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(Coord.)
HISTORIA
DE ESPANA
‥〈EDAD
MODERNA ~
l.“ edición en esta presentación: septiembre de 201 1
ISBN 978—84—344—1358—0
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ÎNDICE
21
$
HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Bibliografia ................................ 77
CAPÍTULO 16. El Barroco hispânico, por JOAN LLUIS PALOS ..... 437
1. La percepciôn de la decadencia ................. 437
1.1. Decadencia e introspección ............... 437
1.2. E] anhelo de respuestas .................. 439
1.3. Entre la realidad y la ficción ............... 440
2. ¿Una cultura dirigida? ...................... 442
2.1. La nueva imagen del poder ................ 442
2.2. Mecenas clientes ..................... 444
2.3. Innovaciön y conservaciôn ................ 446
2.4. La resistencia de la cultura popular ........... 447
3. Las nuevas formas de la experiencia religiosa ......... 448
3.1. El castigo divino ...................... 448
3.2. Reforma y restauración .................. 449
3.3. Imágenes para la persuasión ............... 450
4. Pensando el Barroco ....................... 452
4.1. Un proceso de redención ................. 452
4.2. La fijación de los perfiles ................. 454
4.3. Las fronteras cronológicas y el legado barroco ..... 455
Bibliografia ................................ 51 1
CAPÍTULO 23. Carlos III (1759-1788), por JOSE CEPEDA GOMEZ. . . 611
1. La buena imagen de un rey ................... 611
2. ¿Hacia la crisis del Antiguo Régimen? ............. 612
2.1. El papel del rey y el gobierno de los ministros ilustrados . 612
2.2. Las etapas del reinado .................. 612
2.3. La culminación de un proceso: la Junta de Estado. . . 614
2.4. Extrañas parejas: déspotas e ilustrados ......... 614
3. Los primeros años del reinado ................. 615
3.1. Carlos III y la herencia italiana ............. 615
3.2. Los primeros años. El gobierno de Esquilache ..... 615
3.2.1. Buenas reformas, mal talante, peor momento . 616
3.2.2. El dificil camino hacia el librecambismo. . . . 617
3.2.3. La abolición de la tasa del trigo de 1765 . . . . 617
4. Los motines de primavera de 1766 ............... 618
4.1. La interpretación de los motines por la historiografía
actual ............................ 618
4.2. Las consecuencias de los motines. Aranda al poder . . 619
4.2.1. Consecuencias de los motines: reformas muni-
cipales ....................... 621
4.2.2. Consecuencias de los motines: la expulsión de
los jesuitas ..................... 622
4.2.3. Otras reformas. Carlos III y el Ejército ..... 624
4.2.4. Otras reformas. Carlos III y la Universidad . . 625
5. Las Reales Sociedades Econòmicas de Amigos del País . . . 626
6. Olras reformas económicas ................... 627
6.1. El comercio con las colonias ............... 628
6.2. Carlos III y los gremios .................. 628
6.3. El Banco de San Carlos .................. 630
6.4. Las nuevas poblaciones .................. 630
7. La politica internacional de Carlos III ............. 631
7.1. El Tercer Pacto de Familia ................ 632
7.2. La participación de españa en la guerra de los Siete Años . 632
7.3. La guerra de Independencia de Estados Unidos . . . . 633
7.4. Relaciones con Portugal ............... _. . 634
”' 7.5. Carlos III y los países musulmanes ........... 634
8. Balance de un reinado ...................... 634
Bibliografia ............................
1.1. Obras generales y de síntesis que abarcan todo el periodo. 742
1.2. Obras específicas .....................
1.2.1. Desde los inicios al siglo XVI ...........
1.2.2. Siglo XVII .....................
1.2.3. Siglo XVIII .....................
1.2.4 Otras obras de temática más específica sobre la
historia moderna de España ........... 746
1.2.5. Teoria de la historia e historia de la historiogra—
fia en 1a época moderna ............. 747
1.3. Obras de consulta ..................... 747
1.3.1. Diccionarios y enciclopedias ........... 747
1.3.2. Atlas históricos .................. 747
1.3.3. Revistas ...................... 747
1.4. Internet y 1a historia moderna .............. 750
Internet y recursos digitales. Referencias y pautas para su in-
terpretación ............................ 751
2.1. Algunos cambios producidos en la investigación en
historia moderna a raíz de la aparición de las TIC . . . 751
2.2. Algunos conceptos claves sobre Internet y su funciona-
miento ........................... 752
2.3. Encontrar información en Internet ........... 753
2.3.1. Buscadores y metabuscadores .......... 753
2.3.2. Las bibliotecas digitales: una nueva manera de
acceder a los textos ................ 754
2.3.3. Las listas de distribución relacionadas con la
historia moderna de España ........... 756
2.3.4. Las revistas digitales sobre historia moderna . 756
2.3.5. Recursos y portales vinculados a la época mo-
erna ........................ 757
2.4. Algunos criterios para evaluar la información existente
en Internet ......................... 762
2.5. Recursos sobre historia moderna de Espafia en
CD—ROM: incipientes y sugestivas propuestas .....
AUTORES
PEGERTO SAAVEDRA
Universidad de Santiago de Compostela
TEOEANES EGIDO
Universidad de Valladolid
22 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
JESÚS BRAVO
Universidad Autónoma de Madrid
LUIS RIBOT
Universidad de Valladolid
1. La evolución de la población
Entre 1500 y 1860 España pasó de 4,2 millones de personas a 15,6 millones, lo
que significa que multiplicó su población por 3,75 en estos 360 años. La tasa media
de crecimiento para todo el periodo fue del 3,8 por mil, superior a la del conjunto de
Europa (3 por mil), y bastante por encima de las regiones mediterráneas (2,4 por
mil) lo que supuso que, en el conjunto del periodo, estas regiones europeas multipli—
caran su población 2,87 y 2,34 respectivamente, por debajo de España. Sólo las re—
giones del noroeste de Europa, con una tasa media del 4,7 por mil, superaron con
creces el crecimiento español, lo que significó que en torno a 1850 hubieran multi—
plicado su población por 5,17.
España no siempre creció a un ritmo mayor que Europa. En el periodo 1650-1700
creció a la mitad de velocidad, y entre 1800 y 1850 tuvo una tasa ligeramente inferior.
En los restantes periodos considerados, España creció igual 0 por encima de Europa.
En el periodo 1700-1750 creció a un ritmo semejante a la media europea. Entre 1500
1650, el periodo de su hegemonía en Europa, España siempre creció por encima de la
24 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
media europea, colocándose otra vez por delante durante la segunda mitad «;;;:
XVIII, el momento de máximo esplendor de la Ilustración borbónica.
Respecto a la media del mundo mediterráneo, las regiones más p&r ‥ ;: s-
entorno, España siempre creció por encima de ellas, salvo para el periodo 165 ′ '
En cambio los países del noroeste de Europa tuvieron siempre un ritmo de - ‥ :—
superior al español, que sólo <<resistió» con dignidad durante la prodigiºsa 己\萱_〟 二 _ _.
del siglo XVI.
En resumen, un crecimiento demográfico importante durante el siglo \”. :.
cima de la media europea y mediterránea, y equiparable al de las regiones > ;:
cas del noroeste. Una larga crisis durante el siglo XVII, sin apenas crecimier.:;
debajo de las regiones del noroeste europeo, que en esos momentos se dista:
resto. Y, finalmente, una vuelta al crecimiento durante el siglo XVIII. a un [ : _ ′
cima del resto del continente o del mundo mediterráneo hasta 1800.
La figura 1.1 —un indicador aproximado de la Tasa Neta de Repr-;_;; : ‥
(TNR: ver Apéndice II.2)— permite reconstruir con mayor precisión le : }:::;
de este crecimiento. Más particularmente sirve para precisar el moment-; } '.; 1:-
tensidad de la crisis del siglo XVII. La TNR se mantiene alta hasta el ‥ ie
1570-1579. Cae suavemente durante los años ochenta del siglo \\ I. 〉 _ *] _ *
mente durante los decenios comprendidos entre 1590 у 1609, para hundirse ¿5 for—
ma espectacular, por debajo de uno, entre 1610 y 1659. El momento peor situa
en las décadas de 1630—1649.
A partir de 1660 la TNR se vuelve a colocar ligeramente por encima de 藁 - d)
Aunque la tendencia es al alza, se mantendrá por debajo de 1,1 hasta 1700- 1 "ПЧ Des—
de entonces, la TNR irá subiendo lentamente hasta alcanzar sus niveles más en
los decenios de 1760 a 1779 (1,19 y 1,17 respectivamente).
Durante el siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, las décadas peores parece
corresponder a 1780—1789, cuando la TNR vuelve a los niveles de comienzos de siglo
(1,1 1), y luego los decenios comprendidos entre 1800 y 1819 (1,10 y 1.10 respectiva—
mente), momentos en los que se mezclan las crisis de mortalidad. la guerra de Inde—
pendencia y el final del Antiguo Régimen político. Con todo, estas crisis no presentan
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 25
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Al finalizar el reinado de los Reyes Católicos, las regiones más pobladas se en-
cuentran en el interior, en la meseta, principalmente en su porción septentrional. Entre
el Duero y el Tajo se concentra casi la mitad de la población castellana, lo que hace de
esta región el corazón demográfico, económico y político de la Península. En conjun—
to, el interior peninsular está más poblado que la costa, con la excepción de Valencia.
El poderío de Castilla dentro de la nueva Monarquía se fundamenta en el vigor demo—
gráfico de la meseta central.
26 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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+ Interior Costa
F[G. 1.2. Estimación de la evolución demográfica del interior y la costa (1 pa тг J“c .É, : …-
tismos. Porcentaje del total de población en cada región.
Esta situación se va a ver profundamente alterada durante los tres siglos 〉 medio
siguientes (figs. 1.2 y 1.3). La Castilla interior sufrirá con intensidad la crisis del si—
glo XVII y un prolongado estancamiento a continuación. En conjunto. el maximo de
población alcanzado entorno a los años 1580 no se volverá a recuperar al eno; hasta
1750—1760. Si los bautismos rellejaran directamente la población. al comienzo de la
Edad Moderna el 56 % de la población española se situaría en el interior. frente al
44 % de la costa; hacia finales del siglo XVIII la situación se habría inx enido: el Interior
tendría el 39 % y la Costa contaría el 61 % de la población. En el decenio de
1610—1619 la Costa sobrepasaría por primera vez a la población del Interior. Este rele—
vo del interior por la periferia se acelera durante el periodo 1570—16-19. Este vuelco se
debió a que, durante la Edad Moderna, el impulso de crecimiento iene de las regiones
costeras, que tiran ahora del conjunto (fig. 1.3).
Aunque la tendencia general de las dos curvas es semejante. se observan diferen—
cias notables. Para todos los decenios comprendidos entre 1570 1820, la TNR de la
Costa fue superior a la TNR del Interior. De promedio. en 7.66 % superior. Los datos
reflejan una ventaja estructural de las regiones costeras sobre las interiores, lo cual es
perfectamente comprensible en el tiempo del capitalismo comercial. No en vano, el
medio de transporte privilegiado de la Edad Moderna fue el barco, lo que permitía a
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 27
1,2 dª
+ Interior Costa
FIG. 1.3. Estimación de la Tasa Neta de Reproducción (TNR) del Inleriory la Costa,
1 550-1 859.
miento (fig. 1.4). En el Cantábrico, la difusión del maíz desde los años 1630 hará que las
tasas de crecimiento de esta región se coloquen a la cabeza de la Monarquía durante todo
el siglo XVII. Sin embargo, el impulso al crecimiento procedente del maíz irá perdiendo
fuerza durante el siglo XVIII y se habrá agotado en tomo a los años sesenta y setenta del si—
glo XVIII. En el Setecientos, el impulso principal vendrá del Mediterráneo. Durante esta
centuria —en realidad, desde los años 1660— el Mediterráneo español entrará en una lar-
ga e intensa fase de crecimiento humano, haciendo de esta región la protagonista destaca—
da del Siglo de las Luces. El desarrollo de una agricultura comercial. intensamente espe—
cializada, explicará esta fortísima expansión demográfica. A finales del siglo XVIII y co—
micnzos del siglo XIX, los productos agrarios procedentes del Mediterráneo constituirán
las principales exportaciones españolas a los mercados internacionales.
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+ Cantábrico % 〝 Mediterráneo
tasa de urbanización ——el porcentaje de población urbana respecto del total— creció
relativamente poco, la red urbana europea sufrió cambios muy notables. Perdieron
importancia relativa los pequeños núcleos urbanos en favor de las grandes urbes. A
largo plazo, la Edad Moderna se caracteriza por la aparición de nuevas ciudades de di-
mensiones hasta entonces casi desconocidas en Europa. El proceso, generalizado, al
menos en Occidente durante estos siglos, se acelerará durante el periodo 1550—1650.
Para J. de Vries, el cambio descrito explica el paso de una Europa medieval, constitui-
da por cientos de pequeños mercados comarcales organizados a partir de pequeñas
ciudades de influencia local, a la Europa moderna. Las nuevas grandes ciudades que
aparecieron durante los siglos XVI a XVIII fueron las encargadas de organizar los nue—
vos mercados regionales, nacionales e internacionales, base del esplendor económico
de la era del «capitalismo comercial».
Las capitales políticas de los nuevos Estados y los grandes puertos comerciales,
sobre todo del Atlántico, son los nuevos protagonistas de esta etapa histórica. Unas
desde el punto de vista político—institucional, otras desde el punto de vista económico,
las ciudades organizarán los grandes mercados indispensables para transformar las
nuevas oportunidades que la expansión atlántica ofrece. Dicho de otra forma, aquellos
países que no experimentaron los cambios descritos en su red urbana fueron incapaces
de transformar la expansión comercial en crecimiento económico ——y demográfico—
a largo plazo.
Espafia también participó del mismo proceso de transformación que experimentó
la Europa moderna. De hecho, los dos principales ejemplos de crecimiento urbano del
siglo XVI, Madrid (capital de la Monarquía) y Sevilla (centro del tráfico comercial con
América), responden al modelo de cambio general en el continente a que nos hemos
referido. A lo largo del siglo XVI, la red urbana española sufrió una profunda transfor—
mación, tanto cuantitativamente como cualitativamente (tabla 1.2).
A finales del siglo XVI España había alcanzado una tasa de urbanización del 14,4 %.
Alrededor de 2 de cada 13 personas vivía en una ciudad. La tasa estaba escasamente por
encima de la media en la Europa del Mediterráneo (13,7 %), la región más urbanizada del
continente, y todavía por encima de los países del noroeste europeo (8,2 %). A partir de
1600, las tasas españolas retroceden con intensidad —más, incluso, que en el Mediterrá-
neo— durante los 100 años siguientes, lo que implica un verdadero hundimiento de su red
FUENTE: J. Dr. VRIES, La urbanización de Europa. 1500-1800, Barcelona, 1987, pp. 56-57. Para
España, ver apéndices 1, 2 y 3.
30 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
TABLA 1.3. Porcentaje de la población en ciudades de más de 160.000 habitantes del total
de población urbana por grandes regiones
1500 0 0 0
1550 0 9 0
1600 20 9 0
1650 35 7 0
1700 37 14 0
1750 36 10 0
1800 32 23 11
urbana. El mínimo se alcanzará en torno a 1700 (8,5 %). A partir de ahí, lentamente esta
vez, las tasas de urbanización se irán recuperando durante el siglo XVIII, para situarse en
tomo al 14,1 % en 1800. ¡Después de 200 años, todavía no se había alcanzado el nivel de
urbanización de 1600! A pesar de todo, la tasa de urbanización mantenida durante el con—
junto de la Edad Moderna española es aceptable. y con niveles semejantes a los de las re—
giones más urbanizadas de Europa (tabla 1.2).
Hay otro aspecto de la red urbana que tiende a agravar el significado de la crisis
del siglo XVII y su larga prolongación durante el siglo XVIII: la ausencia de grandes ciu-
dades que lideren y vertebren todo el conj unto nacional, integrándolo en un mismo or-
ganismo social (tabla 1.3). La red española se caracteriza por la incapacidad para pro—
ducir ciudades con más de 160.000 habitantes.
Este fuerte crecimiento urbano, propio de la Edad Moderna, lo observamos en los
países europeos del Mediterráneo a mediados del siglo XVI, y a finales de esta centuria.
también en las regiones noroccidentales, que es donde llegará a alcanzar su máxima
intensidad cuando algo más de un tercio de su población, hacia 1650, viva en tales ciu—
dades. En España, las urbes con más de 160.000 habitantes empezarán a aparecer. y
como un fenómeno marginal dentro de la red urbana, sólo a finales del Antiguo Régi-
men, por lo tanto, con varios siglos de retraso con respecto a las áreas más desarrolla—
das de Europa.
En resumen, España, que había alcanzado durante el siglo XVI un intenso proceso
de urbanización de naturaleza semejante al observado en Europa. será incapaz de man—
tener su red urbana durante los siglos XVII y XVIII; esta, además, aunque no resultaba des—
deñable comparada con los niveles europeos, carecía de un núcleo central que articulara
el conjunto. Esto ayuda a precisar el carácter peculiar de su crisis en el siglo XVII. Si en
términos de población total no fue tan grave si la comparamos con el promedio del con—
junto europeo, si lo fue la crisis de su sistema urbano. Hundido durante el siglo XVII, par-
cialmente recuperado durante el XVIII, careció de un lugar central que liderase el conjun-
to del sistema y lo articulase como una unidad coherente.
Otro de los rasgos característicos de la estructura urbana española durante la
Edad Moderna es su desplazamiento hacia el sur. Si consideramos dos mitades, al nor-
te y al sur de Madrid, comprobamos que la red urbana septentrional pierde progresiva-
mente importancia, mientras que al contrario sucede con la meridional. El peso abru-
madoramente predominante de la red urbana en el sur de España tendió a reforzarse
durante la Edad Moderna.
LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500-1860 31
En la España del norte, la tasa de urbanización fue más baja y tendió a perder im—
portancia entre 1550 y 1700. Se podría decir que vivieron un tanto al margen del gran
proceso de urbanización que tiene lugar en Europa entre 1550 y 1650. Más bien, por el
contrario, durante estos años sufrieron un cierto proceso de desurbanización. Esta si—
tuación sólo cambiará, y lo hizo muy rápidamente, entre 1800 y 1850. En esos 50 años
la tasa de urbanización en las regiones septentrionales pasa del 6,1 al 15 %.
En la España meridional, la red urbana, que ya era muy importante en 1500, casi
triplica su peso demográfico durante el siglo XVI, llegando a contener el 22,3 % de la
población a finales de siglo. A pesar de la intensidad de la crisis del siglo XVII, la tasa
de urbanización sigue siendo muy importante en 1700 (14,4 %). Entre 1500 y 1700, el
desplazamiento de la población urbana hacia el sur es patente. Si en 1500 hay 1,7 per—
sonas en las ciudades del sur por cada habitante de las ciudades del norte, la propor—
ciôn se ha tornado de 5,3:1 en 1700. A principios del siglo XVIII el 84 % de la población
urbana vive en las ciudades meridionales.
Este desequilibrio regional se suaviza algo durante el siglo XVIII y primera mi-
tad del XIX. En 1850 la proporción entre la España meridional y la septentrional ha
vuelto a los mismos niveles que en 1500: 1,9: 1. Dicho de otro modo, entre 1500 y
1750 el crecimiento urbano del país fue acompañado por un cierto desplazamiento
de la red urbana hacia el sur, lo que provocó un creciente desequilibrio entre la
España septentrional, cada vez menos urbanizada, y la meridional, con tasas de ur—
banización muy altas. Cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la tasa
de urbanización se recupere, lo hará sobre nuevas bases. Ya no se concentrará en el
sur, sino que la nueva red urbana será más equilibrada por la mayor intensidad del
crecimiento urbano del norte.
Una última consideración. Si desde el punto de vista social, económico, político
o cultural las ciudades son esenciales para explicar los cambios más relevantes de la
Edad Moderna europea, desde el punto de vista demográfico las ciudades son verda—
deros parásitos: viven del mundo rural. En efecto, es ya un lugar común que las ciuda—
des de la Edad Moderna tienen un crecimiento natural negativo (las defunciones son
mayores que los nacimientos). En la tabla 1.5 se describe el caso de Madrid entre 1650
y 1839. Aunque la tasa de crecimiento negativa tiende a descender con el paso del
32 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
FUENTE: M.a F. CARBAJO ISLA, La población de la villa de Madrid. Desde finales del siglo 灯 …' }…
mediados del siglo XIX, Siglo XXI, Madrid, 1987.
tiempo, reflejo de unas mejores condiciones de vida dentro de la ciudad. en todos los
decenios las defunciones superan a los nacimientos.
Esto es fruto de la combinación de dos factores, comunes a todas las grandes ciu—
dades europeas. El contacto intenso entre miles de hombres y la continua entrada _\ ‚<а—
lida de personas, animales y objetos procedentes de múltiples lugares distintos. hace
de la ciudad un medio ideal para la difusión de todo tipo de enfermedades infecciosas.
lo que aumenta los niveles de mortalidad. En segundo lugar, la fecundidad de las ciu-
dades es muy baja debido a una nupcialidad muy restringida. En la ciudad. la gente o
bien se casa tarde, o no lo hace nunca, por lo que el porcentaje de solteros en las socie-
dades urbanas es muy alto. Esto explica el crecimiento natural negativo de las ciuda—
des y su dependencia de la inmigración. Un flujo continuo de inmigrantes procedentes
del campo alimenta y sostiene a las ciudades del Antiguo Régimen.
Lógicamente, a medida que las ciudades son más grandes, el flujo de inmigrantes
debe aumentar. Si las ciudades crecen demasiado, pueden incluso provocar la despo-
blación del campo y el hundimiento general de la población. Muchos autores españo—
les del siglo XVII señalan como una de las causas de] declive demográfico de las ciuda—
des precisamente la despoblación del campo. ¿Provocó la emigración a las ciudades el
hundimiento de las poblaciones rurales? En el Apéndice se hace una estimación del
crecimiento natural de la población española entre 1530 y 1859 у el saldo migratorio
para el conjunto de las ciudades españolas de estos siglos. Pretendemos estimar qué
porcentaje del crecimiento natural de la población española fue absorbido por las ne—
cesidades demográficas de la red urbana. Los resultados se reflejan en la figura 1.5 y
se comparan con la TNR estimada para el periodo.
En la primera mitad del siglo XVI las ciudades absorbían entre el 40 y el 50 % del
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 15001860 33
150
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璽 + TNR
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5 “g ] Porcentaje del creCImlento
E 臺 natural rural absorbido por
Ё : Ias ciudades
_ y la emigración `
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璽 」 americana , `
50
FIG. 1.5. El coste demografico de la red urbana y la crisis española del sigla XVI]. Porcen—
taje del crecimiento natural absorbido por la red urbana, 1500-1859.
crecimiento natural del campo, que soporta el crecimiento del conjunto. Esa situación
se modifica significativamente al crecer las ciudades durante la segunda mitad del
mismo siglo, pasando a recibir entre el 50 y el 60 % del crecimiento natural. Sin em—
bargo, desde el punto de vista demográfico, todavía hay margen para el crecimiento
del conjunto del país. Desde 1580-1589, la TNR española empieza de descender, y a
partir de 1610-1619 y hasta 1660—1669 se hunde. Parece que es el hundimiento demo—
gráfico del campo el que ocasionará, con su caída, el de las ciudades, que tendrán que
adaptar su tamaño a la nueva situación demográfica del país, pues dependen de la in—
migración rural. Entre 1630 y 1649 la inmigración a las ciudades supera al crecimien—
to natural del campo. La lenta recuperación del crecimiento demográfico durante la
segunda mitad del siglo XVII explica el estancamiento urbano de este periodo. Habrá
que esperar al crecimiento vigoroso del campo durante el siglo XVIII para que las ciu—
dades se recuperen y retomen el crecimiento positivo.
Atendiendo al conjunto del país, el hundimiento demográfico de las ciudades a
partir de la década de 1630—1639 viene precedido, al menos desde dos décadas antes,
por el hundimiento de las poblaciones rurales, 10 que impidió la renovación de los ha—
bitantes de las ciudades.
Sin embargo, si distinguimos la situación de las regiones del norte, menos ur—
banizadas, y la situación de las regiones del sur, más urbanizadas, se observan dos
34 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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FIG. 1.6. El coste demográfico de la red urbana en las regiones del norte de Españ…-. Cre-
cimiento natural del campo e inmigración urbana у americana, 1500-1859.
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FIG. 1.7. El coste demográfico de la red urbana en las regiones del sur de España. Creci—
miento natural del campo e inmigración urbana у americana, 1500-1859.
su afluencia no bastó para mantener el tamaño que las ciudades habían alcanzado du-
rante la segunda mitad del siglo XVI. Sin nuevos inmigrantes, la renovación de los gru—
pos urbanos fue imposible, entrando en un proceso de decadencia generalizada. Posi-
blemente, el aumento de la presión fiscal desde finales del siglo XVI y durante la pri—
mera mitad del XVII, que recaía especialmente sobre las regiones meridionales, hizo la
vida en estas ciudades menos atractiva, reduciendo el flujo de nuevos pobladores nor—
teños. Quizás, la revolución del maíz, al dar nuevas oportunidades de asentarse en su
tierra a las poblaciones del Cantábrico, redujera la emigración hacia el sur, lo que
pudo agravar la crisis de las ciudades del resto del país.
sentido considerar la Monarquía hispánica, una unidad política, también como una
unidad demográfica? Lo sugerido más arriba hace pensar que sí.
Para ilustrar el primer aspecto, la diversidad de regímenes demográficos regiona—
les dentro de la Monarquía, hablaremos en primer lugar de los niveles de mortalidad
entorno a 1860 y de la nupcialidad a finales del siglo XVIII. Para ilustrar el segundo as—
pecto, consideraremos el problema de la red urbana peninsular y los movimientos mi—
gratorios.
Es ya un tópico de sobra conocido que durante la etapa preindustrial los nix eles
de mortalidad eran mucho más altos que en nuestro tiempo. Las crisis de subsistencia.
asociadas a las malas cosechas, o las infecciones, azotaban periódicamente a las po—
blaciones mermando sus recursos humanos. Un rasgo específico de la mortalidad del
Antiguo Régimen es, también, la elevadísima mortalidad infantil. Esta situación pare—
ce que se agravaba en los países mediterráneos, donde las altas tasas de mortalidad de
los niños de l a 4 años eran particularmente altas. La larga sequía veraniega asociada
a los fuertes calores favorecía la difusión de las enfermedades del aparato digestix o.
provocando en los niños diarreas. deshidratación * la muerte prematura. Cada año.
cuando empezaban a llegar los calores veraniegos. las defunciones de pin ulos au—
mentaban espectacularmente.
En el caso de España, este panorama general permite algunas matizaciones. Los
estudios monográficos regionales ponen de manifiesto fuertes diferencias en la espe—
ranza de vida durante la época moderna. Estas diferencias en los niveles de mortalidad
no parecen corresponder solamente a situaciones coyunturales. Retlejan diferencias
estructurales largamente mantenidas en el tiempo, derivadas de las diferencias climá—
ticas e históricas.
En los mapas 1.1 y 1.2 se reflejan los niveles de mortalidad provincial en tor—
no a 1860, que creemos representativos de estas diferencias estructurales manteni—
das a lo largo de la Edad Moderna. En el primero se describe la esperanza de vida al
nacer por provincias; en el segundo, la probabilidad de muerte para los niños de l a
5 años.
Los niveles de esperanza de vida más altos se encuentran todos prácticamente en
el norte, en las regiones de la franja del Cantábrico y en las provincias pirenaicas. En
las regiones meridionales, con la excepción de Murcia, Alicante Huelva. la esperan—
za de vida es inferior, destacando las regiones del centro peninsular por sus bajos nive—
les. Estas diferencias entre regiones se explican prácticamente por la enorme dispari—
dad en los niveles de mortalidad de los niños entre uno y cinco años. Las regiones en
las que la probabilidad de muerte de éstos es más baja son las regiones con más alta es—
peranza de vida. En este caso destacan las provincias situadas en el Cantábrico por sus
bajísimos niveles de mortalidad infantil.
Las regiones de clima mediterráneo tienen los más altos niveles de mortalidad de
l a 5 años. Los calores veraniegos, la sequía más intensa. que obligaba a beber agua
de pozos y algibes, y la mayor duración del verano, aumentaban los riesgos para los
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38 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
. Más de 24 años
_ De 23,5 а 24 afios
De 23 a 23.5 años
Ш De 22 a 23 años
Ш Menos de 22 años
MAPA 1.3. La edad de matrimonio de las mujeres por regiones. Finale.? del siglo XVIII.
300 1.5
1,4
250
_ 1,3
200
1,2
150
100 ^ ~ *
" ー
50
—— 0,9
FIG. 1.8. El crecimiento demográfico de las regiones más directamente afectadas por la
expulsión de los moriscos (Aragón, Valencia y Murcia), 1500—1859.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 41
75
50
_\
25
Periodo
FIG. 1.9. La endogamia banderiza. Matrimonios dentro yfuera del bando: aristocracia
navarra 1375-1699.
44 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
90
45 \
Periodo
— Con viejas familias banderizas
FIG. 1.10. El triunfo de la exogamia. Matrimonio dentro )“filera del reino: tzrz'swfracía
navarra 1375-1699.
cimiento de su poder e inlluencia dentro del bando, grupo politico de alcance regional
sobre el que se asienta el orden político del Reino. Desde comienzos del siglo XVI. tras
su incorporación a la Monarquía, las estrategias sucesorias y matrimoniales de las eli—
tes navarras cambiaron radicalmente (fig. 1.10). En apenas una generación. al mismo
tiempo que se imponía el sistema de heredero único, las viejas familias aristocráticas
empezaron a casar a sus descendientes, por arriba, con herederos del resto de linajes
de Castilla 0 de Aragón, y, por abajo, con los palacianos navarros, la nueva aristocra—
cia regíonal que surge en torno a las Cortes locales durante el siglo XVI. De este modo,
se constituían en el puente entre las nuevas elites surgidas en torno a la Corte madrile—
ña al amparo de la Monarquía, y las nuevas elites regionales, puente que sirvió para
asentar su poder social en la nueva situación.
En toda la Monarquía, las elites regionales compitieron por entrar, a través del
matrimonio, en los nuevos círculos en formación en torno a la Corte y la Monarquía.
La generalización del sistema de heredero único entre las aristocracias, que las leyes
de Toro consagran en Castilla en 1505, redujo el número de herederos de los linajes, lo
que hacía más difícil entrar en los nuevos ambientes de la Corte. Ahora, el modo de
consolidar la posición social dentro de la Monarquía era emparentar con un linaje bien
situado en la Corte, casando a una hija con el heredero. Para ello, además de la acepta-
ción social generalizada, había que pagar una buena dote. El resultado fue el aumento
del valor de las dotes de las hijas de la nobleza, observable por todas partes a partir del
siglo XVI y durante el XVII.
LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500-1860 45
El precio que tuvieron que pagar las familias por este aumento del valor de las
dotes fue el endeudamiento de sus patrimonios y, al final, la reducción del número de
hijos casados. Multitud de hijos segundones de la nobleza tuvieron que buscarse un
futuro por otras vías, ya sirviendo a la Monarquía como funcionarios 0 militares, ya
sirviendo a la Iglesia como clérigos o monjas, permaneciendo un alto porcentaje de
ellos solteros.
Para la aristocracia, las consecuencias de esto fue una extinción frecuente de los
linajes por falta de descendencia y una concentración de títulos y patrimonio en muy
pocas casas.
En efecto, el matrimonio cada vez más frecuente entre dos herederos, reducía el nú—
mero de linajes, al tiempo que aumentaba notablemente el patrimonio del linaje resultan—
te. El caso de la Casa de Medinaceli es ilustrativo. En 1671 había acumulado cinco títulos
de grandeza, dos generaciones después eran siete y una después sumaban nueve. Esto sólo
se explica por una deliberada y sistemática política de búsqueda de una heredera con título
de grandeza como esposa para el heredero de la Casa. Desde esta perspectiva, se podría
interpretar la crisis del Antiguo Régimen como el resultado de la extinción biológica de
las elites sociales que dieron soporte hasta entonces al régimen, fruto de una estrategia que
prima la calidad de la descendencia sobre la cantidad.
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APÉNDICES
Sur Exu)
Año Cantábrico Inferior norte Interior sur Mediterráneo \Iydim‘rânw Tom]
Cantäbrico: Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra. Interior norte: Castilla 1a Vie—
ja-Lcón, La Rioja y Aragón. Interior sur: Extremadura, Castilla la Nueva y Madrid. Sur Mediterrá-
neo: Andalucía y Murcia. Este Mediterráneo: Cataluña, Valencia е Islas Baleares.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500—1860 47
Castilla Castilla
Decenio la Nueva la Vieja León Extremadura Aragón
Tasa de natalidad
en 1787 44,0 35,9 34,5 44,9 35,6
48 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
FUENTES: Castilla La Nueva (D. Reher, М.п F. Carbajo); Castilla La Vieja (J, Nadal, B. Yun, A. Mar—
cos); León (J. Nadal); Extremadura (E. Llopis, M. A. Melón, M. Rodríguez Gancho, A. Rodríguez Graje—
ra, F. Zarandieta); Aragón (A. Moreno, J. A. Salas); País Vasco y Navarra (J. Nadal, A. Floristan, A. Ariz-
kun, A. Moreno, A. Zabalza y C. Ruiz); Galicia (P. Saavedra); Asturias (la misma serie que para Galicia);
Andalucía (J. Nadal, J. L. Sánchez Lora, J. Sanz); Murcia (R. Torres); Valencia (M. Ardit); Cataluña (J.
Nadal, S., Caralt, A. Moreno); Islas Baleares (Segura—Suau y Vidal—Gomila).
Por último, la reconstrucción es menos fiable en los extremes, antes de 1570 y después de 1800,
cuando las lagunas en las series son más amplias.
METODOLOGÍA
V.3. Corona de Aragón y Murcia. Origen de los navios y novias. Por mil
La realidad social es compleja, tiene diferentes caras y, por tanto, se puede defi—
nir desde diferentes puntos de vista. La sociedad del Antiguo Régimen se ha caracteri-
zado como una sociedad profundamente desigual, estamental, corporativa y feudal.
Una sociedad estamental, en la que tres estamentos —el clero, la nobleza y el estado
llano— se diferenciaban legalmente, distinguiendo a los dos primeros con privilegios
de estatuto, atributos y honor. Una sociedad marcada por profundas desigualdades
económicas, con enormes diferencias en la propiedad y distribución de la renta, con
una inmensa mayoría que trabajaba la tierra —generalmente sin poseerla— y pagaba
rentas, y una minoría rica que no trabajaba, poseía tierras abundantes y percibía las
rentas. Una sociedad corporativa, encuadrada en sólidas comunidades urbanas y rura—
les, en corporaciones gremiales y religiosas, en casas y familias, cuya pertenencia
confería a sus miembros identidad social, estatutos y derechos, y marcaba la frontera
entre los propios y los foráneos, entre los integrados y los marginados. Una sociedad
feudal, o señorial, en la que los hombres y las tierras estaban bajo la jurisdicción de se—
ñores —reyes, nobles o eclesiásticos— y cuyas relaciones se entendían como relacio—
nes recíprocas entre señores y vasallos. Una sociedad religiosa, en la que lo espiritual
y lo temporal parecían inseparables, y enla que la iglesia católica, con su red de parro—
quias, conventos y cofradías, era la única institución que llegaba realmente, de forma
capilar, a todas las comunidades, corporaciones y familias, y cuya dirección y doctrina
impregnaba todos los aspectos de la vida social.
Al tratar de los grupos sociales del Antiguo Régimen, los historiadores los han
analizado sobre todo como estamentos, o grupos de estatuto personal, siguiendo el
orden jurídico heredado de la Edad Media, y como clases, término que ha tenido di—
ferentes acepciones según las doctrinas historiográficas, pero que, de un modo gené—
rico y válido para el análisis de cualquier sociedad, significa el orden о número de
personas del mismo grado, calidad u oficio, o el conjunto de personas que corres—
ponden al mismo nivel social y que presentan cierta afinidad de medios económicos.
intereses, costumbres, etc. De este modo, la definición del orden estamental con que
54 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
El entramado social del Antiguo Régimen era un conjunto muy plural y complejo
de cuerpos sociales diferentes, como los estamentos, señoríos, comunidades, corpora—
ciones y casas, que estaban institucionalizados o formalizados jurídicamente como ta—
les, y de vínculos personales, como los de familia y parentesco, amistad y paisanaje,
patronazgo y clientelismo, que relacionaban a las personas establemente y que, aun—
que no estaban institucionalizados jurídicamente, tenían un gran significado para la
articulación de los grupos o redes sociales que actuaban efectivamente en la sociedad.
Lo que llamamos «sociedad de la España moderna» era en realidad un agregado
de comunidades _sociales y políticas al mismo tiempo— de muy diversa naturaleza,
a las que los hombres y mujeres de toda condición se hallaban adscritos por vínculos
EL ENTRAMAD0 S。CーAL Y POLÍTICO 55
libre y revocable delos individuos. Unos eran dados por el nacimiento o por otras vías
de ingreso en una comunidad o grupo. Así ocurría con la pertenencia a una familia, pa-
rentela, comunidad campesina o urbana, corporación profesional, comunidad religio—
sa o señorío feudal. Los funcionamientos que estos vínculos comportaban ——la perte—
nencia y el estatus en su seno, la integración y la exclusión, la organización colectiva y
jerárquica, los derechos y deberes— pesaban sobre los individuos de un modo particu—
larmente imperante. Otros vínculos eran lazos personales contraídos por los indivi—
duos y, por lo tanto, admitían un mayor grado de elección, como las relaciones de
amistad o de clientelismo. Aunque en estas relaciones el grado de libertad era mayor,
los términos de la relación estaban preestablecidos por la tradición; el compromiso te—
nía un carácter en principio estable o duradero, obligaba moralmente y exigía a los in—
dividuos pautas de comportamiento, reciprocidades e intercambios más o menos ex—
plícitos.
Cada vínculo se regía, en principio, por una reglas comunes que debían gobernar
sus funcionamientos colectivos y que constituían tanto su costumbre o tradición,
como, en la medida en que se practicaran efectivamente, la experiencia de sus miem-
bros desde su nacimiento: normas de la comunidad o grupo, autoridad, deberes y dere—
chos en su seno, obligaciones de reciprocidad y correspondencia. En la sociedad del
Antiguo Régimen, las comunidades eran jerárquicas. de tal modo que todo cuerpo te—
nía su cabeza: casas cuyo padre de familia gobernaba a la mujer, a los hijos, a los cria—
dos y dependientes: comunidades campesinas bajo la jurisdicción de un señor y domi—
nadas por las familias principales del lugar: gremios que agrupaban a los talleres de un
mismo oficio, gobernados por los maestros de taller: parroquias dirigidas por los pas—
tores de las almas; conventos cuyos profesos prestaban voto de obediencia al abad; va—
sallos que juraban fidelidad a su rey, etc.
En definitiva, los vínculos característicos del Antiguo Régimen eran al mismo
tiempo vínculos de integración y de subordinación. Integraban a los individuos en
grupos o comunidades que aseguraban su supervivencia y les conferían una identidad
social (su sustento en una economía doméstica, su existencia y estatuto reconocidos,
su [e y salvación eterna, su derecho de justicia y protección, etc.) y, al mismo tiempo,
les ataban estrechamente, les imponían unas normas, les vinculaban a una autoridad y
les procuraban unos deberes y obligaciones. Estas obligaciones eran diferentes según
el estatuto, de autoridad o no, que se ocupara en el seno del grupo, como eran diferen—
tes las obligaciones del padre de familia y las de los familiares y domésticos que esta—
ban bajo su gobierno. las del maestro de taller y las de los oficiales y aprendices que
trabajaban bajo su dirección, las del señor y las de sus dependientes, las del rey y las de
sus vasallos. Pero estas obligaciones se referían a todos sin excepción, tanto a los su—
periores como a los dependientes: eran obligaciones mutuas vinculantes que obliga—
ban recíprocamente. Como tales, formaban parte de la costumbre o constitución con—
suetudinaria de la comunidad o grupo, y definían los valores de su <<economía moral».
Desde luego, podían ser cumplidas o no, pero los actores valoraban con respecto a
ellas lo que era justo o injusto, ejercicio legítimo de la autoridad o abuso de poder,
cumplimiento o deslealtad, y actuaban en consecuencia, mediante prestaciones, soli—
daridades y recompensas, o, al contrario, mediante castigos, formas subterráneas de
resistencia, o enfrentamientos abiertos. En cualquier caso, estas obligaciones mutuas
vinculantes definían el derecho de las partes y si las acciones respectivas se ajustaban
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 57
o no a derecho, y, sobre esa base, los implicados se enfrentaban ente sí, se acomoda—
ban o acudían a los tribunales a pedir justicia.
En principio, la costumbre sometía tanto al más poderoso como al más débil,
pero, tratándose de dependencias personales, la autoridad estaba en manos de señores
particulares y los riesgos de arbitrariedad eran enormes, sin que mediasen, como ocu—
rre en los estados contemporáneos, instancias públicas, leyes y formas asociativas que
regularan y protegieran, con suficientes garantías para los dependientes, los derechos
de los individuos y las relaciones entre ellos. En la medida en que el ejercicio de la au—
toridad estaba en manos de señores particulares, su aplicación dependía en gran parte
de su comportamiento personal, más que de un <<sistema» social y político, y requería,
por lo tanto, una regulación moral dirigida a la persona. Esto explica, sin duda, algu—
nas características centrales de la tratadística de la época. Desde la Anti guedad, la Eli—
ca, la Oecanomica y la Politica culminaban con una teoría de las virtudes del hombre
—del señor de la casa y del hombre de Estado—, de las que dependía, en última ins—
tancia, el buen gobierno.
Estos lazos vinculaban a gentes de estatuto diferente en posiciones de autoridad y
subordinación. El vínculo no se establecía sobre la base de la igualdad, de las caracte—
rísticas individuales semejantes, como una relación entre iguales, y las separaciones
no disociaban a los individuos diferentes sino a los diferentes conjuntos. Se trataba de
vínculos jerárquicos que establecían las diferencias internas de posición y de atribu—
ciones. Esta jerarquía era la forma propia del grupo o comunidad, su modo de organi—
zación, y no un valor abstracto impuesto desde fuera. Desde los valores i gualitarios de
la sociedad contemporánea tendemos a pensar que una comunidad es una comunidad
de iguales, que por lo tanto excluye a los que son superiores, pero, en el Antiguo Régi-
men, las comunidades eran sociedades jerárquicas.
Los análisis de la sociedad del Antiguo Régimen en términos de estamentos, cla—
ses O grupos sociales tienden a confundir la diferencia con la separación, a separar a
los diferentes. Sin embargo, su estructura organizativa no se caracterizaba por la sepa—
ración de los diferentes sino por estrechos vínculos de dependencia. Las profundas di—
ferencias económicas, organizativas y honoríficas de la sociedad del Antiguo Régi—
men no daban lugar a clases o estamentos separados unos de otros, sino a estrechos
vínculos de autoridad y de dependencia, de paternalismo y de deferencia, de dominio
y de subordinación. La diferencia se daba, como jerarquía, en el seno de cada vínculo,
como estructura interna de cada comunidad, señorío o formación colectiva, incluso en
círculos sociales que hoy parecen relativamente igualitarios, como la familia y el pa—
rentesco.
Los vínculos personales de aquella sociedad tenían un valor ambivalente, no uni—
dimensional. Por un lado eran vínculos de integración que debían de asegurar la super—
vivencia de los individuos, por otro eran vínculos de dominación y de dependencia.
En aquella sociedad, las funciones de gobierno, lajusticia, la protección, la paz, la se-
guridad social, la gestión de recursos y muchas prestaciones que hoy están en manos
de un ente público como el Estado, o de asociaciones que prestan servicios y a las que
los individuos adhieren o contratan libremente, estaban asumidas por las casas, comu—
nidades, corporaciones y señoríos en que se organizaba aquella sociedad y dependían
en gran medida de los señores particulares que, desde el padre de familia hasta el señor
feudal o el rey, gobernaban dichas comunidades y controlaban y distribuían sus recur—
58 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
sos. Los individuos podían acceder a dicha protección y recursos mediante su adscrip—
ción, tutela y dependencia de los poderosos a los que se hallaban vinculados. En defi—
nitiva, como toda relación ente desiguales, estos vínculos comportaban una posición
de autoridad y exigían una subordinación.
Desde la Edad Media, los reinos se habían ido formando mediante la agregación
de territorios y comunidades de muy diferente entidad bajo la corona de un mismo
monarca y, todavía en vísperas de la revolución liberal, la Monarquía seguía siendo un
agregado de territorios con instituciones y leyes diferentes, de cuerpos de toda clase
—señoríos, comunidades, corporaciones, estamentos— dotados de estatutos privile—
giados, y de jurisdicciones plurales, heterogéneas e imbricadas. A diferencia de lo que
ocurre en las naciones contemporáneas, lo que llamamos sociedad no era, por tanto,
un conjunto de individuos regidos por unas reglas comunes, sino un agregado de cuer-
pos y estamentos muy diversos, regidos cada uno por sus leyes particulares о «privile—
gios» (privala lex), por sus «buenos usos, costumbres, libertades y l'ranquezas».
Hasta la Revolución liberal, en el primer tercio del siglo XIX, no se formó un Esta—
do como <<ente impersonal y abstracto, sujeto unitario de derecho público y detentador
del monopolio del poder político». A diferencia de lo que ocurre en los estados con—
temporáneos, el productor exclusivo del derecho no era el Estado. La Corona no goza—
ba de un monopolio de edición del derecho positivo, ni podía por sí misma definir el
bien común o la utilidad pública. Al contrario, lo constitutivo de las sociedades del
Antiguo Régimen era la pluralidad de las fuentes del derecho. Como hemos visto, el
cuerpo político del reino era en realidad un conjunto de cuerpos y estamentos dotados
de sus derechos propios y, en este contexto, el poder real, como jurisdicción suprema,
estaba encargado de velar por el respeto y la conservación de dichos derechos, y se ha—
llaba limitado tanto por ellos como por la ley divina y la ley natural.
Las instituciones de la administración real y de los reinos (los Consejos, los co-
rregimientos, las Cortes) actuaban sobre la base de esa constitución normativa y de—
bían conocerla para poder legislar o actuar conforme a su derecho. Los diversos cuer—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 59
pos políticos eran singulares y las disposiciones que les concemían también. Por lo tan-
to, no existía un principio unívoco de gobierno, ni una legislación general. Las compila—
ciones legislativas eran en buena medida un conjunto de disposiciones particulares para
tal o cual cuerpo y, cuando intentaban ser generales, estaban matizadas por múltiples
excepciones. Asimismo, el soberano gobernaba a través de decisiones puntuales —para
hacer justicia y reparar agravios—, a petición de las partes afectadas.
En aquel contexto, el poder del rey no era considerado como absoluto, sino limi—
tado. El sistema político de la Monarquía hispánica era pactista. Se caracterizaba por
la relación contractual, hecha de derechos y deberes recíprocos, entre el rey y las co-
munidades del reino, y por el respeto a las leyes particulares de los diferentes cuerpos
políticos que formaban la Monarquía. Las relaciones entre las comunidades del reino
y el monarca se concebían en términos de reciprocidad. Sus estatutos y privilegios no
podían ser modificados unilateralmente. El contrafuero por parte de la Corona provo—
caba protestas legales (<<se obedece pero no se cumple»), con las que se llamaba a la
revisión, y el desacato grave de estos derechos por el monarca podía desligar a sus va—
sallos de su deber de fidelidad y llevar incluso ala revuelta, en los casos más extremos.
En sentido inverso, los servicios de los vasallos al monarca merecían recompensas, y
la traición sanciones, lo que podía traducirse mediante un aumento o supresión de sus
privilegios.
Entre las funciones de las autoridades, y sobre todo del rey, la más importante era
la de la justicia, concebida como justicia conmutativa, consistente en dar a cada uno lo
que le pertenece. Esta justicia consistía en respetar los derechos de las personas y de
los grupos según estaban definidos por sus constituciones corporativas y estamenta—
les. Todos los jueces del reino, desde los alcaldes y señores en primera instancia, hasta
los tribunales del monarca, debían juzgar conforme a derecho, según las leyes del rei—
no, esto es, según los privilegios y costumbres de cada comunidad, corporación y esta—
mento. En cada cuerpo social, el derecho venía dado por su propio desenvolvimiento,
por su historia y tradición, y se recogía tanto en leyes escritas (fueros, ordenanzas,
etc.) como en la costumbre o derecho consuetudinario, que no era algo fijo o estático,
sino el conjunto de prácticas o usos comunes que los miembros de la comunidad con—
sideraban como propios y legítimos. Para la comunidad, el bien común se identificaba
con su costumbre, esto es, con su propia vida y funcionamiento. De ahí la legitimidad
profunda de la «tradición», como expresión de la identidad propia en tanto que comu—
nidad, y la defensa recurrente por las comunidades de su identidad y estatuto específi—
cos en el conjunto más vasto del reino, luchando por mantener sus «buenos usos, cos—
tumbres, libertades y privilegios» frente a las «novedades» y los <<malos usos».
Esta constitución específica era la fuente de los derechos y deberes de los
miembros de la comunidad, definía su identidad corporativa singular y era diferente
a la de otras comunidades y corporaciones, marcando la frontera entre los miembros
del cuerpo, que gozaban de sus derechos y privilegios, y aquellos que le eran extran—
jeros y que quedaban excluidos de ellos: los vecinos frente a los foráneos, los agre—
miados frente a los intrusos, los nobles frente a los plebeyos, los clérigos frente a los
laicos, etc.
Estos cuerpos políticos no eran ni se imaginaban iguales unos de otros. Cada uno
tenía funciones y prerrogativas diferentes, derechos y deberes específicos que reco—
gían sus estatutos o su costumbre. La desigualdad y la existencia de una jerarquía en-
60 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tre los grupos eran públicamente reconocidas y consideradas como naturales: esta—
mentos, comunidades y corporaciones con diferentes estatutos y privilegios. Esta di—
ferencia se expresaba ritualmente en los actos públicos, como entradas reales, fiestas
urbanas, procesiones, en que la sociedad corporativa se representaba a sí mismaen sus
cuerpos, dignidades y jerarquías.
En el imaginario tradicional, cada cuerpo estaba naturalmente representado por
su cabeza. La organización de estos cuerpos era jerárquica y cada uno tenía una autori—
dad legítima y reconocida a su cabeza. La representación de cada grupo competía & sus
autoridades о miembros principales o más dignos. Los fundamentos de la autoridad,
su legitimidad, no se ponía en tela de juicio. Se daban luchas entre poderosos para ver
quién ejercía la autoridad en el seno de la comunidad, o conflictos y revueltas contra
los abusos de poder y los malos usos, pero no se contestaba el «principio de autori—
dad», que era considerada como algo «natural», sin duda como aceptación de la reali—
dad heredada, y en ausencia de ideologías contrarias o alternativas.
Las relaciones entre las comunidades y sus señores se seguían pensando en tér—
minos de vasallaje. El vínculo del rey con sus reinos era visto como una relación bila—
teral de los vasallos con su señor: una relación mutua vinculante en la que los buenos
vasallos prestan lealtad y servicio a su señor, mientras que el rey protege y hace que se
respeten las libertades y leyes particulares de los cuerpos mediante su acción de justi—
cia. Las virtudes de los vasallos que se exaltan son la lealtad. la fidelidad y el honor.
La historiografía liberal pensó que la disolución del vínculo feudal fue un paso
previo y decisivo en el proceso moderno de estatalización. Sin embargo, a pesar de
que en la época moderna el control real sobre los territorios fue ganando fuerza, esto
no significó el ocaso temprano del sistema feudal. Los vínculos de vasallaje continua—
ron vigentes, como lo muestra la vertebración sociopolítica de amplios territorios en
torno del señorío y la perpetuación de las relaciones de dependencia recíproca entre el
rey y su nobleza a traves de las relaciones de patronazgo y clientelismo, que han sido
calificadas por algunos autores como «feudalismo bastardo». Como veremos más
adelante, a lo largo de la Edad Moderna, el intercambio entre las elites de los reinos y
la Corona constituyó la clave de bóveda del sistema político. Los patriciados locales
y provinciales se hallaban vinculados a la Monarquía por un flujo constante de inter—
cambios, en el que recibían favores políticos, cargos, honores, pensiones, a cambio de
una lealtad y servicio que debía asegurar la gobernabilidad del país. Las relaciones
de gobierno entre el rey y los reinos, o entre los señores y las comunidades, eran en
buena medida relaciones personales entre elites dirigentes.
En la Edad Moderna, los nobles tuvieron menor pujanza y autonomía que en los
siglos bajomedievales, pero no fueron desplazados, sino asociados por la Corona al
gobierno de la monarquía. La monarquía y la aristocracia se necesitaban mutuamente:
la Corona gobernaba también a través de la superioridad social de la alta nobleza y de
su poder en amplios territorios, mientras que la aristocracia buscaba los crecidos bene—
ficios que reportaba el servicio al monarca. La nobleza participó a todos los niveles en
el gobierno de los reinos, a través de sus cargos en la Corte, de su señorío sobre am—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 61
plios estados territoriales, de sus cargos en los gobiernos de las ciudades y de la in—
fluencia clientelar que le procuraba su superioridad económica, social y política.
Las elites dirigentes del reino eran las elites de poder y de fortuna: varios miles de
familias, miembros de la aristocracia, de la nobleza señorial y regidores de las ciuda-
des y villas más importantes. Su posición se asentaba sobre la posesión de grandes
propiedades y la percepción de cuantiosas rentas, sobre sus privilegios estamentales y
honoríficos, y sobre sus cargos de gobierno y sus jurisdicciones señoriales. Estas fa—
milias tenían una notable capacidad de reproducción, manteniéndose como linajes
principales de generación en generación, a través de su endogamia matrimonial, de
sus estrategias de colocación de los hijos y de mecanismos de transmisión patrimonial
como el mayorazgo y los bienes eclesiásticos de manos muertas.
El mayorazgo consistía en la vinculación de una serie de bienes y de derechos en
un conjunto indivisible que se transmitía siguiendo un orden de sucesión, normalmen—
te la primogenitura, de tal modo que el titular —más usufructuario que propietario—
no podía enajenar aquellos bienes sin autorización del monarca, conservando así la
posición económica, la permanencia del apellido y el lustre del linaje. Otras inversio—
nes económicas de estas familias las vinculaban especialmente y de forma duradera
con la Iglesia. Las capellanías eran fundaciones perpetuas que, mediante la donación
de ciertos bienes a la Iglesia, sufragaban un beneficio eclesiástico cuyo beneficiario,
el capellán, era nombrado por el fundador y por sus descendientes. Estas capellanías
aseguraban la colocación de los segundones y favorecían, como el mayorazgo, la per—
petuación de la base social de las familias dirigentes. Los primogénitos de las familias
nobles eran depositarios de la titularidad de los bienes y derechos del mayorazgo y te—
nían en sus manos el gobierno de la casa aristocrática y de sus estados o señoríos. Los
cadetes ocupaban puestos en el alto clero, en la administración real y en el ejército,
normalmente según la posición que correspondía a sus familias. Estas familias fueron
también las de mayor influencia cultural, a través de la producción intelectual y de la
educación, en manos del clero.
El ascendiente de la nobleza y la atracción que ejerció sobre los sectores sociales
inmediatamente inferiores se mantuvo hasta finales del Antiguo Régimen. A lo largo
de la Edad Moderna, la nobleza se renovó mediante el ascenso social de nuevas fami—
lias, a través del servicio al rey y del dinero. Cuando podían, comerciantes y burócra—
tas (éstos en el caso de que no fueran ya nobles) buscaban ascender a la nobleza, com—
prar señoríos y adquirir títulos nobiliarios, de tal modo que la influencia de principios
aparentemente disgregadores, como el dinero —muy criticado en su momento como
resorte de ascenso— o el servicio administrativo —alejado del más tradicional servi-
cio militar—, no mermaron las bases del sistema aristocrático, sino que lo alimentaron
por abajo con sangre nueva.
Tradicionalmente, a la nobleza correspondían las funciones de gobierno y milita-
res. Las familias de la más alta aristocracia gobernaban extensos estados territoriales,
con amplios territorios dispersos y fragmentados en el conjunto de la península, que
dirigían a través de administradores y mediante relaciones de clientelismo. Disponían
de cortes provinciales, pero también estaban presentes en la Corte del rey. Las fami—
lias de la nobleza titulada y media gobernaban señoríos de ámbito más restringido, re—
gional o provincial. La nobleza media de los caballeros tuvo su principal expresión
política en el gobierno de las ciudades, donde ejercían un gran influjo político y social.
62 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
al señor 0 al rey el derecho del cargo a vida) y, mäs adelante, hereditarias. En la Coro—
na de Aragón, las regidurías vitalicias se extendieron tras la Nueva Planta. Como vere—
mos más adelante, el control del gobierno municipal procuraba una gran capacidad de
patronazgo, a través de la atribución de empleos municipales, de la elección de benefi—
ciados de las fundaciones religiosas que gobernaba el municipio, de la concesión de
los abastos, de la orientación de los gastos municipales, de las posibilidades de exen—
ción de contribuciones, etc.
La población rural, más de un 80 % del total, se organizaba en comunidades
campesinas. Existían grandes diferencias, desde las comunidades del norte, en la
cornisa cantábrica y pirenaica, con numerosos valles y aldeas, comunidades de veci—
nos en plena posesión de sus alodios, sin otro señor que Dios y el rey, dotadas mu—
chas veces de hidalguías colectivas, 0 con importantes porcentajes de campesinos
hidalgos, con sólidas estructuras vecinales y autogobierno... hasta las grandes ро—
blaciones del sur, compuestas masivamente porjornaleros que trabajaban en las tie—
rras de vastos señoríos.
La inmensa mayoría de los campesinos se hallaba bajo la dependencia de un se—
ñor. Señores y campesinos estaban vinculados por obligaciones mutuas, que exigían
j usticia y protección a cambio de prestaciones y fidelidad, y que ataban al campesino a
la tierra, a la comunidad del pueblo y a sus señores. La comunidad rural estaba gober—
nada por los campesinos más ricos, un sector minoritario (los <<labradores honrados»
en Castilla, los «poderosos» o «principales» en Andalucia, los dueños de las masías en
Cataluña, etc.) que disponían de tierras abundantes —mayormente arrendadas al se-
ñor—, animales de tiro y reservas de alimento, y que se hacían necesarios por sus posi—
bilidades de subarrendar, de prestar o de contratar mano de obra. Además, muchas ve-
ces eran los intermediarios del régimen señorial, aseguraban la percepción de los dere—
chos y los arrendamientos, y se beneficiaban de esa posición central entre los señores
y los campesinos medios y jornaleros .
En cada pueblo o ciudad, los «vecinos» eran los miembros de pleno derecho de la
comunidad y se distinguían de los simples «habitantes» o «moradores», que no goza—
ban de dicha condición. La vecindad daba acceso al conjunto de derechos, privilegios
y costumbres de la comunidad. Su significado era muy diferente según el tipo de es-
tructura comunitaria característico de unas regiones u otras. En muchas comunidades
del norte, la vecindad era más estable, se refería a la casa campesina, llevaba pareja a
veces la hidalguía, y siempre amplios derechos, y la comunidad restringía severamen—
te su concesión a los foráneos para evitar el reparto excesivo de los bienes comunales.
Aquí, la discriminación estatutaria entre vecinos (propietarios) y no vecinos (o habi—
tantes arrendatarios) fue la diferencia social más significativa. En las villas del sur, en
cambio, la vecindad estaba más ligada a la familia y bastaba con cierto establecimien—
to (por residencia, matrimonio o posesión de determinados bienes) para ser admitido
como vecino, en un mundo todavía necesitado de pobladores.
Los pueblos poseían propiedades comunales que proporcionaban, según la geo—
grafía, recursos necesarios para la ganadería, la alimentación, la construcción O el fue-
go: pastos, bellotas, madera, leña, etc. Estas propiedades estaban abiertas al usufructo
de los vecinos de la aldea y eran esenciales sobre todo para los más pobres, que no dis—
ponían de tierra suficiente. Además, diferentes derechos de uso colectivo pesaban so—
bre las propiedades particulares, como la costumbre de los campos abiertos. Entre
64 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
En las ciudades, los gremios agrupaban a los artesanos de un mismo oficio. Bajo
la protección de un estatuto privilegiado. el gremio monopolizaba el ejercicio de un
Oficio, regulaba la producción y venta de su producto en la ciudad, determinaba las
condiciones del aprendizaje y del acceso a la maestría. y combatía el intrusismo de
cualquier tipo de competidor extranjero a la corporación. En las ciudades más populo—
sas y con oficios más nutridos, los gremios tenían mayor desarrollo institucional y
más atribuciones, organizaban el trabajo, controlaban la calidad del producto, fijaban
los precios, etc., mientras que en las pequeñas ciudades del norte, por ejemplo, mu—
chas veces nO pasaban de simples cofradías piadosas, más volcadas hacia las prácticas
devocionales y de asistencia mutua, quedando la regulación del oficio más directa—
mente en manos de las familias.
Como cuerpo social, el gremio procuraba un sólido marco de vida. Confería un
fuerte sentido de pertenencia a sus miembros y una identidad social. Sustentaba una
dignidad particular y una conciencia de honor profesional. Su vida colectiva era inten—
sa: además del trabajo, organizaba sus fiestas patronales, prácticas religiosas y de
ocio, y solidaridades asistenciales para sus miembros. El gremio tenía una organiza—
ción vertical, con una jerarquía de maestros, oficiales y aprendices. Se gobernaba por
lajunta de los maestros de taller, y sus autoridades actuaban como interlocutores con
el gobierno municipal y con otras autoridades y corporaciones de la ciudad.
Sin embargo, el orden comunitario y corporativo tenía en su base un orden do—
méstico. La lógica laboral seguía en buena medida una lógica doméstica, como se ob—
serva sobre todo en el artesanado de las pequeñas ciudades. La economía preindustrial
se basaba en pequeños talleres domésticos en los que el elemento familiar era domi—
nante. La mayor parte de los maestros trabajaban solos o ayudados por sus hijos y es—
posas. Sin embargo, en los talleres mayores se integraban Oficiales y aprendices forá—
neos, de procedencias diversas. Sólo a estos aprendices ajenos al círculo familiar se
les hacía contratos de aprendizaje, formalizados ante un escribano público. Estos
aprendices foráneos provenían en su mayoría de las aldeas de la comarca, o de secto—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 65
res de la ciudad ajenos al oficio; en definitiva, eran ajenos al círculo familiar de los
talleres establecidos y se incorporaban a esa economía doméstica en una posición sub—
altema. La diferencia social relevante venía dada por la pertenencia o no a las familias
de maestros de taller, y es en este contexto donde la jerarquía gremial de «maestros»,
«oficiales» y <<aprendices» cobraba su pleno significado. En la mayoría de los casos,
estos grados correspondían a las etapas de la vida de los hijos de los maestros, que su—
cederían un día a su padre al frente del taller, mientras que los aprendices foráneos
quedaban en la ciudad como una clase laboral subalterna, como simples oficiales, o
volvían a sus pueblos de origen para oficiar como pequeños artesanos, combinando el
oficio con actividades agrícolas.
Los vínculos de familia y parentesco eran los lazos personales más inmediatos y
universales. Tenían un fuerte poder estructurante para la organización de la vida eco—
nómica, social y política de las personas. La familia se organizaba, en cuanto grupo
doméstico, en el marco de la casa, que era la primera instancia organizativa de aquella
sociedad. Sin embargo, aunque la familia como unidad biológica era, desde luego,
universal, el concepto de casa parece más fuerte en las clases altas y medias de la so—
ciedad, enla nobleza y en los sectores del comercio, del artesanado y del campesinado
con mejor base material y con mayor estabilidad y significado en el orden comunitario
y corporativo, que en los niveles inferiores.
En las clases bajas, había que buscar la supervivencia, y la movilidad era mayor.
Existía una tendencia nídzfuga, sobre todo en los sectores más pobres de la sociedad.
Las familias pobres, о mermadas por la muerte, viudedad, orfandad, enfermedad, etc.,
estaban sometidas a mayores presiones disgregadoras, mientras que las familias más
establecidas, con casas y haciendas más estables, necesitaban mano de Obra e incorpo—
raban a dependientes, aprendices o criados. Esta tendencia nidfitga llevaba a los niños
y jóvenes pobres o desamparados a buscar su supervivencia en el servicio, encontran—
do un amO a quien servir, y entraban como criados y criadas, aprendices artesanos, de—
pendientes del comercio o mozos de labranza en las casas que quisieran acogerlos.
Cuanto más pujantes económicamente y más elevadas en la escala social, más mano
de obra encuadraban a su servicio. A la postre, este movimiento nidzfugo no ponía en
tela de juicio el orden doméstico y corporativo sino, al contrario, lO alimentaba desde
abajo, procurando a las casas principales no sólo mano de obra, sino prestigio —pro—
porcional a su numero de dependientes—, y reforzándolaS en su papel de integración y
disciplinamiento de los subalternos.
La alternativa a este encuadramiento doméstico era el desarraigo de los mendi—
gos y vagabundos, que no hay que confundir con los pobres. La diferencia entre po—
breza y marginación es la que media entre la integración en una comunidad y el desa—
rraigo. Los vecinos pobres eran reconocidos como tales por sus comunidades y eran
objeto del auxilio de sus círculos sociales más inmediatos: de los parientes, de las soli—
daridades vecinales y gremiales, y de la asistencia de las instituciones benéficas y los
hospitales de la ciudad. En cambio, los mendigos y vagabundos eran gente sin lazos
familiares: muchas veces, en su ori gen, niños expósitos, huérfanos o que habían huido
66 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
de la violencia familiar, que habían abandonado su lugar natal para buscar sustento y
que, al filo de sus andanzas, habían sufrido un accidente o enfermedad, estaban inca—
pacitados para trabajar y buscaban sobrevivir a base de limosnas, hurtos o apaños, al
margen de las células sociales establecidas, siendo mirados con desconfianza desde
ellas, señalados como vagos y como potencialmente peligrosos o culpables. En defini—
tiva, la miseria de los desarraigados no hacía sino prestigiar y fortalecer, por contraste,
el orden doméstico dominante.
La casa era un cuerpo social con un régimen de gobierno propio, «el grado más
bajo de poder originario», <<un todo que descansa en la desigualdad de sus miembros,
que encajan en una unidad gracias al espíritu director del señor». Esta entidad organi-
zativa de la casa y familia, como comunidad política dotada de derechos de vecindad
en el seno de la comunidad, se fue perdiendo en toda Europa. desde finales del si—
glo XVlll, quedando reducida al concepto contemporáneo de familia como simple con—
junto de individuos vinculados por lazos de sangre, como hogar o residencia común, o
como relación afectiva.
La casa como cuerpo social era un conjunto material y humano, una unidad de
trabajo, de producción y de consumo, un sujeto de estatus y de derechos colectivos en
el seno de una comunidad, y un patrimonio simbólico y moral, representado por el
conjunto de honores que ostentaba la familia. La casa y familia englobaba todo el po—
derío económico, el prestigio social y la influencia política de los individuos, empe-
zando por los antepasados, y era el principal estructurador de la personalidad social de
sus miembros. La prosperidad de la casa era un valor supremo y los individuos queda—
ban subordinados a las aspiraciones de sus casas de origen.
En aquella sociedad preindustrial, precapitalista y anterior al Estado liberal, la
casa y familia era el ámbito en que se resolvia la mayor parte de la producción de
la agricultura y de la industria, en la casa campesina y en el casa taller del artesano;
de la actividad mercantil, mediante la casa de comercio o empresa familiar y a tra-
vés de sus relaciones mercantiles, que eran muchas veces también relaciones de pa—
rentesco, amistad y paisanaje; y de la gobernación, por las casas reales, aristocráticas
y principales, mediante las alianzas privilegiadas entre ellas y a través de sus relacio—
nes de señorío y de patronazgo clientelar con sus dependientes y clientes.
La casa era la primera comunidad en la que estaban integrados los individuos y el
más inmediato y constante régimen de autoridad al que estaban subordinados. Integra—
ción y dependencia eran las dos caras de una misma moneda. Por un lado, la casa era el
primer círculo de integración, una comunidad de trabajo, cuya sólida organización co—
lectiva y las obligaciones para con sus miembros debían asegurar la vida de los indivi—
duos. La casa y familia aportaba las solidaridades más inmediatas y constituía la prin—
cipal protección y forma de supervivencia de sus miembros, en una sociedad en la que
no existían mayores formas de seguridad social que aquella. Al mismo tiempo, aque—
lla estrecha organización exigía una importante sumisión de los individuos a la autori-
dad del señor de la casa y a las costumbres por las que el régimen familiar se regía.
El gobierno de la casa estaba en manos del padre de familia, que era el padre, amo
y señor de todos los que formaban parte de su casa, tanto de su familia de sangre —la
mujer y los hijos— como de los criados y aprendices. Tenía el deber de protegerla y
cuidarla, y podía disponer de las personas reunidas en ella, regulando al mismo tiempo
la producción, el trabajo y el consumo. El dominio de la <<patria potestad» sobre los
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 67
cional, el capital social no se limitaba a los bienes de la familia, sino que se extendía al
conj unto de recursos vinculados a la posesión de una red durable de relaciones. Su vo—
lumen y eficacia dependía, por lo tanto, de la red de relaciones que un personaje fuera
capaz de movilizar efectivamente y del volumen del capital económico, cultural, sim—
bólico y relacional que poseyera y moviera a su favor cada una de sus relaciones.
La familia se prolongaba mediante lazos de parentesco que tenían un significado
mucho más amplio e intenso que el contemporáneo. Las familias y parentelas consti—
tuían conjuntos de gran centralidad. Acumulaban los bienes y méritos de sus miembros,
desde los antepasados del linaje hasta los presentes. Articulaban actividades y econo—
mías, intereses comunes e intercambios privilegiados de servicios. Como muestra el es—
tudio de las elites, las familias y parentelas actuaban a menudo de forma solidaria y
constituían actores relativamente estables de la vida económica, social y política.
La red de relaciones familiares tendía a reproducirse de una generación a otra. No
se heredaban solamente los bienes, base material de la posición de la familia, sino
también las relaciones: las alianzas y amistades, pero también las enemistades. La
transmisión de los patrimonios, la perpetuación en los cargos y la herencia de las
alianzas familiares explican la persistencia relativa de las familias como actores esta-
bles en la vida de la comunidad, así como las configuraciones de facciones, bandos o
alianzas más o menos estables y las divisiones duraderas entre grupos familiares en—
frentados. Al mismo tiempo, estas redes familiares no eran inmutables ni cerradas: co—
nocían movimientos de ascenso y de declive social y se modificaban al filo de las
alianzas matrimoniales. Generalmente, estas familias y redes eran solidarias en la
acción, entre otras cosas porque estaban en juego intereses comunes y porque el éxito
o fracaso de sus miembros más destacados repercutía en todos sus interesados, en par—
te por las posibilidades que tenían de colocar a los suyos y de conseguir favores para
sus parientes y clientes.
Los conjuntos familiares que resultaban de la articulación de los diversos víncu—
los de parentesco se prolongaban, a veces considerablemente, mediante vínculos de
amistad y de clientelismo. La amistad era la relación y sentimiento entre semejantes,
aunque el término se utilizaba también para expresar relaciones de clientelismo. Las
relaciones de amistad eran un elemento clave en las redes sociales de los poderosos.
La amistad política como amistad útil se observa en particular en la relación entre per—
sonas que ejercían cargos de gobierno y que intercambiaban servicios sobre esa base.
La amistad se hacía extensiva a las familias y a los amigos respectivos, lo que, más allá
de la relación directa de persona a persona, podía dar lugar a una cascada de mediado—
res о intermediarios que ampliaba su alcance en caso de necesidad. La amistad supo—
nía la reciprocidad de los intercambios y la obligación de unos hacia otros por deudas
de amistad. El número y la calidad de los amigos representaban un crédito y un capital
relacional que se podía movilizar en caso de necesidad y que, a su vez, se podía poner
a disposición de alguien más grande.
Las amistades de la familia se heredaban pero también se renovaban. Más allá del
círculo de relaciones heredadas, los miembros de las elites podían establecer nuevas
amistades por diferentes medios. Un cauce muy importante fueron las amistades estu—
diantiles que contraían los hijos de las elites en los colegios mayores y universidades,
las amistades militares, como las que se contraían en el siglo xv… en cuerpos privile—
giados como las guardias de corps, o en las academias de guardias marinas y de artille—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 69
ría, así como las amistades profesionales, establecidas al filo de una carrera en la ad—
ministración real o en negocios mercantiles y financieros comunes. En los siglos XVI y
XVII, los colegios mayores y universidades jugaron un papel importante en la forma—
ción y vinculación de las elites dirigentes. Más adelante, aquellos colegiales copaban
los principales cargos de la administración dejusticia, de la Iglesia, las cátedras uni—
versitarias y otros cargos. Mediante estos cauces, las elites gobernantes establecían o
consolidaban redes de relaciones de amplio alcance, que-podían servir como base para
intercambios de servicios y de favores, y que podían tener un significado político im—
portante.
En el siglo XVIII, la amistad fue un vehículo principal de las ideas y de las sociabi—
lidades políticas que nacieron en la España de las Luces. Fue el cimiento de los nuevos
modelos de asociación ilustrados, desde las tertulias informales en que se reunían las
elites cultas hasta las sociedades que se formalizan a partir de aquellas, como las So—
ciedades Económicas que proliferaron en el último tercio del siglo XVIII. Estas amista—
des tuvieron un gran significado para la articulación de las redes intelectuales y políti—
cas de los ilustrados.
Las relaciones de patronazgo y clientelismo eran relaciones personales y recípro-
cas entre desiguales, relaciones verticales que conllevaban un intercambio desigual de
servicios o prestaciones. El patrón asistía y protegía al cliente de diversas maneras:
ofreciéndole gracias y mercedes, dándole oficios, facilitándole matrimonios ventajo—
sos, promocionando a sus hijos y parientes, dandole acceso a nuevos ámbitos de rela—
ciones, apoyándole en juicios y conflictos, ayudándole a pagar impuestos, o con otros
favores. La contrapartida por parte de los clientes era una lealtad y un servicio con gra-
dos y manifestaciones diversas, y podían servir al patrón con el consejo, la espada, el
discurso, la propaganda, la pluma, incluso con la vida, cuando seguían a su señor en un
conflicto armado. El patrón y el cliente controlaban recursos desiguales, ámbitos de
relaciones, riquezas e influencias diferentes, pero su relación era útil para ambos, en la
medida en que los recursos de cada uno resultaban necesarios para el otro. Los podero—
sos se aplicaban a conseguir una clientela lo más extensa e influyente posible, utili—
zando para ello los diferentes resortes de que disponían, su poder económico, su pres—
tigio, sus cargos y sus relaciones privilegiadas en diversas instancias e instituciones.
El patrón, para demostrar su fuerza y eficacia, y para seguir manteniendo la fidelidad
de los suyos sobre los patronos competidores, debía generar conexiones con diversos
ámbitos e instancias de poder, cuanto más sólidas, amplias y diversificadas, mejor.
Cada vez conocemos más las relaciones clientelares de los poderosos con sus
mediadores y dependientes, las bases sociales de su poder, y podemos entender mejor
de qué modo ejercían su dominación política y social.
que] cada uno de ellos percibe siempre, más alto que él, un hombre cuya protección le
es necesaria, y, más abajo, descubre otro al cual puede reclamar asistencia.»
Para entender cuáles eran las bases sociales del poder en la sociedad del Antiguo
Régimen, es necesario sintetizar las dos grandes concepciones sobre el poder. La pri—
mera lo considera como una consecuencia de las estructuras sociales que distribuyen
los recursos de forma desigual entre los grupos, lo que permite a los grupos privilegia—
dos ejercer su dominación sobre la sociedad. Según este paradigma, cuya fuente prin—
cipal se halla en la obra de Marx, el poder político sería la expresión de las relaciones
sociales de producción y el instrumento de la dominación de una clase sobre otra. La
segunda concepción considera el poder como una relación. como una interacción en—
tre grupos e individuos, y se inspira principalmente en Max Weber, quien define el po—
der como <<la probabilidad de que un actor sea capaz de imponer su voluntad en el mar-
co de una relación social, a pesar de las resistencias eventuales y cualquiera que sea el
fundamento sobre el que repose esa eventualidad». Esta concepción pone el acento en
los aspectos relacionales del poder, que implican la posibilidad de ciertos individuos o
grupos de actuar sobre otros en una relación de poder consciente. Desde este punto de
vista, no se dispone de poder sino con respecto a otros y son. por tanto, los otros quie—
nes hacen efectivo un poder dado, en la medida en que es pertinente en la relación de
que se trate.
En lo que se refiere a la sociedad del Antiguo Régimen, ambos puntos de vista se
pueden sintetizar así: la desigualdad en la distribución de los recursos es, en efecto, la
base del poder de los grupos privilegiados, pero esto no da lugar a dos clases separa—
das, una de dominantes y otra de dominados, establecidas como formaciones sociales
apartadas una de otra, antagónicas y relacionadas sólo mediante relaciones de domi-
nación y de exacción de rentas, desde arriba, y de pago de tributos y resistencia, desde
abajo. La desigualdad era al mismo tiempo la base de la dominación y de la protec—
ción, la base, por tanto, de relaciones verticales necesarias que podían cobrar valores
diferentes y contradictorios. La desigualdad social no se expresaba tanto como separa—
ción sino mediante estrechos vínculos personales de dependencia, en una sociedad ba—
sada en relaciones de paternalismo y deferencia, de autoridad y de subordinación. De
hecho, la propia desigualdad constituía la base misma de intercambios verticales desi—
guales, de una específica economía que podía cobrar diferentes significados, desde los
más estrechos intercambios de patrocinio y de servicio, de liberalidad y de agradeci—
miento, hasta las más aborrecidas imposiciones, abusos y sumisiones. Estas relacio—
nes articulaban de forma privilegiada el entramado social, vehiculaban muy diversas
prácticas e intercambios, y conocían un amplio abanico de posibilidades, desde lo le—
gítimo y admitido hasta el abuso y la condena, desde la cooperación y la concordia
hasta el descontento y el conflicto.
Como ha observado E. P. Thompson, <<las clases dominantes han ejercido la au—
toridad por medio de la fuerza militar, e incluso la económica, de una manera directa y
sin mediaciones, muy raramente en la Historia, y ésto sólo durante cortos periodos».
En este sentido, Ignacio Atienza ha puesto de relieve que la dominación de los podero—
sos se ejercía normalmente no por la imposición y la fuerza, sino mediante «los meca—
nismos ordinarios» de la dominación, propios del patronazgo clientelar: mediante la
entrega de gracias y mercedes, protegiendo, prestando favores y ventajas, recompen—
sando servicios y lealtades, ejerciendo un variado mecenazgo, buscando la integra—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 71
aplicaba genéricamente a todos, sino que seguía el cauce de las relaciones privilegia—
das. Favorecía y premiaba a aquellos con los que se mantenían buenas relaciones, alos
buenos parientes, amigos leales, deudos, fieles servidores, no a los que quedaban fue—
ra de ese círculo de relaciones, y operaba en contra de los competidores, enemigos o
traidores, así como de sus allegados y dependientes.
Para los dependientes, estas relaciones podían cobrar diferentes significados, se—
gún los casos. Eran ambivalentes y variables. Podían oscilar entre las mejores ventajas
de la subordinación, beneficiándose de la distribución de recursos y la delegación de
poder por los superiores, y las peores expresiones de explotación, sumisión y violen—
cia. La deferencia se podía deber a varios sentimientos, incluso mezclados, como el
agradecimiento del favorecido, el respeto debido al poderoso y el miedo del depen—
diente a perder los recursos que le procuraba su favor. Tanto o más que la asistencia
efectiva, la expectativa de poder recibir el auxilio del poderoso en caso de necesidad
era, sin duda, un aliciente para mantener la deferencia y procurar buenas relaciones.
Así lo entendió Baltasar Gracián al expresar que <<el sagaz prefiere los que le necesitan
a los que dan las gracias [. . .]. Mäs se saca de la dependencia que de la cortesía [. . .]:
acabada la dependencia acaba la correspondencia, y con ella la estima».
conseguir favores y recursos para sus propios aliados, deudos o dependientes, a los
que transmitían, al mismo tiempo, la influencia de su patrón. Para dichos intermedia—
rios, sus conexiones en la Corte eran una fuente de prestigio e inlluencia en su provin—
cia 0 ciudad y les permitía alimentar sus clientelas en ese ámbito, y, en sentido inver—
so, la solidez de su poder local reforzaba su posición, a los ojos de los patronos de la
Corte o del rey, de hombres fuertes y leales en la ciudad o en la provincia. Estos me—
diadores fueron una pieza clave en la articulación política de los territorios de la Coro—
na y jugaron un papel decisivo en el control de las provincias y ciudades.
Por otra parte, la agregación de territorios en la Monarquía católica fue más allá
de una mera yuxtaposición territorial en la medida en que se vió acompañada de la in—
corporación de sus grupos dirigentes al servicio de la Corona y de su participación en
los beneficios políticos, económicos y honoríficos que reportaba dicho servicio. La
participación de los hijos de estos grupos en cargos cortesanos, judiciales, militares y
eclesiásticos, los títulos y hábitos que concedía el rey, la participación en las finanzas
reales, los negocios relacionados con el aprovisionamiento del Ejército y la Marina y
con la economía de guerra de la Corona, o los privilegios en el comercio colonial, fue—
ron fuentes de primera magnitud para la elevación, honor y riqueza de las elites diri—
gentes de los diversos territorios de la Monarquía, y un motor de integración política
más poderoso probablemente que las reformas de una instituciones que, sin esta base
social, hubieran quedado en letra muerta.
Bibliografía
LA VIDA COTIDIANA
La historia ha sido definida durante siglos como el estudio de los hechos extraor—
dinarios realizados por los hombres extraordinarios. Por mucho tiempo se ha identifi—
cado esencialmente con la historia política. Pero desde hace ya algunas décadas los
horizontes se han ampliado, ha surgido una perspectiva más abierta, que se ha mani—
festado en la llamada <<nueva historia». Ame todo, es una historia no sólo desde arriba
sino también «desde abajo», que no presta sólo atención al poder y a los podero—
sos, sino al ser humano comûn.
Una nueva historia que multiplica los sujetos de la historia y que se ocupa de ha—
cer entrar en la historia a la gente común y corriente, gentes hasta hace poco descono—
cidas o ignoradas, una historia, por tanto, que amplía al máximo el elenco de protago—
nistas, donde toda la humanidad pueda tener su papel en la obra. Una nueva historia
que multiplica sus temas, porque nace de un amplio interés por todas las actividades
humanas, que va más allá de la historia política y que lleva a fijarse no sólo en los pro—
blemas y acontecimientos relevantes, sino en los aspectos más cotidianos de la vida,
que se ocupa de la vida diaria de las gentes anónimas y también de lo cotidiano en los
grandes personajes. No sólo lo público sino también lo privado. Que observa, por
ejemplo, cómo las simples cuestiones biológicas, como la alimentación, son transfor—
madas por el ser humano en complejas construcciones socio—culturales, que no son in—
mutables ni homogéneas, sino que varían, según las épocas, los países, los grupos, que
tienen su historia.
Historias, pues, de la vida cotidiana, porque no hay sólo una, sino muchas. Varia
mucho la vida cotidiana a través de los siglos, pues cada época tiene sus propias cos—
tumbres. También cambia sustancialmente lo cotidiano a lo largo de la vida de las per—
sonas, los niños crecen, aprenden,juegan; los adultos se casan, tienen hijos, trabajan y
se divierten; los ancianos enseñan, sufren, recuerdan. No es lo mismo la vida cotidiana
de los hombres, volcada en el trabajo fuera de la casa, que la de las mujeres, centrada
en el cuidado de la familia y las tareas domésticas. Y tampoco coinciden los estilos de
vida, pues hay mil maneras distintas de vivir lo cotidiano. Según el rango social, el ni-
80 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
1. Espacio y tiempo
2. La casa
Muy conveniente para la vida humana era contar con una casa, donde albergarse
y protegerse de una serie de amenazas. Había que buscar resguardo frente alas fuerzas
82 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
3. Luz y agua
Otra necesidad esencial para la vida era la luz y el calor. En la España moderna se
dependía estrechamente de la luz natural, la luz del sol. La iluminación artificial era
LA VIDA COTIDIANA 85
muy cara y deficiente. Había que utilizar velas, candiles, lámparas, hachas, hachones.
Normalmente se quemaba aceite o sebo. La cera de abeja era un lujo carisimo, reser—
vado al culto religioso o al esplendor de la Corte. Las fuentes de luz y calor, para ilu—
minar y mantener un ambiente agradable y para cocinar, eran igualmente precarias, la
principal era el hogar. En las casas más pobres el hogar se hallaba en medio del espa—
cio central, lo que provocaba mucha suciedad y problemas de ventilación; cuando las
casas eran mejores existía la chimenea, para sacar el humo al exterior. En las casas
más importantes había chimenea en muchas de las habitaciones, pero incluso en esos
casos privilegiados el resultado no era del todo satisfactorio: la chimenea calentaba
una habitación, pero difícilmente toda la casa, y sólo los que podían estar cerca apro—
vechaban bien su calor, siempre con dificultades, pues era común en la época quejarse
de que se quemaban por un lado y se helaban por el otro. En los hogares y chimeneas
se quemaba leña. Pero en las casas modestas de la ciudad no solía haber hogar ni chi—
menea, lo más común era calentarse y cocinar con fogones, que eran normalmente de
barro, con un soporte inferior o con patas, y en cuyo interior se ponían brasas. Era im—
portante procurar que el fuego de la casa no se apagara del todo, porque encender fue—
go nuevo era lento y complicado.
También existían otros objetos destinados a proporcionar comodidad, como bra—
seros para calentarse los pies y calientacamas que eran unos objetos de metal con
brasas en el interior, que se introducían entre las sábanas, para no sentir frío al acostar—
se. Los hornos eran comunes en las casas campesinas, pero en la ciudad estaban prohi—
bidos por el peligro enorme de incendios y sólo lo podían tener casas muy grandes e
importantes que dispusieran de espacios exteriores aislados. La presencia continua de
fuegos encendidos en el interior de las casas era ocasión permanente de incendios, que
eran muy frecuentes y peligrosos, porque una vez prendidos resultaba muy difícil apa-
garlos, consumiendo casas y barrios enteros.
El agua era otra necesidad imprescindible para la vida. Se necesitaba para mu-
chas cosas, sobre todo para beber, también para la higiene personal, para lavar la ropa
y los utensilios, para fregar los suelos. Era un bien escaso y difícil de conseguir, por lo
que existían problemas tanto de cantidad como de calidad. Se obtenía de fuentes, ríos,
pozos, cisternas. El agua potable no abundaba y había que ocuparse con mucha fre—
cuencia, casi diariamente de asegurarse el suministro, dedicando a ello mucho tiempo.
Era preciso esforzarse por llevarla hasta la casa, a veces desde largas distancias, y al—
macenarla en condiciones óptimas, generalmente en grandes tinajas, de donde se pa—
saba a jarras 0 cubos, según los usos. Muchas veces era ocupación de las mujeres y los
niños ir a buscar agua a la fuente. En las ciudades existían aguadores, hombres que lle—
vaban agua a vender por las casas o para saciar la sed de los viandantes. La contamina—
ción del agua era un problema constante, lo que generaba preocupaciones y enferme—
dades.
La higiene personal era relativamente limitada, pero dependía mucho de los ni—
veles sociales. La gente solía lavarse por partes, muchas veces sólo la cara y las ma—
nos, y se bañaban en contadas ocasiones, de muchas maneras, desde lavarse en el co—
rral o acudir al río los campesinos, hasta sumergirse en una tina, cubierta en su interior
por una sábana, y llena de agua caliente, en alguna estancia reservada, las gentes más
refinadas. Era costumbre de urbanidad lavarse las manos antes y después de las comi-
das, pero no la seguía todo el mundo. Lavarse en exceso se consideraba perjudicial
86 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
para la salud y poco recomendable desde el punto de vista moral, pues la desnudez es—
taba siempre vista con recelo por los tratadistas más rigurosos. Ciertas abluciones
estaban además especialmente condenadas, como sospechosas de prácticas encubier—
tas de islamismo o judaísmo.
Para hacer las necesidades menores o mayores en las casas no existía un lugar es—
pecífico. En las casas campesinas, de día se salía afuera, al patio o al corral. Más com—
plicado era de noche en que se utilizaba algún orinal. En la ciudad se utilizaban orina-
les. Los orinales, llamados también «servidores», eran generalmente de barro cocido,
unos bajos y otros altos, para que resultaran más cómodos. Se colocaban en un rincón
de la habitación o bajo la cama y se tapaban con un trapo. En las casas más ricas se em-
pleaban a veces sillas agujereadas, con un recipiente a propósito. Tras haber sido utili—
zados, se echaba el contenido a la calle, gritando ¡agua va! para que los viandantes se
apartaran, cosa no siempre posible. Como resultado las calles estaban muy sucias.
Orinar y defecar se consideraban necesidades imprescindibles y no existían demasia—
dos problemas para hacerlo en público, incluso se consideraba aceptable recibir visi—
tas mientras se hacía.
Todo el que podía y especialmente los nobles, cuidaban mucho su aspecto perso—
nal, hombres y mujeres, especialmente las damas, que utilizaban muchos cosméticos,
para blanquear el rostro, dar color rosado y brillo a los labios, oscurecer las líneas de
los ojos y las cejas. suavizar las manos, <<enrubiar>> los cabellos. Especial inclinación
existía hacia los perfumes. como el agua de rosas o el agua de azahar.
Lavar la ropa, hacer la colada, era una de las actividades básicas de las mujeres,
bien para la propia familia, bien como lavanderas asalariadas para hombres solos o fa—
milias ricas. Era costumbre hacerlo una vez por semana. Con frecuencia las mujeres
acudían al río о al lavadero público y luego la ropa se extendía sobre la hierba o los ar—
bustos, procurando, siempre que fuese posible, que le diera el sol, para blanquearla y
dar mayor sensación de limpio. La ropa se lavaba con jabón, hecho muchas veces en
casa con grasa, y también se utilizaba lejía, igualmente casera, elaborada con cenizas.
4. La cocina y la mesa
Entre las múltiples ocupaciones cotidianas, una de las más fundamentales era la
alimentación. El ser humano necesita comer cada día, y si es posible lo hace varias
veces al día. Siendo una necesidad vital, se ha convertido en un complejo fenómeno
cultural que tiene un claro significado de distinción social. Además, la alimentación
abarca muchas actividades y precisa de una gran organización y dedicación. Hay
que pensar y actuar. Para poder comer hay que obtener los alimentos de un modo u
otro, generalmente yendo a comprarlos al mercado, después hay que cocinarlos, pre-
parar la mesa, servirla y luego sentarse y comer de acuerdo con las normas apropia—
das de relación social y las maneras de civilización establecidas, finalmente es pre—
ciso recoger la mesa y limpiar todos los objetos utilizados para cocinar, servir y
comer. Las gentes que no tenían estas preocupaciones comunes y habituales eran en
su mayoría gentes que tenían otras mucho mayores, gentes que no disponían de me—
dios para comer fácilmente todos los días y tenían que aplicar todo su interés a bus-
car el alimento necesario.
LA VIDA COTIDIANA 87
Sólo unos pocos ricos y privilegiados podían prescindir de toda preocupación, te—
nían dinero suficiente, gentes que se ocupaban de resolverles el problema y a ellos
sólo les quedaba sentarse a la mesa y comer. Pero incluso ellos solían preocuparse, al
menos en disfrutar con la comida, comiendo mucho y bien, de manera refinada, creati—
va e innovadora y tratando de hacerlo en compañía de los comensales apropiados. Las
modas gastronómicas se reflejaban en los recetarios de cocina, algunos muy famosos,
como el de Ruperto de Nola en el XVI y el de Martínez Montiño en el siglo XVII. Tam—
bién existían libros de cocina de carácter más sencillo y popular como el de Altamiras
en el siglo XVIII.
La alimentación española de la época moderna, como la de los demás países ve—
cinos, se basaba en un triángulo: pan, vino y carne, considerados los alimentos funda—
mentales del ser humano. Pero los lados del triángulo eran muy desiguales según las
clases sociales, pues mientras el pan y el vino eran los alimentos generales, la carne,
sobre todo la carne de calidad, no estaba al alcance de todos, al menos no ordinaria—
mente.
El pan no era un alimento complementario como lo consideramos ahora, era el
alimento central para la mayoría de la población. Estaba presente en todas las mesas,
pero los ricos comían menos ——tenían muchas otras cosas que comer—, y de la mejor
calidad, pan blanco de trigo, y los pobres, campesinos, artesanos, comían mucho más
—aparte del pan tenían pocas cosas más— y de calidad inferior, pan moreno (integral)
0 pan de mezcla. El pan lo comían las clases populares como alimento básico y casi
único, con algo de acompañamiento, pan con queso, pan con tocino, pan con cebolla.
También se usaba mucho para cocinar, para hacer sopas, para acompañar los asados.
Los cereales se consumían de otras formas, sobre todo como ingrediente de la olla,
para espesar el caldo, así, la sémola y la pasta, sobre todo los fideos, la pasta más ро-
ри1аг. El arroz era también muy apreciado y también se consumía generalmente en la
sopa, aunque también se hacían platos salados y dulces, como el arroz con leche.
La carne era el alimento más apreciado y deseado. Se creía que daba fuerza, vita—
lidad. Era el alimento por excelencia de la nobleza, de los guerreros y poderosos; re—
sultaba muy cara, por lo que pocos podían acceder a ella. Las clases populares sólo co—
mían de vez en cuando, poca cantidad y de baja calidad. La de consumo más habitual
era la carne de carnero. La volatería, de corral o de caza, pollos, gallinas, capones, pa—
lomos, perdices, faisanes, era la carne más apreciada, reservada a los ricos, a los días
de fiesta y a los enfermos. La carne de ternera era también un producto muy exclusivo
y poco frecuente. La carne se hacía sobre todo asada. También guisada. El consumo de
cerdo era alto, sobre todo entre las clases populares. Los perniles o jamones eran,
como hoy, la parte del cerdo más valorada, destinada al consumo de los privilegiados.
El tocino y la manteca eran la grasa más frecuente en todas las cocinas. Se utilizaban
para freír, para asar, para guisar. El aceite, contra lo que muchas veces se cree, no era
una grasa muy valorada, quedaba reservada para los días de abstinencia, en que no se
podía utilizar el tocino. También era costumbre utilizarla en la preparación del pesca—
do, incluso aunque no fuera abstinencia. La carne no podía consumirse todos los días.
La Iglesia ordenaba su prohibición en los días de ayuno y abstinencia, Cuaresma,
como penitencia de preparación a la Pascua, las vigilias de las grandes fiestas litúrgi—
cas y todos los viernes del año. Por devoción había religiosos y otras gentes piadosas
que hacían abstinencia en Adviento, como preparación a la Navidad, y todos los saba—
88 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dos del año, en honor a la Virgen María. En esos días, además de cereales y verduras,
en sustitución de la carne, se consumía pescado, fresco o salado, también huevos o
queso. А1 margen de las normativas religiosas, ya que la carne era cara, el pescado sa—
lado, como el arenque y el bacalao, era el recurso habitual de las clases populares.
Las verduras y legumbres eran el complemento obligado de la dieta diaria, ingre—
diente básico de las tradicionales sopas y cocidos, plato principal de las comidas de la
época. Las verduras eran las de temporada, sobre todo coles, que hay todo el año. La
ensalada era muy valorada y existía la costumbre de tomarla en la cena, aliñada con
aceite y vinagre. Ajos y cebollas eran omnipresentes, pues eran además condimentos
muy apreciados en muchos platos. Las legumbres, habas, judías, garbanzos, lentejas,
eran muy frecuentes. Tenían la ventaja de ser productos abundantes, baratos, nutriti—
vos y que dejaban bien satisfecho el apetito. Siguiendo la pauta medieval, en la prime—
ra parte de la Edad Moderna abundaban las habas. A partir del siglo XVII comienzan
a dominar los garbanzos y las judías. Frente a la dieta eminentemente carnívora de las
clases poderosas, la de las clases populares tenía un marcado carácter vegetal, igual
que la de los monjes y frailes, los primeros por obligación y los segundos por devo—
ción.
La olla, el cocido, era el plato fundamental de cada día, con ingredientes muy va—
riados, según las diferentes clases sociales: verduras. legumbres. carnes de varias cla—
ses, carnero, vaca. tocino, chorizos. Unos pocos. los más ricos, comían una olla con
mucha carne. la mayoría con muy poca carne. sólo con verduras y legumbres. El plato
de carne asada. sobre todo volatería. también era un plato fundamental en las casas
acomodadas. Los asados se servían con diversas salsas. Había platos muy famosos y
apreciados, como el «manjar blanco», que se hacía con harina de arroz, pechuga de
ave, leche y azúcar. En la mesa cotidiana de las gentes ricas siempre figuraba la carne,
en abundancia, en la comida y en la cena, preparada de muchas formas y maneras; mu-
chas cuentas indican un consumo de una libra diaria de carne por persona.
La fruta fresca era normalmente desaconsejada por los médicos, no hay más que
leer a Sorapán de Rieros en su Medicina española contenida en proverbios vulgares
de nuestra lengua, publicada en Granada en 1615. Aunque poco valorada dietética—
mente, se consumía por gusto. En los siglos XVI y XVII era habitual en las mesas de ca—
lidad presentarla como entrante en las comidas del mediodía, fruta del tiempo, sobre
todo melones y uvas. Durante toda la época moderna también se servía como postre,
en dura competencia con los postres dulces. Muy apreciados eran los frutos secos, al—
mendras, avellanas, nueces, piñones, pasas, ciruelas pasas, por su alto valor energéti—
co, especialmente en invierno, cuando no se disponía de fruta fresca. Se tomaban
como postre y como merienda, también eran ingredientes de muchos platos y sal—
sas, como las picadas. La manera más apreciada de consumir la fruta era la confitura,
con azúcar o miel. Apreciaban mucho el dulce y además era una forma de conservar
los excedentes de fruta.
Las bebidas habituales eran el agua y el vino, éste mucho más apreciado por sus
cualidades energéticas, higiénicas y euforizantes. Todos bebían vino, hombres y
mujeres, laicos y religiosos, niños y adultos, pobres y ricos, gentes del campo y gen—
tes de la ciudad. Generalmente se bebían vinosjóvenes, de poca calidad, que no so—
lían conservarse bien. Las gentes acomodadas consumían, especialmente en las fies—
tas, vinos de calidad, viejos fuertes y dulces, que eran los más apreciados y también
LA VIDA COTIDIANA 89
los más caros. El vino no era sólo una bebida de placer, se consideraba un alimento,
que aportaba un valor nutritivo a la dieta, calorías, energía, con un factor animador e
integrador. El único problema era el exceso. Se puso de moda consumir bebidas frías
y se generó un gran debate médico sobre sus ventajas e inconvenientes. Se populari—
zaron bebidas como la leche de almendras, la horchata, las aguas de cebada y avena
y Otras bebidas refrescantes. El consumo de nieve creció enormemente, como resul-
tado de esta afición a las bebidas frías.
Existía también pasión por el dulce. Los endulzantes habituales eran la miel y
cada vez más el azúcar, sobre todo a partir del aumento de producción y descenso de
los precios derivados de la extensión del cultivo de la caña de azúcar en América. El
azúcar era uno de los llamados productos de ida y vuelta, que del Viejo Mundo fue lle—
vado al Nuevo y después volvió al Viejo. No existía una separación tajante entre dulce
y salado en las comidas, los sabores se alternaban en el menú y muchos platos eran una
mezcla. Era muy apreciado el <<agridulce>>. En la medida de lo posible se buscaba aca—
bar la comida con postres dulces. La llamada <<confitura», expresión que abarcaba
todo género de confites, grageas, frutas confitadas, pastas, mazapán, se hallaba siem-
pre presente en las fiestas y celebraciones. Los dulces, muy apreciados por las damas,
se consideraban, además, como un obsequio galante, para cortejar.
El gusto de la época se inclinaba por los sabores fuertes. Todos los alimentos se
salaban abundantemente, en la cocina y en la mesa. No podían faltar las especias en
abundancia, pimienta, clavo, canela, nuez moscada. Desde la época romana las espe—
cias orientales se hallaban presentes en la alta cocina y la costumbre se conservó en la
Edad Media, como elemento de distinción social, pues al ser escasas y difíciles de
conseguir eran muy caras y sólo se las podían permitir las personas más pudientes. En
la época moderna el avance de los turcos otomanos perturbó mucho las rutas tradicio—
nales de llegada a Europa de estos valiosos productos y la expansión marítima portu—
guesa y española debió mucho a la búsqueda de nuevos caminos de acceso a los países
de las especias. La conexión directa establecida fomentó la llegada de especias en
abundancia a precios siempre caros, pero menos que en otras épocas anteriores. Pese a
que no se trataba de alimentos de gran significación nutritiva, y a que su costo seguía
siendo muy alto, se había creado tal necesidad cultural que existía una gran demanda y
parecía casi imposible imaginar una cocina en la que no aparecieran las especias.
Incluso los más pobres las utilizaban en sus platos, al menos de vez en cuando y aun—
que fuese en poca cantidad. La compra de especias figuraba, por ejemplo, en las cuen—
tas de la casa de niños huérfanos de Barcelona. Los viajeros extranjeros se sorprendían
del gusto exagerado por las especias de que hacía gala la cocina española. También
eran muy importantes las hierbas aromáticas, perejil, tomillo, menta, hierbabuena, al—
bahaca, comino, anís, que daban sabor y resultaban mucho más asequibles a todas las
capas sociales. Igual afición existía por otros condimentos como el ajo, la cebolla, la
mostaza y las alcaparras. Ajo y cebolla, por su sabor intenso y permanente eran desa—
consejados para las clases altas, pues el mal aliento que podían ocasionar rebajaría la
calidad de los personajes importantes y así se consideraba poco apropiado para los co—
rregidores.
El orden de los platos seguía criterios establecidos, sobre todo en las comidas en
que era importante mantener las formas y seguir el ritual. Los banquetes comenzaban
con un entrante de fruta fresca del tiempo, melones, uvas, melocotones, manzanas.
90 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Después seguía el cocido, tomando primero la sopa y después las carnes de la olla,
acompañadas con varias salsas bien especiadas; como contrapunto se servían después
algunas cremas suaves y dulces, como arroz con leche, bien sazonado con azúcar y ca—
nela, mezcla muy utilizada que recibía el nombre de «pólvora del duque»; después se-
guían algunos platos guisados, fritos o estofados, de carne o de pescado, para culminar
con un gran plato de asado, compuesto de varias piezas de volatería y otras carnes. Fi—
nalmente se terminaba con los postres, que eran salados y dulces. Se servían cosas
como aceitunas, jamón, queso y también frutos secos, mazapanes, tortas, pasteles,
confituras, anises. Se bebía agua y sobre todo vino, a veces mezclado con agua, para
hacerlo menos fuerte.
6. El vestido
colores, con mangas acuchilladas y llenos de lazos y bordados, de las clases popula-
res, vestidas modestamente, con ropas sencillas, de tejidos bastos y colores pardos y
grises. Hasta tal punto se consideraba el vestido expresión social, que más de una vez
intervendría el gobierno, legislando sobre la vestimenta, con el fin de reforzar el orden
social establecido. Cada uno debía vestir según le correspondía, en función del grupo
al que pertenecía y así, por ejemplo, el uso de los vestidos de seda estaba reservado a la
nobleza.
Muy importante era también la diferenciación sexual, pues el vestuario separa-
ba tajantemente lo masculino y lo femenino. En la España moderna, el traje de los
hombres y el de las mujeres se hallaba muy bien diferenciado y no se admitían trans-
gresiones, salvo en fiestas como el Carnaval y aun con el reproche de las autorida—
des. En el caso de las mujeres la moral era muy estricta y se la obligaba air muy reca—
tada, con faldas hasta los pies, y siempre con la cabeza cubierta en la calle y en luga-
res públicos. En la iglesia, la mujer, en señal de respeto y sumisión, debía ir siempre
con un velo o mantilla. Incluso existía en ciertos lugares la costumbre de cubrir—
se con un manto casi todo el cuerpo, incluida la cabeza y la cara, dejando sólo un ojo
para ver: eran las llamadas <<tapadas». La costumbre respondía a la mentalidad pa-
triarcal de la época, que consideraba necesario proteger de miradas lascivas el pudor
de las mujeres y las obligaba a mantenerse ocultas. La costumbre parece que estaba
especialmente extendida en tierras andaluzas y eso ha llevado a relacionar el fenó-
meno con su pasado islámico. Un viajero extranjero del siglo XVII, Jouvin, escribía:
<<Las mujeres se envuelven todo el cuerpo con un gran velo de tela negra y no dejan
ver más que el ojo derecho cuando van por las calles, lo que ocurre raras veces, a no
ser para ir a misa y a la función religiosa del domingo, adonde van con el rostro des—
cubierto.»
También contaba la profesión 0 el tipo de trabajo que se realizaba, que podía con—
dicionar el tipo de vestido. Los letrados eran inmediatamente reconocidos por sus to—
gas, y era un claro indicio el típico delantal de cuero que usaban los herreros y otros ar—
tesanos para protegerse en sus tareas. Frontera igualmente muy marcada es la que dis—
tinguía a laicos de eclesiásticos. El traje talar de los sacerdotes diferenciaba bien un
simple cura de aldea, con su sencilla y raída sotana, de un prelado, especialmente un
cardenal, identificado por sus ropajes púrpuras, y, sobre todo los variados hábitos de
las órdenes religiosas, que a la vez los escondían como individuos y los señalaban
como pertenecientes a una determinada comunidad, con diferencias muy nota—
bles como las que distinguían, por ejemplo, a un dominico con su elegante hábito
blanco y negro de buen paño, de un pobre franciscano o carmelita descalzo, vestido de
estameña. La misma finalidad de identificación con el grupo tenían los uniformes mi—
litares, que, sobre todo entre los jefes, sacrificaba completamente la comodidad a la
exaltación del rango, como muestra, por ejemplo, la llamativa banda roja con un gran
lazo, que no era un adorno sino la señal del mando. Un sentido especial tenían las ves—
tiduras rituales y ceremoniales, como podían ser las litúrgicas, usadas por los sacerdo—
tes y las jerarquías eclesiásticas para celebrar la misa y realizar otros actos de culto.
Otro caso podrían ser los trajes de Corte, utilizados por la alta nobleza en las grandes
ceremonias palaciegas. Igualmente simbólico era el hábito de las órdenes de caballe—
ría, con sus grandes capas e insignias, como la «roja cruz en forma de espada» de la or—
den de Santiago. Ciertas actividades como, por ejemplo, ir de caza también requerían
==… 】
94 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
un vestuario especial adaptado para montar a caballo y caminar por el monte, con ropa
y calzado adecuados, como las botas y espuelas.
Cuestión especial era el luto, que obligaba a vestir de negro riguroso durante el
tiempo siguiente a la defunción de un familiar o pariente, un tiempo largo que podía
ser meses o años. Las viudas tenían además por costumbre ponerse tocas blancas, lo
que le daba a su vestimenta un aire monjil. El negro de calidad era un color caro y difí—
cil de conseguir, por lo que los lutos de importancia eran muy costosos. Símbolo de
austeridad, el negro entrañaba también un signo de grandeza, y así fue adoptado por la
Corte española desde mediados del reinado de Felipe ll, cuando el monarca, encerra—
do en El Escorial, impuso esa moda como señal de distinción y poderío, que no reque—
ría adornos. Como consecuencia, el severo traje de paño negro se convertiría en la
imagen clásica del caballero español del Siglo de Oro, como evoca el famoso caballe-
ro de la mano en el pecho pintado por El Greco, todo de negro, salvo el cuello y los pu—
ños de encaje blanco y la empuñadura metálica de la espada. Pero el negro no fue per—
manente, los vivos colores del primer Renacimiento, regresarían con el barroco y con
la moda del siglo XVIII, tanto en el traje femenino como en el masculino.
Existía mucha afición a disfrazarse y, además del Carnaval, en que todos se ves—
tían de lo que no eran, se celebraban muchos bailes y desfiles de máscaras. Esta afi—
ción al disfraz abarcaba a todas las clases sociales, cada uno según sus posibilidades.
Muy típicos eran los desfiles gremiales en que los artesanos solían ir disfrazados en
ocasiones como las entradas reales. A veces el disfraz no era simplemente lúdico.
Algunas prendas de ropa, como las amplias capas y los grandes sombreros de alas ba—
jas, eran utilizadas por los delincuentes para ocultarse y poder cometer sus fechorías
sin ser reconocidos. En alguna ocasiôn llegaron a poner el orden público en peligro, y
ésa fue la razón de una medida como la de l766, en que se ordenó recortar las capas
y subir las alas de los sombreros, suscitando tal descontento que contribuyó a desenca—
denar el motín de Esquilache. Cuestión aparte era el vestuario teatral usado por los ac—
tores en las representaciones y espectáculos.
El vestuario se hallaba bien establecido y entre las clases populares varió relati—
vamente poco a lo largo de la época moderna, sólo los ricos y privilegiados podían se—
guir las modas y variar continuamente. Significaba un alarde de riqueza, lujo, gusto y
estilo personal y de clase. La moda del siglo XVI y comienzos del XVll imponía para el
traje masculino birrete o sombrero con plumas en la cabeza, en el cuello, gola o gor-
guera rizada, para el cuerpo jubón, cubriéndose con gabán o capa, desde la cintura has—
ta la mitad del muslo, bullones, con adorno de galón o de acuchillado —igual que en
los brazos— y calzas de punto, y como calzado, zapatos de punta roma y ancha 0 altas
botas. Para el traje femenino también bullones y acuchillados en las mangas, gorguera
rizada en el cuello, para el cuerpojubones y corpiños, realzando el busto, amplias fal—
das y sobrefaldas, por encima capas y mantos, y la cabeza cubierta con cofias y toca—
dos. En el reinado de Felipe IV hubo cambios significativos, se suprimió el bullón y se
adoptaron los calzones anchos hasta la rodilla, se abandonaron las calzas para llevar
medias. El traje femenino ganó en volumen, llevando hasta el extremo las exageracio—
nes barrocas, con faldas ampulosas y jubones muy ceñidos que aplanaban el busto.
Las modas superaban la funcionalidad y transformaban la figura humana hasta
extremos inverosímiles. Pensemos, por ejemplo, en el <<guardainfante>>, tan caracterís-
tico del traje femenino del barroco, que daba una apariencia plana y apaisada al cuerpo
LA VIDA COTIDIANA 95
de la mujer, completada por el busto encorsetado por la basquiña y las anchas mangas,
como se ve muy bien en los retratos cortesanos de Velázquez. Muy importantes eran
también los complementos, desde los complicados sombreros y tocados para la cabe—
za, hasta los zapatos, tan sofisticados como los famosos <<chapines», que obligaban a
las damas a verdaderos equilibrios. Imprescindibles las joyas, collares, pulseras, ani—
llos, diademas, broches, cinturones. Famoso era el collar de los Austrias, culminado
por la célebre perla llamada <<la peregrina», que cubría prácticamente todo el busto de
la dama que lo lucía. Signo de distinción eran los finos guantes de seda o gamuza, re—
pujados, bordados y perfumados con diversos aromas, especialmente ámbar, que usa—
ban hombres y mujeres.
Las modas eran con frecuencia tan exageradas y excesivas que, en ocasiones, se
tomaron medidas para evitar los abusos. Un buen ejemplo es el caso de las gorgueras,
los enormes cuellos de encañonados simétricos, a cuyos grandes rizos almidonados se
les llamaba <<lechuguillas>>, usados a comienzos del siglo XVII. Eran muy incómodos, y
además era un lujo muy caro, completamente superfluo, empeorado todo porque los
cuellos solían importarse de Flandes y de Holanda. Además, requerían para su mante-
nimiento criados especializados, que cobraban elevados precios por sus servicios. To—
dos los criticaban; Quevedo escribió: <<traía un cuello tan grande que no se le echaba
de ver si tenía cabeza». Pero como era moda, todo el que podía lo usaba como signo de
distinción, hasta que en 1623 se dictó una pragmática limitando los excesos suntua—
rios, prohibiendo los aparatosos cuellos de gorguera y sustituyendolos por los cuellos
planos de valona, menos voluminosos y más sencillos, pero también almidonados y
adornados generalmente con encajes. El rey Felipe IV fue el primero en dar ejemplo,
abandonö los viejos cuellos y comenzó a usar los nuevos, poniéndolos así de moda.
Estaban también de moda los cuellos de golilla, pequeños y duros, que enmarca—
ban el rostro con un característico trazo blanco. En el siglo XVIII estos cuellos identifi-
caban a los letrados y más específicamente a los funcionarios que procedían de una
extracción social burguesa, que habían realizado estudios universitarios, pero no per—
tenecían a un colegio mayor, y que habían entrado al servicio del Estado para desarro—
llar el programa reformista ilustrado. <<Golilla>> sería, por ejemplo, José Moñino, el fu—
turo conde de Floridablanca. En contraste con la golilla se puso de moda el uso de la
corbata, que era una prenda de ori gen militar.
Si en el Siglo de Oro era la moda española la que marcaba la pauta, como una
consecuencia más del poderío y prestigio que había alcanzado la Monarquía española,
en la segunda mitad del XVII, a partir del reinado de Luis XIV, el modelo será sustitui—
do por la moda francesa. En el siglo XVIII el afrancesamiento se acentuó, siguiendo el
vestido la tendencia cultural dominante. Además, en esa época, el fenómeno de la
moda se extendió también a las clases burguesas emergentes y se suscitó un encendido
debate sobre las ventajas e inconvenientes, económicos, sociales y morales, del lujo.
Son piezas características de la indumentaria masculina los calzones ajustados hasta
la rodilla con medias, los adornados chalecos, las chaquetillas y, sobre todo, las largas
casacas de ricas telas de seda, muchas veces bordadas en colores. Como adorno del
cuello la corbata sustituyó a la golilla. En el vestuario femenino era elemento obligado
el miriñaque. Especial protagonismo adquirió entonces el uso de las pelucas, tanto
para los hombres como para las mujeres. Grandes pelucas, con preferencia blancas.
cuidadosamente peinadas y empolvadas, eran de obligación para las personas de cali—
96 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dad, culminadas por sombreros, como el típico de tres picos para los hombres y otros
mucho más complicados para las mujeres, destacando también como pieza esencial
del tocado femenino las mantillas de encajes. A fines del XVIII, elementos inspirados
en el vestido popular se introdujeron debidamente adaptados en la vestimenta de cali—
dad, dando lugar a la moda goyesca.
7. Trabajo y ocio
tos, en grupo, ya fuese la familia, los amigos, los compañeros del gremio o de la cofra-
día. Pero entre las clases nobles y acomodadas hubo un paulatino descubrimiento y
una progresiva conquista del tiempo personal y del espacio privado, para rellexionar,
leer, escribir, estudiar, orar, etc. De estos momentos de soledad y recogimiento surgie—
ron cartas, diarios y otros escritos, muchos de ellos auténticamente personales, fruto
de la introspección y el silencio, que revelaban la importancia de la vida interior en el
día a día de algunas gentes de la España moderna.
Especial significado cultural tenía la lectura, que era una actividad que se realiza—
ba tanto en privado como en público, porque era costumbre extendida leer en voz alta
para un grupo de personas, unas veces por necesidad, pues existía un gran número de
analfabetos, pero también por gusto, como medio de compartir la experiencia de la
lectura. Desde la invención de la imprenta, el libro adquirió un gran protagonismo en
la vida cotidiana de muchas gentes, en unas ocasiones por razones profesionales,
como podía ser el caso de abogados o médicos, pero también por entretenimiento,
para pasar el tiempo en una actividad agradable y provechosa. La mayoría de los libros
eran de tema religioso, devocionarios, vidas de santos, pero también había mucha afi—
ción por obras de ficción como las famosas novelas de caballerías, relatos de amor y
aventuras, que presentaban un mundo idealizado y que fueron extraordinariamente
populares. Entre las clases bajas los romances de ciegos y la literatura de cordel llena—
ban la demanda, con historias de amor, violencia y magia.
La rutina del trabajo que llenaba la mayoría de las horas de la vida cotidiana se
veía de vez en cuando rota por la alegría de fiestas y celebraciones. Aunque la reali—
dad dominante era el tiempo del trabajo, se ha calculado que en la España moderna
existían al cabo del año en torno al centenar de fiestas. El ritmo semanal se alteraba
con el preceptivo descanso de los domingos, el calendario anual estaba punteado de
fiestas, y la vida de las personas también contaba con algún festejo relacionado pre—
cisamente con sus momentos culminantes, especialmente la boda. Y mientras estas
ocasiones eran más о menos previsibles y esperadas, también existían de tarde en
tarde algunas fiestas extraordinarias, advenimiento al trono de un nuevo rey, cele—
bración de la paz o canonización de un santo. Frente a estas festividades periódicas,
existían otras diversiones más cotidianas y permanentes, unas privadas y otras pú—
blicas, unas interiores, que se realizaban en recintos cerrados, y otras exteriores, que
se desarrollaban en la calle. Francois Bertaut, un viajero francés que visitó España
en el siglo XVII afirmaba que <<todas las diversiones de Madrid son el paseo y la co—
media». Entre los espectáculos más populares de la Edad Moderna hay que destacar
el teatro y los toros, que eran aficiones de muy amplio espectro, pues abarcaban des—
de la nobleza cortesana & las clases populares.
El teatro era de general aceptación en todas sus manifestaciones. Había teatro en
palacio —ante el Rey y la Corte—, en los típicos corrales de comedias —como el co—
rral de la Pacheca en Madrid—, en las plazas de los pueblos, en las iglesias y en las ca—
sas particulares. La expectación ante cada nuevo estreno era tan grande que en los tea-
tros públicos existían con frecuencia problemas para conseguir localidades. Las gen-
LA VIDA COTIDIANA 99
tes de las clases populares se agolpaban, de pie, en la platea; las mujeres tenían como
lugar propio la llamada «cazuela» y sólo unos pocos lograban sentarse. Como decía
Antoine de Brunel, un viajero francés del XVII, «el pueblo se siente tan inclinado a esta
diversión, que con trabajo se puede encontrar asiento». Los dramaturgos y comedian—
tes alcanzaron gran fama en la época. Autores como Lope de Vega y Calderón eran
enormemente conocidos y celebrados. También los actores alcanzaron gran populari—
dad, como fue, por ejemplo, el caso de Cosme Pérez, alias Juan Rana. También las ac—
trices fueron muy famosas y admiradas, llegando algunas a convertirse en amantes
reales, como sucedió con María Calderón, conocida como la Calderona, que tuvo un
hijo de sus relaciones con Felipe IV, don Juan José de Austria. Pero la gran mayoría de
cómicos de la legua eran perfectos desconocidos, que llevaban una vida itinerante,
de pueblo en pueblo, pasando muchas necesidades y muy mal vistos por la sociedad
establecida.
En el Siglo de Oro, el teatro constituyó una de las grandes cumbres de la literatura
española. Las obras dramáticas fueron escritas por miles y muchas, como Peribáñez,
Fuenteovejuna, El Alcalde de Zalamea o La vida es sueño, alcanzaron la calidad de
obras maestras. Los autos sacramentales, que unían lo religioso al teatro, y se hallaban
especialmente vinculados a la fiesta de Corpus, disfrutaban también de gran atractivo
para el público. A las clases populares les gustaban especialmente las comedias mági—
cas, llenas de prodigios y de efectos especiales. En el siglo XVIII se rechazaron todos
_ . ’:
teatro pedagógico, que difundiera entre el público los valores de la Ilustración, proli—
ferando obras como El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín, que criticaba
uno de los problemas de la sociedad de la época, el de los matrimonios desiguales y
forzados.
Aunque no diario, otro espectáculo frecuente eran las corridas de toros. No po—
dían faltar en las grandes fiestas, pero también se organizaban periódicamente. De ori—
gen caballeresco, como las justas y torneos, correr toros era la ocasión de lucir la inte—
ligencia y habilidad del jinete y el entrenamiento del caballo para jugar con la fuerza
bruta representada por el toro y acabar dominándolo, sometiéndolo y dandole muerte.
Este ejercicio, en los siglos XVI y XVII lo practicaba exclusivamente la nobleza, y se ha—
cia de manera individual y también en grupo, en cuadrilla. Los caballeros iban lujosa—
mente vestidos y brindaban sus lances a las damas de su elección. Para el festejo se
montaban plazas, delimitándolas con barreras en espacios públicos, y el espectáculo
era mucho más brillante en lugares especialmente apropiados, como era, por ejemplo,
la Plaza Mayor de Madrid, donde tantas corridas de toros se celebraron, con gran con—
currencia, la familia real, los cortesanos, los funcionarios y toda clase de gentes. Las
corridas duraban muchas horas, se lidiaban muchos toros, y el público asistente se en—
tretenía observando, pero también charlando, comiendo y bebiendo.
En el siglo XVIII, este espectäculo nobiliario que era el toreo a caballo se «demo-
cratizó», iniciándose el toreo a pie, en el cual los matadores ya no eran nobles, sino
gentes del pueblo, algunos famosísimos, como Francisco Romero, iniciador de una
importante saga de toreros, o José Delgado, llamado Pepe Hillo, muerto en 1801 en la
plaza de Madrid por el toro Barbuda. Había suertes diversas, algunas de tipo burlesco,
como el parcheo, que consistía en pegarle al toro parches con pez; la lanzada a pie, en
la que el torero esperaba al toro rodilla en tierra y lanza en ristre a la salida de chique—
100 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
ros; o el famoso salto de la garrocha, por encima del toro embistiendo. Paulatinamente
el toreo se fue ritualizando. fines de siglo se puso de moda el traje goyesco, antece—
dente del traje hoy tradicional. Los grabados de Goya aportan mucha información so-
bre el toreo del XVIII. En el Siglo de las Luces, aunque las corridas de toros eran ex—
traordinariamente populares y se celebraban en toda España, existió un gran debate
sobre ellas. Los más críticos las consideraban, junto con la Inquisición, prueba del
atraso y la barbarie que, en su opinión, reinaban todavía en suelo español; en cambio,
otros las defendían como muestra del arte sobre la fuerza y en su calidad de espectácu—
lo tradicional. En algunos periodos del siglo XVII y XVIII estuvieron prohibidas, pero de
nuevo volvieron a permitirse por la gran demanda popular.
Diversiones las había de muchas clases, dependiendo de la condición social, la
edad о simplemente los gustos. Para la nobleza, una de sus distracciones preferidas era
la caza, que servía tanto para realizar ejercicio físico al aire libre, como para hacer gala
de su dedicación militar y mantener el entrenamiento para la guerra, montando a caba—
llo y utilizando las armas para disparar haciendo puntería. Por razones que tenían más
que ver con la necesidad que con la diversión, también cazaban los campesinos, como
medio de completar su ración diaria de alimento. La caza era un ejercicio violento,
pues se daba muerte a los animales, en algunas batidas a cientos de ellos, lobos, cier—
vos, gamos, conejos, perdices y todo tipo de pájaros. En el extremo opuesto, las clases
populares se divertían de manera muy distinta, pero también violenta, por ejemplo,
haciendo un círculo y dedicándose a darle bofetadas a un gato, que se revolvía furioso
contra sus atacantes, quienes no se libraban de más de un arañazo.
La crueldad con los animales estaba presente en muchos festejos, pero también exis—
tía una gran sensibilidad y afecto hacia los animales domésticos. Mientras en una casa
campesina los animales tenían una función siempre útil, los perros para cuidar el ganado,
los gatos para cazar ratones, los pollos, gallinas, conejos, cerdos, ovejas, cabras y vacas,
para comer o vender; en las casas acomodadas solía haber muchos animales que tenían
una función de compañía, juguete y distracción, sobre todo perros, gatos y pájaros. La no-
bleza tenía también afición por las mascotas exóticas, monos, papagayos, etc.
Papel muy importante en la diversión de todas las clases sociales tenían la música
y el baile. Entre los nobles saber música, tocar instrumentos, cantar y bailar eran acti—
vidades consideradas imprescindibles para llevar la vida de calidad que pretendían, y
dedicaban parte importante de su tiempo libre cotidiano a ello, como placer individual 【
l
y como práctica de relación social. Pero también para las clases populares era impor— i
ち
tante la música y el baile, sobre todo en sus tiempos de ocio y fiesta. Se producía un in—
teresante fenómeno de circularidad cultural, mientras la música culta se hacía famosa
y sus melodías se difundían entre las clases populares, también las músicas y bailes
del pueblo servían de inspiración a los grandes artistas, que los recreaban como obras
cultas. También tenía mucha importancia en la vida cotidiana la música sacra. La asis—
tencia a la iglesia se transformaba fácilmente de un acto religioso a un espectáculo, en
función de las ceremonias litúrgicas, los sermones como piezas destacadas del arte de
la oratoria y, sobre todo, la impresionante música de órgano. Aunque existían bailes
rituales, el baile en general tenía un marcado carácter lúdico y festivo, visto con recelo
por los moralistas como ocasión de pecado. Se bailaba en grupo, realizando complica—
dos pasos y coreografías muy elaboradas entre parejas y cuadrillas. Cada época puso
de moda un tipo de música 0 un tipo de danza. En la Corte de los Austrias se bailaban
LA VIDA COTIDIANA 101
Bibliografía
CULTURA Y MENTALIDADES
Para la sociedad española, al igual que para el resto de Europa, los siglos XVl
y xvn fueron una época de importantes transformaciones. Se impulsaron, con éxito o
no, cambios profundos en todas las manifestaciones de la vida de los individuos en la
pretendida búsqueda de una homogeneidad cultural. Este proceso de cambio es el que
autores alemanes como Heinz Schilling y Wolfgang Reinhard han denominado Kon—
fessionalisiemng, traducido como «confesionalizaciôn», el cual viene a aglutinar el
proceso de cambio global en las estructuras eclesiásticas, políticas, culturales y socia—
les, en consonancia con las directrices marcadas por las reformas religiosas. Esta con-
l'esionalización dio lugar en todo el continente a la formulación, por parte de las dife-
rentes Iglesias, de unos dogmas, de una educación, de unos rituales, de un lenguaje, de
una disciplina que, como han resaltado estos historiadores, contribuyeron a desarro—
llar principios <<modernos>> como el individualismo y la racionalidad. La confesionali-
zación impulsó también, decididamente, la centralización política y, por tanto, el l‘or-
talecimiento del Estado moderno, gracias a que su clero llegó a formar parte de la
burocracia estatal, y participó activamente en el control social de los sujetos.
De las diferentes formas y maneras en que estos cambios se produjeron, este ca—
pítulo quiere centrarse, principalmente, en los comportamientos y código de valores
de los hombres y mujeres del Antiguo Régimen, para quienes, como nos recuerda
Teófilo Ruiz, «la creencia religiosa, la observancia ritual y la inquietud respecto de la
salvación y el más allá representaban un componente integral de la vida cotidiana del
individuo». ¿Qué fue lo que se quiso cambiar en la sociedad española de la Alta Edad
Moderna? Todo o casi todo, pues lo que se pretendía era una reforma de la sociedad
desde sus raíces, influyendo en las vidas públicas y privadas de todos los estratos so-
ciales. La sociedad española vivió una epoca de profundo <<disciplinamiento social»
que contribuyó a que se incorporara al proceso de modernización que afectó a gran
parte del continente.
104 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
2. El .mundo ritual
Para comprender estas iniciativas nada mejor que asomarnos a los intentos de
transformación de las maneras, costumbres y modos de entender los ciclos vitales.
Como apuntaba el antropólogo P. Smith, <<los ritos son creaciones culturales particu-
larmente elaboradas que exigen la articulación de actos, de palabras y representacio—
nes de numerosísimas personas a lo largo de generaciones». De ahí que, si analizamos
el mundo ritual, podremos apreciar una parte nO poco importante de los cambios cul—
turales que se observan a lo largo de la Edad Moderna.
Teólogos católicos y protestantes, que habían sostenido en el siglo XV! duras dia- `
tribas en su concepción del matrimonio, sí se mostraron de acuerdo en que el matrimO— `
nio adquiría sentido y legitimidad a partir del nacimiento de los hijos. Hasta el adve— i
nimiento de los progresos de la Obstetricia, en el siglo XIX, la venida al mundo fue una 〕
prueba temible. Con esta perspectiva, la madre debía, durante el embarazo, tomar
cierto número de precauciones para preservar su integridad y la salud del niño que iba
a nacer. Los cuidados durante el embarazo y, sobre todo, en el momento del parto, re—
cayeron no tanto en los médicos como en las comadronas, pues como recordaba Da—
mián Carbón, <<el sabio colegio de los médicos determinó por honestidad que fuese el
ministro mujer para ayudar a las tales necesidades que suelen a las preñadas acaescer
en el tiempo y parto». De hecho, las comadronas, de las que se ha hablado habitual-
mente en términos de crueldad, ignorancia y superstición, llegaron a representar un
elemento de gran importancia en la cultura colectiva femenina, y con su labor satisfi—
cieron las necesidades materiales, psicológicas y espirituales de las parturientas. Más
aún cuando el saber obstétrico medieval y moderno no hizo sino transmitir hasta el si—
glo XVI, a través de diferentes publicaciones como las de Damián Carbón, Francisco
N úñez 0 Juan Alonso de los Ruices Fontecha, los conocimientos prácticos de las cO-
madronas. Ellas eran las primeras en ser llamadas cuando la mujer comenzaba a sentir
los dolores de parto. A ella obedecían el resto de las mujeres que asistían a la partu-
rienta, pues confiaban en sus conocimientos técnicos adquiridos tras años de expe-
riencia con Otras parteras O a través de la transmisión oral de su saber. Ellas eran las
que proporcionaban los caldos y las sopas, las que lavaban, fajaban y vestían al niño,
las que preparaban ese espacio social que era la habitación de la parturienta; las que
durante días vigilaban la salud de la madre y la del bebé hasta que el pequeño era bau—
tizado y la mujer asistía a la misa de purificación o misa de parida. Alrededor de las
comadronas se fue formando un ritual, aún por estudiar, que ha sido calificado por al—
gunos autores como reducto exclusivo de la cultura femenina.
No obstante, y a pesar de la importancia que les llegaron a dar los tratadistas, las
comadronas quedaron fuera de las instituciones y de la organización médica que co—
menzó a desarrollarse alo largo del Quinientos. De hecho, y conforme a diferentes le—
yes de Cortes, como las de Valladolid de 1523 о las de 1548, quedaron como sanado-
ras o matronas fuera del ámbito de los protomedicatos, con lO que parece que quisie—
ron excluirlas de las profesiones médicas con reconocimiento legal. No obstante hubo
CULTURA Y MENTALIDADES 105
religiosa: asegurar de forma concreta el vínculo entre vivos y muertos, haciendo pasar
el mismo nombre de una generación a otra; y dotar al nuevo cristiano de un santo pa-
trón que será para él a un tiempo protector y modelo. Estos nombres suelen concen—
trarse, tal y como se ha observado en trabajos sobre Galicia, Castilla y Navarra y del
resto de Europa, en unos pocos muy comunes y masivamente utilizados (como Juan o
Pedro), y por una estabilidad del repertorio a lo largo del tiempo. Ahora bien, sí parece
que se produjeron algunos cambios, como la desaparición de nombres de época me—
dieval (Lanzarote, Tristán. Brianda); y la incorporación de otros nuevos como José o
Josefa 0 Ana, vinculados a unos nuevos valores (la imagen de la Sagrada Familia), que
se pretendían divulgar. Por otra parte, así como en la Inglaterra reformada se observa
una abundancia de nombres del Antiguo Testamento, en España hay cierta tendencia a
lo contrario, probablemente vinculado a la cuestión de la limpieza de sangre. Según un
testimonio de comienzos del siglo xv… en Galicia, se animaba a <<que en la imposición
de los nombres se conformen los curas con la voluntad de los padres o padrinos del
niño, procurando que sean propios de algún santo, principalmente del Testamento
Nuevo [...], pero nunca de gentil o idolatra o que denote sangre hebrea».
El bautismo suponía también la entrada del individuo en un sistema de relaciones
familiares y sociales, gracias a la estrecha vinculación existente entre el recién nacido
y los padrinos. De hecho se establecía un parentesco espiritual que entraba en el círcu—
lo de los grados de consanguinidad que impedían, por ejemplo, el matrimonio entre
hijos de ambas familias. Algo especialmente preocupante cuando, sobre todo en pe—
queñas comunidades, llegaban a tenerse hasta diez padrinos de bautismo, en lo que
podría considerarse una ampliación y refuerzo de redes de linaje y clientelares, pero
con graves consecuencias éticas. Trento, tras confirmar tales lazos de parentesco, in—
tentó paliar los problemas que acarreaba reduciendo drásticamente a dos el número de
padrinos, algo que se aplicó rápidamente en las parroquias españolas.
Poco después, la Vida del niño discum'a dentro de un proceso que los antropólogos
llaman de <<aculturación>> que recaía, en gran parte, en las mujeres de la familia. Las te—
sis, como las de Philippe Aries, que describían un notorio desapego de los adultos hacia
los niños durante el Antiguo Régimen, considerado como una especie de recurso psico—
lógico para afrontar la alta mortalidad infantil, en comparación con el denominado
<<sentimiento familiar moderno», han sido rechazadas de manera contundente a partir de
testimonios literarios, iconográficos y documentales. Madres y abuelas (además de la
educación recibida en las escuelas) eran las encargadas de enseñar al niño, hasta deter—
minada edad, los rudimentos de la cultura cristiana, al tiempo que le proporcionaban
una identidad comunitaria, desempeñando un papel decisivo como elemento transmisor
de unos valores, de señas de identidad, y del que nos falta casi todo por saber.
Menos conocido es, en España, el papel desempeñado por los jóvenes en las so—
ciedades del Antiguo Régimen. Desde los quince 0 dieciséis años el joven, el «mozo»,
pasaba a formar parte de los grupos juveniles, dirigidos por mayordomos (vigairos en
Galicia). Eran ellos los que, en gran parte, se convertían en los <<guardianes» de los
comportamientos sociales de sus convecinos. través de acontecimientos como las
«cencerradas» (ruidos y alborotos con cantos e insultos, también denominadas «cen—
cerralladas» en gallego, <<esquellatada>> en catalán, <<toberak>> en vascuence), protago—
nizadas y dirigidas por los jóvenes, éstos criticaban los matrimonios de personas ya
maduras o con grandes diferencias de edad, se burlaban de los maridos golpeados por
CULTURA Y MENTALIDADES 107
sus esposas, o utilizaban las fiestas, especialmente los carnavales, para hacer sus críti—
cas hacia aquellas actitudes perjudiciales para la moral comunitaria. Al mismo tiem—
po, las cencerradas proporcionaban una unidad al grupo de jóvenes y servían como ri-
tos de iniciación y socialización. Fue en el siglo XVI cuando las cencerradas contra los
que contraian segundas nupcias fueron duramente criticadas por la I glesia, que veía en
ellas una interpretación errónea del sacramento, y por la legislación civil que las con—
templaba como fuente de desorden social y violencia. Nuevamente, en el siglo XVIII,
las autoridades civiles comenzaron a tomarse en serio su persecución, en lo que algu—
nos autores han interpretado como una muestra del progresivo triunfo de la moral bur—
guesa y de las formas de vida privada (la <<honestidad pública»), frente al presión de la
comunidad en los comportamientos más íntimos y cotidianos. A pesar de lo cual per—
vivieron durante siglos, probablemente porque eran expresión de los valores compar—
tidos por gran parte de los vecinos.
Uno de los temas en donde se observa una especial preocupación por parte de la
legislación civil y de los sínodos diocesanos alo largo del siglo XVI es, sin duda, el ma-
trimonio. Éste y la familia se convirtieron, por razones obvias, en cuestiones clave, no
en vano era un sacramento, fundamento de la procreación y de la socialización, célula
básica del orden social y de la autoridad política. De ahí la contluencia de dos intere—
ses: la Iglesia buscó reforzar el carácter de sacramento del matrimonio y su regulariza-
ción; al mismo tiempo, su buen orden garantizaba la estabilidad social deseada por el
Estado y las comunidades. Por ello se realizó un especial esfuerzo por dar una defini—
ción jurídica del matrimonio. Los mecanismos de reforma se dirigieron hacia diferen—
tes cuestiones: la validación matrimonial (promesa, separación y anulación) con juris—
dicción exclusiva de la Iglesia; propiedad (dotes, contratos matrimoniales) sujetos al
ámbito civil (y que no trataremos en este capítulo); delitos que ofendían al matrimonio
(adulterio, simple fornicación, concubinato, matrimonio clandestino, estupro o biga-
mia), de «fuero mixto», en los que, en principio, podían intervenir ambas instancias.
Ya desde la Alta Edad Media, en Europa Occidental, el «matrimonio» había sido
simplemente la promesa de obligado cumplimiento. Pero se distinguía, por un lado,
entre las verba defuturo (palabras de futuro), con las que un hombre y una mujer se
hacían mutuamente promesa de casarse, es posible que ante testigos, en donde no
se requería de una ceremonia eclesiástica ni tampoco de un documento escrito. Por
otro, la conclusión de esta promesa se hacía mediante las verba de praesenti (palabras
de presente), lo que llegó a considerarse un matrimonio a los ojos de la comunidad,
que podía llevarse a cabo mediante una ceremonia nupcial (pública, pero no siempre
en la iglesia), y cuyo componente esencial, en ambas fórmulas, era la unión camal de
ambos. Este esquema parece mostrarnos la imagen del matrimonio como un proceso
en varias etapas. Esto trajo un complejo problema para el cada vez más desarrollado,
rico y eficaz Derecho Canónico. En la Baja Edad Media, autores como Graciano (en
su Decretum) o Pedro Lombardo (en sus Sentencias) descubrieron unos rituales simi—
lares en Europa: un compromiso o noviazgo que implicaba la aprobación de la familia
y la comunidad; el consentimiento de la pareja; el contacto carnal, señal de haberse
108 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Una preocupación de las instancias civiles, que tenía su reflejo en las eclesiásti—
cas. El sinodo de León de 1526 animaba a la denuncia pública de tales matrimonios, y
también en el de Palencia de 1545, o en el de Pamplona de 1544, entre otros. Y las dis—
posiciones se multiplicaron en los sinodos post—tridentinos. Tales medidas tuvieron
éxito: en Barcelona o en Pamplona, las causas judiciales por matrimonio clandestino,
prácticamente habían desaparecido en los siglos XVII y XVIII.
También se prestò especial atención a la celebración eclesiástica del matrimonio,
pues era frecuente que fueran las familias las que ante notario sellaran un matrimonio
que no siempre contaba con la bendición eclesiástica, dando lugar a cohabitaciones
prenupciales condenadas por la Iglesia; una manifestación más de la importancia dada
a los sacramentos en el ciclo vital de los individuos. El sínodo de Segovia de 1529 afir—
maba:
CULTURA Y MENTALーDADES 109
Porque acaescc que muchos se desposan sin desposarse por mano de clérigo, c
después al tiempo que los van a volar, a la puerta de la iglesia tórnanlos a desposar, e pa—
resce cosa de mal enjemplo en no se haber antes desposado por mano de clérigo, fue
acordado que cuando algunos se desposasen sin desposarlos clérigos, que dentro de un
mes sean obligados a se desposar por mano de clérigo, so pena de diez florines de oro.
los adúlteros (leyes I y II, del Libro & tit. XX). En la instrucción a los visitadores que
se incluía entre las sinodales de Astorga de 1553 y en la carta sobre los pecados públi—
cos se animaba a denunciar a los amancebados y a los que no hacían vida maridable.
La iniciativa legislativa tuvo sus consecuencias prácticas: los tribunales inquisitoria—
les persiguieron con dureza a los bígamos y a los sospechosos de «simple fomicaciôn»
(aquellos que consideraban que el contacto sexual con una mujer soltera, pagando, no
era pecado); los tribunales y las autoridades civiles dirigieron sus ataques contra los
amancebados públicos y los adúlteros, gracias a una vigilancia estrecha de los com—
portamientos, en la que la comunidad (recordemos las cencerradas) participaba muy
activamente. Esta actividad judicial se vio reforzada por la pedagogía eclesiástica a
través de sermones, de la labor de las misiones O del sacramento de la penitencia.
Pero se pueden apreciar Otras cuestiones de manera más sutil y, si cabe, arriesga—
da. Los tratados del matrimonio dirigidos desde el siglo XV casi en exclusiva a la mu—
jer, a la esposa, comienzan a ocuparse cada vez más de la pareja, del papel de los dos
esposos. La revalorización de la Sagrada Familia como ejemplo de familia cristiana
influyó notablemente en la elaboración de un perfil ideal, del que desconocemos su in—
fluencia efectiva.
El monopolio de la Iglesia en todas las cuestiones referentes al matrimonio, co—
menzó a resquebraj arse en el último tercio del siglo XVIII. La Pragmática de 1776, pro-
mulgada en respuesta a una petición de las familias de la nobleza, descartó (frente al
resquicio abierto por Trento) la validez de la promesa matrimonial sin la autorización
paterna. Ahora, los problemas que se derivaban de la promesa matrimonial, se con—
templaban como una cuestión de orden público que el Estado debía solucionar, ha—
ciendo por primera vez competentes a los tribunales civiles en tales cuestiones.
En definitiva, los siglos modernos dieron lugar a una importante regularización
del matrimonio, todo un ejemplo de disciplinamiento social de los comportamientos,
en gran parte protagonizado por la Iglesia a lO largo de los siglos XVI y XVII, con una
cada vez mayor intervención del Estado durante el XVIII. Unas iniciativas que, si logra—
ron el éxito, no fue sólo por el aparato propagandístico y penal desplegado, sino tam—
bién porque respondían a las necesidades y preocupaciones de buena parte de la ро—
blación, afectada por la inestabilidad y la conflictividad familiares.
los lutos (como las disposiciones de Felipe 11 en 1565). Se procuró ordenar las sepul—
turas dentro de las iglesias. Al mismo tiempo se impulsó la devoción —votos, rogati—
vas, procesiones— a diferentes santos, intercesores y abogados ante la muerte, Santia—
go, san Roque, san Sebastián, considerados escudos colectivos frente a las epidemias
periódicas que masacraban pueblos y ciudades.
Pero, si bien se reforzó la imbricación de la muerte en la vida de la comunidad, la
labor pastoral puso las bases de una individualización de la muerte, con el fin de desa—
rrollar una actitud cristiana y consciente, lo que suponía una indispensable prepara—
ción temporal y espiritual para el último instante de la vida. La ayuda a «bien morir»
tuvo un auge extraordinario a partir del Concilio de Trento, y dio lugar a la publica—
ción de un elevado número de <<Artes moriendi», manuales que instaban a que se to—
masen todas las medidas necesarias para que se diera una <<buena muerte». El médico,
al mismo tiempo que cumplía con su labor profesional, debía recordar al enfermo sus
deberes para con Dios —<<Que los médicos amonesten a cualesquier enfermos a que
curaren que se confiesen e resciban los santos sacramentos al principio que empezaren
a curar el enfermo, so pena de descomunión a cualquier médico que lo contrario hicie—
re; si el enfermo no lo hiciere, que el médico lo deje de curar, so la misma pena» (síno—
do de Segovia de 1529) y estaba obligado a llamar al sacerdote que cobra un espe—
cial protagonismo. Los sínodos exhortaban a los sacerdotes a estar junto al lecho de
los enfermos, a no ocultarles la gravedad de su estado y así predisponerles a una pre—
paración del alma, alejándola del demonio: «cuando alguna persona estoviere enfer-
ma en cualquiera perrocha, el cura de su perrocha o su teniente sea obligado de lo visi—
tar a lo menos de tercero en tercero día, para ver si ha confesado e rescibido los santos
sacramentos y amonestarle las otras cosas que para la salud de su anima convengan»
(Sínodo de Segovia de 1529). De hecho, el sacramento de la extremaunción, junto con
el del bautismo, fue, según Ariès, uno de los más solicitados por los católicos de toda
Europa. Era el sacerdote el que debía permanecer junto al lecho del moribundo, reci—
biendo su confesión, impartiendo los últimos sacramentos, recordando su vida, apar-
tándole del pecado mediante advertencias piadosas, animándole a que hiciera testa—
mento. Así se incorporaba también el escribano ante el lecho del moribundo para dar
fe de las últimas voluntades. Quedaba todo listo, para entregar el alma, dentro del es—
quema de la buena muerte, como bien se muestra en el testimonio recogido por Máxi—
mo García Fernández:
Yo, José Fernández, escribano... doy fe como hoy dicho día y siendo hora como
delas ocho de su noche, se me envió recado de casa del Señor Don José Manuel de Ri—
vera... para que a toda diligencia eoncurriese a ella por hallarse indispucsto y de cuida—
do y, con efecto, pasé a dicha casa con la mayor brevedad, a tiempo que se le iba a ad—
ministrar с1 Viático, que recibió en presencia de algunos ministros que a esta novedad
concurrieron y de otras muchas personas que habían acompañado al Santísimo Sacra-
mento. Y a muy breve rato, con la fuerza del dolor del accidente, me dijo, en presencia
de los testigos, las siguientes palabras... Y en este estado, habiéndosele agravado más
el accidente, se le administró el Sacramento de Extremaunción, sin que articulasc otra
cosa más, que habiendo apretado con su mano la del Señor Don Fernando Ortega, le
dijo, <<adiós, amigo, que muero»; a cuyo tiempo llegó Don Juan Manuel Pitcira, cura
de la parroquia de Nuestra Señora de la Antigua, que le exhortó un muy breve espacio.
Y dio su alma a Dios...
CULTURA Y MENTALIDADES 1 13
Uno de los síntomas de este cambio fue, por ejemplo, la adopción por una gran
mayoría del hábito religioso como mortaja. Los inicios de esta costumbre estuvieron
ligados al desarrollo de las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media, aunque su ge-
neralización no se dio hasta los siglos XVI y XVII. El hábito más común fue el francisca—
no, simbolo de pobreza y de humildad ante el Más Allá. A ello se sumaba que san
Francisco era considerado un buen medianero para las almas del Purgatorio, y tam—
bién que los Papas habían concedido diferentes indulgencias a estas mortajas.
Todas estas iniciativas, que lograron una amplia difusión durante los siglos mo—
dernos, sufrieron una importante transformación durante la segunda mitad del siglo
XVIII. Por los trabajos publicados hasta el momento, centrados, sobre todo, en el análi—
sis de los testamentos, sabemos que descendieron notoriamente las fórmulas de decla—
ración de fe incorporadas hasta entonces; se produjo un singular descenso en las man—
das pias, en la fundación de capellanías y obras benéficas, en la cuantía de las limos—
nas; se fue abandonando el uso del hábito como mortaja. También cambió el lugar de
entierro: las parroquias fueron dejando de ser el lugar elegido como última morada
—desde mediados del siglo XVIII en ciudades como Cádiz 0 Sevilla, especialmente en—
tre los miembros de la nobleza—, al mismo tiempo que las leyes (la R. C. de Carlos III
en 1786—1787), ordenaban la construcción con fondos municipales de cementerios
fuera de las poblaciones. Una medida que, todavia a mediados del siglo XIX, provoca—
ba resistencias en muchos sectores de la población, especialmente la rural.
Los autores han interpretado este conjunto de variaciones de dos maneras. Para
unos se asiste a finales del Setecientos, y especialmente tras la Guerra de la Indepen—
dencia, a un proceso de descristianización de la sociedad española —en la línea mar—
cada por Michele Vovelle en Francia—, fruto de la influencia del liberalismo en mu—
chos sectores sociales. Para otros, asistimos a una fase más en el proceso de interiori—
zación y de racionalización de las actitudes ante la muerte, y de la práctica religiosa en
sí, como venía siendo impulsado por determinados sectores de la jerarquía eclesiástica
a lo largo de la Edad Moderna.
l—
1 16 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
aquello que pudiera afectar a la fe, como cuando un clérigo fue condenado en Pamplo-
na en 1601 por celebrar el carnaval disfrazado de cardenal, causando escándalo en la
ciudad «por ser caso tan extraordinario y de tanto atrevimiento en un sacerdote de
misa, mayormente en la tierra donde vivimos, a pared en medio y tan cercanos los lu—
teranos y gente enemiga de la Madre Santa Iglesia y de sus ministres, que es darles
ocasión a que hagan otro tanto en burla y menosprecio del gobierno de la Santa Madre
Iglesia»; o bien cuando daba lugar a violencias y motines de carácter extraordinario.
De ahí que nos preguntemos el porqué de su perduración. El virrey de Cataluña en
1587, ante la posibilidad de prohibirlos en Barcelona, se mostró reticente pues «10 de
los bailes y máscaras en tiempos de Carnaval, está tan arraigado y en uso en esta ciu—
dad, que con dificultad se puede remediar, y […] el pueblo lo sentiría mucho». De
alguna manera las palabras del virrey rellejan la tesis de P. Burke para quien el Carna—
val, con sus críticas sociales y políticas, sus disfraces y bailes, era una «válvula de es—
cape», un periodo de inversión y protesta tolerada, para evitar que las tensiones socia—
les y políticas acumuladas acabaran en un estallido violento. En este sentido la protes—
ta carnavalesca no era otra cosa que un elemento más para mantener determinadas
estructuras, y por tanto, un componente necesario para el control social.
Este conjunto de iniciativas contra el excesivo número de fiestas, o contra el resa—
bio a superstición de las mismas, fracasadas en su mayor parte durante el Siglo de Oro,
se reforzó notablemente a lo largo del siglo XV… gracias a la iniciativa de la Monar—
quía y de elementos ilustrados de la jerarquía eclesiástica, levantando, según los auto-
res, un importante muro entre la cultura popular y la de las elites. Fue Campomanes
quien en 1750 escribía indignado al padre Feijoo (<<¡Qué quimeras, qué extravagan—
cias no se conservan en los Pueblos a la sombra del vano pero ostentoso título de tradi—
ción!» clama éste en su Teatro Crítico Universal), por algunas costumbres populares,
como las mayas y los mayos, las enramadas de San Juan, las zambombas de Noche-
buena, los carnavales, la cruz de mayo, consideradas irreverentes o supersticiosas.
Fue también el fiscal del Consejo de Castilla quien apoyó la disminución del número
de fiestas, en la linea marcada por el papa Benedicto XIV en 1748. En su Discurso so—
bre elfomento de la industria popular (1774), escribe el fiscal: <<para calcular la pérdi—
da de jornales que ocasiona el excesivo número de fiestas de precepto eclesiástico, con
sólo suponer ocho millones de habitantes trabajadores de ambos sexos, y que una per—
sona con otra gane dos reales de jornal, cada fiesta de precepto reducida o trasladada al
domingo producirá en España diez y seis millones de reales de utilidad…»
Pronto se optó también por el control de los excesos, con un creciente grado de li—
mitación de tales manifestaciones colectivas, ya perceptible a mediados del siglo XVII
y más aún durante el XVIII en un intento desde arriba de transformación de la cultura
popular. A comienzos del Setecientos un visitador diocesano amenazaba con la exco—
munión a todos aquellos que seguían «la perniciosisima costumbre [...] de dar algunas
noches, y en especial por carnestolendas, lo que llaman matraca, que más propiamente
se puede llamar dicterios escandalosos y blasfemos». De hecho, fueron más tarde las
autoridades civiles las que en mayor medida se encargaron de su persecución. Las dis—
posiciones de Felipe V contra el Carnaval en 1716 (<<de que se han seguido innumera—
bles ofensas a la Magestad Divina, y gravisimos inconvenientes por no ser conforme
al genio y recato de la Nación Española») y en 1745, contra su práctica en la Corte, son
un ejemplo del giro cultural. Bien es verdad que con escaso resultado, como son buena
CULTURA Y MENTALーDADES 117
muestra las cerca de cuarenta prohibiciones hechas entre 1721 y 1773 en Madrid con—
tra diversiones como arrojar huevos y otras formas carnavalescas.
