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Posgrado en Historiografía

EL CAMPO DE LA HISTORIOGRAFÍA

Inducción

Miguel Ángel Hernández Fuentes


Saúl Jerónimo Romero
Danna A. Levin Rojo
Leonardo Martínez Carrizales

Marzo de 2017
CONTENIDO

Objetivos generales 3

Modos de uso 4

Instrucciones para el curso 5

1. El campo de la historiografía 6

2. Tiempo histórico 16

3. Espacio Histórico 26

4. Narratividad 36

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OBJETIVOS GENERALES

• Introducir al aspirante en el conocimiento de los conceptos básicos de la


historiografía desde una perspectiva multidisciplinaria.
• Propiciar una reflexión crítica sobre los procesos de significación del pasado y
su cristalización en el discurso histórico.
• Orientar al aspirante para que pueda diferenciar claramente los objetos de
estudio de la historia y la historiografía.
• Explicar la relación tiempo-espacio como elemento constitutivo fundamental de
la historicidad.
• Comprender la relevancia del espacio y el tiempo en la problemática
historiográfica.
• Reconocer que los procesos simbólicos de transformación de la factualidad en
conocimientos sobre el pasado ocurren en dominios correspondientes al discurso
y el texto.
• Proporcionar al aspirante elementos para valorar la naturaleza historiográfica de
los planteamientos que articulan el proyecto de investigación que piensa
desarrollar en el posgrado

3
MODOS DE USO

Esta inducción al campo de la historiografía tiene como finalidad que los aspirantes a
ingresar al Posgrado en historiografía, tanto en del nivel maestría como de doctorado, se
familiaricen con los conceptos y nociones básicas de este tipo de análisis. Habrá
aspirantes cuya formación previa les facilite la comprensión de lo que aquí se sugiere,
para ellos será un repaso que les permitirá recordar algunas lecturas básicas.
Los aspirantes que no se hayan introducido en estas materias a través de su
formación académica previa encontrarán en esta breve introducción un instrumento
básico para acercarse a la historiografía, así como una selección de lecturas
complementarias, ejemplos y ejercicios breves y puntuales. Así, podrán disponer de una
herramienta sencilla que les permitirá reflexionar sobre el campo de la historiografía y
confrontar sus propuestas de investigación con el tipo de trabajo que se realiza en el
posgrado.

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INSTRUCCIONES PARA EL CURSO

• El 13 de marzo el candidato bajará el archivo de este curso.


• El curso está diseñado para completarse en cuatro semanas, una por cada uno de
los apartados, pero cada quien lo podrá llevar al ritmo que considere pertinente.
• Cada apartado tiene una breve introducción a la problemática, sugiere lecturas
básicas y bibliografías complementarias y define un ejercicio donde se pondrán
en práctica los conocimientos adquiridos mediante la lectura. Para realizar los
cuatro ejercicios (uno por cada sección), el aspirante deberá leer detenidamente
un solo documento cuya referencia se detalla en el espacio correspondiente.
• Durante las cuatro semanas que dura el curso no habrá interacción con los
profesores del posgrado. Esto tiene la intención de que los aspirantes sean
capaces de allegarse la información que les permita resolver sus dudas.
• Es muy importante confrontar el proyecto de investigación que se piensa
entregar como propuesta al posgrado con los contenidos de este curso, lo que
permitirá al aspirante evaluar si su propuesta está acorde con los ejes
problemáticos y las líneas de investigación que se cultivan en este posgrado.
• El día 10 de abril a las 8:00 a.m. se abrirá un archivo con la evaluación que los
candidatos deberán resolver en línea. Ésta consta de cuatro preguntas/ejercicios
correspondientes a los cuatro ejes/apartados que componen este cuaderno y
similares a los ejercicios que en él se proponen.
• Las respuestas de la evaluación deberán enviarse por correo electrónico hasta
antes de las 10:00 p.m. del día 10 de abril.
• Las respuestas impresas también deberán entregarse junto con la demás
documentación al momento de inscribirse al proceso de selección.

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1. EL CAMPO DE LA HISTORIOGRAFÍA

Objetivos particulares:

o Identificar las diferencias entre la historia y la historiografía.


o Problematizar las nociones de objetividad y verdad histórica.
o Comprender que algunos artefactos y fenómenos no escriturísticos pueden ser
objeto del análisis historiográfico.

La historiografía, su nombre lo dice, se refiere en principio a la escritura de la historia, a


la forma en que el pasado se construye en un texto –o un conjunto de textos– cuya
intención es re-presentar un acontecer ya desaparecido. Si nos limitáramos a definir el
concepto a partir de esta premisa etimológica tendríamos únicamente tres significados
posibles: a) el conjunto de obras escritas que tienen por tema el recuento o estudio de
fragmentos específicos del pasado; es decir, los textos que tratan sobre la revolución
francesa, la conquista de América o la Europa medieval, por poner algunos ejemplos; b)
la descripción, clasificación y estudio de las representaciones contenidas en esos textos,
o dicho de otra manera, el análisis de las interpretaciones que los diferentes autores
hacen de los hechos que narran; c) el estudio de las premisas teórico-metodológicas que
se ponen en juego en la operación de reconstruir e interpretar las acciones de los
hombres en el pasado, lo que incluye cuestiones como el tipo de fuentes que los
historiadores utilizan para acceder a las realidades que investigan, los criterios que
aplican en la selección de los datos que incorporan en su reconstrucción historiográfica,
o las nociones de verdad, causa, voluntad o determinación y el papel que se les atribuye
en los procesos de transformación de las sociedades. Ciertamente, a partir de que la
Historia se constituyó como disciplina a principios del siglo XIX, y durante una buena
parte del siglo XX, la historiografía se entendía precisamente de esta manera. No
obstante, en el último tercio de la centuria pasada comenzaron a añadirse nuevas
reflexiones y nuevas prácticas interdisciplinarias en la construcción del conocimiento
que han dado mayor complejidad y amplitud al concepto.
Más que una definición precisa y absoluta que marque linderos definitivos entre
la historiografía y otros ámbitos del saber, o que establezca reglas metodológicas
inamovibles, aspiramos en esta breve introducción a plantear los ingredientes centrales

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y las posibilidades de reflexión que articulan la práctica historiográfica hoy en día. Para
adentrarnos en este universo será preciso comenzar por distinguir los dos componentes
principales de eso que llamamos “historia”: por una parte, el ámbito de la factualidad o
de las cosas que ocurren en el mundo perceptible exterior al sujeto que las observa y las
concibe, y por otra el ámbito de la representación y la discursividad. Los historiadores
han marcado esta diferencia mediante un recurso gráfico, hablando de historia, con
inicial minúscula para referirse a la sucesión de acontecimientos que constituyen el
pasado humano (guerras, sucesión de gobernantes, formación y desarrollo de
instituciones, migraciones, pestes, hambrunas, creaciones artísticas o desarrollos
tecnológicas, etc.) y han reservando la palabra Historia, con inicial mayúscula, para el
conocimiento o narración de dichos sucesos. Estos dos aspectos de la realidad no son ni
podrían ser iguales puesto que la gran mayoría de las cosas que ocurrieron en el pasado
permanecen al margen del relato; algunas porque son desconocidas y aun
incognoscibles en tanto que no dejaron huellas que se puedan recuperar en el presente,
otras porque no se les ha considerado relevantes y por lo tanto permanecen fuera de la
memoria activa o la curiosidad de quienes viven en tiempos posteriores y lugares
distintos al momento y sitio en el que sucedieron. Al respecto afirmaba Marc Bloch
hace ya muchas décadas que “en el inmenso tejido de los acontecimientos, de los gestos
y de las palabras de que está compuesto el destino de un grupo humano, el individuo no
percibe jamás sino un pequeño rincón, estrechamente limitado por sus sentidos y por su
facultad de atención”.1 La Historia en su dimensión discursiva, entonces, es siempre una
selección del remanente accesible de los hechos del pasado, un relato coherente que se
construye en el presente a partir de los intereses, deseos y prejuicios de quien lo piensa
y elabora.
También podemos concebir esta distinción entre la realidad fáctica del pasado y
su representación, como lo hiciera Carlos Pereyra, en términos de la historia que se vive
(o se hace) y la historia que se escribe, siendo esta última “una apropiación cognoscitiva
del pasado;”2 o bien recurrir a un símil y decir que equivale a la diferencia entre la vida
(las cosas que le ocurren a una persona desde que nace hasta que muere) y la biografía
(la narración que alguien hace de la vida de una persona). Tenemos entonces que,
mientras la “Historia” se puede describir como el estudio de la “historia”, la

1
Marc Bloch, Introducción a la historia, México, Fondo de Cultura Económica, 1984 (Breviarios 64), p.
43.
2
Carlos Pereyra, et al, ¿Historia para qué?, México, Siglo XXI, 1980, p. 14.

7
historiografía se define, en un sentido primario, como el estudio, análisis y crítica de la
Historia.
Hasta aquí nuestra exposición ha puesto el énfasis sobre los hechos del pasado, ya
sean vividos o narrados. Sin embargo, la historia no se limita a la sucesión de
acontecimiento que se hunde en un ayer, más o menos lejano. Los individuos se
organizan en sociedad para satisfacer sus necesidades y construir mecanismos
relacionales apropiados para la solución de problemas previsibles o la consecución de
metas comunes. En este sentido, la historia se proyecta también hacia el futuro y la
experiencia tanto de los individuos como de las sociedades se ancla en realidad en el
presente, puesto que individuos y sociedades existen en el tiempo y éste sólo puede
experimentarse conforme la vida está ocurriendo; en términos humanos todo lo demás
es recuerdo, o anhelo.
Esta segunda dimensión de la historia, la del “estar siendo,” es el devenir. En él se
resumen presente, pasado y futuro como diferentes momentos de la existencia social y
es allí hacia donde se dirigen muchas de las reflexiones sobre el conocimiento histórico
que constituyen materia importantísima del análisis historiográfico. Devenir es
transformación, proceso de cambio que apunta hacia lo que todavía no es, mas puede
llegar a ser, de tal manera que el pasado sólo cobra sentido desde un presente
proyectado hacia el futuro, precisamente porque las preguntas sobre la naturaleza del
devenir se refieren a la condición misma de la existencia en común. Así, una definición
más completa, aunque no absoluta, de la historiografía, es que se trata del estudio,
clasificación y análisis de las múltiples formas en que los seres humanos han entendido
y representado su devenir, tanto como de los usos que diferentes individuos, grupos
sociales o instituciones han dado al conocimiento del acontecer humano. En resumen, la
historiografía como disciplina estudia las distintas maneras en las que los sujetos
sociales vinculan fragmentos específicos de pasado con el presente que viven, y cómo
los proyectan hacia el futuro que esperan, temen o desean.

CONSTRUCCIÓN Y ENUNCIACIÓN DEL DISCURSO HISTORIOGRÁFICO

Si, como señalamos en el apartado anterior, no todo lo que ocurre en el mundo se


integra al acervo del conocimiento histórico ¿de qué depende la criba?, ¿quién y cómo
decide qué fenómenos y sucesos son dignos de permanecer en la memoria de los
pueblos y los individuos para conformar la materia de los relatos históricos?, ¿o acaso la

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“muestra” de acontecimientos, costumbres, instituciones y prácticas que consignan
dichos relatos es el resultado fortuito de la casualidad?
Lo primero que debemos considerar es que el conocimiento histórico se refiere a
la vida social del hombre, al devenir de colectividades, o de los individuos en tanto
miembros de un grupo organizado, o al menos articulado por vínculos y circunstancias
que trascienden la mera individualidad. En segundo lugar, es preciso reconocer que todo
discurso historiográfico se formula en un presente específico y por lo tanto sólo se
convierten en Historia aquellos fenómenos que resultan relevantes en un tiempo y un
espacio determinados para orientar las acciones y configurar las relaciones que los
hombres establecen entre sí y con su entorno material. En tercer lugar, debemos
recordar que en todo momento, pasado o presente, las colectividades están conformadas
por una multiplicidad de individuos con experiencias e intereses diversos que se derivan
de la posición relativa que cada uno ocupa en el todo social, de tal manera que lo que
unos consideran importante para otros resulta irrelevante. Podemos entonces decir que
los hechos independientes de la opinión o la interpretación no existen, pues desde el
instante en que ocurren tienen un significado distinto para cada uno de sus actores y
también lo tendrán posteriormente para quienes intentan reconstruirlos.3 Así, más que
descubrir la concatenación objetiva de los hechos, el relato historiográfico establece
relaciones entre ellos dándoles sentido. Hacer Historia implica elegir de la masa caótica
de los vestigios que deja el pasado algunos eventos para incorporarlos en una
representación discursiva que sólo se puede organizar desde una perspectiva particular.
Volviendo entonces a las preguntas planteadas al inicio de este apartado,
responderemos que son los sujetos quienes deciden lo que es digno de ser historiado; es
decir, individuos concretos que actúan en el mundo y lo observan desde un lugar social
específico (lugar social de enunciación). Diremos también que su selección depende
primordialmente de factores políticos o culturales que condicionan su capacidad de
percibir y su voluntad de formular y trasmitir una representación del pasado y el
devenir. Al respecto señalaba Hannah Arendt que los hechos resultan de las acciones de
hombres y mujeres que viven y actúan juntos, y por lo tanto constituyen la materia de lo

3
Una reflexión sucinta sobre el problema de la objetividad y los conceptos de hecho y verdad puede verse
en Günder Patzig, “El problema de la objetividad y el concepto de hecho”, en Silvia Pappe (coord.),
Debates recientes en la teoría de la historiografía alemana, México, Universidad Autónoma
Metropolitana /Universidad Iberoamericana, 2000, pp. 143-165.

