Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Y este es su mandamiento:
que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo,
y que nos amemos unos a otros (1Jn 3,23)
INDICE
INTRODUCCION
I. PROLOGO
2. Arca de la alianza
II. DECALOGO
5. NO MATARAS
7. NO ROBARAS
Nuestra sociedad, pese a sus hondas raíces cristianas, ha visto difundirse en ella
los fenómenos del secularismo y la descristianización. Por ello "reclama, sin
dilación, una nueva evangelización". La Iglesia, que tiene en la evangelización su
[1]
misma. Los signos de descristianización que observamos no pueden ser pretexto para
una resignación conformista o un desaliento paralizador; al contrario, la
Iglesia discierne en ellos la voz de Dios que nos llama a iluminar las conciencias con la
luz del evangelio.
Es cierto que el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no
ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como
persona. El alejamiento de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores morales
que son base y fundamento de la convivencia humana. Y su carencia produce un vacío
que se pretende llenar con una cultura centrada en el consumismo desenfrenado, en el
afán de poseer y gozar, y que no ofrece más ideales que la lucha por los propios
intereses o el goce narcisista.
El olvido de Dios y la ausencia de valores morales de los que sólo El puede ser
fundamento están en la raíz de los sistemas económicos que olvidan la dignidad de la
persona y de la norma moral, poniendo el lucro como objetivo prioritario y único criterio
inspirador de sus programas.
En los países desarrollados, una seria crisis moral ya está afectando a la vida de
muchos jóvenes, dejándoles a la deriva, a menudo sin esperanza, e impulsándolos a
buscar sólo una gratificación inmediata... ¿Cómo podemos ayudarles? Sólo
inculcándoles una elevada visión moral puede una sociedad garantizar que sus
jóvenes tengan la posibilidad de madurar como seres humanos libres e inteligentes,
dotados de un gran sentido de responsabilidad para el bien común y capaces de
trabajar con los demás para crear una comunidad y una nación con un fuerte temple
moral... Educar sin un sistema de valores basado en la verdad significa abandonar a la
juventud a la confusión moral, a la inseguridad personal y a la manipulación fácil.
Ningún país, ni siquiera el más poderoso, puede perdurar, si priva a sus hijos de ese
bien esencial.
[4]
Sólo quiero que, como nos recomienda Juan Pablo II, en la homilía con que comienzo
este prólogo, que escuchemos a María, a la Iglesia, que nos dice: "Haced lo que El os
diga" (Jn 2,5). Haciendo lo que El nos diga experimentaremos el gozo del "vino nuevo
y mejor" del Evangelio, que nos falta. Con él quedará saciada nuestra sed de Dios, de
Verdad, de Luz, de Libertad, de Vida.
PROLOGO
El Decálogo tiene su Prólogo tanto en la versión del Exodo como del Deuteronomio.
El Prólogo es la palabra que precede y da sentido al Decálogo; en el Prólogo hallamos
el fundamento de todo el Decálogo y de cada una de las Diez Palabras.
Dios se presenta a Israel, proclamando: "Yo, Yahveh, soy tu Dios". Esta declaración,
-"tu Dios"-, expresa la bondad entrañable de Dios para con su pueblo. Dios no se
presenta por amor a sí mismo, sino por amor al hombre a quien interpela. Sus
acciones salvadoras le permiten afirmar, no sólo que es Dios, sino realmente "tu
Dios", tu salvador, el "que te ha liberado, sacándote de la esclavitud". Yahveh ha
[7]
tomado la inicitiva de salvar a Israel cuando éste no era siquiera pueblo. El motivo de
la elección no es otro que el amor: "Porque el Señor os ama" (Dt 7,8).
La primera palabra del Decálogo es el "Yo" de Dios que se dirige al "tú" del hombre. El
creyente, que acepta y vive el Decálogo, no obedece a una ley abstracta e impersonal,
sino a una persona viviente, conocida, cercana, a Dios, que se presenta a sí mismo
como "Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y
fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el
pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,6-7)
La primera de las Diez Palabras recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo...
Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar...La existencia moral
es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor... La Alianza y el diálogo entre Dios y el
hombre... se enuncian en primera persona ("Yo soy el Señor") y se dirigen a otro sujeto
("tú"). En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que
designa al destinatario. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios da a conocer su
voluntad a cada uno en particular.[8]
El Decálogo, las diez palabras de este Dios rico en amor, son diez palabras de vida y
libertad, expresión del amor y cercanía de Dios. Pero si se omite el Prólogo se cae
todo el edificio del Decálogo, al minar sus cimientos. Por haberlo hecho así en los
tratados de Teología Moral y en los Catecismos o en las Guías prácticas para la
confesión, hechas sobre el esquema de los diez mandamientos, se ha deformado de
tal modo el Decálogo que se ha llegado a prescindir de él. Separando la vida moral de
la fe, la moral cayó en un legalismo, que nada tiene que ver con el Decálogo, según
nos lo ha transmitido la Escritura.
Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿Qué significan esas normas, esas leyes
y decretos que os mandó Yahveh, nuestro Dios?, le responderás a tu hijo: Eramos
esclavos del Faraón en Egipto y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh
realizó ante nuestros ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra
Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos
la tierra prometida a nuestros padres. Y nos mandó cumplir todos estos
mandamientos..., para que fuéramos felices siempre y para que vivamos como el día
de hoy. (Dt 6,20-25)
En esta respuesta está la clave para la auténtica comprensión del Decálogo. Este es la
respuesta a la intervención salvadora de Dios en Egipto. Del mismo modo que la
intervención de Dios en Egipto fue salvadora, así también su palabra es siempre
palabra salvadora, palabra de vida. La actuación de Dios, tanto en la liberación de la
esclavitud como en la donación del Decálogo, tiende siempre al mismo fin: "a que
seamos felices y vivamos como hasta hoy".
Por ello, en las dos versiones bíblicas del Decálogo, éste está precedido de la
afirmación que le ilumina y da sentido:
Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de esclavitud. (Ex
20,1;Dt 5,6)
Esta afirmación no es un simple marco para introducir los mandamientos, sino que les
da su verdadero encuadre. La asociación del nombre de Dios y la libertad del hombre
ilumina y fundamenta todo el Decálogo.
Esta visión del Decálogo hace que siga siendo válido hoy para los cristianos. El nuevo
pueblo de Dios es el pueblo de los redimidos por Cristo de la esclavitud del pecado y
de la muerte. Por ello, el cristiano, que ha experimentado esta liberación, responde
aceptando a Dios y su palabra, pues Dios es siempre el Dios salvador y sus palabras
son palabras de vida. La "voluntad de Dios es vuestra salvación".
2. ARCA DE LA ALIANZA
Las tablas de la ley se hallan en el arca de la alianza (Dt 10,1-5;1Re 8,9). El arca es un
signo visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo. En las tradiciones bíblicas
el Decálogo aparece en relación con la salida de Egipto y con la alianza del Sinaí. El
Decálogo representa las cláusulas de la alianza del hombre con Dios. Yahveh, que ha
escrito con su dedo las Diez Palabras sobre la piedra, "sentado sobre los querubines
de oro" (1Sam 4,4;Sal 80,2), que el arca lleva en su parte superior, guarda bajo sus
pies su Palabra:
Las Diez Palabras resumen y proclaman la ley de Dios: "Estas palabras dijo el Señor a
toda vuestra asamblea, en la montaña en medio del fuego, la nube y la densa niebla,
con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra y me
las entregó a mí" (Dt 5,22). Por eso estas dos tablas son llamadas "el Testimonio" (Ex
25,16), pues contienen las cláusulas de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo.
Estas "tablas del Testimonio" (Ex 31,18;32,15;34,29) se debían depositar en el arca
(Ex 25,16;40,1-2).[9]
Yahveh habita en el cielo, de donde desciende "en la nube de su gloria" para "posarse
junto a la puerta de la tienda" (Ex 33,7;29,43). En la tienda es donde Yahveh encuentra
a Israel, el lugar donde Dios deja oír su palabra. Pero con la instalación de Israel en
Canaán, la tienda desaparece de la historia.
No sucede lo mismo con el arca. Durante siglos enteros podemos seguir sus pasos.
