosas" (1Cor 15,24-28). Y "como no pueden estar juntos la
justicia y la iniquidad, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial" (2Cor 6, 14-15), si queremos que
Dios reine en nosotros, "de ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo" (Rm
1,12),
antes bien, debemos mortificar nuestros "miembros terrenos" (Col 3,5), para dar frutos en el
Espíritu, de modo que en nosotros, como en un paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea Él
solo
el que reine en nosotros.

Como en el tiempo de Israel Dios reinó sobre cuantos, liberados de la esclavitud,


recibieron el don de la tierra, así en el tiempo de Jesús Dios reina sobre cuantos, liberados
de la esclavitud del pecado, reciben el don del Espíritu Santo. Antes de la venida de Cristo,
"el pecado reinó sirviéndose de la muelte" (Rm 5,21), "del temor a la muerte, mediante el
cual todos estaban de por vida sometidos a esclavitud por el señor de la muerte, es decir, el
diablo" (Hb 2,14-15). Cristo vino precisamente para ''aniquilar, mediante su muerte, al señor
de la muerte y liberar a cuantos, por el temor a la muerte le estaban sometidos" (Hb 2,15), a
fin de que, por medio de Él, "reinase la gracia" (Rm 5,21), para llegar a ser "siervos de Dios"
(Rm 6,22). Así el Padre "nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su
Hijo amado" (Col 1,13). Al recibir el Espíritu del Hijo "fuimos hechos hijos de Dios y, si
hijos,
también herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,17). San Gregorio de Nisa dice:

Puesto que el hombre, inducido por engaño, fue imposibilitado de discernir el bien e
inclinado al mal, éste invadió la vida del hombre, quedando sometido al dominio de los vicios
o
pasiones. Por eso pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros. No podríamos escapar, en
efecto, a la potestad de la corrupción si no ocupase su puesto en nosotros el imperio de la
fuerza vivificante de Dios. Esto significa la suplica de la venida del Reino de Dios a
nosotros:
que, libres de la corrupción y de la muerte, seamos desligados de los lazos del pecado y que
la muerte no reine ya sobre nosotros; que no prevalezca sobre nosotros el enemigo y no nos
subyugue con el pecado y los vicios, sino que reine Dios en nosotros, mandándonos su santo
Espíritu, que nos purifica.

La petición de la venida del Reino de Dios—dice san Cromacio de Aquileya—es la


súplica de que "venga a nosotros su Reino celeste prometido y adquirido por la sangre de
Jesucristo", y al mismo tiempo pedimos que Dios nos conceda vivir de tal modo "que
podamos ser dignos de ese Reino futuro". Pues como dice Teodoro de Mopsuestia:

Quienes, por adopción filial, han sido llamados al Reino celeste y esperan estar siempre en
el cielo con Cristo (1Tes 4,17), la petición de la venida del Reino implica tener pensamientos
dignos de él y realizar acciones propias de una vida celeste, menospreciando las cosas de la
tierra y viviendo con una conducta digna de la nobleza de nuestro Padre.

San Agustín, en diversos lugares, comenta esta petición:

En la petición de la venida del Reino de Dios suplicamos, como en la anterior, no por Dios,
sino por nosotros, pues aunque Dios reina en la tierra desde la creación del mundo, pedimos
que su Reino se manifieste a los hombres que aún no le conocen y, de un modo particular,
entre nosotros; que venga a nosotros lo que estamos ciertos que ha de venir a todos sus
santos; pedimos, pues, que el Reino de Dios venga a nosotros, haciéndonos pertenecer a los
miembros del Hijo unigénito y formar parte de los santos, a quienes se dará el Reino de Dios
al final de los tiempos (Mt 25,34). Vigilemos ahora para resucitar después y empezar a reinar
por los siglos de los siglos!.
Venga tu Reino. Pedimos que venga a nosotros, para encontrarnos en él. Este Reino
vendrá, pero si tú te encuentras a la izquierda, ¿de qué te sirve? Por eso, al orar así, pides un
bien para ti, oras por ti, pues solicitas al Padre que te conceda vivir de forma que pertenezcas
al número de los santos, a quienes se ha de dar el Reino de Dios.
Venga significa que se manifieste a los hombres. Porque lo mismo que la luz, aunque
presente, está ausente para los ciegos y para quienes cierran los ojos, así el Reino de Dios,
aunque está presente, sin embargo está ausente para los que no le conocen.

