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ALFREDO FLORISTÂN

(Coord.)

HISTORIA
DE ESPANA
‥〈EDAD
MODERNA ~
l.“ edición en esta presentación: septiembre de 201 1

Edición anterior: octubre de 2004

© 2004: Antonio Moreno Almárccgui. José Maria Вента.


Marís de los Ángeles Pérez Samper. Jesús M.& Usunánz Garayoa. Alfredo Floristän lmizcoz,
Emilia Salvador Esteban, Valentin Vázquez de Prada. Javier Antón Pelayo. Antoni Simon Tarrés,
Alicia Esteban Estríngana, Alberto Marcos Martin. Pegerto Saavedra. Teófanes Egido,
Luis E. Rodriguez—San PEdro Bezares. Carmen Sanz Ayán, Jesús Bravo, Joan Lluís Palos,
Bernardo J. Garcia Garcia. Gregorio Colás Latorre. Xavier Gil Pujol, Luis Ribot,
Pedro Molas Ribalta. Agustin González Enciso, José Cepeda Gómez, Enrique Giménez López,
Rafael Torres Sánchez, Ofelia Rey Castelao, Antonio Mestre Sanchís y Xavier Baró i Queralt

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ÎNDICE

21

CAPÍTULO 1. La población española: 1500-1860, por ANTONIO


MORENO ALMÁRCEGUI ......................... 23
1. La evolución de la población .................. 23
1.1. Del centro a la periferia. El hundimiento demográfico
de la meseta y la intensidad del crecimiento de la costa . 25
1.2. La red urbana ....................... 28
2. Las estructuras demográficas peninsulares durante la Edad
Moderna ............................. 35
2.1. La esperanza de Vida en Espafia. Niveles generales y
contrastes regionales ................... 36
2.2. La nupcialidad. La edad de matrimonio y los sistemas
familiares .......................... 38
2.3. Las diferencias regionales en los regímenes demográficos 39
2.4. Las migraciones ...................... 40
2.5. La Corte y la formación de una nueva elite social bajo
el amparo de la Monarquía. Las consecuencias demo—
gráficas y sociales ..................... 43
Bibliografia ................................ 45
Apéndices ................................. 46

CAPÍTULO 2. El entramado social y político, por JOSÉ MARÍA IMíZ-


coz BEUNZA ...............................
1. La vertebraciön social en el Antiguo Régimen: comunidades
y vínculos personales ......................
2. El entramado corporativo como sistema político .......
2.1. El Rey y los reinos .....................
2.2. Las elites dirigentes: señores y señoríos .........
2.3. Comunidades: las ciudades y los pueblos ........
2.4. Corporaciones: los gremios artesanos ..........
2.5. El orden doméstico: casas y familias, integración _
marginación ........................

$
HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

3. Las relaciones de poder en la socidad del Antiguo Régimen:


el poder como relación ..................... 67
3.1 . El capital relacional: parentesco, amistad y patronazgo 67
3.2. La desigualdad como base de las relaciones de depen—
dencia clientelismo ................... 69
3.3. Patronazgo y clientelismo en la Monarquía hispánica. 72
4. Las nuevas formas de relación de la Modernidad: hacia un
nuevo régimen político y social ................. 75

Bibliografia ................................ 77

CAPÍTULO 3. La vida cotidiana, por MARÍA DE LOS ÂNGELES PEREZ


SAMPER ................................. 79
1. Espacio y tiempo ......................... 80
2. La casa .............................. 81
3. Luz y agua ............................ 84
4. La cocina y la mesa ....................... 86
5. La incorporación de los productos americanos ........ 90
6. El vestido ............................. 92
7. Trabajo y ocio .......................... 96
8. Espectáculos, juegos y diversiones ............... 98
Bibliografia ................................ 101
CAPÍTULO 4. Cultura y mentalidades, por JESÚS М.а USUNÁRiz
GARAYOA ................................ 103
1. La «confesionalizaciön» de la sociedad española de los si-
glos XVI y XVII ........................... 103
2. El mundo ritual ......................... 104
2.1. Nacimiento, infancia, juventud ............. 104
2.2. La reforma del matrimonio ................ 107
2.3. La hora de la muerte ................... 110
2.4. Los ciclos festivos ..................... 113
3. La vida en comunidad ...................... 117
3.1. Las solidaridades: cofradías y hermandades ...... 117
3.2. La violencia interpersonal y colectiva .......... 120
4. Las creencias y la vida religiosa ................. 125
4.1. La religiosidad ....................... 125
5. De la confesionalizacioma la crisis del Antiguo Régimen 130
Bibliografia ................................ 131
CAPÍTULO 5. La unión de Castilla y Aragón. Los Reyes Católicos
(1474-1516), рог ALFREDO FLORISTAN IMÎZCOZ ........... 133
1. La uniön de los reinos ...................... 133
1.1. La guerra sucesoria en Castilla .............. 135
1.2. La herencia de la Corona de Aragón. Las característi—
cas de la unión .......................
La nueva Monarquía .......................
ÍNDICE

2.1. La restauración del gobierno real ............


2.2. La unidad religiosa. Judíos, moros y conversos. La
Inquisición ......................... 140
3. La expansión territorial ..................... 143
3.1. Granada .......................... 145
3.2. La expansión atlántica. Las Canarias y las Indias . . . 147
3.3. La politica norteafricana ................. 149
3.4. Politica italiana. Las guerras de Nápoles ........ 150
3.5. Las guerras de conquista de Navarra .......... 154
4. Los problemas sucesorios y la etapa de regencias ....... 155
4.1. La sucesión de Isabel I. Felipe I de Habsburgo y Fer—
nando el Católico ..................... 157
4.2. La sucesiôn de Fernando el Católico y la Lransferencia
del gobierno ........................ 159

Bibliografia ................................ 160

CAPÍTULO 6. La nueva Monarquía de los Habsburgo. Carlos I


(1516—1556), рог ЕМ1ЫА SALVADOR ESTEBAN ............ 161
1. Los dominios carolinos ..................... 162
2. El complejo organigrama institucional de la Monarquía his—
pánica ............................... 164
3. Las revueltas de comienzos del reinado: Comunidades y Ger—
manías .............................. 166
4. Los imperios de Carlos V .................... 168
5. Los principales adversarios ................... 171
6. Una posible periodización de la política exterior ....... 174
6.1. Musulmanes, protestantes y franceses por separado
(1516-1 530) ........................ 175
6.2. Alianzas antiimperiales en la fase mediterránea
(1530-1 544) ........................ 180
6.3. Desarticulación en la fase germánica (1544—1551) . . . 183
6.4. Coordinación de fuerzas y diversificación de frentes
( 155 1— 1 556) ........................ 187

Bibliografia ............................ ] . . . 189

CAPÍTULO 7. La Monarquía hispánica de Felipe II (1556-1598),


por VALENTÎN VÀZQUEZ DE PRADA ................... 191
1. La personalidad del monarca y el gobierno de su Imperio . . 191
1.1. La <<leyenda negra» felipense ............... 191
1.2. Su vida, formación y personalidad ............ 192
1.3. Forma de gobernar. E1 asunto de Antonio Pérez y las
«alteraciones» de Aragón .................
1.4. El imperio felipense y sus problemas ..........
2. La defensa en el Mediterráneo. Insurrección de los moriscos
granadinos. La lucha contra el Turco: Lepanto ........
2.1. Ataque a los berberiscos .................
2.2. El levantamiento de los moriscos granadinos .....
10 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2.3. La Santa Liga contra el Turco. Lepanto .........


3. Las guerras en el noroeste de Europa. Intento de control de
Francia. La rebeliòn de los Países Bajos (hasta 1585) . . . . 203
3.1. El avance del calvinismo y su repercusión. Intento de
Felipe II de controlar Francia .............. 203
3.2. La rebelión de los Países Bajos. Gobierno de Margarita
de Parma .......................... 205
El duque de Alba y la politica de dureza ........ 206
?“.-“É”
fª?º?”

Los gobiernos de Requesens y don Juan de Austria . . 209


Los progresos de Alejandro Farnesio, duque de Parma
(hasta 1585) ........................ 210
4. La anexión de Portugal a la Monarquía española ....... 211
4.1. Planteamiento de la sucesión portuguesa. Los candida—
tos y la actitud de los portugueses ............ 211
4.2. Actuación de Felipe II ................... 212
4.3. Resistencia de don Antonio, prior de Crato ....... 213
5. La gran empresa contra Inglaterra. La llamada «Armada
Invencible» ............................ 214
5.1. Los años de oposición sin ruptura de Felipe II e Isabel
de Inglaterra ........................ 214
5.2. La decisión felipense de invadir Inglaterra ....... 215
5.3. Fracaso de la Gran Armada ................ 215
6. Intervención en Francia contra un rey calvinista. Paz de Ver—
vins (mayo de 1598) ....................... 217
6.1. Felipe II apoya a los catòlicos contra Enrique de Bor-
bón ............................. 217
6.2. Las intervenciones del duque de Parma en París y Ruán 217
6.3. Fracaso de la elección de la infanta Isabel en los Esta—
dos Generales. Conversión de Enrique de Borbón al ca-
tolicismo .......................... 218
6.4. La guerra entre Felipe II y Enrique IV. Paz de Vervins 219
Bibliografía ................................ 220

CAPÍTULO 8. Los orígenes del estado moderno español. Ideas,


hombres y estructuras, por JAVIER ANTON PELAYO y ANTONI
SIMON TARREs ............................. 221
1. La Monarquía y España. Ideologías e identidades ...... 221
1.1. La pluralidad medieval y el espejismo unificador de los
Reyes Católicos ...................... 221
1.2. El hegemonismo castellano y la emergencia de una
idea política de España .................. 224
1.3. Absolutismo y constitucionalismo. Intentos de unifica—
ción y resistencias .....................
2. Castilla, centro dinamizador de la Monarquía. El desarrollo
de unos órganos centralizados de gobierno ..........
2.1. La Corte: la casa del rey ..................
2.2. La Corte: el centro de la gobernación de la Monarquía .
ÍNDICE

2.2.1. Los Consejos ...................


2.2.2. Los secretarios reales y las «juntas» .......
2.2.3. Hacia el sistema del valimiento .........
2.3. Estructuras fiscofinancieras ...............

CAPÍTULO 9. Composición y gobierno de la Monarquía de Espa-


ña, por ALICIA ESTEBAN ESTRÍNGANA y ALFREDO FLORISTÁN IMízcoz . 245
1. La composiciôn de la Monarquía de España ......... 246
1.1. Herencia, conquista y negociación ........... 246
1.2. Uniones accesorias y uniones principales ........ 253
1.3. Un proceso de agregaciones (1469-1580) y disgregacio-
nes (1566-1714) ...................... 254
2. Ausencia y representación del rey ............... 256
2.1. La delegación del poder real ............... 257
2.2. LO institucional y lo simbólico en la representación de—
legada ............................ 258
2.2.1. Los recursos institucionales: las instrucciones. 259
2.2.2. Gobernaciones y Virreinatos ordinarios y de
sangre real ..................... 260
2.2.3. La capitanía general y la lugartenencia real . . 261
2.2.4. Los recursos simbòlicos del lugarteniente del
rey: la Corte provincial .............. 264
2.3. Los tribunales del rey ................... 266
3. El gobierno: rey y «repúblicas» ................. 270
3.1. Ciudades, Villas y lugares ................. 271
3.2. Cortes, parlamentos y estados .............. 273

Bibliografia ................................ 277

CAPÍTULO 10. La sociedad española del siglo XVI: órdenes y je-


rarquías, por ALBERTO MARCOS MARTÎN ............... 279
1. Planteamiento general y metodología ............. 279
2. En la cúspide de la pirámide social: nobleza y clero ..... 283
3. Los sectores sociales en ascenso: burgueseses, letrados y bu-
rócratas .............................. 289
4. El campesinado mayoritario .................. 292
5. Las Clases populares urbanas .................. 294
6 Los pobres y la beneficencia .................. 299

Bibliografia ................................ 301

CAPÍTULO 11. Los fundamentos económicos del Imperio espa-


fiol, por PEGERTO SAAVEDRA .....................
1. El sector agropecuario ......................
1.1. Propiedad y usufructo de la tierra ............
12 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1 2. El entramado comunitario ................


1 3. Los tipos de cultivos y la trayectoria de la producción. 309
1 4. De los buenos a los malos tiempos ............
1 5. La ganadería trashumante ................
1 6. El ganado estante .....................
2. L a industria ............................
2 1. La industria textil .....................
2.2 . El aumento de la fiscalidad y la crisis de los grandes
centros industriales .................... 321
2.3. Otras actividades industriales, en especial la siderurgia 323
3. La evolución de los intercambios ................ 325
3.1. Metales, monedas, instrumentos de crédito y ferias . . 325
3.2. Los principales circuitos comerciales .......... 328
3.2.1. Del Cantábrico al Mediterráneo ......... 329
3.2.2. El comercio indiano ............... 331

Bibliografia ................................ 332

CAPÍTULO 12. La iglesia y los problemas religiosos, por TEÓFANES


EGIDO .................................. 335
1 Los poderes de la Iglesia ..................... 335
2. Regalismo ............................. 337
3. El real patronato ......................... 339
4 El rey, protector de su Iglesia .................. 340
5 Los deberes del patronato real ................. 342
5.1. El celo por la ortodoxia .................. 342
5.2. La Inquisición ....................... 342
5.3. La unidad de fe: del problema judío al problema de los
conversos .......................... 344
5.4. Mudéjares y moriscos ................... 348
5.5. Protestantes ........................ 349
5 6 352
5.6.1. Los obispos .................... 352
5.6.2. El clero secular .................. 353
5.6.3. El clero regular .................. 354
5.6.4. Nuevas ördenes religiosas ............ 354
6. El rey, protector del Concilio de Trento ............ 355

Bibliografia ................................ 357

CAPÍTULO 13. La cultura del Renacimiento y el Humanismo, por


LUIS E. RODRíGUEZ—SAN PEDRO BEZARES ............... 359
1. Renacimiento y Humanismo .................. 359
1.1. Consideraciones generales ................ 359
1.2. El Renacimiento en España ............... 361
2. La fascinación de Italia y los primeros humanistas ...... 363
2.1. Orígenes medievales y Humanismo catalano-aragonés. 363
2.2. Humanistas castellanos del siglo XV ...........
ÎNDICE 13

3. El Humanismo bajo los Reyes Católicos ............ 366


3.1. Principales figuras ..................... 366
3.2. Aspectos literarios ..................... 368
4. La expansión humanista de la etapa del Emperador ..... 370
4.1. Un programa emblemático ................ 370
4.2. Florilegio de humanistas ................. 371
4.3. La alternativa erasmista ................. 373
4.4. Académicos y científicos ................. 375
4.5. El Humanismo médico .................. 376
4.6. Literatura de creación y hazañas concretas ....... 377
4.7. Humanismo portugués .................. 379
5. Humanismo tardío y reforma católica ............. 380
5.1. Algunos nombres ..................... 380
5.2. Nuevos humanistas .................... 382
5.3. Resurgir escolástico .................... 384
5.4. Medicina y ciencia ..................... 385
5.5. Referencias literarias y memoria histórica ....... 386

Bibliografia ................................ 388

CAPÍTULO 14. La decadencia econômica del siglo XVII, por


CARMEN SANZ AYÁN .......................... 391
1. El concepto de decadencia «material» ............. 391
2. La evoluciòn de la agricultura y el concepto de «depresión
agraria» .............................. 392
3. La evolución de la manufactura ................ 395
4. La situaciön de los intercambios comerciales ......... 398
5. La «intervención» de la Monarquía en materia económica . 403

Bibliografía ................................ 408

CAPÍTULO 15. Polarización y tensiones sociales, por JESUS BRAVO


l. Introducción ...........................
1.1. Fuentes de información ..................
1 .2. El arbitrismo como fuente ................
1.3. ¿Una «sociedad conflictiva»? ...............
1.4. Cronologia .........................
2. Privilegio y tensiones: refeudalización .............
3. Iglesia, eclesiásticos y conflicto .................
4. Conflictos urbanos. Revueltas urbanas: alteraciones andaluzas .
4.1. Granada ..........................
4.2. Côrdoba ..........................
4.3. Sevilla ...........................
4.4. Madrid ...........................
5. Conflictos rurales ........................
5.1. Elecciones y conflictividad ................
5.2. Señorío, campesinos y elecciones ............
5.3. Prevenciòn contra los gitanos ..............
5.4. Fiscalidad y conllicto ...................
14 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

5.5. Producción, comercio y conflicto ............ 426


5.6. Comercio y territorio ................... 427
6. La ubicuidad de los bandoleros ................. 428
6.1. Bandolerismo en Cataluña y Valencia .......... 428
6.2. Un epilogo: «los gorretes y barretinas» ......... 429
6.3. Valencia .......................... 430
6.4. ¿Y el resto? ......................... 432
7. A modo de resumen ....................... 433

Bibliografia ................................ 435

CAPÍTULO 16. El Barroco hispânico, por JOAN LLUIS PALOS ..... 437
1. La percepciôn de la decadencia ................. 437
1.1. Decadencia e introspección ............... 437
1.2. E] anhelo de respuestas .................. 439
1.3. Entre la realidad y la ficción ............... 440
2. ¿Una cultura dirigida? ...................... 442
2.1. La nueva imagen del poder ................ 442
2.2. Mecenas clientes ..................... 444
2.3. Innovaciön y conservaciôn ................ 446
2.4. La resistencia de la cultura popular ........... 447
3. Las nuevas formas de la experiencia religiosa ......... 448
3.1. El castigo divino ...................... 448
3.2. Reforma y restauración .................. 449
3.3. Imágenes para la persuasión ............... 450
4. Pensando el Barroco ....................... 452
4.1. Un proceso de redención ................. 452
4.2. La fijación de los perfiles ................. 454
4.3. Las fronteras cronológicas y el legado barroco ..... 455

Bibliografía ................................ 457


CAPÍTULO 17. El reinado de Felipe III (1 598-1621), por BERNARDO
J. GARCÎA GARCIA ............................ 459
1. Una historia en revisión ..................... 459
2. Gobierno político y cortesano .................. 460
2.1. Felipe III, un principe cristiano y moderado ...... 460
2.2. El valimiento: el primer ministro favorito ....... 461
2.3. El apogeo de los Sandovales ............... 463
2.4. La casa de Austria: compromiso dinástico y con trapeso
político ........................... 465
3. Politica de pacificación y reformas ............... 467
3.1. La Pax Hispánica (1598—1617): una politica de conser—
vaciôn ............................ 467
3.2. Desempeño de la Hacienda Real ............. 472
3.2.1 Búsqueda de recursos y control financiero
(1598-1606) .................... 473
3.2.2. La crisis de 1607 y el sistema de asientos gene-
rales (1607—1621) ................. 475
ÎNDICE 15

3.2.3. Las contribuciones de los reinos: la Corona de


Aragón, Portugal y Nápoles ........... 476
3.3. La expulsión de los moriscos ............... 481
3.3.1. Políticas de evangelización y represión ..... 481
3.3.2. La solución final a la cuestión morisca ..... 483
4. Crisis de valimiento ....................... 484

Bibliografia ................................ 485

CAPÍTULO 18. Felipe IV y Olivares. El fracaso del reformismo


1621-1643, por GREGORIO COLÁS LATORRE ............. 487
1. El gobierno ............................ 487
1.1. El rey: Felipe IV el Grande ................ 487
1.2. El valido: don Gaspar de Guzmán y Pimentel ..... 488
2. El programa de gobierno. La política interior ......... 490
2.1. El programa de reformas ................. 491
2.2. La Uniôn de Armas y su fracaso ............. 493
2.3. La suerte de las otras reformas .............. 495
3. La politica internacional ..................... 496
3.1. El catolicismo O la razón de Estado de la Monarquía
Universal Católica ..................... 496
3.2. La guerra con Europa ................... 498
3.2.1. Los triunfos de los primeros años (1621—1627) 498
3.2.2. Derrotas y retroceso de la causa de Felipe IV
(1627—1634) .................... 500
3.2.3. Francia y el camino hacia la derrota definitiva
(1635-1643) .................... 501
3.3. El coste de la reputación ................. 503
3.4. Los castellanos y la reputación .............. 507
4. La crisis de la Monarquía. Los primeros años ......... 508
4.1. La rebeliòn de Cataluña .................. 508
4.2. La rebelión de Portugal y la conspiración de Medi—
na—Sidonia ......................... 510

Bibliografia ................................ 51 1

CAPÍTULO 19. Felipe IV y la crisis de la Monarquía hispánica.


Pérdida de hegemonía y conservación (1643-1665), рог
XAVIER GIL PUJOL ........................... 513
1. Cambio sin recambio (1643-1647) ................ 513
2. Rebeliones y paces (1647—1659) .................. 521
3. Fracaso en Portugal ........................ 534

Bibliografia ................................ 537

CAPÍTULO 20. Carlos II (1665-1700), por LUIS RIBOT ........ 539


1. Introducciön ........................... 539
2. El rey ............................... 539
3. La Regencia ............................ 541
16 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

3.1. El valimiento de Nithard ................. 541


3.2. Los años intermedios. La privanza de Valenzuela . . . 543
4. La mayoría de edad del rey ................... 547
4.1. Don Juan en el poder ................... 547
4.2. El primer matrimonio del rey .............. 549
4.3. El ministerio del duque de Medinaceli ......... 550
4.4. El gobierno del conde de Oropesa ............ 551
x4.5. Е] segundo matrimonio del monarca .......... 551
_ \4.6~ La década de Mariana de Neoburgo ........... 552
.La cuestión sucesoria ...................... 555
6. El fin de las Cortes de Castilla ................. 558
7. ¿Un reinado refonnista? ..................... 560
8. La Monarquía los reinos .................... 561
9. Epílogo .............................. 562
Bibliografía ................................ 563

CAPÍTULO 21. El Estado borbônico, por PEDRO MOLAS RIBALTA ~ . 565


1. Consejos, juntas y tribunales .................. 566
2. Los nuevos ministerios ..................... 568
3. Reinos y provincias ....................... 569
4. Los municipios .......................... ‘ 571
5. Las reformas militares ...................... 573
Bibliografia ................................ 577
‚A CAPÍTULO 22. Los reinados de Felipe V y Fernando VI
(1700-1759), рог AGUSTIN GONZÁLEZ ENCISO ............ 57 7
1. Felipe V .............................. 577
' 1.1. La crisis sucesoria ..................... 577
1 .2. Felipe V en España. La guerra de Sucesión: los prime—
ros años, de 1701 a 1706 ................. 578
1.3. La segunda parte de la guerra. Hacia la Victoria bor-
bónica ........................... 584
^ Е] tratado de Utrecht. El lina] de la guerra en España. 586
” 槙 1.5. La guerra de Sucesión como guerra civil y conflicto
social ............................ 587
‚> 1.6. De la influencia francesa a la iníluencia italiana
(1714/1715—1724) ...................... 591
1.7. ICE] reinado de Luis I y los años de Ripperdá (de Viena a
Sevilla, 1724/1725-1726/1729) ............... 593
>» 1.8. Е] reformismo de Patiño ................. 595
“\ 1.9. La política matrimonial y la estancia sevillana de la
Corte ............................ 597
1.10. La guerra de Sucesión de Polonia . . .‘ ......... 598
1.11. Los últimos años del reinado, 1737—1746 ........ 599
\ 2. Е] reinado de Fernando VI ................... 602
" 2.1. La paz de Aquisgrán .................... 603
2.2. La neutralidad ....................... 605
ÍNDICE 17

l‘ 2.3. El reformismo ....................... 606


2.4. La crisis de 1754 y el final del reinado .......... 608

Bibliografía ................................ 609

CAPÍTULO 23. Carlos III (1759-1788), por JOSE CEPEDA GOMEZ. . . 611
1. La buena imagen de un rey ................... 611
2. ¿Hacia la crisis del Antiguo Régimen? ............. 612
2.1. El papel del rey y el gobierno de los ministros ilustrados . 612
2.2. Las etapas del reinado .................. 612
2.3. La culminación de un proceso: la Junta de Estado. . . 614
2.4. Extrañas parejas: déspotas e ilustrados ......... 614
3. Los primeros años del reinado ................. 615
3.1. Carlos III y la herencia italiana ............. 615
3.2. Los primeros años. El gobierno de Esquilache ..... 615
3.2.1. Buenas reformas, mal talante, peor momento . 616
3.2.2. El dificil camino hacia el librecambismo. . . . 617
3.2.3. La abolición de la tasa del trigo de 1765 . . . . 617
4. Los motines de primavera de 1766 ............... 618
4.1. La interpretación de los motines por la historiografía
actual ............................ 618
4.2. Las consecuencias de los motines. Aranda al poder . . 619
4.2.1. Consecuencias de los motines: reformas muni-
cipales ....................... 621
4.2.2. Consecuencias de los motines: la expulsión de
los jesuitas ..................... 622
4.2.3. Otras reformas. Carlos III y el Ejército ..... 624
4.2.4. Otras reformas. Carlos III y la Universidad . . 625
5. Las Reales Sociedades Econòmicas de Amigos del País . . . 626
6. Olras reformas económicas ................... 627
6.1. El comercio con las colonias ............... 628
6.2. Carlos III y los gremios .................. 628
6.3. El Banco de San Carlos .................. 630
6.4. Las nuevas poblaciones .................. 630
7. La politica internacional de Carlos III ............. 631
7.1. El Tercer Pacto de Familia ................ 632
7.2. La participación de españa en la guerra de los Siete Años . 632
7.3. La guerra de Independencia de Estados Unidos . . . . 633
7.4. Relaciones con Portugal ............... _. . 634
”' 7.5. Carlos III y los países musulmanes ........... 634
8. Balance de un reinado ...................... 634

Bibliografia ................................ 635

CAPÍTULO 24. La crisis del Antiguo Régimen: Carlos IV


(1788-1808), por ENRIQUE GIMENEZ LÓPEZ ............. 637
1. Los inicios del reinado ...................... 637
1.1. El nuevo rey ........................ 637
18 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1.2. La etapa de Floridablanca y el temor al contagio revo—


lucionario ......................... 638
1.3. El breve gobierno del conde de Aranda .........
1.4. Manuel Godoy y la guerra de la Convenciòn ......
2. Oposicion interior y política exterior ..............
2.1. La inicial oposición a Godoy ...............
2.2. La alianza con Francia y la guerra contra Inglaterra. .
2.3. El paréntesis ministerial de Urquijo ...........
2.4. La política española al servicio de los intereses napo-
leónicos ........................... 651
2.5. El partido fernandino y las conspiraciones de El Esco-
rial y Aranjuez ....................... 653
3. La crisis del cambio de siglo .................. 656
3.1. El bloqueo agrario ..................... 656
3.2. Las manufacturas y la bancarrota del comercio . . . . 657
3.3. La paralización del crecimiento demográfico ..... 657
3.4. La quiebra de la Hacienda ..... 〝 ........... 658
Bibliografia ................................ 659
CAPÍTULO 25. Crecimiento y expansión económica en el siglo
XVIII, por RAFAEL TORRES SANCHEZ .................. 661
1. Crecer en un siglo de crecimiento y cambio .......... 661
1.1. La larga sombra de la revolución industrial y de la cri-
sis del Antiguo Régimen .................
1.2. Los nuevos ejes económicos. Nación y economía atlántica. 662
2. Politica econòmica y política reformista ............
2.1. Una política reformista no tan original .........
2.2. Las ideas del programa reformista ............
2.3. Pensamiento económico y política económica .....
3. La hipoteca militar y la Hacienda ...............
3.1. El ascenso de los financieros españoles .........
3.2. La reforma hacendística y fiscal .............
3.3. Hipoteca militar y deuda nacional ............
4. El aumento del consumo ....................
4.1. Más consumidores, en un país deshabitado ......
4.2. Urbanización y redes urbanas ..............
4.3. La demanda comercial ..................
5. El aumento de la producción ......... _ .........
5.1. La expansion agraria ...................
5.2. La renovaciön industrial .................
6. Una economía imperial .....................
7. Conclusiones ...........................
Bibliografía ................................
CAPÍTULO 26. Continuidad y cambios sociales, por OFELIA REY
CASTELAO ................................
1. Nobles, militares y burócratas .................
ÍNDICE 19

2. Los eclesiásticos ......................... 696


3. Los núcleos urbanos y sus habitantes ............. 698
3.1. Las burguesías ....................... 698
3.2. Los artesanos ....................... 702
3.3. Servidores, minorías, marginados ............ 703
4. La sociedad rural ......................... 706
5. Una sociedad poco conflictiva ................. 709

Bibliografia ................................ 713

CAPÍTULO 27. Ilustración, regalismo y jansenismo, por ANTONIO


MESTRE SANCHís ............................ 715
1. La Ilustración ........................... 715
1.1. El concepto de Ilustración ................ 715
1.2. Los novatores ....................... 717
1.2.1. La apertura a la nueva ciencia .......... 717
1.2.2. La historia critica ................. 718
1.2.3. Cambio de dinastía ................ 718
1.2.4. El espíritu de los novatores ........... 719
1.3. La primera Ilustración .................. 720
1.3.1. La obra cultural de Feijoo ............ 720
1.3.2. Los problemas de la historia crítica. Mayans y
los proyectos reformistas ............. 722
2. Regalismo y galicanismo. Los ecos jansenistas ........ 724
2.1. Precisiones de conceptos ................. 724
2.2. Politica práctica y evolución teórica del regalismo. . . 725
2.2.1. La guerra de Sucesión y la ruptura con la Santa
Sede ........................ 726
2.2.2. Las guerras de Italia y el Concordato de 1737 . 728
2.2.3. El Concordato de 1753 .............. 729
2.3. El viraje de 1754 ...................... 731
2.3.1. Los manteístas y la cultura ........... 731
2.3.2. El influjo galicano con matices jansenistas 732
3. La expulsión de los jesuitas. Planes de estudios e influjo gali-
cano ................................ 733
3.1. Nuevos planes de estudio ................. 733
3.2. Actividad cultural e ilustración radical ......... 736
3.3. Evolución cultural y religiosa entre vaivenes políticos. 738
3.3.1. Continuidad cultural innegable ......... 738
3.3.2. En el campo politico las circunstancias son
más complejas .................. 739
3.3.3. Aspectos religiosos y eclesiásticos ........ 739

Bibliografia ................................ 740

CAPÍTULO 28. Bibliografia, Internet y recursos digitales. Refe-


rencias y pautas para su interpretación, por XAVIER BARÓ I
QUERALT ...............................
20 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Bibliografia ............................
1.1. Obras generales y de síntesis que abarcan todo el periodo. 742
1.2. Obras específicas .....................
1.2.1. Desde los inicios al siglo XVI ...........
1.2.2. Siglo XVII .....................
1.2.3. Siglo XVIII .....................
1.2.4 Otras obras de temática más específica sobre la
historia moderna de España ........... 746
1.2.5. Teoria de la historia e historia de la historiogra—
fia en 1a época moderna ............. 747
1.3. Obras de consulta ..................... 747
1.3.1. Diccionarios y enciclopedias ........... 747
1.3.2. Atlas históricos .................. 747
1.3.3. Revistas ...................... 747
1.4. Internet y 1a historia moderna .............. 750
Internet y recursos digitales. Referencias y pautas para su in-
terpretación ............................ 751
2.1. Algunos cambios producidos en la investigación en
historia moderna a raíz de la aparición de las TIC . . . 751
2.2. Algunos conceptos claves sobre Internet y su funciona-
miento ........................... 752
2.3. Encontrar información en Internet ........... 753
2.3.1. Buscadores y metabuscadores .......... 753
2.3.2. Las bibliotecas digitales: una nueva manera de
acceder a los textos ................ 754
2.3.3. Las listas de distribución relacionadas con la
historia moderna de España ........... 756
2.3.4. Las revistas digitales sobre historia moderna . 756
2.3.5. Recursos y portales vinculados a la época mo-
erna ........................ 757
2.4. Algunos criterios para evaluar la información existente
en Internet ......................... 762
2.5. Recursos sobre historia moderna de Espafia en
CD—ROM: incipientes y sugestivas propuestas .....
AUTORES

ANTONIO MORENO ALMARCEOUI


Universidad de Navarra

JOSE MARÍA IMízcoz BEUN乙A


Universidad del País Vasco

MARÍA DE Los ÁNGELES PERE7. SAMPER


Universidad de Barcelona

JESUS M.a USUNÀRIZ GARAYOA


Universidad de Navarra

ALFREDO FLORISTAN IMÍZCOZ


Universidad de Alcalá

EMILIA SALVADOR ESTEBAN


Universidad de Valencia

VALENTIN VÁZQUEZ DE PRADA


Universidad de Navarra

JAVIER ANTÓN PELAYO


Universidad Autónoma de Barcelona

ANTONI SIMON TARRES


Universidad Autónoma de Barcelona

ALICIA ESTEBAN ESTRI'NGANA


Universidad de Alcalá

ALBERTO MARCOS MARTÍN


Universidad de Valladolid

PEGERTO SAAVEDRA
Universidad de Santiago de Compostela

TEOEANES EGIDO
Universidad de Valladolid
22 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

LUIS E. RODRíGUEZ—SAN PEDRO BEZARES


Universidad de Salamanca

CARMEN SANZ AYAN


Universidad Complutense de Madrid

JESÚS BRAVO
Universidad Autónoma de Madrid

JOAN LLUIS PALOS


Universidad de Barcelona

BERNARDO J. GARCIA GARCIA


Fundación Carlos de Amberes y Universidad Complutense de Madrid

GREGORIO COLAS LATORRE


Universidad de Zaragoza

XAVIER GIL PUIOL


Universidad de Barcelona

LUIS RIBOT
Universidad de Valladolid

PEDRO MOLAS RIBALTA


Universidad de Barcelona

AGUSTÍN GONZÁLEZ ENCISO


Universidad de Navarra

JOSE CEPEDA GOMEZ


Universidad Complutense de Madrid

ENRIQUE GIMENEZ LOPEZ


Universidad de Alicante

RAFAEL TORRES SANCHEZ


Universidad de Navarra

OFELIA REY CASTELAO


Universidad de Santiago de Compostela

ANTONIO MESTRE SANcuís


Universidad de Valencia

XAVIER BARO I QUERALT


Centre dºEstudis Joan XXIII (Barcelona)
CAPÍTULO 1

LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500—1860

por ANTONIO MORENO ALMÀRCEGUI


Universidad de Navarra

Parece que en España el régimen demográfico no empezó a cambiar significati-


vamente hasta los años sesenta del siglo XIX. El mantenimiento de los niveles de mor—
talidad altos, al menos hasta 1860, justifica que extendamos este breve capítulo hasta
la década de 1850—1860.
Dividiremos esta sección en dos partes. En la primera se examina la evolución
general de la población española. Dedicaremos una especial atención al estudio de
la evolución de la red urbana. En la segunda, examinaremos las estructuras demo-
gráficas. Consideraremos la diversidad de los regímenes demográficos regionales,
su relación con la red urbana y los movimientos migratorios dentro de la Monar—
qu1a.

1. La evolución de la población

Entre 1500 y 1860 España pasó de 4,2 millones de personas a 15,6 millones, lo
que significa que multiplicó su población por 3,75 en estos 360 años. La tasa media
de crecimiento para todo el periodo fue del 3,8 por mil, superior a la del conjunto de
Europa (3 por mil), y bastante por encima de las regiones mediterráneas (2,4 por
mil) lo que supuso que, en el conjunto del periodo, estas regiones europeas multipli—
caran su población 2,87 y 2,34 respectivamente, por debajo de España. Sólo las re—
giones del noroeste de Europa, con una tasa media del 4,7 por mil, superaron con
creces el crecimiento español, lo que significó que en torno a 1850 hubieran multi—
plicado su población por 5,17.
España no siempre creció a un ritmo mayor que Europa. En el periodo 1650-1700
creció a la mitad de velocidad, y entre 1800 y 1850 tuvo una tasa ligeramente inferior.
En los restantes periodos considerados, España creció igual 0 por encima de Europa.
En el periodo 1700-1750 creció a un ritmo semejante a la media europea. Entre 1500
1650, el periodo de su hegemonía en Europa, España siempre creció por encima de la
24 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

TABLA 1.1. La población europea par grandes regiones. Millones de habitantes

Tur. Тег. Tur. Î. *


Año Noroccideníal por mil Mediterránea por mil España por mi! Ezuur; r, * ”…

1500 8,3 18,3 4,2 61 c


1550 9,8 3,4 20,0 1,8 5,3 4,9 ` _
1600 11,9 3,9 22,3 2,2 6,4 3,5 鱒 二 [`
1650 14,9 4,5 19,6 —2,6 6,8 1,4 ご ]一
1700 16,0 1,4 22,8 3,0 7,1 0,9 ‥ —'- ', _
1750 18,3 2,7 26,5 3,0 8,2 2,8 ¿4 二 二 ~
1800 26,1 7,1 31,2 3,3 11,1 6,2 13: _ }
1850 42,7 9,9 42,8 6,3 15,7 6,9 ]__ ' —'

TOTAL del periodo 4,7 2,4 3,8

FUENTE: J. DE VRーES, La urbanización de Europa. 1500—1800, Barcelona, 1987, pp €th ::;


España, elaboración propia (Apéndice 3).

media europea, colocándose otra vez por delante durante la segunda mitad «;;;:
XVIII, el momento de máximo esplendor de la Ilustración borbónica.
Respecto a la media del mundo mediterráneo, las regiones más p&r ‥ ;: s-
entorno, España siempre creció por encima de ellas, salvo para el periodo 165 ′ '
En cambio los países del noroeste de Europa tuvieron siempre un ritmo de - ‥ :—
superior al español, que sólo <<resistió» con dignidad durante la prodigiºsa 己\萱_〟 二 _ _.
del siglo XVI.
En resumen, un crecimiento demográfico importante durante el siglo \”. :.
cima de la media europea y mediterránea, y equiparable al de las regiones > ;:
cas del noroeste. Una larga crisis durante el siglo XVII, sin apenas crecimier.:;

debajo de las regiones del noroeste europeo, que en esos momentos se dista:
resto. Y, finalmente, una vuelta al crecimiento durante el siglo XVIII. a un [ : _ ′
cima del resto del continente o del mundo mediterráneo hasta 1800.
La figura 1.1 —un indicador aproximado de la Tasa Neta de Repr-;_;; : ‥
(TNR: ver Apéndice II.2)— permite reconstruir con mayor precisión le : }:::;
de este crecimiento. Más particularmente sirve para precisar el moment-; } '.; 1:-
tensidad de la crisis del siglo XVII. La TNR se mantiene alta hasta el ‥ ie
1570-1579. Cae suavemente durante los años ochenta del siglo \\ I. 〉 _ *] _ *
mente durante los decenios comprendidos entre 1590 у 1609, para hundirse ¿5 for—
ma espectacular, por debajo de uno, entre 1610 y 1659. El momento peor situa
en las décadas de 1630—1649.
A partir de 1660 la TNR se vuelve a colocar ligeramente por encima de 藁 - d)
Aunque la tendencia es al alza, se mantendrá por debajo de 1,1 hasta 1700- 1 "ПЧ Des—
de entonces, la TNR irá subiendo lentamente hasta alcanzar sus niveles más en
los decenios de 1760 a 1779 (1,19 y 1,17 respectivamente).
Durante el siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, las décadas peores parece
corresponder a 1780—1789, cuando la TNR vuelve a los niveles de comienzos de siglo
(1,1 1), y luego los decenios comprendidos entre 1800 y 1819 (1,10 y 1.10 respectiva—
mente), momentos en los que se mezclan las crisis de mortalidad. la guerra de Inde—
pendencia y el final del Antiguo Régimen político. Con todo, estas crisis no presentan
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 25

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oº.) 濁º.) 欝 e;º.) oCb º;ªb 〇0.5 @ª?)
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xº”

FIG. 1.1. Estimación de la Tasa Neta de Reproducción (TNR) española, 1550—1859.

la gravedad de las anteriores, y se sitúan en un contexto de crecimiento. La década de


1830—1839, marcada por la primera guerra carlista, parece constituir otro momento de
crisis suave.
En resumen, franco crecimiento durante el siglo XVI hasta 1580-1589; dureza de
la crisis entre 1610 y 1659 (con diferencia, el periodo peor de estos 350 años); debili—
dad dela recuperación durante la segunda mitad del siglo XVII; y aceleración del creci—
miento hasta 1770—1779, momento en el que se alcanzan ritmos de crecimiento seme—
jantes a los del siglo XVI. En general, la crisis del Antiguo Régimen y las guerras del
periodo, aunque dejan su huella, no parecen tan graves y se sitúan en un contexto ex—
pansivo de la población.
En esta visión de conjunto destaca la gravedad de la crisis de los años 1610 a
1659. Importa, entonces, preguntarse por qué España, que había estado durante el si—
glo XVI a la cabeza del crecimiento demográfico europeo, se separó en el siglo XVII
de las regiones más prósperas de nuestro entorno, dando lugar a más de medio siglo de
franca debilidad poblacional.

1.1. DEL CENTRO A LA PERIFERIA. EL HUNDIMIENTO DEMOGRÁFICO DE LA MESETA


Y LA DADDEL CRECIMIENTO DE LA COSTA

Al finalizar el reinado de los Reyes Católicos, las regiones más pobladas se en-
cuentran en el interior, en la meseta, principalmente en su porción septentrional. Entre
el Duero y el Tajo se concentra casi la mitad de la población castellana, lo que hace de
esta región el corazón demográfico, económico y político de la Península. En conjun—
to, el interior peninsular está más poblado que la costa, con la excepción de Valencia.
El poderío de Castilla dentro de la nueva Monarquía se fundamenta en el vigor demo—
gráfico de la meseta central.
26 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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ヽ溜 凌 @@ xá? (\ (lº? >?)

+ Interior Costa

F[G. 1.2. Estimación de la evolución demográfica del interior y la costa (1 pa тг J“c .É, : …-
tismos. Porcentaje del total de población en cada región.

Esta situación se va a ver profundamente alterada durante los tres siglos 〉 medio
siguientes (figs. 1.2 y 1.3). La Castilla interior sufrirá con intensidad la crisis del si—
glo XVII y un prolongado estancamiento a continuación. En conjunto. el maximo de
población alcanzado entorno a los años 1580 no se volverá a recuperar al eno; hasta
1750—1760. Si los bautismos rellejaran directamente la población. al comienzo de la
Edad Moderna el 56 % de la población española se situaría en el interior. frente al
44 % de la costa; hacia finales del siglo XVIII la situación se habría inx enido: el Interior
tendría el 39 % y la Costa contaría el 61 % de la población. En el decenio de
1610—1619 la Costa sobrepasaría por primera vez a la población del Interior. Este rele—
vo del interior por la periferia se acelera durante el periodo 1570—16-19. Este vuelco se
debió a que, durante la Edad Moderna, el impulso de crecimiento iene de las regiones
costeras, que tiran ahora del conjunto (fig. 1.3).
Aunque la tendencia general de las dos curvas es semejante. se observan diferen—
cias notables. Para todos los decenios comprendidos entre 1570 1820, la TNR de la
Costa fue superior a la TNR del Interior. De promedio. en 7.66 % superior. Los datos
reflejan una ventaja estructural de las regiones costeras sobre las interiores, lo cual es
perfectamente comprensible en el tiempo del capitalismo comercial. No en vano, el
medio de transporte privilegiado de la Edad Moderna fue el barco, lo que permitía a
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 27

1,2 dª

º'ª съ 墜 ‘ Qсъ ② “Q'


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(oQ′ oQ oK
% º:e\o? «& «N㺠oo ‚\
xº) xº) (ªº (Egº (\ ヽ

+ Interior Costa

FIG. 1.3. Estimación de la Tasa Neta de Reproducción (TNR) del Inleriory la Costa,
1 550-1 859.

las regiones más próximas a la costa mejores niveles de abastecimiento y un creci—


miento demográfico más seguro.
Sin embargo, hay dos momentos en los que la Costa se despega con más intensi—
dad del Interior. El primero corresponde al periodo de la crisis del siglo XVII. En las re—
giones interiores las TNR por debajo de la unidad se extienden desde 1610 hasta 1689,
durante 80 años. En las costeras, sin embargo, la TNR negativa dura de 1630 al 1649,
apenas 20 años. La crisis del siglo XVII fue mucho más intensa y duradera en el Interior
que en la Costa. El segundo momento coincide con la crisis de los años finales del
Antiguo Régimen. En las regiones interiores los años malos durarán de 1780 a 1809,
mientras que en las periféricas—costeras, prácticamente sólo el decenio de 1780—1789
tiene una TNR baja. Parece que las crisis generales, relacionadas con las crisis políti—
cas graves, afectan con más intensidad al Interior que a la Costa. Una crisis del siglo
XVII menos intensa, y sobre todo, una temprana recuperación, visible desde los años
sesenta del siglo XVII, y un más intenso crecimiento durante el siglo XVIII y primera mi—
tad del siglo XIX, explican el protagonismo de la Costa. Esto hará que, a lo largo de la
Edad Moderna, el centro de gravedad económico y demográfico se vaya desplazando
desde la Meseta central hacia las regiones periféricas costeras.
Bajo la categoría de Costa hemos agrupado la franja del Cantábrico y la del Medite—
rráneo, que son dos áreas con estructuras demográficas, económicas y sociales muy dis—
tintas. Esta diversidad regional se refleja en una distinta cronología e intensidad del creci—
28 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

miento (fig. 1.4). En el Cantábrico, la difusión del maíz desde los años 1630 hará que las
tasas de crecimiento de esta región se coloquen a la cabeza de la Monarquía durante todo
el siglo XVII. Sin embargo, el impulso al crecimiento procedente del maíz irá perdiendo
fuerza durante el siglo XVIII y se habrá agotado en tomo a los años sesenta y setenta del si—
glo XVIII. En el Setecientos, el impulso principal vendrá del Mediterráneo. Durante esta
centuria —en realidad, desde los años 1660— el Mediterráneo español entrará en una lar-
ga e intensa fase de crecimiento humano, haciendo de esta región la protagonista destaca—
da del Siglo de las Luces. El desarrollo de una agricultura comercial. intensamente espe—
cializada, explicará esta fortísima expansión demográfica. A finales del siglo XVIII y co—
micnzos del siglo XIX, los productos agrarios procedentes del Mediterráneo constituirán
las principales exportaciones españolas a los mercados internacionales.

1.2. LA RED URBANA

El estudio de las transformaciones de la red urbana europea durante la Edad Mo—


derna constituye uno de los principales avances de los últimos veinte años. Aunque la

45

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35

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20′ *

5 【 一

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+ Cantábrico % 〝 Mediterráneo

FIG. 1.4. Estimación de la evolución demográfica de las regiones de la costa cantábrica _v


de la costa mediterránea a partir de los bautismos. Porcentaje del total de población en
cada región.
LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500-1860 29

tasa de urbanización ——el porcentaje de población urbana respecto del total— creció
relativamente poco, la red urbana europea sufrió cambios muy notables. Perdieron
importancia relativa los pequeños núcleos urbanos en favor de las grandes urbes. A
largo plazo, la Edad Moderna se caracteriza por la aparición de nuevas ciudades de di-
mensiones hasta entonces casi desconocidas en Europa. El proceso, generalizado, al
menos en Occidente durante estos siglos, se acelerará durante el periodo 1550—1650.
Para J. de Vries, el cambio descrito explica el paso de una Europa medieval, constitui-
da por cientos de pequeños mercados comarcales organizados a partir de pequeñas
ciudades de influencia local, a la Europa moderna. Las nuevas grandes ciudades que
aparecieron durante los siglos XVI a XVIII fueron las encargadas de organizar los nue—
vos mercados regionales, nacionales e internacionales, base del esplendor económico
de la era del «capitalismo comercial».
Las capitales políticas de los nuevos Estados y los grandes puertos comerciales,
sobre todo del Atlántico, son los nuevos protagonistas de esta etapa histórica. Unas
desde el punto de vista político—institucional, otras desde el punto de vista económico,
las ciudades organizarán los grandes mercados indispensables para transformar las
nuevas oportunidades que la expansión atlántica ofrece. Dicho de otra forma, aquellos
países que no experimentaron los cambios descritos en su red urbana fueron incapaces
de transformar la expansión comercial en crecimiento económico ——y demográfico—
a largo plazo.
Espafia también participó del mismo proceso de transformación que experimentó
la Europa moderna. De hecho, los dos principales ejemplos de crecimiento urbano del
siglo XVI, Madrid (capital de la Monarquía) y Sevilla (centro del tráfico comercial con
América), responden al modelo de cambio general en el continente a que nos hemos
referido. A lo largo del siglo XVI, la red urbana española sufrió una profunda transfor—
mación, tanto cuantitativamente como cualitativamente (tabla 1.2).
A finales del siglo XVI España había alcanzado una tasa de urbanización del 14,4 %.
Alrededor de 2 de cada 13 personas vivía en una ciudad. La tasa estaba escasamente por
encima de la media en la Europa del Mediterráneo (13,7 %), la región más urbanizada del
continente, y todavía por encima de los países del noroeste europeo (8,2 %). A partir de
1600, las tasas españolas retroceden con intensidad —más, incluso, que en el Mediterrá-
neo— durante los 100 años siguientes, lo que implica un verdadero hundimiento de su red

TABLA 1.2. La tasa de urbanización en Europa por grandes regiones.


Porcentaje de población en núcleos de más de 10.000 habitantes

Año Noroccidental Mediterránea España Total

1500 6,7 9,5 10,0 5,6


1550 7,2 11,4 11,5 6,3
1600 8,2 13,7 14,4 7,6
1650 10,9 12,5 10,6 8,3
1700 13,2 11,7 8,5 9,2
1750 13,6 11,8 11,5 9,5
1800 14,9 12,9 14,1 10,0

FUENTE: J. Dr. VRIES, La urbanización de Europa. 1500-1800, Barcelona, 1987, pp. 56-57. Para
España, ver apéndices 1, 2 y 3.
30 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

TABLA 1.3. Porcentaje de la población en ciudades de más de 160.000 habitantes del total
de población urbana por grandes regiones

Año Nomccidenlal Medilerránea España

1500 0 0 0
1550 0 9 0
1600 20 9 0
1650 35 7 0
1700 37 14 0
1750 36 10 0
1800 32 23 11

urbana. El mínimo se alcanzará en torno a 1700 (8,5 %). A partir de ahí, lentamente esta
vez, las tasas de urbanización se irán recuperando durante el siglo XVIII, para situarse en
tomo al 14,1 % en 1800. ¡Después de 200 años, todavía no se había alcanzado el nivel de
urbanización de 1600! A pesar de todo, la tasa de urbanización mantenida durante el con—
junto de la Edad Moderna española es aceptable. y con niveles semejantes a los de las re—
giones más urbanizadas de Europa (tabla 1.2).
Hay otro aspecto de la red urbana que tiende a agravar el significado de la crisis
del siglo XVII y su larga prolongación durante el siglo XVIII: la ausencia de grandes ciu-
dades que lideren y vertebren todo el conj unto nacional, integrándolo en un mismo or-
ganismo social (tabla 1.3). La red española se caracteriza por la incapacidad para pro—
ducir ciudades con más de 160.000 habitantes.
Este fuerte crecimiento urbano, propio de la Edad Moderna, lo observamos en los
países europeos del Mediterráneo a mediados del siglo XVI, y a finales de esta centuria.
también en las regiones noroccidentales, que es donde llegará a alcanzar su máxima
intensidad cuando algo más de un tercio de su población, hacia 1650, viva en tales ciu—
dades. En España, las urbes con más de 160.000 habitantes empezarán a aparecer. y
como un fenómeno marginal dentro de la red urbana, sólo a finales del Antiguo Régi-
men, por lo tanto, con varios siglos de retraso con respecto a las áreas más desarrolla—
das de Europa.
En resumen, España, que había alcanzado durante el siglo XVI un intenso proceso
de urbanización de naturaleza semejante al observado en Europa. será incapaz de man—
tener su red urbana durante los siglos XVII y XVIII; esta, además, aunque no resultaba des—
deñable comparada con los niveles europeos, carecía de un núcleo central que articulara
el conjunto. Esto ayuda a precisar el carácter peculiar de su crisis en el siglo XVII. Si en
términos de población total no fue tan grave si la comparamos con el promedio del con—
junto europeo, si lo fue la crisis de su sistema urbano. Hundido durante el siglo XVII, par-
cialmente recuperado durante el XVIII, careció de un lugar central que liderase el conjun-
to del sistema y lo articulase como una unidad coherente.
Otro de los rasgos característicos de la estructura urbana española durante la
Edad Moderna es su desplazamiento hacia el sur. Si consideramos dos mitades, al nor-
te y al sur de Madrid, comprobamos que la red urbana septentrional pierde progresiva-
mente importancia, mientras que al contrario sucede con la meridional. El peso abru-
madoramente predominante de la red urbana en el sur de España tendió a reforzarse
durante la Edad Moderna.
LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500-1860 31

TABLA 1.4. El desplazamiento de la red urbana hacía el sur de España.


Población urbana en miles 1500—1850

España Tasa España Tasa Cociente


Año del norte urbanización del sur urbanización B/A

1500 149 6,8 255 13,8 1,7


1550 196 6,8 391 15,6 2,0
1600 209 5,8 734 22,3 3,5
1650 127 3,3 584 17,2 4,6
1700 94 2,3 502 14,4 5,3
1750 170 3,6 791 19,5 4,7
1800 358 6,1 1.164 21,6 3,2
1850 1.067 15,0 2.080 33,4 1,9

FUENTE: elaboración propia a partir de los datos de los apéndices 1, 2 y 3.

En la España del norte, la tasa de urbanización fue más baja y tendió a perder im—
portancia entre 1550 y 1700. Se podría decir que vivieron un tanto al margen del gran
proceso de urbanización que tiene lugar en Europa entre 1550 y 1650. Más bien, por el
contrario, durante estos años sufrieron un cierto proceso de desurbanización. Esta si—
tuación sólo cambiará, y lo hizo muy rápidamente, entre 1800 y 1850. En esos 50 años
la tasa de urbanización en las regiones septentrionales pasa del 6,1 al 15 %.
En la España meridional, la red urbana, que ya era muy importante en 1500, casi
triplica su peso demográfico durante el siglo XVI, llegando a contener el 22,3 % de la
población a finales de siglo. A pesar de la intensidad de la crisis del siglo XVII, la tasa
de urbanización sigue siendo muy importante en 1700 (14,4 %). Entre 1500 y 1700, el
desplazamiento de la población urbana hacia el sur es patente. Si en 1500 hay 1,7 per—
sonas en las ciudades del sur por cada habitante de las ciudades del norte, la propor—
ciôn se ha tornado de 5,3:1 en 1700. A principios del siglo XVIII el 84 % de la población
urbana vive en las ciudades meridionales.
Este desequilibrio regional se suaviza algo durante el siglo XVIII y primera mi-
tad del XIX. En 1850 la proporción entre la España meridional y la septentrional ha
vuelto a los mismos niveles que en 1500: 1,9: 1. Dicho de otro modo, entre 1500 y
1750 el crecimiento urbano del país fue acompañado por un cierto desplazamiento
de la red urbana hacia el sur, lo que provocó un creciente desequilibrio entre la
España septentrional, cada vez menos urbanizada, y la meridional, con tasas de ur—
banización muy altas. Cuando, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la tasa
de urbanización se recupere, lo hará sobre nuevas bases. Ya no se concentrará en el
sur, sino que la nueva red urbana será más equilibrada por la mayor intensidad del
crecimiento urbano del norte.
Una última consideración. Si desde el punto de vista social, económico, político
o cultural las ciudades son esenciales para explicar los cambios más relevantes de la
Edad Moderna europea, desde el punto de vista demográfico las ciudades son verda—
deros parásitos: viven del mundo rural. En efecto, es ya un lugar común que las ciuda—
des de la Edad Moderna tienen un crecimiento natural negativo (las defunciones son
mayores que los nacimientos). En la tabla 1.5 se describe el caso de Madrid entre 1650
y 1839. Aunque la tasa de crecimiento negativa tiende a descender con el paso del
32 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

TABLA 1.5. Las ciudades «paräsitas» demográficas.


El crecimiento natural de Madrid. 1650-1839

Crecimiento nar Población Tasa crecimiento


Decenio Bautismos Definiciones rural de Madrid de Madrid natural. Por mil

1650—1659 38.545 61.441 —22.896 125.000 —18


1660-1669 37.955 63.348 425.393 125.000 720
1670—1679 40.785 64.344 —23.559 125.000 —19
1680—1689 41.120 64.083 722.963 125.000 —18
1690-1699 40.835 62.336 721.501 130.000 717
1700—1709 37.425 57.409 —19.984 109.000 718
1710-1719 34.925 51.077 46.152 135.000 ~12
1720-1729 39.230 55.508 716.278 138.000 712
1730—1739 38.690 59.143 420.453 141.000 vts
1740—1749 42.855 53.894 1.039 144.000 8
1750—1759 45.605 62.808 —17.203 147.000 712
1760—1769 46.680 66.665 419.985 150.000 ]3
1770-1779 43.970 64.210 —20.240 170.000 ]2
1780—1789 45.930 64.466 418.536 190.000 —10
1790-1799 53.235 71.851 718.616 187.269 —10
1800—1809 48.845 79.293 —30.448 176.374 ]7
]8]0ー] 819 43.020 56.409 —13.389 188.859 7
1820—1829 55.480 65.310 —9.830 201.344 *…
1830-1839 56.270 83.147 726.877 217.720 〕

FUENTE: M.a F. CARBAJO ISLA, La población de la villa de Madrid. Desde finales del siglo 灯 …' }…
mediados del siglo XIX, Siglo XXI, Madrid, 1987.

tiempo, reflejo de unas mejores condiciones de vida dentro de la ciudad. en todos los
decenios las defunciones superan a los nacimientos.
Esto es fruto de la combinación de dos factores, comunes a todas las grandes ciu—
dades europeas. El contacto intenso entre miles de hombres y la continua entrada _\ ‚<а—
lida de personas, animales y objetos procedentes de múltiples lugares distintos. hace
de la ciudad un medio ideal para la difusión de todo tipo de enfermedades infecciosas.
lo que aumenta los niveles de mortalidad. En segundo lugar, la fecundidad de las ciu-
dades es muy baja debido a una nupcialidad muy restringida. En la ciudad. la gente o
bien se casa tarde, o no lo hace nunca, por lo que el porcentaje de solteros en las socie-
dades urbanas es muy alto. Esto explica el crecimiento natural negativo de las ciuda—
des y su dependencia de la inmigración. Un flujo continuo de inmigrantes procedentes
del campo alimenta y sostiene a las ciudades del Antiguo Régimen.
Lógicamente, a medida que las ciudades son más grandes, el flujo de inmigrantes
debe aumentar. Si las ciudades crecen demasiado, pueden incluso provocar la despo-
blación del campo y el hundimiento general de la población. Muchos autores españo—
les del siglo XVII señalan como una de las causas de] declive demográfico de las ciuda—
des precisamente la despoblación del campo. ¿Provocó la emigración a las ciudades el
hundimiento de las poblaciones rurales? En el Apéndice se hace una estimación del
crecimiento natural de la población española entre 1530 y 1859 у el saldo migratorio
para el conjunto de las ciudades españolas de estos siglos. Pretendemos estimar qué
porcentaje del crecimiento natural de la población española fue absorbido por las ne—
cesidades demográficas de la red urbana. Los resultados se reflejan en la figura 1.5 y
se comparan con la TNR estimada para el periodo.
En la primera mitad del siglo XVI las ciudades absorbían entre el 40 y el 50 % del
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 15001860 33

150

_ーー2

100

璽 + TNR
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«: u:
5 “g ] Porcentaje del creCImlento
E 臺 natural rural absorbido por
Ё : Ias ciudades
_ y la emigración `
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FIG. 1.5. El coste demografico de la red urbana y la crisis española del sigla XVI]. Porcen—
taje del crecimiento natural absorbido por la red urbana, 1500-1859.

crecimiento natural del campo, que soporta el crecimiento del conjunto. Esa situación
se modifica significativamente al crecer las ciudades durante la segunda mitad del
mismo siglo, pasando a recibir entre el 50 y el 60 % del crecimiento natural. Sin em—
bargo, desde el punto de vista demográfico, todavía hay margen para el crecimiento
del conjunto del país. Desde 1580-1589, la TNR española empieza de descender, y a
partir de 1610-1619 y hasta 1660—1669 se hunde. Parece que es el hundimiento demo—
gráfico del campo el que ocasionará, con su caída, el de las ciudades, que tendrán que
adaptar su tamaño a la nueva situación demográfica del país, pues dependen de la in—
migración rural. Entre 1630 y 1649 la inmigración a las ciudades supera al crecimien—
to natural del campo. La lenta recuperación del crecimiento demográfico durante la
segunda mitad del siglo XVII explica el estancamiento urbano de este periodo. Habrá
que esperar al crecimiento vigoroso del campo durante el siglo XVIII para que las ciu—
dades se recuperen y retomen el crecimiento positivo.
Atendiendo al conjunto del país, el hundimiento demográfico de las ciudades a
partir de la década de 1630—1639 viene precedido, al menos desde dos décadas antes,
por el hundimiento de las poblaciones rurales, 10 que impidió la renovación de los ha—
bitantes de las ciudades.
Sin embargo, si distinguimos la situación de las regiones del norte, menos ur—
banizadas, y la situación de las regiones del sur, más urbanizadas, se observan dos
34 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

500.000

450.000

400.000

300.000 〈/ ~
250,000 “V

200.000 /

150.000 MW./\\

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+ Crecimiento natural rural ~ Inmigración urbana + emigración a América

FIG. 1.6. El coste demográfico de la red urbana en las regiones del norte de Españ…-. Cre-
cimiento natural del campo e inmigración urbana у americana, 1500-1859.

panoramas completamente distintos. El menor peso de la red urbana de las regio—


nes septentrionales hará que el crecimiento natural del campo este siempre muy
por encima de la inmigración a las ciudades y a América, dejando un margen sufi-
ciente para el crecimiento real (las únicas excepciones son las décadas de
1630—1639 y 1660—1669) (fig. 1.6).
Según nuestras estimaciones, en las regiones del sur (fig. 1.7). la inmigración ur-
bana y americana absorbía desde los años 1550 casi todo el crecimiento natural rural.
lo que apenas dejaba margen para el crecimiento real del país. Entre 1560 ~ 1719 la in—
migraciòn a las ciudades suponía el 86 % del crecimiento natural de su entorno rural.
Si nuestras estimaciones son correctas, el crecimiento de la red urbana 〉 las altas tasas
de urbanización podrían ser, desde el punto de vista demográfico, la causa principal
para explicar la crisis del siglo XVII en las regiones meridionales españolas. las que ha—
bían experimentado los procesos de modernización más importantes. Dicho con otras
palabras, en las regiones del sur, desde los años sesenta del siglo XVI. la red urbana era
demasiado pesada para ser soportada por su entorno rural. Necesitaba del trasvase de
población de las regiones del norte, donde hemos visto que el excedente demográfico
era importante.
El hundimiento de la red urbana durante el siglo XVII en las regiones del sur pone
de manifiesto que, aunque llegaron emigrantes del norte, como veremos más adelante,
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 35

700.000

600.000

500.000

400.000

300.000 ^ /

200.000

1oo.ooo——‘°‘* V v

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+ Crecimiento natural rural Inmigración urbana + emigración a América

FIG. 1.7. El coste demográfico de la red urbana en las regiones del sur de España. Creci—
miento natural del campo e inmigración urbana у americana, 1500-1859.

su afluencia no bastó para mantener el tamaño que las ciudades habían alcanzado du-
rante la segunda mitad del siglo XVI. Sin nuevos inmigrantes, la renovación de los gru—
pos urbanos fue imposible, entrando en un proceso de decadencia generalizada. Posi-
blemente, el aumento de la presión fiscal desde finales del siglo XVI y durante la pri—
mera mitad del XVII, que recaía especialmente sobre las regiones meridionales, hizo la
vida en estas ciudades menos atractiva, reduciendo el flujo de nuevos pobladores nor—
teños. Quizás, la revolución del maíz, al dar nuevas oportunidades de asentarse en su
tierra a las poblaciones del Cantábrico, redujera la emigración hacia el sur, lo que
pudo agravar la crisis de las ciudades del resto del país.

2. Las estructuras demográficas peninsulares durante la Edad Moderna

La proliferación de monografías locales en los últimos años ha mostrado un mc-


saico de comportamientos diversos durante el Antiguo Régimen. Tal diversidad de
comportamientos regionales hace más necesaria la visión de conjunto. Pero. ¿tiene
36 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

sentido considerar la Monarquía hispánica, una unidad política, también como una
unidad demográfica? Lo sugerido más arriba hace pensar que sí.
Para ilustrar el primer aspecto, la diversidad de regímenes demográficos regiona—
les dentro de la Monarquía, hablaremos en primer lugar de los niveles de mortalidad
entorno a 1860 y de la nupcialidad a finales del siglo XVIII. Para ilustrar el segundo as—
pecto, consideraremos el problema de la red urbana peninsular y los movimientos mi—
gratorios.

2.1. LA ESPERANZA DE VIDA EN ESPANA. NIVELES GENERALES


Y C。NTRASTES REGIONALES

Es ya un tópico de sobra conocido que durante la etapa preindustrial los nix eles
de mortalidad eran mucho más altos que en nuestro tiempo. Las crisis de subsistencia.
asociadas a las malas cosechas, o las infecciones, azotaban periódicamente a las po—
blaciones mermando sus recursos humanos. Un rasgo específico de la mortalidad del
Antiguo Régimen es, también, la elevadísima mortalidad infantil. Esta situación pare—
ce que se agravaba en los países mediterráneos, donde las altas tasas de mortalidad de
los niños de l a 4 años eran particularmente altas. La larga sequía veraniega asociada
a los fuertes calores favorecía la difusión de las enfermedades del aparato digestix o.
provocando en los niños diarreas. deshidratación * la muerte prematura. Cada año.
cuando empezaban a llegar los calores veraniegos. las defunciones de pin ulos au—
mentaban espectacularmente.
En el caso de España, este panorama general permite algunas matizaciones. Los
estudios monográficos regionales ponen de manifiesto fuertes diferencias en la espe—
ranza de vida durante la época moderna. Estas diferencias en los niveles de mortalidad
no parecen corresponder solamente a situaciones coyunturales. Retlejan diferencias
estructurales largamente mantenidas en el tiempo, derivadas de las diferencias climá—
ticas e históricas.
En los mapas 1.1 y 1.2 se reflejan los niveles de mortalidad provincial en tor—
no a 1860, que creemos representativos de estas diferencias estructurales manteni—
das a lo largo de la Edad Moderna. En el primero se describe la esperanza de vida al
nacer por provincias; en el segundo, la probabilidad de muerte para los niños de l a
5 años.
Los niveles de esperanza de vida más altos se encuentran todos prácticamente en
el norte, en las regiones de la franja del Cantábrico y en las provincias pirenaicas. En
las regiones meridionales, con la excepción de Murcia, Alicante Huelva. la esperan—
za de vida es inferior, destacando las regiones del centro peninsular por sus bajos nive—
les. Estas diferencias entre regiones se explican prácticamente por la enorme dispari—
dad en los niveles de mortalidad de los niños entre uno y cinco años. Las regiones en
las que la probabilidad de muerte de éstos es más baja son las regiones con más alta es—
peranza de vida. En este caso destacan las provincias situadas en el Cantábrico por sus
bajísimos niveles de mortalidad infantil.
Las regiones de clima mediterráneo tienen los más altos niveles de mortalidad de
l a 5 años. Los calores veraniegos, la sequía más intensa. que obligaba a beber agua
de pozos y algibes, y la mayor duración del verano, aumentaban los riesgos para los
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38 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

bebés en el momento que empiezan a tomar alimentación no materna, lo que se tradu-


cía en niveles más altos de mortalidad juvenil. Posiblemente la mayor abundancia de
ganado en el Cantábrico y los Pirineos, favorecía una alimentación infantil más rica en
leche, lo que limitaba las infecciones del aparato digestivo, las deshidrataciones y la
muerte prematura.
Junto al clima, influía también el tipo de hábitat. En el norte, especialmente en el
Cantábrico, la práctica ausencia de ciudades y el predominio de las pequeñas aldeas o
casas aisladas, favorecía la incomunicación de las personas, haciendo más difícil la di—
fusión de las enfermedades infecciosas, lo que explicaría los niveles más bajos de
mortalidad que observamos. En las regiones del sur, la alta tasa de urbanización y el
predominio de la población concentrada creaban las condiciones idóneas para la difu—
sión de las infecciones, elevando las tasas de mortalidad, especialmente de los niños.
Esto tendía a producir un fenómeno típico del Antiguo Régimen. Las regiones más ur-
banizadas, y se supone que más desarrolladas, tenían niveles de mortalidad más altos.
Y, a la inversa, las regiones con menos ciudades eran las que tenían niveles más bajos
de mortalidad.

2.2. LA NUPCIALIDAD. LA EDAD DE MATRIMONIO Y LOS SISTEMAS FAMILIARES

Durante la Edad Moderna la fecundidad de los matrimonios se atenía a pará—


metros naturales. En España, como en general en el Occidente cristiano. las prácti-
cas anticonceptivas eran raras. Esto no significa que la fecundidad fuera muy alta.
o estuviera en su «limite biolôgico». Las dificultades para formar una familia re-
trasaban el momento del matrimonio, lo que reducía la descendencia. Como en Eu-
ropa, en Espafia la edad de matrimonio era bastante tardía. A finales del siglo ‚\\…
las mujeres se casaban en Espafia con algo más de 23 años. Este retraso en la edad
de matrimonio reducía los años de convivencia común de los nuevos cónyuges. lo
que limitaba su fecundidad.
Es verdad que este retraso en la edad de matrimonio no era igual de intenso en
toda España (mapa 1.3). En la franja del Cantábrico las mujeres se casaban entre los
24 y los 26 años. La edad descendía a medida que nos acercarnos al sur 'al Mediterrá—
neo. En Andalucía y Extremadura, las regiones en las que las mujeres se casaban más
jóvenes, la edad media era de 21 años.
Este matrimonio más tardío de las mujeres del norte peninsular se ha relacio—
nado con la existencia de familias complejas —el matrimonio. sus hijos ;* algún
pariente (padres casados o viudos, algún hermano)— y sistemas sucesorios que
tienden a transmitir a un único hijo todos, a casi todos, los bienes raíces familiares.
Esto provocaba que el resto de los hermanos permanecieran solteros. o tuvieran
que emigrar, o, si se casaban, que lo hicieran muy tarde. En el sur de la península
predominaba la división del patrimonio por igual entre todos los hermanos. А1 ca—
sarse, los novios recibían un adelanto de la herencia, lo que hacía más fácil la insta—
lación en una casa independiente. Por eso, en las regiones del sur, con alguna pe—
queña excepción, las familias eran mayoritariamente nucleares: estaban formadas
por el matrimonio y sus hijos solteros.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 39

. Más de 24 años
_ De 23,5 а 24 afios
De 23 a 23.5 años
Ш De 22 a 23 años
Ш Menos de 22 años

MAPA 1.3. La edad de matrimonio de las mujeres por regiones. Finale.? del siglo XVIII.

2.3. LAS DIFERENCIAS REGIONALES EN LOS REGÍMENES DEMOGRÁFICOS

De lo descrito hasta ahora se deduce que las diferencias regionales en los


comportamientos demográficos eran bastante importantes. De hecho, se podría es—
tablecer una cierta gradación del Cantábrico al Mediterráneo. En la franja del Can—
tábrico y los Pirineos, la casi ausencia de ciudades, y el clima oceánico o de alta
montaña (sin apenas sequía veraniega y con veranos más cortos y frescos), favore—
cía que los niveles de mortalidad infantil fueran mucho más bajos, lo que hacía que
en estas regiones fuera más alta la esperanza de vida al nacer. Es verdad que el re—
traso en la edad al matrimonio de las mujeres del norte hacía que tuvieran de media
menos hijos que las mujeres del sur. Pero esto no importaba, porque finalmente so—
brevivían más hijos. En las regiones del sur, la abundante presencia de ciudades, y
la larga y prolongada sequía veraniega, hacían que la mortalidadjuvenil fuera muy
alta, limitando la esperanza de vida al nacer de sus gentes. Esta mayor mortalidad
juvenil era compensada casándose las mujeres másjóvenes, lo que les permitía te—
ner de media más hijos.
En las regiones septentrionales el régimen demográfico parece ser de <<baja pre—
sión»: baja mortalidad con baja fecundidad, por la baja nupcialidad. En las regiones
meridionales el régimen que predomina era el de <<alta presión»: alta mortalidad con
alta fecundidad, por la mayor nupcialidad.
40 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2.4. LAs MIGRACIONES

Al tratar el tema de las migraciones, en las monografias sobre la población espa-


ñola suele hacer un especial hincapié en la expulsión de las minorías religiosas, los
se
judíos primero (en el año 1492) y los moriscos después (1607-1612). Se insiste, no sin
razón, en la pérdida de un capital humano valioso (las finanzas de los judíos, la agri—
cultura morisca) y en el impacto que la expulsiön causò en algunas regiones (el caso
de Valencia parece que fue especialmente grave). Pero quizás se haya exagerado algo
su importancia. Si miramos el problema a medio plazo, las regiones más duramente
afectadas por la expulsión de los moriscos, sin embargo, tuvieron un crecimiento de-
mográfico muy rápido en los siglos siguientes (fig. 1.8).
Si es verdad que la curva de bautismos retleja un hundimiento claro durante la
primera mitad del siglo XVII, también es verdad que desde finales de este siglo inicia—
ron el crecimiento más intenso de toda la peninsula. En ninguna región la TNR esti—
mada alcanza valores más altos durante los dos primeros tercios del siglo XVIII. En
cambio, las migraciones corrientes, posiblemente no tan espectaculares. acabaron
teniendo un impacto social mucho mayor. A lo largo de estos 360 años. millones de
hombres y mujeres abandonaban su lugar natal para residir en otro lugar.

300 1.5

1,4
250

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Ηo— Regiones de moriscos. Bautismos TNR l

FIG. 1.8. El crecimiento demográfico de las regiones más directamente afectadas por la
expulsión de los moriscos (Aragón, Valencia y Murcia), 1500—1859.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 41

Cada afio miles de personas emigraban, unos temporalmente, otros durante un


largo periodo o para siempre. Cada año, la siega desplazaba, de sur a norte, a miles y
miles dejornaleros, que iban subiendo hacia el norte al ritmo que maduraban las co—
sechas. De las áreas montañosas hacia las llanuras, del campo a las ciudades emer—
gentes, cada año hombres y mujeres emigraban en busca de una tierra que les diera
otra oportunidad. Las ciudades, ya lo hemos visto, absorbían la parte más importante
de estos desplazamientos, ya temporales, ya definitivos. Las mujeres acudían a las
ciudades para trabajar en el servicio doméstico, actividad que cobró progresivamen—
te importancia hasta hacer de las ciudades un mundo mayoritariamente femenino a
partir de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Trabajaban durante un
tiempo, el suficiente para reunir la dote que les permitiera casarse. Los hombres lle—
gaban atraídos por los salarios más altos, aunque es verdad que la vida era muy cara
en ellas. Esto hacía que en las grandes ciudades hubiera siempre una masa de desa-
rraigados, venidos de todas partes, cuyo número variaba notablemente según la co—
yuntura fuera buena o mala.
Cada ciudad tenía su propia cuenca migratoria, las regiones de donde mayori—
tariamente reclutaba sus inmigrantes. Lógicamente, a medida que la distancia
aumentaba, disminuía el poder que una ciudad tenía para atraer inmigrantes. Las
más grandes tenían cuencas migratorias mayores. Y su capacidad de crecimiento
dependía del poder para atraer y seducir a más hombres y mujeres. En Sevilla,
Cádiz 0 Madrid había gentes de todas partes. Por ejemplo, en Madrid la mayoría de
sus habitantes era de origen inmigrante. Sin duda, la cuenca migratoria más grande
de la Península. Es verdad que las mujeres se desplazaban menos kilómetros y que
la mayoría procedía de la misma región, de la misma provincia. Pero los hombres
recorrían muchos kilómetros, en algunos casos venían de muy lejos, siendo bas—
tante habitual la presencia de colonias de extranjeros en las grandes ciudades.
Este flujo continuo de inmigrantes hacía de las sociedades urbanas un mundo
mestizo. El matrimonio era muy restrictivo, y había un alto porcentaje de solteros.
A pesar de ello, era el mejor medio para integrarse en las sociedades urbanas. Gentes
venidas de lejos eran así fagocitadas incorporándose a ellas, haciendo de las ciudades
las sociedades más abiertas del Antiguo Régimen. Este flujo continuo aseguraba el re-
levo de las poblaciones urbanas.
¿A cuántas personas absorbieron las ciudades de la Edad Moderna española? Si
aceptamos las condiciones de Madrid como representativas de las ciudades españolas,
en estos 360 años emigraron a las ciudades alrededor de 7,7 millones de personas, una
cifra escalofriante (Apéndice 4). No hay ningún movimiento social de fondo de tales
dimensiones en la Edad Moderna.
La construcción de la red urbana durante la Edad Moderna es el acontecimiento
más relevante desde el punto de vista demográfico, el laboratorio donde se pone a
prueba el germen de las transformaciones sociales de fondo. En cierto modo, las ciu—
dades preanuncian los regímenes demográficos modernos. Su presencia implica que
unas regiones producen los hombres y otras los disfrutan, algo de una enorme actua—
lidad. ¿Produjo la red urbana de la Edad Moderna, y las migraciones que implicaba,
un proceso de integración social poderoso? ¿La mezcla de hombres y mujeres veni—
dos de todas partes, permite afirmar que se está empezando a formar una misma so-
ciedad «nacional»?
42 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

En el Apéndice V se describe el origen geográfico de los inmigrantes de ocho


ciudades desde finales del siglo XVI a la primera mitad del siglo XIX. En todas ellas, el
porcentaje de novios y novias venidos de fuera es muy importante, aumentando con
el tamaño de la ciudad. En Cáceres, pequeña sociedad provinciana, casi el 80 % de los
novios han nacido en la propia ciudad. En el otro extremo se sitúa Madrid, donde sólo
el 34,1 % de sus novios eran madrileños de nacimiento. En todas las ciudades domi—
nan los inmigrantes venidos de la propia provincia о región. Éstos constituyen entre el
50 y el 80 % de los inmigrantes. Se podría decir que durante la Edad Moderna las ciu-
dades fueron organizando entorno suyo sus respectivos espacios provinciales y re gio-
nales. En todas hay más inmigrantes masculinos que femeninos, una constatación
constante del Antiguo Régimen.
Sin embargo, la presencia de inmigrantes lejanos no es desdeñable. Hay dos da—
tos que destacan. En las ciudades de la Corona de Castilla hay pocos inmigrantes
procedentes de la antigua Corona de Aragón, y a la inversa, parece que a ésta llega—
ban muy pocos emigrantes de Castilla. Una segunda observación: si descontamos la
inmigración provincial o regional, siempre mayoritaria, en todas las ciudades la pro—
cedente del norte es mayor que la que proviene del sur. En las ciudades septentriona—
les apenas hay inmigrantes de las regiones meridionales, y sin embargo lo contrario
no es cierto. La importancia de inmigrantes procedentes del área del Cantábrico en
Andalucía resulta sorprendente, superan a los llegados de la meseta castellana a pe-
sar de que ésta tenga más población. El caso de Madrid es arquetípico de lo que esta-
mos diciendo. Apenas llegan emigrantes de la Corona de Aragón: sólo 47 por cada
mil novios. Con gran diferencia, la antigua Corona es la región que menos inmigran—
tes aportó al crecimiento madrileño. Si consideramos el resto de los inmigrantes le—
janos, los novios procedentes del norte son muchísimo más numerosos que los no—
vios procedentes del sur.
¿Cómo interpretar estos dos datos? Da la impresión de que durante la Edad Мо-
derna, sobre las cuencas migratorias de cada ciudad, se puede entrever una emigración
estructural de fondo desde las regiones del norte, especialmente el Cantábrico en la
Corona de Castilla y los Pirineos en las regiones de la Corona de Aragón. hacia las re—
giones situadas al sur. Estas regiones del norte produjeron un flujo más o menos conti—
nuo de emigrantes, observable en todos los siglos y que tuvo un protagonismo decisi—
vo en la construcción de la red urbana de la Edad Moderna.
¿Fue suficiente este flujo migratorio para integrar a los hombres * mujeres
en un mismo espacio social? Aunque hay un movimiento migratorio común de
fondo, de norte a sur, parece que en algunos momentos, especialmente durante la
crisis del siglo XVII, resultó insuficiente. Al mismo tiempo. parece entreverse
la existencia de dos cuencas migratorias con pocas conexiones entre sí, que res—
ponden a los ámbitos propios de las antiguas Coronas originarias de la nueva Mo—
narquía. En el panorama general dominan los intercambios regionales, dirigidos
por las ciudades más importantes de cada región. El resultado fue la articulación
de espacios sociales regionales. En definitiva, el proceso de vertebración nacional
iniciado durante el siglo XVI al amparo del crecimiento urbano, se debilitó durante
el siglo XVII y primera mitad del XVIII, no volviéndose a reactivar hasta finales de
esta centuria.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 43

2.5. LA CORTE Y LA FORMACIÔN DE UNA NUEVA ELITE SOCIAL BAJO EL AMPARO


DE LA MONARQUÍA. LAS CONSECUENCIAS DEMOGRÁEICAS Y SOCIALES

Distinto es el caso de las elites sociales. El surgimiento de la Corte como primer


foco de promoción social dentro de la Monarquía, atrajo a las principales casas aristo—
cráticas regionales de la Península. Se puso así en marcha un proceso de integración de
las distintas elites regionales que dio paso, con el tiempo, al surgimiento de una misma
clase social. Bajo el amparo de la Monarquía, los matrimonios entre los distintos linajes
constituyeron la base de un complejo tejido de relaciones sociales. La joven elite así na—
cida constituyó el fundamento social de la Monarquía durante la Edad Moderna.
El origen cabe situarlo entre los Reyes Católicos y Felipe П. Sirva como ejem—
plo de esta integración de las distintas elites regionales en un mismo tronco co—
mún, en torno a la Monarquía, el caso de la nobleza navarra. En apenas una o dos
generaciones, durante el reinado de los Reyes Católicos, la aristocracia navarra
pasó de una organización linajera y banderiza (con predominio del matrimonio en—
dogámico dentro del bando) a una exogamia de clase, integrándose gracias al ma—
trimonio de sus descendientes con el resto de las aristocracias españolas en una
misma clase social.
Hasta el siglo XV, la mayoría de los matrimonios de la aristocracia navarra se
concertaron con familias de la aristocracia del país pertenecientes al mismo bando
(fig. 1.9). La nobleza busca con estos enlaces una descendencia numerosa y un fortale—

75

50

_\

25

Periodo

— Dentro del mismo bando


Entre bandos enfrentados

FIG. 1.9. La endogamia banderiza. Matrimonios dentro yfuera del bando: aristocracia
navarra 1375-1699.
44 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
90

45 \

Periodo
— Con viejas familias banderizas

Con aristocracia de fuera de Navarra


… ' Nuevas familias de palacianos navarros

FIG. 1.10. El triunfo de la exogamia. Matrimonio dentro )“filera del reino: tzrz'swfracía
navarra 1375-1699.

cimiento de su poder e inlluencia dentro del bando, grupo politico de alcance regional
sobre el que se asienta el orden político del Reino. Desde comienzos del siglo XVI. tras
su incorporación a la Monarquía, las estrategias sucesorias y matrimoniales de las eli—
tes navarras cambiaron radicalmente (fig. 1.10). En apenas una generación. al mismo
tiempo que se imponía el sistema de heredero único, las viejas familias aristocráticas
empezaron a casar a sus descendientes, por arriba, con herederos del resto de linajes
de Castilla 0 de Aragón, y, por abajo, con los palacianos navarros, la nueva aristocra—
cia regíonal que surge en torno a las Cortes locales durante el siglo XVI. De este modo,
se constituían en el puente entre las nuevas elites surgidas en torno a la Corte madrile—
ña al amparo de la Monarquía, y las nuevas elites regionales, puente que sirvió para
asentar su poder social en la nueva situación.
En toda la Monarquía, las elites regionales compitieron por entrar, a través del
matrimonio, en los nuevos círculos en formación en torno a la Corte y la Monarquía.
La generalización del sistema de heredero único entre las aristocracias, que las leyes
de Toro consagran en Castilla en 1505, redujo el número de herederos de los linajes, lo
que hacía más difícil entrar en los nuevos ambientes de la Corte. Ahora, el modo de
consolidar la posición social dentro de la Monarquía era emparentar con un linaje bien
situado en la Corte, casando a una hija con el heredero. Para ello, además de la acepta-
ción social generalizada, había que pagar una buena dote. El resultado fue el aumento
del valor de las dotes de las hijas de la nobleza, observable por todas partes a partir del
siglo XVI y durante el XVII.
LA POBLACIÓN ESPANOLA: 1500-1860 45

El precio que tuvieron que pagar las familias por este aumento del valor de las
dotes fue el endeudamiento de sus patrimonios y, al final, la reducción del número de
hijos casados. Multitud de hijos segundones de la nobleza tuvieron que buscarse un
futuro por otras vías, ya sirviendo a la Monarquía como funcionarios 0 militares, ya
sirviendo a la Iglesia como clérigos o monjas, permaneciendo un alto porcentaje de
ellos solteros.
Para la aristocracia, las consecuencias de esto fue una extinción frecuente de los
linajes por falta de descendencia y una concentración de títulos y patrimonio en muy
pocas casas.
En efecto, el matrimonio cada vez más frecuente entre dos herederos, reducía el nú—
mero de linajes, al tiempo que aumentaba notablemente el patrimonio del linaje resultan—
te. El caso de la Casa de Medinaceli es ilustrativo. En 1671 había acumulado cinco títulos
de grandeza, dos generaciones después eran siete y una después sumaban nueve. Esto sólo
se explica por una deliberada y sistemática política de búsqueda de una heredera con título
de grandeza como esposa para el heredero de la Casa. Desde esta perspectiva, se podría
interpretar la crisis del Antiguo Régimen como el resultado de la extinción biológica de
las elites sociales que dieron soporte hasta entonces al régimen, fruto de una estrategia que
prima la calidad de la descendencia sobre la cantidad.

Bibliografía

Carbajo lsla, M.3 F. (1987): La población de la villa de Madrid. Desdefinales del siglo XVI has—
ta mediados del siglo XIX, Siglo XXI, Madrid.
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Vries, J. de (1987): La urbanización en Europa. 1500—1800, Crítica, Barcelona.
APÉNDICES

I. La evoluciôn de la poblaciôn urbana en España

1.1. Estimación de la población urbana española. Núcleos mayores de 10.000

Sur Exu)
Año Cantábrico Inferior norte Interior sur Mediterráneo \Iydim‘rânw Tom]

1500 0,0 119,6 33,1 181.5 340 418,1


1550 0,0 161,4 88.7 265.6 92,5 608,3
1600 0,0 166,4 184,5 463.1 155,1 969,1
1650 10,0 73.4 161,9 363..— 1330 747,0
1700 0,0 50,9 141,6 310.4 126.1 629,1
1750 32,0 66,0 173,0 501,9 219.8 992,6
1800 115,2 84,7 196,9 781,9 397.4 1 576,2
1850 386,8 234,1 398,2 1370,4 861,4 3 250,9

FUENTES: Elaboración propia a partir de los datos de J. DE VRIES, La urbanización en Europa.


1500—1800. Crítica, Barcelona, 1987 y PILAR CORREAS, «Poblacioncs españolas de más de 5.000 habi—
tantes entre1os siglos XVII у XIX», en Boletín ¿le la Asociación de Den'zografía Histórica, año \'I‚ 1, 1988,
pp. 5—23 completados con numerosas monografías regionales.

Cantäbrico: Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra. Interior norte: Castilla 1a Vie—
ja-Lcón, La Rioja y Aragón. Interior sur: Extremadura, Castilla la Nueva y Madrid. Sur Mediterrá-
neo: Andalucía y Murcia. Este Mediterráneo: Cataluña, Valencia е Islas Baleares.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500—1860 47

II. Evoluciôn de los bautismos y la TNR de Espafia. 1550-1859

11.1. Una estimación de la evolución de [os bautismos en España.


España interior. 1550—1849

Castilla Castilla
Decenio la Nueva la Vieja León Extremadura Aragón

1550-1559 39.080 13.783


1560-1569 40.316 15.109
1570-1579 50.334 16.828 15.007
1580—1589 44.781 39.089 17.092 15.313 15.554
1590—1599 48.174 38.095 15.837 14.269 18.006
1600—1609 46.410 38.880 14.583 13.885 19.133
1610—1619 44.590 35.748 15.681 14.412 16.648
1620-1629 44.932 32.330 15.681 12.928 16.674
1630—1639 41.248 25.621 14.269 12.763 16.268
1640—1649 36.864 30.066 16.308 11.780 17.045
1650—1659 40.887 28.209 15.210 10.525 17.643
1660—1669 39.752 29.060 13.485 11.454 17.021
1670-1679 40.242 37.233 12.701 12.549 17.347
1680-1689 40.438 31.241 12.074 11.340 18.054
1690—1699 43.983 33.798 12.701 12.216 19.275
1700—1709 43.403 34.822 13.328 13.245 18.565
1710—1719 39.786 33.832 13.799 12.969 17.769
1720-1729 45.886 38.813 15.837 14.955 19.628
1730—1739 45.348 36.521 15.524 14.427 20.113
1740-1749 45.767 37.245 18.974 15.533 20.503
1750—1759 47.444 39.447 21.796 16.967 20.457
1760-1769 50.067 41.383 20.698 17.062 25.723
1770-1779 49.745 41.523 20.071 17.755 24.463
1780-1789 50.269 44.192 21.639 18.728 22.171
1790—1799 56.655 38.348 19.717 26.928
1800-1809 49.686 34.560 19.227 27.960
1810-1819 51.534 43.754 20.183 26.683
1820-1829 61.527 47.077 26.229 31.347
1830-1839 52.801 22.675
1840—1849 54.417 23.917

Tasa de natalidad
en 1787 44,0 35,9 34,5 44,9 35,6
48 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

11.2. Una estimación de la evolución de las bautismos en España.


España costera. 1550-1849

País Vasco Islas


Decenio v Navarra Asturias Galicia Andalucia Murcia Valencia Cataluña Baleares

1550-1559 9723 3.406 9.882


1560-1569 11.015 3.561 9.348
1570-1579 10.505 3.756 11.022 3.203
1580—1589 10.322 6.742 24.550 51.432 4.353 15.086 3.351
1590-1599 9.249 5.315 19.353 44.458 4.566 15.106 3.712
1600-1609 11.003 6.574 23.938 50.294 4.709 15.753 4.103
1610—1619 10.515 6.805 24.781 50.241 4.672 14.276 16.695 3.999
1620-1629 10.919 6.217 22.639 49.187 4.104 11.756 15.986 4.131
1630-1639 10.471 6.428 23.409 49.847 3.794 11.680 14.502 4.079
1640-1649 11.666 7.302 26.589 46.560 3.144 11.669 13.325 5.040
1650-1659 12.736 7.353 26.775 49.798 3.270 12.113 14.294 5.090
1660—1669 11.779 7.253 26.410 49.778 3.876 12.813 15.016 4.882
1670-1679 12.591 9.134 33.262 50.871 4.272 12.593 15.773 5.041
1680-1689 12.646 8.288 30.182 46.672 4.947 14.592 18.675 5.255
1690—1699 13.913 8.017 29.195 49.841 4.329 16.453 19.142 5.305
1700-1709 13.933 9.353 34.060 52.739 4.917 17.086 19.459 5.835
1710-1719 13.708 9.115 33.192 52.947 5.918 17.086 21.740 6.289
1720—1729 14.309 10.002 36.423 61.118 6.449 20.390 23.077 5.860
1730-1739 14.415 10.141 36.927 60.960 8.123 23.126 23.353 6.267
1740-1749 15.271 10.098 36.771 64.745 13.079 23.774 27.439 6.723
1750-1759 15.563 10.728 39.065 73.632 12.718 27.474 28.090 6.677
1760—1769 15.990 11.090 40.383 76.060 12.915 30.933 32.484 7.221
1770-1779 16.379 10.727 39.062 77.058 14.473 32.762 34.540 7.229
1780-1789 17.095 11.849 43.146 76.540 14.161 32.023 44.526 7.281
1790-1799 17.573 11.975 43.607 94.849 12.877 35.858 43.506 6.667
1800-1809 18.845 12.064 43.929 80.792 8.664 36. 51.869 7.580
1810-1819 18.703 12.471 45.411 53.346 10.215 ) 56.529 8.105
1820-1829 19.740 14.842 54.045 102.052 43… 7.132
1830-1839 18.799 14.120 51.417 86.278 44.644 6.186
1840-1849 20.481 13.765 50.126 92.560 46.719 5.916
17.206 100.200 47.548 5.368

Tasade natalidad 31,9 34,1 32,1 41,3 42,9 41 / 38,4 40,7


en 1787
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 49

11.3. Evolución de los bautismos y de la TNR en las regiones del interior,


casta y del conjunto de España

Estimación de bautismos Estimación de la TNR

Decenio Interior Costa España Interior Costa España

1550—1559 122.163 101.260 223.423 1,55 1,61 1,19


1560—1569 127.728 108.094 235.822 1,21 1,22 1,22
1570—1579 140.800 111.908 252.708 1,24 1,19 1,22
1580—1589 131 .829 127.293 259.122 1,12 1,24 1,17
1590—1599 134.381 118.321 252.702 1,06 1,13 1,09
1600-1609 132.891 132.379 265.270 0,97 1,16 1,05
1610-1619 127.078 131.079 258.157 0,96 1,06 1,01
1620-1629 122.545 126.216 248.761 0,92 1,06 0,99
1630—1639 110.169 126.005 236.174 0,85 0,98 0,91
164071649 112.064 127.122 239.186 0,87 0,97 0,92
1650-1659 112.475 130.333 242.809 0,91 1,02 0,96
1660-1669 110.772 130.478 241.250 0,98 1,03 1,01
1670-1679 120.071 142.385 . 262.457 1,06 1,10 1,08
1680-1689 113.146 137.679 250.825 1,02 1,07 1,05
16904699 121.974 146.346 268.320 1,08 1,11 1,09
1700-1709 123.364 156.477 279.841 1,04 1,10 1,08
1710—1719 118.155 156.711 274.867 1,04 1,13 1,09
172071729 135.119 175.760 310.879 1,09 1,19 1,14
1730-1739 131.932 181.363 313.295 1,08 1,17 1,13
1740-1749 138.021 188.859 326.880 1,14 1,19 1,17
1750-1759 146.111 213.656 359.767 1,10 1,21 1,16
1760—1769 154.933 222.535 377.468 1,15 1,22 1,19
1770—1779 153.557 228.617 382.174 1,13 1,21 1,18
1780-1789 157.000 237.547 394.547 1,08 1,13 1,11
1790—1799 165.490 269.217 434.706 1,07 1,19 1,14
1800-1809 153.899 255.717 409.616 1,02 1,14 1,09
1810—1819 165.854 266.276 432.130 1,04 1,12 1,09
1820—1829 193.725 308.481 502.206 1,14 1,14 1,14
1830—1839 170.968 281.590 452.559 1,13 1,11 1,12
1840-1849 177.358 291.936 469.294 1,08 1,10 1,09

FUENTES: Castilla La Nueva (D. Reher, М.п F. Carbajo); Castilla La Vieja (J, Nadal, B. Yun, A. Mar—
cos); León (J. Nadal); Extremadura (E. Llopis, M. A. Melón, M. Rodríguez Gancho, A. Rodríguez Graje—
ra, F. Zarandieta); Aragón (A. Moreno, J. A. Salas); País Vasco y Navarra (J. Nadal, A. Floristan, A. Ariz-
kun, A. Moreno, A. Zabalza y C. Ruiz); Galicia (P. Saavedra); Asturias (la misma serie que para Galicia);
Andalucía (J. Nadal, J. L. Sánchez Lora, J. Sanz); Murcia (R. Torres); Valencia (M. Ardit); Cataluña (J.
Nadal, S., Caralt, A. Moreno); Islas Baleares (Segura—Suau y Vidal—Gomila).
Por último, la reconstrucción es menos fiable en los extremes, antes de 1570 y después de 1800,
cuando las lagunas en las series son más amplias.

METODOLOGÍA

Las series de bautismos están en números índices, que he convertido en bautis—


mos «reales» de la región a partir de la tasa de natalidad estimada en 1787. Calculo la
tasa de natalidad a partir de las mujeres casadas del censo de Floridablanca y modelos
de fecundidad de grandes conjuntos regionales reconstruidos a partir de monografías
que utilizan el método de reconstrucción de familias.
Los grandes conjuntos regionales ——Interior—Costa, Norte—Sur y regiones de mo—
riscos (Aragón, Murcia y Valencia)— son el resultado de la suma de bautismos esti—
mados de los conjuntos regionales.
50 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

La TNR es el resultado de dividir la media ponderada de los nacimientos de dos


decenios (el considerado y el anterior) entre la media ponderada de los nacimientos de
los dos decenios situados treinta años antes. El decenio considerado pesa 75 % y el an—
terior 25 %. La ponderación de los decenios situados 30 años antes es igual.

III. La proyecciôn de la poblaciôn española

partir de los bautismos reconstruidos, una mortalidad constante y las migracio—


nes a América hemos reconstruido la evolución de la población por decenios.
La ausencia de datos de mortalidad nos obliga a utilizar unos niveles constantes.
La tabla de mortalidad utilizada ha sido la n.º 5 modelo sur de Coale y Demeny que co—
rresponde a una esperanza de vida al nacer para ambos sexos de 29,66 años. partir
de 1790 la esperanza de vida sube hasta los 34 años de modo lineal. Si no hacíamos
eso, la proyección no producía la población conocida en 1860.
Para las reconstrucciones de la población del norte peninsular hemos supuesto
una esperanza de vida al nacer de 32,06 años (tabla 1.6 modelo sur) y para la del
sur una esperanza de vida de 27,25 (tabla 1.4 modelo sur).

IV. La inmigración a las ciudades

IV. 1. Estimación de la emigración del campo a la ciudad. 1500-1850

Población Crecimiento Tasa crecimiento Crecimiento [nrnigracirîn


Periodo media real natural ”mural a las ciudades

1500—1549 513.211 190.142 —0,018 7470017 660.159


1550—1599 788.712 360.860 —0,018 —722,331 1.083.191
1600-1649 878.074 7232.147 70,01 8 —811.228 579.081
1650—1699 683.031 7107.928 70,013 —438.957 331.029
1700—1749 810.850 363.566 70,013 7521.101 884.667
1750—1799 1.279.455 573.645 40,011 7724.529 1.298.174
1800-1849 2.403.607 1.674.657 70,010 ‚249.257 2.923.914

TOTAL 2.822.795 4.937.420 7.760.215

En la primera columna se refleja la población urbana media española del periodo.


En la segunda columna el crecimiento real, la diferencia entre la población final y la
inicial del periodo. La tercera columna es el crecimiento natural de Madrid. El periodo
1500 a 1649 es mera conjetura. Se extrapola la situación de la villa a mediados del si—
glo XVII al resto del periodo. La cuarta columna es una estimación del crecimiento na-
tural de las ciudades españolas en cada periodo (el resultado de multiplicar la columna
primera por la tercera). La quinta columna es la suma de la segunda más la cuarta.
LA POBLACIÔN ESPANOLA: 1500-1860 51

V. Las cuencas migratorias de ocho ciudades españolas

V.1. Interior meseteño. Origen de los novios y novias. Por mil

Medina de] Campo.


160071714 Cáceres. 170071799 Madrid. 1650-1836

Total Var() nes Mujeres Total Va rones M ujeres Total

Franja del Cantábrico 52 15 3 9 210 104 157


Meseta Norte 143 37 10 23 165 97 131
Meseta Sur 7 75 55 65 154 182 168
Andalucía-Murcia 1 7 4 6 29 14 22
Corona de Aragón 2 4 1 3 57 37 47
Provincia ? 95 84 89 74 148 111
Ciudad 763 756 840 798 282 400 341

TOTAL nacional 967 990 996 993 971 982 976


Región 698 159 63 120 240 167 206

V.2. Ciudades andaluzas. Origen de los novios у novias. Por mil

Córdoba. Granada [700—1799 Sevilla 1800—1833


1590—1619

Total Varones“ Mujeres Total Varones Mujeres Total

Franja de1 Cantábrico 48 52 2 31 54 8 31


Meseta Norte 37 25 5 16 29 7 18
Meseta Sur 32 17 9 14 31 14 22
Andalucía-Murcia 108 107 81 96 103 94 99
Corona de Aragón 2 9 4 7 22 6 14
Provincia 178 174 176 86 98 92
Ciudad 749 607 721 654 671 772 721

TOTAL nacional 976 995 997 996 997 997 997


Región 477 276 293 282 318 414 357

V.3. Corona de Aragón y Murcia. Origen de los navios y novias. Por mil

Zaragoza 16007 1650 Murcia 156 7— 1809

Varones Mujeres Total Total

Franja del Cantábrico 53 23 38 6


Meseta Norte 23 18 20 4
Meseta Sur 9 7 8 15
Andalucía-Murcia 5 2 4 28
Corona de Aragón 88 58 73 53
Provincia 98 70 84 146
Ciudad 624 756 687 714

TOTAL nacional 901 934 913 966


Región 51 56 53 63

FUENTEご A. Marcos, M. Rodriguez Cancho, M. F. Carbajo, J. I. Fortea, J. Sanz, L. C. Álvarez Santa—


16, М.“ С. Ansôn, R. Torres.
CAPÍTULO 2

EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO

por JOSÉ MARIA IMízcoz BEUNZA


Universidad del País Vasco

La realidad social es compleja, tiene diferentes caras y, por tanto, se puede defi—
nir desde diferentes puntos de vista. La sociedad del Antiguo Régimen se ha caracteri-
zado como una sociedad profundamente desigual, estamental, corporativa y feudal.
Una sociedad estamental, en la que tres estamentos —el clero, la nobleza y el estado
llano— se diferenciaban legalmente, distinguiendo a los dos primeros con privilegios
de estatuto, atributos y honor. Una sociedad marcada por profundas desigualdades
económicas, con enormes diferencias en la propiedad y distribución de la renta, con
una inmensa mayoría que trabajaba la tierra —generalmente sin poseerla— y pagaba
rentas, y una minoría rica que no trabajaba, poseía tierras abundantes y percibía las
rentas. Una sociedad corporativa, encuadrada en sólidas comunidades urbanas y rura—
les, en corporaciones gremiales y religiosas, en casas y familias, cuya pertenencia
confería a sus miembros identidad social, estatutos y derechos, y marcaba la frontera
entre los propios y los foráneos, entre los integrados y los marginados. Una sociedad
feudal, o señorial, en la que los hombres y las tierras estaban bajo la jurisdicción de se—
ñores —reyes, nobles o eclesiásticos— y cuyas relaciones se entendían como relacio—
nes recíprocas entre señores y vasallos. Una sociedad religiosa, en la que lo espiritual
y lo temporal parecían inseparables, y enla que la iglesia católica, con su red de parro—
quias, conventos y cofradías, era la única institución que llegaba realmente, de forma
capilar, a todas las comunidades, corporaciones y familias, y cuya dirección y doctrina
impregnaba todos los aspectos de la vida social.
Al tratar de los grupos sociales del Antiguo Régimen, los historiadores los han
analizado sobre todo como estamentos, o grupos de estatuto personal, siguiendo el
orden jurídico heredado de la Edad Media, y como clases, término que ha tenido di—
ferentes acepciones según las doctrinas historiográficas, pero que, de un modo gené—
rico y válido para el análisis de cualquier sociedad, significa el orden о número de
personas del mismo grado, calidad u oficio, o el conjunto de personas que corres—
ponden al mismo nivel social y que presentan cierta afinidad de medios económicos.
intereses, costumbres, etc. De este modo, la definición del orden estamental con que
54 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

la sociedad se representaba a sí misma, según criterios de función y honor, se com—


pleta con la consideración de niveles sociales o clases de muy diverso signo. Los
propios estamentos comprendían a gentes de niveles muy diferentes: la nobleza, a la
alta nobleza ——los Grandes y títulos—, a la nobleza media —los caballeros— y a los
simples hidalgos; el clero, al alto clero —compuesto por los hijos de las principales
familias, que conseguían el acomodo correspondiente a su elevación social en cate—
drales y conventos— y al bajo clero. El estado llano comprendía, por defecto, a to—
dos aquellos que no gozaban de un estatuto personal privilegiado, la inmensa mayo-
ría, y, por tanto, englobaba a categorías socio—profesionales muy diversas: comer—
ciantes, artesanos, campesinos, etc.
Las clasificaciones estamentales, socioeconómicas o socio-profesionales distin—
guen y separan a las diferentes categorías de individuos según la semejanza de sus atri—
butos, pero lo que aquí nos interesa es, al contrario, observar de qué modo los hombres y
mujeres de aquella sociedad se relacionaban unos con otros, cualesquiera que fuesen sus
semejanzas 0 diferencias jurídicas, económicas, profesionales o de género: de qué modo
los hombres y mujeres se vinculaban entre sí, cómo se organizaban colectivamente, qué
grupos efectivos formaban, cuáles eran sus redes de relaciones, que vínculos articulaban
su entramado social y que significado político tenía este entramado.
Cuando decimos que el campesinado. el artesanado. la burguesía. etc. son gru—
pos sociales, en realidad se trata de una forma de describir que empleamos los histo—
riadores para referirnos a una clase de gente que tiene determinados atributos o rasgos
semejantes. Esto no quiere decir que formen una agrupación como tales, un conjunto
de personas agrupadas, apiñadas o asociadas de algún modo 0 con algún fin. En la so—
ciedad del Antiguo Régimen, las agrupaciones que asociaban a las personas en forma-
ciones colectivas eran de otro tipo y tenían formas de organización específicas. Sin
embargo, sus estructuras comunitarias, corporativas, estamentales y señoriales desa—
parecieron, al cabo de un intenso proceso de cambio, el de la modernidad, marcado
por las revoluciones liberales, la revolución industrial y la aparición de nuevas formas
de asociación, de tal modo que hoy nos resulta particularmente difícil entender aquel
régimen de organización social y política, tan contrario además, en muchos aspectos,
a los valores de la sociedad contemporánea.

1. La vertebración social en el Antiguo Régimen:


comunidades y vínculos personales

El entramado social del Antiguo Régimen era un conjunto muy plural y complejo
de cuerpos sociales diferentes, como los estamentos, señoríos, comunidades, corpora—
ciones y casas, que estaban institucionalizados o formalizados jurídicamente como ta—
les, y de vínculos personales, como los de familia y parentesco, amistad y paisanaje,
patronazgo y clientelismo, que relacionaban a las personas establemente y que, aun—
que no estaban institucionalizados jurídicamente, tenían un gran significado para la
articulación de los grupos o redes sociales que actuaban efectivamente en la sociedad.
Lo que llamamos «sociedad de la España moderna» era en realidad un agregado
de comunidades _sociales y políticas al mismo tiempo— de muy diversa naturaleza,
a las que los hombres y mujeres de toda condición se hallaban adscritos por vínculos
EL ENTRAMAD0 S。CーAL Y POLÍTICO 55

de pertenencia: comunidades territoriales como la casa, el pueblo, la ciudad y, a través


de ellas, comunidades políticas más amplias como las provincias, los señoríos o los
reinos, en que se agregaban bajo una autoridad y jurisdicción superior; corporaciones
establecidas sobre la base de una actividad común, como los gremios artesanos, las
cofradías de pescadores, los consulados de comerciantes, las universidades, etc.; co—
munidades religiosas como las parroquias, los monasterios, conventos y órdenes reli—
giosas del clero regular, y, al amparo de estas comunidades, las cofradías o asociacio-
nes piadosas para los laicos. Se distinguían, asimismo, grupos de estatuto personal,
como los estamentos de un reino o la diferencia entre clérigos y laicos en la Iglesia ca—
tólica.
Para reflejar este orden político y social, la tratadística contemplaba al reino
como un cuerpo cuya cabeza era el rey y cuyos miembros eran las diferentes comuni—
dades y órdenes que lo formaban. Sin embargo, la definición de la sociedad del Anti-
guo Régimen como entramado corporativo o agregado de comunidades no es simple-
mente organicista. Estas sociedades no eran estáticas. En primer lugar, solían actuar
como actores colectivos en el reino, por ejemplo en defensa de sus legitimidades y de—
rechos, frente al rey, los señores u otras comunidades. Por otro, cada una de ellas era
un campo social surcado continuamente por la actividad diaria de hombres y mujeres,
de actores individuales y colectivos, cuya acción reproducía o modificaba sus estruc—
turas y prácticas. También, el gobierno de estas comunidades y corporaciones era 0b—
jeto de las rivalidades y alianzas entre familias poderosas, que movilizaban a sus ban—
dos o clientelas de parientes, aliados y dependientes. Asimismo, la articulación de
aquellas comunidades en el seno de comunidades políticas más amplias, como la pro—
vincia o el reino, venía dada en buena medida, más que por instituciones, por las rela—
ciones entre sus elites dirigentes.
La historiografía reciente descubre cada vez con más claridad cómo, en aquella
sociedad, las acciones colectivas, empresas, economías, luchas por el poder, dinámi—
cas sociales y políticas se articulaban siguiendo una red de relaciones privilegiadas.
Las agrupaciones о redes sociales venían dadas por las relaciones efectivas entre las
personas. Los hombres y mujeres se hallaban vinculados unos a otros por diversos la—
zos personales, principalmente por los vínculos de familia y parentesco, de linaje y
clan, de amistad y de paisanaje, de señorío y de clientelismo. Estos lazos vinculaban a
unas personas con otras en redes sociales о grupos que no llegaban a constituir comu—
nidades institucionalizadas jurídicamente como tales, pero que configuraban la trama
grupal de aquella sociedad. Unos eran vínculos primeros, más inmediatos, otros resul-
taban de la articulación más amplia de los anteriores, pero unos con otros tejían la tra-
ma de una sociedad. Estos vínculos agrupaban de forma privilegiada a los actores in—
dividuales en conjuntos de individuos relacionados entre ellos y que podían actuar
como actores colectivos.
Los vínculos que configuraban el entramado social del Antiguo Régimen tenían
una entidad que no tienen las relaciones personales en las sociedades contemporáneas.
No se trataba de simples relaciones entre los individuos de una sociedad atomizada,
que se asocian libremente. Eran los vínculos estructurantes de una sociedad celular
que se regían por reglas de funcionamiento específicas, comportaban el ejercicio de
una autoridad en el ámbito propio de cada relación y conllevaban en principio una
acción solidaria en el campo social. Aquellos vínculos no resultaban de una adhesión
56 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

libre y revocable delos individuos. Unos eran dados por el nacimiento o por otras vías
de ingreso en una comunidad o grupo. Así ocurría con la pertenencia a una familia, pa-
rentela, comunidad campesina o urbana, corporación profesional, comunidad religio—
sa o señorío feudal. Los funcionamientos que estos vínculos comportaban ——la perte—
nencia y el estatus en su seno, la integración y la exclusión, la organización colectiva y
jerárquica, los derechos y deberes— pesaban sobre los individuos de un modo particu—
larmente imperante. Otros vínculos eran lazos personales contraídos por los indivi—
duos y, por lo tanto, admitían un mayor grado de elección, como las relaciones de
amistad o de clientelismo. Aunque en estas relaciones el grado de libertad era mayor,
los términos de la relación estaban preestablecidos por la tradición; el compromiso te—
nía un carácter en principio estable o duradero, obligaba moralmente y exigía a los in—
dividuos pautas de comportamiento, reciprocidades e intercambios más o menos ex—
plícitos.
Cada vínculo se regía, en principio, por una reglas comunes que debían gobernar
sus funcionamientos colectivos y que constituían tanto su costumbre o tradición,
como, en la medida en que se practicaran efectivamente, la experiencia de sus miem-
bros desde su nacimiento: normas de la comunidad o grupo, autoridad, deberes y dere—
chos en su seno, obligaciones de reciprocidad y correspondencia. En la sociedad del
Antiguo Régimen, las comunidades eran jerárquicas. de tal modo que todo cuerpo te—
nía su cabeza: casas cuyo padre de familia gobernaba a la mujer, a los hijos, a los cria—
dos y dependientes: comunidades campesinas bajo la jurisdicción de un señor y domi—
nadas por las familias principales del lugar: gremios que agrupaban a los talleres de un
mismo oficio, gobernados por los maestros de taller: parroquias dirigidas por los pas—
tores de las almas; conventos cuyos profesos prestaban voto de obediencia al abad; va—
sallos que juraban fidelidad a su rey, etc.
En definitiva, los vínculos característicos del Antiguo Régimen eran al mismo
tiempo vínculos de integración y de subordinación. Integraban a los individuos en
grupos o comunidades que aseguraban su supervivencia y les conferían una identidad
social (su sustento en una economía doméstica, su existencia y estatuto reconocidos,
su [e y salvación eterna, su derecho de justicia y protección, etc.) y, al mismo tiempo,
les ataban estrechamente, les imponían unas normas, les vinculaban a una autoridad y
les procuraban unos deberes y obligaciones. Estas obligaciones eran diferentes según
el estatuto, de autoridad o no, que se ocupara en el seno del grupo, como eran diferen—
tes las obligaciones del padre de familia y las de los familiares y domésticos que esta—
ban bajo su gobierno. las del maestro de taller y las de los oficiales y aprendices que
trabajaban bajo su dirección, las del señor y las de sus dependientes, las del rey y las de
sus vasallos. Pero estas obligaciones se referían a todos sin excepción, tanto a los su—
periores como a los dependientes: eran obligaciones mutuas vinculantes que obliga—
ban recíprocamente. Como tales, formaban parte de la costumbre o constitución con—
suetudinaria de la comunidad o grupo, y definían los valores de su <<economía moral».
Desde luego, podían ser cumplidas o no, pero los actores valoraban con respecto a
ellas lo que era justo o injusto, ejercicio legítimo de la autoridad o abuso de poder,
cumplimiento o deslealtad, y actuaban en consecuencia, mediante prestaciones, soli—
daridades y recompensas, o, al contrario, mediante castigos, formas subterráneas de
resistencia, o enfrentamientos abiertos. En cualquier caso, estas obligaciones mutuas
vinculantes definían el derecho de las partes y si las acciones respectivas se ajustaban
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 57

o no a derecho, y, sobre esa base, los implicados se enfrentaban ente sí, se acomoda—
ban o acudían a los tribunales a pedir justicia.
En principio, la costumbre sometía tanto al más poderoso como al más débil,
pero, tratándose de dependencias personales, la autoridad estaba en manos de señores
particulares y los riesgos de arbitrariedad eran enormes, sin que mediasen, como ocu—
rre en los estados contemporáneos, instancias públicas, leyes y formas asociativas que
regularan y protegieran, con suficientes garantías para los dependientes, los derechos
de los individuos y las relaciones entre ellos. En la medida en que el ejercicio de la au—
toridad estaba en manos de señores particulares, su aplicación dependía en gran parte
de su comportamiento personal, más que de un <<sistema» social y político, y requería,
por lo tanto, una regulación moral dirigida a la persona. Esto explica, sin duda, algu—
nas características centrales de la tratadística de la época. Desde la Anti guedad, la Eli—
ca, la Oecanomica y la Politica culminaban con una teoría de las virtudes del hombre
—del señor de la casa y del hombre de Estado—, de las que dependía, en última ins—
tancia, el buen gobierno.
Estos lazos vinculaban a gentes de estatuto diferente en posiciones de autoridad y
subordinación. El vínculo no se establecía sobre la base de la igualdad, de las caracte—
rísticas individuales semejantes, como una relación entre iguales, y las separaciones
no disociaban a los individuos diferentes sino a los diferentes conjuntos. Se trataba de
vínculos jerárquicos que establecían las diferencias internas de posición y de atribu—
ciones. Esta jerarquía era la forma propia del grupo o comunidad, su modo de organi—
zación, y no un valor abstracto impuesto desde fuera. Desde los valores i gualitarios de
la sociedad contemporánea tendemos a pensar que una comunidad es una comunidad
de iguales, que por lo tanto excluye a los que son superiores, pero, en el Antiguo Régi-
men, las comunidades eran sociedades jerárquicas.
Los análisis de la sociedad del Antiguo Régimen en términos de estamentos, cla—
ses O grupos sociales tienden a confundir la diferencia con la separación, a separar a
los diferentes. Sin embargo, su estructura organizativa no se caracterizaba por la sepa—
ración de los diferentes sino por estrechos vínculos de dependencia. Las profundas di—
ferencias económicas, organizativas y honoríficas de la sociedad del Antiguo Régi—
men no daban lugar a clases o estamentos separados unos de otros, sino a estrechos
vínculos de autoridad y de dependencia, de paternalismo y de deferencia, de dominio
y de subordinación. La diferencia se daba, como jerarquía, en el seno de cada vínculo,
como estructura interna de cada comunidad, señorío o formación colectiva, incluso en
círculos sociales que hoy parecen relativamente igualitarios, como la familia y el pa—
rentesco.
Los vínculos personales de aquella sociedad tenían un valor ambivalente, no uni—
dimensional. Por un lado eran vínculos de integración que debían de asegurar la super—
vivencia de los individuos, por otro eran vínculos de dominación y de dependencia.
En aquella sociedad, las funciones de gobierno, lajusticia, la protección, la paz, la se-
guridad social, la gestión de recursos y muchas prestaciones que hoy están en manos
de un ente público como el Estado, o de asociaciones que prestan servicios y a las que
los individuos adhieren o contratan libremente, estaban asumidas por las casas, comu—
nidades, corporaciones y señoríos en que se organizaba aquella sociedad y dependían
en gran medida de los señores particulares que, desde el padre de familia hasta el señor
feudal o el rey, gobernaban dichas comunidades y controlaban y distribuían sus recur—
58 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

sos. Los individuos podían acceder a dicha protección y recursos mediante su adscrip—
ción, tutela y dependencia de los poderosos a los que se hallaban vinculados. En defi—
nitiva, como toda relación ente desiguales, estos vínculos comportaban una posición
de autoridad y exigían una subordinación.

2. El entramado corporativo como sistema político

En aquella sociedad preestatal, anterior al Estado liberal, no existía una división


entre lo público y lo privado, entre el Estado y la <<sociedad civil», en la medida en que
<<lo público» no había pasado a quedar reservado al ámbito del Estado. No existía una
esfera política distinta y separada del entramado social corporativo. А1 contrario, los
diversos vínculos sociales que articulaban a los hombres en formaciones colectivas,
desde la casa y familia hasta el reino, comportaban en mayor o menor grado el ejerci—
cio de una autoridad reconocida. Esta autoridad era propia de cada relación, era ejer—
cida por aquellos que encabezaban dicha función según la organización jerárquica del
grupo y debía de ejercerse según las reglas internas que la legitimaban y al mismo
tiempo la delimitaban.

2.1. EL REY Y L S REINOS

Desde la Edad Media, los reinos se habían ido formando mediante la agregación
de territorios y comunidades de muy diferente entidad bajo la corona de un mismo
monarca y, todavía en vísperas de la revolución liberal, la Monarquía seguía siendo un
agregado de territorios con instituciones y leyes diferentes, de cuerpos de toda clase
—señoríos, comunidades, corporaciones, estamentos— dotados de estatutos privile—
giados, y de jurisdicciones plurales, heterogéneas e imbricadas. A diferencia de lo que
ocurre en las naciones contemporáneas, lo que llamamos sociedad no era, por tanto,
un conjunto de individuos regidos por unas reglas comunes, sino un agregado de cuer-
pos y estamentos muy diversos, regidos cada uno por sus leyes particulares о «privile—
gios» (privala lex), por sus «buenos usos, costumbres, libertades y l'ranquezas».
Hasta la Revolución liberal, en el primer tercio del siglo XIX, no se formó un Esta—
do como <<ente impersonal y abstracto, sujeto unitario de derecho público y detentador
del monopolio del poder político». A diferencia de lo que ocurre en los estados con—
temporáneos, el productor exclusivo del derecho no era el Estado. La Corona no goza—
ba de un monopolio de edición del derecho positivo, ni podía por sí misma definir el
bien común o la utilidad pública. Al contrario, lo constitutivo de las sociedades del
Antiguo Régimen era la pluralidad de las fuentes del derecho. Como hemos visto, el
cuerpo político del reino era en realidad un conjunto de cuerpos y estamentos dotados
de sus derechos propios y, en este contexto, el poder real, como jurisdicción suprema,
estaba encargado de velar por el respeto y la conservación de dichos derechos, y se ha—
llaba limitado tanto por ellos como por la ley divina y la ley natural.
Las instituciones de la administración real y de los reinos (los Consejos, los co-
rregimientos, las Cortes) actuaban sobre la base de esa constitución normativa y de—
bían conocerla para poder legislar o actuar conforme a su derecho. Los diversos cuer—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 59

pos políticos eran singulares y las disposiciones que les concemían también. Por lo tan-
to, no existía un principio unívoco de gobierno, ni una legislación general. Las compila—
ciones legislativas eran en buena medida un conjunto de disposiciones particulares para
tal o cual cuerpo y, cuando intentaban ser generales, estaban matizadas por múltiples
excepciones. Asimismo, el soberano gobernaba a través de decisiones puntuales —para
hacer justicia y reparar agravios—, a petición de las partes afectadas.
En aquel contexto, el poder del rey no era considerado como absoluto, sino limi—
tado. El sistema político de la Monarquía hispánica era pactista. Se caracterizaba por
la relación contractual, hecha de derechos y deberes recíprocos, entre el rey y las co-
munidades del reino, y por el respeto a las leyes particulares de los diferentes cuerpos
políticos que formaban la Monarquía. Las relaciones entre las comunidades del reino
y el monarca se concebían en términos de reciprocidad. Sus estatutos y privilegios no
podían ser modificados unilateralmente. El contrafuero por parte de la Corona provo—
caba protestas legales (<<se obedece pero no se cumple»), con las que se llamaba a la
revisión, y el desacato grave de estos derechos por el monarca podía desligar a sus va—
sallos de su deber de fidelidad y llevar incluso ala revuelta, en los casos más extremos.
En sentido inverso, los servicios de los vasallos al monarca merecían recompensas, y
la traición sanciones, lo que podía traducirse mediante un aumento o supresión de sus
privilegios.
Entre las funciones de las autoridades, y sobre todo del rey, la más importante era
la de la justicia, concebida como justicia conmutativa, consistente en dar a cada uno lo
que le pertenece. Esta justicia consistía en respetar los derechos de las personas y de
los grupos según estaban definidos por sus constituciones corporativas y estamenta—
les. Todos los jueces del reino, desde los alcaldes y señores en primera instancia, hasta
los tribunales del monarca, debían juzgar conforme a derecho, según las leyes del rei—
no, esto es, según los privilegios y costumbres de cada comunidad, corporación y esta—
mento. En cada cuerpo social, el derecho venía dado por su propio desenvolvimiento,
por su historia y tradición, y se recogía tanto en leyes escritas (fueros, ordenanzas,
etc.) como en la costumbre o derecho consuetudinario, que no era algo fijo o estático,
sino el conjunto de prácticas o usos comunes que los miembros de la comunidad con—
sideraban como propios y legítimos. Para la comunidad, el bien común se identificaba
con su costumbre, esto es, con su propia vida y funcionamiento. De ahí la legitimidad
profunda de la «tradición», como expresión de la identidad propia en tanto que comu—
nidad, y la defensa recurrente por las comunidades de su identidad y estatuto específi—
cos en el conjunto más vasto del reino, luchando por mantener sus «buenos usos, cos—
tumbres, libertades y privilegios» frente a las «novedades» y los <<malos usos».
Esta constitución específica era la fuente de los derechos y deberes de los
miembros de la comunidad, definía su identidad corporativa singular y era diferente
a la de otras comunidades y corporaciones, marcando la frontera entre los miembros
del cuerpo, que gozaban de sus derechos y privilegios, y aquellos que le eran extran—
jeros y que quedaban excluidos de ellos: los vecinos frente a los foráneos, los agre—
miados frente a los intrusos, los nobles frente a los plebeyos, los clérigos frente a los
laicos, etc.
Estos cuerpos políticos no eran ni se imaginaban iguales unos de otros. Cada uno
tenía funciones y prerrogativas diferentes, derechos y deberes específicos que reco—
gían sus estatutos o su costumbre. La desigualdad y la existencia de una jerarquía en-
60 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tre los grupos eran públicamente reconocidas y consideradas como naturales: esta—
mentos, comunidades y corporaciones con diferentes estatutos y privilegios. Esta di—
ferencia se expresaba ritualmente en los actos públicos, como entradas reales, fiestas
urbanas, procesiones, en que la sociedad corporativa se representaba a sí mismaen sus
cuerpos, dignidades y jerarquías.
En el imaginario tradicional, cada cuerpo estaba naturalmente representado por
su cabeza. La organización de estos cuerpos era jerárquica y cada uno tenía una autori—
dad legítima y reconocida a su cabeza. La representación de cada grupo competía & sus
autoridades о miembros principales o más dignos. Los fundamentos de la autoridad,
su legitimidad, no se ponía en tela de juicio. Se daban luchas entre poderosos para ver
quién ejercía la autoridad en el seno de la comunidad, o conflictos y revueltas contra
los abusos de poder y los malos usos, pero no se contestaba el «principio de autori—
dad», que era considerada como algo «natural», sin duda como aceptación de la reali—
dad heredada, y en ausencia de ideologías contrarias o alternativas.
Las relaciones entre las comunidades y sus señores se seguían pensando en tér—
minos de vasallaje. El vínculo del rey con sus reinos era visto como una relación bila—
teral de los vasallos con su señor: una relación mutua vinculante en la que los buenos
vasallos prestan lealtad y servicio a su señor, mientras que el rey protege y hace que se
respeten las libertades y leyes particulares de los cuerpos mediante su acción de justi—
cia. Las virtudes de los vasallos que se exaltan son la lealtad. la fidelidad y el honor.
La historiografía liberal pensó que la disolución del vínculo feudal fue un paso
previo y decisivo en el proceso moderno de estatalización. Sin embargo, a pesar de
que en la época moderna el control real sobre los territorios fue ganando fuerza, esto
no significó el ocaso temprano del sistema feudal. Los vínculos de vasallaje continua—
ron vigentes, como lo muestra la vertebración sociopolítica de amplios territorios en
torno del señorío y la perpetuación de las relaciones de dependencia recíproca entre el
rey y su nobleza a traves de las relaciones de patronazgo y clientelismo, que han sido
calificadas por algunos autores como «feudalismo bastardo». Como veremos más
adelante, a lo largo de la Edad Moderna, el intercambio entre las elites de los reinos y
la Corona constituyó la clave de bóveda del sistema político. Los patriciados locales
y provinciales se hallaban vinculados a la Monarquía por un flujo constante de inter—
cambios, en el que recibían favores políticos, cargos, honores, pensiones, a cambio de
una lealtad y servicio que debía asegurar la gobernabilidad del país. Las relaciones
de gobierno entre el rey y los reinos, o entre los señores y las comunidades, eran en
buena medida relaciones personales entre elites dirigentes.

2.2. LAS ELITES DIRIGENTES: SENORES Y SENORíos

En la Edad Moderna, los nobles tuvieron menor pujanza y autonomía que en los
siglos bajomedievales, pero no fueron desplazados, sino asociados por la Corona al
gobierno de la monarquía. La monarquía y la aristocracia se necesitaban mutuamente:
la Corona gobernaba también a través de la superioridad social de la alta nobleza y de
su poder en amplios territorios, mientras que la aristocracia buscaba los crecidos bene—
ficios que reportaba el servicio al monarca. La nobleza participó a todos los niveles en
el gobierno de los reinos, a través de sus cargos en la Corte, de su señorío sobre am—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 61

plios estados territoriales, de sus cargos en los gobiernos de las ciudades y de la in—
fluencia clientelar que le procuraba su superioridad económica, social y política.
Las elites dirigentes del reino eran las elites de poder y de fortuna: varios miles de
familias, miembros de la aristocracia, de la nobleza señorial y regidores de las ciuda-
des y villas más importantes. Su posición se asentaba sobre la posesión de grandes
propiedades y la percepción de cuantiosas rentas, sobre sus privilegios estamentales y
honoríficos, y sobre sus cargos de gobierno y sus jurisdicciones señoriales. Estas fa—
milias tenían una notable capacidad de reproducción, manteniéndose como linajes
principales de generación en generación, a través de su endogamia matrimonial, de
sus estrategias de colocación de los hijos y de mecanismos de transmisión patrimonial
como el mayorazgo y los bienes eclesiásticos de manos muertas.
El mayorazgo consistía en la vinculación de una serie de bienes y de derechos en
un conjunto indivisible que se transmitía siguiendo un orden de sucesión, normalmen—
te la primogenitura, de tal modo que el titular —más usufructuario que propietario—
no podía enajenar aquellos bienes sin autorización del monarca, conservando así la
posición económica, la permanencia del apellido y el lustre del linaje. Otras inversio—
nes económicas de estas familias las vinculaban especialmente y de forma duradera
con la Iglesia. Las capellanías eran fundaciones perpetuas que, mediante la donación
de ciertos bienes a la Iglesia, sufragaban un beneficio eclesiástico cuyo beneficiario,
el capellán, era nombrado por el fundador y por sus descendientes. Estas capellanías
aseguraban la colocación de los segundones y favorecían, como el mayorazgo, la per—
petuación de la base social de las familias dirigentes. Los primogénitos de las familias
nobles eran depositarios de la titularidad de los bienes y derechos del mayorazgo y te—
nían en sus manos el gobierno de la casa aristocrática y de sus estados o señoríos. Los
cadetes ocupaban puestos en el alto clero, en la administración real y en el ejército,
normalmente según la posición que correspondía a sus familias. Estas familias fueron
también las de mayor influencia cultural, a través de la producción intelectual y de la
educación, en manos del clero.
El ascendiente de la nobleza y la atracción que ejerció sobre los sectores sociales
inmediatamente inferiores se mantuvo hasta finales del Antiguo Régimen. A lo largo
de la Edad Moderna, la nobleza se renovó mediante el ascenso social de nuevas fami—
lias, a través del servicio al rey y del dinero. Cuando podían, comerciantes y burócra—
tas (éstos en el caso de que no fueran ya nobles) buscaban ascender a la nobleza, com—
prar señoríos y adquirir títulos nobiliarios, de tal modo que la influencia de principios
aparentemente disgregadores, como el dinero —muy criticado en su momento como
resorte de ascenso— o el servicio administrativo —alejado del más tradicional servi-
cio militar—, no mermaron las bases del sistema aristocrático, sino que lo alimentaron
por abajo con sangre nueva.
Tradicionalmente, a la nobleza correspondían las funciones de gobierno y milita-
res. Las familias de la más alta aristocracia gobernaban extensos estados territoriales,
con amplios territorios dispersos y fragmentados en el conjunto de la península, que
dirigían a través de administradores y mediante relaciones de clientelismo. Disponían
de cortes provinciales, pero también estaban presentes en la Corte del rey. Las fami—
lias de la nobleza titulada y media gobernaban señoríos de ámbito más restringido, re—
gional o provincial. La nobleza media de los caballeros tuvo su principal expresión
política en el gobierno de las ciudades, donde ejercían un gran influjo político y social.
62 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

poseían importantes propiedades urbanas y rústicas, y eran señores de vasallos en las


aldeas y tierras de la comarca.
El señorío era prácticamente universal en la España moderna. Las tierras y hom—
bres estaban bajo la jurisdicción directa de un señor que las gobernaba, administraba
justicia y ejercía una serie de derechos. Existían varios tipos de señores: el rey, señor
del realengo, cuyo dominio directo apenas alcanzaba la mitad del territorio de la pe—
nínsula; las instituciones eclesiásticas seculares con sus señoríos eclesiásticos, los
conventos, con los señoríos de abadengo, las órdenes militares y los señores laicos.
Las ciudades asimismo podían ser señoras de tierras extensas, siendo al mismo tiempo
vasallas de otro señor.
Aunque no existía un modelo único. sino una gran diversidad de situaciones, en
esencia los señoríos laicos podían ser de dos tipos, jurisdiccionales y territoriales. En
los primeros, el señor tenía derechos de jurisdicción que consistían en la facultad de
administrar el dominio (nombrar a los cargos municipales y de administración del se-
ñorío ——corregidores y funcionarios locales—, redactar las ordenanzas de cumpli—
miento en todo el territorio de su jurisdicción. derecho de patronato sobre iglesias y
sobre cierto número de beneficios, etc.), de ejercer la justicia, y de percibir cargas fis—
cales de origen señorial o enajenadas a la Corona. En los señoríos territoriales, además
de estas facultades, el señor tenía la plena propiedad de la tierra. El poder señorial per—
maneció claramente vigente en los siglos XVI y XVII. Existía una subordinación de
derecho de la administración señorial a la real, pero en la práctica los señores no per—
dieron tanto poder respecto al rey como a veces se ha supuesto.

2.3. COMUNIDADES: LAS CIUDADES Y LOS PUEBLOS

La ciudad se definía como un cuerpo político o república, una comunidad dotada


de autonomía política, de un espacio jurídico privilegiado, rodeado de murallas y me—
dios para su defensa, con alcaldes que ejercían la justicia en primera instancia, con
bienes concejiles y recursos fiscales, y con un territorio más o menos extenso someti—
do a su jurisdicción. Pero la ciudad era, a su vez, un agregado de corporaciones dota-
das de estatutos jurídicos particulares y de autoridades legítimas. En las ceremonias
públicas, la comunidad urbana se escenificaba jerárquicamente, con todas las autori-
dades y cuerpos quela componían. Esta concurrencia daba lugar a frecuentes rivalida—
des por la valía y la precedencia. El espacio jurídico de la ciudad no era homogéneo,
sino que en él concurrían y se superponían jurisdicciones y poderes plurales, lo cual
suponía una fuente habitual de litigios por las atribuciones y competencias respecti—
vas, que se resolvían mediante el recurso frecuente a la justicia del rey.
De todos modos, desde finales de la Edad Media, el regimiento municipal impu-
so definitivamente su orden sobre las corporaciones más poderosas, acabando con sus
ligas y monipodios, y remitieron las guerras de bandos. Todavía en el siglo XVI hubo
luchas violentas de facciones nobiliarias por el gobierno municipal, pero lo más habi—
tual fue que se turnaran pacíficamente en él. El gobierno de las ciudades se pacificó al
estabilizarse la composición del regimiento. Desde mediados del siglo XVI, las fami—
lias de las oligarquías municipales tendieron a perpetuarse en el, primero restringien-
do su reclutamiento y luego, en Castilla, a través de regidurías vitalicias (comprando
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 63

al señor 0 al rey el derecho del cargo a vida) y, mäs adelante, hereditarias. En la Coro—
na de Aragón, las regidurías vitalicias se extendieron tras la Nueva Planta. Como vere—
mos más adelante, el control del gobierno municipal procuraba una gran capacidad de
patronazgo, a través de la atribución de empleos municipales, de la elección de benefi—
ciados de las fundaciones religiosas que gobernaba el municipio, de la concesión de
los abastos, de la orientación de los gastos municipales, de las posibilidades de exen—
ción de contribuciones, etc.
La población rural, más de un 80 % del total, se organizaba en comunidades
campesinas. Existían grandes diferencias, desde las comunidades del norte, en la
cornisa cantábrica y pirenaica, con numerosos valles y aldeas, comunidades de veci—
nos en plena posesión de sus alodios, sin otro señor que Dios y el rey, dotadas mu—
chas veces de hidalguías colectivas, 0 con importantes porcentajes de campesinos
hidalgos, con sólidas estructuras vecinales y autogobierno... hasta las grandes ро—
blaciones del sur, compuestas masivamente porjornaleros que trabajaban en las tie—
rras de vastos señoríos.
La inmensa mayoría de los campesinos se hallaba bajo la dependencia de un se—
ñor. Señores y campesinos estaban vinculados por obligaciones mutuas, que exigían
j usticia y protección a cambio de prestaciones y fidelidad, y que ataban al campesino a
la tierra, a la comunidad del pueblo y a sus señores. La comunidad rural estaba gober—
nada por los campesinos más ricos, un sector minoritario (los <<labradores honrados»
en Castilla, los «poderosos» o «principales» en Andalucia, los dueños de las masías en
Cataluña, etc.) que disponían de tierras abundantes —mayormente arrendadas al se-
ñor—, animales de tiro y reservas de alimento, y que se hacían necesarios por sus posi—
bilidades de subarrendar, de prestar o de contratar mano de obra. Además, muchas ve-
ces eran los intermediarios del régimen señorial, aseguraban la percepción de los dere—
chos y los arrendamientos, y se beneficiaban de esa posición central entre los señores
y los campesinos medios y jornaleros .
En cada pueblo o ciudad, los «vecinos» eran los miembros de pleno derecho de la
comunidad y se distinguían de los simples «habitantes» o «moradores», que no goza—
ban de dicha condición. La vecindad daba acceso al conjunto de derechos, privilegios
y costumbres de la comunidad. Su significado era muy diferente según el tipo de es-
tructura comunitaria característico de unas regiones u otras. En muchas comunidades
del norte, la vecindad era más estable, se refería a la casa campesina, llevaba pareja a
veces la hidalguía, y siempre amplios derechos, y la comunidad restringía severamen—
te su concesión a los foráneos para evitar el reparto excesivo de los bienes comunales.
Aquí, la discriminación estatutaria entre vecinos (propietarios) y no vecinos (o habi—
tantes arrendatarios) fue la diferencia social más significativa. En las villas del sur, en
cambio, la vecindad estaba más ligada a la familia y bastaba con cierto establecimien—
to (por residencia, matrimonio o posesión de determinados bienes) para ser admitido
como vecino, en un mundo todavía necesitado de pobladores.
Los pueblos poseían propiedades comunales que proporcionaban, según la geo—
grafía, recursos necesarios para la ganadería, la alimentación, la construcción O el fue-
go: pastos, bellotas, madera, leña, etc. Estas propiedades estaban abiertas al usufructo
de los vecinos de la aldea y eran esenciales sobre todo para los más pobres, que no dis—
ponían de tierra suficiente. Además, diferentes derechos de uso colectivo pesaban so—
bre las propiedades particulares, como la costumbre de los campos abiertos. Entre
64 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

otros factores que debilitaron al campesinado se halló la disminución de la propiedad


comunal por las usurpaciones de señores y principales, las roturaciones y las ventas de
comunales. El movimiento privatizador debilitó los lazos comunitarios de la sociedad
campesina.
De todos modos, hasta finales del Antiguo Régimen, en las comunidades y cor—
poraciones se mantuvo un ideal fuertemente arraigado de economía comunitaria. La
organización colectiva debía encontrar un equilibrio entre las actividades agrícolas y
ganaderas, las consideraciones comunitarias impregnaban las prácticas agrarias, se
debía garantizar un reparto equitativo de los recursos, se tomaban medidas sociales de
carácter comunitario, y se estigmatizaban las prácticas especulativas. Lo individual
debia de quedar subordinado al interés colectivo. La extensión de las prácticas privati-
zadoras y capitalistas, más intensas en el siglo XVIII, encontró una fuerte resistencia en
las comunidades y corporaciones, que se manifestaron reiteradas veces en defensa de
su «economia moral».

2.4. CORPORACIONES: LOS GREMIOS ARTESANOS

En las ciudades, los gremios agrupaban a los artesanos de un mismo oficio. Bajo
la protección de un estatuto privilegiado. el gremio monopolizaba el ejercicio de un
Oficio, regulaba la producción y venta de su producto en la ciudad, determinaba las
condiciones del aprendizaje y del acceso a la maestría. y combatía el intrusismo de
cualquier tipo de competidor extranjero a la corporación. En las ciudades más populo—
sas y con oficios más nutridos, los gremios tenían mayor desarrollo institucional y
más atribuciones, organizaban el trabajo, controlaban la calidad del producto, fijaban
los precios, etc., mientras que en las pequeñas ciudades del norte, por ejemplo, mu—
chas veces nO pasaban de simples cofradías piadosas, más volcadas hacia las prácticas
devocionales y de asistencia mutua, quedando la regulación del oficio más directa—
mente en manos de las familias.
Como cuerpo social, el gremio procuraba un sólido marco de vida. Confería un
fuerte sentido de pertenencia a sus miembros y una identidad social. Sustentaba una
dignidad particular y una conciencia de honor profesional. Su vida colectiva era inten—
sa: además del trabajo, organizaba sus fiestas patronales, prácticas religiosas y de
ocio, y solidaridades asistenciales para sus miembros. El gremio tenía una organiza—
ción vertical, con una jerarquía de maestros, oficiales y aprendices. Se gobernaba por
lajunta de los maestros de taller, y sus autoridades actuaban como interlocutores con
el gobierno municipal y con otras autoridades y corporaciones de la ciudad.
Sin embargo, el orden comunitario y corporativo tenía en su base un orden do—
méstico. La lógica laboral seguía en buena medida una lógica doméstica, como se ob—
serva sobre todo en el artesanado de las pequeñas ciudades. La economía preindustrial
se basaba en pequeños talleres domésticos en los que el elemento familiar era domi—
nante. La mayor parte de los maestros trabajaban solos o ayudados por sus hijos y es—
posas. Sin embargo, en los talleres mayores se integraban Oficiales y aprendices forá—
neos, de procedencias diversas. Sólo a estos aprendices ajenos al círculo familiar se
les hacía contratos de aprendizaje, formalizados ante un escribano público. Estos
aprendices foráneos provenían en su mayoría de las aldeas de la comarca, o de secto—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 65

res de la ciudad ajenos al oficio; en definitiva, eran ajenos al círculo familiar de los
talleres establecidos y se incorporaban a esa economía doméstica en una posición sub—
altema. La diferencia social relevante venía dada por la pertenencia o no a las familias
de maestros de taller, y es en este contexto donde la jerarquía gremial de «maestros»,
«oficiales» y <<aprendices» cobraba su pleno significado. En la mayoría de los casos,
estos grados correspondían a las etapas de la vida de los hijos de los maestros, que su—
cederían un día a su padre al frente del taller, mientras que los aprendices foráneos
quedaban en la ciudad como una clase laboral subalterna, como simples oficiales, o
volvían a sus pueblos de origen para oficiar como pequeños artesanos, combinando el
oficio con actividades agrícolas.

2.5. EL ORDEN DOMESTICO: CASAS Y FAMILIAS; INTEGRACIÓN Y MARGINACIÓN

Los vínculos de familia y parentesco eran los lazos personales más inmediatos y
universales. Tenían un fuerte poder estructurante para la organización de la vida eco—
nómica, social y política de las personas. La familia se organizaba, en cuanto grupo
doméstico, en el marco de la casa, que era la primera instancia organizativa de aquella
sociedad. Sin embargo, aunque la familia como unidad biológica era, desde luego,
universal, el concepto de casa parece más fuerte en las clases altas y medias de la so—
ciedad, enla nobleza y en los sectores del comercio, del artesanado y del campesinado
con mejor base material y con mayor estabilidad y significado en el orden comunitario
y corporativo, que en los niveles inferiores.
En las clases bajas, había que buscar la supervivencia, y la movilidad era mayor.
Existía una tendencia nídzfuga, sobre todo en los sectores más pobres de la sociedad.
Las familias pobres, о mermadas por la muerte, viudedad, orfandad, enfermedad, etc.,
estaban sometidas a mayores presiones disgregadoras, mientras que las familias más
establecidas, con casas y haciendas más estables, necesitaban mano de Obra e incorpo—
raban a dependientes, aprendices o criados. Esta tendencia nidfitga llevaba a los niños
y jóvenes pobres o desamparados a buscar su supervivencia en el servicio, encontran—
do un amO a quien servir, y entraban como criados y criadas, aprendices artesanos, de—
pendientes del comercio o mozos de labranza en las casas que quisieran acogerlos.
Cuanto más pujantes económicamente y más elevadas en la escala social, más mano
de obra encuadraban a su servicio. A la postre, este movimiento nidzfugo no ponía en
tela de juicio el orden doméstico y corporativo sino, al contrario, lO alimentaba desde
abajo, procurando a las casas principales no sólo mano de obra, sino prestigio —pro—
porcional a su numero de dependientes—, y reforzándolaS en su papel de integración y
disciplinamiento de los subalternos.
La alternativa a este encuadramiento doméstico era el desarraigo de los mendi—
gos y vagabundos, que no hay que confundir con los pobres. La diferencia entre po—
breza y marginación es la que media entre la integración en una comunidad y el desa—
rraigo. Los vecinos pobres eran reconocidos como tales por sus comunidades y eran
objeto del auxilio de sus círculos sociales más inmediatos: de los parientes, de las soli—
daridades vecinales y gremiales, y de la asistencia de las instituciones benéficas y los
hospitales de la ciudad. En cambio, los mendigos y vagabundos eran gente sin lazos
familiares: muchas veces, en su ori gen, niños expósitos, huérfanos o que habían huido
66 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de la violencia familiar, que habían abandonado su lugar natal para buscar sustento y
que, al filo de sus andanzas, habían sufrido un accidente o enfermedad, estaban inca—
pacitados para trabajar y buscaban sobrevivir a base de limosnas, hurtos o apaños, al
margen de las células sociales establecidas, siendo mirados con desconfianza desde
ellas, señalados como vagos y como potencialmente peligrosos o culpables. En defini—
tiva, la miseria de los desarraigados no hacía sino prestigiar y fortalecer, por contraste,
el orden doméstico dominante.
La casa era un cuerpo social con un régimen de gobierno propio, «el grado más
bajo de poder originario», <<un todo que descansa en la desigualdad de sus miembros,
que encajan en una unidad gracias al espíritu director del señor». Esta entidad organi-
zativa de la casa y familia, como comunidad política dotada de derechos de vecindad
en el seno de la comunidad, se fue perdiendo en toda Europa. desde finales del si—
glo XVlll, quedando reducida al concepto contemporáneo de familia como simple con—
junto de individuos vinculados por lazos de sangre, como hogar o residencia común, o
como relación afectiva.
La casa como cuerpo social era un conjunto material y humano, una unidad de
trabajo, de producción y de consumo, un sujeto de estatus y de derechos colectivos en
el seno de una comunidad, y un patrimonio simbólico y moral, representado por el
conjunto de honores que ostentaba la familia. La casa y familia englobaba todo el po—
derío económico, el prestigio social y la influencia política de los individuos, empe-
zando por los antepasados, y era el principal estructurador de la personalidad social de
sus miembros. La prosperidad de la casa era un valor supremo y los individuos queda—
ban subordinados a las aspiraciones de sus casas de origen.
En aquella sociedad preindustrial, precapitalista y anterior al Estado liberal, la
casa y familia era el ámbito en que se resolvia la mayor parte de la producción de
la agricultura y de la industria, en la casa campesina y en el casa taller del artesano;
de la actividad mercantil, mediante la casa de comercio o empresa familiar y a tra-
vés de sus relaciones mercantiles, que eran muchas veces también relaciones de pa—
rentesco, amistad y paisanaje; y de la gobernación, por las casas reales, aristocráticas
y principales, mediante las alianzas privilegiadas entre ellas y a través de sus relacio—
nes de señorío y de patronazgo clientelar con sus dependientes y clientes.
La casa era la primera comunidad en la que estaban integrados los individuos y el
más inmediato y constante régimen de autoridad al que estaban subordinados. Integra—
ción y dependencia eran las dos caras de una misma moneda. Por un lado, la casa era el
primer círculo de integración, una comunidad de trabajo, cuya sólida organización co—
lectiva y las obligaciones para con sus miembros debían asegurar la vida de los indivi—
duos. La casa y familia aportaba las solidaridades más inmediatas y constituía la prin—
cipal protección y forma de supervivencia de sus miembros, en una sociedad en la que
no existían mayores formas de seguridad social que aquella. Al mismo tiempo, aque—
lla estrecha organización exigía una importante sumisión de los individuos a la autori-
dad del señor de la casa y a las costumbres por las que el régimen familiar se regía.
El gobierno de la casa estaba en manos del padre de familia, que era el padre, amo
y señor de todos los que formaban parte de su casa, tanto de su familia de sangre —la
mujer y los hijos— como de los criados y aprendices. Tenía el deber de protegerla y
cuidarla, y podía disponer de las personas reunidas en ella, regulando al mismo tiempo
la producción, el trabajo y el consumo. El dominio de la <<patria potestad» sobre los
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 67

miembros de la familia se manifestaba en todos los ámbitos de la vida doméstica. El


dirigismo familiar condicionaba el destino de los individuos, mediante la política de
colocación de los hijos y de las hijas, la transmisión de las herencias, la concertación
de los matrimonios, la dotación para casar о para ingresar en el convento, etc.
Los criados de las casas aristocráticas y principales, los aprendices de la artesa—
nía, los servidores del comercio y la servidumbre campesina vivían en la casa de su se—
fior y patrón. Estos dependientes se encuadraban socialmente como miembros de la
casa a la que de algún modo pertenecían y, a través de ella, recibían su identidad so—
cial, estatus y derechos y correspondientes en el seno de la comunidad local, del gre—
mio 0 del oficio.
En la comunidad, sólo el señor de la casa poseía derechos políticos. A él se refe—
rían los derechos y deberes de la vecindad. El vecino padre de familia representaba a
su casa ante la comunidad y era también responsable ante ella de los actos de quienes
dependían de él.
Integración y dependencia eran dos dimensiones de una misma realidad. Esta
dualidad, como hemos visto, era muy propia de los modos de encuadramiento social
del Antiguo Régimen, basados en los principios de comunidad y de jerarquía. La am—
putación de una u otra dimensión ha llevado a lecturas parciales y sesgadas de la fami—
lia. Unos han tendido a verla como una Arcadia feliz, rezumante de buenos sentimien-
tos. Otros, al contrario, han tendido a ver a la familia y a las relaciones de paternalismo
desde el prisma unidimensional de la dominación. Pero, en realidad, como todo víncu—
lo social, la familia era un ámbito de solidaridades y conflictos, y el calor del hogar se
podía deber tanto a la rebelión impotente contra una dependencia abyecta, como al
amor y respeto mutuo.
Por otra parte, la familia se inscribía en una red de relaciones de parentesco,
amistad, vecindad y clientelismo de gran significado para su economía y trayectoria.
Estas relaciones articulaban una economía compleja y continuada de intercambios de
servicios, prestaciones mutuas y reciprocidades.

3. Las relaciones de poder en la sociedad del Antiguo Régimen:


el poder como relación

3.l. EL CAPITAL RELACIONALZ PARENTESCO, AMISTAD Y PATRONAZGO

Las relaciones privilegiadas de la familia constituían su capital relacional. Si este


capital era importante para la economía de todas las familias, lo era de un modo parti-
cular para las elites gobernantes, y constituía la base social de su poder. En las socie—
dades del Antiguo Régimen, en las que, más que con instituciones, se gobernaba con
hombres, las redes de relaciones eran un elemento fundamental del capital social que
los poderosos podían movilizar en su favor. La conquista o el mantenimiento del po—
der en las comunidades o en el reino era a menudo el objeto de rivalidades entre las
grandes familias de los poderosos que actuaban apoyados por sus redes de parientes,
amigos y clientes.
Podemos definir el capital social de una familia como la suma de su capital eco-
nómico, cultural, simbólico y relacional. Si lo enfocamos desde el punto de vista rela—
68 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cional, el capital social no se limitaba a los bienes de la familia, sino que se extendía al
conj unto de recursos vinculados a la posesión de una red durable de relaciones. Su vo—
lumen y eficacia dependía, por lo tanto, de la red de relaciones que un personaje fuera
capaz de movilizar efectivamente y del volumen del capital económico, cultural, sim—
bólico y relacional que poseyera y moviera a su favor cada una de sus relaciones.
La familia se prolongaba mediante lazos de parentesco que tenían un significado
mucho más amplio e intenso que el contemporáneo. Las familias y parentelas consti—
tuían conjuntos de gran centralidad. Acumulaban los bienes y méritos de sus miembros,
desde los antepasados del linaje hasta los presentes. Articulaban actividades y econo—
mías, intereses comunes e intercambios privilegiados de servicios. Como muestra el es—
tudio de las elites, las familias y parentelas actuaban a menudo de forma solidaria y
constituían actores relativamente estables de la vida económica, social y política.
La red de relaciones familiares tendía a reproducirse de una generación a otra. No
se heredaban solamente los bienes, base material de la posición de la familia, sino
también las relaciones: las alianzas y amistades, pero también las enemistades. La
transmisión de los patrimonios, la perpetuación en los cargos y la herencia de las
alianzas familiares explican la persistencia relativa de las familias como actores esta-
bles en la vida de la comunidad, así como las configuraciones de facciones, bandos o
alianzas más o menos estables y las divisiones duraderas entre grupos familiares en—
frentados. Al mismo tiempo, estas redes familiares no eran inmutables ni cerradas: co—
nocían movimientos de ascenso y de declive social y se modificaban al filo de las
alianzas matrimoniales. Generalmente, estas familias y redes eran solidarias en la
acción, entre otras cosas porque estaban en juego intereses comunes y porque el éxito
o fracaso de sus miembros más destacados repercutía en todos sus interesados, en par—
te por las posibilidades que tenían de colocar a los suyos y de conseguir favores para
sus parientes y clientes.
Los conjuntos familiares que resultaban de la articulación de los diversos víncu—
los de parentesco se prolongaban, a veces considerablemente, mediante vínculos de
amistad y de clientelismo. La amistad era la relación y sentimiento entre semejantes,
aunque el término se utilizaba también para expresar relaciones de clientelismo. Las
relaciones de amistad eran un elemento clave en las redes sociales de los poderosos.
La amistad política como amistad útil se observa en particular en la relación entre per—
sonas que ejercían cargos de gobierno y que intercambiaban servicios sobre esa base.
La amistad se hacía extensiva a las familias y a los amigos respectivos, lo que, más allá
de la relación directa de persona a persona, podía dar lugar a una cascada de mediado—
res о intermediarios que ampliaba su alcance en caso de necesidad. La amistad supo—
nía la reciprocidad de los intercambios y la obligación de unos hacia otros por deudas
de amistad. El número y la calidad de los amigos representaban un crédito y un capital
relacional que se podía movilizar en caso de necesidad y que, a su vez, se podía poner
a disposición de alguien más grande.
Las amistades de la familia se heredaban pero también se renovaban. Más allá del
círculo de relaciones heredadas, los miembros de las elites podían establecer nuevas
amistades por diferentes medios. Un cauce muy importante fueron las amistades estu—
diantiles que contraían los hijos de las elites en los colegios mayores y universidades,
las amistades militares, como las que se contraían en el siglo xv… en cuerpos privile—
giados como las guardias de corps, o en las academias de guardias marinas y de artille—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 69

ría, así como las amistades profesionales, establecidas al filo de una carrera en la ad—
ministración real o en negocios mercantiles y financieros comunes. En los siglos XVI y
XVII, los colegios mayores y universidades jugaron un papel importante en la forma—
ción y vinculación de las elites dirigentes. Más adelante, aquellos colegiales copaban
los principales cargos de la administración dejusticia, de la Iglesia, las cátedras uni—
versitarias y otros cargos. Mediante estos cauces, las elites gobernantes establecían o
consolidaban redes de relaciones de amplio alcance, que-podían servir como base para
intercambios de servicios y de favores, y que podían tener un significado político im—
portante.
En el siglo XVIII, la amistad fue un vehículo principal de las ideas y de las sociabi—
lidades políticas que nacieron en la España de las Luces. Fue el cimiento de los nuevos
modelos de asociación ilustrados, desde las tertulias informales en que se reunían las
elites cultas hasta las sociedades que se formalizan a partir de aquellas, como las So—
ciedades Económicas que proliferaron en el último tercio del siglo XVIII. Estas amista—
des tuvieron un gran significado para la articulación de las redes intelectuales y políti—
cas de los ilustrados.
Las relaciones de patronazgo y clientelismo eran relaciones personales y recípro-
cas entre desiguales, relaciones verticales que conllevaban un intercambio desigual de
servicios o prestaciones. El patrón asistía y protegía al cliente de diversas maneras:
ofreciéndole gracias y mercedes, dándole oficios, facilitándole matrimonios ventajo—
sos, promocionando a sus hijos y parientes, dandole acceso a nuevos ámbitos de rela—
ciones, apoyándole en juicios y conflictos, ayudándole a pagar impuestos, o con otros
favores. La contrapartida por parte de los clientes era una lealtad y un servicio con gra-
dos y manifestaciones diversas, y podían servir al patrón con el consejo, la espada, el
discurso, la propaganda, la pluma, incluso con la vida, cuando seguían a su señor en un
conflicto armado. El patrón y el cliente controlaban recursos desiguales, ámbitos de
relaciones, riquezas e influencias diferentes, pero su relación era útil para ambos, en la
medida en que los recursos de cada uno resultaban necesarios para el otro. Los podero—
sos se aplicaban a conseguir una clientela lo más extensa e influyente posible, utili—
zando para ello los diferentes resortes de que disponían, su poder económico, su pres—
tigio, sus cargos y sus relaciones privilegiadas en diversas instancias e instituciones.
El patrón, para demostrar su fuerza y eficacia, y para seguir manteniendo la fidelidad
de los suyos sobre los patronos competidores, debía generar conexiones con diversos
ámbitos e instancias de poder, cuanto más sólidas, amplias y diversificadas, mejor.
Cada vez conocemos más las relaciones clientelares de los poderosos con sus
mediadores y dependientes, las bases sociales de su poder, y podemos entender mejor
de qué modo ejercían su dominación política y social.

3.2. LA DESIGUALDAD COMO BASE DE LAS RELACIONES


DE DEPENDENCIA Y CLlENTELISMO

Alexis de Tocqueville, en De la democracia en América, definía la sociedad del


Antiguo Régimen como una sociedad jerárquica en la que los hombres formaban <<una
cadena que remontaba del campesino al rey»: <<En las sociedades aristocráticas, todos
los ciudadanos están situados en un puesto fijo, unos por encima de otros [de tal modo
70 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

que] cada uno de ellos percibe siempre, más alto que él, un hombre cuya protección le
es necesaria, y, más abajo, descubre otro al cual puede reclamar asistencia.»
Para entender cuáles eran las bases sociales del poder en la sociedad del Antiguo
Régimen, es necesario sintetizar las dos grandes concepciones sobre el poder. La pri—
mera lo considera como una consecuencia de las estructuras sociales que distribuyen
los recursos de forma desigual entre los grupos, lo que permite a los grupos privilegia—
dos ejercer su dominación sobre la sociedad. Según este paradigma, cuya fuente prin—
cipal se halla en la obra de Marx, el poder político sería la expresión de las relaciones
sociales de producción y el instrumento de la dominación de una clase sobre otra. La
segunda concepción considera el poder como una relación. como una interacción en—
tre grupos e individuos, y se inspira principalmente en Max Weber, quien define el po—
der como <<la probabilidad de que un actor sea capaz de imponer su voluntad en el mar-
co de una relación social, a pesar de las resistencias eventuales y cualquiera que sea el
fundamento sobre el que repose esa eventualidad». Esta concepción pone el acento en
los aspectos relacionales del poder, que implican la posibilidad de ciertos individuos o
grupos de actuar sobre otros en una relación de poder consciente. Desde este punto de
vista, no se dispone de poder sino con respecto a otros y son. por tanto, los otros quie—
nes hacen efectivo un poder dado, en la medida en que es pertinente en la relación de
que se trate.
En lo que se refiere a la sociedad del Antiguo Régimen, ambos puntos de vista se
pueden sintetizar así: la desigualdad en la distribución de los recursos es, en efecto, la
base del poder de los grupos privilegiados, pero esto no da lugar a dos clases separa—
das, una de dominantes y otra de dominados, establecidas como formaciones sociales
apartadas una de otra, antagónicas y relacionadas sólo mediante relaciones de domi-
nación y de exacción de rentas, desde arriba, y de pago de tributos y resistencia, desde
abajo. La desigualdad era al mismo tiempo la base de la dominación y de la protec—
ción, la base, por tanto, de relaciones verticales necesarias que podían cobrar valores
diferentes y contradictorios. La desigualdad social no se expresaba tanto como separa—
ción sino mediante estrechos vínculos personales de dependencia, en una sociedad ba—
sada en relaciones de paternalismo y deferencia, de autoridad y de subordinación. De
hecho, la propia desigualdad constituía la base misma de intercambios verticales desi—
guales, de una específica economía que podía cobrar diferentes significados, desde los
más estrechos intercambios de patrocinio y de servicio, de liberalidad y de agradeci—
miento, hasta las más aborrecidas imposiciones, abusos y sumisiones. Estas relacio—
nes articulaban de forma privilegiada el entramado social, vehiculaban muy diversas
prácticas e intercambios, y conocían un amplio abanico de posibilidades, desde lo le—
gítimo y admitido hasta el abuso y la condena, desde la cooperación y la concordia
hasta el descontento y el conflicto.
Como ha observado E. P. Thompson, <<las clases dominantes han ejercido la au—
toridad por medio de la fuerza militar, e incluso la económica, de una manera directa y
sin mediaciones, muy raramente en la Historia, y ésto sólo durante cortos periodos».
En este sentido, Ignacio Atienza ha puesto de relieve que la dominación de los podero—
sos se ejercía normalmente no por la imposición y la fuerza, sino mediante «los meca—
nismos ordinarios» de la dominación, propios del patronazgo clientelar: mediante la
entrega de gracias y mercedes, protegiendo, prestando favores y ventajas, recompen—
sando servicios y lealtades, ejerciendo un variado mecenazgo, buscando la integra—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLÍTICO 71

ción y el entendimiento, pero recurriendo a la coacción y a la violencia cuando era ne—


cesario.
La dependencia no sólo se imponía desde arriba, sino que se buscaba desde aba—
jo. Se buscaba la protección no por consenso o adhesión, sino por necesidad, como vía
necesaria tanto para medrar como para subsistir. Las familias humildes dependían
mucho de los recursos que controlaban los más poderosos y ricos que ellas. Depen—
dían de las necesidades de consumo de los más pudientes, del control de materias pri—
mas y del reparto de encargos y contratas por los comerciantes y artesanos dominan—
tes, de los empleos menores, arriendos de tabernas y carnicerías concejiles, cuyo nom—
bramiento estaba en manos de la oligarquía municipal, del reclutamiento de mano de
obra al servicio de las casas principales, de jornaleros para la agricultura, 0 de trabaj a-
dores para las faenas en torno a las ferrerías, del arriendo de tierras de labranza en el
campo y de alojamientos en la ciudad, de los préstamos de grano para sembrar o de
animales de tiro para labrar, de la beneficencia patrocinada por los más pudientes, etc.
Los poderosos concentraban las rentas, pero también eran sus principales distri—
buidores. La economía de la casa aristocrática no se regía por una lógica capitalista de
maximización de beneficios y de adecuación de gastos e ingresos, sino que cumplía
una doble función de captación y de redistribución de recursos, siendo ambas vitales
para su posición y poder. En buena medida, la captación de ingresos estaba destinada a
alimentar la base social de su poder: nutrir su prestigio, mediante la ostentación de su
grandeza y la representación de todo su capital simbólico, y alimentar una base clien—
telar lo más amplia posible, mediante una política de gracias y mercedes que mantu—
viera la fidelidad de empleados, criados y vasallos.
Muchos sectores estaban directamente interesados en la redistribución de las
rentas de los poderosos. Desde luego, sus administradores, empleados y criados
abundantes, y, tratándose con mucho de los principales consumidores, todos aque—
llos que producían para ellos o les aprovisionaban: comerciantes, tenderos, cante—
ros, pintores, orfebres, libreros, maestros y artesanos de muy diversos oficios. En
todas las ciudades se concentraba un alto porcentaje de población dependiente, dedi—
cada a prestar servicio a las familias acomodadas de la aristocracia y el clero, del co—
mercio y del artesanado.
Un elemento de la supremacía de las familias principales fue su política paterna—
lista. A través de la donación y de los comportamientos caritativos, los notables esta-
blecían relaciones de solidaridad jerárquica con la comunidad. La donación tenía una
función importante como expresión de un estatus privilegiado y como elemento de le—
gitimación de las familias poderosas. Mostrarse generoso y magnánimo no era sola—
mente un acto de liberalidad de los poderosos, sino una obligación propia de su estatus
privilegiado, una característica de su papel dirigente. Era un símbolo de prestigio y su—
ponía cierta subordinación y agradecimiento por parte de los agraciados. A través de
la caridad de los poderosos, una parte de la renta se distribuía entre las clases más ро-
bres de la sociedad, mediante la beneficencia, las instituciones asistenciales, los hos-
pitales o las obras pías. Esto les prestigiaba como los benefactores de la comunidad, y
así se encargaban de publicitarlo por diversos medios.
En definitiva, las enormes diferencias de riqueza alimentaban continuamente re-
laciones e intereses de dependencia y clientelismo. Sin embargo, esta economía solía
ser grupal y diferencial. La distribución de recursos, comandas, trabajo y favores no se
72 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

aplicaba genéricamente a todos, sino que seguía el cauce de las relaciones privilegia—
das. Favorecía y premiaba a aquellos con los que se mantenían buenas relaciones, alos
buenos parientes, amigos leales, deudos, fieles servidores, no a los que quedaban fue—
ra de ese círculo de relaciones, y operaba en contra de los competidores, enemigos o
traidores, así como de sus allegados y dependientes.
Para los dependientes, estas relaciones podían cobrar diferentes significados, se—
gún los casos. Eran ambivalentes y variables. Podían oscilar entre las mejores ventajas
de la subordinación, beneficiándose de la distribución de recursos y la delegación de
poder por los superiores, y las peores expresiones de explotación, sumisión y violen—
cia. La deferencia se podía deber a varios sentimientos, incluso mezclados, como el
agradecimiento del favorecido, el respeto debido al poderoso y el miedo del depen—
diente a perder los recursos que le procuraba su favor. Tanto o más que la asistencia
efectiva, la expectativa de poder recibir el auxilio del poderoso en caso de necesidad
era, sin duda, un aliciente para mantener la deferencia y procurar buenas relaciones.
Así lo entendió Baltasar Gracián al expresar que <<el sagaz prefiere los que le necesitan
a los que dan las gracias [. . .]. Mäs se saca de la dependencia que de la cortesía [. . .]:
acabada la dependencia acaba la correspondencia, y con ella la estima».

3.3. PATRONAZGO Y CLIENTELISMO EN LA MONARQUÍA HlSPÁNlCA

Las relaciones de patronazgo y clientelismo impregnaban como núcleo medular


todo el entramado social del Antiguo Régimen, desde el rey y los grandes señores del
reino hasta las oligarquías de las provincias, ciudades y comunidades campesinas.
El señorío nobiliario era uno de los vínculos más característicos de las socieda—
des del Antiguo Régimen. El señor era a la vez paterfamilias de su casa y patrón de
una vasta clientela. El estudio de Ignacio Atienza sobre la casa aristocrática revela
como el señor gobernaba su casa y sus estados y señoríos a través de contadores y
mayordomos locales y otros oficiales con los que mantenía una nutrida correspon-
dencia epistolar y alos que exigía cuentas y responsabilidades, sometiéndoles a visi—
tas y residencias. El gobierno de la casa aristocrática se sustentaba en una pirámide
de criados y empleados. Los principales cargos subalternos (secretarios, mayordo—
mos, camareros, etc.) ejercían una función de dirección de los empleados, de correa
de transmisión de la voluntad del señor y de informadores, incluso de confidentes y
asesores. Su posición de intermediarios era una posición subordinada, pero les con—
fería una autoridad en ese ámbito. Además, para el gobierno de sus señoríos, el señor
utilizaba a grupos intermedios como alcaldes,jueces, maestros y sacerdotes, en cuya
selección y nombramiento participaba y con cuyas familias alimentaba relaciones
de clientelismo.
La casa aristocrática alimentaba asimismo líneas jerárquicas de amistad e in-
fluencia con respecto a las familias de la nobleza media y baja de sus estados. Por
ejemplo, la casa aristocrática servía como centro de educación e iniciación de los hijos
de las familias nobles leales: los caballeros y buenos hidalgos estimaban como una
suerte que sus hijos fueran admitidos como pajes e iniciados en el arte de la equita—
ción, esgrima, danza, gramática, etc. Educados en casa de los señores desde pequeños,
los mejores podían pasar a ocupar los empleos principales en la casa, y los otros eran
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 73

colocados, cuando se podía, en cargos en la administraciôn y el ejército, alimentando


de este modo una clientela lo más amplia y mejor colocada posible.
Los poderosos gobernaban sus estados y señoríos a través de relaciones privile—
giadas con intermediarios. La lealtad y servicio prestados a su patrón les procuraba
recompensas, favores y posibilidades de ascenso. Pero también su posición subordi—
nada les daba a su vez estatus y poder con respecto a los subalternos. Ciertamente, su
posición intermedia podía resultar incómoda, entre la espada y la pared, pero tam-
bién les permitía utilizar su relación privilegiada con un superior para hacerse valer
ante los inferiores como intercesores o conducto para conseguir mercedes, y, a cam—
bio, obtener determinadas ventajas materiales y servicios, o, simplemente, crédito
ante los dependientes.
La contabilidad de las grandes casas nobiliarias revela los principales elementos
de esa política paternalista de integración y dominación: consignaciones por viude—
dad, orfandad 0 jubilaciön para antiguos empleados de conducta correcta; innumera—
bles regalos entregados a criados en fechas señaladas, como cumpleaños, matrimo—
nios y nacimientos de los hijos; institucionalización de «servicios» como enfermerías,
hospitales, cillas, así como reparto de alimentos en momentos críticos. Las adhesiones
se alimentaban también mediante fiestas y actos muy participativos, en los que se mo—
vilizaban gran cantidad de recursos económicos y humanos, y que servían para refor—
zar la integración: las ceremonias del ciclo vital de los miembros de la familia noble,
en las que participaban la mayorías de los criados, empleados y vasallos, a los que se
repartían limosnas y comidas; actos presenciales de gran carga simbólica, como «to—
mas de posesión» y visitas de los señores a las villas de sus estados, mediante los cua—
les el señor publicitaba su imagen de padre protector; fiestas en las que, a través de los
fastos, las imágenes y la música, y de los discursos de clérigos y cargos afectos, se en—
salzaba la figura del señor y se buscaba reforzar adhesiones. Este patronazgo no obe-
decía sólo a un movimiento, más o menos interesado, de arriba abajo, sino que, como
revelan miles de cartas conservadas en los archivos nobiliarios, los dependientes acu-
dían abundantemente al señor para solicitar protección y ayuda.
En las ciudades, las familias de la oligarquía utilizaban asimismo el patronazgo
para alimentar las bases sociales de su poder municipal. El control del regimiento ро—
nía en sus manos la concesión de los empleos municipales —escribanos, merinos, al—
caldes de cárcel y lóndiga, corredurías, fielatos, porteros, amarradores 0 cargadores,
taberneros, maestros de escuela, médicos, cirujanos, boticarios, comadres, adminis—
tradores de obras pías, etc.—, que podían conferir a los sujetos de su confianza y par—
cialidad. El manejo de los caudales de propios y arbitrios de la ciudad ponía en sus ma—
nos la redistribución de los recursos municipales, la concesión de los abastos, la orien—
tación del gasto, la redención de cargas concejiles, etc. Su encumbramiento en el
gobierno municipal, en las principales cofradías de la ciudad y en los actos públicos cí—
viles y eclesiásticos, además de un inmenso capital simbólico, les permitía distinguir
honoríficamente a sus deudos y afectos. Todos estos elementos les permitía alimentar
las bases de su clientela en la ciudad, conseguir adhesiones y reforzar su posición.
Las relaciones de patronazgo y clientelismo fueron muy significativas para la ar—
ticulación política de la Monarquía y para la vertebración de las diversas comunidades
en su seno. Algunos autores han hablado, refiriéndose a la primera Edad moderna. de
«feudalismo bastardo», para señalar que la relación de patronazgo—clientelismo se
74 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

añadió y superpuso a los antiguos vínculos feudo—vasalláticos, propios de la articula—


ción política medieval, como una relación personal que comportaba un compromiso
de fidelidad y ayuda. Esta relación fue característica de una Monarquía feudal evolu—
cionada o corporativa, caracterizada por la pluralidad de cuerpos sociales y de pode—
res, en la cual el rey tenía un poder preeminencial y debía gobernar a través de media—
ciones.
La Corte del soberano aparece como el principal centro neurálgico de poder. No
como sede de instituciones centrales de un supuesto proceso de unificación y de racio—
nalización institucional, como ha pretendido la tradicional historia institucionalista,
sino como centro inicial de las relaciones de poder entre las elites que configuraron la
Monarquía moderna. En el proceso de transformación de la nobleza guerrera medie—
val en una aristocracia renovada, la Corte sirvió como medio de integración política
de las elites dirigentes del reino: no solamente como instrumento de domesticación de
la nobleza, sino como ámbito privilegiado de su participación política en el gobierno y
del arraigo de su influencia en las estructuras del Estado.
A lo largo del siglo XVI se afirmó la atracción que ejercía la Corte del soberano.
Los recursos de que disponía la gracia regia aumentaron de forma notable, en contras—
te, a veces, con la disminución de los ingresos de la alta nobleza. El endeudamiento de
grandes casas nobles acentuó la dependencia de la aristocracia con respecto a sus so-
beranos, cuyas recompensas y ayudas económicas cobraron un significado especial en
el siglo XVII, a causa de los problemas financieros de no pocos grandes señores. La no-
bleza se hizo más cortesana y afecta a los intereses del monarca, y la cercanía al rey se
convirtió en una fuente fundamental de poder. Esto se hizo especialmente evidente en
el siglo XVII, durante los reinados de los Austrias menores, en que los grandes señores
accedieron de una forma más clara al gobierno del Estado. Entonces se institucionali—
zó la figura del valido, un personaje de la alta nobleza que, gracias a su amistad con el
rey, se hacía con las riendas del poder y gobernaba en nombre del monarca, apoyándo-
se en una extensa clientela de partidarios. Así el duque de Lerma con Felipe HI y el
conde-duque de Olivares con Felipe IV.
La Corte era un campo de fuerzas en pugna por el poder y la distribución del pa—
tronazgo. Aunque el rey era la fuente de la gracia que legitimaba la distribución de los
recursos de la Corona, no era un soberano omnipotente, sino que debía componer den—
tro de ese campo de fuerzas controlado por hombres poderosos que actuaban al frente
de extensas clientelas para captar cargos, recursos, honores y prebendas. Este sistema
favoreció la integración política de las elites del reino, al hacer de la Corte la sede prin—
cipal del poder, del reparto de mercedes y de la toma de decisiones.
Estas redes clientelares relacionaban al rey y a los poderosos de la Corte con las
familias dirigentes de las provincias, señoríos y ciudades de la Monarquía. Esto cues—
tiona la vieja idea de una supuesta dicotomía entre el centro y la periferia. Las faccio-
nes cortesanas tenían una fuerte raigambre provincial y las pugnas locales o provin-
ciales movilizaban a sus apoyos en la Corte. Las vinculaciones entre elites de diversas
instancias relacionaban a diferentes espacios de poder, como conjunto de redes clien—
telares dispuestas jerárquicamente sobre el territorio. Las relaciones entre la Corte y
los clientes de las diversas comunidades de la Monarquía pasaban por una serie de in—
termediarios o mediadores. Normalmente, éstos eran poderosos de ámbito local о re—
gional que estaban bien relacionados con patronos de la Corte, a los que acudían para
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 75

conseguir favores y recursos para sus propios aliados, deudos o dependientes, a los
que transmitían, al mismo tiempo, la influencia de su patrón. Para dichos intermedia—
rios, sus conexiones en la Corte eran una fuente de prestigio e inlluencia en su provin—
cia 0 ciudad y les permitía alimentar sus clientelas en ese ámbito, y, en sentido inver—
so, la solidez de su poder local reforzaba su posición, a los ojos de los patronos de la
Corte o del rey, de hombres fuertes y leales en la ciudad o en la provincia. Estos me—
diadores fueron una pieza clave en la articulación política de los territorios de la Coro—
na y jugaron un papel decisivo en el control de las provincias y ciudades.
Por otra parte, la agregación de territorios en la Monarquía católica fue más allá
de una mera yuxtaposición territorial en la medida en que se vió acompañada de la in—
corporación de sus grupos dirigentes al servicio de la Corona y de su participación en
los beneficios políticos, económicos y honoríficos que reportaba dicho servicio. La
participación de los hijos de estos grupos en cargos cortesanos, judiciales, militares y
eclesiásticos, los títulos y hábitos que concedía el rey, la participación en las finanzas
reales, los negocios relacionados con el aprovisionamiento del Ejército y la Marina y
con la economía de guerra de la Corona, o los privilegios en el comercio colonial, fue—
ron fuentes de primera magnitud para la elevación, honor y riqueza de las elites diri—
gentes de los diversos territorios de la Monarquía, y un motor de integración política
más poderoso probablemente que las reformas de una instituciones que, sin esta base
social, hubieran quedado en letra muerta.

4. LAS NUEVAS FORMAS DE RELACIÔN DE LA M。DERNーDAD‥


HACIA UN NUEVO REGIMEN POLÍTICO Y SOCIAL

El mundo contemporáneo no surgió como continuidad del Antiguo Régimen,


sino como ruptura frente a el, aunque de éste nacieran los elementos que hicieron posi—
ble la ruptura. Los hombres del período revolucionario llamaron <<Antiguo Régimen»
a aquel que había imperado hasta entonces, un orden sociopolítico que hundía sus raí—
ces en la Edad Media y la feudalidad, y frente al cual surgió un nuevo ordenamiento.
Por contraste con el anterior sistema, en el mundo contemporáneo, el productor exclu-
sivo del derecho es el Estado, el sujeto político es el individuo, la legitimidad del go-
bierno reside en la voluntad general de los ciudadanos y las relaciones entre las perso-
nas son relaciones contractuales entre individuos autónomos, libres y legalmente
iguales ante unas leyes comunes.
Entre todos los factores que llevaron al fin del Antiguo Régimen, un motor muy
importante fue el cambio radical que se produjo en los ambientes ilustrados en la forma
de entender las relaciones entre los hombres. En la segunda mitad del siglo XVIII se ex—
tendió con mucha fuerza en toda la Europa de las Luces un nuevo tipo de asociación. En
España, los primeros círculos de esta nueva sociabilidad fueron las tertulias, reuniones
informales en las que miembros de las elites cultas se reunían para hablar sobre temas
variados, literarios, mundanos, científicos o religiosos. partir de las tertulias se fueron
formalizando diferentes tipos de sociedades de pensamiento, como las Sociedades ECO—
nômicas de Ami gos del País, las sociedades científicas y literarias, las logias masónicas.
las sociedades patrióticas, etc.
Este tipo de asociación era nuevo con respecto a las formas asociativas propias
76 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

del Antiguo Régimen. La asociación no venía dada por la pertenencia a un oficio, o a


un estamento, ni estaba gobernada por la tradición o por la adscripción religiosa a una
parroquia о а un convento, como las asociaciones de las cofradías religiosas, sino que
se fundaba en la libre asociación de los individuos. El acto constitutivo de la asocia-
ción era la propia adhesión individual —libre, voluntaria y revocable— y la aso—
ciación recibía su legitimidad no de la costumbre, de la comunidad o de la religión,
sino de la voluntad de los asociados.
Según Francois-Xavier Guerra, estas nuevas sociedades fueron la matriz en
que se formó un nuevo concepto de la sociedad y del gobierno de los hombres: la
matriz de la sociedad política contemporánea, con sus representaciones, valores y
formas de organización específicas. Sus prácticas se fundaban en la libertad de opi-
nión, en el libre sufragio y en la amistad. Las experiencias comunes en estas socieda—
des contribuyeron a generar una sensibilidad común entre sus miembros. En el seno
de estas nuevas formas de asociación se generó un modelo de sociedad en la que el
individuo era el único actor posible de una vida social verdaderamente digna: el in-
dividuo como ser autónomo, libre, guiado por su razón, sin vínculos ni obligaciones
que lo sometieran.
La igualdad de principio de los asociados engendra rápidamente una imagen de
la sociedad fundada sobre la igualdad abstracta de los individuos. Sociedades de indi—
viduos libres e iguales que se reúnen para intercambiar ideas y elaborar conjuntamen—
te una opinión, estas sociedades actuaban, por su propio funcionamiento de consenso
entre individuos, según los principios de la voluntad general como principio de legiti—
midad. De este modo, la voluntad general, el conjunto de voluntades individuales, el
Pueblo soberano como conjunto de ciudadanos, vino a ser considerado como el único
principio de legitimidad de los nuevos sistemas de gobierno. Si la existencia del grupo
dependía de ese acuerdo de las voluntades individuales, sus autoridades también.
Mientras que en las comunidades tradicionales la autoridad y la subordinación pare—
cían legitimadas por la costumbre, la legitimidad de las autoridades se convierte ahora
en el problema central de las relaciones entre los hombres.
De este modo, se produce un contraste total entre las prácticas y principios de las
nuevas sociedades y lo que continuaba siendo la realidad mayoritaria de la sociedad
del Antiguo Régimen. De este contraste, que es una oposición de legitimidades, nace
la larga lucha entre el Antiguo Régimen y la Revolución. Para los hombres de estas
nuevas sociedades, el espectáculo de la sociedad del Antiguo Régimen, con sus múlti—
ples arcaísmos, incoherencias y sumisiones, ofrecía un espectáculo deplorable y sin
razón de ser. Su concepción de la libertad como rechazo de todo vínculo que no resul-
tara de la voluntad del hombre libre les llevaba a considerar los vínculos de la sociedad
tradicional como una servidumbre y sus legitimidades como una tiranía.
Con la revolución liberal, en el primer tercio del siglo x1X, los gobiernos liberales
llevaron a cabo el desmantelamiento legislativo del Antiguo Régimen. Las diferencias
estamentales y las leyes particulares fueron sustituidas por el nuevo principio de
igualdad jurídica entre los ciudadanos, aunque se mantuvieron las diferencias econó-
micas. La jurisdicción señorial fue abolida, quedando incorporada definitivamente a
la Corona. Se suprimieron los regidores perpetuos vendidos en los siglos anteriores.
Se eliminaron las pruebas de nobleza que se exigían precedentemente para ingresar en
determinadas instituciones. Se redujeron los privilegios eclesiásticos en materia juris—
EL ENTRAMADO SOCIAL Y POLITICO 77

diccional y fiscal: se abolió el tribunal de la Inquisición, los tribunales eclesiásticos se


redujeron ajuzgar a los clérigos y desaparecieron los diezmos y primicias.
Las propiedades vinculadas que habían servido como base material del predomi—
nio de los estamentos privilegiados fueron suprimidas en favor de la propiedad priva—
da, libre, individual y plena. Se abolieron los mayorazgos y el régimen señorial, aun-
que se permitió conservar las propiedades. La nobleza perdió así sus atributos señoria-
les y los fundamentos jurídicos de su preeminencia social, pero conservó sus tierras y
se adaptó sin demasiadas dificultades al nuevo régimen. El clero, en cambio, fue el es—
tamento más perj udicado. La reforma más radical se produjo con la desamortización y
venta de los bienes de la Iglesia, que perdió así su patrimonio. También se desmantela—
ron bases importantes del poder municipal: se dio igualdad jurídica a los municipios,
rompiendo la antigua jurisdicción de las ciudades sobre las tierras y dando autonomía
a los lugares dependientes hasta entonces de ellas, y fueron nacionalizados y vendidos
muchos bienes municipales. Por último, se desmantelaron las bases institucionales de
la economía corporativa. Se tomaron medidas de liberalización de la economía, elimi—
nando las normas que limitaban la capacidad de producir o de intercambiar bienes: se
dio libertad para cultivar tierras, arrendarlas y comercializar sus productos y libertad
para fundar fábricas y ejercer oficios sin trabas gremiales.

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CAPÍTULO 3

LA VIDA COTIDIANA

por MARÍA DE L SANGELES PÉREZ SAMPER


Universidad de Barcelona

La historia ha sido definida durante siglos como el estudio de los hechos extraor—
dinarios realizados por los hombres extraordinarios. Por mucho tiempo se ha identifi—
cado esencialmente con la historia política. Pero desde hace ya algunas décadas los
horizontes se han ampliado, ha surgido una perspectiva más abierta, que se ha mani—
festado en la llamada <<nueva historia». Ame todo, es una historia no sólo desde arriba
sino también «desde abajo», que no presta sólo atención al poder y a los podero—
sos, sino al ser humano comûn.
Una nueva historia que multiplica los sujetos de la historia y que se ocupa de ha—
cer entrar en la historia a la gente común y corriente, gentes hasta hace poco descono—
cidas o ignoradas, una historia, por tanto, que amplía al máximo el elenco de protago—
nistas, donde toda la humanidad pueda tener su papel en la obra. Una nueva historia
que multiplica sus temas, porque nace de un amplio interés por todas las actividades
humanas, que va más allá de la historia política y que lleva a fijarse no sólo en los pro—
blemas y acontecimientos relevantes, sino en los aspectos más cotidianos de la vida,
que se ocupa de la vida diaria de las gentes anónimas y también de lo cotidiano en los
grandes personajes. No sólo lo público sino también lo privado. Que observa, por
ejemplo, cómo las simples cuestiones biológicas, como la alimentación, son transfor—
madas por el ser humano en complejas construcciones socio—culturales, que no son in—
mutables ni homogéneas, sino que varían, según las épocas, los países, los grupos, que
tienen su historia.
Historias, pues, de la vida cotidiana, porque no hay sólo una, sino muchas. Varia
mucho la vida cotidiana a través de los siglos, pues cada época tiene sus propias cos—
tumbres. También cambia sustancialmente lo cotidiano a lo largo de la vida de las per—
sonas, los niños crecen, aprenden,juegan; los adultos se casan, tienen hijos, trabajan y
se divierten; los ancianos enseñan, sufren, recuerdan. No es lo mismo la vida cotidiana
de los hombres, volcada en el trabajo fuera de la casa, que la de las mujeres, centrada
en el cuidado de la familia y las tareas domésticas. Y tampoco coinciden los estilos de
vida, pues hay mil maneras distintas de vivir lo cotidiano. Según el rango social, el ni-
80 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vel económico, el trabajo, la cultura y los valores. Un noble dedicado a la milicia, un


campesino inclinado sobre la tierra, un artesano afanado ante el telar, un funcionario
ocupado con sus papeles, un médico visitando a sus enfermos, un mercader llevando
las cuentas, un monje rezando, un artista pintando un cuadro, un marinero cruzando
los mares, cada uno vive su vida, llena sus días y sus horas, según sus obligaciones y
sus gustos, a su manera.

1. Espacio y tiempo

La percepciön humana se inserta en dos coordenadas, espacio y tiempo. Pero esta


percepción no ha sido siempre igual, sino que se ha transformado sustancialmente a lo
largo de la historia. En la España moderna, aunque se tratase de una potencia de alcan—
ce mundial, la mayor parte de las gentes nacían, crecían, vivían y morían en un espacio
muy reducido, su pueblo, su aldea, su ciudad. El ámbito local dominaba la experiencia
humana. Vivir en el lugar donde vivía la familia por generaciones era lo normal y lo
considerado mejor. Las gentes que cambiaban de lugar eran vistos con sospecha. Los
forasteros no eran muchas veces bien recibidos. Los desarraigados y trotamundos eran
marginados y excluidos. En el siglo XVIII se utilizaba la palabra vagos para designar a
los vagabundos, que acabaría significando perezoso, gente que no trabaja, por lo que
serán perseguidos, recluidos y reducidos a trabajos forzados.
Los traslados eran incómodos. lentos, arriesgados y difíciles. Superar las distan—
cias era siempre complicado, para las personas y para las mercancías. Evidentemente
y por los mismos motivos la comunicación era muy precaria, leyes, cartas, noticias
circulaban con muchos problemas y retrasos. La mayoría sólo hacían cortos recorri—
dos entre los pueblos más próximos, iban al mercado periódicamente a una población
mayor, tal vez a realizar algún trámite importante a una ciudad cercana. El camino se
hacía casi siempre a pie y sólo los más acomodados podían utilizar un asno o una
mula. El caballo era un claro signo de posición social, símbolo de nobleza. Práctica—
mente la única alternativa era la silla de manos. Los carruajes comenzaron a emplearse
sobre todo en el siglo XVII y eran exclusivos de la alta nobleza, que usaba espléndidas
carrozas, como medio de transporte y sobre todo de ostentación. Sólo en el siglo XVIII
comenzarä a existir un servicio de diligencias para viajar por la Península. Además las
posadas y mesones eran pocos y tenían pésima fama.
Frente a la gran mayoría de gentes cuya vida transcurría en el mismo lugar, apar—
tándose sólo algunas leguas de vez en cuando, la España moderna fue también la de una
nutrida minoría de grandes viajeros, que recorrían miles de leguas hasta el otro extremo
del mundo, por los más diversos motivos y con las más variadas finalidades, por hacer
su trabajo, por cumplir con su deber, por ambición de riquezas, por afán de gloria, por
anunciar el Evangelio. Comerciantes, soldados, marineros, diplomáticos, misioneros,
viajaban por el mundo, atravesaban océanos, descubrían y colonizaban nuevas tierras.
Llevados por la búsqueda de una nueva vida, afrontaban toda clase de peligros y corrían
toda clase de aventuras. Muchos lograron éxito, fortuna y fama, pero fueron muchos
más los fracasados que no lograron nada y perecieron en el intento.
Si el espacio era percibido como muy grande y muy difícil de superar, también el
tiempo era distinto, muy impreciso y difícil de apreciar. Aunque el transcurso del
LA VIDA COTIDIANA 81

tiempo parecía tener generalmente un ritmo lento y pausado, en determinadas circuns—


tancias parecía acelerarse, como sucedía por ejemplo en las grandes ciudades, donde
la actividad era frenética. El refrán <<el tiempo es oro» data precisamente del siglo XV,
refiriéndose a un tiempo que parecía valer cada vez más por ser cada vez más escaso.
Una imagen significativa era la utilizada por los literatos cuando comparaban a Sevi—
lla, la gran urbe del tráfico americano, con una olla hirviendo, para referirse a la im—
presión de continuo movimiento acelerado que daba a los visitantes.
La imprecisión no era mera subjetividad. El tiempo era efectivamente entonces
muy difícil de mesurar con exactitud. Para intentar fijarlo, medirlo y conservarlo se
echaba mano de recursos muy distintos, que iban desde la astronomía a las crónicas.
España seguía el calendario cristiano, que ponía en el centro de la historia el hecho que
se consideraba como principal, el nacimiento de Cristo, por lo cual, había un antes,
contado hacia atrás, y un después, hacia delante. Pero situar con precisión la fecha de
la aparición de Jesús en la historia de la humanidad no era tarea fácil y en el Renaci—
miento eran conscientes de que se habían cometido errores en el cómputo del tiempo,
por ello se trató de corregirlos reformando el calendario.
El nuevo calendario recibió el nombre de «gregoriano», porque su impulsor fue el
papa Gregorio XIII. La reforma se aplicó en 1582 y consistió en aumentar las fechas en
diez días para recuperar el tiempo atrasado. Para evitar nuevos retrasos se estableció una
nueva regulación de los años bisiestos. La Monarquía católica siguió esta iniciativa del
Papa, por lo que en 1582, en el mes de octubre, del día 4, en lugar de pasar al 5, se pasó al
15, hubo así un salto de fechas que causó algunos problemas en la época. Este cambio no
lo aplicaron todos los países; los protestantes, como Inglaterra, aunque el nuevo calen—
dario era más exacto, no lo adoptaron por haber sido auspiciado por el Papado, por lo
que durante años los calendarios de los diversos países europeos no todos coincidían.
Para medir el tiempo corto no había demasiados recursos, seguían utilizándose
los viejos relojes de arena, pero en el Renacimiento comenzaron a surgir nuevos relo—
jes, maquinarias de precisión muy ingeniosas, que eran verdaderas obras de arte. Pero
estos relojes no estaban al alcance de la mayoría, porque eran escasos y caros. Algu-
nos municipios introdujeron la novedad de poner un gran reloj público en la torre de
las casas consistoriales, generalmente en la plaza mayor; también lo hicieron a veces
los cabildos en alguna torre de la catedral. Sin embargo, en la vida cotidiana siguieron
siendo por muchos años las campanas de la iglesia las encargadas de marcar el tiempo
con sus diversos toques a lo largo del día y de señalar festividades, peligros y noveda—
des. El toque del ángelus señalaba el mediodía. El toque de la oración vespertina, a la
puesta del sol, señalaba el fin de la jornada de trabajo para muchos. En el ámbito más
personal y privado, la forma habitual de medir el tiempo en aquella sociedad impreg—
nada de religiosidad era compararlo con la duración de alguna de las oraciones más
frecuentes, como un avemaría o un credo. Aunque todos las conocían, es evidente que
no todos las rezarían al mismo ritmo.