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político,4 ese espacio social donde se dirimen los deseos, derechos y obligaciones de los
individuos que comparten un tiempo y un lugar en el mundo; es decir, el espacio
relacional del interés común y el bienestar general. De allí que la Historia, como
conocimiento, y la política, como ejercicio del poder desde una posición hegemónica, o
desde un lugar de contestación o rebeldía, vayan frecuentemente de la mano. En efecto,
si el pasado nos interesa en tanto es relevante para construir un futuro colectivo, más
próximo o más lejano, o para posicionarnos en el presente, nos serviremos de él para dar
legitimidad a nuestras acciones, justificar un orden social y económico particular, o
rescatar elementos que nos permitan valorar la justicia, eficacia y pertinencia de los
ordenamientos bajo los cuales vivimos. Añadiremos a estas consideraciones la
importancia que tiene la cultura para definir la subjetividad de los individuos, y por lo
tanto su papel fundamental como criba de las construcciones historiográficas. Cabe
señalar que aquí entendemos por cultura la suma de herramientas cognitivas,
lingüísticas, simbólicas, y práctico-instrumentales que una población particular
desarrolla y utiliza para sobrevivir y reproducirse. Estas herramientas se articulan de
manera sistemática en patrones de conducta, esquemas filosóficos, prácticas rituales,
sistemas de parentesco, artefactos materiales y técnicas para la apropiación y generación
de recursos, por mencionar tan sólo algunos ejemplos.
Precisamente porque el conocimiento de la historia se sitúa en el terreno subjetivo
de lo político y lo cultural, la verdad histórica es de naturaleza relativa, aun cuando
siempre ha sido una preocupación central de los historiadores. Hay desde luego una
distancia innegable entre la ficción y el conocimiento histórico, pues a diferencia de
otros relatos, las narraciones históricas fincan su valor en la correspondencia que
aspiran guardar con las acciones pasadas que son verificables. Por ello, a pesar de que
nuestra contemplación del pasado es necesariamente parcial e indirecta y depende de los
rastros que dejaron aquellas personas que lo vivieron en la forma de testimonios y otros
registros, escritos u orales, o bien en las marcas y restos materiales que su paso por el
mundo inscribió en el paisaje y la geografía, los practicantes de la disciplina han fijado
una serie de normas y métodos orientados a garantizar una base empírica mínima sobre
la cual asentar la interpretación. En qué consiste esta base mínima y cuáles son los
recursos interpretativos aceptables, son cuestiones ciertamente sujetas a la historicidad,

4
Hannah Arendt, “Truth and Politics,” en The Portable Hannah Arendt, Nueva York, Penguin Books,
2003, p. 548.

10
es decir que se transforman continuamente al igual que los conceptos y las condiciones
de observación y enunciación.
Desde mediados del siglo XX la confianza cientificista en la posibilidad de
recuperar objetivamente el pasado y conocer los acontecimientos tal como sucedieron
comenzó a perder terreno frente a la convicción de que la Historia es una fabricación
producto de un lugar de observación y enunciación particular (entre otras cosas la
cultura, clase social, posición económica, formación educativa, postura político-
ideológica del sujeto que formula el relato historiográfico) y de una práctica discursiva
específica. El método científico, desarrollado en los albores del siglo XIX, postulaba
una relación distante entre sujeto y objeto, concibiendo al historiador como el sujeto
imparcial que conoce, y al pasado oculto en los archivos como el objeto en espera de ser
descubierto. Sobre la base de este paradigma de raigambre cartesiana se levantó el
edificio de la Historia “científica”. Poco a poco conforme avanzó el siglo XX y otras
disciplinas empezaron a enfocar sus reflexiones sobre algunos aspectos del pasado, los
estudiosos advirtieron los límites y contradicciones de los métodos empleados por la
historia científica decimonónica. Autores como Hans-Georg Gadamer, Reinhart
Koselleck, Michel Foucault y Michel de Certeau señalaron la imposibilidad de acceder
a la realidad pasada de una manera total y objetiva, en razón de que el historiador no
puede desprenderse de su propia historicidad. Señalaron también que los vestigios
históricos no son el pasado en sí sino textos culturales producidos dentro de un espacio
temporal. Los utensilios, mapas, fotografías, cartas, libros de cuentas y otros
documentos que los historiadores utilizan como fuente de información son instrumentos
que se inscriben en una práctica y están construidos a partir de postulados y necesidades
específicos, al igual que las obras históricas y las crónicas. Por esta razón no son una
ruta de acceso a los hechos mismos, aunque sí nos remiten a la sociedad que los
produjo. Su lectura o desciframiento sistemático nos aproxima a lo que, retomando las
reflexiones de Michel de Certeau, podemos llamar el lugar social de su producción, es
decir la institución del saber, o el marco político, social y económico que demanda y
hace posible la fabricación de un objeto, el desarrollo de una tecnología, la creación de
una representación visual o la formulación de un discurso.
El trabajo del historiador consiste en configurar interpretaciones del pasado a
partir de las interpretaciones de otros seres humanos, contemporáneos o posteriores a
ese pasado. Como veremos en el último apartado de este cuaderno, dicha labor se vale
del lenguaje para integrar un conjunto de explicaciones, proposiciones descriptivas y

11
narraciones mediante las cuales el pasado cobre sentido para el presente. Es así que el
discurso histórico se constituye en un campo semántico donde se expresan disputas por
la representación, y el trabajo del historiógrafo es identificar los términos de esas
disputas, lo cual equivale a desentrañar la forma en que los historiadores –y de manera
más general cualquiera que manipule discursivamente el pasado– construyen sus
representaciones. También corresponde al historiógrafo analizar los mecanismos que se
emplean para conferir a estas representaciones el carácter de “verdad”.
No existe la objetividad absoluta en la representación del pasado. Los mismos
hechos, el mismo fenómeno pueden producir interpretaciones divergentes dependiendo
de la trama narrativa en la cual se insertan. Esta trama se compone de una secuencia de
frases que articulan la temporalidad en términos de anterioridad y posterioridad, e
implican relaciones de causa y efecto. Ahora bien, aun cuando la validez de una
interpretación del pasado es siempre inestable, pues está sujeta a una diversidad de
criterios cambiantes, el trazo de esas relaciones de precedencia, causa y efecto debe ser
verosímil dentro de una comunidad de sentido para adquirir el estatuto de Historia y
ajustarse al reconocimiento intersubjetivo que las fuentes disponibles permitan.

LOS POSIBLES OBJETOS DEL ANÁLISIS HISTORIOGRÁFICO

Para concluir esta introducción diremos que la tarea de la historiografía no es averiguar


o descubrir los hechos pasados, reconstruir secuencias concretas de acontecimientos ni
explicar cuáles fueron sus causas y sus efectos sino analizar la práctica de esa
reconstrucción y las premisas que sustentan esas explicaciones. Su materia de estudio
son los diferentes medios a través de los cuales se estructura, expresa y trasmite la
representación del pasado y el devenir así como las funciones que los relatos y las
explicaciones del acontecer humano cumplen en el presente. A ella concierne
reflexionar qué tipo de verdad construye el discurso histórico, con qué objetivos y a
través de qué mecanismos.
En lo que llevamos dicho hasta aquí, la noción de discurso histórico se limita a lo
que se expresa en palabras, y particularmente, la palabra escrita. No obstante, el pasado
encarna, se actualiza en el presente de muchas maneras a través de representaciones que
incluyen formatos y expresiones ajenos al ámbito de la textualidad. El cine, la pintura y
la fotografía; los monumentos, la arquitectura y el diseño de los espacios públicos; el
ceremonial cívico o aun religioso y su parafernalia, entre otras cosas, también pueden

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reflejar visiones particulares de la historia. Por ejemplo, el hecho de que la arquitectura
de los edificios y monumentos políticamente representativos en el distrito central de
Washington D. C. sea de estilo neoclásico nos habla de una forma de entender tanto la
historia de los Estados Unidos de América como la de Roma y puede someterse a una
lectura historiográfica. Esta lectura no será la historia misma de la ciudad, ni del país en
el que se sitúa, sino el análisis del discurso, de las conexiones entre pasado, presente y
futuro que un conjunto de individuos e instituciones quisieron demostrar a la sociedad
en un momento específico y con un propósito particular.
Los objetos de estudio de la historiografía, entonces, pueden ser múltiples:
crónicas, libros de historia y literatura, publicaciones periódicas, campañas publicitarias
y en general, textos relativos a una gran diversidad de parcelas de la realidad; también
las obras de arte, los edificios y espacios urbanos, los monumentos y museos, las fiestas
patrias y conmemoraciones de diversa índole, o los conceptos mismos con los que los
seres humanos categorizan y aprehenden la realidad. En resumidas cuentas, lo que
otorga su especificidad a la práctica historiográfica es que se enfoca en los discursos y
las representaciones de la existencia social en su historicidad.
Como hemos podido constatar, la definición de la historiografía como disciplina
ha sido y es controvertida, sobre todo en las últimas décadas. Desde una perspectiva
más tradicional, los últimos temas aquí enumerados pertenecen a otros campos del
saber, particularmente la crítica literaria, la antropología, la historia de la cultura o los
estudios culturales. No negamos que, en alguna medida, esto sea así, pero consideramos
que la historiografía en la actualidad debe ser una práctica transdisciplinaria cuyos
análisis y reflexiones pongan el acento en la historicidad de los fenómenos sobre los que
vuelca su atención y el vínculo que éstos tienen con la triada pasado-presente-futuro. En
los siguientes módulos de este cuaderno discutiremos tres ejes temáticos que articulan
todo análisis historiográfico: el tiempo, el espacio y la narratividad.

Lecturas básicas:

Carbonell, Charles Oliver. “Cristiandad e Historia, la leyenda de los siglos oscuros”, en


La historiografía, México, Fondo de Cultura Económica, 1981 (Breviarios
353), pp. 47-58.

Jerónimo, Saúl y María Luna Argudín. “El objeto de estudio de la historiografía


crítica”, en Martha Ortega Soto y Carmen Imelda Valdez Vega, Memoria del

13
coloquio Objetos del Conocimiento en Ciencias Humanas, México,
Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 2001, pp. 165-186.

Rico Moreno, Javier. “Análisis y crítica en la historiografía”, en Rosa Camelo y Miguel


Pastrana Flores (editores), La experiencia historiográfica. VIII Coloquio de
Análisis Historiográfico, México, UNAM, 2009, pp. 199-212.

Bibliografía complementaria:

Levin Rojo, Danna. “La historia inscrita en una danza: los matachines, mapa del cosmos
y la memoria”, en Mariana Masera (editora), Mapas del cielo y la tierra.
Espacio y territorio en la palabra oral, México Instituto de Investigaciones
Filológicas-UNAM, 2014, pp. 277-297.

Pappe, Silvia. “La incertidumbre de la historia en la perspectiva de la historiografía


cultural”, en Rosa Camelo y Miguel Pastrana Flores, La experiencia
historiográfica, México: UNAM / Instituto de Investigaciones Históricas,
2009, pp. 179-198.