El Reino de Dios "no es de este mundo" (Jn 18,36), aunque se realiza en este mundo.
Cuando este Reino de Dios descienda sobre la tierra, entonces se alzará la nueva
creación, con cielos nuevos y tierra nueva. Este Reino de Dios, lleno de la gloria de Dios,
es la plena felicidad para el hombre. Con imágenes se nos describe como sala real (Mc
10,40), sala de fiesta, en la que los comensales se sientan a la mesa (Mt 8,11), comen y
beben (Lc 22,30; Mc 14,25; Mt 22,1-13). El Reino se asemeja también a un palacio o a una
ciudad, cuyas puertas pueden abrirse y cerrarse (Mt 16,19; 23,13). Se puede entrar en
él37. Así el Reino de Dios es vida para el hombre38 pues en él reciben su recompensa los
discípulos perseguidos.

¿Cómo es que algunos—se pregunta Tertuliano—desean que este tiempo presente dure
mucho, si el Reino de Dios, que invocamos para que venga pronto, supone en realidad el
fin de este tiempo presente? (Mt 24,3). ¡Prefiramos reinar lo mas pronto posible en vez de
servir todavía por mucho tiempo!

Al final de la historia, en la apocalipsis definitiva, cantaremos: "Ya reina el Señor Dios


nuestro todopoderoso" (Ap 19, 6). Entonces seremos nosotros quienes iremos a su Reino,
al escuchar su última llamada: "Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34). Cuando llegue el fin, el Hijo
entregará el Reino a Dios Padre (1Cor 15,24). "Entonces, en el Reino de su Padre, los
justos brillarán como el sol" (Mt 13,43).

El Reino, obra del Espíritu Santo

El hombre, en su deseo de autonomía, lo que pretende es ser Dios. Esta es la aspiración


más profunda del hombre. Y Dios no se opone a ella, sino que la suscita en el hombre. Sólo
que el hombre, en la búsqueda de su divinización, equivoca el camino. Jesucristo nos ha
marcado el camino y san Pablo invita al cristiano a seguir sus huellas:

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó,
y
le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor, para gloria de Dios Padre (Filp 2,5-11).

La gracia de Dios introduce un cambio radical en el mundo. Vivir en el Reino supone, en


el orden moral, la locura de hacerse pobre, salirse de las reglas de eficiencia del mundo,
encaminarse a la pobreza de Dios, abriéndose así a la riqueza que El es y da a los suyos.
Por ello el Reino de Dios aparece bajo el signo de la alegría, de lo festivo y de lo bello,
como muestran las parábolas de boda y de banquete. Pero lo sublime es que esta riqueza
de Dios se manifiesta bajo las imágenes de la impotencia y debilidad llumana, como
muestran las parábolas del grano de mostaza, de la levadura... Con esta paradoja Jesús se
sale del esquema apocalíptico de la tradición rabínica y celota. Su nueva imagen del Reino
es la victoria de Dios en lo falto de aparatosidad, en la pasión. Jesús es Rey (Jn 18,33ss;
Mt 27,15), pero reina desde el trono de la Cruz. Sobre ella queda escrito su título para
todos los tiempos y en todas las lenguas (Jn 18,19-20).
El Padre, fuente original de la justicia y de la santidad, nos hace entrar en su Reino de
justicia y santidad, por la misericordia gratuita derramada en nuestros corazones por el
Espiritu de su propio Hijo. "Sólo Dios es bueno" (Mc 10,18; Lc 18,19), y sólo del Padre, por
Jesús, en el Espiritu, puede dimanar para el hombre la salvación. Es lo que, con fuerza,
expresa san Bernardo:

La misericordia del Señor, pues, es el fundamento de mis méritos. Yo tendré siempre tantos
cuantos Él se digne concederme compadeciéndose de mi... Yo estaré cantando eternamente
las misericordias del Señor (Sal 88,1). Mas, ¿acaso celebraré con esto mi propia
justificación? En manera alguna; sino que de sola tu justicia, Señor, haré yo memoria (Sal
70,14). Aunque vuestra justicia es también mia, por cuanto Vos mismo fuisteis constituido
por
Dios en fuente de justicia para mi (1Cor 1,30). ¿Acaso deberé yo temer que esta justicia no
baste para los dos, para Vos y para mi? ¡Ah, no!... que vuestra justicia es eterna (Sal 118,
142). Y ¿qué cosa hay tan amplia y dilatada como la eternidad? Vuestra justicia, pues, que es
eterna y dilatadísima, nos cubrirá a entrambos ampliamente. En mí cubrirá la muchedumbre
de
los pecados: mas. ¿qué cubrirá en Vos, Señor, sino tesoros de clemencia e infinitas riquezas
de bondad?... Dios nos ha revelado estas riquezas por el Espíritu Santo, el cual nos ha hecho
entrar en su Santuario por las puertas de sus llagas.

Jesús, enviado a anunciar el Reino de Dios, dice a sus discípulos: "No temáis, mi
pequeño rebaño, porque mi Padre se ha complacido en daros el Reino" (Lc 12,32). El
Reino es un don, pero el don ha de ser aceptado para que fructifique desde dentro. "El
Reino de los cielos se entregará a un puebio que dé sus frutos" (Mt 21,43). "No todo el que
dice ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre" (Mt 7,21). "Ningún fornicario, o impuro, o avaro tendrá parte en la heredad del Reino
de Cristo y de Dios (Ef 5,5). "Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca" (Mt 3,2;
4,17). "Quien no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos"
(Jn 3, 5). "Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3).
Hacerse niño con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (Mt 18,3-4);
abajarse (Mt 23, 12), hacerse pequeño, más todavía, "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de
Dios" (Jn 1, 13) es la condición para ''hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12): es necesario nacer
del agua y del Espíritu. "El Reino, objeto de la promesa hecha a David39, será obra del
Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu" [CEC 709].
Desde el día de Pentecostés, el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que
creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la
Santísima
Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos
tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado. [CEC
732]

Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso,
nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios
Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en
la gloria eterna40.
El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la
consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente
anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la
epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya
desde ahora, los arras de su herencia (Ef 1,14; 2Cor 1,22)41.

El cumplimiento del tiempo entraña la llegada del Reino, pero no su consumación, por
ello se puede decir: "el Reino está cerca". El Reino sigue conservando una dimensión de
futuro, que alimenta la esperanza y la oración de los creyentes. Jesús mismo ora y enseña
a orar a sus discípulos, pidiendo la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2). Esta espera del
Reino obliga a vivir despiertos, en vigilancia. Los siervos esperan a su Señor y serán
dichosos si éste los encuentra a su regreso vigilando (Lc 12,36-38). Esta vigilancia es
necesaria, pues no se sabe el momento de la venida (Mt 13,33-37) y puede incluso tardar
(v.38). Las imágenes del ladrón (Lc 12,39-40) y la del administrador (Lc 12,41-46) acentúan
la necesidad de la vigilancia, mientras se espera y se anhela el Reino que viene. La
tardanza pone a prueba al administrador, pero es la oportunidad de añadir a la vigilancia la
paciencia.
Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expectación ante una venida que
consumará la historia, y el desconocimiento del momento de tal venida, que es la ocasión
para vivir en una constante y paciente vigilancia. Jesús, que ha hecho presente y
experimentable el Reino, suscita la espera de su segunda venida como Hijo del hombre que
llega con poder y gloria a juzgar al mundo y entregar el Reino al Padre42. Por ello, quien
ahora, en el tiempo presente, "se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del
hombre se avergonzará de él ante el Padre" (Mc 8,38) o en la versión de Mateo: "quien se
declare por mí... yo también me declararé por él" (10,32-33).
La Iglesia anuncia que Cristo muerto y resucitado es el Redentor del hombre. Esta
redención es la historia del Reino de Dios, cuya venida imploramos y gustamos en la
Iglesia. En esta historia de salvación, aquí en la peregrinación de la fe, Dios y el creyente
se acostumbran poco a poco a habitar el uno en el otro a través de Cristo y del Espíritu, sin
que el hombre se ponga en el lugar de Dios y sin que Dios reemplace al hombre anulando
su libertad. El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, infundido en nuestros corazones,
nos hace entrever el Amor sin fin, el rostro de Dios uno y trino: Vides Trinitatem si
charitatem vides. Hoy, en la caridad eclesial, vemos a Dios confusamente con las primeras
luces del alba; al fin lo veremos claramente, cara a cara, a la luz plena del Dia sin ocaso.
Pero ya, poco a poco, nos vamos acostumbrando a la luz eterna del Reino. Como dice san
Ireneo:
El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para habituar al hombre a
acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre.

EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ


PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs.109-141

........................
1. En la oración judía del Qaddís se implora: "Que Él haga reinar su realeza durante nuestras
vidas y
en nuestros días y en los días de toda la casa de Israel, pronto y enseguida".
2. En el Nuevo Testamento el término se emplea 122 veces, de ellas 99 pertenecen a los
sinópticos,
quienes en 90 ocasiones lo ponen en boca de Jesús.
3. Is 24,23; 33,22; Miq 4,6; So 3,14s; Ab 21; Za 14,9 16s; Sal 5,18s; Mc 1,15.
4. Mc 13,33-37; Mt 24,42-44; Lc 12,35-40.
5. Cristo, "sobre todo, realizará la venida del Reino de Dios por medio del gran misterio de
su
Pascua: su muerte en la Cruz y su resurrección". Cfr. CEC 542.
6. DH 11.
7. Mt 12,38-42; 16,4; Lc 11,29-32.
8. REDEMPTORIS MISSIO, n. 16. "Hoy, se habla mucho del Reino, se dan concepciones no
siempre
en sintonía con la Iglesia, considerando al Reino como una realidad humana y secularizada,
en la
que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también
cultural, mirando a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios en cambio no es de
este
mundo (Jn 18,36)... Estas ideologías dejan a Cristo en silencio... Pero Cristo no sólo ha
anunciado
el Reino sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento.
El
Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a la libre elaboración,
sino
que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen
del
Dios invisible... (Cfr. Ibídem 17-18)
9. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2 Cor 4,4; Ef 2,2; Mc 3,27.
10. Lc 5,7; 6,19; 8,46...
11. CEC 544.
12. CEC 545.
13. CEC 546.
14. CEC 547-550.
15. Mt 4,17; Mc 1, 15; Lc 10,9.11.
16. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1Cor 2,8.
17. El poder de Satanás no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán
actúe en el
mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause daños en
cada
hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y
dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica
es un
gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman" (Rm 8.28). [CEC 395; 547 550]
18. REDEMPTORIS MISSIO 13.
19. REDEMPTORIS MISSIO 18. Cfr. 17-20.
20. REDEMPTORIS MISSIO 16.
21. Mc 4,26-29.30..; Mt 13.24-30.
22. Mt 10,6; 15,24; Mc 14,28; Lc 15,4ss.
23. CEC 541-550.
24. CEC 1130, donde cita a santo Tomás: "Por eso el sacramento es un signo que rememora
lo que
sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros
en
virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que
preanuncia la gloria venidera (SUMMA THEOL. lIl, 60,3).
25. Mt 26,29; Lc 22,18; Mc 14,25.
26. Plegaria eucarística lIl, oración por los difuntos. Cfr. CEC 1402-1405.
27. Mt 8,11; 13, 43; 26, 29.
28. Mt 12,28; Lc 17,20-21.
29. Mt 10,7; 24,14; Hch 1,3.
30. Mt 16,27; 25,31-46.
31. Mt 20, 1-6; 22,9-10; Lc 12,32.
32. Mt 5,3; 18,3-4; 19,14.23-24.
33. Mt 13,44-46; 19,12; Mc 9,47; Lc 9,62.
34. Mt 21,31-32.43; 22,2-8; 23,13.
35. Tertuliano, citado en CEC 2817.
36. Las antífonas O de Adviento, que datan del siglo VIII, imploran igualmente la venida del
Reino.
37. Mc 9,47; 10,15.23ss; Mt 5,20; 7,21; 18,3; 23,14; Jn3,5; Hch~ 14,22.
38. Mc 9,43-45; 10,17.30; Mt 7,14; 19,17.29; 25,46; Lc 12,15.
39. 2Sam 7; Sal 89; Lc 1,32-33.
40. San Basilio, citado en CEC 736.
41. CEC 1107.
42. Mc 13, 26; 14, 62; Mt 25,31.
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