2. La casa

Muy conveniente para la vida humana era contar con una casa, donde albergarse
y protegerse de una serie de amenazas. Había que buscar resguardo frente alas fuerzas
82 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de la naturaleza, especialmente frente a un clima riguroso o un tiempo adverso, por el


frío, el exceso de calor, la lluvia, la nieve, el viento. Pero había tambien que buscar se—
guridad frente al ataque de animales peligrosos. El miedo a los lobos y otras alimañas
nutria constantemente los temores de individuos y comunidades, consciente e incons—
cientemente. Igualmente era necesario defenderse ante los ataques de otros seres hu—
manos, tanto de los que vivían al margen de la ley ——ladrones, bandoleros, delincuen—
tes—, como también rivales, en tiempos en que las bandas y facciones eran frecuentes,
y sobre todo en tiempos de guerra, tratando de ponerse salvo de los soldados enemigos
e incluso de las propias tropas que vivían sobre el terreno. cometiendo con frecuencia
abusos y violencias.
Las casas eran de tipos muy variados. Materiales, sistemas de construcción y for—
mas definen su estructura y su apariencia, pero hay que tener en cuenta numerosas cir—
cunstancias, la familia que la habita ——su número de miembros. nivel económico,
posición y rango social—, el lugar en que se halla —campo o ciudad—, su función
económica —centro de una explotación agraria, taller de un artesano, sede de una
compañía comercial—, el tipo de clima del lugar ——lluvioso o seco, frío o cálido—, la
integración en el paisaje —aislada o agrupada, en la montaña o en el llano, en la costa
o en el interior— y también los estilos de vida, las leyes y costumbres, las ideas reli—
giosas y la mentalidad, los gustos y aficiones.
Todo este conjunto de condicionamientos daba lugar a una serie de casas típicas,
según los países y las épocas. Un buen ejemplo de casas rurales tradicionales pueden
ser la masia catalana, el pazo gallego, el caserío vasco o el cortijo andaluz. Más allá de
las casas normales y corrientes, encontramos aquellas casas excepcionales que ро—
drían considerarse como verdaderas obras de arte, muchas veces más palacios que
simples casas; pensemos en la Casa de las Siete Chimeneas en Madrid, la Casa de Pi—
latos en Sevilla ola Casa del Arcediano en Barcelona. Una perspectiva todavía más in—
teresante es contemplar la casa dentro del conjunto y estudiar el urbanismo, que nos
dará muchos indicios sobre la vida colectiva, las actividades fuera de la casa y las rela-
ciones sociales.
Las casas podían estar construidas con materiales muy diversos, las más sencillas
en madera 0 adobe, también en ladrillo, las mejores en piedra. En Andalucía y otros
lugares existía la costumbre de encalar las paredes, lo que daba a las casas un alegre
color blanco y un aspecto muy limpio. La techumbre era de paja en las más pobres,
que eran muchas veces chozas más que verdaderas casas, las más acomodadas la te—
nían de tejas o pizarra. En climas cálidos y secos, las casas solían tener terrazas. El
suelo en las más humildes era con frecuencia de simple tierra batida, en cambio, las
casas de calidad tenían suelos de ladrillo, piedra o incluso mármol. Algunas consistían
simplemente en una planta, pero otras más grandes e importantes tenían varios pisos.
Las casas urbanas en las ciudades muy populosas solían ser de tres o cuatro pisos, para
aprovechar mejor el escaso espacio disponible. Las mejores casas contaban también
con graneros en la parte alta y sótanos, que se utilizaban generalmente como bodegas
y almacenes. Algunas tenían hermosas y prácticas galerías, espacios soleados, que so—
lían gozar de buenas vistas.
Contemplada desde el exterior, es fundamental entender la casa como imagen de
sus habitantes, de ahí la importancia de la fachada principal y sobre todo del portal.
Significativas son las grandes puertas de piedra coronadas por un escudo, que prego—
LA VIDA COTIDIANA 83

nan la condición nobiliaria de su propietario, como tantas pueden verse en Castilla 0


en Extremadura. El mismo significado de poder y dominio, además de su utilidad
como fortaleza de defensa, tenían las torres, que muchas veces existían en las casas
importantes. Las aberturas en los muros, para dar luz y permitir la ventilación, solían
ser pocas y pequeñas, para evitar la pérdida de calor interior y presentar menos oportu—
nidades a un ataque exterior. Normalmente se trataba de pequeñas ventanas, cuadra-
das o rectangulares, con contras de madera para poder cerrarlas. También era muy
común que en el exterior de las ventanas, sobre todo en las más bajas y accesibles, hu—
biera rejas de hierro, para aumentar la protección. En el interior solía haber cortinas,
desde un simple tejido sencillo a suntuosos cortinajes de seda. Las ventanas que dispo—
nían de vidrios emplomados suponían un gran lujo, por su comodidad y belleza. Más
tarde se comenzaron a utilizar persianas. A partir del siglo XVII en las casas urbanas se
pusieron de moda y se difundieron mucho los balcones con barandillas de hierro forja—
do. El entorno de patios, huertas 0 jardines mucho dice también del estilo de vida.
Siempre que el tiempo y las ocupaciones lo permitían, se acostumbraba a hacer vida a
la puerta de casa, en el patio 0 en el jardin, lugares que proporcionaban más espacio,
más luz y aire libre y que, además, como eran espacios intermedios entre lo privado, la
casa, y lo público, el campo, la calle, daban oportunidad de relacionarse con los veci—
nos, de entretenerse observando a los que pasaban.
En el interior, el espacio disponible es fundamental, pues se trata de un factor pri—
mario de diferenciación, entre casa grande y casa pequeña, pero a continuación es im—
portante fijarse en la distribución del espacio, según nos indican por ejemplo los in—
ventarios notariales. Las casas más modestas disponían de un espacio único, todo lo
más dos 0 tres, y no disponían de pasillo, sino que de una habitación se pasaba a la si—
guiente, dificultando mucho ese paso la intimidad. En cambio, las casas mayores po—
dían estructurarse en espacios diferenciados, que se especializaban según su función y
su destino, distinguiendo entre dormitorios, retretes, salas de diversos usos, gabinetes,
despachos o estudios, capilla, cocina, despensa, bodega. La casa rellejaba también
perfectamente la jerarquización familiar, destinando a los padres espacios mayores y
preferentes, especialmente al padre, siempre de forma secundaria a la madre, mientras
quedaban para los hijos otros menores, y todavía más reducidos y sencillos para los
criados, en caso de haberlos. Muy importante es también apreciar los diversos círculos
de sociabilidad, diferenciando, sobre todo en las casas más importantes, entre los ám-
bitos íntimos, como podía ser la alcoba, los privados, como eran determinadas salas
sólo utilizadas por la familia, y los públicos, como las salas destinadas a recibir visitas
o las zonas en que se recibían mercancías.
Importante por su función, y algunas veces también por su belleza, era el mobi—
liario. En la España moderna, incluso en las casas más ricas, los muebles eran escasos.
Las camas, algunas con dosel y cortinajes, para proporcionar calor e intimidad, eran
para las personas principales, pues los demás dormían en simples jergones o colcho-
nes sobre un sencillo armazón de madera o directamente sobre el suelo. En los buenos
lechos solían usarse varios colchones, uno encima de otro, rellenos de lana. Los arma—
rios eran pocos, generalmente se guardaban las cosas en estantes, en arcas o simple—
mente en cestos de mimbre. Era costumbre extendida que las novias llevaran como
parte de la dote un arcón para transportar su ajuar y conservar sus pertenencias; en el
siglo XVIII se introdujo con este mismo fin un nuevo mueble de mayor lujo, la cómoda.
84 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

que siempre tuvo un carácter eminentemente femenino, transformándose a veces en


tocador. También podía haber algún escritorio o algún bargueño, sobre todo para es—
cribir y para guardar libros, papeles, documentos, cartas, también joyas y otros objetos
valiosos. Sillas siempre había varias, generalmente de madera, las más sencillas de
madera y enea, otras de madera y cuero, también bancos y taburetes, y algún sillón, es—
pecialmente para el padre de familia y otros varones de mayor condición y respeto,
que solían usar los sillones de armazón de madera, con reposa brazos y con asiento y
respaldo de cuero. Las mujeres en el siglo XVI y XVII se sentaban en el suelo, sobre al—
mohadones, en un espacio preferente de la sala de estar, que era como una tarima cu—
bierta por alfombras, denominado estrado. Mesas fijas había pocas, alguna pequeña
para escribir, la mayoría eran simples tableros que se montaban sobre caballetes, se—
gún los comensales, de donde procede la expresión «poner la mesa». En las casas ricas
las paredes estaban cubiertas de tapices, que servían tanto para proteger del frío como
para decorar. También desempeñaban un útil servicio las cortinas, para evitar que se
perdiera el calor en invierno o entrara un exceso de sol en verano y también para guar—
dar la intimidad o crear una distribución optativa de espacios interiores. En el si—
glo XVIII comenzaron a ponerse de moda entre las clases acomodadas otros muebles,
como la mesa de noche o las mesitas de juego.
En la casa, en cuanto a imagen de la familia y del grupo social, era importante la de—
coración. En las casas de calidad solía haber cuadros y muchos objetos de plata, que se uti—
lizaban para diversos menesteres, especialmente el servicio de la mesa, y también para
atesorar e invertir y. sobre todo, para exponer ante los visitantes como medio de expresar
la riqueza y calidad de la casa. En las casas más modestas la decoración, si existía, se redu—
cía a alguna estampa religiosa, que era el motivo más frecuente. Los utensilios, tanto en
cantidad como en calidad variaban mucho, según el nivel económico y la condición so—
cial. En las casas acomodadas existían muchos objetos de materiales nobles para los más
diversos usos, en cambio en las casas pobres existían pocos y muy sencillos. Así en las ca-
sas ricas los utensilios de cocina eran de cobre, de estaño y hasta de plata, la vajilla solía de
ser de plata o de loza y los cubiertos también de plata. En cambio, las casas más humildes
alcanzaban sólo a unas cuantas ollas de barro cocido, escudillas y platos de madera o alfa—
rería vulgar, cuchillos de hierro y cucharas de madera. Para beber se utilizaban tazas o
cuencos de madera, barro 0 loza. Los vasos y copas de vidrio eran objetos de lujo. Los te—
nedores eran muy raros, comenzaron a utilizarse en la Corte y sólo se extendieron entre las
clases populares a fines del siglo XVIII y el XIX. Igual sucedía con la ropa de casa, sólo los
más favorecidos disponían de buenas sábanas, manteles y servilletas de lino y buenas
mantas de lana y de piel; las clases populares tenían que conformarse con simples mantas
de tejidos bastos y algún trapo para la mesa y la cocina. El menaje de la casa era expresión
del nivel económico, pero también del grado de civilidad en que se desarrollaba la vida.
Una cosa solía ir acompañada de la otra. No era sólo cuestión de riqueza, también de edu—
cación y de cultura, de <<maneras>> más refinadas.

3. Luz y agua

Otra necesidad esencial para la vida era la luz y el calor. En la España moderna se
dependía estrechamente de la luz natural, la luz del sol. La iluminación artificial era
LA VIDA COTIDIANA 85

muy cara y deficiente. Había que utilizar velas, candiles, lámparas, hachas, hachones.
Normalmente se quemaba aceite o sebo. La cera de abeja era un lujo carisimo, reser—
vado al culto religioso o al esplendor de la Corte. Las fuentes de luz y calor, para ilu—
minar y mantener un ambiente agradable y para cocinar, eran igualmente precarias, la
principal era el hogar. En las casas más pobres el hogar se hallaba en medio del espa—
cio central, lo que provocaba mucha suciedad y problemas de ventilación; cuando las
casas eran mejores existía la chimenea, para sacar el humo al exterior. En las casas
más importantes había chimenea en muchas de las habitaciones, pero incluso en esos
casos privilegiados el resultado no era del todo satisfactorio: la chimenea calentaba
una habitación, pero difícilmente toda la casa, y sólo los que podían estar cerca apro—
vechaban bien su calor, siempre con dificultades, pues era común en la época quejarse
de que se quemaban por un lado y se helaban por el otro. En los hogares y chimeneas
se quemaba leña. Pero en las casas modestas de la ciudad no solía haber hogar ni chi—
menea, lo más común era calentarse y cocinar con fogones, que eran normalmente de
barro, con un soporte inferior o con patas, y en cuyo interior se ponían brasas. Era im—
portante procurar que el fuego de la casa no se apagara del todo, porque encender fue—
go nuevo era lento y complicado.
También existían otros objetos destinados a proporcionar comodidad, como bra—
seros para calentarse los pies y calientacamas que eran unos objetos de metal con
brasas en el interior, que se introducían entre las sábanas, para no sentir frío al acostar—
se. Los hornos eran comunes en las casas campesinas, pero en la ciudad estaban prohi—
bidos por el peligro enorme de incendios y sólo lo podían tener casas muy grandes e
importantes que dispusieran de espacios exteriores aislados. La presencia continua de
fuegos encendidos en el interior de las casas era ocasión permanente de incendios, que
eran muy frecuentes y peligrosos, porque una vez prendidos resultaba muy difícil apa-
garlos, consumiendo casas y barrios enteros.
El agua era otra necesidad imprescindible para la vida. Se necesitaba para mu-
chas cosas, sobre todo para beber, también para la higiene personal, para lavar la ropa
y los utensilios, para fregar los suelos. Era un bien escaso y difícil de conseguir, por lo
que existían problemas tanto de cantidad como de calidad. Se obtenía de fuentes, ríos,
pozos, cisternas. El agua potable no abundaba y había que ocuparse con mucha fre—
cuencia, casi diariamente de asegurarse el suministro, dedicando a ello mucho tiempo.
Era preciso esforzarse por llevarla hasta la casa, a veces desde largas distancias, y al—
macenarla en condiciones óptimas, generalmente en grandes tinajas, de donde se pa—
saba a jarras 0 cubos, según los usos. Muchas veces era ocupación de las mujeres y los
niños ir a buscar agua a la fuente. En las ciudades existían aguadores, hombres que lle—
vaban agua a vender por las casas o para saciar la sed de los viandantes. La contamina—
ción del agua era un problema constante, lo que generaba preocupaciones y enferme—
dades.
La higiene personal era relativamente limitada, pero dependía mucho de los ni—
veles sociales. La gente solía lavarse por partes, muchas veces sólo la cara y las ma—
nos, y se bañaban en contadas ocasiones, de muchas maneras, desde lavarse en el co—
rral o acudir al río los campesinos, hasta sumergirse en una tina, cubierta en su interior
por una sábana, y llena de agua caliente, en alguna estancia reservada, las gentes más
refinadas. Era costumbre de urbanidad lavarse las manos antes y después de las comi-
das, pero no la seguía todo el mundo. Lavarse en exceso se consideraba perjudicial
86 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

para la salud y poco recomendable desde el punto de vista moral, pues la desnudez es—
taba siempre vista con recelo por los tratadistas más rigurosos. Ciertas abluciones
estaban además especialmente condenadas, como sospechosas de prácticas encubier—
tas de islamismo o judaísmo.
Para hacer las necesidades menores o mayores en las casas no existía un lugar es—
pecífico. En las casas campesinas, de día se salía afuera, al patio o al corral. Más com—
plicado era de noche en que se utilizaba algún orinal. En la ciudad se utilizaban orina-
les. Los orinales, llamados también «servidores», eran generalmente de barro cocido,
unos bajos y otros altos, para que resultaran más cómodos. Se colocaban en un rincón
de la habitación o bajo la cama y se tapaban con un trapo. En las casas más ricas se em-
pleaban a veces sillas agujereadas, con un recipiente a propósito. Tras haber sido utili—
zados, se echaba el contenido a la calle, gritando ¡agua va! para que los viandantes se
apartaran, cosa no siempre posible. Como resultado las calles estaban muy sucias.
Orinar y defecar se consideraban necesidades imprescindibles y no existían demasia—
dos problemas para hacerlo en público, incluso se consideraba aceptable recibir visi—
tas mientras se hacía.
Todo el que podía y especialmente los nobles, cuidaban mucho su aspecto perso—
nal, hombres y mujeres, especialmente las damas, que utilizaban muchos cosméticos,
para blanquear el rostro, dar color rosado y brillo a los labios, oscurecer las líneas de
los ojos y las cejas. suavizar las manos, <<enrubiar>> los cabellos. Especial inclinación
existía hacia los perfumes. como el agua de rosas o el agua de azahar.
Lavar la ropa, hacer la colada, era una de las actividades básicas de las mujeres,
bien para la propia familia, bien como lavanderas asalariadas para hombres solos o fa—
milias ricas. Era costumbre hacerlo una vez por semana. Con frecuencia las mujeres
acudían al río о al lavadero público y luego la ropa se extendía sobre la hierba o los ar—
bustos, procurando, siempre que fuese posible, que le diera el sol, para blanquearla y
dar mayor sensación de limpio. La ropa se lavaba con jabón, hecho muchas veces en
casa con grasa, y también se utilizaba lejía, igualmente casera, elaborada con cenizas.

4. La cocina y la mesa

Entre las múltiples ocupaciones cotidianas, una de las más fundamentales era la
alimentación. El ser humano necesita comer cada día, y si es posible lo hace varias
veces al día. Siendo una necesidad vital, se ha convertido en un complejo fenómeno
cultural que tiene un claro significado de distinción social. Además, la alimentación
abarca muchas actividades y precisa de una gran organización y dedicación. Hay
que pensar y actuar. Para poder comer hay que obtener los alimentos de un modo u
otro, generalmente yendo a comprarlos al mercado, después hay que cocinarlos, pre-
parar la mesa, servirla y luego sentarse y comer de acuerdo con las normas apropia—
das de relación social y las maneras de civilización establecidas, finalmente es pre—
ciso recoger la mesa y limpiar todos los objetos utilizados para cocinar, servir y
comer. Las gentes que no tenían estas preocupaciones comunes y habituales eran en
su mayoría gentes que tenían otras mucho mayores, gentes que no disponían de me—
dios para comer fácilmente todos los días y tenían que aplicar todo su interés a bus-
car el alimento necesario.
LA VIDA COTIDIANA 87

Sólo unos pocos ricos y privilegiados podían prescindir de toda preocupación, te—
nían dinero suficiente, gentes que se ocupaban de resolverles el problema y a ellos
sólo les quedaba sentarse a la mesa y comer. Pero incluso ellos solían preocuparse, al
menos en disfrutar con la comida, comiendo mucho y bien, de manera refinada, creati—
va e innovadora y tratando de hacerlo en compañía de los comensales apropiados. Las
modas gastronómicas se reflejaban en los recetarios de cocina, algunos muy famosos,
como el de Ruperto de Nola en el XVI y el de Martínez Montiño en el siglo XVII. Tam—
bién existían libros de cocina de carácter más sencillo y popular como el de Altamiras
en el siglo XVIII.
La alimentación española de la época moderna, como la de los demás países ve—
cinos, se basaba en un triángulo: pan, vino y carne, considerados los alimentos funda—
mentales del ser humano. Pero los lados del triángulo eran muy desiguales según las
clases sociales, pues mientras el pan y el vino eran los alimentos generales, la carne,
sobre todo la carne de calidad, no estaba al alcance de todos, al menos no ordinaria—
mente.
El pan no era un alimento complementario como lo consideramos ahora, era el
alimento central para la mayoría de la población. Estaba presente en todas las mesas,
pero los ricos comían menos ——tenían muchas otras cosas que comer—, y de la mejor
calidad, pan blanco de trigo, y los pobres, campesinos, artesanos, comían mucho más
—aparte del pan tenían pocas cosas más— y de calidad inferior, pan moreno (integral)
0 pan de mezcla. El pan lo comían las clases populares como alimento básico y casi
único, con algo de acompañamiento, pan con queso, pan con tocino, pan con cebolla.
También se usaba mucho para cocinar, para hacer sopas, para acompañar los asados.
Los cereales se consumían de otras formas, sobre todo como ingrediente de la olla,
para espesar el caldo, así, la sémola y la pasta, sobre todo los fideos, la pasta más ро-
ри1аг. El arroz era también muy apreciado y también se consumía generalmente en la
sopa, aunque también se hacían platos salados y dulces, como el arroz con leche.
La carne era el alimento más apreciado y deseado. Se creía que daba fuerza, vita—
lidad. Era el alimento por excelencia de la nobleza, de los guerreros y poderosos; re—
sultaba muy cara, por lo que pocos podían acceder a ella. Las clases populares sólo co—
mían de vez en cuando, poca cantidad y de baja calidad. La de consumo más habitual
era la carne de carnero. La volatería, de corral o de caza, pollos, gallinas, capones, pa—
lomos, perdices, faisanes, era la carne más apreciada, reservada a los ricos, a los días
de fiesta y a los enfermos. La carne de ternera era también un producto muy exclusivo
y poco frecuente. La carne se hacía sobre todo asada. También guisada. El consumo de
cerdo era alto, sobre todo entre las clases populares. Los perniles o jamones eran,
como hoy, la parte del cerdo más valorada, destinada al consumo de los privilegiados.
El tocino y la manteca eran la grasa más frecuente en todas las cocinas. Se utilizaban
para freír, para asar, para guisar. El aceite, contra lo que muchas veces se cree, no era
una grasa muy valorada, quedaba reservada para los días de abstinencia, en que no se
podía utilizar el tocino. También era costumbre utilizarla en la preparación del pesca—
do, incluso aunque no fuera abstinencia. La carne no podía consumirse todos los días.
La Iglesia ordenaba su prohibición en los días de ayuno y abstinencia, Cuaresma,
como penitencia de preparación a la Pascua, las vigilias de las grandes fiestas litúrgi—
cas y todos los viernes del año. Por devoción había religiosos y otras gentes piadosas
que hacían abstinencia en Adviento, como preparación a la Navidad, y todos los saba—
88 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dos del año, en honor a la Virgen María. En esos días, además de cereales y verduras,
en sustitución de la carne, se consumía pescado, fresco o salado, también huevos o
queso. А1 margen de las normativas religiosas, ya que la carne era cara, el pescado sa—
lado, como el arenque y el bacalao, era el recurso habitual de las clases populares.
Las verduras y legumbres eran el complemento obligado de la dieta diaria, ingre—
diente básico de las tradicionales sopas y cocidos, plato principal de las comidas de la
época. Las verduras eran las de temporada, sobre todo coles, que hay todo el año. La
ensalada era muy valorada y existía la costumbre de tomarla en la cena, aliñada con
aceite y vinagre. Ajos y cebollas eran omnipresentes, pues eran además condimentos
muy apreciados en muchos platos. Las legumbres, habas, judías, garbanzos, lentejas,
eran muy frecuentes. Tenían la ventaja de ser productos abundantes, baratos, nutriti—
vos y que dejaban bien satisfecho el apetito. Siguiendo la pauta medieval, en la prime—
ra parte de la Edad Moderna abundaban las habas. A partir del siglo XVII comienzan
a dominar los garbanzos y las judías. Frente a la dieta eminentemente carnívora de las
clases poderosas, la de las clases populares tenía un marcado carácter vegetal, igual
que la de los monjes y frailes, los primeros por obligación y los segundos por devo—
ción.
La olla, el cocido, era el plato fundamental de cada día, con ingredientes muy va—
riados, según las diferentes clases sociales: verduras. legumbres. carnes de varias cla—
ses, carnero, vaca. tocino, chorizos. Unos pocos. los más ricos, comían una olla con
mucha carne. la mayoría con muy poca carne. sólo con verduras y legumbres. El plato
de carne asada. sobre todo volatería. también era un plato fundamental en las casas
acomodadas. Los asados se servían con diversas salsas. Había platos muy famosos y
apreciados, como el «manjar blanco», que se hacía con harina de arroz, pechuga de
ave, leche y azúcar. En la mesa cotidiana de las gentes ricas siempre figuraba la carne,
en abundancia, en la comida y en la cena, preparada de muchas formas y maneras; mu-
chas cuentas indican un consumo de una libra diaria de carne por persona.
La fruta fresca era normalmente desaconsejada por los médicos, no hay más que
leer a Sorapán de Rieros en su Medicina española contenida en proverbios vulgares
de nuestra lengua, publicada en Granada en 1615. Aunque poco valorada dietética—
mente, se consumía por gusto. En los siglos XVI y XVII era habitual en las mesas de ca—
lidad presentarla como entrante en las comidas del mediodía, fruta del tiempo, sobre
todo melones y uvas. Durante toda la época moderna también se servía como postre,
en dura competencia con los postres dulces. Muy apreciados eran los frutos secos, al—
mendras, avellanas, nueces, piñones, pasas, ciruelas pasas, por su alto valor energéti—
co, especialmente en invierno, cuando no se disponía de fruta fresca. Se tomaban
como postre y como merienda, también eran ingredientes de muchos platos y sal—
sas, como las picadas. La manera más apreciada de consumir la fruta era la confitura,
con azúcar o miel. Apreciaban mucho el dulce y además era una forma de conservar
los excedentes de fruta.
Las bebidas habituales eran el agua y el vino, éste mucho más apreciado por sus
cualidades energéticas, higiénicas y euforizantes. Todos bebían vino, hombres y
mujeres, laicos y religiosos, niños y adultos, pobres y ricos, gentes del campo y gen—
tes de la ciudad. Generalmente se bebían vinosjóvenes, de poca calidad, que no so—
lían conservarse bien. Las gentes acomodadas consumían, especialmente en las fies—
tas, vinos de calidad, viejos fuertes y dulces, que eran los más apreciados y también
LA VIDA COTIDIANA 89

los más caros. El vino no era sólo una bebida de placer, se consideraba un alimento,
que aportaba un valor nutritivo a la dieta, calorías, energía, con un factor animador e
integrador. El único problema era el exceso. Se puso de moda consumir bebidas frías
y se generó un gran debate médico sobre sus ventajas e inconvenientes. Se populari—
zaron bebidas como la leche de almendras, la horchata, las aguas de cebada y avena
y Otras bebidas refrescantes. El consumo de nieve creció enormemente, como resul-
tado de esta afición a las bebidas frías.
Existía también pasión por el dulce. Los endulzantes habituales eran la miel y
cada vez más el azúcar, sobre todo a partir del aumento de producción y descenso de
los precios derivados de la extensión del cultivo de la caña de azúcar en América. El
azúcar era uno de los llamados productos de ida y vuelta, que del Viejo Mundo fue lle—
vado al Nuevo y después volvió al Viejo. No existía una separación tajante entre dulce
y salado en las comidas, los sabores se alternaban en el menú y muchos platos eran una
mezcla. Era muy apreciado el <<agridulce>>. En la medida de lo posible se buscaba aca—
bar la comida con postres dulces. La llamada <<confitura», expresión que abarcaba
todo género de confites, grageas, frutas confitadas, pastas, mazapán, se hallaba siem-
pre presente en las fiestas y celebraciones. Los dulces, muy apreciados por las damas,
se consideraban, además, como un obsequio galante, para cortejar.
El gusto de la época se inclinaba por los sabores fuertes. Todos los alimentos se
salaban abundantemente, en la cocina y en la mesa. No podían faltar las especias en
abundancia, pimienta, clavo, canela, nuez moscada. Desde la época romana las espe—
cias orientales se hallaban presentes en la alta cocina y la costumbre se conservó en la
Edad Media, como elemento de distinción social, pues al ser escasas y difíciles de
conseguir eran muy caras y sólo se las podían permitir las personas más pudientes. En
la época moderna el avance de los turcos otomanos perturbó mucho las rutas tradicio—
nales de llegada a Europa de estos valiosos productos y la expansión marítima portu—
guesa y española debió mucho a la búsqueda de nuevos caminos de acceso a los países
de las especias. La conexión directa establecida fomentó la llegada de especias en
abundancia a precios siempre caros, pero menos que en otras épocas anteriores. Pese a
que no se trataba de alimentos de gran significación nutritiva, y a que su costo seguía
siendo muy alto, se había creado tal necesidad cultural que existía una gran demanda y
parecía casi imposible imaginar una cocina en la que no aparecieran las especias.
Incluso los más pobres las utilizaban en sus platos, al menos de vez en cuando y aun—
que fuese en poca cantidad. La compra de especias figuraba, por ejemplo, en las cuen—
tas de la casa de niños huérfanos de Barcelona. Los viajeros extranjeros se sorprendían
del gusto exagerado por las especias de que hacía gala la cocina española. También
eran muy importantes las hierbas aromáticas, perejil, tomillo, menta, hierbabuena, al—
bahaca, comino, anís, que daban sabor y resultaban mucho más asequibles a todas las
capas sociales. Igual afición existía por otros condimentos como el ajo, la cebolla, la
mostaza y las alcaparras. Ajo y cebolla, por su sabor intenso y permanente eran desa—
consejados para las clases altas, pues el mal aliento que podían ocasionar rebajaría la
calidad de los personajes importantes y así se consideraba poco apropiado para los co—
rregidores.
El orden de los platos seguía criterios establecidos, sobre todo en las comidas en
que era importante mantener las formas y seguir el ritual. Los banquetes comenzaban
con un entrante de fruta fresca del tiempo, melones, uvas, melocotones, manzanas.
90 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Después seguía el cocido, tomando primero la sopa y después las carnes de la olla,
acompañadas con varias salsas bien especiadas; como contrapunto se servían después
algunas cremas suaves y dulces, como arroz con leche, bien sazonado con azúcar y ca—
nela, mezcla muy utilizada que recibía el nombre de «pólvora del duque»; después se-
guían algunos platos guisados, fritos o estofados, de carne o de pescado, para culminar
con un gran plato de asado, compuesto de varias piezas de volatería y otras carnes. Fi—
nalmente se terminaba con los postres, que eran salados y dulces. Se servían cosas
como aceitunas, jamón, queso y también frutos secos, mazapanes, tortas, pasteles,
confituras, anises. Se bebía agua y sobre todo vino, a veces mezclado con agua, para
hacerlo menos fuerte.

5. La incorporación de los productos americanos

El descubrimiento de América dio inicio a un gran intercambio de productos ali—


menticios entre España y el Nuevo Mundo, que introdujo cambios importantes en la
alimentación de uno y otro lado del Atlántico. Pero estos cambios resultaron lentos y
complicados. Ante la novedad, la actitud es ambivalente. Al producirse el encuentro
de dos sistemas alimentarios entra en juego una dialéctica de atracción y rechazo, ca—
racterística de la condición omnívora del ser humano. Atracción por lo nuevo, que su—
pone ampliar y diversificar los tradicionales recursos alimentarios y que lleva a inves—
tigar productos, a aclimatarlos y cultivarlos, a comerciar con ellos, a integrarlos en el
sistema culinario. Pero, a la vez, recelo y en ocasiones hasta rechazo, hacia lo que es
desconocido y potencialmente peligroso, que pertenece a otro sistema alimentario di—
ferente, y en el caso de América considerado primitivo e inferior, y que no se sabe
cómo integrar en el sistema culinario propio. En el proceso de introducción de los pro—
ductos del Nuevo Mundo en la alimentación del Viejo Mundo, los españoles no pres—
taron demasiada atención a la milenaria experiencia indígena. En algunos casos se si—
guió el ejemplo, como sucedió con la salsa de tomate, inspirada en la manera azteca,
pero en otros el procedimiento se apartó decisivamente como en el caso del maíz, tan—
to en su preparación, como en la asociación a otros productos en la dieta.
El ritmo de incorporación fue muy diverso. Desde que los nuevos alimentos fue—
ron conocidos por los españoles hasta que tuvieron una importancia real en sus siste—
ma alimentario pasaron siglos, aunque no faltaron excepciones ni diferencias notables
entre regiones y clases sociales. Merece la pena destacar el papel protagonista de
España, que actuó como puente entre América y Europa y fue pionera en la incorpora—
ción de los productos americanos. Y en cuanto a las diferencias sociales, dependían de
factores variados, como la abundancia y el coste de cada producto y también la menta—
lidad colectiva. Por ejemplo, dos productos de éxito inmediato, ambos destinados a
triunfar en la alimentación española de la época moderna, como fueron el pimiento y
el chocolate, tuvieron significados sociales distintos y, por tanto, trayectorias diferen—
tes. El pimiento y su derivado el pimentón, sustituto de las caras especias orientales, se
generalizaron rápidamente entre las clases populares, pues todos los cultivaban y los
consumían. En el siglo XVII aparece el chile en más de un cuadro famoso, La vieja
friendo huevos o Jesús en casa de Marta у María, de Velázquez.
El acceso al chocolate quedó primero reservado a la Corte, a continuación a los
LA VIDA COTlDIANA 91

más privilegiados y poderosos y, después, su uso se fue difundiendo a toda la socie-


dad a medida que aumentaron la producción y el comercio y bajaron los precios. En
el siglo XVII se había popularizado ya mucho, sobre todo en Madrid y entre las clases
acomodadas. Entonces el chocolate se tomaba en jícaras, caliente, espeso, endulza-
do con mucha azúcar para compensar su característico gusto amargo, y fuertemente
especiado, con pimienta, canela, jengibre. Se acompañaba de pan, pastas o bizco—
chos. Después se solía beber un vaso de agua fresca. Recordemos algunos bodego-
nes, como el de Juan de Zurbarán o el de Antonio de Pereda. El interés que suscitaba
se reflejó en numerosos tratados, como el libro de Antonio de León Pinelo: Question
moral. Si el chocolate quebranla el ayuno eclesiástico, publicado en Madrid en
1636. El chocolate no era sólo un placer individual, sino que constituía el centro de
las reuniones sociales, los típicos «agasajos» y se consideraba un obsequio de gran
lujo. Según anotaba Barrionuevo en sus Avisos, en 1654 el duque de Alburquerque
se gastó una verdadera fortuna regalando chocolate. En el siglo XVIII el chocolate si—
guió su camino ascendente, convirtiéndose en una verdadera pasión. Los más afor—
tunados lo disfrutaban diariamente en desayunos y meriendas, se convirtió en bebi-
da de sociabilidad por excelencia como obsequio central de visitas y tertulias, y
como todos aspiraban a probarlo aunque fuera de tarde en tarde era costumbre que
constituyera el premio de muchas rifas.
Hubo, pues, grandes diferencias de cronología en la incorporación de los diver—
sos productos americanos a la alimentación. Algunos se integraron de forma relativa—
mente rápida, como el pimiento, lajudía, el chocolate y el pavo. Este último tuvo una
recepción inmediata, avalado por el prestigio de la volatería, y se convirtió en una de
las aves más apreciadas. Tiene el gran honor de ser el único producto americano citado
por Cervantes en El Quijote. En el episodio de los cabreros, Sancho Panza lo mencio—
na como paradigma de una mesa de calidad.
En cambio otros productos americanos se incorporaron de forma mucho más len—
ta y tardaron siglos en consolidarse, como sucedió con el tomate, que no triunfaría en
la cocina española hasta el siglo XVIII. En el siglo XVII el tomate se consumía sobre
todo en ensaladas, pero después se impuso fundamentalmente bajo la forma de salsa
de tomate, que, a pesar de su origen americano, acabaría siendo una de las señas de
identidad más significativas de la cocina española y mediterránea. Todavía más para-
dójico fue el caso de la patata y el maíz, que a pesar de su gran riqueza nutritiva, sólo
entraron en la alimentación humana en el siglo XVIII, venciendo muchas resistencias,
con ocasión de graves penurias derivadas de crisis de subsistencias como la de 1764 o
de las guerras contra Inglaterra y sobre todo la guerra contra Napoleón.
Los productos americanos que se incorporaron a la alimentación española no
cambiaron los sistemas alimentarios, sino que buscaron sus propios espacios dentro
de ellos, bien por asociación a productos similares existentes, como sucedió con el
pavo, que rápidamente encontró aceptación por tratarse de un ave, la carne más apre—
ciada en la época, 0 como el maíz, que es un cereal y ocupó su lugar entre los cereales,
pero subordinado al trigo, 0 como el pimiento, que encontró un sitio entre las verduras
y sobre todo ocupó un lugar destacado como condimento, el pimentón, alternativa y
complemento de las preciadas especias orientales; bien abriéndose un hueco propio,
como sucedió con el chocolate, que triunfó como bebida de prestigio.
Existían muchas circunstancias diversas, por ejemplo, las técnicas y las econó—
92 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

micas. Algunos productos fueron rápidamente aclimatados en Europa y su cultivo se


difundió fácil y extensamente, como el pimiento, lajudía, el tomate o el maíz, aunque
su proceso de incorporaciön a la alimentación humana no fuera igual; otros productos
no se podían aclimatar ni cultivar, pero podían ser objeto de un activo comercio, como
el cacao; y existían otros que, a pesar de ser muy apreciados por los españoles que visi—
taban América, en Europa no podían cultivarse y tampoco podían transportarse y se
convirtieron en productos raros, como sucedió con la piña americana, que se consu-
mía en España en conserva. Tambien eran muy importantes la mentalidad y la ciencia,
aunque las opiniones de los médicos no siempre eran conocidas y tampoco seguidas.
Entre los productos americanos, no todos gozaron del mismo prestigio alimentario,
dietético y social; algunos fueron muy valorados, como el chocolate, que era conside—
rado un manjar exquisito y saludable, remedio para los enfermos, signo de poder y pri—
vilegio, deseado por todos, y, en cambio, otros productos, como el maíz y la patata,
con un papel alimentario de primer rango, a pesar de su importancia en las dietas indí—
genas, fueron despreciados y tardaron mucho tiempo en abrirse camino.
América no cambió sustancialmente la alimentación del Viejo Mundo, pero la
enriqueció de modo extraordinario. Aunque no provocó una ruptura, le dio variedad,
nuevos sabores y sobre todo nuevos colores, intensos y llamativos. Antes del descu—
brimiento de América, la alimentación medieval presentaba unos tonos suaves, que
cambiaron radicalmente con la incorporación del vivo colorido, especialmente rojo,
del tomate y del pimiento. Resulta muy revelador para establecer signos de identidad
culinaria el testimonio de los extranjeros. Algunos de los productos venidos de Améri-
ca, como el pimiento y el tomate, se convirtieron, en opinión de los viajeros de otros
países, en productos tradicionales, que caracterizaban la comida típica española.

6. El vestido

Un significado similar al de la alimentación tenía el vestido; también era una ne—


cesidad básica convertida en fenómeno social y cultural. Respondía, como la casa, a la
necesidad de protegerse de los rigores de la naturaleza, frío, calor, lluvia, viento, pero
a ello se sumaban otras razones como el pudor natural que llevaba a cubrir la desnu—
dez, así como motivos morales y religiosos, que influían en el modo de vestirse. En
general, la mayoría de la gente disponía de muy pocos vestidos, de paño de mediana 0
mala calidad, y variaban raramente. Se vestía casi igual en verano y en invierno. Sólo
alguna pieza mejor era reservada para las fiestas. Vestían igual durante toda la vida,
pues apenas existía diferencia en función de la edad. A los niños recién nacidos los fa—
jaban porque consideraban que era mejor que no se pudieran mover. Superada la épo—
ca delos pañales, los vestían como adultos en pequeño. Eran de uso común sombreros
y gorros. El calzado popular era muy simple, de cuero o de esparto. En zonas húmedas
se utilizaban zuecos de madera.
Pero la vestimenta era también uno de los signos más primarios y poderosos de
distinción social. A través del vestuario se manifestaba de manera clara el nivel econó—
mico y la posición que se ocupaba en la sociedad. Nada más fácil e inmediato que ad—
vertir el abismo que separaba a la alta nobleza cortesana, ataviados con sus complica—
dos vestuarios de lujo, confeccionados con ricas telas de seda o brocado de llamativos
LA VIDA COTIDIANA 93

colores, con mangas acuchilladas y llenos de lazos y bordados, de las clases popula-
res, vestidas modestamente, con ropas sencillas, de tejidos bastos y colores pardos y
grises. Hasta tal punto se consideraba el vestido expresión social, que más de una vez
intervendría el gobierno, legislando sobre la vestimenta, con el fin de reforzar el orden
social establecido. Cada uno debía vestir según le correspondía, en función del grupo
al que pertenecía y así, por ejemplo, el uso de los vestidos de seda estaba reservado a la
nobleza.
Muy importante era también la diferenciación sexual, pues el vestuario separa-
ba tajantemente lo masculino y lo femenino. En la España moderna, el traje de los
hombres y el de las mujeres se hallaba muy bien diferenciado y no se admitían trans-
gresiones, salvo en fiestas como el Carnaval y aun con el reproche de las autorida—
des. En el caso de las mujeres la moral era muy estricta y se la obligaba air muy reca—
tada, con faldas hasta los pies, y siempre con la cabeza cubierta en la calle y en luga-
res públicos. En la iglesia, la mujer, en señal de respeto y sumisión, debía ir siempre
con un velo o mantilla. Incluso existía en ciertos lugares la costumbre de cubrir—
se con un manto casi todo el cuerpo, incluida la cabeza y la cara, dejando sólo un ojo
para ver: eran las llamadas <<tapadas». La costumbre respondía a la mentalidad pa-
triarcal de la época, que consideraba necesario proteger de miradas lascivas el pudor
de las mujeres y las obligaba a mantenerse ocultas. La costumbre parece que estaba
especialmente extendida en tierras andaluzas y eso ha llevado a relacionar el fenó-
meno con su pasado islámico. Un viajero extranjero del siglo XVII, Jouvin, escribía:
<<Las mujeres se envuelven todo el cuerpo con un gran velo de tela negra y no dejan
ver más que el ojo derecho cuando van por las calles, lo que ocurre raras veces, a no
ser para ir a misa y a la función religiosa del domingo, adonde van con el rostro des—
cubierto.»
También contaba la profesión 0 el tipo de trabajo que se realizaba, que podía con—
dicionar el tipo de vestido. Los letrados eran inmediatamente reconocidos por sus to—
gas, y era un claro indicio el típico delantal de cuero que usaban los herreros y otros ar—
tesanos para protegerse en sus tareas. Frontera igualmente muy marcada es la que dis—
tinguía a laicos de eclesiásticos. El traje talar de los sacerdotes diferenciaba bien un
simple cura de aldea, con su sencilla y raída sotana, de un prelado, especialmente un
cardenal, identificado por sus ropajes púrpuras, y, sobre todo los variados hábitos de
las órdenes religiosas, que a la vez los escondían como individuos y los señalaban
como pertenecientes a una determinada comunidad, con diferencias muy nota—
bles como las que distinguían, por ejemplo, a un dominico con su elegante hábito
blanco y negro de buen paño, de un pobre franciscano o carmelita descalzo, vestido de
estameña. La misma finalidad de identificación con el grupo tenían los uniformes mi—
litares, que, sobre todo entre los jefes, sacrificaba completamente la comodidad a la
exaltación del rango, como muestra, por ejemplo, la llamativa banda roja con un gran
lazo, que no era un adorno sino la señal del mando. Un sentido especial tenían las ves—
tiduras rituales y ceremoniales, como podían ser las litúrgicas, usadas por los sacerdo—
tes y las jerarquías eclesiásticas para celebrar la misa y realizar otros actos de culto.
Otro caso podrían ser los trajes de Corte, utilizados por la alta nobleza en las grandes
ceremonias palaciegas. Igualmente simbólico era el hábito de las órdenes de caballe—
ría, con sus grandes capas e insignias, como la «roja cruz en forma de espada» de la or—
den de Santiago. Ciertas actividades como, por ejemplo, ir de caza también requerían
==… 】
94 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

un vestuario especial adaptado para montar a caballo y caminar por el monte, con ropa
y calzado adecuados, como las botas y espuelas.
Cuestión especial era el luto, que obligaba a vestir de negro riguroso durante el
tiempo siguiente a la defunción de un familiar o pariente, un tiempo largo que podía
ser meses o años. Las viudas tenían además por costumbre ponerse tocas blancas, lo
que le daba a su vestimenta un aire monjil. El negro de calidad era un color caro y difí—
cil de conseguir, por lo que los lutos de importancia eran muy costosos. Símbolo de
austeridad, el negro entrañaba también un signo de grandeza, y así fue adoptado por la
Corte española desde mediados del reinado de Felipe ll, cuando el monarca, encerra—
do en El Escorial, impuso esa moda como señal de distinción y poderío, que no reque—
ría adornos. Como consecuencia, el severo traje de paño negro se convertiría en la
imagen clásica del caballero español del Siglo de Oro, como evoca el famoso caballe-
ro de la mano en el pecho pintado por El Greco, todo de negro, salvo el cuello y los pu—
ños de encaje blanco y la empuñadura metálica de la espada. Pero el negro no fue per—
manente, los vivos colores del primer Renacimiento, regresarían con el barroco y con
la moda del siglo XVIII, tanto en el traje femenino como en el masculino.
Existía mucha afición a disfrazarse y, además del Carnaval, en que todos se ves—
tían de lo que no eran, se celebraban muchos bailes y desfiles de máscaras. Esta afi—
ción al disfraz abarcaba a todas las clases sociales, cada uno según sus posibilidades.
Muy típicos eran los desfiles gremiales en que los artesanos solían ir disfrazados en
ocasiones como las entradas reales. A veces el disfraz no era simplemente lúdico.
Algunas prendas de ropa, como las amplias capas y los grandes sombreros de alas ba—
jas, eran utilizadas por los delincuentes para ocultarse y poder cometer sus fechorías
sin ser reconocidos. En alguna ocasiôn llegaron a poner el orden público en peligro, y
ésa fue la razón de una medida como la de l766, en que se ordenó recortar las capas
y subir las alas de los sombreros, suscitando tal descontento que contribuyó a desenca—
denar el motín de Esquilache. Cuestión aparte era el vestuario teatral usado por los ac—
tores en las representaciones y espectáculos.
El vestuario se hallaba bien establecido y entre las clases populares varió relati—
vamente poco a lo largo de la época moderna, sólo los ricos y privilegiados podían se—
guir las modas y variar continuamente. Significaba un alarde de riqueza, lujo, gusto y
estilo personal y de clase. La moda del siglo XVI y comienzos del XVll imponía para el
traje masculino birrete o sombrero con plumas en la cabeza, en el cuello, gola o gor-
guera rizada, para el cuerpo jubón, cubriéndose con gabán o capa, desde la cintura has—
ta la mitad del muslo, bullones, con adorno de galón o de acuchillado —igual que en
los brazos— y calzas de punto, y como calzado, zapatos de punta roma y ancha 0 altas
botas. Para el traje femenino también bullones y acuchillados en las mangas, gorguera
rizada en el cuello, para el cuerpojubones y corpiños, realzando el busto, amplias fal—
das y sobrefaldas, por encima capas y mantos, y la cabeza cubierta con cofias y toca—
dos. En el reinado de Felipe IV hubo cambios significativos, se suprimió el bullón y se
adoptaron los calzones anchos hasta la rodilla, se abandonaron las calzas para llevar
medias. El traje femenino ganó en volumen, llevando hasta el extremo las exageracio—
nes barrocas, con faldas ampulosas y jubones muy ceñidos que aplanaban el busto.
Las modas superaban la funcionalidad y transformaban la figura humana hasta
extremos inverosímiles. Pensemos, por ejemplo, en el <<guardainfante>>, tan caracterís-
tico del traje femenino del barroco, que daba una apariencia plana y apaisada al cuerpo
LA VIDA COTIDIANA 95

de la mujer, completada por el busto encorsetado por la basquiña y las anchas mangas,
como se ve muy bien en los retratos cortesanos de Velázquez. Muy importantes eran
también los complementos, desde los complicados sombreros y tocados para la cabe—
za, hasta los zapatos, tan sofisticados como los famosos <<chapines», que obligaban a
las damas a verdaderos equilibrios. Imprescindibles las joyas, collares, pulseras, ani—
llos, diademas, broches, cinturones. Famoso era el collar de los Austrias, culminado
por la célebre perla llamada <<la peregrina», que cubría prácticamente todo el busto de
la dama que lo lucía. Signo de distinción eran los finos guantes de seda o gamuza, re—
pujados, bordados y perfumados con diversos aromas, especialmente ámbar, que usa—
ban hombres y mujeres.
Las modas eran con frecuencia tan exageradas y excesivas que, en ocasiones, se
tomaron medidas para evitar los abusos. Un buen ejemplo es el caso de las gorgueras,
los enormes cuellos de encañonados simétricos, a cuyos grandes rizos almidonados se
les llamaba <<lechuguillas>>, usados a comienzos del siglo XVII. Eran muy incómodos, y
además era un lujo muy caro, completamente superfluo, empeorado todo porque los
cuellos solían importarse de Flandes y de Holanda. Además, requerían para su mante-
nimiento criados especializados, que cobraban elevados precios por sus servicios. To—
dos los criticaban; Quevedo escribió: <<traía un cuello tan grande que no se le echaba
de ver si tenía cabeza». Pero como era moda, todo el que podía lo usaba como signo de
distinción, hasta que en 1623 se dictó una pragmática limitando los excesos suntua—
rios, prohibiendo los aparatosos cuellos de gorguera y sustituyendolos por los cuellos
planos de valona, menos voluminosos y más sencillos, pero también almidonados y
adornados generalmente con encajes. El rey Felipe IV fue el primero en dar ejemplo,
abandonö los viejos cuellos y comenzó a usar los nuevos, poniéndolos así de moda.
Estaban también de moda los cuellos de golilla, pequeños y duros, que enmarca—
ban el rostro con un característico trazo blanco. En el siglo XVIII estos cuellos identifi-
caban a los letrados y más específicamente a los funcionarios que procedían de una
extracción social burguesa, que habían realizado estudios universitarios, pero no per—
tenecían a un colegio mayor, y que habían entrado al servicio del Estado para desarro—
llar el programa reformista ilustrado. <<Golilla>> sería, por ejemplo, José Moñino, el fu—
turo conde de Floridablanca. En contraste con la golilla se puso de moda el uso de la
corbata, que era una prenda de ori gen militar.
Si en el Siglo de Oro era la moda española la que marcaba la pauta, como una
consecuencia más del poderío y prestigio que había alcanzado la Monarquía española,
en la segunda mitad del XVII, a partir del reinado de Luis XIV, el modelo será sustitui—
do por la moda francesa. En el siglo XVIII el afrancesamiento se acentuó, siguiendo el
vestido la tendencia cultural dominante. Además, en esa época, el fenómeno de la
moda se extendió también a las clases burguesas emergentes y se suscitó un encendido
debate sobre las ventajas e inconvenientes, económicos, sociales y morales, del lujo.
Son piezas características de la indumentaria masculina los calzones ajustados hasta
la rodilla con medias, los adornados chalecos, las chaquetillas y, sobre todo, las largas
casacas de ricas telas de seda, muchas veces bordadas en colores. Como adorno del
cuello la corbata sustituyó a la golilla. En el vestuario femenino era elemento obligado
el miriñaque. Especial protagonismo adquirió entonces el uso de las pelucas, tanto
para los hombres como para las mujeres. Grandes pelucas, con preferencia blancas.
cuidadosamente peinadas y empolvadas, eran de obligación para las personas de cali—
96 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dad, culminadas por sombreros, como el típico de tres picos para los hombres y otros
mucho más complicados para las mujeres, destacando también como pieza esencial
del tocado femenino las mantillas de encajes. A fines del XVIII, elementos inspirados
en el vestido popular se introdujeron debidamente adaptados en la vestimenta de cali—
dad, dando lugar a la moda goyesca.

7. Trabajo y ocio

En la vida cotidiana de los españoles de la Edad Moderna existía un tiempo para


cada cosa, un tiempo para el trabajo y un tiempo para el ocio, sólo que estos tiempos
eran muy desiguales, en función, sobre todo, de la condición social y del nivel econó—
mico de cada persona. En el modelo de vida nobiliaria, casi toda la jornada estaba de—
dicada al ocio, las visitas, la caza, las diversiones, la fiesta, el teatro, el baile; aunque
no todos los nobles eran tan ociosos y también se dedicaban a administrar su patrimo—
nio y а cumplir con los deberes derivados de los cargos que ocupaban, especialmente
en el ejército. Para la mayor parte de las gentes, la vida cotidiana estaba llena, de sol a
sol, con el trabajo, ya fuese, para los hombres, en el campo o en el taller y para las mu—
jeres en el cuidado de la casa y de la familia. Los tiempos de descanso y de ocio eran
pocos y transcurrían muchas veces en el hogar, pero los hombres, que tenían mucha
más libertad que las mujeres. al terminar el trabajo solían reunirse un rato en la taberna
o en el mesón y, más tarde, ya a fines del siglo XVIII, también en el café, para hablar,
beber y jugar.
Espacios de encuentro y relación social existían muchos y diversos, que iban des—
de lo íntimo, pasando por lo privado, hasta lo público. Las gentes, familiares, parien—
tes, ami gos, vecinos, cuando tenían tiempo libre al final de la jornada o disfrutaban de
algún día de fiesta, se reunían en las casas para charlar, beber vino, jugar a cartas; las
mujeres también para coser o hacer labores. Pero también salían a la calle a pasear, a
cortej ar, a curiosear y chismorrear. La plaza mayor, la calle principal eran los lugares
de encuentro y reunión por excelencia, escenarios creados para actos, fiestas y cere—
monias, que se utilizaban cotidianamente para miles de actividades y relaciones. En
Madrid la gente ociosa y curiosa se congregaba en los <<mentideros», para enterarse y
propagar noticias y rumores, como sucedía en las gradas de la iglesia de San Felipe el
Real, a la entrada de la calle Mayor, o en la calle del León, donde se reunían las gentes
del teatro.
Lugar privilegiado era también la iglesia, espacio esencialmente religioso, de en—
cuentro de los hombres con Dios, pero que también se utilizaba ordinariamente para
encuentros humanos, incluso para el cortejo y la cita de parejas, pues no era fácil elu—
dir la vigilancia en otros lugares y acudir a la iglesia podía ser una buena excusa. Pero
existían muchos otros ámbitos de encuentro y relación, uno muy importante era el
mercado, donde se mezclaban vendedores y compradores, no siempre sólo para inter—
cambiar productos. También, la barbería para los hombres o la fuente pública y el la—
vadero comunitario para las mujeres.
En el siglo XVIII surgieron nuevas prácticas y nuevos espacios de sociabilidad,
privados y públicos, que alcanzaron un importante significado social y cultural. Uno
de los ejemplos más característicos es el de las tertulias, llamadas también entonces
LA VIDA COTIDIANA 97

<<visitas>> y «estrados». Eran reuniones de familiares, parientes, amigos, conocidos y


desconocidos, pero eran mucho más. Eran formas más abiertas y creativas de estable—
cer y mantener las relaciones humanas más variadas. La tertulia no era un fenómeno
nuevo, tenía antecedentes en el Humanismo y en el Barroco; tertulias, academias lite—
rarias y reuniones similares ya habían existido en siglos anteriores, pero en la Ilustra—
ción adquieren especial relieve, pues se convierten en instrumento fundamental de la
sociabilidad de las elites, cauce de la difusión de las Luces y del desarrollo de la opi—
nión pública y, también, ocasión destacada de las nuevas relaciones entre hombres y
mujeres. El fenómeno era complejo. Unas tertulias tenían una clara inclinación cultu—
ral, erudita, literaria o científica. Otras, en cambio, se decantaban preferentemente ha—
cia las relaciones sociales 0 las relaciones políticas. En las tertulias, lo social y lo cul—
tural se hallaban estrechamente ligados, pero también lo personal influía, pues eran
ocasión de encuentro, amistad y amor.
Las prácticas de sociabilidad eran muchas y diversas, tanto horizontales, refor—
zando los vínculos de solidaridad entre iguales, como verticales, tan características de
una sociedad altamente jerarquizada como era la de la España moderna. Eran relacio—
nes humanas muy complejas que iban desde la dependencia y el respeto a la amistad y
el amor. Los sentimientos corresponden al interior de las personas y, por tanto, difícil—
mente identificables, pero la expresión de estos sentimientos resulta muy significativa
de cada época histórica. Besar la mano podía, ser un signo feudal de reconocimiento
de la dependencia del vasallo hacia su señor, pero también una señal de cortesía de un
hombre hacia una mujer o de un inferior a un superior, ya fuese éste un sacerdote,
un maestro o un anciano respetable. Especial significado tenían estas expresiones en
el caso de las relaciones de pareja. Costumbres como el cortejo o galanteo, en que un
hombre manifestaba su interés por una mujer, con finalidad de matrimonio, estaban
perfectamente codificadas; el galán podía en un determinado momento, entrar en la
casa y ofrecer algún obsequio apropiado a la novia, pero la pareja no podía verse a so-
las, sino siempre con la vigilante presencia de un familiar o una señora de compañía.
En el Siglo de las Luces se produjo una cierta evolución hacia formas más libres
de relación social. Las tertulias, con el paso del tiempo, se fueron tiñendo de los nue—
vos valores de la época, la sensibilidad, la sensualidad, el placer de vivir y la búsqueda
de la felicidad. Se puso de moda una manera más abierta y efusiva de relacionarse las
personas, especialmente hombres y mujeres, y el éxito social de las tertulias, fue am—
pliado por la difusión que alcanzaron. Cadalso advertía el cambio que se había produ—
cido: <<A las visitas espaciadas y reverencias graves ha sucedido un torbellino de visi—
tas diarias, continuas reverencias, estrechos abrazos». El cortejo adquirió entonces ca—
racterísticas especiales muy distintas a las tradicionales. El protagonismo femenino se
impuso en la gran mayoría de las tertulias, donde en ocasiones una mujer, la anfitrio—
na, casada, se rodeaba de hombres, más o menos admiradores suyos, entre los que ella
elegía uno como preferido —que no era su marido, sino generalmente un hombre sol—
tero, muchas vecesjoven— el <<cortejo», es decir el caballero que se constituía en fiel
servidor de la dama y que la acompañaba a todas horas y a todas partes en la mayor in—
timidad, desde que se levantaba, hasta que se acostaba, incluida la iglesia, el paseo, las
compras, la comida, el teatro, el baile, y, por supuesto, la tertulia.
En la jornada cotidiana de las clases populares existía poco tiempo para la sole—
dad y la intimidad. La vida de las clases bajas era muy comunitaria, siempre todos jun-
98 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tos, en grupo, ya fuese la familia, los amigos, los compañeros del gremio o de la cofra-
día. Pero entre las clases nobles y acomodadas hubo un paulatino descubrimiento y
una progresiva conquista del tiempo personal y del espacio privado, para rellexionar,
leer, escribir, estudiar, orar, etc. De estos momentos de soledad y recogimiento surgie—
ron cartas, diarios y otros escritos, muchos de ellos auténticamente personales, fruto
de la introspección y el silencio, que revelaban la importancia de la vida interior en el
día a día de algunas gentes de la España moderna.
Especial significado cultural tenía la lectura, que era una actividad que se realiza—
ba tanto en privado como en público, porque era costumbre extendida leer en voz alta
para un grupo de personas, unas veces por necesidad, pues existía un gran número de
analfabetos, pero también por gusto, como medio de compartir la experiencia de la
lectura. Desde la invención de la imprenta, el libro adquirió un gran protagonismo en
la vida cotidiana de muchas gentes, en unas ocasiones por razones profesionales,
como podía ser el caso de abogados o médicos, pero también por entretenimiento,
para pasar el tiempo en una actividad agradable y provechosa. La mayoría de los libros
eran de tema religioso, devocionarios, vidas de santos, pero también había mucha afi—
ción por obras de ficción como las famosas novelas de caballerías, relatos de amor y
aventuras, que presentaban un mundo idealizado y que fueron extraordinariamente
populares. Entre las clases bajas los romances de ciegos y la literatura de cordel llena—
ban la demanda, con historias de amor, violencia y magia.

8. Espectáculos, juegos y diversiones

La rutina del trabajo que llenaba la mayoría de las horas de la vida cotidiana se
veía de vez en cuando rota por la alegría de fiestas y celebraciones. Aunque la reali—
dad dominante era el tiempo del trabajo, se ha calculado que en la España moderna
existían al cabo del año en torno al centenar de fiestas. El ritmo semanal se alteraba
con el preceptivo descanso de los domingos, el calendario anual estaba punteado de
fiestas, y la vida de las personas también contaba con algún festejo relacionado pre—
cisamente con sus momentos culminantes, especialmente la boda. Y mientras estas
ocasiones eran más о menos previsibles y esperadas, también existían de tarde en
tarde algunas fiestas extraordinarias, advenimiento al trono de un nuevo rey, cele—
bración de la paz o canonización de un santo. Frente a estas festividades periódicas,
existían otras diversiones más cotidianas y permanentes, unas privadas y otras pú—
blicas, unas interiores, que se realizaban en recintos cerrados, y otras exteriores, que
se desarrollaban en la calle. Francois Bertaut, un viajero francés que visitó España
en el siglo XVII afirmaba que <<todas las diversiones de Madrid son el paseo y la co—
media». Entre los espectáculos más populares de la Edad Moderna hay que destacar
el teatro y los toros, que eran aficiones de muy amplio espectro, pues abarcaban des—
de la nobleza cortesana & las clases populares.
El teatro era de general aceptación en todas sus manifestaciones. Había teatro en
palacio —ante el Rey y la Corte—, en los típicos corrales de comedias —como el co—
rral de la Pacheca en Madrid—, en las plazas de los pueblos, en las iglesias y en las ca—
sas particulares. La expectación ante cada nuevo estreno era tan grande que en los tea-
tros públicos existían con frecuencia problemas para conseguir localidades. Las gen-
LA VIDA COTIDIANA 99

tes de las clases populares se agolpaban, de pie, en la platea; las mujeres tenían como
lugar propio la llamada «cazuela» y sólo unos pocos lograban sentarse. Como decía
Antoine de Brunel, un viajero francés del XVII, «el pueblo se siente tan inclinado a esta
diversión, que con trabajo se puede encontrar asiento». Los dramaturgos y comedian—
tes alcanzaron gran fama en la época. Autores como Lope de Vega y Calderón eran
enormemente conocidos y celebrados. También los actores alcanzaron gran populari—
dad, como fue, por ejemplo, el caso de Cosme Pérez, alias Juan Rana. También las ac—
trices fueron muy famosas y admiradas, llegando algunas a convertirse en amantes
reales, como sucedió con María Calderón, conocida como la Calderona, que tuvo un
hijo de sus relaciones con Felipe IV, don Juan José de Austria. Pero la gran mayoría de
cómicos de la legua eran perfectos desconocidos, que llevaban una vida itinerante,
de pueblo en pueblo, pasando muchas necesidades y muy mal vistos por la sociedad
establecida.
En el Siglo de Oro, el teatro constituyó una de las grandes cumbres de la literatura
española. Las obras dramáticas fueron escritas por miles y muchas, como Peribáñez,
Fuenteovejuna, El Alcalde de Zalamea o La vida es sueño, alcanzaron la calidad de
obras maestras. Los autos sacramentales, que unían lo religioso al teatro, y se hallaban
especialmente vinculados a la fiesta de Corpus, disfrutaban también de gran atractivo
para el público. A las clases populares les gustaban especialmente las comedias mági—
cas, llenas de prodigios y de efectos especiales. En el siglo XVIII se rechazaron todos
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estos contenidos imaginativos, considerados supersticiosos, y se inclinaron por un



fªiª—“'A

teatro pedagógico, que difundiera entre el público los valores de la Ilustración, proli—
ferando obras como El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín, que criticaba
uno de los problemas de la sociedad de la época, el de los matrimonios desiguales y
forzados.
Aunque no diario, otro espectáculo frecuente eran las corridas de toros. No po—
dían faltar en las grandes fiestas, pero también se organizaban periódicamente. De ori—
gen caballeresco, como las justas y torneos, correr toros era la ocasión de lucir la inte—
ligencia y habilidad del jinete y el entrenamiento del caballo para jugar con la fuerza
bruta representada por el toro y acabar dominándolo, sometiéndolo y dandole muerte.
Este ejercicio, en los siglos XVI y XVII lo practicaba exclusivamente la nobleza, y se ha—
cia de manera individual y también en grupo, en cuadrilla. Los caballeros iban lujosa—
mente vestidos y brindaban sus lances a las damas de su elección. Para el festejo se
montaban plazas, delimitándolas con barreras en espacios públicos, y el espectáculo
era mucho más brillante en lugares especialmente apropiados, como era, por ejemplo,
la Plaza Mayor de Madrid, donde tantas corridas de toros se celebraron, con gran con—
currencia, la familia real, los cortesanos, los funcionarios y toda clase de gentes. Las
corridas duraban muchas horas, se lidiaban muchos toros, y el público asistente se en—
tretenía observando, pero también charlando, comiendo y bebiendo.
En el siglo XVIII, este espectäculo nobiliario que era el toreo a caballo se «demo-
cratizó», iniciándose el toreo a pie, en el cual los matadores ya no eran nobles, sino
gentes del pueblo, algunos famosísimos, como Francisco Romero, iniciador de una
importante saga de toreros, o José Delgado, llamado Pepe Hillo, muerto en 1801 en la
plaza de Madrid por el toro Barbuda. Había suertes diversas, algunas de tipo burlesco,
como el parcheo, que consistía en pegarle al toro parches con pez; la lanzada a pie, en
la que el torero esperaba al toro rodilla en tierra y lanza en ristre a la salida de chique—
100 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ros; o el famoso salto de la garrocha, por encima del toro embistiendo. Paulatinamente
el toreo se fue ritualizando. fines de siglo se puso de moda el traje goyesco, antece—
dente del traje hoy tradicional. Los grabados de Goya aportan mucha información so-
bre el toreo del XVIII. En el Siglo de las Luces, aunque las corridas de toros eran ex—
traordinariamente populares y se celebraban en toda España, existió un gran debate
sobre ellas. Los más críticos las consideraban, junto con la Inquisición, prueba del
atraso y la barbarie que, en su opinión, reinaban todavía en suelo español; en cambio,
otros las defendían como muestra del arte sobre la fuerza y en su calidad de espectácu—
lo tradicional. En algunos periodos del siglo XVII y XVIII estuvieron prohibidas, pero de
nuevo volvieron a permitirse por la gran demanda popular.
Diversiones las había de muchas clases, dependiendo de la condición social, la
edad о simplemente los gustos. Para la nobleza, una de sus distracciones preferidas era
la caza, que servía tanto para realizar ejercicio físico al aire libre, como para hacer gala
de su dedicación militar y mantener el entrenamiento para la guerra, montando a caba—
llo y utilizando las armas para disparar haciendo puntería. Por razones que tenían más
que ver con la necesidad que con la diversión, también cazaban los campesinos, como
medio de completar su ración diaria de alimento. La caza era un ejercicio violento,
pues se daba muerte a los animales, en algunas batidas a cientos de ellos, lobos, cier—
vos, gamos, conejos, perdices y todo tipo de pájaros. En el extremo opuesto, las clases
populares se divertían de manera muy distinta, pero también violenta, por ejemplo,
haciendo un círculo y dedicándose a darle bofetadas a un gato, que se revolvía furioso
contra sus atacantes, quienes no se libraban de más de un arañazo.
La crueldad con los animales estaba presente en muchos festejos, pero también exis—
tía una gran sensibilidad y afecto hacia los animales domésticos. Mientras en una casa
campesina los animales tenían una función siempre útil, los perros para cuidar el ganado,
los gatos para cazar ratones, los pollos, gallinas, conejos, cerdos, ovejas, cabras y vacas,
para comer o vender; en las casas acomodadas solía haber muchos animales que tenían
una función de compañía, juguete y distracción, sobre todo perros, gatos y pájaros. La no-
bleza tenía también afición por las mascotas exóticas, monos, papagayos, etc.
Papel muy importante en la diversión de todas las clases sociales tenían la música
y el baile. Entre los nobles saber música, tocar instrumentos, cantar y bailar eran acti—
vidades consideradas imprescindibles para llevar la vida de calidad que pretendían, y
dedicaban parte importante de su tiempo libre cotidiano a ello, como placer individual 【
l

y como práctica de relación social. Pero también para las clases populares era impor— i

tante la música y el baile, sobre todo en sus tiempos de ocio y fiesta. Se producía un in—
teresante fenómeno de circularidad cultural, mientras la música culta se hacía famosa
y sus melodías se difundían entre las clases populares, también las músicas y bailes
del pueblo servían de inspiración a los grandes artistas, que los recreaban como obras
cultas. También tenía mucha importancia en la vida cotidiana la música sacra. La asis—
tencia a la iglesia se transformaba fácilmente de un acto religioso a un espectáculo, en
función de las ceremonias litúrgicas, los sermones como piezas destacadas del arte de
la oratoria y, sobre todo, la impresionante música de órgano. Aunque existían bailes
rituales, el baile en general tenía un marcado carácter lúdico y festivo, visto con recelo
por los moralistas como ocasión de pecado. Se bailaba en grupo, realizando complica—
dos pasos y coreografías muy elaboradas entre parejas y cuadrillas. Cada época puso
de moda un tipo de música 0 un tipo de danza. En la Corte de los Austrias se bailaban
LA VIDA COTIDIANA 101

alegres gallardas y ceremoniosas pavanas, en cambio, en la Corte de los Borbones la


danza preferida era el minué. Gran afición tenían todos por los bailes de máscaras y
disfraces, típicos del Carnaval.
Otra cosa eran los juegos de niños, unos individuales y otros en grupo, con sus
hermanos, amigos y vecinos en el tiempo que les dejaban libre sus obligaciones, ayu—
dando ala familia o acudiendo a la escuela los que podían hacerlo. Losjuegos les ser—
vían para divertirse, pero también para crecer, adquiriendo destrezas y habilidades, y
para aprender a ser adultos, imitando la vida y las ocupaciones de los mayores. Juga—
ban fuera de casa, en campos y calles, a correr, a saltar, a hacer rodar aros para dar sali—
da a su energía, pero tambiénjugaban ajuegos más tranquilos, como la palma, las ca—
nicas, la taba —en que se tira al aire una taba de carnero, y se gana si al caer queda ha-
cia arriba el lado llamado carne, se pierde si es el culo y no hayjuego si son la chuca o
la taba—, el hoyuelo —que consistía en tirar desde alguna distancia bolitas 0 monedas
para meterlas en un hoyo pequeño que hacen en tierra—, ojugaban en casa con susju—
guetes, los niños con caballitos y las niñas con muñecas.
Juegos de adultos existían muchos, por ejemplo los de estrategia como el ajedrez
y las damas, pero el más importante y popular era el de cartas, del que existían muchas
variantes, que se jugaban tanto en las casas como en las tabernas, mesones y cafés.
Muchos lo hacían para entretenerse, pero otros apostaban dinero, lo que daba lugar a
grandes pérdidas y también a muchas trampas, entonces llamadas «flores», y peleas.
Entre los muchos tipos dejuegos de naipes existentes, los más habituales, que sejuga—
ban en garitos permitidos, eran el juego del hombre, el rentoi, los cientos, el faraón, el
repáralo, el siete y llevar, las pintas, la primera, el quince, la treinta y una, la flor, el ca—
padillo, el reinado, las quínolas. Losjuegos grandes y prohibidos, que sejugaban clan—
destinamente, eran el andabobos о carteta, el parar, los vueltos y los llamados «juegos
de estocada», que consistían en apostar a carta tapada. Aunque se jugaba a cartas en
muchos países, parece que la afición de los españoles era mucho mayor. Sólo en Se—
villa, en el Siglo de Oro, había unos trescientos garitos dejuego, frecuentados por pí—
caros y aventureros, muchos de ellos controlados por la «germania», una poderosa de—
lincuencia organizada. Otro juego muy popular en el que también se apostaba dinero
eran los <<trucos», unjuego de habilidad similar al billar, en el que intervenían general—
mente dos contrincantes, sobre una mesa con bolas de marfil y tacos de madera, ha—
ciendo toda clase de carambolas. En el siglo de la Ilustración la afición por la ciencia
puso de moda entretenimientos y espectáculos de carácter científico. Algunos eran
minoritarios, como la botánica, otros de masas, como las célebres ascensiones en glo—
bo, que eran contempladas por un público lleno de sorpresa y admiración.

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CAPÍTULO 4

CULTURA Y MENTALIDADES

por JESÚS M.a USUNÁRIZ GARAYOA


Universidad de Navarra

1. La «confesionalización» de la sociedad española de los siglos XVI y XVII

Para la sociedad española, al igual que para el resto de Europa, los siglos XVl
y xvn fueron una época de importantes transformaciones. Se impulsaron, con éxito o
no, cambios profundos en todas las manifestaciones de la vida de los individuos en la
pretendida búsqueda de una homogeneidad cultural. Este proceso de cambio es el que
autores alemanes como Heinz Schilling y Wolfgang Reinhard han denominado Kon—
fessionalisiemng, traducido como «confesionalizaciôn», el cual viene a aglutinar el
proceso de cambio global en las estructuras eclesiásticas, políticas, culturales y socia—
les, en consonancia con las directrices marcadas por las reformas religiosas. Esta con-
l'esionalización dio lugar en todo el continente a la formulación, por parte de las dife-
rentes Iglesias, de unos dogmas, de una educación, de unos rituales, de un lenguaje, de
una disciplina que, como han resaltado estos historiadores, contribuyeron a desarro—
llar principios <<modernos>> como el individualismo y la racionalidad. La confesionali-
zación impulsó también, decididamente, la centralización política y, por tanto, el l‘or-
talecimiento del Estado moderno, gracias a que su clero llegó a formar parte de la
burocracia estatal, y participó activamente en el control social de los sujetos.
De las diferentes formas y maneras en que estos cambios se produjeron, este ca—
pítulo quiere centrarse, principalmente, en los comportamientos y código de valores
de los hombres y mujeres del Antiguo Régimen, para quienes, como nos recuerda
Teófilo Ruiz, «la creencia religiosa, la observancia ritual y la inquietud respecto de la
salvación y el más allá representaban un componente integral de la vida cotidiana del
individuo». ¿Qué fue lo que se quiso cambiar en la sociedad española de la Alta Edad
Moderna? Todo o casi todo, pues lo que se pretendía era una reforma de la sociedad
desde sus raíces, influyendo en las vidas públicas y privadas de todos los estratos so-
ciales. La sociedad española vivió una epoca de profundo <<disciplinamiento social»
que contribuyó a que se incorporara al proceso de modernización que afectó a gran
parte del continente.
104 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2. El .mundo ritual

Para comprender estas iniciativas nada mejor que asomarnos a los intentos de
transformación de las maneras, costumbres y modos de entender los ciclos vitales.
Como apuntaba el antropólogo P. Smith, <<los ritos son creaciones culturales particu-
larmente elaboradas que exigen la articulación de actos, de palabras y representacio—
nes de numerosísimas personas a lo largo de generaciones». De ahí que, si analizamos
el mundo ritual, podremos apreciar una parte nO poco importante de los cambios cul—
turales que se observan a lo largo de la Edad Moderna.

2.1. NACIMIENTO, INFANCIA, JUVENTUD

Teólogos católicos y protestantes, que habían sostenido en el siglo XV! duras dia- `
tribas en su concepción del matrimonio, sí se mostraron de acuerdo en que el matrimO— `
nio adquiría sentido y legitimidad a partir del nacimiento de los hijos. Hasta el adve— i
nimiento de los progresos de la Obstetricia, en el siglo XIX, la venida al mundo fue una 〕
prueba temible. Con esta perspectiva, la madre debía, durante el embarazo, tomar
cierto número de precauciones para preservar su integridad y la salud del niño que iba
a nacer. Los cuidados durante el embarazo y, sobre todo, en el momento del parto, re—
cayeron no tanto en los médicos como en las comadronas, pues como recordaba Da—
mián Carbón, <<el sabio colegio de los médicos determinó por honestidad que fuese el
ministro mujer para ayudar a las tales necesidades que suelen a las preñadas acaescer
en el tiempo y parto». De hecho, las comadronas, de las que se ha hablado habitual-
mente en términos de crueldad, ignorancia y superstición, llegaron a representar un
elemento de gran importancia en la cultura colectiva femenina, y con su labor satisfi—
cieron las necesidades materiales, psicológicas y espirituales de las parturientas. Más
aún cuando el saber obstétrico medieval y moderno no hizo sino transmitir hasta el si—
glo XVI, a través de diferentes publicaciones como las de Damián Carbón, Francisco
N úñez 0 Juan Alonso de los Ruices Fontecha, los conocimientos prácticos de las cO-
madronas. Ellas eran las primeras en ser llamadas cuando la mujer comenzaba a sentir
los dolores de parto. A ella obedecían el resto de las mujeres que asistían a la partu-
rienta, pues confiaban en sus conocimientos técnicos adquiridos tras años de expe-
riencia con Otras parteras O a través de la transmisión oral de su saber. Ellas eran las
que proporcionaban los caldos y las sopas, las que lavaban, fajaban y vestían al niño,
las que preparaban ese espacio social que era la habitación de la parturienta; las que
durante días vigilaban la salud de la madre y la del bebé hasta que el pequeño era bau—
tizado y la mujer asistía a la misa de purificación o misa de parida. Alrededor de las
comadronas se fue formando un ritual, aún por estudiar, que ha sido calificado por al—
gunos autores como reducto exclusivo de la cultura femenina.
No obstante, y a pesar de la importancia que les llegaron a dar los tratadistas, las
comadronas quedaron fuera de las instituciones y de la organización médica que co—
menzó a desarrollarse alo largo del Quinientos. De hecho, y conforme a diferentes le—
yes de Cortes, como las de Valladolid de 1523 о las de 1548, quedaron como sanado-
ras o matronas fuera del ámbito de los protomedicatos, con lO que parece que quisie—
ron excluirlas de las profesiones médicas con reconocimiento legal. No obstante hubo
CULTURA Y MENTALIDADES 105

un importante control sobre su actividad. La reforma tridentina no hizo sino dar un


primer paso en lo que podríamos llamar una primera racionalización del momento del
parto al preocuparse por dos cuestiones: primero por las prácticas supersticiosas; se—
gundo, y más importante, por la errónea dispensación del sacramento del bautismo.
Las sinodales del siglo XVI mostraron especial cuidado en que los párrocos instruyeran
a las parteras en la manera de administrar el bautismo de urgencia o de socorro cuando
los niños nacían con dificultades. Sin este examen, sin la aceptación del párroco, la
partera no podría ejercer su oficio.
Fue a mediados del siglo XVII cuando este control trascendió el ámbito eclesiásti—
co. Los médicos y cirujanos —<<rateros, escribe Diego Torres de Villarroel, que han
hurtado a las comadronas sus trabajos»—— comenzaron a introducirse en el campo de
las comadronas con el fin de controlar su labor y de regular su actividad por dos razo-
nes: una, porque la alta mortalidad femenina e infantil en el momento del parto era
achacada, en muchos casos, a los escasos conocimientos científicos de las comadro-
nas; dos, por la ambición profesional de los cirujanos que, excluidos por los médicos
de muchos campos, quisieron arrebatar a las parteras este mercado. En Aragón, el Co—
legio de Médicos y Cirujanos de Zaragoza dispuso en sus ordenanzas de 1663 que
para asistir a partos y para recibir a parturientas en casa era necesaria la aprobación de
un examen; se organizó la enseñanza, dirigida por un profesor de anatomía, y la exi—
gencia de prácticas durante cuatro años con comadres antiguas y competentes, además
del requisito de ser cristianas viejas. Fue en el siglo XVIII cuando comienza a utilizarse
en Castilla el nombre de <<matrona>>, que pasó a denominar a mujeres instruidas y le—
galmente reconocidas para asistir a los partos, especialmente tras la publicación de la
Real Cédula de 21 de julio de 1750. Ésta vino a ser un reconocimiento legal de la par-
tera y de la matrona, quedando incluida en el complejo sistema de la jerarquía médica,
del que, hasta entonces, había sido excluida por despreciada.
Pero el rito que verdaderamente marcaba la entrada en la vida era el bautismo.
Este momento suponía el nacimiento a la vida cristiana y la incorporación a la Iglesia.
Sin embargo, la ceremonia seguía llevándose a cabo, por los datos que tenemos en Ca—
taluña, en las casas y no en las parroquias, probablemente por el miedo a una muerte
prematura del recién nacido tras el parto, y era practicado por padres o comadronas.
De ahí la exigencia, durante la segunda mitad del siglo XVI, de que aunque se practica—
ra el bautismo de urgencia, en caso de que el niño sobreviviera, el sacramento debía
ser impartido, a la mayor brevedad posible, por un sacerdote. No contamos con datos
sobre la recepción del bautismo, aunque sí parece que la exigencia de que éste fuera
inmediato llegó a cumplirse a lo largo de la Edad Moderna. En una localidad andaluza,
si bien a comienzos del XVI sólo el 6,5 % de los niños eran bautizados antes de los tres
primeros días, en 1800 la cifra se había elevado al 90 %.
No hay que olvidar, por otra parte, que el bautismo proporcionaba una identidad
social. El niño no era llevado a la iglesia por su madre, pues el bautismo se practicaba
cuando ésta aún permanecía en cama, y todavía era considerada impura hasta la cele-
bración de la denominada <<misa de purificación», sino por los padrinos. A éstos co-
rrespondía dar nombre al recién nacido, que, con frecuencia era el mismo que el del
padre (fruto del desarrollo de la familia nuclear), sobretodo si se trataba del primogé—
nito. Un nombre que también solía coincidir con el de los santos locales o más venera—
dos. De esta forma el «nombre del bautismo» tenía una doble significación mágica y
106 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

religiosa: asegurar de forma concreta el vínculo entre vivos y muertos, haciendo pasar
el mismo nombre de una generación a otra; y dotar al nuevo cristiano de un santo pa-
trón que será para él a un tiempo protector y modelo. Estos nombres suelen concen—
trarse, tal y como se ha observado en trabajos sobre Galicia, Castilla y Navarra y del
resto de Europa, en unos pocos muy comunes y masivamente utilizados (como Juan o
Pedro), y por una estabilidad del repertorio a lo largo del tiempo. Ahora bien, sí parece
que se produjeron algunos cambios, como la desaparición de nombres de época me—
dieval (Lanzarote, Tristán. Brianda); y la incorporación de otros nuevos como José o
Josefa 0 Ana, vinculados a unos nuevos valores (la imagen de la Sagrada Familia), que
se pretendían divulgar. Por otra parte, así como en la Inglaterra reformada se observa
una abundancia de nombres del Antiguo Testamento, en España hay cierta tendencia a
lo contrario, probablemente vinculado a la cuestión de la limpieza de sangre. Según un
testimonio de comienzos del siglo xv… en Galicia, se animaba a <<que en la imposición
de los nombres se conformen los curas con la voluntad de los padres o padrinos del
niño, procurando que sean propios de algún santo, principalmente del Testamento
Nuevo [...], pero nunca de gentil o idolatra o que denote sangre hebrea».
El bautismo suponía también la entrada del individuo en un sistema de relaciones
familiares y sociales, gracias a la estrecha vinculación existente entre el recién nacido
y los padrinos. De hecho se establecía un parentesco espiritual que entraba en el círcu—
lo de los grados de consanguinidad que impedían, por ejemplo, el matrimonio entre
hijos de ambas familias. Algo especialmente preocupante cuando, sobre todo en pe—
queñas comunidades, llegaban a tenerse hasta diez padrinos de bautismo, en lo que
podría considerarse una ampliación y refuerzo de redes de linaje y clientelares, pero
con graves consecuencias éticas. Trento, tras confirmar tales lazos de parentesco, in—
tentó paliar los problemas que acarreaba reduciendo drásticamente a dos el número de
padrinos, algo que se aplicó rápidamente en las parroquias españolas.
Poco después, la Vida del niño discum'a dentro de un proceso que los antropólogos
llaman de <<aculturación>> que recaía, en gran parte, en las mujeres de la familia. Las te—
sis, como las de Philippe Aries, que describían un notorio desapego de los adultos hacia
los niños durante el Antiguo Régimen, considerado como una especie de recurso psico—
lógico para afrontar la alta mortalidad infantil, en comparación con el denominado
<<sentimiento familiar moderno», han sido rechazadas de manera contundente a partir de
testimonios literarios, iconográficos y documentales. Madres y abuelas (además de la
educación recibida en las escuelas) eran las encargadas de enseñar al niño, hasta deter—
minada edad, los rudimentos de la cultura cristiana, al tiempo que le proporcionaban
una identidad comunitaria, desempeñando un papel decisivo como elemento transmisor
de unos valores, de señas de identidad, y del que nos falta casi todo por saber.
Menos conocido es, en España, el papel desempeñado por los jóvenes en las so—
ciedades del Antiguo Régimen. Desde los quince 0 dieciséis años el joven, el «mozo»,
pasaba a formar parte de los grupos juveniles, dirigidos por mayordomos (vigairos en
Galicia). Eran ellos los que, en gran parte, se convertían en los <<guardianes» de los
comportamientos sociales de sus convecinos. través de acontecimientos como las
«cencerradas» (ruidos y alborotos con cantos e insultos, también denominadas «cen—
cerralladas» en gallego, <<esquellatada>> en catalán, <<toberak>> en vascuence), protago—
nizadas y dirigidas por los jóvenes, éstos criticaban los matrimonios de personas ya
maduras o con grandes diferencias de edad, se burlaban de los maridos golpeados por
CULTURA Y MENTALIDADES 107

sus esposas, o utilizaban las fiestas, especialmente los carnavales, para hacer sus críti—
cas hacia aquellas actitudes perjudiciales para la moral comunitaria. Al mismo tiem—
po, las cencerradas proporcionaban una unidad al grupo de jóvenes y servían como ri-
tos de iniciación y socialización. Fue en el siglo XVI cuando las cencerradas contra los
que contraian segundas nupcias fueron duramente criticadas por la I glesia, que veía en
ellas una interpretación errónea del sacramento, y por la legislación civil que las con—
templaba como fuente de desorden social y violencia. Nuevamente, en el siglo XVIII,
las autoridades civiles comenzaron a tomarse en serio su persecución, en lo que algu—
nos autores han interpretado como una muestra del progresivo triunfo de la moral bur—
guesa y de las formas de vida privada (la <<honestidad pública»), frente al presión de la
comunidad en los comportamientos más íntimos y cotidianos. A pesar de lo cual per—
vivieron durante siglos, probablemente porque eran expresión de los valores compar—
tidos por gran parte de los vecinos.

2.2. LA REFORMA DEL MATRIMONIO

Uno de los temas en donde se observa una especial preocupación por parte de la
legislación civil y de los sínodos diocesanos alo largo del siglo XVI es, sin duda, el ma-
trimonio. Éste y la familia se convirtieron, por razones obvias, en cuestiones clave, no
en vano era un sacramento, fundamento de la procreación y de la socialización, célula
básica del orden social y de la autoridad política. De ahí la contluencia de dos intere—
ses: la Iglesia buscó reforzar el carácter de sacramento del matrimonio y su regulariza-
ción; al mismo tiempo, su buen orden garantizaba la estabilidad social deseada por el
Estado y las comunidades. Por ello se realizó un especial esfuerzo por dar una defini—
ción jurídica del matrimonio. Los mecanismos de reforma se dirigieron hacia diferen—
tes cuestiones: la validación matrimonial (promesa, separación y anulación) con juris—
dicción exclusiva de la Iglesia; propiedad (dotes, contratos matrimoniales) sujetos al
ámbito civil (y que no trataremos en este capítulo); delitos que ofendían al matrimonio
(adulterio, simple fornicación, concubinato, matrimonio clandestino, estupro o biga-
mia), de «fuero mixto», en los que, en principio, podían intervenir ambas instancias.
Ya desde la Alta Edad Media, en Europa Occidental, el «matrimonio» había sido
simplemente la promesa de obligado cumplimiento. Pero se distinguía, por un lado,
entre las verba defuturo (palabras de futuro), con las que un hombre y una mujer se
hacían mutuamente promesa de casarse, es posible que ante testigos, en donde no
se requería de una ceremonia eclesiástica ni tampoco de un documento escrito. Por
otro, la conclusión de esta promesa se hacía mediante las verba de praesenti (palabras
de presente), lo que llegó a considerarse un matrimonio a los ojos de la comunidad,
que podía llevarse a cabo mediante una ceremonia nupcial (pública, pero no siempre
en la iglesia), y cuyo componente esencial, en ambas fórmulas, era la unión camal de
ambos. Este esquema parece mostrarnos la imagen del matrimonio como un proceso
en varias etapas. Esto trajo un complejo problema para el cada vez más desarrollado,
rico y eficaz Derecho Canónico. En la Baja Edad Media, autores como Graciano (en
su Decretum) o Pedro Lombardo (en sus Sentencias) descubrieron unos rituales simi—
lares en Europa: un compromiso o noviazgo que implicaba la aprobación de la familia
y la comunidad; el consentimiento de la pareja; el contacto carnal, señal de haberse
108 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

completado el matrimonio; la bendición nupcial por el sacerdote, simbolizando la


aprobación de la Iglesia, etc. Pero ¿cuál debía ser el orden correcto para validar el ma-
trimonio? ¿Era necesario el consentimiento paterno para dicha unión? Y, por último,
¿cuál era el papel que debía desempeñar la Iglesia? Diferentes disposiciones del papa
Alejandro III (1159—1 181) o del Concilio de Letrán (1215) fueron fijando los criterios
a seguir: la promesa de matrimonio ya hacía un matrimonio, más aún si había contacto
sexual; pero para completar su plena validez eran necesarias tres amonestaciones pú—
blicas, dos testigos y su solemnización infacie ecclesiae, es decir, ante un sacerdote.
Asi las cosas, Trento (sesión XXIV, decreto Tametsi de 11 de noviembre de
1563) no hizo sino reforzar lo que la Iglesia venía sosteniendo desde hacía tiempo: que
el matrimonio era un sacramento, que contaba con el libre consentimiento de las par-
tes, «siendo en extremo detestable tiranizar la libertad del matrimonio», que debía ce-
lebrarse «ala faz de la Iglesia», en presencia del párroco o de un sacerdote, ante testi—
gos, después de que aquél realizase tres amonestaciones públicas durante la misa ma-
yor, y siempre y cuando no se diesen los impedimentos legítimos (de parentesco, de
sangre o espiritual), tal y como se especificaba en los cánones y capítulos del decreto
correspondiente.
Esto dio lugar a una importante serie de reformas que quiso acabar con prácti—
cas muy extendidas por la Península. Por un lado se trató de poner fin a los matri—
monios clandestinos, es decir cuando la pareja contraía matrimonio secretamente,
sin amonestaciones, sin testigos, sin consentimiento de los padres, y con la presen—
cia de un sacerdote que no solía ser el párroco. La ley 1 del tit. Lº del Libro V de la
Nueva Recopilaciön castellana recogía las disposiciones de las Cortes de Toro de
1505 y de Felipe Hen 1563 contra aquellos que los celebraran. Las Cortes de Va-
lladolid de 1537 (petición 41), de 1542 (petición 91), o de 1548 (petición 127), in—
sistieron en «muchos daños y inconvenientes» que tales matrimonios provocaban
en las familias:
Porque de no estar ansí proveído se siguen grandes inconvenientes porque, demás
de la desobediencia que los hijos cometen contra sus padres, los que han de suceder en
los vínculos y mayorazgos por se casar sin licencia impiden que los otros hijos sus her—
manos no se puedan ansí remediar. Y, por hacer los tales casamientos, sejuntan con per—
sonas desiguales de su calidad, que cs causa porque por la mayor parte viven en conti—
nuo descontentamiento (Petición de las Cortes de Valladolid, 1555).

Una preocupación de las instancias civiles, que tenía su reflejo en las eclesiásti—
cas. El sinodo de León de 1526 animaba a la denuncia pública de tales matrimonios, y
también en el de Palencia de 1545, o en el de Pamplona de 1544, entre otros. Y las dis—
posiciones se multiplicaron en los sinodos post—tridentinos. Tales medidas tuvieron
éxito: en Barcelona o en Pamplona, las causas judiciales por matrimonio clandestino,
prácticamente habían desaparecido en los siglos XVII y XVIII.
También se prestò especial atención a la celebración eclesiástica del matrimonio,
pues era frecuente que fueran las familias las que ante notario sellaran un matrimonio
que no siempre contaba con la bendición eclesiástica, dando lugar a cohabitaciones
prenupciales condenadas por la Iglesia; una manifestación más de la importancia dada
a los sacramentos en el ciclo vital de los individuos. El sínodo de Segovia de 1529 afir—
maba:
CULTURA Y MENTALーDADES 109

Porque acaescc que muchos se desposan sin desposarse por mano de clérigo, c
después al tiempo que los van a volar, a la puerta de la iglesia tórnanlos a desposar, e pa—
resce cosa de mal enjemplo en no se haber antes desposado por mano de clérigo, fue
acordado que cuando algunos se desposasen sin desposarlos clérigos, que dentro de un
mes sean obligados a se desposar por mano de clérigo, so pena de diez florines de oro.

Y lo mismo se afirma en el sínodo de Astorga de 1553, y en gran parte de las


constituciones sinodales aprobadas en las diócesis españolas. Como denunciaba
el deán de Lérida en 1598, en una de las visitas a uno de los pueblos de la dióce—
sis: «el abuso que hay en esta villa de que los que se casan antes de celebrar el matri—
monio por palabras de presente y en la forma del Sacro Concilio Tridentino, viven
juntos». 0 un párroco navarro a comienzos del XVII: «los padres hacían conciertos y
conveniencias en las cosas temporales de hacienda y Estado, o lo que llaman, los
contratos matrimoniales, luego sin tratar de Dios, ni de sus bendiciones de la Iglesia
Esposa suya, y sin casarse delante de Dios y su ministro como lo tiene ordenado
Dios, y su Iglesia, y hablando con propiedad, sin ser marido y mujer, los entregan
como carnales a que se gocen como hijos de carne, dejando para después lo que or—
dena Dios y su Iglesia». En este sentido es de gran interés la sutil distinción, adverti—
da por H. Kamen, en el uso de los verbos desposar (para la promesa) y casar (para el
matrimonio eclesiático), o la sustitución en las capitulaciones matrimoniales de las
expresiones «mujer» o «marido» por las de «futura mujer» o «futuro marido» que se
va afirmando en el siglo XVII, muestra de cómo, poco a poco, el nuevo orden se iba
introduciendo en la vida diaria.
Por otra parte, y a pesar de la insistencia de las autoridades civiles, la Iglesia man—
tuvo el principio de que el matrimonio era un contrato libre entre los contrayentes. En
Castilla la ley XLIX de las Cortes de Toro de 1505 fue clara al prohibir que los hijos
menores de veinticinco años se casaran sin la autorización paterna, y al castigar a las
hijas con ser desheredadas; pues como recordaba la petición de las Cortes de Madrid
de 1551: <<es cosa de gran fealdad que el hijo menor de veinte y cinco años se case con—
tra la voluntad de su padre». E incluso se procuró un endurecimiento de tal disposición
haciendo extensivo el castigo de ser desheredados, no sólo a las hijas, sino también a
los hijos. Pero, de hecho, los procuradores castellanos, a pesar de su insistencia, nunca
consiguieron que los padres se reservaran el control absoluto del matrimonio de sus
hijos. No hay que olvidar tampoco que la validez dada a la promesa, especialmente a
la realizada mediante verba de praesenli, considerada de obligado cumplimiento, dio
lugar a numerosos pleitos, aún por estudiar con detalle, de promesa matrimonial in—
cumplida, cuando una de las partes, casi siempre el hombre, se negaba a cumplir con
la palabra de matrimonio dada. Además este matrimonio era para siempre, aunque se
fijaron los criterios para las dispensas matrimoniales por edad o grado de parentesco,
así como para sancionar la anulación o la separación de los matrimonios por cuestio—
nes como impotencia, falta de libertad o malos tratos, entre otros.
Pero las disposiciones legislativas también se dirigieron contra todos aquellos
delitos que podían suponer un desorden en la vida matrimonial. Así, se repiten los ata-
ques contra la bigamia (Libro 5“, tit. 1.º, ley VI! de la Nueva Recopilaciön; peticiones
de las Cortes de Castilla de 1532 y 1548 «por ser delito grave y frequente»), contra los
amancebados públicos (Libro &", tit. 19, ley V de la Nueva Recopilación) y contra
l 10 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

los adúlteros (leyes I y II, del Libro & tit. XX). En la instrucción a los visitadores que
se incluía entre las sinodales de Astorga de 1553 y en la carta sobre los pecados públi—
cos se animaba a denunciar a los amancebados y a los que no hacían vida maridable.
La iniciativa legislativa tuvo sus consecuencias prácticas: los tribunales inquisitoria—
les persiguieron con dureza a los bígamos y a los sospechosos de «simple fomicaciôn»
(aquellos que consideraban que el contacto sexual con una mujer soltera, pagando, no
era pecado); los tribunales y las autoridades civiles dirigieron sus ataques contra los
amancebados públicos y los adúlteros, gracias a una vigilancia estrecha de los com—
portamientos, en la que la comunidad (recordemos las cencerradas) participaba muy
activamente. Esta actividad judicial se vio reforzada por la pedagogía eclesiástica a
través de sermones, de la labor de las misiones O del sacramento de la penitencia.
Pero se pueden apreciar Otras cuestiones de manera más sutil y, si cabe, arriesga—
da. Los tratados del matrimonio dirigidos desde el siglo XV casi en exclusiva a la mu—
jer, a la esposa, comienzan a ocuparse cada vez más de la pareja, del papel de los dos
esposos. La revalorización de la Sagrada Familia como ejemplo de familia cristiana
influyó notablemente en la elaboración de un perfil ideal, del que desconocemos su in—
fluencia efectiva.
El monopolio de la Iglesia en todas las cuestiones referentes al matrimonio, co—
menzó a resquebraj arse en el último tercio del siglo XVIII. La Pragmática de 1776, pro-
mulgada en respuesta a una petición de las familias de la nobleza, descartó (frente al
resquicio abierto por Trento) la validez de la promesa matrimonial sin la autorización
paterna. Ahora, los problemas que se derivaban de la promesa matrimonial, se con—
templaban como una cuestión de orden público que el Estado debía solucionar, ha—
ciendo por primera vez competentes a los tribunales civiles en tales cuestiones.
En definitiva, los siglos modernos dieron lugar a una importante regularización
del matrimonio, todo un ejemplo de disciplinamiento social de los comportamientos,
en gran parte protagonizado por la Iglesia a lO largo de los siglos XVI y XVII, con una
cada vez mayor intervención del Estado durante el XVIII. Unas iniciativas que, si logra—
ron el éxito, no fue sólo por el aparato propagandístico y penal desplegado, sino tam—
bién porque respondían a las necesidades y preocupaciones de buena parte de la ро—
blación, afectada por la inestabilidad y la conflictividad familiares.

2.3. LA HORA DE LA MUERTE

<<La muerte es cierta y su hora incierta» es una de las expresiones habituales en


las cláusulas testamentarias en la España de la Edad Moderna. Las actitudes de los es-
pañoles ante la muerte sufrieron también un cambio importante por la iniciativa de la
Iglesia de adaptarla a las nuevas directrices morales marcadas por Trento. La predica—
ción desde los púlpitos, la publicación de nuevas artes moriendi, de contenido y obje—
tivos diferentes a las que había caracterizado a la época medieval, el papel jugado por
las cofradías, la labor de las misiones populares, etc., modificaron los comportamien—
tos colectivos e individuales y desembocaron en lO que algunos autores denominan la
muerte barroca. Todo ello se manifestó a través de una serie de prácticas culturales in—
troducidas durante la segunda mitad del Quinientos, asentadas a lo largo del siglo XVII,
y modificadas notablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII. Una muerte pre—
CULTURA Y MENTA‥DADES 111

sente, siguiendo la terminología utilizada en los trabajos clásicos de Philippe Ariès,


con la que se convivía, dadas las graves crisis de mortalidad que experimentó la pobla—
ción española a lo largo de los siglos modernos, y que se afrontaba desde una perspec-
tiva diferente.
А1 igual que cualquier otro acontecimiento de la vida, la muerte no era sólo un
hecho individual, sino que formaba parte de la comunidad, que se involucraba a todos
los niveles, de manera evidente, en diferentes ritos y ceremonias. El toque de campana
anunciaba la agonía y la defunción de un vecino, regulado el número de tañidos por las
sinodales diocesanas según su posición social, su edad y su sexo. Todo el pueblo
acompañaba al Viático, en una costumbre que, por ejemplo, era obligatoria en toda
Castilla desde 1387 por decreto de Juan I. El fallecimiento daba inicio al velatorio, en
el que participaban familiares, amigos, y todo el pueblo, rezando ante el cuerpo, ex—
puesto en una casa en donde se imponía el negro del luto y el olor de las velas que ro—
deaban al cadáver. Tras su velatorio se iniciaba una procesión por las calles, cuya
pompa y magnificencia variaban conforme al estatus social del finado. La comitiva,
encabezada por el clero, se ordenaba conforme a la costumbre de la población, y en
ella no faltaban los cofrades o los niños de la doctrina cristiana. En la parroquia, colo—
cado el féretro en un túmulo, se iniciaba la liturgia del oficio de difuntos. Se pasaba
después al entierro hasta llegar a las comidas de difuntos (las rogas gallegas, las cari—
dades castellanas). Por Todos los Santos, el día de Ánimas, y en el aniversario de los
difuntos, diferentes ofrendas de pan, aceite y luz eran realizadas por las familias sobre
las sepulturas familiares.
Buena parte de estos comportamientos colectivos fueron reformados a lo largo
del siglo XVI. Se procuró la mayor presencia y protagonismo del clero; se quiso acabar
con determinados excesos comunitarios que dejaban en un segundo plano la liturgia
cristiana; se trató de poner fin a los ritos supersticiosos que rodeaban a la muerte. Así
se hizo desaparecer la práctica, al parecer habitual, de que los oficios de difuntos se
practicaran en las casas particulares, para trasladarlos a la parroquia, bajo la supervi—
sión del sacerdote; se prohibieron las reuniones de legos en los cementerios para tratar
<<cosas profanas», especialmente para jugar a naipes, dados y pelota (sínodo de Sego—
via de 1528); se impidió la celebración de comidas sobre las sepulturas el día de Áni—
mas, «lo cual paresce mäs rito gentilico que hecho ni obra de buenos cristianos» (síno—
do de Astorga de 1553). Las plañideras y las manifestaciones públicas de dolor, consi—
deradas como un elemento anticristiano, fueron eliminadas: «no se hagan ———se dice en
las sinodales de Oviedo de l553— los tales clamores, lloros y llantos, ni rasguen las
caras, ni mesen los cabellos, ni quiebren escudos, ni hagan otras extrañezas de duelos
por ellos, porque esto hacían los gentiles que no tenían esperanza de la resurrección».
Con mayor о menor éxito se procuró limitar los excesos en las comidas de difuntos, no
sólo por los gastos excesivos —<<se gastan todos sus bienes o la mayor parte dellos en
comer y beber en los tales autos, y quedan sus hijos pobres y perdidos que no tienen
aún con qué se cri ar […] et lo que se gasta de aquella manera no aprovecha al ánima del
defunto y es en mucho daño de sus hijos...» (sínodo de León de 1526)—, sino, sobre
todo, por los alborotos y escándalos que llegaban a darse, como recuerdan diferentes
pragmáticas y autos acordados de los siglos XVI y XVll recogidos en la Nueva Recopi—
lación castellana: «comen y beben, y ponen mesas dentro de las iglesias y, lo que es
peor, ponen jarros y platos encima de los altares, haciendo parador dellos»; y contra
l 12 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

los lutos (como las disposiciones de Felipe 11 en 1565). Se procuró ordenar las sepul—
turas dentro de las iglesias. Al mismo tiempo se impulsó la devoción —votos, rogati—
vas, procesiones— a diferentes santos, intercesores y abogados ante la muerte, Santia—
go, san Roque, san Sebastián, considerados escudos colectivos frente a las epidemias
periódicas que masacraban pueblos y ciudades.
Pero, si bien se reforzó la imbricación de la muerte en la vida de la comunidad, la
labor pastoral puso las bases de una individualización de la muerte, con el fin de desa—
rrollar una actitud cristiana y consciente, lo que suponía una indispensable prepara—
ción temporal y espiritual para el último instante de la vida. La ayuda a «bien morir»
tuvo un auge extraordinario a partir del Concilio de Trento, y dio lugar a la publica—
ción de un elevado número de <<Artes moriendi», manuales que instaban a que se to—
masen todas las medidas necesarias para que se diera una <<buena muerte». El médico,
al mismo tiempo que cumplía con su labor profesional, debía recordar al enfermo sus
deberes para con Dios —<<Que los médicos amonesten a cualesquier enfermos a que
curaren que se confiesen e resciban los santos sacramentos al principio que empezaren
a curar el enfermo, so pena de descomunión a cualquier médico que lo contrario hicie—
re; si el enfermo no lo hiciere, que el médico lo deje de curar, so la misma pena» (síno—
do de Segovia de 1529) y estaba obligado a llamar al sacerdote que cobra un espe—
cial protagonismo. Los sínodos exhortaban a los sacerdotes a estar junto al lecho de
los enfermos, a no ocultarles la gravedad de su estado y así predisponerles a una pre—
paración del alma, alejándola del demonio: «cuando alguna persona estoviere enfer-
ma en cualquiera perrocha, el cura de su perrocha o su teniente sea obligado de lo visi—
tar a lo menos de tercero en tercero día, para ver si ha confesado e rescibido los santos
sacramentos y amonestarle las otras cosas que para la salud de su anima convengan»
(Sínodo de Segovia de 1529). De hecho, el sacramento de la extremaunción, junto con
el del bautismo, fue, según Ariès, uno de los más solicitados por los católicos de toda
Europa. Era el sacerdote el que debía permanecer junto al lecho del moribundo, reci—
biendo su confesión, impartiendo los últimos sacramentos, recordando su vida, apar-
tándole del pecado mediante advertencias piadosas, animándole a que hiciera testa—
mento. Así se incorporaba también el escribano ante el lecho del moribundo para dar
fe de las últimas voluntades. Quedaba todo listo, para entregar el alma, dentro del es—
quema de la buena muerte, como bien se muestra en el testimonio recogido por Máxi—
mo García Fernández:

Yo, José Fernández, escribano... doy fe como hoy dicho día y siendo hora como
delas ocho de su noche, se me envió recado de casa del Señor Don José Manuel de Ri—
vera... para que a toda diligencia eoncurriese a ella por hallarse indispucsto y de cuida—
do y, con efecto, pasé a dicha casa con la mayor brevedad, a tiempo que se le iba a ad—
ministrar с1 Viático, que recibió en presencia de algunos ministros que a esta novedad
concurrieron y de otras muchas personas que habían acompañado al Santísimo Sacra-
mento. Y a muy breve rato, con la fuerza del dolor del accidente, me dijo, en presencia
de los testigos, las siguientes palabras... Y en este estado, habiéndosele agravado más
el accidente, se le administró el Sacramento de Extremaunción, sin que articulasc otra
cosa más, que habiendo apretado con su mano la del Señor Don Fernando Ortega, le
dijo, <<adiós, amigo, que muero»; a cuyo tiempo llegó Don Juan Manuel Pitcira, cura
de la parroquia de Nuestra Señora de la Antigua, que le exhortó un muy breve espacio.
Y dio su alma a Dios...
CULTURA Y MENTALIDADES 1 13

Uno de los síntomas de este cambio fue, por ejemplo, la adopción por una gran
mayoría del hábito religioso como mortaja. Los inicios de esta costumbre estuvieron
ligados al desarrollo de las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media, aunque su ge-
neralización no se dio hasta los siglos XVI y XVII. El hábito más común fue el francisca—
no, simbolo de pobreza y de humildad ante el Más Allá. A ello se sumaba que san
Francisco era considerado un buen medianero para las almas del Purgatorio, y tam—
bién que los Papas habían concedido diferentes indulgencias a estas mortajas.
Todas estas iniciativas, que lograron una amplia difusión durante los siglos mo—
dernos, sufrieron una importante transformación durante la segunda mitad del siglo
XVIII. Por los trabajos publicados hasta el momento, centrados, sobre todo, en el análi—
sis de los testamentos, sabemos que descendieron notoriamente las fórmulas de decla—
ración de fe incorporadas hasta entonces; se produjo un singular descenso en las man—
das pias, en la fundación de capellanías y obras benéficas, en la cuantía de las limos—
nas; se fue abandonando el uso del hábito como mortaja. También cambió el lugar de
entierro: las parroquias fueron dejando de ser el lugar elegido como última morada
—desde mediados del siglo XVIII en ciudades como Cádiz 0 Sevilla, especialmente en—
tre los miembros de la nobleza—, al mismo tiempo que las leyes (la R. C. de Carlos III
en 1786—1787), ordenaban la construcción con fondos municipales de cementerios
fuera de las poblaciones. Una medida que, todavia a mediados del siglo XIX, provoca—
ba resistencias en muchos sectores de la población, especialmente la rural.
Los autores han interpretado este conjunto de variaciones de dos maneras. Para
unos se asiste a finales del Setecientos, y especialmente tras la Guerra de la Indepen—
dencia, a un proceso de descristianización de la sociedad española —en la línea mar—
cada por Michele Vovelle en Francia—, fruto de la influencia del liberalismo en mu—
chos sectores sociales. Para otros, asistimos a una fase más en el proceso de interiori—
zación y de racionalización de las actitudes ante la muerte, y de la práctica religiosa en
sí, como venía siendo impulsado por determinados sectores de la jerarquía eclesiástica
a lo largo de la Edad Moderna.

2.4. Los CICLOS FESTIVOS

La fiesta, como la sociedad o las instituciones, se transforma y sufre constantes


trastoques a corto y medio plazo. Fue Julio Caro Baroja quien distinguió tres grandes
ciclos festivos: las fiestas de invierno, desde finales de año hasta comienzos de la Cua—
resma, donde lo carnavalesco es protagonista; las fiestas primaverales, precedidas de
la Cuaresma y Semana Santa (desde Pascua de Resurrección a San Juan), época de ro—
gativas y romerías; y finalmente las fiestas de la cosecha y la recolección. Estos ciclos
festivos, arraigados profundamente en las costumbres y en la tradición y en el propio
ciclo vital de los individuos, se convirtieron también, muy pronto, en objetivo de
transformación cultural. Si bien los dictados de la Reforma protestante han dado lugar
en In glaterra o Alemania a un interesante elenco de trabajos en torno a las transforma—
ciones en los ciclos festivos, en España apenas si han sido tenidos en cuenta. Sin em—
bargo, sabemos que, desde fecha temprana, a finales del siglo XV, la Iglesia quiso
influir directamente en el calendario mediante tres grandes líneas de actuación: la re—
ducción del número de fiestas de precepto y el cumplimiento de las mismas; la intro—
l 14 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ducción de novedades en el calendario festivo; y, por último, la eliminación progresi—


va de elementos supersticiosos y paganos.
Muy pronto, desde el siglo XV, los reformadores abogaron por una reducción del
número de fiestas. Los sínodos diocesanos de Palencia (1545) 0 Burgos (1575) pu—
sieron especial énfasis en este aspecto. Para ello argumentaban que su excesivo núme—
ro afectaba a la economía de los más pobres, que no cobraban salario esos días; por
otra parte, criticaban que su exceso tenía como consecuencia que muchas de ellas se
cumplieran mal. Y, por último, una parte considerable de las mismas se celebraba más
por superstición que por devoción. Pero, como ha apuntado W. Christian, esta preocu-
pación iba más allá: no había que olvidar que muchas de estas celebraciones eran festi-
vidades locales que se conmemoraban con mayor ímpetu que las comunes impulsadas
por Roma. Como se expresa en el sínodo de Cuenca de 1626, <<las fiestas que manda
guardar la Santa Iglesia no son festejadas ni guardadas como se debían, y son obliga—
das a guardarlas los fieles, y que tienen más respecto y por mayores festividades a las
que ellos han escogido». Esta iniciativa contó en todo momento con el apoyo de
las autoridades civiles que aprobaron leyes que prohibían el trabajo los días festivos (у
se vigilaba a través de autoridades locales como los alguaciles de vara o los mayora—
les), al mismo tiempo que prohibían la celebración de ciertas fiestas patronales. No
obstante, esta medida fracasó, pues al menos durante los siglos XVI y XVII, la religiosi—
dad barroca, eminentemente pública, didáctica y espectacular, dio lugar a que el nú—
mero de celebraciones aumentara notablemente, especialmente por los numerosos vo—
tos a los que se comprometieron pueblos y ciudades.
También se quiso renovar el santoral festivo y el culto a los santos durante la
segunda mitad del Quinientos. Trento fue, en este sentido, muy claro: la invocación a
los santos, a diferencia de los protestantes, era algo bueno. De ahí la necesidad de con—
servar y tener imágenes que sirvieran para instruir al pueblo. Pero también hizo espe—
cial hincapié en terminar con aquellas que representaran falsos dogmas, superstición o
exceso. Para ello se dio un especial protagonismo a los obispos, a quienes se les instó a
eliminar los elementos profanos de las imágenes; sólo a ellos correspondía autorizar la
colocación de nuevas imágenes o la admisión de nuevas reliquias y milagros, con el
consejo de acreditados teólogos. Hubo, a su vez, una importante renovación del santo—
ral. La subida a los altares, por ejemplo, de san Ignacio de Loyola, san Francisco de Ja—
vier 0 santa Teresa de Jesús, en 1622, junto a otros como Francisco de Borja o Juan de
Dios, marcan el deseo de impulsar una serie de devociones o santos universales que
sustituyera a las diferentes fiestas locales, al mismo tiempo que representaban los va—
lores que deseaba potenciar la Iglesia: la fundación de nuevas órdenes, el misticismo o
la labor misional. Otras festividades como la de san Isidro, canonizado en 1622, pre—
tendían unir en uno solo la gran variedad de santos locales a los que pedían su interce—
sión los campesinos. Las de san José 0 santa Ana, que se refuerzan en las relaciones de
fiestas de las diferentes diócesis, venían a reerjar, como ya se ha apuntado, el papel
que se pretendía dar a la Sagrada Familia. Otras como san Marcos o Nuestra Señora de
la O languidecieron, fueron quedando como fiestas privativas de algunas diócesis, o
simplemente, desaparecieron del calendario festivo.
En esta línea, mención especial merece el desarrollo de fiestas como la del Cor—
pus Christi. Desarrollada durante la Baja Edad Media, fue considerada por Trento
como celebración <<muy pia y muy religiosa, y que el regocijo de los fieles debía servir
CULTURA Y MENTALIDADES 115

para que los herejes se consumieran de envidia y verg'úenza y volvieran a la fe». El


Corpus vendría a significar para el Barroco español todo un símbolo de la contienda
entre el idealismo y el realismo, entre lo religioso y lo profano, según la tesis clásica
de Ludwig Pfandl; pero también, en cuanto a celebración universal en toda la Monar-
quía, un elemento claro y evidente de identidad cultural frente al protestantismo. De
esta manera, a lo largo de los siglos XVI y XVII la fiesta del Corpus fue una fiesta gran-
de, con una profunda raigambre popular. Los elementos festivos, el canto y el baile
(reflejo del texto <<cante la fe, salte la esperanza, se regocije la caridad», de la bula de
Urbano IV que instituía la festividad en 1264), se manifestabanjunto a los litúrgicos:
procesiones, bendiciones, enramadas, danzas populares, representaciones, gigantes y
cabeludos, toros ensogados, la tarasca (personaje monstruoso con forma de reptil, re—
presentación del mal), infantes, etc., son comunes a las celebraciones del Corpus de
toda la Península.
Pero, además, también se quiso acabar con el mantenimiento de ritos paganos o
supersticiones, pues eran momentos propicios para el pecado o para el desorden so—
cial. Los sínodos diocesanos del XVI tomaron nota del asunto en los capítulos De Fе-
riis, donde se recordaba la obligación de acudir a misa los domingos y fiestas «de ma—
nera que los pleitos, los malos tratos, las comidas demasiadas, los juegos y los canta—
res lascivos, las conversaciones y pláticas deshonestas, son tan ajenas de lo que deben
hacer los cristianos aquellos días, que con estas cosas las fiestas más se profanan que
santifican, y nuestro señor se ofende tan gravemente que nos niega por ellos los bienes
temporales y nos envía otras persecuciones y trabajos que cada día padecemos» (síno—
do de Pamplona de 1590). Así, a lo largo del XVI, se prohibieron las fiestas del obis—
pillo de San Nicolás, costumbre arraigada en toda Europa (obispo de inocentes, dentro
de las fiestas de locos) que se celebraban dentro de las iglesias por monaguillos y ni-
ños (en Sevilla sería prohibida por diferentes disposiciones entre 1512 y 1621; en To—
ledo, por decisión del concilio provincial de 1565-1566). También se persiguieron las
fiestas de reminiscencia pagana como la elección de reyes y reinas de mayo o las vela—
das nocturnas en las iglesias y santuarios, puesto que daban lugar a bailes, cantos, co—
midas, y otras <<deshonestidades que no son de dezir».
Dentro de estas festividades el Carnaval ocupó un lugar privilegiado. Todos los
festejos de Carnaval europeos, como nos cuentan crónicas y documentos, poseían un
repertorio de danzas burlescas, de gritos, de canciones provocativas y simbólicas, mu—
chas de ellas relacionadas con la muerte (la <<ejecución del gallo», el entierro de la sar—
dina), disfraces ridículos y parodias. Antropólogos e historiadores los han interpreta-
do como un rito agrario de fertilidad con raíces en los tiempos paganos; otros lo consi—
deran una celebración en concordancia con el ritual cristiano, una época de excesos
previa a la austeridad y recogimiento cuaresma]; finalmente, hay quienes apuntan que
el Carnaval era un periodo de rupturas, de protestas, de crítica social y mundo al revés.
De hecho, desde fecha temprana las autoridades intentaron frenar su desarrollo. En
1523 el Emperador prohibió la exhibición de máscaras y disfraces «porque del traer de
las máscaras resultan grandes males, y se disimulan con ellas y encubren». Sin embar—
go, su celebración continuó: el teatro, la novela, los relatos de viajeros, recogen nume—
rosos testimonios de cómo los carnavales eran un punto de referencia en el ciclo festi—
vo de ciudades y pueblos. Según los datos con los que contamos la persecución contra
las <<Carnestolendas» sólo se daba cuando derivaba en salidas de tono contra todo

l—
1 16 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

aquello que pudiera afectar a la fe, como cuando un clérigo fue condenado en Pamplo-
na en 1601 por celebrar el carnaval disfrazado de cardenal, causando escándalo en la
ciudad «por ser caso tan extraordinario y de tanto atrevimiento en un sacerdote de
misa, mayormente en la tierra donde vivimos, a pared en medio y tan cercanos los lu—
teranos y gente enemiga de la Madre Santa Iglesia y de sus ministres, que es darles
ocasión a que hagan otro tanto en burla y menosprecio del gobierno de la Santa Madre
Iglesia»; o bien cuando daba lugar a violencias y motines de carácter extraordinario.
De ahí que nos preguntemos el porqué de su perduración. El virrey de Cataluña en
1587, ante la posibilidad de prohibirlos en Barcelona, se mostró reticente pues «10 de
los bailes y máscaras en tiempos de Carnaval, está tan arraigado y en uso en esta ciu—
dad, que con dificultad se puede remediar, y […] el pueblo lo sentiría mucho». De
alguna manera las palabras del virrey rellejan la tesis de P. Burke para quien el Carna—
val, con sus críticas sociales y políticas, sus disfraces y bailes, era una «válvula de es—
cape», un periodo de inversión y protesta tolerada, para evitar que las tensiones socia—
les y políticas acumuladas acabaran en un estallido violento. En este sentido la protes—
ta carnavalesca no era otra cosa que un elemento más para mantener determinadas
estructuras, y por tanto, un componente necesario para el control social.
Este conjunto de iniciativas contra el excesivo número de fiestas, o contra el resa—
bio a superstición de las mismas, fracasadas en su mayor parte durante el Siglo de Oro,
se reforzó notablemente a lo largo del siglo XV… gracias a la iniciativa de la Monar—
quía y de elementos ilustrados de la jerarquía eclesiástica, levantando, según los auto-
res, un importante muro entre la cultura popular y la de las elites. Fue Campomanes
quien en 1750 escribía indignado al padre Feijoo (<<¡Qué quimeras, qué extravagan—
cias no se conservan en los Pueblos a la sombra del vano pero ostentoso título de tradi—
ción!» clama éste en su Teatro Crítico Universal), por algunas costumbres populares,
como las mayas y los mayos, las enramadas de San Juan, las zambombas de Noche-
buena, los carnavales, la cruz de mayo, consideradas irreverentes o supersticiosas.
Fue también el fiscal del Consejo de Castilla quien apoyó la disminución del número
de fiestas, en la linea marcada por el papa Benedicto XIV en 1748. En su Discurso so—
bre elfomento de la industria popular (1774), escribe el fiscal: <<para calcular la pérdi—
da de jornales que ocasiona el excesivo número de fiestas de precepto eclesiástico, con
sólo suponer ocho millones de habitantes trabajadores de ambos sexos, y que una per—
sona con otra gane dos reales de jornal, cada fiesta de precepto reducida o trasladada al
domingo producirá en España diez y seis millones de reales de utilidad…»
Pronto se optó también por el control de los excesos, con un creciente grado de li—
mitación de tales manifestaciones colectivas, ya perceptible a mediados del siglo XVII
y más aún durante el XVIII en un intento desde arriba de transformación de la cultura
popular. A comienzos del Setecientos un visitador diocesano amenazaba con la exco—
munión a todos aquellos que seguían «la perniciosisima costumbre [...] de dar algunas
noches, y en especial por carnestolendas, lo que llaman matraca, que más propiamente
se puede llamar dicterios escandalosos y blasfemos». De hecho, fueron más tarde las
autoridades civiles las que en mayor medida se encargaron de su persecución. Las dis—
posiciones de Felipe V contra el Carnaval en 1716 (<<de que se han seguido innumera—
bles ofensas a la Magestad Divina, y gravisimos inconvenientes por no ser conforme
al genio y recato de la Nación Española») y en 1745, contra su práctica en la Corte, son
un ejemplo del giro cultural. Bien es verdad que con escaso resultado, como son buena
CULTURA Y MENTALーDADES 117

muestra las cerca de cuarenta prohibiciones hechas entre 1721 y 1773 en Madrid con—
tra diversiones como arrojar huevos y otras formas carnavalescas.
Pero también determinadas costumbres arraigadas durante la fiesta del Corpus
comenzaron a ser percibidas como extravagantes. Numerosas disposiciones legislati-
vas contra los disfraces y las danzas en tiempo del Corpus como en Granada en 1717,
Toledo en 1765 0 Barcelona en 1770; la prohibición de celebrar autos sacramentales o
comedias de santos en 1765, la de los bailes en las iglesias en 1777 y 1780, afectaron
directamente a las formas tradicionales de celebración:

Habiendo llegado a noticia de S. M. algunas notables irreverencias que en la fiesta


del Santísimo Corpus Christi de este año se han cometido con ocasión de los gigantones
y danzas, y teniendo presente lo consultado por el Consejo, se manda que en ninguna
Iglesia de estos Reinos, sea catedral, parroquial o regular, haya en adelante tales danzas
ni gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones y demás funciones
eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se requiere.

Este conjunto de prohibiciones, de ataques hacia determinadas maneras de expre-


sión religiosa, son ejemplo de cómo el Estado ilustrado quiso controlar el ser festejante
de los españoles, en lo que consideraba una racionalización de sus comportamientos.
Desconocemos, sin embargo, en qué grado su actuación tuvo éxito o provocò resisten—
cias. Jovellanos nos ha transmitido una visión pesarosa de los efectos de tales medidas:

En unas partes se prohíben las músicas y eencerradas, y en otras las veladas y bai—
les. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas ala queda. y en otras a no salir
a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a nojuntarse en corrillos, y a otras seme—
jantes privaciones. El furor de mandar, y alguna vez la codicia de los jueces, ha extendi-
do hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de
una corte; y el infeliz gañán que ha sudado sobre los terrones del campo y dormido en la
era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su
lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.

Sin embargo, a pesar de estas impresiones, a pesar de las medidas adoptadas du—
rante los tres siglos, los ciclos festivos se mantuvieron. La larga tradición del calenda—
rio, su profunda interrelación con el mundo agrícola, el hecho de que estas festivida—
des estuvieran vinculadas a la memoria colectiva y a los valores de la comunidad
(pues reforzaban su identidad), junto con los factores estéticos del mismo (un orden
racional del tiempo), hicieron que éste se mantuviera vigente, con escasas modifica—
ciones, alo largo de la Edad Moderna, aunque ya en sus epígonos se percibieran sínto-
mas de transformación.

3. La vida en comunidad

3.1. LAS SOLIDARIDADES: COFRADÍAS Y HERMANDADES

Las cofradías, de origen medieval, concentradas en áreas urbanas en torno a gre—


mios artesanales, eran asociaciones de fieles que se unían para realizar prácticas peni-


118 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tenciales, caritativas, piadosas, sociales, etc., que se organizaban en torno a un regla—


mento. A comienzos del Quinientos, al igual que el resto de Europa, eran un mundo
encerrado en sí mismo con escasa participación de los párrocos ——<<modelo alternati—
vo de Iglesia», según Bossy—, e incluso parece que muchas habían perdido su signifi—
cado religioso, lo que no dejó de provocar reacciones y peticiones de reforma por par—
te de instituciones civiles y religiosas principalmente porque escapaban a su control.
El sínodo de Palencia de 1545 instaba a que se redujera su número pues <<son muy mal
servidas». Las Cortes de Madrid de 1534 (petición XXIX) se lamentaban de que <<el
reino está lleno de cofradías, donde gastan en comer y beber cuanto tienen; y aun se si—
gue y han seguido otros insultos, y es manera de empobrecerse el estado seglar». De
hecho, el propio Carlos I hizo pública una Pragmática en 1552 que prohibía las cofra—
días y hermandades de artesanos, probablemente porque se habían convertido, en mu—
chos casos, en organizadoras de la protesta social.
No es de extrañar, por tanto, que fueran objeto de un especial interés por parte
de Trento y de los diferentes concilios provinciales y sínodos diocesanos, no sólo
porque fuera necesaria una reforma que los adaptase a una nueva coyuntura, sino,
sobre todo, porque se convirtieron en medios difusores de doctrina, en agentes de
nuevos ritos y de nuevas devociones que querían ser impulsadas desde Roma. Es
precisamente tras Trento cuando la cofradía, revalorizada como institución inter-
media e intermediaria entre la Iglesia y sus feligreses, se convirtió en un instru—
mento más de transformación social. Se renovó la reglamentación de las antiguas
congregaciones, y las recién creadas se adaptaron a las nuevas circunstancias, lo
que implicó una mayor dependencia y control de los obispos —conforme a la se—
sión vigésimo tercera de Trento sobre la intervención de los obispos en las congre—
gaciones laicas—, reforzando así la autoridad eclesial. A ellos o a sus provisores
correspondía la aprobación de cualquier nueva fundación y la revisión de sus esta-
tutos, como consta, por ejemplo, en Palencia, Cantabria 0 Cuenca. También la Co—
rona aumentó su control cuando en 1566—1567 obligó a todas las cofradías caste-
llanas a concentrar sus recursos y a destinar parte de sus rentas para la construc—
ción de hospitales en sus comunidades.
Por otra parte, lo que hasta entonces había sido preferentemente un fenómeno ur—
bano, comenzó poco a poco a extenderse al mundo rural gracias a la labor de las órde—
nes mendicantes de franciscanos y dominicos durante el siglo XVI. Fueron numerosas
las nuevas cofradías que asumieron una reglamentación diferente y tomaron como pa—
tronos a devociones que hasta entonces no habían tenido (cofradías del Rosario, del
Nombre de Jesús, del Santísimo Sacramento, de la Vera Cruz, etc.), y que respondían
a las nuevas directrices espirituales y de homogeneización. De este modo, las cofra—
días sirvieron para impulsar los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, para
promover procesiones públicas; sirvieron para una reforma de los comportamientos,
para proponer un modelo de vida según las directrices marcadas por la Iglesia. Estas
cofradías, que agrupaban bien a miembros de un mismo gremio, bien a personas de un
mismo estamento, como la cofradía nobiliaria de San Jorge, en Barcelona, bien a todo
un pueblo, ocupaban además un puesto de preeminencia en la vida de la parroquia.
Los trabajos con que contamos para Cataluña, para Cuenca y Cantabria vienen a con—
firmar que las cofradías, penitenciales o asistenciales, gozaban de una gran populari—
dad y eran una parte esencial de la vida religiosa de las diócesis. En muchas ocasiones
CULTURA Y MENTALIDADES 119

eran la única organización religiosa en la ciudad, y su reforma contribuyó a una mayor


participación religiosa de todos los sectores de la escala social.
Sin embargo, no conocemos en sujusta medida su dimensión social, a pesar de la
importancia que llegaron a adquirir. Del cerca de centenar de cofradías en Valladolid
(con 30.000 habitantes), 150 de Zamora (con 8.600 habitantes) o 51 en Barcelona a fi—
nales del XVI, sabemos que se encargaban de la creación de instituciones asistenciales
para pobres, viudas y huérfanos a través de la limosna recogida entre y por los cofra—
des. Hay que recordar su labor de instituciones intermediarias de la pacificación so—
cial, como han venido destacando en varios trabajos, evitando escándalos públicos, о
terciando en los conflictos vecinales. Una de las cofradías cántabras, por ejemplo, es—
tablecía en sus estatutos a finales del siglo XVI que uno de sus principales objetivos era
que <<entre los vecinos e individuos que la componen, el que entre ellos se conserve
una verdadera paz». А1 mismo tiempo, y como complemento a lo que ya hemos des—
crito, vigilaban el comportamiento moral de los vecinos, en la búsqueda de una «со—
munidad ideal» según los dictados tridentinos. Es en este espíritu de fraternidad fun—
dacional en el que hay que enmarcar las reuniones en cenas y colaciones anuales que
convirtieron a las cofradías en espacios privilegiados de sociabilidad.
Fue a lo largo del siglo XVIII cuando se hizo palpable la crítica ilustrada. Se consi—
deraba que los gastos de estas instituciones eran excesivos, que eran evidentes sus
desviaciones profanas, y se les instó a la práctica de un cristianismo más racional y
moralmente más riguroso, inclinado hacia una mayor interiorización de la práctica re—
ligiosa y menos hacia las prácticas de devoción y penitencia públicas. En estas críticas
participaron los obispos, pero también los ministros del gobierno, con el Consejo de
Castilla a la cabeza, que aprobaron todo un conjunto de medidas entre 1762 y 1783 li—
mitadoras de sus funciones. También es verdad que las cofradías se habían convertido
en un freno a las medidas centralizadoras y secularizadoras de la asistencia social im—
pulsadas por la Corona. La labor desamortizadora, sobre todo tras la Guerra de la
Independencia, pondría fin a muchas de estas organizaciones.
Junto a las cofradías, otras instituciones, como los hospitales, casas de misericor—
dia, las casas de expósitos, hospicios, etc., se ocuparon de las labores asistenciales du—
rante la Edad Moderna, y su evolución está vinculada estrechamente al desarrollo de
las formas de entender la pobreza. En efecto, los siglos modernos trajeron una polémi-
ca entre dos puntos de vista. Entre los que consideraban que era necesario mantener la
tolerancia hacia al mendicidad, en la línea de la pobreza sacralizada medieval, y los
que abogaban por su reclusión en instituciones u hospitales. Tras Trento se revisó la
ayuda a los pobres. Y si bien es verdad que se optò por la permisividad hacia la libre
mendicidad, también lo es que se intentó un control de la misma, ejercido por la propia
Iglesia: las obras pias quedaron bajo la supervisión de los obispos, y asimismo, como
vimos, las cofradías y los hospitales. Estos últimos, y según la sesión VII, capítulo XV
del Concilio, debían ser visitados y administrados por los ordinarios, al mismo tiempo
que se aprobaban leyes para perseguir la falsa mendicidad, se regulaba la petición de
limosna y se tomaban medidas contra los vagos. Se revitalizaron también numerosas
obras benéficas y los hospitales y las casas de misericordia se multiplicaron por toda la
península (el siglo XVI es la época de su mayor florecimiento), y se asistió a un proceso
de centralización de la caridad, concentrando la asistencia en hospitales generales,
con escaso éxito.
120 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

El siglo XVIII supuso un refuerzo del proceso de concentración y racionalización de


estas instituciones. Frente a la concepción vigente de la pobreza, el Estado secularizó la
visión del pobre: vagos y mendigos, nO eran útiles para la sociedad, de ahí que se multi—
plicaran las leyes y las penas contra los vagabundos. También fue el Estado quien asu—
mió la labor asistencial, aunque siguió contando con la colaboración de los obispos. El
siglo XVIII es el de la construcción de hospicios y casas de misericordia, con el objetivo
de acoger y reeducar a sus asistidos en beneficio de la sociedad. Por otra parte las medi—
das desamortizadoras de los bienes de viejas instituciones asistenciales, en tiempos de
Carlos IV (en 1798 y 1808), acabaron con la existencia de muchas de ellas.

3.2. LA VIOLENCIA INTERPERSONAL Y COLECTIVA

«... Advierte que entre los leones y los tigres no había más de un peligro, que era
perder esta vida material y perecedera, pero entre los hombres hay muchos más y ma-
yores: ya de perder la honra, la paz, la hacienda, el contento, la felicidad, la conciencia
y aun el alma. ¡Qué de engaños, qué de enredos, traiciones, hurtos, homicidios, adulte—
rios, invidias, injurias, detracciones y falsedades que experimentarás entre ellos.» Sin
llegar a caer en el pesimismo radical de Baltasar Gracián, sí parece evidente que entre
los siglos XVI y XVIII la sociedad española fue testigo de un importante clima de violen—
cia. Pero para analizar someramente este tema vamos a distinguir entre tres grandes ti—
pos de expresiones violentas: la violencia interpersonal, el crimen organizado y la vio—
lencia colectiva.
Si atendemos, por ejemplo, a la clasificación establecida por Heras Santos, la im—
portancia de los delitos contra la vida e integridad de las personas es indudable. El
examen del inventario de las causas criminales presentadas ante la Sala de Alcaldes de
Casa y Corte muestra que un 36 % de los pleitos entran dentro de la categoría de <<heri—
das» (que engloba el «golpe que se da con la espada o contra arma o cualquier cosa que
pueda lastimar y sacar sangre»), y «muertes», muy sistematizado por la legislación.
Algo que se corrobora a partir de las noticias extraídas por Rodríguez Sánchez de me—
morias, avisos, relaciones, epistolarios, crónicas, sínodos diocesanos, peticiones de
las Cortes, etc., para la primera mitad del siglo XVII. Según estos datos el 80 % eran de—
litos contra las personas, de los cuales, el 59 % eran delitos de sangre (riñas y penden—
cias, heridas, asesinatos), y sólo el l4 % respondían a violencia contra la propiedad
(hurtos y robos). Otras formas serían, por ejemplo, la violencia contra las mujeres,
bien la doméstica («fenómeno lleno de silencios», en el que los tratadistas contempo—
ráneos se mostraron divididos a la hora de juzgar los castigos maritales; un 93 % delos
casos de separación en la diócesis de Pamplona estaban motivados por malos tratos),
bien el estupro o la violaciôn. Otros, como el que atañe, por ejemplo, al infanticidiO,
son menos conocidos, aunque las referencias en todos los sínodos diocesanos a la
prohibición de que los recién nacidos fueran acostados en el lecho de sus padres puede
ser una indicación de su práctica.
Muchas de las consecuencias de estas heridas y muertes procedían de la variante
que representa la violencia verbal, la injuria. Ésta, «una metáfora social», suponía y
dejaba traslucir todo un sistema de valores ——insultos habituales como cornudo, trai—
dor, hereje, judío, marrano, puta, alcahueta, etc.—, pero, sobre todo, y para el caso que
CULTURA Y MENTALーDADES 121

estudiamos, revelaba la importancia del honor. Como apuntaba Lope en unos versos
al referirse al teatro: <<los casos de la honra son los mejores, porque mueven con fuerza
a toda gente». Un honor que marca conductas individuales, así como las relaciones fa—
miliares y sociales. Este honor, sin embargo, en la medida que reafirmaba una autori-
dad frente al otro, en la medida en que se abría como un espacio excesivamente indivi—
dualizado, no respondía a las pautas marcadas por un Estado que se pretendía más
fuerte y que quiso, apoyándose en unos argumentos proporcionados por la Iglesia, li—
mitarlo y someterlo. Bien es verdad que mucho menos conocidas son otras razones,
como el pago de deudas, que según trabajos muy localizados en el espacio, se reve-
la como otra de las fuentes de violencia.
De todas formas, ¿asistimos a un descenso de las formas de violencia interperso—
nal a lo largo de la Edad Moderna, fruto de un proceso de civilización evidente en
otros ámbitos de la cultura? Las tesis que basadas en criterios cuantitativos insistían en
el declive, chocan con otras que han puesto de manifiesto que tal evolución no es real.
Lo que sí parece evidente es que cambiaron las actitudes hacia los delitos dando ma—
yor importancia a unos 0 a otros. Y, por supuesto, se observa un cambio en su persecu—
ción. Si en los siglos XVI y XVII el delito es, en muchos casos, un delito-pecado, lleno
de connotaciones éticas vinculadas a la teología moral, en el XVIII éste se va difumi—
nando a favor de la persecución de todo aquello que atentase contra la moralidad pú—
blica y el orden social bajo la protección y responsabilidad del Estado.
La manifestación más importante del crimen organizado en la España moderna
fue, sin duda, el bandolerismo. La aparición de bandoleros como Antonio Roca, Ro—
que Dinarte o Serralloga en las obras de Lope de Vega, Tirso de Molina, Cervantes 0
la literatura de cordel son, sin duda, una muestra de la cotidianeidad del fenómeno.
Tampoco es de extrañar que gran parte de estos protagonistas fueran, en su mayoría,
catalanes, pues el bandolerismo tuvo especial incidencia en la Corona de Aragón y
como tal fenómeno ha sido el más estudiado. No obstante toda la Península, desde
Andalucía a Galicia, pasando por Castilla, fue testigo de la amenaza del bandido a lo
largo de los tres siglos. Las causas de esta violencia son varias. Por un lado, y durante
los siglos XVI y XVII, es evidente la existencia de un bandolerismo de carácter nobilia—
rio muy relacionado con las luchas de bandos y viejas rivalidades familiares —los
nyerros y cadells en Cataluña—, aferradas a estructuras clientelares y de linaje, y ante
el que la Corona se mostró impotente. Junto a él, fueron frecuentes las bandas de sal—
teadores que robaban en los caminos motivados por una profunda crisis económica o
por un momento de grave inestabilidad política que afectó en diversas épocas a dife—
rentes partes de la Península. Algo que, en muchas ocasiones, estuvo estrechamente li—
gado también a sectores marginales de la población, como moriscos o gitanos, y moti—
vado, en gran parte, por las duras medidas legislativas contra ellos. Tampoco faltan
quienes interpretan (a la manera de Hobsbawn) que el bandolerismo fue una forma de
protesta popular ante las míseras condiciones de vida de los campesinos; o incluso
quienes lo contemplan como una pieza en el proceso de construcción nacional (como
han interpretado algunos autores catalanes). Por último, no habría que olvidar otras ra—
zones, como las geográficas, si se tiene en cuenta que muchos de estos fenómenos se
daban en regiones de frontera, 0 bien en zonas montañosas; las jurisdiccionales (la di—
versidad de jurisdicciones protegían la actuación de los bandoleros); u otras como la
posesión generalizada de armas por parte de la población, la visión del bandolero
122 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

como un defensor de fueros y privilegios frente a la Corona, etc. De todas formas estu—
dios recientes apuntan a un importante cambio en la percepción del fenómeno del ban—
dolero: de ser considerado un asunto local, a ser considerado como una amenaza para
el Estado, que dio lugar a una ofensiva por parte de la Corona, especialmente a lo largo
del siglo XVIII.
En cuanto a las expresiones de violencia colectiva, no trataremos aquí sobre
aquellos motines que han pasado a la historia por su importancia y por ser, desde lue—
go, mucho más que simples desórdenes públicos, como el movimiento comunero, las
alteraciones de Aragón de 1590, la rebelión de los catalanes de 1640 o los motines de
Esquilache de 1766. Los pequeños amotinamientos, muy localizados, esporádicos en
la vida de la comunidad, respondían a unos esquemas muy similares. Iniciados con el
rumor, con un pequeño incidente, muy pronto, por su violencia, ponían de manifiesto
un conjunto de causas que lo explicaban. Gracias al tañido de las campanas, pero tam—
bién a través de pasquines y libelos, los amotinados se concentraban en los lugares
epicentro de la sociabilidad local: a la salida de la misa dominical, en la plaza, y duran—
te festividades concretas. Injurias, insultos, violencia física, eran elementos perma—
nentes. Pero sólo en escasas ocasiones acababan con resultados trágicos, con lo que no
pocos autores consideran que tales motines desarrollaban una violencia controlada en
todo momento por sus protagonistas. Unos motines que no pueden calificarse como
meras <<revueltas de estómago» o como una manifestación más de la rivalidad de cla—
se. Detrás de ellos hay unas causas, complejas y combinadas, y unas ideas que los
sostienen. Como ha detallado Lorenzo Cadarso para Castilla, la progresiva oligarquí—
zación del gobierno municipal (paulatina supresión de los <<concejos abiertos», limi—
tación de la participación popular), el ejercicio de la jurisdicción señorial y su injeren—
cia en la vida de los pueblos, el aumento de la presión económica sobre los campesi—
nos, pero también razones relacionadas con el estatus social de los vecinos, con la
apropiación indebida de comunales, con la aplicación de la justicia, etc., provocaron
no pocas alteraciones del orden. Unas alteraciones sostenidas por un conj unto de ideas
en las que se mezclaba la tradición y la memoria histórica, las concepciones milenaris—
tas, una determinada imagen del poder político y de su ejercicio, el honor comunitario
o el interés económico de los afectados.
La persecución de estos delitos tuvo como base el desarrollo teórico de unos de—
terminados principios elaborados en gran parte por la Iglesia, sobre los que se apoya-
ron las cada vez más fuertes y organizadas estructuras el Estado. Robert Muchembled,
a la hora de analizar la violencia en la Francia del Antiguo Régimen afirma que ésta
era <<un fenómeno cultural, una extensión brutal de la sociabilidad ordinaria». Como
tal reflejo de una sociedad, de la misma forma que a lo largo de los tres siglos estudia-
dos se aprecian notables cambios en las formas de la vida cotidiana, también la violen-
cia —sus formas, sus comportamientos, sus actitudes— sufrió importantes transfor—
maciones relacionadas con el fortalecimiento del Estado y, por tanto, con el de la
propia justicia y sus instrumentos a la hora de enfrentarse a diferentes formas de vio—
lencia. Es más, es en el fenómeno de la violencia en donde con mayor nitidez podemos
observar los efectos del <<disciplinamiento social» de los que hablábamos en la intro—
ducción. Unos instrumentos que durante los siglos XVI y XVII contaron con el apoyo
teórico de la Iglesia a la hora de hacer frente a los mismos. En efecto, a la luz del quin—
to mandamiento, «no matarás», se quiso poner coto al homicidio, únicamente tolerado
CULTURA Y MENTALーDADES 123

en casos de defensa del honor y de la propiedad, algo que a lo largo del siglo XVII fue
también puesto en duda por diferentes teólogos morales que sólo aceptaron la defensa
de la propia vida para justificar una muerte. Por otra parte, el mandamiento «no roba-
rás» hizo que el hurto se convirtiera, según la teología moral, en uno de los delitos más
graves, salvo los casos de extrema necesidad, en cuanto que era considerado un gran
pervertidor del orden social. El octavo mandamiento, «no levantarás falso testimonio
ni mentiras», y la tratadistica en torno a él, puso a la injuria en el punto de mira y como
causa de una parte importante de la violencia. Pero la influencia de la Iglesia no sólo
quedó reflejada en determinados tratados teóricos. Los sermones, el confesionario, las
misiones, la labor pacificadora de las cofradías, fueron un instrumento de primer or—
den para hacer asentar tales principios. En este sentido la Iglesia hizo una considerable
propaganda contra todo aquello que supusiera venganza personal o venganza al mar—
gen de la ley: las disposiciones contra libelos y pasquines publicadas en 1577 y 1591
por los obispos de Barcelona, la difusión de las <<actas de perdón» (actes de perdó) en
Cataluña o de las cartas de perdón en Castilla, redactadas muchas veces por los párro—
cos, intentaron contribuir a la disminución de las venganzas. Por otra parte, la insis—
tencia en la importancia de la amonestación caritativa (el llamamiento que los vecinos
o deudos del delincuente hacían antes de acudir a la justicia real), incorporando esta
forma de inl'rajusticia que practicaban las comunidades a todo un sistema, contribuyó,
en parte, a una cierta pacificación social.
А1 mismo tiempo, diferentes cambios institucionales que afectaban a la organi—
zación municipal y que, como vimos, ocasionaron no pocos motines, se justificaron
utilizando la propia estructura organizativa de la Iglesia. Cuando, por ejemplo, en
Logroño se quiso, en 1645, suprimir el sistema de regimientos perpetuos y de recu—
perar el de concejos abiertos, los partidarios del primer sistema acudieron al argu—
mento de que:

[...] no conviene ni al servicio de Dios, ni de los pobres, ni del rcy nuestro señor, ni dcl
bien de la república, ni en común ni en particular, de que se mude el gobierno de regido—
res perpetuos, porque con la continuación tiene noticias claras de lo que conviene al go—
bierno desta ciudad [...] y quc el tiempo que es, es tan conforme al gobierno [actual], que
en todas las ciudades de Castilla y comunidades eclesiásticas y seglares dellas, ¿por
qué se gobiernan en la temporal y eclesiástico con personas que tienen sus oficios per-
petuos? Para mayorjustificación y noticias dellos, quc no es fácil alterarlos cada año y
son muchos los escándalos que en tiempo de añales había.

Pero además, muchos de los párrocos coagularon buena parte de los desconten—
tos, argumentando, bien que los oficios debían ser ejercidos por los mejores, bien abo—
gando por la paz social.
Combinado con la Iglesia, y para aplicar este conjunto de principios, el Estado
fue creando todo un organigrama judicial que hiciera llegar su poder a todo el territo—
rio. Si durante la Edad Media, gran parte de las cuestiones se solucionaban, para bien o
para mal, entre las partes enfrentadas, durante la Edad Moderna, fue el Estado el que
quiso hacerse con el control de la resolución de los conflictos reforzando su papel en
todos los ámbitos y en todos los niveles. A través de la legislación se fueron endure-
ciendo las medidas contra la posesión y uso de armas blancas, y especialmente contra
las cada vez más sofisticadas armas de fuego; se hizo especial hincapié en la vigilancia
124 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

durante la noche; se pusieron restricciones a las fiestas públicas, en cuanto que era en
ellas, por el ambiente y el clima que generaban, cuando más desinhibidos se mostra—
ban los comportamientos violentos.
Poco a poco se fue eliminando el papel de una infrajusticia comunitaria indepen—
diente del sistemajudicial. Un caso evidente fue el de la venganza o el uso de desafíos
y duelos. Es lo que en Cataluña llegaba a denominarse un deseiximent, un procedi—
miento que todavía era habitual en el siglo XVI, y que se realizaba a través de una carta
de desafío que se colocaba a las puertas de la parroquia. El procedimiento suponía el
desarrollo de venganzas personales, de luchas interfamiliares. Para ellos se publicaron
disposiciones como las de 1537 que prohibía los desafíos con la pena de muerte, o la
bula de Gregorio XIII publicada en Barcelona en 1557 que decía tajantemente:

[...] algunos de los reinos de Aragón y Valencia y en el principado de Cataluña y en los


condados del Rosellón y de la Cerdaña y habitantes de esas partes, no han dudado en
prctendcr tener ley privada o particular para ellos, y tanto por el Vigor de esta, como por
la malisima costumbre que ha durado allí mucho tiempo, han afirmado ser lícito espe—
cialmente si eran nobles siempre que se quiera tratar de defender la honra que dicen hu-
mana.

Esto supuso la cada vez mayor implicación del municipio en la persecución del de—
lito, en el control de la violencia, que queda más al margen de la solución privada, al
y
convertir a los poderes locales en un elemento más del organigrama estatal. También se
potenciaron otras instituciones, como la Santa Hermandad, para mantener la seguridad
en los caminos castellanos, o bien, ya en el XVIII, diferentes cuerpos militares.
Pero, evidentemente, fue el fortalecimiento del aparato judicial el principal ins—
trumento desarrollado por el Estado para la persecución de la violencia y el delito. El
procesojudicial se convirtió así en un magnífico vehículo de aplicación de la ley y de
cumplir con el objetivo de restablecer el equilibrio social. Para ello, durante los siglos
XVI y XVII, su principal instrumento fue el castigo, entendido en la sociedad confesio-
nal como un remedo de penitencia por los pecados cometidos, como el mejor modo de
disuadir a los delincuentes. De hecho fueron tres los principios que caracterizaron a la
justicia de la Edad Moderna: ejemplaridad, paternalismo y utilitarismo. Los impresio—
nantes espectáculos de las ejecuciones públicas, el descuartizamiento del cuerpo del
ajusticiado para repartir los trozos en lugares públicos señalados, son una muestra de
la búsqueda del ejemplo, si bien es verdad que a lo largo de la Edad Moderna se obser—
va una evolución hacia formas de castigo menos cruentas. Como contraste, esta justi—
cia no tendrá tampoco problemas a la hora de ejercer un paternalismo compasivo a tra—
vés del ejercicio de la gracia y el perdón (los indultos) por parte del monarca o de sus
representantes. Unos siglos modernos que introdujeron las penas utilitaristas: es decir,
el castigo se cumplía en las galeras, en los presidios, en las minas, en el ejército, al ser—
vicio del rey.
Ahora bien, estas penas buscaban un castigo sobre aquello que más podía afectar
a los delincuentes: el cuerpo, el honor y la hacienda. La práctica del tormento, como
un elemento probatorio durante el proceso judicial (<<¡ ay, ay, ay ay, ay, ay, ay, que me
matan, Santísimo Sacramento!» clama una mujer ante el rigor del potro, en el Madrid
del siglo XVII), fue perdiendo validez a lo largo del Setecientos, especialmente en su
CULTURA Y MENTALIDADES 125

segunda mitad; penas ejemplares y públicas como los azotes, las mutilaciones, el des—
tierro o la pena de muerte, hacían dura mella en los delincuentes y perduraron los tres
siglos. Poco a poco, durante la Edad Moderna, como apuntó Foucault en su tesis sobre
el «gran confinamiento o encerramiento», fueron reemplazadas por la creación de ins—
tituciones (hospitales, casas de misericordia y cárceles) que se ocuparon de aplicar las
penas. Éstos y otros ejemplos son una muestra significativa de cómo en los siglos mo—
dernos asistimos a cambios en las formas de pensar y entender el crimen y al criminal,
a diferentes modos de percibir la violencia.

4. Las creencias y la vida religiosa

4.1. LA RELIGIOSIDAD

Las manifestaciones de la religiosidad están presentes, como hemos visto hasta


el momento, en los más diversos aspectos de la vida personal y colectiva de los espa-
ñoles de la Edad Moderna. Lo hemos advertido en el repaso a su ciclo vital, lo hemos
visto también estrechamente relacionado al ciclo festivo y estacional. Y, por supuesto,
se hace evidente en las numerosas maneras de expresar el sentimiento religioso. Los
acontecimientos a los que asiste Europa en las primeras décadas del siglo XVI, es decir,
la Reforma protestante, los primeros pasos de la Reforma católica hasta llegar a la
convocatoria y fin del Concilio de Trento, influyeron de manera determinante a
la hora de conseguir una transformación de las relaciones entre los individuos y la di—
vinidad. El erasmismo, de fuerte influencia entre las elites españolas del XVI, quiso ex—
tender una religiosidad personal, abandonando prácticas externas, centrándose en
Cristo y en la Eucaristía. Por otra parte, desde Trento, y con el apoyo de la Monarquía,
se quiso introducir una racionalización en el comportamiento religioso de sus fieles,
eliminando falsos dogmas, atacando excesos, luchando contra las supersticiones, for—
taleciendo devociones, obviando otras, reforzando el papel de un clero reformado
(destacando la labor de los jesuitas) y de la jerarquía eclesiástica en la vida social y co—
munitaria tanto como en la privada. Pero la búsqueda de una uniformidad de las creen—
cias, no sólo contribuía a dar respuestas a la búsqueda de la Salvación por parte de los
fieles, sino que también aportaba elementos para la construcción de una identidad cul—
tural católica para los súbditos de la Monarquía, y con ello un reforzamiento de la mis—
ma y de su autoridad en la medida que la figura del rey encarnaba esa identidad.
En efecto, por un lado se quiso fortalecer viejas y nuevas formas de expresión
del sentimiento religioso. Se buscó con este fin una unificación del ritual litúrgico
con la publicación del Breviario (1568) y del Misal (1569) romanos, aunque su difu—
sión no siempre fue sencilla. Los sinodos hicieron un especial esfuerzo en requerir a
los fieles el cumplimiento del precepto de la misa dominical: «oír misa los tales días
entera desde que el sacerdote comienza hasta que toda se acabe, y no es menester oír
las palabras que el sacerdote dice, base asistir, no distrayéndose de propósito notable—
mente» (sínodo de Sevilla de 1609). Se dio, para ello, un énfasis especial a la predica—
ción; de ahí la construcción generalizada de púlpitos, la publicación de obras sobre el
arte de predicar, etc. Los sermones en determinadas fechas, encargados a predicadores
de prestigio, anunciados y difundidos a través de carteles, financiados por las arcas
126 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

municipales (es habitual encontrar en los libros de cuentas de los municipios el pago
del salario al predicador de Cuaresma, normalmente miembro de una orden mendi-
cante), unían a los temas, cuidadosamente elegidos, la espectacularidad y el efectis—
mo, no pocas veces criticado por alguno de sus contemporáneos. Su éxito dio lugar,
sin embargo, a una ingente publicación de sermonarios durante los tres siglos.
También se hizo un especial esfuerzo por hacer cumplir a los fieles los preceptos
pascuales de confesión y comunión anuales. Para su control se elaboraron en muchas
parroquias <<padrones de confesión y comunión» que muestran que los niveles de
observancia eran, al parecer, amplios. En la parroquia catalana de Mediona en 1551 el
15 % de los feligreses no cumplían con el precepto de la confesión anual, pero desde
1580 ésta tiende a ser total. En el arzobispado de Sevilla, ya a finales del siglo XVIII, el
precepto del cumplimiento pascual era ya universal. La insistencia en ellos se debía, lo
hemos apuntado, tanto porque se consideraba necesario para la salvación del indivi—
duo, como porque era un elemento de identidad frente al protestantismo. Por otra par—
te, la escasa formación de los campesinos a comienzos del siglo XV1 hacía necesaria la
enseñanza de los puntos fundamentales del catolicismo, expresados en el credo y en
los mandamientos, gracias a la labor catequética de los párrocos a quienes los visita—
dores diocesanos instaban a organizar sesiones de enseñanza de la doctrina tras la
misa dominical, con cierto éxito en Toledo, con grandes lagunas en Cataluña; о bien a
examinar a las futuras parejas en doctrina cristiana antes de la celebración del matri—
monio, algo que no estuvo exento de dificultades, como se observa en Cataluña en los
siglos XVI y XVII.
Para esta labor de catequesis los diferentes sínodos y concilios provinciales
como los de Calahorra 0 Tarragona, a comienzos del siglo XVII, tuvieron un particular
interés en que la predicación y los textos de los catecismos se publicaran en las len—
guas vernáculas, para hacer más accesible y fructífera la labor pedagógica.
En este clima no dejaron de introducirse o de reforzarse devociones que pronto
se convirtieron en una práctica común de la población en su vida cotidiana. El rezo del
ángelus, a mediodía, se consolidó a lo largo de la Edad Moderna. El del rosario, espe—
cialmente tras la victoria de Lepanto, lograda el día de la celebración de la Virgen del
Rosario (7 de octubre), pronto se extendió como práctica diaria entre buena parte de la
población bien en la intimidad del hogar, en las iglesias, en los conventos, bien en me—
dio de la multitud, como el rosario público iniciado en Sevilla en 1690 y que pronto se
repitió en otras partes de España. A ello se sumó la devoción mariana, especialmente
la Inmaculada Concepción, convertida en una seña de identidad de la religiosidad
en la Monarquía católica. Y no hay que olvidar la multitud de romerías, votos, rogati—
vas, bendiciones de campos, conjuros contra la sequía o contra la 11uvia, en las que se
acudía a la tradicional intercesión de los santos locales, aunque progresivamente se
fue imponiendo la de María o la de Cristo en gran número de ermitas y santuarios. O
las procesiones de Semana Santa, todo un instrumento pedagógico por su temática y
por su espectacularidad de imágenes y disciplinantes. También se puso especial énfa—
sis en el cumplimiento de las vigilias de ayuno (especialmente vigilante sobre sobre
moriscos y judeoconversos).
Junto a todo ello, no quedó atrás la transformación de los comportamientos reli—
giosos bien a través de la pedagogía de los sermones, de las imágenes, de las misiones,
de las visitas pastorales, de las constituciones sinodales, bien a través de la acción in-
CULTURA Y MENTALIDADES 127

quisitorial. Por otro lado, se incentivó la vigilancia eclesiástica sobre las diferentes
formas de religiosidad local. El entorno de las ermitas y de los santuarios, gracias a los
cuales el mundo sagrado estaba permanentemente presente en el paisaje, eran el prin—
cipal ejemplo de las manifestaciones de lo que W. A. Christian ha denominado <<re1i—
giosidad local». Por ello el papel de los ermitaños y de las beatas se restringió notable—
mente durante el reinado de Felipe II al quedar sometidos a la autorización y a la auto—
ridad de los obispos. Muchas de las ermitas fueron suprimidas, y se dejó a las restantes
bajo la supervisión y cuidado de los párrocos. También se prohibieron las procesiones
que rebasaran una determinada distancia, pues los excesos de los participantes durante
los días de su celebración causaban escándalo entre las autoridades. Se quiso poner un
control a las caridades que se hacían en los funerales, u otras que se hacían por voto en
determinados días de ayuno. Si bien, como hemos visto, se impulsó entre los fieles la
invocación de los santos y sus imágenes, también se instó por parte de las autoridades
eclesiásticas a acabar con <<toda superstición en la invocación de los santos, en la ve—
neración de las reliquias», dando a los obispos el protagonismo del control de las posi-
bles desviaciones. Se persiguió con dureza la proclamación de falsos milagros o el
tráfico de reliquias, que criticó duramente el padre Mariana. Pero a pesar de las pre-
cauciones en la admisión de nuevas reliquias, hubo un renacimiento de su culto como
respuesta a las críticas lanzadas por los protestantes, dando lugar a invenciones, a mul—
titudinarios traslados de reliquias, a la multiplicación de nuevas representaciones ico—
nográficas. Dos ejemplos: si entre 1577 y 1599 las Relaciones publicadas que narra—
ban milagros fueron 13, en el XVII fueron 150; en la ciudad de Murcia entre 1701 y
1759 los vecinos participaron hasta en 1 14 rogativas para lograr la intercesión ante los
temores colectivos.
Objeto de especial ataque, como hemos visto a la hora de hablar de los ciclos fes—
tivos, fue la superstición. La búsqueda de explicación a lo que se desconoce llevó a
buena parte de la población a encontrar respuestas en el mundo de lo mágico. Las
prácticas supersticiosas, habitualmente relacionadas con el temor a la enfermedad y a
la muerte, o con los imprevistos de la naturaleza, estaban especialmente presentes en
las actividades agrícolas y ganaderas. De ahí que uno de los objetivos de la Iglesia
en España, influida por los intelectuales erasmistas, al mismo tiempo que respondía a
las críticas protestantes, fuera lanzar sus diatribas contra todas las manifestaciones de
superstición, con los instrumentos pedagógicos y punitivos de los que hemos hecho
mención en anteriores puntos: la Inquisición, los sermones, las disposiciones sinoda—
les, la legislación civil o la publicación de numerosos tratados como los más conoci—
dos de Pedro Ciruelo, Martín de Castañega, u otros como los de Martín del Río, Mar—
tín de Andosilla o Gaspar Navarro.
La superstición estaba presente, por ejemplo, en el momento del parto. Se tuvo
especial cuidado en que las comadronas, como aconsejaba Damián Carbón en su ma—
nual, abandonaran <<cosas de sortilegios, ni supersticiones, ni ag'Lieros, ni cosas seme—
jantes porque los aborresce la Iglesia Santa». Alonso de los Ruyzes recordaba cómo
las embarazadas y parturientas solían llevar el cuello tan cubierto que parecía «tienda
de buhonero, bazar de aldea о cintura de dijes de niño». Las humildes llevaban astra-
galo de liebre, ceniza de Jericó, polvo de ranas tostadas o gusanillos de las hortalizas
dependiendo del estatus social. Y esto sin contar con la consulta a los astros y a las pre—
dicciones astrológicas. En 1657 fue incluido en el martirologio, por parte del papa
128 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Alej andro VII, san Ramón Nonato, haciendo especial hincapié en su papel de interce-
sor <<en todos los partos y fundamentalmente en los más dificultosos», impulsando que
<<se le rezara y se pidiera a Dios por el buen suceso de ellos», con el fin de evitar algo
tan habitual como oraciones prohibidas y sospechosas, siendo lo más acertado abste—
nerse de todas las que no estuvieran aprobadas por dicha institución.
Las viejas creencias en torno a la muerte también fueron atacadas por parte de las
autoridades eclesiásticas. Se criticó la práctica gallega de los <<magostos», hogueras
en la noche de difuntos con las que, creían, se acercaban las ánimas a los vivos. Se re—
formó la práctica de las misas de San Amador, de las misas de San Gregorio y del Con—
de: un sacerdote se encerraba en una parroquia para la celebración de un treintena—
rio de misas por un difunto, que debían iniciarse y acabarse en días concretos, con un
determinado número de velas, durante las que algunos decían que veían la salvación o
la condenación del difunto. Durante el siglo XVI determinadas voces clamaron contra
el paganismo que rezumaba de la celebración de corridas de toros los días santos, o la
especialización de los santos a la hora de curar enfermedad, o el toque de campanas
la noche de San Juan para ahuyentar alas brujas, o el recurso a fabricantes de <<elixires
de amor» para conquistar a la amada esquiva.
Es en ese proceso de racionalización de las conductas en el que podemos situar la
lucha contra la magia, y sus manifestaciones fundamentales, la brujería y la hechice-
ria. Fueron muchas las disposiciones que se adoptaron contra la adivinación y los sa—
nadores. En el sínodo de León de 1526 se decía:

[...] por cuanto por información bastante ct honesta, y ansí es notorio, que en esta ciudad
y en algunas otras villas et lugares deste obispado hay algunas personas que presumen
de adivinos y de alcanzar las cosas secretas que a solo Dios pertencsce saberlas, y entran
en circo sobre ello invocando los demonios; y otros curan diversas enfermedades por
palabras que dicen sobre los enfermos, guardando horas, días, tiempos y lugares, bendi—
ciéndolos, mezclando en las dichas palabras otras cosas contrarias a nuestra fe y prohi—
bidas por la Iglesia, como es hacer el sino de Salomón y otros caratcres; y algunos otros
escriben sobre las nascidas y hinchazones que los enfermos tienen palabras prohibidas,
teniendo por cierto que por aquello han de sanar; y otros hacen otras muchas supersti-
ciones por la Iglesia reprobadas y prohibidas en derecho...

Estas prácticas extendidas por los más diversos puntos de la geografía, fueron
perseguidas por la Inquisición, aunque ésta se mostró vacilante en sus actuaciones.
Poco más de 3.500 casos fueron tratados como <<superstición>> en los tribunales inqui—
sitoriales, en los que se incluían la brujería (menos de un 10 %). Para unos esto fue fru-
to de una actitud racionalista de la Inquisición, para otros, muestra de su ambigúedad
o, si se quiere, de indecisión. Es probable que la causa contra las brujas de Zugarra-
murdi (Navarra), en 1610, marcara un antes y un después, pues tras ello las tesis de Sa—
lazar y Frías, el <<abogado de las brujas» en ese proceso, impusieron una incredulidad
creciente hacia la brujería.
Por otra parte en este largo proceso de construcción de identidades, no dejaron de
atacarse las disidencias religiosas: alumbrados y protestantes, conversos y moriscos,
no sólo herejes o infieles, sino también elementos distorsionadores de una deseada
unidad social y religiosa (el «pecado social» del que nos habla J. P. Dedieu), fueron
objeto de una cruenta persecución, especialmente a través del tribunal de la Inquisi—
CULTURA Y MENTALーDADES 129

ciôn, y mediante la importancia dada socialmente a la limpieza de sangre, si bien esta


última con fluctuaciones y en medio de interesantes debates entre partidarios y detrac—
tores. Tras la expulsión de losjudíos en 1492, fueron los conversos los que sufrieron la
represión inquisitorial, especialmente virulenta hasta 1530 (2.156 procesados sólo en
el tribunal de Valencia). Los moriscos, asentados en el reino de Granada, Valencia y
Aragón, vieron cómo a partir de mediados del siglo XVI se iniciö una dura persecución,
que derivaría en las trágicas consecuencias de la rebelión de las Alpujarras en 1568, y
finalmente en su expulsión a partir de 1609. La actuación contra los protestantes (la
mayor parte de ellos emigrantes de ori gen francés), se llevaría a cabo, sobre todo, en
la segunda mitad del siglo XVI. Pero los archivos de esta institución son testigos tam—
bién de la presencia en sus cárceles de todos aquellos que, de una u otra manera, mos—
traron un desvío, una posible muestra de <<herética pravedad»: los que negaban la vir—
ginidad de María, los que dudaban de la superioridad del sacramento del orden sacer—
dotal sobre el del matrimonio, los que no creían en el misterio de la Eucaristía, los que
blasfemaban...
El siglo XVIII fue testigo de una voluntad de transformación de la sensibilidad
religiosa, no muy lejana al espíritu reformador de los erasmistas del Quinientos. Se—
gún los interesantes trabajos de T. Egido la segunda mitad del Setecientos observa el
desarrollo de una espiritualidad nueva, más cristocéntrica, eliminando la importan—
cia delos santos medianeros de siglos anteriores, y más bíblica, más interior, más ri—
gurosa, menos inquisitorial. El siglo XVIII quiso, como hemos podido comprobar en
páginas anteriores, introducir importantes reformas en las manifestaciones popula—
res dela religiosidad, aunque, como apuntó Álvarez Santaló, la religiosidad españo—
la del Setecientos <<se parece mucho más a un laberinto de lazadas que a una dialécti—
ca binaria». Los ilustrados, alejados del espíritu de la religiosidad popular barroca, a
la que consideraban preñada de superstición, e influidos, según opinión generaliza—
da, por el movimientojansenista, procuraron una política de reforma que resolviera
la crisis de la espiritualidad. En cita recogida por Teófanes Egido, el ilustrado Ca—
ñuelo escribía:

Apenas oigo un sermón sin una invcctiva contra los filósofos del tiempo, que es
decir contra el ateísmo y los ateístas, la incredulidad y los incrédulos. Más no me acuer-
do de haber oídojamás en el púlpito una sola palabra contra la superstición. Con todo, la
superstición es un delito contra la religión, igualmente que la incredulidad...

De ahí que se multiplicaran las críticas de hombres como Feijoo, Menéndez Val—
dés, Mayans, Tavira o Climente, hacia determinadas prácticas en romerías, votos o
procesiones, hacia las cofradías, o hacia formas de predicación vinculadas con el es—
colasticismo, consideradas como expresiones de la ignorancia y el fetichismo que
achacaban, en gran parte, a los jesuitas. Ataques que si bien apuntaban a una nueva
fase de racionalización, también apoyaban una mayor intervención del Estado, en lo
que se considera una muestra más del avance del regalismo.
¿Cuál fue, en definitiva, la evolución de las formas de religiosidad durante la
Edad Moderna? Los autores divergen en sus conclusiones. Para unos la Reforma cató—
lica iniciada con Trento si bien corrigió excesos no llegó a producir cambios en las
mentalidades, manteniendo una visión mágica del mundo, y sin conseguir erradicar
130 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

prácticas sociales concretas, lo que obligó a un nuevo impulso reformador, especial—


mente en la segunda mitad del Setecientos. Para otros si se produjeron cambios pro—
fundos y hablan incluso de una <<nueva religiosidad», gracias a la acción conjunta de
cuatro fuerzas: la Monarquía, deseosa de una uniformidad en las manifestaciones reli—
giosas a partir de los dictados de Roma; las directrices de las autoridades religiosas
que recogieron la necesidad por parte del pueblo de una relación más personal con
Dios; la existencia de una identificación de la Nación con la Iglesia; y, finalmente, la
crisis social, que llevó a una preocupación generalizada por la salvación mediante
la participación en la vida religiosa. Más estudios se hacen necesarios para poder per—
filar con mayor precisión unas u otras posturas, que pasan por conocer mejor la evolu-
ción de la religiosidad en los diferentes territorios de la Monarquía.

5. De la confesionalización a la crisis del Antiguo Régimen

Con sus éxitos o sus fracasos, sí parece evidente que la civilización europea, y
por tanto la española, no es comprensible, como ha señalado Heinz Schilling, sin ese
proceso de <<confesionalización>>, sin ese conjunto de reformas emprendidas que
afectan al nacimiento y a la muerte, al niño, al joven, al matrimonio y a la familia, a
la vida en comunidad, al fortalecimiento de identidades, a la religiosidad individual
y colectiva y a otros muchos aspectos que no se han tratado aquí. Medidas que, sin
duda, han servido para dar forma y para construir la imagen del hombre moderno,
gracias a los deseos de una homogeneización cultural y religiosa. De alguna manera,
estas tesis vienen a coincidir con las aportadas por Norbert Elias y su «proceso de ci—
vilización», o las de <<aculturación» de Robert Muchembled. No obstante, sí habría
que matizar que este proceso no puede caracterizarse exclusivamente como un ca—
mino de una sola dirección o interpretarse como una imposición de arriba—abajo, una
represión, en definitiva, en la que unas elites transmiten y obligan a cumplir unas de—
terminadas directrices. Con ser esto en parte cierto, la introducción en este análisis
de conceptos como los de <<autorregulación» o <<sociabilidad» convierten también en
protagonistas del cambio a los individuos, familias y municipios que, lejos de ser
meros y sufridos receptores pasivos, impulsan, asumen, hacen suyos, frenan 0 so—
portan, las reformas iniciadas.
Finalmente, en este proceso y por lo que conocemos hasta el momento, podrían
avanzarse varias fases. Una primera, iniciada a mediados del siglo XVI y prolongada
hasta mediados del siglo XVIII, en la que la Iglesia tuvo el protagonismo del disciplina—
miento social, proporcionando tanto las bases ideológicas como instrumentales. Des—
pués comenzaría una segunda etapa, una <<segunda confesionalización» en la que el
Estado, apoyado todavía en los fundamentos teóricos que le proporciona la Iglesia,
toma las riendas de la reforma de las costumbres y comportamientos ya iniciada, inci—
diendo, sobre todo, en aquellas cuestiones en las que se había avanzado muy poco,
consciente de la relevancia del control social y de los individuos por parte de las insti—
tuciones para fortalecer la centralización. El protagonismo del Estado, junto a otros
factores ideológicos, influiría notablemente en fechas posteriores, en lo que se ha ve—
nido denominando crisis del Antiguo Régimen, en el proceso de secularización o, si se
prefiere, de desacralización de las sociedades contemporáneas.
CULTURA Y MENTALIDADES 131

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CAPÍTULO 5

LA UNIÓN DE CASTILLA Y ARAGÓN.


LOS REYES CATOLICOS (1474—1516)

por ALFREDO FLORISTÁN IMízcoz


Universidad de Alcalá

En 1474 empezóa reinar en Castilla Isabel I, y en 1479 llegó al trono de Aragôn


su esposo, Fernando II. Aunquelaremamurió en1504 no se rompió del todo el go—
_ bierno conjunto de ambas coronas que habíaniniciado durante su matrimonio porque,
salvo unos meses, Fernando, además de SUS dominios patrimoniales, mantuvo la re—
gencia de Castilla hasta su muerte en 1516. La unión matrimonial de dos 115156556era
1nus1tada_Iuan de Aragon“habiago bernado conjuntamente también el de Navarra
por su esposa Blanca— pero la de los Reyes Católicos resultó excepcional por su larga
duración, más de cuarenta años, y por su prolongación en un heredero común su nieto
Carlos Los cronistas oficiales fueronlos primeros que proclamaron, interesadamente,
que sus señores habían restablecido la unidad d “_ispania y restaurado la autoridad re-
gia. Y la historiografía, desde entonces, ha discutido estas dos grandes cuestiones, po—
niendo el acento, unos en lo que sus decisiones tuvieron de culminación de un proceso
medieval, y otros en lo que significaban de arranque de tiempos nuevos.
En cualquier caso, parece innegable que Fernando e Isabel comenzaron su gobierno
conjunto en una situación de extrema debilidad, y que desplegaron una política pragmáti-
ca muy condicionada por las cambiantes circunstancias que vivieron. Probablemente, el
desarrollo de una monarquía autoritaria —mejor que de un estado moderno— hubiera
llegado i gual con otros protagonistas como Juana la Beltraneja. Y, también, la agregación
de reinos bajo una misma soberanía plurínacional pudo haberse plasmado con otros com—
ponentes: una unión castellano-portuguesa hubiera sido más coherente en muchos senti-
dos. En definitiva, ambas eran tendencias generales en el Occidente europeo.

1. La uniôn de los reinos

Los principes Isabel y Fernando, miembros de la misma casa de Trastámara, se


casaron a escondidas en Valladolid en 1469. El novio, hijo de Juan II y heredero indis-
É 建 ^寸ぬm{ _ЁВФЁЩ ~心ヽ咆~守は萱 薔響選〟U ‚$$… 〝萱 翼嶌萱鵠 .z ”[ „„:sz
.曹〔`薗翼~掴寓甦\ド 選 EBD Э 簾Qb邂萱團〇 ‚€me 堵Q` 蓋 SE:—B&B.… 〝「… oma/50
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Easton ので Mem:—. (N) =
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c。m璽< ので 三 man. % 璽… âge.… = 一 Z<コっ
LA UNー6N DE CASTILLA Y ARAG6N 135

cutido de una Corona de Aragón debilitada por la rebelión de Cataluña, buscaba apo—
yos castellanos. Los derechos de la novia, sin embargo eran muy precarios en compa—
ración con los de su hermanastra Juana, hija del primer matrimonio de su padreEnri—
que IV, que había sido jurada por las Cortes (1462). Una facción de la nobleza promo—

hija del favorito del rey, Beltran de la Cueva— y la proclamó reina en Segovia(1474)

1.1. LA GUERRA SUCESORIA EN CASTILLA

Los partidarios de Isabel y 109 de Fernando, que también los había en Castilla,
C生Cta〔0n璽ー47S)q6C el ejercicio del gobierno se hiciera a nombre de ambos como re—
yes,—'en documentos, monedas, sellos, etc., de modo que el aragonés fuese verdadero
~ soberano y no sólo consorte. Isabel se reservó ciertos nombramientos, y los oficios y
beneficios quedaron sólo para castellanos; en el testamento, ella dispuso como reina
propietaria. De hecho la eleccióndel_yugo _(<<YSabel»)_ y de las flechas enlazadas
(«Fernando»), que eran emblemas tradicionales de unidad simboliza la compenetra—
ción con que gobernaron. Fernando intervino activamente en los asuntos de Castilla,
donde pasó la mayor parte6Csu vida: 6C sus 37 años como rey de Áragón, sólo cuatro
residió en sus estados patrrmomales Isabel también actuó en los de Aragón, pero sólo
ocasionalmente. Las política exteriorrecayómas ChFernandoCl9abelse interesó
particularmente pór los asuntos 6CCaS〔“{〝 y 6Clareligion Enmuchos momentos no
es posible distinguir lo promovido por uno y por otro
\La guerra de sucesión (1474— 1479)l fue a la vez un conflicto interno entre lac-
ciones nobiliarias y un enfrentamiento con Portugal con repercusiones internaciona—
les. El marqués de Villena, los Stúñiga y otras lamilias no aceptaron la proclamación
de Isabel, y tampoco lo hizo Alfonso V de Portugal que, ya viudo, se casó con su sobri—
na Juana la Beltraneja Luis XI 6C FranCia aprovechô la circunstancia para hostigara
la casa de Aragón, a la qLie había arrebatado el Rosellón y la Cerdaña. La penetración"
portuguesa por Zamora lue detenida en la victoria de Toro ( 1476), y 109 franceses se
retiraron de Burgos, pero esto no aseguró el orden en una Castilla sacudida por luchas
particulares entre bandos y por diversas revueltas antiseñoriales.
Durante estos años, más que a la victoria de un bando sobre otro, se procedió a un
complicado ajuste de poderes entre la Monarquía, la alta nobleza señorial y las gran—
des ciudades, en un nuevo equilibrio algo menos inestable que el anterior. Fueron rea—
justes particulares para cada caso, negociados, y en ocasiones revisados, durante años
99Lnad0porEnrique
Isabel yFernando pretendieronrecuperar el patrimonioen IV y
asegurar el ordeninterno y su preeminencia.
recobrar _ as fortalezasprecisaspara
Actuaron con enorme energía en Galicia, sumida enel caos, y se ganaron el apoyo de
Vizcaya, donde las villas necesitaban poner coto a 109 desmanes de 109 «parientes ma—
yores». Forzaron la devolución de algunasciudades y castillos, especialmente a la no—
bleza beltranejista. Tomaron, por ejemplo, la fortaleza de Arévalo, cambiándola por
rentas económicas, y desmantelaron el marquesado de Villena, pero pactando com—
pensaciones. En general, eS de reconocer la generosidad, interesada o forzada, con que
llegaron a arreglos y perdones con las principales familias que se habían opuesto a su
entronizaciôn, y también con otras que les habían apoyado, para evitar agravios a ter—
136 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

","cueros. Se trataba de restringir la autonomía política de la alta nobleza y de lograr su


", obediencia, perocoñrnpensándolacon rentas y títulos, y empleándola en cargos de go—
—. biernoºynm'ilitares a su servicio. En muchas ocasiones, fue necesaria la presencia per-
¿té los monarcas, como en el largo viaje que realizaron por Andalucía
(1477- 1478) para restablecer el orden y el equilibrio entre los Guzmán, condes de Nie—
$/
¡
(*
(l' bla y duques de Medina-Sidonia, y los Ponce de León, marqueses de Cádiz. Con pru—
,,
’ ~ il)?" ,
, dencia, premiaron y jerarquizaron a las principales familias, administrando títulos de
duques y marqueses (Infantado 1475, Alba 1472, Medinaceli 1479, etc.). Y, con un
”(Bi/((, _ [¡
_ Î
〝 poco de paciencia, los reyes consiguieron que el maestrazgo de las órdenes deAlcÉn—
.- Ё;— ^ tara, Calatrava y Sªntiªggrfçilzçfªsli,réªtfim'êfíijºbn..lªeínªndº (1489—1494), Esto su-

pónía el ¿Mzíwmaºgrgntgsy àôBÉÉodo, poder para atraerse apoyos me—
〟 (
diante la concesión de encomiepwdas (como señoríos Vitalicios) y de hábitos de caba—
llero (como distincióninobiliañr muy apreciada).
Los reyes contaron con el apoyoinestimablede lasgrandes ciudades, que consti—
fur/c?» tuían el nervio de las Cortes castellanas y que temían el crecido poder de la nobleza se—
ñorial. La autoridad de los Guzmanes en Sevilla se frenó gracias a la intervención re—
gia, pero los Mendoza seguían siendo muy influyentes en Guadalajara, 0 los Velasco
en Burgos. En el control sobre los extensos baldíos, o en la competencia de privilegios
comerciales, o en la contestación de las ingerencias señoriales, las repúblicas busca—
ron la protección real. Las Cortes de Madrigal de las Altas Torres (1476) y las de Tole—
do (1480) impulsaron decisivamente la recuperación del poder regio. Apoyaron la cla—
rificación de la hacienda regia; dotaron una Contaduría Mayor de Rentas, que revisó
las pensiones 0 juros reales, anulando los usurpados en momentos de debilidad. Crea—
ron una Santa Hermandad, como fuerza armada que mantuviera el orden en los cami—
nos yla seguridad del comercio contra la violencia privada. Villasyciudades habían
creado hermandades entre sí como milicias urbanas de autodefensa. El äk‘iiö‘de los
Reyes Católicos se fundamentó en buena medida en el control que pudieron ejercer
sobre la Santa Hermandad que financiaban las ciudades; jugó un papel decisivo en la
pacificación interior y, más adelante, _enla guerrade Granada. `
Еп 1479, en lalbat/alla deÁlbuera, los reyes derrótaron al último ejercitoportu—
gués enviado como socorro de algunos sublevados extremeños, y se empezó a nego-
ciar la paz _de Alcacovas—Toledo (septiembre de 1479). El pleito sucesorio se zanjó
con el reconocimiento de los derechos de Isabel por parte de Alfonso V; no lo hizo la
Beltraneja que, ya viuda, fue encerrada en un convento, en Coimbra, hasta supmuerte.
La disputa colonial se salvó reconociendo a los portugueses el monopolio de la nave—
gación africana, pero reteniendo las islas Canarias y su correspondiente fachada con—
tinental. Isabel y Fernando se comprometieron a perdonar a los desterrados y a resti—
tuirles los oficios y honores en Castilla. Sólo en Galicia, escenario de sangrientas
agitaciones, las tropas reales de Fernando de Acuña se emplearon en una represión
sangrienta.

1.2. LA HERENCIA DE LA CORONA DE ARAGÓN. LAs CARACTERÍSTICAS DE LA UNIÓN

En enero de este mismo año 1479 murió el rey Juan 11, y su hijo Fernando П em—
pezó a reinar sobre la Corona de Aragón, aunque ya era rey de Sicilia desde el año de
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÔN 137

su boda. En muchos aspectos, los problemas de su gobierno recuerdan a los de Castilla


—violencia y banderías nobiliarias, autonomía de las grandes ciudades, tensiones en—
tre cristianos viejos y conversos, etc.—, pero complicados por una tradición jurídi-
co—política muy diferente. Los reinos de Castilla no eran sino un recuerdo histórico
porque a todos les regía una misma ley, gozaban todos sus habitantes de una misma
naturaleza para ocupar oficios y beneficios, y tenían unas mismas Cortes, aunque hu—
reinos de la Corona de Aragon constituían una
biera excepciones Sin embargo, los
C instituci nes propiasde
pluralidad irreductible aun dentro desus s1m111tudeè‘TCヱCS
cada uno, naturalezas particulares que imposibilitaban el intercambio de oficiales,
cortes propias en cada territorio Por otra parte, en Castilla se habia impuesto el deci—
sionismo regio, y e1 Rey podía legislar con pocas trabas; el Ordenamiento de Montal—
vo (1484) recopiló, por encargo de los Reyes Católicos, además de leyes de Cortes,
muchas pragmáticas regias dictadas por los monarcas con el apoyo exclusivo de su
Consejo. En los reinos orientales se mantenía un vivopac-lisina, de basejurídicao de
fuerte apoyoestamental esto obligaba al rey arespetar las leyes y fueros aprobados en
Cortes, que sólo en elias podían modificarse, y a no legislar en su contra
No sorprende que Fernando e Isabel prefirieran gobernar sus estados matrimo—
niales desde Castilla. En primer lugar, porque era el miembro más extenso y poblado
(2/3 de la superficie y un 85 % de la población) y el más rico y económicamente diná—
mico de la uni6n. La guerra y la crisis pañera y comercial del siglo XV habíanafectado
profundamente a Cataluña, y más moderadamente a Valencia, cuyas població scre—
cieron bastantemás lentamenteque la castellana. El poder real era muy superior, y
Fernando, castellano de padre y madre, supo apreciarlo hasta el punto de que, cuando
en 1506 se vio forzado a abandonarla, como veremos, reconoció: «No hay reinar sin
Castilla.» Pero la monarquía itinerante y sin capital fija de Fernando e Isabel no pre—
tendió otra cosa que coordinar el gobierno práctico de ambas coronas, y de ninguna
manera su fusión.
Desde Europa, y también al sur de los Pirineos, los aragoneses y los castellanos
—también los portugueses y los navarros— eran vistos globalmente, y se sentían a sí
mismos, como <<españoles» en el sentido de peninsulares En los ambientes cultos, de
tradición goticista o ya claramente humanistas clásicos, seglosaba, interesadamente,
la obra de los reyes Católicos como si fuese la restauración de la unidad del reino visi—
godo, 0 de la Hispania romana. Desde luego, existíanlazos de vecindad antiguos entre
ambas coronas, y parecidos a los que había con Portugal y Navarra: comerciales, fa—
miliares en la alta nobleza, e incluso culturales, por la atracción que ejerció el castella—
no en Cataluña, en Valencia e, incluso, en Portugal. Pero los Reyes Católicos, en sus
documentosoficiales, siguieron utilizando la intitulacióncompletadetodos susesta—
dos, comenzando por los de Castilla-Leôn e intercalandolos con los de Aragón, y lo
mismo hicieron con el escudo de armas. Jamás sonaron con irmás allá y respetaronlas
leyes, instituciones, aduanas y naturalezas distintas de sus súbditos Sólo el nuevgíri—
bunal de la fe,la Inquisiciónreal, vino a_se1_una1ns111u01og_gyenoreconocía las fron—
` ___ ____uy problematlcasu
aceptaci6n.
La convivencia de dos Coronas distintas y meramente yuxtapuestas, pero gober—
nadas y coordinadas por el matrimonio regio, generaba necesariamente una dinámica
de cambios. Ciertas empresas exteriores fueron s6lo castellanas, como las Canarias o
138 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Las Indias; № enlas conquistas norteafricanas, en NáPQlQÁXEU Navarra se emplea—


d pf0p CiQn 6' y dineros deambaäÇgrgnêS— Por otra Pªrtº»
como se ve en otro capítulo, l…encia prolongada del rey obligó a su sustitución en
cada uno de los territorios por lugartenientes o Virreyes, y a reforzar los tribunales rea—
lèì'ò audiencias. Del mis'ín'ó' modo, liubo” de perfeccionarse el procedimiento para
transmitir la información desde cada uno de los reinos, que procesaban los consejeros
que trabajaban directamente con el monarca. Aunque Fernando lamentara no tener en
Aragón la misma capacidad de maniobra que en Castilla, no pretendió cambiar el sis—
tema, aunque introdujera, incluso violentamente, ciertas reformas. Su prolongada
ausencia de los reinos orientales, que tanto lamentaban formalmente sus naturales, ha
sido aducida para explicar una cierto <<anquilosamiento constitucional», o un freno a
su maduración política.

2. La nueva Monarquía

Fernando e Isabel, aunque con personalidades y formaciones muy distintas, com—


partieron la misma consideración exigente sobre su condición regia. Entendían que su
misión como soberanos, providencial, no era otra que la de administrar la justicia su—
¿%%?fééíáñmnte, defendiendo a los más débiles, y mantenerla Hªl)”. el orden públi—
c'ós“. À esto orientaron la recuperación de su autoridad. real, que consideraban había
sido menoscabada en tiempos de sus predecesores. También tomaron ciertas medidas
de política religiosa de consecuencias dramáticas en su tiempo, y que han sido mucho
más criticadas después que entonces.

2.1. LA RESTAURACIÔN DEL GOBIERNO REAL

Los reyes lograrºn extraerse,.paylatinamentelacolabºracjéadc.la nobleza, que


mantuvo sus privilegios salvo cuando estos chocaban con otras poderosas fu6「Za旦_萱Q_
eiales, como el campesinado o las ciudades. Entonces, el arbitraje real resultófd'ecisivo
para restablecer un nuevo equilibrio, como ocurrió en Cataluña. En las comarcas del
norte, todavía una cuarta parte de la población eran payeses de remensa: no eran libres
de abandonar el trabajo hereditario de las tierras, y debían pagar a sus señores ciertos
«malos usos» como signo de servidumbre. El descontento, que venía del siglo anterior
y se avivó durante la guerra del Principado (1462—1472), estalló cuando las Cortes de
Barcelona de 1480—1481 apoyaron la postura de los sefiores. La sublevación remensa
(1484—1485) fue extremadamente violenta y, aunque derrotada militarmente, renacía
sin cesar; sólo la Sentenciaarbitralde ºuadalupetl48ó), impuesta por el Rey a ambas
partes, empezó a pacificar el campo. Los payeses lograron la libertad ^ C u_na
pequeña indemnización, aunque siguíáoíéágáñdo como renta una parte de la cose—
cha. Pero la estabilidad en unas condiciones más justas facilitó la roturación de nuevas
tierras y la repoblación de grandes espacios desiertos, poniendo las bases de la prospe—
ridad agrícola del siglo XVI.
Los tribunales del Rey constituyeron otro instrumento de mediación y arbitraje al
que acudían vasallos, ciudades y aldeas mucho más frecuentemente que antes, aban—
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 139

donando el uso de la fuerza y de otras formas de composición tradicionales. Empezó a


sentirse como una realidad el amparo de la justicia regia frente a los abusos de los po—
derosos, aunque los cronistas áulicos la exagerasen e idealizasen. La Chancjllería de
Valladolid fuereformada en 1489 y se creó una segundaen Ciudad Real(1494), mªi)
trasladada a Granada; en Galicia particularmente castigada por la violencia señorialy
campesina, se insta16 una audiencia (1479); las cortes de Aragön y Cataluña acorda—
ron en 1493 121 reforma de las audiencias de ambos reinos, y en 1507 promovió Feman—
do, también, la de Valencia. Estos tribunales estaban constituidos por letrados, que
habian estudiado derecho en las uni sidades. Îrocedianm me—
en general, de grupos»
y formaclon estaban menos comprometidos en las
dios de 1a soeiedad y, por su aaa”
banderias—óligarqmcas y nobiliarias, de modo que podían actuar como mediadores
más eficaces en la resolución de los conflictos. La reforma de ambos consejos reales
de Castilla (1480) y de Aragón (1494) confirmó el creciente predominio de los letra—
dos, que se había iniciado ya antes: pasaron a ser mayoria en la composición de ambos
tribunales supremos, desplazando a nobles y altos eclesiásticos.
〝 【 En Castilla, desde 1480, retomô importan01ala figura del corregidor, como dele-
gado del Rey en los regimientosde las grandesciudades, y en algunos territorios del
norte (Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa), con una importante función judicial y de me—
diación política. Fueron designados unas veces entre letrados y otras entre miembros
de la nobleza media. No siempre escaparon del todo a las rivalidades banderizas o a la
influencia de las grandes familias de la zona. Pero, en cualquier caso, lentamente y
con deficiencias, gracias a ellos, se fue tejiendo una red de contactos entre la corte y el
Hermandad,
Santa;
pais complementaria a la de los grandes nobles y las ciudades. La

muy lrecuentes para el juramento de los herederos (1498, 1500, 1502, 1506, 1512,
1512). Lo cual no quiere decir que los reyes pudieran prescindir de sus subsidios, en
forma de alcabalas y servicios, ni de su apoyo político.
En la Corona de Aragón, Fernando también convocó pocas veces las Cortes, so—
bre todo al principio y al final de su reinado. También allí impulsó personalmente al—
gunas reformas que rompieran las rivalidades internas que habían paralizado el go—
bierno y que malbarataban inútilmente los recursos fiscales del reino. Esto era espe—
cialmente grave en el caso de las principales ciudades, las más ricas (Barcelona, Zara-
goza y Valencia), y en las poderosas diputaciones o generalidades. En Barcelona, Fer-
nando anuló el sistema tradicional de elección indirecta por parte de los cuatro esta-
mentos de la oligarquía patricia (ciudadanos honrados, mercaderes, artistas y menes-
trales), e impuso uno de sorteo: la insaculación. Anualmente se sacaba de una bolsa el
nombre de quienes gobernarían los distintos cargos de la ciudad, de modo que se im—
posibilitaba la formación de ligas y facciones concertadas de antemano. El rey adqui—
ría una cierta ventaja en la medida en que susjueces supervisaban la confección de las
listas de sorteables (1498). También suspendió las normas de elección de la Generali—
tat, que era la que recaudaba y administraba el servicio votado por las Cortes, y dispu—
so un sistema complejo de sorteo (1493). El nuevo sistema insaculador, que se exten-
dió por buena parte de la Corona de Aragón, congelaba el equilibrio de poder de los
140 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

distintos grupos sociales, dando a la burguesía rentista una cierta preeminencia, y fre—
nando la pretensión de la nobleza rural de entrar en el gobierno de las ciudades. En Za—
ragoza, en un golpe de fuerza, Fernando impuso la reforma del regimiento (l477),
nombrando el propio rey a los jurados. Si en Valencia no implantó la insaculación fue
porque, mediante el racional, ejercía un control suficiente.
Con estas reformas Fernando pretendía un acceso más abundante y fácil a las ren—
tas de las ciudades y reinos, en forma bien de donativos, bien de préstamos. Los de la
ciudad de Valencia, por ejemplo, que fueron particularmente voluminosos, financia—
ron buena parte de su política mediterránea. En el tema de la Inquisición se mostró in-
flexible, a pesar de la oposición orquestada en las Cortes y por las principales ciuda-
des, que tuvo su momento emblemático en el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués
en la seo de Zaragoza (1485). En los reinos orientales había una poderosa minoría con—
versa, pero sobre todo se temía el modo de proceder del tribunal regio, que conculcaba
los derechos y garantías procesales amparadas por las leyes del reino.
Isabel y Fernando entregaron los puestos de mayor confianza a miembros de su
familia, de la nobleza más próxima y de la alta jerarquía eclesiástica seleccionada por
ellos. Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando, fue su lugarteniente y regente en
Aragón durante muchos años; y Juan de Aragón, conde de Ribagorza (nieto natural de
Juan II) fue virrey de Cataluña y sustituyó al Gran Capitán en Nápoles (1507). Fadri—
que Álvarez de Toledo, II duque de Alba, dirigió el ejército real en la toma de Rosellón
y en la conquista de Navarra; y a Ifiigo López de Mendoza, de otra de las familias vin-
culadas a Isabel, se le confió el gobierno de Granada como capitán general y alcaide
de la Alhambra. Pedro González de Mendoza, fray Hernando de Talavera 0 fray Fran—
cisco Jiménez de Cisneros, ocuparon puestos claves enlos arzobispados de Sevilla,
Granada 0 Toledo, en la Inquisición, en el Consejo de Castilla 0 la regencia del reino.
Perojunto a ellos, es perceptible el protagonismo político que empezaron a _ejercer los
secretarios reales. A la sombra de la autoridad del rey, por su trato constante con el
monarca y por el conocimiento que tenían de los negocios por la documentación en
que intervenían, ganaron poder. Independientemente de que fueran conversos o no,
aragoneses o castellanos, estaban ligados entre sí por vínculos de patronazgo y clien—
telismo. Miguel Pérez de Almazán, Hernando de Zafra y Lope Conchillos tuvieron es—

fin…;
pecial relevancia. Ellos mantuvieron una cierta continuidad en la administración co—
mún y en la formación de la siguiente generación, encabezada por Francisco de los
Cobos, protegido de Zafra y Conchillos.

2.2. LA UNIDAD RELIGIOSA. J UDÍOS, MOROS Y C。N〉ERS。S. LA INQUISICIÓN

En 14942 Alequdroymtgrgô a Fernando e Isabel el título de «Reyes Católicos».