Allí donde se encuentra el arca, Yahveh se halla presente. Cuando el arca se levanta
para continuar la marcha por el desierto, Yahveh se levanta con ella para ir delante de
Israel, y si se detiene de nuevo en un lugar, Yahveh vuelve a sentarse en su trono (Nú
10,35-36). Como la tienda es el lugar de las apariciones de Yahveh, el arca es el lugar
de su presencia permanente (1Re 8,12).
El arca, con las Diez Palabras, acompaña (Nú 10,33) a Israel desde la alianza del
Sinaí, en su camino por el desierto, en la conquista de la tierra, hasta quedar fijada en
el templo de Salomón (1Re 8). David, rescatándola de los filisteos, la hace entrar
solemnemente en Jerusalén, en medio de explosiones de alegría manifestadas en
cantos y danzas (1Sam 4,4s;6,13.19;2Sam 6,5.14;Sal 24,7-10). Por el arca, el Dios de
la alianza manifiesta que está presente en medio de su pueblo, para guiarlo y
protegerlo (1Sam 4,3-8), para dar a conocer su palabra (Ex 25,22) y para escuchar la
oración del pueblo (Nú 14). Con razón el arca de la alianza es considerada "la gloria de
Israel" (1Sam 4,22).
El arca de la alianza es, por tanto, el lugar donde Yahveh habla (Nú 7,89). Es el lugar
de la Palabra de Dios. En primer lugar, porque contiene las dos tablas de la ley,
perpetuando así el "testimonio" del don del Decálogo, expresión de la voluntad de Dios
(Ex 31,18) y de la acogida que Israel hizo de las Diez Palabras (Dt 31,26-27). Así el
arca prolonga la revelación del Sinaí
por Dios y aceptada por el pueblo, constituye a Israel en Pueblo de Dios. El Decálogo
es, por tanto, la charta magna de la alianza, el sello distintivo permanente -en cada
acto de la vida- de la historia salvadora del Exodo.
El Decálogo, por tanto, hay que colocarlo dentro del arca de la alianza, entenderlo a la
luz de la alianza de Dios con su pueblo. Desligado de la historia salvadora del Exodo y
de la alianza del Sinaí, se tergiversa el valor y significado del Decálogo. "Jamás se
puede perder de vista la estrecha conexión entre alianza y mandamientos. En la
teología deuteronomista esta relación entre alianza y mandamientos es tan íntima que
la palabra alianza pasa a ser sinónimo de los mandamientos. Las 'tablas de la
alianza' son las tablas sobre las que estaba escrito el Decálogo (Dt 9,9.11.15) y la
'tienda de la alianza' se llama así por contener las tablas de los mandamientos (Nu
10,33;Dt 10,8;Jos 3,3)". [11]
Así lo entendió Israel. Por ello, las dos tablas del Decálogo las custodió en el arca de
la alianza y constituían una parte central de la liturgia del pueblo de Dios. La fiesta de
la renovación de la alianza era una de las fiestas principales de Israel y en ella el
Decálogo ocupaba el puesto central. "Con tal celebración cultual, Israel expresaba que
el acontecimiento de la revelación del Sinaí tenía la misma actualidad para todos los
tiempos, se renovaba de generación en generación, era contemporánea a todos" : [12]
Moisés convocó a todo Israel y les dijo: Escucha, Israel, los preceptos y las normas
que yo pronuncio hoy a tus oídos. Apréndelos y cuida de ponerlos en práctica. Yahveh
nuestro Dios ha concluido con nosotros una alianza en el Hored. No con nuestros
padres concluyó Yahveh esta alianza, sino con nosotros, con nosotros que estamos
hoy aquí, todos vivos. Cara a cara os habló Yahveh en la montaña, de en medio del
fuego (Dt 5,1-4).
Guardad, pues, las palabras de esta alianza y ponedlas en práctica, para que tengáis
éxito en todas vuestras empresas. Aquí estáis hoy todos vosotros en presencia de
Yahveh vuestro Dios..., a punto de entrar en la alianza de Yahveh tu Dios, jurada con
imprecación, que Yahveh tu Dios concluye hoy contigo para hacer hoy de ti su pueblo
y ser El tu Dios...Y no solamente con vosotros hago hoy esta alianza, sino que la hago
tanto con quien está hoy aquí con nosotros en presencia de Yahveh nuestro Dios
como con quien no está hoy aquí con nosotros (Dt 29,8-16).
Y Moisés les dio esta orden: Cada siete años, tiempo fijado para el año de la remisión,
en la fiesta de la Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Yahveh tu
Dios, al lugar elegido por El, leerás esta Ley a oídos de todo Israel. Congrega al
pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que
oigan, aprendan a temer a Yahveh vuestro Dios, y cuiden de poner en práctica todas
las palabras de esta ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán y aprenderán
a temer a Yahveh vuestro Dios todos los días que viváis en el suelo que vais a tomar
en posesión al pasar el Jordán (Dt 31,9-13).
El Decálogo no es, pues, una imposición, sino la expresión de la voluntad de Dios, que
se ofrece a Israel como "su Dios", su salvador. La proclamación del Decálogo en la
celebración es promesa de vida, de permanencia en la comunión con Dios. Dios, dador
de la vida y de la libertad, sigue siendo el aliado, el protector de esa vida en la libertad
(Cfr. Ez 18,5-9).
El Decálogo no responde a una decisión arbitraria de Moisés o de Dios. También
antes de la experiencia del Sinaí era detestable derramar la sangre inocente, robar,
adulterar... Pero la experiencia del Sinaí da al Decálogo una dimensión religiosa. Ahí
está la novedad. El pueblo de Dios vive la experiencia única de la cercanía de Dios,
que le elige gratuitamente como su pueblo, que le salva, le guía y se une
en alianza con él. En adelante las transgresiones del Decálogo cobran un matiz nuevo:
no sólo ofenden a los hombres, sino al amor de Dios: "Se te ha declarado, hombre, lo
que es bueno, lo que Yahveh reclama de ti: tan sólo practicar el derecho, amar la
fidelidad a la alianza y caminar con tu Dios" (Miq 6,8).
Los judíos han esperado una reaparición del arca al final de los tiempos (2Mac 2,4-8).
Y el Apocalipsis nos ha revelado que el arca se halla en el Santuario del cielo: "Y se
abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario"
(11,19). Pero ya en Cristo se ha cumplido el significado pleno del arca de la alianza.
Cristo es la encarnación de la Palabra de Dios entre los hombres (Jn 1,14;Col 2,9).
Cristo es la Palabra que guía a los hombres (Jn 8,12) y les salva (1Tes 2,13), siendo el
verdadero propiciatorio (Rom 3,25;1Jn 2,2;4,10).
De este modo, en Cristo, el Decálogo se ilumina con la luz de la nueva alianza, sellada
en su sangre derramada para el perdón de los pecados (Mt 26,28). La vida nueva de
los discípulos de Cristo arranca con la experiencia del perdón de sus pecados.
Liberados de la esclavitud del pecado, incorporados a Cristo, los cristianos viven como
hombres nuevos, libres, en la obediencia de hijos a Dios Padre. Permaneciendo "fieles
a la palabra de Cristo, sus discípulos viven en la verdad que les hace realmente libres"
(Jn 8,31). Jesús, por ello, proclama: "Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y
la guardan" (Lc 11,28).
Desde el momento en que se sella la alianza entre Dios y el pueblo, la liturgia de Israel
la actualiza y la transmite a la nueva generación. En la celebración se renueva la
[15]
alianza, haciendo memorial de los hechos salvíficos de Dios, que fundan la alianza:
elección y promesas de Dios a los Patriarcas, liberación de la esclavitud de Egipto,
paso del mar Rojo, acompañamiento y providencia de Dios por el desierto y don de la
Tierra. La alianza, fruto de la gracia de Dios, que gratuitamente ha elegido a Israel, se
sintetiza en la fórmula: "Yo soy Yahveh, tú Dios, y tú, Israel, eres mi pueblo". Israel,
tras las gestas salvadoras de Dios, es llamado a aceptar a Yahveh como su único
Dios, sin otros dioses frente a El.