Pero también determinadas costumbres arraigadas durante la fiesta del Corpus
comenzaron a ser percibidas como extravagantes. Numerosas disposiciones legislati-
vas contra los disfraces y las danzas en tiempo del Corpus como en Granada en 1717,
Toledo en 1765 0 Barcelona en 1770; la prohibición de celebrar autos sacramentales o
comedias de santos en 1765, la de los bailes en las iglesias en 1777 y 1780, afectaron
directamente a las formas tradicionales de celebración:
En unas partes se prohíben las músicas y eencerradas, y en otras las veladas y bai—
les. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas ala queda. y en otras a no salir
a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a nojuntarse en corrillos, y a otras seme—
jantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez la codicia de los jueces, ha extendi-
do hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de
una corte; y el infeliz gañán que ha sudado sobre los terrones del campo y dormido en la
era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su
lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.
Sin embargo, a pesar de estas impresiones, a pesar de las medidas adoptadas du—
rante los tres siglos, los ciclos festivos se mantuvieron. La larga tradición del calenda—
rio, su profunda interrelación con el mundo agrícola, el hecho de que estas festivida—
des estuvieran vinculadas a la memoria colectiva y a los valores de la comunidad
(pues reforzaban su identidad), junto con los factores estéticos del mismo (un orden
racional del tiempo), hicieron que éste se mantuviera vigente, con escasas modifica—
ciones, alo largo de la Edad Moderna, aunque ya en sus epígonos se percibieran sínto-
mas de transformación.
3. La vida en comunidad
—
118 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
«... Advierte que entre los leones y los tigres no había más de un peligro, que era
perder esta vida material y perecedera, pero entre los hombres hay muchos más y ma-
yores: ya de perder la honra, la paz, la hacienda, el contento, la felicidad, la conciencia
y aun el alma. ¡Qué de engaños, qué de enredos, traiciones, hurtos, homicidios, adulte—
rios, invidias, injurias, detracciones y falsedades que experimentarás entre ellos.» Sin
llegar a caer en el pesimismo radical de Baltasar Gracián, sí parece evidente que entre
los siglos XVI y XVIII la sociedad española fue testigo de un importante clima de violen—
cia. Pero para analizar someramente este tema vamos a distinguir entre tres grandes ti—
pos de expresiones violentas: la violencia interpersonal, el crimen organizado y la vio—
lencia colectiva.
Si atendemos, por ejemplo, a la clasificación establecida por Heras Santos, la im—
portancia de los delitos contra la vida e integridad de las personas es indudable. El
examen del inventario de las causas criminales presentadas ante la Sala de Alcaldes de
Casa y Corte muestra que un 36 % de los pleitos entran dentro de la categoría de <<heri—
das» (que engloba el «golpe que se da con la espada o contra arma o cualquier cosa que
pueda lastimar y sacar sangre»), y «muertes», muy sistematizado por la legislación.
Algo que se corrobora a partir de las noticias extraídas por Rodríguez Sánchez de me—
morias, avisos, relaciones, epistolarios, crónicas, sínodos diocesanos, peticiones de
las Cortes, etc., para la primera mitad del siglo XVII. Según estos datos el 80 % eran de—
litos contra las personas, de los cuales, el 59 % eran delitos de sangre (riñas y penden—
cias, heridas, asesinatos), y sólo el l4 % respondían a violencia contra la propiedad
(hurtos y robos). Otras formas serían, por ejemplo, la violencia contra las mujeres,
bien la doméstica («fenómeno lleno de silencios», en el que los tratadistas contempo—
ráneos se mostraron divididos a la hora de juzgar los castigos maritales; un 93 % delos
casos de separación en la diócesis de Pamplona estaban motivados por malos tratos),
bien el estupro o la violaciôn. Otros, como el que atañe, por ejemplo, al infanticidiO,
son menos conocidos, aunque las referencias en todos los sínodos diocesanos a la
prohibición de que los recién nacidos fueran acostados en el lecho de sus padres puede
ser una indicación de su práctica.
Muchas de las consecuencias de estas heridas y muertes procedían de la variante
que representa la violencia verbal, la injuria. Ésta, «una metáfora social», suponía y
dejaba traslucir todo un sistema de valores ——insultos habituales como cornudo, trai—
dor, hereje, judío, marrano, puta, alcahueta, etc.—, pero, sobre todo, y para el caso que
CULTURA Y MENTALーDADES 121
estudiamos, revelaba la importancia del honor. Como apuntaba Lope en unos versos
al referirse al teatro: <<los casos de la honra son los mejores, porque mueven con fuerza
a toda gente». Un honor que marca conductas individuales, así como las relaciones fa—
miliares y sociales. Este honor, sin embargo, en la medida que reafirmaba una autori-
dad frente al otro, en la medida en que se abría como un espacio excesivamente indivi—
dualizado, no respondía a las pautas marcadas por un Estado que se pretendía más
fuerte y que quiso, apoyándose en unos argumentos proporcionados por la Iglesia, li—
mitarlo y someterlo. Bien es verdad que mucho menos conocidas son otras razones,
como el pago de deudas, que según trabajos muy localizados en el espacio, se reve-
la como otra de las fuentes de violencia.
De todas formas, ¿asistimos a un descenso de las formas de violencia interperso—
nal a lo largo de la Edad Moderna, fruto de un proceso de civilización evidente en
otros ámbitos de la cultura? Las tesis que basadas en criterios cuantitativos insistían en
el declive, chocan con otras que han puesto de manifiesto que tal evolución no es real.
Lo que sí parece evidente es que cambiaron las actitudes hacia los delitos dando ma—
yor importancia a unos 0 a otros. Y, por supuesto, se observa un cambio en su persecu—
ción. Si en los siglos XVI y XVII el delito es, en muchos casos, un delito-pecado, lleno
de connotaciones éticas vinculadas a la teología moral, en el XVIII éste se va difumi—
nando a favor de la persecución de todo aquello que atentase contra la moralidad pú—
blica y el orden social bajo la protección y responsabilidad del Estado.
La manifestación más importante del crimen organizado en la España moderna
fue, sin duda, el bandolerismo. La aparición de bandoleros como Antonio Roca, Ro—
que Dinarte o Serralloga en las obras de Lope de Vega, Tirso de Molina, Cervantes 0
la literatura de cordel son, sin duda, una muestra de la cotidianeidad del fenómeno.
Tampoco es de extrañar que gran parte de estos protagonistas fueran, en su mayoría,
catalanes, pues el bandolerismo tuvo especial incidencia en la Corona de Aragón y
como tal fenómeno ha sido el más estudiado. No obstante toda la Península, desde
Andalucía a Galicia, pasando por Castilla, fue testigo de la amenaza del bandido a lo
largo de los tres siglos. Las causas de esta violencia son varias. Por un lado, y durante
los siglos XVI y XVII, es evidente la existencia de un bandolerismo de carácter nobilia—
rio muy relacionado con las luchas de bandos y viejas rivalidades familiares —los
nyerros y cadells en Cataluña—, aferradas a estructuras clientelares y de linaje, y ante
el que la Corona se mostró impotente. Junto a él, fueron frecuentes las bandas de sal—
teadores que robaban en los caminos motivados por una profunda crisis económica o
por un momento de grave inestabilidad política que afectó en diversas épocas a dife—
rentes partes de la Península. Algo que, en muchas ocasiones, estuvo estrechamente li—
gado también a sectores marginales de la población, como moriscos o gitanos, y moti—
vado, en gran parte, por las duras medidas legislativas contra ellos. Tampoco faltan
quienes interpretan (a la manera de Hobsbawn) que el bandolerismo fue una forma de
protesta popular ante las míseras condiciones de vida de los campesinos; o incluso
quienes lo contemplan como una pieza en el proceso de construcción nacional (como
han interpretado algunos autores catalanes). Por último, no habría que olvidar otras ra—
zones, como las geográficas, si se tiene en cuenta que muchos de estos fenómenos se
daban en regiones de frontera, 0 bien en zonas montañosas; las jurisdiccionales (la di—
versidad de jurisdicciones protegían la actuación de los bandoleros); u otras como la
posesión generalizada de armas por parte de la población, la visión del bandolero
122 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
como un defensor de fueros y privilegios frente a la Corona, etc. De todas formas estu—
dios recientes apuntan a un importante cambio en la percepción del fenómeno del ban—
dolero: de ser considerado un asunto local, a ser considerado como una amenaza para
el Estado, que dio lugar a una ofensiva por parte de la Corona, especialmente a lo largo
del siglo XVIII.
En cuanto a las expresiones de violencia colectiva, no trataremos aquí sobre
aquellos motines que han pasado a la historia por su importancia y por ser, desde lue—
go, mucho más que simples desórdenes públicos, como el movimiento comunero, las
alteraciones de Aragón de 1590, la rebelión de los catalanes de 1640 o los motines de
Esquilache de 1766. Los pequeños amotinamientos, muy localizados, esporádicos en
la vida de la comunidad, respondían a unos esquemas muy similares. Iniciados con el
rumor, con un pequeño incidente, muy pronto, por su violencia, ponían de manifiesto
un conjunto de causas que lo explicaban. Gracias al tañido de las campanas, pero tam—
bién a través de pasquines y libelos, los amotinados se concentraban en los lugares
epicentro de la sociabilidad local: a la salida de la misa dominical, en la plaza, y duran—
te festividades concretas. Injurias, insultos, violencia física, eran elementos perma—
nentes. Pero sólo en escasas ocasiones acababan con resultados trágicos, con lo que no
pocos autores consideran que tales motines desarrollaban una violencia controlada en
todo momento por sus protagonistas. Unos motines que no pueden calificarse como
meras <<revueltas de estómago» o como una manifestación más de la rivalidad de cla—
se. Detrás de ellos hay unas causas, complejas y combinadas, y unas ideas que los
sostienen. Como ha detallado Lorenzo Cadarso para Castilla, la progresiva oligarquí—
zación del gobierno municipal (paulatina supresión de los <<concejos abiertos», limi—
tación de la participación popular), el ejercicio de la jurisdicción señorial y su injeren—
cia en la vida de los pueblos, el aumento de la presión económica sobre los campesi—
nos, pero también razones relacionadas con el estatus social de los vecinos, con la
apropiación indebida de comunales, con la aplicación de la justicia, etc., provocaron
no pocas alteraciones del orden. Unas alteraciones sostenidas por un conj unto de ideas
en las que se mezclaba la tradición y la memoria histórica, las concepciones milenaris—
tas, una determinada imagen del poder político y de su ejercicio, el honor comunitario
o el interés económico de los afectados.
La persecución de estos delitos tuvo como base el desarrollo teórico de unos de—
terminados principios elaborados en gran parte por la Iglesia, sobre los que se apoya-
ron las cada vez más fuertes y organizadas estructuras el Estado. Robert Muchembled,
a la hora de analizar la violencia en la Francia del Antiguo Régimen afirma que ésta
era <<un fenómeno cultural, una extensión brutal de la sociabilidad ordinaria». Como
tal reflejo de una sociedad, de la misma forma que a lo largo de los tres siglos estudia-
dos se aprecian notables cambios en las formas de la vida cotidiana, también la violen-
cia —sus formas, sus comportamientos, sus actitudes— sufrió importantes transfor—
maciones relacionadas con el fortalecimiento del Estado y, por tanto, con el de la
propia justicia y sus instrumentos a la hora de enfrentarse a diferentes formas de vio—
lencia. Es más, es en el fenómeno de la violencia en donde con mayor nitidez podemos
observar los efectos del <<disciplinamiento social» de los que hablábamos en la intro—
ducción. Unos instrumentos que durante los siglos XVI y XVII contaron con el apoyo
teórico de la Iglesia a la hora de hacer frente a los mismos. En efecto, a la luz del quin—
to mandamiento, «no matarás», se quiso poner coto al homicidio, únicamente tolerado
CULTURA Y MENTALーDADES 123
en casos de defensa del honor y de la propiedad, algo que a lo largo del siglo XVII fue
también puesto en duda por diferentes teólogos morales que sólo aceptaron la defensa
de la propia vida para justificar una muerte. Por otra parte, el mandamiento «no roba-
rás» hizo que el hurto se convirtiera, según la teología moral, en uno de los delitos más
graves, salvo los casos de extrema necesidad, en cuanto que era considerado un gran
pervertidor del orden social. El octavo mandamiento, «no levantarás falso testimonio
ni mentiras», y la tratadistica en torno a él, puso a la injuria en el punto de mira y como
causa de una parte importante de la violencia. Pero la influencia de la Iglesia no sólo
quedó reflejada en determinados tratados teóricos. Los sermones, el confesionario, las
misiones, la labor pacificadora de las cofradías, fueron un instrumento de primer or—
den para hacer asentar tales principios. En este sentido la Iglesia hizo una considerable
propaganda contra todo aquello que supusiera venganza personal o venganza al mar—
gen de la ley: las disposiciones contra libelos y pasquines publicadas en 1577 y 1591
por los obispos de Barcelona, la difusión de las <<actas de perdón» (actes de perdó) en
Cataluña o de las cartas de perdón en Castilla, redactadas muchas veces por los párro—
cos, intentaron contribuir a la disminución de las venganzas. Por otra parte, la insis—
tencia en la importancia de la amonestación caritativa (el llamamiento que los vecinos
o deudos del delincuente hacían antes de acudir a la justicia real), incorporando esta
forma de inl'rajusticia que practicaban las comunidades a todo un sistema, contribuyó,
en parte, a una cierta pacificación social.
А1 mismo tiempo, diferentes cambios institucionales que afectaban a la organi—
zación municipal y que, como vimos, ocasionaron no pocos motines, se justificaron
utilizando la propia estructura organizativa de la Iglesia. Cuando, por ejemplo, en
Logroño se quiso, en 1645, suprimir el sistema de regimientos perpetuos y de recu—
perar el de concejos abiertos, los partidarios del primer sistema acudieron al argu—
mento de que:
[...] no conviene ni al servicio de Dios, ni de los pobres, ni del rcy nuestro señor, ni dcl
bien de la república, ni en común ni en particular, de que se mude el gobierno de regido—
res perpetuos, porque con la continuación tiene noticias claras de lo que conviene al go—
bierno desta ciudad [...] y quc el tiempo que es, es tan conforme al gobierno [actual], que
en todas las ciudades de Castilla y comunidades eclesiásticas y seglares dellas, ¿por
qué se gobiernan en la temporal y eclesiástico con personas que tienen sus oficios per-
petuos? Para mayorjustificación y noticias dellos, quc no es fácil alterarlos cada año y
son muchos los escándalos que en tiempo de añales había.
Pero además, muchos de los párrocos coagularon buena parte de los desconten—
tos, argumentando, bien que los oficios debían ser ejercidos por los mejores, bien abo—
gando por la paz social.
Combinado con la Iglesia, y para aplicar este conjunto de principios, el Estado
fue creando todo un organigrama judicial que hiciera llegar su poder a todo el territo—
rio. Si durante la Edad Media, gran parte de las cuestiones se solucionaban, para bien o
para mal, entre las partes enfrentadas, durante la Edad Moderna, fue el Estado el que
quiso hacerse con el control de la resolución de los conflictos reforzando su papel en
todos los ámbitos y en todos los niveles. A través de la legislación se fueron endure-
ciendo las medidas contra la posesión y uso de armas blancas, y especialmente contra
las cada vez más sofisticadas armas de fuego; se hizo especial hincapié en la vigilancia
124 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
durante la noche; se pusieron restricciones a las fiestas públicas, en cuanto que era en
ellas, por el ambiente y el clima que generaban, cuando más desinhibidos se mostra—
ban los comportamientos violentos.
Poco a poco se fue eliminando el papel de una infrajusticia comunitaria indepen—
diente del sistemajudicial. Un caso evidente fue el de la venganza o el uso de desafíos
y duelos. Es lo que en Cataluña llegaba a denominarse un deseiximent, un procedi—
miento que todavía era habitual en el siglo XVI, y que se realizaba a través de una carta
de desafío que se colocaba a las puertas de la parroquia. El procedimiento suponía el
desarrollo de venganzas personales, de luchas interfamiliares. Para ellos se publicaron
disposiciones como las de 1537 que prohibía los desafíos con la pena de muerte, o la
bula de Gregorio XIII publicada en Barcelona en 1557 que decía tajantemente:
Esto supuso la cada vez mayor implicación del municipio en la persecución del de—
lito, en el control de la violencia, que queda más al margen de la solución privada, al
y
convertir a los poderes locales en un elemento más del organigrama estatal. También se
potenciaron otras instituciones, como la Santa Hermandad, para mantener la seguridad
en los caminos castellanos, o bien, ya en el XVIII, diferentes cuerpos militares.
Pero, evidentemente, fue el fortalecimiento del aparato judicial el principal ins—
trumento desarrollado por el Estado para la persecución de la violencia y el delito. El
procesojudicial se convirtió así en un magnífico vehículo de aplicación de la ley y de
cumplir con el objetivo de restablecer el equilibrio social. Para ello, durante los siglos
XVI y XVII, su principal instrumento fue el castigo, entendido en la sociedad confesio-
nal como un remedo de penitencia por los pecados cometidos, como el mejor modo de
disuadir a los delincuentes. De hecho fueron tres los principios que caracterizaron a la
justicia de la Edad Moderna: ejemplaridad, paternalismo y utilitarismo. Los impresio—
nantes espectáculos de las ejecuciones públicas, el descuartizamiento del cuerpo del
ajusticiado para repartir los trozos en lugares públicos señalados, son una muestra de
la búsqueda del ejemplo, si bien es verdad que a lo largo de la Edad Moderna se obser—
va una evolución hacia formas de castigo menos cruentas. Como contraste, esta justi—
cia no tendrá tampoco problemas a la hora de ejercer un paternalismo compasivo a tra—
vés del ejercicio de la gracia y el perdón (los indultos) por parte del monarca o de sus
representantes. Unos siglos modernos que introdujeron las penas utilitaristas: es decir,
el castigo se cumplía en las galeras, en los presidios, en las minas, en el ejército, al ser—
vicio del rey.
Ahora bien, estas penas buscaban un castigo sobre aquello que más podía afectar
a los delincuentes: el cuerpo, el honor y la hacienda. La práctica del tormento, como
un elemento probatorio durante el proceso judicial (<<¡ ay, ay, ay ay, ay, ay, ay, que me
matan, Santísimo Sacramento!» clama una mujer ante el rigor del potro, en el Madrid
del siglo XVII), fue perdiendo validez a lo largo del Setecientos, especialmente en su
CULTURA Y MENTALIDADES 125
segunda mitad; penas ejemplares y públicas como los azotes, las mutilaciones, el des—
tierro o la pena de muerte, hacían dura mella en los delincuentes y perduraron los tres
siglos. Poco a poco, durante la Edad Moderna, como apuntó Foucault en su tesis sobre
el «gran confinamiento o encerramiento», fueron reemplazadas por la creación de ins—
tituciones (hospitales, casas de misericordia y cárceles) que se ocuparon de aplicar las
penas. Éstos y otros ejemplos son una muestra significativa de cómo en los siglos mo—
dernos asistimos a cambios en las formas de pensar y entender el crimen y al criminal,
a diferentes modos de percibir la violencia.
4.1. LA RELIGIOSIDAD
municipales (es habitual encontrar en los libros de cuentas de los municipios el pago
del salario al predicador de Cuaresma, normalmente miembro de una orden mendi-
cante), unían a los temas, cuidadosamente elegidos, la espectacularidad y el efectis—
mo, no pocas veces criticado por alguno de sus contemporáneos. Su éxito dio lugar,
sin embargo, a una ingente publicación de sermonarios durante los tres siglos.
También se hizo un especial esfuerzo por hacer cumplir a los fieles los preceptos
pascuales de confesión y comunión anuales. Para su control se elaboraron en muchas
parroquias <<padrones de confesión y comunión» que muestran que los niveles de
observancia eran, al parecer, amplios. En la parroquia catalana de Mediona en 1551 el
15 % de los feligreses no cumplían con el precepto de la confesión anual, pero desde
1580 ésta tiende a ser total. En el arzobispado de Sevilla, ya a finales del siglo XVIII, el
precepto del cumplimiento pascual era ya universal. La insistencia en ellos se debía, lo
hemos apuntado, tanto porque se consideraba necesario para la salvación del indivi—
duo, como porque era un elemento de identidad frente al protestantismo. Por otra par—
te, la escasa formación de los campesinos a comienzos del siglo XV1 hacía necesaria la
enseñanza de los puntos fundamentales del catolicismo, expresados en el credo y en
los mandamientos, gracias a la labor catequética de los párrocos a quienes los visita—
dores diocesanos instaban a organizar sesiones de enseñanza de la doctrina tras la
misa dominical, con cierto éxito en Toledo, con grandes lagunas en Cataluña; о bien a
examinar a las futuras parejas en doctrina cristiana antes de la celebración del matri—
monio, algo que no estuvo exento de dificultades, como se observa en Cataluña en los
siglos XVI y XVII.
Para esta labor de catequesis los diferentes sínodos y concilios provinciales
como los de Calahorra 0 Tarragona, a comienzos del siglo XVII, tuvieron un particular
interés en que la predicación y los textos de los catecismos se publicaran en las len—
guas vernáculas, para hacer más accesible y fructífera la labor pedagógica.
En este clima no dejaron de introducirse o de reforzarse devociones que pronto
se convirtieron en una práctica común de la población en su vida cotidiana. El rezo del
ángelus, a mediodía, se consolidó a lo largo de la Edad Moderna. El del rosario, espe—
cialmente tras la victoria de Lepanto, lograda el día de la celebración de la Virgen del
Rosario (7 de octubre), pronto se extendió como práctica diaria entre buena parte de la
población bien en la intimidad del hogar, en las iglesias, en los conventos, bien en me—
dio de la multitud, como el rosario público iniciado en Sevilla en 1690 y que pronto se
repitió en otras partes de España. A ello se sumó la devoción mariana, especialmente
la Inmaculada Concepción, convertida en una seña de identidad de la religiosidad
en la Monarquía católica. Y no hay que olvidar la multitud de romerías, votos, rogati—
vas, bendiciones de campos, conjuros contra la sequía o contra la 11uvia, en las que se
acudía a la tradicional intercesión de los santos locales, aunque progresivamente se
fue imponiendo la de María o la de Cristo en gran número de ermitas y santuarios. O
las procesiones de Semana Santa, todo un instrumento pedagógico por su temática y
por su espectacularidad de imágenes y disciplinantes. También se puso especial énfa—
sis en el cumplimiento de las vigilias de ayuno (especialmente vigilante sobre sobre
moriscos y judeoconversos).
Junto a todo ello, no quedó atrás la transformación de los comportamientos reli—
giosos bien a través de la pedagogía de los sermones, de las imágenes, de las misiones,
de las visitas pastorales, de las constituciones sinodales, bien a través de la acción in-
CULTURA Y MENTALIDADES 127
quisitorial. Por otro lado, se incentivó la vigilancia eclesiástica sobre las diferentes
formas de religiosidad local. El entorno de las ermitas y de los santuarios, gracias a los
cuales el mundo sagrado estaba permanentemente presente en el paisaje, eran el prin—
cipal ejemplo de las manifestaciones de lo que W. A. Christian ha denominado <<re1i—
giosidad local». Por ello el papel de los ermitaños y de las beatas se restringió notable—
mente durante el reinado de Felipe II al quedar sometidos a la autorización y a la auto—
ridad de los obispos. Muchas de las ermitas fueron suprimidas, y se dejó a las restantes
bajo la supervisión y cuidado de los párrocos. También se prohibieron las procesiones
que rebasaran una determinada distancia, pues los excesos de los participantes durante
los días de su celebración causaban escándalo entre las autoridades. Se quiso poner un
control a las caridades que se hacían en los funerales, u otras que se hacían por voto en
determinados días de ayuno. Si bien, como hemos visto, se impulsó entre los fieles la
invocación de los santos y sus imágenes, también se instó por parte de las autoridades
eclesiásticas a acabar con <<toda superstición en la invocación de los santos, en la ve—
neración de las reliquias», dando a los obispos el protagonismo del control de las posi-
bles desviaciones. Se persiguió con dureza la proclamación de falsos milagros o el
tráfico de reliquias, que criticó duramente el padre Mariana. Pero a pesar de las pre-
cauciones en la admisión de nuevas reliquias, hubo un renacimiento de su culto como
respuesta a las críticas lanzadas por los protestantes, dando lugar a invenciones, a mul—
titudinarios traslados de reliquias, a la multiplicación de nuevas representaciones ico—
nográficas. Dos ejemplos: si entre 1577 y 1599 las Relaciones publicadas que narra—
ban milagros fueron 13, en el XVII fueron 150; en la ciudad de Murcia entre 1701 y
1759 los vecinos participaron hasta en 1 14 rogativas para lograr la intercesión ante los
temores colectivos.
Objeto de especial ataque, como hemos visto a la hora de hablar de los ciclos fes—
tivos, fue la superstición. La búsqueda de explicación a lo que se desconoce llevó a
buena parte de la población a encontrar respuestas en el mundo de lo mágico. Las
prácticas supersticiosas, habitualmente relacionadas con el temor a la enfermedad y a
la muerte, o con los imprevistos de la naturaleza, estaban especialmente presentes en
las actividades agrícolas y ganaderas. De ahí que uno de los objetivos de la Iglesia
en España, influida por los intelectuales erasmistas, al mismo tiempo que respondía a
las críticas protestantes, fuera lanzar sus diatribas contra todas las manifestaciones de
superstición, con los instrumentos pedagógicos y punitivos de los que hemos hecho
mención en anteriores puntos: la Inquisición, los sermones, las disposiciones sinoda—
les, la legislación civil o la publicación de numerosos tratados como los más conoci—
dos de Pedro Ciruelo, Martín de Castañega, u otros como los de Martín del Río, Mar—
tín de Andosilla o Gaspar Navarro.
La superstición estaba presente, por ejemplo, en el momento del parto. Se tuvo
especial cuidado en que las comadronas, como aconsejaba Damián Carbón en su ma—
nual, abandonaran <<cosas de sortilegios, ni supersticiones, ni ag'Lieros, ni cosas seme—
jantes porque los aborresce la Iglesia Santa». Alonso de los Ruyzes recordaba cómo
las embarazadas y parturientas solían llevar el cuello tan cubierto que parecía «tienda
de buhonero, bazar de aldea о cintura de dijes de niño». Las humildes llevaban astra-
galo de liebre, ceniza de Jericó, polvo de ranas tostadas o gusanillos de las hortalizas
dependiendo del estatus social. Y esto sin contar con la consulta a los astros y a las pre—
dicciones astrológicas. En 1657 fue incluido en el martirologio, por parte del papa
128 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Alej andro VII, san Ramón Nonato, haciendo especial hincapié en su papel de interce-
sor <<en todos los partos y fundamentalmente en los más dificultosos», impulsando que
<<se le rezara y se pidiera a Dios por el buen suceso de ellos», con el fin de evitar algo
tan habitual como oraciones prohibidas y sospechosas, siendo lo más acertado abste—
nerse de todas las que no estuvieran aprobadas por dicha institución.
Las viejas creencias en torno a la muerte también fueron atacadas por parte de las
autoridades eclesiásticas. Se criticó la práctica gallega de los <<magostos», hogueras
en la noche de difuntos con las que, creían, se acercaban las ánimas a los vivos. Se re—
formó la práctica de las misas de San Amador, de las misas de San Gregorio y del Con—
de: un sacerdote se encerraba en una parroquia para la celebración de un treintena—
rio de misas por un difunto, que debían iniciarse y acabarse en días concretos, con un
determinado número de velas, durante las que algunos decían que veían la salvación o
la condenación del difunto. Durante el siglo XVI determinadas voces clamaron contra
el paganismo que rezumaba de la celebración de corridas de toros los días santos, o la
especialización de los santos a la hora de curar enfermedad, o el toque de campanas
la noche de San Juan para ahuyentar alas brujas, o el recurso a fabricantes de <<elixires
de amor» para conquistar a la amada esquiva.
Es en ese proceso de racionalización de las conductas en el que podemos situar la
lucha contra la magia, y sus manifestaciones fundamentales, la brujería y la hechice-
ria. Fueron muchas las disposiciones que se adoptaron contra la adivinación y los sa—
nadores. En el sínodo de León de 1526 se decía:
[...] por cuanto por información bastante ct honesta, y ansí es notorio, que en esta ciudad
y en algunas otras villas et lugares deste obispado hay algunas personas que presumen
de adivinos y de alcanzar las cosas secretas que a solo Dios pertencsce saberlas, y entran
en circo sobre ello invocando los demonios; y otros curan diversas enfermedades por
palabras que dicen sobre los enfermos, guardando horas, días, tiempos y lugares, bendi—
ciéndolos, mezclando en las dichas palabras otras cosas contrarias a nuestra fe y prohi—
bidas por la Iglesia, como es hacer el sino de Salomón y otros caratcres; y algunos otros
escriben sobre las nascidas y hinchazones que los enfermos tienen palabras prohibidas,
teniendo por cierto que por aquello han de sanar; y otros hacen otras muchas supersti-
ciones por la Iglesia reprobadas y prohibidas en derecho...
Estas prácticas extendidas por los más diversos puntos de la geografía, fueron
perseguidas por la Inquisición, aunque ésta se mostró vacilante en sus actuaciones.
Poco más de 3.500 casos fueron tratados como <<superstición>> en los tribunales inqui—
sitoriales, en los que se incluían la brujería (menos de un 10 %). Para unos esto fue fru-
to de una actitud racionalista de la Inquisición, para otros, muestra de su ambigúedad
o, si se quiere, de indecisión. Es probable que la causa contra las brujas de Zugarra-
murdi (Navarra), en 1610, marcara un antes y un después, pues tras ello las tesis de Sa—
lazar y Frías, el <<abogado de las brujas» en ese proceso, impusieron una incredulidad
creciente hacia la brujería.
Por otra parte en este largo proceso de construcción de identidades, no dejaron de
atacarse las disidencias religiosas: alumbrados y protestantes, conversos y moriscos,
no sólo herejes o infieles, sino también elementos distorsionadores de una deseada
unidad social y religiosa (el «pecado social» del que nos habla J. P. Dedieu), fueron
objeto de una cruenta persecución, especialmente a través del tribunal de la Inquisi—
CULTURA Y MENTALーDADES 129
Apenas oigo un sermón sin una invcctiva contra los filósofos del tiempo, que es
decir contra el ateísmo y los ateístas, la incredulidad y los incrédulos. Más no me acuer-
do de haber oídojamás en el púlpito una sola palabra contra la superstición. Con todo, la
superstición es un delito contra la religión, igualmente que la incredulidad...
De ahí que se multiplicaran las críticas de hombres como Feijoo, Menéndez Val—
dés, Mayans, Tavira o Climente, hacia determinadas prácticas en romerías, votos o
procesiones, hacia las cofradías, o hacia formas de predicación vinculadas con el es—
colasticismo, consideradas como expresiones de la ignorancia y el fetichismo que
achacaban, en gran parte, a los jesuitas. Ataques que si bien apuntaban a una nueva
fase de racionalización, también apoyaban una mayor intervención del Estado, en lo
que se considera una muestra más del avance del regalismo.
¿Cuál fue, en definitiva, la evolución de las formas de religiosidad durante la
Edad Moderna? Los autores divergen en sus conclusiones. Para unos la Reforma cató—
lica iniciada con Trento si bien corrigió excesos no llegó a producir cambios en las
mentalidades, manteniendo una visión mágica del mundo, y sin conseguir erradicar
130 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Con sus éxitos o sus fracasos, sí parece evidente que la civilización europea, y
por tanto la española, no es comprensible, como ha señalado Heinz Schilling, sin ese
proceso de <<confesionalización>>, sin ese conjunto de reformas emprendidas que
afectan al nacimiento y a la muerte, al niño, al joven, al matrimonio y a la familia, a
la vida en comunidad, al fortalecimiento de identidades, a la religiosidad individual
y colectiva y a otros muchos aspectos que no se han tratado aquí. Medidas que, sin
duda, han servido para dar forma y para construir la imagen del hombre moderno,
gracias a los deseos de una homogeneización cultural y religiosa. De alguna manera,
estas tesis vienen a coincidir con las aportadas por Norbert Elias y su «proceso de ci—
vilización», o las de <<aculturación» de Robert Muchembled. No obstante, sí habría
que matizar que este proceso no puede caracterizarse exclusivamente como un ca—
mino de una sola dirección o interpretarse como una imposición de arriba—abajo, una
represión, en definitiva, en la que unas elites transmiten y obligan a cumplir unas de—
terminadas directrices. Con ser esto en parte cierto, la introducción en este análisis
de conceptos como los de <<autorregulación» o <<sociabilidad» convierten también en
protagonistas del cambio a los individuos, familias y municipios que, lejos de ser
meros y sufridos receptores pasivos, impulsan, asumen, hacen suyos, frenan 0 so—
portan, las reformas iniciadas.
Finalmente, en este proceso y por lo que conocemos hasta el momento, podrían
avanzarse varias fases. Una primera, iniciada a mediados del siglo XVI y prolongada
hasta mediados del siglo XVIII, en la que la Iglesia tuvo el protagonismo del disciplina—
miento social, proporcionando tanto las bases ideológicas como instrumentales. Des—
pués comenzaría una segunda etapa, una <<segunda confesionalización» en la que el
Estado, apoyado todavía en los fundamentos teóricos que le proporciona la Iglesia,
toma las riendas de la reforma de las costumbres y comportamientos ya iniciada, inci—
diendo, sobre todo, en aquellas cuestiones en las que se había avanzado muy poco,
consciente de la relevancia del control social y de los individuos por parte de las insti—
tuciones para fortalecer la centralización. El protagonismo del Estado, junto a otros
factores ideológicos, influiría notablemente en fechas posteriores, en lo que se ha ve—
nido denominando crisis del Antiguo Régimen, en el proceso de secularización o, si se
prefiere, de desacralización de las sociedades contemporáneas.
CULTURA Y MENTALIDADES 131
Bibliografía
cutido de una Corona de Aragón debilitada por la rebelión de Cataluña, buscaba apo—
yos castellanos. Los derechos de la novia, sin embargo eran muy precarios en compa—
ración con los de su hermanastra Juana, hija del primer matrimonio de su padreEnri—
que IV, que había sido jurada por las Cortes (1462). Una facción de la nobleza promo—
hija del favorito del rey, Beltran de la Cueva— y la proclamó reina en Segovia(1474)
Los partidarios de Isabel y 109 de Fernando, que también los había en Castilla,
C生Cta〔0n璽ー47S)q6C el ejercicio del gobierno se hiciera a nombre de ambos como re—
yes,—'en documentos, monedas, sellos, etc., de modo que el aragonés fuese verdadero
~ soberano y no sólo consorte. Isabel se reservó ciertos nombramientos, y los oficios y
beneficios quedaron sólo para castellanos; en el testamento, ella dispuso como reina
propietaria. De hecho la eleccióndel_yugo _(<<YSabel»)_ y de las flechas enlazadas
(«Fernando»), que eran emblemas tradicionales de unidad simboliza la compenetra—
ción con que gobernaron. Fernando intervino activamente en los asuntos de Castilla,
donde pasó la mayor parte6Csu vida: 6C sus 37 años como rey de Áragón, sólo cuatro
residió en sus estados patrrmomales Isabel también actuó en los de Aragón, pero sólo
ocasionalmente. Las política exteriorrecayómas ChFernandoCl9abelse interesó
particularmente pór los asuntos 6CCaS〔“{〝 y 6Clareligion Enmuchos momentos no
es posible distinguir lo promovido por uno y por otro
\La guerra de sucesión (1474— 1479)l fue a la vez un conflicto interno entre lac-
ciones nobiliarias y un enfrentamiento con Portugal con repercusiones internaciona—
les. El marqués de Villena, los Stúñiga y otras lamilias no aceptaron la proclamación
de Isabel, y tampoco lo hizo Alfonso V de Portugal que, ya viudo, se casó con su sobri—
na Juana la Beltraneja Luis XI 6C FranCia aprovechô la circunstancia para hostigara
la casa de Aragón, a la qLie había arrebatado el Rosellón y la Cerdaña. La penetración"
portuguesa por Zamora lue detenida en la victoria de Toro ( 1476), y 109 franceses se
retiraron de Burgos, pero esto no aseguró el orden en una Castilla sacudida por luchas
particulares entre bandos y por diversas revueltas antiseñoriales.
Durante estos años, más que a la victoria de un bando sobre otro, se procedió a un
complicado ajuste de poderes entre la Monarquía, la alta nobleza señorial y las gran—
des ciudades, en un nuevo equilibrio algo menos inestable que el anterior. Fueron rea—
justes particulares para cada caso, negociados, y en ocasiones revisados, durante años
99Lnad0porEnrique
Isabel yFernando pretendieronrecuperar el patrimonioen IV y
asegurar el ordeninterno y su preeminencia.
recobrar _ as fortalezasprecisaspara
Actuaron con enorme energía en Galicia, sumida enel caos, y se ganaron el apoyo de
Vizcaya, donde las villas necesitaban poner coto a 109 desmanes de 109 «parientes ma—
yores». Forzaron la devolución de algunasciudades y castillos, especialmente a la no—
bleza beltranejista. Tomaron, por ejemplo, la fortaleza de Arévalo, cambiándola por
rentas económicas, y desmantelaron el marquesado de Villena, pero pactando com—
pensaciones. En general, eS de reconocer la generosidad, interesada o forzada, con que
llegaron a arreglos y perdones con las principales familias que se habían opuesto a su
entronizaciôn, y también con otras que les habían apoyado, para evitar agravios a ter—
136 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
En enero de este mismo año 1479 murió el rey Juan 11, y su hijo Fernando П em—
pezó a reinar sobre la Corona de Aragón, aunque ya era rey de Sicilia desde el año de
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÔN 137
2. La nueva Monarquía
muy lrecuentes para el juramento de los herederos (1498, 1500, 1502, 1506, 1512,
1512). Lo cual no quiere decir que los reyes pudieran prescindir de sus subsidios, en
forma de alcabalas y servicios, ni de su apoyo político.
En la Corona de Aragón, Fernando también convocó pocas veces las Cortes, so—
bre todo al principio y al final de su reinado. También allí impulsó personalmente al—
gunas reformas que rompieran las rivalidades internas que habían paralizado el go—
bierno y que malbarataban inútilmente los recursos fiscales del reino. Esto era espe—
cialmente grave en el caso de las principales ciudades, las más ricas (Barcelona, Zara-
goza y Valencia), y en las poderosas diputaciones o generalidades. En Barcelona, Fer-
nando anuló el sistema tradicional de elección indirecta por parte de los cuatro esta-
mentos de la oligarquía patricia (ciudadanos honrados, mercaderes, artistas y menes-
trales), e impuso uno de sorteo: la insaculación. Anualmente se sacaba de una bolsa el
nombre de quienes gobernarían los distintos cargos de la ciudad, de modo que se im—
posibilitaba la formación de ligas y facciones concertadas de antemano. El rey adqui—
ría una cierta ventaja en la medida en que susjueces supervisaban la confección de las
listas de sorteables (1498). También suspendió las normas de elección de la Generali—
tat, que era la que recaudaba y administraba el servicio votado por las Cortes, y dispu—
so un sistema complejo de sorteo (1493). El nuevo sistema insaculador, que se exten-
dió por buena parte de la Corona de Aragón, congelaba el equilibrio de poder de los
140 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
distintos grupos sociales, dando a la burguesía rentista una cierta preeminencia, y fre—
nando la pretensión de la nobleza rural de entrar en el gobierno de las ciudades. En Za—
ragoza, en un golpe de fuerza, Fernando impuso la reforma del regimiento (l477),
nombrando el propio rey a los jurados. Si en Valencia no implantó la insaculación fue
porque, mediante el racional, ejercía un control suficiente.
Con estas reformas Fernando pretendía un acceso más abundante y fácil a las ren—
tas de las ciudades y reinos, en forma bien de donativos, bien de préstamos. Los de la
ciudad de Valencia, por ejemplo, que fueron particularmente voluminosos, financia—
ron buena parte de su política mediterránea. En el tema de la Inquisición se mostró in-
flexible, a pesar de la oposición orquestada en las Cortes y por las principales ciuda-
des, que tuvo su momento emblemático en el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués
en la seo de Zaragoza (1485). En los reinos orientales había una poderosa minoría con—
versa, pero sobre todo se temía el modo de proceder del tribunal regio, que conculcaba
los derechos y garantías procesales amparadas por las leyes del reino.
Isabel y Fernando entregaron los puestos de mayor confianza a miembros de su
familia, de la nobleza más próxima y de la alta jerarquía eclesiástica seleccionada por
ellos. Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando, fue su lugarteniente y regente en
Aragón durante muchos años; y Juan de Aragón, conde de Ribagorza (nieto natural de
Juan II) fue virrey de Cataluña y sustituyó al Gran Capitán en Nápoles (1507). Fadri—
que Álvarez de Toledo, II duque de Alba, dirigió el ejército real en la toma de Rosellón
y en la conquista de Navarra; y a Ifiigo López de Mendoza, de otra de las familias vin-
culadas a Isabel, se le confió el gobierno de Granada como capitán general y alcaide
de la Alhambra. Pedro González de Mendoza, fray Hernando de Talavera 0 fray Fran—
cisco Jiménez de Cisneros, ocuparon puestos claves enlos arzobispados de Sevilla,
Granada 0 Toledo, en la Inquisición, en el Consejo de Castilla 0 la regencia del reino.
Perojunto a ellos, es perceptible el protagonismo político que empezaron a _ejercer los
secretarios reales. A la sombra de la autoridad del rey, por su trato constante con el
monarca y por el conocimiento que tenían de los negocios por la documentación en
que intervenían, ganaron poder. Independientemente de que fueran conversos o no,
aragoneses o castellanos, estaban ligados entre sí por vínculos de patronazgo y clien—
telismo. Miguel Pérez de Almazán, Hernando de Zafra y Lope Conchillos tuvieron es—
fin…;
pecial relevancia. Ellos mantuvieron una cierta continuidad en la administración co—
mún y en la formación de la siguiente generación, encabezada por Francisco de los
Cobos, protegido de Zafra y Conchillos.
` „_ } ) {і (> ~
Much Sde 10sQbispados, en la medida en que los otorgaba el papa, recaían en
”cobraban las rentas…gobemaban a
cur_1al_e_S__rºmanos que
clerigos ex ranjeros o en
爽 distanmaMªgo, cón el apoyo de la asamblea del clero castellano, lo reyes—015—
tuvieron algunos derechos de «presentación»de candidatos para que Q1papa consa—
graraa uno de C{{CS LaconqulSta de Granada, de las Canarias y de las Indias, permitiö
1toda evidencia, como patrono —fundador material y protec—
alrey presentarse, con
S, como tal patrono, obtuvo el derecho de presentación
Y
de
tanzas 1391Î/Îa crisis económicadel Siglo XV hab1a11 tavore01do quemuchos 11e—
breos aceptaran el bautismo. Evitaban así la marginación que pesaba sobre los judíos
que perseveraban en la fe de sus padres. Éstos segu1a11 viviendo en juderías, con leyes
propias, llevaban signos distintivos en sus ropas, o se leS prohibían ciertos oficios.
Estaban bajo la protección personal del rey, a quien pagaban elevados tributos. Se to—
leraba su existencia, desde luego, pero no por convicción sino Como algo dado desde
muy antiguo y que reportaba ciertos beneficios, aunque habían empezado a generar
problemas de convrvenciagraves desde los pogromos de finales de] Siglo XIV.
Los conversos, o «cristianos nuevos de judío», siguieron siendo un grupo mayo-
ritariamente urbano de artesanos, burgueses y profesionales liberales. Muchos de
ellos, bien situados económicay socialmente,ingresaron con naturalidad en 10s círcu—
los del poder: en10s regimientos de las ciudades, en la administración real, en lasJe—
嚥 rar—rimasec1esiásticas, etc. Pero suasimilaciónresultodifícil al convergir contra ellos
una doble animos'dad so “ osa: poruna parte, como
“ recaudadores de
ricos,
impuestosy_p '' as , y,""pr otra,como presuntos herejes.EQdifícil estimar que
porcentajedelos conversos vivieron con Sinceridad, inclusocon un prurito de celo, su
nueva fe. Según las acusaciones populares de sus convecinos «cristianos viejos», casi
ninguno La a11imava1Q1Q11_ antijudía, alimentadaíconlas leyendasde sus atrocidades,
3. La expansión territorial
re9) Tenía una larga y conflictiva frontera con Francia, el reino más poderoso de la
época, que le había usurpado(1462) yretenía 109 condados catalanes de Rosellón y
cerdaña, 211norte de 169 Pirineos. E] aprov1sionamiento e grano y elcomercrotextil
resultaba vital para61 funmonamiento de 121 confederación aragonesa, lo que exigía
/yCCItalia, y el
rineos 61161Mediterraneo
Turco unacreclenteamenaza
No sepuede decirqueFernando desplegara una política exterior verdaderamente
común y del todo nueva en sus concepciones aunque sí en su desarrollo práctico. La
reconqui$1a_(_1e___Granad21 la ocupacion y colonización de las Canarias, el descubri—
mientoyhcontrolde las Indias fueron tareascasi exclus1vamente castellanas. También
Cfue elCmPCCC p__(_)1lograr 11112121llanz21dinasticaCCC Portugal que 96 prolongaría has-
ta dar su fruto con Felipe11,__e_11 1580. La primogenitade _le Reyes Católicos Isabel,
casó primero con 61 principe Alfonso __(1490), y luego con su heredero el reyManuel I
`91АЁоіЁііііасіо(1495), quien, al enviudar, casó con otra hija, María (1500). Sin embar—
go",Taexpansion norteafriCana (1497- 151 1) y 1215 guerrasde Italia responden más bien
a tradiciones, intereses y derechos de 109 reyes de la Corona de Aragóndesde tiempos
99Juan II. Con todo, buena parte del dinero¿muchosdelos implicadosen las guerras
Nápoles y de Navarra—sobre todo en esta última conquista—_ erancastellanos
de
comose reconoceen las figuras del Gran Capitán, un andaluz y del IIduque de Alba,
que protagonizaron ambas conquistas.
En treinta años, de la guerra de Granada (1482) a la de Navarra (1512), se pusieron
las bases territoriales de la Monarquía hispánica, que jugaría un papel fundamental en la
Europa de los siglos XVIy XVII. Los“Reyes Católicos ampliaron notablemente su patri—
3.1. GRANADA
[21129241410
Ё иги-въ
ª 1487-89
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. 〝 〟 ' ."o. 57.7“ Sama Fe Granada ヽ ` ~ ._ barba
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.' ` .'.‘ ', ' ' ‘. ` Archidona lh , Alboloduy _
. . . .' (
А ama ¡ _ ー ,
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Z.h ° ・ 二 V a
Moml
. Albuñol
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W
ª ;—~—~w——-1——.—1—T—.
. _ ___—._L_…__ Adra “\,—’
— Ronda Torrox
Estepona
` ~ Algeciras
Tarifa
Cádiz, duque de Medina—Sidonia, etc.), que vivía de las razzias (saqueo, esclavos,
etc.) contra los granadinos, ni que las grandes ciudades andaluzas jugaron un papel de—
cisivo, ni que el espíritu de cruzada se amalgamó con otros intereses más mundanos.
El emirato de Granada, que había consolidado su independencia durante los si—
glos XIV y XV con ocasiön de las guerras civiles castellanas, era un reino económica y ро—
líticamente débil. La producción y exportación de seda constituía su única riqueza, insu—
frciente para mantener la tensión militar y las exigencias de parias de los cristianos. Por
otra parte, la dinastía nazarí estaba dividida por la rivalidad entre el emir Abul-Hasan
(Muyley Hace'n), su hermano y sucesor, Mohamed el Zagal, y el hijo del primero, Abu
Abd Allah (Boabdil), y se formaron bandos rivales de zegríes y abencerrajes.
Aunque durante la guerra de sucesión de Castilla los reyes habían firmado tre—
guas, se rompieron cuando los granadinos tomaron Zahara (1481) y los andaluces re—
plicaron con la conquista de Alhama (1482). El conflicto se intensificó cuando, libres
momentáneamente de los conflictos de Navarra y del Rosellón, los reyes impulsaron
la conquista sistemática del territorio, superando la dinámica tradicional de la guerra
de frontera. La captura del príncipe Boabdil en 1483, que aceptó el protectorado caste—
llano, y su control sobre la ciudad de Granada con el bando abencerraje (1486), facili—
taron una conquista que fue mucho más lenta y costosa de lo que se había pensado. El
asedio y el asalto de las grandes ciudades, primero de la porción occidental (Ronda
1485, Loja 1486, Málaga 1487) y luego de la oriental (Baza y Almería 1489), marcó el
ritmo de una guerra sin treguas y que no desarrolló batallas campales. El asedio de
Granada ( 1490-149 1 ), que Boabdil no entregó como había prometido a cambio del se—
ñorío de Guadix—Baza, terminó con la entrada real en la Alhambra el 2 de enero de
1492, facilitando el simbolismo del triunfo real y del final de una reconquista.
146 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tintóreos (orchilla) o exóticos, como se practicaba desde principios del siglo XV, sino
como territorio de colonización.
En 1477 los reyes reconocieron a la familia Herrera, de la oligarquía sevillana, su
derecho sobre las islas menores pero compraron el de las tres mayores. La conquista,
que no fue fácil, resultó de empresas particulares, mediante elsistema de capitulaclo—
nes, o concesiones que la Corona concertaba con capitanes privados, que contaban
con el respaldo financiero de comerciantes o inversores, generalmente sevillanos. La
Gran Canaria, después del fracaso inicial de Juan de Frías, fue conquistada bajo la di-
rección de Pedro de Vera (1480— 1483), mientras La Palma y Tenerife (1492—1496) lo
fueron por iniciativa de Alfonso Fernández de Lugo, con quien los Reyes Católicos
negociaron las capitulaciones en Santa Fe, a la vez que con Cristóbal Colón.
Los guanches autóctonos fueron sometidos a esclavitud o, una vez bautizados y
liberados, a duro señorío por los conquistadores, que… se aduenaron de tierras mediante
repartimientos según la tradición castellana. Las islas se repoblaron, mayoritanamen—
te, con andaluces, procediéndose a un rápido mestizaje; también vinieron portugueses
y esclavos negros importados para el trabajo de la caña de azûcar. El «Reino de la
Gran Canaria» se erigió como uno más de Castilla, aunque con ciertas peculiaridades
institucionales, como sus poderosos cabildos isleños. A finales del siglo XV, los caste—
llanos habian debido afrontar, en la conquista y colonización de las Canarias, muchos
de los problemas que, a mayor escala, iban a encontrar en las Indias: el equilibrio entre
una pujante iniciativa particular y el respeto a la autoridad del soberano distante, en—
tre la lucha contra los infieles y su evangelización, entre el arrinconamiento o el apro—
vechamiento de la mano de obra indígena, entre los cultivos tradicionales y los nuevos
productos y oportunidades, etc.
Por los años 1480, cuando comienza la conquista de las Canarias, los navegantes
al servicio del rey de Portugal habían llegado hasta las costas de Angola, buscando
una vía marítima directa hasta las Indias orientales. Sus recursos financieros, su orga—
nización naval y mercantil, y sus conocimientos técnicos eran los más avanzados de
todo Occidente, lo que atraía navegantes extranjeros, principalmente italianos. El ge—
novés Cristóbal Colón se formó en la navegación por el Atlántico en barcos portugue—
ses, y en 1484 propuso a Juan II su extraordinaria idea de llegar a las Indias navegando
hacia el oeste. En Lisboa se rechazó su proyecto porque estaba claro que calculaba
muy erróneamente la distancia hasta la China y el Japón, y porque se estaba cerca de
conseguir el objetivo por la ruta africana. Colón, instalado en Castilla, finalmente ob—
tuvo el apoyo —muy moderado, por prudencia— de la Corona y de algunos particula-
res, con los que financió tres barcos y apenas 100 hombres.
Las Canarias, en la zona de influencia de los vientos alisios y en una latitud pró—
xima a la del mar Caribe, constituyeron un inmejorable punto de partida para la aven—
tura transatlántica, que culminó con el descubrimiento de las primeras islas el 12 de
octubre de 1492. El éxito de los dos primeros viajes de Colón (1492-1493 y
1493— 1496), estimulô otras iniciativas particulares ——los llamados <<viajes meno-
res>>—, y planteó un problema de límites. Por el tratado de Tordesillas (1494),españo—
les y portuguesesse repartieron el mundo: losmaresy tierrasocc1dentales, 370leguas
al oeste de las islas de Cabo Verde, serían delosespanolesylosOrientales,de los por-
tugueses. Pero Colón no encontró lo que esperaba y esto animó alosportugueses que,
con Vasco de Gama, completaron la ruta africana (1497— 1499): aquella sí era la tierra
148 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
de las especias, de la seda y las piedras preciosas. El tercer y cuarto viajes de Colón
(1498—1500 y 1502—1504), que tocö tierra firme en el istmo, la expedición de Oje—
da—Vespucio (1499) y la del portugués Cabral (1500), que recorrió las costas de Bra—
sil, demostraron que existía un «mundo nuevo», de características y perfiles descono—
cidos. Cuando se comprobó que, más allá, había otro océano, el Pacífico (1513), se re—
doblaron los esfuerzos por encontrar el paso. No lo logró Diaz Solís, descubridor del
estuario del Plata (1515), pero si Magallanes y Elcano, que navegando hacia occiden—
te, dieron la primera vuelta al mundo (1521—1522).
A la exploración y dominio de La Española (hoy Samo Domingo), siguiò la de
islas mayores: Puerto Rico (1508), Jamaica (1509) y Cuba (1511). Desde ésta, se pro-
siguió la exploración del mar Caribe, desde la península de Florida (1512) hasta el ist—
mo de Panamá (15 13), pasando por las costas mexicanas. Los primeros asentamientos
continentales en 1519, en Veracurz y en Panamá, tienen que ver con las primeras noti—
cias, muy vagas todavía, sobre los grandes imperios del interior, que se mezclaban con
todo tipo de mitos clásicos, como el de la fuente de la etemajuventud, el de la ciudad
de oro, el de la tierra de las amazonas, etc.
Los Reyes Católicos, en virtud de las capitulaciones que hicieron con Colón, le
confirieron grandes poderes —almirante, virrey y gobernador hereditario—, además
del diezmo de las riquezas que obtuviera. Pero, al no encontrar los grandes imperios y
reyes con los que se esperaba comerciar, sino un territorio desconocido y desarticula—
do politicamente, resultó inviable, además de perturbadora, una administración única
por parte de Colón y su familia. Los conflictos estallaron pronto y la Corona revocó
parte de las concesiones y capituló con otros muchos particulares diversas empresas
de descubrimiento y conquista. A la vez, lentamente, empezó a organizar una admi—
nistración real y eclesiástica, que permitiera un cierto control y, sobre todo, el aprove—
chamiento fiscal de las nuevas tierras. Juan Rodríguez de Fonseca, arcediano de Se—
villa y luego obispo de Burgos, llevó personalmente todos los asuntos indianos, junto
con algunos secretarios aragoneses de Fernando durante su regencia de Castilla. En
1503, siguiendo el modelo portugués, se organizó en Sevilla una <<Casa de Contrata-
ción», como principal centro de administración de todo lo relacionado con el comer—
cio indiano. En 1508 Fernandoohtuvo,el…patroneugrsgiºéºlltº ¡& ¿195193953113 y en
ggggggéélgäqon‚lgfipflmfitgäpbispadpä º" Sªntº Domi y, Juan,. 919135555
Rico. Aunque, des e el segundo viaje, en todas…laHÍs/eípedic nes se habían enviado
predicadores, primero franciscanos y luego de las demás órdenes.
13191493,.clpapaWAlcjandrO VL concedió diversas bulas por las que encomendaba
a los Reyes Católicos el dominio y la evangelización de las tierras reciéndescubi. las.
Se otorgaron acordes con la corriente de derecho canónico que reconocía al papa un
cierto dominium mundi, y siguiendo el modelo de otras bulas similares que, a media—
dos del siglo XV, habían encomendado a los reyes de Portugal semejante monopolio y
privilegios sobre las tierras que descubrieran navegando hacia el sur. Resulta más con-
fuso el motivo y el momento en que las Indias pasaron a formar parte del patrimonio
de la Corona de Castilla exclusivamente, y no como una empresa compartida con los
aragoneses, lo que indica el tipo de unión de ambas coronas.
En cualquier caso, el principal problema no era el que otros soberanos europeos
negaran este monopolio. De hecho, el Católico nunca valoró la verdadera trascenden—
cia que tenían los descubrimientos y conquistas americanas, mucho menos importan—
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 149
tes, para él y sus coetáneos, que las de Nápoles o Navarra. Fue la necesidad de mano
de obra con la que explotar el oro y cultivar aquellas tierras lo que planteò graves pro—
blemas organizativos y, en el fondo, morales: ¿Qué derechos tenían los indios, reco—
nocidos finalmente como seres humanos?; si no podían ser sometidos a esclavitud,
como ratificaron los reyes en 1500, ¿cómo asegurarse su trabajo y justificar la domi—
nación española? Los abusos de los primeros encomenderos, que con las tierras reci—
bían los indios que las cultivasen a cambio de su evangelización y educación, se de—
nunciaron en el famoso Sermón de Adviento del dominico Antonio de Montesinos,
que tanto impacto causó sobre Bartolomé de Las Casas. De hecho, el Católico reunió
una junta de teólogos y juristas, que intentó humanizar la dominación mediante el <<re—
querimiento» pacifico a los indios, y mediante las Leyes de Burgos (1512). Pero el
problema de los «justos títulos» no se zanjó del todo.
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(1508) (ー4q蝿 One’ Mazalquwiri’liofi) W&Ìîak1330\
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( 510)
_ Peñón de Argel
ARGEL (1510-29)
Trípoli (1510)
La Guerra de Granada absorbió, hasta 1492, todas las energías de los Reyes Ca-
tólicos, que también habían heredado otros conflictos, principalmente con Francia
en ambos extremos del Pirineo, en Navarra y en el condado de Rosellón. Los estados
de la Corona de Navarra se extendían por ambas vertientes, por lo que la neutraliza—
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÔN 151
ciôn de este pequeño estado interesaba a franceses y españoles. Durante estos años
se sucedieron príncipes menores de edad ——Francisco Febo, prematuramente muer—
to, y Catalina— bajo la tutela de la reina madre, Magdalena, hermana de Luis XI de
Francia/…se rechazarOn las propuestas de matrimonio castellano (el hijo de los Reyes
Católicos) y Catalina casó con Juan, heredero del duque de Albret, lo que incremen—
taba el peso de los dominios ultrapirenaicos y de la influencia francesa. El Católico,
con el apoyo de la facción beamontesa de la nobleza liderada por S condes deLe—
rm, ejercía un efectivo contrapesodefacto, hasta el punto que sólo su consentimien—
to permitió que Juan y Catalina se coronaran reyes en Pamplona, en 1494. El Rose—
llón era un condado catalan, al norte de la divisoria de aguas del que Luis XI se ha—
bia apoderadoen 1462 y que reten1a contra derecho. Fernando 10 reclamó, incluso
pretendió recuperarlo con las armas, pero mientras duró la guerra deGranada no
hubo sino escaramuzas.
No cabe duda de que elprincipal rival de Fernando era el rey de Francia, tanto en el
Pirineo como, sobre todo, en la peninsula de Italia, donde e1 Cat61ico tenia muchos inte—
reses. En primer lugar, era rey de Sicilia desde 1469, con ocasiön de su boda con Isabel
de Castilla, y tema por su seguridad frente a los turcos, que en 1480— 1481 ocuparon la
vecina ciudad de Otranto. En 1478 sometió el último foco de resistencia nobiliaria —los
marqueses de Oristán y Gociano— en el reino de Cerdeña. Además, como nieto legíti—
mo de Alfonso V el Magnánimo, se consideraba con mejores derechos al trono de Ná—
poles que sus primos de la rama bastarda, a los que apoyó, pero siempre con esta reser—
va. Por otra parte, es bien sabido que Italia, por su riqueza y prestigio cultural, era objeto
de la ambición expansiva de otros príncipes europeos, principalmente el rey de Francia
y el emperador Maximiliano, que también esgrimían derechos, legales о dinásticos,
para intervenir en una peninsula fragmentada politicamente.
La posición del rey de Francia se fortaleció a finales del siglo xv cuando Luis XI
heredó los dominios de la casa de Anjou (1481) con sus derechos sobre el trono de Ná—
poles y su control del ducado de Provenza, en las puertas de Italia. Además, su hijo y
heredero, Carlos VIII, salió fortalecido en el interior por la victoria en la guerra de
Bretaña y su matrimonio con la heredera de aquel ducado, derrotando la alianza
de España, Inglaterra y el Imperio—Borgoña. Siguiendo los proyectos de Juan II de
Aragón, el Católico empezó por entonces a tejer alianzas matrimoniales con las casas
de Tudor y de Borgoña que supusieran el aislamiento de Francia y su hostigamien—
to desde el norte.
Carlos VIII, victorioso y mayor de edad, decidió intervenir en Italia y recuperar
el reino de Nápoles, dentro de su sueño de una gran cruzada caballeresca contra los
musulmanes. Para evitar interferencias, entregó a Maximiliano de Austria ciertas tie—
rras usurpadas a la casa de Borgoña, y firmó con los Reyes Católicos el tratado de Bar—
celona (1493). El francés devolvió los condados de Rosellón y de Cerdaña a cambio
de que el Católico abandonaran la alianza y no protegiera a sus parientes napolitanos,
como así se hizo, rompiendo vínculos muy estrechos. Durante el reinado de Ferrante I
(1458—1494), no escaseaban los soldados y oficiales aragoneses en el ejército napoli—
tano, y los comerciantes catalanes disfrutaban de una posición muy fuerte. Ferrante
era cuñado del Católico, quien le socorrió cuando los turcos tomaron Otranto
(1480—1481) y le ayudó ante la revuelta de los nobles angevinos, profranceses (1485).
De hecho, Nápoles, además de un aliado y un cuasiprotectorado, se iba convirtiendo
152 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
en la ambición oculta de Fernando, a quien una parte de la nobleza empezó a ver como
otra alternativa en el trono.
Un poderoso ejército francés cruzö los Alpes en 1493, con la invitación de Milán
y la neutralidad de Venecia y Florencia; el papa Alejandro VI tuvo que rendírsele aun-
que le retrasó la investidura de aquel reino, porque formalmente Nápoles era vasallo
del papa. La_muerte de Ferrante y la huida de su heredero a Sicilia facilitaron la ocupa—
ci6n sin lucha: el 22 de febrero de 1495 Carlos VIII entró solemnemente en una ciudad
que, en realidad, no había sido conquistada. La división de los italianos y la debilidad
coyuntural de Nápoles sólo facilitaron una ocupación muy breve, porque el Católico
animó una Santa Liga (31 marzo 1495), junto con el papa, Milán, Venecia y Austria
para expulsar'de inmediato a los franceses de Italia. Carlos VIII tuvo que regresar rá—
pidamente y fue incapaz de enviar socorros a las pocas guarniciones que dejó abando—
nadas en Nápoles Fernando el Católico envió, desde Sicilia, un pequeño ejército al
mando de un noble andaluz, Gonzalo Fernández de Córdoba, que, a cambio de su ayu—
da, ocupó varias fortalezas en Calabria a nombre del rey de Aragón (1475— 1476). Los
aliados de la Liga repusieron en el trono a Ferrante II y, cuando murió, a su tío Federi—
co, con gran enojo del Católico, que seguía considerando que su derecho sobre el tro—
no de Nápoles era mayor
En el contexto de estas alianzasy,de la guerra contra Francia,en ltaliaseenmar—
ca_91_tratado matrimonlal hispano— austriaco de 1495. Juan el hereder9 9e los Reyes
Católicos, casaria con Margarita 9e Habsburgo (1497), y el hermanode esta,Felipe
<<elHerm0so»heredero de las casas de Borgona yde Austria, con'JuanadeTra9tam21-
1a, hermana 991primero (1496) Las negociaciones para ermatrimonio deuna tercera
hija dè los reyes de España, Catalina, con el prmcipe Arturo, heredero de Enrique VII
Tudor, se cerraron en 1501. Se completaba así una re(1 99 alianzas con Inglaterra y con
Flandes que pretendia, ante todo, presionar aobáreFrancra pero también estrechar la—
zos comerciales,muy importantes para una economia castellana estrechamente rela—
cionada con los mercados del Mar del Norte.
En estaprimera_guerra(176Napoles habia fracasado, abiertamente, la ambición
d6 Francia; pero tampoco Fernando había avanzado en 61 reconocimiento de sus de—
rechos sobre aquel trono, siempre latentes mientras actuó como aliado y protector
de sus primos. Un cambio de circunstancias hizo posible un segundo intento de con—
quista, también promovido por el francés, pero del que el aragonés acabó por sacar
el provecho que nunca había perdido de vista. La muerte de Carlos VIII permitiô el
accesode su primo Luis XII de Francia, que era duque de Orleans y con ciertos dere—
chos familiares sobre el ducado de Milán. Como su predecesor, preparó diplomáti—
camente 61 asalto“ (716 Milan negociando la neutralidad de todos y 61 aislamientode
Ludovico Sforza, que vio invadidos y ocupados sus estados (1499— 1500). La hege—
monía militar en el norte y centro de Italia alimentó la ambición del lrancés por una
empresa más difícil.
En este contexto se firmó el Tratado de Granada (1500) entre Luis XII y Fernan—
do el Católico, luego ratificado por Alejandro VI Borgia, para la conquista deNapo—
les Con laexcusa de que Federico buscaba el apoyo de los turcos, y de que ciertos (1e—
krechos dinásticos avalaban las pretensiones del francés y del aragonés, se decidio C]““
reparto: Luis XII, como rey, se quedana con la capital y las tierras septentrionales, y
Fernando, como duque de Calabria, con las más meridionales, aunque los limites no se
LA UNIÓN DE CASTILLA Y ARAGÓN 153
1ijaban con claridad. El reino, más empobrecido y dividido que en 1494 y sin el apoyo
Лий—2131611se hundió sin resistencia.
Los franceses muy superiores, derrotaron de inmediato al rey Federico, ocu-
paron la capital y la mayor parte de Nápoles, mientras GonzaloFernández de C61-
doba, desde Sicilia por el sur, invadia Calabria y cercaba Tarento, donde capturó
al principeheredero (1502—1502). La ventaja territorial y militar de los franceses,
ÿ1Q cºnfuso del acuerdo de reparto, favorecieron el choqueentre ambos aliados,
incluso sfñëëf(lèclarada131 guerra. La posición española resultabamuy compro-
metida: a fines de 1502 el Gran Capitân estaba cercado en Barletta, en la costa del
Adriático, frente a un ejército superior. Inesperadamente, $677in161131765:£C111~16771_31
(abril 1503) cambiò radicalmente la situación, porque‘1buena parte de la nobleza
napolitana ,se 1ncl1no a favor del Catol1co,1se franqueô el camino de Nápoles y_la
sublevamon de13717Ciudadexpulso317 los franceses.En Ce1111ola, por primeravez,…se
El nuevo conflicto en el norte de Italia desbordó sus fronteras cuando Luis XII,
para presionar al papa, apoyö la reuniön de algunos cardenales refractarios en el Cisma
de Pisa. Julio II, entonces, acaudilló una nueva Santa Liga antifrancesa —con España,
Venecia e Inglaterra—, que terminó por desbordar el ámbito estrictamente italiano.
Juan III de Albret y Catalina I de Foix, además de soberanos del reino hispánico
de Navarra, eran señores de Bearne, de Foix y de otros territorios norpirenaicos por los
que debían vasallaje a los reyes de Francia. Sus recursos y autoridad en aquel pequeño
reino estaban condicionados por las luchas de bandos: los beamonteses, apoyados
desde Castilla (el conde de Lerín era cuñado del Católico), y los agramonteses, en los
que se apoyaban los reyes. Desde su coronación, en 1494, habían vivido tácitamente
bajo un protectorado castellano, que apenas habían logrado mitigar con la expulsión
del conde de Lerin en 1507. Su política de neutralidad, muy dificil siempre, se rompió
en 1512, en el contexto de la guerra hispano-francesa de la Santa Liga.
Luis XII, por el tratado de Blois (18ju1i0 1512), supo atraerse a los reyes de Na-
varra con promesas ventajosas y estos, confiando en su socorro, se arriesgaron a sacu—
dirse un poco más la tutela de Castilla. Aprovechando el desembarco de un cuerpo del
ejército inglés en Guipúzcoa, que amenazaba con invadir Guyena, el Católico ordenó
al duque de Alba entrar en Navarra, probablemente con la intención de asegurarse al—
gunas plazas y restablecer el antiguo protectorado. Pero la inmediata rendición de
Pamplona (25 julio), la retirada de los reyes al Beame, y la facilidad con que venció las
resistencias locales, le decidió a usurpar el título de <<rey de Navarra», a completar la
ocupación con las tierras de Ultrapuertos, y a retenerla, invocando una bula papal de
dudosa aplicación. En la invasión, pero sobre todo en la defensa de Pamplona, dura—
mente asediada ese mismo otoño por un poderoso ejército franco-navarro, la nobleza
y las ciudades de Castilla demostraron hasta qué punto les importaba Navarra. En de—
finitiva, Fernando el Católico se arriesgó para asegurar definitivamente esta <<puerta
de España», y 1a fortuna Ie acompañó.
Probablemente, como en el caso de Nápoles, esta era una conquista largamente
soñada por el aragonés, cuyo padre había sido rey consorte de Navarra; la madre de
Fernando había salido precipitadamente de Sang'úesa para que él pudiera nacer en Sos
(Aragón). Fernando consideró que su derecho sobre Navarra procedía de una pura
conquista, avalada por la Santa Sede, contra unos reyes cismáticos, y como propieta—
rio decidió, ante las Cortes de Burgos (1515), donar el reino a su hija Juana e incorpo—
rarlo a Castilla, y no a sus estados de Aragón. Era lo más sensato si quería mantener
una autoridad fuerte; y, sobre todo, era lo más prudente de cara a su conservación, por—
que los castellanos era los más interesados en mantener Navarra como baluarte defen—
sivo, y los únicos con recursos suficientes para hacerlo, como demostraron en los in—
tentos de reconquista franco-navarros de 1516 y de 1521. En cualquier caso, Fernando
murió pronto y su heredero Carlos I, en un nuevo contexto y para hacer frente a las
presiones diplomáticas que le acusaban de usurpador, cambió de actitud. Se retiró de
la Navarra de Ultrapuertos, lo que permitió a los herederos de los despojados titularse,
también, <<reyes de Navarra»; y no modificó su gobierno, de modo que una incorpora—
ción estrecha a Castilla no resultó incompatible con el mantenimiento, incluso madu—
ración, de sus instituciones.
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGQN 155
cesa y las desavenencias del matrimonio se confirmaron cuando, en 1502, los reyes
se encontraron con sus presuntos herederos, que habían viajado a Castilla sin sus hi—
'os. Por otra parte, Felipe el Hermoso, comojefe de la casa de Borgoñay sucesor de
la de Habsburgo, llevaba una política profrancesa justo cuando estalló la guerra
deNapoles (l_502— 1504). Los Reyes Católicos se sintierontraicionadosporsu yer—
no, que regresó a Flandes atravesando Francia y pactando con Luis Xll la _devolu—
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LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 157
ción de_Nápol_es. Y defraudados por su hija Juana que, alpoco de dar a luz su segun—
dowvarfóníFernando (1503), se marcliófeñyposde su marido, ya con signos evidentes
deíeiirosis.
Esta situación, que auguraba el retorno de los desórdenes del comienzo de su rei—
nado, explica el testamento de Isabel. __Recgnocía a J uanacomo heredera universal de
sus Estados, como no podía ser de otro modo. Pero, mientrasestuviera ausente o si,
como casi todos reconocían, <<no quiera o no puedaentender en la gobernación», con—
fiaba la regencia a Fernando hasta _que el príncipe Carlos cumpliera 20 años. Se trata—
ba, en definitiva, de postergar a Felipe el Hermoso y a aquellos que,/en previsión del
cambio político, se “Habían ido… acercando al presunto nuevo hombre fuerte.Fernando
el Católico, desde el 26 de noviembre de 1504 se tituló exclusivamente gobernador del
reino de Castilla, pero muchos no estaban dispuestos a soportarlo por más tiempo.
De hecho, Juana no había sido declarada incapaz, como se exigía para nombrar
un regente; y, en el caso de una mujer casada, la ley prefería como tal al marido antes
que al padre. Pero, además, I(qugggigígegzaaia ppsiçiónddefelipe, que no estaba dis—
puesto a renunciar al gobierno de la poderosa Castilla a favor de su suegro, fue laacti—
tud dCAJKLHleÉêMXÉÉJªê,ÇÁQFÃQQCSWCªêÉÉHÉmªS- Fernando se apresuró a reunir las cortes
en Toro para confirmar el testamento de Isabel y su regencia, pero fue en vano. A la
corte de Flandes acudieron muchos ambiciosos, y otros tantos empezaron a distan—
ciarse de Fernando, a quien el gobierno efectivo empezó a hacérsele difícil ya en 1505
ante las reclamaciones de su yerno. Felipe no se avenía a ninguna transacción e, inclu—
so, amenazaba diplomáticamente a su suegro con la guerra.
Para evitarla y proteger la frágil conquista de Nápoles, el Católico pactó un
acuerdo con Francia, sorprendiendo a todos. Como ya vimos, porel tratado de Blois
(] e sºbrina del C ` 0
dÎshaççLlî@Ëgcqsçgllgnp—aragonçsçÿÿ, sino había descendencia, se le entregaría al
francés el reino de Nápoles. Pretendía asegurarse elwreino italiano previendo que el go—
bierno de Castilla lok—tenía perdidrfcñomorasífue.“Felipe elHermoso desembarcó en La
Coruña en abril de 1506 con un pequeño ejército, y a su encuentro acudieron masiva—
mente las principales ciudades y casas de la nobleza. Fernando hubordegretirarse a sus
reinos patrimoniales dela Corona de Aragón y se embarcó hacia Nápoles, dondeco-
noció la noticia de la inesperada muerte de Felipe I en Burgos (25 septiembre 1506),
después 'déTréá'mégé's' de reinado veraniego.
Felipe I, aunque lo intentó, no logró que la nobleza y las cortes castellanas declara—
ran inhábil a Juana, que fue jurada como reina propietaria mientras a él sólo le recono—
cían comº Cºnsorte. Perº №9пс…‚сі‚е‚1_98Р9$9 C e j_ e
se negô a ementa?! cuerpo. del. maridutya firmar cualquier documento, haciendoimpo—
sible el gobierno. El hijo de ambos, Carlos, sólo tenía sei-sanos y estaba _enkFlandes &;an
laicu's/todia de su abuelo Maximiliano, por otra parte, Fernando el Católico, elígoberna—
_dor designado porlsabel en su testamento, se encontraba ya en Napoles y suregreso era
incierto. La nobleza estaba dividida entre lbs austfàèistas,_que se vieron desamparados
por la muerte del Hermoso (señor de Belmonte, duque de Nájera, marqués de Villena), y
158 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
losjernandzstas animados por el previsible retomo del aragonés (los Velasco, Mendo—
za, Enrlquez etc.). Era evidente que Juana no podíagobernar y, desaparecida la altema—
tiva_,todos aceptaron queFernando el Católico gobernara en nombre de su hija y de su
nieto, según el testamento de Isabel. El Consejo de Castilla reclamó su retomo y el Cató—
lico confirmó la regencia interina deCisneros hasta su llegada, en 1507.
Durante estos años se produjeron serios disturbios en Castilla, síntoma de que
afloraban las tensiones subyacentes acumuladas en la etapa final del reinado de Isabel.
La alta nobleza volvió a utilizar la violencia para reforzar su posición señorial frente a
las ciudades, en disputa por el control de poblaciones y baldíos. El conde de Lemos se
apoderó de Ponferrada, el duque de Medina—Sidonia cercó Gibraltar, el marqués de
Moya tomó la fortaleza de Segovia, etc.; el conde de Benavente, otorgando condicio—
nes privilegiadas a las ferias de Villalón, competía con las de Medina y Valladolid.
Las grandes ciudades castellanas constituían auténticos señoríos colectivos, goberna—
dos por un rico, culto y poderoso patriciado desde los regimientos y, también, en los
cabildos catedralicios. Los formabas una elite de familias emparentadas entre sí, en
las que convergían los enriquecidos por el fuerte desarrollo económico de la segunda
mitad del siglo xv (ricos comerciantes y artesanos), los encumbrados por el renovado
desarrollo burocrático de las letras, y los viejos linajes de caballeros. Las ciudades,
que habían apoyado el fortalecimiento de la autoridad regia desde los años iniciales
del reinado, y que habían financiado generosamente las guerras exteriores, vieron
cómo los desmanes y abusos de la nobleza ya no los frenaban como antes los tribuna-
les reales (chancillerías y audiencias), y que los corregidores puestos por los monarcas
podían dejar de ser un eficaz apoyo.
La tensión acumulada en las ciudades creció por varios motivos y en varias di—
recciones. La política fiscal de los Reyes Católicos vaciló entre dos polos: el apoyo a
los propietarios y exportadores de lana merina e importadores de tejidos de Flandes,
organizados en torno a la Mesta y el Consulado de Burgos, beneficiaba sobre todo a ‥
las ciudades del norte de Castilla; por el contrario, la defensa de los intereses indus- ¿'
triales, restringiendo la exportación de materias primas y gravando la importación, `
era lo que reclamaban las poderosas corporaciones pañeras de Segovia, Toledo,
Cuenca, etc. Otro frente era el de la lucha por el poder dentro de cada ciudad entre
bandos y facciones, que estructuraban verticalmente a esta oligarquía de familias
por lo menos desde mediados del siglo XV, y que siempre había existido. Lo novedo—
so es que tal pugna empezó a utilizar nuevos recursos ideológicos, que perturbaron
profundamente la mentalidad social de la mayoría. En la medida en que se habían
producido conversiones masivas desde el judaísmo, buena parte de estos cristianos
nuevos se habían incorporado a la oligarquía urbana. Pero, también se había desarro—
llado un poderoso tribunal dependiente del rey, el de la Inquisición (1478), precisa—
mente para vigilar la ortodoxia de los conversos y perseguir los delitos religiosos.
Durante años, por toda Castilla, se había encausado por este motivo a miles de fami—
lias, y creció el odio y la suspicacia entre los penados y sus acusadores. Empezó a re—
sultar muy fácil, y muy eficaz, utilizar el argumento de la sangre <<manchada» para
infamar y descalificar a los rivales, en lo que se llegó a grandes abusos, como ocurrió
en Córdoba. El inquisidor Lucero acumuló denuncias muy graves contra las princi—
pales familias de la ciudad con ascendientes conversos, que dominaban el regimien—
to y el cabildo, incluido Hernando de Talavera, arzobispo de Granada. Pero Cisneros
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 159
presidió un tribunal extraordinario (1508) que frenó, por primera vez, las arbitrarie—
dades del Santo Oficio, que absolvió a los infamados dejudaizantes y reprendiö se—
veramente la actuación del tribunal. de la fe.
que su hermano viniese a tomar posesión. Pero recibió todo tipo de presiones en con-
tra de una medida que podría agravar la división banderiza de la nobleza castellana y,
finalmente, confió la regencia, por segunda vez, al cardenal Cisneros. En la Corona de
Aragón no se plantearon estos problemas y el Católico confió el gobierno interino al
arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, su hijo natural.
Fernando muriô en Madrigalejo, una aldea cerca de Trujillo el 22 de enero de
su
15 16,у /nieto Carlos desembarco enVillaViciosa de Asturias el 19 déseptiembre de
ferencia del poder y de la autoridad monárquica, debido a los años de interinidad que
se habían sufrido en Castilla. El problema mayor no fue el desengaño de los que se ha—
bían acercado al príncipe Fernando esperando su gobernación, aunque Cisneros temió
seriamente un levantamiento a su favor y actuó con energía. Sino que eran muchos los
que creían sinceramenteque Juana era la verdadera reina, que había estado más o me—
nos secuestrada por su padre. Carlos, en la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas, en
marzo de 1516, se autoproclamò rey de Castilla y de Aragón junto con su madre, en
una decisión de legitimidad discutible. Durante año y medio, bajo la regencia enérgica
de Cisneros, ciudades y nobleza de Castilla se mantuvieron a la expectativa del rumbo
que fuese a tomar el nuevo rey, al que nadie discutía seriamente y del que todos espe-
raban que defendiera sus intereses y ratificara sus derechos. Las graves revueltas de
las comunidades y de las germanías, desde 1519—1520, fueron la expresión violenta de
los desengaños y de las frustraciones.
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CAPÍTULO 6
nastía se afianzará en el trono español por espacio de casi dos siglos (15 16-1700) a tra—
vés de cinco reinados sucesivos, incluido el de su introductor.
Por otra parte, Carlos I de España y V de Alemania tuvo que hacer frente a una se—
rie de retos, inexistentes o sólo iniciados con anterioridad. El reto de coordinar de al—
guna forma sus vastos dominios, el reto de la oposición protestante y el reto de admi—
nistrar extensas tierras extraeuropeas (esencialmente en América) se cuentan entre los
más destacados. La necesidad de dar respuesta a estas tres cuestiones caracteriza ine—
quívocamente el reinado de Carlos de Gante.
Muy pronto en el tiempo, el duque de Borgoña, rey de España, archiduque de
Austria y emperador de Alemania, se vio en la tesitura de conseguir articular algo tan
dilatado y heterogéneo como era el denominado Imperio carolino (haciendo alusión al
conjunto de territorios puestos bajo el dominio de Carlos de Gante), en el que se inser—
taba la Monarquía hispánica. Si desde la perspectiva de la política interior el respeto
esencial a la organización político—administrativa de cada uno de sus territorios pudo
salvar muchos escollos, en el plano internacional las orientaciones diplomáticas y los
intereses no siempre coincidentes de estas diversas piezas crearán al César problemas
poco menos que insolubles. De momento, los nexos entre los territorios quedaban
prácticamente limitados a la persona de Carlos, soberano de todos ellos, y a la común
ideología religiosa.
Ahora bien, este último elemento catalizador empezó a entrar en crisis, coincidien—
do con la llegada de Carlos de Gante a España en 1517 y la propuesta de las famosas 95
tesis luteranas. Católicos y protestantes, enfrentados al principio sólo en el terreno dia—
léctico, llegaron a dirimir sus diferencias por las armas. Carlos, poniéndose al frente de
la causa católica, sumó alacruzada medieval contrael musulman (mfel desde la pers—
Alejandro Sebastián l
Farnesio (1554-78)
(1545-1592)
vincias a las doce heredades en los PaísesBajos y, tras diversas vicisitudes entró en
poses1911delducadodeMilan Ya al final del reinado, la ocupación de Siena constitu—
yó la base para elestablecimiento de guarniciones españolas en los presidios de la cos-
ta de Toscana y en la vecina isla de Elba, cedidos por el duque de Toscana, como com—
pensación por la entrega de Siena, realizada ya bajo el reinade de Felipe ll. Tampoco
el norte de África se libró de la intervención militar carolina, aunque al final del reina-
do ese dominio se encontrase en franca regresión.
La unión personal de este extenso y heterogéneo conjunto —al que habitualmen—
te llamamos Imperio caroline, aunque en la época fuese conocido simplemente como
Monarquía— se basó fundamentalmente —excepción hecha de los territorios ex—
traeuropeos, a los que se aplicaron los patrones administrativos vigentes en Europa—
enla conservación de las 1nst1tucionesde cada uno de SUS integrantes. Quedaba confi-
guradaasíuna Monarquíaplural o compuesta —el Imperio caroline—, constituida a
Mpollticas compuestas, como la Monarquía hispánica
su vez por otras formamones
Como príncipe detodas ellas, Carlos procuró evitar ausencias demasiado prolongadas
mediante continuos desplazamientos de uno a otro territorio. Como práctica comple—
mentaria a sus muchos viajes, se sirvió con frecuencia de miembros de la familia para
que gobernasen sus Estados en los intervalos en que se veían privados de la presencia
de su soberano. La emperatriz Isabel y su hijo Felipe en España, su hermano Fernando
en el Imperio su tía paterna Margarita y su hermana María en los Países Bajos, etc,
trataron de hacer más llevadero el inevitable absentismo del Rey——Emperador. Si estos " ゝ̀l
dos procedimientos procuraron paliar la vastedad del Imperio carolino, su dispersión
forzó al César a controlar las rutas de comunicación entre las piezas que lo integraban,
con el fin de evitar peligrosos aislamientos.
ciones más estrechas con el bloque germánico. La formación de este último se remon-
ta a 1521, cuando el Emperador cedió a su hermano Fernando los dominios patrimo—
males de los Habsburgo conocidos como Archiducado de Austria. Elmismo Fernan—
do diez años después, recibió el título de rey de romanos es decirfuturo candidato
por los Habsburgo a la dignidad imperial. Sin embargo, a la altura de la década de los
cuarenta Carlos V parecía dispuesto a compensar a su hijo por aquella insólita deci-
sión tomada años atrás de formar dos bloques con su herencia. Todavía el Emperador,
en el curso de las conversaciones familiares que tuVieron lugar en la ciudad de Augs—
burgo entre 1548 y 1551, trataría de mejorar al príncipe Felipe, aunque en esta ocasión
sin consecuencias, como tendremos ocasión de comentar.
En todos los territorios hispanos, Carlos L como habían hecho los Reyes Católi—
c,os se comprometió a respetar su tradicionalorganlzacion administrativa. No obstan—
te, la formación de la Monarquía hispánica por los Reyes Católicos, como consecuen—
cia de la asociación de las Coronas de Castilla y de Aragón (1479), había implicado ya
ciertas modificaciones, como la institucionalización de la figura del virrey en los terri—
torios de la Corona aragonesa para supliriel habitUal absentismo regio, tras el estable—
Cimiento de la Corte en Castilla. El advenimiento de un titular único, no sólo para la
Monarquía hispánica sino también para otros territorios, hizo que la Corona de Casti—
lla, aunque en menor medida que la Corona de Aragón en tiempo de los Reyes Católi—
cos, se viese afectada por el absentismo de Carlos de Habsburgo. La Corte carolina ex—
perimentó cambios, pues, en su ubicación —esencialmente errática— pero también
en su composición. Integrada en un principio sobre todo por flamencos, evolucionó
hacia una composiciôn más compleja, en la que tuvieron cabida miembros de distintos
territories, castellanosen notable proporción, cumpliendo así el compromiso de inte—
grar a las elites castellanas, manifestado en las Cortes de Valladolid de 1523.¿
Por lo demás, Carlos I respetó y consolidó el entramado institucionállegado por
sus abuelos los Reyes Católicos. Ello hizo que encontrase más trabas para desenvolver
su labor de gobierno en los territorios de la Corona de Aragón —con una fuerte tradi—
ción pactista— que en los de Castilla. En esta línea semanifestó el profesor Elliott, al
afirmar que los reyes españoles del siglo XVI pudieron comportarse simultáneamente
en muchos aspectos como absolutos en Castilla y como constitucionales en los esta—
dos de la Corona de Aragón. Es evidente lo pedagógico de esta contraposición, pero
ha sido llevada por algunos demasiado lejos, proporcionando la imagen de un poder
regio que se ejercía en la Corona de Castilla sin limitación alguna y que, en cambio, en
la Corona de Aragón encontraba trabas casi insalvables para su desarrollo. Nada más
lejos de la realidad. Tanto en la Corona de Castilla como en la de Aragón el monarca,
como señaló Luis García de Valdeavellano, no sólo se hallaba coartado por el hecho
de deber someter sus actos a una conducta moral, sino también por las leyes mismas.
Negarlo para Castilla supondría defender la ausencia de responsabilidad del soberano
ante sus súbditos castellanos o, dicho de otra forma, admitir que éstos se encontraban
absolutamente inermes ante el libérrimo voluntarismo regio. Afortunadamente, estu—
diosos de estas cuestiones han ido aproximando posiciones, al señalar los límites tanto
del supuesto absolutismo en la Corona de Castilla —como ha hecho Pablo Fernández
Albaladejo— como del teórico constitucionalismo en la Corona de Aragón.
La organización político—administrativa de ambas Coronas, presidida por el régi—
men polisinodial inaugurado por los Reyes Católicos y ampliado por su nieto, es trata—
166 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
castellana ante la radicalización de una revuelta que amenazaba ya sus intereses pro—
piciaron la aproximación entre el Rey y los nobles castellanos. Juntos aplastarianla
'Jrevueltaen una serie de acciones militares, entre las que destacan la conquista de Tor—
desillas, con el consiguiente traslado de la Junta Santa a Valladolid (diciembre de
1520) y la Victoria de Villalar (abrilde 1521), seguida de lagLecución delos principa—
les líderescomuneros. El último coletazo lo protagonizó la ciudad de Toledo, en don—
de la viuda de Padilla y el obispo Acuña resistieron hasta febrero de 1522. Teniendo
en cuenta que una de las reivindicaciones fundamentales de la revuelta comunera ha—
bía sido dotar a las Cortes de una convocatoria regular, su derrota supuso un duro gol—
pe para las ya debilitadas Cortes castellanas.
También la Germania valenciana hundia sus raices en el reinado de Fernando el
Catölico, hasta el punto de que la crisis de subsistencias de 1503 ha sido considerada
como el preludio de la revuelta agermanada. Una sociedad integrada por un numeroso
sector rentista (promocionado por los préstamos demandados por la Corona), con de—
sajustes en la jerarquía gremial, con pugnas soterradas por el control del poder muni—
cipal... acabó manifestando su disgusto. En el verano de 1519 la coincidencia de la po—
sibilidad de un ataque argelino, de la llegada de la peste y de la huida de las autorida—
des de la ciudad de Valencia buscando lugares más a resguardo del contagio, impulsó
a los gremios a solicitar armarse para la defensa de la capital del Reino. Una embajada
fue destacada a Barcelona para entrevistarse con Carlos de Austria, quien reconoció el
armamento de los menestrales, legalizando así la Germania. Dicho armamento, en
realidad, iba orientado a intimidar a la nobleza y a las oligarquías municipales, a quie—
nes acusaban de insolidaridad y de presionar sistemáticamente a la justicia para de—
cantarla en su favor. Los gremios, tras obtener el permiso de armarse, constituyeron la
llamada Junta de los Trece a finales de 1519. Los principales líderes agermanados, el
pelaire Joan Llorens, el tejedor Guillem Sorolla y el mercader Joan Caro, en la misma
línea pro—regia, se comprometieron a intentar que se aceptase el preceptivo juramento
real por medio de persona interpuesta. Porque Carlos I, al conocer su nombramiento
como Emperador, salió de España sin haber prestado ni recibido el juramento de los
valencianos. Pero antes de partir envió a Valencia a Adriano de Utrecht a recibir el ju—
ramento y nombró a Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, como virrey. La
primera acción de los agermanados, nada más llegar el conde de Mélito, fue colocar en
el nuevo gobierno municipal de Valencia a un artista y a un menestral como jurados.
Se trataba de una vieja aspiración, opuesta a que los seis puestos de jurados, que cons—
tituían el poder ejecutivo municipal, fuesen monopolizados por la nobleza y las oligar—
quias urbanas. La salida del virrey de la capital, la extensión de la Germania por gran
parte del Reino de Valencia y la radicalización de la revuelta se produjeron en un corto
espacio de tiempo. El Rey, abandonando su ambiguedad inicial, se decantó por las eli—
tes, amenazadas por el radicalismo agermanado.
El año 1521 marca el principio de las operaciones militares. En el mismo mes de
julio el ejército realista se imponía en Oropesa y en Almenara, y las tropas agermana—
das, al mando del radical Vicent Peris, vencían en Gandia, procediendo al bautismo
forzoso de los mudéjares, vasallos de los señores terratenientes. Pero, poco a poco, la
situación se fue restableciendo; los gremios fueron excluidos de la elite del gobierno
municipal y Vicent Peris murió cuando trataba de reavivar la Germania en la capital
del Reino. Los últimos focos de resistencia en Játiva y Alcira, con la aparición del
168 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Encubierto, supuesto hijo del principe Juan y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos,
acabaron por apagarse. Del castigo de los agermanados se encargó la reina Germana
de Foix, nombrada Virreina en 1523 para suceder al conde de Mélito. El único logro de
la Germania fue la legalización del bautismo de los mudéjares ——que habían luchado
al lado de sus señores contra los agermanados—, a los que en 1525 se puso en la tesitu—
ra de convertirse o emigrar, siguiendo el ejemplo castellano de 1502. Los disconfor—
mes con la medida se alzaron en armas, pero fueron reducidos por las fuerzas del du—
que de Segorbe en la sierra de Espadán (1526).
También en Mallorca los gremios constituyeron la base de la Germania —a la que se
sumaron los campesinos— frente a la nobleza, que buscó refugio en Ibiza y en la plaza de
Alcudia. Entre los motivos de queja de los agermanados mallorquines sobresale el incre—
mento de la presión fiscal, para pagar los intereses de la deuda pública, y la concentración
de la propiedad en manos de la oligarquía ciudadana. En Mallorca, como en las Comuni—
dades de Castilla y en la Germania de Valencia, el movimiento pasó de manos moderadas
(el pelaire Joan Crespi) a radicales (Joanot Colom). La capitulación de Mallorca en marzo
de 1523 marcó el final de la revuelta, seguida de una dura represión.
En todos los casos, la radicalización de los movimientos subversivos había arro—
jado a las elites sociales en brazos de la Corona, que, en última instancia, salió favore—
cida de estas confrontaciones, al demostrar a la nobleza y a las oligarquías urbanas que
sólo con su alianza podían liberarse de las iras populares.
Este inusual epígrafe se sitúa en el lugar que solía ocupar el clásico de la idea im—
perial de Carlos V, omnipresente en casi todos los estudios sobre Carlos de Habsbur—
go. La pretensión de semejante cambio es descargar de contenido ideológico el con—
cepto de Imperio, para llevarlo al terreno de lo pragmático. Es evidente que el titulo de
Emperador correspondió a Carlos V exclusivamente en su calidad de supremo jerarca
del Imperio alemán. Pero también el término Imperio ha servido para designar otras
formaciones, de creciente complejidad, como son el llamado Imperio carolino (con—
junto de territorios —inc1uido el Imperio alemán— puestos bajo el dominio de Carlos
de Gante) y el conocido como ImperioUnlversalde la Cristiandad o Universitas
Christiana(suma del Imperio carolino y de los restantespaises pertenecientes a prin—
cipes cristianos). CarlosdeHabsburgo titular del Imperio alemán y del resto de los te—
rritorios del denominado Imperio carolino, trató de liderar también el Imperio Univer—
sal de.laCristiandad. En este sentido, el Rey—Emperador procuró capitalizar su posi—
ción en los dos primeros Imperios aludidos para dirigir el tercero.
Pero, vayamos por partes. El título de Emperador de Alemania entrañaba para su
poseedor, desde el punto de vista jurídico, una superioridad sobre los demás sobera-
nos cristianos; lo que se plasmaba, por ejemplo a efectos de protocolo, en su preceden—
cia respeCto al resto de los monarcas. No obstante, la carga de autoridad que había
acompañado al título imperial en el Medioevo se encontraba en franca retirada al co—
menzar la Edad Moderna. En efecto, durante algún tiempo, la organización de la Cris—
tiandad se pretendió resolver mediante las tareas de arbitraje, asumidas por el Papa y
por el Emperador, supremas entelequias en el'plano religioso y politico, respectiva—
LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 169
panización del césar Carlos no pudo ser,en parte la respuesta agradecida ala c9nvic—
ci9n de que los subdltos 99e Monarquía ——los castellanos, especralmente—SCha—
bían convertido en la columna vertebral de sus dominios, por el volumen de sus apor—
taciones hum21nas y económicas a las empresas generales del Imperio carolino. Ahora
bien, este Imperio planteaba problemas, de casi imposible solución, derivados de 121
dificultad de armonizar la proyección exterior de cada una de las piezas de este con—
junto tan diverso con la de las restantes. En efecto, a partir de su asociación en la per—
sona de un soberano común no cabían orientaciones diplomáticas diferentes; lo que
suponía para el César renunciar a aquellas actuaciones que pudiesen poner de mani—
fiesto los intereses a veces encontrados del conjunto carolino. Sólo teniendo en cuenta
estas premisas se puede comprender el conservadurismo territorial (sólo desmentido
por su intento ——abandonado 911 1529 de recuperar Borgoña) alentado por Carlos V
en la Europa cristiana y que tanto difiere de la política expansiva llevada a cabo por
otras potencias hegemónicas en coyunturas diferentes.
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LA NUEVA MONARQUÍA DE L SHABSBURGO. CARLOS 1 (1516-1556) 171
tiano—islámica no se mantuvo por todos los países europeos con la misma intensidad a
lo largo del tiempo. Intereses económicos, estratégicos o politicos indujeron en oca—
siones a monarquías cristianas europeas a aflojar esa oposición estructural e, incluso,
a entablar relaciones oficiosas con el Imperio turco o con alguno de sus correligiona—
rios norteafricanos para obtener ciertos beneficios. Ahora bien, desde el horizonte
mental de la época, esta confrontación de base religiosa (aunque con otras muchas
connotaciones) resultaba irreprochable y así lo avalaban los tratadistas del derecho de
gentes al calificarla de guerrajusta.
Algo similar sucedió, ya en plena Edad Moderna, cuando la ruptura de la Cris—
tiandad europea enfrentó a católicos y protestantes. Carlos V, convertido en cabeza
del sector católico, después de fracasar reiteradamente en el intento de una aproxima—
ción pacífica, se opuso por las armas a los príncipes protestantes del Imperio alemán,
tratando al mismo tiempo de evitar la secesión cristiana y de sofocar la rebeldía de
aquellos súbditos que, enarbolando la bandera del protestantismo, se convirtieron en
paladines de las llamadas libertades germánicas. Pero el fracaso del César, junto con
la expansión de la ideología protestante a nuevos ámbitos geográficos acabó fragmen—
tando a Europa en dos bloques enfrentados. Aunque la oposición religiosa entre cató-
licos y protestantes fuese interferida frecuentemente por intereses de otra naturaleza,
hay que situarla también en el terreno estructural de las antipatías naturales.
Sin las connotaciones religiosas, acabadas de aludir larivahdadcon Francia
constituyó otro de los pilares básicos de la política exterior carolina. Aunque,fren—
te al cristianísimo rey de Francia, su católica majestad Carlos I de España no pu—
diese esgrimir incompatibilidades religiosas, muchos otros motivos venían en—
frentando a los súbditos de ambos soberanos. En el espacio de unos pocos años (de
1515 a 1519), Francia quedó materialmente cercadaporposesrones pertenecientes
a un único titular Carlos51e Gante.Los Países Bajos, el Franco—Condado, el Impe-
rio aleman, la Monarquía hispánica, constituían uriférreo cinturón que conStreñía
a Francia por el norte, el este y el sur, es decir, por todo el perímetro de su frontera
terrestre. En esta situación era lógico que, mientras Carlos V pretendía mantener y
hasta estrechar el cerco (sobre todo con su reclamación de Borgoña, incorporada
años antes a la Monarquía francesa), sus coetáneos galos, Francisco l y su hijo
Enrique II, tratasen de romper o de llevar a posiciones más alejadas ese agobiante
caparazón A este motivo fundamental de divergencia se unía el de la rivalidad por
tierras de Italia, que ya había enfrentado a aragoneses y angevinos durante buena
parte de la Edad Media y que se había saldado, en general, de forma favorable a la
Corona de Aragón, antes de integrarse en la Monarquía hispánica a comienzos de
los tiempos modernos.
Islámicos, protestantes y franceses aparecen, pues, como los principales enemi—
gos a batir en el horizonte de la política exterior carolina. El planteamiento, muchas
veces simultáneo, de estas rivalidades obligó al emperador a dividir sus fuerzas o a
apaciguar momentáneamente un frente para concentrar su capacidad ofensiva en otro.
Conviene destacar que, ente] orden deprioridades seguido por Carlos V a lo largo de
su reinado, el enfrentamiento con elturco no se sitúa en primer lugar, como podría de—
ducirse de esañimagen estereotipada de un Carlos de Gante campeón de la Cristiandad
contra el Islam. El primer puesto en las preocupaciones internacionales del César lo
ocuparon sin duda los franceses, seguidos de los turcos y berberiscos y, en última ins-
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 173
\ “:,”
Ámsterdam
GUELDRES
1543
REINO DE FRANCIA
tancia, de los protestantes. El afortunado título de la obra del profesor Sánchez Mon-
tes, Fram-eses” protestantes у turcos.. ., podría modificarse ligeramente para plasmar
ese orden de prioridades, intercambiando los dos últimos términos de la trilogía. En
todo caso, la confrontación más intensa y prolongada la sostuvo el Rey—Emperador
con un país con el que existía una coincidencia confesional y se desarrolló a lo largo de
una amplia frontera, a la que hace tiempo denominefrontera política para distinguirla
de las otras dos fronteras con trasfondo religioso, a las que el profesor francés Chaunu
había calificado dejrontera de cristiandad (con los musulmanes o inlieles) y defron—
tera de catolicidad (con protestantes o herejes).
Aunque respecto a estos tres objetivos básicos la coincidencia de pareceres de los
súbditos de los distintos dominios carolinos (excepción hecha de una parte de los ale—
manes) parecía asegurada, no a todos interesaban en la mismamedida. De ahí que, de—
pendiendo del momento la política exterior asumida por Carlos V sintonizase más
con unos paísesquecon otros. Lo que sí es cierto es que la mayoría de las guerras sos—
tenidas por el Emperador, al margen de a quién pudieran interesar más en cada oportu—
nidad, presenciaron la colaboración de los diferentes súbditos de Carlos de Gante, que
contribuyeron a ellas con aportaciones económicas y humanas. Por eso resulta tan di—
174 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
la Ôptica estricta de la Monarquía española. Para ésta la disputa por Milán constituye
el eje básico de la política exterior de estos años, con lo que Francia se convierte para
Carlos I en el principal enemigo a batir. El saldo de esta fase para el Emperador puede
considerarse positivo, con la batalla de Pavía como victoria más significativa.
La segunda etapa, de duración similar a la anterior, arrancaría lógicamente del fi—
nal de la etapa precedente ( 1530) para concluir en 1544, con la firma de lapaz de Crépy
con Francia. Carlos, ya eñíjlenitUdvital, se libera del influjo de los consejeros de los prié
“mercé años. La muerte del gran canciller Mercurino Gattinara ( 1530) provoca el acceso
de un nuevo equipo de consejeros aúlicos, en el que el componente hispano cobra relie—
ve. La desaparición de antiguos consejeros, junto con la propia evolución de las circuns—
tancias ambientales, empiezan a hacer fracasar el clima conciliador que había caracteri—
zado la primera fase. Pero, sobre todo, esta segundaetapa es testigo de la primera coor—
dinación de las fuerzas antiimperiales, con—la aproitimación de la Monarquía francESa al
iÍrfiperio turco y a los príncipes protestantes alemanes. Es el peripdonlediterranep por
excelencia y, por eso mismo, el más específicamente hispano de los cuatro, por cuanto
el Mediterráneo occidental acoge la pugna de Carlos I con Francia y con los berberiscos,
aliados de la Sublime Puerta. En el balance final se entremezclan éxitos notables, cºmo
el de Túnez, y algún fracaso, como el de Argel, aunque parecen predominar aquéllos.
′ Tanto la tercera como la cuarta fase alcanzarían un menor desarrollo cronológico
respecto a las dos anteriores, pero muy similar entre sí. La tercera se inscribe entre
1544 y 1551, año en que los Habsburgo, traslargas y__ complejas conversaciones, lle—
gan a un acuerdo familiar respecto a la sucesión_en)el____ _Vper'ho. Un Carlos en plena ma! `
` durez se resiste alaceptar” lo evidente, es decir, la ruptura de la Cristiandad. De nuevo la
descoordinación de los enemigos del César es la nota dominante, tras la renuncia de
Francia en Crépy a continuar la alianza con el Imperio turco, con el que Carlos, por su
parte, llega a suscribir treguas. Esta Situación de mayor distensión en la frontera con
Francia y con el mundo islámico permite al Emperador concentrar sus energías en el
ámbito alemán. El primer plano de la actualidad internacional se trasladó, pues, a hori-
zontes alejados de la Monarquía hispana, lo que no fue óbice para que en ellos se hí—
ciese sentir la presencia española. Los reveses parecen pesar ya más que las victorias a
la hora de caracterizar esta etapa.
La cuarta fase, en fin, seprolongaentre 1545 1 xljâfi, año este ûltimo de la abdi—
cación de Carlósl'al'kt'ron'óiespañol. Un emperador, cansado y envejecíd0,se vio obli—
gado a reconocer al go a lo que reiteradamente se había negado, como era la ruptura de
la Europacristiana. De nuevofcomo había ocurrido en la'segunda, esta cuarta fase fue
testigo de la actuación combinada de los enemigos del César, representada en esta
ocasión básicamente porra aIiänZà'Hë'Îïranèia “ca““îô’s' Míticipes protestantes alema—
nes. La malt:Aplicación de frentesde cenflicto obligó alEmperadoriafuºriaiudíyersifica-
ción peligrosa, saldada de manera negativa. ”~
En el corto espacio de tiempo que media entre 1516 y 1521 las tres principales
fuerzas anticarolinas dejaron sentir su presencia en el horizonte de las preocupaciones
del Rey—Emperador, aunque independientemente.
176 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Los primeros en dar muestras de inquietud fueron los turcos y berberiscos, contra
los que Carlos tomö ya algunas medidas y de los que soportó muestras de su peligrosi-
dad. La expansión del Imperio otomano en la Europa oriental se remontaba al si—
…glo XIV, pero fue la conquista de Constantinopla por el sultán Mahomet II en 1453 la
que dio un nuevo impulso al avance turco. En el mismo año de su proclamación como
rey de España (1516), aun antes de emprender el viaje que le harla entablar contacto
con sus nuevos súbditos, Carlos de Gante se adhirió a la Liga Santa, integrada por su
propio abuelo el emperador Maximiliano I y por el pontífice León X, con objeto de po-
ner l'reno a la amenaza otomana. Una amenaza a la que ese mismo año se sumó un
acontecimiento de consecuencias todavía imprevisibles, pero en todo caso negativas
para el futuro de la estabilidad en el Mediterráneo occidental: la ocupación por Horuc
Barbarroja de Argel, convertido a partir de entonces en punto de origen de muchas de
las operaciones de saqueo o _razzias perpetradas por norteafricanos contra intereses
hispanos. Tres años después, durante la estancia de Carlos en Barcelona, a donde ha—
bía acudido para celebrar Cortes, el flamantejoven rey tuvo que sufrir la humillación
111
de saber que flotillas berberiscas recorrian el litoral catalán con notable impunidad. “i
En 1517, con una diferencia de sólo unos días, Carlos I desembarcaba en el puerto
de Tazones (Asturias) y el fraile alemán Martín Lutero colocaba sus famosas 95 tesis en
la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg. En principio las propuestas de Lutero,
contrarias a la cuestión de las indulgencias para la construcción de la iglesia de San Pe—
dro de Roma, parecían el comienzo de una de tantas controversias religiosas, suscitadas
en la época por la dificultad de armonizar los deseos, muy extendidos, de una profunda
reforma de la Iglesia y el estado real de la institución eclesiástica, que se mostraba inca—
paz de encauzar dichos anhelos. Sin embargo, andando el tiempo, la reforma luterana
acabaría produciendo una ruptura sin retorno en el seno de la Cristiandad europea. Y a
ella muy pronto se sumarían otras, dirigidas por reformadores como Zwinglio o Calvi—
no, opuestos también a Roma, pero, a su vez, con discrepancias entre S{A la negativa de
Lutero de retractarse (1518), siguió la bula Exurge Domine (1520) del papa León X, en
la que se condenaban por heréticas varias de las proposiciones luteranas. (
Por último, la rivalidad personalentre Francisco I de Francia (15 15—1547) y Car—
los Ide España por su comûn aspiración a la dignidad imperial, vacante a la muerte de
Maxtmillano I (1519), se sùmô a otros motivos de oposición antes mencionados. Sin
'“〝C…ba{g。'CTenfrentamiento armado no se produjo hasta 1521. Ese año daba comienzo
la primera de las cuatro guerras sostenidas entre ambos monarcas, que encontraron en
territorio italiano el escenario idóneo para su desarrollo. Cuando Carlos I inicia su rei—
nado, en la península Itálica se acababa de establecer un cierto equilibrio entre Francia
y España, con el predominio de la primera en el norte —en donde Francisco I había
ocupado Milán (1515), amargando el final de la vida de Fernando el Católico— y el de
la segunda en el sur, gracias a su dominio de Nápoles, reforzado por el de las islas pró—
ximas de Sicilia y Cerdeña.
El año 1521 marca el inicio, ya que no de una actuación conjunta, S{ de la mani—
festación simultánea de las tres principales fuerzas anticarolinas, con la diversifica-
ción de lrentes que ello comporta Efectivamente, en 1521, mientras tropas francesas
_ p_re_sionaban en la lrontera con los Países Bajos y cón Navarra,yla Dieta de Worms
condenaba a Lutero al exilio y a sus obras a la quema, el sultán Solimán II el Magnifi—
co (1520— 1566) se apoderaba deBelgrado
LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS I (1516—1556) 177
una vasta coalición anticarolina Mientras en afios anteriores Carlos V había logrado
algo parecido respecto a Francia, el excesivo poder del Emperador en Italia y sus exi—
gencias en e1 tratado de pazde Madrid habían impulsado a algûn antiguo aliado a pa—
sarse al bando contrario. La formaciön de la Liga de Cognac marcó el1nicio de la se—
gunda de lasguerras sostenidas entre Francisco I y Carlos I.
Sin duda, el acontecimiento de mayor relieve acaecido en el curso de esta nueva
confrontación lue el llamado saco de Roma, en singular, aunque en realidad fuesen
dos los saqueos a que se vio sometida la Ciudad Eterna, que, con sólo un intervalo de
meses, tuvo que soportar el pillaje a que la sometieron los ejércitos carolinos durante
varias jornadas. En febrero de 1527 fueron las tropasespafiolasp italianas, llegadas a
Roma desde el sur a las órdenes de Hugo de Moncada, las que procedieron a un primer
saqueo; en mayo del mismo año se produjo el saqueo más conocido, es decir, el prota—
gonizado por tropas alemanas al mando del condestable de Borbón, las cuales, ante la
falta de paga, se entregaron al pillaje, sin freno tras la muerte del condestable El Papa,
refugiado en el castillo de Sant—Angelos se vio obligado a capitularlEl impacto del
saco de Roma en toda la Cristiandad fue enorme por mas que alguno, como Alfonso
de Valdés, secretario de cartas latinas de Carlos V, tratase en su Diálogo de Laclancio
y el Arcediano de justificar lo acontecido como el castigo divino por el comportamien—
to inadecuado de la cabeza de la Cristiandad. ¿'
Pero Francisco I no pudo aprovechar el clima de opinión antiimperial que se ge—
neralizó tras los lamentables sucesos de Roma, aunque sí lo intentó. Con el apoyo del
almirante genovés Andrea Doria los franceses conquistaron Génova, expulsando de
ella definitivamenté a Antonio Adorno. Evidentemente, el monarca galo trataba
de restablecer su poder en Italia, y la siguiente pieza en las ambiciones de Francisco I
era Nápoles, Pero durante el sitio de la ciudad se produjo un cambio decisivo, debido
al abandono de la alianza con Francia de Doria y su paso al servicio del emperador
(1528) En este espectacularviraje jugaron sin duda un papel de primer ordenlas ne—
góciacwnes llevadas a cabo por el gran canciller Mercurino Gattinara para atraer al
almirante genovés a la causa imperial.
' 〝 〝 "DCm。an…' la inyección de fuerza que para el bando carolino supuso la defec-
ción de Andrea Doria forzó a Francia a deponer las armas. Dos
“pages fueron necesa—
rias para concluir esta guerra, la de Barcelonajjuniodc 1529)entre _elEmperador y el
Papa, y la de Cambray o de las Damas (agosto de 1529), así llamada por la participa—
"ciónen ella deLuisa de Saboya y Margarita de Austria, entre Carlos I y Francisco I.
Por la primera el Papareconocíaa Carlos de Habsburgo la investidura de Napoles,
mientras éste, respaldando el nepotismo de Clemente VII, se comprometía a restaurar
a_ los Médicis en Florencia, tras un paréntesis republicano, en la persona de un sobrino
delpontifice. Al año siguiente,1acoronación imperial de Carlos V en Bolonia por el
papa Clemente VII (febrero de 1530) escenificaba de forma solemne la reconciliación
entre los dos máximos poderes, espiritual y temporal, y aupaba al Emperador a su ni—
vel más alto de poder. En el acto de la coronación, cargado de simbolismo, Carlos ya
no aparecía como el último responsable del saco de Roma, sino como el pacificador y
protector de Italia. Una Italia, en la que parte de sus Estados reconocían a Carlos de
Habsburgo como su príncipe, mientras que para otros, como el ducado de Milán en
manos de los Sforza 0 Florencia en poder de los Médicis, era su protector. La paz de
las Damas, por su parte, representó en esencia una vuelta a lo estipulado en el tratado
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 179
de paz de Madrid de 1526, pero limado de las asperezas que habían dificultado su
cumplimiento. Francia ratificaba la renuncia hecha en Madrid respecto a sus aspira—
ciones sobre suelo—"italianofperdcoºnservaba BorgoñaLps ilustres rehenes—dei Carlos I
eran af'finliberados, tras el pago de un rescate dedos millones de escudos, y se daba
luz verde a la pospuesta boda de Francis-6511}È’ÔnîLeÔngr de Habsburgo.
Estas dos primeras cónfrontaciones con Francia, en las que se vieron implicados
además de los dominios del César muchos de los estados italianos e Inglaterra, habrían
sido más que suficientes para captar toda la atención de Carlos V. Pero durante estos
afios el Emperador tuvo que hacer frente, directamente о рог personas interpuestas, a
otros problemas, bastante más alejados de los intereses estrictamente hispanos.
En el Reich, la cuestión luterana se fue agriando a partir de la Dieta de Worms
de 1521, antes aludida. Lutero, condenado por el Papa y por el Emperador, busco re—
fugiojunto al elector de Sãjonia, procediendo en el castillo de Wartburg entre 1521 y
1522 a perfeccionarsii—doctrina y a traducir la BibliaaLalemán. Con el trasfondo de
inoperantes Die—tas (Núremberg, 1522 y 1524), el luteranismo iba ganando adeptos y
conVirtiendose en bandera, no sólo de reivindicación politica, sinotambién social.
Así fue esgrimido por los campesinos frentea sus señores en una rebelión (Bauern—
krieg, 1524—1525) que llegó a afectar a gran parte de Alemania. Vencidos los campe—
sinos por la nobleza con la aquiescencia de Lutero, se reunieron dos nuevas Dietas
en 5131530 5727617 1529), abocadas también al fracaso, en un momento enfqueáelapo—
yo de la totalidad de los príncipes del Imperxioñlluteranos, incluidos— aparecía
como imprescindible para frenar el avance turco. Fue concretamente en la Dieta de
Spira de 1529 cuando parece se acuñó, el término,ssprowtestantes» paradesignar a los
luteranos, denominación aquella que se haría extensiva a los seguidores de otras re—
ligiones reformadas.
Gracias precisamente a la colaboración de los príncipes, sin distinción de credo,
pudo Fernando de Habsburgo rechazar el ataque turco a Viena de 1529. Parecía llega—
do el momento de resolver de una vez la cuestión luterana y el propio César se trasladó
a tierras alemanas para presidir personalmente la Dieta de Au—gsburgo(_ 1530). Pero la
(actitud cesaropapista y conciliadora del Emperador no produjo la pretendida aproxi—
mación entre Católicos y'pFOte'StantesfPor el contrario, los sectores más radicales de
una y otra parte mostraron su abierta oposición a lo allí acordado. La respuesta prófêíê-
tante se'plasmó en la formación de la Liga de Smalkalda. “º“? ` ` 写
V.,—,x !
Hungría, pasó a ocupar en tanto que rey de Bohemia y de la llamada Hungría real, una
difícil posición por su contacto directo“côñterritorios bajo control del Imperio otoma—
no. Por eso, no puede extrafiar que, dejando al margen incompatibilidades de tipo con—
fesional, Fernando tratase muy pronto de suscribir treguas con el turco. Pero, antes de
que éstas se hiciesen realidad, la misma Viena se vio sometida en 1529 a la presiôn
otomana, como acabamos de indicar.
Ese mismo año en el frente occidental del Mediterráneo se produjeron dos acon—
tecimientos que revelaban el recrudecimiento del corsarismo berberisco: la pérdida
del Peñón de Argel y la derrota en aguas de Formentera de la flota de galeras que había
“lle—vadoCarlos
a V a Italia.
FR.\><CÛCÜNDADO
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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VI, p. 929.
riores de los otros Estados pues1os también bajo su dominio. Resulta, por otra parte,
muy significativo que en estos años se alterne la confrontación con los musulmanes y
con los franceses y que sea esta última la que más preocupe a Carlos V, hasta el punto
de posponer la continuidad de la lucha con el musulmán a la conclusión de la librada
con el francés.
Las hostilidades en torno a Túnez se iniciaron con su conquista y consiguiente
destitución de su rey Muley Hasan, aliado de Carlos V, por Barbarroja a quien apoya—
ba el sultán turco (1534). El cambio operadoen Túne¿ suponía un riesgo evidente para
el Mediterraneo occidental en su conjunto, pero especialmente para la isla de Sicilia
y el sur de la peninsula Itálica, dada su proximidad; motivo por el cual el emperador
trató de restablecer la situaciónprecedente. Para eso reunióun“granejercno compues—
1Q por naturales de todos sus territorios (españoles en notable proporción) y de otras
potencias, como Portugal, la Santa Sede y la Orden de San Juan de Jerusalén o de Mal—
ta. El propio Rey—Emperador partió de BarCC]0UU【UU〔Ulncorporarse a la empresa, diri—
gidaporAndreaDó _ 21 A1
“ .Una vez conqu1stadoel fuerte de la Goleta,
de_ Túne¿, concluido CUjulio de 1535. El notableexi-
se emprendió desde 21111el cerco
el poder de Barbarroja que sólo unos meses después (septiembre de 1535) osaba sa-
WMahonenlalsla deMenorca. Parec1a llegada la hora de acometer la conquista
de Argel que desde haciatiempo le solicitaban los españoles y la propiaemperatriz
1s21bel 〝 “
` 〝 La rupturade hostilidades con Francia truncó aquellas expectativas. La muerte
en1535de Fran01sco Sforza, duque de Milan, sin descendencia, suponía la reversión
negativa deFrancisco I a aceptareste cambio,
delducado 211 dominio carolino Pero la
con121pretensión deque pasase a unode susHijosque debía contraer matrimonio con
la duquesa viuda, fue el motivo de la tercera guerra entre Carlos V y Francisco [.La
primera acción de éste consistió en lainvasión de Saboya cuyo duque, casado con una
hermana de la emperatriz Isabel y por tanto cuñado del César, se había negado a per—
mitir el paso del ejército francés con destino al Milanesado. La reacción de Carlos V
fue tanto dialéctica como militar. Por lo que respecta 21 la primera, consistió en un duro
discurso contra Francisco I, pronunciado en Roma en 1536 a su regreso de la campaña
de Túnez, en presencia del papa Paulo III, del colegio cardenalicio y de representan-
tes de distintos países. En él acusaba al francés de haber roto la paz yde su entendi—
miento con el Imperio turco, llegando 21 retarlo personalmente a un duelo. La respuesta
militar consistió en la1nvasi6n de Francia por Provenza y por Picardía, Pero la falta de
encuentros armados de relieve y 121 intensa actividad diplomática desarrollada por am—
bos contendientes, junto con la mediación p,apal evitaron males peores. Ya en junio
de 1538 la tregua de Niza puso fin al conflicto por espacio de diez años. Francia no
había culminado cón éxito sus proyectos sobre Milán, pero mantenía sus posiciones
en Saboya. El Emperador tampoco logró atraer a Francia 21 una cruzada contra el turco,
fraguada en el curso(Теras negociaciones que conducirían 21 la tregua con FranciaNo
obstante, pese a la negativa gala a intervenir, se constituyó una Liga Santa, integrada
por el Papa, el Emperador y Venecia, preludio —tanto por los participantes como por
la aportación de cada uno de ellos— de la más famosa Liga Santa de la historia, la de
Pío V, formada en vísperas de la batalla de Lepanto de 1571. Sin el apoyo francés, los
ligueros se limitaron a algunas acciones antiturcas (la fracasada batalla naval de la
Prevesa, en la costa balcánica, y la conquista de Castelnovo, en el litoral dalmata), se—
guidas de la disolución de la Liga. Su falta de colaboración en la cruzada no fue óbice,
sin embargo, para que Francisco I invitase al Emperador a pasar por territorio galo
para reprimir la sublevación de su ciudad natal, Gante.
La 9u9pen910n de hostilidades con Franciay el posterior abandono de la cruzada
.contra C turcoperm1t1er0na Carlos V volver su mirada hacia la cruzada «menor» con—
tra los musulmanes norteafricanos Por fin había llegado el momento de acometer una
empresa, que reiteradamente le habían solicitado sus súbditós españoles y la empera—
triz recientemente fallecida (1539), como era la conquista de Argel, foco principal del
corsarismo antihispano A la derrota de Carlos V, que participó personalmente en la
` empresa, contribuyó, tanto la acertada defensa que de la ciudad hicieron los sitiados,
como las pésimas condiciones del mar, que desbaratô la formaciôn de la escuadra cris—
tiana (1541).
El fracaso de Argel fue seguido, sin solución de continuidad por una nueva gue—
rra con Francia, la cuarta que enfrentaba a los ya viejos rivales. De nuevo el ducado de
Milán, cuya investidura acababa de recibir el principe Felipe de manos de su padre
“Carlos I (1540), se convirtió en manzana de la discordia. El detonante que hizo estallar
LA NUEVA MONARQUÏA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516-1556) 183
el conflicto fue la muerte de dos enviados deFrancia a negociar con el turco, atribuida
a la intervención de las autoridades españolas del Milanesado. Como tantas otras ve—
cesla1ucha se inició en las fronteras comunes. En el frente septentrional, lindante con
los Países Bajos, elEmperador contó con la inestimable ayuda de Enrique VIII d6
flotaoto1nana surta en Niza. Más adelante, como era también habitual, las operaciones
bélicas se trasladaron al norte de Italia. La primera parte de la confrontación resultó,
en general, favorable a Francia, aunque se alternaron éxitos y reveses, ninguno decisi-
vo. El castigo del Emperador al duque de Cléveris que, aliado con Francia, había inva—
dido Güeldres (1543) y la victoria francesa de Cerisoles en el Piamonte (1544) consti-
tuyen los hechos más destacados, hasta la recuperación de Luxemburgo por las tropas
imperiales y su marcha hacia París. El terror provocado por la proximidad del ejército
carolino, indujo a Francisco I a solicitar la paz. Larápida aceptación por parte de Car-
los hay que relacionada conla dificil s1tuac1on por la que atravesaban las finanzas es-
pafiolas, hecho denunciado porel principe Felipe, que consideraba imposible seguir
manteniendo la costosa guerra con Francia. Los deseos generalizados de paz culmina-
ron con la firma de lapaz deCrepy en septiembre (16 1544. Desde el punto de vista te—
rritorial, se basabaen ladevolu01on de lo incorporado por ambos contendientes desde
la tregua de Niza de 1538Pero también incluía una cláusula matrimonial, que llenô de
inquietud alC…sarSe trataba del enlace del duque de Orleáns, hijo de Francisco I, con
una hijao con una sobrina _de su rival, a quien se reservaba la decisión final en un plazo
de Cuatro meses.Silaboda se realizaba al fin con la hijade Carlos V, esta aportaría en
_designadaera la hijadelreLde Hun ria, Fer—
si la
dote los Paises Bajos; mientras que“
nando, se№№і1гіп. А1 disgusto del Emperador por las escasas dotesdel novio y
p61Îä perdida territorial que, en cualquier caso, acarrearía este matrimonio, puso ter—
mino de forma inesperada la prematura muerte del duque de Orleáns (1545). Mayores
consecuencias tuvieron los compromisos contraídos por Francia respecto al abandono
de su alianza con el Imperio turco y a la ayuda que debía prestar al Emperador para
acabar con la herejía. Daba comienzo de esta forma una nueva etapa, en la queF1ancia
se obligaba a prescindir de sus anteriores aliados.
pañola, que, según Fernández Álvarez, pasó de significar la sexta parte en la campaña
danubiana a casi la mitad en la que se desarrolló en torno al Elba. Porque, efectiva—
mente, la guerra se desenvolvió en dos escenarios sucesivos, que tuvieron como ejes
respectivos los ríos Danubio (1546- 1547) y Elba (1547). También fue considerable la
contribución económica de Castilla, como han puesto de relieve Ramòn Carande y Fe—
lipe Ruiz Mart1n.Lacampanadanubiana no registrö encuentros decisivos; la del Elba,
en cambio, lue testigo de la batallade Muhlberg (abril de 1547), gran victoria impe—
JuanFedericodeSaloma Con este motivo, gran
rial, en la que fue hecho prisionero
parte de Sajoniajunto con la dignidad electoral fueron transferidas a Mauricio de Sa—
jonia por la ayuda prestada al César en la contienda. Otro de los rectores de la Smal—
kalda, Felipe de Hesse, se entregó voluntariamente al Emperador, con lo que la Liga
quedaba privada delos quehabían sido SUSprmapales dirigentes. La postura adopta—
da por Carlos V tras el éxito militar se inscribe todavía enla lineà conciliadora, como
lo demuestra el hecho de decretarunCCrd0UCa註暮…Cgeneralizado ara los vencidos
El incuestionable éxito imperial de Muhlberg quedó, no obstante, algo oscurecido por
el empeoramiento de las relaciones entre el Emperador y el Papa, a partir de la deci—
sión de éste de trasladar el Concilio a Bolonia. Fue entoncescuando Carlos V en la
Dieta de Augsburgo y subsiguiente Interim, a los que ya nos hemos referido, trató de
abordar unilateralmente la cuestión luterana.
Todavía en lo que restaba de etapa, tuvieron lugar las c_onvgrsacjones (15…45;
1551) sobre la herencia imperial Aprovechando la presencia en Augsburgo, en donde
acababa de celebrarse la Dieta, de varios miembros de la familia Habsburgo,por ini—
(ziativa al parecer de Fernando se planteó el tema de 1a sucesión en el Imperio.Lare—
ciente enfermedad del emperador, que había hecho temer por su vida, y el cada vez
mas estrecho entendimiento entre Carlos y su hijo el principe Felipe (demostrado en la
adscripción a la herencia hispana de Milán y de los Países Bajos —como se ha indica—
do antes— y en las famosas Instrucciones de Carlos V a su hijo del mismo año 1548)
pudieron inducir al rey de Hungría a tratar de CUCe__lemperador ratificase ante la fami—
lia la decisión adoptada anos atrás según parecía desprenderse de ella, la dignidad
imperial—quedaba ligada a la rama familiar, encabezada por Fernando, a quien, en su
calidad de rey de romanos, correspondia serpropuesto por 1a familia Habsburgo para
suceder a su hermano Carlos en el Imperio. Además de los principales implicados,
Carlos y Fernando, tomaron parte activa en estas conversaciones los principes Felipe
y Maximiliano, hijos de los anteriores, y sobre todo María de Hungría, hermana de los
dos primeros y gobernadora a la sazón de los Países Bajos, cuyo papel de moderadora
parece fue decisivo. Estas conversaciones, interrumpidas y reanudadas varias veces, a
la espera de la incorporación a ellas de nuevos personajes, demostraron hasta qué pun—
to el principe Felipe se hallaba interesado en lo allí tratado. Precisamente una de las in—
terrupciones, a las que hemos hecho alusión, estuvo motivada por la solicitud del pro-
pio Felipe, quien expresó su deseo de intervenir personalmente en ellas. Para suplir
esa ausencia fueron enviados a España, en calidad de regentes, Maximiliano, hijo de
Fernando, y su mujer María, hija de Carlos. La resolución final cristalizó en u_n acuer—
do secreto suscrito en marzode 1551, por el que se establecía una sucesión alternada
en el Imperio. De acuerdo con lo ya establecido, para suceder a Carlos V la familia
propondria a Fernando de Hungria, rey de romanos desde 1531. Ahora bien, éste, una
vez designado emperador, apoyaría la candidatura no de su hijo Maximiliano, sino de
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璽…の山 ー+ 寓國コ亡。止 „am; + 2355. $m— + 攣=の=< 讐
讐 même __ 。=m gás „ %% % =m=っ „ m=応コ「 .au—Ecm % 璽壷乏 (ー) ‥ __ のュ=の止 o_äso „ gªmas =mコっ coo
mtas—Í wn 煽=< ‥ +…me ._. _ sucªtª amazºn. ので 可nm璽 ‥ 蠣……【 + > тесто
LA NUEVA MONARQUIA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 187
contentofue aprovechado por Enrique II de Francia (1547— 1559) para entablar nego—
_cTaciónes coníãíig'à, que cristalizarían en el tratado de Chambord (1552) Рог él la
Srnalkalda,acíríBióde una subvención económica, permitía al francés la ocupación
de los ducados loreneses en calidad de vicario delImperi6 Para llevar a la práctica lo
estipulado tropas francesas penetraron en Lorenaocupando uno tras otro los ducados
dCToul,Metz y Yerdún (1552). Mientras se producía el avance galo, Mauricio d6Sa-
jgnia, con el mismoEjercitopuesto a su disposición por el Emperador para combatir a
ñuelos que había inducido a adoptar la religión protestante. Con estas concesiones, en
Augsburgo quedaba en entredicho la base ideológica que había sustentado la cruzada y
las <<antipatías naturales». Si se aceptaba oficialmente la existencia en el Imperio de
creencias diferentes ¿cómo se podía justificar la guerra contra otro país sólo por el hecho]
de profesar una religión diferente? Aunque la secularización de las relaciones interna—
cionales no se consagrase hasta la paz de Westfalia de 1648, se había dado un paso deci—
sivo con el reconocimiento de la diferencia confesional en el interior del Imperio.
De momento, para Carlos de Austria la conciencia desu fracaso enel Reich pudo
proporcionarle el impulso decisivo para adoptar la decisiónde abdicar. Por eso, cues—
tiones que en principio“ podian parecer un tanto alejadas de los intereses de la política
exterior española acabaron por incidir en ella. Fue el 25 de octubre de 1555, ante los
Estados Generales reunidos en Bruselas, cuando Carlos de Gante renunció a sus terri-
torios de Flandes en favor de su hijo Felipe, ya rey/“.deNápoles. El espectáculo y la
emoción se dierOn la mano en un acto de gran solemnidad, que probablemente contri—
buyó a hacer olvidar la última claudicación del César.? La abdicación como rey de
España se llevó a cabo poco tiempo después (16 de enero de 1556), de forma mucho
más discreta, dando paso al reinado de Felipe П. Motivos «técnicos» pudieron retra-
sar su renuncia a la dignidad imperial, para la que fue designado por la Dieta de Frank—
furt su hermano Fernando, rey de Bohemia y Hungría y rey de romanos. La noticia de
la elección del emperador Fernando I la recibió Carlos a principios demayo de11558
en Yuste, a dohdéseºhabfa retirado, como es bien sabido, a pasar el resto de su vida.
Úurante su estancia postrera en territorio español (1556 a 1558), Carlos continuò inte—
resándose activamente por las cuestiones políticas, de las que se encargaban de tenerle
bien informado su hijo Felipe…ll, todavía en Flandes, y su hija, la regenta Juana. Pare—
cían desmentirse así las causas que el propio Emperador había esgrimido ante su her—
mano Fernando para dimitir, como eran la edad y el cansancio. Carlos de Habsburgo
siguió trabajando hasta su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1558.
Pero ni el fracaso de la paz de Augsburgo, ni la magna representación teatral de
las abdicaciones de Bruselas deben distraer al espectador de lo que fue el conjunto del
reinado. Un reinado plagado de retos, en el que el Emperador fue capeando el tempo—
ral, echando mano de cuantos recursos consideró oportunos para mantener sus vastos
y heterogéneos territorios. Y, ciertamente, logró traspasarlos, incluso acrecentados
(sobre todo en América), a dos familiares allegados, como su hermano Fernando y su
hijo Felipe. En las circunstancias de la Europa del Quinientos, la idea inicial (que se
convirtió en postrera tras desecharse los insólitos proyectos de sucesión en el Imperio)
de formar dos bloques con el conjunto de sus estados, no era probablemente tan desca-
bellada. Carlos V sabía mejor que nadie los esfuerzos que había costado mantener en
su poder territorios tan extensos y diversos.
Bibliografía
Felipe II, como persona y como soberano, ha sido —y todavia lo es, aunque se
han disipado muchas de las sombras que pesaban sobre él— uno de los personajes his—
tóricos más discutidos. Ya desde su época, como soberano poderoso, gobernador de
un inmenso imperio, con una politica claramente antiprotestante y defensora de la
Iglesia católica, es comprensible que haya sido objeto de las críticas de sus enemigos y
de los del catolicismo. La Brevissíma relacion de la destrucción de las Indias, que ha-
bía dirigido fray Bartolomé de Las Casas a Carlos V en 1542, fue editada por 105 ho-
landeses rebeldes en 1578 con ilustraciones inventadas el capellán calvinista de Gui-
llermo de Orange escribió en 1581 una Apalogie, traducida a diversas lenguas, como
justificación de su rebelión en los Palses Bajos; y Antonio Pérez, que había sido su se—
cretario y confidente, cuando huyó a Francia, publico unas Relaciones plagadas de
acusaciones (1592) El Felipe II que pintan estos textos era una especie de monstruo:
responsable de los horrores de la Inquisición, del exterminio de los indios americanos
y de sus enemigos políticos, del envenenamiento de su tercera mujer, Isabel de Valois,
e incluso de la muerte de su heredero, el principe Carlos
Durante el siglo XVII, la publicistica antiespafiola y anticatólica mantuvo viva
esta <<leyenda negra», basada en exageraciones, calumnias e invenciones, que se hacía
extensiva, también, a las ideas y los hechos de sus súbditos espafioles. La Ilustración,
el Liberalismo y el Romanticismo personificaron en Felipe II y en su España muchos
de los tópicos que combatieron en el siglo XIX, sin tener en cuenta que semejantes
cuestiones se habian planteado de otro modo, y en otro contexto, en el XVI: la toleran—
cia religiosa, la libertad politica, la soberanía de las naciones y de los pueblos, la pros—
peridad económica, incluso el sentimiento del amor personal.
La apertura a los investigadores de los antiguos archivos y el estudio de su docu—
mentación comenzaron a aclarar la imagen del soberano español. Aunque parezca tri—
192 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
vial gracias a la publicaciôn a finales del siglo XIX por el historiador belga Luis Prós-
pero Gachard, de una serie de cartas encontradas en Turín que Felipe ll estando en
Portugal a poco de su conquista escribió a las infantas lsabel y Catalina, en las que
contaba menudencias y detalles domésticos como hace cualquier padre, comenzó a
considerarsele como un hombre normal encariñado con sus hijas. Un estudio de los
abundantes fondos documentales conservados en diversos archivos mejoraría poste—
riormente la imagen del denostado soberano. Pero, sobre todo, en los últimos decenios
del siglo XX, los sólidos trabajos de historiadores, particularmente británicos (John. H.
Elliott, Geoffrey Parker, [. I. A. Thompson), han rehabilitado su personalidad y su
obra de gobierno. Se le ha reconocido, al menos, su ímproba labor de gobernante de un
vasto y disperso imperio, extendido por todo el globo, su sentido de la justicia respecto
a sus súbditos y la coherencia de su política exterior, aunque las intenciones de ella no
merezcan siempre la aprobación de los historiadores y continúe siendo un soberano
que suscita más bien antipatía por su carácter y maneras de proceder.
(1) Maria de Portugal (2) María Tudor (3) Isabel de Valois *(4) Ana de Austria
(= 1543—1545) (= 1554-1558) (= 1560—1568) (= 1570—1580)
_porciono al monarca grandes disgustos, hasta el punto de que, por sus imprudencias,
que llegaron a afectar a cuestiones de Estado, hubo de recluirlo en una torre del real
Alcazar. En esta triste situación, que el padre hubo de justificar ante el Papa y los mo—
narcas europeos, la conducta del principe empeoró. Traté de matarse y cometió accio—
nes disparatadas a pesar de la vigilancia a que estaba sometido, que le condujeron a
enfermar y fallecer a los 23 años de edad (julio de 1568). Toda esta serie de desventu—
ras, contribuirian a que el carácter del soberano, ya excesivamente grave, se acentuase
aún más. Sin embargo, de esas dolorosas experiencias sacará un gran dominio de sí
mismo, fortalecido por su profundo sentido religioso.
Como los príncipes del siglo XVI, en general, se consideró como único responsa—
ble ante Dios de sus actos de gobierno y en buena medida, en su mente se identifica—
ron los intereses nacionales con los religiosos, hasta el punto cue parece difícil deslin-
darlos. Sugobierno fue muy personal: todas las cuestiones pasaban por sus manos por
lo que permanecía recluido en su despacho muchas horas del dia y aun de la noche, le—
yendo y anotando papeles que llegaban de todo el mundo y que era necesario resolver
y despachar. A pesar del Consejo de Estado, solamente unos pocos personajes goza—
ron de su entera confianza, que con frecuencia eran personas de carácter e ideas con—
trapuestas. Entre estos consejeros hay que destacar al tercer duque de Alba, don Fer—
nando Álvarez de Toledo, y al portugués Ruy Gómez de Silva, principe de Éboli, en
los primeros decenios del reinado, a sus secretarios de Estado (Gonzalo Pérez, Gabriel
de Zayas, ambos clérigos, y Antonio Pérez), a Mateo Vázquez también clérigo, y en
sus ûltimos años al portugués Cristóbal de Moura y al guipuzcoano Juan de Idiáquez,
que por la longeva edad del monarca fueron casi «privados». A sus consejeros confia-
ba —con frecuencia por escrito— los asuntos, de ellos recibía Opiniones y finalmente
resolvía. Hero este procedimiento, en si muy razonable, requería tiempo y las determi—
naciones se retrasaban demasiado, resultando a veces ineficaces o inútiles.
Se ha hablado mucho de la existencia de facciones o grupos entre los consejeros
del monarca, sobre todo del bandoxencabezado por el duque de Alba y el de los que se
apiñaban en torno a Ruy Gómez de Silva, con Opiniones políticas y de gobierno distin—
tas. En cualquier Corte de la época, y después, los grandes buscaban la confianza real
para obtener ventajas, cargos y prebendas para sus familiares y amigos. Felipe H, sin
embargo, por su carácter desconfiado, no se dejó llevar tan fácilmente de tales parcia—
lidades.
Otra fuente de problemas, en un momento de cambios sociales y politicos, tuvo
que ver con el equilibrio entre «jurisdicción» y «gobierno» Desde su retorno en
1559, acuciado por la amenaza de la herejía y ansioso de aplicar las reformas de
Trento, sobre todo en Castilla, promovió la administración mediante «letrados».
Estos titulados universitarios eran expertos en leyes, con una rígida mentalidad ju-
risdiccional y de procedimiento; su origen social relativamente humilde limitaba el
círculo de sus relaciones clientelares, y no tenían experiencia en cuestiones estricta—
mente políticas y de «Estado». Por el contrario, la nobleza de sangre, antigua o re—
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 195
Tarazona de 1592, limar algunos privilegios del reino que se compaginaban mal con
un gobierno real autoritario, a la vez que para reafirmar lo esencial de los fueros. Se
abolió la unanimidad en las Cortes, salvo para ciertos acuerdos trascendentales; SC re-
derecho del Rey a nombrar un virrey extranjero; el cargo de «justicia» dejó
el 9
de ser vitalicio; sereforzó la autoridaddel Rey y se puso una guarnición en el castillo
de la Aljafería de zaragoza. Felipe IV, como símbolo de reconciliación y de que el rei-
no recuperaba la estima de su fidelidad la retiró.
En todos los reinos de la Monarquía crecieron las tensiones políticas, que gene—
raron conflictos menores, sobre todo en las décadas finales del reinado Se trató de
reacciones muy concretas, ligadas a cuestiones jurisdiccionales particulares, gene—
radas por las incoherencias del propio sistema y desencadenadas por las nuevas for—
mas de gobierno, o por las crecientes necesidades bélicas del Rey, o por las circuns—
tancias internacionales El autoritarismo «absolutista» que convenía al rey chocaba
con el «foralismo» que interesaba a las elites de los reinos, pero esto se complica—
ba con otros frentes menores'de fricción. En Cataluña se produjo un incidente signi-
ficativo en 1569, cuando el virrey encarceló a los diputados, en un conflicto de la
Generalidad con la Inquisición por el pago de ciertos impuestos, que implicó tam-
bién a la Audiencia y al obispo de Barcelona En los reinos de la Corona de Aragón,
en general, el bandolerismo creaba tensiones jurisdiccionales entre los ministros del
Rey y los señores, que se oponían a la aplicación de medidas extraordinarias por
aquéllos, considerándolas contrafuero. Además, en los confines de Francia o del
Mediterráneo, la amenaza hugonote y morisca requería una mayor presencia del
ejército y de la Inquisición, que en todas partes chocaba con los fueros. Incluso en
Castilla, las ciudades ofrecieron una fuerte resistencia al incremento de la presión
fiscal, oponiéndose con su voto al incremento de] encabezamiento de las alcabalas;
y las Cortes de 1592 se negaron, durante más de cuatro años, a votarel servicio de
ue proponlael Rey y se tardó otros dos en conseguir que las ciudades
ratificaran el acuerdo. Sólo en Nápoles (1585) o Portugal (1593, 1596) —y en menor
medida en Navarra— parece que preocupò un cierto irredentismo dinástico. Así
ocurrió en Portugal, en una serie de presuntas conjuras en favor del prior de Crato
—o de un redivivo rey Sebastián—, 0 a favor de los derechos dela casa de Anjou en
Nápoles, o de los Albret—Borbón en Navarra.
Felipe II, como soberano más poderoso de Europa, actuó como emperador, sin la
corona dorada del Imperio. Los vastos territorios que le tocó gobernar, a los que los
contemporáneos llamaron la Monarquía Española, variados y dispersos, se articularon
en torno a una cabeza que sería Espafia, y a una capital, que desde 1561 seria Madrid.
La preeminencia que España disfrutó en Europa en tiempos de Felipe 11 fue en bue—
na parte resultado del eclipse temporal de Francia, desgarrada por guerras in._terr1as En
Italia, aprovechó la ausencia francesa para imponer su autoridad, pues era dueño de
ymbaLfiLMllanfibddo)9CNápoles, Sicilia yCerdeña. Lamayoría de los estados ita—
llanos aceptaron el poderío español y buscaron unir su suerte a1ade España. Sólo la Re—
pública de Venecia trató de conseguir alguna libertad de acción acercándose al Papado y
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE11(1556-1598) 197
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1583
poderíomilitar. Su médula
El predominio espafiol se basaba en gran parte en su
eran los«tercigs»españºles —formaci0nes de piqueros y mosqueteros en los que al—
ternabansoldados veteranos con otros de mediana edad y bisoños— que ya durante la
primera mitaddelsigloXVIhabían adquirido fama de 1nvenc1bles Pero losespañoles
_gado, Felipe II fue un monarca conservador, que trató de mantener en paz su imperio.
Las empresas bélicas que acomete lo son en defensa propia o de la religión, aunque,
quizá, más eiacto sería decir por ambas motivaciones, que en su mente estÚVieron es—
trechamente imbricadas. Una excepción la constituye la,.conquista de Portugal, pero
se trataba de un reino de gran importada—estratégica y'del quese considéíábalierede—
m 1139159911919- 〝 岬 *
lia, que, por escasez de medios, no pudo llegar sino a comienzos de septiembre. Pero a
tiempo para el levantamiento del asedio, hecho celebrado con singular alborozo en
toda la Europa cristiana.
Los años posteriores fueron de relativa calma en el Mediterráneo. En 1566 fa—
lleció _Solimany__le sucedióS6li111II menos belicoso que su antecesor y preocupa—
do por los ataques de enemigos a sus espaldas. La rebeli6n en 165 Países Bajos re—
clamó fuerzas y cuantiosos recursos. Afortunadamente el nuevo sultán estaba em—
peñado desde 1567 en una campafia en Hungría en la que cosechó importantes pér—
didas, por 10 que se vio obligado a firmar una tregua de ocho años con el emperador
Maximiliano II.
Pío V, convencido de que el gran peli gro para la Cristiandad era el Turco ya des—
de su nombramiento en 1566, trató de unir a los cristianos en una cruzada contra el
Isla111_y reconquistar los Santos Lugares. Tras de algunos tanteos con los monarcas
cristianos, la idea del Papa se concretó en la organización de una ªgiriaLiga con Espa-
na/IîrancmVeneciay la Santa Sede, pero las dificultades eran grandes.“Felipe II,
empeñado en la guerra de los Paises Bajos y después en el conflicto de Granada, reci—
bió justificadas evasivas.La República de Venecia no quería comprometer sus buenas
relaciones con el Turco, para mantener su comercio en el Mediterráneo oriental, del
que dependía su prosperidad. Francia había pactado desde años antes una alianza con
el Sultán
La tenacidad de este santo Papa conseguiría superar tales dilicultades, salvo la de
Francia En noviembre de 15_Z0 las fuerzas otomanas desembarcaban en ChipreyC] 9
de septiembre caía en sus manos su principal ciudad, Nicosia. Además, en enero de
1570, el rey de Argel había aprovechado los problemas internos españoles en Grana—
da,para apoderarse de Túnez. Felipe II asintió, pero ponía la condición, ciertamente
razonable, de que España debia nombrar al jele principal de la Liga por ser su aporta—
ciön más generosa, ya que debía contribuir con la mitad de los barcos y tropas, mien-
tras que Venecia y 1a Santa Sede con un sexto solamente cada una. Al fin el Papa acce-
diò y fueelegido ¿geral
comandante don…JuandC Austria, el hermanastro de Felipe Il,
que Contaba solamente con veintidòs años, pero acababa de distinguirse en la pacifica—
ción del conflicto granadino.
La flota cristiana, reunida en Mesina, estaba integrada por cerca de 300barcos y
8.000 hombres, de los cuales 5.000 eran marineros y remeros. Era de tamaño semej an—
te a la turca, aunque ésta disponía de mayor número de galeras y llevaba a bordo un
numero de hombres superior. Don Juan dio la orden de levar anclas el16deseptiem—
bre de 1571, dirigiéndose hacia Corfù, donde se supo que la armada otomana, bajo
mando de Alí Pacha,estabaanelada fueravde Lepanto, en el golfo de Corinto. El 7 de
octubre "las'dos poderosas flotas se avistaron en la entrada del golfo de Patras. Antes
de comenzar la batalla don Juan arengó a las fuerzas cristianas y en cada barco se izó
un Crucifijo ante el que la tripulación oró de rodillas. El combate se inició a la izquier—
da por las galeazas venecianas, verdaderas fortalezas flotantes, que con sus pesados
cañones de hierro abrieron brecha. Pero la batalla decisiva se libró en el centro, donde
se hallaba la galera capitana de don Juan y las de los otros altos mandos. Los cristianos
hicieron dos intentos de abordaje, que fueron rechazados, pero en el tercero la galera
de don Juan abordé al buque insignia y en la lucha cuerpo a cuerpo murió Alí Pachá y
su cabeza fue izada rápidamente en la proa del bajel turco. La muerte del almirante
otomano y la captura de su barco insignia decidieron la batalla principal, y con ella el
combate. De la flota otomana, una tercera parte de sus barcos cayeron en poder de los ll
cristianos y perecieron unos 30.000 turcos. Los cristianos perdieron unos 20 barcos y
tuvieron unos 8.000 hombres muertos y 15.000 heridos.
La victoria de Lepanto, tan completa y consoladora para los cristianos, pues de—
mostró que podían hacer frente al temido poder otomano, perdió desgraciadamente su
eficacia al no continuarse la lucha cuando ya se había logrado el primer gran triunfo.
El objetivo último de Pío V era la conquista de Constantinopla y Jerusalén, pero los"
LA MONARQUÎA HISPÂNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 203
Los Países Bajos eran un territorio de los más poblados de Europa, №9919…—
dustríalizado, con un elevado niVel de vida e importancia cultural. Para Espafia tenían
un importante interfËSÆnÔmico. Durante varios siglos habían sido mercado para su
lana, principalmente la castellana, y otros productos t1p1cos del Sur. Nªim{ Ses—
pañOIes recibian productos de su industria textil y metalúrgica, así como baStimentos
(madera, alquitrán pertrechos para la construcción naval), que ellos importaban de los
países n6rdicos Amberes era el centro comercial y_financiero másimportantede Eu—
ropa, un verdadero almacenparalosintercambioscomercialesentre Sur.У…Norte, y en
medida creciente mercado de distribución de { Sproductos coloniales americanos y
de las Indias orientales portuguesas.
E_lcatolicismo era la religion de las diecisiete provincias, pero desde muy pronto
comenzaron apenetrar desde Aleman a la here]… luterana yla secta revolucionaria
llamada anabaptista que fueron reprimidas y erradicadas con gran dureza por Car-
los V. Desde 1559, el calvinismo comenz6 a extenderse en las ciudades textiles fran-
cofonas meridionales, colindantes con Francia, organizado para poder enfrentarse a
las autoridades seculares, y aprovecharía 1ііayuda de sus correligionarios franceses y
los propios conflictos internos para progresar allí y en las provincias norteñas
A su partida hacia España,Felipe II dejó establecido un Consejo de Estado para
asesorar a la gobernadora, su hermanastraMargarita hija ileg1tima de Carlos Vpero
“x_x.
de madre flamenca y educada en el país hasta que a sus once años marché a Italia,
don de casó con Octavio Farnesio, duque de Parma. En dicho Consejo participaban al—
gunos de los más importantes nObles autôCtonos,como Guillermo, pr1ncipe de Oran—
l
ge, los condes de Egmont, Horn y el barónde Montigny, pero Felipe П había dejado a
\ Margarita orden de consultar los asuntos más importantes con tres de sus miembros,
{
de los cuales la figuramásdestacada era Antonio Perrenot, obispo de Arras, que sería
elevado a la púrpura como cardenal de Granvela Originario del Franco Condado, y
por tanto extranjero al pais, estaba totalmente identificado con la causa española y
: coincidía con Felipe II en hacer de las diecisiete provinciaS un Estado centralizado
〝 mas gobemable. Pronto los mencionados nobles se dieron cuenta de que estepequeño
grupo usufruc1uaba las funciones de Gobierno y surgió una oposición sorda contra Sus
componentes, especialmente contra Granvela
Los nobles descontentos reclamaron una mayor representación en el Consejo, y
el barón de Montigny fue enviadoa la Corte española, en otoño de1562, para pedir la
sustituciôn de Granvela. Cuando volvió sin conseguirlo, Orange y Egmont se retira—
ron del Consejo. La tensión creada obligó a FelipeII a destituir a Granvela en enero de
1564. A lacaída de Granvela, la permisividad o indiferencia de los grandes señOres
respecto a la resistencia de los calvinistas a los edictos yalaInqu1s1c1on colocô al
Consejo de Estado en pOSIClondifícil, pues Guillermo de Orange, todavíanominal—
mente católico, consideró incluso conveniente protegerlalibertad de conciencia de
los protestantes para evitar problemas.
Aunque algunos obispos, prolesores de teologia de la Universidad de Lovaina
y altos funcionarios aconsejaban a Madrid una cierta moderaciôn respecto a los cal-
vinistas, el monarca español,escarmentadode lo queocurría en Francia donde la to-
lerancia hab1aconducido a graves conflictos internos, consider6 que no era ésa_pre-
206 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, Vl, p. 931.
del vecino país. Además, la situación geográfica de los Países Bajos aconsejaba la
necesidad de reprimir 10 antes posible lamrevnelta. Esta misiôn de castigar'a unos
enemigos que eran a la vez «nehQLdQSlthjeS», le fue encomendada a él mismo,
que a mediados de abril de 2611131594Réägjliillaßeuniö en Milán los lerciosfrepar—
tidos por la peninsula, y se encaminó con unos 9.000 hornbresqhacia el norte, bor—
208 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
fallados
Sangre», que actuó sobre millaresde casos, bastantes de los cuales fueron
como culpables y sus titulares ejecutados. En mayo de 1568, Guillermo de Orange,
desde su exilio en Alemania, organizó una invasión con la esperanzaііе` que surgiera
un levantamiento, pero el país estaba demasiado atemorizado y concluyó en un estre—
pitoso fracaso. Alba tomó ocasión de este intento para incrementar la represión y apli—
car más ejecuciones, como las de Egmont y Horn, ahorcados en la Gran Plaza de Bru—
selas (5 deJunio de 1568)como advertencia a otros opositores {
Para el sostenimiento del Gobierno y del Ejército, sin tener que recurrir a España,
convocó Estados Generales a los que coaccionó para que accedieran a concederle va—
rios impuestos, de los que el más sustancioso era el de 10 % sobre toda transacción
mercantil, aunque de hecho se cumplió con un porcentaje muy inferior. El régimen de
rigor impuesto por Alba, a pesar de que provocó un descontento creciente, no dio lu-
gar a revuelta interna alguna. La incitación allevantamientovino del exterior. de 105
hugonotes franceses y de las agresionesde1,05, corsarios holandesesinglesesy hugo—
notes. El tendón de Aquilesde Alba estaba precisamente en la falta de una escuadra
para la defensa marítima. La decadencia de la construcción naval española y la caren—
cia de navíos apropiados para navegar en lasaguasbajasde aquellos países influyeron
de manera determinante en el fracaso.…deAlba y sus sucesores.