Suponía un reconocimiento a la conquista del reino musulmán de Granada desde una
Italia amedrentada por el avance de los turcos. Terminò por identificar a los reyesde
España —frente al <<cristianísimo>> rey de Francia— tras la ruptura de la cnstiandad en
Europa. Dentro de la propaganda oficial, la cruzada contra el infiel siempre ocupó un
papel primordial. Pero hubo otras dos líneas de actuación que Isabel y Fernando mar—
caron con claridad desde el principio: un control más activo sobre la jerarquía ecle—
siástica, y la unificación religiosa de sus—súbditos.
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 141

` „_ } ) {і (> ~
Much Sde 10sQbispados, en la medida en que los otorgaba el papa, recaían en
”cobraban las rentas…gobemaban a
cur_1al_e_S__rºmanos que
clerigos ex ranjeros o en
爽 distanmaMªgo, cón el apoyo de la asamblea del clero castellano, lo reyes—015—
tuvieron algunos derechos de «presentación»de candidatos para que Q1papa consa—
graraa uno de C{{CS LaconqulSta de Granada, de las Canarias y de las Indias, permitiö
1toda evidencia, como patrono —fundador material y protec—
alrey presentarse, con
S, como tal patrono, obtuvo el derecho de presentación
Y

las Indias(1508),queluego Carlos V completaría en 1523. La atenta selección de los


candidatos por parte de los reyes mejoró el nivel moral e intelectual del episcopado, al
menos relativamente MuChos siguieron siendo, ante todo, grandes príncipes de san—
gre y ministros principales del rey, como el cardenal Pedro González de Mendoza 0
don Alonso de Aragón. Pero otros, elevados por sus cualidades intelectuales y mora-
les, como el jerónimo Hernando de Talavera o el franciscano Francisco de Cisneros,
impulsaron la reforma del clero. Una vivencia más estricta, obs,ervante de las reglas
fundac1onalesempezó a dividir a algunas familias religiosas. Y los prelados más in—
quietos, como Cisneros, se preocuparon por mejorar la formación del clero, dotando
con sus rentas toledanas la nueva Universidad de Alcalá.
Esta renovacióncorrespondíaa un ansia de reforma que calaba por todo Occi-
dente. Sin embargo, {CSproblemasde CMM… entre cristianos, conversos, judíos

de
tanzas 1391Î/Îa crisis económicadel Siglo XV hab1a11 tavore01do quemuchos 11e—
breos aceptaran el bautismo. Evitaban así la marginación que pesaba sobre los judíos
que perseveraban en la fe de sus padres. Éstos segu1a11 viviendo en juderías, con leyes
propias, llevaban signos distintivos en sus ropas, o se leS prohibían ciertos oficios.
Estaban bajo la protección personal del rey, a quien pagaban elevados tributos. Se to—
leraba su existencia, desde luego, pero no por convicción sino Como algo dado desde
muy antiguo y que reportaba ciertos beneficios, aunque habían empezado a generar
problemas de convrvenciagraves desde los pogromos de finales de] Siglo XIV.
Los conversos, o «cristianos nuevos de judío», siguieron siendo un grupo mayo-
ritariamente urbano de artesanos, burgueses y profesionales liberales. Muchos de
ellos, bien situados económicay socialmente,ingresaron con naturalidad en 10s círcu—
los del poder: en10s regimientos de las ciudades, en la administración real, en lasJe—
嚥 rar—rimasec1esiásticas, etc. Pero suasimilaciónresultodifícil al convergir contra ellos
una doble animos'dad so “ osa: poruna parte, como
“ recaudadores de
ricos,
impuestosy_p '' as , y,""pr otra,como presuntos herejes.EQdifícil estimar que
porcentajedelos conversos vivieron con Sinceridad, inclusocon un prurito de celo, su
nueva fe. Según las acusaciones populares de sus convecinos «cristianos viejos», casi
ninguno La a11imava1Q1Q11_ antijudía, alimentadaíconlas leyendasde sus atrocidades,

ciertoschQsdecriptojudaismo: interiormente, a escondidas en casa, seguian practi—


cando la religión judía, o por lo menos ciertos ritos (lavatorios, comidas, oraciones,
etc. ). Aquí está, en muchos casos, el problema de su interpretación. Como otras reli—
giones, glgdaismo estructura yda sentido a prácticas puramente culturales relaciona—
labebldacon el trabajo y el descanso, con e_l vestido, CLC. En deli-
das conlacomiday__
tos tan íntimos como los de la le, todos, y también la Inquisición, se guiaban por las
142 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

apariencias y sospechaban de cualquier comportamiento que se diferenciase del ar-


quetipo tradicional de los cristianos viejos. También es posible que muchos de estos
no fuesen, en sentido estricto, judaizantes, sino judíos poco ortodoxos, о descreídos,
que oscilaban en una posición de sincretismo entre ambas religiones.
Los reyes tomaron conciencia de la gravedad del problema converso en su estan—
cia en Andalucía en 1477—1479. El descubrimiento de importantes focos de judaizan—
tes en la gran ciudad de Sevilla les decidió a conseguir de Sixto IV la constitución de
un tribunal especial. La persecución de laherejía dependía hasta entonces de los obis—
posensus dióc ‘is, pero no tenían medios ni preparación para afrontar un delito en
aparienciatan arraigado y tan oculto. Por eso, la bula de 1478 que creó la Nueva
Inquisición otorgó al rey amplísimos poderes e independencia para nombrarjueces
«inquisidores» que promovieran la averiguación de la verdad con medios expediti-
VCSLa primeraactuación en Sevilla fue tan drastiCa (varios centenares de muertos,
prisiones confiscaciones,1nhab111ta010nes etc¡“que el papaquiso dar marcha atrás,
pero sin remedio. Finalmente seorganizó un Consejo específico junto al rey, presidt-
Zio/porQiinquisidor general nombrado por el monarca, del que dependió una red de
tribunalesprovinciales, con sus jueces inqüisideQs y personal auxiliar. Su extensión a
los reinos orientales, como vimos, levantó fuertes resistencias en Aragón, y menos en
Cataluña y Valencia; en Nápoles se intentó sin éxito. La nueva Inquisición, dirigida
por el dominico fray Tomás de Torquemada (1483—1498), obtuvo privilegios de todo
tipo, quela 1_Q_rt_achiQr_Qr_1 hasta situarla al margen de cualquier otra autoridad eclesiás—
ucá“ salvoel papa
` Se desató entonces unaferoz persecuciQn y, en todas las ciudades, miles de lami—
conversos, padecieron castigos diversos. Las
lias de conversos, o con ascendientesv
que no fueron procesadas y penadas con la vida o los bienes, se vieron obligadas a
emigrar; muchas vieron hundirse sus negocios y su posición social o su fama para
siempre. Porque, como consecuencia de este ambiente antisemita, se había generado
una obsesión por la «limpieza de sangre». Como si se tratase de un nuevo honor —dis—
tinto del estamental que sepafáñaa hidalgos y villanos— empezaron a aprobarse esta—
tutos de limpieza de sangre o de linaje como instrumentos de exclusión. Para ingresar
en ciertos regimientos municipales, órdenes religiosas, colegios mayores y cabildos
catedralicios, desde la segunda mitad del siglo xv, era imprescindible demostrar no
descender de conversos ni de penitenciados por la Inquisición.
Durante estos años se argumentó que la convivencia de los conversos con los que
seguían siendojudíos alimentaba su herejía y hacía inútil la limpieza inquisitorial. Por
eso, el 31 de marzo de 1492, vencida la resistencia de Granada y libreslastropas, se
orde116 la expulsión de todoslos hebreos que no se bautizasen en un plazo de cuatro
meses. La orden afectó a ambas Coronas, incluyendo los reinos de Sicilia y Ce1deña;
y los Reyes Católicos presionaron para que Navarra y Portugal decretasen medidas
semejantes y evitar que se refugiasen allí Así culminó una legislación antijudía asfi—
X_v, que pretendía forzar su asimilación, pero que tampocoaho—
xiante duranteQlsiglo
ra lo logró del todo. Una minoría se convirtió solemnemente, como el financiero
Abraham Seneor, bautizado como Fernando Núñez Coronel y apadrinado por los re—
yes Pero la mayoríaprefirióQldestierro alrededor de 125 000 emigrarqníMarrue—
cos, Portugal, Italia C Grecia, donde lloreció la colonia sefardí(Sefarad era el hombre
hebreode España).
LA UNIÓN DE CASTILLA Y ARAGCN 143

El problema de la convivencia afectó, aunque de otra manera, también a la pobla—


ción de religión musulmana. En Castilla, donde había predominado la limpieza étnica
y la repoblación, había muy pocos mudéjares a finales del siglo XV, no más de 20.000,
bastante bien asimilados. En Aragón y Valencia, sin embargo, constituían grupos muy
importantes de colonos en tierras de señorío, que conservaban mejor su identidad cul—
tural y religiosa. La conquista de Granada supuso la adquisición de una sociedad ínte—
gramente musulmana, con su aristocracia, clero, bibliotecas, etc. Los pactos de rendi—
ción aseguraban la continuidad de sus leyes, propiedades, culto y costumbre, aunque
bajo condiciones. Pero las presiones para lograr su conversión, y la peculiar situación
de los primeros conversos, —<<cristian0s nuevos de m0r0>>— estallaron, como vere—
mos, en una gran revuelta. E1 12 de febrero de 1502 se hizo extensivo a todoslos mu—
déjares de Castillala alternativa que se había forzado a los granadinos sornetidos en la
gC rra delas'Àl'pujar'ras: o el bautismo o el exilio. Se quedaron la mayoría, pero plan—
teandoun nuevo problema converso. En la Corona de Aragón, las presiones de la no-
bleza señorial, que temía perder sus colonos y a unos vasallos muy productivos, frenó
una medida semejante. ' '

3. La expansión territorial

El matrimonio de Fernando e Isabel forjó una sólidaalianza diplomática y una


estrecha colaboración militar entre las coronas de Aragón y de Castilla, $ііі fisurasdu-
rante cuatro décadas.ES10,endefinitivaCS¡"o“uemejorexpfcaTas"grandes conquis—
tas de los RCyCSCatólicos, de modo que Fernando, al final de sus días, pudiera afir—
mar: «Nunca la Corona d’ España estuvo tan acrecentada ni tan grande como ahora, as1
en poniente como en levante, y todo, después de Dios, por mi obra y trabajo.» Muchos
coetáneos, espontánea o inducidamente, vieron en Jél al principe cristiano justamente
premiado por la providencia merced a su luCha contra los infieles. É] mismo expresó
su deseo de una gran empresa contra turcos y berberisc'os', que 'le permitiera hacer rea—
lidad su título de' «Rey de Jerusalén». Pero Fernando nunca sacrificó a tales objetivos
últimos —que, también, utilizó a su conveniencia— otros intereses más inmediatos y
que consideraba prioritarios y previos Por eso, otros muchos vieron en el Católico al
hombre favorecido por lafortuna y la personificación de la virtu’ del principe renacen—
tista, mentiroso y traicionero cuando lonecesitaba, sin escrúpulos a la hora de defen—
der y ampliar sus estados (Maquiavelo). En cualquier caso, Isabel dejó en sus manos la
coordinación de una política conjunta que respondía a tradiciones y necesidades muy
distintas en Aragón y en Castilla.
A Castilla le interesaban primordialmente los asuntos atlánticos: la navegación
hacia las fuentes del oro y otros productos africanos, y el comercio de lanas, sal, teji—
dos, vino, etc., con el nortede Europa enespecial con 10$ Países Bajos. No tenía pro—
blemas fronterizos graves, y la paz de A{CdC0VdSToledo(1479) zanjó la intervenciôn
portuguesa a favor de Juana, hija de EnriquclV de Castilla, en contra de los derechos
de la hermanastra de éste, Isabel I. Sus rivales, menos poderosos, lo eran como compe—
tidores coloniales y comerciales: Portugal e Inglaterra. Por el contrario, 1_зі_ Corona de
Aragón, enclavada en el Mediterráneooccidental, formaba unpatrimonio disperso, a
la vez peninsular (Cataluña, Aragón y Valencia) e insular (Sicilia, Cerdeña y Balea—
144 …ST0R1A DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

re9) Tenía una larga y conflictiva frontera con Francia, el reino más poderoso de la
época, que le había usurpado(1462) yretenía 109 condados catalanes de Rosellón y
cerdaña, 211norte de 169 Pirineos. E] aprov1sionamiento e grano y elcomercrotextil
resultaba vital para61 funmonamiento de 121 confederación aragonesa, lo que exigía

cas, y participar en los complejosasuntos de 11211121, donde las repúblicas de Venecia y


de Génova eransusivprinc1palescompetidoras En__e1_1_e1no de Nápoles se había afirma—
do una rama bastarda de la casa de Aragón, y su defensa resultaba muy importante

/yCCItalia, y el
rineos 61161Mediterraneo
Turco unacreclenteamenaza
No sepuede decirqueFernando desplegara una política exterior verdaderamente
común y del todo nueva en sus concepciones aunque sí en su desarrollo práctico. La
reconqui$1a_(_1e___Granad21 la ocupacion y colonización de las Canarias, el descubri—
mientoyhcontrolde las Indias fueron tareascasi exclus1vamente castellanas. También
Cfue elCmPCCC p__(_)1lograr 11112121llanz21dinasticaCCC Portugal que 96 prolongaría has-
ta dar su fruto con Felipe11,__e_11 1580. La primogenitade _le Reyes Católicos Isabel,
casó primero con 61 principe Alfonso __(1490), y luego con su heredero el reyManuel I
`91АЁоіЁііііасіо(1495), quien, al enviudar, casó con otra hija, María (1500). Sin embar—
go",Taexpansion norteafriCana (1497- 151 1) y 1215 guerrasde Italia responden más bien
a tradiciones, intereses y derechos de 109 reyes de la Corona de Aragóndesde tiempos
99Juan II. Con todo, buena parte del dinero¿muchosdelos implicadosen las guerras
Nápoles y de Navarra—sobre todo en esta última conquista—_ erancastellanos
de
comose reconoceen las figuras del Gran Capitán, un andaluz y del IIduque de Alba,
que protagonizaron ambas conquistas.
En treinta años, de la guerra de Granada (1482) a la de Navarra (1512), se pusieron
las bases territoriales de la Monarquía hispánica, que jugaría un papel fundamental en la
Europa de los siglos XVIy XVII. Los“Reyes Católicos ampliaron notablemente su patri—

poder 111t6m0frente a la nobleza y las ciudades. А1 principio, 121 Coronadependía de 1219


mCSCCdaS señoriales y de las milicias urbanas, y la nobleza y las ciudades andaluzas pro-
tagonizaron la conquista de Granada, de las Canarias y de las Indias. La_Coronacoordi—
nó esfuerzos)! dellllOlafinanciacioneclesiastica (bulas de cruzada) y 109 impuestos de
judíos y moros. Procuró que 9u soberanía quedara siempre de manifiesto)! autorjzó,_me-
diante capztulaczones 1219 condiciones en que109 particulares conqu1staban descubrian
0 colonizaban. Lentamente, en la ocupación de Nápoles o de Navarra, se empezó a for—
jar un ejército real como un poderoso instrumento en manos de la monarquía.

3.1. GRANADA

La guerra de Granada (1482—1492) vertebra, en buena medida, el reinado de Isa—


bel y Fernando. Las Cortes de Toledo de l480 trataron sobre su recuperación, dentro
del antiguo ideal de reconquista cristiana de España, y para contener la expansión mu—
sulmana; también fue una ocasión para fortalecer el poder del rey y para restañar las
heridas de la guerra civil castellana. Con todo, la propaganda de los cronistas del rey
no debe ocultar que la iniciativa partió, más bien, de la nobleza fronteriza (marqués de
LA UNIÓN DE CASTILLA Y ARAGÓN 145

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ª ;—~—~w——-1——.—1—T—.
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— Ronda Torrox

Estepona

` ~ Algeciras
Tarifa

MAPA 5.1. Etapas de la conquista de Granada, 1292—1492.

Cádiz, duque de Medina—Sidonia, etc.), que vivía de las razzias (saqueo, esclavos,
etc.) contra los granadinos, ni que las grandes ciudades andaluzas jugaron un papel de—
cisivo, ni que el espíritu de cruzada se amalgamó con otros intereses más mundanos.
El emirato de Granada, que había consolidado su independencia durante los si—
glos XIV y XV con ocasiön de las guerras civiles castellanas, era un reino económica y ро—
líticamente débil. La producción y exportación de seda constituía su única riqueza, insu—
frciente para mantener la tensión militar y las exigencias de parias de los cristianos. Por
otra parte, la dinastía nazarí estaba dividida por la rivalidad entre el emir Abul-Hasan
(Muyley Hace'n), su hermano y sucesor, Mohamed el Zagal, y el hijo del primero, Abu
Abd Allah (Boabdil), y se formaron bandos rivales de zegríes y abencerrajes.
Aunque durante la guerra de sucesión de Castilla los reyes habían firmado tre—
guas, se rompieron cuando los granadinos tomaron Zahara (1481) y los andaluces re—
plicaron con la conquista de Alhama (1482). El conflicto se intensificó cuando, libres
momentáneamente de los conflictos de Navarra y del Rosellón, los reyes impulsaron
la conquista sistemática del territorio, superando la dinámica tradicional de la guerra
de frontera. La captura del príncipe Boabdil en 1483, que aceptó el protectorado caste—
llano, y su control sobre la ciudad de Granada con el bando abencerraje (1486), facili—
taron una conquista que fue mucho más lenta y costosa de lo que se había pensado. El
asedio y el asalto de las grandes ciudades, primero de la porción occidental (Ronda
1485, Loja 1486, Málaga 1487) y luego de la oriental (Baza y Almería 1489), marcó el
ritmo de una guerra sin treguas y que no desarrolló batallas campales. El asedio de
Granada ( 1490-149 1 ), que Boabdil no entregó como había prometido a cambio del se—
ñorío de Guadix—Baza, terminó con la entrada real en la Alhambra el 2 de enero de
1492, facilitando el simbolismo del triunfo real y del final de una reconquista.
146 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Las condiciones de rendición variaron notablemente según la resistencia ofreci—


da. Fueron muy duras en Málaga, donde la población, hecha esclava, tuvo que resca—
tarse por dinero y fueron obligados a emigrar; sin embargo, en Almería se respetó su
religión, costumbres, hacienda y autoridades propias. En general, fueron expulsados
de las ciudades y se les prohibió vivir cerca de la costa; las clases altas prefirieron emi—
grar al norte de África, y los demás fueron sometidos a una elevada presión tributaria,
cuando no despojados de sus tierras y antiguos derechos. La nobleza conquistadora
aprovechó para aumentar sus rentas con tierras y cargos, y se produjo una notable co—
rriente inmigratoria desde el resto de Andalucía, que incrementó la presión sobre los
musulmanes granadinos. Por otra parte, la tolerancia religiosa duró poco y, en 1499,
como respuesta a las presiones de Cisneros, se produjo una revuelta en el barrio gra-
nadino del Albaicín, que se extendió por las serranías de Ronda, y en la comarca mon—
tañosa de las Alpujarras. Fernando el Católico, personalmente, tuvo que vencer una
dura resistencia armada (1500-1501) que decidió su suerte definitiva: ola emigración
———muy difícil en familias campesinas pobres— o el bautismo forzoso, que fue la op—
ción mayoritaria. Esta medida se extendió a toda Castilla en 1502, pero no en la Coro—
na de Aragón. Aunque hubo una fuerte corriente migratoria, sobre todo desde Andalu—
cía, los «moriscos» granadinos —casi la mitad de la población en el siglo XVI— fueron
imposibles de asimilar, como lo demostró la rebelión de 1568.
Esta guerra exigió un enorme esfuerzo de organización y de modernización de la
maquinaria bélica, que terminó por reforzar el poder monárquico. En el asedio de Gra—
nada participaron unos 10.000 jinetes y 50.000 infantes. ES verdad que, en su mayor
parte, se trataba de mesnadas nobiliarias o de milicias ciudadanas, encuadradas en la
Santa Hermandad. Pero los reyes coordinaron y facilitaron su actuación mediante ofi—
ciales reales, y obtuvieron importante recursos financieros del papa (impuesto de la
cruzada), de los eclesiásticos (tercias de los diezmos) y de las ciudades, en forma de
tributos y préstamos, también de las aljamas de judíos. En una guerra constante,
de asedios urbanos, en escenarios distantes de las bases castellanas, resultó fundamen—
tal el papel de la artillería, que aceleraba el asalto con la rotura de las murallas, y de la
logística y de la intendencia militares, que mantuviera el funcionamiento ininterrum—
pido de una maquinaria militar más compleja que nunca. En Granada se curtieron mu—
chos de los conquistadores de Indias, y se tantearon las reformas organizativas que
luego se perfeccionarían en las guerras de Italia.

3.2. LA EXPANSIÓN ATLÁNTICA. LAs CANARIAS Y LAS INDIAS

La paz de Alcacovas—Toledo (1479), a la vez que solventó el pleito sucesorio,


! 14,35— }

fiji/WMA; 【 reorientó la expansión de Castilla en el Atlántico. Los Reyes Católicos reconocieron


/
el monopolio de los portugueses sobre los archipiélagos de Madeira, Azores y Cabo
”\ €…"
“¿Vic )
verde, y en la navegación hacia las Indias por el sur; pero se reservaron el dominio de
州 ,し las islas Canarias y de una estrecha franja costera al norte del cabo Bojador, para el co—
mercio con el interior africano. Los <<rescates y entradas» de los andaluces en el litoral,
¿LA ,
EL”? …\ : 縄
empresas que integraban el comercio y la piratería junto con la pesca, hubieron de li—
mitarse en torno al enclave de Santa Cruz de la Mar Pequeña. Entonces s_e_potenció el
aprovechamiento de las Canarias, no sólo como reserva de esclavos o de productos
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 147

tintóreos (orchilla) o exóticos, como se practicaba desde principios del siglo XV, sino
como territorio de colonización.
En 1477 los reyes reconocieron a la familia Herrera, de la oligarquía sevillana, su
derecho sobre las islas menores pero compraron el de las tres mayores. La conquista,
que no fue fácil, resultó de empresas particulares, mediante elsistema de capitulaclo—
nes, o concesiones que la Corona concertaba con capitanes privados, que contaban
con el respaldo financiero de comerciantes o inversores, generalmente sevillanos. La
Gran Canaria, después del fracaso inicial de Juan de Frías, fue conquistada bajo la di-
rección de Pedro de Vera (1480— 1483), mientras La Palma y Tenerife (1492—1496) lo
fueron por iniciativa de Alfonso Fernández de Lugo, con quien los Reyes Católicos
negociaron las capitulaciones en Santa Fe, a la vez que con Cristóbal Colón.
Los guanches autóctonos fueron sometidos a esclavitud o, una vez bautizados y
liberados, a duro señorío por los conquistadores, que… se aduenaron de tierras mediante
repartimientos según la tradición castellana. Las islas se repoblaron, mayoritanamen—
te, con andaluces, procediéndose a un rápido mestizaje; también vinieron portugueses
y esclavos negros importados para el trabajo de la caña de azûcar. El «Reino de la
Gran Canaria» se erigió como uno más de Castilla, aunque con ciertas peculiaridades
institucionales, como sus poderosos cabildos isleños. A finales del siglo XV, los caste—
llanos habian debido afrontar, en la conquista y colonización de las Canarias, muchos
de los problemas que, a mayor escala, iban a encontrar en las Indias: el equilibrio entre
una pujante iniciativa particular y el respeto a la autoridad del soberano distante, en—
tre la lucha contra los infieles y su evangelización, entre el arrinconamiento o el apro—
vechamiento de la mano de obra indígena, entre los cultivos tradicionales y los nuevos
productos y oportunidades, etc.
Por los años 1480, cuando comienza la conquista de las Canarias, los navegantes
al servicio del rey de Portugal habían llegado hasta las costas de Angola, buscando
una vía marítima directa hasta las Indias orientales. Sus recursos financieros, su orga—
nización naval y mercantil, y sus conocimientos técnicos eran los más avanzados de
todo Occidente, lo que atraía navegantes extranjeros, principalmente italianos. El ge—
novés Cristóbal Colón se formó en la navegación por el Atlántico en barcos portugue—
ses, y en 1484 propuso a Juan II su extraordinaria idea de llegar a las Indias navegando
hacia el oeste. En Lisboa se rechazó su proyecto porque estaba claro que calculaba
muy erróneamente la distancia hasta la China y el Japón, y porque se estaba cerca de
conseguir el objetivo por la ruta africana. Colón, instalado en Castilla, finalmente ob—
tuvo el apoyo —muy moderado, por prudencia— de la Corona y de algunos particula-
res, con los que financió tres barcos y apenas 100 hombres.
Las Canarias, en la zona de influencia de los vientos alisios y en una latitud pró—
xima a la del mar Caribe, constituyeron un inmejorable punto de partida para la aven—
tura transatlántica, que culminó con el descubrimiento de las primeras islas el 12 de
octubre de 1492. El éxito de los dos primeros viajes de Colón (1492-1493 y
1493— 1496), estimulô otras iniciativas particulares ——los llamados <<viajes meno-
res>>—, y planteó un problema de límites. Por el tratado de Tordesillas (1494),españo—
les y portuguesesse repartieron el mundo: losmaresy tierrasocc1dentales, 370leguas
al oeste de las islas de Cabo Verde, serían delosespanolesylosOrientales,de los por-
tugueses. Pero Colón no encontró lo que esperaba y esto animó alosportugueses que,
con Vasco de Gama, completaron la ruta africana (1497— 1499): aquella sí era la tierra
148 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de las especias, de la seda y las piedras preciosas. El tercer y cuarto viajes de Colón
(1498—1500 y 1502—1504), que tocö tierra firme en el istmo, la expedición de Oje—
da—Vespucio (1499) y la del portugués Cabral (1500), que recorrió las costas de Bra—
sil, demostraron que existía un «mundo nuevo», de características y perfiles descono—
cidos. Cuando se comprobó que, más allá, había otro océano, el Pacífico (1513), se re—
doblaron los esfuerzos por encontrar el paso. No lo logró Diaz Solís, descubridor del
estuario del Plata (1515), pero si Magallanes y Elcano, que navegando hacia occiden—
te, dieron la primera vuelta al mundo (1521—1522).
A la exploración y dominio de La Española (hoy Samo Domingo), siguiò la de
islas mayores: Puerto Rico (1508), Jamaica (1509) y Cuba (1511). Desde ésta, se pro-
siguió la exploración del mar Caribe, desde la península de Florida (1512) hasta el ist—
mo de Panamá (15 13), pasando por las costas mexicanas. Los primeros asentamientos
continentales en 1519, en Veracurz y en Panamá, tienen que ver con las primeras noti—
cias, muy vagas todavía, sobre los grandes imperios del interior, que se mezclaban con
todo tipo de mitos clásicos, como el de la fuente de la etemajuventud, el de la ciudad
de oro, el de la tierra de las amazonas, etc.
Los Reyes Católicos, en virtud de las capitulaciones que hicieron con Colón, le
confirieron grandes poderes —almirante, virrey y gobernador hereditario—, además
del diezmo de las riquezas que obtuviera. Pero, al no encontrar los grandes imperios y
reyes con los que se esperaba comerciar, sino un territorio desconocido y desarticula—
do politicamente, resultó inviable, además de perturbadora, una administración única
por parte de Colón y su familia. Los conflictos estallaron pronto y la Corona revocó
parte de las concesiones y capituló con otros muchos particulares diversas empresas
de descubrimiento y conquista. A la vez, lentamente, empezó a organizar una admi—
nistración real y eclesiástica, que permitiera un cierto control y, sobre todo, el aprove—
chamiento fiscal de las nuevas tierras. Juan Rodríguez de Fonseca, arcediano de Se—
villa y luego obispo de Burgos, llevó personalmente todos los asuntos indianos, junto
con algunos secretarios aragoneses de Fernando durante su regencia de Castilla. En
1503, siguiendo el modelo portugués, se organizó en Sevilla una <<Casa de Contrata-
ción», como principal centro de administración de todo lo relacionado con el comer—
cio indiano. En 1508 Fernandoohtuvo,el…patroneugrsgiºéºlltº ¡& ¿195193953113 y en
ggggggéélgäqon‚lgfipflmfitgäpbispadpä º" Sªntº Domi y, Juan,. 919135555
Rico. Aunque, des e el segundo viaje, en todas…laHÍs/eípedic nes se habían enviado
predicadores, primero franciscanos y luego de las demás órdenes.
13191493,.clpapaWAlcjandrO VL concedió diversas bulas por las que encomendaba
a los Reyes Católicos el dominio y la evangelización de las tierras reciéndescubi. las.
Se otorgaron acordes con la corriente de derecho canónico que reconocía al papa un
cierto dominium mundi, y siguiendo el modelo de otras bulas similares que, a media—
dos del siglo XV, habían encomendado a los reyes de Portugal semejante monopolio y
privilegios sobre las tierras que descubrieran navegando hacia el sur. Resulta más con-
fuso el motivo y el momento en que las Indias pasaron a formar parte del patrimonio
de la Corona de Castilla exclusivamente, y no como una empresa compartida con los
aragoneses, lo que indica el tipo de unión de ambas coronas.
En cualquier caso, el principal problema no era el que otros soberanos europeos
negaran este monopolio. De hecho, el Católico nunca valoró la verdadera trascenden—
cia que tenían los descubrimientos y conquistas americanas, mucho menos importan—
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 149

tes, para él y sus coetáneos, que las de Nápoles o Navarra. Fue la necesidad de mano
de obra con la que explotar el oro y cultivar aquellas tierras lo que planteò graves pro—
blemas organizativos y, en el fondo, morales: ¿Qué derechos tenían los indios, reco—
nocidos finalmente como seres humanos?; si no podían ser sometidos a esclavitud,
como ratificaron los reyes en 1500, ¿cómo asegurarse su trabajo y justificar la domi—
nación española? Los abusos de los primeros encomenderos, que con las tierras reci—
bían los indios que las cultivasen a cambio de su evangelización y educación, se de—
nunciaron en el famoso Sermón de Adviento del dominico Antonio de Montesinos,
que tanto impacto causó sobre Bartolomé de Las Casas. De hecho, el Católico reunió
una junta de teólogos y juristas, que intentó humanizar la dominación mediante el <<re—
querimiento» pacifico a los indios, y mediante las Leyes de Burgos (1512). Pero el
problema de los «justos títulos» no se zanjó del todo.

3.3. LA POLÍTICA N。RTEAFRーCANA

El tratado de Tordesillas atribuyó a los Reyes Católicos el control de la costa


frente a las Canarias, entre el reino de Fez, al norte y el cabo Bojador al sur Allí existía
una <<torre>>, Santa Cruz de la Mar Pequeña, como centro comercial y de control, que
proporcionó importantes rentas a la Corona a finales del siglo xv, por el comercio de
tri go y orchilla, y por las expediciones de rescate (trueque de manufacturas peninsu—
lares a cambio de oro y otros productos que traían las caravanas). Pero las capitulacio—
nes con Alonso de Lugo para extender la influencia, construyendo nuevas torres o
conquistando el interior, se abandonaron muy pronto. La Berbería de poniente, apro—
ximadamente el reino de Marruecos, quedó bajo influencia de Portugal, que dominaba
las plazas fuertes de Ceuta (1415) y de Tánger (1471).
La conquista de Granada acentuó el interés castellano por la costa norteafricana,
que se sumó al más tradicional de la Corona de Aragón por la Berbería de levante. Los
emiratos de Tlemcen y Bugía (hoy, Argelia) y de Túnez eran muy pobres e incapaces
de defenderse. Pero, para Castilla, se trataba de asegurar el control de la población
morisca granadina más que de proseguir la lucha contra el infiel. Ciertamente, en 1495
se obtuvo del papa una bula reconociendo el derecho de los reyes de España en el África
al este de Marruecos, pero aunque se predicara la continuidad de la cruzada, se su—
bordinó a otras urgencias. Se creó una escuadra y se planeó una expedición que, em—
prendida por el duque de Medina—Sidonia, estableció un primer presidio permanente
en Melilla, que estaba despoblada (1497). Una pequeña guarnición, en un sólido casti—
llo, abastecida por mar desde España, sin apenas control del territorio interior: tal es el
esquema que se volvería a repetir en ulteriores empresas.
Aunque la revuelta granadina de 1500— 150] urgió este despliegue, hubo de pos—
ponerse al resultado de la guerra de Nápoles. La victoria italiana animó el desarrollo
de una ambiciosa, aunque selectiva, expansión norteafricana: se ocuparon, fortifica—
ron y guarnicionaron los puertos deÎMazalquivir (1505),Peñón de Vélez (1508), Orán
(1509), Bujía, Argel y Trípoli (1510)} Se trataba, a la vez, de evitar asaltos en los rei—
nos de la Corona de Aragón, de asegurar lanavegación en el Mediterráneo occidental,
de aprovechar ciertas ventajas comerciales, y de dar salida al viejo esp1ritu de frontera
y de cruzada. La nobleza andaluza siguió protagonizando muchas de las expediciones
150 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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(1508) (ー4q蝿 One’ Mazalquwiri’liofi) W&Ìîak1330\
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Orden de S. luan
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Gefb=S\
( 510)
_ Peñón de Argel
ARGEL (1510-29)
Trípoli (1510)

Muley Hassan. tributano [535



FUENTE: M. Artola [dir.], Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid 1993, VI, pp. 904 y 912.

MAPA 5.2. Los presídios norreafricanos, 1496-1535.

(Diego Fernández de Córdoba, el duque de Medina-Sidonia), junto con militares de


fortuna como Pedro Navarro, curtidos en las guerras de Italia. El cardenal Cisneros
aportó buena parte de la financiación y, con su presencia en Orán, personificó una cru-
zada que se festejó emotivamente en Roma y se representó profusamente en cuadros y
grabados.
La derrota de Gelves (1510) y las guerras de Italia, a partir de 151 1, obligaron a
interrumpir un esfuerzo que nunca se tomó en serio el control del comercio caravane—
ro, o una colonización del interior. El mantenimiento de los presidios —guarnición,
fortificaciones y abastecimiento— resultaba muy costoso,—y cada vez más difícil por
la presión de piratas como los hermanos Barbarroja, asentados en Argel con la ayuda
del Turco. En este sentido, el fracaso, relativo, de Fernando el Católico auguraba el de
su nieto y heredero Carlos V.

3.4. POLÍTICA ITALIANA. LAs GUERRAS DE NÁPOLES

La Guerra de Granada absorbió, hasta 1492, todas las energías de los Reyes Ca-
tólicos, que también habían heredado otros conflictos, principalmente con Francia
en ambos extremos del Pirineo, en Navarra y en el condado de Rosellón. Los estados
de la Corona de Navarra se extendían por ambas vertientes, por lo que la neutraliza—
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÔN 151

ciôn de este pequeño estado interesaba a franceses y españoles. Durante estos años
se sucedieron príncipes menores de edad ——Francisco Febo, prematuramente muer—
to, y Catalina— bajo la tutela de la reina madre, Magdalena, hermana de Luis XI de
Francia/…se rechazarOn las propuestas de matrimonio castellano (el hijo de los Reyes
Católicos) y Catalina casó con Juan, heredero del duque de Albret, lo que incremen—
taba el peso de los dominios ultrapirenaicos y de la influencia francesa. El Católico,
con el apoyo de la facción beamontesa de la nobleza liderada por S condes deLe—
rm, ejercía un efectivo contrapesodefacto, hasta el punto que sólo su consentimien—
to permitió que Juan y Catalina se coronaran reyes en Pamplona, en 1494. El Rose—
llón era un condado catalan, al norte de la divisoria de aguas del que Luis XI se ha—
bia apoderadoen 1462 y que reten1a contra derecho. Fernando 10 reclamó, incluso
pretendió recuperarlo con las armas, pero mientras duró la guerra deGranada no
hubo sino escaramuzas.
No cabe duda de que elprincipal rival de Fernando era el rey de Francia, tanto en el
Pirineo como, sobre todo, en la peninsula de Italia, donde e1 Cat61ico tenia muchos inte—
reses. En primer lugar, era rey de Sicilia desde 1469, con ocasiön de su boda con Isabel
de Castilla, y tema por su seguridad frente a los turcos, que en 1480— 1481 ocuparon la
vecina ciudad de Otranto. En 1478 sometió el último foco de resistencia nobiliaria —los
marqueses de Oristán y Gociano— en el reino de Cerdeña. Además, como nieto legíti—
mo de Alfonso V el Magnánimo, se consideraba con mejores derechos al trono de Ná—
poles que sus primos de la rama bastarda, a los que apoyó, pero siempre con esta reser—
va. Por otra parte, es bien sabido que Italia, por su riqueza y prestigio cultural, era objeto
de la ambición expansiva de otros príncipes europeos, principalmente el rey de Francia
y el emperador Maximiliano, que también esgrimían derechos, legales о dinásticos,
para intervenir en una peninsula fragmentada politicamente.
La posición del rey de Francia se fortaleció a finales del siglo xv cuando Luis XI
heredó los dominios de la casa de Anjou (1481) con sus derechos sobre el trono de Ná—
poles y su control del ducado de Provenza, en las puertas de Italia. Además, su hijo y
heredero, Carlos VIII, salió fortalecido en el interior por la victoria en la guerra de
Bretaña y su matrimonio con la heredera de aquel ducado, derrotando la alianza
de España, Inglaterra y el Imperio—Borgoña. Siguiendo los proyectos de Juan II de
Aragón, el Católico empezó por entonces a tejer alianzas matrimoniales con las casas
de Tudor y de Borgoña que supusieran el aislamiento de Francia y su hostigamien—
to desde el norte.
Carlos VIII, victorioso y mayor de edad, decidió intervenir en Italia y recuperar
el reino de Nápoles, dentro de su sueño de una gran cruzada caballeresca contra los
musulmanes. Para evitar interferencias, entregó a Maximiliano de Austria ciertas tie—
rras usurpadas a la casa de Borgoña, y firmó con los Reyes Católicos el tratado de Bar—
celona (1493). El francés devolvió los condados de Rosellón y de Cerdaña a cambio
de que el Católico abandonaran la alianza y no protegiera a sus parientes napolitanos,
como así se hizo, rompiendo vínculos muy estrechos. Durante el reinado de Ferrante I
(1458—1494), no escaseaban los soldados y oficiales aragoneses en el ejército napoli—
tano, y los comerciantes catalanes disfrutaban de una posición muy fuerte. Ferrante
era cuñado del Católico, quien le socorrió cuando los turcos tomaron Otranto
(1480—1481) y le ayudó ante la revuelta de los nobles angevinos, profranceses (1485).
De hecho, Nápoles, además de un aliado y un cuasiprotectorado, se iba convirtiendo
152 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

en la ambición oculta de Fernando, a quien una parte de la nobleza empezó a ver como
otra alternativa en el trono.
Un poderoso ejército francés cruzö los Alpes en 1493, con la invitación de Milán
y la neutralidad de Venecia y Florencia; el papa Alejandro VI tuvo que rendírsele aun-
que le retrasó la investidura de aquel reino, porque formalmente Nápoles era vasallo
del papa. La_muerte de Ferrante y la huida de su heredero a Sicilia facilitaron la ocupa—
ci6n sin lucha: el 22 de febrero de 1495 Carlos VIII entró solemnemente en una ciudad
que, en realidad, no había sido conquistada. La división de los italianos y la debilidad
coyuntural de Nápoles sólo facilitaron una ocupación muy breve, porque el Católico
animó una Santa Liga (31 marzo 1495), junto con el papa, Milán, Venecia y Austria
para expulsar'de inmediato a los franceses de Italia. Carlos VIII tuvo que regresar rá—
pidamente y fue incapaz de enviar socorros a las pocas guarniciones que dejó abando—
nadas en Nápoles Fernando el Católico envió, desde Sicilia, un pequeño ejército al
mando de un noble andaluz, Gonzalo Fernández de Córdoba, que, a cambio de su ayu—
da, ocupó varias fortalezas en Calabria a nombre del rey de Aragón (1475— 1476). Los
aliados de la Liga repusieron en el trono a Ferrante II y, cuando murió, a su tío Federi—
co, con gran enojo del Católico, que seguía considerando que su derecho sobre el tro—
no de Nápoles era mayor
En el contexto de estas alianzasy,de la guerra contra Francia,en ltaliaseenmar—
ca_91_tratado matrimonlal hispano— austriaco de 1495. Juan el hereder9 9e los Reyes
Católicos, casaria con Margarita 9e Habsburgo (1497), y el hermanode esta,Felipe
<<elHerm0so»heredero de las casas de Borgona yde Austria, con'JuanadeTra9tam21-
1a, hermana 991primero (1496) Las negociaciones para ermatrimonio deuna tercera
hija dè los reyes de España, Catalina, con el prmcipe Arturo, heredero de Enrique VII
Tudor, se cerraron en 1501. Se completaba así una re(1 99 alianzas con Inglaterra y con
Flandes que pretendia, ante todo, presionar aobáreFrancra pero también estrechar la—
zos comerciales,muy importantes para una economia castellana estrechamente rela—
cionada con los mercados del Mar del Norte.
En estaprimera_guerra(176Napoles habia fracasado, abiertamente, la ambición
d6 Francia; pero tampoco Fernando había avanzado en 61 reconocimiento de sus de—
rechos sobre aquel trono, siempre latentes mientras actuó como aliado y protector
de sus primos. Un cambio de circunstancias hizo posible un segundo intento de con—
quista, también promovido por el francés, pero del que el aragonés acabó por sacar
el provecho que nunca había perdido de vista. La muerte de Carlos VIII permitiô el
accesode su primo Luis XII de Francia, que era duque de Orleans y con ciertos dere—
chos familiares sobre el ducado de Milán. Como su predecesor, preparó diplomáti—
camente 61 asalto“ (716 Milan negociando la neutralidad de todos y 61 aislamientode
Ludovico Sforza, que vio invadidos y ocupados sus estados (1499— 1500). La hege—
monía militar en el norte y centro de Italia alimentó la ambición del lrancés por una
empresa más difícil.
En este contexto se firmó el Tratado de Granada (1500) entre Luis XII y Fernan—
do el Católico, luego ratificado por Alejandro VI Borgia, para la conquista deNapo—
les Con laexcusa de que Federico buscaba el apoyo de los turcos, y de que ciertos (1e—
krechos dinásticos avalaban las pretensiones del francés y del aragonés, se decidio C]““
reparto: Luis XII, como rey, se quedana con la capital y las tierras septentrionales, y
Fernando, como duque de Calabria, con las más meridionales, aunque los limites no se
LA UNIÓN DE CASTILLA Y ARAGÓN 153

1ijaban con claridad. El reino, más empobrecido y dividido que en 1494 y sin el apoyo
Лий—2131611se hundió sin resistencia.
Los franceses muy superiores, derrotaron de inmediato al rey Federico, ocu-
paron la capital y la mayor parte de Nápoles, mientras GonzaloFernández de C61-
doba, desde Sicilia por el sur, invadia Calabria y cercaba Tarento, donde capturó
al principeheredero (1502—1502). La ventaja territorial y militar de los franceses,
ÿ1Q cºnfuso del acuerdo de reparto, favorecieron el choqueentre ambos aliados,
incluso sfñëëf(lèclarada131 guerra. La posición española resultabamuy compro-
metida: a fines de 1502 el Gran Capitân estaba cercado en Barletta, en la costa del
Adriático, frente a un ejército superior. Inesperadamente, $677in161131765:£C111~16771_31
(abril 1503) cambiò radicalmente la situación, porque‘1buena parte de la nobleza
napolitana ,se 1ncl1no a favor del Catol1co,1se franqueô el camino de Nápoles y_la
sublevamon de13717Ciudadexpulso317 los franceses.En Ce1111ola, por primeravez,…se

de lacaballerlapesada francesaWlemovimientos envolventes de la 1nfanter1ado-


tada de más armas de fuego y de lanzas ligeras, que rehuran el choque frontal en
campo abierto por aprovechar las ventajas del terreno, y dotada de una gran disci—
plina en los movimientos colectivos, acabó de IËÆPH‘ÊÏËSsobree 1combate caba—
lleresco tradicional. La defensa de la Ciud31d y reino de Nápoles, con las victorias
de Garellano (1503) y de Gaeta (1504), permitieron acordar una tregua que no ase—
guraba, ni mucho menos, el dominio español.
La retención de Nápoles vino a depender de los equilibrios diplomáticos que
exigió la problemática sucesión en el trono y en el gobierno de Castilla, porque
Isabel 1 murió en noviembre de ese mismo año de 15047, A Luis XII le resultó fácil
atraerse a FelipeC1 Hermoso que, como marido de la heredera, J1131na, quería entrar
deinmediato en C1 gobierno de Castilla, desplazando a su suegro, el viejo arago-
nés.El7310uCr7(16consistia QQ(Leel heredero, Carlos deCante,casaríacon u_na prin—
cesa deFrancia aportando Napolesdomodote. Para superar esteofrecrmientoin—
mediato y gàñäïtiémpô, Fernando el Catolico 01rCci6 algo todavía más tentador
para el francés, pero en un futuro más incíertQ: ercasaría con una sobrinadel rey

unióncastellano aragonesa, y si no 16s tenían, Nápoles seentregabaa“la Corona de


Francia.
A mediados de 1506 Fernando el Católico, de mala gana, tuvo que dejar el go-
bierno de Castilla y viaj6 31 Nápoles, donde se había comprometido a restablec'er a los
barones profranceses despojados. Su breve estancia sirvió para reforzar apoyos y
compromisos de las grandes familias baroniales y de las casas romanas de los Colon—
na y de los Orsini que, con ocasión de las guerras, habían adquirido allí grandes patri—
monios. Aprovechó, también, para desplazar al Gran Capitán, al que obligó a regresar
con él a Espafia. Su condición de castellano, la enorme autoridad personal acumulada
como caudillo victorioso, y sus criterios personales en cuanto a una política italiana
más belicista, lo hacían demasiado peligroso. A su vuelta, en 1507, Fernando tuvo la
suerte de poder recuperar la regencia de Castilla en nombre de su hija]uana porque
había muerto prematuramente Felipe el Hermoso, y, como notuvo111st con Germana
de7F61x,116SQrompióla alianza castellano—aragonesa. Napoles no saldria (lelaMo—
narquia de Èspaña hasta el siglo)(V111._
154 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

3.5. LAS GUERRAS DE CONQUISTA DE NAVARRA

El nuevo conflicto en el norte de Italia desbordó sus fronteras cuando Luis XII,
para presionar al papa, apoyö la reuniön de algunos cardenales refractarios en el Cisma
de Pisa. Julio II, entonces, acaudilló una nueva Santa Liga antifrancesa —con España,
Venecia e Inglaterra—, que terminó por desbordar el ámbito estrictamente italiano.
Juan III de Albret y Catalina I de Foix, además de soberanos del reino hispánico
de Navarra, eran señores de Bearne, de Foix y de otros territorios norpirenaicos por los
que debían vasallaje a los reyes de Francia. Sus recursos y autoridad en aquel pequeño
reino estaban condicionados por las luchas de bandos: los beamonteses, apoyados
desde Castilla (el conde de Lerín era cuñado del Católico), y los agramonteses, en los
que se apoyaban los reyes. Desde su coronación, en 1494, habían vivido tácitamente
bajo un protectorado castellano, que apenas habían logrado mitigar con la expulsión
del conde de Lerin en 1507. Su política de neutralidad, muy dificil siempre, se rompió
en 1512, en el contexto de la guerra hispano-francesa de la Santa Liga.
Luis XII, por el tratado de Blois (18ju1i0 1512), supo atraerse a los reyes de Na-
varra con promesas ventajosas y estos, confiando en su socorro, se arriesgaron a sacu—
dirse un poco más la tutela de Castilla. Aprovechando el desembarco de un cuerpo del
ejército inglés en Guipúzcoa, que amenazaba con invadir Guyena, el Católico ordenó
al duque de Alba entrar en Navarra, probablemente con la intención de asegurarse al—
gunas plazas y restablecer el antiguo protectorado. Pero la inmediata rendición de
Pamplona (25 julio), la retirada de los reyes al Beame, y la facilidad con que venció las
resistencias locales, le decidió a usurpar el título de <<rey de Navarra», a completar la
ocupación con las tierras de Ultrapuertos, y a retenerla, invocando una bula papal de
dudosa aplicación. En la invasión, pero sobre todo en la defensa de Pamplona, dura—
mente asediada ese mismo otoño por un poderoso ejército franco-navarro, la nobleza
y las ciudades de Castilla demostraron hasta qué punto les importaba Navarra. En de—
finitiva, Fernando el Católico se arriesgó para asegurar definitivamente esta <<puerta
de España», y 1a fortuna Ie acompañó.
Probablemente, como en el caso de Nápoles, esta era una conquista largamente
soñada por el aragonés, cuyo padre había sido rey consorte de Navarra; la madre de
Fernando había salido precipitadamente de Sang'úesa para que él pudiera nacer en Sos
(Aragón). Fernando consideró que su derecho sobre Navarra procedía de una pura
conquista, avalada por la Santa Sede, contra unos reyes cismáticos, y como propieta—
rio decidió, ante las Cortes de Burgos (1515), donar el reino a su hija Juana e incorpo—
rarlo a Castilla, y no a sus estados de Aragón. Era lo más sensato si quería mantener
una autoridad fuerte; y, sobre todo, era lo más prudente de cara a su conservación, por—
que los castellanos era los más interesados en mantener Navarra como baluarte defen—
sivo, y los únicos con recursos suficientes para hacerlo, como demostraron en los in—
tentos de reconquista franco-navarros de 1516 y de 1521. En cualquier caso, Fernando
murió pronto y su heredero Carlos I, en un nuevo contexto y para hacer frente a las
presiones diplomáticas que le acusaban de usurpador, cambió de actitud. Se retiró de
la Navarra de Ultrapuertos, lo que permitió a los herederos de los despojados titularse,
también, <<reyes de Navarra»; y no modificó su gobierno, de modo que una incorpora—
ción estrecha a Castilla no resultó incompatible con el mantenimiento, incluso madu—
ración, de sus instituciones.
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGQN 155

4. Los problemas sucesorios y la etapa de regencias

Entre 1497 y1517, 9999919919999 del infante Juanhasta l;;llegada deCarlos QC


GanteàÁstu as,lasucesionde lo _ eyesCatolicos constituyouna mcogmta yUQ SC-
rio problema pólítico. En toda monarquía dinástica, el azar de la muerte y de los naci—
mientos corregía los proyectos matrimoniales de un modo incontrolable, y esto es lo
que ocurrió en el caso de Castilla y Aragón, dos coronas yuxtapuestas en una alianza
matrimonial y política, pero muy poco más. De cualquier modo, importa recordar que
en el proceso sucesorio precedente, durante el tercer cuarto del siglo XV, los cuatro
reinos hispánicos se habían ensangrentado con el enfrentamiento de padres e hijos, y
de hermanos y primos entre s1”. A principios del siglo XVI, la sustitución de la casa
de Trastâmara, que se había afirmado en Castilla en medio de la violencia banderiza,
se hizo pacíficamente o con resistencias mínimas.
unhij_varón,Q]principe Juan, que murió
Los Reyes Católicos $919 tuvieron
tempranamente en 1497, seis meses
“QCSquSde su bºda con Margarita de Habsburgo,
scendenciaE1 esplendor QCsus funerales refleja el dolor de los reyes, y la
preocupación de la corte por una sucesión femenina. Aquella sociedad reconocía de
modo natural que, en tal caso, el ejercicio del gobierno regio —no la titularidad y la
disposición de los estados— correspondería al marido, que sería alguien extraño al
reino, como lo había sido, aunque relativamente, el propio Fernando de Aragón. La
hija mayor, Isabel, que había casado con el reyde Portugal Manuel I (1495- 1521),
murió al poco de darles un nieto, el infante Miguel, 9№Щі99 heredar las
tres grandes coronas peninsularessi QQhubiera1allec1d0tambien;; __leQQSanosel20
呵耐C]S0。.Entonces la herencia recayó en la segunda de las hijas, Ia princeSa
Juana casadacon Feli 9 de Habsburgo, que en aquel momento era señor de los Palses
Bajos y Archiduque de Austr1a,y con el que ya tenía dos hijos, uno de ellosvarón,
,ÇarlosdQGante, nacido pocos meses antes.
Isabel y Fernando afrontaron el problema politico del reconocimiento de los
herederos que la providencia les daba y quitaba tan rápidamente. El infante Juan
había sidojurado por las cortes de Castilla (Toledo 1480) y de Aragón (Calatayud
1481). Su hermana Isabel, sin embargo, lo fue sólo por las de Castilla, porque en
Aragón no podían reinar las mujeres, aunque las cortes de Zaragoza de 1498 se
alargaron hastajurar al principe Miguel recién nacido. Finalmente, Juana fue reco—
nocida herederaCQ Castilla (Toledo 1502) y también en Zaragoza, algo queJeróni—
mo Blancas, años mas tarde, señalaría corno excepcional. No se explican reunio—
nes tan frecuentes de cortes sin valorar la importancia legal y política de tales cere—
monias, en cuanto que comprometían estrechamente a las fuerzas vivas del país,
nobleza, ciudades y alto clero.
La sucesión en la persona de Juana resultô particularmente problemática. Las

cesa y las desavenencias del matrimonio se confirmaron cuando, en 1502, los reyes
se encontraron con sus presuntos herederos, que habían viajado a Castilla sin sus hi—
'os. Por otra parte, Felipe el Hermoso, comojefe de la casa de Borgoñay sucesor de
la de Habsburgo, llevaba una política profrancesa justo cuando estalló la guerra
deNapoles (l_502— 1504). Los Reyes Católicos se sintierontraicionadosporsu yer—
no, que regresó a Flandes atravesando Francia y pactando con Luis Xll la _devolu—
~…N寸ー寸N寸 da _оооы で寓で燗冨 .ипош Ms.—832 ^ \ ()} Q ~ ゝ _‚БЕОМ “< „Е…/„шыш
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LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 157

ción de_Nápol_es. Y defraudados por su hija Juana que, alpoco de dar a luz su segun—
dowvarfóníFernando (1503), se marcliófeñyposde su marido, ya con signos evidentes
deíeiirosis.

4.1. LA SUCESIÓN DE ISABEL I. FELIPE I DE HABSBURGO Y FERNANDO EL CATÓLICO

Esta situación, que auguraba el retorno de los desórdenes del comienzo de su rei—
nado, explica el testamento de Isabel. __Recgnocía a J uanacomo heredera universal de
sus Estados, como no podía ser de otro modo. Pero, mientrasestuviera ausente o si,
como casi todos reconocían, <<no quiera o no puedaentender en la gobernación», con—
fiaba la regencia a Fernando hasta _que el príncipe Carlos cumpliera 20 años. Se trata—
ba, en definitiva, de postergar a Felipe el Hermoso y a aquellos que,/en previsión del
cambio político, se “Habían ido… acercando al presunto nuevo hombre fuerte.Fernando
el Católico, desde el 26 de noviembre de 1504 se tituló exclusivamente gobernador del
reino de Castilla, pero muchos no estaban dispuestos a soportarlo por más tiempo.
De hecho, Juana no había sido declarada incapaz, como se exigía para nombrar
un regente; y, en el caso de una mujer casada, la ley prefería como tal al marido antes
que al padre. Pero, además, I(qugggigígegzaaia ppsiçiónddefelipe, que no estaba dis—
puesto a renunciar al gobierno de la poderosa Castilla a favor de su suegro, fue laacti—
tud dCAJKLHleÉêMXÉÉJªê,ÇÁQFÃQQCSWCªêÉÉHÉmªS- Fernando se apresuró a reunir las cortes
en Toro para confirmar el testamento de Isabel y su regencia, pero fue en vano. A la
corte de Flandes acudieron muchos ambiciosos, y otros tantos empezaron a distan—
ciarse de Fernando, a quien el gobierno efectivo empezó a hacérsele difícil ya en 1505
ante las reclamaciones de su yerno. Felipe no se avenía a ninguna transacción e, inclu—
so, amenazaba diplomáticamente a su suegro con la guerra.
Para evitarla y proteger la frágil conquista de Nápoles, el Católico pactó un
acuerdo con Francia, sorprendiendo a todos. Como ya vimos, porel tratado de Blois
(] e sºbrina del C ` 0
dÎshaççLlî@Ëgcqsçgllgnp—aragonçsçÿÿ, sino había descendencia, se le entregaría al
francés el reino de Nápoles. Pretendía asegurarse elwreino italiano previendo que el go—
bierno de Castilla lok—tenía perdidrfcñomorasífue.“Felipe elHermoso desembarcó en La
Coruña en abril de 1506 con un pequeño ejército, y a su encuentro acudieron masiva—
mente las principales ciudades y casas de la nobleza. Fernando hubordegretirarse a sus
reinos patrimoniales dela Corona de Aragón y se embarcó hacia Nápoles, dondeco-
noció la noticia de la inesperada muerte de Felipe I en Burgos (25 septiembre 1506),
después 'déTréá'mégé's' de reinado veraniego.
Felipe I, aunque lo intentó, no logró que la nobleza y las cortes castellanas declara—
ran inhábil a Juana, que fue jurada como reina propietaria mientras a él sólo le recono—
cían comº Cºnsorte. Perº №9пс…‚сі‚е‚1_98Р9$9 C e j_ e
se negô a ementa?! cuerpo. del. maridutya firmar cualquier documento, haciendoimpo—
sible el gobierno. El hijo de ambos, Carlos, sólo tenía sei-sanos y estaba _enkFlandes &;an
laicu's/todia de su abuelo Maximiliano, por otra parte, Fernando el Católico, elígoberna—
_dor designado porlsabel en su testamento, se encontraba ya en Napoles y suregreso era
incierto. La nobleza estaba dividida entre lbs austfàèistas,_que se vieron desamparados
por la muerte del Hermoso (señor de Belmonte, duque de Nájera, marqués de Villena), y
158 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

losjernandzstas animados por el previsible retomo del aragonés (los Velasco, Mendo—
za, Enrlquez etc.). Era evidente que Juana no podíagobernar y, desaparecida la altema—
tiva_,todos aceptaron queFernando el Católico gobernara en nombre de su hija y de su
nieto, según el testamento de Isabel. El Consejo de Castilla reclamó su retomo y el Cató—
lico confirmó la regencia interina deCisneros hasta su llegada, en 1507.
Durante estos años se produjeron serios disturbios en Castilla, síntoma de que
afloraban las tensiones subyacentes acumuladas en la etapa final del reinado de Isabel.
La alta nobleza volvió a utilizar la violencia para reforzar su posición señorial frente a
las ciudades, en disputa por el control de poblaciones y baldíos. El conde de Lemos se
apoderó de Ponferrada, el duque de Medina—Sidonia cercó Gibraltar, el marqués de
Moya tomó la fortaleza de Segovia, etc.; el conde de Benavente, otorgando condicio—
nes privilegiadas a las ferias de Villalón, competía con las de Medina y Valladolid.
Las grandes ciudades castellanas constituían auténticos señoríos colectivos, goberna—
dos por un rico, culto y poderoso patriciado desde los regimientos y, también, en los
cabildos catedralicios. Los formabas una elite de familias emparentadas entre sí, en
las que convergían los enriquecidos por el fuerte desarrollo económico de la segunda
mitad del siglo xv (ricos comerciantes y artesanos), los encumbrados por el renovado
desarrollo burocrático de las letras, y los viejos linajes de caballeros. Las ciudades,
que habían apoyado el fortalecimiento de la autoridad regia desde los años iniciales
del reinado, y que habían financiado generosamente las guerras exteriores, vieron
cómo los desmanes y abusos de la nobleza ya no los frenaban como antes los tribuna-
les reales (chancillerías y audiencias), y que los corregidores puestos por los monarcas
podían dejar de ser un eficaz apoyo.
La tensión acumulada en las ciudades creció por varios motivos y en varias di—
recciones. La política fiscal de los Reyes Católicos vaciló entre dos polos: el apoyo a
los propietarios y exportadores de lana merina e importadores de tejidos de Flandes,
organizados en torno a la Mesta y el Consulado de Burgos, beneficiaba sobre todo a ‥
las ciudades del norte de Castilla; por el contrario, la defensa de los intereses indus- ¿'
triales, restringiendo la exportación de materias primas y gravando la importación, `
era lo que reclamaban las poderosas corporaciones pañeras de Segovia, Toledo,
Cuenca, etc. Otro frente era el de la lucha por el poder dentro de cada ciudad entre
bandos y facciones, que estructuraban verticalmente a esta oligarquía de familias
por lo menos desde mediados del siglo XV, y que siempre había existido. Lo novedo—
so es que tal pugna empezó a utilizar nuevos recursos ideológicos, que perturbaron
profundamente la mentalidad social de la mayoría. En la medida en que se habían
producido conversiones masivas desde el judaísmo, buena parte de estos cristianos
nuevos se habían incorporado a la oligarquía urbana. Pero, también se había desarro—
llado un poderoso tribunal dependiente del rey, el de la Inquisición (1478), precisa—
mente para vigilar la ortodoxia de los conversos y perseguir los delitos religiosos.
Durante años, por toda Castilla, se había encausado por este motivo a miles de fami—
lias, y creció el odio y la suspicacia entre los penados y sus acusadores. Empezó a re—
sultar muy fácil, y muy eficaz, utilizar el argumento de la sangre <<manchada» para
infamar y descalificar a los rivales, en lo que se llegó a grandes abusos, como ocurrió
en Córdoba. El inquisidor Lucero acumuló denuncias muy graves contra las princi—
pales familias de la ciudad con ascendientes conversos, que dominaban el regimien—
to y el cabildo, incluido Hernando de Talavera, arzobispo de Granada. Pero Cisneros
LA UNION DE CASTILLA Y ARAGÓN 159

presidió un tribunal extraordinario (1508) que frenó, por primera vez, las arbitrarie—
dades del Santo Oficio, que absolvió a los infamados dejudaizantes y reprendiö se—
veramente la actuación del tribunal. de la fe.

4.2. LA SUCESIÓN DE FERNANDO EL CATÓLICO Y LA TRANSFERENCIA DEL GOBIERNO

El aragonés regresó de Nápoles con un pequeño ejército en 1507. Una mezcla


prudente de castigos ejemplares y de tolerancia le permitió restablecer la obediencia
de la alta nobleza. Tuvo que someter al duque de Nájera, invadir los estados del duque
de Medina—Sidonia y arrasar el castillo del turbulento marqués de Priego; pero tam-
bién perdonó los excesos de quien había ocupado el obispado de Zamora por la fuerza.
La alta nobleza señorial terminó por aceptar que tendría que seguir esperando un cam—
bio que la edad de Fernando y sus circunstancias familiares hacían muy incierto.
Por un lado, Fernando anhelaba sinceramente un hijo de su segunda mujer, y
Germana le dio un varón, Juan, que vivió sólo unas pocas horas (1509). Volvieron a
intentar tener descendencia, con una obsesión perjudicial para un hombre ya de salud
debilitada. Probablemente esto hubiera supuesto la ruptura de la alianza dinástica cas-
tellano—aragonesa, que muchos en ambos reinos deseaban y que sólo la casualidad
evitó. Pero, sobre todo, Fernando quería gobernar Castilla, porque le proporcionaba
los recursos que necesitaba para la acciones exteriores que reforzaran su Corona de
Aragón. Durante estos años intensificó, como vimos, las campañas norteafricanas y la
lucha contra Francia en Italia, que le facilitó, indirectamente, la última conquista de su
vida, el reino de Navarra.
Todo esto se complicó con las previsiones sucesorias más realistas, que seguían te—
niendo a Carlos como centro. ngginaluana desde1509, estuvo encerrada en Tordesi—
llas, aunque su padre nunca quiso que se la incapacitase lega nte. Esto le aseguraba a
Fernando una regencia, en nombre de su nieto flamenco sin rivales, perono resolvía el
problemade una transferencraordenada del poder que mantuviese las directrices políticas
y diplomatlcas que le importaban. Desde15Q__7 hasta su muerte en 1516, el Católico se
hilo acompañar constantemente de su otro nieto,Fernando nacido en 1503 en Alcalá de
_Henares yeducadoal modo castellano. En parte para evitar posibles manejos nobilianos,
pero también como elemento de presión contra las veleidades profrancesas de su consue—
gro, el emperador Maximiliano de Austria, el mentor politico del heredero Carlos.
Éste, que asumió formalmente la soberanía de los Países Bajos en 1515, se en—
contraba en una situación precaria para hacerse con la herencia de Castilla y de Ara—
gón, en el contexto de una guerra abierta contra el nuevo rey Francisco I de Francia
por causa de Navarra y de Italia (Milán y Nápoles). Parece que, con una perspectiva
[lamenca y alemana de la situación, estaba bien dispuesto a negociar una solución
reintegradora, aceptable para Luis XII pero que significaba la renuncia de las dos prin—
cipales ganancias patrimoniales de su abuelo aragonés. Por esto, Fernando, a última
hora (1515), donò el reino Navarra, como conquista suya personal, a Juana y sus des—
cendientes en la Corona de Castilla, y no lo unió a la de Aragón, convencido, como así
fue, de que sólo los castellanos tenían recursos e interés para evitar la devolución 0 la
reconquista de aquel territorio. Y, en sus testamentos de 1512 y de 1515 llegó a barajar
la posibilidad de dejar como gobernador de Castilla a su otro nieto, Fernando, hasta
160 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

que su hermano viniese a tomar posesión. Pero recibió todo tipo de presiones en con-
tra de una medida que podría agravar la división banderiza de la nobleza castellana y,
finalmente, confió la regencia, por segunda vez, al cardenal Cisneros. En la Corona de
Aragón no se plantearon estos problemas y el Católico confió el gobierno interino al
arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, su hijo natural.
Fernando muriô en Madrigalejo, una aldea cerca de Trujillo el 22 de enero de
su
15 16,у /nieto Carlos desembarco enVillaViciosa de Asturias el 19 déseptiembre de

ferencia del poder y de la autoridad monárquica, debido a los años de interinidad que
se habían sufrido en Castilla. El problema mayor no fue el desengaño de los que se ha—
bían acercado al príncipe Fernando esperando su gobernación, aunque Cisneros temió
seriamente un levantamiento a su favor y actuó con energía. Sino que eran muchos los
que creían sinceramenteque Juana era la verdadera reina, que había estado más o me—
nos secuestrada por su padre. Carlos, en la iglesia de Santa Gúdula de Bruselas, en
marzo de 1516, se autoproclamò rey de Castilla y de Aragón junto con su madre, en
una decisión de legitimidad discutible. Durante año y medio, bajo la regencia enérgica
de Cisneros, ciudades y nobleza de Castilla se mantuvieron a la expectativa del rumbo
que fuese a tomar el nuevo rey, al que nadie discutía seriamente y del que todos espe-
raban que defendiera sus intereses y ratificara sus derechos. Las graves revueltas de
las comunidades y de las germanías, desde 1519—1520, fueron la expresión violenta de
los desengaños y de las frustraciones.

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CAPÍTULO 6

LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO.


CARLOS I (1516—1556)

por EMILIA SALVADOR ESTEBAN


Universidad de Valencia

Desde el punto de vista politico —tanto en su vertiente interna como exterior—


el reinado de Carlos I de España presenta, como es habitual, una mezcla de continui—
dades e innovaciones, siempre aquéllas en mayor proporción, aunque sean éstas las
más inmediatamente perceptibles. Pero, aún reconociendo esta evidencia, durante
las cuatro décadas que transcurren entre 1516 (año de su proclamación como rey) y
1556 (año de su abdicación) tuvieron lugar transformaciones de mucha mayor enver-
gadura que en muchos otros reinados.
En primer lugar, la llegada de Carlos 1 a España supuso, al mismo tiempo, el esta—
blecimiento de un único titular para todo el ámbito de la Monarquía hispánica y la ins-
tauración de una nueva dinastía. En efecto, la Monarquía dual de los Reyes Católicos,
en la que cada uno mantuvo la titularidad de sus estados patrimoniales aunque admi—
tiese la intervención en las tareas de gobierno de su cónyuge (sobre todo de Fernando
en Castilla), se unió en la persona de Carlos de Habsburgo, como heredero de ambos
soberanos. Este paso de doble a único titular se consolidará con el transcurso del tiem—
po en la Monarquía hispánica o católica, aunque no en el conjunto de las tierras pues—
tas bajo el dominio del césar Carlos. Como es bien sabido, éstas por decisión de su
soberano (posiblemente tratada de enmendar, sin éxito, avanzado el reinado) se divi-
dieron en dos partes, regidas respectivamente por dos ramas de la misma familia
Habsburgo, la española y la austríaca. De esta forma, Carlos de Gante representa si-
multáneamente la unión de las dos Coronas que conformaron la Monarquía hispánica
y la fragmentación en dos bloques, unos cuantos años más tarde, del conjunto de sus
extensas y esparcidas posesiones. En lo que respecta a la instauración de la dinastía de
Habsburgo, Carlos era por sus progenitores mitad Habsburgo y mitad Trastámara y, si
nos remontamos a la generación anterior, un cuarto Habsburgo (por su abuelo paterno
Maximiliano I), un cuarto Borgoña (por su abuela paterna María) y medio Trastâmara
(por sus abuelos maternos los Reyes Católicos, Fernando e Isabel); pero pesó más el
componente Habsburgo, dado que se transmitía por línea masculina. Esta nueva di—
162 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

nastía se afianzará en el trono español por espacio de casi dos siglos (15 16-1700) a tra—
vés de cinco reinados sucesivos, incluido el de su introductor.
Por otra parte, Carlos I de España y V de Alemania tuvo que hacer frente a una se—
rie de retos, inexistentes o sólo iniciados con anterioridad. El reto de coordinar de al—
guna forma sus vastos dominios, el reto de la oposición protestante y el reto de admi—
nistrar extensas tierras extraeuropeas (esencialmente en América) se cuentan entre los
más destacados. La necesidad de dar respuesta a estas tres cuestiones caracteriza ine—
quívocamente el reinado de Carlos de Gante.
Muy pronto en el tiempo, el duque de Borgoña, rey de España, archiduque de
Austria y emperador de Alemania, se vio en la tesitura de conseguir articular algo tan
dilatado y heterogéneo como era el denominado Imperio carolino (haciendo alusión al
conjunto de territorios puestos bajo el dominio de Carlos de Gante), en el que se inser—
taba la Monarquía hispánica. Si desde la perspectiva de la política interior el respeto
esencial a la organización político—administrativa de cada uno de sus territorios pudo
salvar muchos escollos, en el plano internacional las orientaciones diplomáticas y los
intereses no siempre coincidentes de estas diversas piezas crearán al César problemas
poco menos que insolubles. De momento, los nexos entre los territorios quedaban
prácticamente limitados a la persona de Carlos, soberano de todos ellos, y a la común
ideología religiosa.
Ahora bien, este último elemento catalizador empezó a entrar en crisis, coincidien—
do con la llegada de Carlos de Gante a España en 1517 y la propuesta de las famosas 95
tesis luteranas. Católicos y protestantes, enfrentados al principio sólo en el terreno dia—
léctico, llegaron a dirimir sus diferencias por las armas. Carlos, poniéndose al frente de
la causa católica, sumó alacruzada medieval contrael musulman (mfel desde la pers—

lica). Es cierto que durante laepoca de Carlos de Habsburgo el enfrentamiento belico


con el protestantismo quedó circunscnto al ambito del Imperio alemán; sin embargo, el
resto de sus dominios —Monarquía católica incluida— se vieron afectados también por
las consecuencias de esta confrontación en el seno de la Cristiandad.
En lo que se refiere al reto de América —aunque la cuestión americana no sea ob—
jeto de atención en este capítulo—, es, de los tres que hemos mencionado, el más espe—
cíficamente español. Su planteamiento hay que retrotraerlo al reinado de los Reyes
Católicos; pero fue con Carlos I cuando adquirió mayores dimensiones, a raíz de las
grandes conquistas, con la consiguiente necesidad de organizar la administración de
tan enormes y lejanas posesiones y la de mantener relaciones con ellas. También en
esta ocasión, las consecuencias de la acción de España en América trascendieron am—
pliamente a sus protagonistas directos ——españoles y amerindios— para incidir en el
conjunto de la política europea.

l. Los dominios carolinas

Carlos de Habsburgo fue sumando territorios por herencia, elección y conquista.


Sobre todo, en el espacio de unos pocosaños (de 1515 a 1519), logrô reunir los domi-
nios que habían pertenecido a sus cuatro abuelos. La sucesión en aquellos se pródujo,
enalgunos casos, de forma poco habitual.
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516— 1556) 163

La herencia flamencoborgoñona (conglomerado de territorios más conocidos


como Paises Bajos) la recibió de su progenitor FelipeelHermoso, quien a su vez había
accedido a ella a la muerte de su madre Maríade…. El relevo sin embargo, no
fue automático, ya que en el momento de producirse el fallecimiento de Felipe el Her—
moso (1506) su hijo y sucesor Carlos sólo contaba seis años y hasta los quince no ad—
quirirá la mayoría de edad y consiguiente proclamación de duque de Borgoña.
La sucesión en Castilla resultó mucho más anómala. Desde la muerte de su abue—
la materna Isabel la Católica (1504) hasta la asunción del gobierno castellano por Car—
los I, se produjeron varios relevos de poder como consecuencia del estado mental de la
reina Juana, madre de Carlos de Gante. En efecto, el gobierno de Castilla fue ejercido,
en nombre de la reina Juana, por su padre Fernando el Católico, primero, por su mari—
do Felipe el Hermoso, después, y, a la muerte de éste, de nuevo por el monarca arago—
nes. Tras el fallecimiento de éste (1516), el títuloderey de Castilla sería compartido
por Juanaypor su hijo Carlos aunque el gobierno recayese exclusivamente en este úl—
titã?)“s’ètrataba de una situación harto extraña, derivada del hecho de que las Cortes
castellanas no habían declarado la incapacidad de la reina Juana, recluida a la sazón en
Tordesillas.
Por lo que respecta a los territoriosaragoneses, Carlos ciñó su corona a la muerte
de su abuelo materno Fernando, produciéndose de esta forma un salto generacional.
, También directamente de su abuelo paterno Maximiliano I de Alemania, muerto
en 1519, recibió Carlos los dominios patrimoniales de los Habsburgo, es decir, el con—
glomerado de territorios conocidos como archiducado de Austria —haciendo extensi—
va la denominación de uno de ellos al conjunto— y, asimismo, la candidatura al Impe—
rioralemán,"del que fue proclamado emperador, una vez superadapositivamentelaco—
rrespondiente elección.
A estos vastos territorios —fruto de la herencia y la elección— se sumaron una
serie de adquisiciones. Dejando aparte la progresión en el espacio americano por sus
ii especiales características, en el ámbito europeo Carlos de Austria agregó cinco pro-
ll

Carlos V = (1526) Isabel de Portugal


(1500-1558) (1503-1539)

Margarita Felipe || Marla X Juana X Don Juan


de Parma (1527-1598) (1528—1606) Fernando (1535-1573) Juan de Austria
(1522-1536) = (ー548) (1530) 二 (1553) (1537) (1547-1578)
Maximiliano ll _ Juan de __
Emp rador Portugal

Alejandro Sebastián l
Farnesio (1554-78)
(1545-1592)

Anna Rodolfo II Ernesto Isabel Matías Wenzel Maximiliano Alberto


(1549-1580) (1552-1612) (1553—1595) (1554-1592) (1557-1519) (1558—1578) del Tirol (1559-1621)
(1558-1618)

FUENTE: H. Kamen, Felipe de España, Siglo XXI, Madrid, 1997, sp.

CUADRO 6.1. Lafamília de Carlos V.


164 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vincias a las doce heredades en los PaísesBajos y, tras diversas vicisitudes entró en
poses1911delducadodeMilan Ya al final del reinado, la ocupación de Siena constitu—
yó la base para elestablecimiento de guarniciones españolas en los presidios de la cos-
ta de Toscana y en la vecina isla de Elba, cedidos por el duque de Toscana, como com—
pensación por la entrega de Siena, realizada ya bajo el reinade de Felipe ll. Tampoco
el norte de África se libró de la intervención militar carolina, aunque al final del reina-
do ese dominio se encontrase en franca regresión.
La unión personal de este extenso y heterogéneo conjunto —al que habitualmen—
te llamamos Imperio caroline, aunque en la época fuese conocido simplemente como
Monarquía— se basó fundamentalmente —excepción hecha de los territorios ex—
traeuropeos, a los que se aplicaron los patrones administrativos vigentes en Europa—
enla conservación de las 1nst1tucionesde cada uno de SUS integrantes. Quedaba confi-
guradaasíuna Monarquíaplural o compuesta —el Imperio caroline—, constituida a
Mpollticas compuestas, como la Monarquía hispánica
su vez por otras formamones
Como príncipe detodas ellas, Carlos procuró evitar ausencias demasiado prolongadas
mediante continuos desplazamientos de uno a otro territorio. Como práctica comple—
mentaria a sus muchos viajes, se sirvió con frecuencia de miembros de la familia para
que gobernasen sus Estados en los intervalos en que se veían privados de la presencia
de su soberano. La emperatriz Isabel y su hijo Felipe en España, su hermano Fernando
en el Imperio su tía paterna Margarita y su hermana María en los Países Bajos, etc,
trataron de hacer más llevadero el inevitable absentismo del Rey——Emperador. Si estos " ゝ̀l
dos procedimientos procuraron paliar la vastedad del Imperio carolino, su dispersión
forzó al César a controlar las rutas de comunicación entre las piezas que lo integraban,
con el fin de evitar peligrosos aislamientos.

2. El complejo organigrama institucional de la Monarquía hispánica

Si nos centramos en el ámbito de la Monarquía hispánica, el dominio de Carlos l


se extendía, al inicio de su reinado, por la península Ibérica (excepción hecha de Por—
tugal) y por una serie de tierras e islas diseminadas por varios continentes y mares. En
la Europa mediterránea, fruto de la expansión medieval de la Corona de Aragón, po—
seía el archipiélago balear y, más allá, las islas de Cerdeña y Sicilia, además de Nápo—
les, apéndice meridional de la península Itálica También en el Mediterráneo, pero ya
en el continente africano, Carlos había heredado una serie de enclaves costeros —los
llamados presídios africanos—, como Melilla, Orán, Bugia, Tripoli, etc. En el océano
Atlántico, frente a las costas occidentales alricanas las islas Canarias habían servido
de trampolín para saltar a tierras americanas, en las que la expansión llevada a cabo
durante el reinade de Carlos 1 será espectacular. A esta herencia netamente hispana se
agregarán, por decisión personal del Emperador, el ducado de Milan y les Pa1ses Ba—
les. Si en 1540 Carlos de Austria concedía a su hijoel principe Felipe la investidura de
Milan, seis años más tarde le nombraba duque de Milán, como recompensa _según
Fernández Álvarez— al apoyo español en la primera guerra de la Smalkalda. Sólo dos
años después, en 154,849] César tomaba una decisión similar respecto alos Países Ba—
j_os. Evidentemente, laradscripcion de estos dos territorios al bloque hispano carecía de
equidad, sobre todo si tenemos en cuenta que históricamente habían mantenido rela—
LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516— 1556) 165

ciones más estrechas con el bloque germánico. La formación de este último se remon-
ta a 1521, cuando el Emperador cedió a su hermano Fernando los dominios patrimo—
males de los Habsburgo conocidos como Archiducado de Austria. Elmismo Fernan—
do diez años después, recibió el título de rey de romanos es decirfuturo candidato
por los Habsburgo a la dignidad imperial. Sin embargo, a la altura de la década de los
cuarenta Carlos V parecía dispuesto a compensar a su hijo por aquella insólita deci-
sión tomada años atrás de formar dos bloques con su herencia. Todavía el Emperador,
en el curso de las conversaciones familiares que tuVieron lugar en la ciudad de Augs—
burgo entre 1548 y 1551, trataría de mejorar al príncipe Felipe, aunque en esta ocasión
sin consecuencias, como tendremos ocasión de comentar.
En todos los territorios hispanos, Carlos L como habían hecho los Reyes Católi—
c,os se comprometió a respetar su tradicionalorganlzacion administrativa. No obstan—
te, la formación de la Monarquía hispánica por los Reyes Católicos, como consecuen—
cia de la asociación de las Coronas de Castilla y de Aragón (1479), había implicado ya
ciertas modificaciones, como la institucionalización de la figura del virrey en los terri—
torios de la Corona aragonesa para supliriel habitUal absentismo regio, tras el estable—
Cimiento de la Corte en Castilla. El advenimiento de un titular único, no sólo para la
Monarquía hispánica sino también para otros territorios, hizo que la Corona de Casti—
lla, aunque en menor medida que la Corona de Aragón en tiempo de los Reyes Católi—
cos, se viese afectada por el absentismo de Carlos de Habsburgo. La Corte carolina ex—
perimentó cambios, pues, en su ubicación —esencialmente errática— pero también
en su composición. Integrada en un principio sobre todo por flamencos, evolucionó
hacia una composiciôn más compleja, en la que tuvieron cabida miembros de distintos
territories, castellanosen notable proporción, cumpliendo así el compromiso de inte—
grar a las elites castellanas, manifestado en las Cortes de Valladolid de 1523.¿
Por lo demás, Carlos I respetó y consolidó el entramado institucionállegado por
sus abuelos los Reyes Católicos. Ello hizo que encontrase más trabas para desenvolver
su labor de gobierno en los territorios de la Corona de Aragón —con una fuerte tradi—
ción pactista— que en los de Castilla. En esta línea semanifestó el profesor Elliott, al
afirmar que los reyes españoles del siglo XVI pudieron comportarse simultáneamente
en muchos aspectos como absolutos en Castilla y como constitucionales en los esta—
dos de la Corona de Aragón. Es evidente lo pedagógico de esta contraposición, pero
ha sido llevada por algunos demasiado lejos, proporcionando la imagen de un poder
regio que se ejercía en la Corona de Castilla sin limitación alguna y que, en cambio, en
la Corona de Aragón encontraba trabas casi insalvables para su desarrollo. Nada más
lejos de la realidad. Tanto en la Corona de Castilla como en la de Aragón el monarca,
como señaló Luis García de Valdeavellano, no sólo se hallaba coartado por el hecho
de deber someter sus actos a una conducta moral, sino también por las leyes mismas.
Negarlo para Castilla supondría defender la ausencia de responsabilidad del soberano
ante sus súbditos castellanos o, dicho de otra forma, admitir que éstos se encontraban
absolutamente inermes ante el libérrimo voluntarismo regio. Afortunadamente, estu—
diosos de estas cuestiones han ido aproximando posiciones, al señalar los límites tanto
del supuesto absolutismo en la Corona de Castilla —como ha hecho Pablo Fernández
Albaladejo— como del teórico constitucionalismo en la Corona de Aragón.
La organización político—administrativa de ambas Coronas, presidida por el régi—
men polisinodial inaugurado por los Reyes Católicos y ampliado por su nieto, es trata—
166 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

da en el capítulo 7 de esta misma obra. A él remitimos para conocer los organismos


unipersonales y colegiados que encabezaron la administración pública de la plural
Monarquía hispánica y, asimismo, para saber los equipos y personas que actuaron de
principales consejeros de Carlos de Austria.

3. Las revueltas de comienzos del reinado: Comunidades y Germanías

Pese a que el sustancial continuismo en materia institucional parecía contribuir a


garantizar un relevo pacífico, el principio del reinado de Carlos 1 en España presenció
graves alteraciones. Es cierto que el origen de las mismas se remontaba a años atrás,
pero encontraron en el cambio de titular de la Monarquía una oportunidad para aflorar
Siempre los relevos de poder han generado muchas expectativas y, lógicamente al
poco tiempo muchas esperanzas defraudadas.
Desdelamuerte de Isabel la Católica (1504) no soplaban buenos vientos en Cas—
tilla, que en pocos años presenció excesivos cambios de poder. La llegada de Carlos 1
no hizo sino complicar aún más la situación. Extranjero; con un séquito básicamente
extranjero también, entre el que repartiórelevantes cargos de la Administración y de
la Iglesia sObre los que 105 castellanos creían poseer mayores derechos, demasiado
ávido de dinero, que obtuvo en las Cortes de Valladolid de 1518 y en las de La Coruña
de 1520; y excesivamente preocupado por ser coronado Emperador; cuando Carlos I
zarpó de La Coruña, el 20 de mayo de 1520, dejando como regente a su antiguo pre—
ceptor Adriano de Utrecht, se alejaba de una Castilla descontenta y recelosa Después
de varios incidentes, de los que fueron víctimas algunos de los procuradores de las
Cortes de La Coruña, la ciudad de Toledo, arrogándose funciones de competencia re—
gia, convocó a los representantes en Cortes a una juntaextraordinaria en Àvila (julio
de 1520). A pesar del escaso eco de la convocatoria, en Ávila se nombró una Junta rec—
tora y se manifestó la frontal oposición al servicio votado en las Cortes de La Coruña y
al nombramiento de Adriano de Utrecht como regente. Frente a la postura conciliado-
ra sostenida por éste se impuso la del presidente del Consejo Real, el arzobispo Anto-
nio de Rojas, decidida a castigar a los rebeldes. Segovia, primero, Medina del Campo,
después, sufrieron las represalias del ejército imperial. El incendio de esta última en
agosto de 1520 sirviô de detonante para la movilización general de las ciudades caste—
llanas. Juan de Padilla por Toledo, Juan Bravo por Segovia y Pedro Maldonado por
Salamanca, elevados a la jefatura del movimiento comunero, tras apoderarse de Tor-
deSiÎlas, trataron sin éxito de atraer a su causa a la reina Juana Trasladada la Junta a
Tordesillas (septiembre de 1520), en donde empezó a denominarse Santa, surgieron
desavenencias entre el sector moderado, dirigido por la ciudad de Burgos, proclive a
proponer al Rey una serie de reformas, y el sector radical, encabezado por Toledo, par—
tidario de someter el poder real al control de la Junta. La disparidad deintereses entre
las ciudadesexportadoras de lana y las de la industria lanera latíaenesta rlvalidadLa
retirada de Burgos de la Junta Santa marcó el ocaso de la rebelión. Sólo a punto de
concluir el año 1520, las Comunidades, básicamente urbanas, se difundieron por algu—
na zonadel espacio rural,ien donde adoptaron un sesgo antiseñorial.

bierno del regentea] almirante y al condestable de Castilla, y la alarma de la nobleza


LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516-1556) 167

castellana ante la radicalización de una revuelta que amenazaba ya sus intereses pro—
piciaron la aproximación entre el Rey y los nobles castellanos. Juntos aplastarianla
'Jrevueltaen una serie de acciones militares, entre las que destacan la conquista de Tor—
desillas, con el consiguiente traslado de la Junta Santa a Valladolid (diciembre de
1520) y la Victoria de Villalar (abrilde 1521), seguida de lagLecución delos principa—
les líderescomuneros. El último coletazo lo protagonizó la ciudad de Toledo, en don—
de la viuda de Padilla y el obispo Acuña resistieron hasta febrero de 1522. Teniendo
en cuenta que una de las reivindicaciones fundamentales de la revuelta comunera ha—
bía sido dotar a las Cortes de una convocatoria regular, su derrota supuso un duro gol—
pe para las ya debilitadas Cortes castellanas.
También la Germania valenciana hundia sus raices en el reinado de Fernando el
Catölico, hasta el punto de que la crisis de subsistencias de 1503 ha sido considerada
como el preludio de la revuelta agermanada. Una sociedad integrada por un numeroso
sector rentista (promocionado por los préstamos demandados por la Corona), con de—
sajustes en la jerarquía gremial, con pugnas soterradas por el control del poder muni—
cipal... acabó manifestando su disgusto. En el verano de 1519 la coincidencia de la po—
sibilidad de un ataque argelino, de la llegada de la peste y de la huida de las autorida—
des de la ciudad de Valencia buscando lugares más a resguardo del contagio, impulsó
a los gremios a solicitar armarse para la defensa de la capital del Reino. Una embajada
fue destacada a Barcelona para entrevistarse con Carlos de Austria, quien reconoció el
armamento de los menestrales, legalizando así la Germania. Dicho armamento, en
realidad, iba orientado a intimidar a la nobleza y a las oligarquías municipales, a quie—
nes acusaban de insolidaridad y de presionar sistemáticamente a la justicia para de—
cantarla en su favor. Los gremios, tras obtener el permiso de armarse, constituyeron la
llamada Junta de los Trece a finales de 1519. Los principales líderes agermanados, el
pelaire Joan Llorens, el tejedor Guillem Sorolla y el mercader Joan Caro, en la misma
línea pro—regia, se comprometieron a intentar que se aceptase el preceptivo juramento
real por medio de persona interpuesta. Porque Carlos I, al conocer su nombramiento
como Emperador, salió de España sin haber prestado ni recibido el juramento de los
valencianos. Pero antes de partir envió a Valencia a Adriano de Utrecht a recibir el ju—
ramento y nombró a Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, como virrey. La
primera acción de los agermanados, nada más llegar el conde de Mélito, fue colocar en
el nuevo gobierno municipal de Valencia a un artista y a un menestral como jurados.
Se trataba de una vieja aspiración, opuesta a que los seis puestos de jurados, que cons—
tituían el poder ejecutivo municipal, fuesen monopolizados por la nobleza y las oligar—
quias urbanas. La salida del virrey de la capital, la extensión de la Germania por gran
parte del Reino de Valencia y la radicalización de la revuelta se produjeron en un corto
espacio de tiempo. El Rey, abandonando su ambiguedad inicial, se decantó por las eli—
tes, amenazadas por el radicalismo agermanado.
El año 1521 marca el principio de las operaciones militares. En el mismo mes de
julio el ejército realista se imponía en Oropesa y en Almenara, y las tropas agermana—
das, al mando del radical Vicent Peris, vencían en Gandia, procediendo al bautismo
forzoso de los mudéjares, vasallos de los señores terratenientes. Pero, poco a poco, la
situación se fue restableciendo; los gremios fueron excluidos de la elite del gobierno
municipal y Vicent Peris murió cuando trataba de reavivar la Germania en la capital
del Reino. Los últimos focos de resistencia en Játiva y Alcira, con la aparición del
168 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Encubierto, supuesto hijo del principe Juan y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos,
acabaron por apagarse. Del castigo de los agermanados se encargó la reina Germana
de Foix, nombrada Virreina en 1523 para suceder al conde de Mélito. El único logro de
la Germania fue la legalización del bautismo de los mudéjares ——que habían luchado
al lado de sus señores contra los agermanados—, a los que en 1525 se puso en la tesitu—
ra de convertirse o emigrar, siguiendo el ejemplo castellano de 1502. Los disconfor—
mes con la medida se alzaron en armas, pero fueron reducidos por las fuerzas del du—
que de Segorbe en la sierra de Espadán (1526).
También en Mallorca los gremios constituyeron la base de la Germania —a la que se
sumaron los campesinos— frente a la nobleza, que buscó refugio en Ibiza y en la plaza de
Alcudia. Entre los motivos de queja de los agermanados mallorquines sobresale el incre—
mento de la presión fiscal, para pagar los intereses de la deuda pública, y la concentración
de la propiedad en manos de la oligarquía ciudadana. En Mallorca, como en las Comuni—
dades de Castilla y en la Germania de Valencia, el movimiento pasó de manos moderadas
(el pelaire Joan Crespi) a radicales (Joanot Colom). La capitulación de Mallorca en marzo
de 1523 marcó el final de la revuelta, seguida de una dura represión.
En todos los casos, la radicalización de los movimientos subversivos había arro—
jado a las elites sociales en brazos de la Corona, que, en última instancia, salió favore—
cida de estas confrontaciones, al demostrar a la nobleza y a las oligarquías urbanas que
sólo con su alianza podían liberarse de las iras populares.

4. Los imperios de Carlos V

Este inusual epígrafe se sitúa en el lugar que solía ocupar el clásico de la idea im—
perial de Carlos V, omnipresente en casi todos los estudios sobre Carlos de Habsbur—
go. La pretensión de semejante cambio es descargar de contenido ideológico el con—
cepto de Imperio, para llevarlo al terreno de lo pragmático. Es evidente que el titulo de
Emperador correspondió a Carlos V exclusivamente en su calidad de supremo jerarca
del Imperio alemán. Pero también el término Imperio ha servido para designar otras
formaciones, de creciente complejidad, como son el llamado Imperio carolino (con—
junto de territorios —inc1uido el Imperio alemán— puestos bajo el dominio de Carlos
de Gante) y el conocido como ImperioUnlversalde la Cristiandad o Universitas
Christiana(suma del Imperio carolino y de los restantespaises pertenecientes a prin—
cipes cristianos). CarlosdeHabsburgo titular del Imperio alemán y del resto de los te—
rritorios del denominado Imperio carolino, trató de liderar también el Imperio Univer—
sal de.laCristiandad. En este sentido, el Rey—Emperador procuró capitalizar su posi—
ción en los dos primeros Imperios aludidos para dirigir el tercero.
Pero, vayamos por partes. El título de Emperador de Alemania entrañaba para su
poseedor, desde el punto de vista jurídico, una superioridad sobre los demás sobera-
nos cristianos; lo que se plasmaba, por ejemplo a efectos de protocolo, en su preceden—
cia respeCto al resto de los monarcas. No obstante, la carga de autoridad que había
acompañado al título imperial en el Medioevo se encontraba en franca retirada al co—
menzar la Edad Moderna. En efecto, durante algún tiempo, la organización de la Cris—
tiandad se pretendió resolver mediante las tareas de arbitraje, asumidas por el Papa y
por el Emperador, supremas entelequias en el'plano religioso y politico, respectiva—
LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 169

meme de la Europa cristiana. Esta misión <<supranacional» entró claramenteen crisis


en el siglo XiV,110 9910 por la falta deentendlmlento entre ambas potestades, sino tam—
bien por las consecuencias derivadas del traslado de la Santa Sede a Aviñón o del Gran
asma que se abatió sobre ella. Pero el golpe de gracia 10 recibieron, tanto el pontífice
como C]emperador,a Comienzos de la época moderna. Las llamadas nuevas Monar—
quías rechazaron la ingerencia en sus asuntos internos de poderes situados fuera de sus
fronteras, liberándose progresivamente de la tutela imperial y pontificia. Respecto a
esta última, la aparición de auténticas Iglesias nacionales contribuyó a mermar un po—
der, que los ganados a la causa luterana repudiaron. Pero, además de negar la primacía
pontificia, los luteranos acabaron alzándose en armas en defensa de su religión y de
las libertades germánicas frente a los intentos centralizadores y autoritarios del Empe—
rador. La religiôn, como tantas otras veces lamentablemente a lo largo de la historia,
se convir1i9 en bandera de reivindicación política. De esta forma, el César se encontró
con la ºposición de'/herejes yrebeldes, al mismo tiempo, en el seno del Imperio ale—
mán. Para evitar la'peligrosa simbiosis entre lo religioso y lo político se imponía re—
componer la unidad de la Cristiandad; para lo cual Carlos V adoptó una política de cla—
ro signo conciliador e incluso cesaropapista, al llegar a acuerdos con los protestantes
que‘ invadían el terreno reservado a la Santa Sede. Este talante dedialogo ha converti—
doa Carlos en paradigma del 91a9mi9m0político; aunque, forzando algo las cosas, po—
dría afirmarse que el de Gantehubiera sido erasmista aun sin Erasmo, siempre que el
término erasmista lo apliquemos —como frecuentemente se ha hecho— no sólo al se—
guidor de las doctrinas del humanista de Rotterdam, sino a cualquier persona adscrita
a una corriente depensamientoproclive a la moderacronyal diálogº ¿Participaba en
realidad Carlos V de CSC talante o lo adoptó interesadamente? Aun sin desdeñar la
fuerza de los ideales, el mundo de intereses debió de pesar en elanimo del Emperador.
No obstante lo acabado de indicar, Carlos reivindicó la autoridad imperial —ya
en claro retroceso— por cuanto lo situaba en el primer puesto de los reyes de la Cris-
tiandad; una autoridad que se sustentaba, además, en el poder que le confería ser la ca-
beza visible del vasto Imperio carolino. La incuestionable hegemonía de este hetero—
géneo Imperio en la Europa de su tiempo fue sustentada por sus distintos integrantes,
pero, básicamente,por la Monarquía hi.spánica Sobre ellagravitó desde muy_ pronto

panización del césar Carlos no pudo ser,en parte la respuesta agradecida ala c9nvic—
ci9n de que los subdltos 99e Monarquía ——los castellanos, especralmente—SCha—
bían convertido en la columna vertebral de sus dominios, por el volumen de sus apor—
taciones hum21nas y económicas a las empresas generales del Imperio carolino. Ahora
bien, este Imperio planteaba problemas, de casi imposible solución, derivados de 121
dificultad de armonizar la proyección exterior de cada una de las piezas de este con—
junto tan diverso con la de las restantes. En efecto, a partir de su asociación en la per—
sona de un soberano común no cabían orientaciones diplomáticas diferentes; lo que
suponía para el César renunciar a aquellas actuaciones que pudiesen poner de mani—
fiesto los intereses a veces encontrados del conjunto carolino. Sólo teniendo en cuenta
estas premisas se puede comprender el conservadurismo territorial (sólo desmentido
por su intento ——abandonado 911 1529 de recuperar Borgoña) alentado por Carlos V
en la Europa cristiana y que tanto difiere de la política expansiva llevada a cabo por
otras potencias hegemónicas en coyunturas diferentes.
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LA NUEVA MONARQUÍA DE L SHABSBURGO. CARLOS 1 (1516-1556) 171

Lamejor manera de evitar confrontaciones entre soberanos cristianos, que pu—


diesen conllevar cambios hegemónicos indeseables, era comprometlendolos en una
aCC{C』conjuntaguiada por el propio Emperador“contra el enemigo común. Por esola
fªicontra el inlìelaparecía como la mejor empresa hacia la quecanalizar los1m—
petus del Ímperio Universal de la Cristiandad. Liderar la lucha contra el Islam podía,
además, proporcionar a Carlos V un prestigio moral que agregar a su supremacía jurí—
dica sobre el resto de los príncipes cristianos-,eiisu calidad de emperador, y a la pre—
ponderancia fáctica de su Imperio carolino en el tablero internacional. Desde esta
perspectiva esencialmente posibilista, no parece inadecuado afirmar que el César fue
un cruzado más quizá por conveniencia que por convicción Así parece demostrarlo,
además, el hecho de que reiteradamente el Emperador pospusiese la cruzada contra el
Islam para frenar las ansias expansionistas de otro monarca cristiano, como era el rey
de Francia. Pero su proyecto de una Cristiandad cohesionada y en paz, dirigida por él
mismo en su enfrentamiento contra el Islam, fracasó por motivaciones de naturaleza
diversa. De una parte, las frecuentes desavenenc1as entre el Papa y elEmperador no
contribuyeron precisamente a crear ese clima de entendimiento garante del éxito de la
empresa. Tampoco Carlos V logró la aquiescencia de todos los príncipes cristianos a
su proyecto. Francia, fundamentalmente, lejos de aceptar el liderazgo del Emperador
sobre la Universitas Christiana, le disputò su hegemonía en Europa.
En consecuencia, y para concluir, la práctica —mejor que la idea— imperial fue
fruto, más que de la plasmación de una construcción ideológica perfectamente planifi—
cada, de la adaptación a las circunstancias propias y del entorno. Sin embargo,_Car—
los V acabaría fracasando en los que habían sido susobjetivos básicos en cada uno de
esos tres Impe1iQs, que hemos mencionado: reintegrar la unidad confesional del Impe—
rio alemán, mantener el slam quo Qn la Europa cristiana y liderar una magnacruzada
contra el Islam.Si en elprimer casofueron los príncipes protestantes alemanes le que ′
SC interpusieron en su camino, en los otros dos lue Francia la principal responsable de
la ruina de los proyectos carolinos.
La participación española en estos designios imperiales fue de notables propor—
ciones. Y lo fue, no sólo en las cuestiones relativas al Imperio carolino y al Imperio
Universal de la Cristiandad —imperios ambos virtuales—, de los que la Monarquía
hispánica era parte integrante, sino incluso en las que afectaban al Sacro Imperio Ro—
mano Germánico —el único real— del que no formaba parte.

5. Los principales adversarios

Si en el terreno de la política interior Carlos de Gante pudo conservar la diversi—


dad administrativa de las distintas entidades políticas puestas bajo su soberanía, las
cuestiones de política exterior exigíanunaunidad (1Q_criterio(_intodas laspiezas del
_ conjunto caroline, bastantedifícil de conseguir, como se ha indicado antes. Ello Obli—
gó a Carlos Va reducir el potencial radio de acción de su política exterior a los ámbi—
tos o cuestiones en los que el consenso de los integrantes del entramado carolino fuese
la nota dominante. Y eso es lo que venía ocurriendo desde la Edad Media respecto al
poder islámico, contra el que la Europa cristiana había desplegado su espíritu de cru—
zada, versión cristiana de la guerra santa musulmana. Es cierto que esa rivalidad cris—
172 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tiano—islámica no se mantuvo por todos los países europeos con la misma intensidad a
lo largo del tiempo. Intereses económicos, estratégicos o politicos indujeron en oca—
siones a monarquías cristianas europeas a aflojar esa oposición estructural e, incluso,
a entablar relaciones oficiosas con el Imperio turco o con alguno de sus correligiona—
rios norteafricanos para obtener ciertos beneficios. Ahora bien, desde el horizonte
mental de la época, esta confrontación de base religiosa (aunque con otras muchas
connotaciones) resultaba irreprochable y así lo avalaban los tratadistas del derecho de
gentes al calificarla de guerrajusta.
Algo similar sucedió, ya en plena Edad Moderna, cuando la ruptura de la Cris—
tiandad europea enfrentó a católicos y protestantes. Carlos V, convertido en cabeza
del sector católico, después de fracasar reiteradamente en el intento de una aproxima—
ción pacífica, se opuso por las armas a los príncipes protestantes del Imperio alemán,
tratando al mismo tiempo de evitar la secesión cristiana y de sofocar la rebeldía de
aquellos súbditos que, enarbolando la bandera del protestantismo, se convirtieron en
paladines de las llamadas libertades germánicas. Pero el fracaso del César, junto con
la expansión de la ideología protestante a nuevos ámbitos geográficos acabó fragmen—
tando a Europa en dos bloques enfrentados. Aunque la oposición religiosa entre cató-
licos y protestantes fuese interferida frecuentemente por intereses de otra naturaleza,
hay que situarla también en el terreno estructural de las antipatías naturales.
Sin las connotaciones religiosas, acabadas de aludir larivahdadcon Francia
constituyó otro de los pilares básicos de la política exterior carolina. Aunque,fren—
te al cristianísimo rey de Francia, su católica majestad Carlos I de España no pu—
diese esgrimir incompatibilidades religiosas, muchos otros motivos venían en—
frentando a los súbditos de ambos soberanos. En el espacio de unos pocos años (de
1515 a 1519), Francia quedó materialmente cercadaporposesrones pertenecientes
a un único titular Carlos51e Gante.Los Países Bajos, el Franco—Condado, el Impe-
rio aleman, la Monarquía hispánica, constituían uriférreo cinturón que conStreñía
a Francia por el norte, el este y el sur, es decir, por todo el perímetro de su frontera
terrestre. En esta situación era lógico que, mientras Carlos V pretendía mantener y
hasta estrechar el cerco (sobre todo con su reclamación de Borgoña, incorporada
años antes a la Monarquía francesa), sus coetáneos galos, Francisco l y su hijo
Enrique II, tratasen de romper o de llevar a posiciones más alejadas ese agobiante
caparazón A este motivo fundamental de divergencia se unía el de la rivalidad por
tierras de Italia, que ya había enfrentado a aragoneses y angevinos durante buena
parte de la Edad Media y que se había saldado, en general, de forma favorable a la
Corona de Aragón, antes de integrarse en la Monarquía hispánica a comienzos de
los tiempos modernos.
Islámicos, protestantes y franceses aparecen, pues, como los principales enemi—
gos a batir en el horizonte de la política exterior carolina. El planteamiento, muchas
veces simultáneo, de estas rivalidades obligó al emperador a dividir sus fuerzas o a
apaciguar momentáneamente un frente para concentrar su capacidad ofensiva en otro.
Conviene destacar que, ente] orden deprioridades seguido por Carlos V a lo largo de
su reinado, el enfrentamiento con elturco no se sitúa en primer lugar, como podría de—
ducirse de esañimagen estereotipada de un Carlos de Gante campeón de la Cristiandad
contra el Islam. El primer puesto en las preocupaciones internacionales del César lo
ocuparon sin duda los franceses, seguidos de los turcos y berberiscos y, en última ins-
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 173

\ “:,”

Ámsterdam

GUELDRES
1543

REINO DE FRANCIA

FUENTE: M. Artola (dir), Emiclopledia de Historia de Espana, Alianza,


Madrid, 1993, Vl, p. 926.

MAPA 6.2. Las ”províncias de los Países Bajos.

tancia, de los protestantes. El afortunado título de la obra del profesor Sánchez Mon-
tes, Fram-eses” protestantes у turcos.. ., podría modificarse ligeramente para plasmar
ese orden de prioridades, intercambiando los dos últimos términos de la trilogía. En
todo caso, la confrontación más intensa y prolongada la sostuvo el Rey—Emperador
con un país con el que existía una coincidencia confesional y se desarrolló a lo largo de
una amplia frontera, a la que hace tiempo denominefrontera política para distinguirla
de las otras dos fronteras con trasfondo religioso, a las que el profesor francés Chaunu
había calificado dejrontera de cristiandad (con los musulmanes o inlieles) y defron—
tera de catolicidad (con protestantes o herejes).
Aunque respecto a estos tres objetivos básicos la coincidencia de pareceres de los
súbditos de los distintos dominios carolinos (excepción hecha de una parte de los ale—
manes) parecía asegurada, no a todos interesaban en la mismamedida. De ahí que, de—
pendiendo del momento la política exterior asumida por Carlos V sintonizase más
con unos paísesquecon otros. Lo que sí es cierto es que la mayoría de las guerras sos—
tenidas por el Emperador, al margen de a quién pudieran interesar más en cada oportu—
nidad, presenciaron la colaboración de los diferentes súbditos de Carlos de Gante, que
contribuyeron a ellas con aportaciones económicas y humanas. Por eso resulta tan di—
174 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

fícil, por no decir imposible, distinguir inequívocamente lo que corresponde a la polí—


tica exterior de cada uno de los Estados que integra el conjunto carolino.
Desde la optica estricta de la Monarquía hispánica o católica, la confrontación con
Francia revistió, sin duda, la mayor gravedad. El segundo puesto lo ocupa el enfrenta—
miento con el Islam más persistente el protagonizado por los berberiscos, más peligroso,
pero también más esporádico el librado con el Imperio otomano. No en balde, muchas de
las ofensivas de los norteafricanos se inscriben dentro de la modalidad de la guerrilla,
mientras que las de los turcos responden a las características de la guerra convencional. En
el plano de las realidades concretas, sin embargo, no siempre fue posible mantener esta
sencilla distinción por el hecho de que berberiscos y turcos actuaron a veces de comûn
acuerdo. Por su parte, la rivalidad con los principes protestantes alemanes constituyó para
España un problema secundario, respecto a los acabados de mencionar; puesto que el inte—
rés hispano en dicha pugna se limitaba a las consecuencias ideológicas que de ella se pu—
dieran derivar, permaneciendo bastante ajeno a las incuestionables repercusiones políticas
que podía suponer para el Reich. A pesar de ello, hombres y dinero hispano hicieron acto
de presencia en la lucha entre el Emperador y los príncipes protestantes de su Imperio.

6. Una posible periodización de la política exterior

Ciertamente, Carlos V tuvo que hacer frente a otros oponentes a lo largo de su


reinado, pero el pulso con ellos revistió un carácter bastante más coyuntural que el li—
brado en las tres «fronteras» acabadas de mencionar. Precisamente, en función de la
actuación independiente o coordinada de los poderes situados tras estas fronteras, he—
mos dividido la política exterior del Rey—Emperador en cuatro etapas. Durante la pri—
mera y la tercera, las principales fuerzas anticarolinas actuaron de forma separada, en
la segunda y en la cuarta se unieron para oponerse al enemigo común. Pero no es éste
el único elemento que les confiere personalidad; las cuatro están separadas entre sí por
acontecimientos de relieve, reflejan el proceso de maduración personal de Carlos de
Gante y de evolución de su entorno, se desarrollan preferentemente en ciertos ámbitos
e, incluso, se saldan de forma progresivamente negativa para los intereses carolinos.
Teniendo en cuenta que nos interesa captar la política exterior de Carlos básica—
mente desde la perspectiva de la Monarquía hispánica —a pesar de la antes aludida
casi imposibilidad de distinguir la política exterior española del conjunto de la política
exterior carolina— la primera etapa abarcaría desde1516 (año de su proclamación
como Carlos I) a 1530 (año de su coronación imperial en Bolonia y de la Dieta de
Augsburgo) SoiiTõsaños de un Carlos de GanteJoven, un tanto inexperto al principio
e influido por los consejeros de primera época Nos muestran también a un Carlos de
talante conciliador, muy dentro de la línea erasmiana, decididoa resolver por la vía del
dialogo en sucesivas Dietas las divergencias surgidas con Lutero y SUS seguidores en
elseno del Imperio alemán. Yadurante esta década ymedia hacen acto de presencia
los tres principales rivales de Carlos, antes mencionados, pero lo hacen de forma des—
coordinada. Con dos de ellos, franceses y musulmanes, se libran encuentros armados,
con los luteranos sólo dialécticos. Los principales frentes de lucha se sitúan en Italia
contra la Monarquía francesa y en la cuenca danubiana contra el Imperio otomano;
ámbito este último de vital importancia para el Imperio alemán, pero secundario desde
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS I (1516—1556) 175

la Ôptica estricta de la Monarquía española. Para ésta la disputa por Milán constituye
el eje básico de la política exterior de estos años, con lo que Francia se convierte para
Carlos I en el principal enemigo a batir. El saldo de esta fase para el Emperador puede
considerarse positivo, con la batalla de Pavía como victoria más significativa.
La segunda etapa, de duración similar a la anterior, arrancaría lógicamente del fi—
nal de la etapa precedente ( 1530) para concluir en 1544, con la firma de lapaz de Crépy
con Francia. Carlos, ya eñíjlenitUdvital, se libera del influjo de los consejeros de los prié
“mercé años. La muerte del gran canciller Mercurino Gattinara ( 1530) provoca el acceso
de un nuevo equipo de consejeros aúlicos, en el que el componente hispano cobra relie—
ve. La desaparición de antiguos consejeros, junto con la propia evolución de las circuns—
tancias ambientales, empiezan a hacer fracasar el clima conciliador que había caracteri—
zado la primera fase. Pero, sobre todo, esta segundaetapa es testigo de la primera coor—
dinación de las fuerzas antiimperiales, con—la aproitimación de la Monarquía francESa al
iÍrfiperio turco y a los príncipes protestantes alemanes. Es el peripdonlediterranep por
excelencia y, por eso mismo, el más específicamente hispano de los cuatro, por cuanto
el Mediterráneo occidental acoge la pugna de Carlos I con Francia y con los berberiscos,
aliados de la Sublime Puerta. En el balance final se entremezclan éxitos notables, cºmo
el de Túnez, y algún fracaso, como el de Argel, aunque parecen predominar aquéllos.
′ Tanto la tercera como la cuarta fase alcanzarían un menor desarrollo cronológico
respecto a las dos anteriores, pero muy similar entre sí. La tercera se inscribe entre
1544 y 1551, año en que los Habsburgo, traslargas y__ complejas conversaciones, lle—
gan a un acuerdo familiar respecto a la sucesión_en)el____ _Vper'ho. Un Carlos en plena ma! `
` durez se resiste alaceptar” lo evidente, es decir, la ruptura de la Cristiandad. De nuevo la
descoordinación de los enemigos del César es la nota dominante, tras la renuncia de
Francia en Crépy a continuar la alianza con el Imperio turco, con el que Carlos, por su
parte, llega a suscribir treguas. Esta Situación de mayor distensión en la frontera con
Francia y con el mundo islámico permite al Emperador concentrar sus energías en el
ámbito alemán. El primer plano de la actualidad internacional se trasladó, pues, a hori-
zontes alejados de la Monarquía hispana, lo que no fue óbice para que en ellos se hí—
ciese sentir la presencia española. Los reveses parecen pesar ya más que las victorias a
la hora de caracterizar esta etapa.
La cuarta fase, en fin, seprolongaentre 1545 1 xljâfi, año este ûltimo de la abdi—
cación de Carlósl'al'kt'ron'óiespañol. Un emperador, cansado y envejecíd0,se vio obli—
gado a reconocer al go a lo que reiteradamente se había negado, como era la ruptura de
la Europacristiana. De nuevofcomo había ocurrido en la'segunda, esta cuarta fase fue
testigo de la actuación combinada de los enemigos del César, representada en esta
ocasión básicamente porra aIiänZà'Hë'Îïranèia “ca““îô’s' Míticipes protestantes alema—
nes. La malt:Aplicación de frentesde cenflicto obligó alEmperadoriafuºriaiudíyersifica-
ción peligrosa, saldada de manera negativa. ”~

6.1. MUSULMANES, PROTESTANTES Y FRANCESES POR SEPARADO (1516—1530)

En el corto espacio de tiempo que media entre 1516 y 1521 las tres principales
fuerzas anticarolinas dejaron sentir su presencia en el horizonte de las preocupaciones
del Rey—Emperador, aunque independientemente.
176 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Los primeros en dar muestras de inquietud fueron los turcos y berberiscos, contra
los que Carlos tomö ya algunas medidas y de los que soportó muestras de su peligrosi-
dad. La expansión del Imperio otomano en la Europa oriental se remontaba al si—
…glo XIV, pero fue la conquista de Constantinopla por el sultán Mahomet II en 1453 la
que dio un nuevo impulso al avance turco. En el mismo año de su proclamación como
rey de España (1516), aun antes de emprender el viaje que le harla entablar contacto
con sus nuevos súbditos, Carlos de Gante se adhirió a la Liga Santa, integrada por su
propio abuelo el emperador Maximiliano I y por el pontífice León X, con objeto de po-
ner l'reno a la amenaza otomana. Una amenaza a la que ese mismo año se sumó un
acontecimiento de consecuencias todavía imprevisibles, pero en todo caso negativas
para el futuro de la estabilidad en el Mediterráneo occidental: la ocupación por Horuc
Barbarroja de Argel, convertido a partir de entonces en punto de origen de muchas de
las operaciones de saqueo o _razzias perpetradas por norteafricanos contra intereses
hispanos. Tres años después, durante la estancia de Carlos en Barcelona, a donde ha—
bía acudido para celebrar Cortes, el flamantejoven rey tuvo que sufrir la humillación
111
de saber que flotillas berberiscas recorrian el litoral catalán con notable impunidad. “i
En 1517, con una diferencia de sólo unos días, Carlos I desembarcaba en el puerto
de Tazones (Asturias) y el fraile alemán Martín Lutero colocaba sus famosas 95 tesis en
la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg. En principio las propuestas de Lutero,
contrarias a la cuestión de las indulgencias para la construcción de la iglesia de San Pe—
dro de Roma, parecían el comienzo de una de tantas controversias religiosas, suscitadas
en la época por la dificultad de armonizar los deseos, muy extendidos, de una profunda
reforma de la Iglesia y el estado real de la institución eclesiástica, que se mostraba inca—
paz de encauzar dichos anhelos. Sin embargo, andando el tiempo, la reforma luterana
acabaría produciendo una ruptura sin retorno en el seno de la Cristiandad europea. Y a
ella muy pronto se sumarían otras, dirigidas por reformadores como Zwinglio o Calvi—
no, opuestos también a Roma, pero, a su vez, con discrepancias entre S{A la negativa de
Lutero de retractarse (1518), siguió la bula Exurge Domine (1520) del papa León X, en
la que se condenaban por heréticas varias de las proposiciones luteranas. (
Por último, la rivalidad personalentre Francisco I de Francia (15 15—1547) y Car—
los Ide España por su comûn aspiración a la dignidad imperial, vacante a la muerte de
Maxtmillano I (1519), se sùmô a otros motivos de oposición antes mencionados. Sin
'“〝C…ba{g。'CTenfrentamiento armado no se produjo hasta 1521. Ese año daba comienzo
la primera de las cuatro guerras sostenidas entre ambos monarcas, que encontraron en
territorio italiano el escenario idóneo para su desarrollo. Cuando Carlos I inicia su rei—
nado, en la península Itálica se acababa de establecer un cierto equilibrio entre Francia
y España, con el predominio de la primera en el norte —en donde Francisco I había
ocupado Milán (1515), amargando el final de la vida de Fernando el Católico— y el de
la segunda en el sur, gracias a su dominio de Nápoles, reforzado por el de las islas pró—
ximas de Sicilia y Cerdeña.
El año 1521 marca el inicio, ya que no de una actuación conjunta, S{ de la mani—
festación simultánea de las tres principales fuerzas anticarolinas, con la diversifica-
ción de lrentes que ello comporta Efectivamente, en 1521, mientras tropas francesas
_ p_re_sionaban en la lrontera con los Países Bajos y cón Navarra,yla Dieta de Worms
condenaba a Lutero al exilio y a sus obras a la quema, el sultán Solimán II el Magnifi—
co (1520— 1566) se apoderaba deBelgrado
LA NUEVA MONARQUÎA DE LOS HABSBURGO. CARLOS I (1516—1556) 177

De las tres oposiciones simultáneas, la sostenida con Francia captó el máximo


interés de los españoles. El pistoletazo de salida lo dio Francisco I con su ataque en la
primavera de 1521 __aprrgyçcrbêndg cllevantamientp comunero castellano— de Flan-
deíy' de Navarra, en la que el rey galo trataba de reponer a sus destronados monarcas.
La'reaccióninmediata de Carlos V fue atraer a su causa a Enrique VIII de Inglaterra
—cuyo apoyo se plasmarfíá'distintas Operaciones en el ”norte de Francia— y alpapa
León X, con quienes suscribió sendos tratados secretos. Tras los preparativos diplo—
máticos, tropas imperiales y pontificias conquistaron Milán. Si para Leôn X la expul—
sión de los franceses de la mayor parte del Milanesado le permitió recuperar Parma y
Plasencia, para elEmperador el control del estratégico ducado, en el que restauró a un
miembro de la familia Sforza, garantizaba la relación entre suspposesiones mediterrá—
neas y centroeuropeas. La muerte del Papa, a punto de concluir el año 1321, y del Emce—
so—zñíóñópontificio (del cardenal Adrianode Utrecht, antiguopreceptor de Carlos de
Gante, abría un periodo esperanzador enlas revliacionesgntrerel__Emperado_r y la Santa
Sede. El primer intento. de Francisco lpara recuperar el ducado concluyó con la derro-
ta de sus tropas en la batalla de Bicoca,ren Aabrilrde1522, SEEPÁQQQQÍÁQPQEQCM de los
imperiales en Génova,y del consiguiente restablecimiento de Antonio Adorno. Mien-
tías—ema cuenca danubiana proseguía el avance turco, Franciscojreanudaba los es-
fuerzos por'reºc'uperar posiciones en la zona septentrionalitaliana. Precisamente—elieml
pecinamie'nto' del francés en'pr'o'seguir la'guerra impulsó al nuevo papa Adriano VI,
más proclive antes a organizar una gran cruzada contra el turco, a ingresar en la liga
antifrancesa formada por el Emperador y la mayor parte de los Estados italianos. Pero
la muerte del pontífice en septiembre de 1523 truncó esta colaboración. "1159345112111-
cesas, dirigidas por su propio rey, lograron al fin ocupar Milán (octubre de 1524) ypo—
ner sitio a Pavía. La ciudad, defendida por António de Leiva, resistió un asedio de tres
meses, al final de los cuales las tropas de auxilio enviadas por el Emperadortal mando
del condestable de Borbón (frances pasado al serviciode Carlos V por desavenencias
con En rey), el marqués de Pescara y el virrey de Nápoles consiguieron levantar el
sitio. La batalla de Pavía (febrero de 1525), uno de los grandes hechos de armasidel si—
glax'vníúsñ'fíñ,151155165 féí'té'rád'oíihíéntos franceses por recuperar el Milanesado,
como al cierto equilibrio franco—español en Italia.
理丑工。丑担 155911913991, hechº prisiºnerº e a] ]ad España, en
donde, tras unos meses de éáúí'véfiaís'uscritjíó el tratado de paz de Madrid (enero de
1526). A cambio de su libertad, el rey friarigeswseícomprgmetiaadevoNérEórgoña, así
7656 a renunciar a la soberanía sobre Flandes y Artois y a sus aspiraciones Sobreterri—
torio italiano. Aceptaba también devo'lviefrsu's dignidadesy poSesiones al condestable
de Borbón y contraer matrimonio con la hermana mayor de Carlos V, Leonor. Como
garantía de lo estipulado quedaban ennyspañaASus dos hijos mayores, el delfín y el du—
que de Orleáns, junto con algunos caballeros franceses. '
Pero, pese a la calidad de los rehenes, Francisco I nada más regresar a Francia se
liberó de los compromisos contraídos, alegando que habían sido logrados bajo coac-
ción. Retomando las negociaciones diplomáticas iniciadas por su madre Luisa de Sa—
boya, regente de Francia durante su cautiverio, consiguió en un breve espacio de tiem—
po formar la Liga de Cognac o Clementina (mayo de 1526), integrada, además de por
Frangjgelnglaterra, por distintos estados italianos, incluidos los pontificios de Cle—
mente VII. Ciertamente, Francisco I había encontrado el terreno abonado para formar
178 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

una vasta coalición anticarolina Mientras en afios anteriores Carlos V había logrado
algo parecido respecto a Francia, el excesivo poder del Emperador en Italia y sus exi—
gencias en e1 tratado de pazde Madrid habían impulsado a algûn antiguo aliado a pa—
sarse al bando contrario. La formaciön de la Liga de Cognac marcó el1nicio de la se—
gunda de lasguerras sostenidas entre Francisco I y Carlos I.
Sin duda, el acontecimiento de mayor relieve acaecido en el curso de esta nueva
confrontación lue el llamado saco de Roma, en singular, aunque en realidad fuesen
dos los saqueos a que se vio sometida la Ciudad Eterna, que, con sólo un intervalo de
meses, tuvo que soportar el pillaje a que la sometieron los ejércitos carolinos durante
varias jornadas. En febrero de 1527 fueron las tropasespafiolasp italianas, llegadas a
Roma desde el sur a las órdenes de Hugo de Moncada, las que procedieron a un primer
saqueo; en mayo del mismo año se produjo el saqueo más conocido, es decir, el prota—
gonizado por tropas alemanas al mando del condestable de Borbón, las cuales, ante la
falta de paga, se entregaron al pillaje, sin freno tras la muerte del condestable El Papa,
refugiado en el castillo de Sant—Angelos se vio obligado a capitularlEl impacto del
saco de Roma en toda la Cristiandad fue enorme por mas que alguno, como Alfonso
de Valdés, secretario de cartas latinas de Carlos V, tratase en su Diálogo de Laclancio
y el Arcediano de justificar lo acontecido como el castigo divino por el comportamien—
to inadecuado de la cabeza de la Cristiandad. ¿'
Pero Francisco I no pudo aprovechar el clima de opinión antiimperial que se ge—
neralizó tras los lamentables sucesos de Roma, aunque sí lo intentó. Con el apoyo del
almirante genovés Andrea Doria los franceses conquistaron Génova, expulsando de
ella definitivamenté a Antonio Adorno. Evidentemente, el monarca galo trataba
de restablecer su poder en Italia, y la siguiente pieza en las ambiciones de Francisco I
era Nápoles, Pero durante el sitio de la ciudad se produjo un cambio decisivo, debido
al abandono de la alianza con Francia de Doria y su paso al servicio del emperador
(1528) En este espectacularviraje jugaron sin duda un papel de primer ordenlas ne—
góciacwnes llevadas a cabo por el gran canciller Mercurino Gattinara para atraer al
almirante genovés a la causa imperial.
' 〝 〝 "DCm。an…' la inyección de fuerza que para el bando carolino supuso la defec-
ción de Andrea Doria forzó a Francia a deponer las armas. Dos
“pages fueron necesa—
rias para concluir esta guerra, la de Barcelonajjuniodc 1529)entre _elEmperador y el
Papa, y la de Cambray o de las Damas (agosto de 1529), así llamada por la participa—
"ciónen ella deLuisa de Saboya y Margarita de Austria, entre Carlos I y Francisco I.
Por la primera el Papareconocíaa Carlos de Habsburgo la investidura de Napoles,
mientras éste, respaldando el nepotismo de Clemente VII, se comprometía a restaurar
a_ los Médicis en Florencia, tras un paréntesis republicano, en la persona de un sobrino
delpontifice. Al año siguiente,1acoronación imperial de Carlos V en Bolonia por el
papa Clemente VII (febrero de 1530) escenificaba de forma solemne la reconciliación
entre los dos máximos poderes, espiritual y temporal, y aupaba al Emperador a su ni—
vel más alto de poder. En el acto de la coronación, cargado de simbolismo, Carlos ya
no aparecía como el último responsable del saco de Roma, sino como el pacificador y
protector de Italia. Una Italia, en la que parte de sus Estados reconocían a Carlos de
Habsburgo como su príncipe, mientras que para otros, como el ducado de Milán en
manos de los Sforza 0 Florencia en poder de los Médicis, era su protector. La paz de
las Damas, por su parte, representó en esencia una vuelta a lo estipulado en el tratado
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 179

de paz de Madrid de 1526, pero limado de las asperezas que habían dificultado su
cumplimiento. Francia ratificaba la renuncia hecha en Madrid respecto a sus aspira—
ciones sobre suelo—"italianofperdcoºnservaba BorgoñaLps ilustres rehenes—dei Carlos I
eran af'finliberados, tras el pago de un rescate dedos millones de escudos, y se daba
luz verde a la pospuesta boda de Francis-6511}È’ÔnîLeÔngr de Habsburgo.
Estas dos primeras cónfrontaciones con Francia, en las que se vieron implicados
además de los dominios del César muchos de los estados italianos e Inglaterra, habrían
sido más que suficientes para captar toda la atención de Carlos V. Pero durante estos
afios el Emperador tuvo que hacer frente, directamente о рог personas interpuestas, a
otros problemas, bastante más alejados de los intereses estrictamente hispanos.
En el Reich, la cuestión luterana se fue agriando a partir de la Dieta de Worms
de 1521, antes aludida. Lutero, condenado por el Papa y por el Emperador, busco re—
fugiojunto al elector de Sãjonia, procediendo en el castillo de Wartburg entre 1521 y
1522 a perfeccionarsii—doctrina y a traducir la BibliaaLalemán. Con el trasfondo de
inoperantes Die—tas (Núremberg, 1522 y 1524), el luteranismo iba ganando adeptos y
conVirtiendose en bandera, no sólo de reivindicación politica, sinotambién social.
Así fue esgrimido por los campesinos frentea sus señores en una rebelión (Bauern—
krieg, 1524—1525) que llegó a afectar a gran parte de Alemania. Vencidos los campe—
sinos por la nobleza con la aquiescencia de Lutero, se reunieron dos nuevas Dietas
en 5131530 5727617 1529), abocadas también al fracaso, en un momento enfqueáelapo—
yo de la totalidad de los príncipes del Imperxioñlluteranos, incluidos— aparecía
como imprescindible para frenar el avance turco. Fue concretamente en la Dieta de
Spira de 1529 cuando parece se acuñó, el término,ssprowtestantes» paradesignar a los
luteranos, denominación aquella que se haría extensiva a los seguidores de otras re—
ligiones reformadas.
Gracias precisamente a la colaboración de los príncipes, sin distinción de credo,
pudo Fernando de Habsburgo rechazar el ataque turco a Viena de 1529. Parecía llega—
do el momento de resolver de una vez la cuestión luterana y el propio César se trasladó
a tierras alemanas para presidir personalmente la Dieta de Au—gsburgo(_ 1530). Pero la
(actitud cesaropapista y conciliadora del Emperador no produjo la pretendida aproxi—
mación entre Católicos y'pFOte'StantesfPor el contrario, los sectores más radicales de
una y otra parte mostraron su abierta oposición a lo allí acordado. La respuesta prófêíê-
tante se'plasmó en la formación de la Liga de Smalkalda. “º“? ` ` 写
V.,—,x !

El frente de lucha más alejado de la Monarquía hispánica tuvo como protagonista


al Imperio otomano. La expansión turca hacia occidente, acometida con vigor por el
sultán Solimán 11 el Magnífico desde el comienzo de su reinado, se saldó negativa—
mente para Carlos. La conquistade Belgrado, ya aludida, la ocupación de Rodas al
año siguiente ( 1522) o la victoriadeMohacZí1526) marcan hitos en el avance otoma—
no. Si la incorporación de la isla de Rodas supuso la expulsión de los caballeros de la
Orden de San Juan de Jerusalén y su posterior asentamiento, con el beneplácito de
Carlos, en las islas de Malta y de Gozzo y en la ciudad de Trípoli; la gran victoria turca
en Mohacz sobre el rey de Hungría y de Bohemia, Luis II el Póstumo, que murió a
consecuencia de la batalla, dio paso a la sucesión en estos territorios (disminuidos no-
tablemente por la pérdida de una gran parte de Hungría) a Fernando de Habsburgo,
hermano del Emperador. Cuñado del fallecido monarca por su matrimonio con
Ana, hermana de Luis II, y también como hermano de María, viuda del mismo rey de
180 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Hungría, pasó a ocupar en tanto que rey de Bohemia y de la llamada Hungría real, una
difícil posición por su contacto directo“côñterritorios bajo control del Imperio otoma—
no. Por eso, no puede extrafiar que, dejando al margen incompatibilidades de tipo con—
fesional, Fernando tratase muy pronto de suscribir treguas con el turco. Pero, antes de
que éstas se hiciesen realidad, la misma Viena se vio sometida en 1529 a la presiôn
otomana, como acabamos de indicar.
Ese mismo año en el frente occidental del Mediterráneo se produjeron dos acon—
tecimientos que revelaban el recrudecimiento del corsarismo berberisco: la pérdida
del Peñón de Argel y la derrota en aguas de Formentera de la flota de galeras que había
“lle—vadoCarlos
a V a Italia.

6.2. ALIANZAS ANTIIMPERIALES EN LA FASE MEDITERRANEA (1530—1544)

La segunda fase, de las cuatro en que hemos dividido el reinado, se diferencia de


la anterior, entre otras cosas, por ser testigo de la primera coordinaciôn efectiva entre
los enemigos del Emperador, que hemos visto actuar en la primera de forma todavía
descoordinada, aunque simultánea.
La paz de las Damas de 1529 no impidió que Francisco I llevase a cabo una inten—
sa actividad diplomática conducente a aunar sus fuerzas con las de los mayores enemi—
gos del Emperador. De ahí la intensificación de las negociaciones con el Imperio turco
y la apertura de relaciones con la Liga de Smalkalda. La formación de esta fue, como
se acaba de indicar, la respuesta de los luteranos a la Dieta de Augsburgo, representan—
do la primera asociación protestante con vistas a un posible enfrentamiento armado
con el Emperador. Decidida a fines de 1530, se constituyó al año siguiente bajo la di—
rección del elector de Sajonia y del landgrave de Hesse. En 1532, por el tratado de
Saalfeld, los protestantes declararon abierta la Liga a Francisco 1. En cuanto a la alian—
za franco—turca, existen discrepancias en torno al momento exacto de su consecución,
pero todos coinciden en que se hizo realidad en la década de los años treinta. Gracias a
ella, Solimán el Magnifico pudo contar con dos inestimables puntos de apoyo en la
cuenca occidental del Mediterráneo: el norte de África y los puertos mediterráneos
franceses.
La primera acción armada digna de destacar del periodo consistió en un nuevo si-
tio de Viena (1532), en el que Fernando de Hungría (designado el año anterior rey de
romanos o, lo que es lo mismo, candidato a suceder a su hermano como emperador), a
diferencia de lo ocurrido tres años antes en ocasión similar, pudo contar con el apoyo
personal del Emperador, que aportó tropas (en las que figuraban españoles) y el dinero
obtenido del rescate de los hijos del rey galo. El episodio concluyó, como en 1529, con
la retirada del turco. No todo fue positivo, sin embargo, desde la óptica del César. Para
apaciguar a los li gueros de la Smalkalda, a los que seguía necesitando en sus enfrenta—
mientos con el Imperio otomano, Carlos V se vio forzado a moderar su postura y a
comprometerse a respetar el luteranismo hasta la reunión de un Concilio general (paz
de Nüremberg de 1532).
Tras este primer serio incidente, el Mediterráneo occidental se convirtió en el es—
cenario básico de la guerra. De ahí que la política exterior del Emperador durante esta
fase coincida mucho más con la política exterior española que con las políticas exte—
LA NUEVA MONARQUÍA DE L SHABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 181

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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VI, p. 929.

MAPA 6.3. Milán y los presídios de Toscana, 1540—1555.

riores de los otros Estados pues1os también bajo su dominio. Resulta, por otra parte,
muy significativo que en estos años se alterne la confrontación con los musulmanes y
con los franceses y que sea esta última la que más preocupe a Carlos V, hasta el punto
de posponer la continuidad de la lucha con el musulmán a la conclusión de la librada
con el francés.
Las hostilidades en torno a Túnez se iniciaron con su conquista y consiguiente
destitución de su rey Muley Hasan, aliado de Carlos V, por Barbarroja a quien apoya—
ba el sultán turco (1534). El cambio operadoen Túne¿ suponía un riesgo evidente para
el Mediterraneo occidental en su conjunto, pero especialmente para la isla de Sicilia
y el sur de la peninsula Itálica, dada su proximidad; motivo por el cual el emperador
trató de restablecer la situaciónprecedente. Para eso reunióun“granejercno compues—
1Q por naturales de todos sus territorios (españoles en notable proporción) y de otras
potencias, como Portugal, la Santa Sede y la Orden de San Juan de Jerusalén o de Mal—
ta. El propio Rey—Emperador partió de BarCC]0UU【UU〔Ulncorporarse a la empresa, diri—
gidaporAndreaDó _ 21 A1
“ .Una vez conqu1stadoel fuerte de la Goleta,
de_ Túne¿, concluido CUjulio de 1535. El notableexi-
se emprendió desde 21111el cerco

fama. Realmente los reSUltados 1nmed1atosfueron apreciables, ya que ademasderes—


tablecer en Q] trono aMuley Hasan como vasallo, se logró un considerable botín y el
res ate de yarios miles de cristlanos ca111i_v_()s. LC qUC nQ SC conslgwo fueapTastar
182 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el poder de Barbarroja que sólo unos meses después (septiembre de 1535) osaba sa-
WMahonenlalsla deMenorca. Parec1a llegada la hora de acometer la conquista
de Argel que desde haciatiempo le solicitaban los españoles y la propiaemperatriz
1s21bel 〝 “
` 〝 La rupturade hostilidades con Francia truncó aquellas expectativas. La muerte
en1535de Fran01sco Sforza, duque de Milan, sin descendencia, suponía la reversión
negativa deFrancisco I a aceptareste cambio,
delducado 211 dominio carolino Pero la
con121pretensión deque pasase a unode susHijosque debía contraer matrimonio con
la duquesa viuda, fue el motivo de la tercera guerra entre Carlos V y Francisco [.La
primera acción de éste consistió en lainvasión de Saboya cuyo duque, casado con una
hermana de la emperatriz Isabel y por tanto cuñado del César, se había negado a per—
mitir el paso del ejército francés con destino al Milanesado. La reacción de Carlos V
fue tanto dialéctica como militar. Por lo que respecta 21 la primera, consistió en un duro
discurso contra Francisco I, pronunciado en Roma en 1536 a su regreso de la campaña
de Túnez, en presencia del papa Paulo III, del colegio cardenalicio y de representan-
tes de distintos países. En él acusaba al francés de haber roto la paz yde su entendi—
miento con el Imperio turco, llegando 21 retarlo personalmente a un duelo. La respuesta
militar consistió en la1nvasi6n de Francia por Provenza y por Picardía, Pero la falta de
encuentros armados de relieve y 121 intensa actividad diplomática desarrollada por am—
bos contendientes, junto con la mediación p,apal evitaron males peores. Ya en junio
de 1538 la tregua de Niza puso fin al conflicto por espacio de diez años. Francia no
había culminado cón éxito sus proyectos sobre Milán, pero mantenía sus posiciones
en Saboya. El Emperador tampoco logró atraer a Francia 21 una cruzada contra el turco,
fraguada en el curso(Теras negociaciones que conducirían 21 la tregua con FranciaNo
obstante, pese a la negativa gala a intervenir, se constituyó una Liga Santa, integrada
por el Papa, el Emperador y Venecia, preludio —tanto por los participantes como por
la aportación de cada uno de ellos— de la más famosa Liga Santa de la historia, la de
Pío V, formada en vísperas de la batalla de Lepanto de 1571. Sin el apoyo francés, los
ligueros se limitaron a algunas acciones antiturcas (la fracasada batalla naval de la
Prevesa, en la costa balcánica, y la conquista de Castelnovo, en el litoral dalmata), se—
guidas de la disolución de la Liga. Su falta de colaboración en la cruzada no fue óbice,
sin embargo, para que Francisco I invitase al Emperador a pasar por territorio galo
para reprimir la sublevación de su ciudad natal, Gante.
La 9u9pen910n de hostilidades con Franciay el posterior abandono de la cruzada
.contra C turcoperm1t1er0na Carlos V volver su mirada hacia la cruzada «menor» con—
tra los musulmanes norteafricanos Por fin había llegado el momento de acometer una
empresa, que reiteradamente le habían solicitado sus súbditós españoles y la empera—
triz recientemente fallecida (1539), como era la conquista de Argel, foco principal del
corsarismo antihispano A la derrota de Carlos V, que participó personalmente en la
` empresa, contribuyó, tanto la acertada defensa que de la ciudad hicieron los sitiados,
como las pésimas condiciones del mar, que desbaratô la formaciôn de la escuadra cris—
tiana (1541).
El fracaso de Argel fue seguido, sin solución de continuidad por una nueva gue—
rra con Francia, la cuarta que enfrentaba a los ya viejos rivales. De nuevo el ducado de
Milán, cuya investidura acababa de recibir el principe Felipe de manos de su padre
“Carlos I (1540), se convirtió en manzana de la discordia. El detonante que hizo estallar
LA NUEVA MONARQUÏA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516-1556) 183

el conflicto fue la muerte de dos enviados deFrancia a negociar con el turco, atribuida
a la intervención de las autoridades españolas del Milanesado. Como tantas otras ve—
cesla1ucha se inició en las fronteras comunes. En el frente septentrional, lindante con
los Países Bajos, elEmperador contó con la inestimable ayuda de Enrique VIII d6

flotaoto1nana surta en Niza. Más adelante, como era también habitual, las operaciones
bélicas se trasladaron al norte de Italia. La primera parte de la confrontación resultó,
en general, favorable a Francia, aunque se alternaron éxitos y reveses, ninguno decisi-
vo. El castigo del Emperador al duque de Cléveris que, aliado con Francia, había inva—
dido Güeldres (1543) y la victoria francesa de Cerisoles en el Piamonte (1544) consti-
tuyen los hechos más destacados, hasta la recuperación de Luxemburgo por las tropas
imperiales y su marcha hacia París. El terror provocado por la proximidad del ejército
carolino, indujo a Francisco I a solicitar la paz. Larápida aceptación por parte de Car-
los hay que relacionada conla dificil s1tuac1on por la que atravesaban las finanzas es-
pafiolas, hecho denunciado porel principe Felipe, que consideraba imposible seguir
manteniendo la costosa guerra con Francia. Los deseos generalizados de paz culmina-
ron con la firma de lapaz deCrepy en septiembre (16 1544. Desde el punto de vista te—
rritorial, se basabaen ladevolu01on de lo incorporado por ambos contendientes desde
la tregua de Niza de 1538Pero también incluía una cláusula matrimonial, que llenô de
inquietud alC…sarSe trataba del enlace del duque de Orleáns, hijo de Francisco I, con
una hijao con una sobrina _de su rival, a quien se reservaba la decisión final en un plazo
de Cuatro meses.Silaboda se realizaba al fin con la hijade Carlos V, esta aportaría en
_designadaera la hijadelreLde Hun ria, Fer—
si la
dote los Paises Bajos; mientras que“
nando, se№№і1гіп. А1 disgusto del Emperador por las escasas dotesdel novio y
p61Îä perdida territorial que, en cualquier caso, acarrearía este matrimonio, puso ter—
mino de forma inesperada la prematura muerte del duque de Orleáns (1545). Mayores
consecuencias tuvieron los compromisos contraídos por Francia respecto al abandono
de su alianza con el Imperio turco y a la ayuda que debía prestar al Emperador para
acabar con la herejía. Daba comienzo de esta forma una nueva etapa, en la queF1ancia
se obligaba a prescindir de sus anteriores aliados.

6.3. DgsaaricuLAcióN EN LA FASE_GERMANーCA (1544—1551)

Si la segunda etapa, acabada de comentar, puede denominarse española, esta ter—


cera, más breve, merece el calificativo de alemana, por cuanto el Reich pasa al primer
plano de laspreocupacmnescarolinas. Después de años de posponer el tratamiento de
los problemas germanos a la solucion previa de otros, el Emperador se decidió a afron—
tar plenamente aquéllos. Este viraje respecto a las etapas anteriores fue posible por la
_ retirada (16 Francia y por su compromiso de dejar de prestar ayuda a los enemigos del
Emperador. El alejamiento de Francia de la alianza con el turco facilitò, además, la

_arrojadiza contra el comportamiento filo—otomano del rey galo. RetiradaFrancia y en


paz con el Imperio turco se iniciabaparaCarlos V una fasediametralmente opuesta a
184 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

la anterior, en lo que a la actuación de sus enemigos se refiere. Sin embargo, la cues—


tión alemana, progresivamente deteriorada, había llegado a un punto en el que resulta—
ba muy dificil, por no decir imposible, lograr una solución satisfactoria desde la pers—
pectiva imperial.
Tres temas básicos, bastante relacionados entre si, acapararon el interés del Cé—
sar durante estos años: el Concilio de Trento, la guerra contra la Smalkalda y el replan—
teamiento de la sucesión en el Imperio.
Es evidente que en la convocatoria y desarrollo del Concilio fue el Papa y no el
Emperador el que llevó la iniciativa. Pero, desde hacía tiempo, Carlos V albergaba la
esperanza de que un Concilio general pudiese recomponerwla unidad entrelos cristia—
nos y, al mismo tiempo“, resolver los conflictos de's‘é’ficadénadoséfiel Imperio a raiz de
líéxpansión de la ideología luterana. No era el César, sin embargo, el único que de-
seaba la convocatoria. Sucesivos pontífices, líderes protestantes,,y,destacadasperso—
nalidades del mundo católicóihabíanlabogado porsu celebración. Pero lacompleja si-
tuación_“internacionarh'abíaimpedido yQ que se hiciese realidad. Laicierta
distensión lograda desde mediados de la década de los cuarenta, fue aprovechada para
el inicio de las sesiones conciliares. No sería, sin embargo, fácil su desarrollo. Desde
su apertura en 1545 hasta su clausura en 1563, el Congreso atravesó por distintas eta—
pas y tuvo que sortear no pocos obstáculos. Las dos primeras fases, de diciembre de
1545 a septiembre de 1549, y de mayo de 1551 a abril de 1552, respectivamente, co—
rresponden al reinado del César. Fue el papa Paulo III quien acabó convocando a los
conciliares para Trento a fines del año 1545. La ausencia¿le representantesAluteranos
desde_el principiqconvirtió el deseado Concilio de la Cristiandad en un Concilio ex—
?Iiigivarneme católico, en el que la presencia española resultó especialmente brillante.
Un momento delicado lo constituyó el traslado del Concilio a Bolonia (marzo de
1547), ante el riesgo de la peste que se abatía sobre Trento. El disgusto del Emperador,
ante el alejamiento físico del Concilio respecto a las tierras del Reich, se plasmó en
una nueva actuación de signo cesaropapista por parte deCarlos V, quien en la Dieta
(1547-1548) y subsiguiente Interim de Augsburgo (mayo de 1548) tratóde captar al
sector protestante, cadavvez más“ reacio al'entendimiento, con dos concesiones —la
comunión bajo las dos especies y el matrimonio de los.—clérigos— que resultaron insu-
ficientes para los protestantes y molestarón a los católicos. А1 fracaso de sus eslnerios
por aproximar posiciones se sumó lainterrupción del Concilio de Bolonia en septiem-
bre de 1549. Pero el nuevo papa, Julio III (1550— 1555), elegido tras el fallecimiento de
Paulo III, se mostrò proclive desde el principio a reanudar las sesiones conciliares,
como así lo hizo, pero ya en la siguiente de las etapas consideradas.
Paralelamente al desarrollo del Concilio, el enfrentamiento del Emperador con
los príncipes protestantes alemanes entró en una nueva dinámica. La pugna exclusiva-
mente dialéctica de las Dietas dio paso, al fin, a la confrontación armada. En pai con
Francia)/1 en suspensola rivalidádfóon 0 m P i6* C6S S
preparativosgle la guerra contra la EigadeSmalkalda. Paralelamente “al—l'a moviliZa—
ciónwdeuhombres y de numerario, en la Dieta-de Ratisbona (1546) consiguiò, ademäs
del destierro de Felipe de Hesse y de Juan Federico de Sajonia, que algún príncipe lu—
terano, como Mauricio de Sajonia, se pasase a su causa. El ejército imperial, integrado
por naturales de los diferentes territorios carolinos, así como por tropas reclutadas en
Hungría 0 en los Estados Pontificios, contaba con una muy lucida representación es-
LA NUEVA MONARQUÍA DELOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 185

pañola, que, según Fernández Álvarez, pasó de significar la sexta parte en la campaña
danubiana a casi la mitad en la que se desarrolló en torno al Elba. Porque, efectiva—
mente, la guerra se desenvolvió en dos escenarios sucesivos, que tuvieron como ejes
respectivos los ríos Danubio (1546- 1547) y Elba (1547). También fue considerable la
contribución económica de Castilla, como han puesto de relieve Ramòn Carande y Fe—
lipe Ruiz Mart1n.Lacampanadanubiana no registrö encuentros decisivos; la del Elba,
en cambio, lue testigo de la batallade Muhlberg (abril de 1547), gran victoria impe—
JuanFedericodeSaloma Con este motivo, gran
rial, en la que fue hecho prisionero
parte de Sajoniajunto con la dignidad electoral fueron transferidas a Mauricio de Sa—
jonia por la ayuda prestada al César en la contienda. Otro de los rectores de la Smal—
kalda, Felipe de Hesse, se entregó voluntariamente al Emperador, con lo que la Liga
quedaba privada delos quehabían sido SUSprmapales dirigentes. La postura adopta—
da por Carlos V tras el éxito militar se inscribe todavía enla lineà conciliadora, como
lo demuestra el hecho de decretarunCCrd0UCa註暮…Cgeneralizado ara los vencidos
El incuestionable éxito imperial de Muhlberg quedó, no obstante, algo oscurecido por
el empeoramiento de las relaciones entre el Emperador y el Papa, a partir de la deci—
sión de éste de trasladar el Concilio a Bolonia. Fue entoncescuando Carlos V en la
Dieta de Augsburgo y subsiguiente Interim, a los que ya nos hemos referido, trató de
abordar unilateralmente la cuestión luterana.
Todavía en lo que restaba de etapa, tuvieron lugar las c_onvgrsacjones (15…45;
1551) sobre la herencia imperial Aprovechando la presencia en Augsburgo, en donde
acababa de celebrarse la Dieta, de varios miembros de la familia Habsburgo,por ini—
(ziativa al parecer de Fernando se planteó el tema de 1a sucesión en el Imperio.Lare—
ciente enfermedad del emperador, que había hecho temer por su vida, y el cada vez
mas estrecho entendimiento entre Carlos y su hijo el principe Felipe (demostrado en la
adscripción a la herencia hispana de Milán y de los Países Bajos —como se ha indica—
do antes— y en las famosas Instrucciones de Carlos V a su hijo del mismo año 1548)
pudieron inducir al rey de Hungría a tratar de CUCe__lemperador ratificase ante la fami—
lia la decisión adoptada anos atrás según parecía desprenderse de ella, la dignidad
imperial—quedaba ligada a la rama familiar, encabezada por Fernando, a quien, en su
calidad de rey de romanos, correspondia serpropuesto por 1a familia Habsburgo para
suceder a su hermano Carlos en el Imperio. Además de los principales implicados,
Carlos y Fernando, tomaron parte activa en estas conversaciones los principes Felipe
y Maximiliano, hijos de los anteriores, y sobre todo María de Hungría, hermana de los
dos primeros y gobernadora a la sazón de los Países Bajos, cuyo papel de moderadora
parece fue decisivo. Estas conversaciones, interrumpidas y reanudadas varias veces, a
la espera de la incorporación a ellas de nuevos personajes, demostraron hasta qué pun—
to el principe Felipe se hallaba interesado en lo allí tratado. Precisamente una de las in—
terrupciones, a las que hemos hecho alusión, estuvo motivada por la solicitud del pro-
pio Felipe, quien expresó su deseo de intervenir personalmente en ellas. Para suplir
esa ausencia fueron enviados a España, en calidad de regentes, Maximiliano, hijo de
Fernando, y su mujer María, hija de Carlos. La resolución final cristalizó en u_n acuer—
do secreto suscrito en marzode 1551, por el que se establecía una sucesión alternada
en el Imperio. De acuerdo con lo ya establecido, para suceder a Carlos V la familia
propondria a Fernando de Hungria, rey de romanos desde 1531. Ahora bien, éste, una
vez designado emperador, apoyaría la candidatura no de su hijo Maximiliano, sino de
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讐 même __ 。=m gás „ %% % =m=っ „ m=応コ「 .au—Ecm % 璽壷乏 (ー) ‥ __ のュ=の止 o_äso „ gªmas =mコっ coo
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LA NUEVA MONARQUIA DE LOS HABSBURGO. CARLOS 1 (1516—1556) 187

su sobrinoFelipe, quien después haría lo propio respecto a su primo Max1m111an0


Realmente se trataba de un acuerdo demasiado complicado para poder ser llevado a la
práctica De momento una vez enterados de su contenido, los principes alemanes ma—
nifestaron su oposición frontal a unos acuerdos que amenazaban con convertir la dig—
nidad imperial en practicamente hereditaria. Esta actitud hostil fue aprovechadapor
Fernandopara atraerlosa su causa y, al mismo tie111po,11à1211 de garantizar CQ慌Q su
sucesor a su hijo Maximiliano. La estrecha colaboración, que había caracterizado las
relaciones entre Smiembros de la dinastia, parec1a haber entrado en una nueva vía,
de menor entendimiento y franqueza. A Fernando, como futuro emperador, le intere—
saba restaurar la paz en el Reich. La era carolina tocaba a su fin y se vislumbraba la era
fernandina.

6.4. COORDINACIÓN DE FUERZAS Y DIVERSIFICACION DE FRENTES (1551-1556)

Esta cuarta y última etapa presenta notables continuidades respecto a la anterior,


pero también novedades, que le confieren su propia personalidad. En lo que respecta a
las continuidades, si la etapa precedente había tenido como argumentos fundamenta—
les el Concilio de Trento, la guerra de la Smalkalda y el acuerdo de los Habsburgo con
vistas a la sucesión imperial; en ésta tuvieron lugar la segunda fase del Concilio, la se—
gunda guerra de la Smalkalda y las abdicaciones de Carlos de Gante. En el terreno de
las novedades, se registró la vuelta a la palestra del Islam y de Francia. Respecto a esta
última, su intervención contra Carlos V se realizó a través de su alianza con los prínci-
pes protestantes de la Liga de Smalkalda. De nuevo los enemigos del Emperador ac—
tuaban de común acuerdo.
Al breve paréntesis de paz tras la guerra con la Smalkalda puso término la desa—
fortunada acción del virrey de Sicilia, al tomar la plaza tunecina de Madiah ( 1551). La
reacción en cadena, que la ruptura unilateral de la tregua con el musulmán provocó, se
saldaría muy negativamente para Carlos V El mismo año 1551 121 armada otomana, al
mando del corsario Dragut, entraba en Trípoli, expulsando a los caballeros de la
Orden de San Juan de Jeru5aIen allí establecidos. Más adelante,]¿escuadra turca ven—
cía a laQC Andrea 150113141552”3121931311? isla de Elba (155 3). POÎËÎJ parte, lOsarge—
linos lograron apoderarse del __..,_d…e_V…élèîfi554Ë'ÿîcîeji11ägflj55), arruinandoen
partelapolítica africanade Fernando elCatólico,, "~
Tampoco la segunda fase del Concilio de Trento, celebrada bajo el pontificado
de Julio III (mayo de 1551 a abril de 1552), fue coronada por el éxito. La esperan—
za suscitada a finales de 1551, por 121 posibilidad de que teólogos protestantes pudie—
sen participar, fue flor de un día. Las exigencias de aquéllos para intervenir eran de tal
naturaleza que las convirtieron en inaceptables. El Concilio continuaba siendo exclu—
sivamente católico y así se mantendría en la tercera y última fase, ya durante el reina—
do de Felipe II.
La reanudación de las hostilidades entre los príncipes protestantes y su empera—
dor no se hizo esperar. AI disgusto por la decisión de Carlos QC AustriaQCagregara la
herencia española el ducado QC Milán y los Paises Egos —te111t01ios, por otra parte,
más afines a la propiaevoluc10nhistorica delÍmperio—, se vino a sumar Ia oposición
al complejo acuerdo de los Habsburg012§0b10~l2152119951611 altsmada al Empºriº El des—
188 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

contentofue aprovechado por Enrique II de Francia (1547— 1559) para entablar nego—
_cTaciónes coníãíig'à, que cristalizarían en el tratado de Chambord (1552) Рог él la
Srnalkalda,acíríBióde una subvención económica, permitía al francés la ocupación
de los ducados loreneses en calidad de vicario delImperi6 Para llevar a la práctica lo
estipulado tropas francesas penetraron en Lorenaocupando uno tras otro los ducados
dCToul,Metz y Yerdún (1552). Mientras se producía el avance galo, Mauricio d6Sa-
jgnia, con el mismoEjercitopuesto a su disposición por el Emperador para combatir a

caerCnmanosdesuantNgqurotegldJa lasaan declarado enemigo.


no
mente para…“
…rmadoen sucapamdad ofensiva y con escasísimos recursos (de 1552 a 1556
se suceden los denominados por Ramón Carande años afliclivos), el futuro inmediato
del Emperador se mostraba bastante sombrío. Consciente de la situación, Fernando de
Austria llegó a un acuerdo con Mauricio de Sajonia en la Dieta de Passau (1552). El"—
de Sajonia se comprometia aabandonar la alianza con Enrique П y a apoyar al Empe—
rador en la lucha contra el turco, que volvía a presionar en la frontera de la Hungría
real. A cambio de ello, Fernando en nombre de su hermano, procedía a liberar a Juan 】
Federico de Sajonia y a Felipe de Hesse y se comprometía a reunir una asamblea para ;
resolver de una, vez por todas la cuestión religiosa alemana. 〝
Apaciguada momentäneamente la confrontación con la Smalkalda, Carlos pudo
afrontar la guerra con Francia, tratando de recuperar los ducados loreneses. El sitio de
Metz se prolongó por espacio de dos meses, durante los cuales el ejército imperial su—
frió todo tipo de calamidades y el mismo Emperador fue aquejado por una fuerte crisis
de gota. Las adversas circunstancias y la acertada defensa de la plaza por el duque de
Guisa obligaron a levantar el cerco en los comienzos del año 1553. Tampoco fueron
coronadas por el éxito las operaciones militares desarrolladas por Enrique II en la
frontera con los Países Bajos. La boda del príncipe Felipe —nombrado con este moti—
vo rey de Nápoles— con la reina inglesa María Tudor (1554) perseguía, entre otras co—
sas, garantizar la defensa de las tierras flamencas frente a los continuos ataques de su
vecino del sur, la Monarquía francesa.
Apenas un año después del regio'matrimonio se producía la mayor claudicación de
Carlos V en la Dieta y subsiguiente paz de Augsburgo, sólo levemente paliada por la
ocupación de Siena. Aunque de las negociaciones se encargó su hermano Fernando,
Carlos continuaba siendo el emperador, y cuanto hiciera el rey de romanos en el Imperio
era con Consentimiento, expreso o tácito, del César. Mas que conceder, la paz de Augs—
burgo (septiembre de 1555) se limitaba a reconocer oficialmente algo, que el Empera—
dor había negado reiteradamente, como era la escisión religiosa de los súbditos del
Reich. La religión luterana, reconocida como oficial, podía ser adoptada por los prínci—
pes —ius reformandi—; los súbditos, en cambio, debian profesar el credo de su príncipe
——cuius regio eius religio—. En caso de discrepancia, sólo quedaba autoexiliarse a
aquel territorio cuyo soberano participase de sus propias creencias. Esta férrea igualdad
religiosa de cada estado del Reich, establecida en Augsburgo, con el paso del tiempo se
relajaría y ampliaría su espectro, al permitir la convivencia entre católicos y luteranos y
al admitir la existencia de otras religiones reformadas, además de la luterana. Por otra
parte, en la paz de Augsburgo se aceptaban las secularizaciones realizadas hasta 91 trata-
do de Passau, pero se trataba de poner coto a las futuras, acabando asi con uno de los se-
LA NUEVA MONARQUÍA DE LOS HABSBURGO. CARLOS (1516—1556) 189

ñuelos que había inducido a adoptar la religión protestante. Con estas concesiones, en
Augsburgo quedaba en entredicho la base ideológica que había sustentado la cruzada y
las <<antipatías naturales». Si se aceptaba oficialmente la existencia en el Imperio de
creencias diferentes ¿cómo se podía justificar la guerra contra otro país sólo por el hecho]
de profesar una religión diferente? Aunque la secularización de las relaciones interna—
cionales no se consagrase hasta la paz de Westfalia de 1648, se había dado un paso deci—
sivo con el reconocimiento de la diferencia confesional en el interior del Imperio.
De momento, para Carlos de Austria la conciencia desu fracaso enel Reich pudo
proporcionarle el impulso decisivo para adoptar la decisiónde abdicar. Por eso, cues—
tiones que en principio“ podian parecer un tanto alejadas de los intereses de la política
exterior española acabaron por incidir en ella. Fue el 25 de octubre de 1555, ante los
Estados Generales reunidos en Bruselas, cuando Carlos de Gante renunció a sus terri-
torios de Flandes en favor de su hijo Felipe, ya rey/“.deNápoles. El espectáculo y la
emoción se dierOn la mano en un acto de gran solemnidad, que probablemente contri—
buyó a hacer olvidar la última claudicación del César.? La abdicación como rey de
España se llevó a cabo poco tiempo después (16 de enero de 1556), de forma mucho
más discreta, dando paso al reinado de Felipe П. Motivos «técnicos» pudieron retra-
sar su renuncia a la dignidad imperial, para la que fue designado por la Dieta de Frank—
furt su hermano Fernando, rey de Bohemia y Hungría y rey de romanos. La noticia de
la elección del emperador Fernando I la recibió Carlos a principios demayo de11558
en Yuste, a dohdéseºhabfa retirado, como es bien sabido, a pasar el resto de su vida.
Úurante su estancia postrera en territorio español (1556 a 1558), Carlos continuò inte—
resándose activamente por las cuestiones políticas, de las que se encargaban de tenerle
bien informado su hijo Felipe…ll, todavía en Flandes, y su hija, la regenta Juana. Pare—
cían desmentirse así las causas que el propio Emperador había esgrimido ante su her—
mano Fernando para dimitir, como eran la edad y el cansancio. Carlos de Habsburgo
siguió trabajando hasta su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1558.
Pero ni el fracaso de la paz de Augsburgo, ni la magna representación teatral de
las abdicaciones de Bruselas deben distraer al espectador de lo que fue el conjunto del
reinado. Un reinado plagado de retos, en el que el Emperador fue capeando el tempo—
ral, echando mano de cuantos recursos consideró oportunos para mantener sus vastos
y heterogéneos territorios. Y, ciertamente, logró traspasarlos, incluso acrecentados
(sobre todo en América), a dos familiares allegados, como su hermano Fernando y su
hijo Felipe. En las circunstancias de la Europa del Quinientos, la idea inicial (que se
convirtió en postrera tras desecharse los insólitos proyectos de sucesión en el Imperio)
de formar dos bloques con el conjunto de sus estados, no era probablemente tan desca-
bellada. Carlos V sabía mejor que nadie los esfuerzos que había costado mantener en
su poder territorios tan extensos y diversos.

Bibliografía

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190 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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CAPÍTULO 7

LA MONARQUÎA HISPÀNICA DE FELIPE 11 (1556—1598)

por VALENTÍN VÁZQUEZ DE PRADA


Universidad de Navarra

1. La personalidad del monarca y el gobierno de su Imperio

1.1. LA <<LEYENDA NEGRA» EELIPENSE

Felipe II, como persona y como soberano, ha sido —y todavia lo es, aunque se
han disipado muchas de las sombras que pesaban sobre él— uno de los personajes his—
tóricos más discutidos. Ya desde su época, como soberano poderoso, gobernador de
un inmenso imperio, con una politica claramente antiprotestante y defensora de la
Iglesia católica, es comprensible que haya sido objeto de las críticas de sus enemigos y
de los del catolicismo. La Brevissíma relacion de la destrucción de las Indias, que ha-
bía dirigido fray Bartolomé de Las Casas a Carlos V en 1542, fue editada por 105 ho-
landeses rebeldes en 1578 con ilustraciones inventadas el capellán calvinista de Gui-
llermo de Orange escribió en 1581 una Apalogie, traducida a diversas lenguas, como
justificación de su rebelión en los Palses Bajos; y Antonio Pérez, que había sido su se—
cretario y confidente, cuando huyó a Francia, publico unas Relaciones plagadas de
acusaciones (1592) El Felipe II que pintan estos textos era una especie de monstruo:
responsable de los horrores de la Inquisición, del exterminio de los indios americanos
y de sus enemigos políticos, del envenenamiento de su tercera mujer, Isabel de Valois,
e incluso de la muerte de su heredero, el principe Carlos
Durante el siglo XVII, la publicistica antiespafiola y anticatólica mantuvo viva
esta <<leyenda negra», basada en exageraciones, calumnias e invenciones, que se hacía
extensiva, también, a las ideas y los hechos de sus súbditos espafioles. La Ilustración,
el Liberalismo y el Romanticismo personificaron en Felipe II y en su España muchos
de los tópicos que combatieron en el siglo XIX, sin tener en cuenta que semejantes
cuestiones se habian planteado de otro modo, y en otro contexto, en el XVI: la toleran—
cia religiosa, la libertad politica, la soberanía de las naciones y de los pueblos, la pros—
peridad económica, incluso el sentimiento del amor personal.
La apertura a los investigadores de los antiguos archivos y el estudio de su docu—
mentación comenzaron a aclarar la imagen del soberano español. Aunque parezca tri—
192 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vial gracias a la publicaciôn a finales del siglo XIX por el historiador belga Luis Prós-
pero Gachard, de una serie de cartas encontradas en Turín que Felipe ll estando en
Portugal a poco de su conquista escribió a las infantas lsabel y Catalina, en las que
contaba menudencias y detalles domésticos como hace cualquier padre, comenzó a
considerarsele como un hombre normal encariñado con sus hijas. Un estudio de los
abundantes fondos documentales conservados en diversos archivos mejoraría poste—
riormente la imagen del denostado soberano. Pero, sobre todo, en los últimos decenios
del siglo XX, los sólidos trabajos de historiadores, particularmente británicos (John. H.
Elliott, Geoffrey Parker, [. I. A. Thompson), han rehabilitado su personalidad y su
obra de gobierno. Se le ha reconocido, al menos, su ímproba labor de gobernante de un
vasto y disperso imperio, extendido por todo el globo, su sentido de la justicia respecto
a sus súbditos y la coherencia de su política exterior, aunque las intenciones de ella no
merezcan siempre la aprobación de los historiadores y continúe siendo un soberano
que suscita más bien antipatía por su carácter y maneras de proceder.

1.2. SU VIDA, FORMACIÓN Y PERSONALIDAD

Nacido en Valladolid el 21 de mayo de 1527, su madre muriö prematuramente en


Toledo, en mayo de 1539, ysupadre estuvo ausente de España durante buena parte de
su Vida, reclamado por las exigencias del gobierno del lmperio Recibió una educa-
ción esmerada, pero severa y rígida. Todo ello, sin duda, influiría en la forja de un ca—
rácter introvertido y excesivamente serio. Durante toda su vida manifesto un amor
particular por la naturaleza, la vida al aire libre, la caza y el coleccionismo de anima—
les, e implantó la moda de los jardines a la flamenca. Reunió una magnífica biblioteca
privada, la mayor de Occidente, con más de 14.000 volümenes, y fue un gran lector de
los clásicos y de obras religiosas. Prefería la pintura flamenca, sobre todo a Jerónimo
Bosch, y a Tiziano entre los italianos. Además de mecenas de las artes plásticas y de la
música _salvo el teatro, que desaprobaba— fue un gran coleccionista, lo que de—
muestra su curiosidad sin límites: planos, monedas, medallas, relojes, instrumentos
musicales, armaduras, etc. Era más bien de baja estatura, rubio y de ojos claros, pero
de porte y ademanes majestuosos, y nunca gozó de buena salud.
Su profunda religiosidad personal maduró con los años, las desgracias familiares
y las dificultades del gobierno. Estaba imbuido de su responsabilidad ante Dios como
rey. Su preocupación primera, como monarca cristiano, fueron la administración de la
justicia y el mantenimiento de la paz. Cuidó de que los tribunales actuaran con rectitud
sin inmiscuirse a favor de los poderosos, aunque no dudó en administrarla personal—
meme como cuando temió amenazada su soberanía en los casos de Montigny o Esco—
bedo Suprov1denc1alrsmo ampliamente compartido entonces por españoles y euro-
peos, le convencía de que debía esperar los éxitos, y temer los fracasos, en último ex—
tremo, del favor del cielo, y que era preciso una estricta moralidad personal y social
para no perderlo. TE cierto mesianismo terminó por impregnar la conciencia de los es—
pafioles y del Rey: interpretaron que el descubrimiento de las Indias y el haberse visto
libres de la herejía constituían signos de la elección del rey de España para cumplir la
misión de evangelizar el orbe y recatolizar Europa, para lo cual era necesario mante—
ner gran poderío. 〝
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE u (1556—1598) 193

Mbrmaggnupºlítica fue, en buena parte, obra de su padre, que le dejó instruc—


ciones escritas, en 1543 y en 1548, pero sobre todo resultado de la propia experiencia.
Los dos viajes que realizó por Europa, el primero en compañía de su padre, entre octu—
bre de 1548 y comienzos dejulio de 1551, por Italia, Alemania y los Países Bajos, y el
segundo, más reposado, a Inglaterra en julio de 1554,_para casarse con María Tudor, y ”
^ ^`

a Flandes nuevamente, donde permanecería hasta su regreso a España, en agosto de


1559, para no salir ya mäs de ella, fueron de capital importancia para completar su for-
L

mación ideológica y política.


Su largo reinado —casi medio siglo— se inicia con las sucesivas abdicaciones de
su padre, Carlos V, a partir de 1554, que culminan en Bruselas con la donación, en
1555, de los Países Bajos y, en enero de 1556, de los reinos de España, que incluían el
Nuevo Mundo. Carlos V hizo todo lo posible para que Felipe Il fuera elegido Empera—
dor, pero hubo de ceder ante las dificultades surgidas tanto entre los príncipes alema—
nes, a quienes no agradaba por su condición de extranjero y católico, como por la opo—
sición en el seno de su propia familia.
Su vida privada no fue fácil. Sus cuatro enlaces —sobre todo el segundo con la in—
glesa María Tudor, después de la prematura muerte, en julio de 1545, de María Manuela
de Portugal a los dos años de casados— fueron matrimonios de Estado, aunque los dos
últimos, con Isabel de Valois (fallecida en 1568) y Ana de Austria (desaparecida igual—
mente en 1580) le proporcionaron una cierta felicidad. Aunque conoció ocho hijos vi—
vos, sólo tres le sObr'evivieron. Quiso de un modo particular a las dos hijas que tuvo con
Isabel de Valois: Isabel (1566-1638) fue su apoyo en la vejez hasta que casó con su so—
brino y cuñado el archiduque Alberto, y Catalina, casada con el duque de Saboya, Car-
los Manuel, y fallecida en 1597, unos meses antes de la muerte del padre. А1 principe
heredero, Felipe (1578-1621), cuarto hijo del cuarto matrimonio del rey, apenas tuvo
ocasión de educarlo en la práctica del gobierno, como su padre había hecho con él.
Dramático fue el caso del desgraciado príncipe don Carlos (1545—1568), hijo de
la primera esposa y heredero de la Corona, desequilibrado y testarudo, y acentuado su
estado después de sufrir una grave caída en que se golpeó la cabeza. Don Carlos pro—

(1) Maria de Portugal (2) María Tudor (3) Isabel de Valois *(4) Ana de Austria
(= 1543—1545) (= 1554-1558) (= 1560—1568) (= 1570—1580)

Don Carlos X X Isabel Clara Catalina X


(1545-1568) abono aborto Eugenia Micaela nacido
(1562) (1564) (1566-1633) (1567-1597) muerto
= (1599) = (1585) (1568)
*Albeno de Carlos Manuel
Austria de Saboya
一 ‡

Fernando Carlos )I( Diego Felipe lll Maria X


(1571-1577) (1573—1575) nacido (1575—1582) (1578—1621) (1580-1583) nacido
_ _ muerto 「 .|, _ muerto
(1574)

FUENTE: H. Kamen, Felipe de España, Siglo XXI, Madrid, 1997, s.p.

CUADRO 7.1. Lafamília de Felipe Il.


194 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

_porciono al monarca grandes disgustos, hasta el punto de que, por sus imprudencias,
que llegaron a afectar a cuestiones de Estado, hubo de recluirlo en una torre del real
Alcazar. En esta triste situación, que el padre hubo de justificar ante el Papa y los mo—
narcas europeos, la conducta del principe empeoró. Traté de matarse y cometió accio—
nes disparatadas a pesar de la vigilancia a que estaba sometido, que le condujeron a
enfermar y fallecer a los 23 años de edad (julio de 1568). Toda esta serie de desventu—
ras, contribuirian a que el carácter del soberano, ya excesivamente grave, se acentuase
aún más. Sin embargo, de esas dolorosas experiencias sacará un gran dominio de sí
mismo, fortalecido por su profundo sentido religioso.

1.3. FORMA DE GOBERNAR. EL ASUNTO DE ANTONIO PEREZ


Y LAS «ALTERACIONES» DE ARAGÓN

Como los príncipes del siglo XVI, en general, se consideró como único responsa—
ble ante Dios de sus actos de gobierno y en buena medida, en su mente se identifica—
ron los intereses nacionales con los religiosos, hasta el punto cue parece difícil deslin-
darlos. Sugobierno fue muy personal: todas las cuestiones pasaban por sus manos por
lo que permanecía recluido en su despacho muchas horas del dia y aun de la noche, le—
yendo y anotando papeles que llegaban de todo el mundo y que era necesario resolver
y despachar. A pesar del Consejo de Estado, solamente unos pocos personajes goza—
ron de su entera confianza, que con frecuencia eran personas de carácter e ideas con—
trapuestas. Entre estos consejeros hay que destacar al tercer duque de Alba, don Fer—
nando Álvarez de Toledo, y al portugués Ruy Gómez de Silva, principe de Éboli, en
los primeros decenios del reinado, a sus secretarios de Estado (Gonzalo Pérez, Gabriel
de Zayas, ambos clérigos, y Antonio Pérez), a Mateo Vázquez también clérigo, y en
sus ûltimos años al portugués Cristóbal de Moura y al guipuzcoano Juan de Idiáquez,
que por la longeva edad del monarca fueron casi «privados». A sus consejeros confia-
ba —con frecuencia por escrito— los asuntos, de ellos recibía Opiniones y finalmente
resolvía. Hero este procedimiento, en si muy razonable, requería tiempo y las determi—
naciones se retrasaban demasiado, resultando a veces ineficaces o inútiles.
Se ha hablado mucho de la existencia de facciones o grupos entre los consejeros
del monarca, sobre todo del bandoxencabezado por el duque de Alba y el de los que se
apiñaban en torno a Ruy Gómez de Silva, con Opiniones políticas y de gobierno distin—
tas. En cualquier Corte de la época, y después, los grandes buscaban la confianza real
para obtener ventajas, cargos y prebendas para sus familiares y amigos. Felipe H, sin
embargo, por su carácter desconfiado, no se dejó llevar tan fácilmente de tales parcia—
lidades.
Otra fuente de problemas, en un momento de cambios sociales y politicos, tuvo
que ver con el equilibrio entre «jurisdicción» y «gobierno» Desde su retorno en
1559, acuciado por la amenaza de la herejía y ansioso de aplicar las reformas de
Trento, sobre todo en Castilla, promovió la administración mediante «letrados».
Estos titulados universitarios eran expertos en leyes, con una rígida mentalidad ju-
risdiccional y de procedimiento; su origen social relativamente humilde limitaba el
círculo de sus relaciones clientelares, y no tenían experiencia en cuestiones estricta—
mente políticas y de «Estado». Por el contrario, la nobleza de sangre, antigua o re—
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 195

ciente, sabía la flexibilidad que requiere el mando de hombres y la gestión práctica


de los asuntos humanos y económicos ligados a la guerra; además, gozaba de una au—
toridad social indiscutible y, por lo tanto, de influencia sobre las ciudades, provin—
cias y reinos de donde procedían о donde tenian sus clientelas. Un letrado de origen
oscuro, Diego de Espinosa, que gozó del favor del Rey y fue presidente del Consejo
de Castilla e inquisidor general, impulsó la definición de las instituciones de la Cor—
te. Paulatinamente, sobre todo después del regreso del Rey de Lisboa (1583), los
Consejos fueron dotados deordenanzasqueregularon su funcionamiento, se fueron
llenandQ de «letrados» y se reafirmó su perfil jurisdiccional. Pese al desarrollo de
' 109 Consejos, las grandes cuestiones degobierno se estudiaron enjuntas restringidas
de ministros. La llamada Junta de Noche, creada en 1585, eclipsQ al Consejode
Estado En 1593, ante el declive fisico del monarca, se intentó rehabilitar éste, dando
entrada al principe heredero don Felipe; a quien ayudaba el archiduque Alberto, lla-
mado de Lisboa. El experimento no [uvo éxito, por lajuventud y abulia delPrincipe.
El Archiduque [ue nombrado gobernador de los Países Bajos, y el guipuzcoano Juan
de ldiáquez y el portugués Cristóbal de Moura ejercieron prácticamente como <<vali-
dos» del soberano hasta su muerte.
Al final de sus días, Felipe II gobernaba rodeado de trece consejos, profunda-
mente remodelados, creó algunas nuevas instituciones y completó otras; delimitó sus
funciones y el terreno de su jurisdicción para evitar interferencias, aunque esta inten—
ción no llegara a lograrse enteramente. Con todo, puede afirmarse que en su reinado
quedaron instituidos los Consejos, Juntas y Secretarías que rigieron durante la época
de los Austrias. Afianzó también el sistema de gobierno de los reinos que constituían
España, aunque los fueros y privilegios de algunos de ellos impidieron la centraliza—
ción que el monarca hubiera deseado para un mejor gobierno.
Un oscuro borrón de su reinado es el «asunto Antonio Pérez», algunos de cuyos
detalles íntimos seguramente jamás serán conocidos. Este secretario de Estado, quizás
el que por sus prendas y astucia supo mejor ganarse la confianza del frío y desconfiado
monarca, le convenció de la necesidad de asesinar a Juan de Escobedo, secretario de
don Juan de Austria, hermanastro del monarca, entonces gobernador de los Países Ba—
jos, alegando razones de Estado (marzo de 1578), aunque parece que pesaban también
razones personales que el Rey desconocía. Al año siguiente, acusado de corrupción y
doble juego, Pérez fue puesto en prisión. Su proceso, en lo que nos es conocido, está
plagado de irregularidades que salpican de lleno al soberano. En abril de 1590, Pérez
se fugó de su prisión, encaminándose a Aragón, donde, por su condición de oriundo,
alegó el amparo de los fueros. Fue la chispa que prendió las tensiones sociales y políti—
cas acumuladas durante décadas en un reino particularmente complejo de gobernar.
Felipe II habia presionado para recuperar ciertos señoríos, en defensa de los vasallos,
del orden público y de la seguridad fronteriza, y senegòaque el virreytuviese que ser
natural, como pretendía un<<constitu01onal1smo>>¡aragonés muy vigoroso. En mayo y
septiembre de 1591, cuando se quiso trasladar a Antonio Pérez a la cárcel de la Inqui—
sición, se produjeron sendos motines en Zaragoza, en los que murió el virrey, marqués
de Almenara. Aprovechando el desconcierto, Pérez huyó a Francia y el Rey envió el
ejército, que restableció el orden sin resistencia. Se ejecutaron algunas penas de muer—
te —el «justicia» Juan de Lanuza y algunos apodados «caballeros de la libertad>>—y
otros castigos, dictando un amplio perdón. Aprovechó también para, en las Cortes de
196 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Tarazona de 1592, limar algunos privilegios del reino que se compaginaban mal con
un gobierno real autoritario, a la vez que para reafirmar lo esencial de los fueros. Se
abolió la unanimidad en las Cortes, salvo para ciertos acuerdos trascendentales; SC re-
derecho del Rey a nombrar un virrey extranjero; el cargo de «justicia» dejó
el 9
de ser vitalicio; sereforzó la autoridaddel Rey y se puso una guarnición en el castillo
de la Aljafería de zaragoza. Felipe IV, como símbolo de reconciliación y de que el rei-
no recuperaba la estima de su fidelidad la retiró.
En todos los reinos de la Monarquía crecieron las tensiones políticas, que gene—
raron conflictos menores, sobre todo en las décadas finales del reinado Se trató de
reacciones muy concretas, ligadas a cuestiones jurisdiccionales particulares, gene—
radas por las incoherencias del propio sistema y desencadenadas por las nuevas for—
mas de gobierno, o por las crecientes necesidades bélicas del Rey, o por las circuns—
tancias internacionales El autoritarismo «absolutista» que convenía al rey chocaba
con el «foralismo» que interesaba a las elites de los reinos, pero esto se complica—
ba con otros frentes menores'de fricción. En Cataluña se produjo un incidente signi-
ficativo en 1569, cuando el virrey encarceló a los diputados, en un conflicto de la
Generalidad con la Inquisición por el pago de ciertos impuestos, que implicó tam-
bién a la Audiencia y al obispo de Barcelona En los reinos de la Corona de Aragón,
en general, el bandolerismo creaba tensiones jurisdiccionales entre los ministros del
Rey y los señores, que se oponían a la aplicación de medidas extraordinarias por
aquéllos, considerándolas contrafuero. Además, en los confines de Francia o del
Mediterráneo, la amenaza hugonote y morisca requería una mayor presencia del
ejército y de la Inquisición, que en todas partes chocaba con los fueros. Incluso en
Castilla, las ciudades ofrecieron una fuerte resistencia al incremento de la presión
fiscal, oponiéndose con su voto al incremento de] encabezamiento de las alcabalas;
y las Cortes de 1592 se negaron, durante más de cuatro años, a votarel servicio de
ue proponlael Rey y se tardó otros dos en conseguir que las ciudades
ratificaran el acuerdo. Sólo en Nápoles (1585) o Portugal (1593, 1596) —y en menor
medida en Navarra— parece que preocupò un cierto irredentismo dinástico. Así
ocurrió en Portugal, en una serie de presuntas conjuras en favor del prior de Crato
—o de un redivivo rey Sebastián—, 0 a favor de los derechos dela casa de Anjou en
Nápoles, o de los Albret—Borbón en Navarra.

1.4. EL IMPERIO FELIPENSE Y SUS PROBLEMAS

Felipe II, como soberano más poderoso de Europa, actuó como emperador, sin la
corona dorada del Imperio. Los vastos territorios que le tocó gobernar, a los que los
contemporáneos llamaron la Monarquía Española, variados y dispersos, se articularon
en torno a una cabeza que sería Espafia, y a una capital, que desde 1561 seria Madrid.
La preeminencia que España disfrutó en Europa en tiempos de Felipe 11 fue en bue—
na parte resultado del eclipse temporal de Francia, desgarrada por guerras in._terr1as En
Italia, aprovechó la ausencia francesa para imponer su autoridad, pues era dueño de
ymbaLfiLMllanfibddo)9CNápoles, Sicilia yCerdeña. Lamayoría de los estados ita—
llanos aceptaron el poderío español y buscaron unir su suerte a1ade España. Sólo la Re—
pública de Venecia trató de conseguir alguna libertad de acción acercándose al Papado y
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE11(1556-1598) 197

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1583

FUENTE: H. Kamen, Felipe de España. Siglo XXI, Madrid, 1997, s.p.

МАРА 7.1. Europa en tiempos de Felipe 11.

al ducado florentino de Cosme de Médicis, ascendido de categoría al conseguir que, en


1569, el papa Pío V le consintiera el derecho a titularse Gran Duque de Toscana. El du—
cado de Saboya, a caballo entre Francia e Italia, estuvo gobernado por un personaje fiel,
Manuel Filiberto, aunque su hijo y sucesor, el astuto y ambicioso Carlos Manuel, a pesar
de que casaría con la infanta española Catalina Micaela en 1585, se mostrará indepen—
diente de las directrices españolas. Los Papas, con la excepción de Paulo IV y Sixto V,
mantuvieron buenas relaciones políticas con Felipe H, si bien procuraron moderar el po—
der que éste ejercía en Italia. Es indiscutible la aportación que el monarca español les
brindó para la terminación y ejecución de los decretos del Concilio de Trento. Los Paí—
ses Bajos, que Carlos V quiso dejar a su hijo, vinculándolos a los destinos de España, le—
janos y rodeados de territorios enemigos, situados en una zona que sería enormemente
conllictíva, constituirían una de sus mayores preocupaciones.
198 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

poderíomilitar. Su médula
El predominio espafiol se basaba en gran parte en su
eran los«tercigs»españºles —formaci0nes de piqueros y mosqueteros en los que al—
ternabansoldados veteranos con otros de mediana edad y bisoños— que ya durante la
primera mitaddelsigloXVIhabían adquirido fama de 1nvenc1bles Pero losespañoles

efectividad en el Campo de batalla dependíade que fueran pagadosa su tiempo; de


otro modo, recurrirían al motín y al saqueo.
La riquezade Felipe II superaba con mucho a la de {QS reyes contemporaneos
europeos, y procedía esencialmentedeCCS fuentes. 109 impuestos recaudados CC sus
domi ios,espec1almenteen Castilla, y las remesas deplata que anualmente SQreci—
bîafi‘de 109territorios americanos. Esta primera.fuente, que apenas había empeiado
a fluir cuando comenzó Felipe II su reinado, creció tanto por el constante aumento
de los impuestos como por una más eficaz recolecciónde _ellosilagsegunda con elin—
cremento del comercio americano, que experimentó un continuo aumento. Pero la
Kcªl-“Hacienda carecía de la suficiente capacidad y flexibilidad para disponer las
cantidades necesarias para el pago de los ejércitos en Q1 lugar y momento oportunos.
El único recurso entonces consistía en acudir a} crédito, generalmente proporciona—
do por banqueros extranjeros, lo que traíaconsigo abusos que costaron sumas consi—
derables, desorganización y escaso control. E1 retraso del pago de las soldadas per—
_]udlCO con frecuencia gravemente, los éxitos alcanzados con las armas e indispuso a
los españoles con 109 autóctonos Si se piensa en 109 casi cuarenta motines ——bien es
verdad que algunos de escasa trascendencia— organizados p01 el ejército que lucha-
ba en los Países Bajos entre 1572 y 1598 podremos hacernos alguna idea de la grave—
dad de este problema.
Otra de las grandes debilidades del imperio felipense consistía en que se trataba
de un imperio disperso, cuyo apropiado gobierno y defensa exigían un dominio de las
distancias, algo imposible entonces La comunicación de Madrid con Bruselas, por
correo oficial, a través de Francia, sirviéndose de los relevos en los lugares de postas,
exigía cuando menos 15 dias. Por mar podía ser más rápida, pero incierta por el cre—
ciente peligro de molestos merodeadores y corsarios franceses, ingleses y neerlande—
ses. España había tenido el dominio _de 121 ruta del Canal de la Mancha gracias a los

novarepública aliada de Espafia, sirvieron lasnecesidades del transporte ydefensa


españoles en el Mediterraneo Pero en los anos iniciales del reinado de Felipe П las co—
sas comienzan 21 cambiar: las nuevas técnicas de construcción naval de los nórdicos
(holandeses e ingleses) se imponen, con innovaciones en las estructuras yquilla poco
pronunciada, más aptos para la navegación en aguas poco profundas. En el Mediterrá—
neo la comunicación no resultaba más fácil, pues los ligeros barcos berberiscos tenían
〕 m 〕〉C纏^‥縄 una gran movilidad para entorpecer, desde su agrestes refugios, la navegación entre
】 責 ` *
SU {€)—MF " 109 puertos levantinos 21 Italia:De ahí la importancia excepcional de la ruta entre Milán
y los Países Bajos, que el duque de Alba utilizó por vez primera en 1567, apoyada en
gª.-:
territorios espafioles о controladosporEspaña, y que Sería posteriormente usada habi—
tualmente, y vendría a llamarse el “¿camino español),:
{* 〝 fi ;.
{\ {NINA rfi , Aunque pudiera parecer lo contrario, por las muchas guerras en que se vio impli—
HAM. Ódiº-r ___

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d助讐 冨 〝 ёё 篭 g握髏輿萱 團 ~Nド ЁЁ
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200 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

_gado, Felipe II fue un monarca conservador, que trató de mantener en paz su imperio.
Las empresas bélicas que acomete lo son en defensa propia o de la religión, aunque,
quizá, más eiacto sería decir por ambas motivaciones, que en su mente estÚVieron es—
trechamente imbricadas. Una excepción la constituye la,.conquista de Portugal, pero
se trataba de un reino de gran importada—estratégica y'del quese considéíábalierede—
m 1139159911919- 〝 岬 *

2. La defensa en el Mediterráneo. Insurrección de los moriscos granadinos.


La lucha contra el Turco: Lepanto

2.1. ATAQUE A LOS BERBERISCOS

Felipe ll considerò, después de la paz de Cateau—Cambresis, que era un momento


propicio para imponerse en el Mediterráneo occidental y asegurar las comunicaciones
marítimas entre España e Italia, acabando con los asaltos a las mismas costas españo—
las e incluso a las Baleares. Traté de recuperar plazas perdidas y nuevos enclaves que
los reyezuelos berberiscos procuraban mantener con la ayuda del sultán turco. Refu—
giados en lugares estratégicos de la costa norteafricana, les resultaba relativamente fá—
ci] estar al acecho cOn sus pequeñas barcas del paso de navíos, a los que abordaban y
robaban sus mercancías, o incluso realizar expediciones ( razzias) a la costa española
mediterránea, apoderándose de bienes y de personas por las que exigían rescate o ven—
dían como esclavos al Turco 0 en los mercados de Oriente.
Una primera expedición, en mayo de 1560, contra Trípoli, importante para la
tranquilidad de la navegación en los mares sicilianos, terminó en verdadero desastre.
La llota, salida de Sicilia, se apoderó sin oposición de la isla de Djerba (castellanizada,
Gelves), que guardaba el acceso a Trípoli, pero su reyezuelo Dragut llamó en su ayuda
al sultán turco, cuya flota se preparó y dispuso con asombrosa rapidez, de manera que
en sólo veinte días se presentó desde Constantinopla ante Trípoli. Los españoles,
que no lo esperaban, presas del pánico, corrieron a la desesperada hacia sus galeras.
Los turcos se apoderaron de veintiséis de ellas y los seis mil hombres que quedaron en
tierra fueron obligados a capitular dos meses más tarde (21 de julio de 1560), por el
hambre y la sed. Este fracaso demostró a los españoles que el Imperio otomano mante—
nía la supremacía naval en el Mediterráneo.
La grave derrota sirvió, al menos, de provechosa lección. El monarca español ac—
tivó, con ayuda deun impuesto pagado por el clero, concedido por el Papa como su—
plemento del de la cruzada, la construcción de galeras en los arsenales del Mediterrá—
neo (Nápoles, Sicilia y Barcelona), y pronto pudo contar con una poderosa flota de ga—
leras para la defensa de las costas de España y de Italia. En 1563 lograron atajar los
ataques de los berberiscos de Orán y Mazalquivir, y al siguiente año pudo conquistar-
se el Peñón de Vélez, un excelente escondite para los corsarios que operaban entre
Orán y Tánger. Los turcos respondieron con un ataque a la isla de Malta, cabeza de la
Orden de San Juan, a la que pusieron sitio, el 18 de mayo de 1565, desembarcando en
ciento ochenta galeras y en otros barcos 23.000 hombres. Los valerosos caballeros
sanjuanistas resistieron en su imponente fortaleza, hasta el agotamiento, durante vein—
titrés días, en espera de una flota anunciada por don García de Toledo, virrey de Sici—
LA MONARQUÍA HlSPÁNICA DE FELーPE 11 (1556- 1598) 201

lia, que, por escasez de medios, no pudo llegar sino a comienzos de septiembre. Pero a
tiempo para el levantamiento del asedio, hecho celebrado con singular alborozo en
toda la Europa cristiana.
Los años posteriores fueron de relativa calma en el Mediterráneo. En 1566 fa—
lleció _Solimany__le sucedióS6li111II menos belicoso que su antecesor y preocupa—
do por los ataques de enemigos a sus espaldas. La rebeli6n en 165 Países Bajos re—
clamó fuerzas y cuantiosos recursos. Afortunadamente el nuevo sultán estaba em—
peñado desde 1567 en una campafia en Hungría en la que cosechó importantes pér—
didas, por 10 que se vio obligado a firmar una tregua de ocho años con el emperador
Maximiliano II.

2.2. EL LEVANTAMIENTO DE LOS MORISCOS GRANADINOS

Por entonces la presión ejercidasobre los morlscos granadinos parasucristlanl—


zación provocò un peligrosolevanwamento. En 61 reino de Granada los moriscos
constituían un grupo social compacto y próspero, que vivía esencialmente del cultivo,
manufactura y comercio de la seda. Se sabía que mantenían relaciones con 105 ber_b6—
riscos norteafricanos, proporcionándoles armas y facilitando sus razzias Pero al ser
prácticamente inútiles los resultados de su cristianización y asimilación, la política
oficial dependió de las circunstancias: sus miembros eran perseguidos en momentos
considerados de peligro por ataques de norteafricanos 0 turcos, pero ignorados cuando
todo estaba tranquilo, a cambio del pago de importantes impuestos. Los éxitos del
Islam en estos años suscitaron en España una mayor preocupación porla seguridad in—
terior, ala vez que se realiz6 un nuevo esfuerzo para cristianizarlos, fruto del entusias-
mo suscitado por el Concilio de Trento. ,
En noviembre de 1566 el inquisidor general Diego de Espinosa, de acuerdo
con el monarca, preparó un edicto en el que se les imponía varias medidas asimila—
torias, que provocaron una insurrección el día de Nochebuena de 1568, que tomó
cuerpo en las Alpujarras y se extendió a la costa. Lo más peligroso era que estable—
cieron relaciones con sus correligionariosdel norte de África, particularmente con
105 de Argel. La rebelión cogió por sorpresa a las autoridades granadinas, que se
hallaban sin apenas otras fuerzas que las milicias locales. Hubo además entre ellas
falta de entendimiento a causa de cuestiones de jurisdicción e intereses particula—
res. La intervención militar en la agreste Alpujarra resultaba muy dificultosa, pues
los moriscos transformaron la revuelta en guerra de emboscadas en la que llevaban
toda la ventaja. Exaltados por caudillos ocasionales, mostraron su exasperación en
la profanación de iglesias y asesinato de sacerdotes. S610 a partir de enero de 1570,
en que fue nombrado don Juan de Austria jefe de las tropas regulares venidas de
Italia, y de Murcia y Valencia, aplicando una política de expulsiones y deportacio—
nes, los rebeldes fueron aplastados aquel mismo año. Por decreto de l de noviem—
bre, se exilió a los moriscos granadinos —unos 150. 000— distribuyéndolos por
distintas localidades de Extremadura, La Mancha y Castilla la Vieja, y confiando a
la autoridad de los obispos locales su cristianización Los"pueblos y tierras aban—
donados por los deportados fueron ocupados por inmigrantes de otras regiones,
principalmente de Galicia.
202 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2.3. LA SANTA LIGA CONTRA EL TURCO. LEPANTO

Pío V, convencido de que el gran peli gro para la Cristiandad era el Turco ya des—
de su nombramiento en 1566, trató de unir a los cristianos en una cruzada contra el
Isla111_y reconquistar los Santos Lugares. Tras de algunos tanteos con los monarcas
cristianos, la idea del Papa se concretó en la organización de una ªgiriaLiga con Espa-
na/IîrancmVeneciay la Santa Sede, pero las dificultades eran grandes.“Felipe II,
empeñado en la guerra de los Paises Bajos y después en el conflicto de Granada, reci—
bió justificadas evasivas.La República de Venecia no quería comprometer sus buenas
relaciones con el Turco, para mantener su comercio en el Mediterráneo oriental, del
que dependía su prosperidad. Francia había pactado desde años antes una alianza con
el Sultán
La tenacidad de este santo Papa conseguiría superar tales dilicultades, salvo la de
Francia En noviembre de 15_Z0 las fuerzas otomanas desembarcaban en ChipreyC] 9
de septiembre caía en sus manos su principal ciudad, Nicosia. Además, en enero de
1570, el rey de Argel había aprovechado los problemas internos españoles en Grana—
da,para apoderarse de Túnez. Felipe II asintió, pero ponía la condición, ciertamente
razonable, de que España debia nombrar al jele principal de la Liga por ser su aporta—
ciön más generosa, ya que debía contribuir con la mitad de los barcos y tropas, mien-
tras que Venecia y 1a Santa Sede con un sexto solamente cada una. Al fin el Papa acce-
diò y fueelegido ¿geral
comandante don…JuandC Austria, el hermanastro de Felipe Il,
que Contaba solamente con veintidòs años, pero acababa de distinguirse en la pacifica—
ción del conflicto granadino.
La flota cristiana, reunida en Mesina, estaba integrada por cerca de 300barcos y
8.000 hombres, de los cuales 5.000 eran marineros y remeros. Era de tamaño semej an—
te a la turca, aunque ésta disponía de mayor número de galeras y llevaba a bordo un
numero de hombres superior. Don Juan dio la orden de levar anclas el16deseptiem—
bre de 1571, dirigiéndose hacia Corfù, donde se supo que la armada otomana, bajo
mando de Alí Pacha,estabaanelada fueravde Lepanto, en el golfo de Corinto. El 7 de
octubre "las'dos poderosas flotas se avistaron en la entrada del golfo de Patras. Antes
de comenzar la batalla don Juan arengó a las fuerzas cristianas y en cada barco se izó
un Crucifijo ante el que la tripulación oró de rodillas. El combate se inició a la izquier—
da por las galeazas venecianas, verdaderas fortalezas flotantes, que con sus pesados
cañones de hierro abrieron brecha. Pero la batalla decisiva se libró en el centro, donde
se hallaba la galera capitana de don Juan y las de los otros altos mandos. Los cristianos
hicieron dos intentos de abordaje, que fueron rechazados, pero en el tercero la galera
de don Juan abordé al buque insignia y en la lucha cuerpo a cuerpo murió Alí Pachá y
su cabeza fue izada rápidamente en la proa del bajel turco. La muerte del almirante
otomano y la captura de su barco insignia decidieron la batalla principal, y con ella el
combate. De la flota otomana, una tercera parte de sus barcos cayeron en poder de los ll
cristianos y perecieron unos 30.000 turcos. Los cristianos perdieron unos 20 barcos y
tuvieron unos 8.000 hombres muertos y 15.000 heridos.
La victoria de Lepanto, tan completa y consoladora para los cristianos, pues de—
mostró que podían hacer frente al temido poder otomano, perdió desgraciadamente su
eficacia al no continuarse la lucha cuando ya se había logrado el primer gran triunfo.
El objetivo último de Pío V era la conquista de Constantinopla y Jerusalén, pero los"
LA MONARQUÎA HISPÂNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 203

venecianosestaban solamente interesados en recuperar Chipre y sus demás posesio—


enel"Adriatico Por su parte,Felipe П prefería que las e_xpediciones con—
nesvperdldas
tinuaran en el norte de África. Pío V murió en 1 de mayo de 1572, pero su sucesor Gre—
gorio XIII se manifestó decidido a mantener la Santa Liga. Ante su insistencia, el so—
berano español consintió en que las galeras españolas realizaran una expedición al Pe—
loponeso, en la zona costera entre el golfo de Corinto y el cabo Matapán, pero no se
produjo el esperado levantamiento de la población local, y la flota turca, reconstruida
con un gigantesco esfuerzo, no quiso arriesgarse a una nueva derrota y rehuyó el com—
bate, por lo que las fuerzas de la Liga regresaron a Italia. Los venecianos estaban muy
impacientes: Chipre no había sido reconquistada, su comercio se desbarataba por la
guerra y seguían desconfiando de los intereses españoles El 7 de marzo de 1573, Ve—
necia firmó de forma unilateral un tratado de paz humillante: la República renunciaba
a Chipre y a los territorios perdidos en Dalmacia, devolv1a a los turcos las plazas con—
quistadas en Albania y pagó una cuantiosa indemnización. Estas concesiones acaba—
ron con la Santa Liga.
España, libre de compromiso, se lanzó entonces a realizar sus propios planes
don
en el norte de África Una expedición de 20. 000 hombres, bajo el mando de…
Ju,an reconquistô, en octubre _de 1572,la ciudad de Túnez, pero no quedó suficien—
tementedefendIday, enjulio de 1574, los turcos, antes de que los españoles pudie—
ran reaccionar, se apoderaron de aquella plaza y de La Goleta. Este lracaso yla
marcha de los acontecimientos en los Paises Bajos propiciaron que Felipe II, que
no disponia de suficiente dinero ni medios para comprometerse en ambos ámbitOs,
buscara una tregua con los llamados «perros turcos», no por cauces diplomáticos
ordinarios, sino por mediación de un aventureroitaliano, lo que se logró en 1578,
que sería periódicamente renovada. España abandonaba el Mediterráneo ante las
exigencias de las guerras en el Atlántico, mientras que el Imperio otomano, com—
prometido en Hungría y en la conquista de Arabia y de territorios persas, volvía
también susespaldas al Mare Nostrum

3. Las guerras en el noroeste de Europa. Intento de control de Francia.


La rebelión de los Países Bajos (hasta 1585)

3.1. EL AVANCE DEL CALVINISMO Y SU REPERCUSIÔN.


INTENTO DE FELIPE II DE CONTROLAR FRANCIA

Los problemas y preocupaciones mayores para Felipe II estuvieron en los países


del noroeste: en Francia, los Países Bajos e Inglaterra. Aunque la paz de Ca—
teau—Cambresis de 1559, al acabar con las guerras entre España y Francia, que habían
durado medio siglo, parecía haber traído la tranquilidad en aquel ámbito, no fue así.
La razón hay que buscarla, aparte de que las rivalidades entre tales potencias no desa—
parecieron, en el desarrollo del calvinismo desde la década de los sesenta, que consti—
tuirá una fuente permanente de conflictos, que en lo referente a España le afectarán in—
directamente en Francia y de lleno en los Países Bajos.
El calvinismo, en principio unas doctrinas y normas religiosas difundidas por
Calvino desde Ginebra, por su naturaleza esencialmente renovadora del orden moral y
204 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

social existente y por su espíritu combativo, se convirtió en movimiento organizado


de alcance internacional. Sus dirigentes predicaban y urg1anla resistencia activa con—
tra la autoridad constituida para imponer suscreencias, su culto y su nueva estructura
eclesial. Con estas características no es de extrañar que se convirtiera en verdadera
oposición organizada,_contando, como en el caso de Francia, con la adhesión de parte
de la nobleza, y aun de príncipes de la sangre; esto es, parientes de la dinastía reinante.
El choque se produjo no sólo a nivel social, con la mayoría del pueblo católico, sino
también se tradujo en una luchaentreílas poderosas familias de los Guisa, católicos, y
de los Châtillon, que aceptaron o protegían las nuevas creencias. Lo que en principio
` era un movimiento religioso, por la adhesión de hombres de espada, se convirtió tam—
bién en un conflicto de partidos.
En 10 que se refiere a los Países Bajos, el calvinismo afectó a Felipe II en muy dis—
tinta manera, no sólo porque fue muy escasa la nobleza que aceptó las nuevas doctrinas,
sino porque era un territorio que pertenecía a su Corona. En todo caso, la vecindad de
ambos territorios, y sin dificultades geográlicas en su frontera, facilitò el que los calvi—
nistas franceses (llamados también hugonotes) se convirtieran en una constante amena—
za para la situación en los Países Bajos, pues penetraron allí con cierta facilidad y tejie—
ron alianzas con los rebeldes, entre los que tenían también correligionarios.
En Francia, antes de fallecer imprevistamente Enrique Il durante los festejos
de la boda, por poderes, de su hija Isabel de Valois con Felipe II, tuvo tiempo para
encomendar a este último una cierta tutela sobre sus hijos y herederos mu>l jóve—
nes o menores de edad Felipe II aceptó esta encomienda, no sólo por defensa y
apoyo al catolicismo, sino porque su expansiôn en Francia afectaba a los Países
Bajos. Siempre pensó que la mejor manera de ejercer dicha encomienda consist1a
en apoyar a la reina madre, Cata1ina de Médicis, que tendría el gobierno en sus ma-
nos después del brevísimo reinado de su hijo Francisco II (1559— 1560), caracteri—
Zado por el rigor de los Guisa contra los disidentes religiosos. Pero Catalina de
Médicis, mujer hábil y pragmática, durante el reinado de Carlos IX, para evitar los
constantes conflictos y enfrentamientos internos, se inclinó a una política de tole—
rancia controlada. Conviene tener en cuenta que lo que se llamó entonces toleran—
cia religiosa era un concepto nuevo que no aceptaban ni católicos ni calvinistas.
Los primeros porque consideraban que no se podía tolerar el error y los últimos por
idéntica razón, pero aquéllos luchaban por el reconocimiento total de los derechos
religiosos y civiles que invocaban.
En estas circunstancias y con las indicadas diferencias religiosas entre las gran—
des familias, lapolitica de Catalina de Médicis difícilmente podía traer la paz. Feli—
pe II, partidario, como sus consejeros mas intimos, especialmente el duque de Alba,
de castigar a los herejes, a quienes tenía también por rebeldes a la autoridad real, tras
advertírselo repetidamente, decidió apoyar a los católicos durante las tres primeras
guerras de religión. Sin embargo la Reina madre, que no quería subordinar el país a
Felipe II, rehusó totalmente su apoyo a partir de 1570, buscando, siempre mediante
concesiones, mantener la paz interior, siquiera de forma precaria. Fueron muchos los
problemas que hubo de superar, pues en ningún caso deseaba la guerra con España, a
la que los hugonotes la inclinaban, interviniendo, de una forma u otra, en los Países
Bajos en ayuda de sus correligionarios. Tampoco el soberano español quería una rup—
tura, procurando simplemente defenderse de tales ataques.
LA MONARQUÎA HISPÁNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 205

3.2. LA REBELIÓN DE LOS PAÍSES BAJOS. GOBIERNO DE MARGARITA DE PARMA

Los Países Bajos eran un territorio de los más poblados de Europa, №9919…—
dustríalizado, con un elevado niVel de vida e importancia cultural. Para Espafia tenían
un importante interfËSÆnÔmico. Durante varios siglos habían sido mercado para su
lana, principalmente la castellana, y otros productos t1p1cos del Sur. Nªim{ Ses—
pañOIes recibian productos de su industria textil y metalúrgica, así como baStimentos
(madera, alquitrán pertrechos para la construcción naval), que ellos importaban de los
países n6rdicos Amberes era el centro comercial y_financiero másimportantede Eu—
ropa, un verdadero almacenparalosintercambioscomercialesentre Sur.У…Norte, y en
medida creciente mercado de distribución de { Sproductos coloniales americanos y
de las Indias orientales portuguesas.
E_lcatolicismo era la religion de las diecisiete provincias, pero desde muy pronto
comenzaron apenetrar desde Aleman a la here]… luterana yla secta revolucionaria
llamada anabaptista que fueron reprimidas y erradicadas con gran dureza por Car-
los V. Desde 1559, el calvinismo comenz6 a extenderse en las ciudades textiles fran-
cofonas meridionales, colindantes con Francia, organizado para poder enfrentarse a
las autoridades seculares, y aprovecharía 1ііayuda de sus correligionarios franceses y
los propios conflictos internos para progresar allí y en las provincias norteñas
A su partida hacia España,Felipe II dejó establecido un Consejo de Estado para
asesorar a la gobernadora, su hermanastraMargarita hija ileg1tima de Carlos Vpero
“x_x.

de madre flamenca y educada en el país hasta que a sus once años marché a Italia,
don de casó con Octavio Farnesio, duque de Parma. En dicho Consejo participaban al—
gunos de los más importantes nObles autôCtonos,como Guillermo, pr1ncipe de Oran—
l
ge, los condes de Egmont, Horn y el barónde Montigny, pero Felipe П había dejado a
\ Margarita orden de consultar los asuntos más importantes con tres de sus miembros,
{
de los cuales la figuramásdestacada era Antonio Perrenot, obispo de Arras, que sería
elevado a la púrpura como cardenal de Granvela Originario del Franco Condado, y
por tanto extranjero al pais, estaba totalmente identificado con la causa española y
: coincidía con Felipe II en hacer de las diecisiete provinciaS un Estado centralizado
〝 mas gobemable. Pronto los mencionados nobles se dieron cuenta de que estepequeño
grupo usufruc1uaba las funciones de Gobierno y surgió una oposición sorda contra Sus
componentes, especialmente contra Granvela
Los nobles descontentos reclamaron una mayor representación en el Consejo, y
el barón de Montigny fue enviadoa la Corte española, en otoño de1562, para pedir la
sustituciôn de Granvela. Cuando volvió sin conseguirlo, Orange y Egmont se retira—
ron del Consejo. La tensión creada obligó a FelipeII a destituir a Granvela en enero de
1564. A lacaída de Granvela, la permisividad o indiferencia de los grandes señOres
respecto a la resistencia de los calvinistas a los edictos yalaInqu1s1c1on colocô al
Consejo de Estado en pOSIClondifícil, pues Guillermo de Orange, todavíanominal—
mente católico, consideró incluso conveniente protegerlalibertad de conciencia de
los protestantes para evitar problemas.
Aunque algunos obispos, prolesores de teologia de la Universidad de Lovaina
y altos funcionarios aconsejaban a Madrid una cierta moderaciôn respecto a los cal-
vinistas, el monarca español,escarmentadode lo queocurría en Francia donde la to-
lerancia hab1aconducido a graves conflictos internos, consider6 que no era ésa_pre-
206 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cisamentelapohfieaaseguir. En otoño de 1565 decidió la implantación de los de—


CrC〔0SdelConc1llo d Trento y la nueva organización ecleslastlca atribuida a Gran—
vela, enla que se re.
garon que esta reorganizaCión nodebía hacersesinla expresa salvaguardia de sus
privilegios, y el conde de Egmont fue enviado a Madrid para suplicar moderaci6n en
la persecución de los protestantes. Felipe II, fiel a sus ideas en este punto, dioms—
trucciones a Margarita para que las disposiciónesContra los herejes fueran aplicadas
en todo su rigor antes de que fuera tarde y el avance de aquéllos fuera ya imparable.
Esta decisión produjo una oleada de indignación y malestar en unpaísya inquieto
Sin embargo, contra el rumor que hicieron circular los calvinistas, Felipe II nunca—…
tuvo{nLCnC{叫dC introducir unaInqLLisición semejantea la española, cuyOs métodos
eran mucho mas duros que los aplicados por la Inquisición romanaWdIe/pendientedi- ;"
rectamente del Papa, que era la queactuaba en los Palses Bajos, como en otros paí—_

El 5 de abril de 1566 una representación de la pequeña nobleza acudió en proce-


sión alpalacio de la gobernadora para presentar la petición de suavizar la persecución
de los herejes. Calificados despectivamente de gueux (mendigos) por uno de los con—
sejeros de Margarita, adoptarían esta denominación como reto al Gobierno. De mo—
mento la gobernadora decidió suspender la aplicación de los edictos contra la herejía y
consultar a Madrid. El consentimiento tácito de libertad religiosa se convirtió, sin em—
bargo, atizado por el hambre provocada por los altos precios alcanzados por los cerea—
les después de un inviemo excesivamente riguroso (1565— 1566) enverdadera revuel—
ta popular. A finales de agosto, se expresó en un saqueo de iglesias, destrozo deimá—
genes y robo de ornamentos y objetos valiosos de culto. Entre los iconoclastas había
una porción de calvinistas, que bien organizados dirigieron la1nsurrecci6n buscando
templos para su culto, pero la mayor parte era populacho irritado, indiferente en reli—
gión o que odiaba al clero por su riqueza. La gobernadora, acudiendo a los señores,
asustados de la violencia de los iconoclastas, conSiguió mantener un orden momentá—
neo. La nobleza de los Países Bajos no era calvinista, y si se habían unido al movi—
miento de revuelta era a causa de la oposición general que reinaba en el país, sin ima—
ginar sus desoladoras consecuencias.