El texto de la alianza era proclamado regularmente en voz alta ante todo Israel (Dt
31,9-12). Con la proclamación del "Código de la alianza", en el hoy de la celebración,
la alianza se hace actual en todas las épocas de la historia de Israel. En el hoy cultual
quedan abolidas todas las distancias de tiempo y lugar y su proclamación es la voz de
Dios al pueblo en cada generación. Israel, en el culto en que renueva la alianza, se
halla presente ante el Sinaí, escuchando: "Yo soy Yahveh, tu único Dios, y tú eres mi
pueblo. Si escuchas y guardas mi alianza vivirás feliz en la tierra que te daré". Aunque
la celebración se realice estando ya en la Tierra, siempre será "la Tierra que te daré".
Pues la entrada o la permanencia en la Tierra depende de la aceptación de Yahveh
como el único Dios, de la fidelidad a la alianza. [16]
Por eso, a la asamblea de Israel, reunida para dar culto a Dios, se le dice siempre:
"¡Escucha, Israel!". La palabra es proclamada en la liturgia para que penetre toda la
vida, para que Israel la tenga presente en toda situación, en todo tiempo y lugar:
"Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos,
les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y
cuando te levantes. Las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia
entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas" (Dt 6,6-9).
La proclamación del Decálogo en el hoy cultual sitúa a Israel de nuevo más allá del
Jordán, preparándose para entrar en la Tierra. Israel, reunido en asamblea, posee y no
posee aún la tierra. De nuevo se encuentra ante la bendición o la maldición. Aceptar la
alianza es elegir la vida bajo la bendición de Dios, permaneciendo en la Tierra.
No aceptar la alianza es salir de la bendición de Dios, experimentar la maldición,
perder la tierra (Dt 11,13-17).
[17]
Cada vez que Israel escucha la proclamación del Decálogo, se sitúa ante la muerte o
la vida, invitado por Dios a elegir la vida. "En el culto, Israel seguirá proclamando
[18]
Pero en el exilio, aún le queda a Israel un camino abierto: la conversión a Dios, que
permanece fiel a la alianza. De Dios puede esperar ayuda, incluso después de su
infidelidad: "Guardaos de olvidar la alianza que Yahveh vuestro Dios ha concluido con
vosotros... Pues, (si la olvidáis), Yahveh os dispersará entre los pueblos... Desde allí
buscarás a Yahveh, tu Dios; y le encontrarás si le buscas con todo tu corazón y con
toda tu alma. Cuando estés angustiado..., te volverás a Yahveh, tu Dios, y escucharás
su voz; porque Yahveh, tu Dios, es un Dios misericordioso: no te abandonará ni te
destruirá, y no se olvidará de la alianza que con juramento concluyó con tus padres"
(Dt 4,23-31).
[20]
Es cierto que el Señor es "un Dios celoso, un fuego devorador" (Dt 4,24), pero es
también el "Dios misericordioso", que se compadece del pueblo y no lo abandona para
siempre. Aunque castiga, corrigiendo a su pueblo como un padre a su hijo, usa de
misericordia. Nunca olvida la elección gratuita de los padres y las promesas hechas a
ellos y a su descendencia (Dt 4,37;Lc 1,54-55). Jeremías se lo recordará a los
exiliados en la carta que les escribe: "Bien me sé los pensamientos que abrigo sobre
vosotros -oráculo de Yahveh-; son pensamientos de paz, y no de desgracia, de daros
un porvenir de esperanza. Me invocaréis y vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me
buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar
de vosotros... Os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os arrojé y os haré
tornar al sitio de donde os hice que fuerais desterrados" (Jr 29,11-14).
Por ello, la liturgia celebra con júbilo el don de la ley del Señor, "que es perfecta,
recrea al hombre; es segura, hace sabio al ignorante; es justa, alegra el corazón; es
pura, alumbra los ojos; es más dulce que la miel, más exquisita que un tesoro de oro
puro" (Sal 19,8-11;119,12). El orante puede decir a Dios: "Cumplir tus deseos, mi Dios,
me llena de alegría, llevo tus normas en mi corazón" (Sal 40,9), pues "me muestras el
camino de la vida. Ante tu rostro reina la alegría" (Sal 16,11)...
[21]
tienda? ¿quién morará sobre tu monte santo?", el fiel se responde con las palabras del
Decálogo: "El de manos limpias y puro corazón, que no se entrega a la vanidad de los
ídolos ni jura con engaño" (Sal 24), "quien camina sin culpa y obra la justicia, dice la
verdad de corazón y no calumnia con su lengua, no hace daño a su hermano ni
agravio a su prójimo, no presta dinero con usura ni acepta dones en el juicio contra el
inocente" (Sal 15;Cfr. Is 33,14-16).
Según la Escritura el Decálogo fue escrito por Dios en "dos tablas de piedra": "La
palabra Decálogo significa literalmente «Diez Palabras» (Ex 34,28;Dt 4,13;10,4).
Estas Diez Palabras Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las escribió
«con su Dedo» (Ex 31,18;Dt 5,22), a diferencia de los otros preceptos escritos por
Moisés (Dt 31,9.24). Constituyen, pues, palabras de Dios en un sentido eminente". [1]
San Agustín fue quien dividió las dos tablas del Decálogo teniendo en cuenta el
mandamiento del amor: en la primera tabla coloca los tres primeros mandamientos,
que se refieren al amor a Dios; y en la segunda coloca los otros siete mandamientos,
que se refieren al amor al prójimo. Esta división de San Agustín se apoya en el
Evangelio (Mt 22,34-40p), se impuso en la Iglesia y ha llegado hasta nuestros días. Es
la adoptada por el Catecismo de la Iglesia Católica. Por ello la seguiré también en este
libro.
[2]
Pero no se puede afirmar que entre las dos tablas se dé una división. En realidad el
Decálogo presenta la actitud ante el prójimo entrelazada con la actitud ante Dios. La
piedad bíblica en relación a Dios no se reduce al culto, sino que implica la vida de
relación con el prójimo. Para San Pablo, el "verdadero culto a Dios" (Rom 12,1) se vive
en la vida diaria, especialmente en relación al prójimo. Y la carta de Santiago habla del
"culto intachable a Dios" (Sant 1,27), refiriéndose a la preocupación por los huérfanos y
las viudas. El servicio a Dios y el servicio a los hombres están tan íntimamente ligados
que no puede darse el uno sin el otro: "Quien ama a Dios, ame también a su prójimo"
(1Jn 4,20). El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo. Y el amor al prójimo
tiene su fundamento y su ilimitada medida y forma en el amor de Dios, manifestado en
su Hijo Jesucristo: "Amaos como yo os he amado". Es, pues, inseparable la actitud
ante Dios y la actitud ante el prójimo.
El amor a Dios y el amor al prójimo son las dos tablas del Decálogo, inseparablemente
unidas. No se ama a Dios sin amar al prójimo; pero tampoco se ama al prójimo sin
amar a Dios. El amor a Dios -el mayor y primer mandamiento- es la fuente del amor al
prójimo. El amor a Dios nos capacita para amar a los hombres, guardando todos los
mandamientos, expresión concreta del amor:
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos
sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios, en que guardemos sus
mandamientos (1Jn 5,2-3).
El mismo Dios, que creó al hombre a su imagen y semejanza, diseñó para el hombre
un plan de salvación, que se expresa en Cristo, como manifestación de su amor.
Salvados en Cristo, "el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el
Espíritu que se nos ha dado" (Rom 5,5). La libertad del Espíritu, que es la raíz del amor
cristiano, hace del amor la ley única de los hijos de Dios: "Ama y haz lo que quieras"
(San Agustín):
El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las Diez Palabras remite a cada
una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se
iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es
quebrantar todos los otros (Sant 2,10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a
Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son
sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.
[5]
Amar a Dios es amar lo que Dios ama y, sobre todo, amar a quien El ama. Amar a los
hermanos es ver en ellos el rostro de Dios y, amándolos, amamos a Dios. El amor
inspira la fidelidad en el servicio a Dios y a los hermanos. Esta es la libertad para la
que nos ha liberado Dios. Como dice Santo Tomás: "La caridad exige que nos
sirvamos mutuamente y sin embargo es libre, porque es causa de sí misma".
