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LA TRISTE RESACA

CLIFFORD D. SIMAK
Crying Jag (Galaxy Febrero1960)

Vendida originalmente como “All the Sad Stories”, (Todas las tristes
historias)esta historia apareció por primera vez en el número de febrero de
1960 de Galaxy Magazine. Horace Gold aceptó la historia para su publicación
sólo ocho días después de que Cliff Simak se la enviara por correo. Encaja
perfectamente en esa especie de relato de Simak que presenta a un
extraterrestre que llega a una pequeña ciudad (una ciudad, como es habitual en
los relatos de Cliff, llamada Millville).
Peor que el caso de un ciego guiando a otro ciego es el caso de un borracho
guiando a otro borracho.

David W. Wixon

Estoy tentado de llamarlo “el mejor relato de Clifford Simak”, pero hay
muchos otros relatos que son igual de buenos, por lo que podría causar
indignación y peleas entre los fans... Sin embargo, el impacto que este cuento
melancólico-optimista ("agridulce") tuvo en mí hace mucho tiempo fue nada
menos que profundo, y todavía recuerdo vívidamente esta pieza. Sí, es un
comentario divertido sobre una de las cosas para las que se supone que sirven
los amigos, pero también es un relato genuinamente "cálido", de los que hay
una clara escasez en un campo demasiado hastiado de lo fantástico.

Avi Abrams
LA TRISTE RESACA
CLIFFORD D. SIMAK
Crying Jag (Galaxy Febrero1960)

Ilustraciones por WOOD

Los borrachos solitarios no son los peores. Los


peores son los extraterrestres como este... por lo que
consumen... ¡y además en público!