3.3. EL DUQUE DE ALBA Y LA POLÍTICA DE DUREZA

El movimiento iconoclasta impresionó profundamente en Madrid. La goberna—


dora, restablecido el orden, pues los calvinistas se hallaron solos, sugirió que era el
momento de hacer concesiones, ahora en situación de fuerza. Pero no era esto lo que
pensaba Felipe II ni algunos de sus mas allegados consejeros, que miraban siempre
al espejo de Francia, donde la politica de tolerancia de Catalina de Médicis no había
conseguido sino avivar las llamas del conflicto y desencadenar la guerra sin Cuartel
entre católicos y calvinistas. En un importante Consejo de Estado, una parte de sus
miembros, encabezada por Ruy Gómez (que parece había tenido alguna relación con
la nobleza neerlandesa) se inclinaba a seguir la política preconizada por la goberna—
dora, pero se impuso la opinión de Alba, de que la sedición y la herejía de los'rebel-
desjustificaban el uso de la fuerza si no quería caerse en una situación semejante a la
LA MONARQUÎA HISPÀNICA DE FELIPE n (1556-1598) 207

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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, Vl, p. 931.

MAPA 7.3. De Milán ¿¿ los Países Bajos: las comunicaciones.

del vecino país. Además, la situación geográfica de los Países Bajos aconsejaba la
necesidad de reprimir 10 antes posible lamrevnelta. Esta misiôn de castigar'a unos
enemigos que eran a la vez «nehQLdQSlthjeS», le fue encomendada a él mismo,
que a mediados de abril de 2611131594Réägjliillaßeuniö en Milán los lerciosfrepar—
tidos por la peninsula, y se encaminó con unos 9.000 hornbresqhacia el norte, bor—
208 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

deando Francia, y después, por el Franco Condado, Lorena y Luxemburgo, entró en


Bruselas el 9 de agosto.
conl_aopos1c1on politica}!religiosa y, como se le
Su misiónconsistíae11acabar
en
decíalas instrucciones secretas que se le dieron, «hacer de todas las provincias un
reino, con Bruselas como capital». Algunos de los oponentes como Guillermode
Orange,ymuchoscentenares de implicados en 105 conflictos, huyeron, especialmente
aFrancia y Alemania, pero otros, más confiados, com Egmont y Horn,permanecie—
ro_1_1_enelpaís. Alba, sin vacilar,los'pusoen pr151 іі.Fa juzgaralos acusados de la re-

fallados
Sangre», que actuó sobre millaresde casos, bastantes de los cuales fueron
como culpables y sus titulares ejecutados. En mayo de 1568, Guillermo de Orange,
desde su exilio en Alemania, organizó una invasión con la esperanzaііе` que surgiera
un levantamiento, pero el país estaba demasiado atemorizado y concluyó en un estre—
pitoso fracaso. Alba tomó ocasión de este intento para incrementar la represión y apli—
car más ejecuciones, como las de Egmont y Horn, ahorcados en la Gran Plaza de Bru—
selas (5 deJunio de 1568)como advertencia a otros opositores {
Para el sostenimiento del Gobierno y del Ejército, sin tener que recurrir a España,
convocó Estados Generales a los que coaccionó para que accedieran a concederle va—
rios impuestos, de los que el más sustancioso era el de 10 % sobre toda transacción
mercantil, aunque de hecho se cumplió con un porcentaje muy inferior. El régimen de
rigor impuesto por Alba, a pesar de que provocó un descontento creciente, no dio lu-
gar a revuelta interna alguna. La incitación allevantamientovino del exterior. de 105
hugonotes franceses y de las agresionesde1,05, corsarios holandesesinglesesy hugo—
notes. El tendón de Aquilesde Alba estaba precisamente en la falta de una escuadra
para la defensa marítima. La decadencia de la construcción naval española y la caren—
cia de navíos apropiados para navegar en lasaguasbajasde aquellos países influyeron
de manera determinante en el fracaso.…deAlba y sus sucesores.
Guillermo de Orange, exiliado en Alemania, continuaba en su intento de organi—
zar una vasta oposición internacional contra el dominio español y firmô una alianza
con los hugonotes franceses, mientras su hermano, el conde Luis de Nassau, que se ha—
bía instalado en Francia, trataba de arrastrar al rey Carlos IX a ayudar a 105 rebeldes de
Flandes E] 1 de abril de 1572, los llamados <<mendigosdel mar», horda de toda clase

modadas cuya cabeza había sido puesta aprecio, pescadores ytrabajadores enparo
que se dedicaban al pillaje, indiscriminadamente, por la costa atlántica, expulsados de
los puertos ingleses por temor a sus excesos, se dirigieron al puerto de Brill, en la de-
sembocadura del Mosa, en Holanda (1 de abril de 1572). Alli se encontraron con la
sorpresa de que la guarnición española lo había abandonado para acudir a apaciguar
cierto tumulto en otra parte. Ni Alba ni Guillermo de Orange, ni su hermano Luis de
Nassau, dieron importancia a este hecho, que, sin embargo, sería el punto de ignición
de la gran revuelta. En efecto, animados por este éxito inesperado, otro grupo de
<<gueux del mar» desembarcó en Flesinga, llave para el control de Zelanda, a la entrada
del Escalda, profanando y saqueando sus iglesias. Al cabo de pocas semanas habían
ocupado prácticamente las provincias de Holanda y Zelanda.
Ante este éxito, los hugonotes franceses, apoyados por Luis de Nassau, redoblaban
el clamor a su rey pidiendo autorización para atacar al duque de Alba. El monarca al fin
LA MONARQUIA HISPÀNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 209

les autorizó, aunque procurando no comprometerse. Un ejército protestante, compuesto


de franceses y exiliados neerlandeses,_que se había apoderado de Mons, fue a poco des—
trozado por el hijo del duque de Alba y, para evitar una confrontación de graves conse—
cuencias, el Rey de Francia, persuadido por su madre, consintió la eliminación del almi—
rante Coligny, el más Significado_jefe calvinistalo que fue el comienzo de las trágicas
matanzas de hugonotes por los católicos en París durante la llamada Noche de San Bar—
tolomé (24 de agosto de 1572), y en dias posteriores en otras muchas ciudades.
Alba, aprovechando'el desconcierto provocado por aquellos terribles sucesos,
emprendió la reconquista del país, más convencido aún de que sólo la represión era el
medio de dominar a los rebeldes. Malinas fue brutalmente saqueada durante tres días y
un trato semejante recibieron Zutpheny Naarden. Haarlem, ciudad bien protegida por
el agua, resistió siete meses, pero los vencidos fueron pasados a cuchillo (15 julio de
1573). Sin embargo lastropas espafiolas y extranjeras, a las que no se les podía pagar
por falta defondos, provocaron una serie de motines que impidieron la prosecución
del avance iniciado. Alba pareciô rendirse entonces ante la evidencia: la dureza y el
saqueo conducían a una más tenaz resistencia de los habitantes del país, incluidos los
católicos, que aún eran mayoría.

3.4. Los GOBIERNOS DE REQUESENS Y DON JUAN DE AUSTRIA

Felipe II, a sugerencia de los partidarios de la conciliación, principalmente Granvela,


que estaba en 1ta1ia,y el secretariQ Antonio Pérez, decidió sustituir a Alba. Ya en enero de
1573 había designado al entOnces gobernador de Milán, Luis de Requesens, hombre ex—
perimentado y buen diplomático, que había servido de consejero a don Juan de Austria en
Lepanto y en la guerra de Granada, para que ensayara la vía conci1iatoria. Los «mendigos
enblo—
【 del_mar» mantenían una molesta amenaza en la costa neerlandesa, que se(Baía?)
queo total al caer en sus manos Middelburgo, en febrero de 1574, tras dos años de asedio.
Esto significaba que eran totalmente dueños de la ruta marítima entre los Países Bajos y la
Peninsula y que tenian a su merced eÎimportante comercio español. En abril de 1574, la
gran victoria española de Mook, cerca de Nimega, en la que murió Luis de Nassau, signi-
ficó un gran triunfo y la gran oportunidad para Requesensde negociar con los rebeldes,
pero el Ejército estaba irritado por la falta de sus pagas y marchó sobre Amberes, que fue
tomada como rescate. Requesensconsiguiódominarel motín, aceptando negociar en Ma—
drid las peticiones inmediatas de los soldados Por ello, cuando el 5 dejunio de 1574 p10—
clamó el perdón general, no es de extrañar gue tuviera muy escasa acogida.
Cuando Requesens reanudó la empresa de reconquista, la bancarrota de la hacien—
da real, declarada el 1 de septiembre de 1575, hizo muy difícil la llegada de dinero de
España, y los soldados de los tercios, a los que se debían varios meses de paga, iniciaron
la etapa de los grandes motines. Requesens, que se hallaba muy delicado de salud, falle—
ció del disgusto (5 de marzo de 1576). La ausencia de una autoridad pareció facilitar al
Pnncipe de Orange, pasado ya al calvinismo, conseguir lo que había sido suobjetivo
desde el principio de la revuelta: unir a las diecisiete provinciasfrente al régimen espa-
fiol. El 4 de setiembre de 1576 fueron arrestados los miembros del Consejo de Estado
afectos a FelipeII y Orange convenció al nuevo Consejo para que'convocase Estados
Generales, Pero los tercios, el 4 de noviembre, asaltaron la ciudad de Amberes y la
210 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ªtacaremsalvajemente en busca de botín. Se calcula que unos 7.000 ciudadanos per-


dieron la vida. Esta brutal acción fue capaz de unir en Gante 11 delegados de todas las
provincias y llegar al acuerdo de suspender los edictos contra laherejíay concedera los

tQTQredactó también unaproclama en la que seexigíala expulsión de lols tercios espa—


ñoles y la convocatoria de Estados Generales.Sin embargo, las diferencias entre los
cóaligados, pertenecientes a distintas confesiones religiosas, y sus diferentes opiniones
sobre la estructuración política del país, hicieron inútil un entendimiento. Por si 1uera
poco, en BrabanteyFlandes jefescalvinistas radicales, apoyados en una parte del pue—
blo desesperado, SCapoderaron delgobierno de algunas ciudades donde1mpusier0n go—
biernos revolucionarios que otorgaban libertad solamente para el culto protestante y
procuraban la eliminación del católico. ESlQ movimiento radical dentro delcalvinismo
hizo fracasar el intento de unificación del PrincipedQ Orange. ”
La división entre los rebeldesfavoreció una cierta reconciliación a lallegadacomo
gobernador de don Juan deAustria, el hermanastro del Rey, en noviembre de 1576 P11—
vado de dinero y Cori tropasescasas las provincias meridionales C1mpusieron el llama—
d6Edicto Perpetuo (12 de febrero de 1577), por el quese obligaba a retirar a los tercios a
cambiode aceptarle como gobernador general y mantener como única religión la católi—
ca. El nuevo gobernador en relación con la familia cratólica de los Guisa franceses, apo—

rrocar alaBrotestantelsabelycñarseígnMariaEstuardo Estos planes, gestadospriva—


damente por el Principe, no agradaban a Felipe II, que —apartede Cierta celotipia hacia
su hermanastro— nó T6S consrderabaopórtunos, y procuró obstaculizarlos mediante la
limitación de recursos financierosal gobernador Don Juan, que no era un hombreque
se resignara a una situaciónde pasividad, abrió las hostilidades apoderándose de lorma
inesperada de la fortaleza de Namur (julio de 1577) y pidió a Felipe Il autorización para
el regreso de los tercios, que al lin consintió a ello y llegaron con su amigo de niñez, Ale—
jandro Farnesio. Cón estos efectivos se consiguió una rotunda victoria en Gembloux,
cerca de Namur, el 31 de enero de pCr0 la falta de dinero impidió proseguir la
campaña, y aprovechando la ocasión apoderarse de Bruselas. `
Р9го los rebeldes continuaban Sin entenderse: las provincias valonas, católicas en
su mayoría y de habla francesa, llamaron como jefe al inquieto y ambicioso duque
Francisco de Anjou, hermano del rey de Francia, Enrique Ill, mientras que las del nor—
te se inclinaron por el calvinista Juan Casimiro, conde del Palatinado del RTEn esta
situación, el 1 de octubre de 1578, don Juan falleció de tifus, 21 los treinta y tres años,
dejando como gobernador a su lugarteniente Alejandro Farnesio, cargo en el que le
confirmó el soberano.

3.5. Los PROGRESOS DE ALEJANDRO FARNESIO, DUQUE DE PARMA (HASTA 1585)

Farnesio era hijo deMargarita, la que había sido gobernadora del país, y del se—
gundocome?CCP211ma,Òctavi6Farnese (castellanizado Farnesio),sobrino, por tanto,
__de Felipe“, en cuya Corte se había criado juntamente con el fallecido don Juan de
Austria, prácticamente de la misma edad. Era gggsºldadgala vezque hombre de go—
bierno. Hábilmente supo/aproyecharklas diferencias entre las provincias meridionales
LA MONARQUÏA HISPÂNICA DE FELIPE II (1556-1598) 211

y lasnprteñas. Las provinciasvalonas acordaron en enero de 1579_…crear_la…[ln…í$3n de


Arras, a la que 1a;norteñas responderíanmás [тадрол la Unión…dQUEKecht. Esta divi—
SiÓñJprefigurabaFlo que posteriormente serían BélgicayHnlanda.
La ruptura de las provincias valonas no significaba la vuelta a la obediencia a Fe—
lipe H, pues tan aborrecible consideraban la dominación española como la de los cal-
vinistas. Farnesio sabía que eran precisos tanto éxitos militaresque le dieranau/torhidad
como un paciente, trato que,_'inspirara .cqnfianzgfinigs propósitos pacificadores del
monarca. Así Consiguió el trataílgde Arras (17 de mayo de 1579) por el que losrepre—
sentantes de Artois,HainauÍy,Flandes valón reconocían afF—elipe П como soberano y
admitían el mantenimiento del catolicismo como única fe. A cambio, Farnesio les pro—
metió" el “fe'éb'hóe'ífñiéhftdd'e Sus'libertades, la retirada de los soldados españoles, la
confirmaCión' de laipacifi'caciónwide/“Gante y del Edicto Perpetuo y apartar a los extran—
jefes de cargos,civilesymilitares. Como reacción, las siete provincias del Norte fir—
maron la Unión de ' con lo que la ruptura de la unidad del país se consumó.
La_salida de los tercios iba a acarrear serias dificultades a Farnesio, pero sabía
que esta medida era indispensable para ganarse a los valones y tenía esperanza de que
algún día volverían. Con las“ tropas _valonas intentó alcanzar un triunfo militar
que consolidara el tratado'de Arras, y lo consiguió con la toma de Maastricht después
de un asedió'débuatro meses. Procuró mantener sus promesas e irse ganando a los no—
bles valones mediante gratificaciones y sobornos. A_sí logró que poco a poco afian—
zaran su confianza y que se convencieran de que con sus tropas solamente serían inca—
paces de cionSeguir victoria alguna, Siéndoles preciso contar con los españoles. A fina—
les de 1582 Farnesioitenía bajo sus órdenes casi 60.000 hombres, sobre todo alemanes
y valonesg'iñ'cluyendo 5.009 españoles y7_47.0001_ií___lianoSÍSMupropósito inmediato con—
sistía en lanzaºlínfaofenSiva para lograr la seguridad de las provincias. Necesitaba, sin
embargo,dinero. Afortunadamente, de España le fue llegando más abundanteque a
sus antecesores, pues fueron años en que las flotas déiiiiií'ángiañáfón crecientes Can-
tidades de plata. Además, apenas tuvomolestias de los hugonotes franceses, pues Fe-
lipe 11 había firmado un tratado secretocon los Guisa a finales de 1584, que juntamen—
te con los miembros de la Li ga Católica, les tuvieron atenazados.
Gracias a Su talento militar, la división de los enemigos y una cierta tranquilidad de—
rivada del indicado tratado, Farnesio consiguió numerosos éxitos. A finales de 1584 había
reconquistado Flandes y la mayor parte de Brabante; en febrero de 1585 capitulo Bruse—
las, y después de un célebre asedio, largamente preparado y utilizando la ingeñiéiíáinñíl
tar, rindió a Amberes el 17 de agosto. En el entretanto, se había realizado__la conquista de
Portugal y de las AzoréSÍoque otorgaba a la Monarquía española una amplialapertura al
Alläntico, y Pensar en la posibilidad de una ofensiva—contra lsabelgdeulnglaterraf

4. La anexión de Portugal a la Monarquía española

4.1. PLANTEAMIENTO DE LA SUCESIÓN PORTUGUESA.


Los CANDIDATOS Y LA ACTITUD DE Los PORTUGUESES

Al caer, en 1579, Antonio Pérez en 1a desgracia real, Felipe П llamó urgente—


mente a Granvela, que se hallaba en Roma, para que viniera a sustituirle. No sola—
212 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

mente buscaba una persona de gran experiencia para afrontar la situación en un mo—
mento crítico, sino también para imprimir a la Monarquía un mayor vigor ante los
problemas que se avecinaban. Uno de ellos era el de la sucesión portuguesa Eljoven
rey don Sebastián acababa de mQr_i_r№
en CruzadaenQ1 norte de África, en la bata—
lla de Àlcazarquivir (4 de agosto de 1578). El sucesor su tío abuelo, C anciano car—
denal don Enrique tenía muy pocas probabilidades de vivir largo tiempo,"conToque
FSüte’sfön'se'rfi'östraba abierta.
"" El reino de Portugal era pequefio pero suimperio inmenso: se extendía por el
oriente11a91£11£11nd1a ylas Molucas, y porel occidente hastaelBrasd Lisboa era la
"Capitaldelas especias del mundo Los pretendientes con mayores derechos eran
tres: la duquesa de Braganza, que tenía ventaja si se considerara la estricta linea

Isabel; y don Antonio, prior de la OrdendeMCratohijo ilegítimo del hermano del


cardenal donEnrique 'd'ìsolu'to y derrochador, pero_apre01a'do pQ1"e'l' pueblo; Los
portugueses 110 eran partidarios de pasar a ser súbditos de Felipe II, precisamente
por ser rey de España. Para aconsejarse sobre la sucesión, el anciano rey cardenal
convocó Cortes en Almeirin (11 de enero de 1550), donde cada brazo trató de in—
fluir a favor de su candidato, y doannrique no consiguió aclarar su decisión…Mu—
rió el 31 del mismo mes, dejando un consejo de regentes para gobernar hasta que
fuera elegido el sucesor.
G1anela preparò la anexión con la inestimable ayuda de Cristobal de Moura,
un portugués qué; venidoCC11in0 Con la infanta doña Juana, hermana de Felipe П,
""V'i'uifadél malogrado heredero de Portugal el infante Juan Manuel, había adquirido
"en la Corte española gran estima. El monarca español contaba con el apoyo de cier-
tos sectores sociales importantes: la nobleza, que hundida en el desastre de Alcazar—
quivir necesitabadel dinero Qspafiol para rescatar a muchos de sus familiares aún
caulivosde los moros;losjesu1tas con la esperanza de conseguir su protección para
las labores apostólicas iniciadas años atrás en las colonias de Oriente y Brasil; y los
hombres de negocios y clase mercantil en general, que se sentían especialmente
atraídos por la perspectiva de participar más intensamente en el comercio de Sevilla
y América, a tin de conseguir la plata tan necesaria para su comercio en los merca—
dos de Extremo Oriente.

4.2. ACTUACIÔN DE FELIPE П

Felipe II estaba convencido de ser el candidato con mayores derechos y


ademas temía que Portugal, en manos de don Antonio, sólo hubiera podido mante—
nerse aliándose con los enemigos de España: ingleses, holandeses y franceses pro-
testantes. Por ello, bien aconsejado por Granvela y el hábil Moura, se empleó a
fondo, utilizando la diplomacia y el poder militar. Con dinero español se pagó el
rescate de algunos de los nobles cautivos en África; usando la diplomacia se logró
que el rey de Marruecos pusiera en libertad al duque de Barcelos, esposo de la du—
quesa de Braganza, yla pareja ducal, generosamente recompensada, retiró sus pre—
tensiones.
De los consejeros regentes, dos o tres fueron asegurados para la causa española
LA M。NARQU{A HISPÀNICA DE FELIPE 11 (1556—1598) 213

por Moura, pero la oposición popular era grande y en las calles se vitoreaba a don
Antonio. Por ello, no quiso el monarca que el Consejo interviniese ni tampoco las
Cortes decidiesen o dejarlo al arbitraje del Papa. Granvela consideró muy conve—
niente realizar cuanto antes la ocupación del país por un ejército, para dirigir el cual
se llamó al duque de Alba, que se hallaba en un forzado destierro en su casa ducal. El
veteranoduque antes de penetrar en territorio portugués, lanzó un ultimatum a los
portugueses para que reconociesen a Felipe II como soberano legítimo, pero al rehu—
sarlo cruzó la frontera a finales dejunio de 1580. Los partidarios de don Antonio
ofrecieron resistencia en algunos lugares, pero a los cuatro meses el reino había caí—
do bajo control español. En abril de l581 las cortes de Tomar reconocieron oficial—
menteaaFelipe II que estuvo presente. Proclamô entonces las condiciones QC laane—
xión: las {QS{QQ_C{QQCSpolíticas yrepresentativasde Portugal permanecerían intactas
y los castellanos no ostentarian cargos111 enla metropolini en sus territorios ultra—
marinos; tampoco debian ser autorizados a participar en la vida comercial delImpe—
rio ultramarino. Se acordó que durante las ausencias del monarca, el reino sería go—
bernado por un miembro de la familia real o un Virrey português, y 5e establecía en
Madrid un 9911551011520rlugaE Cuyósconsejeros y funcionarÍOS serían portugueses
E5ta5 medidas significaban que Portugal aunque formando parte de la Monarquía
hispánica, era un Estado asociado, no incorporado, a la Corona de Castilla. Ningún
soberano del siglo XVI hubiera respetado más las peculiaridades de un país conquis—
tado. Felipe II permaneció en Lisboa hasta marzo de 1583, dejando como virrey a su
sobrino elarchiduque Alberto de Austria.

4.3. RESISTENCIA DE D N ANTONIO, PRIOR DE CRATO

Solamente una de las islas Azores, la Terceira, proclamò su fidelidad a don


Antonio. Ello constituía un peligro, porque podía ser una base para la recuperación
del reino y refugio de los corsarios, que, como Drake, podían utilizarla de apoyo
para sus ataques a España, a sus flotas trasatlánticas y a su imperio americano. Cata-
lina de Médicis, para vengarse de no haber sido reconocidos sus derechos a la corona
portuguesa —ciertamente sin apenas peso—, recibió en su Corte a don Antonio y le
ayudó a organizar dos flotas para apoderarse de las Azores. Sin embargo, el embaja-
dor español en París, bien informado por sus espías portugueses, alguno de ellos del
entorno del Prior, envió noticias precisas y una armada del almirante Santa Cruz
deshizo dichas expediciones franco—portuguesas, a finales dejulio de 1582 y en la
primavera de 1583.
La asociaciôn de Portugal fue beneficiosa para ambas partes. Los portugueses
lograban el respaldo de un poder más fuerte; España consiguió un extenso litoral en
el Atlántico, en cuyas aguas se librarian las grandes batallas, y un segundo imperio
ultramarino, complementario del americano, lo que significaba un notable aumento
del poderío español. La Monarquía hispanica aparecíaahoraante51151ivale5como
un verdadero coloso1111111d1 enelloselan—
tollco pero al mis o‘tlempoflprovoeo
sia de destruirloQ cuando menosdebllltarlokap sus
r—Îfiechando 咽QQn{0Sflacosla (1111-
"cultad de defender territorios tan vastos yl _“ inmensasdi 〟 `
sus miembros.
214 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

5. La gran empresa contra Inglaterra. La llamada «Armada Invencible»

5.1. Los ANos DE OPOSICIÓN SIN RUPTURA DE FELIPE П E ISABEL DE INGLATERRA

La conquista de Portugal y de las Azores planteó a Felipe II la necesidad de poner


coto a los ataques de ingleses, franceses y holandeses a navíos españoles, apoderándo—
se de bienes y personas, y a los saqueos de puertos e instalación en territorios america—
nos, como Florida, donde unos centenares de franceses calvinistas, en 1565, habían
Sido exterminados por el almirante Menéndez de Avilés. Pero el enemi go más peligro-
so era Inglaterra. El temible corsario John Hawkins apareció en aguas del Caribe, en el
puerto mejicano de San Juan de Ulúa, en setiembre de 1568.
La huida de María Estuardo, reina de Escocia, de sus enemigos, para refugiar—
se en Inglaterrajunto a su prima Isabel, unos meses antes, en mayo de 1568, consti—
tuiría un peligro permanente para la soberana inglesa, pues planteaba la posibili—
dad de una rebelión de los católicos, de acuerdo con una intervención militar
extranjera, para colocarla en el trono inglés. En efecto, ya en noviembre de 1569
surgió un levantamiento en el norte contra el gobierno de William Cecil, que había
acentuado su protestantismo. Felipe II sugirió a Alba intervenir en Inglaterra, pero
éste no consideraba conveniente embarcarse en empresa tan aventurada. Igual—
mente Se mostró reacio a ayudar a otra nueva conspiración en 1571, porque la des—
confianza respecto a Francia y la situación de los Países Bajos aconsejaban mante—
ner buenas relaciones con Isabel. Pero la insistencia de los papas en una interven-
ción militar y las cada vez más dañosas y frecuentes actividades de los corsarios
ingleses inclinaban al monarca español a actuar contra Inglaterra. Por su parte, Isa—
bel practicó una política prudente, no deseando verse envuelta en ningún conflicto
con España. Es cierto que apoyó a corsarios como Francis Drake, cuyas empresas
reportaban preciados recursos de sus saqueos a las colonias españolas, pero consi—
derándolas empresas particulares.
En 1583 se descubrió la conspiración de Francis Throckmorton, que bajo tor—
tura confesó la implicación del embajador español, Bernardino de Mendoza, a
quien en enero de 1584 se le ordenó abandonar el país. Unos meses después falle—
cería el duque de Anjou, que ansiando un reino había invadido varias veces los Paí—
ses Bajos, y al no tener el rey su hermano, Enrique III, hijos, se planteaba la suce—
sión de la Corona de Francia. Felipe II ya había previsto esta posibilidad y para
evitar que llegara al trono Enrique de Borbón,jefe de los hugonotes, firmó el trata—
do de Joinville (31 de diciembre de 1584) con los príncipes de la Liga Católica.
Esta, encabezada por Enrique de Guisa, trató de inclinar a Enrique III a acabar con
el poder del partido calvinista. Por entonces, en los Países Bajos, Alejandro Farne—
sio afirmaba el poder español apoderándose de Amberes, y tres días después, el 20
de agosto de 1585,_lsabel deInglaterra sintiéndose seriamente amenazada,firmo
un tratado con
losrebeldesholandeses por el que se comprometíaa suministrar un
ejército,bajo mando inglés, mientras durase la guerra. En efecto un contingente
de tropas inglesas desembarcó en Zelanda, lO que equivalía a una declaración de
guerra y determinó a Felipe II a dar una respuesta.
LA MONARQUÍA HISPÁNICA DE FELIPE 11 (1556- 1598) 215

5.2. LA DECISION FELIPENSE DE INVADIR INGLATERRA

En el verano de 1586, una nueva conspiraciön católica fue descubierta y los im-
plicados ejecutados. Tan repetidas ocasiones de atentado, facilitaron a los consejeros
de Isabel arrancarle la orden de muerte de su prima María Estuardo, que pereció en el
cadalso el 18 de febrero de 1587. Para Felipe Il, que venia pensando en la posibilidad
de un ataque a Inglaterra, éste fue el justificante moral de la empresa. El papa Sixto V
llegó a un acuerdo con el conde de Olivares embajador español en Roma, para pro-
porcionar una importante suma de ducados para la expedición, una vez que hubieran
desembarcado los españoles en tierra inglesa. /\~, 萱 Î….= {g авг…
La preparaci6n fue laboriosa. El almirante, marqués de Santa Cruz, había pensa—
do en unos 500 barcos que transportasen unos 60.000 soldados, pero los barcos debían
ser construidos en los astilleros de España e Italia y la disposición de hombres, equipa—
jes y vituallas exigían tiempo. Hubo también imprevistos, como un ataque por sorpre—
sa de Francis Drake a Cádiz (19—20 abril de 1587), que destruyó una veintena de na—
víos y obstaculizó la llegada de la flota de América. Además, la expedición, ya dis—
puesta en Lisboa, hubo de retrasarse por el fallecimientode Santa Cruz en febrero de
1588. Para sustituirle,fue llamado el duque de MedinaSidonia que contaba con e_pe—
riencia en la preparación de las flotas, ra Aifié 凧Andaluciapero no tanta para
fimmg… cargó (armadas(ТеlaArmada E180de mayo zarpó hacia el norte compuesta
* por 130 barcos, en su mayorla mercantes requisados, y armados con cañones, 11. 000
hombres de tripulación y 19.000 soldados.
La estrategia a seguir había sido muy discutida en consultas del monarca con
Santa Cruz y Farnesio, con éste, naturalmente, por enviados o cartas. Se quedó en que
la Armada se aproximaría a los Países Bajos, donde bajo su protección el ejercito pre—
parado por Farnesio, embarcado en barcazas, cruzaría el estrecho y pondría pie en
Inglaterra. Este plan exigía una coordinación, altamente improbable de cumplir en el
siglo XVI, y además no se contaba con ningún puerto en los Países Bajos meridionales
con aguas suficientemente profundas para acoger al menos a parte de la Armada. Far—
nesio se dio cuenta de lo incierto de la empresa aunque obedeció al soberano, pero
aconsejando guardar el máximo secreto sobre los planes de la expedición y evitar
cualquier obstáculo de Enrique III de Francia o de los hugonotes al paso de la Armada
por el Canal.

5.3. FRACASO DE LA GRAN ARMADA

El retraso en la partida de la Armada había ya perjudicado al secreto aconsejado


por Farnesio y los ingleses estaban en disposición de máxima alerta. En París, en los
primeros meses de 1588, el embajador Bernardino de Mendoza, expulsado cuatro
años atrás de Inglaterra, trabajaba en la sombra, en estrecha colaboración con la Liga y
con el duque de Guisa. Este último no conocía los detalles de la empresa, pero estaba
dispuesto, con la ayuda del dinero del tratado de Joinville, a favorecer los planes de
Farnesio en los Países Bajos. En cuanto a los cat61icos de Paris, exaltados por los pre—
dicadores, habían decidido levantarse contra Enrique III y su gran valido el duque de
Epernon, acusados de no querer luchar elicazmente contra los hugonotes. Mendoza,

JM
216 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

apoyado en sus confidentes, trataba de que el levantamiento coincidiera con el paso de


la Armada por el Canal y los preparativos de embarque de los soldados de Farnesio,
para tener ocupados tanto al Rey como a los calvinistas. Sin embargo, no pudo conte—
ner a los parisienses y la insurrección se produjo el 12 de mayo, obligando al Rey y su
privado a huir de la capital. A pesar de todo, ni Enrique lll ni el calvinista Enrique de
Borbón estaban en condiciones de moverse cuando la última semana dejulio la impo—
nente Armada comenzó a navegar por el Canal de la Mancha.
La flota inglesa, aunque bien preparada, no tenía experiencia de una batalla en
gran escala. Era aproximadamente igual en número de barcos y tonelaje a la española,
y como ella compuesta de mercantes dotados de artillería, aunque una treintena de
ellos, pertenecientes a la marina real, habían sido construidos con una técnica más mo—
derna, más eficaz para el combate y con mayor movilidad. El núcleo fuerte de la arma—
da española eran imponentes galeones con artillería pesada, pero de corto alcance,
pues se preveía llegar pronto al abordaje. Los ingleses, en cambio, estaban dotados de
cañones de largo alcance y potencia para mantener a distancia a los enemigos.
La flota española navegaba con gran disciplina, pero al llegar ante Calais, ocurrió
lo que había temido Farnesio. Con una escuadra inglesa enfrente y los pequeños bar—
cos holandeses que patrullaban a sus anchas en los bajos fondos de Dunkerque y
Nieuwport, resultaba imposible que salieran las barcazas con los dieciséis mil hom—
bres que tenía dispuestos para contactar con la Armada y, protegidos por ella, arribar a
la costa inglesa. Tampoco la Armada podía acercarse a las aguas bajas de la costa me—
ridional neerlandesa ni acogerse a la espera en puerto alguno. De este modo, el en-
cuentro previsto no llegó a realizarse. Al darse cuenta de ello, los ingleses enviaron
barcos incendiados contra los galeones, lo que obligó a la Armada a romper su sólida
formación. Aunque Medina Sidonia consiguió reunirlos a la altura de Gravelinas el 8
de agosto con grave daño de muchos de sus barcos, un furioso temporal arrastró a la
flota española hacia el norte, perseguida por la inglesa hasta las islas Orcadas, donde
viró hacia el sur para regresar a las costas españolas. La pericia náutica de los coman—
dantes de la Armada evitó un desastre total, aunque, aproximadamente, pereció la mi—
tad de sus hombres y se perdió un tercio de sus barcos, quedando bastantes náufragos
y navíos maltrechos o destrozados en las costas de Escocia e Irlanda. Aunque resulta
difícil el cálculo exacto, fueron unos diez millones de ducados los invertidos en la fa—
llida empresa y el aumento de los impuestos para enjugar el déficit ocasionaron graves
quejas y disturbios en muchas ciudades de Castilla, que alegaron no poder pagarlos.
En cualquier caso, el de la Gran Armada no fue un desastre tan considerable
como el que la propaganda inglesa y antiespañola proclamó desde entonces, pero los
ingleses, conscientes de su poderío, se impondrían en el Atlántico, aunque nunca lle-
garon a interrumpir el bien ordenado sistema de ilotas entre España y América. Mayor
fue la repercusión política y psicológica de la derrota. Felipe II recibió la noticia con
su acostumbrada impasibilidad, pero el golpe afectó a la moral del país. Una serie de
escritos plantearon por entonces cómo un pueblo empeñado en una causa tan cristiana
podía haber sido abandonado por su Dios. Ingleses, holandeses y hugonotes, por su
parte, estaban exultantes, pues la victoria inglesa fue considerada como la salvación
de la Europa protestante. La empresa contra Inglaterra impidió a Farnesio proseguir,
cuando no concluir, la reconquista de los Países Bajos, cuando tras la conquista de
Amberes estaba abierta esta posibilidad.
LA M〇NARQU{A IIISPANICA DE FELーPE 11 (1556—1598) 217

6. Intervención en Francia contra un rey calvinista. Paz de Vervins (mayo de 1598)

6.1. FELIPE II APOYA A L SCATÓLICOS CONTRA ENRIQUE DE BORBON

Felipe II no estaba dispuesto a consentir que en Francia triunfase el calvinismo.


Enrique III, aunque católico, no deseaba acabar con una cierta tolerancia de que dis—
frutaba el partido protestante, por evitar las1mposiciones de la Liga Catölica, y parti—
cularmente de su cabeza, el duque de Guisa, lo que le obligaba a practicar una política
ambigua. La víspera de Navidad de 1589 ordenó, a traición, el asesinatode éste y la
prisión de otros príncipes liguistas. El asesinato del gran héroe de los católicos y de su
hermano el cardenal de Guisa, produjo una espontánea explosión de cólera, especial-
mente en París, extendida rápidamente a todo el país. La Facultad de Teologia de la
Sorbona declaró libresalos ciudadanos franceses de su juramento de fidelidad al Rey,
de modo que la teoría de la resistencia, elaborada por los calvinistas, fue utilizada aho—
ra por los católicos. Para salvar su situación, Enrique III no vio otro camino que el de
aliarse con Enrique de Borbón, jefe de los calvinistas (abril de 1589) y, juntos los ejér—
citos de ambos, pusieron sitio a Paris. La ciudad hubiera caído en sus manos, de no ha—
ber sido acuchillado el monarca por un fanático fraile dominico, el 1 de agosto. Antes
de fallecer, reconoció a Enrique de Borbón como su legítimo sucesor en la Corona,
que se tituló Enrique IV
La mayorîa del país, sin embargo, no aceptaba a un rey hereje, privado anterior—
mente,—por esta razón, por varios papas, del derecho a la sucesiôn. La Liga Católica,
dirigida ahora por el duque de Mayenne, hermano del asesinado duque de Guisa, se
dispuso a evitar la entronización de Enrique de Borbón, con la ayuda española, ahora
ya de forma abierta, pues no existía soberano La Liga proclamó Rey al anciano carde-
nal Carlos de Borbón, con el título de Carlos X, pero fallecio al poco, en mayo de
1590. Felipe II tema sus planes, cuidadosamente preparados, de acuerdo con los repre—
sentantes del jefe de la Liga Católica y con Farnesio (desde 1586 duque de Parma, por
muerte de su padre). Expertos juristas a quienes encomendó el estudio le aseguraban
que laxinfanta Isabel Clara Eugenia, por ser hija de Isabel de Valois, la hermana mayor
de Enrique III, tenia los mayores derechos al trono ——y así era de no existir la Ley Sáli—
ca, que excluía a las mujeres de la sucesión, si bien dichos expertos consideraban que
esta ley de circunstancias no tenía al presente valor legal—.Laidea del soberano es—
pañol era q11677unos Estados Generales, reunidos por la Liga y respaldados por un fuer—
te ejército, la eligierasoberana para casar después con un principe del agrado de am—
bas partes. PeroMayenne ambicionaba secretamente la Corona e hizo cuanto pudo
por retrasar la convocatoria de 105 Estados Generales, actuando con estudiada desleal—
tad, al igual que bastantes de los altos consejeros de la Liga Católica.

6.2. LAS INTERVENCIONES DEL DUQUE DE FARMA EN PARIS Y RUAN

Enrique de Borbón se manifestó como buen diplomático y excelente soldado.


Poseía grandes cualidades de generosidad y persuasión, que le atrajeron a muchos. En
marzo de 1590 obtuvo una gran victoria sobre la fuerzas de la Liga y comenzó el ase—
dio de París. Las tropas de Flandes no acababan de llegar, empeñado el duque de Par—
218 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ma en defenderse de los ataques de los rebeldes holandeses, hasta que Felipe II, des—
pués de habérselo ordenado varias veces, le conminö a hacerlo. Entonces dejando el
asedio de Nimega, entró en Francia y, en una hábil maniobra se presentö ante las mu—
rallas de París, levantando el sitio cuando el hambre cundía de tal modo en la capital
que morían todos los días centenares de personas. Pero a los pocos días, preocupado
por el avance de los holandeses durante su ausencia y la de sus tropas, regresó a los
Países Bajos, sin dejar arreglado con Mayenne y sus consejeros la convocatoria de los
Estados Generales para la elección de la infanta. En octubre de 1590, 3.500 soldados
espafioles, llamados por algunos señores de Bretaña, al parecer con el consentimiento
de su duque, Felipe de Mercoeur, desembarcaron en Blavet. Pero, al igual que Mayen—
ne, lo que Mercoeur buscaba era mantenerse como duque de Bretaña y se aprovechó
de ellos en caso de necesidad, pero sin dejarles actuar para acabar con el enemigo.
Otras fuerzas, pedidas por el gobernador del Languedoc occidental, con centro en
Toulouse, fueron enviadas, mientras el duque Carlos Manuel de Saboya (casado des-
de 1585 con Catalina Micaela, la segunda hija de Felipe II у de Isabel de Valois) entra-
ba en Provenza y Delfinado, aunque actuando por su cuenta. Antela presenciade los
españoles en Bretaña,,ysu intento deapoderarse del excelente puerto de Brest, como
base para un ulterior ataque a Inglaterra, Isabel reforzó su alianza con Enriquede Bor—
bón, enviando un ejército a Bretaña y otro a Normandía.
En agosto de 1591 el duque de Parma recibió órdenes de entrar nuevamente en
Francia para levantar el asedio de Ruán. А1 igual que anteriormente, alegó que lo haría
en cuanto detuviese una fuerte ofensiva enemiga, pero presionado por el monarca cruzó
la frontera y consiguió desbloquear aquella importante plaza en abril de 1592 En la
campaña recibió una heridaen un brazo, y, muy enfermo, sin apenas poderse sostener
sobre el caballo, pudo burlar al ejército de Enrique de Borbón y regresar a los Países Ba—
jos. La ausencia de Farnesio se había mostrado muy favorable para los propósitos de los
holandeses rebeldes. Mauricio de Nassau, hijo de Guillermo de Orange, después de ha—
ber ocupado en la primavera de 1590 Breda y en 1591 Zutphen, Deventer y Nimega,
restablecía la comunicación entre el nordeste de los Paises Bajos y las provincias de Ho—
landa y Zelanda, lo que haría de las provincias del Norte un núcleo compacto difícil ya
de reconquistar. Felipe II había determinado sustituir en el gobierno de Flandes a Parma,
no sólo a causa de su débil estado Sino por la renuencia que había mostrado para cumplir
sus planes en Francia, cuestión que consideraba como primaria. Antes de llegarle la car-
ta dimisoria de Madrid, el pundonoroso duque estaba camino de Francia para incorpo-
rarse al ejército que había dejado allí; pero, desfallecido, se detuvo en Arras, donde mu—
rió el 3 de diciembre de 1592. Desgraciadamente el gobernador que le sucedió fue esca—
samente competente, la guerra de Francia absorbía buena parte de las tropas de los Pal-
ses Bajos, y los rebeldes, en cambio, redoblaron sus ataques, con lo cual la autoridad es—
pañola quedó reducida a las provincias que constituyen la actual Bélgica.

6.3. FRACASO DE LA ELECCIÓN DE LA ISABEL


A EN Los ESTADOS GENERALES.
CONVERSION DE ENRIQUE DE BORBON AL CATOLICISMO

En Francia, al fin, en los comienzosde 1593, Mayenne, fuertemente presionado


por los agentes españoles y el legado papal, convocó en París los Estados Generales.
LA MONARQUÎA IHSPÂNICA DE FELIPE II (1556—1598) 219

Pero cuando el II duque de Feria, don Lorenzo Suärez de Figueroa, en nombre de Feli—
pe lI, presentó la propuesta formal de que fuera reconocida la infanta Isabel Clara Eu—
genia cómo reina de ¡Francia, que casaría con un noble francés, los Estados alegaron la
LeyHVSíali—ca“, que excluía tal posibilidad. Este fue el momento escogido por Enrique de
Borbónparadeclarar públicamente su intención de abj urar del calvinismo y demandar
su aaíñís'íóhéñ'Tá'Igl'égíá católica. La abjuración se hizo con toda pompa en Saint De—
nis el 25 dejulio de 1593, a condición de que el papa Clemente VIII levantara la exco—
muniónquepesaba sobrevél. Siguiendo sus principios regalistas, los obispos france-
ses, que estaban en buena parte con Enrique de Borbón, efectuaron su coronación en
Chartres en febrero de 1594. El mes siguiente, París le fue entregado por su goberna—
dorLdespués de negociaciones extremadamente secretas. Lg guarnición española, sor—
prendida y muy escasa, nada pudo hacer. Enrique de Borbón les permitió, así como al
duque de Feria, retirarse con todos los honores a los Países Bajos.
La guerra contra Enrique de Borbón (Enrique IV para la gran mayoría de los fran—
ceses) continuó. Pero a medida que nobles y señores de la Liga se pasaban a su bando,
los españoles perdían esperanzas. Enrique se mostró muy generoso y recibió cordial—
mente a cuantas personas y ciudades quisieron entregársele, incluso aceptando algunas
de las condiciones que se le impusieron y pagándoles las sumas de dinero que pidieron
en concepto de indemnización. Clemente VIII, después de una muy madurada decisión,
levantó la excomunión a Enrique en 1594, reconociéndole como Enrique IV de Francia.

6.4. LA GUERRA ENTRE FELIPE П Y ENRIQUE IV. PAZ DE VERVINs

Felipe II, sin embargo, consideró la conversión de Enrique de Borbón pura farsa
y engaño y decidió proseguir la guerra con algunos de sus aliados franceses. Era una
guerra perdida de antemano, pues no tenía ninguna plaza de apoyo en Francia, razón
por la cual fue puramente periférica. La decisiones estratégicas se dictaron desde los
Países Bajos. En Madrid se realizó un enorme esfuerzo. En julio de 1594 se concertó
un ingente <<asiento» de 4.000.000 de escudos a pagar en Flandes a razón de 280.000
al mes. Había sido nombrado gobernador de los Países Bajos el archiduque Ernesto de
Habsburgo, el hermano más joven del emperador Rodolfo, pero se retrasó en incorpo—
rarse hasta febrero de 1594 y muriô al año siguiente. Fue reemplazado por su hermano
Alberto, el más hispanizado de los archiduques austríacos, que estaba en Flandes a co—
mienzos de 1596.
Aunque un reducido número de tropas españolas continuaba en Bretaña, se halla—
ba aislado, impedido de hacer nada por falta de medios ni apoyo. El intento más eficaz
se hizo por un ejército que Vino de Milán al mando de su gobernador, el conde de
Fuentes, don Pedro Enríquez de Acevedo, con la intención de apoderarse de Borgoña,
pero Enrique IV, arriesgada y valerosamente, derrotó a su vanguardia en Fontai—
ne,—Française, en junio de 1595. El general español creyó que se trataba de un ejército
francés más numeroso, cuando la mayor parte del suyo no había podido vadear el río
Saona, desbordado, y optó por retirarse. Mejores resultados se obtuvieron en el norte.
Las tropas españolas se apoderaron de Calais, en abril de 1596, y _en__marzo de 1597, de
la estratégica plaza de Amiens, aunque Enrique consiguió recuperarla después de seis
meses de asedio. ” ~
220 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Por deseo de Clemente VIII se venía negociando intermitentemente de tiempo


atrás la paz entre ambos soberanos. Mientras, Felipe II estaba enfermo de muerte, la
pérdida de Amiens y las necesidades de dinero, patentes en la declaración de banca—
rrota de la real haciendade noviembre de 1596, condujeron, el 2 de mayo de 1598, a la
firma del tratado de Vervins, pequeño lugar en la frontera entre Francia y Flandes, no
lejos deAS'an“ Quintín, que restablecía las condiciones de Cateau—Cambrésis._España
abandonaba__13retafia y devolv1a Calais. El periodo de intervención “españaá se daba
por finalizado. Cuatro días después del tratado,_Felipe cedía los Países Bajosal archi—
duque Alberto y a su futura espOSa, la infanta Isabel. En la cesión Se les denominaba
«principes soberanos», pero siempre se pensó en su dependencia de Madrid. Felipe 11,
a pesar de todo, había conseguido mantener a Francia, al igual que los Países Bajosdel
Sur, en el catolicismo. Ciertamente a costa de grandes sacrificios y costo en hombres y
dinero.
Cuando se ultimaba el tratado, el monarca español, que se hallaba gravemente
enfermo en Madrid, pidió se le trasladase a su querido palacio monasterio de El Esco—
rial, donde soportó los últimos días de su terrible enfermedad con admirable paciencia
cristiana, sin apenas quejarse. Murió en la alborada del 13 de septiembre de 1598.

Bibliografía

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Vázquez de Prada, V. (2004): Felipe II y Francia. Política, religión y razón de Estado
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CAPÍTULO 8

LOS ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL. IDEAS,


HOMBRES Y ESTRUCTURAS

por JAVIER ANTÓN PELAYO y ANTONI SIMON TARRÉS


Universidad Autónoma de Barcelona

l. La Monarquía y España. ldeologías e identidades

A mediados del siglo XVI, la Monarquía hispánica era una entidad supranacional
que agrupaba formaciones históricas diferenciadas por su lengua, cultura, institucio—
nes y trayectoria histórica. Se asemejaba a una estructura confederal en que teórica—
mente ninguna de sus partes estaba subordinada constitucionalmente a la otra y en que
la institución monárquica era la clave de bóveda que unía a esa confederación. Este
conglomerado de reinos, coronas, principados, provincias, etc., era el fruto de uniones
dinásticas, herencias y empresas de conquista, y estaba asentado, como es sabido, en
cuatro grandes bloques territoriales: la península Ibérica, las posesiones italianas, los
territorios del norte de Europa y las tierras americanas. Es decir, a su carácter diverso
hay que añadir su dispersión territorial.
Conviene no olvidar que la constelación de reinos diferenciados que los Austrias
reunieron bajo su dominio no era un hecho excepcional en una Europa que, al entorno
del año 1500, estaba integrada por unas quinientas unidades políticas, muchas de ellas
agrupadas en monarquías compuestas o estados segmentados con gobiernos semiau—
tónomos. ¿Pero, en el ámbito ibérico, existía algún tipo de unidad identitaria que diese
consistencia a una idea política de España?

1.1. LA PLURALIDAD MEDIEVAL Y EL ESPEJISMO UNIFICADOR DE LOS REYES CATÓLICOS

A mediados del siglo xv, diversas formaciones históricas peninsulares (Castilla,


Cataluña, Aragón, Portugal, Navarra, etc.) habían desarrollado unas incipientes es—
tructuras estatales (institucionales, fiscales, jurídicas), así como unas identidades na—
cionales ligadas a ellas. No creemos que sea defendible la conocida tesis sostenida.
entre otros, por Ramón Menéndez Pidal y José Antonio Maravall, de que en aquella
222 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

época existía un <<sentimiento de comunidad de los españoles», animado por una his—
toriografía medieval que, a partir de la glosa de un pasado común, reforzaría la idea de
una «unidad de destino histórico». Más bien, en el otoño de la Edad Media, las identi—
dades hispánicas muestran unos sentimientos de oposición y contraidentidad; una di—
ferenciación que la conformación de unas estructuras institucionales y legales separa—
das no hacía sino afirmar. Y, tal como ha apuntado J. N. Hillgarth, el fracaso de los
distintos reinos cristianos para actuar unidos contra el Islam sería una prueba más de la
pluralidad de estos sentimientos patrióticos o identitarios.
En el umbral de la modernidad una sucesión de acontecimientos afectaron decisi—
vamente la trayectoria de los distintos reinos peninsulares medievales, como lo fueron
la unión dinástica de las ramas de la casa Trastâmara reinantes en la Corona de Aragón
y en la Corona de Castilla, la conquista del emirato nazarí de Granada por la «nueva»
monarquía de los Reyes Católicos y, también, la incorporación a ésta del reino de Na—
varra.
¿Hasta qué punto este proceso de concentración territorial transformó el panora—
ma bajomedieval hasta ahora esbozado? ¿Es posible hablar a partir de entonces de un
«estado español» o incluso de una <<nación española»?
Es cierto que algunos coetáneos —gente esencialmente vinculada a los círculos
cortesanos—, se ilusionaron con la construcción de una nueva unidad. La sincrasis di—
nástica entre Fernando de Aragón e Isabel de Castilla conformó una nueva Monarquía
fuerte y poderosa, guiada —tal como repetían los propagandistas áulicos— por la
mano de la Providencia. Un fuerte ambiente mesiánico impregnaba la Corte de los Re-
yes Católicos, cuya Monarquía parecía destinada —tal como habían anunciado las
profecías medievales tanto castellanas como aragonesas— a expulsar los musulmanes
de la Península y a conquistar el Norte de África, Etiopía y Jerusalén para la Cristian—
dad. Incluso, se puede vislumbrar la existencia de una idea imperial española en la
concepción de la política exterior de Fernando el Católico, un ideal dirigido al afian—
zamiento de un proyecto político que, para frenar el hegemonismo de la potencia fran—
cesa, pretendía sostener la «Corona, Rey y Naciôn de España». Sin embargo, este
ideal de unidad española no llegó a cuajar ni en la teoría ni en la práctica política de
aquel momento histórico.
En los siglos medievales, Castilla y Cataluña se habían convertido en los centros
dinamizadores de las dos principales Coronas del ámbito hispánico. La dificultad del
encaje de las tradiciones culturales y políticas catalana y castellano—cortesana se ma—
nifestó, entre otras cosas, en el enfrentamiento ideológico en torno al concepto y la
historia de España.
Con la difusión de los valores culturales del Humanismo y del Renacimiento se
produjo una revalorización del mundo antiguo, circunstancia que puso en circulación
en los cenáculos cultos y eruditos las clásicas denominaciones de las provincias roma—
nas: Hispania, Italia, Germania, etc. Nombres que adquirieron una relevancia política
al coincidir su vindicación con el proceso de configuración territorial de los incipien—
tes estados modernos. El nombre de «España» había sido utilizado tanto por los cro—
nistas castellanos como por los catalanes en los siglos medievales para tratar los temas
de la historia peninsular. Pero, desde el siglo XIII, especialmente por la influencia de la
Historia de rebus Hispaniae de Rodrigo Ximénez de Rada, los cronistas y humanistas I

i‘.
castellanos iniciaron un proceso de apropiación del concepto de «España» al asimilar—
LOS ORÏGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 223

lo con Castilla, afirmar que los reyes castellanos eran los únicos y legítimos descen—
dientes de los monarcas godos y defender que el hegemonismo castellano en el ámbito
hispánico era fruto de los designios de la Providencia. Una identificación interesada
que, con otros antecedentes como la Anacephaleosis (1455) de Alfonso de Cartagena
0 la Compendiosa Historia Hispanica (1470) de Rodrigo Sánchez de Arévalo, acen—
tuó su carga ideológica a partir del reinado de los Reyes Católicos con autores como
Antonio de Nebrija, Luca Marineo 0 Diego de Valera. En cambio, la tradición catala—
no—aragonesa continuó considerando a «España» como un concepto dotado de un va—
lor geográfico, como una denominación de origen de todos los habitantes de la penín—
sula Ibérica.
Estas tradiciones histórico—culturales convivieron sin enfrentamientos hasta
las décadas finales del siglo XV. Fue a partir de la irrupción de la imprenta con la
consiguiente divulgación por toda Europa, y a través de la lengua latina, de los
planteamientos hegemonistas castellanos, lo que desató un encaro entre estas dos
concepciones de «España», provocando una respuesta de los humanistas catalanes
ante la <<pérdida de reputación» que esto suponía para su patria y para la tradición
histórica propia.
La respuesta a este desafío no fue única, sino que tuvo estrategias diversas. Así
Pere Miquel Carbonell intentó en sus Cróniques d’Espanya (1513) que la tradición
historiográfica catalana se apropiase del concepto de «España» de la misma manera
que lo habían hecho los cronistas castellanos. Por su parte, Francesc Tarafa en su De
origine ac rebus gestis regum Hispaniae (1553) pretendió equilibrar las preeminen—
cias históricas de la Corona de Aragón y la Corona de Castilla. Pero el hegemonismo
castellano suscitó mayormente una reacción de denuncia y rechazo hacia el imperia—
lismo cultural de una nación que pretendía apropiarse de un patrimonio común. Así,
Cristófor Despuig en Los Col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557), replicaba
las pretensiones supremacistas castellanas diciendoi <<aquesta província [Cataluña] no
sols és Espanya mas és la millor Espanya». La lectura histórica hegemónica castellana
no fue aceptada en los círculos cultos de Cataluña y su rechazo reforzó una línea ideo—
lógica, histórica y jurídica propia catalana.
Si en el terreno de la teoría política la unidad dinástica de los Reyes Católicos no
consiguió acercar las tradiciones históricas e ideológico—identitarias de ambas coro—
nas (de una manera parecida, el hegemonismo castellano no fue aceptado por la tradi—
ción cultural aragonesa), en la práctica política tampoco existió ninguna fusión о pro—
ceso integrador. Las estructuras institucionales y de gobierno propias de cada forma—
ción histórica se mantuvieron con escasas variaciones sustanciales hasta el triunfo
borbónico de la guerra de Sucesión. La falta de una unidadjurídica, institucional, fis—
cal, monetaria y lingúístico-cultural de los territorios peninsulares de la Monarquía
hispana no permitía reconocer, ni individual ni colectivamente, un territorio compacto
reconocido como propio. La diversidad y fragmentación de los derechos legales y pri—
vilegios que comportaba una determinada naturaleza jurídica (catalana, castellana,
aragonesa, etc.) conformaba también fronteras mentales difíciles de traspasar. Por
otro lado, al menos durante casi toda la centuria del Quinientos, los objetivos de unifi—
cación O de cohesión «nacional» no fueron prioritarios para la Corona española, preo-
cupada fundamentalmente por los avatares de una política internacional básicamente
destinada a defender unos intereses dinásticos y religiosos.
224 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1.2. EL HEGEMONISMO CASTELLANO Y LA EMERGENCIA


DE UNA IDEA POLITICA DE ESPANA

En el siglo XVI, el proceso de consolidación de Castilla como corazón político y


material del conglomerado territorial de los Austrias fue paralelo a la evolución de un
pensamiento político castellano-cortesano que, retomando los hilos bajomedievales
ya referidos, potenciará una idea imperial castellana robustecida por la expansión co—
lonizadora en el nuevo continente americano. Como expresaba Hernán Cortés en su
Carta de relación de 1521, 1as conquistas en el nuevo continente habían proporciona—
do a Carlos V un nuevo título imperial que no tenía «menos mérito que el de Alema—
nia». Sin embargo, fue el humanista cordobés Juan Ginés de Sepúlveda quien, durante
el reinado del primer Austria, modeló de una manera más nítida la idea de un «imperio
particular» basado en la potencia militar y política castellano—española. Ginés de Se—
púlveda en su De Rebus Gestis Caroli Quinti Imperaloris retomará las tesis goticistas
de los cronistas medievales para remarcar que con los Reyes Católicos y Carlos V ha-
bía culminado la restauración de España después de la ruptura que supuso la invasión
musulmana del siglo VIII. Ginés de Sepúlveda destacaba que los hispani ——los habitan-
tes de ese territorio— formaban desde tiempos inmemoriales una comunidad histórica
con unas formas de vida comunes que, a pesar de sus divisiones internas, se habían
conservado.
La idea de que España era una comunidad histórica enraíza con fuerza en el pen—
samiento histórico castellano del siglo XVI. Las historias de cronistas como Florián de
Ocampo, Pedro de Mexia, Juan Sedeño, Pedro de Medina, Ambrosio de Morales o Pe—
dro de Salazar, muestran un sentimiento patriótico español a la vez que un ideal supre—
macista castellano.
Coincidiendo con la época de las elaboraciones intelectuales de la «razón de Es—
tado» podemos apreciar en los círculos políticos castellano—cortesanos una intensa la—
bor dirigida a buscar una <<legitimación>> y una <<constituci0nalización» política de la
monarquía de los Austrias españoles. Especialmente después de la abdicación impe—
rial de Carlos V —cuando el paraguas del título imperial ya no abrazaba los territorios
ibéricos—, los juristas, historiadores y políticos castellano—cortesanos se esforzarán
por dotar de una identidad y de una definición constitucional aquel «imperio particu—
lar». Además, especialmente a partir de las décadas finales del siglo XVI, aumentará la
sensación de que la <<c0nservación» de la Monarquía estaba en peligro. La rebelión de
los Países Bajos, la multiplicación de los frentes de guerra de la política exterior, así
como las sublevaciones de los moriscos de las Alpujarras y las alteraciones aragone—
sas de 1591, influirán lógicamente en las teorizaciones de cómo vertebrar orgánica—
mente aquella monarquía compuesta.
Dentro del amplio abanico de propuestas que surgieron en el pensamiento políti—
co español de la época de la razón de Estado sobre la <<conservación» de la monarquía,
destaca la de un nutrido grupo de autores que propugnaron el establecimiento de una
base peninsular compacta y bien trabada política, institucional e identitariamente,
como solución a esta cuestión fundamental. Un relevante grupo de juristas, cronistas,
teólogos y catedráticos castellano-cortesanos de finales del XVI y comienzos del XVII
defendieron la idea de la conformación de una comunidad política española como pro—
yecto de futuro capaz de superar los peligros que significaban las guerras y las convul—
LOS ORÎGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 225

siones de aquella época de formación de los estados modernos. Cabe destacar que es—
tos autores (Baltasar Álamos de Barrientos, Gregorio López Madera, Juan de Maria—
na, Martín González de Cellórigo, Pedro de Valencia, Juan de Salazar, Sancho de
Moncada, etc.) realizaron dicha propuesta política no solamente a partir de unas bases
estrictamente ideológicas o culturales; Sino que la vinculación de la mayoría de ellos a
cargos de los consejos, juntas, audiencias, tribunal de la Inquisición, etc., les otorgaba
la experiencia de la práctica política y el conocimiento directo de las necesidades y de—
bilidades de la Monarquía.
La obra Excelencias de la Monarchía у reyno de España (1597) del jurista Gre—
gorio López Madera es una buena muestra de la nueva lectura constitucional castella—
nocéntrica que divergía profundamente del modelo confederal heredado de los Reyes
Católicos. La dimensión jurídico—política de la tesis sustentada en la obra de López
Madera, se puede sintetizar en tres puntos fundamentales: 1) unidad política de los te—
rritorios peninsulares, rebajando radicalmente sus diferencias internas; 2) soberanía
en manos de un monarca con un poder de tipo absoluto, cosa que desvirtuaba las insti—
tuciones y los regímenes pactistas de las provincias que integraban lo que para López
Madera era un único «reino de España», y 3) fuerte hispanismo castellanista que inter—
pretaba que Castilla era «cabeça de España», y que el resto de las formaciones históri—
cas le debían <<superioridad y vasallaje».
Cabe añadir que este primigenio patriotismo español no quedó circunscrito a los
círculos intelectuales de la Corte de los Austrias. Esta emergente idea de patria espa—
ñola encontró en el teatro del Siglo de Oro el vehículo más propicio para su difusión.
Una trilogía de soberbios creadores (Lope, Tirso y Calderón) y varias docenas de au—
tores relevantes aseguraron una producción de gran nivel que llegó a un público so—
cialmente masivo a través del teatro de la Corte, de los corrales o de los modestos «ta-
blaos» y «carros».
La vasta obra de Lope de Vega —por citar el autor sin duda más prolífico y desta—
cado de la «comedia nueva»—, tiene abundantes piezas sobre la historia y las leyen—
das españolas. Asi, en El último godo, Lope recreó la «pérdida» de España a manos de
los musulmanes y los inicios de la reconquista con la batalla de Covadonga; al tema
de Bernardo de Carpio le dedicó Las mocedades de Bernardo y El casamiento de la
muerte; la leyenda de los infantes de Lara fue dramatizada en el El bastardo Mudarra;
la figura del Cid es objeto de atención en Las almenas de Toro, etc. Por esta serie de
comedias desfila casi toda la historia peninsular, llegando a los tiempos vividos por
Lope. En conjunto, estas piezas teatrales representan una España heroica que, si bien
transforma sus formas de vida a lo largo de los siglos, mantiene un espíritu y unos
ideales que los espectadores castellanos fácilmente pueden reconocer como propios,
en una escena que actúa como espejo de su imagen.

1.3. ABSOLUTISMO Y CONSTITUCIONALISMO. lNTENTOS DE UNIFICACIÓN Y RESISTENCIAS

Esta incipiente idea de nación española formulada por la intelligentsia castella—


no—cortesana constituía más un modelo de anexión que de integración. La preeminen—
cia castellana la subrayaba Baltasar Álamos de Barrientos diciendo «Los reinos de
Castilla que son sin duda la cabeza de esta monarquía, como Roma, Constantinopla,
226 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Macedonia y Persia lo fueron de las antiguas». Y con la política reformista de Oliva-


res, ya en el siglo XVII, se intentó dar, en la práctica política, los primeros pasos hacia
una uniformización española. El Conde—Duque y muchos miembros del gobierno de
Madrid pensaban que la diversidad institucional, y las barreras que las leyes y consti—
tuciones suponían para el ejercicio autoritario del poder real, eran un obstáculo que
había que eliminar. Tal como queda reflejado en el «Gran Memorial» de 1624, Oliva—
res propugnaba una unificación española en que el modelo institucional castellano de—
bía ser trasplantado a los otros territorios peninsulares: <<Tenga Vuestra Magestad por
el negocio más importante de su monarquía el hacerse rey de España; quiero decir, Se—
ñor, que no se contente Vuestra Magestad con ser rey de Portugal, de Aragón, de Va—
lencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto
por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla.»
La Corona tenía que ser el motor y la clave de bóveda de ese proyecto de unifica—
ción. Pero ya cuando Olivares escribía esas palabras, el distanciamiento entre los inte—
reses y los ideales de la dinastía que regía la Monarquía y los de las provincias como
Cataluña y Portugal, eran muy grandes. La naturalización castellana de los reyes de la
casa de Austria era sólo un síntoma de un profundo alejamiento político e identitario.
La hegemonía castellana dejaba a los territorios de la periferia ibérica bajo una
doble sujeción: la de la Corona y la de un gobierno central que, radicado en Madrid
desde 1561, era controlado básicamente por personal político de procedencia castella—
na. Este hecho y sus posibles repercusiones ya fue apuntado por Fadrique Furió Ceriol
(Valencia, 1527—Valladolid, 1592), quien al inicio del reinado de Felipe II afirmaba
que los pueblos «se resienten en ver que ellos son desechados de la administración y
gobierno principal; pues si no ven en el Consejo ningún hombre de su tierra, piensan
y no sin causa, que el príncipe les tiene en poco o que los tiene como esclavos, o no se
fía de ellos; lo primero engendra odio, lo segundo busca libertad y por tanto hacen
conj uraciones y llaman príncipes extraños, lo tercero les da osadía y aún obstinación».
En el caso concreto de Cataluña, el alejamiento entre las elites catalanas y la Co—
rona se hace especialmente manifiesto a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Con—
trariamente, importantes sectores de la clase dirigente barcelonesa, y catalana en ge—
neral, estarán más vinculados e identificados con las instituciones del Principado
—con la Generalitat y el Consell de Cent a la cabeza—, las cuales serán cada vez más
representativas de la comunidad política catalana y cada vez menos del poder real.
A comienzos del siglo XVII las leyes y instituciones propias son para un amplio
sector de la clase dirigente catalana (así como probablemente para amplios segmentos
de las clases medias) el referente fundamental de su cultura política y el nivel más alto
en la escala de valores y fidelidades a salvaguardar, incluso por encima de la obedien—
cia al rey. Había enraizado, en definitiva, una cultura política «nacional» que enaltecía
la patria o nación catalana, la cual se identificaba con una tradición histórica y con
unas instituciones y formas de gobierno que eran glosadas por cronistas y juristas
como Francesc Calça, Antoni Oliba, Andreu Bosc, Jeroni Pujades, Esteve de Corbera,
Joan Pere Fontanella 0 Francesc Martí Viladamor. A partir de los textos de estos auto—
res puede apreciarse una renovada ideología constitucionalista catalana que marchaba
en dirección divergente a la senda unificadora y absolutista que se iba imponiendo en
el seno del gobierno central de la Monarquía.
Como es sabido, el constitucionalismo catalán hundía sus raíces en los principios po—
LOS ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 227

líticos y jurídicos del pactismo medieval, los cuales habían sido elaborados por autores
como Francesc Eiximenis, Jaume Callís, Tomás Mieres o Jaume Marquilles. Sin embar-
go, en las décadas finales del siglo XVI, esta concepciôn pactista adquirió una dimensión
renovada. La formulación de una nueva tesis sobre los orígenes carolingios de Cataluña
dio soporte a una reforzada ideología constitucionalista. A partir de la elaboración del his-
toriador y humanista Francesc Calça (Barcelona 152 l — 1603) se establecerá un nuevo rela—
to sobre los orígenes medievales de Cataluña que defendía una reconquista a los musul—
manes hecha por las propias fuerzas catalanas y la posterior entrega pactada a los reyes
francos. Se trataba, por tanto, de una versión clásica de la teoría popular del Estado, con
una vindicación a la libertad primigenia de la comunidad previa a la constitución del po—
der real y subsistente aún bajo éste. Y la mayoría de los historiadores y juristas catalanes
antes reseñados hicieron suya la idea de que los privilegios carolingios otorgados a los ca—
talanes contenían los pactos fundacionales de la res publica catalana.
En resumen, desde finales del siglo XVI asistimos en el ámbito hispánico a un re—
forzamiento y renovación de dos concepciones de poder divergentes (absolutis—
mo-constítucionalismo), así como a la afirmación de unas identidades nacionales di—
versas (Aragón y Portugal serían otros casos), que muchas veces entraron en tensión o
confrontación. Tras la crisis múltiple de 1640, el fracaso de la política de dominio y
uniformización castellano—española propugnada por Olivares, lo expresó el cronista
cortesano Matías de Novoa con estas palabras: <<de puro abarcarla toda de puño apre—
tado, se le ha resbalado y salido mucha parte de ella de las manos».

2. Castilla, centro dinamizador de la Monarquía.


El desarrollo de unos órganos centralizados de gobierno

La unión dinástica de Isabel y Fernando no supuso la unificación institucional de


las dos Coronas. Castilla y Aragón eran dos formaciones históricas que, durante los si—
glos medievales, habían desarrollado unos armazones institucionales y de gobierno
propios que, tal y como hemos apuntado anteriormente, mantuvieron sus estructuras
básicas hasta el siglo XVIII. Incluso la titulaeión de los reyes era distinta en las dos co—
ronas: el Rey Católico, Fernando II de Aragón, era Fernando V de Castilla. También
eran diferentes las normas que regulaban la sucesión regia, pues mientras la Ley Sáli-
ca impedía a las mujeres gobernar en Aragón, ello no sucedía en Castilla. Sólo la
Inquisición tuvo una jurisdicción que le permitió traspasar fronteras entre las dos co—
ronas. Por lo demás, los castellanos eran legalmente extranjeros en Aragón y los ara—
goneses en Castilla y, por lo tanto, estaban incapacitados —al menos en teoría— para
ejercer cargos civiles o eclesiásticos fuera de sus respectivos reinos.
El ejercicio del poder regio se dio en marcos institucionales distintos que impli—
caban, en la teoría y en la práctica políticas, que sus capacidades de tipo legislativo,
fiscal y administrativo fuesen muy desiguales. En general, los resortes del poder y las
posibilidades de extracción de recursos de la realeza eran mucho mayores en Castilla
que en Aragón. Por ello, no es de extrañar que la Monarquía y sus órganos de poder
central iniciasen ya en el reinado de los Reyes Católicos un proceso de castellaniza—
ción que, en el siglo XVI, acabó consolidándose aún más con la incorporación de nue—
vos reinos y provincias.
228 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

A pesar de las dificultades del encaje entre los intereses castellanos y los imperia—
les del primer Austria —especialmente manifiestos en la revolución comunera de
1520—1522—, a medida que se acercaba el ecuador de la centuria del Quinientos, Casti—
lla se afianzó como centro dinamizador de la gran Monarquía de los Austrias; circuns—
tancia en la que, indudablemente, tuvieron un peso muy relevante los impuestos caste—
llanos y el metal precioso llegado de los territorios indianos vinculados a la metrópoli
castellana, los dos pilares económicos básicos de la política imperial de la dinastía.
El principal órgano que centralizó los intereses de la Monarquía fue la Corte. En
este espacio, donde el dominio público y los intereses particulares se confundían, se
fortaleció el poder del rey y se canalizaron las ambiciones de la nobleza, se diseñó un
sistema para la gobernación del conjunto de los reinos que acogieron los soberanos es—
pañoles y se reforzaron unas estructuras fiscales, diplomáticas y militares capaces de
sostener, defender y apoyar las ambiciones de la Monarquía.

2.1. LA CORTE: LA CASA DEL REY

La Corte durante el Antiguo Régimen era la residencia de un soberano y de su en—


torno. Este concepto, sin embargo, daba cabida tanto al ámbito público como al priva-
do, es decir, por un lado era el centro que acogía a los hombres encargados de organi-
zar y administrar la autoridad pública y, por otro, era el lugar de residencia del sobera—
no, su familia y sus domésticos. A partir de finales de la Edad Media y durante la Edad
Moderna, con el fortalecimiento de la autoridad real, las dos vertientes de la Corte se
amplificaron extraordinariamente y se hicieron muy complejas. Aun así, mientras la
Corte ha sido abordada por la historiografía de las instituciones como e] embrión de
las estructuras burocráticas y administrativas del incipiente Estado monárquico, su di-
mensión doméstica y política sólo ha sido desarrollada en los últimos años, en parte,
gracias al pionero estudio de Norbert Elias, La sociedad cortesana (1969). Desde esta
perspectiva sociológica y antropológica, la Corte real era una casa con servicios espe—
cializados dirigidos por cortesanos que, mediante un cuidado ceremonial, servían para
exaltar el poder regio y para transmitir al resto de la sociedad determinados valores
como los de dignidad, honra, espiritualidad, honor 0 jerarquía. Este objetivo propa—
gandístico se desenvolvía en un marco de disimuladas pugnas entre los nobles del rei—
no que acudían a la Corte en busca de gracias reales y de poder político.
Bajo el reinado de los Reyes Católicos, las diferentes Cortes que habían existido
en España durante la Edad Media —las de los reinos de Castilla, Aragón, Navarra y
Granada— quedaron reducidas a una sola. Fue la poderosa Corona castellana, a través
de la unión, la anexión y la conquista, la que consiguió imponer su estilo y, con el
tiempo, e] monopolio exclusivo de la Corte. Hasta el año 1561, sin embargo, cuando
Felipe II fijó su residencia en Madrid, la Corte había sido itinerante. Los Reyes Católi—
cos desplazaban su Corte para garantizar una mejor relación entre la Corona y los súb—
ditos del territorio peninsular. Carlos [, soberano de una multiplicidad de estados
esparcidos por Europa, posiblemente deseaba establecer la Corte en Madrid, pero los
recelos que hubiera despertado semejante decisión en el resto de los territorios no fa—
vorecidos (sobre todo los alemanes y los flamencos) desbarataron la posibilidad de
instaurar un punto fijo. La itinerancia de una corte cada vez más amplia y compleja
LOS ORÏGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 229

—formada por centenares o miles de personas— generaba serios problemas logísti—


cos: dificultades en el movimiento de tantos individuos, inconvenientes en el aloja—
miento y abastecimiento del séquito real y contratiempos en el traslado de los archivos
y los papeles de gobierno.
A pesar de todo, la Monarquía dispuso de una serie de residencias regias reparti-
das por la geografía española que aliviaron en parte la inevitable confusión que gene—
raba el nomadismo: alcázares o palacios como los de Sevilla, Córdoba, Toledo, Ma-
drid, Segovia, Medina del Campo y Granada y conventos, debidamente acondiciona-
dos para hacer las veces de residencia de los reyes, como los de Santo Tomás de Ávila,
Santa Clara de Tordesillas, San Juan de los Reyes de Toledo y Guadalupe. Existió, sin
embargo, una particular preferencia de los reyes por Toledo, sede de la antigua Mo—
narquía gótica, y por Valladolid, sede de la Audiencia Real.
Los oficios que formaban parte de la casa del rey y que, por tanto, recibían <<man—
tenimientos» por estar al servicio de los monarcas, eran muy abundantes y variados.
Durante el reinado de los Reyes Católicos existían, entre otros, servicios de despensa,
iluminación, caballeriza, acémila, mariscales, maestresalas, reposteros, camareros,
médicos y cirujanos, boticarios, monteros, correos, cantores, músicos, damas de la
reina, pajes y mozos. El gasto de la Casa Real en 1480 era de unos seis millones de ma-
ravedíes, un dispendio austero si lo comparamos con los 39 millones que se destinaron
a finales del siglo XV. La multiplicación de servidores y, sobre todo, el incremento del
boato y de los gastos en objetos suntuarios fueron la causa de esta elevación presu—
puestaria. A pesar de todo, la pompa de la Corte de Fernando e Isabel, en comparación
con la de sus sucesores, fue casi ascética. Por ello, las instituciones del reino encarga—
das de pagar las facturas de los monarcas austríacos harían continuamente memoria de
aquella majestad tan económica. El caso es que Felipe II al comienzo de su reinado te—
nía a 1.500 personas al servicio de su casa, amén de los funcionarios que se ocupaban
del gobierno de la Monarquía. Todos juntos podían sumar un total de 4.000 personas.
La toma de conciencia por parte de los Reyes Católicos de la importancia que tenía
la Corte para la escenificación propagandística de su poder tuvo como resultado la im-
plantación de iniciativas concretas para regular y controlar las ceremonias, los rituales,
los juramentos, las celebraciones y las fiestas. La propia figura del monarca, en un prin—
cipio accesible a los miembros de la Corte, se fue haciendo cada vez más altiva y amar—
gada. La introducción del estilo de Borgoña en el protocolo, ordenado por Carlos I en
1548, además de incrementar el gasto, suponía una mayor dificultad para entrar en co—
municación con el rey. Este ocultamiento real, que pretendía a través de la reserva dar
realce a la majestad y al poder del monarca, entraba en contradicción con el principal
objetivo del cortesano: tener trato directo con el soberano para ser así tenido en cuenta
en la concesión de ascensos y gracias. Evidentemente, la medida causó desagrado entre
los miembros de la Corte, pero no les quedó más alternativa que adaptarse a la nueva si-
tuación en donde la voluntad del rey era más cara y, por ello, más absolutista.
El especial retraimiento de Felipe II provocò que el común de los cortesanos tu—
viese que allanarse a un reducido número de <<favoritos» que «tenían entrada». A par—
tir de entonces, al estar mediado el acceso a la gracia real, la competencia cortesana se
hizo más recia, aunque no por ello más áspera. En el curso del siglo XVI, los nobles,
miembros naturales de la Corte, fueron adiestrándose en el nuevo arte de la cortesanía
y, para tal fin, aparecieron una serie de obras pedagógicas destinadas a ilustrar el siste—
230 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ma de valores, las pautas culturales y las normas del buen comportamiento del «per—
fecto cortesano». E] más famoso de estos tratados fue El cortesano de Baltasar Casti-
glione, publicado por primera vez en Venecia en 1528 y editado quince veces en caste—
llano en el curso del Quinientos. Este <<espejo de cortesanos» exaltó un estilo de
conducta basado en el autocontrol del cuerpo, la disimulación de las verdaderas inten—
ciones y la desenvoltura en el trato público. E] cortesano, además de las virtudes pro—
pias de su naturaleza nobiliaria y los méritos literarios adquiridos durante su crianza,
se tenía que someter a las reglas del decoro que modelaban su apariencia, sus posturas
y sus gestos; como no podía incurrir en la zafia mentira se entregaba a la prudencia, a
la discreción y al disimulo; y, finalmente, para cualquier actividad y trato ———como bai—
lar, jugar, tocar un instrumento, cabalgar o conversar—, tenía que proceder con gracia
o con sprezzatura, es decir, presentando lo hecho y lo dicho como el fruto de un inge—
nio innato, realizado sin esfuerzo ni premeditación. Aún así, sería una falacia pensar
que la <<naturalidad>> de los cortesanos no era también fingida.
Otros comentaristas de las formas de la corte, en buena medida imitadores de Cas—
tiglione, fueron Cristóbal de Villalón en El scholástico (escrito hacia 1550 pero inédito
hasta el siglo xx); Luis Milán en la obra homónima El cortesano (1 561 ), Juan Lorenzo
Palmireno en El estudioso cortesano (1573), y Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo en
la novela El caballero perfecto (1620). Este mundo de la corte tan indulgente con la do—
blez fue, sin embargo, contestado por una serie de obras de carácter moralizante. La más
conocida es Menosprecío de corte у alabanza de aldea ( 1539) de Antonio de Guevara,
una exaltación del proceder natural y sencillo de la vida campesina frente ala artificiosi-
dad que envolvía el ambiente cortesano. Otras censuras a la corte se hallan contenidas
en las obras de Alonso de Barros, Filosofía de la corte (1587) y Desengaño de cortesa—
nos (1617); Giulio Antonio Brancalasso, Labirinto de corte (1609), y Cristóbal Castille—
jo, Diálogo entre la verdad y la lisonja: en el qual se hallará como se pueden conocer
los aduladores y lísonjeros, que se meten en las casas de los príncipes у la prudencia
que se deve tener para huyr dellos (1614). Las principales reprobaciones que se hacen a
la Corte es por causa de la lisonja, el fingimiento, la pedantería y la corrupción que con
tanta facilidad allí prosperan. Como atestigua Guevara, en la Corte, donde «todo está
permitido», la diplomacia llama magnificencia a la extravagancia e ingenio a la malicia.
Si la Corte de Felipe П se había conducido con mesura y sin excesivos alardes,
tratando de mantener un equilibrio entre los diferentes grupos que pugnaban por man—
tenerse cerca del monarca y dirigir las tareas de gobierno, con la subida al trono de Fe—
lipe III en 1598 y el encumbramiento del duque de Lerma, se impuso un nuevo estilo
cortesano. El ceremonial barroco, entregado al gusto por lo aparatoso, lo ostentoso y
lo maravilloso sirvió de escenario para la exaltación del soberano y de su favorito.
Con Lerma, los oficios de palacio fueron entregados a los grandes y, en particular, a
sus familiares y adictos. De este modo, el personal de la Corte más cercano al rey en
los asuntos de su casa y del gobierno de la Monarquía cambió sustancialmente.

2.2. LA CORTE: EL CENTRO DE LA GOBERNACIÒN DE LA MONARQUÎA

Los Reyes Católicos vincularon la gobernación de la nueva Monarquía a la Coro—


na de Castilla, el reino donde su autoridad hallaba mayor libertad de acción. Si en Cas—
LOS ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 231

tilla la Monarquía había ejercido un poder más próximo al absolutismo que en otros
territorios peninsulares, consiguiendo eludir en determinados aspectos el control de
las cortes; en Aragón, la fórmula pactista que había regulado las relaciones entre am—
bas instituciones había supuesto un estorbo para el desarrollo de la potestad real. Por
ello, Fernando prefirió la independencia que Castilla le permitía, ausentándose de
Aragón durante la mayor parte de su reinado y recurriendo a un sistema de Virreyes
que gobernaron en su nombre. De este modo, la Corte establecida en Castilla se con—
virtió en el núcleo político y administrativo de la Monarquía hispánica que, con el
tiempo, no haría más que amplificarse.

2.2.1. Los Consejos

El principal instrumento dQgobierno de los monarcas en Castilla era el Consejo


Real, un örgano mstltucionallzadoen1385__у reformadoen1480 mediante unas orde—
nanLas que potenciabanSUS funciones y acentuaban su caráctertecnico. El Consejo Real
—llamado antiguamente Consejo de J ust1c1a y, desqusde 1494, Consejo de Castilla—
daba sus opiniones al rey sobre muchas cuestiones y tenia compéEfiEiäééobr e
muchísi—
mos asuntos: controlaba a loscorregidores —los representantes de los reyes en las ciu—
dades—, actuaba comotribunalsuperiorde just1c1adel reino, nombraba a los cargosmi—
litares y ejecutaba la conces1on de mercedes reales. Si en tiempos pasados este organiS—
' mo había estadobajoQ1 control de la nobleLa con el reinado de Isabel yFernando pasó a
estar formado por un p1Q1ad0—-presidente, tres caballerosy Ocho 0 nueve.¿”letrados mas
principales novedades consistieron por un lado, en reducir a meros espectadores a los
nobles de alto rango, algunos de los cuales disfrutaron únicamente del honor de poder
acceder a las sesiones pero sin voto; y, por el otro, en el reclutamiento de letrados. A di—
ferencia de sus antecesores, Fernando e Isabel confiaron importantes tareas de gobierno
a individuos provenientes de las clases medias y de la mediana y pequeña aristocracia,
buena parte de los Q11a1es eran璽e廿ad。S profesionales del derecho que habían sido for—
mados en las universidades deSalamanca y Valladolidespecialmente. El papel de los
letrados en la administración de los Reyes Católicos tal vez se ha exagerado un tanto
pero su inclusión, cada vez más abundante, sirvió para profesionalizar la administración
y constituyó un elemento de apoyo para la política regia. Durante estos años fueron pre—
sidentes del Consejo Lope de Riba, Obispo de Cartagena, Diego Hurtado de Mendoza,
obispo de Palencia y los laicos Àlvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza y Juan de
Silva, conde de Cienluentes. Entre los miembros del Consejo Real de formación letrada
destacan los doctores Maldonado de Talavera, Rodríguez de Lillo, Pedro de Oropesa,
Juan López de Vivero y, sobre todo, Palacios Rubios, un excepcional ejemplo de trabajo
abnegado al servicio de la Corona.
La enorme pluralidad de funciones que asumía el Consejo Real dio lugar a sec—
ciones temáticas más о menos estables que trataban cuestiones referentes a la politica
exterior, la Santa Hermandad, la Inquisición y las órdenes militares. Esta circunstan—
cia fue el punto de partida de los futuros Consejos especializados, algunos de los cua—
les se formalilaron durante el periodo de los Reyes Católicos, por ejemplo, el Consejo
de la Inquisición, creado en 1483; el Consejo de las Ôrdenes Militares, en 1498 y el
Consejo de Cruzada, en 1509
Dado el carácter dual de la Monarquía, el Consejo deAragón fue la replica arago—
.….DÜËQD 遭 352.3. 苗 ‚:…
~{ [ 坤 ~N { amo—oups“… .шш>…> mamo; ~ ~ \ acimª:.“ … ]Jos—m „щин/„шви…
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LOS ORÏGENES DEL ESTAD。 M〇DERN0 ESPANOL 233

nesa al Consejo de Castilla. Fernando el Católico lo en gio en 1494 para servir de enlace
con los distintos territorios que integraban su patrimonio. Estaba dirigido por un vice-
canciller, que presidía las sesiones, el tesorero general de la Corona, siete regentes
—dos para Cataluña, Rosellón, Cerdaña y Mallorca; dos para Aragón; dos para Valen—
cia, y uno para Cerdeña—, cuatro secretarios con el título de protonotarios y un abogado
fiscal y patrimonial. Estos cargos estuvieron en manos de letrados siendo el primer pre-
sidente e] aragonés Alfonso de la Caballería y su sucesor el célebre Antonio Agustín. E]
Consejo tenía encomendadas muchas atribuciones (nombramientos,inspecciones, que—
jas, mercedes) pero, por encima de todo, ejercía de tribunal supremo de justicia.
Esta forma de gobiernoatravesCC Consejosfueposteriormente desarrollada por
CarlosIyFelipe II Aún así, la formidable herencia territorial del primer Austria mul—
tiplicó lastareas administrativas e hizo precisa una reorganización general de los or—
ganismos de Ia corte. E1 mosaico CC reinos gue se reunió en torno al ReyCatólico no se
fusionó en un solocuerpo sino que cada miembro continuó manteniendo sus particu—
laridades, chIo cual, la Monarquía tuvo que atender de manera individualizada las
necesidades de gobierno de cada uno de ellos. 鰻C{Cen cuestiones de política exterior y
de preservación de la fe católica SC logróimponer una ciertapolitica común. \Es'te 'Sis—
tema de asambleas que residían en la Corte es conocido con el nombre CC <<polisinodia
hispánica», es decir, pluralidad de sínodos o consejos. Todos ellos estaban coordina— „€,
dos por la propia Corona, elunico referente que consegu1a' armonizar las culturas y las
tradiciones políticas…CC reinos tan distintos.
Hacia finales del sigloxvi SQ aposentaban en la Corte un total de trece Consejos
que se acostumbran a dividir en dos grupos: los espemahzadosyjosterritoriales For—
maban partQ del primer grupo losConsejos de Estado, Guerra, Inquisición, Hacienda,
Cruzada y Órdenes Militares y, del segundo grupo, los de Castilla, Cámara de Castilla,
Aragón, Italia, Indias, Flandes yPortugal.
El Consejo CC Estado, establecido en 1526 gracias al patrocinio del gran canciller
MercurioGattinara tenia que haber representado un elemento de unión entre los dife—
rentes reinos ya qUe se hacía cargo de los asuntos re1erentes a la politica exterior. Fi—
nalmente cumplió funciones más honoríficas que administrativas y de gobierno, sien—
do a menudo ninguneado por Carlos 1, el cual tomó personalmente las decisiones con
el asesoramiento de sus secretarios. Es probable que el hecho de estar formado por
«grandes» fuese la causa de la escasa confianza que en el se depositó. En estrecha co—
municación con el Consejo de Estado, la comisión que se hacía cargo de los asuntos
bélicos, activa ya desde el año 1522 e integrada por consejeros de Estado y militares,
atendía consultas sobre cuestiones concretas relacionadas con la guerra. En 1586 Feli—
pe II convirtió esta secretaría en el Consejo de Guerra que, a su vez, dividió sus funcio—
nes en dos secretarías, una encargada de los asuntos de Mar y otra de los de Tierra.
El Consejo de Castilla acabó siendo, en la práctica, el más importante del organi—
grama administrativo de la Corona —<<el soporte de mis reinos» decía Carlos—, un re—
11ejo del papel preponderante que fue adquiriendo Castilla en la dirección de la Mo—
narquía. En el año 1586 Felipe II aumentó el número de consejeros a 16, la mayoría de
formación letrada, y estableció diversas salas, tres para atender los asuntos de justicia
y una para los de gobierno. El Consejo de Castilla, además, ejercía un control muy es-
trecho sobre otros Consejos de categoría <<menor>> surgidos por el desgajamiento de
ciertas funciones que padeció. Así, la Cámara Real de Castilla, que trataba asuntos re-
{ 臺
・ 〕
234 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA r; ;[ _
%“— ¿¿¿/(¿¿… ii"
lacionados con la gracia, la merced y el patronato regio, fue elevada a la categoría de
Consejo en 1588. ”“ {〝 fa……» 嵌 (‚_ , 仇
delas Órdenes Militares tenía a su cargo 121 administraciòn de los ma—
El Consejo…

yorazgos de 1 rdenes dC Santiago Calatrava y_ Alcantara,CS decir,C11121b21 de sus
rentas,atendía las propuestas de nuevos hábitos cuando se producían vacantes y ac—
tuaba de tribunal de justicia También se encargó de supervisar la veracidad de las
pruebas de noblezay de limpieza de sangre de los que ingresa—ban, un filtro que preten—
“d'i'à'garantlzaríos valores de honor y de honra pero que, por razones económicas, se
fue hac1end0Cada vermas poroso ′
〝 El Conssejo de Cr_uzada nació en 15_Q9 con lafinalidadde administrar 10$ fondos que
generabalaventa deesta indulgenua cedidosQ losReyes Católicos 'îùëñîéänt‘ra
para la
;IOS
infieles Durante la década de 1590, а loSmgresos procedentes de la bula de cruzada se
¡añadieron los de subsidio y excusado El subsidio, en principio, era una contribución ex—
;CCpCionaI y voluntana que la Iglesia española pagaba para el sostenimiento de la lucha
{ contra el infiel y CIexcusadoera una gracia concedida por el Papa a Felipe Прог la cual se
permitia21 la Corona apropiarse de una parte del diezmo eclesiástico. Este Consejo, que
{ por consiguiente administraba la recaudación de las l_1amadas¿<<tres graC{aS ztenia juris—
dicción sobre los territorios de Castilla, Indias, Aragón, Sicilia y»Cer(1ena.
{
El Consejo(1Q laInqu1S1C1on(<<la suprema»), creado por 10$ Reyes Católicos en
1483 para la lucha por la pureza de la religión católica, tenía competencias en toda
España y era la instancia última de lascausas de19$ tribunalesterritoriales Estaba for—
mado por un Inqulsidor General—normalmente11nantiguo prelado—presidente del
Consejo de Castilla—, cinco o seis inquisidores consejeros, un fiscal y diverso perso-
nal auxiliar propio de un Tribunal de Justicia. En varias ocasiones la Inquisición fue
utilizada como un instrumento politico al servicio de la Corona a menudo para salvar
las
traba?constituc1onales que imponían los diferentesreinos.
El Consejo de Hacienda fue articulado en 1523porCarlosI tras la fusión de las
tradicionales Contaduría deHacienda yContaduría de Cuentas, pero no recibió plena
jurisdicción hasta 1593 Se ocupaba de la fisCalidad de Castilla aunque, en lapractica
fijaba el presupuesto del conjunto de la Monarquía »》«, ‥ の ” ª ”
La creación de Consejos territoriales Sl guio el modelo del ya existente Consejo de
Aragón. El Consejo de_lndias SC fundô formalmente en 1524 y asumió las rCSponsabiIi—
dades administrativas, legislativas, judiciales y eclesiásticas de los territorios de las
Indias. Estaba formado por un presidente y cuatro o cinco consejeros El Consejo de Ita—
lia se segregó del Consejo de Aragón en 1558 y trataba las materias de gobierno y admi-
nistración de Nápoles, Sicilia y Milán. El Consejo de Flandes y Borgoña, establecido en
1588, asumió las competencias de los asuntos relativos a la herencia borgoñona de los
monarcas. Finalmente, el Consejo de Portugal nació tras la anexión del país luso a la
Monarquía hispánica en 1581. Estuvo formado por portugueses y, Cómo el aparato insti—
tuCional existente en Portugal no sufrió mod1f1cac1onesSC limitó a la concesión de gra—
cias, nombramiento de cargos administrativos y provisiones eclesiásticas.

2.2.2. Los secretarios reales y las «juntas»

Este complejo sistema de Consejos, que a menudo padecía una enorme confu—
sión de funciones y trabajaba con unos procedimientos muy formalistas, corría el ries—
(" ~ п ( FIL/(¡2,5 ‘» … 糞 ((ivi/ix). “¿I L 丞 figé [(r/Ji??? (('—"Ii ' '
;iû "
U _ Î \}

LOS ORÏGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 235

la
gQ de paralizar el sistema administratlvo por su lentitud Para dar respuestaaenor—
rgeggntidaddeasuntoggue eralprec1so resolver… con la menor dilación se promocwno
a 10 largodelsjglç XVI la figura de los/secretariosreales; una pieza clave queserv1'a de
nexo entre los Consejos yel monarca. Los secretarios provenían de la pequeña noble—
Za y logletrados eran cargos entregados a personas de Confianza que vivían en el en—
tornocOtidianO del rey y acostumbraban a tener una gran influencia sobre él. Además
de las tareas de asesoramiento personal, examinaban los expedientes más importan—
tes, informaban al rey <<a boca» preparaban el orden del día de las sesiones de los Con—
sejos, d{St「{bQ{an〝シ 'seleC'cionaban la correspondencia recibida, refrendaban todos los
documentos reales y ponían en práctica las más diversas iniciativas políticas. Su privi—
legiada posición entre la majestad dispensadora de gracias, favores e influencias, y la
multitud de individuos ávidos de recompensas reales les permitió promocionar a fa—
miliares y adictos suyos para los puestos clave, formando de este modo una clientela
fiel y protectora.
En el periodo de los Reyes Católicos las funciones de los secretarios fueron regu-
ladas mediante unas ordenanzas en el año 1476, aunque los términos legales que se in—
cluyeron nO reflejaban la significación política que este cargo ya empezó a adquirir.
Algunos hombres que desempeñaron estas funciones durante el reinado de Fernando e
Isabel, procedentes de las Coronas de Castilla y Aragón, fueron Fernán Álvarez de
Toledo, Hernando de Zafra, Alfonso de Ávila, Francisco Ramírez de Madrid, Gaspar
de Gricio, Juan Ruiz de Calcena, Juan de Coloma, Lope de Conchillos y Miguel Pe-
rez de Almazán. 〝 '鱒 簾 縄 の 'i ¿aw =' ' [ 1г;,
Carlos l empezô su reinado apoyándose en el gran canciller Mercurio Gattinara
(1518—1536), el cual pretendió crear un aparato cancilleresco centralizado para super—
visar la administración de todos los territorios imperiales. Ante el poco convencimien—
to que el propio Emperador mostró por el proyecto, a partir de finales de los años vein—
te confió en dos equipos de secretarios, uno español que atendía los asuntos de Castilla
y de Italia y otro franco-borgoñón que se cuidaba de los problemas de las posesiones
del norte. А1 frente del segundo equipo estuvo, a partir de 1530, el secretario Nicolás
Perrenot, señor de Granvela, hijo de una modesta familia de Borgoña que se había for-
mado en la administración de los Países Bajos. Granvela se especializó en los asuntos
exteriores e imperiales y, a su muerte, le sucedió su hijo Antonio, futuro cardenal
Granvela.
El equipo español estaba encabezado por Francisco de los Cobos, un individuo
de cuna humilde y sin educación formal que alcanzó el cargo de secretario real en
1516 después de 15 años de aprendizaje en la secretaría. El ascenso de Cobos colocó a
los demás secretarios en un papel secundario y le permitió un control privilegiado de
la maquinaria de gobierno. Cobos fue el principal artífice de la introducción de la bu-
rocracia habsburguesa en Castilla y el patrocinador de una serie de hombres instruidos
para servir en la administración de la monarquía. Sus principales protegidos, nombra—
dos secretarios ayudantes, fueron su sobrino Juan Vázquez de Molina, Gonzalo Pérez
y Francisco de Eraso. También ejercieron importantes papeles de secretario real el
cardenal Tavera y Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba.
Con la muerte de Tavera en 1545 y la de Cobos en 1547 se produjo un relevo ge—
neracional en la alta administración de la Monarquía. El heredero de Cobos en la buro—
cracia castellana fue su sobrino Vázquez de Molina y el heredero de Tavera fue Fer—
236 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

nando de Valdés. A partir de entonces, sin embargo, el mincipe Felipe, regentedesde


la partida de supadre enel año 1543, fue muy reacio a confiar tanto poder a un solo
servidor. Cuando Felipe marChó de España en 1548 para reunirse con su padre, dejó
'…iíftfriunviratogde consejeros principales formado por Vázquez de Molina, Fernando
Valdés y el presidente del Consejo Rea1,Fernando Niño de Guevara, y se hizo aCom-
pañar por un nutrido grupo de cortesanos, entre los cuales destacaban el duque de
Alba, Ruy Gómez de Silva y Gonzalo Pérez. A suregreso en 1551, cuando sehizo car—
ggégsngggmºlggglga, empezó a ser consÎiÉnte de que, si quería gobernar bajo su
criterio personal, tendría que prescindir del grupo de administradores formado con el
Emperador y comenzar a crear su propio círculo de confianza.
Tal ocasión se presentó en 1554 con la marcha de Felipe a Inglaterra para casar—
se con María Tudor. El príncipe propuso como regente de Castilla a su hermana Jua-
na, la cual acababa de enviudar del príncipe Juan, heredero al trono de Portugal, y,
para asistirla, consiguió colocar en puestos clave a individuos que estaban dentro de
la órbita de RUy deSilxa. Este noble de origen portugués había llegado a
Castilla en 1525 acompañando a doña_I__sabel_, la “esposa—(legados I, pasando después
al servicio del joven heredero, con quien estableció una estrecha relación de amis—
tad. Este nuevo grupo de poder, denominado <q2artyidq>ebgjista>> por detentar Ruy
Gómez el título de príncipjeñde Eboli, estuvo integrado por personajes como el mar—
qués de los Vélez,/e'lduque de Sessa, Antonio Pérez, García Álvarez de Toledo,
Antonio de Rojas, Martín de Velasco y varios miembros de la poderosa familia de
Mendoza, entre los cuales destaca el marqués de Mondéjar. Esta toma de posiciones
del nuevo <<partido>> fue progresivamente desplazando la pujanza que detentaban
Vázquez de Molina y Fernando Valdés, mientras que el poderoso duque de Alba fue
apartado de la Corte con el encargo de hacer una guerra difícil de ganar en Italia. En
este proceso fue decisiva la influencia que ejercieron los coaligados Francisco de
Eraso sobre Carlos l, establecido en Bruselas, y Ruy Gómez sobre el príncipe Felipe
mientras estuvo instalado en Londres.
En 1555 Felipe abandonó la capital inglesa y se trasladó? a Bruselasipara asistir a
las ceremonias de abdicación desu padre de los PaísesBajos, de los territorios hispá-
nicosy de Sicilia en su favor. Aunque Felipe II permaneció en la capital flamenca has-
ta…155ngdurante esos años se tomaron una serie de disposiciones que evidencian la
victoria del partido ebolista. Incluso, antes del regreso del Rey a España, varios conse—
jeros que permanecían a su lado ——c0mo el duque de Francavilla, Martín de Velasco o
el propio Ruy Gómez— adelantaron su viaje para comenzar a tomar posiciones y con-
cluir determinados negocios. Todavía durante los años 1559 y 1560, el partido ebolis-
ta tuvo que lidiar un duro enfrentamiento con el duque de Alba y los suyos (el llamado
«partido albista»). Finalmente, el hábil Ruy Gómez consiguió apuntalar su posición
en la Corte, ejerciendo durante los próximos cinco años una poderosa influencia sobre
el monarca.
Hacia 1565 Felipe II empezó a materializar nuevas ideas sobre el carácter que te—
nía que tener su Monarquía. La ideología intransigente o el <<confesionalismo>_>, fruto
de la adaptación…hispánica de las resolucioneswdel Concilio de Trento (clausurado en
1563), se llevó a cabo con eliapoyo dela Inquisición y de hombres «nuevos» como el
cardenal QiegroydeMEspinosa, coordinador de un equipo de oficiales especializados (le—
trados) que actuaron con extraordinario celo. Espinosa se convirtió en «el hombre de
LOS ORÍGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 237

toda España en quien más confía el Rey y con quien estudia la mayor parte de los ne—
gocios», aunque no tanto por su presencia en los consejos sino por tratarlos asuntos a
travésde variascomisionesinformales conocidas con el nombre de«Juntas»
El sistema dejuntas supuso un nuevo Sistema de gobierno basado en la reunión
de diversos—¡pérsonajesentendidos en una materia conelobjetode 〝* ^
sobre un asunto d' WWWWWWW
del «fav0rit6»de turno,representaronunErlunio de las relac10nes personales sobre e1
1nst1tuc1onalizadoSistema de Consejos) En un principio estuvieron en manos detécni—
cos de la administración o letrados, sobre todo mientras ejerció su influencia Espino—
f.…..

sa, pero cuando este murió en 1572, los nobles tomaron posiciones y empezaron a mo-
nopolizar las reuniones donde se tomaban importantes decisiones de Gobierno. En
cualquier caso, en esta nueva fórmula está la clave del centralismo y la eficacia que
habitualmente se atribuye al reinado de Felipe II.
El sucesor de Espinosa fue Mateo Vázquez de Lecca, nombrado secretario real
aunque sin tantas atribuciones como las que disfrutó su predecesor. Aun así, Vázquez
fue el encargado de decidir los temas que tenían que ser tratados en las juntas y de pre—
parar su orden del día, al tiempo que actuó como responsable de la correspondencia
privada del Rey. La enorme llegada de cartas, informes y expedientes desde todos los
rincones de la Monarquía, unido al empeño del Rey Prudente por atenderlo todo per—
sonalmente, hizo preciso la creación de una junta permanente de altos funcionarios
encargada de revisar y resumir los expedientes. Al principio fue la Junta de Noche,
creada en 1585, a partir de 1588 la Junta de Gobierno, y, finalmente, la Junta Grande.
En las filas de estas selectas juntas se dieron cita un grupo reducido de secretarios y
consejeros formado por Vázquez, Cristóbal de Moura, Juan de Idiáquez y Diego Ca—
brera y Bobadilla, conde de Chinchón, los cuales trataban los grandes asuntos políti-
cos y trazaban la estrategia general de la Monarquía. Estos secretarios reales asumie—
ron el papel de «ministros principales» durante los afios finales del reinado de Felipe II
pero, después de su muerte, con el ascenso de Francisco Gómez de Sandoval, marqués
de Denia y futuro duque de Lerma, se instaló en la Corte el sistema del valimiento.

2.2.3. Hacia el sistema del valimienlo


l

A principios del siglo XVII la potestad regia fueentregadaa un único ministro lla—
mado valido, privado o favorito.,Las razones por las cuales se desarrolló este proceso
van más allá de la interpretación clásica que consideraba el ascenso de esta figura
„___,—__

como la respuesta a la debilidad de los monarcas. Las explicaciones que ha considera—


do la reciente historiografía relacionan este fenómeno con la creciente dificultad del

soberano para atender las obligaciones del ceremonial cortesano y, a la vez, la_dLr—ec—
ción de la compleja maquinaria gubernamental y administrativa. También, el ascenso
del valido parece estar relacionado con la Ofensiva de la aristocracia para conquistar la
dirección del Estado y, al tiempo, beneficiarse de los extraordinarios recursos que este
generaba. Y, finalmente, la fórmula del ministro único sirvió para rentabilizar mejor el
patronazgo regio hacia fines políticos beneficiando de esta manera alos clientes,a1ia—
dos y parientes que integraban la <<facción válida» adicta al valido.
La principal diferencia entre los secretarios reales y los va1idos es que los prime-
ros formaban parte de la baja y mediana nobleza yelgrupq deletrados ylossegundos
238 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

] proveníandelaaristºcracia creían con el derecho «natural» y exclusivo para ocu—


\ par los cargos más distinguidos de la Monarquía. De forma progresiva la marginaliza—
ción de los secretarios coincide con el triunfo de losgrandes y se traduce en que, du—
] r _] ay0 parte delos reinados del hijoryv del nieto del Rey Prudente, las riendas
lde“gti-SieTino"déla
I Monarquía fueron asumidas porel duque de Íerma, el duque de
“_ , ceda, Baltasar de Zúñiga, el conde—duque de Olivares y Luis de'Haro.



___
】 Ё1 valido asumió las funciones más políticas”de“ s secretarios y delegó las tareas
más pesadas de la administración, convirtiéndose en e portavoádelavoluntad real en
los Consejos y el transmisor de las deliberaciones de éstos al Rey. Así, Lªnna 359133131—
refswinterviniETon”directamente e_nlaconcesióndegracias y mercedes, en la correspon—
dencia particular del Rey y en el despacho… de los papeles de Estado. `
“ También, el primer ministro C@mo en el reforzamiento de la autoridad real y,
sobre todo, se vio en la obligación de again una funciónprotectorade la divinigada
figura del R CU … eXp a}n permanentecrítica. Espaígargasólóerasopor—
£53155] _privad—Qldisponía de una desbordante dosis deambición por el pie/(Jerry si,
además, gozaba del—favor del soberano en…los mg. e u maduraban las perma—
nentes intrigaspalaci'eg'ascontra él. Este papel de intermediación entre lo Sagrado y lo
humano exponía al valido a una constante intranquilidad política que sólo podía ser
sobrellevada mediante una rígida disciplina, prudencia, inagotable capacidad de tra—
bajo, astucia y disimulo. Esta forma de actuación política, por caer frecuentemente en
la amoralidad y en la falta de escrúpulos, solía ser más dominio del silencio de la prác—
tica que de la publicidad de la teoría.

2.3. ESTRUCTURAS FISCOFINANCIERAS

El conjunto de reinos y provincias agrupadas en la monarquía de los Reyes Cató—


licos y después de los Austrias, proporcionó a los soberanos españoles unas rentas o
ingresos considerables. Sin embargo, conviene remarcar que la pluralidad de regíme—
nes políticos y sistemas fiscales de los diversos territorios hacía que las capacidades
de la Corona de instrumentar unos mecanismos de recaudación fiscal fuesen muy de—
siguales. Indudablemente, la Corona de Castilla fue el corazón económico de la Mo—
narquía, pues allí los ingresos de la Corona eran cuantiosos y, además, a diferencia de
lo que ocurría en los territorios de la Corona de Aragón, no existía una distinción entre
la Hacienda del Rey y la Hacienda del reino o comunidad política, controlada por las
diputaciones.
A comienzos del Siglo XVI, la Monarquía disponía en la Corona de Castilla de una
estructura de ingresos que perduró sin demasiados cambios hasta el siglo XVIII. Las ar—
cas reales se engrosaban con numerosas rentas ordinarias que gravaban las activida—
des económicas castellanas (la alcabala, el servicio y montazgo, los derechos de adua-
nas, etc.). También disponían de las contribuciones que la institución eclesiástica deri—
vaba a la Corona en virtud de diversas concesiones о fîgraciasÿ _papalçgggswrçmgs de
los maestrazwgosdelas Órdenes Militares, las bulaS de la Santa Cruiada, el Subsidio
ÎÌÎCÌQera-s,yeLExcusado). Asimismo, la Hacienda castellana ingresaba el cuantioso
ÎÎqÎIinto» real, 0 derecho sobre la quinta parte de la plata producida en los territorios
americanos vinculados a la metrópolicastellana. 'Los monopolios que el monarca te—
“…… “ 〟 ~~~~~~~~~~~
LOS ORÏGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 239

nía sobre la explotaciónde las salinas,la fabricación de jabón y laacuñación de mone-


da constituían otra partidademgresos. Finalmente, los reyes contaban también¿ón las
“cantidades que, de forma extraordinaria, las_cortes castellanas les otorgaban en cali—
dad de donativo o seryiçio.
LaC01112§1ur1aMayor de Hacienda y la Contaduría Mayor de Cuentas eran 109or-
ganos que administraban el complejo sistema fiscal castellano. Sin embargo, las nece—
sidades de gestión y negociación crediticia del aún más intrincado mundo de las finan-
zas imperiales dieron pie a la creación en 1523 del Consejo de Hacienda.
Los recursos de la sacra ancora económica castellana, junto con los proceden—
tes de otros territorios de la Monarquía, proporcionaban al césar Carlos un millón de
ducados anuales al comienzo de su reinado. Durante el siglo XVI el volumen total de
ingresos no hizo sino crecer. En 1560 el presupuesto de entradas dinerarias se situa-
ba en torno a los cuatro millones de ducados, y en 1598 ya alcanzaba la cifra de diez
millones
Sin embargo, los alcistas C。S璽C萱dC』璽adm1m9tra010nde la vasta monarquía de los
Austrias, del mantenimiento de la Córte y, singularmente del pozo sin fondo que su-
ponía una política exterior con multiples frentes, motivó que el ritmo deincremento
de 109 gastos fuese superior al de 109mgresos Así, sólo la Armada lnvencrble pOr
ejemplo, supuso unos gastos equivalentes a losmgresos brutos de todo un año; y,
cuando Felipe Ш accedió al trono, sus gastos ordinarios y extraordinarios de delensa
(considerados conjuntamente) no eran inferiores a los diez millones de ducados, lo
que equivalía a la totalidad de sus ingresos teóricos.
El crónico y creciente déficit en que se empantanaron las finanzas reales obligó a
la Corona a buscar dinero entre los hombres de negocios que se movían en el mundo
de las finanzas privadas. En el reinado de Carlos V el dé.ficinúblico se solventó prin—
cipalmente a través de contratos de asiento, es decir con créditos a plazo corto que la
banca internacional concedía a la Real Hacienda. Según las cifras apOrtadas por Ra—
. 【 món Carande, el César Carlos recibió de los banqueros (alemanes e italianos principal-
〝 ” mente) un total de 28,8 millones de ducados, comprometiendo pagos por un total de
38 millones. Conviene señalar que a lo largo del reinado del primer Austria la fluctua—
ción de la tasa de interés de los asientos tuvo una rampante tendencia alcista: si en los
años del periodo 1520—1532 el interés medio concertado fue del 18 %, en los años
«aflictivos» de 1552—1556 fue de1 34 %. El déficit arrostrado que, en 1556, se situaba
sobre los 2.555 millones de maravedís, hacía subir la prima del interés exigido por los
banqueros a cotas insoportables.
Esta desastrada situación de las arcas reales 11evö a la declaración de quiebra de
1557, a la cual seguirían, en C siglo XVI, otras en 1575 y1596 Estas bancarrotas
eran fundamentalmente intentos de amortizar parc1a1mente 121 deuda y transformar
los asientos en deuda alargo término mediante el procedimiento de entregar a los
banqueros acreedores juros, es decir, títulos de deuda negociables O endosables a
particulares.
Los cambios sustanciales que, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, se
produjeron en el sistema de financiación del déficit público de la Monarquía tuvie—
ron consecuencias de gran envergadura. En primer lugar fueron un factor clave en
la descapitalización de la economía productiva castellana y en la desarticulación
de buena parte de su tejido comercial y financiero, coadyuvándose para ello varios
240 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

factores: 1) las masivas emisiones de juros que captaron buena parte del ahorro
castellano; 2) el aumento de la presiön fiscal de la Monarquía, y 3) los permisos
para sacar al exterior la plata americana —<<licencias de saca>>—— que la Corona
otorgó, después de la bancarrota de 1557, a los banqueros genoveses para poder se—
guir contando con el crédito de sus asientos. En segundo lugar, la adquisición ma—
siva de juros por particulares e instituciones castellanas posibilitó un entrelaza—
miento y correspondencia de intereses entre la Corona y determinados segmentos
de la sociedad castellana ——especialmente grupos privilegiados y clases medias
acomodadas—, lo cual consolidó el papel de Castilla como centro dinamizador de
la dinastía de los Austrias.

2.4. ESTRUCTURAS DIPLOMÁTICAS Y MILITARES

Este sistema fiscofinanciero permitió sustentar y evolucionar a los intrumentos


claves de la política exterior (Diplomacia y Ejército) que hicieron posible la larga eta—
pa de hegemonía española en Europa. Como es sabido, es en la Italia renacentista don—
de se encuentran los orígenes de la diplomacia moderna, pero fue Fernando el Católi—
co el primero, entre los grandes soberanos, en emplear este instrumento de relación e
información de la política exterior. Desde 1480 se establecieron embajadores residen-
tes primero en Roma y después en Venecia, Londres, Bruselas y ante la trashumante
corte austríaca. El militar Francisco de Rojas, el clérigo Juan de Fonseca, el letrado
converso Rodrigo de Puebla y los nobles Lorenzo Suárez de Mendoza y Pedro de
Ayala son algunos nombres de la veintena de servidores del equipo diplomático espa—
ñol de los Reyes Católicos. A pesar de las insuficiencias que obstaculizaron la acción
de estos embajadores residentes (lentitud de los correos, falta de recursos, etc.), este
instrumento de la política exterior fue mejorando, convirtiéndose en una pieza valiosí—
Sima para el planteamiento y ejecución de las empresas político-militares del Rey Ca-
tólico, especialmente en la formación de sus sistemas de alianzas, terreno en el que
aventajó a los otros grandes estadistas del momento.
Durante el siglo XVI se fue tejiendo una red de conexiones en toda Europa y se
acumuló, al mismo tiempo, un interesante bagaje de experiencias políticas. Obtener la
más amplia y precisa información era uno de los principales objetivos de la diploma—
cia y, en aquella época, era voz común que el embajador y el espía eran una misma
persona. Esos datos e informes eran necesarios para establecer una acertada logística
política y militar.
La red de información que tenía la Monarquía española se completaba con un nu—
trido ejército de corresponsales, agentes, confidentes, espías a sueldo que se desparra—
maban por Italia, Flandes, Gran Bretaña, etc. Esta «diplomacia secreta» la constituían
hombres de negocios, religiosos, miembros de los gobiernos locales 0 regionales, etc.,
que conseguían, analizaban y entregaban toda clase de información, y desempeñaban
una gama variada de cometidos al servicio de la Monarquía católica, ya fuese por mera
simpatía, por motivos religiosos o por compensaciones de distinto tipo. Cuando ago—
nizaba el siglo XVI e iniciaba su reinado el tercer Austria, Felipe III, además de ser el
soberano más poderoso del orbe por sus territorios y sus ejércitos, era también ——tal
como remarcaban en sus relazioni los embajadores venecianos de la corte madrile—
LOS ORÎGENES DEL ESTADO MODERNO ESPANOL 241

ña— el monarca mejor informado, lo cual estaba estrechamente relacionado con lo


primero.
La atención otorgada al fortalecimiento de las estructuras y potencialidades mili—
tares de la Monarquía se convirtió en uno de los logros de mayor trascendencia futura
del reinado de los Reyes Católicos. Si en las beligerancias del conflicto sucesorio cas—
tellano y en las campañas de la guerra de Granada aún predominaron unas formas mi—
litares de carácter medieval, en los últimos años del siglo XV y en las primeras décadas
de la centuria siguiente se va conformando un ejército permanente y controlado direc—
tamente por el poder real, realizándose asimismo avances sustanciales en cuanto al
número de hombres movilizados, el armamento y las técnicas militares.
En el periodo que abarca el reinado de los Reyes Católicos y de los dos primeros
Austrias, la Monarquía española aumentó espectacularmente sus capacidades de m0—
vilización de recursos humanos en tiempos de conflicto, aventajando en este terreno a
las otras grandes potencias del momento. Según las estimaciones de Geoffrey Parker,
hacia el año 1550 el césar Carlos podía poner en pie de guerra hasta 150.000 hombres,
cifra que se elevaría a 200.000 en la fecha de 1590.
Sin embargo, dado que los ejércitos permanentes eran relativamente reducidos,
la capacidad y rapidez en la movilización de tropas tenían una importancia vital. La
forma más frecuente, al menos antes de l580, era el reclutamiento por comisión. El
Consejo de Guerra —máximo órgano de la jerarquía militar administrativa— decidía
a quién se había de conceder una comisión (y expedía la cédula), redactaba la lista de
regiones en que podía encuadrarse el reclutamiento, el número de hombres que habían
de reclutarse, el tiempo que se podía tardar y el destino a que debían dirigirse las tro—
pas. El sistema de comisión conjugaba las ventajas del máximo control estatal con el
mínimo grado de coacción, pues las levas eran voluntarias. En otros casos, y preferen-
temente cuando el Rey deseaba reclutar tropas fuera de las fronteras de sus estados, se
podía recurrir a un segundo sistema de reclutamiento a través de los servicios de un
asentista o empresario militar. Por un simple convenio, el asiento, beslallung o ac—
cord, el Gobierno se obligaba a pagar en el acto cierta cantidad de dinero al asentista
con la promesa de que después éste percibiría las pagas regulares estipuladas; a cam—
bio el asentista se comprometía a presentar un número dado de hombres dentro de un
cierto plazo y en un lugar determinado.
Desde finales del Quinientos, las dificultades demográficas generalizadas y el
incremento de la actividad bélica de la Monarquía determinaron una serie de transfor—
maciones importantes en los sistemas de reclutamiento, cuyas consecuencias princi—
pales fueron: el encarecimiento del sistema de asiento, la reducción —a veces desapa-
rición— del carácter voluntario de los enganches, y la decadencia del sistema de comi—
sión. Desde entonces se empleó la coacción para obligar al servicio a los que carecían
de trabajo, coacción que luego se amplió a presos, bandidos, vagabundos y otras mu—
chas personas.
La movilización no era el único problema logístico que debían atender las es-
tructuras administrativas de la Monarquía española. El transporte de tropas, su paga
y avituallamiento, la fabricación y mantenimiento de una escuadra dispersa y hete—
rogénea, la puesta en marcha de las industrias de armamento, etc., eran algunas de
las múltiples facetas necesarias de una maquinaria bélica cada vez más compleja y
costosa. А1 iniciarse la década de 1630, la administración y control sobre todas estas
242 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

funciones habían sido traspasadas a manos de particulares. Este retroceso en el con—


trol administrativo del Estado sobre el Ejército y la Marina fue debido a la incapaci—
dad de la Corona para disciplinar a sus ministros y exigir niveles aceptables de hon—
radez, competencia y escrupulosidad. Esto ocurría precisamente cuando Francia, el
gran rival europeo de la Monarquía española, estaba estableciendo la unidad del
control real sobre todas las ramas de las fuerzas armadas y Suecia y Brandeburgo
avanzaban en la misma dirección.
Sin embargo, no cabe arguir sencillamente que el fracaso de los ejércitos de la
Monarquía española en el campo de batalla o de sus flotas en el mar durante las decisi—
vas décadas centrales del siglo XVII, pueda atribuirse a los métodos indirectos de la ad—
ministración como tales, sino que, a la luz de los ideales administrativos de la Monar—
quía —partidaria de la administración directa—, el movimiento hacia la privatización
de las funciones militares fue una consecuencia y una medida del colapso militar del
Estado moderno hispano—castellano; para explicar este hay que contemplar necesaria—
mente otros factores como son el volumen desproporcionado de la empresa en rela-
ción a los recursos disponibles y la desigual participación de los distintos miembros de
la Monarquía en el esfuerzo bélico.

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CAPÍTULO 9

COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA


por ALICIA ESTEBAN ESTRÍNGANA y ALFREDO FLORISTAN IMízcoz
Universidad de Alcalá

La Monarquía de España se forjó entre los siglos XV y XVI, un poco antes que las
de Francia 0 Inglaterra. Resultó de la agregación, entre 1469 y 1580, de entidades pO—
líticas preexistentes en torno a un núcleo de poder particularmente dinámico: Castilla.
En Europa, tales «monarquias compuestas» (Elliott) constituyen una novedad, que su—
pera la fragmentación feudal característica de la Edad Media. Pero sería un error ver
en ellas el origen inmediato de los estados nacionales que fraguaron tras las revolucio—
nes del XIX. La unificación de Italia y de Alemania, como la ruptura de los imperios
austrO—húngaro y turco en los siglos XIX y XX, respondió a dinámicas muy diferentes.
Las monarquías de la Edad Moderna se construyeron lentamente, como uniones di—
násticas y patrimoniales en torno a una casa real. No existió un diseño previo de base
étnica, linguistica O cultural que se pretendiera completar: los reyes actuaron con
pragmatismo a la hora de incrementar sus «estados». La unificación y centralización
gubernativa, por otra parte, resultaban inconcebibles antes del triunfo de la razón so—
bre la tradición en el siglo XVIII.
La Monarquía de España se compuso primordialmente por acumulación de
herencias legítimas, aunque resultaran imprescindibles la coerción de la fuerza y,
todavía más, el ejercicio de una amplia intermediación socio—política y la elabora—
ción de consensos ideológico—religiosos. No puede afirmarse que resultara una
unión arbitraria aunque englobara países no contiguos, algunos muy distantes, y
de diversas lenguas, culturas y riquezas. Su viabilidad política se demuestra, preci—
samente, al considerar su estabilidad y el relativo éxito con que superó las tensio—
nes centrífugas.
Ahora bien, la diversidad y la dispersión territorial —más acusada que en las
monarquías rivales de Francia y de Inglaterra— planteó problemas nuevos en el
ejercicio del gobierno. El rey debía dirigir su Monarquía como un conjunto y no
sólo como la suma de sus componentes, pese a la disparidad de intereses, privile—
gios, instituciones y culturas de sus miembros. Por otro lado, la amplitud y las dis—
tancias exigíeron desarrollar formas de delegación del poder real para Obtener in-
246 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

formación y para hacer cumplir las órdenes. El rey impulsó la formación de una
elite gobernante para toda la Monarquía, que ocupara los puestos de Virreyes y go—
bernadores, generales y embajadores, consejeros, jueces, visitadores, etc. Pero el
reforzamiento del gobierno común también requirió la colaboración interesada de,
al menos, una parte de las elites dirigentes de los diversos territorios, en sus ciuda—
des y asambleas parlamentarias.

1. La composición de la Monarquía de España

<<Monarquía católica», <<Monarquía de los Austrias», <<Monarquía hispánica».


Los historiadores utilizamos tales denominaciones para referirnos a la construcción
política desplegada por los Reyes Católicos y que maduró bajo los Austrias. La prime—
ra refleja mejor la importancia de la definición religiosa, denominador común de to—
dos los súbditos y fundamento primordial de su constitución política. La caracteriza—
ción dinástica (<<de los Austrias») y la nacional (<<hispánica») subrayan dos aspectos
más fácilmente asimilables hoy. En Europa se generalizó la denominación <<rey de
España», que los monarcas también emplearon, en plural, en sellos y monedas (Hispa—
niarun rex). Sin embargo, los documentos jurídicamente más precisos, como los testa-
mentos, siguieron acumulando una retahíla de títulos de reinos, ducados, marquesa—
dos, condados y señoríos. Esto se ajustaba mejor a la realidad jurisdiccional y, tam—
bién, al sentir de los súbditos, que lo eran del mismo rey pero de modos diversos.

1.1. HERENCIA, CONQUISTA Y NEGOCIACIÓN

La incorporación de Portugal, según un coetáneo, «tuvo de herencia, de conquis—


ta y de compra». Desde sus inicios, el derecho, la fuerza y la negociación actuaron
conjunta e inextricablemente, aunque en diversas medidas, en la composición de la
Monarquía de España. Silenciar explicaciones complejas para sostener cierto irreden—
tismo nacionalista, o la existencia de un destino nacional ineluctable, lleva a caminos
bloqueados.

Herencias. En 1624, Olivares recordó a Felipe IV que casi todos sus estados
los gobernaba por «derecho sucesivo», y que ésta era la unión más segura para el rey y
la más conveniente para los súbditos. Era ampliamente compartido el ideal del rey na—
tural enraizado en su pueblo: a cuya familia se había guardado fidelidad por genera—
ciones, y que era capaz de reconocer y recompensar los méritos acumulados por los
distintos linajes y ciudades al servicio de sus antepasados. Pero los matrimonios entre
casas reinantes abocaban a la acumulación de títulos, fortaleciendo al rey a la vez que
alej ándolo de sus súbditos. En 1469, la boda de los herederos de las coronas de Aragón
y de Castilla, Fernando e Isabel, llevó a la unión de ambas en Juana «la Loca». Siglos
antes, el reino de Aragón y el principado de Cataluña (1137) se habían unido por un
matrimonio, al igual que los reinos de Castilla y de León (1230).
Era fácil admitir formalmente que el rey propio lo fuese a la vez y de igual
modo de otros reinos, pero sus implicaciones prácticas resultaban perturbadoras.
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 247

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FIG. 9.1. Escudo de los Reyes Católicos, posterior a 1492, con la Granada incorporado, el
águila de San Juan soportando el escudo, el lema Tanto Monta y las empresas reales del yugo
y lasfleohas (Faustino Menéndez Pida, «Heráldica medieval española. l. La Casa Real de León
y Castilla», Hidalguía, Madrid, 1982, p. 198).

Que la Monarquía castellano—aragonesa se gobernase desde Castilla —d0nde Fer-


nando el Católico pasó la mayor parte de su vida— disgustó a catalanes, aragoneses
y valencianos; se dolían del alejamiento del poder y de la dificultad de hacer recono—
cer sus méritos por intermediarios y por papeles. Aunque, desde otro punto de vista,
tal ausencia tuviera ciertas ventajas en la medida en que retardaba el despliegue del
poder regio. El desarrollo de formas de representación de la persona del rey por me—
dio de <<ministros» (Virreyes, jueces) y de símbolos о rituales (escudos, ceremonia—
les, retratos, etc), nunca colmó este vacío. En los momentos de crisis de autoridad, la
presencia física del monarca fue requerida como la mejor solución. En 1592, tras las
alteraciones de Zaragoza, Felipe П viajó a Aragón, pasando también por Navarra,
como lo volvería a hacer Felipe IV en 1642—1644; en 1566 se barajó esa posibili—
248 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dad como la mejor para restablecer el orden en los Países Bajos, aunque se pospusie—
ra al triunfo del ejército; y entre 1581 y 1583 Felipe II se instaló en Lisboa, lo que Га-
cilitó la incorporación de aquel reino.
Por otra parte, el derecho sucesivo, del que se creía que anudaba las relaciones
más firmes entre rey y reino, no siempre resultaba concluyente. En la medida en que
eran posibles interpretaciones contradictorias, que se retrotraían en el tiempo todo lo
preciso, el sistema hereditario también generaba conflictos. El consenso social o el
uso de la fuerza actuaba entonces como árbitro entre varias alternativas legitimistas.
Fernando el Católico se postuló rey de Nápoles como sobrino de Alfonso V († 1458) y
como continuador de los derechos de la casa de Aragón frente a sus primos bastardos;
pero Carlos VIII y Luis XII de Francia no se creían con menos derechos al mismo tro—
no como descendientes de Renato de Anjou († 1442). Y Felipe II, nieto legítimo aun—
que por vía femenina de Manuel I de Portugal, hubo de competir con Antonio, prior de
Crato, también nieto por vía masculina pero ilegítima, y con otros candidatos con no
menos méritos. Incluso Fernando el Católico, al poco de conquistarla, se proclamò rey
hereditario de Navarra, remontándose a lo ocurrido en 1 134, cuando se separò del rei-
no de Aragón. En Nápoles, Portugal y Navarra el uso de la fuerza decidió un derecho
hereditario, cuando menos, discutido.
Finalmente, también se utilizaron el derecho feudal y las teorías sobre el poder
universal del Papado. En estos casos, siempre el ejercicio de la fuerza precedió a una
justificación que era mucho más débil y discutida que la de la sangre. Los reyes de
España, mediante el pago de una cantidad simbólica en cada ocasión desde 1510, re—
novaron la investidura del reino de Nápoles como feudo de la Iglesia. Y diversas bulas
de Eugenio IV (1436), de Alejandro VI (1493) y de Julio II (1512) revistieron de lega—
lidad la conquista de las Canarias, de las Indias y del reino Navarra, aunque otros m0-
narcas en Europa no les reconocieran ningún valor.
Carlos V utilizó su condición de Emperador para vincular a su Monarquía dos
territorios muy importantes: el Milanesado y los Países Bajos. A la muerte de Frances—
co II Sforza sin descendencia, el título revirtió en el Imperio y Carlos V tomó posesión
como duque de Milán (1535); al poco tiempo cedió la investidura a su hijo y heredero
Felipe (1540 y 1546). En virtud de la Transacción de Augsburgo (1548), el Emperador
unió el patrimonio borgoñón integrando las 17 provincias de los Países Bajos en el
«Círculo de Borgoña», formado por el Franco—Condado y por el condado dependiente
y colindante de Charolais. Formalmente las 17 provincias siguieron perteneciendo al
Imperio, pero exentas de lajurisdicción de sus tribunales y de su legislación. En 1549,
por una Pragmática Sanción, las unió entre sí como patrimonio hereditario indisoluble
cuya soberanía cedió a Felipe II en 1555, ratificándolo los Estados de cada uno de los
territorios. De cualquier modo, no cabe llamarse a engaño: Carlos V, desde la victoria
de Pavía (1525) sobre Francisco I de Francia, ejercía una auténtico protectorado y
mantenía guarniciones en el Milanesado; y sus ejércitos habían impuesto su soberanía
a las provincias más septentrionales de los Países Bajos entre 1521 y 1543, aunque
fuese para restablecer el derecho hereditario que la casa de Borgoña reclamaba sobre
ellas.

Conquistas. Olivares escribió a Felipe IV, en 1624: «sólo son conquistas el


reino de Navarra y el imperio de las Indias». Sin embargo, parece más ajustada la ad-
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 249

Castilla

$$$”??pr
León
Aragón
Navarra
Sicilia
Granada
Jerusalén
Hungria

Rey de Castilla y León (1, 2)


Rey de Aragón (3)
Rey de Navarra (4)
Rey de Sicilia (3, 5)
Rey de Granada (6)
Rey de Nápoles
y de Jerusalén (3, 7, 8)

пэт]
9. Austria
10. Diferencia de Francia (añadida por
los Duques de Borgoña de Ia 2.a casa)
11. Borgoña 3 78 11 12
12. Brabante 4 \2 】
13. Flandes 6
14. Tirol

Archiduque de Austria (9)


Duque de Borgoña (10, 11)
Duque de Brabante (12)
Conde de Flandes (13)
Conde de Tirol (14)

FIG. 9.2. Gráfico indicativo de la posición de las armas de los diferentes reinos y estados en
un escudo con las armas completas del emperador Carlos V. (A. Sevilla, La significación polí-
tica у social de los símbolos heráldicos, T. Doctoral, Universidad de Alcalá, 2000, p. 257).
250 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vertencia de Álamos de Barrientos a Felipe III (1599): Portugal, Milán, Nápoles y Si—
cilia, además de Navarra, aunque procediesen de «herencia legítima, en fin han entra—
do en su casa por fuerza de armas y casi como por vía de conquista». Canarias, las
Indias, Granada o las plazas norteafricanas, ganadas a paganos y musulmanes, ni si—
quiera se consideran. Es evidente que, como todo imperio, la construcción de la Mo—
narquía hispánica debió mucho a la fuerza militar.
A principios del siglo XVI, la figura del rey conquistador gozaba de prestigio ро-
pular y de amplias justificaciones teóricas. Alejandro Magno y César seguían siendo
los modelos, reiterados por la iconografía y glosados por los tratadistas. Maquiavelo
ensalzó la figura del «principe nuevo», que por su <<virtud y fortuna» gana un estado
sin haberlo heredado. Pero también el pensamiento cristiano tradicional animaba la
conquista contra paganos, cismáticos y herejes, y justificaba fácilmente como defen—
sivas guerras por intereses dinásticos discutibles. Por otra parte, nuestra proximidad a
guerras de liberación nacional y coloniales de los siglos XIX y XX no deben constituir
un referente equívoco sobre lo que fueron las conquistas dinásticas en el XVI. Al me—
nos no en todos los casos, porque los modelos fueron muy distintos cuando se trató de
territorios cristianos y no cristianos.
La conquista de las Canarias, de las plazas norteafricanas, de las Indias y, en par—
te, la del reino de Granada, fueron empresas «particulares» autorizadas por el rey. El
duque de Medina—Sidonia ocupó y fortificó una Melilla despoblada, que no se incor—
poró a la Corona real hasta 1556; y Cisneros financió e impulsó, entre otras, la con—
quista de Orán (1509). En Canarias y en Indias, el sistema de <<capitulaciones» con
descubridores y conquistadores fue el sistema habitual. La guerra de Granada, aunque
dirigida por los Reyes Católicos en persona, tuvo un marcado carácter señorial. En to—
dos los casos, fueron guerras destructivas, que aparejaron grandes cambios sociales,
político-institucionales, culturales y religiosos. Como el impulso, en todos estos ca—
sos, provino de Castilla, se adaptaron sus formas de gobierno según las particulares
condiciones de lejanía o de frontera del territorio. En definitiva, era lo que se esperaba
de conquistas que pretendían ser, a la vez, cristianizadoras y civilizadoras de unos es—
pacios políticos de imposible convalidación. La colonización, la sumisión señorial e
incluso la esclavitud, la desarticulación de sus antiguas instituciones y autoridades
tradicionales fue el destino de aquellas sociedades a corto o largo plazo. En Granada,
las capitulaciones de rendición de la ciudad (1492) no se pudieron respetar mucho
tiempo: la conversión forzosa (1502) y el exilio —<<limpieza étnica» diríamos hoy—
de la población morisca (1573) fue su destino ineluctable.
Sin embargo, las conquistas de reinos cristianos del siglo XVI —Nápoles en 1504,
Navarra en 1512 y Portugal en 1580—, tuvieron un desarrollo diferente. Fueron em—
presas decididas directamente por el rey, aunque contaron con el respaldo entusiasta
de las ciudades y de la nobleza de Castilla y de Aragón, según los casos. Fernando el
Católico 0 Felipe II aprovecharon el momento propicio para incorporar por las armas
estos reinos a sus estados con la intención de estabilizar ventajosamente un flanco
conflictivo, o para incrementar su poder.
En los tres reinos, una profunda crisis interna, en el contexto de las guerras eu—
ropeas, propició su conquista, que quizás nunca se hubiera desencadenado sin tales
circunstancias. La guerra de bandos entre <<agramonteses» y <<beamonteses», y el
acercamiento de los reyes Juan y Catalina a Luis XII de Francia, hizo que Fernando
COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 251

FIG. 9.3. Escudo de Felipe I], con las armas de Portugal ya incorporadas. (Francisco Delga—
do Calvo, Escudos universitarios de Alcalá de Henares. Alcalá de Henares, 1988, p. 46).

el Católico ocupara Navarra con una facilidad que nunca soñó. La división de la
nobleza napolitana, la debilidad de su casa real y las ambiciones de Carlos VIII y
Luis XII de Francia condujeron también a su conquista. El Católico intervenía desde
antiguo en ambos reinos, apoyando a los beamonteses, o protegiendo a la facción
«aragonesa». Durante un tiempo, esto bastò para la seguridad del Pirineo occidental
ante Francia, y de Sicilia frente a los turcos, pero, al final, Fernando optó por el ries—
252 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

go de la conquista buscando una solución más estable. La intervención de Felipe II


en la crisis sucesoria y nobiliaria portuguesa, tras el desastre de Alcazarquivir, fue
bien recibida por amplios sectores de su elite, cuyas relaciones familiares, económi—
cas y culturales con Castilla eran, si cabe, tan antiguas y estrechas como las de sus
correspondientes navarros y napolitanos.
Por ello fueron conquistas fulgurantes, improvisadas sobre la marcha atendiendo
a la situación interna del país. La ocupación de Portugal y de Navarra no produjo bata—
llas dignas de memoria porque no hubo una resistencia colectiva, y las de Nápoles se
libraron contra el ejército francés más que con el pueblo napolitano. Las tres resulta—
ron, en buena medida, un subproducto de las tensiones con Francia en Italia, y con
Inglaterra por el dominio del Atlántico y el Mar del Norte, que las hicieron posibles 0
necesarias. En cualquier caso, no se acompañaron de cambios profundos precisamen—
te porque respondían a viejas luchas internas por el poder y no a cambios revoluciona—
rios, por lo que lo prudente era la continuidad, la negociación, la intermediación. Ma-
quiavelo, que observó el éxito con que los españoles retenían Nápoles y los franceses
Bretaña y Borgoña, no aconsejó nada original al príncipe conquistador: <<no alterar sus
leyes ni sus tributos [de los estados adquiridos por la fuerza]>>. Probablemente, resta—
blecer el orden y la autoridad no requería mucho cambio, pero no debe pensarse en una
continuidad perfecta. Aunque el conquistador jurara respetar los fueros y mantuviera
las instituciones, incluso las personas, es impensable ver tales conquistas exclusiva—
mente como cambios dinásticos. Aunque se forjase el concepto de «restauraçao» para
olvidar lo sucedido, el Portugal de 1640 no podía ignorar la profunda huella de seis de'-
cadas de vida en la Monarquía de España. La Navarra de los Austrias era sustancial-
mente diferente del reino bajomedieval, como no podía ser menos, aunque los nava—
rros acuñaran la expresión <<viejo reyno» precisamente para maquillar la ruptura que
supuso la conquista.
También insistió el florentino en la importancia de extinguir <<el linaje del prínci—
pe anterior», de mantener guarniciones y de que el rey se trasladase a residir en los te—
rritorios conquistados. Lo primero no siempre era posible. De hecho, los duques de
Braganza, con sangre real, protagonizaron la restauración de una realeza natural; y
Enrique IV de Francia y sus descendientes se titularon, legítimamente, «roi de Nava—
rre», y jamás renunciaron a sus derechos, imprescriptibles, sobre el trono de Nápoles.
Poco después de las conquistas, Fernando el Católico visitó Nápoles y Felipe II Portu-
gal, pero no repitieron el viaje. Las fortalezas de Portugal se entregaron a castellanos,
lo mismo que la gran ciudadela de Pamplona 0 el castillo de Nápoles. En este punto
se contrario gravemente el interés y el honor de la nobleza nativa, a la que se privaba
de oficios que correspondía a su estatus, a la vez que se la injuriaba en la medida en
que, al confiar las fortalezas a extranjeros, se hacía patente que existía una duda de su
fidelidad.
Pero la Monarquía nunca transigió. Importaba precaver cualquier conspiración
que, instigada por potencias enemigas, organizara el descontento de los súbditos en
torno a un cierto irredentismo nacional. Los rumores sobre el retorno del rey Sebas-
tián, que afirmaban que no habría muerto en Alcazarquivir, desasosegaban a los por-
tugueses; y lo mismo ocurría con las noticias que se difundían interesadamente desde
Francia entre ciertos círculos napolitanos y navarros sobre preparativos militares,
conspiraciones, etc.
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 253

Negociación. En cualquier caso, las conquistas de reinos cristianos no perdu—


raron como regímenes de ocupación militar Sino que apuntalaron un nuevo equilibrio
basado en la transacción y la negociación. En el caso de Portugal, esto es explícito: en
1581, ante las Cortes reunidas en Tomar, Felipe II negociô una «Patente das merces,
graças e privilegios», una especie de carta constitucional que contentase las reclama—
ciones de los <<l'idalgos», el clero y las ciudades. La rendición de Nápoles o de Pamplo—
na Se capituló con una interesada generosidad por parte del Católico, y sus sucesores
renovaron, y cumplieron en lo esencial, tales promesas: respetar los privilegios de la
nobleza y de las ciudades, asumir las deudas de los antiguos reyes y condonar fiscal-
mente los daños ocasionados. Si consideramos las mercedes y los <<acostamientos»
—pensiones sobre la real hacienda— concedidas de inmediato, cabe incluso introdu—
cir el concepto de compra para complementar el de conquista.
El nuevo rey, aunque inicialmente forastero, era más poderoso, lo cual facilitó su
mediación con mayor autoridad en las disputas faccionales de las provincias. Pero, so—
bre todo, la integración en una Monarquía más fuerte resultó una magnífica oportuni—
dad de medro para las familias más activas y ambiciosas, que encontraron una vía para
escapar de los tradicionales monopolios faccionales o banderizos. Al cabo de pocos
años, bajo la atenta tutela del rey, la alta nobleza titulada emparentó con sus iguales de
otros reinos y tendió a desarraigarse de su país natal para transformarse en una oligar—
quía monárquica, con intereses familiares complejos. Aunque muy lentamente, las re—
des de relaciones personales y de poder tendieron a pasar de manos de los antiguos se—
ñores y cabezas de bando en cada reino, a los nuevos mediadores en la Corte, que aca—
pararon el favor del rey con una exclusividad que no tenía precedentes, y a los validos
y sus criaturas en el siglo XVII.
El éxito de las incorporaciones por herencia o por conquista se entiende mejor si
se considera lo que, en una Monarquía más poderosa, sus miembros podían ganar en
orden y seguridad. Así lo auguró el duque de Alba 3 los pamploneses —<<vosotros go—
zaréis de tiempo seguro y sentirán vuestros patrimonios su justicia y liberalidad»—, y
así sucedió. Las elites portuguesas apreciaron las ventajas que podía reportar la incor—
poración a la Monarquía de España para la defensa y la mejora del negocio colonial;
de hecho, la rebelión de 1640 siguió al fracaso de la Armada de Felipe IV en la defen—
sa de Brasil frente a los holandeses. En los Países Bajos en 1632 la autoridad real se
hundió y la fidelidad flaqueó gravemente porque, al faltar el dinero de las remesas de
España, vieron peligrar la defensa del país frente a los holandeses. Y una comunidad
de intereses comerciales y defensivos potenció la unión dinástico—militar de los reinos
mediterráneos de la Corona de Aragón.

1.2. UNIONES ACCESORIAS Y UNー。NES PRINCIPALES

Losjuristas, como Juan de Solórzano a mediados del siglo XVII, tenían claro que
los componentes de la Monarquía de España se habían unido según estos dos grandes
modelos. Las Indias lo habrían hecho accesoriamente porque se gobernaban en todo
«por las leyes, derechos y fueros de Castilla»; los reinos de Aragón, Nápoles, Sicilia,
Portugal, Milán, Flandes y otros, sin embargo, se habrían agregado aeque principali—
ter, <<quedándose en el ser que tenían cada uno», conservando intactas sus leyes e ins—
254 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tituciones anteriores. Este segundo modelo se reconocería el adecuado para los reinos
cristianos heredados; el primero sería el apropiado para los países conquistados a pa-
ganos y musulmanes, con los que nada se tenía en común.
La advertencia de que buena parte de la Monarquía se regía por leyes e institucio—
nes propias de cada uno de los reinos no debe prevalecer sobre la constatación de una só—
lida comunidad subyacente en aspectos básicos. Todos eran territorios cristianos bajo
disciplina de la Iglesia católica, y este era un factor de identidad ideológica y funcional
que no debe menospreciarse. La vitalidad del derecho común también constituía un sus—
trato básico, lo mismo que existía un consenso más amplio de lo que suele pensarse en
cuanto a la cultura jurídica. Hoy sabemos que los publicistas políticos compartían mu—
chos de los fundamentos teóricos, aunque los adaptasen en los distintos reinos, según las
circunstancias, en formulaciones más o menos pactistas O realistas. La similitud de las
estructuras agrario—mercantiles y estamentales facilitaban la compatibilidad, aunque la
convalidación de las categorías sociales no siempre fuese perfecta. Los reinos peninsu-
lares, incluso, compartían con variantes los mismos mitos originarios hispánicos, que
les unían al menos tanto como les diferenciaban. Portugal, Castilla-León, Navarra, Ara—
gón y Cataluña habrían surgido como comunidad política en la resistencia de los nobles
montañeses y en la reconquista contra los musulmanes; que fuese en Covadonga o en
San Juan de la Peña, con líderes de sangre más o menos goda, y en unas u otras condicio—
nes, no invalidaba una amplia coincidencia en lo fundamental.
Gobernar sobre territorios unidos sólo «principalmente» resultó problemático al
menos por un doble motivo. La reserva de oficios, que era algo habitual en todos, obli—
gaba con más o menos rigor a que los oficiales del rey en Valencia fuesen valencianos
y en Sicilia sicilianos, etc.; esto dificultaba la elección de los mejores y su alejamiento
de los intereses locales y provinciales. Por otra parte, aunque formalmente todos los
territorios así unidos fueran iguales, funcionalmente se estableció una cierta jerarquía.
Dada su proximidad al rey y su antigííedad, Castilla fue el miembro preeminente al
menos desde mediados del XVI. Los aragoneses lamentaron que, con la creación del
Consejo de Italia (1555), los asuntos de Nápoles y de Sicilia, que habían dependido
del de Aragón, salieran de su jurisdicción, procediéndose así a una <<territorialización»
política novedosa.
Esta situación evolucionó hacia una más estrecha colaboración, pero muy lenta—
mente. Un político reformista como Olivares impulsó proyectos como la Unión de
Armas, y soñó con una cierta unificación de las leyes de los reinos hispánicos «al
modo de Castilla» y con prescindir de las reservas de oficios. Pero su fracaso y la con—
siguiente reacción apuntalaron la opción tradicional, quizás la más ampliamente com—
partida: que la diversidad de leyes e instituciones respondía a la diversidad natural
querida por Dios y que, por lo tanto, no debía intentar cambiarse.

1.3. UN PROCESO DE AGREGACIONES (1469-1580) Y DーSGREGACー。NES (1566—1714)

La articulación de la Monarquía de España se gestó en la boda de Fernando e Isa—


bel (1469) y se desarboló definitivamente en virtud de los tratados de Utrecht y Ras—
tadt (1713-1714). Someramente, importa recordar sus principales componentes y mo—
mentos.
COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 255

Fernando era rey de Aragón y señor de Cataluña; sus antepasados habían con—
quistado a los musulmanes los reinos de Mallorca (1229) y de Valencia (1238), y ha—
bían ocupado los de Cerdeña (1234) y Sicilia (1282) aprovechando sus divisiones in—
temas. Desde el siglo XV, el concepto de «Corona de Aragón» empezó a dar cuenta de
un renovado poder real sobre un conjunto confederal básicamente mediterráneo. Isa—
bel acumulaba los títulos de otros tantos reinos, unos cristianos en su origen (León,
Galicia, Castilla) y otros reconquistados a los musulmanes (Toledo, Sevilla, Córdoba,
Murcia y Jaén); pero todos ellos se gobernaban por la misma ley y por unas únicas cor—
tes, con pequeñas excepciones, lo que constituía una notable diferencia.
Los Reyes Católicos desarrollaron una política expansiva, por conquista y esgri—
miendo la autoridad pontificia, sobre territorios contiguos, de modo que sus herederos
recibieron además: el reino de Granada, conquistado después de una cruenta guerra
(1482—1492); el archipiélago de las Canarias (1478—1496); las «islas y tierras» de las
Indias (1492); una serie de plazas en las costas norteafricanas, de las que unas perma—
necieron hasta el siglo XVIII (Melilla 1497, Mazalquivir 1505, Peñón de Vélez 1508,
Orán 1509) y otras se perdieron con Carlos I (Bugia, Argel y Trípoli 1510); el trono de
Nápoles (1504) y el reino de Navarra (1512).
Carlos V, como emperador del Sacro Imperio, vinculó a la Monarquía de Espa—
ña territorios aislados pero de gran riqueza humana y material, y de vital importan-
cia estratégica. En 1540 concedió a su heredero la investidura del ducado de Milán y
de una serie de condados y ciudades dependientes de él (Lodi, Pavía, Como, Cremo—
na, etc.). Poco después, la soberanía de 17 provincias de los Países Bajos, reciente-
mente unidas y vinculadas sucesoriamente, fueron cedidas por el Emperador a su
hijo (1555). Por esos mismos años, una serie de fortalezas costeras en la Toscana
(Orbetello, Piombino, la isla de Elba), desgajadas tras la rebelión de Siena, se consti—
tuyeron como <<Stato dei presidi», aunque dependiendo militar y gubernativamente
del virreinato de Nápoles.
El reino de Portugal engrandeció muy notablemente a la Monarquía: 92.000 km2
y 1,3 millones de habitantes, sin contar sus enclaves coloniales. La corona portuguesa
había establecido factorías en las costas de la India, península de Malasia e <<islas de
las especias» (Molucas, Java), además de escalas en la costa africana; y en América,
había empezado la colonización de la costa suroriental de Brasil. Sólo la incorpora—
ción de los Países Bajos (unos 80.000 km2 y 2,5 millones) había fortalecido tanto a la
Monarquía de España.
A finales del siglo XVI, algunos nobles y comunidades de irlandeses católicos y de
chipriotas y griegos ortodoxos, rebeldes los unos contra la dominación inglesa y los
otros contra los turcos, ofrecieron vasallaje a Felipe П. El monarca nunca soñô con in—
corporar a sus estados unos territorios tan poco interesantes y difíciles de defender. Pero
no dudó en retener el señorío de Cambrai—Cambrésis, lindante a los Países Bajos, cuan—
do la ciudad de Cambrai, rebelde contra su señor, se le entregó en 1595. Aun así, hubo
de enfrentarse a un movimiento de consecuencias claramente disgregadoras en el trans-
curso de su reinado: la rebelión de los Países Bajos, desatada en 1568, que dio comienzo
a una guerra de ochenta años. En la paz de Münster de 1648, se admitió la independencia
de la República de las Provincias Unidas, que lo eran de hecho desde mucho antes de la
Tregua de los Doce Años (1609—1621). Se habían declarado independientes en 1581 y,
tras evidenciar la imposibilidad de recuperarlas mediante la acción militar, Felipe П ce—
256 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dió la soberanía de los Países Bajos a su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia, casada con
su primo, el archiduque Alberto de Austria, en 1598. La donación territorial efectuada a
los recién desposados archiduques podía favorecer la negociación de un acuerdo de paz
sin pérdida de reputación para el monarca, pero quedö condicionada a la existencia de
descendencia directa de la pareja. A la muerte de Alberto, las provincias leales de los
Países Bajos se reincorporaron a la Monarquía de Felipe IV en virtud de un proceso de
restitución o reversión de soberanía iniciado en 1621.
La estructura imperial de la Monarquía de España se mantuvo en pie, en lo esen—
cial, hasta 1713—1714 (Stradling). Las rebeliones de talante disgregador de Portugal y
Cataluña (1640) se saldaron con la secesión de Portugal, reconocida en 1668, que los
portugueses interpretaron como restauración tras el periodo de dominación española.
La paz de los Pirineos (1659) sancionó la pérdida de la Cataluña norpirenaica (conda-
do de Rosellón y parte del de Cerdaña), además de la provincia de Artois, en los Países
Bajos. Y las sucesivas derrotas ante Luis XIV de Francia supusieron la erosión de bue—
na parte de las provincias leales: doce ciudades en la paz de Aquisgrán (1668); catorce
plazas y el Franco—Condado en la paz de Nimega (1679); el ducado de Luxemburgo y
otros enclaves menores en la tregua de Ratisbona (1684). Y, en el Caribe, desde 1635,
franceses, ingleses y holandeses ocuparon establemente algunas islas de las Antillas
menores, aunque fracasaran sus instalaciones continentales.

2. Ausencia y representación del rey

En el gobierno de una Monarquía compuesta, el soberano tuvo que adaptarse a


las diferencias jurídicas e institucionales de cada territorio. Afincado establemente en
Castilla desde Felipe II, el rey gobernaba en la distancia a unos súbditos acostumbra—
dos, sin embargo, a tratarle cara a cara. La inevitable y dolorosa ausencia de la cabeza
común del cuerpo político —metáfora que describe su relación con la comunidad de
vasallos— se suplió mediante recursos similares en toda la Monarquía.
La medida más explotada fue la delegación del poder y de la autoridad real en re—
presentantes personales, colocados en el vértice institucional de cada territorio. Pero tal
delegación, que favorecía la autonomía de los representantes del rey, nunca fue absolu-
ta, sino limitada. El monarca se reservaba explícitamente ciertas atribuciones y prerro—
gativas en las instrucciones de gobierno que lugartenientes, Virreyes y gobernadores re—
cibían junto con sus nombramientos. Se trataba, fundamentalmente, de mantener el con— ill;
trol sobre el ejercicio del patronazgo y sobre la administración suprema de la gracia. La
provisión de los cargos, oficios, dignidades y prebendas más preeminentes en los distin-
tos reinos nunca salió de las manos del rey, lo mismo que la concesión de tratamientos y
títulos de nobleza. En otras palabras, dispensar liberalmente la gracia para fomentar el
servicio y la fidelidad de los súbditos, y otorgar mercedes de cualquier tipo para remu—
nerar en justicia los servicios prestados, continuó siendo asunto personal del rey.
Estas «reservas» justifican el afianzamiento de organismos de gobierno en la Corte
como los Consejos particulares o territoriales, que auxiliaban al monarca en la tarea de
gestionar precisamente tales facultades graciosas. Actuaban como órganos de consulta en
los asuntos propios de las diferentes demarcaciones jurisdiccionales o repúblicas, entendi—
das como el conjunto de leyes e instituciones privativas de cada reino o territorio; y fun—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 257

cionaban como supremo tribunal de justicia y como la más alta instancia gubernativa de
cada uno de ellos. Los Consejos —de Aragón, Italia, Indias, Flandes 0 Portugal—, ocupa—
dos en la gestión de todo lo reservado para sí mismo por el rey, le permitían ejercer el go—
bierno de manera personal en la distancia. Conviene considerar, además, que fueron obje—
to de ordenación jerárquica durante el reinado de Felipe 11, en lo que se ha venido a identi—
ficar con un proceso de <<territoria1ización» de la Monarquía. Lo desencadenó la fijación, a
partir de 1561, de la Corte Regia en Castilla, en Madrid y en el circuito de cazaderos y si—
tios reales de sus alrededores, a los que el monarca se desplazaba según las estaciones del
año. El proceso se entiende como organización jerárquica del conjunto en espacios de
control. Esto es muy claro en el caso de «Italia», que surgió como tal entidad diferenciada,
y superpuesta al ducado de Milán y a los reinos de Sicilia y Nápoles, cuando se segregó
del Consejo de Aragón. Se hizo entonces evidente la distinción de un centro político de la
Monarquía, constituido por Castilla y sus Consejos de gobierno, que adquirieron prela—
ción sobre los restantes Consejos tenitoriales. Esta prelación se manifestaba en forma de
precedencia de sus miembros en las reuniones mixtas de consejeros, y de los tribunales en
el protocolo ceremonial. Tenía, también, su transposición en la prioridad otorgada a los tí—
tulos de Castilla, seguidos de los de Aragón, y en los documentos oficiales cuando se refe—
ría la titulación completa del monarca. Dicha anteposición se fundaba en la condición de
núcleo básico de la Monarquía reconocida a ambas Coronas, mientras los restantes territo-
rios —y sus títulos y Consejos— se ordenaban correlativamente en función de la antigüedad
de su agregación a la primordial y primigenia «Corona de España».

2.1. LA DELEGACIÓN DEL PODER REAL

Una de las máximas políticas fue la designación de delegados personales del rey
en cada territorio. Obviamente, tal representación no resultaba necesaria en Castilla,
donde residió habitualmente desde 1559, pero sí en los restantes miembros. Aunque
Castilla no siempre gozó de la presencia continua del rey. En tiempos de Carlos V, su
asistencia física fue intermitente y el gobierno se encomendó a lugartenientes perso—
nales o regentes de manera temporal. Lo mismo ocurrió en los Países Bajos y, en am—
bos casos, lugartenencias o regencias presentan rasgos comunes.
Por lo que se refiere a sus titulares, cabe señalar que casi siempre fueron miembros
de la familia real. Su mujer, la emperatriz Isabel de Portugal (1529—1533 y 1535—1538),
su hijo heredero —el futuro Felipe II— (1543-1548 y 1551—1554), y su hermana, la in—
fanta Juana (1554—1558), asumieron la lugartenencia general común de las Coronas de
Castilla y Aragón a lo largo de una dilatada etapa. Su hermano Fernando, elegido Rey de
Romanos en 1531, actuó como lugarteniente en el Sacro Imperio Romano. Y en los Paí—
ses Bajos, su tía Margarita de Austria, duquesa de Saboya, asumió la regencia de las
provincias en 1517—1530, y su hermana María de Hungría entre 1531 y 1555. Tras las
abdicaciones del Emperador en Bruselas en octubre de 1555 (Países Bajos) y en enero
de 1556 (Castilla, Aragón, Navarra, Indias, Sicilia y Cerdeña), Felipe ll procedió de la
misma manera. Designó a su primo—hermano el duque Manuel Filiberto de Saboya
(1555— 1559) como su lugarteniente en las provincias de Flandes; y Margarita de Parma
(1559—1567), hija natura] del Emperador, sustituyó al duque poco antes de que el nuevo
monarca se trasladara definitivamente a la península en 1559.
!,

258 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Este tipo de delegaciones personales contaba con precedentes, más o menos in—
mediatos, de una doble tradición borgoñona y aragonesa. A la muerte de la abuela
paterna de Carlos V, María de Borgoña (1487), soberana de los Países Bajos, su ma—
rido, Maximiliano de Habsburgo, actuó como regente hasta la mayoría de edad de su
hijo y heredero, Felipe el Hermoso. Su repentina muerte, en 1506, obligó al ya em—
perador Maximiliano I a delegar el gobierno de los estados borgoñones en su hija
Margarita de Austria, duquesa viuda de Saboya. Margarita lo desempeñó durante la
minoría de su sobrino Carlos de Austria (1507—1515) у su titularidad le fue renovada
por el propio Carlos, ya mayor de edad, en 1517 y en 1519. En la Corona de Aragón,
la delegación del poder y de la autoridad real en representantes personales —deno—
minados lugartenientes, Virreyes o gobernadores, según los casos— había sido habi—
tual desde la etapa medieval y se hallaba firmemente afianzada en el siglo xv. Se ha—
bía recurrido a ella para contrarrestar el absentismo real y articular políticamente el
conjunto de unos reinos dispersos y heterogéneos. De hecho, durante la etapa
1529—1558, las sucesivas regencias de las Coronas de Castilla y Aragón convivieron
junto con subdelegaciones del poder real en cada uno de los territorios de la Corona
de Aragón, que conservaron lugartenientes específicos, algunos designados por los
propios regentes.
Cuando la corte permanente sustituyó a la itinerante resultó imposible la ficción
de la presencia intermitente del monarca en cada uno de sus dominios. Para los súbdi—
tos de todos ellos, un posible, aunque improbable, viaje del rey resultó ser la única es—
peranza de gozar temporalmente de la presencia de su soberano natural. Por eso, 1561
resulta ser una fecha clave en la construcción de la Monarquía, marcada por el obliga—
do alejamiento físico del rey. Un alejamiento y extrañamiento que Felipe II se propuso
contrarrestar haciendo uso de recursos institucionales y simbólicos.

2.2. Lo INSTITUCIONAL Y L SIMBÔLICO EN LA REPRESENTACIÒN DELEGADA

La esencia de la lugartenencia real era el desdoblamiento de la persona del rey


mediante delegación, es decir, mediante la atribución de las funciones propias del so-
berano a una persona, que las desempeñaba en representación suya durante su perma—
nente ausencia del territorio. Esto tenía una doble vertiente institucional y simbólica
que se reforzaban mutuamente. Los progresos realizados en ambas direcciones, que
maduraron durante el reinado de Felipe II, se materializaron en la clarificación cre—
ciente de las competencias asignadas a los representante del rey, a la vez que, simultá-
neamente, en los controles sobre su gestión.
El contenido de las instrucciones de gobierno entregadas por el monarca a sus re-
presentantes territoriales proporciona las claves fundamentales para comprender el
progreso arriba referido. Y la habilitación de instrumentos de naturaleza simbólica
cada vez más refinados, orientados a revestir la figura y el cargo del lugarteniente de
los atributos, cualidades y virtudes de la majestad real, prueba la madurez antes aludi-
da. Y es que los lugartenientes regios no necesitaban sólo de recursos legales que sus-
tentaran su potestas, sino también de los alegóricos que reafirmaran y evidenciaran su
auctoritas. {
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 259

2.2.1. Los recursos institucionales: las instrucciones

Por regla general, el lugarteniente del rey ejercía sus funciones bajo el título de
gobernador general o de virrey. La denominación oficial variaba según el territorio,
pero la de virrey fue la más extendida. Se empleó en los reinos de la Corona de Aragón
—en los peninsulares de Aragón y Valencia, en el principado de Cataluña, en el insu—
lar de Mallorca, y en los italianos de Cerdeña, Sicilia y Nápoles— y fue exportada a
las lndias (Perú y Nueva España), y empleado en reinos de temprana y de tardía incor—
poración como el de Navarra о el de Portugal. En el ámbito europeo, sin embargo, la
de gobernador estuvo vigente en los Países Bajos y en el estado de Milán, y dentro del
ámbito castellano, en zonas periféricas como Galicia y Canarias, así como en múlti—
ples demarcaciones americanas y en Filipinas.
Las atribuciones de Virreyes y gobernadores fueron similares; mejor dicho, po—
dían variar en cada territorio y coyuntura por razones ajenas a la denominación del
cargo. Los poderes diferi'an en función de las circunstancias de la lugartenencia, y de
la calidad o condición de quien la asumía, porque el monarca no siempre estuvo dis—
puesto a efectuar el mismo grado de delegación. Además, porque los territorios no
reunían las mismas condiciones de estabilidad ni presentaban siempre idénticos nive—
les de consenso político interior. Por eso, no todos los Virreyes y gobernadores eran
iguales: los había propietarios e interinos en el cargo, ordinarios y de sangre real. Y el
grado de autonomía de cada uno, consustancial a la mayor o menor delegación confe—
rida por el rey en las instrucciones de gobierno, no siempre fue el mismo.
Las instrucciones se elaboraban cada vez que se producía un relevo. Cada
nuevo titular recibía las suyas, aunque no por eso fueran únicas e irrepetibles. En
muchos casos, no pasaban de ser meras reiteraciones de las instrucciones dadas a
los predecesores; pero, en otros, fueron objeto de una reelaboración cuidadosa y
redefinieron las potestades del titular, delimitando sus funciones, restringiendo
sus competencias y subordinando cada vez más su actuación a las directrices mar—
cadas desde la Corte Regia.
Cabe reconocer, por tanto, una evolución en este tipo de instrucciones. En un pri—
mer momento, no pasaban de ser simples apuntamientos o advertencias para orientar
la labor de los lugartenientes del rey. Enunciaban principios generales de gobierno (la
defensa de la fe católica, de la justicia, de la paz y de la seguridad de los vasallos) y
también incluían recomendaciones para resolver problemas concretos, pero su fun—
ción era más indicativa que normativa. En lo relativo a las prerrogativas del cargo,
presentaban notables imprecisiones que favorecían que sus titulares se extralimitaran.
Sin embargo, conforme avanzó el reinado de Felipe II, incorporaron cláusulas cada
vez más esclarecedoras, y por lo tanto restrictivas, con lo que se asistió a una progresi—
va definición del cargo. Sus facultades y actos de gobierno quedaron perfectamente
delimitados por una reglamentación jurídica configurada a tal efecto y promulgada en
nombre del rey por los respectivos Consejos territoriales. La fundación, refundación 0
reforma de los Consejos de Indias (1571), Italia y Aragón (1579), Portugal (1587) y
Flandes (1588), que solían ocuparse de elaborar y de despachar dichas instrucciones,
impulsó este proceso de definición de la lugartenencia regia.
Conviene aclarar que el termino «instrucciones de gobierno» engloba un conjunto
variable de despachos. En primer lugar, estaba el preceptivo título o patente de comisión
260 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de lugarteniente, asociado al de gobernador o virrey. En segundo lugar, había una instruc—


ción secreta para su uso exclusivo y que matizaba el verdadero alcance de la comisión; en
ella, se enumeraban las restricciones aplicables a su gestión: la reducción de sus facultades
en materia de patronazgo, es decir, la «reserva» de los oficios y beneficios que proveería el
rey y no su lugarteniente. En tercer lugar, existía una instrucción particular que contem—
plaba todas las esferas de la administración del territorio, que adoptaba un carácter norma—
tivo y solía establecer las funciones, la composición y el procedimiento de los tribunales,
consejos y órganos superiores de gobierno de dicho territorio, clarificando el tipo de rela—
ción que el lugarteniente debía mantener con ellos; estos órganos le prestaban asesora-
miento técnico y auxilio político, asistiéndole en el ámbito de lo «delegado». Y, por últi—
mo, podía haber una instrucción llamada general, ordinaria, o pública, según el periodo y
el ámbito territorial. Su contenido era comunicado a todos los ministros y autoridades del
territorio y solía transmitir la idea de respeto a los ordenamientos constitucionales y a los
equilibrios de poder existentes en el mismo; en ella se desarrollaban por extenso cuestio—
nes generales relativas a todas las facetas del gobierno político interior e, incluso, a cues—
tiones candentes de la coyuntura política internacional.
Las instrucciones de gobierno son consideradas herederas del cúmulo de adver—
tencias y de reglas de actuación contenidas en las llamadas <<ordenanzas de regencia»
que Carlos V entregó a sus lugartenientes y regentes a partir de 1517. De hecho, estas
regencias parecen ser un antecedente claro de las gobernaciones y de los virreinatos de
sangre real, encomendados a miembros de la dinastía durante los reinados de Felipe II
y de sus sucesores.

2.2.2. Gobernaciones y virreinatos ordinarios у de sangre real

La elección de parientes próximos para asumir la representación del rey en los di-
ferentes dominios de la Monarquía resultaba plenamente consecuente con el carácter
de la lugartenencia real. Eran los más apropiados para desempeñarla: la consanguini-
dad hacía que el artificio simbólico luciera en todo su esplendor de modo completa—
mente natural. En algunos territorios, sobre todo en Portugal y en los Países Bajos, los
mismos vasallos reclamaron que el representante del rey fuera un miembro de su
familia.
Las circunstancias de la incorporación de Portugal en 1580—158 1, indujeron a Fe—
lipe II a designar un virrey Habsburgo para satisfacer a los recientes vasallos portu—
gueses. Pero el primer virreinato, el del cardenal—archiduque Alberto de Austria
(1583-1593), no tuvo continuidad hasta el de Margarita de Saboya, nieta de Felipe II
(1634—1640). Felipe П se comprometió en la paz de Arras (l579) a encomendar la go—
bernación de los Países Bajos a príncipes de sangre real. Este tratado sancionaba el re—
conocimiento de la soberanía del rey y el retorno a su obediencia de las provincias me-
ridionales, que se alejaban, así, de las septentrionales que se mantenían rebeldes. Y el
monarca respetó el pacto en la medida de lo posible con la designación de cuatro de
sus sobrinos: Alejandro Farnesio, príncipe de Parma (1579—1592), y los archiduques
Ernesto (1594—1595), Alberto (1595—1598) y Andrés (1598—1599) de Austria.
Aun así, durante la segunda mitad del siglo XVI y durante el XVII, los virreinatos y
las gobernaciones ordinarias ——las encomendadas a miembros de la alta nobleza——
fueron lo habitual, porque la extensión de la Monarquía y la falta de príncipes disponi—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 261

bles impedía otra solución. Era imposible atender tal demanda aunque algunos repitie—
ran, como el archiduque Alberto de Austria, que ejerció como gobernador de los Paí—
ses Bajos tras abandonar el virreinato de Portugal (1595). Su esposa, la infanta Isabel
Clara Eugenia, que asumió la soberanía de los Países Bajos a la muerte de Felipe II y la
retuvo hasta 1621 , actuó como lugarteniente de Felipe IV tras enviudar sin descenden—
cia (1621—1633). Le sucedió en Bruselas el cardenal—infante don Fernando, hermano
menor de Felipe IV, como gobernador de las provincias de Flandes (1634— 164 l ), des-
pués de ejercer como virrey de Cataluña (1632—1633) y como gobernador de Milán
(1633— 1634).
Pese a su menor idoneidad, los miembros de la alta nobleza titulada asumieron la
representación del rey en la mayoría de los reinos y provincias. En este colectivo,
la oferta de candidatos y el campo de elección fueron amplios. Por sus funciones, ca—
racterísticas y relevancia, el cargo resultaba muy atractivo para los linajes más distin-
guidos y para las facciones de mayor pujanza en la Corte Regia. Estos competían por
ocupar una posición preeminente en el entorno real y, de hecho, la obtención de un vi—
rreinato 0 una gobernación representaba un hito en la carrera política de cualquier
aristócrata. En parte, porque tal experiencia resultaba decisiva para aspirar a una plaza
en el Consejo de Estado, que constituía el verdadero colofón de la carrera nobiliaria.
Mediante la selección de los candidatos más aptos dentro de la nobleza de mayor
rango, el monarca pudo ejercer una política a favor de facciones y de linajes acorde
con sus intereses. Dicha política contemplaba la satisfacción y la frustración de expec—
tativas. Quienes recibían en propiedad los virreinatos y las gobernaciones más ambi—
cionadas por sus rentas, poder o prestigio, disfrutaban de la oportunidad de acumular
servicios que luego repercutirían en el engrandecimiento de su casa y les permitirían
escalar mejores posiciones en la Corte. Otros los ocupaban como interinos, a la espera
de que un candidato más apropiado —generalmente, un príncipe de sangre— se halla-
ra disponible y, más adelante, obtenían una sustanciosa promoción, bien en la Corte,
bien en una lugartenencia distinta. Y otros, por último, eran relegados o colocados al
frente de virreinatos y gobernaciones de menor entidad, permaneciendo años lejos de
la Corte y sin posibilidad alguna de intervenir en la alta política cortesana.

2.2.3. La capitanía general у la lugartenencia real

Desde temprano, el supremo delegado territorial del monarca combinó una doble
dimensión: la político—administrativa, ligada a la lugartenencia real, y la militar, liga-
da a la capitanía general. Como vértice del entramado administrativo de cada territo—
rio, el lugarteniente del rey actuaba como cabeza de la comunidad política cuyo go—
bierno le había sido encomendado. Esto le convertía en nexo de unión entre el monar—
ca y la comunidad regnícola, en un vínculo de doble dirección entre la Corte Regia y
un determinado territorio. Pero era también el máximo responsable de la seguridad
y la defensa en ese espacio jurisdiccional. El mando supremo sobre las tropas desple—
gadas era otra de sus atribuciones y el monarca se lo confería bajo el título de capitán
general, anejo al de virrey o gobernador.
Originalmente, la jurisdicción civil y la militar habían estado separadas en algu—
nos territorios, en especial los de la Corona de Aragón, pero el conflicto de competen-
cias entre los titulares de la una y de la otra habían sido constantes. Esto aconsejó
262 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

que los virreyes y gobernadores acumularan la capitanía general desde el reinado de


Carlos V. Pero la unión de ambas en la misma persona ocasionó una duplicidad juris—
diccional que también generó problemas.
La faceta militar del cargo adquiría mayor protagonismo en territorios fronteri-
zos como Cataluña, Nápoles, Sicilia o Cerdeña, y sobre todo en los más aislados y ex-
puestos como Milán o, muy singularmente, los Países Bajos. La organización de la de-
fensa y, en múltiples coyunturas, la propia dirección de la guerra, endémica durante
largos periodos, resultaban ser la principal responsabilidad del lugarteniente del rey.
En tales circunstancias, su relación con las autoridades políticas y judiciales ordina—
rias solía deteriorarse. Sobre todo porque como supremo juez de lo militar favorecía a
los auditores militares en el conocimiento de los delitos civiles cometidos por la mili—
cia. Y lo hacía bajo el amparo legal que le proporcionaba la existencia del fuero mi—
litar, una jurisdicción especial y privativa que disfrutaban los soldados, y que les exi—
mía de la civil ordinaria. En ocasiones, lo que no podía hacer como lugarteniente del
rey trataba de hacerlo como capitán general. Y es que debían respetar los fueros y pri—
vilegios de cada territorio, pues así lo juraban antes de tomar posesión. Pero, en cir—
cunstancias concretas, usaban sus prerrogativas militares con fines políticos, lo que
siempre generó contestación por parte de los vasallos y de las instituciones locales.
Con todo, la fusión de ambas comisiones resultó más práctica que su separación,
como demuestran algunos ejemplos tardíos de incorporación de la autoridad civil a la
militar y de la militar a la civil, en los Países Bajos y en Portugal. Cuando el duque de
Alba llegó a Bruselas con título de capitán general del ejército de Flandes en 1567,
Margarita de Parma conservó la lugartenencia del rey durante unos pocos meses; al
poco, el duque de Alba recibió patente de gobernador y de capitán general, asociándo—
se ambas en adelante. Ni siquiera durante la gobernación de la infanta Isabel
(1621—1633) el «gobierno de las armas» se desligó de las potestades civiles propias de
la lugartenencia real. En Portugal, inicialmente, el mando de las tropas extranjeras
guarnicionadas en los presidios no dependía del lugarteniente del rey, aunque la capi—
tanía general mantuviera cierta subordinación, más teórica que práctica, a la autoridad
del virrey. Pero la convivencia de las dos dignidades independientes fue una fuente
constante de disenso político y desde 1600 el título de capitán general se agregó al de
virrey.
Es preciso considerar, además, que el mando supremo de los ejércitos más pode-
rosos de la Monarquía fue asumido por alguno de estos lugartenientes, en especial, los
de Milán y los Países Bajos. Milán, como <<puerta» o «llave» de Italia, era un espacio
clave para el control de las rutas terrestres centroeuropeas y el acceso a la península
italiana; por eso, alojó siempre importantes contingentes de tropas <<de residencia» y,
temporalmente, muchas tropas <<en tránsito», a la espera de ser conducidos hacia otros
escenarios. Los Países Bajos eran una «plaza de armas» en la que operaron ininte-
rrumpidamente decenas de miles de soldados durante las tres últimas décadas del si—
glo XVI y buena parte del siglo XVII. En ambos casos, las fuerzas militares consolida—
ron un aparato administrativo y financiero muy desarrollado, cuya gestión controlaba
el capitán general. Los ejércitos de Flandes y de Lombardía se mantenían con recursos
procedentes del exterior, girados desde España mediante letras de cambio, pero tam—
bién con ingresos fiscales recaudados por el monarca en el propio territorio. Una vez
más, la unión de la lugartenencia y la capitanía general contribuyó a paliar los proble—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 263

mas que generaba la tajante separación de estas dos <<haciendas del rey». La tentativa
de establecer una única Tesorería general fracasó en los Países Bajos pero no en Mi—
lán, donde se implantó en la década de 1570, lo que resultó ventajoso para la centrali—
zación de la información y el control contable. Aunque la maquinaria de guerra se co—
financiaba con fondos de procedencia dúplice, la coordinación de los ingresos y de los
gastos resultaba vital para garantizar su eficacia. En Portugal, el dinero transferido por
el monarca para los presidios o las armadas se distribuyó mediante libranzas emitidas
en nombre del capitán general y no en el del lugarteniente del rey durante algún tiem—
po; pero, desde 1600, la asunción de la capitanía general por el virrey le colocó al fren—
te de la administración de los recursos castellanos consumidos dentro del reino, aun-
que no eliminó la doble vía de gestión.
El control de los lugartenientes y el de los capitanes generales, por la distinta natu-
raleza de sus atribuciones, se ejerció de modos diferentes. El recorte formal de sus facul—
tades que veíamos en las instrucciones de gobierno se complementó con otros controles
en el doble ámbito de lo público y de lo privado. Las instituciones y las personas que es—
taban en su entorno ministerial y personal ejercían, a la vez que labores de asesoramien—
to y apoyo, otras de inspección y de supervisión. En el primer ámbito, el rey contaba con
una serie de organismos y de ministros reales específicos colocados <<cerca de su perso—
na», en la cúpula gubernativa del territorio, con nombres y prerrogativas diferentes en
cada reino o provincia (audiencias, consejos, etc.). En ocasiones, dichos organismos y
ministros estaban capacitados para corregir y rectificar los actos del lugarteniente del

rey, cuando comprometían el funcionamiento ordinario de las instituciones de gobierno
o contravenían abiertamente la ley. Debían ponerlo en conocimiento del monarca para
su ratificación o impugnación. De hecho, estaban autorizados a amonestar a su máximo
representante y a emplazarle a observar sus instrucciones de gobierno, e incluso podían
negarse a acatar sus órdenes cuando contradecían las del soberano. En el ámbito priva—
do, su desempeño competía al personal que mantenía una relación más estrecha con el
lugarteniente regio, como lo era su confesor. El rey cuidaba la elección de éstos, sobre
todo cuando el lugarteniente era un príncipe de sangre. En tales ocasiones, la super—
visión de sus actuaciones se podía ejercer, también, desde su <<Casa>>, el organismo de
servicio palaciego que le rodeaba, lo mismo que al monarca en la Corte Regia. Esto per—
mitía colocar en el entorno del príncipe—lugarteniente a servidores de confianza del rey,
o del valido, que mediatizaran el acceso a su persona, y que vigilaran quiénes disfruta—
ban de su cercanía y, con ello, podían ganar su favor.
Los controles del lugarteniente como capitán general se establecieron casi siempre
en el ámbito hacendístico militar. En tiempo de guerra, éste disponía de ingentes sumas
de dinero y es lógico que el monarca quisiera que se gastaran según sus intereses. Dele—
gaba en el capitán general, en términos casi absolutos, la decisión sobre los pagos que
hacía la Tesorería militar, pero reservaba para sí la definición de las grandes líneas de la
política de gastos. Y lo hacía mediante la remisión de órdenes específicas para orientar—
la, del mismo modo que para definir los objetivos y la propia estrategia de cada campa—
ña. Las amplias condiciones de la delegación permitían al capitán general desarrollar un
amplísimo patronazgo en el seno del ejército. Podía crearse, con dinero del rey, una
clientela afecta entre sus subordinados, mediante la asignación arbitraria de pensiones,
sobresueldos y complementos de cualquier naturaleza. Los reyes se esforzaron en con—
trarrestar y controlar la autoridad de sus capitanes generales mediante el establecimien—
264 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

to de Juntas de Hacienda y de Juntas de Guerra que condicionaran las decisiones del ca-
pitán general en materia de pagos, promociones y ascensos. Estos organismos colegia-
dos establecían controles administrativos recíprocos, por la mutua fiscalización que
ejercían entre sí los agentes implicados en el proceso de toma de decisiones. El soberano
evitaba, así, que sus capitanes generales llegaran a convertirse en caudillos todopodero—
sos y se aseguraba no perder el control sobre sus ejércitos.
La propia organización de las finanzas militares facilitaba estos contrapesos. En
todos los ejércitos de la Monarquía se hallaba vigente la tripartición de funciones de la ‘`

tesorería castellana. Existían tres departamentos financieros que configuraban el Te—


soro militar. La Pagaduría General manejaba los fondos transferidos por el monarca
mediante letras de cambio: se ocupaba de su cobranza y ejecutaba los pagos necesa—
rios. La Contaduría del Sueldo emitía las órdenes de pago —las libranzas se despacha—
ban en nombre del capitán general— y fiscalizaba el empleo del dinero mediante li-
bros registro de mandamientos de pago y listas del personal que podía recibir haberes
de la Pagaduría General. Finalmente, la Veeduría General desempeñaba un cometido
doblemente fiscalizador de los fondos: intervenía las operaciones de cobro y de abono
del dinero que transitaba por la Pagaduría, lo que le permitía efectuar una labor de
coordinación contable de ingresos y gastos. Ninguna libranza sin la firma del veedor
general podía ser ejecutada, por lo que era el verdadero fiscal de la hacienda militar.
Se trataba de mantener a los capitanes generales en los límites estrictos de sus prerro—
gativas, y de asegurar que los vastísimos recursos dinerarios que manejaban los em—
pleasen conforme a las órdenes reales.

2.2.4. Los recursos simbólicos del lugarteniente del rey: la Corte provincial

Para el desempeño de su función representativa, Virreyes y gobernadores se ser—


vían de elementos simbólicos que dotaban a su entorno de la magnificencia y de la ma—
jestad propias de la persona real. La reproducción de los códigos de comportamiento
cortesano y la asunción del esplendor y la solemnidad ceremonial y festiva vigentes en
la Corte Regia funcionaban como mecanismos de legitimación adicional y contri—
buían a compensar la ausencia del soberano en cada territorio. Y es que el aparato ri—
tual, protocolario y escenográfico desplegado a su alrededor se orientaba a subrayar su
condición de aller ego del monarca, pero también a satisfacer las expectativas y las as—
piraciones de los súbditos del territorio. Así, los grupos privilegiados contaban con un
espacio propio y privativo para la exteriorización de su rango, la exaltación de su lina-
je y la sanción de su preeminencia social y política en el seno de cada comunidad.
Estas Cortes virreinales eran una transposición de la Corte Regia de Madrid —de
Valladolid durante el intervalo de lóOl—1605—, que funcionaba como «madre» o
«matriz» y modelo de todas las demás. Conjugaban, de un modo parecido a la del rey,
el ámbito íntimo y doméstico de la persona del lugarteniente —su <<casa>>— con el pú—
blico de los organismos y ministros que respaldaban su labor como gobernante. El
mismo sistema de relaciones sociales y políticas de la Corte Regia se reproducía, a
otra escala y de forma subalterna, en los diversos territorios de la Monarquía. Desple—
gados alrededor del palacio del lugarteniente, dichos escenarios cortesanos actuaban
como espacios centrales de poder, como focos de atracción de las elites provinciales,
que buscaban la cercanía del lugarteniente para obtener su favor, y como espacios lú—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 265

dicos para la sociabilidad nobiliaria. Los rituales cortesanos y las ceremonias palati-
nas, organizadas para regocijo de los miembros de la Corte provincial, afectaban al
entorno más próximo al lugarteniente del rey y se hallaban minuciosamente reguladas
por la etiqueta y el protocolo. Contribuían a exaltar su autoridad y a realzar su preemi—
nencia dentro de la comunidad política, al tiempo que establecían una rígida jerarquía
entre los miembros de la nobleza dentro de palacio, que se proyectaba también fuera
de sus muros.
Pero el espectro de celebraciones cortesanas era más amplio y abierto. Compren—
día solemnes actos públicos marcados por el calendario religioso general y local.
Otras festejaban los grandes acontecimientos de la Monarquía, como las victorias y
las paces. Otras solemnizaban episodios políticos y personales de la familia real y de
la dinastía: funerales, nacimientos, bautismos, esponsales, jura del heredero, viajes y
entradas reales, etc. En este tipo de actos, la participación era mucho más extensa y las
propias ciudades se convertían en escenarios de representación ceremonial y festiva,
porque se programaban desfiles, procesiones, cortejos y comitivas de variado signo,
que llenaban todo el espacio urbano e implicaban a todas las corporaciones ciudada—
nas (conventos, cofradías, gremios, tribunales de justicia e instituciones de gobierno
local). Tales despliegues escenográficos, promovidos por las autoridades locales, res—
petaban los criterios vigentes para jerarquizar la sociedad y reproducían su organiza—
ción corporativa. Por lo general, todos ellos respondían a programas iconográficos
muy elaborados, encaminados en buena parte de los casos a exaltar la majestad real y
la autoridad, el linaje y las cualidades políticas de sus supremos representantes territo—
riales.
Las entradas reales quedaron restringidas a los reinos peninsulares cuando la
Corte Regia dejó de ser itinerante en 1561, pero en los demás territorios también se re-
crearon solemnidades de similar contenido. Así, cada nuevo lugarteniente inauguraba
su gobierno con entradas solemnes en la capital y en las principales ciudades del terri—
torio encomendado. Consistía en una celebración procesional y festiva en la que parti—
cipaba la ciudad entera, engalanada con arcos triunfales y arquitecturas efímeras, pla—
gadas de imágenes, inscripciones, emblemas y alegorías de naturaleza política. Tales
decoraciones ensalzaban el poder del nuevo gobernante, evocaban sus virtudes políti-
cas y ponían al descubierto las aspiraciones de los grupos privilegiados, es decir, las
esperanzas que habían depositado en su acción de gobierno. Como es lógico, los reci—
bimientos eran mucho más suntuosos cuando se inauguraban gobernaciones o virrei—
natos de sangre real; éstos tenían su antecedente inmediato y su máxima expresión en
las entradas solemnes protagonizadas por el príncipe Felipe (futuro Felipe П) en su
viaje por el norte de Italia, el Sacro Imperio y los Países Bajos, en 1548—1549.
En este tipo de lu gartenencias, lo cortesano cobraba mayor relevancia. En primer
lugar, porque los príncipes de sangre disponían de una «Casa» organizada a imagen y
semejanza de la <<Casa Real», con los cuatro servicios principales de comida, cámara,
capilla y caballeriza bajo la supervisión y gobierno de la mayordomía; su séquito cor—
tesano era, por eso, bastante más numeroso que el de los gobernadores y Virreyes ordi—
narios. En segundo lugar, porque los rituales de Corte se revitalizaban entonces para
impregnarlo todo de un sentido ceremonia] y jerárquico, vital en los presupuestos fa—
miliares y dinásticos de los Habsburgo. Proliferaban, además, los divertimentos corte-
sanos (bailes, mascaradas, representaciones teatrales y manifestaciones festivas de
266 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

variada índole) y se practicaba una política de mecenazgo artístico y cultural mucho


más floreciente y activa, que contribuía a proyectar una imagen concreta del principe
en el ámbito civil, religioso y militar. Como es lógico, la imagen propiamente militar
adquiría mayor importancia en territorios afectados por conflictos bélicos endémicos,
como los Países Bajos, 0 en coyunturas en las que la guerra y la defensa reclamaban
más atención del lugarteniente del rey.
Conviene subrayar, pues, que <<Casa y Corte» constituían el marco social y políti—
co en el que se desarrollaba la acción de gobierno del monarca y de sus máximos dele—
gados territoriales. La <<política de Corte», convertida en fundamento del <<arte de go—
bernar», nunca se dejó de potenciar dentro de la Monarquía. El auge de las Cortes pro—
vinciales (su variedad y su pluralidad) no se entiende sin el reforzamiento consciente
de espacios cortesanos preexistentes (Nápoles, Palermo, Milán, Bruselas 0 Lisboa) y
sin la creaciòn de Cortes virreinales de nuevo cuño, como Lima 0 México. En este sen—
tido, la Monarquía de los Austrias, caracterizada como <<Monarquía de las Cortes»,
puede ser definida como un espacio cortesano policéntrico coronado por el esplendor
y la magnificencia de una única Corte primordial: la Corte Regia.