La "segunda tabla" del Decálogo, cuyo compendio (Rom 13,8-10) y fundamento es el
mandamiento del amor al prójimo es la expresión de la singular dignidad de la persona
humana, la cual es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma"
(GS,n.24). En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la
refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como
compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y
corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. (VS,n.13) [6]
San Pablo, frente al mundo griego o romano, que exaltan un amor -eros- sensual y
orgulloso, irresponsable y egoísta, fuente de celos y desenfrenos, contrapone "otro tipo
de amor", el cristiano, que es agápe. Un amor humilde (Flp 2,3) y sincero (Rom 12,9),
abierto al servicio y a la disponibilidad (Gál 5,13). Este "tipo de amor" es "un amor
paciente, servicial, no envidioso, no jactancioso; que no se engríe y es decoroso, que
no busca su interés ni se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia;
se alegra con la verdad; todo lo excusa; todo lo cree; todo lo espera; todo lo soporta"
(1Cor 13,4-7).
El mandamiento del amor comprende en sí todos los mandamientos del Decálogo y los
lleva a su plenitud. En él están contenidos todos, de él se derivan y a él tienden todos.
Este supremo mandamiento es uno y, al mismo tiempo, es siempre doble. Comprende
a Dios y a los hombres. De este modo, en el amor, Dios se encuentra con su imagen,
que es todo hombre.
Jesús hace que el mandamiento antiguo se mantenga, pero en una forma nueva, como
leemos en la primera carta de San Juan: "Queridos, no os escribo un mandamiento
nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio...Sin embargo, os
escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en El y en vosotros". Y en el
Evangelio hallamos esta novedad: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los
otros" (Jn 13,34). En el "como yo os he amado" está la novedad. No se trata de amar
al prójimo como a sí mismo, sino "según el amor de Cristo", dando la vida por el otro.
Este es el distintivo del amor cristiano: "En esto conocerán todos que sois discípulos
míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (v.35).
Mientras el Decálogo no sea vivido por amor, aparecerá, como toda ley, bajo el color
de represión, imposición, límite y opresión. Sólo el amor hace de la obediencia libertad,
espontaneidad, creatividad y entrega confiada a Dios y al prójimo. "El amor es el
cumplimiento de toda la ley" (Rom 13,10). Amar es lo propio, el distintivo de los hijos
de Dios, puesto que es lo propio de Dios, que es amor (1Jn 4,7ss).
5. DIEZ PALABRAS DE VIDA
En el mundo actual se vive una inquietud cada vez más amplia por hallar una ética que
salve al hombre del caos. El dominio del mundo por medio de la técnica y de las
ciencias naturales no bastan para conseguir un mundo más humano. Más bien, la
ciencia y la técnica, abandonadas a sí mismas, son una amenaza para el hombre. Sin
la sabiduría, que da sentido a la vida, el hombre ve en peligro la vida misma y, sobre
todo, la vida realmente humana. El cristiano hoy está llamado a dar razones para vivir,
a mostrar en su vida el sentido auténtico de la vida humana. El Decálogo es un camino
de vida:
Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos
y sus normas, vivirás y te multiplicarás (Dt 30,16).
Dios, autor de nuestro ser, conoce mejor que nosotros mismos lo que nos conviene
para ser realmente hombres. "Yo soy tu Dios" significa: yo sé quién eres, cómo has
sido hecho, pues soy yo quien te ha pensado, amado y creado: "Escucha, pues, Israel;
cuida de practicar lo que te hará feliz y por lo que te multiplicarás, como te ha dicho
Yahveh, el Dios de tus padres" (Dt 6,3). Jesús dirá lo mismo en el Evangelio al legista,
que ha resumido el Decálogo en el amor a Dios y al prójimo: "Bien has
respondido. Haz eso y vivirás" (Lc 10,28).
Israel es invitado a escuchar porque se le habla de su vida, primer fruto del escuchar
a Dios, del vivir en su voluntad: "Y ahora, Israel, escucha los preceptos que yo os
enseño hoy para que los pongáis en práctica a fin de que viváis... A los que siguieron
a Baal, Yahveh, tu Dios, los exterminó de en medio de ti; en cambio vosotros, que
habéis seguido unidos a Yahveh, vuestro Dios, estáis hoy todos vivos" (Dt 4,1-4).
Alejarse del Señor, no escuchar su voz, significa la muerte.
Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de elección
y de la Alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios. (VS,n.44)
Israel se ha convertido en pueblo de Yahveh, y con esta afirmación, en indicativo, va
unida la exhortación a escuchar la voz de Yahveh y a obedecerla (Dt 27,9-10). Así,
pues, el Decálogo tiene como destinatario a Israel, ya constituido en asamblea de
Yahveh. Las "diez palabras" son un don salvífico, la garantía de la elección, pues en
ellas Yahveh ha manifestado a su pueblo el camino de vida como pueblo suyo.
Proclamar las diez palabras no suscita, por ello, la sensación de una carga, sino que
suscita cantos de agradecimiento y alabanza (Sal 19,8s;119).
El Decálogo es el camino de la nueva vida del pueblo liberado. Dios con las Diez
Palabras le indica el camino para no perder esa vida en la libertad, para no volver a la
esclavitud, sino crecer cada día en la libertad como hijos de Dios. Eso son "las diez
palabras" de la alianza que Yahveh, antes de escribirlas en las tablas de piedra,
escribió en el ser del hombre, como una especie de código genético del espíritu. Pues
vivir la verdad del propio ser es, para el hombre, amar a Dios, encontrándose con el
amor que lo ha llamado de la nada a la vida. "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y
en tu corazón" (Rom 10,8).
El Decálogo del Sinaí, leído a la luz del Sermón del Monte, nos da una luz para
descubrir el camino de la vida, realmente humana, según el designio de Dios. La vida
crece únicamente en la verdad. La verdad es el aire en el que la persona respira y
madura en auténtica libertad. Y el Decálogo traduce la verdad del ser de la persona en
el actuar concreto de cada día. El Decálogo son las "diez palabras" del pueblo de Dios.
Las "diez palabras", que dio a su pueblo el Dios que antes le liberó de la esclavitud, del
Dios Creador y Salvador que sabe cuál es el bien real del hombre.
El creyente, que susurra día y noche sus palabras, que vive de su palabra, aspira, no
ya a los bienes terrenos, sino a entrar en la intimidad con Dios:
Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos de Yahveh, tu Dios, que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios,
si sigues sus caminos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahveh, tu Dios,
te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión. Pero si tu
corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a
darles culto, yo declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días
en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos
contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o
maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahveh, tu
Dios, escuchando su voz, viviendo unido a El; pues en eso está tu vida, así como la
prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a tus padres
(Dt 30,15-20).
Jesucristo, camino, verdad y vida, dirá de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo; el que
me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Esta
luz de la vida es la comunión con Dios y con los hermanos, sellada en la sangre de
Jesucristo (Cfr. 1Jn 1,5-7).
Esta es la meta del camino de la vida, que Dios ha trazado para su pueblo. Si, en un
principio, el deseo de Dios y de comunión con El se expresa en el deseo de sus
bendiciones, vistas en la tierra, el bienestar y largos años, Dios, en la pedagogía de la
revelación, termina siendo El mismo el deseado, el esperado, como única
complacencia que llena el corazón del hombre. Las promesas de Dios son el camino
que lleva al Dios de las promesas, a Jesucristo: Emmanuel, Dios con nosotros.
Todo el Decálogo es una tutela de la vida, que Dios nos ha dado. Ya los tres primeros
mandamientos, prescribiendo dar culto y gloria a Dios, salvaguardan la dignidad de la
vida humana, pues colocan al hombre en relación de amor con Dios. Introducen al
hombre en la comunión con Dios, haciéndole partícipe de su vida trinitaria de amor.
Vivir el Decálogo es alcanzar "la vida eterna" (Mt 19,16-22).
6. DIEZ PALABRAS PARA LA LIBERTAD
El Decálogo, como todo mandamiento, se expresa con la forma verbal del imperativo.