Guillermo de Orange, exiliado en Alemania, continuaba en su intento de organi—
zar una vasta oposición internacional contra el dominio español y firmô una alianza
con los hugonotes franceses, mientras su hermano, el conde Luis de Nassau, que se ha—
bía instalado en Francia, trataba de arrastrar al rey Carlos IX a ayudar a 105 rebeldes de
Flandes E] 1 de abril de 1572, los llamados <<mendigosdel mar», horda de toda clase
modadas cuya cabeza había sido puesta aprecio, pescadores ytrabajadores enparo
que se dedicaban al pillaje, indiscriminadamente, por la costa atlántica, expulsados de
los puertos ingleses por temor a sus excesos, se dirigieron al puerto de Brill, en la de-
sembocadura del Mosa, en Holanda (1 de abril de 1572). Alli se encontraron con la
sorpresa de que la guarnición española lo había abandonado para acudir a apaciguar
cierto tumulto en otra parte. Ni Alba ni Guillermo de Orange, ni su hermano Luis de
Nassau, dieron importancia a este hecho, que, sin embargo, sería el punto de ignición
de la gran revuelta. En efecto, animados por este éxito inesperado, otro grupo de
<<gueux del mar» desembarcó en Flesinga, llave para el control de Zelanda, a la entrada
del Escalda, profanando y saqueando sus iglesias. Al cabo de pocas semanas habían
ocupado prácticamente las provincias de Holanda y Zelanda.
Ante este éxito, los hugonotes franceses, apoyados por Luis de Nassau, redoblaban
el clamor a su rey pidiendo autorización para atacar al duque de Alba. El monarca al fin
LA MONARQUIA HISPÀNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 209
Farnesio era hijo deMargarita, la que había sido gobernadora del país, y del se—
gundocome?CCP211ma,Òctavi6Farnese (castellanizado Farnesio),sobrino, por tanto,
__de Felipe“, en cuya Corte se había criado juntamente con el fallecido don Juan de
Austria, prácticamente de la misma edad. Era gggsºldadgala vezque hombre de go—
bierno. Hábilmente supo/aproyecharklas diferencias entre las provincias meridionales
LA MONARQUÏA HISPÂNICA DE FELIPE II (1556-1598) 211
mente buscaba una persona de gran experiencia para afrontar la situación en un mo—
mento crítico, sino también para imprimir a la Monarquía un mayor vigor ante los
problemas que se avecinaban. Uno de ellos era el de la sucesión portuguesa Eljoven
rey don Sebastián acababa de mQr_i_r№
en CruzadaenQ1 norte de África, en la bata—
lla de Àlcazarquivir (4 de agosto de 1578). El sucesor su tío abuelo, C anciano car—
denal don Enrique tenía muy pocas probabilidades de vivir largo tiempo,"conToque
FSüte’sfön'se'rfi'östraba abierta.
"" El reino de Portugal era pequefio pero suimperio inmenso: se extendía por el
oriente11a91£11£11nd1a ylas Molucas, y porel occidente hastaelBrasd Lisboa era la
"Capitaldelas especias del mundo Los pretendientes con mayores derechos eran
tres: la duquesa de Braganza, que tenía ventaja si se considerara la estricta linea
por Moura, pero la oposición popular era grande y en las calles se vitoreaba a don
Antonio. Por ello, no quiso el monarca que el Consejo interviniese ni tampoco las
Cortes decidiesen o dejarlo al arbitraje del Papa. Granvela consideró muy conve—
niente realizar cuanto antes la ocupación del país por un ejército, para dirigir el cual
se llamó al duque de Alba, que se hallaba en un forzado destierro en su casa ducal. El
veteranoduque antes de penetrar en territorio portugués, lanzó un ultimatum a los
portugueses para que reconociesen a Felipe II como soberano legítimo, pero al rehu—
sarlo cruzó la frontera a finales dejunio de 1580. Los partidarios de don Antonio
ofrecieron resistencia en algunos lugares, pero a los cuatro meses el reino había caí—
do bajo control español. En abril de l581 las cortes de Tomar reconocieron oficial—
menteaaFelipe II que estuvo presente. Proclamô entonces las condiciones QC laane—
xión: las {QS{QQ_C{QQCSpolíticas yrepresentativasde Portugal permanecerían intactas
y los castellanos no ostentarian cargos111 enla metropolini en sus territorios ultra—
marinos; tampoco debian ser autorizados a participar en la vida comercial delImpe—
rio ultramarino. Se acordó que durante las ausencias del monarca, el reino sería go—
bernado por un miembro de la familia real o un Virrey português, y 5e establecía en
Madrid un 9911551011520rlugaE Cuyósconsejeros y funcionarÍOS serían portugueses
E5ta5 medidas significaban que Portugal aunque formando parte de la Monarquía
hispánica, era un Estado asociado, no incorporado, a la Corona de Castilla. Ningún
soberano del siglo XVI hubiera respetado más las peculiaridades de un país conquis—
tado. Felipe II permaneció en Lisboa hasta marzo de 1583, dejando como virrey a su
sobrino elarchiduque Alberto de Austria.
En el verano de 1586, una nueva conspiraciön católica fue descubierta y los im-
plicados ejecutados. Tan repetidas ocasiones de atentado, facilitaron a los consejeros
de Isabel arrancarle la orden de muerte de su prima María Estuardo, que pereció en el
cadalso el 18 de febrero de 1587. Para Felipe Il, que venia pensando en la posibilidad
de un ataque a Inglaterra, éste fue el justificante moral de la empresa. El papa Sixto V
llegó a un acuerdo con el conde de Olivares embajador español en Roma, para pro-
porcionar una importante suma de ducados para la expedición, una vez que hubieran
desembarcado los españoles en tierra inglesa. /\~, 萱 Î….= {g авг…
La preparaci6n fue laboriosa. El almirante, marqués de Santa Cruz, había pensa—
do en unos 500 barcos que transportasen unos 60.000 soldados, pero los barcos debían
ser construidos en los astilleros de España e Italia y la disposición de hombres, equipa—
jes y vituallas exigían tiempo. Hubo también imprevistos, como un ataque por sorpre—
sa de Francis Drake a Cádiz (19—20 abril de 1587), que destruyó una veintena de na—
víos y obstaculizó la llegada de la flota de América. Además, la expedición, ya dis—
puesta en Lisboa, hubo de retrasarse por el fallecimientode Santa Cruz en febrero de
1588. Para sustituirle,fue llamado el duque de MedinaSidonia que contaba con e_pe—
riencia en la preparación de las flotas, ra Aifié 凧Andaluciapero no tanta para
fimmg… cargó (armadas(ТеlaArmada E180de mayo zarpó hacia el norte compuesta
* por 130 barcos, en su mayorla mercantes requisados, y armados con cañones, 11. 000
hombres de tripulación y 19.000 soldados.
La estrategia a seguir había sido muy discutida en consultas del monarca con
Santa Cruz y Farnesio, con éste, naturalmente, por enviados o cartas. Se quedó en que
la Armada se aproximaría a los Países Bajos, donde bajo su protección el ejercito pre—
parado por Farnesio, embarcado en barcazas, cruzaría el estrecho y pondría pie en
Inglaterra. Este plan exigía una coordinación, altamente improbable de cumplir en el
siglo XVI, y además no se contaba con ningún puerto en los Países Bajos meridionales
con aguas suficientemente profundas para acoger al menos a parte de la Armada. Far—
nesio se dio cuenta de lo incierto de la empresa aunque obedeció al soberano, pero
aconsejando guardar el máximo secreto sobre los planes de la expedición y evitar
cualquier obstáculo de Enrique III de Francia o de los hugonotes al paso de la Armada
por el Canal.
JM
216 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
ma en defenderse de los ataques de los rebeldes holandeses, hasta que Felipe II, des—
pués de habérselo ordenado varias veces, le conminö a hacerlo. Entonces dejando el
asedio de Nimega, entró en Francia y, en una hábil maniobra se presentö ante las mu—
rallas de París, levantando el sitio cuando el hambre cundía de tal modo en la capital
que morían todos los días centenares de personas. Pero a los pocos días, preocupado
por el avance de los holandeses durante su ausencia y la de sus tropas, regresó a los
Países Bajos, sin dejar arreglado con Mayenne y sus consejeros la convocatoria de los
Estados Generales para la elección de la infanta. En octubre de 1590, 3.500 soldados
espafioles, llamados por algunos señores de Bretaña, al parecer con el consentimiento
de su duque, Felipe de Mercoeur, desembarcaron en Blavet. Pero, al igual que Mayen—
ne, lo que Mercoeur buscaba era mantenerse como duque de Bretaña y se aprovechó
de ellos en caso de necesidad, pero sin dejarles actuar para acabar con el enemigo.
Otras fuerzas, pedidas por el gobernador del Languedoc occidental, con centro en
Toulouse, fueron enviadas, mientras el duque Carlos Manuel de Saboya (casado des-
de 1585 con Catalina Micaela, la segunda hija de Felipe II у de Isabel de Valois) entra-
ba en Provenza y Delfinado, aunque actuando por su cuenta. Antela presenciade los
españoles en Bretaña,,ysu intento deapoderarse del excelente puerto de Brest, como
base para un ulterior ataque a Inglaterra, Isabel reforzó su alianza con Enriquede Bor—
bón, enviando un ejército a Bretaña y otro a Normandía.
En agosto de 1591 el duque de Parma recibió órdenes de entrar nuevamente en
Francia para levantar el asedio de Ruán. А1 igual que anteriormente, alegó que lo haría
en cuanto detuviese una fuerte ofensiva enemiga, pero presionado por el monarca cruzó
la frontera y consiguió desbloquear aquella importante plaza en abril de 1592 En la
campaña recibió una heridaen un brazo, y, muy enfermo, sin apenas poderse sostener
sobre el caballo, pudo burlar al ejército de Enrique de Borbón y regresar a los Países Ba—
jos. La ausencia de Farnesio se había mostrado muy favorable para los propósitos de los
holandeses rebeldes. Mauricio de Nassau, hijo de Guillermo de Orange, después de ha—
ber ocupado en la primavera de 1590 Breda y en 1591 Zutphen, Deventer y Nimega,
restablecía la comunicación entre el nordeste de los Paises Bajos y las provincias de Ho—
landa y Zelanda, lo que haría de las provincias del Norte un núcleo compacto difícil ya
de reconquistar. Felipe II había determinado sustituir en el gobierno de Flandes a Parma,
no sólo a causa de su débil estado Sino por la renuencia que había mostrado para cumplir
sus planes en Francia, cuestión que consideraba como primaria. Antes de llegarle la car-
ta dimisoria de Madrid, el pundonoroso duque estaba camino de Francia para incorpo-
rarse al ejército que había dejado allí; pero, desfallecido, se detuvo en Arras, donde mu—
rió el 3 de diciembre de 1592. Desgraciadamente el gobernador que le sucedió fue esca—
samente competente, la guerra de Francia absorbía buena parte de las tropas de los Pal-
ses Bajos, y los rebeldes, en cambio, redoblaron sus ataques, con lo cual la autoridad es—
pañola quedó reducida a las provincias que constituyen la actual Bélgica.
Pero cuando el II duque de Feria, don Lorenzo Suärez de Figueroa, en nombre de Feli—
pe lI, presentó la propuesta formal de que fuera reconocida la infanta Isabel Clara Eu—
genia cómo reina de ¡Francia, que casaría con un noble francés, los Estados alegaron la
LeyHVSíali—ca“, que excluía tal posibilidad. Este fue el momento escogido por Enrique de
Borbónparadeclarar públicamente su intención de abj urar del calvinismo y demandar
su aaíñís'íóhéñ'Tá'Igl'égíá católica. La abjuración se hizo con toda pompa en Saint De—
nis el 25 dejulio de 1593, a condición de que el papa Clemente VIII levantara la exco—
muniónquepesaba sobrevél. Siguiendo sus principios regalistas, los obispos france-
ses, que estaban en buena parte con Enrique de Borbón, efectuaron su coronación en
Chartres en febrero de 1594. El mes siguiente, París le fue entregado por su goberna—
dorLdespués de negociaciones extremadamente secretas. Lg guarnición española, sor—
prendida y muy escasa, nada pudo hacer. Enrique de Borbón les permitió, así como al
duque de Feria, retirarse con todos los honores a los Países Bajos.
La guerra contra Enrique de Borbón (Enrique IV para la gran mayoría de los fran—
ceses) continuó. Pero a medida que nobles y señores de la Liga se pasaban a su bando,
los españoles perdían esperanzas. Enrique se mostró muy generoso y recibió cordial—
mente a cuantas personas y ciudades quisieron entregársele, incluso aceptando algunas
de las condiciones que se le impusieron y pagándoles las sumas de dinero que pidieron
en concepto de indemnización. Clemente VIII, después de una muy madurada decisión,
levantó la excomunión a Enrique en 1594, reconociéndole como Enrique IV de Francia.
Felipe II, sin embargo, consideró la conversión de Enrique de Borbón pura farsa
y engaño y decidió proseguir la guerra con algunos de sus aliados franceses. Era una
guerra perdida de antemano, pues no tenía ninguna plaza de apoyo en Francia, razón
por la cual fue puramente periférica. La decisiones estratégicas se dictaron desde los
Países Bajos. En Madrid se realizó un enorme esfuerzo. En julio de 1594 se concertó
un ingente <<asiento» de 4.000.000 de escudos a pagar en Flandes a razón de 280.000
al mes. Había sido nombrado gobernador de los Países Bajos el archiduque Ernesto de
Habsburgo, el hermano más joven del emperador Rodolfo, pero se retrasó en incorpo—
rarse hasta febrero de 1594 y muriô al año siguiente. Fue reemplazado por su hermano
Alberto, el más hispanizado de los archiduques austríacos, que estaba en Flandes a co—
mienzos de 1596.
Aunque un reducido número de tropas españolas continuaba en Bretaña, se halla—
ba aislado, impedido de hacer nada por falta de medios ni apoyo. El intento más eficaz
se hizo por un ejército que Vino de Milán al mando de su gobernador, el conde de
Fuentes, don Pedro Enríquez de Acevedo, con la intención de apoderarse de Borgoña,
pero Enrique IV, arriesgada y valerosamente, derrotó a su vanguardia en Fontai—
ne,—Française, en junio de 1595. El general español creyó que se trataba de un ejército
francés más numeroso, cuando la mayor parte del suyo no había podido vadear el río
Saona, desbordado, y optó por retirarse. Mejores resultados se obtuvieron en el norte.
Las tropas españolas se apoderaron de Calais, en abril de 1596, y _en__marzo de 1597, de
la estratégica plaza de Amiens, aunque Enrique consiguió recuperarla después de seis
meses de asedio. ” ~
220 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Bibliografía
A mediados del siglo XVI, la Monarquía hispánica era una entidad supranacional
que agrupaba formaciones históricas diferenciadas por su lengua, cultura, institucio—
nes y trayectoria histórica. Se asemejaba a una estructura confederal en que teórica—
mente ninguna de sus partes estaba subordinada constitucionalmente a la otra y en que
la institución monárquica era la clave de bóveda que unía a esa confederación. Este
conglomerado de reinos, coronas, principados, provincias, etc., era el fruto de uniones
dinásticas, herencias y empresas de conquista, y estaba asentado, como es sabido, en
cuatro grandes bloques territoriales: la península Ibérica, las posesiones italianas, los
territorios del norte de Europa y las tierras americanas. Es decir, a su carácter diverso
hay que añadir su dispersión territorial.
Conviene no olvidar que la constelación de reinos diferenciados que los Austrias
reunieron bajo su dominio no era un hecho excepcional en una Europa que, al entorno
del año 1500, estaba integrada por unas quinientas unidades políticas, muchas de ellas
agrupadas en monarquías compuestas o estados segmentados con gobiernos semiau—
tónomos. ¿Pero, en el ámbito ibérico, existía algún tipo de unidad identitaria que diese
consistencia a una idea política de España?
época existía un <<sentimiento de comunidad de los españoles», animado por una his—
toriografía medieval que, a partir de la glosa de un pasado común, reforzaría la idea de
una «unidad de destino histórico». Más bien, en el otoño de la Edad Media, las identi—
dades hispánicas muestran unos sentimientos de oposición y contraidentidad; una di—
ferenciación que la conformación de unas estructuras institucionales y legales separa—
das no hacía sino afirmar. Y, tal como ha apuntado J. N. Hillgarth, el fracaso de los
distintos reinos cristianos para actuar unidos contra el Islam sería una prueba más de la
pluralidad de estos sentimientos patrióticos o identitarios.
En el umbral de la modernidad una sucesión de acontecimientos afectaron decisi—
vamente la trayectoria de los distintos reinos peninsulares medievales, como lo fueron
la unión dinástica de las ramas de la casa Trastâmara reinantes en la Corona de Aragón
y en la Corona de Castilla, la conquista del emirato nazarí de Granada por la «nueva»
monarquía de los Reyes Católicos y, también, la incorporación a ésta del reino de Na—
varra.
¿Hasta qué punto este proceso de concentración territorial transformó el panora—
ma bajomedieval hasta ahora esbozado? ¿Es posible hablar a partir de entonces de un
«estado español» o incluso de una <<nación española»?
Es cierto que algunos coetáneos —gente esencialmente vinculada a los círculos
cortesanos—, se ilusionaron con la construcción de una nueva unidad. La sincrasis di—
nástica entre Fernando de Aragón e Isabel de Castilla conformó una nueva Monarquía
fuerte y poderosa, guiada —tal como repetían los propagandistas áulicos— por la
mano de la Providencia. Un fuerte ambiente mesiánico impregnaba la Corte de los Re-
yes Católicos, cuya Monarquía parecía destinada —tal como habían anunciado las
profecías medievales tanto castellanas como aragonesas— a expulsar los musulmanes
de la Península y a conquistar el Norte de África, Etiopía y Jerusalén para la Cristian—
dad. Incluso, se puede vislumbrar la existencia de una idea imperial española en la
concepción de la política exterior de Fernando el Católico, un ideal dirigido al afian—
zamiento de un proyecto político que, para frenar el hegemonismo de la potencia fran—
cesa, pretendía sostener la «Corona, Rey y Naciôn de España». Sin embargo, este
ideal de unidad española no llegó a cuajar ni en la teoría ni en la práctica política de
aquel momento histórico.
En los siglos medievales, Castilla y Cataluña se habían convertido en los centros
dinamizadores de las dos principales Coronas del ámbito hispánico. La dificultad del
encaje de las tradiciones culturales y políticas catalana y castellano—cortesana se ma—
nifestó, entre otras cosas, en el enfrentamiento ideológico en torno al concepto y la
historia de España.
Con la difusión de los valores culturales del Humanismo y del Renacimiento se
produjo una revalorización del mundo antiguo, circunstancia que puso en circulación
en los cenáculos cultos y eruditos las clásicas denominaciones de las provincias roma—
nas: Hispania, Italia, Germania, etc. Nombres que adquirieron una relevancia política
al coincidir su vindicación con el proceso de configuración territorial de los incipien—
tes estados modernos. El nombre de «España» había sido utilizado tanto por los cro—
nistas castellanos como por los catalanes en los siglos medievales para tratar los temas
de la historia peninsular. Pero, desde el siglo XIII, especialmente por la influencia de la
Historia de rebus Hispaniae de Rodrigo Ximénez de Rada, los cronistas y humanistas I
‥
i‘.
castellanos iniciaron un proceso de apropiación del concepto de «España» al asimilar—
LOS ORÏGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 223
lo con Castilla, afirmar que los reyes castellanos eran los únicos y legítimos descen—
dientes de los monarcas godos y defender que el hegemonismo castellano en el ámbito
hispánico era fruto de los designios de la Providencia. Una identificación interesada
que, con otros antecedentes como la Anacephaleosis (1455) de Alfonso de Cartagena
0 la Compendiosa Historia Hispanica (1470) de Rodrigo Sánchez de Arévalo, acen—
tuó su carga ideológica a partir del reinado de los Reyes Católicos con autores como
Antonio de Nebrija, Luca Marineo 0 Diego de Valera. En cambio, la tradición catala—
no—aragonesa continuó considerando a «España» como un concepto dotado de un va—
lor geográfico, como una denominación de origen de todos los habitantes de la penín—
sula Ibérica.
Estas tradiciones histórico—culturales convivieron sin enfrentamientos hasta
las décadas finales del siglo XV. Fue a partir de la irrupción de la imprenta con la
consiguiente divulgación por toda Europa, y a través de la lengua latina, de los
planteamientos hegemonistas castellanos, lo que desató un encaro entre estas dos
concepciones de «España», provocando una respuesta de los humanistas catalanes
ante la <<pérdida de reputación» que esto suponía para su patria y para la tradición
histórica propia.
La respuesta a este desafío no fue única, sino que tuvo estrategias diversas. Así
Pere Miquel Carbonell intentó en sus Cróniques d’Espanya (1513) que la tradición
historiográfica catalana se apropiase del concepto de «España» de la misma manera
que lo habían hecho los cronistas castellanos. Por su parte, Francesc Tarafa en su De
origine ac rebus gestis regum Hispaniae (1553) pretendió equilibrar las preeminen—
cias históricas de la Corona de Aragón y la Corona de Castilla. Pero el hegemonismo
castellano suscitó mayormente una reacción de denuncia y rechazo hacia el imperia—
lismo cultural de una nación que pretendía apropiarse de un patrimonio común. Así,
Cristófor Despuig en Los Col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557), replicaba
las pretensiones supremacistas castellanas diciendoi <<aquesta província [Cataluña] no
sols és Espanya mas és la millor Espanya». La lectura histórica hegemónica castellana
no fue aceptada en los círculos cultos de Cataluña y su rechazo reforzó una línea ideo—
lógica, histórica y jurídica propia catalana.
Si en el terreno de la teoría política la unidad dinástica de los Reyes Católicos no
consiguió acercar las tradiciones históricas e ideológico—identitarias de ambas coro—
nas (de una manera parecida, el hegemonismo castellano no fue aceptado por la tradi—
ción cultural aragonesa), en la práctica política tampoco existió ninguna fusión о pro—
ceso integrador. Las estructuras institucionales y de gobierno propias de cada forma—
ción histórica se mantuvieron con escasas variaciones sustanciales hasta el triunfo
borbónico de la guerra de Sucesión. La falta de una unidadjurídica, institucional, fis—
cal, monetaria y lingúístico-cultural de los territorios peninsulares de la Monarquía
hispana no permitía reconocer, ni individual ni colectivamente, un territorio compacto
reconocido como propio. La diversidad y fragmentación de los derechos legales y pri—
vilegios que comportaba una determinada naturaleza jurídica (catalana, castellana,
aragonesa, etc.) conformaba también fronteras mentales difíciles de traspasar. Por
otro lado, al menos durante casi toda la centuria del Quinientos, los objetivos de unifi—
cación O de cohesión «nacional» no fueron prioritarios para la Corona española, preo-
cupada fundamentalmente por los avatares de una política internacional básicamente
destinada a defender unos intereses dinásticos y religiosos.
224 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
siones de aquella época de formación de los estados modernos. Cabe destacar que es—
tos autores (Baltasar Álamos de Barrientos, Gregorio López Madera, Juan de Maria—
na, Martín González de Cellórigo, Pedro de Valencia, Juan de Salazar, Sancho de
Moncada, etc.) realizaron dicha propuesta política no solamente a partir de unas bases
estrictamente ideológicas o culturales; Sino que la vinculación de la mayoría de ellos a
cargos de los consejos, juntas, audiencias, tribunal de la Inquisición, etc., les otorgaba
la experiencia de la práctica política y el conocimiento directo de las necesidades y de—
bilidades de la Monarquía.
La obra Excelencias de la Monarchía у reyno de España (1597) del jurista Gre—
gorio López Madera es una buena muestra de la nueva lectura constitucional castella—
nocéntrica que divergía profundamente del modelo confederal heredado de los Reyes
Católicos. La dimensión jurídico—política de la tesis sustentada en la obra de López
Madera, se puede sintetizar en tres puntos fundamentales: 1) unidad política de los te—
rritorios peninsulares, rebajando radicalmente sus diferencias internas; 2) soberanía
en manos de un monarca con un poder de tipo absoluto, cosa que desvirtuaba las insti—
tuciones y los regímenes pactistas de las provincias que integraban lo que para López
Madera era un único «reino de España», y 3) fuerte hispanismo castellanista que inter—
pretaba que Castilla era «cabeça de España», y que el resto de las formaciones históri—
cas le debían <<superioridad y vasallaje».
Cabe añadir que este primigenio patriotismo español no quedó circunscrito a los
círculos intelectuales de la Corte de los Austrias. Esta emergente idea de patria espa—
ñola encontró en el teatro del Siglo de Oro el vehículo más propicio para su difusión.
Una trilogía de soberbios creadores (Lope, Tirso y Calderón) y varias docenas de au—
tores relevantes aseguraron una producción de gran nivel que llegó a un público so—
cialmente masivo a través del teatro de la Corte, de los corrales o de los modestos «ta-
blaos» y «carros».
La vasta obra de Lope de Vega —por citar el autor sin duda más prolífico y desta—
cado de la «comedia nueva»—, tiene abundantes piezas sobre la historia y las leyen—
das españolas. Asi, en El último godo, Lope recreó la «pérdida» de España a manos de
los musulmanes y los inicios de la reconquista con la batalla de Covadonga; al tema
de Bernardo de Carpio le dedicó Las mocedades de Bernardo y El casamiento de la
muerte; la leyenda de los infantes de Lara fue dramatizada en el El bastardo Mudarra;
la figura del Cid es objeto de atención en Las almenas de Toro, etc. Por esta serie de
comedias desfila casi toda la historia peninsular, llegando a los tiempos vividos por
Lope. En conjunto, estas piezas teatrales representan una España heroica que, si bien
transforma sus formas de vida a lo largo de los siglos, mantiene un espíritu y unos
ideales que los espectadores castellanos fácilmente pueden reconocer como propios,
en una escena que actúa como espejo de su imagen.
líticos y jurídicos del pactismo medieval, los cuales habían sido elaborados por autores
como Francesc Eiximenis, Jaume Callís, Tomás Mieres o Jaume Marquilles. Sin embar-
go, en las décadas finales del siglo XVI, esta concepciôn pactista adquirió una dimensión
renovada. La formulación de una nueva tesis sobre los orígenes carolingios de Cataluña
dio soporte a una reforzada ideología constitucionalista. A partir de la elaboración del his-
toriador y humanista Francesc Calça (Barcelona 152 l — 1603) se establecerá un nuevo rela—
to sobre los orígenes medievales de Cataluña que defendía una reconquista a los musul—
manes hecha por las propias fuerzas catalanas y la posterior entrega pactada a los reyes
francos. Se trataba, por tanto, de una versión clásica de la teoría popular del Estado, con
una vindicación a la libertad primigenia de la comunidad previa a la constitución del po—
der real y subsistente aún bajo éste. Y la mayoría de los historiadores y juristas catalanes
antes reseñados hicieron suya la idea de que los privilegios carolingios otorgados a los ca—
talanes contenían los pactos fundacionales de la res publica catalana.
En resumen, desde finales del siglo XVI asistimos en el ámbito hispánico a un re—
forzamiento y renovación de dos concepciones de poder divergentes (absolutis—
mo-constítucionalismo), así como a la afirmación de unas identidades nacionales di—
versas (Aragón y Portugal serían otros casos), que muchas veces entraron en tensión o
confrontación. Tras la crisis múltiple de 1640, el fracaso de la política de dominio y
uniformización castellano—española propugnada por Olivares, lo expresó el cronista
cortesano Matías de Novoa con estas palabras: <<de puro abarcarla toda de puño apre—
tado, se le ha resbalado y salido mucha parte de ella de las manos».
A pesar de las dificultades del encaje entre los intereses castellanos y los imperia—
les del primer Austria —especialmente manifiestos en la revolución comunera de
1520—1522—, a medida que se acercaba el ecuador de la centuria del Quinientos, Casti—
lla se afianzó como centro dinamizador de la gran Monarquía de los Austrias; circuns—
tancia en la que, indudablemente, tuvieron un peso muy relevante los impuestos caste—
llanos y el metal precioso llegado de los territorios indianos vinculados a la metrópoli
castellana, los dos pilares económicos básicos de la política imperial de la dinastía.
El principal órgano que centralizó los intereses de la Monarquía fue la Corte. En
este espacio, donde el dominio público y los intereses particulares se confundían, se
fortaleció el poder del rey y se canalizaron las ambiciones de la nobleza, se diseñó un
sistema para la gobernación del conjunto de los reinos que acogieron los soberanos es—
pañoles y se reforzaron unas estructuras fiscales, diplomáticas y militares capaces de
sostener, defender y apoyar las ambiciones de la Monarquía.
ma de valores, las pautas culturales y las normas del buen comportamiento del «per—
fecto cortesano». E] más famoso de estos tratados fue El cortesano de Baltasar Casti-
glione, publicado por primera vez en Venecia en 1528 y editado quince veces en caste—
llano en el curso del Quinientos. Este <<espejo de cortesanos» exaltó un estilo de
conducta basado en el autocontrol del cuerpo, la disimulación de las verdaderas inten—
ciones y la desenvoltura en el trato público. E] cortesano, además de las virtudes pro—
pias de su naturaleza nobiliaria y los méritos literarios adquiridos durante su crianza,
se tenía que someter a las reglas del decoro que modelaban su apariencia, sus posturas
y sus gestos; como no podía incurrir en la zafia mentira se entregaba a la prudencia, a
la discreción y al disimulo; y, finalmente, para cualquier actividad y trato ———como bai—
lar, jugar, tocar un instrumento, cabalgar o conversar—, tenía que proceder con gracia
o con sprezzatura, es decir, presentando lo hecho y lo dicho como el fruto de un inge—
nio innato, realizado sin esfuerzo ni premeditación. Aún así, sería una falacia pensar
que la <<naturalidad>> de los cortesanos no era también fingida.
Otros comentaristas de las formas de la corte, en buena medida imitadores de Cas—
tiglione, fueron Cristóbal de Villalón en El scholástico (escrito hacia 1550 pero inédito
hasta el siglo xx); Luis Milán en la obra homónima El cortesano (1 561 ), Juan Lorenzo
Palmireno en El estudioso cortesano (1573), y Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo en
la novela El caballero perfecto (1620). Este mundo de la corte tan indulgente con la do—
blez fue, sin embargo, contestado por una serie de obras de carácter moralizante. La más
conocida es Menosprecío de corte у alabanza de aldea ( 1539) de Antonio de Guevara,
una exaltación del proceder natural y sencillo de la vida campesina frente ala artificiosi-
dad que envolvía el ambiente cortesano. Otras censuras a la corte se hallan contenidas
en las obras de Alonso de Barros, Filosofía de la corte (1587) y Desengaño de cortesa—
nos (1617); Giulio Antonio Brancalasso, Labirinto de corte (1609), y Cristóbal Castille—
jo, Diálogo entre la verdad y la lisonja: en el qual se hallará como se pueden conocer
los aduladores y lísonjeros, que se meten en las casas de los príncipes у la prudencia
que se deve tener para huyr dellos (1614). Las principales reprobaciones que se hacen a
la Corte es por causa de la lisonja, el fingimiento, la pedantería y la corrupción que con
tanta facilidad allí prosperan. Como atestigua Guevara, en la Corte, donde «todo está
permitido», la diplomacia llama magnificencia a la extravagancia e ingenio a la malicia.
Si la Corte de Felipe П se había conducido con mesura y sin excesivos alardes,
tratando de mantener un equilibrio entre los diferentes grupos que pugnaban por man—
tenerse cerca del monarca y dirigir las tareas de gobierno, con la subida al trono de Fe—
lipe III en 1598 y el encumbramiento del duque de Lerma, se impuso un nuevo estilo
cortesano. El ceremonial barroco, entregado al gusto por lo aparatoso, lo ostentoso y
lo maravilloso sirvió de escenario para la exaltación del soberano y de su favorito.
Con Lerma, los oficios de palacio fueron entregados a los grandes y, en particular, a
sus familiares y adictos. De este modo, el personal de la Corte más cercano al rey en
los asuntos de su casa y del gobierno de la Monarquía cambió sustancialmente.
tilla la Monarquía había ejercido un poder más próximo al absolutismo que en otros
territorios peninsulares, consiguiendo eludir en determinados aspectos el control de
las cortes; en Aragón, la fórmula pactista que había regulado las relaciones entre am—
bas instituciones había supuesto un estorbo para el desarrollo de la potestad real. Por
ello, Fernando prefirió la independencia que Castilla le permitía, ausentándose de
Aragón durante la mayor parte de su reinado y recurriendo a un sistema de Virreyes
que gobernaron en su nombre. De este modo, la Corte establecida en Castilla se con—
virtió en el núcleo político y administrativo de la Monarquía hispánica que, con el
tiempo, no haría más que amplificarse.
nesa al Consejo de Castilla. Fernando el Católico lo en gio en 1494 para servir de enlace
con los distintos territorios que integraban su patrimonio. Estaba dirigido por un vice-
canciller, que presidía las sesiones, el tesorero general de la Corona, siete regentes
—dos para Cataluña, Rosellón, Cerdaña y Mallorca; dos para Aragón; dos para Valen—
cia, y uno para Cerdeña—, cuatro secretarios con el título de protonotarios y un abogado
fiscal y patrimonial. Estos cargos estuvieron en manos de letrados siendo el primer pre-
sidente e] aragonés Alfonso de la Caballería y su sucesor el célebre Antonio Agustín. E]
Consejo tenía encomendadas muchas atribuciones (nombramientos,inspecciones, que—
jas, mercedes) pero, por encima de todo, ejercía de tribunal supremo de justicia.
Esta forma de gobiernoatravesCC Consejosfueposteriormente desarrollada por
CarlosIyFelipe II Aún así, la formidable herencia territorial del primer Austria mul—
tiplicó lastareas administrativas e hizo precisa una reorganización general de los or—
ganismos de Ia corte. E1 mosaico CC reinos gue se reunió en torno al ReyCatólico no se
fusionó en un solocuerpo sino que cada miembro continuó manteniendo sus particu—
laridades, chIo cual, la Monarquía tuvo que atender de manera individualizada las
necesidades de gobierno de cada uno de ellos. 鰻C{Cen cuestiones de política exterior y
de preservación de la fe católica SC logróimponer una ciertapolitica común. \Es'te 'Sis—
tema de asambleas que residían en la Corte es conocido con el nombre CC <<polisinodia
hispánica», es decir, pluralidad de sínodos o consejos. Todos ellos estaban coordina— „€,
dos por la propia Corona, elunico referente que consegu1a' armonizar las culturas y las
tradiciones políticas…CC reinos tan distintos.
Hacia finales del sigloxvi SQ aposentaban en la Corte un total de trece Consejos
que se acostumbran a dividir en dos grupos: los espemahzadosyjosterritoriales For—
maban partQ del primer grupo losConsejos de Estado, Guerra, Inquisición, Hacienda,
Cruzada y Órdenes Militares y, del segundo grupo, los de Castilla, Cámara de Castilla,
Aragón, Italia, Indias, Flandes yPortugal.
El Consejo CC Estado, establecido en 1526 gracias al patrocinio del gran canciller
MercurioGattinara tenia que haber representado un elemento de unión entre los dife—
rentes reinos ya qUe se hacía cargo de los asuntos re1erentes a la politica exterior. Fi—
nalmente cumplió funciones más honoríficas que administrativas y de gobierno, sien—
do a menudo ninguneado por Carlos 1, el cual tomó personalmente las decisiones con
el asesoramiento de sus secretarios. Es probable que el hecho de estar formado por
«grandes» fuese la causa de la escasa confianza que en el se depositó. En estrecha co—
municación con el Consejo de Estado, la comisión que se hacía cargo de los asuntos
bélicos, activa ya desde el año 1522 e integrada por consejeros de Estado y militares,
atendía consultas sobre cuestiones concretas relacionadas con la guerra. En 1586 Feli—
pe II convirtió esta secretaría en el Consejo de Guerra que, a su vez, dividió sus funcio—
nes en dos secretarías, una encargada de los asuntos de Mar y otra de los de Tierra.
El Consejo de Castilla acabó siendo, en la práctica, el más importante del organi—
grama administrativo de la Corona —<<el soporte de mis reinos» decía Carlos—, un re—
11ejo del papel preponderante que fue adquiriendo Castilla en la dirección de la Mo—
narquía. En el año 1586 Felipe II aumentó el número de consejeros a 16, la mayoría de
formación letrada, y estableció diversas salas, tres para atender los asuntos de justicia
y una para los de gobierno. El Consejo de Castilla, además, ejercía un control muy es-
trecho sobre otros Consejos de categoría <<menor>> surgidos por el desgajamiento de
ciertas funciones que padeció. Así, la Cámara Real de Castilla, que trataba asuntos re-
{ 臺
・ 〕
234 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA r; ;[ _
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lacionados con la gracia, la merced y el patronato regio, fue elevada a la categoría de
Consejo en 1588. ”“ {〝 fa……» 嵌 (‚_ , 仇
delas Órdenes Militares tenía a su cargo 121 administraciòn de los ma—
El Consejo…
ノ
yorazgos de 1 rdenes dC Santiago Calatrava y_ Alcantara,CS decir,C11121b21 de sus
rentas,atendía las propuestas de nuevos hábitos cuando se producían vacantes y ac—
tuaba de tribunal de justicia También se encargó de supervisar la veracidad de las
pruebas de noblezay de limpieza de sangre de los que ingresa—ban, un filtro que preten—
“d'i'à'garantlzaríos valores de honor y de honra pero que, por razones económicas, se
fue hac1end0Cada vermas poroso ′
〝 El Conssejo de Cr_uzada nació en 15_Q9 con lafinalidadde administrar 10$ fondos que
generabalaventa deesta indulgenua cedidosQ losReyes Católicos 'îùëñîéänt‘ra
para la
;IOS
infieles Durante la década de 1590, а loSmgresos procedentes de la bula de cruzada se
¡añadieron los de subsidio y excusado El subsidio, en principio, era una contribución ex—
;CCpCionaI y voluntana que la Iglesia española pagaba para el sostenimiento de la lucha
{ contra el infiel y CIexcusadoera una gracia concedida por el Papa a Felipe Прог la cual se
permitia21 la Corona apropiarse de una parte del diezmo eclesiástico. Este Consejo, que
{ por consiguiente administraba la recaudación de las l_1amadas¿<<tres graC{aS ztenia juris—
dicción sobre los territorios de Castilla, Indias, Aragón, Sicilia y»Cer(1ena.
{
El Consejo(1Q laInqu1S1C1on(<<la suprema»), creado por 10$ Reyes Católicos en
1483 para la lucha por la pureza de la religión católica, tenía competencias en toda
España y era la instancia última de lascausas de19$ tribunalesterritoriales Estaba for—
mado por un Inqulsidor General—normalmente11nantiguo prelado—presidente del
Consejo de Castilla—, cinco o seis inquisidores consejeros, un fiscal y diverso perso-
nal auxiliar propio de un Tribunal de Justicia. En varias ocasiones la Inquisición fue
utilizada como un instrumento politico al servicio de la Corona a menudo para salvar
las
traba?constituc1onales que imponían los diferentesreinos.
El Consejo de Hacienda fue articulado en 1523porCarlosI tras la fusión de las
tradicionales Contaduría deHacienda yContaduría de Cuentas, pero no recibió plena
jurisdicción hasta 1593 Se ocupaba de la fisCalidad de Castilla aunque, en lapractica
fijaba el presupuesto del conjunto de la Monarquía »》«, ‥ の ” ª ”
La creación de Consejos territoriales Sl guio el modelo del ya existente Consejo de
Aragón. El Consejo de_lndias SC fundô formalmente en 1524 y asumió las rCSponsabiIi—
dades administrativas, legislativas, judiciales y eclesiásticas de los territorios de las
Indias. Estaba formado por un presidente y cuatro o cinco consejeros El Consejo de Ita—
lia se segregó del Consejo de Aragón en 1558 y trataba las materias de gobierno y admi-
nistración de Nápoles, Sicilia y Milán. El Consejo de Flandes y Borgoña, establecido en
1588, asumió las competencias de los asuntos relativos a la herencia borgoñona de los
monarcas. Finalmente, el Consejo de Portugal nació tras la anexión del país luso a la
Monarquía hispánica en 1581. Estuvo formado por portugueses y, Cómo el aparato insti—
tuCional existente en Portugal no sufrió mod1f1cac1onesSC limitó a la concesión de gra—
cias, nombramiento de cargos administrativos y provisiones eclesiásticas.
Este complejo sistema de Consejos, que a menudo padecía una enorme confu—
sión de funciones y trabajaba con unos procedimientos muy formalistas, corría el ries—
(" ~ п ( FIL/(¡2,5 ‘» … 糞 ((ivi/ix). “¿I L 丞 figé [(r/Ji??? (('—"Ii ' '
;iû "
U _ Î \}
la
gQ de paralizar el sistema administratlvo por su lentitud Para dar respuestaaenor—
rgeggntidaddeasuntoggue eralprec1so resolver… con la menor dilación se promocwno
a 10 largodelsjglç XVI la figura de los/secretariosreales; una pieza clave queserv1'a de
nexo entre los Consejos yel monarca. Los secretarios provenían de la pequeña noble—
Za y logletrados eran cargos entregados a personas de Confianza que vivían en el en—
tornocOtidianO del rey y acostumbraban a tener una gran influencia sobre él. Además
de las tareas de asesoramiento personal, examinaban los expedientes más importan—
tes, informaban al rey <<a boca» preparaban el orden del día de las sesiones de los Con—
sejos, d{St「{bQ{an〝シ 'seleC'cionaban la correspondencia recibida, refrendaban todos los
documentos reales y ponían en práctica las más diversas iniciativas políticas. Su privi—
legiada posición entre la majestad dispensadora de gracias, favores e influencias, y la
multitud de individuos ávidos de recompensas reales les permitió promocionar a fa—
miliares y adictos suyos para los puestos clave, formando de este modo una clientela
fiel y protectora.
En el periodo de los Reyes Católicos las funciones de los secretarios fueron regu-
ladas mediante unas ordenanzas en el año 1476, aunque los términos legales que se in—
cluyeron nO reflejaban la significación política que este cargo ya empezó a adquirir.
Algunos hombres que desempeñaron estas funciones durante el reinado de Fernando e
Isabel, procedentes de las Coronas de Castilla y Aragón, fueron Fernán Álvarez de
Toledo, Hernando de Zafra, Alfonso de Ávila, Francisco Ramírez de Madrid, Gaspar
de Gricio, Juan Ruiz de Calcena, Juan de Coloma, Lope de Conchillos y Miguel Pe-
rez de Almazán. 〝 '鱒 簾 縄 の 'i ¿aw =' ' [ 1г;,
Carlos l empezô su reinado apoyándose en el gran canciller Mercurio Gattinara
(1518—1536), el cual pretendió crear un aparato cancilleresco centralizado para super—
visar la administración de todos los territorios imperiales. Ante el poco convencimien—
to que el propio Emperador mostró por el proyecto, a partir de finales de los años vein—
te confió en dos equipos de secretarios, uno español que atendía los asuntos de Castilla
y de Italia y otro franco-borgoñón que se cuidaba de los problemas de las posesiones
del norte. А1 frente del segundo equipo estuvo, a partir de 1530, el secretario Nicolás
Perrenot, señor de Granvela, hijo de una modesta familia de Borgoña que se había for-
mado en la administración de los Países Bajos. Granvela se especializó en los asuntos
exteriores e imperiales y, a su muerte, le sucedió su hijo Antonio, futuro cardenal
Granvela.
El equipo español estaba encabezado por Francisco de los Cobos, un individuo
de cuna humilde y sin educación formal que alcanzó el cargo de secretario real en
1516 después de 15 años de aprendizaje en la secretaría. El ascenso de Cobos colocó a
los demás secretarios en un papel secundario y le permitió un control privilegiado de
la maquinaria de gobierno. Cobos fue el principal artífice de la introducción de la bu-
rocracia habsburguesa en Castilla y el patrocinador de una serie de hombres instruidos
para servir en la administración de la monarquía. Sus principales protegidos, nombra—
dos secretarios ayudantes, fueron su sobrino Juan Vázquez de Molina, Gonzalo Pérez
y Francisco de Eraso. También ejercieron importantes papeles de secretario real el
cardenal Tavera y Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba.
Con la muerte de Tavera en 1545 y la de Cobos en 1547 se produjo un relevo ge—
neracional en la alta administración de la Monarquía. El heredero de Cobos en la buro—
cracia castellana fue su sobrino Vázquez de Molina y el heredero de Tavera fue Fer—
236 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
toda España en quien más confía el Rey y con quien estudia la mayor parte de los ne—
gocios», aunque no tanto por su presencia en los consejos sino por tratarlos asuntos a
travésde variascomisionesinformales conocidas con el nombre de«Juntas»
El sistema dejuntas supuso un nuevo Sistema de gobierno basado en la reunión
de diversos—¡pérsonajesentendidos en una materia conelobjetode 〝* ^
sobre un asunto d' WWWWWWW
del «fav0rit6»de turno,representaronunErlunio de las relac10nes personales sobre e1
1nst1tuc1onalizadoSistema de Consejos) En un principio estuvieron en manos detécni—
cos de la administración o letrados, sobre todo mientras ejerció su influencia Espino—
f.…..
sa, pero cuando este murió en 1572, los nobles tomaron posiciones y empezaron a mo-
nopolizar las reuniones donde se tomaban importantes decisiones de Gobierno. En
cualquier caso, en esta nueva fórmula está la clave del centralismo y la eficacia que
habitualmente se atribuye al reinado de Felipe II.
El sucesor de Espinosa fue Mateo Vázquez de Lecca, nombrado secretario real
aunque sin tantas atribuciones como las que disfrutó su predecesor. Aun así, Vázquez
fue el encargado de decidir los temas que tenían que ser tratados en las juntas y de pre—
parar su orden del día, al tiempo que actuó como responsable de la correspondencia
privada del Rey. La enorme llegada de cartas, informes y expedientes desde todos los
rincones de la Monarquía, unido al empeño del Rey Prudente por atenderlo todo per—
sonalmente, hizo preciso la creación de una junta permanente de altos funcionarios
encargada de revisar y resumir los expedientes. Al principio fue la Junta de Noche,
creada en 1585, a partir de 1588 la Junta de Gobierno, y, finalmente, la Junta Grande.
En las filas de estas selectas juntas se dieron cita un grupo reducido de secretarios y
consejeros formado por Vázquez, Cristóbal de Moura, Juan de Idiáquez y Diego Ca—
brera y Bobadilla, conde de Chinchón, los cuales trataban los grandes asuntos políti-
cos y trazaban la estrategia general de la Monarquía. Estos secretarios reales asumie—
ron el papel de «ministros principales» durante los afios finales del reinado de Felipe II
pero, después de su muerte, con el ascenso de Francisco Gómez de Sandoval, marqués
de Denia y futuro duque de Lerma, se instaló en la Corte el sistema del valimiento.
A principios del siglo XVII la potestad regia fueentregadaa un único ministro lla—
mado valido, privado o favorito.,Las razones por las cuales se desarrolló este proceso
van más allá de la interpretación clásica que consideraba el ascenso de esta figura
„___,—__
soberano para atender las obligaciones del ceremonial cortesano y, a la vez, la_dLr—ec—
ción de la compleja maquinaria gubernamental y administrativa. También, el ascenso
del valido parece estar relacionado con la Ofensiva de la aristocracia para conquistar la
dirección del Estado y, al tiempo, beneficiarse de los extraordinarios recursos que este
generaba. Y, finalmente, la fórmula del ministro único sirvió para rentabilizar mejor el
patronazgo regio hacia fines políticos beneficiando de esta manera alos clientes,a1ia—
dos y parientes que integraban la <<facción válida» adicta al valido.
La principal diferencia entre los secretarios reales y los va1idos es que los prime-
ros formaban parte de la baja y mediana nobleza yelgrupq deletrados ylossegundos
238 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
factores: 1) las masivas emisiones de juros que captaron buena parte del ahorro
castellano; 2) el aumento de la presiön fiscal de la Monarquía, y 3) los permisos
para sacar al exterior la plata americana —<<licencias de saca>>—— que la Corona
otorgó, después de la bancarrota de 1557, a los banqueros genoveses para poder se—
guir contando con el crédito de sus asientos. En segundo lugar, la adquisición ma—
siva de juros por particulares e instituciones castellanas posibilitó un entrelaza—
miento y correspondencia de intereses entre la Corona y determinados segmentos
de la sociedad castellana ——especialmente grupos privilegiados y clases medias
acomodadas—, lo cual consolidó el papel de Castilla como centro dinamizador de
la dinastía de los Austrias.
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CAPÍTULO 9
La Monarquía de España se forjó entre los siglos XV y XVI, un poco antes que las
de Francia 0 Inglaterra. Resultó de la agregación, entre 1469 y 1580, de entidades pO—
líticas preexistentes en torno a un núcleo de poder particularmente dinámico: Castilla.
En Europa, tales «monarquias compuestas» (Elliott) constituyen una novedad, que su—
pera la fragmentación feudal característica de la Edad Media. Pero sería un error ver
en ellas el origen inmediato de los estados nacionales que fraguaron tras las revolucio—
nes del XIX. La unificación de Italia y de Alemania, como la ruptura de los imperios
austrO—húngaro y turco en los siglos XIX y XX, respondió a dinámicas muy diferentes.
Las monarquías de la Edad Moderna se construyeron lentamente, como uniones di—
násticas y patrimoniales en torno a una casa real. No existió un diseño previo de base
étnica, linguistica O cultural que se pretendiera completar: los reyes actuaron con
pragmatismo a la hora de incrementar sus «estados». La unificación y centralización
gubernativa, por otra parte, resultaban inconcebibles antes del triunfo de la razón so—
bre la tradición en el siglo XVIII.
La Monarquía de España se compuso primordialmente por acumulación de
herencias legítimas, aunque resultaran imprescindibles la coerción de la fuerza y,
todavía más, el ejercicio de una amplia intermediación socio—política y la elabora—
ción de consensos ideológico—religiosos. No puede afirmarse que resultara una
unión arbitraria aunque englobara países no contiguos, algunos muy distantes, y
de diversas lenguas, culturas y riquezas. Su viabilidad política se demuestra, preci—
samente, al considerar su estabilidad y el relativo éxito con que superó las tensio—
nes centrífugas.
Ahora bien, la diversidad y la dispersión territorial —más acusada que en las
monarquías rivales de Francia y de Inglaterra— planteó problemas nuevos en el
ejercicio del gobierno. El rey debía dirigir su Monarquía como un conjunto y no
sólo como la suma de sus componentes, pese a la disparidad de intereses, privile—
gios, instituciones y culturas de sus miembros. Por otro lado, la amplitud y las dis—
tancias exigíeron desarrollar formas de delegación del poder real para Obtener in-
246 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
formación y para hacer cumplir las órdenes. El rey impulsó la formación de una
elite gobernante para toda la Monarquía, que ocupara los puestos de Virreyes y go—
bernadores, generales y embajadores, consejeros, jueces, visitadores, etc. Pero el
reforzamiento del gobierno común también requirió la colaboración interesada de,
al menos, una parte de las elites dirigentes de los diversos territorios, en sus ciuda—
des y asambleas parlamentarias.
Herencias. En 1624, Olivares recordó a Felipe IV que casi todos sus estados
los gobernaba por «derecho sucesivo», y que ésta era la unión más segura para el rey y
la más conveniente para los súbditos. Era ampliamente compartido el ideal del rey na—
tural enraizado en su pueblo: a cuya familia se había guardado fidelidad por genera—
ciones, y que era capaz de reconocer y recompensar los méritos acumulados por los
distintos linajes y ciudades al servicio de sus antepasados. Pero los matrimonios entre
casas reinantes abocaban a la acumulación de títulos, fortaleciendo al rey a la vez que
alej ándolo de sus súbditos. En 1469, la boda de los herederos de las coronas de Aragón
y de Castilla, Fernando e Isabel, llevó a la unión de ambas en Juana «la Loca». Siglos
antes, el reino de Aragón y el principado de Cataluña (1137) se habían unido por un
matrimonio, al igual que los reinos de Castilla y de León (1230).
Era fácil admitir formalmente que el rey propio lo fuese a la vez y de igual
modo de otros reinos, pero sus implicaciones prácticas resultaban perturbadoras.
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 247
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FIG. 9.1. Escudo de los Reyes Católicos, posterior a 1492, con la Granada incorporado, el
águila de San Juan soportando el escudo, el lema Tanto Monta y las empresas reales del yugo
y lasfleohas (Faustino Menéndez Pida, «Heráldica medieval española. l. La Casa Real de León
y Castilla», Hidalguía, Madrid, 1982, p. 198).
dad como la mejor para restablecer el orden en los Países Bajos, aunque se pospusie—
ra al triunfo del ejército; y entre 1581 y 1583 Felipe II se instaló en Lisboa, lo que Га-
cilitó la incorporación de aquel reino.
Por otra parte, el derecho sucesivo, del que se creía que anudaba las relaciones
más firmes entre rey y reino, no siempre resultaba concluyente. En la medida en que
eran posibles interpretaciones contradictorias, que se retrotraían en el tiempo todo lo
preciso, el sistema hereditario también generaba conflictos. El consenso social o el
uso de la fuerza actuaba entonces como árbitro entre varias alternativas legitimistas.
Fernando el Católico se postuló rey de Nápoles como sobrino de Alfonso V († 1458) y
como continuador de los derechos de la casa de Aragón frente a sus primos bastardos;
pero Carlos VIII y Luis XII de Francia no se creían con menos derechos al mismo tro—
no como descendientes de Renato de Anjou († 1442). Y Felipe II, nieto legítimo aun—
que por vía femenina de Manuel I de Portugal, hubo de competir con Antonio, prior de
Crato, también nieto por vía masculina pero ilegítima, y con otros candidatos con no
menos méritos. Incluso Fernando el Católico, al poco de conquistarla, se proclamò rey
hereditario de Navarra, remontándose a lo ocurrido en 1 134, cuando se separò del rei-
no de Aragón. En Nápoles, Portugal y Navarra el uso de la fuerza decidió un derecho
hereditario, cuando menos, discutido.
Finalmente, también se utilizaron el derecho feudal y las teorías sobre el poder
universal del Papado. En estos casos, siempre el ejercicio de la fuerza precedió a una
justificación que era mucho más débil y discutida que la de la sangre. Los reyes de
España, mediante el pago de una cantidad simbólica en cada ocasión desde 1510, re—
novaron la investidura del reino de Nápoles como feudo de la Iglesia. Y diversas bulas
de Eugenio IV (1436), de Alejandro VI (1493) y de Julio II (1512) revistieron de lega—
lidad la conquista de las Canarias, de las Indias y del reino Navarra, aunque otros m0-
narcas en Europa no les reconocieran ningún valor.
Carlos V utilizó su condición de Emperador para vincular a su Monarquía dos
territorios muy importantes: el Milanesado y los Países Bajos. A la muerte de Frances—
co II Sforza sin descendencia, el título revirtió en el Imperio y Carlos V tomó posesión
como duque de Milán (1535); al poco tiempo cedió la investidura a su hijo y heredero
Felipe (1540 y 1546). En virtud de la Transacción de Augsburgo (1548), el Emperador
unió el patrimonio borgoñón integrando las 17 provincias de los Países Bajos en el
«Círculo de Borgoña», formado por el Franco—Condado y por el condado dependiente
y colindante de Charolais. Formalmente las 17 provincias siguieron perteneciendo al
Imperio, pero exentas de lajurisdicción de sus tribunales y de su legislación. En 1549,
por una Pragmática Sanción, las unió entre sí como patrimonio hereditario indisoluble
cuya soberanía cedió a Felipe II en 1555, ratificándolo los Estados de cada uno de los
territorios. De cualquier modo, no cabe llamarse a engaño: Carlos V, desde la victoria
de Pavía (1525) sobre Francisco I de Francia, ejercía una auténtico protectorado y
mantenía guarniciones en el Milanesado; y sus ejércitos habían impuesto su soberanía
a las provincias más septentrionales de los Países Bajos entre 1521 y 1543, aunque
fuese para restablecer el derecho hereditario que la casa de Borgoña reclamaba sobre
ellas.
Castilla
$$$”??pr
León
Aragón
Navarra
Sicilia
Granada
Jerusalén
Hungria
пэт]
9. Austria
10. Diferencia de Francia (añadida por
los Duques de Borgoña de Ia 2.a casa)
11. Borgoña 3 78 11 12
12. Brabante 4 \2 】
13. Flandes 6
14. Tirol
FIG. 9.2. Gráfico indicativo de la posición de las armas de los diferentes reinos y estados en
un escudo con las armas completas del emperador Carlos V. (A. Sevilla, La significación polí-
tica у social de los símbolos heráldicos, T. Doctoral, Universidad de Alcalá, 2000, p. 257).
250 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
vertencia de Álamos de Barrientos a Felipe III (1599): Portugal, Milán, Nápoles y Si—
cilia, además de Navarra, aunque procediesen de «herencia legítima, en fin han entra—
do en su casa por fuerza de armas y casi como por vía de conquista». Canarias, las
Indias, Granada o las plazas norteafricanas, ganadas a paganos y musulmanes, ni si—
quiera se consideran. Es evidente que, como todo imperio, la construcción de la Mo—
narquía hispánica debió mucho a la fuerza militar.
A principios del siglo XVI, la figura del rey conquistador gozaba de prestigio ро-
pular y de amplias justificaciones teóricas. Alejandro Magno y César seguían siendo
los modelos, reiterados por la iconografía y glosados por los tratadistas. Maquiavelo
ensalzó la figura del «principe nuevo», que por su <<virtud y fortuna» gana un estado
sin haberlo heredado. Pero también el pensamiento cristiano tradicional animaba la
conquista contra paganos, cismáticos y herejes, y justificaba fácilmente como defen—
sivas guerras por intereses dinásticos discutibles. Por otra parte, nuestra proximidad a
guerras de liberación nacional y coloniales de los siglos XIX y XX no deben constituir
un referente equívoco sobre lo que fueron las conquistas dinásticas en el XVI. Al me—
nos no en todos los casos, porque los modelos fueron muy distintos cuando se trató de
territorios cristianos y no cristianos.
La conquista de las Canarias, de las plazas norteafricanas, de las Indias y, en par—
te, la del reino de Granada, fueron empresas «particulares» autorizadas por el rey. El
duque de Medina—Sidonia ocupó y fortificó una Melilla despoblada, que no se incor—
poró a la Corona real hasta 1556; y Cisneros financió e impulsó, entre otras, la con—
quista de Orán (1509). En Canarias y en Indias, el sistema de <<capitulaciones» con
descubridores y conquistadores fue el sistema habitual. La guerra de Granada, aunque
dirigida por los Reyes Católicos en persona, tuvo un marcado carácter señorial. En to—
dos los casos, fueron guerras destructivas, que aparejaron grandes cambios sociales,
político-institucionales, culturales y religiosos. Como el impulso, en todos estos ca—
sos, provino de Castilla, se adaptaron sus formas de gobierno según las particulares
condiciones de lejanía o de frontera del territorio. En definitiva, era lo que se esperaba
de conquistas que pretendían ser, a la vez, cristianizadoras y civilizadoras de unos es—
pacios políticos de imposible convalidación. La colonización, la sumisión señorial e
incluso la esclavitud, la desarticulación de sus antiguas instituciones y autoridades
tradicionales fue el destino de aquellas sociedades a corto o largo plazo. En Granada,
las capitulaciones de rendición de la ciudad (1492) no se pudieron respetar mucho
tiempo: la conversión forzosa (1502) y el exilio —<<limpieza étnica» diríamos hoy—
de la población morisca (1573) fue su destino ineluctable.
Sin embargo, las conquistas de reinos cristianos del siglo XVI —Nápoles en 1504,
Navarra en 1512 y Portugal en 1580—, tuvieron un desarrollo diferente. Fueron em—
presas decididas directamente por el rey, aunque contaron con el respaldo entusiasta
de las ciudades y de la nobleza de Castilla y de Aragón, según los casos. Fernando el
Católico 0 Felipe II aprovecharon el momento propicio para incorporar por las armas
estos reinos a sus estados con la intención de estabilizar ventajosamente un flanco
conflictivo, o para incrementar su poder.
En los tres reinos, una profunda crisis interna, en el contexto de las guerras eu—
ropeas, propició su conquista, que quizás nunca se hubiera desencadenado sin tales
circunstancias. La guerra de bandos entre <<agramonteses» y <<beamonteses», y el
acercamiento de los reyes Juan y Catalina a Luis XII de Francia, hizo que Fernando
COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 251
FIG. 9.3. Escudo de Felipe I], con las armas de Portugal ya incorporadas. (Francisco Delga—
do Calvo, Escudos universitarios de Alcalá de Henares. Alcalá de Henares, 1988, p. 46).
el Católico ocupara Navarra con una facilidad que nunca soñó. La división de la
nobleza napolitana, la debilidad de su casa real y las ambiciones de Carlos VIII y
Luis XII de Francia condujeron también a su conquista. El Católico intervenía desde
antiguo en ambos reinos, apoyando a los beamonteses, o protegiendo a la facción
«aragonesa». Durante un tiempo, esto bastò para la seguridad del Pirineo occidental
ante Francia, y de Sicilia frente a los turcos, pero, al final, Fernando optó por el ries—
252 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Losjuristas, como Juan de Solórzano a mediados del siglo XVII, tenían claro que
los componentes de la Monarquía de España se habían unido según estos dos grandes
modelos. Las Indias lo habrían hecho accesoriamente porque se gobernaban en todo
«por las leyes, derechos y fueros de Castilla»; los reinos de Aragón, Nápoles, Sicilia,
Portugal, Milán, Flandes y otros, sin embargo, se habrían agregado aeque principali—
ter, <<quedándose en el ser que tenían cada uno», conservando intactas sus leyes e ins—
254 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tituciones anteriores. Este segundo modelo se reconocería el adecuado para los reinos
cristianos heredados; el primero sería el apropiado para los países conquistados a pa-
ganos y musulmanes, con los que nada se tenía en común.
La advertencia de que buena parte de la Monarquía se regía por leyes e institucio—
nes propias de cada uno de los reinos no debe prevalecer sobre la constatación de una só—
lida comunidad subyacente en aspectos básicos. Todos eran territorios cristianos bajo
disciplina de la Iglesia católica, y este era un factor de identidad ideológica y funcional
que no debe menospreciarse. La vitalidad del derecho común también constituía un sus—
trato básico, lo mismo que existía un consenso más amplio de lo que suele pensarse en
cuanto a la cultura jurídica. Hoy sabemos que los publicistas políticos compartían mu—
chos de los fundamentos teóricos, aunque los adaptasen en los distintos reinos, según las
circunstancias, en formulaciones más o menos pactistas O realistas. La similitud de las
estructuras agrario—mercantiles y estamentales facilitaban la compatibilidad, aunque la
convalidación de las categorías sociales no siempre fuese perfecta. Los reinos peninsu-
lares, incluso, compartían con variantes los mismos mitos originarios hispánicos, que
les unían al menos tanto como les diferenciaban. Portugal, Castilla-León, Navarra, Ara—
gón y Cataluña habrían surgido como comunidad política en la resistencia de los nobles
montañeses y en la reconquista contra los musulmanes; que fuese en Covadonga o en
San Juan de la Peña, con líderes de sangre más o menos goda, y en unas u otras condicio—
nes, no invalidaba una amplia coincidencia en lo fundamental.
Gobernar sobre territorios unidos sólo «principalmente» resultó problemático al
menos por un doble motivo. La reserva de oficios, que era algo habitual en todos, obli—
gaba con más o menos rigor a que los oficiales del rey en Valencia fuesen valencianos
y en Sicilia sicilianos, etc.; esto dificultaba la elección de los mejores y su alejamiento
de los intereses locales y provinciales. Por otra parte, aunque formalmente todos los
territorios así unidos fueran iguales, funcionalmente se estableció una cierta jerarquía.
Dada su proximidad al rey y su antigííedad, Castilla fue el miembro preeminente al
menos desde mediados del XVI. Los aragoneses lamentaron que, con la creación del
Consejo de Italia (1555), los asuntos de Nápoles y de Sicilia, que habían dependido
del de Aragón, salieran de su jurisdicción, procediéndose así a una <<territorialización»
política novedosa.
Esta situación evolucionó hacia una más estrecha colaboración, pero muy lenta—
mente. Un político reformista como Olivares impulsó proyectos como la Unión de
Armas, y soñó con una cierta unificación de las leyes de los reinos hispánicos «al
modo de Castilla» y con prescindir de las reservas de oficios. Pero su fracaso y la con—
siguiente reacción apuntalaron la opción tradicional, quizás la más ampliamente com—
partida: que la diversidad de leyes e instituciones respondía a la diversidad natural
querida por Dios y que, por lo tanto, no debía intentar cambiarse.
Fernando era rey de Aragón y señor de Cataluña; sus antepasados habían con—
quistado a los musulmanes los reinos de Mallorca (1229) y de Valencia (1238), y ha—
bían ocupado los de Cerdeña (1234) y Sicilia (1282) aprovechando sus divisiones in—
temas. Desde el siglo XV, el concepto de «Corona de Aragón» empezó a dar cuenta de
un renovado poder real sobre un conjunto confederal básicamente mediterráneo. Isa—
bel acumulaba los títulos de otros tantos reinos, unos cristianos en su origen (León,
Galicia, Castilla) y otros reconquistados a los musulmanes (Toledo, Sevilla, Córdoba,
Murcia y Jaén); pero todos ellos se gobernaban por la misma ley y por unas únicas cor—
tes, con pequeñas excepciones, lo que constituía una notable diferencia.
Los Reyes Católicos desarrollaron una política expansiva, por conquista y esgri—
miendo la autoridad pontificia, sobre territorios contiguos, de modo que sus herederos
recibieron además: el reino de Granada, conquistado después de una cruenta guerra
(1482—1492); el archipiélago de las Canarias (1478—1496); las «islas y tierras» de las
Indias (1492); una serie de plazas en las costas norteafricanas, de las que unas perma—
necieron hasta el siglo XVIII (Melilla 1497, Mazalquivir 1505, Peñón de Vélez 1508,
Orán 1509) y otras se perdieron con Carlos I (Bugia, Argel y Trípoli 1510); el trono de
Nápoles (1504) y el reino de Navarra (1512).
Carlos V, como emperador del Sacro Imperio, vinculó a la Monarquía de Espa—
ña territorios aislados pero de gran riqueza humana y material, y de vital importan-
cia estratégica. En 1540 concedió a su heredero la investidura del ducado de Milán y
de una serie de condados y ciudades dependientes de él (Lodi, Pavía, Como, Cremo—
na, etc.). Poco después, la soberanía de 17 provincias de los Países Bajos, reciente-
mente unidas y vinculadas sucesoriamente, fueron cedidas por el Emperador a su
hijo (1555). Por esos mismos años, una serie de fortalezas costeras en la Toscana
(Orbetello, Piombino, la isla de Elba), desgajadas tras la rebelión de Siena, se consti—
tuyeron como <<Stato dei presidi», aunque dependiendo militar y gubernativamente
del virreinato de Nápoles.
El reino de Portugal engrandeció muy notablemente a la Monarquía: 92.000 km2
y 1,3 millones de habitantes, sin contar sus enclaves coloniales. La corona portuguesa
había establecido factorías en las costas de la India, península de Malasia e <<islas de
las especias» (Molucas, Java), además de escalas en la costa africana; y en América,
había empezado la colonización de la costa suroriental de Brasil. Sólo la incorpora—
ción de los Países Bajos (unos 80.000 km2 y 2,5 millones) había fortalecido tanto a la
Monarquía de España.
A finales del siglo XVI, algunos nobles y comunidades de irlandeses católicos y de
chipriotas y griegos ortodoxos, rebeldes los unos contra la dominación inglesa y los
otros contra los turcos, ofrecieron vasallaje a Felipe П. El monarca nunca soñô con in—
corporar a sus estados unos territorios tan poco interesantes y difíciles de defender. Pero
no dudó en retener el señorío de Cambrai—Cambrésis, lindante a los Países Bajos, cuan—
do la ciudad de Cambrai, rebelde contra su señor, se le entregó en 1595. Aun así, hubo
de enfrentarse a un movimiento de consecuencias claramente disgregadoras en el trans-
curso de su reinado: la rebelión de los Países Bajos, desatada en 1568, que dio comienzo
a una guerra de ochenta años. En la paz de Münster de 1648, se admitió la independencia
de la República de las Provincias Unidas, que lo eran de hecho desde mucho antes de la
Tregua de los Doce Años (1609—1621). Se habían declarado independientes en 1581 y,
tras evidenciar la imposibilidad de recuperarlas mediante la acción militar, Felipe П ce—
256 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dió la soberanía de los Países Bajos a su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia, casada con
su primo, el archiduque Alberto de Austria, en 1598. La donación territorial efectuada a
los recién desposados archiduques podía favorecer la negociación de un acuerdo de paz
sin pérdida de reputación para el monarca, pero quedö condicionada a la existencia de
descendencia directa de la pareja. A la muerte de Alberto, las provincias leales de los
Países Bajos se reincorporaron a la Monarquía de Felipe IV en virtud de un proceso de
restitución o reversión de soberanía iniciado en 1621.
La estructura imperial de la Monarquía de España se mantuvo en pie, en lo esen—
cial, hasta 1713—1714 (Stradling). Las rebeliones de talante disgregador de Portugal y
Cataluña (1640) se saldaron con la secesión de Portugal, reconocida en 1668, que los
portugueses interpretaron como restauración tras el periodo de dominación española.
La paz de los Pirineos (1659) sancionó la pérdida de la Cataluña norpirenaica (conda-
do de Rosellón y parte del de Cerdaña), además de la provincia de Artois, en los Países
Bajos. Y las sucesivas derrotas ante Luis XIV de Francia supusieron la erosión de bue—
na parte de las provincias leales: doce ciudades en la paz de Aquisgrán (1668); catorce
plazas y el Franco—Condado en la paz de Nimega (1679); el ducado de Luxemburgo y
otros enclaves menores en la tregua de Ratisbona (1684). Y, en el Caribe, desde 1635,
franceses, ingleses y holandeses ocuparon establemente algunas islas de las Antillas
menores, aunque fracasaran sus instalaciones continentales.
cionaban como supremo tribunal de justicia y como la más alta instancia gubernativa de
cada uno de ellos. Los Consejos —de Aragón, Italia, Indias, Flandes 0 Portugal—, ocupa—
dos en la gestión de todo lo reservado para sí mismo por el rey, le permitían ejercer el go—
bierno de manera personal en la distancia. Conviene considerar, además, que fueron obje—
to de ordenación jerárquica durante el reinado de Felipe 11, en lo que se ha venido a identi—
ficar con un proceso de <<territoria1ización» de la Monarquía. Lo desencadenó la fijación, a
partir de 1561, de la Corte Regia en Castilla, en Madrid y en el circuito de cazaderos y si—
tios reales de sus alrededores, a los que el monarca se desplazaba según las estaciones del
año. El proceso se entiende como organización jerárquica del conjunto en espacios de
control. Esto es muy claro en el caso de «Italia», que surgió como tal entidad diferenciada,
y superpuesta al ducado de Milán y a los reinos de Sicilia y Nápoles, cuando se segregó
del Consejo de Aragón. Se hizo entonces evidente la distinción de un centro político de la
Monarquía, constituido por Castilla y sus Consejos de gobierno, que adquirieron prela—
ción sobre los restantes Consejos tenitoriales. Esta prelación se manifestaba en forma de
precedencia de sus miembros en las reuniones mixtas de consejeros, y de los tribunales en
el protocolo ceremonial. Tenía, también, su transposición en la prioridad otorgada a los tí—
tulos de Castilla, seguidos de los de Aragón, y en los documentos oficiales cuando se refe—
ría la titulación completa del monarca. Dicha anteposición se fundaba en la condición de
núcleo básico de la Monarquía reconocida a ambas Coronas, mientras los restantes territo-
rios —y sus títulos y Consejos— se ordenaban correlativamente en función de la antigüedad
de su agregación a la primordial y primigenia «Corona de España».
Una de las máximas políticas fue la designación de delegados personales del rey
en cada territorio. Obviamente, tal representación no resultaba necesaria en Castilla,
donde residió habitualmente desde 1559, pero sí en los restantes miembros. Aunque
Castilla no siempre gozó de la presencia continua del rey. En tiempos de Carlos V, su
asistencia física fue intermitente y el gobierno se encomendó a lugartenientes perso—
nales o regentes de manera temporal. Lo mismo ocurrió en los Países Bajos y, en am—
bos casos, lugartenencias o regencias presentan rasgos comunes.
Por lo que se refiere a sus titulares, cabe señalar que casi siempre fueron miembros
de la familia real. Su mujer, la emperatriz Isabel de Portugal (1529—1533 y 1535—1538),
su hijo heredero —el futuro Felipe II— (1543-1548 y 1551—1554), y su hermana, la in—
fanta Juana (1554—1558), asumieron la lugartenencia general común de las Coronas de
Castilla y Aragón a lo largo de una dilatada etapa. Su hermano Fernando, elegido Rey de
Romanos en 1531, actuó como lugarteniente en el Sacro Imperio Romano. Y en los Paí—
ses Bajos, su tía Margarita de Austria, duquesa de Saboya, asumió la regencia de las
provincias en 1517—1530, y su hermana María de Hungría entre 1531 y 1555. Tras las
abdicaciones del Emperador en Bruselas en octubre de 1555 (Países Bajos) y en enero
de 1556 (Castilla, Aragón, Navarra, Indias, Sicilia y Cerdeña), Felipe ll procedió de la
misma manera. Designó a su primo—hermano el duque Manuel Filiberto de Saboya
(1555— 1559) como su lugarteniente en las provincias de Flandes; y Margarita de Parma
(1559—1567), hija natura] del Emperador, sustituyó al duque poco antes de que el nuevo
monarca se trasladara definitivamente a la península en 1559.
!,
Este tipo de delegaciones personales contaba con precedentes, más o menos in—
mediatos, de una doble tradición borgoñona y aragonesa. A la muerte de la abuela
paterna de Carlos V, María de Borgoña (1487), soberana de los Países Bajos, su ma—
rido, Maximiliano de Habsburgo, actuó como regente hasta la mayoría de edad de su
hijo y heredero, Felipe el Hermoso. Su repentina muerte, en 1506, obligó al ya em—
perador Maximiliano I a delegar el gobierno de los estados borgoñones en su hija
Margarita de Austria, duquesa viuda de Saboya. Margarita lo desempeñó durante la
minoría de su sobrino Carlos de Austria (1507—1515) у su titularidad le fue renovada
por el propio Carlos, ya mayor de edad, en 1517 y en 1519. En la Corona de Aragón,
la delegación del poder y de la autoridad real en representantes personales —deno—
minados lugartenientes, Virreyes o gobernadores, según los casos— había sido habi—
tual desde la etapa medieval y se hallaba firmemente afianzada en el siglo xv. Se ha—
bía recurrido a ella para contrarrestar el absentismo real y articular políticamente el
conjunto de unos reinos dispersos y heterogéneos. De hecho, durante la etapa
1529—1558, las sucesivas regencias de las Coronas de Castilla y Aragón convivieron
junto con subdelegaciones del poder real en cada uno de los territorios de la Corona
de Aragón, que conservaron lugartenientes específicos, algunos designados por los
propios regentes.
Cuando la corte permanente sustituyó a la itinerante resultó imposible la ficción
de la presencia intermitente del monarca en cada uno de sus dominios. Para los súbdi—
tos de todos ellos, un posible, aunque improbable, viaje del rey resultó ser la única es—
peranza de gozar temporalmente de la presencia de su soberano natural. Por eso, 1561
resulta ser una fecha clave en la construcción de la Monarquía, marcada por el obliga—
do alejamiento físico del rey. Un alejamiento y extrañamiento que Felipe II se propuso
contrarrestar haciendo uso de recursos institucionales y simbólicos.
Por regla general, el lugarteniente del rey ejercía sus funciones bajo el título de
gobernador general o de virrey. La denominación oficial variaba según el territorio,
pero la de virrey fue la más extendida. Se empleó en los reinos de la Corona de Aragón
—en los peninsulares de Aragón y Valencia, en el principado de Cataluña, en el insu—
lar de Mallorca, y en los italianos de Cerdeña, Sicilia y Nápoles— y fue exportada a
las lndias (Perú y Nueva España), y empleado en reinos de temprana y de tardía incor—
poración como el de Navarra о el de Portugal. En el ámbito europeo, sin embargo, la
de gobernador estuvo vigente en los Países Bajos y en el estado de Milán, y dentro del
ámbito castellano, en zonas periféricas como Galicia y Canarias, así como en múlti—
ples demarcaciones americanas y en Filipinas.
Las atribuciones de Virreyes y gobernadores fueron similares; mejor dicho, po—
dían variar en cada territorio y coyuntura por razones ajenas a la denominación del
cargo. Los poderes diferi'an en función de las circunstancias de la lugartenencia, y de
la calidad o condición de quien la asumía, porque el monarca no siempre estuvo dis—
puesto a efectuar el mismo grado de delegación. Además, porque los territorios no
reunían las mismas condiciones de estabilidad ni presentaban siempre idénticos nive—
les de consenso político interior. Por eso, no todos los Virreyes y gobernadores eran
iguales: los había propietarios e interinos en el cargo, ordinarios y de sangre real. Y el
grado de autonomía de cada uno, consustancial a la mayor o menor delegación confe—
rida por el rey en las instrucciones de gobierno, no siempre fue el mismo.
Las instrucciones se elaboraban cada vez que se producía un relevo. Cada
nuevo titular recibía las suyas, aunque no por eso fueran únicas e irrepetibles. En
muchos casos, no pasaban de ser meras reiteraciones de las instrucciones dadas a
los predecesores; pero, en otros, fueron objeto de una reelaboración cuidadosa y
redefinieron las potestades del titular, delimitando sus funciones, restringiendo
sus competencias y subordinando cada vez más su actuación a las directrices mar—
cadas desde la Corte Regia.
Cabe reconocer, por tanto, una evolución en este tipo de instrucciones. En un pri—
mer momento, no pasaban de ser simples apuntamientos o advertencias para orientar
la labor de los lugartenientes del rey. Enunciaban principios generales de gobierno (la
defensa de la fe católica, de la justicia, de la paz y de la seguridad de los vasallos) y
también incluían recomendaciones para resolver problemas concretos, pero su fun—
ción era más indicativa que normativa. En lo relativo a las prerrogativas del cargo,
presentaban notables imprecisiones que favorecían que sus titulares se extralimitaran.
Sin embargo, conforme avanzó el reinado de Felipe II, incorporaron cláusulas cada
vez más esclarecedoras, y por lo tanto restrictivas, con lo que se asistió a una progresi—
va definición del cargo. Sus facultades y actos de gobierno quedaron perfectamente
delimitados por una reglamentación jurídica configurada a tal efecto y promulgada en
nombre del rey por los respectivos Consejos territoriales. La fundación, refundación 0
reforma de los Consejos de Indias (1571), Italia y Aragón (1579), Portugal (1587) y
Flandes (1588), que solían ocuparse de elaborar y de despachar dichas instrucciones,
impulsó este proceso de definición de la lugartenencia regia.
Conviene aclarar que el termino «instrucciones de gobierno» engloba un conjunto
variable de despachos. En primer lugar, estaba el preceptivo título o patente de comisión
260 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
La elección de parientes próximos para asumir la representación del rey en los di-
ferentes dominios de la Monarquía resultaba plenamente consecuente con el carácter
de la lugartenencia real. Eran los más apropiados para desempeñarla: la consanguini-
dad hacía que el artificio simbólico luciera en todo su esplendor de modo completa—
mente natural. En algunos territorios, sobre todo en Portugal y en los Países Bajos, los
mismos vasallos reclamaron que el representante del rey fuera un miembro de su
familia.
Las circunstancias de la incorporación de Portugal en 1580—158 1, indujeron a Fe—
lipe II a designar un virrey Habsburgo para satisfacer a los recientes vasallos portu—
gueses. Pero el primer virreinato, el del cardenal—archiduque Alberto de Austria
(1583-1593), no tuvo continuidad hasta el de Margarita de Saboya, nieta de Felipe II
(1634—1640). Felipe П se comprometió en la paz de Arras (l579) a encomendar la go—
bernación de los Países Bajos a príncipes de sangre real. Este tratado sancionaba el re—
conocimiento de la soberanía del rey y el retorno a su obediencia de las provincias me-
ridionales, que se alejaban, así, de las septentrionales que se mantenían rebeldes. Y el
monarca respetó el pacto en la medida de lo posible con la designación de cuatro de
sus sobrinos: Alejandro Farnesio, príncipe de Parma (1579—1592), y los archiduques
Ernesto (1594—1595), Alberto (1595—1598) y Andrés (1598—1599) de Austria.
Aun así, durante la segunda mitad del siglo XVI y durante el XVII, los virreinatos y
las gobernaciones ordinarias ——las encomendadas a miembros de la alta nobleza——
fueron lo habitual, porque la extensión de la Monarquía y la falta de príncipes disponi—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 261
bles impedía otra solución. Era imposible atender tal demanda aunque algunos repitie—
ran, como el archiduque Alberto de Austria, que ejerció como gobernador de los Paí—
ses Bajos tras abandonar el virreinato de Portugal (1595). Su esposa, la infanta Isabel
Clara Eugenia, que asumió la soberanía de los Países Bajos a la muerte de Felipe II y la
retuvo hasta 1621 , actuó como lugarteniente de Felipe IV tras enviudar sin descenden—
cia (1621—1633). Le sucedió en Bruselas el cardenal—infante don Fernando, hermano
menor de Felipe IV, como gobernador de las provincias de Flandes (1634— 164 l ), des-
pués de ejercer como virrey de Cataluña (1632—1633) y como gobernador de Milán
(1633— 1634).
Pese a su menor idoneidad, los miembros de la alta nobleza titulada asumieron la
representación del rey en la mayoría de los reinos y provincias. En este colectivo,
la oferta de candidatos y el campo de elección fueron amplios. Por sus funciones, ca—
racterísticas y relevancia, el cargo resultaba muy atractivo para los linajes más distin-
guidos y para las facciones de mayor pujanza en la Corte Regia. Estos competían por
ocupar una posición preeminente en el entorno real y, de hecho, la obtención de un vi—
rreinato 0 una gobernación representaba un hito en la carrera política de cualquier
aristócrata. En parte, porque tal experiencia resultaba decisiva para aspirar a una plaza
en el Consejo de Estado, que constituía el verdadero colofón de la carrera nobiliaria.
Mediante la selección de los candidatos más aptos dentro de la nobleza de mayor
rango, el monarca pudo ejercer una política a favor de facciones y de linajes acorde
con sus intereses. Dicha política contemplaba la satisfacción y la frustración de expec—
tativas. Quienes recibían en propiedad los virreinatos y las gobernaciones más ambi—
cionadas por sus rentas, poder o prestigio, disfrutaban de la oportunidad de acumular
servicios que luego repercutirían en el engrandecimiento de su casa y les permitirían
escalar mejores posiciones en la Corte. Otros los ocupaban como interinos, a la espera
de que un candidato más apropiado —generalmente, un príncipe de sangre— se halla-
ra disponible y, más adelante, obtenían una sustanciosa promoción, bien en la Corte,
bien en una lugartenencia distinta. Y otros, por último, eran relegados o colocados al
frente de virreinatos y gobernaciones de menor entidad, permaneciendo años lejos de
la Corte y sin posibilidad alguna de intervenir en la alta política cortesana.
Desde temprano, el supremo delegado territorial del monarca combinó una doble
dimensión: la político—administrativa, ligada a la lugartenencia real, y la militar, liga-
da a la capitanía general. Como vértice del entramado administrativo de cada territo—
rio, el lugarteniente del rey actuaba como cabeza de la comunidad política cuyo go—
bierno le había sido encomendado. Esto le convertía en nexo de unión entre el monar—
ca y la comunidad regnícola, en un vínculo de doble dirección entre la Corte Regia y
un determinado territorio. Pero era también el máximo responsable de la seguridad
y la defensa en ese espacio jurisdiccional. El mando supremo sobre las tropas desple—
gadas era otra de sus atribuciones y el monarca se lo confería bajo el título de capitán
general, anejo al de virrey o gobernador.
Originalmente, la jurisdicción civil y la militar habían estado separadas en algu—
nos territorios, en especial los de la Corona de Aragón, pero el conflicto de competen-
cias entre los titulares de la una y de la otra habían sido constantes. Esto aconsejó
262 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
mas que generaba la tajante separación de estas dos <<haciendas del rey». La tentativa
de establecer una única Tesorería general fracasó en los Países Bajos pero no en Mi—
lán, donde se implantó en la década de 1570, lo que resultó ventajoso para la centrali—
zación de la información y el control contable. Aunque la maquinaria de guerra se co—
financiaba con fondos de procedencia dúplice, la coordinación de los ingresos y de los
gastos resultaba vital para garantizar su eficacia. En Portugal, el dinero transferido por
el monarca para los presidios o las armadas se distribuyó mediante libranzas emitidas
en nombre del capitán general y no en el del lugarteniente del rey durante algún tiem—
po; pero, desde 1600, la asunción de la capitanía general por el virrey le colocó al fren—
te de la administración de los recursos castellanos consumidos dentro del reino, aun-
que no eliminó la doble vía de gestión.
El control de los lugartenientes y el de los capitanes generales, por la distinta natu-
raleza de sus atribuciones, se ejerció de modos diferentes. El recorte formal de sus facul—
tades que veíamos en las instrucciones de gobierno se complementó con otros controles
en el doble ámbito de lo público y de lo privado. Las instituciones y las personas que es—
taban en su entorno ministerial y personal ejercían, a la vez que labores de asesoramien—
to y apoyo, otras de inspección y de supervisión. En el primer ámbito, el rey contaba con
una serie de organismos y de ministros reales específicos colocados <<cerca de su perso—
na», en la cúpula gubernativa del territorio, con nombres y prerrogativas diferentes en
cada reino o provincia (audiencias, consejos, etc.). En ocasiones, dichos organismos y
ministros estaban capacitados para corregir y rectificar los actos del lugarteniente del
№
rey, cuando comprometían el funcionamiento ordinario de las instituciones de gobierno
o contravenían abiertamente la ley. Debían ponerlo en conocimiento del monarca para
su ratificación o impugnación. De hecho, estaban autorizados a amonestar a su máximo
representante y a emplazarle a observar sus instrucciones de gobierno, e incluso podían
negarse a acatar sus órdenes cuando contradecían las del soberano. En el ámbito priva—
do, su desempeño competía al personal que mantenía una relación más estrecha con el
lugarteniente regio, como lo era su confesor. El rey cuidaba la elección de éstos, sobre
todo cuando el lugarteniente era un príncipe de sangre. En tales ocasiones, la super—
visión de sus actuaciones se podía ejercer, también, desde su <<Casa>>, el organismo de
servicio palaciego que le rodeaba, lo mismo que al monarca en la Corte Regia. Esto per—
mitía colocar en el entorno del príncipe—lugarteniente a servidores de confianza del rey,
o del valido, que mediatizaran el acceso a su persona, y que vigilaran quiénes disfruta—
ban de su cercanía y, con ello, podían ganar su favor.
Los controles del lugarteniente como capitán general se establecieron casi siempre
en el ámbito hacendístico militar. En tiempo de guerra, éste disponía de ingentes sumas
de dinero y es lógico que el monarca quisiera que se gastaran según sus intereses. Dele—
gaba en el capitán general, en términos casi absolutos, la decisión sobre los pagos que
hacía la Tesorería militar, pero reservaba para sí la definición de las grandes líneas de la
política de gastos. Y lo hacía mediante la remisión de órdenes específicas para orientar—
la, del mismo modo que para definir los objetivos y la propia estrategia de cada campa—
ña. Las amplias condiciones de la delegación permitían al capitán general desarrollar un
amplísimo patronazgo en el seno del ejército. Podía crearse, con dinero del rey, una
clientela afecta entre sus subordinados, mediante la asignación arbitraria de pensiones,
sobresueldos y complementos de cualquier naturaleza. Los reyes se esforzaron en con—
trarrestar y controlar la autoridad de sus capitanes generales mediante el establecimien—
264 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
to de Juntas de Hacienda y de Juntas de Guerra que condicionaran las decisiones del ca-
pitán general en materia de pagos, promociones y ascensos. Estos organismos colegia-
dos establecían controles administrativos recíprocos, por la mutua fiscalización que
ejercían entre sí los agentes implicados en el proceso de toma de decisiones. El soberano
evitaba, así, que sus capitanes generales llegaran a convertirse en caudillos todopodero—
sos y se aseguraba no perder el control sobre sus ejércitos.
La propia organización de las finanzas militares facilitaba estos contrapesos. En
todos los ejércitos de la Monarquía se hallaba vigente la tripartición de funciones de la ‘`
2.2.4. Los recursos simbólicos del lugarteniente del rey: la Corte provincial
dicos para la sociabilidad nobiliaria. Los rituales cortesanos y las ceremonias palati-
nas, organizadas para regocijo de los miembros de la Corte provincial, afectaban al
entorno más próximo al lugarteniente del rey y se hallaban minuciosamente reguladas
por la etiqueta y el protocolo. Contribuían a exaltar su autoridad y a realzar su preemi—
nencia dentro de la comunidad política, al tiempo que establecían una rígida jerarquía
entre los miembros de la nobleza dentro de palacio, que se proyectaba también fuera
de sus muros.
Pero el espectro de celebraciones cortesanas era más amplio y abierto. Compren—
día solemnes actos públicos marcados por el calendario religioso general y local.
Otras festejaban los grandes acontecimientos de la Monarquía, como las victorias y
las paces. Otras solemnizaban episodios políticos y personales de la familia real y de
la dinastía: funerales, nacimientos, bautismos, esponsales, jura del heredero, viajes y
entradas reales, etc. En este tipo de actos, la participación era mucho más extensa y las
propias ciudades se convertían en escenarios de representación ceremonial y festiva,
porque se programaban desfiles, procesiones, cortejos y comitivas de variado signo,
que llenaban todo el espacio urbano e implicaban a todas las corporaciones ciudada—
nas (conventos, cofradías, gremios, tribunales de justicia e instituciones de gobierno
local). Tales despliegues escenográficos, promovidos por las autoridades locales, res—
petaban los criterios vigentes para jerarquizar la sociedad y reproducían su organiza—
ción corporativa. Por lo general, todos ellos respondían a programas iconográficos
muy elaborados, encaminados en buena parte de los casos a exaltar la majestad real y
la autoridad, el linaje y las cualidades políticas de sus supremos representantes territo—
riales.
Las entradas reales quedaron restringidas a los reinos peninsulares cuando la
Corte Regia dejó de ser itinerante en 1561, pero en los demás territorios también se re-
crearon solemnidades de similar contenido. Así, cada nuevo lugarteniente inauguraba
su gobierno con entradas solemnes en la capital y en las principales ciudades del terri—
torio encomendado. Consistía en una celebración procesional y festiva en la que parti—
cipaba la ciudad entera, engalanada con arcos triunfales y arquitecturas efímeras, pla—
gadas de imágenes, inscripciones, emblemas y alegorías de naturaleza política. Tales
decoraciones ensalzaban el poder del nuevo gobernante, evocaban sus virtudes políti-
cas y ponían al descubierto las aspiraciones de los grupos privilegiados, es decir, las
esperanzas que habían depositado en su acción de gobierno. Como es lógico, los reci—
bimientos eran mucho más suntuosos cuando se inauguraban gobernaciones o virrei—
natos de sangre real; éstos tenían su antecedente inmediato y su máxima expresión en
las entradas solemnes protagonizadas por el príncipe Felipe (futuro Felipe П) en su
viaje por el norte de Italia, el Sacro Imperio y los Países Bajos, en 1548—1549.
En este tipo de lu gartenencias, lo cortesano cobraba mayor relevancia. En primer
lugar, porque los príncipes de sangre disponían de una «Casa» organizada a imagen y
semejanza de la <<Casa Real», con los cuatro servicios principales de comida, cámara,
capilla y caballeriza bajo la supervisión y gobierno de la mayordomía; su séquito cor—
tesano era, por eso, bastante más numeroso que el de los gobernadores y Virreyes ordi—
narios. En segundo lugar, porque los rituales de Corte se revitalizaban entonces para
impregnarlo todo de un sentido ceremonia] y jerárquico, vital en los presupuestos fa—
miliares y dinásticos de los Habsburgo. Proliferaban, además, los divertimentos corte-
sanos (bailes, mascaradas, representaciones teatrales y manifestaciones festivas de
266 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dos eran mayores y la carrera más variada: comenzaban como alcaldes o fiscales en
una audiencia y, tras diversos ascensos y destinos, podían llegar a los consejos centra—
les de la Corte. Sin embargo, los oidores de las audiencias de Zaragoza, Valencia o
Barcelona apenas podían aspirar a tres plazas en el Consejo de Aragón. En el caso de
los dominios italianos, las posibilidades de desarrollar una carrera en la Corte Regia,
vinculada al Consejo de Italia, se redujeron cuando una de las dos plazas de consejeros
o regentes asignadas a cada territorio (Milán, Nápoles y Sicilia) comenzó a ser ocupa—
da por un español durante el reinado de Felipe II; al no tener lazos ni intereses ubica—
dos en Italia, a estos regentes españoles se les suponía mayor imparcialidad hacia los
asuntos examinados. En los Países Bajos, las opciones para formar parte del Consejo
de Flandes también fueron limitadas por la escasa dotación que el tribunal mantuvo
durante largos periodos. Hasta 1588 no existió como Consejo sino como «ministerio
colateral», integrado por un único consejero—guardasellos asistido por un secretario.
La incorporación de un segundo consejero, en l588, lo convirtió en «colegio colate—
ral», pero la cesión de la soberanía de los Países Bajos obligó a decretar su supresión
en 1598. La restitución de soberanía de 1621 coincidió con el restablecimiento del
Consejo de Flandes en Madrid, pero volvió a funcionar como «ministerio colateral»
hasta 1628 y, en adelante, pocas veces contó con más de tres consejeros en la Corte.
En realidad, el colofón de la carrera de cualquier jurista flamenco lo representaba el
Consejo Privado de Bruselas, seguido del Gran Consejo de Malinas, que centraliza—
ban la justicia superior de todo el territorio y funcionaban como tribunales judiciales
comunes de apelación para los Consejos dejusticia de cada provincia.
Por entonces no se distinguía nítidamente lojurisdiccional —j uzgar lo equitati—
vo según derecho en cada caso— de lo administrativo —gobernar lo conveniente se—
gún criterios <<políticos»—. Los tribunales del rey, en diferentes medidas, solían
combinar lo que desde Montesquieu diferenciamos como poderes Judicial, Ejecuti-
vo y Legislativo. Habitualmente funcionaban divididos en salas especializadas; en
unas, los oidores juzgaban los asuntos civiles, y en otras los alcaldes sentencíaban
los criminales. Pero también intervenían como asesores legales en asuntos de Go—
bierno y en la elaboración de normas, lo que les confería un enorme poder al servicio
del rey, o de su virrey o gobernador. Desde Pamplona, el Consejo de Navarra, en co—
laboración con el virrey, supervisaba el gobierno local (elaboraba las listas de sor—
teables para los cargos, examinaba las cuentas, aprobaba las ordenanzas, etc), el co—
mercio y el abastecimiento (licencias de exportación, tasas de precios, acuñación de
moneda, etc), el orden y la moralidad públicas. Virrey y Consejo dictaron numero—
sos autos acordados y reales provisiones regulando los más diversos asuntos; aun—
que eran normas particulares que no debían contradecir los fueros y leyes generales,
de hecho lo hacían en muchas ocasiones.
jurisdicción sobre las tres Cámaras de Cuentas existentes en territorio leal (Bruselas, Lille
y Roerrnond), que centralizaban la intervención y el control contable de sus respectivas
circunscripciones del mismo modo que la Contaduría Mayor de Cuentas lo hacía en la Co—
rona de Castilla. El virrey de Nápoles disponía de un Consejo Colateral, que le asesoraba
en materias de Justicia, Gobierno y Hacienda; una Gran Corte de la Vicaría y un Sacro Re—
gio Consejo, dos tribunales centrales de apelación, ejerciendo el segundo la jurisdicción
superior en materia civil y criminal; y la Regia Cámara de la Sumaria, un tribunal de ha—
cienda con jurisdicción en materias fiscales y en cuestiones relacionadas con la cobranza y
la administración de las rentas reales. El virrey de Sicilia contaba con la colaboración de
tres altos tribunales de Administración y Gobierno: el Tribunal del Real Patrimonio (o Re—
gia Cámara), que fiscalizaba toda la gestión financiera del reino; el Tribunal de la Sacra
Regia Conciencia, que administraba la Justicia superior; y el Tribunal de la Regia Monar—
quía, al que competía la justicia eclesiástica y que supervisaba la actuación del clero de la
isla. Además, el virrey estaba obligado a reunirse en Sacro Regio Consejo con los máxi—
mos exponentes de la magistratura y de los tribunales de Gobierno, aunque acabó genera—
lizándose la costumbre de convocar la Junta de los presidentes de los tres altos tribunales y
el consultor, un jun'sconsulto de origen español que le asesoraba en todas las materias de
índole jurídica. El gobernador de Milán era asistido por un Consejo Secreto en materias
de Guerra y Gobierno y en la revisión de las sentencias criminales; por los Magistrados
Ordinario y Extraordinario, dos tribunales supremos que gestionaban la Hacienda lom—
barda, en cuestiones financieras y fiscales; y por el Senado, con jurisdicción en asuntos ci—
viles. El virrey de Portugal contaba con la asistencia de un Consejo de Estado en asuntos
políticos; con la de un consejo formado íntegramente por letrados, el Desembargo do
Paço, dividido en salas de apelación y suplicación, en asuntos jurídicos; y con la de un
consejo especializado en todo lo relativo alas órdenes militares y a los asuntos eclesiásti—
cos, la Mesa de Consciência e Orden.
Durante el siglo XVI creció el número de tribunales reales, jueces y personal sub—
alterno. Los súbditos pidieron una justicia más profesional e independiente, y acudie-
ron masivamente a los tribunales del rey, olvidando otras formas tradicionales de arbi—
traje y mediación (Kagan). Los monarcas, por su parte, los utilizaron para afianzar su
posición y para hacer sentir su presencia por todas partes.
En Castilla funcionaron dos grandes Chancillerías, competentes al norte y al sur
del río Tajo: la de Valladolid, reformada en 1489, y la de Granada, por traslado de la
de Ciudad Real (1494—1505). En cada una de ellas trabajaban entre 25 y 35 letrados
superiores (oidores, alcaldes y fiscales), organizados en salas especializadas (Civil,
Criminal e Hidalgos, y de Vizcaya en la de Valladolid), además de un centenar o más
de «infraletrados» auxiliares (relatores, escribanos, procuradores) y de personal sub—
alterno (alguaciles). Por debajo estaban las audiencias de Galicia (1480), de Sevilla
(1525) y de Canarias (1526), con 6—12 alcaldes y oidores en cada una, y de menor cate—
goría. Chancillerías y audiencias, salvo excepciones, veían las causas en segunda ins—
tancia, como apelación desde las justicias ordinarias inferiores. De las chancillerías,
que eran tribunales supremos, sólo cabía, en ciertos casos, la suplicación a la sala de
Mil y Quinientas del Consejo Real.
En la Corona de Aragón, las audiencias de Aragón y Cataluña (1493) se crearon
a petición de las Cortes; las de Valencia (1507), Cerdeña (1564) y Mallorca (1571)
fueron decisiòn del rey. El número de oidores y alcaldes se duplicó a lo largo del si—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 269
glo XVI, para estabilizarse entre 10 y 20, por la creación de salas específicas para cau—
sas criminales y por el desdoblamiento de las de civil. Como en Castilla, veían las
causas en apelación de los tribunales inferiores. Las audiencias de Aragón y de Cata—
luña eran supremas y ejercieron una gran autoridad: oscureciendo el papel del tribunal
del «Justicia», la primera, y erigiéndose como intérpretes de los fueros en su labor de
crear juri sprudencia, la segunda. Desde Valencia 0 Mallorca cabía suplicar al Consejo
de Aragón ciertas causas de mayor gravedad.
cisos para mantener la justicia y la paz. Ahora bien, esto podía articularse de formas
diversas.
al margen de las Cortes, también los particulares y las comunidades otorgaban al rey
donativos graciosos, o a cambio de privilegios u honores.
Las Cortes no respondían a criterios de representación democrática, pero no por
ello podemos afirmar que no fueran representativas en aquella sociedad. Lo habitual
era una participación estamental en los tres brazos —la nobleza, el clero y las repúbli—
cas o universidades— pero había excepciones. En Castilla sólo acudían procuradores
de un número reducido de ciudades, en Nápoles los eclesiásticos no tenían un esta-
mento propio, y en Aragón la nobleza se desdoblaba en dos brazos. En cualquier caso,
en las cortes se escuchaba, más amplia o más seleccionada, la voz de los grupos pode-
rosos. Lo cual no quiere decir que constituyeran el único ni, en ocasiones, el principal
foro de consenso político. La alta nobleza señorial de Castilla, que no participaba
como tal, se hacía escuchar por su presencia en los consejos y, sobre todo, en la Corte.
El contacto del rey con los poderosos se hizo muchas veces negociando de forma di—
recta con las ciudades, al margen de reuniones formales de cortes.
Los reyes se sintieron más o menos cómodos en estas asambleas según se hubiese
desarrollado su configuración bajomedieval. Hoy no puede contraponerse, sin mati—
ces, la imagen de un rey todopoderoso en las Cortes de Castilla y absolutamente ma—
niatado por las de los reinos de la Corona de Aragón, aunque la negociación le resulta—
ra más fácil y rentable en el primer foro que en los segundos. La resistencia antifiscal
de las ciudades castellanas resultó muy vigorosa, y los estamentos levantinos, más in—
lluenciables de lo que se creía. En cualquier caso, las Cortes castellanas fueron convo—
cadas 47 veces entre 1518 y 1660, y los Estados provinciales en los Países Bajos, casi
todos los años; las de los reinos orientales lo fueron mucho menos (11 veces las de Ca—
taluña y Valencia y 14 las de Aragón), y las de Portugal sólo tres entre 1580 y 1640.
Carlos II nunca llamó a las Cortes de Castilla, Valencia, Cataluña o Nápoles, sólo dos
veces a las de Aragón y cinco a las de Navarra. Este declive del parlamentarismo
—general en Occidente, salvo excepciones— no equivale al triunfo del absolutismo,
sino a un nuevo equilibrio de fuerzas. Desde 1665, las ciudades castellanas prefirieron
entenderse directamente con el monarca y prescindir de las Cortes, lo cual convino al
débil gobierno de Carlos II. En los reinos levantinos, marginar o prescindir de las Cor—
tes no significó que se interrumpiera el diálogo político: simplemente, la gestación del
consenso empezó a circular por otras vías, incluso más interesantes para sus elites na—
cionales.
En Castilla, el reino lo encarnaban los procuradores de dieciocho ciudades en
1492 (veintiuna en 1660); la nobleza y el clero, poco relevantes ya a mediados del xv,
no fueron llamados desde 1538. Acudían dos procuradores por ciudad, seleccionados
por elección, turno o sorteo, generalmente entre los regidores que las gobernaban. Per—
tenecían a la elite de nobleza media—alta y con intereses rentistas, una oligarquía cada
vez más selecta y cerrada con el paso del tiempo. Participaron, en general, con poderes
consultivos y no decisivos, por lo que la resolución final de los asuntos no escapó de
las ciudades representadas. El juramento del rey y del príncipe era su principal fun—
ción política, pero la concesión de subsidios constituía el núcleo de la institución. La
petición de leyes, que decretaba el rey, siempre importó menos: Castilla se gobernaba
fundamentalmente por pragmáticas reales, en un sistema de «decisionismo regio»
(Lalinde). Conforme crecieron las necesidades bélicas de la Monarquía, sus cortes
ejercieron mayor protagonismo: aportaron el 25 % de las rentas reales en 1570 y casi
COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 275
fició al conjunto de la población con una menor presión fiscal y una mayor seguridad
jurídica.
Aunque aumentaran las necesidades financieras del rey, el donativo que conce—
dían las Cortes en la Corona de Aragón apenas creció. Además, como era habitual
entonces, una parte importante del servicio no salía del reino que lo votaba, sino que
pagaba salarios y privilegios de los mismos naturales. Las poderosas generalidades o
diputaciones, que funcionaban entre dos reuniones como representación política del
reino, recaudaban y administraban cuantiosos impuestos comerciales con la idea de
acumular y poder servir cuando el rey convocara Cortes. La Generalidad catalana, a
principios del XVII, tenía tres veces más ingresos anuales que Felipe III en el Principa—
do, lo que le permitía mantener una amplia red clientelar y de intereses. El pueblo, lo
mismo que el rey, era consciente de esta corrupción pero, por parecidos motivos que
en Castilla, las elites beneficiarias del sistema impidieron su reforma.
Los parlamentos de Sicilia y Cerdeña recuerdan a los de Aragón y Cataluña, por
el largo contacto mantenido desde la Baja Edad Media. En Milán, sin embargo, no
existía como tal asamblea representativa propiamente dicha y lo más parecido a este
tipo de instituciones era el Senado de la ciudad. El Parlamento General del reino de
Nápoles se reunía en la ciudad cada dos años. Su finalidad primordial era conceder un
servicio ordinario llamado donativo, consistente en una suma predeterminada que se
repartían las universidades (ciudades demaniales o de realengo) y los barones (nobles
titulados, miembros de la nobleza feudal o territorial), los dos únicos miembros que
mantenían representación en la Asamblea. Fue convocado por última vez en 1642 y la
decisión de transferir sus funciones a los representantes de la ciudad de Nápoles desde
esa fecha se insertaba en una tendencia general. En toda la Monarquía se reconoce un
largo proceso de <<municipalización>> de las asambleas representativas, como hemos
visto en la de Castilla, configurada desde 1538—1539 como una «junta de ciudades»,
de la que incluso se prescindió, después de 1665, para negociar directamente con los
cabildos urbanos, que retenían el voto decisivo. Nápoles acabó erigiéndose en intér—
prete de otros centros urbanos, que habían ido delegando en ella sus votos mucho an—
tes de 1642.
Las Cortes de Navarra ejemplifican la capacidad de adaptación de estas asam—
bleas parlamentarias ante el creciente poder del rey, y la eficacia con que podían llegar
a cumplir su tarea de interlocución. La conquista permitió una nueva organización
orientada, precisamente, a compaginar el interés de ambas partes, que no era tan in—
compatible como solemos creer. Se convocaron con más frecuencia, incluso, que las
de Castilla, y las reunió el virrey como cámara única, lo que agilizaba el proceso. Las
elites pudieron actualizar los fueros y leyes a la medida de sus intereses, pero a cambio
de servir con bastante regularidad y mayor realismo que en Aragón. Cuando en los
años de 1640 la presión fiscal y militar se disparó, respondieron con mayores servi—
cios, pero reservándose su recaudación y administración. En 1576 se reunió la primera
diputación permanente, cuya actividad política y administración económica no cesó
de crecer hasta el siglo XVIII.
Un caso muy peculiar era el de los Países Bajos, porque las 17 provincias tenían su
propia asamblea y, además, sus representantes fueron convocados a unos Estados Gene—
rales. La rebelión de las Provincias Unidas, desde los años 1580, limitó estos Estados
Generales, en los Países Bajos católicos, a asuntos de extrema gravedad. Así, se reunie—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 277
ron en Bruselas en 1598 y en 1600 con motivo de la cesión de soberanía del territorio a
los archiduques Alberto e Isabel, y en 1632 para contrarrestar la grave crisis política de—
satada por las victorias holandesas. Felipe IV y Carlos H, finalmente, renunciaron a con-
vocarlos para evitar que articularan la oposición a sus postulados. Como contrapunto,
los Estados Provinciales fueron convocados un mínimo de dos veces al año para la peti—
ción y el consentimiento de las ayudas fiscales, ordinarias y extraordinarias.
En la mayoría de los Estados Provinciales, la nobleza y el clero constituían dos de
los tres miembros que deliberaban y votaban reunidos por separado. El tercero lo inte—
graban las chef—villes o bonnes villes, las principales, en un número variable y con un
poder decisivo. Se requería el acuerdo de los tres miembros, y en Flandes, la unanimi-
dad de los integrantes era un requisito igualmente ineludible. Las ciudades, a la postre,
eran las que tomaban las decisiones, porque sus diputados en los estados actuaban
como procuradores y el consentimiento final debían prestarlo las corporaciones muni—
cipales que les habían enviado.
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Thompson, l. A. A. (1993): Crown and Cortes: Government, Institutions and Representation
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CAPÍTULO 10
manera que Cristo lo era del cuerpo místico de la Iglesia, dos metáforas que no por ca—
sualidad aparecen frecuentemente asociadas en el pensamiento de los teólogos y trata—
distas de la época.
El clero y la nobleza formaban —en la sociedad así concebida, proyección al
cabo de la sociedad celeste— los estamentos superiores. Sus funciones (rezar y velar
por la salvación de las armas, en el primer caso, guerrear y salvaguardar vidas y ha—
ciendas, en el segundo) se reputaban más elevadas, y en virtud de dicho presupuesto (o
para coadyuvar mejor al cumplimiento de tales funciones) disfrutaban de unos privile-
gios (fiscales, jurídico—penales o políticos, además de la preeminencia honorífica) que
hallaban su concreción en el plano del derecho y se transmitían, al menos en cuanto a
la nobleza, por la vía del linaje. En cambio, al estamento más bajo, o sea, al común o
estado llano, integrado por el resto de la población, le competía la obligación de traba—
jar y de sostener con su esfuerzo y el pago de impuestos y tributos personales a los
otros estamentos. De ahí que a sus miembros se les definiera genéricamente como ре—
chems, término que hacía referencia a la obligación de contribuir con tales tributos, de
los que los hidalgos y eclesiásticos estaban exentos. En una sociedad como ésta, por
tanto, en la que cada individuo ocupaba la posición que le cor:espondía desde el mis—
mo momento de su nacimiento, siendo además la aceptación de dicha posición una
condición de la que dependía tanto su felicidad terrena como su salvación ultraterrena,
las desigualdades sociales eran contempladas como algo inherente a la misma natura—
leza de la sociedad y en manera alguna podían constituir un factor de inestabilidad.
Teóricamente al menos (la realidad, por supuesto, era bien diferente) la armonía pe—
netraba, fecundándola con sus benéficos efectos, toda la estructura social y la dotaba
de la estabilidad necesaria para asegurar su continuidad por los siglos de los siglos.
No hace falta insistir demasiado en que esta concepción corporativa de la socie—
dad estaba al servicio de los grupos dominantes, cuyos integrantes se preocupaban no
sólo de fomentarla (la literatura sobre el particular es abundantísima, así como las ma—
nifestaciones de su proyección institucional y jurídica), sino también (y con más ahín—
co, si cabe) de acallar las voces capaces de propugnar una sociedad alternativa. Por lo
pronto, ignoraba las tensiones sociales existentes en su seno y la dinámica de cambio
que como consecuencia de esas tensiones tenía lugar. Pero sobre todo escamoteaba la
contradicción fundamental entre los que producían y los que vivían sin trabajar (esto
es, del trabajo de los demás), gracias a la existencia y permanente actualización de
unos mecanismos de extracción de renta de carácter extraeconómico que no siempre
se correspondían (o que se correspondían cada vez menos) con el cumplimiento de las
funciones sociales anteriormente referidas. Desde tal pespectiva, por tanto, el seguir
poniendo el acento en la jerarquía estamental implica el riesgo de trasladar al presente,
sin apenas matizaciones, la imagen —idealizada e interesada— que los sectores socia—
les dominantes tenían de sí mismos y deseaban propagar; o dicho con otras palabras,
de reproducir sin más los esquemas ideológicos producidos por dichos sectores para
justificar un determinado —y no otro— ordenamiento social, ése en el que ellos se en—
contraban firmemente instalados como privilegiados.
Y es que, más allá de su aparente y por otra parte nada aséptica simplicidad,
aquélla era una sociedad afectada en sus fundamentos más firmes por el dinero y los
condicionamientos políticos de todo tipo. En particular, la capacidad del dinero para
trastornar las viejas jerarquías sociales y multiplicar su grado de complejidad al posi—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÔRDENES Y JERARQUÎAS 281
bilitar el ingreso en los estamentos superiores de gentes enriquecidas era una realidad
cotidiana de la que la literatura de creación, sin ir más lejos, ofrece abundantes testi—
monios. Ya se había dado cuenta de ello, hacia mediados del siglo XIV, Juan Ruiz, el
Arcipreste de Hita, al subrayar en su Libro de buen amor cômo los «dineros» podían
convertir en «sabidor» al «nescio» y hacer «fidalgo» al <<rudo labrador». La idea, em—
pero, está presente en otras muchas obras literarias del periodo bajomedieval y atra—
viesa asimismo toda la literatura del Siglo de Oro. La encontramos repetida una y otra
vez en La Celestina, compuesta entre 1497 y 1499, y aparece expresada en toda su ra—
dicalidad en algunos pasajes de Don Quijote, como aquél en que Cervantes pone en
boca de Sancho que sólo existen dos linajes en el mundo: «el tener y el no tener»; pero
es también el argumento privilegiado de algunas de las conocidas letrillas satl’ricas de
Quevedo, escritas un poco después, en las que el autor resalta el poder omnímodo
de ese nuevo caballero llamado don Dinero. Que el fundamento último de la nobleza
eran las riquezas, tanto o más que la sangre o la cuna, no había escapado asimismo a la
perspicacia de Teresa de Jesús, quien, meditando sobre la naturaleza de dicha rela—
ción, había llegado a la conclusión de que «honras y dinero casi siempre andan jun—
tos», tachando asimismo de maravilloso (por infrecuente) la posibilidad de que hubie—
se en el mundo un hombre honrado (o sea, noble) que fuese pobre al mismo tiempo.
Hasta el teatro de la comedia nueva, más inclinado a servir de vehículo de expresión
de los poderes dominantes y defensor a ultranza de la rI'gida estratificación estamental,
proclamará en más de una ocasión que la riqueza es el verdadero honor, <<sin atención
de personas». Se trata, sí, de ese mismo teatro que tan a menudo invertía los papeles
asignados tradicionalmente a campesinos y nobles, al mostrar a los primeros como
cristianos viejos aferrados a un estricto código del honor y haciendo recaer sobre los
segundos, en cambio, el estigma de la vileza, cuando no la sospecha de unos orígenes
oscuros. Y, sin embargo, hay que insistir en ello antes de sacar conclusiones apresura—
das, el viejo edificio estamental no se vino abajo entonces por las arremetidas del di—
nero; sobre todo porque quienes se servían de las riquezas para ascender socialmente
no aspiraban a derribarlo sino a instalarse cómodamente en el.
Las insuficiencias del esquema estamental de cara a aprehender la realidad social
de los siglos modernos resultan en todo caso notorias y hácense evidentes de muchas
otras maneras. Por ejemplo, tal esquema ignora las diferencias existentes entre los
componentes de cada estamento, las cuales, por abundar en lo comentado en el párrafo
anterior, tenían que ver más con el distinto grado de posesión de la riqueza que con la
idea de privilegio o de la sangre. De otro lado, la división tripartita de la sociedad no
presta la debida atención a algunas categorías sociales importantes en la Edad Moder—
na, como las relacionadas con la actividad comercial, la industria o el mundo de la
burocracia, es decir, esas otras jerarquías de estatus determinadas por la dimensión
profesional y el desarrollo de las actividades no agrarias. En fin, es claro que lajerar—
quía estamental proporciona una imagen de la sociedad dividida horizontalmente en
compartimentos estancos, correspondiendo cada uno de ellos a un estamento, cuando
lo cierto es que no dejaban de existir relaciones de solidaridad y lazos de dependencia,
clientelares o de otro tipo (visibles, por ejemplo, con ocasión de los enfrentamientos
de bandos y parcialidades tan frecuentes) que recortaban verticalmente el tejido social
y prestaban a aquella sociedad una complejidad bastante mayor que la que en princi—
pio cabría imaginar.
282 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Son muchos, en realidad, los criterios que se deberían aunar para caracterizar
adecuadamente la sociedad española de la época moderna, y en particular la del si—
glo XVI. Uno de ellos es, sin duda, el criterio estamental, pues, aun cuando ponga el
acento no tanto en la realidad social como en una determinada representación de la
misma, a la postre remite al concepto de privilegio, que, en su concreción, daba lugar a
una división de la sociedad ciertamente decisiva: de un lado, los que tenían honor y
gozaban de privilegios, y de otro, la inmensa mayoría de la población no privilegiada.
Un segundo elemento de definición lo proporciona el oficio о actividad económica
desempeñada por cada individuo. Obviamente, éste es un criterio de difícil aplicación
para la época, entre otras razones porque deja fuera del campo de observación a algu—
nos grupos sociales importantes —y no sólo a los pobres o a los marginados— que ni
intervenían en la producción de bienes y servicios ni ejercían actividad económica al—
guna; pero tiene la ventaja de situarnos ante las jerarquías existentes en el mundo del
trabajo: las inherentes, por ejemplo, a la graduación gremial o las que nacían de la dis—
tinta consideración con que la opinión común contemplaba a unos oficios y a otros, los
cuales eran definidos en función de su bondad о de su vileza. Una tercera clasifica—
ción, bastante más completa a la postre, es la que utiliza como criterio distintivo la de—
sigualdad en las fortunas, realidad tanto más patente y diferenciadora que la propia
desigualdad jurídica consustancial a la sociedad estamental. El resultado de su aplica—
ción es una ordenación de la sociedad basada en los niveles de renta de los individuos
pero también en el lugar que cada uno ocupaba en los procesos de producción y distri—
bución de lo producido. Lo cual, se insistirá, no significa que haya que prescindir del
privilegio como principio de organización social, aunque sólo sea por el hecho ——im—
posible de negar— de que habitualmente existía una interrelación entre ambas reali—
dades.
Pero en aquella sociedad operaban también otros principios de diferenciación so-
cial no menos decisivos. Uno de ellos, preterido hasta hace poco en los análisis de la
sociedad, es el que venía impuesto por el género, por ese rasgo esencial que partía en
dos grandes mitades el cuerpo social y establecía distinciones entre lo masculino y lo
femenino, otorgando calidades y capacidades distintas, virtudes y vicios distintos y un
papel social también distinto —discriminador en definitiva— a los individuos según
su identidad sexual. Lo rural y lo urbano, los campesinos y los habitantes de las ciuda—
des, a menudo eran también dos mundos contrapuestos, y formaban a su vez socie—
dades diferentes. Otros parámetros de diferenciación social, en este caso más exclu—
yentes que diferenciadores, tomaban cuerpo en la pureza étnica, la cual se vinculaba a
su vez a la ortodoxia religiosa, tanto a la personal del individuo como a la de sus ante—
pasados; y se manifestaban en los estatutos de limpieza de sangre cuya exigencia se
generaliza desde mediados del siglo XVI a medida que crece la obsesión antijudaica. O
se hacían radicar en esa otra preocupación, igualmente obsesiva, por el sentimiento
del honor, entendido menos como recompensa moral que se recibe de los demás que
como cualidad que se ostenta orgullosamente —con independencia incluso de los mé—
ritos personales— y se exhibe frente al honor ajeno o, más propiamente, frente a la au—
sencia de él. En fin, los niveles de alfabetización, las posibilidades de instrucción o el
acceso a la enseñanza eran asimismo ori gen de otras tantas jerarquías. No en balde, la
cultura, el saber leer y escribir, la obtención de un título universitario, trazaban sus
propias líneas divisorias en el tejido social, separando a unos pocos, aquellos que te—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 283
nían acceso a la cultura sabia y podían progresar dentro de ella (haciendo carrera en la
burocracia estatal, por ejemplo), de la gran mayoría de la población, que permanecía
al margen de las grandes realizaciones de la cultura escrita, pero cuyos componentes
eran portadores de su propia cultura, en este caso oral, no escrita.
La prueba más evidente de que el siglo XVI hereda el Sistema estamentario feudal
de la Edad Media radica en que el vértice superior de dicho Sistema seguía estando
ocupado por los mismos grupos dominantes que en el pasado, esto es, por la nobleza y
el clero, cuyos miembros, dicho sea de paso, componían un porcentaje relativamente
pequeño de la población total. Y es que, contrariamente a lo apuntado por algunas in—
terpretaciones, los Reyes Católicos no acabaron con el orden social aristocrático sino
que garantizaron su predominio para el porvenir, ligándolo al de la propia autoridad
monárquica. Pero tampoco hicieron nada que pudiera socavar la posición—de la Iglesia
como fuerza socio—política poderosa, y, más bien, la concesión por los papas del dere—
cho de presentación y patronato real para el reino de Granada, Canarias e lndias (ex—
tendido al resto de los reinos en l523), así como la participación de los monarcas en
los ingresos eclesiásticos por medio de las gracias pontificias (además de beneficiarse
de las recaudaciones de la cruzada y de las rentas de los maestrazgos de las tres gran—
des órdenes militares castellanas), lo que hizo fue consolidar una relación de interde—
pendencia entre el trono y el altar llamada a durar siglos.
En principio, el atributo fundamental que caracterizaba a los integrantes de los
dos primeros estamentos, expresión rotunda de la <<desigualdad legítima» propia de
aquella sociedad, era su estatus jurídico especial, su condición social privilegiada,
fuente no sólo de honores y preeminencias, sino también de exenciones fiscales y be—
neficios económicos ciertos. Por lo que hace a la nobleza, esa condición se alcanzaba
por vía hereditaria (si bien se reconocía al mismo tiempo que su origen estaba en la vo—
luntad regia), en tanto que la consecución de las órdenes sagradas о el pronunciamien—
to de los votos constituían las circunstancias que abrían las puertas del estamento ecle—
siástico. Más allá, sin embargo, de este rasgo común, las diferencias que separaban a
los componentes de cada uno de dichos estamentos eran muy acusadas.
Dentro del clero, una distancia enorme separaba a los cargos superiores (arzobis—
pos, obispos, abades de los grandes monasterios e, incluso, dignidades y beneficiados
de los cabildos catedralícios), reservados por lo general a los segundones y bastardos
de la alta nobleza, de los curas de a pie 0 de los miembros de las distintas órdenes reli-
giosas, de extracción más bien plebeya o popular. Dicha distancia no sólo era honorí—
fica, sino también económica. Es más, la jerarquía interna propia de la Iglesia reprodu—
cíase por este motivo en cada uno de sus diferentes peldaños. Era muy clara entre los
obispos por razones que tenían que ver, sobre todo, con las diferencias de población,
territorio e ingresos económicos de sus respectivas diócesis. Según datos de finales
del XVI, las rentas del arzobispado de Toledo alcanzaban los 250.000 ducados anuales;
Sevilla llegaba a los 100.000, mientras que el arzobispado de Santiago ingresaba
65.000, suma a la que se aproximaban los obispados de Córdoba, Cuenca, Plasencia о
Sigiíenza. La mayoría de los arzobispados y obispados, empero, percibían entre
284 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
15.000 у 35.000 ducados, aunque los habia asimismo que no llegaban a 5.000. De p0-
bres cabe calificar, por ejemplo, a los obispados gallegos, a algunos andaluces (Alme-
ría о Guadix) y a casi todos los catalanes, calificativo compartido por los que, erigidos
en el mismo siglo XVI (Orihuela, Jaca, Barbastro, Segorbe, Teruel, Solsona y Vallado—
lid), tuvieron que hacerse un hueco dentro de la geografía diocesana. Las diferencias
económicas eran también muy notables entre el clero medio integrante de los cabildos
de las catedrales y de las iglesias colegiales, objetivo frecuente de los hijos de muchos
nobles y particularmente de los de las poderosas familias locales, y de hecho nada te—
nía que ver a este respecto un canónigo toledano 0 sevillano con uno de Tuy, Elche о
Vic. Pero lo mismo se podría decir del bajo clero secular, compuesto por curas párro—
cos, beneficiados y capellanes, entre los cuales la variedad de situaciones materiales
era grandísima, aunque la peor parte se la llevaban quienes disfrutaban de beneficios
patrimoniales de presentación particular (patronato de legos), asi como los clérigos de
las pequeñas localidades rurales; y también, por supuesto, de los frailes y las monjas,
pues, junto a monasterios y conventos provistos de extensos patrimonios y dotados de
copiosas rentas, había otros que llevaban una vida auténticamente mísera.
Todavia mayores eran, si cabe, las divisiones dentro del estamento nobiliario, com—
puesto por diversos escalones que en la Corona de Castilla iban desde el pequeño hidalgo
rural hasta el grande de España y que, a pesar de algunas diferencias estructurales impor—
tantes, encontraban su oportuna réplica en Navarra y los paises de la Corona de Aragón.
En Castilla los hidalgos constituían entre el 80 y el 90 % del estamento, que disponía así
de una amplísima base. Desde el punto de vista de su calidad, sin embargo, no todos eran
iguales, ya que además de los de solar conocido y los notorios, cuya nobleza no se presta—
ba a discusión, había hidalgos de ejecutoria e hidalgos de privilegio. Tampoco su reparto
geográfico era uniforme. Muy abundantes en el norte (más concretamente en Guipúzcoa y
Vizcaya, donde existía la pretensión de hidalguía universal, 0 en La Montafia y en Astu—
rias, pero no en Galicia donde las proporciones de hidalgos eran incluso inferiores a la me—
dia nacional), su número disminuía progresivamente a medida que se avanzaba hacia el
sur (justo al contrario que su capacidad económica), configurandose así una regla general
que conocía no obstante algunas llamativas excepciones. Parecida distribución se regis-
traba en Navarra, y, sobre todo, en el reino de Aragón, regiones en las que existía un con-
traste muy marcado entre los valles pirenaicos, con abundancia de hidalgos, y el sur de sus
respectivos territorios, donde los nobles de esta clase, llamados infartzones, escaseaban.
En Cataluña, la capa inferior de la nobleza la formaban los cavallers, doncells y militars,
no demasiado numerosos en comparación con Aragón y, más aún, con Castilla; a ellos se
sumaban los ciutadans honrats, mezcla de caballeros y ciudadanos, quienes ostentaban el
primer puesto en el gobierno local de las ciudades del Principado, como acontecia asimis—
mo en las principales localidades valencianas.
Por encima de los hidalgos se encontraba la nobleza media de los caballeros y de
los señores de vasallos poseedores de uno 0 más señoríos. Se trata, curiosamente,
de dos categorías nobiliarias bastante porosas, de límites imprecisos, que acogían a
gentes de orígenes sociales diversos. No en vano, entre los caballeros presentes en los
ayuntamientos urbanos, convertidos en la principal plataforma de su poder e influen-
cia, hallábanse desde personajes de inequívoca ascendencia noble (hidalgos e incluso
miembros de la aristocracia) hasta antiguos mercaderes, industriales, ganaderos o la—
bradores ricos de los alrededores, pasando en no pocos casos por descendientes de
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 285
sociedad estamental, basados más en la función atribuida a cada una de las partes del
todo y en la diferente valoración que se hacía de esas funciones que en la cuantía de la
renta poseída. Una contradicción, además, que se manifestaba continuamente no ya
sólo en la existencia de varios niveles dentro de la nobleza o en la reserva de los altos
puestos del estamento eclesiástico a los miembros de las familias nobiliarias, sino
también en la posibilidad, abierta a cualquier persona dotada de los recursos necesa—
rios, de acceder, mediante la obtención de la correspondiente ejecutoria de hidalguía o
la compra de un título, al estamento nobiliario.
Y, sin embargo, no sería correcto establecer una distinción demasiado tajante en-
tre privilegio y renta, ya que la consecución de ésta dependía a menudo de la vigencia
0 mantenimiento de aquél, hasta el punto de que dicha asociación se conformaba
como uno de los elementos vertebradores del sistema socioeconómico vigente y, al
mismo tiempo, como la mejor garantía de su reproducción. De todos los privilegios
que aseguraban la posición dominante de la nobleza y el clero el de mayor trascenden—
cia económica era, sin duda, el que otorgaba a sus miembros el derecho a poseer bie—
nes raíces que quedaban apartados de la libre circulación. Vínculos y manos muertas
desempeñaban dicho papel y garantizaban la propiedad privilegiada de la nobleza y la
Iglesia. Todo un armazón jurídico—legal, formado por las leyes del mayorazgo (codifi—
cadas en su forma definitiva por las Leyes de Toro de 1505) y por las disposiciones ca-
nónicas que prohibían la venta de los bienes eclesiásticos (asumidas y refrendadas por
la legislación real), amparaba este tipo de propiedad al sustraerla a cualquier posible
enajenación o partición testamentaria e impedir su afectación por el libre juego de las
fuerzas económicas. Semejante estado de cosas introducía fuertes rigideces en el mer—
cado de tierras y contribuía a elevar su precio a medida que la amortización progresa—
ba. Pero sobre todo condicionaba las formas de acceso al usufructo de la tierra, las
cuales giraban en torno a la renta territorial, que en las condiciones de un régimen de
propiedad fuertemente polarizado como aquél venía a ser antes la expresión de un
vínculo de dependencia personal (del campesino cultivador con respecto al propieta—
rio terrateniente) que la concreción de una relación de naturaleza estrictamente econó—
mica.
En muchas partes, además, a esa vinculación de orden personal se añadía, refor—
zándola, la que introducía el señorío jurisdiccional, que en cuanto traspaso de compe—
tencias del monarca al señor implicaba un importante factor de autoridad pública, al
tiempo que un elemento sobreañadido de dominación, también de carácter jurídi-
co—político más que económico, pero necesario en todo caso de cara a garantizar la ex—
tracción de excedente. La misma cobranza de rentas reales por la nobleza señorial, que
ya en el siglo XVI se había convertido en el principal renglón de ingresos de un buen
número de casas, sobre todo al norte del Tajo, tampoco dimanaba de una actuación
económica que generara como contrapartida unos gastos, sino que era el resultado de
un traspaso (por merced o compensación real, enajenación a título oneroso o simple
usurpación) de competencias fiscales propias de la Corona. Y algo semejante cabría
decir de la percepción del diezmo por parte de la Iglesia, pues se trataba de la conse—
cuencia del ejercicio de un derecho de carácter extraeconómico impuesto por un siste—
ma de creencias religiosas del que participaba (y se hacía participar) el conjunto de la
sociedad.
Otros privilegios que amparaban a la nobleza y al clero devenían asimismo en
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SーGL〇 XVI: ÔRDENES Y JERARQUÎAS 287
la Corona de Castilla, hacia esa fecha, otros 35 títulos representativos de la alta noble-
za y unos 25 en la Corona de Aragön y Navarra. En 1619, en cambio, eran 19 duques,
68 condes y 65 marqueses los existentes en la Corona de Castilla, más otros 50 títulos
en la de Aragón. Semej ante crecimiento sólo en parte fue consecuencia de la multipli—
cación biológica de las familias de la alta nobleza (fenómeno en todo caso contrarres-
tado por otro de signo contrario que condujo a la concentración de títulos en algunas
de ellas), y se debió más que nada a la incorporación de nuevos miembros, proceden—
tes unas veces de los niveles inferiores de la misma nobleza y otras del estado llano.
Los niveles medio y bajo del estamento se vieron afectados también, y en una propor—
ción todavía mayor, por esta multiplicación del número de nobles, propiciada en últi—
mo término por las necesidades financieras de la Corona y la subsiguiente venta de hi-
dalguías, oficios, jurisdicciones, etcétera. No en vano, a finales de la centuria la Coro-
na de Castilla era, después de Polonia, el país de Europa que contaba con un porcenta—
je de nobles más alto, en torno al 10—12 % de su población; en los reinos de Aragón y
Valencia dicho porcentaje era menor, y en Cataluña, aun contabilizando a los numero—
sos ciutadans honrals, ni siquiera llegaba al 3 %: no obstante, también en estos casos
las proporciones de nobles se mantenían por encima de las que se registraban en la ma—
yoría de los países europeos.
El incremento del número de eclesiásticos, su importancia relativa en relación
con la población total, se explica en parte por la fortísima demanda de servicios reli—
giosos propia de una sociedad profundamente sacralizada como era la española del
siglo XVI. Sin embargo, ni esta circunstancia, ni menos aún razones individuales rela—
cionadas con la vocación religiosa, dan cuenta por si solas de un fenómeno que ya fue
advertido ——y criticado— por algunos contemporáneos. En efecto, para muchas fami—
lias, sobre todo de la nobleza pero también otras de origen plebeyo que ambicionaban
ascender socialmente, el estamento eclesiástico mostrábase como un ámbito de actua-
ción propicio sobre el que proyectar sus estrategias políticas, económicas y sociales.
Destinar hijos e hijas a un convento, aun cuando en el caso de éstas comportara el pago
de una dote, constituía una buena «inversión», pues no sólo evitaba gastos (los de las
dotes y arras de los matrimonios que por dicha razón no llegaban a celebrarse), sino
que liberaba porciones importantes del patrimonio familiar (las legítimas paterna y
materna a las que aquéllos renunciaban) susceptibles de ser empleadas en reforzar la
posición y/o las oportunidades de promoción social de los restantes vástagos. La mis—
ma consecución de las órdenes sagradas por los segundones (y aun por algunos primo—
gênitos) servia igualmente a los intereses de reproducción social de muchas familias.
Representaba en no pocos casos el comienzo de una carrera ascendente dentro del es—
tamento y venía a abrir una vía más para acumular, amén del prestigio y el poder siem—
pre ambicionados, rentas y propiedades con las que finalmente fundar mayorazgos en
favor de los sobrinos y sobrinas, sin olvidar que la institución de capellanías laicales
se presentaba como otra forma de vincular bienes, de mantenerlos y de hacerlos circu-
lar, generación tras generación, dentro de la propia familia.
Muchas casas de la alta nobleza, tanto en la Corona de Castilla (condes de Bena—
vente, almirantes de Castilla, duques del Infantado, duques de Osuna, duques de Pas—
trana, entre otras) como en la de Aragón (condes de Fuentes, condes de Ribagorza, du—
ques de Gandía, etc.), atravesaron por situaciones precarias a lo largo de la centuria
debido sobre todo al desfase existente entre sus ingresos y gastos, y, consecuentemen—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÔRDENES Y JERARQUÍAS 289
te, al endeudamiento creciente al que recurrieron con el fin de superar tal situación. Es
decir, la aristocracia, incapaz de aumentar sus ingresos en la medida deseada 0, en
otros casos, de ajustar siquiera su crecimiento al de los precios, y embarcada al mismo
tiempo en una política de gasto desmesurada a la que no podía renunciar, fue, por pa—
radójico que parezca, si no una víctima, sí uno de los sectores sociales menos favoreci—
dos por el crecimiento económico del siglo XVI. Conviene advertir, no obstante, que la
por algunos llamada «crisis de la aristocracia» nunca constituyó un proceso definitivo,
sino continuamente aplazado, gracias en particular al apoyo que las casas en apuros
recibieron de la Monarquía (apoyo que ahondó, por cierto, la dependencia de sus titu—
lares con respecto al rey, por más que expresara al mismo tiempo el mantenimiento de
su influencia política) y a las garantías que en orden a la conservación de sus patrimo—
nios ofrecía la institución del mayorazgo y el conjunto de privilegios del estamento.
No se puede decir, en cambio, que las instituciones eclesiásticas en general y al—
gunos sectores del clero en particular salieran perjudicados del proceso expansivo del
siglo XVI. Unas y otras consiguieron sacar provecho de las muchas oportunidades que
el alza de los precios, la subida de la renta de la tierra y la expansión del diezmo brin—
daron prácticamente de un extremo a otro de la centuria. Iglesias, catedrales, colegia—
tas, parroquias, conventos, cabildos, hospitales y otros establecimientos similares se
beneficiaron, además, gracias a las donaciones de los fieles, de un proceso continuado
de transferencia de propiedades que, junto con las compras efectuadas paralelamente
y otras formas de adquisición menos importantes, les permitió ensanchar sus patrimo—
nios y ampliar, aunque fuera de manera extensiva, la extracción de excedente. Las
mismas dotes aportadas por las muchachas que entraban en religión suponían para los
conventos femeninos una inyección continua —y actualizada— de rentas y dinero, sin
olvidar que la proliferación de fundaciones conventuales, la aparición y expansión in—
cluso de órdenes religiosas nuevas, era ya un síntoma del incremento general de sus
disponibilidades.
tivos. De ahí que la capacidad de los representantes de este primer capitalismo caste—
llano para dinamizar la agricultura y la industria fuera sólo limitada, como limitadas
fueron también las ocasiones de que dispusieron para transformar ———si convenimos en
que ésa era su intención, de lo cual cabe razonablemente dudar— el marco jurídico de
la vieja sociedad. Se entienden así mucho mejor ciertos comportamientos de esta bur—
guesía a la que descubrimos adquiriendo tierras, rentas y jurisdicciones como una es—
trategia de cara a diversificar sus inversiones y al mismo tiempo como un medio para
ascender en la escala social, cálculos en los que entraban igualmente la concertación
de matrimonios con las noblezas locales o el ingreso en los ayuntamientos mediante la
adquisición de una regiduría. Es verdad que esta política la habían practicado en todo
momento, compaginándola con sus ocupaciones económicas, pero no es menos ver—
dad que se convertirá en un fin en sí mismo, en una meta sin retorno, cuando a finales
del siglo la coyuntura se torne adversa y el panorama económico comience a ensom—
brecerse.
Otro de los hechos del siglo XVI que hay que destacar es el ascenso y promoción
política de los letrados, fenómeno relacionado a su vez con el afianzamiento de las
estructuras del Estado a partir del reinado de los Reyes Católicos y el desarrollo ex—
perimentado por el aparato burocrático de la Monarquía de los Austrias. Miembros
de las capas medias de las ciudades, aunque muchos fueran hidalgos y caballeros o
proviniesen incluso de la nobleza titulada, componían este grupo social, en sus es—
tratos más elevados, esos personajes que, salidos de las Facultades de Derecho de las
principales Universidades del país, formaban parte de los Consejos, copaban los
puestos de los altos tribunales dejusticia (Chancillerías, Audiencias) o eran desig—
nados para los corregimientos no reservados a los hombres de capa y espada. Otras
veces su destino estaba en la administración municipal, cuya progresiva compleji—
dad, al menos en las localidades más importantes, requería asimismo de su compe—
tencia y conocimiento. Junto a ellos, pero ocupando ya un nivel inferior, se encon—
traban los <<infraletrados>>, que o bien ejercían funciones subalternas en el seno de
las instancias administrativas y judiciales citadas, o bien se empleaban como escri—
banos, abogados o procuradores (también como jueces, mayordomos, etcétera, de la
administración señorial e, incluso, eclesiástica), para lo cual a menudo ni siquiera
era preciso poseer un título universitario.
Estos letrados, especialmente los que más progresaron en sus respectivas carre—
ras, tenían una mentalidad aristocrática, fuesen o no de origen noble. Todos en general
vivían —o trataban de vivir— como nobles; todos o casi todos tenían tierras, casas,ju—
ros, censos, y adquirían, siempre que la ocasión se les presentaba, rentas reales, juris—
dicciones, regidurías y otros oficios, fundiendo de esta manera sus intereses con los
del Estado al que servían. A menudo instituyeron mayorazgos, paso obligado para la
consecución, si es que no ostentaban ya esa condición, de una ejecutoria de hidalguía,
y casaron a sus hijos/as con miembros de la nobleza. No obstante, y a pesar de su im—
portancia política, los letrados estuvieron bastante lejos de monopolizar el poder polí-
tico, de controlar el aparato del Estado, incluso en aquellas épocas, como el reinado de
Felipe II, en las que alcanzaron mayor influencia y predicamento. Resulta por tanto
桝`
exagerado contemplarlos como una <<mesocracia», como representantes del poder de
las <<clases medias», como un contrapeso efectivo frente a —o al lado de— otros pode—
res más decisivos. La sujeción a su origen, en unos casos, su dependencia con respecto
292 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
a la ideología aristocrática, en muchos otros, su misma formación letrada en fin, les in-
habilitaba para asumir con decisión esta tarea.
Además, magnificar la presencia de los letrados en el aparato administrativo, no
sólo en lo referente al gobierno central sino también a la administración territorial y
local, no deja de ser un error. Como ha recordado I. A. A. Thompson hace poco, tradi—
cionalmente se ha desdeñado la importancia política y social del sector no—letrado, el
por él llamado lego o laico, que conformaba una de las áreas del servicio administrati—
vo más abiertas y socialmente más accesibles, amén de cuantitativamente dominante.
De hecho, los personajes más influyentes, tanto en el gobierno del Emperador como
en el de su hijo, no eran letrados, como tampoco lo eran los integrantes de los aparatos
burocráticos creados en torno suyo. En este sentido, el porvenir de estos burócratas
dependía en buena medida de las relaciones personales establecidas con sus patronos
(el caso de Francisco de los Cobos dominando con sus <<criaturas>> las distintas ramas
de la administración central resulta paradigmático), si bien en líneas generales su ca—
rrera se puede considerar más abierta socialmente que la de los letrados, para quienes
los requisitos de formación, limpieza de oficios y de sangre pesaban mucho más. Pero
al margen de que tuvieran o no estudios universitarios, cuestión nada baladí pues in—
fluía en su concepción de lo político y en su manera de actuar en el gobierno y la admi—
nistración, no hay duda de que el ejercicio de su oficio constituyó para unos y para
otros una puerta abierta al ascenso social, especialmente para aquellos que, en efecto,
provenían del común o eran de origen converso.
4. El campesinado mayoritario
sagrarse en la centuria siguiente), y que, en efecto, dominaban la vida rural en sus res—
pectivos ámbitos, tanto en Castilla como en los territorios de la Corona de Aragón.
Muchos de ellos ni siquiera eran propietarios en sentido estricto, sino arrendatarios o
enfiteutas de la aristocracia territorial o de las grandes instituciones eclesiásticas. Es
lo que ocurría, por ejemplo, con los grandes arrendatarios del centro y sur de la Penín—
sula (aunque su presencia se detecta también en otras partes de Castilla) 0 con los cam—
pesinos fortalecidos con la propiedad enfitéutica de la tierra en las regiones mediterrá—
neas y de la España noratlántica (dueños de las grandes masías catalanas, grandes
enfiteutas valencianos, hidalguía intermedia gallega, etc.), gentes en suma con dispo—
nibilidades, y que poseían el ganado de labor y el utillaje necesarios para explotar, con
ayuda de mano de obra contratada, grandes extensiones de terreno (algunos se habían
especializado en la actividad ganadera), aunque también podían cultivar de forma di—
recta las mejores tierras y subarrendar (o subestablecer en) el resto a campesinos con
escasos recursos. Pero todos en general buscaban proyectar su influencia sobre los
bienes de propios y comunes de los pueblos para explotarlos en beneficio propio y,
llegado el caso, patrimonializarlos, siendo de gran ayuda a este respecto el control que
habían llegado a ejercer sobre los cargos concejiles. El establecimiento de alianzas fa—
miliares con sus congéneres de cara a incrementar los respectivos patrimonios, la fun—
dación de mayorazgos, capellanías o cualquier otra clase de vínculos, la adopción, en
fin, de un estilo de vida similar al de las elites urbanas eran otras tantas manifestacio—
nes de unas estrategias familiares que tenían como objetivo el ingreso en la nobleza o,
cuando menos, la consecución, por parte de los demás, de la consideración de tales.
Obviamente, la gran mayoría del campesinado no respondía a esta definición. Al
contrario, lo que predominaba por doquier era el campesino de los niveles medio y
bajo, distinción que resulta un tanto artificiosa, pues las fronteras entre uno y otro gru-
po distaban de ser nítidas y, además, tendían a difuminarse en épocas de dificultades.
Campesinos medianos eran los cultivadores (propietarios o no) dueños de explotacio—
nes suficientes para vivir con cierta holgura en coyunturas normales, pero que apenas
podían superar una crisis adversa, sobre todo si ésta se prolongaba por espacio de dos
o más años, algo que desde luego no era infrecuente. Consecuentemente, lo que les di—
ferenciaba del grupo minoritario de los labradores acomodados, el rasgo que mejor
definía su posición, residía en su escasa capacidad para, incluso en años normales,
producir excedentes con destino al mercado una vez apartada de la cosecha la parte
destinada a simiente y lo indispensable para su propio consumo, y luego de haber sa—
tisfecho la renta territorial (en su caso), el diezmo y otras cargas sobre su explotación
(entre ellas, las contribuciones al fisco regio).
Conviene establecer, no obstante, una distinción entre las regiones en las que im—
peraba —matices aparte— la cesión enfitéutica de la tierra (Valencia, Cataluña, Ba—
leares 0 Galicia y Asturias) y los territorios donde prevalecia —en líneas generales
también— el arrendamiento temporal en las relaciones entre propietarios y campesi—
nos (Andalucía y la España interior). En las primeras, en efecto, el peso de la renta (ya
tuviese un carácter fijo, ya se estableciese a parles defrutos) no sólo era menor habi—
tualmente (máxime si prescindimos de la variedad de situaciones a que daba lugar la
política de subestablecimientos y cesiones subordinadas de parcelas), sino que ade—
más la posesión indefinida de la tierra otorgaba al campesino una mayor capacidad
para canalizar en su beneficio las potenciales mejoras introducidas en la explotación,
294 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
todo lo cual redundaba a favor de una mayor participación de éste en el producto agra-
rio al tiempo que alentaba las transformaciones encaminadas a elevar la productivi—
dad. Por el contrario, en las regiones de arrendamientos cortos predominantes, la renta
resultaba, también en líneas generales, bastante más gravosa, y su revisión al alza en
los momentos de expansión absorbía buena parte del fruto de las inversiones que pu—
diera efectuar el cultivador, quien en todo caso disponía de una participación menor en
el producto de su cosecha. De ahí que la situación del campesino en estas áreas depen—
diera muy estrechamente de la mayor о menor cantidad de tierras propias que cultiva—
se о, también, de las mayores о menores posibilidades de acceso a tierras municipales
de aprovechamiento colectivo (auténtico sostén de un sistema comunitario todavía vi—
goroso al principiar el siglo XVI), es decir, del porcentaje de tierras de su explotación
no sujetas, por una u otra razón, al pago de renta.
Pues bien, es evidente que ciertos hechos como la continuación a 10 largo de la
centuria del proceso de concentración y amortización de la propiedad y las ventas de
baldíos y comunales, auspiciadas por la Corona en su segunda mitad, actuaron a favor
de la reducción de aquel porcentaje, y vinieron a acentuar, junto con el aumento de la
renta de la tierra, los desequilibrios en el seno de la sociedad rural que el propio creci—
miento del siglo XVI propiciaba. Quiere decirse que, si bien hubo un sector de la socie—
dad rural que se benefició del alza de los precios agrarios y de las mayores posibilida—
des de comercialización (así como de la venta y privatización de los baldíos), tales
procesos acabaron afectando negativamente a la posición económica de los pequeños
y medianos cultivadores mayoritarios, lo cual vendría a recortar, a su vez, las posibili-
dades de afirmación de un modelo de crecimiento agrario asentado sobre el desarrollo
equilibrado de las pequeñas y medianas unidades de explotación campesina.
Y no sólo eso. En el corto plazo, la incidencia de las crisis agrarias, la fragmenta—
ción de los patrimonios como consecuencia del crecimiento de la población y de las
sucesivas particiones testamentarias, la penetración del capital usurario y el endeuda—
miento campesino trabajaron de forma reiterada en la misma dirección y debilitaron
aún más a los sectores intermedio y bajo del campesinado. Resultado de todo ello será
el aumento progresivo del número de arrendatarios y, en consecuencia, del nivel gene—
ral de exacción; pero también del número de jornaleros sin tierras, o sea, de aquellos
que componían el estrato más pobre del campesinado. Presentes en realidad en todas
las regiones, era sin embargo en Castilla la Nueva, Extremadura y, señaladamente, en
Andalucía donde se registraban las mayores cifras (tanto en términos absolutos como
—y sobre todo— porcentuales) de jornaleros o trabaj adores, pues no en balde en ellas
los factores dichos multiplicaban sus efectos negativos al incidir sobre una estructura
de la propiedad de la tierra más desequilibrada y con una configuración asimismo más
latifundista.
de los grupos privilegiados (la nobleza y los eclesiásticos) hasta los más pobres y mar—
ginales de la sociedad, pasando claro está por los artesanos y los menestrales, los pro—
fesionales y los comerciantes, los criados y los representantes de un sector terciario
muy diversificado y manifiestamente improductivo. Los vecindarios o padrones de
vecinos, en especial los que aportan el dato de la calificación socioprofesional 0 acti-
vidad desempeñada por los cabezas de casa, tan abundantes en el siglo XVI, dan cuenta
de esta compleja y variopinta realidad sociológica que bullía en las ciudades, al tiem-
po que permiten establecer una tipología de los establecimientos ciudadanos en razón
de las funciones urbanas dominantes desplegadas por cada uno de ellos.
Tales funciones, importa destacarlo, no se limitaban a las que definían a los nú—
cleos urbanos como concentraciones humanas con altas proporciones de activos o
como centros especializados en la producción manufacturera de mercancías y/o como
mercados de distribución de productos. Precisamente, uno de los rasgos más llamati-
vos de las ciudades españolas del periodo moderno radica en el alto porcentaje repre—
sentado por la población dependiente, esto es, por la población que, por diversas razo—
nes, consumía sin trabajar o que no desempeñaba una actividad fija. Por otro lado, la
población agrícola (campesinos y jornaleros en general, además de los inevitables
hortelanos, muchos de los cuales, antes de 1609, eran moriscos) suponía en casi todas
las ciudades una alta proporción de su población activa. Dicha proporción se incre—
mentó a finales de la centuria con ocasión del cambio de coyuntura y el consiguiente
debilitamiento de las actividades económicas ligadas a la industria y el comercio, he—
chos que marcarán el comienzo de un proceso de ruralización creciente que en el si—
glo XVII iba a afectar a la mayoría de las ciudades castellanas. Es más, en la mitad me—
ridional de la Península, donde se registraban las tasas de urbanización más altas, ese
mismo proceso no hizo sino reforzar la realidad de unas concentraciones urbanas que,
más que auténticas ciudades, eran ante todo grandes aglomeraciones campesinas, ver—
daderas <<agrociudades» о «ciudades campesinas», carácter en cualquier caso que se
acentuaría en el porvenir inmediato.
Pero con independencia de estas cuestiones, lo cierto es que ciudades plenamente
industriales en la España del Siglo XVI había pocas, siendo en realidad mucho más nu—
merosas aquellas en las que primaban las funciones comerciales y el sector servicios.
A nivel general,,esta circunstancia limitaba la demanda de trabajadores por parte del
sector secundario, y hacía que muchos individuos potencialmente activos se viesen
abocados al desempleo o, a lo sumo, se entretuvieran en el desempeño ocasional de ocu-
paciones diversas (como el servicio doméstico, por ejemplo), generalmente no produc—
tivas. Los limitados objetivos de la producción manufacturera de mercancías en los ám—
bitos urbanos (en parte como consecuencia de una demanda también limitada) determi—
naban que el sector secundario rara vez comprendiera al 50 % de sus poblaciones
respectivas, estando representadas las excepciones por aquellos núcleos (Cuenca 0, más
claramente, Segovia) cuya producción alimentaba un comercio de más larga distancia.