2.3. Los TRIBUNALES DEL REY

El rey se hacía presente en los miembros de su Monarquía, también, mediante sus


tribunales. La administración de justicia emanaba de é] como soberano y supremo
juez, aunque la delegase de forma ordinaria en sus tribunales. Una sociedad de esta—
mentos y de cuerpos políticos privilegiados requería una pluralidad de jurisdicciones
—real, señorial, eclesiástica, universitaria, militar, consular, etc.— que se adaptase a
esa realidad. La concurrencia, más o menos pacífica, de diversas jurisdicciones es
esencial para comprender su funcionamiento político.
El rey constituía el referente y el motor último, aunque no el único, de la pirámide
judicial. Por ello, dos grandes principios informaban su estructura: el de «control ju—
risdiccional jerárquico» (los tribunales superiores excedían su competencia sobre los
inferiores), y el de «justicia retenida por el rey» (que, al igual que delegaba sujurisdic-
ción, en cualquier momento podía avocar para sí una causa e inhibir al tribunal al que
legalmente le competiese). En los tribunales reales se impuso el principio de colegiali-
dad de los jueces, que adoptaban los acuerdos por mayoría de votos.
El nombramiento de jueces reales dependió siempre del monarca, que los designa—
ba previo informe de la Cámara de Castilla о de los consejos territoriales. Desde el
reinado de los Reyes Católicos, prefirieron emplear a <<letrados», técnicos en el derecho
civil y canónico formados en las universidades. Los oficios con jurisdicción nunca se
vendieron ni se patrimonializaron, a diferencia de lo que ocurría en Francia, donde la
venalidad de la judicatura llevó a la formación de una poderosa nobleza <<de toga». Aho—
ra bien, el «gobierno de letrados», promovido sobre todo por Felipe II, no significa que
éstos constituyesen un cuerpo de altos funcionarios homogéneo y obediente. Su servicio
al rey, fundamento de sus privilegios y de su promoción social, no era incondicional.
En cada reino, salvo excepciones, existía una estricta reserva de oficios en favor
de sus naturales, 10 que impedía que los jueces fueran intercambiables en toda la Mo—
narquía. En la extensa y nuclear Castilla, las posibilidades de promoción de los letra—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 267

dos eran mayores y la carrera más variada: comenzaban como alcaldes o fiscales en
una audiencia y, tras diversos ascensos y destinos, podían llegar a los consejos centra—
les de la Corte. Sin embargo, los oidores de las audiencias de Zaragoza, Valencia o
Barcelona apenas podían aspirar a tres plazas en el Consejo de Aragón. En el caso de
los dominios italianos, las posibilidades de desarrollar una carrera en la Corte Regia,
vinculada al Consejo de Italia, se redujeron cuando una de las dos plazas de consejeros
o regentes asignadas a cada territorio (Milán, Nápoles y Sicilia) comenzó a ser ocupa—
da por un español durante el reinado de Felipe II; al no tener lazos ni intereses ubica—
dos en Italia, a estos regentes españoles se les suponía mayor imparcialidad hacia los
asuntos examinados. En los Países Bajos, las opciones para formar parte del Consejo
de Flandes también fueron limitadas por la escasa dotación que el tribunal mantuvo
durante largos periodos. Hasta 1588 no existió como Consejo sino como «ministerio
colateral», integrado por un único consejero—guardasellos asistido por un secretario.
La incorporación de un segundo consejero, en l588, lo convirtió en «colegio colate—
ral», pero la cesión de la soberanía de los Países Bajos obligó a decretar su supresión
en 1598. La restitución de soberanía de 1621 coincidió con el restablecimiento del
Consejo de Flandes en Madrid, pero volvió a funcionar como «ministerio colateral»
hasta 1628 y, en adelante, pocas veces contó con más de tres consejeros en la Corte.
En realidad, el colofón de la carrera de cualquier jurista flamenco lo representaba el
Consejo Privado de Bruselas, seguido del Gran Consejo de Malinas, que centraliza—
ban la justicia superior de todo el territorio y funcionaban como tribunales judiciales
comunes de apelación para los Consejos dejusticia de cada provincia.
Por entonces no se distinguía nítidamente lojurisdiccional —j uzgar lo equitati—
vo según derecho en cada caso— de lo administrativo —gobernar lo conveniente se—
gún criterios <<políticos»—. Los tribunales del rey, en diferentes medidas, solían
combinar lo que desde Montesquieu diferenciamos como poderes Judicial, Ejecuti-
vo y Legislativo. Habitualmente funcionaban divididos en salas especializadas; en
unas, los oidores juzgaban los asuntos civiles, y en otras los alcaldes sentencíaban
los criminales. Pero también intervenían como asesores legales en asuntos de Go—
bierno y en la elaboración de normas, lo que les confería un enorme poder al servicio
del rey, o de su virrey o gobernador. Desde Pamplona, el Consejo de Navarra, en co—
laboración con el virrey, supervisaba el gobierno local (elaboraba las listas de sor—
teables para los cargos, examinaba las cuentas, aprobaba las ordenanzas, etc), el co—
mercio y el abastecimiento (licencias de exportación, tasas de precios, acuñación de
moneda, etc), el orden y la moralidad públicas. Virrey y Consejo dictaron numero—
sos autos acordados y reales provisiones regulando los más diversos asuntos; aun—
que eran normas particulares que no debían contradecir los fueros y leyes generales,
de hecho lo hacían en muchas ocasiones.

Concejos y audiencias de los reinos. Los consejos territoriales en la Corte


_Aragón, Indias, Italia, Portugal y Flandes— ayudaron al monarca en la administración
de las facultades no delegadas: la gracia en sus niveles superiores, la justicia suprema y el
gobierno de los grandes asuntos. Las audiencias de los reinos de la Corona de Aragón hi—
cieron lo mismo con sus respectivos Virreyes. Al gobernador de los Países Bajos le auxi—
liaban tres consejos llamados Colaterales: el de Estado, el Privado y el de Finanzas, el se-
gundo con jurisdicción sobre los consejos de Justicia de cada provincia, y el tercero con
268 HlSTORlA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

jurisdicción sobre las tres Cámaras de Cuentas existentes en territorio leal (Bruselas, Lille
y Roerrnond), que centralizaban la intervención y el control contable de sus respectivas
circunscripciones del mismo modo que la Contaduría Mayor de Cuentas lo hacía en la Co—
rona de Castilla. El virrey de Nápoles disponía de un Consejo Colateral, que le asesoraba
en materias de Justicia, Gobierno y Hacienda; una Gran Corte de la Vicaría y un Sacro Re—
gio Consejo, dos tribunales centrales de apelación, ejerciendo el segundo la jurisdicción
superior en materia civil y criminal; y la Regia Cámara de la Sumaria, un tribunal de ha—
cienda con jurisdicción en materias fiscales y en cuestiones relacionadas con la cobranza y
la administración de las rentas reales. El virrey de Sicilia contaba con la colaboración de
tres altos tribunales de Administración y Gobierno: el Tribunal del Real Patrimonio (o Re—
gia Cámara), que fiscalizaba toda la gestión financiera del reino; el Tribunal de la Sacra
Regia Conciencia, que administraba la Justicia superior; y el Tribunal de la Regia Monar—
quía, al que competía la justicia eclesiástica y que supervisaba la actuación del clero de la
isla. Además, el virrey estaba obligado a reunirse en Sacro Regio Consejo con los máxi—
mos exponentes de la magistratura y de los tribunales de Gobierno, aunque acabó genera—
lizándose la costumbre de convocar la Junta de los presidentes de los tres altos tribunales y
el consultor, un jun'sconsulto de origen español que le asesoraba en todas las materias de
índole jurídica. El gobernador de Milán era asistido por un Consejo Secreto en materias
de Guerra y Gobierno y en la revisión de las sentencias criminales; por los Magistrados
Ordinario y Extraordinario, dos tribunales supremos que gestionaban la Hacienda lom—
barda, en cuestiones financieras y fiscales; y por el Senado, con jurisdicción en asuntos ci—
viles. El virrey de Portugal contaba con la asistencia de un Consejo de Estado en asuntos
políticos; con la de un consejo formado íntegramente por letrados, el Desembargo do
Paço, dividido en salas de apelación y suplicación, en asuntos jurídicos; y con la de un
consejo especializado en todo lo relativo alas órdenes militares y a los asuntos eclesiásti—
cos, la Mesa de Consciência e Orden.
Durante el siglo XVI creció el número de tribunales reales, jueces y personal sub—
alterno. Los súbditos pidieron una justicia más profesional e independiente, y acudie-
ron masivamente a los tribunales del rey, olvidando otras formas tradicionales de arbi—
traje y mediación (Kagan). Los monarcas, por su parte, los utilizaron para afianzar su
posición y para hacer sentir su presencia por todas partes.
En Castilla funcionaron dos grandes Chancillerías, competentes al norte y al sur
del río Tajo: la de Valladolid, reformada en 1489, y la de Granada, por traslado de la
de Ciudad Real (1494—1505). En cada una de ellas trabajaban entre 25 y 35 letrados
superiores (oidores, alcaldes y fiscales), organizados en salas especializadas (Civil,
Criminal e Hidalgos, y de Vizcaya en la de Valladolid), además de un centenar o más
de «infraletrados» auxiliares (relatores, escribanos, procuradores) y de personal sub—
alterno (alguaciles). Por debajo estaban las audiencias de Galicia (1480), de Sevilla
(1525) y de Canarias (1526), con 6—12 alcaldes y oidores en cada una, y de menor cate—
goría. Chancillerías y audiencias, salvo excepciones, veían las causas en segunda ins—
tancia, como apelación desde las justicias ordinarias inferiores. De las chancillerías,
que eran tribunales supremos, sólo cabía, en ciertos casos, la suplicación a la sala de
Mil y Quinientas del Consejo Real.
En la Corona de Aragón, las audiencias de Aragón y Cataluña (1493) se crearon
a petición de las Cortes; las de Valencia (1507), Cerdeña (1564) y Mallorca (1571)
fueron decisiòn del rey. El número de oidores y alcaldes se duplicó a lo largo del si—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 269

glo XVI, para estabilizarse entre 10 y 20, por la creación de salas específicas para cau—
sas criminales y por el desdoblamiento de las de civil. Como en Castilla, veían las
causas en apelación de los tribunales inferiores. Las audiencias de Aragón y de Cata—
luña eran supremas y ejercieron una gran autoridad: oscureciendo el papel del tribunal
del «Justicia», la primera, y erigiéndose como intérpretes de los fueros en su labor de
crear juri sprudencia, la segunda. Desde Valencia 0 Mallorca cabía suplicar al Consejo
de Aragón ciertas causas de mayor gravedad.

Visitas y residencias. El monarca supervisaba la actuación de sus tribunales y


jueces ordinarios, revestidos con los poderes propios de sus magistraturas, mediante
otro tipo de jueces investidos con poderes excepcionales, autorizados mediante comi—
siones extraordinarias. Recibían el nombre de jueces pesquisidores, jueces visitadores y
jueces de residencia. Los dos últimos fueron los más habituales en los siglos XVI y XVII
y aunque el fundamento de su actuación era relativamente similar no deben confundirse.
El visitador era un agente del rey provisto de una comisión que le facultaba para
<<visitar>> los tribunales y ministros que ejercían su jurisdicción en un determinado lugar.
Si la comisión se extendía a todos los existentes en el territorio de aplicación, se trataba
de una «visita general», y si se circunscribía a una institución o magistratura en concre—
to, se trataba de una «visita particular». Las facultades del visitador eran dobles. Por un
lado, la de imponer coactivamente la ejecución de los mandamientos que dictaba: sus
órdenes debían ser ejecutadas sin cuestionamiento alguno. Por el otro, estaba facultado
para iniciar un procedimiento por la vía inquisitiva, es decir, para iniciar un proceso ju—
dicial sin necesidad de contar con denuncias o acusaciones previas contra los jueces y
ministros visitados. En estos casos, el juez procedía por propia iniciativa cuando exis—
tían rumores 0 indicios de delito porque los tribunales y ministros del rey no desempe—
ñaban satisfactoriamente sus funciones. El visitador debía verificarlo, y se ocupaba de
determinar lo que necesitaba ser reformado en la administración real mediante una ins-
pección. Puede decirse, por eso, que las visitas funcionaban como instrumentos de vigi-
lancia, corrección y control de la práctica del gobierno. De hecho, los visitadores no juz-
gaban, porque no sentenciaban el proceso que iniciaban: únicamente establecían cargos
y sustanciaban la causa dejándola lista para sentencia, que fallaba un juez superior, ge—
neralmente los Consejos de la Corte y el propio monarca. La visita servía para controlar
y disciplinar a los oficiales antes que para exigirles responsabilidades por las irregulari—
dades cometidas y por el perjuicio que su actuación podía causar a los particulares. Por
eso, la ejecución de una visita no implicaba necesariamente suspensión de los jueces y
ministros visitados en el ejercicio de sus oficios.
La exigencia de responsabilidades a jueces y ministros reales y la reparación de los
agravios alos particulares derivados de su actuación eran más propias de los juicios de
residencia. Los ministros del rey estaban obligados a dar cuenta de su actuación a título
particular, por lo que eran residenciados al terminar el ejercicio de sus cargos. Por esta
razón, se hallaban suspendidos de sus oficios y permanecían en el lugar mientras duraba
el proceso judicial que examinaba su labor. Lo normal era iniciarlo a instancia de parte,
rigiendo el principio acusatorio: los administrados eran invitados a presentar sus denun—
cias ante el juez de residencia, y el acusado podía alegar en contra aportando testigos de
descargo. Pero también cabía la averiguación inquisitiva y, en estos casos, la identidad
de los denunciantes no trascendía, lo mismo que la de los testigos que declaraban en las
270 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

visitas, lo cual conculcaba la ecuanimidad del proceso. La finalidad principal de la resi—


dencia, a diferencia de la visita, era sustanciar las responsabilidades civiles y penales en
que incurrieran los oficiales del rey durante el desempeño de sus cargos. El juez de resi-
dencia sentenciaba para castigarlos por su incompetencia, su falta de aplicación o su fal-
ta de equidad, y para compensar a los perjudicados. Contra su resolución cabía apela—
ción ante un tribunal superior, normalmente, los consejos de la Corte o el propio monar-
ca. El fallo favorable y la absolución constituían un mérito indiscutible presentado por
el residenciado al solicitar un nuevo puesto o destino. Por eso, se ha querido ver en la re—
sidencia un mecanismo para el reconocimiento de servidores de valía, útil a la hora de
plantear ulteriores promociones y designaciones reales.
Visitadores y jueces de residencia debían carecer de vínculos en el territorio o
en la administración que visitaban o residenciaban, pero unos y otros ——como el res—
to de los ministros del rey—, solían estar vinculados a facciones concretas en la Cor—
te Regia. Ambos procedimientos podían degenerar, por eso, en un mero ajuste de
cuentas entre facciones rivales, promovido para facilitar el relevo de ciertas cliente—
las y grupos de poder. Su utilidad y su eficacia han sido cuestionadas, pero fueron
ampliamente utilizados en las distintas jerarquías de la administración secular y
eclesiástica de los reinos peninsulares e indianos. La visita, especialmente la gene-
ral, fue más propia de los territorios italianos, sometidos a ciclos de visitas generales
encaminadas a inspeccionar las actividades de los ministros, reconocer la adminis—
tración de Iajusticia y tomar cuentas de la gestión de la Hacienda, aunque sin una re—
gularidad precisa.

3. El gobierno: rey y «repúblicas»

Privilegio y autonomia corporativa caracterizan el funcionamiento de la socie—


dad política de un modo que hoy nos resulta extraño. Estamos acostumbrados a pensar
como hombres iguales ante la ley y que nos relacionamos directamente con el Esta—
do como ciudadanos individuales. Lo propio de los siglos XVI—XVIII, sin embargo, es la
concurrencia jurisdiccional y política de diversos actores colectivos y de sus derechos
particulares, todos ellos interactuando bajo el arbitraje del rey como soberano.
Desde una perspectiva territorial y en un primer escalón, las familias se agrupa—
ban en comunidades que adoptaban formas variadas: ciudades, villas y lugares, tierras
y valles, etc. Estas comunidades —también llamadas universidades o repúblicas—,
existían por sí mismas desde antiguo y se regían por normas particulares. No depen—
dían sólo de fueros y privilegios dados por los reyes, sino también de ordenanzas y
concordias de elaboración propia, y de la costumbre. El derecho común les reconocía
una amplia capacidad para organizarse y gobernarse por sí mismas, de tal modo que
cada comunidad pudiera cumplir sus fines propios. El rey, como juez soberano, debía
velar exclusivamente por la justicia, evitando los abusos de los poderosos, y actuar
como árbitro en las disputas, salvaguardando el bien común y la paz.
A un nivel superior, estaba el reino como «comunidad de comunidades» y bajo el
gobierno inmediato de un soberano, como el cuerpo que necesita una cabeza según la
imagen habitual en la época. Los teóricos coincidían en que los súbditos debían al rey
auxiliam et consilium, de modo que tuviera los recursos materiales e intelectuales pre-
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 271

cisos para mantener la justicia y la paz. Ahora bien, esto podía articularse de formas
diversas.

3.1. CIUDADES, VILLAS Y LUGARES

En una sociedad y en una economía muy fragmentadas, el gobierno local atendía


por sí sólo a casi todas las necesidades inmediatas de sus habitantes. Administraba los
bienes comunes y baldíos, aseguraba el abastecimiento, proveía a las necesidades
educativas, sanitarias, de beneficencia e incluso de defensa, fomentaba las obras pú—
blicas, etc. Para organizar la vida común gozaba de amplia capacidad normativa me—
diante acuerdos y ordenanzas. Todo esto constituía el <<gobierno económico», diferen—
ciado de la administración de justicia en primera instancia. Sus formas concretas de
organización eran variadísimas y los reyes no pretendieron, en general, modificarlas.
Se conformaron con supervisarlas a distancia, aprovechando los recursos de que dis—
ponían para intervenir a fondo sólo en circunstancias excepcionales. En Castilla, al
frente de las principales ciudades había corregidores designados por el monarca. En
Navarra y en la Corona de Aragón, los tribunales reales vigilaban las listas de perso-
nas entre las que se sorteaban los cargos. En cualquier caso, el rey, directamente o a
través de sus corregidores y Virreyes, otorgaba las varas de justicia a los alcaldes. Las
comunidades, sobre todo las más ricas, se gobernaron por sus elites naturales con una
autonomía muy amplia.
En general, el gobierno local en Castilla resultaba más aristocrático y más in—
fluenciable por el rey que en la Corona de Aragón, donde la representación burguesa y
artesana y la autonomía se mantuvieron vigorosas. Pero en ambos casos existe una
misma tendencia a una oligarquización creciente, sobre todo en las principales ciuda-
des donde se asientan la nobleza y burguesía acomodadas. Las pequeñas villas y al-
deas conservaron formas más abiertas de participación vecinal.
En Castilla, desde las reformas de Alfonso XI (s. XIv), se había extendido el sis-
tema de regimiento. Frente al antiguo concejo abierto, en el que las decisiones las to—
maban la asamblea de los vecinos, el regimiento era una corporación con un número
limitado de entre 10 y 30regidores —<<veinticuatr0s>> en Andalucía— que ejercía todo
el poder. Las regidurías, habitualmente, eran vitalicias y renunciables, esto es, no te—
nían límite temporal y se podían transmitir en herencia o, incluso, venderse, por lo que
permanecían vinculadas a unas pocas familias. La defensa de los intereses vecinales
quedó muy restringida, sobre todo al sur del Tajo donde, junto al cabildo de regidores,
estaba el de los jurados; desde el XVI las juradurías dejaron de ser electivas y se patri—
monializaron igual que las regidurías.
Aunque su origen sea anterior, los corregidores se consolidaron y difundieron en
Castilla con los Reyes Católicos. Eran delegados del rey, que los enviaba por un tiem—
po limitado, habitualmente tres años. Participaban en el gobierno de las grandes ciu—
dades y de algunas tierras y provincias (Guipúzcoa, Vizcaya, Álava): hubo entre 60 y
80 corregimientos, dependientes del Consejo de Castilla. Ejercían como jueces de ci—
vil y criminal, personalmente cuando eran letrados, y por medio de alcaldes mayores
si el corregidor era militar, o <<de capa y espada». Su función de control administrativo
y político sobre los regimientos aumentó, sobre todo en las ciudades con voto en Cor—
1
I
272 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tes. Vigilaban los ingresos y gastos, inspeccionaban pesos y medidas, intervenían en


el ajuste de los precios de mercado, procuraban el orden püblico y la moralidad, y eran
responsables de la seguridad militar en los territorios de frontera y costas. Presidían el
regimiento para autorizar y ejecutar sus acuerdos. Recibían su salario de las rentas de
la ciudad y encabezaban una reducida administración formada por tenientes, alcaldes
mayores y alguaciles.
Finalmente, estaban los alcaldes, que administraban la justicia ordinaria en pri—
mera instancia. Solían ser cargos anuales, elegidos por la comunidad, sin una particu—
lar cualificación técnica, y nombrados por el corregidor, y en Navarra por el virrey.
Allí donde había división de estados había dos alcaldes: uno de hidalgos y otro de pe—
cheros.
Las grandes ciudades ejercían su dominio sobre amplios alfoces o tierras, pero a
lo largo de los siglos XVI—XVII el rey vendió privilegios de modo que algunas aldeas,
elevadas a villas, se emanciparan de su jurisdicción y gobierno. El rey intervino am—
pliamente en el gobierno local para obtener dinero y ventajas políticas, pero sin desa—
rrollar un patronazgo constante y exclusivo. Autorizaba la renuncia—transmisión de las
regidurías vitalicias y se reservaba personalmente el cubrir las vacantes, 10 que le per—
mitía alimentar a una clientela agradecida. Así, aumentó el número de nuevos oficios
(entre 6.000 y 8.00() en 1543 y 1665), que vendió o que utilizó para pagar servicios.
Durante el siglo XVI, en general, los reyes llevaron una política poco intervencionista:
respetaron los equilibrios internos de bandos y linajes, y pretendieron seguir influyen-
do a través de los mediadores tradicionales (obispos, priores, alta nobleza). Pero esto
resultó insuficiente cuando el nuevo servicio de millones, desde 1590, confirió a las
ciudades con voto en Cortes un protagonismo fiscal decisivo. Lerma y Olivares desa—
rrollaron entonces una política más atenta para controlar la composición de los regi—
mientos de tales ciudades con voto.
En la Corona de Aragón, y también en Navarra, el sistema habitual de gobierno
descansaba en la insaculación. Los cargos se renovaban anualmente mediante la ex-
tracción de bolas o teruelos, por la mano inocente de un niño, de una bolsa donde ha-
bían sido previamente insaculados una serie de nombres. Lo decisivo era estar en las
listas de sorteables de los oficios de alcaldes, jurados (equivalentes a los (regidores de
Castilla e Indias), síndicos, racional, <<muda1afe», etc. Ser sorteado en una u otra bolsa
dependía de la calidad de la persona: si sabía leer y escribir, si dominaba la lengua cas—
tellana, los recursos económicos, la condición hidalga o plebeya, incluso el estatus so—
cio—profesional. En general, la nobleza estuvo excluida del gobierno ciudadano hasta
principios del siglo XVII, cuando comenzó a ser sorteada para cargos en Gerona
(1601), Barcelona (1621), etc. En Aragón, las Cortes de 1677—1678 solicitaron que los
hidalgos pudieran ser admitidos en oficios en las comunidades de las que hasta enton—
ces habían sido marginados. Y no existía la figura del corregidor, por lo que el control
regio era menos directo y permanente. El rey debía aprobar, y podía modificar, las lis-
tas de insaculados que se aprobaban. Las audiencias, y el Consejo Real de Navarra,
enviaban jueces insaculadores para actualizarlas o corregirlas.
Estas dos formas no agotan una rica variedad de sistemas. Los más comunitarios,
muy frecuentes en pequeñas aldeas del norte peninsular, descansaban en el turno por
casas, de modo que todos los vecinos se sucedían en los oficios. Los más oligárquicos
se basaban en la cooptación: los salientes elegían a los entrantes, como ocurría en
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÎA DE ESPANA 273

Pamplona, 0 en las ciudades de los Países Bajos. En éstas, la representación comunal


residía en varios miembros o cuerpos —tres o cuatro, por lo general—, que integraban
la «Comuna» y gobernaban la ciudad. La tipología era muy variada, pero, en líneas ge-
nerales, puede decirse que el primer miembro lo conformaba el magistrado y era equi—
parable al regimiento; administraba justicia y asumía las principales funciones de go—
bierno y legislativas. Lo presidía un representante del soberano, que recibía diversos
calificativos (amman en Bruselas o Amberes, bailli, écoutête o schaut en otras ciuda—
des) y desempeñaba cometidos similares a los del corregidor. Y lo formaban los
<<echavines>> (equiparables a los regidores) en número variable y en representación de
los linajes que, por privilegio, copaban las candidaturas. El gobierno se renovaba
anualmente con la intervención del soberano, que delegaba en su gobernador general.
La renovación de los echavines, la más decisiva, se apoyaba en un sistema de coopta—
ción. Los linajes, o los echavines salientes, componían las listas de los candidatos en—
trantes, que se enviaban al Consejo de Estado de Bruselas acompañadas de los infor—
mes de diferentes autoridades. Finalmente, el Consejo elevaba una propuesta al go—
bernador, que era quien finalmente elegía.

3.2. CORTES, PARLAMENTOS Y ESTADOS

Las asambleas representativas de los distintos reinos se llamaban Cortes (Casti—


lla, Portugal, Aragón, Cataluña, Valencia, Navarra), Parlamentos (Cerdeña, Sicilia,
Nápoles) o Estados (Países Bajos). Tenían en común que eran convocadas por el rey y
presididas por él mismo o por su delegado; que funcionaban en representación de las
comunidades políticas del país, y que constituían un foro de negociación sobre los
asuntos comunes del rey y de las corporaciones de cada reino.
Existen diferencias esenciales entre estas asambleas y los parlamentos contem—
poráneos, de modo que ciertos prejuicios liberales suelen enturbiar nuestra compren—
sión. Rey y Cortes no eran, en sentido estricto, rivales políticos, y el absolutismo mo—
nárquico no consistía precisamente en someter o en prescindir de los parlamentos. Al
contrario, la complementariedad y la colaboración constituían el ideal para ambas par—
tes, aunque mantuvieran intereses y prioridades contradictorias que les abocaran a la
confrontación. La soberanía radicaba en el rey, quien decidía por sí mismo los grandes
asuntos de Estado (guerra, diplomacia, alianzas matrimoniales, etc.). Si acudía a las
Cortes era, fundamentalmente, en busca de ayuda financiera y militar. Los particula-
res y las corporaciones que por tradición o privilegio configuraban el reino, pretendían
resolver allí sus problemas locales y personales concretos; no aspiraban a desarrollar
proyectos ideológicos abstractos o generales, ni mucho menos a gobernar. Sus reunio-
nes combinaban, en distinta proporción y orden, tres cometidos. El primero, quizás el
primigenio, era el restablecimiento de la justicia: la reclamación de los contrafueros o
agravios, cometidos por el rey y sus ministros y, también, por los otros miembros del
reino. De esta derivaba el segundo: acordar solemnemente nuevas normas que corri—
gieran o actualizaran las vigentes leyes, fueros, capítulos, etc. Esto no quiere decir que
sólo se legislara en las Cortes, porque el rey, sus consejos y ministros, dictaban nor—
mas que a veces entraban en contradicción con aquéllas. Finalmente, se discutía del
servicio o donativo con que los súbditos, con sus bienes, debían socorrer al rey. Pero,
274 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

al margen de las Cortes, también los particulares y las comunidades otorgaban al rey
donativos graciosos, o a cambio de privilegios u honores.
Las Cortes no respondían a criterios de representación democrática, pero no por
ello podemos afirmar que no fueran representativas en aquella sociedad. Lo habitual
era una participación estamental en los tres brazos —la nobleza, el clero y las repúbli—
cas o universidades— pero había excepciones. En Castilla sólo acudían procuradores
de un número reducido de ciudades, en Nápoles los eclesiásticos no tenían un esta-
mento propio, y en Aragón la nobleza se desdoblaba en dos brazos. En cualquier caso,
en las cortes se escuchaba, más amplia o más seleccionada, la voz de los grupos pode-
rosos. Lo cual no quiere decir que constituyeran el único ni, en ocasiones, el principal
foro de consenso político. La alta nobleza señorial de Castilla, que no participaba
como tal, se hacía escuchar por su presencia en los consejos y, sobre todo, en la Corte.
El contacto del rey con los poderosos se hizo muchas veces negociando de forma di—
recta con las ciudades, al margen de reuniones formales de cortes.
Los reyes se sintieron más o menos cómodos en estas asambleas según se hubiese
desarrollado su configuración bajomedieval. Hoy no puede contraponerse, sin mati—
ces, la imagen de un rey todopoderoso en las Cortes de Castilla y absolutamente ma—
niatado por las de los reinos de la Corona de Aragón, aunque la negociación le resulta—
ra más fácil y rentable en el primer foro que en los segundos. La resistencia antifiscal
de las ciudades castellanas resultó muy vigorosa, y los estamentos levantinos, más in—
lluenciables de lo que se creía. En cualquier caso, las Cortes castellanas fueron convo—
cadas 47 veces entre 1518 y 1660, y los Estados provinciales en los Países Bajos, casi
todos los años; las de los reinos orientales lo fueron mucho menos (11 veces las de Ca—
taluña y Valencia y 14 las de Aragón), y las de Portugal sólo tres entre 1580 y 1640.
Carlos II nunca llamó a las Cortes de Castilla, Valencia, Cataluña o Nápoles, sólo dos
veces a las de Aragón y cinco a las de Navarra. Este declive del parlamentarismo
—general en Occidente, salvo excepciones— no equivale al triunfo del absolutismo,
sino a un nuevo equilibrio de fuerzas. Desde 1665, las ciudades castellanas prefirieron
entenderse directamente con el monarca y prescindir de las Cortes, lo cual convino al
débil gobierno de Carlos II. En los reinos levantinos, marginar o prescindir de las Cor—
tes no significó que se interrumpiera el diálogo político: simplemente, la gestación del
consenso empezó a circular por otras vías, incluso más interesantes para sus elites na—
cionales.
En Castilla, el reino lo encarnaban los procuradores de dieciocho ciudades en
1492 (veintiuna en 1660); la nobleza y el clero, poco relevantes ya a mediados del xv,
no fueron llamados desde 1538. Acudían dos procuradores por ciudad, seleccionados
por elección, turno o sorteo, generalmente entre los regidores que las gobernaban. Per—
tenecían a la elite de nobleza media—alta y con intereses rentistas, una oligarquía cada
vez más selecta y cerrada con el paso del tiempo. Participaron, en general, con poderes
consultivos y no decisivos, por lo que la resolución final de los asuntos no escapó de
las ciudades representadas. El juramento del rey y del príncipe era su principal fun—
ción política, pero la concesión de subsidios constituía el núcleo de la institución. La
petición de leyes, que decretaba el rey, siempre importó menos: Castilla se gobernaba
fundamentalmente por pragmáticas reales, en un sistema de «decisionismo regio»
(Lalinde). Conforme crecieron las necesidades bélicas de la Monarquía, sus cortes
ejercieron mayor protagonismo: aportaron el 25 % de las rentas reales en 1570 y casi
COMPOSICIÓN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 275

el 60 % en 1660. No se sostiene la tradicional interpretación liberal según la cual, tras


Villalar, las Cortes habrían quedado reducidas a una cómoda cámara votadora de im—
puestos. La Diputación del reino se creó tarde (1525), como representación política y
con funciones de reparto y recaudación del encabezamiento de la alcabala desde 1536.
También funcionó, desde 1601, una Junta de Millones, de representantes de las ciuda-
des con voto, como administradora exclusiva de este servicio y de todo lo tocante a él.
Las Cortes del reino de Portugal conservaron una reducida representación del
clero y de la alta nobleza, aunque predominaban los procuradores de un centenar de
ciudades o villas. Durante su unión a la Monarquía de España se convocaron sólo tres
veces, principalmente por motivos políticos relacionados con la sucesión: el acceso al
trono de Felipe I y II, y el juramento de los príncipes herederos (1581, 1583 y 1619).
Por eso, resultaron decisivas en el proceso de afirmación de la Monarquía <<restaura—
da» y de la emancipación iniciadas en 1640 (1641, 1642, 1645, 1653). La aceptación
de nuevos subsidios, la elaboración de leyes y la contestación a los «capítulos» de pe—
ticiones, generales 0 particulares, que presentaban las villas y los estamentos, para re—
solver asuntos locales, constituían sus principales funciones. En general, su protago—
nismo político fue limitado —nunca llegó a consolidarse un pactismo semejante al
aragonés— y se redujo todavía más en la segunda mitad del siglo XVII, después de la
independencia.
Las Cortes de los reinos de la Corona de Aragón respondían a otro esquema.
Primero, porque eran asambleas muy numerosas y heterogéneas, con las que resultaba
difícil llegar a acuerdos. Además, las normas que regían su funcionamiento, pensadas
para amparar los intereses de los más débiles, imposibilitaban la agilidad que preten-
día el rey. En principio, éste debía desplazarse a Aragón, Cataluña y Valencia en per—
sona, aunque luego se habilitase otro presidente como interlocutor, lo que dificultaba
la convocatoria. Los debates discurrían con una minuciosidad exasperante para el mo—
narca: cada Brazo se reunía por separado, y se relacionaban entre sí y con el rey me—
diante comisiones paritarias. Los acuerdos habían de superar muchos obstáculos (el
disentiment de un particular podía paralizar el trabajo hasta que se resolviese su que—
ja), incluso obtener mayorías cualificadas (el nemine discrepante de Aragôn). Ade—
más, los miembros del cuerpo político, muchas veces enfrentados entre sí, disponían
de otros foros de negociación muy interesantes como las <<Juntas de Estamentos». En
estas Juntas participaba, sin covocatoria real y con flexibilidad en el procedimiento, el
núcleo social más influyente de cada uno de los Brazos de las Cortes. Sus reuniones
menudearon conforme se enrarecieron las de éstas, incluso por impulso del propio
Rey. Las Juntas de estamentos valencianas concedieron a Felipe П más dinero que las
dos cortes que convocó durante su reinado.
Un tarea fundamental era reparar los agravios cometidos y aprobar nuevos fueros
y constituciones. El pactismo informaba la constitución básica de los reinos de la Co—
rona de Aragón. No había normas superiores a las adoptadas por acuerdo del rey y el
reino en Cortes: a éstas se debían subordinar todas las otras disposiciones que dictara
el monarca, sus consejos y ministros. Se ha discutido el papel que desempeñaron estas
asambleas. Para unos, sirvieron a la nobleza arcaizante para defender sus privilegios
con el consentimiento de los reyes, que hicieron poco por modernizar unos fueros que
perjudicaban a la mayoría popular sometida. Otros puntualizan que la defensa de los
fueros por este <<constitucionalismo aristocrático» —que era el único posible— bene—
276 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

fició al conjunto de la población con una menor presión fiscal y una mayor seguridad
jurídica.
Aunque aumentaran las necesidades financieras del rey, el donativo que conce—
dían las Cortes en la Corona de Aragón apenas creció. Además, como era habitual
entonces, una parte importante del servicio no salía del reino que lo votaba, sino que
pagaba salarios y privilegios de los mismos naturales. Las poderosas generalidades o
diputaciones, que funcionaban entre dos reuniones como representación política del
reino, recaudaban y administraban cuantiosos impuestos comerciales con la idea de
acumular y poder servir cuando el rey convocara Cortes. La Generalidad catalana, a
principios del XVII, tenía tres veces más ingresos anuales que Felipe III en el Principa—
do, lo que le permitía mantener una amplia red clientelar y de intereses. El pueblo, lo
mismo que el rey, era consciente de esta corrupción pero, por parecidos motivos que
en Castilla, las elites beneficiarias del sistema impidieron su reforma.
Los parlamentos de Sicilia y Cerdeña recuerdan a los de Aragón y Cataluña, por
el largo contacto mantenido desde la Baja Edad Media. En Milán, sin embargo, no
existía como tal asamblea representativa propiamente dicha y lo más parecido a este
tipo de instituciones era el Senado de la ciudad. El Parlamento General del reino de
Nápoles se reunía en la ciudad cada dos años. Su finalidad primordial era conceder un
servicio ordinario llamado donativo, consistente en una suma predeterminada que se
repartían las universidades (ciudades demaniales o de realengo) y los barones (nobles
titulados, miembros de la nobleza feudal o territorial), los dos únicos miembros que
mantenían representación en la Asamblea. Fue convocado por última vez en 1642 y la
decisión de transferir sus funciones a los representantes de la ciudad de Nápoles desde
esa fecha se insertaba en una tendencia general. En toda la Monarquía se reconoce un
largo proceso de <<municipalización>> de las asambleas representativas, como hemos
visto en la de Castilla, configurada desde 1538—1539 como una «junta de ciudades»,
de la que incluso se prescindió, después de 1665, para negociar directamente con los
cabildos urbanos, que retenían el voto decisivo. Nápoles acabó erigiéndose en intér—
prete de otros centros urbanos, que habían ido delegando en ella sus votos mucho an—
tes de 1642.
Las Cortes de Navarra ejemplifican la capacidad de adaptación de estas asam—
bleas parlamentarias ante el creciente poder del rey, y la eficacia con que podían llegar
a cumplir su tarea de interlocución. La conquista permitió una nueva organización
orientada, precisamente, a compaginar el interés de ambas partes, que no era tan in—
compatible como solemos creer. Se convocaron con más frecuencia, incluso, que las
de Castilla, y las reunió el virrey como cámara única, lo que agilizaba el proceso. Las
elites pudieron actualizar los fueros y leyes a la medida de sus intereses, pero a cambio
de servir con bastante regularidad y mayor realismo que en Aragón. Cuando en los
años de 1640 la presión fiscal y militar se disparó, respondieron con mayores servi—
cios, pero reservándose su recaudación y administración. En 1576 se reunió la primera
diputación permanente, cuya actividad política y administración económica no cesó
de crecer hasta el siglo XVIII.
Un caso muy peculiar era el de los Países Bajos, porque las 17 provincias tenían su
propia asamblea y, además, sus representantes fueron convocados a unos Estados Gene—
rales. La rebelión de las Provincias Unidas, desde los años 1580, limitó estos Estados
Generales, en los Países Bajos católicos, a asuntos de extrema gravedad. Así, se reunie—
COMPOSICIÔN Y GOBIERNO DE LA MONARQUÍA DE ESPANA 277

ron en Bruselas en 1598 y en 1600 con motivo de la cesión de soberanía del territorio a
los archiduques Alberto e Isabel, y en 1632 para contrarrestar la grave crisis política de—
satada por las victorias holandesas. Felipe IV y Carlos H, finalmente, renunciaron a con-
vocarlos para evitar que articularan la oposición a sus postulados. Como contrapunto,
los Estados Provinciales fueron convocados un mínimo de dos veces al año para la peti—
ción y el consentimiento de las ayudas fiscales, ordinarias y extraordinarias.
En la mayoría de los Estados Provinciales, la nobleza y el clero constituían dos de
los tres miembros que deliberaban y votaban reunidos por separado. El tercero lo inte—
graban las chef—villes o bonnes villes, las principales, en un número variable y con un
poder decisivo. Se requería el acuerdo de los tres miembros, y en Flandes, la unanimi-
dad de los integrantes era un requisito igualmente ineludible. Las ciudades, a la postre,
eran las que tomaban las decisiones, porque sus diputados en los estados actuaban
como procuradores y el consentimiento final debían prestarlo las corporaciones muni—
cipales que les habían enviado.

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CAPÍTULO 10

LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL/SIGLO XVI:


ORDENES Y JERARQUIAS
por ALBERTO MARCOS MARTÍN
Universidad de Valladolid

l. Planteamiento general y metodología

Los historiadores actuales al estudiar la sociedad española de los siglos moder—


nos suelen enfrentarse a un dilema de partida —que es tanto teórico como metodológi—
co— de nO fácil resolución. Por un lado, comprueban que seguían estando vigentes,
siquiera fuese en el plano cultural 0 ideológico, los principios estamentales estructu—
rantes de la vieja sociedad medieval, mientras que, por otro, constatan la existencia y
operatividad crecientes de ciertos criterios de división social no basados precisamente
en el linaje 0 la sangre, sino más bien —o sobre todo— en la desigual posesión de las
riquezas y en el poder que otorgaba el dinero. Tal disyuntiva, lejos de aparecer como
una cuestión baladí, guarda relación con lo que realmente era la sociedad de aquella
época, una sociedad en proceso de transformación, en la que los cambios pugnaban
por imponerse, pero quecomo cualquier otra sociedad —de antes o de después— pro—
curaba crear las condiciones necesarias para reproducirse y mantenerse, consiguien—
dolo en buena medida a lo largo del referido tracto histórico.
Ciertamente, si nos atenemos al primero de los enfoques citados, la sociedad es-
pañola del Siglo XVI era _seguía Siendo— una sociedad estamental; o mejor dicho, se
representaba, se pensaba a sí misma (0 por medio de quienes asumían esta tarea)
como una sociedad estamental. Continuaba vigente, pues, con apenas unos leves reto-
ques y añadidos, aquella construcción ideológica de origen altomedieval según la cual
la sociedad se estructuraba en tres órdenes o estamentos, constituidos básicamente, de
arriba abajo, por el clero, la nobleza y el campesinado, Si bien el propio desarrollo ur—
bano medieval hacía tiempo que había propiciado (de ello daba cuenta ya Don Juan
Manuel en El libro de los estados) una división de los grupos inferiores en campo y
ciudad, principio a su vez de otras parcelaciones nO menos reales. Cada uno de estos
tres grandes estamentos tenía asignada una función, y su cumplimiento ordenado ga—
rantizaba la vida de todo el cuerpo social, cuya cabeza era el monarca, de la misma
280 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

manera que Cristo lo era del cuerpo místico de la Iglesia, dos metáforas que no por ca—
sualidad aparecen frecuentemente asociadas en el pensamiento de los teólogos y trata—
distas de la época.
El clero y la nobleza formaban —en la sociedad así concebida, proyección al
cabo de la sociedad celeste— los estamentos superiores. Sus funciones (rezar y velar
por la salvación de las armas, en el primer caso, guerrear y salvaguardar vidas y ha—
ciendas, en el segundo) se reputaban más elevadas, y en virtud de dicho presupuesto (o
para coadyuvar mejor al cumplimiento de tales funciones) disfrutaban de unos privile-
gios (fiscales, jurídico—penales o políticos, además de la preeminencia honorífica) que
hallaban su concreción en el plano del derecho y se transmitían, al menos en cuanto a
la nobleza, por la vía del linaje. En cambio, al estamento más bajo, o sea, al común o
estado llano, integrado por el resto de la población, le competía la obligación de traba—
jar y de sostener con su esfuerzo y el pago de impuestos y tributos personales a los
otros estamentos. De ahí que a sus miembros se les definiera genéricamente como ре—
chems, término que hacía referencia a la obligación de contribuir con tales tributos, de
los que los hidalgos y eclesiásticos estaban exentos. En una sociedad como ésta, por
tanto, en la que cada individuo ocupaba la posición que le cor:espondía desde el mis—
mo momento de su nacimiento, siendo además la aceptación de dicha posición una
condición de la que dependía tanto su felicidad terrena como su salvación ultraterrena,
las desigualdades sociales eran contempladas como algo inherente a la misma natura—
leza de la sociedad y en manera alguna podían constituir un factor de inestabilidad.
Teóricamente al menos (la realidad, por supuesto, era bien diferente) la armonía pe—
netraba, fecundándola con sus benéficos efectos, toda la estructura social y la dotaba
de la estabilidad necesaria para asegurar su continuidad por los siglos de los siglos.
No hace falta insistir demasiado en que esta concepción corporativa de la socie—
dad estaba al servicio de los grupos dominantes, cuyos integrantes se preocupaban no
sólo de fomentarla (la literatura sobre el particular es abundantísima, así como las ma—
nifestaciones de su proyección institucional y jurídica), sino también (y con más ahín—
co, si cabe) de acallar las voces capaces de propugnar una sociedad alternativa. Por lo
pronto, ignoraba las tensiones sociales existentes en su seno y la dinámica de cambio
que como consecuencia de esas tensiones tenía lugar. Pero sobre todo escamoteaba la
contradicción fundamental entre los que producían y los que vivían sin trabajar (esto
es, del trabajo de los demás), gracias a la existencia y permanente actualización de
unos mecanismos de extracción de renta de carácter extraeconómico que no siempre
se correspondían (o que se correspondían cada vez menos) con el cumplimiento de las
funciones sociales anteriormente referidas. Desde tal pespectiva, por tanto, el seguir
poniendo el acento en la jerarquía estamental implica el riesgo de trasladar al presente,
sin apenas matizaciones, la imagen —idealizada e interesada— que los sectores socia—
les dominantes tenían de sí mismos y deseaban propagar; o dicho con otras palabras,
de reproducir sin más los esquemas ideológicos producidos por dichos sectores para
justificar un determinado —y no otro— ordenamiento social, ése en el que ellos se en—
contraban firmemente instalados como privilegiados.
Y es que, más allá de su aparente y por otra parte nada aséptica simplicidad,
aquélla era una sociedad afectada en sus fundamentos más firmes por el dinero y los
condicionamientos políticos de todo tipo. En particular, la capacidad del dinero para
trastornar las viejas jerarquías sociales y multiplicar su grado de complejidad al posi—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÔRDENES Y JERARQUÎAS 281

bilitar el ingreso en los estamentos superiores de gentes enriquecidas era una realidad
cotidiana de la que la literatura de creación, sin ir más lejos, ofrece abundantes testi—
monios. Ya se había dado cuenta de ello, hacia mediados del siglo XIV, Juan Ruiz, el
Arcipreste de Hita, al subrayar en su Libro de buen amor cômo los «dineros» podían
convertir en «sabidor» al «nescio» y hacer «fidalgo» al <<rudo labrador». La idea, em—
pero, está presente en otras muchas obras literarias del periodo bajomedieval y atra—
viesa asimismo toda la literatura del Siglo de Oro. La encontramos repetida una y otra
vez en La Celestina, compuesta entre 1497 y 1499, y aparece expresada en toda su ra—
dicalidad en algunos pasajes de Don Quijote, como aquél en que Cervantes pone en
boca de Sancho que sólo existen dos linajes en el mundo: «el tener y el no tener»; pero
es también el argumento privilegiado de algunas de las conocidas letrillas satl’ricas de
Quevedo, escritas un poco después, en las que el autor resalta el poder omnímodo
de ese nuevo caballero llamado don Dinero. Que el fundamento último de la nobleza
eran las riquezas, tanto o más que la sangre o la cuna, no había escapado asimismo a la
perspicacia de Teresa de Jesús, quien, meditando sobre la naturaleza de dicha rela—
ción, había llegado a la conclusión de que «honras y dinero casi siempre andan jun—
tos», tachando asimismo de maravilloso (por infrecuente) la posibilidad de que hubie—
se en el mundo un hombre honrado (o sea, noble) que fuese pobre al mismo tiempo.
Hasta el teatro de la comedia nueva, más inclinado a servir de vehículo de expresión
de los poderes dominantes y defensor a ultranza de la rI'gida estratificación estamental,
proclamará en más de una ocasión que la riqueza es el verdadero honor, <<sin atención
de personas». Se trata, sí, de ese mismo teatro que tan a menudo invertía los papeles
asignados tradicionalmente a campesinos y nobles, al mostrar a los primeros como
cristianos viejos aferrados a un estricto código del honor y haciendo recaer sobre los
segundos, en cambio, el estigma de la vileza, cuando no la sospecha de unos orígenes
oscuros. Y, sin embargo, hay que insistir en ello antes de sacar conclusiones apresura—
das, el viejo edificio estamental no se vino abajo entonces por las arremetidas del di—
nero; sobre todo porque quienes se servían de las riquezas para ascender socialmente
no aspiraban a derribarlo sino a instalarse cómodamente en el.
Las insuficiencias del esquema estamental de cara a aprehender la realidad social
de los siglos modernos resultan en todo caso notorias y hácense evidentes de muchas
otras maneras. Por ejemplo, tal esquema ignora las diferencias existentes entre los
componentes de cada estamento, las cuales, por abundar en lo comentado en el párrafo
anterior, tenían que ver más con el distinto grado de posesión de la riqueza que con la
idea de privilegio o de la sangre. De otro lado, la división tripartita de la sociedad no
presta la debida atención a algunas categorías sociales importantes en la Edad Moder—
na, como las relacionadas con la actividad comercial, la industria o el mundo de la
burocracia, es decir, esas otras jerarquías de estatus determinadas por la dimensión
profesional y el desarrollo de las actividades no agrarias. En fin, es claro que lajerar—
quía estamental proporciona una imagen de la sociedad dividida horizontalmente en
compartimentos estancos, correspondiendo cada uno de ellos a un estamento, cuando
lo cierto es que no dejaban de existir relaciones de solidaridad y lazos de dependencia,
clientelares o de otro tipo (visibles, por ejemplo, con ocasión de los enfrentamientos
de bandos y parcialidades tan frecuentes) que recortaban verticalmente el tejido social
y prestaban a aquella sociedad una complejidad bastante mayor que la que en princi—
pio cabría imaginar.
282 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Son muchos, en realidad, los criterios que se deberían aunar para caracterizar
adecuadamente la sociedad española de la época moderna, y en particular la del si—
glo XVI. Uno de ellos es, sin duda, el criterio estamental, pues, aun cuando ponga el
acento no tanto en la realidad social como en una determinada representación de la
misma, a la postre remite al concepto de privilegio, que, en su concreción, daba lugar a
una división de la sociedad ciertamente decisiva: de un lado, los que tenían honor y
gozaban de privilegios, y de otro, la inmensa mayoría de la población no privilegiada.
Un segundo elemento de definición lo proporciona el oficio о actividad económica
desempeñada por cada individuo. Obviamente, éste es un criterio de difícil aplicación
para la época, entre otras razones porque deja fuera del campo de observación a algu—
nos grupos sociales importantes —y no sólo a los pobres o a los marginados— que ni
intervenían en la producción de bienes y servicios ni ejercían actividad económica al—
guna; pero tiene la ventaja de situarnos ante las jerarquías existentes en el mundo del
trabajo: las inherentes, por ejemplo, a la graduación gremial o las que nacían de la dis—
tinta consideración con que la opinión común contemplaba a unos oficios y a otros, los
cuales eran definidos en función de su bondad о de su vileza. Una tercera clasifica—
ción, bastante más completa a la postre, es la que utiliza como criterio distintivo la de—
sigualdad en las fortunas, realidad tanto más patente y diferenciadora que la propia
desigualdad jurídica consustancial a la sociedad estamental. El resultado de su aplica—
ción es una ordenación de la sociedad basada en los niveles de renta de los individuos
pero también en el lugar que cada uno ocupaba en los procesos de producción y distri—
bución de lo producido. Lo cual, se insistirá, no significa que haya que prescindir del
privilegio como principio de organización social, aunque sólo sea por el hecho ——im—
posible de negar— de que habitualmente existía una interrelación entre ambas reali—
dades.
Pero en aquella sociedad operaban también otros principios de diferenciación so-
cial no menos decisivos. Uno de ellos, preterido hasta hace poco en los análisis de la
sociedad, es el que venía impuesto por el género, por ese rasgo esencial que partía en
dos grandes mitades el cuerpo social y establecía distinciones entre lo masculino y lo
femenino, otorgando calidades y capacidades distintas, virtudes y vicios distintos y un
papel social también distinto —discriminador en definitiva— a los individuos según
su identidad sexual. Lo rural y lo urbano, los campesinos y los habitantes de las ciuda—
des, a menudo eran también dos mundos contrapuestos, y formaban a su vez socie—
dades diferentes. Otros parámetros de diferenciación social, en este caso más exclu—
yentes que diferenciadores, tomaban cuerpo en la pureza étnica, la cual se vinculaba a
su vez a la ortodoxia religiosa, tanto a la personal del individuo como a la de sus ante—
pasados; y se manifestaban en los estatutos de limpieza de sangre cuya exigencia se
generaliza desde mediados del siglo XVI a medida que crece la obsesión antijudaica. O
se hacían radicar en esa otra preocupación, igualmente obsesiva, por el sentimiento
del honor, entendido menos como recompensa moral que se recibe de los demás que
como cualidad que se ostenta orgullosamente —con independencia incluso de los mé—
ritos personales— y se exhibe frente al honor ajeno o, más propiamente, frente a la au—
sencia de él. En fin, los niveles de alfabetización, las posibilidades de instrucción o el
acceso a la enseñanza eran asimismo ori gen de otras tantas jerarquías. No en balde, la
cultura, el saber leer y escribir, la obtención de un título universitario, trazaban sus
propias líneas divisorias en el tejido social, separando a unos pocos, aquellos que te—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 283

nían acceso a la cultura sabia y podían progresar dentro de ella (haciendo carrera en la
burocracia estatal, por ejemplo), de la gran mayoría de la población, que permanecía
al margen de las grandes realizaciones de la cultura escrita, pero cuyos componentes
eran portadores de su propia cultura, en este caso oral, no escrita.

2. En la cúspide de la pirámide social: nobleza y clero

La prueba más evidente de que el siglo XVI hereda el Sistema estamentario feudal
de la Edad Media radica en que el vértice superior de dicho Sistema seguía estando
ocupado por los mismos grupos dominantes que en el pasado, esto es, por la nobleza y
el clero, cuyos miembros, dicho sea de paso, componían un porcentaje relativamente
pequeño de la población total. Y es que, contrariamente a lo apuntado por algunas in—
terpretaciones, los Reyes Católicos no acabaron con el orden social aristocrático sino
que garantizaron su predominio para el porvenir, ligándolo al de la propia autoridad
monárquica. Pero tampoco hicieron nada que pudiera socavar la posición—de la Iglesia
como fuerza socio—política poderosa, y, más bien, la concesión por los papas del dere—
cho de presentación y patronato real para el reino de Granada, Canarias e lndias (ex—
tendido al resto de los reinos en l523), así como la participación de los monarcas en
los ingresos eclesiásticos por medio de las gracias pontificias (además de beneficiarse
de las recaudaciones de la cruzada y de las rentas de los maestrazgos de las tres gran—
des órdenes militares castellanas), lo que hizo fue consolidar una relación de interde—
pendencia entre el trono y el altar llamada a durar siglos.
En principio, el atributo fundamental que caracterizaba a los integrantes de los
dos primeros estamentos, expresión rotunda de la <<desigualdad legítima» propia de
aquella sociedad, era su estatus jurídico especial, su condición social privilegiada,
fuente no sólo de honores y preeminencias, sino también de exenciones fiscales y be—
neficios económicos ciertos. Por lo que hace a la nobleza, esa condición se alcanzaba
por vía hereditaria (si bien se reconocía al mismo tiempo que su origen estaba en la vo—
luntad regia), en tanto que la consecución de las órdenes sagradas о el pronunciamien—
to de los votos constituían las circunstancias que abrían las puertas del estamento ecle—
siástico. Más allá, sin embargo, de este rasgo común, las diferencias que separaban a
los componentes de cada uno de dichos estamentos eran muy acusadas.
Dentro del clero, una distancia enorme separaba a los cargos superiores (arzobis—
pos, obispos, abades de los grandes monasterios e, incluso, dignidades y beneficiados
de los cabildos catedralícios), reservados por lo general a los segundones y bastardos
de la alta nobleza, de los curas de a pie 0 de los miembros de las distintas órdenes reli-
giosas, de extracción más bien plebeya o popular. Dicha distancia no sólo era honorí—
fica, sino también económica. Es más, la jerarquía interna propia de la Iglesia reprodu—
cíase por este motivo en cada uno de sus diferentes peldaños. Era muy clara entre los
obispos por razones que tenían que ver, sobre todo, con las diferencias de población,
territorio e ingresos económicos de sus respectivas diócesis. Según datos de finales
del XVI, las rentas del arzobispado de Toledo alcanzaban los 250.000 ducados anuales;
Sevilla llegaba a los 100.000, mientras que el arzobispado de Santiago ingresaba
65.000, suma a la que se aproximaban los obispados de Córdoba, Cuenca, Plasencia о
Sigiíenza. La mayoría de los arzobispados y obispados, empero, percibían entre
284 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

15.000 у 35.000 ducados, aunque los habia asimismo que no llegaban a 5.000. De p0-
bres cabe calificar, por ejemplo, a los obispados gallegos, a algunos andaluces (Alme-
ría о Guadix) y a casi todos los catalanes, calificativo compartido por los que, erigidos
en el mismo siglo XVI (Orihuela, Jaca, Barbastro, Segorbe, Teruel, Solsona y Vallado—
lid), tuvieron que hacerse un hueco dentro de la geografía diocesana. Las diferencias
económicas eran también muy notables entre el clero medio integrante de los cabildos
de las catedrales y de las iglesias colegiales, objetivo frecuente de los hijos de muchos
nobles y particularmente de los de las poderosas familias locales, y de hecho nada te—
nía que ver a este respecto un canónigo toledano 0 sevillano con uno de Tuy, Elche о
Vic. Pero lo mismo se podría decir del bajo clero secular, compuesto por curas párro—
cos, beneficiados y capellanes, entre los cuales la variedad de situaciones materiales
era grandísima, aunque la peor parte se la llevaban quienes disfrutaban de beneficios
patrimoniales de presentación particular (patronato de legos), asi como los clérigos de
las pequeñas localidades rurales; y también, por supuesto, de los frailes y las monjas,
pues, junto a monasterios y conventos provistos de extensos patrimonios y dotados de
copiosas rentas, había otros que llevaban una vida auténticamente mísera.
Todavia mayores eran, si cabe, las divisiones dentro del estamento nobiliario, com—
puesto por diversos escalones que en la Corona de Castilla iban desde el pequeño hidalgo
rural hasta el grande de España y que, a pesar de algunas diferencias estructurales impor—
tantes, encontraban su oportuna réplica en Navarra y los paises de la Corona de Aragón.
En Castilla los hidalgos constituían entre el 80 y el 90 % del estamento, que disponía así
de una amplísima base. Desde el punto de vista de su calidad, sin embargo, no todos eran
iguales, ya que además de los de solar conocido y los notorios, cuya nobleza no se presta—
ba a discusión, había hidalgos de ejecutoria e hidalgos de privilegio. Tampoco su reparto
geográfico era uniforme. Muy abundantes en el norte (más concretamente en Guipúzcoa y
Vizcaya, donde existía la pretensión de hidalguía universal, 0 en La Montafia y en Astu—
rias, pero no en Galicia donde las proporciones de hidalgos eran incluso inferiores a la me—
dia nacional), su número disminuía progresivamente a medida que se avanzaba hacia el
sur (justo al contrario que su capacidad económica), configurandose así una regla general
que conocía no obstante algunas llamativas excepciones. Parecida distribución se regis-
traba en Navarra, y, sobre todo, en el reino de Aragón, regiones en las que existía un con-
traste muy marcado entre los valles pirenaicos, con abundancia de hidalgos, y el sur de sus
respectivos territorios, donde los nobles de esta clase, llamados infartzones, escaseaban.
En Cataluña, la capa inferior de la nobleza la formaban los cavallers, doncells y militars,
no demasiado numerosos en comparación con Aragón y, más aún, con Castilla; a ellos se
sumaban los ciutadans honrats, mezcla de caballeros y ciudadanos, quienes ostentaban el
primer puesto en el gobierno local de las ciudades del Principado, como acontecia asimis—
mo en las principales localidades valencianas.
Por encima de los hidalgos se encontraba la nobleza media de los caballeros y de
los señores de vasallos poseedores de uno 0 más señoríos. Se trata, curiosamente,
de dos categorías nobiliarias bastante porosas, de límites imprecisos, que acogían a
gentes de orígenes sociales diversos. No en vano, entre los caballeros presentes en los
ayuntamientos urbanos, convertidos en la principal plataforma de su poder e influen-
cia, hallábanse desde personajes de inequívoca ascendencia noble (hidalgos e incluso
miembros de la aristocracia) hasta antiguos mercaderes, industriales, ganaderos o la—
bradores ricos de los alrededores, pasando en no pocos casos por descendientes de
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 285

conversos. Diversidad de orígenes sociales que acababa diluyéndose, empero, en una


común meta nobiliaria (y en la asunción de los valores y el estilo de vida correspon—
dientes) a la que algunos llegaban merced a las posibilidades de ascenso que les brin—
daban sus riquezas y la política de venalidad de oficios (y otras cosas) practicada por
la Corona. Los más ricos y decididos conseguirán incluso destacar sobre el resto de
sus compañeros e ingresar en una de las órdenes militares castellanas, o en las
de Montesa y San Juan de Jerusalén, convirtiéndose así en caballeros de hábito, para
lo que a menudo no se precisaba otros méritos que la capacidad (léase, el poder y la
fortuna) exhibida por los pretendientes para comprar testigos, falsear pruebas y mover
voluntades. Lo dicho para los caballeros vale igualmente para los señores de vasallos,
gentes que, desprovistas de cualquier otro título, ostentaban la jurisdicción sobre un
determinado territorio. Entre ellos, en efecto, se encontraban representantes de fami-
lias linaj udas que no habían logrado ascender más alto en el seno del estamento, caba—
lleros y miembros de las oligarquías urbanas, pero también muchos advenedizos, mer-
caderes y hombres de negocios de origen plebeyo —y aun converso— así como algu—
nos burócratas, a quienes las ventas de jurisdicciones y lugares llevadas a cabo por la
Hacienda regia habían procurado, a cambio del imprescindible dinero, un ennobleci—
miento efectivo y real.
Los títulos componían la alta nobleza. Ésla era, cuantitativamente, muy reduci—
da, pues comprendía a unas pocas familias (eso sí, más ricas y numerosas en la Corona
de Castilla que en la de Aragón) a las que se nombraba —y reconocía— con los títu—
los de conde, marqués o duque (en la Corona de Aragón se usaba asimismo el de ba—
rón). Las más importantes, aquellas que iban a desempeñar un destacado papel en el
transcurso de la Edad Moderna, estaban ya plenamente asentadas a finales del siglo
xv. Eran, en Castilla, los Mendoza (duques del Inf,antado condes de Coruña y de Ten—
dilla), Álvarez de Toledo (duques de Alba y condes de Oropesa), Enríquez (duques de
Medina de Rioseco y almirantes de Castilla), Zúñiga (condes de Miranda, duques
de Béjar), Velasco (condes de Haro y condestables de Castilla), Manrique de Lara
(duques de Nájera, condes de Osorno y Paredes), Pimentel (condes de Benavente)…
por citar sólo algunas. En Navarra sobresalían los Beamonte, condes de Lerín y con—
destables de Navarra, y los Peralta, marqueses de Falces. La alta nobleza aragonesa
estaba encabezada por los duques de Villahermosa y Luna, los duques de Híjar o los
condes de Ribagorza, Aranda y Fuentes, entre otros. Por su parte, Valencia tenía en los
Borja, duques de Gandía y marqueses de Lombay, y en los duques de Segorbe, des—
cendientes de una rama de la familia real aragonesa, a sus dos linajes más poderosos, a
los que acompañaban, pero ya en un segundo nivel, los marqueses de Denia y Albaida
o los condes de Oliva y Cocentaina. En fin, durante el siglo XVI tuvo lugar en Cataluña
la integración de algunos de sus títulos más importantes en la red aristocrática caste—
llana a causa de otras tantas rupturas sucesorias: tales fueron los casos de los Reque—
sens y los Folc de Cardona, por ejemplo, estos últimos duques desde 1491.
Semejante jerarquización interna de los dos estamentos superiores estaba deter—
minada por diferencias de poder, de influencia y prestigio o de antigiíedad de linaje.
Pero tenía mucho que ver también con las diferencias de riqueza de los individuos en—
cuadrados en ellos, o lo que es lo mismo, con la posición que cada uno ocupaba dentro
del complejo aparato de distribución del producto social. Tal circunstancia no podía
por menos que entrar en contradicción con los principios ideológicos que fundaban la
286 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

sociedad estamental, basados más en la función atribuida a cada una de las partes del
todo y en la diferente valoración que se hacía de esas funciones que en la cuantía de la
renta poseída. Una contradicción, además, que se manifestaba continuamente no ya
sólo en la existencia de varios niveles dentro de la nobleza o en la reserva de los altos
puestos del estamento eclesiástico a los miembros de las familias nobiliarias, sino
también en la posibilidad, abierta a cualquier persona dotada de los recursos necesa—
rios, de acceder, mediante la obtención de la correspondiente ejecutoria de hidalguía o
la compra de un título, al estamento nobiliario.
Y, sin embargo, no sería correcto establecer una distinción demasiado tajante en-
tre privilegio y renta, ya que la consecución de ésta dependía a menudo de la vigencia
0 mantenimiento de aquél, hasta el punto de que dicha asociación se conformaba
como uno de los elementos vertebradores del sistema socioeconómico vigente y, al
mismo tiempo, como la mejor garantía de su reproducción. De todos los privilegios
que aseguraban la posición dominante de la nobleza y el clero el de mayor trascenden—
cia económica era, sin duda, el que otorgaba a sus miembros el derecho a poseer bie—
nes raíces que quedaban apartados de la libre circulación. Vínculos y manos muertas
desempeñaban dicho papel y garantizaban la propiedad privilegiada de la nobleza y la
Iglesia. Todo un armazón jurídico—legal, formado por las leyes del mayorazgo (codifi—
cadas en su forma definitiva por las Leyes de Toro de 1505) y por las disposiciones ca-
nónicas que prohibían la venta de los bienes eclesiásticos (asumidas y refrendadas por
la legislación real), amparaba este tipo de propiedad al sustraerla a cualquier posible
enajenación o partición testamentaria e impedir su afectación por el libre juego de las
fuerzas económicas. Semejante estado de cosas introducía fuertes rigideces en el mer—
cado de tierras y contribuía a elevar su precio a medida que la amortización progresa—
ba. Pero sobre todo condicionaba las formas de acceso al usufructo de la tierra, las
cuales giraban en torno a la renta territorial, que en las condiciones de un régimen de
propiedad fuertemente polarizado como aquél venía a ser antes la expresión de un
vínculo de dependencia personal (del campesino cultivador con respecto al propieta—
rio terrateniente) que la concreción de una relación de naturaleza estrictamente econó—
mica.
En muchas partes, además, a esa vinculación de orden personal se añadía, refor—
zándola, la que introducía el señorío jurisdiccional, que en cuanto traspaso de compe—
tencias del monarca al señor implicaba un importante factor de autoridad pública, al
tiempo que un elemento sobreañadido de dominación, también de carácter jurídi-
co—político más que económico, pero necesario en todo caso de cara a garantizar la ex—
tracción de excedente. La misma cobranza de rentas reales por la nobleza señorial, que
ya en el siglo XVI se había convertido en el principal renglón de ingresos de un buen
número de casas, sobre todo al norte del Tajo, tampoco dimanaba de una actuación
económica que generara como contrapartida unos gastos, sino que era el resultado de
un traspaso (por merced o compensación real, enajenación a título oneroso o simple
usurpación) de competencias fiscales propias de la Corona. Y algo semejante cabría
decir de la percepción del diezmo por parte de la Iglesia, pues se trataba de la conse—
cuencia del ejercicio de un derecho de carácter extraeconómico impuesto por un siste—
ma de creencias religiosas del que participaba (y se hacía participar) el conjunto de la
sociedad.
Otros privilegios que amparaban a la nobleza y al clero devenían asimismo en
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SーGL〇 XVI: ÔRDENES Y JERARQUÎAS 287

fuente de beneficios económicos directos o indirectos. Quizá el más significativo, por


revelarse como una manifestación transparente de su identidad privilegiada, fuera el
que confería a los componentes de ambos estamentos exención tributaria. A decir ver—
dad, ésta nunca fue total, pues tanto nobles como eclesiásticos satisfacían diversas cla—
ses de impuestos indirectos y atendían a su manera a los gastos del Estado: mediante el
_” pago de servicios y donativos periódicos, en el primer caso, y haciendo partícipe a la
喜 Monarquía del grueso de las rentas eclesiásticas (concretamente, a través de la cesión
de las lercías, el servicio y el excusado), en el segundo. A cambio, sin embargo, goza—
ban de un cuasi monopolio sobre los cargos públicos más importantes, de una reserva
casi oligopólica de los altos puestos de la administración del Estado y el Ejército. De
hecho, además de la supremacía social, la alta nobleza y el alto clero continuaron os—
tentando en el siglo XVI la supremacía política, al intervenir ampliamente en el ejerci—
cio del poder real (mediante el desempeño de los oficios dichos) y disfrutar del suyo
propio en sus señoríos. Ello tenía su correlato, dentro de la administración territorial y
local, en la ocupación preferente de corregimientos, o en el control del gobierno de las
ciudades por parte de una pequeña o media nobleza de caballeros y burgueses enno—
blecidos; y alcanzaba incluso a los pequeños hidalgos rurales, quienes de entrada te—
nían asegurada la participación en la dirección de aquellos municipios en los que im—
peraba el sistema de la mitad de oficios.
Nobles y eclesiásticos gozaban de otros derechos diferenciales que tenían así—
mismo claras repercusiones económicas. Ni a unos ni a otros, por ejemplo, se les po—
día encarcelar por deudas y, mucho menos, embargar sus bienes. El régimen de mayo—
razgo impedía que se pudiera ejecutar sobre bienes vinculados, lo que para la alta no—
bleza constituía una importante garantía de preservación de sus patrimonios dada su
habitual insolvencia y la falta de liquidez que la atenazaba. Lo mismo acontecía con
los patrimonios eclesiásticos, si bien para éstos dichas garantías no tenían la misma
trascendencia al no estar tan expuestos a la presión del endeudamiento que aquejó a
las principales casas nobiliarias ya desde mediados de la centuria. Mayor interés para
los miembros del clero y las instituciones eclesiásticas en general revestía el hecho de
verse libres de quintas y levas, o, incluso, el privilegio que les eximía de la obligación
de dar alojamientos a soldados y demás personal del servicio del monarca. En todo
caso, ninguno de estos privilegios era tan importante como el de fuero о jurisdicción
especial de que disfrutaba el estamento eclesiástico. Y ello porque, aparte de los plei—
tos sobre materias específicamente eclesiásticas о aquellos en que se hallaba incurso
algún clérigo, los tribunales eclesiásticos conocían también de causas que tenían que
_〕 ver directamente con la conservación de los privilegios de la Iglesia y el mantenimien—
to de sus fundamentos económicos.
Dos circunstancias definen la evolución de los estamentos nobiliario y eclesiásti-
co en el transcurso del Quinientos. Primeramente, el aumento del número de sus res-
pectivos componentes; y en segundo lugar, la distinta incidencia que sobre uno y otro
estamento tuvieron el crecimiento económico del siglo y las transformaciones que le
acompañaron.
Al principio del reinado del Emperador, la alta nobleza era más bien reducida.
Dejando de lado la cuestión de la llamada grandeza de España, institucionalizada о no
por Carlos V tras su coronación imperial, que según diversos autores comprendía a
sólo 20 personas (quince en Castilla, cuatro en Aragón y una en Navarra), existían en
288 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

la Corona de Castilla, hacia esa fecha, otros 35 títulos representativos de la alta noble-
za y unos 25 en la Corona de Aragön y Navarra. En 1619, en cambio, eran 19 duques,
68 condes y 65 marqueses los existentes en la Corona de Castilla, más otros 50 títulos
en la de Aragón. Semej ante crecimiento sólo en parte fue consecuencia de la multipli—
cación biológica de las familias de la alta nobleza (fenómeno en todo caso contrarres-
tado por otro de signo contrario que condujo a la concentración de títulos en algunas
de ellas), y se debió más que nada a la incorporación de nuevos miembros, proceden—
tes unas veces de los niveles inferiores de la misma nobleza y otras del estado llano.
Los niveles medio y bajo del estamento se vieron afectados también, y en una propor—
ción todavía mayor, por esta multiplicación del número de nobles, propiciada en últi—
mo término por las necesidades financieras de la Corona y la subsiguiente venta de hi-
dalguías, oficios, jurisdicciones, etcétera. No en vano, a finales de la centuria la Coro-
na de Castilla era, después de Polonia, el país de Europa que contaba con un porcenta—
je de nobles más alto, en torno al 10—12 % de su población; en los reinos de Aragón y
Valencia dicho porcentaje era menor, y en Cataluña, aun contabilizando a los numero—
sos ciutadans honrals, ni siquiera llegaba al 3 %: no obstante, también en estos casos
las proporciones de nobles se mantenían por encima de las que se registraban en la ma—
yoría de los países europeos.
El incremento del número de eclesiásticos, su importancia relativa en relación
con la población total, se explica en parte por la fortísima demanda de servicios reli—
giosos propia de una sociedad profundamente sacralizada como era la española del
siglo XVI. Sin embargo, ni esta circunstancia, ni menos aún razones individuales rela—
cionadas con la vocación religiosa, dan cuenta por si solas de un fenómeno que ya fue
advertido ——y criticado— por algunos contemporáneos. En efecto, para muchas fami—
lias, sobre todo de la nobleza pero también otras de origen plebeyo que ambicionaban
ascender socialmente, el estamento eclesiástico mostrábase como un ámbito de actua-
ción propicio sobre el que proyectar sus estrategias políticas, económicas y sociales.
Destinar hijos e hijas a un convento, aun cuando en el caso de éstas comportara el pago
de una dote, constituía una buena «inversión», pues no sólo evitaba gastos (los de las
dotes y arras de los matrimonios que por dicha razón no llegaban a celebrarse), sino
que liberaba porciones importantes del patrimonio familiar (las legítimas paterna y
materna a las que aquéllos renunciaban) susceptibles de ser empleadas en reforzar la
posición y/o las oportunidades de promoción social de los restantes vástagos. La mis—
ma consecución de las órdenes sagradas por los segundones (y aun por algunos primo—
gênitos) servia igualmente a los intereses de reproducción social de muchas familias.
Representaba en no pocos casos el comienzo de una carrera ascendente dentro del es—
tamento y venía a abrir una vía más para acumular, amén del prestigio y el poder siem—
pre ambicionados, rentas y propiedades con las que finalmente fundar mayorazgos en
favor de los sobrinos y sobrinas, sin olvidar que la institución de capellanías laicales
se presentaba como otra forma de vincular bienes, de mantenerlos y de hacerlos circu-
lar, generación tras generación, dentro de la propia familia.
Muchas casas de la alta nobleza, tanto en la Corona de Castilla (condes de Bena—
vente, almirantes de Castilla, duques del Infantado, duques de Osuna, duques de Pas—
trana, entre otras) como en la de Aragón (condes de Fuentes, condes de Ribagorza, du—
ques de Gandía, etc.), atravesaron por situaciones precarias a lo largo de la centuria
debido sobre todo al desfase existente entre sus ingresos y gastos, y, consecuentemen—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÔRDENES Y JERARQUÍAS 289

te, al endeudamiento creciente al que recurrieron con el fin de superar tal situación. Es
decir, la aristocracia, incapaz de aumentar sus ingresos en la medida deseada 0, en
otros casos, de ajustar siquiera su crecimiento al de los precios, y embarcada al mismo
tiempo en una política de gasto desmesurada a la que no podía renunciar, fue, por pa—
radójico que parezca, si no una víctima, sí uno de los sectores sociales menos favoreci—
dos por el crecimiento económico del siglo XVI. Conviene advertir, no obstante, que la
por algunos llamada «crisis de la aristocracia» nunca constituyó un proceso definitivo,
sino continuamente aplazado, gracias en particular al apoyo que las casas en apuros
recibieron de la Monarquía (apoyo que ahondó, por cierto, la dependencia de sus titu—
lares con respecto al rey, por más que expresara al mismo tiempo el mantenimiento de
su influencia política) y a las garantías que en orden a la conservación de sus patrimo—
nios ofrecía la institución del mayorazgo y el conjunto de privilegios del estamento.
No se puede decir, en cambio, que las instituciones eclesiásticas en general y al—
gunos sectores del clero en particular salieran perjudicados del proceso expansivo del
siglo XVI. Unas y otras consiguieron sacar provecho de las muchas oportunidades que
el alza de los precios, la subida de la renta de la tierra y la expansión del diezmo brin—
daron prácticamente de un extremo a otro de la centuria. Iglesias, catedrales, colegia—
tas, parroquias, conventos, cabildos, hospitales y otros establecimientos similares se
beneficiaron, además, gracias a las donaciones de los fieles, de un proceso continuado
de transferencia de propiedades que, junto con las compras efectuadas paralelamente
y otras formas de adquisición menos importantes, les permitió ensanchar sus patrimo—
nios y ampliar, aunque fuera de manera extensiva, la extracción de excedente. Las
mismas dotes aportadas por las muchachas que entraban en religión suponían para los
conventos femeninos una inyección continua —y actualizada— de rentas y dinero, sin
olvidar que la proliferación de fundaciones conventuales, la aparición y expansión in—
cluso de órdenes religiosas nuevas, era ya un síntoma del incremento general de sus
disponibilidades.

3. Los sectores sociales en ascenso: burgueseses, letrados y burócratas

Desprovistos inicialmente de estatuto privilegiado, miembros del estado llano


por tanto, aunque aupados a los primeros puestos de la jerarquía social merced al po—
der que les confería el dinero, los burgueses constituían un grupo bien diferenciado
dentro de la sociedad española del Quinientos. Dos rasgos básicos caracterizaban a
sus integrantes. Se trataba, por un lado, de individuos que residían en núcleos de po—
blación importantes, en los que desempeñaban sus actividades económicas. Estas, se—
ría el otro rasgo a destacar, tenían que ver sobre todo con la contratación (de mercan—
cías, dineros, títulos o efectos mercantiles y bancarios), y menos con la producción
manufacturera industrial; es decir, la base de sus fortunas, la procedencia de sus capi—
tales, no estaba en la tierra (aunque invirtieran a menudo en su adquisición y llegaran a
constituir en algunos casos patrimonios rústicos nada desdeñables), sino en ocupacio—
nes cuyas posibilidades de expansión escapaban —aunque no del todo— a las cons—
tricciones que el régimen de propiedad de dicho medio de producción y otros condi—
cionantes de índole político—institucional imponían al desenvolvimiento de una eco—
nomía que en lo esencial era predominantemente agraria.
290 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Pues bien, aquellos núcleos de población y estas actividades económicas no ce—


saron de crecer y expandirse (crisis coyunturales y retrocesos temporales aparte) prác—
ticamente a lo largo de toda la centuria, lo que propició, particularmente en Castilla, el
enriquecimiento de muchos hombres de negocios y la formación de auténticas dinas—
tías de mercaderes y banqueros, muchos de ellos de origen converso. Tales fueron los
casos de los Maluenda, Salamanca, Bernuy, Astudillo, Curiel o Quintanadueñas, de
Burgos, ciudad con una nómina de grandes traficantes que sobrepasaba con creces el
centenar, la mayoría de ellos sirviendo al llamado comercio del norte; de los Benaven—
te, Dueñas, Haro, López de Calatayud o Ruiz, de Medina del Campo, epicentro del sis—
tema ferial castellano; de los Hernández del Portillo o los Espinosa, de Valladolid; de
los Suárez de la Concha, Oquendo o Cuéllar, de Segovia, amén de los Navacerrada,
Mesa, Escalante, Molledo 0 Ávila, más inclinados éstos a la manufactura de la lana
que a su comercialización; de los Morga, Espinosa, de la Barrera, Leca y tantos otros,
de Sevilla, cabeza y monopolio del pujante comercio hispano con las Indias... Activos
núcleos de comerciantes, fabricantes u hombres de negocios había también en Toledo,
Cuenca, Córdoba, Málaga, y en muchas otras ciudades andaluzas: ellos y las activida—
des que impulsaron constituyen el mejor testimonio de la vitalidad económica por la
que atravesó el mundo urbano castellano en su conjunto durante el mil quinientos. En
los territorios de la Corona de Aragón, en cambio, aunque ciudades como Barcelona o
Valencia continuaron siendo importantes centros comerciales, el menor dinamismo
de sus núcleos urbanos y de las actividades ligadas a ellos determinò que los elemen—
tos ciudadanos vinculados al comercio o la industria pasaran a un segundo plano fren—
te al grupo preeminente de los caballeros o el integrado por rentistas y antiguos comer—
ciantes ennoblecidos, los llamados ciutadans honrats.
Constituye, pues, una evidente exageración la afirmación, transmitida por la his-
toriografía liberal decimonónica, de que la derrota de las Comunidades de Castilla en
1521 supuso la ruina como clase de la burguesía y el punto de arranque de la decaden—
cia castellana. Y, sin embargo, tampoco sería correcto desvincular del todo la trayec—
toria posterior de la burguesía española —o, más propiamente, castellana— y, en
general, la quiebra de la expansión económica del siglo XVI, del fracaso de los comu—
neros. Al fin y al cabo, la victoria del bando imperial en Villalar significó la consolida-
ción de una organización de la sociedad vinculada al poder de una Monarquía cada
más centralizada y volcada en la defensa de su hegemonía en el exterior (fin al que se
supeditarían una y otra vez los intereses económicos de la nación), y que se estructura—
ba a partir de la preponderancia de unas clases privilegiadas provistas de enormes pre—
rrogativas económicas y sociales. A la burguesía, como grupo social ascendente, no le
quedó más remedio que adaptarse a este modelo de organización social, que si en un
principio permitía el desenvolvimiento de ciertas actividades, e incluso la formación
de importantes fortunas, a largo plazo se convertía en una traba que impedía el creci—
miento autosostenido de la economía.
No hay que olvidar, en todo caso, que las actividades económicas ejercidas por
estos burgueses poco 0 nada tenían que ver con la producción, fuertemente condicio—
nada en el campo por unas relaciones sociales de carácter feudal y en la ciudad por las
reglamentaciones de tipo gremial. Dichas actividades guardaban relación, más bien,
con el comercio y la banca, y se mantenían básicamente en la esfera de la circulación y
de la especulación financiera, sin penetrar apenas en los sectores propiamente produc—
LA S。CーEDAD ESPA蘭〇LA DEL SIGLO XVI: ÖRDENES Y JERARQUÍAS 291

tivos. De ahí que la capacidad de los representantes de este primer capitalismo caste—
llano para dinamizar la agricultura y la industria fuera sólo limitada, como limitadas
fueron también las ocasiones de que dispusieron para transformar ———si convenimos en
que ésa era su intención, de lo cual cabe razonablemente dudar— el marco jurídico de
la vieja sociedad. Se entienden así mucho mejor ciertos comportamientos de esta bur—
guesía a la que descubrimos adquiriendo tierras, rentas y jurisdicciones como una es—
trategia de cara a diversificar sus inversiones y al mismo tiempo como un medio para
ascender en la escala social, cálculos en los que entraban igualmente la concertación
de matrimonios con las noblezas locales o el ingreso en los ayuntamientos mediante la
adquisición de una regiduría. Es verdad que esta política la habían practicado en todo
momento, compaginándola con sus ocupaciones económicas, pero no es menos ver—
dad que se convertirá en un fin en sí mismo, en una meta sin retorno, cuando a finales
del siglo la coyuntura se torne adversa y el panorama económico comience a ensom—
brecerse.
Otro de los hechos del siglo XVI que hay que destacar es el ascenso y promoción
política de los letrados, fenómeno relacionado a su vez con el afianzamiento de las
estructuras del Estado a partir del reinado de los Reyes Católicos y el desarrollo ex—
perimentado por el aparato burocrático de la Monarquía de los Austrias. Miembros
de las capas medias de las ciudades, aunque muchos fueran hidalgos y caballeros o
proviniesen incluso de la nobleza titulada, componían este grupo social, en sus es—
tratos más elevados, esos personajes que, salidos de las Facultades de Derecho de las
principales Universidades del país, formaban parte de los Consejos, copaban los
puestos de los altos tribunales dejusticia (Chancillerías, Audiencias) o eran desig—
nados para los corregimientos no reservados a los hombres de capa y espada. Otras
veces su destino estaba en la administración municipal, cuya progresiva compleji—
dad, al menos en las localidades más importantes, requería asimismo de su compe—
tencia y conocimiento. Junto a ellos, pero ocupando ya un nivel inferior, se encon—
traban los <<infraletrados>>, que o bien ejercían funciones subalternas en el seno de
las instancias administrativas y judiciales citadas, o bien se empleaban como escri—
banos, abogados o procuradores (también como jueces, mayordomos, etcétera, de la
administración señorial e, incluso, eclesiástica), para lo cual a menudo ni siquiera
era preciso poseer un título universitario.
Estos letrados, especialmente los que más progresaron en sus respectivas carre—
ras, tenían una mentalidad aristocrática, fuesen o no de origen noble. Todos en general
vivían —o trataban de vivir— como nobles; todos o casi todos tenían tierras, casas,ju—
ros, censos, y adquirían, siempre que la ocasión se les presentaba, rentas reales, juris—
dicciones, regidurías y otros oficios, fundiendo de esta manera sus intereses con los
del Estado al que servían. A menudo instituyeron mayorazgos, paso obligado para la
consecución, si es que no ostentaban ya esa condición, de una ejecutoria de hidalguía,
y casaron a sus hijos/as con miembros de la nobleza. No obstante, y a pesar de su im—
portancia política, los letrados estuvieron bastante lejos de monopolizar el poder polí-
tico, de controlar el aparato del Estado, incluso en aquellas épocas, como el reinado de
Felipe II, en las que alcanzaron mayor influencia y predicamento. Resulta por tanto
桝`
exagerado contemplarlos como una <<mesocracia», como representantes del poder de
las <<clases medias», como un contrapeso efectivo frente a —o al lado de— otros pode—
res más decisivos. La sujeción a su origen, en unos casos, su dependencia con respecto
292 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

a la ideología aristocrática, en muchos otros, su misma formación letrada en fin, les in-
habilitaba para asumir con decisión esta tarea.
Además, magnificar la presencia de los letrados en el aparato administrativo, no
sólo en lo referente al gobierno central sino también a la administración territorial y
local, no deja de ser un error. Como ha recordado I. A. A. Thompson hace poco, tradi—
cionalmente se ha desdeñado la importancia política y social del sector no—letrado, el
por él llamado lego o laico, que conformaba una de las áreas del servicio administrati—
vo más abiertas y socialmente más accesibles, amén de cuantitativamente dominante.
De hecho, los personajes más influyentes, tanto en el gobierno del Emperador como
en el de su hijo, no eran letrados, como tampoco lo eran los integrantes de los aparatos
burocráticos creados en torno suyo. En este sentido, el porvenir de estos burócratas
dependía en buena medida de las relaciones personales establecidas con sus patronos
(el caso de Francisco de los Cobos dominando con sus <<criaturas>> las distintas ramas
de la administración central resulta paradigmático), si bien en líneas generales su ca—
rrera se puede considerar más abierta socialmente que la de los letrados, para quienes
los requisitos de formación, limpieza de oficios y de sangre pesaban mucho más. Pero
al margen de que tuvieran o no estudios universitarios, cuestión nada baladí pues in—
fluía en su concepción de lo político y en su manera de actuar en el gobierno y la admi—
nistración, no hay duda de que el ejercicio de su oficio constituyó para unos y para
otros una puerta abierta al ascenso social, especialmente para aquellos que, en efecto,
provenían del común o eran de origen converso.

4. El campesinado mayoritario

Habida cuenta del carácter predominantemente agrario de la formación social vi—


gente y del alto porcentaje de población que vivía en el campo, la base de la sociedad
estaba constituida por el campesinado, que agrupaba alrededor de las cuatro quintas
partes de la población total. Además de atender a la subsistencia propia y la de su fa—
milia, su función primordial consistía en producir excedentes, los cuales, bien a través
de la renta de la tierra, bien en forma de diezmos, tributos y otras contribuciones, pasa—
ban a manos de Los propietarios terratenientes, los señores, la Iglesia y el Estado, ga—
rantizando de esta manera, no ya sólo su propia reproducción biológica, sino también
la continuidad del sistema económico y social en su conjunto.
Es cierto que había campesinos y campesinos. Las diferencias en unos casos eran
jurídicas (la mayoría formaba parte de la pechería, aunque los había también hidalgos,
especialmente en el norte cantábrico); en otros, lo que les caracterizaba era su adscrip—
ción jurisdiccional, su pertenencia al realengo 0 al señorío particular. Sin embargo, las
diferencias más radicales eran sobre todo económicas y tenían que ver, lógicamente,
con el tipo de relación que mantenían con la tierra que trabajaban.
Sólo unos pocos escapaban a una definición tan simple y a la vez tan fundamental
como la avanzada anteriormente. Dentro de este grupo destacaban, claro está, los la—
bradores ricos y los hacendados, unos cuantos por cada localidad (a veces, incluso,
sólo uno o dos), es decir, esos campesinos excedentarios capaces de especular con el
grano de su cosecha que la documentación de la segunda mitad del siglo XVI comienza
ya a designar con el expresivo nombre de <<poderosos>> (término que acabará por con—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVー二 ÔRDENES Y JERARQUÎAS 293

sagrarse en la centuria siguiente), y que, en efecto, dominaban la vida rural en sus res—
pectivos ámbitos, tanto en Castilla como en los territorios de la Corona de Aragón.
Muchos de ellos ni siquiera eran propietarios en sentido estricto, sino arrendatarios o
enfiteutas de la aristocracia territorial o de las grandes instituciones eclesiásticas. Es
lo que ocurría, por ejemplo, con los grandes arrendatarios del centro y sur de la Penín—
sula (aunque su presencia se detecta también en otras partes de Castilla) 0 con los cam—
pesinos fortalecidos con la propiedad enfitéutica de la tierra en las regiones mediterrá—
neas y de la España noratlántica (dueños de las grandes masías catalanas, grandes
enfiteutas valencianos, hidalguía intermedia gallega, etc.), gentes en suma con dispo—
nibilidades, y que poseían el ganado de labor y el utillaje necesarios para explotar, con
ayuda de mano de obra contratada, grandes extensiones de terreno (algunos se habían
especializado en la actividad ganadera), aunque también podían cultivar de forma di—
recta las mejores tierras y subarrendar (o subestablecer en) el resto a campesinos con
escasos recursos. Pero todos en general buscaban proyectar su influencia sobre los
bienes de propios y comunes de los pueblos para explotarlos en beneficio propio y,
llegado el caso, patrimonializarlos, siendo de gran ayuda a este respecto el control que
habían llegado a ejercer sobre los cargos concejiles. El establecimiento de alianzas fa—
miliares con sus congéneres de cara a incrementar los respectivos patrimonios, la fun—
dación de mayorazgos, capellanías o cualquier otra clase de vínculos, la adopción, en
fin, de un estilo de vida similar al de las elites urbanas eran otras tantas manifestacio—
nes de unas estrategias familiares que tenían como objetivo el ingreso en la nobleza o,
cuando menos, la consecución, por parte de los demás, de la consideración de tales.
Obviamente, la gran mayoría del campesinado no respondía a esta definición. Al
contrario, lo que predominaba por doquier era el campesino de los niveles medio y
bajo, distinción que resulta un tanto artificiosa, pues las fronteras entre uno y otro gru-
po distaban de ser nítidas y, además, tendían a difuminarse en épocas de dificultades.
Campesinos medianos eran los cultivadores (propietarios o no) dueños de explotacio—
nes suficientes para vivir con cierta holgura en coyunturas normales, pero que apenas
podían superar una crisis adversa, sobre todo si ésta se prolongaba por espacio de dos
o más años, algo que desde luego no era infrecuente. Consecuentemente, lo que les di—
ferenciaba del grupo minoritario de los labradores acomodados, el rasgo que mejor
definía su posición, residía en su escasa capacidad para, incluso en años normales,
producir excedentes con destino al mercado una vez apartada de la cosecha la parte
destinada a simiente y lo indispensable para su propio consumo, y luego de haber sa—
tisfecho la renta territorial (en su caso), el diezmo y otras cargas sobre su explotación
(entre ellas, las contribuciones al fisco regio).
Conviene establecer, no obstante, una distinción entre las regiones en las que im—
peraba —matices aparte— la cesión enfitéutica de la tierra (Valencia, Cataluña, Ba—
leares 0 Galicia y Asturias) y los territorios donde prevalecia —en líneas generales
también— el arrendamiento temporal en las relaciones entre propietarios y campesi—
nos (Andalucía y la España interior). En las primeras, en efecto, el peso de la renta (ya
tuviese un carácter fijo, ya se estableciese a parles defrutos) no sólo era menor habi—
tualmente (máxime si prescindimos de la variedad de situaciones a que daba lugar la
política de subestablecimientos y cesiones subordinadas de parcelas), sino que ade—
más la posesión indefinida de la tierra otorgaba al campesino una mayor capacidad
para canalizar en su beneficio las potenciales mejoras introducidas en la explotación,
294 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

todo lo cual redundaba a favor de una mayor participación de éste en el producto agra-
rio al tiempo que alentaba las transformaciones encaminadas a elevar la productivi—
dad. Por el contrario, en las regiones de arrendamientos cortos predominantes, la renta
resultaba, también en líneas generales, bastante más gravosa, y su revisión al alza en
los momentos de expansión absorbía buena parte del fruto de las inversiones que pu—
diera efectuar el cultivador, quien en todo caso disponía de una participación menor en
el producto de su cosecha. De ahí que la situación del campesino en estas áreas depen—
diera muy estrechamente de la mayor о menor cantidad de tierras propias que cultiva—
se о, también, de las mayores о menores posibilidades de acceso a tierras municipales
de aprovechamiento colectivo (auténtico sostén de un sistema comunitario todavía vi—
goroso al principiar el siglo XVI), es decir, del porcentaje de tierras de su explotación
no sujetas, por una u otra razón, al pago de renta.
Pues bien, es evidente que ciertos hechos como la continuación a 10 largo de la
centuria del proceso de concentración y amortización de la propiedad y las ventas de
baldíos y comunales, auspiciadas por la Corona en su segunda mitad, actuaron a favor
de la reducción de aquel porcentaje, y vinieron a acentuar, junto con el aumento de la
renta de la tierra, los desequilibrios en el seno de la sociedad rural que el propio creci—
miento del siglo XVI propiciaba. Quiere decirse que, si bien hubo un sector de la socie—
dad rural que se benefició del alza de los precios agrarios y de las mayores posibilida—
des de comercialización (así como de la venta y privatización de los baldíos), tales
procesos acabaron afectando negativamente a la posición económica de los pequeños
y medianos cultivadores mayoritarios, lo cual vendría a recortar, a su vez, las posibili-
dades de afirmación de un modelo de crecimiento agrario asentado sobre el desarrollo
equilibrado de las pequeñas y medianas unidades de explotación campesina.
Y no sólo eso. En el corto plazo, la incidencia de las crisis agrarias, la fragmenta—
ción de los patrimonios como consecuencia del crecimiento de la población y de las
sucesivas particiones testamentarias, la penetración del capital usurario y el endeuda—
miento campesino trabajaron de forma reiterada en la misma dirección y debilitaron
aún más a los sectores intermedio y bajo del campesinado. Resultado de todo ello será
el aumento progresivo del número de arrendatarios y, en consecuencia, del nivel gene—
ral de exacción; pero también del número de jornaleros sin tierras, o sea, de aquellos
que componían el estrato más pobre del campesinado. Presentes en realidad en todas
las regiones, era sin embargo en Castilla la Nueva, Extremadura y, señaladamente, en
Andalucía donde se registraban las mayores cifras (tanto en términos absolutos como
—y sobre todo— porcentuales) de jornaleros o trabaj adores, pues no en balde en ellas
los factores dichos multiplicaban sus efectos negativos al incidir sobre una estructura
de la propiedad de la tierra más desequilibrada y con una configuración asimismo más
latifundista.

5. Las clases populares urbanas

Socialmente, la ciudad del Antiguo Régimen se definía a sí misma como comuni-


dad y, en cuanto tal, se configuraba como un complejo orgánico de las distintas clases
sociales, estando sus miembros agrupados a su vez en corporaciones diversas provis—
tas de un estatuto jurídico particular. En las ciudades, en efecto, tenían su asiento des—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: óRDENEs Y JERARQUÎAS 295

de los grupos privilegiados (la nobleza y los eclesiásticos) hasta los más pobres y mar—
ginales de la sociedad, pasando claro está por los artesanos y los menestrales, los pro—
fesionales y los comerciantes, los criados y los representantes de un sector terciario
muy diversificado y manifiestamente improductivo. Los vecindarios o padrones de
vecinos, en especial los que aportan el dato de la calificación socioprofesional 0 acti-
vidad desempeñada por los cabezas de casa, tan abundantes en el siglo XVI, dan cuenta
de esta compleja y variopinta realidad sociológica que bullía en las ciudades, al tiem-
po que permiten establecer una tipología de los establecimientos ciudadanos en razón
de las funciones urbanas dominantes desplegadas por cada uno de ellos.
Tales funciones, importa destacarlo, no se limitaban a las que definían a los nú—
cleos urbanos como concentraciones humanas con altas proporciones de activos o
como centros especializados en la producción manufacturera de mercancías y/o como
mercados de distribución de productos. Precisamente, uno de los rasgos más llamati-
vos de las ciudades españolas del periodo moderno radica en el alto porcentaje repre—
sentado por la población dependiente, esto es, por la población que, por diversas razo—
nes, consumía sin trabajar o que no desempeñaba una actividad fija. Por otro lado, la
población agrícola (campesinos y jornaleros en general, además de los inevitables
hortelanos, muchos de los cuales, antes de 1609, eran moriscos) suponía en casi todas
las ciudades una alta proporción de su población activa. Dicha proporción se incre—
mentó a finales de la centuria con ocasión del cambio de coyuntura y el consiguiente
debilitamiento de las actividades económicas ligadas a la industria y el comercio, he—
chos que marcarán el comienzo de un proceso de ruralización creciente que en el si—
glo XVII iba a afectar a la mayoría de las ciudades castellanas. Es más, en la mitad me—
ridional de la Península, donde se registraban las tasas de urbanización más altas, ese
mismo proceso no hizo sino reforzar la realidad de unas concentraciones urbanas que,
más que auténticas ciudades, eran ante todo grandes aglomeraciones campesinas, ver—
daderas <<agrociudades» о «ciudades campesinas», carácter en cualquier caso que se
acentuaría en el porvenir inmediato.
Pero con independencia de estas cuestiones, lo cierto es que ciudades plenamente
industriales en la España del Siglo XVI había pocas, siendo en realidad mucho más nu—
merosas aquellas en las que primaban las funciones comerciales y el sector servicios.
A nivel general,,esta circunstancia limitaba la demanda de trabajadores por parte del
sector secundario, y hacía que muchos individuos potencialmente activos se viesen
abocados al desempleo o, a lo sumo, se entretuvieran en el desempeño ocasional de ocu-
paciones diversas (como el servicio doméstico, por ejemplo), generalmente no produc—
tivas. Los limitados objetivos de la producción manufacturera de mercancías en los ám—
bitos urbanos (en parte como consecuencia de una demanda también limitada) determi—
naban que el sector secundario rara vez comprendiera al 50 % de sus poblaciones
respectivas, estando representadas las excepciones por aquellos núcleos (Cuenca 0, más
claramente, Segovia) cuya producción alimentaba un comercio de más larga distancia.
Por consiguiente, la acusada diversificación del artesanado que hallamos en casi todas
las ciudades no logra ocultar la realidad de una actividad industrial que se orientaba bá—
sicamente a la producción de bienes de primera necesidad y cuyos horizontes pocas ve—
ces sobrepasaban las lindes marcadas por su cerca o muralla.
En las localidades de alguna importancia el encuadramiento gremial de los arte—
sanos era un hecho normal. Aunque de origen medieval, pues ya en los siglos XIII y XIV
296 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

existían cofradías gremiales de marcado carácter religioso y asistencial, el proceso de


agremiación no comenzó a generalizarse en la Península hasta las últimas décadas del
siglo XV. Serán, con todo, las dos primeras centurias de la Edad Moderna las que vie—
ron surgir la mayor parte de estas corporaciones, alcanzando en los países de la Coro-
na de Aragón un desarrollo institucional mayor que en Castilla.
Los gremios agrupaban a los representantes de un mismo oficio, y sus funciones
no se restringían a la organización del trabajo y del proceso productivo, sino que, am—
parados por un estatuto privilegiado, monopolizaban la producción de un determinado
producto (o una fase de la misma) y cuidaban de atajar cualquier tipo de competencia
proveniente del exterior. Además, los gremios tejían una extensa red de solidaridades
entre sus miembros, mantenían sus propios sistemas de previsión y ayuda mutua y ser—
vían de cauce de expresión de ciertas manifestaciones de la religiosidad colectiva,
concretadas en otras tantas predilecciones devocionales hacia sus santos patronos res—
pectivos. Como comunidades de intereses que eran, las corporaciones gremiales cons—
tituían, a su vez, el sustento de un orgullo cívico particular, contribuían a afirmar un
sentimiento de pertenencia y de toma de conciencia del honor profesional, y otorga—
ban a sus miembros una personalidad y una dignidad propias difíciles de alcanzar en
una sociedad tan estamentalizada como aquélla en cuanto simples individuos aisla—
dos. Cada gremio, en fin, mostrábase como un cuerpo social dotado de prerrogativas y
derechos exclusivos dentro de la comunidad ciudadana, se eri gía en órgano de diálogo
con —y a veces frente a—— el poder municipal, y desempeñaba un papel activo, institu—
cional, en casi todos los órdenes de la vida, incluido el fiscal, pues a menudo el gremio
era la base para la recaudación de ciertos tributos.
Se explica así que la organización gremial desbordase con frecuencia el marco
artesanal para acoger también a los trabajadores del sector primario —hortelanos y
campesinos—, a mercaderes y comerciantes en general, y en las ciudades costeras, a
la marinería y a gentes ocupadas en las diferentes tareas de la mar. Y se comprende
igualmente el porqué de ese afán de notoriedad que a menudo presidía las relaciones
entre las distintas agrupaciones gremiales, la defensa a ultranza de sus intereses parti—
culares, así como la adopción de criterios discriminatorios propios de la sociedad
aristocrática, que en algunos casos incluso llegaban a la imposición de pruebas de lim—
pieza de sangre. La tendencia a establecer distinciones entre los diferentes gremios, y
entre estos y aquellas profesiones a las que, por ser consideradas viles, se les negaba
incluso la posibilidad de agremiarse, constituye otra derivación de esto mismo. Jerar—
quización y aristocratización del entramado gremial que conllevaba, finalmente, la
existencia de unas corporaciones a las que se concedía la consideración de mayores
frente a las restantes que tenían la reputación de menores, lo que en territorios de la
Corona de Aragón, como Cataluña por ejemplo, tenía su traducción en una divisón
muy clara entre los artistes (maestros de los gremios superiores) y los meneslrals
(maestros de los gremios inferiores).
Por lo demás, cada gremio era en sí mismo una organización vertical compuesta
de escalones diferentes que establecían una jerarquía (tripartita como la sociedad esta—
mental misma) dentro de cada profesión. En la base se hallaban los aprendices, mu—
chachos a quienes sus padres o tutores ponían en casa de un maestro para que les ense—
ñase una determinada profesión. Los contratos que a tal efecto solían realizarse ante
escribano l'ijaban las condiciones de semejante enseñanza profesional: duración del
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÒRDENES Y JERARQUÎAS 297

aprendizaje, trabajos a desarrollar por el aprendiz (que a veces incluían diversas tareas
domésticas en la casa del maestro), trato y sustento que se le había de dar, precio de la
enseñanza, etc. Terminada esta fase, que duraba tres o cuatro años por lo menos, el
aprendiz pasaba a la categoría de oficial. En algunas ocasiones los oficiales permane—
cían en casa de sus maestros, de quienes recibían techo y manutención (amén de una
retribución por su trabajo), pero lo normal es que llevasen una vida independiente,
comportándose como auténticos asalariados, si bien esto sòlo ocurría en las localida—
des que contaban con una industria relativamente desarrollada. Su objetivo, luego de
algunos años, era el ingreso en la maestría. El acceso a esta última categoría estaba re—
glamentado en las ordenanzas de cada gremio, y para lograrlo los aspirantes, aparte de
pasar diversas pruebas teóricas y prácticas, debían realizar una obra maestra y pagar
los correspondientes derechos de examen.
No todos los gremios y menos aún sus miembros superaron de la misma forma
los retos que la coyuntura expansiva del siglo XVI planteó a la actividad industrial. Las
situaciones, por otra parte, fueron muy variables de unas ciudades a otras. Hubo maes-
tros artesanos, por ejemplo, que se convirtieron en auténticos fabricantes, protagoni—
zando en algunos casos interesantes procesos de concentración industrial. Otros, en
cambio, cayeron en las redes tendidas por el capital comercial y se subordinaron a él,
hasta perder de hecho su independencia. Peor suerte, en líneas generales, corrieron los
oficiales y asalariados, ya que a largo plazo sus salarios tendieron a bajar en términos
reales, afectados irremisiblemente por el alza de los precios. Y por si fuera poco, las
crisis cíclicas se encargaron, en el corto plazo, de golpear cada poco tiempo al sector.
Ciertamente, muchas de esas crisis tenían su origen en el campo, en una o varias malas
cosechas sucesivas, pero tarde o temprano acababan afectando ——tanto por el lado de
la oferta como por el de la demanda— a la actividad manufacturera, pudiendo llegar
incluso a paralizar el proceso de producción industrial. Con frecuencia, la reacción de
los gremios ante estos procesos y adversidades consistió en cerrarse sobre sí mismos y
reforzar el exclusivismo que les era propio. Más aún, el cambio de signo de la coyun—
tura a fines del siglo XVI, que anunciaba las dificultades económicas que iban a mani—
festarse en la centuria siguiente, llevará a muchas corporaciones a alargar a partir de
entonces el periodo de aprendizaje e, incluso, a restringir el ingreso de nuevos apren-
dices medianteJa adopción de medidas de numerus clausus; pero sobre todo las empu-
jará a limitar la concesión de nuevas maestrías y a reservar los puestos vacantes para
los hijos y yernos de los maestros ya agremiados.
No eran, empero, las actividades artesanales las que, según se ha comentado ya,
daban el tono a la mayoría de las ciudades españolas. Más allá de los gremios, de la va—
riedad de oficios relacionados con la transformación manufaturera y de las jerarquías
del trabajo artesanal (y prescindiendo asimismo de aquellos núcleos del centro y sur
peninsular en los que primaba el elemento campesino о jornalero), lo que marcaba
verdaderamente la impronta de muchas ciudades y definía todo un estilo de vida urba—
no era la abundancia de gentes dedicadas a los servicios en general, así como la exis-
tencia, dentro de sus muros, de una nutrida y variopinta masa de pobres, marginales y
parásitos. Es el <<triunf0 del sector terciario», expresión paradigmática acuñada por
Bennassar para el Valladolid del Siglo de Oro, pero que podemos hacer extensiva a
otros ámbitos urbanos de esa misma centuria (y de las siguientes). Porque, en efecto, y
como derivación de su condición de centros de poder (de poder político, religioso, ad—
298 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ministrativo, judicial, etc.) y lugares de concentración de propietarios y rentistas (in—


dividuales o colectivos), más que la función productora, lo que prevalecía en buen nú—
mero de ciudades era la funciön consumidora, situación que sólo podía mantenerse
merced al control que ejercían sobre un entorno más o menos extenso, bien directa—
mente, como señoríos colectivos que eran, bien a través de los grupos e instituciones
privilegiadas que residían en ellas. El producto de las exacciones fiscales y de las ren—
tas eclesiásticas y señoriales que tluía hacia las ciudades era, principalmente, lo que
sostenía esta economía de consumo. En algunos casos, dicha corriente de excedente
estimulaba la expansión de ciertas producciones (industrias de la construcción, del
arte, manufacturas de lujo, etc.); pero lo normal era que no alcanzase ese carácter de
motor de la economía que hubiese resultado de su inversión en actividades producti—
vas masivas. Por el contrario, a esa gran cantidad de rentas de todas las clases acumu—
lada en las ciudades es a la que cabe imputar el desarrollo hipertrofiado de un sector
terciario netamente improductivo.
А1 Гіп y al cabo, de la renta no sólo vivían los grupos e instituciones rentistas (y,
más por extenso, los encargados de su percepción, recaudación o arrendamiento), sino
todos aquellos que se ocupaban de gestionar y administrar sus patrimonios, de acudir a
sus gastos, de satisfacer sus necesidades, de sostener en suma su alto nivel de vida.
Administradores, empleados, criados y domésticos de todo tipo (estos últimos muy
numerosos), pero también artistas (pintores, escultores, orfebres, etc.), profesionales
liberales (médicos, cirujanos, boticarios, abogados, escribanos, etc.), tratantes y co-
merciantes diversos (especieros, joyeros, libreros, etc.), y gentes a las que los vecinda—
rios ni siquiera otorgan una calificación socioprofesional definida, formaban el núcleo
esencial de un sector terciario muy peculiar cuyo mantenimiento y expansión estaban
en función del flujo de excedente generado en otros lugares. Tales individuos partici—
paban, a su manera, de ese relativo <<bienestar ciudadano» —la expresión también es
de Bennassar— que caracterizaba a las ciudades españolas de la época moderna, y en
consecuencia se hallaban objetivamente interesados en la reproducción y permanente
actualización de los mecanismos de extracción de renta que hacían posible semejante
forma de vida y garantizaban el poder económico, social y político de los grupos do—
minantes. Todo ello contribuía a amalgamar aquella sociedad, pero sobre todo coad—
yuvaba a que las contradicciones fundamentales surgidas de las diferencias de estatus
y de riqueza se suavizaran y aun se diluyesen en muchos casos.
De esos mundos urbanos alimentados por la renta formaban parte también otros
sectores más o menos marginales de la población, conscientes de que sólo así podían
ver hecha realidad la esperanza de una subsistencia siempre incierta. Únicamente los
pícaros, los maleantes, los bandidos y otros integrantes de la «mala Vida» pugnaban
por participar, incluso recurriendo al engaño o la violencia, de los beneficios de la so—
ciedad rentista sin aceptar a cambio las servidumbres que ella imponía. No era este,
para ser precisos, el caso de los esclavos, particularmente numerosos en el Madrid
cortesano y las grandes ciudades del sur (así como en Canarias), pues si bien se trataba
de seres humanos privados de todo tipo de derechos y no pocos de ellos además eran
explotados como fuerza de trabajo, muchos otros vivían como domésticos en las casas
de sus amos. Pero lo mismo se podría decir, por extraño que parezca a priori, de los
pobres, de los que poco o nada podían, muy numerosos, que, en el extremo más bajo
de la escala social, alimentaban asimismo la realidad del parasitismo. A decir verdad
LA S。CーEDAD ESPA尺。LA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÍAS 299

aquélla era una sociedad bipolar en la que, como señalara González de Cellorigo al
filo del 1600, se había llegado <<al extremo de ricos y pobres sin haber medio que los
compase», siendo los más «о ricos que huelgan o pobres que demandan». Pobres y ri—
cos, dos caras pues de una misma realidad, de la que sólo quedaban excluidos formal—
mente, por razones de raza o de religión, de pureza étnica y de ortodoxia excluyente,
los judíos y los moriscos mientras los hubo (0 sea, hasta las expulsiones respectivas de
1492 y 1609), los conversos y, en todo tiempo, los gitanos. Éstos eran, al cabo, los au—
ténticos marginados de aquella sociedad, los otros, los miembros en definitiva de unas
minorías nunca asimiladas y siempre sospechosas; pero no —o no necesariamente—
los pobres.

6. Los pobres y la beneficencia

Las mediciones efectuadas hasta la fecha, más allá de las divergencias que pre—
sentan las cifras avanzadas, son coincidentes en resaltar que la pobreza, la indigencia,
cuando no la miseria pura y simple, afectaban a capas muy numerosas de la población.
Era éste de los pobres, además, un mundo que se ampliaba y alimentaba con nuevos
contingentes a cada golpe adverso de la coyuntura, ya se tratara de una epidemia, de
una sucesión de malas cosechas o de cualquier otro accidente parecido. Semejantes
calamidades, a las que se sumaban a menudo otras más particulares que de forma
一 lit-fa.…

igualmente reiterada tenían su origen en la invalidez, la viudedad, la orfandad o la ve-


jez, arrojaban periódicamente al fondo de saco de la miseria a gentes que hasta enton—
ces habían estado a resguardo de ella, y, de modo aún más inexorable, a aquellas que
de forma permanente rondaban las fronteras siempre peligrosas de la necesidad, sin
que el retorno a la normalidad supusiera para muchos la vuelta a la situación anterior,
viniendo así a añadirse a los pobres de siempre, los «pobres estructurales», y a aque—
llos otros ——pues de todo había— que lo eran de conformidad o por simple elección.
Se comprende entonces que no todos los pobres fueran iguales: antes bien, si por
algo se caracterizaba el abi garrado mundo de la pobreza era por la abundosa variedad
y las infinitas graduaciones que encontramos en su seno. Y es que en aquella socie—
dad de desigualdades, donde el privilegio y la renta actuaban como poderosos factores
de diferenciación social y se entrecruzaban con otros no menos operantes y decisivos,

]} como el honor, la honra o la limpieza de sangre, hasta la sociedad de los pobres tenía
sus niveles y presentaba sus categorías sociales, unas mejor vistas que otras, y, por
consiguiente, más o menos entrañadas en la estimación colectiva (así ocurría,
por ejemplo, con los pobres vergonzantes o los pobres de solemnidad), lo que se deja—
ba sentir a su vez a la hora de prestarles socorro y organizar su asistencia, actuaciones
caritativas —institucionales o privadas— influidas asimismo por preferencias bien
diferenciadas que no alcanzaban a todos los pobres por igual.
La España de las primeras décadas del siglo XVI participó de los planteamientos
que por esas mismas fechas llevaron a otros países de la Europa occidental y del norte
a enfrentar el problema de la pobreza de manera distinta a como lo habían venido ha—
ciendo hasta entonces. El despertar de la economía, el desarrollo de la producción y de
los intercambios, junto con la emergencia y difusión de unos valores éticos de claro
signo puritano y burgués, son algunos de los factores responsables de que en tales paí—
300 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ses (muchos de ellos ganados a la reforma protestante, que proporcionó asimismo ar—
gumentos teológicos de peso para caminar hacia la secularización de la caridad) estu—
viera produciéndose un cambio de mentalidad con respecto a la persona del pobre y la
funciòn que debía cumplir la asistencia social. A aquél, en efecto, se le va despojando
poco a poco de su ropaje evangélico, casi místico, y de vehículo de intermediación re—
dentora al permitir —y facilitar— el ejercicio de la virtud teologal de la caridad, y
pasa a ser considerado cada vez más como un elemento marginal, entregado a la ocio—
sidad y, por ende, como un ser peligroso social y subvertidor del orden establecido (o
del que porfiaba por establecerse). Es más, puesto que el problema deja de ser religio—
so, se piensa que son los poderes laicos a quienes incumbe la misión de controlar ese
peligro con la puesta en marcha de una política secularizada de beneficencia pública.
En concreto, dicho cometido debería consistir básicamente en atender a los verdade—
ros necesitados en hospitales y asilos (impidiendo el espectáculo de verlos pidiendo li—
mosna por las calles) y en castigar y compeler al desempeño de una actividad útil a
quienes por su edad y estado de salud estuviesen capacitados para el trabajo.
Contrariamente a lo que iba a ser la tónica de otros países, semejante proceso no
llegó a concretarse en España, donde las cosas tomaron enseguida otros derroteros.
Las enconadas reacciones que suscitó la promulgación de las medidas adoptadas en
los años cuarenta por el Consejo Real y algunas ciudades castellanas encaminadas a
reprimir la mendicidad y el libre deambular de pordioseros y vagabundos por todo el
reino (como haría patente la controversia que enfrentó a Domingo de Soto y Juan de
Robles, alias de Medina) no sólo concluirían con el reconocimiento del derecho del
pobre al libre pordioseo, sino que determinarían —ahora y por mucho tiempo— el fra—
caso de las ideas relativas a la reforma de la beneficencia, manifestando así lo enraiza—
da que en la sociedad española se hallaba la concepción tradicional de la pobreza y la
caridad.
Para explicar el porqué de esta evolución, quizá haya que tener presente en pri—
mer lugar la identificación de los españoles con la doctrina tradicional de la Iglesia, la
realidad de una España profundamente sacralizada y fiel a los principios del Evange—
lio. Una España que reafirma por esos años su ortodoxia y que pensaba, como luego
proclamará Trento, que las obras, las buenas obras, aquellas que permitían acumular
méritos para alcanzar —j unto con la fe— la vida eterna, eran, sobre todo, las obras de
caridad, las que el hombre rico debía hacer para con su hermano pobre, quien de esta
forma cumplía su función social y teológica en medio de la abundancia.
Todo esto es cierto, pero no se puede olvidar que el ejercicio de la caridad cum-
plía también en aquella sociedad otra función que no por más terrenal hay que dejar de
valorar: la de servir de instrumento amortiguador de las tensiones sociales y de los
conflictos de clase al recortar las posibilidades de resistencia y limitar la <<potenciali—
dad subversiva» de los desheredados mediante transferencias gratuitas de rentas en
forma de limosnas y servicios asistenciales. Y es que en una sociedad como la españo—
la del Quinientos (y también la de después), rígidamente estructurada en torno a la
renta y a la noción de privilegio, en la que el espíritu burgués y el impulso económico a
él asociado se diluyen a medida que avanza la centuria, la «integración social» de los
pobres únicamente podía llevarse a cabo mediante fórmulas que fueran consustancia-
les con el orden aristocrático dominante, esto es, haciéndoles participar del complejo
aparato de distribución del producto por la vía de la limosna individual y de las dispo—
LA SOCIEDAD ESPANOLA DEL SIGLO XVI: ÓRDENES Y JERARQUÎAS 301

siciones testamentarias o de la que se encauzaba a través de los establecimientos de


beneficencia que los atendían, perceptores ellos mismos de rentas y, como tales, ex—
tractores de excedente y generadores de pobreza. Se establecía así, con todas las fisu—
raS que se quieran una especie de contrato tácito entre los grupos privilegiados y las
clases populares más desfavorecidas que aseguraba la «paz social» y preservaba el or—
den aristocrático establecido, lejos de interpretaciones anacrónicas —burguesas o de
otro tipo— empeñadas en presentarnos al pobre de aquella época como un ser margi—
nal, no asimilado socialmente y presto en cualquier momento al eStallido popular re—
volucionario.

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CAPÍTULO 11

LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL

por PEGERTO SAAVEDRA


Universidad de Santiago de Compostela

A mediados del siglo XVIII, en un desordenado texto que escribió arrastrado de su


pasión patriótica, el abate Gándara afirmaba que <<en el siglo XV daban nuestras fábri—
cas la ley en las tres partes del mundo. En todas ellas tenían factorías nuestros comer-
ciantes españoles; el increible número de telares con que contaba España es cosa repe—
tida en muchos escritos antiguos y modernos». Añade que producía trigo para alimen—
tar a una abundantísima población y para exportar y que, en contra de tópicos que
circulaban, «el carácter de la Nación en general no es el holgazán». Este mal, no predi—
cable de todos los habitantes de la Península, es adquirido; de lo contrario, pregunta,
<<¿cómo [España] había de haber sido la más laboriosa y la más industriosa hasta el rei—
nado de Felipe Ill».
Cuando concluía el siglo, Jovellanos no se mostraba tan extremoso en los elogios
de la prosperidad castellana de la primera Edad Moderna, pero sí advierte que el dina—
mismo del litoral y la decadencia del interior son fruto de procesos históricos no remo—
tos: <<hubo un tiempo en que esta provincia [Castilla] fue centro de la circulación y ri—
queza de España», escribe. La unión de las Coronas de Castilla y Aragón, la conquista
de Granada y la expansión atlántica esparcieron por Castilla la abundancia y la felici—
dad, desarrollándose las artes y el comercio de modo que la población y opulencia de
las ciudades <<subía como la espuma». Pero la debilidad del sector agrario pronto daría
al traste con un florecimiento que tenía, por falta de bases sólidas, mucho de espejis—
mo: «si Castilla en su prosperidad hubiese establecido un rico y floreciente cultivo, la
agricultura habría conservado la abundancia, la abundancia habría alimentado la in—
dustria, la industria habría sostenido el comercio...>>. Como no acaeció así, <<la gloria
de esta provincia pasó como un relámpago». Y, sin el apoyo de la agricultura, las eco—
nomías urbanas se derrumbaron con estrépito: <<¿Qué es lo que ha quedado de aquella
antigua gloria, si no los esqueletos de sus ciudades, antes populosas y llenas de fábri—
cas y talleres, de almacenes y tiendas, y hoy sólo pobladas de iglesias, conventos y
hospitales, que sobreviven a la miseria que han causado?>>, concluye vigorosamente
Jovellanos.
304 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Las afirmaciones de esos dos autores del siglo XVIII no han perdido actualidad
para la historiografía, pues si todos los especialistas están de acuerdo en que desde
fines del XV a 1570-1590 la Corona de Castilla conoció un apreciable crecimiento eco—
nómico, discrepan en cambio a la hora de caracterizarlo. Para unos se trata de un ver—
dadero desarrollo que afecta a los diversos sectores y conlleva también un cierto di—
namismo social, ligado al florecimiento urbano. Desde esta perspectiva, aun recono—
ciendo que el abate Gándara comete muchas exageraciones ——como la de atribuir
20 millones de habitantes a la España de l500—, su afirmación de que en el XVI Casti—
lla ocupaba la posición que en el XVIII ganara Inglaterra no sería por completo desca—
bellada. Para otros, más en la línea de Jovellanos, el crecimiento del XVI fue el simple
resultado de una coyuntura concreta, tuvo mucho de espejismo al producirse con un
sector agrario atrasado y en el contexto de una organización social rígida, en la que los
estamentos privilegiados impedían cualquier cambio.

l. El sector agropecuario

La expansión demográfica, rural y urbana, muy vigorosa durante el siglo XVI,


tuvo como soporte un importante crecimiento de la producción agropecuaria, propi-
ciada por la extensión de la superficie cultivada y por factores jurídicos, sociales y po—
líticos que al menos hasta la década de 1570 permitieron que las pequeñas y medianas
explotaciones se reprodujeran en condiciones ventajosas. El vacío demográfico a que
llevara la larga crisis del siglo XIV ocasionó que al filo de 1450 existiesen abundantes
tierras disponibles, a cuyo usufructo podían acceder los campesinos, de modo indivi—
dual o colectivo, en condiciones relativamente favorables. Las instituciones religiosas
y las casas de la nobleza, titulares de derechos sobre dilatados espacios, suscribieron
arriendos, foros o enfiteusis con familias y comunidades de aldea o villa a cambio de
rentas que en principio no eran muy gravosas, pues tales cesiones constituían una es-
pecie de compromiso para impulsar una restauración agraria de la que los estamentos
privilegiados se beneficiaban por la vía de la renta, pero también del diezmo, cuya
cuantía, según es bien sabido, dependía del volumen de la producción. Además, mu—
chos señores, en cuanto perceptores de alcabalas y otros derechos sobre transacciones,
estaban interesados también en favorecer el desarrollo de los intercambios en las fe—
rias y mercados locales.

1.1. PROPIEDAD Y USUFRUCTO DE LA TーERRA

El funcionamiento de la economía campesina no puede entenderse al margen de


las condiciones jurídicas, políticas y sociales que regulaban el acceso a las tierras
de cultivo y a los recursos de inmensos espacios que formaban lo que de modo un tan-
to impreciso puede calificarse de <<propiedad colectiva». De una parte, porque sobre
una elevada proporción de la superficie, variable de un lugar a otro, tenían derechos de
diferente naturaleza, dominicales o señoriales, la aristocracia y la pequeña nobleza,
las instituciones eclesiásticas —incluidas las órdenes militares—, los municipios, las
comunidades vecinales y la Corona. De otra, porque el sistema de cultivos y el aprove—
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 305

chamiento de pastos, rozas y demás fuentes de ingresos procedentes de bienes y usos


comunales solían estar reglamentados por ordenanzas locales, escritas o simplemente
respetadas como usos consuetudinarios aprobados por los cabezas de casa en concejo
abierto, pues a la postre la costumbre o antigua observancia era también ley, y así lo
reconocían los grandes tribunales reales.
A falta de catastros como los realizados en el siglo XVIII, no resulta posible cono—
cer con carácter general la distribución de la «propiedad». Con todo, los expedientes
de Hacienda elaborados en diferentes fases del reinado de Felipe ll permiten compro—
bar que la propiedad campesina estaba bastante extendida, al menos en la submeseta
norte, en donde de un 25 a un 50 % de las tierras que componían las explotaciones per—
tenecían a los propios cultivadores. Hacia el sur, la sociedad rural se hallaba más jerar—
quizada, pero la pequeña propiedad constituía igualmente una importante realidad y,
aunque no permitiese subsistir a las familias, contribuía a arraigarlas y a condicionar
sus estrategias, pues siempre podían completarla con otras tierras o tratar de ampliar-
la. Las huertas y una proporción elevada de los viñedos solían pertenecer a campesi—
nos, y en ninguna localidad faltaban los lugareños ricos, de estado plebeyo, con copio—
sa granjería de labranza y crianza. En el Levante, incluida Andalucía oriental, y en la
cornisa cantábrica, la ruralía era más homogénea y, si no propietaria, detentaba con
frecuencia los derechos de posesión de la tierra.
Los patrimonios de los estamentos privilegiados se hallaban muy desigualmente
repartidos. En el noroeste peninsular, las grandes abadías benedictinas y del Císter y
en menor medida las mitras, los cabildos catedralicios y media docena de casas nobles
tenían muchas tierras cedidas en foro y ejercían el señorío sobre casi todo el reino. En
la submeseta norte, las «propiedades» de la aristocracia eran reducidas, en compara—
ción con la extensión de sus competencias jurisdiccionales, al revés de lo que sucedía
con las instituciones eclesiásticas. Al sur del Tajo se situaban los patrimonios de las
órdenes militares, de grandes aristócratas y también de poderosas y activas comunida—
des religiosas como los jerónimos, los cartujos y después los jesuitas, que explotaban
directamente y con una eficacia ejemplar sus tierras y cabañas. Una de las principales
novedades del XVI radica en la extensión de las propiedades de las oligarquías urbanas,
que se aprovecharon de la crisis de la propiedad campesina posterior a 1560 y de la
gestión de los patrimonios municipales.
Los modos predominantes de cesión del usufructo variaban de un territorio a
otro. En el interior peninsular, los foros y figuras asimiladas retrocedieron desde me—
diados del siglo xv en favor de arriendos de corta duración, aunque habitualmente se
renovasen a los mismos llevadores. No obstante, algunas casas nobles, las órdenes mi—
litares e instituciones monásticas y capitulares continuaron en ocasiones otorgando
foros colectivos, a veces como medio de transacción en pleitos sobre espacios de apro—
vechamiento comunitario. En Galicia, parte de Zamora, León y occidente de Asturias,
los foros siguieron utilizándose como la forma más habitual de cesión de la tierra, si
bien ya no solían tener carácter perpetuo como en la Edad Media, y a menudo se esti—
pulaban por varias <<voces>> 0 generaciones. Pese a su naturaleza temporal, el foro con—
vertía a los campesinos en cuasi propietarios, en posesores del usufructo de unas tie-
rras que transmitían por herencia indivisa o partible, cambiaban o vendían, a veces sin
autorización de los titulares del directo dominio.
En el reino de Granada, la repoblación posterior a la rebelión de las Alpujarras de
306 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1568 se realizó mediante el reparto de suertes otorgadas por la Corona a campesinos


bajo la forma de censos enfitéuticos, lo que en principio dio origen a comunidades re-
lativamente homogéneas, que se fueron polarizando con el paso del tiempo. En la Co—
rona de Aragón la enfiteusis se hallaba muy extendida y reforzaba la posición de los
cultivadores, varios de los cuales podían convertirse a la vez en rentistas al ceder en
arriendo o aparcería algunas parcelas a campesinos pobres. Este proceso de subesta—
blecimientos parece frecuente en los territorios en los que dominaban contratos de lar—
ga duración, con los derechos de propiedad divididos, y así en el noroeste peninsular
muchos fundadores de casas hidalgas —escribanos, procuradores, eclesiásticos secu—
lares, mercaderes— acumularon rentas a través de la práctica del subforo o foro
de foro, consistente en ceder a campesinos explotaciones que ellos recibieran antes de
grandes instituciones eclesiásticas.

1.2. EL ENTRAMADO COMUNITARIO

Al margen del desigual reparto de la propiedad campesina, de la Iglesia y de la


noblezas, y de las diferentes formas de cesión del terrazgo, no hay que olvidar que los
espacios pertenecientes a aldeas y parroquias, a municipios o a la Corona eran extensi—
simos y sin los recursos que proporcionaban y las solidaridades, identidades y conflic—
tos que provocaban no podría entenderse la vida rural, en la que las tradiciones comu-
nitarias estaban profundamente enraizadas.
La composición material y la naturaleza jurídica de la propiedad colectiva varia—
ba de unas regiones a otras, de acuerdo con la estructura del hábitat, la desigual im—
plantación del régimen municipal, los modos de repoblación o la extensión del régi—
men señorial. А1 sur de la cuenca del Duero y en Valencia los patrimonios municipales
alcanzaban gran importancia, y por lo mismo era decisiva la capacidad de las autorida-
des locales para regular sus aprovechamientos. De hecho, las ciudades castellanas y
andaluzas podían funcionar como <<señoríos colectivos», al someter a su jurisdicción
y control un extenso alfoz con localidades subordinadas políticamente, de ahí la lucha
de numerosos pueblos por obtener privilegios de villazgo. Por todas partes, las ca—
sas de la aristocracia, las instituciones eclesiásticas y en el centro y sur las órdenes mi—
litares tenían derechos sobre dilatados espacios, pero salvo cuando lograron acotarlos
y explotarlos directamente o arrendarlos al mejor postor, el usufructo de esas tierras
solía ser comunitario, bien que los concejos pagasen determinadas cantidades a los se—
ñores por los pastos y las rozas.
En toda la cornisa cantábrica, con un hábitat de pequeños asentamientos y con
una reducida superficie sometida a cultivo continuo (a menudo menos del 15 % del
espacio), los montes comunales, incluidos 0 no en la jurisdicción de los señores, perte—
necientes a los vecinos de una o varias aldeas, alcanzaban una extraordinaria impor—
tancia. Por eso la economía campesina tenía en el XVI un elevado componente silvo—
pastoril, ya que las familias contaban con una ganadería diversificada y abundante,
alimentada en el abertal, en donde se abastecían de leña, cortaban madera para vender,
hacían rozas, cazaban y recogían frutos silvestres. En las aldeas de montaña, el pasto—
reo se organizaba en vecems, asignando espacios y estaciones a las diversas clases de
animales que se agrupaban en un rebaño colectivo, y los puertos más altos eran arren-
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL [MPERIO ESPANOL 307

dados por los concejos vecinales a los mesteños necesitados de hierbas de verano.
Algunos pueblos del centro y norte de la provincia de León contaban con ordenanzas
escritas; en Asturias, las ordenanzas generales del Principado de 1594 se ocupaban
también de los «baldios y comunes y non divisos». En Galicia, en cambio, apenas se
conocen ordenanzas escritas, pero en todas partes el usufructo de la extensísima pro—
piedad colectiva, cualquiera que fuera su naturaleza jurídica, era decidido en concejos
de aldea, parroquia o jurisdicción, y este hecho, junto con la relativa homogeneidad de
la sociedad rural, otorgaba al campesinado una relativa fortaleza que se manifestó en
ocasiones en pleitos ruidosos con señores o de unos concejos con otros.
En el centro y sur de la península se distinguían, en teoría, los propios, cuya titu—
laridad correspondía al municipio, que podía gravar su usufructo; los comunales, per—
tenecientes a los concejos vecinales de una aldea, villa o demás entidades agrupadas
en comunidades de villa y tierra, y de aprovechamiento en principio gratuito; y los
baldíos о espacios de titularidad de la Corona. En la práctica, sin embargo, las diferen—
cias no siempre estaban claras y las autoridades municipales, por razones fiscales, tra—
taban de extender los propios a costa de las dehesas y montes comunales y de los bal—
díos y, a la vez, la Corona, en momentos de agobio financiero, mostraba un súbito
interés por conocer la extensión y dedicación de los baldíos y por hacer oneroso su
usufructo.
Al margen de que se respetasen o no las diferencias jurídicas entre unos y otros
espacios, el acceso a su aprovechamiento no resultaba difícil hasta el último cuarto del
XVI, en razón de la propia extensión de propios, baldíos y comunales y del escaso con-
trol que la Corona ejercía sobre los baldíos. En varios pueblos castellanos continuaba
vigente la tradición de la presura y cualquier vecino que se apropiase de un trozo de
terreno para cultivarlo lo conservaba de por vida e incluso lo transmitía por herencia, a
condición de ararlo cada año. En otros concejos se procedía al sorteo de parcelas, que
se entregaban a los posibles usufructuarios de modo gratuito o a cambio de un corto
censo, si bien los repartos podían ser igualitarios o discriminar a los más pobres, por
realizarse en suertes proporcionales a la hacienda raíz y pecuaria de los vecinos. Con
independencia de las formas concretas de reparto, parece claro que la jerarquización
social de las comunidades rurales condicionaba el aprovechamiento de los recursos
que proporcionaba el patrimonio comunitario, pues resulta evidente que los lugareños
sin bestias de labor ni reses menores no estaban en condiciones de labrar suertes o de
beneficiarse de los pastos, y el porcentaje de desposeídos se sitúa en la segunda mitad
del XVI entre el 20 y el 60 % de los vecinos de los diversos pueblos.
Resultaría, con todo, simplista afirmar que propios, baldíos y comunales servían
sólo a los más ricos, en concreto a los grandes propietarios de rebaños. Las numerosas
ordenanzas redactadas desde fines del XV tratan de garantizar el equilibrio entre la—
branza y crianza, preservando la separación de espacios de utilización diversa y limi—
tan, según mayor o menor abundancia de pastos, el número de ovejas que cada vecino
puede sostener en los pastos comunales. Los numerosos textos conocidos, verdaderas
<<constituciones» de las breves repúblicas concejiles, establecen la división del terraz—
go con dos o tres hojas que se irán turnando en el cultivo; reglamentan la forma de ac—
ceso a la propiedad y usos colectivos, desde pastos y rozas hasta caza y pesca y apro—
vechamiento del arbolado, clasificando espacios y ganados; fijan criterios para la ven—
dimia y entrada de ovejas en las vides, etc. Es cierto que la protección de los intereses
308 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

ganaderos resulta evidente en muchas ocasiones, pero también queda claro el esfuerzo
por mantener una especie de equilibrio ecológico entre las diversas dedicaciones del
territorio. Además, hasta los cambios sociales acelerados a fines del XVI, con el «des—
fallecimiento» de los medianos y el ascenso de los <<poderosos>>, los labradores peque—
ños y medios constituían un contingente importante de productores, y cuando se cono—
ce el reparto de los propios para su cultivo se ve que, en general, dominan las suertes
de menguada extensión.
Por otro lado, los recursos que se obtenían de los espacios mencionados no se li—
mitaban a cosechas y pastos. La leña, la madera y el carbón, la caza y los frutos silves—
tres entran también en el acervo de ingresos derivados del patrimonio rústico comu—
nal, según advertían en las Relaciones Topográficas de 1575—1580 los vecinos de un
concejo de Cuenca a propósito de una dehesa:

[...] es en el fruto muy abundosa, y esto comúnmente, tanto que algún año ha venido que
totalmente ha sustentado este pueblo, porque peresciera mucha gente de hambre si no
fuera por la mucha bellota que aquel año se coxió de el, que fue el año de la langosta. que
no se coxió grano de pan ni de otra cosa de sustento en este pueblo [...] y los que no al—
canzaba sino poco, hacían migas de bellota y otros géneros de guisados y con aquéllos
se pasaban [... ]. También este año ha tenido mucha, porque hay algunos vecinos que han
coxido de seis fancgas arriba, y esto sin mucha bellota que coxieron los forasteros y tres
manadas de ganado de los carniceros que nunca salen de él, y el ganado del concejo, que
es mucho [...]. Es tan bueno y provechoso este monte y dehesa de este pueblo que ya se
hubiera despoblado si no fuera por el monte, y ansí en común todos los vecinos a una
voz hablando de él dicen no vale más el lugar que el monte, y por esta razón merecería
estar cercado.

(N. Salomón).

Con respecto a la caza, algunas ordenanzas dan idea de la importancia que podía
alcanzar, al ocupar a gente que de ese modo evitaba trabajar ajomal. Para impedir ta—
les distracciones, el ayuntamiento de Ciudad Real dictó a comienzos del siglo XVII una
disposiciôn que transcribe J. López—Salazar:

Y por Cuanto gran número de gente pobre y de bajo estado anda perdida cazando,
que pudieran acudir al beneficio de la labranza y no lo hacen, antes como la mayor parte
[de] esta gente es de malas costumbres, hallándose en los montes y despoblados con ar—
mas tan graves suelen no perder ocasión para hacer robos y otros malefícios [...]: así se
prohiba a los tales el cazar sin expresa licencia de lajusticia, ordenando que sólo la dé a
personas de buena vida e impedidas para otro trabajo.

El entramado comunitario no se componía sólo de bienes de diversa naturaleza


jurídica y de aprovechamientos variados. Estaban en vigor también, aparte de la caza
o la recogida de leña, otros usos comunales como la posibilidad de meter los ganados
en los campos, alzados los frutos, o en las viñas, recogida de uva y el derecho de espi—
gueo en los rastrojos y de rebusca en las viñas, actividades estas últimas que propor—
cionaban a los más pobres o avisados recursos alimenticios nada despreciables. Los
pueblos formaban, a la postre, una especie de <<unidad ecológica», y quienes los habi—
taban vivían en un contexto vecinal de reciprocidades que les condicionaban en todos
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 309

los aspectos, también culturalmente, y ese entramado, que creaba expectativas y limi—
taba enérgicamente el individualismo, constituye uno de los factores que permiten ca—
lificar de <<campesinos», y no de <<proletarios>>, a quienes en apariencia nada tenían,
salvo su fuerza de trabajo.

1.3. Los TIPOS DE CULTIVOS Y LA TRAYECTORIA DE LA PRODUCCIÓN

En el mediojurídico y social descrito se desarrolló, no sin tensiones y reajustes,


la actividad agrícola y pecuaria desde finales del siglo XV. En general los especialistas
están de acuerdo en que no hubo innovaciones de relieve en lo que toca a la rotación de
cultivos, sistemas de abonado, utillaje y rendimientos, pero esto no significa que las
explotaciones campesinas funcionasen siempre en las mismas condiciones. La siem-
bra de cereales en régimen de año y vez predominaba en los terrazgos del interior y del
Levante, no siendo excepcional que en La Mancha, Extremadura y Andalucía ri gieran
sistemas más espaciados, como el llamado cultivo al tercio, que imponía un descanso
de dos años a las labranzas. En muchas ordenanzas locales se establece precisamente
la división del terrazgo de los pueblos en dos 0 tres hojas, debiendo los vecinos labrar
cada año la correspondiente, pues la costumbre <<de sembrar 3 hojas e que ninguno la—
bre ni siembre sus propias tierras es muy justa, útil y provechosa», decía en 1573 el
procurador de una villa manchega (J. López—Salazar). La práctica beneficiaba a los
propietarios de ganados, que aprovechaban los rastrojos y la hierba que brotaba es—
pontáneamente, y permitía la recuperación de un suelo que andaba poco abonado. De
hecho, mientras descansaba la tierra solía recibir tres aradas o <<rejas», llamadas <<al—
zar», <<bínar>> y <<terciar>>, por lo que no debe confundirse descanso con abandono.
Sólo en las heredades próximas a los pueblos, ya se trate de huertas, cortinas y herre—
ñales, y en las escasas zonas de agricultura de regadío de Granada, Valencia y Aragón,
al cuidado sobre todo de la población morisca, se superaba la rotación de año y vez
mediante el cultivo de hortalizas, plantas industriales, legumbres o arroz.
El trigo en sus diversas variantes constituía el cereal predominante en los pue—
blos del interior, sur y Levante; a su lado aparecen la cebada, la avena y el centeno,
utilizados a menudo para alimentar a los animales, en especial a las mulas. En cam—
bio, en la cornisa cantábrica y noratlántica, el «рап» que más se sembraba y consu—
mía era el centeno, y también tenían gran importancia en el litoral y valles de Galicia
y Asturias el mijo y el panizo, que alternaban con los cereales de invierno, lo que sig—
nifica que, antes de la introducción del maíz en las comarcas más fértiles se había su—
perado la rotación de año y vez, según sucedía en la mariña mindoniense, en donde
en la década de 1590 los campesinos sembraban tres cosechas en dos años: trigo о
centeno, nabos y mijo.
El viñedo alcanzaba en la segunda mitad del XVI una difusión casi espectacular,
pues los plantíos de vides no sólo se extendían por las regiones de clima mediterráneo,
sino también por el litoral cantábrico: por la costa de Guipúzcoa, costa y valles interio—
res de Vizcaya, La Liébana, valles de Narcea, Navia y Eo, valle de Viveiro, provincias
de Betanzos y Coruña y, por supuesto, en los Ribeiros de Avia y Ourense, en donde
` constituía casi un monocultivo que se exportaba, en especial el blanco de calidad, a to—
〝 das las ciudades y villas de la costa que se extendía del Miño al Bidasoa e incluso a po—
310 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

blaciones francesas e inglesas. El crecimiento demográfico de los núcleos urbanos fue


sin duda un factor decisivo en la expansión de la producción y comercio del vino, cuyo
consumo parece muy difundido socialmente, mucho más que el aceite, un producto
que podía sustituirse en parte por la grasa de cerdo y de vaca.
La trayectoria de la producción agraria puede conocerse mal que bien a través de
las series decimales, aunque no cubran todo el territorio, se conserven pocas para an—
tes de 1550, algunas correspondan a valores de arriendos y sea preciso deflactarlas
—lo que suele hacerse utilizando sólo precios de un cereal—, y estén condicionadas
por factores de orden local que perturban la reconstrucción de la tendencia general del
volumen de las cosechas. Las que se conocen para antes de 1500, pertenecientes a los
arzobispados de Sevilla y Toledo, permiten constatar cómo la producción se recupera,
a partir de unos niveles muy bajos, desde 1470 aproximadamente, o desde antes en Se-
villa y, después delas agudas crisis de 1507—1508, asciende con resolución, en las tie—
rras manchegas al menos, hasta mediados de siglo, manteniéndose a buenos niveles
hasta la década de 1590. Para la submeseta norte los datos son más tardíos, pero los
muy abundantes reunidos para Segovia, Valladolid y Palencia indican que la produc—
ción alcanza las cotas máximas en 1580-1589, para iniciar luego una caída más o me—
nos pronunciada. En diversos pueblos de la provincia de Burgos, las cosechas que de—
claran los vecinos en los expedientes de Hacienda de 1579—1584 superan también a las
de 1557-1560, gracias al aumento de la recolección de trigo. En cualquier caso, al
igual que sucedía con la tendencia demográfica, en Castilla la Vieja la producción ini—
cia su caída al menos una década antes que en Castilla-La Mancha, mientras en Anda—
lucía las situaciones varían y si en Córdoba cosechas más abundantes corresponden a
mediados del Quinientos en el reino de Sevilla las alzas predominaron hasta finales de
siglo, sin que después noten un retroceso apreciable.
En Murcia, Valencia y Cataluña las series decimales son menos abundantes o de
peor calidad que en ambas Castillas, por expresar generalmente los valores de los
arriendos, pero también acreditan un crecimiento de la producción, favorecido en
Murcia por un verdadero proceso de colonización de espacios vacíos y en Cataluña
por la parcial estabilidad de las relaciones sociales que siguió a la Sentencia Arbitral
de Guadalupe, de 1486, que dejaba la iniciativa del cultivo en manos de enfiteutas
acomodados. EniMurcia, por ejemplo, el avance de la producción de los cultivos in-
dustriales fue notable y se sostuvo hasta 1620 en el caso de la hoja de la morera. En
Cataluña los ingresos señoriales proporcionales a las cosechas ascienden hasta 1560 o
1580, según las localidades, sin que quede claro si la caída posterior, que coincide con
un notable crecimiento demográfico, obedece a problemas de cobranza de rentas o
a un descenso real de las cosechas. En Valencia, la tendencia alcista se mantiene hasta
la década de 1580, y hasta 1609 no se registra una auténtica caída. Para la cornisa can—
tábrica se conservan pocas series suficientemente largas, pero las correspondientes a
Asturias, las noticias sobre roturaciones y las valoraciones de cosechas dan fe de la ex—
pansión agraria: así, en el País Vasco, entre 1537—1541 y 1588 la producciôn crece
cerca de un tercio, siendo muy significativo el progreso del mijo en el litoral, que
apunta a una cierta intensificación agraria previa a la entrada del maíz.
Cabe añadir aún que el aumento de la producción parece haber afectado a todos
los cultivos fundamentales: a los cereales, al vino y al aceite. En el reino de Sevilla la
tendencia alcista del vino y del aceite apenas si conoce excepciones, lo que no sucede
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 311

en el trigo, y en La Rioja las cosechas de vino se duplicaron entre 1537-1541 y


1589—1591. En la submeseta norte, el trigo incrementó el porcentaje que representaba
en el conjunto de los cereales, al ser el alimento más demandado por las numerosas
poblaciones urbanas, lo que a su vez tuvo su reflejo en los precios, que ascendieron
por encima de los del centeno, cebada, vino o aceite. Con el derrumbe de los núcleos
urbanos la situación se invirtió y en el XVII se recuperan tanto la producción como los
precios relativos del centeno.

1.4. DE LOS BUENOS A L S MAL。S TIEMPOS

A juzgar por los datos disponibles, entre los que no se cuentan series suficiente—
mente prolongadas de rendimientos, el aumento de la producción fue resultado de la
extensión de la superficie cultivada, proceso al que hacen referencia numerosísimas
quejas por el estrechamiento de los pastos y disposiciones de la Corona y los concejos
ordenando volver a su antiguo estado tierras roturadas. No hay que descartar algunas
innovaciones, como el avance del mijo en el norte y noroeste, una mayor atención a
los cultivos hortofrutícolas en las proximidades de los núcleos urbanos, la ampliación
de cortinas y herreñales y, en el Levante, la ampliación de la superficie de regadío, sig—
nificativa, por ejemplo, en las huertas de Orihuela y Alicante durante la segunda mitad
del siglo XVI.
Al margen de esas pequeñas innovaciones existen datos objetivos que cuestionan
que la agricultura del centro y sur pueda caracterizarse, sin más, de inmóvil y atrasada.
Y el principal reside en que hasta el último cuarto del XVI, ya fuese mediante rotacio—
nes de año y vez o al tercio, y con unos rendimientos de 10—14 hls/ha, los campesinos
fueron capaces de producir lo suficiente para alimentarse ellos, los rentistas y, lo que
es más significativo, una población urbana muy considerable, que crecía a un ritmo
mayor que la delas aldeas y pueblos. Esto quiere decir que una parte de las explotacio—
nes eran excedentarias, y así lo reflejan los expedientes de Hacienda de 1579—1586 de
la submeseta norte, aun tratándose de una documentación fiscal, con infravaloracio—
nes de los tratos, labranzas y crianzas. Una elevada proporción de labradores fuertes y
medianos, avecindados en pueblos situados entre La Rioja y Tierra de Campos, estaba
en condiciones de vender cereales y ganados, una vez satisfechas las rentas y los diez—
mos, un <<excedente compulsivo» que, Obviamente, también abastecía en parte merca-
dos urbanos. En general no se trata de campesinos que cultiven explotaciones de cien—
tos de hectáreas, como sucedía en La Mancha y Andalucía oriental, sino de labradores
que habitualmente disponían de uno o dos pares de animales de tiro y que sembraban
cada año de 25 a 60 fanegas de extensión. En Tierra de Campos pueden encontrarse
explotaciones mayores, pero no comparables a las grandes haciendas manchegas —a
menudo dedicadas más a la ganadería que al cereal— O a algunos cortijos de la baja
Andalucía (F. Brumont).
Pues bien, hasta 1570—1590, los campesinos que disponían de un animal de tiro,
de un par o de dos, parecen haber gozado de buenos tiempos: no soportaron fases pro-
longadas de carestías; el cereal que vendían valía cada vez más; los que pagaban algún
jornal veían cómo el salario real descendía; las rentas tendían al alza, pero la pequeña
propiedad y los bienes comunales amortiguaban sus efectos; el acceso al crédito nO
312 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

ahogaba a los tomadores de censos; la presión fiscal tampoco fue excesiva hasta la dé—
cada de 1570 y las ocupaciones suplementarias, en oficios textiles sobre todo, comple—
mentaban los ingresos de los pequeños labriegos. En los últimos veinte años de la cen—
turia las circunstancias cambiaron, y muchos desistieron de continuar con la actividad
agropecuaria, porque no les permitía subsistir.
Sobre las causas de la inversión de la coyuntura a fines de siglo no dejaron de re—
flexionar los contemporáneos, ni tampoco los historiadores, entre los que no existe
unanimidad a la hora de ofrecer explicaciones de la <<declinación», muy patente en la
España interior. Las carestías provocadas por cambios climáticos que anunciaban
la aparición de la <<pequeña era glaciar»; la demasiada extensión de las superficies de
labor a costa de los pastos con la entrada en acción de la llamada <<ley de rendimientos
decrecientes»; la sustitución de bueyes por mulas que labrarían peor la tierra; la mayor
presión fiscal o la privatización de los bienes comunales y la pérdida de propiedad de
los pequeños y medianos campesinos, son algunas de las causas invocadas para expli-
car lo que Antonio Domínguez Ortiz llamó, en un trabajo pionero, «la ruina de la aldea
castellana».
La crisis de la población y de la producción y el abandono del campo probable—
mente no puedan explicarse a partir de una única causa, pues no todas las mencionadas
afectaron por igual a los diversos territorios, y tanto en la cornisa cantábrica como en
el litoral mediterráneo y en el reino de Sevilla la trayectoria de la demografía y de la
actividad agropecuaria difiere de la que se documenta en el interior. Las carestías sin
duda influyeron, y más al sumarse a otros factores, como el alza de la renta, que conti—
núa hasta 1590-1600, o la privatización de patrimonios antes comunales, cuyo usu—
fructo ——en especial desde las ventas de baldíos posteriores a 1570— se volvió restrin—
gido, por oneroso, y asimismo la presión fiscal, por el alza espectacular de las alcaba—
las desde 1575 y la cobranza de los millones en 1591. La renta, el fisco y la restricción
de acceso a los comunales vinieron a coincidir con dificultades climáticas, arruinaron
a muchos pequeños y medianos campesinos que tuvieron que endeudarse para poder
comer un cereal que alcanzaba precios cada vez más altos y acabarán por <<desfalle-
cer», mientras ascendían <<los poderosos». Las causas sociales y políticas parecen, por
tanto, determinantes para explicar los frenos del crecimiento, y no tanto la ampliación
de la superficie cultivada en territorios poco poblados y de agricultura extensiva, los
cuales, sin cambios técnicos de relieve, notarán en el XVlll y XlX una expansiön muy
superior a la del XVI, lo que impide hablar de una situación maltusiana en esta centuria.
Tampoco puede darse mayor importancia a la sustitución de los bueyes por mulas, que
tuvo un alcance geográfico limitado y no parece que afectase a los rendimientos cerea—
leros.

1.5. LA GANADERÍA TRASHUMANTE

La ganadería más estudiada a lo largo del siglo XVI ha sido sin duda la mesteña,
en buena medida por las posibilidades que ofrece el archivo del Honrado Concejo y
por las tensiones de todo tipo a que dieron ori gen los privilegios de los ganaderos que
trashumaban de norte a sur en otoño y de sur a norte en primavera. Resulta claro hoy
que los rebaños mesteños constituían una porción minoritaria del «acervo» ganadero
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 313

de las Coronas de Castilla y Aragón, pero el hecho mismo de la trashumancia afectaba


a casi todo el territorio y la lana de las cabañas era un producto básico para la industria
urbana y para el capítulo de exportaciones.
En sus aspectos formales, tanto lo que era la organización material de la trashu-
mación como el marco institucional que agrupaba a los propietarios de rebaños apenas
notaron cambios de entidad en la primera Edad Moderna. En Castilla, a los mesteños,
divididos en cuadrillas, se les reconocía el derecho a utilizar las cañadas, cordeles y ra-
males que conducían desde las estribaciones de la Cordillera Cantábrica y del Sistema
Ibérico hasta los pastos de invierno de Extremadura, La Mancha, Andalucía 0 Murcia.
En Navarra, Aragón y Cataluña los rebaños descendían desde las montañas al valle del
Ebro en invierno, o se acercaban al litoral valenciano y catalán. Las comunidades de
los Pirineos, la Casa de Ganaderos de Zaragoza 0 la mesta de Albarracín se encarga-
ban de facilitar los desplazamientos y de garantizar los pastos, a través de acuerdos de
carácter local con concejos o señores, pues no existía aquí una institución única como
el Honrado Concejo castellano, a lo que se añade que en la Corona de Aragón los des-
plazamientos eran más cortos y los pastos a utilizar de menor extensión, lo que contri—
buía a la presencia en las asociaciones de numerosos propietarios de corto número de
reses, en ausencia de cabañas de 20.000—30.000 reses, tamaño que alcanzan varias
de instituciones eclesiásticas y de miembros de la alta y baja nobleza en Castilla.
La trashumancia castellana resultaba una cuestión compleja, por la intendencia
que era necesario movilizar para acompañar, durante cientos de kilómetros, rebaños
de 1.000 o más cabezas: los pastores jerarquizados desde el mayoral al zagal y a ra—
zón de cinco por millar de ovejas, las bestias de carga, los perros y toda la impedimen—
ta de alimentos, vestidos y herramientas, debían prepararse antes del inicio de la mar—
cha, cuyo desarrollo rara vez estaba libre de conflictos por el estrechamiento o cierre
de cañadas y rutas menores, por el aprovechamiento de pastos y del ramoneo o por el
pago de contribuciones. Y aun podía suceder que los pastos pagados de antemano es—
tuviesen ocupados por otros rebaños, pues los propietarios de las hierbas no siempre
respetaban el privilegio de <<posesión>>, consistente en no romper acuerdos aunque
después de celebrados otros <<señores de ganado» ofreciesen precios más altos por
usufructuar las dehesas.
A juzgar por algunas quejas que se escuchaban en las Cortes y en memoriales
elevados a diversos tribunales, parecería que los rebaños mesteños no cesaron de cre—
cer durante el siglo XVI, en perjuicio de la actividad agraria. No obstante, el número de
ovinos sometidos a la jurisdicción del Honrado Concejo no registró grandes cambios
entre 1477 y 1556, oscilando de 2,5 a 3 millones, cifra ésta que se superò ligeramente
en 1519 y que no se vuelve a alcanzar de 1528 en adelante. Desde la década de 1560 es
habitual que el censo no llegue a los 2 millones, y hay que llegar a fines del xvu para
que comience otra vez la reCuperación de las cabañas. Las cifras de exportaciones de
lanas, aunque iníluidas por medidas legislativas y por los conflictos bélicos, alcanzan
también las cotas máximas en la década de 1540.
La caída del número total de reses sometidas a la jurisdicción de la mesta y de la
cantidad de lana fina exportada es un proceso paralelo al incremento de algunas gran—
des cabañas de instituciones religiosas y de <<señores de ganado», de modo que en el
Honrado Concejo perdieron peso, o simplemente desaparecieron de él, los propieta—
rios de pequeños hatos, incapaces de hacer frente al coste de las hierbas y a los gastos
314 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

TABLA 11.1. El negocio de la lana merina (1500—1619)

Nºde ovejas Lana lavada Exportaciones


Años mesta (en libras) (en libras)

1500 2.500.000 6.250.000 f


1510 2.500.000 7
1511 2.473.472 6.183.680 4.600.000
1512 2.590.000 6.475.000 4.600.000
1513 3.003.000 7.507.000 4.600.000
1515 2.745.440 6.863.600 —
1516 3.004.000 7.510.000
1517 2.860.732 7.151.830
1518 2.944.057 7.360.143
1519 3.177.669 7.944.173
1520 2.500.000 6.250.000 5.700.000

1540 2.978.947 7.447.368 —


1541 2.528.590 6.321.475 10.500.000
1542 2.711.903 6.782.258 10.500.000
1543 2.380.764 5.951.910 10.500.000
1544 2.252.018 5.630.045 10.500.000
1545 2.580.000 6.450.000 10.500.000
1546 2.712.948 6.782.370 —
1547 2.493.302 6.733.255 14.400.000
1548 2.738.677 6.846.693 14.400.000
1549 2.705.000 6.762.500 14.400.000

1610 _ 7.656.170
1611 — — 6.430.445
1612 6.631.095
1613 7.118.675
1614 5.567.788
1615 6.949.368
1616 1.989.530 4.973.825 7.560.405
1617 1.627.797 4.069.493 6.182.985
1618 2.019.675 5.049.188 6.857.510
1619 1.929.241 4.823.103 7.936.288

FUENTE: C. R. Phillips yW. D. Phillips, Jr., Spams Golden Fleece, Johns Hopkins U. P., 1997, tabla A-1.

de pleitos que continuamente se suscitaban por la oposición concejil a los privile—


gios de los trashumantes. Es cierto que ya al filo de 1500 en algunas cuadrillas, como
la de Soria, unos pocos grandes propietarios eran dueños de la mayoría de las reses
que se desplazaban al sur en invierno. Pero la polarización social se acentuó en el cur—
so de la centuria, así como los cambios en la propiedad de los rebaños, apareciendo a
fines de siglo miembros de la pequeña nobleza avecindada en Madrid entre los princi—
pales «herbajeros» de las dehesas manchegas. Un buen ejemplo de crecimiento de una
gran cabaña lo constituye la del monasterio jerónimo de Guadalupe, con 10.200 cabe—
zas en l479, 22.500 en l527, una cifra similar a la de l598.
El aumento de los precios de las hierbas en invierno, que representaban en torno
al 50 % del costo total del sostenimiento de una cabaña, hizo caer severamente los be—
neficios de los <<señ0res de ganado», que vieron cómo la crisis demográfica y econó-
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 315

mica de los núcleos urbanos reducía la demanda de carne, cueros y lana, y este produc-
to también encontró dificultades en los mercados externos, en los Países Bajos, y a fi-
nes de siglo en Italia, mercado de sustitución desde 1570, por lo que el precio de los
vellones cayô notablemente a partir de 1575. En esta coyuntura sólo lograron aguantar
los más fuertes, en particular en las zonas serranas, en las que los desplazamientos
eran largos y costosos. En La Rioja, por ejemplo, de 761 vecinos censados en 1580 ha—
bía 418 que carecían de trashumantes, mientras 13 de ellos, con cabañas que iban de
1.280 a 10.240 efectivos, eran propietarios del 52 % de los animales (F. Brumont). En
las localidades próximas a los pastos, caso de los pueblos manchegos, los modestos
propietarios de cien O doscientos ovinos aguantaron mejor, pero nO hay que olvidar
que los dueños de pequeños hatos, en unas y otras zonas, eran a menudo pastores a
quienes la costumbre permitía incluir unas cuantas reses propias en el gran rebaño que
cuidaban. La caída de los beneficios, por lo demás, acabó también obligando a los
grandes <<señ0res de ganados» a reducir los efectivos, y así la comunidad de Guadalu—
pe, que superara las 22.000 ovejas en el XVI, se conforma con 12.000— 14.000 en toda la
primera mitad del XVII. (tabla 11.1)

1.6. EL GANADO ESTANTE

A pesar de que para la economía campesina alcanzaba una importancia muy su—
perior a la de la mesteña, al ser más numerosa y diversificada y estar mucho más vin—
culada a la agricultura, la ganadería estante resulta, en general, menos conocida que la
primera. Sí se sabe que presentaba en sus niveles y composición notables diferencias
territoriales. En toda la cornisa cantábrica, el ganado vacuno era fundamental para las
economías familiares, superando en ocasiones, como sucedía en los valles cántabros
en la década de 1590, su número de efectivos al de ovejas y cabras. En Asturias y Gali—
cia, los inventarios post mortem de fines del XVI atestiguan la existencia de numerosos
patrimonios campesinos con cabañas abundantes y diversificadas, que disponen de
bueyes, novillos, vacas de cría, terneros, ovejas, cabras y cerdos. A menudo se trata,
también en el caso del vacuno, de animales que pasaban la mayor parte del tiempo en
el monte, en donde se alimentaban e incluso podían dormir. Tal proliferación de reses
mayores y menores se corresponden con una economía campesina en la que el ele—
mento silvo—pastoril resultaba básico, por la abundancia de recursos comunales, deri—
vados del aprovechamiento del monte y de los espacios forestales en el contexto de un
paisaje escasamente humanizado. La difusión del maíz desde las primeras décadas del
XVII, las roturaciones y el crecimiento demográfico provocarán cambios radicales en
el complejo agropecuario, al subordinarse el monte a usos agrarios, al descender el nú—
mero de cabezas por explotación y al modificarse los métodos de alimentación, 10 que
permitirá el desarrollo de una ganadería domesticada e intensiva, centrada en el vacu—
no y el porcino principalmente.
En la submeseta norte, la ganadería estante más numerosa era la ovina, a menudo
de raza churra, asociada al cultivo de cereal en régimen de año y vez. La disponibili—
dad de pastos a lo largo de las cuatro estaciones condicionaba el volumen del rebaño
de cada pueblo, y las cifras medias por fuego podían ascender a 40 o situarse por deba-
jo de 10. En todo caso, se trata a menudo de un ganado socialmente mal distribuido,
316 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

pues de un 25 a un 70 % de los vecinos, según las comarcas, carecía de rebaños, mien—


tras una pequeña minoría superaba las 200 cabezas, a veces sobrepasando la cifra má-
xima que autorizaban las ordenanzas locales. El ovino estante aparece, en definitiva,
tan mal repartido como las bestias de labor, bueyes o mulas, pues de promedio sólo un
45 % de los vecinos contaba al menos con un par y un 13 % con un animal, debiendo
asociarse con otro en iguales circunstancias para poder uncirlo y trabajar.
Frente a lo que afirmaba la primera literatura arbitrista denunciando los supues—
tos males que ocasionaba la sustitución de bueyes por mulas, la documentación de los
expedientes de Hacienda, estudiada al detalle por F. Brumont, pone de manifiesto que
entre La Rioja y Tierra de Campos el número de bueyes casi duplicaba al de mulas a la
altura de 1586, aunque las disparidades comarcales eran notables: en las zonas de
grandes explotaciones y escasos pastos abundaban las mulas, y también en aquéllas en
las que los pequeños campesinos se dedicaban temporalmente al trajineo, derivado del
intenso tráfico comercial entre las ciudades de la cuenca del Duero, Burgos y los puer-
tos del Cantábrico. En donde abundaban los pastos, el terrazgo de labranza era exiguo,
las densidades de población elevadas y el campesino tenía que producir ante todo trigo
para consumo y satisfacción de rentas, se trabajaba con bueyes, animales más baratos
y más fáciles de alimentar que las mulas, que exigían cultivar cada año grandes canti—
dades de cebada o avena.
En La Mancha, la composición y reparto de la cabaña ganadera estante varía con
respecto a la submeseta norte. La mayor polarización social, el extraordinario tamaño
de algunas explotaciones ——que pueden superar las 250 ha—, el tipo de poblamiento
organizado en grandes núcleos a veces muy distantes de las labranzas y la mayor
orientación pecuaria de la economía rural son aspectos a considerar, según las investi-
gaciones de J. López—Salazar. De hecho, como animales de labor, las mulas habían
desplazado por completo a los bueyes en la segunda mitad del XVI, lo que a la vez exi—
gía la cría de pollinos para la reproducción de aquéllas y en algún caso también para
trabajar, pues aparecen en las fuentes modestos labradores que disponen de un borri—
co. El porcentaje de vecinos que contaban con al menos un par de mulas nunca supera—
ba el 25 % del total, en tanto las grandes haciendas podían disponer de cuatro о más
pares, pero también de vacadas, de manadas de cerdos y ovinos estantes y trashuman-
tes, lo que denota, como quedó indicado, la orientación pecuaria de algunas explota—
ciones o al menos la dedicación mixta.
Si las estructuras ganaderas resultan más o menos conocidas para la segunda
mitad del XVI, la evoluciôn del contingente de las diversas especies de la cabaña es-
tante es asunto en sustancia ignorado. De las quejas sobre la reducción de las su—
perficies de pastos parece deducirse que el censo ganadero descendió. Así pudo
suceder desde doblado el siglo, pero no antes, pues el aumento del número de culti—
vadores desde la segunda mitad del XV tuvo que ir acompañado del de bestias de la—
bor y probablemente del de rebaños ovinos, necesarios para satisfacer la demanda
de carne, de cueros, de lana y para producir abono. La aparente caída del acervo
ganadero en la segunda mitad del XVI quizá enmascara una mayor concentración
de los animales en manos de campesinos fuertes, que se aprovecharían de la cri—
sis de sus vecinos pequeños y medianos para convertirse en los «villanos ricos»
que popularizó el teatro del XVII.
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 317

2. La industria

El crecimiento de la población, la ampliación e intensificación de los grandes cir-


cuitos comerciales y el desarrollo de los núcleos urbanos favorecieron desde la segun—
da mitad del XV una notable expansión del sector secundario en ciudades y villas y
también en muchas comarcas rurales. Para empezar, las mismas transformaciones ur—
}` banas generaban gran demanda de trabajo en la construcción, alimentación, calzado y
vestido. Los vecindarios que especifican las profesiones, incluidos en los expedientes
de Hacienda, relacionan a menudo la presencia de canteros, carpinteros, albañiles,
pintores, zapateros, tejedores, sastres y gentes que viven del pequeño comercio. La re—
forma o la nueva fábrica de grandes edificios religiosos, así como de palacios y resi—
dencias de la nobleza urbanizada y de nuevos grupos sociales enriquecidos, impulsó la
«industria de la cultura», ligada también al desarrollo de la alfabetización, a cambios
en el universo mental y al avance de gustos más refinados de influencia italiana y lla-
menca. Los retablos y pasos, la pintura y las artes decorativas, la imprenta y el comer—
cio del libro constituían el <<aliment0 espiritual» de una sociedad sacralizada, pero
también movían dinero y trabajo y contribuían al dinamismo de las economías urba—
nas, a la vez que absorbían recursos de los gremios y comerciantes que costeaban
obras religiosas.

2.1. LA INDUSTRIA TEXTIL

La industria más importane, tanto por la mano de obra empleada como el valor de
la producción resultante, era sin duda la textil. А ella debieron su fortuna no sólo nú—
cleos de la entidad de Segovia, Córdoba, Cuenca, Toledo y varias ciudades de la Coro—
na de Aragón, sino otros como Ávila, Palencia o Villacastín, y también contribuyó al
dinamismo de comarcas rurales tempranamente especializadas en la fabricación de
paños, caso de la Sierra de Cameros o de los Pedroches. La preparación de la lana y el
hilado constituían tareas que realizaban muchas veces familias campesinas de los al—
foces, según un elocuente testimonio de las cortes de Madrid de 1579, quejosas por el
incremento de las alcabalas:

[...] en estos lugares no había hombre ni mujer, por viejo e inútil que fuese, muchacho o
niña de ninguna edad que no tuviese orden y manera con que ganar de comer y ayudarse
unos a otros, tanto que era cosa notable caminar por toda la serranía de la tierra de Sego—
via y Cuenca y ver la ocupación que en ella había, sin que ninguno de ninguna edad,
hombre ni mujer, holgase, entendiendo todos en la labor de la lana, unos en una cosa,
otros en otra, y que no pudiendo caber ya los telares en Toledo, se henchían de ellos los
lugares circunveeinos, y los unos y los otros estaban llenos de gente ocupada, ejercitada,
rica y contenta, y no sólo los naturales de las mismas tierras, pero infinito número de fe—
rasteros de la misma manera se sustentaban en ellas, sin que los unos ni los otros sintie-
sen la esterilidad ni carestía de los años, a lo menos sin remedio, porque los unos lo saca-
ban de sus oficios y los otros de sus trabajos.

Ya en la segunda mitad del xv la industria textil había logrado una apreciable


expansión en núcleos como Cuenca, Córdoba, Segovia o Toledo, aunque la regula—
318 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ción y especialización gremial no siempre alcanzasen el desarrollo que precozmente


tuvieron en la primera ciudad. Para elevar y uniformar la calidad de la producción de
la corona de Castilla los monarcas se propusieron en la década de 1490 la elabora—
ción y promulgación de unas Ordenanzas Generales, que no se publicarán hasta
1511, en parte porque la situación de los centros productores no era la misma. En la
submeseta norte, de acuerdo con memoriales de 1495, se fabricaban paños de baja
calidad, con lana basta y que se vendían en ferias para consumo local; la producción
era al tiempo rural y urbana, en régimen de trabajo a domicilio. En Cuenca, Córdoba
o Toledo, en cambio, se utilizaban lanas finas, los gremios estaban más organizados
y especializados y la producción, que solía acabarse en las ciudades, se caracteriza—
ba por una mejor calidad. Investigaciones concretas han demostrado que ni en Cór—
doba dejaban de fabricarse paños bastos ni en Segovia algunos finos, pero a grandes
rasgos las diferencias mencionadas existían. El desarrollo que en la primera mitad
del XVI experimentará la pañería de la submeseta norte, en especial la segoviana, re—
dujo las distancias que existían con respecto a los centros que al filo de 1500 cobra—
ran ventaja.
El desarrollo de la industria textil tuvo aspectos cuantitativos, cualitativos y or—
ganizativos, que afectaron a las condiciones en las que se realizaba la producción.
Tanto las personas ocupadas en las diversas tareas como las cantidades de paños ela—
borados aumentaron notablemente. De los 600 telares de Segovia, por ejemplo, salían
en 1579—1584 16.200 piezas de paños de calidad, en su mayoría veintidosenos, una ci-
fra comparable a la de los principales centros europeos de la época. Córdoba alcanza-
ba unas cifras parecidas, a las que hay que añadir los tejidos de seda, si bien esta ciu—
dad tenía un mayor número de vecinos. Núcleos más pequeños, como Villacastín o al—
gunos de la Sierra de la Demanda, se orientarán asimismo por esas fechas a la produc—
ción de paños de calidad, en tanto otras poblaciones dispersas continuaban dedicadas
a la elaboración de tejidos bastos, fabricados con lana churra.
La penetración del capital mercantil y el desarrollo del verlags system fue tam—
bién notable. Las regulaciones gremiales no impidieron que los <<mercaderes fabrican—
tes», que controlaban la materia prima, los batanes y los tintes, pudieran contratar
maestros que trabajaban a jornal en sus casas o en dependencias empresariales, ni que
los pelaires, que se encargaban de cardar, ajustar y abatanar los tejidos, convirtiesen
en asalariados a los tejedores y no digamos ya a las hilanderas urbanas o rurales.
Contra lo que a veces se ha creído, el factory system no parece haberse implanta—
do, porque las condiciones técnicas no lo favorecían. Los contratos de aprendizaje, las
escrituras de reconocimiento de deudas, los inventarios y las relaciones de los Expe—
dientes de Hacienda permiten ver que coexistían, en cambio, el trabajo de artesanos
independientes, bien fuesen tejedores, tundidores о pelaires, y el de quienes, sin aban—
donar su domicilio, laboraban por encargo de <<mercaderes hacedores de paños».
Éstos les repartían la materia prima y les suministraban aceites y tintes, y organizaban
sucesivamente las diversas tareas del obraje, las primeras de las cuales podían desa—
rrollarse en el mundo rural y las últimas, más delicadas y complejas, en las ciudades.
Así, en Córdoba, los mercaderes entregaban la lana a familias de los Pedroches, que la
hilaban y tejían, y luego recogían los paños para terminarlos en la ciudad y finalmente
venderlos. En Segovia, el «cuerpo de hacienda» de una compañía de <<mercaderes ha—
cedores de paños» estaba formado en l533, sustancialmente, por lana, por tintes, car—
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320 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

bôn y aceite, por paños acabados o en diferentes fases de elaboración, por deudas deri-
vadas de las ventas a crédito y por un batán y una casa comercial en Medina del Cam-
po, sin que se registren otros inmuebles. Se trata, por tanto, de «fabricantes sin fábri—
ca», que se servían de los talleres domésticos, sobre todo de telares propios de los teje—
dores o tomados en arriendo (A. García Sanz). Pueden documentarse mercaderes y
pelaires propietarios de varios telares, pero ello no significa que estuviesen concentra—
dos en un local; sólo las operaciones de tinte y apresto se realizaban en ocasiones en
locales de los empresarios, y no solían ocupar a mucha gente.
En las poblaciones urbanas, las dificultades para acceder a la materia prima y a
los productos necesarios para acabar los paños, en especial los tintes, favorecieron la
emergencia de mercaderes, de algunos maestros tejedores о de pelaires, gremio éste
que alcanzó una posición de dominio en Aragón y Cataluña, a costa de someter a las
demás corporaciones. En la pañería de calidad, el domestic-system se generalizó, por—
que era necesario disponer de lana extremeña y de tintes caros, importados con fre—
cuencia de América 0 de Francia, caso del pastel de Toulouse, muy utilizado y que dio
origen a un importante comercio. En el mundo rural y en las pequeñas villas, muchos
vecinos carecían de ovinos y se empleaban a jornal en los campos en verano y tejían
por cuenta ajena en invierno, de modo que desde la Tierra de Campos a la Sierra de
Cameros aparecen también los tejedores ocasionales por cuenta ajena, los profesiona—
les que eran independientes y los que trabajaban por encargo de mercaderes que aco—
piaban lana y disponían de tintes, según sucedía en Ezcaray.
En la industria de la seda, la penetración del capital mercantil fue aun más intensa
que en la pañería, si cabe. Los centros fundamentales eran Granada, que según algunas
relaciones llegó a contar con 4.000 telares —el doble de Toledo— antes de las guerras
de las Alpujarras, Valencia, Toledo y Córdoba, y en menor medida Sevilla, Talavera 0
Barcelona. Desde comienzos del XVI la producción de seda cruda se desarrolló sobre
todo en Granada, Valencia y Murcia, desde donde se exportaba a Toledo y Córdoba
por mercaderes, entre los que destacaron los genoveses, que controlaban el producto
mediante el sistema de anticipos. Precisamente a los genoveses se debe el impulso de
la sedería valenciana, al avecindarse en la ciudad muchos maestros, quienes crearon
en 1479 el gremio de <<velluters». El intenso desarrollo de la actividad fue interrumpi—
do por las Germanías, pero prosiguió después, y en 1575—1576 la corporación tenía
627 maestros, la cifra máxima conocida, que duplica con largueza la de comienzos de
siglo. La expansión de la producción —que se triplica— fue compatible con la expor—
tación de grandes cantidades de seda bruta hacia Italia y hacia ciudades castellanas y
andaluzas, a las que se enviaban también tejidos (R. Franch).
En la Valencia de fines del XVI la producciôn y comercialización de tejidos pare—
cen actividades muy concentradas, debido a la existencia de una minoría de artesanos
enriquecidos que ejercían funciones empresariales. En Toledo 0 Córdoba, a la depen—
dencia exterior de los tintes se añadía la de la materia prima, lo que acentuó la penetra—
ción del capital mercantil. En la última ciudad existían, en 1586, 632 telares, de los
cuales 367 correspondían a propietarios que tenían tres o más, alcanzando algunos los
ocho; se trata, por tanto, de maestros о comerciantes que los arrendaban o que emplea—
ban en ellos a otros maestros examinados, que podían pagar con el trabajo deudas por
avances de materias primas, colorantes 0 créditos. Esta penetración del capital mer—
cantil hubiera avanzado más si la crisis finisecular no desviara inversiones y si los re—
L SFUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 321

gimientos, opuestos en general a los mercaderes, no hubiesen reforzado las ordenan—


zas gremiales para frenar el desarrollo del verlags system. (J. I. Fortea).

2.2. EL AUMENTO DE LA FISCALIDAD


Y LA CRISIS DE LOS GRANDES CENTROS INDUSTRIALES

En los centros urbanos, la elaboración y contratación de paños de lana y tejidos


de seda alcanzó las cifras máximas en torno a 1570-1585, para iniciar luego una caída
que se prolonga hasta doblado el XVII y que, en numerosas ocasiones, modificó radi-
calmente la estructura socioprofesional de las poblaciones, convertidas a la postre en
l;
Ti:. más pequeñas, más agrarias, más rentistas y más clericales. La crisis fue general, aun—
芦 que en ciudades como Barcelona 0 Zaragoza no se acusó tanto como en las de la Coro—
na de Castilla.
Los contemporáneos relacionaron la crisis y, a la postre, ruina de la industria tex—
til con diversos factores, entre ellos la falta de lana o sus elevados precios, la entrada
de tejidos extranjeros, la presión fiscal y el empobrecimiento general de la población.
La pugna entre los comerciantes exportadores de lana, en <<liga y monopolio» con los
<<señores del ganado», y los «fabricantes» fue continua desde la década de 1460, cuan—
do la Monarquía dispuso que al menos un tercio de los vellones puestos a la venta se
destinase a la fábrica «nacional». Durante el reinado de Carlos V llegö a reclamarse
que el porcentaje se aumentase a la mitad, pero ni los intereses de los exportadores ni
de la Hacienda Real permitieron que se consolidase tal aspiración. Tampoco hubo una
política de protección aduanera, y la importación de tejidos de Inglaterra, Francia, Ita—
lia y los Países Bajos fue constante. Y al margen de esas realidades «librecambistas»
más o menos estructurales, hay que reparar en que la presión fiscal, incrementada bru—
talmente desde 1575 al suspenderse los encabezamientos y triplicarse el precio de las
alcabalas, tuvo efectos desastrosos, por cuanto contribuyó al alza relativa de los pre—
cios de los paños (en comparación con los importados) y de otros artículos de consu—
mo y contribuyó a la reorientación de los capitales hacia inversiones en juros, tierras y
rentas. Un desvío que afectó al capital mercantil, pero también al de grupos privilegia-
dos que mediante préstamos a corto o largo plazo contribuyeran, desde comienzos del
XVI, a financiar las actividades industriales, según se sabe por el caso de Segovia.
Desde comienzos de su reinado, Felipe II había adaptado una política fiscal muy
diferente a la de su padre, quien desde la década de 1530 mantuviera estancados los
encabezamientos de alcabalas y los servicios, lo que le llevara a un endeudamiento
imposible de mantener. Felipe П optó por incrementar las fuentes internas de ingresos,
y desde 1558 a 1566 tomô una serie de medidas con esa finalidad: incorporó los diez—
mos de la mar y aumentó su tarifa, lo mismo que la del almojarifazgo de Indias; intro—
dujo el nuevo derecho de lanas, estancó las salinas y el azogue y subió las alcabalas un
37 %. Como todo ello no bastaba, en 1575 decidió triplicar los encabezamientos, aun-
que las cortes consiguieron una rebaja de un tercio en 1577.
Cabe recordar, además, que el fisco real castellano era fundamentalmente urbano,
y que el sistema de encabezamientos otorgaba a las autoridades municipales una gran
capacidad de maniobra a la hora de repartir el precio total de cada localidad, y desde
1575—1577, para facilitar el abasto de productos alimenticios básico optaron por gravar
322 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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\\; Media anual 1555-1550

FUENTE: H. Casado «Crecimiento económico y redes de comercio interior», en J. I. Fortea (ed.) Imá—
genes de la diversidad, Universidad de Cantabria, Santander, 1997, p. 303.

MAPA 11.2. La industria textil: el espacio comercial del pastel de la compañía Bernuy.

los miembros de comercio e industria, de modo que en Córdoba 0 Toledo algunos gre—
mios relacionados con el textil vieron multiplicados por seis o por diez las cantidades de
alcabalas que venían pagando. Desde comienzos de la década de 1590, los millones vi—
nieron a agravar el panorama porque exigían desembolsosa¿contribuyentes ya abatidos
yporque pronto pasaron a recaudarse mediante sisas, con el consiguiente encarecimien—
to de la carne, el vino y el aceite, у en consecuencia, con el encarecimiento también de
los salarios, lo que afectó a la competitividad de la industria. Al mismo tiempo, desde la
bancarrota de 1557 se habían multiplicado las oportunidades para invertir en juros, que
producían intereses del 5—10 %, y muchos comerciantes y en general todos los grupos
urbanos que disponían de dinero optaron por invertir en esas cómodas fuentes de renta,
0 en censos. De hecho, los intereses de los juros consumían en 1594 más de un tercio de
los ingresos de la Hacienda Real. De modo que los efectos del fisco fueron múltiples.
La presión fiscal, además, se acentuó de súbito cuando aparecían dificultades
agrarias y comenzaba a caer la población, con lo que descendía tanto la capacidad ad—
quisitiva como el número de consumidores. El alza de los precios del pan impedía a
capas amplias de la población comprar otras cosas menos necesarias e incluso les de-
salentaba para continuar trabajando por encargo, según manifestaban ya en 1562 los
vecinos de la villa cordobesa de Torremilano: <<fechos los paños, los mercaderes que
los compran no dan por ellos con mucha cantidad lo que tienen de costa, porque con la
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 323

Flandes y Francia

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FUENTE: V. Vázquez de Prada, Historia económica y social de España. Los siglos XVI y XVII, Confedera-
ción de Cajas de Ahorro, Madrid, 1978, p. 512.

MAPA 11.3. Exportación y comercio de lana en la segunda mitad del siglo XVI.

nesgesidad que tienen de la carestía del pan no se pueden las gentes valer e dan los pa-
ños con mucho menor precio de costa para se poder sustentar, de cuya cabsa los veci-
nos desta villa están destruidos» (J. l. Fortea).
En este contexto, la industria textil que mejor resistió fue la radicada en pequeñas
villas 0 en el mundo rural y que elaboraba paños bastos para consumo popular, en ré—
gimen de domestic system y sobre todo de kauf system. En pueblos de la submeseta
norte y de la Sierra de la Demanda, por ejemplo, continuaron fabricándose piezas de
baja calidad, muchas de las cuales se destinaban al mercado de la cornisa cantábrica,
en donde el crecimiento continuo dela población —un 20 % entre 1591 y 1630— ase—
guraba una demanda en aumento. También en Cataluña algunos autores han apuntado
a quela caída de la producción de paños —desde 1570 enlas ciudades— se acompañó
de una redistribución de esta actividad en favor de núcleos urbanos de segundo orden
y del mundo rural, hipótesis hasta el momento no del todo confirmada.

2.3. OTRAS ACTIVIDADES INDUSTRIALES, EN ESPECIAL LA SIDERURGIA

A diferencia de la industria textil, muy difundida entre otras causas porque nece—
sitaba poca inversión en equipos, varias actividades secundarias, por el tipo de recur—
324 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

sos que precisaban о рог la complejidad y costo de las instalaciones, aparecen mucho
más concentradas. Así sucedía con la construcción naval, que por la abundancia de
bosques, hierro y por el propio dinamismo comercial de la zona, se desarrolló princi—
palmente en Vizcaya y Guipúzcoa, en donde se fabricaban, por encargo de la Corona 0
de particulares, naves grandes destinadas tanto al comercio como a la guerra. Las ca—
racterísticas de las embarcaciones, costosas y poco versátiles en comparación con las
que se comenzaron a hacer en Inglaterra y los Países Bajos, contribuyeron a la deca-
dencia de este ramo en las dos últimas décadas del XVI. Otro foco importante se locali—
zaba en Barcelona, en las Reales Atarazanas, en las que durante el reinado de Felipe 11
se construyeron para la marina de guerra numerosas galeras, lo que exigió traer opera—
rios cualificados, muchos de ellos procedentes del País Vasco.
La industria siderúrgica tuvo también sus principales focos de desarrollo en Viz—
caya, Guipúzcoa y Pirineos catalanes, alcanzando cierta difusión en las cuencas llu—
viales de Navarra, Cantabria, del occidente de Asturias y parte oriental de Galicia. Las
ventajas de diversa naturaleza que en esta actividad tenían los territorios forales vas—
cos eran patentes: a la abundancia de bosques y de un mineral de extraordinaria cali—
dad, que se extraía a cielo abierto, se añadía el trato fiscal privilegiado a las exporta—
ciones de hierro que se hacían por mar. Todo ello favoreció el incremento de la pro—
ducción en la Baja Edad Media, merced a la erección de ferrerías mayores a las que se
aplicaban la energía hidráulica. Desde mediados del xv abundan las referencias a la
edificación de nuevas ferrerías o a reconstrucción y reformas de las antiguas, un movi—
miento que continúa hasta doblada la centuria siguiente. Así, en Guipúzcoa, de 85 fe—
rrerías y martinetes existentes en 1489 se alcanzarían las 175 en 1581, una cifra que
había descendido a 124 en 1625 (85 ferrerías mayores y 39 martinetes). La evolución
de las exportaciones a lnglaterra, que pasaron de SOD/1.000 toneladas en 1450 a 3.000
en 1500, apunta a que fue en ese medio siglo cuando se registró la expansión más in—
tensa, que continuó a menor ritmo en la primera mitad del XVI. Hacia 1550 se alcanza—
ría, según Luis M.a Bilbao, el optimum de la producción, con unas 13.000 tm en todo el
País Vasco y Navarra.
En Cantabria y Galicia el incremento del número de ingenios siderúrgicos está
asimismo documentado. En el primer territorio ya desde fechas tempranas, pues en el
siglo xv se mencionan 26 nuevas ferrerías, 22 de ellas antes de 1450, y en el XVI 23, 15
de ellas en la primera mitad. En Galicia existen referencias aisladas a la construc-
ción de fundiciones costeadas por la nobleza y las instituciones eclesiásticas, y dirigi-
das por técnicos vascos (los <<arozas»). Fueron probablemente los vascos quienes apli—
caron en el resto de la cornisa cantábrica las innovaciones tecnológicas que ellos
aprendieran de los ligures, en concreto la utilización de la energía hidráulica en los
martinetes 0 mazos, anexos 0 no a las fundiciones. En Cataluña las fargas se pusieron
también <<a la genovesa», antes incluso que en Vizcaya y Guipúzcoa.
Los propietarios de las ferrerías mayores solían ser familias de la nobleza e institu—
ciones eclesiásticas, amén de algún concejo, y aunque no faltan ejemplos de explotación
directa, con frecuencia los dueños las arrendaban aferrones, que a la vez trabajaban por
encargo de los comerciantes que les suministraban anticipos. Las del País Vasco, aparte
de surtir a las ferias castellanas, laboraban también para la exportación al mercado in—
glés, a Portugal y a Indias, y para las fábricas de armas, mientras que las de Cantabria,
Galicia y Asturias producían más bien para el mercado interior, vinculado a actividades
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 325

agrarias. Esta diversa orientación explica en parte la diferente trayectoria que siguió la
siderurgia de unos y otros territorios desde mediados de] XVI: al abastecerse el mercado
inglés de los productos de los nuevos altos hornos y trastornarse el comercio norteño
con el conflicto de la guerra de los Ochenta Años, las ferrerías vascas atravesaron difi—
cultades, agravadas porque las armas fabricadas con hierro colado sustituyeron alas que
se hacían con material forjado, producido en los hornos bajos. Al contrario, en el resto
del cantábrico, la expansión demográfica y agraria aseguraba un importante mercado de
herramientas y de variados útiles domésticos a las ferrerías locales.

3. La evolución de los intercambios

La conversión de la Monarquía de los Reyes Católicos, y después la de los Aus—


trias, en una potencia «imperial» de primer orden se realizô a través de un proceso es—
pectacular de agregación territorial por medio de conquistas y herencias, pero a la vez
se sustentó en la disponibilidad de recursos humanos y sobre todo fiscales, en estrecha
dependencia del crecimiento demográfico, del desarrollo urbano y de la expansión co-
mercial. La Hacienda Real de la Corona de Castilla tenía un carácter fundamental—
mente urbano, pues aunque hasta mediados del XVI el servicio ordinario y extraordina—
rio votado en Cortes y pagado por los pecheros, en su inmensa mayoría campesinos,
representaba un ingreso importante, las alcabalas y las tasas aduaneras —almojarifaz-
gos, diezmos del mar— crecieron mucho, en particular desde el comienzo del reinado
de Felipe П. Рог otro lado, la expansión atlántica, ligada a la conquista y coloniza—
ción de América, no sólo repercutía en los ingresos de la Hacienda por la Vía de las ta—
sas sobre el tráfico, sino que arrojó sobre Sevilla y después sobre toda la Monarquía y
buena parte de Europa, y aun del mundo, una extraordinaria cantidad de metales pre—
ciosos, cuya variada influencia en los ámbitos económico, político y social es difícil
de medir, pero nunca podrá empequeñecerse ni mucho menos ignorarse.

3.1. METALES, MONEDAS, INSTRUMENTOS DE CREDITO Y FERIAS

El ritmo y la cuantía de metales preciosos llegados a Sevilla han sido estableci—


dos por E. Hamilton en un trabajo clásico, y aunque algunos datos fueron posterior—

TABLA II.2. Llegada de metales preciosas de América durante el siglo XVI


en miles de pesos de 450 maravedz's у kilogramos en oro y plata

Periodo Pesos Oro Plata Periodo Pesos От Plata

1503—1510 1.187,3 4965,2 0,0 1551—1560 17.864,55 42.620,1 303.121,2


1511—1520 2.188,7 9.153,2 0,0 1561—1570 253488 ll.530,9 942.858,8
1521—1530 1.172,6 4.889,1 148,7 1571-1580 29.158,63 9.429,1 1.118.591,9
1531-1540 5.588,l 14.446‚4 86.1939 1581—1590 53.2072 12.101,6 2.103.027,7
1541—1550 10.462,7 24.957,l 177.573,2 1591—1600 69.613,3 19.451,4 2.707.626,5

FUENTE: E. ]. Hamilton, El tesoro americano у la revolución delos precios en España, Madrid, 1975,
pp. 47 y 55.
326 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

mente objeto de revisión se trata más bien de los referidos al XVII, cuando los fraudes
parecen haber aumentado, según advirtiera ya el propio Hamilton. Expresados en ki—
logramos, así se distribuyen por decenios las llegadas de oro y plata registradas.
Al breve «ciclo del oro» sucede desde 1530 el de la plata, cuya producciôn no
cesó de crecer en todo el siglo. А1 final del mismo nada menos que 153.564 kg de oro y
7.439.142 de plata, según los registros de la Casa de Contratación, habían entrado en
Sevilla, unas cantidades equivalentes a 240,2 millones de pesos, cifra que habría que
elevar quizá a 275 millones, por la creciente diferencia que se observa entre las canti—
dades producidas en América y las registradas en Sevilla, aun admitiendo que cada
vez quedaba en las colonias o se enviaba a Manila una mayor copia de metal precioso.
Del total del volumen controlado, un 17 % correspondía al rey y el resto a particulares.
Losefectos de esa extraordinaria masa de metales preciosos fueron múltiples. Con—
tribuyeron, de un lado, a que se mantuvie_se lauesgabjlidadmonetariaalaqueaspitaban“las
reformas de fines del xv y primeros años del XVI, que permitieron acuñar monedas de oro
bastante uniformes en Aragón y Castilla. El excelente castellano, en concreto, pronto lla—
mado ducado, equivalía a 375 maravedís, y a partir de 1537 pasó a llamarse escudo, y su
valor quedó fijado en 350, y en 400 desde 1566. A su lado estaba el real de plata, de 34
maravedís, y el maravedí o moneda de cuenta, con sus submúltiplos (ochavo, cuarto y
cuartillo). Esta moneda fraccionaria solía ser de vellón, con aleación de plata, pero las
acuñaciones de vellón no fueron excesivas hasta el cambio de siglo. Las monedas de oro y
plata de Castilla circularon sin problemas en la Corona de Aragón, en donde había piezas
de oro equivalentes, y a la vez, las <<placas>> y <<ardites» de Cataluña se utilizaban en Casti—
lla como piezas fraccionarias, ante la escasez de la <<moneda menuda».
Los efectos que las llegadas masivas de metales preciosos tuvieron en la evolu—
ción de los precios ha sido cuestión muy debatida y no puede considerarse por com-
pleto resuelta. Es cierto que, en términos porcentuales, Los precios aumentaron…[llásen
la primera mitaddel siglo, a un ritmo del 2,8 %, que euulaseglmda, cuando subieron un
1,3 % anual, precisamente cuando se produjeron las llegadas masivas de plata. Pero el
impacto de los nuevos metales dependía de los stocks ya existentes y de las propias di—
mensiones de la economía, capaz de asimilar cada vez mayores cantidades. En con—
junto, a lo largo de la centuria los precios ponderados—se multiplicaron en Castilla la
Nueva por 4,5, algo que a los contemporáneos les parecía escandaloso, entre otras
causasporque el cambio se les representaba como un desorden que era necesario co—
rregir a través de medidas legales, entre ellas las tasas, para evitar la pérdida adquisiti—
va de los salarios, que sólo se triplicaron.
Parece claro que los metales preciosos no fueron la única causa del alza de pre—
cios, general en Europa y desigual de acuerdo con los productos comercializados. El
incremento de la demanda y del volumen de productos puestos a la venta, así como la
mayor o menor circulación de mercancías, y también la incidencia de la fiscalidad in—
directa, constituyen factores a tener en cuenta. Se desconoce, en todo caso, el destino
final de importantes masas de oro y plata. Sí se sabe que no todas fueron convertidas
en moneda. Una cantidad enorme acabó tesaurizada en manos particulares y en insti—
tuciones religiosas, como puede observarse hoy en iglesias y museos. Otra, en forma
de monedas o lingotes, salió al exterior, para pagar mercancías y gastos cortesanos,
militares y diplomáticos, o fue sacada de contrabando a través de Francia. Los metales
preciosos constituían una codiciada garantía de los préstamos o asientos solicitados
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 327

por los monarcas, pero durante la primera mitad del XVI los banqueros no podían ex—
traerlos de Castilla, de modo que los reintegros que recibían los invertían en compras
de mercancías —lana, seda, alumbre, aceite— que exportaban. Los agobios de la últi—
ma fase de su reinado obligaron a Carlos V, en 1551, a autorizar puntualmente algunas
sacas, situación que se repitió hasta 1559.
А partir de 1566, las salidas de metales fueron regulares, salvo prohibiciones de
breve duración, de modo que los banqueros tendieron a desvincularse del tráfico
de mercaderías, especulando con el oro y la plata y con la venta de juros a particulares.
Las exportaciones masivas de metales ocasionadas por los gastos militares y las deri-
vadas del pago de importación de mercancías y del contrabando motivaron que, al fi—
nal del reinado del Prudente, el stock de oro y plata en forma de monedas de calidad,
para escándalo y desconsuelo de los contemporáneos, hubiese desaparecido: los rei—
nos castellanos sólo servían de puente para pasar los metales preciosos a otros territo—
rios, a veces enemigos, denunciaban con reiteración las Cortes y los arbitristas.
Los instrumentos de crédito se desarrollaron notablemente en el curso del si—
glo XVI, conforme se incrementaban los intercambios y también las necesidades finan—
cieras de la Monarquía, pues mercancías y finanzas anduvieron unidas hasta doblada
la centuria y regularizadas las sacas. En las escrituras notariales abundan las obliga—
ciones y los censos. Las primeras constituían préstamos a corto plazo para la adquisi—
ción de todo tipo de bienes, desde los imprescindibles a los lujosos, y se multiplicaron
conforme crecían las necesidades de los consumidores o simplemente los intercam—
bios, en una época en la que lo habitual parecen las compraventas al fiado, según que—
da constancia también en los libros e inventarios de las compañías de mercaderes.
De los censos, préstamos hipotecarios a largo plazo, con duración a voluntad del
deudor (<<censos al quitar»), se ocuparon con reiteración los contemporáneos y también
los historiadores. Desde 1534 tenían un interés máximo del 7,14 %, y se utilizaron tanto
para financiar la expansión agraria e industrial como para gastos consuntivos o de otra
naturaleza, pues desde fechas tempranas los aristócratas aparecen como grandes toma—
dores de censos de mano de mercaderes, de instituciones religiosas o de concejos. Tam—
bién los municipios, para hacer frente a exigencias fiscales, a otros gastos y a la caída de
los ingresos suscribieron censos 0 censales, hipotecando a su garantía los bienes de pro—
pios y figurando muchas veces los regidores y jurados entre los prestamistas, lo que les
convertía en usufructuarios de los patrimonios públicos. Para el tomador, el censo cons—
tituía un instrumento de crédito, a la inversión o al consumo; para el dador, un mecanis—
mo de creación de una renta, asegurada en una hipoteca, y este aspecto es el que a fines
de siglo denunciaron arbitristas, al advertir que muchos campesinos se hallaban endeu—
dados por suscribir censos, y que la inversión del dinero en este tipo de préstamos sim—
bolizaba una mentalidad rentista y desviaba los capitales de empleos más productivos.
En el comercio exterior se generalizó el uso de letras de cambio, libradas —ven—
didas— por mercaderes, cambiadores y banqueros, para pagar en una plaza distinta y
en moneda diferente lo que se recibía о esperaba recibir en el lugar de emisión. Solían
encubrir, por tanto, una operación de crédito y otra de cambio, y su negociación cons—
tituía una enmarañada trama, llena de <<avisos y urdides ingeniosos y sutiles», sobre la
que reflexionan los moralistas, al advertir que muchas veces el dinero no seguía a
la mercancía, sino que se multiplicaba solo, corriendo en papel de una plaza a otra y
contradiciendo la máxima de que pecunia pecuniam non parere potest.
328 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Determinadas actividades se financiaban con mecanismos específicos de crédito.