Pero los diez mandamientos están precedidos por el indicativo: "Yo, Yahveh, soy tu
Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud". De este modo, el
imperativo aparece como la forma de vivir el indicativo, como la forma de vivir la
libertad recibida de Dios, como la forma de seguir en la alianza establecida con El.
El anhelo de libertad, que nutre todo hombre, Dios lo realiza salvando a su pueblo. La
libertad es un don de liberación de Dios. Y el Decálogo nos marca el camino para no
caer de nuevo en la esclavitud. La libertad humana, don de Dios, no es nunca una
libertad vacía, ni caprichosa: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues,
firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud...Porque,
hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad
pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues
toda ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti
mismo" (Cfr. Gál 5).
C. Marx, en su juventud, afirmó algo que sigue engañando a muchos jóvenes: "Un ser
sólo se considera independiente en cuanto se halla sobre sus propios pies, y sólo se
halla sobre sus propios pies en cuanto se debe a sí mismo la existencia. Un hombre
que vive por gracia de otro es un ser dependiente. Y vivo totalmente por gracia de otro
cuando le debo, no sólo el mantenimiento de mi vida, sino el que él haya creado mi
vida. En este caso mi vida tiene necesariamente fuera de sí tal fundamento cuando no
es mi propia creación".
Y la fe en Dios, "que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que
sean" (Rom 4,17), libera al hombre de la esclavitud de la muerte, que aniquila toda
libertad y esperanza. Ante la muerte, todo hombre experimenta la impotencia que hace
gritar a San Pablo: "¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte?" (Rom 7,24). Sólo Dios, creador de la vida, puede liberar al hombre de la
amenaza permanente de la muerte. Y su fidelidad salvadora, manifestada en la
historia, es la garantía de que su amor no se dejará vencer por la muerte. Por ello,
Pablo grita: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,25). Ni
las fuerzas de la naturaleza, ni el progreso humano de la historia pueden liberar al
hombre del miedo a la muerte, "con el que el señor de la muerte, es decir, el diablo, le
somete a esclavitud de por vida" (Heb 2,14-15).
Sólo el don que Dios hace de sí mismo en Jesucristo, puede salvar al hombre,
liberándolo de sí mismo y recreándolo, para que pueda vivir en la libertad, en la
comunión con Dios, con los hombres y con la creación. Por ello, San Pablo exclamará:
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor... Pues lo que era imposible
a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo
en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en
la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una
conducta, no según la carne, sino según el espíritu (Rom 7,25-8,4).
Yahveh es el rey de Israel, pues lo ha liberado de la esclavitud de Egipto. El coro final del
cántico de Myriam, después del paso del mar rojo, canta: "¡Yahveh es rey por siempre
jamás!" (Ex 15,18). Israel, a lo largo de su historia, ha ido tomando conciencia de la
elección de Dios para realizar en él el designio de salvación para el pueblo y, a través de él,
para todos los pueblos y para la creación entera. La voluntad salvífica de Dios, sobre todo
a partir de la monarquía davídica, la expresó Israel dando a Dios el titulo de Rey (Ex 19,6).
Dios ha elegido a Israel como su reino.
Esta perspectiva salvífica del reino de Dios implicaba una vida de justicia y paz en todas
sus dimensiones: familia numerosa, vida sana y larga, tierra propia y próspera, cosechas
abundantes... Pero, ante la constatación experiencial de que este anhelo no se realizaba,
los sabios de Israel intentaron, en su fidelidad a la fe en Yahveh, dar una respuesta: la
felicidad del reino de Dios consiste en contemplar—ver, entrar en comunión—el rostro del
Señor en su templo santo (Sal 42-43) o en estar con el Señor, que no permitirá que sus
siervos experimenten la corrupción de la muerte (Sal 16; 49; 73): el Señor no abandonará
en la muerte al justo que sufre (Sal 22; 69), sobre todo a los justos que sufren "como
siervos del Señor", ofreciendo su vida por la realización del plan salvífico de Dios (Is 53,11;
57,2; Sal 3,1-9). Y finalmente, en la época macabea, la esperanza en la fidelidad de Dios
llevó a proclamar la fe en la resurrección de los muertos.
Esta fe de Israel se apoya en la promesa de Dios, que suscita la esperanza de la
instauración eterna del reino de David, traducida en la esperanza mesiánica: de la
descendencia de David brotará un vástago, un rey que realizará el reino consumado de
Israel. Esta esperanza del reino de Dios, del señorío de Dios sobre el mundo, se expresa
bajo la imagen del Hijo del hombre en Daniel, del Siervo de Yahveh en Isaías y del
Rey-Sacerdote en Zacarías. La tradición rabínica sabe que Dios es siempre Señor del
mundo, pero espera que Dios salga de su ocultamiento, mostrando abiertamente su poder.
En esta tradición aparecen los celotas, que pretenden acelerar la llegada de este reino con
medios políticos, interpretando la esperanza mesiánica como programa político. Junto a los
celotas aparecen otras corrientes rabínicas, que creen que se puede acelerar la llegada de
la redención, los días del Mesías, mediante la penitencia1.
Ya Juan Bautista anuncia la inminencia del Reino de Dios señalando la importancia del
momento presente, tiempo de conversión: "En aquellos días apareció Juan el Bautista
predicando en el desierto de Judea: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca'.
Pero al ver a muchos fariseos y saduceos venir a su bautismo, les dijo: '¡Raza de víboras!,
Quién os ha sugerido sustraeros al juicio inminente? Dad frutos dignos de conversión...
Pues ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será
cortado y echado al fuego"' (Mt 3,1-2.7-10). Ante la inminencia del Reino de Dios es inútil
cualquier justificación, como decir "somos hijos de Abraham" (Mt 3,9). Sólo la conversión,
—el reconocimiento del pecado y la aceptación del perdón de Dios—, abre las puertas del
Reino.
El Reino de Dios se hace presente en Jesús. Juan Bautista, citando a Isaías (40,3):
"preparad el camino del Señor" (Mc 1,2-3; Mt 3,3), está proponiendo a sus oyentes un
nuevo éxodo. Ha llegado la hora de atravesar el desierto hacia la tierra prometida. Por ello,
Juan desarrolla su misión en el desierto. Su vestido (Mt 3,4) recuerda el de Elías (2 Re 1,8),
el profeta precursor del Día de Yahveh (Mt 3,1.23; Mc 1,2). No es Juan quien introduce en
el Reino, sino el que prepara su acogida (Mc 1,7). Su invitación a la conversión y al
bautismo de purificación (Mc 1,4) está destinada a evitar "la ira que viene" (Mt 3,7), es
decir, el juicio escatológico, significado en las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3,10.12).
Este juicio llega, pues "el Reino está cerca" (Mt 3,2).
Después que Juan fue preso marcho Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de
Dios "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena
Nueva" (Mc 1,15). "Cristo por tanto para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el
Reino de los cielos" [LG 3] Pues bien la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la
participación de la vida divina" [LG 2] Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo,
Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este
Reino" [LG 5] [CEC 541]
Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge
las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no
sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos: "Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." [CEC 1716]
Cristo se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los
pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Él,
trazando así los caminos sorprendentes del Reino. [CEC 1967]
En Jesucristo, el Reino de Dios, que "no es de este mundo'' (Jn 18,36), irrumpe en este
mundo. El Padre lo da (Mt 21,43; Lc 12,32) como herencia divina (Mt 25,34; Gal 5,21).