Veyne, Paul. Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia. Madrid,


Alianza editorial, 1971, caps. 6-8, pp. 65-118.

14
EJERCICIO

Ø Lea con atención el discurso titulado “Oración cívica” que Gabino Barreda
pronunció el 16 de septiembre de 1867 en el marco de la celebración del
aniversario de la Independencia de México
(http://www.biblioteca.org.ar/libros/1112.pdf) y reflexione sobre los siguientes
puntos:
1.- ¿Qué tipo de sucesos elige Barreda para construir la versión de la historia
patria que nos presenta y cómo establece la relación pasado-presente futuro?
¿Qué aspectos del texto, o qué proposiciones concretas de las que formula nos
indican su lugar social de enunciación y por qué?
2.- Si en lugar de utilizar este texto como objeto de análisis historiográfico lo
utilizáramos como fuente para un estudio de carácter histórico, ¿Qué tipo de
investigación sería ésta y qué preguntas tendríamos que formular al texto?

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2. TIEMPO HISTÓRICO

Objetivos particulares:

o Identificar el tiempo como un problema de la historiografía.


o Reflexionar sobre la construcción de la periodización como instrumento
ordenador del conocimiento del pasado.

Tanto en la investigación de las ciencias sociales como de las humanidades —e incluso


en la vida cotidiana— el tiempo aparece, en primera instancia como un vector que sirve
para ubicar diversos tipos de acontecimientos, algunos de carácter recurrente, otros
esporádicos o extraordinarios, a lo largo de una línea cronológica. Los eventos más
significativos, los que inciden en el carácter y en el curso de otros, y así marcan el ritmo
de la vida de individuos y colectividades, ocupan un lugar más importante en la línea
cronológica, de manera tal que, a partir de ellos, es posible establecer cortes temporales
para ordenar el conocimiento sobre el pasado, estableciendo épocas o periodos. El
tiempo sirve, pues, como un criterio de organización del conocimiento sobre el pasado.
Pero es interesante advertir que el tiempo también se puede estudiar desde otro enfoque:
atendiendo a la manera en la que se ha experimentado, percibido y pensado en
situaciones históricas concretas, y observando cómo estas experiencias producen efectos
diversos sobre el presente.
A continuación revisaremos dos líneas problemáticas sobre el tiempo desde el
enfoque de análisis historiográfico. La primera se refiere a la construcción de
periodizaciones con las que se ordena el conocimiento sobre el pasado. Veremos cómo
la búsqueda de periodizaciones es una operación que, al efectuarse desde el presente,
siempre tiene un carácter convencional; es decir, los criterios de organización
cronológica del pasado se modifican a la par que las interpretaciones que se hacen sobre
él. La segunda es el estudio de las experiencias de temporalidad, una temática que se ha
abordado con entusiasmo en la reflexión historiográfica en años recientes, y que se
refiere al modo en el que individuos y colectividades se vinculan con el pasado y con el
futuro. Las relaciones con la temporalidad cambian constantemente, son fenómenos
históricos que se deben ubicar en lugares y momentos precisos; tienen un interés

16
particular para la investigación historiográfica, pues se relacionan con la formación de
identidades y con el carácter y función que adquieren los relatos históricos.

LA CONSTRUCCIÓN DE PERIODIZACIONES PARA ORDENAR EL CONOCIMIENTO SOBRE EL

PASADO

La comprensión de cambios y continuidades en los procesos históricos requiere de


indicadores que marquen los límites temporales de experiencias específicas. Desde la
antigüedad las sociedades produjeron delimitaciones temporales en razón del carácter
dominante que encontraban en un lapso temporal determinado. Tales delimitaciones se
fundaban en la consideración de lo que había sido peculiar, distintivo y predominante en
un espacio geográfico dado a lo largo de cierto tiempo. En otras palabras, creaban
periodizaciones para ordenar la memoria de épocas pasadas, calificaban en términos
temporales la secuencia de eventos sociales que antecedían a su presente. Usualmente,
estas periodizaciones se basaban en referentes del orden político: el tiempo durante el
cual gobernó algún monarca particular, la época en la cual ocupó el poder un linaje o
dinastía, la era de dominio de algún imperio sobre otras naciones, o los periodos
marcados por grandes guerras. Producidas desde el marco de los poderes estatales, estas
periodizaciones representaban formas de ordenar el conocimiento del pasado desde las
perspectivas, necesidades e intereses del presente. Con ellas, se dotaba de significado a
una serie de eventos reportados en cierto lapso de tiempo, de acuerdo al sentido que se
otorgaba al presente desde el cual se postulaban tales clasificaciones temporales. Es
importante señalar su carácter cambiante, pues la postulación de cortes cronológicos
depende de la interpretación que se haga de los procesos políticos y sociales del pasado,
materia siempre sujeta a la reinterpretación. Cabría decir que ninguna periodización es o
será objetiva, natural o transparente, sino que obedece a las subjetividades de aquellos
que las formulan.
Buscar temporalidades significa entonces, como lo ha explicado Krzysztof
Pomian, “hallar las singularidades de estos procesos”, distinguir y definir ciclos, fases,
épocas.5 Con el desarrollo de los espacios académicos y la irrupción de la modernidad
se postularon nuevas formas de sistematizar el conocimiento del pasado a partir de
nuevos marcos interpretativos. Entre los siglos XVIII y XIX, el pensamiento histórico

5
Krzysztof Pomian,“Temporalidad histórica/Tiempo”, en Jacques Le Goff, Roger Chartier y Jacques
Revel, La nueva historia, Bilbao, Ediciones Mensajero, 1987, p. 591.

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producido en universidades e instituciones académicas, generó inquietudes y criterios
inéditos para ordenar el pasado. Una de las novedades más significativas consistió en
postular periodizaciones que abarcaran las experiencias históricas no de una sola nación
—como era lo común hasta entonces— sino de conjuntos de naciones enteras. La
conocida periodización que divide la historia occidental en las edades antigua, media y
moderna parte de esta nueva búsqueda de los elementos comunes en los procesos
históricos de diversas naciones. Incluso este esquema cronológico dictado desde la
modernidad europea adquirió pretensiones más amplias, cuando quiso insertar la
experiencia de todas las naciones del orbe en su propio cartabón. Surgió así la noción de
una historia universal que presuponía que las sociedades de todos los continentes
atravesarían por procesos similares. Como quedó de manifiesto posteriormente, cuando
esta interpretación del devenir histórico universal fue sometida a crítica, con ella se
estaba proyectando la experiencia particular del occidente europeo sobre el resto de las
experiencias históricas de naciones y continentes enteros.
Con la institucionalización académica de las diversas disciplinas sociales y
humanas —entre ellas la historia— se elaboraron nuevos sistemas de periodización
sobre el pasado, ya fuera de naciones particulares, de regiones o incluso del proceso
histórico universal. Sus criterios de elaboración aspiraban al ideal de objetividad dentro
de los paradigmas de cientificidad imperantes durante la segunda mitad del siglo XIX y
los comienzos del XX. De acuerdo con éstos, el conocimiento crítico y sistemático del
pasado permitía encontrar lo singular y característico de los diversos procesos históricos
para así seccionarlos en épocas, periodos y eras dentro de un sistema general que daba
cuenta de la evolución social. La periodización tripartita postulada por el positivismo
comtiano (que divide el proceso histórico en los estadios teológico, metafísico y
positivo) así como la periodización del materialismo histórico basada en modos de
producción son algunos de los ejemplos más característicos de interpretaciones del
devenir social que asignaban un sentido único y universal a las experiencias históricas
de la humanidad. Enlazaban el sentido de las diversas fases del pasado con el presente y
con el futuro, permitiendo vislumbrar las condiciones de realización del desarrollo
humano en el porvenir. Conceptos como los de revolución, progreso, desarrollo,
civilización orientaban estas concepciones sobre el tiempo histórico, asumiendo que los
diversos procesos sociales en todo el orbe marcharían por el camino de condiciones de
perfectibilidad y de mejora en todos los terrenos. Se había asignado un sentido claro y

18
definido a la historia que además parecía contar con fundamentos científicos y
objetivos.
No obstante, ya desde esta época, a la luz de las recurrentes crisis sociales,
conflagraciones internacionales y de las mismas evidencias de contradicción y crisis que
mostraba la modernidad, se desarrollaron perspectivas críticas con respecto a los ideales
de progreso y civilización. Desde Friedrich W. Nietzsche hasta Paul Valéry, pasando
por Oswald Spengler, filósofos y académicos en general encontraron que la idea de
perfectibilidad social entendida procesualmente, como destino de la humanidad, tenía
fundamentos poco sólidos. Tendría que dejarse de lado la perspectiva lineal y
progresiva de la temporalidad para comenzar a pensar en tiempos parciales,
fragmentados, carentes de una direccionalidad definida. Así, quedaba la puerta abierta
para formular nuevas periodizaciones, o mejor aún, nuevas formas de periodizar, de
pensar las relaciones entre diversos procesos y acontecimientos registrados a lo largo
del tiempo, de interpretar y asignar sentido a lapsos del pasado.
En el seno de la historia académica se respondió a dicha demanda de manera
entusiasta. Como consecuencia de la diversificación de las parcelas de la investigación
histórica (por ejemplo, se consolidaron los terrenos de la historia social, historia
económica, historia de las mentalidades, entre otras), se hizo necesario pensar en el
tiempo específico de cada uno de los procesos estudiados en ellas. El tiempo de lo
social podría o no coincidir, con el tiempo económico, o con el tiempo político; todo
dependería de los resultados de las nuevas investigaciones. El paradigma de la historia
problema de la Escuela de Annales permitía pensar, por tanto, el tiempo y el asunto de
las periodizaciones en forma problemática, permitía preguntar por los ritmos de cambio
y continuidad en escalas particulares. El tiempo social podría variar de una región a otra
dentro de un mismo país; podrían registrarse grandes adelantos económicos en un lugar
y tiempo determinado, pero no por ello evolucionaría su sistema político, por mencionar
algunas de las complejidades que quedaron al descubierto gracias a este nuevo enfoque.
La investigación histórica asumió la existencia de múltiples procesos sociales que
pasaban a través de los mismos lugares y épocas, y confirmó que cada uno de ellos
contaba con su respectiva temporalidad. Esto significa que en la historia de un mismo
país o región —dependiendo de la escala de análisis—, se observan múltiples
temporalidades: tiempos superpuestos, imbricados, a veces desfasados. Aparecía
entonces la noción de pluralidad del tiempo social, y junto a ella, el desafío de construir
nuevas categorías de análisis para comprenderla. Uno de los modelos de análisis

19
producidos dentro de la tradición historiográfica de la Escuela de Annales, el modelo de
la triple temporalidad de Fernand Braudel, estuvo dirigido, precisamente a la
comprensión de la complejidad del tiempo social.
A modo de cierre de este apartado, podemos mencionar algunas premisas que
sirvan para orientar nuestra reflexión sobre la periodización como un modo de
ordenamiento del conocimiento sobre el pasado: en primer término, considerar que los
diversos tipos de periodizaciones son construcciones analíticas elaboradas desde la
perspectiva del presente en el que se producen y por lo tanto pesan sobre ellas
necesidades políticas, sociales, cognitivas. Por otra parte, tener en cuenta que dichos
esquemas se elaboran a partir de interpretaciones particulares, pues asignan un sentido a
los procesos sociales a partir del cual se desprenden criterios para hacer marcas o cortes
temporales sobre el mismo proceso histórico (épocas, periodos, subperiodos, eras,
etapas). De tal forma podemos darnos cuenta del carácter convencional de las
periodizaciones: ninguna de ellas refleja una verdad evidente ni absoluta, sino que se
fundan en interpretaciones particulares del pasado, que pueden adquirir validez durante
determinado tiempo a partir de la vigencia de los principios analíticos en que estén
fundadas. En otros términos, las mismas periodizaciones son productos históricos que
cumplen con ciertas funciones sociales, pero que pueden ser sometidas a discusión y ser
sustituidas por otras. Finalmente, dentro de la investigación histórica destaca el
concepto de pluralidad del tiempo social, que convierte la temporalidad de cada proceso
social particular en un problema de estudio, en un campo para la investigación y el
análisis.