En las expediciones comerciales, aparte de los seguros marítimos, contratados en Bar—
celona, Valencia, Sevilla, Burgos 0 Bilbao, se utilizaban abundantemente, al menos
en la carrera de Indias, las escrituras de cambio y préstamos marítimos, adelantos de
dinero en favor de los patrones de las naos, marineros y mercaderes, y avalados por el
valor del propio barco o de la carga, con intereses situados a menudo entre el 20 y
el 85 %, y a veces más, lo que da idea de las espectaculares ganancias que podía repor—
tar el tráfico indiano (A. M. Bernal). Para el comercio de la lana era habitual que los
mercaderes, mediante el señalamiento, avanzasen cantidades a los propietarios de los
rebaños por los vellones de varios años, lo que permitía a los <<señores de ganados»
costear los pastos de invierno y otros gastos de la cabaña. Una vez esquilada, lavada y
colocada en sacos, los mercaderes que la habían adquirido podían tratar de exportarla
ellos, o revenderla a comerciantes—financieros, como los genoveses, quienes la envia—
ban a Francia, a los Países Bajos 0 a Italia. Todo parece indicar, en cualquier caso, que
los mercaderes peninsulares manejaron con soltura la letra de cambio y otros mecanis—
mos de crédito así como la contabilidad por partida doble.
Las ferias anuales de cierta importancia constituían el lugar en que se negociaban
mercaderías y letras de cambio y en que se efectuaban compensaciones a través de los
cambiadores y bancos de feria, pues, según quedó indicado, hasta que se generalizaron las
sacas de metales preciosos, los financieros que prestaban a la Corona inveitían en produc—
tos exportables las cantidades que les eran devueltas. A la feria de Tendilla, por ejemplo,
que se celebraba a principios de la Cuaresma y duraba un mes, concurrían textiles de todas
clases, incluidos los de Flandes y lienzos vizcaínos y portugueses, hierro y pescado, espe-
cería y productos tintóreos llevados de Sevilla y Lisboa, joyas y cabal gaduras.
Con todo, las grandes ferias que ponían en relación el comercio norteño con la
cuenca del Duero y la submeseta sur, y después también con Sevilla y Lisboa, eran las
de Villalón (Cuaresma), Medina de Rioseco (agosto) y Medina del Campo (mayo y
octubre). Se trata de ferias de mercancías, en las que se vendían textiles de toda la Pe-
nínsula y del extranjero, hierro, pescado, y productos coloniales. En ellas se redistri-
buían las sedas de Toledo, los paños de Segovia, Cuenca 0 Barcelona, y los que los fa—
bricantes de la Sierra de la Demanda encaminaban al mercado gallego y al de Asturias.
Eran también ferias de pagos, en las que se realizaban compensaciones y en las que la
Monarquía concertaba y devolvía préstamos. La imbricación de las finanzas reales
con el tráfico de mercancías ocasionó el declive de las ferias de Medina del Campo,
pues cuando todo o casi todo se vendía y compraba a crédito, las bancarrotas o <<me—
dios generales» decretados por Felipe II, en especial las de 1557 y 1575, provocaban
quiebras en cadena y trastornaban por completo el sistema. Las de Villalón y Rioseco
resistieron mejor, pero sólo como ferias de mercancías, al desviarse hacia la Corte la
negociación de asientos y permitirse la saca de metales.

3.2. Los PRINCIPALES CIRCUITOS COMERCIALES

A lo largo del XVI, la política comercial, preocupada ante todo por el abasto, ten—
dió a favorecer las importaciones de alimentos y productos manufacturados. Pocas
fueron las voces, hasta que el declive industrial resultaba evidente, que se alzaron soli—
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 329

citando medidas proteccionistas que evitaran la ruinosa competencia que, en particu—


lar en el ámbito textil, tenían las mercancías extranjeras. La información que propor—
cionan diversas relaciones, los libros de compañías comerciales, algunas cuentas de
diezmos de la mar y de los puertos secos situados entre las Coronas de Aragón y Casti—
lla y entre Castilla y Portugal, así como de las aduanas que existían en Navarra, Vizca—
ya y Guipúzcoa, permiten comprobar que el territorio castellano constituía un impor—
tante mercado para los textiles que procedían de Cataluña, Aragón, Valencia, Italia y
noroeste de Europa, de productos coloniales de Portugal y de toda una serie de artícu—
los de <<quincallería» y especiería.
Una relación de las importaciones de mediados de siglo menciona hasta 37 ar—
tículos procedentes del reino portugués, desde todas las especierías hasta azúcar, algo-
dones, negros y papagayos; enumera también 27 artículos de Valencia, entre los que
destacan la seda tejida o en madeja, el arroz y los frutos secos; cinco de Cataluña y
nueve de Aragón, fundamentalmente paños. Alude a los tejidos finos de Florencia
y Milán, en donde se adquirían asimismo diversos tipos de armas; menciona cerca de
un centenar de productos franceses, entre ellos los textiles, cereales, pastel, papel, «li—
bros imprimidos de todas suertes» y «Horas de muchas suertes en latín y romance»,
rosarios, sortijas, imaginería, relojes, espejos, naipes, tijeras y hasta <<chucherías para
niños». De Flandes (unos 70 artículos) se importaban tapices, lienzos, paños y sedas,
cobre, plomo y latón, imaginería y <<lienzos pintados de muchas historias de todas
suertes», pelotas de juego, brea para navíos. De Inglaterra llegaban paños, cueros, es-
taño y pescados ceciales y de Alemania, armas, metales de la mina de los Fúcares y
<<librería de todas suertes» (F. Brumont). Según los libros de compañías mercantiles
al'incadas en Burgos, Medina del Campo y Bilbao la importación de productos france—
ses, sobre todo textiles y en algún caso concreto pastel de Toulouse, alimentaba un in—
tenso tráfico, actuando las grandes ferias como centros redistribuidores.

3.2.1. Del Cantábrico al Mediterráneo

Algunos de los principales circuitos comerciales que se desarrollan en el XVI se


habían consolidado en la Baja Edad Media. El mejor ejemplo es el eje que comunicaba
las florecientes economías urbanas de la cuenca del Duero con Burgos, los puertos
cántabros y vascos y los territorios del noroeste de Europa, en particular los Países Ba—
jos, pues primero en Brujas y después en Amberes existían diversas <<naciones» de co—
merciantes peninsulares. La propia red de caminos, muy adensada en 1546 al norte del
Guadarrama, y con un centro fundamental en Burgos, refleja la intensidad de los tráfi—
cos. El principal producto exportado venía constituido por las sacas de lana, corriendo
por cuenta del consulado de Burgos (1494) la organización de las expediciones maríti—
mas que partían de Bilbao, Santander, Laredo o San Sebastián. Bilbao era sin duda el
puerto que mejores servicios ofrecía (aunque Santander llegó a aventajarle en la ex—
portación de lanas) y desde 1511 disponía también de Consulado, creado por los co—
merciantes locales para evitar la dependencia de la jurisdicción de Burgos. Esta ciu—
dad era un centro comercial de primer orden, según pone de manifiesto la red financie—
ra de los seguros que se contrataban en ella, que cubría toda la Península. Junto a la
lana, el otro producto de exportación era el hierro: gracias a su venta y a los servicios
de transporte que prestaban vizcaínos y guipuzcoanos se desenvolvía sin problemas la
330 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

economía de sus provincias, deficitaria en cereales y muy abierta, por hallarse situa—
das las aduanas en el interior.
En dirección a la cuenca del Duero descendían una gran variedad de productos
textiles, hierro en barras y artículos de metal como cuchillería, tintes, papel y libros,
que eran redistribuidas a toda la península en las ferias mencionadas atrás. Documen—
tos de 1559—1560 y 1578 revelan la vecindad de los principales hombres de negocios
de acuerdo con lo que debían satisfacer en concepto de los diezmos de la mar por las
importaciones que efectuaran: en la primera fecha, Medina del Campo, Burgos, Valla—
dolid, Toledo, Bilbao y Vitoria encabezan la relación según el valor de las cantidades
a pagar, y luego se mencionan otras poblaciones de la submeseta norte (Medina de
Rioseco, Villalón) y del Cantábrico. En 1578 continúa destacando Medina del Campo
(18 grandes negociantes), Burgos (14) y le siguen Toledo (13) y Madrid (6), mientras
Valladolid ha descendido al séptimo lugar, con sólo un gran negociante. Es significa-
tiva también la presencia en la relación de mercaderes avecindados en pueblos de Pa—
lencia, Burgos y de la Sierra de la Demanda. La aparición de Madrid y Toledo en la se—
gunda fecha obedece a los efectos del cambio de residencia de la Corte y al progresivo
desplazamiento de las corrientes comerciales hacia el sur, lo que también revelan los
cambios en las redes de ventas de algunas compañías comerciales, que van orientando
negocios hacia el sur del Tajo (H. Lapeyre).
La rebelión de los Paises Bajos, en cuanto que afectó a centros importadores de lana
y, por sus repercusiones, dificultó extraordinariamente la navegación por el Canal de la
Mancha y provocó una drástica caída de las exportaciones de vellones desde 1569—1573,
aunque los envíos a Francia pudieran compensar de modo puntual las pérdidas del merca—
do flamenco, que antes de 1569 absorbía en tomo a 20.000 sacas, una cifra que a fines de
si glo quedará reducida a la cuarta parte. La ruptura de este circuito comercial, sobre el que
se basara el florecimiento de Burgos y Medina del Campo, venía a añadirse a los trastor-
nos que desde comienzos del reinado de Felipe 11 estaban sufriendo las ferias.
El derrumbe del tráfico articulado entre Medina del Campo, Burgos y el Cantábri—
co favoreció un cierto impulso del comercio mediterráneo, pues desde 1573 las ciuda—
des italianas se convierten en el principal mercado de las lanas, que ahora se exportaban
por Alicante y Cartagena, y en menor cuantía por Sevilla. De hecho, la cifra global de
lana embarcada permanece estable, después de alcanzar las cifras máximas en
1547—1549 (14.000.000 libras), en torno a 8.000.000 desde 1559 a 1582, para iniciar
luego una caída de la que sólo parcialmente se recuperan desde 1590, pues la crisis de
los grandes centros laneros italianos redujo la demanda de materia prima. El comercio
mediterráneo se benefició también del establecimiento de una <<ruta de la plata» entre
Barcelona y Génova, pues al lado del metal precioso se exportaban textiles y hierro, y se
importaban cereales o quincallen'a. Asimismo, el comercio exterior de Valencia atravie—
sa un buen momento en la segunda mitad del XVI, mediante la exportaciôn de seda y es-
parto, frutos secos y arroz, y la importación de diversos productos elaborados y sobre
todo de trigo siciliano, lugar tradicional de abasto de los grandes núcleos urbanos del
Mediterráneo occidental. Al igual que sucedía, por tanto, en el ámbito demográfico, en
la periferia levantina el comercio de importación y exportación resiste en el último cuar—
to del XVI mucho mejor que en la submeseta norte, a costa en cierto modo de orientarse
más a Italia y dar la espalda a un interior castellano en claro declive.
LOS FUNDAMENTOS ECONÓMICOS DEL IMPERIO ESPANOL 331

3.2.2. El comercio indiano

El träfico indiano constituye la gran novedad del XVI y, en principio, una singular
ventaja para la Monarquía hispana y para sus vasallos, por la riada de metales que
traían de retorno las flotas. Pero también es cierto que Sevilla fue elegida como sede
del monopolio por causas no azarosas, sino que la decisión de los monarcas vino más
bien a confirmar una posición ya ganada mucho antes de la creación de la Casa de
Contratación en 1503. La ciudad había crecido notablemente a lo largo del siglo XV y
se había dotado de buenas instalaciones portuarias y de «capital humano» para cons—
truir y reparar navíos y dirigir expediciones. El desarrollo de una agricultura comer—
cial en la campiña impulsará las exportaciones de aceite, trigo y vino, y las expedicio—
nes porla costa africana le permitirán convertirse en importante puerto de intermedia—
ción, entre el Mediterráneo y el Atlántico, en el tráfico de esclavos negros y guanches,
de materias colorantes y de oro del Sudán. La presencia de colonias de mercaderes de
distintas «naciones», entre los que sobresalen los genoveses, y el uso de mecanismos
de financiación de expediciones <<a riesgo de nao» y a riesgo sobre mercancías, an-
tes de las viajes colombínos, atestiguan el desarrollo comercial de la ciudad. Las difi-
cultades de navegación que presentaba el Guadalquivir para barcos grandes a la hora
de remontar la <<barra» de Sanlúcar se compensaban con la protección de que gozaban
las flotas, una vez recogidas (A. M. Bernal).
Los registros de la Casa de Contratación, que informan entre otras cosas del núme—
ro de barcos que partían y llegaban y de su tonelaje, han permitido a Hugette y Pierre
Chaunu reconstruir en una voluminosísima obra la trayectoria del comercio indiano,
cuya evolución aparece condicionada por la ampliación del espacio conquistado y colo—
nizado y por otros factores más coyunturales, como la producción de metales preciosos,
los conflictos que dificultaban o impedían la navegación de las ílotas, o las quiebras de
mercaderes y compañías de Sevilla derivadas de incautación por la Real Hacienda de
los tesoros particulares o de las bancarrotas decretadas por el monarca (1557, 1575).
A juzgar por el número de barcos que participaban en el comercio y por el tonelaje
de las Hotas hay que concluir que la expansión del comercio indiano fue espectacular.
No sólo viajaban cada vez más naves, sino que las que lo hacían alcanzaban un mayor
tonelaje 0 arqueo: el número de barcos que hacía anualmente la ruta indiana se multipli-
có por 4,1 desde 1506 a 1591—1600, pasando de 45 a 186, mientras que el tonelaje medio
de las flotas (toneladas de 2,83 mª) lo hizo por 8,1, subiendo de 4.480 a 36.140 las cifras
medias. Dentro de esta prolongada expansión, que culmina a fines de siglo, se notan al—
gunas breves fases de estancamiento o recesión (1522—1532, entre la explotación de las
Antillas y la conquista de Nueva España; 1545—1554, después de los problemas del
Perú), caracterizadas por la llegada de escasos tesoros, y en consecuencia poco favora—
bles al envío de mercaderías, de cuya venta se esperaba retornos en metales.
La cantidad de barcos y el tonelaje de las flotas son indicadores parciales del trá—
fico comercial, por cuanto se desconoce o se conoce mal la composición concreta y el
valor de los cargamentos, dadas las imprecisiones de impuestos como el almojarifaz—
go de Indias y la avería. Al respecto, 10 único bien analizado son las cantidades de me—
tales preciosos que se registraron en Sevilla, y cuya serie quedó expuesta atrás. Y los
metales constituían realmente el motor de este tráfico, pues las remesas de particulares
correspondían al pago de mercancías diversas, en especial productos textiles, alimen—
332 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tos (aceite y vino fundamentalmente), hierro y otras manufacturas, mientras los bar—
cos de retorno traían productos tintóreos, cueros, azúcar, algunos alimentos exóticos
y, lo más preciado, el oro y la plata, cuyo volumen determinaba la <<largueza» o <<estre—
chez» del dinero y crédito en muchas plazas europeas.
Desde la creación de la Casa de Contratación los monarcas quisieron reservar el
comercio con América a sus súbditos castellanos, obligados a registrar en Sevilla los
productos enviados 0 recibidos; desde 1529 a 1572 se autorizaron salidas de otros
puertos, pero con retorno obligado por Sevilla. El exclusivismo, señala A. M. Bernal,
<<afectaba a los partícipes que habían de figurar como titulares del comercio y no, en
absoluto, a las mercancías». Por eso desde Sevilla, y parece que cada vez más, se reex—
portaron articulos manufacturados no castellanos, en especial textiles del noroeste de
Europa y de Italia. Y los excluidos legalmente pudieron negociar por medio de testafe—
rros, asociándose con naturales o financiando operaciones. En principio, el tráfico con
América, por la distancia y los costos de ella derivados, incluidos los gravámenes para
la defensa de las flotas («averl'a»), parecía reservado a una minoría de grandes merca—
deres asociados o que recurrían a factores, capaces de manejar considerables capitales
y de obtener ganancias espectaculares, que luego invertían en operaciones financieras
de la Corona o en otros negocios, que no pocas veces les llevaron a la quiebra. En la
práctica, sin embargo, sectores diversos, desde los mercaderes genoveses hasta cléri—
gos, viudas acomodadas, sastres y traperos, aportaban mercancías a crédito y avanza—
ban dinero a préstamo y cambio marítimo para financiar la Carrera, y por lo mismo,
participaban de los beneficios. Las listas de acreedores y deudores de cambios y ries-
gos ponen de manifiesto que un abigarrado y diverso universo profesional intervenia
en el comercio indiano, aunque destaquen la gran burguesía mercantil de las ciudades
castellanas, los genoveses y los vizcaínos, que figuran entre los principales <<señores
de naos».

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CAPÍTULO 12

LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS

por TEÓFANES EGIDO


Universidad de Valladolid

Lo que suponía la Iglesia en la política de la España de los Reyes Catôlicos, de


Carlos V y de Felipe II no podría comprenderse sin tener en cuenta algunos presupues—
tos sobradamente conocidos por los historiadores.
El primero de ellos se cifra en que el concepto y la realidad de Iglesia no se limi—
taba en el siglo XVI a una organización separada de la Monarquía; mucho menos al
pontificado de Roma, visto entonces como dispensador de gracias espirituales tan va—
loradas, eso sí, pero también como otra Monarquía temporal y territorial y, además,
con intereses que chocaban en muchas ocasiones con los de los reyes de España.
En segundo lugar conviene recordar que las esferas de lo religioso, de lo espiri—
tual incluso, por tanto de la Iglesia, y de lo temporal y terreno no estaban tan definidas
como lo estarían a partir de la Ilustración. Hasta que llegue ese momento decisivo y
crítico, las sociedades, y no sólo las españolas, fueron sociedades sacralizadas, en las
que prácticamente todo, desde la política a la vida, estaba subordinado a lo religioso,
referencia decisiva.
De esta suerte se entiende mejor la política de los reyes, los comportamientos de
los españoles e incluso las capacidades y poderes de los eclesiásticos, cuyo control fue
uno de los objetivos permanentes de la Monarquía.

l. Los poderes de la Iglesia

El control de la Iglesia y de lo eclesiástico en beneficio de la Monarquía no era una


realidad intrascendente. Porque la Iglesia contaba con una administración más perfecta
que la del que podemos ver como Estado. No había rincón que escapase a su presencia y
a su organización en arzobispados (cinco en Castilla, tres en la Corona Aragón), en unos
cincuenta obispados que territorialmente estaban adscritos a los arzobispados, con sus
parroquias más o menos numerosas a tenor del desigual reparto clerical. A lo largo del
siglo, y sobre todo con Felipe II, el número de obispados aumentó con la creación de al—
336 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

gunos nuevos (por ejemplo el de Valladolid en 1595) o por desmembración de otros.


Y también el clero secular, el de obispados, catedrales, colegiatas, parroquias, infinitas
capellanías (curas que oficiaban servicios religiosos sin ser párrocos), aumentó de for—
ma considerable. De suerte que a finales del siglo XVI, combinando las datos más preci—
sos de que se dispone para Castilla con estimaciones no tan exactas para los otros territo-
rios, puede decirse que en España había más de 40.000 clérigos seculares. A ellos hay
que añadir los más de 50.000 frailes y monjas (clero regular, exento de los obispos) que
poblaban los monasterios y conventos de todos los estilos.
Más que el número, más incluso que las rentas, algunas tan altas como las del ar—
zobispado de Toledo, el de Sevilla o el de Compostela, importaba el poder del clero,
señor de los sacramentos, de las conciencias, de la vida y de la muerte, es decir, de la
salvación o de la condenación eternas, regulador del tiempo y de las fiestas, dominan—
te de la percepción del espacio por sus catedrales, monasterios e iglesias, mecenas de
las artes y de las letras, y señor también hasta de lo que podía verse como opinión pú—
blica gracias a las capacidades de los sermones en sociedades tan mayoritariamente
analfabetas que no leían pero que escuchaban.
Tenía su instrumento de presión colectiva: la Asamblea 0 Congregación del Cle-
ro, plataforma de defensa de los intereses clericales, en especial de los influyentes ca—
bildos catedralicios, generalmente animada por el de Toledo. Y tenía a su disposición
armas espirituales que esgrimió con frecuencia cuando creía conculcados sus dere—
chos, su jurisdicción o su prestigio, como era el entredicho, tan eficaz en tiempos sa—
cralizados que veían los servicios religiosos como un producto de primerísima necesi—
dad. De hecho, estas especie de huelgas o suspensión de servicios religiosos, cuando
aún no habían aparecido otras formas de protesta social, eran vivamente sentidas por
las poblaciones, que se veían privadas de lo que más cordialmente demandaban. Y ta-
les entredichos se decidían por las autoridades eclesiásticas cuando, por ejemplo, las
civiles violaban el derecho de asilo, sustrayendo por la fuerza a los delincuentes que se
acogían a los espacios inmunes de las iglesias. No eran infrecuentes estos choques en—
tre ambas jurisdicciones, como tampoco lo eran, trascendiendo de ámbitos reducidos,
los que se producían cuando se atentaba contra inmunidades de ciertas servidumbres,
como la de no alojar tropa en domicilios clericales.
A veces, estas protestas no se reducían a ámbitos locales o urbanos y se conver-
tían en entredichos más generales, que en lenguaje de hoy diríamos de alcance «nacio—
nal». Fue lo acontecido, por poner algún ejemplo, en los tiempos de Carlos V, pródi—
gos en conflictos de este talante cuando al principio de su reinado se vio necesitado
(como lo estuvo siempre) de ingresos especiales. Tenía todas las concesiones papales
necesarias para ello y quiso exigir nada menos que la décima entera de los frutos ecle—
siásticos de todos sus reinos. La reacción de la Congregación 0 Asamblea del Clero
fue el entredicho o cesación a divinis, es decir, una huelga general de servicios religio—
sos que aguantó más de cuatro meses: <<cesaron en todas las iglesias y monasterios de
Castilla los oficios divinos y cerraron las puertas, y no se decían misas». La protesta
fue tan seria, que <<en ninguna iglesia de España se hizo aquel año la procesión del
Corpus Christi por las ciudades como es costumbre». Hasta que se arreglaron las cosas
entre Corona y clero, y entonces, pero ya en pleno agosto, hizo la procesiön «cada
iglesia como mejor pudo», tal y como anotaba un cronista del tiempo, el humanista
Arcediano de Alcor, célebre traductor de Erasmo.
LA IGLESIA Y L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 337


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FUENTE: V. Vázquez de Prada, Historia económica y social de España. Los siglos XVly XVII, Confedera-
ciòn de Cajas de Ahorro, Madrid, 1978, p. 187.

MAPA 12.1. Diócesis y provincias eclesiásticas alflnalizar el sigla XVI.

Aduzco estos datos, insuficientes a todas luces, pero que pueden resultar expresi—
vos para hacerse una idea de la riqueza material de la Iglesia (lo que no quiere decir
que no hubiera muchos clérigos incongruos, es decir, pobres) y de sus poderes multi—
formes. De esta suerte se entenderá mejor el empeño de los monarcas, de sus teóricos,
de sus consejeros, por hacerse con el dominio de la Iglesia, que querían más suya que
dependiente de Roma. Lograron en buena parte su objetivo gracias a la ideología rega—
lista que fue penetrando y gracias a un título que lograron y ejercieron, el del patronato
real, construyendo algo así como una Iglesia «nacional», objetivo que se había logra—
do ya, o se lograría no tardando, por el rey de Francia, el de Portugal o por los señores
de las posesiones de los Habsburgo. Y de hecho, si no de derecho, los señores, los
príncipes, se consideraban como papas en sus dominios.

2. Regalismo

Hoy suenan a lejanas estas expresiones (regalismo, patronato real) que durante
siglos estuvieron tan vivas entre los españoles. El regalismo era la convicción, for—
mulada de muchas maneras, de que prácticamente todos aquellos aspectos que no
fueran espirituales o dogmáticos en la Iglesia entraban dentro del poder soberano del
338 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

rey. Los adversarios, porque hubo también antirregalistas y muy combativos algu—
nos, hablaban de injerencias de la potestad real en ámbitos privativos del poder del
papa, de los obispos, pero los regalistas se encargaban de insistir en que no se trataba
de injerencias sino de regalías, es decir, de la aplicación de derechos conseguidos de
concesiones pontificias 0, en los casos más radicales y ya en el siglo XVIII, de dere—
chos inherentes a la Corona, irrenunciables por tanto y que derivaban no de privile—
gios papales sino de la propia soberanía de los monarcas puestos por Dios para velar
por la Iglesia de sus reinos. Era, el regalismo, casi una mentalidad arraigada y no ex—
clusiva de España puesto que la expresión más coherente fue la de Francia con su ga—
licanismo acendrado.
La aplicación práctica de la teoría estuvo sembrada de tensiones, lo mismo en
tiempo de los Reyes Católicos que con Carlos V 0 Felipe II. Y así daba pie al Gobierno,
es decir al rey y a sus Consejos, para intervenir en atribuciones de diezmos, en intentos
de desamortizaciones de los bienes espiritualizados (amortizados), en conflictos de pro—
visiones de cargos eclesiásticos y hasta en detalles mínimos como ordenar procesiones 0
cosas semejantes, como hizo Felipe II en alguna ocasión, por ni siquiera aludir a la brega
constante con la curia romana (el gobierno del papa) con motivo del dinero que ingresa—
ba о de los problemas que creaba por conceder dispensas de impedimentos a causa de
las reservas de tantos casos como había hecho Roma en su beneficio.
Dentro del complejo y conflictivo entramado de regalías, el poder monárquico
disponía de defensas eficaces. Para intervenir y decidir en algo tan frecuente entonces
como eran los conilictos clericales internos contaba con los llamados «recursos de
fuerza», apelaciones por los eclesiásticos a la justicia real, saliendo las causas del fue—
ro eclesiástico, el privilegio que tenían los clérigos para no serjuzgados por tribunales
civiles sino sólo por los propios, de los obispados o de las órdenes religiosas (el de la
Inquisición es algo aparte del que luego trataremos). Suponía la erosión de una de las
inmunidades eclesiásticas, lo que venía bien a la justicia real para afianzar su poder.
En las relaciones con Roma el mecanismo más socorrido de defensa contra lo que
el regalismo juzgaba intromisiones papales fue la censura que de todo documento
pontificio (bulas, breves, moms proprios, rescriptos y similares) podía hacer el rey, re—
teniéndolo hasta quejuzgase conveniente, si es que se consideraba conveniente publi—
carlo y aplicarlo, concediendo el <<exequátur» (ejecútese), el placet о pase regio. Si se
tiene en cuenta que el único medio de comunicarse Roma con el universo católico era
éste, puede deducirse lo efectivo del control monárquico para impedir la noticia, la
circulación y la aplicación de las decisiones romanas. También el derecho del exequá—
tur se ejerció con frecuencia y fue especialmente defendido y utilizado, desde los Re—
yes Católicos hasta Felipe II, para el gobierno de la Iglesia de las Indias, tan alejadas
de Roma y donde apenas entraba otra autoridad que la real puesto que nunca se permi—
tió allí la presencia de nuncios ni de otros representantes del poder pontificio.
De forma que cualquier intentona de mermar el poder eclesiástico del rey se en—
contraba con este antemural de la prohibición del pase 0 de la ejecuciön, recurso que
se intentó aniquilar por Roma con la famosa bula In caena Domini: la Santa Sede ha—
bía impuesto su lectura el Jueves Santo (de ahí su título), ya desde la Edad Media, en
todas las iglesias y con todas las solemnidades publicitarias. En ella excomulgaba a
todos los laicos, a los reyes y señores en concreto, que osaran atentar contra los dere—
chos de la Santa Sede, concretamente contra la libre circulación de sus determinacio-
LA AY L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 339

nes. Sabemos que los poderes civiles (y sacros al mismo tiempo), los monarcas cristia—
nos y católicos, no solían obedecer este precepto tan escasamente litúrgico. Pero no
por razones litúrgicas, al menos en España, donde no se publicó nunca esa bula de la
que todos los interesados hablaban.

3. El real patronato

Todo ello se explica por el título que justificaba (y exigía) tales y tantas interven—
ciones reales en la iglesia: el «patronato real». Ha sido éste, el del patronato, uno de
los hechos más permanentes y presentes en la historia de la Monarquía española en su
política eclesiástica, con profunda tradición medieval y con pervivencias que han lle—
gado en algunas de sus expresiones nada menos que hasta el último cuarto del si—
glo xx. Por su importancia, este problema histórico del patronato o patronazgo o como
quiera decirse, ha producido una nutrida literatura, no exenta de posiciones apologéti—
cas o denostadoras, pero que se fijaba casi sólo en las laderas jurídicas, convirtiendo el
patronato en algo jurisdiccional, en una especie de institución, y reduciéndolo casi ex—
clusivamente al derecho real de suplicación o de presentación de obispados, prelatu—
ras, prebendas y similares.
Y ciertamente, eso, y reservas, y presentaciones y dispensaciones, prebendas y
obispados, entraban en el territorio del patronato. Como entraba el contencioso per—
manente con la curia romana. Pero el patronato era más, mucho más, y algo distinto,
puesto que no era sino la aplicación de algo que hay que ver como presupuesto para ta—
les reivindicaciones y pleitos constantes. Y todo ello se explicaba por el principio más
general de que los monarcas de España se consideraban patronos de la Iglesia con todo
lo que implicaba el ser patrono, un título útil pero también oneroso, en aquellos uni-
versos mentales y comportamientos sociales, no sólo religiosos, para los que el prote—
ger a la Iglesia y usar de derechos patronales se percibía no como periférico sino esen—
cial a la Monarquía.
Por de pronto, el rey era patrono de múltiples iglesias, colegiatas y abadías, capi—
llas reales, hospitales, de las órdenes militares (cuya administración exigió todo un
Consejo de Órdenes), de órdenes monásticas, de parroquias e iglesias, de numerosas
canonjías, beneficios, capellanías y, como hemos visto, de los nuevos reinos cristia—
nos como Granada y de Canarias, del novísimo de las Indias que se irían agrandando.
¿Qué quiere decir esto? Que el fundador y patrono de todo este mundo eclesial
tenía que gastar mucho en su mantenimiento y, si se trataba de las Indias, en su evan-
gelización. Mas, también, que tenía provechos que entonces se estimaban hasta extre—
mos difíciles de valorar hoy en día. Uno de ellos, el de afianzar el control de todos los
responsables y superiores en los cargos mencionados. Otro, con tanto significado, el
contar con un almacén de mercedes y gracias con que remunerar o ganar fidelidades y
servicios de quienes se consideraban criaturas del rey. Otro, el de disponer de litur—
gias, y no sólo con las capillas reales, de sermones, al servicio de la Monarquía. Y de
aplicación de misas, sufragios, de oraciones permanentes por el patrono, es decir, por
el rey de turno y por el alma de sus antecesores. A fin de cuentas era un medio, el más
sonoro, de propaganda monárquica. Propaganda que influyó, no cabe duda, en la ima—
gen idealizada de los reyes que se forjó en la percepción popular.
340 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Ahora bien, aunque no fuera el único, el derecho de patronato más preciado y


más eficaz para el control de la Iglesia española fue el de presentación de sus obispos:
los reyes proponían (presentaban) para los obispados a los candidatos que creían más
convenientes y el papa se comprometía a instituirlos canónicamente. Le había costado
a Roma hacerse con la reserva centralizada de designar a los obispos, facultad que has—
ta el siglo XIV había pertenecido a los cabildos catedralicios. El privilegio real se logró
en un periodo relativamente corto: los Reyes Católicos consiguieron a partir de 1486
la presentación parcial para algunas de sus iglesias, privilegio que se iría ampliando
desde 1493 para las Indias, para toda Castilla y Aragón, pronto para Navarra, y en
1523 se cierra el ciclo con la generosa concesión de Adriano VI a Carlos V: obispos y
algunos beneficios dependerían en su nominación de los reyes de España para toda su
Iglesia (en el siglo XVIII se ampliaría prácticamente a todos los beneficios y otras pre—
bendas pudiéndose hablar, entonces, de patronato universal).
No era la papal una concesión insólita: de ella, como hemos visto, disfrutaban ya
Portugal y Francia. Con ello se pretendía contrarrestar, o anular, la facultad romana de
proveer obispados españoles con curiales u otros candidatos que quería premiar, no
siendo excepcional que las diócesis tuviesen obispos extranjeros, casi siempre italia—
nos, que no pisaban por ellas y se llevaban sus rentas. Por lo mismo, no siempre coin—
cidían papa, o su curia, y monarca en la designación que podía encubrir tantos intere—
ses, pero en los pleitos inevitables casi siempre tuvo que ceder Roma. La jerarquía,
por tanto, tuvo lazos de dependencia del monarca, que encontró en ella apoyos sólo
amenazados en contadísimas circunstancias puesto que los obispos habían sido pre—
sentados tras un proceso que se atenía a criterios selectivos regalistas. Los obispos se
irían convirtiendo en una especie de funcionarios reales. Fue éste, seguramente, el fac—
tor decisivo del control de la Iglesia por parte de los reyes de España (que no llegó a
los extremos del galicanismo en la Iglesia francesa) y de la identificación del episco—
pado con el absolutismo.

4. El rey, protector de su Iglesia

Todo ello partía de una convicción, de una especie de axioma, que venía de lejos
y que hay que relacionar con la situación de los reinos de España y sus avatares pecu-
liares. Durante la época llamada de la reconquista peninsular, de la evangelización in—
diana, hubo integrantes sustanciales que confluyeron en ese ver al rey como responsa—
ble y beneficiario de una Iglesia, de una Cristiandad, que se había ido construyendo
gracias a e'l y a espaldas de Roma, o de Roma sin casi enterarse. Las posibilidades y di-
ficultades de las comunicaciones, las inversiones y compromisos, todo ese entramado
mental de cruzada que se fue fabricando, convirtió en realidad la idea de que los reyes
tenían que proteger a la Iglesia por ellos casi creada, fundada, dotada y vigilada y ejer—
cer ciertos derechos a cambio de tanta generosidad.
Nada más explícito para comprender esta idea que el viejo texto, convertido en
formulador de este axioma, de Alfonso X en la primera de sus Partidas, cuando a pro—
pósito del derecho que asiste al rey para asentir o disentir de la elección de prelados
hecha, entonces, por los cabildos en sus reinos, razonaba: <<Et esta mayoría et honra
han los reyes de España por tres razones: la primera porque ganaron la tierra de los
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 341

moros, et ficieron las mezquitas eglesías, e echaron dende el nombre de Mamad et me—
tieron hi el de nuestro Sefior Iesu Cristo; la segunda porque las fundaron de nuevo en
lugares do nunca las hobo; 1a tercera porque las dotaron, et demás les fecieron et facen
mucho bien. Et por eso han derecho los reyes de rogarles los cabildos en fecho de elec—
ciones, et ellos de caber su ruego.»
Hay que insistir en la idea, todo lo difusa que se quiera pero operante, de que la
Iglesia de España se miraba como si fuera más del rey que del papa. A afianzar más
esta convicción contribuyeron los hechos de las conquistas de Canarias y del reino de
Granada: el papa Inocencio VIII, en su bula Ortodoxae fidei (13 de diciembre de
1486), concedía a don Fernando y a doña Isabel, más a ésta que a aquél, el «derecho
pleno del patronato real» sobre las iglesias de Canarias, el reino de Granada y de Puer—
to Real. Lo que interesan son los motivos de este patronato, justamente ganado por
tanto como están haciendo porla cristiandad, porla fe, por la Iglesia, aquellos «atletas
y propugnadores acérrimos de Cristo como eran —dice el Papa— nuestro hijo carísi—
mo en Cristo el rey Fernando y nuestra carísima hija en Cristo Isabel, reina de Castilla
y León, que no solamente se empeñaron en proseguir la tarea de luchar contra los in—
fieles de las islas de Canaria, sino que también continuaron luchando por el reino de
Granada, detentado, contra los derechos de los reyes de España, por los inmundísimos
(sic) sarracenos».
Cuando en 1492 se consume la conquista de Granada y desde que en 1493 el papa
amigo Alejandro VI (Borgia) vaya entregando la Iglesia de las Indias a los Reyes Ca—
tólicos, se conjugarán todos los motivos y fines del patronato: la fundación, la cons—
trucción, edi ficación, mantenimiento de Iglesias de acuerdo con la política, que no po—
día ser otra, de los Reyes Católicos, y de acuerdo con posibilidades de territorios nue—
vos y con las exigencias de tiempos nuevos. Fue la nueva cristianización, no tanto de
personas, que en las Indias lo sería y se intentó en Granada, cuanto de espacios, del
lenguaje, de propietarios, de liturgia, de símbolos, de edificios, en una empresa que,
con diferentes alternativas, se llevaría conjuntamente por arzobispos de Granada, por
obispos y misioneros en Indias y por representantes del poder real. Pero todo, en vir—
tud de ser los monarcas patronos de aquellas tierras y de aquellas iglesias nacidas con
la modernidad y con signos de modernidad. Lo que no quiere decir que no se importa—
ran ni se implantaran los modelos de la Cristiandad preexistente.
No tanto por dejación, que la hubo a pesar de los esfuerzos de algunos apologetas
por probar las preocupaciones intensas pontificias, cuanto por la lejanía, por la nove—
dad desconcertante de nuevos mundos que truncó tantos esquemas mentales y hasta
concepciones teológicas, los papas tuvieron que ceder a los monarcas lo que éstos no
estaban dispuestos a perder. Porque el control de lo eclesiástico, tan difícil de separar
de lo político, entraba dentro de los cometidos fundamentales de aquella monarquía
sacra y civil al mismo tiempo. Y este control tenía que ejercerse a poder ser sin media—
ciones, sin intromisiones pontificias ni curiales en todo aquello que no fuese puramen-
te espiritual o dogmático (e incluso lo dogmático se dirimía en casa por la Inquisi—
ción).
Por este talante, la historia del patronato sería también la historia de las tensiones
entre quienes querían mantenerlo y ampliarlo, y entre quienes, como la curia romana,
se esforzaron también con denuedo por convertir el patronato en algo parcial y en pri—
vilegios derogables. El ser los reyes españoles fundadores, dotadores y mantenedores
342 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de su Iglesia, influyó en la percepción que del papa y del rey se luvo por lo general.
Simplificando mucho, demasiado, quizá sin excesivo rigor histórico, cabe sugerir
que, en sus diversos sectores, la sociedad española percibía al monarca como auténti—
co pontífice, incuestionablemente más cercano y más fiable que el de Roma.

5. Los deberes del patronato real

Dejando ya lo que puede resultar un poco abstracto, recordemos los compromi-


sos que los protectores de la Iglesia tenían que cumplir por el hecho de considerarse y
de ser considerados como sus patronos y protectores. Porque, como se ha dicho, el real
patronato resultó oneroso y, al menos en cierto sentido, repercutió hasta en las finan—
zas de una Monarquía que se empeñó en la defensa de la fe como objetivo programáti—
co de su política exterior, tan inevitable como costosa. No nos detenemos en esa políti—
ca internacional, tan decisiva y condicionante pero que se estudia en otros capítulos de
este libro. Nos fijamos en los problemas que se refieren más directamente a las rela—
ciones de la Monarquía con la Iglesia.

5.1. EL CELO POR LA ORTODOXIA

Quienquiera que se haya preocupado por los cuerpos legislativos de la Monar—


quía en sus diversos reinos (y animamos a los estudiantes a que echen un vistazo a esas
recopilaciones que recogen las leyes que estuvieron vigentes en el siglo XVI), habrá
podido observar dos cosas: el peso, no sólo cuantitativo, que todos los asuntos religio—
sos, eclesiásticos, tienen en el conjunto de esos textos; y, en segundo lugar, cómo to-
dos se abren por la confesión de fe, con el credo. Es un indicador más, y elocuente, de
cómo la política, el gobierno entero dela Monarquía, se subordinaba al deber de lograr
y garantizar la ortodoxia, la fe verdadera, que no era otra que la oficial, la cristiana y,
cuando la Cristiandad se rompa, la católica y, como se decía, apostólica y romana.
Porque la heterodoxia,la herejía, la desviación de la confesión o del credo oficial, no
era algo que se redujera al ámbito de lo privado 0 a disidencias más 0 menos peligro—
sas; se percibía como todo un atentado contra Dios y, por lo mismo, contra la Iglesia,
contra la sociedad, contra el orden, contra lo que equivalía al Estado. Algunos estudio-
sos de las herejías en el siglo XVI las comparan con el terrorismo más temible de tiem—
pos posteriores. Su represión sería, por tanto, el objetivo primordial de las preocupa—
ciones de los reyes, puesto que a pesar de que se hable de ella, la tolerancia sería una
realidad muy posterior y costosamente lograda, lo que no quiere decir que no se oye—
ran algunas voces, aisladas y fuera de España, que la reclamaran en el siglo XVI.

5.2. LA INQUISICIÓN

El instrumentoformidable del que se dotó la Monarquía para asegurar la ortodo—


xia y castigar la heterodoxia, la herejía, fue la Inquisición. Desde su propio nacimiento
hasta mucho después de su abolición (cuando asome el liberalismo), incluso en nues—
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 343

tros días, ha sido objeto de tanta defensa y de tanto denuesto, ha sido mirada y estudia—
da con actitudes tan polémicas, y ha producido una masa tal de bibliografia, que el
mero intento de presentarla en espacio tan reducido como éste es, sencillamente, gro—
tesco. Remitimos, porque no queda más remedio, a las monografías que a partir de la
segunda mitad del siglo XX vienen revisando esta realidad histórica compleja con
fuentes y planteamientos nuevos, rigurosos y exentos de elementos extrahistóricos.
Hay que empezar diciendo que Inquisiciones (tribunales encargados de indagar,
delatar, juzgar y castigar la herejía) las hubo prácticamente en toda la Cristiandad des—
de la Edad Media. Mejor dicho, en toda la Cristiandad menos en Castilla, que era una
excepción singular. Pero la medieval era una Inquisición que dependía de los obispos.
La Inquisición llamada española fue un hecho de la modernidad, creado por los Reyes
Católicos y controlado (salvo en rarísimas ocasiones) por los gobiernos de los monar-
cas, que tuvieron como programa prioritario el de administrar la pureza de la fe de sus
súbditos sustrayendo este quehacer a la jurisdicción de los obispos. Se convirtió, por
lo tanto, en un organismo estatal, y de hecho se incorporó a la administración <<cen—
tral» como otro Consejo (especie de ministerio), pero no como un Consejo cualquiera
sino con capacidad de intervención en todos los territorios peninsulares, sin exencio—
nes de ninguna clase, en algunos italianos y, algo más tarde, en los de las Indias sin li—
mitaciones impuestas por los fueros (por eso en Aragón costó más su imposición que
en Castilla) ni por la condición social.
Esta Inquisición moderna, española, nació legalmente en 1478, cuando los reyes
lograron del papa Sixto IV la facultad de nombrar en sus reinos y señoríos dos o tres va—
rones apropiados para «inquirir y proceder contra los inculpados de infidelidad y herejía
y contra los favorecedores y receptadores de ellos». Todo provenía de las informaciones
que sobre tales peligros (se pensaba en los judíos convertidos) se recibían en Andalucía.
Dos años se tardó en que comenzara a funcionar la Inquisición, entre otros motivos por—
que el Papa se dio cuenta del instrumento que había puesto a disposición del poder real e
intentó (ya era tarde) contrarrestarlo con nombramientos de inquisidores hechos por él.
La respuesta fue el nombramiento del Inquisidor general, asesorado por el Consejo de la
Suprema y General Inquisición (la Suprema se llamaría), instancias que no siempre
irían de acuerdo. Coordinarían la acción de los tribunales locales, comenzando por el de
Sevilla (1480), primero de los que se fueron creando, al principio muchos y ambulantes
en su quehacer, después fijados en una veintena de distritos.
Fue una organización singular y efectiva. Con escasa burocracia (eran funciona—
rios), la Inquisición logró penetrar en todos los rincones con su presencia física, por
los edictos de fe, por los comisarios, por las visitas de distrito, por los familiares, auxi—
liares, éstos, más bien honorarios, anhelosos de prestigio y no muy numerosos pero
que resultaron elementos tan activos en la implantación de lo que podría decirse (no
todos están de acuerdo en ello) mentalidad inquisitorial, puesto que todos estaban
obligados a la delación. La penetración del espíritu inquisitorial no [ue sólo territorial:
partiendo de sus primeros cometidos de velar por la ortodoxia contra judíos y musul—
manes, iría ampliando su campo de acción a otras herejías, a otros delitos, a la lectura,
a la conversación, al lenguaje, a los comportamientos. El miedo colectivo sería tam—
bién causa y efecto de estas presencias ya que, a despecho de quienes afirmaban lo
contrario, parece que la Inquisición fue impopular y temida en sus orígenes y en su de—
sarrollo.
344 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

También se ha discutido sobre sus métodos, que, partiendo de la delación, del se-
creto de los delatores y de los testigos, del secreto de sus cárceles preventivas, se cifra-
ban en un proceso singular que terminaba en el auto de fe, o sea, enla publicación de la
sentencia y aplicación de las penas, pero de forma espectacular, como si de una fiesta
y de una apoteosis perfectamente escenografiada y medicinal (ejemplar) se tratara. No
se sabe cuántos fueron enviados a la hoguera o relajados para que la justicia civil los
quemara, ya que los inquisidores eran eclesiásticos que no podían ejecutar penas de
muerte (porque el hereje tenía que ser quemado, aniquilado, para que no quedara ni
rastro de su herejía). Fueron más duros los primeros tiempos de la Inquisición, a la
caza de judaizantes, pero no debe olvidarse que incluso los condenados a otras penas,
socialmente podían considerarse casi como difuntos, con sambenito de por vida, por
la marginación visible a que eran sometidos ellos y sus descendientes.
Hay que advertir, también de partida, que la historia de la Inquisición española na-
ció y vivió en medio de conflictos permanentes. Hubo reticencias por parte de los obis—
pos, que se veían privados de uno de sus poderes primordiales; con la justicia real por—
que, con el tiempo, la Inquisición quiso monopolizar algunos ámbitos de su acción
(como la bigamia, la sodomía). En este sentido no hay que creer que fueran triviales ni
mucho menos los enfrentamientos protocolarios por precedencias en celebraciones y
ceremonias con otras instituciones como cabildos, ayuntamientos, chancillerías y au—
diencias donde coincidían con las sedes del Tribunal de la Fe. Tuvo conflictos desde su
proyecto inicial puesto que algunas personas de prestigio, como [ray Hernando de Tala—
vera, el confesor de la reina, no eran partidarios de sus objetivos ni de sus métodos. Los
tuvo en su institución aragonesa por las resistencias de judíos y conversos, de los vela—
dores de los fueros, hasta el extremo de morir asesinado el inquisidor Pedro Arbués
(1486). Cisneros y los propios reyes tuvieron que intervenir ante excesos fanáticos (o in—
teresados) cometidos en Andalucía por algunos inquisidores. En los tiempos duros de
Felipe II, que otorgó más poder y autonomía al Santo Oficio, el conflicto desencadenó el
forcejeo entre el Papa y el Rey, empeñado éste en que el proceso del arzobispo de Tole-
do, Bartolomé de Carranza, no saliera de la jurisdicción real para pasar ala pontificia, a
la que el reo había apelado y la que, aunque ya tarde, le juzgaría. Tuvieron especial reso—
nancia los hechos de Zaragoza, enfrentada por 1591 a causa del otro proceso, el famoso
y turbio de Antonio Pérez, acogido al fuero, conducido a la Inquisición, rescatado de
ella ante una población amotinada en su defensa y contra el Santo Tribunal obediente a
las directrices del Rey. Y los seguiría teniendo hasta su extinción, sobre todo en el siglo
XVIII, cuando la Inquisición andaba ya vieja y bastante desprestigiada.

5.3. LA UNIDAD DE FEI DEL PROBLEMA JUDÍO AL PROBLEMA DE LOS CONVERSOS

La Inquisición moderna se estableció, huelga advertirlo, para garantizar la orto—


doxia de los bautizados, únicos capaces de ser herejes. Los no bautizados, a finales del
siglo xv, quedaban al margen de su jurisdicción. Ahora bien, en la construcción
del Estado moderno por los Reyes Católicos, sobre todo después de las Cortes de To—
ledo de 1480, y lograda la unión monárquica para todos los reinos, era imprescindible
conseguir la otra unidad, la única que existiría en realidad: la unidad de fe, signo de
identidad de una Monarquía que necesitaba esta precoz confesionalización (un solo
LA AY LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 345

credo, una sola religión oficial impuesta por los reyes absolutistas como necesidad de
su poder). Para cubrir este objetivo no sólo se requería la ortodoxia de todos los cris—
tianos sino también que todos los súbditos fueran cristianos. Y en este sentido, por
1480 España se hallaba con el problema, porque como problema se vio por la mayoría
cristiana, del hecho de otros castellanos y aragoneses no cristianos y que seguían la ley
de Moisés (judíos) o de Mahoma (mudéjares).
No es éste el lugar de tratar del proceso de discriminación y de debilitamiento de
losjudíos españoles (tan españoles como los cristianos viejos) sobre todo desde fines
del siglo XIV con los «progroms» de 1391, con el aislamiento posterior en las ciudades,
ya que eran más urbanos que rurales, y en sus aljamas o juderías, y con el acoso azuza—
do por predicadores, por sectores populares, por polémicas, por odios religiosos (Ne-
tanyahu dice que raciales), de suerte que los reyes tenían que intervenir con medidas
de protección hacia estos súbditos suyos, minoritarios pero útiles. A las alturas de
1492 muchos se habían bautizado presionados o por sinceridad, originando el grupo
de judeoconversos verdaderos о judaizantes (bautizados, éstos, pero sin conversión
interior y practicantes de la religión judía). De pronto, el 30 de marzo de ese mismo
año, se decretó la expulsión de todos los judíos de los reinos de España que no se bau—
tizasen: no cabía otra alternativa que la del bautismo о el exilio. Se les daba un plazo
para ajustar la venta de sus bienes, la conversión de sus monedas de oro y plata en le—
tras de cambio si es que optaban por el éxodo. Y tuvieron que malvender, dicen dema—
siados testigos, en aquellos seis meses de plazo agitado sus haciendas, sus casas, sus
enseres, sus títulos, hasta sus cementerios, puesto que las prisas por hacerlo se presta—
ban a la especulación de los compradores y a las ocultaciones de los expulsados.
А1 margen de ello, y al mismo tiempo, hubo presiones y ruegos por parte de los po—
derosos judíos para que no se aplicara el edicto. Debieron de menudear las conversiones
en este tiempo intermedio. No se sabe hasta qué número. Parece que, salvo excepciones,
quienes se bautizaron fueron los más ricos, sordos a las predicaciones encendidas de los
rabinos que mantenían el fervor de los otros con esperanzas mesiánicas. Hubo, de todas
formas, extraordinaria actividad proselitista para forzar el bautismo, y no es desdeñable
la opinión de quienes piensan que los Reyes Católicos tuvieron esperanzas de que sus
súbditos judíos se bautizaran en la inmensa mayoría. Por los caminos, en aquella diás—
pora, y mientras llegaban a los puertos o salidas, también hubo bautizos. Era el último
esfuerzo. Porque los más se lanzaron al éxodo, animados por los rabinos, esperanzados
en arribar a tierras prometidas y en asistencias divinas. Las condiciones de aquel exilio
podemos deducirlas leyendo al cronista Andrés Bemáldez (el Cura de los Palacios), más
creíble en esto por haber sido testigo presencial y poco amigo de los judíos:
Y confiando en las vanas esperanzas de su ceguedad, se metieron al trabajo del ea—
mino, y salieron de las tierras de sus nacimientos, chicos e grandes, viejos 0 niños, a pie
y caballeros en asnos y en otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes cada uno
-a los puertos que habían de ir. E iban por los caminos y campos por donde iban con mu-
chos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros moriendo, otros nacien-
do, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos. Y siempre
por do iban los convidaban al bautismo, y algunos conla cuita se convertían e quedaban,
pero muy pocos; y los rabíes los iban esforzando y hacían cantar a las mujeres y mance—
bos, y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así salieron de Castilla y llegaron
a los puertos, donde embarcaron los unos, y los otros a Portugal.
346 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

No se sabe a ciencia cierta el número de los judios españoles que tuvieron que
emigrar, puesto que entonces no se tenia el mismo sentido de la exactitud que en tiem-
pos posteriores. Por esta imprecisión se han arbitrado cifras exageradas a todas luces,
y hoy, conforme a las estimaciones más probables, se da por sentado que anduvieron
entre los 150.000 y 200.000.
También sobre las causas y motivos se ha especulado en demasía. No es fácil
probar motivaciones económicas ni sociales en la decisión de expulsarlos, decisión en
la que se va dando entrada a estímulos religiosos, más que racistas, puesto que a fines
del siglo XV ya habian cuajado todos los integrantes del odio a lo judio: el mito de los
crímenes rituales, de las profanaciones también rituales (el episodio del Niño de la
Guardia, las hostias vulneradas, son expresiones de la imaginaria antijudía que tanto
pesaba en sectores no sólo populares). La causa oficial, de todas formas, la esgrimida
en el decreto, fue la de garantizar la ortodoxia, tan amenazada de contagio por el pro—
selitismo de los judíos, crimen «el más peligroso y contagioso», se dice, y que no se
había podido evitar ni con la anterior expulsión de Andalucía.
Portugal fue el destino preferido y el mejor aprovechado por el rey luso, que ex-
plotó a los judíos con impuestos y donativos exorbitantes a cambio de la permanencia,
para el embarque cuando llegue la hora de la expulsión en 1498, con resultados distin—
tos a los de España puesto que en Portugal fueron numerosos los bautizos de última
hora y, por lo mismo, los criptojudíos y judaizantes. También se dirigieron a Navarra,
que los expulsará por l497 siguiendo el modelo castellano. Hacia el norte de África,
donde los pésimos tratos recibidos los empujarán de nuevo a Espafia y forzarán a mu—
chos al retorno en un flujo que se cortará drásticamente en 1499.
Los destinos estables de los judíos sefardíes (de España) serán Roma, donde se-
rán tolerados aunque a veces en situaciones de miseria; Ferrara, acogedora de exilia—
dos religiosos, y donde se imprimió la primera traducción de la Biblia en deliciosoju—
deoespañol por 1553. E1 refugio más socorrido de judíos exiliados de España y Portu—
gal fue Amsterdam, especie de Nueva Jerusalén con su sinagoga floreciente y donde
encontraron libertad para su religión, para su cultura, para sus negocios.
No fue menor el flujo hacia el Imperio otomano. Allí se establecieron grupos
nutridos de judíos españoles expulsados en 1492 de su Sefarad. La tolerancia de los
turcos ayudó a la política práctica de los sultanes,a los que vinieron bien aquellos ges-
tores, aquellos operarios, comerciantes, linancieros, trabajadores todos. El primer
destino fue el de Constantinopla, y Salónica sería el núcleo principal y más activo de
los sefardíes. De allí irradiarían hacia Esmirna, Brusa, Damasco, Safed, Jerusalén, y
hasta Belgrado. Aquellas comunidades boyantes constituyeron una especie de nación
sin territorio nacional pero con sus peculiaridades gracias a su lengua castellana sin-
gular (el sefardi) y a su cultura.
En la expulsión, trágica, de tantos castellanos y aragoneses se han fijado casi to—
dos. Más tardía ha sido la atención prestada a los otros: los judíos españoles que se
convirtieron y se quedaron en los reinos españoles. Aquellos bautizados entre 1492 y
1499 engrosaron el sector (presentado por Antonio Domínguez Ortiz en sus primeras
y decisivas investigaciones como una clase social), nutrido y cualificado, de tantos
otros como se habían ido convirtiendo desde cien años antes. Con la expulsión, los ju-
díos españoles convertidos se vieron libres del acoso de los suyos. Pero fueron víctima
de la marginación, de la persecución, del odio, de los cristianos viejos. Convencidos,
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 347

éstos, de que el ser judío era una especie de pecado original indeleble, arroj aron sobre
los marranos, lindos, confesos, «ellos», «los otros», todos los integrantes del mito ad—
verso al judío. Generalizaron la sospecha de las conversiones simuladas y de que era
lo mismo ser judío que converso del judaísmo y judaizante.
Instrumentos nuevos, como el de la Inquisición, encontraron el cebo adecuado
para la caza de herejías, y sus edictos y anatemas publicados solemnemente, año tras
año, en ceremonias impresionantes, se encargaron de perpetuar los signos de identi—
dad de una cultura que ya no existía.
La segregación, la discriminación, contó con otros resortes, más sutiles, no me—
nos eficaces. Fueron los estatutos de limpieza de sangre, no institucionalizados, pero
cada vez más generales y admitidos. Pureza de fe se asociaba a limpeza de sangre, a
connotaciones castizas, a pureza de oficio (la agricultura noble contra los viles indus—
tria y comercio y medicina y finanzas y tantas cosas más). De esta suerte, quien no
probara que en un sinfín de generaciones no contaba con alguna gota o mezcla de san-
gre de raza (o que no hubiera sido inquisitoriado), se hallaba incapacitado para acce—
der a los Colegios Mayores, a Univesidades, a cabildos catedralicios, a Consejos cen—
trales como el de la Inquisición, a bastantes cofradías, a cargos municipales, por su—
puesto a encomiendas de Órdenes Militares, a embarcarse para las Indias, al resto de
las órdenes religiosas que siguieron el modelo de exclusión de los jerónimos. Y para
qué seguir. Porque lo más profundo fue el ambiente denso de rechazo que germinó y
fructií'icó hasta constitutir uno de los integrantes más arraigados de la mentalidad cas—
tellanovieja, sensible y exacerbada en el Barroco.
Sería de ingenuos creer que los judíos convertidos, y los hijos de sus hijos, per—
manecieron tan tranquilos ante esta cascada de exclusiones. Contaron con recursos, y
los esgrimieron con generosidad y habilidad, para burlar la trama densa que intentó su
muerte social. Claro está que la consecuencia, inevitable por otra parte, fue la desapa—
rición de su identidad cultural porque, a diferencia de los moriscos, si por algo se ca-
racterizaron los comportamientos de los judeoconversos fue por su anhelo de asimila—
ción ala mayoría cristianovieja.
Algunos se quejaron por la «muerte sin sosiego», porla imposibilidad de que tan—
ta renuncia fuese capaz de borrar el nombre y la imagen de <<viejo puto judío». Otras
veces la queja se esconde en las intimidades de la experiencia mística, directa, con
Dios, sin mediadores, más erasmista, alumbrada u ortodoxa, pero siempre de espaldas
a una sociedad arisca y criticada en su hipocresía, en su obsesión por una honra que no
era la de verdad, como lamentaba una descendiente de conversos, santa Teresa.
Los más se empeñaron en algo peculiar de la psicología colectiva de los conver—
sos: en borrar la memoria de su pasado, en alardes cristianoviejos. Se hicieron desapa—
recer sambenitos delatores con sorpredente naturalidad (y no tan sorprendentes com—
plicidades). Emigraron a otras ciudades, cambiaron los patronímicos, contaron con
genealogistas que fabricaron linajes limpísimos, casaron con gentes hidalgas, con oli—
garquías urbanas. Las prácticas de la Chancillería (y las penurias de la Monarquía) fa-
cilitaron la compra de hidalguías, de fehacientes ejecutorias aunque fuese a costa de
corromper testigos que se prestaban a algo más que un juego demasiado habitual. Y,
ejecutoria en mano, aunque todo el mundo conociese sus alteraciones, se abrían las
puertas para todo lo demás.
Pero tampoco faltaron defensas de fuera. Y desde los mismos confines de la ex—
348 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

pulsión se fue formando, por parte de otros critianos viejos, el discurso histórico y teo—
lógico en favor de los conversos y contra los estatutos de limpieza y la opinión hostil.
Fueron muchos los comprometidos en esta brega contra comportamientos que se juz—
gaban escasamente cristianos, y entre los comprometidos, los hubo cualificados,
como santa Teresa, 0 los conocidos escritores y predicadores Domingo de Baltanás y
Agustín Salucio. O como aquel franciscano anónimo que, en el fragor de tanto recha-
zo, avanzado el siglo XVI, lamentaba la realidad trágica de la peculiar percepción de la
honra: <<Ya no se tiene en España por tanta infamia ni afrenta haber sido blasfemo, la—
drón, salteador de caminos, adúltero, sacrílego, o ser inficionado de otro cualquier vi—
cio, como descender de judíos aunque haya doscientos o trescientos años que sus
abuelos se convirtieron a la fe católica.»
La política real nunca fue entusiasta hacia tales exclusiones. La Ilustración se en—
cargaría de lo demás. Y aunque se siguieran exigiendo probanzas de limpieza de san—
gre de forma mimética, se olvidó el problema converso. Hasta tal extremo, que, de no
haber sido por las intuiciones de Américo Castro, por las investigaciones de Domín—
guez Ortiz y de otros historiadores, se ignoraría que hubo un tiempo largo durante el
que la historia de España, de la España interna, de la vida cotidiana y social, estuvo
marcada por la obsesión de la limpieza de sangre, de raza, de oficio.

5.4. MUDÉJARES Y M。RーSC〇S

Los musulmanes primero, moriscos después, no tuvieron el mismo tratamiento


por parte del poder político que el dado a losjudíos y a losjudeoconversos. Tampoco
la Inquisición, que tuvo a los moriscos (mudéjares bautizados) en su punto de mira,
y que actuó contra ellos, lo hizo con el mismo rigor que el usado con los anteriores.
Los motivos hay que buscarlos en la utilidad de los moriscos como agricultores, hor—
telanos, constructores o vasallos necesarios para los señores valencianos. Además,
sus actitudes fueron muy distintas a las de los judeoconversos: no tuvieron interés,
quizá ni oportunidad puesto que socialmente no se los valoraba tanto, en identificar-
se con los cristianos y sí en mantener sus signos de identidad, su religión y su cultu—
ra. Y, en fin, no resultaban tan peligrosos para la unidad de fe puesto que no eran pro-
selitistas.
Pero todo se explica mejor si se tienen en cuenta los avatares siguientes al fin de
la reconquista del reino nazarí en enero de 1492. Еп las capitulaciones de los Reyes
Católicos se establecía el respeto a los moros, incluso a los elches (cristianos converti-
dos al Islam), a su religión y a su cultura. Lo que no quería ocultar la esperanza de que
se fueran convirtiendo, ellos o sus hijos, al cristianismo ya que el reino de Granada
(Málaga, Almería, la propia Granada) ofrecían una oportunidad única para establecer
la 1 glesia ideal, cristianizada. Con este respeto y con esa esperanza el primer arzobispo
de Granada, fray Hernando de Talavera, se esforzó por la conversión suave, por la
convicción, con resultados escasamente llamativos. Cuando por 1499 retornen los Re-
yes y vean que las cosas no han cambiado demasiado, se inicia otra etapa, la de la con—
versión o, mejor dicho, la del bautizo a la fuerza, conforme al programa de Cisneros.
La rotura de lo estipulado se justificaria cuando desde ese mismo momento estallaron
sublevaciones en el Albaicín, en la Sierra, que condujeron a decretar (1502) 10 que era
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 349

de esperar: el bautizo o el exilio. Y como los moros eran de talante muy distinto al de
los judíos, la inmensa mayoría optó por el bautismo.
Fue ésta la medida que se aplicó en Murcia, en Castilla, en Navarra al poco tiem—
po de su conquista y, más tarde, en 1525, en la Corona de Aragón. Lo acontecido en
Valencia, que debe entenderse dentro de la guerra de las Germanías, ha sido lo más y
mejor estudiado. Porque resultó que los agermanados, seguramente por su animadver-
sión a los señores a los que tan rentablemente servían los moros, pero también por mo—
tivos religiosos y ciertos mesianismos (el fanatismo está fuera de duda en tiempos,
como aquéllos, de intolerancia general), la emprendieron con el bautismo forzoso y
masivo de los mudéjares, que, al ser considerados como cristianos podían resultar no
tan rentables. Comisiones, deliberaciones, dieron por bueno el bautizo, y desde 1525
en España no hubo moros, sólo moriscos.
Con lo cual se agudizó el problema morisco actuante desde 1492. Porque resultö
que los mudéjares se bautizaban pero no se convertían en su inmensa mayoría. La ро—
litica, la real y la eclesiástica, que iban unidas, se empeñó en campañas de evangeliza—
ción, de catequesis, con colegios incluso para moriscos, con catecismos en aljamiado,
con la creación de más parroquias, con la predicación y misiones. Y con la Inquisición
en momentos varios. Todo fue inútil, en parte porque muchos programas no se lleva—
ron a cabo, о se realizaron mal, porque en los dirigentes estaba la idea de la asimila—
ción, pero sobre todo porque los moriscos no aceptaron nunca sinceramente la nueva
religión que se les imponía y que exigía el despojo de su cultura, los cambios en las
creencias, en los dogmas, en el vestir, en el comer, en la higiene, en el rezar, en el len—
guaje, en la fiestas, en los ritos, en las zambras. Como tenían a mano el recurso de la
Taqiyya (simulación), externamente se bautizaban y practicaban una religión que in—
terna y domésticamente compensaban con la vivencia de la suya.
La tensión constante no podía perdurar, y se comenzó a quebrar de manera inexo—
rable ante las resistencias armadas de los moriscos de la Alpujarra hacia 1568, con su
derrota y su dispersión por Castilla, repoblada de <<m0riscos nuevos», y ante la otra re—
vuelta (menos conocida) de Sevilla en 1580. La represión se fue convirtiendo en pro—
yectos de expulsión, insinuada ya en las Cortes de Valencia, en sugerencias del Con—
sejo Real, en cambios de protectores como el patriarca de Valencia, Juan de Ribera.
A partir de 1580 se fue generalizando el mito de los moriscos, además de cristianos in—
sinceros, peligrosísimos para la Iglesia y para el Estado, en cuya destrucción utiliza—
ban su prolífica reproducción, la práctica de la medicina para matar a los cristianos, las
conexiones con los enemigos de España, los berberiscos y los franceses, como se
quejaban las Cortes de Castilla. En los últimos años del siglo XVI la expulsión (que su—
cedería a los diez años) se planteaba como la única solución posible en aquella con—
frontación de mentalidades, en la que la más débil, la morisca, tenía que ceder ante la
mayoritaria, la única viable en la Monarquía confesional católica.

5.5. PR〇TESTANTES

La tara de judeoconverso fue siempre un aliciente para sospechar heterodoxias.


Pero la Inquisición necesitaba nuevos herejes. Y los tuvo, 0 se los inventó, con la pre—
sencia en los dominios de la Monarquía de la herejía más terrible que nació en el si—
350 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

glo XVI: la de Lutero, la que alimentó aquellos sonoros y apoteósicos autos de fe de


1559 1560 en Sevilla y en Valladolid, en alguno de los cuales (octubre de 1559) es—
tuvo presente el rey Felipe II. Con lo cual se identificò al Rey con la represión de la di—
sidencia incompatible con la ortodoxia. Y, sin embargo, fue el emperador Carlos V,
quien, para compensar el rotundo fracaso de su política religiosa en el Imperio, y para
aquietar su conciencia, desencadenó la persecución desde su retiro (que no lo fue tan—
to) en Yuste, como lo venía haciendo antes. Porque Lutero y el protestantismo hicie—
ron acto de presencia en tiempos anteriores al año crítico de 1559.
Dadas las inquietudes espirituales, anteriores por supuesto a Lutero, en los terri—
torios de la Monarquía española penetraron sus libros, el vehículo privilegiado de las
ideas en tiempos del Humanismo, y se sabe bien, gracias a investigaciones de Augus—
tin Redondo y de Tellechea Idígoras, que ya hacia 1519, antes de ser condenado y
proscrito, llegaban remesas nutridas de sus escritos. En 1521, y desde Worms, Car-
los V imponía censuras rigurosas para sus dominios españoles. Llegó el luteranismo
también con el retorno de los viajeros, cortesanos, soldados, estudiantes, predicado—
res, que anduvieron por Alemania en tiempos de Carlos V, o de comerciantes que te—
nían que acudir a plazas en las que había entrado ya la herejía. Noticia de él tuvieron
los privilegiados que escribieron o leyeron refutaciones de la nueva doctrina. Otras
veces las noticias se esparcieron a través de conversaciones que rumoreaban, comen—
taban y aplaudían las especies de Lutero contra frailes, contra clérigos, contra bulas,
contra el purgatorio, contra el celibato o contra el Papa.
Sin distinguir demasiado entre erasmismo, luteranismo, cristianismo interior, se
condenaba a alumbrados hacia 1525 y se formaban grupos de espirituales en Sevilla,
Valencia, Zaragoza y por tierras de Guadalajara. Hubo casos de entusiasmo por la
nueva doctrina que llevaron a la hoguera a convertidos como el burgalés Francisco
San Román (1542). Lo que se delataba, más que herejías formales, eran proposiciones
laudatorias del reformador, al que solían llamar Eleuterio, o que reproducían las críti—
cas consabidas. Incluso el citado San Román, junto a tales críticas, confesaba «que el
Emperador sucedía en la potestad de San Pedro, e que en la Iglesia no hay dos potesta-
des, una eclesiástica y otra temporal, sino solo una, e que el Emperador es sobre el
papa e sobre todos los otros eclesiásticos». Y dice más cosas, pero baste con éstas para
constatar cómo había más de rechazos que de asimilaciones, y que aquellos llamados
protestantes españoles de primera hora no habían captado nada de la frágil pero básica
eclesiología de Lutero.
Cuando estalló el escándalo fue por los confines de 1558. Felipe II no estaba en
España, cuyo gobierno llevaba su hermana, la princesa Juana, que seguía las directrices
del Emperador, muy preocupado por este problema. Se descubrieron de golpe focos de
luteranos en Sevilla y por Valladolid, se llenaron las cárceles secretas de reos delatados,
se llegó hasta encarcelar al desde hacía poco tiempo arzobispo de Toledo, Bartolomé
Carranza (que no saldría de las cárceles, las de Valladolid y las de Roma, hasta los últi—
mos días de su vida) y se creó el clima de pánico que reflejan los documentos abundan-
tes. Los acusados de luteranismo eran grupos de privilegiados, con prestigio teológico y
predicadores famosos, como Constantino Ponce en Sevilla o, allí mismo, los jerónimos
del monasterio de San Isidoro que lograron huir y, en el exilio, escribir contra la Inquisi—
ción y, lo más notable, traducir la Biblia al castellano. Algo parecido ocurría en Vallado—
lid, con Agustín de Cazalla como cabeza, y con el agravante de encontrarse allí la Corte.
LA IGLESIA Y LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS 351

El Inquisidor General, Fernando Valdés, necesitaba fortalecer su posición y, a la


vez, el poder de la Inquisición. Por ello se empeñó en agigantar el peligro y, seguramen—
te, en convertir en herejes a quienes no lo eran:

Ha sucedido que en esta Villa de Valladolid, Salamanca, Toro, Palencia y otros luga—
res se ha descubierto un gran número de luteranos, que desvergonzada y atrevidamente en—
señaban y dogmatizaban los crrorcs de Lutero, en lo cual intervenían personas cualificadas
en letras y linaje y opinión de sanctimonia, que aún al palacio real no pensaban perdonar.

Poco costó asustar al Emperador. Y menos presentar el delito tremendo como


atentado contra la religión y el Estado al mismo tiempo, como comunicaba la Inquisi—
ción al papa Paulo IV con intencionalidad fácil de descubrir:

l…] estos errores y herejías que se han comenzado a dogmatizar y sembrar de Lutero y
sus secuaces en España, han sido a manera de sedición y motín, y entre personas princi-
pales en linaje, religión y hacienda, como en deudos principales, de quien hay gran sos—
pecha que podrían suceder mayores daños si se usase con ellos de la benignidad que ha
usado el Santo Oficio con los convertidos de la ley de Moisés y de la secta de Mahoma,
que comúnmente han sido gente baja y de quien no se temía alteración ni escándalo en el
reino como se podría temer o sospechar en los culpados destas materias luteranas [...],
de quien verisimilmcnte se pudiese temer o sospechar alteración en la república cristia—
na 0 perturbación de la paz y quietud del reino.

La represión, la muerte, de esta herejía, fue la secuencia inmediata. En Sevilla y


en Valladolid se organizaron autos de fe en los que comparecieron los acusados, de los
cuales unos sesenta fueron quemados (ya se sabe: los reconciliados eran quemados
después de haber sido agarrotados; los pertinaces eran quemados vivos) y el resto con—
denado a penitencias duras. Lo cierto fue que en aquellas auténticas fiestas del triunfo
" de la ortodoxia de 1559 y 1560 fue exterminada en España la herejía luterana о 10 que
`言 fuera, porque se sigue discutiendo si se trataba de luteranos o de espirituales anhelosos
de vida interior en muchos casos.
Lo que no se puede cuestionar fue algo más elocuente porque manifiesta, con
este lenguaje especial, la realidad de las actitudes del poder monárquico ante la herejía
protestante, su compromiso con la ortodoxia y la sintonía con todo ello del sentir po—
pular. En el auto de fe vallisoletano de octubre de 1559 (que se había retrasado entre
otros motivos para que pudiera estar presente Felipe II), a determinadas alturas de la
ceremonia, en el ofertorio, ante la cruz y el misal, en aquella ocasión el arzobispo de
Sevilla, el inquisidor general, Valdés, muy solemnemente, se dirigió al Rey:

Vuestra Majestad ¿jura a Dios y a los santos evangelios que aquí están expuestos,
como crístianísimo, y da y promete su fe y palabra real como rey verdadero, que con todo
su poder y fuerzas favorecerán siempre el Santo Oficio de la Inquisición, dándole favor,
calor y ayuda para efectuar lo que por él fuere determinado contra todas y cualesquier per—
sonas de cualquier estado y condición que sean, que hayan sido contra lo que nuestra San—
ta Madre Iglesia tienen y cree? A lo que Su Majestad dijo: <<Sí, juro y someto.»

Y después, ya un relator de la Chancillería, se dirigía en altas voces a los privile—


giados asistentes en el tablado con la misma interpelación: «у ellos dijeron que así lo
352 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

juraban, con grande alarido que parecîa el juicio final», dice una de tantísimas rela—
ciones (precedentes del periodismo posterior) que circularon entonces.
No sólo eso. Hemos insistido en la importancia que tema el libro como vehiculo
de las ideas. Pues bien, en aquel ambiente no sólo se condenó a los herejes, también
fueron condenados el libro y la lectura puesto que, siguiendo modelos romanos y lova-
nienses, se elaboró el indice de los libros prohibidos llamado de Valdés, el de 1559
(porque hubo otros anteriores y se iria ampliando con los venideros). Se condenaban
en él las obras de los reformadores y los mejores y más leídos libros de la literatura
castellana, de la espiritualidad, como los de Gil Vicente, Torres Naharro, Juan del
Enzina Lazarillo de Tormes, el Audi Filia del Maestro Ávila la Católica Impugna—
ción de Hernando de Talavera, las obras de Erasmo, de Valdés, de Constantino, de Ca—
rranza, Fray Luis de Granada de la oración y meditación, y de la devoción, y Guía de
pecadores en tres partes, Obras del cristiano, compuestas por Don Francisco de Bor—
ja, duque de Gandía; y allí estaba incluida la exclusión perdurable (hasta fines del si—
glo XVIII) de toda Biblia en romance, como es bien sabido No exagera Marcel Batai-
llon cuando, a este propósito, lamenta que al condenar la Inquisición «misticismo y
erasmismo acusándolos de iluminismo y luteranismo disfrazados, España va a quedar
destrozada. La edad dichosa del libro toca a su fin». Porque, de hecho, cundió el miedo
a la lectura, a los libros, y, entre todos ellos y sobre todos ellos, a la Biblia, mirada con
temor por su peligro germinal de herejía y a la que sólo podían acceder los conocedo—
res del latín ya que la única versión permitida fue la Vulgata.

5.6. LA REFORMA DE LOS ECLESIÄSTICOS

Vigilada la unidad de fe con instrumentos poderosos, la reforma de la Iglesia fue


Otro de los objetivos, no exentos de confrontaciones, de la Monarquía desde los Reyes
Católicos hasta Felipe II. Porque los reyes querían una Iglesia mejor, pero también una
Iglesia más suya que de Roma. Que para eso eran sus patronos y protectores. Los anhe—
los de reforma venían de lejos, más concretamente desde que la Iglesia salió de aquella
crisis tan perturbadora provocada por el Cisma de Occidente a principios del siglo XV.
Fuentes de tipo diverso, en especial las determinaciones de concilios nacionales y de sí-
nodos diocesanos, comprueban las preocupaciones, que no fueron sólo de los reyes, de
todos por reformar los comportamientos del clero y de la piedad popular.

5 .6. l . Los obispos

Hoy se tiene por cierto históricamente (con todas las limitaciones de las certi—
dumbres históricas) que el episcopado y el clero español llegaron ya bastante reforma—
dos cuando el concilio de Trento sistematizó y se empeñó en llevar a la realidad aquel
grito antañón por la reforma de estas estructuras. También se conoce que los Reyes
Católicos heredaron esfuerzos anteriores pero que fueron ellos, en un empeño sosteni-
do en los tiempos de Carlos V y acentuado con Felipe II, los motores eficaces de los
programas reformadores. Por lo que se refiere al episcopado, que era por donde había
que empezar con su reinado se aceleró el cambio de obispos feudales a obispos más
modernos y más de acuerdo con su ministerio eclesial.
LA AY L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 353

Para ello el requisito previo era el de la formación, en cuya mejora inlluiría la po—
lítica, no tanto la universitaria, como la subyacente en los primeros Colegios Mayores,
hacedores de altos cargos de la administración civil y eclesiástica (ambas administra—
ciones iban a una) del Estado, y las inquietudes y exigencias sembradas por el Huma—
nismo.
En segundo lugar, se quiso generalizar la imagen del obispo célibe, honesto, has—
ta piadoso incluso. Lo cual no tiene que extrañar puesto que determinadas actitudes
morales (incluso la existencia de dinastías episcopales) no eran tan escandalosas en el
siglo XV como lo serían después del interés de la reina Isabel (parece que el de Fernan—
do por hacer lo mismo en Aragón no fue tan acentuado) por elegir para las iglesias un
episcopado virtuoso.
Se insistió sobremanera en que los obispos fuesen naturales de los reinos. Se que—
ría con ello facilitar la residencia de los pastores en sus diócesis, pero también se bus—
caba hurtar a la curia romana la provisión en extranjeros o en curiales que podían re—
sultar en casos extremos aliados de potencias hostiles a los reyes. Fue otro de los fac—
tores de sumisión de lajerarquía eclesiástica a la Monarquía.

5.6.2. El clero secular

Por de pronto, aunque no sea posible ofrecer cifras exactas, como hemos visto, el
número de clérigos en aquella España (y no sólo en España) era crecidísimo, si se tie—
ne en cuenta que no todo clérigo secular era o quería ser sacerdote. Muchos se queda—
ban en la entrada, en la tonsura, con lo cual podían disfrutar de algunos beneficios que
no exigían el sacerdocio, entraban en el fuero eclesiástico y se sustraían de lajusticia
civil. Eran los clérigos coronados (por la señal que tenían que llevar en el cabello, ra—
pado en la coronilla con un círculo del tamaño de una moneda) para de esta forma ser
reconocidos como tales. Se explica su número por la facilidad de ciertos obispos a or—
denarlos y ganar súbditos a su jurisdicción sin mayores exigencias, aunque con ello se
diera acogida a delincuentes. Este problema de deslinde de jurisdicciones, incluso con
signos externos como la corona y el atuendo, fue el primero que se abordó en tiempos
de los Reyes Católicos.
El otro objetivo, el de moralizarlo, fue una preocupación constante de la legisla—
ción civil y de las determinaciones eclesiásticas y sinodales. Se dio sobre todo contra
los clérigos amancebados, nada raros, y menos aún en territorios alejados de las sedes
episcopales como el condado de Vizcaya 0 Guipúzcoa, 0, mejor, contra las concubi-
nas y sus hijos.
Se logró más por inquietudes, entre espontáneas y dirigidas, encaminadas a la
formación, a la lectura, a la piedad, puesto que hoy está fuera de duda el tópico de un
clero tan universalmente ignorante como se decía, y se conoce su presencia en las uni—
versidades, los libros litúrgicos y espirituales que se producían para él.
En este afán de reforma hay que destacar el compromiso de prelados como fray
Hernando de Talavera y el cardenal Cisneros, que, un poco iluso, se empeñó en refor—
mar a los canóni gos poderosos de Toledo. Llegó hasta construir una casa, una especie
de monasterio, puesto que quiso reducirlos a la vida monástica, comunitaria y adusta,
conforme a la regla de san Agustín. El fracaso no pudo ser más rotundo.
354 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

5.6.3. El clero regular

Era el mundo formado por monjes (que Vivian establemente en un monasterio con
autonomía), frailes mendicantes (en conventos dependientes de superiores mayores y
en contacto con la sociedad) y monjas de distinta estirpe. Estaban exentos de lajurisdic—
ción episcopal con todos los choques imaginables y luchas por las exenciones y privi—
legios. El tiempo y los efectos de la «peste negra» habian sido desastrosos, habían merma—
do los efectivos y justificado una vida relajada, la desigualdad comunitaria, los privilegios
de unos y las quejas de los otros. A pesar de ello, sus servicios de predicación, de con-
fesión, de indulgencias, de enseñanza eran los más solicitados. De ahí sus poderes. Y de
ahí también la necesidad de su reforma para acomodarse al espíritu de los fundadores.
Los Reyes Católicos fueron continuadores y animadores de la tradición reforma—
dora que se agitó en tiempos del renacer de Juan I de Castilla, cuando a fines del si—
glo XIV clarisas de Tordesillas, jerónimos eremitas, franciscanos también eremitas en
sus recolecciones, benedictinos de Valladolid, protagonizaron reformas basadas en lo
que entonces fascinaba: en el rigor de la clausura prieta, en la pobreza, en las privacio—
nes del vestir, del comer, del dormir, en el silencio riguroso, más notable en las Cartu—
jas que se introdujeron. El rigor se convirtió en valor supremo y nacieron congregacio—
nes de observancia (retorno a la regla primitiva) frente a la vida que decían más relaj a-
da de los conventuales.
Estas corrientes del rigor, enriquecidas con el humanismo que había ido matizan—
do la primitiva enemistad a las letras, se intentaron generalizar al comienzo de la épo—
ca moderna. Cisneros fue su principal impulsor, y a punto estuvieron los conventuales
de ser totalmente absorbidos por los observantes. Valga como ejemplo lo acontecido
con los benedictinos: desde San Benito de Valladolid se fue implantando la reforma
en los principales monasterios de la Península incluidos los poderosos de Galicia y el
de Montserrat, reformado éste por García de Cisneros y convertido en centro de espiri-
tualidad notable. Las resistencias de los antiguos conventuales, o claustrales, a estas
reformas y a sus métodos no siempre pacíficos, fueron tan clamorosas que en ocasio—
nes se recurrió al brazo seglar y hubo algún reformador que murió, como se dice en los
documentos, <<ayudado>>.

5.6.4. Nuevas órdenes religiosas

Con Carlos V se continuó el esfuerzo reformador. No obstante, en el panorama


del clero regular se registró un acontecimiento singular: el nacimiento de una orden
religiosa que no se llamaba orden sino Compañía de Jesús. Fundada por Ignacio de
Loyola (fue aprobada en 1540 por el papa Paulo III) con espíritu misionero, bajo la
obediencia del Papa y a su disposición, no tardaría en dedicarse a la enseñanza y a
la predicación. A España, en cuya Corte tenia valedores tan poderosos como la prince-
sa doña Juana y el conde de Gandía, don Francisco de Borja (que profesó en la Compa—
ñía de la que sería prepósito general), llegó por Valencia (1543), en Gandía fundó dos
años más tarde el colegio que enseguida se convertiría en la primera universidad de la
Compañía, y con velocidad sorprendente se iría estableciendo por toda la Península,
sembrada de colegios con escolares en número creciente.
Encontró fervientes bienhechores que financiaban las fundaciones incesantes.
LA lGLESIA Y L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 355

Pero también tuvo sus detractores. El arzobispo de Toledo, Juan Martinez Silíceo,
fue uno de los más acalorados enemigos y reprobó, por sospechosos de herejías, los
ejercicios espirituales del fundador. Teólogos del prestigio de Melchor Cano lanza-
ron invectivas envenenadas contra los jesuitas o, como también se los llamaba, teati—
nos. Buena parte de los otros frailes anatematizaban a una Compañía por su mismo
nombre desafiante, porque no tenían rezo coral, porque no llevaban hábito especial
sino el de los clérigos regulares (sotana), porque enseñaban con métodos distintos a
los de siempre y que se irían convirtiendo en la célebre ratio studiorum, porque
adoptaron un sistema centralizado y absolutista para designar superiores sin capítu—
los, por cierto secretismo en sus constituciones, por el estilo de vida que contrastaba
tanto con la mentalidad de los frailes de siempre. Y por si fuera poco, ya avanzado el
siglo, se enzarzaron en discusiones teológicas dogmáticas con sus repercusiones
morales. Hoy es difícil comprender lo que supuso aquella controversia, quizá la más
furiosa y rebosante de odios teológicos (que eran temibles) como fue la de la libertad
y la gracia (llamada de auxiliis) y la del probabilismo, realidades ambas en las que
no podemos entrar aquí, pero que fueron las desencadenantes de que se reprochase a
los jesuitas su espíritu acomodaticío a las circunstancias.
A pesar de todo, y a pesar de contradicciones internas, la Compañía de Jesús fue
un signo de modernidad y se identificó con la acción y el espíritu de la Contrarrefor—
ma, aunque su dependencia del Papa la hiciera a veces sospechosa de antirregalismo.
Felipe II no sería un entusiasta precisamente de los jesuitas.
Lo fue, en cambio, de otra orden nacida del tronco de los carmelitas, que no se ha—
bían reformado hasta entonces, y que se afianzó gracias a la protección del Rey: los car—
melitas descalzos. Nació en Ávila, en 1562, con un grupo de mujeres orantes (que no
eran bien vistas entonces) y rigurosas, al estilo que quería fray Pedro de Alcántara. Seis
años más tarde el ensayo de la madre Teresa de Jesús empezó su expansión fulgurante
con conventos pobres con un número reducido de monjas. Al mismo tiempo tuvo lugar
la fundación de los frailes descalzos (hasta entonces la única orden de frailes fundada
por una mujer y en la que fue pionero fray Juan de la Cruz). Hubo resistencias duras y
violentas por parte de los carmelitas calzados, temerosos de ser absorbidos por los des—
calzos y que dieron con el primero de éstos, fray Juan de la Cruz, en una cárcel conven—
tual (que a veces eran las cárceles más crueles en aquella España carcelaria), la de Tole—
do, sin que nadie más que los secuestradores supiera su paradero. La oposición, en la
que coincidía el propio nuncio, es decir, Roma, fue superada por la intervención directa
(y espoleada por la tan prestigiosa madre Teresa de Jesús) de Felipe II, que en 1580 lo—
gró la independencia de ambas órdenes. El Rey contó con una orden suya, para sus do—
minios, con superiores españoles agradecidos. De hecho, cuando a finales del siglo los
descalzos quisieron salir fuera de España, para atender otros espacios que no eran los in—
mensos de la Monarquía española, tuvieron que hacerlo separándose de los españoles y
con una nueva congregación, la italiana, protegida por el Papa y no sometida a Felipe П.

6. El rey, protector del Concilio de Trento

Lo último acontecía después del Concilio de Trento y en un clima plenamente


posconciliar, cuando ya se estaban aplicando sus decretos. Porque el Concilio, con sus
356 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

avatares desde que comenzara (con Carlos V) en 1545 hasta que cerró aceleradamente
su última sesión ya en tiempos de Felipe II (1563), por lo que se refiere a la Iglesia es—
pañola fue otra fuente de problemas y de confrontaciones entre el Rey y Roma.
Después de las últimas investigaciones, sobre todo de las de Ignasi Fernández
Terricabras, no cabe ni plantearse la cuestión de la aceptación del Concilio por parte
de Felipe II. Las dificultades que puso para su publicación, condición necesaria, no
fueron mayores que las opuestas por parte del papa Pío IV, temeroso ante el vislumbre
de posiciones conciliares (teoría, mantenida en España, convencida de la superioridad
del Concilio sobre el pontífice), y por la curia romana amenazada de reforma por el re—
corte de sus privilegios y de sus ingresos pecuniarios; por canónigos que veían sus fa-
cultades mermadas por el sometimiento a los obispos; por otros reyes no menos celo—
sos de sus prerrogativas eclesiales que el de España.
Nada tiene de extraño, por tanto, el forcejeo entablado con Roma para que la apli—
cación del concilio no erosionara en nada al patronato real y para que la ejecución e in—
terpretación de sus cánones en su Iglesia fuera atributo del rey, que se erigió en protec—
tor del Concilio, cual si de otra regalía se tratara. De esta suerte, y teniendo en cuenta
el ejercicio del exequátur cuando sus prerrogativas lo exijan, Felipe II, acepta el conci—
lio por la pragmática de 12 dejulio de 1564 para Castilla, un mes más tarde para Ara—
gón, mientras en Flandes e Italia habrá que esperar algo más.
Trento, que tanto contribuyó a clarificar las cosas (no todas) en su versión dog—
mática claramente antiprotestante, sirvió a Roma para afianzar su absolutismo, para lo
cual se creó una Congregación (especie de ministerio de la administración pontificia)
exclusivamente dedicada ala aplicación e interpretación del Concilio. Los papas veni—
deros se encargarán de centralizar la liturgia eliminando particularismos, con edicio—
nes de misales y breviarios de rito romano. A partir del concilio se consumó el control
del libro y de la lectura, sobre todo de la lectura de la Biblia al editar oficialmente la
Vulgata como referencia única y con la vigilancia que suponía el Indice de libros
prohibidos. Se estableció como norma e inspiración cateque'tica el Catecismo romano.
Se codificó el cuerpo de derecho canónico. Y, como símbolo, hasta el tiempo comen—
zó a percibirse a la manera romana con la necesaria reforma del calendario decretada
por Gregorio XIII y que comenzó a funcionar en España el 5 de octubre de 1582.
Por lo que se refiere a España, la aplicación del Concilio consumó el proceso an—
terior de reforma de la Iglesia en todos sus estamentos. Puede hablarse de un estilo tri—
dentino, que se fue estereotipando paulatinamente y que afectó a los obispos por la
preceptiva residencia en sus obispados, por la celebración de sínodos, por la obliga—
ción de girar visitas pastorales a todos los rincones de sus diócesis, por su dedicación a
la función pastoral, controlada por Roma con las visitas periódicas (visita ad limina)
que estaban precisados a hacer.
Se quiso dignificar al clero secular partiendo de su formación en seminarios dio-
cesanos que se irían imponiendo con más o menos lentitudes, urgiéndole la predica—
ción y la catequesis, configurándolo hasta en sus expresiones externas tan duraderas y
características de los comportamientos clericales postridentinos: <<que por su vestir,
por sus gestos, en su andar, en el hablar y en todo lo demás se comporte de tal manera
que se distinga por la gravedad, moderación y religión», se exigía en la sesión conci—
liar correspondiente. Así, de paso, se afianzaba el sacerdocio institucional contra la
negativa protestante. En España, como en la Europa contrarreformista, se crearian se—
LA IGLESIA Y L SPROBLEMAS RELIGIOSOS 357

minarios (de ingleses) para exiliados y destinados a ejercer el sacerdocio (a ser márti—
res se decía) en su país no católico.
La piedad popular se quiso regular combatiendo excesos supersticiosos que tanto
habían influido en los rechazos protestantes, pero también alentando y sancionando
expresiones netamente contrarreformistas como la veneración de los santos, de las
imágenes, de las reliquias auténticas, los sufragios por los difuntos del purgatorio, el
ansia de indulgencias. Y como la Reforma se empeñó en proscribir procesiones y ma—
nifestaciones similares de devoción, a partir de entonces en el catolicismo, si cabe más
en España, se incrementó el entusiasmo por las canonizaciones de santos y el brillo de
las procesiones del Corpus, las más solemnes y participadas.
Los más atendidos fueron los frailes y las monjas, destruidos por la Reforma pro—
testante. Por de pronto, se proclamó que su estado era el ideal de perfección, el más
digno, y se anatematizó a quien dijera lo contrario. Y se impuso su reforma, la que en
España ya se venía haciendo, pero que se impulsó y prestó al Rey una buena excusa
para protagonizarla. Por ello mismo los enfrentamientos con Roma no fueros raros,
puesto que los criterios de Felipe II se inclinaban por el rigor: su programa se centró en
el favor prestado a observantes, descalzos, recoletos, incluso absorbiendo éstos a los
antiguos conventuales, como sucedió nada menos que con la orden más numerosa y
popular, la de los franciscanos. Eso sí, tratando de que las reformas se tradujeran en
órdenes, congregaciones, más dependientes de él que de Roma, creando vicarios pro—
pios para España con los que evitar los posibles influjos de generales extranjeros.
Como conclusión se puede aducir un episodio que revela con elocuencia las dis—
tintas miras de Madrid y de Roma acerca del hecho eclesiástico de España al final ya
del siglo XVI, en tiempos en que las directrices tridentinas ya se iban asimilando.
Cuando Felipe Il se hallaba en el último año de su vida, en 1597, recibió del papa Cle—
mente VIII un breve con el que iban misivas a todos y cada uno de los obispos españo—
les, documentos que han sido estudiados por Tellechea. En ellos se quejaba con dure—
za del episcopado español apoyando sus correcciones en la experiencia personal que
pudo tener cuando, unos veinticinco años atrás, estuvo por dos veces en España acom—
pañando una legación pontificia (por cierto, el legado pontificio llevaba un séquito de
233 acompañantes y 190 caballerías). En los breves se quejaba amargamente del mal
estado del episcopado español, lo cual equivalía a recriminar el método de selección
seguido por el Rey. Les llegaba a decir que no hacían visitas pastorales y que su vida
parecía más de príncipes seculares que de pastores de almas. Las respuestas de los
obispos no callan el disgusto ante las generalizaciones del Papa, le dicen a él algunas
cosas que debiera tener en cuenta. Y Felipe II, que acusa al pontífice de estar mal in—
formado, promete comunicar al Papa «cuán buenos prelados son y de la mucha opi-
nión en que merecen ser tenidos, y apuntándole que, al respecto de lo que Su Santidad
aquí reprende, habría de deponer de sus sillas a muchos obispos en Francia y en otras
partes que vemos se toleran».

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358 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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CAPÍTULO 13

LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO

por LUIS E. RODRíGUEZ—SAN PEDRO BEZARES


Universidad de Salamanca

No pretendemos abordar en el breve espacio de este capítulo el conjunto abi ga—


rrado de la cultura española del Renacimiento. Por razones de espacio, nos centrare—
mos en aspectos de la corriente del Humanismo en un amplio sentido. Sin embargo, el
derecho, las ciencias y técnicas, las artes plásticas, la música o medios de difusión cul—
tura] como el libro merecerían una atención extensa que aquí no podemos prestarles.
Asimismo, hemos tenido que prescindir de toda la problemática, actitudes y sensibili—
dades de la llamada cultura popular, para la que remitimos a los capítulos iniciales de
esta obra. Por otro lado, hemos escogido un enfoque biográfico sobre personalidades
concretas de la corriente humanista en vez de una exposición de características gene-
rales, a fin de no reducir a esquemas simples la compleja actividad intelectual de sus
protagonistas.

[. Renacimiento y Humanismo

1.1. CONSIDERACIONES GENERALES

Las corrientes de historia cultural, en desarrollo desde el siglo XIX, han venido se—
ñalando la existencia periodizada de etapas definidas y coherentes, como las de Rena-
cimiento, Barroco 0 Ilustración, las cuales en autores como José Antonio Maravall se
han interpretado como verdaderos sistemas o estructuras significativas. Pues bien,
una de las etapas,.quegoza,de…¿lºeptacíóucasiuniversal est la de Renacimiento, tras ha—
ber sido №№ЦВЩ№21ГЦЁ_1Ё121Сі„„18_6_0. Este autor alemán 1_а_‹;9_п_ц;1_р9ціa a
la oscura Edad Media, la caracterizaba por su individualismo y laicismo, y hacía de
Italia su crisol y foco difusor. A partir de aquí, quedaban abiertas las polémicas sobre
la caracterización cultural del periodo, su solución de continuidad con el Medioevo y
su desarrollo y difusión fuera de Italia, considerada como madre de la alta cultura re—
nacentista.
360 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Por lo que respecta a contenidos los estudiosos han llegado a deslindar los con—
ceptos de RenaCImIento y de Humanismo. El primero quiere ser más amplio, y se apli—
ca a la totalidad histórica de la época y a la diversidad de inquietudes renovadoras en
política, guerra, economia, técnica, religiosidad 0 artes plásticas. El segundo se res—
tringe, y se refiere más específicamente al interés por las letras clásicas antiguas y a
los nuevos valores culturales a los que dieron origen. El Humanismo comenzó con un
interés filológico de retorno a las fuentes y a los autores grecolatinos. En este sentido
aportó métodos y técnicas de crítica y depuración textual, nuevas ediciones y traduc—
ciones de los clásicos, hasta configurar un verdadero canon de autores aceptados.
Y estos usos de crítica textual pasaron también de las letras profanas a las sagradas, los
Padres, la Sagrada Escritura y el hebreo. El doble movimiento de enraizamiento en las
fuentes textuales coloreó una cierta diferenciación entre Humanismo clasicista y Hu—
manismo cristiano; si bien Erasmo y los más señalados de los humanistas persiguieron
la concordia entre ambos. Como método, este Humanismo supuso un contrapeso al
pensamiento abstracto de la lógica, un subjetivismo antropológico frente al saber pre—
tendidamente objetivo, intelectualista y técnico de la Escolástica. Es decir, la Escolás—
tica medieval se había estructurado como jerarquía de saberes, desde la teología a la
gramática; pero el Humanismo supuso el ascenso en importancia de esta gramática, de
la retórica y la filología frente al método tradicional estructurado en torno a la dialécti-
ca. Además, al reivindicar a los autores de la Antigúedad, los humanistas propugna—
ban la recreación de una cultura más centrada en el hombre. Así se entona el canto
optimista a la dignidad humana, como proyecto y pretensión; la de un hombre en liber—
tad, capaz de perfeccionarse a sí mismo mediante la educación y los saberes. Los stu—
dia humanitatis sacan al hombre de su estado de naturaleza física, lo dignifican y ele—
van al estado de humanidad que le es potencialmente propio. Se trata de un Humanis—
mo de acción frente a la pasividad devota conventual, por cuanto la renuncia al mundo
para la salvación religiosa del alma se sustituye por una preocupación ética, inserta en
sociedad y con un ideal de virtud. Los saberes humanistas suponen, por tanto, toda una
estética vital, un canon de vida; esdecir, u11 verdadero sistema de comportamientos
El Humanismo asIentendido podemos encontrarlo en Italiay otros 1511111 de E11—
ropa a partir de los siglos XIV y xv. Algunos distinguen, incluso, un primer Humanis—
mo, con influencia italiana destacada, fascinación por el mundo antiguo y marcada
predilección por la lengua latina. Y, junto a él, un segundo Humanismo de recepción y
difusión internacionales, donde el especialista latino va evolucionando hacia el hom—
bre culto, y se va incorporando la lengua vernácula en traducciones y en literatura de
creación. De cualquier forma, hay que tener en cuenta que esta perspectiva cultural del
Humanismo coexiste dentro de la etapa Renacentista con otras como la piedad e inte—
riorización religiosas, la tradición escolástica o las corrientes científicas y técnicas.
Se ha dicho que el Humanismo centrado en los Studia humanilatis tuvo poco que
ver con el desarrollo científico, y que se restringió a una cierta filología o pedagogía a
partir de los autores literarios antiguos. Sin embargo, si se interpreta el Humanismo
como una recreación de la Anti güedad en general, más allá de la Escolástica medieval
y del constreñimiento de sus sistemas lógicos, hay que afirmar que el Humanismo así
entendido trajo consigo una nueva hermenéutica textual, una recuperación y relectura
de todo tipo de textos, y también de los científicos clásicos en física, medicina, mate—
máticas o astronomía. De este modo, el Humanismo posibilitaba nuevos cauces hacia
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 361

las revoluciones científicas de la modernidad posterior. Por otro lado, la amplitud de


los descubrimientos geográficos de esta etapa renacentista propiciaron la observación
y fueron poniendo en evidencia los errores de «los antiguos». Y así, de las misceláneas
de erudición y curiosidades del Humanismo, se fue pasando al método y al sistema de
la renovación científica.
La historiografía posterior a Burckhardt también puso en cuestión las fracturas
radicales establecidas entre Medioevo y Renacimiento. En éstas como en otras fases
de la historia cultura] parece más oportuno hablar de llujos, de intensidades, de imbri—
caciones y niveles. Frente a las quiebras los mestizajes, las gamas múltiples de difu—
sión O recepción. Y así, por ejemplo, no existió en el Renacimiento un pensamiento
sistemático opuesto radicalmente al medieval, sino nuevos problemas planteados y re—
planteados desde otras perspectivas y otros acentos. La filosofía se configuró desde el
enfoque humanista, y éste coexistió 0 se imbricó con otras corrientes más claramente
tradicionales y escolásticas. Asimismo, puede hablarse de una arquitectura humanis—
ta; es_decir, del uso de los cánones antiguos <<a lo romano». Pero el nuevo estilo convi—
vió con las tradiciones del gótico durante cierto tiempo, y muchos artistas plásticos
usaron indistintamente de ambos lenguajes. No cabe pues simplificar el Renacimiento
como racionalidad, belleza, sensibilidad, libertad y tolerancia.… y considerar lo con—
trario como Escolástica y Medioevo.
Por lo que respecta a la caracterización renacentista de los diversos países euro—
peos, nos encontramos con teóricos radicales como E. R. Curtius, que considera el
Renacimiento como un fenómeno estrictamente italiano. En Francia, Inglaterra o
España no habría existido Renacimiento propiamente dicho, sino <<oleadas de italia—
nismo». Otros autores han señalado, por el contrario, la unidad cultural del Occiden—
te europeo desde la época carolingia; la generalización del pensamiento escolástico
en la llamada Baja Edad Media; y la comunidad de problemas culturales propuestos
por el movimiento del Humanismo. Existiria, por lo tanto, una sensibilidad común,
expandida desde centros difusores privilegiados o coloreada con peculiaridades te—
rritoriales de recepción; pero que en todo caso debe ser entendida más desde las se—
mejanzas que desde las diferencias accidentales y las escuelas locales o pretendida—
mente nacionales y diferenciales. De esta unidad de prácticas culturales europeas en
el Medioevo y en el Renacimiento podrían ser claro exponente sus universidades,
las cuales se situaban en el marco de escuelas y tradiciones filosóficas, teológicas,
médicas yjurídicas semejantes y con mutuas influencias. Serían las quiebras politi—
cas y culturales de las reformas religiosas las que fragmentarían este orden común a
partir de mediados del siglo XVI.

1.2. EL RENACIMIENTO EN ESPANA

En este contexto de problemas planteados, la polémica sobre la existencia de un


Renacimiento español se ha revestido de particular intensidad. La retórica sobre la «bar—
barie hispânica» se remonta a principios del Quinientos, como punto de vista de una Ita—
lia sometida a las armas del gran capitán Fernández de Córdoba desde 1503. Y así, el hu—
manista Francesco Guicciardini, en su Relación de España (1512), subrayará la miseria
de sus habitantes, sus pocas letras y escaso conocimiento de la lengua latina.
362 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

La historiografía clásica alemana del siglo XIX y principios del XX negara categó—
ricamente la posibilidad de un Renacimiento en la Península. España se configuraba
como un territorio marginal, escolástico, áspero y bárbaro. El canon admitido del Re—
nacimiento burckhardtiano no parecía corresponderse con el caso hispano. El prejui—
cio de un Renacimiento liberal, laicista y tolerante se confrontaba con la leyenda ne-
gra de Felipe II, la Contrarreforma católica y la Inquisición española, sin olvidar las
sospechosas raíces judías y musulmanas de la Península. Por lo mismo, lo negó José
Ortega y Gasset, pensador español de impronta germánica. También fueron remisos a
la consideración de un Renacimiento español algunos eruditos católicos como Me—
néndez Pelayo, dadas las connotaciones paganizantes de la interpretación burckhard—
tiana. No obstante, cierta historiografía liberal lo reivindicó, si bien acortando su dura—
ción en el tiempo. Y así, el francés Marcel Bataillon en su estudio sobre el erasmismo
(1937) se pronunciaba por la plena adscripción de España al Renacimiento europeo
hasta la década de los años treinta del Quinientos. En esta línea se ha tendido a periodi—
zar la cultura española del siglo XVI en dos bloques: un Humanismo erasmista que ca—
racterizaría su primera mitad, y una renovación de la Escolástica como línea predomi—
nante de la segunda; y esto con umbrales fronterizos en las décadas de 1550—1560.
Autores como Miguel Batllori han interpretado la etapa del Renacimiento español
haciendo hincapié en los aspectos identificadores del movimiento humanista. Es decir, no
como una estructura o un periodo cronológico estanco, sino como flujo de pensadores, fi—
lólogos y letrados, inmersos en mutaciones históricas críticas y con actitudes y sensibili—
dades comunes, situables en tiempo largo entre tines del siglo XIV y la segunda mitad del
XVI. Según el mismo Batllori, el renacimiento humanista así considerado se habría expan—
dido condicionado por la geografía y las relaciones históricas: desde Italia hacia los terri—
torios catalanes y aragoneses, y después hacia las Castillas y Portugal.
José Antonio Maravall, por su parte, estableció una distinción entre el Humanis—
mo como interés erudito por los autores antiguos, y Renacimiento como ámbito de ac—
ción de unos hombres incitados por los modelos clásicos, pero confrontados con nue—
vos retos y circunstancias. La cultura de un Renacimiento globalmente considerado se
mostraría, de este modo, como Jano bifronte: la recuperación de la Antigtiedad y su re—
creación como Modernidad. Maravall llamó «prehumanismo» o <<prerrenacimiento»
al inquieto siglo xv español, como pórtico de una posterior eclosión. Porque si lo que
se pretende subrayar es el término de Renacimiento para destacar amplias transforma—
ciones sociales y políticas, no cabe duda de que el reinado de los Reyes Católicos su-
pone un verdadero despliegue de novedades y retos, un punto de inflexión claramente
manifiesto. Al tiempo que en 1492 muere Lorenzo el Magnífico, símbolo de la Edad
de Oro del Renacimiento florentino, la península Ibérica conforma su unidad política,
conquista Granada y amplía los horizontes geográficos hacia América. Por otro lado,
con los Católicos se produce la progresiva irrupción de los nuevos estilos del clasicis-
mo italiano en las artes plásticas. De este modo, en 1529 el profesor y rector salmanti—
no Fernán Pérez de Oliva (0. 1494—1531), en su Diálogo de la dignidad del hombre,
nos describe todo un prometeico despliegue renacentista de acción y sabiduría: «Ro—
deamos la tierra, medimos las aguas, subimos al cielo, vemos su grandeza, contamos
sus movimientos, y no paramos hasta Dios, el cual no se nos esconde. Ninguna cosa
hay tan encubierta, ninguna hay tan apartada, ninguna hay puesta en tantas tinieblas,
do no entre la vista del entendimiento humano.»
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 363

También resultará necesario clarificar aquí otros conceptos, como los de Contra—
rreforma 0 Reforma Católica. Y es que, imbricándose con la corriente humanista, asis—
timos en la Península al desarrollo de otro movimiento, en este caso de espiritualidad
y regeneración de la Iglesia romana. Se inicia a mediados del siglo XV con las obser—
vancias conventuales, se confronta con la Reforma protestante y culmina en el Conci—
lio de Trento (1545—1563), cuyas disposiciones dogmáticas y disciplinares serán asu—
midas por Felipe II como normativas en sus reinos. Para la segunda mitad del siglo XVI
el Humanismo clásico ha sido reinterpretado en este crisol del reformismo religioso
postridentino, dando origen a los matices de un nuevo talante cultural que ha sido defi—
nido como Renacimiento tardío, segundo Renacimiento 0 primer Barroco. José María
Valverde se ha referido a la <<mentalidad de asedio y de rigor» de la etapa cultural del
reinado de Felipe II. Se trata de un humanismo católico, que tendrá en los jesuitas
como movimiento a algunos de sus defensores más significativos en el tránsito hacia
el Seiscientos. Se ha propuesto, incluso, un corte cultural en 1580, al aflorar la genera—
ción nacida hacia l560, como umbral de una nueva etapa barroca que se extendería
hasta 1680 aproximadamente. Entre Renacimiento y Barroco autores como Emilio
Carilla hablan de Manierismo, una estilización elegante, artificiosa y propia de mino—
rias intelectuales refinadas, que se manifiesta en ámbitos como la poesía, cierta litera—
tura o en las artes plásticas.

2. La fascinación de Italia y los primeros humanistas

2.1. ORÏGENES MEDIEVALES Y HUMANISMO CATALANo-ARAGONES

En el mapa territorial europeo de finales de la Edad Media, la Península Ibérica se


conformaba como un oeste marginal y periférico, una tierra de reconquista cristiana ve—
teada culturalmente por moriscos y judíos. Por el este, sin embargo, la proyección medi—
terránea de la Corona de Aragón desde el siglo XIV había comenzado a propiciar los con—
tactos con Sicilia, Nápoles y el Oriente bizantino, tanto a nivel político como cultural.
En cuanto a los clérigos hispanos, las relaciones con el Papado y la participación en los
grandes concilios europeos les pusieron en contacto con destacados humanistas y pen—
sadores italianos. La vinculación del Humanismo con el Papado se remontaba a la etapa
de Aviñón en el siglo XIV, con la presencia allí del propio Petrarca; pero las relaciones e
intercambios se consolidaron en concilios como los de Constanza (l4l4—l4l 8), Basilea
y Ferrara—Florencia ( l43l- 1449). El Congreso de Mantua (1459—1461), reunido por el
papa Pío II para organizar una cruzada cristiana tras la caída de Constantinopla en poder
de los turcos, supuso otro punto de encuentro entre clérigos y letrados humanistas a me-
diados del Cuatrocientos. Por otra parte, entre sectores cortesanos, nobiliarios y digni-
dades eclesiásticas se desarrolla una cierta inquietud letrada y se demandan traduccio—
nes y glosas de autores antiguos sobre temas históricos y morales, que se fomentarán a
lo largo del Cuatrocientos. En las universidades mediterráneas era predominante la for—
mación jurídica, que se orientaba a la preparación de los cuadros administrativos de la
Iglesia y del Estado; pero, no obstante, la existencia de la facultad de artes liberales iba a
posibilitar un cauce para la penetración del Humanismo.
En primer lugar, podemos hablar de un movimiento humanista catalano—aragonés
364 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

consolidado en los siglos XIV y xv. En el entorno de las cortes de Juan 1 (1387-1395) у
Martín 1 (1395— 1410) se configuran grupos de letrados que cultivan el latín clásico y la ad—
miración por autores italianos como Petrarca y Boccaccio. Por otra parte, y a lo largo de
las primeras décadas del siglo XV, se suceden traducciones al catalán de clásicos como
Aristóteles, César, Cicerón, Ovidio, Séneca, Salustio, Tacito, Tito Livio, Virgilio...; y 10
propio sucede en traducciones castellano—aragonesas. Desde fines del siglo le también se
traducen al catalán obras de humanistas italianos como Boccaccio; y asimismo Dante y
Petrarca. En concreto, la traducción del Decamerôn, anterior a 1429, se considera una
obra clásica de la prosa catalana del primer humanismo. También se difunden tratados
moralizantes en catalán a lo largo del Cuatrocientos, con influencias italianas. Y no hay
que olvidar los estrechos contactos de catalanes y aragoneses con la corte napolitana de
Alfonso V el Magnánimo, en la que se desarrolló un verdadero cenáculo cultural durante
la primera mitad del siglo xv. No obstante, las traducciones de clásicos y los primeros in—
telectuales humanistas coexisten con otras corrientes medievalizantes en el pensamiento y
en la espiritualidad, que pueden personalizarse en figuras como Francesc Eiximenis
(c. 1340—1409) o san Vicente Ferrer (1350—1419). Puede considerarse como primer inte—
lectual claramente humanista al barcelonés Bernat Metge (1340/1346—1413), secretario
real de Juan I y autor de un libro de diálogos denominado Lo somni. En este contexto del
humanismo catalán hay que mencionar la figura de Joan Margarit (c. 1421—1484), jurista
formado en Bolonia, cardenal y obispo de Gerona. Su Paralipomenon Hispaniae refleja
las inquietudes adquiridas en Italia. Se trata de una geografía antigua hasta Augusto, en la
que reivindica la etapa hispano-romana frente a la tradición gótica. Despliega verdadera
erudición clásica, con recurso a Plinio, César, Livio, así como Estrabón, Ptolomeo o Plu-
tarco. En otra de sus obras, Corona Regum, dedicada a Fernando el Católico, defenderá la
teoría de una Monarquía fuerte, centrada en el Rey. Junto a Margarit, Jeroni Pau († 1497)
es considerado el primer helenista catalán.

2.2. HUMANISTAS CASTELLANOS DEL SIGLO xv

Con respecto al humanismo castellano del siglo XV, el protagonismo se encuentra


en los monarcas, en sectores de la nobleza, y en los letrados clérigos o laicos. Hay que
destacar la incidencia de la corte de Juan П (1406—1454) en la introducción del Huma—
nismo en las Castillas. A partir de ella se producen intercambios con los humanistas
italianos, a través de contactos con la corte napolitana de Alfonso V el Magnánimo
(1416-1458), ya citado, primo del rey de Castilla; asimismo, se realizan traducciones
de Homero, Séneca, etc. En este ambiente cortesano, también se destaca el patronaz-
go de Carlos de Navarra ( 1421—1461), príncipe de Viana. La realeza y algunos nobles
encargan traducciones de los clásicos, para poder acceder a los hechos y enseñanzas
de las letras antiguas. Y la propia nobleza gusta de rodearse de genealogías que pue—
dan remontarla hasta los fundadores míticos de sus casas.
En el panorama castellano encontramos literatos que representan un lazo de
unión entre el Medioevo y las nuevas sensibilidades humanistas. Así sucede con la
obra de Enrique de Villena (1384-1434), que desarrolló su vida tanto en la Corona de
Castilla como en la de Aragón, y que se encuentra a caballo entre la Edad Media y el
Renacimiento, la cultura catalana y la castellana. Este incipiente humanista acusa in-
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 365

fluencias de Petrarca, traduce la Eneida de Virgilio y la Divina Comedia de Dante.


Además, su interés por la mitología antigua se manifiesta en Los doce trabajos de
Hércules.
Otro autor a tener en cuenta es Alonso de Cartagena (1384—1456), de familiaju—
deoconversa, formado en derecho por la Universidad de Salamanca, del Consejo real,
obispo de Burgos. Buen latinista, traduce a Cicerón y a Séneca, este último como re—
presentativo del pasado de Hispania. Su misión diplomática en Basilea (1433—1439) le
pondrá en contacto con los círculos humanistas italianos, manteniendo amistad con
Enea Silvio Piccolomini, futuro papa Pío II. Ejercerá destacada influencia en la poste—
rior generación de intelectuales. Defiende un goticismo político, según el cual la Mo—
narquía de Castilla es, a través de León y de los visigodos, la heredera en España del
poder imperial de Roma. Postura que se transmite a otros autores, que reivindicarán
un peculiar humanismo político castellano frente al clasicismo cívico italiano.
Cabe destacar el dinámico mecenazgo del marqués de Santillana, Íñigo López de
Mendoza (1398—1458). Con escaso conocimiento del latín, promueve numerosas tra-
ducciones al castellano de autores antiguos (Platón, Luciano, Orosio), padres de la
Iglesia (san Agustín) y humanistas (Boccaccio, Bruni). Es, asimismo, un apasionado
bibliófilo, vanguardia del coleccionismo librario entre laicos. Su biblioteca se con-
vierte en una de las más notables del Cuatrocientos castellano. Los contactos los esta—
blece sirviéndose de intermediarios como el noble Nuño de Guzmán, que viajará por
Italia entre 1439 y 1445, encarga la copia de manuscritos, realiza traducciones y con-
tribuye a enriquecer la biblioteca del Marqués. Santillana promociona la versión del
Fedo'n platónico realizada por su capellán Pedro Díaz de Toledo; al cual se debe, asi—
mismo, un diálogo en romance de inspiración humanista: Diálogo e razonamiento.
Como dijimos anteriormente, algunos de los concilios ecuménicos, como el de
Basilea de 1431, proporcionaron la ocasión para que muchos clérigos ampliaran hori—
zontes. Entre ellos se encontraban universitarios salmantinos como Juan de Segovia 0
el Tostado. Juan Alfonso de Segovia (c. 1393-1458), formado en teologia en Salaman—
ca, representará a esta universidad en Basilea, asumiendo posturas conciliaristas. Ма—
уог importancia reviste Alonso Fernández de Madrigal, el Tostado (1410—1455). Estu-
dia filosofía, teología y derecho en Salamanca, donde es colegial y rector de San Bar—
tolomé. Asiste al concilio de Basilea. Entre su vasta obra, de decenas de volúmenes,
cabe destacar los comentarios a los libros históricos de la Biblia. Pero también una
sensibilidad hacia la Antiguedad clásica en su adaptación castellana de la Medea de
Séneca, o en el Tratado de los dioses de la gentílidad. El humanista Hernando del Pul—
gar llegará a incluir su semblanza en su obra Claros varones de España.
Alfonso de la Torre (?— 1460) compone por indicación de Carlos de Aragón, prín—
cipe de Viana (1421—1461) su Visión delectable, en la tradición humanística de las vi—
siones filosóficas: las artes liberales van conduciendo al autor al palacio de la verdad,
la razón, la naturaleza, la sabiduría y la virtud. La obra fue escrita hacia 1440 y publi—
cada por 1485.
Rodrigo Sánchez de Arévalo (1404— 1470) se doctoró en derecho por Salamanca.
Fue consejero de Juan II у embajador de Enrique IV en Roma. Protegido de sucesivos
papas. Obispo de Oviedo, Zamora, Calahorra y Palencia. En 1469 escribe la Historia
Hispana, para la que se sirve de autores clásicos y subraya la continuidad de la España
medieval con la romana. Su Speculum vitae humana es de 1468. En Vergel de prínci—
366 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

pes ( 1455), presenta a Enrique IV como restaurador de la Monarquía visigoda. En este


sentido, Arévalo se sitúa dentro del humanismo político castellano, defiende el poder
regio y la reivindicación de los godos como entronque y unificación de España.
Los intercambios con Italia se acrecientan en las generaciones siguientes, como
es el caso del converso Alfonso de Palencia (1423—1492). Fue discípulo de Alonso de
Cartagena, y estuvo en Italia al servicio del cardenal Bessarion. Escribe obras de filo—
sofía, geografía e historia antigua, tomando como modelos a los autores clásicos: Tito
Livio, César, Salustio, Plutarco, Suetonio y destacadamente Tacito. Partidario del
príncipe Alfonso y de Isabel la Católica, redactó con cierta parcialidad una importante
crónica latina sobre Enrique IV, continuada con el reinado de los Católicos hasta
1490. Palencia fue también autor de un Universal vocabulario, en latín y en romance,
que alcanzó notable difusión.
En esta generación se sitúa, asimismo, el converso Juan de Lucena (с. 1430—1506),
canonista, que frecuentó círculos humanistas de Roma. Es autor de una Epístola exhor—
lataria a las letras, dedicada a Isabel la Católica. En su Diálogo de la vita beata (1463)
escenifica un coloquio con la participación del marqués de Santillana, Alonso de Carta—
gena y Juan de Mena sobre el tema de la felicidad. En el traza un esbozo completo del
nuevo tipo de intelectual humanista y de sus preocupaciones culturales. Lucena defen—
derá, incluso, que el romance castellano constituye la lengua más cercana al latín clási—
co. En esta atmósfera, crece la conciencia de la aportación hispana a la Antigíjedad
romana, en forma de emperadores, poetas o filósofos como Trajano, Adriano, Séneca,
Lucano... Los humanistas hispanos disputan ya a Italia ciertos aspectos de la herencia
romana.
Como contrapunto, y en medio de estas corrientes humanistas, cabe referirse a
manifestaciones expresivas más tradicionales, como las que se concretan en la lírica y
el sentimiento religioso del noble Jorge Manrique (1440—1479). En las famosas C0-
plas a la muerte de su padre, desarrolla los conocidos temas de la fugacidad de la vida,
del poder, de la riqueza y de la fama. Manrique presenta a su padre como un dechado
de moralidad, comparable a señeros ejemplos de personalidades de la Antiguedad ro—
mana. No obstante, y dentro del didactismo moralizante de la tradición medieval, el
protagonista, desdeñando el ideal clásico estoico de imperturbabilidad, muere <<con
voluntad placentera», en una entrega religiosa como cristiano. Y la gloria le será otor—
gada no por sus hazañas, sino por «la sola clemencia» divina.

3. El Humanismo bajo los Reyes Católicos

3.1. PRINCIPALES FIGURAS

Con el reinado de los Reyes Católicos el movimiento humanista aparece definitiva—


mente atrai gado. La Corte atrae a los humanistas italianos, como el milanés Pedro Mártir
de Anglería (1459—1526) o Lucio Marineo Siculo (1444—1533). El propio rey Fernando
aprendió latín con el humanista catalán Francesc Vidal de Noia, traductor de Salustio; y la
reina Isabel con Beatriz Galindo. Hacia 1495, el viajero Jerönimo Münster da testimonio
del estudio de las humanidades entre la nobleza cercana a esta Corte. Además, el desarro—
llo de la corriente humanista coincidió con las posibilidades abiertas por la aparición de
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 367

las nuevas técnicas de la imprenta, a partir de 1470 en la Peninsula. De resultas, la biblio-


teca de la reina Isabel, conservada en el alcázar de Segovia y otras residencias, llegaría a
alcanzar los cuatrocientos títulos, entre manuscritos e impresos.
Pedro Mártir de Anglería nació en el Milanesado y estudió en Roma. Llegó a
España en 1487 protegido por el conde de Tendilla, que lo introdujo en la Corte de los
Reyes Católicos, donde se relacionó con Hernando de Talavera y el cardenal Mendo-
za. Por designación de la reina Isabel fue desde 1502 maestro de artes liberales, latín y
retórica entre la nobleza de su círculo, actividad que ya había ejercido en Valladolid a
partir de 1492. A la muerte de los Reyes Católicos, y tras algunos servicios a Carlos V
y Adriano VI, se retiró a Granada. Humanista muy identificado con España, dejó un
Opus epistolarum (1530) de más de ochocientas cartas, donde recoge sucesos de su
tiempo. Como historiador escribió De Orbe Novo Decades, escritos sobre América,
que comenzaron a publicarse en 1516 y constituyen la primera visión humanista sobre
las Indias. Se trata de un conjunto de noticias curiosas, recibidas de oído, con referen—
cias clásicas sobre la edad de oro 0 la felicidad del estado natural. Recoge la visión
providencialista de un Nuevo Mundo que hubiera sido predestinado para el empera—
dor Carlos a través de la iniciativa de sus abuelos.
Pero la figura más representativa de esta etapa del Humanismo castellano es la de
Antonio de Nebrija (c. 1444—1522). Tras estudiar artes en la Universidad de Salaman—
ca marchará a Bolonia, y adquirirá en Italia formación clásica durante diez años. Vuel—
ve a Salamanca para <<desarraigar la barbarie», y ocupa la cátedra de Gramática y Lati—
nidad entre 1475—1488 y entre 1503-1513, con irregularidades. Se muestra predomi—
nantemente como filólogo. En 1481 publica sus Inlroductiones latinae, que termina—
ría imponiéndose como manual para el aprendizaje del latín durante el siglo siguiente.
En esta obra estructura la gramática mediante paradigmas de declinaciones y conjuga—
ciones, y defiende que sin un conocimiento riguroso del latín no podría existir verda—
dera ciencia y acceso a las fuentes de cualquier disciplina. Hacia 1486 realiza una <<re-
petición» о conferencia académica en la Universidad de Salamanca; en ella reivindica
el título de <<gramático», insistiendo en su honorabilidad e importancia: la lengua se
concibe como puerta y umbral necesario para el conocimiento. Su Gramática sobre la
lengua castellana, impresa en 1492 en talleres salmantinos, fue el primer intento rena—
centista de fijar la estructura de una lengua vernácula. En ella se subraya la dimensión
política en la conocida frase: «siempre la lengua fue compañera del Imperio, y de tal
manera lo siguió que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta
fue la caída de ambos». Con esta evocación de una cita de Lorenzo Valla en sus Ele—
ganliae linguae latinae, que vinculaba el latín con el Imperio romano, Nebrija propo-
ne que el castellano, reglado y definido, fuera para la triunfante Monarquía de España
lo que había sido el latín para la Roma imperial. La conciencia del propio valer se ha
instalado, y los hispanos ya se consideran emulos de Roma. Entre las aportaciones le—
xicográficas señalemos sus dos Diccionarios o vocabularios latino—español y espa—
ñol—latino, impresos, en 1492 y 1495, y que llegaron a alcanzar cuarenta mil voces en
la edición de 1512. En 1517 escribió unas Reglas de la ortografía castellana. Aplica
sus conocimientos filológicos a diversas disciplinas, como el derecho, la teología, las
ciencias naturales, la cosmografía o la historia. Entre sus contribuciones al derecho
encontramos un Lexicon iuris civilis (1506), corrigiendo errores gramaticales y lexi—
cográficos de autores medievales. Cultiva la filología bíblica y estudia cincuenta pasa-
368 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

jes dudosos de la Sagrada Escritura en la Tercia quincuagena (1516). La valoración de


los cosmógrafos antiguos puede descubrirse en su lsagogicon cosmographiae
(1487—1490). También acomete trabajos de historia, como propagandista político y
cronista regio en latin, desde 1509. Finalmente, abandona hacia 1513—1514 Salaman—
ca para trasladarse a la nueva Universidad de Alcalá, invitado por Cisneros para parti—
cipar en los equipos de elaboración de la Biblia poliglota, donde criticará las posturas
conservadoras de fijación textual de la Vulgata.
Es precisamente la apertura en 1509 del Colegio—Universidad de Alcalá de Hena—
res por Francisco Jiménez de Cisneros (1456—1517) una de las realizaciones institucio-
nales más significativas del Humanismo peninsular. La fundación se dirigía a la forma-
ción del clero, por lo que claramente se inscribe dentro del anteriormente llamando
Humanismo cristiano. Descubrimos un predominio de las enseñanzas de filosofía y teo—
logía frente a las jurídicas. Concretamente, el estudio de la teología se realiza mediante
las tres vías: tomista, escotista y nominalista. Como complemento, cátedras de Hebreo y
Griego para el conocimiento de las fuentes bíblicas originales, lo que señala su orienta—
ción humanista. El resultado es el proyecto cisneriano de una Biblia políglola, a partir
de nuevos manuscritos. El primer volumen apareció en 1514, y el conjunto se concluye
en 1517; pero la distribución se retrasará hasta 1521. Se imprimieron un total de seis—
cientos ejemplares. El Antiguo Testamento consta de texto hebreo, versión latina de la
Vulgata, griego de los Setenta, y al pie la paráfrasis del Pentateuco en arameo y su tra-
ducción latina. Del hebreo y arameo se ocuparon los conversos Pablo Coronel, Alfonso
de Zamora y Alfonso de Alcalá; Demetrios Ducas de la versión de los Setenta y Juan de
Vergara de la interlinealidad del texto griego. El Nuevo Testamento consta de texto grie-
go y texto de la Vulgata. Colaboran Juan de Vergara, Bartolomé de Castro y Hernán Nú—
ñez, el llamado Comendador Griego. Cierto conservadurismo del equipo, respetuoso
con la versión de la Vulgata, motivará el desmarque de Nebrija.

3.2. ASPECTOS LITERARIOS

En la etapa de los Reyes Católicos puede hablarse propiamente de un <<Humanis—


mo político» consolidado, tal y como en su día lo definió José Antonio Maravall. Es
decir, un intento de readaptar la política de la Antigúedad al tiempo presente, renovan—
dose desde los modelos clásicos, y convirtiendo la propia historia de España en propa-
ganda regia. Porque, frente al Humanismo italiano, en España se contaba con una Mo—
narquía en ascenso a la que transferir los ideales de la grandeza romana, y la unidad di—
nástica podía ser interpretada como renacer de la Hispania antigua. La historiografía
latina, recuperada por los humanistas, despliega la noción de Imperio, reasimilable en
la expansión política castellana por Europa y las Indias. Ya nos hemos referido,
en este sentido, a la vinculación efectuada por Nebrija entre la lengua y el Imperio. Por
ello, bajo los Reyes Católicos, la Corona muestra interés por la historia, tanto en latín
como en romance, por su importancia legitimadora de las reales preeminencias. Los
cronistas se esforzarán en aureolar esta etapa, frente a las inseguridades de reinados
anteriores. La historia humanista permite conjugar la retórica, la dialéctica y la filoso—
fía moral, y sirve para proporcionar experiencia al gobernante. Refirámonos a algunos
casos, como Hernando del Pulgar o el propio Nebrija.
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 369

Hernando del Pulgar (1436— 1493) fue secretario de los Reyes Católicos y cro—
nista regio desde 1481. Escribió una Crónica de su reinado, que sólo alcanza hasta
el año 1490. Aunque escrita en castellano, sigue el estilo clasicista del Humanis-
mo, con influjo de Tito Livio. En 1486 publica en Toledo sus Claros varones de
España, un exponente de la importancia de las semblanzas de personajes en la his—
toriografía renacentista del tiempo. La conciencia del propio valer, con la que los
coetáneos se sienten a la altura de los antiguos, se manifiesta en Pulgar, que escri-
be: <<Otros muchos claros varones naturales de nuestros reinos [...], así en ciencia
como en armas, no fueron menos excelentes que aquellos griegos y romanos y
franceses que tanto son loados.» Antonio de Nebrija, anteriormente mencionado,
recibió el encargo de poner en latín la Crónica de Pulgar referida al reinado de los
Reyes Católicos. Pero no se limitó a ello, sino que agregó y modificó por cuenta
propia, distribuyendo todo el conjunto en décadas. El resultado es una obra de cla-
ro sabor humanista. A él se le debe también la Historia de las antiguedades de
España, aparecida en Burgos en 1499, y donde reivindica la historia antigua de la
Península frente a los humanistas italianos.
En la literatura de creación, la obra más representativa de los nuevos tiempos la
constituye la Celestina o Comedia de Calixto у Melibea, publicada en Burgos en 1499
у reelaborada en 1502. Se atribuye a Fernando de Rojas, toledano y converso, gradua—
do de bachiller jurista por Salamanca. Se trata de una obra dialogada, viva y directa, de
amores y acción. Un enredo dramático, más para ser leído que representado. En ella
destaca la riqueza del lenguaje, con usos populares y cultismos. Se sitúa en la tradición
de la comedia humanística, derivada de Plauto y Terencio, pero también recoge ecos
del Arcipreste de Hita y de Boccaccio. Presenta un desgarrado aguafuerte de la natura—
leza humana, caracterizada por la lujuria, la avaricia y el egoísmo, con un pesimismo y
cinismo que contrastan con otras corrientes literarias más idealizadoras, como la no—
vela de caballerías. No obstante, el final moral, como ejemplo disuasorio, permitió
que no fuera condenada por las prohibiciones inquisitoriales posteriores. El tema ce-
lestinesco tuvo una serie de imitadores a lo largo del siglo XVI, entre los que cabe des—
tacar La lozana andaluza ( 1528) de Francisco Delicado.
Juan de la Encina (1468-1529) se formó en la Universidad de Salamanca y fue
discípulo de Nebrija. Estuvo al servicio del duque de Alba, y mantuvo buenas relacio-
nes con la Curia pontificia, con estancias en Roma y diversas prebendas eclesiásticas.
Cultivó una doble actividad, la poética y la teatral. En lo poético compuso una teoría
del Arte de la poesía, y editó un Cancionero (1496), que reúne sus composiciones de
tema amoroso, religioso, histórico o burlesco, inseparables de las melodías que él mis—
mo compuso. Su producción dramática resulta representativa del tránsito de la Edad
Media al Renacimiento. Por una parte en sus temas religiosos, vinculados a la liturgia
de Navidad y Semana Santa. Por otra en sus temas profanos, relacionados con el mun-
do bucólico pastoril y en dos etapas, una de juventud más popular y rústica, y otra de
mayor influjo italiano dentro de la tradición clásica.
Advirtamos, no obstante, que la literatura de creación se considera en la época
como un mero pasatiempo, en el que puede ocuparse la nobleza, el letrado en el des—
canso de sus estudios o ciertos niveles populares. Para los dialécticos y académicos, la
retórica literaria sigue valorándose como mero adorno subjetivo, que distorsiona los
verdaderos saberes, serios y articulados, tales como el derecho o la teologia. Por ello,
370 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

no resulta extraño que estos temas resulten predominantes en el primer desarrollo de


los libros impresos.
Como dijimos, la imprenta se había introducido en la Península hacia la déca—
da de 1470 en Segovia, Barcelona, Valencia y Sevilla, a las que siguieron otras ciu—
dades. Su aparición brinda la posibilidad de multiplicar los ejemplares y abaratar
los costes. Contribuye, asimismo, a la fijación de las lenguas romances; aunque el
latín mantiene sus feudos en disciplinas eruditas como la filologia, la filosofia, la
teología o el derecho. En los primeros veinte años del Quinientos observamos un
predominio de las impresiones de libros jurídicos y eclesiásticos, constituciones,
legislación, indulgencias u obras litúrgicas. Autores destacados como Nebrija o
san Jerónimo alcanzan las quince ediciones. Trece, poetas coetáneos como Juan de
la Encina. Se contabilizan diez ediciones de san Buenaventura y san Agustín, y
nueve de la Celestina o de Petrarca. Y todo esto sin contar la enorme difusión tex-
tual en copias manuscritas.

4. La expansión humanista de la etapa del Emperador

4.1. UN PROGRAMA EMBLEMÁTICO

En un periodo transitorio entre los Reyes Católicos y los primeros años del empera—
dor Carlos, la Universidad de Salamanca, la más influyente de la Monarquía, elabora todo
un programa iconográfico que se constituye como conjunto emblemático del Humanis-
mo. Comienza hacia 1509 con la construcción de una nueva biblioteca, y se culmina en
tomo a 1529 con el alzado de su fachada principal plateresca. Los programas iconográfi—
cos de la escalera y galería alta de la universidad pueden ser leídos como una representa—
ción de la lucha entre la luz (sabiduría) y la sombra (ignorancia), inspirada en el Sueño de
Polífilo, obra característica del Humanismo platonizante y publicada en Venecia en 1499.
La escalera supone el acceso a la sabiduría por medio de la educación de las potencias del
alma: memoria, entendimiento y voluntad. Y en el antepecho de la galería superior esta—
rían representadas las virtudes como «triunfos» que acompafian a dicha sabiduría.
Más aún, la fachada plateresca de la Universidad salmantina puede ser interpre—
tada en el marco de ese humanismo político que eclosiona en el reinado de los Reyes
Católicos. No por casualidad sus eligies ocupan en ella posición destacada. Pues bien,
la fachada se presenta como retórica elocuente en elogio de la Monarquía hispánica.
La universidad se vincula al proyecto iniciado por los Católicos y culminado en el
emperador Carlos, nieto de aquéllos, con la función de formar juristas y hombres de
gobierno, dentro de los nuevos moldes del Humanismo. Como se expresa en la ins—
cripción del medallón central, los reyes (protegen) a la universidad (las ciencias) y
ésta (sirve) a los reyes. No cabía definir más claramente el programa humanista de re—
lación entre el poder y el saber; sobre todo si se tiene en cuenta que la inscripción grie-
ga se refiere explícitamente a la «enciclopedia», a la totalidad circular de todas las
ciencias del <<trívium» y del <<quadrívium» revitalizadas por las nuevas corrientes. El
conjunto supone una expresión retórica del poder imperial de Carlos V, expresado «a
la romana», y entroncado con emperadores clásicos de raigambre hispana. En el estilo
conlluye el último gótico con las novedades decorativas italianas.
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 371

4.2. FLORILEGIO DE HUMANISTAS

Pues bien, entre los humanistas de esta etapa carolina podríamos comenzar des—
tacando algunos de la Corona de Castilla.
Fray Antonio de Guevara (c. 1480-1545), paje en la corte de los Reyes Católicos,
franciscano, predicador del Emperador desde 1521 y Obispo de Mondoñedo. Moralis—
ta cristiano, autor de libros de mucho éxito en su época; aunque la crítica haya señala-
do su humanismo peculiar, no siempre riguroso y en ocasiones paródico y burlón. Se
muestra como político renacentista en su Reloj de principes (1529), refundido luego
en su Libro áureo del emperador Marco Aurelio, a modo de glosa biográfica. Desta-
can también sus Epístolasfamiliares (1539— 1542), cartas ficticias dirigidas a persona—
jes señalados, una verdadera miscelánea de curiosidades de época con gran difusión
editorial. _
Fray Francisco de Vitoria (C. 1483—1546), dominico de formaciôn parisina, profe-
sor de Prima de teología en la Universidad de Salamanca desde 1526 hasta su muerte.
En Salamanca implanta como texto la Summa de santo Tomás de Aquino, tal y como se
había hecho en París por influencia del cardenal Cayetano. Su actividad se vincula a la
docencia de cátedra, de la que quedan apuntes de clase y relecciones о conferencias ma—
gistrales monográficas. La importancia de Vitoria consiste en replantear cuestiones de
actualidad desde perspectivas teológico—j urídicas. Así, por ejemplo, los límites entre los
poderes civiles y eclesiásticos (De potestate civili, 1528; De potestate ecclesiae, 1532).
Invoca un orden jurídico superior, el derecho de gentes (ius genlium), basado en la razón
natural, que posibilitaría el derecho de los hombres a recorrer libremente la Tierra. Por
este derecho se justifica el establecimiento de los españoles en las Indias, aunque los in—
dios fueran los verdaderos dueños de los territorios. Plantea también algunos <<justos tí—
tulos» para la conquista, entre ellos el de predicación del Evangelio o la supresión de
costumbres y leyes tiránicas. Finalmente, se interroga sobre la guerra justa, sus posibili—
dades y límites (De indis, 1539; De iure belli, 1539). Vitoria encabeza la llamada Escue-
la de Salamanca, en la que se produce una confluencia renovadora del derecho, la teolo-
gía tomista, las nuevas lógicas y la filología clásica. Entre los miembros de esta escuela
hay que mencionar también a Domingo de Soto (1495—1560) о Melchor Cano
(1509—1560), entre otros teólogos destacados.
Fray Bartolomé de las Casas (1474—1566), puede constituir un ejemplo del hom—
bre de acción, con posiciones humanistas y disconformes, frente a los nuevos proble—
mas planteados en el Renacimiento. Encomendero en Indias, dominico desde 1523,
asumirá la defensa de los indígenas del Nuevo Mundo frente a los abusos coloniales.
Reacciona frente al problema humano y jurídico planteado por la conquista, y hacia
1540 escribe su Brevísíma relación de la destrucción de las Indias. Entabla polémica
con Ginés de Sepúlveda, que defendía un proteccionismo justificador de la conquista,
basado en la inferioridad racial, cultural y religiosa de los nativos. Las Casas esbozó
una Historia de las Indias, que quedaría inacabada a su muerte.
Juan Ginés de Sepúlveda (c. 1490—1573). Alumno de Alcalá y de Bolonia. Escri—
tor en latín de obras teológicas y jurídicas, comentador de Aristóteles e historiador de
Carlos V. En su De rebus gestis Caroli Quinn" Imperatoris, crònica en treinta libros,
destaca la calidad literaria en la imitación de los historiadores clásicos. Apoya a Eras—
mo frente a Lutero en Defata et libero arbitrio ( 1527), para terminar polemizando con
372 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el primero en su Antapollogía (1532). Se enfrentó, asimismo, contra Las Casas, apo—


yándose en Aristóteles para sostener la desigualdad natural de los hombres y pueblos.
Pedro Mexía (c. 1500—1551). Jurista formado en Salamanca y contador de la
Casa de la Contratación de Sevilla. Amigo del bibliófilo Hernando Colón y correspon—
sal epistolar de Erasmo y Vives. Coleccionista erudito de curiosidades y reflexiones
en la Silva de varia lección (1540), en la que utiliza autores clásicos como Plinio, Plu-
tarco, Valerio Máximo… Obra de gran éxito, traducida al francés, inglés e italiano, y
que influyó en Montaigne, Cervantes о Mateo Alemán. Destaca como historiador.
Escribió una Historia imperial y cesárea (1548) de los emperadores entre Julio César
y Maximiliano de Austria, utilizando fuentes clásicas, italianas y francesas. Dejó
inconclusa una Historia de Carlos V, que abarca hasta su coronación en Bolonia
en 1530.
Diego de Covarrubias y Leiva (1512-1577) estudió humanidades latinas y grie-
gas, leyes y cánones en Salamanca. Discípulo de Martín de Azpilcueta, llegó a ser uno
de los juristas más destacados de su época. Colegial de Oviedo y catedrático temporal
en Salamanca a partir de 1540. Obispo de Ciudad Rodrigo y participante en el Conci—
lio de Trento desde 1562. Sucesivamente, obispo de Segovia y presidente del Consejo
de Castilla en 1572. Profundo conocedor del derecho común romano—canónico, estu—
dió las jurisdicciones respectivas del papa y del emperador, con posiciones regalistas.
De sus obras jurídicas, aparecidas a partir de 1545, se hizo una edición de Opera 0m—
nia, publicada en Lyon en 1568.
Vinculados a los territorios catalano—aragoneses mencionaremos a otros huma—
nistas como Jerónimo Zurita 0 Miguel Servet.
Jerónimo Zurita (1512-1580) se formó en Alcalá, y alcanzó un buen dominio del
latín y del griego. Aplicó la crítica humanista a la historia, y fue nombrado cronista de
Aragón desde 1548. Redactó los Anales de la Corona de Aragón, desde la invasión
musulmana a la muerte de Fernando el Católico, dedicándoles treinta años de su vida.
Para lo concerniente al siglo XV acudió a todo tipo de fuentes documentales, y no sólo
a las crónicas anteriores, por lo que su obra debe ser valorada fundamentalmente por
sus notables aportaciones eruditas.
El aragonés Miguel Serveto (1511-1553) adquirió formación en lenguas clásicas,
teología, derecho y medicina. Desarrolló una vida itinerante por Francia, Italia y Alema—
nia. Antitrinitario y cercano a algunas de las ideas protestantes en su Christianismi resti-
tutiv (1546), fue procesado y quemado como hereje por los calvinistas de Ginebra en
1553. Como hombre renacentista de formación múltiple, entremezcla el racionalismo
teológico con cierto cientifismo naturalista, que le llevaría, por ejemplo, al descubri—
miento de la circulación menor de la sangre. Se trata, de todas formas, de una figura que
ya nos sitúa en las quiebras y crispaciones de las reformas religiosas europeas.
Por ello, cabe finalmente referirse en este apartado a la corriente de espirituales
humanistas. En la España del Renacimiento se produce una etapa de fervor religioso
en el que confluyen la religiosidad medieval con la <<devotio moderna» y la contem—
plación flamenca y germánica; la cual se ensancha con las escuelas ascético-místicas
castellanas que eclosionarán en la segunda mitad del siglo XVI. En este tránsito de la
etapa del Emperador a la de Felipe IL del Humanismo clásico a la reforma católica,
pueden destacarse dos nombres de espirituales humanistas: el dominico fray Luis de
Granada, andaluz; y el agustino fray Luis de León, castellano, que se sitúa en un hu—
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 373

manismo tardío, impregnado de reforma católica. Dejando al de León para otro apar—
tado, pasaremos a referimos al granadino.
Fray Luis de Granada (1504—1588), de origen humilde, se forma en el palacio del
conde de Tendilla en Granada, donde el italiano Pedro Mártir de Anglería impartía
lecciones de Humanidades. Profesa en 1525 como dominico y estudia la Escolástica
en San Gregorio de Valladolid; tras ciertas estancias en Andalucía terminará residien—
do en Lisboa. Desde esta ciudad escribe incansablemente y se relaciona con reyes,
aristócratas, papas y altas dignidades eclesiásticas, ejerciendo considerable influencia
en las altas esferas y en las predicaciones populares. Sus obras espirituales combinan
el tomismo con el talante humanista, el voluntarismo amoroso agustiniano y el senti—
miento franciscano de la naturaleza. Además, destacan por el extraordinario dominio
y plasticidad vivencial de la prosa castellana que emplea. Entre ellas, dejando aparte
las latinas, son de destacar El libro de la oración y meditación (1554, remodelado en
1566), La guía de pecadores (1556) y la Introducción del Símbolo de la fe (una suma
poético-teológica de la vida religiosa, 1584), que adquirieron difusión extraordinaria.

4.3. LA ALTERNATIVA ERASMISTA

La corriente erasmista representa una de las posiciones más significativas del


Humanismo español de la primera mitad del Quinientos. El erasmismo pretendía una
religiosidad más personal y culta, evangélica, sin excesos jurídicos y externos, ritua-
les y ceremonias. Como método, el ideal de Erasmo consistía en conj untar la piedad y
tradición cristiana con los saberes humanistas (studia humanitatis), aplicados a los au-
tores antiguos, la Sagrada Escritura y los Santos Padres. En esto coincidía con los pro-
pósitos fundacionales de la Universidad de Alcalá, y por ello Alcalá constituyó uno de
los focos difusores de su influencia. Aunque el propio Erasmo había sido invitado por
Cisneros en 1516 a colaborar en la Biblia políglota declinó el ofrecimiento, lo que no
impidió una rápida difusión y traducción de sus obras. Entre ellas la del Enchiridion 0
Manual del caballero cristiano (1525), en sugestiva versión de Alonso Fernández de
Madrid, arcediano de Alcor. Lo imprimió en Alcalá Miguel de Eguía, que prosiguió
con la publicación de buena parte de la obra erasmiana. También fueron traducidos los
Coloquios, que tuvieron amplia difusión entre 1526 y 1536, tanto en su original latino
como en traducciones. Por su temática social y religiosa, estos diálogos fueron un des—
tacado vehículo para la recepción del pensamiento de Erasmo. En España, pues, el
erasmismo entró por la puerta grande: la universidad, la imprenta, los altos círculos
cortesanos, eclesiásticos e intelectuales; y su incidencia resultó muy considerable.
Mantenían contactos con él los secretarios del Emperador Gattinara y Alonso de Val-
dés. Fueron sus valedores el arzobispo de Toledo Fonseca y el cardenal de Sevilla e
inquisidor general Alonso Manrique; así como los secretarios de dichos prelados, el
humanista Juan de Vergara y el teólogo Luis Núñez Coronel. Se conservan cartas de
Carlos V y del papa Clemente VII en su favor. La red de amistades y correspondencia
alcanza a Luis Vives, Diego Gracián de Alderete, Pedro y Cristóbal Mexía, y profeso—
res diversos de Alcalá y Valladolid, etc. Todavía en 1527, Erasmo volvería a ser invi-
tado a Espafia por el arzobispo Fonseca.
Existían, no obstante, sectores antierasmistas entre los teólogos escolásticos y el
374 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

clero regular. Así, Diego López de Zúñiga inició desde 1520 una encrespada polémica
teológica contra Erasmo; en concreto, atacando su traducción del Nuevo Testamento.
También se sumó al ataque fray Luis de Carvajal (1528), defensor de las órdenes regu—
lares y monásticas frente al monachams non est piezas. Franciscanos y dominicos re—
copilaron un cuadernillo de cargos que fue enviado a la Inquisición. En marzo de 1527
el inquisidor Alonso Manrique convocará en Valladolid una junta de treinta teólogos.
Los de Alcalá se mostraron partidarios de Erasmo, salvo Pedro Ciruelo; los de Sala—
manca en contra, aun el mismo Francisco de Vitoria, que dejö a salvo las buenas inten—
ciones de Erasmo. Las sesiones se suspendieron sin una conclusión definitiva. Los
problemas se agudizaron con la muerte de los eclesiásticos protectores de Erasmo:
Fonseca (1534) y Manrique (1538). El ataque contra el erasmismo se concretó en di—
versos procesos inquisitoriales. En 1533 contra Juan de Vergara, al que siguieron
otros: al librero de Alcalá Miguel de Eguía (1533); al benedictino Alonso Ruiz de Vi—
rue's (1537); al valenciano Miguel Mezquita (1537). Vino luego un periodo de recelos.
El Îndice del papa Paulo IV condenö en 1558/59 toda la obra de Erasmo. El del inqui—
sidor español Fernando de Valdés (1559) lo hará con algunas de ellas, particularmente
las traducciones a lenguas vulgares. Finalmente, Trento y la reforma católica se aleja—
ron del talante conciliador de Erasmo.
Entre los erasmistas castellanos podemos destacar las figuras de Alfonso de Val—
dés, Juan de Valdés y Juan de Vergara.
Alfonso de Valdés (1490—1532), de familia conversa, discípulo de Pedro Mártir
de Anglería, aparece vinculado a la cancillería del Emperador, ocupando desde 1526
el cargo de secretario de cartas latinas. Escribe en defensa de Carlos V su Diálogo de
Lac-rancio y un arcediano (1527) sobre el saqueo de Roma, interpretándolo como cas—
tigo divino por la corrupción de la Curia papal. Asimismo el Diálogo de Mercurio y
Carón (1529), critica de la sociedad de la época desde postulados erasmistas. En con—
junto, la propuesta humanista de Valdés vincula la política imperial de Carlos V con la
necesidad de una reforma de la Iglesia inspirada en Erasmo.
Juan de Valdés (0. 1505—1541), hermano del anterior. Se inclina hacia una reli-
giosidad interior y no dogmática. Las sospechas levantadas por su obra Diálogo de la
Doctrina cristiana (1529) le fuerzan a trasladarse a Nápoles, donde no existía una ln—
quisición del tipo de la castellana. En Nápoles forma un cenáculo religioso un tanto
iluminista, algunos de cuyos miembros pasarán posteriormente al protestantismo. En
1550 se publican en Basilea sus Ciento diez divinas consideraciones, con aspectos de
ortodoxia dudosa. Además de estas obras doctrinales, Valdés escribió comentarios a
diversos libros de la Sagrada Escritura.
Juan de Vergara (1492—1557), colegial en Alcalá, donde se doctoró en teología,
fue secretario del cardenal Cisneros y del arzobispo de Toledo Alonso de Fonseca. En
tiempos de Cisneros colaboró en la Biblia políglota, dados sus conocimientos de latín,
griego y hebreo. Fue también destacado traductor de Aristóteles al latín. Entre 1529 y
1537 se vio envuelto en el proceso inquisitorial contra los alumbrados de Toledo, don—
de intentó deslindar su erasmismo de las acusaciones de luterano. Se le condenó, por
<<sospecha de herejía», a dos años de reclusión conventual y al pago de una multa. El
resto de su vida lo dedicaría al estudio.
De Valencia provienen una serie de humanistas de formación parisiense y pro—
yecciön europea en buenas relaciones con Erasmo. Entre ellos destaca Juan Luis Vi—
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 375

ves, instalado prudentemente en la ciudad flamenca de Brujas. Mientras tanto, en los


territorios valencianos se promoverán frecuentes traducciones literarias y espirituales
de Erasmo, hasta su condena por la Inquisición local en 1537.
Juan Luis Vives (1492—1540), procede de familia valenciana judeoconversa y re—
cibe formación escolástica en la Universidad de París. Exiliado permanente, reside en
Lovaina, Londres y, sobre todo, Brujas. Reacciona contra el formalismo lógico de la
Escolástica y se inscribe dentro de un pensamiento humanista no sistemático, que con—
cede amplia importancia a la observación y a la experiencia. Se sustenta sobre una for—
mación aristotélica, con reflejos agustinianos, y llegará a decir: «mis filósofos son los
peripatéticos y, su maestro, Aristóteles». Pertenece a la corriente del humanismo cris—
tiano, con influjos de Erasmo. En esta linea debe situarse la edición y comentarios a La
Ciudad de Dios de san Agustin, publicada en 1522, y que le supondría la hostilidad de
ciertos sectores de la teología ortodoxa. Vives publicó hasta cincuenta obras, que
lo caracterizan como pensador, filólogo, educador, psicólogo, antropólogo y reforma-
dor social. Consideró que la formación humanista exigía toda una nueva pedagogía
que evitara los excesos de la dialéctica, y la delineó en su importante obra De discipli-
nis (1531).

4.4. ACADEMICOS Y CIENTÎFICOS

La filosofia del Renacimiento humanista se configura como un conjunto de inter—


pretaciones aristote'licas, platónicas y eclécticas. Se oscila entre un platonismo de as—
censo ideal, desde las apariencias terrenas hasta las formas puras y la belleza en sí; o
un aristotelismo naturalista que otorga su importancia a los sentidos y a la materia.
Podemos comenzar por la floreciente escuela de comentaristas de Aristóteles: Her—
nando Alfonso de Herrera (1460—1527), Juan Páez de Castro (1515-c. 1570)..., hasta Pe—
dro Simón Abril (1530— 1600), ya en la etapa de Felipe ll. Entre ellos conviene mencio—
nar a Hernán Pérez de Oliva (1494—1531), catedrático sustituto de Filosofía Natural y
Moral en Salamanca. Destaca su Diálogo sobre la dignidad del hombre, netamente hu-
manístico, elaborado hacia 1529 y editado póstumamente en 1546. Por su parte, Sebas—
tián Fox Morcillo (1528—1560) intenta conciliar Aristóteles con Platón. Para ello realiza
comentarios a obras platónicas como la República, el Fedón o el Timeo.
En las universidades se observa un predominio del escolasticismo aristotélico.
Nos fijaremos en el ejemplo de la Universidad de Salamanca. Entre 1509 y 1550 do—
mina la lógica nominalista, por influjo de París y de Alcalá. Una lógica más propia—
mente renacentista caracterizará la segunda mitad del Quinientos salmantino. Se ad—
miran entonces los Topica de Cicerón, valorando la retórica frente a los logicismos
técnicos. En esta atmósfera, el Brocense (1523-1601) se convierte en la vanguardia de
la lógica humanística. En su Organum dialecticum el rhetoricum (1559) critica la dia—
léctica escolástico—aristotélica y sus contenidos ontológicos, pronunciándose por una
lógica entendida como filologia racional o filosofia del lenguaje. Como textos de en-
señanza de la lógica cabe destacar la publicación en la Salamanca de 1529 de las Sum—
mulas de Domingo de Soto, con sucesivas ediciones. En las cuestiones fisicas abun-
dan los comentarios sobre Aristóteles, algunos tan clásicos como los del mismo Soto:
Super octo libros Physicorum (1545), obra ésta que supone algunas aportaciones no—
376 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vedosas, tales como la formulación de la ley de la caida de los graves, al integrar la


doctrina parisina del impetus con la cinemática formalista de Oxford.
La tradiciôn y ciertas innovaciones configuraron la ciencia matemático—astro—
nómica del siglo XVI. En las universidades, el movimiento humanista de retorno a las
fuentes produjo ciertos manuales de matemáticas con exposición de textos extracta—
dos de Euclides, Boecio y otros clásicos. A este tipo corresponden los Elementa Arith—
meticae (1559) de Pedro Juan Manzó, catedrático de Valencia, y las Malhematícae
propositiones (1566) de Juan Segura, catedrático de Alcalá. Se publicaron, asimismo,
diversas obras de aritmética y geometría aplicadas a cuestiones prácticas, destacando
las de cálculo mercantil. El Humanismo geográfico redescubrió a Ptolomeo, y se im—
primió su texto griego en 1533; se desarrollaba, de este modo, una geografia matemá—
tico—astronómica que señalaba las coordenadas de longitud y latitud, y aparecía una
cartografia con meridianos y paralelos sobre las proyecciones ptolemaicas.
Por lo que respecta a las cátedras de Astronomia y Matemáticas de las universida—
des, en ellas se impartían enseñanzas pluriformes. Por una parte, aritmética, geometría y
perspectiva, con aplicación práctica en mediciones y cálculo mercantil. Asimismo geo-
grafia y cartografia, con determinación de coordenadas. La astronomía teórica aparecía
muy vinculada al sistema ptolemaico expuesto en la Sphera de Juan de Sacrobosco (si—
glo XIII), comentado por diversos autores del siglo XVI como Sánchez Ciruelo (1505) y
Pedro Espinosa (1550), y vertida al castellano por Jerónimo de Chaves en 1552. Los
cálculos astronómicos se aplicaban a la confección de tablas de movimientos planeta—
rios, calendarios, arte de navegar o confección de relojes solares. También ocupaba su
lugar en la enseñanza la utilización de instrumentos como el astrolabio; y peculiar im—
portancia se concedía a la astrología judiciaiia y al pronóstico de sucesos.

4.5. EL HUMANISMO MEDICO

El Humanismo de retorno a las fuentes aborda la depuración filológica de Hipó—


crates y Galeno, que son traducidos directamente del griego. La Universidad de Alca-
la se convierte en foco destacado del galenismo humanista a partir de los años treinta
del Quinientos, y se detecta también la presencia de catedráticos humanistas en Valen—
cia a partir de la década de los cuarenta. Entre las publicaciones de este periodo pode-
mos destacar los Epítomes Omnium Galeni Pergameni Operum (1548) de Andrés La—
guna (с. 1510—1559), que contribuye decisivamente al arrinconamiento de las escue-
las avicenistas y arabistas medievales. De Laguna, médico con amplia formación eu—
ropea, conviene también destacar su versión castellana de la Materia medica (1555)
de Dioscórides, con una prosa científica de gran dignidad. En Salamanca, el portugués
Luis de Lemos (c. 1530—1585) publicará ludicium Operum Magni Hippocralis (1585),
primer estudio critico sobre los textos hipocráticos.
Respecto al movimiento anatómico vesaliano, su centro estuvo en la Universidad
de Valencia, por Obra de los discípulos directos de Andrés Vesalio: Pedro Jimeno y
Luis Collado. Jimeno publicó en 1549 el primer texto que incorporó la anatomía vesa—
llana, Dialogus de re medica, enriquecido con algunos descubrimientos propios. La
irradiación de Valencia se ejercerá sobre Salamanca y Alcalá. En Italia estudió el pa—
lentino Juan Valverde de Amusco (c. 1525- 1588), que asimila la anatomia vesaliana y
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 377

realiza algunas correcciones en su Historia de la composición del cuerpo humano


(Roma, 1556). Este tratado, redactado en castellano, fue el de más difusión del siglo
en toda Europa. Se tradujo al italiano, latín y holandés. El libro contiene novedades
anatómicas y la primera descripción impresa de la circulación pulmonar, con excep-
ción de la de Serveto. Incluye, también, cuarenta y dos láminas, entre las que destaca
la del «hombre muscular desollado».
En fisiologia, el aragonés Miguel Serveto, al que ya nos referimos anteriormente,
rectifica el galenismo al defender la circulación pulmonar de la sangre desde la obser—
vación anatómica: Chrislianismi restilutio (1553). Por su parte, Francisco Vallés
(1524—1592), catedrático de Alcalá, se fundamenta asimismo en la nueva anatomía
para examinar cuestiones fisiológicas: Controversiarum medicarum et philosophica—
rum libri decem (1556). Vallés fue nombrado protomédico de Castilla, y comentó
obras de Aristóteles, Hipócrates y Galeno.
Renovadas imágenes del organismo humano se presentan en obras de autores
como Gómez Pereira, Juan Huarte de San Juan y Miguel Sabuco; algunos pertene—
cientes a este periodo y otros al humanismo tardío. Gómez Pereira (15()()—c. 1560), na-
tural de Medina del Campo, estudió Filosofía y Medicina en Salamanca. Se declaró
nominalista y no estricto galenista. Su fama se debe a su obra Antoniana Margarita
(1554), en la que sitúa el pensamiento como esencia del alma y defiende la insensibili—
dad delos animales. Proclama, también, que salvo en cuestiones religiosas no se aten—
dría a pareceres, sino a fundamentos racionales; y que frente a la fascinación de los
clásicos era conveniente esforzarse en investigar la verdad.
Juan Huarte de San Juan (1529—1588) estudió medicina en Alcalá, y publicó en
1575 su Exámen de ingenios para las ciencias. Distingue ingenios imaginativos, inte—
lectivos y memoriosos, los cuales son más diestros en unas ciencias que en otras. Su
trabajo se basa en la teoría de los humores galénica, pero también en observaciones
clínicas. Contribuyó a sentar las bases de la psicología diferencial.
Miguel Sabuco (Т 1595), boticario manchego, en su Nuevafilosofía de la natura-
leza del hombre (1587), y a pesar de su título, no se aparta en lo fundamental de los sa-
beres aristotélicos y galénicos tradicionales. Su novedad consiste en la hipótesis de
que el cerebro constituye el centro de todas las funciones orgánicas y también el ori—
gen de sus trastornos morbosos.
El galenismo, en todo lo concerniente a la terapia medicamentosa, permaneció inal—
terado. Los remedios naturales («simples») debian servir para ayudar a la naturaleza del
enfermo a recobrar la salud; y, en este punto, se mantuvo como normativa el Methodus
medendi del propio Galeno. Sin embargo, debe considerarse un cierto intento de estable—
cer cátedra de medicamentos químicos en la Universidad de Valencia. Lo realizò el para—
celsista Lorenzo Cózar hacia 1591. En este periodo, algunas publicaciones destacadas so—
bre la preparación de medicamentos <<simples>> fueron: Concordia apothecariorum (Bar—
celona, 1511), con sucesivas ediciones; y Concordia apomalaríorum (Zaragoza, 1546).

4.6. LITERATURA DE CREACIÓN Y HAZANAS CONCRETAS

El predominio de la lengua vernácula sobre el latín de los humanistas se encuen—


tra consolidado a mediados del Quinientos. Además, han ido disminuyendo en impor—
37 8 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tancia las obras catalanas frente a las escritas en castellano, la lengua del Rey. La im—
portancia difusora de la imprenta se consolida en ciudades como Alcalá, Salamanca y
Sevilla durante la primera mitad del siglo XVI. Aquí, en los aspectos de la literatura de
creación, nos referiremos someramente a la poesía y a la novela.
Juan Boscán (1487—1542), poeta barcelonés, comienza a cultivar las formas mé-
tricas italianas, y traduce al castellano El Cortesano de Castiglione (1534). Le seguirà
en la empresa poética su amigo Garcilaso de la Vega (1501— 1536), noble de la Corte
del Emperador, militar y literato refinado. Hay que esperar a 1543 para ver publicadas
las poesías póstumas de Garcilaso y Boscán en un mismo volumen, que supone la de—
finitiva aclimatación de los versos y estrofas italianos en España. Por lo que respecta a
Garcilaso, su producción está configurada por sonetos, églogas y canciones. El amor
constituye el tema nuclear, en medio de una naturaleza pastoril idealizada, como suma
de perfecciones armónicas. La fluidez melódica de los versos, al mejor modo italiano,
despliega una sensorialidad con resonancias melancólicas. Garcilaso se mueve en la
inmanencia existencial, concentrando la divinización platonizante en la figura de
la amada. Pero junto a esta lirica italianizante de la primera mitad del siglo XVI tam—
bién se desarrolla otra de tipo más tradicional, tipificada en villancicos, romances y
poesía cancioneril.
En el marco de las idealizaciones hay que situar a las novelas de caballería, que
alcanzan la máxima difusión en el primer Renacimiento español. La más destacada de
entre ellas fue el Amadís de Gaula (Zaragoza, 1508), aparecida a nombre de Garcí Ro—
dríguez de Montalvo, un autor que, al parecer, reelaboró textos anteriores. Inspirado
en el ciclo artúrico medieval, y dotado de brillantez estilística, el Amadís constituyó
un verdadero éxito editorial, con catorce ediciones en la primera mitad del Quinientos.
Se sucedieron numerosos imitadores a lo largo del siglo XVI, dada la demanda de pú-
blico para esta literatura de evasión heroica.
Caso distinto y contrapunto del idealismo caballeresco y cortesano lo constituye
La vida de Lazarillo de Tormes y de susfortunas y adversidades, novela de triple apa—
rición en 1554, en Burgos, Amberes y Alcalá. Con este texto se inaugura la picaresca,
una narrativa de protesta en los márgenes, crítica, expresionista y desencantada. El
realismo del desarraigo, el hambre y la supervivencia, junto a un manifiesto anticleri—
calismo, resuenan en esta obra pionera, cuya difusión como género se prolongará por
la etapa barroca.
Mencionemos de pasada la importancia que adquirió sobre los lectores comunes
el Índice de libros prohibidos que publicó la Inquisición española en 1559. Iba dirigi—
do contra el protestantismo y la espiritualidad sospechosa, y por ello se censuraban los
textos bíblicos y tratados de piedad en romance que pudieran estar al alcance de
los iletrados. Nos interesa recordar que en dicho Índice no figuró la Celestina, los li—
bros de caballerías ni los cancioneros de tema amoroso; pero sí el Lazarillo, que rea—
parecería expurgado en 1573.
No conviene que olvidemos aquí la faceta de la historiografía indiana, que se nos
presenta con caracteres épicos. La conquista y colonización de América posibilita el
marco de las hazañas del nuevo hombre renacentista. En estos relatos, junto a patrones
literarios latinizantes, hay autores que alcanzan una especial frescura y modernidad, al
confrontarse con realidades muy diferentes de las peninsulares acostumbradas. Selec—
cionaremos algunos ejemplos, entre otros posibles.
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 379

Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557) publicó en 1535 su Historia general


y natural de las Indias. El autor no sigue los usos humanistas, sino que se expresa de—
cididamente en castellano, sin concesiones a la dignidad o al arte clasicista de la histo—
ria. Por lo demás narra de su propia experiencia, con el bagaje de no menos de doce
travesías del Atlántico. En estilo llano, y basado en minuciosas anotaciones persona—
les, acumula noticias y curiosidades concretas sobre los propios viajes del descubri—
miento, la geografía, fauna, flora y costumbres indígenas.
A Francisco López de Gómara (151 l—c. 1572) se debe una síntesis literaria, en
estilo breve, conocida como Historia general de las Indias y editada en 1553. La se—
gunda parte trata de la conquista de México, utilizando testimonios provenientes del
propio Hernán Cortés. De este modo, la conquista se interpreta como hazaña personal
del protagonista, entre elogiosas semblanzas. La narración se salpica, asimismo, de
arengas y discursos retóricos, según el canon humanista de Tácito y Tito Livio.
La Historia verdadera de la conquista de Nueva España, escrita por Bernal Díaz
del Castillo (c. 1496—1584), posee todo el frescor del testimonio directo de un soldado
de Cortés. Se trata de verdaderas memorias, sin adornos retóricos, fundamentadas en
una prodigiosa memoria descriptiva: «10 que yo oí y me halle' en ello, peleando como
buen testigo de vista, yo lo escrebiré, con la ayuda de Dios». La prosa es la popular,
llana y expresiva de un castellano viejo, que «no es latino». El autor comenzó su traba—
jo hacia 1551, pero no vería la luz hasta la lejana fecha de 1632.
Pedro Cieza de León (1518—1560), partícipe en la conquista y buen conocedor
del país, publica en 1553 su Chrônica del Perú. Aúna los recuerdos VlVOS del soldado
con el arte del historiador, y proporciona interesantes noticias sobre conquistadores e
indígenas.

4.7. HUMANISMO PORTUGUES

Cabe referirse, siquiera someramente, a algunas figuras destacadas del humanis—


mo portugués en su conjunto.
En principio, los reyes de la Casa de Avis, a través de eclesiásticos y diplomáticos
destinados en Italia, establecieron vínculos con destacados humanistas. De este modo,
el converso de origen castellano Vasco Fernández de Lucena ( 1410—1495) sirvió de in—
termediario para que Poggio compusiera un panegirico de Enrique el Navegante, y apli—
cara por primera vez el término <<descubrimiento>> a las exploraciones marítimas portu—
guesas. Diversos humanistas italianos, como Flavio Biondo (1461) o Poliziano (1489)
se ofrecieron también para elaborar retóricamente las gestas náuticas lusitanas.
Por otro lado, llama la atención la diáspora del humanismo portugués. Recorde—
mos al judío León Hebreo (1465—0. 1521), emigrado a Nápoles, protegido del Gran
Capitán, y que se convertirá, dentro de la cultura italiana, en uno de los destacados
filósofos neoplatónicos del Renacimiento, con sus famosos Dialoghi d’amore. Asi—
mismo Arias Barbosa (1470—1530), discípulo de Poliziano en Florencia, y primer
helenista en la Universidad de Salamanca (1495—1523) y Lisboa. También fueron im—
portantes los portugueses en la Universidad de París, con formación en filosofía y teo—
logía. Entre ellos António de Gouveia (c. 1505—1566), comentador humanista de Aris—
tóteles, jurista, retórico y profesor en París y Burdeos.
380 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Este grupo de Paris de estudiosos portugueses tuvo incidencia en el renacimiento


de la Universidad de Coimbra bajo la protección de Juan III (1521—1557). Se creará, a
partir de aqui, el Colegio de Artes, para lenguas clásicas y filosofía, con aportaciones
de profesorado francés. Su primer rector fue André Gouveia (1497—1548), hermano
del anterior. Resulta destacable la influencia erasmista en este colegio, con acusacio-
nes posteriores de protestantismo. A partir de 1555 la institución fue confiada a los je-
suitas.
Evidentemente, los descubrimientos geográficos en África, el Oriente y Brasil
estimularon una narrativa histórica y científica de nuevo cuño. En este sentido se es—
criben las Décadas da Ásia de Joao de Barros (c. 1496—1570). Citaremos también a
Cristôvâo da Costa (c. 1515—1581),médico y botánico. Tras sus viajes a la India publi—
cará el Tratado de las dragas y medicinas de las Indias (1578).
Por su representatividad recordemos a Luis de Camões (1524-c. 1580), militar y
literato, con participación personal en expediciones a la India. Cultivó las formas pe—
trarquistas en sonetos de contenido platónico; pero su obra más destacada es el poema
épico Os Lusíadas (1572), que narra la expansión portuguesa en las Indias orientales,
con modelos en Virgilio y Tasso. Se trata de una verdadera epopeya nacional, que en—
tremezcla elementos históricos y mitologia clásica.
Finalmente, entre los espirituales humanistas, representativos del Renacimiento
tardío, mencionaremos al monje jerónimo fray Heitor Pinto (c. 1528—1584), profesor de
Escritura en Coimbra desde 1576. En su diálogo Imagem da vida cristã (1563 y 1572) se
perfila con las actitudes religiosas y moralizantes características de esta etapa.

5. Humanismo tardío y reforma católica

5.1. ALGUNOS NOMBRES

No podemos dejar de referirnos a algunas destacadas figuras de humanistas de la


etapa filipina, tanto en el campo del derecho como de las ciencias sagradas. Tienden a
inscribirse en las nuevas atmósferas del Catolicismo postridentino.
Antonio Agustín (1517—1586) fue un aragonés de proyección europea y vasta
cultura, humanista, jurista, teólogo, arqueólogo y numismático. Estudió Humanida-
des y Filosofia en Alcalá, Derecho Civil en Salamanca (1528—1534) y completó sus
estudios jurídicos y clásicos en Bolonia, donde se relacionó con destacados letrados y
humanistas italianos como Alciato y Cujas. El renombre de su formación jurídica le
granjeó cargos y distinciones diplomáticas por parte del Papado y del rey de España:
nuncio pontificio en Inglaterra y en Viena, obispo de Lérida (1560). Fue uno de los
prelados más influyentes del Concilio de Trento, entre 1561 y su conclusión. En 1576
se le nombró arzobispo de Tarragona. Gran poligrafo, fueron muy destacadas sus edi—
ciones comentadas del derecho justinianeo y de los decretos pontificios, abordadas
con perspectivas históricas y filológicas. Entre sus obras jurídicas cabe citar: Emenda—
tionum et opinionum Iuris Civilis libri IV (Lyon, 1544); Constitutiones graecorum
Codicis Iustiniani (Lérida, 1567); Antiquae Callecliane Decretalium (Lérida, 1576).
De las obras no jurídicas señalemos sus Diálogos de las medallas, una erudita aproxi-
mación a la numismática científica; su aportación a la edición de las Obras de san Isi-
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 381

dora; o los Diâlogos de las armas y linajes de la nobleza de España, fundamental para
una historia de la heráldica. Fue mecenas de la imprenta, e instaló su propia tipografia
en el palacio episcopal de Tarragona (1578). Con todo, logró reunir una amplia biblio—
teca, con abundantes manuscritos griegos y latinos, buena parte de los cuales pasarían
posteriormente a la real de El Escorial.
Fray Luis de León (1527—1591), teólogo, escriturista y poeta, profesó como agus—
tino en 1544, y se formó en la Universidad de Salamanca y en la de Alcalá. En Sala—
manca fue profesor de Filosofía, Teología y Biblia a partir de los años sesenta y hasta
su muerte. El paréntesis se produjo entre 1572 y 1576, tiempo en que se le sometiô a
proceso inquisitorial en Valladolid, acusado por sus propios colegas. El conflicto,
además de intrigas académicas y rivalidades entre órdenes, refleja los enfrentamientos
entre teólogos escolásticos tradicionalistas y teólogos humanistas (con conocimiento
del griego y del hebreo) que caracterizarán la etapa postridentina, la cual se va apar—
tando del recurso directo a las fuentes originales que había caracterizado al primer
Humanismo crítico. Fray Luis asume el tomismo, combinado con la corriente platóni—
co—agustiniana; y todo ello lo integra con su conocimiento filológico y erudito de len-
guas (latín, griego, hebreo) y autores clásicos. El resultado es una espiritualidad hu—
manista de signo cristocéntrico. Como obra profesional universitaria redactó comen—
tarios escriturísticos y tratados de teología dogmática en latín. Al margen de esto, es
de destacar su depurada prosa castellana, entre cuyos logros sobresale la obra De los
nombres de Cristo (1583 y 1585), un florilegio de exégesis bíblica, glosado desde
perspectivas platonizantes y en forma de diálogo renacentista. En ésta y en otras
obras, el autor se preocupa por dignificar la lengua vulgar, cuidando de concertarla
con un equilibrio, ritmo y matices a la altura del latín. Lo más difundido de su produc—
ción, no obstante, ha sido su poesía, que muestra influencias de Horacio, Virgilio, el
petrarquismo de Garcilaso y la Biblia. Podemos decir que la dramática figura de fray
Luis (a pesar de su voluntarismo clasicista) resulta representativa de un humanismo
<<tard1'o», que tuvo que confrontarse con las crispaciones de las reformas religiosas de
la segunda mitad del Quinientos. Se ha señalado su inteligencia emocional y la <<desar—
monía existencial» de sus circunstancias, que se expresarán vivencialmente en la
Exposición del libro de Job, trabajo que le ocupó hasta su muerte. Eran «las calamida—
des de nuestros tiempos» a las que ya se había referido anteriormente en la dedicatoria
de Los nombres de Cristo.
El extremeño Benito Arias Montano (1527—1598) estudió Humanidades, Filoso—
fía y Teología en Sevilla, Alcalá y Salamanca. A partir de 1562 estuvo en Trento en
calidad de teólogo y fue llamado a la Corte por Felipe П еп 1567. Se sitúa como huma-
nista en tiempos de Contrarreforma. Su pericia en lenguas resultó extraordinaria, tanto
las clásicas (latín, griego), como las semíticas (hebreo, arameo, siriaco), o las moder—
nas (portugués, francés, italiano, alemán y flamenco). El propio Felipe П le designò
como editor responsable de la Biblia Regia, llamada de Amberes, impresa por Planti—
no. Se trata de uno de los grandes logros filológicos del Humanismo teológico espa—
ñol. Cuatro volúmenes del Antiguo Testamento: en hebreo, latín de la Vulgata, griego
de los LXX y su traducción latina; en la parte inferior el «Targum» arameo y su ver—
sión latina. Quinto volumen del Nuevo Testamento: texto griego, versión de la Vulga—
ta, texto siriaco y su traducción latina. La obra incorpora tres volúmenes de léxicos y
crítica, denominados apparatus, donde pueden encontrarse citas de comentarios bibli—
382 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cos judios. Montano consiguió el respaldo de la autoridad papal de Gregorio XIII, a


pesar de la oposición del grupo tradicionalista de escolásticos y antihebraistas, enca—
bezado por León de Castro, que le acusaban de un uso excesivo de versiones hebreas e
incorporación de otras latinas distintas de la Vulgata. Del mismo modo, repercutió fa—
vorablemente el juicio sobre la Políglota emitido por el jesuita Juan de Mariana y en—
tregado a la Inquisición en agosto del mismo año 1577. Los ocho volúmenes se habían
concluido en cuatro años, a partir de 1568; y en el de 1572 el propio director presenta-
ba oficialmente la obra en Roma.
Para configurar la biblioteca de ElEscoria1,quellegará a alcanzar los 14.000 vo—
lúmenes, Felipe П se habia rodeado de los más destacados humanistas de su tiempo.
Hacia 1577, el Rey volvió a recurrir a Montano, designándole como <<1ibrer0 mayor»
para la catalogación de los fondos reunidos. Se trata de una ocupación más, en medio
de su profusa obra escrituraria, ascético—teológica, filosófica, poética y científica. Asi-
mismo, escribió una colección de setenta y una odas titulada Humanae salutis monu—
menta (1571) y el Liber generalionis Adam (1593). Los últimos años los alternó entre
la Corte, Sevilla y su eremitorio de Peña de Aracena en Huelva.
Aunque formado en Salamanca en Lógica, Filosofía, Teología y Escritura, y pro—
bablemente alumno de fray Luis de León, poco diremos aqui del carmelita san Juan de
la Cruz (1542-1591). Sus obras de teología mística en verso y en prosa (Noche oscura
del alma, Cántico espiritual, Llama de amor viva), con influencias de Garcilaso, el
Cantar biblico y la formación aristotélica universitaria, transcienden las formas hu—
manistas hacia una transfiguración lírica y simbólica estrictamente religiosa.

5.2. NUEvos HUMANISTAS

Como hemos visto, fray Luis de León se mueve en el marco de la Universidad


salmantina, que habia participado con destacados teólogos en el Concilio de Trento.
A partir de aqui, la atmósfera cultural y polémica adopta más rígidos perfiles. Frente
a la floración humanista se consolida una síntesis aristotélico-escolástica más a la
defensiva, y se entra en un «tiempo largo» que se prolonga por 1a primera mitad del
siglo xvn. Los «gramáticos» о filólogos humanistas de principios del siglo XVI ha—
bían reivindicado, por sus conocimientos linguísticos, la responsabilidad del co—
mentario y la critica de cualquier texto escrito en latin, griego o hebreo. Como resul—
tado se habían producido conflictos con otros especialistas en derecho, teología, me—
dicina 0 ciencias. Ahora, estos críticos que planteaban problemas de autoridad van
quedando amansados. Las humanidades se formalizan y adoptan posiciones menos
peligrosas: no se interrogan sobre principios doctrinales o filosóficos, sino que se li—
mitan a la exposición seductora, a la conducción retórica de ánimos y voluntades.
Son dos talantes que pueden significarse en la propia Salamanca: el Brocense y, su
yerno, Baltasar de Céspedes.
Francisco Sánchez de las Brozas (1523— 1601) fue estudiante y profesor de retóri—
ca y griego en la Universidad de Salamanca. Sus lecciones de retórica están compren—
didas en los tratados De arte dicendi (1556) y Organum dialectic-um et rheloricum
(1579). Su principal aportaciôn se encuentra en el campo de los estudios clásicos:
Grammaticae graecae compendium (1581) y Arte para saber latín (1595), prosi—
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 383

guiendo la labor de Nebrija a comienzos del siglo. También se le deben obras de ca—
rácter científico, Sphera mundi (1579), y filosófico, Paradoxa (1581). Fue autor de
poesias en latin, traducciones de Horacio, una edición de las Bucólicas de Virgilio
(1591), y otra anterior, anotada, de las poesías de Garcilaso ( 1574). Constituyó un tipo
de gramático y humanista crítico, independiente y molesto. Sus conocimientos filoló—
gicos en lenguas clásicas le llevaron a enfrentarse contra la rigidez de los teólogos es—
colásticos, que le acusaron de audacias verbales e ingerencias en asuntos de Sagrada
Escritura. En 1597 reeditaba De nonnullis Porphyri aliorumque in dialectica errori-
bus, atacando autoridades pretendidas y recomendando no dar crédito sino a lo funda—
mentado en razones firmes. Sufrió diversos procesos inquisitoriales. Amonestado en
1584, denunciado de nuevo entre 1593 y 1595, moriría en 1600, a los ochenta años,
en el curso de otro juicio inquisitorial para el que le habían requisado diversos apuntes
sobre lugares de la Escritura. Con la muerte del Brocense se anunciaba el final de un
tipo independiente y mordaz de humanista, que pasaría a ser sustituido por otro más
sumiso y retirado a sus saberes técnicos y profesionales.
Y así, cuando Baltasar de Céspedes ocupe a partir de 1596 la cátedra de Prima de
latinidad de la Universidad de Salamanca, sus declaraciones y actitudes distarán mu—
cho de las de su suegro, Francisco Sánchez, el Bruc-ense. Por un lado, manifestará la
veneración que los humanistas deben tener a los teólogos escolásticos y escrituristas,
sin porfiar con ellos; pero incluso llega a desestimar la importancia de los conocimien—
tos de hebreo. El humanista vuelve a su especialidad, a los autores clásicos, a la filolo—
gía y a la gramática. Ya no pretende incidir sobre todos los saberes, sino que se restrin—
ge a su facultad.
Acotado el terreno de los teólogos escolásticos rígidos frente a los humanistas, la
síntesis de humanidades y cristianismo la intentarán ahora los jesuitas, a partir de una
escolástica ecléctica, que alcanzará proyección europea. Pues bien, una de las figuras
que contribuirá a difundir este Humanismo católico en los colegios de Italia, Alema—
nia y España será el mallorquín Jerónimo Nadal (1507—1580). Formado en Filosofía,
Teología y Escritura, fue fundador y rector del colegio de Messina (1548—1552) y or—
ganizó los estudios al modo parisiense, modelo y base de lo que sería la Ratio Studio—
rum. Nadal, como escriturista, adoptó del Humanismo un perfecto conocimiento del
griego y del hebreo. En este sentido, la Ratio de losjesuitas asume los valores huma—
nistas de Valla, Erasmo o Vives, e incorpora a Aristóteles y a santo Tomás en filosofía
y teología. En las clases se utilizará el latín, y una abundancia de autores clásicos, con
algunos expurgos y acomodos: Cicerón, César, Horacio, Livio, Ovidio, Plinio, Pro—
percio, Quintiliano, Salustio, Tibulo, Valerio Máximo o Virgilio.
Un nuevo Humanismo se pone al servicio del Evangelio cristiano y de la piedad
religiosa, reivindicando la vieja divisa de <<virtud y letras», ideal recogido por el peda—
gogojesuita Juan Bonifacio (1538—1606) en su obra De sapientefructuoso. A Bonifa—
cio se deben, asimismo, algunas obras dramáticas de orientación dogmática y bíblica,
sobre moldes clásicos y con finalidad didáctica y moralizadora. Ejemplo de lo que ha
venido en llamarse teatro jesuitico. Se trataba de la continuidad de las corrientes tea—
trales clasicistas del Humanismo, dirigidas a pequeños círculos, vueltas <<a lo divino»
en los colegios de la Compañía. Este Humanismo jesuita ha sido, sin embargo, subes—
timado por estudiosos como E. Garin, que lo han tildado de <<contrarreformista». Nos
encontramos ante una herencia de Burckhardt, que había concebido un Renacimiento
384 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

«liberal» frente a una Iglesia globalmente interpretada como sombría e intolerante.


Pero no se puede dejar de valorar el papel ejercido por los jesuitas, con su combina—
ción de humanidades y escolástica, durante la segunda mitad del siglo XVI y a lo largo
del XVII. En 1585 la provinciajesuita de Castilla contaba con dieciséis colegios, y al—
canzaban cuarenta y cinco en el conjunto de España, con un total aproximado de
20.000 alumnos.

5.3. RESURGIR ESCOLÄSTICO

El pensamiento y la filosofía del Humanismo constituyeron más una sensibilidad


y un conjunto de actitudes que un sistema alternativo a la Escolástica. Los nuevos pro—
blemas se reinterpretan a la luz renovadora de los autores clásicos, y estos nuevos
problemas incidirán asimismo sobre la escolástica tradicional, remodelándola en po—
sicionamientos, preocupaciones y perspectivas. Es lo que se había producido en la lla—
mada primera Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria y sus discípulos, como
vimos en apartados anteriores. Ahora, en la segunda mitad del Quinientos, se produ—
cen flujos y coexistencias. Filósofos de la corriente humanista, como Francisco Sán—
chez, se codean con neoescolásticos de la reforma católica como Pedro da Fonseca
(1528—1599) 0 Francisco Suárez.
Francisco Sánchez (1551—1632), gallego о português, de padre judío, vivió en
Montpellier, Roma y Toulouse. Presenta un pensamiento escéptico, fundamentado
en una especie de duda metódica, de la que es ejemplo su obra: Quod nihil scitur
(1 5 81).
En la línea más escolástica de comentarios a Aristóteles destaquemos los realiza—
dos por el jesuita Francisco de Toledo (1534—1596), editados en España, Italia, Francia y
Alemania. En metafísica sobresaldrá la figura del también jesuita Francisco Suárez
(1548—1617) y sus Disputationes Melaphysicae, impresas en Salamanca en 1597. Desde
un tomismo independiente, Suárez elabora un tratado sistemático de problemas metafí-
sicos, y trata de mantenerlos al margen de planteamientos teológicos y dogmáticos.
En las cuestiones teológicas podemos tomar por modelo lo ocurrido en la Univer—
sidad de Salamanca. А parlir de 1570—1580 se produce un endurecimiento de las pos—
turas tomistas. La escuela se estructuró en tomo a Domingo Báñez (1528— 1604) y con—
tó con otros destacados representantes dominicos como Pedrode Ledesma (l544—
1616). En la <<segunda escuela» salmantina se retornó a un aristotelismo y tomismo
más rígidos y estrictos, a una teología menos bíblica y humanista; y todo ello en clara
reacción frente al antiescolasticismo luterano y protestante. Las disputas teológicas
especulativas se incrementaron, como las producidas en torno a la armonización de la
gracia y el libre albedrío о de auxiliis. El diálogo de las tres escuelas escolásticas (to—
mismo, nominalismo, escotismo), que había eclosionado en la Alcalá renacentista,
quedó reducido a la soberanía del tomismo. El nominalismo, que había inspirado al-
gunas posturas de Vitoria y Domingo de Soto, fue considerado como disolvente, por
atacar los cimientos tomistas al divorciar razón y fe, por su agnosticismo especulativo
en cuanto no se refiriese directamente a la revelaciön, y por su relativismo.
Los jesuitas pueden considerarse de base tomista, aunque entremezclan otras in—
fluencias. Las tesis de Luis de Molina (1535—1600), subrayando la libertad y la plena
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 385

responsabilidad humana frente a la gracia, les conducirá al enfrentamiento con la línea


tomista estricta o bañeciana. Otros jesuitas que destacaron en teología fueron el men—
cionado Francisco de Toledo 0 Juan Maldonado (1533—15 83). Entre ellos sobresale el
también citado Francisco Suárez, representante de un tomismo miti gado de escotismo
y abierto a diversas corrientes, pero a su vez culminación de la escolástica, antes de
que la filosofía tomase el rumbo del cartesianismo.
Frente a estas escuelas tomistas no puede olvidarse la agustiniana. Se matiza de
ciertos toques nominalistas a comienzos del siglo XVI, y va adoptando luego un tomis—
mo impregnado de agustinismo. Se trata de una impronta platonizante y afecti—
vo-voluntarista, frente al intelectualismo estrictamente tomista. Entre sus miembros
salmantinos cabe destacar a fray Juan de Guevara (1518-1600), fray Luis de León, ya
citado (1527—1591) o fray Diego de Zúñiga (1536—1598).
Mercedarios, carmelitas, benedictinos y otras órdenes abrazan el tomismo rígido
de la segunda escolástica. Por el contrario, la escuela franciscana cultivó el escotismo,
bonaventurismo y lulismo. Y todo ello, tanto en Salamanca como en las restantes uni-
versidades hispánicas.

5.4. MEDICINA Y CIENCIA

Uno de los médicos y científicos más destacados de esta etapa fue Francisco
Hernández (1517—1587). Estudió Medicina en Alcalá y llegó a ser médico de cámara
del Rey desde 1569. Abierto a las novedades, practicó la disección de cadáveres hu—
manos en el monasterio de Guadalupe. Entre 1571 y 1577 recorrió sistemáticamente
la Nueva España, para estudiar directamente la historia natural y la materia médica
de origen vegetal, animal о mineral. Retornó de las Indias con colecciones de plan—
tas y ocho volúmenes de anotaciones y apuntes. Sus aportaciones fueron divulgadas
através del compendio elaborado por el napolitano Recchi, que no aparecería publi—
cado hasta 1628.
Junto a lo dicho, ciertas enfermedades extendidas durante el siglo XV Van a per-
mitir a los médicos la realización de observaciones clínicas independientes de los au—
tores clásicos autorizados. Así, entre los primeros estudiosos de la sífilis se encuentra
el converso Francisco López de Villalobos, médico de cámara de los Reyes Católicos.
Juan Tomás Porcel], con ocasión de la epidemia de peste sufrida en Zaragoza en 1564,
realizó autopsias sistemáticas de apestados, por vez primera. Luis de Toro publica en
1574 sus observaciones sobre el tabardillo; y en 1614, Juan de Villarreal las suyas so—
bre el garrotillo (tifus exantemático y difteria).
Desde los años 1570—1580 también va a dejarse sentir un retorno a la escolásti—
ca médica, que estará representada por la figura de Luis de Mercado (1525—1611).
En sus Opera omnia (1594) sistematiza el saber médico desde los supuestos galéni-
cos tradicionales y refuta cuantas novedades renacentistas pudiesen comprometerlo.
Mercado representa, así, el escolasticismo médico contrarreformista, que se conso-
lidará en la España del Seiscientos. Estudió Filosofía y Medicina en la Universidad
de Valladolid, y se graduó de doctor en 1560. En la misma universidad regentó la cá-
tedra de prima de Medicina entre 1572 y 1592. A partir de esta fecha se convierte en
médico de cámara del rey Felipe II, protomédico del reino y, posteriormente, médi—
386 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

co de cámara de Felipe III. Fue considerado una especie de Tomás de Aquino de la


medicina. Sus obras se imprimieron en Frankfurt y Venecia (1608 ss.), y su prestigio
en Europa fue considerable.
Las Opera omnia de Mercado se presentan en cuatro volúmenes, e incluyen
cuestiones conceptuales y metodológicas de anatomía-fisiología, higiene, patología
general, enfermedades y terapéutica, con observaciones clínicas, unas disputas, y mo-
nografías sobre tocoginecología, puericultura y pediatría. Merecen destacarse, asi—
mismo, algunas de sus monografías especializadas. Por ejemplo, De mulierum affec—
tionibus (1579), el tratado sobre cuestiones ginecológicas y obstétricas más difundido
en la Europa de la época, con nueve ediciones en cincuenta años.
En astronomía se continuó con el paradigma aristotélico-ptolemaico tradicional,
y la aportación más notable fue la realizada por Jerónimo Muñoz (1520—1591). Muñoz
era catedrático de Matemáticas y Astrología en la Universidad de Valencia (1565—
1578), y a partir de 1578 ocupó una ayudantía de Astronomía en Salamanca. En su Li—
bro del nuevo cometa (1572) situaba la <<nova>> en la esfera celeste; y demostraba, por
tanto, que en ésta se producían alteraciones y cambios, frente a lo supuesto por el aris—
totelismo tradicional. En este sentido, la nueva mentalidad científica cristaliza tem—
pranamente en torno a la astronomía, como disciplina a caballo entre la matemática in—
terpretativa y una física que propicia la observación de los fenómenos.
El heliocentrismo copernicano fue examinado por algunos autores como hipóte—
sis fisica, pero sin asumir la transformación cosmológica que implicaba. Se utilizaron,
no obstante, sus técnicas matemáticas desde las décadas finales del siglo XVI. La
disputa sobre la cuestión copernicana adquiere peculiar relevancia en la Universidad
de Salamanca. En la edición impresa de los estatutos de 1561 se declaraba explícita-
mente la posibilidad de elegir las lecturas de Copérnico, en tema con Ptolomeo o Ge-
ber, segün el parecer de los oyentes. Mäs tarde, en los estatutos de 1594, se mandará
expresamente la lectura de Copérnico y de las tablas plutérnicas. Sin embargo, en los
libros de Visitas de las lecciones de cátedras a partir de 1560 no aparece nunca el nom—
bre del polaco; y, únicamente en diciembre de 1616 (nueve meses después de la con—
dena del sistema heliocéntrico por la Inquisición romana), encontramos mencionada
la lección sobre <<si la tierra se mueve», pero probablemente para refutar la hipótesis.
La conclusión más plausible consiste en suponer que la incidencia de Copérnico en la
Universidad de Salamanca estuvo en relación con sus tablas astronómicas de posición
de planetas, junto con la exposición crítica de sus teorías heliocéntricas. La Inquisi—
ción no tuvo nunca fricciones con la cátedra de Astronomía, precisamente porque no
traspasó los límites de la ortodoxia, con cierto interés prudente por la astrología judi—
Ciaria.