Era sábado por la noche y yo estaba sentado en la entrada de mi casa,


emborrachándome. Tenía mi jarra a mano, y me sentía bien y preparándome
para sentirme mejor, cuando un extraterrestre y su robot llegaron andando por el
camino de entrada.
Enseguida supe que era un extraterrestre. Se parecía algo a un hombre, pero
los humanos no tenían robots pisándoles los talones.
Si hubiera estado completamente sobrio, tal vez me habría asombrado un poco
la idea de que un alienígena viniera por el camino de entrada y lo habría
discutido conmigo mismo. Pero no estaba sobrio, no del todo.
Así que le di las buenas noches, le pedí que se sentara, me dio las gracias y se
sentó.
—Tú también, —le dije al robot, haciéndole sitio.
—Que se quede de pie, —dijo el alienígena—. Él no puede sentarse. Es sólo
una máquina.
El robot le hizo sonar un engranaje, pero eso fue todo lo que dijo.
—Toma un trago, —dije, cogiendo la jarra, pero el alienígena negó con la
cabeza.
—No me atrevería, —dijo—. Mi metabolismo.
Era una de las palabras dobles que conocía. De mi trabajo en el sanatorio del
doctor Abel, había aprendido algo de la jerga médica.
—Es una verdadera lástima, —dije—. ¿No te importa si yo me encargo?
—En absoluto, —dijo el alienígena.
Entonces me tomé un buen trago. Sentía la necesidad de hacerlo.
Dejé la jarra, me limpié la boca y le pregunté si podía traerle algo. Me parecía
totalmente inhospitalario estar allí sentado, sorbiendo aquel licor, y que él no
tuviera nada.
—Puedes hablarme de este pueblo, —dijo el extraterrestre—. Creo que se
llama Millville.
—Ese es el nombre, de acuerdo. ¿Qué quieres saber de él?
—Todas las historias tristes, —dijo el robot, hablando por fin.
—Tiene razón, —dijo el alienígena, acomodándose en una actitud de
placentera expectación—. Cuéntame acerca de sus problemas y sus
tribulaciones.
—¿Empezando por dónde? —pregunté.
—¿Y qué hay de ti?
—¿Yo? Yo nunca tengo problemas. Hago de conserje toda la semana en el
sanatorio y me emborracho el sábado. El domingo se me pasa la borrachera y
puedo hacer de conserje otra semana. Créame, señor, —le dije—, no tengo
problemas. Estoy bien instalado. Lo he conseguido.
—Pero debe haber gente...
—Oh, las hay. Nunca se han visto tantos quejicas como en Millville. Aquí no
hay nadie excepto yo que no tenga un montón de problemas. Y no sería tan
malo si no hablaran tanto de ellos.
—Cuéntame, —dijo el extraterrestre.
Así que tomé otro trago y luego le hablé de la viuda Frye, que vive calle
arriba. Le conté que su vida había sido un largo sufrimiento, que su marido la
había abandonado cuando su hijo sólo tenía tres años, y que se había dedicado a
lavar ropa y a trabajar hasta la extenuación para mantenerse los dos, y que el
chico no tenía más de trece o catorce años cuando robó un coche y lo enviaron
durante dos años a la escuela de chicos de Glen Lake.
—¿Y eso es todo?, —preguntó el extraterrestre.
—Bueno, a grandes rasgos, —dije—. No puse ninguna de las florituras ni los
detalles sórdidos, de la forma en que lo haría la viuda. Deberías oírla contarlo.
—¿Podrías arreglarlo?
—¿Arreglar qué?
—Que ella misma me lo cuente.
—No te lo prometería, —le dije sinceramente—. La viuda tiene una mala
opinión de mí. Nunca me habla.
—Pero no puedo entenderlo.
—Ella es una mujer decente, que va a la iglesia, —le expliqué—, y yo no soy
más que un vago de mala muerte. Y bebo.
—¿No le gusta beber?
—Cree que es pecado.
El extraterrestre tuvo un estremecimiento.
—Lo sé. Supongo que todos los lugares son muy parecidos.
—¿Tienen gente como la viuda Frye?
—No exactamente, pero la actitud es la misma.
—Bueno, —dije, después de echar otro trago—, supongo que no hay nada más
que hacer que soportarlo.
—¿Sería mucha molestia, —preguntó el extraterrestre—, que me cuentes otra?
—En absoluto, —respondí.
Así que le hablé de Elmer Trotter, que estudió derecho en Madison, haciendo
todo tipo de trabajos para ganarse la vida, ya que no tenía padres, y de cómo
finalmente aprobó el examen del colegio de abogados y volvió a Millville para
abrir un despacho.
No pude explicarle cómo sucedió ni por qué, aunque siempre me había
imaginado que a Elmer se le había llenado la barriga de pobreza y aprovechó
esta oportunidad para ganar mucho dinero rápidamente. Nadie debería haber
sabido mejor que él que aquello era deshonesto, siendo como era un abogado.
Pero lo hizo y le pillaron.
—¿Y qué pasó entonces?, —preguntó el extraterrestre con la respiración
entrecortada—. ¿Le castigaron?
Le conté cómo Elmer fue expulsado de la profesión y cómo Eliza Jenkins le
devolvió su anillo, y cómo Elmer se dedicó a los seguros y a sobrevivir a duras
penas, muriéndose de ganas de volver a ser abogado, pero nunca pudo.
—¿Lo tienes todo anotado?, —le preguntó el alienígena al robot.
—Todo apuntado, —dijo el robot.
—¡Qué finos matices!, —exclamó el alienígena, que parecía muy satisfecho.
¡Qué realidad tan cruda y sobrecogedora!
Yo no sabía de qué estaba hablando, así que me tomé otro trago.
Luego me adelanté, sin que me lo pidiera, y le hablé de Amanda Robinson y
de su infeliz aventura amorosa y de cómo se convirtió en la solterona más gentil
y apenada de Millville. Y sobre Abner Jones y sus interminables decepciones,
por su negativa a renunciar a la idea de que era un gran inventor, y cómo su
familia andaba harapienta y hambrienta mientras él se pasaba todo el tiempo
inventando.
—¡Qué tristeza!, —dijo el extraterrestre—. ¡Qué planeta más encantador!
—Será mejor que vayas despacio, —le advirtió el robot—. Ya sabes lo que
luego te ocurre.
—Sólo uno más, —suplicó el alienígena—. Estoy bien. Sólo una más.
—Mira, —le dije—, no me importa contártelo, si es lo que quieres. Pero tal
vez primero sea mejor que me cuentes un poco sobre ti. Supongo que eres un
extraterrestre.
—Naturalmente, —dijo el alienígena.
—Y has venido aquí en una nave espacial.
—Bueno, no exactamente una nave espacial.