LAS EXPERIENCIAS TEMPORALES COMO PROBLEMA DE REFLEXIÓN HISTORIOGRÁFICA

En el apartado anterior se discutió sobre las diversas operaciones que se realizan para
establecer la temporalidad particular de los procesos históricos. Son operaciones de
clasificación del tiempo social en las que el investigador toma como objeto de estudio
los procesos sociales “desde afuera”. Como observó Michel de Certeau, el tiempo ha
servido a los investigadores como criterio de clasificación, como una herramienta para
fijar “taxonomías” sobre los diversos procesos del pasado. Pero, más allá de estos
problemas, la reflexión historiográfica generó nuevos cuestionamientos que dirigieron
la atención hacia una nueva problemática: ¿cómo eran las relaciones de los sujetos de
otras épocas con la temporalidad?, ¿cómo percibían la relación del presente desde el

20
cual actuaban con su pasado y con su futuro? En algunas tradiciones filosóficas como la
fenomenología y la hermenéutica, ya se habían abordado estos problemas fijando
algunas definiciones que sirvieron de punto de partida para la reflexión historiográfica.
El pasado se actualiza en el presente en distintas formas: como memoria social o en las
diferentes formas del discurso historiográfico; cuando el futuro opera en el presente lo
hace como proyecciones, anhelos o expectativas. Lo más importante de estas
constataciones es que tanto el pasado como el futuro, al entrar en la conciencia de los
individuos en el tiempo presente, producen efectos que son socialmente compartidos:
generan interpretaciones sobre el lugar que cada quien ocupa en el proceso histórico,
contribuyen a delinear identidades (locales, nacionales, sociales). Así, la forma de
vincular el pasado y el futuro desde el presente, genera una determinada conciencia
sobre la temporalidad, una forma de experimentar el tiempo histórico.
A partir de la reflexión hermenéutica de Hans-Georg Gadamer, el historiador
alemán Reinhart Koselleck formuló un modelo de estudio sobre las relaciones que, a lo
largo de la historia, han establecido las sociedades con la temporalidad, basado en las
categorías de análisis espacio de experiencia y horizonte de expectativa. La primera se
refiere a todas aquellas experiencias pasadas que las colectividades sociales recuperan y
reúnen para usarlas como orientaciones que dirijan la acción, bajo el entendido de que
se pueden repetir o reactualizar; así, esta categoría representa la presencia del pasado en
el presente. La segunda se refiere al modo en el que las sociedades contemplan el
porvenir, los cálculos, deseos y aspiraciones que se piensan posibles; se trata del futuro
hecho presencia en el presente. Cabe añadir que la relación entre espacio de experiencia
y horizonte de expectativa es cambiante, se modifica con el paso de tiempo y puede
variar de un lugar a otro. Reinhart Koselleck propone un ejemplo que nos permite
entender con claridad estas ideas. Los individuos del mundo rural europeo del siglo
XVIII asumían que sus vidas serían, en lo fundamental, iguales a las de sus padres y
ancestros; no encontraban mayor diferencia entre unas y otras, se concebían como
experiencias de un mismo ciclo vital por el que se tenía que pasar de manera natural.
Por tanto, las experiencias pasadas de los ancestros tenían un carácter orientador para la
vida de las nuevas generaciones. En cuanto al futuro, no se vislumbraban mayores
cambios ni modificaciones, se pensaba como una continua reactualización de las
mismas condiciones de existencia; no se veía relacionado con esperanzas de cambio o
de transformación. En estas sociedades que nos refiere Koselleck, el pasado tiene una
actualidad evidente en el presente; es decir, el presente encuentra una fuerte

21
identificación con el espacio de experiencia. Por el contrario, el horizonte de
expectativas es estrecho: tanto su presencia como su capacidad de producir efectos
sobre el presente son limitadas. En términos del modelo de temporalidad de Koselleck,
diríamos que en este tipo de sociedades, la coordinación entre espacio de experiencia y
horizonte de expectativa está cargada hacia el primero de los términos. Y tal es el caso,
en general, de las sociedades identificadas como “tradicionales”.
La relación entre temporalidades tiende a articularse de manera distinta en las
sociedades urbanas e industriales en las que predomina una experiencia de temporalidad
moderna. Pensemos en las rupturas generacionales que se han presentado
continuamente en las sociedades occidentales de los siglos XIX y XX. Los individuos
encuentran que sus condiciones de vida son cualitativamente distintas a las que tuvieron
sus padres y ancestros. Las experiencias de éstos pierden, en proporciones variables, la
capacidad de orientación para el presente, pues éste se percibe como una experiencia
inédita y quizás mejor, en varios sentidos, que el pasado. En términos del modelo que
venimos explicando, el espacio de experiencia se aleja del presente. La modernidad
tiene, por otra parte, un elemento característico: la creencia de que los procesos sociales
están orientados a lo largo del tiempo hacia condiciones de perfectibilidad y de mejora.
Tal es la idea moderna del progreso. Con ella existe una tendencia a ensanchar el
horizonte de expectativas. La creencia en un mundo mejor que alcanzaría su realización
en el futuro y por el cual hay que trabajar en el presente estuvo en la base de las
filosofías de la historia del siglo XIX, así como en las doctrinas políticas que
fundamentaron tanto a los regímenes socialistas como a las democracias liberales
durante el siglo XX. Así, en las sociedades modernas la coordinación entre espacio de
experiencia y horizonte de expectativa se inclina hacia el segundo de los términos.
El modelo de Koselleck nos sirve como punto de partida para reflexionar sobre las
diversas maneras que se producen social e históricamente para relacionarse con el
tiempo, para experimentar el tiempo. Individuos y colectividades dirigen sus vidas
mediante distintas formas de concebir la temporalidad: mediante operaciones
deliberadas o inconscientes, seleccionan algunos aspectos del pasado y desechan otros
para que actúen en el presente. Lo mismo se puede decir con respecto al tratamiento que
se le da al futuro: en algunos casos puede encontrarse en el centro de ciertas
preocupaciones sociales, por ejemplo, en planes y programas políticos, mientras que en
otros puede significar una preocupación de segundo orden; podrá concebirse de manera
alentadora o con pesimismo. Como hemos visto hasta aquí, las formas de experimentar

22
la temporalidad forman parte de los elementos característicos de cada época histórica,
que a grandes rasgos, y simplificando bastante, se han caracterizado como sociedades
premodernas y modernas. Queda por preguntarse cómo son las relaciones con la
temporalidad que imperan en la actualidad, en nuestro presente histórico. Es una
cuestión difícil de responder, pues se advierte una diversidad de experiencias y actitudes
que se registran en diversas partes: posturas de desencanto ante la modernidad y la
pérdida de fe en el progreso coexisten con otras tantas que parecieran preservar las
certidumbres de la modernidad. Así, el historiador francés François Hartog se pregunta:
“¿estamos ante un pasado olvidado o más bien ante un pasado recordado en demasía?,
¿ante un futuro que prácticamente ha desaparecido en el horizonte o ante un porvenir
más bien amenazador?”6
Ya que hemos establecido que las relaciones con la temporalidad son productos
históricos, sujetos a una especificidad espacio-temporal, y que la manera en que se
coordinan experiencias y expectativas es variable, ahora veremos cómo inciden sobre la
formación del sentido histórico. Tomaremos como ejemplo dos terrenos: la formación
de identidades y la escritura de relatos históricos, dos terrenos fundamentales en el
análisis historiográfico.
Las identidades colectivas se delinean mediante relaciones de identificación entre
los miembros de un mismo grupo que comparten un conjunto de referentes que los
vinculan entre sí (adscripciones nacionales, étnicas, culturales o de clase), y relaciones
de exclusión u oposición con respecto a los miembros de otros grupos. Uno de los
elementos aglutinadores es la conciencia de pertenencia a un mismo proceso histórico;
la certeza que se forma entre los individuos de contar con un pasado común, así como
con determinadas metas y anhelos colocados en el porvenir, por los que se tiene que
trabajar colectivamente. Se es parte, así, de una tradición (que incluso puede ser en
cierta medida inventada, como lo ha demostrado Eric Hobsbawm) y de un proyecto de
futuro. Los individuos que comparten una misma identidad comparten una
interpretación de la historia; ésta los sitúa en un presente cuyo significado se revela a
través de la tensión entre pasado y futuro: de dónde se procede y a dónde se quiere
arribar.
La escritura de la historia también se construye a partir de determinadas
articulaciones con la temporalidad. Como lo expresa Hartog: “según las relaciones

6
François Hartog, “Órdenes del tiempo, regímenes de historicidad”, en Historia y Grafía, núm. 21, 2003,
p. 98.

23
respectivas del presente, del pasado y del futuro, ciertos tipos de historias son factibles y
otros no”.7 Podríamos decir que en los regímenes de temporalidad en los que el presente
se encuentra vinculado, de manera predominante, con el espacio de experiencia, es más
factible que se escriban relatos históricos en los que la continuidad ordena el sentido de
los acontecimientos. En cambio, bajo una experiencia de temporalidad en la que se
incrementa la distancia del presente con el espacio de experiencia, nociones como las de
ruptura con el pasado, cambio, transformación o evolución darán sentido a la secuencia
de hechos y acciones que se configuran dentro del relato histórico.

Lecturas básicas:
Braudel, Fernand. “La larga duración”, en La Historia y las Ciencias Sociales, Madrid,
Alianza Editorial, 2002, pp. 60-106.

Koselleck, Reinhart. “‘Espacio de experiencia’ y ‘Horizonte de expectativa’, dos


categorías históricas”, en Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos
históricos, Barcelona, Ediciones Paidós, 1993, pp. 333-357.

Bibliografía complementaria:

Hartog, François. “Órdenes del tiempo, regímenes de historicidad”, en Historia y


Grafía, núm. 21, 2003, pp. 73-102.

7
Ibid., p. 101.

24
EJERCICIO

Ø Utilizando el texto de Gabino Barreda, la “Oración cívica”, señale cuál es el


marco temporal del que echa mano el texto para situar la historia de México, es
decir, hasta dónde se remonta en el pasado para explicar la guerra de
independencia y el desenlace del Segundo Imperio que constituyen la materia
principal de su argumentación.

25
3. ESPACIO HISTÓRICO

Objetivos particulares:

o Reconocer las diversas maneras de situarse en el espacio desde una perspectiva


historiográfica.
o Reflexionar sobre la estrecha relación entre tiempo histórico y espacio en la
comprensión de los problemas historiográficos.

Toda acción humana ocurre en el tiempo y el espacio; por tanto, su comprensión y


registro debe ordenarse entre esas dos coordenadas. Ambas son componentes del
discurso histórico (recuérdese introducción y véase sección sobre narración y
representación), que de manera genérica podemos decir que es una forma narrativa de
representar el pasado.
Situarse en el espacio no sólo es un acto físico, sino también simbólico e
identitario. El observador que traza las coordenadas en las que está situado lo hace
usando sus valores, su compresión del mundo y del lugar que ocupa con respecto a
otros. En palabras de Silvia Pappe:

Toda acción humana tiene que suceder o realizarse en un espacio que


necesita coordenadas: la posibilidad de orientación. Es decir, el espacio
sería, en primer lugar, un problema de ubicación y orientación: se requieren
demarcaciones, direcciones, ángulos, dimensiones, horizontes. Sin embargo,
ninguna de estas coordenadas tiene significado alguno sino a partir de un
observador que lo establece y que ocupa un lugar concreto, tiene punto de
vista, sentido de distancia, se puede mover desplazar, enfocar algunos
objetos y excluir otros. En este sentido, el espacio es en primer lugar, una
visión del mundo, además de una realidad y, finalmente también es un ente
abstracto.8

Esta noción general se complejiza debido a que no hay un solo observador, las
orientaciones se multiplican: Además los puntos de orientación cambian en el tiempo;
por lo tanto, el espacio no puede darse como un dato fijo, este cambia de acuerdo a los
factores tiempo, ubicación y observadores. El espacio historiográfico, más allá de ser el
medio físico en el que se sitúan y desplazan los cuerpos, el lugar en el que ocurren,
permanecen o se desvanecen las cosas es una dimensión simbólica porque es una

8
Silvia Pappe, Historiografía crítica. Una reflexión teórica, México, Universidad Autónoma
Metropolitana-Azcapotzalco, 2001, pp. 39-40.