Por consiguiente, la acusada diversificación del artesanado que hallamos en casi todas
las ciudades no logra ocultar la realidad de una actividad industrial que se orientaba bá—
sicamente a la producción de bienes de primera necesidad y cuyos horizontes pocas ve—
ces sobrepasaban las lindes marcadas por su cerca o muralla.
En las localidades de alguna importancia el encuadramiento gremial de los arte—
sanos era un hecho normal. Aunque de origen medieval, pues ya en los siglos XIII y XIV
296 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
aprendizaje, trabajos a desarrollar por el aprendiz (que a veces incluían diversas tareas
domésticas en la casa del maestro), trato y sustento que se le había de dar, precio de la
enseñanza, etc. Terminada esta fase, que duraba tres o cuatro años por lo menos, el
aprendiz pasaba a la categoría de oficial. En algunas ocasiones los oficiales permane—
cían en casa de sus maestros, de quienes recibían techo y manutención (amén de una
retribución por su trabajo), pero lo normal es que llevasen una vida independiente,
comportándose como auténticos asalariados, si bien esto sòlo ocurría en las localida—
des que contaban con una industria relativamente desarrollada. Su objetivo, luego de
algunos años, era el ingreso en la maestría. El acceso a esta última categoría estaba re—
glamentado en las ordenanzas de cada gremio, y para lograrlo los aspirantes, aparte de
pasar diversas pruebas teóricas y prácticas, debían realizar una obra maestra y pagar
los correspondientes derechos de examen.
No todos los gremios y menos aún sus miembros superaron de la misma forma
los retos que la coyuntura expansiva del siglo XVI planteó a la actividad industrial. Las
situaciones, por otra parte, fueron muy variables de unas ciudades a otras. Hubo maes-
tros artesanos, por ejemplo, que se convirtieron en auténticos fabricantes, protagoni—
zando en algunos casos interesantes procesos de concentración industrial. Otros, en
cambio, cayeron en las redes tendidas por el capital comercial y se subordinaron a él,
hasta perder de hecho su independencia. Peor suerte, en líneas generales, corrieron los
oficiales y asalariados, ya que a largo plazo sus salarios tendieron a bajar en términos
reales, afectados irremisiblemente por el alza de los precios. Y por si fuera poco, las
crisis cíclicas se encargaron, en el corto plazo, de golpear cada poco tiempo al sector.
Ciertamente, muchas de esas crisis tenían su origen en el campo, en una o varias malas
cosechas sucesivas, pero tarde o temprano acababan afectando ——tanto por el lado de
la oferta como por el de la demanda— a la actividad manufacturera, pudiendo llegar
incluso a paralizar el proceso de producción industrial. Con frecuencia, la reacción de
los gremios ante estos procesos y adversidades consistió en cerrarse sobre sí mismos y
reforzar el exclusivismo que les era propio. Más aún, el cambio de signo de la coyun—
tura a fines del siglo XVI, que anunciaba las dificultades económicas que iban a mani—
festarse en la centuria siguiente, llevará a muchas corporaciones a alargar a partir de
entonces el periodo de aprendizaje e, incluso, a restringir el ingreso de nuevos apren-
dices medianteJa adopción de medidas de numerus clausus; pero sobre todo las empu-
jará a limitar la concesión de nuevas maestrías y a reservar los puestos vacantes para
los hijos y yernos de los maestros ya agremiados.
No eran, empero, las actividades artesanales las que, según se ha comentado ya,
daban el tono a la mayoría de las ciudades españolas. Más allá de los gremios, de la va—
riedad de oficios relacionados con la transformación manufaturera y de las jerarquías
del trabajo artesanal (y prescindiendo asimismo de aquellos núcleos del centro y sur
peninsular en los que primaba el elemento campesino о jornalero), lo que marcaba
verdaderamente la impronta de muchas ciudades y definía todo un estilo de vida urba—
no era la abundancia de gentes dedicadas a los servicios en general, así como la exis-
tencia, dentro de sus muros, de una nutrida y variopinta masa de pobres, marginales y
parásitos. Es el <<triunf0 del sector terciario», expresión paradigmática acuñada por
Bennassar para el Valladolid del Siglo de Oro, pero que podemos hacer extensiva a
otros ámbitos urbanos de esa misma centuria (y de las siguientes). Porque, en efecto, y
como derivación de su condición de centros de poder (de poder político, religioso, ad—
298 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
aquélla era una sociedad bipolar en la que, como señalara González de Cellorigo al
filo del 1600, se había llegado <<al extremo de ricos y pobres sin haber medio que los
compase», siendo los más «о ricos que huelgan o pobres que demandan». Pobres y ri—
cos, dos caras pues de una misma realidad, de la que sólo quedaban excluidos formal—
mente, por razones de raza o de religión, de pureza étnica y de ortodoxia excluyente,
los judíos y los moriscos mientras los hubo (0 sea, hasta las expulsiones respectivas de
1492 y 1609), los conversos y, en todo tiempo, los gitanos. Éstos eran, al cabo, los au—
ténticos marginados de aquella sociedad, los otros, los miembros en definitiva de unas
minorías nunca asimiladas y siempre sospechosas; pero no —o no necesariamente—
los pobres.
Las mediciones efectuadas hasta la fecha, más allá de las divergencias que pre—
sentan las cifras avanzadas, son coincidentes en resaltar que la pobreza, la indigencia,
cuando no la miseria pura y simple, afectaban a capas muy numerosas de la población.
Era éste de los pobres, además, un mundo que se ampliaba y alimentaba con nuevos
contingentes a cada golpe adverso de la coyuntura, ya se tratara de una epidemia, de
una sucesión de malas cosechas o de cualquier otro accidente parecido. Semejantes
calamidades, a las que se sumaban a menudo otras más particulares que de forma
一 lit-fa.…
ses (muchos de ellos ganados a la reforma protestante, que proporcionó asimismo ar—
gumentos teológicos de peso para caminar hacia la secularización de la caridad) estu—
viera produciéndose un cambio de mentalidad con respecto a la persona del pobre y la
funciòn que debía cumplir la asistencia social. A aquél, en efecto, se le va despojando
poco a poco de su ropaje evangélico, casi místico, y de vehículo de intermediación re—
dentora al permitir —y facilitar— el ejercicio de la virtud teologal de la caridad, y
pasa a ser considerado cada vez más como un elemento marginal, entregado a la ocio—
sidad y, por ende, como un ser peligroso social y subvertidor del orden establecido (o
del que porfiaba por establecerse). Es más, puesto que el problema deja de ser religio—
so, se piensa que son los poderes laicos a quienes incumbe la misión de controlar ese
peligro con la puesta en marcha de una política secularizada de beneficencia pública.
En concreto, dicho cometido debería consistir básicamente en atender a los verdade—
ros necesitados en hospitales y asilos (impidiendo el espectáculo de verlos pidiendo li—
mosna por las calles) y en castigar y compeler al desempeño de una actividad útil a
quienes por su edad y estado de salud estuviesen capacitados para el trabajo.
Contrariamente a lo que iba a ser la tónica de otros países, semejante proceso no
llegó a concretarse en España, donde las cosas tomaron enseguida otros derroteros.
Las enconadas reacciones que suscitó la promulgación de las medidas adoptadas en
los años cuarenta por el Consejo Real y algunas ciudades castellanas encaminadas a
reprimir la mendicidad y el libre deambular de pordioseros y vagabundos por todo el
reino (como haría patente la controversia que enfrentó a Domingo de Soto y Juan de
Robles, alias de Medina) no sólo concluirían con el reconocimiento del derecho del
pobre al libre pordioseo, sino que determinarían —ahora y por mucho tiempo— el fra—
caso de las ideas relativas a la reforma de la beneficencia, manifestando así lo enraiza—
da que en la sociedad española se hallaba la concepción tradicional de la pobreza y la
caridad.
Para explicar el porqué de esta evolución, quizá haya que tener presente en pri—
mer lugar la identificación de los españoles con la doctrina tradicional de la Iglesia, la
realidad de una España profundamente sacralizada y fiel a los principios del Evange—
lio. Una España que reafirma por esos años su ortodoxia y que pensaba, como luego
proclamará Trento, que las obras, las buenas obras, aquellas que permitían acumular
méritos para alcanzar —j unto con la fe— la vida eterna, eran, sobre todo, las obras de
caridad, las que el hombre rico debía hacer para con su hermano pobre, quien de esta
forma cumplía su función social y teológica en medio de la abundancia.
Todo esto es cierto, pero no se puede olvidar que el ejercicio de la caridad cum-
plía también en aquella sociedad otra función que no por más terrenal hay que dejar de
valorar: la de servir de instrumento amortiguador de las tensiones sociales y de los
conflictos de clase al recortar las posibilidades de resistencia y limitar la <<potenciali—
dad subversiva» de los desheredados mediante transferencias gratuitas de rentas en
forma de limosnas y servicios asistenciales. Y es que en una sociedad como la españo—
la del Quinientos (y también la de después), rígidamente estructurada en torno a la
renta y a la noción de privilegio, en la que el espíritu burgués y el impulso económico a
él asociado se diluyen a medida que avanza la centuria, la «integración social» de los
pobres únicamente podía llevarse a cabo mediante fórmulas que fueran consustancia-
les con el orden aristocrático dominante, esto es, haciéndoles participar del complejo
aparato de distribución del producto por la vía de la limosna individual y de las dispo—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 301
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CAPÍTULO 11
Las afirmaciones de esos dos autores del siglo XVIII no han perdido actualidad
para la historiografía, pues si todos los especialistas están de acuerdo en que desde
fines del XV a 1570-1590 la Corona de Castilla conoció un apreciable crecimiento eco—
nómico, discrepan en cambio a la hora de caracterizarlo. Para unos se trata de un ver—
dadero desarrollo que afecta a los diversos sectores y conlleva también un cierto di—
namismo social, ligado al florecimiento urbano. Desde esta perspectiva, aun recono—
ciendo que el abate Gándara comete muchas exageraciones ——como la de atribuir
20 millones de habitantes a la España de l500—, su afirmación de que en el XVI Casti—
lla ocupaba la posición que en el XVIII ganara Inglaterra no sería por completo desca—
bellada. Para otros, más en la línea de Jovellanos, el crecimiento del XVI fue el simple
resultado de una coyuntura concreta, tuvo mucho de espejismo al producirse con un
sector agrario atrasado y en el contexto de una organización social rígida, en la que los
estamentos privilegiados impedían cualquier cambio.
l. El sector agropecuario
dados por los concejos vecinales a los mesteños necesitados de hierbas de verano.
Algunos pueblos del centro y norte de la provincia de León contaban con ordenanzas
escritas; en Asturias, las ordenanzas generales del Principado de 1594 se ocupaban
también de los «baldios y comunes y non divisos». En Galicia, en cambio, apenas se
conocen ordenanzas escritas, pero en todas partes el usufructo de la extensísima pro—
piedad colectiva, cualquiera que fuera su naturaleza jurídica, era decidido en concejos
de aldea, parroquia o jurisdicción, y este hecho, junto con la relativa homogeneidad de
la sociedad rural, otorgaba al campesinado una relativa fortaleza que se manifestó en
ocasiones en pleitos ruidosos con señores o de unos concejos con otros.
En el centro y sur de la península se distinguían, en teoría, los propios, cuya titu—
laridad correspondía al municipio, que podía gravar su usufructo; los comunales, per—
tenecientes a los concejos vecinales de una aldea, villa o demás entidades agrupadas
en comunidades de villa y tierra, y de aprovechamiento en principio gratuito; y los
baldíos о espacios de titularidad de la Corona. En la práctica, sin embargo, las diferen—
cias no siempre estaban claras y las autoridades municipales, por razones fiscales, tra—
taban de extender los propios a costa de las dehesas y montes comunales y de los bal—
díos y, a la vez, la Corona, en momentos de agobio financiero, mostraba un súbito
interés por conocer la extensión y dedicación de los baldíos y por hacer oneroso su
usufructo.
Al margen de que se respetasen o no las diferencias jurídicas entre unos y otros
espacios, el acceso a su aprovechamiento no resultaba difícil hasta el último cuarto del
XVI, en razón de la propia extensión de propios, baldíos y comunales y del escaso con-
trol que la Corona ejercía sobre los baldíos. En varios pueblos castellanos continuaba
vigente la tradición de la presura y cualquier vecino que se apropiase de un trozo de
terreno para cultivarlo lo conservaba de por vida e incluso lo transmitía por herencia, a
condición de ararlo cada año. En otros concejos se procedía al sorteo de parcelas, que
se entregaban a los posibles usufructuarios de modo gratuito o a cambio de un corto
censo, si bien los repartos podían ser igualitarios o discriminar a los más pobres, por
realizarse en suertes proporcionales a la hacienda raíz y pecuaria de los vecinos. Con
independencia de las formas concretas de reparto, parece claro que la jerarquización
social de las comunidades rurales condicionaba el aprovechamiento de los recursos
que proporcionaba el patrimonio comunitario, pues resulta evidente que los lugareños
sin bestias de labor ni reses menores no estaban en condiciones de labrar suertes o de
beneficiarse de los pastos, y el porcentaje de desposeídos se sitúa en la segunda mitad
del XVI entre el 20 y el 60 % de los vecinos de los diversos pueblos.
Resultaría, con todo, simplista afirmar que propios, baldíos y comunales servían
sólo a los más ricos, en concreto a los grandes propietarios de rebaños. Las numerosas
ordenanzas redactadas desde fines del XV tratan de garantizar el equilibrio entre la—
branza y crianza, preservando la separación de espacios de utilización diversa y limi—
tan, según mayor o menor abundancia de pastos, el número de ovejas que cada vecino
puede sostener en los pastos comunales. Los numerosos textos conocidos, verdaderas
<<constituciones» de las breves repúblicas concejiles, establecen la división del terraz—
go con dos o tres hojas que se irán turnando en el cultivo; reglamentan la forma de ac—
ceso a la propiedad y usos colectivos, desde pastos y rozas hasta caza y pesca y apro—
vechamiento del arbolado, clasificando espacios y ganados; fijan criterios para la ven—
dimia y entrada de ovejas en las vides, etc. Es cierto que la protección de los intereses
308 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
ganaderos resulta evidente en muchas ocasiones, pero también queda claro el esfuerzo
por mantener una especie de equilibrio ecológico entre las diversas dedicaciones del
territorio. Además, hasta los cambios sociales acelerados a fines del XVI, con el «des—
fallecimiento» de los medianos y el ascenso de los <<poderosos>>, los labradores peque—
ños y medios constituían un contingente importante de productores, y cuando se cono—
ce el reparto de los propios para su cultivo se ve que, en general, dominan las suertes
de menguada extensión.
Por otro lado, los recursos que se obtenían de los espacios mencionados no se li—
mitaban a cosechas y pastos. La leña, la madera y el carbón, la caza y los frutos silves—
tres entran también en el acervo de ingresos derivados del patrimonio rústico comu—
nal, según advertían en las Relaciones Topográficas de 1575—1580 los vecinos de un
concejo de Cuenca a propósito de una dehesa:
[...] es en el fruto muy abundosa, y esto comúnmente, tanto que algún año ha venido que
totalmente ha sustentado este pueblo, porque peresciera mucha gente de hambre si no
fuera por la mucha bellota que aquel año se coxió de el, que fue el año de la langosta. que
no se coxió grano de pan ni de otra cosa de sustento en este pueblo [...] y los que no al—
canzaba sino poco, hacían migas de bellota y otros géneros de guisados y con aquéllos
se pasaban [... ]. También este año ha tenido mucha, porque hay algunos vecinos que han
coxido de seis fancgas arriba, y esto sin mucha bellota que coxieron los forasteros y tres
manadas de ganado de los carniceros que nunca salen de él, y el ganado del concejo, que
es mucho [...]. Es tan bueno y provechoso este monte y dehesa de este pueblo que ya se
hubiera despoblado si no fuera por el monte, y ansí en común todos los vecinos a una
voz hablando de él dicen no vale más el lugar que el monte, y por esta razón merecería
estar cercado.
(N. Salomón).
Con respecto a la caza, algunas ordenanzas dan idea de la importancia que podía
alcanzar, al ocupar a gente que de ese modo evitaba trabajar ajomal. Para impedir ta—
les distracciones, el ayuntamiento de Ciudad Real dictó a comienzos del siglo XVII una
disposiciôn que transcribe J. López—Salazar:
Y por Cuanto gran número de gente pobre y de bajo estado anda perdida cazando,
que pudieran acudir al beneficio de la labranza y no lo hacen, antes como la mayor parte
[de] esta gente es de malas costumbres, hallándose en los montes y despoblados con ar—
mas tan graves suelen no perder ocasión para hacer robos y otros malefícios [...]: así se
prohiba a los tales el cazar sin expresa licencia de lajusticia, ordenando que sólo la dé a
personas de buena vida e impedidas para otro trabajo.
los aspectos, también culturalmente, y ese entramado, que creaba expectativas y limi—
taba enérgicamente el individualismo, constituye uno de los factores que permiten ca—
lificar de <<campesinos», y no de <<proletarios>>, a quienes en apariencia nada tenían,
salvo su fuerza de trabajo.
A juzgar por los datos disponibles, entre los que no se cuentan series suficiente—
mente prolongadas de rendimientos, el aumento de la producción fue resultado de la
extensión de la superficie cultivada, proceso al que hacen referencia numerosísimas
quejas por el estrechamiento de los pastos y disposiciones de la Corona y los concejos
ordenando volver a su antiguo estado tierras roturadas. No hay que descartar algunas
innovaciones, como el avance del mijo en el norte y noroeste, una mayor atención a
los cultivos hortofrutícolas en las proximidades de los núcleos urbanos, la ampliación
de cortinas y herreñales y, en el Levante, la ampliación de la superficie de regadío, sig—
nificativa, por ejemplo, en las huertas de Orihuela y Alicante durante la segunda mitad
del siglo XVI.
Al margen de esas pequeñas innovaciones existen datos objetivos que cuestionan
que la agricultura del centro y sur pueda caracterizarse, sin más, de inmóvil y atrasada.
Y el principal reside en que hasta el último cuarto del XVI, ya fuese mediante rotacio—
nes de año y vez o al tercio, y con unos rendimientos de 10—14 hls/ha, los campesinos
fueron capaces de producir lo suficiente para alimentarse ellos, los rentistas y, lo que
es más significativo, una población urbana muy considerable, que crecía a un ritmo
mayor que la delas aldeas y pueblos. Esto quiere decir que una parte de las explotacio—
nes eran excedentarias, y así lo reflejan los expedientes de Hacienda de 1579—1586 de
la submeseta norte, aun tratándose de una documentación fiscal, con infravaloracio—
nes de los tratos, labranzas y crianzas. Una elevada proporción de labradores fuertes y
medianos, avecindados en pueblos situados entre La Rioja y Tierra de Campos, estaba
en condiciones de vender cereales y ganados, una vez satisfechas las rentas y los diez—
mos, un <<excedente compulsivo» que, Obviamente, también abastecía en parte merca-
dos urbanos. En general no se trata de campesinos que cultiven explotaciones de cien—
tos de hectáreas, como sucedía en La Mancha y Andalucía oriental, sino de labradores
que habitualmente disponían de uno o dos pares de animales de tiro y que sembraban
cada año de 25 a 60 fanegas de extensión. En Tierra de Campos pueden encontrarse
explotaciones mayores, pero no comparables a las grandes haciendas manchegas —a
menudo dedicadas más a la ganadería que al cereal— O a algunos cortijos de la baja
Andalucía (F. Brumont).
Pues bien, hasta 1570—1590, los campesinos que disponían de un animal de tiro,
de un par o de dos, parecen haber gozado de buenos tiempos: no soportaron fases pro-
longadas de carestías; el cereal que vendían valía cada vez más; los que pagaban algún
jornal veían cómo el salario real descendía; las rentas tendían al alza, pero la pequeña
propiedad y los bienes comunales amortiguaban sus efectos; el acceso al crédito nO
312 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
ahogaba a los tomadores de censos; la presión fiscal tampoco fue excesiva hasta la dé—
cada de 1570 y las ocupaciones suplementarias, en oficios textiles sobre todo, comple—
mentaban los ingresos de los pequeños labriegos. En los últimos veinte años de la cen—
turia las circunstancias cambiaron, y muchos desistieron de continuar con la actividad
agropecuaria, porque no les permitía subsistir.
Sobre las causas de la inversión de la coyuntura a fines de siglo no dejaron de re—
flexionar los contemporáneos, ni tampoco los historiadores, entre los que no existe
unanimidad a la hora de ofrecer explicaciones de la <<declinación», muy patente en la
España interior. Las carestías provocadas por cambios climáticos que anunciaban
la aparición de la <<pequeña era glaciar»; la demasiada extensión de las superficies de
labor a costa de los pastos con la entrada en acción de la llamada <<ley de rendimientos
decrecientes»; la sustitución de bueyes por mulas que labrarían peor la tierra; la mayor
presión fiscal o la privatización de los bienes comunales y la pérdida de propiedad de
los pequeños y medianos campesinos, son algunas de las causas invocadas para expli-
car lo que Antonio Domínguez Ortiz llamó, en un trabajo pionero, «la ruina de la aldea
castellana».
La crisis de la población y de la producción y el abandono del campo probable—
mente no puedan explicarse a partir de una única causa, pues no todas las mencionadas
afectaron por igual a los diversos territorios, y tanto en la cornisa cantábrica como en
el litoral mediterráneo y en el reino de Sevilla la trayectoria de la demografía y de la
actividad agropecuaria difiere de la que se documenta en el interior. Las carestías sin
duda influyeron, y más al sumarse a otros factores, como el alza de la renta, que conti—
núa hasta 1590-1600, o la privatización de patrimonios antes comunales, cuyo usu—
fructo ——en especial desde las ventas de baldíos posteriores a 1570— se volvió restrin—
gido, por oneroso, y asimismo la presión fiscal, por el alza espectacular de las alcaba—
las desde 1575 y la cobranza de los millones en 1591. La renta, el fisco y la restricción
de acceso a los comunales vinieron a coincidir con dificultades climáticas, arruinaron
a muchos pequeños y medianos campesinos que tuvieron que endeudarse para poder
comer un cereal que alcanzaba precios cada vez más altos y acabarán por <<desfalle-
cer», mientras ascendían <<los poderosos». Las causas sociales y políticas parecen, por
tanto, determinantes para explicar los frenos del crecimiento, y no tanto la ampliación
de la superficie cultivada en territorios poco poblados y de agricultura extensiva, los
cuales, sin cambios técnicos de relieve, notarán en el XVlll y XlX una expansiön muy
superior a la del XVI, lo que impide hablar de una situación maltusiana en esta centuria.
Tampoco puede darse mayor importancia a la sustitución de los bueyes por mulas, que
tuvo un alcance geográfico limitado y no parece que afectase a los rendimientos cerea—
leros.
La ganadería más estudiada a lo largo del siglo XVI ha sido sin duda la mesteña,
en buena medida por las posibilidades que ofrece el archivo del Honrado Concejo y
por las tensiones de todo tipo a que dieron ori gen los privilegios de los ganaderos que
trashumaban de norte a sur en otoño y de sur a norte en primavera. Resulta claro hoy
que los rebaños mesteños constituían una porción minoritaria del «acervo» ganadero
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 313
1610 _ 7.656.170
1611 — — 6.430.445
1612 6.631.095
1613 7.118.675
1614 5.567.788
1615 6.949.368
1616 1.989.530 4.973.825 7.560.405
1617 1.627.797 4.069.493 6.182.985
1618 2.019.675 5.049.188 6.857.510
1619 1.929.241 4.823.103 7.936.288
FUENTE: C. R. Phillips yW. D. Phillips, Jr., Spams Golden Fleece, Johns Hopkins U. P., 1997, tabla A-1.
mica de los núcleos urbanos reducía la demanda de carne, cueros y lana, y este produc-
to también encontró dificultades en los mercados externos, en los Países Bajos, y a fi-
nes de siglo en Italia, mercado de sustitución desde 1570, por lo que el precio de los
vellones cayô notablemente a partir de 1575. En esta coyuntura sólo lograron aguantar
los más fuertes, en particular en las zonas serranas, en las que los desplazamientos
eran largos y costosos. En La Rioja, por ejemplo, de 761 vecinos censados en 1580 ha—
bía 418 que carecían de trashumantes, mientras 13 de ellos, con cabañas que iban de
1.280 a 10.240 efectivos, eran propietarios del 52 % de los animales (F. Brumont). En
las localidades próximas a los pastos, caso de los pueblos manchegos, los modestos
propietarios de cien O doscientos ovinos aguantaron mejor, pero nO hay que olvidar
que los dueños de pequeños hatos, en unas y otras zonas, eran a menudo pastores a
quienes la costumbre permitía incluir unas cuantas reses propias en el gran rebaño que
cuidaban. La caída de los beneficios, por lo demás, acabó también obligando a los
grandes <<señ0res de ganados» a reducir los efectivos, y así la comunidad de Guadalu—
pe, que superara las 22.000 ovejas en el XVI, se conforma con 12.000— 14.000 en toda la
primera mitad del XVII. (tabla 11.1)
A pesar de que para la economía campesina alcanzaba una importancia muy su—
perior a la de la mesteña, al ser más numerosa y diversificada y estar mucho más vin—
culada a la agricultura, la ganadería estante resulta, en general, menos conocida que la
primera. Sí se sabe que presentaba en sus niveles y composición notables diferencias
territoriales. En toda la cornisa cantábrica, el ganado vacuno era fundamental para las
economías familiares, superando en ocasiones, como sucedía en los valles cántabros
en la década de 1590, su número de efectivos al de ovejas y cabras. En Asturias y Gali—
cia, los inventarios post mortem de fines del XVI atestiguan la existencia de numerosos
patrimonios campesinos con cabañas abundantes y diversificadas, que disponen de
bueyes, novillos, vacas de cría, terneros, ovejas, cabras y cerdos. A menudo se trata,
también en el caso del vacuno, de animales que pasaban la mayor parte del tiempo en
el monte, en donde se alimentaban e incluso podían dormir. Tal proliferación de reses
mayores y menores se corresponden con una economía campesina en la que el ele—
mento silvo—pastoril resultaba básico, por la abundancia de recursos comunales, deri—
vados del aprovechamiento del monte y de los espacios forestales en el contexto de un
paisaje escasamente humanizado. La difusión del maíz desde las primeras décadas del
XVII, las roturaciones y el crecimiento demográfico provocarán cambios radicales en
el complejo agropecuario, al subordinarse el monte a usos agrarios, al descender el nú—
mero de cabezas por explotación y al modificarse los métodos de alimentación, 10 que
permitirá el desarrollo de una ganadería domesticada e intensiva, centrada en el vacu—
no y el porcino principalmente.
En la submeseta norte, la ganadería estante más numerosa era la ovina, a menudo
de raza churra, asociada al cultivo de cereal en régimen de año y vez. La disponibili—
dad de pastos a lo largo de las cuatro estaciones condicionaba el volumen del rebaño
de cada pueblo, y las cifras medias por fuego podían ascender a 40 o situarse por deba-
jo de 10. En todo caso, se trata a menudo de un ganado socialmente mal distribuido,
316 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
2. La industria
La industria más importane, tanto por la mano de obra empleada como el valor de
la producción resultante, era sin duda la textil. А ella debieron su fortuna no sólo nú—
cleos de la entidad de Segovia, Córdoba, Cuenca, Toledo y varias ciudades de la Coro—
na de Aragón, sino otros como Ávila, Palencia o Villacastín, y también contribuyó al
dinamismo de comarcas rurales tempranamente especializadas en la fabricación de
paños, caso de la Sierra de Cameros o de los Pedroches. La preparación de la lana y el
hilado constituían tareas que realizaban muchas veces familias campesinas de los al—
foces, según un elocuente testimonio de las cortes de Madrid de 1579, quejosas por el
incremento de las alcabalas:
[...] en estos lugares no había hombre ni mujer, por viejo e inútil que fuese, muchacho o
niña de ninguna edad que no tuviese orden y manera con que ganar de comer y ayudarse
unos a otros, tanto que era cosa notable caminar por toda la serranía de la tierra de Sego—
via y Cuenca y ver la ocupación que en ella había, sin que ninguno de ninguna edad,
hombre ni mujer, holgase, entendiendo todos en la labor de la lana, unos en una cosa,
otros en otra, y que no pudiendo caber ya los telares en Toledo, se henchían de ellos los
lugares circunveeinos, y los unos y los otros estaban llenos de gente ocupada, ejercitada,
rica y contenta, y no sólo los naturales de las mismas tierras, pero infinito número de fe—
rasteros de la misma manera se sustentaban en ellas, sin que los unos ni los otros sintie-
sen la esterilidad ni carestía de los años, a lo menos sin remedio, porque los unos lo saca-
ban de sus oficios y los otros de sus trabajos.
bôn y aceite, por paños acabados o en diferentes fases de elaboración, por deudas deri-
vadas de las ventas a crédito y por un batán y una casa comercial en Medina del Cam-
po, sin que se registren otros inmuebles. Se trata, por tanto, de «fabricantes sin fábri—
ca», que se servían de los talleres domésticos, sobre todo de telares propios de los teje—
dores o tomados en arriendo (A. García Sanz). Pueden documentarse mercaderes y
pelaires propietarios de varios telares, pero ello no significa que estuviesen concentra—
dos en un local; sólo las operaciones de tinte y apresto se realizaban en ocasiones en
locales de los empresarios, y no solían ocupar a mucha gente.
En las poblaciones urbanas, las dificultades para acceder a la materia prima y a
los productos necesarios para acabar los paños, en especial los tintes, favorecieron la
emergencia de mercaderes, de algunos maestros tejedores о de pelaires, gremio éste
que alcanzó una posición de dominio en Aragón y Cataluña, a costa de someter a las
demás corporaciones. En la pañería de calidad, el domestic-system se generalizó, por—
que era necesario disponer de lana extremeña y de tintes caros, importados con fre—
cuencia de América 0 de Francia, caso del pastel de Toulouse, muy utilizado y que dio
origen a un importante comercio. En el mundo rural y en las pequeñas villas, muchos
vecinos carecían de ovinos y se empleaban a jornal en los campos en verano y tejían
por cuenta ajena en invierno, de modo que desde la Tierra de Campos a la Sierra de
Cameros aparecen también los tejedores ocasionales por cuenta ajena, los profesiona—
les que eran independientes y los que trabajaban por encargo de mercaderes que aco—
piaban lana y disponían de tintes, según sucedía en Ezcaray.
En la industria de la seda, la penetración del capital mercantil fue aun más intensa
que en la pañería, si cabe. Los centros fundamentales eran Granada, que según algunas
relaciones llegó a contar con 4.000 telares —el doble de Toledo— antes de las guerras
de las Alpujarras, Valencia, Toledo y Córdoba, y en menor medida Sevilla, Talavera 0
Barcelona. Desde comienzos del XVI la producción de seda cruda se desarrolló sobre
todo en Granada, Valencia y Murcia, desde donde se exportaba a Toledo y Córdoba
por mercaderes, entre los que destacaron los genoveses, que controlaban el producto
mediante el sistema de anticipos. Precisamente a los genoveses se debe el impulso de
la sedería valenciana, al avecindarse en la ciudad muchos maestros, quienes crearon
en 1479 el gremio de <<velluters». El intenso desarrollo de la actividad fue interrumpi—
do por las Germanías, pero prosiguió después, y en 1575—1576 la corporación tenía
627 maestros, la cifra máxima conocida, que duplica con largueza la de comienzos de
siglo. La expansión de la producción —que se triplica— fue compatible con la expor—
tación de grandes cantidades de seda bruta hacia Italia y hacia ciudades castellanas y
andaluzas, a las que se enviaban también tejidos (R. Franch).
En la Valencia de fines del XVI la producciôn y comercialización de tejidos pare—
cen actividades muy concentradas, debido a la existencia de una minoría de artesanos
enriquecidos que ejercían funciones empresariales. En Toledo 0 Córdoba, a la depen—
dencia exterior de los tintes se añadía la de la materia prima, lo que acentuó la penetra—
ción del capital mercantil. En la última ciudad existían, en 1586, 632 telares, de los
cuales 367 correspondían a propietarios que tenían tres o más, alcanzando algunos los
ocho; se trata, por tanto, de maestros о comerciantes que los arrendaban o que emplea—
ban en ellos a otros maestros examinados, que podían pagar con el trabajo deudas por
avances de materias primas, colorantes 0 créditos. Esta penetración del capital mer—
cantil hubiera avanzado más si la crisis finisecular no desviara inversiones y si los re—
L SFUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 321
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FUENTE: H. Casado «Crecimiento económico y redes de comercio interior», en J. I. Fortea (ed.) Imá—
genes de la diversidad, Universidad de Cantabria, Santander, 1997, p. 303.
MAPA 11.2. La industria textil: el espacio comercial del pastel de la compañía Bernuy.
los miembros de comercio e industria, de modo que en Córdoba 0 Toledo algunos gre—
mios relacionados con el textil vieron multiplicados por seis o por diez las cantidades de
alcabalas que venían pagando. Desde comienzos de la década de 1590, los millones vi—
nieron a agravar el panorama porque exigían desembolsosa¿contribuyentes ya abatidos
yporque pronto pasaron a recaudarse mediante sisas, con el consiguiente encarecimien—
to de la carne, el vino y el aceite, у en consecuencia, con el encarecimiento también de
los salarios, lo que afectó a la competitividad de la industria. Al mismo tiempo, desde la
bancarrota de 1557 se habían multiplicado las oportunidades para invertir en juros, que
producían intereses del 5—10 %, y muchos comerciantes y en general todos los grupos
urbanos que disponían de dinero optaron por invertir en esas cómodas fuentes de renta,
0 en censos. De hecho, los intereses de los juros consumían en 1594 más de un tercio de
los ingresos de la Hacienda Real. De modo que los efectos del fisco fueron múltiples.
La presión fiscal, además, se acentuó de súbito cuando aparecían dificultades
agrarias y comenzaba a caer la población, con lo que descendía tanto la capacidad ad—
quisitiva como el número de consumidores. El alza de los precios del pan impedía a
capas amplias de la población comprar otras cosas menos necesarias e incluso les de-
salentaba para continuar trabajando por encargo, según manifestaban ya en 1562 los
vecinos de la villa cordobesa de Torremilano: <<fechos los paños, los mercaderes que
los compran no dan por ellos con mucha cantidad lo que tienen de costa, porque con la
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 323
Flandes y Francia
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FUENTE: V. Vázquez de Prada, Historia económica y social de España. Los siglos XVI y XVII, Confedera-
ción de Cajas de Ahorro, Madrid, 1978, p. 512.
MAPA 11.3. Exportación y comercio de lana en la segunda mitad del siglo XVI.
nesgesidad que tienen de la carestía del pan no se pueden las gentes valer e dan los pa-
ños con mucho menor precio de costa para se poder sustentar, de cuya cabsa los veci-
nos desta villa están destruidos» (J. l. Fortea).
En este contexto, la industria textil que mejor resistió fue la radicada en pequeñas
villas 0 en el mundo rural y que elaboraba paños bastos para consumo popular, en ré—
gimen de domestic system y sobre todo de kauf system. En pueblos de la submeseta
norte y de la Sierra de la Demanda, por ejemplo, continuaron fabricándose piezas de
baja calidad, muchas de las cuales se destinaban al mercado de la cornisa cantábrica,
en donde el crecimiento continuo dela población —un 20 % entre 1591 y 1630— ase—
guraba una demanda en aumento. También en Cataluña algunos autores han apuntado
a quela caída de la producción de paños —desde 1570 enlas ciudades— se acompañó
de una redistribución de esta actividad en favor de núcleos urbanos de segundo orden
y del mundo rural, hipótesis hasta el momento no del todo confirmada.
A diferencia de la industria textil, muy difundida entre otras causas porque nece—
sitaba poca inversión en equipos, varias actividades secundarias, por el tipo de recur—
324 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
sos que precisaban о рог la complejidad y costo de las instalaciones, aparecen mucho
más concentradas. Así sucedía con la construcción naval, que por la abundancia de
bosques, hierro y por el propio dinamismo comercial de la zona, se desarrolló princi—
palmente en Vizcaya y Guipúzcoa, en donde se fabricaban, por encargo de la Corona 0
de particulares, naves grandes destinadas tanto al comercio como a la guerra. Las ca—
racterísticas de las embarcaciones, costosas y poco versátiles en comparación con las
que se comenzaron a hacer en Inglaterra y los Países Bajos, contribuyeron a la deca-
dencia de este ramo en las dos últimas décadas del XVI. Otro foco importante se locali—
zaba en Barcelona, en las Reales Atarazanas, en las que durante el reinado de Felipe 11
se construyeron para la marina de guerra numerosas galeras, lo que exigió traer opera—
rios cualificados, muchos de ellos procedentes del País Vasco.
La industria siderúrgica tuvo también sus principales focos de desarrollo en Viz—
caya, Guipúzcoa y Pirineos catalanes, alcanzando cierta difusión en las cuencas llu—
viales de Navarra, Cantabria, del occidente de Asturias y parte oriental de Galicia. Las
ventajas de diversa naturaleza que en esta actividad tenían los territorios forales vas—
cos eran patentes: a la abundancia de bosques y de un mineral de extraordinaria cali—
dad, que se extraía a cielo abierto, se añadía el trato fiscal privilegiado a las exporta—
ciones de hierro que se hacían por mar. Todo ello favoreció el incremento de la pro—
ducción en la Baja Edad Media, merced a la erección de ferrerías mayores a las que se
aplicaban la energía hidráulica. Desde mediados del xv abundan las referencias a la
edificación de nuevas ferrerías o a reconstrucción y reformas de las antiguas, un movi—
miento que continúa hasta doblada la centuria siguiente. Así, en Guipúzcoa, de 85 fe—
rrerías y martinetes existentes en 1489 se alcanzarían las 175 en 1581, una cifra que
había descendido a 124 en 1625 (85 ferrerías mayores y 39 martinetes). La evolución
de las exportaciones a lnglaterra, que pasaron de SOD/1.000 toneladas en 1450 a 3.000
en 1500, apunta a que fue en ese medio siglo cuando se registró la expansión más in—
tensa, que continuó a menor ritmo en la primera mitad del XVI. Hacia 1550 se alcanza—
ría, según Luis M.a Bilbao, el optimum de la producción, con unas 13.000 tm en todo el
País Vasco y Navarra.
En Cantabria y Galicia el incremento del número de ingenios siderúrgicos está
asimismo documentado. En el primer territorio ya desde fechas tempranas, pues en el
siglo xv se mencionan 26 nuevas ferrerías, 22 de ellas antes de 1450, y en el XVI 23, 15
de ellas en la primera mitad. En Galicia existen referencias aisladas a la construc-
ción de fundiciones costeadas por la nobleza y las instituciones eclesiásticas, y dirigi-
das por técnicos vascos (los <<arozas»). Fueron probablemente los vascos quienes apli—
caron en el resto de la cornisa cantábrica las innovaciones tecnológicas que ellos
aprendieran de los ligures, en concreto la utilización de la energía hidráulica en los
martinetes 0 mazos, anexos 0 no a las fundiciones. En Cataluña las fargas se pusieron
también <<a la genovesa», antes incluso que en Vizcaya y Guipúzcoa.
Los propietarios de las ferrerías mayores solían ser familias de la nobleza e institu—
ciones eclesiásticas, amén de algún concejo, y aunque no faltan ejemplos de explotación
directa, con frecuencia los dueños las arrendaban aferrones, que a la vez trabajaban por
encargo de los comerciantes que les suministraban anticipos. Las del País Vasco, aparte
de surtir a las ferias castellanas, laboraban también para la exportación al mercado in—
glés, a Portugal y a Indias, y para las fábricas de armas, mientras que las de Cantabria,
Galicia y Asturias producían más bien para el mercado interior, vinculado a actividades
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 325
agrarias. Esta diversa orientación explica en parte la diferente trayectoria que siguió la
siderurgia de unos y otros territorios desde mediados de] XVI: al abastecerse el mercado
inglés de los productos de los nuevos altos hornos y trastornarse el comercio norteño
con el conflicto de la guerra de los Ochenta Años, las ferrerías vascas atravesaron difi—
cultades, agravadas porque las armas fabricadas con hierro colado sustituyeron alas que
se hacían con material forjado, producido en los hornos bajos. Al contrario, en el resto
del cantábrico, la expansión demográfica y agraria aseguraba un importante mercado de
herramientas y de variados útiles domésticos a las ferrerías locales.
FUENTE: E. ]. Hamilton, El tesoro americano у la revolución delos precios en España, Madrid, 1975,
pp. 47 y 55.
326 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
mente objeto de revisión se trata más bien de los referidos al XVII, cuando los fraudes
parecen haber aumentado, según advirtiera ya el propio Hamilton. Expresados en ki—
logramos, así se distribuyen por decenios las llegadas de oro y plata registradas.
Al breve «ciclo del oro» sucede desde 1530 el de la plata, cuya producciôn no
cesó de crecer en todo el siglo. А1 final del mismo nada menos que 153.564 kg de oro y
7.439.142 de plata, según los registros de la Casa de Contratación, habían entrado en
Sevilla, unas cantidades equivalentes a 240,2 millones de pesos, cifra que habría que
elevar quizá a 275 millones, por la creciente diferencia que se observa entre las canti—
dades producidas en América y las registradas en Sevilla, aun admitiendo que cada
vez quedaba en las colonias o se enviaba a Manila una mayor copia de metal precioso.
Del total del volumen controlado, un 17 % correspondía al rey y el resto a particulares.
Losefectos de esa extraordinaria masa de metales preciosos fueron múltiples. Con—
tribuyeron, de un lado, a que se mantuvie_se lauesgabjlidadmonetariaalaqueaspitaban“las
reformas de fines del xv y primeros años del XVI, que permitieron acuñar monedas de oro
bastante uniformes en Aragón y Castilla. El excelente castellano, en concreto, pronto lla—
mado ducado, equivalía a 375 maravedís, y a partir de 1537 pasó a llamarse escudo, y su
valor quedó fijado en 350, y en 400 desde 1566. A su lado estaba el real de plata, de 34
maravedís, y el maravedí o moneda de cuenta, con sus submúltiplos (ochavo, cuarto y
cuartillo). Esta moneda fraccionaria solía ser de vellón, con aleación de plata, pero las
acuñaciones de vellón no fueron excesivas hasta el cambio de siglo. Las monedas de oro y
plata de Castilla circularon sin problemas en la Corona de Aragón, en donde había piezas
de oro equivalentes, y a la vez, las <<placas>> y <<ardites» de Cataluña se utilizaban en Casti—
lla como piezas fraccionarias, ante la escasez de la <<moneda menuda».
Los efectos que las llegadas masivas de metales preciosos tuvieron en la evolu—
ción de los precios ha sido cuestión muy debatida y no puede considerarse por com-
pleto resuelta. Es cierto que, en términos porcentuales, Los precios aumentaron…[llásen
la primera mitaddel siglo, a un ritmo del 2,8 %, que euulaseglmda, cuando subieron un
1,3 % anual, precisamente cuando se produjeron las llegadas masivas de plata. Pero el
impacto de los nuevos metales dependía de los stocks ya existentes y de las propias di—
mensiones de la economía, capaz de asimilar cada vez mayores cantidades. En con—
junto, a lo largo de la centuria los precios ponderados—se multiplicaron en Castilla la
Nueva por 4,5, algo que a los contemporáneos les parecía escandaloso, entre otras
causasporque el cambio se les representaba como un desorden que era necesario co—
rregir a través de medidas legales, entre ellas las tasas, para evitar la pérdida adquisiti—
va de los salarios, que sólo se triplicaron.
Parece claro que los metales preciosos no fueron la única causa del alza de pre—
cios, general en Europa y desigual de acuerdo con los productos comercializados. El
incremento de la demanda y del volumen de productos puestos a la venta, así como la
mayor o menor circulación de mercancías, y también la incidencia de la fiscalidad in—
directa, constituyen factores a tener en cuenta. Se desconoce, en todo caso, el destino
final de importantes masas de oro y plata. Sí se sabe que no todas fueron convertidas
en moneda. Una cantidad enorme acabó tesaurizada en manos particulares y en insti—
tuciones religiosas, como puede observarse hoy en iglesias y museos. Otra, en forma
de monedas o lingotes, salió al exterior, para pagar mercancías y gastos cortesanos,
militares y diplomáticos, o fue sacada de contrabando a través de Francia. Los metales
preciosos constituían una codiciada garantía de los préstamos o asientos solicitados
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 327
por los monarcas, pero durante la primera mitad del XVI los banqueros no podían ex—
traerlos de Castilla, de modo que los reintegros que recibían los invertían en compras
de mercancías —lana, seda, alumbre, aceite— que exportaban. Los agobios de la últi—
ma fase de su reinado obligaron a Carlos V, en 1551, a autorizar puntualmente algunas
sacas, situación que se repitió hasta 1559.
А partir de 1566, las salidas de metales fueron regulares, salvo prohibiciones de
breve duración, de modo que los banqueros tendieron a desvincularse del tráfico
de mercaderías, especulando con el oro y la plata y con la venta de juros a particulares.
Las exportaciones masivas de metales ocasionadas por los gastos militares y las deri-
vadas del pago de importación de mercancías y del contrabando motivaron que, al fi—
nal del reinado del Prudente, el stock de oro y plata en forma de monedas de calidad,
para escándalo y desconsuelo de los contemporáneos, hubiese desaparecido: los rei—
nos castellanos sólo servían de puente para pasar los metales preciosos a otros territo—
rios, a veces enemigos, denunciaban con reiteración las Cortes y los arbitristas.
Los instrumentos de crédito se desarrollaron notablemente en el curso del si—
glo XVI, conforme se incrementaban los intercambios y también las necesidades finan—
cieras de la Monarquía, pues mercancías y finanzas anduvieron unidas hasta doblada
la centuria y regularizadas las sacas. En las escrituras notariales abundan las obliga—
ciones y los censos. Las primeras constituían préstamos a corto plazo para la adquisi—
ción de todo tipo de bienes, desde los imprescindibles a los lujosos, y se multiplicaron
conforme crecían las necesidades de los consumidores o simplemente los intercam—
bios, en una época en la que lo habitual parecen las compraventas al fiado, según que—
da constancia también en los libros e inventarios de las compañías de mercaderes.
De los censos, préstamos hipotecarios a largo plazo, con duración a voluntad del
deudor (<<censos al quitar»), se ocuparon con reiteración los contemporáneos y también
los historiadores. Desde 1534 tenían un interés máximo del 7,14 %, y se utilizaron tanto
para financiar la expansión agraria e industrial como para gastos consuntivos o de otra
naturaleza, pues desde fechas tempranas los aristócratas aparecen como grandes toma—
dores de censos de mano de mercaderes, de instituciones religiosas o de concejos. Tam—
bién los municipios, para hacer frente a exigencias fiscales, a otros gastos y a la caída de
los ingresos suscribieron censos 0 censales, hipotecando a su garantía los bienes de pro—
pios y figurando muchas veces los regidores y jurados entre los prestamistas, lo que les
convertía en usufructuarios de los patrimonios públicos. Para el tomador, el censo cons—
tituía un instrumento de crédito, a la inversión o al consumo; para el dador, un mecanis—
mo de creación de una renta, asegurada en una hipoteca, y este aspecto es el que a fines
de siglo denunciaron arbitristas, al advertir que muchos campesinos se hallaban endeu—
dados por suscribir censos, y que la inversión del dinero en este tipo de préstamos sim—
bolizaba una mentalidad rentista y desviaba los capitales de empleos más productivos.
En el comercio exterior se generalizó el uso de letras de cambio, libradas —ven—
didas— por mercaderes, cambiadores y banqueros, para pagar en una plaza distinta y
en moneda diferente lo que se recibía о esperaba recibir en el lugar de emisión. Solían
encubrir, por tanto, una operación de crédito y otra de cambio, y su negociación cons—
tituía una enmarañada trama, llena de <<avisos y urdides ingeniosos y sutiles», sobre la
que reflexionan los moralistas, al advertir que muchas veces el dinero no seguía a
la mercancía, sino que se multiplicaba solo, corriendo en papel de una plaza a otra y
contradiciendo la máxima de que pecunia pecuniam non parere potest.
328 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
A lo largo del XVI, la política comercial, preocupada ante todo por el abasto, ten—
dió a favorecer las importaciones de alimentos y productos manufacturados. Pocas
fueron las voces, hasta que el declive industrial resultaba evidente, que se alzaron soli—
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 329
economía de sus provincias, deficitaria en cereales y muy abierta, por hallarse situa—
das las aduanas en el interior.
En dirección a la cuenca del Duero descendían una gran variedad de productos
textiles, hierro en barras y artículos de metal como cuchillería, tintes, papel y libros,
que eran redistribuidas a toda la península en las ferias mencionadas atrás. Documen—
tos de 1559—1560 y 1578 revelan la vecindad de los principales hombres de negocios
de acuerdo con lo que debían satisfacer en concepto de los diezmos de la mar por las
importaciones que efectuaran: en la primera fecha, Medina del Campo, Burgos, Valla—
dolid, Toledo, Bilbao y Vitoria encabezan la relación según el valor de las cantidades
a pagar, y luego se mencionan otras poblaciones de la submeseta norte (Medina de
Rioseco, Villalón) y del Cantábrico. En 1578 continúa destacando Medina del Campo
(18 grandes negociantes), Burgos (14) y le siguen Toledo (13) y Madrid (6), mientras
Valladolid ha descendido al séptimo lugar, con sólo un gran negociante. Es significa-
tiva también la presencia en la relación de mercaderes avecindados en pueblos de Pa—
lencia, Burgos y de la Sierra de la Demanda. La aparición de Madrid y Toledo en la se—
gunda fecha obedece a los efectos del cambio de residencia de la Corte y al progresivo
desplazamiento de las corrientes comerciales hacia el sur, lo que también revelan los
cambios en las redes de ventas de algunas compañías comerciales, que van orientando
negocios hacia el sur del Tajo (H. Lapeyre).
La rebelión de los Paises Bajos, en cuanto que afectó a centros importadores de lana
y, por sus repercusiones, dificultó extraordinariamente la navegación por el Canal de la
Mancha y provocó una drástica caída de las exportaciones de vellones desde 1569—1573,
aunque los envíos a Francia pudieran compensar de modo puntual las pérdidas del merca—
do flamenco, que antes de 1569 absorbía en tomo a 20.000 sacas, una cifra que a fines de
si glo quedará reducida a la cuarta parte. La ruptura de este circuito comercial, sobre el que
se basara el florecimiento de Burgos y Medina del Campo, venía a añadirse a los trastor-
nos que desde comienzos del reinado de Felipe 11 estaban sufriendo las ferias.
El derrumbe del tráfico articulado entre Medina del Campo, Burgos y el Cantábri—
co favoreció un cierto impulso del comercio mediterráneo, pues desde 1573 las ciuda—
des italianas se convierten en el principal mercado de las lanas, que ahora se exportaban
por Alicante y Cartagena, y en menor cuantía por Sevilla. De hecho, la cifra global de
lana embarcada permanece estable, después de alcanzar las cifras máximas en
1547—1549 (14.000.000 libras), en torno a 8.000.000 desde 1559 a 1582, para iniciar
luego una caída de la que sólo parcialmente se recuperan desde 1590, pues la crisis de
los grandes centros laneros italianos redujo la demanda de materia prima. El comercio
mediterráneo se benefició también del establecimiento de una <<ruta de la plata» entre
Barcelona y Génova, pues al lado del metal precioso se exportaban textiles y hierro, y se
importaban cereales o quincallen'a. Asimismo, el comercio exterior de Valencia atravie—
sa un buen momento en la segunda mitad del XVI, mediante la exportaciôn de seda y es-
parto, frutos secos y arroz, y la importación de diversos productos elaborados y sobre
todo de trigo siciliano, lugar tradicional de abasto de los grandes núcleos urbanos del
Mediterráneo occidental. Al igual que sucedía, por tanto, en el ámbito demográfico, en
la periferia levantina el comercio de importación y exportación resiste en el último cuar—
to del XVI mucho mejor que en la submeseta norte, a costa en cierto modo de orientarse
más a Italia y dar la espalda a un interior castellano en claro declive.
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 331
El träfico indiano constituye la gran novedad del XVI y, en principio, una singular
ventaja para la Monarquía hispana y para sus vasallos, por la riada de metales que
traían de retorno las flotas. Pero también es cierto que Sevilla fue elegida como sede
del monopolio por causas no azarosas, sino que la decisión de los monarcas vino más
bien a confirmar una posición ya ganada mucho antes de la creación de la Casa de
Contratación en 1503. La ciudad había crecido notablemente a lo largo del siglo XV y
se había dotado de buenas instalaciones portuarias y de «capital humano» para cons—
truir y reparar navíos y dirigir expediciones. El desarrollo de una agricultura comer—
cial en la campiña impulsará las exportaciones de aceite, trigo y vino, y las expedicio—
nes porla costa africana le permitirán convertirse en importante puerto de intermedia—
ción, entre el Mediterráneo y el Atlántico, en el tráfico de esclavos negros y guanches,
de materias colorantes y de oro del Sudán. La presencia de colonias de mercaderes de
distintas «naciones», entre los que sobresalen los genoveses, y el uso de mecanismos
de financiación de expediciones <<a riesgo de nao» y a riesgo sobre mercancías, an-
tes de las viajes colombínos, atestiguan el desarrollo comercial de la ciudad. Las difi-
cultades de navegación que presentaba el Guadalquivir para barcos grandes a la hora
de remontar la <<barra» de Sanlúcar se compensaban con la protección de que gozaban
las flotas, una vez recogidas (A. M. Bernal).
Los registros de la Casa de Contratación, que informan entre otras cosas del núme—
ro de barcos que partían y llegaban y de su tonelaje, han permitido a Hugette y Pierre
Chaunu reconstruir en una voluminosísima obra la trayectoria del comercio indiano,
cuya evolución aparece condicionada por la ampliación del espacio conquistado y colo—
nizado y por otros factores más coyunturales, como la producción de metales preciosos,
los conflictos que dificultaban o impedían la navegación de las ílotas, o las quiebras de
mercaderes y compañías de Sevilla derivadas de incautación por la Real Hacienda de
los tesoros particulares o de las bancarrotas decretadas por el monarca (1557, 1575).
A juzgar por el número de barcos que participaban en el comercio y por el tonelaje
de las Hotas hay que concluir que la expansión del comercio indiano fue espectacular.
No sólo viajaban cada vez más naves, sino que las que lo hacían alcanzaban un mayor
tonelaje 0 arqueo: el número de barcos que hacía anualmente la ruta indiana se multipli-
có por 4,1 desde 1506 a 1591—1600, pasando de 45 a 186, mientras que el tonelaje medio
de las flotas (toneladas de 2,83 mª) lo hizo por 8,1, subiendo de 4.480 a 36.140 las cifras
medias. Dentro de esta prolongada expansión, que culmina a fines de siglo, se notan al—
gunas breves fases de estancamiento o recesión (1522—1532, entre la explotación de las
Antillas y la conquista de Nueva España; 1545—1554, después de los problemas del
Perú), caracterizadas por la llegada de escasos tesoros, y en consecuencia poco favora—
bles al envío de mercaderías, de cuya venta se esperaba retornos en metales.
La cantidad de barcos y el tonelaje de las flotas son indicadores parciales del trá—
fico comercial, por cuanto se desconoce o se conoce mal la composición concreta y el
valor de los cargamentos, dadas las imprecisiones de impuestos como el almojarifaz—
go de Indias y la avería. Al respecto, 10 único bien analizado son las cantidades de me—
tales preciosos que se registraron en Sevilla, y cuya serie quedó expuesta atrás. Y los
metales constituían realmente el motor de este tráfico, pues las remesas de particulares
correspondían al pago de mercancías diversas, en especial productos textiles, alimen—
332 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tos (aceite y vino fundamentalmente), hierro y otras manufacturas, mientras los bar—
cos de retorno traían productos tintóreos, cueros, azúcar, algunos alimentos exóticos
y, lo más preciado, el oro y la plata, cuyo volumen determinaba la <<largueza» o <<estre—
chez» del dinero y crédito en muchas plazas europeas.
Desde la creación de la Casa de Contratación los monarcas quisieron reservar el
comercio con América a sus súbditos castellanos, obligados a registrar en Sevilla los
productos enviados 0 recibidos; desde 1529 a 1572 se autorizaron salidas de otros
puertos, pero con retorno obligado por Sevilla. El exclusivismo, señala A. M. Bernal,
<<afectaba a los partícipes que habían de figurar como titulares del comercio y no, en
absoluto, a las mercancías». Por eso desde Sevilla, y parece que cada vez más, se reex—
portaron articulos manufacturados no castellanos, en especial textiles del noroeste de
Europa y de Italia. Y los excluidos legalmente pudieron negociar por medio de testafe—
rros, asociándose con naturales o financiando operaciones. En principio, el tráfico con
América, por la distancia y los costos de ella derivados, incluidos los gravámenes para
la defensa de las flotas («averl'a»), parecía reservado a una minoría de grandes merca—
deres asociados o que recurrían a factores, capaces de manejar considerables capitales
y de obtener ganancias espectaculares, que luego invertían en operaciones financieras
de la Corona o en otros negocios, que no pocas veces les llevaron a la quiebra. En la
práctica, sin embargo, sectores diversos, desde los mercaderes genoveses hasta cléri—
gos, viudas acomodadas, sastres y traperos, aportaban mercancías a crédito y avanza—
ban dinero a préstamo y cambio marítimo para financiar la Carrera, y por lo mismo,
participaban de los beneficios. Las listas de acreedores y deudores de cambios y ries-
gos ponen de manifiesto que un abigarrado y diverso universo profesional intervenia
en el comercio indiano, aunque destaquen la gran burguesía mercantil de las ciudades
castellanas, los genoveses y los vizcaínos, que figuran entre los principales <<señores
de naos».
Bibliografía
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LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 333
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FUENTE: V. Vázquez de Prada, Historia económica y social de España. Los siglos XVly XVII, Confedera-
ciòn de Cajas de Ahorro, Madrid, 1978, p. 187.
Aduzco estos datos, insuficientes a todas luces, pero que pueden resultar expresi—
vos para hacerse una idea de la riqueza material de la Iglesia (lo que no quiere decir
que no hubiera muchos clérigos incongruos, es decir, pobres) y de sus poderes multi—
formes. De esta suerte se entenderá mejor el empeño de los monarcas, de sus teóricos,
de sus consejeros, por hacerse con el dominio de la Iglesia, que querían más suya que
dependiente de Roma. Lograron en buena parte su objetivo gracias a la ideología rega—
lista que fue penetrando y gracias a un título que lograron y ejercieron, el del patronato
real, construyendo algo así como una Iglesia «nacional», objetivo que se había logra—
do ya, o se lograría no tardando, por el rey de Francia, el de Portugal o por los señores
de las posesiones de los Habsburgo. Y de hecho, si no de derecho, los señores, los
príncipes, se consideraban como papas en sus dominios.
2. Regalismo
Hoy suenan a lejanas estas expresiones (regalismo, patronato real) que durante
siglos estuvieron tan vivas entre los españoles. El regalismo era la convicción, for—
mulada de muchas maneras, de que prácticamente todos aquellos aspectos que no
fueran espirituales o dogmáticos en la Iglesia entraban dentro del poder soberano del
338 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
rey. Los adversarios, porque hubo también antirregalistas y muy combativos algu—
nos, hablaban de injerencias de la potestad real en ámbitos privativos del poder del
papa, de los obispos, pero los regalistas se encargaban de insistir en que no se trataba
de injerencias sino de regalías, es decir, de la aplicación de derechos conseguidos de
concesiones pontificias 0, en los casos más radicales y ya en el siglo XVIII, de dere—
chos inherentes a la Corona, irrenunciables por tanto y que derivaban no de privile—
gios papales sino de la propia soberanía de los monarcas puestos por Dios para velar
por la Iglesia de sus reinos. Era, el regalismo, casi una mentalidad arraigada y no ex—
clusiva de España puesto que la expresión más coherente fue la de Francia con su ga—
licanismo acendrado.
La aplicación práctica de la teoría estuvo sembrada de tensiones, lo mismo en
tiempo de los Reyes Católicos que con Carlos V 0 Felipe II. Y así daba pie al Gobierno,
es decir al rey y a sus Consejos, para intervenir en atribuciones de diezmos, en intentos
de desamortizaciones de los bienes espiritualizados (amortizados), en conflictos de pro—
visiones de cargos eclesiásticos y hasta en detalles mínimos como ordenar procesiones 0
cosas semejantes, como hizo Felipe II en alguna ocasión, por ni siquiera aludir a la brega
constante con la curia romana (el gobierno del papa) con motivo del dinero que ingresa—
ba о de los problemas que creaba por conceder dispensas de impedimentos a causa de
las reservas de tantos casos como había hecho Roma en su beneficio.
Dentro del complejo y conflictivo entramado de regalías, el poder monárquico
disponía de defensas eficaces. Para intervenir y decidir en algo tan frecuente entonces
como eran los conilictos clericales internos contaba con los llamados «recursos de
fuerza», apelaciones por los eclesiásticos a la justicia real, saliendo las causas del fue—
ro eclesiástico, el privilegio que tenían los clérigos para no serjuzgados por tribunales
civiles sino sólo por los propios, de los obispados o de las órdenes religiosas (el de la
Inquisición es algo aparte del que luego trataremos). Suponía la erosión de una de las
inmunidades eclesiásticas, lo que venía bien a la justicia real para afianzar su poder.
En las relaciones con Roma el mecanismo más socorrido de defensa contra lo que
el regalismo juzgaba intromisiones papales fue la censura que de todo documento
pontificio (bulas, breves, moms proprios, rescriptos y similares) podía hacer el rey, re—
teniéndolo hasta quejuzgase conveniente, si es que se consideraba conveniente publi—
carlo y aplicarlo, concediendo el <<exequátur» (ejecútese), el placet о pase regio. Si se
tiene en cuenta que el único medio de comunicarse Roma con el universo católico era
éste, puede deducirse lo efectivo del control monárquico para impedir la noticia, la
circulación y la aplicación de las decisiones romanas. También el derecho del exequá—
tur se ejerció con frecuencia y fue especialmente defendido y utilizado, desde los Re—
yes Católicos hasta Felipe II, para el gobierno de la Iglesia de las Indias, tan alejadas
de Roma y donde apenas entraba otra autoridad que la real puesto que nunca se permi—
tió allí la presencia de nuncios ni de otros representantes del poder pontificio.
De forma que cualquier intentona de mermar el poder eclesiástico del rey se en—
contraba con este antemural de la prohibición del pase 0 de la ejecuciön, recurso que
se intentó aniquilar por Roma con la famosa bula In caena Domini: la Santa Sede ha—
bía impuesto su lectura el Jueves Santo (de ahí su título), ya desde la Edad Media, en
todas las iglesias y con todas las solemnidades publicitarias. En ella excomulgaba a
todos los laicos, a los reyes y señores en concreto, que osaran atentar contra los dere—
chos de la Santa Sede, concretamente contra la libre circulación de sus determinacio-
LA AY L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 339
nes. Sabemos que los poderes civiles (y sacros al mismo tiempo), los monarcas cristia—
nos y católicos, no solían obedecer este precepto tan escasamente litúrgico. Pero no
por razones litúrgicas, al menos en España, donde no se publicó nunca esa bula de la
que todos los interesados hablaban.
3. El real patronato
Todo ello se explica por el título que justificaba (y exigía) tales y tantas interven—
ciones reales en la iglesia: el «patronato real». Ha sido éste, el del patronato, uno de
los hechos más permanentes y presentes en la historia de la Monarquía española en su
política eclesiástica, con profunda tradición medieval y con pervivencias que han lle—
gado en algunas de sus expresiones nada menos que hasta el último cuarto del si—
glo xx. Por su importancia, este problema histórico del patronato o patronazgo o como
quiera decirse, ha producido una nutrida literatura, no exenta de posiciones apologéti—
cas o denostadoras, pero que se fijaba casi sólo en las laderas jurídicas, convirtiendo el
patronato en algo jurisdiccional, en una especie de institución, y reduciéndolo casi ex—
clusivamente al derecho real de suplicación o de presentación de obispados, prelatu—
ras, prebendas y similares.
Y ciertamente, eso, y reservas, y presentaciones y dispensaciones, prebendas y
obispados, entraban en el territorio del patronato. Como entraba el contencioso per—
manente con la curia romana. Pero el patronato era más, mucho más, y algo distinto,
puesto que no era sino la aplicación de algo que hay que ver como presupuesto para ta—
les reivindicaciones y pleitos constantes. Y todo ello se explicaba por el principio más
general de que los monarcas de España se consideraban patronos de la Iglesia con todo
lo que implicaba el ser patrono, un título útil pero también oneroso, en aquellos uni-
versos mentales y comportamientos sociales, no sólo religiosos, para los que el prote—
ger a la Iglesia y usar de derechos patronales se percibía no como periférico sino esen—
cial a la Monarquía.
Por de pronto, el rey era patrono de múltiples iglesias, colegiatas y abadías, capi—
llas reales, hospitales, de las órdenes militares (cuya administración exigió todo un
Consejo de Órdenes), de órdenes monásticas, de parroquias e iglesias, de numerosas
canonjías, beneficios, capellanías y, como hemos visto, de los nuevos reinos cristia—
nos como Granada y de Canarias, del novísimo de las Indias que se irían agrandando.
¿Qué quiere decir esto? Que el fundador y patrono de todo este mundo eclesial
tenía que gastar mucho en su mantenimiento y, si se trataba de las Indias, en su evan-
gelización. Mas, también, que tenía provechos que entonces se estimaban hasta extre—
mos difíciles de valorar hoy en día. Uno de ellos, el de afianzar el control de todos los
responsables y superiores en los cargos mencionados. Otro, con tanto significado, el
contar con un almacén de mercedes y gracias con que remunerar o ganar fidelidades y
servicios de quienes se consideraban criaturas del rey. Otro, el de disponer de litur—
gias, y no sólo con las capillas reales, de sermones, al servicio de la Monarquía. Y de
aplicación de misas, sufragios, de oraciones permanentes por el patrono, es decir, por
el rey de turno y por el alma de sus antecesores. A fin de cuentas era un medio, el más
sonoro, de propaganda monárquica. Propaganda que influyó, no cabe duda, en la ima—
gen idealizada de los reyes que se forjó en la percepción popular.
340 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Todo ello partía de una convicción, de una especie de axioma, que venía de lejos
y que hay que relacionar con la situación de los reinos de España y sus avatares pecu-
liares. Durante la época llamada de la reconquista peninsular, de la evangelización in—
diana, hubo integrantes sustanciales que confluyeron en ese ver al rey como responsa—
ble y beneficiario de una Iglesia, de una Cristiandad, que se había ido construyendo
gracias a e'l y a espaldas de Roma, o de Roma sin casi enterarse. Las posibilidades y di-
ficultades de las comunicaciones, las inversiones y compromisos, todo ese entramado
mental de cruzada que se fue fabricando, convirtió en realidad la idea de que los reyes
tenían que proteger a la Iglesia por ellos casi creada, fundada, dotada y vigilada y ejer—
cer ciertos derechos a cambio de tanta generosidad.
Nada más explícito para comprender esta idea que el viejo texto, convertido en
formulador de este axioma, de Alfonso X en la primera de sus Partidas, cuando a pro—
pósito del derecho que asiste al rey para asentir o disentir de la elección de prelados
hecha, entonces, por los cabildos en sus reinos, razonaba: <<Et esta mayoría et honra
han los reyes de España por tres razones: la primera porque ganaron la tierra de los
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 341
moros, et ficieron las mezquitas eglesías, e echaron dende el nombre de Mamad et me—
tieron hi el de nuestro Sefior Iesu Cristo; la segunda porque las fundaron de nuevo en
lugares do nunca las hobo; 1a tercera porque las dotaron, et demás les fecieron et facen
mucho bien. Et por eso han derecho los reyes de rogarles los cabildos en fecho de elec—
ciones, et ellos de caber su ruego.»
Hay que insistir en la idea, todo lo difusa que se quiera pero operante, de que la
Iglesia de España se miraba como si fuera más del rey que del papa. A afianzar más
esta convicción contribuyeron los hechos de las conquistas de Canarias y del reino de
Granada: el papa Inocencio VIII, en su bula Ortodoxae fidei (13 de diciembre de
1486), concedía a don Fernando y a doña Isabel, más a ésta que a aquél, el «derecho
pleno del patronato real» sobre las iglesias de Canarias, el reino de Granada y de Puer—
to Real. Lo que interesan son los motivos de este patronato, justamente ganado por
tanto como están haciendo porla cristiandad, porla fe, por la Iglesia, aquellos «atletas
y propugnadores acérrimos de Cristo como eran —dice el Papa— nuestro hijo carísi—
mo en Cristo el rey Fernando y nuestra carísima hija en Cristo Isabel, reina de Castilla
y León, que no solamente se empeñaron en proseguir la tarea de luchar contra los in—
fieles de las islas de Canaria, sino que también continuaron luchando por el reino de
Granada, detentado, contra los derechos de los reyes de España, por los inmundísimos
(sic) sarracenos».
Cuando en 1492 se consume la conquista de Granada y desde que en 1493 el papa
amigo Alejandro VI (Borgia) vaya entregando la Iglesia de las Indias a los Reyes Ca—
tólicos, se conjugarán todos los motivos y fines del patronato: la fundación, la cons—
trucción, edi ficación, mantenimiento de Iglesias de acuerdo con la política, que no po—
día ser otra, de los Reyes Católicos, y de acuerdo con posibilidades de territorios nue—
vos y con las exigencias de tiempos nuevos. Fue la nueva cristianización, no tanto de
personas, que en las Indias lo sería y se intentó en Granada, cuanto de espacios, del
lenguaje, de propietarios, de liturgia, de símbolos, de edificios, en una empresa que,
con diferentes alternativas, se llevaría conjuntamente por arzobispos de Granada, por
obispos y misioneros en Indias y por representantes del poder real. Pero todo, en vir—
tud de ser los monarcas patronos de aquellas tierras y de aquellas iglesias nacidas con
la modernidad y con signos de modernidad. Lo que no quiere decir que no se importa—
ran ni se implantaran los modelos de la Cristiandad preexistente.
No tanto por dejación, que la hubo a pesar de los esfuerzos de algunos apologetas
por probar las preocupaciones intensas pontificias, cuanto por la lejanía, por la nove—
dad desconcertante de nuevos mundos que truncó tantos esquemas mentales y hasta
concepciones teológicas, los papas tuvieron que ceder a los monarcas lo que éstos no
estaban dispuestos a perder. Porque el control de lo eclesiástico, tan difícil de separar
de lo político, entraba dentro de los cometidos fundamentales de aquella monarquía
sacra y civil al mismo tiempo. Y este control tenía que ejercerse a poder ser sin media—
ciones, sin intromisiones pontificias ni curiales en todo aquello que no fuese puramen-
te espiritual o dogmático (e incluso lo dogmático se dirimía en casa por la Inquisi—
ción).
Por este talante, la historia del patronato sería también la historia de las tensiones
entre quienes querían mantenerlo y ampliarlo, y entre quienes, como la curia romana,
se esforzaron también con denuedo por convertir el patronato en algo parcial y en pri—
vilegios derogables. El ser los reyes españoles fundadores, dotadores y mantenedores
342 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
de su Iglesia, influyó en la percepción que del papa y del rey se luvo por lo general.
Simplificando mucho, demasiado, quizá sin excesivo rigor histórico, cabe sugerir
que, en sus diversos sectores, la sociedad española percibía al monarca como auténti—
co pontífice, incuestionablemente más cercano y más fiable que el de Roma.
5.2. LA INQUISICIÓN
tros días, ha sido objeto de tanta defensa y de tanto denuesto, ha sido mirada y estudia—
da con actitudes tan polémicas, y ha producido una masa tal de bibliografia, que el
mero intento de presentarla en espacio tan reducido como éste es, sencillamente, gro—
tesco. Remitimos, porque no queda más remedio, a las monografías que a partir de la
segunda mitad del siglo XX vienen revisando esta realidad histórica compleja con
fuentes y planteamientos nuevos, rigurosos y exentos de elementos extrahistóricos.
Hay que empezar diciendo que Inquisiciones (tribunales encargados de indagar,
delatar, juzgar y castigar la herejía) las hubo prácticamente en toda la Cristiandad des—
de la Edad Media. Mejor dicho, en toda la Cristiandad menos en Castilla, que era una
excepción singular. Pero la medieval era una Inquisición que dependía de los obispos.
La Inquisición llamada española fue un hecho de la modernidad, creado por los Reyes
Católicos y controlado (salvo en rarísimas ocasiones) por los gobiernos de los monar-
cas, que tuvieron como programa prioritario el de administrar la pureza de la fe de sus
súbditos sustrayendo este quehacer a la jurisdicción de los obispos. Se convirtió, por
lo tanto, en un organismo estatal, y de hecho se incorporó a la administración <<cen—
tral» como otro Consejo (especie de ministerio), pero no como un Consejo cualquiera
sino con capacidad de intervención en todos los territorios peninsulares, sin exencio—
nes de ninguna clase, en algunos italianos y, algo más tarde, en los de las Indias sin li—
mitaciones impuestas por los fueros (por eso en Aragón costó más su imposición que
en Castilla) ni por la condición social.
Esta Inquisición moderna, española, nació legalmente en 1478, cuando los reyes
lograron del papa Sixto IV la facultad de nombrar en sus reinos y señoríos dos o tres va—
rones apropiados para «inquirir y proceder contra los inculpados de infidelidad y herejía
y contra los favorecedores y receptadores de ellos». Todo provenía de las informaciones
que sobre tales peligros (se pensaba en los judíos convertidos) se recibían en Andalucía.
Dos años se tardó en que comenzara a funcionar la Inquisición, entre otros motivos por—
que el Papa se dio cuenta del instrumento que había puesto a disposición del poder real e
intentó (ya era tarde) contrarrestarlo con nombramientos de inquisidores hechos por él.
La respuesta fue el nombramiento del Inquisidor general, asesorado por el Consejo de la
Suprema y General Inquisición (la Suprema se llamaría), instancias que no siempre
irían de acuerdo. Coordinarían la acción de los tribunales locales, comenzando por el de
Sevilla (1480), primero de los que se fueron creando, al principio muchos y ambulantes
en su quehacer, después fijados en una veintena de distritos.
Fue una organización singular y efectiva. Con escasa burocracia (eran funciona—
rios), la Inquisición logró penetrar en todos los rincones con su presencia física, por
los edictos de fe, por los comisarios, por las visitas de distrito, por los familiares, auxi—
liares, éstos, más bien honorarios, anhelosos de prestigio y no muy numerosos pero
que resultaron elementos tan activos en la implantación de lo que podría decirse (no
todos están de acuerdo en ello) mentalidad inquisitorial, puesto que todos estaban
obligados a la delación. La penetración del espíritu inquisitorial no [ue sólo territorial:
partiendo de sus primeros cometidos de velar por la ortodoxia contra judíos y musul—
manes, iría ampliando su campo de acción a otras herejías, a otros delitos, a la lectura,
a la conversación, al lenguaje, a los comportamientos. El miedo colectivo sería tam—
bién causa y efecto de estas presencias ya que, a despecho de quienes afirmaban lo
contrario, parece que la Inquisición fue impopular y temida en sus orígenes y en su de—
sarrollo.
344 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
También se ha discutido sobre sus métodos, que, partiendo de la delación, del se-
creto de los delatores y de los testigos, del secreto de sus cárceles preventivas, se cifra-
ban en un proceso singular que terminaba en el auto de fe, o sea, enla publicación de la
sentencia y aplicación de las penas, pero de forma espectacular, como si de una fiesta
y de una apoteosis perfectamente escenografiada y medicinal (ejemplar) se tratara. No
se sabe cuántos fueron enviados a la hoguera o relajados para que la justicia civil los
quemara, ya que los inquisidores eran eclesiásticos que no podían ejecutar penas de
muerte (porque el hereje tenía que ser quemado, aniquilado, para que no quedara ni
rastro de su herejía). Fueron más duros los primeros tiempos de la Inquisición, a la
caza de judaizantes, pero no debe olvidarse que incluso los condenados a otras penas,
socialmente podían considerarse casi como difuntos, con sambenito de por vida, por
la marginación visible a que eran sometidos ellos y sus descendientes.
Hay que advertir, también de partida, que la historia de la Inquisición española na-
ció y vivió en medio de conflictos permanentes. Hubo reticencias por parte de los obis—
pos, que se veían privados de uno de sus poderes primordiales; con la justicia real por—
que, con el tiempo, la Inquisición quiso monopolizar algunos ámbitos de su acción
(como la bigamia, la sodomía). En este sentido no hay que creer que fueran triviales ni
mucho menos los enfrentamientos protocolarios por precedencias en celebraciones y
ceremonias con otras instituciones como cabildos, ayuntamientos, chancillerías y au—
diencias donde coincidían con las sedes del Tribunal de la Fe. Tuvo conflictos desde su
proyecto inicial puesto que algunas personas de prestigio, como [ray Hernando de Tala—
vera, el confesor de la reina, no eran partidarios de sus objetivos ni de sus métodos. Los
tuvo en su institución aragonesa por las resistencias de judíos y conversos, de los vela—
dores de los fueros, hasta el extremo de morir asesinado el inquisidor Pedro Arbués
(1486). Cisneros y los propios reyes tuvieron que intervenir ante excesos fanáticos (o in—
teresados) cometidos en Andalucía por algunos inquisidores. En los tiempos duros de
Felipe II, que otorgó más poder y autonomía al Santo Oficio, el conflicto desencadenó el
forcejeo entre el Papa y el Rey, empeñado éste en que el proceso del arzobispo de Tole-
do, Bartolomé de Carranza, no saliera de la jurisdicción real para pasar ala pontificia, a
la que el reo había apelado y la que, aunque ya tarde, le juzgaría. Tuvieron especial reso—
nancia los hechos de Zaragoza, enfrentada por 1591 a causa del otro proceso, el famoso
y turbio de Antonio Pérez, acogido al fuero, conducido a la Inquisición, rescatado de
ella ante una población amotinada en su defensa y contra el Santo Tribunal obediente a
las directrices del Rey. Y los seguiría teniendo hasta su extinción, sobre todo en el siglo
XVIII, cuando la Inquisición andaba ya vieja y bastante desprestigiada.
credo, una sola religión oficial impuesta por los reyes absolutistas como necesidad de
su poder). Para cubrir este objetivo no sólo se requería la ortodoxia de todos los cris—
tianos sino también que todos los súbditos fueran cristianos. Y en este sentido, por
1480 España se hallaba con el problema, porque como problema se vio por la mayoría
cristiana, del hecho de otros castellanos y aragoneses no cristianos y que seguían la ley
de Moisés (judíos) o de Mahoma (mudéjares).
No es éste el lugar de tratar del proceso de discriminación y de debilitamiento de
losjudíos españoles (tan españoles como los cristianos viejos) sobre todo desde fines
del siglo XIV con los «progroms» de 1391, con el aislamiento posterior en las ciudades,
ya que eran más urbanos que rurales, y en sus aljamas o juderías, y con el acoso azuza—
do por predicadores, por sectores populares, por polémicas, por odios religiosos (Ne-
tanyahu dice que raciales), de suerte que los reyes tenían que intervenir con medidas
de protección hacia estos súbditos suyos, minoritarios pero útiles. A las alturas de
1492 muchos se habían bautizado presionados o por sinceridad, originando el grupo
de judeoconversos verdaderos о judaizantes (bautizados, éstos, pero sin conversión
interior y practicantes de la religión judía). De pronto, el 30 de marzo de ese mismo
año, se decretó la expulsión de todos los judíos de los reinos de España que no se bau—
tizasen: no cabía otra alternativa que la del bautismo о el exilio. Se les daba un plazo
para ajustar la venta de sus bienes, la conversión de sus monedas de oro y plata en le—
tras de cambio si es que optaban por el éxodo. Y tuvieron que malvender, dicen dema—
siados testigos, en aquellos seis meses de plazo agitado sus haciendas, sus casas, sus
enseres, sus títulos, hasta sus cementerios, puesto que las prisas por hacerlo se presta—
ban a la especulación de los compradores y a las ocultaciones de los expulsados.
А1 margen de ello, y al mismo tiempo, hubo presiones y ruegos por parte de los po—
derosos judíos para que no se aplicara el edicto. Debieron de menudear las conversiones
en este tiempo intermedio. No se sabe hasta qué número. Parece que, salvo excepciones,
quienes se bautizaron fueron los más ricos, sordos a las predicaciones encendidas de los
rabinos que mantenían el fervor de los otros con esperanzas mesiánicas. Hubo, de todas
formas, extraordinaria actividad proselitista para forzar el bautismo, y no es desdeñable
la opinión de quienes piensan que los Reyes Católicos tuvieron esperanzas de que sus
súbditos judíos se bautizaran en la inmensa mayoría. Por los caminos, en aquella diás—
pora, y mientras llegaban a los puertos o salidas, también hubo bautizos. Era el último
esfuerzo. Porque los más se lanzaron al éxodo, animados por los rabinos, esperanzados
en arribar a tierras prometidas y en asistencias divinas. Las condiciones de aquel exilio
podemos deducirlas leyendo al cronista Andrés Bemáldez (el Cura de los Palacios), más
creíble en esto por haber sido testigo presencial y poco amigo de los judíos:
Y confiando en las vanas esperanzas de su ceguedad, se metieron al trabajo del ea—
mino, y salieron de las tierras de sus nacimientos, chicos e grandes, viejos 0 niños, a pie
y caballeros en asnos y en otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes cada uno
-a los puertos que habían de ir. E iban por los caminos y campos por donde iban con mu-
chos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros moriendo, otros nacien-
do, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos. Y siempre
por do iban los convidaban al bautismo, y algunos conla cuita se convertían e quedaban,
pero muy pocos; y los rabíes los iban esforzando y hacían cantar a las mujeres y mance—
bos, y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así salieron de Castilla y llegaron
a los puertos, donde embarcaron los unos, y los otros a Portugal.
346 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
No se sabe a ciencia cierta el número de los judios españoles que tuvieron que
emigrar, puesto que entonces no se tenia el mismo sentido de la exactitud que en tiem-
pos posteriores. Por esta imprecisión se han arbitrado cifras exageradas a todas luces,
y hoy, conforme a las estimaciones más probables, se da por sentado que anduvieron
entre los 150.000 y 200.000.
También sobre las causas y motivos se ha especulado en demasía. No es fácil
probar motivaciones económicas ni sociales en la decisión de expulsarlos, decisión en
la que se va dando entrada a estímulos religiosos, más que racistas, puesto que a fines
del siglo XV ya habian cuajado todos los integrantes del odio a lo judio: el mito de los
crímenes rituales, de las profanaciones también rituales (el episodio del Niño de la
Guardia, las hostias vulneradas, son expresiones de la imaginaria antijudía que tanto
pesaba en sectores no sólo populares). La causa oficial, de todas formas, la esgrimida
en el decreto, fue la de garantizar la ortodoxia, tan amenazada de contagio por el pro—
selitismo de los judíos, crimen «el más peligroso y contagioso», se dice, y que no se
había podido evitar ni con la anterior expulsión de Andalucía.
Portugal fue el destino preferido y el mejor aprovechado por el rey luso, que ex-
plotó a los judíos con impuestos y donativos exorbitantes a cambio de la permanencia,
para el embarque cuando llegue la hora de la expulsión en 1498, con resultados distin—
tos a los de España puesto que en Portugal fueron numerosos los bautizos de última
hora y, por lo mismo, los criptojudíos y judaizantes. También se dirigieron a Navarra,
que los expulsará por l497 siguiendo el modelo castellano. Hacia el norte de África,
donde los pésimos tratos recibidos los empujarán de nuevo a Espafia y forzarán a mu—
chos al retorno en un flujo que se cortará drásticamente en 1499.
Los destinos estables de los judíos sefardíes (de España) serán Roma, donde se-
rán tolerados aunque a veces en situaciones de miseria; Ferrara, acogedora de exilia—
dos religiosos, y donde se imprimió la primera traducción de la Biblia en deliciosoju—
deoespañol por 1553. E1 refugio más socorrido de judíos exiliados de España y Portu—
gal fue Amsterdam, especie de Nueva Jerusalén con su sinagoga floreciente y donde
encontraron libertad para su religión, para su cultura, para sus negocios.
No fue menor el flujo hacia el Imperio otomano. Allí se establecieron grupos
nutridos de judíos españoles expulsados en 1492 de su Sefarad. La tolerancia de los
turcos ayudó a la política práctica de los sultanes,a los que vinieron bien aquellos ges-
tores, aquellos operarios, comerciantes, linancieros, trabajadores todos. El primer
destino fue el de Constantinopla, y Salónica sería el núcleo principal y más activo de
los sefardíes. De allí irradiarían hacia Esmirna, Brusa, Damasco, Safed, Jerusalén, y
hasta Belgrado. Aquellas comunidades boyantes constituyeron una especie de nación
sin territorio nacional pero con sus peculiaridades gracias a su lengua castellana sin-
gular (el sefardi) y a su cultura.
En la expulsión, trágica, de tantos castellanos y aragoneses se han fijado casi to—
dos. Más tardía ha sido la atención prestada a los otros: los judíos españoles que se
convirtieron y se quedaron en los reinos españoles. Aquellos bautizados entre 1492 y
1499 engrosaron el sector (presentado por Antonio Domínguez Ortiz en sus primeras
y decisivas investigaciones como una clase social), nutrido y cualificado, de tantos
otros como se habían ido convirtiendo desde cien años antes. Con la expulsión, los ju-
díos españoles convertidos se vieron libres del acoso de los suyos. Pero fueron víctima
de la marginación, de la persecución, del odio, de los cristianos viejos. Convencidos,
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 347
éstos, de que el ser judío era una especie de pecado original indeleble, arroj aron sobre
los marranos, lindos, confesos, «ellos», «los otros», todos los integrantes del mito ad—
verso al judío. Generalizaron la sospecha de las conversiones simuladas y de que era
lo mismo ser judío que converso del judaísmo y judaizante.
Instrumentos nuevos, como el de la Inquisición, encontraron el cebo adecuado
para la caza de herejías, y sus edictos y anatemas publicados solemnemente, año tras
año, en ceremonias impresionantes, se encargaron de perpetuar los signos de identi—
dad de una cultura que ya no existía.
La segregación, la discriminación, contó con otros resortes, más sutiles, no me—
nos eficaces. Fueron los estatutos de limpieza de sangre, no institucionalizados, pero
cada vez más generales y admitidos. Pureza de fe se asociaba a limpeza de sangre, a
connotaciones castizas, a pureza de oficio (la agricultura noble contra los viles indus—
tria y comercio y medicina y finanzas y tantas cosas más). De esta suerte, quien no
probara que en un sinfín de generaciones no contaba con alguna gota o mezcla de san-
gre de raza (o que no hubiera sido inquisitoriado), se hallaba incapacitado para acce—
der a los Colegios Mayores, a Univesidades, a cabildos catedralicios, a Consejos cen—
trales como el de la Inquisición, a bastantes cofradías, a cargos municipales, por su—
puesto a encomiendas de Órdenes Militares, a embarcarse para las Indias, al resto de
las órdenes religiosas que siguieron el modelo de exclusión de los jerónimos. Y para
qué seguir. Porque lo más profundo fue el ambiente denso de rechazo que germinó y
fructií'icó hasta constitutir uno de los integrantes más arraigados de la mentalidad cas—
tellanovieja, sensible y exacerbada en el Barroco.
Sería de ingenuos creer que los judíos convertidos, y los hijos de sus hijos, per—
manecieron tan tranquilos ante esta cascada de exclusiones. Contaron con recursos, y
los esgrimieron con generosidad y habilidad, para burlar la trama densa que intentó su
muerte social. Claro está que la consecuencia, inevitable por otra parte, fue la desapa—
rición de su identidad cultural porque, a diferencia de los moriscos, si por algo se ca-
racterizaron los comportamientos de los judeoconversos fue por su anhelo de asimila—
ción ala mayoría cristianovieja.
Algunos se quejaron por la «muerte sin sosiego», porla imposibilidad de que tan—
ta renuncia fuese capaz de borrar el nombre y la imagen de <<viejo puto judío». Otras
veces la queja se esconde en las intimidades de la experiencia mística, directa, con
Dios, sin mediadores, más erasmista, alumbrada u ortodoxa, pero siempre de espaldas
a una sociedad arisca y criticada en su hipocresía, en su obsesión por una honra que no
era la de verdad, como lamentaba una descendiente de conversos, santa Teresa.
Los más se empeñaron en algo peculiar de la psicología colectiva de los conver—
sos: en borrar la memoria de su pasado, en alardes cristianoviejos. Se hicieron desapa—
recer sambenitos delatores con sorpredente naturalidad (y no tan sorprendentes com—
plicidades). Emigraron a otras ciudades, cambiaron los patronímicos, contaron con
genealogistas que fabricaron linajes limpísimos, casaron con gentes hidalgas, con oli—
garquías urbanas. Las prácticas de la Chancillería (y las penurias de la Monarquía) fa-
cilitaron la compra de hidalguías, de fehacientes ejecutorias aunque fuese a costa de
corromper testigos que se prestaban a algo más que un juego demasiado habitual. Y,
ejecutoria en mano, aunque todo el mundo conociese sus alteraciones, se abrían las
puertas para todo lo demás.
Pero tampoco faltaron defensas de fuera. Y desde los mismos confines de la ex—
348 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
pulsión se fue formando, por parte de otros critianos viejos, el discurso histórico y teo—
lógico en favor de los conversos y contra los estatutos de limpieza y la opinión hostil.
Fueron muchos los comprometidos en esta brega contra comportamientos que se juz—
gaban escasamente cristianos, y entre los comprometidos, los hubo cualificados,
como santa Teresa, 0 los conocidos escritores y predicadores Domingo de Baltanás y
Agustín Salucio. O como aquel franciscano anónimo que, en el fragor de tanto recha-
zo, avanzado el siglo XVI, lamentaba la realidad trágica de la peculiar percepción de la
honra: <<Ya no se tiene en España por tanta infamia ni afrenta haber sido blasfemo, la—
drón, salteador de caminos, adúltero, sacrílego, o ser inficionado de otro cualquier vi—
cio, como descender de judíos aunque haya doscientos o trescientos años que sus
abuelos se convirtieron a la fe católica.»
La política real nunca fue entusiasta hacia tales exclusiones. La Ilustración se en—
cargaría de lo demás. Y aunque se siguieran exigiendo probanzas de limpieza de san—
gre de forma mimética, se olvidó el problema converso. Hasta tal extremo, que, de no
haber sido por las intuiciones de Américo Castro, por las investigaciones de Domín—
guez Ortiz y de otros historiadores, se ignoraría que hubo un tiempo largo durante el
que la historia de España, de la España interna, de la vida cotidiana y social, estuvo
marcada por la obsesión de la limpieza de sangre, de raza, de oficio.
de esperar: el bautizo o el exilio. Y como los moros eran de talante muy distinto al de
los judíos, la inmensa mayoría optó por el bautismo.
Fue ésta la medida que se aplicó en Murcia, en Castilla, en Navarra al poco tiem—
po de su conquista y, más tarde, en 1525, en la Corona de Aragón. Lo acontecido en
Valencia, que debe entenderse dentro de la guerra de las Germanías, ha sido lo más y
mejor estudiado. Porque resultó que los agermanados, seguramente por su animadver-
sión a los señores a los que tan rentablemente servían los moros, pero también por mo—
tivos religiosos y ciertos mesianismos (el fanatismo está fuera de duda en tiempos,
como aquéllos, de intolerancia general), la emprendieron con el bautismo forzoso y
masivo de los mudéjares, que, al ser considerados como cristianos podían resultar no
tan rentables. Comisiones, deliberaciones, dieron por bueno el bautizo, y desde 1525
en España no hubo moros, sólo moriscos.
Con lo cual se agudizó el problema morisco actuante desde 1492. Porque resultö
que los mudéjares se bautizaban pero no se convertían en su inmensa mayoría. La ро—
litica, la real y la eclesiástica, que iban unidas, se empeñó en campañas de evangeliza—
ción, de catequesis, con colegios incluso para moriscos, con catecismos en aljamiado,
con la creación de más parroquias, con la predicación y misiones. Y con la Inquisición
en momentos varios. Todo fue inútil, en parte porque muchos programas no se lleva—
ron a cabo, о se realizaron mal, porque en los dirigentes estaba la idea de la asimila—
ción, pero sobre todo porque los moriscos no aceptaron nunca sinceramente la nueva
religión que se les imponía y que exigía el despojo de su cultura, los cambios en las
creencias, en los dogmas, en el vestir, en el comer, en la higiene, en el rezar, en el len—
guaje, en la fiestas, en los ritos, en las zambras. Como tenían a mano el recurso de la
Taqiyya (simulación), externamente se bautizaban y practicaban una religión que in—
terna y domésticamente compensaban con la vivencia de la suya.
La tensión constante no podía perdurar, y se comenzó a quebrar de manera inexo—
rable ante las resistencias armadas de los moriscos de la Alpujarra hacia 1568, con su
derrota y su dispersión por Castilla, repoblada de <<m0riscos nuevos», y ante la otra re—
vuelta (menos conocida) de Sevilla en 1580. La represión se fue convirtiendo en pro—
yectos de expulsión, insinuada ya en las Cortes de Valencia, en sugerencias del Con—
sejo Real, en cambios de protectores como el patriarca de Valencia, Juan de Ribera.
A partir de 1580 se fue generalizando el mito de los moriscos, además de cristianos in—
sinceros, peligrosísimos para la Iglesia y para el Estado, en cuya destrucción utiliza—
ban su prolífica reproducción, la práctica de la medicina para matar a los cristianos, las
conexiones con los enemigos de España, los berberiscos y los franceses, como se
quejaban las Cortes de Castilla. En los últimos años del siglo XVI la expulsión (que su—
cedería a los diez años) se planteaba como la única solución posible en aquella con—
frontación de mentalidades, en la que la más débil, la morisca, tenía que ceder ante la
mayoritaria, la única viable en la Monarquía confesional católica.
5.5. PR〇TESTANTES
Ha sucedido que en esta Villa de Valladolid, Salamanca, Toro, Palencia y otros luga—
res se ha descubierto un gran número de luteranos, que desvergonzada y atrevidamente en—
señaban y dogmatizaban los crrorcs de Lutero, en lo cual intervenían personas cualificadas
en letras y linaje y opinión de sanctimonia, que aún al palacio real no pensaban perdonar.
l…] estos errores y herejías que se han comenzado a dogmatizar y sembrar de Lutero y
sus secuaces en España, han sido a manera de sedición y motín, y entre personas princi-
pales en linaje, religión y hacienda, como en deudos principales, de quien hay gran sos—
pecha que podrían suceder mayores daños si se usase con ellos de la benignidad que ha
usado el Santo Oficio con los convertidos de la ley de Moisés y de la secta de Mahoma,
que comúnmente han sido gente baja y de quien no se temía alteración ni escándalo en el
reino como se podría temer o sospechar en los culpados destas materias luteranas [...],
de quien verisimilmcnte se pudiese temer o sospechar alteración en la república cristia—
na 0 perturbación de la paz y quietud del reino.
Vuestra Majestad ¿jura a Dios y a los santos evangelios que aquí están expuestos,
como crístianísimo, y da y promete su fe y palabra real como rey verdadero, que con todo
su poder y fuerzas favorecerán siempre el Santo Oficio de la Inquisición, dándole favor,
calor y ayuda para efectuar lo que por él fuere determinado contra todas y cualesquier per—
sonas de cualquier estado y condición que sean, que hayan sido contra lo que nuestra San—
ta Madre Iglesia tienen y cree? A lo que Su Majestad dijo: <<Sí, juro y someto.»
juraban, con grande alarido que parecîa el juicio final», dice una de tantísimas rela—
ciones (precedentes del periodismo posterior) que circularon entonces.
No sólo eso. Hemos insistido en la importancia que tema el libro como vehiculo
de las ideas. Pues bien, en aquel ambiente no sólo se condenó a los herejes, también
fueron condenados el libro y la lectura puesto que, siguiendo modelos romanos y lova-
nienses, se elaboró el indice de los libros prohibidos llamado de Valdés, el de 1559
(porque hubo otros anteriores y se iria ampliando con los venideros). Se condenaban
en él las obras de los reformadores y los mejores y más leídos libros de la literatura
castellana, de la espiritualidad, como los de Gil Vicente, Torres Naharro, Juan del
Enzina Lazarillo de Tormes, el Audi Filia del Maestro Ávila la Católica Impugna—
ción de Hernando de Talavera, las obras de Erasmo, de Valdés, de Constantino, de Ca—
rranza, Fray Luis de Granada de la oración y meditación, y de la devoción, y Guía de
pecadores en tres partes, Obras del cristiano, compuestas por Don Francisco de Bor—
ja, duque de Gandía; y allí estaba incluida la exclusión perdurable (hasta fines del si—
glo XVIII) de toda Biblia en romance, como es bien sabido No exagera Marcel Batai-
llon cuando, a este propósito, lamenta que al condenar la Inquisición «misticismo y
erasmismo acusándolos de iluminismo y luteranismo disfrazados, España va a quedar
destrozada. La edad dichosa del libro toca a su fin». Porque, de hecho, cundió el miedo
a la lectura, a los libros, y, entre todos ellos y sobre todos ellos, a la Biblia, mirada con
temor por su peligro germinal de herejía y a la que sólo podían acceder los conocedo—
res del latín ya que la única versión permitida fue la Vulgata.
Hoy se tiene por cierto históricamente (con todas las limitaciones de las certi—
dumbres históricas) que el episcopado y el clero español llegaron ya bastante reforma—
dos cuando el concilio de Trento sistematizó y se empeñó en llevar a la realidad aquel
grito antañón por la reforma de estas estructuras. También se conoce que los Reyes
Católicos heredaron esfuerzos anteriores pero que fueron ellos, en un empeño sosteni-
do en los tiempos de Carlos V y acentuado con Felipe II, los motores eficaces de los
programas reformadores. Por lo que se refiere al episcopado, que era por donde había
que empezar con su reinado se aceleró el cambio de obispos feudales a obispos más
modernos y más de acuerdo con su ministerio eclesial.
LA AY L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 353
Para ello el requisito previo era el de la formación, en cuya mejora inlluiría la po—
lítica, no tanto la universitaria, como la subyacente en los primeros Colegios Mayores,
hacedores de altos cargos de la administración civil y eclesiástica (ambas administra—
ciones iban a una) del Estado, y las inquietudes y exigencias sembradas por el Huma—
nismo.
En segundo lugar, se quiso generalizar la imagen del obispo célibe, honesto, has—
ta piadoso incluso. Lo cual no tiene que extrañar puesto que determinadas actitudes
morales (incluso la existencia de dinastías episcopales) no eran tan escandalosas en el
siglo XV como lo serían después del interés de la reina Isabel (parece que el de Fernan—
do por hacer lo mismo en Aragón no fue tan acentuado) por elegir para las iglesias un
episcopado virtuoso.
Se insistió sobremanera en que los obispos fuesen naturales de los reinos. Se que—
ría con ello facilitar la residencia de los pastores en sus diócesis, pero también se bus—
caba hurtar a la curia romana la provisión en extranjeros o en curiales que podían re—
sultar en casos extremos aliados de potencias hostiles a los reyes. Fue otro de los fac—
tores de sumisión de lajerarquía eclesiástica a la Monarquía.
Por de pronto, aunque no sea posible ofrecer cifras exactas, como hemos visto, el
número de clérigos en aquella España (y no sólo en España) era crecidísimo, si se tie—
ne en cuenta que no todo clérigo secular era o quería ser sacerdote. Muchos se queda—
ban en la entrada, en la tonsura, con lo cual podían disfrutar de algunos beneficios que
no exigían el sacerdocio, entraban en el fuero eclesiástico y se sustraían de lajusticia
civil. Eran los clérigos coronados (por la señal que tenían que llevar en el cabello, ra—
pado en la coronilla con un círculo del tamaño de una moneda) para de esta forma ser
reconocidos como tales. Se explica su número por la facilidad de ciertos obispos a or—
denarlos y ganar súbditos a su jurisdicción sin mayores exigencias, aunque con ello se
diera acogida a delincuentes. Este problema de deslinde de jurisdicciones, incluso con
signos externos como la corona y el atuendo, fue el primero que se abordó en tiempos
de los Reyes Católicos.
El otro objetivo, el de moralizarlo, fue una preocupación constante de la legisla—
ción civil y de las determinaciones eclesiásticas y sinodales. Se dio sobre todo contra
los clérigos amancebados, nada raros, y menos aún en territorios alejados de las sedes
episcopales como el condado de Vizcaya 0 Guipúzcoa, 0, mejor, contra las concubi-
nas y sus hijos.
Se logró más por inquietudes, entre espontáneas y dirigidas, encaminadas a la
formación, a la lectura, a la piedad, puesto que hoy está fuera de duda el tópico de un
clero tan universalmente ignorante como se decía, y se conoce su presencia en las uni—
versidades, los libros litúrgicos y espirituales que se producían para él.
En este afán de reforma hay que destacar el compromiso de prelados como fray
Hernando de Talavera y el cardenal Cisneros, que, un poco iluso, se empeñó en refor—
mar a los canóni gos poderosos de Toledo. Llegó hasta construir una casa, una especie
de monasterio, puesto que quiso reducirlos a la vida monástica, comunitaria y adusta,
conforme a la regla de san Agustín. El fracaso no pudo ser más rotundo.
354 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Era el mundo formado por monjes (que Vivian establemente en un monasterio con
autonomía), frailes mendicantes (en conventos dependientes de superiores mayores y
en contacto con la sociedad) y monjas de distinta estirpe. Estaban exentos de lajurisdic—
ción episcopal con todos los choques imaginables y luchas por las exenciones y privi—
legios. El tiempo y los efectos de la «peste negra» habian sido desastrosos, habían merma—
do los efectivos y justificado una vida relajada, la desigualdad comunitaria, los privilegios
de unos y las quejas de los otros. A pesar de ello, sus servicios de predicación, de con-
fesión, de indulgencias, de enseñanza eran los más solicitados. De ahí sus poderes. Y de
ahí también la necesidad de su reforma para acomodarse al espíritu de los fundadores.
Los Reyes Católicos fueron continuadores y animadores de la tradición reforma—
dora que se agitó en tiempos del renacer de Juan I de Castilla, cuando a fines del si—
glo XIV clarisas de Tordesillas, jerónimos eremitas, franciscanos también eremitas en
sus recolecciones, benedictinos de Valladolid, protagonizaron reformas basadas en lo
que entonces fascinaba: en el rigor de la clausura prieta, en la pobreza, en las privacio—
nes del vestir, del comer, del dormir, en el silencio riguroso, más notable en las Cartu—
jas que se introdujeron. El rigor se convirtió en valor supremo y nacieron congregacio—
nes de observancia (retorno a la regla primitiva) frente a la vida que decían más relaj a-
da de los conventuales.
Estas corrientes del rigor, enriquecidas con el humanismo que había ido matizan—
do la primitiva enemistad a las letras, se intentaron generalizar al comienzo de la épo—
ca moderna. Cisneros fue su principal impulsor, y a punto estuvieron los conventuales
de ser totalmente absorbidos por los observantes. Valga como ejemplo lo acontecido
con los benedictinos: desde San Benito de Valladolid se fue implantando la reforma
en los principales monasterios de la Península incluidos los poderosos de Galicia y el
de Montserrat, reformado éste por García de Cisneros y convertido en centro de espiri-
tualidad notable. Las resistencias de los antiguos conventuales, o claustrales, a estas
reformas y a sus métodos no siempre pacíficos, fueron tan clamorosas que en ocasio—
nes se recurrió al brazo seglar y hubo algún reformador que murió, como se dice en los
documentos, <<ayudado>>.
Pero también tuvo sus detractores. El arzobispo de Toledo, Juan Martinez Silíceo,
fue uno de los más acalorados enemigos y reprobó, por sospechosos de herejías, los
ejercicios espirituales del fundador. Teólogos del prestigio de Melchor Cano lanza-
ron invectivas envenenadas contra los jesuitas o, como también se los llamaba, teati—
nos. Buena parte de los otros frailes anatematizaban a una Compañía por su mismo
nombre desafiante, porque no tenían rezo coral, porque no llevaban hábito especial
sino el de los clérigos regulares (sotana), porque enseñaban con métodos distintos a
los de siempre y que se irían convirtiendo en la célebre ratio studiorum, porque
adoptaron un sistema centralizado y absolutista para designar superiores sin capítu—
los, por cierto secretismo en sus constituciones, por el estilo de vida que contrastaba
tanto con la mentalidad de los frailes de siempre. Y por si fuera poco, ya avanzado el
siglo, se enzarzaron en discusiones teológicas dogmáticas con sus repercusiones
morales. Hoy es difícil comprender lo que supuso aquella controversia, quizá la más
furiosa y rebosante de odios teológicos (que eran temibles) como fue la de la libertad
y la gracia (llamada de auxiliis) y la del probabilismo, realidades ambas en las que
no podemos entrar aquí, pero que fueron las desencadenantes de que se reprochase a
los jesuitas su espíritu acomodaticío a las circunstancias.
A pesar de todo, y a pesar de contradicciones internas, la Compañía de Jesús fue
un signo de modernidad y se identificó con la acción y el espíritu de la Contrarrefor—
ma, aunque su dependencia del Papa la hiciera a veces sospechosa de antirregalismo.
Felipe II no sería un entusiasta precisamente de los jesuitas.
Lo fue, en cambio, de otra orden nacida del tronco de los carmelitas, que no se ha—
bían reformado hasta entonces, y que se afianzó gracias a la protección del Rey: los car—
melitas descalzos. Nació en Ávila, en 1562, con un grupo de mujeres orantes (que no
eran bien vistas entonces) y rigurosas, al estilo que quería fray Pedro de Alcántara. Seis
años más tarde el ensayo de la madre Teresa de Jesús empezó su expansión fulgurante
con conventos pobres con un número reducido de monjas. Al mismo tiempo tuvo lugar
la fundación de los frailes descalzos (hasta entonces la única orden de frailes fundada
por una mujer y en la que fue pionero fray Juan de la Cruz). Hubo resistencias duras y
violentas por parte de los carmelitas calzados, temerosos de ser absorbidos por los des—
calzos y que dieron con el primero de éstos, fray Juan de la Cruz, en una cárcel conven—
tual (que a veces eran las cárceles más crueles en aquella España carcelaria), la de Tole—
do, sin que nadie más que los secuestradores supiera su paradero. La oposición, en la
que coincidía el propio nuncio, es decir, Roma, fue superada por la intervención directa
(y espoleada por la tan prestigiosa madre Teresa de Jesús) de Felipe II, que en 1580 lo—
gró la independencia de ambas órdenes. El Rey contó con una orden suya, para sus do—
minios, con superiores españoles agradecidos. De hecho, cuando a finales del siglo los
descalzos quisieron salir fuera de España, para atender otros espacios que no eran los in—
mensos de la Monarquía española, tuvieron que hacerlo separándose de los españoles y
con una nueva congregación, la italiana, protegida por el Papa y no sometida a Felipe П.
avatares desde que comenzara (con Carlos V) en 1545 hasta que cerró aceleradamente
su última sesión ya en tiempos de Felipe II (1563), por lo que se refiere a la Iglesia es—
pañola fue otra fuente de problemas y de confrontaciones entre el Rey y Roma.
Después de las últimas investigaciones, sobre todo de las de Ignasi Fernández
Terricabras, no cabe ni plantearse la cuestión de la aceptación del Concilio por parte
de Felipe II. Las dificultades que puso para su publicación, condición necesaria, no
fueron mayores que las opuestas por parte del papa Pío IV, temeroso ante el vislumbre
de posiciones conciliares (teoría, mantenida en España, convencida de la superioridad
del Concilio sobre el pontífice), y por la curia romana amenazada de reforma por el re—
corte de sus privilegios y de sus ingresos pecuniarios; por canónigos que veían sus fa-
cultades mermadas por el sometimiento a los obispos; por otros reyes no menos celo—
sos de sus prerrogativas eclesiales que el de España.
Nada tiene de extraño, por tanto, el forcejeo entablado con Roma para que la apli—
cación del concilio no erosionara en nada al patronato real y para que la ejecución e in—
terpretación de sus cánones en su Iglesia fuera atributo del rey, que se erigió en protec—
tor del Concilio, cual si de otra regalía se tratara. De esta suerte, y teniendo en cuenta
el ejercicio del exequátur cuando sus prerrogativas lo exijan, Felipe II, acepta el conci—
lio por la pragmática de 12 dejulio de 1564 para Castilla, un mes más tarde para Ara—
gón, mientras en Flandes e Italia habrá que esperar algo más.
Trento, que tanto contribuyó a clarificar las cosas (no todas) en su versión dog—
mática claramente antiprotestante, sirvió a Roma para afianzar su absolutismo, para lo
cual se creó una Congregación (especie de ministerio de la administración pontificia)
exclusivamente dedicada ala aplicación e interpretación del Concilio. Los papas veni—
deros se encargarán de centralizar la liturgia eliminando particularismos, con edicio—
nes de misales y breviarios de rito romano. A partir del concilio se consumó el control
del libro y de la lectura, sobre todo de la lectura de la Biblia al editar oficialmente la
Vulgata como referencia única y con la vigilancia que suponía el Indice de libros
prohibidos. Se estableció como norma e inspiración cateque'tica el Catecismo romano.
Se codificó el cuerpo de derecho canónico. Y, como símbolo, hasta el tiempo comen—
zó a percibirse a la manera romana con la necesaria reforma del calendario decretada
por Gregorio XIII y que comenzó a funcionar en España el 5 de octubre de 1582.
Por lo que se refiere a España, la aplicación del Concilio consumó el proceso an—
terior de reforma de la Iglesia en todos sus estamentos. Puede hablarse de un estilo tri—
dentino, que se fue estereotipando paulatinamente y que afectó a los obispos por la
preceptiva residencia en sus obispados, por la celebración de sínodos, por la obliga—
ción de girar visitas pastorales a todos los rincones de sus diócesis, por su dedicación a
la función pastoral, controlada por Roma con las visitas periódicas (visita ad limina)
que estaban precisados a hacer.
Se quiso dignificar al clero secular partiendo de su formación en seminarios dio-
cesanos que se irían imponiendo con más o menos lentitudes, urgiéndole la predica—
ción y la catequesis, configurándolo hasta en sus expresiones externas tan duraderas y
características de los comportamientos clericales postridentinos: <<que por su vestir,
por sus gestos, en su andar, en el hablar y en todo lo demás se comporte de tal manera
que se distinga por la gravedad, moderación y religión», se exigía en la sesión conci—
liar correspondiente. Así, de paso, se afianzaba el sacerdocio institucional contra la
negativa protestante. En España, como en la Europa contrarreformista, se crearian se—
LA IGLESIA Y L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 357
minarios (de ingleses) para exiliados y destinados a ejercer el sacerdocio (a ser márti—
res se decía) en su país no católico.
La piedad popular se quiso regular combatiendo excesos supersticiosos que tanto
habían influido en los rechazos protestantes, pero también alentando y sancionando
expresiones netamente contrarreformistas como la veneración de los santos, de las
imágenes, de las reliquias auténticas, los sufragios por los difuntos del purgatorio, el
ansia de indulgencias. Y como la Reforma se empeñó en proscribir procesiones y ma—
nifestaciones similares de devoción, a partir de entonces en el catolicismo, si cabe más
en España, se incrementó el entusiasmo por las canonizaciones de santos y el brillo de
las procesiones del Corpus, las más solemnes y participadas.
Los más atendidos fueron los frailes y las monjas, destruidos por la Reforma pro—
testante. Por de pronto, se proclamó que su estado era el ideal de perfección, el más
digno, y se anatematizó a quien dijera lo contrario. Y se impuso su reforma, la que en
España ya se venía haciendo, pero que se impulsó y prestó al Rey una buena excusa
para protagonizarla. Por ello mismo los enfrentamientos con Roma no fueros raros,
puesto que los criterios de Felipe II se inclinaban por el rigor: su programa se centró en
el favor prestado a observantes, descalzos, recoletos, incluso absorbiendo éstos a los
antiguos conventuales, como sucedió nada menos que con la orden más numerosa y
popular, la de los franciscanos. Eso sí, tratando de que las reformas se tradujeran en
órdenes, congregaciones, más dependientes de él que de Roma, creando vicarios pro—
pios para España con los que evitar los posibles influjos de generales extranjeros.
Como conclusión se puede aducir un episodio que revela con elocuencia las dis—
tintas miras de Madrid y de Roma acerca del hecho eclesiástico de España al final ya
del siglo XVI, en tiempos en que las directrices tridentinas ya se iban asimilando.
Cuando Felipe Il se hallaba en el último año de su vida, en 1597, recibió del papa Cle—
mente VIII un breve con el que iban misivas a todos y cada uno de los obispos españo—
les, documentos que han sido estudiados por Tellechea. En ellos se quejaba con dure—
za del episcopado español apoyando sus correcciones en la experiencia personal que
pudo tener cuando, unos veinticinco años atrás, estuvo por dos veces en España acom—
pañando una legación pontificia (por cierto, el legado pontificio llevaba un séquito de
233 acompañantes y 190 caballerías). En los breves se quejaba amargamente del mal
estado del episcopado español, lo cual equivalía a recriminar el método de selección
seguido por el Rey. Les llegaba a decir que no hacían visitas pastorales y que su vida
parecía más de príncipes seculares que de pastores de almas. Las respuestas de los
obispos no callan el disgusto ante las generalizaciones del Papa, le dicen a él algunas
cosas que debiera tener en cuenta. Y Felipe II, que acusa al pontífice de estar mal in—
formado, promete comunicar al Papa «cuán buenos prelados son y de la mucha opi-
nión en que merecen ser tenidos, y apuntándole que, al respecto de lo que Su Santidad
aquí reprende, habría de deponer de sus sillas a muchos obispos en Francia y en otras
partes que vemos se toleran».
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Tejada Teruel, G. de ( 1993): Vocabulario básico de historia de la Iglesia, Critica, Barcelona.
Tcllechea Idigoras, J. l. (1963): El obispo ideal en el siglo de la Reforma, lglesia Nacional
Española, Roma.
— (1977): Tiempos recios. Inquisición y heterodoxia, Sígueme, Salamanca.
CAPÍTULO 13
[. Renacimiento y Humanismo
Las corrientes de historia cultural, en desarrollo desde el siglo XIX, han venido se—
ñalando la existencia periodizada de etapas definidas y coherentes, como las de Rena-
cimiento, Barroco 0 Ilustración, las cuales en autores como José Antonio Maravall se
han interpretado como verdaderos sistemas o estructuras significativas. Pues bien,
una de las etapas,.quegoza,de…¿lºeptacíóucasiuniversal est la de Renacimiento, tras ha—
ber sido №№ЦВЩ№21ГЦЁ_1Ё121Сі„„18_6_0. Este autor alemán 1_а_‹;9_п_ц;1_р9ціa a
la oscura Edad Media, la caracterizaba por su individualismo y laicismo, y hacía de
Italia su crisol y foco difusor. A partir de aquí, quedaban abiertas las polémicas sobre
la caracterización cultural del periodo, su solución de continuidad con el Medioevo y
su desarrollo y difusión fuera de Italia, considerada como madre de la alta cultura re—
nacentista.
360 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Por lo que respecta a contenidos los estudiosos han llegado a deslindar los con—
ceptos de RenaCImIento y de Humanismo. El primero quiere ser más amplio, y se apli—
ca a la totalidad histórica de la época y a la diversidad de inquietudes renovadoras en
política, guerra, economia, técnica, religiosidad 0 artes plásticas. El segundo se res—
tringe, y se refiere más específicamente al interés por las letras clásicas antiguas y a
los nuevos valores culturales a los que dieron origen. El Humanismo comenzó con un
interés filológico de retorno a las fuentes y a los autores grecolatinos. En este sentido
aportó métodos y técnicas de crítica y depuración textual, nuevas ediciones y traduc—
ciones de los clásicos, hasta configurar un verdadero canon de autores aceptados.
Y estos usos de crítica textual pasaron también de las letras profanas a las sagradas, los
Padres, la Sagrada Escritura y el hebreo. El doble movimiento de enraizamiento en las
fuentes textuales coloreó una cierta diferenciación entre Humanismo clasicista y Hu—
manismo cristiano; si bien Erasmo y los más señalados de los humanistas persiguieron
la concordia entre ambos. Como método, este Humanismo supuso un contrapeso al
pensamiento abstracto de la lógica, un subjetivismo antropológico frente al saber pre—
tendidamente objetivo, intelectualista y técnico de la Escolástica. Es decir, la Escolás—
tica medieval se había estructurado como jerarquía de saberes, desde la teología a la
gramática; pero el Humanismo supuso el ascenso en importancia de esta gramática, de
la retórica y la filología frente al método tradicional estructurado en torno a la dialécti-
ca. Además, al reivindicar a los autores de la Antigúedad, los humanistas propugna—
ban la recreación de una cultura más centrada en el hombre. Así se entona el canto
optimista a la dignidad humana, como proyecto y pretensión; la de un hombre en liber—
tad, capaz de perfeccionarse a sí mismo mediante la educación y los saberes. Los stu—
dia humanitatis sacan al hombre de su estado de naturaleza física, lo dignifican y ele—
van al estado de humanidad que le es potencialmente propio. Se trata de un Humanis—
mo de acción frente a la pasividad devota conventual, por cuanto la renuncia al mundo
para la salvación religiosa del alma se sustituye por una preocupación ética, inserta en
sociedad y con un ideal de virtud. Los saberes humanistas suponen, por tanto, toda una
estética vital, un canon de vida; esdecir, u11 verdadero sistema de comportamientos
El Humanismo asIentendido podemos encontrarlo en Italiay otros 1511111 de E11—
ropa a partir de los siglos XIV y xv. Algunos distinguen, incluso, un primer Humanis—
mo, con influencia italiana destacada, fascinación por el mundo antiguo y marcada
predilección por la lengua latina. Y, junto a él, un segundo Humanismo de recepción y
difusión internacionales, donde el especialista latino va evolucionando hacia el hom—
bre culto, y se va incorporando la lengua vernácula en traducciones y en literatura de
creación. De cualquier forma, hay que tener en cuenta que esta perspectiva cultural del
Humanismo coexiste dentro de la etapa Renacentista con otras como la piedad e inte—
riorización religiosas, la tradición escolástica o las corrientes científicas y técnicas.
Se ha dicho que el Humanismo centrado en los Studia humanilatis tuvo poco que
ver con el desarrollo científico, y que se restringió a una cierta filología o pedagogía a
partir de los autores literarios antiguos. Sin embargo, si se interpreta el Humanismo
como una recreación de la Anti güedad en general, más allá de la Escolástica medieval
y del constreñimiento de sus sistemas lógicos, hay que afirmar que el Humanismo así
entendido trajo consigo una nueva hermenéutica textual, una recuperación y relectura
de todo tipo de textos, y también de los científicos clásicos en física, medicina, mate—
máticas o astronomía. De este modo, el Humanismo posibilitaba nuevos cauces hacia
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 361
La historiografía clásica alemana del siglo XIX y principios del XX negara categó—
ricamente la posibilidad de un Renacimiento en la Península. España se configuraba
como un territorio marginal, escolástico, áspero y bárbaro. El canon admitido del Re—
nacimiento burckhardtiano no parecía corresponderse con el caso hispano. El prejui—
cio de un Renacimiento liberal, laicista y tolerante se confrontaba con la leyenda ne-
gra de Felipe II, la Contrarreforma católica y la Inquisición española, sin olvidar las
sospechosas raíces judías y musulmanas de la Península. Por lo mismo, lo negó José
Ortega y Gasset, pensador español de impronta germánica. También fueron remisos a
la consideración de un Renacimiento español algunos eruditos católicos como Me—
néndez Pelayo, dadas las connotaciones paganizantes de la interpretación burckhard—
tiana. No obstante, cierta historiografía liberal lo reivindicó, si bien acortando su dura—
ción en el tiempo. Y así, el francés Marcel Bataillon en su estudio sobre el erasmismo
(1937) se pronunciaba por la plena adscripción de España al Renacimiento europeo
hasta la década de los años treinta del Quinientos. En esta línea se ha tendido a periodi—
zar la cultura española del siglo XVI en dos bloques: un Humanismo erasmista que ca—
racterizaría su primera mitad, y una renovación de la Escolástica como línea predomi—
nante de la segunda; y esto con umbrales fronterizos en las décadas de 1550—1560.
Autores como Miguel Batllori han interpretado la etapa del Renacimiento español
haciendo hincapié en los aspectos identificadores del movimiento humanista. Es decir, no
como una estructura o un periodo cronológico estanco, sino como flujo de pensadores, fi—
lólogos y letrados, inmersos en mutaciones históricas críticas y con actitudes y sensibili—
dades comunes, situables en tiempo largo entre tines del siglo XIV y la segunda mitad del
XVI. Según el mismo Batllori, el renacimiento humanista así considerado se habría expan—
dido condicionado por la geografía y las relaciones históricas: desde Italia hacia los terri—
torios catalanes y aragoneses, y después hacia las Castillas y Portugal.
José Antonio Maravall, por su parte, estableció una distinción entre el Humanis—
mo como interés erudito por los autores antiguos, y Renacimiento como ámbito de ac—
ción de unos hombres incitados por los modelos clásicos, pero confrontados con nue—
vos retos y circunstancias. La cultura de un Renacimiento globalmente considerado se
mostraría, de este modo, como Jano bifronte: la recuperación de la Antigtiedad y su re—
creación como Modernidad. Maravall llamó «prehumanismo» o <<prerrenacimiento»
al inquieto siglo xv español, como pórtico de una posterior eclosión. Porque si lo que
se pretende subrayar es el término de Renacimiento para destacar amplias transforma—
ciones sociales y políticas, no cabe duda de que el reinado de los Reyes Católicos su-
pone un verdadero despliegue de novedades y retos, un punto de inflexión claramente
manifiesto. Al tiempo que en 1492 muere Lorenzo el Magnífico, símbolo de la Edad
de Oro del Renacimiento florentino, la península Ibérica conforma su unidad política,
conquista Granada y amplía los horizontes geográficos hacia América. Por otro lado,
con los Católicos se produce la progresiva irrupción de los nuevos estilos del clasicis-
mo italiano en las artes plásticas. De este modo, en 1529 el profesor y rector salmanti—
no Fernán Pérez de Oliva (0. 1494—1531), en su Diálogo de la dignidad del hombre,
nos describe todo un prometeico despliegue renacentista de acción y sabiduría: «Ro—
deamos la tierra, medimos las aguas, subimos al cielo, vemos su grandeza, contamos
sus movimientos, y no paramos hasta Dios, el cual no se nos esconde. Ninguna cosa
hay tan encubierta, ninguna hay tan apartada, ninguna hay puesta en tantas tinieblas,
do no entre la vista del entendimiento humano.»
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 363
También resultará necesario clarificar aquí otros conceptos, como los de Contra—
rreforma 0 Reforma Católica. Y es que, imbricándose con la corriente humanista, asis—
timos en la Península al desarrollo de otro movimiento, en este caso de espiritualidad
y regeneración de la Iglesia romana. Se inicia a mediados del siglo XV con las obser—
vancias conventuales, se confronta con la Reforma protestante y culmina en el Conci—
lio de Trento (1545—1563), cuyas disposiciones dogmáticas y disciplinares serán asu—
midas por Felipe II como normativas en sus reinos. Para la segunda mitad del siglo XVI
el Humanismo clásico ha sido reinterpretado en este crisol del reformismo religioso
postridentino, dando origen a los matices de un nuevo talante cultural que ha sido defi—
nido como Renacimiento tardío, segundo Renacimiento 0 primer Barroco. José María
Valverde se ha referido a la <<mentalidad de asedio y de rigor» de la etapa cultural del
reinado de Felipe II. Se trata de un humanismo católico, que tendrá en los jesuitas
como movimiento a algunos de sus defensores más significativos en el tránsito hacia
el Seiscientos. Se ha propuesto, incluso, un corte cultural en 1580, al aflorar la genera—
ción nacida hacia l560, como umbral de una nueva etapa barroca que se extendería
hasta 1680 aproximadamente. Entre Renacimiento y Barroco autores como Emilio
Carilla hablan de Manierismo, una estilización elegante, artificiosa y propia de mino—
rias intelectuales refinadas, que se manifiesta en ámbitos como la poesía, cierta litera—
tura o en las artes plásticas.
consolidado en los siglos XIV y xv. En el entorno de las cortes de Juan 1 (1387-1395) у
Martín 1 (1395— 1410) se configuran grupos de letrados que cultivan el latín clásico y la ad—
miración por autores italianos como Petrarca y Boccaccio. Por otra parte, y a lo largo de
las primeras décadas del siglo XV, se suceden traducciones al catalán de clásicos como
Aristóteles, César, Cicerón, Ovidio, Séneca, Salustio, Tacito, Tito Livio, Virgilio...; y 10
propio sucede en traducciones castellano—aragonesas. Desde fines del siglo le también se
traducen al catalán obras de humanistas italianos como Boccaccio; y asimismo Dante y
Petrarca. En concreto, la traducción del Decamerôn, anterior a 1429, se considera una
obra clásica de la prosa catalana del primer humanismo. También se difunden tratados
moralizantes en catalán a lo largo del Cuatrocientos, con influencias italianas. Y no hay
que olvidar los estrechos contactos de catalanes y aragoneses con la corte napolitana de
Alfonso V el Magnánimo, en la que se desarrolló un verdadero cenáculo cultural durante
la primera mitad del siglo xv. No obstante, las traducciones de clásicos y los primeros in—
telectuales humanistas coexisten con otras corrientes medievalizantes en el pensamiento y
en la espiritualidad, que pueden personalizarse en figuras como Francesc Eiximenis
(c. 1340—1409) o san Vicente Ferrer (1350—1419). Puede considerarse como primer inte—
lectual claramente humanista al barcelonés Bernat Metge (1340/1346—1413), secretario
real de Juan I y autor de un libro de diálogos denominado Lo somni. En este contexto del
humanismo catalán hay que mencionar la figura de Joan Margarit (c. 1421—1484), jurista
formado en Bolonia, cardenal y obispo de Gerona. Su Paralipomenon Hispaniae refleja
las inquietudes adquiridas en Italia. Se trata de una geografía antigua hasta Augusto, en la
que reivindica la etapa hispano-romana frente a la tradición gótica. Despliega verdadera
erudición clásica, con recurso a Plinio, César, Livio, así como Estrabón, Ptolomeo o Plu-
tarco. En otra de sus obras, Corona Regum, dedicada a Fernando el Católico, defenderá la
teoría de una Monarquía fuerte, centrada en el Rey. Junto a Margarit, Jeroni Pau († 1497)
es considerado el primer helenista catalán.
Hernando del Pulgar (1436— 1493) fue secretario de los Reyes Católicos y cro—
nista regio desde 1481. Escribió una Crónica de su reinado, que sólo alcanza hasta
el año 1490. Aunque escrita en castellano, sigue el estilo clasicista del Humanis-
mo, con influjo de Tito Livio. En 1486 publica en Toledo sus Claros varones de
España, un exponente de la importancia de las semblanzas de personajes en la his—
toriografía renacentista del tiempo. La conciencia del propio valer, con la que los
coetáneos se sienten a la altura de los antiguos, se manifiesta en Pulgar, que escri-
be: <<Otros muchos claros varones naturales de nuestros reinos [...], así en ciencia
como en armas, no fueron menos excelentes que aquellos griegos y romanos y
franceses que tanto son loados.» Antonio de Nebrija, anteriormente mencionado,
recibió el encargo de poner en latín la Crónica de Pulgar referida al reinado de los
Reyes Católicos. Pero no se limitó a ello, sino que agregó y modificó por cuenta
propia, distribuyendo todo el conjunto en décadas. El resultado es una obra de cla-
ro sabor humanista. A él se le debe también la Historia de las antiguedades de
España, aparecida en Burgos en 1499, y donde reivindica la historia antigua de la
Península frente a los humanistas italianos.
En la literatura de creación, la obra más representativa de los nuevos tiempos la
constituye la Celestina o Comedia de Calixto у Melibea, publicada en Burgos en 1499
у reelaborada en 1502. Se atribuye a Fernando de Rojas, toledano y converso, gradua—
do de bachiller jurista por Salamanca. Se trata de una obra dialogada, viva y directa, de
amores y acción. Un enredo dramático, más para ser leído que representado. En ella
destaca la riqueza del lenguaje, con usos populares y cultismos. Se sitúa en la tradición
de la comedia humanística, derivada de Plauto y Terencio, pero también recoge ecos
del Arcipreste de Hita y de Boccaccio. Presenta un desgarrado aguafuerte de la natura—
leza humana, caracterizada por la lujuria, la avaricia y el egoísmo, con un pesimismo y
cinismo que contrastan con otras corrientes literarias más idealizadoras, como la no—
vela de caballerías. No obstante, el final moral, como ejemplo disuasorio, permitió
que no fuera condenada por las prohibiciones inquisitoriales posteriores. El tema ce-
lestinesco tuvo una serie de imitadores a lo largo del siglo XVI, entre los que cabe des—
tacar La lozana andaluza ( 1528) de Francisco Delicado.
Juan de la Encina (1468-1529) se formó en la Universidad de Salamanca y fue
discípulo de Nebrija. Estuvo al servicio del duque de Alba, y mantuvo buenas relacio-
nes con la Curia pontificia, con estancias en Roma y diversas prebendas eclesiásticas.
Cultivó una doble actividad, la poética y la teatral. En lo poético compuso una teoría
del Arte de la poesía, y editó un Cancionero (1496), que reúne sus composiciones de
tema amoroso, religioso, histórico o burlesco, inseparables de las melodías que él mis—
mo compuso. Su producción dramática resulta representativa del tránsito de la Edad
Media al Renacimiento. Por una parte en sus temas religiosos, vinculados a la liturgia
de Navidad y Semana Santa. Por otra en sus temas profanos, relacionados con el mun-
do bucólico pastoril y en dos etapas, una de juventud más popular y rústica, y otra de
mayor influjo italiano dentro de la tradición clásica.
Advirtamos, no obstante, que la literatura de creación se considera en la época
como un mero pasatiempo, en el que puede ocuparse la nobleza, el letrado en el des—
canso de sus estudios o ciertos niveles populares. Para los dialécticos y académicos, la
retórica literaria sigue valorándose como mero adorno subjetivo, que distorsiona los
verdaderos saberes, serios y articulados, tales como el derecho o la teologia. Por ello,
370 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
En un periodo transitorio entre los Reyes Católicos y los primeros años del empera—
dor Carlos, la Universidad de Salamanca, la más influyente de la Monarquía, elabora todo
un programa iconográfico que se constituye como conjunto emblemático del Humanis-
mo. Comienza hacia 1509 con la construcción de una nueva biblioteca, y se culmina en
tomo a 1529 con el alzado de su fachada principal plateresca. Los programas iconográfi—
cos de la escalera y galería alta de la universidad pueden ser leídos como una representa—
ción de la lucha entre la luz (sabiduría) y la sombra (ignorancia), inspirada en el Sueño de
Polífilo, obra característica del Humanismo platonizante y publicada en Venecia en 1499.
La escalera supone el acceso a la sabiduría por medio de la educación de las potencias del
alma: memoria, entendimiento y voluntad. Y en el antepecho de la galería superior esta—
rían representadas las virtudes como «triunfos» que acompafian a dicha sabiduría.
Más aún, la fachada plateresca de la Universidad salmantina puede ser interpre—
tada en el marco de ese humanismo político que eclosiona en el reinado de los Reyes
Católicos. No por casualidad sus eligies ocupan en ella posición destacada. Pues bien,
la fachada se presenta como retórica elocuente en elogio de la Monarquía hispánica.
La universidad se vincula al proyecto iniciado por los Católicos y culminado en el
emperador Carlos, nieto de aquéllos, con la función de formar juristas y hombres de
gobierno, dentro de los nuevos moldes del Humanismo. Como se expresa en la ins—
cripción del medallón central, los reyes (protegen) a la universidad (las ciencias) y
ésta (sirve) a los reyes. No cabía definir más claramente el programa humanista de re—
lación entre el poder y el saber; sobre todo si se tiene en cuenta que la inscripción grie-
ga se refiere explícitamente a la «enciclopedia», a la totalidad circular de todas las
ciencias del <<trívium» y del <<quadrívium» revitalizadas por las nuevas corrientes. El
conjunto supone una expresión retórica del poder imperial de Carlos V, expresado «a
la romana», y entroncado con emperadores clásicos de raigambre hispana. En el estilo
conlluye el último gótico con las novedades decorativas italianas.
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 371
Pues bien, entre los humanistas de esta etapa carolina podríamos comenzar des—
tacando algunos de la Corona de Castilla.
Fray Antonio de Guevara (c. 1480-1545), paje en la corte de los Reyes Católicos,
franciscano, predicador del Emperador desde 1521 y Obispo de Mondoñedo. Moralis—
ta cristiano, autor de libros de mucho éxito en su época; aunque la crítica haya señala-
do su humanismo peculiar, no siempre riguroso y en ocasiones paródico y burlón. Se
muestra como político renacentista en su Reloj de principes (1529), refundido luego
en su Libro áureo del emperador Marco Aurelio, a modo de glosa biográfica. Desta-
can también sus Epístolasfamiliares (1539— 1542), cartas ficticias dirigidas a persona—
jes señalados, una verdadera miscelánea de curiosidades de época con gran difusión
editorial. _
Fray Francisco de Vitoria (C. 1483—1546), dominico de formaciôn parisina, profe-
sor de Prima de teología en la Universidad de Salamanca desde 1526 hasta su muerte.
En Salamanca implanta como texto la Summa de santo Tomás de Aquino, tal y como se
había hecho en París por influencia del cardenal Cayetano. Su actividad se vincula a la
docencia de cátedra, de la que quedan apuntes de clase y relecciones о conferencias ma—
gistrales monográficas. La importancia de Vitoria consiste en replantear cuestiones de
actualidad desde perspectivas teológico—j urídicas. Así, por ejemplo, los límites entre los
poderes civiles y eclesiásticos (De potestate civili, 1528; De potestate ecclesiae, 1532).
Invoca un orden jurídico superior, el derecho de gentes (ius genlium), basado en la razón
natural, que posibilitaría el derecho de los hombres a recorrer libremente la Tierra. Por
este derecho se justifica el establecimiento de los españoles en las Indias, aunque los in—
dios fueran los verdaderos dueños de los territorios. Plantea también algunos <<justos tí—
tulos» para la conquista, entre ellos el de predicación del Evangelio o la supresión de
costumbres y leyes tiránicas. Finalmente, se interroga sobre la guerra justa, sus posibili—
dades y límites (De indis, 1539; De iure belli, 1539). Vitoria encabeza la llamada Escue-
la de Salamanca, en la que se produce una confluencia renovadora del derecho, la teolo-
gía tomista, las nuevas lógicas y la filología clásica. Entre los miembros de esta escuela
hay que mencionar también a Domingo de Soto (1495—1560) о Melchor Cano
(1509—1560), entre otros teólogos destacados.
Fray Bartolomé de las Casas (1474—1566), puede constituir un ejemplo del hom—
bre de acción, con posiciones humanistas y disconformes, frente a los nuevos proble—
mas planteados en el Renacimiento. Encomendero en Indias, dominico desde 1523,
asumirá la defensa de los indígenas del Nuevo Mundo frente a los abusos coloniales.
Reacciona frente al problema humano y jurídico planteado por la conquista, y hacia
1540 escribe su Brevísíma relación de la destrucción de las Indias. Entabla polémica
con Ginés de Sepúlveda, que defendía un proteccionismo justificador de la conquista,
basado en la inferioridad racial, cultural y religiosa de los nativos. Las Casas esbozó
una Historia de las Indias, que quedaría inacabada a su muerte.
Juan Ginés de Sepúlveda (c. 1490—1573). Alumno de Alcalá y de Bolonia. Escri—
tor en latín de obras teológicas y jurídicas, comentador de Aristóteles e historiador de
Carlos V. En su De rebus gestis Caroli Quinn" Imperatoris, crònica en treinta libros,
destaca la calidad literaria en la imitación de los historiadores clásicos. Apoya a Eras—
mo frente a Lutero en Defata et libero arbitrio ( 1527), para terminar polemizando con
372 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
manismo tardío, impregnado de reforma católica. Dejando al de León para otro apar—
tado, pasaremos a referimos al granadino.
Fray Luis de Granada (1504—1588), de origen humilde, se forma en el palacio del
conde de Tendilla en Granada, donde el italiano Pedro Mártir de Anglería impartía
lecciones de Humanidades. Profesa en 1525 como dominico y estudia la Escolástica
en San Gregorio de Valladolid; tras ciertas estancias en Andalucía terminará residien—
do en Lisboa. Desde esta ciudad escribe incansablemente y se relaciona con reyes,
aristócratas, papas y altas dignidades eclesiásticas, ejerciendo considerable influencia
en las altas esferas y en las predicaciones populares. Sus obras espirituales combinan
el tomismo con el talante humanista, el voluntarismo amoroso agustiniano y el senti—
miento franciscano de la naturaleza. Además, destacan por el extraordinario dominio
y plasticidad vivencial de la prosa castellana que emplea. Entre ellas, dejando aparte
las latinas, son de destacar El libro de la oración y meditación (1554, remodelado en
1566), La guía de pecadores (1556) y la Introducción del Símbolo de la fe (una suma
poético-teológica de la vida religiosa, 1584), que adquirieron difusión extraordinaria.
clero regular. Así, Diego López de Zúñiga inició desde 1520 una encrespada polémica
teológica contra Erasmo; en concreto, atacando su traducción del Nuevo Testamento.
También se sumó al ataque fray Luis de Carvajal (1528), defensor de las órdenes regu—
lares y monásticas frente al monachams non est piezas. Franciscanos y dominicos re—
copilaron un cuadernillo de cargos que fue enviado a la Inquisición. En marzo de 1527
el inquisidor Alonso Manrique convocará en Valladolid una junta de treinta teólogos.
Los de Alcalá se mostraron partidarios de Erasmo, salvo Pedro Ciruelo; los de Sala—
manca en contra, aun el mismo Francisco de Vitoria, que dejö a salvo las buenas inten—
ciones de Erasmo. Las sesiones se suspendieron sin una conclusión definitiva. Los
problemas se agudizaron con la muerte de los eclesiásticos protectores de Erasmo:
Fonseca (1534) y Manrique (1538). El ataque contra el erasmismo se concretó en di—
versos procesos inquisitoriales. En 1533 contra Juan de Vergara, al que siguieron
otros: al librero de Alcalá Miguel de Eguía (1533); al benedictino Alonso Ruiz de Vi—
rue's (1537); al valenciano Miguel Mezquita (1537). Vino luego un periodo de recelos.
El Îndice del papa Paulo IV condenö en 1558/59 toda la obra de Erasmo. El del inqui—
sidor español Fernando de Valdés (1559) lo hará con algunas de ellas, particularmente
las traducciones a lenguas vulgares. Finalmente, Trento y la reforma católica se aleja—
ron del talante conciliador de Erasmo.
Entre los erasmistas castellanos podemos destacar las figuras de Alfonso de Val—
dés, Juan de Valdés y Juan de Vergara.
Alfonso de Valdés (1490—1532), de familia conversa, discípulo de Pedro Mártir
de Anglería, aparece vinculado a la cancillería del Emperador, ocupando desde 1526
el cargo de secretario de cartas latinas. Escribe en defensa de Carlos V su Diálogo de
Lac-rancio y un arcediano (1527) sobre el saqueo de Roma, interpretándolo como cas—
tigo divino por la corrupción de la Curia papal. Asimismo el Diálogo de Mercurio y
Carón (1529), critica de la sociedad de la época desde postulados erasmistas. En con—
junto, la propuesta humanista de Valdés vincula la política imperial de Carlos V con la
necesidad de una reforma de la Iglesia inspirada en Erasmo.
Juan de Valdés (0. 1505—1541), hermano del anterior. Se inclina hacia una reli-
giosidad interior y no dogmática. Las sospechas levantadas por su obra Diálogo de la
Doctrina cristiana (1529) le fuerzan a trasladarse a Nápoles, donde no existía una ln—
quisición del tipo de la castellana. En Nápoles forma un cenáculo religioso un tanto
iluminista, algunos de cuyos miembros pasarán posteriormente al protestantismo. En
1550 se publican en Basilea sus Ciento diez divinas consideraciones, con aspectos de
ortodoxia dudosa. Además de estas obras doctrinales, Valdés escribió comentarios a
diversos libros de la Sagrada Escritura.
Juan de Vergara (1492—1557), colegial en Alcalá, donde se doctoró en teología,
fue secretario del cardenal Cisneros y del arzobispo de Toledo Alonso de Fonseca. En
tiempos de Cisneros colaboró en la Biblia políglota, dados sus conocimientos de latín,
griego y hebreo. Fue también destacado traductor de Aristóteles al latín. Entre 1529 y
1537 se vio envuelto en el proceso inquisitorial contra los alumbrados de Toledo, don—
de intentó deslindar su erasmismo de las acusaciones de luterano. Se le condenó, por
<<sospecha de herejía», a dos años de reclusión conventual y al pago de una multa. El
resto de su vida lo dedicaría al estudio.
De Valencia provienen una serie de humanistas de formación parisiense y pro—
yecciön europea en buenas relaciones con Erasmo. Entre ellos destaca Juan Luis Vi—
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 375
tancia las obras catalanas frente a las escritas en castellano, la lengua del Rey. La im—
portancia difusora de la imprenta se consolida en ciudades como Alcalá, Salamanca y
Sevilla durante la primera mitad del siglo XVI. Aquí, en los aspectos de la literatura de
creación, nos referiremos someramente a la poesía y a la novela.
Juan Boscán (1487—1542), poeta barcelonés, comienza a cultivar las formas mé-
tricas italianas, y traduce al castellano El Cortesano de Castiglione (1534). Le seguirà
en la empresa poética su amigo Garcilaso de la Vega (1501— 1536), noble de la Corte
del Emperador, militar y literato refinado. Hay que esperar a 1543 para ver publicadas
las poesías póstumas de Garcilaso y Boscán en un mismo volumen, que supone la de—
finitiva aclimatación de los versos y estrofas italianos en España. Por lo que respecta a
Garcilaso, su producción está configurada por sonetos, églogas y canciones. El amor
constituye el tema nuclear, en medio de una naturaleza pastoril idealizada, como suma
de perfecciones armónicas. La fluidez melódica de los versos, al mejor modo italiano,
despliega una sensorialidad con resonancias melancólicas. Garcilaso se mueve en la
inmanencia existencial, concentrando la divinización platonizante en la figura de
la amada. Pero junto a esta lirica italianizante de la primera mitad del siglo XVI tam—
bién se desarrolla otra de tipo más tradicional, tipificada en villancicos, romances y
poesía cancioneril.
En el marco de las idealizaciones hay que situar a las novelas de caballería, que
alcanzan la máxima difusión en el primer Renacimiento español. La más destacada de
entre ellas fue el Amadís de Gaula (Zaragoza, 1508), aparecida a nombre de Garcí Ro—
dríguez de Montalvo, un autor que, al parecer, reelaboró textos anteriores. Inspirado
en el ciclo artúrico medieval, y dotado de brillantez estilística, el Amadís constituyó
un verdadero éxito editorial, con catorce ediciones en la primera mitad del Quinientos.
Se sucedieron numerosos imitadores a lo largo del siglo XVI, dada la demanda de pú-
blico para esta literatura de evasión heroica.
Caso distinto y contrapunto del idealismo caballeresco y cortesano lo constituye
La vida de Lazarillo de Tormes y de susfortunas y adversidades, novela de triple apa—
rición en 1554, en Burgos, Amberes y Alcalá. Con este texto se inaugura la picaresca,
una narrativa de protesta en los márgenes, crítica, expresionista y desencantada. El
realismo del desarraigo, el hambre y la supervivencia, junto a un manifiesto anticleri—
calismo, resuenan en esta obra pionera, cuya difusión como género se prolongará por
la etapa barroca.
Mencionemos de pasada la importancia que adquirió sobre los lectores comunes
el Índice de libros prohibidos que publicó la Inquisición española en 1559. Iba dirigi—
do contra el protestantismo y la espiritualidad sospechosa, y por ello se censuraban los
textos bíblicos y tratados de piedad en romance que pudieran estar al alcance de
los iletrados. Nos interesa recordar que en dicho Índice no figuró la Celestina, los li—
bros de caballerías ni los cancioneros de tema amoroso; pero sí el Lazarillo, que rea—
parecería expurgado en 1573.
No conviene que olvidemos aquí la faceta de la historiografía indiana, que se nos
presenta con caracteres épicos. La conquista y colonización de América posibilita el
marco de las hazañas del nuevo hombre renacentista. En estos relatos, junto a patrones
literarios latinizantes, hay autores que alcanzan una especial frescura y modernidad, al
confrontarse con realidades muy diferentes de las peninsulares acostumbradas. Selec—
cionaremos algunos ejemplos, entre otros posibles.
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 379
dora; o los Diâlogos de las armas y linajes de la nobleza de España, fundamental para
una historia de la heráldica. Fue mecenas de la imprenta, e instaló su propia tipografia
en el palacio episcopal de Tarragona (1578). Con todo, logró reunir una amplia biblio—
teca, con abundantes manuscritos griegos y latinos, buena parte de los cuales pasarían
posteriormente a la real de El Escorial.
Fray Luis de León (1527—1591), teólogo, escriturista y poeta, profesó como agus—
tino en 1544, y se formó en la Universidad de Salamanca y en la de Alcalá. En Sala—
manca fue profesor de Filosofía, Teología y Biblia a partir de los años sesenta y hasta
su muerte. El paréntesis se produjo entre 1572 y 1576, tiempo en que se le sometiô a
proceso inquisitorial en Valladolid, acusado por sus propios colegas. El conflicto,
además de intrigas académicas y rivalidades entre órdenes, refleja los enfrentamientos
entre teólogos escolásticos tradicionalistas y teólogos humanistas (con conocimiento
del griego y del hebreo) que caracterizarán la etapa postridentina, la cual se va apar—
tando del recurso directo a las fuentes originales que había caracterizado al primer
Humanismo crítico. Fray Luis asume el tomismo, combinado con la corriente platóni—
co—agustiniana; y todo ello lo integra con su conocimiento filológico y erudito de len-
guas (latín, griego, hebreo) y autores clásicos. El resultado es una espiritualidad hu—
manista de signo cristocéntrico. Como obra profesional universitaria redactó comen—
tarios escriturísticos y tratados de teología dogmática en latín. Al margen de esto, es
de destacar su depurada prosa castellana, entre cuyos logros sobresale la obra De los
nombres de Cristo (1583 y 1585), un florilegio de exégesis bíblica, glosado desde
perspectivas platonizantes y en forma de diálogo renacentista. En ésta y en otras
obras, el autor se preocupa por dignificar la lengua vulgar, cuidando de concertarla
con un equilibrio, ritmo y matices a la altura del latín. Lo más difundido de su produc—
ción, no obstante, ha sido su poesía, que muestra influencias de Horacio, Virgilio, el
petrarquismo de Garcilaso y la Biblia. Podemos decir que la dramática figura de fray
Luis (a pesar de su voluntarismo clasicista) resulta representativa de un humanismo
<<tard1'o», que tuvo que confrontarse con las crispaciones de las reformas religiosas de
la segunda mitad del Quinientos. Se ha señalado su inteligencia emocional y la <<desar—
monía existencial» de sus circunstancias, que se expresarán vivencialmente en la
Exposición del libro de Job, trabajo que le ocupó hasta su muerte. Eran «las calamida—
des de nuestros tiempos» a las que ya se había referido anteriormente en la dedicatoria
de Los nombres de Cristo.
El extremeño Benito Arias Montano (1527—1598) estudió Humanidades, Filoso—
fía y Teología en Sevilla, Alcalá y Salamanca. A partir de 1562 estuvo en Trento en
calidad de teólogo y fue llamado a la Corte por Felipe П еп 1567. Se sitúa como huma-
nista en tiempos de Contrarreforma. Su pericia en lenguas resultó extraordinaria, tanto
las clásicas (latín, griego), como las semíticas (hebreo, arameo, siriaco), o las moder—
nas (portugués, francés, italiano, alemán y flamenco). El propio Felipe П le designò
como editor responsable de la Biblia Regia, llamada de Amberes, impresa por Planti—
no. Se trata de uno de los grandes logros filológicos del Humanismo teológico espa—
ñol. Cuatro volúmenes del Antiguo Testamento: en hebreo, latín de la Vulgata, griego
de los LXX y su traducción latina; en la parte inferior el «Targum» arameo y su ver—
sión latina. Quinto volumen del Nuevo Testamento: texto griego, versión de la Vulga—
ta, texto siriaco y su traducción latina. La obra incorpora tres volúmenes de léxicos y
crítica, denominados apparatus, donde pueden encontrarse citas de comentarios bibli—
382 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
guiendo la labor de Nebrija a comienzos del siglo. También se le deben obras de ca—
rácter científico, Sphera mundi (1579), y filosófico, Paradoxa (1581). Fue autor de
poesias en latin, traducciones de Horacio, una edición de las Bucólicas de Virgilio
(1591), y otra anterior, anotada, de las poesías de Garcilaso ( 1574). Constituyó un tipo
de gramático y humanista crítico, independiente y molesto. Sus conocimientos filoló—
gicos en lenguas clásicas le llevaron a enfrentarse contra la rigidez de los teólogos es—
colásticos, que le acusaron de audacias verbales e ingerencias en asuntos de Sagrada
Escritura. En 1597 reeditaba De nonnullis Porphyri aliorumque in dialectica errori-
bus, atacando autoridades pretendidas y recomendando no dar crédito sino a lo funda—
mentado en razones firmes. Sufrió diversos procesos inquisitoriales. Amonestado en
1584, denunciado de nuevo entre 1593 y 1595, moriría en 1600, a los ochenta años,
en el curso de otro juicio inquisitorial para el que le habían requisado diversos apuntes
sobre lugares de la Escritura. Con la muerte del Brocense se anunciaba el final de un
tipo independiente y mordaz de humanista, que pasaría a ser sustituido por otro más
sumiso y retirado a sus saberes técnicos y profesionales.
Y así, cuando Baltasar de Céspedes ocupe a partir de 1596 la cátedra de Prima de
latinidad de la Universidad de Salamanca, sus declaraciones y actitudes distarán mu—
cho de las de su suegro, Francisco Sánchez, el Bruc-ense. Por un lado, manifestará la
veneración que los humanistas deben tener a los teólogos escolásticos y escrituristas,
sin porfiar con ellos; pero incluso llega a desestimar la importancia de los conocimien—
tos de hebreo. El humanista vuelve a su especialidad, a los autores clásicos, a la filolo—
gía y a la gramática. Ya no pretende incidir sobre todos los saberes, sino que se restrin—
ge a su facultad.
Acotado el terreno de los teólogos escolásticos rígidos frente a los humanistas, la
síntesis de humanidades y cristianismo la intentarán ahora los jesuitas, a partir de una
escolástica ecléctica, que alcanzará proyección europea. Pues bien, una de las figuras
que contribuirá a difundir este Humanismo católico en los colegios de Italia, Alema—
nia y España será el mallorquín Jerónimo Nadal (1507—1580). Formado en Filosofía,
Teología y Escritura, fue fundador y rector del colegio de Messina (1548—1552) y or—
ganizó los estudios al modo parisiense, modelo y base de lo que sería la Ratio Studio—
rum. Nadal, como escriturista, adoptó del Humanismo un perfecto conocimiento del
griego y del hebreo. En este sentido, la Ratio de losjesuitas asume los valores huma—
nistas de Valla, Erasmo o Vives, e incorpora a Aristóteles y a santo Tomás en filosofía
y teología. En las clases se utilizará el latín, y una abundancia de autores clásicos, con
algunos expurgos y acomodos: Cicerón, César, Horacio, Livio, Ovidio, Plinio, Pro—
percio, Quintiliano, Salustio, Tibulo, Valerio Máximo o Virgilio.