—Entonces, si eres un extraterrestre, ¿cómo es que hablas tan bien?
—Eso, —dijo el alienígena—, es algo que aún me resulta un poco molesto de
explicar.
El robot dijo desdeñosamente: —Se lo han cepillado como es debido.
—Quieres decir que pagaron por ello.
—Demasiado, —dijo el robot—. Vieron que estaba ansioso, así que le
subieron el precio.
—Pero me vengaré de ellos, —interrumpió el alienígena—. Si no obtengo
beneficios con esto, mi nombre no es...
Y dijo una palabra larga y retorcida que no tenía sentido.
—¿Ese es tu nombre? —Le pregunté.
—Sí, claro. Pero puedes llamarme Wilbur. Y al robot, puedes llamarlo Lester.
—Bueno, chicos, —dije—, estoy encantado de conoceros. Podéis llamarme
Sam.
Y bebí otro trago.
Nos sentamos en la entrada y la luna estaba saliendo y las luciérnagas
parpadeaban en el seto de lilas y parecía que el mundo terminaba allí. Nunca me
había sentido tan bien en mi vida.
—Sólo una más, —dijo Wilbur suplicante.
Así que le hablé de algunos de los casos mentales del sanatorio y elegí a los
malos y a mi lado Wilbur empezó a lloriquear y el robot dijo: —Mira lo que le
has hecho. Le ha dado un ataque de llanto.
Pero Wilbur se secó los ojos y dijo que no pasaba nada y que si yo seguía
adelante él haría lo posible por controlarse.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté con cierto asombro—. Parece que se
emborracha al oír estas tristes historias.
—Eso es lo que hace, —dijo Lester, el robot—. ¿Por qué si no crees que se
sentaría a escuchar tus parloteos?
—¿Y tú? —le pregunté a Lester.
—Claro que no, —dijo Wilbur—. Él no tiene emociones. Es sólo una
máquina.
Tomé otro sorbo y consideré lo que me habían dicho. Todo me parecía simple
y claro. Así que le expresé mis pensamientos a Wilbur: —Hoy es sábado por la
noche y es hora de emborracharse. Así que tú y yo juntos...
—Estoy contigo, —gritó Wilbur—, mientras puedas hablar.
Lester hizo sonar un engranaje con lo que debía de significar disgusto, pero
eso fue todo lo que hizo.
—Registra cada palabra, —le dijo Wilbur al robot—. Nos haremos con un
millón. Lo necesitaremos para recuperar todo lo pagado de más por nuestro
adoctrinamiento. —Suspiró—. No es que no valiera la pena. Qué planeta tan
encantador y melancólico.
Así que me puse a tope y me mantuve bien lubricado y la noche siguió
mejorando a cada bendito minuto.
Hacia medianoche, yo estaba completamente borracho y Wilbur se puso a
beber y nos dimos por vencidos de mutuo acuerdo. Nos levantamos de la
escalinata y, apoyándonos el uno en el otro, entramos por la puerta; entonces
perdí a Wilbur en alguna parte, pero conseguí llegar a mi cama y eso fue lo
último que supe.
Cuando me desperté, sabía que era domingo por la mañana. El sol entraba por
la ventana y era brillante y santurrón, como siempre son los domingos por aquí.
Los domingos suelen ser tranquilos. Pero este no era tranquilo. Afuera se oía
un ruido espantoso. Sonaba como si alguien estuviera arrojando piedras y
golpeando una lata.
Me levanté de la cama y la boca me sabía tan mal como esperaba. Me froté un
poco la arena de los ojos y me dirigí a la sala de estar, pero justo delante de la
puerta de la habitación casi pisé a Wilbur.
Me dio un buen susto y entonces recordé quién era y me quedé mirándolo, sin
acabar de creérmelo. Al principio pensé que podría estar muerto, pero vi que no
lo estaba. Estaba tumbado de espaldas, con la boca abierta y, cada vez que
respiraba, los plumosos bigotes de sus labios se erguían y agitaban.
Pasé por encima de él y me acerqué a la puerta para averiguar qué era todo
aquel alboroto. Y allí estaba Lester, el robot, exactamente donde lo habíamos
dejado la noche anterior, y fuera, en la entrada, un grupo de niños le estaban
lanzando piedras. Esos niños eran muy buenos. Casi siempre le daban a Lester.
Les grité y se dispersaron por la carretera. Sabían que les habría curtido el
pellejo.
Estaba dando la vuelta para volver a la casa cuando un coche llegó a la
entrada. Joe Fletcher, nuestro alguacil, salió de un salto y vino hacia mí a
grandes zancadas.
Joe se detuvo frente a la entrada, puso las manos en las caderas y miró primero
a Lester y luego a mí.
—Sam, —preguntó mirándome de mala forma—, ¿qué está pasando aquí?
¿Algunos de tus elefantes rosas se mudan a vivir contigo?
—Joe, —dije solemne, dejando pasar el insulto—, me gustaría que conocieras
a Lester.
Joe había abierto la boca para gritarme cuando Wilbur apareció en la puerta.
—Y éste es Wilbur, —dije—. Wilbur es un extraterrestre y Lester es un...
—¡Wilbur es un qué!, —rugió Joe.
Wilbur salió a la entrada y dijo: —¡Qué cara de pena! Y tan noble, también!
—Se refiere a ti, —le dije a Joe.
—Si seguís así, —bramó Joe—, os voy a encerrar a todos.
—No quise hacerte daño, —dijo Wilbur—. Os pido disculpas si he herido
vuestra sensibilidad.
Eso sí que era fuerte: ¡la sensibilidad de Joe!
—Veo a simple vista, —dijo Wilbur—, que la vida no ha sido fácil para ti.
—Puedo gritar a los cuatro vientos que no lo ha sido, —dijo Joe.
—Ni para mí, —dijo Wilbur, sentándose en la entrada—. Parece que hay días
en que un hombre no puede ahorrar ni un centavo.
—Señor, tiene razón, —dijo Joe—. Como le decía a mi mujer esta mañana
cuando se levantó y me dijo que los niños necesitaban zapatos nuevos...
—Es desesperante que un hombre no pueda salir adelante.
—Escucha, aún no has oído nada...
Y así, Dios me asista, Joe se sentó a su lado y antes de que pudieras contar
hasta tres empezó a contar la historia de su vida.
—Lester, —dijo Wilbur—, asegúrate de anotar esto.
Volví a la casa a toda prisa y me tomé un trago rápido para asentar el
estómago antes de abordar el desayuno.
No tenía ganas de comer, pero sabía que tenía que hacerlo. Saqué huevos y
beicon y me pregunté qué le daría de comer a Wilbur. Porque de pronto recordé
que su metabolismo no soportaba el licor, y si no podía con un buen whisky,
parecía muy poco probable que pudiera con huevos y tocino.