26
construcción de la consciencia. En este sentido las relaciones de poder que establecen
los seres humanos son relevantes pues el espacio se percibe de manera distinta según el
punto de mira, no es lo mismo ser parte de un imperio o de una zona conquistada; vivir
o transitar por una metrópoli. Un ejemplo es el eurocentrismo que todavía rige la
ubicación de las referencias geográficas en el discurso político e historiográfico: se
sigue usando Oriente y Occidente como si estuviéramos en Europa Central, lo que
resulta fuera de lugar para los habitantes del continente americano para quienes, en
estricto sentido, Europa se sitúa al Oriente y Asia al Occidente.9
En el discurso historiográfico el espacio ha recibido tratamientos distintos.
Tradicionalmente cuando éste se enfocaba en los acontecimientos políticos y el
desarrollo de las instituciones, las unidades espaciales que establecía como objeto de
estudio tendían a coincidir con los límites de los territorios sobre los cuales una dinastía,
grupo hegemónico o estado nacional ejercían su soberanía. Después de la II Guerra
Mundial, con la Escuela de los Anales sobrevino un cambio de paradigma que afectó
profundamente la concepción del espacio histórico. Al entender la cultura ya no como el
dominio intelectual y estético de las élites sino como la forma en que la población en
general vive y experimenta el mundo, desviaron su atención de los aspectos
constitucionales y administrativos del acontecer para enfocarse en los vínculos que
conectan a las estructuras sociales, económicas y políticas con los patrones de
pensamiento y de comportamiento que predominan o coexisten en regiones específicas,
que son determinadas por sus interrelaciones y no por fronteras administrativas. La obra
maestra fue la tesis doctoral de Fernand Braudel, “La Méditerranée et le monde
mediterranéen a l'époque de Philippe II”, tesis doctoral defendida en 1947.
El espacio cobró relevancia en la definición de problemas históricos, la historia
regional de pequeñas o grandes dimensiones fueron relevantes para explicar fenómenos
sociales, históricos, económicos y políticos. Así en los años sesenta la historia local con
Giovani Levy y Carlo Ginsburg quienes propusieron enfocar los grandes problemas a
través de un enfoque centrado en lo local. En México esta corriente estuvo representada
por Pueblo en Vilo de Luis González y González.10 Esta obra y el impulso de Luis
González fueron significativas para la escritura de historias regionales y locales por
todo el territorio nacional.

9
Véase Enrique Dussel. Europa Modernidad y Eurocentrismo, En
https://marxismocritico.files.wordpress.com/2011/10/dussel_-_eurocentrismo.pdf pp. 41-53.
10
Luis González y González, Pueblo en Vilo. Microhistoria de San José de Gracia, México, El Colegio
de México, México, 1965, 365 pp.

27
Otras propuestas derivaron en cambio, en problemáticas derivadas de la memoria
y el espacio, Los lugares de memoria de Pierre Nora, corriente de pensamiento que
responde a una serie de cuestionamientos que tienen que ver con la memoria colectiva y
los espacios en los que esta se significa. Según Pierre Nora, esta es:

De ser definida, en primera instancia, como el conjunto de lugares donde se


ancla, condensa, cristaliza, refugia y expresa la memoria colectiva, la noción
se extendería a “toda unidad significativa, de orden material o ideal, de la
cual la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo ha hecho un
elemento simbólico del patrimonio memorial de cualquier comunidad”. 11

Autores como Henri Lefèvre y David Harvey, ahondan sobre la construcción social del
espacio al analizar conceptualmente las ciudades y los simbolismos que de ellas se
derivan, introducen la discusión marxista en la dimensión espacial, sostiene que el
capitalismo desplaza la lucha y la resistencia a la periferia y por tanto esta dimensión es
fundamental para entender el capitalismo.12
En fin podríamos seguir enumerando las vastas posibilidades que brinda el
espacio para comprender, enfocar, ubicar, cuestionar problemáticas historiográficas; sin
embargo, no es el objetivo de esta introducción a la problemática. Las siguientes líneas
proponen un ejemplo para clarificar algunos de estos problemas, aunque también es
necesario advertir que no se agotan las posibilidades en este sentido.

LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO Y LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Los festejos en 2010 del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la


Revolución mexicana son propicios para profundizar sobre la idea de espacio histórico.
En ambas coyunturas hubo procesos de reconstitución, de conceptualización y
apropiación del espacio.
Edmundo O’Gorman llamaba esencialismo a la tendencia de la historiografía
mexicana a referirse a México y a los mexicanos como si éstos hubieran existido desde

11
Citado por Allier Montaño, Eugenia, “Los Lieux de mémoire: una propuesta historiográfica para el
análisis de la memoria”, en Historia y Grafía, núm. 31, 2008, pp. 166- 167.
12
Cfr. Henry Lefèbre, The production of space, Willey, New York, 1992, y David Harvey, Diecisiete
contradicciones y el fin del capitalismo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2014.

28
el principio de los tiempos,13 cuando es sabido que la nación mexicana es de reciente
formación, menos de doscientos años. Por ejemplo, en los festejos oficiales de 2010 se
utilizó el eslogan publicitario “Doscientos años de ser orgullosamente mexicanos” lo
cual es a todas luces inexacto; pues aun cuando admitamos que el inicio de la lucha de
independencia encabezada por Miguel Hidalgo y Costilla fuera el origen de nuestra
identidad como mexicanos, no obstante hay que reconocer que pasaron muchos años
más para constituir la nación mexicana y por tanto, que sus habitantes fueran llamados
mexicanos y que todos los habitantes de este territorio se consideraran a sí mismos
mexicanos. Así es posible decir que en estricto sentido es una frase publicitaria y que
los historiadores no la pueden usar sin reflexionar o estar conscientes que es un
anacronismo.
En una rápida revisión veremos las diferentes reconfiguraciones del espacio que
es relevante para la historiografía sobre la nación mexicana: en el siglo XVIII antes de
la invasión napoleónica a España, toda la América hispana era parte del imperio
español, la lealtad de sus habitantes estaba dirigida a la Corona y el territorio era visto
como una unidad que debía integrarse y ordenarse de acuerdo a los intereses del
monarca español. Por ejemplo, las llamadas reformas borbónicas estuvieron planteadas
desde una lógica que pretendía hacer rentables todos los espacios del imperio, ordenar el
espacio en unidades administrativas y cuidar el reino de las incursiones de las otras
potencias europeas. Algunos grupos fueron beneficiados y otros perjudicados, pero la
intención del monarca no estaba centrada en sus súbditos sino en sus propios intereses.
Recuérdese que la Guerra de los Siete Años implicó un gran desgaste para España e
Inglaterra, y ambas monarquías emprendieron procesos de reacomodo para
subvencionar sus gastos. Efectivamente hubo algunos movimientos de resistencia en
algunas regiones de América, pero en general las reformas fueron exitosas y las
delimitaciones territoriales planteadas por el monarca fueron el sustento de algunas de
las fronteras nacionales y estatales creadas posteriormente. Es decir, que las fronteras
borbónicas, si bien es cierto reconocieron procesos preexistentes, también fueron el
principio de delimitaciones posteriores que dieron lugar a identidades locales o
nacionales.

13
Edmundo O’Gorman, “Fantasmas en la narrativa historiográfica”, en Historia y Grafía, N° 5, 1995, pp.
267-273 y Federico Reyes Heroles, “O’Gorman: algunas lecciones del maestro hereje”, Históricas, N°
78, enero-abril 2007, pp. 11-15

29
La abdicación del rey Fernando VII el 8 de mayo de 1808 cediendo todos sus
derechos sobre España e Indias a favor de su “caro amigo, el Emperador de los
franceses”. La resolución del rey implicaba que los territorios americanos pasaban a
formar parte del imperio francés, pero tanto en la Península Ibérica como en América
hubo insurrección popular y se organizó un gobierno paralelo, con lo que no se
reconoció ese dominio y en toda América se cobró conciencia de esta nueva condición.
Sobre todo, debido al hecho de que el otrora poderoso gobierno español no tenía
respuestas ante la novedad, había que inventar las respuestas. Este acontecimiento que
implicaba una recomposición del imperio napoleónico y la desaparición del español no
quedó registrado en ningún mapa del mundo hispánico.
Los acontecimientos de 1808 desencadenaron reacciones en todo el continente
americano, de parte de la élite cultural, del gobierno y del pueblo llano, quienes ante el
vacío de poder cuestionaron el origen del poder monárquico, la soberanía del rey, el
pueblo, la relación de los súbditos con su majestad, el papel de la monarquía, las
autoridades que de esta relación emanaban, la relación entre la metrópoli y los dominios
americanos. La unidad del imperio se perdió y las diversas fracciones se convirtieron en
países que tuvieron que delimitar su espacio, conformar una identidad propia y distinta
a la de sus vecinos. Nuevos mapas y concepciones políticas dieron lugar a
representaciones distintas del espacio.
La Nueva España por ejemplo pasó a ser un gran imperio con un territorio
inmenso y un nuevo nombre, con fuertes conflictos entre la población mestiza y criolla
y los grupos indígenas y con la presión de no poder establecer un gobierno capaz de
hacerse presente en todo el espacio de la joven nación; es más tampoco había acuerdo
sobre qué tipo de interrelación debía haber entre el gobierno nacional y los demás
territorios, se debatía si debía establecerse una federación, una confederación o un
gobierno centralista. Diversas guerras, separaciones, enfrentamientos, tratados y
acuerdos fueron delineando las fronteras hacia el exterior y en el interior hasta
configurar lo que hoy en día se conoce como República Mexicana.
Finalmente, en 1867 después de vencer a los conservadores y franceses se logró
constituir un gobierno estable, que se hizo presente en casi todo el territorio, con una
ideología liberal-positivista desde la cual se escribió una interpretación del pasado que
hacía hincapié en la idea de nación con una identidad y territorio bien definidos, idea
que fue muy cara al gobierno porfirista. Esta interpretación de la historia tiene dos
momentos importantes: El discurso Oración Cívica de Gabino Barreda pronunciado el

30
16 de septiembre de 1867 en Guanajuato con el que se celebraba una nueva época y se
daba la interpretación del liberalismo triunfante, y la obra colectiva México a través de
los siglos, en la que se integraban todos los “pasados”, prehispánico, colonial,
independencia y Reforma bajo esta concepción de que había una sola historia y un solo
mapa de México. Los festejos del centenario de la independencia fueron la mejor
muestra de ese mensaje de identidad mestiza y de unidad geográfica y de la prosperidad
del país.14
Unos meses después del festejo, este gobierno poderoso se desmoronaba ante una
revolución, que significó una nueva fragmentación de proyectos y propuestas de lo que
debía ser la nación. Había un norte con dos grandes fuerzas, villistas y carrancistas, y el
sur zapatista, pero también muchos otros lugares en donde no hubo revolución; sin
embargo, al concluir el movimiento armado se escribió sobre la Revolución Mexicana
dando por sentado su carácter nacional. Los grupos vencedores trataron de integrar los
diversos espacios bajo un mismo proyecto, las diferencias regionales o de carácter
étnico no eran motivo de la historiografía. La hegemonía política del partido casi de
Estado se veía reflejada en una concepción de lo nacional, del nacionalismo y del
simbolismo de lo mexicano. Obviamente a esta construcción identitaria se integró con el
discurso histórico, películas, programas de radio, fiestas cívicas, celebraciones, la
toponimia, los libros de texto, etcétera.
En los años sesenta el sistema político mexicano perdió credibilidad y hubo un
amplio proceso de revisión de las principales corrientes historiográficas, sobre todo las
ligadas al poder político y los grandes procesos como la Revolución mexicana y la
Independencia que se habían considerado como nacionales. Paulatinamente la
historiografía reconoció a otros actores y espacios de los procesos históricos mexicanos.
En el caso de la Revolución Mexicana, por poner un ejemplo, se reconoció que entre
1910 y 1917 hubo no una sino varias revoluciones, que ocurrieron en diversos tiempos y
espacios y que esas características hacían necesario replantear los paradigmas con los
que se había construido la historiografía sobre la temática. Este proceso se acentúo en
los años setenta y dio origen a una historia social, que implicó nuevos enfoques ya no
centrados en las historia política tradicional sino en personajes hasta entonces

14
La actual Mapoteca Manuel Orosco y Berra tuvo su origen en el “Departamento Cartográfico del
Ministerio de Fomento (1877), cuyo objetivo fue reunir bajo un mismo techo los trabajos y estudios para
la elaboración de mapas que permitieran la consulta y apoyo para la planeación económica,
aprovechamiento de los recursos naturales y control de la tenencia de la tierra”. En
http://www.campomexicano.gob.mx/portal_siap/Textos/mapo1.htm (consulta 15.03.2013).