Un nuevo Humanismo se pone al servicio del Evangelio cristiano y de la piedad
religiosa, reivindicando la vieja divisa de <<virtud y letras», ideal recogido por el peda—
gogojesuita Juan Bonifacio (1538—1606) en su obra De sapientefructuoso. A Bonifa—
cio se deben, asimismo, algunas obras dramáticas de orientación dogmática y bíblica,
sobre moldes clásicos y con finalidad didáctica y moralizadora. Ejemplo de lo que ha
venido en llamarse teatro jesuitico. Se trataba de la continuidad de las corrientes tea—
trales clasicistas del Humanismo, dirigidas a pequeños círculos, vueltas <<a lo divino»
en los colegios de la Compañía. Este Humanismo jesuita ha sido, sin embargo, subes—
timado por estudiosos como E. Garin, que lo han tildado de <<contrarreformista». Nos
encontramos ante una herencia de Burckhardt, que había concebido un Renacimiento
384 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Uno de los médicos y científicos más destacados de esta etapa fue Francisco
Hernández (1517—1587). Estudió Medicina en Alcalá y llegó a ser médico de cámara
del Rey desde 1569. Abierto a las novedades, practicó la disección de cadáveres hu—
manos en el monasterio de Guadalupe. Entre 1571 y 1577 recorrió sistemáticamente
la Nueva España, para estudiar directamente la historia natural y la materia médica
de origen vegetal, animal о mineral. Retornó de las Indias con colecciones de plan—
tas y ocho volúmenes de anotaciones y apuntes. Sus aportaciones fueron divulgadas
através del compendio elaborado por el napolitano Recchi, que no aparecería publi—
cado hasta 1628.
Junto a lo dicho, ciertas enfermedades extendidas durante el siglo XV Van a per-
mitir a los médicos la realización de observaciones clínicas independientes de los au—
tores clásicos autorizados. Así, entre los primeros estudiosos de la sífilis se encuentra
el converso Francisco López de Villalobos, médico de cámara de los Reyes Católicos.
Juan Tomás Porcel], con ocasión de la epidemia de peste sufrida en Zaragoza en 1564,
realizó autopsias sistemáticas de apestados, por vez primera. Luis de Toro publica en
1574 sus observaciones sobre el tabardillo; y en 1614, Juan de Villarreal las suyas so—
bre el garrotillo (tifus exantemático y difteria).
Desde los años 1570—1580 también va a dejarse sentir un retorno a la escolásti—
ca médica, que estará representada por la figura de Luis de Mercado (1525—1611).
En sus Opera omnia (1594) sistematiza el saber médico desde los supuestos galéni-
cos tradicionales y refuta cuantas novedades renacentistas pudiesen comprometerlo.
Mercado representa, así, el escolasticismo médico contrarreformista, que se conso-
lidará en la España del Seiscientos. Estudió Filosofía y Medicina en la Universidad
de Valladolid, y se graduó de doctor en 1560. En la misma universidad regentó la cá-
tedra de prima de Medicina entre 1572 y 1592. A partir de esta fecha se convierte en
médico de cámara del rey Felipe II, protomédico del reino y, posteriormente, médi—
386 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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CAPÍTULO 14
La idea de una decadencia general de la agricultura para el siglo XVII que entron—
ca con las impresiones vertidas por los arbitristas, y que también se desprende de los
memoriales enviados al Consejo de Castilla por multitud de pueblos durante este pe—
riodo, sobre todo para intentar eludir el pago de nuevos impuestos, ha configurado un
concepto de depresión generalizada todavía hoy muy presente. Sin embargo, un análi—
sis regional puede arrojar alguna luz a la hora de interpretar el comportamiento de la
producción agraria en el Seiscientos.
A pesar de que la evolución de los diezmos en Castilla y León, Toledo y Valencia
indican una caída en la producción de cereal durante la primera mitad del siglo XVII, a
mediados de la centuria esa tendencia se invirtió en casi toda la Península salvo en
Castilla la Vieja.
El núcleo central peninsular fue el más afectado por el descenso de la producción
agraria. Inició su caída en la última década del siglo XVI y no mostró señales de recu—
peración hasta al menos 1660. Similar proceso se vivió en Extremadura. En Andalu—
cía, sin embargo, se sostuvo mejor, con tendencia al estancamiento pero sin grandes
descensos y con indicios sólidos de crecimiento a partir de la década de los cincuenta.
En Aragón, el modelo de comportamiento parece estar más próximo al de Castilla que
al de Andalucía.
En el área levantina, aunque se experimentó una contracción de los rendimientos
agrarios en la primera mitad de la centuria —más acusada aunque no exclusiva en las
zonas afectadas por la expulsión de los moriscos— su recuperación resulta llamativa
en la segunda mitad.
En Cataluña se sufrió este mismo descenso en los primeros decenios del XVII
acentuado por los efectos de los conflictos iniciados en la década de 1640, aunque
también aquí se experimentó un decidido progreso en la segunda mitad del siglo. Esta
capacidad de mejora fue, en parte, fruto de la extensión del viñedo en toda el área me-
diterránea y de otros cultivos de especialización, como la morera y el arroz en zonas
de la región valenciana, o de la barrilla en Murcia. No obstante y a pesar de estas inno—
vaciones, la agricultura mediterránea siguió siendo todavía mayoritariamente tradi—
cional con predominio del secano.
Sin embargo, en la cornisa cantábrica y Galicia la temprana introducción del
maíz, primero en las comarcas costeras y más tarde en zonas del interior, sustituyó a
LA DECADENCIA ECONÔMICA DEL SIGLO XVII 393
180—
160—
140—
120-
100—
80—
60—
40-
20—
FUENTE: B. Yun, «Las raíces del atraso económico español: crisis y decadencia (1590-1714)», en F.
Comín y otros (eds.), Historia económica de España. Siglos Хіху ХХ, Critica, Barcelona, 2002.
1635. Pero la cabaña estante, la que permanecía fija en un lugar a lo largo de todo el año
y que cuadruplicaba en número a la trashumante, experimentó un aumento apreciable.
A partir de estos datos no parece adecuado hablar de la existencia de una <<depre—
sión agraria general» para el conjunto del siglo XVII. Es evidente, sin embargo, que al
menos para la España interior se produjo una fuerte contracción de las cosechas de ce—
real. Este demostrado descenso no tenía que derivar en principio y necesariamente de
una situación de crisis agraria. La dedicación de la tierra <<de pan» a otros cultivos po—
dría ser otra explicación plausible de aquellos descensos. Sin embargo, según las in—
vestigaciones con las que contamos hasta hoy, no parece que el declive en la produc—
ción de trigo se viera suficientemente compensado por la introducción de vid, aceite,
fibras textiles (cáñamo, lino) o colorantes (rubia) que en este ámbito geográfico caste—
llano no sólo no aumentaron sino que también disminuyeron. ¿Cuáles pudieron ser en—
tonces las causas del acusado descenso?
Entre las clásicas razones que se han esgrimido para encontrar una explicación se
encuentra el poco demostrado empeoramiento de las condiciones climáticas, el agota—
miento acelerado de la tierra a partir de la sustitución del buey por la mula en la labor
de los campos y la relación causa—efecto de corte maltusiano entre el número de pobla—
ción y los alimentos disponibles, al existir un llamativo paralelismo entre el descenso
poblacional del que se ha hablado en otro lugar y el de la producción agraria.
Según este último argumento, las bruscas caídas demográficas desencadenarían
un descenso en la producción de alimentos que, a su vez, provocaría nuevas pérdidas
de población si bien no está clara esta relación causal. Por ello, en la actualidad, tiende
a interpretarse que ambos procesos, aunque interrelacionados, no tuvieron que ser de-
terminantes —de modo necesario y unidireccional— el uno del otro, sino que los dos
tienen su origen en otros factores.
Uno de los más llamativos fue quizá el aumento de la renta de la tierra en el si—
glo XVI y sus consecuencias. Este incremento obligó a los campesinos a pagar al pro—
pietario del campo que trabajaban una cantidad progresivamente más elevada. El cre-
cimiento de precios de los productos agrarios y el aumento del alquiler de la tierra mo—
dificó las estructuras de los arrendamientos, que fueron cada vez más cortos para ga—
rantizar a los dueños la revisión de su importe.
Los campesinos, con poco capital disponible y con contratos de tenencia de las
parcelas de corta duración que no garantizaban su estabilidad y permanencia a largo
plazo en la explotación, no tuvieron suficientes incentivos para iniciar mejora alguna
en las tierras que trabajaban. Mejoras que, tal y como ocurrió en algunas zonas del
noroeste de Europa, hubieran podido orientarse hacia la disminución del barbecho y la
rotación de cultivos, introduciendo leguminosas y forrajeras que propiciaran la esta—
bulación del ganado y el acceso continuado al abono natural, regenerando de manera
más efectiva la tierra que cultivaban y haciéndola más productiva.
Tampoco los propietarios de la tierra, en términos generales, adoptaron innova—
ciones apreciables. Dado que los mayorazgos, ya fueran de aristócratas o de oligarcas
urbanos, eran inalienables y no podian perderse —en teoría— bajo ninguna circuns-
tancia, las inversiones en su mejora y mantenimiento fueron escasas. Algo parecido
ocurrió con los bienes de manos muertas en poder de la Iglesia que, salvo excepciones,
no orientaron el producto de sus rentas a optimizar la producción de las explotaciones
y sí a la tesaurización y el consumo suntuario.
LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO xvu 395
3. La evolución de la manufactura
Las actividades económicas de transformación eran las que tenían un menor peso
específico en la economía española del siglo XVII. Dentro de ellas, la producción textil,
la metalúrgica y los astilleros fueron las más importantes, y su decreciente evolución
en el Seiscientos ha conducido a pensar en la existencia de una crisis industrial genera—
lizada de enormes dimensiones. Al igual que en el resto de Europa, la evolución del
sector industrial peninsular guardó una relación más 0 menos próxima con la coyuntu—
ra agraria.
Pero para tener una idea global de la progresión de este sector secundario debe—
mos atender también a la trayectoria experimentada por otras manufacturas tradicio—
nales (cuero, madera, cerámica, jabón, vidrio, etc.), que fueron capaces de colmar las
necesidades del mercado interior sin recurrir a importaciones y que por tanto demos—
traron suficiencia en sus comportamientos.
Entre las causas señaladas para explicar el declive de las manufacturas se ha in—
sistido en la tendencia a la descapitalización del sector, ya que el capital comercial no
invirtió suficientemente en actividades productivas ante la alternativa de otras opcio-
nes menos arriesgadas y más provechosas en el corto plazo, como fueron la comercia—
lización de materias primas o la adquisición de deuda pública Gurus).
Se ha sefialado también el lastre que supuso para el desarrollo industrial posterior
la particular estructura protoindustrial de los reinos peninsulares, en la que predominó
una organización gremial de carácter urbano, atomizada y reacia casi siempre a des—
plazar al ámbito rural la producción manufacturera, a diferencia de lo que ocurrió en
varias zonas de Inglaterra, Francia u Holanda en esta misma época.
396 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Al gunas recientes investigaciones sugieren que los mercados regionales de granos del
interior no estaban tan desestructurados como desde hace años se viene afirmando.
Respecto a la evolución del tráfico comercial, puede constatarse que el descenso
de la población, alli dónde se produjo, provocó una reducción relativamente fuerte de
la demanda tanto de subsistencias como, sobre todo, de productos elaborados, lo que
propició la desarticulación de varios circuitos comerciales consolidados en el si—
glo XVI. En consecuencia, Castilla sufrió más que otras zonas estos fuertes descensos.
La falta de periodicidad, e incluso la práctica desaparición de algunas ferias en este
concreto ámbito geográfico, son un claro indicio del proceso desintegrador aludido.
Un deterioro que se ha venido achacando en parte al dominio de Madrid sobre
todo el sistema comercial castellano y que ciertamente no ayudó a vertebrar en una do—
ble dirección los mercados locales y comarcales que circundaban a la capital, salvo los
que se hallaban relativamente cerca, condenado a una producción de subsistencia a
los que no se localizaban dentro de su área de influencia.
La fuerte concentración de la demanda de productos industriales en la Corte faci—
litó la introducción de comerciantes extranjeros, que tenían que invertir menos en cos—
tes de distribución e información pues, con tener su sede en Madrid, era suficiente
para colocar adecuadamente sus productos. Estos negociantes foráneos ofrecían pro—
ductos buenos y asequibles, convirtiéndose en una sombra muy seria para los merca—
deres del área comercial castellana, que casi nunca pudieron mantener una competen—
cia sostenida en semejantes circunstancias.
No obstante, las demandas de la Corte generaron una actividad profesional flore—
ciente, la de los arrieros, que crecieron en número y prosperaron ocupándose en el ofi—
cio de abastecimiento de alimentos a la capital y fueron un elemento dinamizador de la
economía en sus respetivos lugares de origen.
En los últimos años del siglo, la recuperación de la producción agraria y manu—
facturera y el descenso de los precios de las subsistencias permitieron que la población
de las ciudades ampliara en cierta medida su margen de consumo, lo que impulsó limi—
tadamente el tráfico comercial interior mejorando los intercambios.
El comercio exterior español continuó ocupando en el siglo XVII una posición pun—
tera tanto en su dimensión europea como mundial, aunque estos intercambios mante—
nían un profundo desequilibrio entre exportación e importación a favor de esta última.
La exportación se basaba primordialmente en la venta de lana ——que tendrá un
papel predominante a lo largo de todo el siglo—, vino, sal, jabón, frutos secos (higos,
pasas), alumbre, aceite, hierro y cochinilla americana. Sólo de modo muy selectivo se
exportaron pequeñas cantidades de paño segoviano, cueros repujados andaluces, se—
das y cerámica.
Las importaciones mayoritarias estaban constituidas por textiles, herramientas,
pescado ahumado y salado, pertrechos navales, maderas, cereal y papel. La diferencia
de valor en los productos elaborados mantuvo una constante balanza comercial desfa—
vorable para los reinos peninsulares cifrada en un 30 % a fines del siglo XVI y alcan—
zando un 50 % a mediados del XVII, aunque convendría no exagerar el efecto de estos
desequilibrios para el periodo que abordamos, ya que el papel de las manufacturas en
el desarrollo económico del periodo tuvo menos peso que en momentos posteriores,
durante la industrialización por ejemplo.
400 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Debemos tener en cuenta también la naturaleza y los límites de las fuentes con las
que contamos para conocer los intercambios realizados a través de los puertos penin—
sulares, ya que estas fuentes, por ser casi siempre de naturaleza fiscal, adolecen de
graves problemas de ocultación y fraude. En realidad, en muchos casos y a falta
de otros datos, los investigadores no han podido contabilizar los intercambios efecti—
vos sino el dinero ingresado por la Hacienda Real en concepto del impuesto aduanero
que gravaba esos tráficos. Partir de este tipo de fuente soslaya no sólo el comercio de
contrabando sino el fraude que pudiera existir en la contabilidad de lo exportado e im—
portado realmente. Un fraude que, en muchos casos, vino propiciado, incluso, por los
propios administradores o arrendadores de los impuestos aduaneros, que eran al mis—
mo tiempo, por extraño que hoy pueda parecer, importantes comerciantes involucra—
dos en los intercambios internacionales y que, además de beneficiarse en todo el pro—
ceso comercial-fiscal siendo juez y parte del mismo, estaban interesados en dar una
imagen de hundimiento y descenso continuado de los intercambios comerciales, pues
ello suponía la rebaja automática en el importe de la renta aduanera que tuvieran a su
cargo, ya fueran almojarifazgos, puertos secos o diezmos de la mar.
Contando, por tanto, con estos déficit de información, a partir de los datos que te—
nemos respecto al comercio con Europa, se puede afirmar que en el área mediterránea,
la antigua preeminencia de los comerciantes catalanes y valencianos en sus puertos
fue sustituida cada vez en mayor medida por los siempre presentes genoveses. Desde
mediados de siglo la influencia francesa se dejó sentir también en el ámbito catalán, en
situación desfavorable tras la guerra iniciada en 1640. Valencia conoció un declive
detectable en su nivel de importaciones desde 1590 y no iniciô el repunte hasta al me—
nos 1660. Los puertos de Alicante, Cartagena, Málaga y Almería continuaron con las
exportaciones de materias primas e importación de manufacturas europeas con un
descenso en su actividad más perceptible en la primera mitad del siglo.
La cornisa cantábrica también presentó un balance comercial desfavorable. Des—
de 1580 la decadencia de Burgos era indicativa del colapso de todo el sistema comer-
cial de esta zona, que se agudizó a lo largo de la siguiente centuria. Sin embargo, Bil—
bao —tras superar sus peores momentos en los primeros años del siglo—, creció en
actividad por la canalización de la exportación masiva de lana y mineral de hierro.
Con respecto a este último producto, parece ser que la crisis de la siderurgia vasca in—
citó al capital comercial tradicional de la zona a buscar nuevas alternativas y las en—
contró alentando la comercialización internacional del mineral en bruto. La evolución
ascendente de los ingresos anuales declarados por el Consulado de Bilbao en concepto
de avería (derecho portuario) demuestra indirectamente la actividad creciente de este
puerto durante el siglo XVII.
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1985, p. 563.
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LA DECADENCIA ECONÖMICA DEL SIGLO xvn 403
las potencias marítimas emergentes. Ello no nos debe hacer pensar que esto fue siem—
pre asi. En el siglo XV y la primera mitad del XVI Castilla, a pesar de estar especializada
en la exportación de materias primas, tuvo un destacado protagonismo en el comercio
de intermediación con Europa. Pero en el siglo XVII su función fue la de un simple
<<puente» del que se benefició en muy pequeña medida y en el que ni siquiera la parti—
cipación de los mercaderes catalanes, a partir de 1680, supuso una alternativa de com—
petencia seria para los comerciantes foráneos.
asientos exteriores (en Viena, Amberes, Génova, etc.). Tambien, en ocasiones, se pro—
pició la concesión de una jurisdicción especial al hombre de negocios a través del
nombramiento de un juez conservador, que se dedicaría a sustanciar todos los pleitos
que pudieran suscitarse durante el cumplimiento del contrato. El punto álgido en la
evolución del crédito de la Monarquía se produjo en el reinado de Felipe IV durante
los años treinta. A partir de los años cuarenta el volumen de asientos fue decreciendo a
medida que la Monarquía fue cediendo protagonismo en el concierto hegemónico
continental.
Cuando la deuda acumulada por la Real Hacienda resultaba insostenible por ha—
ber comprometido los importes de sus ingresos con varios años de antelación, las sus—
pensiones de consignaciones a los asentistas resultaron ser el único recurso disponi—
ble. Se decretaron a lo largo del siglo en 1607, 1627, 1647, 1652, 1662 y, parcialmen—
te, en 1675 y en los años noventa.
Los decretos de suspensión de pagos a los asentistas suponían básicamente una
renegociación de los débitos que la Monarquía había contraído con los hombres de ne—
gocios, compensándoles de las pérdidas conjuros. Estos títulos eran documentos so—
lemnes emitidos por el rey en los que este empeñaba su palabra a cambio de recibir el
capital de un particular, el rentista, que tras realizar el préstamo era compensado a su
vez con el pago de un interés anual (durante el siglo XVII, generalmente un 5 %) garan—
tizado sobre el rendimiento de una renta real determinada. Estos juros podían ser per—
petuos o <<al quitar» es decir, amortizables. En el primer caso, el capital invertido no se
recuperaba pero el rentista cobraba el interés durante toda su vida e incluso durante la
de sus herederos. La segunda modalidad permitía rescatar el capital inicial transcurri—
do el plazo estipulado en el documento.
Aunque hasta 1557 los hombres de negocios nunca aceptaron los juros como
reembolso definitivo de sus asientos, a partir de esa fecha, tras la primera suspensión
de pagos decretada por Felipe II, la Monarquía los utilizó como un medio final de
compensación. Desde entonces las suspensiones de pagos se convirtieron en un proce—
dimiento de conversión de deuda a corto plazo —los asientos—_, en deuda a largo pla—
zo ——los juros— que los hombres de negocios recibían en grandes paquetes para des—
pués venderlos entre los particulares, ya que éstos consideraban atractivo contar con
una renta segura y vitalicia. Los asentistas conseguían convertir así el «papel» recibi—
do en dinero efectivo.
Fue un gran negocio hasta que el mercado de la deuda quedó saturado, castigado,
entre otros avatares, por la reducción de intereses, el pago de las rentas en vellón y, a
partir de 1635, por el recurso a la media anata ya aludido y aplicado desde entonces
con periodicidad casi anual.
El capitalismo cosmopolita mayoritariamente presente en las finanzas de la Mo—
narquía hasta el último cuarto del siglo, propició la extracción de metales preciosos de
los reinos peninsulares y la exportación de materias primas que, una vez adquiridas, re—
vendían en los mercados europeos para convertirlas en plata. La galopante fiscalidad y
la necesidad de recurrir a numerosos <<expedientes extraordinarios» de variada naturale—
za que compensaran los préstamos y transacciones que efectuaron, deben considerarse
también consecuencias directas de su particular intervención. En este sentido, interpre—
tar que la presencia de estos hombres de negocios resultó un lastre para el desarrollo de
la economía castellana parece lógico. No obstante, el sostenimiento financiero de la
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LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO XVI! 407
Monarquía hispánica durante todo el siglo hubiera sido imposible sin su intervención y
esa ausencia hubiera conducido a un colapso de las finanzas públicas.
A partir delas últimas décadas del siglo, durante el reinado de Carlos П, la evolu—
ción de los acontecimientos políticos propició la aplicación de medidas reformistas
que, aunque propugnadas casi todas repetidamente en años anteriores, tuvieron ahora
una oportunidad para llevarse a la práctica. La pérdida definitiva de la hegemonía eu—
ropea ratificada en los tratados de Nimega (1678), permitiö reducir el gasto de la Ha—
cienda Real en campañas exteriores y facilitó un ejercicio de reflexión sobre la situa-
ción económica interior que sufría, sobre todo, Castilla.
Sobre el papel, se redujo a la mitad el importe nominal de algunos impuestos
como los cientos y se adoptaron medidas para combatir el fraude en las recaudaciones
procurando que una parte de las rentas arrendadas fueran administradas directamente
por la Real Hacienda 0 que, a] menos, se reagruparan concentrando su cobro para no
seguir multiplicando los gastos de administración. No obstante, todos estos intentos
tuvieron una vida efímera.
La medida que en materia económica ofreció una efectividad más concluyente fue
la reforma monetaria emprendida en 1680, que supuso, en el mejor de los casos, la re—
ducción a la mitad del valor de las monedas de vellón en circulación para adecuar su va—
lor nominal al intrínseco. El proceso se completó en 1686 al readecuar las equivalencias
de las monedas de plata a los nuevos valores de las de cobre. Aunque a corto plazo las
pérdidas sufridas por los poseedores de vellón tras la deflación fueron cuantiosas, a me—
dio plazo esta decisión saneó y consiguió reconducir el panorama monetario castellano.
Otra iniciativa de la Monarquía para mejorar la situación del comercio y la indus—
tria de Castilla se adoptó también durante el reinado de Carlos II mediante la creación
de la Real y General Junta de Comercio en enero de 1679. Un proyecto derivado del
programa de gobierno de don Juan José de Austria, que quizá se había inspirado a su
vez en algunas de las iniciativas puestas en marcha por el conde-duque de Olivares en
1525 a través de la efímera Junta de Población.
La Junta de Comercio nació con un objetivo básicamente fiscal, pues en último
extremo pretendía mejorar la producción y los intercambios para elevar el nivel de re—
caudación de los impuestos que gravaban estas actividades, pero para lograrlo, la pre—
misa fundamental era recuperarlas y mejorarlas. Sus integrantes formaban parte de los
consejos de Hacienda, Indias, Castilla y Guerra y, tras su primera sesión, se decidió
que el ámbito de actuación de la institución abarcaría la totalidad del territorio de la
Monarquía, aunque muy pronto surgieron juntas locales, sobre todo en lugares donde
la tradición comercial y manufacturera era más antigua: Granada (1684), Sevilla
(1687), Valencia (1692) о Barcelona (1692).
Las iniciativas destinadas a proteger la producción interior mediante una política
arancelaria, similar a la practicada por Inglaterra o Francia, que impidiera las importa—
ciones generaron gran cantidad de documentación, pero no dieron resultados aprecia—
bles. Más efectivas fueron las medidas encaminadas a promover las manufacturas co—
piando el método de fabricación y la calidad de las extranjeras, facilitando el asenta—
miento de técnicos foráneos que importaron sus procedimientos. También se alentó la
producción autóctona apoyando las iniciativas novedosas a través de varios sistemas,
como, por ejemplo, la adjudicación de monopolios en la fabricación de ciertos pro—
ductos y la concesión de exenciones fiscales temporales, además de la promulgación
408 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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CAPÍTULO 15
1. Introducción
Las fuentes referidas más arriba no son estadísticas, ni pretendían serlo. En cam—
bio, contienen opiniones, juicios de valor y estados de ánimo ante hechos y comporta—
mientos sociales о individuales nuevos, por ejemplo la masiva llegada de oro y plata
de América. Así que, en muchos casos, se depende en gran manera de la opinión de al—
gunos escritores, a los que se otorga una especial credibilidad. Es el caso específico de
los <<arbitristas» que comienzan a escribir en 1600. Sus análisis socioeconómicos se
han expresado en términos teológicos y morales, los únicos disponibles en el momen—
to, porque están creando una explicación a una cuestión nueva: la desigual distribu—
ción de la riqueza cuando hay más riqueza que nunca; ola orientación de la politica de
la casa de Austria hacia España, apoyada en las colonias, о hacia una Europa cada vez
más plural. El siglo XVll arranca con frases que han quedado fijadas para siempre:
España es pobre porque es rica, en España no hay «medianos». Toda la literatura arbi—
trista es un desarrollo de estas intuiciones originales, que parten de una contemplación
de la economía, pero sin un análisis económico contrastado para el que entonces no
existían conceptos adecuados, a pesar de lo cual estas obras contienen elementos de
extraordinaria modernidad.
El problema se hace más complejo porque los autores citados proponen alternati—
vas «continuistas». No ven la relación entre la estructura social del privilegio y su co—
rrelato de empobrecimiento progresivo. Como la sociedad está estructurada en esta—
dos privilegiados —nobleza y clero— y un estado general de «hombres buenos», el
objeto del análisis no es la interrelación, sino el peligro conl'usamente percibido de
que las grietas que se advierten echen por tierra todo el edificio social. De manera que
las afirmaciones programáticas de algunos arbitristas hay que entenderlas no como
ideas prácticas, que hayan de verificarse en la realidad, sino como deseos de un reino
de justicia trascendente. Así cuando Caxa de Leruela escribe que << 700 yugadas de tie—
rra poseídas y cultivadas por 10 campesinos rinden más que en manos de un sólo pro—
pietario», no se está pidiendo automáticamente una desamortización de las tierras Vin—
culadas, sean de mayorazgos o de la Iglesia. 0, al menos, no se está en condiciones de
proponerlo como un programa real, sino como una utopía.
Esta materia cae tradicionalmente bajo el epígrafe de «crisis del siglo XVII». El
planteamiento que aquí se propone no abandona tal concepto, aunque inexacto porque
no explica la duración de la crisis, ni su extensión, ni su desenlace. Por añadidura, es
un concepto <<finalista>>, o un recurso retórico para resaltar la «recuperación» del siglo
XVIII y, finalmente, da un peso excesivo a las relaciones internacionales y al contraste
entre la figura de un Luis XIV —el Rey Sol— y la de un Carlos Il, el monarca «hechi-
zado». En cualquier caso, aceptar el enunciado «crisis y derrota», no es aplicable uní—
412 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
vocamente a todo el siglo xvu, porque la crisis tiene una salida en las décadas finales
del siglo, y la «derrota» configura una escala más real de la Monarquía.
Los términos del enunciado pretenden otro tipo de explicación. Abundancia de
conflictos sociales originados por ese desigual reparto de la riqueza, los honores y las
expectativas tanto del individuo, de su familia o linaje, como de su comunidad local o
de trabajo.
Pero no es lo mismo abundancia de conflictos que <<sociedad conflictiva» en el sen—
tido que se le ha querido dar. Ni una sociedad atormentada por los problemas de la lim—
pieza de sangre y del honor, ni por la ruptura entre la <<corte» y el <<pueblo>>, o entre el
centro y la periferia. La sociedad española ——el sujeto que protagoniza o sufre los con—
flictos sociales— del siglo XVII, es perfectamente homologable a cualquier sociedad eu-
ropea coetánea. Se puede decir, incluso, que los conflictos en los territorios españoles de
la Monarquía revisten unas características de moderación que no encontramos en Fran—
cia, Inglaterra o el Imperio. Por ello se ha llegado a manejar el concepto de una <<Castilla
convulsa», una expresión que acepta la existencia de los conflictos sociales y su exten-
sión, pero les niega el carácter inquietante y peligroso de los conflictos franceses coetá-
neos, y ello en parte debido a «una relativa menor dosis de agresividad por parte del po—
der real» y a la <<catolicidad» atn'buida al rey, sus ministros y sus súbditos, que ejercía de
facto un efecto regulador de las relaciones entre la Monarquía y los súbditos.
Hay un segundo elemento de reflexión. No se debe identificar conflicto con vio—
lencia, que puede ser contra los bienes o las personas. De todas formas, la violencia es
la expresión de un conflicto.
1.4. CRONOLOGÍA
Simplificaba Sancho Panza cuando comentaba que en el mundo solo había dos li—
najes: el tener y el no tener. En realidad ésa era la gran cuestión que atormentaba a la
sociedad del XVII, porque frente a los defensores del honor y la nobleza se levantaba
pujante la realidad del dinero. La crisis de la nobleza había de resolverse logrando que
la nobleza fuese rica. En las décadas finales del siglo XVII éste fue el objeto de los no—
bles: enriquecerse y controlar las vías de enriquecimiento y poder Al final la nobleza
salió reforzada a pesar de su endeudamiento y del abandono de sus originarias funcio—
nes militares. Esto es lo que se ha designado con el término de <<refeudalización». Éste
sería el primer polo al que nos estamos refiriendo al hablar de <<polarización».
No hay unanimidad a la hora de aclarar este concepto. No se trata de que revivan
a finales del siglo las prácticas feudales ya en desuso, sino del aumento del número de
nobles por concesión real 0 por compra (los grandes pasan de 4l a 113 y los títulos
de unos 100 a casi 500), y de sus riquezas, obtenidas no através de una mejor explota—
ción de sus fincas o de una mayor explotación económica de sus vasallos, lo que origi—
naria revueltas antiseñoriales. Al contario, las grandes familias saben adaptarse a las
circunstancias de crisis y se comportan como providentes paterfamilias administran—
do sus estados como lo haría un patriarca. La economía se convierte en «oeconomia»,
la administración de la «casa», porque los vasallos son parte de la familia y las relacio—
nes, por tanto, son relaciones paternofiliales. Se perdona una parte sustanciosa de las
deudas o se renegocian los plazos con generosidad; a veces se ofrecen contratos venta-
josos de cultivo que aproximan al campesino a una propiedad compartida de la tierra.
La <<refeudalización» se explica, también, desde una perspectiva política, como
la <<ofensiva política» de la nobleza para copar puestos de gobierno, gracias, mercedes
y toda clase de ayudas para sortear las dificultades económicas y el endeudamiento.
Todo esto, una vez más, no aumenta la conflictividad social.
Hay que distinguir bien dos aspectos. Por una parte, la Iglesia y la Monarquía se
consideran como dos vías de ejercicio de un poder único en su origen: Dios. En teoría
cada uno tiene sus competencias que dimanan de su finalidad. La Iglesia vela por las
almas y la Monarquía es responsable de articular la sociedad y la política en orden a
ese fin superior asignado a la Iglesia. La división del trabajo, tan clara en la teoría, en
la práctica no lo es tanto y resulta difícil armonizar la acción de ambos sujetos de po—
der. En consecuencia, las relaciones entre ambas partes están erizadas de conllictos
puntuales en la administración y gestión de los bienes eclesiásticos, en la defensa de la
inmunidad eclesiástica y en el funcionamiento de los tribunales reales y eclesiásticos.
Empezando por esto último, los conflictos de competencias son continuos. Hay
materias que por su misma naturaleza dependen de ambas instancias, por ejemplo el
matrimonio, que como sacramento está regulado por la Iglesia, pero en sus efectos civi—
les cae bajo la jurisdicción real. Los litigantes buscan apoyo en la instancia que conside—
ran más favorable con el riesgo de que la otra instancia avoque el caso. Los «recursos de
fuerza» son el mecanismo de que dispone la justicia real frente a los tribunales eclesiás-
POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES 415
~ A finales del siglo XVI comienza la caída de las rentas de la tierra. Pero, por otra
parte, las inversiones de capital estaban abandonando la agricultura y la industria, orien-
tándose hacia las finanzas, la constitución de juros y censos y adquisición de bienes su—
perfluos y lujosos artículos de importación. Las cargas que recaen sobre los campesinos
los empobrecen progresivamente, obligándoles a abandonar sus tierras y emigrar a la
ciudad, donde prefieren vivir de limosna o de la delincuencia. Un labrador, dice en 1600
González de Cellorigo, alimenta a cuatro perceptores de rentas distintos, aparte de los
que piden y de su familia. Lleva el argumento hasta lo último asegurando que por cada
trabajador hay treinta que «huelgan». Según los arbitristas, en las ciudades y villas falta
el trabajo. Este conjunto de factores crea gran número de pobres y vagabundos. En esas
circunstancias lo extraño es la escasez de conflictos importantes.
En general, las ciudades conviven resignadamente con sus problemas de insegu—
ridad por los asesinatos, en muchos casos sin resolver, los ajustes de cuentas y vengan-
zas, los robos, algunos alborotos ocasionales y el temor a la escasez, todo ello agrava—
do por la falta de fuerza de orden público eficaz. Una noche se roban en Madrid 13
416 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
mulas de coche a tres nobles, con el comentario de Barrionuevo: «No hay cosa segura
en la corte.» Eran frecuentes en todas partes los conflictos de protocolo, tanto entre
particulares como entre instituciones, resueltos no raramente con muertes, pero su
misma frecuencia es prueba de que la ciudad no se desmoronaba y sus instituciones
seguían funcionando.
En medio de todo este panorama resaltan con especial intensidad las «alteracio—
nes andaluzas» entre 1648 y 1653 porque sobrepasan todo lo hasta entonces visto. Un
clásico de la época enunciaba así estos problemas: <<Débil es el vigor y la unidad de los
ciudadanos en la carestía. .. Es fácil ver cómo una sociedad pobre está sembrada de dis—
cordias, indefensa, fácil presa de enfermedades internas y externas. Y una ciudad es
pobre cuando le faltan ciudadanos o alimentos o dinero.»
Dentro de la situación de la década de 1640, los motines andaluces, «alteraciones
andaluzas» según Domínguez Ortiz, estallan por motivaciones específicas. Ya desde
1647 y aún antes se han ido dando alteraciones y motines motivados por las malas co—
sechas y la escasez de trigo. En muchos puntos los alborotos tienen un claro compo—
nente antiseñorial, tal es el caso de Lucena contra el duque de Segorbe y Cardona por
sus prácticas monopolistas, que encarecían artificialmente el precio del grano y arrui-
naban a pequeños cosecheros.
Granada, Córdoba y Sevilla son los puntos en que se manifiesta con más intensidad
la conflictividad social. En las tres ciudades todo arranca por una revuelta popular moti—
vada por la falta de pan y la mala calidad del que se vende, mezcla de ceniza y cereales.
El grupo inicial va aumentando y de la protesta por el pan pasa a la acción directa, asal—
tando y saqueando las casas donde hay trigo almacenado, bien sea para el propio consu—
mo bien sea para su comercialización. El paso siguiente es ya un salto cualitativo, y de
atacar el mal gobierno urbano se pasa a crear un corregidor nuevo que asume el gobier-
no apoyado por las masas y que tiene la misión de asegurar el abastecimiento y calmar a
las masas. El nuevo corregidor logra el respaldo oficial y la situación tiende a calmarse
en parte porque desaparece la escasez del pan. Una represión selectiva de los cabecillas
aporta la tranquilidad. Pero no se ha adelantado nada en desmontar las causas de la re—
vuelta, al menos las que se han manejado por parte del pueblo. Este esquema se enrique-
ce cuando se desciende al desarrollo de cada una de las revueltas.
4.1. GRANADA
pueblo quiere tomar el mando, lo que provoca una reacción inmediata y violenta de va—
rios grupos armados con espadas, llegando a concentrarse hasta 3.000 personas en el
campo del Príncipe. En la ciudad se vive un ambiente tan tenso que sólo los frailes se
atreven a salir a las calles con sus imágenes. Se llega así a una negociación entre autori—
dades y pueblo, que confirma en su puesto al corregidor elegido por el pueblo. Los con—
ventos reparten nuevamente pan, se celebran procesiones y, elemento definitivo de pa—
cificación, llega un perdón general para todos los implicados.
No todo ha acabado. Para julio del año siguiente se descubre una conspiración
para apoderarse de los puntos claves de la ciudad, en especial La Alhambra, y asesinar
a las autoridades. Según las declaraciones de los implicados, se pretendía reunir 8.000
hombres, se contaba con el apoyo de parte de la guarnición de La Alhambra y se ha—
bría de pedir ayuda a Portugal y Francia. Tales declaraciones, obtenidas bajo tormen-
to, son poco creibles e incluían medidas como el robo y destrucción de imágenes sa—
gradas. Lo que hay de cierto es que el cerebro del plan era un clérigo de Alhama, preso
por haber instigado un motín en Alhama tres años antes contra la escasez y carestía del
pan ocasionada por el acaparamiento y reventa de trigo a cargo del duque de Cardona.
Ahora, en Granada, se le atribuyen los mismos motivos para esta aventura.
Los actores del motín de Granada son trabajadores y parados urbanos; su protesta
estalla cuando los precios del pan están bajando sensiblemente, pero no todo lo preci—
so por las prácticas fraudulentas de los panaderos, que el corregidor no corta. Estos
trabajadores y parados son la fuerza política en que se apoya el nuevo corregidor, pero
sin el apoyo de la Iglesia y algunos caballeros y parte de las clases medias éste no hu—
biera sido legitimado. Frente a la revuelta se advierte que no hay ninguna fuerza orga—
nizada, pues los alcaldes sólo cuentan, según un testigo, con el apoyo de «algunos
hombres de bien». El resto de la poblaciôn está a la espera de cómo se desarrollen los
acontecimientos. Pero en 1649 se ha aprendido la lecciön y se establece un sistema de
vigilancia y control, ordenando a la nobleza que esté dispuesta a intervenir.
4.2. CORDOBA
El 6 de mayo de 1652 estalla un motín ocasionado por la falta de pan y los eleva—
dos precios que alcanzaba. El primer día una tropa de más de 600 hombres jaleados
por las mujeres asaltan la casa del corregidor y le obligan a huir; luego se dirigen a ca—
sas de caballeros y particulares donde saben que hay trigo almacenado y lo llevan al
pósito de la ciudad y a la parroquia de San Lorenzo. De esta requisa no se libra el obis—
po, al que acusan de <<logrero», a pesar de que recorre la ciudad ofreciendo su trigo a
un precio muy bajo. Tarea en la que le acompafian los frailes para calmar a los grupos
potencialmente peligrosos. También aquí se elige nuevo corregidor, que recibe la vara
—el símbolo de su cargo— de manos del obispo. Pero la situación no está tranquila, y
ante los rumores de represalias se echa a la calle más gente armada, incluso se consi—
guen piezas de artillería que se plantan frente al puente de la Calahorra. El nombra—
miento del nuevo corregidor, el apoyo de la Iglesia y el compromiso político de que
ningún «labrador» (terrateniente) fuese <<veinticuatro» resolvió la situación de mo—
mento. Siguió una etapa de inquietud, enérgicamente controlada por el corregidor con
la vigilancia estricta de las puertas de acceso a la ciudad afin de controlar sobre todo la
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418 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
4.3. SEVILLA
La última gran revuelta urbana andaluza tiene lugar en 1652 en Sevilla. La ciudad
acaba de sufrir un duro golpe al perder la mitad de sus habitantes en la peste de 1649, a lo
que se debe añadir la decadencia del comercio, la ruina de la hacienda municipal, los
efectos perniciosos de la manipulación del vellón y la saña con que García de Porras
persigue la falsificación de la moneda y los beneficios del comercio de Indias.
La revuelta se inicia el 22 de mayo a las siete de la mañana en protesta por los ele—
vadísimos precios de los mantenimientos y la escasez de trigo; según algunos infor-
mantes, hacía dos días que no entraba pan ninguno en la ciudad. Estas circunstancias
inciden sobre una difícil situación laboral de paro y despidos: se calcula en dos mil los
oficiales despedidos en el textil, la seda y los paños. A esta cifra se deben sumar los
llegados desde Valencia, Murcia, Toledo, Granada y Córdoba en busca de trabajo, al—
gunos de los cuales habían participado en las revueltas ya descritas.
El escenario del motín, que pronto se convertirá en revuelta, es la plaza de la Fe—
ria, la de San Francisco y las calles que las comunican. Las masas arrastran consigo al
arzobispo y al asistente de la ciudad, al grito de <<viva el rey, muera el mal gobierno»,
obligando también a sumarse a las masas, al regente de la audiencia y a algunos oido—
res. Existe una organización que lleva a dividirse en ocho cuadrillas, que van visitando
y forzando casas recuperando el trigo y la harina que encuentran para depositarlo en la
alhóndiga. Cada una de las ocho cuadrillas va dirigida por una autoridad: el asistente,
el arzobispo, el regente o alguno de los oidores, ello explica que apenas haya existido
violencia o saqueos indiscriminados a excepción del incendio de una casa y la huida
obligada de García de Porras. Pero además la muchedumbre se arma, sacando las ar—
mas de la alhóndiga y fortificando la plaza de la Feria con tres piezas de artillería. El
paso siguiente es crear un órgano de poder. Para ello eligen corregidor a un caballero
que termina aceptando en nombre del rey, y que cuenta para su misión con la ayuda de
unajunta formada por el asistente, el arzobispo y el regente. El poder popular se mani—
fiesta espontáneamente abriendo las cárceles y quemando los papeles y documentos
de justicia, junto con el potro, la horca y otros instrumentos.
La reacción se va organizando por parroquias, y contando con la valiosa ayuda de
dos de los más famosos contrabandistas de oro y plata, que previamente se hacen per—
donar sus delitos y movilizarán a sus hombres. Entretanto se entablan negociaciones
entre los líderes de la revuelta y las autoridades representadas por el arzobispo. Entre—
ga de las armas a cambio del perdón real para todos es lo que se negocia. Pero parro-
quias y autoridades han trazado un plan de acción, en el que se incluyen los religiosos
a los que se confía la misión de tranquilizar a las masas. Así que, al amanecer del do—
mingo, los hombres de la Feria estaban durmiendo confiadamente y fue muy fácil lan—
zar un ataque sorpresa que inmovilizó la artillería y obligó a huir a todos. Hubo pocos
muertos, uno entre los asaltantes y hasta sesenta entre heridos y muertos por parte de
los amotinados. La represión es dura: se arcabucea a siete; al albañil que durante la re-
POLARIZACIÔN Y TENSー0NES SOCIALES 419
vuelta había fijado los precios del trigo se le azota de tal manera que muere pocas ho—
ras después, y se saca del hospital a los heridos de la refriega para llevarlos a la cárcel.
El cuadro se cierra con el perdón real y la asignación de 200.000 ducados para trigo,
que va llegando con fluidez, aunque el reparto sigue siendo desigual. La ciudad ha
cumplido con su deber
El ejemplo de Córdoba y Sevilla hace que estallen más revueltas en Andalucía,
en Bujalance, Osuna, Palma del Río, Ayamonte, reino de Jaén... Pero la represión y la
buena cosecha de ese año trajeron la calma, aunque no hubo ningún cambio en la dis—
tribución y comercialización del trigo, quedando en pie las injusticias que habían pro—
vocado las alteraciones. >
Es el momento de aclarar qué significaron aquellas revueltas. Lo primero: escasez
de trigo y precios caros para todos, pero especialmente sensibles para los que dependían
de salaries, los oficiales y jornaleros, lo que explicaría el descontento popular. En se—
gundo lugar, los mecanismos de fijación de los precios eran totalmente artificiales, no
dependían de la oferta y la demanda, sino de la avaricia de muchos intermediarios y
grandes cosecheros acaparadores sin que nadie respetase la tasa. En tercer lugar, la dis—
tribución del pan obedecía a criterios estamentales: llegaba antes a quienes ostentaban
cargos y honores en detrimento de los jornaleros y oficiales. Cuando en plena revuelta
cordobesa se acusaba al obispo de <<logrero» por vender el trigo por encima de la tasa, él
argumentó que lo podía vender mucho más barato, pero que no llegaría directamente a
los consumidores, sino a los acaparadores que lo subirían todavía más de precio.
Las multitudes tomaron las calles en las tres ciudades. Dejando de lado la cues—
tión del número de amotinados, porque no hay datos fiables y a veces se habla de
8.000, otras de 14.000, o de 6.000, es evidente que se puede hablar de masas, movi—
mientos de masas. Pero no todos participaron en las revueltas y muchos se opusieron
activamente, agrupándose en compañías armadas, mientras otros estaban expectantes.
Protagonizaron las revueltas los oficiales, los trabajadores urbanos, no los cam—
pesinos del entorno, aunque en ocasiones se temió que se pudieran unir; y parados a
los que empujaron algunos clérigos que explotaron los sentimientos de justicia de las
masas. Pero los líderes fueron siempre trabajadores, según se deduce de las listas de
ahorcados y ajusticiados. Sabían que para tener éxito necesitaban el apoyo de las cla-
ses medias, lo que no lograron, aunque pretendieron implicarlas, incluso alos caballe-
ros. Estos se sintieron profundamente ofendidos de que se les hubiese pretendido in—
cluir como protagonistas 0 meros participantes en los motines. Los documentos dejan
entrever la desazón y el rencor de los caballeros ante tal manipulación de su conducta,
pues haber participado en los motines significaba romper el orden legítimo estableci—
do a la sombra de la figura del rey. Para los caballeros, los promotores de las revueltas
eran chusma, lo peor de la sociedad, borrachos y rebeldes, la antítesis de la nobleza.
Pero aquellos revoltosos nunca pretendieron derribar el orden social y político
existente. Al contrario, creían que el rey estaba con ellos, y pretendían comunicarse
con él a través de personajes nobles que encarnaban el <<buen gobierno», así que eli-
gieron corregidores no contaminados con los vicios de las oligarquías urbanas y la Со—
rona aceptó tales nombramientos, al menos para calmar la situación. El programa de
los amotinados no era destruir las estructuras sociales, sino purificar los vicios que se
habían ido introduciendo en la práctica social acudiendo a quien únicamente podía ha—
cerlo: el rey. Las reformas que propugnaban para el gobierno municipal se reducían a
420 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
excluir de los ayuntamientos a los grandes terratenientes, pero no tenían ningún otro
alcance político. Nadie puso en cuestión la compra—venta de cargos municipales.
La Iglesia adoptó una postura matizada. La jerarquía comprendió que no podía
apoyar las manifestaciones externas más o menos violentas, pero también entendía las
situaciones concretas que las provocaban, el desabastecimiento causado por el acapa—
ramiento. Así que acompañó a los amotinados intentando moderar sus excesos, a cos—
ta en no pocas ocasiones de verse maltratada. Al mismo tiempo los eclesiásticos pro-
curaron organizar la resistencia de los caballeros articulada a través de las parroquias,
mientras los frailes, más próximos al pueblo, actuaron como elemento pacificador.
En conclusión, unos rebeldes que no pretendieron cambiar el marco ideológico y
político, y que tampoco lograron extirpar y corregir los excesos más visibles a pesar de
que enfrente no habia una fuerza represora organizada. Las masas tenían su «economia
moral» que les dictaba las nociones de justicia y, una vez obtenido un <<precio justo»
para los mantenimientos, consideraban restituido el orden social. Comprendían y acep—
taban los simbolos de la monarquía y de la religión, de manera que unos cuantos frailes
en plena calle con el Santísimo imponían respeto. Uno de los elementos pacificadores
de Granada fue la figura del corregidor a caballo con un gran Cristo en la mano. Fueron
precisas, sin embargo, una cierta represión, la seguridad de obtener el perdón real y la
movilización de la nobleza para suplir la inexistencia de fuerzas armadas.
4.4. MADRID
Cuarenta años después estalla otro motín en una gran ciudad, esta vez Madrid, a fi—
nales de abril de 1699, motivado por la escasez y elevadísimos precios del pan. Las se—
manas precedentes ha ido subiendo metódicamente el precio del pan. Los contratos de
los panaderos madrileños registran una tendencia alcista continua del precio del pan en-
tre los años 1698—1699, en si no demasiado fuerte, pero al llegar abril del 1699 los pre—
cios casi doblan los de los años 1690—1697. De 22/24 maravedís el pan de dos libras ha
llegado a 40 maravedís. Mientras, el Consejo de Castilla ordena comprar y transportar
todo el trigo posible, aceptando precios muy superiores a los de mercado. La escasez, fi-
nalmente, estalla en alborotos callejeros que se desarrollan en la Plaza Mayor y ante el
Palacio Real. Tiene varios objetivos parciales: en primer lugar, el corregidor de Madrid,
al que la multitud no le perdona su actitud despectiva ante la protesta inicial; en segundo
lugar, el conde de Oropesa, presidente del Consejo de Castilla al que se considera res—
ponsable del abastecimiento y los elevados precios. La multitud rodea su casa y amena—
za con asaltarla, siendo repelida con disparos que ocasionan la muerte de tres o cuatro
amotinados. La presión popular y el temor a mayores disturbios obligan a tomar dos me-
didas: relevo del corregidor, sustituido por don Francisco Ronquillo, hombre de gran
aceptación por parte del pueblo, y el cese del conde de Oropesa, destituido y desterrado
de la Corte pocos días después. Pero el mayor triunfo de los amotinados estuvo en que
lograron que el rey saliese a un balcón de palacio comprendiendo los motivos de la pro—
testa, ofreciendo un amplio perdón y garantizando la rebaja de los precios del pan. No
habrá más alborotos a pesar de que el problema de fondo, escasez y carestía, no ha sido
erradicado, y los precios del trigo siguen por encima de los de 1690—1696, aunque por
debajo de los del 1697 en adelante. Entretanto también se han dado pequeños alborotos
POLARIZACIÔN Y TENSー〇NES S。CーALES 421
5. Conflictos rurales
Una sociedad rural, agraria, está cruzada por problemas de propiedad de las tie-
rras, los montes, las aguas y los pastos. Así que hay que definir quiénes son los propie-
tarios, quiénes aspiran a serlo o a no ser excluidos del disfrute de la tierra. La cuestión
se complica según la estructura de la propiedad y la presión de la población sobre la
tierra. En la España del XVII disminuye la presión de la población sobre la tierra debido
a la especial estructura demográfica del siglo. El problema, al menos en determinados
momentos, no es la escasez de tierras —son cada vez más abundantes las noticias so-
bre tierras yermas— sino la transferencia de la propiedad a determinadas manos.
También se disputan la tierra ganaderos y campesinos, los pastos contra la agricultura.
Los ganados de la Mesta y los rebaños estantes presionan sobre los pastos propios de
los pueblos dando origen a una extraordinaria cantidad de pleitos.
Los ayuntamientos son grandes propietarios a través del sistema de <<bienes de pro—
pios y comunes», que de una u otra forma son explotados en beneficio de los vecinos.
Los ayuntamientos recurren a estos bienes para hacer frente a sus deudas hacendísticas.
El sistema en teoría es correcto: se arrienda por un año o más la explotación de determi—
nados pastos o tierras de labor, y lo recaudado va a las arcas municipales y de aquí a los
recaudadores o arrendadores de los impuestos. De esta forma la comunidad rural acoge
al campesino y asume sus relaciones con la Hacienda Real paliando la pobreza y sus
efectos. Al menos hasta el momento en que las malas cosechas colapsan este sistema y
la comunidad rural ve aumentar sus deudas hacendísticas de una manera exponencial.
Quedan entonces varias salidas. La individual pasa por la emigración y la despoblación
de muchos lugares. La documentación de la segunda mitad del siglo es abrumadora al
respecto. Los pueblos se dirigen al Consejo de Castilla enumerando su pobreza debido a
la <<esterilidad de los tiempos», la baja de la moneda ——las devaluaciones y resellos— y
otros accidentes con la consecuencia de la despoblación a corto plazo. La otra respuesta
pasa por acudir al Consejo solicitando licencia para vender montes, tierras o pastos, o
para cargar sisas sobre los productos de consumo. Toda esa documentación reviste un
carácter angustioso, lastimoso. Los pueblos se encuentran «aniquilados». Los «pobres
vecinos» no tienen para pagar sus impuestos, ni para alimentarse.
«Los vecinos». Los documentos los clasifican en pobres y <<poderosos>>. Los po—
bres, en su mayoría jornaleros. Aunque no hay datos precisos al respecto, los jornale—
ros pobres pueden llegar al 60 %, mientras que los <<poderosos>> son unas cuantas fa—
milias, que tejen alianzas generación tras generación. «Poderoso» no es una mera des—
cripción neutra, sino que en muchos casos apunta también la idea de explotación y
avasallamiento de los vecinos más pobres. Es un concepto «moral». El dominio lo
ejercen desde los cargos concejiles que ostentan.
Retomemos el endeudamiento. Como resultado del endeudamiento, la comuni—
422 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dad rural se queda sin recursos puesto que todos los propios y comunales están asigna—
dos al pago de intereses de los censos contraídos tal vez cien años antes. La escasez de
los ingresos está ejemplificada en Perales de Tajuña: por 126.500 reales de principal
de dos censos tiene que pagar unos intereses de casi 6.000 reales al año, pero los ingre-
sos rondan los 1.900 reales. Ello obliga a vender la jurisdicción de la villa al marqués
de Leganés, a quien ya estaban hipotecadas las tierras de los vecinos como particula-
res. En resumen, el marqués amplía su señorío jurisdiccional y sus posesiones. Aun-
que no ha habido revueltas ni alborotos, la crisis ha significado la transferencia de la
propiedad y la desposesión de los campesinos. El endeudamiento progresivo de los
concejos ——en bancarrota técnica por lo general— obliga a éstos a enajenar sus bienes,
lo que aprovechan aquellos que disponen de liquidez para apropiarse todas las tierras
y derechos comunales e, incluso, las propiedades particulares de los vecinos.
Junto a esta deriva de ernpobrecimiento/enriquecimiento con sus posibles mani—
festaciones de protestas, hay otras líneas de fractura en las comunidades campesinas que
solamente apuntamos. Se refiere a los conflictos entre ayuntamientos vecinos por el uso
común de algunos pastos o tierras, «comunidad de pastos» se denomina. A pesar de los
acuerdos que regulan tal uso, nunca faltan los conflictos por el incumplimiento de los
términos o por el excesivo celo de los guardas que pueden derivar en riñas y heridas.
Los conflictos electorales revisten algunas variantes según se trate de lugares con
<<mitad de Oficios» o lugares de señorío. Los lugares con mitad de Oficios ven enfren—
tarse a los hidalgos con el estado general de los hombres buenos, pero la situación
cambia de unos a otros según el número de hidalgos. Hay poblaciones con sólo 3 o 5
hidalgos que pretenden a toda costa mantener su presencia en los cargos contravinien—
424 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
do toda la legislación electoral; a ello responden los pecheros con demandas continuas
ante el Consejo. Pero el problema que más afecta a las comunidades no es tanto éste
como las exenciones fiscales de los hidalgos, en muchas ocasiones los más ricos del
lugar y los que menos contribuyen. De ahí el empeño continuado de los pueblos por
terminar con la <<mitad de oficioS» o, al menos, erosionar las manifestaciones más san—
grantes del privilegio fiscal. Lógicamente en las montañas de León y en el Principado
de Asturias y montaña de Burgos se puede dar el caso contrario, que no exista este tipo
de conllictos porque casi no existen pecheros. Y lo mismo sucede en la provincia de
Guipúzcoa 0 en el señorío de Vizcaya.
Mucho más compleja es la situación en lugares de señorío donde el pueblo está
dividido entre enemigos y partidarios del señor, que son minoría, pero entre los que el
señor nombra los cargos concejiles. El Consejo recibe continuas protestas y alegacio—
nes por ambas partes: el señor y sus vasallos. No importa tanto quién tiene el privile-
gio de proponer listas, duplicadas о sencillas para los cargos concejiles, sino la capaci—
dad de rechazarlas y recurrir sistemáticamente, sobre la base de defectos formales, o
de que el señor ha usurpado el derecho de presentar listas o aprobar las presentadas.
En ello se juega, una vez más, el control de los bienes de propios y comunales, el del
pósito y de los impuestos y, en último término, de la propiedad de la tierra. No faltan
señores que aprovechan las divisiones existentes entre los bandos y familias para ofre—
cerse como mediadores y pacificadores y recuperar, así, privilegios perdidos.
Pero antes de llegar a los pleitos se ha recorrido un largo camino. Por parte de los
señores hay un proceso continuo de extensión de los privilegios iniciales, anexionán—
dose tierras o bosques, mientras que por parte de los vecinos se quebranta la letra del
privilegio, cortando leña, usando los pastos, no pagando cantidades teóricamente de—
bidas. Así que esta guerra de guerrillas se resuelve, lógicamente, en un pleito enmara—
ñado y de muy larga duración que independientemente de la sentencia final, ha refor—
zado los lazos de vecindad en los pueblos. Los vecinos de Lupiana, por ejemplo, han
mantenido un largo enfrentamiento con el monasterio de San Bartolomé, llegando a
insultar y agredir a algunos frailes y sacar violentamente de la cárcel a quienes habían
sido condenados por cortar leña en el lugar de Pinilla, que el monasterio pretendía ser
suyo. Situaciones similares abundan en la documentación de archivos.
Los hechos que se están aportando no son accidentes repetidos en múltiples sitios
por causas diversas; al contrario, son la manifestación visible y lógica de la estructura
social y de la especial situación demográfica del siglo XVII. La conflictividad «rural»
es diferente del conflicto que se vive en las ciudades, donde los regidores son vitali—
cios o perpetuos, sin que medien elecciones anuales.
pragmática de 1695 más dura que las precedentes y tan ineficaz. Se ordena a los gitanos
fijar su residencia en pueblos con más de 200 vecinos, vivir de la agricultura y abando—
nar su <<jerigonza>> y cultura. Aparte de estas disposiciones, la pragmática reconoce que
muchos vagabundos y maleantes habían adoptado las formas de vida gitanas integrán—
dose en las bandas que recorrían La Mancha y otras regiones. La pragmática quiere ter-
minar asimismo con la protección que la Iglesia ofrece a los gitanos intentando limitar el
derecho de asilo en las ermitas, estratégicas para los gitanos por hallarse en descampa—
dos. Con la documentación disponible es arriesgado imputar a los gitanos una peli grosi—
dad específica. En todo caso las poblaciones de La Mancha corrían riesgos por todas
partes: los jueces reales y recaudadores de impuestos, las bandas de salteadores, los sol—
dados en tránsito 0 desertores y, finalmente, los gitanos. Esta enumeración no iguala a
todos porque constituyen casos muy diferenciados, como es Obvio, pero aclara por qué
las poblaciones vivían episodios de conflictividad social.
ción, habilidad y un estricto control del juzgado del Almirantazgo sobre todas las mer—
cancías, lo que suponía la paralización del comercio. Finalmente se olvidó el impuesto
sobre la sal, pero en Vizcaya las revueltas dejaron algunos ajusticiados, otros huidos y
la confirmación de los fueros.
Entre los conflictos que atraviesan la sociedad del siglo XVII no es el menor el que
se refiere a la organización del trabajo y los intercambios. Conflicto que aquí no siem—
pre se traduce en violencia física, aunque tampoco tiene por qué brillar por su ausen—
cia; en realidad, las actividades de contrabando siempre van acompañadas del empleo
de armas de fuego.
_ La organización tradicional del trabajo en las ciudades a través de los gremios
está pensada para mantener equilibrios económicos y sociales. La experiencia del si—
glo XVII, sin embargo, es muy distinta. En una situación económica de crecientes difi—
cultades, de contracción de la producción ante la avalancha de productos extranjeros,
denunciada una y Otra vez por los arbitristas, los gremios acuden a la Corona solicitan—
do el refuerzo de su estructura y la eliminación de la libre competencia. Es un «cierre
gremial» protagonizado por los maestros contra oficiales y aprendices.
Especialmente a finales del siglo abundan estas tomas de posición. Los sederos
de Toledo y los plateros de Madrid, como los más significados (pero no sólo ellos), de—
fienden su puesto en el sistema productivo y en la comercialización propugnando una
vigilancia intensa sobre los talleres y el producto final para evitar la competencia del
trabajo libre. Todo ello en nombre de la calidad y del beneficio del público. Para ello
hay que mantener el examen de acceso al grado de maestro después de muchos años
como Oficial. La dificultad del examen radica no tanto en la <<obra prima» que debe
realizar el candidato y en sus respuestas a las cuestiones que se le plantean, sino en los
costos de lo que rodea al examen, como son los gastos para el banquete, la cofradía,
etc., sin Olvidar el grado de parentesco o de conocimiento que el candidato pueda tener
con los <<veedores y examinadores» del gremio, conditio sine qua non para acceder al
examen. Los dirigentes del gremio de sombrereros de Madrid, por ejemplo, exigen ha—
ber empezado de aprendiz y bastantes años de oficial dentro del gremio; protestan
contra aquellos oficiales que en Madrid nunca pasarían el examen y se van a otros si—
tios donde resulta más fácil para luego retornar a Madrid como maestros con todos los
derechos inherentes. Protestan contra los comerciantes que tienen tienda abierta y un
maestro sombrerero a sueldo para cumplir la legalidad, cuando debe ser al revés: el
mercader tiene que estar sometido al maestro. Cualquier ordenanza gremial recoge de
una u otra forma estas cortapisas al trabajo libre o que no respeta los criterios de pro—
ducción del gremio, bien sea en modelos, tallas, calidades 0 precios. Imposible llegar
a maestro antes de los 30 años, y eso los que llegaban. Ello explica, en parte, que el
servicio fuese el sector dominante en la economía urbana.
La defensa del monopolio gremial tiene otra vertiente. Al fallecer un maestro,
normalmente es su viuda la que mantiene el taller y la venta, ayudada por algún oficial
de confianza u otro maestro, pero el gremio no permite que se introduzca nadie ajeno
al oficio, de tal manera que algunos gremios exigen que la viuda se case con un maes—
POLARIZACIÔN Y TENSー。NES SOCIALES 427
tro en el plazo de 16 meses o, en caso contrario, deberä vender las existencias y aban—
donar el negocio. Todo está reglado para mantener la exclusión.
Aunque no se dispone de mucha información al respecto, hay indicios suficientes
de que algunos sectores de la producción se alejan de la ciudad para refugiarse en las
poblaciones menores, adonde no llega el poder de los gremios. Es el caso de los fabri-
cantes de capachos y serones, indispensables para el transporte de artículos como el
carbón vegetal, y tal vez lo sea el de los sacos y costales para el transporte del trigo u
otros artículos que habrían de improvisarse. Las condiciones que ofrecen los fabrican—
tes locales son muy ventajosas para los carreteros, tanto en precio como en oportuni—
dad y calidad, sin que los maestros madrileños puedan impedir esta actividad.
Su comportamiento no se debe a que son «maestros madrileños», sino a su condi—
ción de <<maestros agremiados», y su conducta viene dada por la defensa de los intere—
ses del gremio en todos los ámbitos donde sea necesario y pueden hacer sentir su po—
derío. Los maestros vidrieros de Madrid, en 1672, solicitan la intervención del Conse—
jo ante los fabricantes de vidrios para ventanas de Recuenco, Arbeteta y Vindel y otras
localidades, porque venden indiscriminadamente para cualquier localidad, sin atender
a las necesidades de Madrid. Solicitan que al gremio se le entregue todo el vidrio que
suele necesitar, encargándose los veedores de repartirlo entre los maestros.
Dentro de cada gremio existe una conflictividad más о menos larvada que no tar—
da en manifestarse públicamente. El motivo siempre está relacionado con la función
del gremio como regulador de la competencia mediante reglas precisas que, como ta—
les normas, defienden los equilibrios de poder en un momento dado. Pero estos equili—
brios pueden rehacerse continuamente bien por motivos personales, bien porque la ac—
tividad productora ha ido cambiando paulatinamente. El resultado es siempre un plei-
to del que resulta la división del gremio en dos, con campos de acción perfectamente
delimitados. Así sucede con ensambladores, entalladores y carpinteros, con guanteros
y curtidores, y con otros. A los maestros alojeros se les prohibe vender limonadas, por
lo que interponen un recurso que será estimado. La división del trabajo no obedece,
pues, a razones económicas sino a motivos estamentales.
Hay que distinguir muy bien lo que es un conflicto político de lo que es conflicto
social, aunque en la práctica los elementos tienden a entremezclarse. Los sucesos de
1640— 1653 en Catalufia están marcados ante todo por lo político, por ello no caen bajo
nuestra consideración aún reconociendo las derivaciones sociales y el papel que de—
sempeñan los distintos grupos implicados. .
El bandolerismo, sin embargo, es la expresión del conflicto social en la Cataluña
del XVI—XVII hasta el punto de haber merecido una mención de Cervantes en la segunda
parte del Quijote. El bandolero Roque Guinarda (en Perot Rocaguinarda) es un perso—
naje histórico que guía a don Quijote y Sancho hasta la playa misma de Barcelona.
A comienzos del siglo XVII y hasta la década de 1640 los bandoleros constituyen
una preocupación para todos los Virreyes. Asaltan conducciones de moneda a Barcelo—
na, atracan en los caminos, causan muertes, se enfrentan a las fuerzas reales y, en caso
de peligro, tienen un fácil refugio en Valencia, Aragón 0 Francia, desde donde vuelven a
POLARIZACIÖN Y TENSIONES SOCIALES 429
molestar las poblaciones fronterizas, confundiéndose a veces con los hugonotes. Las
bandas tienen una larga vida, hasta 20 afios en ocasiones, y se reproducen continuamen-
te. Desaparecen unas, bien sea por la acción de los Virreyes u otros motivos, pero inme-
diatamente surgen otras. Su campo de acción no es precisamente, ni solamente, el Piri-
neo о el pre-Pirineo, sino toda Cataluña, en especial las zonas bajas y llanas en los cami—
nos que unían Lleida con Barcelona, o Barcelona con Perpiñán. Hay una epoca de auge
del bandolerismo que coincide con el reinado de Felipe III mientras que el reinado de
Felipe IV se ha considerado como «el canto del cisne» del bandolerismo. Esta periodi—
zación pretende explicar cómo a partir de 1640 los problemas son ya otros. Al mismo
tiempo, estas etapas son de represión de las bandas por todos los medios; el empleo de la
fuerza militar y la negociación con algunos bandoleros logran que algunas bandas acep—
ten incorporarse a los ejércitos de la Monarquía en Flandes o en Italia, como lo hizo Ro—
caguinarda que embarcó con sus hombres en 1611 para servir en Nápoles.
Los bandoleros catalanes del XVII (y lo mismo cabe decir de siglos anteriores) no
son hijos de la miseria y la explotación; al contrario, muchos de ellos son hereus o he—
rederos únicos o, al menos, segundones de familias campesinas acomodadas. Éste es
el caso de los dos bandoleros más famosos del <<bandolerismo barroco» catalán, Serra—
llonga y el mencionado Perot Rocaguinarda. El bandolerismo catalán no es, por tanto,
una explosión incontrolada ante la miseria sino un fenómeno estructural que dimana
de las condiciones sociales y políticas. La vigencia de la guerra privada como dere—
cho de los nobles y los señores es la explicación más lógica. Señores que median su
poder por el número de vasallos y fieles que movilizaban para resolver sus diferencias
con otros señores, séquitos armados que no siempre se mantenían dentro de unos lími—
tes aceptados. En una palabra, el bandolerismo es posible porque no existe un poder
centralizado fuerte.
El bandolerismo es, además, un elemento de la lucha entre clientelas y bandos.
Nyerros y cadells se enfrentan entre sí utilizando a estas bandas sin que tales luchas
tengan que ver con una postura política más 0 menos <<catalanista». Rocaguinarda,
una vez más, ocupa el palacio del obispo de Vic que era cadell porque los canónigos
eran nyerros, pero además contaba con el apoyo de los familiares del Santo Oficio,
que podían identificarse como cadells. En conclusión, el bandolerismo tiene que ver
más con la práctica de la violencia nobiliaria feudal. Dice Torres Sans: «los bandole—
ros de la Cataluña moderna actuaban en el seno de un medio feudal y faccional que les
facilitaba enormemente las cosas», y enumera la dotación de armas y cabal gaduras de
las bandas, la elevada movilidad geográfica, el gran número de componentes y, sobre
todo, la connivencia о complicidad de las autoridades locales o de más elevado nivel.
El duque de Monteleón lo decía así: «la mayor parte de la gente de aquí está inclinada
a vivir con poca quietud entre ellos, siguiendo bandos y parcialidades, de donde resul—
tan infinitos excesos... y lajusticia está con las manos muy atadas por los capítulos y
constituciones que sobre ello hay».
los Virreyes. A finales de siglo se registra una nueva etapa breve de revueltas campesi—
nas y en el entorno de las ciudades. Los años 1684 y siguientes Ven abatirse sobre los
campos oleadas de langosta y en algunos lugares las cosechas experimentan unas pérdi—
das del 70 %, a lo que las poblaciones responden con rogativas y grandes procesiones.
La situación se ve agravada con la carga de diezmos y derechos señoriales, asi que a par—
tir de 1687 comienzan a producirse revueltas. Cuando poco después estalle la guerra con
Francia la situación empeorará con las demandas militares del virrey. Las revueltas se
dirigen ahora contra los poderosos y poblaciones que han logrado comprar su inmuni—
dad frente a la exigencia de alojamiento de soldados y otras. Gentes de los lugares de
montaña (y así se les designa en la documentación coetánea, aunque la revuelta se haya
popularizado como la los <<gorretes o barretinas»), se organizan, se aproximan a las ciu—
dades cercando Barcelona y hacen frente a las tropas reales, pero también se ataca a se—
gadores forasteros, a jornaleros que acepten trabajar por salarios bajos, etc. En este mar—
co, los revoltosos pretenden establecer alianzas con el ejército francés, en el que se alis—
tarán muchos de ellos. En 1694 hay nuevas conmociones, mal conocidas, que terminan
en negociaciones entre el gobernador del Principado y los líderes del <<alboroto de los
pobres». Si algunos campesinos habían vuelto sus ojos a Francia, otros muchos catala—
nes en este momento se alistaron en los ejércitos de Carlos II. Las instituciones -—Gene—
ralitat, Consell del Cent, Audiencia—_ no apoyaron a los campesinos en estas revueltas.
Las demandas contra los derechos señoriales, uno de los puntos del programa de las re-
vueltas, volvió a aparecer nuevamente durante la guerra de Sucesión y posteriormente.
La conflictividad en Cataluña no es exclusiva del campo ni debida a las condicio—
nes en que viven los campesinos. La ciudad de Barcelona ve desarrollarse motines po—
pulares ya antes del Corpus de la Sangre. Son motines de reducido alcance, en que se
enfrentan artesanos y oficiales con las tropas reales destinadas en las galeras, de ma—
nera que cada vez que llegan éstas, se desatan los choques entre barceloneses y solda—
dos. La misma frecuencia de estos hechos hace que Cervantes los recuerde en una de
sus novelas ejemplares: <<tales pendencias eran ordinarias en aquella ciudad cuando a
ella llegaban las galeras». Pero también hay motines populares ante la carestía del tri—
go, con la consabida liturgia de gritos contra el mal gobierno. No faltan en los prime—
ros años del siglo algunas manifestaciones contra los genoveses, considerados enemi—
gos del puerto de Barcelona. En conjunto, son manifestaciones populares que expre—
san el descontento contra el extranjero y el mal gobierno interior, aunque dentro de
unas pautas de comportamiento que procuran evitar las muertes indiscriminadas. Su
importancia radica en ser una preparación para el estallido de 1640, al haber enseñado
a grupos muy diversos la capacidad de presión que tiene la multitud.
6.3. VALENCIA
ciales del siglo, con el protagonismo del arzobispo Aliaga, un instrumento del poder real
junto con su hermano el inquisidor general y confesor de Felipe III. Este tipo de conflicti—
vidad discurre por cauces ritualizados y simbólicos, sin necesidad de llegar a materializar—
se en acciones violentas. Existe también una fuerte conflictividad entre los diversos ban—
dos por el control del ayuntamiento de la ciudad, especialmente a partir de 1653, porque la
normativa de 1633 sobre insaculación no ha resuelto los enfrentamientos.
Sin embargo, a finales de siglo se dan en el reino de Valencia una serie de revuel—
tas conocidas por sus características como la <<segunda Germania» (segona germania)
que se desarro1la en el mes dejulio de 1693.
Desde 1689, el notario Félix Villanueva difunde entre los campesinos la idea de que
existen unos privilegios en virtud de los cuales no tienen obligación de pagar derechos
señoriales. En febrero de 1693, el duque de Gandia y otros señores informan al Consejo de
Aragón de que los campesinos se niegan a pagar rentas feudales. Ante la situación, el go—
bernador de Xátiva intenta prender a los cabecillas de este movimiento, sin lograrlo
porque huyen a la montaña; se informa además de que hay 30 pueblos que amenazan sub—
levarse. El virrey trata de negociar y reúne en Valencia a delegados de los campesinos y
juristas. Los campesinos afirmaban que los señores no tenían ningún derecho a cobrar
rentas, que las tierras de los moriscos les habían sido concedidas solamente por 30 años y,
por tanto, tenían que revertir a la Corona. Pero los juristas rechazaron todas estas tesis por—
que no tenían ningún respaldo documental, sino meramente la tradición oral. Lógicamen—
te esta sentencia no fue aceptada por los pueblos de la Marina y el virrey hubo de enviar
destacamentos de caballería para garantizar la paz, lo que exacerbó más los ánimos. Los
meses de marzo y abril dan pie a largas negociaciones en Madrid entre una representación
campesina que dirige Francisco García y el Consejo de Aragón; éste remite a los
campesinos al virrey, que está desprovisto de autoridad moral. Al acercarse mayo y junio,
meses de la cosecha, van llegando informes de que los campesinos se niegan a pagar a sus
señores, formalizando su negativa mediante actas notariales y exigiendo que los señores
exhiban los títulos que fundamentan sus derechos. La inquietud se transforma en revuelta
el 9 de julio cuando el gobernador de Gandia prende a cuatro cabecillas que pretendían
pacificar a los vecinos concentrados en Villalonga. Cuatrocientos campesinos armados
escoltan a los detenidos hasta la cárcel de Gandía, donde se han concentrado hasta 3.000
con tambores y banderas, armados muchos de ellos. La liberación de los cuatro detenidos
exalta aún más a los campesinos, que deciden organizarse en batallones. El virrey respon—
de enviando tropas de caballería y organizando la milicia, logrando reunir unos 1.400
hombres armados y con dos piezas de artillería y, aunque existen algunos intentos de
mediación, el 15 de julio se da un encuentro decisivo en que los campesinos son desbara—
tados; sigue luego una represión lenta. La segunda Germania ha terminado. Sin embargo
el problema de fondo no estaba resuelto, siguió habiendo negociaciones entre señores y
vasallos y cuando llegó la guerra de Sucesión encontramos nuevamente a Francisco
García desempeñando un papel de líder.
Cómo explicar estos hechos. No son fruto de la pobreza ni de la miseria, aunque ten—
gan relación con la explotación señorial. Los hechos se desarrollan en la Marina y las
montañas, zonas en que se está experimentando una recuperación demográfica y econó—
mica. Al mismo tiempo son zonas de absoluto dominio señorial: alli están las posesiones
de los grandes señores valencianos, algunas casas castellanas, territorios de las Órdenes
Militares y gran número de pequeños señoríos. Estas condiciones hacen de estas tierras un
432 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
6.4. ¿Y EL RESTO?
actuaba a mediados de siglo la banda del Gordillo, con l00 hombres, que llegö a ofrecerse
a los sublevados portugueses según los rumores que corrían por Madrid. Las noticias so—
bre robos en mesones, con la connivencia de los mesoneros, y en los puertos de montaña
son frecuentes; en zonas de La Mancha se habla de bandas de 20, 30 o 40 personas entre
Tembleque y Ocaña. Más al norte, una banda de 50 hombres asalta Sepúlveda, en represa—
lia porque el corregidor había sorprendido a dos bandidos y los había ahorcado. Los proto—
colos notariales recogen las denuncias de viajeros por los robos sufridos en los caminos.
Incluso cuando los lugares piden licencia para podar y vender la leña de sus montes esgri—
men un repertorio de razones entre las que nunca faltan las deudas que se pueden pagar
con la venta y la inutilidad del monte totalmente abandonado y refugio de bandidos.
¿Quiénes son? Barrionuevo explica que un fraile carmelita sevillano, después de
una fuerte discusión con su superior, abandona el convento y busca refugio en Sierra
Morena, donde está al frente de una gran tropa de salteadores. Poco después, comenta
que otra banda en la misma zona, había asaltado y herido al proveedor general de la
Armada y séquito, pero se dudaba si los asaltantes eran <<ladr0nes o segadores». Sin
duda entre esos ladrones había desertores del ejército desde los años de mediados de
siglo en adelante. En épocas de malas cosechas y presión fiscal, muchos campesinos
abandonan sus lugares, vagabundean, aceptan algún líder capaz de organizarles y dar—
les una forma de vida, contando muy posiblemente con connivencias en los pueblos.
El Gordillo, comenta una vez más, «tiene aquî sus agentes y parciales».
7. A modo de resumen
der. También la justicia real jugó un papel importante. Los pleitos encauzaron los con—
flictos, aunque no los solucionaron.
Los movimientos sociales en conjunto son de poca duración, con objetivos muy
limitados, carentes de líderes sólidos, por ello fáciles de manipular por las oligarquías
locales. Se puede discutir mucho todos estos extremos y matizarlos, e incluso negar-
los, pero vistos en su conjunto los motines responden a esquemas muy sencillos: en el
principio está el trigo y los hambrientos, luego están las autoridades locales que
aguantan la embestida con el apoyo de personajes salidos de las filas de la nobleza lo—
cal. Luego está la solución, al menos parcial y violenta en sus métodos, de la carestía.
Finalmente está la implicación del rey, otorgando un perdón amplio. Es, por tanto, en
último término la implantación de la Monarquía en la sociedad, Monarquía confesio-
nal, la que logra mantener los equilibrios sociales.
País Vasco
рф.“?ЧР-Р’Р.“
1607
1613 Bandolerismo catalán: asalto a un transporte de plata
1626 Barcelona
1627 Fitero
1628 Serón (Almería)
1632 País Vasco
1640 Murcia
1642 Granada
1647 Andalucía
10. 1648 Granada
1 1. 1651 Madridejos
12. 1652 Córdoba
13. 1652 Sevilla
14. 1652 Navarrete
15. 1 654 Tudela
16. 1654 Málaga
17. 1654 Hellín, Guadix, Baza
18. 1656 Lorca
19. 1656 La Rioja
20. 1656 Galicia
21 . 1656 Palencia
22. 1657 Elche
23. 1660 Tragacete
24. 1663 La Huerta de Valencia
25. 1663 Aldeanueva de Ebro
26. 1664 Jerez de la Frontera
27. 1665 Calahorra
28. 1667 Motril
29. 1672 Valldigna
30. 1674 Logroño
31. 1678 Almadén
32. 1689 Murviedro
33. 1689 Cataluña
34. 1691 Valencia, contra los franceses
35. 1693 Valencia
36. 1699 Madrid
37. 1699 Valladolid
38. 1699 Guadamcjud
POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES 435
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CAPÍTULO 16
EL BARROCO HISPÁNICO
1. La percepción de la decadencia
hundidas, las heredades perdidas, las tierras sin cultivar, los vasallos que las cultiva—
ban andan por los caminos con sus mujeres e hijos mudándose de un lugar a otro bus—
cando remedio, comiendo yerbas y raíces del campo para sustentarse». Una situa—
ción que cincuenta años más tarde no había hecho más que empeorar. Un memorial
dirigido a la reina regente Mariana de Austria aseguraba que «por la ocupaciòn de mi
oficio llego a muchos lugares que eran, pocos años ha, de mil vecinos, y no tienen
hoy quinientos, y los de quinientos apenas hay señales de haber tenido ciento; en to—
dos los cuales hay innumerables personas y familias que se pasan un día y dos sin de—
sayunarse, y otros meramente con hierbas que cogen en el campo y otros géneros de
sustento no usados ni oídos jamás». No es difícil imaginar el impacto psicológico
que la contemplación de semejante panorama podía producir en el orgullo de unos
hombres que aún se sentían los dominadores del mundo. Ante esta realidad, ¿qué
otra cosa podían hacer los predicadores sino invitar a sus oyentes a una meditación
de las postrimerías que fomentara el despego de los bienes terrenos, caducos y pasa—
jeros? Solamente la confianza en la recompensa de una vida futura podía hacer so—
portable el paso por el valle de lágrimas en que se había convertido la presente. La
muerte era presentada desde los púlpitos y los textos devocionales como liberación
y puerta de acceso a la bienaventuranza eterna.
Los historiadores han dedicado notables esfuerzos a medir el alcance de las ma—
nifestaciones externas de esta decadencia pero sólo muy recientemente han empezado
a navegar por los meandros de su percepción subjetiva para identificar los efectos que
produjo en el ánimo de los espíritus más sensibles. A fin de cuentas, esta percepción
irrumpió violentamente en una sociedad que se había acostumbrado a triunfar y era ló—
gico que los españoles sintieran una necesidad, casi obsesiva, de explicarse lo que les
estaba sucediendo. En su alocución ante las Cortes de 1617, el presidente del Consejo
de Castilla ya había prescrito el remedio ante la llaqueza que no era otro que <<recono-
cerla y sentirla». En otras palabras, ser consciente de ella y afrontarla sin rodeos. Du—
rante tiempo <<se han querido reducir estos Reynos a una república de hombres encan-
tados, que vivan fuera del orden natural», había denunciado por su parte González de
Cellorigo. Pero el tiempo de la ensoñación tocaba a su fin y era llegada la hora de la
consideración descarnada de la realidad. Claro que en una sociedad en la que la políti—
ca, entendida como una parte de la moral, dominaba absolutamente sobre la econo—
mía, esto no significaba en modo alguno un análisis sobre causas concretas y remedios
específicos, sino una rellexión abstracta sobre la condición humana y su difícil rela—
ción con el cosmos.
El discurso triunfal de los humanistas sobre la hominis dignilate, capaz de cono—
cer y dominar los arcanos de la creación con la fuerza de su intelecto, quedaria trans—
formado en una reflexión amarga acerca del hominis conlradictionibus, dominado por
las fuerzas del mal y zarandeado por el viento de las circunstancias adversas. ¡Qué le—
jos estaba el orbe de ser la realidad armónica pensada por los hombres del Renaci—
miento! Para Baltasar Gracián (1601 —1658) éste no era sino un «concierto de descon-
ciertos» regido por la oposición de elementos contrarios. El entusiasmo de épocas an—
440 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Cuando, a finales del siglo XVIII, eruditos como Gregorio Mayans 0 Benito Feijóo
empezaron a hablar de un Siglo de Oro para designar un periodo que, de forma bastan—
te imprecisa, comprendería entre el reinado de Carlos V y el de Felipe IV, estaban pen—
sando sobre todo en el florecimiento de las letras. Ciertamente, lo que les movió a acu—
ñar esta expresión fue un espíritu de competencia con Francia e Italia pero, desde
luego, la suya no era una valoración infundada ya que, efectivamente, una fase de de—
cadencia política y económica coincidió con una singular época de creatividad litera—
ria. Esta aparente paradoja ha planteado un sinfín de interrogantes. ¿Qué relación hay
entre la vitalidad cultural de un país y su situación económica y política? ¿Es posible
que el infortunio actuara como estímulo para logros culturales, bien fuera promovien—
do una búsqueda escapista o bien dotando a los artistas y hombres de letras de esa di—
mensión adicional de la perspicacia que les permite ver la realidad subyacente debajo
de la superficie? Sea como fuere, la cultura hispánica entre el último tercio del siglo
XVI y el último del XVII, produjo una excepcional hornada de escritores que, más allá
de sus características particulares, apelaron a las situaciones paradójicas y realidades
ambiguas expresadas en un lenguaje saturado de metáforas, antítesis y yuxtaposicio-
nes, para transmitir la imagen del mundo dual y contradictorio en el que vivían.
De entre todos ellos, los autores de novelas fueron los que más crudamente refle-
jaron la crisis social al abandonar la temática heroica o fantástica para sumergirse en
un realismo moralizante. Cervantes aportó su dosis de melancolía sonriente e hizo de
las aventuras de don Quijote una brillante disquisición sobre la compleja relación en—
tre ilusión y realidad. Pero fue la novela picaresca la más característica del siglo XVII.
El Lazarillo de Tormes (1554) fue el precedente de un género que se consolidó con
Guzmán de Alfarache (1599), Marcos de Obregón (1618), El Buscón (1626) y La
Vida de Estebanillo González (1646). En conjunto estas obras constituían una metáfo—
ra irónica, y en ocasiones amarga, sobre la precariedad de los bienes materiales, los
EL BARROCO HISPÁNICO 441
bajos fondos de las personas, la vida como aventura, la astucia como defensa, los vio—
lentos contrastes de la realidad, el desencanto, la desorientación y la inquietud. Si es-
tos relatos centraban la mirada en la forma como el mundo exterior ahogaba la exis—
tencia de las personas, la poesía (Góngora, Lope, Quevedo) fue el medio preferido
para la reflexión intimista sobre el tránsito de la vida, la mudanza y la experiencia de la
caducidad expresada en un estilo frecuentemente abstruso y conceptista que la con—
vertirá en un medio restringido para consumo de espíritus cultivados.
Pero, sin duda alguna, el género que más directamente contribuyó a la sublima—
ción de los valores dominantes y los mitos de la sociedad aristocrática fue el teatro,
bien fuera a través de los dramas religioso—filosóficos de Calderón de la Barca
(1600—168 ] ) o las comedias de Lope de Vega (1562—1635). Con una acción trepidante
y una temática que abarcaba desde los asuntos amorosos, a la religiosidad, los proble—
mas de honra, la historia o las leyendas heroicas, las comedias de Lope y Tirso alcan—
zaron una popularidad difícil de exagerar. De poco sirvieron las acerbas críticas de los
moralistas que las consideraban una fuente de ociosidad y corrupción de costumbres.
Un estudiante de Salamanca, Girolamo de Sommaia, anotó en su diario las 188 come—
dias que pudo presenciar entre 1603 y 1607. Más allá de su dimensión sociológica,
éste fue un fenómeno cultural que caló profundamente en un mundo fascinado por el
espectáculo, el brillo de los fuegos de artificio como consuelo de la oscuridad vital y
distracción adormecedora de la crítica social.
Desde luego, ésta no era la primera vez que un sentimiento colectivo de deca—
dencia se adueñaba de los espíritus sumiéndolos en un estado de postración y pesi—
mismo. No sería difícil encontrar puntos de relación entre esta situación y la que vi-
vieron muchos europeos del siglo XV atenazados por una cadena de desgracias como
la Peste Negra, el Cisma de Occidente o la guerra de los Cien Años, que alimentaron
la creencia de que las puertas de cielo y, consecuentemente, las de la felicidad en la
tierra, se habían cerrado definitivamente para los mortales. Pero a diferencia de sus
antepasados de siglos anteriores, los hombres del siglo XVII dispusieron de un impor—
tante caudal de respuestas para sus desgracias en los textos de autores clásicos, espe—
cialmente de la Roma imperial, traducidos, comentados y editados por los humanis-
tas del Renacimiento. Ciertamente, algunos de ellos proporcionaban soluciones del
todo inaceptables para unas conciencias temerosas del juicio divino. Aún así, deter—
minadas actitudes vitales como la pasión por el juego, popularizado en los naipes na—
politanos, o la valoración extremada de signos externos traducidos en forma de os—
tentación, bien podrían ser interpretadas como reminiscencias de una actitud hedo—
nista simbolizada en el carpe diem de Horacio.
Pero, sin duda alguna, el principal consuelo que la Antigtiedad proporcionó a las
atribuladas mentes del siglo XVII fue el estoicismo, una doctrina que, debidamente
cristianizada, llegó a España de la mano de Justo Lipsio (1547—1606), el humanista
flamenco que había consagrado su vida a traducir y comentar las obras de Tácito. En
muchos sentidos, Lipsio parecía llamado a ocupar el lugar que había correspondido a
Erasmo en las primeras décadas del siglo XVI. Su principal tratado, De constanlia,
cuya versión castellana fue publicada en Sevilla en 1616, actuó como verdadero libro
de cabecera para una generación de gobernantes que por esas fechas se preparaba, de
la mano de Baltasar de Zúñiga y el conde—duque de Olivares, para tomar el poder
en la Corte tras el frustrante gobierno del duque de Lerma. Guiados por el célebre hu—
442 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
manista Benito Arias Montano, estos hombres encontrarían en las páginas de Lipsio
multitud de consejos sobre laconveniencia de afrontar los desastres con entereza y re-
signación cristiana. Sus máximas se convertirían en divisas popularizadas por la plu—
ma de Quevedo, calificado por Lope de Vega como «Lipsio de España».
Nada tiene de extraño que fueran justamente las élites sociales las que más inten—
samente sintieran la necesidad de respuestas. A fin de cuentas, en un mundo organiza—
do mediante el concepto del privilegio, ellas eran las que más podían temer de una al—
teración del orden establecido. Sin embargo, el estoicismo, que proporcionaba la ente—
reza de ánimo necesaria para afrontar los reveses inevitables, no era en sí mismo una
doctrina para la acción. Y lo que los arbitristas estaban reclamando era precisamente
una acción más decidida. De la mano de sus escritos, las primeras décadas del si—
glo xvu vivieron una auténtica fiebre de reformas, y aunque las propuestas eran diver-
sas, todas coincidían en un punto: solamente un poder fuerte y bien organizado podía
salvar a la sociedad española del marasmo. Evidentemente, ésta era la reacción del
miedo que apelaba al reforzamiento de la autoridad real como solución de todos los
problemas. Hacía falta un puño de hierro para encauzar a unos hombres heridos por el
pecado y un mundo en constante estado de mudanza. Pero, como la experiencia de
tensiones recientes estaba demostrando, un gobierno fuerte y respetado no era algo
que pudiera ser alcanzado tan sólo por la fuerza de las armas sino que hacía falta, ade—
más, una acción de propaganda que, por la palabra y la imagen, contribuyera a exaltar
la dignidad del Rey.
Desde comienzos del siglo XVII la mayoría de las monarquías europeas pasaron a
considerar entre sus objetivos fundamentales la formulación de un arte oficial, estre—
chamente controlado y dirigido. La Corte pasó a ser un gran centro no sólo político
sino también cultural. Un verdadero ejército de constructores de la gloria integrado
por escritores, pintores, arquitectos, músicos o escenógrafos consumieron grandes
cantidades de energía y dinero en desarrollar una cultura cortesana destinada a definir,
a través del arte y la arquitectura, el fasto y la solemnidad de las ceremonias públicas,
un lenguaje formal al servicio de la exaltación del Rey. Con ello recuperaron el tópico
de la Antiguedad que vinculaba la esencia misma de la actividad regia a su capaci—
dad de mecenazgo y protección de las artes. En España, Olivares puso grandes espe—
ranzas en la formación estética de su joven pupilo. Y sin duda alguna lo consiguió. La
impresión que obtuvo Rubens cuando visitó la Corte en 1628 fue la de un lugar culto
dirigido por un mecenas refinado al que le gustaba visitar el taller de Velázquez para
departir sobre temas artísticos. Y, efectivamente, Felipe lV no sólo se Convirtió en un
ávido coleccionista que casi triplicó el número de piezas de la ya impresionante colec—
ción de su familia, sino también uno de los conocedores más finos del arte de su tiem—
po. Pero a nadie se le ocultaba el sentido político de una colección destinada también a
impresionar a sus visitantes, como ocurrió con el príncipe Carlos de Inglaterra cuando
viajó a Madrid en 1623.
EL BARROCO HISPÁNICO 443
res tempestuosos, símbolos de una naturaleza desatada que sólo un monarca domina—
dor podía encauzar. `
Desde luego, estos mensajes se dirigían a una minoría selecta formada por corte—
sanos. Para el resto de la población, la posibilidad de participar en la exaltación del
monarca se presentaba con motivo de las múltiples ceremonias públicas con sus desfi—
les, autos sacramentales o fiestas profanas como justas y juegos de cañas, que tenían
como escenario las principales calles y plazas. De entre todas ellas, las que contenían
un mensaje simbólico más elaborado eran las entradas solemnes de los miembros de la
familia real en las principales ciudades del reino. Se trataba de ceremonias inspiradas
en los recibimientos de los generales romanos victoriosos debidamente cristianizadas
mediante diversas alusiones a la entrada de Jesucristo en Jerusalén. Estas entradas es—
taban concebidas como un diálogo entre el rey y la ciudad y se adaptaban a un guión
que, en ocasiones, había sido redactado por destacados escritores, como ocurriera en
1648 cuando los regidores madrileños encomendaron a Calderón de la Barca el texto
para el recibimiento de la nueva reina Mariana de Austria. Los arcos triunfales y las
decoraciones efímeras tenían como principal objetivo hacer patente la antig'úedad,
lealtad y glorias de la ciudad, así como los privilegios y franquicias que el recién llega—
do debía respetar. Por su parte, el monarca, identificado con los héroes clásicos, apro—
vechaba la ocasión para recordar el orden establecido y la obligación de respetarlo.
El denso calendario celebrativo protagonizado por el soberano tuvo su parangón
en las principales ciudades de la Monarquía donde las elites sociales y las autoridades
locales se miraron en el espejo de la corte. La concentración del poder político y sim—
bólico en urbes como Sevilla, Lisboa, Valencia o Nápoles, las convirtió en importan—
tes focos de atracción para masas de campesinos empobrecidos que se hacinaron en
sus arrabales, promiscuos e insalubres, a la espera de las prebendas de los poderosos.
Pronto se convirtieron en un espacio de anonimato, soledad y relajación de costum—
bres donde, a juicio de moralistas como Gracián, reinaba la mentira y la virtud huía
despavorida. A lo largo del siglo XVII todas ellas fueron objeto de reformas que, lejos
de orientarse al bienestar de sus habitantes, estuvieron encaminadas a proporcionar el
escenario adecuado para unas celebraciones que tenían un carácter profundamente
teatral. Muchas quedaron a medio camino incrementando todavía más la sensación de
desorden. Invariablemente, el eje de todas ellas fue la plaza mayor concebida como un
espacio cerrado y rectangular, a imitación de las plazas italianas, presidida habitual—
mente por el ayuntamiento y otras dependencias municipales como la carnicería y la
panadería. Aunque la más conocida sea la de Madrid, inaugurada en 1620, la primera
experiencia de esta clase de espacios fue la de Valladolid, construida tras el incendio
de la ciudad en 1561, que posteriormente aportaría el modelo para muchas otras repar—
tidas por toda la geografía peninsular.
res. Ya en 1588, Giovanni Botero había escrito en su Razón de Estado que el lujo que
sería inapropiado para las personas privadas estaba justificado en el caso de la Corona,
porque se encaminaba a un fin superior como era el fortalecimiento de la autoridad del
monarca para el bien de los súbditos. No parece, sin embargo, que todas las personas
privadas estuvieran dispuestas a plegarse a este argumento. De hecho, la conducta de
la Monarquía despertó un fuerte instinto de emulación entre las capas superiores de la
sociedad, que pasaron a considerar el mecenazgo de las artes y las letras como una ac—
tividad distintiva de su rango. En muchos sentidos esto constituía una novedad. Un si—
glo antes, en 1527, el humanista Juan de Vergara había escrito a su colega Luis Vives
quejándose amargamente de la actitud respecto a las letras por parte de la aristocracia
castellana: <<me congratulo de la liberalidad que muestran contigo los príncipes de
Inglaterra. ¡Ojalá se dieran entre nosotros ejemplos semejantes !». Esta situación había
cambiado sustancialmente a comienzos del siglo XVII. Aristócratas como el marqués
de Leganés, el conde de Monterrey, el marqués del Carpio, el almirante de Castilla, el
duque del Infantado; altos funcionarios como Jerónimo de Villanueva, regidores mu—
nicipales como el aragonés Juan Vicencio Lastanosa, comerciantes como Pedro de
Arce o incluso corporaciones de toda índole, desde conventos y monasterios hasta ca—
tedrales, municipios o gremios, habían pasado a engrosar la lista de los principales
mecenas de su tiempo.
Cuando don Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos, viajó a Nápoles en
1610 para ocupar el virreinato, lo hizo acompañado de una corte de intelectuales entre
los que figuraban el poeta Lupercio Leonardo de Argensola y su hermano Bartolomé,
el bibliófilo fray Diego de Arce, el autor de comedias Antonio Mira de Amescua, el
panegirista Gabriel de Barrionuevo, don Francisco de Ortigosa y don Antonio de La—
redo a los que se uniría al año siguiente Juan de Tasis, conde de Villamediana. En
España quedaban algunos de sus protegidos como Góngora, Lope de Vega, Suárez de
Figueroa y, el más desconsolado de todos por no haber sido incluido en el séquito del
virrey, Miguel de Cervantes, a quien de poco le había servido dedicarle al conde la pri—
mera edición del Quijote. Al poco de llegar a la capital virreinal, seguramente la se—
gunda gran urbe de la Monarquía, Lemos fundaba la academia de los Ociosos, donde
sus eruditos acompañantes tendrían oportunidad de departir con los principales escri—
tores napolitanos, emprendía la construcción de una nueva universidad y daba el im—
pulso definitivo a las obras del palacio virreinal iniciado por su padre el año 1600. La
conducta de Lemos reflejaba la nueva ética de la aristocracia, que tras haber superado
el viejo dilema entre las armas y las letras, había pasado a considerar el mecenazgo
cultural no solamente como un ornato sino como un elemento fundamental para la ac—
ción de gobierno y la conservación del estatus social.
Lógicamente, la iniciativa de los grupos dirigentes iba a tener consecuencias di—
rectas tanto en la redistribución de los principales focos de irradiación cultural como
en sus contenidos. Las universidades que, sobre todo a través de Alcalá y Salamanca,
habían ejercido un papel predominante en el siglo XVI, perdieron ahora gran parte de
su antigua influencia. Las cuatro grandes facultades de Derecho, Teología, Medicina
y Filosofía, continuaron dominadas por un pensamiento de matriz escolástica que, sin
embargo, había abandonado algunas de sus actitudes más renovadoras. Su principal
misión pasó a ser la formación de letrados para nutrir la creciente burocracia generada
por la Administración real. Su lugar pasó a ser ocupado en gran medida por las nuevas
446 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
academias aristocráticas. La creada por el conde de Lemos en Nápoles era una más de
las muchas que se fundaron a lo largo del siglo XVII en otras ciudades como Madrid,
Sevilla, Valencia o Barcelona. En ellas se daban cita alrededor del mecenas, literatos,
pintores, médicos o juristas para presentar sus ingenios y dialogar sobre artes, letras y
ciencias. Sus reuniones constituyeron el humus donde floreció un estilo culterano de—
finido por José María Valverde como una aristocrática exuberancia de sensaciones y
fantasía, magia de vocabulario y estilización léxica que valoraba el ingenio sentencio-
so, la crîptica y la sequedad de la agudeza. Su traslación visual, una de las manifesta—
ciones más genuinas de la cultura de estos momentos, prácticamente incomprensible
para nosotros, fueron los emblemas y empresas donde, a modo de jeroglífico, la ima-
gen se engarzaba con el texto para comunicar sentencias morales y misteriosas verda—
des, ocultas a la mirada poco perspicaz. Un lenguaje elitista que fue objeto de diversos
tratados como las Empresas Morales de don Juan de Borja (1581), los Emblemas M0—
rales de Sebastián de Covarrubias (1610) o, en el campo de la reflexión política, La
Idea del Principe Politico Cristiano representada en Cien Empresas (1640) de Diego
de Saavedra Fajardo.
Sin duda alguna, los emblemas constituyeron el paradigma de una cultura aristo—
crática y conservadora que buscaba, ante todo, advertir de los peligros de la mudanza
y la alteración del orden establecido. En definitivas cuentas, fueron el reflejo fiel de
una deriva autoritaria y arcaizante que paralizaba todas aquellas iniciativas en las que
la novedad podía cuestionar ordenamientos consagrados por la costumbre. La filoso—
fía, la teología, el derecho o, incluso, la ciencia y la técnica, debían servir, no para ex—
plorar nuevas posibilidades, sino para consolidar el sistema establecido. La verdad se
volvía militante y el sentido del honor actuaba como medio para el encauzamiento so—
cial de las conductas. Ésta era, en muchos sentidos, una cultura de sometimiento del
individuo al marco de un orden social tradicional.
derarlo excesivamente deudor de una visión que establece una absoluta dependencia
de los intelectuales con respecto al poder, marginando la fuerza del mercado y la cul—
tura popular. Para justificar su postura, ha puesto el ejemplo de Lope de Vega, un au—
tor que escribió sus numerosas comedias pensando no en la opinión del mecenas sino
en los gustos de su público y que obtuvo por ello pingúes rendimientos económicos
que le permitieron vivir holgadamente de su trabajo.
Es posible, sin embargo, que Lope fuera la excepción que confirma la regla. La
mayoría de sus colegas no fueron tan afortunados. Incluso Velázquez o Quevedo, de—
pendieron para su sustento de la generosidad de sus patronos. Y, sin embargo, aunque
a veces tuvieran que pagar por su atrevimiento, muchos de ellos se sintieron lo sufi—
cientemente independientes para mostrar su disconformidad. En este sentido, tanto
Bartolomé Bennassar como García Cárcel tienen razón al afirmar que la literatura cas—
tellana gozó en su tiempo, tanto dentro como fuera de España, de una magnífica fama
de escandalosa. Baltasar Gracián y Francisco de Quevedo serían los dos ejemplos pa—
radigmáticos de ellO pero en modo alguno los únicos. Obras como Fuenleovejuna de
Lope de Vega 0 el Alcalde de Zalamea de Calderón, pertenecieron, con todas las mati—
zaciones, al teatro de protesta. La obra de Guillén de Castro, Allí van leyes do quieren
reyes, era una sátira implacable con el poder, escrita, significativamente, dos años
después de la publicación de la obra de Juan de Mariana De rege et regis institutione
(1598) en la que se llegaba a defender el regicidio. Estos no eran casos excepcionales.
Góngora (1561—1627) no tuvo inconveniente en compaginar su condición de poeta de
corte con su visión crítica de determinadas políticas oficiales. La mirada de Mateo
Alemán (1547—1613) sobre los problemas de su tiempo fue todo menos complaciente
con los gobernantes. La conclusión parece clara: fuera por inadvertencia O por libera—
lidad, los mecenas españoles jamás llegaron a apretar el corsé hasta el punto de asfi—
xiar cualquier expresión de disconformidad. Ante esta constatación se desvanece la
interpretación de la cultura hispánica del siglo XVII como una gran campaña propagan—
dística.
Uno de los ejemplos más claros de ello es el teatro, una manifestación de origen
popular progresivamente asimilada por los gustos de la aristocracia. Tanto por los temas
que trataba como por los lugares de representación, los corrales de comedias, el teatro
del siglo XVII constituyó un punto de encuentro de grupos sociales muy diversos. Pero,
sin duda alguna, el ámbito donde esta frontera resultó más borrosa fue el de las creen—
cias. A la vez que mantenía estrechos contactos con el gran mercado internacional del
arte para decorar el Buen Retiro, el conde—duque de Olivares tenía un oído atento a las
supuestas revelaciones políticas del eremita cordobés Juan de Jesús, condenado por la
Inquisición en 1635 por <<fingiente, hipócrita y alumbrado»; y algo parecido podría de-
cirse de su patrón, Felipe IV y su larga correspondencia con la religiosa aragonesa sor
María de Ágreda. Con su conducta, el monarca y su valido mostraban una plena acepta—
ción de creencias populares que, en ocasiones, adquirieron carácter de verdaderas mani—
festaciones públicas. La decisión de la Inquisición de prender, también en 1635, a la fa—
mosa beata de Carrión, a la que se le atribuían portentosos milagros, activó una corriente
de simpatía popular que hizo temer a los miembros del Santo Oficio. Años antes, en
1601, el milagroso tañido de las campanas de Velilla, en Zaragoza, del que se decía que
lo ángeles fundieron el metal echando en la mezcla una de las 30 monedas entregadas a
Judas por denunciar a Cristo, fue considerado por prestigiosos teólogos el presagio de
aciagos acontecimientos. El propio monarca se desplazó hasta Zaragoza en 1641 para
besar la pierna de Miguel Pellicer que se había reproducido milagrosamente después de
la amputación sufrida durante la guerra en Cataluña. Estos y otros muchos ejemplos po—
nen de relieve cómo esta clase de manifestaciones, que bien podrían considerarse perte—
necientes a la cultura popular, formaban parte también de las creencias de los promoto—
res de las más sofisticadas producciones de la cultura sabia.
desastres? ¿Por qué Dios parecía haber abandonado a los suyos? En una cosmología
que postulaba una relación natural entre las disposiciones divinas y la conducta de
las personas, la respuesta parecía obvia: Castilla había provocado la ira divina y es-
taba pagando la culpa de sus pecados.
En su diagnóstico sobre las causas de la decadencia, casi todos los arbitristas ha—
bían coincidido en señalar la relaj ación moral como la más dañina de todas. «Cuando
un Reyno. .. llega a tal corrupciòn de costumbres, que los varones se regalan y compo-
nen como mujeres. .. que se buscan cosas exquisitas para comer por mar, y por tierra;
que duermen antes que les venga el sueño. .. bien se puede dar por perdido, acabado su
Imperio», había escrito en 1621 fray Juan de Santa María, uno de los principales Opo-
sitores al régimen del duque de Lerma. Y pocos años después, en 1626, Juan Pablo
Mártir Rizo, en un tratado dedicado al conde-duque de Olivares, apuntaría en la mis—
ma dirección al afirmar que <<los imperios fácilmente se conservan con las costumbres
que al principio se adquirieron, mas quando la ociosidad en lugar de la fatiga, la luxu—
ria por la continencia, y la soberbia en vez de la justicia cobran bríos, la fortuna y las
costumbres se mudan, y entonces los imperios se deshacen». Pero no todo estaba per—
dido. Antes bien, los desastres, afirmaban estos hombres, podían ser interpretados
como motivo de esperanza siempre y cuando fueran acompañados de un reforzamien—
to de la fe, una purificación de las intenciones y una reforma moral de las conductas.
No habría más victorias hasta que las costumbres hubieran sido reformadas, había ad—
vertido en 1599 el historiador, arbitrista y moralista Juan de Mariana. ¿Puede ser inter—
pretada esta reacción como la respuesta del catolicismo militante frente a la iglesia re—
formada que tantos progresos había hecho en la última centuria?
Durante mucho tiempo, los historiadores han aceptado, de forma bastante ingenua,
el término Contrarreforma para designar la religiosidad española surgida del Concilio de
Trento. Hasta cierto punto, ésta fue una imposición del protestantismo liberal alemán del
siglo XIX, que consideró la reacción beligerante contra el luteranismo como el principal
motor de dicha religiosidad. Pero esta visión Olvida que en España el Concilio de Trento
no fue un punto de partida sino la culminación de un verdadero proceso de regeneración
que había comenzado a finales del siglo XV con el programa de reformas emprendido por
el cardenal Cisneros. Una de las razones que más han contribuido a este error de percep—
ción ha sido considerar las conductas militantes como la manifestación más genuina del
catolicismo español, ignorando una dimensión menos vistosa, pero no menos decisiva,
como fue la creciente interiorización de la experiencia religiosa que conectaba directa-
mente con las corrientes más renovadoras de finales del siglo XV, confiriéndole un carác-
ter de modernidad que con demasiada frecuencia ha sido soslayado. Para entender las pro—
puestas de Teresa de Jesús (1515—1582), Juan de la Cruz (1542—1591) o el mismo Ignacio
de Loyola ( 1491-1556), por mencionar tan sólo a los más conocidos, hay que dirigir la mi—
rada a la Imitación de Cristo (1471) de Tomas de Kempis o Dionisio el Cartujo
(1415-1484), cuyo mensaje contribuyó a delinear la Devotia Maderna, que tanto influyó
sobre Erasmo de Rotterdam, más que a las fórmulas estereotipadas difundidas desde los
diferentes ámbitos del poder. La suya era una propuesta que, ante todo, centraba el objeti—
450 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
4. Pensando el Barroco
¿Hasta qué punto podemos considerar el panorama descrito hasta ahora como
una unidad cultural susceptible de ser estudiada en conjunto? A diferencia de lo que
ocurrió con los humanistas de los siglos XV y XVI, unidos en su admiración por la Anti—
gúedad y su menosprecio por el mundo medieval, los artistas e intelectuales del XVII
EL BARROCO HISPÁNICO 453
glo XVII fue llevado a cabo por José Antonio Maravall (La cultura del Barrow. Análi—
sis de una estructura histórica, 1975) desde una perspectiva sociológica muy influida
por Arnold Hauser (Historia social de la literatura y el arte, 1969). Según él, el Barro—
co se caracterizó por ser una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora. La enor-
me influencia que Maravall ha tenido sobre toda una generación de estudiosos del XVII
le hace merecedor de mayor atención. Desde su punto de vista, el Barroco fue, ante
todo, un mensaje lanzado y controlado desde el poder político, social y eclesiástico,
temeroso de la progresiva erosión de un sistema de ideas hegemónico hasta bien avan-
zado el siglo XVI. Ante esta situación, los gobernantes tomaron mayor conciencia de la
importancia de combinar la fuerza con la persuasión para conservar y legitimar su po-
der. Un aspecto en el que la Iglesia católica había tomado la delantera y diseñado la es—
trategia que luego sería empleada por las monarquías absolutistas. El destinatario
principal de su mensaje, continúa Maravall, fue el mundo urbano, entendido no sola—
mente en un sentido espacial sino, y sobre todo, conceptual, esto es, por contraposi—
ción a ciudadano. Aunque el Renacimiento se había desarrollado también en las ciu—
dades, no se dirigía a los estamentos populares sino a una elite ciudadana que domina-
ba un espacio física y socialmente ordenado. Por el contrario, las ciudades donde
emergió la cultura barroca fueron urbes caóticas que, como Madrid, Sevilla 0 Nápo—
les, habían experimentado un crecimiento descomunal generando bolsas de pobreza
inasimilables. Unas ciudades donde el contraste entre la inmensa riqueza de unos po-
cos y la pobreza extrema de la mayoría resultaba insultante. Con el Barroco, concluye
Maravall, encontraremos por primera vez una cultura vulgar, que no necesariamente
hay que entender como sinónimo de baja calidad, dirigida a las masas. Los ejemplos
más claros de ello fueron las comedias y la producción masiva de objetos estéticos de
contenido ideológico, desde los grabados a la literatura de cordel pasando por la ima—
ginería y los retablos.
La interpretación de Maravall, centrada en la descripción del contexto social y
político, tiende a considerar el Barroco como una cultura de época. Una visión que, sin
embargo, ha provocado muchas reticencias en los últimos años. El Barroco así enten-
dido no sería más que una construcción cultural en la que cabría todo con el riesgo de
vaciarse de sentido y generar polémicas estériles por la propia amplitud de su aplica-
ción. Como reacción ante esta falta de acuerdo, algunos historiadores han preferido
eliminar términos como el de cultura o civilización. Así, J. Bialostocki ha hablado de
una <<línea de fuerza cultural» y S. Sebastián de un «universo de formas con peculiari—
dades de estilo, de época y de actitudes». En general, los historiadores del arte prefie—
ren interpretarlo como la expresión de una actitud ante la vida y una manera de ver el
mundo que se traduciría en diversas perspectivas hermenéuticas e iconográficas.
sar esta fecha hasta los últimos años del reinado de Felipe II. En general hay un acuer—
do en hacer coincidir la fase de plenitud con el reinado de Felipe IV (1621 —1665) y el
inicio de la desintegración con la década de 1680 tras la cual, sin embargo, perviviri’an
muchas de las inercias del periodo anterior. Siguiendo en gran medida a José María
Jover (1935. Historia de una polémica y semblanza de una generación, 1949) Ricardo
Garcia Cárcel propuso una periodización de carácter generacional: hasta 1630, la lla—
mada <<generación del Quijote», caracterizada por el cansancio y una cierta melanco—
lía desencantada, y entre 1630 y 1680, la generación que sufrió las agudas crisis eco—
nómicas y políticas de Castilla, marcada por la confrontación entre intelectuales tradi—
cionalistas y críticos. Finalmente, tendríamos, a partir de esta última fecha, la genera-
ción de los llamados <<novatores», que introdujeron un nuevo talante y nuevas orienta—
ciones científicas que preludiaban la llegada de la Ilustración.
Quizá no merece la pena dedicar más esfuerzos a establecer las fronteras crono—
lógicas de un mundo cultural que, en muchas de sus manifestaciones, ha renacido vi—
gorosamente en nuestros días. Basta examinar algunos síntomas de la realidad que nos
envuelve para descubrir hasta qué punto, atrincherado tras el ambiguo parapeto de la
posmodernidad, nuestro mundo ha recuperado viejas formas y actitudes barrocas des—
pojadas, eso sí, de toda esperanza en la trascendencia: la pérdida de viej as y consolida-
das seguridades, la ausencia de puntos de anclaje y el sentimiento de zozobra ante un
mundo en acelerado proceso de transformación; la impronta cultural de un fatalismo
determinista que, perdida la confianza en la divinidad y las posibilidades de la razón,
ha agudizado su desconfianza en la capacidad del ser humano para alcanzar la verdad
y la bondad; la entronización de un relativismo que reduce la verdad a mera cuestión
de perspectiva; el resurgimiento de mitos y creencias ancestrales largamente enterra—
dos; la suspensión de la razón ante el bombardeo de imágenes que desfilan ante noso—
tros a ritmo vertiginoso; la hipertrofia de los sentimientos con frecuentes manifesta—
ciones de histeria colectiva; la codificación visual de mensajes férreamente controla—
dos desde el poder ya no sólo político y, por supuesto, ya no eclesiástico sino, y sobre
todo, económico; el resurgimiento de un ceremonial político que, a pesar de su decla—
rada renuncia al boato, ha construido una nueva liturgia legitimadora masivamente di—
fundida a través de poderosos medios de comunicación; el sometimiento de la crítica a
los intereses de los nuevos mecenas que, bajo la forma de subvención, controlan el ac-
ceso a los recursos para la creación artística y el trabajo intelectual; el desplazamiento
de los centros del saber que abandona a pasos agigantados el ámbito universitario, su—
mido en una de sus fases cíclicas de mediocridad, para buscar cobijo a la sombra de un
pragmatismo que se traduzca en rendimiento económico; la comunicación entendida
como persuasión al servicio de determinados sistemas de valores; la desorientación y
desengaño ante el sistema establecido por parte de las nuevas generaciones; la esteti-
zación de las conductas que valora los gestos por encima de los contenidos, las apa—
riencias por encima de las realidades; la consagración de determinados prototipos de
conducta encarnados en el nuevo santoral poblado por ricos y famosos; la dictadura
de lo políticamente correcto que ejerce una función disciplinadora de la sociedad más
estricta incluso que la que en su día ejerció el código del honor; el ansia compulsiva de
entretenimiento basado en la espectacularidad como fórmula escapista y adormecedo-
ra de la conciencia crítica; la transformación de la cultura popular en una cultura de
masas anónima y despersonalizada; el hacinamiento en los arrabales de las ciudades
EL BARROCO HISPÁNICO 457
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CAPÍTULO 17
El reinado de Felipe III ha llegado hasta nuestros días cargado todavía de muchos
prejuicios, imprecisiones y falsos tópicos. Poco después de la muerte de este monarca
comenzaron a___arraigarse aquellas mterpretacrones propagandísticas surgidas de una
transición política y cortesana, que acabaron convirtiéndose en el eje cr1tico sobre el
que valorar las realizaciones y los fracasos de este reinado. Se habló ya entonces de la
corrupción admlmstratlvay la rapacidad en I£1 distribución de mercedes y oficios del
carácter puSilanime y falto de reputaciôn de quienes protagonizaban el gobierno de la
todopoderosa Monarquía católica, a la par que aumentaban los testimonios del pesi—
misr110 autocritico de una sociedad que, preocupada por su incierto futuro, reclamaba
importantes relormas para afrontarlo. Crisis económica,corrupción política, perdida
de 「Cpu〔aC{CC e incapa01dad de gobiernosiguensiendoargumentos destacados en las
historiasgeneralesCCeste periodo
Este panorama historiográfico adverso no se consumió con el paso del tiempo,
sino que se ha venido enriqueciendo con nuevos prejuicios de historiadores, ensayis—
tas y estudiosos españoles y extranjeros. De tal manera queel_reinado del tercer Felipe
vino £1 inaugurar la decadencia española delsiglo XVII, mientras su máximo protago—
nista se empequeñecía politicamente, junto a sus descendientes, bajo el triste apelati—
vo de <<Au5tr1as1nenores» y su principal consejero y privado se convertía en ese de-
nostado monstruo de la ambición, la codicia, la incapacidad política, la disimulación y
el deshonor que ha llegado hasta nosotros. Esta interpretación no puedeser más con—
traria a la que la mayoría de sus contemporáneos tenían sobre este soberano, su Corte
y su extensa y poderosísima Monarquía que parecía encontrarse más bien en el apogeo
de su trayectoria, pero enfrentada cada vez mas a desafíos cruciales que marcarían
gran partede Ia historia de aquella centuria
460 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Felipe III desde su juventud mostró una notable habilidad en la montura, la caza, el
manejo de las armas, el baile y deportes como eIjuego de lapelota Pocos son los Vi—
cios que sus contemporáneos le tachan, como no fuera su afición a la comida, los da—
dos y al juego de vueltos con las cartas, o e] afecto y apoyo, para muchos desmedido,
que siempre brindó a su favorito. Debemos desterrar la idea de que no le interesaban
los asuntos de gobierno y las tareas de despacho, pues cualquiera que relea la docu—
mentación conservada de este reinado podrá advertir de inmediato la abundancia de
las respuestas del soberano en las consultas, las reformas introducidasen los consejos,
su partICIpaCIOn activa en la vida cortesanay su responsabilidad última en la toma de
decisiones. En su“deseo deacertar, prócuraba escoger las resoluciones más prudentes
y equilibradas para el gobierno generalCCtan vasta y cómprometida Monarquía. Era
conscientede que debía cOnjugar eI compromiso confesional y dinástico de su cargo
con el pragmatismo político necesario para la conservación de sus dominios La res—
tauración y mejora de los Consejos impulsada por Felipe III permitiö que estosorga—
nismos consultivos, administrativos y judiciales alcanzasen plena madurez, y favore—
ciö la profesionalización de sus oficiales, al tiempo que diversasjuntas ejecutivas po—
tenciaban la coordinación entre los mismos y el control real sobre los recursos y SU
aplicación.
terior al frente de embajadas o gobiernos políticos y militares. Felipe III quiso brindar
a los grandes un amplio protagonismo apoyando a su privado, favoreciendo los enla-
ces de sus hijos con algunas de las principales casas nobiliarias españolas (Padilla, Le-
mos, Medina Sidonia, Infantado, Osuna y Miranda), renovando el esplendor de su
Corte y restaurando la importancia de los consejos con nombramientos de prestigio,
como se advierte sobre todo en el Consejo de Estado. Estas decisiones, especialmente
notorias al comienzo del reinado, tenían por objeto acabar con la larga transición pro—
ducida por la progresiva enfermedad de su padre y respondía a la necesidad de cam—
biar el régimen heredado. Además, el endeudamiento de la nobleza y las posibilidades
de compensarlo dinamizando y multiplicando el patronazgo real atrajo enseguida a la
aristocracia al servicio del monarca. El’contro!deladisnibucionQQ mercedesy ofi—
cios permitió al valido promover a susfamiliares y deudos a muchospuestosclave en
la Corte ジQQ]QS consejos alejaralgunos de sus adversarios politicos hacia otros desti—
yparentesco con otros li-
nos fuera dêIaCôrte y entablar importantes lazos de 1nteres
najesrinflilyentes Este nuevoesplendor cortesano denostadoporelarbiíHSEóÉEfõf-
mista que abogaba por un mayor reconocimiento de la medianía social y de los grupos
sociales productivos, asi como una vuelta a la austeridad y sobriedad de una utópica
edad dorada de la sociedad castellana, volvió a alimentar la rivalidad entre facciones y
los conflictos patrimoniales, al tiempo que aumentaban no sólo el personal que servía
al Rey en sus palacios y consejos, sino también los gastos ordinarios y extraordinarios
en sueldos, entretenimientos, libreas, botica, manutención, limosnas, ayudas de costas
y otras mercedes.
A pesar de que Lerma carecia de la experiencia conveniente en gobiernos de res—
ponsabilidad en la Monarquta su_larga trayectoria como un cortesano secundario du—
rante todo el reinado de Felipe II le había dotado de las habilidades necesarias para la
supervivencia politica en este entorno. Respaldado en todo momento por la confianza
у? аті'зТЁъдЁёі soberano, se convirtió en un privado modélico que dejó una honda hue—
lla en la literatura política del siglo XVII. Sin duda, pudo suplir sus carencias iniciales
sirviéndose dé'lparecer yla capacidad de un reducido circulo de consejeros, criados y
«hechuras». Aun así, con bastante frecuencia la agotadora, voluminosa y continua ta—
rea de despacho ordinario y extraordinario, las entrevistas con ministros, secretarios,
diplomáticos y pretendientes, y el seguimiento personal del quehacer cotidiano del
Rey y la vida de palacio, los excesos festivos, los numerosos viajes y los reveses polí-
ticos o familiares hacían mella cada vez más en la salud de Lerma y en su propia capa-
cidad de control. No resulta extraño si tenemos en cuenta que su valimiento transcu—
rrió entre los 45 y los 65 años de edad.
Los principales compromisos que marcaron la colaboración entre las dos ramas
dela casa de Austria fueron la larga guerra turca de 1593 a 1606, los conllictos con—
fesionales y sucesorios en Centroeuropa (particularmente en Bohemia, Hungría y
los ducados renanos) y la delicada cuestión de la sucesión imperial por la disputa en—
tre los descendientes de Maximiliano II (los hermanos Rodolfo IL Matias, Alberto y
Maximiliano) y del archiduque Carlos de Estiria (Fernando y Leopoldo). Pese a las
gestiones de los distintos embajadores imperiales y parientes austríacos en la Corte
española, Lerma y otros ministros españoles limitaron considerablemente el grado
de implicación de la monarquía de Felipe III en la política imperial. El apoyo militar
y los subsidios económicos españoles a la guerra contra los turcos estuvieron supe—
ditados a las estrechas disponibilidades existentes mientras la Monarquía mantenía
abiertos los conflictos con los protestantes franceses (hasta 1598), los ingleses (has—
ta 1604) y los holandeses (hasta 1607), así como otras prioridades defensivas en el
Mediterráneo occidental y el Atlántico. No obstante, la diplomacia española consi—
guió mantener activa la presión del Imperio persa sobre las fronteras orientales de
los dominios otomanos.
Los embajadores españoles en la corte imperial, Guillén de San Clemente y Bal—
tasar de Zúñiga, lograron que Felipe III actuase como árbitro en la disputa por la suce-
sión del emperador Rodolfo, tanto respecto al título imperial como a las coronas de
Bohemia y Hungría. En varias ocasiones, llegó a plantearse la posibilidad de que el
propio monarca español restaurase el imperio de Carlos V uniendo bajo un mismo so—
berano las herencias de las dos ramas de la casa de Austria. De hecho, la diplomacia
española presionó para obtener ciertas <<compensaciones» por esta renuncia, como la
cesión de Alsacia o el Tirol, la infeudación de varios principados italianos en favor del
monarca español que actuaba en Italia como vicario imperial, o un reconocimiento
oficial de sus derechos sucesorios a los reinos de Bohemia y Hungría. El propósito fi—
nal era controlar esta «correspondencia» (colaboración) dinástica con el Emperador,
cosechando un nuevo prestigio por el arbitraje y ascendiente del monarca español so—
bre la rama austríaca de los Habsburgo y varias de las infeudaciones reclamadas en
Italia. Estas negociaciones concluyeron en 1617 con la firma del tratado que el nuevo
embajador español, el conde de Oñate, acordó con el archiduque Fernando de Estiria,
futuro sucesor del emperador Matías. En él se establecía un compromiso de ayuda mu—
tua para la defensa militar de sus dominios, que aseguraba la intervención española en
Bohemia contra los protestantes y rel'orzaba las posiciones españolas en Centroeuropa
y en el Camino español por Alsacia en caso de rompimiento de la tregua con los rebel—
des holandeses.
Zúñiga controló también la creación de la Liga Católica en el Sacro Imperio, para
contrarrestar el aumento del protestantismo y desarrollar un sistema de alianzas de ca—
rácter ofensivo y defensivo que pudiera hacer frente a los preparativos militares que
Enrique IV de Francia realizó a gran escala en l610, antes de morir asesinado. Por su
parte, la crisis sucesoria de los ducados renanos de Cleves, Jülich, Marck y Berg moti—
vada por la intervención militar del arzobispo de Passau (el archiduque Leopoldo) se
saldó con el reparto de estos territorios por el Tratado de Xanten en 1614. Cuando Zú—
ñiga se incorporó al Consejo de Estado, apoyado por el duque de Uceda en 1617, sus
votos insistieron en la necesidad de intervenir en Bohemia y el Sacro Imperio para
asegurar la conservación del título imperial y los propios intereses de la Monarquía en
EL REINADO DE FELIPE 111 (1598-1621) 467
Europa. А1 año siguiente, Felipe III decidió desistir de la nueva empresa que Lerma
estaba promoviendo contra Argel y destinar las fuerzas desmovilizadas en el norte de
Italia por la paz de Madrid (1617) con Saboya y Venecia, para una intervención espa—
ñola en lo que sería el inicio de la guerra de los Treinta Años.
de las Diecisiete Provincias bajo la soberanía de los nuevos gobernantes y sus descen—
dientes. No obstante, en el articulado del Acta de Cesión se estipulaba que, a falta de
un heredero legítimo a la muerte de los archiduques, la soberanía de los Países Bajos
revertiría de inmediato en el monarca católico y sus descendientes, circunstancia que
se producirá en 1621 con el fallecimiento del archiduque Alberto. Se prohibía expre—
samente que un protestante asumiese este gobierno 0 desempeñase oficio público en
su administración. El gobierno de los archiduques fue ampliamente aceptado por sus
súbditos, sobre todo una vez concluidas las entradas reales a las villas y ciudades más
importantes del país para lajura de sus privilegios y constituciones, y al ser desaloja—
das las fuerzas holandesas con las que Mauricio de Nassau invadió Flandes en 1600.
La separación entre las provincias meridionales y las septentrionales quedaría ya fuer—
temente marcada. Los archiduques supieron emplear con gran eficacia sus recursos
diplomáticos, articulados entre la Corte española y la Corte imperial, actuando con
cierto grado de autonomía. Su nueva Corte experimentó un renovado esplendor artís-
tico y arquitectónico, que supieron aprovechar para mejorar las relaciones cortesanas
y diplomáticas con otros soberanos europeos. Sin embargo, debemos entender que la
política archiducal siempre se mantuvo supeditada a la tutela del monarca católico y
dependía en gran medida de las provisiones financieras aportadas desde Madrid para
el mantenimiento del ejército de Flandes.
La Monarquía incrementó su presión sobre los holandeses procediendo al embar—
go general de mercantes y cargas de navíos neerlandeses en 1598, aplicando el decreto
del treinta por ciento entre 1603 y 1604 sobre el comercio extranjero y reactivando el
corso contra las pesquerías del Mar del Norte. Aunque el éxito obtenido tras el largo
asedio de Ostende (1601-1604) se vio parcialmente empañado por la pérdida del es-
tratégico puerto de Sluis (La Esclusa), que mantenía la presencia holandesa en la pro—
vincia de Flandes consolidó un nuevo protagonismo del asentista genovés Ambrosio
Spinola en la dirección de laguerra y el control de las provisiones españolas y la ha—
cienda militar. En 1605 Felipe III le otorgó la superintendencia de hacienda y al man—
do de un importante ejército de campaña, acometió una serie de brillantes ofensivas
con las que llegó a controlar los principales pasos del Rhin y ocup6 posicionessólidas
en las provincias neerlandesas de Frisia y Gùeldres Esta situaciôn forzò alos Estados
Generales de las Provineias Unidas a negociar un alto el fuego en 1606 que se fue pro-
rrogando en el frente de Flandes, pero que no tenía efecto en 109 mares, mientrasSC
acordaban 109 términos de la denominada Tregua de los Doce Años (1609— 1621). Con
ella seponía término temporalmentea un conflicto muy costoso, iniciado hacia 1566,
1596 y 1597 que, también sin éxito, siguieron a la de la «Invencible» de 1588, el soco—
rro militar español al levantamiento de los católicos irlandeses con el desembarco de
Juan del Águila ( 1601) y la posterior derrota hispano-irlandesa en la batalla de Kinsale
(enero de 1602), la muerte de la anciana reina Isabel I (1603) y la sucesión del modera—
do Jacobo lEstuardo, así como los intereses de las elites comerciales inglesas, facilita—
ronel entendimiento entre estasdos monarquíassobre los mismos principios 8361e-
rancia y pragmatismo que habían regido sus relaciones antes del estallido del conflic—
to. Las relaciones hispano—británicas experimentaron una paulatina consolidación y se
estrecharon especialmente durante laembajada del conde de Gondomar, hasta el pun—
to de iniciarse las negociaciones de un enlace matrimonial entre la infanta María y el
príncipe de Gales, que acabarían frustrándose poco después de la visita que éste reali—
zó a España en 1623.
Este proceso de pacificación con las potencias septentrionales se completó des—
pués de la muerte de Enrique IV con un doble enlace matrimonial entre la infantaAna
Mauricia,primog_énita_ de Felipe III, y el rey Luis XIII de Francia, y entrelel príncipe
Felipe y la princesa Isabel de Borbón, acordado en 1612 yefectuadosolemnemente¡en
1615, con la entrega de las princesas sobre unas fastuosas barcazas construidas en el
río Bidasoa. La amistad conFrancia apoyadapor la reina María de Médicis había sido
LEB de los ejes de la acción política exterior del duque de Lerma.
La quietud de Italia y la defensa de la Cristiandad eran otros dos principios esen—
ciales para la política general de la Monarquía católica. Sus sólidas posesiones en Si—
cilia, Nápoles, Cerdeña y Milán se completaban con un sistema naval formado por es—
cuadras de galeras y navíos de alto bordo, que contribuía a garantizar la seguridad pe—
ninsular frente ala amenaza de la acometida de la armada otomana. A estos gobiernos
habría que añadir la presencia de presídios y guarniciones en plazas clave y las alian—
zas con algunas de las principales dinastías italianas. Después de décadas de enfrenta—
mientosjurisdiccionales y políticos con la Santa Sede, las relaciones de entendimiento
y colaboración propiciadas por Felipe III y el duque de Lerma fueron particularmente
favorables a los intereses españoles durante el largo pontificado de Paulo V. Aunque
esta política de quietud y conservación en Italia, en la que el monarca español actuaba
como árbitro de los conflictos sucesorios, pareció alcanzar su plenitud en la primera
década del reinado, el empeoramiento de las relaciones con el ducado de Saboya y la
república de Venecia convirtieron de nuevo a la política italiana en un objetivo priori—
tario para la Monarquía.
El ambicioso duque Carlos Manuel I de Saboya, cuñado de Felipe III por su ma—
trimonio con la infanta Catalina Micaela (1585), se sintió muy defraudado con las
concesiones hechas por la Monarquía católica en el tratado de Lyon de 1601, que con—
firmaba la cesión de los prósperos territorios de la Saboya francesa (Bressa, Bugey,
Valromey y Gex) a cambio del marquesado de Saluzzo (enclave francés en el Piamon—
te) y cerraba este paso saboyano del Camino Español para los ejércitos y el dinero que
se remitían a Flandes. Felipe III no estaba dispuesto a reabrir el conflicto con la Fran—
cia de Enrique IV y destinô al conde de Fuentes al gobierno de Milán para asegurar el
norte de Italia con una política de fuerza y control. Ocupó el marquesado de Finale en
1602, pese al recelo de los genoveses, dotando a la Lombardía de una salida al mar, es-
tableciö un tratado con los cantones católicos suizos en 1604 para garantizar las comu-
nicaciones por esta vía entre Milán y Flandes, y colaboró en el despliegue militar que
470 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
la Monarquía católica realizó a favor del Papado durante la denominada crisis del
lnterdelta (1605—1607) con la república de Venecia. Tras el nacimiento del principe
Felipe en 1605, las aspiraciones dinásticas de Carlos Manuel I también se vieron frus—
tradas, abandonó abiertamente su alianza con los Habsburgo españoles en 1608 y coo-
peró nuevamente sin éxito en los preparativos del <<Gran Designio» de Enrique IV en
1610. Mucho más importante fue su intervención en la guerra sucesoria del Monferra—
to (1613-1617). Felipe y Lerma trataron este conflicto inicialmente con una pru-
dencia y tolerancia hacia este díscolo y ambicioso pariente, que cosechó el negativo
acuerdo de la paz de Asti de 1615. Al restaurar la situación previa al comienzo de las
hostilidades, y al haberse alcanzado con la mediación de la diplomacia francesa, no
contemplaba sanciones contra la parte agresora y desautorizaba la tutela del monarca
español como vicario imperial en Italia. El incumplimiento de las cláusulas de desar—
me fue aprovechado por el nuevo gobernador de Milán, el marqués de Villafranca,
para derrotar a los saboyanos y sus aliados franceses y venecianos. En las negociacio—
nes de la paz de Madrid (1617) intervino personalmente Lerma, en un intento por re—
cuperar parte del protagonismo perdido frente a los sectores reputacionistas, que con—
sideraban que el tiempo de los pacificadores había llegado a su fin y que era preciso
reafirmar la potencia militar de la Monarquía para asegurar su conservación.
Por su parte, la república de Venecia fue estrechando sus lazos diplomáticos y
su colaboración militar con los principales adversarios de la Monarquía (Francia, las
Provincias Unidas, Saboya y el Imperio otomano), porque recelaba de los verdade—
ros límites del dominio español sobre la península italiana. En el Adriático, que los
venecianos consideraban como su <<golfo>>, pues unía sus dominios territoriales del
interior con sus enclaves insulares en el Levante, tenían que hacer frente a la pirate—
ría de los refugiados uscoques, cuyas bases quedaban amparadas por la protección
del archiduque Fernando de Estiria. Los venecianos contrataron para ello a merce—
narios holandeses, que lograron llegar hasta la República pese a los intentos españo—
les de interceptarlos a su paso por el estrecho de Gibraltar ( 1615—1616). Otro motivo
de tensión con la Monarquía en estas aguas eran los proyectos balcánicos amparados
por los virreyes de Nápoles en apoyo de alzamientos contra los otomanos, sus labo—
res de espionaje o acciones de las escuadras de galeras y alto bordo, como las que
emprendió el marqués de Santa Cruz en Zante, Patmos y Durazzo. Los momentos
más difíciles se vivieron durante el virreinato del duque de Osuna y la falsa conjura-
ción contra la repùblica de Venecia de 1618. La diplomacia veneciana logró desha-
cerse de un grupo expedicionario de aventureros franceses e italianos, que se prepa—
raban en Venecia para acometer una empresa en los Balcanes con los caballeros de
la Orden de Santo Stefano de Toscana, al tiempo que denunciaba una conjura del go—
bernador de Milán (Villafranca), el embajador español en Venecia (marqués de Bed-
mar) y el virrey de Nápoles (duque de Osuna) para tomar por la fuerza la ciudad de
Venecia y repartirse sus dominios con el apoyo del archiduque de Estiria. La infor—
mación reunida por la diplomacia imperial sobre este asunto muestra claramente la
falsedad de la acusación, que fue no obstante aprovechada por la Corte española
para introducir cambios en su política italiana, mientras realizaba preparativos para
lajornada secreta contra Argel y la intervención militar en Bohemia en apoyo de la
rama austríaca de los Habsburgo.
La pacificación general que alcanza la Monarquía hispánica a fines de la prime—
EL REINADO DE FELIPE… (1598—1621) 471
recto único, medidas arancelarias como el decreto del treinta por ciento o la guarda del
estrecho de Gibraltar.
La situación creada a finales del reinado de Felipe II en las finanzas reales a raíz
del último decreto de suspensión de consignaciones de 1596 y el medio general de
1597, agravó la dependencia cada vez más rígida de la Corona respecto al capital
de los hombres de negocios genoveses y le obligó a mantener una activa relación con
las Cortes, hasta el punto de que en Castilla hubo reuniones de Cortes en dieciocho
de los veintitrés años que duró el reinado y se alcanzaron importantes cuantías en sus
servicios.
En las minuciosas relaciones que se elaboraron sobre el deficitario estado de la
Hacienda Real a comienzos del reinado y las previsiones para los años 1598—1601, se
estimaba que faltaría más de un millón y medio de ducados anuales. Después de largas
negociaciones y una nueva convocatoria de Cortes (1598—1601), la aprobación de la
renovación del servicio de millones en 1601 consolidó un sistema fiscal dual entre
la administración regia y las ciudades, que constituyeron a partir de 161 1 la denomina—
da Diputación de Millones. El valido se esforzó por obtener resultados más favorables
de las negociaciones con las Cortes, exponiendo personalmente las propuestas reales,
participando junto con otros grandes y hombres a su servicio como procuradores de
ciudades con voto en Cortes o influyendo en la toma de decisiones sobre los servicios
solicitados a las ciudades.
El acuerdo de renovación de este servicio, sobre el que quedaban consignados los
gastos ordinarios de la Corona y la defensa peninsular, establecía entre sus condiciones
un plan para el desempeño progresivo de la Hacienda Real mediante la creación de un
censo sobre el Reino a satisfacer en seis años, la cesión al Reino de la administración y
recaudación de los millones, la implantación de un sistema de erarios públicos y montes
de piedad según el modelo propuesto por Luis Valle de la Cerda en 1600, y una renuncia
total al sistema de financiación mediante asientos (contratos de préstamo) con hombres
de negocios. Sin embargo, desde el primer año surgieron notables dificultades para al—
canzar la recaudación de los tres millones de ducados anuales previstos en este servicio,
ya que las sisas que gravaban el vino y otros productos básicos de consumo apenas al—
canzaban la mitad de dicha cantidad. A lo largo del reinado de Felipe III se concedieron
tres renovaciones de este servicio: la de enero de 1601 ascendía a un total de 18 millones
(1601—1606); la de noviembre de 1608 a 17 millones y medio de ducados, pero no pudo
hacerse efectiva hasta el 1 de abril de 161 1 y tuvo que reducirse enseguida la recauda-
ción anual, ampliando el plazo de pago a nueve años (1611-1619); y la de septiembre de
1619 a 18 millones en nueve años (1619—1626).
Uno de los arbitrios que Felipe III aprobó como recursos financieros suplementa—
rios para sanear la Hacienda Real y atender los gastos de la Monarquía fue la manipula—
ción monetaria. En 1599, autorizó la acuñación de moneda de vellón o cobre puro supri—
miendo la pequeña parte de plata que contenía para obtener con este medio un 100 % de
beneficio y una recaudación de más de dos millones de ducados (1599— 1602). Esta cifra
se incrementó hasta superar los tres millones de ducados ( 1603— 1606) al entrar en vigor
una ordenanza de resello de junio de 1602, por la cual se reducía a la mitad el peso y ta—
474 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
maño de la moneda de vellón puro. Las protestas contra esta práctica inflacionista que
estaba retirando de la circulación la moneda buena de oro y plata fueron constantes en
las Cortes, y la Corona se comprometió en las de 1608 a no recurrir nuevamente a ella.
La literatura económica de la denominada «Escuela de Toledo», en el pensamiento mer-
cantilista español, analiza ampliamente las consecuencias atribuidas a este arbitrio, que
la Hacienda Real consideraba más suave que la imposición de nuevas contribuciones di—
rectas. Frente a esta idea, el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (1609) del je-
suita Juan de Mariana denunciaba en tono moralizante que semejantes expedientes aten—
taban contra el patrimonio particular de los vasallos y requerían el consentimiento ex—
preso de los mismos.
En lugar de poner en marcha el sistema de erarios públicos, la Corona optó por
conceder a los hombres de negocios genoveses el establecimiento en la Corte de bancos
privativos a partir de 1602. Aquel mismo año asumió la presidencia del Consejo de Ha—
cienda el experimentado Juan de Acuña, artífice de importantes reformas contables y
administrativas, como las ordenanzas aprobadas en Lerma en 1602, por las cuales se
unificaba la Contaduría Mayor de Hacienda y el Consejo de Hacienda en un único tribu—
nal, mientras la Contaduría Mayor de Cuentas conservaba la estructura fijada en las or-
denanzas de 1593. Se creaba así un control financiero más eficaz sobre todo el dinero
que llegaba a las arcas centrales de la Hacienda Real y sobre las libranzas para las provi—
siones ordinarias y extraordinarias de la Monarquía. Se limitaban, además, los conti—
nuos conflictos competenciales internos, aclarando la jerarquía y atribuciones de estos
órganos centrales de la administración fiscal y financiera, y se reducía el número de con—
sejeros, contadores y oficiales. A lo largo del reinado se crearon varias juntas particula—
res (como las de Hacienda, Arbitrios, Desempeño, Presidentes, Armadas, Hacienda de
Portugal, Hacienda de Indias, Provisiones...), que contribuyeron a mejorar la coordina—
ción entre diversos consejos, la ejecución de determinadas políticas de saneamiento y li—
beración de las rentas reales, así como el control de los recursos financieros, la construc—
ción naval y la provisión de medios para la defensa, o la búsqueda y experimentación de
expedientes fiscales. Aunque, sin duda, también se establecieron para facilitar el control
y la capacidad de gestión del valido y de los principales ministros de la Monarquía. La
implicación directa del valido y sus colaboradores en la búsqueda de soluciones a la pro—
visión de fondos dio lugar al concierto de un asiento muy voluminoso de más de diez
millones de ducados con el asentista Ottavio Centurione para asegurar las provisiones
durante los años 1603—1605, y a la prórroga del arrendamiento de las rentas de los maes—
trazgos con los Fugger para los años 1605-1615.
En mayo de 1603 se creö la llamada Junta del Desempefio General, que goza—
ba de plenajurisdicción en la administración y distribución de la Hacienda Real y
repartía sus competencias con el Consejo de Hacienda en las tareas del desempe—
ño, dejando para él la aplicación de los recortes presupuestarios y las mejoras en la
administración de los ingresos fijos, y asumiendo ella la gestión de los recursos va—
riables y cualquier clase de arbitrios fiscales. Estaba formada por el valido, los pre—
sidentes de Castilla y Hacienda, el confesor real fray Gaspar de Córdoba, el secre—
tario de Estado Pedro Franqueza, el consejero de Hacienda Alonso Ramírez de
Prado y el tesorero general Pedro Mejía de Tovar, pero en la práctica, quedó al
margen de la supervisión del Consejo y se convirtió en un instrumento al servicio
de los privados del valido. Los enfrentamientos entre éstos y el presidente Acuña
EL REINADO DE FELーPE 111 (1598—1621) 475
fueron en aumento. Los escrúpulos de conciencia del nuevo confesor real ante la
corrupción que apreciaba le llevaron a desautorizar las actuaciones de la Junta y a
apoyar tímidamente a sus detractores. Aun así, Felipe III aprobó los supuestos «10—
gros» obtenidos por esta Junta atribuyéndose un desempeño de más de catorce mi—
llones de ducados en los tres años de su gestión, y la renovó en diciembre de 1606
incorporando a otros miembros afines a Lerma.
La reina también presionó fuertemente para denunciar la falsedad de los 10-
gros dela Junta. Aunque Lerma seguía defendiendo a sus colaboradores, a quienes
necesitaba para mantener una capacidad de influencia e información, imprescindi—
ble para el valimiento, sus parientes más allegados le advirtieron sobre la gravedad
de este conflicto que estaba socavando la propia confianza del soberano. La crisis
se resolvió en 1607 con la detención y procesamiento por corrupción de Prado y
Franqueza, y con otras pesquisas realizadas contra Rodrigo Calderón y Pedrálva-
rez Pereira.
Las Cortes de Madrid de 1607 aprobaron una nueva prórroga del servicio de millo—
nes. En plena negociación de un acuerdo con las Provincias Unidas, y cuando una flota
holandesa había logrado un éxito estratégico y moral muy relevante al destrozar a la re-
cién creada escuadra de la guarda del Estrecho en la misma bahía de Gibraltar, la Coro-
na decidió una nueva suspensión general de consignaciones en noviembre de 1607, para
alcanzar en mayo de 1608 un medio general (acuerdo de compensación y pago de deu—
das) con sus principales acreedores. Se creó con él la denominada Diputación del medio
general, cuya labor se prorrogaría hasta diciembre de 1616 merced a los magníficos re—
sultados que reportaba, y a la dependencia de la Corona respecto a los nuevos créditos
que esta entidad financiera le iba aportando. Los asentistas genoveses consiguieron que
el Rey les cediese la gestión de la deuda consolidada y la amortización de todos losJuros
que quisiesen. La Diputación iue desempeñandoJuros al 7 %, que luego podía vender al
nuevo interes del 5 %, y obtuvo así pingíies beneficios. El presidente de Hacienda Fer—
nando Carrillo fue el impulsor de la pragmática de 1608 que reducía los intereses de los
juros que cargaban las rentas reales. La medida iba encaminada nuevamente al desem—
peño de la Hacienda Real y generó una activa renegociación de la deuda pública
En 1610, una Junta de Hacienda integrada entre otros por los presidentes de Cas—
tilla, Hacienda y Órdenes junto con el nuevo confesor real [ray Luis de Aliaga, propu-
so suspender por un año las consignaciones hechas a los principales asentistas para
poder destinar un millón y medio de ducados a las provisiones ordinarias y extraordi—
narias del año siguiente. En 1612, esta Junta volviô a considerar que, además de pro-
ceder a un drástico recorte de gastos de defensa y reformas más austeras en los gastos
ordinarios de las casas reales, la única solución a las carencias presupuestarias sería
una nueva suspensión de consignaciones. Los asentistas más importantes de la Dipu—
tación del medio general reaccionaron entonces acordando con la Corona un asiento
general y liberando consignaciones para garantizar las provisiones ordinarias de los
siguientes dos años (161 3— 1614). Este sistema de contrataciôn de grandes asientos ge—
nerales chocaba, no obstante, con la necesidad de atender otras importantes partidas
extraordinarias que surgian cada año y acrecentaba el malestar de las ciudades que in—
476 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
El primer viaje real 11ev6 a Felipe III a la Corona de Aragón en un periplo motiva—
do por la celebración de sus bodas en 1599 y la posibilidad de recabar de los tres reinos
el servicio extraordinario habitual para los matrimonios reales. Con el apoyo del se—
cretario catalán Pedro Franqueza y mediante una amplia política de captación de vo—
luntades basada en una abundante distribución de títulos nobiliarios y mercedes pecu—
niarias, las Cortes de Cataluña otorgaron a Felipe III 1.100.000 libras, superando las
mejores previsiones de la Corona. Este elevado servicio tuvo, sin embargo, más tras—
cendencia política que económica, pues pese a las dificultades que hubo para hacerlo
efectivo, estableció un vínculo entre el nuevo Rey y sus súbditos catalanes. Pese al de—
saire inicial por el cambio de sede de los matrimonios reales, en estas Cortes se esta—
bleció la prioridad de la ley escrita sobre el derecho común, limitando considerable—
mente la aplicación del derecho civil catalán, y se acordó la construcción de una es—
cuadra de cuatro galeras (que se hizo efectiva en 1607—1608) para asegurar la defensa
costera del Principado y colaborar con las demás escuadras al servicio de la Monar—
quía en el Mediterráneo. En 1601, el monarca volvió a recurrir al Principado para re—
cabar fondos adicionales con los que atender parte de las provisiones generales de
1602. Después de estudiar varias posibilidades, la Corona solicitó empréstitos y «do—
nativos graciosos» a los diputados, a las universidades y villas reales, prelados, titula—
dos y barones, y recurrió a la venta de jurisdicciones y molinos reales.
Uno de los problemas más graves que debían atender los Virreyes y autoridades
del Principado era la lucha contra el bandolerismo, Se utilizaron todo tipo de tácticas
en su represión: levas de somatenes generales o comarcales (1613, 1616 y 1618),
edictos de desarme generales de armas personales como los pedrenyals, reagrupa-
ción de las baronías, extradiciones hacia Aragón y Valencia, pago de recompensas,
perdones a cambio del servicio en los ejércitos reales en Italia y Flandes, quema de
bosques, demolición de casas y castillos… El período más severo en la aplicación de
estas medidas, y el más eficaz, tuvo lugar durante el virreinato del duque de Albur—
querque (1616—1619).
Las Cortes de Aragón, reunidas al paso de Felipe III y Margarita de Austria por
Zaragoza en 1599, le otorgaron 120.000 ducados como servicio extraordinario. El Rey
aprovechó esta visita para levantar los castigos impuestos por las alteraciones de 1592 y
dar por zanjado este episodio en la relación con el reino. A lo largo de su reinado, se
frustraron varias iniciativas para convocar de nuevo a las Cortes de Aragón ( 1606, 1609,
161 1 y 1617) por otras prioridades más acuciantes en Castilla. Aunque se estudiaron di—
versos medios para incrementar las contribuciones aragonesas a los gastos de la Monar—
quía, como la introducción de una media annata sobre todas las rentas reales enajenadas
como mercedes graciosas concedidas por Felipe II y Felipe III y sobre los bienes feuda—
les, a semejanza de una práctica vigente en el estado de Milán, o la venta de titulos y ca—
balleratos, Lerma se mostró contrario, porque sabía que no podrían obtenerse grandes
beneficios y que, en cambio, cualquier novedad podría provocar una compleja contien—
da política de consecuencias imprevisibles; además las concesiones de títulos incremen—
tarían el número de personas con derecho a voto en las Cortes.
Los fuertes vínculos que el valido, sus parientes y aliados tenían con el reino de
Valencia se pudieron apreciar claramente no sólo en la organización de la visita real y
las dobles bodas de 1599, sino también en la celebración de las Cortes de Valencia de
1604. Se suavizaron las severas pragmáticas contra el bandolerismo, se acordaron me—
478 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
didas para reforzar la seguridad del litoral frente a las acometidas de la piratería berbe—
risca, se otorgaron exenciones de impuestos sobre el privilegio de amortización o la
ampliación de la jurisdicción señorial, y se concedieron numerosos títulos de nobleza.
A cambio, las Cortes autorizaron un servicio de 450.000 libras a pagar en dieciséis
años (1605—1621) a razón de 25.000 libras anuales. Como el ritmo de recaudación fue
mucho más lento, se recurrió a un grupo de asentistas para acreditar estas sumas con
anticipaciones. Este servicio fue más rentable económicamente que el de mayor cuan-
tía concedido por los catalanes en 1599, у vino acompañado por otros donativos adi-
cionales. La propaganda del entorno del valido se encargó, en ambos casos, de promo-
ver la trascendencia de semejantes aportaciones de los reinos orientales de la Penínsu—
la al esfuerzo fiscal de la Monarquía.
Durante el reinado de Felipe III se puso también particular empeño en proseguir
el desarrollo institucional prefijado por los acuerdos aprobados en las Cortes de To—
mar de 1581 para la agregación de la Corona de Portugal a la Monarquía hispánica.
Este nuevo impulso se articuló atendiendo a dos objetivos prioritarios que trataban de
conseguir un control más eficaz de su gobierno y un mayor rendimiento de sus recur—
sos fiscales y financieros. Se planteó la necesidad de modificar lo acordado sobre el
gobierno del reino, estableciendo un virreinato que pudiese incumplir el requisito
constitucional de un titular de sangre real, de manera que pudieran ser designados para
este cargo nobles titulados, cardenales u otros prelados de acuerdo con el modelo exis—
tente en la Corona de Aragón e Italia. Esta fórmula acababa con la igualdad reconoci—
da entre Castilla y Portugal por los estatutos de Tomar, permitía limitar la división de
poderes que implicaba el mantenimiento de un virreinato principesco, reduciendo
considerablemente sus gastos, y consolidaba un mecanismo de intervención del poder
central sobre el poder regnícola, cuyos lazos con la Monarquía se verían reforzados
por el desarrollo de otras instituciones permanentes 0 temporales junto al soberano y
en el reino. La elección del nuevo virrey recayó en el portugués Cristóbal de Moura, el
mayor privado de los últimos años del reinado de Felipe 11.