Cuando estaba terminando de desayunar, Higman Morris irrumpió por la
puerta trasera y se metió directamente en la cocina. Higgy es nuestro alcalde, un
pilar de la iglesia, miembro del consejo escolar y director del banco, y es un
gran estirado.
—Sam, —me gritó—, este pueblo te ha aguantado mucho. Hemos soportado
que bebieras, que fueras un vago y que no tuvieras sentido comunitario. Pero
esto es demasiado.
Me limpié un poco de huevo de la barbilla. —¿Qué es demasiado?
Higgy estaba a punto de estrangularme, estaba muy irritado.
—Esta exhibición pública. Este circo de tres pistas. ¡Esta perturbación! Y
además en domingo!
—Oh, —dije—, te refieres a Wilbur y su robot.
—Hay una multitud reunida delante y he recibido una docena de llamadas, y
Joe está sentado ahí fuera con este... este...
—Alienígena, —dije.
—Y están lloriqueando uno sobre el hombro del otro como un par de niños de
tres años y... ¿Qué?... ¡Un extraterrestre!
—Claro, —dije—. ¿Qué creías que era?
Higgy extendió una mano temblorosa, acercó una silla y se dejó caer
débilmente en ella.
—Samuel, —dijo lentamente—, dímelo una vez más. Creo que no te he oído
bien.
—Wilbur es un extraterrestre, —le dije—, de algún otro mundo. Él y su robot
vinieron aquí a escuchar historias tristes.
—¿Historias tristes?
—Claro. Le gustan las historias tristes. A algunos les gustan alegres y a otros
sucias. A él sólo le gustan tristes.
—Si realmente es un extraterrestre… —dijo Higgy, hablando consigo mismo.
—Seguro que lo es, —dije yo.
—Sam, ¿estás seguro de esto?
—Lo estoy.
Higgy se entusiasmó.
—¿No te das cuenta de lo que esto significa para Millville? Esta pequeña
ciudad nuestra, ¡el primer lugar de toda la Tierra que visita un extraterrestre!
Deseé que se callara y se fuera para poder tomar algo después del desayuno.
Higgy no bebía, especialmente los domingos. Se habría horrorizado.
—¡El mundo llegará a nuestra puerta como una tromba!, —gritó—. Se levantó
de la silla y se dirigió al salón. —Debo darle mi bienvenida oficial.
Troté detrás de él, pues no quería perderme el acontecimiento.
Joe se había marchado y Wilbur estaba sentado solo en la entrada.
Higgy se paró frente a él, sacó pecho, extendió la mano y dijo, en su mejor
tono oficial: —Soy el alcalde de Millville y me complace darle nuestra más
sincera bienvenida.
Wilbur le estrechó la mano y luego dijo: —Ser alcalde de una ciudad debe ser
una carga y una gran responsabilidad. Me sorprende que usted la soporte.
—Bueno, hay momentos... —dijo Higgy.
—Pero puedo ver que usted es el tipo de hombre cuya principal preocupación
es el bienestar de sus semejantes y como tal, como es natural, se convierte en el
desafortunado blanco de acciones escandalosas e ingratas.
Higgy se sentó pesadamente en la entrada. —Señor, —le dijo a Wilbur—, no
creería todo lo que tengo que aguantar.
—Lester, —dijo Wilbur—, ocúpate de apuntar esto.
Volví a la casa. No podía soportarlo.
Había un montón de gente en la calle: Jake Ellis, el chatarrero, y Don Myers,
que regentaba el Jolly Miller, y muchos otros. Y allí, escondida en el fondo y
como al acecho, estaba la viuda Frye. La gente se dirigía a la iglesia, se detenía,
miraba y seguía su camino, pero otros venían y ocupaban su lugar, y la multitud
aumentaba en lugar de disminuir.
Salí a la cocina y tomé mi bebida de después del desayuno y fregué los platos
y me pregunté una vez más qué le daría de comer a Wilbur. Aunque, por el
momento, no parecía muy interesado en la comida.
Luego fui al salón, me senté en la mecedora y me quité los zapatos. Me quedé
allí sentado moviendo los dedos de los pies y pensando en lo jodido que era que
Wilbur se emborrachara de tristeza en lugar de un estupendo aguardiente.
El día era cálido y yo estaba agotado, y el balanceo debió de ayudarme a
dormirme profundamente, porque de pronto me desperté y había alguien en la
habitación. No vi de inmediato quién era, pero supe que había alguien allí.
Era la viuda Frye. Estaba vestida de domingo, y después de tantos años de
pasar por delante de mi casa, en la acera de enfrente, y no mirarla nunca, como
si verla a ella o a mí pudiera contaminarla... después de tantos años, allí estaba
ella vestida y sonriente. Y yo allí sentado, todavía sin afeitar y sin zapatos.
—Samuel, —dijo la viuda Frye—, no he podido evitar decírtelo. Creo que tu
Sr. Wilbur es simplemente maravilloso.
—Es un extraterrestre, —dije—. Acababa de despertarme y estaba bastante
desconcertado.
—No me importa lo que sea, —dijo la viuda Frye—. Es todo un caballero y
muy simpático. No se parece en nada a la mayoría de la gente de esta horrible
ciudad.
Me puse en pie sin saber muy bien qué hacer. Me había pillado con la guardia
baja y en una terrible desventaja. De todas las personas del mundo, ella era la
última que habría esperado que entrara en mi casa.
Estuve a punto de ofrecerle una copa, pero me contuve justo a tiempo.
—¿Ha estado hablando con él? —pregunté con desgana.
—Yo y todo el mundo, —dijo la viuda Frye—. Y tiene un don. Le cuentas tus
problemas y parecen desaparecer. Hay mucha gente esperando su turno.
—Bueno, —le dije—, me alegra oírle decir eso. ¿Cómo está él soportando
todo esto?
La viuda Frye se acercó más y bajó la voz a un susurro. —Creo que se está
cansando. Diría... bueno, diría que está intoxicado si no lo conociera mejor.
Eché un vistazo rápido al reloj.
—¡Santo cielo! —Grité.
Eran casi las cuatro. Wilbur llevaba allí fuera seis o siete horas, bebiendo toda
la tristeza que este pueblo podía repartir. Ahora debería estar tieso hasta las
cejas.
Salí por la puerta y estaba sentado en la entrada, con la cara llena de lágrimas,
escuchando a Jack Ritter, y el viejo Jack era el mayor mentiroso de los siete
condados. Se inventaba todo lo que le contaba a Wilbur.
—Lo siento, Jack, —le dije, poniendo a Wilbur en pie.
—Pero le estaba contando...
—Vete a casa, —grité—, tú y los demás. Lo habéis dejado completamente
exhausto.