31
prácticamente ignorados, por lo que los espacios en los que se ubicaron esos actores
tuvieron que ajustarse a los actores y los objetos de estudio analizados.
En términos espaciales, hubo un auge la llamada historia regional, que pretendía
ser una expresión de la diversidad y una protesta ante esa historiografía hegemónica
hecha en la ciudad de México (el Centro, según algunos historiadores locales). Esa
historia recuperó no solo otros espacios sino otras circunstancias que no eran parte del
proyecto nacional, sino propio de algunos espacios. Desafortunadamente, muchos de
esos trabajos llamados regionales se convirtieron en historias estatales y se dejó de
reflexionar sobre el espacio y las implicaciones hipotéticas que tenía su delimitación, se
dio por sentado un territorio y se llegó a determinismos y esencialismos muy
acentuados. Sin embargo, esta historiografía abrió el campo tanto a lo local como a lo
regional.
En los años noventa, accedimos a dos campos comprensivos del espacio, el
surgimiento de diversos movimientos sociales, principalmente indígenas y la
globalización de los mercados, ambos mostraron el entrecruzamiento de las
dimensiones, local, nacional y global. El ejemplo más evidente, pero de ninguna manera
el único, es la aparición pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuya
irrupción en la escena política mexicana se debió a la necesidad de resolver demandas
específicas, en gran parte determinadas por el entorno físico de las comunidades
chiapanecas involucradas; pero también por la forma en que muchos pueblos indígenas
se habían integrado a la nación mexicana. La conceptualización identitaria que se había
formulado para identificar “lo mexicano” había cristalizado a través de un proceso
reduccionista que había excluido a la cultura de una multiplicidad de pueblos
amerindios y era ésta situación una de las que denunciaban las reivindicaciones del
neozapatismo. Por otra parte, la aparición del EZLN es coincidente con los múltiples
procesos que están ocurriendo en el mundo, en que grupos de muy diversa índole exigen
reconocimiento, respeto a la diversidad; consecuentemente varios países reconocen esa
pluralidad y aplican ya políticas específicas hacia el reconocimiento de esos pasados en
disputa. Estamos en lo que ahora se conoce como la historia global, una donde las
diversas dimensiones espaciales de la realidad deben ser reconocidas, así como sus
procesos histórico-sociales e incluso territoriales y a su vez, es necesario comprender
que forman parte de un proceso histórico político, social, económico que las integra a
todas a través de la comunicación.

32
Procesos sociales y políticos como estos, que ponen de manifiesto las conexiones
y especificidades de las esferas local y global, demuestran que en el espacio histórico
las dimensiones físicas de la geografía y la delimitación política de fronteras entre
diferentes soberanías no son siempre determinantes en la vida y las acciones de
individuos y colectividades, y aun para aquellos fenómenos en los que juegan un papel
más destacado, no son necesariamente los parámetros espaciales más relevantes para su
comprensión, al menos no si se les aplica de manera exclusiva. En una entrevista, el
historiador inglés John Elliot sostiene que desde el descubrimiento y la Conquista de
América se puede hablar de una historia global, pues ambos acontecimientos tuvieron
un impacto global y que sólo el azar y la locura de la historiografía lo convirtieron en
asunto nacional, eso se debe a que se formó a los historiadores como nacionalistas.
Así, el espacio histórico adquiere significación y sentido según el tiempo y las
circunstancias, se reconfigura de acuerdo a muy diversos factores que se entrecruzan y
se entrelazan; comprendiendo estos procesos, es posible entender el sentido las diversas
dimensiones de espacio: local, regional, nacional, mundial, así como de las múltiples
formas de representarlo y acotarlo en el tiempo. El espacio es una construcción histórica
y no un dato. En este sentido, conviene recordar que el tratamiento del espacio debe ser
siempre flexible en la historiografía, atento al fenómeno de la discontinuidad como lo
sugirió Paul Veyne en 1971 al recomendar para el historiador la metodología de la
geografía general:
Los geógrafos se atienen a un principio fundamental en el que los
historiadores tienen la obligación absoluta de inspirarse: no estudiar nunca
un fenómeno sin ponerlo en relación con los fenómenos análogos que se
distribuyen a lo largo de los demás puntos de la tierra […] El prejuicio de la
unidad de tiempo y espacio ha tenido […] dos consecuencias negativas:
hasta hace poco la historia comparada o general se ha sacrificado a la
historia continua o nacional, y el resultado ha sido una historia incompleta;
por falta de elementos de comparación, esta historia nacional se ha mutilado
a sí misma y ha quedado prisionera de una óptica excesivamente apegada a
los acontecimientos.15

Lecturas básicas:
Braudel, Fernand. El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe
Segundo, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 9-23.

15
Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia. Madrid, Alianza editorial,
1971, pp. 193-194.

33
Schlögel, Karl. En el espacio leemos el tiempo. Sobre historia de la civilización
geopolítica, Madrid, Ciruela, 2007, pp. 13-30 y 85-110.

Levin Rojo, Danna A. “La cartografía novohispana como discurso histórico. El mapa de
Nuevo México de Bernardo de Miera y Pacheco y el mapa del indio
Miguel”, en Saúl Jerónimo et al. Horizontes y códigos culturales de la
historiografía, México, Universidad Autónoma Metropolitana-
Azcapotzalco, 2008, pp. 205-231.

34
EJERCICIO

Ø Revise la “Oración cívica” de Gabino Barreda y ubique las diversas maneras en


que se tratan las cuestiones relacionadas con el espacio y reflexione sobre el tipo
de enfoque que tendría que tener un estudio historiográfico que se ocupara de
esas dimensiones.

35
4. Narratividad

Objetivos particulares:

o Comprender la índole de la narratividad como un metacódigo que hace posible


la construcción de relatos capaces de representar verosímilmente la realidad y
atribuirle sentido.
o Diferenciar los alcances universales de la narratividad y la apropiación que el
conocimiento del pasado hizo de este metacódigo.

Como lo hemos destacado en las primeras líneas de este cuaderno de inducción, el


enfoque historiográfico supone por lo menos dos componentes principales en lo que
habitualmente llamamos historia. En primer lugar, un componente relativo al ámbito de
la factualidad o el devenir que afecta de modo común a todos los seres humanos, propio
de la experiencia humana, y otro correspondiente al ámbito de la representación
simbólica de ese devenir. Así, se reconoce en la historia, por un lado, el dominio de la
experiencia, predominantemente dramático y agónico; y, por otro, el dominio del
conocimiento organizado y avalado institucionalmente de determinados sucesos
ocurridos en el mundo exterior al sujeto que conoce, predominantemente intelectual. De
acuerdo con los objetivos de este eje en nuestro cuaderno, centraremos el ámbito de la
representación simbólica de determinados contenidos de la factualidad o el devenir
común de los seres humanos en el texto y el discurso, particularmente en uno de sus
elementos: la narratividad.
Esta discriminación es estratégica para la constitución y la posibilidad de la
historiografía, pues ésta centra su atención en los procesos por medio de los cuales, en
circunstancias determinadas, ciertos contenidos del devenir humano se destacan, cobran
el estatuto de la historia y se constituyen como elementos del sentido histórico de una
sociedad. De manera primordial, esta transformación significativa ocurre gracias a las
operaciones propias del texto y el discurso. Por lo menos así ha ocurrido en los periodos
en los cuales la humanidad ha producido y reconocido objetos culturales caracterizados
como Historia; especialmente en el siglo XIX, cuando ésta se constituyó como una
disciplina. Esta transformación implica la relación entre “discursos privilegiados con
una supuesta validez general” y textos o representaciones simbólicas de diferente índole

36
acerca del pasado que se validan en función de los primeros. 16 En este sentido,
recordemos que el discurso de validez general que autorizó textos históricos durante el
periodo de constitución disciplinaria de la Historia en el siglo XIX fue el
correspondiente al Estado nacional.
Entre esas operaciones simbólicas de conversión del devenir en Historia, la
narratividad es un procedimiento de la mayor importancia para la constitución del
sentido histórico. La narratividad se destaca en estas operaciones constitutivas del
conocimiento histórico como un fenómeno privilegiado de construcción de textos que,
por un lado, posibilita la representación de los contenidos allí formalizados, es decir,
sujetos a formas verbales productoras de sentido interpersonal, y, por otro, permite la
articulación inteligible del mundo, la intelección de la realidad, la reducción de la
factualidad al sentido. Con el fin de subrayar esta proposición, traemos a cuento la
autoridad de Hayden White: “La narrativa no es simplemente una forma discursiva
neutral que puede, o no, ser usada para representar eventos reales en tanto procesos de
desarrollo, más bien supone una selección de orden ontológico y epistémico con claras
implicaciones ideológicas, o inclusive, específicamente políticas”.17 La narratividad,
recurso privilegiado del texto y el discurso, hace posible para una comunidad
históricamente determinada la ilusión funcional para una comunidad históricamente
determinada de suprimir el hiato entre el devenir de los seres humanos en el pasado y el
afán de conocimiento sobre ese devenir por parte de otros seres humanos en su presente.
Este diálogo con los muertos, como dijeran algunos autores clásicos, es una ilusión
asequible por medio del texto, y, particularmente, gracias a las narraciones que hacen
posible ese encuentro.
Independientemente de los factores que determinan la discriminación entre
contenidos de la factualidad irremediablemente perdidos para el conocimiento en el
presente, o temporalmente ocultos y silenciados, y contenidos que forman parte del
conocimiento sancionado como Historia, en este apartado queremos centrar nuestra
atención en el elemento más importante que lo hace posible este fenómeno en el
universo de una cultura letrada; es decir, los procedimientos de construcción narrativa

16
Silvia Pappe, Historiografía crítica. Una reflexión teórica, Ciudad de México, Universidad Autónoma
Metropolitana-Azcapotzalco, 2001, p. 106.
17
Hayden White, The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical Representation,
Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987. Edición electrónica. La traducción de la cita es
nuestra. El texto original es el siguiente: “narrative is not merely a neutral discursive form that may or
may not be used to represent real events in their aspect as developmental processes but rather entails
ontological and epistemic choices with distinct ideological and even specifically political implications”.

37
de la realidad que una comunidad históricamente determinada tiene a mano y ejerce
para formular un relato que favorezca la comprensión episódica del devenir y el efecto
de verosimilitud que deja en nosotros la codificación cerrada de una narración.
Como lo indicamos al dar inicio a este cuaderno, la Historia, diferente de la
factualidad o el devenir, es la consecuencia de un relato, es decir, un artefacto cultural
construido mediante la ejecución de los procedimientos lingüísticos (específicamente
textuales y discursivos) que tiende a la formulación de una serie coherente e inteligible
de sucesos pasados, cuyo referente, a diferencia de la ficción narrativa, es el devenir
cierto de la existencia humana; una serie de sucesos seleccionados y agrupados gracias a
un tema general, con un principio y un fin claramente establecidos en virtud de los
recursos constructivos de un narrador. Estos procedimientos son llevados a cabo por los
sujetos que una determinada comunidad histórica reconoce y autoriza como legítimos
creadores de relatos organizadores del conocimiento y la explicación del pasado. En
primer lugar, los historiadores, aunque no sólo ellos, pues la sociedad reconoce a otros
sujetos creadores de relatos que contienen el sentido histórico que aquélla requiere para
gestionar su inserción en el presente y satisfacer sus expectativas de futuro.
El relato constituido por estos sujetos autorizados socialmente para codificar el
conocimiento del pasado en su presente de enunciación, como lo hemos adelantado,
consiste sobre todo en la articulación coherente e inteligible de una serie de sucesos en
una secuencia capaz de suscitar una imagen verosímil del pasado. Esta serie organizada
de acuerdo con las convenciones y valores de representación simbólica de la realidad
cobra una función expositiva, tendiente a instilar en el lector la ilusión de que puede
tener acceso efectivo a los acontecimientos pasados; sin embargo, la serie organizada de
sucesos en el relato puede obtener tal objetivo porque también ofrece una explicación.
El relato es tanto un recurso de exposición como un instrumento de conocimiento. En
estos aspectos expositivos y heurísticos radica la narratividad entendida como un
metacódigo que rige una parte sustancial del funcionamiento del conocimiento
humano.18 Este metacódigo se materializa en una fábula o universo narrativo acotado,
concluido, suficiente por sí mismo y verosímil; el cual funciona como estructura de
explicación del mundo y representación inteligible de un orden del mundo según las
categorías de comprensión vigentes en un espacio histórico determinado. Entre esas

18
“[…] far from being one code among many that a culture may utilize for endowing experience with
meaning, narrative is a metacode, a human universal on the basis of which transcultural messages about
the nature of a shared reality can be transmitted.” Hayden White, op. cit.