5.5. REFERENCIAS LITERARIAS Y MEMORIA HISTÓRICA

Para la etapa de Felipe II se acostumbra distinguir entre dos escuelas líricas, la


salmantina y la sevillana. A la primera de ellas pertenece fray Luis de León, a quien
nos hemos referido en anteriores apartados. En la sevillana se inscribe Fernando de
Herrera ( 1534—1597). Se trata de un humanista de saber enciclopédico, de talante aus—
tero y al margen de las intrigas y cenáculos. Como poeta se sitúa entre lo sentimental
LA CULTURA DEL RENACIMIENTO Y EL HUMANISMO 387

petrarquista y el canto heroico de hazañas religiosas y nacionales. Herrera se muestra


plástico y colorista, con cierto énfasis retórico y lleno de sonoridad rítmica. Se le debe
una reedición anotada de la poesía de Garcilaso.
Otro lírico destacado es Francisco de Aldana (1537-1578), militar muy vincula—
do a Italia. Su obra fue publicada póstumamente en Milán, en l589. Cultivó los temas
amorosos con orientación petrarquista y platonizante. Destaca su Epistola a Arias
Montano, plena de existencialismo religioso y teología lírica «a lo divino».
La poesía épica de esta época tiene su mejor representación en La Araucana de
Alonso de Ercilla (1533—1594). Publicada en 1569, constituye un intento de epopeya
nacional en octavas reales. Se inspira en tradiciones clásicas (Virgilio, Lucano) e ita—
lianas (Ariosto, Tasso). Al propio tiempo, posee cierta dimensión autobiográfica al te—
ner como tema la conquista de Chile, en la que el autor tomó parte. Constituyó un éxito
editorial, con buena acogida en los círculos de los hombres de letras, admiradores de
la poética y la retórica clásicas.
Correspondiente a la difusión de las novelas de caballerías en la primera mitad del
siglo lo será ahora la de las novelas pastoriles bucólicas y platonizantes. La primera de
ellas Los siete libros de la Diana (1559) de Jorge de Montemayor (с. 1520— 1561), portu—
gués de nacimiento e influido por modelos italianos como Jacopo Sannazaro. Un poco
posterior será la Diana enamorada (1564) de Gaspar Gil Polo (с. 1530—1584), y el géne—
ro llega hasta La Galatea (1585) de Miguel de Cervantes. Los protagonistas de todas
estas obras despliegan sus casos amorosos con refinamientos cortesanos y en idílicos es—
cenarios pastoriles. Como peculiaridad, la Diana de Gil Polo somete sus amores al dic—
tado de la razón, y resulta en este sentido más moralizante, dentro de cánones contrarre—
formistas.
Otro campo que merece atención en esta segunda mitad del siglo XVI es el de la
historiografía humanista, que sejustifíca como memoria de la fama. Nos cefiiremos a
unos cuantos casos.
Esteban de Garibay y Zamalloa (1533—1599), guipuzcoano con formación latina
y griega. Su principal obra es el Compendio historial de todos los reinos de España,
elaborada entre 1556—1566 y publicada por Plantino en Amberes en 1571. Nos encon—
tramos ante la primera historia de España extensa, desde los orígenes hasta la muerte
de Fernando el Católico. Supone una incansable consulta de obras anteriores y docu—
mentos originales; aunque realizada sin selección, yuxtaponiendo informaciones de
forma extensiva y con demasiada credulidad. Asimismo, el estilo se resiente de un
cierto descuido que no dulcifica la profusión erudita.
Fray José de Sigúenza (c. 1544— 1606) sucedió a Arias Montano como bibliotecario
de El Escorial. Fue acusado de sospechas de luteranismo y absuelto por la Inquisición de
Toledo. Constituye una autoridad clásica para la prosa del siglo XVI, por su Historia de
la Orden de San Jerónimo (1600). Una parte de ella se dedica a la construcción del mo—
nasterio de El Escorial, introduciendo también una sugerente semblanza de Felipe П.
Diferente tono manifiesta Luis Cabrera de Córdoba (1559—1623), que utiliza un
lenguaje rebuscado y latinizante, de factura conceptista. La primera parte (1527—1583)
de su Felipe II rey de España no apareció impresa hasta 1619. Mantiene el talante bio—
gráfico, con rellexiones de antiguos y modernos sobre el gobierno de los pueblos. Como
teórico, Cabrera considera a la historia como un género de literatura política, que debe
ser protegida y estimulada por los príncipes.
388 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Pero la obra clásica de la historiografía humanista terminó siendo la del jesuita


Juan de Mariana (1536—1624). Nos referimos a su Historiae de rebus Hispaniae libri
XXX, ediciôn latina de 1592 y castellana de 1601. Su talante humanista se manifiesta en
el fluido latín, la composición de discursos y una preocupación artística y retórica gene-
ral. Se pretende como síntesis general de la historia de Espafia, hasta 1516, para lo que
se fundamenta en las crónicas y obras anteriores, más que en la investigación propia. En
la versión en castellano utiliza un lenguaje sabio, sembrado de arcaísmos. Se trata de la
historia de España más leída y editada hasta mediados del siglo XIX, en el que fue des—
plazada por la historia general de Lafuente. Entre otras obras, Mariana publicó en 1599
su De rege et regis institutione, que se haría famosa por la justificación del tiranicidio.
Así culmina toda una corriente de historiografía humanista que intentaba exaltar los he—
chos de la Monarquía de España. El historiador se ha convertido en juez de la fama de
reyes y pueblos. Mariana escribe en el prólogo de su Historia: «J untamente me convidó
a tomar la pluma el deseo […] de entender las cosas de nuestra (nación); los principios y
medios por donde se encaminó a la grandeza que hoy tiene. […] Confío que si bien hay
faltas, y yo lo confieso, la grandeza de España conservará esta obra; que a las veces hace
estimar y durable la escritura el sujeto de que trata. La historia en particular suele triun—
far del tiempo, que acaba todas las demás memorias y grandezas.»

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CAPÍTULO 14

LA DECADENCIA ECONÒMICA DEL SIGLO XVII

por CARMEN SANZ AYÄN


Universidad Complutense de Madrid

1. El concepto de decadencia «material»

«Vuestra Majestad [...] ha tratado muchas veces de remediar el daño de la des—


población y de la pobreza de estos reinos, la cual se va sintiendo cada día más.
Y aunque se han intentado algunos medios, no se ha visto fruto ni se verá mientras
no se supiere con fundamento de dónde procede el daño general y particular para
aplicarle el remedio.»
Éste era el preámbulo de un memorial —En razón de la despoblación y pobreza
de España y su remedio— escrito en 1650 por Francisco Martínez de Mata, un conoci—
do arbitrista de mediados del siglo XVII, que enjuiciaba en términos caóticos la situa-
ción económica por la que atravesaban en aquellas fechas los reinos peninsulares.
Autores como el citado presentaban casi siempre ante el rey sus apocalípticos,
aunque muchas veces certeros eran juicios desde su particular óptica local, si bien al
ser leídos por generaciones posteriores impregnaron de una negatividad prácticamen—
te generalizada el concepto que hoy tenemos sobre la economía española de este pe—
riodo.
Sin embargo, el conjunto de los territorios que componían la Monarquía hispáni—
ca (los reinos de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal —hasta 1640— en la Peninsula,
además de los territorios de los Países Bajos, Italia, norte de África, América y Filipi—
nas) suponían una realidad lo suficientemente compleja como para no lanzar a priori
un juicio globalizador. Aún ateniéndonos al estricto ámbito peninsular, conviene
aproximarse a las variables geográficas y sectoriales de la economía de este periodo
sin juicios apriorísticos ni clasificaciones rígidas, heredadas todavía de la historiogra—
fía ilustrada y decimonónica que recogió las impresiones de los arbitristas sin aplicar
_salvo en raras ocasiones— ningún filtro crítico, y más tarde de los estudios de
Hobsbawm (1955) que, aún cuestionando el concepto de <<crisis general» para el con—
tinente en el siglo XVII, señalaba el modelo mediterráneo —es decir, Turquía, Italia y
los territorios peninsulares— como el ejemplo típico de las recesiones sufridas en Eu—
392 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ropa en el contexto de la crisis de transición del feudalismo al capitalismo descrita en


sus postulados.
En la actualidad, tanto en los estudios relativos a los distintos estados europeos
como en los tocantes a España, el análisis de la crisis del siglo XVII tiende a abordar
los procesos experimentados en aquellas economías desde la perspectiva de la trans—
formación, el ajuste e incluso la especialización, y no simplemente desde el de la re—
cesión. Esta nueva orientación ha modificado en parte el concepto sobre la decaden—
cia del siglo XVII y ello ha servido para destacar la importancia de esta centuria a la
hora de desentrañar las bases del crecimiento económico experimentado en periodos
posteriores.

2. La evolución de la agricultura y el concepto de «depresiôn agraria»

La idea de una decadencia general de la agricultura para el siglo XVII que entron—
ca con las impresiones vertidas por los arbitristas, y que también se desprende de los
memoriales enviados al Consejo de Castilla por multitud de pueblos durante este pe—
riodo, sobre todo para intentar eludir el pago de nuevos impuestos, ha configurado un
concepto de depresión generalizada todavía hoy muy presente. Sin embargo, un análi—
sis regional puede arrojar alguna luz a la hora de interpretar el comportamiento de la
producción agraria en el Seiscientos.
A pesar de que la evolución de los diezmos en Castilla y León, Toledo y Valencia
indican una caída en la producción de cereal durante la primera mitad del siglo XVII, a
mediados de la centuria esa tendencia se invirtió en casi toda la Península salvo en
Castilla la Vieja.
El núcleo central peninsular fue el más afectado por el descenso de la producción
agraria. Inició su caída en la última década del siglo XVI y no mostró señales de recu—
peración hasta al menos 1660. Similar proceso se vivió en Extremadura. En Andalu—
cía, sin embargo, se sostuvo mejor, con tendencia al estancamiento pero sin grandes
descensos y con indicios sólidos de crecimiento a partir de la década de los cincuenta.
En Aragón, el modelo de comportamiento parece estar más próximo al de Castilla que
al de Andalucía.
En el área levantina, aunque se experimentó una contracción de los rendimientos
agrarios en la primera mitad de la centuria —más acusada aunque no exclusiva en las
zonas afectadas por la expulsión de los moriscos— su recuperación resulta llamativa
en la segunda mitad.
En Cataluña se sufrió este mismo descenso en los primeros decenios del XVII
acentuado por los efectos de los conflictos iniciados en la década de 1640, aunque
también aquí se experimentó un decidido progreso en la segunda mitad del siglo. Esta
capacidad de mejora fue, en parte, fruto de la extensión del viñedo en toda el área me-
diterránea y de otros cultivos de especialización, como la morera y el arroz en zonas
de la región valenciana, o de la barrilla en Murcia. No obstante y a pesar de estas inno—
vaciones, la agricultura mediterránea siguió siendo todavía mayoritariamente tradi—
cional con predominio del secano.
Sin embargo, en la cornisa cantábrica y Galicia la temprana introducción del
maíz, primero en las comarcas costeras y más tarde en zonas del interior, sustituyó a
LA DECADENCIA ECONÔMICA DEL SIGLO XVII 393
180—

160—

140—

120-

100—

80—

60—

40-

20—

Castilla y Leén — Valencia ------ Galicia (Mariñas)


mm:- Extremadura _ Toledo

FUENTE: B. Yun, «Las raíces del atraso económico español: crisis y decadencia (1590-1714)», en F.
Comín y otros (eds.), Historia económica de España. Siglos Хіху ХХ, Critica, Barcelona, 2002.

FIG. 14.1. Diezmos y producción agraria en diversas regiones


(índices decenales: 1640-1649 = 100).

otros cereales de rendimientos más pobres, redujo о eliminö el barbecho e incrementó


la superficie cultivada lo que dio como resultado que sólo en la primera mitad del si—
glo XV II, según datos de B. Barreiro para Asturias, la producción agraria aumentara en
un 40 %. También en el ámbito geográfico vasco durante el primer tercio del siglo XVII
los rendimientos de las cosechas se multiplicaron por 2,5 según datos de L. M. Bilbao
y Fernández de Pinedo. Estos mismos investigadores han puesto de manifiesto las in—
teresantes transformaciones acaecidas en la Rioja alavesa en el siglo XVII por la espe—
cialización vitivinícola desarrollada cronológicamente en su fase más intensa entre
1645 y 1680.
Respecto a la ganadería, no es éste el lugar de analizar su importancia en interre—
lación con la agricultura y la dificultad de hacer compatibles en un equilibrio <<armóni-
co» el desarrollo intensivo de ambas actividades durante el Antiguo Régimen.
Centrados en el ganado lanar, el más extendido en cuanto a producción en la Penín—
sula, soportó una caída acusada en su variante trashumante en la primera mitad del si—
glo XVII; de 2,6 millones de cabezas en el último cuarto del siglo XVI a 1,5 millones a me—
diados del Seiscientos. Caída estimulada seguramente por el fuerte aumento de los cos—
tes de producción, en particular por el continuado encarecimiento de los pastos de in—
vierno que, como Enrique Llopis ha demostrado en el caso de las dehesas del monaste—
rio de Guadalupe, se multiplicaron por nueve desde el primer cuarto del si glo XVI y hasta
394 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1635. Pero la cabaña estante, la que permanecía fija en un lugar a lo largo de todo el año
y que cuadruplicaba en número a la trashumante, experimentó un aumento apreciable.
A partir de estos datos no parece adecuado hablar de la existencia de una <<depre—
sión agraria general» para el conjunto del siglo XVII. Es evidente, sin embargo, que al
menos para la España interior se produjo una fuerte contracción de las cosechas de ce—
real. Este demostrado descenso no tenía que derivar en principio y necesariamente de
una situación de crisis agraria. La dedicación de la tierra <<de pan» a otros cultivos po—
dría ser otra explicación plausible de aquellos descensos. Sin embargo, según las in—
vestigaciones con las que contamos hasta hoy, no parece que el declive en la produc—
ción de trigo se viera suficientemente compensado por la introducción de vid, aceite,
fibras textiles (cáñamo, lino) o colorantes (rubia) que en este ámbito geográfico caste—
llano no sólo no aumentaron sino que también disminuyeron. ¿Cuáles pudieron ser en—
tonces las causas del acusado descenso?
Entre las clásicas razones que se han esgrimido para encontrar una explicación se
encuentra el poco demostrado empeoramiento de las condiciones climáticas, el agota—
miento acelerado de la tierra a partir de la sustitución del buey por la mula en la labor
de los campos y la relación causa—efecto de corte maltusiano entre el número de pobla—
ción y los alimentos disponibles, al existir un llamativo paralelismo entre el descenso
poblacional del que se ha hablado en otro lugar y el de la producción agraria.
Según este último argumento, las bruscas caídas demográficas desencadenarían
un descenso en la producción de alimentos que, a su vez, provocaría nuevas pérdidas
de población si bien no está clara esta relación causal. Por ello, en la actualidad, tiende
a interpretarse que ambos procesos, aunque interrelacionados, no tuvieron que ser de-
terminantes —de modo necesario y unidireccional— el uno del otro, sino que los dos
tienen su origen en otros factores.
Uno de los más llamativos fue quizá el aumento de la renta de la tierra en el si—
glo XVI y sus consecuencias. Este incremento obligó a los campesinos a pagar al pro—
pietario del campo que trabajaban una cantidad progresivamente más elevada. El cre-
cimiento de precios de los productos agrarios y el aumento del alquiler de la tierra mo—
dificó las estructuras de los arrendamientos, que fueron cada vez más cortos para ga—
rantizar a los dueños la revisión de su importe.
Los campesinos, con poco capital disponible y con contratos de tenencia de las
parcelas de corta duración que no garantizaban su estabilidad y permanencia a largo
plazo en la explotación, no tuvieron suficientes incentivos para iniciar mejora alguna
en las tierras que trabajaban. Mejoras que, tal y como ocurrió en algunas zonas del
noroeste de Europa, hubieran podido orientarse hacia la disminución del barbecho y la
rotación de cultivos, introduciendo leguminosas y forrajeras que propiciaran la esta—
bulación del ganado y el acceso continuado al abono natural, regenerando de manera
más efectiva la tierra que cultivaban y haciéndola más productiva.
Tampoco los propietarios de la tierra, en términos generales, adoptaron innova—
ciones apreciables. Dado que los mayorazgos, ya fueran de aristócratas o de oligarcas
urbanos, eran inalienables y no podian perderse —en teoría— bajo ninguna circuns-
tancia, las inversiones en su mejora y mantenimiento fueron escasas. Algo parecido
ocurrió con los bienes de manos muertas en poder de la Iglesia que, salvo excepciones,
no orientaron el producto de sus rentas a optimizar la producción de las explotaciones
y sí a la tesaurización y el consumo suntuario.
LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO xvu 395

La presión fiscal ejercida por la Monarquía, básicamente en Castilla, contribuyó


también a alimentar el ambiente de recesiön. El permiso de la Corona para vender tierras
baldías y comunales con las que los municipios pudieran saldar las exigencias fiscales
crecientes, empeoraron las condiciones de vida del campesinado más desfavorecido,
que tenía en estos bienes de explotación colectiva (leña, pasto, recogida de frutos, etc.)
un complemento económico fundamental para su subsistencia que perdió definitiva—
mente con las enajenaciones. El empeoramiento de la situación económica del campesi—
nado derivó en que se endeudaran a través de préstamos hipotecarios (censos), lo que en
el mejor de los casos suponía un factor más de reducción de sus beneficios y en el peor
podía significar la pérdida de la tierra para los pequeños y aún medianos propietarios.
Estos factores de naturaleza sociopolítica no pueden olvidarse a la hora de explicar el re—
troceso agrario experimentado en la España interior durante la primera mitad del siglo.
En la segunda parte de la centuria se aprecian sin embargo tenues signos de recu—
peración. La explicación más extendida, aunque no única, justifica este hecho apelan—
do al reequilibrio que se produjo entre el número de habitantes y las subsistencias su—
poniendo que éstas crecieron más rápidamente que la población por varios motivos:
abandono de tierras marginales poco productivas destinándolas a pasto, descenso en
los precios de la renta de la tierra, mejor complementariedad entre ganadería y agricul—
tura y diversificación del producto agrario. Todo ello facilitaría en las últimas décadas
del XVII, el establecimiento de las bases de un nuevo periodo de crecimiento.

3. La evolución de la manufactura

Las actividades económicas de transformación eran las que tenían un menor peso
específico en la economía española del siglo XVII. Dentro de ellas, la producción textil,
la metalúrgica y los astilleros fueron las más importantes, y su decreciente evolución
en el Seiscientos ha conducido a pensar en la existencia de una crisis industrial genera—
lizada de enormes dimensiones. Al igual que en el resto de Europa, la evolución del
sector industrial peninsular guardó una relación más 0 menos próxima con la coyuntu—
ra agraria.
Pero para tener una idea global de la progresión de este sector secundario debe—
mos atender también a la trayectoria experimentada por otras manufacturas tradicio—
nales (cuero, madera, cerámica, jabón, vidrio, etc.), que fueron capaces de colmar las
necesidades del mercado interior sin recurrir a importaciones y que por tanto demos—
traron suficiencia en sus comportamientos.
Entre las causas señaladas para explicar el declive de las manufacturas se ha in—
sistido en la tendencia a la descapitalización del sector, ya que el capital comercial no
invirtió suficientemente en actividades productivas ante la alternativa de otras opcio-
nes menos arriesgadas y más provechosas en el corto plazo, como fueron la comercia—
lización de materias primas o la adquisición de deuda pública Gurus).
Se ha sefialado también el lastre que supuso para el desarrollo industrial posterior
la particular estructura protoindustrial de los reinos peninsulares, en la que predominó
una organización gremial de carácter urbano, atomizada y reacia casi siempre a des—
plazar al ámbito rural la producción manufacturera, a diferencia de lo que ocurrió en
varias zonas de Inglaterra, Francia u Holanda en esta misma época.
396 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Así pues, la permanencia de unos patrones arcaicos de producción podría ser la


causa fundamental del atraso sufrido en las actividades económicas de transforma—
ción.
Sin embargo, aunque de un modo menos intenso que en la Europa septentrional,
el declive de ciertos centros industriales urbanos tradicionales pudo compensarse par—
cialmente en la Península con una redistribución de estas manufacturas hacia ámbitos
rurales constituidos ahora en nuevos núcleos industriales activos —a veces por inicia-
tiva señorial—, que ofrecieron menos resistencia a la adopción de cambios e innova—
ciones que los grandes núcleos urbanos y que en muchos casos incluso las alentaron.
Los ejemplos de la pañería fina desarrollada en el señorío ducal de Béjar 0 la industria
de la seda en el ducado de Pastrana en la segunda mitad del XVII, resultarían indicati—
vos de estos comportamientos, aunque sobre este concreto aspecto aún queda mucho
por investigar.
Respecto a la producción textil, la actividad mayoritaria se concentraba en la ma—
nufactura de la lana. A pesar de que existían diferencias entre la producción de Casti—
lla, Aragón y Cataluña, en las tres zonas se percibieron en el siglo XVII síntomas de cri—
sis, reduciéndose la producción de paños en todos los casos entre la mitad y los dos
tercios de lo conseguido en el siglo anterior.
En Castilla, donde los logros industriales del Quinientos habían sido más brillan—
tes, el desplome, según datos de García Sanz para Segovia, puede situarse a comien—
zos de la década de los treinta. Las quejas de las Cortes —en coincidencia con la de la
mayor parte de los arbitristas— apuntaban como primera causa de la decadencia a la
falta de materia prima para la industria nacional.
La escasez de lana vino propiciada por ganaderos y comerciantes, que obtenían
mayores y más rápidos beneficios de la exportación del producto en bruto. La utiliza-
ción de esta materia prima como <<moneda de cambio» en las transacciones financieras
internacionales necesarias para mantener la maquinaria de guerra de la Monarquía en el
exterior, fue una de las causas de que las autoridades hacendísticas no pusieran freno a
esas exportaciones masivas, contraindicadas, desde luego, por la filosofía mercantilista
vigente en la época. Con frecuencia, la venta de lana en Flandes о Génova estuvo vincu—
lada a la necesidad que la Monarquía tenía de contar con dinero líquido en aquellas pla—
zas, un capital que, en manos de los hombres de negocios, resultaba vital para alimentar
los conflictos bélicos en el teatro europeo en defensa de la hegemonía internacional.
Otro factor causante de la decadencia manufacturera que fue denunciado por las
voces críticas del momento, insistía en la falta de una protección arancelaria adecuada
que fuera capaz de frenar la competencia de los paños comercializados en la Península
por exportadores extranjeros. Aquellas piezas foráneas —de Inglaterra, Holanda 0
Francia— resultaban más atractivas para el comprador en su relación precio—calidad y
encontraron una red de distribución eficaz que supo llegar a muchos rincones de la Pe-
nínsula e incluso de América. Un fenómeno que no es sólo imputable al siglo XVII pues
en la centuria anterior, que vivió una fase de crecimiento «industrial» en los reinos pe—
ninsulares, la producción autóctona no fue suficiente para abastecer la demanda inte—
rior ni la americana y las importaciones se hicieron necesarias.
Por otro lado no debemos interpretar que el comportamiento de todos los centros
en los que se desarrolló la industria textil fue unívoco y paralelo. Si en Córdoba о
Cuenca los descensos de producción fueron tan acusados que sus manufacturas prácti—
LA DECADENCーA ECONOMICA DEL SIGLO XVII 397

camente desaparecieron a mediados de siglo, Segovia, a pesar de la crisis, mantuvo


una cierta actividad fundamentada en la calidad de sus paños. Incluso otros centros
menores como Palencia o Àvila subsistieron modificando su perfil de producción es—
pecializándose en un determinado tipo de producto o de mercado; mantas, por ejem—
plo, en el caso de Palencia о telas baratas de calidad inferior destinadas al común de la
población, en Ávila.
La decadencia del sector textil sedero se constata igualmente desde finales del si—
glo XVI, perdiendo más de las tres cuartas partes de los telares dedicados a esta activi—
dad en Granada, Córdoba, Sevilla, Zaragoza, Valencia 0 Murcia. También en este
caso la exportación de materia prima, la presión fiscal específica, la decadencia técni—
ca de la producción y la refracción a asumir los cambios originados por la moda pudie—
ron ser algunas de las causas del declive. No obstante, en los dos últimos decenios del
siglo, las ordenanzas emanadas de la Junta de Comercio facilitaron la implantación de
nuevas técnicas que significaron una revitalización, que dio sus frutos en el siglo XVIII
con signos evidentes de recuperación.
Respecto al sector metalúrgico, debemos diferenciar la producción de materiales
realizados con hierro «dulce» o forjado que se manipulaba en fraguas o ferrerías me—
diante un sistema artesanal y de propiedad privada, y la producción de altos hornos
sostenidos por iniciativa de la Monarquía que utilizaban hierro en estado líquido de
fusión y cuyas <<coladas>> eran más voluminosas y comparativamente más baratas.
En el primer caso la producción descendió llamativamente. Las ferrerías vascas,
que superaron en el mejor momento del siglo XVI las 12.000 toneladas, a comienzos
del siglo XVIII alcanzaban escasamente la mitad de ese volumen. En Cataluña se vivió
un proceso paralelo.
La tendencia a exportar mineral de hierro e importar productos elaborados fue
una constante, entre otras razones, por los elevados costes de producción que se regis—
traban en la Península, con salarios elevados que hacían que los productos manufactu—
rados autóctonos fueran notablemente más caros que los importados. La práctica de—
saparición de la reputada artesanía del acero toledano hacia 1650 es un ejemplo de este
proceso.
Los altos hornos, cuyos dos primeros centros de fundido, estudiados por Alca—
lá—Zamora, fueron los de Liérganes y La Cavada en Santander, alimentaron la deman—
da estatal de fabricación de cañones y munición para los ejércitos. En la evolución de
su producción, estos complejos industriales reflejaron los ritmos de la demanda im—
pueslos porla guerra, consiguiendo, con las aportaciones de las fábricas de Molina de
Aragón en la década de los cuarenta y por primera vez en la historia de la Monarquía,
ser autosuficientes. En 1639, en Liérganes, se elaboraron cerca de 20.000 quintales de
hierro y el promedio anual del periodo 1650—1700 fue de 4.000 quintales. Pero si en
1640 fue necesario abrir un alto horno nuevo en Corduente, para satisfacer al comple—
to la demanda estatal, en 1670 se clausuró porque los costes de mantenimiento en un
periodo de menor incidencia bélica lo hacían escasamente rentable. Por tanto, el desa—
rrollo de este tipo de producción estuvo íntimamente ligado a las demandas de la Mo—
narquía y a la coyuntura de guerra.
Respecto a la industria naval, a comienzos de siglo las necesidades mercantiles,
bélicas y pesqueras se cubrían con la producción interior, concentrada básicamente en
la cornisa cantábrica y Cataluña. Pero esta manufactura adolecía de una dificultad fun—
398 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

damental para su mantenimiento y desarrollo: la dependencia endémica de los pro—


ductos procedentes del Báltico (mástiles, brea, velas, cabos, etc.).
lncluso en tiempos de paz, importar estas materias resultaba caro para la indus—
tria peninsular, pero al finalizar la Tregua de los Doce Años y tras la reanudación de
las hostilidades con las Provincias Unidas, aquella área comercial quedó oficialmente
<<cerrada>> y aunque los intercambios se siguieron produciendo, fueron necesarios co—
merciantes intermediarios que se declararon neutrales en el conflicto armado y cuya
intervención encareció todavía más los productos estratégicos, mientras el recurso al
contrabando se convirtió en norma.
La crisis del sector naval se hizo evidente a comienzos de los años veinte. Los co—
merciantes contrataron cada vez con más frecuencia navíos extranjeros para sus tran—
sacciones, e incluso los pedidos <<oficiales» de naves para el mantenimiento de la Real
Armada se redujeron ante el declive del poder naval de la propia Monarquía. No obs-
tante, el comercio de cabotaje y la actividad pesquera crecieron, alimentados en buena
parte por la actividad de los pequeños astilleros de ribera repartidos por toda la costa
andaluza y catalana.
En la segunda mitad del siglo XVII los astilleros vascos siguieron fabricando bar—
cos de gran tonelaje, y la existencia de centros de construcción naval en La Habana
por estas fechas indica que parte de la producción que en otro tiempo se gestaba en as-
tilleros peninsulares se desplazó a América. A partir de los estudios desarrollados por
Antonio Miguel Bernal, sabemos que de los buques que participaban en la carrera de
Indias entre 1670 y 1700, el 37 % eran de fabricación extranjera, el 20 % de elabora-
ción americana y el 43 % restante peninsulares, fundamentalmente vascos.
Aunque, de lo dicho hasta aquí, parece evidente que el panorama de las activida—
des manufactureras más importantes del periodo fue negativo para la primera mitad
del siglo, el último cuarto del Seiscientos presenció una innegable recuperación alen—
tada en parte por las iniciativas políticas adoptadas durante las últimas décadas del rei-
nado de Carlos lI y la intervención de la Junta de Comercio (1679), de la que nos ocu-
paremos al analizar las iniciativas de la Corona en materia económica.

4. La situación de los intercambios comerciales

Para analizar el comercio desarrollado en este periodo nos aproximaremos, en


primer lugar, a las características de los intercambios interiores y, en segundo térmi—
no, al de los internacionales.
Como es sabido, en la España del siglo XVII no existía un «mercado interior» o, lo
que es lo mismo, no es posible hablar de un conjunto de oferta—demanda, tráfico y precios
que tuviesen los mínimos elementos uniformes a escala peninsular. La Monarquía mantu—
vo las aduanas de los reinos que la integraban. Las barreras se hacían evidentes no sólo en
el caso de Castilla con Aragón, Portugal 0 Navarra, sino que dentro de los propios reinos
existían a su vez «fronteras» comerciales de variado tipo: derechos de tránsito, portazgos
o pontazgos que, en definitiva, dificultaban la fluidez del tráfico comercial.
Es preciso hablar, por tanto, de «mercados» interiores que en su conjunto logra—
ban abastecer los diversos niveles de demanda. Pero no se debe confundir la inexisten—
cia de un mercado único con la carencia de tráficos interiores, por ejemplo de cereal.
LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO xvn 399

Al gunas recientes investigaciones sugieren que los mercados regionales de granos del
interior no estaban tan desestructurados como desde hace años se viene afirmando.
Respecto a la evolución del tráfico comercial, puede constatarse que el descenso
de la población, alli dónde se produjo, provocó una reducción relativamente fuerte de
la demanda tanto de subsistencias como, sobre todo, de productos elaborados, lo que
propició la desarticulación de varios circuitos comerciales consolidados en el si—
glo XVI. En consecuencia, Castilla sufrió más que otras zonas estos fuertes descensos.
La falta de periodicidad, e incluso la práctica desaparición de algunas ferias en este
concreto ámbito geográfico, son un claro indicio del proceso desintegrador aludido.
Un deterioro que se ha venido achacando en parte al dominio de Madrid sobre
todo el sistema comercial castellano y que ciertamente no ayudó a vertebrar en una do—
ble dirección los mercados locales y comarcales que circundaban a la capital, salvo los
que se hallaban relativamente cerca, condenado a una producción de subsistencia a
los que no se localizaban dentro de su área de influencia.
La fuerte concentración de la demanda de productos industriales en la Corte faci—
litó la introducción de comerciantes extranjeros, que tenían que invertir menos en cos—
tes de distribución e información pues, con tener su sede en Madrid, era suficiente
para colocar adecuadamente sus productos. Estos negociantes foráneos ofrecían pro—
ductos buenos y asequibles, convirtiéndose en una sombra muy seria para los merca—
deres del área comercial castellana, que casi nunca pudieron mantener una competen—
cia sostenida en semejantes circunstancias.
No obstante, las demandas de la Corte generaron una actividad profesional flore—
ciente, la de los arrieros, que crecieron en número y prosperaron ocupándose en el ofi—
cio de abastecimiento de alimentos a la capital y fueron un elemento dinamizador de la
economía en sus respetivos lugares de origen.
En los últimos años del siglo, la recuperación de la producción agraria y manu—
facturera y el descenso de los precios de las subsistencias permitieron que la población
de las ciudades ampliara en cierta medida su margen de consumo, lo que impulsó limi—
tadamente el tráfico comercial interior mejorando los intercambios.

El comercio exterior español continuó ocupando en el siglo XVII una posición pun—
tera tanto en su dimensión europea como mundial, aunque estos intercambios mante—
nían un profundo desequilibrio entre exportación e importación a favor de esta última.
La exportación se basaba primordialmente en la venta de lana ——que tendrá un
papel predominante a lo largo de todo el siglo—, vino, sal, jabón, frutos secos (higos,
pasas), alumbre, aceite, hierro y cochinilla americana. Sólo de modo muy selectivo se
exportaron pequeñas cantidades de paño segoviano, cueros repujados andaluces, se—
das y cerámica.
Las importaciones mayoritarias estaban constituidas por textiles, herramientas,
pescado ahumado y salado, pertrechos navales, maderas, cereal y papel. La diferencia
de valor en los productos elaborados mantuvo una constante balanza comercial desfa—
vorable para los reinos peninsulares cifrada en un 30 % a fines del siglo XVI y alcan—
zando un 50 % a mediados del XVII, aunque convendría no exagerar el efecto de estos
desequilibrios para el periodo que abordamos, ya que el papel de las manufacturas en
el desarrollo económico del periodo tuvo menos peso que en momentos posteriores,
durante la industrialización por ejemplo.
400 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Debemos tener en cuenta también la naturaleza y los límites de las fuentes con las
que contamos para conocer los intercambios realizados a través de los puertos penin—
sulares, ya que estas fuentes, por ser casi siempre de naturaleza fiscal, adolecen de
graves problemas de ocultación y fraude. En realidad, en muchos casos y a falta
de otros datos, los investigadores no han podido contabilizar los intercambios efecti—
vos sino el dinero ingresado por la Hacienda Real en concepto del impuesto aduanero
que gravaba esos tráficos. Partir de este tipo de fuente soslaya no sólo el comercio de
contrabando sino el fraude que pudiera existir en la contabilidad de lo exportado e im—
portado realmente. Un fraude que, en muchos casos, vino propiciado, incluso, por los
propios administradores o arrendadores de los impuestos aduaneros, que eran al mis—
mo tiempo, por extraño que hoy pueda parecer, importantes comerciantes involucra—
dos en los intercambios internacionales y que, además de beneficiarse en todo el pro—
ceso comercial-fiscal siendo juez y parte del mismo, estaban interesados en dar una
imagen de hundimiento y descenso continuado de los intercambios comerciales, pues
ello suponía la rebaja automática en el importe de la renta aduanera que tuvieran a su
cargo, ya fueran almojarifazgos, puertos secos o diezmos de la mar.
Contando, por tanto, con estos déficit de información, a partir de los datos que te—
nemos respecto al comercio con Europa, se puede afirmar que en el área mediterránea,
la antigua preeminencia de los comerciantes catalanes y valencianos en sus puertos
fue sustituida cada vez en mayor medida por los siempre presentes genoveses. Desde
mediados de siglo la influencia francesa se dejó sentir también en el ámbito catalán, en
situación desfavorable tras la guerra iniciada en 1640. Valencia conoció un declive
detectable en su nivel de importaciones desde 1590 y no iniciô el repunte hasta al me—
nos 1660. Los puertos de Alicante, Cartagena, Málaga y Almería continuaron con las
exportaciones de materias primas e importación de manufacturas europeas con un
descenso en su actividad más perceptible en la primera mitad del siglo.
La cornisa cantábrica también presentó un balance comercial desfavorable. Des—
de 1580 la decadencia de Burgos era indicativa del colapso de todo el sistema comer-
cial de esta zona, que se agudizó a lo largo de la siguiente centuria. Sin embargo, Bil—
bao —tras superar sus peores momentos en los primeros años del siglo—, creció en
actividad por la canalización de la exportación masiva de lana y mineral de hierro.
Con respecto a este último producto, parece ser que la crisis de la siderurgia vasca in—
citó al capital comercial tradicional de la zona a buscar nuevas alternativas y las en—
contró alentando la comercialización internacional del mineral en bruto. La evolución
ascendente de los ingresos anuales declarados por el Consulado de Bilbao en concepto
de avería (derecho portuario) demuestra indirectamente la actividad creciente de este
puerto durante el siglo XVII.

TABLA 14.1. Evolución anual de la avería en el puerto de Bilbao

1590 607.000 mrvs.


1596 565.000 mrvs.
1625 725.000 mrvs.
1650 1.850.000 mrvs.
1677 2.555.000 mrvs.

FUENTE: Marcos Martín, 2000.


LA DECADENCーA ECONÔMICA DEL SIGLO XVII 401

En el área atlántica hay que diferenciar el tráfico meramente regional y el colo—


nial. Respecto al primero, pervivió el intercambio tradicional con el norte de África
para el abastecimiento de los presidios. Pero las transacciones comerciales de esta
zona con la Europa septentrional vendrían propiciadas mayoritariamente (un 90 %)
por la demanda americana, que según la contabilidad oficial decreció en volumen tan—
to en la primera mitad como en la segunda del siglo XVII.
Este descenso podría justificarse, en parte, por la presencia y expansión de otras
potencias marítimas en América: Inglaterra en Jamaica, Francia en la isla de la Tortu—
ga, Portugal en el Río de la Plata y Holanda en Curacao. La existencia de estos asenta—
mientos determinó la práctica de un comercio directo ejercido por los mercaderes ex—
tranjeros a través de esos enclaves, desde los que se intensificó el contrabando con las
colonias hispanas haciendo que se resintiera de manera sensible el comercio «legal».
No obstante, también en este caso la contabilidad oficial que certifica los descensos en
el tráfico no es del todo fiable, como demostró Morineau a partir del estudio de fuentes
alternativas; los informes consulares extranjeros y las gacelas holandesas —publica—
ciones mercantiles de la época que daban fiel noticia de los tesoros que arribaban a Eu—
ropa— certificaban que la plata americana continuó llegando en cantidades crecientes
durante la segunda mitad del siglo XVII a Europa, sobre todo a partir de 1655. Una pla—
ta que servía como moneda de pago por las mercancías enviadas el año anterior y que,
por tanto, mantenía una estrecha relación con el desarrollo del comercio ultramarino
aunque ya no tuviera como destino España sino que de manera creciente se desviaba a
Holanda 0 Francia antes de llegar a las costas peninsulares.
La centralización del monopolio comercial americano en Sevilla se sustituyó
paulatinamente, desde mediados de la centuria, por Cádiz, que a partir de 1680 tomó
el testigo definitivo de la capital del Guadalquivir, azotada por los efectos de la peste
de mediados de siglo y que cada vez ofrecía más dificultades a la navegación de los
barcos mercantes de mayor tonelaje y calado. Pero sobre todo, para comprender este
cambio en toda su dimensión, hay que tener en cuenta que las características físicas de
la bahía gaditana facilitaban el contrabando en el que todos los comerciantes dedica—
dos al tráfico internacional estaban implicados en mayor o menor medida, razón por la
que alentaron el traslado efectivo del monopolio a Cádiz en detrimento de Sevilla.
Las investigaciones con que contamos ponen en cuestión la vieja creencia de un
hundimiento definitivo del comercio ultramarino en este periodo. No obstante, los
agentes comerciales extranjeros estuvieron masivamente involucrados en aquellos in—
tercambios durante el siglo XVII hasta el punto que la cuota de mercaderes españoles
que participaban en ellos no llegaba al 5 % del total a finales de la centuria. Esta pre—
ponderancia de extranjeros vino propiciada en buena parte por los desfavorables re—
sultados bélicos que cosechó la Monarquía frente a las potencias marítimas emergen—
tes. Los tratados de paz firmados con Inglaterra (1604 y 1667), Holanda (1648—1650)
y Francia (1659), contemplaron sendas cláusulas de contenido económico que conlle—
vaban la apertura de los puertos peninsulares a los comerciantes extranjeros en condi—
ciones muy favorables, a través del establecimiento de consulados nacionales en las
más importantes capitales portuarias, entre las que se incluían, por supuesto, Sevilla y
Cádiz.
La evolución del comercio hispanoamericano en estos años vino a consolidar un
sistema en el que los intereses comerciales peninsulares dependían cada vez más de
SOBL'LOQL

FUENTE: M. Morineau, Incroyables gazelles el fabmleux métaux. Les retours des trésors américains d'après les gazelles hollandaises (XVI-XVIII siècles), Cambridge,
OOQL—QSSL
QGLL'LGLL
06LL“98LL
SBLL‘LBLL
OBLl’QLLL
¡BALL-U_U
OL¿l'99¿L
SQLL'LQLL
09Ll'99LL
99Ll'L9LL
OSLl‘QV/„L
svn-um

Las remesas de metales preciosos llegadas a Europa (millones de piastras).


OWJ'QELL
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1985, p. 563.

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LA DECADENCIA ECONÖMICA DEL SIGLO xvn 403

las potencias marítimas emergentes. Ello no nos debe hacer pensar que esto fue siem—
pre asi. En el siglo XV y la primera mitad del XVI Castilla, a pesar de estar especializada
en la exportación de materias primas, tuvo un destacado protagonismo en el comercio
de intermediación con Europa. Pero en el siglo XVII su función fue la de un simple
<<puente» del que se benefició en muy pequeña medida y en el que ni siquiera la parti—
cipación de los mercaderes catalanes, a partir de 1680, supuso una alternativa de com—
petencia seria para los comerciantes foráneos.

5. La «intervención» de la Monarquía en materia económica

La polémica sobre si los Estados modernos —con un desarrollo administrativo


embrionario— tenían capacidad para poner en práctica una auténtica <<política econó—
mica» que se tradujese en un programa de prioridades coherentes para todo el sistema
económico ha quedado superada ante el hecho evidente de que, en sociedades básica—
mente agrícolas sujetas a ritmos y catástrofes naturales, la posibilidad de los Estados
para programar y racionalizar los resultados económicos era prácticamente nula.
No puede negarse, sin embargo, que las monarquías absolutas, y la española en
particular, tuvieron en cuenta y adoptaron con más o menos eficacia y continuidad las
directrices del pensamiento económico mercantilista, que aún sin constituir un cuerpo
de doctrina al uso, proclamaba que la prosperidad de un Estado estaba vinculada a la
necesidad de conseguir una balanza comercial favorable y una liquidez en los medios
de pago, objetivos todos ellos encaminados en último extremo a mantener y acrecen—
tar la grandeza de la propia Monarquía.
No obstante, conseguir una coherencia de actuación que se hallara sometida a es—
tas premisas resultaba prácticamente imposible, pues las necesidades económicas in—
mediatas, dictadas por la prioridad de mantener la hegemonía en Europa, se hallaban
sometidas al ritmo de los conflictos bélicos y a las urgencias de tesorería, y ello impli-
caba que muchas de las decisiones adoptadas en materia fiscal o monetaria, aunque se
sabía que perj udicaban al desarrollo del comercio y la industria, sólo pretendían resol—
ver en el corto plazo los problemas de liquidez que se iban presentando.
La ampliación de los escenarios bélicos, el aumento de los gastos de administra—
ción e incluso el superior coste de la guerra aumentaron las necesidades financieras
del Estado. La presión fiscal creció a lo largo del siglo tanto en términos absolutos
como relativos, y de modo particularmente intenso en Castilla, ya que el intento del
conde—duque de Olivares de redistribuir proporcionalmente la carga fiscal entre todos
los reinos de la Monarquía con el proyecto de <<Unión de Armas» no prosperó. A las
alcabalas que gravaban un teórico lO % sobre cualquier transacción que se efectuara
en territorio castellano y que se hallaban mayoritariamente enajenadas en manos de
aristócratas y hombres de negocios, se añadieron progresivamente los cuatro unos por
ciento aprobados a lo largo del reinado de Felipe IV y que, también en teoría, eran am-
pliaciones porcentuales de la alcabala.
El servicio extraordinario de Millones aprobado en 1590 con Felipe П se trans—
formó en permanente a través de sucesivas concesiones de las Cortes castellanas.
Aparecieron además nuevos conceptos fiscales como el papel sellado, que se convir—
tió en requisito indispensable para dar legalidad a cualquier documento público o para
404 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

elevar peticiones a las distintas instancias de la administración de la Monarquía; y la


media anata de mercedes, en realidad descuentos practicados sobre los sueldos de ofi-
cios y cargos públicos durante el primer año en el que desempeñaban su función.
A partir de 1634, la aplicación de la media anata de juros se consolidó también
como una práctica habitual que consistió en efectuar el descuento de una parte del im—
porte de los réditos que debían recibir los particulares que habían adquirido deuda pú—
blica emitida por la Monarquía en forma de juros, unos títulos que no dejaron de cre—
cer a lo largo del siglo y que gravitaban sobre prácticamente todas las figuras impositi—
vas existentes.
Otros métodos extraordinarios para obtener recursos fueron la venta de cargos,
oficios y jurisdicciones, las peticiones de donativos a ciudades, reinos o colectivida-
des у, sobre todo, las manipulaciones practicadas en las monedas de vellón que, ya
fuera mediante nuevas acuñaciones, que no incluían proporción alguna de plata en su
amalgama, o mediante resellos, alteraban al alza el valor nominal de la moneda frac—
cionaria circulante en Castilla, y que a medio e incluso a corto plazo, propiciaron una
galopante inflación a la que no se pudo poner coto —a pesar de algunos ineficaces in—
tentos anteriores— hasta la reforma monetaria iniciada en 1680. Progresivamente, la
plata dejó de circular en Castilla, atesorada por los particulares como un valor seguro,
mientras el vellón inundó los mercados. En estas circunstancias, los súbditos se vieron
obligados a aplicar un índice de conversión plata—vellón, que poco tenía que ver con el
que establecía la Monarquía (entre un 20 y un 50 %, según las épocas) y que superó
el 200 % en ciertos momentos.
A pesar de las medidas extraordinarias y de la fiscalidad creciente, los gastos
siempre estuvieron por delante de los ingresos, no sólo temporal sino cuantitativa—
mente, y el recurso al crédito a corto plazo resultó imprescindible. Los proveedores de
este crédito fueron los hombres de negocios, representantes de un capitalismo cosmo—
polita —genoveses y portugueses sobre todo que a través de los asientos proporcio—
naron liquidez al monarca con puntualidad, allí dónde éste lo necesitó y en la moneda
que requería.
Los asientos eran contratos firmados entre el monarca y uno o varios hombres de
negocios llamados asenlislas, que tras haber hecho una propuesta previa de préstamo
a la Monarquía bajo ciertas condiciones, y una vez estudiadas éstas en el Consejo de
Hacienda, tomaban forma definitiva en el asiento. Estos documentos recogían todos
los pormenores de la negociación: la experiencia del asentista, la suma adelantada, el
lugar dónde se debía colocar el dinero, el tipo de moneda y los plazos de entrega del
capital que el hombre de negocios había pactado. También se recogían las condiciones
de reembolso, las consignaciones, que solían sustentarse mayoritariamente en servi—
cios y rentas procedentes de los reinos castellanos en un plazo teórico que, según el
contenido de casi todos los contratos, oscilaba entre uno y dos años. Aunque la plata
de Indias solía formar parte de las compensaciones a los asentistas, en el siglo XV11 su
importe sólo supuso en el mejor de los casos entre el 10 y el 15 % del total de las con—
signaciones.
Los asientos recogían también algunos otros privilegios adicionales a los que el
asentista se hacía acreedor por el hecho de dedicarse a esta singular actividad. Entre
ellos se encontraban la concesión de licencias de saca (permisos de exportación) de
metales preciosos, cuya entrega se justificaba por la necesidad de cumplir con los
LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO xvn 405

asientos exteriores (en Viena, Amberes, Génova, etc.). Tambien, en ocasiones, se pro—
pició la concesión de una jurisdicción especial al hombre de negocios a través del
nombramiento de un juez conservador, que se dedicaría a sustanciar todos los pleitos
que pudieran suscitarse durante el cumplimiento del contrato. El punto álgido en la
evolución del crédito de la Monarquía se produjo en el reinado de Felipe IV durante
los años treinta. A partir de los años cuarenta el volumen de asientos fue decreciendo a
medida que la Monarquía fue cediendo protagonismo en el concierto hegemónico
continental.
Cuando la deuda acumulada por la Real Hacienda resultaba insostenible por ha—
ber comprometido los importes de sus ingresos con varios años de antelación, las sus—
pensiones de consignaciones a los asentistas resultaron ser el único recurso disponi—
ble. Se decretaron a lo largo del siglo en 1607, 1627, 1647, 1652, 1662 y, parcialmen—
te, en 1675 y en los años noventa.
Los decretos de suspensión de pagos a los asentistas suponían básicamente una
renegociación de los débitos que la Monarquía había contraído con los hombres de ne—
gocios, compensándoles de las pérdidas conjuros. Estos títulos eran documentos so—
lemnes emitidos por el rey en los que este empeñaba su palabra a cambio de recibir el
capital de un particular, el rentista, que tras realizar el préstamo era compensado a su
vez con el pago de un interés anual (durante el siglo XVII, generalmente un 5 %) garan—
tizado sobre el rendimiento de una renta real determinada. Estos juros podían ser per—
petuos o <<al quitar» es decir, amortizables. En el primer caso, el capital invertido no se
recuperaba pero el rentista cobraba el interés durante toda su vida e incluso durante la
de sus herederos. La segunda modalidad permitía rescatar el capital inicial transcurri—
do el plazo estipulado en el documento.
Aunque hasta 1557 los hombres de negocios nunca aceptaron los juros como
reembolso definitivo de sus asientos, a partir de esa fecha, tras la primera suspensión
de pagos decretada por Felipe II, la Monarquía los utilizó como un medio final de
compensación. Desde entonces las suspensiones de pagos se convirtieron en un proce—
dimiento de conversión de deuda a corto plazo —los asientos—_, en deuda a largo pla—
zo ——los juros— que los hombres de negocios recibían en grandes paquetes para des—
pués venderlos entre los particulares, ya que éstos consideraban atractivo contar con
una renta segura y vitalicia. Los asentistas conseguían convertir así el «papel» recibi—
do en dinero efectivo.
Fue un gran negocio hasta que el mercado de la deuda quedó saturado, castigado,
entre otros avatares, por la reducción de intereses, el pago de las rentas en vellón y, a
partir de 1635, por el recurso a la media anata ya aludido y aplicado desde entonces
con periodicidad casi anual.
El capitalismo cosmopolita mayoritariamente presente en las finanzas de la Mo—
narquía hasta el último cuarto del siglo, propició la extracción de metales preciosos de
los reinos peninsulares y la exportación de materias primas que, una vez adquiridas, re—
vendían en los mercados europeos para convertirlas en plata. La galopante fiscalidad y
la necesidad de recurrir a numerosos <<expedientes extraordinarios» de variada naturale—
za que compensaran los préstamos y transacciones que efectuaron, deben considerarse
también consecuencias directas de su particular intervención. En este sentido, interpre—
tar que la presencia de estos hombres de negocios resultó un lastre para el desarrollo de
la economía castellana parece lógico. No obstante, el sostenimiento financiero de la
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LA DECADENCIA ECONOMICA DEL SIGLO XVI! 407

Monarquía hispánica durante todo el siglo hubiera sido imposible sin su intervención y
esa ausencia hubiera conducido a un colapso de las finanzas públicas.
A partir delas últimas décadas del siglo, durante el reinado de Carlos П, la evolu—
ción de los acontecimientos políticos propició la aplicación de medidas reformistas
que, aunque propugnadas casi todas repetidamente en años anteriores, tuvieron ahora
una oportunidad para llevarse a la práctica. La pérdida definitiva de la hegemonía eu—
ropea ratificada en los tratados de Nimega (1678), permitiö reducir el gasto de la Ha—
cienda Real en campañas exteriores y facilitó un ejercicio de reflexión sobre la situa-
ción económica interior que sufría, sobre todo, Castilla.
Sobre el papel, se redujo a la mitad el importe nominal de algunos impuestos
como los cientos y se adoptaron medidas para combatir el fraude en las recaudaciones
procurando que una parte de las rentas arrendadas fueran administradas directamente
por la Real Hacienda 0 que, a] menos, se reagruparan concentrando su cobro para no
seguir multiplicando los gastos de administración. No obstante, todos estos intentos
tuvieron una vida efímera.
La medida que en materia económica ofreció una efectividad más concluyente fue
la reforma monetaria emprendida en 1680, que supuso, en el mejor de los casos, la re—
ducción a la mitad del valor de las monedas de vellón en circulación para adecuar su va—
lor nominal al intrínseco. El proceso se completó en 1686 al readecuar las equivalencias
de las monedas de plata a los nuevos valores de las de cobre. Aunque a corto plazo las
pérdidas sufridas por los poseedores de vellón tras la deflación fueron cuantiosas, a me—
dio plazo esta decisión saneó y consiguió reconducir el panorama monetario castellano.
Otra iniciativa de la Monarquía para mejorar la situación del comercio y la indus—
tria de Castilla se adoptó también durante el reinado de Carlos II mediante la creación
de la Real y General Junta de Comercio en enero de 1679. Un proyecto derivado del
programa de gobierno de don Juan José de Austria, que quizá se había inspirado a su
vez en algunas de las iniciativas puestas en marcha por el conde-duque de Olivares en
1525 a través de la efímera Junta de Población.
La Junta de Comercio nació con un objetivo básicamente fiscal, pues en último
extremo pretendía mejorar la producción y los intercambios para elevar el nivel de re—
caudación de los impuestos que gravaban estas actividades, pero para lograrlo, la pre—
misa fundamental era recuperarlas y mejorarlas. Sus integrantes formaban parte de los
consejos de Hacienda, Indias, Castilla y Guerra y, tras su primera sesión, se decidió
que el ámbito de actuación de la institución abarcaría la totalidad del territorio de la
Monarquía, aunque muy pronto surgieron juntas locales, sobre todo en lugares donde
la tradición comercial y manufacturera era más antigua: Granada (1684), Sevilla
(1687), Valencia (1692) о Barcelona (1692).
Las iniciativas destinadas a proteger la producción interior mediante una política
arancelaria, similar a la practicada por Inglaterra o Francia, que impidiera las importa—
ciones generaron gran cantidad de documentación, pero no dieron resultados aprecia—
bles. Más efectivas fueron las medidas encaminadas a promover las manufacturas co—
piando el método de fabricación y la calidad de las extranjeras, facilitando el asenta—
miento de técnicos foráneos que importaron sus procedimientos. También se alentó la
producción autóctona apoyando las iniciativas novedosas a través de varios sistemas,
como, por ejemplo, la adjudicación de monopolios en la fabricación de ciertos pro—
ductos y la concesión de exenciones fiscales temporales, además de la promulgación
408 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de pragmáticas en 1682 y 1699, que declaraban compatible la dedicación a las artes


mecánicas con la pertenencia al estamento nobiliario.
Tras este apretado recorrido por la economía española en el Seiscientos, pode—
mos concluir que la recuperación económica que los investigadores señalaban para el
conjunto de Europa en las décadas finales del Seiscientos, como resultado de un pro—
ceso de reaj uste y adaptación, estuvo también presente en los reinos peninsulares aun—
que de un modo más tímido y vacilante. Los cambios cualitativos experimentados en
los distintos sectores económicos, e incluso las medidas politicas aplicadas en materia
fiscal o reformadora, no fueron tan diferentes de las adoptadas en el resto de Europa;
sin embargo, la intensidad de esos cambios y su velocidad de aplicación fue menor.
Como ocurriera en el resto del continente, el mayor dinamismo correspondió también
al ámbito geográfico de la periferia costera vinculado en muchas ocasiones con el de—
sarrollo del comercio internacional. Aunque, como la mayor parte de los historiadores
de la economía señalan, en el caso de la España interior y la del litoral las diferencias
resultaron tan abismales que determinaron la evolución de la economía española hasta
el siglo XIX, y en muchos casos hasta el XX.

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CAPÍTULO 15

POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES

por JESUS BRAVO


Universidad Autónoma de Madrid

1. Introducción

La metáfora de la polarización aplicada a la sociedad acierta en parte y en parte


induce a engaño. Ninguna sociedad consta exclusivamente de dos polos opuestos en—
tre los que sólo pueden saltar chispas. Esta construcción mental sin correspondencia
exacta con la realidad es capaz de iluminar con fuerza el fenómeno de la concentra—
ción de la riqueza y el poder en pocas manos frente a masas empobrecidas. Se sobreen—
tiende que en esas condiciones tiene que producirse una tremenda descarga de energía
en forma de revueltas, motines, rebeldías y revoluciones. En cualquier caso, se me—
nosprecia la existencia de grupos intermedios que suavizan las tensiones.
Para el siglo XVII se concede un cierto valor explicativo a la metáfora, añadiendo
que todo ello es debido al <<mal gobierno». Un texto de Barrionuevo lo dice más gráfi-
camente. Las cortes de 1656 se cierran con un diluvio de mercedes, entre las que re—
cuerda la concesión de 11.900 ducados a los procuradores, y comenta: <<t0d0 esto es
como lo cuento, que unos enriquecen haciendo pobres a otros». Mal gobierno equiva-
le a una carga impositiva dura y desigualmente distribuida, dándose ambos fenóme—
nos en Castilla a lo largo del siglo XVII como consecuencia de la política de <<reputa—
ción». No existe un total acuerdo al respecto, y hoy se tiende a rebajar el peso de los
impuestos sobre el campesinado y la ciudad y se valora que los gastos militares supo—
nen para algunas regiones una redistribución de rentas. En cualquier caso, la polariza—
ción se manifiesta a través de tensiones sociales muy variadas.
Falta para España un estudio sistemático al respecto, un banco de datos sobre las re-
vueltas del siglo XVII, como el que, según informa Bernard Vincent, se ha elaborado para
Francia con una tipología de los movimientos populares dividida en 12 apartados y 64
subapartados. Los doce capítulos generales son: el rechazo de las iniciativas reformadoras
del Estado; resistencia a la fiscalidad estatal; resistencia al aparato judicial, militar o poli—
cial; actos de hostilidad contra el señorío y sus agentes; movimientos populares y concien—
cia social; hostilidad a la nobleza y sus privilegios; hostilidad contra la Iglesia; cuestiona—
410 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

miento de los notables; cuestionamiento de la autoridad municipal; subsistencias, religión


y creencias; conflictos de trabajo; particularismo regional y diversos.
Esta carencia no arguye ignorancia de los conflictos sociales en la España del si—
glo XVII. Al contrario, los años setenta—noventa del siglo XX vieron surgir estudios im—
portantes, aunque escasos en comparación con la producción historiográfica francesa
o inglesa. Por otra parte, la cuestión no es tanto el hacer un listado exhaustivo de movi—
mientos, alborotos, revueltas, conllictos y motines como poder dar respuestas a los
«tópicos» de la retórica: quién, qué, dónde, cuándo, cómo, con qué medios, para qué.
Y no siempre hay repuestas porque no se dispone de métodos adecuados para el análi—
sis histórico, 0 porque quienes hacen los análisis manejan conceptos distintos.

1.1. FUENTES DE INFORMACIÓN

Se asocia directamente siglo XVII con crisis y conflictividad social y política,


como el concepto que identifica históricamente esa etapa. Prescindiendo de compara-
ciones con otras etapas históricas, es preciso hacer una breve reflexión sobre el carác—
ter de las fuentes en que se basa tal visión.
Hay fuentes históricas, de cierto carácter literario, abundantemente difundidas,
que plantean unos conflictos de tal envergadura entre el individuo, o los grupos de in—
dividuos, y las estructuras e instituciones de la monarquía que cabe preguntarse cómo
pudo subsistir aquella Monarquía hispana en medio del caos, la violencia cotidiana y
la desarticulación del territorio. Asesinatos, robos, bandas armadas, revueltas antifis-
cales, caminos inseguros, etc., es la materia de algunos de los textos más difundidos
sobre mediados del siglo XVII, como los Avisos de Barrionuevo, cuya información es
veraz, pero cargada de pesimismo. No son en realidad fuentes literarias los sermones,
pero en su afán moralizador transmiten también una realidad deformada.
Otras fuentes oficiales, administrativas, confirman estos excesos: así, los pleitos
que llegan a las Chancillerias y al Consejo de Castilla, 0 la documentación que día a
día emana del Consejo con órdenes perentorias a corregidores y autoridades locales
para controlar —detener— y conducir ante el mismo Consejo a determinadas perso—
nas inquietas, eclesiásticos en muchos casos. Otra cara de esta documentación oficial
la constituyen las listas de presos con sus condenas que se envían al centro de distribu—
ción de Toledo, desde donde serán conducidos a sus destinos: galeras, minas de Alma—
dén о presidios africanos.
Los protocolos notariales aportan su cuota de información contrastada sobre la
conflictividad social, sobre todo en las relaciones de género pero también en otros te—
rrenos. Ahora bien, por su misma naturaleza, esta información llega ya cribada y do—
mesticada, desprovista precisamente de los aspectos más punzantes o conllictivos: al
fin y al cabo el documento notarial en la mayoría de los casos refleja un acuerdo entre
partes, por lo que las referencias a lo conflictivo son las indispensables y conveniente—
mente dosificadas.
Aceptada la frecuencia y gravedad ocasionales de los conflictos en el siglo XVII,
se imponen dos tareas: la primera enumerar y clasificar los acontecimientos desde una
perspectiva de historia social, y en segundo lugar intentar una explicación de la con-
llictividad. La explicación puede estar contenida en el mero hecho de agrupar y clasi—
POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES 411

ficar los conflictos según criterios no meramente cronológicos. No es inocente califi-


car un conflicto como antifiscal o antiseñorial.

1.2. EL ARBITRISMO COMO FUENTE

Las fuentes referidas más arriba no son estadísticas, ni pretendían serlo. En cam—
bio, contienen opiniones, juicios de valor y estados de ánimo ante hechos y comporta—
mientos sociales о individuales nuevos, por ejemplo la masiva llegada de oro y plata
de América. Así que, en muchos casos, se depende en gran manera de la opinión de al—
gunos escritores, a los que se otorga una especial credibilidad. Es el caso específico de
los <<arbitristas» que comienzan a escribir en 1600. Sus análisis socioeconómicos se
han expresado en términos teológicos y morales, los únicos disponibles en el momen—
to, porque están creando una explicación a una cuestión nueva: la desigual distribu—
ción de la riqueza cuando hay más riqueza que nunca; ola orientación de la politica de
la casa de Austria hacia España, apoyada en las colonias, о hacia una Europa cada vez
más plural. El siglo XVll arranca con frases que han quedado fijadas para siempre:
España es pobre porque es rica, en España no hay «medianos». Toda la literatura arbi—
trista es un desarrollo de estas intuiciones originales, que parten de una contemplación
de la economía, pero sin un análisis económico contrastado para el que entonces no
existían conceptos adecuados, a pesar de lo cual estas obras contienen elementos de
extraordinaria modernidad.
El problema se hace más complejo porque los autores citados proponen alternati—
vas «continuistas». No ven la relación entre la estructura social del privilegio y su co—
rrelato de empobrecimiento progresivo. Como la sociedad está estructurada en esta—
dos privilegiados —nobleza y clero— y un estado general de «hombres buenos», el
objeto del análisis no es la interrelación, sino el peligro conl'usamente percibido de
que las grietas que se advierten echen por tierra todo el edificio social. De manera que
las afirmaciones programáticas de algunos arbitristas hay que entenderlas no como
ideas prácticas, que hayan de verificarse en la realidad, sino como deseos de un reino
de justicia trascendente. Así cuando Caxa de Leruela escribe que << 700 yugadas de tie—
rra poseídas y cultivadas por 10 campesinos rinden más que en manos de un sólo pro—
pietario», no se está pidiendo automáticamente una desamortización de las tierras Vin—
culadas, sean de mayorazgos o de la Iglesia. 0, al menos, no se está en condiciones de
proponerlo como un programa real, sino como una utopía.

1.3. ¿UNA «SOCIEDAD CONFLICTIVA»?

Esta materia cae tradicionalmente bajo el epígrafe de «crisis del siglo XVII». El
planteamiento que aquí se propone no abandona tal concepto, aunque inexacto porque
no explica la duración de la crisis, ni su extensión, ni su desenlace. Por añadidura, es
un concepto <<finalista>>, o un recurso retórico para resaltar la «recuperación» del siglo
XVIII y, finalmente, da un peso excesivo a las relaciones internacionales y al contraste
entre la figura de un Luis XIV —el Rey Sol— y la de un Carlos Il, el monarca «hechi-
zado». En cualquier caso, aceptar el enunciado «crisis y derrota», no es aplicable uní—
412 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

vocamente a todo el siglo xvu, porque la crisis tiene una salida en las décadas finales
del siglo, y la «derrota» configura una escala más real de la Monarquía.
Los términos del enunciado pretenden otro tipo de explicación. Abundancia de
conflictos sociales originados por ese desigual reparto de la riqueza, los honores y las
expectativas tanto del individuo, de su familia o linaje, como de su comunidad local o
de trabajo.
Pero no es lo mismo abundancia de conflictos que <<sociedad conflictiva» en el sen—
tido que se le ha querido dar. Ni una sociedad atormentada por los problemas de la lim—
pieza de sangre y del honor, ni por la ruptura entre la <<corte» y el <<pueblo>>, o entre el
centro y la periferia. La sociedad española ——el sujeto que protagoniza o sufre los con—
flictos sociales— del siglo XVII, es perfectamente homologable a cualquier sociedad eu-
ropea coetánea. Se puede decir, incluso, que los conflictos en los territorios españoles de
la Monarquía revisten unas características de moderación que no encontramos en Fran—
cia, Inglaterra o el Imperio. Por ello se ha llegado a manejar el concepto de una <<Castilla
convulsa», una expresión que acepta la existencia de los conflictos sociales y su exten-
sión, pero les niega el carácter inquietante y peligroso de los conflictos franceses coetá-
neos, y ello en parte debido a «una relativa menor dosis de agresividad por parte del po—
der real» y a la <<catolicidad» atn'buida al rey, sus ministros y sus súbditos, que ejercía de
facto un efecto regulador de las relaciones entre la Monarquía y los súbditos.
Hay un segundo elemento de reflexión. No se debe identificar conflicto con vio—
lencia, que puede ser contra los bienes o las personas. De todas formas, la violencia es
la expresión de un conflicto.

1.4. CRONOLOGÍA

Desde el punto de vista de la conflictividad social se pueden distinguir varias eta—


pas. Una primera aproximadamente hasta los años treinta, con una muy baja conflicti—
vidad social, si es que algo se puede percibir, dado que los conflictos se sitúan en otros
planos, especialmente políticos, de facciones cortesanas, pero que no tienen traduc—
ción en las grandes masas urbanas 0 en la población rural. Se puede hablar, incluso, de
una etapa de paz y de cierta prosperidad. La expulsión de los moriscos (1609—1614) по
puede ser considerada como un conflicto social, sino como un intento de evitar una si—
tuación de conflicto, larvado, pero permanente. Una lectura del Quijote no refuerza la
idea de conflictividad. Todo se desarrolla en un mundo razonablemente humano, aun—
que no sea el mejor de los mundos posibles. Son rarísimas, por ejemplo, las alusiones
a sequías 0 malas cosechas; hay palizas, riñas, bandolerismo, engaños, etc., pero
nada, a primera vista, de conflictos especialmente profundos o nunca vistos, incluso el
bandolerismo catalán está tratado con respeto. Si del Quijote se pasa a los arbitristas,
la situación tal vez no varía mucho. Incluso algunas de las quejas tienen que ver más
con los salarios elevados de los obreros agrícolas que con la escasez. Parece que la so-
ciedad ha olvidado la peste finisecular. Todavía es pronto para preocuparse por la
inflación y las acuñaciones de vellón. No se puede olvidar las primeras críticas a los
millones y al vellón, pero son críticas de hombres especialmente sensibles, como el
padre Mariana, sin que tales críticas se traduzcan en posturas de revuelta o de inquie—
tudes de las masas, tanto urbanas como rurales.
POLARIZACIÖN Y TENSー〇NES S。CーALES 413

emma ios franceses


}Vale-ma
º Valencia

FUENTE: Elaboración propia.

MAPA 15.1. Revueltas populares en el siglo XVII.

En segundo lugar, la etapa de los grandes conflictos arranca tardíamente en la dé—


cada de 1630. Para entonces han cambiado múltiples factores. No es el menor la situa—
ción militar y política, con incidencia especial sobre la presión fiscal en el interior de la
Corona de Castilla. A esa presión responden una serie de motines y revueltas un poco
por toda la Monarquía _Portugal, Vizcaya— hasta enlazar con los grandes conflictos
políticos del año 1640. Todo ello viene acompañado por el retroceso de las remesas
americanas. En la década del cuarenta se hacen visibles los conflictos sociales, adqui—
riendo carácter de conflictos de masas especialmente en Andalucía, entre 1648 y 1652.
En tercer lugar, a partir de la muerte de Felipe IV y el cambio de reinado (1665),
los conflictos se hacen más difusos adoptando diversas tipologías; muchas de ellas
cuestionan el estatus jurídico—político de las villas y lugares menores. A ello obedece
la compra del privilegio de <<villazgo», por el que un lugar se exime de lajurisdicción
de una villa o ciudad y se constituye en «villa por sí».
Una etapa final en que cobran relevancia los conflictos sociales en Valencia y
Cataluña, (<<gorretes y barretinas») al socaire de las guerras con Francia, y en el reino
de Valencia con la Segunda Germania (segona germania).
Tal división no ignora que hay conflictos que atraviesan todo el siglo: es el caso
del bandolerismo catalán, el rechazo social a los gitanos, en especial en los años fina—
les del siglo, 0 el sempiterno conflicto de jurisdicciones entre la Iglesia y la Monarquía
que enfrenta a instituciones y funcionarios de la Monarquía con la jerarquía eclesiásti—
ca y los eclesiásticos.
414 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2. Privilegio y tensiones: refeudalización

Simplificaba Sancho Panza cuando comentaba que en el mundo solo había dos li—
najes: el tener y el no tener. En realidad ésa era la gran cuestión que atormentaba a la
sociedad del XVII, porque frente a los defensores del honor y la nobleza se levantaba
pujante la realidad del dinero. La crisis de la nobleza había de resolverse logrando que
la nobleza fuese rica. En las décadas finales del siglo XVII éste fue el objeto de los no—
bles: enriquecerse y controlar las vías de enriquecimiento y poder Al final la nobleza
salió reforzada a pesar de su endeudamiento y del abandono de sus originarias funcio—
nes militares. Esto es lo que se ha designado con el término de <<refeudalización». Éste
sería el primer polo al que nos estamos refiriendo al hablar de <<polarización».
No hay unanimidad a la hora de aclarar este concepto. No se trata de que revivan
a finales del siglo las prácticas feudales ya en desuso, sino del aumento del número de
nobles por concesión real 0 por compra (los grandes pasan de 4l a 113 y los títulos
de unos 100 a casi 500), y de sus riquezas, obtenidas no através de una mejor explota—
ción de sus fincas o de una mayor explotación económica de sus vasallos, lo que origi—
naria revueltas antiseñoriales. Al contario, las grandes familias saben adaptarse a las
circunstancias de crisis y se comportan como providentes paterfamilias administran—
do sus estados como lo haría un patriarca. La economía se convierte en «oeconomia»,
la administración de la «casa», porque los vasallos son parte de la familia y las relacio—
nes, por tanto, son relaciones paternofiliales. Se perdona una parte sustanciosa de las
deudas o se renegocian los plazos con generosidad; a veces se ofrecen contratos venta-
josos de cultivo que aproximan al campesino a una propiedad compartida de la tierra.
La <<refeudalización» se explica, también, desde una perspectiva política, como
la <<ofensiva política» de la nobleza para copar puestos de gobierno, gracias, mercedes
y toda clase de ayudas para sortear las dificultades económicas y el endeudamiento.
Todo esto, una vez más, no aumenta la conflictividad social.

3. Iglesia, eclesiásticos y conflicto

Hay que distinguir bien dos aspectos. Por una parte, la Iglesia y la Monarquía se
consideran como dos vías de ejercicio de un poder único en su origen: Dios. En teoría
cada uno tiene sus competencias que dimanan de su finalidad. La Iglesia vela por las
almas y la Monarquía es responsable de articular la sociedad y la política en orden a
ese fin superior asignado a la Iglesia. La división del trabajo, tan clara en la teoría, en
la práctica no lo es tanto y resulta difícil armonizar la acción de ambos sujetos de po—
der. En consecuencia, las relaciones entre ambas partes están erizadas de conllictos
puntuales en la administración y gestión de los bienes eclesiásticos, en la defensa de la
inmunidad eclesiástica y en el funcionamiento de los tribunales reales y eclesiásticos.
Empezando por esto último, los conflictos de competencias son continuos. Hay
materias que por su misma naturaleza dependen de ambas instancias, por ejemplo el
matrimonio, que como sacramento está regulado por la Iglesia, pero en sus efectos civi—
les cae bajo la jurisdicción real. Los litigantes buscan apoyo en la instancia que conside—
ran más favorable con el riesgo de que la otra instancia avoque el caso. Los «recursos de
fuerza» son el mecanismo de que dispone la justicia real frente a los tribunales eclesiás-
POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES 415

ticos cuando se extralimitan —frecuentemente— en sus funciones. La declaración de


que un reo es laico y que el caso versa exclusivamente sobre temas materiales y tempo—
rales permite a los jueces reales arrebatar el caso a los eclesiásticos, los cuales pueden
responder imponiendo censuras tales como la excomunión o el interdicto.
La defensa de la inmunidad eclesiástica tiene que ver con lo anterior, pero sobre
todo con la defensa de los bienes materiales de la Iglesia y de los eclesiásticos, no so—
metidos a tributación por derecho divino. La Iglesia contribuye «graciosamente»,
pero no tributa, a las cargas de la Monarquía. Y este privilegio lo defiende con todos
los argumentos a su alcance, resistencia pasiva y activa, censuras y excomuniones. La
historia de los «millones» es, en parte, la historia del fraude y de la resistencia ecle—
siástica a pagar lo que le correspondía. Con frecuencia, los eclesiásticos recurrieron a
la violencia en defensa de su inmunidad. Dada la abundancia de conventos y el núme—
ro de eclesiásticos (en este capítulo se incluyen los ordenados de órdenes menores) no
es de extrañar las continuas alusiones a alborotos y asaltos protagonizados por ellos.
En una ocasión 100 12 frailes dominicos del convento de Utrera irrumpen armados en
la tesorería de millones reclamando 23 carneros —supuestamente suyos— que les han
sido incautados. Los frailes, entre los que se encuentra el prior, disparan una carabina
contra los oficiales hiriendo a uno y golpeando a otros. En 1621 se califica al convento
de los Jerónimos de Sevilla como «receptáculo de malhechores», porque los monjes
se han enfrentado con espadas y otras armas a los oficiales de la justicia real que pre-
tendían prender a varios soldados alborotadores refugiados en la iglesia del convento.
En una ocasión, el arzobispo de Sevilla ordena un repique de campanas porque se va a
ajusticiar a un gran contrabandista que ha recibido las órdenes menores, 500 clérigos
de la ciudad responden a la llamada asaltando la cárcel y liberando al condenado. Lo
que la Iglesia reivindica es su poder judicial frente a la Monarquía. Tales aconteci—
mientos son posibles porque el rey y la sociedad aceptan el principio de la inmunidad
eclesiástica, aunque luchen en cada ocasión por reconducirla.

4. Conflictos urbanos. Revueltas urbanas: alteraciones andaluzas

~ A finales del siglo XVI comienza la caída de las rentas de la tierra. Pero, por otra
parte, las inversiones de capital estaban abandonando la agricultura y la industria, orien-
tándose hacia las finanzas, la constitución de juros y censos y adquisición de bienes su—
perfluos y lujosos artículos de importación. Las cargas que recaen sobre los campesinos
los empobrecen progresivamente, obligándoles a abandonar sus tierras y emigrar a la
ciudad, donde prefieren vivir de limosna o de la delincuencia. Un labrador, dice en 1600
González de Cellorigo, alimenta a cuatro perceptores de rentas distintos, aparte de los
que piden y de su familia. Lleva el argumento hasta lo último asegurando que por cada
trabajador hay treinta que «huelgan». Según los arbitristas, en las ciudades y villas falta
el trabajo. Este conjunto de factores crea gran número de pobres y vagabundos. En esas
circunstancias lo extraño es la escasez de conflictos importantes.
En general, las ciudades conviven resignadamente con sus problemas de insegu—
ridad por los asesinatos, en muchos casos sin resolver, los ajustes de cuentas y vengan-
zas, los robos, algunos alborotos ocasionales y el temor a la escasez, todo ello agrava—
do por la falta de fuerza de orden público eficaz. Una noche se roban en Madrid 13
416 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

mulas de coche a tres nobles, con el comentario de Barrionuevo: «No hay cosa segura
en la corte.» Eran frecuentes en todas partes los conflictos de protocolo, tanto entre
particulares como entre instituciones, resueltos no raramente con muertes, pero su
misma frecuencia es prueba de que la ciudad no se desmoronaba y sus instituciones
seguían funcionando.
En medio de todo este panorama resaltan con especial intensidad las «alteracio—
nes andaluzas» entre 1648 y 1653 porque sobrepasan todo lo hasta entonces visto. Un
clásico de la época enunciaba así estos problemas: <<Débil es el vigor y la unidad de los
ciudadanos en la carestía. .. Es fácil ver cómo una sociedad pobre está sembrada de dis—
cordias, indefensa, fácil presa de enfermedades internas y externas. Y una ciudad es
pobre cuando le faltan ciudadanos o alimentos o dinero.»
Dentro de la situación de la década de 1640, los motines andaluces, «alteraciones
andaluzas» según Domínguez Ortiz, estallan por motivaciones específicas. Ya desde
1647 y aún antes se han ido dando alteraciones y motines motivados por las malas co—
sechas y la escasez de trigo. En muchos puntos los alborotos tienen un claro compo—
nente antiseñorial, tal es el caso de Lucena contra el duque de Segorbe y Cardona por
sus prácticas monopolistas, que encarecían artificialmente el precio del grano y arrui-
naban a pequeños cosecheros.
Granada, Córdoba y Sevilla son los puntos en que se manifiesta con más intensidad
la conflictividad social. En las tres ciudades todo arranca por una revuelta popular moti—
vada por la falta de pan y la mala calidad del que se vende, mezcla de ceniza y cereales.
El grupo inicial va aumentando y de la protesta por el pan pasa a la acción directa, asal—
tando y saqueando las casas donde hay trigo almacenado, bien sea para el propio consu—
mo bien sea para su comercialización. El paso siguiente es ya un salto cualitativo, y de
atacar el mal gobierno urbano se pasa a crear un corregidor nuevo que asume el gobier-
no apoyado por las masas y que tiene la misión de asegurar el abastecimiento y calmar a
las masas. El nuevo corregidor logra el respaldo oficial y la situación tiende a calmarse
en parte porque desaparece la escasez del pan. Una represión selectiva de los cabecillas
aporta la tranquilidad. Pero no se ha adelantado nada en desmontar las causas de la re—
vuelta, al menos las que se han manejado por parte del pueblo. Este esquema se enrique-
ce cuando se desciende al desarrollo de cada una de las revueltas.

4.1. GRANADA

Es la primera gran revuelta en el tiempo. Se desarrolla entre el 18 y el 20 de mayo


de 1648. Los dos días anteriores no ha entrado trigo en Granada, pero la entrada de gra-
no y el descenso de los precios tuvo efectos pemiciosos, los panaderos falseaban peso y
precios y hubo quienes, para frenar la bajada de precios, impidieron la entrada de algu—
nas cantidades. Trabajadores y gente pobre acudieron en tropel a la Audiencia mientras
otros grupos se iban formando en la ciudad en el campo del Príncipe, La Merced y San
Lázaro al grito de <<viva el rey, muera el gobierno». Estos grupos eligen un corregidor
que se pone al frente del movimiento y recorre la ciudad a caballo con un Cristo en la
mano y acompañado por el arzobispo y religiosos. Con esta presencia y el reparto de pan
que hacen algunos conventos la situación se normaliza y se consigue que entre más pan
en la ciudad. La calma es aparente porque al día siguiente el corregidor depuesto por el
POLARIZACION Y TENSIONES SOCIALES 417

pueblo quiere tomar el mando, lo que provoca una reacción inmediata y violenta de va—
rios grupos armados con espadas, llegando a concentrarse hasta 3.000 personas en el
campo del Príncipe. En la ciudad se vive un ambiente tan tenso que sólo los frailes se
atreven a salir a las calles con sus imágenes. Se llega así a una negociación entre autori—
dades y pueblo, que confirma en su puesto al corregidor elegido por el pueblo. Los con—
ventos reparten nuevamente pan, se celebran procesiones y, elemento definitivo de pa—
cificación, llega un perdón general para todos los implicados.
No todo ha acabado. Para julio del año siguiente se descubre una conspiración
para apoderarse de los puntos claves de la ciudad, en especial La Alhambra, y asesinar
a las autoridades. Según las declaraciones de los implicados, se pretendía reunir 8.000
hombres, se contaba con el apoyo de parte de la guarnición de La Alhambra y se ha—
bría de pedir ayuda a Portugal y Francia. Tales declaraciones, obtenidas bajo tormen-
to, son poco creibles e incluían medidas como el robo y destrucción de imágenes sa—
gradas. Lo que hay de cierto es que el cerebro del plan era un clérigo de Alhama, preso
por haber instigado un motín en Alhama tres años antes contra la escasez y carestía del
pan ocasionada por el acaparamiento y reventa de trigo a cargo del duque de Cardona.
Ahora, en Granada, se le atribuyen los mismos motivos para esta aventura.
Los actores del motín de Granada son trabajadores y parados urbanos; su protesta
estalla cuando los precios del pan están bajando sensiblemente, pero no todo lo preci—
so por las prácticas fraudulentas de los panaderos, que el corregidor no corta. Estos
trabajadores y parados son la fuerza política en que se apoya el nuevo corregidor, pero
sin el apoyo de la Iglesia y algunos caballeros y parte de las clases medias éste no hu—
biera sido legitimado. Frente a la revuelta se advierte que no hay ninguna fuerza orga—
nizada, pues los alcaldes sólo cuentan, según un testigo, con el apoyo de «algunos
hombres de bien». El resto de la poblaciôn está a la espera de cómo se desarrollen los
acontecimientos. Pero en 1649 se ha aprendido la lecciön y se establece un sistema de
vigilancia y control, ordenando a la nobleza que esté dispuesta a intervenir.

4.2. CORDOBA

El 6 de mayo de 1652 estalla un motín ocasionado por la falta de pan y los eleva—
dos precios que alcanzaba. El primer día una tropa de más de 600 hombres jaleados
por las mujeres asaltan la casa del corregidor y le obligan a huir; luego se dirigen a ca—
sas de caballeros y particulares donde saben que hay trigo almacenado y lo llevan al
pósito de la ciudad y a la parroquia de San Lorenzo. De esta requisa no se libra el obis—
po, al que acusan de <<logrero», a pesar de que recorre la ciudad ofreciendo su trigo a
un precio muy bajo. Tarea en la que le acompafian los frailes para calmar a los grupos
potencialmente peligrosos. También aquí se elige nuevo corregidor, que recibe la vara
—el símbolo de su cargo— de manos del obispo. Pero la situación no está tranquila, y
ante los rumores de represalias se echa a la calle más gente armada, incluso se consi—
guen piezas de artillería que se plantan frente al puente de la Calahorra. El nombra—
miento del nuevo corregidor, el apoyo de la Iglesia y el compromiso político de que
ningún «labrador» (terrateniente) fuese <<veinticuatro» resolvió la situación de mo—
mento. Siguió una etapa de inquietud, enérgicamente controlada por el corregidor con
la vigilancia estricta de las puertas de acceso a la ciudad afin de controlar sobre todo la

響 ‚___
418 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

entrada de numerosos segadores armados, y el envío de partidas de caballos a perse—


guir algunas bandas por la sierra. Con esto y el ajusticiamiento de varios cabecillas pa-
reció restablecerse la paz.

4.3. SEVILLA

La última gran revuelta urbana andaluza tiene lugar en 1652 en Sevilla. La ciudad
acaba de sufrir un duro golpe al perder la mitad de sus habitantes en la peste de 1649, a lo
que se debe añadir la decadencia del comercio, la ruina de la hacienda municipal, los
efectos perniciosos de la manipulación del vellón y la saña con que García de Porras
persigue la falsificación de la moneda y los beneficios del comercio de Indias.
La revuelta se inicia el 22 de mayo a las siete de la mañana en protesta por los ele—
vadísimos precios de los mantenimientos y la escasez de trigo; según algunos infor-
mantes, hacía dos días que no entraba pan ninguno en la ciudad. Estas circunstancias
inciden sobre una difícil situación laboral de paro y despidos: se calcula en dos mil los
oficiales despedidos en el textil, la seda y los paños. A esta cifra se deben sumar los
llegados desde Valencia, Murcia, Toledo, Granada y Córdoba en busca de trabajo, al—
gunos de los cuales habían participado en las revueltas ya descritas.
El escenario del motín, que pronto se convertirá en revuelta, es la plaza de la Fe—
ria, la de San Francisco y las calles que las comunican. Las masas arrastran consigo al
arzobispo y al asistente de la ciudad, al grito de <<viva el rey, muera el mal gobierno»,
obligando también a sumarse a las masas, al regente de la audiencia y a algunos oido—
res. Existe una organización que lleva a dividirse en ocho cuadrillas, que van visitando
y forzando casas recuperando el trigo y la harina que encuentran para depositarlo en la
alhóndiga. Cada una de las ocho cuadrillas va dirigida por una autoridad: el asistente,
el arzobispo, el regente o alguno de los oidores, ello explica que apenas haya existido
violencia o saqueos indiscriminados a excepción del incendio de una casa y la huida
obligada de García de Porras. Pero además la muchedumbre se arma, sacando las ar—
mas de la alhóndiga y fortificando la plaza de la Feria con tres piezas de artillería. El
paso siguiente es crear un órgano de poder. Para ello eligen corregidor a un caballero
que termina aceptando en nombre del rey, y que cuenta para su misión con la ayuda de
unajunta formada por el asistente, el arzobispo y el regente. El poder popular se mani—
fiesta espontáneamente abriendo las cárceles y quemando los papeles y documentos
de justicia, junto con el potro, la horca y otros instrumentos.
La reacción se va organizando por parroquias, y contando con la valiosa ayuda de
dos de los más famosos contrabandistas de oro y plata, que previamente se hacen per—
donar sus delitos y movilizarán a sus hombres. Entretanto se entablan negociaciones
entre los líderes de la revuelta y las autoridades representadas por el arzobispo. Entre—
ga de las armas a cambio del perdón real para todos es lo que se negocia. Pero parro-
quias y autoridades han trazado un plan de acción, en el que se incluyen los religiosos
a los que se confía la misión de tranquilizar a las masas. Así que, al amanecer del do—
mingo, los hombres de la Feria estaban durmiendo confiadamente y fue muy fácil lan—
zar un ataque sorpresa que inmovilizó la artillería y obligó a huir a todos. Hubo pocos
muertos, uno entre los asaltantes y hasta sesenta entre heridos y muertos por parte de
los amotinados. La represión es dura: se arcabucea a siete; al albañil que durante la re-
POLARIZACIÔN Y TENSー0NES SOCIALES 419

vuelta había fijado los precios del trigo se le azota de tal manera que muere pocas ho—
ras después, y se saca del hospital a los heridos de la refriega para llevarlos a la cárcel.
El cuadro se cierra con el perdón real y la asignación de 200.000 ducados para trigo,
que va llegando con fluidez, aunque el reparto sigue siendo desigual. La ciudad ha
cumplido con su deber
El ejemplo de Córdoba y Sevilla hace que estallen más revueltas en Andalucía,
en Bujalance, Osuna, Palma del Río, Ayamonte, reino de Jaén... Pero la represión y la
buena cosecha de ese año trajeron la calma, aunque no hubo ningún cambio en la dis—
tribución y comercialización del trigo, quedando en pie las injusticias que habían pro—
vocado las alteraciones. >
Es el momento de aclarar qué significaron aquellas revueltas. Lo primero: escasez
de trigo y precios caros para todos, pero especialmente sensibles para los que dependían
de salaries, los oficiales y jornaleros, lo que explicaría el descontento popular. En se—
gundo lugar, los mecanismos de fijación de los precios eran totalmente artificiales, no
dependían de la oferta y la demanda, sino de la avaricia de muchos intermediarios y
grandes cosecheros acaparadores sin que nadie respetase la tasa. En tercer lugar, la dis—
tribución del pan obedecía a criterios estamentales: llegaba antes a quienes ostentaban
cargos y honores en detrimento de los jornaleros y oficiales. Cuando en plena revuelta
cordobesa se acusaba al obispo de <<logrero» por vender el trigo por encima de la tasa, él
argumentó que lo podía vender mucho más barato, pero que no llegaría directamente a
los consumidores, sino a los acaparadores que lo subirían todavía más de precio.
Las multitudes tomaron las calles en las tres ciudades. Dejando de lado la cues—
tión del número de amotinados, porque no hay datos fiables y a veces se habla de
8.000, otras de 14.000, o de 6.000, es evidente que se puede hablar de masas, movi—
mientos de masas. Pero no todos participaron en las revueltas y muchos se opusieron
activamente, agrupándose en compañías armadas, mientras otros estaban expectantes.
Protagonizaron las revueltas los oficiales, los trabajadores urbanos, no los cam—
pesinos del entorno, aunque en ocasiones se temió que se pudieran unir; y parados a
los que empujaron algunos clérigos que explotaron los sentimientos de justicia de las
masas. Pero los líderes fueron siempre trabajadores, según se deduce de las listas de
ahorcados y ajusticiados. Sabían que para tener éxito necesitaban el apoyo de las cla-
ses medias, lo que no lograron, aunque pretendieron implicarlas, incluso alos caballe-
ros. Estos se sintieron profundamente ofendidos de que se les hubiese pretendido in—
cluir como protagonistas 0 meros participantes en los motines. Los documentos dejan
entrever la desazón y el rencor de los caballeros ante tal manipulación de su conducta,
pues haber participado en los motines significaba romper el orden legítimo estableci—
do a la sombra de la figura del rey. Para los caballeros, los promotores de las revueltas
eran chusma, lo peor de la sociedad, borrachos y rebeldes, la antítesis de la nobleza.
Pero aquellos revoltosos nunca pretendieron derribar el orden social y político
existente. Al contrario, creían que el rey estaba con ellos, y pretendían comunicarse
con él a través de personajes nobles que encarnaban el <<buen gobierno», así que eli-
gieron corregidores no contaminados con los vicios de las oligarquías urbanas y la Со—
rona aceptó tales nombramientos, al menos para calmar la situación. El programa de
los amotinados no era destruir las estructuras sociales, sino purificar los vicios que se
habían ido introduciendo en la práctica social acudiendo a quien únicamente podía ha—
cerlo: el rey. Las reformas que propugnaban para el gobierno municipal se reducían a
420 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

excluir de los ayuntamientos a los grandes terratenientes, pero no tenían ningún otro
alcance político. Nadie puso en cuestión la compra—venta de cargos municipales.
La Iglesia adoptó una postura matizada. La jerarquía comprendió que no podía
apoyar las manifestaciones externas más o menos violentas, pero también entendía las
situaciones concretas que las provocaban, el desabastecimiento causado por el acapa—
ramiento. Así que acompañó a los amotinados intentando moderar sus excesos, a cos—
ta en no pocas ocasiones de verse maltratada. Al mismo tiempo los eclesiásticos pro-
curaron organizar la resistencia de los caballeros articulada a través de las parroquias,
mientras los frailes, más próximos al pueblo, actuaron como elemento pacificador.
En conclusión, unos rebeldes que no pretendieron cambiar el marco ideológico y
político, y que tampoco lograron extirpar y corregir los excesos más visibles a pesar de
que enfrente no habia una fuerza represora organizada. Las masas tenían su «economia
moral» que les dictaba las nociones de justicia y, una vez obtenido un <<precio justo»
para los mantenimientos, consideraban restituido el orden social. Comprendían y acep—
taban los simbolos de la monarquía y de la religión, de manera que unos cuantos frailes
en plena calle con el Santísimo imponían respeto. Uno de los elementos pacificadores
de Granada fue la figura del corregidor a caballo con un gran Cristo en la mano. Fueron
precisas, sin embargo, una cierta represión, la seguridad de obtener el perdón real y la
movilización de la nobleza para suplir la inexistencia de fuerzas armadas.

4.4. MADRID

Cuarenta años después estalla otro motín en una gran ciudad, esta vez Madrid, a fi—
nales de abril de 1699, motivado por la escasez y elevadísimos precios del pan. Las se—
manas precedentes ha ido subiendo metódicamente el precio del pan. Los contratos de
los panaderos madrileños registran una tendencia alcista continua del precio del pan en-
tre los años 1698—1699, en si no demasiado fuerte, pero al llegar abril del 1699 los pre—
cios casi doblan los de los años 1690—1697. De 22/24 maravedís el pan de dos libras ha
llegado a 40 maravedís. Mientras, el Consejo de Castilla ordena comprar y transportar
todo el trigo posible, aceptando precios muy superiores a los de mercado. La escasez, fi-
nalmente, estalla en alborotos callejeros que se desarrollan en la Plaza Mayor y ante el
Palacio Real. Tiene varios objetivos parciales: en primer lugar, el corregidor de Madrid,
al que la multitud no le perdona su actitud despectiva ante la protesta inicial; en segundo
lugar, el conde de Oropesa, presidente del Consejo de Castilla al que se considera res—
ponsable del abastecimiento y los elevados precios. La multitud rodea su casa y amena—
za con asaltarla, siendo repelida con disparos que ocasionan la muerte de tres o cuatro
amotinados. La presión popular y el temor a mayores disturbios obligan a tomar dos me-
didas: relevo del corregidor, sustituido por don Francisco Ronquillo, hombre de gran
aceptación por parte del pueblo, y el cese del conde de Oropesa, destituido y desterrado
de la Corte pocos días después. Pero el mayor triunfo de los amotinados estuvo en que
lograron que el rey saliese a un balcón de palacio comprendiendo los motivos de la pro—
testa, ofreciendo un amplio perdón y garantizando la rebaja de los precios del pan. No
habrá más alborotos a pesar de que el problema de fondo, escasez y carestía, no ha sido
erradicado, y los precios del trigo siguen por encima de los de 1690—1696, aunque por
debajo de los del 1697 en adelante. Entretanto también se han dado pequeños alborotos
POLARIZACIÔN Y TENSー〇NES S。CーALES 421

en los pueblos y una desorganización del sistema de abastecimiento de la Corte debido a


la acción de autoridades locales con el respaldo de los vecinos. Los transportes a Madrid
son detenidos y requisados para el consumo local, o se dificulta la acción de los envia—
dos de Madrid para la compra y transporte del grano. Logrado el relevo en la cúpula del
poder, la villa y Corte recupera su rutina.

5. Conflictos rurales

Una sociedad rural, agraria, está cruzada por problemas de propiedad de las tie-
rras, los montes, las aguas y los pastos. Así que hay que definir quiénes son los propie-
tarios, quiénes aspiran a serlo o a no ser excluidos del disfrute de la tierra. La cuestión
se complica según la estructura de la propiedad y la presión de la población sobre la
tierra. En la España del XVII disminuye la presión de la población sobre la tierra debido
a la especial estructura demográfica del siglo. El problema, al menos en determinados
momentos, no es la escasez de tierras —son cada vez más abundantes las noticias so-
bre tierras yermas— sino la transferencia de la propiedad a determinadas manos.
También se disputan la tierra ganaderos y campesinos, los pastos contra la agricultura.
Los ganados de la Mesta y los rebaños estantes presionan sobre los pastos propios de
los pueblos dando origen a una extraordinaria cantidad de pleitos.
Los ayuntamientos son grandes propietarios a través del sistema de <<bienes de pro—
pios y comunes», que de una u otra forma son explotados en beneficio de los vecinos.
Los ayuntamientos recurren a estos bienes para hacer frente a sus deudas hacendísticas.
El sistema en teoría es correcto: se arrienda por un año o más la explotación de determi—
nados pastos o tierras de labor, y lo recaudado va a las arcas municipales y de aquí a los
recaudadores o arrendadores de los impuestos. De esta forma la comunidad rural acoge
al campesino y asume sus relaciones con la Hacienda Real paliando la pobreza y sus
efectos. Al menos hasta el momento en que las malas cosechas colapsan este sistema y
la comunidad rural ve aumentar sus deudas hacendísticas de una manera exponencial.
Quedan entonces varias salidas. La individual pasa por la emigración y la despoblación
de muchos lugares. La documentación de la segunda mitad del siglo es abrumadora al
respecto. Los pueblos se dirigen al Consejo de Castilla enumerando su pobreza debido a
la <<esterilidad de los tiempos», la baja de la moneda ——las devaluaciones y resellos— y
otros accidentes con la consecuencia de la despoblación a corto plazo. La otra respuesta
pasa por acudir al Consejo solicitando licencia para vender montes, tierras o pastos, o
para cargar sisas sobre los productos de consumo. Toda esa documentación reviste un
carácter angustioso, lastimoso. Los pueblos se encuentran «aniquilados». Los «pobres
vecinos» no tienen para pagar sus impuestos, ni para alimentarse.
«Los vecinos». Los documentos los clasifican en pobres y <<poderosos>>. Los po—
bres, en su mayoría jornaleros. Aunque no hay datos precisos al respecto, los jornale—
ros pobres pueden llegar al 60 %, mientras que los <<poderosos>> son unas cuantas fa—
milias, que tejen alianzas generación tras generación. «Poderoso» no es una mera des—
cripción neutra, sino que en muchos casos apunta también la idea de explotación y
avasallamiento de los vecinos más pobres. Es un concepto «moral». El dominio lo
ejercen desde los cargos concejiles que ostentan.
Retomemos el endeudamiento. Como resultado del endeudamiento, la comuni—
422 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dad rural se queda sin recursos puesto que todos los propios y comunales están asigna—
dos al pago de intereses de los censos contraídos tal vez cien años antes. La escasez de
los ingresos está ejemplificada en Perales de Tajuña: por 126.500 reales de principal
de dos censos tiene que pagar unos intereses de casi 6.000 reales al año, pero los ingre-
sos rondan los 1.900 reales. Ello obliga a vender la jurisdicción de la villa al marqués
de Leganés, a quien ya estaban hipotecadas las tierras de los vecinos como particula-
res. En resumen, el marqués amplía su señorío jurisdiccional y sus posesiones. Aun-
que no ha habido revueltas ni alborotos, la crisis ha significado la transferencia de la
propiedad y la desposesión de los campesinos. El endeudamiento progresivo de los
concejos ——en bancarrota técnica por lo general— obliga a éstos a enajenar sus bienes,
lo que aprovechan aquellos que disponen de liquidez para apropiarse todas las tierras
y derechos comunales e, incluso, las propiedades particulares de los vecinos.
Junto a esta deriva de ernpobrecimiento/enriquecimiento con sus posibles mani—
festaciones de protestas, hay otras líneas de fractura en las comunidades campesinas que
solamente apuntamos. Se refiere a los conflictos entre ayuntamientos vecinos por el uso
común de algunos pastos o tierras, «comunidad de pastos» se denomina. A pesar de los
acuerdos que regulan tal uso, nunca faltan los conflictos por el incumplimiento de los
términos o por el excesivo celo de los guardas que pueden derivar en riñas y heridas.

5.1. ELECCIONES Y C。NFLーCTーVーDAD

La vida municipal es una fuente inagotable de conflictos dimanantes del ejercicio


del poder por parte de los poderosos. Los conflictos revisten unas características simi—
lares en su origen, desarrollo y solución.
En primer lugar, la riqueza se alfa en cada lugar con el poder local. El control
del ayuntamiento significa el control de los bienes municipales. En el mundo rural se
accede al ayuntamiento a través de elecciones de segundo grado. Un grupo de elec—
tores, un colegio electoral reducido, vota a los alcaldes, regidores y oficios conceji—
les del año siguiente. En teoría los alcaldes entrantes toman cuentas a los alcaldes sa—
lientes y controlan su gestión. Ahora bien, los alcaldes salientes de un año general—
mente forman parte del colegio electoral del año siguiente, junto con algunos otros
vecinos que han desempeñado cargos concejiles. Así que el colegio electoral varía
cada año, pero en conjunto no se renueva, perpetuándose algunas familias en el po—
der. Controlan los arrendamientos, los abastos (con la concesión de dehesas <<carni—
ceras» para algunos ganaderos poderosos), los repartimientos y cobros de impues—
tos, los préstamos de trigo para la sementera, etc. Las elecciones, anuales, se con—
vierten en una fuente de inquietudes y alborotos que en ocasiones desembocan en
ajustes de cuentas sangrientos entre los bandos que se han aglutinado en torno a al-
guna familia o algún líder ocasional.
Cuando las tensiones llevan acumulándose varios años sin que haya una renova—
ción en los ayuntamientos, todo estalla en una serie de denuncias ante el Consejo de
Castilla, acusando a los alcaldes y regidores de toda clase de abusos en la gestión mu—
nicipal a fin de enriquecerse ellos y sus familiares, defraudando a la Hacienda Real y
empeorando la situación de los pobres. Los pleitos de esta tipología son frecuentes, en
especial a partir de las décadas finales del siglo. El Consejo de Castilla examina con
POLARlZAClÔN Y TENSIONES SOCIALES 423

detenimiento y meticulosidad las acusaciones y dicta sentencia al cabo de algunos


años. Normalmente se da alguna renovación de personas en los ayuntamientos afecta—
dos, pero como la sentencia nunca es una condena clara de los encausados, la renova—
ción de personas en los ayuntamientos no es radical, en parte porque hay pocas perso—
nas capaces de gestionar los asuntos de <<república», y en parte porque los bandos en—
frentados cruzan apellidos una y otra vez.
El sistema electoral, teóricamente justo, es incapaz de mantener la paz en los
pueblos porque el Consejo de Castilla no dispone de fuerzas para hacer efectivas sus
sentencias en todos los rincones de la Corona. Tal vez, consciente de ello, sus respues—
tas a las quejas por abusos e infracciones se reducen a recordar genéricamente que se
deben cumplir las leyes del Reino. Esas leyes especifican un sistema de incompatibili—
dades y salvedades que deben frenar la concentración de poder en manos de una fami—
lia 0 de un bando. Habrá que recordar que muchos pueblos se quejan de que una fac—
ción se ha constituido en «monipodio que tiene cautivo el voto». Por ello se prOthe
que en los colegios electorales los padres y los hijos se voten entre sí, así como los her—
manos, cuñados y primos; se establecen además <<huecos>> en el desempeño de los car—
gos, es decir un espacio de 2—3 años en el que un electo no puede volver a desempeñar
el mismo cargo o similar, se exige haber obtenido la mayoría de votos y la publicidad
en las votaciones, y se cierra el acceso a los cargos a quienes tengan deudas pendientes
con la Hacienda Real, 0 con el pósito.
Se ha detectado el fallo, pero no hay posibilidad real de corregirlo. Es sintomáti—
co, entre una infinidad de casos Similares, lo que sucede en Carrascosa del Campo
(Cuenca) donde el corregidor de Huete, designado expresamente por el Consejo de
Castilla para dar posesión a los alcaldes y demás cargos elegidos, se ve Obligado a en—
cerrarse durante horas en casa de uno de los electos, cercado por el resto del pueblo en
actitud violenta, rompiendo ventanas a pedradas y simulando el incendio de la casa.
En estas condiciones se realiza una negociación-rendición del corregidor que sin ha-
ber podido dar posesión a los electos, acepta una lista alternativa <<del pueblo». Este
caso pone al descubierto alguno de los conflictos de base. Una alternativa «popular»
frente a una lista «legal». La alternativa popular es fruto de la votación, al menos, de
una parte muy significativa del pueblo, votación directa, asamblearia, no contemplada
en las <<Leyes del Reino». Satisfecha esta primera reivindicación, la situación se enca-
rrila legalmente al año si guiente, desplazando de las listas algunos de los representan—
tes del bando de los poderosos. Dado que las fechas de elecciones se agrupan en torno
a primero de año y a la Pascua de Pentecostés es fácil imaginar que en esos momentos
media Castilla está revuelta. Y esto plantea la cuestión de fondo sobre la que habrá que
volver: ¿por qué no hay un estallido general y sincronizado de violencia en Castilla?

5.2. SENORI'O, CAMPESINOS Y ELECCIONES

Los conflictos electorales revisten algunas variantes según se trate de lugares con
<<mitad de Oficios» o lugares de señorío. Los lugares con mitad de Oficios ven enfren—
tarse a los hidalgos con el estado general de los hombres buenos, pero la situación
cambia de unos a otros según el número de hidalgos. Hay poblaciones con sólo 3 o 5
hidalgos que pretenden a toda costa mantener su presencia en los cargos contravinien—
424 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

do toda la legislación electoral; a ello responden los pecheros con demandas continuas
ante el Consejo. Pero el problema que más afecta a las comunidades no es tanto éste
como las exenciones fiscales de los hidalgos, en muchas ocasiones los más ricos del
lugar y los que menos contribuyen. De ahí el empeño continuado de los pueblos por
terminar con la <<mitad de oficioS» o, al menos, erosionar las manifestaciones más san—
grantes del privilegio fiscal. Lógicamente en las montañas de León y en el Principado
de Asturias y montaña de Burgos se puede dar el caso contrario, que no exista este tipo
de conllictos porque casi no existen pecheros. Y lo mismo sucede en la provincia de
Guipúzcoa 0 en el señorío de Vizcaya.
Mucho más compleja es la situación en lugares de señorío donde el pueblo está
dividido entre enemigos y partidarios del señor, que son minoría, pero entre los que el
señor nombra los cargos concejiles. El Consejo recibe continuas protestas y alegacio—
nes por ambas partes: el señor y sus vasallos. No importa tanto quién tiene el privile-
gio de proponer listas, duplicadas о sencillas para los cargos concejiles, sino la capaci—
dad de rechazarlas y recurrir sistemáticamente, sobre la base de defectos formales, o
de que el señor ha usurpado el derecho de presentar listas o aprobar las presentadas.
En ello se juega, una vez más, el control de los bienes de propios y comunales, el del
pósito y de los impuestos y, en último término, de la propiedad de la tierra. No faltan
señores que aprovechan las divisiones existentes entre los bandos y familias para ofre—
cerse como mediadores y pacificadores y recuperar, así, privilegios perdidos.
Pero antes de llegar a los pleitos se ha recorrido un largo camino. Por parte de los
señores hay un proceso continuo de extensión de los privilegios iniciales, anexionán—
dose tierras o bosques, mientras que por parte de los vecinos se quebranta la letra del
privilegio, cortando leña, usando los pastos, no pagando cantidades teóricamente de—
bidas. Así que esta guerra de guerrillas se resuelve, lógicamente, en un pleito enmara—
ñado y de muy larga duración que independientemente de la sentencia final, ha refor—
zado los lazos de vecindad en los pueblos. Los vecinos de Lupiana, por ejemplo, han
mantenido un largo enfrentamiento con el monasterio de San Bartolomé, llegando a
insultar y agredir a algunos frailes y sacar violentamente de la cárcel a quienes habían
sido condenados por cortar leña en el lugar de Pinilla, que el monasterio pretendía ser
suyo. Situaciones similares abundan en la documentación de archivos.
Los hechos que se están aportando no son accidentes repetidos en múltiples sitios
por causas diversas; al contrario, son la manifestación visible y lógica de la estructura
social y de la especial situación demográfica del siglo XVII. La conflictividad «rural»
es diferente del conflicto que se vive en las ciudades, donde los regidores son vitali—
cios o perpetuos, sin que medien elecciones anuales.

5.3. PREVENCIÓN CONTRA LOS GITANOS

Los gitanos constituyen un caso especial. Perseguidos por su peligrosidad, tal


como lo perciben los pueblos, están en todas partes sin asentarse en ninguna. Hasta la
expulsión de los moriscos, a ambos grupos se les imputaban los robos, muertes y delitos
acaecidos en campo abierto, debido a su movilidad. Después de la expulsión, los gitanos
cargaron en exclusiva con la «culpa» y de ello dimanan las continuas órdenes de asen—
tarse en los pueblos grandes y dedicarse a la agricultura. Esas órdenes culminan en la
POLARIZACIÔN Y TENSー。NES S。CーALES 425

pragmática de 1695 más dura que las precedentes y tan ineficaz. Se ordena a los gitanos
fijar su residencia en pueblos con más de 200 vecinos, vivir de la agricultura y abando—
nar su <<jerigonza>> y cultura. Aparte de estas disposiciones, la pragmática reconoce que
muchos vagabundos y maleantes habían adoptado las formas de vida gitanas integrán—
dose en las bandas que recorrían La Mancha y otras regiones. La pragmática quiere ter-
minar asimismo con la protección que la Iglesia ofrece a los gitanos intentando limitar el
derecho de asilo en las ermitas, estratégicas para los gitanos por hallarse en descampa—
dos. Con la documentación disponible es arriesgado imputar a los gitanos una peli grosi—
dad específica. En todo caso las poblaciones de La Mancha corrían riesgos por todas
partes: los jueces reales y recaudadores de impuestos, las bandas de salteadores, los sol—
dados en tránsito 0 desertores y, finalmente, los gitanos. Esta enumeración no iguala a
todos porque constituyen casos muy diferenciados, como es Obvio, pero aclara por qué
las poblaciones vivían episodios de conflictividad social.

5.4. FISCALIDAD Y CONFLICTO

Los enfrentamientos entre individuos, comunidades 0 lugares con las institu—


ciones de la Administración son tan frecuentes que alcanzan la categoría de normali-
dad. Gran parte de estos enfrentamientos son muestras de resistencia contra el cobro
de impuestos y se desarrollan en ocasiones como una mera resistencia pasiva, pero
frecuentemente pasan a la acción directa con el manejo de armas. En la década de los
noventa los incidentes de este tipo son numerosos, sin que falten antes. Torralba (en
Soria) que arrastra una deuda con la Real Hacienda desde hace 20 años, puede pri-
mero ignorar los apremios del corregidor de Guadalajara enviado a cobrar, alegando
que los labradores están en plena faena de siega, trilla y recogida; luego negarle el
alojamiento a él y a su séquito, y terminar por alborotarse en la plaza ante la insisten—
cia del corregidor quejuzga más oportuno abandonar el lugar por el momento y po—
ner el caso en conocimiento del Consejo de Castilla. En los mismos años en Chillón
(Córdoba), las cosas se desarrollan de otra forma. El mesonero y el alcalde apalean
É;1 al juez enviado por el superintendente de rentas de Córdoba, le cortan el pelo y le de—
‥¡il
l
jan medio muerto señalándole el camino de Córdoba, y nO sale mejor parado el alcal—
de mayor puestO por la duquesa de Medina Sidonia que, cumpliendo con su oficio,
vela por el cobro de los impuestos. De las amenazas, los vecinos pasan a un intento
de incendio de su casa después de arrojarle una nota por la ventana invitándole a
abandonar el lugar. Pero también hubo agentes fiscales asesinados, escribanos ase—
sinados, recaudadores asesinados.
Entre estos conflictos reviste especial importancia por su duración y característi—
cas la revuelta de la sal de Vizcaya. En 1631 el Conde—Duque pretendió sustituir los
millones por un impuesto sobre la sal. El proyecto era voluntarista, no tenía en cuenta
el consumo verdadero de sal, sino que establecía una cuota evidentemente elevada de
consumo por familia, con una elevada tasa por fanega. Con este medio pretendía re—
caudar las cantidades necesarias para la política exterior. La resistencia al proyeclo
fue especialmente dura en Bilbao y sus alrededores, con manifestaciones y protestas
violentas entre el 20 y el 23 de octubre de 1632. Para los vascos el nuevo impuesto ata-
caba los fueros y la libertad de comercio. Las revueltas se resolvieron con negocia-
426 HISTORIA DE EspANA EN LA EDAD MODERNA

ción, habilidad y un estricto control del juzgado del Almirantazgo sobre todas las mer—
cancías, lo que suponía la paralización del comercio. Finalmente se olvidó el impuesto
sobre la sal, pero en Vizcaya las revueltas dejaron algunos ajusticiados, otros huidos y
la confirmación de los fueros.

5.5. PRODUCCION, COMERCIO Y CONFLICTO

Entre los conflictos que atraviesan la sociedad del siglo XVII no es el menor el que
se refiere a la organización del trabajo y los intercambios. Conflicto que aquí no siem—
pre se traduce en violencia física, aunque tampoco tiene por qué brillar por su ausen—
cia; en realidad, las actividades de contrabando siempre van acompañadas del empleo
de armas de fuego.
_ La organización tradicional del trabajo en las ciudades a través de los gremios
está pensada para mantener equilibrios económicos y sociales. La experiencia del si—
glo XVII, sin embargo, es muy distinta. En una situación económica de crecientes difi—
cultades, de contracción de la producción ante la avalancha de productos extranjeros,
denunciada una y Otra vez por los arbitristas, los gremios acuden a la Corona solicitan—
do el refuerzo de su estructura y la eliminación de la libre competencia. Es un «cierre
gremial» protagonizado por los maestros contra oficiales y aprendices.
Especialmente a finales del siglo abundan estas tomas de posición. Los sederos
de Toledo y los plateros de Madrid, como los más significados (pero no sólo ellos), de—
fienden su puesto en el sistema productivo y en la comercialización propugnando una
vigilancia intensa sobre los talleres y el producto final para evitar la competencia del
trabajo libre. Todo ello en nombre de la calidad y del beneficio del público. Para ello
hay que mantener el examen de acceso al grado de maestro después de muchos años
como Oficial. La dificultad del examen radica no tanto en la <<obra prima» que debe
realizar el candidato y en sus respuestas a las cuestiones que se le plantean, sino en los
costos de lo que rodea al examen, como son los gastos para el banquete, la cofradía,
etc., sin Olvidar el grado de parentesco o de conocimiento que el candidato pueda tener
con los <<veedores y examinadores» del gremio, conditio sine qua non para acceder al
examen. Los dirigentes del gremio de sombrereros de Madrid, por ejemplo, exigen ha—
ber empezado de aprendiz y bastantes años de oficial dentro del gremio; protestan
contra aquellos oficiales que en Madrid nunca pasarían el examen y se van a otros si—
tios donde resulta más fácil para luego retornar a Madrid como maestros con todos los
derechos inherentes. Protestan contra los comerciantes que tienen tienda abierta y un
maestro sombrerero a sueldo para cumplir la legalidad, cuando debe ser al revés: el
mercader tiene que estar sometido al maestro. Cualquier ordenanza gremial recoge de
una u otra forma estas cortapisas al trabajo libre o que no respeta los criterios de pro—
ducción del gremio, bien sea en modelos, tallas, calidades 0 precios. Imposible llegar
a maestro antes de los 30 años, y eso los que llegaban. Ello explica, en parte, que el
servicio fuese el sector dominante en la economía urbana.
La defensa del monopolio gremial tiene otra vertiente. Al fallecer un maestro,
normalmente es su viuda la que mantiene el taller y la venta, ayudada por algún oficial
de confianza u otro maestro, pero el gremio no permite que se introduzca nadie ajeno
al oficio, de tal manera que algunos gremios exigen que la viuda se case con un maes—
POLARIZACIÔN Y TENSー。NES SOCIALES 427

tro en el plazo de 16 meses o, en caso contrario, deberä vender las existencias y aban—
donar el negocio. Todo está reglado para mantener la exclusión.
Aunque no se dispone de mucha información al respecto, hay indicios suficientes
de que algunos sectores de la producción se alejan de la ciudad para refugiarse en las
poblaciones menores, adonde no llega el poder de los gremios. Es el caso de los fabri-
cantes de capachos y serones, indispensables para el transporte de artículos como el
carbón vegetal, y tal vez lo sea el de los sacos y costales para el transporte del trigo u
otros artículos que habrían de improvisarse. Las condiciones que ofrecen los fabrican—
tes locales son muy ventajosas para los carreteros, tanto en precio como en oportuni—
dad y calidad, sin que los maestros madrileños puedan impedir esta actividad.
Su comportamiento no se debe a que son «maestros madrileños», sino a su condi—
ción de <<maestros agremiados», y su conducta viene dada por la defensa de los intere—
ses del gremio en todos los ámbitos donde sea necesario y pueden hacer sentir su po—
derío. Los maestros vidrieros de Madrid, en 1672, solicitan la intervención del Conse—
jo ante los fabricantes de vidrios para ventanas de Recuenco, Arbeteta y Vindel y otras
localidades, porque venden indiscriminadamente para cualquier localidad, sin atender
a las necesidades de Madrid. Solicitan que al gremio se le entregue todo el vidrio que
suele necesitar, encargándose los veedores de repartirlo entre los maestros.
Dentro de cada gremio existe una conflictividad más о menos larvada que no tar—
da en manifestarse públicamente. El motivo siempre está relacionado con la función
del gremio como regulador de la competencia mediante reglas precisas que, como ta—
les normas, defienden los equilibrios de poder en un momento dado. Pero estos equili—
brios pueden rehacerse continuamente bien por motivos personales, bien porque la ac—
tividad productora ha ido cambiando paulatinamente. El resultado es siempre un plei-
to del que resulta la división del gremio en dos, con campos de acción perfectamente
delimitados. Así sucede con ensambladores, entalladores y carpinteros, con guanteros
y curtidores, y con otros. A los maestros alojeros se les prohibe vender limonadas, por
lo que interponen un recurso que será estimado. La división del trabajo no obedece,
pues, a razones económicas sino a motivos estamentales.

5.6. COMERCIO Y TERRITORIO

La organización territorial de la Monarquía, con aduanas interiores entre los diver—


sos reinos, favorecía el contrabando tanto o más que el comercio. El cobro de derechos
en los <<puert0s secos» invitaba a burlar la vigilancia aduanera, sobre todo cuando exis—
tía una tradición de trashumancia en zonas poco habitadas y montañosas. Y no resultaba
difícil lograr burlar la vigilancia, precisamente por el conocimiento del terreno que te—
nían los contrabandistas y la escasez de medios de vigilancia. Así sucedía en las áreas en
torno a Molina de Aragón, por donde pasaban ganados en dirección a Aragón proceden—
tes de Castilla. Las órdenes de vigilar son continuas, así como las de búsqueda de los
contrabandistas, que en ocasiones actúan con armas provocando muertes, y en todo caso
un fraude a los derechos reales. Hay órdenes de vigilancia continua en Alcaraz, para
controlar los puertos secos por donde los valencianos introducían sedas y tenían cho—
ques con los guardas ocasionando muertes. Pero también había tráfico ilegal en sentido
contrario con choques violentos. Ahora se trataba de pasar potros a Valencia.
428 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Teóricamente el comercio estaba muy controlado, pero en la práctica existió una


fuerte oposición a todo control, sobre todo en los espacios en que chocaban dos siste—
mas: el del libre comercio y el del control. Hay datos al respecto y se refieren a las rela—
ciones económicas y comerciales entre las <<pr0vincias vascongadas» y Castilla. Por la
aduana de Orduña circuló un flujo continuo de mercancías en ambas direcciones, por
simplificar: Madrid-Bilbao—Madrid. Los arrendadores de dicha aduana supieron ges—
tionarla bien, lo que no elimina la sospecha de que hubiera un fuerte contrabando.
Ahora bien, en Castro Urdiales hay constancia de un conflicto claro y duradero.
Muchos mareantes de Castro Urdiales iban a descargar sus capturas de sardinas a los
puertos de Vizcaya, Ciérbana y Santurce sobre todo, porque allí no pagaban alcabalas
ni ningún otro impuesto, mientras que en Castro estaban sometidos a la fiscalidad de
la Corona. En el pleito que el ayuntamiento de Castro plantea contra estos pescadores
y mareantes se argumenta precisamente en esta línea: sin descarga de sardinas no hay
alcabalas, ni sisas, porque nadie acude a comprar, por tanto se termina el comercio y
los intercambios y se empobrece la villa. Los mareantes responden con argumentos
variados, pero el de más calado es el de la libertad de comerciar con sus productos
donde quieran y les sea más beneficioso.
El prototipo del contrabando es, sin duda alguna, lo que sucede en el comercio de
Indias en los puertos de Sevilla y Cádiz. Los <<metedores>> se especializan en introducir
la plata y el oro burlando toda vigilancia y obteniendo ganancias extraordinarias, de las
que sólo quedan indicios basados en rumores, porque los registros oficiales de la Casa
de Contratación recogen tan sólo el tráfico legal. Como ciudades de crecimiento rápido
padecen toda clase de inseguridad, de lo que es un reflejo el Rinconete y Cortadillo de
Cervantes, pero junto a esa delincuencia se debe colocar esta otra de las grandes fortu—
nas obtenidas por los <<meted0res>>. Un fraile sevillano describe a dos de los más famo—
sos como ladrones, pendencieros, contrabandistas, asesinos, etc., uno de ellos está en la
cárcel acusado de evadir 500.000 ducados, por lo que ha sido condenado a muerte.

6. La ubicuidad de los bandoleros

6.1. BANDOLERISMO EN CATALUNA Y VALENCIA

Hay que distinguir muy bien lo que es un conflicto político de lo que es conflicto
social, aunque en la práctica los elementos tienden a entremezclarse. Los sucesos de
1640— 1653 en Catalufia están marcados ante todo por lo político, por ello no caen bajo
nuestra consideración aún reconociendo las derivaciones sociales y el papel que de—
sempeñan los distintos grupos implicados. .
El bandolerismo, sin embargo, es la expresión del conflicto social en la Cataluña
del XVI—XVII hasta el punto de haber merecido una mención de Cervantes en la segunda
parte del Quijote. El bandolero Roque Guinarda (en Perot Rocaguinarda) es un perso—
naje histórico que guía a don Quijote y Sancho hasta la playa misma de Barcelona.
A comienzos del siglo XVII y hasta la década de 1640 los bandoleros constituyen
una preocupación para todos los Virreyes. Asaltan conducciones de moneda a Barcelo—
na, atracan en los caminos, causan muertes, se enfrentan a las fuerzas reales y, en caso
de peligro, tienen un fácil refugio en Valencia, Aragón 0 Francia, desde donde vuelven a
POLARIZACIÖN Y TENSIONES SOCIALES 429

molestar las poblaciones fronterizas, confundiéndose a veces con los hugonotes. Las
bandas tienen una larga vida, hasta 20 afios en ocasiones, y se reproducen continuamen-
te. Desaparecen unas, bien sea por la acción de los Virreyes u otros motivos, pero inme-
diatamente surgen otras. Su campo de acción no es precisamente, ni solamente, el Piri-
neo о el pre-Pirineo, sino toda Cataluña, en especial las zonas bajas y llanas en los cami—
nos que unían Lleida con Barcelona, o Barcelona con Perpiñán. Hay una epoca de auge
del bandolerismo que coincide con el reinado de Felipe III mientras que el reinado de
Felipe IV se ha considerado como «el canto del cisne» del bandolerismo. Esta periodi—
zación pretende explicar cómo a partir de 1640 los problemas son ya otros. Al mismo
tiempo, estas etapas son de represión de las bandas por todos los medios; el empleo de la
fuerza militar y la negociación con algunos bandoleros logran que algunas bandas acep—
ten incorporarse a los ejércitos de la Monarquía en Flandes o en Italia, como lo hizo Ro—
caguinarda que embarcó con sus hombres en 1611 para servir en Nápoles.
Los bandoleros catalanes del XVII (y lo mismo cabe decir de siglos anteriores) no
son hijos de la miseria y la explotación; al contrario, muchos de ellos son hereus o he—
rederos únicos o, al menos, segundones de familias campesinas acomodadas. Éste es
el caso de los dos bandoleros más famosos del <<bandolerismo barroco» catalán, Serra—
llonga y el mencionado Perot Rocaguinarda. El bandolerismo catalán no es, por tanto,
una explosión incontrolada ante la miseria sino un fenómeno estructural que dimana
de las condiciones sociales y políticas. La vigencia de la guerra privada como dere—
cho de los nobles y los señores es la explicación más lógica. Señores que median su
poder por el número de vasallos y fieles que movilizaban para resolver sus diferencias
con otros señores, séquitos armados que no siempre se mantenían dentro de unos lími—
tes aceptados. En una palabra, el bandolerismo es posible porque no existe un poder
centralizado fuerte.
El bandolerismo es, además, un elemento de la lucha entre clientelas y bandos.
Nyerros y cadells se enfrentan entre sí utilizando a estas bandas sin que tales luchas
tengan que ver con una postura política más 0 menos <<catalanista». Rocaguinarda,
una vez más, ocupa el palacio del obispo de Vic que era cadell porque los canónigos
eran nyerros, pero además contaba con el apoyo de los familiares del Santo Oficio,
que podían identificarse como cadells. En conclusión, el bandolerismo tiene que ver
más con la práctica de la violencia nobiliaria feudal. Dice Torres Sans: «los bandole—
ros de la Cataluña moderna actuaban en el seno de un medio feudal y faccional que les
facilitaba enormemente las cosas», y enumera la dotación de armas y cabal gaduras de
las bandas, la elevada movilidad geográfica, el gran número de componentes y, sobre
todo, la connivencia о complicidad de las autoridades locales o de más elevado nivel.
El duque de Monteleón lo decía así: «la mayor parte de la gente de aquí está inclinada
a vivir con poca quietud entre ellos, siguiendo bandos y parcialidades, de donde resul—
tan infinitos excesos... y lajusticia está con las manos muy atadas por los capítulos y
constituciones que sobre ello hay».

6.2. UN EPÍLOGO: «LOS GORRETES Y BARRETーNAS〉〉

En Cataluña el bandolerismo no desapareció con la recuperación económica y de—


mográfica de las últimas décadas del XVII, pero dejó de ser un problema insoluble para
430 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

los Virreyes. A finales de siglo se registra una nueva etapa breve de revueltas campesi—
nas y en el entorno de las ciudades. Los años 1684 y siguientes Ven abatirse sobre los
campos oleadas de langosta y en algunos lugares las cosechas experimentan unas pérdi—
das del 70 %, a lo que las poblaciones responden con rogativas y grandes procesiones.
La situación se ve agravada con la carga de diezmos y derechos señoriales, asi que a par—
tir de 1687 comienzan a producirse revueltas. Cuando poco después estalle la guerra con
Francia la situación empeorará con las demandas militares del virrey. Las revueltas se
dirigen ahora contra los poderosos y poblaciones que han logrado comprar su inmuni—
dad frente a la exigencia de alojamiento de soldados y otras. Gentes de los lugares de
montaña (y así se les designa en la documentación coetánea, aunque la revuelta se haya
popularizado como la los <<gorretes o barretinas»), se organizan, se aproximan a las ciu—
dades cercando Barcelona y hacen frente a las tropas reales, pero también se ataca a se—
gadores forasteros, a jornaleros que acepten trabajar por salarios bajos, etc. En este mar—
co, los revoltosos pretenden establecer alianzas con el ejército francés, en el que se alis—
tarán muchos de ellos. En 1694 hay nuevas conmociones, mal conocidas, que terminan
en negociaciones entre el gobernador del Principado y los líderes del <<alboroto de los
pobres». Si algunos campesinos habían vuelto sus ojos a Francia, otros muchos catala—
nes en este momento se alistaron en los ejércitos de Carlos II. Las instituciones -—Gene—
ralitat, Consell del Cent, Audiencia—_ no apoyaron a los campesinos en estas revueltas.
Las demandas contra los derechos señoriales, uno de los puntos del programa de las re-
vueltas, volvió a aparecer nuevamente durante la guerra de Sucesión y posteriormente.
La conflictividad en Cataluña no es exclusiva del campo ni debida a las condicio—
nes en que viven los campesinos. La ciudad de Barcelona ve desarrollarse motines po—
pulares ya antes del Corpus de la Sangre. Son motines de reducido alcance, en que se
enfrentan artesanos y oficiales con las tropas reales destinadas en las galeras, de ma—
nera que cada vez que llegan éstas, se desatan los choques entre barceloneses y solda—
dos. La misma frecuencia de estos hechos hace que Cervantes los recuerde en una de
sus novelas ejemplares: <<tales pendencias eran ordinarias en aquella ciudad cuando a
ella llegaban las galeras». Pero también hay motines populares ante la carestía del tri—
go, con la consabida liturgia de gritos contra el mal gobierno. No faltan en los prime—
ros años del siglo algunas manifestaciones contra los genoveses, considerados enemi—
gos del puerto de Barcelona. En conjunto, son manifestaciones populares que expre—
san el descontento contra el extranjero y el mal gobierno interior, aunque dentro de
unas pautas de comportamiento que procuran evitar las muertes indiscriminadas. Su
importancia radica en ser una preparación para el estallido de 1640, al haber enseñado
a grupos muy diversos la capacidad de presión que tiene la multitud.

6.3. VALENCIA

La conflictividad social en Valencia sigue las pautas ya vistas en Cataluña y los


estudios de los últimos años han seguido los modelos aplicados en ella.
Después de la expulsión de los moriscos Valencia vive en apariencia una etapa de
quietud. La ciudad de Valencia es escenario de una confrontación política entre el reino y
la monarquía, aunque nunca alcanza niveles inquietantes. Lo más significativo es el con—
ñicto entre la Iglesia de Valencia y los poderes regnícolas, sobre todo en las décadas ini-
POLARIZACIÔN Y TENSー。NES SOCIALES 431

ciales del siglo, con el protagonismo del arzobispo Aliaga, un instrumento del poder real
junto con su hermano el inquisidor general y confesor de Felipe III. Este tipo de conflicti—
vidad discurre por cauces ritualizados y simbólicos, sin necesidad de llegar a materializar—
se en acciones violentas. Existe también una fuerte conflictividad entre los diversos ban—
dos por el control del ayuntamiento de la ciudad, especialmente a partir de 1653, porque la
normativa de 1633 sobre insaculación no ha resuelto los enfrentamientos.
Sin embargo, a finales de siglo se dan en el reino de Valencia una serie de revuel—
tas conocidas por sus características como la <<segunda Germania» (segona germania)
que se desarro1la en el mes dejulio de 1693.
Desde 1689, el notario Félix Villanueva difunde entre los campesinos la idea de que
existen unos privilegios en virtud de los cuales no tienen obligación de pagar derechos
señoriales. En febrero de 1693, el duque de Gandia y otros señores informan al Consejo de
Aragón de que los campesinos se niegan a pagar rentas feudales. Ante la situación, el go—
bernador de Xátiva intenta prender a los cabecillas de este movimiento, sin lograrlo
porque huyen a la montaña; se informa además de que hay 30 pueblos que amenazan sub—
levarse. El virrey trata de negociar y reúne en Valencia a delegados de los campesinos y
juristas. Los campesinos afirmaban que los señores no tenían ningún derecho a cobrar
rentas, que las tierras de los moriscos les habían sido concedidas solamente por 30 años y,
por tanto, tenían que revertir a la Corona. Pero los juristas rechazaron todas estas tesis por—
que no tenían ningún respaldo documental, sino meramente la tradición oral. Lógicamen—
te esta sentencia no fue aceptada por los pueblos de la Marina y el virrey hubo de enviar
destacamentos de caballería para garantizar la paz, lo que exacerbó más los ánimos. Los
meses de marzo y abril dan pie a largas negociaciones en Madrid entre una representación
campesina que dirige Francisco García y el Consejo de Aragón; éste remite a los
campesinos al virrey, que está desprovisto de autoridad moral. Al acercarse mayo y junio,
meses de la cosecha, van llegando informes de que los campesinos se niegan a pagar a sus
señores, formalizando su negativa mediante actas notariales y exigiendo que los señores
exhiban los títulos que fundamentan sus derechos. La inquietud se transforma en revuelta
el 9 de julio cuando el gobernador de Gandia prende a cuatro cabecillas que pretendían
pacificar a los vecinos concentrados en Villalonga. Cuatrocientos campesinos armados
escoltan a los detenidos hasta la cárcel de Gandía, donde se han concentrado hasta 3.000
con tambores y banderas, armados muchos de ellos. La liberación de los cuatro detenidos
exalta aún más a los campesinos, que deciden organizarse en batallones. El virrey respon—
de enviando tropas de caballería y organizando la milicia, logrando reunir unos 1.400
hombres armados y con dos piezas de artillería y, aunque existen algunos intentos de
mediación, el 15 de julio se da un encuentro decisivo en que los campesinos son desbara—
tados; sigue luego una represión lenta. La segunda Germania ha terminado. Sin embargo
el problema de fondo no estaba resuelto, siguió habiendo negociaciones entre señores y
vasallos y cuando llegó la guerra de Sucesión encontramos nuevamente a Francisco
García desempeñando un papel de líder.
Cómo explicar estos hechos. No son fruto de la pobreza ni de la miseria, aunque ten—
gan relación con la explotación señorial. Los hechos se desarrollan en la Marina y las
montañas, zonas en que se está experimentando una recuperación demográfica y econó—
mica. Al mismo tiempo son zonas de absoluto dominio señorial: alli están las posesiones
de los grandes señores valencianos, algunas casas castellanas, territorios de las Órdenes
Militares y gran número de pequeños señoríos. Estas condiciones hacen de estas tierras un
432 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

semillero de bandoleros y, aunque en los años finales de siglo el bandolerismo ha perdido


virulencia, no cabe duda de que se da una convergencia entre bandoleros y campesinos.
Pero ¿qué bandoleros? En Valencia existen pobres y marginados, pero no son estos
los responsables únicos, ni los primeros. El bandolerismo valenciano, como el catalán,
tiene su origen <<en la misma estructura social y política del momento, en una sociedad
que los señores habían dejado de controlar y en la que la autoridad del rey todavía nO ha—
bía logrado cubrir el hueco» (J. Casey). Los bandoleros valencianos pertenecen a todos
los estratos sociales, desde campesinos marginales abocados a la delincuencia hasta
personajes de un buen pasar pertenecientes a grupos privilegiados. Como en Cataluña,
los documentos de los Virreyes recogen nombres de nobles, de señores, de ciudadanos
entre los favorecedores del bandolerismo, sin los cuales habría sido imposible la pervi-
vencia de las bandas. En realidad, el bandolerismo en Valencia es la continuación de las
bandos medievales, de tal manera que a principios del Si glo XVII hay todavía referencias
a ejércitos señoriales. En ese momento la Monarquía pretende crear un ejército real, así
que oficialmente desaparece el bandolerismo nobiliario, se hace clandestino y esta nue-
va condición favorece que los bandos se impliquen en otras actividades delictivas, como
venganzas personales, represalias, defensa del honor familiar por vía privada, etc. Es
posible que también dentro de este nuevo campo de acciôn entren los salteadores de ca—
minos, labradores empobrecidos y cargados de pequeños delitos impulsados a la margi—
nalidad de las cuadrillas. En aquellos casos no se acude a la justicia real, porque se sigue
pensando con categorías de un régimen foral que remite a usos y costumbres antiguos.
Entre ellos se deben incluir los sentimientos mesiánicos y milenaristas que han prendido
en las masas y se expresan a través de una ideología igualitarista, de origen medieval,
sin que aparezcan ideas de tipo colectivista.
Volviendo a la Marina, escenario de la segunda Germania, los protectores de las
cuadrillas son, sin duda alguna, quienes más se benefician de la violencia, los notables
locales ante todo, que por este medio consolidan el control municipal y su ascenso so—
cial. Ellos manejan el descontento de grupos rurales integrados por labradores de un
relativo bienestar, que reciben el apoyo de cuadrillas de forajidos.
El bandolerismo valenciano se agota en las postrimerías del si glo XVll por un
conj unto de factores entre los que cuentan la represiôn y la progresiva cooperación en—
tre las instancias administrativas del reino de Valencia con los Virreyes. La represión
se despliega a través de negociaciones con las bandas, ofrecimiento de servir en los
ejércitos reales lejos de Valencia, alianza con unas bandas contra otras, repetidas
prohibiciones de armas —los <<pedreñales>>—, recompensas económicas, remisión de
penas, castigo a los valedores de los bandos, etc. La guerra de Cataluña Sirvió magnífi—
camente para desarrollar alguna de estas políticas, como la desarticulación de algunos
bandos y la integración de las elites en la política del virrey, del que recibirían la satis—
facción de sus demandas por otras vías.

6.4. ¿Y EL RESTO?

Hay también bandolerismo en el resto de los territorios peninsulares de la Monar—


quía. Murcia, Jaén, Sierra Morena, los montes en general son refugios de bandidos. En
ocasiones se trata de bandas numerosas. Entre Méntrida, Talavera y la frontera portuguesa
POLARIZACIÓN Y TENSー〇NES SOCIALES 433

actuaba a mediados de siglo la banda del Gordillo, con l00 hombres, que llegö a ofrecerse
a los sublevados portugueses según los rumores que corrían por Madrid. Las noticias so—
bre robos en mesones, con la connivencia de los mesoneros, y en los puertos de montaña
son frecuentes; en zonas de La Mancha se habla de bandas de 20, 30 o 40 personas entre
Tembleque y Ocaña. Más al norte, una banda de 50 hombres asalta Sepúlveda, en represa—
lia porque el corregidor había sorprendido a dos bandidos y los había ahorcado. Los proto—
colos notariales recogen las denuncias de viajeros por los robos sufridos en los caminos.
Incluso cuando los lugares piden licencia para podar y vender la leña de sus montes esgri—
men un repertorio de razones entre las que nunca faltan las deudas que se pueden pagar
con la venta y la inutilidad del monte totalmente abandonado y refugio de bandidos.
¿Quiénes son? Barrionuevo explica que un fraile carmelita sevillano, después de
una fuerte discusión con su superior, abandona el convento y busca refugio en Sierra
Morena, donde está al frente de una gran tropa de salteadores. Poco después, comenta
que otra banda en la misma zona, había asaltado y herido al proveedor general de la
Armada y séquito, pero se dudaba si los asaltantes eran <<ladr0nes o segadores». Sin
duda entre esos ladrones había desertores del ejército desde los años de mediados de
siglo en adelante. En épocas de malas cosechas y presión fiscal, muchos campesinos
abandonan sus lugares, vagabundean, aceptan algún líder capaz de organizarles y dar—
les una forma de vida, contando muy posiblemente con connivencias en los pueblos.
El Gordillo, comenta una vez más, «tiene aquî sus agentes y parciales».

7. A modo de resumen

La sociedad <<conflictiva>> ha demostrado ser una sociedad sólida. Ha experimenta—


do toda clase de revueltas y motines sin cambiar sustancialmente. Ha experimentado
una transferencia de tierras desde los ayuntamientos a manos de «poderosos» y nobles.
Ha visto contraerse la población y recuperarse tímidamente. Ha tenido la sensación de
que todo estaba perdido. En 1658, se quedaron en tierra sin poder embarcar para Améri—
ca por falta de barcos 800 pasajeros, <<con harto dolor de su corazón de no dejar España
para siempre jamás, viendo lo perdida que está» en frase de Barrionuevo. Y sin embar—
go, unos años después esa España demuestra su fortaleza en la guerra de Sucesión.
La reverencia que inspiraba la Monarquía se manifestaba en respeto y confianza
en la figura del rey, y ello fue, indiscutiblemente, un elemento de equilibrio. Junto a la
Monarquía hay que destacar el papel de la Iglesia, capaz de mediar en los momentos
más difíciles con la palabra y los símbolos.
Estos dos pilares suplieron deficiencias tan serias como la falta de fuerzas inte—
riores para mantener el orden. La nobleza asumió esta función de dos maneras. Una,
participando en las operaciones de represión en las ciudades. La otra consistió en un
método preventivo: su política paternalista con los vasallos aminoró notablemente las
desigualdades y las calamidades que azotaron el campo. También la Iglesia desempe—
ñó esta función con las masas urbanas a través de sus instituciones benéficas.
Pero desde abajo son posibles otras explicaciones. En primer lugar, la existencia
de mediadores entre la Corona y los pueblos. Mediadores que no son la estructura ad—
ministrativa territorial, muy débil, sino poderosos locales capaces de garantizar la co—
municación en ambos sentidos. En otros casos, las autoridades supieron negociar y ce-
434 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

der. También la justicia real jugó un papel importante. Los pleitos encauzaron los con—
flictos, aunque no los solucionaron.
Los movimientos sociales en conjunto son de poca duración, con objetivos muy
limitados, carentes de líderes sólidos, por ello fáciles de manipular por las oligarquías
locales. Se puede discutir mucho todos estos extremos y matizarlos, e incluso negar-
los, pero vistos en su conjunto los motines responden a esquemas muy sencillos: en el
principio está el trigo y los hambrientos, luego están las autoridades locales que
aguantan la embestida con el apoyo de personajes salidos de las filas de la nobleza lo—
cal. Luego está la solución, al menos parcial y violenta en sus métodos, de la carestía.
Finalmente está la implicación del rey, otorgando un perdón amplio. Es, por tanto, en
último término la implantación de la Monarquía en la sociedad, Monarquía confesio-
nal, la que logra mantener los equilibrios sociales.

APENDICE: Listado (indicativo) de conflictos sociales

País Vasco
рф.“?ЧР-Р’Р.“

1607
1613 Bandolerismo catalán: asalto a un transporte de plata
1626 Barcelona
1627 Fitero
1628 Serón (Almería)
1632 País Vasco
1640 Murcia
1642 Granada
1647 Andalucía
10. 1648 Granada
1 1. 1651 Madridejos
12. 1652 Córdoba
13. 1652 Sevilla
14. 1652 Navarrete
15. 1 654 Tudela
16. 1654 Málaga
17. 1654 Hellín, Guadix, Baza
18. 1656 Lorca
19. 1656 La Rioja
20. 1656 Galicia
21 . 1656 Palencia
22. 1657 Elche
23. 1660 Tragacete
24. 1663 La Huerta de Valencia
25. 1663 Aldeanueva de Ebro
26. 1664 Jerez de la Frontera
27. 1665 Calahorra
28. 1667 Motril
29. 1672 Valldigna
30. 1674 Logroño
31. 1678 Almadén
32. 1689 Murviedro
33. 1689 Cataluña
34. 1691 Valencia, contra los franceses
35. 1693 Valencia
36. 1699 Madrid
37. 1699 Valladolid
38. 1699 Guadamcjud
POLARIZACIÔN Y TENSIONES SOCIALES 435

Bibliografía

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CAPÍTULO 16

EL BARROCO HISPÁNICO

por JOAN LLUÍS PALOS


Universidad de Barcelona

1. La percepción de la decadencia

1.1. DECADENCIA E INTROSPECCIÓN

A punto de iniciar su última misión diplomática en el norte de Europa en el vera—


no de 1625, el conde de Gondomar, anciano y desengañado, tomaba la pluma para re—
dactar una larga misiva al hombre que desde hacía cuatro años dirigía los destinos de
la Monarquía, el conde—duque de Olivares. La correspondencia entre ambos dignata-
rios relleja con toda su crudeza la percepción del declive por parte de dos protagonis-
tas con importantes responsabilidades en la dirección de la nave. <<Se va todo a fon—
do», había escrito Gondomar que, en los inicios de su carrera, había tenido la oportu-
nidad de asistir a algunos de los triunfos más espectaculares de la política imperial.
Olivares, resignado a su suerte, lejos de quitarle la razón, se disponía a beber el cáliz
que el destino le había deparado: «estoy dedicado a morir asido al remo hasta que no
quede pedazo del». Lo único que le cabía esperar era discreción en las manifestacio—
nes, porque «siempre que esto se diga donde lo oigan muchos, podrá causar males sin
efectos». Vana pretensión la del Conde—Duque.
Por esas fechas, el coro de voces alarmadas por la deriva de los acontecimientos
formaba un estruendo tan ensordecedor que resultaba inútil pretender silenciarlo.
Apenas ocho años antes de la carta de Gondomar, en 1617, el presidente del Consejo
de Castilla reconocía ante los procuradores reunidos en Cortes la <<flaqueza general en
este cuerpo de Rey y reino». Sin duda alguna, el anuncio no cogió a nadie por sorpre—
sa. Con toda seguridad, la mayoría de sus oyentes había tenido ocasión de leer a la ple—
yade de arbitristas que desde finales del siglo XVI inundaron los despachos oficiales
con sus, en ocasiones, extravagantes memoriales. Eran hombres como Tomás de Mer—
cado, Fernández de Navarrete 0 Sancho de Moncada, para los cuales la Monarquía ha—
bía entrado en un declive sólo comparable al de Roma y otros imperios antiguos. Gon—
zález de Cellórigo, quizá el más agudo de todos, había dedicado el primer capítulo de
438 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

su Memorial de la política necesaria у útil restauración de la república de España,


publicado en 1600, a explicar «cómo nuestra España, por más fértil y abundante que
sea, está dispuesta a la declinación en que suelen venir las demás repúblicas». Los sín-
tomas estaban a la vista: disminuía la población, se vaciaban las arcas reales, aumenta—
ba la presión fiscal y el desorden de la moneda, las armas del Rey retrocedían y la irre-
gularidad de las costumbres desencadenaba la ira divina. Por supuesto, este penoso es-
tado de cosas no pasaba desapercibido para la legión de diplomáticos y mercaderes
extranjeros, siempre atentos al menor síntoma de debilidad en la salud de la gran po—
tencia. Sir Arthur HopLon, embajador británico en Madrid, escribía en 1641 a Londres
transmitiendo lo que era un sentir general: <<me veo inclinado a pensar que la grandeza
de esta monarquía está cerca del fin».
Lo peor del caso es que esta percepción, lejos de ser el simple resultado de una
infundada representación mental, tenía sólidos fundamentos en la realidad. La ex—
pansión imperial del siglo XVI se había llevado a cabo sobre la base del crecimiento
demográfico de Castilla que, ahora, entraba en un proceso de recesión con nefastas
consecuencias en la economía: caída de la producción agraria, alza de los precios y di-
ficultades de subsistencia para amplias capas de población. La debilidad de la base
económica sobre la que se asentaba la sociedad española alloraba dramáticamente. El
gran mercado americano, lejos de estimular la industria, había servido para distribuir
mercancías extranjeras originando una situación de extrema dependencia. La presen—
cia abrumadora de financieros alemanes, genoveses o portugueses ponía de relieve
la falta de espíritu emprendedor entre las fortunas autóctonas, que preferían invertir
en la adquisición de tierras y la fundación de mayorazgos. Los lamentos de los coetá—
neos por las duras condiciones climáticas y sus crueles efectos sobre las cosechas re-
sultan poco creíbles a la vista de una organización social arcaica que primaba el gasto
y la ostentación por encima del riesgo y la productividad. La desproporción entre la
extensión territorial y su capacidad económica había hecho del imperio de los Habs—
burgo un gigante con los pies de barro.
Aunque, posiblemente, la situación del común de la población no fuera mucho
peor que en épocas anteriores, había un síntoma de la enfermedad que resultaba espe-
cialmente doloroso: las principales ciudades se vaciaban a pasos agigantados. El brote
de peste, que entre 1596 y 1602 asoló el norte y centro de España así como algunas zo-
nas de Andalucía, se llevó 2.500 de los 4.000 habitantes que tenía Santander, 6.500 de
Valladolid y 3.500 de Madrid, provocando en el conjunto de la península la pérdida
de unas 500.000 almas. El de 1647—1652 azotó fundamentalmente la zona oriental y
Andalucía segando, sólo en la costa de Málaga, 40.000 vidas. Sevilla fue contaminada
en 1649; calles y barrios enteros quedaron totalmente vacíos y la ciudad se paralizó
por completo. La región perdió en conjunto la cuarta parte de sus 600.000 pobladores.
En las calles de Barcelona, los cadáveres se amontonaban a la espera de que algún
alma caritativase dignara a darles sepultura. Veinticinco años después, entre 1676 y
1685, el pais recibiò de nuevo la visita de la letal enfermedad ocasionando la pérdida
de no menos de 250.000 personas. El espectro de la muerte recorrió España a lo largo
del siglo XVII.
En las Cortes de Castilla de 1621, el procurador de Granada, Mateo de Lisón y
Biedma describía un panorama aterrador: «muchos lugares se han despoblado y per—
dido, que en algunas provincias han faltado 50 y 60, los templos caídos, las casas
EL BARROCO IIISPÁNICO 439

hundidas, las heredades perdidas, las tierras sin cultivar, los vasallos que las cultiva—
ban andan por los caminos con sus mujeres e hijos mudándose de un lugar a otro bus—
cando remedio, comiendo yerbas y raíces del campo para sustentarse». Una situa—
ción que cincuenta años más tarde no había hecho más que empeorar. Un memorial
dirigido a la reina regente Mariana de Austria aseguraba que «por la ocupaciòn de mi
oficio llego a muchos lugares que eran, pocos años ha, de mil vecinos, y no tienen
hoy quinientos, y los de quinientos apenas hay señales de haber tenido ciento; en to—
dos los cuales hay innumerables personas y familias que se pasan un día y dos sin de—
sayunarse, y otros meramente con hierbas que cogen en el campo y otros géneros de
sustento no usados ni oídos jamás». No es difícil imaginar el impacto psicológico
que la contemplación de semejante panorama podía producir en el orgullo de unos
hombres que aún se sentían los dominadores del mundo. Ante esta realidad, ¿qué
otra cosa podían hacer los predicadores sino invitar a sus oyentes a una meditación
de las postrimerías que fomentara el despego de los bienes terrenos, caducos y pasa—
jeros? Solamente la confianza en la recompensa de una vida futura podía hacer so—
portable el paso por el valle de lágrimas en que se había convertido la presente. La
muerte era presentada desde los púlpitos y los textos devocionales como liberación
y puerta de acceso a la bienaventuranza eterna.

1.2. EL ANHELO DE RESPUESTAS

Los historiadores han dedicado notables esfuerzos a medir el alcance de las ma—
nifestaciones externas de esta decadencia pero sólo muy recientemente han empezado
a navegar por los meandros de su percepción subjetiva para identificar los efectos que
produjo en el ánimo de los espíritus más sensibles. A fin de cuentas, esta percepción
irrumpió violentamente en una sociedad que se había acostumbrado a triunfar y era ló—
gico que los españoles sintieran una necesidad, casi obsesiva, de explicarse lo que les
estaba sucediendo. En su alocución ante las Cortes de 1617, el presidente del Consejo
de Castilla ya había prescrito el remedio ante la llaqueza que no era otro que <<recono-
cerla y sentirla». En otras palabras, ser consciente de ella y afrontarla sin rodeos. Du—
rante tiempo <<se han querido reducir estos Reynos a una república de hombres encan-
tados, que vivan fuera del orden natural», había denunciado por su parte González de
Cellorigo. Pero el tiempo de la ensoñación tocaba a su fin y era llegada la hora de la
consideración descarnada de la realidad. Claro que en una sociedad en la que la políti—
ca, entendida como una parte de la moral, dominaba absolutamente sobre la econo—
mía, esto no significaba en modo alguno un análisis sobre causas concretas y remedios
específicos, sino una rellexión abstracta sobre la condición humana y su difícil rela—
ción con el cosmos.
El discurso triunfal de los humanistas sobre la hominis dignilate, capaz de cono—
cer y dominar los arcanos de la creación con la fuerza de su intelecto, quedaria trans—
formado en una reflexión amarga acerca del hominis conlradictionibus, dominado por
las fuerzas del mal y zarandeado por el viento de las circunstancias adversas. ¡Qué le—
jos estaba el orbe de ser la realidad armónica pensada por los hombres del Renaci—
miento! Para Baltasar Gracián (1601 —1658) éste no era sino un «concierto de descon-
ciertos» regido por la oposición de elementos contrarios. El entusiasmo de épocas an—
440 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

teriores se transformaba en melancolía, desengaño y amargura, y una actitud de in—


trospección colectiva abría las puertas a un clima dominado por el pesimismo existen—
cial. «Cuán breve sea esta vida, cuán incierta, cuán frágil, cuán inconstante, cuán en—
gañosa y, finalmente, cuán miserable», había escrito fray Luis de Granada en su Libro
de Oración у Meditación aparecido en 1554 y reeditado en múltiples ocasiones a lo
largo del siglo XVII. En un mundo que experimentaba una mudanza dramática todo
aparecía disperso. La conciencia de la fugacidad y la inconsistencia de las realidades
terrenales quedaba reflejada en las consideraciones existencialistas de Quevedo
( 1580—1645): «Ayer se fue; mañana no ha llegado / hoy se está yendo sin parar un pun—
to / soy un fue, y un será y un es cansado.» Cansancio era el término que mejor refleja-
ba una actitud colectiva ante la vida. El hombre, una criatura frágil e insegura, ya no
podía ser considerado la medida de todas las cosas sino un prisionero desgarrado por
la tensión de fuerzas contrapuestas: la materia y el espíritu, la razón y los instintos, la
luz y las sombras. En definitivas cuentas, don Quijote y Sancho. La solidez y armonía
del mundo renacentista no era sino una engañosa apariencia y, en consecuencia, todo
se reducía a una cuestión de perspectiva.

1.3. ENTRE LA REALIDAD Y LA FICCIÔN

Cuando, a finales del siglo XVIII, eruditos como Gregorio Mayans 0 Benito Feijóo
empezaron a hablar de un Siglo de Oro para designar un periodo que, de forma bastan—
te imprecisa, comprendería entre el reinado de Carlos V y el de Felipe IV, estaban pen—
sando sobre todo en el florecimiento de las letras. Ciertamente, lo que les movió a acu—
ñar esta expresión fue un espíritu de competencia con Francia e Italia pero, desde
luego, la suya no era una valoración infundada ya que, efectivamente, una fase de de—
cadencia política y económica coincidió con una singular época de creatividad litera—
ria. Esta aparente paradoja ha planteado un sinfín de interrogantes. ¿Qué relación hay
entre la vitalidad cultural de un país y su situación económica y política? ¿Es posible
que el infortunio actuara como estímulo para logros culturales, bien fuera promovien—
do una búsqueda escapista o bien dotando a los artistas y hombres de letras de esa di—
mensión adicional de la perspicacia que les permite ver la realidad subyacente debajo
de la superficie? Sea como fuere, la cultura hispánica entre el último tercio del siglo
XVI y el último del XVII, produjo una excepcional hornada de escritores que, más allá
de sus características particulares, apelaron a las situaciones paradójicas y realidades
ambiguas expresadas en un lenguaje saturado de metáforas, antítesis y yuxtaposicio-
nes, para transmitir la imagen del mundo dual y contradictorio en el que vivían.
De entre todos ellos, los autores de novelas fueron los que más crudamente refle-
jaron la crisis social al abandonar la temática heroica o fantástica para sumergirse en
un realismo moralizante. Cervantes aportó su dosis de melancolía sonriente e hizo de
las aventuras de don Quijote una brillante disquisición sobre la compleja relación en—
tre ilusión y realidad. Pero fue la novela picaresca la más característica del siglo XVII.
El Lazarillo de Tormes (1554) fue el precedente de un género que se consolidó con
Guzmán de Alfarache (1599), Marcos de Obregón (1618), El Buscón (1626) y La
Vida de Estebanillo González (1646). En conjunto estas obras constituían una metáfo—
ra irónica, y en ocasiones amarga, sobre la precariedad de los bienes materiales, los
EL BARROCO HISPÁNICO 441

bajos fondos de las personas, la vida como aventura, la astucia como defensa, los vio—
lentos contrastes de la realidad, el desencanto, la desorientación y la inquietud. Si es-
tos relatos centraban la mirada en la forma como el mundo exterior ahogaba la exis—
tencia de las personas, la poesía (Góngora, Lope, Quevedo) fue el medio preferido
para la reflexión intimista sobre el tránsito de la vida, la mudanza y la experiencia de la
caducidad expresada en un estilo frecuentemente abstruso y conceptista que la con—
vertirá en un medio restringido para consumo de espíritus cultivados.
Pero, sin duda alguna, el género que más directamente contribuyó a la sublima—
ción de los valores dominantes y los mitos de la sociedad aristocrática fue el teatro,
bien fuera a través de los dramas religioso—filosóficos de Calderón de la Barca
(1600—168 ] ) o las comedias de Lope de Vega (1562—1635). Con una acción trepidante
y una temática que abarcaba desde los asuntos amorosos, a la religiosidad, los proble—
mas de honra, la historia o las leyendas heroicas, las comedias de Lope y Tirso alcan—
zaron una popularidad difícil de exagerar. De poco sirvieron las acerbas críticas de los
moralistas que las consideraban una fuente de ociosidad y corrupción de costumbres.
Un estudiante de Salamanca, Girolamo de Sommaia, anotó en su diario las 188 come—
dias que pudo presenciar entre 1603 y 1607. Más allá de su dimensión sociológica,
éste fue un fenómeno cultural que caló profundamente en un mundo fascinado por el
espectáculo, el brillo de los fuegos de artificio como consuelo de la oscuridad vital y
distracción adormecedora de la crítica social.
Desde luego, ésta no era la primera vez que un sentimiento colectivo de deca—
dencia se adueñaba de los espíritus sumiéndolos en un estado de postración y pesi—
mismo. No sería difícil encontrar puntos de relación entre esta situación y la que vi-
vieron muchos europeos del siglo XV atenazados por una cadena de desgracias como
la Peste Negra, el Cisma de Occidente o la guerra de los Cien Años, que alimentaron
la creencia de que las puertas de cielo y, consecuentemente, las de la felicidad en la
tierra, se habían cerrado definitivamente para los mortales. Pero a diferencia de sus
antepasados de siglos anteriores, los hombres del siglo XVII dispusieron de un impor—
tante caudal de respuestas para sus desgracias en los textos de autores clásicos, espe—
cialmente de la Roma imperial, traducidos, comentados y editados por los humanis-
tas del Renacimiento. Ciertamente, algunos de ellos proporcionaban soluciones del
todo inaceptables para unas conciencias temerosas del juicio divino. Aún así, deter—
minadas actitudes vitales como la pasión por el juego, popularizado en los naipes na—
politanos, o la valoración extremada de signos externos traducidos en forma de os—
tentación, bien podrían ser interpretadas como reminiscencias de una actitud hedo—
nista simbolizada en el carpe diem de Horacio.
Pero, sin duda alguna, el principal consuelo que la Antigtiedad proporcionó a las
atribuladas mentes del siglo XVII fue el estoicismo, una doctrina que, debidamente
cristianizada, llegó a España de la mano de Justo Lipsio (1547—1606), el humanista
flamenco que había consagrado su vida a traducir y comentar las obras de Tácito. En
muchos sentidos, Lipsio parecía llamado a ocupar el lugar que había correspondido a
Erasmo en las primeras décadas del siglo XVI. Su principal tratado, De constanlia,
cuya versión castellana fue publicada en Sevilla en 1616, actuó como verdadero libro
de cabecera para una generación de gobernantes que por esas fechas se preparaba, de
la mano de Baltasar de Zúñiga y el conde—duque de Olivares, para tomar el poder
en la Corte tras el frustrante gobierno del duque de Lerma. Guiados por el célebre hu—
442 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

manista Benito Arias Montano, estos hombres encontrarían en las páginas de Lipsio
multitud de consejos sobre laconveniencia de afrontar los desastres con entereza y re-
signación cristiana. Sus máximas se convertirían en divisas popularizadas por la plu—
ma de Quevedo, calificado por Lope de Vega como «Lipsio de España».
Nada tiene de extraño que fueran justamente las élites sociales las que más inten—
samente sintieran la necesidad de respuestas. A fin de cuentas, en un mundo organiza—
do mediante el concepto del privilegio, ellas eran las que más podían temer de una al—
teración del orden establecido. Sin embargo, el estoicismo, que proporcionaba la ente—
reza de ánimo necesaria para afrontar los reveses inevitables, no era en sí mismo una
doctrina para la acción. Y lo que los arbitristas estaban reclamando era precisamente
una acción más decidida. De la mano de sus escritos, las primeras décadas del si—
glo xvu vivieron una auténtica fiebre de reformas, y aunque las propuestas eran diver-
sas, todas coincidían en un punto: solamente un poder fuerte y bien organizado podía
salvar a la sociedad española del marasmo. Evidentemente, ésta era la reacción del
miedo que apelaba al reforzamiento de la autoridad real como solución de todos los
problemas. Hacía falta un puño de hierro para encauzar a unos hombres heridos por el
pecado y un mundo en constante estado de mudanza. Pero, como la experiencia de
tensiones recientes estaba demostrando, un gobierno fuerte y respetado no era algo
que pudiera ser alcanzado tan sólo por la fuerza de las armas sino que hacía falta, ade—
más, una acción de propaganda que, por la palabra y la imagen, contribuyera a exaltar
la dignidad del Rey.

2. ¿Una cultura dirigida?

2.1. LA NUEVA IMAGEN DEL PODER

Desde comienzos del siglo XVII la mayoría de las monarquías europeas pasaron a
considerar entre sus objetivos fundamentales la formulación de un arte oficial, estre—
chamente controlado y dirigido. La Corte pasó a ser un gran centro no sólo político
sino también cultural. Un verdadero ejército de constructores de la gloria integrado
por escritores, pintores, arquitectos, músicos o escenógrafos consumieron grandes
cantidades de energía y dinero en desarrollar una cultura cortesana destinada a definir,
a través del arte y la arquitectura, el fasto y la solemnidad de las ceremonias públicas,
un lenguaje formal al servicio de la exaltación del Rey. Con ello recuperaron el tópico
de la Antiguedad que vinculaba la esencia misma de la actividad regia a su capaci—
dad de mecenazgo y protección de las artes. En España, Olivares puso grandes espe—
ranzas en la formación estética de su joven pupilo. Y sin duda alguna lo consiguió. La
impresión que obtuvo Rubens cuando visitó la Corte en 1628 fue la de un lugar culto
dirigido por un mecenas refinado al que le gustaba visitar el taller de Velázquez para
departir sobre temas artísticos. Y, efectivamente, Felipe lV no sólo se Convirtió en un
ávido coleccionista que casi triplicó el número de piezas de la ya impresionante colec—
ción de su familia, sino también uno de los conocedores más finos del arte de su tiem—
po. Pero a nadie se le ocultaba el sentido político de una colección destinada también a
impresionar a sus visitantes, como ocurrió con el príncipe Carlos de Inglaterra cuando
viajó a Madrid en 1623.
EL BARROCO HISPÁNICO 443

Aunque las colecciones de cuadros puedan resultar, desde nuestro punto de


vista, el aspecto más vistoso de esta nueva política de imagen, en su momento la di—
mensión más visible la proporcionaron los palacios. A inicios del siglo xvu mu—
chos observadores consideraban que los monarcas hispánicos no disponían de una
residencia acorde con su poderío mundial. Sin duda alguna, el Escorial constituía
un edificio impresionante por muchos conceptos, pero básicamente era un monas—
terio con una residencia bastante diminuta para retiro del Rey y su familia. Por su
parte, el viejo Alcázar de Madrid era un conglomerado de construcciones bastante
heterogéneo al que la nueva fachada diseñada por el arquitecto Gómez de Mora
apenas consiguió otorgarle cierta unidad. Además, ambos edificios tenían una dis—
posición laberíntica con complicados accesos y pasadizos secretos que aspiraban a
ocultar al Rey de las miradas indiscretas y mantenerlo a una distancia decorosa de
sus súbditos. La vida en ellos estaba pautada por una rígida etiqueta que obedecía
al principio, defendido por todos los escritores políticos, desde Gracián a Saavedra
Fajardo, según el cual la familiaridad engendraba desprecio mientras que la inac—
cesibilidad y la invisibilidad eran atributos de la realeza. Pero esta situación co—
menzó a cambiar en los años del gobierno del duque de Lerma cuando se impuso
entre la aristocracia madrileña un tipo de diversión cuyo marco natural eran los
grandes jardines que ésta poseía en las afueras de la ciudad, en la zona conocida
como los Prados. Con la decisión de levantar un nuevo palacio en dicha zona de la
capital, Olivares pretendía ofrecer al Rey un jardín donde celebrar sus fiestas al
aire libre y crear un teatro de las grandezas de la Monarquía.
El palacio del Buen Retiro, comenzado a construir en 1630, constituyó la res—
puesta más clara a la necesidad de disponer de un nuevo escenario donde presentar la
imagen pública del monarca. Su decoración fue cuidadosamente estudiada con el ob—
jetivo de exaltar la dinastía y justificar su política. Sin duda alguna, el paradigma de
este planteamiento fue el Salón de Reinos, destinado a alojar las principales ceremo-
nias públicas, imaginado como un enorme emblema visual de los ideales de repu—
tación, auténtico paradigma de cómo el poder podía hacerse visible a través del arte.
Su decoración pictórica estaba organizada en cuatro niveles bien diferenciados. En el
superior, los escudos de todos los territorios que componían la monarquía subrayaba
su carácter de organismo político complejo cuya unidad quería preservar la política
del valido. Inmediatamente debajo, diez cuadros de Francisco de Zurbarán (1598—
1663) representaban distintos episodios de la Historia de Hércules, el héroe griego que
con su victoria sobre la Discordia proporcionaba un sugestivo paralelo con las revuel—
tas que azotaron a diversos dominios del Rey. En el nivel inferior se encontraban re—
presentadas las victorias más resonantes de los ejércitos españoles gracias a las cuales
se hacía posible la conservación preconizada en los niveles superiores. Entre todas,
había dos que ocupaban un lugar destacado: La Rendición de Breda por su importan—
cia simbólica y, sobre todo, La Conquista de Bahía pintada por Juan Bautista de May—
no (1578—1649). En ella, don Fadrique de Toledo, el artífice de la victoria que había
permitido recuperar en 1625 los territorios ocupados por los holandeses en Brasil,
mostraba al pueblo un tapiz donde Felipe IV acompañado por la diosa Minerva y el
propio Conde—Duque, se presentaba como vencedor de la discordia, la herejía y la trai-
ción. Finalmente, en los testeros se representaba la continuidad de la dinastía median-
te una serie de retratos ecuestres de los reyes sobre un fondo de bosques salvajes y ma—
444 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

res tempestuosos, símbolos de una naturaleza desatada que sólo un monarca domina—
dor podía encauzar. `
Desde luego, estos mensajes se dirigían a una minoría selecta formada por corte—
sanos. Para el resto de la población, la posibilidad de participar en la exaltación del
monarca se presentaba con motivo de las múltiples ceremonias públicas con sus desfi—
les, autos sacramentales o fiestas profanas como justas y juegos de cañas, que tenían
como escenario las principales calles y plazas. De entre todas ellas, las que contenían
un mensaje simbólico más elaborado eran las entradas solemnes de los miembros de la
familia real en las principales ciudades del reino. Se trataba de ceremonias inspiradas
en los recibimientos de los generales romanos victoriosos debidamente cristianizadas
mediante diversas alusiones a la entrada de Jesucristo en Jerusalén. Estas entradas es—
taban concebidas como un diálogo entre el rey y la ciudad y se adaptaban a un guión
que, en ocasiones, había sido redactado por destacados escritores, como ocurriera en
1648 cuando los regidores madrileños encomendaron a Calderón de la Barca el texto
para el recibimiento de la nueva reina Mariana de Austria. Los arcos triunfales y las
decoraciones efímeras tenían como principal objetivo hacer patente la antig'úedad,
lealtad y glorias de la ciudad, así como los privilegios y franquicias que el recién llega—
do debía respetar. Por su parte, el monarca, identificado con los héroes clásicos, apro—
vechaba la ocasión para recordar el orden establecido y la obligación de respetarlo.
El denso calendario celebrativo protagonizado por el soberano tuvo su parangón
en las principales ciudades de la Monarquía donde las elites sociales y las autoridades
locales se miraron en el espejo de la corte. La concentración del poder político y sim—
bólico en urbes como Sevilla, Lisboa, Valencia o Nápoles, las convirtió en importan—
tes focos de atracción para masas de campesinos empobrecidos que se hacinaron en
sus arrabales, promiscuos e insalubres, a la espera de las prebendas de los poderosos.
Pronto se convirtieron en un espacio de anonimato, soledad y relajación de costum—
bres donde, a juicio de moralistas como Gracián, reinaba la mentira y la virtud huía
despavorida. A lo largo del siglo XVII todas ellas fueron objeto de reformas que, lejos
de orientarse al bienestar de sus habitantes, estuvieron encaminadas a proporcionar el
escenario adecuado para unas celebraciones que tenían un carácter profundamente
teatral. Muchas quedaron a medio camino incrementando todavía más la sensación de
desorden. Invariablemente, el eje de todas ellas fue la plaza mayor concebida como un
espacio cerrado y rectangular, a imitación de las plazas italianas, presidida habitual—
mente por el ayuntamiento y otras dependencias municipales como la carnicería y la
panadería. Aunque la más conocida sea la de Madrid, inaugurada en 1620, la primera
experiencia de esta clase de espacios fue la de Valladolid, construida tras el incendio
de la ciudad en 1561, que posteriormente aportaría el modelo para muchas otras repar—
tidas por toda la geografía peninsular.

2.2. MECENAS Y CLIENTES

En un pais zarandeado por dificultades económicas extremas, los cuantiosos gas—


tos generados por esta política de exaltación de la realeza no podían menos que susci—
tar una cadena de críticas. El propio Conde—Duque fue acusado de haber construido el
Palacio del Buen Retiro «con la sangre de los pobres». Pero también tuvo sus defenso—
EL BARROCO HISPÁNICO 445

res. Ya en 1588, Giovanni Botero había escrito en su Razón de Estado que el lujo que
sería inapropiado para las personas privadas estaba justificado en el caso de la Corona,
porque se encaminaba a un fin superior como era el fortalecimiento de la autoridad del
monarca para el bien de los súbditos. No parece, sin embargo, que todas las personas
privadas estuvieran dispuestas a plegarse a este argumento. De hecho, la conducta de
la Monarquía despertó un fuerte instinto de emulación entre las capas superiores de la
sociedad, que pasaron a considerar el mecenazgo de las artes y las letras como una ac—
tividad distintiva de su rango. En muchos sentidos esto constituía una novedad. Un si—
glo antes, en 1527, el humanista Juan de Vergara había escrito a su colega Luis Vives
quejándose amargamente de la actitud respecto a las letras por parte de la aristocracia
castellana: <<me congratulo de la liberalidad que muestran contigo los príncipes de
Inglaterra. ¡Ojalá se dieran entre nosotros ejemplos semejantes !». Esta situación había
cambiado sustancialmente a comienzos del siglo XVII. Aristócratas como el marqués
de Leganés, el conde de Monterrey, el marqués del Carpio, el almirante de Castilla, el
duque del Infantado; altos funcionarios como Jerónimo de Villanueva, regidores mu—
nicipales como el aragonés Juan Vicencio Lastanosa, comerciantes como Pedro de
Arce o incluso corporaciones de toda índole, desde conventos y monasterios hasta ca—
tedrales, municipios o gremios, habían pasado a engrosar la lista de los principales
mecenas de su tiempo.
Cuando don Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos, viajó a Nápoles en
1610 para ocupar el virreinato, lo hizo acompañado de una corte de intelectuales entre
los que figuraban el poeta Lupercio Leonardo de Argensola y su hermano Bartolomé,
el bibliófilo fray Diego de Arce, el autor de comedias Antonio Mira de Amescua, el
panegirista Gabriel de Barrionuevo, don Francisco de Ortigosa y don Antonio de La—
redo a los que se uniría al año siguiente Juan de Tasis, conde de Villamediana. En
España quedaban algunos de sus protegidos como Góngora, Lope de Vega, Suárez de
Figueroa y, el más desconsolado de todos por no haber sido incluido en el séquito del
virrey, Miguel de Cervantes, a quien de poco le había servido dedicarle al conde la pri—
mera edición del Quijote. Al poco de llegar a la capital virreinal, seguramente la se—
gunda gran urbe de la Monarquía, Lemos fundaba la academia de los Ociosos, donde
sus eruditos acompañantes tendrían oportunidad de departir con los principales escri—
tores napolitanos, emprendía la construcción de una nueva universidad y daba el im—
pulso definitivo a las obras del palacio virreinal iniciado por su padre el año 1600. La
conducta de Lemos reflejaba la nueva ética de la aristocracia, que tras haber superado
el viejo dilema entre las armas y las letras, había pasado a considerar el mecenazgo
cultural no solamente como un ornato sino como un elemento fundamental para la ac—
ción de gobierno y la conservación del estatus social.
Lógicamente, la iniciativa de los grupos dirigentes iba a tener consecuencias di—
rectas tanto en la redistribución de los principales focos de irradiación cultural como
en sus contenidos. Las universidades que, sobre todo a través de Alcalá y Salamanca,
habían ejercido un papel predominante en el siglo XVI, perdieron ahora gran parte de
su antigua influencia. Las cuatro grandes facultades de Derecho, Teología, Medicina
y Filosofía, continuaron dominadas por un pensamiento de matriz escolástica que, sin
embargo, había abandonado algunas de sus actitudes más renovadoras. Su principal
misión pasó a ser la formación de letrados para nutrir la creciente burocracia generada
por la Administración real. Su lugar pasó a ser ocupado en gran medida por las nuevas
446 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

academias aristocráticas. La creada por el conde de Lemos en Nápoles era una más de
las muchas que se fundaron a lo largo del siglo XVII en otras ciudades como Madrid,
Sevilla, Valencia o Barcelona. En ellas se daban cita alrededor del mecenas, literatos,
pintores, médicos o juristas para presentar sus ingenios y dialogar sobre artes, letras y
ciencias. Sus reuniones constituyeron el humus donde floreció un estilo culterano de—
finido por José María Valverde como una aristocrática exuberancia de sensaciones y
fantasía, magia de vocabulario y estilización léxica que valoraba el ingenio sentencio-
so, la crîptica y la sequedad de la agudeza. Su traslación visual, una de las manifesta—
ciones más genuinas de la cultura de estos momentos, prácticamente incomprensible
para nosotros, fueron los emblemas y empresas donde, a modo de jeroglífico, la ima-
gen se engarzaba con el texto para comunicar sentencias morales y misteriosas verda—
des, ocultas a la mirada poco perspicaz. Un lenguaje elitista que fue objeto de diversos
tratados como las Empresas Morales de don Juan de Borja (1581), los Emblemas M0—
rales de Sebastián de Covarrubias (1610) o, en el campo de la reflexión política, La
Idea del Principe Politico Cristiano representada en Cien Empresas (1640) de Diego
de Saavedra Fajardo.
Sin duda alguna, los emblemas constituyeron el paradigma de una cultura aristo—
crática y conservadora que buscaba, ante todo, advertir de los peligros de la mudanza
y la alteración del orden establecido. En definitivas cuentas, fueron el reflejo fiel de
una deriva autoritaria y arcaizante que paralizaba todas aquellas iniciativas en las que
la novedad podía cuestionar ordenamientos consagrados por la costumbre. La filoso—
fía, la teología, el derecho o, incluso, la ciencia y la técnica, debían servir, no para ex—
plorar nuevas posibilidades, sino para consolidar el sistema establecido. La verdad se
volvía militante y el sentido del honor actuaba como medio para el encauzamiento so—
cial de las conductas. Ésta era, en muchos sentidos, una cultura de sometimiento del
individuo al marco de un orden social tradicional.

2.3. INNOVACIÓN Y CONSERVACIÔN

¿Significó esto un freno para las energías renovadoras de artistas y escritores?


Desde luego, la mayoría de ellos aspiraron a integrarse en el círculo de alguno de los
grandes patrones y ello comportaba la aceptación de las reglas establecidas. La rela—
ción entre los mensajes y las formas empleadas para transmitirlos ha sido objeto de un
intenso debate especialmente en el campo de la pintura. Jonathan Brown y John Elliott
han detectado, en el caso de la cultura cortesana, la presencia de tendencias en ocasio—
nes contrapuestas que contradirían la supuesta imagen de homogeneidad y control por
parte del comitente, en este caso, el propio monarca. Por su parte, José Antonio Mara—
vall aceptó que el conservadurismo ideológico no siempre comportó el rechazo de la
innovación, aunque, desde su punto de vista, ésta fue desplazada a la periferia, al ám-
bito de las manifestaciones «no peligrosas», como la poética o la estética, pero en
modo alguno permitida en las cuestiones consideradas esenciales como la religión, el
derecho o la ciencia. Éste es, sin embargo, un planteamiento discutible por cuanto
acepta la posibilidad de que una estética innovadora, incluso revolucionaria en algu—
nos aspectos, pueda ponerse al servicio de un mensaje conservador. Más recientemen—
te, Ricardo García Cárcel ha intentado superar los términos de este debate por consi-
EL BARROCO HISPÁNICO 447

derarlo excesivamente deudor de una visión que establece una absoluta dependencia
de los intelectuales con respecto al poder, marginando la fuerza del mercado y la cul—
tura popular. Para justificar su postura, ha puesto el ejemplo de Lope de Vega, un au—
tor que escribió sus numerosas comedias pensando no en la opinión del mecenas sino
en los gustos de su público y que obtuvo por ello pingúes rendimientos económicos
que le permitieron vivir holgadamente de su trabajo.
Es posible, sin embargo, que Lope fuera la excepción que confirma la regla. La
mayoría de sus colegas no fueron tan afortunados. Incluso Velázquez o Quevedo, de—
pendieron para su sustento de la generosidad de sus patronos. Y, sin embargo, aunque
a veces tuvieran que pagar por su atrevimiento, muchos de ellos se sintieron lo sufi—
cientemente independientes para mostrar su disconformidad. En este sentido, tanto
Bartolomé Bennassar como García Cárcel tienen razón al afirmar que la literatura cas—
tellana gozó en su tiempo, tanto dentro como fuera de España, de una magnífica fama
de escandalosa. Baltasar Gracián y Francisco de Quevedo serían los dos ejemplos pa—
radigmáticos de ellO pero en modo alguno los únicos. Obras como Fuenleovejuna de
Lope de Vega 0 el Alcalde de Zalamea de Calderón, pertenecieron, con todas las mati—
zaciones, al teatro de protesta. La obra de Guillén de Castro, Allí van leyes do quieren
reyes, era una sátira implacable con el poder, escrita, significativamente, dos años
después de la publicación de la obra de Juan de Mariana De rege et regis institutione
(1598) en la que se llegaba a defender el regicidio. Estos no eran casos excepcionales.
Góngora (1561—1627) no tuvo inconveniente en compaginar su condición de poeta de
corte con su visión crítica de determinadas políticas oficiales. La mirada de Mateo
Alemán (1547—1613) sobre los problemas de su tiempo fue todo menos complaciente
con los gobernantes. La conclusión parece clara: fuera por inadvertencia O por libera—
lidad, los mecenas españoles jamás llegaron a apretar el corsé hasta el punto de asfi—
xiar cualquier expresión de disconformidad. Ante esta constatación se desvanece la
interpretación de la cultura hispánica del siglo XVII como una gran campaña propagan—
dística.

2.4. LA RESISTENCIA DE LA CULTURA POPULAR

Por otro lado, la capacidad de controlar las múltiples manifestaciones de la cultu-


ra popular ha sido puesta en entredicho en los últimos años. Peter Burke (La cultura
popular en la europa moderna, 1991) creyó identificar a comienzos del siglo XVII una
gran alianza entre la Iglesia y la Monarquía para extirpar creencias y prácticas ances—
trales, consideradas como una seria amenaza para la ortodoxia religiosa y el orden so—
cial. En caso de que estO fuera cierto, la resistencia de viejas tradiciones, vinculadas en
muchos casos a los ciclos de la vida y la naturaleza, permiten dudar de la eficacia de
esta coalición. Por otro lado, cada vez resulta más difícil de mantener el esquema
de Michel Foucault que estableció la relación entre cultura sabia y popular en térmi—
nos de represión. Por el contrario, en los últimos años se ha abierto camino la interpre-
tación de Mijail Bajtin que habla de una circularidad e interdependencia entre ambas
culturas. Roger Chartier ha dado un paso adelante negando la existencia de una fronte—
ra rígida entre ambas puesto que, a su juicio, no existió una correspondencia directa
entre niveles sociales y culturales.
448 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Uno de los ejemplos más claros de ello es el teatro, una manifestación de origen
popular progresivamente asimilada por los gustos de la aristocracia. Tanto por los temas
que trataba como por los lugares de representación, los corrales de comedias, el teatro
del siglo XVII constituyó un punto de encuentro de grupos sociales muy diversos. Pero,
sin duda alguna, el ámbito donde esta frontera resultó más borrosa fue el de las creen—
cias. A la vez que mantenía estrechos contactos con el gran mercado internacional del
arte para decorar el Buen Retiro, el conde—duque de Olivares tenía un oído atento a las
supuestas revelaciones políticas del eremita cordobés Juan de Jesús, condenado por la
Inquisición en 1635 por <<fingiente, hipócrita y alumbrado»; y algo parecido podría de-
cirse de su patrón, Felipe IV y su larga correspondencia con la religiosa aragonesa sor
María de Ágreda. Con su conducta, el monarca y su valido mostraban una plena acepta—
ción de creencias populares que, en ocasiones, adquirieron carácter de verdaderas mani—
festaciones públicas. La decisión de la Inquisición de prender, también en 1635, a la fa—
mosa beata de Carrión, a la que se le atribuían portentosos milagros, activó una corriente
de simpatía popular que hizo temer a los miembros del Santo Oficio. Años antes, en
1601, el milagroso tañido de las campanas de Velilla, en Zaragoza, del que se decía que
lo ángeles fundieron el metal echando en la mezcla una de las 30 monedas entregadas a
Judas por denunciar a Cristo, fue considerado por prestigiosos teólogos el presagio de
aciagos acontecimientos. El propio monarca se desplazó hasta Zaragoza en 1641 para
besar la pierna de Miguel Pellicer que se había reproducido milagrosamente después de
la amputación sufrida durante la guerra en Cataluña. Estos y otros muchos ejemplos po—
nen de relieve cómo esta clase de manifestaciones, que bien podrían considerarse perte—
necientes a la cultura popular, formaban parte también de las creencias de los promoto—
res de las más sofisticadas producciones de la cultura sabia.

3. Las nuevas formas de la experiencia religiosa

3.1. EL CASTIGO DIVINO

Si bien la influencia del catolicismo en la configuración del universo mental de


los hombres del siglo XVII fue cuestionada por José Antonio Maravall, resulta prácti—
camente imposible explicar muchas de sus actitudes mentales y expresiones cultura—
les sin tomarla en consideración. A fin de cuentas, de los 3.918 autores consignados
por Nicolás Antonio en su monumental Biblioteca Hispana, un compendio de la
producción bibliográfica entre 1500 y 1684, nada menos que 3.407 eran clérigos.
Por supuesto, no todos escribieron sobre cuestiones religiosas, aunque éstas ocupa—
ron una parte muy importante de su actividad. En la otra cara de la moneda, las expli—
caciones según las cuales los españoles fueron un pueblo obsesionado por la religión
resultan poco convincentes si no tenemos en cuenta la particular lectura que muchos
hicieron de su historia reciente. La consecución de un imperio de escala universal y
una extraordinaria serie de victorias habían incentivado, especialmente entre los
castellanos, el convencimiento de ser el nuevo pueblo elegido por Dios para promo—
ver su gran designio, que pasaba por la conversión del infiel, la extirpación de la he—
rejía y el establecimiento del reino de Cristo en la tierra. Pero, si Castilla era verda-
deramente el brazo derecho del Señor, ¿cómo se podía explicar la súbita serie de
EL BARROCO HISPÁNICO 449

desastres? ¿Por qué Dios parecía haber abandonado a los suyos? En una cosmología
que postulaba una relación natural entre las disposiciones divinas y la conducta de
las personas, la respuesta parecía obvia: Castilla había provocado la ira divina y es-
taba pagando la culpa de sus pecados.
En su diagnóstico sobre las causas de la decadencia, casi todos los arbitristas ha—
bían coincidido en señalar la relaj ación moral como la más dañina de todas. «Cuando
un Reyno. .. llega a tal corrupciòn de costumbres, que los varones se regalan y compo-
nen como mujeres. .. que se buscan cosas exquisitas para comer por mar, y por tierra;
que duermen antes que les venga el sueño. .. bien se puede dar por perdido, acabado su
Imperio», había escrito en 1621 fray Juan de Santa María, uno de los principales Opo-
sitores al régimen del duque de Lerma. Y pocos años después, en 1626, Juan Pablo
Mártir Rizo, en un tratado dedicado al conde-duque de Olivares, apuntaría en la mis—
ma dirección al afirmar que <<los imperios fácilmente se conservan con las costumbres
que al principio se adquirieron, mas quando la ociosidad en lugar de la fatiga, la luxu—
ria por la continencia, y la soberbia en vez de la justicia cobran bríos, la fortuna y las
costumbres se mudan, y entonces los imperios se deshacen». Pero no todo estaba per—
dido. Antes bien, los desastres, afirmaban estos hombres, podían ser interpretados
como motivo de esperanza siempre y cuando fueran acompañados de un reforzamien—
to de la fe, una purificación de las intenciones y una reforma moral de las conductas.
No habría más victorias hasta que las costumbres hubieran sido reformadas, había ad—
vertido en 1599 el historiador, arbitrista y moralista Juan de Mariana. ¿Puede ser inter—
pretada esta reacción como la respuesta del catolicismo militante frente a la iglesia re—
formada que tantos progresos había hecho en la última centuria?

3.2. REFORMA Y RESTAURACIÓN

Durante mucho tiempo, los historiadores han aceptado, de forma bastante ingenua,
el término Contrarreforma para designar la religiosidad española surgida del Concilio de
Trento. Hasta cierto punto, ésta fue una imposición del protestantismo liberal alemán del
siglo XIX, que consideró la reacción beligerante contra el luteranismo como el principal
motor de dicha religiosidad. Pero esta visión Olvida que en España el Concilio de Trento
no fue un punto de partida sino la culminación de un verdadero proceso de regeneración
que había comenzado a finales del siglo XV con el programa de reformas emprendido por
el cardenal Cisneros. Una de las razones que más han contribuido a este error de percep—
ción ha sido considerar las conductas militantes como la manifestación más genuina del
catolicismo español, ignorando una dimensión menos vistosa, pero no menos decisiva,
como fue la creciente interiorización de la experiencia religiosa que conectaba directa-
mente con las corrientes más renovadoras de finales del siglo XV, confiriéndole un carác-
ter de modernidad que con demasiada frecuencia ha sido soslayado. Para entender las pro—
puestas de Teresa de Jesús (1515—1582), Juan de la Cruz (1542—1591) o el mismo Ignacio
de Loyola ( 1491-1556), por mencionar tan sólo a los más conocidos, hay que dirigir la mi—
rada a la Imitación de Cristo (1471) de Tomas de Kempis o Dionisio el Cartujo
(1415-1484), cuyo mensaje contribuyó a delinear la Devotia Maderna, que tanto influyó
sobre Erasmo de Rotterdam, más que a las fórmulas estereotipadas difundidas desde los
diferentes ámbitos del poder. La suya era una propuesta que, ante todo, centraba el objeti—
450 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

V0 en la regeneración interior del individuo mediante un proceso purificador de los senti—


dos que debía conducirle a la unión afectiva con el Creador.
Indudablemente, esta era una propuesta dirigida a los espíritus más sensibles, pero
cometeríamos un grave error si menospreciáramos su fuerza para perforar los muros de
los conventos e impregnar la conducta de amplias capas de la sociedad. De otra forma, no
se puede entender el éxito de un libro como La oración у la meditación, de fray Luis de
Granada, con no menos de 125 ediciones entre 1545 y 1680. Ciertamente, cuando este
tipo de manifestaciones adquirieron forma de movimientos laicos organizados, como
ocurrió con el quietismo de Miguel de Molinos, condenado en 1687, lajerarquía sacó a re—
lucir su desconfianza. Pero, en conjunto, y de forma no poco sorprendente, su actitud fue
mucho más tolerante que la de las autoridades de las iglesias reformadas que, supuesta—
mente, habían hecho de Ia Biblia y la personalización la base de la experiencia religiosa.
Por supuesto que los pastores de la Iglesia católica en España no se sentían muy felices
ante la perspectiva de una grey dirigiéndose directamente al Creador sin contar con su me-
diación. Pero, en conjunto, su conducta estuvo más dirigida a encauzar que a reprimir. El
resultado fue la victoria de un tipo de religiosidad que se aproximaba más a la ascética
propuesta por Ignacio de Loyola que a la mística de Teresa de Ahumada.
Ésta no era una cuestión meramente teológica para controversia de iniciados sino
que hacía referencia a las pautas de religiosidad colectiva que debían ser adoptadas.
Especialmente los jesuitas eran muy conscientes de la multitud de problemas que po-
día acarrear la imagen de una divinidad dominadora, distante e inaccesible, como la
propuesta en el siglo XIV por el franciscano inglés Guillermo de Occam que tanto ha—
bía influido en los errores de Lutero. Una divinidad de estas características provocaba
desesperanza y favorecía la pasividad y el desinterés por cualquier esfuerzo para me—
recer la salvación. Para evitarlo, había que promover una religión próxima a las perso—
nas, basada en la contemplación de la humanidad de Jesucristo que constituía el mode—
lo por excelencia. El método más eficaz para conseguirlo era el de la «composición de
lugar», expuesto por Loyola en sus Ejercicios espirituales, que consistía en la medi—
tación de las principales escenas de la vida de Cristo (la Pasión, la Muerte y la Resu—
rrección) para suscitar en el alma sentimientos de contrición y alabanza al Creador. Y
la mejor forma de probar que esto era posible consistía en mostrar el ejemplo de aque—
llos que después de haber corrido en el estadio habían alcanzado la meta. De este
modo, los santos pasaron a ocupar el lugar que los héroes clásicos habían tenido en el
Renacimiento. Su heroísmo radicaba en la defensa de la fe y sus milagros revelaban su
estrecho contacto con la divinidad. La Monarquía y la jerarquía eclesiástica española
presionaron intensamente sobre Roma para que reconociera públicamente esta reali—
dad. Si entre 1523 y 1588 no se habían producido canonizaciones, a partir de esta últi—
ma fecha se asistió a un aluvión que, en España, alcanzó su punto culminante en 1622
con la elevación a los altares de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y santa
Teresa de Jesús además del patrono de Madrid, san Isidro Labrador.

3.3. IMÄGENES PARA LA PERSUASIÖN

Para facilitar la «composición de lugar», la Iglesia católica puso toda su confianza en


la capacidad persuasiva de las palabras y las imágenes de acuerdo con una teoría cuyos
EL BARROCO HISPÂNICO 451

principios fundamentales habían sido formulados en el Concilio de Trento: «la naturaleza


humana está hecha de tal modo que difícilmente llega a la contemplación de las cosas
divinas sin ayuda exterior. Por eso ha instaurado la Iglesia ceremonias como las bendi—
ciones, las iluminaciones, los decorados y otras cosas semejantes, para subrayar la majes—
tad de la misma y para incitar, por estos signos exteriores de fervor y de adoración, a la
contemplación de los símbolos sagrados que allí se nos presentan». Ciertamente, este
programa necesitó varias décadas para alcanzar su traslación visual, pero cuando ésta
finalmente se produjo, alrededor de 1600, se convirtió en una verdadera explosión. En
cuestión de pocos años, las iglesias españolas se poblaron de multitud de cuadros, frescos,
retablos, esculturas o decoraciones en los que los artistas actuaron como transmisores del
mensaje concebido por los teólogos con el objetivo de persuadir a los fieles y reforzar los
principales aspectos del dogma cuestionado por los protestantes.
Frente a la doctrina de lajustificación por la fe, el catolicismo español empren—
dió una defensa ardiente de la necesidad de las buenas obras. En la iglesia del Hospi—
tal de la Caridad de Sevilla Las Obras de Misericordia de Murillo dialogaban con
las Postrimerías de Valdés Leal para recordar a los miembros de la cofradía que el
ejercicio de la caridad era el único camino para la salvación. Paralelamente, se di—
fundió el culto a los tres nuevos héroes de la caridad recientemente canonizados, san
Carlos Borromeo, san Juan de Dios y santo Tomás de Villanueva, representados ha—
bitualmente cuidando enfermos o repartiendo limosna. Pero las buenas obras de
poco servían para la salvación del alma si no iban acompañadas de la ayuda que Dios
proporcionaba a los hombres a través de los sacramentos. Especialmente la Eucaris—
tía y la Penitencia, contra los que Lutero había arremetido directamente, encontra—
ron en los miembros de la Compañía de Jesús a sus principales apóstoles. La presen-
cia real de Jesucristo en la Eucaristía fue reivindicada en multitud de capillas pues—
tas bajo su advocación, algunas de ellas presididas por imágenes tan impresionantes
como la que Rubens pintara para el Monasterio de las Descalzas Reales en Madrid.
Por su parte, el tema del arrepentimiento estaba llamado a ocupar un lugar central en
un país convencido de que sólo el perdón divino pondría fin a sus desgracias. Repre—
sentaciones de Las lágrimas de san Pedro pintadas por Zurbarán o el Llanto de la
Magdalena de Ribera, podían ser interpretadas como una reacción del alma pecado-
ra pero también como la expresión de un sentimiento colectivo. Para fomentarlo,
nada más conveniente que la meditación de las escenas de la pasión de Cristo. En las
piedades de Alonso Cano, en los cristos yacientes de Gregorio Fernández 0 en
las crucifixiones de Velázquez y Zurbarán, se imponía un modelo de representación
pensado para estimular las emociones a través de la concentración en la figura do—
liente del Salvador. Las representaciones de los santos sustituyeron casi por comple—
to a los temas bíblicos, tan frecuentes en épocas anteriores. Pero sin duda alguna,
una de las principales innovaciones se produjo en el modo de mostrar a la Virgen,
objeto de violentos ataques por parte del protestantismo, convertida ahora en uno de
los principales signos de identidad del orbe católico. Presentada como madre y pro—
tectora en los momentos de dificultad, sus imágenes pasaron a ocupar un lugar pree—
minente en los principales templos como la catedral de Granada. A medida que el si-
glo avanzaba, sus representaciones perdieron el tono dramático de las escenas de la
Pasión para acentuar su proximidad a las personas, dando lugar a la sensibilidad
amable y risueña de las pinturas de Murillo y las esculturas de Salzillo.
452 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

A fuerza de alimentar la imaginación de los fieles, explicándoles el modo de re-


presentarse las principales verdades de la fe, la Iglesia aspiraba a modelar su forma de
pensar y poner coto a posibles desviaciones. Tratados como el de Francisco Pacheco
definían a los pintores de imágenes religiosas como oradores al servicio de las princi-
pales verdades del dogma católico. Por ello resultaba imprescindible que sus obras no
solamente estuvieran dotadas de perfección técnica sino que se adecuaran a los princi—
pios de la retórica expuestos por Aristóteles. Desde este punto de vista, lo más impor—
tante no era, como en ocasiones se ha dicho, el realismo sino la claridad expositiva y la
verosimilitud. Las Imágenes a lo divino pintadas por Zurbarán presentaban mujeres
de aspecto cotidiano, incluso mundano, con las que fácilmente se podía establecer una
identificación, pero que en realidad eran santa Dorotea o santa Casilda. Tras una apa-
rente simplicidad, se escondía un planteamiento profusamente elaborado que expresa—
ba contenidos sofisticados con un lenguaje sensual y atractivo para las masas iletra—
das. Estas imágenes estaban pensadas para provocar reacciones emocionales de adhe—
sión o rechazo e incitar a la acción. Para conseguirlo resultaba fundamental narrar
historias pasionales en las que la lucha por alcanzar la virtud, defender la fe verdadera
y recibir los efectos transformadores de la acción divina se presenta con un tono dra-
mático que no solamente interpelaba a los fieles sino que los convertía en protagonis—
tas. Como no podía ser de otra manera, los medios para conseguirlo fueron tomados de
las técnicas teatrales. En las pinturas de Murillo, Herrera el Mozo о Alonso Cano, la
cuidada escenografía, el uso controlado de la luz y el recurso a los gestos desmedidos,
constituían una invitación a traspasar los límites de la realidad y participar en la escena
representada.
Esta inmoderada apelación a la sensibilidad actuó como un motor que, una vez
puesto en marcha, desencadenó manifestaciones colectivas en forma de revelaciones,
apariciones, éxtasis, locuciones o estigmas que la jerarquía no siempre estuvo en con—
diciones de controlar. Ello ocurría especialmente cuanto esta teología imaginada salía
a las calles y plazas, en forma de pasos procesionales, con motivo de las principales
festividades del año litúrgico, fuera la Semana Santa, para llorar por los sufrimientos
de Cristo en la cruz, o la fiesta del Corpus Christi para congratularse por el triunfo de
la Eucaristía. William A. Christian (Religiosidad local en la España de Felipe II,
1991) sugirió la posibilidad de que esta clase de manifestaciones fueran no solamente
permitidas sino incluso fomentadas desde el poder que vería en ellas una válvula de
escape para liberar energías que, de otro modo, podían volverse contra él. Sea como
fuere, su propia existencia pone de relieve la diversidad de formas que podían darse en
un marco cultural caracterizado por la pluralidad de las respuestas.