Por lo que respecta a la administración fiscal y financiera, cabría destacar la crea—
ción del Conselho da Facenda en 1591 y del Conselho da India en 1604, aunque este
último fuera suprimido diez años después por el amplio rechazo que suscitó su ges—
tión, pero también la reforma de la Mesa da Conciencia y las Órdenes en 1608, y del
Consejo de Inquisición de Portugal en 1613. Además, desde 1600 hasta fines de 1607
actúa la denominada Junta de Hacienda de Portugal, integrada por ministros castella—
nos y portugueses, cuyo propósito es incrementar los ingresos de la Hacienda lusa (to—
das las rentas ordinarias y extraordinarias de Portugal y sus dominios ultramarinos,
los monopolios interiores, los servicios de los judeoconversos...), mejorar su gestión
financiera (gastos de la Hacienda, administración y casas reales, ejecución de deudas,
reforma de oficios...) y resolver los conflictos competenciales en la administración ha—
cendística. Se obtuvieron notables ventajas en la renegociación de los arrendamientos
de rentas en los primeros años de funcionamiento de esta Junta, y mejoró el control de
la Corona sobre los recursos fiscales portugueses, pero las iniciativas que pretendían
reproducir en Portugal expedientes fiscales propios de Castilla como las alcabalas
(1605) о un servicio de Cruzada (1609) fracasaron o ni tan siquiera contaron con el
apoyo regio. Desde 1602, la Junta estuvo controlada por los hombres de confianza del
valido, pero prácticamente desapareció tras los procesamientos de 1607. La debilidad
EL REINADO DE FELIPE 111 (1598-1621) 479
de Lerma le forzô a alcanzar un acuerdo con Moura por el que se admitiría la entra-
da de ministros castellanos en el Consejo de Portugal. Cuando Felipe Ill visitó el reino
en 1619 у se celebraron cortes para la jura del principe Felipe como heredero, se le hi-
cieron instancias sin éxito para que trasladase temporalmente su corte a Lisboa 0 para
que su hijo se quedase como virrey gobernador.
En el comercio ultramarino e internacional que confluía en Lisboa y otros puer-
tos portugueses, el capital mercantil y financiero de los cristianos nuevos o judeocon—
versos era esencial. Para reducir la presión que ejercía sobre ellos la Inquisición y la
administración real, varios miembros destacados de esta minoría propusieron a la Co-
rona en 1598 que, a cambio de un perdón general, de mejorar su integración social y de
libertad de movimientos hacia Castilla, Portugal y sus respectivas colonias concede—
rían un donativo de 670.000 cruzados, la cancelación de las deudas pendientes y un
préstamo de medio millón de cruzados para aplicar en las naos de la India Oriental. El
rechazo del Consejo del Portugal, el clero y los gobernadores del reino contrarrestó es—
tas negociaciones, ofreciendo a Felipe III un donativo alternativo de 800.000 cruzados
para paliar las necesidades presupuestarias de la Corona. No obstante, el Rey y Lerma
acordaron con los conversos, en 1601, la entrega de 200.000 cruzados, autorizando su
libertad de movimiento entre los distintos territorios de la Monarquía. Muchos de los
hombres de negocios importantes y sus redes familiares abandonaron Portugal y se
asentaron en Castilla, 0 se trasladaron a los dominios ultramarinos para desarrollar
prósperas actividades comerciales y financieras. Sin esta salida no se explica la nota—
ble expansión de su influencia en las redes mercantiles de la Monarquía, que resulta—
rían vitales en las décadas siguientes. Para obtener su tan ansiado perdón general con
un breve del papa Paulo V de 1604, que gestionó la diplomacia española y el interés
personal del valido, los conversos portugueses se comprometieron a pagar 1.700.000
cruzados como indemnización por las confiscaciones de bienes que dejarían de perci—
birse y cancelar la deuda consolidada, repartiendo además elevadas propinas que as-
cendieron hasta otros 100.000 cruzados.
El perdón general fue promulgado en Portugal en enero de 1605 y provocó algu-
nos tumultos en diversas ciudades portuguesas, constantes quejas entre sectores del
clero y la Inquisición, y malestar en la propia administración del territorio. Se produjo
una sensible reducción del número de mercaderes y hombres de negocios conversos
que operaban en Portugal, así como una pérdida cualitativa y cuantitativa de contribu—
yentes para la Hacienda Real. El desarrollo de una activa correspondencia entre las fa—
milias asentadas en territorios extranjeros y en dominios de la Monarquía facilitó un
incremento, no sólo de estas redes comerciales internacionales, sino también del con—
trabando, el espionaje y un comercio desfavorable para los intereses de la Monarquía.
Además, esta política de concesiones y libertad de circulación a cambio de dinero de—
sacreditaban la imagen de la Monarquía católica, pues muchos de estos conversos
emigraban a tierras protestantes e infieles, o volvían a practicar la religión judaica al
entrar en contacto con otras comunidades hebreas. Coincidiendo con un cambio más
intolerante en la política de la Corona, que se aprecia en diversos ámbitos de actua—
ción, como la propia expulsión de los moriscos y otras medidas represivas contra los
gitanos, a partir de 1610 se reinstauró la normativa que restringía los movimientos y la
promoción de los conversos, y se incrementó nuevamente la presión inquisitorial. Sin
embargo, las medidas aprobadas entre 1610 y 1619 para que regresasen obligatoria-
480 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
La decisión más drástica y cruel que ha marcado la historia del reinado de Feli-
pe III fue la expulsión general decretada contra la población morisca en 1609. Desde
el levantamiento de las Alpujarras y la denominada guerra de Granada (1568—1571), la
abundante presencia de moriscos en Valencia y Aragón se veía no sólo como un pro—
blema de asimilaciôn confesional sin resolver, sino también como una cuestión pen—
diente de seguridad peninsular, considerando que en cualquier momento crítico esta
población podría convertirse en una <<quinta columna» favorable a los ataques berbe—
riscos y turcos en las costas mediterráneas. Durante el reinado de Felipe II, mientras se
aplicaba con rigor y amplitud la reforma católica acordada en Trento, se realizó un es—
fuerzo notable en el desarrollo de medidas de asimilación y evangelización de la po—
blación morisca, en la que desempeñó un papel primordial el patriarca Juan de Ribera,
arzobispo de Valencia desde 1569 hasta su muerte en 161 l. En esta labor, se prepara la
reforma de la organización parroquial desdoblando muchas de las parroquias existen—
tes, dotándolas mejor en personal y recursos, ampliando las rectorías y erigiendo va—
rios seminarios. Se imprimen nuevos catecismos, se promueven verdaderas campañas
misionales y se ejerce una mayor presión inquisitorial, especialmente contra alfaquíes
y dogmatizadores islámicos. La aplicación de estas medidas sufre constantes rece—
sos y su limitado alcance brinda nuevos argumentos a los partidarios de soluciones
más radicales e intransigentes.
Cuando Felipe II se hallaba plenamente inmerso en la dirección de una política
exterior definida por las prioridades de sus compromisos atlánticos tras la incorpora-
ción de la Corona de Portugal, celebró en 1581 y 1582 en Lisboa varias juntas particu—
lares sobre la cuestión morisca, como un problema de seguridad motivado por los con—
tactos detectados con Argel. Aunque ya entonces se llega a hablar de exterminio y
deportación general, en lugar de la dispersión interior realizada en 1571 con los moris—
cos granadinos rebeldes, la falta de una motivación suficiente para justificar la ri guro—
sidad de semejantes medidas, y la necesidad de buscar una coyuntura internacional
más favorable y segura para acometer esta gigantesca empresa, obligará a posponerla
y a mantener los esfuerzos de evangelización en marcha. Además, como paso previo a
esta <<solución final», sería necesario no sólo desarmar a la población morisca que
prestaba servicio con las lanzas señoriales en la defensa costera del Levante, sino tam—
bién convencer a la aristocracia provincial mediante compensaciones económicas о
patrimoniales, y a los acreedores de los moriscos arbitrando soluciones a las rentas
que percibían a través de juros y censales. El propio envío del marqués de Denia como
virrey de Valencia en los años 1595— 1597 puede entenderse en esta línea de actuación
de la Corona. Él fue responsable de poner en marcha la nueva milicia efectiva del rei—
no con el apoyo de la aristocracia valenciana y de las ciudades, cuya finalidad era esta—
blecer un nuevo sistema defensivo que redujese definitivamente la dependencia de los
vasallos moriscos en esta materia, desarrollando en su lugar una estructura de base
esencialmente urbana.
Cualquier decisión global sobre la seguridad peninsular en el Mediterráneo pasa—
ba necesariamente por sus implicaciones con la política norteafricana de la Monar—
482 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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quía. Durante todo el reinado se aprecia un interés constante por esta fachada meridio—
nal que cuenta con el apoyo personal del valido, y cuya importancia radica en ser un
espacio vital para las comunicaciones con los dominios italianos, pero también por el
intenso flujo comercial de mercantes septentrionales que circulaban hacia el Medite—
rráneo. Desde la elección de Valencia y Denia, en lugar de Barcelona, como sede para
la celebración de las dobles bodas de 1599, se suceden acciones encaminadas a refor—
zar la presencia militar y estratégica de la Monarquía en el norte de África y en el Me—
diterráneo occidental: los proyectos contra Argel en forma de empresas (1601, 1602 y
1617—1619) 0 de operaciones encubiertas, como las negociadas con el rey del Cuco
y otros intermediarios; la creación de la escuadra de la guarda del Estrecho (1607—
1621) y dela escuadra de galeras de Denia (1616— 1621); las incursiones de la Armada
de Mar Océano en el Mediterráneo, la ocupación de Larache (1610) y La Mamora
(1614); y la participación española en los conflictos civiles y sucesorios del reino de
Marruecos entre Muley Zidán, Abdalá y Muley Xeque. La actividad corsaria berberis—
ca seguía siendo un motivo de preocupación para la seguridad del estrecho, pues algu—
nas expediciones habían llegado a amenazar las Canarias y las costas portuguesas y
gallegas. Además, el comercio de los mercantes ingleses y neerlandeses hacia el Me—
diterráneo, sometido a fuertes presiones por el embargo general de 1598 y el decreto
EL REINADO DE FELーPE (1598—1621) 483
del treinta por ciento aprobado en 1603, encontraba refugio en los puertos norteafrica-
nos y proveía de barcos de alto bordo, marinería adiestrada y artillería al corso berbe—
risco. Aunque esta situación se fue agravando a lo largo del reinado, la sensación de
inseguridad afectaba básicamente a las zonas costeras y al tráfico marítimo. En la
práctica, los rumores sobre intrigas de la población morisca para levantarse coinci—
diendo con un ataque combinado a mayor escala de corsarios berberiscos, fuerzas oto—
manas y otros enemigos septentrionales no parecían sustentarse en pruebas tangibles,
ni los moriscos disponían de los recursos militares y materiales necesarios.
Felipe III ya había visitado el reino de Valencia en 1586 para jurar ante las Cortes
como heredero; regresó en 1599 para celebrar sus bodas y se interesó particularmente
por las medidas de evangelización llevadas a cabo, conociendo de cerca la situación
de la población morisca. Volvió nuevamente en 1604 para intervenir en las Cortes que
aprobaron un elevado servicio de 450.000 libras, cuatro veces superior a los concedi—
dos en el siglo XVI. Hasta 1608 la política oficial era partidaria de fomentar las campa—
ñas de asimilación, aunque los defensores de una solución final eran cada vez más nu—
merosos e influyentes en el entorno del soberano.
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CAPÍTULO 18
Felipe III dejö a su hijo una herencia envenenada. Castilla, el corazón de la Mo—
narquía, se hallaba sumida en plena recesión económica y caminaba imparable hacia
una profunda reestructuración económica que impondría el dominio aplastante del
sector primario. La sociedad había perdido el dinamismo de los «grupos medios». De
nada había servido el periodo de paz inaugurado con la Tregua de los Doce Años. La
Hacienda Real seguía ahogada en el endeudamiento y el déficit crónico. Y no había vi—
sos de que se pudiera invertir la tendencia. En la Corte y en Castilla, un sector de la SO—
ciedad pedía urgentes reformas que enderezaran la situación. Con no menos insisten—
cia, otro grupo no menos iniluyente, que podía coincidir con el anterior, renegaba del
pacifismo vergonzoso del anterior gobierno y exigía volver a los tiempos de Felipe II,
olvidándose de que parte de los problemas procedían precisamente de la política prac—
ticada por el Prudente. Armonizar ambos postulados —recuperación y prestigio— pa—
rece una tarea imposible. Sin embargo, no opinaban así los nuevos dueños del poder
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de la relación, las cosas eran bien distintas. Holanda, el talón de Aquiles de la Monar—
quía, había utilizado la paz para incrementar su poder económico y fortalecer su posi-
ción. En el resto de la Península, Aragón y Valencia, vivían todavía inmersos en el co-
lapso provocado por la expulsión de los moriscos. Cataluña y Portugal mostraban un
descontento creciente ante la política autoritaria de la Monarquía.
l. El gobierno
y estaba casado desde 1615 con Isabel de Borbón (1602—1644). El matrimonio tuvo
siete hijos. De ellos, cinco hijas murieron prematuramente. Baltasar Carlos ( 1629-
1646) expiró en Zaragoza a los 17 años. Sólo le sobrevivió María Teresa (1638—1683)
que casó con Luis XIV. Tras la muerte de Isabel, contrajo de nuevo matrimonio, en
1648, con su sobrina carnal María de Austria, hija del emperador Fernando III. De esta
unión nacieron cinco hijos. Tres fallecieron también muy pronto. Los otros dos fueron
Margarita María (1651-1673), que casó con el emperador Leopoldo I, y Carlos
(1661-1700), el sucesor, en el que la endogamia practicada contra toda razón dejaría
su huella más cruel. De sus amores adúlteros con la actriz María Calderón, la Caldero—
na, tuvo a Juan José de Austria (1629-1679) llamado a un destacado protagonismo en
el inmediato futuro de la Monarquía.
De la vieja imagen de Felipe IV queda poco. La última historiografía mantiene su
inclinación por las mujeres y su condición de mecenas, destacando especialmente
su amor al arte, pero desecha, por falsas, las acusaciones de monarca apático, despreo-
cupado y débil, víctima fácil de su valido. Tras su coronación prestó atención alos asun—
tos de gobierno, pero este interés duró poco. Fue el impulso de la novedad y, quizá más,
fruto del deseo de todo hijo de superar los defectos del padre. Pronto se dedicó a vivir su
juventud, contando con el Conde—Duque en sus correrías nocturnas. Sólo tras la penosa
enfermedad de 1627 empezó a despachar habitualmente, se mantuvo al día de los asun—
tos de su Monarquía y pasó largas horas leyendo documentos y anotando la opinión que
le merecían. Tampoco el entendimiento entre rey y valido fue perfecto. Durante los 28
años de relación tuvieron diferencias frecuentes, en ocasiones profundas, que provoca—
ron un progresivo distanciamiento hasta consumarse en 1643, cuando Felipe IV le co-
municó que estaba dispuesto a aceptar la renuncia que tantas veces le había presentado.
A los historiadores ha interesado más el valido del rey que el propio rey.
El nuevo equipo empezó su programa, como parece lógico, por la moral, que se
pretendía renovar. En 1621 fue creada la Junta de Reformación, que debía vigilar las
costumbres y erradicar los vicios del pasado. Apenas tuvo actividad. Entre sus medi—
das más llamativas estuvo la de obligar a presentar un inventario de sus bienes a todos
los que hubieran desempeñado algún cargo desde 1603. Al año siguiente la declara—
ción, que debía ser jurada y presentada ante un juez, fue retrasada hasta 1592. Nadie se
sintió aludido ni acudió a los tribunales. Poco después ambas disposiciones, que se
consideraban atentatorias a la honra —el pobre sufriría la humillación de sus vecinos
y el rico suscitaría su envidia— fueron revocadas. El fracaso de la Junta era evidente.
No se fue tan condescendiente con los principales sandovalistas. Uceda fue dete—
nido. Los bienes de Lerma embargados. Rodrigo Calderón, el favorito de Lerma y la
persona más odiada de Castilla y elegido por eso como la víctima que mejor servía a
los intereses de los nuevos dueños del poder, fue condenado a muerte y decapitado.
Otros, como el inquisidor Aliaga y Francisco de Acevedo, presidente del Consejo de
Castilla, que habían gozado de gran influencia durante el valimiento de Uceda, acaba—
ron abandonando su puesto. Los mismos Zúñiga y Olivares se negaron a recibir mer—
cedes y renunciaron a los 100.000 ducados que el Rey donaba a Lerma y Uceda cada
vez que le notificaban la llegada feliz de la flota indiana. La intención era mostrar con
el ejemplo que las cosas iban a ser distintas. Mientras, la Junta de Reformación langui—
decía, a finales de verano de 1622 fue creada la Junta Grande de Reformación que de—
bía dar un impulso definitivo a las reformas. De la misma se dio cuenta a las Cortes el
3 de septiembre. El 20 de octubre se remitía a las ciudades una extensa carta con las
medidas que se iban a poner en práctica y se pedía su colaboración. El 10 de febrero de
1623, las propuestas, con algún pequeño añadido, pasaron a convertirse en leyes con
la promulgación de los Artículos de la Reformación. Con ellos veía la luz el programa
económico y social de Olivares. Casi todos los aspectos de la vida castellana eran
atendidos.
Los Artículos predicaban una política de austeridad, que debía ser el fundamento
de la recuperación de Castilla. Con este propósito, los corregimientos reducirían dos
492 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tercios algunos de sus oficios y los consejos un tercio de sus plazas. El Rey daría ejem—
plo limitando la servidumbre real al número que tenía con Felipe II, y la nobleza aban—
donaría la Corte y regresaría a sus Estados. Otras disposiciones se ocupaban de reducir
los gastos superfluos y los suntuarios. Entre éstos cabe destacar la gola o gorguera que
sería sustituida por la golilla.
La población, otro de los grandes temas del momento, era objeto de una atención
especial. Exenciones fiscales premiaban la nupcialidad y la natalidad, mientras se incre-
mentaban las cargas a los solteros mayores de 25 años. La emigración, incluso a las
Indias y también del campo a las grandes ciudades, quedaba prohibida, mientras las fun-
daciones de caridad deberían prestar ayuda a los huérfanos y doncellas para casarse.
Otra serie de medidas, siguiendo los postulados mercantilistas, protegían la eco—
nomía castellana de la competencia extranjera. En este mismo contexto; la limpieza de
sangre era objeto de un prudente tratamiento con el propósito de eliminar barreras que
marginaban por su origen a gentes que podrían aportar una valiosa colaboración tanto
a la sociedad como a la Monarquía.
El sistema crediticio era objeto de atención especial. Con el propósito de liquidar
la considerada nefasta dependencia de los banqueros extranjeros y el costoso sistema
de recaudación fiscal, siguiendo los apuntes de algunos arbitristas, se disponía la crea—
ción de erarios y de montes de piedad —una red bancaria castellana— al mismo tiem-
po que se diseñaba su funcionamiento. El capital sería aportado por los súbditos, que
entregarían en cinco años el 5 % del valor de sus haciendas. A cambio, recibirían una
pensión vitalicia del 3 %. Además, captarían dinero amortizable al 5 % y lo prestarían
al 7 %. Era opinión común que el sistema bancario proporcionaría una serie intermina—
ble de ventajas. Los campesinos y artesanos encontrarían créditos fáciles y la Monar—
quía solución a la mayoría de los problemas hacendísticos, que eran motivo de perma—
nente discusión y preocupación: recaudación de impuestos, bancarrotas, metales pre—
ciosos, el vellón, etc. Los bancos eran la solución esperada, que había sido ya conside—
rada en tiempos de Felipe II у Felipe III.
También se apuntaba la desaparición de los injustos y odiados millones. En su lu—
gar, las ciudades, villas y lugares sostendrían 30.000 soldados destinados a la flota y a
los presidios. Cada localidad de las 15.000 existentes debería subvencionar dos solda—
dos a razón de seis ducados mensuales por cabeza. La tasa se ajustaría a la riqueza de
los lugares. Total, el nuevo impuesto supondría 2.000.000 de ducados anuales. El im—
porte que ahora rentaban los millones. El proyecto simplificaba la recaudación y ase—
guraba además el pago de la tropa, lo que sin duda haría más atractivo el alistamiento.
Mientras se implantaban los Artículos, se resucitaba en 1624 la Junta de Refor—
mación que debía ocuparse de la moralidad sexual para después, en 1625, perseguir
aquellas publicaciones que pudieran relajar la moral juvenil. Durante diez años fue
prohibida la publicación de novelas y comedias atentatorias al viejo espíritu castella—
no, que sólo vieron luz en ediciones clandestinas o en otras hechas en la Corona de
Aragón.
A fines de este año de l624, Olivares, en plena fiebre reformista, enviaba a Feli—
pe IV el más conocido y polémico de sus escritos políticos: la instrucción secreta o
Gran Memorial. El texto, un documento concebido para la educación del Rey, preten—
de restaurar la Monarquía a través de la información y concienciación del monarca. En
su última parte, la más conocida trataba el problema más arduo, en su opinión, de la
FELIPE IV Y 。LーVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (162 l — 1643) 493
Más adelante exponía los medios para alcanzar esa unidad. El primero consistía
en hacer partícipes a los naturales de los distintos reinos de los oficios y dignidades de
Castilla y en favorecer los matrimonios mixtos de manera que la unificación se viese
como el término de un proceso forjado y aceptado por todos. Los otros eran mucho
más directos y brutales. Proponía el recurso al ejército, bien para negociar desde una
posición de fuerza, o bien para apagar la revuelta popular previamente instigada du—
rante la celebración de Cortes. El resultado final era el mismo: someter estos reinos a
las leyes de Castilla. Esta reducción ha sido interpretada por ciertos historiadores
como la culminación de un plan urdido por la clase dirigente castellana para acabar
con el particularismo de la Corona de Aragón. Por su parte J. H. Elliott entiende que
Olivares, como cualquier estadista del siglo XVII, «no hablaba como un castellano
que pretendiera “castellanizar” la Península, sino como un ministro decidido a elevar
a su rey a cotas nunca vistas de superioridad». Sin embargo, la reducción pretendida
implicaba que cada parte renunciara a su identidad secular y aceptar los valores socia-
les y culturales castellanos. Semejante renuncia fue rechazada con rotundidad.
de hacer instrucción todos los días festivos. Este ejército acudiría a la defensa de la
parte de la Monarquía atacada, y la actuación conjunta y solidaria forjaría la integra—
ción de los distintos territorios.
La Unión fue aprobada por el Consejo de Estado, que daba por supuesto que Cas—
tilla la aceptaría, pero temía la respuesta de la Corona de Aragön. Por eso, para disipar
dudas, el 15 de noviembre fueron enviados a los distintos reinos de la Corona aragone—
sa cuatro regentes del Consejo de Aragón para informar, pulsar opiniones y ganar vo—
luntades. Aunque sus informes no fueron tan positivos como se deseaba, el 21 de di—
ciembre fueron convocadas Cortes para principios de 1626. Se ordenaba a los arago—
neses ir a Barbastro, aunque luego, por su duración, se trasladarían a Calatayud. A los
catalanes, marchar a Lérida y más tarde, ante sus protestas, a Barcelona. A los valen-
cianos, acudir a Monzón.
El proyecto, en opinión de Olivares, favorecía la integración territorial, acrecen—
taba el potencial de la Monarquía y respondía a las demandas de solidaridad de Casti—
lla. Era perfecto. En la otra parte el sentir era bien distinto. Castilla se había identifica-
do con la Monarquía Universal Católica hasta hacer propios los intereses que en reali-
dad eran del monarca titular de distintos reinos y territorios, pero no suyos. En la
Corona de Aragón esta identificación no se había producido. Los intereses de la Mo—
narquía Universal Católica siempre fueron extraños y en modo alguno habían conse—
guido eliminar la individualidad dinástica de los distintos reinos. En Aragón, Valencia
y Cataluña, Su Sacra Católica Real Majestad era Felipe III de Aragön y de Valencia y
conde de Barcelona. Nada más. Todo un cúmulo de circunstancias hacían más difícil
la aceptación del proyecto. Felipe IV no había jurado sus fueros después de cinco años
en el trono. Otras cuestiones legales alimentaban el descontento. Además, el proyecto
resultaba extraño. Hablaba de solidaridad cuando nada habían recibido de la Monar—
quía ni en el pasado ni en el presente. El Rey y su valido no mostraban la menor sensi—
bilidad. Pretendían unas Cortes rápidas sin importarles los problemas de sus súbditos.
Finalmente el cupo exigido era a todas luces excesivo. Sobre este fondo común, cada
territorio respondió de distinta manera
En Aragón la nobleza, la I glesia y los caballeros aceptaron en un tiempo récord la
petición real. La resistencia casi numantina vino de las universidades, que vivieron
momentos de agitación causada por el importe del servicio. Sólo la presión real, las
amenazas intolerables a los concejos y al reino y la reducción del cupo a 2.000 hom—
bres o su equivalente en dinero, 144.000 libras anuales durante quince años, doblega-
ron a las universidades más remisas. Las Cortes, en un intento de recuperar la activi—
dad económica, prohibieron la entrada de paños franceses y permitieron por ley que la
nobleza pudiera comerciar sin demérito.
Tampoco entre los valencianos el proyecto levantó pasiones. Y de la misma ma—
nera las explicaciones de un primer momento se convirtieron después en presiones. El
brazo eclesiástico aceptó pronto. Después lo haría el tercer estado, cuando ya el Rey
había rebajado su primera exigencia a 1.666 hombres. El 9 de marzo debiö decir sí la
nobleza. Pocos días después el servicio fue concretado en 108.000 libras anuales du—
rante quince años. Una vez confirmado el donativo, Felipe IV partió apresuradamente
hacia Barcelona donde las Cortes parecían encalladas. A principios de mayo abando—
naría la ciudad condal sin ningún resultado.
El balance de la jornada de Aragón era negativo. El proyecto había fracasado. La
FELIPE iv Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621—1643) 495
económicos y militares se creó en 1624 el Almirantazgo del Norte que debía regular el
comercio entre Castilla y los Países Bajos católicos y vigilar la guerra contra Holanda.
Además se confiaba en que fuera origen, siguiendo el modelo holandés, de cuatro com—
pañías privilegiadas que comerciarían con el Mediterráneo, el norte, las Indias Orienta—
les y la Indias Occidentales. Una trayectoria parecida tenía la Junta de Comercio, que
debía centrarse en el control del comercio holandés para después impulsar el castellano.
Al mismo tiempo se importaron artesanos católicos valones para reactivar la industria
textil. En 1625 se creò la Junta de Población, de Agricultura y Comercio. Apenas sobre—
pasaron el estadio de meros proyectos. Algo parecido puede decirse de los Estudios
Reales, fundados por la Corona en el Antiguo Colegio Imperial con el propósito y la in—
tención de formar hombres preparados para satisfacer las necesidades de la Monarquía.
Empezó a funcionar en 1629. En 1634 Sólo contaba con 60 alumnos. Boicoteado por las
universidades y por la nobleza, resultó un tremendo fracaso.
Después de tanto tiempo empleado, tantas energías consumidas y tanta crispación
provocada, el único triunfo que podía esgrimir el Conde-Duque, cuando desapareció de
la escena pública, será éste: el haber conseguido que la gola fuera sustituida por la goli—
lla. Había fracasado en su pretensión <<de reducir los españoles a mercaderes».
3. La política internacional
La reputación, por la que ya se clamaba desde fines del reinado anterior, era el
otro pilar del programa de Olivares. Por eso, el nuevo equipo mantuvo su compromiso
con Viena en la guerra de los Treinta Años y reanudó las hostilidades con los holande—
ses tan pronto acabó la considerada humillante y vergonzosa tregua de los Doce Años.
El propósito era someterlos o, en el peor de los casos, conseguir una paz digna. La em—
presa era difícil. Los rebeldes tenían a su favor la distancia, su poderío naval y su po-
tencial económico, además del apoyo incondicional de sus vecinos. De este blindaje
tenía un buen conocimiento la Monarquía, según se desprende de su intención de com—
batirlos en todos los frentes. La Marina, que desde 1619 había recibido y seguiría reci—
biendo fuertes inversiones, ayudaría a los tercios; el comercio, que se consideraba el
corazón de la república, sería perseguido sin tregua, y se buscaría con denuedo la
alianza de terceros que ayudaran a doblegar a los insumisos vasallos.
dera fe. Nada consiguió. La Liga de la Unión fue un sueño. Fernando II nunca lanzó sus
tropas contra Holanda. Tampoco suscitó el menor entusiasmo el proyecto de conseguir
un puerto en el Báltico para la armada de la Monarquía y hacer de éste un mar católico.
Sólo cuando sintieron sus intereses amenazados, Emperador y príncipes volvían a ha-
blar de alianza para olvidarse después, tan pronto amainaba el temporal.
En la pretendida guerra total contra Holanda era imprescindible dominar el Bálti-
co para combatir su comercio. También era parte de la estrategia el dominio del Canal
de la Mancha. Su importancia fue creciendo a medida que el camino de Italia se hacía
más difícil e inseguro. Movida por estos objetivos, la diplomacia de Felipe IV entrö en
negociaciones con Segismundo III de Polonia y buscó el entendimiento con Inglate-
rra. Después de una primera etapa de enfrentamiento, Olivares consiguió de los ingle—
ses barcos para trasportar hombres y pertrechos, refugio para los barcos hispanos y
neutralidad.
Con Francia las relaciones fluctuaron hasta acabar en la ruptura total. En principio
la condición católica de ambas monarquías, la presencia de la herejía entre los franceses
y la relación familiar entre ambos monarcas —eran cuñados— debieron constituir moti-
vos de sintonía, de unión o de alianza. La realidad fue bien distinta, a pesar de que el par—
tido devot apostaba por la unión. Hasta 1624 mantuvieron la armonía que había existido
desde la desaparición de Enrique IV. Pero tan pronto se hizo con el poder, Richelieu
rompió de cuajo el idilio. Los dos validos empezaron un juego en el que el objetivo final
era derrotar al contrario. Como en todo juego a muerte, también en éste valdrá todo o
casi todo, como el apoyo a los enemigos del contrario —aunque fueran herejes—, man—
teniéndolos con dinero e incitándolos a la subversión o, llegado el caso, la firma farisai—
ca de alianzas contra un enemigo común, en este caso Inglaterra. Quizá sólo un recurso
parece haberse descartado: la eliminación violenta del otro. Circunstancialmente se bus—
carán otros aliados, como la siempre tornadiza Saboya o Venecia. Fueron amigos de
conveniencia para dar respuesta a problemas puntuales.
Ni Olivares ni Felipe IV entendieron la política del francés. Tampoco encontra-
ron explicaciones a la conducta del papa Urbano VIII. Suponían que el Santo Padre
era el primer interesado en el triunfo de la causa católica, que lógicamente era la suya,
la de la Monarquía Universal Católica. Sin embargo, Urbano VIII veía las cosas de
otro modo. Sentía tan poca devoción por la causa del Habsburgo como debilidad por la
del Borbón. Mostró esa desviación, entre otros asuntos, en la cuestión de la Valtelina о
en la defensa de los privilegios económicos del clero hispano cuando las necesidades
acuciaban por todas partes. La terquedad del Papado reavivará una cuestión siempre
latente en la historia moderna de España: el regalismo.
Las alianzas, cuando se consiguieron, no ocultan un hecho trascendental: la Mo—
narquía Universal Católica estuvo fundamentalmente sola. Nunca contó con incondi—
cionales, ni siquiera con aquellos que eran о podían ser considerados sus aliados natu—
rales, como el Papa o el Emperador. Ni su causa —<<la defensa de la verdadera fe»—
ni sus argumentos, defendidos ardientemente por sus políticos, diplomáticos y pole—
mistas resultaron creíbles para aquellos que aparentemente debían estar comprometi—
dos en la misma empresa. Más aun, algunos de sus principales enemigos fueron jerar—
cas de la propia Iglesia. Ninguno debió creer el discurso de Madrid o, quizá, todos
consideraban que la religión quedaba supeditada a la razón de Estado. Las proclamas
católicas del gobierno de Madrid no eran otra cosa que razón de Estado, о razón de la
498 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
En 1621 se abrieron las hostilidades con Holanda. Sus barcos fueron expulsados
de todos los dominios de la Monarquía y embargados sus bienes y mercancías. En el
mes de agosto don Fadrique de Toledo destrozaba una armada holandesa frente a Cá-
diz. Al año siguiente, el gran Spínola empezaba las operaciones terrestres. En este
mismo año, la recientemente creada Junta de Comercio, con la satisfacción del sector
industrial proteccionista, se ocupaba de la entrada ilegal de productos procedentes de
Holanda. Con esta rotundidad empezaba una guerra que pretendía ser total.
Pero éste no era el único frente. Quedaban flecos del pasado. La cuestión de la
Valtelina, pieza clave en el llamado camino español de Flandes, y la del Palatinado,
prólogo de la guerra de los Treinta Años, estaban todavía pendientes. El primer con—
flicto se cerró temporalmente con el tratado de Aranjuez de 1622. Según lo acordado,
la Valtelina [ue ocupada por tropas del Papado hasta que las Monarquías cristianísima
y católica llegaran a un acuerdo. Nada semejante ocurrió con el Palatinado. Olivares,
que pretendía atraerse a Inglaterra y quizá cerrar un frente que le permitiera ocuparse
de Holanda, era partidario de devolverlo a su propietario, Federico de Sajonia, yer—
no de Jacobo ] de Inglaterra. Fracasó en su intento. A pesar del papel de Spínola y de
sus tropas en su recuperación, Fernando II, en una torpe decisión, lo entregó a Maxi-
miliano de Baviera, atizando el rescoldo del conflicto religioso que ahora ya no se de-
tendría hasta la victoria de uno de los bandos. Para la Monarquía católica, la decisión
de su primo el Emperador representó la apertura de nuevos frentes. Inglaterra, agra—
viada todavía desde la visita de Carlos a Madrid, y los protestantes se sumaban a Ho—
FELIPE IV Y 。LーVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621- 1643) 499
landa. El nümero de los enemigos incrementaba los costes y dispersaba las fuerzas.
Esta iba a ser la gran cuestión: ¿cómo hacer frente a unos enemigos cada vez más fuer—
tes y numerosos?
Tampoco Olivares permanecía inactivo. Desde 1622 negociaba con las potencias
del norte la posibilidad de conseguir una serie de bases navales que sirvieran de refu—
gio a la Armada desde el Canal de la Mancha hasta el Báltico. En 1624 consiguió que
las rutas fluviales y las esclusas del Escalda, Mosa, Rin y Lippe fueran cerradas a los
holandeses y esperaba conseguirlo también en el Weser y el Elba. La flota pesquera
holandesa, que reportaba pingües beneficios a la república, era perseguida sin tregua.
La guerra marítima y comercial se cerraba con la creación del Almirantazgo y la com—
pañía Comercial de Flandes, que con base en Sevilla debían controlar el comercio ho—
landés y desarrollar el castellano. Al mismo tiempo, presionaba al Imperio para que
Madrid permitiera al Almirantazgo la utilización de la costa septentrional de Alema-
nia. Incluso contaba con atraer a las ciudades de la Hansa a una red comercial domina-
da por los Habsburgo. Pero el bloqueo de los ríos fue levantado a instancias de Bruse-
las y el Imperio nunca se sumó a los planes de Olivares.
A pesar de tanto desvelo, la causa austríaca encontró en 1624 un poderoso e in—
condicional enemigo: Armand—Jean du Plessis, obispo de Luçon y cardenal de Riche-
lieu, y futuro valido, que habia hecho de la destrucción de los Austrias el objetivo de
su política, ocupó la presidencia del Consejo del rey francés. Su presencia se dejò no—
tar de inmediato. En este mismo año, Francia, Saboya y Venecia entregaban, violando
el tratado de Aranjuez, y sin apenas respuesta del Papa, la Valtelína a los grisones.
Francia firmaba un tratado de alianza con los holandeses. Londres entorpecía los en—
víos a Spínola. Y se temía una alianza marítima de los príncipes protestantes. El miedo
a una unión paneuropea animó al Conde—Duque a tantear las posibilidades de paz con
los holandeses pero, como haría en distintas ocasiones, con tales exigencias que siem—
pre provocó su rechazo. Al mismo tiempo, porfiaba inútilmente una alianza con el
Emperador y los príncipes católicos del Imperio que llamaba Liga de la Unión.
En 1625, el annus mirabilis, la fortuna se tornò propicia. El matrimonio entre Car—
los I y la infanta francesa Enriqueta María, la entrada de Dinamarca en la guerra de los
Treinta Años, la alianza entre Francia y Saboya contra Génova y el propósito de Buc—
kinghan, de lanzar una armada contra España no pudieron empañar los éxitos de las tro-
pas de Felipe IV. Spínola conquistó Breda. Su rendición fue inmortalizada por Veláz-
quez. El duque de Feria dominaba la situación en Italia. Don Fadrique de Toledo tornaba
Bahía, expulsando a los holandeses, el inglés Edward fracasaba ante Cádiz y era recha—
zado el ataque holandés contra Puerto Rico. Las armas de la Monarquía se afirmaban
por todas partes. Los triunfos llevaron a otorgarle el título de «el Grande» a Felipe IV.
Además, Richelieu debía hacer frente a una oposición creciente, convenientemente ins—
tigada desde Madrid. También las tropas imperiales habían conseguido éxitos impor-
tantes. El horizonte aparecía despejado y el triunfo de la causa católica, cuestión de
tiempo. Empujado por la euforia de los éxitos, Olivares intentaba implicar a Segismun—
do III de Polonia en su política de asfixiar la economía holandesa.
La situación se mantuvo en los años siguientes. Richelieu, acosado por la oposi-
ción y por los hugonotes, y temiendo una posible unión entre Carlos I —Bucking-
ham— y Felipe IV —Olivares— se acercó a Madrid. En 1626 firmaba el tratado de
paz de Monzón que normalizaba la situación de la Valtelína y proponía a Madrid una
500 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
alianza contra Inglaterra. El acuerdo se firmó en 1627 aunque nadie creía en él. Fue
utilizado para neutralizar al contrario. En el terreno militar, la situación permanecía
estancada en Holanda pero la guerra comercial estaba haciendo estragos en la econo—
mía holandesa y el partido de la paz presionaba para acabar con la guerra. El Imperio,
por el contrario, avanzaba sin cesar. Wallenstein triunfaba sobre daneses y protestan—
tes. La situación era tan propicia que Olivares presionaba para que, desde Alemania,
fuera ocupada Holanda, y proponía inútilmente la unión Madrid-Viena. Con estos fra—
casados intentos terminaba 1527 y con él una primera etapa de la guerra de los Treinta
Años y de la guerra de Holanda, caracterizada por los éxitos, nunca definitivos, de las
armas de Felipe IV y Fernando II.
Dos hechos parecen abrir el nuevo periodo: la venida de Spínola a Madrid para
forzar la paz con Holanda, y la muerte sin heredero directo del marqués de Vicenzo a
fines de 1627, titular del ducado de Mantua y del marquesado de Monferrato. La he—
rencia pasaba al francés duque de Nevers. La vinculación de estos estratégicos territo—
rios a Francia suponía una seria amenaza para los intereses de la Monarquía católica.
Para evitar futuros inconvenientes, Olivares decidió echar al nuevo inquilino, argu-
mentado que había tomado posesión de estas tierras feudatarias del Imperio sin contar
con el permiso del Emperador. La nueva guerra estuvo plagada de fatales consecuen-
cias. Distrajo fuerzas y recursos y consumió grandes sumas de dinero, además de ases—
tar un duro golpe a la credibilidad de la causa de Felipe IV para terminar en un rotundo
fracaso. Contando con el efímero apoyo de la voluble Saboya, fue preciso enfrentarse
a Francia, Venecia y al Papado.
En el norte se sucedieron los fracasos. En 1628 daneses y suecos forzaban a le—
vantar el sitio de Stralsund, que iba a ser la base de la escuadra hispana en el Báltico.
En las Indias, el almirante Piet Heyne se apoderaba de la flota de Nueva España ancla-
da en el puerto cubano de Matanzas. No fue mejor año 1629. Además, el Emperador,
en contra de la opinión de Madrid, destituyó a Wallestein y redujo su ejército. Las co—
sas iban mal y todavía irían peor. El 26 de junio de 1630 Gustavo Adolfo de Suecia
lanzaba sus tropas en defensa de la causa protestante. Spínola era enviado inútilmente
a Italia, donde murió, para reconducir la situación. Poco después, los acontecimientos
bélicos forzaban el final de la guerra de Mantua, de la que merece destacarse la resis—
tencia de la estratégica fortaleza de Casale, que resultó inexpugnable a las tropas de
Felipe IV. El tratado de Ratisbona entre Fernando II y Francia, y las paces de Cherasco
en 1631 que permitían a Francia mantener la fortaleza de Pinerolo, ponían fin a esta
desgraciada contienda.
La paz en Italia no mejoró la situación general. Los holandeses ocupaban Olvido
y Reife en Pernambuco, al norte de Brasil. Los últimos desastres y las conquistas bra—
sileñas hicieron ya inviable cualquier acuerdo con Holanda, que renovaba su alianza
con Francia. La única noticia gratificante en estos años para Madrid fue el tratado de
paz con Londres de 1630. En el Imperio, los suecos hacían retroceder al ejército cató—
lico. En 1632 pasaron el Rin y cortaron el camino entre Alemania y Flandes. Fueron
años de triunfo protestante, empujado por el ejército sueco y por el apoyo francés. El
avance alarmó a los príncipes católicos. Fernando ll recuperò a Wallenstein y se habló
FELIPE V Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621-1643) 501
a) Rutas militares
_~ ・ españolas y austríacas
KML“… … b) Ofensivas francesas
\ fb 璽 Wu... C) Ofensivas suecas
«ªí?-" d) Territorios controlados
por los Habsburgo
FRANCIA
TQSCANA
」
FUENTE: R. A. Stragdhing, Europa y su declive de la estructura imperial española 1580—1720, Cátedra,
Madrid, 1983, p. 129.
La declaración de guerra por parte de Francia provocó una gran conmoción en Ma—
drid. Consciente de la gravedad de la situación, la ya exhausta monarquía de Felipe IV
intentó responder al desafío con todos los medios a su alcance. Volvió a hablar de paz
con los holandeses. Firmó una alianza con Inglaterra con el propósito de contar con su
502 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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FUENTE: J. Israel, La república holandesa y el mundo hispânico 1606—1661, Nerea, Madrid, 1997, p. 21.
ban Breda y los franceses ganaban terreno en Artois. En 1638 ponían sitio a Fuenterra—
bía. Después de grandes esfuerzos, la villa fue recuperada. Pero las cosas discurrían
mal. A fines de 1638 caía Breisach, uno de los pasillos que conducía al imperio y a
Flandes. Olivares pensaba invadir Francia pero fueron los franceses quienes tomaron
Salses en el Rosellón en 1639. En este mismo año, la derrota de la Dunas, ante france—
ses y holandeses, dio al traste con la mayor parte de la armada, que al mando de
Oquendo, y contando con la ayuda de Inglaterra, pretendía limpiar de enemigos la ruta
del Canal. España quedaba a merced del enemigo y la comunicación con Flandes en
pésima situación. La coyuntura no mejoraba. En Italia, donde se había pretendido ase—
gurar el dominio hispano, Leganés se retiró de Casale en medio de grandes pérdidas.
Turín y Arras caían en poder enemigo. En el interior, las tensiones acabaron finalmen—
te por estallar. En 1640 se levantaron Cataluña y Portugal. La guerra, después de más
de un siglo, estaba en el corazón mismo de la Monarquía. Ahora había que atender los
frentes del exterior y apagar las sublevaciones del interior. La situación era ciertamen—
te crítica. En 1641 moria el Cardenal—Infante y se buscaba desesperadamente levantar
un ejército que atendiera a los frentes interiores.
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FUENTE: R. A.
Stradlin, Euro
drid, 1983, p. pa y el declive
105. de la estructura
imperial españ
ola 1580—1720,
Cátedra, Ma—
MAPA 18.3. Guerra económ
ica contra las Pr
ovincias Unida
s, 1621—1646.
FELIPE IV Y 。LWARES' EL FRACAS。 DEL REFORMISMO (1621—1643) 505
Ahora Olivares apostaba por un nuevo arbitrio: el medio de la sal. Este producto, fun—
damental en la sociedad de la época, sería cargado con una tasa cuyo monto total equi—
valdría al importe de los millones. Implantado con precipitación en 1631, sólo se man—
tuvo hasta mediados de 1632. En este corto tiempo provocó las protestas del norte, que
consumía grandes cantidades de sal, el motín de Vizcaya y un total colapso de la Ha—
cienda Real. Para salir del fiasco se incautaron 500.000 ducados de la plata de lndias
de particulares y se cargó el cahíz de sal exportado con una tasa de 18 reales. Felipe IV
convocó Cortes pero ordenó que los procuradores acudiesen con el voto decisivo y no
consultivo. Los derechos del reino recibían un duro golpe que se dejó sentir en la
Asamblea, aunque acabó votando por una vez 2.500.000 ducados para salir del atolla—
dero de la sal y 24 millones durante seis años a razón de cuatro por año.
La situación empeoraría en los años siguientes. La guerra con Francia disparó los
gastos y la fiscalidad hasta niveles insospechados. En 1635 se votaron 9 millones en
tres años, a razón de tres por año. En 1636 se implantó el papel sellado que permitió re—
caudar, entre 1637 y 1640, 1.900.000 ducados. Se volvió a la infernal emisión de ve—
llón, acuñado por el triple de su valor. La operación proporcionó en torno a los cuatro
millones y medio de ducados entre 1636 y 1637. Paralelamente, el premio de la plata
se elevó en un 28,31 % en 1636 y 1637, y en un 34,34 % en 1638. Pero lo más grave es—
taba por llegar.
En esta orgía de fiscalidad, los servicios de 1638 representan uno de los momen—
tos culminantes. Las Cortes votaron 180.000 escudos para financiar 6.000 hombres en
armas. Permitieron la emisión de juros por valor de 150.000 ducados de renta para ob—
tener tres millones. Se llegó a un acuerdo sobre el servicio de los 2.500.000 de 1632 y
se dispuso que 650.000 ducados fueran utilizados en el consumo de vellón. El servicio
506 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Apenas habían empezado a pagar el servicio votado en 1626, cuando se les pidieron
nuevas contribuciones. Capitanes al servicio de Felipe IV reclutaron tropas en 1634,
1635 у 1636. Después, los aragoneses acudieron en ayuda de Fuenterrabía y de Salses.
A partir de 1640, cuando una parte de la raya fue ocupada y la frontera sufría las incur—
siones del ejército francocatalán, la colaboración fue total. El reino y sus concejos
mantuvieron anualmente un contingente de unos 3.000 soldados, además de otros ser—
vicios de intendencia y transporte.
Este mismo proceso se aprecia en Valencia. Desde 1635 hasta 1640 las levas per—
manentes rondaron los 1.500 hombres anuales. Esta colaboración se incrementó desde
la sublevación de Cataluña hasta la paz con Francia en 1659. En medio de una notable
crispación política y social, la sangría de hombres, dinero y víveres fue permanente.
las ciudades mostraron su oposición a las reformas y también las Cortes, en las que
destacó, como lo haría en otras ocasiones, el procurador granadino Mateo de Lisón y
Biedma, por haber sido usurpada su participación en la discusión y aprobación de los
Artículos de la Reformación. La sustitución del voto consultivo por el decisivo exigi—
do a los procuradores para las Cortes de 1632 y 1636 provocò resistencias en los cabil—
dos municipales y después en las propias Cortes, cuando los diputados pidieron al Rey
que fuera devuelta a las ciudades su antigua prerrogativa.
Todos, incluida la propia nobleza, se opusieron a cualquier medio que anunciara
un reparto equitativo de las cargas. Salvo el medio del dozavo, que fue propuesto en
1634 y suspendido por la oposición general que suscitó, la práctica totalidad de los in—
tentos hechos para obligar a pagar más a los que tenían un mejor vivir fueron inútiles.
De todos estos conflictos el más importante fue el motín de la sal de Vizcaya. La
introducción de este medio constituía un contrafuero además de suponer un grave
trastorno económico. El conflicto comenzó cuando fue comunicada la orden el 18 de
enero de 1631, pero no acabó de sustanciarse hasta la segunda mitad de 1632 cuando
se le informö que se había retirado el arbitrio, pero que, no obstante, la sal debería
pagarse a 25 reales la lanega. La imposición era contrafuero y el precio desorbitado.
A partir de este momento la tensión fue aumentando hasta contolar la provincia los al—
borotadores. Los momentos más críticos tuvieron lugar a finales del mes de octubre
cuando los revoltosos llegaron a dominar Bilbao. La inseguridad continuó durante los
últimos meses de 1632 y principios de 1633. A fines del mes de enero la situación es—
taba controlada pero no se recuperaría la normalidad hasta 1634. Los principales re—
voltosos —seis en total— fueron ahorcados unos y agarrotados otros, y se dejó libre el
mercado de la sal.
Fiscalidad y autoritarismo habían provocado en Castilla el descontento de los po—
derosos que habían visto sus privilegios amenazados y sus personas maltratadas. Fue—
ra de Castilla, en Portugal y Cataluña, la misma política había ido dejando huellas más
profundas, porque aquí ya no se atentaba al estatus de un sector social sino a la propia
estructura política que daba cobijo a toda la sociedad. El autoritarismo infringía leyes
y violentaba los derechos de los naturales, especialmente de los privilegiados. La de—
safección de los súbditos creció imparable hasta acabar en rebeldía.
ser contratados y a los que, en contra de la opinión del virrey, el Consell de Cents les
había dejado entrar para no alarmar a la población, a los gritos de <<Visca la terra! Mui—
ren els traidorl», «Muiren el mal govern!» Marchaban al palacio virreinal con el pro—
pósito de incendiarlo para vengar a un compañero herido por un alguacil. Frenados
por los obispos de Vic y Barcelona, fueron en busca del virrey Santa Coloma, al que
asesinaron cuando pretendía salvar su vida, huyendo en una galera genovesa. Los re—
voltosos se hicieron dueños de Barcelona, que sólo abandonaron el día 1 1 cuando se
les informó falsamente que los tercios sitiaban Gerona y era necesaria su ayuda.
La ruptura se había consumado. La Monarquía pensaba en una respuesta contun—
dente, aunque carecía de hombres y recursos, cuando tantos se habían gastado en per-
seguir quimeras. Pretendía formar un ejército de 40.000 hombres. Se llamó a la cola—
boración militar de la nobleza y se exigieron donativos y servicios extraordinarios con
escasos resultados. El propio Rey dispuso su marcha al frente en la llamada jornada de
Aragón para 1640 pero no se pudo realizar hasta abril de 1642. En Cataluña, Pau Cla—
ris, que moriría el 20 de febrero de 1641, se movía con celeridad. Organizó la defensa,
pero sin fuerzas para hacer frente al enemigo ni siquiera para someter a los revoltosos,
buscó alianzas extranjeras que le permitieran salir del atolladero. Escribió a Aragón y
Valencia pidiendo su ayuda. La respuesta no fue muy distinta a la que en 1591 recibió
Aragón de los otros dos territorios. No obstante, desde el verano de 1640 hasta el mes
de abril de 1641, la Diputación, Zaragoza y el propio virrey, duque de Nochera, intenta-
ron acercar a las partes sin ningún resultado. Estas gestiones fueron mal entendidas y
el duque fue cesado y desterrado. Paralelamente, Claris buscó la ayuda militar de
Francia, que quedó limitada a tres meses. Posteriormente, la evolución de los aconte—
cimientos aceleró la dependencia de París hasta que, el 23 de enero de 1641, Luis XIII
fue proclamado conde de Barcelona.
Consumada la alianza, Cataluña pudo resistir al ejército real bisoño, desmorali—
zado, mal dirigido y peor pertrechado. El avance de 1640, que inició las hostilidades,
llevó al marqués de los Vélez desde Tortosa a las puertas de Barcelona. Pero todo fue
un espejismo. El 26 de enero de 1641 las fuerzas francocatalanas, muy inferiores en
número, le inflingían un duro revés ante Monj uic. Tras la derrota, sólo pudo conservar
Tarragona. La reconquista de Cataluña iba a ser larga y costosa. Desde fines de 1641 y
durante 1642 fracasó en su intento de unir sus tropas a las del norte para enfrentarse a
los franceses, que se hicieron con Perpiñán. En 1642, a pesar de la presencia del Rey
en Aragón, su ejército, al mando del marqués de Leganés, no pudo conquistar Le'rida.
Sin embargo el general francés La Motte, desde la misma ciudad, ocupó una parte de
las tierras aragonesas de la raya con Cataluña, aunque fracasara ante Fraga. La ocupa—
ción de su territorio decantó definitivamente a los aragoneses por la causa real. Ara—
gón sufriría las correrías del ejército francocatalán mientras se convertía en lugar de
paso, en cuartel y en víctima del ejército real. En 1643 sus abusos provocaron el llama—
do motín de los zaragozanos contra los valones.
Bibliografía
Una vez que el 17 de enero de 1643 hubo dado licencia al conde-duque de Oliva—
res para retirarse, Felipe IV marchó a El Escorial a unas jornadas de asueto. Volvió
¿¡¡ pronto a Madrid y sólo al día siguiente, 23, el destituido valido abandonaba palacio. El
día 24 el Rey informö al Consejo de Castilla de las razones de su decisión y, en parti—
cular, hízo saber a sus miembros que la partida de don Gaspar de Guzmán no significa—
ba que fuera a ser reemplazado «рог nadie que no sea yo mismo, pues los peligros que
nos amenazan necesitan de toda mi persona para ponerles remedio». Poco antes, en
carta personal al gobernador de los Países Bajos, había afirmado, rotundo: «Yo tomo
el remo.>>Y meses después, según escribió a la que se convertiría en su amiga y confi—
dente, la monja sor María de Ágreda, manifestó su propósito de tratar a todos sus mi—
nistros por igual, pues dijo: <<estoy resuelto a cambiar el modo de gobierno anterior, y
aunque no faltan gentes que desean ser valido —que es ambición natural de los hom—
bres—, todas ellas se engañan».
La destitución de Olivares no pudo ser sino sonada, tanto en la Corte y medios di—
plomáticos como en la calle. La noticia corrió, levantando rumores y expectativas. Un
embajador anotó que incluso el término «valido» causaba ahora disgusto en el Rey. Se
abría una nueva etapa en la que, según todos los indicios, Felipe IV iba a desempeñar
auténticamente su función de piloto de la nave del Estado.
importante de altos cargos del gobierno. Sólo hubo dos víctimas claras: Diego de Cas-
tejón, presidente del Consejo de Castilla, fue destituido y reemplazado por Juan
Chumacero, que acababa de regresar de Roma a estos efectos y de quien se esperaba
una política de rigor; y el aragonés Jerónimo de Villanueva, uno de los colaboradores
más significados y duraderos de Olivares, y uno de los más detestados, fue apartado de
su cargo de protonotario del Consejo de Aragón. La destitución de Villanueva parecía
ir dirigida a recuperar la confianza de los dirigentes catalanes y tuvo, por tanto, un alto
significado politico. Con todo, no desapareció totalmente de escena, pues fue transfe—
rido al Consejo de Indias y su caída definitiva no se produjo hasta un año y medio des—
pués, en agosto de 1644, cuando fue procesado por la Inquisición a causa de un asunto
oscuro relacionado con el convento madrileño de San Plácido. También los influyen-
tes puestos de confesor real y de inquisidor General cambiaron de titular, pero el im—
pacto de la remoción fue mitigado por el hecho de que fray Antonio de Sotomayor,
que los venía detentando simultáneamente, era ya octogenario, si bien es cierto que los
nuevos nombrados ya no pertenecían al círculo de Olivares. Al lado de este modesto
baile de nombres, una cohorte de hombres del Conde—Duque (Antonio Contreras,
Francisco Antonio de Alarcón, incluso su secretario particular, Antonio Carnero) con-
servó sus cargos 0 pasó a desempeñar otros. José González, experto en el embrollado
mundo de las finanzas reales, adquirió aún mayor peso y llegaría a presidente del Con—
sejo de Hacienda en 1647. Y otro hombre del régimen, el conde de Castrillo, pariente
de Olivares, miembro del Consejo de Estado, presidente del de Indias y colaborador
directo de la reina durante la jornada zaragozana de Felipe, siguió en primera linea du—
rante el resto del reinado. De hecho, en los meses anteriores a la caída del Conde—Du—
que se habían producido ciertas defecciones en las filas olivaristas: Castrillo había
sido una de las personas que intervino tanto para acabar de conseguir la destitución de
Olivares como para que ésta no fuese intempestiva.
Que la destitución no era una defenestración se veía también en el hecho de que
la esposa de don Gaspar, doña Inés, si guió en el Alcázar como aya del principe herede—
ro Baltasar Carlos, acompañada del hijo bastardo y reconocido del Conde-Duque,
mientras que éste se instalaba en su casa de Loeches, localidad cercana a Alcalá de
Henares. Esta proximidad irritaba a los grandes, resentidos por la continuada politica
de Olivares de mantenerlos a raya y someterles a impuestos y deseosos, por tanto, de
asegurar que su caída fuese completa. En cualquier caso, la resolución y tramitación
de asuntos sufrió un parón claro durante aquellas semanas, circunstancia que dio alas a
rumores de que don Gaspar iba a regresar para ponerse de nuevo al timón. Algunos in—
dicios, empero, parecían desmentirlo: los aposentos que ocupara Olivares en palacio
fueron acondicionados para el príncipe heredero, don Baltasar Carlos, que entonces
contaba 14 años de edad, y su magnífica biblioteca privada fue retirada y embalada. Al
mismo tiempo, algunos nobles, particularmente de la poderosa casa de Alba, salieron
del confinamiento en que Olivares los había tenido, al igual que Francisco de Queve—
do, encarcelado por orden suya en el convento de San Marcos de León. El extendido
enfado provocado por un texto anónimo titulado Nicandro, defensa militante de la
obra de gobierno del Conde—Duque, y nuevas presiones de la alta aristocracia sobre el
Rey lograron que a inicios del verano don Gaspar dejara Loeches por su destierro deli—
nitivo en la lejana Toro y que un poco más tarde su esposa y su hijo salieran por fin de
palacio.
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 515
Como no podía ser de otro modo, la caída del omnipresente Olivares dejó un cla—
ro vacío de poder. Diversos nobles y ministros se postulaban para llenarlo, aunque re-
frenados por la cautela en no interferir en la conocida voluntad del Rey de ocuparse
personalmente de la dirección de la Monarquía. Los más visibles eran el conde de
Oñate, al que se atribuían más posibilidades si no fuera por su avanzada edad, el
de Monterrey, el ya mencionado Castrillo, el marqués de Castañeda, don Luis Mén—
dez de Haro, sobrino de Olivares, y el duque de Híjar, siempre intrigando
Si el recambio de nombres no aparecía muy nítido, el cambio de política presen—
taba rasgos ambivalentes. En política exterior, el declarado deseo del Rey de alcanzar
la paz parecía verse favorecido por el fallecimiento de Luis XIII de Francia, en mayo
de 1643, a los pocos meses de haberse producido el de Richelieu, en diciembre ante—
rior. Si bien aquel mismo mayo tuvo también lugar la severa derrota de los tercios es—
pañoles en Rocroi, el hecho de que Francia entrara en una etapa de minoría real, dado
que Luis XIV aún no tenia 5 años, y de que la regente fuera a ser la reina viuda Ana de
Austria, hermana de Felipe, permitía pensar en un apreciable cambio de clima entre
ambas potencias. Pero no fue así. Tampoco iba a llegar enseguida la paz con las Pro—
vincias Unidas.
En política interior si hubo un cambio perceptible: una revisión a fondo del siste—
ma de juntas, según decreto de 26 de febrero de 1643. Olivares habia hecho de las jun—
tas uno de los rasgos definitorios de su gobierno, al canalizar a través de las mismas la
toma de decisiones, en lugar de hacerlo en los Consejos Supremos, con un doble obje—
tivo: por un lado, imprimir mayor celeridad y hacer más ejecutivo el gobierno, frente
al procedimiento consultivo de los Consejos; y, por otro, escapar de los intereses crea—
dos de la clase burocrática que había anidado en ellos. Sin embargo, el cambio no fue
brusco. Ya el año anterior el propio Olivares había modificado la planta de la Junta de
Ejecución, una de las principales, sustituyéndola por tres salas, las cuales, sin embar—
go, no eran sino la misma junta, salvo en el nombre. Y ahora, para proceder a la revi—
sión y eventual supresión de las juntas, se erigió una nueva, la Junta de Reformación
de Juntas, encargada de coordinar la abolición de las existentes (contabilizadas en una
treintena) y reintegrar sus funciones a los Consejos correspondientes. Juntas muy ca—
racterísticas del régimen de Olivares (la maquillada de Ejecución, las de Competen—
cias, Papel Sellado, Población y otras) fueron suprimidas. Pero se conservó la de la
Armada, por deseo del Rey, y se erigió otra, la de Conciencia, que reflejaba también el
sentir de Felipe IV, espiritualmente desasosegado y deseoso de moralizar la vida pro—
pia y la de sus súbditos. Se vivió ahora un ambiente de reforma moral, con supresión
de comedias y otras medidas por el estilo, de modo que estos años recordaban a los del
inicio de su reinado, cuando, de la mano de Olivares, había ya impulsado un programa
de rigor moral y austeridad, tras los años de Lerma y Uceda. Pero, en nueva manifesta—
ción de que el cambio actual se estaba llevando a cabo trabajosamente, no hubo un
proceso general al régimen del Conde—Duque como el que éste sometió a sus predece—
sores en el valimiento. Pese a diversos rumores de que Olivares y sus hombres iban a
ser objeto de temibles procesos de visita, no hubo realmente tal, aunque no es de des—
deñar la que instruyó el fiscal del Consejo de Guerra. Probablemente la proximidad
que el Rey había mantenido con el valido ahora caído y con su política influyó en ello.
En otro tema decisivo de política interior, las rebeliones de Cataluña y Portugal,
no hubo mayores cambios. Se mantuvo la postura de dar prioridad a la recuperación de
516 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Cataluña, tema sobre el que Olivares parece haber modificado su Opinión poco antes
de su caída, inclinándose por trasladar la prioridad a Portugal. A tal efecto, Felipe IV
se dispuso a acudir por segunda vez a Zaragoza para dirigir desde allí la campaña de
1643, igual que haría en los años sucesivos hasta el de 1646. La distribución de altos
ministros entre los que formaron el séquito real (Haro, Monterrey) y aquellos que per-
manecieron en la Villa y Corte para ayudar a la reina en la conducción del gobierno
(Castrillo, Chumacero) es un factor adicional que impide una fotografía precisa del
equipo realmente gobernante durante aquellos meses. Más aún, fue una circunstancia
que Felipe IV aprovechó para aplicar su propósito de lograr un reparto y equilibrio de
poderes entre personas y grupos de su entorno. Como resultado, el grupo familiar y
político Haro—Castrillo seguía detentando importantes resortes de poder, pero su posi-
ción no era ya tan dominante como había sido.
No había duda en que algo había cambiado tras el mandato de Olivares, pero su
alcance y su personificación no eran nítidos ni fáciles de establecer. Tras 22 años de
reinado con el Conde-Duque a su lado, a Felipe IV le quedaban otros 22 hasta su falle—
cimiento en 1665. Los rasgos tan característicos de Olivares y de su régimen, así como
la sobresaliente producción bibliográfica de que han sido objeto, hacen de la primera
mitad del reinado un periodo bien definido. Por contra, la segunda mitad adolece de
bibliografía insuficiente y, por ello, de identidad incompleta, y, de hecho, sigue siendo
uno de los periodos menos conocidos de la historia política de la España moderna.
Esto explica que los años inmediatos a la inflexión de 1643 puedan presentarse, según
ha observado Fernando Bouza, como marcados bien por el antiolivarismo, bien por un
disimulado olivarismo sin Olivares. Los problemas seguían siendo los mismos (lealta—
des rotas o agrietándose, urgencias militares, aprietos hacendísticos) y los remedios
disponibles no diferían apenas de los anteriores. Quizá el cambio más perceptible es—
taba en los modos menos intempestivos de aplicarlos.
Con todo, y pese a esta cierta indefinición, los primeros compases denotaban al—
gunos rasgos en política interior que caracterizarían a buena parte de esta segunda eta-
pa del reinado: recuperación de la influencia de la aristocracia en la alta política, no en
vano la llamada <<huelga de grandes» había sido decisiva en la caída del Con—
de—Duque; reparto y equilibrio de poderes entre un círculo de altos ministros y faccio—
nes; recuperación por el Rey de la dispensa de mercedes y favores, dispensa que ahora
se consideraba que había sido usurpada en gran medida por el valido; vuelta al sistema
polisinodial y recuperación de la influencia de la burocracia tradicional, victoriosa, a
la postre, en su pulso con Olivares y sus procedimientos ejecutivos; nueva afirmación
de la ortodoxia religiosa, tras la aproximación fomentada por Olivares a los grupos fi-
nancieros conversos portugueses. En conjunto parecía perfilarse una vuelta a modos
tradicionales de gobierno, vuelta que era fruto de la doble reacción nobiliaria y consi—
liar producida y que ha dado pie a l. A. A. Thompson y a Robert Stradling para hablar
de un nuevo aire constitucionalista en la Corte.
También en la política financiera quiso establecerse un nuevo estilo, en la medi—
da en que las insoslayables exigencias financieras lo permitieran. Es lo que Juan E.
Gelabert ha llamado «tiempo de alivio». Al poco de proclamar su voluntad de dirigir
personalmente los destinos de la Monarquía, Felipe IV encargó un informe sobre sus
rentas, al tiempo que se ponía en marcha una investigación sobre el «medio general»
posterior a la suspensión de pagos de 1627. La supresión de la venta de oficios, la de la
FELIPE [V Y LA CRーSーS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 517
venta de baldíos (con la destitución fulminante de Luis Gudiel, comisionado para esta
última en Andalucia, cuya actuaciôn estaba levantando ásperas protestas) y la retirada
de la circulación de la moneda resultante de la drástica baja del vellón aplicada en sep—
tiembre de 1642 fueron otras medidas que corroboraron esta inicial voluntad de sanea—
miento. Parecía anunciarse una revisión seria del sistema impositivo.
Los responsables de la Hacienda Real eran plenamente conscientes del agudo
problema que socavaba el aparato fiscal español, al igual que sucedía en el de otros
países: los súbditos, sobre todo los castellanos y los napolitanos, estaban sometidos a
una fortísima carga fiscal, pero el tesoro, en cambio, ingresaba cantidades despropor—
cionadamente bajas. Toda una constelación de figuras impositivas y sus correspon—
dientes agentes recaudadores, dotados de sus respectivas jurisdicciones, estaban en la
raíz del problema, un problema que amenazaba con convertirse en irresoluble, por
mucho que Felipe IV reiterara sus deseos, ya expresados durante la etapa anterior, de
gravar al pueblo lo menos posible. Una «contribución única», de la que ya se había ha—
blado bajo Olivares en 1632, en forma de impuesto sobre la sal, que hubo de ser retira-
do, volvía a aparecer como la panacea a tantos males y de ella se seguiría discutiendo
durante varios años, dentro y fuera de las Cortes de Castilla, a partir de planes de mi-
nistros o bien de arbitristas. Pero las premuras fiscales hicieron que un par de años
después volviera a practicarse la venta de baldíos. La política de alivio se mantenía fir—
me en sus propósitos, pero su ejecución era zigzagueante. Con todo, no era poca cosa
que no hubiera nuevas manipulaciones de moneda hasta 1651 y que la Corona no in—
tentara pedir una nueva exacción general a Castilla durante trece años. En su lugar, se
recurrió a la perpetuación y capitalización de los impuestos vigentes mediante la venta
de juros sobre ellos, obligatoria cuando fue necesario.
Tampoco la dirección política había quedado del todo despejada. Cuando Feli—
pe IV había ya regresado a Madrid de su segunda jornada a Zaragoza, el jesuita
Agustín de Castro, miembro de la Junta de Conciencia, pronunció un sermón en su
presencia, marzo de 1644, en el que le animó a declarar oficialmente quién detentaba
el valimiento, pero el Rey le reconvino por ello. El caso es que parecía asistirse a un
compás de espera. Los rumores que hacían de Chumacero el nuevo valido se habían ya
apagado y no pareció que tuvieran mucho éxito los movimientos de varios nobles para
promover a tal posición al conde de Oñate. Sonaba el nombre de Ramiro Pérez de
Guzmán, marqués de Medina de las Torres (1613—1668), que había acabado su segun—
do mandato como virrey en Nápoles, donde había logrado importantes contribuciones
económicas de ese reino. Medina de las Torres era amigo de infancia del Rey y yerno
de Olivares, y tras la muerte prematura de la hija de éste, había casado en segundas
nupcias con Anna Carafa, de la poderosa casa napolitana de Stigliano, enlace que
le proporcionó riqueza y una importante base de poder allí. A su regreso del virreinato,
acudió en el otoño de 1644 a entrevistarse con Felipe IV en Zaragoza, en lo que mu—
chos vieron como un paso para postularse como hombre de confianza, pero el Rey
le recomendó mantenerse en un segundo plano y así 10 hizo, retirado y expectante en
unas posesiones suyas en Valencia. Luis de Haro, por su parte, aparecía como la
persona más próxima al Rey, de quien también era amigo de infancia, y solía ser quien
despachaba con los embajadores, hechos que solían interpretarse como indicios
de que, en el caso, al parecer no resuelto, de que Felipe tuviera ya nuevo valido, era él.
Con todo, dos nuevos personajes estaban entrando en escena. Don Juan de Aus-
518 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
tria (a quien se acostumbra a llamar Juan José), hijo natural del rey (1629— 1679), había
sido reconocido por su padre en 1642 poco antes de partir a su primera jornada de Ara—
gón y, acto seguido, también él se incorporò a filas, en las galeras de Tarragona. Pero
el Rey le mantuvo a cierta distancia y aún tardaría unos años en conseguir peso políti—
co por sí mismo. Y desde su ida a Zaragoza para la campaña del año anterior, en julio
de 1643, Felipe IV había entablado trato y amistad con la ya mencionada sor María de
Ágreda, superiora del convento carmelita de esa población castellana, situada en la
ruta seguida por el séquito real, la cual había alcanzado fama por su intensa espirituali—
dad, rayana en el misticismo. A partir de entonces, Rey y monja mantuvieron una co—
piosa correspondencia, muy conocida, que se prolongaría hasta la muerte de ambos,
en 1665. No puede considerarse que, a través de la misma, sor María ejerciera una in-
fluencia concreta ni directa en la política gubernativa, pero su insistencia en lograr la
paz con la católica Francia y en evitar que la confianza real quedara depositada en un
único gran ministro no debió dejar de surtir efectos.
Aquel año 1644 fallecieron la reina doña lsabel, a la edad de 42 años, y el papa
Urbano VIII, cuya política filofrancesa tanto había exasperado a Olivares. En julio las
tropas reales tomaron Lérida. Fue una victoria importante, la primera realmente signi—
ficativa de las armas de Felipe IV en el frente catalán, después de dos serios reveses en
otoño de 1642: la pérdida de Perpiñán a manos francesas y el fracaso del primer inten—
to sobre Lérida. Esta victoria tuvo también gran importancia política pues Felipe IV,
que, a sus 39 años, se había acercado al frente de combate, hasta Fraga, donde Veláz—
quez pintó su espléndido retrato en galas militares (Frick Collection, Nueva York),
entró seguidamente en Lérida y renovó allí el juramento de los derechos y constitucio—
nes de Cataluña que hiciera al inicio de su reinado. Se trataba de un acto cargado de
significado para una población catalana que estaba sintiendo el creciente peso fiscal y
político de la administración militar de los Virreyes franceses que, desde Barcelona,
cumplían los dictados de Mazarino. Lérida resistiría varias contraofensivas francesas
en los años siguientes, lo cual marcó un cierto equilibrio militar y territorial en la gue-
rra. Por el contrario, en el frente secundario portugués, la victoria portuguesa de Mon—
tijo, también en 1644, aseguró las perspectivas inmediatas del Portugal bragancista.
Al año siguiente, 1645, la caída en manos franco—catalanas de la importante for—
taleza de Rosas, que hasta entonces se había mantenido como islote leal a Felipe IV,
fue un importante éxito para la Cataluña borbónica. Pero los problemas políticos inter—
nos crecían en el Principado. Sectores eclesiásticos llevaban la voz cantante de las
protestas contra los alojamientos y otras medidas, y fueron muchos los clérigos y obis—
pos castigados con el destierro. Y en marzo de 1646 se descubrió una conspiración, a
resultas de la cual el virrey francés hizo detener a Gispert dºAmat, diputado eclesiásti—
co y presidente de la Diputació del General, hecho de profundo significado sobre la si—
tuación alcanzada. Pese a la concesión de señoríos confiscados a nobles filipistas y a
un amplio reparto de títulos de pequeña nobleza, disminuían los apoyos catalanes a lo
que se había convertido, de hecho, en ocupación militar francesa.
En contraste, los años 1645 y 1646 contemplaron significativos pasos en el terre—
no político por parte de Felipe IV, mediante la celebración de Cortes en Valencia, Ara—
gón y Navarra. También estos tres reinos sufrían los rigores de la movilización militar
y, en 1643, Zaragoza se vio sacudida por un grave levantamiento popular contra un
contingente de soldados valones alojado en las afueras de la ciudad. La motivación di—
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 519
recta de estas Cortes era obviamente fiscal, una vez transcurrido el plazo para el cual
se habían concedido los servicios aragonés y valenciano de 1626, pero también tenían
un claro sentido político de recabar el apoyo de los reinos, además del objetivo dínás-
tico de proceder a la jura del principe Baltasar Carlos, que ya había sido jurado por las
Cortes castellanas en 1632. Las Cortes de Valencia de 1645 fueron relativamente bre—
ves, si bien algunas cuestiones importantes colearon durante un par de años. Sobre
todo, iban a ser las últimas del reino, pues, culminando una larga tradición autóctona
de encargar funciones a diversas Juntas de Estamentos o de Elets, instituyeron una
Junta de Leva y otra de Contrafueros, encargadas respectivamente de reclutar tropas y
resolver agravios, que hicieron innecesaria la reunión de la asamblea. Fue justamente
en esta nueva situación cuando el gran jurista Lorenzo Matheu y Sanz, testigo de esas
sesiones, escribió sus dos grandes tratados sobre las Cortes y el sistema foral valen—
cianos.
Pese a que Navarra venía teniendo Cortes con relativa frecuencia, las de 1646 re—
vistieron la significación de contar con la presencia de Felipe IV y el príncipe, quienes
seguidamente se trasladaron a Zaragoza. Además de renovar las aportaciones fiscales
y militares al esfuerzo bélico que era también vital para el propio reino, ante las ase—
chanzas francesas en su raya oriental, las Cortes de Aragón adoptaron notables medi—
das de reforma económica, protección ante la competencia manufacturera francesa,
reglamentación restrictiva de la situación de los numerosos inmigrantes franceses,
creación de plazas de capa y espada en el Consejo de Aragón para la pequeña nobleza
y nueva reserva de plazas para aragoneses en tribunales fuera del reino, como ya se
hizo en 1626. Si estas y otras medidas contribuyeron a articular la integración de la
clase dirigente aragonesa en el conjunto de la Monarquía, el súbito fallecimiento en
Zaragoza del principe Baltasar Carlos, en octubre y a causa de la viruela, cuando con—
taba 17 años, y la desolación que provocó, consolidaron esta articulación en el terreno
dinástico y simbólico. La muerte del principe, cuyas prometedoras aptitudes habían
levantado fundadas esperanzas de futuro, creó una aguda crisis dinástica, pues Feli—
pe IV quedaba viudo y sin heredero varón, aunque tenía una hija, la infanta María Te—
resa, de 8 años, futura esposa de Luis XIV. Más aún, fallecidos ya sus hermanos, el in-
fante don Carlos en 1632 y el cardenal infante don Fernando en 1641, él era ahora el
único miembro varón vivo de los Austrias españoles. Además, en mayo del mismo
1646 había muerto también su hermana menor, María, reina de Hungría y emperatriz.
Su otra hermana, Ana, viuda de Luis XIII, ya mencionada, era la regente de Francia.
Las circunstancias personales y políticas llevaron a recomponer la situación. Ante la
urgencia de conseguir un heredero, y pese a la opinión negativa del Consejo de Esta—
do, Felipe IV manifestó a su regreso a Madrid su propósito de casar con Mariana de
Austria, sobrina suya e hija del emperador Fernando III, que en realidad estaba prome-
tida con Baltasar Carlos, y asi lo haría en 1648. Al mismo tiempo, se acabó de estable-
cer la posición cortesana de don Juan José (que tenía la misma edad del fallecido prin—
cipe), quien, sin embargo, quedaba excluido de la línea de sucesión.
También pareció definirse la disposición del gobierno. Desde que prescindiera
de los servicios de Olivares, el Rey había afirmado su posición y ensayado con bastan—
] te éxito un reparto de funciones entre sus ministros más inmediatos. Las visitas anua—
les a Zaragoza, todas ellas por decisión personal y de varios meses de duración cada
una, habían contribuido a esta fórmula. Pero en enero de 1647 Felipe entregó a don
520 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Luis de Haro las llaves del Despacho Universal y le autorizó a celebrar reuniones de la
Junta de Estado en su casa. Tras la muerte, en 1645, de su tío, el Conde—Duque, de
quien era sobrino único, Haro había sido promovido a la grandeza y recibido el título
de duque de Olivares, al que en 1648, al fallecer su padre, añadiría el de marqués del
Carpio, al tiempo que se iba dilucidando la reñida herencia patrimonial de Olivares. El
Rey hizo partícipe a sor María de Ágreda de las razones de su resolución: tras reiterar
su voluntad de cumplir con las obligaciones de su cargo, evocó la memoria de Felipe
11 quien, recordó, no dejó de tomar ministros de confianza, aunque reservándose siem—
pre la última palabra, práctica que ahora también habría de ayudarle a él, máxime
cuando era necesario combinar celeridad y eficacia en las tareas de gobierno. Y obser—
vó que a la persona escogida no iba a darle ningún tratamiento especial, <<para no repe—
tir 10 que dio origen a esa forma de gobierno anterior, cuyo mal ahora admito».
Es comûn en la historiografía reconocer a Luis Méndez de Haro (Valladolid,
1598—Madrid, 1661) сото el sucesor del Conde—Duque en el valimiento. Mediante su
boda, en Mataró en 1626, con Catalina Folch de Cardona, hija del duque de Cardona y
de Segorbe, estaba emparentado con esa principal casa catalano—valenciana y sus ra-
mificaciones andaluzas. Su valimiento, empero, presentaba limitaciones. Su trato
amable y modales comedidos, incluso melilluos, tan distintos a los de su impetuoso
tío, y en vista de los cuales un embajador le describió como el epítome del perfecto
cortesano, hicieron que nunca llegara a ejercer el puesto con la misma pasión y autori—
dad ni de modo tan omnipresente. De hecho, es elocuente que pese a sus títulos nobi—
liarios, siguió siendo conocido simplemente como don Luis de Haro, presumiblemen—
te por deseo propio. Además, nunca llegó a manejar los hilos del patronazgo regio
como había hecho don Gaspar. Por último, la ingrata experiencia obtenida de los últi-
mos años del gobierno de este y la conocida voluntad de Felipe IV de no eludir sus
obligaciones, redundaron en que las modalidades de valimiento encarnadas por tío y
sobrino resultasen muy distintas entre sí. En cualquier caso, la continuidad en el poder
de la saga Guzmán-Haro no se vio mermada. Incluso un veterano hombre de Olivares,
el capaz José González, fue nombrado presidente del Consejo de Hacienda en no—
viembre de aquel 1647, como ya se ha dicho.
A estas observaciones comunes, Robert Stradling ha añadido unos análisis parti-
culares. Precisa este autor que más que a valido efectivo, Haro fue promovido a pri-
mus inter pares entre los ministros, pues entre 1647 y 1649 Felipe IV acabó por es—
tructurar una pauta de gobierno en la que él era el vértice, secundado, en delicado
equilibrio, por el propio Haro y el duque de Medina de las Torres, el único supervi-
viente de las luchas por el poder de un lustro atrás, quien, tras su eclipse, fue llamado a
la dirección política. Como sumiller de corps y alojado en palacio, Medina de las То—
rres controlö el acceso al Rey, mientras que Haro, si bien despachaba a diario con éste,
no vivía en el Alcázar ni ejercía función cortesana ninguna. El campo de acción de
Haro era la política propiamente dicha y dirigía la Junta de Estado, que actuaba como
principal órgano ministerial, lo cual confirmó entre los embajadores que el valido
efectivo era él, pero no pertenecía al Consejo de Estado, el de máximo rango en el sis—
tema polisinodial. Por su parte, Medina de las Torres pertenecía a los Consejos de
Estado, Aragón, Italia e Indias, desde los que pudo tejer toda una red de influencias,
pero fue excluido de la Junta. Estas diferencias y equilibrios siguieron vigentes duran—
te más de diez años. Con el tiempo, durante las negociaciones con Francia que condu—
FELIPE W Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 521
cirían a la paz de los Pirineos de 1659, Felipe llamó a Haro «primer y principal minis—
tro» con objeto de hacer explícito su rango de negociador plenipotenciario, pero no
parece que este título tuviera repercusiones efectivas en sus competencias en el go—
bierno interior. А1 mismo tiempo, ambos favoritos fueron finalmente nombrados para
el organismo del que respectivamente habían estado apartados hasta entonces.
Si 1647 empezó con estos pasos hacia la configuración del núcleo de gobierno,
también iba a contemplar otros hechos relevantes, que hicieron de él uno de los años
cruciales de esta segunda etapa del reinado de Felipe IV. Cuando en noviembre de
1646 el Rey regresó a Madrid acompañado de los restos mortales de su hijo, las Cortes
de Castilla se hallaban reunidas. Habían estado en sesión casi continuada entre 1621 y
1643, en sucesivas convocatorias, y ahora, tras este intervalo, era la primera vez que se
reunían sin la presencia de Olivares. Los temas sobre la mesa eran, sin embargo, los de
siempre: la ayuda económica que el Rey reclamaba para sus incesantes apremios fi—
nancieros y militares. Por otra parte, en enero de 1647 estallaron sublevaciones antise—
ñoriales en varias localidades andaluzas. La más importante tuvo lugar en Lucena, se—
ñorío del duque de Cardona, donde precisamente había nacido la mujer de Haro y don—
de, al parecer, el duque, cuñado del valido, intentaba resarcirse de los quebrantos su—
fridos por las confiscaciones de sus dominios en Cataluña. La gente pegó fuego a los
registros y a pilas de papel sellado en la que iba a ser la primera de una larga serie de
alteraciones andaluzas. En contraste, las noticias eran más halagúeñas en el frente di—
plomático: prosperaban las negociaciones de paz con los rebeldes holandeses entabla—
das en la ciudad alemana de Münster hacía ya un año y medio, en el seno de la que ha—
bría de ser paz general de Westfalia, y también en este enero de 1647 se llegó a un
acuerdo a resultas del cual cesaron las hostilidades y las sanciones económicas.
Las Cortes de Castilla se habían iniciado a principios de 1646 con las presiones y
dilaciones acostumbradas acerca de la naturaleza decisiva o meramente consultiva de
los poderes que las ciudades debían otorgar a sus procuradores. Pero los reunidos
compartían un objetivo común: encontrar procedimientos que permitieran aliviar a los
súbditos sin merma de los ingresos de la Hacienda Real. A tal efecto, discutieron va—
rios proyectos y arbitrios, el más destacado de los cuales era de Jacinto Alcázar Arria-
za, que propugnaba una contribución única y, no menos importante, la supresión de
las diversas jurisdicciones recaudatorias existentes asignándolas todas a los órganos
de justicia ordinarios, que deberían actuar como agentes únicos del fisco. También se
debatió acerca de un impuesto sobre la harina, expediente del cual ya se había hablado
en las Cortes castellanas de 1573 y al que el Consejo de Hacienda opuso ahora obje—
ciones. Al igual que había sucedido con algunas propuestas anteriores de tipo pareci—
do, no se llevó a efecto ninguno de los dos proyectos, pero seguía en el ambiente la
confianza de que conseguir el doble objetivo de rebaj ar las cargas impositivas sin mer—
ma de la recaudación fiscal no era una quimera en tanto que se lograra combatir el
fraude, lo cual dio pie a que en el futuro inmediato volvieran a discutirse nuevas pro—
puestas de este tenor. En marzo de 1647, tras algunos episodios de oposición parla—
mentaria, las Cortes acordaron la prórroga de los servicios y concluyeron sus sesiones.
522 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
miento europeo sobre la materia, siempre de tipo experimental. También los cronistas
y dietaristas dejaron vívidos testimonios de los estragos de los que fueron testigos pre—
senciales: tales son los casos, entre otros, del fraile dominico Francisco Gavaldá, que
escribió sobre la peste en Valencia de 1647, el cronista Diego Ortiz de Zúñiga sobre
la de Sevilla de 1649, y el menestral zurrador Miquel Parets, sobre la de Barcelona
de 1651.
El reguero de muerte y dislocación económica dejado por las pestes no haría sino
minar las posibilidades financieras futuras de la Corona. Pero ya ahora, mayo de 1647,
la revuelta estallaba en Palermo, capital de Sicilia. Su motivo desencadenante fue la
orden real de acabar, a causa de las sempitemas necesidades económicas, con el bajo
precio a que se vendía el pan, como solía hacerse en todas partes en asunto tan sensi—
ble. El modo como se practicó fue reducir el tamaño de la rebanada media, de manera
que su precio se correspondiera con su coste. El virrey, marqués de los Vélez, aplicó la
orden a regañadientes, temeroso de las consecuencias de orden público que podría te—
ner, y los hechos le dieron la razón: al día siguiente una manifestación se congregó
ante el Ayuntamiento, gritando <<rebanadas grandes, fuera impuestos», y por la noche
la multitud forzó la apertura de la prisión, poniendo en libertad a un millar de presos,
y, como en Lucena, quemó registros fiscales. El virrey retiró enseguida la orden sobre
el pan, suprimió, por añadidura, la gabela que gravaba alimentos básicos y, más aún,
concedió al popola el derecho de elegir a dos oficiales municipales y perdonó a los
instigadores del levantamiento. Otras ciudades de la isla obtuvieron asimismo recor—
tes fiscales. En cambio, Messina, la rival histórica de Palermo, permaneció firmemen—
te leal.
A los pocos días también Nápoles se hallaba en estado de conmoción. Los moti—
vos eran básicamente los mismos y, además, había llegado noticia de lo sucedido en
Palermo. En evitación de tumultos, las autoridades suprimieron los festejos del 24 de
junio, día de San Juan, pero no los de la festividad de la Virgen del Carmen, que se ce—
lebraba el 7 y el 16 de julio. Como era frecuente en las fiestas populares europeas, la
del Carmen napolitana incluía una batalla ritual en la plaza del Mercado entre dos gru—
pos de jóvenes, y esto proporcionó, el día 7, la ocasión para el inicio de los tumultos.
Entre gritos de que Nápoles no iba a ser menos que Palermo, el pescadero Tommaso
Aniello, conocido de todos como Masaniello, de unos 25 años de edad, se erigió en lí—
der no sólo de la protesta, sino también de la entera ciudad, que, con su medio millón
de habitantes, era la más populosa de Europa occidental. Una bandera roja como sig—
no de rebelión fue ondeada en la torre de la iglesia del Carmen, que daba a la plaza.
Masaniello fue asesinado diez días después por otros cabecillas de la sublevación, que
sospechaban que iba a buscar un acomodo para sí mismo con las autoridades, y se con—
virtió en un auténtico fenómeno de masas: ya durante aquellos días iniciales se hicie—
ron pinturas y estatuillas de su cara y, tras su muerte, se acuñaron medallas en Amster—
dam y se escribieron piezas de teatro en Londres que cantaban sus hazañas. Dado que
la guarnición de la ciudad, en el Castel Nuovo, se hallaba mermada, pues un contin—
gente importante de tropas había sido enviado a Milán poco antes, el virrey, duque de
Arcos, abolió los impuestos sobre alimentos fijados a inicios de año e hizo concesio—
nes sobre el gobierno de la ciudad parecidas a las de su colega en Sicilia.
El levantamiento napolitano no había sido sólo popular, sino que había estado
precedido por una creciente tensión jurídico—constitucional, en la que autores como
524 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dé acabô de ayudar. Desde Madrid acertó a resolver otra crisis, esta vez en Méjico,
que no llegó a mayores. El obispo de la Puebla de los Ángeles, Juan Palafox y Men—
doza, celoso visitador y reformador que en 1642 había conseguido la destitución del
virrey Escalona, venía enfrentándose desde entonces con diversos sectores de la so—
ciedad novohispana, particularmente las órdenes religiosas y la Inquisición, motivo
por el cual en 1647 el conde de Salvatierra llegó como virrey con encargo de resol-
verla situación. Hubo motines en la Puebla a favor de Palafox y el virrey envió tro—
pas, que no llegaron a actuar. El obispo forzó la destitución del virrey, en octubre, la
segunda vez que lo conseguía en cinco años, pero poco después el propio Palafox
hubo de abandonar México al ser nombrado para la diócesis soriana de Burgo de
Osma, de importancia mucho menor.
El respiro se confirmaba en enero de 1648 al quedar ajustado el tratado con las
Provincias Unidas. La paz se oficializó en el Ayuntamiento de Münster el 15 de mayo,
en una ceremonia en la que la Corona española estuvo representada por Antonio Brun,
del Consejo de Flandes, y el embajador plenipotenciario Gaspar de Bracamonte,
conde de Peñaranda. El 4 de julio los artículos de la paz fueron publicados en Madrid.
Las negociaciones de Münster, dedicadas a los conflictos internacionales de la guerra
de los Treinta Años, habían corrido paralelas alas desarrolladas en la vecina ciudad de
Osnabruk, dedicadas a los conflictos internos del Imperio. En lo que atañía a la Mo—
narquía española, la paz de Westfalia de 1648 significò el reconocimiento oficial de la
independencia de la república de las Provincias Unidas y, por lo tanto, ÊLÛÏJÊÏ, de una
guerra que habiaempezado como rebelión calvinista 80 años atras.
Hacía tiempo que muchas capitales europeas habían aceptado ya una indepen—
dencia holandesa defacto que ahora, pese a que Francia intentó entorpecer al máximo
las negociaciones, se consolidó formal y definitivamente. Dos factores que contribu-
yeron a aproximar posturas entre Amsterdam y Madrid fueron los amenazadores de—
signios francesessgbre Flandes, que se cernían también sobre IE'fep'úinéa, ylacues—
tión del'Brasil portugués.—¡Allí, buena parte de la colonia había abrazado la causa bra—
@йсізш;зтдп‘п’рёфейо levantamiento austracista inicial, de manera que la feroz
competencia colonial holandesa en aquella zona ya no era, por lo menos de momento,
una prioridad española. Y una insurrección antiholandesa en Pernambuco en 1645 ha—
bía sensibilizado a las autoridades de la república, mientras que las Filipinas resistie—
ron, como otra Lérida, sucesivas embestidas holandesas en aquellos mismos años. Fe—
lipe lV reconoció a los holandeses las plazas que habían tomado en el Brasil, pero con—
servó el monopolio comercial en la América española. Tras un enfrentamiento tan
crudo y prolongado, que había marcado durante décadas una de las principales líneas
de la política internacional, empezó ahora un duradero acercamiento hispano—neer—
landés que no se vio malbaratado por ciertas tensiones bilaterales: un último ataque
holandés a Filipinas en 1649, posterior, pues, a la firma del tratado, que también fraca—
só, y la continuidad de tres puntos de conflicto muy localizados, a saber, el comercio
ilegal holandés basado en Curacao, el tráfico de esclavos en América y la explotación
de las minas de sal venezolanas de Punta de Araya, conflictos que se solucionaron de
diversas maneras unos años más tarde.
Un éxito no menor de la diplomacia de Felipe IV en Münster fue que las poten—
cias allí reunidas no concedieron a los delegados enviados por Cataluña y Portugal el
rango que éstos reclamaban. En lo que respecta a Cataluña, también se encargaron de
526 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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I (VIII—1644)
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ello los hombres de Mazarino, mientras que Portugal, por este motivo, fue considera—
do a efectos formales como rebelde a su rey. Con todo, las potencias no dejaron de ju—
gar sus bazas con ambos territorios en el tablero internacional, pues Westfalia, pese a
constituir un auténtico hito en la historia de las relaciones internacionales y en el siste—
ma moderno de estados, no tuvo el alcance universal que había pretendido. La devas-
tadora derrota española ante el ejército francés en Lens aquel mismo agosto de 1648,
más grave que la famosa de Rocroi de 1643, aseguró la continuidad de la guerra entre
París y Madrid. Y la Commonwealth de Cromwell iba pronto a hacer sentir su presen—
cia en la escena internacional.
Pero donde el respiro acabó antes fue en el interior español. Las alteraciones an—
daluzas se reanudaron en febrero de 1648 y, tras un lapso al año siguiente, a causa pro—
bablemente de los estragos de la peste, se prolongaron con intensidad variable hasta
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HlSPÁNlCA 527
1652, que fue el año más agudo. No dejaba de ser llamativo que don Luis de Haro hu-
biera tenido en Andalucía una de sus primeras grandes actuaciones, la amplia visita de
gobierno que giró a la región en 1645. De carácter sobre todo urbano, la actual oleada
de alteraciones tuvo como motivos específicos las dificultades de sectores manufactu—
reros y artesanales, además de la carestía y de los efectos de las alteraciones moneta—
rias. Las tres grandes ciudades, Granada (por dos veces: 1648 y 1650), Córdoba y Se—
villa, así como bastantes poblaciones, vivieron conmociones, que por regla general
pudieron ser apaciguadas mediante la destitución del corregidor de turno y su sustitu—
ción por algún prohombre local bien considerado, como fue el caso del granadino don
Luis de Paz en 1648, el cordobés marqués de Priego y el sevillano don Juan de Villa—
cis, éstos últimos en 1652. El motín más grave tuvo lugar en Sevilla en mayo yjunio
de 1652, con conatos de enfrentamientos armados, y dejó un centenar de muertos. El
gobierno reaccionó con notable contención. «Alivio» de los vasallos y «disimulo»
ante sus excesos eran, cada vez más, las palabras de referencia en aquellos agitados
años y el Rey concedió diversos perdones. En Córdoba llegó a conceder también la su—
presión del papel sellado y de otros tributos, casi como había sucedido en Palermo. Y
la buena cosecha de 1652, así como la llegada de la flota de Indias, ayudaron ala paci—
ficación. No faltaron, empero, destellos inquietantes: ciertos granadinos gritaron en
1648 que querían elegir a su propio rey y alguien comentó: «Hemos visto algo de lo de
Nápoles.» Destellos como éstos, que en otras circunstancias pudieran parecer exa—
bruptos nacidos de la cólera popular, minoritarios y de escasa viabilidad práctica, re—
sultaban ahora muy preocupantes, pues concitaban uno de los máximos temores de los
gobernantes de cualquier país: el contagio revolucionario.
Parecía cosa de contagio que en París, y en enero del mismo 1648, las gentes hu—
bieran gritado por las calles << ¡Nápoles, Nápoles !», en uno de los primeros síntomas de
lo que sería la Fronda. No obstante, en los diversos motines andaluces prevaleció,
de largo, la consigna tradicional «Viva el Rey y muera el mal gobierno». Pero, conta—
gio revolucionario o no, en agosto de 1648 tuvieron lugar sendos y sonados encarcela—
mientos en Madrid: por un lado, el del duque de Híjar y de otro par de nobles, y, por
otro, el del capitán navarro Miguel de Itúrbide. Don Rodrigo de Silva, conde de Sali—
nas, era un noble de origen cántabro que casó con la aragonesa duquesa de Híjar, cuyo
título usó como propio y principal, pese a que apenas residió en Aragón ni cultivó re—
des de influencia en el reino. Híjar era ante todo un cortesano, ansioso por recuperar el
favor del Rey desde el mismo momento de la caída de Olivares, quien había manteni—
do orillado a su padre, y, por ello, vengativo, intrigante y rival poco disimulado de
Haro. Tramó una conspiración un tanto oscura, en la que se involucraron el marqués
de la Sagra, primo suyo, otros individuos de la pequeña nobleza y, al parecer, un noble
portugués que había sido virrey en Goa. La conspiración, en la que no faltaron consul—
tas a astrólogos e incluso a sor María de Ágreda, contemplaba una diversidad de pla—
nes poco definidos y poco compatibles entre sí: una paz con los franceses negociada al
margen del valido, para desacreditarlo; una entrega de Navarra y el Ampurdán a Fran-
cia a cambio de ayuda para proclamar a Híjar rey de un Aragón independiente; tratos
con Juan IV de Portugal en los que la pieza de intercambio sería Galicia. Los propósi—
tos secesionistas de Híjar para Aragón nunca quedaron claros y, en cualquier caso, la
sociedad aragonesa estaba por entonces luchando codo a codo con la Corona para re—
chazar los asfixiantes intentos de anexión militar franceses, y el éxito conjuntamente
528 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
haberse desestimado por dos veces el dela harina en 1573 y 1646, volvía este último al
centro de los debates como esa elusiva contribución única que había de solucionar el
fatídico desequilibrio entre carga fiscal y recaudación. Esta vez e1 abanderado del im—
puesto sobre la harina fue el veterano José González, presidente del Consejo de Ha—
cienda, que escribió un importante memorial sobre el mismo, y el Rey parecía apoyar
la medida. Pero ni el Consejo de Hacienda, ni los procuradores en Cortes, ni el confe—
sor real 10 aprobaron, de manera que fue descartado otra vez y, en su lugar, las Cortes
optaron, en julio, por la fórmula conservadora de prorrogar los servicios vigentes y
prosiguieron sus sesiones hasta abril del año siguiente. Para entonces, inicios de 1651,
las tropas de Felipe IV habían recuperado Tortosa y Flix, la Fronda arreciaba en París
y González abandonaba la presidencia de Hacienda. También se asistía a un período
de alteraciones y probaturas monetarias, siempre delicadas, como las agitaciones de
las ciudades andaluzas no dejaron de demostrar. El 1 de octubre de 1650 se reajustó el
valor de ciertas monedas para adecuarlo a su ley, el 11 de noviembre de 1651 se decre—
tó el crecimiento del vellón en una tercera parte, el 25 dejunio de 1652 se decretô su
baja en una cuarta parte, al tiempo que se anunciaba el propósito de retirar de circula—
ción parte del mismo a inicios del año siguiente (si bien ya antes, en noviembre, se
cambiaría de postura acerca de qué monedas de vellón retirar), y el 31 dejulio de 1652
se decretó una suspensión de pagos, según los mismos criterios y mecanismos aplica—
dos en la de 1647.
Otros acontecimientos exteriores acompañaron esta secuencia de medidas ha—
cendísticas. En 1650 murió inesperadamente Guillermo II , estatúder de las Provincias
Unidas, partidario de reanudar las hostilidades contra la Monarquía española, dejando
una situación interna incierta que facilitó la continuidad del acercamiento hispa—
no—neerlandés. También en 1650 las tropas españolas recuperaron los presidios italia—
nos perdidos en 1646, preludio de la que iba a ser singular campaña de 1652. En efec-
to, en 1652 las tropas de Felipe IV recuperaron tres plazas de suma importancia: Dun-
kerque, tomada por Francia cuatro años atrás; la inexpugnable fortaleza de Casale, en
el Monferrato, que había permanecido en manos francesas desde aquel fatídico 1628;
y Barcelona. Si 1626 fue un annus mirabilis para el joven Felipe y el inicial régimen
de Olivares, 1652 lo fue para la segunda fase del reinado, en una situación interna e in—
ternacional tan cambiada. Pese a la desventaja de no contar con una serie de lienzos
pictóricos famosos como la que subrayó aquel primero, este segundo annus puso de
relieve los escondidos recursos humanos, militares y financieros de una Monarquía
española cuya decadencia, aunque ya visible, no era, ni mucho menos, completa ni
irreversible.
Una Barcelona afectada por la peste fue sitiada entre julio de 1651 y octubre de
1652 por tierra y por mar. El comandante supremo de las fuerzas sitiadoras era don
Juan José de Austria, quien, tras su éxito en Nápoles, volvió a Sicilia como virrey,
donde permaneció hasta que, a últimos de 1650, recibió órdenes de su padre de aco—
meter la recuperación de Barcelona. La situación política de la ciudad se había ido de-
teriorando conforme los Virreyes franceses perdían apoyos sociales, si bien siguieron
contando con partidarios entre los sectores populares, probablemente debido a que no
fue sino en 1641, al inicio de la Cataluña borbónica, cuando éstos habían obtenido la
plaza de conseller sisè, es decir, la plaza adicional para artesanos en el gobierno muni-
cipal barcelonés que venían reclamando desde tanto tiempo atrás. Y aunque en abril
530 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
de 1652 el nuevo virrey, mariscal de La Mothe, logró romper el cerco sitiador y entrar
en la ciudad con su unidad de soldados, también la situación militar estaba muy ero—
sionada: hubo deserciones de algún mando francés con sus tropas y una columna de
auxilio rehuyó entablar batalla. Diversas poblaciones se declararon por Felipe IV du—
rante los meses anteriores y la mayoría de barceloneses, castigados por el hambre,
buscaron también una solución pacífica. El 27 de septiembre las autoridades munici—
pales pidieron formalmente a La Mothe entablar negociaciones con don Juan José, el
cual, por su parte, había recibido, en julio, facultades plenas del Rey para otorgar un
perdón general y asegurar la observancia de las leyes y constituciones catalanas. No
hacía mucho, en mayo y junio anteriores, que Felipe IV había también concedido sen—
dos perdones para los altercados de Córdoba y Sevilla. Las negociaciones formales
discurrieron durante los primeros días de octubre y no fueron obstaculizadas por La
Mothe pues, al parecer, simpatizaba con Conde, el gran enemigo de Mazarino. Duran-
te las mismas, las autoridades barcelonesas tomaron en consideración los pactos que
la ciudad firmó en 1472 con Juan II al acabar la guerra civil catalana, pero don Juan
José les exhortó a adoptar una postura de arrepentimiento y súplica, y así lo hicieron.
El 12 de octubre, extramuros de la ciudad, concedió el perdón general en nombre de su
padre, el Rey, para todos los delitos cometidos desde 1640 y al día siguiente realizó
una solemne entrada en Barcelona.
El mismo día 13, un embajador de la ciudad, Francesc Puigjaner, partió para la
Corte, donde fue agasaj ado por Haro y recibido en audiencia por el Rey, a quien entre—
gó el cuaderno de peticiones de la ciudad, tocantes a la salvaguarda de sus privilegios.
La respuesta real se hizo esperar tres meses, por cuanto intervino el Consejo de Ara—
gón instando una postura claramente más restrictiva y punitiva que la magnanimidad
aconsejada ahora por don Juan José. Pero el Rey no siguió las posiciones más duras
del Consejo y el resultado, expresado en el despacho de 3 de enero de 1653, completa—
do por el privilegio de 19 de enero del año siguiente, tuvo su cara y su cruz: se mante—
nían los privilegios de Barcelona y las leyes del Principado como concesión ex novo,
con pequeños aunque sensibles cambios, relativos sobre todo a las insaculaciones del
Consell de Cent y de la Diputació del General, sobre las que la Corona se reservaba la
supervisión mediante el control de la habilitación de los sorteables. Por otra parte,
confirmó la existencia del conseller sisè y rechazó la erección de una fortaleza, si bien
reservó para la Corona las cuestiones de defensa militar, entonces prioritarias. Siguió
una generosa concesión de títulos de ciudadano honrado como gesto para ganarse vo—
luntades, en tanto que un Parlamento (reunión de los brazos bajo presidencia de don
Juan José) que debía estudiar medidas fiscales quedó inconcluso. Evaluar el alcance
de estas medidas, en si mismas y a la luz de represiones coetáneas más rigurosas en
otros países, es objeto de discusión entre los especialistas y afecta a la caracterización
de esta fase del reinado de Felipe IV.
La parte de Catalufia que permanecía bajo soberanía francesa siguió mayoritaria—
mente el camino de Barcelona y un año después las tropas españolas recuperaban Ge-
rona. Hubo contraofensivas francesas, alguna de ellas importante, como la de 1654, y
no faltaron fricciones entre los nuevos mandos militares y las autoridades locales,
pero al poco tiempo sólo subsistían algunos núcleos profranceses y ciertas partidas de
miquelets que actuaban por la zona pirenaica en connivencia intermitente con las tro—
pas francesas, las cuales se habían hecho fuertes en Rosas, largamente sitiada por
FELIPE Iv Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 531
tropas españolas, y en el Rosellón, condado del que ya no iban a marchar. Los más si g—
nificados partidarios de la Cataluña borbónica se reagruparon en Perpiñán e integra—
ron la Diputació del General y los otros tribunales catalanes que Luis XIV ordenó le-
vantar como muestra de continuidad institucional.
Tras 1652 el balance de la guerra franco-española iniciada en 1635 era de tablas.
Y en los años siguientes los franceses fueron derrotados en Rocroi, 1654 (el reverso
del resultado de once años antes), Pavía, 1655 (como en 1526) y Valenciennes, Flan-
des, 1656 (con Condé como general otra vez victorioso, pero ahora en el lado espa—
ñol). Mazarino tomó entonces dos cursos de acción. Por un lado, consiguió, en 1655,
una alianza con Cromwell, quien, por su parte, salía vencedor de la primera guerra an—
glo—holandesa. Sucedía, sin embargo, que había sido la Monarquía española la prime—
ra en reconocer al régimen regicida de Cromwell («como dictador o bien como rey,
cualquiera que fuese el nombre que se le diere», segùn indicaban las instrucciones cur—
sadas al ordinario en Londres, Alonso de Cárdenas), pero este paso no fructificó en el
acuerdo buscado, y ahora, en la primavera de 1655, y sin declaración previa de guerra,
el Protectorado lanzó su ofensiva sobre el Caribe español, donde fracasó en la Españo—
la pero logró la conquista de Jamaica, resultado que decepcionó a Cromwell pero que
sería importante. Por otra lado, Mazarino intentò una aproximación con España y, a tal
efecto, envió a Madrid, en junio de 1656, a uno de sus hombres de mayor confianza,
Hugues de Lionne. El enviado permaneció en Madrid tres meses, durante los que Feli—
pe IV en persona participo’ en la mesa de negociaciones, para las que fue remitida des—
de el archivo de Simancas una copia de la paz de Vervins de 1598. Pero no hubo acuer—
do. Aparte de determinadas cuestiones sobre permuta de territorios y beligerancia o
neutralidad de ambos países en otros conflictos del momento, la causa principal fue la
negativa de Felipe a aceptar la boda con la que Mazarino y, sobre todo, la regente de
Francia, Ana, querían sellar la paz, como solía hacerse. Los novios habían de ser
Luis XIV, hijo de la regente y sobrino de Felipe, y la infanta española María Teresa, su
prima, que seguía siendo, diez años después del fallecimiento del príncipe Baltasar
Carlos, la heredera del trono. La postura de Felipe, a sus 51 años de edad, tenía un irre-
batible fundamento dinástico: si accedía a la boda y no nacía heredero varón de su se—
gunda esposa, Mariana (que en 1651 había dado a luz a la infanta Margarita), toda la
Monarquía española iba a pasar a manos de Luis XIV y de sus descendientes.También
iníluyó en la falta de acuerdo la situación del príncipe de Condé, para quien Felipe, ca-
balleroso, exigía plena restitución en su rango y estados en Francia.
El fracaso en alcanzar una paz tras la aplastante derrota ianingida a los franceses
en Valenciennes prolongó el conflicto y, con él, la enmarañada situación internacional
del momento.
Aligual que Felipe П en sus últimos años,Felipe IV se encontraba enzarzado en
unaguerra SimultaneaconFrancia, con Inglaterra y con la rebelión deun6de susdo—
"os,que ahoraera POrtugal.Además, carecía de alladosfirmesy n6 pódía contar
inevitables para asegurar el futuro del Portugal bragancista, un futuro que, a su vez,
devino incierto al fallecer aquel noviembre su fundador, Juan, dejando como sucesor a
su hijo Alfonso, de sólo trece años y con síntomas de desequilibrio psíquico. А1 año si—
guiente, 1657, Cromwell y Luis XIV firmaban una alianza ofensiva contra España que
fue renovada un año después. Mientras tanto, tras el ataque a Jamaica, Felipe IV había
reconocido a Carlos П Estuardo, quien, proclamado rey británico por los escoceses, se
encontraba exiliado en el continente y, tras residir en París y Colonia, se había asenta—
do en Bruselas.
A resultas de todo ello, los años 1657 y 1658 arrojaron un balance negativo para
la Monarquía española. Hubo ataques ingleses en el Caribe y Cádiz, destrucción de la
flota de Indias fondeada en Santa Cruz de Tenerife a manos del almirante inglés Bla—
ke, graves daños en el comercio americano y en las llegadas de plata, pérdidas muy
importantes en Flandes debidas, en parte, al bloqueo de comunicaciones que franceses
e ingleses aplicaban en el Canal de la Mancha y, finalmente, en junio de 1658, severa
derrota de don Juan José y Conde ante fuerzas anglo—francesas en una nueva batalla de
las Dunas (tras la de 1639, que también tuvo derrota española), la cual proporcionó
Dunkerque a Inglaterra, y fracaso en el intento de recuperar Jamaica, poco antes del
fallecimiento de Cromwell.
Dunkerque fue el reverso de Valenciennes y en 1658, cuando don Juan José fue
relevado de su cargo de gobernador general en Bruselas, apenas un tercio de Flandes
seguía bajo soberanía española. Con todo, el sistema español volvió a mostrar recur—
sos nada desdeñables, particularmente en evitar crisis internas de gravedad. Sin con-
secuencias acabaron ciertos nuevos disturbios en Andalucía en 1656 y 1657 así como
una variedad de motines populares sucedidos en Flandes. Más gravedad revistieron
los casos de Brujas (1653—1657) y, sobre todo, Amberes (1655—1659 у de nuevo
1669), a causa de preocupantes tensiones politicoeconómicas, que se resolvieron por
vía de blandura y de modo duradero: Flandes no volvió a conocer revueltas hasta la de
Bruselas en 1699.
En cuanto a Portugal, el conflicto llevaba varios años con escasa actividad bélica,
tan escasa que los choques a veces no consistían más que en saqueos y robo de ganado
en la raya gallega y en la castellano—extremeña. Así las cosas, el obispo de Ciudad Ro—
drigo llegó a dictar por su cuenta una curiosa suspensión de hostilidades para su zona
en 1654, en tanto que los jefes militares de las irregulares tropas españolas, muchas de
ellas concejiles y sin instrucción, aceptaban con desgana el nombramiento y solían
permanecer poco tiempo en el mando. Pero la reintegración de Barcelona en la Мо-
narquía situó el frente portugués en el centro de la atención y ambos contendientes se
dispusieron para ataques de mayor envergadura en el frente extremeño. Y hubo un
poco de todo, aunque al final Felipe IV salió peor parado: en 1657 los españoles con—
quistaron Olivenza y repelieron un asedio portugués sobre Badajoz, plaza de armas
del ejército, pero en enero de 1659, tras fracasar en un segundo sitio a la ciudad, los
portugueses se replegaron hasta Elvas y allí infligieron una clara derrota a las tropas
españolas, que iban comandadas por don Luis de Haro. Felipe IV se persuadió de que
necesitaba la paz con Francia, no sólo para poner fin a un conflicto literalmente inaca-
bable sino también para poder concentrar esfuerzos en la empresa que se había con-
vertido en su prioridad: recuperar Portugal.
En círculos diplomáticos internacionales se volvía a hablar, a lo largo de 1658, de
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA M〇NARQU{A HISPÀNICA 533
un congreso de paz entre España y Francia, cuya sede habría de ser algún punto de la
frontera pirenaica, aunque también se sugería Roma 0 bien Trento. Además, la situa—
ción dinástica de Felipe IV había mejorado en gran medida: a finales de 1657 había
nacido el príncipe Felipe Próspero y un año después, Fernando Tomás, de manera que
quedaba despejada la cuestión de la boda francesa de la infanta María Teresa. En
mayo de 1659 cesaron las hostilidades y al mes siguiente Mazarino y don Antonio de
Pimentel prepararon en París un amplio acuerdo preliminar, que dejaba pendientes de—
fijó
terminados aspectos, a resolver en las negociaciones formales, para las cuales se
la isla de los Faisanes, situada 611 elcauced a ya de su desemboca—
dura. El lugar teníafuertecargasimbólica, pues muy cerca de allí se habían celebrado
impórtantes encuentros dinásticos franco——españoles en 1526,1565 y1615. Los dos
V2111d05 HaroyMazarino, llegaron a finales de julio a Fuenterrabía y a San Juan de
Liz, respectivamente, y 1215 negociaciones se desarrollaron entre el 13 de agosto y el 9
de noviembre. Pero en el Bidasoa se trató también de los asuntos de Portugal y del
Protectorado. De hecho, tanto la república inglesa, que vivía los vaivenes posteriores
al fallecimiento de Cromwell, como Carlos 11, que veía próximo su regreso a Londres,
enviaron delegados y el propio Carlos, tras un viaje desde Bruselas y por Zaragoza,
llegó a personarse en Fuenterrabía cuando las conversaciones tocaban a su fin y sólo
pudo entrevistarse con Haro. En cuanto a Portugal, Felipe IV consiguió de nuevo que
no fuera admitido a las negociaciones, como en Westfalia.
La paz de los Pirineos sanCionaba el ascenso de la Francia de Luis XIV hacia la
queseríasuhegemonla en 61continente y subrayaba la cambiada relaciôn entre 1215 dos
grandes monarquías catolicas. No fue, sin embargo, una paz impuesla 111 desequilibra—
da, sino que resultó honrosa para Felipe IV y sus súbditos. En el plano personal, am-
bos reyes realizaron concesiones, Felipe alentregar 121 mano de su hija María Teresa 21
susobrino Luis XIV y éste al aceptar la reintegración plena de Condé. En el aspecto
territorial, la Monarquía española cedió el Artois y el Rosellón (que, 611_realidad, se
hallaban bar—dominiofrances desde 1640) y parte de la Cerdaña, mientras que, en lo
que se refiere a la linea pirenaica, la francesa entregó la estratégica plaza de Rosas. La
cuestión del valle pirenaico de la Cerdaña obligó a nuevos encuentros, que se celebra—
ron en Ceret y Llívia durante el año siguiente. En ellos se procedió a concretar lo que
un articulo del tratado estipulaba acerca de que el nuevo trazado de la frontera por Ca—
taluña iba a seguir la linea de las cumbres y divisorias de aguas. Surgieron discrepan—
cias acerca de lo que esto significaba en el mencionado valle y se barajaron argumen—
tos históricos, relativos a las demarcaciones administrativas del Imperio romano; geo—
gráficos, basados en la idea de frontera natural; y de otro tipo, todos ellos defendidos
con copiosa documentación. El resultado final fue la división del valle: treinta y tres
lugares pasaron ajurisdicción francesa, no así la villa de Llívia, que se convirtió en un
enclave español. La frontera así delimitada, y confirmada en los Tratados de Bayona
de 1866 y 1868, no ha sufrido alteraciones desde entonces, algo que ha hecho de ella la
más estable y longeva de Europa hasta la fecha.
Silas pérdidas territoriales sufridas por la Monarquía española no fueron ni mu—
cho menos graves, habida cuenta de la magnitud de aquella titánica guerra de veinti—
cuatro afios que ahora acababa, en 165 aspectos comerciales, en cambio, la balanza
quedó claramente inclinada a favor de Francia. Luis XIV obtuvo amplias ventajas,
que facilitaron la penetración de productos manufactureros franceses en los mercados
534 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
catalán y español. En aquel mundo de ideas mercantilistas, fueron las cláusulas co—
merciales las que mejor proclamaban quién había sido el vencedor.
3. Fracaso en Portugal
El enlace matrimonial entre Luis XIV y la infanta Mafia Teresa (ambos nacidos en
septiembre de 1638) se celebrò en la misma isla de los Faisanes, en un nuevo encuentro,
el 9 de junio de 1660, al que acudieron ambas familias y ambos validos. Como aposen—
tador de Felipe intervino su pintor de cámara, Diego Velázquez, para quien tantas veces
había posado y que moriría a inicios de agosto, al poco de regresar a la Corte, a la edad
de 61 años. Quedó estipulado que María Teresa renunciaba a sus derechos sucesorios a
la Corona española y que aportaría una abultadísima dote de 500.000 ducados de oro.
Pero las depauperadas arcas de Felipe no le permitieron hacer honor a semejante pago y
este hecho iba a servir a Luis para argumentar sus pretensiones en la guerra de Devolu—
ción (1667) y aún en la de Sucesión española. Antes de abandonar San Juan de Luz el
novio decretó la abolición de las instituciones catalanas que él mismo había creado en
Perpiñán unos años antes y las sustituyó por un Consejo Soberano, dependiente de la
Corona. Empezaba la resistencia de los roselloneses a la anexión producida.
El mismo 1660 se produjo la restauración de Carlos II Estuardo en el trono britá—
nico. En círculos diplomáticos se daba por probable una aproximación entre Londres
y Madrid, no en vano Carlos tenía firmada una alianza con Felipe IV y había recibido
estipendios españoles durante su exilio, en tanto que Mazarino había establecido va—
rias con Cromwell. La Corte española confiaba en renovar el tratado con Londres de
1630 y recuperar Jamaica y Dunkerque. Pero no fue así, sino que, para consternación
de Felipe, la alianza que Carlos estableció fue con Portugal, sellada en 1661 mediante
su boda con Catalina de Bragança, hermana de Alfonso VI. Además de una generosa
dote, la novia aportó Tánger y Bombay, lo cual, para enojo holandés, supuso la entra—
da en firme de los intereses comerciales británicos en el Índico.
Una guerra de baja intensidad siguió enfrentando a las monarquías española y
británica. Pero más decisivo fue el abierto apoyo británico a Portugal, al que se añadió
el más encubierto apoyo frances. Pese a las limitaciones personales de Alfonso VI, los
Bragança obtenían por fin reconocimiento como casa real y ayudas materiales que re—
sultarían decisivas para su futura independencia. Pero en el bullir de planes diplomáti—
cos de aquellas fechas, una propuesta francesa contemplaba la posibilidad de que
Alfonso quedara sólo como rey del Algarve y el Brasil, en tanto que Felipe IV recupe—
raría el resto de Portugal y un casamiento entre don Juan José y Catalina restauraría la
Hispania habsburgo. No era este un plan más descabellado que tantos otros que circu—
laban y, si bien no prosperó en absoluto, sirve para subrayar que las opciones abiertas .
eran varias, tanto en el tablero internacional como en el ibérico.
Fiel a sus deberes dinásticos, Felipe IV sólo contemplaba una recuperación com—
pleta de Portugal, y con este objetivo había transigido en ciertos aspectos de la paz de
los Pirineos. Y poco antes, en otoño de 1658, había dado dos pasos de fuerte carga
simbólica, destinados a atraerse apoyos entre los portugueses: restauró el Consejo de
Portugal, que había sido suprimido por Olivares en 1639 y sustituido por variasjuntas,
en clara contravención de los acuerdos de Tomar de 1581; e hizo público un manifies—
FELIPE IV Y LA CRーSーS DE LA MONARQUÏA HISPÀNICA 535
bían permitido financiar el esfuerzo militar de la toma de Barcelona en 1652. Por otra
parte, no dejaba de ser un símbolo de la situación político—administrativa que el estu—
dio de las fórmulas financieras se llevara a cabo en una junta, la de Medios, mientras
las Cortes de Castilla, reunidas entre 1660 y 1664, debatían asimismo sobre estos sem—
piternos temas. En ellas tomaron asiento por primera vez los procuradores de la ciudad
de Palencia, que había comprado su privilegio de tener voto en Cortes en 1660, si-
guiendo los pasos de la provincia de Extremadura, que ya lo había ejercido en la ante—
rior reunión (1653—1658), como voto colectivo entre varias ciudades (igual que el de
Galicia, obtenido en 1623).
Gracias a estas operaciones, en 1663 pudo reunirse un ejército de empaque esti—
mable, del que don Juan José fue nombrado general supremo. Al importante éxito ini-
cial de la toma de Évora, que proporcionó gran satisfacción personal a don Juan José
pues, según recordó, allí habían empezado en 1637 los levantamientos contra su pa-
dre, siguieron, en junio, la severa derrota en la batalla de Estremoz o Amexial ante tro—
pas an glo-portuguesas y la consiguiente pérdida de Evora. Se probó entonces la vía de
penetración castellana, por Ciudad Rodrigo, también sin éxito. Y en 1665, de nuevo
por el eje de Badajoz y el Alentejo, el marqués de Caracena fue estrepitosamente de—
rrotado el 17 de junio en la batalla de Montes Claros, junto a Vila Viçosa, ante tropas
esta vez franco-portuguesas, comandadas por el mariscal Schomberg, que había ya
vencido a los españoles en Tortosa en 1648. Fue la última batalla de la contienda. Vila
Viçosa era el solar de la casa de Bragança, con lo que el efecto simbólico de la batalla
no fue menor al militar. La noticia causó conmoción en la Corte y ciertas voces empe-
zaron a abogar por abandonar la empresa de Portugal y volver la atención de nuevo a
Flandes, sobre el que Luis XIV no ocultaba sus imparables ansias expansionistas. Y
Tue un golpe demoledor para Felipe IV, cuyo estado empeoró en las semanas siguien—
tes, hasta el punto, según se dijo, de provocarle la muerte, que le llegó el 17 de sep—
tiembre. Poco antes, en mayo, había muerto también sor María de Ágreda, con quien,
a lo largo de 22 años, llegó a intercambiarse seiscientas cartas.
El fracaso en Portugal fue el clamoroso resultado de la situación de aguda debilidad a
la que la Monarquía española había llegado. Sus recursos demográficos y económicos se
encontraban al borde del agotamiento y el sistema hacedístico estaba desquiciado: tras
una ristra de suspensiones y alteraciones monetarias, en 1665 el premio de la plata andaba
por el 120 %. Incluso parecía faltar la otrora reputada capacidad táctica de sus generales.
Y la misma continuidad dinástica pendia de un hilo en el poco prometedor Carlos II, que
aún no había cumplido los cuatro años de edad. Agotamiento es la palabra que, pareja a
decadencia, suele utilizarse para describir el estado en que quedaba la Monarquía españo—
la tras el reinado de Felipe [V, uno de los más largos de la historia española. Desde su mis—
mo inicio, en 1621, su reinado no conoció ni un sólo año sin guerra, por lo menos en un
frente, situación que, de hecho, aún se prolongaría hasta 1668.
Durante los preparativos de la campaña de 1665, Felipe IV había admitido la
conveniencia de llegar a una negociación decente y decorosa con Portugal por inter—
mediación del embajador británico en Madrid. Y esto es lo que acabó sucediendo. Al
poco de fallecer Felipe, el duque de Medina de las Torres firmó un tratado de amistad
con la Gran Bretaña en el que se contemplaba una tregua de treinta años entre España
y Portugal. El que no llegó a ser valido de Felipe bien pudo pensar que su política de
apaciguamiento había recibido el refrendo, tardío, de la realidad. La paz plena acaba—
FELIPE [V Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA …SPÁNICA 537
ría por ser fijada en _…1668 y por ella Portugal obtenía la independencia junto a su vasto
imperio colonial. La plaza portuguesa de Ceuta, que no había secundado el levanta—
miento bragancista de 1640, quedó bajo soberanía española.
La solución finalmente alcanzada con Portugal parecía resumir lo que fue la tónica
de buena parte del reinado: recoger al cabo un resultado negativo del que se había intenta—
do escapar a lo largo de años y años de esfuerzos de todo tipo, no siempre compatibles
entre sí, y de fe constante en que los designios de la Providencia iban a resultar por lin pro—
picios. El resultado global consistía en repliegue y pérdida de hegemonía. Y también de—
cadencia, sin duda. Pero probablemente se haya exagerado el alcance de la decadencia
española en esta etapa, sobre todo por el procedimiento de ignorar o minusvalorar las for—
midables dificultades y agitaciones vividas en otros países que, a la larga, pero todavía no
entonces, acabarían encauzando sus singladuras históricas con más éxito, con un éxito
más acorde con los nuevos y cambiantes criterios que se fueron imponiendo a este respec—
to en las etapas subsiguientes. A la altura de 1665, los lastres heredados también gravita—
ban pesadamente en las mesas de gobierno y en la miserable vida de las gentes de tantos
otros países, y muy pocos podían realmente otear un futuro risueño.
No hay duda de que el título de «Felipe el Grande», que la adulaciòn cortesana le
asignó al calor de unos éxitos al inicio de su reinado, remotos, por no decir olvidados,
resultaba ahora un cruel sarcasmo. Pero con la debida perspectiva histórica y compa—
rativa, bien puede decirse que Felipe fue «grande» más bien en lo que supo conservar
en ambos hemisferios. Para la gran mayoría de políticos y tratadistas de la época, den—
tro y fuera de España, uno de los términos clave era <<conservación», y era en esta difí-
cil tarea donde gobernantes y gobernados debían mostrar su pericia y capacidad de
aguante, según los ideales neoestoicos imperantes. Sucede, sin embargo, que los difí-
ciles logros en el terreno de la <<conservación>> suelen pasar desapercibidos o suelen
darse por descontados, frente a la visibilidad de la decadencia y el fracaso, que resul—
tan no menos magnéticos que la expansión y el éxito cuando se mira hacia el pasado.
En cualquier caso, tan notorio como la larga lista de alteraciones y rebeliones sucedi—
das en los dominios hispánicos durante esos años es el hecho de que muy pocas de
ellas desembocaran en revolución o en separación.
Los claroscuros del reinado de Felipe IV invitan a seguir reflexionando sobre es—
tas cuestiones. De todos modos, ni siquiera un balance a la luz de tales consideracio—
nes puede dejar de señalar que aquello que se consiguiera en conservación fue al pre—
cio del repliegue exterior y del empobrecimiento interior. Felipe IV hubo de reinar so—
bre una incontestable pérdida de la hegemonía española. Otra cosa son los logros cul—
turales de la época. Pero, en fin, lo más agudo de la decadencia estaba aún por llegar, y
sería sin conservación apenas.
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CAPÍTULO 20
CARLOS n (1665—1700)
por LUIS RIBOT
Universidad de Valladolid
l. Introducción
2. El rey
nes conyugales del envejecido Felipe IV, que aportaría así, en los últimos años de su
vida, un sucesor al trono de sus mayores tras la muerte de los anteriores príncipes he—
rederos. Parecía un milagro, como la propia supervivencia de Carlos, débil y desme—
drado, aquejado de evidente raquitismo y expuesto frecuentemente a catarros, fiebres,
varicelas, trastornos intestinales y otras dolencias. La lentitud de su desarrollo físico
queda patente en el hecho de que no pudiera andar hasta pasados los cuatro años, retra—
so que se dio también en el terreno de la educación y formación de quien, antes de
cumplir dicha edad, habría de heredar el trono de su padre. Pese a que su inteligencia
pudo estar perfectamente dentro de los límites de la normalidad, a los nueve años no
sabía aún leer y escribir, y durante toda su vida tuvo una caligrafía bastante deficiente.
Su instrucción para el ejercicio de la realeza fue escasa, de lo que hay que culpar, sin
duda, a su madre y a los gobernantes de aquellos años. Como consecuencia de ello, ca—
reció de las aficiones culturales y artísticas de su padre. Se ha indicado, no obstante
—probablemente con cierta generosidad hacia un ser humanamente tan desvalido—
que siempre tuvo el sentido de la dignidad inherente a su condición de rey. Más evi—
dentes parecen su bondad natural así como su rectitud moral y su piedad, aunque éstas
u otras cualidades quedasen oscurecidas por los defectos de su carácter: inconstancia,
inclinación al ocio, escasa energía y capacidad de decisión, ausencia de voluntad
——compatible con arrebatos de terquedad y de cólera—, timidez o desconfianza. Toda
su vida fue dominado por las personas que estaban cerca de el, en especial su madre y
sus dos esposas. En cuanto a éstas, mantuvo con ellas relaciones sexuales, aunque
muy probablemente fuera estéril. En fin, se trató de un personaje claramente incapaz,
débil físicamente y carente de carácter, lo que no excluye la posibilidad de que, en al—
gunos momentos, hiciera esfuerzos para reinar y se ocupara del gobierno más de lo
que siempre hemos pensado. Los diversos retratos que se le hicieron a lo largo de su
vida nos presentan a un ser débil, desmedrado y lán guido, que se corresponde bastante
bien con la descripción que hizo de el, en 1686, el secretario del nuncio apostólico: «El
rey es mâs bien bajo que alto, flaco, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello lar—
go, la cara larga, la barbilla larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típi—
co de los Austrias; ojos no muy grandes, de color azul turquesa, y cutis fino y delicado.
Mira con expresión melancólica y un poco asombrada. El cabello es rubio y largo, y lo
lleva peinado para atrás, de modo que las orejas queden al descubierto.». Aquejado
de un marcado prognatismo, masticaba mal los alimentos, por lo que padeció frecuen—
tes desarreglos gastrointestinales, acompañados de fiebres y dolores de cabeza. En los
últimos años de su vida, los testimonios hablan de su prematuro envejecimiento, a
consecuencia de su mala salud y las repetidas enfermedades.
Pese a su mediocridad y sus defectos, resulta un tanto excesivo que Carlos П haya
pasado a la historia con el sobrenombre de «el Hechizado», pues se trata de una cues—
tión sin demasiada importancia —en una sociedad que creía de forma general en las
hechicerías— y que, por otra parte, sólo afectó a un corto espacio de tiempo en los últi-
mos años del reinado. A mediados de 1699, a partir de la confesión de unas monjas
exorcizadas de que la causa de la esterilidad del monarca era un hechizamiento sufrido
en su juventud, el confesor del rey, padre Froilán Díaz, le hizo exorcizar por un capu-
chino saboyano, fray Mauro Tenda. El propio emperador Leopoldo l manifestó su in—
terés en el caso, como consecuencia de las revelaciones de un demonio alojado en un
joven de Viena. A finales de 1699, de acuerdo con la reina, el nuevo inquisidor general
CARLOS II (1665—1700) 541
ordenö que se interrumpieran los exorcismos, y unos meses después, tanto el padre
Froilán como fray Mauro fueron procesados por la Inquisición. Todo el incidente fue,
en definitiva, una cuestión menor, trufada de intereses políticos, en unos momentos en
que, tras más de treinta años de reinado, el problema sucesorio se había convertido
en una auténtica obsesión.
3. La Regencia
Seguramente Felipe IV deseaba alejar del poder a los personajes que podían aspi—
rar al valimiento, para proteger así el sistema colegiado implícito en la Junta, pero es
evidente que ésta nacía con la enemistad de los principales personajes excluidos de
ella. Fue la reina, sin embargo, quien protagonizó los primeros ataques a la nueva ins—
titución con la inclusión en ella, como nuevo inquisidor general, de su confesor aus—
tríaco Everardo Nithard, una vez obtenida la confirmación papal de dicho nombra—
542 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
La caída de Nithard no supuso sin embargo el acceso al poder de don Juan, quien
ni siquiera llegó a entrar en la Corte. Tal vez le faltó decisión, o no tuvo el apoyo que
esperaba de sus partidarios, muchos de los cuales actuaban más por oposición al jesui—
ta que por adhesión a él. El frente de la alta nobleza carecía aún de la unanimidad y la
cohesión necesarias para llevarle a la cabeza del gobierno. Desde Torrejón de Ardoz
escribió un manifiesto, en forma de carta a la reina, en el que hablaba de diversas me—
didas de buen gobierno: reducción de impuestos, igualdad contributiva, reforma de las
finanzas y la administración, justa distribución de mercedes y cargos, refuerzo del
544 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
trastaban con la austeridad de los años anteriores. Junto a ello, el nuevo valido promo—
vió las obras públicas de Madrid, entre las que destacan la construcción de dos nuevos
puentes sobre el río Manzanares (el del Pardo y el de Toledo), la reconstrucción par—
cial de la Plaza Mayor tras el incendio sufrido en 1672, o las obras de mejora y embe—
llecimiento del Alcázar real. Por medio de la concesión de cargos, oficios y mercedes,
Valenzuela trató de crearse una clientela política, para la que le proporcionó una oca—
sión inmejorable la proximidad de la mayoría de edad del Rey, que motivó la creación
para él de una casa propia, distinta de la de la reina. A pesar de la amplia promoción de
personajes para este y otros organismos de la Corte y la Monarquía, el favorito no 10—
gró sino lealtades ficticias y efímeras, particularmente entre los aristócratas, que nun—
ca le perdonaron su humilde origen. En realidad y en mayor medida aún que Nithard,
casi todos sus partidarios eran incondicionales de la reina y enemigos de don Juan,
actitudes que no era infrecuente que se dieran en una misma persona. А1 parecer, Va-
lenzuela practicó abundantemente la corrupción política, fruto de la cual fue su rápido
enriquecimiento, pues según Domínguez Ortiz, el inventario de sus bienes hecho des-
pués de su caída arroj aba, entre dinero, joyas, plata, tapicería, muebles y otros enseres,
más de setecientos mil ducados.
La inminencia de la mayoría de edad del Rey que, de acuerdo con el testamento
de Felipe IV habría de producirse el 6 de noviembre de 1675, al cumplir los 14 años,
proporcionó la ocasión para que salieran a la luz las oposiciones al valido. Frente a los
partidarios de la reina, que deseaban prolongar la regencia, otros sectores planteaban
el acceso al cargo de primer ministro del cardenal de Aragón o de don Juan. Con oca—
sión de la revuelta y la guerra de Mesina, apoyada por Francia —que desde 1673 se
enfrentaba a España en la llamada guerra de Holanda— la reina y los consejeros de
Estado e Italia trataban de enviar a don Juan a Sicilia, pero éste, que esperaba la próxi—
ma mayoría de edad del Rey, dio largas y se resistió a ser alejado de la península Ibéri—
ca, tal como había hecho en anteriores intentos por mandarle a Flandes. El 3 de no—
viembre Valenzuela fue nombrado marqués de Villasierra y el 4, tras la reunión de la
junta de Gobierno que, en teoría, había de ser la última, el Rey se negó a firmar un de—
creto en el que, declarándose incapaz aún de asumir el gobierno de la Monarquía, pro—
longaba la regencia por dos años.
En realidad, el Rey había convocado secretamente a su hermanastro a palacio,
anunciándole que necesitaba de su persona para el gobierno de sus Estados y despedir—
se de su madre. Sin embargo, los intentos del débil monarca se vieron frustrados por la
intervención de la reina. Carlos recibió a su hermano y le pidió que esperase en el
Buen Retiro, pero doña Mariana, alertada tal vez por la imprudencia de don Juan
—quien había difundido ampliamente la llamada de su hermano, siendo vitoreado por
la multitud a su llegada al Alcázar— permaneció reunida varias horas con su hijo, al
cabo de las cuales, Carlos П envió una nota a su hermanastro en la que le ordenaba que
pasara inmediatamente a Italia. Según Maura, uno de los personajes que intervino de—
cisivamente en la resolución de la crisis fue el duque de Medinaceli, sumiller de corps
del Rey, quien poco después sería nombrado consejero de Estado. Los principales res—
ponsables de las <<candidaturas» del cardenal de Aragón y don Juan fueron castigados.
De nuevo en Aragón, don Juan se excusó definitivamente de marchar a Italia, alegan—
do su decisión de no aceptar ningún empleo en el real servicio mientras se violentase
la voluntad real.
546 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Valenzuela se alejó poco después de Madrid, nombrado capitán general del reino
de Granada. Pero a comienzos de abril ya estaba de nuevo en la Corte, donde a media—
dos de año parecía haberse convertido en valido del propio Carlos II, quien le nombró
caballerizo mayor y gentilhombre de su cámara, con el privilegio de preceder a todos
los demás gentileshombres. El otoño de 1676 contempló su definitivo encumbramien—
to, aunque la firme oposición que suscitó anunciaba ya su inmediata caída. El 31 de
octubre el Rey le nombró grande de España y unos días después primer ministro, pa—
sando a residir en las habitaciones destinadas al príncipe en el Alcázar, y asignándose—
le asimismo en El Escorial las que había ocupado el príncipe Baltasar Carlos. Por pri—
mera vez aparecía formalmente en España el cargo de primer ministro que, tal como
estudiara Tomás y Valiente, suponía la culminación institucional de la figura del vali-
do. Una cédula real dispuso que todos los presidentes de los Consejos, salvo el de Cas-
tilla, hubieran de despachar con él. Asimismo, el nuevo primer ministro hizo uso de
una prerrogativa regia nunca utilizada por los validos anteriores: la de asistir oculto
desde la llamada <<escucha» a las sesiones de los Consejos. A comienzos de noviem—
bre, coincidiendo con el nombramiento de Valenzuela como primer ministro, la junta
de Gobierno fue disuelta de forma definitiva.
Todas estas medidas fraguaron rápidamente un amplísimo frente contra Valen—
zuela, en el que destacaron los grandes, indignados por su equiparación con ellos. En
la ceremonia celebrada en la capilla real el día de la Inmaculada hubo una auténtica
huelga de grandes que recordaba la caída del conde—duque de Olivares, pues sólo uno
de ellos, el almirante, se sentó a su lado en el banco reservado a los de dicha condición.
El día 15 de diciembre una veintena larga de grandes, además de don Juan, firmó un
manifiesto público en el que denunciaba la nociva inlluencia de la reina sobre Car—
los ll y los males que de ella se habían derivado, el principal de todos <<la execrable
elevación de don Fernando de Valenzuela», pidiendo el alejamiento de aquélla, la pri—
sión de éste, <<y establecer y conservar la persona del señor don Juan al lado de S. M.».
Esta vez sí que parecía firme el frente nobiliario a favor del de Austria. Más aún, los
abusos inherentes a la elevación de Valenzuela eran tan graves que los ataques no se
limitaban al favorito sino que iban contra la propia reina regente, asunto de suma gra—
vedad puesto que afectaba a la misma institución de la Corona, algo insólito hasta en—
tonces en la historia moderna de España.
De forma unánime, los Consejos de Estado y Castilla aconsejaron el apresamien—
to de Valenzuela, aunque advirtieron a don Juan que se consideraría como delito de
alta traición una nueva marcha sobre Madrid. El 24 de diciembre, una junta formada
por el cardenal don Pascual de Aragón, el almirante, el condestable y el duque de Me—
dinaceli —ninguno de los cuales había firmado el manifiesto— ordenó el encarcela—
miento de Valenzuela, quien al día siguiente huyó a El Escorial, acogiéndose a la in—
munidad del recinto sagrado. El dia 27 Carlos II ordenó a su hermanastro que acudiera
a la Corte para asistirle en el gobierno.
El 2 de enero, don Juan, temeroso de nuevos contratiempos, inició el viaje desde
Zaragoza a Madrid acompañado por una escolta, reducida al principio pero que se fue
incrementando con voluntarios a medida que avanzaba, destacando entre ellos los ara-
goneses. El ll de enero, en Hita, dicha tropa contaba ya con 15.000 hombres. El 17, un
destacamento de caballería, violando el sagrado, apresó a Valenzuela. Tal como exi—
gía don Juan, la guardia de la Chamberga fue enviada a Cataluña y unos días después,
CARLOS и (1665-1700) 547
sin su formidable escolta, don Juan se ponía a los pies del Rey, previamente trasladado
al palacio del Buen Retiro. Por segunda vez en el curso del reinado se había producido
la destitución de un valido por la fuerza. En esta ocasión además, la oposición aristo-
crática había llegado a cuestionar el propio poder real, no sólo en el manifiesto de los
grandes, sino también en las disposiciones posteriores que anularían las mercedes he-
chas a Valenzuela, basándose en que la voluntad real no había actuado libremente.
Una de las primeras medidas de don Juan fue el alejamiento de la reina madre,
que fue enviada a residir en el Alcázar de Toledo, lejos de su hijo. En adelante, el de
Austria vigilaría las audiencias, lecturas y correspondencia del monarca, especial—
mente la que mantenía con su madre. Valenzuela, desposeído de todos sus títulos y ho—
nores y confiscados sus bienes, fue enviado preso a Consuegra; en febrero de 1678 se
le exilió por diez años al fuerte de Cavite, en Filipinas. Los principales opositores y
enemigos de don Juan fueron cesados en sus puestos y en muchos casos desterrados,
como les ocurrió, entre otros, al almirante de Castilla, enviado a Medina de Rioseco;
al presidente del consejo de Flandes, príncipe de Astillano; o al conde de Aguilar, te—
niente coronel de la Chamberga.
La llegada del hijo de Felipe IV al poder suscitó una ola inmensa de entusiasmo,
no sólo en España sino también en otros territorios de la Monarquía. Para muchos, don
Juan era el esperado salvador, un mito político que, como tal, estaba destinado al fra—
548 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
caso. Por mucho que pudiera hacer jamás satisfaría las expectativas creadas. Para su
desgracia además, y a pesar de su intensa dedicación al trabajo, sus años de gobierno
coincidieron con un periodo de crisis y dificultades (malas cosechas, epidemias, infla—
ción. . .) y se vieron truncados por su temprana muerte, en septiembre de 1679. El nú—
mero de sus enemigos se incrementó, lógicamente, a lo largo de su mandato. También
el de los desencantados y descontentos. Las sátiras y panlletos, que tan hábilmente ha—
bía sabido utilizar contra los validos de la reina, se cebaron ampliamente ahora en su
persona, recordando una y otra vez su filiación ilegítima. Detrás de buena parte de
ellas estaban los jesuitas, y en particular los padres Lie'vana y Juan Cortés Osorio, au-
tor éste último de las invectivas más certeras contra él. Varios padres de la Compañía,
y según parece el propio Cortés Osorio, fueron desterrados de la Corte, al igual que
otros escritores de la oposición a don Juan. Nada más acceder éste al poder, ya habían
sufrido dicho castigo los padres Nájera, Oma, Salinas y Rodríguez Coronel.
El control de la opinión —que tanta importancia había tenido en su éxito políti—
co— era una de las principales preocupaciones de don Juan. Para ello, aparte de san—
cionar a los disconformes con su política, encargó a su colaborador Fabro Bremundán
la publicación regular de la llamada Gazeta ordinaria de Madrid, que se editó sema—
nalmente desde julio de 1677 hasta abril de 1680, constituyendo el más antiguo prece—
dente, en España, del periodismo oficial.
A pesar de que defraudara muchas de las esperanzas en el depositadas, el gobier-
no de don Juan tuvo aspectos positivos, hasta el punto de que su breve periodo en el
poder supuso la adopción —o la preparación— de una serie de medidas reformistas
que contribuyeron a aliviar la situación de la Hacienda, la Administración pública y la
economía castellanas. Así, dispuso la reducción de la burocracia de los Consejos y al—
tos organismos, se esforzó por conseguir la honestidad administrativa y disminuir el
gasto público, puso freno a la concesión de mercedes y privilegios y trató de impedir
los abusos de los comisarios ejecutores, que acudían a los pueblos a reclamar las deu-
das con la Real Hacienda. Trató también de hacer frente al agudo problema de la infla—
ción, y todo parece indicar que la gran reforma monetaria puesta en práctica en 1680,
meses después de su muerte, se gestó durante su ministerio. Su preocupación por la
economía le llevó a la creación de lajunta de Comercio y Moneda, institución típica—
mente mercantilista, dedicada a la promoción de la producción y el intercambio de
bienes, que habría de jugar un importante papel en el reformismo posterior. En la gue—
rra contra Francia, las tropas de la Monarquía lograron mantener el reino de Sicilia y
reconquistar Mesina cuando fue abandonada por los franceses en marzo de 1678. En
el frente de Cataluña, sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de don Juan para incre—
mentar el ejército, se produjo un duro fracaso militar en el Ampurdán, el 4 de julio de
1677; entre las más de seiscientas bajas, figuraban el duque de Monteleón, el conde
de Fuentes, el vizconde de San Jorge y numerosos caballeros. Por la paz de Nimega
(1678) España hubo de entregar a Francia el Franco—Condado y algunas plazas fronte-
rizas de los Países Bajos, aunque recuperó, a cambio, algunas ciudades del interior ce—
didas pocos años antes en la paz de Aquisgrán.
Don Juan procuró educar a su hermanastro en las tareas reales, algo de lo que
apenas se habían ocupado anteriormente. Una de sus iniciativas fue la celebración de
Cortes en el reino de Aragón en 1677—l678, que le sirvieron no sólo para premiar a su
clientela aragonesa, sino también para que el Rey jurara los fueros y efectuara su viaje
CARLOS u (1665—1700) 549
más largo fuera de Madrid y los sitios reales. А1 рагесег, don Juan proyectaba reunir
Cortes en otros territorios de la Corona de Aragón, pero diversas causas, y entre ellas
su muerte, impidieron tales convocatorias. El proceso de maduración y aprendizaje de
Carlos II requería también su matrimonio, que permitiera asegurar cuanto antes la su—
cesión al trono. Y a ello se dedicó don Juan durante los últimos meses de su vida, aun—
que no llegó a verlo culminado.
Antes de la llegada del hermanastro del rey al poder, el embajador imperial Fer—
nando de Harrach había postulado la candidatura de la archiduquesa María Antonia,
hija del Emperador y de la fallecida emperatriz Margarita, hermana de Carlos II. Tal
candidatura, pese a la corta edad de la archiduquesa y su cercano parentesco con el
rey, contaba con la simpatía de la abuela de la novia, la reina Mariana de Austria, y se
veía además favorecida por la situación de guerra existente con Francia que alej aba las
posibilidades de una boda francesa. En 1676, de hecho, tras el voto favorable del Con—
sejo de Estado, comenzaron a prepararse las capitulaciones matrimoniales de Carlos II
con su sobrina la archiduquesa; pero la caida de Valenzuela y la llamada de Harrach a
Viena dejaron en suspenso las negociaciones, a pesar de que ya se había comunicado
oficialmente a las cancillerías europeas el acuerdo matrimonial. Muchos historiadores
han culpado a don Juan del abandono de la candidatura austríaca por considerarla ex-
cesivamente cercana a los intereses de la reina madre. Sin embargo, un motivo de ma—
yor peso pudo ser la convicción del nuevo primer ministro de que urgía asegurar la su—
cesión, dada la precaria salud del Rey; el compromiso con María Antonia dilatari'a aun
varios años la unión de los cónyuges, por lo que parecía oportuno buscar otra novia de
más edad. En agosto de 1677 los consejeros de Estado optaron unánimemente por la
princesa María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV; si bien la situación de guerra
con Francia y el temor a la reacción del Emperador impidieron la publicidad de dicho
voto y permitieron que, en sucesivas sesiones, se hablase de otras posibles candidatas.
Luego de la paz de Nimega sin embargo, y a instancias del Rey, el Consejo de Estado
volvió a inclinarse en favor de la princesa de Orleans. La boda se celebró, por poderes,
en Fontainebleau, el 31 de agosto de 1679. La ratificación del matrimonio iba a tener
lugar en Burgos, lugar en el que se encontrarían, por primera vez, los dos esposos; sin
embargo, ante una grave y repentina enfermedad del arzobispo burgalés, la ceremonia
se realizó en la humilde aldea de Quintanapalla, el 18 de noviembre de 1679.
A pesar de que Francia habia sido la gran enemiga de España desde tiempos de
los Reyes Católicos, los matrimonios reales hispano—franceses entraban dentro de la
más pura tradición de la Monarquía. De hecho, desde la boda de Felipe [Icon Isabel de
Valois, hacía más de un siglo, todos los monarcas españoles se habían casado con
princesas de Francia o del Imperio, con la particularidad de que los matrimonios fran-
ceses se habían concertado siempre en periodos de paz con dicho reino, y en varias
ocasiones como prenda por la paz recién firmada. La nueva reina de España había na—
cido en el Palais Royal de París, el 27 de marzo de 1662, unos meses más tarde que
Carlos II. Sus padres eran el duque Felipe de Orleans, hermano de Luis XIV, y Enri—
queta de Inglaterra, hija del decapitado Carlos 1. María Luisa era una mujer atractiva y
550 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Osuna. Luego de un ataque de hemiplejía en 1684, y de las derrotas sufridas por las
tropas hispanas en la tercera de las guerras que la enfrentaron a Francia durante aquel
reinado, que supusieron la pérdida de Luxemburgo, el duque descargó parte de sus
competencias en uno de los personajes más valiosos de la corte, el conde de Oropesa,
Manuel Joaquín Álvarez de Toledo y Portugal, consejero de Estado desde 1680, quien
fue nombrado presidente del Consejo de Castilla en junio de 1684. En abril del afio si-
guiente, Medinaceli presentó la dimisión de su cargo. Poco después, pidió también el
cese el secretario del Despacho Universal, Veitia y Linaje. A mediados de julio, el du—
que, a quien se le mantuvieron los cargos de presidente de Indias, sumíller de corps y
caballerizo mayor del rey, fue desterrado a Cogolludo.
Su sucesor fue, como era de esperar, el conde de Oropesa, aunque continuó sien—
do presidente de Castilla y no obtuvo el título de primer ministro. El nuevo secretario
del Despacho Universal no fue su candidato, Pedro Coloma, sino Manuel Francisco
de Lira, antiguo embajador en Holanda. Casi todos los contemporáneos reconocen la
capacidad de ambos. Oropesa era hombre de talento y tenía, al parecer, una buena for—
mación y una destacada capacidad de trabajo. Lira, por su parte, era uno de los funcio—
narios más inteligentes y expertos. Buen conocedor de la política exterior, sobre todo
la del norte, hablaba varias lenguas.
De la gestión del conde de Oropesa destacan sus intentos por mejorar la situación
económica castellana a través del saneamiento de las finanzas, la reforma monetaria
de 1686 —que completó la realizada por Medinaceli—, la reforma presupuestaria de
1688 y los proyectos de reducción de la burocracia de 1687 y 1691. En los asuntos fi—
nancieros contó con la ayuda eficaz del marqués de los Vélez, Fernando Fajardo, go—
bernador del consejo de Indias, y desde 1687, presidente del mismo y superintendente
de Hacienda. La creación de dicha superintendencia formaba parte de una amplia re—
forma del consejo de Hacienda impulsada por Oropesa y dirigida, entre otras cosas, a
reducir la presencia en él de hombres de negocios, en beneficio de burócratas y exper—
tos en finanzas, una política que ya se había iniciado en tiempos de don Juan de Aus—
tria y que continuaría en los años noventa.
A medida que transcurría el tiempo, el gobierno del conde de Oropesa fue encon—
trando también una creciente oposición. Una fuente contemporánea cita entre sus
principales enemigos, entre otros muchos señores y títulos, al condestable, el almiran—
te, el cardenal Portocarrero, los duques de Arcos y del Infantado y, sobre todos ellos,
el secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira.
A finales de los años ochenta, tras casi diez años de matrimonio del Rey, la pareja
real no había sido capaz de lograr sucesión. Este hecho redujo la escasa popularidad
de la reina francesa, sobre quien el pueblo tendía a descargar las culpas de que nO hu-
biera aún un heredero. Inesperadamente, la reina falleció el 12 de febrero de 1689,
552 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
después de tres días de enfermedad. Con la mayor urgencia, el Consejo de Estado con—
sultó al Rey sobre su nuevo matrimonio. El 8 de mayo, de entre todas las posibles can—
didatas, el consejo se inclinó mayoritariamente por Mariana de Neoburgo, hija del
elector del Palatinado, hermana de la emperatriz Leonor y perteneciente a una familia
de probada fecundidad, hechos que, junto con la recomendación del Emperador y el
apoyo decidido de la reina madre, determinaron su elección.
La boda por poderes se celebrò en Neoburgo, el 28 de agosto de 1689. Tras un
largo viaje por el Rin y el Atlántico para evitar Francia y los frentes de guerra, los re—
yes se encontraron en Valladolid el 6 de abril de 1690. Pero las esperanzas puestas en
la nueva reina iban a ser defraudadas, pues tampoco logró la deseada sucesión, segura-
mente a causa de la más que probable esterilidad del Rey. Su carácter la enfrentó ade—
más con la reina madre y con algunos de los personajes que habían apoyado su candi—
datura en el Consejo de Estado, como el arzobispo de Toledo, cardenal Portocarrero.