38
categorías procesadas por la narratividad podemos destacar, a modo de ejemplo, la
temporalidad, la espacialidad y la causalidad.
Las propiedades de este metacódigo se advierten en la funcionalidad social que
caracterizó, por ejemplo, a los mitos, las epopeyas, los cantares de gesta, los romances,
las fábulas, los apólogos, las leyendas… Por virtud de esta clase de atributos
representativos y cognitivos, la narratividad se asoció esencialmente al conocimiento
del pasado durante el periodo de constitución disciplinaria de la ciencia de la Historia en
el siglo XIX. Por este motivo, llegó a pensarse que la narratividad no era un metacódigo
propio de la conciencia humana, sino una propiedad intrínseca a los hechos del pasado.
Esta noción ideológica fue discutida por la teoría historiográfica del siglo XX. Esta
discusión ha establecido definitivamente que entre Historia y narratividad no hay un
vínculo esencial, pues existe Historia no narrativa, y que si la forma privilegiada de la
Historia ha sido la prosa narrativa lo ha sido por atributos de carácter lingüístico (textual
y discursivo) que favorecen la representación y comprensión de valores y principios
generales del orden social de determinadas comunidades históricas.19
La reincorporación de la noción de verosimilitud asociada al efecto de sentido
que suscita el artefacto cultural resultante de la narratividad ha sido posible en el
horizonte intelectual del siglo XX gracias a la recuperación de la perspectiva aristotélica
acerca de la construcción retórico-poética del objeto verbal que permite la imitación de
la realidad. El análisis de Aristóteles sobre la imitación de la realidad gracias a una
fábula consciente y deliberadamente construida se centró, como es bien conocido, en el
análisis de la tragedia de Sófocles.20 Sin embargo, la tradición retórica de Occidente
hizo suya esta teoría del conocimiento verosímil (un conocimiento con apariencia de
verdad gracias a la eficacia del objeto narrativo que, pese a su desapego de la noción de
verdad objetiva, es pertinente para una comunidad humana en su afán de conocer el

19
Hayden White, “The Value of Narrativity in the Representation of Reality”, en H. White, op. cit. Con
respecto del estudio de formas de representación no narrativa del pasado y su funcionamiento social,
consúltese Gregory Snyder, Teachers and Texts in the Ancient World. Philosophers, Jews and Christians,
New York, Routledge, 2000; Anthony Grafton and Megan Williams, Christianity and the Transformation
of the Book. Origen, Eusebius and the Library of Cesarea, Cambridge, The Belknap Press of Harvard
University Press.
20
Preferimos el término de origen latino fábula, en vez del griego del cual procede, mito, para evitar las
connotaciones de invención mentirosa e imaginativa que suele acompañar a éste en ciertas discusiones
relativas a la poética, así como también su uso muy extendido para nombrar genéricamente a los relatos
de fundación histórica o legendaria de determinadas comunidades humanas. Sin embargo, el término
fábula no está libre de connotaciones indeseadas para nuestros propósitos. Al escribir fábula no nos
referimos al género clásico y neoclásico de la literatura moralizante, sino al producto de una facultad o
arte constructiva en el creador verbal. Tal es el terreno en que se desarrolla el pensamiento aristotélico
acerca de la imitación de la realidad por medio de un artefacto narrativo o fábula (mito).

39
mundo y orientar en éste sus acciones), enriqueciéndola con los archivos de
conocimiento sobre el lenguaje en acción que esta tradición atesora.21 Así se dispuso el
horizonte de una tradición intelectual, eminentemente lingüística, que en el siglo XX
alimentó una reflexión sobre una verdad no dogmática, alternativa de la noción de
verdad empírico-cientificista cultivada a lo largo del siglo XIX y que había dejado su
sello, esta última, en la proclamación de la historia como ciencia.22
La recuperación de la tradición intelectual acerca de la verdad y el conocimiento
de matriz retórico-poética, o lingüística, recuperada, reelaborada y enriquecida en el
siglo XX por Paul Ricoeur y Hayden White, entre otros, no puede desconectarse de las
crisis recurrentes, hacia la última parte del siglo XIX, a propósito del estatuto de la
verdad objetiva. Estas crisis propias de las condiciones de posibilidad del conocimiento
científico en el marco del positivismo afectaron sustancial y permanentemente la
convicción de que el conocimiento sobre el pasado puede ser verdadero y objetivo
según los criterios disciplinarios y los controles institucionales a los que había llegado
entonces la ciencia de la historia. Así se abrió paso a una reflexión crítica sobre la
naturaleza de la verdad del conocimiento del pasado que se nutrió, entre otros
movimientos intelectuales, de las discusiones sobre la ciencia, las pautas del saber
filosófico, la hermenéutica, la naturaleza retórica de la comunicación humana y,
finalmente, la índole del lenguaje como sistema simbólico de representación de la
realidad e instrumento de conocimiento.
A este respecto, las postulaciones más elaboradas se arraigan en la filosofía del
lenguaje desarrollada en el siglo XX y tienen su origen en la famosa tesis de Ferdinand
de Saussure relativa a la naturaleza arbitraria del signo lingüístico. El reconocimiento de
la materialidad del significante propia de esta tesis fundadora de la lingüística moderna

21
Nos referimos principalmente a dos zonas del sistema de la retórica en Occidente que ha alimentado
buena parte del pensamiento lingüístico moderno y contemporáneo. La primera se refiere a la noción de
persuasión, objeto primordial del discurso concebido teóricamente por la retórica y una de las fuentes de
las reflexiones sobre el dialogismo; la segunda tiene que ver con los procedimientos de invención,
disposición y elocución del objeto discursivo. Todas estas nociones reforzaron en el horizonte intelectual
del siglo XX la comprensión de las artes o facultades constructivas de los creadores de cualquier tipo de
discurso, no sólo retórico, no sólo literario.
22
La discusión sobre la índole dogmática o no dogmática de la verdad ya estaba planteada en el
pensamiento teórico de los sofistas acerca del lenguaje y de la retórica. Este contenido polémico también
es una de las consideraciones que la recuperación de la retórica clásica ocurrida en la segunda mitad del
siglo XX implantó en el pensamiento moderno y contemporáneo sobre el lenguaje y el discurso. “La
diferencia básica entre entre sofistas y filósofos se encuentra en la distinta amplitud que conceden al
término verdad. Para los sofistas no hay más verdad que la de un tiempo y un espacio, surgida del campo
de las relaciones humanas, mientras los filósofos se empeña en el establecimiento de verdades absolutas
y, por tanto, permanentes, imperecederas.” David Pujante, Manual de retórica, Madrid, Castalia
Universidad, 2003, p. 42.

40
y la semiótica centró el análisis de la comunicación humana (y, por lo tanto, los
contenidos de dicha comunicación) en la estructura y el funcionamiento de sistemas
convencionales, culturales, es decir, determinados por circunstancias de tiempo y
espacio. Esta perspectiva desvió la atención de los investigadores hacia productos
sistémicos como el sonido articulado (la fonología), apartándolos de la reflexión sobre
los contenidos pretendidamente esenciales de la conciencia humana. Así se dispuso el
camino de exploraciones analíticas de elementos de representación lingüística cada vez
más complejos, como la palabra, el enunciado, el texto y el discurso. A medida que
estos elementos cobran complejidad, las reflexiones teóricas sobre la verdad se implican
en la consideración sobre los productos más elaborados del lenguaje.
El estatuto de la historia no podía permanecer al margen de este giro lingüístico
a propósito de la comunicación y el conocimiento humanos. La verdad histórica tenía
que relacionarse con los objetos más complejos de la materialidad lingüística, arbitraria
y convencional, descubierta por Saussure. Entonces la investigación de los procesos que
hacen posible la transformación del devenir en Historia, y los fenómenos de diversa
índole a los cuales da lugar dicha transformación, se radicó en los productos lingüísticos
en que se contiene y se gestiona el conocimiento histórico, es decir, los textos. Sólo en
este contexto es posible una posición teórica como la asumida por Hayden White: “En
esta teoría considero la obra histórica como lo que más visiblemente es: una estructura
verbal en forma de discurso en prosa narrativa”.23 Y aun más: este estudioso considera
que las obras históricas, además de datos y conceptos teóricos que los explican, tienen
“un contenido estructural profundo que es en general de naturaleza poética”.24 Las
teorías de la verdad que sucedieron a la crisis del orden positivista, el paradigma del
lenguaje como una estructura de materialidades verbales autocontenidas y la tradición
retórico-poética de la cultura letrada en Occidente han establecido el suelo firme para
una investigación sobre el conocimiento histórico en términos lingüísticos,
específicamente narrativos, ya que la narración en prosa ha sido la modalidad
lingüístico-textual propia del saber histórico.
En suma, si como lo hemos establecido, la historiografía considera el
conocimiento del pasado como resultado de un proceso complejo que consiste en la
selección de determinadas zonas del devenir con base en una sólida inserción en el
presente, ante la expectativa de un futuro; entonces, la historiografía está obligada a

23
Citado en Silvia Pappe, op. cit., p. 110.
24
Ibid., p. 111.

41
reconocer en la narratividad uno de sus problemas más importantes, pues ésta contiene
en sus procedimientos, recursos e instrumentos no sólo la capacidad de organizar
plausiblemente una serie coherente de sucesos con vistas a su representación, sino de
atribuirles un poder explicativo del mundo. De modo que la narración implica una
forma de presentación del conocimiento, un proceso de comprensión y un marco de
orientación para la acción humana; estos atributos pueden ser desempeñados por la
narración gracias a que los relatos que proceden de su ejercicio codifican principios
generales y valores que sostienen el orden social de las comunidades para las cuales
dichos relatos resultan significativamente pertinentes.
Contemplemos el fenómeno de recuperación, organización y trasmisión del
pasado en uno de los libros más notables e influyentes en el siglo XIX mexicano. Nos
referimos a Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto.25 A propósito de ese libro
queremos subrayar la dimensión emotiva, vivencial, cordial y agónica del sujeto que
rememora el pasado con el propósito de integrar su propia figura en una comunidad
política. En esas páginas se destacan los sentimientos tematizados y textualizados en la
escritura como instrumentos de la construcción de un orden de la memoria. La
comunidad política para Prieto reside en la memoria intensamente personal en vez de la
constitución racional de esa comunidad mediante leyes.
En efecto, los sentimientos son para Guillermo Prieto vías de conocimiento y
comprensión de la realidad, ejes de su interpretación de la sociedad y, en última
instancia, claves de la comunidad política. El sujeto que se incorpora a la sociedad y
forma parte del orden establecido que le es propio, según el testimonio de Prieto, lleva a
cabo dicho proceso de integración gracias a los sentimientos en que se traducen
verbalmente los mecanismo societarios. Los sentimientos no sólo son abundantes en la
obra de este autor, sino intensos. Nuestro escritor es proclive al sentimentalismo,
incluso al patetismo, cuando construye textualmente su recuerdo o su testimonio,
cuando intenta reducir la existencia al orden de la inteligibilidad mediante
representaciones narrativas. Los sentimientos escritos por Guillermo Prieto abren las
puertas del texto a los juegos de la infancia, los entretenimientos familiares, los afectos
de la mesa y de la alcoba, las fiestas populares, las manías que el prócer se permite a
solas, los gracejos, el llanto y las bromas que articulan la convivencia cotidiana, los
miserables de la ciudad y sus maneras de alimentarse y divertirse, en fin, las

25
Guillermo Prieto, Obras completas I, Memorias de mis tiempos, México, Dirección General de
Publicaciones/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1996.