—Señor Sam, —dijo Lester—, me alegro de que haya venido. No quería
escucharme.
La viuda Frye mantuvo la puerta abierta y yo entré a Wilbur y lo metí en mi
cama, donde pudo dormir la mona.
Cuando volví, la viuda Frye me estaba esperando.
—Estaba pensando, Samuel, —dijo—. Voy a cenar pollo y hay más del que
puedo comer. Me pregunto si te gustaría venir.
No pude decir nada por un momento. Luego negué con la cabeza.
—Gracias de todos modos, —dije—, pero tengo que quedarme y vigilar a
Wilbur. No le hará caso al robot.
La viuda Frye se mostró decepcionada. —¿En otra ocasión?
—Sí, en otra ocasión.
Salí cuando ella se hubo ido e invité a Lester a pasar.
—¿Puedes sentarte, —le pregunté—, o tienes que estar de pie?
—Tengo que estar de pie, —dijo Lester.
Así que le dejé allí de pie y me senté en la mecedora.
—¿Qué come Wilbur? —le pregunté—. Debe de tener hambre.
El robot abrió una puerta en medio de su pecho y sacó una botella de aspecto
gracioso. La agitó y pude oír cómo algo traqueteaba en su interior.
—Este es su alimento, —dijo Lester—. Se toma una cada día.
Fue a guardar la botella y se le cayó un rollo enorme. Se agachó y lo recogió.
—Dinero, —explicó.
—¿Ustedes también tienen dinero?
—Nos lo dieron cuando nos adoctrinaron. Billetes de cien dólares.
—¡Billetes de cien dólares!
—Demasiado voluminoso si no, —dijo Lester con desparpajo—. Volvió a
meterse el dinero y la botella en el pecho y cerró la portezuela de un manotazo.
Me quedé sentado sumido en una nebulosa. ¡Billetes de cien dólares!
—Lester —le sugerí—, quizá no deberías enseñarle ese dinero a nadie más.
Podrían intentar quitártelo.
—Lo sé, —dijo Lester—. Lo guardo siempre junto a mí. —Y se dio una
palmada en el pecho. Su palmada le arrancaría la cabeza a un hombre.
Me senté meciéndome en la silla y había tantas cosas en las que pensar que mi
mente se mecía de un lado a otro con la silla. En primer lugar estaba Wilbur y la
forma tan alocada en que se emborrachaba, y el modo en que había actuado la
viuda Frye, y todos aquellos billetes de cien dólares.
Especialmente esos billetes de cien dólares.
—¿Este asunto del adoctrinamiento? —pregunté—. Dijiste que era ilegal.
—Lo es, sin duda, —dijo Lester—. Adquirido por algún individuo
malintencionado que se infiltró a hurtadillas y lo grabó para vendérselo a los
adictos.
—¿Pero por qué escabullirse?
—Fuera de los límites, —dijo Lester—. Fuera de la reserva. Fuera de los
límites. ¿Está claro el significado?
—Y este aventurero díscolo pensó que podría vender la información que había
grabado, el…
—El patrón cultural, —dijo Lester—. Tu lógica va en la dirección correcta,
pero no es tan simple como lo pones.
—Supongo que no, —dije—. Y este mismo aventurero descarriado también
consiguió el dinero.
—Sí, lo hizo. Bastante.
Me quedé sentado un rato más y luego entré a ver a Wilbur. Estaba
profundamente dormido, con su boca de bagre soplando los bigotes hacia dentro
y hacia fuera. Así que fui a la cocina y me preparé algo de cenar.
Acababa de terminar de comer cuando llamaron a la puerta.
Era el viejo Doc Abel, del sanatorio.
—Buenas noches, Doc, —le dije—. Te prepararé un trago.
—Olvídate de la bebida, —dijo Doc—. Sólo trae a tu extraterrestre.
Entró en el salón y se detuvo al ver a Lester.
Lester debió de ver que estaba asombrado, porque intentó tranquilizarlo de
inmediato. —Soy el así llamado robot del alienígena. Sin embargo, a pesar de
ser una simple máquina, soy un fiel servidor. Si desea contarme sus penas,
puede hacerlo con toda confianza. Yo se las transmitiré a mi amo.
Doc se balanceó sobre sus talones, pero no se inmutó.
—¿Cualquier tipo de pena?, —preguntó—, ¿o deseas alguna en especial?
—El maestro, —dijo Lester—, prefiere la tristeza profunda, aunque no
desdeña ningún otro tipo.
—Wilbur se emborracha con ella, —dije—. Ahora está en el dormitorio
durmiendo la mona.
—De todos modos, —dijo Lester—, confidencialmente, podemos vender el
material. Hay gente en casa con la lengua colgando hasta las rodillas por este
tipo de tristeza planetaria.
Doc me miró y sus cejas estaban tan altas que casi le llegaban al nacimiento
del pelo.
—Es cierto, Doc, —le aseguré—. No es ninguna broma. ¿Quieres echar un
vistazo a Wilbur?
Doc asintió y yo lo llevé al dormitorio, donde nos quedamos mirando a
Wilbur. Dormido y despatarrado, era un espectáculo de lo más desagradable.
Doc le puso la mano en la frente y se la pasó por la cara, bajándole las mejillas
de modo que parecía un sabueso. Sus labios grandes, gruesos y sueltos
emitieron un sonido balbuceante al pasar su palma por ellos.
—¡Maldita sea!, —dijo Doc.
Luego se dio la vuelta y salió del dormitorio, y yo lo seguí de cerca. Se dirigió
directamente a la puerta y salió. Caminó un trecho por el camino de entrada,
luego se detuvo y me esperó. Luego me agarró por la parte delantera de la
camisa apretándome con ella.
—Sam, —me dijo—, llevas mucho tiempo trabajando para mí y te estás
haciendo un poco viejo. La mayoría de las personas despedirían a un hombre
tan viejo como tú y contratarían a otro más joven. Yo podría despedirte cuando
quisiera.
—Supongo que sí, —dije—, y fue una sensación horrible, porque nunca había
pensado en que me despidieran. Hacía bien de conserje en el sanatorio y no me
molestaba el trabajo. Y pensé en lo terrible que sería si llegara un sábado y no
tuviera dinero para beber.
—Has sido un trabajador leal y fiel, —me dijo el viejo Doc, todavía colgado
de mi camisa—, y yo he sido un buen patrón. Siempre te doy una botella en
Navidad y otra en Pascua.
—Cierto, —dije—. Es verdad, hasta la última palabra.
—Así que no engañarías al viejo Doc, —dijo Doc—. Tal vez al resto de la
gente de este estúpido pueblo, pero no a tu viejo amigo Doc.
—Pero, Doc, —protesté—, no engaño a nadie.
Doc me soltó la camisa. —Por Dios, no creo que lo hagas. ¿Es como me
cuentan? ¿Se sienta y escucha sus problemas, y se sienten bien una vez que han
terminado?