Ambiciosa, terca y de humor variable, tuvo una intervención constante en la política a
partir del dominio que ejercía sobre el endeble y medroso carácter de su esposo. La
abundancia y pobreza de su familia la hizo enormemente interesada en cuantos asun—
tos pudieran servir para otorgar cargos y rentas a sus hermanos. Junto a ella, intervi—
nieron también en la política una serie de personajes de su entorno, que se hicieron
enormemente odiosos a los ojos de los españoles: la condesa viuda de Berlepsch
—apodada «la Perdiz>>— astuta, inteligente y hábil, amiga y confidente de la reina,
con quien vino desde la corte palatina; el secretario Enrique Xavier Wiser, llamado «el
Cojo»; y su confesor desde 1693, el capuchino fray Gabriel Pontiferser, a quien los es—
pañoles conocieron como el padre «Chiusa», por el nombre italianizado de su locali—
dad de origen, Klausen, en el Trentino.
ban quienes imponían sus criterios en los distintos consejos, juntas y organismos de la
Administración.
En un principio, la facción más consistente era la que actuaba en el entorno de
Mariana de Neoburgo, y a la que, además de los personajes extranjeros ya citados, co—
nocidos como <<los alemanes de la reina», pertenecían algunos cortesanos españoles
como el nuevo secretario del Despacho Universal, Juan de Angulo, apodado «el
Mulo» por sus adversarios. Los intereses austríacos ejercían también en estos años
una notable influencia en la Corte; en su favor actuaban no sólo el embajador imperial,
conde Wenzel de Lobkowitz, sino la reina madre y varios de los grandes y altos corte—
sanos, partidarios de una estrecha colaboración con el Imperio. Pese a su cercanía fa—
miliar con el Emperador, los objetivos de Mariana de Neoburgo no siempre coincidían
con los austríacos.
La falta de coordinación en el gobierno hizo que, en octubre de 1693, Carlos II
aceptara una propuesta del embajador austríaco por la que los reinos de España queda—
ban dividídos entre cuatro tenientes generales, todos ellos pertenecientes al Consejo
de Estado: el condestable, el duque de Montalto, el nuevo almirante de Castilla, Juan
Tomás Enríquez de Cabrera, conocido hasta entonces por su título de conde de Mel—
gar, y el conde de Monterrey. No se conoce bien el alcance de esta reforma, que de he—
cho no llegó a cuajar, dando paso a una pugna por el poder entre los dos hombres más
fuertes de aquel momento y sus respectivas facciones: el almirante —cercano siempre
a Mariana de Neoburgo— y el duque de Montalto. A finales de 1694, los abusos de los
miembros de la camarilla de doña Mariana provocaron la reacción de los Consejos de
Castilla y de Estado. La consulta del primero hablaba genéricamente de los obstáculos
que se oponían a la salvación de la Monarquía, pero cuando se leyó en el de Estado,
presidido aquel día por el rey, el cardenal Portocarrero acusó a la Berlips, a Wiser y a
otros personajes del entorno de la reina, como el sastre Felipe y el cantante eunuco Ga-
lli, pidiendo su expulsión de España. El duque de Montalto, el marqués de Villafranca
y el conde de Monterrey apoyaron el voto del cardenal. Sólo el almirante defendió a
los acusados. De hecho, se estaban configurando dos bandos distintos, que aunque no
demasiado armónicos se mantendrían durante el resto del reinado: el de los partidarios
y el de los enemigos de la reina Mariana de Neoburgo. Muchos historiadores han des—
figurado tales bandos al considerar que el elemento clave para la adscripción en uno u
otro eran las opciones sucesorias; así, si el grupo de la reina apoyaba la candidatura
austríaca, el otro tenía que ser profrances, olvidando que el respaldo de la reina a la su-
cesión austríaca sólo fue claro en los meses finales de la vida de Carlos II, y que sólo
entonces se configuró un grupo de cortesanos partidario de la herencia francesa, algo
impensable, por otra parte, antes de que concluyera la guerra con Francia en 1697.
La fuerza respectiva, en cada momento, de uno u otro grupo y de sus personajes
principales explica los diversos nombramientos y ceses, al igual que las diferentes dis—
posiciones que se adoptan. Así, el hecho de que la reina hubiera de aceptar, a finales de
febrero de 1695, la salida de Wiser, que fue enviado como diplomático a Parma, fue
un triunfo de sus enemigos; lo mismo que, meses después, el nombramiento como se-
cretario del Despacho Universal de Juan Larrea, protegido del almirante, puede consi—
derarse un éxito del bando de la reina; como también, en enero de 1696, la sustitución
del presidente del consejo de Castilla Manuel Arias, cercano a Monterrey, por Anto—
nio de Argtielles. La muerte de la reina madre, en mayo de 1696, aumentó la influen—
554 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
cia de Mariana de Neoburgo sobre el Rey. La situación, sin embargo, era enormemen-
te frágil y cualquier acontecimiento podía hacer cambiar los precarios equilibrios de
poder. Cuando la reina y el almirante parecían dominar la situación, la pérdida de Bar-
celona ante las tropas francesas de Vendóme, el 10 de agosto de 1697, hizo que se for—
mase un triunvirato de gobierno, integrado por el cardenal Portocarrero, el almirante,
y el duque de Montalto. Se trataba, en realidad, de un gabinete de crisis ante las malas
perspectivas de la guerra; por fortuna, la paz de Rijswick, firmada en septiembre, su—
puso la devolución casi total de las conquistas francesas, gracias a la calculada gene—
rosidad de Luis XIV. El triunvirato se disolvió casi inmediatamente y la reina logró el
destierro de Montalto a veinte leguas de la Corte, reemplazándole poco después en la
presidencia del Consejo de Aragón por el conde de Aguilar. El almirante, que era
prácticamente primer ministro, pasó a residir en el palacio real.
En la primavera de 1698, deseosa de reforzar su facción luego de algún revés po—
litico, la reina llamó a la Corte a su antiguo enemigo el conde de Oropesa, en un inten—
to de atraerse a una de las personalidades más interesantes de la aristocracia. Por se—
gunda vez, fue nombrado presidente del Consejo de Castilla. Pero los enemigos de la
reina estaban dispuestos a continuar su acoso a quienes ocupaban el poder. Las lógicas
simpatías o antipatías personales y la existencia de grupos e intereses diversos se com-
plicaban con la cuestión sucesoria, que en la última década del siglo —y del reinado—
había ido superando en importancia a todos los demás asuntos. Las intrigas de los
embajadores, las posturas de diferentes grupos y personas en favor de las diversas so—
luciones dominaban la vida cortesana e incidían en las actitudes políticas. El descon—
tento popular por la carestía, en la primavera de 1699, proporcionó a gentes como el
marqués de Leganés, el conde de Monterrey, el cardenal Portocarrero, los duques de
Medina—Sidonia y de Pastrana, el conde de Benavente, el secretario del Despacho
Universal Antonio de Ubilla, el confesor real fray Froilán Díaz, Manuel Arias, Fran-
cisco Ronquillo y otros personajes, amigos en la mayoría de los casos del desterrado
duque de Montalto, la ocasión inmejorable para acabar con los principales gobernan—
tes del momento. Para ello contaron con la participación destacada del embajador im—
perial, Aloisio de Harrach, quien, de acuerdo con la Corte de Viena, consideraba que
el único remedio para los intereses sucesorios austríacos pasaba por el cambio de go—
bierno. Pero la oposición al poder —en última instancia al poder de la reina— no res—
pondía únicamente a los intereses del Imperio, sino que aglutinó a gentes y objetivos
diversos, más allá del posible alineamiento de bandos en la pugna sucesoria.
El martes 28 de abril tuvo lugar en Madrid el llamado <<motín de Oropesa» o «de
los gatos», un motín urbano de Corte que permitió a los miembros de la oposición po—
lítica aprovechar el malestar popular por el hambre y la carestía en beneficio de sus in—
tereses. Los amotinados acuden al palacio real con gritos de pan y vivas al rey, para
implorar de Carlos Il la rebaja de los precios. Pero será el sumiller de corps, conde de
Benavente, quien trate de calmarles, desviando las protestas populares contra el presi—
dente del Consejo de Castilla, conde de Oropesa, quien se convierte en el símbolo del
mal gobierno, responsable de la carestía y cabeza de turco de las iras populares. Los
resultados inmediatos del motín fueron la sustitución del corregidor por Francisco
Ronquillo y la caída del conde de Oropesa, que fue desterrado el 9 de mayo, siendo
reemplazado al frente del Consejo de Castilla por Manuel Arias. La vuelta a sus anti—
guos puestos de Ronquillo y Arias constituye una prueba más de la lucha de bandos
CARLOS u (1665-1700) 555
politicos que se esconde tras el motín; sin embargo, los precios siguieron altos y conti—
nuó la escasez. Es un año de hambre en el que se producirán también alborotos en Va—
lladolid, Medina del Campo y Toledo, ante la escasez de pan y las requisas para abas—
tecer los mercados urbanos, especialmente el madrileño.
El 23 de mayo fue desterrado también el almirante, principal apoyo cortesano de
la reina. Pero esta se resistía a perder a sus principales colaboradores y mantenía un
considerable poder. Hasta varios meses después no aceptó la salida de España de la
Berlips y otros miembros de su camarilla; y aún así, la condesa no abandonó la Corte
hasta el 31 de marzo de 1700, en que partió hacia Viena. El padre Gabriel continuaría
junto a la reina. Los meses siguientes al motín contemplaron un pulso notable entre los
<<vencedores>> de éste y Mariana de Neoburgo, que tuvo sus alternativas, pero en el que
la reina llevó las de ganar, con algunos triunfos clamorosos, como la exclusión del
marqués de Leganés de la nómina de nuevos consejeros de Estado de noviembre de
aquel año, o el destierro del conde de Monterrey. Doña Mariana había aprovechado la
estancia de la Corte en El Escorial, en el otoño de 1699, coincidente con un periodo de
buena salud del rey, para incrementar su influencia ante él y asestar además un gran
golpe a sus opositores.
Al inicio de 1700, el que había de ser el último año de vida de Carlos II, la pugna
por el poder parecía reducirse a la reina, de una parte, y, de otra, personajes como el
marqués de Leganés, muy vinculado a los intereses austríacos, o el cardenal Portoca—
rrero, cada vez más influyente en el Consejo de Estado. A mediados de 1700, Leganés
ejercía ciertas competencias de gobierno, respaldado ahora por la reina y parece que
también por el cardenal. Por iniciativa suya se adoptaron una serie de medidas tenden—
tes a moderar los gastos de la Administración y a reducir los sueldos, pensiones y mer—
cedes. Sin embargo, el marqués no consiguió dominar al Consejo de Estado, ni evitar
la oposición de la mayoría de los otros Consejos, a la que trató de hacer frente median—
te la creación de una serie de juntas particulares. Empeñado en defender los derechos
sucesorios de la casa de Austria, intentó, sin éxito, fortalecer la capacidad militar his-
pana, aumentando, a base de otros recortes, los recursos destinados al ejercito. Inca—
paz de hacer cumplir sus planes y proyectos, abandonó sus responsabilidades políticas
el 22 de septiembre. Por aquellas fechas, la tarea de gobierno comenzaba a quedar
postergada por la enfermedad del Rey y las expectativas sucesorias. El personaje más
influyente de estos últimos tiempos fue seguramente el cardenal Portocarrero. El 29
de octubre, días antes del fallecimiento de Carlos II, el cardenal fue nombrado regen—
te de la Monarquía.
5. La cuestión sucesoria
A lo largo de toda su vida, la debilidad de Carlos II hizo temer una muerte prema—
tura, sin sucesión directa. Pese a sus dos matrimonios, el monarca no fue capaz de en—
gendrar un hijo, lo que hacía prever que, a su fallecimiento, el trono recaería en alguno
de los soberanos o principes europeos vinculados familiarmente a él, a través de los
matrimonios de las hijas y hermanas de Felipe IV. De esta forma, la sucesión podría
recaer, bien en un príncipe de la casa de Habsburgo austríaca, bien en un miembro de
la casa francesa de Borbón.
556 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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Mariana de Baviera
Tanto Luis XIV como el emperador Leopoldo I tenían un parentesco muy similar
con el Rey de España. Las madres de ambos eran infantas españolas hijas de Felipe III
y hermanas de Felipe IV, por lo que eran primos carnales de Carlos II. Los dos, ade—
más, se habían casado con infantas españolas hijas de Felipe IV, lo que reforzaba los
derechos de sus descendientes. En principio, la casa de Borbón tenía un derecho prefe—
rente, pues tanto la madre como la esposa de Luis XIV, Ana y Maria Teresa de Aus—
tria, eran mayores que sus respectivas hermanas María y Margarita, madre y esposa
del emperador Leopoldo. Sin embargo, las dos reinas de Francia habían renunciado
expresamente a sus derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y sus descen-
dientes, aunque a cambio de sendas dotes de 500.000 escudos de oro que, al menos en
el caso de María Teresa, nunca se pagaron, lo que podía servir para invalidar jurídi—
camente la renuncia, como pretendieron los juristas y diplomáticos al servicio de
Luis XIV. El testamento de Felipe IV, de hecho, excluyó del trono a los descendientes
de su hija mayor, en beneficio de los miembros de la familia Habsburgo.
Para Carlos II, además, Leopoldo I era un pariente más cercano, pues mientras
que la infanta María Teresa era hermana suya solamente de padre —y ni siquiera ha-
bía llegado a conocerla, dado que se casó en 1660 antes de que él naciera—, Margarita
era su única hermana de padre y madre. La emperatriz Margarita, sin embargo, murió
tempranamente en l673, dejando tan sólo una hija, la archiduquesa María Antonia, lo
que abría para el futuro una segunda posibilidad sucesoria en la línea Habsburgo, en el
caso de que María Antonia tuviera herederos varones. Cuando ésta se casó, en 1685,
con el duque elector de Baviera Maximiliano Manuel, su padre el Emperador, deseoso
de asegurar su propia opción y la de sus hijos varones, la hizo renunciar a sus derechos
sobre la sucesión española, ofreciendo a cambio al duque de Baviera y sus descen-
dientes procurarle la soberanía futura sobre los Países Bajos españoles.
Las pretensiones de los Habsburgo se basaban esencialmente en las renuncias de
las infantas Ana y María Teresa y, sobre todo, en el testamento de Felipe IV. No obs—
CARLOS u (1665—1700) 557
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los II. Hay que tener en cuenta también la amenaza de la fuerza, pues las tropas dis—
puestas al otro lado de la frontera y los barcos preparados para intervenir jugaron efi—
cazmente en la conciencia de los consejeros de Estado.
El nacimiento del príncipe electoral de Baviera José Fernando Maximiliano, el
28 de octubre de 1692, a consecuencia del cual fallecería su madre María Antonia,
ofrecía a los españoles un heredero que, además de ser sobrino—nieto del rey y, por tan—
to, su pariente más cercano, no pertenecía directamente a ninguna de las dos casas rei—
nantes en Austria 0 Francia. La renuncia de los derechos sucesorios hecha por su ma—
dre por exigencia del emperador no tenía validez alguna en España. No es de extrañar
que fuera el candidato elegido en los dos primeros testamentos redactados por Car—
los II, en 1696 y 1698, el ultimo de ellos precipitado por la indignación que produjo el
segundo tratado de Reparto.
Pero el pequeño príncipe bávaro murió en febrero de 1699. De haber vivido, habría
accedido seguramente al trono español, aunque es difícil que se hubiera podido evitar la
ejecucion de los tratados de Reparto de la Monarquía. Desaparecido José Fernando, los
candidatos se reducían a dos: el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leo—
poldo, y el duque de Anjou, Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV; ambos tenían la venta-
ja de ser segundones, por lo que estaban alejados, respectivamente, de la herencia aus—
tríaca o francesa. Hubiera sido lógico pensar que la tradicional colaboración con la casa
de Austria y la existencia en la Corte de un partido cercano a los intereses políticos del
Imperio harían que la balanza se inclinase a favor del archiduque. Pero aparte del des—
gaste que a dicho grupo le supusieron los ya aludidos desaciertos del emperador y sus
representantes, la mayoría de los miembros del Consejo de Estado se convenció de que
la única opción viable para mantener la integridad de la Monarquía era la francesa. De
hecho, y a pesar de los buenos oficios del embajador de Luis XIV, marqués de Harcourt,
quien llegö a Madrid a finales de febrero de 1698, no llegó a constituirse un partido o
grupo francés partidario de la sucesión de Felipe de Anjou, y es muy probable que algu—
nos de los más firmes partidarios de dicha opción, como el cardenal Portocarrero —que
resultaría decisivo para el triunfo de la misma— no decidieran su postura antes de 1700.
La noticia de la firma, el 25 de marzo, del tercer tratado de Reparto de la Monar—
quía española, forzó una reunión del Consejo de Estado, el 6 dejunio, en la que la ma—
yoría de los consejeros, y de forma destacada Portocarrero, aconsejó al rey que debía
ofrecer la corona a un nieto de Luis XIV, único soberano capaz de garantizar la unidad
de la Monarquía. A partir de este momento, la reina abandonó sus ambiguedades ante-
riores y se convirtió en decidida partidaria de la sucesión de la casa de Habsburgo. A
su lado, aunque fuera del Consejo de Estado, iba a actuar el marqués de Leganés, re-
conciliado a la fuerza con ella. Cuando Carlos II se encontraba ya en su última enfer-
medad, el cardenal Portocarrero inspiró el tercer y último testamento del rey, firmado
el domingo 3 de octubre, por el que nombraba heredero de todos sus reinos y territo—
rios al duque de Anjou, nieto de Luis XIV.
tes de Valencia no volvieron a reunirse luego de 1645, y tampoco las de Cataluña des—
pués de la recuperación de Barcelona en 1652. Las de Aragón, luego de treinta y un
afios, se reunieron como hemos visto en 1677, y nuevamente en 1684. El caso de Cas—
tilla, sin embargo, tiene una significación especial, dado el peso de dicha Corona y la
importancia decisiva que tenían, para la Hacienda Real, los tributos votados en las
Cortes castellanas.
Hasta hace unos años, la desaparición de las Cortes de Castilla se interpretaba, de
forma casi unánime, como una consecuencia del triunfo del absolutismo regio, sin te—
ner en cuenta la paradoja de que tal triunfo se hubiera producido precisamente en uno
de los momentos de mayor debilidad de la Monarquía de los Austrias: al comienzo de
la Regencia. En realidad, más que una supresión, lo que ocurrió es que las Cortes no
volvieron a ser convocadas. Felipe IV había convocado una reunión para octubre de
1665, al objeto de jurar a su hijo Carlos como heredero de la Corona. Pero el rey murió
un mes antes y la reina regente revocó la convocatoria, alegando que no procedía tal
juramento puesto que Carlos 11 era ya rey. Los impuestos concedidos en las últimas
Cortes seguían en vigor hasta el 31 dejulio de 1668, por lo que la auténtica decisión de
no convocar dicha institución se tomó en l667, a raíz de una consulta del Consejo
de la Cámara que propuso, en su lugar, que se pidiera individualmente a cada una de
las ciudades con derecho a voto, la renovación de los millones por otro plazo de seis
años, procedimiento que se repetiría durante el resto del reinado.
En realidad, el <<renacimiento» que habían experimentado las Cortes durante el
siglo XVII, a raíz de la introducción del servicio de millones, principal capítulo de la
魏 Hacienda castellana durante aquella centuria, no era tanto el de la institución en sí
como el de la capacidad de negociación política de las ciudades con derecho a voto.
Durante muchos años, la política regia trató de centralizar en las Cortes la maquinaria
de consentimiento del reino, intentando, sin éxito, evitar las constantes consultas de
los procuradores alas ciudades de las que provenían. El fracaso de tal política y la ne—
cesidad de «negociar» una y otra vez con los regidores hizo ver a la Corona la posibili—
dad de prescindir de las Cortes, en beneficio de una relación directa con cada uno de
los veintiún concejos municipales de las ciudades castellanas con derecho a voto. La
razón fundamental por la que fue precisamente en 1667 cuando se decidió prescindir
1 de las Cortes era el temor a que, en las delicadas circunstancias políticas de la regen—
cia, con una fuerte oposición a Mariana de Austria y al padre Nithard, dicha asamblea
;: pretendiera tener parte en los asuntos de gobierno. La predisposición de las ciudades a
ªí la renovación de los millones fuera de las Cortes fue la que determinó el fin de las con—
這 vocatorias durante el resto del reinado.
Las oligarquías urbanas supieron sacar ventaja, en favor propio, de la nueva si—
tuación. Para la Corona, la no convocatoria de las Cortes suponía la congelación de la
estructura impositiva en las formas y niveles de 1667, puesto que las ciudades, indivi—
dualmente, sólo podían prorrogar una concesión, no realizar una nueva. Por ello se
prescinde de las Cortes en un momento de relativo alivio fiscal, en el que los gober—
nantes no pensaban introducir nuevos impuestos. En adelante, la vía casi única para
obtener incrementos en las rentas de la Hacienda castellana sería el recurso a los «do—
nativos», sistema irregular, puntual y discontinuo, que hizo imposible el aumento de
la deuda a largo plazo, e impuso fuertes limitaciones al gasto regio.
560 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Desde hace unos años, los historiadores hemos empezado a contemplar el reinado
de Carlos II como un período menos dramático y negativo de lo que tradicionalmente se
había considerado. Hoy parece fuera de toda duda que, en la segunda mitad del si—
glo xvu, hubo claros síntomas de recuperación de la crisis demográfica y económica
que afectó especialmente al interior castellano. En cierta medida, algunas de las decisio—
nes políticas colaboraron también a ello y puede hablarse de un reformismo que tuvo
tres objetivos principales: el alivio de los pecheros castellanos, la mejora de la adminis—
tración hacendística y la reducción de los gastos. Más allá de proyectos e intentos falli—
dos, hubo realizaciones afortunadas y duraderas, de entre las que merece la pena desta—
car la creación de la Junta de Comercio y Moneda en 1679, y las reformas de la moneda
castellana llevadas a cabo en los años ochenta, que pusieron fin a la inflación del vellón.
Los gobernantes de la época de Carlos II se plantearon, en repetidas ocasiones, la
reforma en profundidad del complicado sistema fiscal castellano. En tiempos de Nit—
hard, existió una Junta, escasamente eficaz que, entre otras propuestas, estudió la re—
ducción de todos los tributos a un impuesto único sobre las propiedades. Tras la caída
del jesuita, la efímera Junta de Alivios propuso múltiples medidas reformistas que
apenas fueron atendidas, y en otros momentos del reinado existieron juntas similares.
En cualquier caso, el reinado de Carlos II fue el ûnico de todos los de los Austrias en
que no se crearon propiamente nuevos impuestos. Más aún, la corona de Castilla ex—
perimentó una reducción efectiva de la carga fiscal, como resultado de la supresión de
ciertos tributos, el perdón de deudas y la disminución de las cantidades exigidas al rei—
no en las llamadas rentas provinciales.
La reducción de la presión fiscal buscaba la recuperación de la maltrecha econo—
mía castellana y el alivio de los pecheros. Pero no sólo era necesario disminuir la carga
fiscal, sino mejorar la administración y hacer más eficaz la cobranza de los tributos.
En tal sentido, hubo diferentes iniciativas reformistas, casi siempre frustradas. La más
importante fue la iniciada en 1683, que establecía el encabezamiento general del reino
de acuerdo con la capacidad económica de cada localidad. Para ello, se anulaban todos
los arrendamientos existentes y se creaba una Junta de Encabezamiento, presidida por
el duque de Medinaceli, que entre otros aspectos buscaba una reorganización adminis—
trativa de las rentas provinciales (alcabalas, cientos, servicios ordinario y extraordi—
nario, y servicio de millones) bajo la supervisión directa de una nueva figura
administrativa: los superintendentes de Hacienda, que se creaban ahora en cada una de
las veintiuna provincias castellanas. Lamentablemente, dificultades materiales y ad—
ministrativas, así como resistencias de las autoridades locales y presiones de los arren—
dadores de impuestos, junto a los problemas derivados de la crisis subsiguiente a la
gran deflación monetaria de 1680 y las malas cosechas de 1683—1684 hicieron fraca—
sar el proyecto. Otra causa, en opinión de Sánchez Belén, fueron los continuos enfren-
tamientos jurisdiccionales entre el Consejo de Hacienda y el de Castilla.
En cuanto a la reducción de los gastos, una realización importante fue el diseño,
en febrero de 1688, durante el gobierno del conde de Oropesa, de un presupuesto mí—
nimo para garantizar el sostenimiento de la maquinaria estatal (los cuatro millones de
la Causa Pública), asignando el resto al pago de juros, mercedes y hombres de nego—
cios. Dicha medida implicaba una suspensión parcial de pagos, al reducir la deuda pú—
CARLOS II (1665—1700) 561
blica a las cantidades que tuvieran cabimiento en las rentas, una vez atendidos todos
los capítulos necesarios. Durante los años noventa hubo varias suspensiones de pagos.
En cuanto a los propietarios de juros, no era la primera vez que se veían afectados por
recortes y reducciones; la novedad con respecto al reinado de Felipe IV es que tales
medidas tuvieron un carácter permanente. A finales de los años ochenta, el descrédito
y devaluación de la mayoria de los juros, que frecuentemente no se cobraban, era ya
muy importante. Todos los años, desde 1669, se pusieron también en práctica diversas
moderaciones —o reducciones— de mercedes. En algún año se recortaron asimismo
sueldos, salarios y emolumentos. Aunque Domínguez Ortiz hiciera notar que dicha
política de reducción de mercedes se combinaba con la pródiga concesión de otras
nuevas, esta última no tuvo la proporción de épocas anteriores.
9. Epflogo
Bibliografía
EL ESTADO BORBONICO
La dinastía de Borbón dio un gran impulso a la unificación interna del Estado es—
pañol. Pero formalmente los Borbones conservaron la múltiple titulación de los diver—
sos reinos que integraban su Monarquía. En la escena final de la etapa, que fue la abdi—
cación de Carlos IV (1808), éste todavía se refería en sentido patrimonial a sus <<reinos
y dominios».
El advenimiento de Felipe V no representó por sí mismo una modificación sus—
tancial de la relación entre el Rey y los reinos. El nuevo monarca hizo su entrada en la
Península por Guipúzcoa, cuyos fueros habían sido recopilados en 1696, y confirmó
los de Vizcaya. No convocò Cortes en Castilla, pero sí lo hizo en Aragón y en Catalu-
ña (1701—1702). En este último territorio se llevó a cabo, por indicación de las Cortes,
una recopilación de la legislación anterior (1704).
El cambio trascendental en la estructura interna de la Monarquía fue la abolición
de los fueros o leyes de los reinos de Aragón y Valencia en 1707 y la declaración de
que estos territorios debían gobernarse como los de la Corona de Castilla, sin la menor
diferencia en nada. Se entendió también que con la entrada del ejército real en Catalu—
ña en 1713—1714 (y en 1715 en Mallorca) había cesado su sistema de gobierno y que
debía ser substituido por una «nueva planta», fundamentada en el concepto absoluto
de la soberanía. Bajo la primacía de la autoridad real, se restableció el Derecho civil
aragonés (171 1) y se conservaron los de Cataluña y Mallorca en sus respectivas <<p1an—
tas de gobierno», promulgadas en 1715—1716.
Las Cortes quedaron relegadas a un papel simbólico y ceremonial de reconoci—
miento de los herederos al trono y jura de fidelidad al mismo. Ante ellas Felipe V re-
nunció en 1712 de manera solemne a sus posibles derechos a la Corona de Francia,
condición que se le exigía para la firma del Tratado de Utrecht. Al año siguiente las
mismas Cortes aprobaron una modificación del orden de sucesión al trono, que decla—
raba excluidas a las mujeres. Es la llamada Ley Sálica.
Estas Cortes consistían en las preexistentes de la Corona de Castilla, a las que se
unió un número de ciudades de la Corona de Aragón. En total, las Cortes estaban inte—
566 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
cienda, junto a los consejeros letrados o togados, había los denominados «de capa y
espada», es decir, que no eran juristas. En el Consejo de guerra predominaban, lógica—
mente, los militares, y el de la Inquisición estaba integrado fundamentalmente por
eclesiásticos, graduados en Derecho canónico, pero en uno y otro había también, de
manera normativa, miembros del Consejo de Castilla para asegurar el cumplimiento
de sus funciones judiciales.
El Consejo de Castilla era el principal organismo para la administración interior
de España, el Consejo real por antonomasia. Desde 1707 había extendido sujurisdic-
ción sobre los reinos de la Corona de Aragón. Todos sus integrantes eran juristas, aun—
que muchos, о mâs bien casi todos, eran a la vez nobles, pero no había consejeros que
sólo fueran de capa y espada. El Consejo se dividía en salas, cuya denominación indi—
caba la mezcla de funciones gubernativas y judiciales, características de la institución:
salas de gobierno, de provincia y dejusticia, entre las cuales se repartían anualmente
la veintena de consejeros. La Sala de Mil y Quinientas indicaba la cantidad exigida
para plantear la apelación de una sentencia.
A la cabeza del Consejo se encontraba el presidente o gobernador, que era en teo-
ría el segundo personaje de la Monarquía, sobre todo a efectos de ceremonial. La ma—
yor parte de los gobernadores del Consejo de Castilla fueron prelados, hasta el nom—
bramiento del conde de Aranda como presidente en 1766. También era importante la
plaza de fiscal de los distintos Consejos. El de Castilla contaba con dos fiscales, núme—
ro que en 1769 se aumentó a tres. El papel de fiscal se reveló clave en dos momentos
determinados: con Melchor de Macanaz, el cual ostentó el título de fiscal general e
impuso al Consejo de Castilla una <<planta>> de breve duración (1713—1715), y con Pe—
dro Rodríguez de Campomanes, el cual ocupó la fiscalía durante 21 años
(1762—1783), antes de convertirse en gobernador del Consejo (1783—1791).
El conjunto de los diversos Consejos, cada uno de los cuales contaba con una bu-
rocracia propia, con sus secretarías, etc., formaba un sistema complejo, que se amplia—
ba además con la existencia de otros organismos colectivos de diversa categoría,
como las llamadas Juntas. Las Juntas solían estar formadas por miembros de los diver—
sos Consejos. Algunas tuvieron un carácter esporádico о intermitente. Las dificulta—
des financieras de la Monarquía daban lugar, por ejemplo, a la formación de las Juntas
de Medios. Las Juntas se ocupaban de ámbitos determinados de la acción del Estado,
por ejemplo, a temas de naturaleza eclesiástica 0 religiosa. Otras se referían a nuevas
esferas de competencias, como la Junta de Sanidad. La de comercio, creada en 1679,
amplió sus atribuciones con la inclusión de los asuntos de moneda (1730) y de minas
(1747). Desde 1730 estaba presidida por el propio ministro de Hacienda, que era a la
vez el presidente del Consejo del mismo ramo.
El sistema de juntas permitía escoger libremente a individuos determinados pro—
cedentes de los distintos Consejos. La misma fórmula se aplicó también dentro de un
organismo. Para deliberar sobre la expulsión de los jesuitas, se reunió en 1767
un <<Consejo extraordinario», formado por algunos consejeros de Castilla más bien
adversarios de la Compañía de Jesús, a los cuales se unieron cinco obispos, caracteri—
zados por su fidelidad a la política real. En teoría todos los obispos, como también di—
versos funcionarios públicos, ostentaban el título genérico de consejeros del rey.
Precisamente hasta el reinado de Carlos HI predominaban en los Consejos los
antiguos becarios de los llamados seis colegios mayores de las universidades de Sa—
568 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
che fue el último que acumuló las secretarías de Hacienda y de Guerra. Después de su
caída (1766), el eje del gobierno se fue desplazando hacia la primera secretaría de Es—
tado, sobre todo en las personas del conde de Floridablanca y de Manuel Godoy.
Las secretarías de despacho tenían una estructura distinta de la de los Consejos.
A las órdenes del secretario había una jerarquía escalafonada de escribientes, desde el
oficial mayor, hasta los oficiales «entretenidos», que trabajaban sin sueldo, con la es—
peranza de conseguir una vacante para poder cobrar. Mientras los consejeros se reu—
nían en el «palacio de los Consejos», los oficiales de secretaría trabajaban en habita—
ciones más bien incómodas, las <<c0vachuelas>> del palacio real; de ahí el nombre de
covachuelista que se les daba, con intención peyorativa. Alguno de los ministros ha—
bían llegado a su puesto por un ascenso burocrático de escalafón. Así sucedió con el
vizcaíno Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarias, que ocupó la primera secretaría
de Estado en la última etapa del reinado de Felipe V (1736—1746), a partir del cargo
previo de oficial mayor. Otros ministros procedían de la administración del ejército y
de la marina, como había sido el caso de Patiño, Campillo y Ensenada. Después de la
caída de este ministro las secretarías de Guerra y de Marina comenzaron a ser desem—
peñadas por generales y por altos cargos de la Armada, en vez de funcionarios.
Durante el reinado de Carlos III se celebraban reuniones informales de los secre—
tarios de despacho. En 1787 Floridablanca logró transformar estas reuniones en un or—
ganismo permanente y regular, la Junta Suprema de Estado, presidida por él mismo
como primer secretario. Este organismo se ha considerado el precedente del actual
Consejo de ministros, pero no sobrevivió a la caída de su creador (1792). De todas for-
mas, los secretarios de despacho fueron considerados miembros natos del Consejo de
Estado que logrô restablecer el conde de Aranda, en un esfuerzo por limitar el poder
que habían conseguido los ministros. El poder de éstos queda manifiesto en el hecho
de que muchos de ellos, procedentes de la pequeña nobleza, obtuvieron un título en
premio de sus servicios. Tenemos los ejemplos ya citados de Villarias, de Ensenada
(Zenón de Somodevilla), de Floridablanca (José Moñino), o del secretario de Indias,
José de Gálvez (1777—1787), que llevó el título de marqués de Sonora, alusivo a las
tierras mejicanas que él había administrado como <<visitador» o inspector, antes de
ocupar el ministerio. Patiño incluso había recibido la dignidad de Grande de España
poco antes de su fallecimiento (1736).
3. Reinos y provincias
el cual estaba asesorado por el Consejo Real de Navarra. En la Corona de Castilla la rea-
lidad institucional de los reinos estaba menos acentuada y su paralelismo con el mando
militar era menor. En Galicia sí encontramos un capitán general y una Real Audiencia
con atribuciones de gobierno. Lo mismo podemos decir de las Canarias. En Asturias no
había autoridad militar, pero en 1717 se estableció una Audiencia, presidida por un re-
gente letrado. El resto de la Corona de Castilla correspondía a la jurisdicción de dos
grandes tribunales, las Chancillerías de Valladolid y de Granada, cuyo límite se hallaba
establecido en el río Tajo, mientras la Villa y Corte de Madrid se encontraba bajo la au—
toridad de un organismo especial, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. En la segunda
mitad de siglo se tendió a formar distritos judiciales de extensión similar. En 1790 se
creó la nueva Audiencia de Extremadura, con sede en Cáceres, y se amplió el territorio
de la Audiencia de Sevilla, que hasta entonces estaba muy ligada a la misma ciudad.
La principal red dejusticia y gobierno heredada de los Austrias era la constituida
por los corregidores, una institución castellana de origen medieval, que se había ex—
tendido a la Corona de Aragón tras la victoria borbónica en la guerra de Sucesión. El
corregidor era un funcionario real que gobernaba las principales ciudades y a través de
estas el territorio de su corregimiento. Los corregidores dependían del Consejo
de Castilla y la duración de su mandato era de tres años, renovables por otros tres. En
los corregidores coniluían funciones de gobierno, justicia, guerra y también hacienda
(como superintendentes de rentas reales). Muchos de los corregidores eran caballeros
(corregidores de capa y espada), y en este caso delegaban la dirección del tribunal real
en un teniente de corregidor jurista, llamado con mayor frecuencia alcalde mayor.
Junto a los corregidores de capa y espada los había también letrados. Desde fines del
siglo XVII también se confería el corregimiento de las principales plazas fuertes, como
Cádiz, a los comandantes militares. Ésa fue también la práctica que se siguió, de ma—
nera mayoritaria, en Valencia y Cataluña bajo el régimen de la Nueva Planta, lo que
implicaba una militarización de la administración civil. Estos corregidores militares
solían recibir la denominación de gobernadores militares y políticos. De ordinario, el
territorio de un corregimiento se subdividía en dos alcaldías mayores, pero también,
en ciudades importantes, un corregidor contaba con dos alcaldes mayores, uno para
juzgar las causas criminales y otro para las civiles.
Las ordenanzas de corregidores de Castilla procedían del siglo XVII y hasta 1783
hubo ordenanzas distintas para los corregidores de Castilla y de Aragón. El cargo de
corregidor se vio alterado por la introducción de un nuevo funcionario, inspirado en la
administración francesa, aunque también recogía parte de las anteriores atribuciones
corregimentales castellanas. Se trataba de los intendentes de provincia, cuyo estable-
cimiento enla Península se inició en 1711. Sus funciones eran básicamente la de coor-
dinar el cobro de los distintos impuestos en cada territorio y asegurar con ellos el man—
tenimento del ejército y toda la infraestructura militar (fortificaciones, cuarteles, su—
ministros, etc.). Por esta razón se le consideraba un <<ministro de Hacienda y Guerra».
También se le encomendaban funciones de «policia», palabra que en el lenguaje de la
época se refería a cuestiones de urbanismo, sanidad, comunicaciones y protección a
la economía (<<fomento» en la terminología de fines de siglo).
El establecimiento de los intendentes puso de relieve la distinta entidad de la divi-
sión en provincias. En principio, los intendentes se establecieron en territorios con una
importante guarnición militar, como eran los reinos conquistados de la Corona de Ara—
EL ESTADO BORBONICO 571
4. Los municipios
La base de la organización del Estado eran los municipios. Una parte de ellos se
encontraban bajo la jurisdicción directa de un señor, que podía ser un noble о también
572 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Las fuerzas armadas fueron renovadas siguiendo el modelo del ejército francés.
Las transformaciones militares se iniciaron durante los primeros años del siglo, en
Bélgica, en la última etapa de la presencia española, bajo la dirección del duque de
Bedmar. Fueron las llamadas ordenanzas de Flandes (1701 — 1702). El tercio, que había
sido la unidad básica del ejército de los Austrias, fue sustituido por el regimiento, sub—
dividido a su vez en batallones y compañías. También fueron suprimidos los grados de
mando del ejército de los Austrias y se introdujo la denominación francesa. En el caso
de los llamados <<oficiales generales», estos grados eran los de brigadier, mariscal de
574 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
campo, teniente general y capitán general. Este último grado era escaso. De hecho,
muchos de los cargos de capitán general de los distintos territorios eran desempeñados
por militares con la graduación de teniente general. Todos los nombramientos eran
controlados por el rey.
También durante la guerra de Sucesión se desarrolló el arma de artillería, de la
cual se separó la de ingenieros, a partir de 1711. Estas dos armas, junto a las de infan—
tería y caballería, y algunos cuerpos especiales, como el de dragones, se encontraban
bajo la autoridad de un inspector general o un director general, militares por supuesto,
del cual dependían las propuestas de nombramientos y ascensos de oficiales.
Los oficiales eran en su inmensa mayoría nobles. Se formaban como cadetes en
los mismos regimientos. Sólo a partir del reinado de Carlos III aparecieron las acade-
mias especializadas por armas. Sobresalió la de artillería de Segovia (1764), que im-
partía enseñanzas de matemáticas y de química. Se crearon también academias de ca—
ballería en Ocaña y de infantería en Ávila.
Diversas ordenanzas establecieron reformas y modificaciones en el ejército. Las
más famosas, por su continuidad, fueron las promulgadas por Carlos Ill en 1768. Des-
pués de su promulgación se llevó a cabo un cambio sustancial en el reclutamiento de
las tropas. Las reclutas o levas voluntarias realizadas por las propias unidades solían
ser incapaces de obtener un número suficiente de soldados. En consecuencia se proce—
día al reclutamiento forzoso de individuos considerados marginales: en expresión de
la época <<vagos y mal entretenidos», que solían ser destinados a la infantería, espe—
cialmente en guarniciones lejanas. Las campañas de Felipe V en Italia se basaron en
previas levas de «vagos». Además se recurría al reclutamiento forzoso de individuos
procedentes de la sociedad no privilegiada, por medio del sorteo de uno de cada cinco
mozos solteros (de aquí el nombre de «quinto» con que se designaba al futuro solda—
do). Durante la primera mitad del siglo los sorteos eran irregulares y esporádicos.
La novedad de la disposición tomada en 1770 fue precisamente convertir en anual
el sorteo por quintas. La medida estaba orientada por los criterios ilustrados de lograr un
reparto equilibrado entre las distintas provincias, de carácter regular y permanente. Sin
embargo la realidad fue algo distinta. Por supuesto, estaban exentos del sorteo los privi—
legiados de todo tipo, incluyendo a los estudiantes, las gentes del comercio y ciertos ar—
tesanos especializados (en la industria textil, las artes gráficas, etc.). Además el sistema
de quintas no se aplicaba a las provincias exentas. La aplicación del sorteo dio lugar en
todas partes a una serie de fraudes y resistencias y en Barcelona se produjo un serio tu—
multo cuando se intentó implantar el nuevo sistema (1773). El sorteo afectaba a los sol—
teros entre 18 y 60 años y la duración del servicio era de cinco o incluso de siete años.
El ejército regular se completaba con los regimientos de las llamadas milicias
provinciales, una especie de ejército de reserva existente en la Corona de Castilla. Las
milicias habían sido creadas en el reinado de Felipe IV y fueron confirmadas por Feli—
pe V en 1704, con el intento de formar hasta 100 regimientos. Se les dio nuevo orden
en 1734, con un total efectivo de 33 regimientos y se aumentó su número a 42 en 1766,
a raíz del Motín de Esquilache. No prosperaron los intentos de establecerlas en algún
momento en los reinos de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia) o en Vizcaya
(1804), por la fuerte resistencia encontrada entre las poblaciones.
También después de la guerra de Sucesión, las diferentes escuadras fueron unifica—
das en la Armada Real. En 1717 se creó la Intendencia General de la Marina, confiada a
EL ESTADO BORBONICO 575
Bibliografía
l. Felipe V
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582 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
era posible a corto plazo, así es que hubo que apoyarse también en los barcos franceses,
lo que indirectamente suponía una ventaja para Luis XIV al poder acceder, teóricamente
con menos problemas, a las riquezas del comercio con América, Por otra parte, se medi—,
ficaba el sistema de gobierno. Se redujo el papel de los Consejos y se dio más importan-
cia a las secretarías, especialmente la del Despacho Universal. En estos años, el Rey, los
secretarios del Despacho y el embajador francés formaban una especie de pequeño ga—
binete, que, junto a los generales franceses, sería el que dirigiría la guerra.
Mientras en España se hacían estos preparativos, la guerra no discurría muy bien
para los intereses de Luis XIV. El general inglés M arlborough rechazó a los franceses
en la frontera de Holanda y, en una arriesgada marcha, se acercó al Danubio para co-
ger por detrás al ejército francés que intentaba sitiar Viena. En Blenheim los franceses
y bávaros sufrieron una dura derrota. Sólo en Piamonte los franceses consiguieron al—
guna ventaja sobre los saboyanos (1704). Aún en el verano de 1705 Vendôme conse-
guía frenar un avance del príncipe Eugenio de Saboya que pretendía romper el cerco
que los franceses habían puesto a Turín; pero al año siguiente el vencedor sería el prín-
cipe Eugenio, que obligó a los franceses a evacuar el norte de Italia. En 1706 los fran-
ceses cosecharían otra importante derrota en Ramillies, en el frente de los Países Ba-
jos, donde el ejército de Marlborough, fortalecido con más créditos concedidos por el
nuevo parlamento Whig, más partidario de la guerra que los tories, destrozó el ejército
de Villeroi. La mayor parte de los Países Bajos aceptaban como rey al Archiduque.
Mientras tanto, el conflicto crecía en la Península. La presencia del Archiduque
en Lisboa abrió el frente portugués, territorio que se pensaba serviría de base para lle—
gar a Madrid con el potente ejército que los aliados concentraron en el país vecino a
comienzos de 1704. No obstante, Felipe pudo organizar un buen ejército a cuyo frente
marchó hacia Portugal. El marqués de Villadarias organizaba otro ejército en Andalu—
cía y de Francia llegaban refuerzos al mando del duque de Berwick y Tilly. La campa—
ña fue victoriosa en conjunto, para Felipe, en todos los puntos por los que se invadió
Portugal en primavera.
Aunque la mayor parte del ejército se retiró luego, la demostración de fuerza deci—
dió a los aliados a cambiar de escenario. La escuadra de Rooke, que había llevado al
Archiduque a Lisboa, se dirigió al Mediterráneo. Un desembarco en Cataluña en mayo,
no tuvo mayores consecuencias, pero a la vuelta, Rooke pudo apoderarse sin problemas
de Gibraltar, un punto de gran importancia estratégica (agosto, 1704). No consiguieron,
en cambio, apoderarse de Ceuta. A Rooke le había seguido una escuadra francesa orga—
nizada en Tolon. Las dos flotas se encontraron frente a Vélez—Málaga y tuvieron un duro
encuentro que, sin ser decisivo para nadie, obligó a ambos contendientes a retirarse. En
1705 fracasó, por tierra y por mar, un ataque combinado para recuperar Gibraltar. El
desvío de tropas hacia Gibraltar animó a los aliados a reforzar sus ataques en el frente
portugués, pero en ninguno tuvieron éxito. En el verano, una poderosa armada angloho-
landesa se llevaba el grueso del ejército aliado hacia Cataluña.
Por el camino hicieron algunos pequeños desembarcos para intentar levantar a la
población a favor del Archiduque. Como en Denia, el Archiduque fue proclamado en
muchos lugares del reino de Valencia. En la capital, el conde de Cardona fue procla—
mado virrey. En Cataluña las cosas se habían preparado antes. El pacto de Génova, de
julio de 1705, mostraba los intereses comerciales de la burguesía barcelonesa, que
prefería la alianza inglesa. Cuando desembarcó el Archiduque en las cercanías de Bar—
584 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
celona ya tenía muchos partidarios. El Archiduque fue proclamado rey como Car—
los III en noviembre.
En Aragón la cabeza de los austríacos era el conde de Cifuentes, quien no consi—
guió que Zaragoza se le uniera. La lucha armada empezó por Aragón, pues era camino
de Madrid a Cataluña. Allí envió Felipe V primero a Tilly y después a Tessé, sacando
el ejército de la frontera de Portugal para llevarlo a Cataluña. En la primavera de l706
Felipe pudo poner cerco a Barcelona con sus ejércitos desde Aragón, con otro entrado
por Francia, al mando de Noailles, y con apoyo naval. La aparición de una escuadra
aliada más potente que la francesa y la caída de Alcántara en el frente portugués (caída
que abría el camino del Archiduque hacia Madrid), obligó a Felipe V a levantar el si-
tio. Dada la inestable situación de Aragón, Felipe optó por retirarse a través del sur de
Francia, hacia Navarra y de ahí a Madrid, donde llegó en junio. En esas circunstancias
Felipe perdió mucho terreno. Sólo Murcia aguantaba bien la lealtad borbónica gracias
a Belluga.
Felipe llegó a Madrid a tiempo para ordenar la evacuación de la Corte. Pero el
ejército aliado del marqués de las Minas, con el de Galway, que había avanzado desde
Alcántara y Ciudad Rodrigo, era más fuerte y a finales de junio proclamaban a Car—
los III en Madrid. En Valencia, mientras tanto, Peterborough consiguió sumar a la
causa del Archiduque al marqués de Rafal (Orihuela) y al conde de Santa Cruz, gober-
nador de las galeras, que se unió a la escuadra inglesa de Lake, lo que propició la caída
de Orán en manos berberiscas y la toma de Cartagena por el inglés. En poco tiempo,
también Murcia y Alicante estaban en poder del Archiduque.
Carlos III, aclamado ya en todo Aragón, incluida Zaragoza, se decidió a salir de
Barcelona para dirigirse a Madrid. Cuando el éxito parecía favorecerle por completo
se produjo la sorpresa. En un par de meses, los partidarios de Felipe habían consegui—
do dar la vuelta a la Situación. En Madrid, Carlos III fue «desaclamado» en un acto
burlesco. La mayoría de los nobles castellanos, más los aragoneses y valencianos lea-
les a Felipe, se le unieron en las tierras de Guadalajara donde el de Anjou había espera-
do el desarrollo de los acontecimientos. Carlos no se atrevió a enfrentarse a este ejérci—
to. Intentó llegar a Toledo, donde residía la reina viuda, Mariana de Neoburgo. Pero el
duque de Osuna se adelantó y se llevó a la señora a Bayona. En septiembre, Carlos ini—
ció la retirada hacia Valencia. No lejos, el duque de Berwick recuperó para la causa
borbónica el sur de la provincia de Alicante y Cartagena. En octubre la Corte de Feli—
pe V estaba restablecida en Madrid.
La campaña de 1706 terminó bien para la causa de Felipe V, aunque in extremis.
No le fue tan bien a su abuelo, que no veía otra solución que romper la Gran Alianza
intentando una paz separada con Holanda. No lo consiguió, aunque en el envite propu—
so mayores desmembraciones de la Monarquía española. Desde entonces, y a causa de
sus derrotas en los frentes europeos, Luis XIV buscará la paz. No obstante siguió pres—
tando apoyo a su nieto por algún tiempo.
El siguiente año de 1707 fue muy favorable para Felipe V. La campaña empezó
con la sonora victoria de Almansa. Galway trató de cortar el avance de Berwick por el
Los REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO V1 585
sudeste; la tentativa fue en vano y los aliados sufrieron una dura derrota. Murcia y Va—
lencia quedaban aseguradas para los borbónicos y los aliados pronto evacuaron tam—
bién Zaragoza. Ello favoreció que el duque de Orleans, desde el norte, pudiera tomar
Lérida. Al final del año los aliados sólo mantenían Barcelona y Tarragona. La situa—
ción hizo posible que Felipe V iniciara enrestos reinos el establecimiento de la Nueva
Planta, que acabaría con los fueros locales, daría más poder al gobierno de Madrid y,
momentáneamente, también más dinero para la guerra. '
En los frenteseuropeos, en cambio, la suerte fue al revés. En ese año los aliados
se hacían con Nápoles. Sus triunfos seguirían en 1708. En el frente de los Países Ba—
jos, Marlborough derrotö a Vendôme en Audenarde. En octubre caía la bien fortifica—
da plaza de Lille. El camino hacia París estaba abierto.
En España, aunque las tropas de Felipe V seguían completando la ocupación del
reino de Valencia, tomando las ciudades más adictas al Archiduque (Alcoy, Tortosa,
Denia, Alicante), la situación fue adversa en el mar. La flota de Leake que operaba en
el Mediterráneo pudo ocupar con cierta facilidad Cerdeña y Menorca. Por su parte,
Luis XIV siguió intentando una paz separada con Holanda, pero las conversaciones de
La Haya fracasaron. La guerra volvió en el verano y los franceses cosecharon una nue—
va derrota en Malplaquet. Las renovadas conversaciones de paz exigían a Luis que re—
tirara a su nieto de España, extremo que el rey francés aceptaba, siempre que Felipe
aceptara también; pero Felipe no estaba dispuesto a tal cosa, no sólo por su ventajosa
situación militar, sino porque de verdad se había tomado en serio, desde el principio,
su investidura como rey de España, legitimado por el testamento del anterior monarca,
y estaba dispuesto a defender su herencia con la ayuda de Luis XIV 0 sin ella, como
será el caso, en buena medida, a partir de este momento.
La buena situación de Felipe se volvió compleja en 1710. El general Starhem—
berg dirigiô la ofensiva aliada desde Cataluña e invadió Aragón. Una vez más, Felipe
se puso al frente de su ejército. El empuje de los aliados fue superior y las tácticas de
Villadarias no dieron resultado en este caso. La jornada de Almenara supuso una ines-
perada derrota para los borbónicos. Felipe llamó a Bay, que seguía defendiendo con
éxito el frente de Portugal, pero este refuerzo no bastó y en agosto los aliados tomaban
Zaragoza. El camino de Madrid volvía a estar abierto para Carlos y Felipe hubo de
evacuarla de nuevo.
El Archiduque no pudo hacer valer su ventaja tampoco ahora. En Madrid fue re—
cibido con hostilidad y la conexión con su ejército de Portugal resultó imposible. El
abastecimiento en un país hostil era difícil y Carlos optó por la retirada. Luis XIV se
avino a enviar nuevamente a Vendôme, como jefe de los ejércitos castellanos, y a
Noailles con fuerzas desde el Rosellón. La ofensiva borbónica tuvo un primer éxito en
Brihuega, tomada por Valdecañas, que venció a Stanhope. Poco después, Starhem-
berg capitulaba en Villaviciosa (diciembre). Aragón volvía a ser de los borbónicos,
que ahora amenazaban Cataluña. En enero de 171 1 Noailles tomaba Gerona.
Durante el resto del año se impuso la política, más que las armas. En abril moría
el emperador José I y el trono imperial pasaba al Archiduque. La postura de lnglaterra
y Holanda varió por completo. No sólo volvían a serles las cosas más difíciles en
España, sino que la posible victoria de Carlos en la Península la uniría al Imperio aus—
tríaco. De este modo se rompería el equilibrio por el que se había luchado. Además,
hubo cambio de gobierno en Inglaterra, donde vencieron los lories, contrarios a la
586 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
guerra y al poder de Marlborough (que además de general victorioso tenía mucha in—
fluencia en el gobierno anterior). Inmediatamente, pues, Inglaterra retiró su apoyo al
nuevo emperador e inició negociaciones de paz con Luis XIV. Los Preliminares de
Londres, en los que no hubo representación española, son una antesala y condición
de las reuniones de Utrecht que comenzaron en 1712.
Con el nombre sencillo de Tratado de Utrecht ( l713) se conoce una compleja se-
rie de acuerdos alcanzados en esa ciudad, así como en Rastatt y Baden, y en los que se
salvaron las diferencias entre los distintos contendientes. En síntesis, en lo que a Espa—
ña se refiere, Felipe V fue reconocido rey de España y de sus posesiones americanas,
pero hubo de renunciar a sus eventuales derechos al trono francés. Inglaterra retenía
Gibraltar y Menorca; además, obtenía el asiento de negros y un <<navío de permiso»
para enviar anualmente a América. Por otra parte, España perdía los territorios euro—
peos de la Monarquía: Milán, Nápoles, Cerdeña y los Países Bajos españoles, pasaban
a Austria. Saboya, con rango de reino, recibía Sicilia. Francia no salió malparada sal—
vo en los aspectos comerciales que interesaban a Inglaterra: en Norteamérica, Francia
eedió a su rival la bahía de Hudson, Terranova y Acadia. También cedió San Cristó-
bal, en las Antillas, y parte de la Guayana, que pasó al Brasil portugués. En lo político,
debía retirar su apoyo al pretendiente Estuardo y aceptar la renuncia de sus posibles
herederos en Francia al trono español (complemento de la renuncia de Felipe V a
Francia).
El Imperio no se adhirió a este tratado en 1713. El principe Eugenio Vio posibili-
dades militares de acercarse a París y las hostilidades continuaron, pero Villars impi—
dió que prosperara el estratégico sitio puesto a Landrecies. Entonces sí, Carlos VI
accedió a los acuerdos anglofranceses en Rastatt, en 1714, pero no firmó una paz con
Felipe V quien, a su vez, no aceptó la desmembración de la Monarquía. De hecho, la
guerra seguiría en Cataluña y Mallorca. Carlos no aceptaría a Felipe como rey de
España hasta 1725. También Portugal retrasó su acuerdo particular con España hasta
1715, cuando consiguió la colonia del Sacramento.
Aun sin terminar los combates del todo, Utrecht establece ya un nuevo orden eu—
ropeo. El imperio español queda liquidado en su parte europea; Francia, muy debilita—
da al final, pierde su preponderancia continental y ve mermado su imperio colonial.
Holanda mantiene su independencia, pero ya en un segundo plano frente a Inglaterra,
aunque consiguió una <<barrera» de fortificaciones que la defendieran de otros posi—
bles ataques franceses. Saboya y Prusia salieron con el rango de reinos. La presencia
de Austria en los antiguos Países Bajos españoles y en Italia, le daba un poder conti—
nental,€e incluso marítimo del que había carecido hasta entonces. La gran vencedora
fue Inglaterra (Gran Bretaña desde 1707, por la uniön definitiva con Escocia), que
consiguió importantes enclaves en el Mediterráneo y en América. Desde entonces sus
posibilidades mercantiles crecieron y así aumentó su poder naval, en ese momento sin
rivales de entidad.
Aunque el Emperador no aceptó la renuncia al trono español, la posición inglesa
le dejó solo y sus tropas no tuvieron más remedio que abandonar Cataluña en junio de
LOS REINADOS DE FELーPE v Y FERNANDO VI 587
$ kªtª—ª“”
) Cambios territoriales:
A Austria
A Saboya
A Francsa
A Gran Bretaña
Barcelonncue
Menorca
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州 sm… ( . ` a Austria)
№
;
FUENTE: L. M. Enciso y otros, Historia de España. Lus Borbones en el siglo XVIII (1700—1808), Gredos, Ma-
drid, 1991, p. 485.
1713. Ahora eran los catalanes los que quedaban solos. En realidad la resistencia se
produjo, sobre todo, en Barcelona, por la defensa de los fueros. El duro asedio al que
fue sometida la ciudad terminó en septiembre de 1714. Una menor resistencia se man—
tuvo en Mallorca hasta julio de 1715. Tras las correspondientes conquistas, se implan—
tó también en estos territorios la Nueva Planta que terminaba con sus fueros.
tuno, seguramente habría acabado siendo la realidad, puesto que respondía al ideal de
la época. En cualquier caso, no se puede decir que la nueva situación perjudicara a los
antiguos territorios forales. El siglo XVIII es la época de su esplendor y, salvo algún
problema concreto, que en todas partes ocurrieron, el entendimiento con el gobierno
de Madrid fue siempre bueno. Desde la perspectiva del mismo siglo XVIII, los proble—
mas de la guerra de Sucesión fueron superados bastante pronto. Por otra parte, no es
ocioso recordar que el progresivo absolutismo del siglo afectó igualmente a todos los
territorios españoles y americanos.
Viendo el conflicto con una perspectiva más larga, la guerra de Sucesión en
España se nos presenta como una solución de continuidad, como un acontecimiento
integrador en torno al cual, en su seno, se mueven otros muchos aspectos que estaban
entonces en juego y de cuya conjunción resulta un nuevo país. En 1715 España era
muy distinta que en 1700. No es sólo la llegada de la nueva dinastía, como la historio—
grafía tradicional francesa ha explicado siempre. No son las «luces», pues ya estaban
presentes en España las que tenían que estar y otras se desarrollarían después. Senci—
llamente ocurre que la guerra, en cuanto acontecimiento excepcional, actuó como ca—
talizador de las tensiones y de los deseos, de las aspiraciones y de las expectativas de
todos los españoles; sobre todo de los deseos de cambio ante una Monarquía que no
acababa de encontrar una clara línea ante el futuro.
En las últimas décadas del siglo XVII se había acelerado el proceso reformista,
pero resultaba poco operativo, a pesar de algunos de sus resultados, y sobre todo, caía
en vacío en la medida en que no se modificara todo el sistema de gobierno y sus intere—
ses creados. La nueva dinastía se recibió en parte con indiferencia —no se trataba de
quién reinara— y en parte con la esperanza de que algunas cosas cambiaran. Los cas—
tellanos la aceptaron sin problemas. Los catalanes intentaron amarrar sus privilegios
—y lo consiguieron en las Cortes de l701—l702—, precisamente porque Cataluña ya
venía experimentando síntomas de recuperación más claros. De hecho, algunos escri—
tores catalanes habían juzgado el reinado de Carlos II como el mejor de su historia
reciente. ¿Fue eso lo que, al final, llevó a muchos a aliarse con el Archiduque? En
cualquier caso, las cortes catalanas habían conseguido en 1701-1702 todo lo que nece—
sitaban de parte del Felipe V, al que luego estrictamente traicionaron. No ocurrió te'c—
nicamente así en los otros reinos de la Corona de Aragón donde Felipe no había llega—
do a ser jurado en Cortes.
Sea lo que fuere, todos esperaban cambios en la línea reformista, unos para conti—
nuar lo ya iniciado; otros, para asegurar que lo ya insinuado llegara a cuajar. La idea de
cambio existía en el pensamiento de los últimos años del reinado de Carlos II, y es
de suponer que las fuerzas que propugnaban dicho cambio habrían operado incluso
sin guerra. No obstante, en este escenario la guerra incide con una fuerza diferente. Е1
сатЬіо en el sistema de gobierno era tanto más necesario cuanto que había que dirigir
el conflicto; conseguir recursos se hacía también urgente. Las reformas en esa línea
—prioridad a las secretarías frente a Consejos, medidas hacendísticas, reformas del
ejército—, se muestran como algo inevitable. Además, el hecho de que la dinastía sea
nueva facilitará los recambios y las medidas tomadas sin atender a situaciones de pri—
vilegio heredadas, como se refleja en la política tendente a frenar el poder de la alta
nobleza, en términos generales. Todo ello favorecerá el cambio social.
Es cierto que los intereses franceses frenaron otras reformas que también eran ur—
590 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
gentes; es igualmente cierto que algunas propuestas audaces —p0r ejemplo respecto al
comercio con América—, que ya estaban planteadas antes de 1700, tuvieron que espe—
rar; pero no es menos cierto que muchos deseos de cambio empezaron a hacerse reali—
dad casi por la necesidad de atender al conflicto, lo cual también pudo hacerse con una
mentalidad nueva en la medida en que las personas eran completamente nuevas.
Todo esto es necesario considerarlo para no pensar que la influencia de Francia
fue decisiva; fue importante, pero limitada. Limitada en el tiempo y limitada en las
medidas emprendidas. La comparación con el resto del siglo XVIII también es relevan—
te al respecto: en general, el proceso reformista fue lento y probablemente el cambio
más brusco es el que se da durante la guerra respecto al sistema de gobierno. El cam-
bio rebajó la personalización del gobierno en el monarca y propició un sistema más
técnico. Si Felipe V hubiera tenido que decidir sobre todos los asuntos, su reinado ha—
bría sido un gran fracaso, porque la mayor parte del tiempo era incapaz de decidir
nada, debido a sus depresiones cada vez más fuertes. Sólo tuvo que decidir sobre polí—
tica exterior, porque se cuidó muy mucho de asegurarse ese ámbito. En él España re—
cuperô terreno, si bien no siempre en la mejor orientación posible.
El cambio en el sistema de gobierno se presenta como algo decisivo ya que, en
adelante, los proyectos se ven como realizables y, por lo tanto, es posible mirar al fu—
turo con esperanza. Probablemente el proyecto social en muchos campos suponía
salir un poco de España y mirar más a Europa. Europa es ya un mito en la España de
la primera mitad del siglo XVIII, porque lo era antes. Se es consciente de que más allá
de los Pirineos hay algo que ha triunfado y que es necesario imitar. Esto se puede ver
en la abundancia de ejemplos europeos que se comentan en la obra de Uztariz, un
personaje que, como tantos otros, había servido en la administración del Flandes es—
pañol en los años ochenta del siglo XVII. El Flandes de entonces será un importante
lugar de aprendizaje de los métodos franceses, entonces triunfantes, y físicamente
tan cercanos.
Modernización, proyectismo, reformismo, coinciden en el siglo XVIII no sólo en
la búsqueda de una mayor eficacia, sino en la búsqueda de lo nuevo, en el rechazo de
lo antiguo, de los modos que fueron derrotados ya en Westfalia. Es la lucha de anti—
guos y modernos, que ya estaba planteada en los ambientes culturales y científicos de
finales del siglo XVII y que se amplía a todos los terrenos, también el administrativo y
el económico. Es ya una nueva época. En todo, se trata de impugnar las ideas comunes
basadas en el error, como se empeñó en hacer Feijóo. Desde esta perspectiva, la Espa—
ña de Felipe V es una España diferente en la que se pueden ensayar ideas que antes re—
sultaban menos realizables. La guerra, en tanto solución de continuidad, fue una opor—
tunidad de acelerar tales ensayos.
Desde la perspectiva internacional la guerra también supuso abrir un escenario
nuevo. La fuerte influencia francesa, notable ya en los últimos años del reinado de
Carlos II (crecimiento del partido pro francés en Madrid, concesión del asiento de ne—
gros a una compañía francesa), creció en los años de la guerra, no sólo por la ayuda mi-
litar y política (algunos funcionarios franceses fueron buenos administradores), sino
por la influencia en los asuntos económicos que se centran, sobre todo, en impedir el
crecimiento de la industria que no fuera para usos militares y en intentar aprovecharse
del comercio con América. La alternativa era igualmente peligrosa. El pacto de Géno—
va de 1705 entrañaba, de haber prosperado, una influencia de Inglaterra en los asuntos
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO Vi 591
mercantiles catalanes en Cierta manera análogos a la influencia que ese país ejerció en
Portugal desde el tratado de Methuen. Utrecht, en cambio, produjo una situación inter—
media: Francia perdía, Inglaterra ganaba, aunque menos de lo que hubiera conseguido
con una victoria aliada, y España mantenía lo fundamental. En cualquier caso, la pér—
dida de los territorios europeos de la Monarquía tenía también sus ventajas pues ofre—
cía la posibilidad de centrarse en la economía peninsular y americana.
Si los primeros quince años del reinado fueron, en general, de guerra y de in—
lluencia francesa, los diez siguientes muestran un cierto caos desde la situación políti—
ca, caos que contribuyó a que no se aprovecharan convenientemente los esfuerzos que
en varios órdenes se estaban haciendo. Hubo nuevos ministros con intereses diferen-
tes, que harían valer los de la nueva reina, plenamente aceptados también por el Rey.
" Hubo un cambio de alianzas radical, una diferente manera de presentarse España ante
la comunidad internacional, un reinado relámpago que provocó la confusión sobre
cuáles eran los verdaderos intereses del monarca, y un intento nuevo de solucionar los
asuntos internacionales que de momento fracasó. En estos años, España dio muestras
de que podía volver a pensar por su cuenta y de que mantenía un peso internacional.
También en esos años se avanzó algo en el proceso de reformas.
Los años 1714 y 1715 supusieron un cambio radical en la política española. Ade—
más de la terminación de la guerra y del cierre de los tratados correspondientes, en
enero de 1714 murió la reina María Luisa y en diciembre se celebraba una nueva boda
real con Isabel de Farnesio. Entre medias, a Orry, mantenido por la Ursinos, le había
dado tiempo a hacer importantes reformas en la Hacienda y en el sistema de gobierno.
Entre 1713 y 1714 se consiguió que las principales rentas dependieran de un solo
arrendatario. El orden favoreció la recaudación, necesaria para los últimos esfuerzos
de la guerra; además, se crearon las secretarías de Estado, Marina, Guerra y Justicia,
embrión de la futura organización ministerial española.
La llegada de la nueva reina alteraría, sin embargo, algunos asuntos. El matrimo—
nio había sido urdido principalmente por Julio Alberoni, un sacerdote parmesano,
como la nueva reina, que había servido muchos años a Vendóme en Francia y en Espa—
ña y que en estos años era agente en Madrid del duque de Parma. Nada más llegar, Isa—
bel despidió ala Ursinos y con ella a todos los franceses. Francia deja de tener influen—
cia en la Corte española, situación que queda sancionada definitivamente con la muer—
te de Luis XIV en 1715.
Entre… 1715 y 1719 el principal personaje de la Corte madrileña fue Alberoni, quien
gobernó de hecho, aunque no tuvo ningún título ni nombramiento. La historiografía tra—
dicional leatribuye una serie de reformas económicas que tendrían como objetivo recu—
perar la potencia militar de España para proceder a la recuperación de los territorios ita-
_ lianos perdidos. Es 10 que se ha llamado el revisionismo hispánico. En ello estarían en
juego tanto los intereses de Felipe V, que quería recuperar la integridad de su herencia,
como los de Isabel de Farnesio, quien pretendería no sólo fortalecer a su familia en Ita—
lia, sino conseguir territorios que heredaran sus hijos,pues en el trono de España tenían
preferencia los hijos de María Luisa. А1 gunos autores recientes matizan la responsabili—
592 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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FUENTE‥ M, Artola, Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VI, p. 961.
dad del ministro, que, sería más partidario de la paz, mientras que el Rey, la reina y los
generales serían quienes empujarían más hacia la acción bélica.“
Lo anterior no quiere decir que a Alberoni no le interesara el fortalecimiento para
la guerra y esta para el predominio político. Tal manera de pensar era general enton—
ces. Sus deseos de paz serían, seguramente, una cuestión de oportunidad, de frenar el
ímpetu poco meditado que el monarca sentía hacia la guerra. Mientras tanto, Alberoni
se aprestaba con urgencia, y con la eficaz ayuda del intendente Patiño, a restaurar la
Marina: tanto la preparación de una nueva flota de Indias, como de la Armada organi-
zada en Barcelona para la inminente intervención naval. Ésta se produjo con sendos
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO V] 593
ataques a Cerdeña y Sicilia. El éxito inicial fue pírrico. De manera inmediata todas las
potencias se opusieron a España, incluida Francia, más próxima a Inglaterra desde la
muerte de Luis XIV. Antes de que se formara la Cuádruple Alianza y de que se decla—
rara formalmente la guerra a España, la escuadra inglesa al mando de Bing atacó y
destrozó la escuadra española en la batalla del cabo Passaro, en 1718. Ya en 1719 los
ejércitos franceses al mando de Tilly y Berwick entraban en Guipúzcoa y Cataluña.
Los planes de Alberoni para contrarrestar la alianza incluían una alianza con Ru—
sia, el intento de apoyar al pretendiente Estuardo y la conj uración de Cellamare, orien—
tada a quitar la regencia de Francia al duque de Orleans. Todos ellos fracasaron. Ade—
más, barcos ingleses asaltaron Santoña y Vigo. En Sicilia las cosas tampoco iban bien
por la imposibilidad de enviar refuerzos. Las noticias de la guerra y la presión inter-
.nacional forzaron la caída de Alberoni, que fue despedido por Felipe V en diciembre
de 1719.
Sin Alberoni, el gobierno efectivo lo llevarán a cabo los secretarios de Estado, en
especial Grimaldo, y los presidentes de los consejos. La nobleza —el partido espa—
ñol— no logra recuperar posiciones en estos años. Los gobernantes son ya españoles,
pero no pertenecen a la alta nobleza y también serán objeto de la sátira política como
los extranjeros. Estos años se dedican, fundamentalmente, a una dificultosa actividad
diplomática orientada a restablecer la situación de equilibrio. Las reuniones más im-
portantes fueron el tratado de La Haya y el congreso de Cambrai que entre 1720 y
1721 despej aron algunas incógnitas. Se acordó la cesión definitiva de Cerdeña a Sabo-
ya, la renuncia de Carlos VI al trono de España y la de Felipe V al de Francia, la pro-
mesa del futuro acceso de los hijos de Felipe e Isabel a los ducados de Parma y Tosca-
na, y un acuerdo matrimonial entre Francia y España que dio como fruto el matrimo—
nio de Luisa de Orleans, hija del regente de Francia, con Luis de Borbón, futuro Lu1s I
en 1722.No se solucionaba el problema de Gibraltar, ni se producra una postura del
todo clara del Emperador con respecto a lo pactado. En la práctica, el revisionismo se
cambia y se orienta a satisfacer el «secreto de los Farnesio», asegurando las pretensio—
nes de la reina para sus hijos.
ba así para poder reinar en Francia, toda vez que allí seguía teniendo algunas posibili—
dades. Ciertamente la añoranza de Francia siempre existió y fue compatible con el
amor y dedicación reales a España. Tras su abdicación, Felipe se retiró a Valsaín, si
bien seguía muy de cerca los acontecimientos.
El reinado de Luis I resultö muy breve, pues de modo inesperado el joven monar-
ca murió por enfermedad repentina siete meses después. Los escrúpulos de Felipe se
reprodujeron, pero no impidieron que recuperara el trono, en contra del anterior jura—
mento. Unos estaban de acuerdo, por impedir una fase extraña en la que el anterior
monarca hubiera sido el regente de su heredero, aún menor; pero un segundo reinado
tampoco se veía bien, pues la enfermedad del Rey iba avanzando. Muchos querían un
cambio; entre éstos, sobre todo, el llamado partido español, que veía cómo se prolon—
gaban los tiempos en que predominaban los ministros extranjeros que apoyaban los
intereses de la reina, no siempre coincidentes con los que ellos suponían que eran
los intereses de España. El reinado de Luis I les había abierto unas esperanzas que
pronto quedaron frustradas. Al final ganó Felipe, 0 Isabel. Las Cortes de noviembre de
1724, con representantes de toda España, juraron a Fernando sólo como futuro here—
dero, y Felipe volvió a sentarse en el trono.
Grimaldo seguía siendo el ministro más importante del gabinete, pero entre 1724
y 172631triunf6 la estrella de un aventurero, el barón de Ripperdáfcíuien había llegado a
España en 1715 como embajador de los Estados Generales de Holanda, y que luego
ascendió en la administración española de la mano de A1beroni.gRipperdá creyó llega—x,
do ahora su momento y jugó unas cartas muy arriesgadas y dewmodo inhábil. Dada la
situación en Cambrai, y los intereses de Austria y España en Italia, Ripperdá conven—
ció a los reyes de que lo mejor sería un acercamiento a Austria y resolver las cuestio—
nes bilateralmente. Durante esos dos años Ripperdá negoció varias veces en Viena.
Lo más positivo incluía el tratado de Viena de 1725, por el que Carlos VI y Feli—
pe V se reconocían mutuamente sus territorios y herencias, y se prometían apoyo.
Pero esas negociaciones incluían pactos abiertos y otros secretos. De entrada, la alian—
za entre Austria y España provocó una reacción internacional contraria que unía a
Inglaterra y Francia, a las que luego se unirían Prusia y Holanda.
Lo peor no eran sólo las amenazas internacionales, sino que la negociación de
Ripperdá era insincera, pues hacía creer a ambas partes que la otra había cedido más
delo que estaba dispuesta a ceder. Por ejemplo, Austria no estaba decidida a una alian—
za matrimonial con España que podía enfrentarla con Francia, ni España aceptaba con
claridad la Compañía de Ostende creada por Austria para el comercio colonial. A estas
dificultades, se sumó el descubrimiento por los ingleses de las cláusulas secretas de
las negociaciones. Inglaterra forzó la situación y fue necesario dar marcha atrás. El
poco antes encumbrado Ripperdá, que había recibido importantes nombramientos mi—
nisteriales como premio alo que se suponía un gran éxito, fue inmediatamente desti-
tuido y perseguido. Encerrado, pudo luego escapar. Ripperdá no calibró bien que la
clave de la situación internacional en estos años estaba en el estrecho acuerdo de
Inglaterra y Francia para mantener el equilibrio establecido en Utrecht. En 1725—1726
España podía tomar ciertos riesgos, pero Austria no estaba en condiciones de hacerlo.
La prudencia del Emperador estribaba, seguramente, en asegurar la aceptación inter—
nacional, y sobre todo de Francia, de la Pragmática Sanción, por la cual la heredera del
Imperio sería su hija María Teresa. Esa prudencia no era vana, como se demostraría
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 595 〝
años mäs tarde cuando el asunto provocó otra guerra de sucesión de complicaciones
internacionales.
Tras la caída de Ripperdá se ensayó el acercamiento a Francia, junto a Austria, a
la vez que Inglaterra, inquieta por las cláusulas secretas del Tratado de España con
Austria, inició una campaña de agresiones, sobre todo en América. Se veía con clari-
dad que, a pesar de los privilegios obtenidos en Utrecht, las relaciones con Inglaterra
no iban aser nunca buenas a causa de la rivalidad por los intereses americanos. El con—
flicto trajo consigo un primer intento, fracasado, de recuperar Gibraltar. La presión de
Francia e Inglaterra, que aún respondían a la alianza de Hannover de 1725 en pro del
equilibrio, enfriò la situación. España levantó el sitio de Gibraltar para evitar ataques
en las Antillasry se sumó a las conversaciones de paz. En 1728, la convención de El
Pardo suponía la capitulación de España, que volvía al orden de Utrecht con Inglate—
rra. El mismo año, en Soissons, se consagró la victoria inglesa con las demás poten—
cias que en un principio habían ayudado a Austria, y en Sevilla (1729) se limaron las
diferencias de España con Francia, bajo la mediación de Inglaterra.
Para muchos, Sevilla es el triunfo de la diplomacia inglesa, dirigida hasta enton-
ces por Townshend y Stanhope, quienes sacaron provecho de las diferencias que sepa—
raban a España, Francia y Austria entre sí. Jugando hábilmente con ellas y haciendo
valer su potencia marítima, los ingleses salvaron una vez más el equilibrio continental
y mantuvieron el orden de Utrecht en su provecho. Por otro lad0,_España entraba de
lleno en la órbita de Inglaterra y Francia, si bien con predominio inglés. A cambio
de algunas ventajas comerciales, España obtenía la promesa de apoyo a la sucesión de
sus infantes a la herencia de las casas de Farnesio y Medicis en Parma y Toscana. Los
historiadores más objetivos han visto en este tratado un éxito de Patiño que conseguía
varios objetivos a la vez: satisfacer los intereses dinásticos de los monarcas, pacificar
las relaciones con Francia, 10 cual era también un fuerte deseo del Rey, que no enten-
dió nunca que él pudiera ser enemigo de su país y de su familia, y finalmente, tener la
paz con Inglaterra, absolutamente necesaria para que se desarrollara el comercio, un
objetivo que Patiño“ perseguía con fuerza. Además, Isabel de Farnesio también triun—
_ faba pues su acercamiento a Inglaterra conseguiría que este país la ayudara en sus pre—
tensiones a la herencia de los Farnesio frente al interés de Austria en Italia. La situa—
ción internacional, sin embargo, seguía siendo inestable.
caracterizada por intentar hacer compatibles los deseos de reformas internas y las ne—
cesidades cortesanas y bélicas de los monarcas.
La guerra era inevitable, porque los monarcas así lo entendían; por lo tanto, ade—
más de la diplomacia, que manejaron bien Grimaldo, Orendáin y finalmente el mismo
Patiño, eran necesarias reformas militares y económicas, que quedaron a cargo del
omnipresente Patiño. En 1728 aparecieron las <<Reales Ordenanzas para la infantería,
caballería y dragones», que incluían aspectos como el reclutamiento, la jerarquía y la
disciplina. En 1730 se reguló el procedimiento de quintas y levas. En 1734 se comple—
tó la reorganización del ejército con la creación de 33 regimientos de milicias provin—
ciales. Algunos interpretan que todas estas reformas suponían una readaptación al m0—
delo español, cuya identidad se había perdido con las primeras reformas a la francesa
de comienzos de siglo. Santa Cruz de Marcenado o el marqués de la Mina proporcio-
naron la necesaria reflexión teórica.
pesar de todo, la Marina recibió más dedicación. Como secretario, Patiño no
hizo sino continuar y perfeccionar lo ya comenzado en cargos anteriores. Destaca la
creación de la división administrativa de toda la costa peninsular en tres departamen—
tos que tendrían cada uno de ellos su correspondiente arsenal: Ferrol, Cádiz y Cartage—
na. Los dos primeros estaban en marcha en vida de Patiño y se sumaban a los ya exis—
tentes de Guamizo (1717) y La Habana (1725) y a otros menores. Además de los bar—
cos, Patiño se había preocupado de la oficialidad al crear la Academia de Guardias
Marinas de Cádiz, en 1718. Otros reglamentos se harían durante su mandato, o inme—
diatamente después de su muerte, siguiendo la línea por él desarrollada.
Pero los ejércitos necesitaban dineros. Patiño trató, en la medida de lo posible, de
conseguir la administración directa de los arsenales, lo que evitaba el beneficio del
asentista intermediario, pero daba rigidez a la gestión. En la recaudación de los ingre—
sos, también Patiño reforzó una tendencia heredada de poner todas las rentas en admi—
nistración directa. Su mejor éxito lo consiguió en la renta del tabaco, administrada di—
rectamente desde l731, lo que mejoró sustancialmente los ingresos del erario._En los
años del gobierno de Patiño los ingresos crecieron casi un 30 % y se situaron en un to—
tal cercano a los 300 millones de reales.
La reorganización de la Junta de Comercio y Moneda en 1730 le dio a la institu—
ción mucha más libertad de acción para proseguir su política de concesión de exencio—
nes de impuestos a fábricas particulares, así como para insistir en la política comercial
proteccionistaí Destaca el apoyo a la industria sedera, sin demasiados efectos a pesar
de todo, y a la del algodón, que sí permitió el nacimiento de este sector en Barcelona. `
También se crearon entonces algunas fábricas estatales, como la de tapices de Madrid
(desde 1721) y la de vidrios de San Ildefonso. Se añadieron a las que ya existía, como
la de paños de Guadalajara (1717), que también fue reformada en su organización a
partir de 1730, lo que mejoró su producción. En general, las exenciones y otro tipo de
facilidades fueron el marco en el que pudo crecer en esos años la producción industrial
de manera sensible.
La reforma del comercio americano se centró en la ruptura del monopolio (centra-
do en Cádiz desde 1717). El desarrollo del sistema de navíos de registro y la creación de
algunas compañías privilegiadas de comercio supusieron novedades que, al menos en
ese momento, resultaron elicaces. La obra de Patiño se inscribe en una acción reformis—
ta de amplio espectro que se aceleró con Alberoni, y que se alargará con otros ministros
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO VI 597
acercamiento a Austria. El resultado fueron los tratados de 1731. Por uno de ellos,
Austria cedía en sus pretensiones sobre la Compañía de Ostende, que no querían ni
Inglaterra ni España, a cambio de que se aceptara la Pragmática Sanción que garanti-
zaría la herencia austríaca. Inglaterra exigía también que no se produjeran matrimo—
nios entre Austria y Francia. Por su parte, España veía cómo el infante don Carlos era
reconocido como futuro duque de Toscana y se le permitía su presencia temporal en
Parma y Plasencia. En consecuencia, una escuadra hispanoinglesa trasladó al infante a
las costas de Italia con un pequeño ejército que garantizara su seguridad. Sólo hubo
una protesta del Papa, que consideraba que esos territorios eran feudatarios de los
Estados Pontificios.
Los conflictos de los años veinte parecían haber terminado. En 10 internacional
se manifestaba el predomino de Inglaterra, que mantenía, cada vez con más influen—
cia, el orden de Utrecht. Para España, la presencia del infante en Italia no era estricta—
mente una buena noticia, pues obligaría a abrir de nuevo el frente italiano a favor de
los intereses de los Farnesio. En cualquier caso, se aseguraba un territorio aliado en
aquella península.
Tras las bodas portuguesas, desde la cercana Badajoz la Corte española se trasla—
dó a Sevilla. La presencia de los monarcas en esa ciudad obedece a la enfermedad del
Rey, agravada desde 1728. Un viaje lejos de Madrid podría servir para distraer al mo—
narca, también le alej aría de la influencia de los enemigos de Isabel de Farnesio, ahora
fortalecidos por la presencia de la nueva princesa y sus portugueses. El viaje cumplió
también el objetivo de que el monarca se presentara ante sus súbditos andaluces. Por
unas cosas y por otras, la estancia sevillana de la Corte duraría cinco largos años en los
que la administración seguía residiendo en Madrid, pero el Rey y los principales mi—
nistros, estarían en Sevilla, o de viaje en otros lugares andaluces.
A pesar del caos administrativo que la situación creó, la estancia en Sevilla no
impidió llegar a los citados acuerdos de 1729, en la misma capital hispalense, 0 de
1731 en Viena. Este último éxito animó a Felipe V quien de modo inmediato ordenó
que las tropas que habían llevado al infante a Italia se unieran alas que se estaban pre—
parando en Alicante para intentar la recuperación de Orán. La plaza africana se había
perdido en 1708, en uno de los momentos de avance de las tropas del Archiduque y de
apoyo inglés a los musulmanes de la zona. El ejército de Montemar tomó la plaza en
julio de 1732, sin demasiados problemas.
incluso de intentar recuperar Nápoles. El ataque a este territorio, además de activar nue—
vamente el sentido revisionista español, suponía abrirle un nuevo frente a Austria. El
propio don Carlos se puso en 1734 al frente del ejército que, dirigido por Montemar y
con el visto bueno del Pontífice, ocupó Nápoles sin excesiva dificultad. En mayo Carlos
era proclamado rey. Un posterior intento austríaco fue frenado en Bitonto. Meses des—
pués Montemar ocupaba Sicilia. La victoria española se correspondió con la derrota
francesa. Francia perdió en Polonia y hubo de admitir al candidato imperial.
La situación para España fue de éxito sólo parcial, pues la victoria en Nápoles se
compensaría con la pérdida, tras numerosas tensiones diplomáticas, de Parma, Plasen—
cia y Toscana. Además, el nuevo reino de Nápoles—Dos Sicilias no pasaría tampoco a
la Monarquía española. También se había demostrado en este conflicto que el pacto de
familia funcionaba mal. En los preliminares de Viena de 1735, Leszcynski renuncia a
Polonia y es compensado con Lorena, que a su muerte pasaría a Francia. El actual du—
que de Lorena quedaba desposeído y se le prometía la herencia de Toscana. El Empe—
rador recibía Parma y Plasencia y conservaba Milán. España no participó en estos pre—
liminares, pero no tuvo más remedio que aceptar sus condiciones, toda vez que Fran—
cia decidió nO pelear por los ducados. España aceptaría los preliminares en 1736. El
definitivo tratado de Viena lo firmarían Austria y Francia en 1738. Supone el triunfo
de la política de Fleury y la consiguiente recuperación de Francia que, además de recu—
perar Lorena, aunque en el futuro, salía fortalecida en su poder continental por el
acuerdo con Austria y, a pesar de todo, mantenía la amistad con España.
En España el tratado, hecho a sus espaldas, sentó mal. Esta guerra y sus conse-
cuencias fueron motivo para que se activara la oposición a Patiño, encabezada por el
Duende Crítico, un autor clandestino de papeles injuriosos para el ministro. El Duen—
de resultó ser un carmelita portugués, al servicio del embajador de Portugal en Espa—
ña. Tras él se pueden observar varias posturas: la presión inglesa frente a la labor re—
formista de Patiño, la Oposición de la antigua aristocracia que seguía marginada, en
general, de los mismos gobiernos reformistas y en fin, todo ello entorno a un supuesto
partido portugués que se alinearía en torno al cuarto del príncipe de Asturias y su mu—
jer, la portuguesa Bárbara de Braganza. Todos ellos se habían opuesto a la vuelta de
Felipe V al trono a la muerte de Luis I, y acechaban en la crisis de 1728, cuando la en—
fermedad del monarca pareció agravarse y la reina solucionó el problema huyendo de
Madrid. Patiño siguió aumentando su poder, a pesar de todo, hasta que murió en 1736,
antes de ver completamente pacificado el panorama de Italia.
tado que se planteó fue la boda de don Carlos, rey de Nápoles. Ya que el Emperador
seguía negándose a un matrimonio con un Borbón, las miras se dirigieron al rey de Po—
lonia, Augusto III, y la elegida fue su hija, M.21 Amalia de Sajonia.
Mientras tanto, la tensión en las relaciones con Inglaterra fue creciendo. El con—
flicto inglés tiene un trasfondo complicado que hunde sus raíces en los intereses de
este país en América y en la poco eficaz defensa que España podía hacer de sus vastas
provincias americanas. La amplitud del territorio y la distancia alas correspondientes
metrópolis favorecía, por otra parte, muchas incomprensiones. En cualquier caso, los
privilegios obtenidos por Inglaterra en Utrecht fueron aprovechados por sus usufruc-
tuarios como una cabeza de puente para mayores aventuras comerciales. España siem-
pre respondió intentando imponer la legalidad, pero era un esfuerzo imposible. La ten—
sión fue creciendo en torno alas presas de barcos ingleses, agresiones alas costas dela
América española, peticiones de indemnizaciones, etc. El ministro inglés Walpole tra—
tó de mantener la paz, se supone porque opinaba que era más beneficiosa para el co—
mercio, pero la oposición fue forzando las cosas hasta que en octubre de 1739 se al—
canzó el conflicto armado.
Las primeras acciones las dirigió Inglaterra contra América. Vernon se apoderó
de Portobelo en noviembre, pero los ingleses fueron rechazados en diversos lugares de
Cuba. Más tarde, en 1741, Vernon fracasaría también ante Cartagena de Indias, defen-
dida por Blas de Lezo. De golpe sobre todo moral puede considerarse la aventura del
comodoro Anson, que en 1740 saqueö las costas de Chile y después capturó el galeón
de Manila, el Nuestra Señora de Covadonga, un botín que valía mucho más que las
numerosas presas que hacían los corsarios españoles.
Este conflicto supuso un nuevo acercamiento entre Francia y España, consagra—
do esta vez por el matrimonio del infante don Felipe, ahora pretendiente a los ducados
italianos, con la hija de Luis XV, Luisa Isabel. Francia esperaba cercar a Inglaterra.
Pero antes de que ninguna potencia se dejara arrastrar por una escalada del conflicto,
las miras políticas se dirigieron nuevamente al centro de Europa donde en octubre de
1740 moria Carlos VI. Por la Pragmática Sanción el Emperador había modificado el
orden sucesorio a favor de su hija, M.a Teresa, en contra de las hijas de su hermano
mayor. El cambio, no aceptado por todos, daba excusas para reclamar supuestos dere—
chos y en definitiva, para la guerra. Para impedir el engrandecimiento de Austria,
Francia defendía la candidatura imperial del elector de Baviera y firmó con él la alian—
za de Nymphemburgo. A ella se sumaría España, interesada por combatir a los aus—
tríacos en Italia. Poco después las fuerzas quedaron definitivamente alineadas: Ingla—
terra apoyaría a Austria. Mientras se preparaba la guerra, Campillo accedió al poder
acaparando, al estilo de Patiño, las secretarías de Guerra, Marina, Indias y Hacienda
(octubre de 1741).
El conflicto había empezado con la invasión de Silesia por las tropas prusianas a
fines de 1740. Aunque la guerra en Alemania tuvo suertes variadas durante 1741 , Car—
los de Baviera consiguió ser elegido emperador en enero de 1742, como Carlos VII.
En Italia, franceses, españoles y napolitanos intentaron tomar Milán, sin conseguirlo.
España se quejaba del poco empeño francés.
A comienzos de 1743 tras la muerte del prudente cardenal Fleury, Francia deci—
dió implicarse más. Las posiciones francoespañolas mejoraron. A ello respondió el
nuevo ministro inglés, Carteret, con una alianza formal con Austria, a la que se sumó
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO Vl 601
2. El reinado de Fernando VI
Fernando era muy diferente a su padre. Retratado como indolente y sin ambi—
ción, dejaría hacer bastante a sus ministros. Tampoco la reina Bárbara era como la
Farnesio. Tuvo dominio personal de su marido e influyó en la política, pero en mu-
cha menor medida que Isabel. Todo ello hace que el reinado de Fernando VI se
oriente de manera diferente al anterior. Desaparece la influencia extranjera, hay una
cierta compensación a la aristocracia con el nombramiento de Carvajal (también
aquí se oculta una mayor inclinación hacia Inglaterra, donde se puede ver la influen—
cia dela reina), se persigue la paz y se mantiene el programa reformista. El Rey, aún
joven y sano en los primeros momentos del reinado, restaura también una vida corte—
sana muy alicaída en los últimos años de Felipe V. Más adelante le aquejarán los
mismos males que a su padre. Entre tanto, la Corte se animó nuevamente con la co—
nocida voz de Farinelli, de la misma manera que se siguió protegiendo el arte (Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando), 0 la nueva cultura, concretada, por
ejemplo, en el éxito cortesano de las obras de Feijoo. A su madrastra, Isabel de Far—
nesio, la trató con discreto desprecio, pero manteniéndola con firmeza apartada de la
Corte y de la política. Era una respuesta a la actitud crítica de Isabel y su entorno ha-
cia los nuevos monarcas.
La situación ministerial cambió cuando en diciembre Carvajal fue nombrado se—
cretario de Estado. Villadarias se mantuvo, aunque pasó a Gracia y Justicia, y Ensena—
da conservó sus secretarías. Los «Vizcaínos» estuvieron a punto de desaparecer, pero
supieron mantenerse. A fin de cuentas, de Carvajal sólo les separaba la amistad portu—
guesa y la inclinación a Inglaterra. Con la sustitución del confesor real por el padre
Rávago, jesuita como los anteriores, pero español y amigo de Carvajal, el llamado
<<partido español» parecía tener el poder. La lucha política también es económica; en
concreto, lo que se dirime es la influencia que procede del dominio de los arrenda—
mientos de rentas y de los asientos para el ejército y la marina. La política reformista
fue reduciendo las oportunidades en ambos casos y haciendo más dura la pelea. Desde
L SREINADOS DE FELーPE V Y FERNANDO VI 603
el punto de vista de los aristócratas, Carvajal y Ensenada eran sólo asociados; de he—
cho, la aristocracia tampoco controló con ellos las decisiones importantes.
La clave del gobierno estará en el entendimiento de Carvajal y Ensenada. Lejos
de un antagonismo entre ambos, la realidad parece ir más en la línea de acuerdo ini-
cial de fondo y discrepancias puntuales que fueron creciendo. Ensenada había ayuda—
do en su carrera a Carvajal; cuando Carvajal fue nombrado para Estado, Ensenada se
mantuvo por su influencia. Tras la muerte de Carvajal, Ensenada fue destituido. No
parece que fueran enemigos.
Sin embargo, sus personalidades y formación, así como su modo de trabajar eran
muy diferentes. Sus ámbitos de competencias, no siempre bien diferenciados, y su vi—
sión de la política, así como sus posibles intereses personales de tipo clientelar, produ—
jeron bastantes e importantes discrepancias, pero no las suficientes para empañar una
política que, en conjunto, resulta complementaria. Esto no quiere decir que fuera coor—
dinada. Eso faltaba y tal defecto fue en aumento, hasta llegar a decisiones que el otro
ignoraba, como ocurrió con el Tratado de Límites o el concordato de 1753. Esto tam-
bién tuvo sus ventajas, ya que las diferencias entre los dos poderosos ministros des—
concertaba a los embajadores extranjeros. A la hora de mantener la paz armada, que
interesaba a los dos, ese peculiar dualismo pudo ser beneficioso.
1
I
2.1. LA PAZ DE AQUISGRÁN
"
Aunque Fernando VI deseaba la paz, estaba dispuesto a seguir defendiendo las
opciones italianas de los Farnesio, que en parte eran las de España. Se impuso la conti—
nuidad, mucho más si se tiene en cuenta la amenaza que a mediados de 1746 se cernía
sobre Nápoles. Tal continuidad tendría una nueva orientación, sin embargo: seguir al
lado de Francia, pero buscar una paz por separado con Austria e Inglaterra. Los pocos
resultados militares y, en cualquier caso, la ventaja alcanzada por Francia en los Paí—
ses Bajos, inclinaron a Inglaterra a buscar la paz una vez que hubo liquidado la aventu—
ra del pretendiente Estuardo. Las conversaciones parecían activarse después del vera—
no de 1746, pero la posibilidad de acuerdo seguía lejana dadas las exigencias de cada
país. En el caso español, el intento de paz por separado no resultó y además, produjo
mayor tensión con Francia.
La lucha continuó y los primeros meses de 1747 vieron una recuperaciôn de los
gallihispani en Provenza y Génova. Más influencia tuvo la ventaja que Francia consi-
guió en el frente holandés, lo que llevó a este país, ahora bajo el mando de Guiller—
mo IV, y por lo tanto a Inglaterra, a desear nuevamente la paz. En el invierno de
1747—1748 hubo más conversaciones que guerra. Los intentos de paz por separado
entre enemigos, al margen de sus respectivos aliados, no dieron resultado directo en
ningún caso, pero sí surtieron un efecto indirecto. Cada potencia recelaba de que su
enemiga consiguiera, a su costa, alguna ventaja en el posible acuerdo con su potencia
aliada. Todas se vieron en peligro de ser perjudicadas, especialmente Austria, que
pensaba que Inglaterra, en una relación bilateral con España, podía acceder a conce—
siones a este país en Italia que perjudicaran la posición austríaca o de Cerdefia.
La confusión en torno a la multiplicación de conversaciones por separado llevó a
todas las potencias a desear una asamblea conjunta. Para que la reunión tuviera éxito,
604 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
era preciso, sin embargo, hacer concesiones. Tal parece que en diciembre de 1747
ésa era la disposición y las conversaciones se trasladaron a Aquisgrán. Aun allí se tra—
bajaba por grupos, por lo que las <<concesiones» no las hicieron necesariamente las po—
tencias interesadas. El acuerdo vino, sobre todo, por el entendimiento entre Francia y
Austria, al que Inglaterra tuvo que ceder dada la situación militar en Holanda. Francia
tenía poco que reclamar, así es que lo más importante era que Austria cediera al infan—
te don Felipe los ducados italianos. Inglaterra lo aceptó porque no se entró en más de—
talles. España quedó decepcionada porque nada se dijo de sus pretensiones sobre Gi—
braltar y Menorca y de otros agravios con Inglaterra que habían sido la causa de la
guerra de la Oreja de Jenkins, comenzada en 1739. No obstante, no le quedaba más re—
medio que firmar.
La firma definitiva del tratado de Aquisgrán se produjo en octubre de 1748, entre
las principales potencias. Se restituían las conquistas de guerra en todos los casos.
Austria ganaba el reconocimiento de la Pragmática Sanción, quizás lo que más le inte—
resaba, pero perdía los territorios ya entregados en algunos tratados parciales (Sile—
sia), una zona del Milanesado, que pasaba a Cerdeña para compensarla de la pérdida
de Plasencia, así como Parma, Guastalla y el Placentino, que pasaban al infante don
Felipe. Inglaterra conseguía mantener el equilibrio europeo: las pérdidas de Austria
son pequeñas, aunque van a favor del avance de Prusia, hasta entonces una potencia
menor. Francia mantenía un dominio continental, pero no lo había ampliado, y Holan—
da se había salvado finalmente.
En cuanto a España, veía cómo Carlos se mantenía en Nápoles y cómo el infan-
te don Felipe se establecía definitivamente en los ducados. Esta ventaja era mínima
si se entiende que incluía cláusulas de reversión: los descendientes del infante no he—
redarían estos territorios. Por otro lado, ninguna de las pretensiones españolas en las
que Francia se había comprometido a ayudar por el segundo Pacto de Familia se vie—
ron satisfechas. Aquisgrán es, en realidad, una tregua forzada por la igualdad de los
contendientes. Después de 1748 empieza una guerra fría en la que las potencias se
preparan en la paz para una nueva ofensiva; un periodo lleno de tensiones y de suti—
lezas diplomáticas que preparan un escenario diferente, pues uno de los problemas
que se habían visto en el recién terminado conflicto es que las alianzas no habían
funcionado.
Un convenio hispanoinglés venía a completar el tratado de Aquisgrán en cuestio—
nes menores bilaterales, en 1749. España ratificó anteriores tratados comerciales con
Inglaterra e indemnizó a la Compañía de los Mares del Sur por los años de la guerra en
que no había podido disfrutar de su asiento. A pesar de todo, en 1748 se llegaba a una
situación que era impensable para España en 1715. Después de ese año, la diplomacia
española se habría propuesto mejorar la situación en los dos ámbitos más claros de su
influencia, Italia y el Atlántico. Pues bien, en 1748, y con más claridad en 1750, Espa—
ña había conseguido restaurar algo de su influjo en Italia y, a la vez, logró prevenir los
riesgos de los ataques ingleses en América y recuperar los privilegios comerciales
concedidos a Inglaterra en Utrecht. Era más de lo que le había quedado después de la
guerra de Sucesión. Se suele decir que la política internacional de Felipe V se dedicò,
sobre todo, al irredentismo italiano; no por ello hay que olvidar los avances estratégi—
cos en el Atlántico frente a Inglaterra.
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 605
2.2. LA NEUTRALIDAD
En tercer lugar, estaban los jesuitas de las misiones, que se negaron a desocupar
los territorios, apoyados por quienes creían que la cesión de los mismos a Portugal ce—
rraba el paso desde Buenos Aires hacia el interior, hacia el Chaco. Entre los opositores
estaba el mismo Ensenada, que seguramente no participó en las negociaciones. Así
pues, el tratado no sólo no resolvió nada, de momento, sino que provocó un conllicto
armado entre portugueses y guaraníes cuando los primeros intentaron ocupar las tie—
rras cedidas por España. Si uno de los aspectos de la neutralidad era el acercamiento a
Portugal, el primer envite no fue muy afortunado en los resultados, aunque sí propició
un trabajo conjunto para solucionar el problema. Tal solución no llegaría hasta 1761.
También en el área atlántica se mejoró el convenio hispanoinglés firmado en re—
lación con Aquisgrán. El tratado de octubre de 1750 ratificaba que el asiento y el navío
de permiso se prolongaban sólo por cuatro años. España pagaba 100.000 libras a la
Compañía de los Mares del Sur, que renunciaba a cualquier otra reclamación. Final—
mente, se consideraban zanj adas todas las disputas entre ambos países. España ganaba
libertad en el comercio americano; no obstante, los comerciantes ingleses veían bene—
ficiada su presencia en los puertos españoles. En la estrategia internacional, se pone en
práctica la idea de no depender de nadie, ya que el tratado se hizo a espaldas de Fran—
cia. Para algunos autores, y a pesar de la supresión de los privilegios de Utrecht, el tra—
tado suponía dar más ventaja a los ingleses, que a través de España podrían comerciar
mejor con América, si bien Inglaterra se comprometía a defender las colonias españo—
las frente a ataques enemigos. La amistad que parecía acercar a ambos países no se lo—
gró hacer extensiva a las devoluciones de Gibraltar y Menorca. En la práctica, la amis-
tad no sería duradera, ya que la diferente idea de entender el comercio con América
pronto empezaría a producir nuevas fricciones.
En la política mediterránea la neutralidad se manifiesta en la continuidad de
defender las posiciones alcanzadas en Italia, pero sin mayores compromisos. Un enla—
ce dinástico reforzará esa situación. Se trata del matrimonio entre una hermana de Fer—
nando VI y el heredero de la casa de Saboya, en 1749. Por otra parte, en 1752 España,
Austria y Cerdeña firmaron un tratado defensivo que consagraba la neutralización de
Italia conseguida en Aquisgrán. Italia viviría medio siglo en paz sobre la base de una
autonomía real de sus territorios respecto a la influencia de potencias extranjeras.
Respecto a los poderes del norte de África, los dos ministros pensaban que la me—
jor manera de solucionar el corsarismo era llegar a acuerdos comerciales y políticos.
Faltos de la colaboración de Inglaterra, no se dieron muchos pasos, pero se instauraría
una política que acabaría dando fruto en el reinado siguiente. En relación con África
están algunos problemas con Hamburgo y Dinamarca. Estos países hicieron acuerdos
para vender armas a Argel y otros países de la zona, lo que llevó a España a suspender
el comercio con ellos. Los problemas se arreglarían con sendos acuerdos de 1752
y 1757.
2.3. EL REFORMISMO
mercio y de la industria serían, en la más pura línea mercantilista, los objetivos princi—
pales de las reformas. En Marina destacan las Ordenanzas generales de la Armada, de
1748, que completan las de 1725 y 1737. En 1748 se suprimió el Almirantazgo. Tam—
bién se hicieron ordenanzas de montes y de matrículas (1748 y 1751), se relanzaron
las actividades en los arsenales y se adoptó definitivamente el sistema de construcción
inglés. Los años de Ensenada supusieron un fuerte incremento de los gastos navales.
En 1750 hubo también nuevas ordenanzas para el Ejército.
La reforma de la Hacienda intentó ser revolucionaria mediante el establecimien—
to de la contribución única en Castilla, un sistema que ya había sido implantado en la
Corona de Aragón a raíz de la guerra de Sucesión, aunque con imperfecciones. En
1749 se firmaría el decreto de esa única contribución basada en las rentas personales y
de la tierra. Su puesta en práctica exigía la realización de un catastro, que llevó unos
pocos años. Luego, las primeras pruebas no resultaron satisfactorias y finalmente la
crisis de 1754, en la que cayó Ensenada, frenaría el proceso una buena temporada. La
reforma trataba de ser más igualitaria socialmente, así como conseguir más dinero de
las rentas más abundantes, las de la tierra. La oposición a la reforma tenía en cuenta no
sólo la enemistad de la aristocracia terrateniente, que veía tocados sus ingresos, sino la
evidencia de que al principio se cobraría menos que antes, mientras no se consolidara
el sistema.
En 1749 se consiguió que todas las rentas fueran puestas en administración direc—
ta por la Hacienda. Se suprimieron así todos los arrendamientos, aunque los arrendata—
rios y sus gentes en muchos casos acabaron siendo nombrados funcionarios del ramo,
pues eran los que conocían los mecanismos de recaudación. Inicialmente el ahorro fue
grande, pues se suprimieron los beneficios que paraban en manos de los arrendatarios;
a la larga, sin embargo, el sistema perjudicó al mundo financiero pues redujo las posi-
bilidades de negociar con la Administración, uno de los cauces fundamentales de ese
negocio. También en el ámbito financiero se produjo la creación en 1751 del Real
Giro, mediante el cual la Hacienda gestionaría la salida de dinero de España y el pago
de operaciones en el extranjero. Como en el caso anterior, el Giro produjo beneficios a
la Administración, pero redujo el negocio de los financieros privados.
El comercio con América seguiría viendo modificaciones con la creación de nue—
vas compañías privilegiadas por acciones, sistema que se perfeccionaría con el desa-
rrollo de las compañías <<de comercio y fábricas», que a los privilegios mercantiles
unían el de la fabricación de los productos que serían enviados a América. En la políti—
ca industrial se siguió en la línea de las fábricas estatales con la creación, por ejemplo,
de las de paños de Brihuega y de San Fernando, de sedas de Talavera y con el nuevo
edificio, y consiguiente ampliación de la producción, de la fábrica de tabacos de Sevi—
lla. La promoción de la industria se activó igualmente con una intensa política de
atracción de técnicos extranjeros para diversos ámbitos, así como con una política
de exenciones fiscales, concedidas desde 1752 a título general, que mejoraba amplia—
mente el sistema anterior de concesiones particularizadas. La Junta de Comercio, diri—
gida por Carvajal, estaba detrás de la mayoría de estas iniciativas.
Más novedad reviste en este reinado la política de comunicaciones, por la que se tra—
tó de mejorar los transportes entre Madrid y la periferia, especialmente con la costa norte:
carreteras del puerto de Guadarrama, de Burgos a Reinosa, inicio de la construcción del
canal de Castilla; además, mejora de algunos puertos. En 1749 se restableció el sistema de
608 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
intendentes (creado en 1718 y suprimido en 1724), que además de agentes del gobierno
eran los encargados del fomento de las actividades económicas en sus circunscripciones.
En conj unto, el reformismo de Ensenada y Carvajal supone continuidad con las líneas an—
teriores, modificaciones de detalle y también alguna contradicción, como la duplicidad
que supone crear nuevas fábricas estatales mientras se mejora la legislación de las empre—
sas particulares. Los puntos en los que fracasaron muestran la fuerza de la oposición y los
límites a los que ésta iba a permitir llegar: los privilegios estamentales.
En este reinado se consiguió también un concordato con la Santa Sede, firmado
en 1753 con Benedicto XIV, por el que se llegaba a un acuerdo sobre la provisión de
cargos eclesiásticos, tema que había sido objeto de problemas durante toda la primera
mitad del siglo y que el acuerdo de 1737 no había zanjado en su totalidad. El Rey con—
siguió un poder de patronato bastante amplio.
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CAPÍTULO 23
El reinado de este Borbón, tercero de los hijos de Felipe V que subió al trono, ha
sido tradicionalmente considerado como el más acabado ejemplo del reformismo ilus—
trado español, y la mayoría de los historiadores ha volcado elogios sobre su figura y su
obra de gobierno, hasta el extremo de haberse convertido en un tópico hablar del <<gran
rey Carlos III» 0 del «mejor alcalde de Madrid». En los últimos años, esta visión del
reinado viene siendo rectificada en parte; sin negar al Rey una bondad natural que pa—
rece indiscutible y una sabia capacidad para escoger a colaboradores eficaces, no es
menos cierto que Carlos III —y esto se olvida demasiado a menudo— es el más claro
ejemplo de la doctrina política del despotismo. Palabras suyas, escritas a su hijo Car—
los IV son éstas: <<Quien critica los actos de gobierno comete un delito, aunque tenga
razón.» Se le atribuye, asimismo, la sentencia que compara a los súbditos con los ni—
ños, <<que lloran cuando se les quita la mierda, pero hay que lavarles...>>. Cualquiera de
las dos frases resumen muy bien la mentalidad de ese rey. Era, nada más pero nada
menos, un soberano del despotismo ilustrado. Buscar pretendidas virtudes <<progresis—
tas» en su acción de gobierno porque expulsó a los jesuitas o porque mantuvo posicio—
nes firmes frente a Roma en ciertas disputas diplomáticas no pueden hoy seguir man-
teniéndose. Su propia relación con Madrid —ciudad de la que huyó despavorido en
marzo de 1766, tras los motines— es compleja; varios de los monumentos más sim—
bólicos y representativos de la capital fueron erigidos durante su reinado, pero él trató
de vivir la mayor parte posible de sus días en los Sitios Reales de los alrededores
(Aranjuez, El Pardo, La Granja, El Escorial), y no en el Palacio Nuevo (actual Palacio
Real o de Oriente), que se concluyó en su época.
Le favorece a Carlos III la comparación con los otros borbones españoles que le
antecedieron y le sucedieron en el trono español: su padre, su hermano, su hijo o su
nieto. Pero su imagen se beneficia, y muy particularmente, del hecho de que su muerte
se produjo en diciembre de 1788, en las vísperas del gran cataclismo que, para las mo—
612 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Un reinado de casi treinta años viene marcado necesariamente por diversas etapas,
aun cuando pueda parecer un todo homogéneo dirigido por la voluntad real, la única
que, a la postre, nombraba о destituía a los altos dignatarios que llevaban el día a día de
la gestión política. Entre 1759 y 1766, la etapa de las «reformas precipitadas», estuvo
ejemplarizada por el marqués de Esquilache, uno de los varios colaboradores italianos
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N
614 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
que acompañaron desde Nápoles a Carlos III. Terminò, bruscamente, con los graves su—
cesos de la primavera de 1766, que veremos después, y con la llegada a la cúspide del
gobierno del conde de Aranda, grande de Espafia, capitán general y cabeza notoria de
uno de los «partidos» citados. Entre 1773 y 1776 el personaje más significativo en la
Corte es el secretario de Estado Jerónimo Grimaldi, víctima política y cabeza de turco
del monumental fracaso que sufrieron las tropas españolas en su intento por desembar-
car en Argel. La crisis se solucionó con la llegada a la Secretaria de Estado de don José
Mofiino —a quien había concedido poco antes el rey el titulo de conde de Floridablan—
ca— y que permanecerá en ese cargo durante lo que quedaba de reinado.
«para el logro de las grandes cosas es necesario aprovechamos hasta del fanatismo de
los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es señor abso—
luto de la Vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por especie de
sacrilegio, y de aquí el nervio principal de la reforma. Yo bien sé que el poder omní-
modo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también co—
nozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados por el poder
omnímodo...» (León de Arroyal en las Cartas al conde de Lerena).
Cabe decir, en fin, que la política llevada adelante en los años 1759 a 1788 obedece
a la decisión de un pequeño conjunto de altos dignatarios que, contando con el apoyo tá—
cito —pero no inamovible— del rey Carlos IH, gobiernan desde las Secretarías del Des—
pacho y desde el Consejo de Castilla la Monarquía española y sus, todavía, inmensos es—
pacios coloniales, que alcanzan en esos años la mayor extensión lograda hasta entonces
por imperio alguno: la última expansión hispana se lleva adelante en los años 80 del si—
glo XVIII por los inmensos territorios del suroeste y de la costa del Pacífico de los actua—
les Estados Unidos. La ciudad de San Francisco se funda por súbditos de Carlos III en
1776, el mismo año de la declaración norteamericana de independencia de Gran Breta—
ña. Y poco antes de terminar el reinado, una expedición de marinos españoles llegaba a
la actual Columbia británica, en el actual Canadá fronterizo con Estados Unidos.
Carlos III <<aprendió a ser rey en Nápoles» y allí encontró en Bernardo Tanucci, su
gran ministro, no sólo un colaborador sino un inlluyente maestro de quien conservó sus
consejos y aún los siguió recibiendo en España —en forma epistolar— durante muchos
años después de su partida definitiva del reino del sur de Italia. En Nápoles adquirió una
gran fama que le hizo conocido en Europa como un rey reformador; esa positiva imagen
también se extendía por una España que le recibía en 1759 con los brazos abiertos, tras
una lamentable situación derivada de la parálisis que acompañaba a la Monarquía de
Madrid en los años de locura de su hermanastro, Fernando VI. EI gran recibimiento que
le tributó el pueblo de Barcelona, y que se prolongó entre los habitantes de todos los
pueblos y ciudades de Cataluña y Aragón que le vitoreaban en su viaje hacia Madrid,
fue más que una simple muestra de un protocolario saludo a un rey por sus súbditos.
Pero conviene destacar que Carlos III no alteró un ápice los decretos de Nueva Planta.
Más aún, como ha recordado hace poco García Cárcel, medidas contra el catalán en las
escuelas —atribuidas siempre a Felipe V— fueron aplicadas en tiempos de Carlos III y
no en el reinado de su padre. Es, en fin, otra muestra más de la buena prensa que viene
acompañando a nuestro personaje desde hace más de doscientos años,
Durante doscientos años se ha interpretado ese motín en clave política: fue orga—
nizado por algunos nobles y por los jesuitas, contrarios a las reformas, que indujeron
al pueblo de Madrid a manifestarse por las calles contra los <<odiados extranjeros».
Pero en los últimos años —a partir de los trabajos de Pierre Vilar— se ha abierto otra
línea interpretativa, que considera que fue un típico <<motín de subsistencias», espon—
táneo. El pueblo, cuando tiene hambre, no necesita ser inducido por nadie para salir
violentamente a la calle y exigir alimentos y atacar a quienes considera responsables
de la escasez de comida y de sus males cotidianos. En todo caso, tratarían de ser utili—
zados esos motines espontáneos, una vez en marcha, por los grupos de privilegiados
que aprovechan la coyuntura en su beneficio.
Ambas teorías siguen contando con partidarios. Pero hoy sabemos, y aquí no hay
discusión, que los motines no se circunscribieron a Madrid. A lo largo y ancho de casi
toda la Península, y desde marzo hasta junio, se sucedieron los tumultos en ciudades y
pueblos de Galicia, Castilla la Vieja, Guipúzcoa, Vizcaya, Aragón, Murcia, Valencia,
La Mancha, Extremadura, Andalucía, etc. Y en otros lugares, como Barcelona 0 Ali—
cante, la tensión no acabó desbordada por las eficaces medidas puestas en juego pre—
ventivamente por las autoridades.
De los numerosos trabajos que han estudiado los más de cien motines documen—
CARLOS ш (1759—1788) 619
tados, parece deducirse que en el de Madrid ——sin duda el primero, el más complejo y
el más importante y que tuvo un efecto evidente sobre los demás, debido a ser la capi—
tal, la sede de la Corte, del Poder— predomina lo político, y fue «un ataque directo a la
política global del gobierno [...] y el factor subsistencia fue un eficaz catalizador aun—
que nO el único» (Laura Rodríguez), si bien se enmarca en una coyuntura de alza de
precios y de profundo malestar en la multitud. Los privilegiados contrarios a las refor—
mas y alos italianos que las estaban dirigiendo desde 1759 se alegrarían de lo que esta—
ba pasando, pero ¿actuaron en la sombra? Pruebas concluyentes de su participación en
la conspiración, no existen. Indicios, muchos.
Por su parte, en los que se extendieron por el resto de España, en los llamados
motines de provincias, parece mucho más clara la condición de típicos motines de
subsistencia propios de las economías agrarias del Antiguo Régimen.
FUENTE: L. Rodríguez, Reforma e ilusrración en la España del siglo XVIII, Fundación Universitaria
Española, 1975, p. 265.
Se crearon o reformaron varios cargos municipales que podían servir para acallar
las tensiones entre los vasallos, haciéndoseles participar en la vida de los ayuntamien—
tos, a la vez que se les controlaba. Fueron los diputados del común, los síndicos perso-
neros del común y los alcaldes de barrio.
Los diputados asistirían a la junta de propios y arbitrios (en la que tenían voz y
voto), fiscalizarían los servicios de abastos y vigilarían los mercados. Serían cuatro
diputados nombrados anualmente (si el pueblo tenía más de dos mil habitantes) o
dos diputados si tenía entre mil y dos mil. Serían elegidos —mediante compromisa—
rios— por todos los seglares contribuyentes.
Los síndicos personeros defendían, en el ayuntamiento, los intereses del común,
del pueblo, y tenían derecho a instar, a proponer lo necesario y reclamar ante lo que
considerasen lesivo, aunque no tenían voto. Eran, también, elegidos indirectamente:
24 compromisarios si había una sola parroquia, y 12 compromisarios por cada una de
las parroquias 0 barrios si había más de uno. Las medidas comenzaron por el Auto
Acordado de 5 de mayo de l766, y se completó la legislación en los meses siguientes.
Acerca del resultado práctico de la aparición de estos nuevos actores de la vida muni—
cipal, sólo cabe decir que muy pocos años después se lamentaban algunos ilustrados
de la escasísima participación del pueblo en las elecciones. Es, en cambio, interesante
comprobar que el sistema electoral fue el mismo que utilizarían los primeros liberales
españoles del siglo XIX: sufragio general masculino, indirecto y con circunscripciones
basadas en las parroquias.
En octubre de 1768, a propuesta de Aranda el rey Carlos III aprueba una Real
Cédula por la que «se divide la población de Madrid en ocho cuarteles, señalando un
Alcalde de Casa y Corte y ocho Alcaldes de Barrio para cada uno». Cada uno de es—
tos alcaldes de cuartel, ayudados por dos porteros, cuatro alguaciles y los ocho nue-
vos alcaldes de barrio de su demarcación serían «responsables de su tranquilidad y
de perseguir los delitos que se cometan en él». Debian ser «vecinos honrados» del
propio barrio y el método de elección era el mismo que el de los diputados y síndicos
personeros. Cada mes de diciembre se celebraría la elección, presidida por el alcalde
de cuartel, y el elegido juraba su cargo, de un año de vigencia, el l de enero. Sus
atribuciones eran amplísimas: matricular a todos los vecinos y a los foráneos que lle—
gasen al barrio; cuidar de la limpieza de calles y fuentes, ocuparse del buen estado
del alumbrado, vigilar las posadas, mesones, tabernas y figones, supervisar los pe—
sos y medidas de las tiendas de comestibles, <<atenderán la quietud y el orden pú-
blico, y tendrán jurisdicción pedánea para hacer sumarias en casos prontos, dando
cuenta al Alcalde de Cuartel», recoger a los pobres y pordioseros para llevarlos
al Hospicio, y a los niños abandonados para que se pongan a aprender oficio o a
servir».
En cualquier caso, es evidente que esos alcaldes de barrio controlarían, vigilarían
mejor alos madrileños. El nuevo cargo, según Aguilar Piña], funcionó bien y sobrevi—
vió al reinado de Carlos 111, pero no tanto la coordinación con el corregidor y con el al—
calde de cuartel; quizás por eso, en el año 1782 se creó un <<superintendente superior
de Policía» para Madrid al que quedaba subordinado el corregidor y los alcaldes. То—
dos los gobernantes, desde la antigtiedad hasta nuestros días, han puesto en juego
622 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
todos sus recursos para preservar la calma «politica» en la sede del poder, y han mos-
trado mayor preocupación en evitar disturbios en los aledaños de la capital que en
lugares distantes, pero esa común preocupación de las autoridades por la tranquilidad
de la Corte fue en aumento a finales del Antiguo Régimen y también en la España de
Carlos Ш. En Madrid, cuya poblaciôn se aproximaba a los 150.000 habitantes al final
del reinado, se vieron modificadas varias veces las instituciones de seguridad pública
de la Corte, estudiadas por Martínez Ruiz. En línea con esa preocupación por robuste—
cer los recursos del gobierno para hacer frente a posibles disturbios debemos situar el
inicio de la creciente <<militarización» de Madrid y sus alrededores, que, andando el
tiempo, acabará por ser rodeado de cuarteles en sus cuatro puntos cardinales. Y el año
1766 fue un momento crucial en esa tendencia encaminada a restablecer el orden y
prevenir el futuro.
En ese momento tan delicado para el gobierno de Carlos III, profundamente con—
mocionado por los motines, se puso en marcha una investigación para depurar las res—
ponsabilidades. La principal consecuencia será la orden de expulsión de losjesuitas de
todos los territorios de la Monarquía, que será decretada por el Rey el 2 de abril de
1767 «por gravísimas causas que me reservo en mi real ánimo». La Real Pragmática
no daba más razones que esa voluntad real para la expulsión, y era producto de las ave—
riguaciones e informes que un reducido grupo de políticos ilustrados del entorno de
Campomanes, fiscal del Consejo, fue redactando desde el verano de 1766, para cum—
plir el deseo de Carlos III, hostil a la Compañía de Jesús, como todos los demás reyes
católicos de la Europa regalista del momento: Pesquisa Secreta, Dictamen Fiscal,
Consejo Extraordinario, Consejo Especial.
La Compañía de Jesús, orden a la que desde su fundación acompañaban tanto los
furibundos odios como los exaltados elogios y pasiones encontradas, era en el si—
glo XVIII objeto de una enconada polémica entre los politicos ilustrados y entre los pri-
vilegiados y las demás congregaciones religiosas.
Su defensa del esencial papel del individuo en su propia salvación, que no debía
limitarse a esperar la gracia divina, era uno de los grandes temas de debate teológico
que les venía enfrentando con otras órdenes católicas como agustinos o dominicos. Y
se acentuó desde el siglo XVII en que se difunde por Francia, primero, y posteriormente
por el resto de la Europa católica, el jansenismo, con lo que una discusión teológi-
co-dogmática sobre la predestinación y la gracia acabó por llevarse al campo terrenal
de la moral cotidiana, de lo político.
Una interpretación interesada del jansenismo llevaba a muchos ilustrados ya en
el siglo XVIII, a identificar esa doctrina con el regalismo contrario a Roma y a sus de—
fensores los jesuitas. Los ignacianos, ajuicio de los regalistas, se sustraían del poder
de los obispos por su particular estatus dentro de la Iglesia católica, derivado del cuar—
to voto de obediencia al Papa, y acababan por convertirse en una quinta columna en
las Monarquías católicas. En el jansenismo interpretado por los políticos diecioches—
cos volvía a aparecer la recurrente tendencia dentro del cristianismo de primar el papel
de los príncipes de la Iglesia, los obispos, y disminuir el del Sumo Pontífice. Losjesui—
tas, por el contrario, eran los principales defensores de la doctrina opuesta. Aquí hay
CARLOS 111 (1759—1788) 623
que recordar las posturas encontradas entre Carlos III y los jesuitas en la cuestión de la
canonización del obispo del siglo XVII español, Juan de Palafox, contrario a la Compa—
ñía de Jesús y admirado por el Rey, que deseaba fervientemente que Roma lo subiese a
los altares, a lo que se oponían los seguidores de san Ignacio.
Losjesuitas españoles eran también acusados de soberbia intelectual, de acu—
mular enormes riquezas, de poseer una gran influencia entre los privilegiados a
cuyos hijos educaban, de mantener verdaderos <<estados» en las misiones y reduc—
ciones de América al margen de las órdenes de las autoridades virreinales, de de—
fender doctrinas políticas contrarias al interés del monarca y que justificaban el
derecho al tiranicidio... Y, en los meses de 1766 posteriores a los motines, se les in—
criminó haciéndoseles partícipes de la preparación y dirección de aquellos graves
tumultos dela primavera. Hoy sabemos que no se encontraron pruebas concluyen—
tes —en un juiciojusto en nuestros días no hubieran sido condenados— pero en la
interesada Pesquisa Secreta que se inició desde el poder, se consideraron suficien—
tes los meros indicios y los rumores (a Carlos III, ya de por sí contrario a losjesui—
tas, le molestó sobremanera una falsa atribución salida de algún ignaciano de que
tenía amores con la marquesa de Esquilache) y todas las averiguaciones o deduc—
ciones políticas acabaron por convertirse en un cúmulo de acusaciones que hacía a
la Compañía de Jesús contraria a los intereses de la Monarquía católica de España
y culpable de atentar contra el Rey. Tampoco contaron con el apoyo de los obispos
(de los cincuenta y seis a los que se consultó la medida de expulsión, cinco se abs—
tuvieron y sólo seis estuvieron en contra) ni con el de los superiores de las otras ór-
denes e instituciones religiosas.
La expulsión y sus consecuencias. Durante el mes de marzo de 1767 se pre-
paró en secreto el dispositivo necesario para llevar a cabo la orden de expulsión y,
aunque fue el conde de Aranda el encargado de organizarlo por su condición de
presidente del Consejo de Castilla, hoy sabemos que su papel en la decisión de ex—
pulsarles fue muchísimo menos importante que el que se le ha venido dando desde
el siglo XVIII, como también sabemos que nunca fue masón ni <<volteriano». Y que
la enemistad contra la Compañía de Jesús nació dentro de la propia Iglesia católica
y llevó, en muy pocos años, a los reyes católicos de Portugal (en 1759) у de Francia
(en 1762) a decretar su extrañamiento de sus reinos. Y terminó, en 1773, con la su—
presión de la Compañía de Jesús, tras claudicar el Papa ante las fuertes presiones
de los embajadores de los reyes europeos destacados en Roma, y de entre los cua—
les sobresalió por su empeño en lograr la firma papal en la extinción de los jesuitas
el enviado por Carlos III, José Mofiino, pronto premiado por el Rey con el título de
conde de Floridablanca. Hasta 1814 se mantuvo por Roma la Bula de extinción. Y
los <<renacidos» jesuitas pudieron volver a España en mayo de 1815, autorizados
por Fernando VII.
La orden de expulsión, iniciada en Madrid el día 1 de abril de 1767, llevó a Tarra—
gona, Cartagena, Puerto de Santa María, Santander, La Coruña y a otros puertos a los
2.641 jesuitas de España, y en los meses siguientes se procedió a expulsar a los 2.630
de América. Pasaron estos expulsos un penoso calvario en los años siguientes porque
Clemente XIII no quiso aceptarles en los Estados Pontificios, y hasta casi año y medio
después no pudieron descender de los barcos en los que se hacinaban. Desembarcaron
en Córcega en 1768 y, finalmente, el Pontífice les aceptó en su reino. Los bienes de los
624 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Desde 1766 el equipo arandista continuó con las reformas, menos precipitadas
que las puestas en marcha por el equipo anterior. Una preocupación que se heredaba
de los reinados anteriores era la necesidad de reorganizar los Ejércitos y la Marina
reales. Esa preocupación, que ya manifestó Carlos III nada más llegar a España, se
acentuó al comprobar el desastroso papel que habían hecho en la reciente guerra de
los Siete Años. Se pretendió dar una nueva forma al reclutamiento —con la institu—
cionalización de los sorteos y las quintas— a la par que se intentaba modernizar el
material, los barcos y el armamento y se creaban algunos centros de formación de
oficiales. Se crearon algunas fábricas de armas, pero no se logró hacer un buen Ejér-
cito ni una buena Marina, a la altura de las necesidades de una Monarquía que toda-
vía era la más extensa del mundo; se han exagerado los logros de esta política militar
de Carlos III, incluso al sobrevalorar las Ordenanzas de Su Majestad para el régi—
men, disciplina y subordinación y servicio de sus Ejércitos, publicadas en 1768. Esa
obra, culminación de una tarea iniciada quince años atrás por una comisión organi—
zada por el marqués de la Ensenada, ha sido mucho más elogiada que cumplida por
nuestros militares. Y, exceptuando los artículos de contenido «moral», apenas apor—
taron nada nuevo a los ejércitos de finales del siglo XVIII. En los años finales del si—
glo XVIII, en muchos regimientos españoles se maniobraba con distinta táctica, se—
gún denunciaron varios generales a Godoy.
Pero, con todo, mucho más grave fue el fracaso del intento de establecer, de una
vez por todas, un modelo estable y justo de reclutamiento y al que se enfrentaron mu—
chos españoles —destacando de entre ellos los catalanes en 1773— que rechazaron
las quintas porque, realmente, no fueron nunca equitativas ni universales. Por mucho
que pretendiesen las autoridades hablar de la justicia del procedimiento —que se ba-
saba teóricamente en que sería la suerte la que decidiría quién de los varones de cada
pueblo debía acudir a filas— las exenciones eran tantas y de tal calibre que acababan
por ser sorteados solamente los pobres campesinos que no podían evitarlo. Este pro—
CARLOS 111 (1759—1788) 625
Una de las reformas pretendidas por los gobernantes del reinado se centró en la
renovación de la enseñanza en la Universidad, que había llegado a unos niveles muy
bajos de calidad y en la que vegetaban durante años alumnos de las clases privilegia—
das y profesores que impartían lecciones anticuadas y sin el menor valor científico.
Las universidades, además, conservaban todavía una fuerte impronta religiosa. Car—
los III, pocos meses después de los motines y cuando ya tenía decidida la expulsión
de losjesuitas, habló con uno de los más importantes intelectuales del siglo XVIII espa—
ñol, Gregorio Mayans, y el secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, le encargó
la elaboración de un plan de estudios para la universidad española.
Pero se recabaron otros informes a las demás universidades. De entre todos,
destaca el remitido por el asistente de Andalucía, Pablo de Olavide, que proyectaba
una reforma de los estudios de la Universidad de Sevilla según las pautas europeas
que primaban la racionalidad y el empirismo, y que habían dejado atrás la escolásti—
ca y el reverencial respeto por la tradición, aunque tampoco era una ruptura radical
con el pasado. En los años siguientes se fueron aprobando los de Oviedo, Salaman—
ca, Alcalá, Granada, Valladolid, Santiago de Compostela y Valencia, que aportaban
algunas pequeñas modificaciones. Como en muchos otros aspectos de la política de
reformas de este reinado, algo se logró, pero mucho menos de lo preciso. Las univer—
sidades ganaron, eso sí, la mayor parte de los libros que habían pertenecido a las
buenas bibliotecas de los centrosjesuíticos. Pero uno de los fracasos más notorios de
la política universitaria de Carlos III fue la imposibilidad de acabar, de verdad, con
los vicios de los colegiales, esa casta de universitarios de familias poderosas que
controlaban la vida de las universidades y que habían convertido a los colegios
mayores en viveros de grupos de presión y clientelismo.
La mayoría de esos colegios se habían fundado siglos atrás para que los estudian—
tes con poco dinero pudiesen acudir a la Universidad. Con el tiempo se había perdido
esa idea fundacional y había dos tipos de universitarios: los manteístas, que contaban
con pocos recursos y que se esforzaban por estudiar y labrarse un porvenir a base de
trabajo, y que vivían en casas particulares, y los colegiales, normalmente nobles, de
buena posición económica, con Contactos de amistad y parentesco con los funciona-
rios de la Administración y de los Consejos, indolentes pero sabedores de que logra-
rían un buen oficio o beneficio (en la burocracia o en la Iglesia) por las redes clientela—
res establecidas durante su estancia en los colegios mayores. Pues bien, los tímidos es—
fuerzos por expulsar a los colegiales y reformar los colegios no surtieron efecto. Los
vicios se reprodujeron; en algunos casos los nuevos colegiales acabaron adoptando
los vicios de aquéllos a los que habían sustituido. Hubo de ser Carlos IV, en 1798,
quien cerrase los colegios mayores.
Definitivamente, los principales logros de la ciencia española no se debieron, en
el siglo XVIII, a la Universidad, sino a otras instituciones, alguna de ellas de iniciativa
privada en sus orígenes.
626 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Uno de los <<canales de la Ilustración», según Richard Herr, las Reales Socieda—
des Económicas de Amigos del País, surgidas a partir de 1765, representan un intento
de poner en marcha instituciones culturales innovadoras, preocupadas por las nuevas
corrientes basadas en la fisiocracia y en la existencia de un orden natural, y que
querían ampliar los cauces de libertad en el plano económico. Eran asociaciones no
estatales, aunque las apoyaba y las impulsaba la Monarquía, y buscaban el desarrollo
económico de la región, de la comarca, del País en que se radicaban.
Estas Sociedades, de las que en diversos países europeos tenían precedentes, fue—
ron impulsadas en 1763—1765 por un grupo de privilegiados vascos, los <<caballeritos
de Azcoitia», amigos del marqués de Peñaflorida, que fundaron la Sociedad Económi—
ca Bascongada, con cuatro secciones: Agricultura, Ciencias y Artes Útiles, Industria y
Comercio, y Política y Buenas Letras. Entre sus preocupaciones destaca la educación,
por lo que enviaron a muchos jóvenes a estudiar a Europa; crearon bibliotecas y [un—
daron el Seminario de Vergara, en el que se dictaban cursos de matemáticas, idiomas
modernos, geografía, técnicas, además de materias clásicas.
Se proponían problemas específicos centrados en las necesidades de la agricultu—
fi- .
La Lugunu, ПМ
FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, p. 971.
ra o las manufacturas del país, se ofrecían premios a los proyectos que mejorasen los
cultivos. Uno de los logros propiciados por esa institución es el descubrimiento del
tungsteno (más conocido hoy por wolframio) que se debe a los hermanos Elhuyar.
También es iniciativa de la Sociedad Bascongada el Hospicio de Vitoria.
Pronto, los ilustrados de la Corte se dej aron ganar por la admiración hacia la obra
de Peñaflorida y sus consocios. Campomanes escribió su Discurso sobre el fomenta
de la industria popular y en la misma circular por la que enviaba (en noviembre de
1774) a toda España treinta mil de sus ejemplares, instaba a que se siguiese el ejemplo
de los de Azcoitia. En 1775 se solicitan permisos para fundar Reales Sociedades Eco-
nómicas en Vera, Cantabria, Granada, Sevilla y Madrid. En los treinta años siguientes
se crearon sesenta y nueve, aunque funcionaron debidamente unas veinte. Destacaron
la Bascongada y las de Madrid, Sevilla, Zaragoza, Valencia, Palma de Mallorca y Se-
govia.
Durante mucho tiempo se quiso ver en estas Sociedades una obra de la burguesía,
pero hoy no podemos admitirlo. Espíritu burgués, tal vez, pero la participación de los
burgueses en ellas fue minoritario. En todas dominaban —y fueron socios fundadores
en la práctica totalidad de los casos— miembros locales del clero y la nobleza. Es más,
no se crearon Reales Sociedades de Amigos del País <<en ciudades donde hay núcleos
burgueses activos como Barcelona, Cádiz, La Coruña o Bilbao» (Gonzalo Anes), pre-
cisamente porque había otras instituciones que defendían los intereses de la auténtica
burguesía (juntas de Comercio, consulados, etc.). Como ejemplo, en 1789, presidían
Reales Sociedades ocho nobles titulados, cinco obispos y un canónigo. Contribuyeron
a crear en España un nuevo interés por la agricultura y difundieron nuevas teorías eco—
nómicas como las de Adam Smith y se preocuparon por la botánica. Procuraron exten—
der los regadíos y roturaciones, y ensayaron nuevos métodos de cultivo, selección de
semillas, difusión del abono. También se ocuparon del progreso industrial, pero en
menor grado.
Y, de nuevo, al hacer un balance de lo que significaron estas Reales Sociedades
Económicas de Amigos del país, nos encontramos con que no fueron capaces de mo—
dernizar el tejido económico español y muchas vegetaron durante décadas, pero fue—
ron centros de reunión de personas interesadas en el progreso, en las nuevas ideas, y
algunos logros tuvieron. Y lo hicieron, muchas veces, en lugares dominados durante
siglos por un tradicionalismo en las ideas, en los métodos y en los talantes.
Una muestra más del aún titubeante pensamiento económico carolino la tenemos
en la política seguida con la Mesta que, aunque no era bien valorada por muchos ilus—
trados, no fue abolida ——ni siquiera cuando Campomanes ocupó su presidencia— y
sólo se le quitaron algunos de sus privilegios.
En la política de infraestructuras públicas se continuó el levantamiento de una mo—
derna red de carreteras empezado por Felipe V y Fernando VI, con un esquema radial
que convertía a Madrid, la Corte, en el centro de todas las rutas importantes de España.
Esta obra, antes valorada como uno de los logros fundamentales del reformismo borbó—
nico, ha sido cuestionada por autores como David Ringrose, que no comparten tantos
628 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
elogios hacia esa red tan «politicamente» disefiada por el Estado centralista y que se 01—
vidaba de la necesidad «económica» de unir mercados y lugares de producción.
Otra línea de actuación de los gobiernos de Carlos III se dirigió a una paulatina li—
beralización del comercio con América, rompiendo el secular sistema que se había se—
guido por la Monarquía española desde comienzos del siglo XVI. En realidad, y como
sucede en otros muchos temas del reinado, Carlos III continuó en una senda ya inicia—
da por los reinados anteriores y completó el proceso de abolición del monopolio co—
mercial de Sevilla y Cádiz que se había iniciado con las medidas de Felipe V (que se—
paró en 1728 los puertos de Venezuela del monopolio de aquellas ciudades andaluzas
para que fueran controlados por la Real Compañía Guipuzcoana) y de Fernando VI
(que en 1755 autoriza a la Compañía de Barcelona a comerciar con Puerto Rico, Santo
Domingo, la isla Margarita y Honduras).
Pero Carlos III fue más lejos y acabó por liberalizar ese fundamental tráfico colo-
nial. En 1765 decretó la libertad de comercio de las islas de Barlovento (en las Antillas)
con los puertos de Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, La Coruña, Gijón y Santan—
der. En 1778 Íirmó un trascendental reglamento que concedía la libertad de comercio
con todos los puertos americanos, excepto los de Venezuela ——aún monopolio de San
Sebastián hasta 1781-— y los de Méjico, controlados por Cádiz hasta 1789.
Para muchos ilustrados, los gremios constituían serios obstáculos para el progreso
y la productividad, con reglamentaciones establecidas en la Edad Media muchas veces,
opuestas a cualquier innovación y con una fortísima jerarquización y localismo. A lo
largo del reinado se sucederán medidas que irán socavando sus privilegios (aunque no
todos los gobernantes ilustrados eran tan hostiles) y así podemos leer en las páginas de
la Novísima Recopilación leyes como éstas: en 1777 se obliga a los gremios a admitir
forasteros y extranjeros católicos; en 1779—1784 se autoriza a las mujeres al aprendizaje
y ejercicio de cualquier Oficio «compatible con su sexo»; en 1780- 1784 se elimina la ile-
gitimidad como impedimento para el ejercicio de cualquier oficio; en 1780 se ordena la
enseñanza de Oficios en hospitales y asilos de niños; en 1786 se fomentan las escuelas
para aprender a hilar en los pueblos, etc. También son del reinado de Carlos III las nor—
mas que concedían libertad para imitar los productos textiles extranjeros (de seda en
1778, de lino y lonas en 1784 y de paños en 1786) y, sobre todo, la que autorizaba, en
1787, a poseer a los fabricantes de tejidos cuantos telares quisieran, Sin limitación de nú—
mero (cédula de 27 de junio de 1787, Novísima Recopilación, título XXIV, libro VIII,
ley IX). En suma, nos recordaba Richard Herr, se liquidan poco a poco las pretensiones
de los maestros de los gremios de monopolizar la producción en sus ciudades. Por otra
parte se está llevando a cabo una política de dignificación del trabajo manual y de crítica
al vago, al desocupado voluntario (se advertía que quien no acudiese a su puesto de tra—
bajo por desidia o vicio sería considerado vago, con las duras consecuencias que esto
CARLOS ш (1759—1788) 629
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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VT, p. 971.
conllevaba), y todo ello en el marco de una política que buscaba eliminar el estigma so-
cial que había acompañado a los «trabajos viles». Si en 1773 se permitió a los nobles de—
dicarse a oficios, sin menoscabo de su honra, el definitivo decreto dignificador del tra-
bajo llegará el 18 de marzo de 1783, al hacerse compatibles ciertos oficios con la hidal—
guía y con los cargos municipales.
630 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
vecinos afectados y por parte de los poderosos, pero el principal ataque se dirigió con-
tra la persona de Olavide, acusado por algunos religiosos de impiedad y de hacer críti-
cas mordaces contra la religión. Este interesante personaje, nacido en el Perû, y de ca—
rrera político—administrativa vertiginosa, acabó convertido en chivo expiatorio contra
los <<excesos>> de los ilustrados. El rey Carlos III, que le había ido encumbrando hasta
la importante magistratura que significaba ser el asistente de Andalucía (el más alto
funcionario en esa circunscripción), autorizó la detención de Olavide (en 1776), al que
la Inquisición sometió a un <<autillo de fe» y condenó a ocho años de prisión en un con—
vento. Se fugó de su encierro —algunos autores piensan que el Rey lo permitió, una
vez conseguido el efecto ejemplificador que había buscado al permitir su detención—
y acabó siendo testigo directo de la Revolución Francesa. Volvió a España en el reina—
do de Carlos IV y murió en Baeza en 1803, rehabilitado y aplaudido por un libro que
publicó bajo el significativo título de El Evangelio en Triunfo, 0 Historia de unfílóso-
fo desengañado.
Durante su reinado hay una auténtica preocupación por la España marinera, con-
tinuándose la política iniciada en los reinados de Felipe V y de Fernando VI, y que tie-
ne en Patifio y Ensenada a sus ejemplos más preclaros. Construcciones navales, estu—
dios náuticos, pesquerías, comercio marítimo, reglamentaciones, reclutamiento de
marinería. El mar, para los hombres del siglo XVIII, debía ser nuestro amigo y aliado.
Por lo demás, España, Gran Bretaña, Portugal y Francia seguían siendo las más
importantes potencias coloniales del mundo. No sólo extendían sus territorios a am—
bos lados del Atlántico, sino que dominaban otras zonas estratégicas de los demás
océanos.
En el análisis que hizo Vicente Palacio Atard para explicar las principales coor—
denadas del mundo occidental cuando llega al trono de España Carlos III establecía
tres grandes puntos de atención: 1) la descomposición del equilibrio americano con el
crecimiento de Gran Bretaña a costa del declive de Francia, y que se constata con la
pérdida del primer imperio colonial francés en América: el Canadá pasa a ser británi—
co. 2) Tensiôn interna en Alemania, suscitada por el talento político de Federico II de
Prusia y su fuerza militar y económica, a la vez que empieza a decaer la vieja Austria
de los Habsburgos. Viena necesitará acercarse a Francia. Y se llega a la <<reversión de
alianzas» de 1756, que significará un cambio en los ejes diplomáticos fundamentales
en Europa: desde esas fechas hasta siglo y medio después, Gran Bretaña se aliará a
Prusia, al tiempo que Viena pactará con París. 3) Atardecer en Oriente. Desde los años
sesenta y setenta del siglo XV lll se perfila en el horizonte la puesta de sol del gran impe—
rio otomano —aunque tarde muchas décadas en eclipsarse definitivamente— y las
chancillerías europeas comienzan a preocuparse por ocupar los escenarios balcánicos
que dejará la retirada del «hombre enfermo de Europa», Turquía. Al acecho están
Austria y Rusia.
Las principales líneas estratégicas de España están en ambos mares, Atlántico y
Mediterráneo. Tiene intereses en el Mediterráneo, tanto en la península italiana como
en el norte de África, y, unido a esto, también debe preocuparse por lo que sucederá
632 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Es ya bien sabido que los llamados Pactos de Familia no fueron nunca una conse—
cuencia de la relación de parentesco de las Cortes de París y de Madrid. Es más, hasta
Felipe V, el más francés de los Borbones españoles (que nunca acabó de sentirse espa—
ñol), intentó aliarse con Austria 0 con Gran Bretaña antes que firmar el Primer Pacto
de Familia de 1733, y si acabó estableciéndose ese tratado de amistad ofensi—
vo—defensivo es porque los políticos de Madrid y los de Paris se convencieron de que
el rival natural de ambas Cortes era Gran Bretaña, su enemiga en las colonias, talaso—
cracia comercial que disponía de una cada vez más poderosa flota у que llevaba, desde
que Cromwell ocupara Jamaica a mediados del siglo XVII, trazando planes para hacer—
se con el control naval de las líneas estratégicas del globo terráqueo. Y para hacerse
con el dominio de los mercados.
No hubo nunca ni simpatía ni confianza entre políticos españoles y políticos fran—
ceses. Éstos nos miraban a menudo con suficiencia y desdén, y consideraban a España
una potencia de menor rango que ellos; y los cortesanos de Felipe V, Fernando VI o Car—
los III lo sabían. Y eran conscientes de que en toda alianza desigual, el más fuerte acaba
por olvidarse, a veces, de sus obligaciones pactadas cuando el aliado exige su ayuda. La
propia búsqueda de la neutralidad armada de Fernando VI se basa en la constatación de
que, en las dos guerras de sucesión en las que han participado, aliadas, las tropas hispa—
no—francesas, al final Francia ha firmado las paces con el enemigo conforme a sus meros
intereses, sin tener en cuenta los deseos y las necesidades de España.
En definitiva, Carlos III seguirà el pragmático camino de atender a los intereses
estratégicos, económicos y políticos de España, al margen de quien ocupase el trono
de Francia. Como sucederá, incluso, durante el reinado de Carlos IV, en el que, tras un
pequeño paréntesis de enfrentamiento bélico (la guerra de los Pirineos o de la Conven—
ción), la Monarquía borbónica de Madrid se convertirá en el primer aliado de la Fran—
cia regicida, mediante las paces de Basilea de 1795 у de San Ildefonso de 1796, que
han sido denominadas muy gráficamente los <<pactos de familia sin familia».
Así debe entenderse la firma del Tercer Pacto de Familia de 1761, firmado por
Grimaldi y Choiseul, y que se rubrica por los plenipotenciarios de Carlos III y de Luis
XV cuando la guerra de los Siete Años lleva en marcha desde 1756. La entrada de
España en ese conflicto ya iniciado y en el que las armas francesas estaban en franco
retroceso, ha sido considerado un error gravísimo de Carlos III. Pero, aün siendo ver-
dad, no es menos cierto que los ingleses llevaban varios años atacando sistemática—
mente a los barcos españoles y ocupando territorios de nuestras colonias con total im—
CARLOS 111 (1759-1788) 633
nante para la victoria final de los independentistas, porque obligó a los ingleses a pro—
teger sus islas, amenazadas por las flotas de España y Francia, y mantener en Europa
unas tropas y unos barcos que hubiesen podido desequilibrar la guerra a su favor de
haberse enviado a las trece colonias sublevadas.
La subsiguiente paz de Versalles, de 1783, significó para España una pequeña
victoria al recuperar Menorca, las Floridas y la teórica expulsión de los enclaves clan—
destinos ingleses en las Indias españolas. Dejó esa guerra otra consecuencia importan—
tísima: acentuar los graves problemas hacendísticos en Francia, que obligarán a la
Monarquía de Luis XVI a buscar fórmulas y a convocar a los representantes del pue-
blo francés y que estarán en la raíz de los acontecimientos que llamamos Revolución
francesa.
Con Portugal se asiste, desde 1777, a una pequeña luna de miel, poco frecuente
en las conflictivas relaciones hispanolusas desde 1640. A la muerte en Portugal del
rey Jose 1 y la desaparición del probritánico y todopoderoso ministro Pombal, se añade
la llegada de Floridablanca al poder en Madrid. La reina viuda de Portugal, María Vic—
toria de Borbón, es hermana de Carlos III y ejerce su influencia pro—española en la
Corte lisboeta. Todo ello lleva a una etapa de buena vecindad, se resuelve el largo con—
flicto de Sacramento y se prepara una política de matrimonios hispano—portugueses
para reforzar esa buena relación.
8. Balance de un reinado
los III no fue un revolucionario sino un reformador prudente que no queria acelerar
procesos ya en marcha. Al terminar su reinado seguía habiendo Mesta, gremios,
Inquisición, estatutos... pero todas estas instituciones habían perdido vigor, se habían
desnaturalizado, estaban al borde de la extinción […] Si el reformismo carolino pecó
con frecuencia por cortedad de miras y falta de decisión, el reformismo revolucionario
liberal del siguiente siglo trajo una secuela de guerras civiles [...] Poseía energía, ho-
nestidad, desinterés, sentido del deber, acierto para escoger buenos ministros y firme—
za para respaldar sus actos. Carlos 111 no igualó en cultura ni en doles intelectuales y
artísticas a Felipe II 0 Felipe IV; sin embargo, su actuación como gobernante fue más
beneficiosa para su pueblo, quizás porque no se sintió obligado a defender a toda costa
unos ideales, y también porque para él no existia la discordancia que muchas veces
afloró en los Habsburgos entre los intereses dinásticos y los intereses de la nación.
Carlos III fue, en todos los sentidos, el rey de España, el rey de todos los españoles...»
Por ello, y a pesar de que tampoco debemos ignorar las críticas a las limitaciones de su
obra de gobierno ——y que actualmente se muestran junto con los elogios a los logros
de su reinado— su recuerdo y su buena fama permanecen.
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CAPÍTULO 24
Las buenas relaciones que Carlos IV había sostenido, siendo principe de Astu—
rias, con Aranda, habían llevado a suponer al conde aragonés y a sus partidarios que
Floridablanca sería desplazado de la secretaría de Estado al acceder al trono el nue—
vo Rey.
Para sorpresa de Aranda, que había regresado a España desde la embajada de Pa-
rís en 1787 con el objeto de prepararse adecuadamente para el alto destino que creía
próximo, la muerte de Carlos III no supuso su nombramiento sino, por el contrario, la
confirmación del conde de Floridablanca en su puesto de secretario de Estado. Car-
los III, en el momento mismo de su muerte, habia recomendado a su sucesor que man—
tuviera en el cargo al político murciano.
La segunda decisión del nuevo Rey, tras la confirmación del equipo ministerial
heredado de su padre, fue convocar Cortes a efectos de que los procuradores jurasen
como heredero al infante don Fernando, inaugurándose éstas solemnemente el 19 de
septiembre bajo la presidencia de Pedro Rodríguez de Campomanes en su calidad
de gobernador del Consejo de Castilla.
Lo más sobresaliente de aquellas Cortes fue su disolución inesperada el 17 de oc—
tubre, después de que el día 6 de ese mismo mes se produjera el asalto del palacio de
Versalles por los parisinos y se obligara a Luis XVI y su familia a trasladarse a París
contra su voluntad. El temor inl'undado de Floridablanca a asimilar las Cortes a la
Asamblea Nacional francesa, precipitó su disolución ya que las noticias procedentes
de Francia habían creado en la Corte madrileña un impacto considerable, y acentuó la
determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las
noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las <<doctrinas republicanas» di—
fundidas por agentes subversivos, por lo que se dieron órdenes a la Inquisición para
que requisara todos aquellos impresos y manuscritos que cuestionaran o criticaran la
Monarquía o el Papado, y se vigilara especialmente la Universidad y los ambientes
ilustrados.
La decisión de poner coto a la Ilustración y aislar al país no era improvisada, sino
que trataba de acentuar una política iniciada con anterioridad. La mayor liberalidad de
los primeros años de Carlos III, se fue estrechando desde la llegada de Floridablanca a la
secretaría de Estado en 1777. Desde l784 se había intensificado el control en las fronte—
ras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los philosophes, y en
1785 se fortaleció la censura, reactivándose los tribunales inquisitoriales.
En posiciones críticas quedaron algunos ilustrados, como Valentín de Foronda o
León de Arroyal, que consideraban que España era diferente e inferior a Inglaterra
0 Francia por la politica de aislamiento cultural, que la había sumido en la superstición
y en la atonía política; y otros muchos fueron obligados al silencio y forzados al aisla—
miento, incrementándose en ellos, como ha señalado Marcelin Defourneaux, «la im-
presiôn de vivir encerrados en una prisión intelectual a través de cuyos barrotes po—
dían entrever la libertad».
El <<pánico>> que, según Richard Herr, atenazó a Floridablanca, no era un miedo
injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conoci—
miento dela realidad española, carente de un dispositivo de orden público que pudiera
contrarrestar la delincuencia política, y por el malestar existente en muchas ciudades
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640 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
por la escasez y el alto precio del pan, situaciòn que guardaba cierta similitud con lo
ocurrido en París en 1789.