Jesús no hace más que proclamarlo; con El ha aparecido15, ha llegado (Mt 12,28; Lc
11,20); el tiempo se ha cumplido, el gran momento ha llegado (Mc 1,15). Es el tiempo de las
nupcias (Mc 2,19) y de la siega (Mt 9,37-38). La palabra de Jesús es la palabra del Reino y
sus actos son sus señales; los milagros son, ante todo, signos que muestran que ha
llegado el Reino. La lucha contra Satanás es la señal fundamental de su venida. Desde el
momento en que Jesús es proclamado Mesías en el Jordán, el reino de Satanás es
derrotado progresivamente (Mc 3,22-30; Lc 10,18). Esta derrota de Satanás es una prueba
de que el Reino de Dios lia llegado: "Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es
que el Reino de Dios ha venido a vosotros" (Lc 11,20). "El Reino de Dios en acciones",
llama Schnackenburg a los milagros que realiza Jesús. Las curaciones y las resurrecciones
son una manifestación del Reino, donde ya no habrá llanto ni dolor ni muerte. Igualmente
manifiesta Jesús la llegada del Reino con el perdón de los pecados, que Él no sólo
anuncia, sino que otorga, escandalizando a los judíos, pues sólo Dios puede perdonarlos
(Mc 2,5-7):
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que
hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades"
(Mt
8,17; Is 53,4). Pero no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signo de la venida del
Reino de Dios. Ansiaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte
por
su Pascua. En la cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (Is 53,4-6) y quitó el "pecado
del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. [CEC 1505]
Pero el Reino viene sin ostentación: aunque está presente en la persona de Jesús (Lc
17,20), parece que fracasa en gran parte (Mc 4,2-9); es pequeño como un grano de
mostaza (Mc 4,30-32); es como un tesoro escondido (Mt 13,14), como una perla que hay
que buscar (Mt 13,46), como un poco de levadura (Lc 13,21)... Sólo con la muerte y
resurrección, el Reino comienza "a manifestarse con poder" (Mc 9,1), "cuando Jesús es
constituido Hijo de Dios con poder" (Rm 1,4; 1Cor 4,20). Es entonces cuando el reino de
Satanás sufre una derrota fundamental16, aunque aún no sea vencido del todo (2Cor 4,4;
Ef 2,2). La victoria final y definitiva tendrá lugar cuando el Hijo del hombre venga en la
gloria de su Padre, rodeado de la corte celestial (Mc 13,32). Entonces Satán (Ap 20,2), el
Anticristo (1Tes 2,9) y todas las potencias hostiles (1Cor 15,24) serán aniquiladas y Dios
será todo en todos (1Cor 15,28). El cristiano se encuentra situado entre el ya del Reino,
que ha venido en Jesús, y el todavía no del Reino llegado a su plenitud. El ya del Reino
poseído estimula, con su certeza, el anhelo de la consumación, por lo que el cristiano
clama: "¡Maranatha!, ¡ven, Señor Jesús!" (1Cor 16,22; Ap 22,20). Es lo que pide todos los
días: "¡Venga tu Reino!". Es el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús".
RD/3-ESTADIOS: Se puede hablar de tres estadios del Reino correspondientes a las
tres venidas de Jesucristo, de las que nos hablan los Padres. Su primera venida, en carne
mortal, señaló el comienzo del Reino. Así nos lo atestiguan las parábolas del grano de
mostaza y de la semilla sembrada en el campo. Su venida final significará la consumación
del Reino, al tiempo de la cosecha, cuando quede establecido el Reino escatológico,
inaugurado con un banquete para todos los elegidos. Mientras tanto, en el tiempo
intermedio entre la una y la otra, las incesantes venidas de su Espíritu a la Iglesia y a cada
cristiano marcan el proceso de su desenvolvimiento, como aparece en las parábolas de la
red y en la del trigo y la cizaña.
El anuncio de Juan Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, su lucha y
victoria sobre Satanás en el desierto son expresiones del combate escatológico entre Dios
y Satanás17. El Reino de Dios ha penetrado en el mundo; su victoria final no puede tardar.
Las parábolas de crecimiento—la del sembrador y la del grano de mostaza (Mc 4 y Mt
13)—, ilustran esta tensión entre el presente y futuro del Reino anunciado por Jesús. El
comienzo real del Reino, en su apariencia modesta, preanuncia el final espléndido de su
plenitud. Se da continuidad entre la siembra y la cosecha. Igualmente el símil de la siega,
en la parábola de la semilla que crece por si misma (Mc 4,26-28), hace referencia a la
escatología.
La realidad escatológica del Reino no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se
hace próxima y comienza a cumplirse. "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15); se ora para
que venga (Mt 6,10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (Mt 11,4-5), los
exorcismos (Mt 12,25-28), la elección de los doce (Mc 3,13-19), el anuncio de la Buena
Nueva
a los pobres (Lc 4,18)...18
La Iglesia, germen del Reino
El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, esta no es fin para si misma, ya
que está
ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez
que se
distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la
Iglesia, su
Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación19.
El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo no está todavía acabado "con gran
poder y
gloria" (Lc 21,27, Mt 25,3]) con el advenhniento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto
de
los ataques de los poderes del mal (2Tes 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido
vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo haya sido sometido (1Cor 15,28),
y mientras no haya cielos nuevos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia
peregrina
lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta
ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" [LG 48]. Por esta razón los
cristianos piden que se apresure el retorno de Cristo (2Pe 3,11-12), cuando suplican: "Ven,
Señor Jesús" (1Cor 16,22; Ap 22, 17-20). [CEC 671]
La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo vuelva
glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones
del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín). Aquí abajo, ella se sabe en exilio,
lejos
del Señor (2Cor 5,6), y aspira al advenimiento del Reino, "y espera y desea con todas sus
fuerzas reunirse con su Rey en la gloria". [CEC 769]
En su liturgia "la Iglesia celebra el misterio de su Señor hasta que Él venga" y "Dios sea
todo en todos" (ICor 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída hacia su
término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: "Maranathá" (1Cor 16,22). La liturgia
participa así en el deseo de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con
vosotros... hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16). En los
sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida
eterna, aunque "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios
y Salvador nuestra Jesucristo (Tt 2, 13)"24.
Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el
altar somos colmados "de gracia y bendición", la Eucaristía es también la anticipación de la
gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos
hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: "Y yo os digo que desde ahora no
beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el
Reino de mi Padre"25. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa
y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida:
"Maranatha" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tú gracia venga y que pase
este mundo (Didajé 10,20).
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristia y que está ahí en medio de
nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía
"anhelando la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", pidiendo entrar "en tu
Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás
las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro,
seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo
Señor Nuestro"26.
A partir del Triduo Pascual, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección
llena con su resplandor todo el año litúrgico. Desde esta fuente, el año entero queda
transfigurado por la liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). La economía
de
la salvación, pues, actúa en el marco del tiempo pero desde su cumplimiento en la Pascua de
Jesús y la efusión del Espíritu Santo el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el
Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad. [ICEC 1168]
La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo
vuelva glorioso. La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo,
no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán,
'desde el justo Abel hasta el último de los elegidos', se reunirán con el Padre en la Iglesia
universal" [LG 2] [CEC 769].
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en
ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de
Dios" (Ap 19,6) que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el
corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces
todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él "santos e inmaculados en presencia de
Dios en el amor" (Ef 1, 4) serán reunidos corno el único Pueblo de Dios, "la Esposa del
Cordero" (Ap 21, 9) "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de
Dios" (Ap 21 10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los
nombres de los doce apostoles del Cordero" (Ap 21 14). [CEC 865]
Jesús, que "iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del
Reino de Dios" (Lc 8,1), envía reiteradamente a sus discípulos "a proclamar el Reino de
Dios" (Lc 9,2; 10,1.9.11). Y como la mies es mucha y los obreros del Reino pocos, invitará a
estos a orar al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies (Lc 10,2). Pero, antes
de su implantación escatológica definitiva, en la que los elegidos se sentarán con el Padre
en la alegría del banquete celestial27, el Reino aparece con unos comienzos humildes (Mt
13,31-33), misteriosos (Mt 13,11), hasta impugnados (Mt 13, 24-30). El Reino, realmente
comenzado28, se desarrolla lentamente en la tierra (Mc 4,26-29), por la Iglesia (Mt 16,18s),
que lo predica por todo el mundo29, hasta que, finalmente sea establecido y devuelto al
Padre (1Cor 15,25), con el retorno glorioso de Cristo30. Entre tanto, se presenta como pura
gracia31, que reciben los humildes32, los que se hacen como niños y los que, por él, se
desprenden de cuanto poseen33. Esta gracia es rechazada por los soberbios y egoistas34.