—Eso es lo que dijo la viuda Frye. Dijo que le contó sus problemas y al
parecer desaparecieron.
—¿Esa es la verdad, Sam?
—La pura verdad, —lo juro.
El doctor Abel se exaltó. Volvió a agarrarme por la camisa.
—¿No ves lo que tenemos?, —casi me gritó.
—¿Tenemos? —le pregunté.
Pero no me hizo caso. —El mejor psiquiatra, —dijo Doc—, que este mundo
haya conocido. La mayor ayuda a la psiquiatría que nadie haya descubierto
jamás. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Supongo que sí, —dije, sin tener la menor idea.
—La necesidad más urgente de la raza humana, —dijo Doc—, es alguien o
algo a quien puedan trasladar sus problemas, alguien que por arte de magia
pueda desterrar sus ansiedades. La confesión es el núcleo de todo esto, por
supuesto, un traslado simbólico de la propia carga a los hombros de otra
persona. El principio funciona en el confesionario de la iglesia, en la profesión
del psiquiatra, o en esas amistades profundas y duraderas que ofrecen un
hombro sobre el que llorar.
—Doc, tienes razón, —dije, empezando a comprender.
—El problema siempre es que el agente de la confesión también debe ser
humano. Tiene ciertas limitaciones humanas de las que el confesor es
consciente. No puede prometer con certeza que pueda asumir los problemas y la
ansiedad. Pero aquí tenemos algo diferente. Aquí tenemos a un extraterrestre
“un ser de las estrellas” libre de las limitaciones humanas. Por definición, él
puede tomar las ansiedades y enterrarlas en las profundidades de su propia no-
humanidad...
—Doc, —grité—, ¡si pudiera llevar a Wilbur al sanatorio!
Doc se frotó las manos mentalmente. —Eso mismo es lo que había estado
pensando.
Por mi entusiasmo, podría haberme dado una patada. Hice lo que pude para
recuperar el terreno perdido.
—No lo sé, Doc. Wilbur podría ser difícil de manejar.
—Bueno, volvamos dentro y hablemos con él.
—No lo sé, —dije poniendo algo de resistencia.
—Tenemos que hacerlo rápido. Mañana se correrá la voz y el lugar estará
invadido de periodistas y camiones de televisión y Dios sabe qué más. Los
científicos vendrán en tropel, y el gobierno, y perderemos el control.
—Será mejor que hable con él a solas, —dije—. Podría bloquearse si
estuvieras cerca. Ya me conoce y puede que a mí me escuche.
Doc titubeó, pero finalmente accedió.
—Esperaré en el coche, —dijo—. Llámame si me necesitas.
Bajó por el camino de entrada hasta donde tenía aparcado el coche y yo entré
en la casa.
—Lester, —le dije al robot—, tengo que hablar con Wilbur. Es importante.
—No más historias tristes, —advirtió Lester—. Ya ha tenido suficiente por
hoy.
—No. Tengo una proposición.
—¿Una proposición?
—Un trato. Un acuerdo de negocios.
—De acuerdo, —dijo Lester—. Lo despertaré.
Nos costó bastante levantarlo, pero finalmente lo tuvimos luchando por
despertarse y sentado en la cama.
—Wilbur, escucha con atención, —le dije—. Tengo algo justo de tu interés.
Un lugar donde toda la gente tiene grandes y terribles problemas y una horrible
tristeza. No sólo algunos, sino todos. Están tan tristes y atribulados que no
pueden vivir con otras personas...
Wilbur se levantó de la cama con dificultad y se puso en pie bamboleándose.
—Llévame hasta ellos, amigo, —dijo.
Volví a empujarlo sobre la cama. —No es tan fácil. Es un lugar en donde es
difícil entrar.
—Creí que habías dicho...
—Mira, tengo un amigo que te lo puede arreglar. Pero puede que haga falta
algo de dinero...
—Amigo, —dijo Wilbur—, tenemos un rollo de dinero en efectivo. ¿Cuánto
necesitarías?
—Es difícil de precisar.
—Lester, entrégaselo para que pueda hacer el trato.
—Jefe, —protestó Lester—, no sé si deberíamos.
—Podemos confiar en Sam, —dijo Wilbur—. No es del tipo avaro. No gastará
ni un céntimo más de lo necesario.
—Ni un céntimo, — le prometí.
Lester abrió la tapa de su pecho y me entregó el rollo de billetes de cien
dólares y yo me lo metí en el bolsillo.
—Ahora esperarán aquí, —les dije—, y yo veré a este amigo mío. Volveré
pronto.
Y me puse a hacer unas rápidas operaciones aritméticas, preguntándome
cuánto podría atreverme a sacarle a Doc. No estaría de más empezar un poco
alto para poder bajar cuando Doc rugiera y aullara y gritara y dijera lo buenos
amigos que éramos y cómo siempre me había dado una botella en Navidad y en
Pascua.
Me volví para salir al salón y me detuve en seco.
De pie en la puerta había otro Wilbur, aunque cuando lo miré más de cerca vi
las diferencias. Y antes de que dijera una sola palabra o hiciera una sola cosa,
tuve la sensación de que algo había salido mal.
—Buenas noches, señor, —le dije—. Es un placer que haya venido.
No se inmutó. —Veo que tiene invitados. Me desolaría quitárselos de encima.
Detrás de mí, Lester hacía ruidos como si sus engranajes se estuvieran
desmontando, y por el rabillo del ojo vi que Wilbur estaba sentado tieso y
azorado y más blanco que un pez.
—Pero no puede hacer eso, —le dije—. Acaban de llegar.
—Usted no comprende, —dijo el extraterrestre en la puerta—. Son infractores
de la ley. He venido a por ellos.
—Amigo, —dijo Wilbur, dirigiéndose a mí—, lo siento mucho. Sabía desde el
principio que no funcionaría.
—A estas alturas, —le dijo el otro alienígena a Wilbur—, deberías darte por
vencido y dejar de intentarlo.
Y estaba tan claro como el agua, una vez que te ponías a pensarlo, y me
preguntaba por qué no se me había ocurrido antes. Porque si la Tierra estaba
prohibida a los aventureros que habían reunido los datos de adoctrinamiento...
—Señor, —le dije al alienígena de la puerta—, hay factores aquí de los que sé
que no es consciente. ¿No podríamos hablarlo usted y yo a solas?
—Me encantaría, —dijo el alienígena, tan educado que dolía—, pero por
favor, comprenda que debo cumplir con un deber.
—Por supuesto, —dije.
El alienígena se apartó de la puerta e hizo una señal detrás de él y entraron dos
robots que habían estado de pie en la sala de estar, justo fuera de mi campo de
visión.