42
menudencias de la sociedad habitualmente fuera del foco de atención de una mirada
interesada en racionalizar la vida humana. Estas menudencias, por así llamar a estas
zonas del comercio humano, otorgan un tono característico a toda la obra de Prieto. El
testimonio de un yo sentimental es la plataforma dominante de su escritura sobre el
pasado.
De acuerdo con los estudios de Silvia Molloy, los textos que integran el corpus
de la escritura autobiográfica en el ámbito hispanoamericano del siglo XIX no son
proclives a demorarse en el tratamiento de la niñez desde una perspectiva intensamente
emocional, íntima, genuinamente interesada en la recuperación de ese huerto sellado
para el presente de quien escribe la rememoración de sí mismo.26 La niñez no es una
materia propicia para la construcción del relato de la nación; este episodio de la vida
humana es rico en indicaciones que se desarrollan en escenarios constituidos por
instituciones, prácticas y personajes que no sólo no se corresponden con los valores
gracias a los cuales se integra el orden del tiempo propio de la república liberal, sino
que llegan a contradecirlos. A este respecto, la infancia puede llegar a representar una
mirada subversiva, irónica, invertida, que pone en tela de juicio el escenario
sólidamente dispuesto para la narración del Estado. Por ello suele reducírsela al papel de
un antecedente que ha de superarse en beneficio de la estatua de los próceres de la
patria, un comienzo vacilante e incierto de la persona que ha de definirse y consolidarse
como artífice del Estado. Por lo tanto, conviene tener en cuenta que Guillermo Prieto
consagró los primeros apartados de sus memorias a rememorar su niñez y su
adolescencia más temprana con un interés y una delectación que escapan por completo a
la mera necesidad de dar un comienzo a su relato.
En efecto, la infancia es un recurso necesario para la articulación cronológica de
la narración del pasado; sin embargo, el perfil del niño Guillermo Prieto no es ni un
mero motivo que da inicio al texto, ni la anticipación del hombre de letras adulto,
artífice de la república liberal, ni, mucho menos, un episodio desprovisto de la
intimidad, la autenticidad evocativa y el vivo interés de quien, al margen de la estatua
patricia de los fundadores del Estado mexicano, se entrega a la recuperación de la
infancia en los términos que le son propios a esta etapa de la existencia humana. La
nostalgia, la evocación de los pequeños asuntos del niño, el tono elegíaco, la intensidad
emotiva y el placer que caracteriza el primer capítulo de Memorias de mis tiempos

26
Silvia Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México, Fondo de
Cultura Económica, 1996, p. 195.

43
confieren a este libro la condición íntima, la seducción que emana del lenguaje mismo,
la empatía inherente al recuerdo cuya formulación escapa en primera instancia a la
postulación de una tesis (la del prócer republicano). Todavía más: podríamos sostener
plausiblemente que los valores imperantes a propósito de la perspectiva del entramado
social en las representaciones infantiles escritas por Prieto dejaron un sello indeleble en
el resto de la narración.
En virtud de esta importancia, al parecer el mismo autor se sintió obligado a
otorgarse una licencia para narrar su propia niñez; una niñez que, ante la obligación
tácita en su época de confundir la narración del sujeto con la de la comunidad política,
ofrece un sinnúmero de oportunidades al hombre de letras para divertirse, es decir,
apartarse, placentera y caprichosamente, desordenada y arbitrariamente, de la narrativa
de dicha entidad social. Un relato de infancia de estas características –que ni siquiera
incurre en los motivos o en los subgéneros tendientes a contribuir a la racionalidad del
Estado, como el descubrimiento infantil de la literatura prestigiosa o el relato escolar–
requiere de una consideración introspectiva y crítica a propósito de la naturaleza del
recuerdo personal.

Como en fragmentos, como los pedazos sin conclusión de un gran cuadro en que
muy complicadas escenas se conjeturan que debió representar, como en
manuscrito precioso con unas hojas intactas y otras arrancadas, así recorro mis
recuerdos tan raros, tan incoherentes, con interés tan sólo y privativo para mí, que
los habría omitido si no fuera porque en consignarlos tengo placer y esto lo
escribo muy especialmente para pasar el tiempo y darme gusto.
¿Y porqué no decirlo? Me complace recordarme niño […]. (p. 52.)

Fragmentos, pedazos, conjeturas, manuscrito incompleto, recuerdos raros e


incoherentes, gusto y entretenimiento personal… Estas figuras de la expresión con que
Guillermo Prieto identifica y autoriza su escritura del pasado aluden a un discurso ajeno
a la construcción de formas culturales propias de la comunidad política establecida en el
Estado republicano.
En efecto, Guillermo Prieto narra su infancia mediante fragmentos
representativos, pedazos significativos de un cuadro, páginas escogidas o rescatadas por
el capricho de la memoria que siente placer en recuperar al niño. Gracias a estos
elementos, se constituye un texto rico en interrupciones y elipsis, ejemplificaciones y
digresiones, cuadros y retratos, repeticiones y contradicciones, escasas e imprecisas
marcas cronológicas y una temporalidad arbitraria. Una temporalidad profundamente

44
emotiva y personal, en modo alguno sometida a las convenciones narrativas de una
comunidad de sentido construida con base en los valores racionales, lógicos y
argumentativos del Estado republicano y reformado que debió ser el horizonte de quien
redactara estos textos autobiográficos. Estas marcas de la construcción textual y del
estilo literario se corresponden con la índole de lo narrado: la felicidad y la plenitud de
un niño cuyo tiempo transcurre en el seno de una sociedad agraria y patriarcal. Un niño
colmado por la prosperidad económica que trae consigo el trabajo del padre; un niño
asistido por las mujeres y los dependientes que prolongan en sus quehaceres la voluntad
irreprochable del padre; un niño integrado en una comunidad participativa que renueva
y escenifica sus lazos gracias a funciones familiares de teatro, festividades religiosas,
cabalgatas, paseos campestres, juegos infantiles, etcétera. El plan narrativo de
Guillermo Prieto se encuentra cabalmente planteado en párrafos de esta índole:

Me complace recordarme niño, ostentando ligereza salvaje en la pelota, en la


lucha en volar, en correr sobre el acueducto que atraviesa el molino en equilibrio
peligroso, como plagiando los encantos del vuelo, en precipitarme de los almeares
de zacate o montones de trigo despeñado con los otros muchachos, saliendo de
esas expediciones casi etéreas cuando, no mal parado y contuso, con el mameluco
hecho jirones, un zapato extraviado y la cachucha sin revés ni derecho, convertida
en un harapo anónimo (52).

De este lienzo que se desenvuelve ante la memoria del sujeto, surgen en tropel los
recuerdos de escenas puntuales que sirven de materia narrativa e indicadores del tiempo
pleno, redondo, absoluto de la infancia; un tiempo solar y etéreo sustraído al curso de la
historicidad política. La comunidad patriarcal es el espacio de esta sociedad anterior al
Estado y a la república, modelo de la naturaleza escénica o agónica de la vida humana
que abriga Guillermo Prieto. De acuerdo con sus memorias, Prieto concibe a los seres
humanos constantemente volcados unos sobre otros gracias a mecanismos de
sociabilidad diseñados para efectuar esta irrenunciable inclinación comunitaria. El
sujeto, en cualquiera de las dimensiones de su existencia, remite ineluctablemente a la
comunidad de la cual forma parte. El grupo goza de una primacía indiscutible en la
perspectiva de Prieto. Así en los cuadros de la vida común que nuestro autor goza en
escribir constantemente; así en los retratos de personajes más o menos destacados por
algún motivo en sus intereses del momento. En el primer caso, quienes hayan leído a
Prieto saben a qué nos referimos: fiestas domésticas, procesiones religiosas, sepelios,
verbenas, funciones de teatro, paseos dominicales, excursiones culinarias, batallas,

45
sesiones parlamentarias, mercados, tertulias… En el segundo, el problema merece una
aclaración que será sustantiva para entender a cabalidad la idea que Prieto tiene del
entramado social.
Para nuestro autor, todo personaje forma parte de una red compleja tejida gracias
a vínculos de sangre, amistad, lealtad en el desempeño profesional, matrimonio,
generosidad, estudios… Quien es capaz de ameritarse ante los ojos de Guillermo Prieto
en la realidad mexicana del siglo XIX lo hace en virtud de su posición en la trama de
una sociedad que todavía no puede concebirse sino como una asociación de cuerpos,
sean éstos los cuerpos tradicionales de la antigua sociedad, sean los que han cobrado
importancia en la nueva. En el primer caso, la Iglesia católica y el Ejército, las viejas
familias, las cofradías, los cuerpos políticos constitucionales, las casas de comercio más
poderosas, etcétera; en el segundo, los colegios, el mérito personal sancionado por una
instancia vigente en la organización social, la amistad asociativa de los recién llegados a
los asuntos públicos… A este respecto, Prieto siempre llama la atención sobre el origen
de la dignidad de un personaje: un apellido notable, la protección de un barón del
comercio, el padrinazgo, el contrato matrimonial, en fin, todos los medios de
integración (y reconocimiento efectivo) del sujeto en la comunidad.
Esta perspectiva es el desarrollo de un modelo patriarcal del cual Prieto nunca ha
de separarse. El sujeto siempre forma parte de una comunidad familiar extendida,
organizada y sujeta en torno de la autoridad del padre dueño y administrador de los
bienes de producción de objetos materiales, de su intercambio comercial, de su
inversión en instrumentos financieros, de su sublimación en el manejo de los asuntos
públicos, de su proyección prestigiosa en obras de arte y de cultura. En torno del padre,
una pequeña multitud de mujeres industriosas y piadosas, dependientes esforzados y
honrados, criados fieles, hombres y mujeres de iglesia beneficiados por la devoción del
núcleo familiar, y, por último, los hijos que crecen en el seno de esta comunidad
aprendiendo su papel correspondiente en la reproducción del mecanismo básico y
dominante de la sociedad. Las obras pías, la beneficencia y la misericordia, la inversión
económica y la representación política amplían el radio de influencia de esta comunidad
a todos los ámbitos del cuerpo social. No es posible prosperar en éste sin haberse
incorporado a la familia por medio de alguno de sus mecanismos de inclusión–
protección–control. Por estas razones, Guillermo Prieto se construye a sí mismo al
comenzar su relato sobre el pasado como el niño feliz de una comunidad familiar
asentada en torno de un molino de granos que sirve para la fabricación de pan, su venta

46
y la inversión de los réditos así obtenidos en ramos del comercio como los paños y el
oro.
La comunidad patriarcal, tradicional, premoderna, es el tema que anima la
narración de Memoria de mis tiempos; la infancia es el núcleo simbólico que funda y da
sentido al proceso de la escritura del pasado que se desahoga en estas páginas, siempre y
cuando también se considere como parte integral de este núcleo la pérdida de la plenitud
infantil y las diversas estrategias de compensación de esta pérdida que presenciamos en
el texto. La recuperación textual de la infancia mediante motivos compensatorios,
sustituciones y desplazamientos se constituye en un foco productor de sentido que
ilumina la narración de Guillermo Prieto.

Lecturas básicas:

Barthes, Roland. “The Discours of History”, The Rustle of Language, Berkeley,


University of California Press, 1989, pp. 127-140.

Chartier, Roger. “La historia entre representación y construcción”, Prismas. Revista de


Historia Intelectual, 2, 1998, pp. 197-207.

White, Hayden. “El valor de la narrativa en la representación de la realidad”, El


contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica,
Barcelona, Paidós, 1992, pp. 17-39.

Bibliografía complementaria:

Ankersmit, Frank. “Six Theses on Narrativist Philosophy of History”, en History and


Tropology: The Rise and Fall of Metaphor, Berkeley, University of
California Press, 1994, pp. 33-43.

Mendiola, Alfonso. “La inestabilidad en la ciencia de la historia: ¿argumentativa y/o


narrativa?”, en Historia y Grafía, 24. 12, 2005, pp. 97-127.

Pappe, Silvia. “Perspectivas multidisciplinarias de la narrativa: una hipótesis”, en


Historia y Grafía, 24. 12, 2005, pp. 54-95.

Ricoeur, Paul. “Para una teoría del discurso narrativo”, en Historia y narratividad,
Barcelona, Paidós, 1999, pp. .83-155.

White, Hayden. “Introducción: la poética de la historia”, en Metahistoria: la


imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo de Cultura
Económica, 1992, pp. 13-50.

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EJERCICIO

Ø La “Oración cívica” de Gabino Barreda fue un discurso pronunciado con una


intencionalidad retórica comprensible en el contexto del triunfo de la causa
republicana en México. En la exposición de su tesis política, Barreda construye
una narración de la historia de México. Reconozca el principio y el final de
dicha narración, elementos básicos de un relato cerrado y autosuficiente.
Explique la contribución de dichos elementos en el desarrollo de la
intencionalidad retórica de la oración.

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