Sólo se entra en él con la vestidura nupcial (Mt22,11-13) de la vida nueva (Jn 6,9-10). Y,
como vendrá de improviso, es necesario velar para que cuando llegue nos encuentre
vigilantes y poder entrar en él antes de que se cierren las puertas (Mt 25 1-13). La espera
del Reino es, en definitiva, la espera de la venida gloriosa de Cristo que traerá consigo la
consumación definitiva del Reino. La petición del Padrenuestro puede expresarse también
así: "Ven, Señor Jesús". San Cipriano comenta:
Del mismo modo que pedimos que su Nombre sea santificado en nosotros, pedimos
también que su Reino se llaga presente en nosotros. Pedimos que venga su Reino: el que
Dios nos ha prometido, conquistado con la sangre y la pasión de Cristo, para que nosotros,
que alhora, en esta tierra, le servimos, reinemos con Cristo Rey en la otra vida, como Él
mismo
nos ha prometido: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado
para
vosotros desde la fundación del mundo" (Mt 25,34). Sin duda, Cristo misimo es el Reino de
Dios, que cada día deseamos que venga, y cuya venida deseamos nos sea pronto concedida.
Quien se consagra a Dios y a Cristo no desea el reino de la tierra, sino el del cielo. Los
cristianos, que hemos aprendido a llamar a Dios Padre, oramos para que venga a nosotros el
Reino de Dios.
¡Venga tu Reino!
En esta súplica, los hijos piden a su Padre celestial el don de aquellas condiciones que
les asegure la entrada en su Reino: pobreza de espíritu (Mt 5,3), fidelidad en la persecución
(Mt 5, 10), el cumplimiento de su voluntad (Mt 7,21), la escucha y comprensión de la
palabra del Reino (Mt 13,13), poder desprenderse de "cuanto poseen" para conseguir el
tesoro escondido y la perla preciosa del Reino (Mt 13,44-46) .. Invocando a Dios como
Padre, le piden que les conceda ya ahora vivir "como hijos del Reino" (Mt 13,38), con
abandono filial en su providencia, libres de la angustia y del afán por el mañana (Mt
6,25-32).
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino,
habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con presura a la meta de
nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar; invocan al Señor con grandes
gritos: "¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra
sangre a los habitantes de la tierra?" (Ap 6,10). En efecto, los mártires deben alcanzar la
justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!35.
El Reino es un don, que viene a nosotros, del Padre. Jesucristo nos lo ha garantizado:
"No temáis, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino" (Lc 12,32). Pero el
Reino esperado, cuya venida pedimos, el Padre lo da a quienes hacen su voluntad (Mc
7,21). Los discípulos es lo único que buscan, esperando su venida (Lc 23,51) y
pidiéndoselo al Padre (Lc 11,2). "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu
Santo" (Rom 14,17). Como dice san Cirilo de Jerusalén:
Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ¡Venga a nosotros tu Reino! Es necesario
haber estado en la escuela de Pablo para decir: "Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo
mortal" (Rom 6,12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus
palabras, puede decir a Dios: ¡Venga tu Reino!.
Si el Reino de Dios no viene ostensiblemente, sino que el Reino de Dios está dentro de
nosotros (Lc 17,20-21), en nuestra boca y en nuestro corazón (Dt 30,14), el que ora y suplica
que venga el Reino de Dios está orando por el Reino divino, que tiene dentro de si, para que
surja y dé fruto y se perfeccione. El Reino de Dios, que está en nosotros llegará a la
perfección
cuando "Cristo, una vez sometidos a si todos sus enemigos, entregue a Dios Padre el Reino,
para que Dios sea en todas las cosas" (1Cor 15,24-28). Y "como no pueden estar juntos la
justicia y la iniquidad, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial" (2Cor 6, 14-15), si queremos que
Dios reine en nosotros, "de ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo" (Rm
1,12),
antes bien, debemos mortificar nuestros "miembros terrenos" (Col 3,5), para dar frutos en el
Espíritu, de modo que en nosotros, como en un paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea Él
solo
el que reine en nosotros.
Puesto que el hombre, inducido por engaño, fue imposibilitado de discernir el bien e
inclinado al mal, éste invadió la vida del hombre, quedando sometido al dominio de los vicios
o
pasiones. Por eso pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros. No podríamos escapar, en
efecto, a la potestad de la corrupción si no ocupase su puesto en nosotros el imperio de la
fuerza vivificante de Dios. Esto significa la suplica de la venida del Reino de Dios a
nosotros:
que, libres de la corrupción y de la muerte, seamos desligados de los lazos del pecado y que
la muerte no reine ya sobre nosotros; que no prevalezca sobre nosotros el enemigo y no nos
subyugue con el pecado y los vicios, sino que reine Dios en nosotros, mandándonos su santo
Espíritu, que nos purifica.
Quienes, por adopción filial, han sido llamados al Reino celeste y esperan estar siempre en
el cielo con Cristo (1Tes 4,17), la petición de la venida del Reino implica tener pensamientos
dignos de él y realizar acciones propias de una vida celeste, menospreciando las cosas de la
tierra y viviendo con una conducta digna de la nobleza de nuestro Padre.
En la petición de la venida del Reino de Dios suplicamos, como en la anterior, no por Dios,
sino por nosotros, pues aunque Dios reina en la tierra desde la creación del mundo, pedimos
que su Reino se manifieste a los hombres que aún no le conocen y, de un modo particular,
entre nosotros; que venga a nosotros lo que estamos ciertos que ha de venir a todos sus
santos; pedimos, pues, que el Reino de Dios venga a nosotros, haciéndonos pertenecer a los
miembros del Hijo unigénito y formar parte de los santos, a quienes se dará el Reino de Dios
al final de los tiempos (Mt 25,34). Vigilemos ahora para resucitar después y empezar a reinar
por los siglos de los siglos!.
Venga tu Reino. Pedimos que venga a nosotros, para encontrarnos en él. Este Reino
vendrá, pero si tú te encuentras a la izquierda, ¿de qué te sirve? Por eso, al orar así, pides un
bien para ti, oras por ti, pues solicitas al Padre que te conceda vivir de forma que pertenezcas
al número de los santos, a quienes se ha de dar el Reino de Dios.
Venga significa que se manifieste a los hombres. Porque lo mismo que la luz, aunque
presente, está ausente para los ciegos y para quienes cierran los ojos, así el Reino de Dios,
aunque está presente, sin embargo está ausente para los que no le conocen.
El Reino de Dios "no es de este mundo" (Jn 18,36), aunque se realiza en este mundo.
Cuando este Reino de Dios descienda sobre la tierra, entonces se alzará la nueva
creación, con cielos nuevos y tierra nueva. Este Reino de Dios, lleno de la gloria de Dios,
es la plena felicidad para el hombre. Con imágenes se nos describe como sala real (Mc
10,40), sala de fiesta, en la que los comensales se sientan a la mesa (Mt 8,11), comen y
beben (Lc 22,30; Mc 14,25; Mt 22,1-13). El Reino se asemeja también a un palacio o a una
ciudad, cuyas puertas pueden abrirse y cerrarse (Mt 16,19; 23,13). Se puede entrar en
él37. Así el Reino de Dios es vida para el hombre38 pues en él reciben su recompensa los
discípulos perseguidos.
¿Cómo es que algunos—se pregunta Tertuliano—desean que este tiempo presente dure
mucho, si el Reino de Dios, que invocamos para que venga pronto, supone en realidad el
fin de este tiempo presente? (Mt 24,3). ¡Prefiramos reinar lo mas pronto posible en vez de
servir todavía por mucho tiempo!
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó,
y
le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor, para gloria de Dios Padre (Filp 2,5-11).
La misericordia del Señor, pues, es el fundamento de mis méritos. Yo tendré siempre tantos
cuantos Él se digne concederme compadeciéndose de mi... Yo estaré cantando eternamente
las misericordias del Señor (Sal 88,1). Mas, ¿acaso celebraré con esto mi propia
justificación? En manera alguna; sino que de sola tu justicia, Señor, haré yo memoria (Sal
70,14). Aunque vuestra justicia es también mia, por cuanto Vos mismo fuisteis constituido
por
Dios en fuente de justicia para mi (1Cor 1,30). ¿Acaso deberé yo temer que esta justicia no
baste para los dos, para Vos y para mi? ¡Ah, no!... que vuestra justicia es eterna (Sal 118,
142). Y ¿qué cosa hay tan amplia y dilatada como la eternidad? Vuestra justicia, pues, que es
eterna y dilatadísima, nos cubrirá a entrambos ampliamente. En mí cubrirá la muchedumbre
de
los pecados: mas. ¿qué cubrirá en Vos, Señor, sino tesoros de clemencia e infinitas riquezas
de bondad?... Dios nos ha revelado estas riquezas por el Espíritu Santo, el cual nos ha hecho
entrar en su Santuario por las puertas de sus llagas.