—Ahora todo está asegurado, —dijo el alienígena—, y podemos comenzar a


hablar. Escucharé con mucha atención.
Así que salí a la cocina y él me siguió. Me senté a la mesa y él se sentó frente
a mí.
—Debo disculparme, —me dijo con gravedad—. Este malhechor atenta contra
usted y su planeta.
—Señor, —le respondí—, lo ha entendido todo mal. Me gusta este renegado
suyo.
—¿Le gusta?, —preguntó, horrorizado—. Eso es imposible. Es un patán
borracho y además...
—Y además, —dije, arrancándole las palabras de la boca—, nos está haciendo
muchísimo bien.
El alienígena parecía atónito. —¡No sabes lo que dices! Te saca tus angustias
y se deleita con ellas de la manera más repugnante, y las registra para poder
sacarlas una y otra vez para tu vergüenza eterna, y además de eso...
—No es así en absoluto, —grité—. Nos hace mucho bien sacar nuestras
angustias y mostrarlas…
—¡Qué asco! Más que eso, ¡indecente! —Se detuvo—. ¿Cómo ha dicho?
—Contar nuestras ansiedades nos hace bien, —dije tan solemnemente como
pude—. Es una cuestión de confesión.
El alienígena se golpeó la frente con la palma de la mano abierta y en su boca
de bagre se erizaron y temblaron las plumas.
—Podría ser cierto, —dijo horrorizado—. Dada una cultura tan primitiva tan
sórdida y tan desvergonzada...
— Y sin embargo es así, —dije.
—En nuestro mundo, —dijo el alienígena—, no hay ansiedades... bueno, no
muchas. Estamos perfectamente adaptados.
—¿Excepto por gente como Wilbur?
—¿Wilbur?
—Tu amigo ahí dentro, —dije—. No pude decir su nombre, así que lo llamo
Wilbur. Por cierto...
Se pasó la mano por la cara y, dijera lo que dijera, era evidente que en aquel
momento estaba cargado de ansiedad. —Llámame Jake. Llámame lo que sea.
Sólo para que resolvamos este lío.
—Nada más fácil, —dije—. Dejemos a Wilbur aquí. Realmente no lo quieres,
¿verdad?
—¿Lo quieres?, —se lamentó Jake—. Él y todos los demás como él no son
más que un dolor de cabeza. Pero son nuestro problema y nuestra
responsabilidad. No podemos cargárselos a ustedes.
—¿Quieres decir que hay más como Wilbur?
Jake asintió con tristeza.
—Los recibiremos a todos, —dije—. Nos encantaría tenerlos. A cada uno de
ellos.
—¡Estáis locos!
—Claro que lo estamos, —dije—. Por eso los necesitamos.
—¿Estás seguro, sin ninguna sombra de duda?
—Absolutamente seguro.
—Amigo, —dijo Jake—, has hecho un trato.
Le tendí la mano para estrechársela, pero creo que ni siquiera me vio la mano.
Se levantó de la silla y se le iluminó la cara de alivio.
Luego se dio la vuelta y salió de la cocina.
—¡Eh, espera un momento! —le grité—. Había detalles que me parecía que
debíamos aclarar. Pero no me oyó.
Salté de la silla y corrí hacia el salón, pero cuando llegué, no había ni rastro de
Jake. Corrí al dormitorio y los dos robots tampoco estaban. Wilbur y Lester
estaban allí solos.
—Te lo dije, —le dijo Lester a Wilbur—, que el señor Sam lo arreglaría.
—No me lo creo, amigo, —dijo Wilbur—. ¿Se han ido de verdad? ¿Se han ido
para siempre? ¿Hay alguna posibilidad de que vuelvan?
Levanté el brazo y me enjugué la frente con la manga. —No volverán a
molestarte. Por fin te has librado de ellos.
—Eso es excelente, —dijo Wilbur—. Y ahora sobre el trato...
—Claro, —dije—. Dame un minuto. Saldré a ver al hombre.
Salí a la entrada y me quedé allí un rato para recuperarme del temblor. Jake y
sus dos robots habían estado a punto de estropearlo todo. Necesitaba un trago
más que nunca, pero no me atrevía a dedicarle tiempo. Tenía que poner a Doc a
punto antes de que apareciera algo más.
Salí hacia el coche.
—Ya has tardado bastante, —dijo Doc irritado.
—Me costó mucho hablar con Wilbur para que aceptara, —le dije.
—¿Pero accedió?
—Sí, accedió.
—Bueno, entonces, —dijo Doc—, ¿a qué estamos esperando?
—Diez mil dólares, —dije.
—Diez mil...
—Ese es el precio por Wilbur. Te vendo a mi extraterrestre.
—¡Tu alien! ¡Él no es tu alienígena!
—Tal vez no, —le dije—, pero es lo más parecido. Sólo tengo que decir una
palabra y no se irá contigo.
—Dos mil, —declaró Doc—. Es hasta el último centavo que pagaré.
Nos pusimos a regatear y llegamos a siete mil dólares. Si hubiera estado
dispuesto a pasarme toda la noche en ello, habría conseguido ocho mil
quinientos. Pero estaba agotado y necesitaba mucho más un trago que mil
quinientos dólares extra. Así que nos conformamos con los siete.
Volvimos a la casa y Doc extendió un cheque.
—Sabes que estás despedido, por supuesto, —dijo, entregándomelo.
—No había pensado en ello, —le dije, y no lo había hecho. El cheque de siete
mil que tenía en la mano y aquel rollo de billetes de cien que abultaba mi
bolsillo equivalían a un montón de dinero para beber.
Fui a la puerta del dormitorio, llamé a Wilbur y Lester y les dije: —El viejo
Doc ha decidido acogerte.
Y Wilbur dijo: —Estoy tan feliz y tan agradecido. ¿Fue difícil, quizás,
conseguir que aceptara llevarnos?
—No demasiado, —le dije—. Fue razonable.
—Eh, —chilló Doc, con una mirada asesina—, ¿qué está pasando aquí?
—Nada, —le dije.
—Bueno, a mí me parece...
—Ahí está tu chico, —dije—. Tómalo si lo quieres. Si no lo quieres, me