Las instituciones de seguridad existentes en España al iniciarse el reinado de
Carlos IV, según Enrique Martínez Ruiz, estaban caracterizadas por sus escasos efec—
tivos, con competencias limitadas a áreas territoriales reducidas, sin una visión de
conjunto del orden público. En 1782 se había establecido una Superintendencia Gene—
ral de Policía, pero circunscrita exclusivamente a Madrid, y se intentó controlar a los
extranjeros residentes, especialmente a los franceses, mediante la elaboración de un
censo de residentes en 1791.
La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupa—
ción en el estado de ánimo de Floridablanca. Las malas cosechas, especialmente la de
1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcan—
zaran cotas muy elevadas, produciéndose disturbios en Cataluña, que dieron lugar al
ahorcamiento de cinco hombres y una mujer en Barcelona. Gonzalo Anes ha observa-
do que en estos motines, nacidos de la crisis de subsistencia, comenzaban a aparecer
elementos ideológicos muy preocupantes para las autoridades, como gritos alusivos a
la libertad о pasquines subversivos. En 1791, por ejemplo, los trabajadores del gremio
valenciano de la seda denunciaron la situación de paro y hambre en que se hallaban,
amenazando a las autoridades, si no se les daba trabajo y pan, con amotinarse, quemar
la ciudad «у hacer lo mismo que en Francia».
Si en el país faltaban mecanismos eficaces para oponerse, tanto a una agitación
interior, que tenía su origen en las dificultades económicas, como a la propaganda re-
volucionaria procedente del exterior, Floridablanca hubo de acentuar la colaboración
entre el Estado y el Santo Oficio. Mientras el Estado se encargaba de prevenir, los ca—
torce tribunales de la Inquisición y sus comisarios pasaban a efectuar una mayor labor
represiva de las <<perversas doctrinas».
Para prevenir, el Estado tomó actitudes defensivas. Había que impedir el conoci-
miento en España de los cambios políticos que estaban teniendo lugar en Francia, y
para ello fueron instaladas tropas a lo largo de la frontera al modo de como se dispo-
nían en la época los cordones sanitarios en los lindes de las poblaciones para evitar la
propagación de una epidemia, y se prohibió la publicación de noticias o comentarios
sobre Francia, tanto favorables como contrarias a la causa del absolutismo.
La acción represora que tenía a su cargo la Inquisición centró su objetivo priori—
tario en un fenómeno inusual hasta entonces, al menos a tan gran escala: la propagan—
da revolucionaria, estudiada por Lucienne Domergue, que se veia acompañada de una
inaudita curiosidad entre los españoles. Proclamas destinadas a moldear la opinión
pública, folletos, libros, periódicos y octavillas antimonárquicas y anticlericales, en
francés y relacionadas con Francia, llegaron a España por los más variados medios
desde los días posteriores al asalto de la Bastilla.
Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la situación de Luis XVI, a
quien se consideraba un rehén en manos de los revolucionarios, aconsejaba dejar en
suspenso el Ill Pacto de Familia vigente desde 1761, 10 que conllevaba la necesaria
reestructuración de la política exterior.
El aislamiento diplomático de España y la creciente disposición intervencionista
de Floridablanca, con el consiguiente peligro para la vida de Luis XVI, fueron deter—
minantes para que Carlos 1V se inclinara por una política menos inflexible que permi—
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{ LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 641
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" tiera mantener las relaciones con Francia frente a Inglaterra, y salvar la cabeza de su
real primo.
Los partidarios del conde de Aranda tuvieron un papel destacado en la caída de
Floridablanca, mostrándose muy activos en la Corte a lo largo de todo 1791 , e intensi-
ficando su oposición en las primeras semanas de 1792. Floridablanca contaba con es—
casos apoyos en la nobleza y la Iglesia, y los asuntos de Francia jugaban en su contra.
Su firme negativa a aceptar la Constitución francesa, «por ser contraria a la Sobe—
ranía», ni a reconocer el juramento que de ella hizo Luis XVI, ponían en peligro la
vida del monarca francés. El embajador francés se entrevistó a solas con Carlos IV el
27 de febrero de 1792, un día después de la conversación en la que Floridablanca se
había reiterado en su firme propósito de no reconocer el juramento constitucional de
Luis XVI. El 28 de febrero, Floridablanca era destituido.
Amat, que sería más tarde confesor de Carlos IV, informó al arzobispo de Tarragona,
Armafiä en los siguientes términos: <<El duque de la Alcudia, por sus talentos, expedi—
ción y robusta juventud podrá ser en España lo que el famoso Pitt en Inglaterra».
En el caso de Godoy, en el limitado espacio de treinta meses, un cadete del selec—
to Cuerpo de Guardias de Corps, de origen hidalgo e hijo de coronel, se convirtió en
plena juventud en teniente general del Ejército, Grande de España, duque de la Alcu—
dia, consejero de Estado tras su remodelación de 1792, y en noviembre de ese mismo
año secretario de Estado, o lo que es lo mismo, responsable máximo de la política es—
pañola. El apoyo de la Corona, clave de bóveda en la estructura del poder en el Anti—
guo Régimen, hizo posible esa fulgurante ascensión que liquidaba definitivamente la
tradición política heredada de Carlos III.
Su actividad política, siguiendo los deseos de sus protectores, los reyes, debía en-
caminarse a salvar la vida de Luis XVI, y para ello había que mantener apariencia de
neutralidad y utilizar todas las vías posibles, tanto oficiales como secretas, incluso el
soborno de destacados miembros de la Convención, con el propósito de lograr que no
votasen la condena a muerte del monarca. Pero Luis XVI fue acusado de conspirar
contra la libertad nacional y atentar contra la seguridad general del Estado, y senten-
ciado a morir en la guillotina el 15 de enero de 1793. La oferta española, reiterando la
promesa de un estatus de neutralidad y ofreciendo efectuar una labor mediadora ante
las demás potencias a cambio de la vida del Rey, resultó totalmente inútil. La ejecu-
ción del monarca francés el 21 de enero de l793 y la ruptura de relaciones fran—
co—británicas tres días después, inclinaron a Carlos IV hacia la guerra, en un clima de
indignación general.
Aranda, que conservaba su puesto en el Consejo de Estado, defendió, no obstan—
te, la tesis de la neutralidad armada, argumentando razones militares y políticas. Des—
de su punto de vista, el ejército español no estaba en condiciones de iniciar una guerra
en la frontera, donde el mal estado de las comunicaciones impediría el desplazamiento
y abastecimiento de tropas, y políticamente el verdadero enemigo de los intereses es—
pañoles era Inglaterra y no Francia, sobre todo en lo referente a la salvaguarda de las
colonias americanas. El debate acabó con una violenta disputa entre Aranda y Godoy,
que le valió al conde ser desterrado a Jaén primero, y confinado en la Alhambra grana—
dina después.
La posición de Aranda era la más sensata y realista. Excepto por motivos estricta—
mente de defensa de los principios monárquicos y familiares, no había razón política
alguna que justificara comenzar la guerra. Debido a ello fue imprescindible iniciar
ante la opinión pública una campaña patriótica sin precedentes que justificara la lucha,
y en la que participaron con entusiasmo los miembros del clero que figuraban entre los
enemigos más recalcitrantes de la Ilustración, pues era, en su opinión, la nueva filoso—
fía la mayor enemiga del catolicismo y la que había puesto la semilla de la revolución.
Convertido el conflicto en cruzada, Godoy solicitó a los obispos que no sólo pu—
sieran sus esfuerzos en animar a realizar fervorosas oraciones y recoger donativos,
sino que exhortaran a los jóvenes al combate, contribuyendo a forjar un discurso reac—
cionario al establecer la identificación entre Ilustración y Revolución. El ejemplo más
conocido de esa defensa de la guerra santa es el del famoso predicador capuchino fray
Diego José de Cádiz, autor de El soldado católico en guerra de religión, en cuyas pá—
ginas se hacía una vibrante llamada a la participación en la guerra contra la <<perversa
644 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Francia», encarnación del Mal Absoluto, como obligación moral, garantizando la sal—
vación eterna a quienes en ella cayeran. Al sumarse a la campaña antirrevolucionaria,
una parte de la Iglesia española buscó mejorar su imagen, presentándose como una
institución patriótica y dispuesta a ser generosa con el sacrificio que se exigía al país
para salvar de la impiedad y la anarquía los fundamentos de la civilización cristiana.
La Convención también participó, utilizando multitud de recursos, en esta batalla
por la opinión. España se había unido a los tiranos de Europa en <<coalición monstruo—
sa», pues reunía a los católicos españoles con los prusianos luteranos y los protestan—
tes ingleses. En la actividad propagandística francesa se procuró evitar ofrecer mues—
tras de anticlericalismo radical y se presentó el nuevo régimen como un paraíso de to—
lerancia religiosa, pero su capacidad de mitigar el masivo mensaje difundido por el
Estado y la Iglesia española fue mínima.
En las arengas del clero se hacían alusiones genéricas a los franceses, tildados de
regicidas, bárbaros y enemigos de Dios, lo que explica que en muchos lugares
de España se desatara la violencia contra residentes franceses que nada tenían que ver
con el proceso revolucionario. La campaña de galofobia sirvió de pretexto para actuar
vengativamente contra aquellos franceses que, dedicados a sus profesiones, eran com-
petidores indeseados de los españoles, como sucedía en Cádiz, Barcelona o Málaga,
donde existían importantes colonias de residentes franceses. En febrero y marzo de
1793 fueron asaltadas y quemadas un buen número de casas de comerciantes france—
ses afincados en Valencia, y sentimientos indiscriminados de rechazo y de violencia
se produjeron en otros lugares de España, alentados por rumores que se propagaban
con rapidez, como la noticia difundida por Madrid en marzo de 1793 de que los fran—
ceses preparaban el envenenamiento de las aguas de la capital.
La campaña militar, conocida indistintamente como <<Guerra contra la Conven-
ción», <<Guerra Gran» 0 «Guerra de los Pirineos» por desarrollarse únicamente en
Guipúzcoa, Navarra, Aragón, Cataluña y el Rosellón, fue desastrosa para España, tras
unos inicios esperanzadores. En poco tiempo se ocupó parcialmente el Rosellón, pero
las acciones españolas, faltas de objetivos políticos o territoriales, se limitaron a actos
simbólicos, como quemar los decretos de la Asamblea 0 sustituir la bandera tricolor
por la blanca de la casa de Borbón. La actitud pusilánime del general español Ricardos
evitó la ocupación de Perpiñán y ya, a fines de 1793, sus tropas habían perdido la ini-
ciativa frente a un ejército francés reorganizado y dinamizado por los llamados <<re-
presentantes del pueblo», individuos comisionados por la Convención para, con su fo-
gosidad y sus amenazas, animar a la población civil y a los generales, y lograr una fe-
rrea disciplina mediante el uso frecuente de la guillotina.
En 1794 y 1795, las campañas fueron totalmente desgraciadas para los intereses
españoles. En el otoño de 1794 el grueso del ejército español se encontraba replegado
en torno a Gerona, y a fines de noviembre se produjo el asedio de Rosas por 30.000
franceses, y la capitulación del fuerte de San Fernando de Figueras, de gran resonan—
cia por su importancia militar y por lo que se consideró cobardía de la tropa y falta de
energía de la oficialidad. La desmoralización y el descontento causado por el desastre
de Figueras fue inmenso. Los grandes sacrificios que se soportaban no tenían compen—
sación en los resultados obtenidos.
En el frente occidental también los republicanos se lanzaron a la ofensiva una vez
llegado el buen tiempo. Enjulio de 1794 ocuparon el valle del Baztán y el 2 de agosto
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS Iv (1788-1808) 645
ocuparon Fuenterrabía, quedando abierto el camino hasta San Sebastián, que se rindió
dos días después tras haber decidido su ayuntamiento no ofrecer resistencia. Los fran—
ceses detuvieron su avance hacia Pamplona, Vitoria y Bilbao ante la llegada del mal
tiempo. Tras el invierno, el avance se efectuó en dos frentes: hacia Bilbao, que se rin—
dió en el verano de 1795, y hacia el sur, alcanzando el alto valle del Ebro tras ocupar
Vitoria. El temor de los responsables militares franceses a alejarse excesivamente de
sus fuentes de suministros y tener que defender frentes excesivamente amplios, ade—
más de faltarles medios de transporte adecuados, detuvo su avance en Miranda de
Ebro.
En el frente catalán, en febrero de 1795, tras la capitulación de Rosas, y la consi-
guiente ocupación del Ampurdán, cuya población huyó masivamente, Barcelona que—
dó al alcance del ejército de la Convención. Sólo la falta de hombres y suministros, y
las enfermedades que afectaban a los soldados franceses, logró estabilizar el frente a
lo largo del cauce del río Fluviá, puesto que los soldados del ejército regular español
se encontraban, por entonces, <<cansados, descalzos, fatigados y tímidos», según seña—
laba en sus informes uno de sus generales.
La magnitud de la derrota, el lastimoso estado en que comenzaba a encontrarse la
Hacienda española, y un descontento popular creciente, hizo deseable llegar a una rá—
pida paz negociada, en la que también estaba interesada la República francesa, ago—
biada por tener que sostener la guerra en distintos frentes.
con la Revoluciôn francesa, y que desde abril de 1792 pasô a residir en la ciudad fran—
cesa de Bayona. Los revolucionarios franceses pusieron gran empeño en convertir a
Bayona como centro difusor de propaganda revolucionaria hacia España, y se dio co—
bijo a quienes, venidos de España, estaban dispuestos a participar en esa empresa pro—
pagandística. La aportación más importante de Marchena fue la proclama tituladaA la
Nación española, publicada en Bayona en octubre de l792 con una tirada de 5.000
ejemplares. Según su contenido, Marchena proyectaba promover en España un proce—
so revolucionario, pero no mimético del francés, sino que atendiera alas particularida—
des españolas, entre ellas la falta de una burguesía capaz de encabezar el proceso,
como había sucedido en Francia. Con su proyecto de revolución a la española, Mar—
chena deseaba revitalizar las instituciones representativas para lograr cohesionar una
realidad hispánica que consideraba poco integrada y compuesta de regiones diversas,
y que, en el fondo, no consistía en otra cosa que en acelerar el reformismo ilustrado:
supresión de la Inquisición, restablecimiento de las Cortes estamentales, y limitación
de los abusos y poderes del clero. Su intención era ofrecer un proyecto atractivo al
conj unto de la sociedad española, en el que el pueblo accedería lenta y gradualmente a
la plenitud de sus derechos políticos.
No obstante estas manifestaciones de oposición, que brotaban de sectores muy
diversos y con intencionalidad distinta, Manuel Godoy había decidido dar un giro a lo
que hasta entonces había sido su política exterior, e inaugurar una nueva línea política
de acercamiento a Francia y enfrentamiento con Inglaterra.
tencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico, lo que se
logró un año después con el Pacto de San Ildefonso.
Con el fin de lograr un grado de mayor compromiso hispano-francés, el 19 de
agosto de 1796, Godoy establecía con el Directorio el Pacto de San Ildefonso, una
alianza ofensivo-defensiva que tenía como prioridad la cooperación militar de los dos
países frente a Inglaterra. Era opinión generalizada entre los políticos españoles del si-
glo XVIII que una paz definitiva con Inglaterra era imposible a causa de la ambición co—
lonial británica. El oportunismo de Godoy era la razón principal de ese vuelco espec—
tacular que unía a una de las monarquías más tradicionales de Europa con la República
regicida. Las cláusulas del Pacto de San Ildefonso tenían carácter ofensivo—defensivo,
y en ellas se especificaba con detalle la aportación de cada uno de los Estados si gnata—
rios a una fuerza común en el caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. A prime-
ros de octubre de 1796 se rompían las hostilidades con Inglaterra, pese a que Godoy
era consciente de los gravísimos perjuicios económicos que para el país entrañaba esa
guerra. Pero con el comienzo de ésta se iniciaba un proceso de sometimiento a las ini-
ciativas francesas y a las pautas que marcaron hasta 1808 el Directorio, el Consulado y
el Imperio.
La guerra con Inglaterra fue más desastrosa aún que la sostenida contra Francia
entre 1793 y 1795. El primer resultado de la confrontación anglo—española fue muy
negativo para los intereses hispanos. En febrero de 1797, una escuadra era derrotada
frente al cabo San Vicente por otra inglesa con menos efectivos. La preparación de la
marinería y de los mandos británicos fue decisiva para imponerse en un combate naval
que preludiaba el desastre de Trafalgar. Dos días después del desastre del cabo San Vi—
cente, los británicos se apoderaron de la isla Trinidad, en las Antillas, un lugar de gran
interés estratégico.
Posteriormente, los españoles lograron rechazar los ataques a Puerto Rico, Cádiz
y Santa Cruz de Tenerife. En Puerto Rico, los ingleses que habían tomado Trinidad
desembarcaron importantes efectivos, pero el gobernador obligó a los británicos a
reembarcarse tras quince días de combates. En España, la escuadra inglesa vencedora
en San Vicente, reforzada con nuevos navíos y con Nelson como contraalmirante, de—
cidió atacar Cádiz, incendiar sus arsenales y destruir los buques de guerra allí surtos.
La defensa del general José Mazarredo desde la plaza y sus fuertes en los primeros
días de julio fue tan contundente que Nelson tuvo que retirarse sin lograr ninguno de
sus objetivos, dirigiéndose hacia el archipiélago canario. El 24 de julio los ingleses
atacaron Santa Cruz de Tenerife, pero también fueron rechazados por las baterías de la
plaza y el fuego de fusilería. Nelson perdió el brazo derecho cuando dirigía el desem—
barco de sus hombres en el muelle de Santa Cruz.
Los efectos económicos de la guerra fueron todavía más calamitosos que los cau-
sados por el conflicto con la Convención republicana. El comercio marítimo se inte—
rrumpió, y la situación de la Hacienda, ya enfrentada a graves problemas por las con—
secuencias de la guerra contra la Convención, se hizo angustiosa, pues los gastos mili—
tares se incrementaron en un 12 % en relaciôn a los habidos durante la guerra con
Francia de 1793—1795, y los ingresos disminuyeron, sobre todo los procedentes de
América, aumentando el déficit hacendístico hasta extremos asfixiantes.
Para Inglaterra el esfuerzo bélico también tenía efectos preocupantes, que aconse—
jaron a Pitt iniciar conversaciones de paz con Francia, una vez que la República había
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 649
dero don Joao, y era previsible que la presencia de un ejército republicano atravesando
la Península hacia Portugal diera motivos para la difusión del ideario republicano.
La razón que inclinó a Urquijo por continuar aliado con el Directorio se basaba
en su convicción de que Inglaterra era más peligrosa para los intereses españoles que
el propio sistema revolucionario. Al optar por mantener los vínculos con Francia, se
acentuó la dependencia de nuestra política respecto a la del poderoso vecino.
Urquijo lo sufriría en sus propias carnes. La segunda ocasión fue, sin embargo,
decisiva para la suerte política de Urquijo, y tuvo lugar a partir de noviembre de l799,
cuando el golpe de Estado del 18 de Brumario puso fin al Directorio e inauguró el
Consulado, con Napoleón como primer Cónsul. Bonaparte impuso el 13 de diciembre
de aquel año, el cambio de Urquijo por Godoy, quien regresó al poder no ya como se—
cretario de Estado, sino con los entorchados de Generalísimo, con autoridad máxima
en el Ejército. Pero en la realidad, el superministro Godoy era dependiente en todo de
Napoleón, convertido en árbitro de la política española hasta la crisis definitiva
de 1808.
Godoy y Luciano convencieron a Carlos IV de que una guerra rápida con Portu-
gal sería beneficiosa para la familia real portuguesa y que, incluso, podría colaborar
así a salvar el trono luso, pues al liberarlo de su alianza con Inglaterra, se impedirian
los planes napoleónicos de situar en Lisboa a un monarca satélite de Paris.
Godoy, nombrado Generalísimo en enero de 1801, anunció que atacaría Portugal
si esta no cumplía rápidamente dos condiciones, expuestas a modo de ultimátum: la
ruptura de relaciones con Inglaterra, con el consiguiente cierre de los puertos portu—
gueses a la flota británica, y la cesión de una parte del territorio portugues a los espa—
ñoles hasta que los ingleses no devolvieran la isla de Trinidad a España y Malta a
Francia.
El 27 de febrero de 1801 se efectuó la declaración de guerra, aunque los comba—
tes no se iniciaron hasta bien entrada la primavera. El 19 с1е тауо se realizö un ataque
español limitado. Fue una contienda brevísima, conocida como la «Guerra de las Na—
ranjas», por el envio a la reina de un obsequio consistente en un ramo de naranjas por—
tuguesas, y objeto de chanza por la oposición a Godoy, que divulgó sátiras más o me—
nos ingeniosas, pero todas malévolas, sobre las relaciones entre el ministro y María
Luisa. Tras la toma por los españoles de la ciudad de Olivenza, muy próxima a la fron-
tera extremeña, dos semanas después se iniciaron conversaciones de paz, que finaliza—
ron al poco tiempo con el Tratado de Badajoz, firmado el 8 de junio, por el que Portu—
gal aceptaba cerrar sus puertos a los navíos ingleses, cedía Olivenza a España, toman—
do el curso del Guadiana en aquella parte como frontera natural entre los dos países, y
a Francia un territorio al este de la Guayana, y se comprometía a firmar con la Repú—
blica un tratado comercial, y pagar indemnizaciones por valor de 15 millones de li—
bras. El resultado de la guerra hispano—portuguesa no fue del agrado de Napoleón, que
deseaba la conquista territorial de Portugal para negociar con Inglaterra la devolución
de Menorca, Malta y Trinidad, por lo que decidió acentuar la subordinación de España
a los intereses de la política francesa.
En marzo de 1802, Francia firmó con Inglaterra, agotadas ambas por el esfuerzo
bélico, la paz de Amiens sin prestar atención a los intereses españoles, por 10 que la
isla de Trinidad permaneció en manos británicas. Nadie en Europa consideró que la si—
tuación de paz fuera duradera, ya que en Amiens no se habia dado solución a ninguna
de las muchas cuestiones que enfrentaban a Francia y España con Inglaterra.
Para Bonaparte, nombrado en agosto cónsul vitalicio, era esencial mantener la
ayuda incondicional de España para cuando se reanudaran las hostilidades con Ingla-
terra, y para ello había que evitar cualquier veleidad neutralista de España utilizando,
indistintamente, el halago y la intimidación. Cuando en 1803 se reinició la guerra
franco—británica, España intentó mantener su neutralidad, iniciando conversaciones
con Prusia y Rusia para formar un bloque de potencias neutrales, pero al no lograr este
objetivo no tuvo más remedio que adquirir la neutralidad a un elevado precio y forma—
lizar el Tratado de subsidio, por el que el gobierno español se comprometió a pagar al
Estado francés seis millones de libras mensuales, y a permitir la entrada en sus puertos
a los buques franceses.
No se pudo evitar, sin embargo, intervenir en la contienda en diciembre de 1804,
cuando Napoleön considerò que, además de dinero, debía disponer de los barcos de
guerra españoles. La promesa del nuevo Emperador a Godoy, siempre interesado en
su bienestar personal, de hacerle entrega de un reino en una de las provincias portu—
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 653
Ya hemos señalado que Godoy fue objeto, desde el momento mismo de su acceso
al poder a finales de 1792, de duras invectivas que lo presentaban como un monstruo
voluptuoso, Oprobio del género humano y sepulturero de España.
Gran parte de esa oposición estaba formada por aristócratas. La agitación oposi—
tora encontró cobijo y estímulo en el príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII,
convertido en el enemigo más activo del otro príncipe, el de la Paz, hasta el punto de
formarse en torno al heredero el denominado «partido fernandino», dedicado a des—
prestigiar por todos los medios, incluida la calumnia más soez, al valido y a los reyes.
Las actividades del partido fernandino se mantuvieron en los niveles de la sátira
y la difamación, fomentada y pagada por el príncipe de Asturias, hasta octubre de
654 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
1806, en que Fernando consideró que debia dar un paso cualitativo importante en su
sordo enfrentamiento con Godoy aprovechando su momentánea debilidad. En los me—
ses anteriores a octubre de 1806, Godoy habia efectuado contactos y negociaciones
secretas con las cortes británica y rusa para tantear una posible entrada de España en
una coalición antinapoléonica que se preparaba. Sin embargo, en octubre de 1806 Na—
poleón logró la importante victoria de Jena frente a los prusianos. Pese a que Godoy
abandonó entonces sus veleidades antinapoleónicas, el emperador francés había per-
dido su confianza en Godoy, y Fernando intentó aparecer ante el gobierno francés
como el sustituto más idóneo para tener el respaldo de Napoleón.
La situación se hizo más tensa en los primeros meses de 1807 por dos motivos.
Carlos IV concedió a Godoy el tratamiento de Alteza Serenísima, lo que equivalía a
confirmar en el valido el favor del Rey. Para Fernando y su partido la decisión fue con—
siderada como el inicio de una conj ura destinada a apartar a Fernando de la sucesión al
trono y el nombramiento de Godoy como regente a la muerte de Carlos IV, desenlace
probable pues el Rey había estado muy enfermo en el otoño de 1806, temiéndose por
su vida. Para contrarrestar lo que se estimaba una conspiración contra el orden legíti—
mo de la sucesión, Fernando firmó un decreto, sin fecha, nombrando un nuevo gobier—
no. En los últimos días de octubre de 1807 el Rey declaró en El Escorial a sus vasallos
que <<una mano desconocida» le había revelado «el más ignominioso e inaudito plan»
urdido contra Godoy y destinado a situar en el trono a su hijo Fernando, tras obtener su
abdicación, y en la que los conjurados, miembros todos ellos de la nobleza, contaban
con la aprobación del príncipe de Asturias y habían solicitado la protección del Empe—
rador. Fernando fue recluido en sus habitaciones.
Desterrados los más destacados conjurados, el perdón concedido al príncipe de
Asturias por su padre el Rey significó un golpe al prestigio de la institución monárqui—
ca. La forma en que se resolvió la llamada <<conspiración de El Escorial» creó un fuer-
te sentimiento de desconfianza hacia Carlos IV y terminó por fortalecer la posición del
partido fernandino. La mayoría de los españoles sospecharon que Godoy había trama—
do un complot destinado a desacreditar al príncipe de Asturias, y que los reyes lo ha—
bían secundado, uniendo su suerte ala del príncipe de la Paz. Fernando ganaba en cré—
dito como medio de desembarazarse de Godoy y recuperar para la Monarquía el pres—
ti gio perdido; la aristocracia se convertía en portavoz de las quejas contra la tiranía del
favorito y en depositaria de los valores sociales tradicionales; y, por último, Bonaparte
pasaba a ser un colaborador de la justa causa fernandina para acabar con Godoy.
El partido del principe heredero tuvo una nueva ocasión para forzar una segunda
alternativa, esta vez no desaprovechada, entre el 17 y el 19 de marzo en el Sitio Real de
Aranjuez. Un motín «popular» organizado por los partidarios de Fernando asaltó y sa—
queó el día 17 la residencia de Godoy en Aranjuez, en cuyo palacio se encontraba la
familia real. Era una prolongación de los sucesos de El Escorial, con los mismos pro—
tagonistas e idéntica finalidad, si bien mejor preparado: la guarnición fue cambiada el
16 de marzo, y fueron trasladados desde Madrid a Aranjuez un número indeterminado
de alborotadores convenientemente retribuidos por los organizadores. Carlos IV, obli—
gado por las circunstancias, firmó la destitución del valido el día 18, y en la festividad
de San José abdicó en su hijo, coincidiendo con el envío de Godoy preso al castillo de
Villaviciosa. Era un hecho insólito que un monarca fuera obligado a abdicar por una
parte importante de la aristocracia y por el príncipe heredero, si bien los virtuales ven-
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cedores del motín se vieron obligados por Napoleón a dej ar a Carlos IV bajo la protec—
ción de Murat, lo cual venia a suponer que en el caso de ser conveniente a los intereses
napoleónicos, Carlos IV podia ser repuesto en el trono, y obligaba a Fernando a lograr
el espaldarazo del Emperador que confirmara su acceso al trono por medios tan inade—
cuados. De hecho, el nuevo Rey prometió a Napoleón estrechar al máximo los víncu—
los de amistad hispano-franceses y solicitó que las tropas de Murat, situadas en las in-
mediaciones de Madrid, fueran acogidas en la capital como amigas, haciendo su en—
trada el 23 de marzo.
A la espera de la decisión del Emperador sobre confirmar o no a Fernando, se ce—
lebró con entusiasmo la caída de Godoy. Se celebraron numerosos Tedeum en acción
de gracias, se destruyeron y quemaron sus efigies, y se difundieron escritos satíricos
proclamando la alegría por la desaparición del favorito, y piezas que glorificaban al
rey Fernando, exaltado como libertador y mesías.
Los acontecimientos de El Escorial y Aranjuez fueron determinantes en los cam—
bios de actitud de Napoleón. Los sucesos de Aranjuez, prueba inequívoca del caos po—
lítico en que se encontraba la Corte española, le decidieron a estabilizar la Situación
española asimilando España a su Imperio, y obtener de una sola vez toda España y sus
colonias americanas. Ya que creía imposible restablecer en el trono a Carlos IV contra
la opinión de gran parte de la nación, y no deseaba reconocer a Fernando VII, subleva—
do contra su padre, Napoleón decidió el reemplazo de la dinastía de los Borbones por
un miembro de su propia familia.
La presencia de tropas francesas en España, y en Madrid desde finales de marzo
de 1808, era un hecho extraordinariamente impopular. Los incidentes entre civiles y
soldados franceses se multiplicaron, y en la capital hubo algunos muertos. Noticias de
índole política crearon un mayor descontento: el 27 de abril se conoció la liberación
de Godoy y su salida hacia Francia, y coincidiendo con esa noticia se supo también la
decisión de Fernando de desplazarse a la frontera para entrevistarse con Napoleón.
Desde el púlpito y por medio de impresos clandestinos se estimulaba el sentimiento
antifrancés que estalló en motín popular el 2 de mayo, cuando corrió la noticia, en un
ambiente madrileño sumamente crispado, de que se pretendia trasladar a Bayona a los
hijos menores y nietos de Carlos IV.
Sin duda, los acontecimientos de Madrid fueron el detonante de un proceso revo—
lucionario, y no fue <<un incidente provocado por un corto número de personas inobe—
dienteS a las leyes», como se señaló en la circular de la Junta de Gobierno, ni sus parti—
cipantes fueron «delincuentes», como los calificó Murat. La revuelta del 2 de mayo
estuvo organizada y preparada con antelación. Los oficiales del parque de artillería de
Monteleón, y en particular Velarde, tenían un plan previo de actuación, y junto a los
madrileños alzados, participaron un buen número de gentes llegadas a la capital de
otros lugares en los días inmediatamente anteriores.
Las humillantes abdicaciones de Bayona, a donde habia sido conducida la fami—
lia real española, fue el resultado de ese designio napoleónico. Sin embargo, el perío-
do comprendido entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor del Empe—
rador, que proclamó rey a su hermano José el 4 de junio, y la llegada a España del nue—
vo monarca el 20 dejulio, permitió un interregno excesivamente dilatado, en el que la
autoridad suprema en la Península era el general en jefe del ejército francés, un ele-
mento extraño al país. Como señala Artola, «cuando llegue José será demasiado tarde.
656 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Desde la década de los años setenta era ya perceptible un cierto cansancio en los
sectores productivos, y un debilitamiento del crecimiento demográfico. La agricultura,
la ganadería, las manufacturas y el comercio se vieron afectados gravemente por los
conflictos bélicos, que retraI'an recursos e interrumpían las relaciones económicas con el
exterior, sobre todo con América, incidiendo en los ritmos demográficos y en el incre—
mento de la conflictividad social. La crisis financiera, inducida también por los aconte—
cimientos bélicos, puso a la Monarquía absoluta al borde mismo de la bancarrota.
Si durante la primera mitad del siglo XVIII la agricultura conoció una cierta ех-
pansión, fue a partir de la década de los ochenta cuando las malas cosechas se hicieron
más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las
carestías y las crisis de subsistencia.
El origen de este bloqueo agrario hay que buscarlo en la falta de flexibilidad del
marco productivo, en la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco
evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las ca—
rencias estructurales del agro español. Los logros de la política agraria fueron modes—
tos por la resistencia de los poderosos y por la falta de voluntad de los gobernantes,
poco proclives a cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental.
El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: los niveles pro—
ductivos del cereal en la España interior se hallaban estancados desde que se inició el
último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitaran
acudir al recurso de la importación de grano vía marítima para paliar un déficit que se
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS IV (1788-1808) 657
hizo crónico a finales del siglo XVIII; no había surgido un número importante de labra—
dores acomodados, ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que,
por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la deno—
minada «cuestión agraria» adquiriera la condición de protagonista privilegiada en la
historia española de los siglos XIX y xx.
En cuanto al sector pecuario, la ganadería trashumante fue la más afectada antes
de 1808. El comienzo de su declive se produjo a partir de los años setenta, como con—
secuencia de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los prime—
ros, Ángel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los
ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos e
incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotiza—
ción de la lana. Entre los políticos, el más importante fue la retirada del favor real, y el
inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio
de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que desta—
có Campomanes como presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 у
1782, si bien la caída definitiva de las lanas españolas no se producirá hasta la guerra
de la Independencia.
tránsito del siglo XVIII al XIX, y el balance de los avances logrados en el XVIII para miti—
gar la mortalidad fue, por tanto, pobre. A fines de la centuria, todavía la mortalidad in-
fantil afectaba a un 25 % de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la fal—
ta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba
hasta el 35 % antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 % en las
inclusas donde se depositaban los niños expósitos. Una esperanza de vida de tan sólo
27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, es suficientemente expresiva de la modes—
tia de las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el Setecien—
tos español, y la pervivencia del ciclo demográfico antiguo, en el que la mortalidad se—
guía teniendo un papel determinante.
El estancamiento económico, con el consiguiente empobrecimiento de la pobla-
ción, produjo numerosas situaciones donde afloraba una conflictividad social cada
vez mayor, y con frecuencia violenta. Los ejemplos que se pueden dar de su diversa
casuística son numerosos. En ocasiones se deben a la indigencia de los artesanos por
la crisis manufacturera, como sucedió en Valencia donde, desde 1794, se venían expi-
diendo por las autoridades licencias a los artesanos sederos en paro para que pudieran
mendigar, siendo protagonistas en 1801 de los motines que vivió entonces la ciudad y
su huerta.
Las manufacturas estatales se vieron también envueltas en conflictos laborales
de cierta envergadura. En la Real Fábrica de hilados y tejidos de algodón de Ávila
hubo huelgas en 1797 y 1806 al exigir los trabajadores aumentos salariales, aparecien—
do pasquines amenazadores para las autoridades, y en 1797 los de la fábrica de Guada—
lajara, que reunía en sus talleres a unos 4.000 obreros, fueron protagonistas de alboro—
tos callejeros por la carestía y la mala calidad de la hilaza, que necesitaron para ser
sofocados de la intervención de una fuerza militar de 3.000 hombres, con acompaña—
miento de artillería, ante el temor de que el conflicto tuviera connotaciones políticas.
Las penurias durante la guerra con la Convención impidieron abonar los salarios a los
obreros de los astilleros del Ferrol que, en mayo de 1795, se amotinaron.
En otros lugares, sobre todo en Andalucía, las causas de la conflictividad estuvie—
ron directamente relacionadas a la cuestión señorial. El intento de recuperar baldíos y
comunales, usurpados al común por los señores, y la cascada de pleitos contra ciertos
monopolios señoriales, fueron las armas frecuentemente utilizadas en la lucha en tor-
no a la tierra y su renta, así como también hubo una oposición creciente y generalizada
al pago del diezmo y al incremento de la fiscalidad, si bien no llegaron a provocar re—
vueltas, salvo en algunas zonas de Asturias y Galicia.
recurrió a empréstitos y emitió títulos de deuda, los llamados vales reales, cuyos posee—
dores cobraban un interés del 4 % anual, pudiéndolos utilizar como papel moneda.
La guerra con Inglaterra, iniciada en octubre de 1796, asestó un durísimo golpe a
unas finanzas seriamente debilitadas. El ataque británico al comercio con las Indias, y
el bloqueo del comercio peninsular, tuvieron como efecto la mengua de los caudales
procedentes de América y la reducción de los ingresos aduaneros, un capítulo impor—
tante de las rentas ordinarias del Estado. El responsable de la gestión hacendística, el
mallorquín Miguel Cayetano Soler, fue el encargado de buscar solución a los ahogos
de las finanzas reales. Estableció una Caja de Amortización con el fin de hacer frente a
los préstamos que venciam y poder pagar los intereses de los vales reales, y puso en
práctica un proyecto, ya estudiado en otras ocasiones pero nunca puesto en marcha,
consistente en desamortizar bienes raíces pertenecientes a instituciones de caridad,
como hospitales, casas de misericordia, casas de expósitos, obras pías, cofradías etc.,
e imponer el producto de sus ventas al rédito del 3 % en la ya mencionada Caja de
Amortización, para poder extinguir los vales reales y devolver los empréstitos contraí—
dos. La denominada, sin demasiado fundamento, <<desamortización de Godoy», tuvo
una importancia considerable, y su incidencia en el incremento de la conflictividad so—
cial más arriba apuntada, no debe ser desdeñada, ya que la red benéfica de la Iglesia
quedó prácticamente desmantelada, pues en diez años se liquidó una sexta parte de la
propiedad rural y urbana que administraba la Iglesia. Richard Herr ha localizado entre
1798 y 1808 un total de 78.428 escrituras notariales que dan testimonio de la deuda
que contraía la Corona con el antiguo dueño de la propiedad vendida, o lo que es lo
mismo, cerca de 80.000 operaciones en las que después de tasar la propiedad expro—
piada, subastarla públicamente, y liquidar su compra, se remitía el dinero a la Caja de
Amortización, que debía pasar una renta a ese anterior propietario. Según los cálculos
de Herr, las imposiciones alcanzaron una cantidad próxima a los 1.500 millones de
reales, 10 que da una dimensión, ciertamente considerable, al proceso desamortizador
durante 1798 y 1808.
Sin embargo, el resultado de la desamortización no logró sacar de sus apuros a la
Hacienda, hundida y agotada. A partir de 1806, los titulares de vales reales cobraban
sus intereses con mucho retraso, que llegaba a superar una anualidad en 1808, y los
funcionarios percibían sus sueldos con meses de demora. La situación de la Hacienda
española en las fechas anteriores a la guerra de la Independencia era realmente crítica.
Sus ingresos ordinarios no alcanzaban los 500 millones de reales, mientras que los
gastos estaban próximos a los 900 millones, alo que había que sumar los 200 millones
en réditos que devengaba la enorme deuda con interés acumulada. Josep Fontana es de
la opinión de que el endeudamiento irreparable a que había llegado el Estado fue lo
que decisivamente contribuyó a llevar a la Monarquía absoluta por la senda de su
quiebra definitiva.
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CAPÍTULO 25
La economia española creció durante el siglo XVIII. Hay una cierta unanimidad
entre los investigadores en sostener que el ciclo de recesión que había vivido la econo—
mia española durante el siglo anterior dio paso a un periodo de expansión. No obstan—
te, los matices sobre este nuevo ciclo de expansión son infinitos. Se ha polemizado
desde cuándo se inició, su momento culminante o su finalización, hasta valorar su re—
percusión sobre las regiones, sectores o grupos sociales, pasando por analizar si este
crecimiento significó también desarrollo. La aparente unanimidad ante el ciclo de ex—
pansión esconde, en definitiva, una rica e interesante variedad de polémicas y tesis
que es necesario tener presente.
Buena parte de las polémicas abiertas sobre el Significado de este crecimiento de
la economia espafiola tienen su origen en las preocupaciones de los propios historia-
dores. El siglo XVIII ofrece la oportunidad a los investigadores de explicar dos de las
mayores transformaciones de la humanidad: la Revolución Industrial y la desapari—
ción del Antiguo Régimen. Ambos cambios dieron paso a una nueva sociedad, estruc—
turada por valores, instituciones y relaciones económicas diferentes. La trascendencia
de estos cambios ha dado un cierto sentido finalista a una parte importante del ser del
siglo XVIII.
Este sentido finalista ha presidido, no siempre de forma explícita, las polémicas
sobre la valoración de las transformaciones de la economía española del siglo XVIII.
De tal forma que cualquier elemento es considerado como positivo, modernizador, si
está próximo 0 en la via que llevaria a una revolución industrial. Los ejemplos más co—
nocidos los encontramos en las frecuentes valoraciones negativas del, no tan inmóvil,
mundo agrario frente a una siempre positiva visión del mundo comercial y de los co—
662 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
merciantes, cuando la realidad era mucho más compleja у, рог seguir con el ejemplo,
muchos comerciantes confiaban más en la defensa de privilegios y el mantenimiento
de un orden social que en cualquier cambio revolucionario.
En el caso español, además, todo se ha complicado un poco más desde el momento
en que ni la Revolución Industrial ni el desmantelamiento del Antiguo Régimen pudieron
realizarse con la cronología europea. Estos fracasos han proyectado hacia atrás una larga
sombra que ha llevado a resaltar los obstáculos, las permanencias y las involuciones, y a
contraponerlas con las fuerzas modemizadoras que finalmente no triunfaron. Esta dialéc—
tica, en principio válida, no ha sido tan sensible a la realidad histórica de muchas de estas
transformaciones ni al contexto histórico en el que se producían. Algo esencial cuando
hoy está bien establecido por los especialistas que no hay un único camino para llegar a la
Revolución Industrial, y que aquel importante tránsito a la sociedad industrial descansó en
un proceso más amplio de modernización que tuvo como verdaderas protagonistas a pe—
queñas transformaciones, que consiguieron un crecimiento acumulativo, capaz de generar
nuevas oportunidades y disolver el orden y las relaciones heredadas.
Desde este punto de vista, la economía del siglo XVIII creció y se desarrolló, prin-
cipalmente, porque España pudo participar, y no estuvo al margen, de un ciclo econó—
mico internacional expansivo, y porque se redujeron algunas de las hipotecas que ha—
bían provocado la crisis del siglo anterior, al tiempo que el Estado hacía un notable es—
fuerzo de regulación e intervención económica.
permitió una superioridad casi indiscutible del poder central. Esto significó la posibili-
dad de plantear políticas económicas nacionales. Aunq ue otra cosa fue el margen real de
aplicación, el simple hecho de que el Gobierno pudiera pensar en actuar en un horizonte
nacional generó una dinámica de política económica distinta.
La economía española del siglo XVIII, además, se pudo beneficiar de otro gran eje,
que tampoco era una estricta novedad, pero que contribuyó también a crear un nuevo
marco económico y a estimular el cambio, como fue la participación en una economia
atlántica. Es importante tener presente que a lo largo del siglo XVIII la auténtica locomo-
tora de la economía, tanto en Europa como en España, fue la actividad comercial. Su ca-
pacidad de transformación de las bases económicas era muy superior a la de cualquier
otra actividad económica, como la agricultura o la industria, aunque éstas emplearan
más recursos y mano de obra. La actividad comercial, especialmente la marítima, ofre—
cía un marco de transformaciones, estímulos y oportunidades inigualable, y sus efectos
se trasladaban con rapidez al resto de la economía. La tradicional tendencia de la econo—
mia europea de girar hacia el Atlántico alcanzó en el siglo XVIII una notable plenitud. El
modelo comercial holandés que habia triunfado en el siglo XVII marcô el camino a
seguir, y el redescubrimiento económico de las colonias americanas, con sus nuevas po—
sibilidades agrícolas y comerciales, ofreció el estímulo necesario para embarcar a los
europeos en una intensa y fructífera competencia por participar en la «economia atlánti—
ca». De hecho, como algunos investigadores han destacado, la posibilidad de esta abier—
ta competencia entre los europeos, sin que hubiera una economia dominante hasta fina—
les de siglo, fue el mayor estímulo para el crecimiento de toda Europa.
España tampoco estuvo al margen de esta carrera y participó en esa «economia
atlántica». A lo largo del siglo XVIII, España fue capaz de transformar la estructura co-
mercial heredada, especialmente en su relación directa con América, y defender en su
beneficio sus colonias de la expansión comercial del resto de los europeos. De hecho, a
finales del siglo XVIII el imperio español alcanzó su máxima extensión territorial. Aun—
que fueron menos impresionantes los logros económicos conseguidos en este vasto
imperio, su mera existencia y la introducción de importantes reformas institucionales y
nuevas actividades productivas, lograron ofrecer nuevas oportunidades al desarrollo
'Í! económico americano, a la actividad comercial española y a la participación de algunas
regiones españolas. En definitiva, en el momento de mayor competitividad de los euro—
peos por el espacio atlántico, los españoles consiguieron mantener lo heredado, am—
pliarlo y convertirlo en una fuente de oportunidades y de crecimiento económico.
La economía española del siglo XVIII se desenvolvió, por lo tanto, en una coyun-
tura de expansión económica generalizada, al tiempo que era estimulada por una me-
jora sensible en la capacidad de acción gubernamental a escala nacional y colonial y
animada por las oportunidades procedentes de una economia atlántica expansiva.
Una de las razones más aludidas para explicar el crecimiento económico español
del siglo XVIII ha sido su posible relaciön con las reformas gubernamentales que ani-
664 HISTORIA DE EspANA EN LA EDAD MODERNA
maba un nuevo espíritu, unas nuevas «luces». Segün esta visión, la presencia en Espa—
ña de una nueva dinastía europea contribuyó de forma poderosa a modificar las for—
mas de gobierno y a desplegar un amplio programa reformista que tenía como princi—
pal objetivo recuperar a España del atraso y la ignorancia en la que se había vivido. Su
programa reformista, en definitiva, sería la clave de la recuperación económica de
España durante el siglo XVIII.
Esta relación entre reformas y crecimiento es un tema ciertamente controvertido.
Mientras que algunos investigadores se han centrado en destacar la originalidad del
programa reformista ilustrado y el significado modernizador de su aplicación a remo—
ver los obstáculos que impedían el progreso económico, otros han reducido la impor—
tancia de estas reformas sobre el crecimiento económico. En algunos casos, se ha lle—
gado a cuestionar la propia esencia de las reformas, de la voluntad política de modifi—
car la situación económica heredada, presentándolas como un medio para asegurar la
preeminencia económica de los grupos privilegiados tradicionales y reducir los en—
frentamientos sociales.
Apuntcmos algunas claves para entender el papel desempeñado por las reformas
y la política económica en el crecimiento económico español del siglo XVIII. De entra—
da, desplegar una política reformista no era estrictamente una novedad en España.
A lo largo del siglo XVII ya había habido una amplia literatura arbitrista preocupada
por identificar los llamados «males de España» (despoblación, desigual reparto de la
tierra, exceso y variedad de impuestos, gasto militar, etc.) y proponer soluciones. Los
estudios sobre el pensamiento económico español del siglo XVIII han demostrado que
buena parte del programa reformista ilustrado, de hecho, siguió muy de cerca esta lite—
ratura arbitrista. En el siglo XVII no sólo había una discusión más o menos pública so—
bre los asuntos económicos, sino que también en algunos momentos de ese siglo hubo
una firme voluntad de introducir reformas que modificasen las relaciones económi-
cas, como ocurrió durante los reinados de Felipe IV y Carlos H, etapas a las que los in—
vestigadores califican ya abiertamente de periodo reformista.
Por lo tanto, la novedad reformista del siglo XVIII no descansó tanto en la apari—
ción de un pensamiento crítico sobre los problemas económicos, ni siquiera en la no—
vedad de una voluntad política de aplicar medidas reformistas, sino más bien en la ca—
pacidad de implementar esa voluntad reformista. De hecho, como se ha puesto recien—
temente de manifiesto, los mayores obstáculos a las políticas reformistas del siglo XVII
estuvieron en la propia debilidad de un Estado cuestionado por los grupos privilegia—
dos y apremiado por las urgencias de las finanzas y la guerra.
La legitimidad politica tras la victoria en la guerra de Sucesión permitió acelerar
la introducción de cambios institucionales, muchos de ellos ya planteados durante el
reinado anterior, que facilitaron el desarrollo de una política reformista en materia
económica. Estos cambios políticos estuvieron presididos por una concepción patri—
monialista y dinástica del Estado, que buscaban fortalecer el papel de la Corona me—
diante el aumento de las funciones ejecutivas frente a las legislativa y a través de una
mayor implicación militar en la administración del Estado.
El Estado borbónico se dotó de los instrumentos políticos y administrativos para
intentar mejorar de forma sustancial el nivel de conocimiento de la realidad económi-
ca del país. Nunca como hasta entonces el Estado estuvo informado de los «males» de
España. El carácter ejecutivo y militar de buena parte de las reformas políticas permi-
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII 665
tió el desarrollo de canales estables por los que fluían los datos e informes que los res—
ponsables gubernamentales precisaban. La abundante información que fluía desde
cada pueblo a las secretarías de gobierno ofreció, además, la posibilidad de plantear
reformas más ambiciosas y de ser más sensibles a las ideas económicas que llegaban
de Europa.
las infraestructuras viarias en Gran Bretaña fue un patrimonio de las economías loca—
les, y llegado el momento incluso una oportunidad de inversión para el capital priva—
do, en España la política viaria descansó prácticamente sobre el presupuesto estatal.
El Estado español era quien decidía la política viaria y la financiaba, sin apenas cola—
boración de otros agentes económicos. El más activo de ellos en materia viaria, las ha—
ciendas municipales, se vieron ahora fuertemente limitadas en su capacidad inversora
por la política de centralización y control estatal sobre las Haciendas locales. Todo
apunta a que la superioridad indiscutible del Estado tuvo como contrapartida una ma—
yor dependencia y alejamiento del resto de los agentes económicos.
Aunque los gobiernos borbónicos consiguieron elevar de forma notable los re—
cursos financieros disponibles, la distribución política del gasto hacía prácticamente
imposible desplegar y, sobre todo sostener, una política reformista ambiciosa. Con
más del 70 % del presupuesto nacional destinado a las Fuerzas Armadas, y más del
10 % destinado al mantenimiento de la Corona, quedaba un exíguo margen para tantas
funciones atribuidas.
La limitación financiera de las reformas borbónicas se convirtió en un auténtico
talón de Aquiles que, además, obligó a poner en marcha una perversa política de con—
cesión de privilegios. Una parte importante del pensamiento económico razonó en tér-
minos de crear y aumentar la eficiencia del mercado, pero la limitación del Estado
para remover los obstáculos que impedían el desarrollo de las fuerzas del mercado
empujó hacia procedimientos monopolísticos y privilegiados, que en realidad intro-
ducían más limitaciones al propio crecimiento del mercado. Con frecuencia, el Estado
aprobó legislaciones liberalizadoras tendentes a estimular la iniciativa empresarial al
tiempo que concedía franquicias y privilegios puntuales, también para estimular de—
terminadas producciones o servicios, pero que tenían un innegable efecto distorsiona—
dor del mercado y, como recordaba Ernest Lluch, con el agravante de ser <<una retrac—
ción dolosa de la especie (empresarial)». Aunque fueran privilegios recientes, conce—
didos por un nuevo Estado, inspirados en ideas modemizadoras, al final provocaban
los mismos efectos paralizantes que los viejos privilegios heredados.
Por último, las reformas borbónicas pusieron en evidencia algo también muy
complicado de cambiar, como era el entramado constitucional del país y su adecua-
ción alas realidades económicas que surgían. Alterar los derechos y privilegios adqui-
ridos históricamente por los distintos grupos sociales y políticos era una tarea extre-
madamente difícil, porque significaba modificar el principio de orden heredado, que
daba legalidad a la propia Corona, pero también una tarea costosa económicamente,
ya que había un problema de compensación de los derechos o privilegios suprimidos.
La política económica española del siglo XV… tuvo su fuente principal de inspira-
ción en una tradición reformista, que ante una mejora en las condiciones políticas de
acción del Estado pudo ser desplegada con mayor intensidad. El contacto frecuente a
lo largo de todo el siglo xv… con el pensamiento económico europeo añadió estímulos
y enriqueció la política económica española. A partir de una orientación mercantilista,
las reformas tuvieron un enfoque claramente modernizador de la economía, de sus ba—
ses de producción y de su capital humano. No obstante, los logros de estas reformas
estuvieron mediatizados por la propia dinámica centralizadora y estatalista de las re—
formas, y se vieron seriamente cuestionados por la falta de una adecuada financiación
y la incapacidad para alterar de forma profunda el régimen constitucional heredado.
668 llISTORlA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
sobre las economías locales; el contexto económico era de incremento del consumo y
de las actividades económicas, permitiendo un constante aumento de los ingresos fis—
cales; y, por último, la capacidad de reacción del Estado tampoco era la misma. Hacía
falta un catalizador, y este fue la suspensión de pagos del Estado de 1739, que puso de
manifiesto lo que muchos pensadores políticos denunciaban, como era la debilidad
de aquel modelo de financiación y gestión hacendística y la necesidad de reformas.
La segunda mitad del siglo XVIII está presidida por la búsqueda incesante de recursos
financieros para sostener un fuerte aumento presupuestario, principalmente originado por
cuestiones militares. Una concepción mercantilista sobre las relaciones comerciales exte—
riores y la utilización de las colonias, demandaba una mayor y más eficaz defensa del im—
perio colonial español ante las amenazas expansionistas del resto de europeos. Si se aspi—
raba a crear una activa economía imperial, había que disponer de fuerzas armadas capaces
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672 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Otra de las claves del crecimiento de la economía española en el siglo XVIII fue el
aumento del consumo. En una economía presidida por el autoconsumo y los mercados
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO xv… 673
locales, el número de habitantes era decisivo para el nivel de demanda y para la mar—
cha general de las economías. A lo largo del siglo XVIII, esta demanda se vio beneficia—
da por la lenta pero progresiva acumulación de transformaciones en las formas de co—
mercialización al por menor y por la creciente incidencia de la demanda de mercados
lejanos, que en algunos espacios locales y regionales llegó a ser un factor decisivo
para su desarrollo económico.
Para la inmensa mayoría de las economías peninsulares, el principal referente de
la demanda lo constituía el total de población de las áreas donde se desenvolvían. А1
contrario de 10 que ocurriô en el siglo XVII, el conjunto de España y de todas las regio—
nes españolas registraron un importante incremento de su población a lo largo del si—
glo XVIII. Desde aproximadamente 7,7 millones de habitantes en España al iniciarse el
siglo se pasó a algo más de 1 1 millones al finalizar la centuria, con un ritmo de creci—
miento ligeramente superior en la primera mitad del siglo XVIII. Este aumento de ро—
blación permitió a España seguir la tendencia alcista que en el mismo periodo presen—
tó la población europea —en realidad España registró una tasa de crecimiento de su
población ligeramente inferior—. No obstante, no permitió solucionar el mayor pro—
blema demográfico que tenía España: su excesivamente baja densidad de población.
Al acabar el siglo XVIII, la densidad de población en España se situaba en los
21 hab./kmº, menos de la mitad que en Europa. Las consecuencias de esta baja presión
demográfica sobre la alteración del medio natural y el aprovechamiento económico
no han sido suficientemente valoradas. En cualquier caso, estos bajos niveles de ocu—
pación humana ayudaron a perpetuar actividades y prácticas económicas extensivas,
tanto agrícolas como ganaderas, y a mantener una constante inmigración hacia Espa—
ña, principalmente francesa.
Los estudios sobre los registros parroquiales españoles muestran que el creci-
miento de la población comenzó antes del siglo XVIII. Durante el último tercio del si—
glo XVII, prácticamente todas las regiones españolas, a excepción de Castilla la Vieja,
mostraban signos de recuperación demográfica, y en algunas zonas como Galicia o el
Levante español, la intensidad de este aumento era notable. El crecimiento se genera—
lizó a todas las regiones españolas durante la primera mitad del siglo XVIII, hasta apro—
ximadamente la década de 1760. Fue el mundo rural el que más vitalidad mostró, y de
nuevo la mayor vitalidad se registró en la cornisa cantábrica, Andalucía y la España
mediterránea. Por el contrario, durante el último tercio del siglo XVIII, el crecimiento
se reduce, dando paso incluso una tendencia al estancamiento, especialmente en las
regiones cantábricas. A finales de siglo, el mapa demográfico español mostraba una
periferia densamente poblada (Galicia 46 hab./kmº, País Vasco 43, Valencia, 35, Can—
tabria 29, Cataluña 28) frente a un interior despoblado (Extremadura 10 hab./kmº,
Castilla la Nueva 12, Aragón 13, Castilla la Vieja 16).
Las causas de este crecimiento de población parecen estar más relacionadas con
las oportunidades económicas desarrolladas en cada espacio regional que con trans—
formaciones profundas en las condiciones demográficas. De hecho, algunas de las
mejoras puntuales en las variables demográficas detectadas en algunas áreas durante
el siglo XVIII, como aumento de fertilidad, reducción de la edad al matrimonio о del ce-
libato, no se mostraron permanentes y experimentaron retrocesos notables durante el
primer tercio del siglo XIX. En algunas variables, como la mortalidad, los descensos
temporales registrados no fueron causados por avances en la tecnología sanitaria, sino
674 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
por una mejor actuaciôn del Estado en la lucha contra la difusión de enfermedades epi—
démicas o en la distribución de alimentos. No es casualidad que los mayores aumentos
de mortalidad se registraran a finales del siglo XVIII, coincidiendo con el hundimiento
del aparato estatal.
5. El aumento de la producción
Un Estado atento a remover los obstáculos heredados y una demanda en alza ac—
tuaron de estímulos para participar en un ciclo de producción claramente expansivo,
pero limitado en su trascendencia.
Las bases de la expansión agraria del siglo XVIII hunden sus raíces en la recupera—
ción iniciada durante el último tercio del siglo XVII. El descenso de población rural y la
caída de las rentas del campo contribuyeron a modificar las condiciones de produc—
ción agraria. Los propietarios terratenientes, en una etapa de endeudamiento, admitie—
ron contratos de explotación a largo plazo y aceptaron ofertas que les permitieran in—
vertir la tendencia hacia aprovechamientos extensivos (ganadería, roturaciones lar—
gas, comunales, etc.). La producción agraria comenzó de nuevo a mostrar signos de
crecimiento, incluso de diversificación, como ocurrió en el campo catalán. Nuevos
cultivos, como el maíz, se difundieron en esas décadas finales del siglo XVII, posibili—
tando estrategias de asociación de ganadería y agricultura intensiva.
De tal manera que, al iniciarse el siglo XVIII, la agricultura española ya había em—
prendido un proceso de expansión que se prolongó hasta mediados de siglo en la ma-
yoría de las regiones españolas, con excepciones como la cornisa cantábrica. Fue una
expansión agraria que no alteró de forma drástica las condiciones de producción here—
dadas. El principal producto agrícola siguió siendo en todas las regiones españolas el
cereal, aunque cada vez se dedicó más tierra e inversión a cultivos arbóreos, como el
olivar o la vid. La prioridad del cereal no respondía a su valor en el mercado —de he—
cho, los precios se mantuvieron estancados hasta la década de 1730—, ni siquiera a su
productividad, que se mantuvo considerablemente baja debido a las dificultades me—
dioambientales, institucionales y financieras para incluir los cereales en una agricultu-
ra intensiva, sino a su condición de alimento básico y a la elevada incertidumbre del
mercado. Precisamente, en las áreas en las que había un acceso más regular a la impor—
CRECIMIENTO Y EXPANSIÓN ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII 681
taciôn de cereales, como eran las regiones costeras, la prioridad productiva del cereal
podía ceder con facilidad y ofrecer una mayor diversificación de cultivos. Por el con—
trario, en las regiones del interior, donde las incertidumbres de abastecimiento eran
mayores, la inercia de la producción de cereal se mostró más firme.
El inicio de la sustitución de cereales en las regiones periféricas fue una de las
principales aportaciones de la agricultura del siglo XVIII. De forma clara, en las zonas
levantinas y en las hoyas granadinas, malagueñas y el valle del Guadalquivir fue posi—
ble una más rápida evolución hacia la intensificación y diversificación de cultivos. El
trigo y la cebada cedieron tierra e inversiones a la viticultura, las plantas forrajeras, el
arroz о la barrilla. Los contratos de aparcería de larga duración contribuyeron a movi-
lizar mano de obra hacia las explotaciones agrarias, al tiempo que hacían rentables
unas mayores inversiones en cambios de cultivo y mejoras en la explotación. El au—
mento de la demanda, por incremento de población y por mayor penetración del mer—
cado, estimuló el aumento de la renta de la tierra y una creciente confianza en el mer—
cado, lo cual favoreció una mayor especialización en la producción agraria. En este
proceso no estuvo ausente el capital procedente de los núcleos urbanos próximos, e in—
cluso capital extranjero. Toda esta dinámica permitió mantener el crecimiento agrario
más allá dela mitad del siglo XVIII y prolongarlo hasta los primeros años del siglo XIX.
Salvo esta importante, pero pequeña novedad, el resto de la agricultura española
mantuvo unas limitadas posibilidades de alterar las condiciones de producción. El
principal obstáculo era la estructura de la propiedad y los derechos sobre los recursos
naturales (véase fig. 25.2). El régimen señorial, la vinculación de patrimonios y la
multitud de grandes propietarios terratenientes, junto con una intensa capacidad de in-
tervención de los municipios y de sus oligarquías, imponían una realidad jurídica
complicada y contraria a cualquier intento de liberalización de los factores de produc—
ción agrarios. Modificar este régimen era muy complicado, porque sólo podía ser
abordado desde el Estado, y éste no estaba totalmente dispuesto a transformar y alterar
en profundidad las bases económicas de los grupos propietarios terratenientes. Con
todo, los Borbones adoptaron una serie de medidas para aliviar la presión sobre los re—
cursos y estimular la distribución de la propiedad, especialmente a partir de la década
de 1760, cuando los problemas agrarios se fueron agudizando.
Las medidas gubernamentales se centraron más en aumentar la producción,
principalmente porla vía extensiva, que en transformar la distribución de la propie—
dad. Se decretaron repartos de tierras, principalmente concejiles, se favoreció la co—
lonización de tierras, se pusieron algunos límites a la explotación ganadera e incluso
se abordó una tímida desamortización. Todo ello resultó insuficiente para solucio-
nar el auténtico problema, como era la desigual e injusta distribución de la propie-
dad. Más novedosas fueron las medidas para modificar las condiciones del mercado
y aumentar los estímulos que éste enviaba alos productores. En 1765 se autorizó una
liberalización del mercado de cereales, acabando con la tasa sobre el trigo; se pensa—
ba que al eliminar esta tasa se conseguiría una mayor regularidad en la circulación
de cereales. En realidad, se consiguió todo lo contrario, al producirse acaparamien—
tos incontrolados y especulativos. Aunque la ley se mantuvo y renovó hasta finales
de siglo y el predominio del cereal siguió siendo indiscutible, la presión sobre este
producto se mantuvo e intensificó y, finalmente, hubo que recurrir a la importación
masiva de grano extranjero.
682 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
La ganadería también creció a lo largo del siglo XV…. La más importante de las
ganaderías, la ovina trashumante, vivió durante el último tercio del siglo XVII y la pri—
mera mitad del XVIII una auténtica edad de oro. De unos 2 millones de cabezas se pasó
a más de 3,5 millones en 1765. Su expansión estuvo relacionada con la demanda de la
industria textil europea y con el menor crecimiento de los precios agrícolas. La situa-
ción cambió durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la presión para la rotura-
ción de tierras y pastizales, estimulada por el alza de los precios agrícolas, provocó
una fuerte tensión sobre los derechos históricos de los ganaderos. Con todo, la cabaña
trashumante al finalizar el siglo XVIII, seguía siendo enorme, y superaba los tres millo-
nes de cabezas. Fue durante la guerra de Independencia cuando se produjo el hundi—
miento definitivo de esta actividad, en parte porque la guerra provocó cuantiosas pér—
didas de ganado y una grave desarticulación del sistema de trashumancia, y en parte
porque los mercados europeos consiguieron otras fuentes de abastecimiento.
yores éxitos se alcanzaron en el textil catalán. Las causas fueron múltiples e interrela—
cionadas, pero destacan la protección comercial concedida por el Estado a las manu—
facturas algodoneras catalanas en su acceso al mercado nacional y colonial, junto con
el desarrollo de una activa red comercial que permitió su comercialización. Las fábri—
cas de indianas catalanas se convirtieron en un factor de dinamismo para Catalufia y
para mitigar la demanda europea en España de este popular tipo de tejido. En menor
medida, hay que destacar el éxito de la siderurgia vasca. Aqui las principales causas se
pueden encontrar en la creciente demanda inglesa de hierro durante el siglo XVIII, que
favoreció una explotación, casi hasta el limite, de las tradicionales ferrerías, y el esti—
mulo añadido de la demanda estatal y privada para la construcción naval.
7. Conclusiones
En definitiva, durante el siglo XVIII la economia española viviô una etapa de cre—
cimiento. Cualquier indicador que se elija muestra una clara tendencia alcista, acaban—
do con los retrocesos registrados en la centuria anterior. Las causas de este dinamismo
son múltiples, pero interesa destacar que no estuvieron al margen del crecimiento eco—
nómico europeo. En realidad, lo más destacado de este aumento de la economía es que
permitió a España seguir unida a Europa, a pesar de que el ritmo se acelerase. Por el
contrario, el mayor problema fue que buena parte de este crecimiento se hizo sin plan—
tear un cambio en profundidad del orden social y político heredado, aunque terminara
cuestionándolo. La responsabilidad del Estado en este crecimiento de la economía es—
pañola durante este siglo fue destacada, pero también en el limitado desarrollo de las
fuerzas del mercado. La creciente capacidad del Estado para intervenir y controlar no
fue empleada para transformar de forma radical el orden heredado, en el que se asenta—
ba y legitimaba. La consecuencia de un rápido crecimiento y una lentitud en los cam—
bios fue una grave crisis institucional a comienzos del siglo XIX, de la que saldrá un
nuevo modelo político y unas nuevas relaciones económicas.
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CAPÍTULO 26
Una sociedad que mantuvo los elementos clave de la tradición aristocrática, je—
rarquizada y estamental, no podía pasar sin cambios por un siglo que se inicia con una
guerra y termina en vísperas de una invasión que la pondría a prueba. Cambios forma—
les —nuevas prácticas sociales, decadencia de otras como los expedientes de limpieza
de sangre o las disputas de honor—, aparentes —derivados de una enorme informa—
ción estadística—, planeados o promovidos desde el poder —pr0yectos de los ilustra—
dos— que atenuaron la presión social e introdujeron valores nuevos —los del dine—
ro—— al lado del honor, la cuna y la tonsura. Todo ello sin poner en peligro el orden
vigente, en cuya cúspide se situaba una Monarquía paternalista, interesada en mante—
ner la dispersión de intereses entre familias, clientelas 0 cuerpos, definidos y sosteni—
dos por tradiciones y privilegios rancios, como las ordenanzas gremiales o de nuevo
cuño —los de consulados y cuerpos de comercio— empleados por los Borbones para
premiar servicios o promover sectores como los industriales y comerciantes, cuya ac—
tividad era importante.
La Corona garantizaba ese orden, apoyada en una burocracia ilustrada que bus—
caba mantenerlo corrigiendo las desigualdades que lo hacían peligrar, y convertirse en
una minoría de poder sobre una disciplinada mayoría de ciudadanos medios. Pero no
era fácil, ya que la clase dirigente era la nobleza y el ideal aristocrático, y sus prejui—
cios, degradados en la descalificación social del trabajo, se extendían a los sectores
más humildes. El reformismo ilustrado, cuando pudo, intentò una cierta politica social
a través de esa burocracia nueva y poderosa, de origen hidalgo y sin ideas burguesas:
se trataba de desplazar del poder a la nobleza y al clero, de cambiar el sistema de valo—
res aristocrático y de promover a la burguesía ———pilar financiero y fiscal de la Hacien—
da— dando a comerciantes e industriales su cuota de honor y creando un ambiente de
desarrollo económico. Este objetivo exigía la participación de los más ricos y privile—
giados, la aceptación de la movilidad por vías nuevas como la formación y el mérito
——burocracia——, 0 el servicio a la monarquía ——ejército——, 0 el dinero, que abría a fi—
nancieros y comerciantes la puerta del ennoblecimiento.
692 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
da (1727) creô una fábrica de loza; los duques de Béjar y del Infantado y el mar—
qués de Santa Cruz, empresas textiles; los duques de Medinaceli, Osuna y el mar—
qués de Astorga animaron la construcción de canales y no fue desdeñable la par—
ticipación de otros en compañías comerciales, aunque más emprendedora fue la
pequeña y mediana industria, sobre todo en el norte cantábrico y Cataluña.
La base econömica de la nobleza seguía siendo su patrimonio y sus rentas, su pree—
minencia permanecía en el señorío y la perpetuación de ambos en su transmisión heredi-
taria por vía de mayorazgo. Pero, en general, su situación no era brillante y era un sector
endeudado ——en 1706 estaban sometidos a concursos de acreedores los Osuna, Priego,
Infantado, Baena, etc.—— por la carencia de inversiones productivas y el excesivo coste
de una vida <<n0ble>>. Esto era más grave entre los aristócratas residentes en Madrid, que
debían mantener sus casas, renovadas <<a la francesa» —lo que unía placer, intimidad y
lujo—, y una vida cortesana, flexible y tolerante pero codificada y costosa, desarrollada
en salones —los de Osuna, Abrantes, Lemos— convertidos en centros socio—culturales,
lo que generó una creciente ostentación, criticada por su despilfarro y por el uso arbitra—
rio del lujo como distintivo (Clavijo y Fajardo, Jovellanos), aunque hubiera defensores
de la demanda que éste suponía (Sempere y Guarinos, Campomanes).
Los gobiernos del XVIII no atentaron contra el pilar del poder nobiliario, su enor—
me propiedad rural. En Andalucia, los terratenientes, en especial titulados absentistas
—duques de Medinaceli, Osuna, Arcos, etc.— arrendaban sus territorios en grandes
lotes y alquilaban casas y percibían diezmos, rentas y cargas públicas procedentes de
donaciones reales, compras o usurpaciones, y derechos de monopolios sobre hornos,
molinos o tabernas. Esto afectaba también a la nobleza titulada en Extremadura ——du—
ques de Alba, Arcos, Frías, Benavente— cuyos ingresos dependían del arriendo de
dehesas, viñedos y tierras de labor —en el XVIII abandonan la explotación directa—,
completados con diezmos y la renta de inmuebles. Una pujante nobleza provincial,
más numerosa y urbana, que era propietaria y explotaba sus ganados trashumantes y
tierras, tenía algún patrimonio urbano, intereses de préstamos y cargas contraídos por
otros mayorazgos. La nobleza titulada de Castilla la Nueva —residente en Madrid
como los duques de Uceda, Escalona e Infantado— era propietaria también de un
enorme patrimonio rural cedido en arriendo; mucho más modesto era el de los más de
3.000 hidalgos. En fin, la nobleza de Castilla, dueña de un enorme y valioso patrimo-
nio agrario, arrendado a corto plazo y en aumento mediante la apropiación de comuna—
les y bienes concejiles, fue adoptando relaciones contractuales y mercantiles <<capita—
listas» —arriendos a corto plazo— y eso le permitió salvarlo en el tránsito al siglo XIX.
En Aragón, las haciendas de la alta nobleza eran poco productivas para sostener
su tren de vida y sus casas en Zaragoza, aunque al avecindarse en la ciudad accedían a
los cargos municipales y podían aprovechar los comunales para usos agrarios y pecua-
rios —formaban parte de la Casa de Ganaderos—. Las grandes casas tenían posesio—
nes también fuera y vivieron un proceso de concentración mediante sucesiones y
alianzas matrimoniales. En Valencia, la gran propiedad latifundista se arrendaba a
corto plazo, pero la mayor parte de la renta nobiliaria procedía de derechos y obliga—
ciones delos vasallos con el poder jurisdiccional. Una nobleza menor acumuló un im—
portante patrimonio agrario —muy repartido—, comprado, obtenido de campesinos
endeudados o usurpado a los propios y comunales de los pueblos, transmitido median—
te estrategias matrimoniales con el patriciado urbano y la burguesía mercantil, arren—
694 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
dete era preciso ser noble y tener recursos—, con lO que Felipe V la apartaba de otras
tareas de poder y la devolvía a su función estamental tradicional pero bajo un con—
cepto de servicio, dado que el rey nombraba a los Oficiales. La vuelta de la nobleza al
“ Ejército es evidente: el 78,4 % de los que entraron —53,5 % a comienzos de siglo,
90,3 % al final— eran hidalgos y caballeros, de Andalucía (23,6 %), Castilla
(21 ,9 %) y, menos, de Aragón, que encontraron así una salida laboral. Nobleza titu—
lada y media en la cúspide, nobles de segunda fila y segundones en los mandos, los
del común sólo pudieron entrar en la suboficialidad o en la tropa; las milicias provin—
ciales, ejército de reserva, fueron la vía de inserción de la nobleza local en el Ejérci—
to. En el Otro extremo, las crecientes dificultades para reclutar tropa obligaron en
1770 a sustituir las reclutas de voluntarios, levas de vagos y ociosos y quintas, por el
reemplazo anual por sorteo, obligatorio y general, duro y prolongado y por eso im—
popular y eludido mediante fraudes y deserciones, 10 que unido al espíritu de las
Ordenanzas de 1768, confirmó la distancia entre la fuerza de origen popular y los
mandos y entre sociedad y milicia.
En la Marina, Felipe V abordó problemas parecidos a los del Ejército a través de
la unificación funcional y de lajerarquía de mando (1714), la formación de los Oficia-
les —Academia de Cádiz, 1717— O la segregación de los Cuerpos de Marina y del
Ministerio (1717). Pero la profesionalización de los mandos debió producir también
un proceso de aristocratización —las Ordenanzas de 1748 exigían ser <<caballero hijo—
dalgo notorio»— dado que fueron los estratos medios y bajos de la nobleza los que
buscaron en la Marina un modo de resolver su vida y obtener prestigio social. En 1718
se estableció el reclutamiento obligatorio 0 «matrícula de mar», que exigía a marine—
ros y artesanos de ribera un servicio en la flota o en los arsenales, compensado con
exenciones de servicio en el Ejército 0 de alojamientos y con el monopolio sobre las
actividades marineras, aunque las resistencias retrasaron su implantación hasta 1737 y
aún hasta las Ordenanzas de 1748.
La burocracia se formó sobre todo con hidalgos pero aparece como un grupo so—
cial coherente, definido por su formación y experiencia como Oficiales y abogados, la
eficiencia como criterio de selección 0 ascenso, y con capacidad para imponer sus in—
tereses e iniciar una política contra los grandes. Encaramados en las Secretarías de
Despacho o en la fiscalía del Consejo de Castilla —Campomanes, Floridablanca—, su
poder e influencia llegó a anular al propio Rey, que los había utilizado para contrape—
sar a la nobleza señorial. Tejieron redes clienterales que acabaron sustituyendo a las
de la alta nobleza, cohesionada en torno al partido del conde de Aranda, formado por
aristócratas, eclesiásticos, oficiales civiles y militares, contrario al absolutismo minis-
terial aunque también consciente de la necesidad de reformas. La jerarquía adminis—
trativa se tradujo en lo profesional y social. La nobleza ocupaba los altos cargos —0
éstos eran empleados por quienes pretendían ennoblecerse— y procedía de los cole—
gios mayores de las Universidades. En el sector medio se cubría con universitarios no
colegiales <<manteístas>>, cuya extracción social les impedía acceder al sector superior;
por eso serían los críticos más duros de la aristocracia en el último tercio del XVIII, aun—
que muchos —hidalgos, al fin— aceptaban las ideas liberales por conveniencia, como
lo hacía el heterogéneo grupo de la base, no en vano el clientelismo y el patronazgo
habían sustituido a la venta de oficios.
696 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
2. Los eclesiásticos
gresos, al alza hasta el último tercio del XVII], procedentes de las rentas eclesiásticas
—diezmos, primicias— puesto que no tenían un gran patrimonio raíz. Con ellos cu—
brían los gastos y salarios de su numerosa administración y de su servicio personal y el
pago de las pensiones, proporcionales a sus ingresos netos, así como de las insistentes
demandas de «donativos» por la Corona a fin de siglo. El gasto del remanente obede—
cía a la personalidad de cada mitrado, por lo que hubo mecenas, coleccionistas y
amantes del boato y el lujo junto con los que financiaron escuelas y casas de caridad,
acciones sociales y públicas, o los más pastorales —J. Climent, F. Beltrán, F. Arman—
yá—, que procuraron la mejora intelectual del clero creando seminarios.
Los sesenta cabildos catedralicios y las 120 colegiatas estaban atendidos, en
1753, por 7.836 clérigos, en cuya cúspide, por riqueza y prestigio, estaban los canóni-
gos de Toledo, Sevilla o Santiago, y en la base, innumerables capellanes ala espera de
algún ascenso. El Concordato otorgó el control de las prebendas a la Corona, lo que
pretendía eliminar un reclutamiento dependiente de relaciones clientelares, la endoga—
mia que, salvo en las de oficio —tampoco libres de influencias colegiales, universita—
rias o familiares— favorecía a los notables locales y a grupos de la nobleza media
—50 % en Barcelona, 75 % en Jaén, 80 % en Córdoba— y la formación de linajes de
canónigos. Después de 1753 la selección fue más cuidada: un 83—84 % tenía estudios
superiores en teología o derecho en universidades o seminarios, y habían sido docen—
tes 0 tenían experiencia pastoral o administrativa. El Concordato, sin embargo, favo—
reció otro nepotismo, el de los obispos, y redujo la movilidad y los ascensos de los ca-
nónigos, pero no disminuyó su corporativismo ni su poder en los tribunales diocesa—
nos, ni su influencia a través de fundaciones, hospitales o centros de enseñaza, aunque
un grupo creciente trató de superar estas taras y dedicarse a las letras, artes y ciencias.
Tampoco disminuyó la riqueza e ingresos de los cabildos ya que, sin un gran patrimo—
nio, eran perceptores de diezmos y rentas eclesiásticas que les garantizaban un buen
acomodo, sin más exigencia que el culto catedralicio.
En 1768 había 15.639 párrocos y 50.048 beneficiados, y en 1787, 16.689 y
53.481 respectivamente, 10 que no impedía que muchas de las 18.106 feligresías exis—
tentes careciesen de rector. Por cada sacerdote había en Murcia 1.721 feligreses y más
de mil en Extremadura 0 en Córdoba, frente a 153 en Álava y 170 en Léon, o 372 en
Segovia. Dado que el nümero de parroquias era estable, la mayoría de los clérigos se
ordenaba mediante la constitución de un patrimonio o de una capellanía, menos por
vocación que por prestigio social, y se convertían en un verdadero proletariado cleri-
cal acumulado en las ciudades a la espera de vivir de un beneficio eclesiástico. La pro—
visión de curatos correspondía al papa y al obispo según los meses, pero eran muy fre-
cuentes los derechos de presentación de municipios o comunidades y de particulares,
y el abuso del derecho de patronato generaba un clero ignorante, absentista y dócil a
sus patronos. El Concordato de 1753 dio a la Corona la presentación en los meses del
papa, lo que desde 1784 se hizo por concurso con examen, primando a los graduados
universitarios —menos de un tercio en 1784 y 47,7 % en 1804— o la experiencia pa—
rroquial, pero también provocó el arribismo, el baile de unas parroquias a otras y dis—
minuyó el número de aspirantes cualificados y jóvenes. Tras la expulsión de la Com—
pañía de Jesús aumentó el número de seminarios y se reformaron los existentes por
iniciativa delos obispos, pero también por mandato de Roma y de la Corona; una Real
Cédula de 1768 preveía un método de estudios para fomentar la ilustración clerical.
698 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
En cuanto al nivel de ingresos de los párrocos, en general parece que, de norte a sur,
descendía en función de su participación en el diezmo, las tierras o rentas de sus igle-
sias y el cobro de actos litúrgicos. Pero las parroquias solían estar gravadas con más de
un beneficio, lo que Aranda pretendió resolver con un Plan Beneficial (1768) que reu—
niese los beneficios pobres y diese participación en el diezmo a los clérigos pobres,
aunque la oposición de los patronos lo frustró en gran medida.
En el clero regular no cambiaron el predominio numérico de las órdenes masculi—
nas y de las llamadas mendicantes, la riqueza de los monasterios, las diferencias socia—
les entre ambos sectores, el conservadurismo mental o la falta de utilidad social, las lu—
chas regionalistas por el control de los cargos, y los conflictos entre seculares y regu—
lares о entre las ördenes por motivos teológico—doctrinales o intereses materiales o de
prestigio, cuestiones denunciadas por los ilustrados y de las que los regulares eran
conscientes. En esto último fue capital el ejemplo de la expulsión de los jesuitas, con
la que el Gobierno pretendía anular su influencia moral a través de las misiones, su
control sobre la elite en los colegios y sobre la Corte a través del confesor real y sus co—
nexiones con el poder. También lo fue la instigación de Campomanes, que movió des—
de 1768—1771 a varias órdenes a una reforma para controlar el número de religiosos,
suprimir los conventos más pequeños, hacer más selectiva la entrada de novicios, exi—
gir disciplina y rigor en la clausura y evitar los abusos basados en la incultura popular
y el dominio del púlpito; el número de frailes se redujo un 24 % en 1787 con respecto a
1753, pero crecen después porque las casas ricas sólo obedecieron la prohibición de
nuevas incorporaciones, y cuando esta se levantó volvieron a admitirlas. Los monas-
terios, repletos de hijos de burócratas, de la pequeña nobleza y la hidalguía o de las oli-
garquías fueron aún más criticados por su confortable existencia y su descuido reli gio—
so. Su impopularidad como rentistas, en frecuente litigio con los renteros, no se com—
pensaba con su labor social, limitada a la <<sopa boba» cotidiana a los pobres; su rique-
za, basada en rentas de patrimonio rural y urbano y en actividades crediticias, fue bo-
yante hasta mediados del XVIII, pero entra en crisis desde 1785, sin disminuir gastos en
servidores, administración, pleitos y tributos, por lo que el déficit obligó a mayor aus-
teridad e incluso al endeudamiento y a frenar la entrada de novicios.
Marítimo Terrestre (1784). Ari stocrática y rentista, la Sevilla de los cosecheros se dis—
tinguía bien del Cádiz de los cargadores, comerciante y burgués, y entre ambas, los
extranjeros, utilizados por Sevilla como arma contra Cádiz, vencedora final por su
cosmopolitismo. En ambas, en Málaga y en otros núcleos andaluces se formó una bur—
guesía con el capital del monopolio colonial, pero cuya mentalidad conservadora optó
por permanecer en la actividad mercantil y financiera e invertir en renta inmobiliaria y
gasto suntuario, ante las dificultades y riesgos de otras inversiones.
Como una prolongación del arco mercantil andaluz, en Canarias hubo una bur-
guesía comercial —con un sector extranjero, irlandés sobre todo— que, frente a la cri—
sis del comercio vitícola, adoptó una actitud librecambista y fomentó el comercio de
manufacturas extranjeras. El comerciante—hacendado, beneficiado por el alza de pre—
cios de productos básicos —millo y papas—, entra en las milicias provinciales, mono—
poliza los cargos políticos de las zonas portuarias o las regidurías de los cabildos,
practica una fuerte endogamia y sus clanes enlazan, en la segunda mitad de siglo, con
la nobleza y la burguesía agraria. Auge relativo basado en la diversificación de ries—
gos: actividades marítimas, participación artesanal y agrícola, y sobre todo en el co—
mercio por su facilidad.
Muy diferente era la fachada atlántico-cantábrica, sin núcleos urbanos de ver—
dadera importancia. En Galicia aparece, al final del XVIII… un sector comercial foráneo
y poco innovador, proclive a la renta agraria, que se desarrolla en A Coruña a la som—
bra del comercio con América desde 1764—1767 y del Real Consulado (1785), y en Fe-
rrol, en torno al Arsenal y los astilleros, y menos en Santiago, donde había una minoría
comerciante más conservadora. Oviedo y Gijón tenían una pequeña y pobretona bur—
guesía —sólo 123 comerciantes mayoristas en Asturias afin de siglo—_ muy inferior a
la de Santander. Puerto favorecido por Patiño y Ensenada para la salida de harinas y
lanas y habilitado para el comercio colonial ( 1778), se formó una elite de mayoristas,
agrupada en el Consulado e incrustada en el poder municipal, que invirtió en la indus—
tria naviera y en actividades financieras. Perjudicados por la opción del gobierno a fa—
vor el eje Burgos—Santander, la actividad de los comerciantes vascos se evidencia a
través de la presencia de colonias vascas en Madrid 0 Cádiz y en América. Ocupados
en su territorio en la administración de aduanas, en la gestión de bienes de nobles y del
clero o en la creación de compañías, en San Sebastián, su centro fue la Compañía Gui—
puzcoana de Caracas, cuya crisis (1765-1778) a raíz del comercio libre, se tradujo en
huida de capitales hacia la tierra o hacia el contrabando, en tanto que, a través del Con—
sulado, la burguesía consiguió infiltrarse en el gobierno municipal. En Bilbao, la poco
numerosa burguesía autóctona se dedicó al seguro comercio interno, no invirtió en in—
dustria sino en patrimonio urbano pero sobre todo rural por la vía del endeudamiento
campesino; entroncó con la nobleza y también se institucionalizó en torno al Consula—
do, y no desdeñó el contrabando. La oligarquía noble ya no representaba los intereses
del comercio ni los de estos territorios y ciudades, y entre 1785 y 1795, se formó entre
la burguesía vasca más relevante un núcleo cada vez más radicalizado en lo político y
económico.
En Navarra hubo también un grupo ascendente de comerciantes, presente en las
instituciones políticas, pero otro _Goyeneche, Aldecoa, Gastón de Iriarte— triunfó.
junto con los vascos, en los negocios económicos y políticos de Madrid, en donde pro—
tagonizó un ascenso social muy dinástico —estrategias matrimoniales— y apoyado
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 701
agremiada—, aunque la compra de tierras y casas revela que el campo era un resguar—
do de beneficios, fuente de rentas y una vía para el ennoblecimiento. La inversión en
las fábricas textiles, en especial desde los setenta, fue cada vez más controlada por em—
presarios industriales, heterogéneos —en origen eran propietarios campesinos, co—
merciantes, maestros agremiados, técnicos de empresas—, cada vez más endogami—
cos, institucionalizados primero dentro de la Junta de Comercio y luego en el Cuerpo
de Fabricantes de Tejidos e Hilados (1799), dada la fuerza que alcanza este sector aje-
no a los gremios; también arrendaban rentas, invertían en compañías de comercio y
seguros y en la construcción naval, y compraban tierras y casas, pero rara vez se enno—
blecieron.
En general, el enriquecimiento de los grupos mercantiles no disminuyó su tradi—
cionalismo social y su propensión al ennoblecimiento o al control de la política local.
Expresión de su prestigio son los consulados revitalizados desde 1758 —el de Barce—
lona—_ o creados en 1766 —Valencia, Burgos, San Sebastián— y 1784—1785 —todos
los demás,, que ya no exigían limpieza de sangre para el ingreso y que promovían el
reconocimiento social de los comerciantes. La entrada de los hacendados desde 1784,
con intereses diferentes, hizo que muchos comerciantes e industriales se retrajesen.
En un plano inferior se situaba la pequeña burguesía, omnipresente en las ciudades,
centrada en el textil, mediocre y tradicional en su mentalidad y aspiraciones, que no
logró separarse de la estructura gremial y que buscó prestigio —difícil, al tener tienda
abierta— forzando la distinción entre los gremios mayores y los otros u organizando—
se como cuerpos de comercio. La creación de éstos en Zaragoza, Valencia, Vallado—
lid, Toledo y Barcelona estuvo propiciada desde 1754 por la Administración, pero go—
bernantes e ilustrados los consideraban monopolistas y corporativos y perdieron sen—
tido desde que, en 1785, los Consulados admitieron a los minoristas, pero donde éstos
no existían, se situaron en el primer nivel social. Abogados, médicos, periodistas, ca—
tedráticos de Universidad, son un sector profesional que puede denominarse burgue—
sía administrativa y de la inteligencia, que también se institucionalizó en torno a los
colegios profesionales, y no sólo se desarrolló en Madrid sino en ciudades como Zara—
goza, Valencia 0 Sevilla, en donde coincidían instituciones de la Administración real
y local, tribunales, hospitales, conventos, cuarteles o casas señoriales.
Las minorías eran un sector diverso, discriminado cuando eran restos de mino—
rías casi desaparecidas —chuetas, agotes, vaqueiros, pasiegos—. Los gitanos eran
los más rechazados y menos integrados, porque su nomadismo anulaba el efecto de
las leyes de asimilación —en 1695 y 1717 se ordenó censarlos y concentrarlos en
pueblos grandes y se les prohibió ir a ferias y mercados—. Pero cuando ésta se ini—
ciaba allí donde trabajaban en oficios duros —corte de caña, fábricas de tabacos— o
especializados —arriería, esquileo, comercio de ganado—, valiosos para los terrate—
nientes, el ministro Ensenada decidió acelerar el proceso deportándolos a los arsena—
les. El resultado fue nefasto porque se deportó a los asimilados y avecindados
—unos 9.000, la mitad andaluces— y en 1749 se permitió el retorno de los que te—
nían una profesión; en 1763 se les dio una libertad vigilada y en 1783, si bien se
prohibía el nomadeo, se ordenó que el término «gitano» no se emplease de modo pe—
yorativo. Los esclavos eran sólo ya una nota exótica en las casas aristocráticas o
fuerza bruta obtenida mediante razias —1732 (Orán), 1775 (Argel)— y operaciones
de corso fomentadas por la Corona con incentivos aduaneros y de precio a los arma—
dores —l718, 1724, 1751— para conseguir unos 500 al año a principios del Sete—
cientos y 1.500 a mediados, necesarios en las galeras de la marina 0 en las obras pú—
blicas. Se suavizan las leyes referidas a la esclavitud, pero no es abolida porque era
necesaria para la explotación económica en América.
Por el contrario, los extranjeros, dada su relevancia económica, estaban protegi-
dos por el Estado y por los consulados de sus países, lo que no impidió expropiaciones
y expulsiones en tiempos de guerra, y cierto rechazo social por los privilegios que se
les daban, aunque no todos disponían de la misma situación o consideración. Entre los
más favorecidos estaban los cortesanos y altos cargos políticos ——ministros franceses
e italianos de Felipe V o de Carlos 111— 0 militares —irlandeses— que recibieron títu-
los de nobleza o se integraron por vía matrimonial; técnicos alemanes, flamencos,
holandeses, suizos o franceses atraídos para colaborar en la política industrial ——meta—
lurgia y textil—; ingenieros 0 maestros de oficios para obras públicas e industrias es—
tratégicas como la naval, bien pagados y destinados a enseñar, y trabajadores especia—
lizados contratados en grupo, e incluso, en el tramo final de siglo, los que llegaron por
su cuenta y abrieron fábricas de cerveza, sombreros, textiles 0 relojes. En el XV… de—
crece la inmigración temporera no cualificada, como los jornaleros agrícolas proce—
dentes de Francia, y aumenta la de comerciantes ingleses e irlandeses, holandeses, ale—
manes hanseáticos o genoveses; pero la comunidad más importante, ya desde fines del
XVII, era la francesa aunque la instauración de los Borbones no respondió a sus expec—
tativas. En 1764 había 1.483 comerciantes y negociantes extranjeros de los que el
61,5 % eran franceses, 14,4 % malteses y 6,7 % genoveses; ubicados en Cádiz e impli—
cados en el comercio americano, en otros puertos controlaban el comercio naval y los
seguros, y en Madrid, la banca.
Las clases populares urbanas constituían una enorme bolsa de pobreza incremen—
tada por quienes huían del campo en las crisis y a través de la inmigración, lo que, a
causa del aumento de precios y la estrechez e inestabilidad del mercado laboral, derivó
en una fuerte tasa de pobres urbanos —del 20 al 40 %— y en mendicidad. La novedad
al respecto es la creciente preocupación gubernamental, utilitarista y con pretensión
de mejorar la condición de los desfavorecidos, basada en una enorme información
—desde que en 1753 el Catastro identifica entre 200.000 y 300.000 pobres en Casti-
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 705
4. La sociedad rural
tió en un sector poderoso, con cargos concejiles, control sobre la comunidad y aspira—
ciones a entrar en los estratos bajos de la nobleza. Se le atribuye el protagonismo en
los cambios socioeconómicos y políticos, la resistencia antisefiorial y contra la fiscali—
dad y la propiedad eclesiástica, desde una posición consolidada en concejos y munici—
pios y bien vista por el gobierno, de modo que de la confluencia de intereses con éste
surgirá la política desamortizadora.
Por debajo estaba la banda ancha de los pequeños campesinos ——muchos, sólo
arrendatarios—_, que completaban sus ingresos con el trabajo artesanal O como jorna—
leros, pero que aun así se endeudaron, perdiendo la tierra en beneficio de prestamistas.
Más abajo aún, los jornaleros, apenas existentes en el norte y abundantes al sur del río
Tajo y en especial en Andalucía —más del 70 % en Granada, Jaén, Sevilla o Córdo—
ba— en donde las prácticas capitalistas conllevaron proletarización; en la otra Anda—
lucía, Extremadura, Castilla la Nueva, Cataluña, Baleares y Canarias, eran entre el
50—70 % y en Valencia, Aragón, Meseta Norte, León y Navarra menos del 50 %; su si—
tuación era peor donde eran más numerosos porque las oligarquías se valieron de su
abundancia para pagar salarios bajos, aunque el problema más grave era el paro esta—
cional.
Sin embargo, el jornalero de las zonas de latifundio compartía miseria con el
campesino del minifundio del norte. En Galicia y Asturias dominaban las pequeñas
explotaciones aforadas, que sufrían el problema del subforo y la tendencia de los ren—
tistas a convertir los foros en arriendos y, como en Cantabria, el crecimiento desarticu—
lado y selectivo, que obligó a los pequeños campesinos a completar sus ingresos con
la proto—industria textil 0 la arriería, y a emigrar. En el País Vasco, zona de explotacio-
nes pequenas y medianas en donde la actividad agraria era esencial por la crisis de la
metalurgia, se constata el descenso de los propietarios en números relativos y el au—
mento de los arrendatarios, debido a la escasez de tierra y al alza de la renta, propicia—
das por el sistema de heredero único que obligaba a los segundones a ocupar o a alqui—
lar tierras, y por la entrada del patriciado urbano en la propiedad mediante el endeuda—
miento campesino a causa de las malas cosechas, la falta de trabajo en las ferrerI'as o la
necesidad de capital para invertir; la opción de roturar tierras, frecuente desde
1780—1790, superaba las posibilidades de la mayoría rural; los beneficiarios fueron los
notables poseedores de tierras, los propietarios agrícolas con yuntas y la burguesía
mercantil. Sólo en la zona vitícola se detectan relaciones de tipo capitalista: los pro-
pietarios emplean asalariados foráneos, pagan en dinero y venden el producto.
En Aragón el campesinado vivía bajo un régimen feudal riguroso en ciertas zo—
nas. La renta de la tierra se basaba en censos proporcionales a la cosecha, lo que bene—
fició a los rentistas, y la proletarización de los campesinos tuvo su dimensión social en
la emigración a Zaragoza. Desde mediados de siglo se constata una importante bur—
guesía rural de labradores y poseedores de los medios para el cultivo, vinculados con
las administraciones señoriales о al poder concejil local y/o las casas mayores en el Pi-
rineo. Diferente es el caso de Cataluña, donde los propietarios de masías, miembros de
la baja nobleza 0 del patriciado urbano y sin cargas señoriales, prosperaron explotan-
dolas mediante asalariados o arrendándolas, pero también lo hicieron los labradores
acomodados que disponían de las masías en enfiteusis y se beneficiaron del aumento
del trend secular; la transmisión patrimonial mediante el hereu permitía concentrar y
racionalizar la explotación —de ahí la resistencia a la reforma de los mayorazgos—
708 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
A pesar de las crecientes bolsas de pobreza, desde la guerra de Sucesión hasta los
motines de 1766 apenas hubo estallidos sociales violentos, lo que nO significa que fue—
se la del XVIII una existencia pasiva sino que las tensiones se condujeron a través de
memoriales y denuncias ante instituciones de la Corona o ante los tribunales. La proli-
feración de pleitos, mecanismo propio de una sociedad estamental que implica respeto
al orden establecido, revela una reacción ante situaciones de abuso о en favor de cier—
los derechos básicos, y una idea de que esas acciones no eran mal vistas por los gobier—
nos ilustrados, más atentos a los problemas de los desposeídos e interesados en la rea—
firmación de los tribunales reales sobre los señoriales о eclesiásticos. Al margen de
esos cauces menudearon las sátiras y libelos —como corresponde a una sociedad cada
vez más alfabetizada— criticando a los poderosos y se reforzó la resistencia pasiva
——fraude, más bien—, el contrabando y todo lO que podía minar la posición de terrate-
nientes, señores 0 perceptores de rentas.
Los motines estallaron por problemas cotidianos y básicos, como el mal abaste—
cimiento O el precio elevado de los alimentos _Madrid (1699), Aragón y Valencia
(1709), País Vasco (1718), Granada y Valencia (1748), Crevillente (1757), Segovia y
Córdoba (1763), Salamanca (1764), Barcelona (1799), etc.—. Solían mezclarse con
710 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
a la real estaba promovida por la pequeña burguesía local —que pactó pronto con la
oligarquía local y con las autoridades— buscando libertad de comercio y limitar los
intereses de la burguesía especuladora de Alicante. En el País Vasco, donde no habrá
otra revuelta hasta 1804, la machinada de 1766 también estuvo precedida por malas
cosechas, precios elevados y el enfrentamiento de las clases bajas con quienes ostenta—
ban el poder y eran grandes almacenistas y especuladores de granos —el abasto estaba
intervenido por los municipios—. Pero, a diferencia de otros casos, bandas armadas
recorrieron el territorio pidiendo que la nobleza y el clero rebajaran sus rentas, y el
movimiento adquirió una virulencia que indujo a nobles, comerciantes y eclesiásticos
a reunir sus fuerzas contra los sublevados.
El gobierno de Carlos III buscó a los responsables que, lo fueran o no, se encon-
traron en la Compañía de Jesús —pretexto para su expulsión en 1767— y en lo más
marginal de la temida muchedumbre. Fue este el inicio de un mayor control de la po—
blación impuesto por el conde de Aranda, nombrado presidente del Consejo, y de un
reforzamiento de la autoridad real basado en medidas de policía en el propio Madrid,
incrementando la guarnición militar, organizando la ciudad en barrios regidos por al—
caldes, y desterrando o encerrando a los vagabundos ——creación de la Comisión de
Vagos y de la casa de corrección de San Fernando. А1 mismo tiempo, Aranda anuló las
normas contra el vestido y las costumbres tradicionales, y el Gobierno revisó las medi—
das reformistas, mejorando el suministro urbano e imponiendo cargos electos en los
municipios (1766) —diputados y síndicos personeros del común— para limitar el po—
der de las oligarquías e intervenir en las estructuras del poder local a través de nuevas
personas y grupos.
En el ámbito rural, en 1766 se inició el expediente para la elaboración de la Ley
Agraria, cuyo antecedente era la información obtenida del catastro de La Ensenada y
los memoriales de los pueblos elevados al Consejo de Castilla, que indujeron a los
ilustrados a localizar y diagnosticar los problemas del campo, a diseñar una política
económica que resolviese la baja productividad, y derivase en mayor recaudación fis—
cal y en la solución del suministro urbano. El material reunido por los intendentes y
los nuevos cargos municipales, y elaborado por los equipos reformistas, incluye la
Respuesta del Fiscal de Extremadura (1770), el Memorial Ajustado de Campomanes
(1771) o el Informe de Olavide, reveladores de la necesidad de aumentar el excedente
para bajar precios y mejorar el consumo, y de sus soluciones —reparto de baldíos y
tierras amortizadas entre los desposeídos—. En 1795 Jovellanos publica su Informe
sobre el expediente, cuando ya no se pretendía elaborar aquella ley.
La insuficiencia de tierra arable y la escasa posibilidad de expansión por la usur—
pación de comunes y propios eran las causas de profundos conflictos. Los más agudos
enfrentaban a propietarios con arrendatarios, debido a que el corto plazo del arriendo
facilitaba el incremento de la renta o la evicción, como también a los grandes arrenda-
tarios, con creciente poder y usos capitalistas, con los pequeños y los subarrendata—
rios, empobrecidos por la falta de tierra y condenados a contratos cada vez más gravo—
sos e inestables. No lo eran menos los existentes entre los campesinos y los ganaderos
de la Mesta, a causa del crecimiento demográfico que indujo a los primeros a roturar
pastizales y a protestar contra la prioridad de los mesteños en los arriendos de dehesas
y comunes, los subarriendos y la falta de pastos para el ganado de tiro; y entre los gran—
des ganaderos ——privilegiados y absentistas— y los pequeños, que reclamaban prefe—
712 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
rencia sobre los forasteros en los arriendos —concedida por Campomanes en 1783—,
ampliaban los vallados y convertían los pastizales en viñedos. Sin embargo, la colabo—
ración económica con Felipe V, pagada en 1720 con la concesión de que no subiesen
los arriendos ni se rompiesen los pastizales, y su auge hasta 1759, gracias a la cotiza—
ción de la lana, hacían de la Mesta un poder intocable, y sólo bajo Carlos III se dicta—
ron decretos en su contra (1779—1788), inspirados por politicos de ideas fisiócratas y
liberales contrarios a sus privilegios: a la cabeza del Honrado Concejo, Campomanes
inició su desmantelamiento.
En zonas de señorío menudearon las quejas contra los monopolios ——en 1760 se
prohibió la obligación de acudir a los que no satisfacían— y la resistencia a pagar de—
rechos señoriales relacionados con la protección —en Aragón, por ejemplo— o los in—
tereses de los censos a los prestamistas —sobre todo por parte de los municipios—. En
todo lo cual se ve la iniciativa de la burguesía agraria y el apoyo de la Corona para dis-
minuir lajurisdicción señorial, aunque no siempre. En Valencia, donde la dureza polí—
tico—fiscal del régimen señorial no fue tocada por Felipe V como pago a la colabora—
ción nobiliaria, y la salida de rentas hacia Castilla, provocaron la acción anti-señorial
de los campesinos pobres y la de los hacendados ricos, enfiteutas interesados en renta—
bilizar el alza de precios y de la producción. Ese era también el objetivo de los señores,
y su reacción fue exigir y aún ampliar sus derechos, haciendo nuevos apeos y recu—
rriendo a los tribunales, sobre todo en 1801, ahondando las tensiones.
Motivo también de conflicto era el funcionamiento de los municipios y su mala
administración, las redes de intereses y clientelas, el nombramiento de cargos, el in-
cumplimiento de ordenanzas, etc. Síndicos y diputados, desde 1766, movilizaron a los
vecinos, pero muchos hicieron causa con las oligarquías, como sucedió en La Man—
cha, donde intendente, alcalde mayor y corregidor, responsables de vigilar los precios,
no frenaban a especuladores y acaparadores —terratenientes y perceptores de ren—
tas— y litigaban entre sí por acusaciones de corrupción. Pero las reformas municipa-
les no lo resolvieron, ya que el sistema electivo dio impunidad a los caciques locales y
las irregularidades degeneraron desde 1767 en incidentes. Desde 1765, hubo también
protestas, críticas y resistencias contra el diezmo, desviadas por el clero hacia los re—
caudadores, pero la suspensión de su pago en años de crisis —1 787, 1788,
1803—1805— reforzó la actitud negativa. La crítica contra la propiedad eclesiástica y
contra los abusos sobre los colonos obligó al Consejo a restringir a los eclesiásticos la
posibilidad de arrendar tierra (1767— 1768) y a prohibir la cláusula de no acudir a tribu—
nales no eclesiásticos que solía figurar en los arriendos.
El contrabando, agudizado como actividad complementaria en zonas costeras y
fronterizas, mermaba los intereses señoriales y de la Hacienda y fue duramente casti—
gado por la Real Cédula de 1761. El incremento del bandolerismo y de la delincuencia
desde 1780 obligó a aumentar la vigilancia a través de cuerpos policiales —mossos
dºesquadra en Cataluña, cuadrillas de galicia, guardas de costa de Granada—_, a refor-
zar los castigos —los penados se destinan a los arsenales, a las obras públicas y a los
regimientos de América y Filipinas—_, y a proyectar un nuevo código penal (1770)
que no llegó a hacerse.
En fin, en la segunda mitad del XVIII se intensificaron los conflictos sordos y el re—
curso a aquellas acciones que corroían el sistema. El peso de la tradición, la diversidad
de niveles de renta, de consideración social y de intereses, el individualismo, la des—
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 713
confianza entre vecinos que competían por la misma tierra o por un precio mejor, la
ignorancia y el control ideológico impedían las estrategias comunes y las acciones co—
lectivas, favoreciendo así a terratenientes y poderosos. En el creciente malestar, que
preocupó al Gobierno, fueron muy importantes las presiones de la burguesía agraria y
de los municipios —que se endeudan para pleitear sobre usurpaciones de comunales,
tributos y monopolios señoriales—, vinculados entre sí y capaces de plantear una pro—
testa coherente, aunque poco representativa de los problemas de la mayoría. A fines
del XVIII, el Objetivo del Estado ilustrado de moldear una sociedad laboriosa y ordena—
da distaba de alcanzarse.
Bibliografía
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CAPÍTULO 27
1. La Ilustración
Aunque Kant dio su criterio sobre el concepto de Ilustración, las polémicas han
continuado. La idea de libertad y autosuficiencia, salida de la culpable minoría de
edad (supere aude), que presenta como lema, aparece matizada por los límites socia—
les establecidos y por la referencia expresa a identificar Ilustración con el siglo de Fe—
derico ll, con una subordinación —más o menos directa— al poder político.
Pese a la definición kantiana, las polémicas no han cesado. Muchos filósofos
quieren ver en la Ilustración un método de crítica permanente, atemporal y al margen
de cualquier marco geográfico. Otros, preferentemente historiadores, han expuesto un
concepto de Ilustración limitado en el tiempo (de finales del siglo XVII a la Revolución
Francesa) y en el espacio (Europa y el mundo occidental). Pues bien, dentro de esos
parámetros, algunos han trazado la imagen ideal de una prefigurada Ilustración, ex-
cluyendo a quienes no encajan con ese modelo que encontraría su paradigma en los
philosophes. En cambio, ya Franco Venturi señaló la existencia de una comunidad de
ideas, pero con matices culturales diferenciados. Habría que distinguir entre Lumiè-
res, Ilustración, Enlightenment, Aufklärung, I lumi. La polémica continúa tanto sobre
los orígenes (humanismo crítico о predominio físico—matemático), caracteres especí—
ficos (racionalismo, incluidos los aspectos religiosos) y consecuencias (optimismo—
pesimismo).
De cualquier forma, conviene señalar los cuatro campos en que se desarrolló el
mundo moderno y que dieron origen a la Ilustración; 1.°, la revoluciôn científica (de
Galileo a Newton), basada en la experimentación física con la inducción en fórmulas
matemáticas; Z.”, la historia crítica con la exigencia de pruebas fehacientes y amplia
base fílológica (Mabillon); 3.º, el cambio político con el origen de la sociedad en el
contrato social (Hobbes y Locke), y 4.º, crisis religiosa, tanto en el deismo como en
716 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
La palabra fue utilizada por primera vez, y con carácter de acusación de sospecha
de ortodoxia, en 1714, dentro de las polémicas sobre la ciencia moderna y el atomismo
(Palanco). Pero los historiadores actuales, con plena coherencia, la han utilizado para
señalar el cambio mental de un grupo de hombres de letras que, al tiempo que rechaza—
ban la escolástica, aceptaban las nuevas corrientes culturales procedentes de Europa.
En un primer momento, el interés de los historiadores apareció centrado en la re—
ceptividad de la nueva ciencia, especialmente de la medicina. Cabriada y Crisóstomo
Martínez (Valencia), J uanini y Casalete (Zaragoza), Joan d7Alós (Barcelona), las
Academias de la Corte (Diego Mateo Zapata), la Regia Sociedad de Medicina (Sevi—
lla). Pero pronto se hizo visible que no se trataba sólo de los aspectos médicos o cienti-
ficos. Era, en el fondo, un cambio mental, que abarcaba la concepción historiográfica,
los planteamientos filosóficos y las formas de vida social. En este sentido, desde múl—
tiples campos de la cultura y de la sociedad, aparecen manifestaciones de la presencia
} del nuevo espiritu. Los novatores vendrían a llenar el supuesto vacío cultural existente
[“
; entre la muerte de Calderón (1681) y la aparición del Teatro crítico de Feijoo (l726).
Conviene insistir en que el aislamiento español del XVII no fue tan radical como
se suponia en determinados ámbitos historiográficos. La presencia de militares, diplo—
máticos y clérigos en Europa (Caramuel, entre estos últimos) fue constante, y el inter-
cambio intelectual entre los miembros de las órdenes religiosas, propiciaron el cono—
cimiento de las nuevas corrientes culturales. En este sentido, los jesuitas constituyen
el ejemplo más claro del contacto científico con Europa, como ha demostrado Victor
Navarro en su trabajo sobre el estudio de las ciencias físico-matemáticas en el Colegio
Imperial. Esta apertura en el campo científico tenía su paralelo en la actitud de Nicolás
Antonio, como ha señalado Mestre, en el campo de la historiografía.
Ahora bien, en la década de los afios 1680 esta apertura intelectual se generaliza.
Podrá discutirse la fecha más simbólica, pero todos los historiadores coinciden en se—
ñalar esa década como el momento clave. El conde de Fernán Núñez publicó El hom—
bre práctico (1680), en el que señalaba la necesidad de los <<conocimientos matemáti—
cos», censuraba la escolástica, citaba a Descartes y elogiaba a Gassendi. Son conoci-
das, asimismo, las Academias que tenían lugar en Madrid, hacia 1683, con asistencia
de historiadores, filósofos y científicos. En 1687 publicó Juan de Cabriada su Cartafi—
losófica, médico—chymica, en que exigía la experimentación como único método cien—
tífico y lamentaba que los españoles, «como si fuéramos indios, hayamos de ser los úl—
timos» en conocer los nuevos adelantos cientificos. Ese mismo año 1687 el Ayunta—
miento de Valencia enviaba a Paris a Crisóstomo Martínez para que completase su
Atlas anatómico.
718 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Estas circunstancias explican que López Piñero haya escogido 1687 como el año
del acta de nacimiento de los novatores, entre otras razones, porque coincide con la
publicación de Principios matemáticos de lafilosofía natural de Newton. Esta activi—
dad inicial fue progresando. Juan Bautista Corachán hizo una adaptación de Descartes
hacia 1690, y redactö en latin un Método de fabricar y componer telescopios y micros-
copios, que Vicente Peset supone escrito en 1704. Todos esos movimientos encontra—
ron su cristalización más evidente en la Regia Academia de Medicina y Otras Cien—
cias, creada por Carlos II en 1700. En síntesis, los novatores conocían el movimiento
científico europeo (Galileo, Kepler, Harvey o Descartes) pero tenían sus límites: des—
conocían la obra de Newton.
Ahora bien, conviene señalar que, en estricto paralelismo, los novatores conocie—
ron las nuevas aportaciones en la metodología histórica, y desde el primer momento y
con relación directa con los protagonistas. El marqués de Mondéjar, en relación episto-
lar con los bolandistas (Papebroek) y con Baluze, inició una campaña contra los falsos
cronicones en el intento de conocer los orígenes de la cristiandad hispana, y redactó Di—
sertaciones eclesiásticas (1671 y 1747). Nicolás Antonio publicó en Roma su Bibliot—
heca Hispana (1672) y dejó manuscrita su Bibliotheca Hispana vetus (1695— 1696).
Asimismo Sáenz de Aguirre, benedictino y en relación con los maurinos (Mabillon),
publicó la Collectio maxima conciliorum Hispaniae el novi Orbis (1693—1694). Tam—
bién en este campo, los novatores manifestaron sus límites. Utilizaron el método crítico,
pero no se atrevieron con las tradiciones eclesiásticas de profundo calado político—social
(venida de Santiago a España). De cualquier forma, iniciaron una actividad de alto valor
historiográfico: pusieron al alcance de los estudiosos las fuentes documentales (Nicolas
Antonio y Aguirre) e iniciaron la metodología crítica que perfeccionarían los ilustrados.
En ese marco cultural de los novatores tuvo lugar el cambio dinástico, con el ac—
ceso al poder de los Borbones en la persona de Felipe V. No hay duda de que los plan—
teamientos culturales son los mismos, y en el campo de la cultura convendría dismi—
nuir el impacto dinástico, si bien habría que insistir en los efectos negativos de la gue-
rra de Sucesión. Los más agudos reformistas _Macanaz en la política y enseñanza,
así como Martí en la filología y la historia crítica— se formaron a finales del siglo an—
terior, dentro del gobierno de los Austrias. Pero quizás convenga señalar, como carác-
ter específico de la nueva etapa, la creación de instituciones que, a lo largo de la centu-
ria, intervendrán de manera positiva en la evolución intelectual.
La primera institución fue la Real Biblioteca. Teniendo como base la biblioteca
personal del monarca, la de la reina madre, la del arzobispo de Valencia Antonio
Folch de Cardona, austracista exiliado, y de otros, fue creada por Felipe V en 1712.
Algunos historiadores han querido ver en la Real Biblioteca el primer centro renova—
dor y el inicio de la Ilustración. Su carácter centralizador es innegable, pero los pri-
meros bibliotecarios (excepto Ferreras y Mayans) no sobresalieron por sus aporta—
ciones intelectuales. Y como dependía de la dirección del confesor del monarca.
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 719
Por supuesto, Feijoo no surgió en el mundo cultural hispano por generación es—
pontánea. Tres factores son esenciales para entender tanto la génesis de su pensamien—
to como la amplia difusión de su obra: la influencia de los maurinos, la herencia de los
novatores y la buena acogida por parte de políticos y burgueses, que aceptaron su mo—
derado reformismo.
Los benedictinos de la Congregación de Valladolid, orden religiosa a la que per—
tenecía Feijoo, tenían, como ha demostrado Dubuis, múltiples lazos de relación inte—
lectual con los maurinos de Saint Germain des Prés: enviaban anualmente religiosos a
París, mantenían frecuente correspondencia con las grandes figuras intelectuales y co-
laboraban en los trabajos históricos. Ese frecuente contacto explica la evolución inte-
lectual del cardenal Sáenz de Aguirre desde la escolástica a los estudios de historia, y a
París viajaron los profesores de Feijoo. Pero, sin duda, la mejor expresión de la in—
fluencia de los maurinos es la traducción del Tratado de los estudios monásticos de
Mabillon, que vio la luz pública en 1715. Era, sin duda, la superación de la escolástica
y la exigencia de abrir la orden a las exigencias culturales del momento.
Pero no podemos olvidar las circunstancias concretas españolas y el cambio cul—
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 721
el Santo Oficio exigía la introducción de una frase represiva, <<teoría justamente con—
denada por la Iglesia católica». Jorge Juan se opuso y las intervenciones del padre Bu-
rriel y de Gregorio Mayans lograron suavizar la postura del inquisidor general.
Por lo demás, el padre Feijoo tuvo la habilidad de plantear la reforma cultural en
el ámbito y los límites deseados por las autoridades y los grupos dirigentes del mo—
mento. Basta ver las dedicatorias de sus volúmenes: a los superiores generales de la
orden benedictina, al infante don Carlos, al cardenal Molina, a los Goyeneche... Esa
actitud explica la buena acogida por parte de los grupos reformistas, que propiciaron
su difusión, hasta llegar a la prohibición gubernamental de escribir contra el padre
Feijoo, porque era autor del agrado del monarca, en ese momento Fernando VI (1750).
ron las más duras críticas por parte de los grupos de la Corte, apoyados, claro está, por
los políticos (en especial los ministros Patiño y Campillo). Conviene recordar que la
familia Mayans había sido partidaria del archiduque Carlos pretendiente a la Corona
de España en la guerra de Sucesión, y en las discusiones literarias del momento fue
acusado por el Diario de los Literams de España de antiespañol, por haber publicado
una reseña crítica de autores consagrados (Feijoo) y de instituciones nacionales (Real
Academia de la Lengua), en Acta Erudilorum, revista publicada en Leipzig (Alema—
nia). Por lo demás, en un intento dejustificar la negativa de Patiño a la concesión de la
plaza de cronista de Indias, se acusaba a Mayans de desconocer las leyes de la historia
y dejarse llevar por la pasión.
Las polémicas tuvieron consecuencias negativas en el campo de la historiografía
crítica. La fundación de la Real Academia de la Historia surgió como fruto de una ter—
tulia de amigos de la Corte. Y uno de los primeros académicos fue Francisco Xavier
Huerta y Vega, uno de los redactores del Diario de los Literalos, que publicó la Espa—
ña primitiva (1738), con la aprobación explícita de las Reales Academias de la Lengua
y de la Historia. La obra estaba basada en un falso cronicón, cuyo original estaba en la
Real Biblioteca, que Mayans, como bibliotecario real, conocía muy bien. Delatado
ante el Consejo de Castilla, el Consejo nombró a Sarmiento y a Mayans para que in-
formasen. El benedictino rechazó la historia fingida pero creía que debía informar con
mayor profundidad quien conociese el manuscrito fingido. Ese informe correspondió
a Mayans, que hizo una dura censura de la España primitiva, pero el Consejo creyó
que, pese a las razones de crítica interna y externa que demostraban que se trataba de
un falso cronicón, la obra podía quedar libre.
Mayans abandonó la Real Biblioteca en 1739 y se retiró a su casa. Pero en 1742
fundô la Academia Valenciana para promover los estudios de crítica histórica. Los
medios eran los conocidos: edición de fuentes y de los autores críticos, entre los que
sobresalían Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar. La edición de la Censura de
historias fabulosas de Nicolás Antonio (1742), en que se desmontaba loda la serie de
supersticiones históricas en que se basaban los falsos cronicones (santos y obispos fal—
sos, concilios fingidos...) que afeaban la historia eclesiástica española, desencadenó
una feroz persecución. Delatada a la Inquisición, el Santo Oficio se inhibió pues no
afectaba a asuntos doctrinales. Pero llevada la denuncia al Consejo de Castilla, éste
decretó el embargo de la obra, de las galeradas de las Obras chronológicas de Mondé—
jar y de todos los manuscritos de Mayans. La victoria judicial del erudito no resarció
de las perniciosas consecuencias. Mayans fue, a partir de ese momento, más comedi—
do, al menos exteriormente. Pero expuso sus proyectos en la Prefación a las Obras
chronologicas de Mondéjar.
De esa manera entramos en una etapa apasionante en que se dilucida la postura
oficial de las autoridades políticas en el campo de la historia crítica. Los proyectos
mayansianos fueron conocidos por dos historiadores: un jesuita, Andrés Marcos Bu—
rriel, y un agustino, Enrique Flórez. Ambos conocieron los proyectos del erudito va—
lenciano, ambos gozaron del favor del gobierno por medio del padre confesor (Ráva—
go), pero no tomaron la misma actitud.
Flórez inició la redacción de la España sagrada en 1747. Confesaba atacar los
falsos cronicones, lo que es cierto, y acepta el valor del argumento negativo para re—
chazar la existencia de un hecho histórico. Pero, cuando llega a abordar las tradicio—
724 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Los regalistas. Pero también Felipe V encontró apoyos. El mismo confesor, Pe—
dro Robinet, partidario de las teorías galicanas, tranquilizaba la conciencia del monar—
ca através de una Junta Magna de teólogos. Pero las expresiones públicas más agresi—
vas procedieron de un obispo (Francisco Solís) y de un político (Macanal).
Solís redactó un Dictamen sobre los abusos de la Corte Romana, por lo tocante a
las regalías de S. M. yjurisdíccióu que reside en los obispos. El autor se manifiesta
con claridad partidario del conciliarismo y de la jurisdicción episcopal que procedería
directamente de Cristo. En consecuencia, el centralismo romano habría controlado de
forma abusiva el Concilio y el nombramiento de los obispos. Las deficiencias de la
Iglesia, evidentes a su juicio, se deben al centralismo de Roma, y la única solución
debe proceder del eje, concilio—Obispos—monarca, con un ejemplo histórico, ya practi—
cado, en los Concilios de Toledo. Aparece, por tanto, desde el primer momento, una
corriente conciliarista basada en los derechos episcopales.
Aunque Solís no descuidaba la economía, el control de los intercambios con
Roma y los aspectos materiales fueron abordados con mayor intensidad por Macanaz.
Pero, de hecho, sus planteamientos fueron expuestos durante los intentos por llegar al
acuerdo diplomático. La ruptura era perjudicial para Roma, pero también para Ma-
drid, y las posturas fueron llexibilizándose. La provisión de obispados, las ayudas
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 727
líneas generales, tiene semejanza con lo ocurrido en años anteriores. Interés de un clé—
rigo por conseguir un concordato —Alberoni en 1717, Molina en 1737—, que en am—
bos casos fueron agraciados con el cardenalato. Las conversaciones de París de 1714
fueron, una vez más, el punto de partida del acuerdo.
El Concordato de 1737 tiene 23 artículos. En ellos se abordaron algunos temas re—
lativos al control de la Iglesia hispana por parte del Gobierno. El derecho de asilo fue
regulado y disminuido, especialmente respecto a las «iglesias frías» y a las ermitas
(arts. 2—4). Disminuia asimismo el control de Roma sobre beneficios eclesiásticos, pero
quedó pendiente un tema vidrioso (coadjutorías con derecho a sucesión) que será des—
pués objeto de agrias polémicas. Y, sobre todo, el Gobierno logrò gravar económica—
mente al clero, pues la Santa Sede condescendió <<en que todos aquellos bienes que por
cualquier título adquirieren cualesquiera iglesia, lugar pio, o comunidad eclesiástica, y
por esto cayeren en manos muertas, queden perpetuamente sujetos desde el día en que
se firmare la presente concordia a todos los impuestos y tributos regios que los legos pa—
gan, a excepción de la primera fundación» (art. 8). Es la expresión más clara del interés
económico del Gobierno al firmar el Concordato. Ahora bien, a pesar de abordar «los
asuntos particulares de la presente disensión», como se podia leer en el texto, el concorda—
to no resolvió el problema de fondo —el control del sistema beneficial de la Iglesia hispa—
na— que explícitamente se deja a futuras discusiones para llegar a un futuro acuerdo.
Precisamente esas discusiones, que demostraban la provisionalidad del acuerdo,
desencadenaron una serie de polémicas que conducírán al acuerdo definitivo sobre el
sistema beneficia] de Iglesia hispana.
Las diferencias entre Roma y Madrid se manifestaron en una doble linea: polémi—
ca, que fue pública, y diplomática, que se desarrolló en secreto, aunque no siempre si—
guieron idéntico ritmo. En un primer momento se dieron las dos líneas. Después, las
divergencias sólo tuvieron lugar en discusiones públicas. Finalizadas éstas, las rela—
ciones diplomáticas adquirieron el protagonismo, que desembocó en el acuerdo final.
Dada la importancia de dicho acuerdo en la evolución del regalismo español, conviene
distinguir: discusiones, negociaciones, acuerdo y consecuencias.
Muerto Molina, cambió el equipo español, y la línea negociadora fue dirigida por
el confesor del monarca, el jesuita francés Jaime A. Fèvre. El instrumento directo era
Blas Jover, y el mentor intelectual Gregorio Mayans. En esta etapa, cesadas las nego—
ciaciones diplomáticas, adquirieron vigencia las polémicas entre Jover-Mayans y el
nuncio del Papa (Enrico Enríquez). Las discusiones se centraron, además de los casos
concretos, en la jurisdicción del Consejo de Castilla (es decir, el monarca) sobre los
beneficios eclesiásticos, en los abusos de Roma en la dispensa de los decretos conci—
liares de reforma moral, y en el alcance y sentido del Concordato de 1737 que, a juicio
de Mayans, era inválido, porque los acuerdos alcanzados habían sido practicados en
España desde el tiempo de la Iglesia visigoda. Estas ideas fueron expuestas por el eru—
dito en el Examen del concordato de 1737, que fue publicado en los primeros meses
del reinado de Fernando VI.
Conviene señalar, sobre todo, el cambio de la argumentación. No se trata de gra—
cias concedidas por bulas pontificias, sino de regalías inalienables de la Corona. Por lo
demás, los gobernantes quisieron facilitar el conocimiento del pensamiento galicano
y, a lo largo de las discusiones, entregaron a Mayans la Defensa de los 4 artículos gali—
canos de Bossuet, anteriormente prohibidos.
co, las protestas de los curiales romanos iban acompañadas de los elogios y felicita—
ciones de los hispanos. Era el final de una etapa del regalismo español y solucionaba
los problemas regalistas de la primera mitad del siglo XVIII. Pero, es necesario recono-
cer que, al mismo tiempo, dado el poder de la Monarquía en la Iglesia española, el re-
galismo se convierte en el eje de los movimientos doctrinales del siglo. Porque el rey
por derecho divino y el carácter de protector de la Iglesia permitían, a juicio de los go-
bernantes, la intromisión no sólo en asuntos administrativos de la Iglesia, sino tam—
bién en aspectos doctrinales, si bien nunca tocaran el dogma.
Ricardo Wall exigió la entrega de los documentos copiados con encargo regio por los
miembros de la comisión y, sobre todo, por el padre Burriel. Si bien el jesuita se resis-
tió y sólo entregó una pequeña parte de los documentos, los manteístas celebraron la
exigencia gubernamental. Y, sobre todo, sólo veían la solución a la decadencia cultu—
ral hispana con la caída de los jesuitas y de los colegiales, responsables, a su juicio, de
la decadencia, por haber rechazado a cuantos no fueran de su grupo. Entre los manteís-
tas estaban Campomanes, Roda o Lanz de Casafonda, entre los políticos; y Mayans y
Pérez Bayer entre los hombres de letras. La pugna, más o menos velada, duró hasta
1765, en que, con el nombramiento de Manuel de Roda para el cargo de secretario de
Estado de Gracia y Justicia, por parte de Carlos III, la balanza se inclinó definitiva—
mente en favor de los manteístas.
Conviene, sin embargo, tener en cuenta que los primeros trabajos eruditos del
reinado de Carlos III se habían iniciado durante el predominio cultural de los jesuitas.
Así, el padre Rávago, desde el confesionario regio, que llevaba implícito el control de
Ia Real Biblioteca, inició una serie de proyectos de largo alcance. Nombró a Miguel
Casiri para uno de los cargos de bibliotecario real, y le encargó la redacción de la Bi—
bliotheca arabico—hispana—escurialensis, cuyo primer volumen apareció en 1760.
Como puede observarse, éste, y otros proyectos culturales, alcanzaron su plenitud en
el reinado de Carlos III.
Pronto pudo notarse la desaparición de los jesuitas del confesionario regio. Así, a
principios del reinado de Carlos III tuvo lugar el caso del Catecismo de Mésenguy,
que demostró que las circunstancias habían cambiado y que el regalismo, crecido con
el Concordato de 1753, había cambiado en sus criterios doctrinales. El Índice inquisi—
torial de 1747, redactado por los padres jesuitas Cassani y Carrasco, incluía entre los
libros prohibidos dos obras del cardenal agustino Enrico Noris, por considerarlo jan—
senista. El papa Benedicto XIV protestó al Rey, pero el padre Rávago defendió, con
argumentos regalistas, la legitimidad de la prohibición. Noris era agustino y sus doc—
trinas podían confundir a los católicos españoles por defender doctrinas próximas al
jansenismo. La prohibición creó un conflicto diplomático que sólo quedó resuelto
después del cese de Rávago.
Pues bien, en 1762 el Santo Oficio prohibía la traducción castellana del Catecis—
mo de Mésenguy. Se trataba de un jansenista francés que negaba la infalibilidad ponti—
ficia y había sido publicado anteriormente en versión italiana en Nápoles, con licencia
real durante el reinado de Carlos III. El enfado del monarca fue grande: desterró al
inquisidor Quintano Bonifaz, y sólo después de la retractación del inquisidor aceptó
su presencia en la Corte. El Gobierno aprovechó las circunstancias e implantó el exe-
quátur regio. Para justificar semejante decisión, el secretario de Estado buscó el infor—
me de Campomanes. Curioso que el Fiscal utilizase en sus razonamientos las obras de
un galicano-jansenista tan caracterizado como Van Espen.
Las circunstancias habían cambiado, y si bien el Tratado sobre la regalia de
amortización de Campomanes (1765) encontrö tantos obstáculos que quedó paraliza—
do, el Gobierno tenía interés por controlar la Iglesia hispana y quiso demostrarlo con
el proceso del obispo de Cuenca (Isidro Carvajal), que fue humillado por los dos fisca-
ILUSTRACIÔN. REGALISMO Y jANSENーSM。 733
les del Consejo de Castilla (Campomanes y Moñino) por haber escrito al Rey lamen-
tando la legislación, perjudicial, a su criterio, a la Iglesia. Pero el regalismo, que era la
fuerza básica en el control de la Iglesia hispana, orientaba su poder en una línea antije-
suítica y proclive a las tendencias episcopalistas y rigoristas. El probabilismo, que ha-
bía recibido las bendiciones de los padres de la Compañía y defendido con calor el
Santo Oficio, encontraba ahora serios problemas. Y conviene recordar que, desde
el episcopalismo, que vimos defendido por Mayans en las polémicas del reinado de
Felipe V, y desde el rigorismo, era muy fácil encontrar el apoyo de los agustinos y has-
ta de los jansenistas de Utrecht, que habían recibido el favor de Van Espen.
fue la razón básica utilizada por Bayer: los colegiales forman, como los jesuitas, un
Estado dentro del Estado. El poder político del monarca absoluto, desde esa perspectiva,
peligraba. Pues bien, si Bayer no logró la reforma cultural de los Colegios, si logró eli—
minar un grupo que monopolizaba el poder judicial en España.
Pero también hubo un gran progreso en el campo de las ciencias. La figura de Jor—
ge Juan, que ya se hizo famoso por las Observaciones astronómicas en 1748, continuó
en colaboración con el Gobierno como espía político e industrial. Pero no abandonó
sus estudios matemáticos y astronómicos. En 1771 publicaba su Examen marítimo
teórico—práctico, obra que mereció ser reeditada en 1793 con adiciones por Gabriel
Ciscar. Y en 1773, obra póstuma, apareció Estado de la astronomia en Europa, en que
präcticamente se vengaba de la humillación inquisitorial sufrida en 1748, como expre—
saba en el mismo título, «para que sirva de guía al método en que debe recibirlos la
Nación, sin riesgo de su opinión y de su religiosidad». Estas preocupaciones técnicas
iban acompañadas de estudios botánicos, pues si Linneo envió a uno de sus colabora—
dores (Löfling) a España, las aportaciones de los españoles fueron básicas, por sus tra—
bajos sobre la flora americana. Son conocidas las polémicas sobre el sistema de Tour—
nefort, que algunos (Quer) consideraban <<más fácil, claro y comprensible para todos»,
y sólo después de un largo periodo de transición, se impuso el sistema de Linneo gra—
cias, sobre todo, a la actividad de Cavanilles. Y en los estudios de química, los esfuer—
zos de Bowles y de Gómez Ortega dieron sus frutos, con la creación de varios centros
de estudios químicos. Esa actividad preparó el campo para que las aportaciones de La—
voisier fueran muy pronto conocidas en España. Y en ese ambiente hay que enmarcar
los trabajos de los hermanos Elhuyar sobre el platino, o la labor crítica de Juan Manuel
de Aréjula sobre las investigaciones del mismo Lavoisier.
Los historiadores del siglo xv… hispano han señalado el interés por los temas
económicos, desde la aparición de Teórica у práctica de comercio y de marina (1742)
de Ustäriz. Todos insisten en el cambio de mentalidad de los tratadistas. Quizás uno de
los más audaces, aunque su obra apareció póstumamente, fue Bernard Ward, quien,
después de un largo viaje por las diversas naciones europeas, redactó su Proyecto eco-
nómico, si bien apareció después de su muerte en 1779. Pero, en el campo de las refor—
mas económicas, es menester recordar la creación de las Reales Sociedades de Ami—
gos del País. Nacida en el País Vasco, la idea fue asumida por el Gobierno y, con la ac—
tividad de Campomanes, se extendieron por toda la nación, aunque no en todos los lu—
gares lograron idéntico ambiente de reforma ni fueron tan activas.
De cualquier forma, la penetración de las ideas ilustradas fue mucho más intensa a
lo largo del reinado de Carlos 111. Uno de los testimonios más expresivos fue la floración
de revistas de difusión cultural. La actividad de Nipho es una de las manifestaciones.
Por su parte, Graef reclamaba, en los Discursos mercuriales, el derecho a criticar las de—
〝 cisiones de los politicos, crítica que consideraba necesaria, como observaba con la expe-
riencia de las naciones extranjeras. Más agresivo se mostró Clavijo y Fajardo, en El
Pensador, en que ya se vislumbran, no sólo ideas críticas contra las estructuras eclesiás-
ticas, sino también ideas racionalistas, con traducciones y comentarios sobre Buffon,
entre otros filósofos. El Pensador contribuyó a la difusión en España de Rousseau.
También crítico se mostró García Cañuelo en El Censor. El sentido, alcance y los apo—
yos políticos de la revista son discutidos, pero su lucha contra la superstición resulta evi—
dente, y no dudó en combatir con fuerza la campaña de apologías de la cultura hispana
después del famoso artículo de Masson de Morvilliers en la Enciclopedia melódica,
aunque fueran propiciadas por la Real Academia y el secretario de Estado, que publica—
ron Oración apologética por la España y su mérito literario de Forner (1786).
No podemos olvidar que otras revistas imitaron el espíritu de El Censor. Así El
738 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
El inicio del reinado de Carlos IV coincidió con los primeros pasos de la Revolu—
ción Francesa, y los vaivenes políticos incidieron quizás más en el proceso de la reli—
giosidad que en la cultura. Richard Herr definió la actitud del gobierno español ante el
proceso revolucionario como <<el pánico de Floridablanca», que prohibió todas las no—
ticias sobre los sucesos de Francia. La apertura inicial de Aranda tuvo que ser limitada
porque el regicidio de Luis XVI anuló cualquier intento de comprensión. Sólo con la
llegada de Godoy, después de la guerra de la Convención y la paz de Basilea (1795), se
permitió la entrada de libros extranjeros, también de los franceses, excepto aquellos
que atacaban la Monarquía o la religión, que quedaban prohibidos. Así, bajo el califi—
cativo de asuntos indiferentes, penetraron en España libros de autores ilustrados como
Adam Smith, Condillac o Buffon. Esto permitió al mismo Richard Herr calificar esta
etapa como «Godoy y el resurgimiento de la Ilustración».
También hubo apertura a los nuevos aires procedentes de Europa en los aspectos
religiosos, con los consiguientes problemas. El Sínodo de Pistoia, con su carácter jan—
senista, estaba en manos de los estudiantes salmantinos, con gran alegría de Jovella—
nos. Y la misma Constitución Civil del Clero, dentro del galicanismo radical, encontró
buena acogida por parte de los grupos jansenistas de la Corte: la condesa de Montijo o
740 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA
los canônigos de la colegiata de San Isidro. Esta receptividad explica, tanto el hecho
de que no se reconociese la bula Auctorem fidei (1794) que condenaba el Sínodo de
Pistoia, como las relaciones de nuestros jansenistas con los obispos juramentados
(Gregoire o Clément). Pero no consiguieron la reforma, o supresión, del Santo Oficio,
pese a los intentos de Jovellanos desde el Ministerio de Justicia.
En un momento pareció que estas corrientes episcopalistas—jansenistas iban a
triunfar. En 1799 murió el papa Pio Vl prisionero de los franceses. Y ante el temor de un
excesivo retraso —o imposibilidad— de reunión del Cónclave, el ministro de Estado
(Mariano Urquijo, antiguo traductor de Voltaire) firmó el edicto del 5 de septiembre de
1799, devolviendo a los Obispos españoles la potestad de dispensar de los impedimentos
reservados por Roma. El decreto, calificado con excesivo rigor y con evidente exagera-
ción por Menéndez Pelayo como el <<cisma de Urquijo», dividió a los obispos españoles.
Pero lo más grave fue que, nombrado pronto el papa Pío VII, y anulado el edicto, se de—
sencadenó una batalla política protagonizada por Godoy, que desembocó en la crisis de
1801. El Principe de la Paz aprovechó las circunstancias y persiguió a liberales y janse—
nistas. Val gan unas palabras de Joaquín Lorenzo Villanueva, el famoso diputado de las
Cortes de Cádiz: «El que delató al obispo de Barbastro (Agustín Abad y Lasierra) como
jansenista, añadió que hablaba de la revolución francesa en tono de aprobación de los
principios adoptados en Francia, de varias providencias de aquel gobierno y de la cons—
titución civil del clero.» Liberales y jansenistas serán los dos grupos que protagonizarán
los debates en favor de la soberanía nacional en las Cortes de Cádiz de 1812.
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CAPÍTULO 28
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1.3.3. Revistas
Afers. Falls de recerca i pensament. Publicación trimestral publicada por la editorial Afers
con el apoyo de los ayuntamientos de Silla y Sueca (Valencia). En catalán. Apareció en
l985. Su ámbito de interés es la historia de la Comunidad Valenciana de las épocas moder-
na y contemporánea. Se puede consultar información en el portal de dicha editorial
httpzl/www.provicom.com/afers
Archivo Hispalense. Revista histórica, literaria у artistica. Naciô en 1943, se trata de una
publicación anual en la que se incluyen artículos de historia de Andalucía y España.
Estudios de Historia Moderna. Revista no periódica que se publicó entre los años 1951 y
1959. Dirigida por Jaime Vicens Vives, recogió investigaciones de buena parte de los his—
panistas de la época dedicados a la historia moderna. Sin duda, se trata de una de las mayo—
res aportaciones a la historiografía modernista de la posguerra española, y algunos de sus
artículos constituyen verdaderos «clásicos».
Estudis. Revista de Historia Moderna. Revista anual publicada por el Departamento de His—
toria Moderna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia. Nació
en 1972. La mayoría de sus artículos están escritos en lengua castellana, si bien se incluyen
algunos en valenciano. El objetivo de la publicación es estudiar <<temas valencianos de los
siglos XVI, XV11 y xvm». Se puede consultar más información en: http://www.uv.es/ºubli—
cacions/
Hispania. Revista Española de Historia. Publicación semestral del Centro de Estudios His—
tóricos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Apareció en 1940, y
recoge artículos sobre todos los periodos de la historia de España. El último número publi—
cado corresponde al año 2002. Se pueden consultar los índices completos de todos los nú—
meros apareeidos en: http://Www.modernal.ih.csic.es/hispania/default.htm
Hispania Sacra. Publicación semestral del Centro de Estudios Históricos del Consejo Supe—
rior de Investigaciones Científicas (CSIC). Su interés primordial es la historia de la Iglesia
en España. Interesante para el conocimiento de este ámbito de investigación histórico. De
los últimos volúmenes publicados, es digno de mención el número 51 (correspondiente a
1999) donde se recogen las actas del Congreso de Historia de la Iglesia en España y en el
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 749
Mundo Hispánico. Se pueden consultar los índices completos de esta revista en:
httpz/lwwwmoderna 1 .ih.csic.es/hispaniasacra/default.htm
Hasta hace unos pocos años (en buena parte de España podríamos situarnos en el
primer lustro de la década de 1990), la persona interesada en el estudio e investigacion
una Obra, de época o contemporánea que no se hallaba en el centro, se tenía que acudir al
préstamo interbibliotecario o bien tratar de localizar la fuente en el centro de origen y
desplazarse, Si había la posibilidad, al centro en que se hallaba la dicha obra. Es evidente
que el tiempo invertido aumentaba considerablemente, y aun a veces sin poder obtener
los resultados deseados. Por otra parte, el estudioso de un tema en concreto, aunque es—
tuviese dotado de cautela y perspicacia, podía llegar a deducir que no existía, con toda
seguridad, más información sobre un aspecto concreto.
La irrupción y la constante consolidación de las TIC (Tecnologías de la Informa—
ción y la Comunicación) han empezado a cambiar por completo esta realidad, y es de
esperar que el panorama aún cambie más en pocos años. En estos momentos ya resulta
ner presente las posibilidades de trabajo que ofrecen las TIC. A continuación tratare—
mos de acercarnos a esta nueva realidad que, como acabamos de decir, aún comporta—
rá muchos más cambios a corto y medio plazo.
El primer hecho a considerar es, Sin duda alguna, el incremento notabílísimo de in—
formación al alcance del investigador y/o interesado. Éste, apriorísticamente, es un ele—
mento estéril, que Sólo desde la múltiple intersubjetividad puede ser considerado como
positivo o negativo. Para empezar, está claro que las posibilidades de conocimiento han
aumentado (y aumentarán) vertiginosamente. Hay que pensar que a mediados del año
otras disciplinas académicas, las consecuencias de este cambio son incuestionables: po—
demos encontrar, por poner un ejemplo, información detalladísima sobre las Alteracio—
nes de Aragón en una web realizada en los Estados Unidos, así como una colección de
documentos inéditos de Felipe II llevada a cabo en Inglaterra. El investigador tiene que
ser consciente de esta nueva realidad, y obrar en consecuencia, esto es: tratar de contro—
lar al máximo las herramientas que le permitan acceder a esta información. En la actua—
lidad, ya no es un problema acceder a la información; lo es, precisamente, saber selec—
cionarla e interpretarla. Obviamente, el exceso de información es un problema del que
nos ocuparemos posteriormente en el apartado 2.4.
752 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
Ahora bien, esta realidad debe ser analizada. En primer lugar, no todo lo que aparece
en la Red es verídico ni tiene por que tener siempre calidad. Y en segundo lugar, la tarea
del historiador no debe [ij arse a partir de ahora únicamente en la localización exhaustiva y
detallada de webs, y más si se tiene en cuenta el carácter caduco de algunas de estas fuen-
tes de información. En lo que se refiere al primer punto, hay que ser cautos y prudentes. La
información que se cuelga en la Red es sólo eso, información, y corresponde al investiga—
dor verificar, hasta el extremo en que sea posible, dicha infomación, así como valorar su
importancia y trascendencia. Por lo que respecta al segundo, nos podemos regir por los
consejos expuestos por Aristóteles hace más de 2000 años en su Metafísica: el conoci—
miento se adquiere y se transmite por el hecho de poseer la teoría, las causas, y no única—
mente por ser experto en la práctica. Sin unos conocimientos sólidos de historia, la Red
nos puede proporcionar datos e imágenes, pero no nos ayudará en el conocimiento y el
análisis. Hay que saber encontrar qué nos ofrece la Red, y no tiene sentido quedarse admi—
rado (¡cuando no aterrorizado!) por la cantidad de información que por ella circula, tarea
tan vana como estéril, ya que, como hemos dicho, la información varía, y es imposible co—
nocer la totalidad de lo que está colgado en la Red. En este sentido debe imponerse el sen—
tido común e incluso la humildad; así como siempre existirá un libro nuevo por descubrir,
siempre habrá una web interesante que desconozcamos.
Otro hecho a destacar, estrictamente positivo, es la rapidez. La información cir-
cula y, si los medios técnicos lo permiten, lo hace rápidamente. Ser conscientes de esta
realidad nos permite ampliar considerablemente la cantidad y, como ya se ha dicho,
quizás también la calidad de información. En este punto, el reto es aun mayor: hay que
pensar que, en cierto modo, depende del investigador ampliar infinitamente las posi—
bilidades de adquirir nueva información, nuevos conocimientos. Se puede afirmar sin
caer en la hipérbole que a partir de ahora ya no se puede dar ningún tema por zanjado,
ya que nuevas revisiones y aportaciones pueden llegar en el momento más inesperado
desde el lugar más aparentemente remoto.
Por último, para poder comprender la verdadera revolución silenciosa que está
suponiendo la implantación de Internet en España (que lamentablemente no es uno de
los países punteros en Europa en este ámbito), vale la pena recordar que, según datos
del Estudio General de Medios, a inicios de 1996 sólo un 0,7 % tenía acceso a Internet,
mientras que en junio de 2002 esta cifra superaba el 25%, lo que supone un incremen—
to más que notable. El perfil general de usuario sería el de un hombre o mujer joven
(25—34 años) de clase media o alta con estudios medios o superiores.
Se habla mucho sobre Internet, pero seguramente vale la pena aclarar sucintamente
qué es y cómo funciona. Internet es una red de redes de ordenadores capaces de conectarse
de manera transparente a través de unas líneas de comunicación que emplean un lenguaje
informático común. Por su parte, una red es un conjunto de ordenadores y dispositivos co-
nectados entre ellos. El acceso más generalizado a Internet se produce mediante la red te—
lefónica. En Internet podemos hacer uso de diversos servicios. Sin duda, los que más nos
interesan son los grupos de noticias, el chat (que permite establecer una comunicación in—
teractiva entre dos o más usuarios), el correo electrónico (que permite enviar y recibir
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 753
información y establecer contacto entre usuarios), las listas de discusión (enlas que varios
usuarios pueden intercambiar opiniones sobre temas específicos) y la World Wide Web
(WWW). Centrémonos en este ûltimo. Este sistema de navegación permite enlazar docu—
mentos y poder acceder a una inmensa cantidad de información.
Distinguiremos varios servicios que ofrece la Red para poder acceder a la infor—
mación. Tal y como ya dijimos, dependerá después del usuario constatar la validez e
interés de los recursos hallados.
Yahoo!: httQ://Www.yahoo.com. Sin duda, uno de los más populares. En ingles, castellano
(http://Www.yahoo.es) y catalán (http://ct.yahoo.com), se actualiza diariamente. La ver—
sión española permite buscar páginas escritas en castellano («Sitios en castellano») o bien
realizar búsquedas en páginas de España («Sólo sitios de España»). Permite realizar bús—
quedas muy extensivas, ya sea consultando su índice temático (en lo que se refiere a la his—
toria, se pueden buscar recursos por periodo histórico o por tema) o utilizando la opción
Search (Búsqueda).
754 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
The WWW Virtual Library: http://vlib.iue.it/. En inglés, permite realizar búsquedas con—
cretas. Incluye un extenso listado de recursos relacionados con la Historia, ya sean temáti-
cos (By topic) 0 estatales (Regional). En la sección de historia de España
(http://vlib.iue.it/hist—spain/Index.html) se incluye un apartado dividido en regiones (Ara—
gón, Madrid, Cataluña y País Vasco), etapas históricas (Prehistoria, Antigua, Medieval,
Moderna y Contemporánea), áreas temáticas (biografías, demografía, historia social, his—
toria de las mujeres, ciencia, cultura). Algunos de estos ûltimos apartados aún no estaban
finalizados cuando se acabaron de redactar estas páginas.
2.3.2. Las bibliotecas digitales: una nueva manera de acceder a los textos
Las bibliotecas digitales nos permiten acceder a una serie de servicios que trans—
forman notoriamente la relación hasta el momento existente entre lector y documento.
Evidentemente, desaparece la problemática de desplazamientos y de horario, aumen—
tan notablemente las posibilidades de consultar obras que antes nos eran lejanas (a
causa de su ubicación) y también es claro que se ha iniciado un proceso de desnatura-
lización del documento, que se halla al alcance del lector desde su domicilio o lugar de
trabajo, a menudo alejado del lugar de depósito del libro, con todas las consecuencias
histórico—sociales que este hecho conlleva. No es lo mismo consultar los fondos de la
Biblioteca Nacional de París in situ que hacerlo desde el despacho, el aula o el domici—
lio particular.
Las bibliotecas digitales nos permiten realizar consultas en línea de referencias
documentales, acceder a bases de datos y colecciones documentales, realizar el prés-
tamo de documentos y cargar ficheros que sean del interés del investigador. He aqui
algunas de ellas y las referencias de algunos catálogos digitalizados:
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 755
Las revistas digitales comparten con las tradicionales revistas en formato papel
el hecho de que publican artículos vinculados a un ámbito concreto del conocimiento.
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 757
Ahora bien, es evidente que aún no gozan del reconocimiento unánime de la comuni—
dad científica, debido a que se necesita una considerable familiarización con el uso de
las TIC y a su todavía escasa difusión. Sin embargo, es fácil prever que su implanta—
ción será mayor con el paso de los años, a medida que esta realidad se vaya modifican—
do y que se vayan resolviendo ciertos problemas técnicos. Hay que tener presente,
como elementos positivos que las diferencian de las publicaciones en formato papel,
que permiten un acceso rápido, que no presentan problemas de almacenamiento y que
permiten una conexión bidireccional entre lector y autor.
Real Academia dela Historia: http://rah.insde.es/ En castellano, se trata del portal de esta
institución. Se puede encontrar información administrativa sobre la Real Academia, así
como de sus publicaciones y actividades.
Fundación Española de Historia Moderna: http:// 161 .1 1 l' . 141 .93/fehm/ y http:/¡www.
moderna. 1 .ih.csic.es/fehm/ En castellano, es el portal de la FEHM (la Fundación Española
de Historia Moderna, anteriormente Asociación Española de Historia Moderna). Incluye infor—
mación sobre las reuniones científicas organizadas por esta institución, así como un Boletín en
el que se ofrece información sobre las actividades llevadas a cabo por varias facultades españo—
las. También resultan interesantes la sección de enlaces y la dedicada a las VII (Ciudad Real,
2002) y VIII (Madrid) Jornadas Científicas organizadas por la FEHM.
Voice of the Shuttle: http://vos.ucsb.edu/ Se trata de uno de los portales de temática genéri—
ca más ambiciosos y completos. En inglés, nos permite el acceso a una infinita cantidad de
información de todas las disciplinas humanísticas.
formación. La calidad de sus enlaces es indiscutible, y merece la pena navegar por este recurso
para encontrar infomación válida y a la vez muy actualizada.
Una vez se han presentado los elementos más representativos que se pueden ha—
llar en la red (buscadores, metabuscadores, bibliotecas digitales, listas de distribución,
revistas digitales y portales), es interesante poder contar con algunos criterios que per—
mitan evaluar de manera sucinta la inmensa cantidad de información a la que se puede
tener acceso hoy en día. Tal y como ya se ha dicho, el primer criterio es claro y conci—
so: se debe de ser critico ante cualquier información hallada en la Red, ya que en Inter—
net no hay «editores» que se responsabilicen de la veracidad y/o calidad de la informa-
ción. Este es, sin duda, un criterio básico a seguir cuando se analizan direcciones (tam—
bién se denomina URL: Uniform Resource Locator) existentes en Internet.
En segundo lugar, se aconseja comprobar, en la medida en que sea posible, el
contenido de la información. Algunos criterios útiles pueden ser: verificar si el res—
ponsable de la página justifica o expone de dónde ha extraído la información, diluci—
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 763
España en sus Regiones Históricas») que incluye los volúmenes dedicados a las regiones
de Navarra, Castilla—León (2 CDs), País Vasco (3 CDS), Cataluña (2 CDS), Andalucia, Ara—
gön (3 CDs), Galicia y Murcia y la serie lll («Historia de España») que contiene los si-
guientes títulos referentes a la historia moderna de España: «Obras clásicas sobre los Aus—
trias: siglo XVI», «Obras clásicas sobre los Austrias: siglo XVII», «Textos clásicos sobre los
Reyes Católicos», «Tratados Internacionales de España: 1598—1700», «Tratados Interna-
cionales de España: 1700— 1902», «Textos clásicos sobre los primeros Borbones hispanos».
Más información en: http://Www.tavera.com
En este manual se recogen más de tres centurias de historia que van
desde la unión de los reinados de Isabel I de Castilla Fernando VII
de Aragón, hasta el inicio de las revoluciones politicas de la nacion
española del siglo XIX. Un largo periodo historico que acontece
en escenarios distantes y cambiantes: la Península Ibérica… importantes
territorios en Italia y los Paises Bajos,, la mayor parte del continente
americano у otros enclaves asiáticos.
El libro aborda los acontecimientos más importantes del perío lo. como
la expansión del Imperio o la guerra de sucesión. pero también trata
con profusión la historia económica. social cultural de España, con
capitulos dedicados al Renacimiento. el Humanismo _v el Barroco.
10003993 .
Il HI IHI HI IHHll l
9 788434 413580
Árze/
www.arie|.es