Jesús, enviado a anunciar el Reino de Dios, dice a sus discípulos: "No temáis, mi
pequeño rebaño, porque mi Padre se ha complacido en daros el Reino" (Lc 12,32). El
Reino es un don, pero el don ha de ser aceptado para que fructifique desde dentro. "El
Reino de los cielos se entregará a un puebio que dé sus frutos" (Mt 21,43). "No todo el que
dice ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre" (Mt 7,21). "Ningún fornicario, o impuro, o avaro tendrá parte en la heredad del Reino
de Cristo y de Dios (Ef 5,5). "Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca" (Mt 3,2;
4,17). "Quien no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos"
(Jn 3, 5). "Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3).
Hacerse niño con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (Mt 18,3-4);
abajarse (Mt 23, 12), hacerse pequeño, más todavía, "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de
Dios" (Jn 1, 13) es la condición para ''hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12): es necesario nacer
del agua y del Espíritu. "El Reino, objeto de la promesa hecha a David39, será obra del
Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu" [CEC 709].
Desde el día de Pentecostés, el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que
creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la
Santísima
Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos
tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado. [CEC
732]
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso,
nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios
Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en
la gloria eterna40.
El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la
consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente
anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la
epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya
desde ahora, los arras de su herencia (Ef 1,14; 2Cor 1,22)41.
El cumplimiento del tiempo entraña la llegada del Reino, pero no su consumación, por
ello se puede decir: "el Reino está cerca". El Reino sigue conservando una dimensión de
futuro, que alimenta la esperanza y la oración de los creyentes. Jesús mismo ora y enseña
a orar a sus discípulos, pidiendo la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2). Esta espera del
Reino obliga a vivir despiertos, en vigilancia. Los siervos esperan a su Señor y serán
dichosos si éste los encuentra a su regreso vigilando (Lc 12,36-38). Esta vigilancia es
necesaria, pues no se sabe el momento de la venida (Mt 13,33-37) y puede incluso tardar
(v.38). Las imágenes del ladrón (Lc 12,39-40) y la del administrador (Lc 12,41-46) acentúan
la necesidad de la vigilancia, mientras se espera y se anhela el Reino que viene. La
tardanza pone a prueba al administrador, pero es la oportunidad de añadir a la vigilancia la
paciencia.
Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expectación ante una venida que
consumará la historia, y el desconocimiento del momento de tal venida, que es la ocasión
para vivir en una constante y paciente vigilancia. Jesús, que ha hecho presente y
experimentable el Reino, suscita la espera de su segunda venida como Hijo del hombre que
llega con poder y gloria a juzgar al mundo y entregar el Reino al Padre42. Por ello, quien
ahora, en el tiempo presente, "se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del
hombre se avergonzará de él ante el Padre" (Mc 8,38) o en la versión de Mateo: "quien se
declare por mí... yo también me declararé por él" (10,32-33).
La Iglesia anuncia que Cristo muerto y resucitado es el Redentor del hombre. Esta
redención es la historia del Reino de Dios, cuya venida imploramos y gustamos en la
Iglesia. En esta historia de salvación, aquí en la peregrinación de la fe, Dios y el creyente
se acostumbran poco a poco a habitar el uno en el otro a través de Cristo y del Espíritu, sin
que el hombre se ponga en el lugar de Dios y sin que Dios reemplace al hombre anulando
su libertad. El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, infundido en nuestros corazones,
nos hace entrever el Amor sin fin, el rostro de Dios uno y trino: Vides Trinitatem si
charitatem vides. Hoy, en la caridad eclesial, vemos a Dios confusamente con las primeras
luces del alba; al fin lo veremos claramente, cara a cara, a la luz plena del Dia sin ocaso.
Pero ya, poco a poco, nos vamos acostumbrando a la luz eterna del Reino. Como dice san
Ireneo:
El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para habituar al hombre a
acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre.
........................
1. En la oración judía del Qaddís se implora: "Que Él haga reinar su realeza durante nuestras
vidas y
en nuestros días y en los días de toda la casa de Israel, pronto y enseguida".
2. En el Nuevo Testamento el término se emplea 122 veces, de ellas 99 pertenecen a los
sinópticos,
quienes en 90 ocasiones lo ponen en boca de Jesús.
3. Is 24,23; 33,22; Miq 4,6; So 3,14s; Ab 21; Za 14,9 16s; Sal 5,18s; Mc 1,15.
4. Mc 13,33-37; Mt 24,42-44; Lc 12,35-40.
5. Cristo, "sobre todo, realizará la venida del Reino de Dios por medio del gran misterio de
su
Pascua: su muerte en la Cruz y su resurrección". Cfr. CEC 542.
6. DH 11.
7. Mt 12,38-42; 16,4; Lc 11,29-32.
8. REDEMPTORIS MISSIO, n. 16. "Hoy, se habla mucho del Reino, se dan concepciones no
siempre
en sintonía con la Iglesia, considerando al Reino como una realidad humana y secularizada,
en la
que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también
cultural, mirando a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios en cambio no es de
este
mundo (Jn 18,36)... Estas ideologías dejan a Cristo en silencio... Pero Cristo no sólo ha
anunciado
el Reino sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento.
El
Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a la libre elaboración,
sino
que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen
del
Dios invisible... (Cfr. Ibídem 17-18)
9. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2 Cor 4,4; Ef 2,2; Mc 3,27.
10. Lc 5,7; 6,19; 8,46...
11. CEC 544.
12. CEC 545.
13. CEC 546.
14. CEC 547-550.
15. Mt 4,17; Mc 1, 15; Lc 10,9.11.
16. Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1Cor 2,8.
17. El poder de Satanás no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán
actúe en el
mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause daños en
cada
hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y
dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica
es un
gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman" (Rm 8.28). [CEC 395; 547 550]
18. REDEMPTORIS MISSIO 13.
19. REDEMPTORIS MISSIO 18. Cfr. 17-20.
20. REDEMPTORIS MISSIO 16.
21. Mc 4,26-29.30..; Mt 13.24-30.
22. Mt 10,6; 15,24; Mc 14,28; Lc 15,4ss.
23. CEC 541-550.
24. CEC 1130, donde cita a santo Tomás: "Por eso el sacramento es un signo que rememora
lo que
sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros
en
virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que
preanuncia la gloria venidera (SUMMA THEOL. lIl, 60,3).
25. Mt 26,29; Lc 22,18; Mc 14,25.
26. Plegaria eucarística lIl, oración por los difuntos. Cfr. CEC 1402-1405.
27. Mt 8,11; 13, 43; 26, 29.
28. Mt 12,28; Lc 17,20-21.
29. Mt 10,7; 24,14; Hch 1,3.
30. Mt 16,27; 25,31-46.
31. Mt 20, 1-6; 22,9-10; Lc 12,32.
32. Mt 5,3; 18,3-4; 19,14.23-24.
33. Mt 13,44-46; 19,12; Mc 9,47; Lc 9,62.
34. Mt 21,31-32.43; 22,2-8; 23,13.
35. Tertuliano, citado en CEC 2817.
36. Las antífonas O de Adviento, que datan del siglo VIII, imploran igualmente la venida del
Reino.
37. Mc 9,47; 10,15.23ss; Mt 5,20; 7,21; 18,3; 23,14; Jn3,5; Hch~ 14,22.
38. Mc 9,43-45; 10,17.30; Mt 7,14; 19,17.29; 25,46; Lc 12,15.
39. 2Sam 7; Sal 89; Lc 1,32-33.
40. San Basilio, citado en CEC 736.
41. CEC 1107.
42. Mc 13, 26; 14, 62; Mt 25,31.
_________________________________________________