quedaré con él. Ya vendrá otro.
Y le tendí el cheque para devolvérselo. Era arriesgado, pero tenía que ir de
farol.
Doc rechazó el cheque con la mano, pero seguía sospechando que le estaban
robando, aunque no sabía exactamente cómo. Pero no podía correr el riesgo de
perder a Wilbur. Podía ver que lo tenía todo planeado: como se haría
mundialmente famoso con el único psiquiatra alienígena en cautividad.
Excepto que había una cosa que él no sabía. No tenía ni idea de que dentro de
poco habría otros Wilburs. Y yo me quedé allí, riéndome de él sin poder
demostrárselo, mientras sacaba de allí a Wilbur y Lester a la carrera.
Antes de irse, se volvió hacia mí.
—Algo está pasando, —dijo—, y cuando me entere, voy a volver y te voy a
acabar por ello.
No dije ni una palabra, sino que me quedé escuchando a los tres traqueteando
por el camino de entrada. Cuando oí que el coche se marchaba, fui a la cocina y
cogí la botella.
Me tomé media docena de tragos rápidos. Luego me senté en una silla en la
mesa de la cocina y practiqué un poco de autocontrol. Me tomé media docena
de tragos lentos.
Empecé a preguntarme por los otros Wilburs que Jake había accedido a enviar
a la Tierra y deseé haber podido sonsacarle un poco más. Pero no había tenido
oportunidad, pues había saltado y desaparecido justo cuando yo estaba
dispuesto a ponerme manos a la obra.
Lo único que podía hacer era esperar que me los entregara, ya fuera en el
jardín delantero o en el camino de entrada, pero nunca dijo adónde lo haría. De
nada me serviría que los dejara en cualquier sitio.
Me preguntaba cuándo los entregaría y cuántos habría. Podría llevar un poco
de tiempo, porque lo más probable era que los adoctrinara antes de dejarlos en
la Tierra, y en cuanto al número, no tenía la menor idea. Por la forma en que
hablaba, podría haber incluso un par de docenas de ellos. Con tantos, un hombre
podría hacer un buen dinero si manejaba bien la situación.
Aunque, a mi parecer, ahora tenía una buena cantidad de dinero.
Saqué el fajo de billetes de cien dólares del bolsillo e intenté contarlos, pero
por mi vida que no podía seguir las cifras.
Estaba borracho y ni siquiera era sábado, sino domingo. No tenía trabajo y
ahora podía emborracharme cuando quisiera.
Así que me senté a trabajar con la jarra y finalmente me desmayé.
Se oyó un ruido espantoso, me desperté y me pregunté dónde estaba. Al poco
tiempo me di cuenta de que había estado durmiendo en la mesa de la cocina y
tenía un terrible calambre en el cuello y una resaca aún peor.
Me levanté a trompicones y miré el reloj. Pasaban diez minutos de las nueve.
El jaleo no cesaba.
Llegué hasta el salón y abrí la puerta principal. La viuda Frye casi se cae en la
habitación, de tanto que había estado aporreando la puerta.
—Samuel, —jadeó—, ¿te has enterado?
—No he oído nada, —le dije—, excepto a usted aporreando la puerta.
—Está en la radio.
—Sabe muy bien que no tengo ni radio, ni teléfono, ni televisión. No tengo
tiempo para esas porquerías modernas.
—Se trata de los extraterrestres, —dijo—. Como el que tú tienes. Los
alienígenas simpáticos, amables y comprensivos. Están por todas partes. En
toda la Tierra. Hay muchos de ellos por todas partes. Miles de ellos. Tal vez
millones...
La empujé hacia la puerta.
Estaban sentados en los escalones de las fachadas de toda la calle, y
caminaban arriba y abajo por la carretera, y había un montón de ellos jugando,
persiguiéndose unos a otros, en un descampado.
—¡Es así en todas partes!, —gritó la viuda Frye—. Lo acaba de decir la radio.
Hay suficientes como para que todo el mundo en la Tierra pueda tener uno
propio. ¿No es maravilloso?
Ese sucio y traidor Jake, me dije. Hablando como si no hubiera muchos,
fingiendo que su cultura era tan civilizada y estaba tan bien adaptada que casi
no había chiflados.
Aunque, para ser justos, no había dicho cuántos de ellos podía haber, es decir,
no en número. E incluso todos los que había arrojado a la Tierra podrían ser
unos pocos en relación con la población total de su cultura particular.
Y entonces, de repente, pensé en otra cosa.
Saqué mi reloj y lo miré. Eran sólo las nueve y cuarto.
—Viuda Frye, —dije—, discúlpeme. Tengo que hacer un recado.
Salí a la calle tan rápido como pude.
Uno de los Wilbur se separó de un grupo y me acompañó.
—Señor, —dijo—, ¿tiene algún problema que contarme?
—No, —le dije—. Nunca tengo problemas.
—¿Ni siquiera preocupaciones?
—Tampoco preocupaciones.
Entonces se me ocurrió que había una preocupación, no sólo por mí, sino por
todo el mundo.
Porque con todos los Wilburs que Jake había arrojado a la Tierra, dentro de
poco no habría un solo ser humano atribulado. No habría ningún humano con
una preocupación o un problema. Dios, ¡sería tan aburrido!
Pero no me preocupé.
Simplemente corrí tan rápido como pude.
Tenía que llegar al banco antes de que Doc tuviera tiempo de detener el pago
de ese cheque de siete mil dólares.

FIN

Danielus  01/2023

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