4. Pensando el Barroco

4.1. UN PROCESO DE REDENCIÓN

¿Hasta qué punto podemos considerar el panorama descrito hasta ahora como
una unidad cultural susceptible de ser estudiada en conjunto? A diferencia de lo que
ocurrió con los humanistas de los siglos XV y XVI, unidos en su admiración por la Anti—
gúedad y su menosprecio por el mundo medieval, los artistas e intelectuales del XVII
EL BARROCO HISPÁNICO 453

apenas tuvieron conciencia de pertenecer a un movimiento colectivo. En realidad, si


algo les unió no fue otra cosa que su sentimiento de habitar un mundo en disgregación
que admitía respuestas y actitudes vitales muy diversas. Ellos nunca utilizaron una eti-
queta para autodefinirse como más adelante harían los filósofos del siglo XVIII. De he—
cho, tuvo que pasar todavía mucho tiempo para que alguien empezara a ver rasgos co—
munes en sus diversas creaciones. Entre los primeros que lo hicieron se hallan algunas
destacadas figuras de la Ilustración como Diderot y Rousseau, cuya atención se fijó
principalmente en manifestaciones específicas como la arquitectura o la música.
Como quizá no podía ser de otra manera, su mirada se hallaba contaminada por el mis-
mo «orgullo de la posteridad» que había llevado a los humanistas a despreciar el arte
gótico y que, tiempo después, conduciría a tantos intelectuales del siglo XX a utilizar el
término <<decimonónico» para expresar su rechazo por todo lo que no coincidiera con
sus propios gustos e ideas. Para unos hombres que practicaban el culto a la razón y
consideraban el orden y la armonía como las principales características del paraíso
que se proponían construir, las reacciones emocionales de la generación anterior no
podían haber producido más que unos resultados confusos y estrambóticos. Aunque
no está claro el significado preciso que quisieron darle al término que utilizaron para
designarlos, Barroco, no hay ninguna duda de que su intención era manifiestamente
peyorativa.
Tendrían que pasar todavía varias décadas hasta que Jacob Burckhardt (El Cice—
rone, 1856) descubriera en el arte del siglo XVII al gunos elementos dignos de conside—
ración. Pero desde su punto de vista éstos no eran sino simples desviaciones de su ad—
mirado Renacimiento, al que había consagrado una vida de estudio apasionado. El
verdadero salto cualitativo a la hora de considerar el Barroco como una etapa de la his—
toria del arte con personalidad propia y perfiles definidos, lo dio su discípulo Heinrich
Wolfllin (Renacimiento у Barroco, l888) al considerarlo como una ruptura violenta
con la plástica del Renacimiento, centrando, consecuentemente, toda su atención en
establecer las oposiciones entre ambos: lo lineal frente alo pictórico, la superficie pla-
na frente a la profundidad, las formas abiertas frente a las cerradas, la multiplicidad
frente a la unidad y la claridad absoluta frente a la luminosidad relativa. Ahora sabe—
mos que Wolfllin no solamente estaba muy influido por la visión dialéctica de Hegel
sino que, además, había leído con fruición a Nietzsche e incorporado a su análisis ca—
tegorías como las de apolíneo y dionisíaco que, desde su punto de vista, encajarían
perfectamente con cada una de ambas estéticas: mientras el Renacimiento sería un
arte del ser, el Barroco lo sería del parecer.
Pero, sustancialmente, Burckhardt y Wölfflin, en tanto que estudiosos de las ar—
tes visuales, apenas hicieron nada para rescatar el término Barroco del campo de las
consideraciones formales. Ésta fue una tarea desarrollada en gran medida por el histo-
riador y filósofo italiano Benedetto Croce que en 1920 publicaba un libro con un título
bien significativo: Storia dell l ’Età Barracca in Italia. Claro estä que Croce todavía
no se había liberado de la carga negativa legada por la Ilustración. Así, afirmaría, «el
historiador no puede valorar el barroco como un elemento positivo sino sólo negativo:
como negación de todo arte y de toda poesía». Pero añadía también la influencia de
Spengler, con su visión de la historia como la evolución de los estados del espíritu, lo
que le llevaría a considerar el Barroco no solamente como una manifestación formal
sino como una edad en la historia de la cultura. En los años siguientes, esta perspectiva
454 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

se hizo presente en la mayoría de los estudios sobre el tema. En 1942, W. Weisbach


(El barroco, arte de la contrarreforma) lo interpretaba como la expresión de la civili—
zación católica. Poco antes, en 1936, había aparecido el libro de Eugenio d’Ors (Lo
Barroco) en el que la dialéctica ser—parecer, que él consideró como el elemento defini—
torio de la cultura barroca, no era vista tan sólo como propia de un momento determi—
nado sino como una situación cíclica en la evolución del pensamiento, el arte y la cul—
tura, lo que le llevó a distinguir hasta veintidós momentos barrocos en la historia. En la
década siguiente Henri Focillon (La vía de lasformas, 1947) incorporaba a su estudio
una idea similar herencia también de Spengler según la cual las culturas siguen un ci—
clo biológico de juventud madurez y senectud. Por supuesto, al Barroco le correspon—
dería la última l.ase Esta era una manera de ver las cosas que tenía la virtud de encajar
con el sentimiento de declinación según el cual todos los organismos vivientes esta—
ban sometidos a un proceso cíclico que Polibio había aplicado al ascenso y caída de
los imperios.

4.2. LA FIJACIÓN DE LOS PERFILES

Aunque estas lecturas tenían la virtud de situar el Barroco en un contexto cultural


más amplio que el de las artes visuales, todas coincidían en presentarlo como una de—
formación del Renacimiento a partir del cual se explicaban sus propias características.
De hecho, la reivindicación del Barroco como un universo cultural con una personali—
dad definida no se ha producido hasta fechas relativamente recientes. Pero, claro está,
una cosa es proclamarlo y otra bien distinta sustentarlo argumentalmente. Y la tarea
no es fácil. A fin de cuentas, a diferencia de otras etapas de la historia de la cultura,
como el Gótico y el Renacimiento, o incluso, posteriormente, la Ilustración, que con—
citaron un elevado nivel de consenso entre las elites intelectuales sobre los ideales a
perseguir, el Barroco emergió a partir de la reflexión sobre un mundo profundamente
dividido. Algunos historiadores como Valeriano Bozal (Historia de las ideas estéti-
cas, 1997) han señalado la contradicción y la pluralidad de sensibilidades y respuestas
como las principales características de este periodo, afirmando que, en cuanto a sus
manifestaciones formales, no existe uno sino varios barrocos, sea realista, clasicista o
decorativo. Otros han preferido poner el énfasis en las especificidades nacionales.
Esta ha sido una inclinaciòn especialmente acusada entre los historiadores franceses,
que solían hablar de un clasicismo de inspiración racionalista, una visión que, a su
vez, fue cuestionada por V. L. Tapié (Barroco y Clasicismo, 1978) al poner de relieve
las concomitancias entre el arte frances y del resto de Europa. También en España se
ha intentado destacar la originalidad de su Barroco lo que llevó a Camón Aznar a ha—
blar de un estilo <<trentino>> (La pintura española del siglo XVII, 1977) y a Fernando
Chueca Goitia de los «invariantes castizos» (lnvariantes castizos de la arquitectura
española, 1971). Pero la idea de las especificidades nacionales ha ido perdiendo terre-
no en los últimos años en favor de una visión que prefiere poner el énfasis en aquello
que tuvieron en común las diversas manifestaciones culturales de la Europa del mo—
mento.
Por lo que al Barroco hispánico se refiere, uno de los principales esfuerzos por
trazar un hilo conductor que aunara las diversas manifestaciones de la cultura del si—
EL BARROCO HISPÁNICO 455

glo XVII fue llevado a cabo por José Antonio Maravall (La cultura del Barrow. Análi—
sis de una estructura histórica, 1975) desde una perspectiva sociológica muy influida
por Arnold Hauser (Historia social de la literatura y el arte, 1969). Según él, el Barro—
co se caracterizó por ser una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora. La enor-
me influencia que Maravall ha tenido sobre toda una generación de estudiosos del XVII
le hace merecedor de mayor atención. Desde su punto de vista, el Barroco fue, ante
todo, un mensaje lanzado y controlado desde el poder político, social y eclesiástico,
temeroso de la progresiva erosión de un sistema de ideas hegemónico hasta bien avan-
zado el siglo XVI. Ante esta situación, los gobernantes tomaron mayor conciencia de la
importancia de combinar la fuerza con la persuasión para conservar y legitimar su po-
der. Un aspecto en el que la Iglesia católica había tomado la delantera y diseñado la es—
trategia que luego sería empleada por las monarquías absolutistas. El destinatario
principal de su mensaje, continúa Maravall, fue el mundo urbano, entendido no sola—
mente en un sentido espacial sino, y sobre todo, conceptual, esto es, por contraposi—
ción a ciudadano. Aunque el Renacimiento se había desarrollado también en las ciu—
dades, no se dirigía a los estamentos populares sino a una elite ciudadana que domina-
ba un espacio física y socialmente ordenado. Por el contrario, las ciudades donde
emergió la cultura barroca fueron urbes caóticas que, como Madrid, Sevilla 0 Nápo—
les, habían experimentado un crecimiento descomunal generando bolsas de pobreza
inasimilables. Unas ciudades donde el contraste entre la inmensa riqueza de unos po-
cos y la pobreza extrema de la mayoría resultaba insultante. Con el Barroco, concluye
Maravall, encontraremos por primera vez una cultura vulgar, que no necesariamente
hay que entender como sinónimo de baja calidad, dirigida a las masas. Los ejemplos
más claros de ello fueron las comedias y la producción masiva de objetos estéticos de
contenido ideológico, desde los grabados a la literatura de cordel pasando por la ima—
ginería y los retablos.
La interpretación de Maravall, centrada en la descripción del contexto social y
político, tiende a considerar el Barroco como una cultura de época. Una visión que, sin
embargo, ha provocado muchas reticencias en los últimos años. El Barroco así enten-
dido no sería más que una construcción cultural en la que cabría todo con el riesgo de
vaciarse de sentido y generar polémicas estériles por la propia amplitud de su aplica-
ción. Como reacción ante esta falta de acuerdo, algunos historiadores han preferido
eliminar términos como el de cultura o civilización. Así, J. Bialostocki ha hablado de
una <<línea de fuerza cultural» y S. Sebastián de un «universo de formas con peculiari—
dades de estilo, de época y de actitudes». En general, los historiadores del arte prefie—
ren interpretarlo como la expresión de una actitud ante la vida y una manera de ver el
mundo que se traduciría en diversas perspectivas hermenéuticas e iconográficas.

4.3. LAS FRONTERAS CRONOLÓGICAS Y EL LEGADO BARROCO

Ante este panorama, nada tienen de extrañas las discrepancias en el estableci—


miento de sus márgenes cronológicos. Si lo consideramos como resultado de la nueva
estrategia cultural y visual emanada de la reforma católica potenciada por el Concilio
de Trento, podemos situar sus orígenes en la década de 1560; pero si lo interpretamos
como la respuesta a un periodo de crisis política, social y económica, habría que retra—
456 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

sar esta fecha hasta los últimos años del reinado de Felipe II. En general hay un acuer—
do en hacer coincidir la fase de plenitud con el reinado de Felipe IV (1621 —1665) y el
inicio de la desintegración con la década de 1680 tras la cual, sin embargo, perviviri’an
muchas de las inercias del periodo anterior. Siguiendo en gran medida a José María
Jover (1935. Historia de una polémica y semblanza de una generación, 1949) Ricardo
Garcia Cárcel propuso una periodización de carácter generacional: hasta 1630, la lla—
mada <<generación del Quijote», caracterizada por el cansancio y una cierta melanco—
lía desencantada, y entre 1630 y 1680, la generación que sufrió las agudas crisis eco—
nómicas y políticas de Castilla, marcada por la confrontación entre intelectuales tradi—
cionalistas y críticos. Finalmente, tendríamos, a partir de esta última fecha, la genera-
ción de los llamados <<novatores», que introdujeron un nuevo talante y nuevas orienta—
ciones científicas que preludiaban la llegada de la Ilustración.
Quizá no merece la pena dedicar más esfuerzos a establecer las fronteras crono—
lógicas de un mundo cultural que, en muchas de sus manifestaciones, ha renacido vi—
gorosamente en nuestros días. Basta examinar algunos síntomas de la realidad que nos
envuelve para descubrir hasta qué punto, atrincherado tras el ambiguo parapeto de la
posmodernidad, nuestro mundo ha recuperado viejas formas y actitudes barrocas des—
pojadas, eso sí, de toda esperanza en la trascendencia: la pérdida de viej as y consolida-
das seguridades, la ausencia de puntos de anclaje y el sentimiento de zozobra ante un
mundo en acelerado proceso de transformación; la impronta cultural de un fatalismo
determinista que, perdida la confianza en la divinidad y las posibilidades de la razón,
ha agudizado su desconfianza en la capacidad del ser humano para alcanzar la verdad
y la bondad; la entronización de un relativismo que reduce la verdad a mera cuestión
de perspectiva; el resurgimiento de mitos y creencias ancestrales largamente enterra—
dos; la suspensión de la razón ante el bombardeo de imágenes que desfilan ante noso—
tros a ritmo vertiginoso; la hipertrofia de los sentimientos con frecuentes manifesta—
ciones de histeria colectiva; la codificación visual de mensajes férreamente controla—
dos desde el poder ya no sólo político y, por supuesto, ya no eclesiástico sino, y sobre
todo, económico; el resurgimiento de un ceremonial político que, a pesar de su decla—
rada renuncia al boato, ha construido una nueva liturgia legitimadora masivamente di—
fundida a través de poderosos medios de comunicación; el sometimiento de la crítica a
los intereses de los nuevos mecenas que, bajo la forma de subvención, controlan el ac-
ceso a los recursos para la creación artística y el trabajo intelectual; el desplazamiento
de los centros del saber que abandona a pasos agigantados el ámbito universitario, su—
mido en una de sus fases cíclicas de mediocridad, para buscar cobijo a la sombra de un
pragmatismo que se traduzca en rendimiento económico; la comunicación entendida
como persuasión al servicio de determinados sistemas de valores; la desorientación y
desengaño ante el sistema establecido por parte de las nuevas generaciones; la esteti-
zación de las conductas que valora los gestos por encima de los contenidos, las apa—
riencias por encima de las realidades; la consagración de determinados prototipos de
conducta encarnados en el nuevo santoral poblado por ricos y famosos; la dictadura
de lo políticamente correcto que ejerce una función disciplinadora de la sociedad más
estricta incluso que la que en su día ejerció el código del honor; el ansia compulsiva de
entretenimiento basado en la espectacularidad como fórmula escapista y adormecedo-
ra de la conciencia crítica; la transformación de la cultura popular en una cultura de
masas anónima y despersonalizada; el hacinamiento en los arrabales de las ciudades
EL BARROCO HISPÁNICO 457

de masas recién llegadas, anónimas, desarraigadas y fácilmente vulnerables a los


mensajes de un nuevo mesianismo.
En definitivas, el rechazo de un sistema ordenado por la razòn i1ustrada similar al
desencanto que los hombres del Barroco sintieron ante la armonía del Renacimiento.

Bibliografía

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CAPÍTULO 17

EL REINADO DE FELIPE III (1598—1621)

por BERNARDO J. GARCIA GARCIA


Fundaciôn Carlos de Amberes
y Universidad Complutense de Madrid

I. Una historia en revisión

El reinado de Felipe III ha llegado hasta nuestros días cargado todavía de muchos
prejuicios, imprecisiones y falsos tópicos. Poco después de la muerte de este monarca
comenzaron a___arraigarse aquellas mterpretacrones propagandísticas surgidas de una
transición política y cortesana, que acabaron convirtiéndose en el eje cr1tico sobre el
que valorar las realizaciones y los fracasos de este reinado. Se habló ya entonces de la
corrupción admlmstratlvay la rapacidad en I£1 distribución de mercedes y oficios del
carácter puSilanime y falto de reputaciôn de quienes protagonizaban el gobierno de la
todopoderosa Monarquía católica, a la par que aumentaban los testimonios del pesi—
misr110 autocritico de una sociedad que, preocupada por su incierto futuro, reclamaba
importantes relormas para afrontarlo. Crisis económica,corrupción política, perdida
de 「Cpu〔aC{CC e incapa01dad de gobiernosiguensiendoargumentos destacados en las
historiasgeneralesCCeste periodo
Este panorama historiográfico adverso no se consumió con el paso del tiempo,
sino que se ha venido enriqueciendo con nuevos prejuicios de historiadores, ensayis—
tas y estudiosos españoles y extranjeros. De tal manera queel_reinado del tercer Felipe
vino £1 inaugurar la decadencia española delsiglo XVII, mientras su máximo protago—
nista se empequeñecía politicamente, junto a sus descendientes, bajo el triste apelati—
vo de <<Au5tr1as1nenores» y su principal consejero y privado se convertía en ese de-
nostado monstruo de la ambición, la codicia, la incapacidad política, la disimulación y
el deshonor que ha llegado hasta nosotros. Esta interpretación no puedeser más con—
traria a la que la mayoría de sus contemporáneos tenían sobre este soberano, su Corte
y su extensa y poderosísima Monarquía que parecía encontrarse más bien en el apogeo
de su trayectoria, pero enfrentada cada vez mas a desafíos cruciales que marcarían
gran partede Ia historia de aquella centuria
460 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2. Gobierno politico y cortesano

2.1. FELIPE IH, UN PRÍNCIPE CRISTIANO Y MODERADO

Felipe IIIJnaCiÔel14deabrildeJ578 en el Alcázar de Madrid Era el penúltimo


hijoqueFelipe 11 habíatenido con su sobrina Ana de Austria. ESte niño enfermizo y
enclenque daba pocas esperanzas de llegar a convertirse en el sucesor adecuado para
tan vasta Monarquía. Su formación se vio en parte condicionada por los convulsos y
decepcionantes años finales del reinado de su padre. Sometido a una esmerada educa—
ción política y cortesana de la que se conservan preciosos testimonios como Les Pas—
setemps de Jean de Lhermite, el principedesarrolló un tremendo sentido de la respon—
sabilidad ante el cargo que deb1a desempeñar afianzó una firme devoción religiosa y
adoptó una COnstanciàobstinada en la toma de sus decisiones. Fue además el primer
prmcipe heredero jurado en todos los reinos peninsulares y, a diferencia de sus antece—
sores en la Casa de Austria, no llegó a visitar sus restantes dominios europeos.
Los panegiristas que elogiaron sus virtudes políticas y cristianas para forjar la
imagen pública del soberano le apodaron el Piadoso, el Casto, el Pacifico o el Santo,
pero sus críticos le han achacado una total falta de iniciativa, atribuida a la obediencia
con que fue criado y a la tolerancia con que parecía dejarse manipular por su ambicio—
so favorito, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, primer duque de Lerma. Los testi—
monios de diplomáticos extranjeros acreditados ante la Corte española y de otros coe—
táneos lo presentan invariablemente como un príncipe virtuoso, de carácter sereno y
atemperado, siempre más inclinado a la paz y a la quietud de ánimo. Su vida familiar
era intensa, pues guardó una gran fidelidad a su esposa, la reina Margarita de Austria
(1599—1611), rehusó volver a contraer matrimonio después de su muerte, tuvo siete hi-
jos y mantuvo estrechos lazos con su hermana Isabel Clara Eugenia. En su culto perso—
nal sobresalió pronto un gran fervor mariano que manifestó en su determinación por
solicitar al Papado el reconocimiento del dogma de la Inmaculada Concepción Desde
su inlancia, su devoción religiosa personal, sus escrúpulos de conciencia y su interés
por la defensa de la religión brindaron un papel relevante a los sucesivos confesores
reales (especialmente, fray Gaspar de Córdoba, fray Jerónimo J avrerre y fray Luis de
Aliaga) y a otros eclesiásticos, como los predicadores Jerónimo de Florencia y fray
Juan de Santa María. Aun así, el monarca no gustaba de ceremonias excesivamente
prolijas y actuó sin miramientos contra religiosos que criticaron su política o su entor—
no cortesano.
En general, no debemos olvidar que esta religiosidad armonizaba también con la
formación y las preferencias de la reina, y se nutria del enorme interés que en aquellas
décadas de cambio de siglo suscitaban las más diversas expresiones de la vida espiri—
tual merced a la expansión de órdenes de reciente creación, la emulación de los ejem—
plos más sobresalientes de la mística y la ascética españolas, el fervor que inspiraban
los mártires de las persecuciones confesionales o de la evangelización misional, la es—
pectacularidad de los sermones y las representaciones sacras. La corte estaba plena—
mente integrada en ese Madrid de conventos, oratorios y obras pias; la nobleza inver—
tía elevadas sumas en fundaciones y dotaciones religiosas, y participaba a través de
sus segundones y clientes en los beneficios y dignidades eclesiásticas.
Frente a esa imagen apocada e indolente con que suele describirse tópicamente a
EL REINADO DE FELーPE … (1598— 1621) 461

Isabel de Valois 呈 Felipe II:Ana de Austria Cartes de Estirèa = M de Baviera


1556-1598

Esabel Ciara Eugenia Catalina Micaela Feiépe lil = Margarita de Austria


_ 〟 _ ー
)【

…,… Carー。sManue}de 縄〝
Alberto de Austria Saboya ' =
Señores ãe los Issº—1630 ª
Países Bajos l
1598—1621 i i
Ana ташісіа Carlos Felipe sv = Isabei de Borbón Fernando María
“ 1606-1665 16632—1634 Ca瞰譲n藪ト鮪鰺罹鱧 〝
Luis X… de Francia (1621—1665) ( ) (1589—1641) Fernando !I!
1610—1643 emperador
1537—1557

CUADRO 17.1. Lafamilia de Felipe III.

Felipe III desde su juventud mostró una notable habilidad en la montura, la caza, el
manejo de las armas, el baile y deportes como eIjuego de lapelota Pocos son los Vi—
cios que sus contemporáneos le tachan, como no fuera su afición a la comida, los da—
dos y al juego de vueltos con las cartas, o e] afecto y apoyo, para muchos desmedido,
que siempre brindó a su favorito. Debemos desterrar la idea de que no le interesaban
los asuntos de gobierno y las tareas de despacho, pues cualquiera que relea la docu—
mentación conservada de este reinado podrá advertir de inmediato la abundancia de
las respuestas del soberano en las consultas, las reformas introducidasen los consejos,
su partICIpaCIOn activa en la vida cortesanay su responsabilidad última en la toma de
decisiones. En su“deseo deacertar, prócuraba escoger las resoluciones más prudentes
y equilibradas para el gobierno generalCCtan vasta y cómprometida Monarquía. Era
conscientede que debía cOnjugar eI compromiso confesional y dinástico de su cargo
con el pragmatismo político necesario para la conservación de sus dominios La res—
tauración y mejora de los Consejos impulsada por Felipe III permitiö que estosorga—
nismos consultivos, administrativos y judiciales alcanzasen plena madurez, y favore—
ciö la profesionalización de sus oficiales, al tiempo que diversasjuntas ejecutivas po—
tenciaban la coordinación entre los mismos y el control real sobre los recursos y SU
aplicación.

2.2. EL VALIMIENTO: EL PRIMER MINISTRO FAVORITO

Las tareas de gobierno del soberano no se limitaban al despacho de los asuntos


propios de la política exterior, de la seguridad y conservación de los reinos de la Mo—
narquía, sino que también comprendían la resolución de la documentación que se re—
mitía a consulta o la firma de decretos, céduIas, pragmaticas y sentencias reales, la
provisión de los Oficios civiles y eCIesiästicos dependientes del patronazgo real, o
la concesión de mercedes, títulos y privilegios. Pero esta dedicación constante de des—
pacho y deliberación debía ser compatible asimismo con el ceremonial público y pri—
vado de la propia vida cortesana y su rango personal y familiar como rey que reina y
no sólo gobierna. El peso de estas responsabilidades era soportable con el apoyo que
le brindaban presidentes, secretarios, confesores y un grupo selecto de consejeros en
462 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el sistema de tribunales, consejos y juntas que articulaban el gobierno politico y la ad—


ministración de justicia. No debemos olvidar que en las Cortes del Antiguo Régimen
el favor real y el poder cortesano estaban intrínsecamente ligados a la cúpula del poder
político y administrativo.
El reinado de Felipe III se asocia generalmente con la dejación política de una
parte significativa de sus obligaciones de gobierno en favor del valimiento de Lerma.
La existencia de privados, favoritos y ministros principales 0 primeros ministros es un
fenómeno común en la mayoríade los regímenes monárquicos, y se aborda en todos
los tratados de cortesanía y educación de príncipes. Aunque es cierto que determina—
dos privados llegaron a ejercer un poder que rivalizaba con el de sus señores, especial—
mente en momentos de debilidad о transición de la institución real (minorías de edad,
crisis sucesorias, graves conflictos civiles...), el valimiento debe interpretarse más
bien como un instrumento al servicio del monar'c'ííÍ'El'valido unía a su condición de
mayor privado y estrecho confidente del rey, las actividades organizativas y la capaci—
dad de gestión propias de un primer ministro, contrayendo un nivel de compromiso
personal y de responsabilidad política muy elevados. Sólo así se podía justificar la
profusión de mercedes y oficios que el rey le otorgaba… y el lugar destacado que le si—
tuaba casi como su sombra o su espejo ante los demás: «el ministerio del privado es el
más alto... es el continuo asistente a todo aquello a que se extiende el arbitrio del prín—
cipe... la ayuda y consejo que le asiste a esta dirección y gobierno universal» (Memo—
rial del III duque de Lerma (1 Felipe IV). En una cédula remitida a todos los consejos y
tribunales con fecha de 23 de octubre de 1612, Felipe III afirmaba: <<Desde que conoz—
co al duque de Lerma le he visto servir al Rey mi señor y padre, que haya gloria, y a mí
con tanta satisfacción de entrambos que cada día me hallo más satisfecho de la buena
cuenta que me da de todo lo que le encomiendo, y mejor servido dél; y por esto, y lo
que me ayuda a llevar el peso de los negocios, os mando que cumpláis todo lo que el
duque os dijere o ordenare, y que se haga lo mismo en ese Consejo, y podrásele tam—
bién decir todo lo que quisiere saber del, que aunque esto se ha entendido así desde
que yo sucedí en estos Reinos, os le he querido encargar y mandar agora». Precisa—
mente en aquel año en que la influencia del valido en varios consejos y en la Corte em-
pezaba a verse cada vez más limitada, el Rey volvía a reafirmar su favor y ordenaba a
sus oficiales conservar para Lerma el mismo nivel de acceso a la información y el mis-
mo procedimiento de despacho que se había seguido hasta entonces. Desde principios
del reinado encontramos centenares de billetes y cartas cruzadas entre el valido y los
oficiales y consejeros principales del sistema polisinodial y cortesano de la Monar—
quía. Estos documentos de tramitación iban firmados por «El Duque» y comenzaban
con frases tales como <<Su Majestad ha mandado que...». Los validos nunca prescin-
dieron de este tipo de expresiones en la redacción de sus billetes de carácter adminis—
trativo o político, y su firma nunca tenía mayor valor que el estar respaldada por el fa—
vor del rey. Por tanto, no llegó a existir verdaderamente la denominada <<delegación de
firma» que algunos historiadores han atribuido al valimiento.
Muchos tratadistas políticos coetáneos insistían en que era preciso emplear ¡a los
miembros de la alta nobleza en el lugar destacado que les correspondía prestando ser—
vicio en los º_º-151395963 máxima responsabilidad y realzando con su presencia el entorno
del soberano en la Corte y en el gobierno. Sìevitaría así una perniciosa ociosidad y su
patrimonio podría emplearse en beneficio de la Monarquía y en su representación ex—
EL REINADO DE FELIPE 111 (1598-1621) 463

terior al frente de embajadas o gobiernos políticos y militares. Felipe III quiso brindar
a los grandes un amplio protagonismo apoyando a su privado, favoreciendo los enla-
ces de sus hijos con algunas de las principales casas nobiliarias españolas (Padilla, Le-
mos, Medina Sidonia, Infantado, Osuna y Miranda), renovando el esplendor de su
Corte y restaurando la importancia de los consejos con nombramientos de prestigio,
como se advierte sobre todo en el Consejo de Estado. Estas decisiones, especialmente
notorias al comienzo del reinado, tenían por objeto acabar con la larga transición pro—
ducida por la progresiva enfermedad de su padre y respondía a la necesidad de cam—
biar el régimen heredado. Además, el endeudamiento de la nobleza y las posibilidades
de compensarlo dinamizando y multiplicando el patronazgo real atrajo enseguida a la
aristocracia al servicio del monarca. El’contro!deladisnibucionQQ mercedesy ofi—
cios permitió al valido promover a susfamiliares y deudos a muchospuestosclave en
la Corte ジQQ]QS consejos alejaralgunos de sus adversarios politicos hacia otros desti—
yparentesco con otros li-
nos fuera dêIaCôrte y entablar importantes lazos de 1nteres
najesrinflilyentes Este nuevoesplendor cortesano denostadoporelarbiíHSEóÉEfõf-
mista que abogaba por un mayor reconocimiento de la medianía social y de los grupos
sociales productivos, asi como una vuelta a la austeridad y sobriedad de una utópica
edad dorada de la sociedad castellana, volvió a alimentar la rivalidad entre facciones y
los conflictos patrimoniales, al tiempo que aumentaban no sólo el personal que servía
al Rey en sus palacios y consejos, sino también los gastos ordinarios y extraordinarios
en sueldos, entretenimientos, libreas, botica, manutención, limosnas, ayudas de costas
y otras mercedes.
A pesar de que Lerma carecia de la experiencia conveniente en gobiernos de res—
ponsabilidad en la Monarquta su_larga trayectoria como un cortesano secundario du—
rante todo el reinado de Felipe II le había dotado de las habilidades necesarias para la
supervivencia politica en este entorno. Respaldado en todo momento por la confianza
у? аті'зТЁъдЁёі soberano, se convirtió en un privado modélico que dejó una honda hue—
lla en la literatura política del siglo XVII. Sin duda, pudo suplir sus carencias iniciales
sirviéndose dé'lparecer yla capacidad de un reducido circulo de consejeros, criados y
«hechuras». Aun así, con bastante frecuencia la agotadora, voluminosa y continua ta—
rea de despacho ordinario y extraordinario, las entrevistas con ministros, secretarios,
diplomáticos y pretendientes, y el seguimiento personal del quehacer cotidiano del
Rey y la vida de palacio, los excesos festivos, los numerosos viajes y los reveses polí-
ticos o familiares hacían mella cada vez más en la salud de Lerma y en su propia capa-
cidad de control. No resulta extraño si tenemos en cuenta que su valimiento transcu—
rrió entre los 45 y los 65 años de edad.

2.3. EL APOGEO DE LOS SANDOVALES

Francisco Gòmez de Sandoval y Rojas nació hacia 1553 en el palacio-convento


de Tordesillas donde su padre servía a la anciana reina recluida doña Juana, y des-
pués de pasar parte de su formación con su tío abuelo Cristóbal, que llegó a ser arzo-
bispo de Sevilla, acudió a la Corte. A los trece años Felipe II le admitió como menino
del príncipe don Carlos, y a su muerte, lo incorporó al servicio de la reina Isabel de Va—
lois, que también falleció poco después. Aunque se planteó ingresar en una orden reli—
464 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

giosa, inspirado por el ejemplo de su abuelo materno el jesuita Francisco de Borja, la


temprana pérdida de su padre en 1574 le convirtió en cabeza de la casa de Sandoval
con el título de V marqués de Denia. Dos años después contrajo matrimonio con una
hija del duque de Medinaceli. La escasez de sus rentas y el endeudamiento de su patri-
monio familiar se vio aliviado en parte con la mejora de sus propiedades señoriales en
tierras valencianas gracias al apoyo económico de su tio Cristóbal. En 1580 acompañó
a Felipe II en su viaje a Portugal, prestando servicio en la caballería de las Guardas de
Castilla e incorporándose al séquito real como gentilhombre de la Cámara del Rey.
Aunque su carrera transcurría condicionada por una penosa falta de recursos adecua-
dos a su posición, se destacó especialmente durante el viaje a la Corona de Aragón
realizado por tierras de Aragón, Cataluña y Valencia en 1585—1586 para la jura del
principe Felipe. Desde entonces, con una oportuna adulación, un servicio constante,
un trato exquisito, una reconocida devoción religiosa y algunos regalos personales, 10—
gró ganarse el afecto y la amistad del heredero, y fue nombrado gentilhombre de la
Cámara del príncipe en 1592. Su influencia en él parecía tan notoria que el intento de
alejarlo de la corte designándolo virrey de Valencia, en 1595, ha sido interpretado
como una maniobra política inspirada por Cristóbal de Moura y otros consejeros prin—
cipales de Felipe II. Esta ausencia contribuyó a acrecentar el interés del príncipe por
su hombre de confianza. Regresó a la Corte en 1597 antes de haber concluido su man-
dato y recibió el título de su caballerizo mayor.
El mismo día en que murió su padre (13 de septiembre de 1598), Felipe III reem-
plazò a Moura por su favorito el marqués de Denia, otorgándole los dos oficios más
importantes de su propio servicio: caballerizo mayor del Rey con plena competencia
en la organización del protocolo, tanto fuera de palacio como en todos los viajes rea—
les, y el de sumiller de corps, que tenía junto al mayordomo mayor la máxima respon—
sabilidad en la asistencia personal del Rey dentro de palacio. Con estos cargos podía
controlar el acceso al soberano y elegir a los miembros de las casas reales introducien-
do a parientes, amigos y criados de su confianza. Añadió después otros oficios impor—
tantes como las regidurías de varias ciudades con voto en Cortes, las alcaidías de las
fortalezas y palacios donde solía alojarse el Rey en sus desplazamientos, y muchos de
los reales sitios de Valladolid, Madrid y sus alrededores. Las numerosas salidas del
Rey a cazar y al campo, y las estancias de la familia real en lugares de recreo permitían
al valido restringir el séquito de personas que les acompañaban, introduciendo a sus
propios servidores en el entorno del soberano.
Lerma se encargaba personalmente de organizar los actos públicos y privados del
Rey, convirtiendo a menudo sus propios Estados y palacios en escenario privilegiado
de muchos de ellos, como sucedió con la celebración de las dobles bodas reales en Va—
lencia y Denia en 1599. Este deseo de transformar el espacio cortesano que rodeaba al
monarca y asegurar el liderazgo de los Sandovales relanzando la economía de las tie—
rras de Castilla la Vieja, estrechamente ligado a sus aspiraciones patrimoniales y di—
násticas, le llevó a promover el controvertido traslado de la corte a Valladolid
(1601-1606). Allí pudo consolidar su valimiento en las tareas de gobierno detentando
los cargos de consejero de Estado y capitán general de la caballería de España, mien—
tras desarrollaba su proyecto de transformación de la cabeza de sus dominios, la villa
de Lerma, tras la concesión del título ducal en 1599. Debemos entender, por tanto, que
los traslados de la capitalidad a Valladolid y, después, nuevamente a Madrid sirvieron
EL REINADO DE FELIPE III (1598- 162 ]) 465

al propósito de reordenar la Corte en beneficio político y patrimonial del valido, que


contribuyó a crear nuevos espacios palaciales y reforzó la estructura cortesana y cere—
monial de ambas ciudades. Muestra de ello son las remodelaciones efectuadas en la
Plaza de San Pablo y en la Ribera de Valladolid, o en el Paseo del Prado y la Plaza Ma-
yor de Madrid, pero también el diseño de una catedral para Madrid.
Durante los veinte años que Lerma gozó del favor real, los Sandovales vivieron
su periodo de mayor apogeo político, patrimonial y económico. Los dominios del va-
lido entre Valladolid, Palencia, Burgos, Madrid y Denia se ampliaron considerable—
mente con nuevas adquisiciones y privilegios, como la creación de los ducados de
Lerma, Uceda y Cea. La política dinástica y patrimonial de los Sandovales había 10-
grado recuperar una posición privilegiada entre la alta nobleza castellana perdida en
tiempos de los enfrentamientos civiles que marcaron el reinado de Juan II y la privan—
za de don Álvaro de Luna. El adelantado mayor Diego Gómez de Sandoval fue decla-
rado rebelde en 1426 por su apoyo a los Trastámara aragoneses y se confiscaron todas
sus posesiones en Castilla. La familia perdió con ellas no sólo sus rentas, sino también
su participación en los círculos de poder y patronazgo de la corte castellana. Los
infantes de Aragón premiaron su apoyo con la concesión de las villas de Denia, Bala-
guer y Borja en el reino de Valencia. Desde entonces la estrategia de los Sandovales se
orientó especialmente a reclamar una recompensa por el patrimonio confiscado y a re—
cuperar su antigua influencia en la Corte, primando los enlaces con la alta aristocracia
del norte de Castilla (Enríquez, Zúñiga y De la Cerda) y sirviendo fielmente a los inte—
reses de los soberanos castellanos. Enrique IV les concedió el título de condes de Ler—
ma, los Reyes Católicos les otorgaron el marquesado para Denia, y Carlos I les inclu—
yó entre la grandeza de Castilla.

2.4. LA CASA DE AUSTRIA: COMPROMISO DINÁSTICO Y C。NTRAPES。 POLITICO

Las relaciones con la casa de Austria constituían un compromiso dinástico


esencial para Felipe III. La elección que su padre hizo de Margarita de Austria para
el matrimonio del príncipe heredero venía a reforzar estos lazos de parentesco con la
rama austríaca, creando además otro nuevo con los Wittelsbach de Baviera. La pro—
ximidad de la emperatriz María y su hija sor Margarita de la Cruz en las Descalzas
Reales también reforzaban estas relaciones en el entorno del Rey y promovían los
intereses políticos y personales de sus parientes en la Corte española. Además, el
matrimonio de la infanta lsabel Clara Eugenia con otro hijo de la emperatriz, el ar—
chiduque Alberto para asumir el gobierno de los Países Bajos meridionales amplia—
ba estas conexiones con un territorio estratégico y simbólico para las dos ramas de la
casa de Austria. La reina gozó de una influencia cada vez mayor sobre Felipe III, que
fue contrarrestada continuamente por el valido y el personal que había situado en su
servicio. Mantuvo a su propio confesor alemán, Richard Haller, y supo aprovechar
la crisis del valimiento en los años 1606—1608 para afianzar su oposición frente a él
hasta su muerte por sobreparto en 1611. El propio traslado de la Corte a Valladolid
entre 1601 y 1606 también fue interpretado como un medio para distanciar al sobe—
rano de su tía abuela y controlar mejor los intereses austracistas en la dirección de la
política general de la Monarquía.
466 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Los principales compromisos que marcaron la colaboración entre las dos ramas
dela casa de Austria fueron la larga guerra turca de 1593 a 1606, los conllictos con—
fesionales y sucesorios en Centroeuropa (particularmente en Bohemia, Hungría y
los ducados renanos) y la delicada cuestión de la sucesión imperial por la disputa en—
tre los descendientes de Maximiliano II (los hermanos Rodolfo IL Matias, Alberto y
Maximiliano) y del archiduque Carlos de Estiria (Fernando y Leopoldo). Pese a las
gestiones de los distintos embajadores imperiales y parientes austríacos en la Corte
española, Lerma y otros ministros españoles limitaron considerablemente el grado
de implicación de la monarquía de Felipe III en la política imperial. El apoyo militar
y los subsidios económicos españoles a la guerra contra los turcos estuvieron supe—
ditados a las estrechas disponibilidades existentes mientras la Monarquía mantenía
abiertos los conflictos con los protestantes franceses (hasta 1598), los ingleses (has—
ta 1604) y los holandeses (hasta 1607), así como otras prioridades defensivas en el
Mediterráneo occidental y el Atlántico. No obstante, la diplomacia española consi—
guió mantener activa la presión del Imperio persa sobre las fronteras orientales de
los dominios otomanos.
Los embajadores españoles en la corte imperial, Guillén de San Clemente y Bal—
tasar de Zúñiga, lograron que Felipe III actuase como árbitro en la disputa por la suce-
sión del emperador Rodolfo, tanto respecto al título imperial como a las coronas de
Bohemia y Hungría. En varias ocasiones, llegó a plantearse la posibilidad de que el
propio monarca español restaurase el imperio de Carlos V uniendo bajo un mismo so—
berano las herencias de las dos ramas de la casa de Austria. De hecho, la diplomacia
española presionó para obtener ciertas <<compensaciones» por esta renuncia, como la
cesión de Alsacia o el Tirol, la infeudación de varios principados italianos en favor del
monarca español que actuaba en Italia como vicario imperial, o un reconocimiento
oficial de sus derechos sucesorios a los reinos de Bohemia y Hungría. El propósito fi—
nal era controlar esta «correspondencia» (colaboración) dinástica con el Emperador,
cosechando un nuevo prestigio por el arbitraje y ascendiente del monarca español so—
bre la rama austríaca de los Habsburgo y varias de las infeudaciones reclamadas en
Italia. Estas negociaciones concluyeron en 1617 con la firma del tratado que el nuevo
embajador español, el conde de Oñate, acordó con el archiduque Fernando de Estiria,
futuro sucesor del emperador Matías. En él se establecía un compromiso de ayuda mu—
tua para la defensa militar de sus dominios, que aseguraba la intervención española en
Bohemia contra los protestantes y rel'orzaba las posiciones españolas en Centroeuropa
y en el Camino español por Alsacia en caso de rompimiento de la tregua con los rebel—
des holandeses.
Zúñiga controló también la creación de la Liga Católica en el Sacro Imperio, para
contrarrestar el aumento del protestantismo y desarrollar un sistema de alianzas de ca—
rácter ofensivo y defensivo que pudiera hacer frente a los preparativos militares que
Enrique IV de Francia realizó a gran escala en l610, antes de morir asesinado. Por su
parte, la crisis sucesoria de los ducados renanos de Cleves, Jülich, Marck y Berg moti—
vada por la intervención militar del arzobispo de Passau (el archiduque Leopoldo) se
saldó con el reparto de estos territorios por el Tratado de Xanten en 1614. Cuando Zú—
ñiga se incorporó al Consejo de Estado, apoyado por el duque de Uceda en 1617, sus
votos insistieron en la necesidad de intervenir en Bohemia y el Sacro Imperio para
asegurar la conservación del título imperial y los propios intereses de la Monarquía en
EL REINADO DE FELIPE 111 (1598-1621) 467

Europa. А1 año siguiente, Felipe III decidió desistir de la nueva empresa que Lerma
estaba promoviendo contra Argel y destinar las fuerzas desmovilizadas en el norte de
Italia por la paz de Madrid (1617) con Saboya y Venecia, para una intervención espa—
ñola en lo que sería el inicio de la guerra de los Treinta Años.

3. Política de pacificación y reformas

3.1. LA PAX HISPANICA (1598-1617): UNA POLITICA DE CONSERVACIÒN

Al producirse la sucesión en 1598 la Monarquía católica se hallaba inmersa en


una delicada situación internacional, manteniendo abiertos dos importantes conflictos
militares frente a Inglaterra y en los Países Bajos, y gestionando los pasos necesarios
para aplicar la recién acordada paz de Vervins, que ponía fin a su intervención en las
guerras civiles de religión francesas y estipulaba la cesión de soberanía de los Países
Bajos católicos a favor de la infanta Isabel Clara Eugenia y su marido el archiduque
Alberto. Por otra parte, la colaboración política y militar con la rama austríaca de los
Habsburgo y la defensa de la Cristiandad también se traducía en una gravosa aporta-
ción anual de hombres y dinero para la Larga Guerra Turca, que concluyó en 1606 con
la firma de la paz de Zsitva—Torok.
El compromiso de la Monarquía en la defensa política y militar de la causa católi—
ca, la obligaba a prestar un decidido apoyo al avance de la Contrarreforma en los paí-
ses protestantes, y a <<impermeabilizar>> sus fronteras y zonas de influencia frente a la
penetración de estos credos. Este liderazgo en la Cristiandad católica, que a partir de
Vervins (1598) debería compartir cada vez más con la nueva presencia internacional
de la Francia de Enrique IV, promovía una política de equilibrio confesional en el Sa—
cro Imperio asentada en los frágiles pilares de la paz de Augsburgo, siempre que se re—
tuviese la titularidad imperial en manos de la casa de Austria, y debía asegurar la quie—
tud y uniformidad confesional tanto en Italia como dentro de sus propios dominios.
Con el también se heredaba la intransigencia y los prejuicios de una rivalidad visceral
con los estados protestantes septentrionales y una enorme responsabilidad en la lucha
contra el Islam otomano y el corso berberisco.
Felipe II y la Junta Grande de Gobierno creada en su apoyo realizaron en los últi—
mos años de su reinado un gigantesco esfuerzo para tratar de mejorar la situación en
que su hijo heredaría el trono, como se advierte con la captación de recursos que obtu—
vo mediante la suspensión de consignaciones de 1596, pero también con las acciones
militares desarrolladas en todos los frentes y la multiplicación de sus gestiones diplo—
máticas. Ciertamente lapolítica exterior de Felipe III puede definirse por su labor
de pacificación yconservación, sobre todo mientras dure la influencia del valimien—
to de ferina entre los años 1598y’ "1617.
La principal finalidad de la cesión de soberanía de los Países Bajos, ratificada por
Felipe III en 1598, era crear las condiciones más favorables para una revitalización
política y económica de estas provincias, desarrollando un gobierno de sangre real que
propiciase un mayor acercamiento y compromiso entre las elites naturales y los intere—
ses de la Monarquía. Podría abrirse, así, una vía de entendimiento con el adversario
para la negociación de un acuerdo de paz, aspirando incluso a una futura reunificación
468 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de las Diecisiete Provincias bajo la soberanía de los nuevos gobernantes y sus descen—
dientes. No obstante, en el articulado del Acta de Cesión se estipulaba que, a falta de
un heredero legítimo a la muerte de los archiduques, la soberanía de los Países Bajos
revertiría de inmediato en el monarca católico y sus descendientes, circunstancia que
se producirá en 1621 con el fallecimiento del archiduque Alberto. Se prohibía expre—
samente que un protestante asumiese este gobierno 0 desempeñase oficio público en
su administración. El gobierno de los archiduques fue ampliamente aceptado por sus
súbditos, sobre todo una vez concluidas las entradas reales a las villas y ciudades más
importantes del país para lajura de sus privilegios y constituciones, y al ser desaloja—
das las fuerzas holandesas con las que Mauricio de Nassau invadió Flandes en 1600.
La separación entre las provincias meridionales y las septentrionales quedaría ya fuer—
temente marcada. Los archiduques supieron emplear con gran eficacia sus recursos
diplomáticos, articulados entre la Corte española y la Corte imperial, actuando con
cierto grado de autonomía. Su nueva Corte experimentó un renovado esplendor artís-
tico y arquitectónico, que supieron aprovechar para mejorar las relaciones cortesanas
y diplomáticas con otros soberanos europeos. Sin embargo, debemos entender que la
política archiducal siempre se mantuvo supeditada a la tutela del monarca católico y
dependía en gran medida de las provisiones financieras aportadas desde Madrid para
el mantenimiento del ejército de Flandes.
La Monarquía incrementó su presión sobre los holandeses procediendo al embar—
go general de mercantes y cargas de navíos neerlandeses en 1598, aplicando el decreto
del treinta por ciento entre 1603 y 1604 sobre el comercio extranjero y reactivando el
corso contra las pesquerías del Mar del Norte. Aunque el éxito obtenido tras el largo
asedio de Ostende (1601-1604) se vio parcialmente empañado por la pérdida del es-
tratégico puerto de Sluis (La Esclusa), que mantenía la presencia holandesa en la pro—
vincia de Flandes consolidó un nuevo protagonismo del asentista genovés Ambrosio
Spinola en la dirección de laguerra y el control de las provisiones españolas y la ha—
cienda militar. En 1605 Felipe III le otorgó la superintendencia de hacienda y al man—
do de un importante ejército de campaña, acometió una serie de brillantes ofensivas
con las que llegó a controlar los principales pasos del Rhin y ocup6 posicionessólidas
en las provincias neerlandesas de Frisia y Gùeldres Esta situaciôn forzò alos Estados
Generales de las Provineias Unidas a negociar un alto el fuego en 1606 que se fue pro-
rrogando en el frente de Flandes, pero que no tenía efecto en 109 mares, mientrasSC
acordaban 109 términos de la denominada Tregua de los Doce Años (1609— 1621). Con
ella seponía término temporalmentea un conflicto muy costoso, iniciado hacia 1566,

dossectoreseconómicos, pero tambiénse abrian los mercados españoles a una com-


petencia muy desigual en otros ámbitos con los productos y fletes de los comerciantes
del norte de Europa. Sin embargo, el alto el fuego en Flandes no evitaría un constante
enfrentamiento entre el proselitismo misional católico y protestante, con campañas de
evangelización y propaganda impresa, la incidencia negativa del bloqueo del Escalda
sobre la economía flamenca, una intensa actividad diplomática para consolidar alian-
zas políticas, militares y económicas con otras potencias para debilitar al contrario, y
una progresiva carrera armamentística a partir de 1616
Esta pacificación en Flandes no hubiera sido posible si antes no se hubiese logra—
do la firmadela paz de Londres con lnglaterra (1604). E1 envío de varias armadas en
EL REINADO DE FELIPE III (1598—1621) 469

1596 y 1597 que, también sin éxito, siguieron a la de la «Invencible» de 1588, el soco—
rro militar español al levantamiento de los católicos irlandeses con el desembarco de
Juan del Águila ( 1601) y la posterior derrota hispano-irlandesa en la batalla de Kinsale
(enero de 1602), la muerte de la anciana reina Isabel I (1603) y la sucesión del modera—
do Jacobo lEstuardo, así como los intereses de las elites comerciales inglesas, facilita—
ronel entendimiento entre estasdos monarquíassobre los mismos principios 8361e-
rancia y pragmatismo que habían regido sus relaciones antes del estallido del conflic—
to. Las relaciones hispano—británicas experimentaron una paulatina consolidación y se
estrecharon especialmente durante laembajada del conde de Gondomar, hasta el pun—
to de iniciarse las negociaciones de un enlace matrimonial entre la infanta María y el
príncipe de Gales, que acabarían frustrándose poco después de la visita que éste reali—
zó a España en 1623.
Este proceso de pacificación con las potencias septentrionales se completó des—
pués de la muerte de Enrique IV con un doble enlace matrimonial entre la infantaAna
Mauricia,primog_énita_ de Felipe III, y el rey Luis XIII de Francia, y entrelel príncipe
Felipe y la princesa Isabel de Borbón, acordado en 1612 yefectuadosolemnemente¡en
1615, con la entrega de las princesas sobre unas fastuosas barcazas construidas en el
río Bidasoa. La amistad conFrancia apoyadapor la reina María de Médicis había sido
LEB de los ejes de la acción política exterior del duque de Lerma.
La quietud de Italia y la defensa de la Cristiandad eran otros dos principios esen—
ciales para la política general de la Monarquía católica. Sus sólidas posesiones en Si—
cilia, Nápoles, Cerdeña y Milán se completaban con un sistema naval formado por es—
cuadras de galeras y navíos de alto bordo, que contribuía a garantizar la seguridad pe—
ninsular frente ala amenaza de la acometida de la armada otomana. A estos gobiernos
habría que añadir la presencia de presídios y guarniciones en plazas clave y las alian—
zas con algunas de las principales dinastías italianas. Después de décadas de enfrenta—
mientosjurisdiccionales y políticos con la Santa Sede, las relaciones de entendimiento
y colaboración propiciadas por Felipe III y el duque de Lerma fueron particularmente
favorables a los intereses españoles durante el largo pontificado de Paulo V. Aunque
esta política de quietud y conservación en Italia, en la que el monarca español actuaba
como árbitro de los conflictos sucesorios, pareció alcanzar su plenitud en la primera
década del reinado, el empeoramiento de las relaciones con el ducado de Saboya y la
república de Venecia convirtieron de nuevo a la política italiana en un objetivo priori—
tario para la Monarquía.
El ambicioso duque Carlos Manuel I de Saboya, cuñado de Felipe III por su ma—
trimonio con la infanta Catalina Micaela (1585), se sintió muy defraudado con las
concesiones hechas por la Monarquía católica en el tratado de Lyon de 1601, que con—
firmaba la cesión de los prósperos territorios de la Saboya francesa (Bressa, Bugey,
Valromey y Gex) a cambio del marquesado de Saluzzo (enclave francés en el Piamon—
te) y cerraba este paso saboyano del Camino Español para los ejércitos y el dinero que
se remitían a Flandes. Felipe III no estaba dispuesto a reabrir el conflicto con la Fran—
cia de Enrique IV y destinô al conde de Fuentes al gobierno de Milán para asegurar el
norte de Italia con una política de fuerza y control. Ocupó el marquesado de Finale en
1602, pese al recelo de los genoveses, dotando a la Lombardía de una salida al mar, es-
tableciö un tratado con los cantones católicos suizos en 1604 para garantizar las comu-
nicaciones por esta vía entre Milán y Flandes, y colaboró en el despliegue militar que
470 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

la Monarquía católica realizó a favor del Papado durante la denominada crisis del
lnterdelta (1605—1607) con la república de Venecia. Tras el nacimiento del principe
Felipe en 1605, las aspiraciones dinásticas de Carlos Manuel I también se vieron frus—
tradas, abandonó abiertamente su alianza con los Habsburgo españoles en 1608 y coo-
peró nuevamente sin éxito en los preparativos del <<Gran Designio» de Enrique IV en
1610. Mucho más importante fue su intervención en la guerra sucesoria del Monferra—
to (1613-1617). Felipe y Lerma trataron este conflicto inicialmente con una pru-
dencia y tolerancia hacia este díscolo y ambicioso pariente, que cosechó el negativo
acuerdo de la paz de Asti de 1615. Al restaurar la situación previa al comienzo de las
hostilidades, y al haberse alcanzado con la mediación de la diplomacia francesa, no
contemplaba sanciones contra la parte agresora y desautorizaba la tutela del monarca
español como vicario imperial en Italia. El incumplimiento de las cláusulas de desar—
me fue aprovechado por el nuevo gobernador de Milán, el marqués de Villafranca,
para derrotar a los saboyanos y sus aliados franceses y venecianos. En las negociacio—
nes de la paz de Madrid (1617) intervino personalmente Lerma, en un intento por re—
cuperar parte del protagonismo perdido frente a los sectores reputacionistas, que con—
sideraban que el tiempo de los pacificadores había llegado a su fin y que era preciso
reafirmar la potencia militar de la Monarquía para asegurar su conservación.
Por su parte, la república de Venecia fue estrechando sus lazos diplomáticos y
su colaboración militar con los principales adversarios de la Monarquía (Francia, las
Provincias Unidas, Saboya y el Imperio otomano), porque recelaba de los verdade—
ros límites del dominio español sobre la península italiana. En el Adriático, que los
venecianos consideraban como su <<golfo>>, pues unía sus dominios territoriales del
interior con sus enclaves insulares en el Levante, tenían que hacer frente a la pirate—
ría de los refugiados uscoques, cuyas bases quedaban amparadas por la protección
del archiduque Fernando de Estiria. Los venecianos contrataron para ello a merce—
narios holandeses, que lograron llegar hasta la República pese a los intentos españo—
les de interceptarlos a su paso por el estrecho de Gibraltar ( 1615—1616). Otro motivo
de tensión con la Monarquía en estas aguas eran los proyectos balcánicos amparados
por los virreyes de Nápoles en apoyo de alzamientos contra los otomanos, sus labo—
res de espionaje o acciones de las escuadras de galeras y alto bordo, como las que
emprendió el marqués de Santa Cruz en Zante, Patmos y Durazzo. Los momentos
más difíciles se vivieron durante el virreinato del duque de Osuna y la falsa conjura-
ción contra la repùblica de Venecia de 1618. La diplomacia veneciana logró desha-
cerse de un grupo expedicionario de aventureros franceses e italianos, que se prepa—
raban en Venecia para acometer una empresa en los Balcanes con los caballeros de
la Orden de Santo Stefano de Toscana, al tiempo que denunciaba una conjura del go—
bernador de Milán (Villafranca), el embajador español en Venecia (marqués de Bed-
mar) y el virrey de Nápoles (duque de Osuna) para tomar por la fuerza la ciudad de
Venecia y repartirse sus dominios con el apoyo del archiduque de Estiria. La infor—
mación reunida por la diplomacia imperial sobre este asunto muestra claramente la
falsedad de la acusación, que fue no obstante aprovechada por la Corte española
para introducir cambios en su política italiana, mientras realizaba preparativos para
lajornada secreta contra Argel y la intervención militar en Bohemia en apoyo de la
rama austríaca de los Habsburgo.
La pacificación general que alcanza la Monarquía hispánica a fines de la prime—
EL REINADO DE FELIPE… (1598—1621) 471

ra década del siglo XVII, y la propia configuración de un modelo de monarquía que,


habiéndose replegado bastante de sus posiciones de vanguardia en el norte de Euro—
pa, presentaba límites más compactos y estables en el continente europeo, propicia—
ron el desarrollo de una reestructuración interna, particularmente notoria en cuanto
respecta a sus sistemas de defensa ordinarios. Después de un largo periodo en el que
habían primado las urgencias bélicas de costosos conllictos simultáneos, y ante las
relaciones internacionales diferentes que imponía este nuevo horizonte más equili—
brado, había que emprender una reorganización de los mecanismos defensivos de
una Monarquía demasiado militarizada y desarrollar un sistema de seguridad ordi—
nario que garantizase su conservación, mientras se practicaba una política de quie—
tud y desempeño.
Asistimos, por tanto, a una etapa de amplio debate sobre los modelos de defensa
más adecuados para las necesidades estratégicas de la Monarquía, en el que las pro—
puestas formuladas por el arbitrismo político y militar, y por los mejores expertos de
la administración son objeto de un detenido estudio. Se replantean y ensayan muchos
proyectos anteriores y se introducen cambios decisivos en la reglamentación militar y
naval, entre los que cabría destacar las ordenanzas militares de 1603 y 1611, las refor—
mas de entretenimientos y ventajas aplicadas entre 1607 y 1615, las ordenanzas para
la Armada de Mar Océano y Flotas de Indias de 1606, o la matrícula de la mar (regis—
tro de marineros y pilotos en el Cantábrico desde 1607). Esta reformación militar tuvo
carácter general, pues afectó a todos los cuerpos de ejército terrestres, a todas las es—
cuadras navales operativas y a los sistemas logísticos (almacenes, puertos, fábricas de
armas, alojamientos...) y de defensa (presidios, fortalezas, torres costeras, artillería...)
de las posesiones de la Monarquía. El principal objetivo marcado por los reformado—
res era reducir las partidas militares de los presupuestos ordinarios suprimiendo todos
los gastos superfluos, y asegurar una consignación fija y cierta para los que se consi—
derasen imprescindibles. Mientras se licenciaban o suprimían algunos de los efectivos
terrestres más costosos, y se estudiaba la viabilidad de otros cuerpos tradicionales en
la estructura bélica de la Monarquía (milicia general, caballería de las guardas, caba—
llería ligera, lanzas señoriales, continuos, caballeros cuantiosos...), entre 1607 y 1617
alcanzaron sus niveles más bajos las partidas presupuestarias destinadas a gastos ordi—
narios de guerra. Esta reforma también afectó a la reducción del ejército de Flandes
que se acometíó entre 1611 y 1614, y que supervisaron Ambrosio Spinola y Rodrigo
Calderón, enviado con este propósito a los Países Bajos en 1613. El resultado fue desi—
gual. Los recortes presupuestarios no parecían muy significativos para una Monarquía
tan extensa y con tantos compromisos de defensa. Además, a partir de 1616 tuvo que
afrontar un rearme general para responder a una coyuntura que se tornaba cada vez
más tensa y que desembocaría en los conflictos asociados a la guerra de los Treinta
Años.
Entre las soluciones más viables a las que recurrió la Corona para reforzar la ca-
pacidad naval de la Monarquía y aumentar la participación de algunas de sus provin—
cias en el gravoso esfuerzo económico y humano que exigía su seguridad naval y sus
comunicaciones, se hallaba el desarrollo de escuadras y armadillas provinciales. Este
modelo aprovechaba los intereses «nacionales» en el control, al menos parcial, de los
mecanismos de defensa propios, valiéndose de jefes reclutados entre influyentes o no—
tables naturales, y resolvía la financiación y dotación de nuevas escuadras dedicadas
472 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de ordinario a tareas de seguridad litoral, que podían incorporarse a empresas comu—


nes de la Monarquía. Así se habían creado anteriormente las escuadras de galeras de
Cataluña (1599) y del reino de Valencia (1604), y el propio valido formó la de Denia
(1615), pero también se desarrollaron las de Galicia (negociada en 1619 y aprobada en
1621 a cambio de la concesión de voto en Cortes) y la de Portugal, y se consolidaron
las escuadras del Señorío de Vizcaya, Guipúzcoa y las Cuatro Villas de Cantabria
como núcleo principal de la Armada de Mar Océano.

3.2. DESEMPENO DE LA HACIENDA REAL

La política general de la Monarquía y el mantenimiento de su prestigio interna—


cional dependían básicamente de su situación financiera y disponibilidad de crédito.
El grandioso esfuerzo bélico llevado a cabo durante las dos últimas décadas del reina—
do precedente había dejado muy debilitada a la Hacienda Real, y parecía acuciante
disponer de los recursos necesarios liberando sus principales rentas de las consigna—
ciones comprometidas a los acreedores, y desarrollando expedientes financieros y fis—
cales alternativos. Desde el principio, el desempeño de la Hacienda Real se convirtió
en una prioridad para todos los planes presupuestarios apoyados por Lerma y los suce-
sivos presidentes de Hacienda. Se pretendía renovar la vitalidad de esta gigantesca
Monarquía para compaginar sus compromisos universales y su dinámica política ex—
terior con una adecuada restauración económica.
La respuesta del valido a la debilitada situación de la Hacienda Real fue el mante—
nimiento de una política de moderación, firmemente apoyada por el Consejo de Ha—
cienda y por todos los que anteponían la recuperación de la Hacienda castellana a los
costosos despliegues militares. Favorecido por una coyuntura política internacional
cada vez más propicia a la paz, un objetivo prioritario para la Corona era evitar la in-
troducción de nuevas contribuciones y de expedientes fiscales rigurosos. Se trataba,
por tanto, de mejorar los mecanismos de administración, reduciendo sus excesivos
costes, suprimiendo el personal innecesario y luchando contra el fraude. La ejecución
de este «suave y progresivo» desempeño era lenta, requería acabar lo antes posible
con los grandes conflictos heredados, mantener una política exterior de equilibrio,
evitar que el estallido de nuevas crisis bélicas degenerase en guerras prolongadas, y
moderar los gastos ordinarios aprobando importantes recortes y medidas extraordina—
rias. La política de pacificación que promovía Lerma constituía el marco más adecua—
do para proceder con ciertas garantías de éxito a esta ansiada recuperación económica
y financiera de la Monarquía.
A lo largo del reinado se estudiaron y aplicaron muchísimos arbitrios, medios y
remedios encaminados a proporcionar recursos financieros extraordinarios o aplica—
dos al desempeño de las rentas reales. Lerma y Felipe 111 fueron muy sensibles a este
febril espíritu reformista, que abarcaba todos los ámbitos de la vida económica, social
y espiritual de la Monarquía. Se había desatado, ante el desafío que planteaba la nueva
centuria y el aire renovador que inspiraba el joven monarca, frente a las consecuencias
del profundo reflujo y tremendo desgaste de la última década del siglo XVI. Cabría des—
tacar, sobre todo, los arbitrios relacionados con la manipulación monetaria, la crea—
ción de erarios y montes de piedad, el derecho de la molienda como un impuesto indi—
EL REINADO DE FELIPE ш (1598—1621) 473

recto único, medidas arancelarias como el decreto del treinta por ciento o la guarda del
estrecho de Gibraltar.

3.2.1. Búsqueda de recursos y control financiero (1598—1606)

La situación creada a finales del reinado de Felipe II en las finanzas reales a raíz
del último decreto de suspensión de consignaciones de 1596 y el medio general de
1597, agravó la dependencia cada vez más rígida de la Corona respecto al capital
de los hombres de negocios genoveses y le obligó a mantener una activa relación con
las Cortes, hasta el punto de que en Castilla hubo reuniones de Cortes en dieciocho
de los veintitrés años que duró el reinado y se alcanzaron importantes cuantías en sus
servicios.
En las minuciosas relaciones que se elaboraron sobre el deficitario estado de la
Hacienda Real a comienzos del reinado y las previsiones para los años 1598—1601, se
estimaba que faltaría más de un millón y medio de ducados anuales. Después de largas
negociaciones y una nueva convocatoria de Cortes (1598—1601), la aprobación de la
renovación del servicio de millones en 1601 consolidó un sistema fiscal dual entre
la administración regia y las ciudades, que constituyeron a partir de 161 1 la denomina—
da Diputación de Millones. El valido se esforzó por obtener resultados más favorables
de las negociaciones con las Cortes, exponiendo personalmente las propuestas reales,
participando junto con otros grandes y hombres a su servicio como procuradores de
ciudades con voto en Cortes o influyendo en la toma de decisiones sobre los servicios
solicitados a las ciudades.
El acuerdo de renovación de este servicio, sobre el que quedaban consignados los
gastos ordinarios de la Corona y la defensa peninsular, establecía entre sus condiciones
un plan para el desempeño progresivo de la Hacienda Real mediante la creación de un
censo sobre el Reino a satisfacer en seis años, la cesión al Reino de la administración y
recaudación de los millones, la implantación de un sistema de erarios públicos y montes
de piedad según el modelo propuesto por Luis Valle de la Cerda en 1600, y una renuncia
total al sistema de financiación mediante asientos (contratos de préstamo) con hombres
de negocios. Sin embargo, desde el primer año surgieron notables dificultades para al—
canzar la recaudación de los tres millones de ducados anuales previstos en este servicio,
ya que las sisas que gravaban el vino y otros productos básicos de consumo apenas al—
canzaban la mitad de dicha cantidad. A lo largo del reinado de Felipe III se concedieron
tres renovaciones de este servicio: la de enero de 1601 ascendía a un total de 18 millones
(1601—1606); la de noviembre de 1608 a 17 millones y medio de ducados, pero no pudo
hacerse efectiva hasta el 1 de abril de 161 1 y tuvo que reducirse enseguida la recauda-
ción anual, ampliando el plazo de pago a nueve años (1611-1619); y la de septiembre de
1619 a 18 millones en nueve años (1619—1626).
Uno de los arbitrios que Felipe III aprobó como recursos financieros suplementa—
rios para sanear la Hacienda Real y atender los gastos de la Monarquía fue la manipula—
ción monetaria. En 1599, autorizó la acuñación de moneda de vellón o cobre puro supri—
miendo la pequeña parte de plata que contenía para obtener con este medio un 100 % de
beneficio y una recaudación de más de dos millones de ducados (1599— 1602). Esta cifra
se incrementó hasta superar los tres millones de ducados ( 1603— 1606) al entrar en vigor
una ordenanza de resello de junio de 1602, por la cual se reducía a la mitad el peso y ta—
474 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

maño de la moneda de vellón puro. Las protestas contra esta práctica inflacionista que
estaba retirando de la circulación la moneda buena de oro y plata fueron constantes en
las Cortes, y la Corona se comprometió en las de 1608 a no recurrir nuevamente a ella.
La literatura económica de la denominada «Escuela de Toledo», en el pensamiento mer-
cantilista español, analiza ampliamente las consecuencias atribuidas a este arbitrio, que
la Hacienda Real consideraba más suave que la imposición de nuevas contribuciones di—
rectas. Frente a esta idea, el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (1609) del je-
suita Juan de Mariana denunciaba en tono moralizante que semejantes expedientes aten—
taban contra el patrimonio particular de los vasallos y requerían el consentimiento ex—
preso de los mismos.
En lugar de poner en marcha el sistema de erarios públicos, la Corona optó por
conceder a los hombres de negocios genoveses el establecimiento en la Corte de bancos
privativos a partir de 1602. Aquel mismo año asumió la presidencia del Consejo de Ha—
cienda el experimentado Juan de Acuña, artífice de importantes reformas contables y
administrativas, como las ordenanzas aprobadas en Lerma en 1602, por las cuales se
unificaba la Contaduría Mayor de Hacienda y el Consejo de Hacienda en un único tribu—
nal, mientras la Contaduría Mayor de Cuentas conservaba la estructura fijada en las or-
denanzas de 1593. Se creaba así un control financiero más eficaz sobre todo el dinero
que llegaba a las arcas centrales de la Hacienda Real y sobre las libranzas para las provi—
siones ordinarias y extraordinarias de la Monarquía. Se limitaban, además, los conti—
nuos conflictos competenciales internos, aclarando la jerarquía y atribuciones de estos
órganos centrales de la administración fiscal y financiera, y se reducía el número de con—
sejeros, contadores y oficiales. A lo largo del reinado se crearon varias juntas particula—
res (como las de Hacienda, Arbitrios, Desempeño, Presidentes, Armadas, Hacienda de
Portugal, Hacienda de Indias, Provisiones...), que contribuyeron a mejorar la coordina—
ción entre diversos consejos, la ejecución de determinadas políticas de saneamiento y li—
beración de las rentas reales, así como el control de los recursos financieros, la construc—
ción naval y la provisión de medios para la defensa, o la búsqueda y experimentación de
expedientes fiscales. Aunque, sin duda, también se establecieron para facilitar el control
y la capacidad de gestión del valido y de los principales ministros de la Monarquía. La
implicación directa del valido y sus colaboradores en la búsqueda de soluciones a la pro—
visión de fondos dio lugar al concierto de un asiento muy voluminoso de más de diez
millones de ducados con el asentista Ottavio Centurione para asegurar las provisiones
durante los años 1603—1605, y a la prórroga del arrendamiento de las rentas de los maes—
trazgos con los Fugger para los años 1605-1615.
En mayo de 1603 se creö la llamada Junta del Desempefio General, que goza—
ba de plenajurisdicción en la administración y distribución de la Hacienda Real y
repartía sus competencias con el Consejo de Hacienda en las tareas del desempe—
ño, dejando para él la aplicación de los recortes presupuestarios y las mejoras en la
administración de los ingresos fijos, y asumiendo ella la gestión de los recursos va—
riables y cualquier clase de arbitrios fiscales. Estaba formada por el valido, los pre—
sidentes de Castilla y Hacienda, el confesor real fray Gaspar de Córdoba, el secre—
tario de Estado Pedro Franqueza, el consejero de Hacienda Alonso Ramírez de
Prado y el tesorero general Pedro Mejía de Tovar, pero en la práctica, quedó al
margen de la supervisión del Consejo y se convirtió en un instrumento al servicio
de los privados del valido. Los enfrentamientos entre éstos y el presidente Acuña
EL REINADO DE FELーPE 111 (1598—1621) 475

fueron en aumento. Los escrúpulos de conciencia del nuevo confesor real ante la
corrupción que apreciaba le llevaron a desautorizar las actuaciones de la Junta y a
apoyar tímidamente a sus detractores. Aun así, Felipe III aprobó los supuestos «10—
gros» obtenidos por esta Junta atribuyéndose un desempeño de más de catorce mi—
llones de ducados en los tres años de su gestión, y la renovó en diciembre de 1606
incorporando a otros miembros afines a Lerma.
La reina también presionó fuertemente para denunciar la falsedad de los 10-
gros dela Junta. Aunque Lerma seguía defendiendo a sus colaboradores, a quienes
necesitaba para mantener una capacidad de influencia e información, imprescindi—
ble para el valimiento, sus parientes más allegados le advirtieron sobre la gravedad
de este conflicto que estaba socavando la propia confianza del soberano. La crisis
se resolvió en 1607 con la detención y procesamiento por corrupción de Prado y
Franqueza, y con otras pesquisas realizadas contra Rodrigo Calderón y Pedrálva-
rez Pereira.

3.2.2. La crisis de 1607 y el sistema de asientos generales (1607—1621)

Las Cortes de Madrid de 1607 aprobaron una nueva prórroga del servicio de millo—
nes. En plena negociación de un acuerdo con las Provincias Unidas, y cuando una flota
holandesa había logrado un éxito estratégico y moral muy relevante al destrozar a la re-
cién creada escuadra de la guarda del Estrecho en la misma bahía de Gibraltar, la Coro-
na decidió una nueva suspensión general de consignaciones en noviembre de 1607, para
alcanzar en mayo de 1608 un medio general (acuerdo de compensación y pago de deu—
das) con sus principales acreedores. Se creó con él la denominada Diputación del medio
general, cuya labor se prorrogaría hasta diciembre de 1616 merced a los magníficos re—
sultados que reportaba, y a la dependencia de la Corona respecto a los nuevos créditos
que esta entidad financiera le iba aportando. Los asentistas genoveses consiguieron que
el Rey les cediese la gestión de la deuda consolidada y la amortización de todos losJuros
que quisiesen. La Diputación iue desempeñandoJuros al 7 %, que luego podía vender al
nuevo interes del 5 %, y obtuvo así pingíies beneficios. El presidente de Hacienda Fer—
nando Carrillo fue el impulsor de la pragmática de 1608 que reducía los intereses de los
juros que cargaban las rentas reales. La medida iba encaminada nuevamente al desem—
peño de la Hacienda Real y generó una activa renegociación de la deuda pública
En 1610, una Junta de Hacienda integrada entre otros por los presidentes de Cas—
tilla, Hacienda y Órdenes junto con el nuevo confesor real [ray Luis de Aliaga, propu-
so suspender por un año las consignaciones hechas a los principales asentistas para
poder destinar un millón y medio de ducados a las provisiones ordinarias y extraordi—
narias del año siguiente. En 1612, esta Junta volviô a considerar que, además de pro-
ceder a un drástico recorte de gastos de defensa y reformas más austeras en los gastos
ordinarios de las casas reales, la única solución a las carencias presupuestarias sería
una nueva suspensión de consignaciones. Los asentistas más importantes de la Dipu—
tación del medio general reaccionaron entonces acordando con la Corona un asiento
general y liberando consignaciones para garantizar las provisiones ordinarias de los
siguientes dos años (161 3— 1614). Este sistema de contrataciôn de grandes asientos ge—
nerales chocaba, no obstante, con la necesidad de atender otras importantes partidas
extraordinarias que surgian cada año y acrecentaba el malestar de las ciudades que in—
476 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tervenían directamente en la recaudación de los impuestos. El nivel de gastos anuales


previstos para cada año, a mediados de la segunda década del reinado, se mantuvo en-
tre los ocho y nueve millones de ducados, bastante por encima de lo que solía disponer
la Hacienda Real cada año en los conciertos de estos asientos generales. En 1616 cesó
el funcionamiento del Medio General, y aunque Felipe III se comprometió nuevamen-
te ante las Cortes a no concertar asientos, ni emplear ningún arbitrio fiscal adicional,
se vio obligado a proseguir con la práctica de estos préstamos para atender el reforza—
miento naval que se venía desarrollando desde 1616, la intervención de la Monarquía
en Bohemia y Alemania, el envío de una armada de socorro a Filipinas y la posible
reanudación de las hostilidades en los Países Bajos. Además, en 1616 decretó una
nueva emisión de moneda de vellón puro para los preparativos de una jornada militar
contra Argel, que no llegó a realizarse después de varios aplazamientos. Entre 1616 y
1619, la Corona obtuvo por este procedimiento más de cuatro millones de ducados,
y alcanzó en las tres fases de acuñación antes comentadas hasta diez millones de bene—
ficio con este arbitrio.

3.2.3. Las contribuciones de los reinos: la Corona de Aragón, Portugal y Nápoles

Las dificultades de la Hacienda Real castellana a comienzos del reinado y la con—


solidación de un pensamiento reformista y restaurador en Castilla, propiciaron la for—
mulación de propuestas que contemplaban un incremento de la participación financie—
ra común de todos los territorios de la Monarquía, pues como advertía Baltasar Ála—
mos de Barrientos en su Discurso politico al rey Felipe III. «en otras monarquías
todos los miembros contribuyen para la conservación y grandeza de la cabeza y natu—
rales de ella, como es justo y vemos en lo natural del mundo pequeño del hombre; y en
la nuestra, la cabeza es la que trabaja y da para que los demás miembros se alimenten y
duren». El esfuerzo fiscal castellano y la severa crisis demográfica y económica que
padecieron los reinos peninsulares a fines del siglo XVI sólo podría recuperarse con un
aumento gradual de las demás contribuciones regnícolas, introduciendo mejoras en la
administración fiscal de los distintos reinos, controlando sus mercados monetarios,
reduciendo los costes recaudatorios, limitando la enajenación del patrimonio real, re—
negociando los contratos de arrendamiento de sus rentas, e incluso estableciendo nue-
vos impuestos.
Las iniciativas llevadas a cabo por la Corona carecían de un planteamiento unifi—
cador como el que propugnaba el discurso citado de Álamos de Barrientos: «porque
ningün medio habrá como éste para que todo sea uno, de un ánimo, de un trato, de un
amor y voluntad y todos de Vuestra Majestad... fácilmente Castilla se quedaría Casti-
lla, y Aragón y Portugal serían Castilla... Que en fin unas leyes, unos privilegios, unos
nobles, unos eclesiásticos y poseedores comunes de sus rentas muy brevemente harán
un reino de muchas provincias. Pero que sea uno sólo, y un rey de todos y de todo».
Semejante recomendación estará en la base de la Unión de Armas diseñada por el con—
de—duque de Olivares para Felipe IV. En muchos casos, advertimos que se proponía
una asimilación de estructuras administrativas y expedientes fiscales tomados de Cas—
tilla, pero, en general, se trataba de reducir el déficit de cada reino y mejorar sus con-
tribuciones al esfuerzo financiero común de acuerdo con un principio de reciprocidad
entre los distintos reinos de la Monarquía.
EL REINADO DE FELIPE … (1598— 1621) 477

El primer viaje real 11ev6 a Felipe III a la Corona de Aragón en un periplo motiva—
do por la celebración de sus bodas en 1599 y la posibilidad de recabar de los tres reinos
el servicio extraordinario habitual para los matrimonios reales. Con el apoyo del se—
cretario catalán Pedro Franqueza y mediante una amplia política de captación de vo—
luntades basada en una abundante distribución de títulos nobiliarios y mercedes pecu—
niarias, las Cortes de Cataluña otorgaron a Felipe III 1.100.000 libras, superando las
mejores previsiones de la Corona. Este elevado servicio tuvo, sin embargo, más tras—
cendencia política que económica, pues pese a las dificultades que hubo para hacerlo
efectivo, estableció un vínculo entre el nuevo Rey y sus súbditos catalanes. Pese al de—
saire inicial por el cambio de sede de los matrimonios reales, en estas Cortes se esta—
bleció la prioridad de la ley escrita sobre el derecho común, limitando considerable—
mente la aplicación del derecho civil catalán, y se acordó la construcción de una es—
cuadra de cuatro galeras (que se hizo efectiva en 1607—1608) para asegurar la defensa
costera del Principado y colaborar con las demás escuadras al servicio de la Monar—
quía en el Mediterráneo. En 1601, el monarca volvió a recurrir al Principado para re—
cabar fondos adicionales con los que atender parte de las provisiones generales de
1602. Después de estudiar varias posibilidades, la Corona solicitó empréstitos y «do—
nativos graciosos» a los diputados, a las universidades y villas reales, prelados, titula—
dos y barones, y recurrió a la venta de jurisdicciones y molinos reales.
Uno de los problemas más graves que debían atender los Virreyes y autoridades
del Principado era la lucha contra el bandolerismo, Se utilizaron todo tipo de tácticas
en su represión: levas de somatenes generales o comarcales (1613, 1616 y 1618),
edictos de desarme generales de armas personales como los pedrenyals, reagrupa-
ción de las baronías, extradiciones hacia Aragón y Valencia, pago de recompensas,
perdones a cambio del servicio en los ejércitos reales en Italia y Flandes, quema de
bosques, demolición de casas y castillos… El período más severo en la aplicación de
estas medidas, y el más eficaz, tuvo lugar durante el virreinato del duque de Albur—
querque (1616—1619).
Las Cortes de Aragón, reunidas al paso de Felipe III y Margarita de Austria por
Zaragoza en 1599, le otorgaron 120.000 ducados como servicio extraordinario. El Rey
aprovechó esta visita para levantar los castigos impuestos por las alteraciones de 1592 y
dar por zanjado este episodio en la relación con el reino. A lo largo de su reinado, se
frustraron varias iniciativas para convocar de nuevo a las Cortes de Aragón ( 1606, 1609,
161 1 y 1617) por otras prioridades más acuciantes en Castilla. Aunque se estudiaron di—
versos medios para incrementar las contribuciones aragonesas a los gastos de la Monar—
quía, como la introducción de una media annata sobre todas las rentas reales enajenadas
como mercedes graciosas concedidas por Felipe II y Felipe III y sobre los bienes feuda—
les, a semejanza de una práctica vigente en el estado de Milán, o la venta de titulos y ca—
balleratos, Lerma se mostró contrario, porque sabía que no podrían obtenerse grandes
beneficios y que, en cambio, cualquier novedad podría provocar una compleja contien—
da política de consecuencias imprevisibles; además las concesiones de títulos incremen—
tarían el número de personas con derecho a voto en las Cortes.
Los fuertes vínculos que el valido, sus parientes y aliados tenían con el reino de
Valencia se pudieron apreciar claramente no sólo en la organización de la visita real y
las dobles bodas de 1599, sino también en la celebración de las Cortes de Valencia de
1604. Se suavizaron las severas pragmáticas contra el bandolerismo, se acordaron me—
478 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

didas para reforzar la seguridad del litoral frente a las acometidas de la piratería berbe—
risca, se otorgaron exenciones de impuestos sobre el privilegio de amortización o la
ampliación de la jurisdicción señorial, y se concedieron numerosos títulos de nobleza.
A cambio, las Cortes autorizaron un servicio de 450.000 libras a pagar en dieciséis
años (1605—1621) a razón de 25.000 libras anuales. Como el ritmo de recaudación fue
mucho más lento, se recurrió a un grupo de asentistas para acreditar estas sumas con
anticipaciones. Este servicio fue más rentable económicamente que el de mayor cuan-
tía concedido por los catalanes en 1599, у vino acompañado por otros donativos adi-
cionales. La propaganda del entorno del valido se encargó, en ambos casos, de promo-
ver la trascendencia de semejantes aportaciones de los reinos orientales de la Penínsu—
la al esfuerzo fiscal de la Monarquía.
Durante el reinado de Felipe III se puso también particular empeño en proseguir
el desarrollo institucional prefijado por los acuerdos aprobados en las Cortes de To—
mar de 1581 para la agregación de la Corona de Portugal a la Monarquía hispánica.
Este nuevo impulso se articuló atendiendo a dos objetivos prioritarios que trataban de
conseguir un control más eficaz de su gobierno y un mayor rendimiento de sus recur—
sos fiscales y financieros. Se planteó la necesidad de modificar lo acordado sobre el
gobierno del reino, estableciendo un virreinato que pudiese incumplir el requisito
constitucional de un titular de sangre real, de manera que pudieran ser designados para
este cargo nobles titulados, cardenales u otros prelados de acuerdo con el modelo exis—
tente en la Corona de Aragón e Italia. Esta fórmula acababa con la igualdad reconoci—
da entre Castilla y Portugal por los estatutos de Tomar, permitía limitar la división de
poderes que implicaba el mantenimiento de un virreinato principesco, reduciendo
considerablemente sus gastos, y consolidaba un mecanismo de intervención del poder
central sobre el poder regnícola, cuyos lazos con la Monarquía se verían reforzados
por el desarrollo de otras instituciones permanentes 0 temporales junto al soberano y
en el reino. La elección del nuevo virrey recayó en el portugués Cristóbal de Moura, el
mayor privado de los últimos años del reinado de Felipe 11.
Por lo que respecta a la administración fiscal y financiera, cabría destacar la crea—
ción del Conselho da Facenda en 1591 y del Conselho da India en 1604, aunque este
último fuera suprimido diez años después por el amplio rechazo que suscitó su ges—
tión, pero también la reforma de la Mesa da Conciencia y las Órdenes en 1608, y del
Consejo de Inquisición de Portugal en 1613. Además, desde 1600 hasta fines de 1607
actúa la denominada Junta de Hacienda de Portugal, integrada por ministros castella—
nos y portugueses, cuyo propósito es incrementar los ingresos de la Hacienda lusa (to—
das las rentas ordinarias y extraordinarias de Portugal y sus dominios ultramarinos,
los monopolios interiores, los servicios de los judeoconversos...), mejorar su gestión
financiera (gastos de la Hacienda, administración y casas reales, ejecución de deudas,
reforma de oficios...) y resolver los conflictos competenciales en la administración ha—
cendística. Se obtuvieron notables ventajas en la renegociación de los arrendamientos
de rentas en los primeros años de funcionamiento de esta Junta, y mejoró el control de
la Corona sobre los recursos fiscales portugueses, pero las iniciativas que pretendían
reproducir en Portugal expedientes fiscales propios de Castilla como las alcabalas
(1605) о un servicio de Cruzada (1609) fracasaron o ni tan siquiera contaron con el
apoyo regio. Desde 1602, la Junta estuvo controlada por los hombres de confianza del
valido, pero prácticamente desapareció tras los procesamientos de 1607. La debilidad
EL REINADO DE FELIPE 111 (1598-1621) 479

de Lerma le forzô a alcanzar un acuerdo con Moura por el que se admitiría la entra-
da de ministros castellanos en el Consejo de Portugal. Cuando Felipe Ill visitó el reino
en 1619 у se celebraron cortes para la jura del principe Felipe como heredero, se le hi-
cieron instancias sin éxito para que trasladase temporalmente su corte a Lisboa 0 para
que su hijo se quedase como virrey gobernador.
En el comercio ultramarino e internacional que confluía en Lisboa y otros puer-
tos portugueses, el capital mercantil y financiero de los cristianos nuevos o judeocon—
versos era esencial. Para reducir la presión que ejercía sobre ellos la Inquisición y la
administración real, varios miembros destacados de esta minoría propusieron a la Co-
rona en 1598 que, a cambio de un perdón general, de mejorar su integración social y de
libertad de movimientos hacia Castilla, Portugal y sus respectivas colonias concede—
rían un donativo de 670.000 cruzados, la cancelación de las deudas pendientes y un
préstamo de medio millón de cruzados para aplicar en las naos de la India Oriental. El
rechazo del Consejo del Portugal, el clero y los gobernadores del reino contrarrestó es—
tas negociaciones, ofreciendo a Felipe III un donativo alternativo de 800.000 cruzados
para paliar las necesidades presupuestarias de la Corona. No obstante, el Rey y Lerma
acordaron con los conversos, en 1601, la entrega de 200.000 cruzados, autorizando su
libertad de movimiento entre los distintos territorios de la Monarquía. Muchos de los
hombres de negocios importantes y sus redes familiares abandonaron Portugal y se
asentaron en Castilla, 0 se trasladaron a los dominios ultramarinos para desarrollar
prósperas actividades comerciales y financieras. Sin esta salida no se explica la nota—
ble expansión de su influencia en las redes mercantiles de la Monarquía, que resulta—
rían vitales en las décadas siguientes. Para obtener su tan ansiado perdón general con
un breve del papa Paulo V de 1604, que gestionó la diplomacia española y el interés
personal del valido, los conversos portugueses se comprometieron a pagar 1.700.000
cruzados como indemnización por las confiscaciones de bienes que dejarían de perci—
birse y cancelar la deuda consolidada, repartiendo además elevadas propinas que as-
cendieron hasta otros 100.000 cruzados.
El perdón general fue promulgado en Portugal en enero de 1605 y provocó algu-
nos tumultos en diversas ciudades portuguesas, constantes quejas entre sectores del
clero y la Inquisición, y malestar en la propia administración del territorio. Se produjo
una sensible reducción del número de mercaderes y hombres de negocios conversos
que operaban en Portugal, así como una pérdida cualitativa y cuantitativa de contribu—
yentes para la Hacienda Real. El desarrollo de una activa correspondencia entre las fa—
milias asentadas en territorios extranjeros y en dominios de la Monarquía facilitó un
incremento, no sólo de estas redes comerciales internacionales, sino también del con—
trabando, el espionaje y un comercio desfavorable para los intereses de la Monarquía.
Además, esta política de concesiones y libertad de circulación a cambio de dinero de—
sacreditaban la imagen de la Monarquía católica, pues muchos de estos conversos
emigraban a tierras protestantes e infieles, o volvían a practicar la religión judaica al
entrar en contacto con otras comunidades hebreas. Coincidiendo con un cambio más
intolerante en la política de la Corona, que se aprecia en diversos ámbitos de actua—
ción, como la propia expulsión de los moriscos y otras medidas represivas contra los
gitanos, a partir de 1610 se reinstauró la normativa que restringía los movimientos y la
promoción de los conversos, y se incrementó nuevamente la presión inquisitorial. Sin
embargo, las medidas aprobadas entre 1610 y 1619 para que regresasen obligatoria-
480 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

mente los conversos radicados en ultramar no pudieron aplicarse por la importancia


que éstos tenían en la actividad comercial y la vida pública de las colonias. Otro fac—
tor que vino a enturbiar las relaciones de la Corona con las elites mercantiles y nobilia—
rias de Portugal fue el incremento de la presión neerlandesa sobre las colonias ultra—
marinas por la actividad hostil de la Compañía de las Indias Orientales (VOC) desde
su creación en 1602.
En 1604, además del servicio otorgado por las Cortes valencianas, la Corona so—
licitó a los reinos de Sicilia y Nápoles un «servicio gracioso» extraordinario por la
cuantía más elevada que fuese posible. Gracias a la mediación del regente del Consi—
glio Collaterale Fulvio di Costanzo, el Parlamento napolitano aprobó el pago de
800.000 ducados en cinco años que se destinarían a desempeñar la Hacienda Real
de Nápoles y a costear algunos de sus gastos de defensa ordinarios. En los virreinatos
del conde de Benavente (1603—1610) y del conde de Lemos (1610—1616) asistimos a
un esfuerzo decidido en el análisis de los principales problemas económicos del reino
y al desarrollo de una importante política de reformas. El objetivo primordial era aca—
bar con el déficit presupuestario anual, cifrado entre un millón y 600.000 ducados, ha—
ciendo recortes en los gastos excesivos o menos necesarios, combatiendo el fraude y
buscando nuevos arbitrios. En 1606 se creó una junta particular que propuso la intro—
ducción de una imposición sobre la sal о el vino, la venta de jurisdicciones y lugares
de realengo, el registro de instrumentos y escrituras, o la creación de un banco real que
actuaría como depositaria general de lo recaudado en penas pecuniarias y arriendos de
rentas. Parte de estas medidas empezaron a aplicarse progresivamente al año siguien—
te, y cuando se estableció el Medio General de l608 se pensó en la posibilidad de
aprovechar las diferencias existentes en el cambio de moneda y en los tipos de interés
entre Castilla y Nápoles para obtener un rendimiento más alto.
Sin embargo, las reformas introducidas después por el conde de Lemos, que era so—
brino de Lerma, para el desempeño de la hacienda napolitana y la mejora de su adminis—
tración, se convirtieron en un paradigma de la recuperación económica y financiera ala
que aspiraba la Monarquía en los años centrales del reinado. El verdadero artífice de
esta política fue Miguel Váez, un acaudalado comerciante de origen portugués radicado
en Nápoles. Se reformó el sistema de los bilanzi (tanteos de la Hacienda del reino, que se
confeccionaban cada seis meses) corrigiendo errores contables que supusieron una no—
table reducción del déficit anual. Se suprimieron oficios superfluos, entretenimientos y
ventajas, se recortó el uso particular de las licencias de exportación (tratas) y los arren-
damientos de rentas reales, y se redujeron los intereses de la deuda pública que pagaba la
Corona y las universidades (lugares de realengo). Aunque Lemos trató de acabar con la
salida de moneda y dinero fuera del reino, fue su sucesor, el duque de Osuna, quien supo
paliar esta falta de numerario facilitando la entrada de moneda siciliana. La capacidad
gestora de Lemos también se advierte en la recopilación de la legislación existente y el
control de los arrendamientos de las rentas reales. En 1612 creó, además, la nueva Caja
Militar, separando dentro de la tesorería general las partidas civiles de las consignacio-
nes militares, centralizando todo el sistema de pago y financiación de la administración
militar. А1 término de su mandato, las rentas del patrimonio real habían aumentado has—
ta alcanzar casi un millón de ducados anuales sin necesidad de haber recurrido a la im—
posición de nuevas gabelas y se habían ahorrado cerca de otro millón en gastos. Fue re—
compensado con la presidencia del Consejo de Italia.
EL REINADO DE FELIPE ш (1598-1621) 481

3.3. LA EXPULSIÓN DE L SMORISCOS

3.3.1. Politicus de evangelización y represión

La decisión más drástica y cruel que ha marcado la historia del reinado de Feli-
pe III fue la expulsión general decretada contra la población morisca en 1609. Desde
el levantamiento de las Alpujarras y la denominada guerra de Granada (1568—1571), la
abundante presencia de moriscos en Valencia y Aragón se veía no sólo como un pro—
blema de asimilaciôn confesional sin resolver, sino también como una cuestión pen—
diente de seguridad peninsular, considerando que en cualquier momento crítico esta
población podría convertirse en una <<quinta columna» favorable a los ataques berbe—
riscos y turcos en las costas mediterráneas. Durante el reinado de Felipe II, mientras se
aplicaba con rigor y amplitud la reforma católica acordada en Trento, se realizó un es—
fuerzo notable en el desarrollo de medidas de asimilación y evangelización de la po—
blación morisca, en la que desempeñó un papel primordial el patriarca Juan de Ribera,
arzobispo de Valencia desde 1569 hasta su muerte en 161 l. En esta labor, se prepara la
reforma de la organización parroquial desdoblando muchas de las parroquias existen—
tes, dotándolas mejor en personal y recursos, ampliando las rectorías y erigiendo va—
rios seminarios. Se imprimen nuevos catecismos, se promueven verdaderas campañas
misionales y se ejerce una mayor presión inquisitorial, especialmente contra alfaquíes
y dogmatizadores islámicos. La aplicación de estas medidas sufre constantes rece—
sos y su limitado alcance brinda nuevos argumentos a los partidarios de soluciones
más radicales e intransigentes.
Cuando Felipe II se hallaba plenamente inmerso en la dirección de una política
exterior definida por las prioridades de sus compromisos atlánticos tras la incorpora-
ción de la Corona de Portugal, celebró en 1581 y 1582 en Lisboa varias juntas particu—
lares sobre la cuestión morisca, como un problema de seguridad motivado por los con—
tactos detectados con Argel. Aunque ya entonces se llega a hablar de exterminio y
deportación general, en lugar de la dispersión interior realizada en 1571 con los moris—
cos granadinos rebeldes, la falta de una motivación suficiente para justificar la ri guro—
sidad de semejantes medidas, y la necesidad de buscar una coyuntura internacional
más favorable y segura para acometer esta gigantesca empresa, obligará a posponerla
y a mantener los esfuerzos de evangelización en marcha. Además, como paso previo a
esta <<solución final», sería necesario no sólo desarmar a la población morisca que
prestaba servicio con las lanzas señoriales en la defensa costera del Levante, sino tam—
bién convencer a la aristocracia provincial mediante compensaciones económicas о
patrimoniales, y a los acreedores de los moriscos arbitrando soluciones a las rentas
que percibían a través de juros y censales. El propio envío del marqués de Denia como
virrey de Valencia en los años 1595— 1597 puede entenderse en esta línea de actuación
de la Corona. Él fue responsable de poner en marcha la nueva milicia efectiva del rei—
no con el apoyo de la aristocracia valenciana y de las ciudades, cuya finalidad era esta—
blecer un nuevo sistema defensivo que redujese definitivamente la dependencia de los
vasallos moriscos en esta materia, desarrollando en su lugar una estructura de base
esencialmente urbana.
Cualquier decisión global sobre la seguridad peninsular en el Mediterráneo pasa—
ba necesariamente por sus implicaciones con la política norteafricana de la Monar—
482 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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FUENTE: H. Lapeyre, Géographie de l‘Espagne morisque, SEVPEN, Paris, 1959, p. 279.

MAPA 17.1. Distribución de la población morisca a principios del siglo XVII.

quía. Durante todo el reinado se aprecia un interés constante por esta fachada meridio—
nal que cuenta con el apoyo personal del valido, y cuya importancia radica en ser un
espacio vital para las comunicaciones con los dominios italianos, pero también por el
intenso flujo comercial de mercantes septentrionales que circulaban hacia el Medite—
rráneo. Desde la elección de Valencia y Denia, en lugar de Barcelona, como sede para
la celebración de las dobles bodas de 1599, se suceden acciones encaminadas a refor—
zar la presencia militar y estratégica de la Monarquía en el norte de África y en el Me—
diterráneo occidental: los proyectos contra Argel en forma de empresas (1601, 1602 y
1617—1619) 0 de operaciones encubiertas, como las negociadas con el rey del Cuco
y otros intermediarios; la creación de la escuadra de la guarda del Estrecho (1607—
1621) y dela escuadra de galeras de Denia (1616— 1621); las incursiones de la Armada
de Mar Océano en el Mediterráneo, la ocupación de Larache (1610) y La Mamora
(1614); y la participación española en los conflictos civiles y sucesorios del reino de
Marruecos entre Muley Zidán, Abdalá y Muley Xeque. La actividad corsaria berberis—
ca seguía siendo un motivo de preocupación para la seguridad del estrecho, pues algu—
nas expediciones habían llegado a amenazar las Canarias y las costas portuguesas y
gallegas. Además, el comercio de los mercantes ingleses y neerlandeses hacia el Me—
diterráneo, sometido a fuertes presiones por el embargo general de 1598 y el decreto
EL REINADO DE FELーPE (1598—1621) 483

del treinta por ciento aprobado en 1603, encontraba refugio en los puertos norteafrica-
nos y proveía de barcos de alto bordo, marinería adiestrada y artillería al corso berbe—
risco. Aunque esta situación se fue agravando a lo largo del reinado, la sensación de
inseguridad afectaba básicamente a las zonas costeras y al tráfico marítimo. En la
práctica, los rumores sobre intrigas de la población morisca para levantarse coinci—
diendo con un ataque combinado a mayor escala de corsarios berberiscos, fuerzas oto—
manas y otros enemigos septentrionales no parecían sustentarse en pruebas tangibles,
ni los moriscos disponían de los recursos militares y materiales necesarios.
Felipe III ya había visitado el reino de Valencia en 1586 para jurar ante las Cortes
como heredero; regresó en 1599 para celebrar sus bodas y se interesó particularmente
por las medidas de evangelización llevadas a cabo, conociendo de cerca la situación
de la población morisca. Volvió nuevamente en 1604 para intervenir en las Cortes que
aprobaron un elevado servicio de 450.000 libras, cuatro veces superior a los concedi—
dos en el siglo XVI. Hasta 1608 la política oficial era partidaria de fomentar las campa—
ñas de asimilación, aunque los defensores de una solución final eran cada vez más nu—
merosos e influyentes en el entorno del soberano.

3.3.2. La solución final a la cuestión morisca

La decisión de la expulsión no fue improvisada. El 29 de octubre de 1607 se trató


en una Junta de tres consejeros una enorme cantidad y variedad de documentación re—
lativa al problema morisco desde las discusiones de Lisboa de 1581. El resultado de
esta nueva consulta seguía avalando la evangelización, pero prorrogada solamente un
año más antes de adoptar otras medidas represivas. La muerte del confesor real al año
siguiente y su sustitución por fray Luis de Aliaga, la evolución de las negociaciones de
una tregua en los Países Bajos que brindaría la oportunidad de disponer de los recursos
navales y militares necesarios, los fracasos de Muley Xeque en Marruecos y la propia
debilidad política del valido tras la crisis producida por los procesamientos de varios
hombres de su confianza, serían factores determinantes para que Felipe III aceptase fi—
nalmente la expulsión.
El decreto se publicó en Valencia el 22 de septiembre de 1609, aunque los prepa—
rativos militares ya venían realizándose desde la primavera. En una semana empeza—
ron a embarcar en los navíos mercantes españoles y extranjeros atraídos por las venta—
jas de los fletes, que debían pagar los propios expulsados malvendiendo sus bienes en
apuradas subastas. En convoyes sucesivos, bajo escolta naval de las escuadras de ga—
leras y la Armada del Mar Océano, fueron saliendo de la península por los puertos y
rutas de embarque preparadas al efecto con destino principalmente hacia el norte de
África, pero también hacia otros puntos del Mediterráneo. En los tres primeros meses
habían sido expulsados más de 116.000 moriscos. Si bien la mayoría no opusieron
apenas resistencia, se produjeron algunos levantamientos importantes en el valle de
Ayora, en la Muela de Cortes y en el valle de Laguar, que fueron sofocados con una
dura represión de los tercios y la milicia efectiva del reino. En los obispados de
Orihuela y Tortosa, las autoridades religiosas consiguieron retener a sus vasallos mo—
riscos certificando su condición de buenos cristianos.
En 1610 prosiguió la operación con unos 55.400 moriscos de Aragón y Cataluña,
principalmente a través del puerto de los Alfaques y de la frontera con Francia. En
484 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Andalucia, la dispersión de la población morisca y su relativa importancia socioeco—


nómica en muchos municipios limitó el número de expulsados a unos 36.000 a media—
dos de 1610. En cambio, en Castilla existían antiguos mudéjares tradicionalmente
arraigados en muchas ciudades, a los que se les ofreció una salida voluntaria hacia Tú—
nez mediante un decreto de 28 de diciembre de 1609, y otros grupos de moriscos gra—
nadinos dispersados tras las revueltas de 1568—1570, cuya expulsión se acometió en el
verano de 1610 hasta alcanzar una cifra de 32.000 personas. Aunque el proceso se
completó con una increíble eficacia estadística y administrativa y en un tiempo récord,
entre huidos, expulsados que regresaron y se asimilaron, moriscos litigantes que acu—
dieron a los tribunales, y apoyos eclesiásticos o señoriales, en 1614 se decretò un «per—
feccionamiento» de esta medida que elevò la cifra final hasta los 275.000 expulsados.
Entre los expulsados, la mayoría se sentían españoles o naturales de las regiones de
procedencia de la Península, y no eran aceptados de buen grado por sus «pretendidos»
correligionarios islámicos en el norte de África. Los que no consiguieron regresar se
integraron en las comunidades de recepción, llegando incluso a establecerse en Tú—
nez, Salónica, Anatolia y Constantinopla, y pasando a engrosar las fuerzas del corso
berberisco, los ejércitos marroquíes o las armadas otomanas.
La pérdida de población (aproximadamente un 4 % del total) que la expulsión de
los moriscos supuso para la Monarquía fue muy significativa, sobre todo por tratarse
de campesinos y artesanos cualificados en la agricultura de regadío y hortofrutícola, la
producción sedera y el transporte, pero también en otros ámbitos como la medicina y
la farmacopea. Además, los cambios de propiedad y arrendamiento de las tierras con
bienes de moriscos afectaron a los acreedores y rentistas civiles y religiosos que vi-
vían de ellos. Al endeudamiento de la nobleza valenciana se sumó la pérdida de rentas
de sus vasallos moriscos, compensada solamente con la propiedad de nuevas tierras.
Sin embargo, la expulsión produjo un enorme rédito político al monarca católico y su
valido, que se apresuró a liderarla, y fue presentada en sermones y crónicas como el
verdadero final de la Reconquista. Causó además un gran impacto en todas las Cortes
europeas, demostrando la capacidad operativa de la Monarquía y la propia renuncia a
un elevado número de vasallos en defensa de una más firme cohesión confesional y
seguridad interior.

4. Crisis del valimiento

La influencia en la corte del valido empezó a debilitarse progresivamente en


cuanto se vio privado de sus más directos colaboradores en 1607—1608. La facción que
conformaban los Sandovales y sus aliados se fue disgregando en varios grupos gracias
a los poderes más independientes que detentaban algunos de sus miembros. Hasta su
muerte en 161 1, la propia reina Margarita se enfrentó repetidas veces al control que
ejercía el duque de Lerma en palacio y contra su influencia en la política de la Monar-
quía y, aunque Felipe III quiso reafirmar su confianza en el valido mediante el decreto
remitido en 1612 a todos sus consejos, también compartía esta privanza con la de otros
personajes y familiares, entre los que destacaban el primogénito de Lerma (duque de
Uceda), el confesor real fray Luis de Aliaga y el príncipe Filiberto Manuel de Saboya
(sobrino de Felipe III).
〝 EL REINADO DE FELIPE lll (1598—1621) 485

A esta progresiva pérdida de poder en la Corte y en los consejos se sumó el des—


contento que generaba su política de paz y quietud, que había supuesto el implícito re—
conocimiento de las Provincias Unidas como un estado soberano y la admisión del ar—
bitraje francés en la paz de Asti de 1615. Además, el éxito de Lerma en el concierto de
los matrimonios con Francia había asegurado temporalmente la neutralidad de esta
potencia a costa de los intereses dinásticos de la casa de Austria. Consciente de su de—
bilidad política, Lerma utilizó su influencia en Roma para convertirse en cardenal, en
1617, y beneficiarse de una nueva posición bajojurisdicción eclesiástica, que sin em—
bargo acabó acelerando su distanciamiento con el Rey. Aunque ejercía también el car—
go de ayo del principe Felipe desde que se creó su casa en 1615, y trató de limitar la in—
fluencia que Uceda ejercía en la distribución del patronazgo real apoyando el ascenso
de su sobrino el conde de Lemos, Felipe III acabó aceptando la salida de la Corte de
este pretendiente y, poco después, el dia de su santo en 1618, la del hombre más pode—
roso de su reinado.
El Rey informó a los consejos que asumiría personalmente las tareas de gobierno
sin la mediación de un valido. La propaganda política y las sátiras contra el valimiento
de Lerma y sus servidores estaba desacreditando toda su labor, la Corte carecía de un
único hombre fuerte y distintas facciones pugnaban por controlar el patronazgo real y
los consejos. No podemos considerar a Uceda un verdadero valido de Felipe 111. Ё1
nunca quiso incorporarse al Consejo de Estado, favoreció la promoción de Baltasar de
Zúñiga en lugar de dejar entrar a su rival, el conde de Lemos, y dejó que el duque del
Infantado desempeñase un papel muy relevante. Compartía la influencia en el entorno
del soberano con el confesor Aliaga, el presidente de Hacienda y el presidente de Cas—
tilla. El procesamiento de Rodrigo Calderón concluyó con su ajusticiamiento en la
Plaza Mayor de Madrid en 1621, convertido ya a comienzos del reinado de Felipe IV
en un juicio público y político contra la privanza de los Sandovales y de Lerma, que
eran investigados por corrupción y enriquecimiento. El cardenal duque de Lerma mu—
rió en Valladolid en mayo de 1625 aquejado por el largo embargo de sus rentas y «des-
truido... en reputación, en salud y en hacienda sin hacerse caso» de su dignidad y sa-
cerdocio. Felipe III falleció en 1621 a una edad prematura y dando muestras de arre—
pentimiento por haber dejado hacer a sus privados más de lo que les correspondía:
<<¡Ha!, si Dios me diera vida, cuán diferentemente gobernara». Últimas confesiones
que hacía al jesuita Jerónimo de Florencia en su lecho de muerte, en un gesto acorde
con el examen de conciencia propio de un monarca católico agonizante.

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CAPÍTULO 18

FELIPE IV Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO


1621-1643

por GREGORIO COLÀS LATORRE


Universidad de Zaragoza

Felipe III dejö a su hijo una herencia envenenada. Castilla, el corazón de la Mo—
narquía, se hallaba sumida en plena recesión económica y caminaba imparable hacia
una profunda reestructuración económica que impondría el dominio aplastante del
sector primario. La sociedad había perdido el dinamismo de los «grupos medios». De
nada había servido el periodo de paz inaugurado con la Tregua de los Doce Años. La
Hacienda Real seguía ahogada en el endeudamiento y el déficit crónico. Y no había vi—
sos de que se pudiera invertir la tendencia. En la Corte y en Castilla, un sector de la SO—
ciedad pedía urgentes reformas que enderezaran la situación. Con no menos insisten—
cia, otro grupo no menos iniluyente, que podía coincidir con el anterior, renegaba del
pacifismo vergonzoso del anterior gobierno y exigía volver a los tiempos de Felipe II,
olvidándose de que parte de los problemas procedían precisamente de la política prac—
ticada por el Prudente. Armonizar ambos postulados —recuperación y prestigio— pa—
rece una tarea imposible. Sin embargo, no opinaban así los nuevos dueños del poder
‚…

que hicieron de los dos el fundamento de su programa de gobierno. En el otro extremo


macaw 〈

de la relación, las cosas eran bien distintas. Holanda, el talón de Aquiles de la Monar—
quía, había utilizado la paz para incrementar su poder económico y fortalecer su posi-
ción. En el resto de la Península, Aragón y Valencia, vivían todavía inmersos en el co-
lapso provocado por la expulsión de los moriscos. Cataluña y Portugal mostraban un
descontento creciente ante la política autoritaria de la Monarquía.

l. El gobierno

1.1. EL REY: FELIPE IV EL GRANDE

El 3l de marzo de 1621, Felipe IV (1605-1665), a quien los cortesanos y propa—


gandístas apellidaron el Grande, era proclamado rey de Castilla. Tenía dieciséis años
488 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

y estaba casado desde 1615 con Isabel de Borbón (1602—1644). El matrimonio tuvo
siete hijos. De ellos, cinco hijas murieron prematuramente. Baltasar Carlos ( 1629-
1646) expiró en Zaragoza a los 17 años. Sólo le sobrevivió María Teresa (1638—1683)
que casó con Luis XIV. Tras la muerte de Isabel, contrajo de nuevo matrimonio, en
1648, con su sobrina carnal María de Austria, hija del emperador Fernando III. De esta
unión nacieron cinco hijos. Tres fallecieron también muy pronto. Los otros dos fueron
Margarita María (1651-1673), que casó con el emperador Leopoldo I, y Carlos
(1661-1700), el sucesor, en el que la endogamia practicada contra toda razón dejaría
su huella más cruel. De sus amores adúlteros con la actriz María Calderón, la Caldero—
na, tuvo a Juan José de Austria (1629-1679) llamado a un destacado protagonismo en
el inmediato futuro de la Monarquía.
De la vieja imagen de Felipe IV queda poco. La última historiografía mantiene su
inclinación por las mujeres y su condición de mecenas, destacando especialmente
su amor al arte, pero desecha, por falsas, las acusaciones de monarca apático, despreo-
cupado y débil, víctima fácil de su valido. Tras su coronación prestó atención alos asun—
tos de gobierno, pero este interés duró poco. Fue el impulso de la novedad y, quizá más,
fruto del deseo de todo hijo de superar los defectos del padre. Pronto se dedicó a vivir su
juventud, contando con el Conde—Duque en sus correrías nocturnas. Sólo tras la penosa
enfermedad de 1627 empezó a despachar habitualmente, se mantuvo al día de los asun—
tos de su Monarquía y pasó largas horas leyendo documentos y anotando la opinión que
le merecían. Tampoco el entendimiento entre rey y valido fue perfecto. Durante los 28
años de relación tuvieron diferencias frecuentes, en ocasiones profundas, que provoca—
ron un progresivo distanciamiento hasta consumarse en 1643, cuando Felipe IV le co-
municó que estaba dispuesto a aceptar la renuncia que tantas veces le había presentado.
A los historiadores ha interesado más el valido del rey que el propio rey.

1.2. EL VALIDO: DON GASPAR DE GUZMÁN Y PIMENTEL

Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, segundo hijo de don Enrique de Guzmán,


conde de Olivares, nació en Roma en 1587 donde su padre era embajador. Destinado,
como tantos otros segundones, a la carrera eclesiástica, fue enviado en 1601 a estudiar
cánones y leyes a la Universidad de Salamanca, donde fue elegido rector por sus com—
pañeros. Tras la muerte de su hermano mayor, abandonó los estudios para hacerse car—
go de la herencia familiar. En 1607 casó con su prima hermana y sobrina de don Balta—
sar de Zúñiga, doña Inés de Zúñiga, que le dio tres hijos de los que sólo sobrevivió Ma—
ría, que murió en 1526 de sobreparto a los 25 años, sin dejarle heredero.
Corto de estatura, fuerte, y robusto, era de temperamento ardiente, dinámico, in—
cansable y propenso a los proyectos grandiosos. Alternaba el entusiasmo más exalta—
do con el decaimiento. Podía dejarse llevar por arrebatos de cólera o mostrarse amable
y adulador con su interlocutor. Su carácter se fue deteriorando. Al final de su carrera
sufrió, al parecer, periodos de esquizofrenia mientras su autoritarismo degeneraba en
despotismo. Olivares era un hombre culto. Contaba con una de las mejores bibliotecas
privadas de la Europa del siglo xvu. Alardeaba, llegado el caso, de su rica erudición.
Conocía bien a los arbitristas y militaba en la corriente reformista que desde principios
de siglo pretendía enderezar el rumbo de Castilla y de la Monarquía.
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490 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Políticamente, don Gaspar era ambicioso y aspiró pronto a dirigir la Monarquía.


Encontró su oportunidad en 1614, cuando, en un monumental error del duque de Lerma,
fue nombrado gentilhombre de cámara de la recién creada casa del príncipe. Con enor—
me habilidad, Olivares, que militaba en el «bando reformista» de su tío don Baltasar de
Zúñiga, no tardó en ganarse al futuro Felipe IV. El nuevo rey le mostró sin reparos su
aprecio y gratitud. En 1621 era nombrado grande de España y designado sumillers, de
corps. Miembro del Consejo de Estado en 1622. En 1623, caballerizo mayor, que le
otorgaba un acceso privilegiado al rey. Duque de San Lúcar la Mayor en 1625. Camare—
ro mayor en 1636. Además de otra serie de oficios y dignidades que resulta largo de enu—
merar. Nada acabó interponiéndose entre la persona del rey y la suya.
El valimiento de los Sandoval acabó con Felipe 111. Cuando el duque de Uceda,
siguiendo el protocolo del momento, le preguntó a quién debía entregar los papeles de
Despacho, Felipe IV le respondiö que a Don Baltasar de Zúñiga quien a partir de este
momento dirigirá, con el Conde—Duque en segundo plano, los asuntos de la Monar—
quía durante unos meses. Tras su muerte en octubre de 1622, Olivares quedó como
único dueño de la Monarquía hasta su caída. Aunque durante tres años un triunvirato
se repartió los cargos que antes había monopolizado el desaparecido Zúñiga, ahora era
a todos los efectos el nuevo valido.
Pero había grandes diferencias con su predecesor. Mantuvo una política de ma-
nos limpias, aunque a su sombra parientes y amigos acumularon títulos y riquezas sin
escrúpulos. Trabajó sin descanso por la Monarquía aunque fracasara en todos los fren-
tes y la condujera a la más completa ruina. En realidad, el nunca aceptó la condición de
valido. Pretendía ser considerado como un primer ministro, que se repartía las tareas
de gobierno con el monarca. No obstante fue consciente de su fragilidad. Por eso y por
las exigencias de su programa, además de apropiarse de la persona del rey, fue sustitu—
yendo a sus posibles enemigos de la Casa Real y de los Consejos por familiares y gen—
tes de su hechura. En 1625 la Casa Real era un coto olivarista y hacia 1630 el gobierno.
Además, en defensa de su política se sirvió de escritores como Quevedo, que más tar-
de militaría en su contra y sería encarcelado en 1639, y Hurtado de Mendoza. También
manejaron este recurso mediático sus enemigos. Su política de exclusión y su tempe—
ramento despótico le granjearon una fuerte oposición en el interior, que emergió con
fuerza en momentos considerados especialmente propicios, como fue la enfermedad
del Rey en 1527 o en la crisis de 1640. Paniletos de todo tipo arremetieron sin piedad
contra el omnipotente valido. En el exterior, también en 1635, Richelieu defendió las
razones francesas por el mismo medio. La literatura polémica fue un instrumento polí—
tico importante del momento.
Expuso sus ideas políticas en memoriales que remitió al Rey hasta 1639. Para su
gobierno se sirvió de Juntas que tenían una función especialmente administrativa.
Como en casi todo también aquí mostró su carácter desmedido. Se han llegado a con—
tar hasta 17 Juntas.

2. El programa de gobierno. La política interior

El programa político de Olivares respondía a los conceptos de restauración y re—


putación, que se habían ido forj ando a principios del siglo XV I I. La restauración impli—
FELIPE IV Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621-1643) 491

caba la recuperación de la autoridad real dilapidada por Lerma y su gobierno como


fundamento de la grandeza de la Monarquía. Esta Obsesión por la grandeza del Prínci—
pe encuentra su expresión plástica en la construcción del Palacio del Buen Retiro
(1631—1633), que provocò numerosas y aceradas críticas de sus enemigos. La repu—
tación suponía la defensa de los intereses de la Monarquía por cualquier medio, inclui-
do el de las armas allí donde fueran discutidos. El referente era Felipe II a quien se pre—
tendía imitar en sus Objetivos: defensa de la fe católica y de la autoridad inalienable de
la Monarquía. El medio para conseguir ambos fines era la <<reformación» que, propug-
nada por los arbitristas inquietos por la situación general de Castilla y por su futuro,
había sido asumida por un cierto sector de la sociedad castellana. Hijo de este ambien—
te, el programa, que expuso en memoriales, tiene una deuda impagable con los arbi—
tristas y con las ideas mercantilistas del momento. Su novedad no estaba en los conte—
nidos sino en la energía derrochada en su defensa y aplicación.

2.1. EL PROGRAMA DE REFORMAS

El nuevo equipo empezó su programa, como parece lógico, por la moral, que se
pretendía renovar. En 1621 fue creada la Junta de Reformación, que debía vigilar las
costumbres y erradicar los vicios del pasado. Apenas tuvo actividad. Entre sus medi—
das más llamativas estuvo la de obligar a presentar un inventario de sus bienes a todos
los que hubieran desempeñado algún cargo desde 1603. Al año siguiente la declara—
ción, que debía ser jurada y presentada ante un juez, fue retrasada hasta 1592. Nadie se
sintió aludido ni acudió a los tribunales. Poco después ambas disposiciones, que se
consideraban atentatorias a la honra —el pobre sufriría la humillación de sus vecinos
y el rico suscitaría su envidia— fueron revocadas. El fracaso de la Junta era evidente.
No se fue tan condescendiente con los principales sandovalistas. Uceda fue dete—
nido. Los bienes de Lerma embargados. Rodrigo Calderón, el favorito de Lerma y la
persona más odiada de Castilla y elegido por eso como la víctima que mejor servía a
los intereses de los nuevos dueños del poder, fue condenado a muerte y decapitado.
Otros, como el inquisidor Aliaga y Francisco de Acevedo, presidente del Consejo de
Castilla, que habían gozado de gran influencia durante el valimiento de Uceda, acaba—
ron abandonando su puesto. Los mismos Zúñiga y Olivares se negaron a recibir mer—
cedes y renunciaron a los 100.000 ducados que el Rey donaba a Lerma y Uceda cada
vez que le notificaban la llegada feliz de la flota indiana. La intención era mostrar con
el ejemplo que las cosas iban a ser distintas. Mientras, la Junta de Reformación langui—
decía, a finales de verano de 1622 fue creada la Junta Grande de Reformación que de—
bía dar un impulso definitivo a las reformas. De la misma se dio cuenta a las Cortes el
3 de septiembre. El 20 de octubre se remitía a las ciudades una extensa carta con las
medidas que se iban a poner en práctica y se pedía su colaboración. El 10 de febrero de
1623, las propuestas, con algún pequeño añadido, pasaron a convertirse en leyes con
la promulgación de los Artículos de la Reformación. Con ellos veía la luz el programa
económico y social de Olivares. Casi todos los aspectos de la vida castellana eran
atendidos.
Los Artículos predicaban una política de austeridad, que debía ser el fundamento
de la recuperación de Castilla. Con este propósito, los corregimientos reducirían dos
492 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tercios algunos de sus oficios y los consejos un tercio de sus plazas. El Rey daría ejem—
plo limitando la servidumbre real al número que tenía con Felipe II, y la nobleza aban—
donaría la Corte y regresaría a sus Estados. Otras disposiciones se ocupaban de reducir
los gastos superfluos y los suntuarios. Entre éstos cabe destacar la gola o gorguera que
sería sustituida por la golilla.
La población, otro de los grandes temas del momento, era objeto de una atención
especial. Exenciones fiscales premiaban la nupcialidad y la natalidad, mientras se incre-
mentaban las cargas a los solteros mayores de 25 años. La emigración, incluso a las
Indias y también del campo a las grandes ciudades, quedaba prohibida, mientras las fun-
daciones de caridad deberían prestar ayuda a los huérfanos y doncellas para casarse.
Otra serie de medidas, siguiendo los postulados mercantilistas, protegían la eco—
nomía castellana de la competencia extranjera. En este mismo contexto; la limpieza de
sangre era objeto de un prudente tratamiento con el propósito de eliminar barreras que
marginaban por su origen a gentes que podrían aportar una valiosa colaboración tanto
a la sociedad como a la Monarquía.
El sistema crediticio era objeto de atención especial. Con el propósito de liquidar
la considerada nefasta dependencia de los banqueros extranjeros y el costoso sistema
de recaudación fiscal, siguiendo los apuntes de algunos arbitristas, se disponía la crea—
ción de erarios y de montes de piedad —una red bancaria castellana— al mismo tiem-
po que se diseñaba su funcionamiento. El capital sería aportado por los súbditos, que
entregarían en cinco años el 5 % del valor de sus haciendas. A cambio, recibirían una
pensión vitalicia del 3 %. Además, captarían dinero amortizable al 5 % y lo prestarían
al 7 %. Era opinión común que el sistema bancario proporcionaría una serie intermina—
ble de ventajas. Los campesinos y artesanos encontrarían créditos fáciles y la Monar—
quía solución a la mayoría de los problemas hacendísticos, que eran motivo de perma—
nente discusión y preocupación: recaudación de impuestos, bancarrotas, metales pre—
ciosos, el vellón, etc. Los bancos eran la solución esperada, que había sido ya conside—
rada en tiempos de Felipe II у Felipe III.
También se apuntaba la desaparición de los injustos y odiados millones. En su lu—
gar, las ciudades, villas y lugares sostendrían 30.000 soldados destinados a la flota y a
los presidios. Cada localidad de las 15.000 existentes debería subvencionar dos solda—
dos a razón de seis ducados mensuales por cabeza. La tasa se ajustaría a la riqueza de
los lugares. Total, el nuevo impuesto supondría 2.000.000 de ducados anuales. El im—
porte que ahora rentaban los millones. El proyecto simplificaba la recaudación y ase—
guraba además el pago de la tropa, lo que sin duda haría más atractivo el alistamiento.
Mientras se implantaban los Artículos, se resucitaba en 1624 la Junta de Refor—
mación que debía ocuparse de la moralidad sexual para después, en 1625, perseguir
aquellas publicaciones que pudieran relajar la moral juvenil. Durante diez años fue
prohibida la publicación de novelas y comedias atentatorias al viejo espíritu castella—
no, que sólo vieron luz en ediciones clandestinas o en otras hechas en la Corona de
Aragón.
A fines de este año de l624, Olivares, en plena fiebre reformista, enviaba a Feli—
pe IV el más conocido y polémico de sus escritos políticos: la instrucción secreta o
Gran Memorial. El texto, un documento concebido para la educación del Rey, preten—
de restaurar la Monarquía a través de la información y concienciación del monarca. En
su última parte, la más conocida trataba el problema más arduo, en su opinión, de la
FELIPE IV Y 。LーVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (162 l — 1643) 493

Monarquia: el gobierno de los territorios no castellanos de la peninsula Ibérica. Así lo


enunciaba en un texto sobradamente conocido por repetido:

Tenga V. Majestad por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse rey


de España: quiero decir, señor, que no se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de
Valencia y conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto
por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin nin—
guna diferencia en todo aquello que mira a dividir límites, puertos secos, el poder cele-
brar cortes de Castilla, Aragón y Portugal en la parte que quisiere, a poder introducir V.
Majestad, acá y allá ministros delas naciones promiscuamente..., que si V. Majd. lo al—
canza será el príncipe más poderoso del mundo.

Más adelante exponía los medios para alcanzar esa unidad. El primero consistía
en hacer partícipes a los naturales de los distintos reinos de los oficios y dignidades de
Castilla y en favorecer los matrimonios mixtos de manera que la unificación se viese
como el término de un proceso forjado y aceptado por todos. Los otros eran mucho
más directos y brutales. Proponía el recurso al ejército, bien para negociar desde una
posición de fuerza, o bien para apagar la revuelta popular previamente instigada du—
rante la celebración de Cortes. El resultado final era el mismo: someter estos reinos a
las leyes de Castilla. Esta reducción ha sido interpretada por ciertos historiadores
como la culminación de un plan urdido por la clase dirigente castellana para acabar
con el particularismo de la Corona de Aragón. Por su parte J. H. Elliott entiende que
Olivares, como cualquier estadista del siglo XVII, «no hablaba como un castellano
que pretendiera “castellanizar” la Península, sino como un ministro decidido a elevar
a su rey a cotas nunca vistas de superioridad». Sin embargo, la reducción pretendida
implicaba que cada parte renunciara a su identidad secular y aceptar los valores socia-
les y culturales castellanos. Semejante renuncia fue rechazada con rotundidad.

2.2. LA UNION DE ARMAS Y SU FRACASO

El Gran Memorial encontró su expresión práctica en el proyecto de la Unión de


Armas, presentado en la sesión del Consejo de Estado del 13 de noviembre de 1625.
Todo el discurso giraba en torno a la defensa solidaria entre los distintos territorios de
la Monarquía. Esa fuerza colectiva debería ser consensuada entre representantes de
los distintos dominios y la Monarquía. Pero, ante su posible fracaso, se desestimó el
procedimiento y fue el propio Olivares quien fijó el cupo de cada territorio y el funcio—
namiento del nuevo ejército. La aportación de cada reino en hombres era la siguiente:

Cataluña 16.000 Nápoles 16.000


Aragón 10.000 Sicilia 6.000
Valencia 6.000 Milán 8.000
Castilla y las lndias 44.000 Flandes 12.000
Portugal 16.000 Islas Mediterráneas y mar Océano 6.000

En total, un ejército de 140.000 hombres. De ellos cada territorio entregaría un


tercio de su cupo. Los dos tercios restantes serían reservistas y tendrían la obligación
494 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de hacer instrucción todos los días festivos. Este ejército acudiría a la defensa de la
parte de la Monarquía atacada, y la actuación conjunta y solidaria forjaría la integra—
ción de los distintos territorios.
La Unión fue aprobada por el Consejo de Estado, que daba por supuesto que Cas—
tilla la aceptaría, pero temía la respuesta de la Corona de Aragön. Por eso, para disipar
dudas, el 15 de noviembre fueron enviados a los distintos reinos de la Corona aragone—
sa cuatro regentes del Consejo de Aragón para informar, pulsar opiniones y ganar vo—
luntades. Aunque sus informes no fueron tan positivos como se deseaba, el 21 de di—
ciembre fueron convocadas Cortes para principios de 1626. Se ordenaba a los arago—
neses ir a Barbastro, aunque luego, por su duración, se trasladarían a Calatayud. A los
catalanes, marchar a Lérida y más tarde, ante sus protestas, a Barcelona. A los valen-
cianos, acudir a Monzón.
El proyecto, en opinión de Olivares, favorecía la integración territorial, acrecen—
taba el potencial de la Monarquía y respondía a las demandas de solidaridad de Casti—
lla. Era perfecto. En la otra parte el sentir era bien distinto. Castilla se había identifica-
do con la Monarquía Universal Católica hasta hacer propios los intereses que en reali-
dad eran del monarca titular de distintos reinos y territorios, pero no suyos. En la
Corona de Aragón esta identificación no se había producido. Los intereses de la Mo—
narquía Universal Católica siempre fueron extraños y en modo alguno habían conse—
guido eliminar la individualidad dinástica de los distintos reinos. En Aragón, Valencia
y Cataluña, Su Sacra Católica Real Majestad era Felipe III de Aragön y de Valencia y
conde de Barcelona. Nada más. Todo un cúmulo de circunstancias hacían más difícil
la aceptación del proyecto. Felipe IV no había jurado sus fueros después de cinco años
en el trono. Otras cuestiones legales alimentaban el descontento. Además, el proyecto
resultaba extraño. Hablaba de solidaridad cuando nada habían recibido de la Monar—
quía ni en el pasado ni en el presente. El Rey y su valido no mostraban la menor sensi—
bilidad. Pretendían unas Cortes rápidas sin importarles los problemas de sus súbditos.
Finalmente el cupo exigido era a todas luces excesivo. Sobre este fondo común, cada
territorio respondió de distinta manera
En Aragón la nobleza, la I glesia y los caballeros aceptaron en un tiempo récord la
petición real. La resistencia casi numantina vino de las universidades, que vivieron
momentos de agitación causada por el importe del servicio. Sólo la presión real, las
amenazas intolerables a los concejos y al reino y la reducción del cupo a 2.000 hom—
bres o su equivalente en dinero, 144.000 libras anuales durante quince años, doblega-
ron a las universidades más remisas. Las Cortes, en un intento de recuperar la activi—
dad económica, prohibieron la entrada de paños franceses y permitieron por ley que la
nobleza pudiera comerciar sin demérito.
Tampoco entre los valencianos el proyecto levantó pasiones. Y de la misma ma—
nera las explicaciones de un primer momento se convirtieron después en presiones. El
brazo eclesiástico aceptó pronto. Después lo haría el tercer estado, cuando ya el Rey
había rebajado su primera exigencia a 1.666 hombres. El 9 de marzo debiö decir sí la
nobleza. Pocos días después el servicio fue concretado en 108.000 libras anuales du—
rante quince años. Una vez confirmado el donativo, Felipe IV partió apresuradamente
hacia Barcelona donde las Cortes parecían encalladas. A principios de mayo abando—
naría la ciudad condal sin ningún resultado.
El balance de la jornada de Aragón era negativo. El proyecto había fracasado. La
FELIPE iv Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621—1643) 495

Monarquía había conseguido arañar un servicio insignificante en los balances de la


Hacienda Real. Para Aragón y Valencia la cantidad de dinero votada era elevadísima
como indican las excepcionales medidas fiscales que se tomaron: alza de las tasas
aduaneras, imposiciones sobre determinados productos y pago en especie que debe—
rían recaudar los concejos. Quizá se consolasen pensando que habían saldado los
compromisos con su rey durante 15 años. El futuro demostraría que las exigencias de
la Monarquía no habían hecho nada más que empezar. Como político, Olivares pudo
encontrar alguna rentabilidad. El dinero conseguido le permitía transformar, como así
hizo, el fracaso cosechado en triunfo, en aceptación del proyecto, de su proyecto.

2.3. LA SUERTE DE LAS OTRAS REFORMAS

Los Artículos de Reformación constituían un ambicioso y, en parte, acertado


programa de gobierno. Quevedo los acogió con alegría pero sus conciudadanos se
mostraron bastante menos efusivos. La realidad todavía fue más dura.
El primer golpe al programa fue asestado inopinadamente por un personaje ajeno
a la escena castellana y a la propia Monarquía: el príncipe Carlos Estuardo de Inglate-
rra. Su sorprendente viaje a Madrid para conocer a la infanta María, hermana de Feli—
pe IV, con la que aspiraba a casarse, obligó a suspender temporalmente las medidas de
austeridad recientemente aprobadas con el fin de agasajarle como correspondía al fu—
turo rey de Inglaterra. Las fiestas en su honor consumieron cantidades escandalosas de
dinero. Herida de muerte, la normativa nunca entró en vigor.
La reforma económica encerró contradicciones insalvables entre los sectores in—
dustriales, que reclamaban proteccionismo, y los laneros y mercantiles, que defendían
la libertad de comercio, y la propia Monarquía que veían mermados sus ingresos adua—
neros. La reforma de los millones chocaba frontalmente con los intereses de las oligar—
quías castellanas. La amortización de cargos municipales resultaba imposible por su
coste, y la red bancaria suscitaba un profundo rechazo por la cantidad de intereses que
comprometía y por la falta de confianza que generaba la propia Monarquía. Los inte—
reses encontrados representaban un obstáculo serio, pero, en principio, no insalvable.
Como en toda reforma, en la de Olivares unos debían perder para que ganase la mayo—
ría. Casar estos supuestos era labor del gobierno y del compromiso de una parte, al
menos, de la sociedad con el programa. Pero ese compromiso nO existió. Además Oli—
vares pretendió compaginar reforma y reputación y ambos conceptos parecen antagó—
nicos. Incluso la reforma se convierte en entelequia cuando se considera irrenunciable
la reputación. La propia sociedad castellana no parece tener aliento para afrontar la re—
novación. La respuesta que encuentran ciertas medidas permite concluir que un am—
plio sector social precisaba, para garantizar su existencia, del ya convencional funcio—
namiento de la Monarquía Universal Católica. Este sector oligárquico, rentista y do—
minante, era el primer enemigo de unas reformas que atentaban contra sus intereses y
privilegios. Sólo cuando Castilla quede extenuada y la Monarquía Universal sea un re—
cuerdo, serán posibles las reformas. En 1600 el gobierno hablaba de reformas, tam—
bién lo hacían los ya conocidos arbitristas y las Cortes, pero casi nadie estaba dispues—
to a asumir su coste. El resultado fue el más rotundo fracaso.
El resto del programa corrió una suerte parecida a la hasta aquí apuntada. Con fines
496 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

económicos y militares se creó en 1624 el Almirantazgo del Norte que debía regular el
comercio entre Castilla y los Países Bajos católicos y vigilar la guerra contra Holanda.
Además se confiaba en que fuera origen, siguiendo el modelo holandés, de cuatro com—
pañías privilegiadas que comerciarían con el Mediterráneo, el norte, las Indias Orienta—
les y la Indias Occidentales. Una trayectoria parecida tenía la Junta de Comercio, que
debía centrarse en el control del comercio holandés para después impulsar el castellano.
Al mismo tiempo se importaron artesanos católicos valones para reactivar la industria
textil. En 1625 se creò la Junta de Población, de Agricultura y Comercio. Apenas sobre—
pasaron el estadio de meros proyectos. Algo parecido puede decirse de los Estudios
Reales, fundados por la Corona en el Antiguo Colegio Imperial con el propósito y la in—
tención de formar hombres preparados para satisfacer las necesidades de la Monarquía.
Empezó a funcionar en 1629. En 1634 Sólo contaba con 60 alumnos. Boicoteado por las
universidades y por la nobleza, resultó un tremendo fracaso.
Después de tanto tiempo empleado, tantas energías consumidas y tanta crispación
provocada, el único triunfo que podía esgrimir el Conde-Duque, cuando desapareció de
la escena pública, será éste: el haber conseguido que la gola fuera sustituida por la goli—
lla. Había fracasado en su pretensión <<de reducir los españoles a mercaderes».

3. La política internacional

La reputación, por la que ya se clamaba desde fines del reinado anterior, era el
otro pilar del programa de Olivares. Por eso, el nuevo equipo mantuvo su compromiso
con Viena en la guerra de los Treinta Años y reanudó las hostilidades con los holande—
ses tan pronto acabó la considerada humillante y vergonzosa tregua de los Doce Años.
El propósito era someterlos o, en el peor de los casos, conseguir una paz digna. La em—
presa era difícil. Los rebeldes tenían a su favor la distancia, su poderío naval y su po-
tencial económico, además del apoyo incondicional de sus vecinos. De este blindaje
tenía un buen conocimiento la Monarquía, según se desprende de su intención de com—
batirlos en todos los frentes. La Marina, que desde 1619 había recibido y seguiría reci—
biendo fuertes inversiones, ayudaría a los tercios; el comercio, que se consideraba el
corazón de la república, sería perseguido sin tregua, y se buscaría con denuedo la
alianza de terceros que ayudaran a doblegar a los insumisos vasallos.

3.1. EL CATOLICISMO 0 LA RAZÓN DE ESTADO


DE LA MONARQUÍA UNIVERSAL CATÔLICA

El aliado natural de la Monarquía era el emperador austríaco Fernando II de Habs—


burgo. Ésta era la opinión común. Les unía la dinastía, los lazos de sangre, creados por
una endogamia brutal, y, aparentemente, el mismo objetivo: la defensa del catolicismo.
Además, desde 1619, el apoyo, en hombres, armas y dinero, a la causa maltrecha del
Imperio en Alemania, obligaba a Viena a corresponder cuando fuera requerida por Ma—
drid. Por todas estas razones el Conde—Duque buscó el auxilio del Habsburgo. Incluso
pugnó por la formación de la Liga de la Unión con el Emperador, Baviera y la liga cató—
lica que debía articular los esfuerzos de todos en la consecución del triunfo de la verda—
FELIPE w Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621—1643) 497

dera fe. Nada consiguió. La Liga de la Unión fue un sueño. Fernando II nunca lanzó sus
tropas contra Holanda. Tampoco suscitó el menor entusiasmo el proyecto de conseguir
un puerto en el Báltico para la armada de la Monarquía y hacer de éste un mar católico.
Sólo cuando sintieron sus intereses amenazados, Emperador y príncipes volvían a ha-
blar de alianza para olvidarse después, tan pronto amainaba el temporal.
En la pretendida guerra total contra Holanda era imprescindible dominar el Bálti-
co para combatir su comercio. También era parte de la estrategia el dominio del Canal
de la Mancha. Su importancia fue creciendo a medida que el camino de Italia se hacía
más difícil e inseguro. Movida por estos objetivos, la diplomacia de Felipe IV entrö en
negociaciones con Segismundo III de Polonia y buscó el entendimiento con Inglate-
rra. Después de una primera etapa de enfrentamiento, Olivares consiguió de los ingle—
ses barcos para trasportar hombres y pertrechos, refugio para los barcos hispanos y
neutralidad.
Con Francia las relaciones fluctuaron hasta acabar en la ruptura total. En principio
la condición católica de ambas monarquías, la presencia de la herejía entre los franceses
y la relación familiar entre ambos monarcas —eran cuñados— debieron constituir moti-
vos de sintonía, de unión o de alianza. La realidad fue bien distinta, a pesar de que el par—
tido devot apostaba por la unión. Hasta 1624 mantuvieron la armonía que había existido
desde la desaparición de Enrique IV. Pero tan pronto se hizo con el poder, Richelieu
rompió de cuajo el idilio. Los dos validos empezaron un juego en el que el objetivo final
era derrotar al contrario. Como en todo juego a muerte, también en éste valdrá todo o
casi todo, como el apoyo a los enemigos del contrario —aunque fueran herejes—, man—
teniéndolos con dinero e incitándolos a la subversión o, llegado el caso, la firma farisai—
ca de alianzas contra un enemigo común, en este caso Inglaterra. Quizá sólo un recurso
parece haberse descartado: la eliminación violenta del otro. Circunstancialmente se bus—
carán otros aliados, como la siempre tornadiza Saboya o Venecia. Fueron amigos de
conveniencia para dar respuesta a problemas puntuales.
Ni Olivares ni Felipe IV entendieron la política del francés. Tampoco encontra-
ron explicaciones a la conducta del papa Urbano VIII. Suponían que el Santo Padre
era el primer interesado en el triunfo de la causa católica, que lógicamente era la suya,
la de la Monarquía Universal Católica. Sin embargo, Urbano VIII veía las cosas de
otro modo. Sentía tan poca devoción por la causa del Habsburgo como debilidad por la
del Borbón. Mostró esa desviación, entre otros asuntos, en la cuestión de la Valtelina о
en la defensa de los privilegios económicos del clero hispano cuando las necesidades
acuciaban por todas partes. La terquedad del Papado reavivará una cuestión siempre
latente en la historia moderna de España: el regalismo.
Las alianzas, cuando se consiguieron, no ocultan un hecho trascendental: la Mo—
narquía Universal Católica estuvo fundamentalmente sola. Nunca contó con incondi—
cionales, ni siquiera con aquellos que eran о podían ser considerados sus aliados natu—
rales, como el Papa o el Emperador. Ni su causa —<<la defensa de la verdadera fe»—
ni sus argumentos, defendidos ardientemente por sus políticos, diplomáticos y pole—
mistas resultaron creíbles para aquellos que aparentemente debían estar comprometi—
dos en la misma empresa. Más aun, algunos de sus principales enemigos fueron jerar—
cas de la propia Iglesia. Ninguno debió creer el discurso de Madrid o, quizá, todos
consideraban que la religión quedaba supeditada a la razón de Estado. Las proclamas
católicas del gobierno de Madrid no eran otra cosa que razón de Estado, о razón de la
498 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Monarquía Universal Católica. Olivares no tuvo conciencia del temor y de la animad-


versión que provocaba su Monarquía. Ni se percató de que Holanda podía erigirse en
un símbolo para los enemigos de los Habsburgo hispanos. Y esto es, en definitiva, lo
que acabó ocurriendo: la guerra de Holanda se convirtió en un conflicto entre la Mo—
narquía Universal Católica y el resto de Europa. Tampoco fue objeto de reposado es—
tudio si la Monarquía tenía recursos para atender con éxito la pluralidad de frentes
abiertos, que iban desde Europa hasta la protección de las Indias.

3.2. LA GUERRA CON EUROPA

Con estos condicionantes, que serían determinantes en el desarrollo de la con-


tienda, Felipe IV se enfrentó a Europa en un conflicto largo y complejo, en el que
se pueden distinguir, en función de la suerte que corrieron sus armas, tres grandes
etapas. La primera, dominada por los éxitos, se extiende desde 1621 hasta 1627. A
continuación, los reveses militares marcarán un segundo momento de retroceso de
la causa católica y filipista. La desgraciada guerra de Italia y la intervención de los
suecos en la guerra de los Treinta Años son elementos importantes en la evolución
del conflicto. Los éxitos del cardenal—infante don Fernando no pasaron de ser un
espejismo sobre el resultado final de la contienda. Finalmente, la implicación de
Francia en la guerra desde 1635 supondrá el definitivo declinar de la Monarquía
Universal Católica.

3.2.1. Los triunfos de los primeros años (1621—1627)

En 1621 se abrieron las hostilidades con Holanda. Sus barcos fueron expulsados
de todos los dominios de la Monarquía y embargados sus bienes y mercancías. En el
mes de agosto don Fadrique de Toledo destrozaba una armada holandesa frente a Cá-
diz. Al año siguiente, el gran Spínola empezaba las operaciones terrestres. En este
mismo año, la recientemente creada Junta de Comercio, con la satisfacción del sector
industrial proteccionista, se ocupaba de la entrada ilegal de productos procedentes de
Holanda. Con esta rotundidad empezaba una guerra que pretendía ser total.
Pero éste no era el único frente. Quedaban flecos del pasado. La cuestión de la
Valtelina, pieza clave en el llamado camino español de Flandes, y la del Palatinado,
prólogo de la guerra de los Treinta Años, estaban todavía pendientes. El primer con—
flicto se cerró temporalmente con el tratado de Aranjuez de 1622. Según lo acordado,
la Valtelina [ue ocupada por tropas del Papado hasta que las Monarquías cristianísima
y católica llegaran a un acuerdo. Nada semejante ocurrió con el Palatinado. Olivares,
que pretendía atraerse a Inglaterra y quizá cerrar un frente que le permitiera ocuparse
de Holanda, era partidario de devolverlo a su propietario, Federico de Sajonia, yer—
no de Jacobo ] de Inglaterra. Fracasó en su intento. A pesar del papel de Spínola y de
sus tropas en su recuperación, Fernando II, en una torpe decisión, lo entregó a Maxi-
miliano de Baviera, atizando el rescoldo del conflicto religioso que ahora ya no se de-
tendría hasta la victoria de uno de los bandos. Para la Monarquía católica, la decisión
de su primo el Emperador representó la apertura de nuevos frentes. Inglaterra, agra—
viada todavía desde la visita de Carlos a Madrid, y los protestantes se sumaban a Ho—
FELIPE IV Y 。LーVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621- 1643) 499

landa. El nümero de los enemigos incrementaba los costes y dispersaba las fuerzas.
Esta iba a ser la gran cuestión: ¿cómo hacer frente a unos enemigos cada vez más fuer—
tes y numerosos?
Tampoco Olivares permanecía inactivo. Desde 1622 negociaba con las potencias
del norte la posibilidad de conseguir una serie de bases navales que sirvieran de refu—
gio a la Armada desde el Canal de la Mancha hasta el Báltico. En 1624 consiguió que
las rutas fluviales y las esclusas del Escalda, Mosa, Rin y Lippe fueran cerradas a los
holandeses y esperaba conseguirlo también en el Weser y el Elba. La flota pesquera
holandesa, que reportaba pingües beneficios a la república, era perseguida sin tregua.
La guerra marítima y comercial se cerraba con la creación del Almirantazgo y la com—
pañía Comercial de Flandes, que con base en Sevilla debían controlar el comercio ho—
landés y desarrollar el castellano. Al mismo tiempo, presionaba al Imperio para que
Madrid permitiera al Almirantazgo la utilización de la costa septentrional de Alema-
nia. Incluso contaba con atraer a las ciudades de la Hansa a una red comercial domina-
da por los Habsburgo. Pero el bloqueo de los ríos fue levantado a instancias de Bruse-
las y el Imperio nunca se sumó a los planes de Olivares.
A pesar de tanto desvelo, la causa austríaca encontró en 1624 un poderoso e in—
condicional enemigo: Armand—Jean du Plessis, obispo de Luçon y cardenal de Riche-
lieu, y futuro valido, que habia hecho de la destrucción de los Austrias el objetivo de
su política, ocupó la presidencia del Consejo del rey francés. Su presencia se dejò no—
tar de inmediato. En este mismo año, Francia, Saboya y Venecia entregaban, violando
el tratado de Aranjuez, y sin apenas respuesta del Papa, la Valtelína a los grisones.
Francia firmaba un tratado de alianza con los holandeses. Londres entorpecía los en—
víos a Spínola. Y se temía una alianza marítima de los príncipes protestantes. El miedo
a una unión paneuropea animó al Conde—Duque a tantear las posibilidades de paz con
los holandeses pero, como haría en distintas ocasiones, con tales exigencias que siem—
pre provocó su rechazo. Al mismo tiempo, porfiaba inútilmente una alianza con el
Emperador y los príncipes católicos del Imperio que llamaba Liga de la Unión.
En 1625, el annus mirabilis, la fortuna se tornò propicia. El matrimonio entre Car—
los I y la infanta francesa Enriqueta María, la entrada de Dinamarca en la guerra de los
Treinta Años, la alianza entre Francia y Saboya contra Génova y el propósito de Buc—
kinghan, de lanzar una armada contra España no pudieron empañar los éxitos de las tro-
pas de Felipe IV. Spínola conquistó Breda. Su rendición fue inmortalizada por Veláz-
quez. El duque de Feria dominaba la situación en Italia. Don Fadrique de Toledo tornaba
Bahía, expulsando a los holandeses, el inglés Edward fracasaba ante Cádiz y era recha—
zado el ataque holandés contra Puerto Rico. Las armas de la Monarquía se afirmaban
por todas partes. Los triunfos llevaron a otorgarle el título de «el Grande» a Felipe IV.
Además, Richelieu debía hacer frente a una oposición creciente, convenientemente ins—
tigada desde Madrid. También las tropas imperiales habían conseguido éxitos impor-
tantes. El horizonte aparecía despejado y el triunfo de la causa católica, cuestión de
tiempo. Empujado por la euforia de los éxitos, Olivares intentaba implicar a Segismun—
do III de Polonia en su política de asfixiar la economía holandesa.
La situación se mantuvo en los años siguientes. Richelieu, acosado por la oposi-
ción y por los hugonotes, y temiendo una posible unión entre Carlos I —Bucking-
ham— y Felipe IV —Olivares— se acercó a Madrid. En 1626 firmaba el tratado de
paz de Monzón que normalizaba la situación de la Valtelína y proponía a Madrid una
500 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

alianza contra Inglaterra. El acuerdo se firmó en 1627 aunque nadie creía en él. Fue
utilizado para neutralizar al contrario. En el terreno militar, la situación permanecía
estancada en Holanda pero la guerra comercial estaba haciendo estragos en la econo—
mía holandesa y el partido de la paz presionaba para acabar con la guerra. El Imperio,
por el contrario, avanzaba sin cesar. Wallenstein triunfaba sobre daneses y protestan—
tes. La situación era tan propicia que Olivares presionaba para que, desde Alemania,
fuera ocupada Holanda, y proponía inútilmente la unión Madrid-Viena. Con estos fra—
casados intentos terminaba 1527 y con él una primera etapa de la guerra de los Treinta
Años y de la guerra de Holanda, caracterizada por los éxitos, nunca definitivos, de las
armas de Felipe IV y Fernando II.

3.2.2. Derrotas y retroceso de la causa de Felipe IV (1627—1634)

Dos hechos parecen abrir el nuevo periodo: la venida de Spínola a Madrid para
forzar la paz con Holanda, y la muerte sin heredero directo del marqués de Vicenzo a
fines de 1627, titular del ducado de Mantua y del marquesado de Monferrato. La he—
rencia pasaba al francés duque de Nevers. La vinculación de estos estratégicos territo—
rios a Francia suponía una seria amenaza para los intereses de la Monarquía católica.
Para evitar futuros inconvenientes, Olivares decidió echar al nuevo inquilino, argu-
mentado que había tomado posesión de estas tierras feudatarias del Imperio sin contar
con el permiso del Emperador. La nueva guerra estuvo plagada de fatales consecuen-
cias. Distrajo fuerzas y recursos y consumió grandes sumas de dinero, además de ases—
tar un duro golpe a la credibilidad de la causa de Felipe IV para terminar en un rotundo
fracaso. Contando con el efímero apoyo de la voluble Saboya, fue preciso enfrentarse
a Francia, Venecia y al Papado.
En el norte se sucedieron los fracasos. En 1628 daneses y suecos forzaban a le—
vantar el sitio de Stralsund, que iba a ser la base de la escuadra hispana en el Báltico.
En las Indias, el almirante Piet Heyne se apoderaba de la flota de Nueva España ancla-
da en el puerto cubano de Matanzas. No fue mejor año 1629. Además, el Emperador,
en contra de la opinión de Madrid, destituyó a Wallestein y redujo su ejército. Las co—
sas iban mal y todavía irían peor. El 26 de junio de 1630 Gustavo Adolfo de Suecia
lanzaba sus tropas en defensa de la causa protestante. Spínola era enviado inútilmente
a Italia, donde murió, para reconducir la situación. Poco después, los acontecimientos
bélicos forzaban el final de la guerra de Mantua, de la que merece destacarse la resis—
tencia de la estratégica fortaleza de Casale, que resultó inexpugnable a las tropas de
Felipe IV. El tratado de Ratisbona entre Fernando II y Francia, y las paces de Cherasco
en 1631 que permitían a Francia mantener la fortaleza de Pinerolo, ponían fin a esta
desgraciada contienda.
La paz en Italia no mejoró la situación general. Los holandeses ocupaban Olvido
y Reife en Pernambuco, al norte de Brasil. Los últimos desastres y las conquistas bra—
sileñas hicieron ya inviable cualquier acuerdo con Holanda, que renovaba su alianza
con Francia. La única noticia gratificante en estos años para Madrid fue el tratado de
paz con Londres de 1630. En el Imperio, los suecos hacían retroceder al ejército cató—
lico. En 1632 pasaron el Rin y cortaron el camino entre Alemania y Flandes. Fueron
años de triunfo protestante, empujado por el ejército sueco y por el apoyo francés. El
avance alarmó a los príncipes católicos. Fernando ll recuperò a Wallenstein y se habló
FELIPE V Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621-1643) 501

a) Rutas militares
_~ ・ españolas y austríacas
KML“… … b) Ofensivas francesas
\ fb 璽 Wu... C) Ofensivas suecas
«ªí?-" d) Territorios controlados
por los Habsburgo

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FRANCIA

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FUENTE: R. A. Stragdhing, Europa y su declive de la estructura imperial española 1580—1720, Cátedra,
Madrid, 1983, p. 129.

MAPA 18.1. La crisis de Mantua y sas consecuencias 1628—1634.

de la Liga de la Alianza, propuesta en el tratado de Aranjuez de 1625. Sólo la muerte


de Gustavo Adolfo en Lijtzen levantó algún rayo de esperanza.
La causa Habsburgo agonizaba. Con el propósito de salir de este impasse fue en-
viado a Flandes el l l de abril de 1633 el cardenal-infante Fernando de Austria, herma—
no de Felipe IV, que inició su carrera con la victoria de Nordlingen sobre los suecos en
1634. Emre tanto, la cada vez mäs activa participación de Francia provocò una escala-
da de la tensión entre Madrid y París. Olivares pensó en declarar la guerra a Francia en
distintas ocasiones pero la gravedad del asunto y los frentes que debería atender le hi—
cieron desistir del intento. Richelieu, que jugaba a la contra, estaba esperando la oca—
sión propicia para hacer lo propio. La encontró en la detención del elector de Tréveris,
que estaba bajo protección de Francia, por las tropas imperiales. Éste fue el pretexto.
La decisión fue tomada el 1 de abril de 1635 aunque no fue comunicada formalmente
hasta el 19 de mayo en Bruselas.

3.2.3. Francia y el camino hacia la derrota definitiva (1635-1643)

La declaración de guerra por parte de Francia provocó una gran conmoción en Ma—
drid. Consciente de la gravedad de la situación, la ya exhausta monarquía de Felipe IV
intentó responder al desafío con todos los medios a su alcance. Volvió a hablar de paz
con los holandeses. Firmó una alianza con Inglaterra con el propósito de contar con su
502 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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FUENTE: J. Israel, La república holandesa y el mundo hispânico 1606—1661, Nerea, Madrid, 1997, p. 21.

MAPA 18.2. Los Países Bajos, 1621—1648.

amistad о, al menos, su neutralidad en el Canal. Intentó movilizar todos sus recursos y


llevó a cabo una ingente campaña de propaganda en defensa de sus razones y en contra
de Francia. El esfuerzo sólo sirvió para retrasar un final largamente anunciado.
A partir de estos momentos, la guerra se generaliza. Se combatirá en Italia, Lore—
na, Holanda y el Imperio. Al mismo tiempo los éxitos momentáneos del carde—
nal—infante no ocultan la verdadera tendencia de la armas católicas al retroceso. Si en
1636 el Imperio declaraba la guerra a Francia y se tomaba Corbie, en 1637 fracasaban
los intentos de invadir Francia desde Flandes y el Mediterráneo. Los holandeses sitia—
FELIPE IV Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621—1643) 503

ban Breda y los franceses ganaban terreno en Artois. En 1638 ponían sitio a Fuenterra—
bía. Después de grandes esfuerzos, la villa fue recuperada. Pero las cosas discurrían
mal. A fines de 1638 caía Breisach, uno de los pasillos que conducía al imperio y a
Flandes. Olivares pensaba invadir Francia pero fueron los franceses quienes tomaron
Salses en el Rosellón en 1639. En este mismo año, la derrota de la Dunas, ante france—
ses y holandeses, dio al traste con la mayor parte de la armada, que al mando de
Oquendo, y contando con la ayuda de Inglaterra, pretendía limpiar de enemigos la ruta
del Canal. España quedaba a merced del enemigo y la comunicación con Flandes en
pésima situación. La coyuntura no mejoraba. En Italia, donde se había pretendido ase—
gurar el dominio hispano, Leganés se retiró de Casale en medio de grandes pérdidas.
Turín y Arras caían en poder enemigo. En el interior, las tensiones acabaron finalmen—
te por estallar. En 1640 se levantaron Cataluña y Portugal. La guerra, después de más
de un siglo, estaba en el corazón mismo de la Monarquía. Ahora había que atender los
frentes del exterior y apagar las sublevaciones del interior. La situación era ciertamen—
te crítica. En 1641 moria el Cardenal—Infante y se buscaba desesperadamente levantar
un ejército que atendiera a los frentes interiores.

3.3. EL COSTE DE LA REPUTACIÓN

La política de reputación exigió un descomunal esfuerzo fiscal a Castilla, que


acabó por consumar el proceso de desarticulación social iniciado con Carlos I y su po—
lítica de captación de recursos. Siguiendo a González de Cellorigo, la desaparición de
los grupos medios continuó imparable durante el reinado de Felipe IV. Ni la anémica
situación de Castilla ni la de Aragón y Valencia representarán freno alguno a la políti—
ca belicista de la Monarquía.
En el momento de subir al trono Felipe IV, sus arcas estaban tan vacías como ur—
gente le era la necesidad de dinero. De ahí que el nuevo gobierno acudiera a expedien—
tes fáciles, que ya habían sido utilizados por sus predecesores. Dispuso la incautación
de un octavo de la plata de particulares que llegaba este año a Sevilla. En total, unos
800.000 ducados que pagó en vellón. Rebajó los tipos de interés del 7 al 5 %. Pero so—
bre todo recurriö a la emisión de moneda de vellón. Fue el medio más utilizado y más
rentable en estos años. Entre 1621 y 1627 acuñó por valor de 20 millones de ducados
que dejaron un saldo de 13 millones. De esta manera se obtuvo una suma importante
de numerario. En contrapartida sus efectos se dejaron sentir sobre la economía y sobre
la sociedad: desencanto de los mercaderes, caída de las rentas del numeroso y podero-
so grupo de los rentistas, alza de precios, etc.
Castilla debía hacer frente, además, a los convencionales servicios ordinarios y
extraordinarios, a las alcabalas y tercías encabezadas, y al servicio de millones que
se había votado en las Cortes de 1619: 18 millones de ducados durante nueve años, a
razón de dos por año. En total, varios millones de ducados anuales que pronto resul—
taron insuficientes para atender las exigencias crecientes de la reputación. Por eso,
cuando todavía no se había pagado este servicio, las Cortes de 1626 votaron uno
nuevo de 12 millones durante seis años, a la vez que prorrogaban los consabidos ser—
vicios ordinaríos y extraordinarios y las alcabalas y tercias. Además otorgaban li—
cencia para que la Monarquía pudiera emitirjuros y vender 20.000 vasallos. Los dos
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FUENTE: R. A.
Stradlin, Euro
drid, 1983, p. pa y el declive
105. de la estructura
imperial españ
ola 1580—1720,
Cátedra, Ma—
MAPA 18.3. Guerra económ
ica contra las Pr
ovincias Unida
s, 1621—1646.
FELIPE IV Y 。LWARES' EL FRACAS。 DEL REFORMISMO (1621—1643) 505

servicios de millones suponían al año 4 millones de ducados, además de la otra fis—


calidad, y sufrir las emisiones de vellón de la Monarquía.
Los ingresos eran ingentes pero, como siempre, estuvieron por debajo de los gas—
tos. Para cubrir el déficit fue necesario recurrir, según costumbre, al préstamo, que los
banqueros cobrarían sobre las rentas a recaudar en los años siguientes. La operación,
repetida hasta la saciedad, dejaba cada vez mayor cantidad de rentas cautivas hasta
terminar por colapsar la Hacienda Real. Esto ocurrió en 1627. Para liberar recursos y
siguiendo el remedio ya conocido, la Monarquía se declaró en bancarrota. La deuda
flotante pasó a consolidada, liberando así una parte importante de las rentas compro—
metidas. La medida fue utilizada para dar entrada a los banqueros —judíos— portu—
gueses, que desde hacía algún tiempo actuaban a pequeña escala y ahora operarían con
los odiados genoveses y, como éstos, acabarían igualmente repudiados.
El saneamiento continuó en el año siguiente. En 1628, presionado por el alza de
los precios y por las Cortes, el gobierno decretó una drástica devaluación de la mone—
da de un 50 %, que tuvo hondas repercusiones sociales pero puso orden en la econo—
mía. Las mismas Cortes de 1628 prorrogaron los servicios de 1619 y 1626, durante
doce afios y con un matiz importante. El de 1626 a razón de un millón por año. La pér—
dida de ese 25 % anual podía compensarse con la venta de 200.000 ducados de renta
de millones al 5 %. La licencia permitía a la Monarquía captar 4 millones de ducados.
Los millones eran el capítulo más importante de la Hacienda Real. Pero era un
impuesto lento y muy costoso de recaudar, además de tremendamente injusto. Desde
hacía tiempo se habían manejado otras alternativas como la ya apuntada de 1623.
«Aªng-(LA;.

Ahora Olivares apostaba por un nuevo arbitrio: el medio de la sal. Este producto, fun—
damental en la sociedad de la época, sería cargado con una tasa cuyo monto total equi—
valdría al importe de los millones. Implantado con precipitación en 1631, sólo se man—
tuvo hasta mediados de 1632. En este corto tiempo provocó las protestas del norte, que
consumía grandes cantidades de sal, el motín de Vizcaya y un total colapso de la Ha—
cienda Real. Para salir del fiasco se incautaron 500.000 ducados de la plata de lndias
de particulares y se cargó el cahíz de sal exportado con una tasa de 18 reales. Felipe IV
convocó Cortes pero ordenó que los procuradores acudiesen con el voto decisivo y no
consultivo. Los derechos del reino recibían un duro golpe que se dejó sentir en la
Asamblea, aunque acabó votando por una vez 2.500.000 ducados para salir del atolla—
dero de la sal y 24 millones durante seis años a razón de cuatro por año.
La situación empeoraría en los años siguientes. La guerra con Francia disparó los
gastos y la fiscalidad hasta niveles insospechados. En 1635 se votaron 9 millones en
tres años, a razón de tres por año. En 1636 se implantó el papel sellado que permitió re—
caudar, entre 1637 y 1640, 1.900.000 ducados. Se volvió a la infernal emisión de ve—
llón, acuñado por el triple de su valor. La operación proporcionó en torno a los cuatro
millones y medio de ducados entre 1636 y 1637. Paralelamente, el premio de la plata
se elevó en un 28,31 % en 1636 y 1637, y en un 34,34 % en 1638. Pero lo más grave es—
taba por llegar.
En esta orgía de fiscalidad, los servicios de 1638 representan uno de los momen—
tos culminantes. Las Cortes votaron 180.000 escudos para financiar 6.000 hombres en
armas. Permitieron la emisión de juros por valor de 150.000 ducados de renta para ob—
tener tres millones. Se llegó a un acuerdo sobre el servicio de los 2.500.000 de 1632 y
se dispuso que 650.000 ducados fueran utilizados en el consumo de vellón. El servicio
506 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de 24 millones de 1632 fue prorrogado, además de 100.000 ducados destinados a la re—


construcción de Fuenterrabía. Las peticiones aumentarían en los años siguientes ante
la evolución de los acontecimientos. Para someter a Cataluña se recurrieron a medidas
especiales. El monarca pidió un donativo por fuegos en función de la riqueza, que fue
retirado por la oposición que levantó. Después, un préstamo forzoso concebido espe—
cialmente para los ricos que sería reintegrado en juros sobre los millones. También
fracasó. La nobleza fue llamada a armas sin ningún éxito y se levantaron compañías,
como ya se venía haciendo, a costa de las haciendas municipales de ciudades y villas.
En 1641 se prorrogó el servicio de nueve millones de ducados para 1642—1644. Se vol—
vió a emitir vellón, se vendieron 500 hábitos y se votó un pequeño servicio de 300.000
ducados para la jornada de Aragón.
Además del importe, las Cortes fijaban los medios para recaudar los millones.
Los primeros, llamados antiguos, cargaban sisas sobre el vino, el vinagre, la sal y la
carne. Después fue preciso recurrir a los productos y los medios más dispares a la vez
que crecía el número de sisas sobre los cuatro productos básicos citados. Juan E. Gela—
bert ilustra bien este proceso: <<Una hoja se cernía desde hacía poco sobre los ricos y
otra, ya un tanto roma, lo hacia con los pobres. Para éstos estaban las sisas. El catálogo
era muy amplio. Comenzando por los dos servicios (estamos hablando de 1639) que
se reunían en el de 24 millones, el vino tenia sobre él la sisa de un octavo, 12 marave—
dis en arroba y 1 en azumbre. La de un octavo pesaba también sobre el vinagre y el
aceite, la sal contribuía con 750.000 ducados, cada cabeza de ganado llevada al rastro
pagaba 3 reales y 3 maravedís la libra de carne cuando era vendida en la carnicería. El
sueldo de los 8.000 soldados se pagaba con 1 real más en cabeza de ganado, 1 marave-
dí en libra de carne y 4 maravedís más en arroba de vino. Cuando fracasó el medio
«doçavo» de lo vareable —impuesto sobre todo lo que se medía—, la alternativa con—
sistió en añadir 4 maravedís a la arroba de vino, otros 4 en la de aceite, 1 en libra de
carne y 1 real más en cabeza de ganado. Tocados estaban también el azúcar, chocolate,
pescado, cerveza, aguardiente, nieve "yelo", jabón y tabaco». Nada en Castilla parece
estar libre de la correspondiente sisa.
Los millones fueron acompañados de los consabidos servicios ordinarios y ex—
traordinarios y de las alcabalas y tercias encabezadas. Además, Felipe IV acudió,
como sus predecesores, a la venta de alcabalas, oficios, villazgos, jurisdicciones о hi—
dalguías. También a los asientos —préstamos negociados con particulares, ciudades y
corporaciones—, que fueron asiduos desde fines de los años 20, y a los donativos, que
tenían poco de tales y fueron solicitados en 1625, 1635 y 1640.
Según el citado Gelabert; «el esfuerzo fiscal de Castilla tenia un limite. En este
sentido 1643 parece señalar el inequívoco turning point de una carrera que desde 1618
venia tratando de consolidar la reputación de los Austrias de Madrid en el seno del sis—
tema europeo de estados ». Е1 esfuerzo exigido fue tan desmesurado que las ciudades
y villas acumularon deudas importantes que les fueron más tarde condonadas. Esta
desmedida fiscalidad y los arbitrios dispuestos para captar los recursos castellanos,
mantenidos de una u otra manera durante más de una centuria, representaron un factor
determinante en la ruina económica de Castilla.
Tampoco debe despreciarse el coste que la reputación tuvo para Aragón y Valen-
cia. Su potencial era muy inferior al de Castilla y estaban pasando por graves dificulta—
des económicas. Sin embargo, pusieron sus magros recursos al servicio de Felipe IV.
FELIPE IV Y 。LーVARES〟 EL FRACASO DEL REF。RMーSM。 (1621—1643) 507

Apenas habían empezado a pagar el servicio votado en 1626, cuando se les pidieron
nuevas contribuciones. Capitanes al servicio de Felipe IV reclutaron tropas en 1634,
1635 у 1636. Después, los aragoneses acudieron en ayuda de Fuenterrabía y de Salses.
A partir de 1640, cuando una parte de la raya fue ocupada y la frontera sufría las incur—
siones del ejército francocatalán, la colaboración fue total. El reino y sus concejos
mantuvieron anualmente un contingente de unos 3.000 soldados, además de otros ser—
vicios de intendencia y transporte.
Este mismo proceso se aprecia en Valencia. Desde 1635 hasta 1640 las levas per—
manentes rondaron los 1.500 hombres anuales. Esta colaboración se incrementó desde
la sublevación de Cataluña hasta la paz con Francia en 1659. En medio de una notable
crispación política y social, la sangría de hombres, dinero y víveres fue permanente.

3.4. Los CASTELLANOS Y LA REPUTACIÔN

Castilla mantuvo la política de reputación. Pero el término Castilla puede resultar


engañoso. En realidad, fue el tercer estado —el pueblo o los productores— quien so-
portó sobre sus espaldas una fiscalidad desaforada sin otro objetivo que mantener los
intereses de la Monarquía Universal Católica. Los millones era un impuesto universal
que debían pagar todos los castellanos. Pero los poderosos se las agenciaron para des-
viar su peso sobre los sectores sociales menos pudientes. Además, la corrupción que
acompañó su recaudación, proporcionando buenos dividendos a los arrendatarios y
principales de los concejos, escatimó sin escrúpulos una parte de lo que pagaba ese
pueblo y correspondía al rey. Se repetía la circunstancia de que una cosa era lo que vo—
taban las cortes, otra lo que pagaban los castellanos y otra, bien distinta, lo recaudado.
Olivares intentó en distintos momentos corregir este desajuste mediante arbitrios al-
ternativos, y acabar también con la corrupción acudiendo a inspectores, pero, siguien-
do las constantes de su gobierno, también aquí fracasó.
Felipe IV y Olivares no 10 tuvieron fácil. Encontraron la oposición de los podero—
sos —clero, nobleza y oligarquías municipales— cuando vieron amenazados sus pri—
vilegios. Su descontento agitó a la sociedad castellana pero nunca más allá de los lími-
tes que imponía el orden establecido. Defendieron sus privilegios amenazados pero
nunca cuestionaron a la Monarquía. Deponían su actitud tan pronto eran atendidas sus
quejas. El monarca pudo seguir exprimiendo a Castilla sin que los privilegiados per—
dieran un punto de su poder. El clero fue el más beligerante. Apoyándose en el percep—
tivo Breve papal que debía autorizar su colaboración fiscal, se resistió a aceptar el
acrecentamiento de la sal de 1631, el servicio de millones de 1632, el medio del doza—
vo, el de los libros, el del papel de 1633 y 1634 y el papel sellado de 1636. Defendió
sus privilegios con la palabra y con la pluma y también con las armas espirituales de la
excomunión. E1 principal problema de su negativa era el efecto contagioso que podía
tener en el sector laico y en la importancia económica de su colaboración. Corte y cle—
ro protagonizaron interesantes enfrentamientos dialécticos en defensa de sus posicio-
nes, que pusieron sobre el tapete la cuestión del regalismo y de las relaciones con la
Santa Sede.
La resistencia no fue exclusiva de los eclesiásticos. Las ciudades y el reino se
mostraron permanentemente reticentes a las peticiones de Felipe IV. En 1622—1623
508 HISTORIA DE EspANA EN LA EDAD MODERNA

las ciudades mostraron su oposición a las reformas y también las Cortes, en las que
destacó, como lo haría en otras ocasiones, el procurador granadino Mateo de Lisón y
Biedma, por haber sido usurpada su participación en la discusión y aprobación de los
Artículos de la Reformación. La sustitución del voto consultivo por el decisivo exigi—
do a los procuradores para las Cortes de 1632 y 1636 provocò resistencias en los cabil—
dos municipales y después en las propias Cortes, cuando los diputados pidieron al Rey
que fuera devuelta a las ciudades su antigua prerrogativa.
Todos, incluida la propia nobleza, se opusieron a cualquier medio que anunciara
un reparto equitativo de las cargas. Salvo el medio del dozavo, que fue propuesto en
1634 y suspendido por la oposición general que suscitó, la práctica totalidad de los in—
tentos hechos para obligar a pagar más a los que tenían un mejor vivir fueron inútiles.
De todos estos conflictos el más importante fue el motín de la sal de Vizcaya. La
introducción de este medio constituía un contrafuero además de suponer un grave
trastorno económico. El conflicto comenzó cuando fue comunicada la orden el 18 de
enero de 1631, pero no acabó de sustanciarse hasta la segunda mitad de 1632 cuando
se le informö que se había retirado el arbitrio, pero que, no obstante, la sal debería
pagarse a 25 reales la lanega. La imposición era contrafuero y el precio desorbitado.
A partir de este momento la tensión fue aumentando hasta contolar la provincia los al—
borotadores. Los momentos más críticos tuvieron lugar a finales del mes de octubre
cuando los revoltosos llegaron a dominar Bilbao. La inseguridad continuó durante los
últimos meses de 1632 y principios de 1633. A fines del mes de enero la situación es—
taba controlada pero no se recuperaría la normalidad hasta 1634. Los principales re—
voltosos —seis en total— fueron ahorcados unos y agarrotados otros, y se dejó libre el
mercado de la sal.
Fiscalidad y autoritarismo habían provocado en Castilla el descontento de los po—
derosos que habían visto sus privilegios amenazados y sus personas maltratadas. Fue—
ra de Castilla, en Portugal y Cataluña, la misma política había ido dejando huellas más
profundas, porque aquí ya no se atentaba al estatus de un sector social sino a la propia
estructura política que daba cobijo a toda la sociedad. El autoritarismo infringía leyes
y violentaba los derechos de los naturales, especialmente de los privilegiados. La de—
safección de los súbditos creció imparable hasta acabar en rebeldía.

4. La crisis de la Monarquía. Los primeros años

4.1. LA REBELIÓN DE CATALUNA

Felipe IV y su valido Olivares, como sus predecesores, y los aragoneses se movían


en parámetros políticos distintos. Mientras el monarca tendía a ejercer el poder absolu—
tamente, los súbditos vivían aferrados al pactismo —c0nstitucionalismo—. Esta dife—
rencia provocó una conllictividad latente que emergió puntualmente con distinta vio—
lencia. En 1626, cuando se presenta el proyecto de la Unión de Armas, las relaciones no
pasaban por un buen momento. La situación era especialmente sensible en Cataluña. El
nuevo monarca, como ya se sabe, no había jurado todavía los fueros. Los catalanes te—
nían una larga serie de quejas, especialmente contra el virrey. Otros motivos, al hilo de
la reunión, se fueron sumando al descontento inicial. La aportación solicitada era exage—
FELIPE [V Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621-1643) 509

rada. La intención con la que acudían se convirtió en otro motivo de distanciamiento.


Mientras Felipe IV y Olivares buscaban ayuda en el menor tiempo posible, los catalanes
pedían reparo a las leyes que habían sido transgredidas por los representantes del m0—
narca y solución a las cuestiones que más les preocupaban. Armonizar ambas posturas
era difícil en teoría. En la práctica resultó imposible. El momento exigía tiempo y otras
condiciones desconocidas para un rey y un ministro ímbuídos del principio: quad pla—
cuit principi habet vicem legis. Es verdad que el trato dispensado a Cataluña no fue dis—
tinto del recibido por Valencia 0 Aragón. La diferencia estaba en los territorios. Aragón
estaba domesticado después de la rebelión de 1591 у Valencia, desde las Germanías, no
había creado graves problemas. Sólo Cataluña mantenía firme los postulados constitu—
cionalistas. Pronto las dos partes mostraron sus cartas y el desencuentro no tardó en pro—
ducirse. El rey exigía, con promesas de prebendas y otros halagos, el servicio en hom-
bres o su equivalente en dinero (250.000 libras anuales), y reclamaba el excusado que el
clero se negaba a pagar y los quintos, el 20 % de los ingresos municipales. Las Cortes
pedían reparo a sus demandas. Cada parte se atrincheró en su posición. El monarca pre-
sionaba sin fin a los brazos y éstos respondían con el recurso al disentimiento, haciendo
inviable cualquier avance. El 3 de mayo Olivares forzó una votación de 3.300.000 li—
bras. La respuesta del clero, que se quejaba de pagar más del doble de lo cobrado al Esta—
do secular, fue tajante. Abandonó la asamblea. El 4 salía el rey de Barcelona. Las Cortes
quedaron inconclusas. Fueron renovadas en 1632 pero inútilmente. El Rey nada había
aprendido y los catalanes seguían en sus trece. Desde 1626 distintos conllictos, entre los
que cabe destacar el traslado de la Audiencia Real a Gerona, jalonan el distanciamiento
irreversible entre Felipe el Grande y Cataluña.
La declaración de guerra de Luis XIII en 1635 supuso el paso decisivo a la deses—
tabilización. En 1637 la presencia del ejercito real en Cataluña, compuesto de valones,
napolitanos, alemanes y castellanos, con la pretensión de invadir Languedoc, provocó
enfrentamientos entre campesinos y soldados. En 1639, las tropas francesas ocuparon
sin resistencia Salses. Olivares acusó torpemente a los catalanes de traidores y cobar—
des. La reconquista suponía más soldados y más dinero. Cataluña hizo un esfuerzo im—
portante pero era su tierra. Tras la recuperación de Salses, en enero de 1640, el ejército
real quedó acantonado en Cataluña con el pretexto de terminar la reconquista, pero
con la intención de forzar su colaboración económica como lo hacía el resto de los te—
rritorios. Su presencia ilegal, agravada por su comportamiento, que provocó violentas
respuestas de los naturales, fue el precipitante de la rebelión.
Entre tanto, la política de Olivares provocaba la alienación de la Monarquía de
las instituciones catalanas. Desde 1638 la Diputación presidida por Pau Claris, canó-
nigo de la Seo de Urgel, extremaba su posición. En 1639 se sumaba Barcelona, acosa—
da por las contribuciones, y en 1640 lo hacía la Real Audiencia, el último baluarte de
Felipe IV. Mientras la causa real periclitaba, Olivares exigía mayor colaboración a los
catalanes y el virrey perseguía y encarcelaba a los más destacados constitucionalistas.
La revuelta campesina iniciada en la primavera de 1640 contra los tercios culmi—
nó 1a ruptura. Los revoltosos hostigaron a las tropas pero también ocuparon algunas de
las principales ciudades, donde asaltaron palacios y casas de sus principales. La rebe—
lión se extendió por la mayor parte del territorio, dominando la situación y dejando a
la Diputación sin capacidad de respuesta. El momento más crítico se produjo el 7 de
junio de 1640, día del Corpus, cuando una turba de 400—500 segadores, que esperaban
510 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ser contratados y a los que, en contra de la opinión del virrey, el Consell de Cents les
había dejado entrar para no alarmar a la población, a los gritos de <<Visca la terra! Mui—
ren els traidorl», «Muiren el mal govern!» Marchaban al palacio virreinal con el pro—
pósito de incendiarlo para vengar a un compañero herido por un alguacil. Frenados
por los obispos de Vic y Barcelona, fueron en busca del virrey Santa Coloma, al que
asesinaron cuando pretendía salvar su vida, huyendo en una galera genovesa. Los re—
voltosos se hicieron dueños de Barcelona, que sólo abandonaron el día 1 1 cuando se
les informó falsamente que los tercios sitiaban Gerona y era necesaria su ayuda.
La ruptura se había consumado. La Monarquía pensaba en una respuesta contun—
dente, aunque carecía de hombres y recursos, cuando tantos se habían gastado en per-
seguir quimeras. Pretendía formar un ejército de 40.000 hombres. Se llamó a la cola—
boración militar de la nobleza y se exigieron donativos y servicios extraordinarios con
escasos resultados. El propio Rey dispuso su marcha al frente en la llamada jornada de
Aragón para 1640 pero no se pudo realizar hasta abril de 1642. En Cataluña, Pau Cla—
ris, que moriría el 20 de febrero de 1641, se movía con celeridad. Organizó la defensa,
pero sin fuerzas para hacer frente al enemigo ni siquiera para someter a los revoltosos,
buscó alianzas extranjeras que le permitieran salir del atolladero. Escribió a Aragón y
Valencia pidiendo su ayuda. La respuesta no fue muy distinta a la que en 1591 recibió
Aragón de los otros dos territorios. No obstante, desde el verano de 1640 hasta el mes
de abril de 1641, la Diputación, Zaragoza y el propio virrey, duque de Nochera, intenta-
ron acercar a las partes sin ningún resultado. Estas gestiones fueron mal entendidas y
el duque fue cesado y desterrado. Paralelamente, Claris buscó la ayuda militar de
Francia, que quedó limitada a tres meses. Posteriormente, la evolución de los aconte—
cimientos aceleró la dependencia de París hasta que, el 23 de enero de 1641, Luis XIII
fue proclamado conde de Barcelona.
Consumada la alianza, Cataluña pudo resistir al ejército real bisoño, desmorali—
zado, mal dirigido y peor pertrechado. El avance de 1640, que inició las hostilidades,
llevó al marqués de los Vélez desde Tortosa a las puertas de Barcelona. Pero todo fue
un espejismo. El 26 de enero de 1641 las fuerzas francocatalanas, muy inferiores en
número, le inflingían un duro revés ante Monj uic. Tras la derrota, sólo pudo conservar
Tarragona. La reconquista de Cataluña iba a ser larga y costosa. Desde fines de 1641 y
durante 1642 fracasó en su intento de unir sus tropas a las del norte para enfrentarse a
los franceses, que se hicieron con Perpiñán. En 1642, a pesar de la presencia del Rey
en Aragón, su ejército, al mando del marqués de Leganés, no pudo conquistar Le'rida.
Sin embargo el general francés La Motte, desde la misma ciudad, ocupó una parte de
las tierras aragonesas de la raya con Cataluña, aunque fracasara ante Fraga. La ocupa—
ción de su territorio decantó definitivamente a los aragoneses por la causa real. Ara—
gón sufriría las correrías del ejército francocatalán mientras se convertía en lugar de
paso, en cuartel y en víctima del ejército real. En 1643 sus abusos provocaron el llama—
do motín de los zaragozanos contra los valones.

4.2. LA REBELION DE PORTUGAL Y LA CONSPIRACIÖN DE MEDINA—SIDONIA

La rebelión de Cataluña abrió la llamada crisis de la Monarquía. Portugal estaba


también harto de razones contra Castilla y la Monarquía. La falta de respeto de sus
FELIPE IV Y OLIVARES. EL FRACASO DEL REFORMISMO (1621—1643) 511

fueros, la presión fiscal, reclutamientos y alojamientos que provocaron distintas re-


vueltas, destacando la de Evora de 1637, la indefensión de su imperio y la resistencia
de amplias capas de la sociedad a formar parte de la Monarquía, fueron los argumen—
tos que, convenientemente manejados, permitieron al duque de Braganza, el futuro
Juan IV, acaudillar una rebelión que terminó por segregar a Portugal de la Corona es—
pañola. La secesión comenzó el uno de diciembre de 1640. Se abría un nuevo frente en
la misma Península, que complicaba todas las demás causas. Sin fuerzas ni recursos,
se improvisó un ejército que, al mando del conde de Monterrey, cuñado de Olivares,
fracasó ante Olivenza. En esta situación, la Monarquía decidió centrar sus esfuerzos
en Cataluña, por su proximidad a Francia, y dejar a Portugal aparentemente aislado
para tiempos mejores. La guerra quedará reducida a movimientos de tropas e incursio—
nes en las fronteras, mientras Londres y París apoyaban a Portugal.
La descomposición de la Monarquía seguía su curso inexorable. Apenas iniciada la
rebelión portuguesa y favorecida por la misma, fue descubierta en Andalucía la conspi-
ración (1641) del duque de Medina—Sidonia, insti gado por el marqués de Ayamonte y
contando con la ayuda de sus hermanos —Leon0r era hermana del duque—, los nuevos
reyes de Portugal. El propósito era hacerse con el poder en Andalucía. La falta de apoyo
a la intentona hizo que fuera desarticulada con extraordinaria facilidad. Medina—Sidonia
fue confinado en Castilla la Vieja y su mentor, Ayamonte, ejecutado en 1648.
La situación era crítica. El responsable aparente era el Conde—Duque, que había
conducido las riendas de la Monarquía hasta llevarla a un punto de difícil retorno. Para
quienes veían más lejos, el realmente culpable era el monarca que lo había mantenido
en el poder. En estas circunstancias el cese del valido, que había perdido toda su credi—
bilidad ante su protector, era la única salida que tenía Felipe IV para aliviar la situa—
ción. El propio Olivares se sentía totalmente cercado. Temía haber perdido definitiva—
mente la confianza real y se sentía más odiado que nunca por una nobleza y clero a los
que habían discutido sus privilegios. Tras la vuelta de Aragón, como había hecho otras
veces en momentos críticos y a la espera de un milagro, pidió permiso para retirarse de
la política. El 23 de enero de 1643 el Rey le comunicó que aceptaba su petición. El 22
de junio de 1645, moría, enajenado, en Toro.

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CAPÍTULO 19

FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁN ICA.


PERDIDA DE HEGEMON IA Y CONSERVACION (l643—1665)

XAVIER GIL PUJOL


Universidad de Barcelona

Una vez que el 17 de enero de 1643 hubo dado licencia al conde-duque de Oliva—
res para retirarse, Felipe IV marchó a El Escorial a unas jornadas de asueto. Volvió
¿¡¡ pronto a Madrid y sólo al día siguiente, 23, el destituido valido abandonaba palacio. El
día 24 el Rey informö al Consejo de Castilla de las razones de su decisión y, en parti—
cular, hízo saber a sus miembros que la partida de don Gaspar de Guzmán no significa—
ba que fuera a ser reemplazado «рог nadie que no sea yo mismo, pues los peligros que
nos amenazan necesitan de toda mi persona para ponerles remedio». Poco antes, en
carta personal al gobernador de los Países Bajos, había afirmado, rotundo: «Yo tomo
el remo.>>Y meses después, según escribió a la que se convertiría en su amiga y confi—
dente, la monja sor María de Ágreda, manifestó su propósito de tratar a todos sus mi—
nistros por igual, pues dijo: <<estoy resuelto a cambiar el modo de gobierno anterior, y
aunque no faltan gentes que desean ser valido —que es ambición natural de los hom—
bres—, todas ellas se engañan».
La destitución de Olivares no pudo ser sino sonada, tanto en la Corte y medios di—
plomáticos como en la calle. La noticia corrió, levantando rumores y expectativas. Un
embajador anotó que incluso el término «valido» causaba ahora disgusto en el Rey. Se
abría una nueva etapa en la que, según todos los indicios, Felipe IV iba a desempeñar
auténticamente su función de piloto de la nave del Estado.

1. Cambio sin recambio (1643-1647)

Felipe se mostrò enseguida muy activo en el despacho de los asuntos y de nuevo


asequible para los grandes nobles. Incluso la reina, la discreta Isabel de Borbón, que
ya el año anterior se había revelado como una eficaz gestora durante los meses de au—
sencia del Rey en su jornada a Zaragoza, siguió aportando su colaboración. Sin em—
ª: bargo, la caída del todopoderoso valido no fue seguida por una renovación realmente
514 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

importante de altos cargos del gobierno. Sólo hubo dos víctimas claras: Diego de Cas-
tejón, presidente del Consejo de Castilla, fue destituido y reemplazado por Juan
Chumacero, que acababa de regresar de Roma a estos efectos y de quien se esperaba
una política de rigor; y el aragonés Jerónimo de Villanueva, uno de los colaboradores
más significados y duraderos de Olivares, y uno de los más detestados, fue apartado de
su cargo de protonotario del Consejo de Aragón. La destitución de Villanueva parecía
ir dirigida a recuperar la confianza de los dirigentes catalanes y tuvo, por tanto, un alto
significado politico. Con todo, no desapareció totalmente de escena, pues fue transfe—
rido al Consejo de Indias y su caída definitiva no se produjo hasta un año y medio des—
pués, en agosto de 1644, cuando fue procesado por la Inquisición a causa de un asunto
oscuro relacionado con el convento madrileño de San Plácido. También los influyen-
tes puestos de confesor real y de inquisidor General cambiaron de titular, pero el im—
pacto de la remoción fue mitigado por el hecho de que fray Antonio de Sotomayor,
que los venía detentando simultáneamente, era ya octogenario, si bien es cierto que los
nuevos nombrados ya no pertenecían al círculo de Olivares. Al lado de este modesto
baile de nombres, una cohorte de hombres del Conde—Duque (Antonio Contreras,
Francisco Antonio de Alarcón, incluso su secretario particular, Antonio Carnero) con-
servó sus cargos 0 pasó a desempeñar otros. José González, experto en el embrollado
mundo de las finanzas reales, adquirió aún mayor peso y llegaría a presidente del Con—
sejo de Hacienda en 1647. Y otro hombre del régimen, el conde de Castrillo, pariente
de Olivares, miembro del Consejo de Estado, presidente del de Indias y colaborador
directo de la reina durante la jornada zaragozana de Felipe, siguió en primera linea du—
rante el resto del reinado. De hecho, en los meses anteriores a la caída del Conde—Du—
que se habían producido ciertas defecciones en las filas olivaristas: Castrillo había
sido una de las personas que intervino tanto para acabar de conseguir la destitución de
Olivares como para que ésta no fuese intempestiva.
Que la destitución no era una defenestración se veía también en el hecho de que
la esposa de don Gaspar, doña Inés, si guió en el Alcázar como aya del principe herede—
ro Baltasar Carlos, acompañada del hijo bastardo y reconocido del Conde-Duque,
mientras que éste se instalaba en su casa de Loeches, localidad cercana a Alcalá de
Henares. Esta proximidad irritaba a los grandes, resentidos por la continuada politica
de Olivares de mantenerlos a raya y someterles a impuestos y deseosos, por tanto, de
asegurar que su caída fuese completa. En cualquier caso, la resolución y tramitación
de asuntos sufrió un parón claro durante aquellas semanas, circunstancia que dio alas a
rumores de que don Gaspar iba a regresar para ponerse de nuevo al timón. Algunos in—
dicios, empero, parecían desmentirlo: los aposentos que ocupara Olivares en palacio
fueron acondicionados para el príncipe heredero, don Baltasar Carlos, que entonces
contaba 14 años de edad, y su magnífica biblioteca privada fue retirada y embalada. Al
mismo tiempo, algunos nobles, particularmente de la poderosa casa de Alba, salieron
del confinamiento en que Olivares los había tenido, al igual que Francisco de Queve—
do, encarcelado por orden suya en el convento de San Marcos de León. El extendido
enfado provocado por un texto anónimo titulado Nicandro, defensa militante de la
obra de gobierno del Conde—Duque, y nuevas presiones de la alta aristocracia sobre el
Rey lograron que a inicios del verano don Gaspar dejara Loeches por su destierro deli—
nitivo en la lejana Toro y que un poco más tarde su esposa y su hijo salieran por fin de
palacio.
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 515

Como no podía ser de otro modo, la caída del omnipresente Olivares dejó un cla—
ro vacío de poder. Diversos nobles y ministros se postulaban para llenarlo, aunque re-
frenados por la cautela en no interferir en la conocida voluntad del Rey de ocuparse
personalmente de la dirección de la Monarquía. Los más visibles eran el conde de
Oñate, al que se atribuían más posibilidades si no fuera por su avanzada edad, el
de Monterrey, el ya mencionado Castrillo, el marqués de Castañeda, don Luis Mén—
dez de Haro, sobrino de Olivares, y el duque de Híjar, siempre intrigando
Si el recambio de nombres no aparecía muy nítido, el cambio de política presen—
taba rasgos ambivalentes. En política exterior, el declarado deseo del Rey de alcanzar
la paz parecía verse favorecido por el fallecimiento de Luis XIII de Francia, en mayo
de 1643, a los pocos meses de haberse producido el de Richelieu, en diciembre ante—
rior. Si bien aquel mismo mayo tuvo también lugar la severa derrota de los tercios es—
pañoles en Rocroi, el hecho de que Francia entrara en una etapa de minoría real, dado
que Luis XIV aún no tenia 5 años, y de que la regente fuera a ser la reina viuda Ana de
Austria, hermana de Felipe, permitía pensar en un apreciable cambio de clima entre
ambas potencias. Pero no fue así. Tampoco iba a llegar enseguida la paz con las Pro—
vincias Unidas.
En política interior si hubo un cambio perceptible: una revisión a fondo del siste—
ma de juntas, según decreto de 26 de febrero de 1643. Olivares habia hecho de las jun—
tas uno de los rasgos definitorios de su gobierno, al canalizar a través de las mismas la
toma de decisiones, en lugar de hacerlo en los Consejos Supremos, con un doble obje—
tivo: por un lado, imprimir mayor celeridad y hacer más ejecutivo el gobierno, frente
al procedimiento consultivo de los Consejos; y, por otro, escapar de los intereses crea—
dos de la clase burocrática que había anidado en ellos. Sin embargo, el cambio no fue
brusco. Ya el año anterior el propio Olivares había modificado la planta de la Junta de
Ejecución, una de las principales, sustituyéndola por tres salas, las cuales, sin embar—
go, no eran sino la misma junta, salvo en el nombre. Y ahora, para proceder a la revi—
sión y eventual supresión de las juntas, se erigió una nueva, la Junta de Reformación
de Juntas, encargada de coordinar la abolición de las existentes (contabilizadas en una
treintena) y reintegrar sus funciones a los Consejos correspondientes. Juntas muy ca—
racterísticas del régimen de Olivares (la maquillada de Ejecución, las de Competen—
cias, Papel Sellado, Población y otras) fueron suprimidas. Pero se conservó la de la
Armada, por deseo del Rey, y se erigió otra, la de Conciencia, que reflejaba también el
sentir de Felipe IV, espiritualmente desasosegado y deseoso de moralizar la vida pro—
pia y la de sus súbditos. Se vivió ahora un ambiente de reforma moral, con supresión
de comedias y otras medidas por el estilo, de modo que estos años recordaban a los del
inicio de su reinado, cuando, de la mano de Olivares, había ya impulsado un programa
de rigor moral y austeridad, tras los años de Lerma y Uceda. Pero, en nueva manifesta—
ción de que el cambio actual se estaba llevando a cabo trabajosamente, no hubo un
proceso general al régimen del Conde—Duque como el que éste sometió a sus predece—
sores en el valimiento. Pese a diversos rumores de que Olivares y sus hombres iban a
ser objeto de temibles procesos de visita, no hubo realmente tal, aunque no es de des—
deñar la que instruyó el fiscal del Consejo de Guerra. Probablemente la proximidad
que el Rey había mantenido con el valido ahora caído y con su política influyó en ello.
En otro tema decisivo de política interior, las rebeliones de Cataluña y Portugal,
no hubo mayores cambios. Se mantuvo la postura de dar prioridad a la recuperación de
516 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Cataluña, tema sobre el que Olivares parece haber modificado su Opinión poco antes
de su caída, inclinándose por trasladar la prioridad a Portugal. A tal efecto, Felipe IV
se dispuso a acudir por segunda vez a Zaragoza para dirigir desde allí la campaña de
1643, igual que haría en los años sucesivos hasta el de 1646. La distribución de altos
ministros entre los que formaron el séquito real (Haro, Monterrey) y aquellos que per-
manecieron en la Villa y Corte para ayudar a la reina en la conducción del gobierno
(Castrillo, Chumacero) es un factor adicional que impide una fotografía precisa del
equipo realmente gobernante durante aquellos meses. Más aún, fue una circunstancia
que Felipe IV aprovechó para aplicar su propósito de lograr un reparto y equilibrio de
poderes entre personas y grupos de su entorno. Como resultado, el grupo familiar y
político Haro—Castrillo seguía detentando importantes resortes de poder, pero su posi-
ción no era ya tan dominante como había sido.
No había duda en que algo había cambiado tras el mandato de Olivares, pero su
alcance y su personificación no eran nítidos ni fáciles de establecer. Tras 22 años de
reinado con el Conde-Duque a su lado, a Felipe IV le quedaban otros 22 hasta su falle—
cimiento en 1665. Los rasgos tan característicos de Olivares y de su régimen, así como
la sobresaliente producción bibliográfica de que han sido objeto, hacen de la primera
mitad del reinado un periodo bien definido. Por contra, la segunda mitad adolece de
bibliografía insuficiente y, por ello, de identidad incompleta, y, de hecho, sigue siendo
uno de los periodos menos conocidos de la historia política de la España moderna.
Esto explica que los años inmediatos a la inflexión de 1643 puedan presentarse, según
ha observado Fernando Bouza, como marcados bien por el antiolivarismo, bien por un
disimulado olivarismo sin Olivares. Los problemas seguían siendo los mismos (lealta—
des rotas o agrietándose, urgencias militares, aprietos hacendísticos) y los remedios
disponibles no diferían apenas de los anteriores. Quizá el cambio más perceptible es—
taba en los modos menos intempestivos de aplicarlos.
Con todo, y pese a esta cierta indefinición, los primeros compases denotaban al—
gunos rasgos en política interior que caracterizarían a buena parte de esta segunda eta-
pa del reinado: recuperación de la influencia de la aristocracia en la alta política, no en
vano la llamada <<huelga de grandes» había sido decisiva en la caída del Con—
de—Duque; reparto y equilibrio de poderes entre un círculo de altos ministros y faccio—
nes; recuperación por el Rey de la dispensa de mercedes y favores, dispensa que ahora
se consideraba que había sido usurpada en gran medida por el valido; vuelta al sistema
polisinodial y recuperación de la influencia de la burocracia tradicional, victoriosa, a
la postre, en su pulso con Olivares y sus procedimientos ejecutivos; nueva afirmación
de la ortodoxia religiosa, tras la aproximación fomentada por Olivares a los grupos fi-
nancieros conversos portugueses. En conjunto parecía perfilarse una vuelta a modos
tradicionales de gobierno, vuelta que era fruto de la doble reacción nobiliaria y consi—
liar producida y que ha dado pie a l. A. A. Thompson y a Robert Stradling para hablar
de un nuevo aire constitucionalista en la Corte.
También en la política financiera quiso establecerse un nuevo estilo, en la medi—
da en que las insoslayables exigencias financieras lo permitieran. Es lo que Juan E.
Gelabert ha llamado «tiempo de alivio». Al poco de proclamar su voluntad de dirigir
personalmente los destinos de la Monarquía, Felipe IV encargó un informe sobre sus
rentas, al tiempo que se ponía en marcha una investigación sobre el «medio general»
posterior a la suspensión de pagos de 1627. La supresión de la venta de oficios, la de la
FELIPE [V Y LA CRーSーS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 517

venta de baldíos (con la destitución fulminante de Luis Gudiel, comisionado para esta
última en Andalucia, cuya actuaciôn estaba levantando ásperas protestas) y la retirada
de la circulación de la moneda resultante de la drástica baja del vellón aplicada en sep—
tiembre de 1642 fueron otras medidas que corroboraron esta inicial voluntad de sanea—
miento. Parecía anunciarse una revisión seria del sistema impositivo.
Los responsables de la Hacienda Real eran plenamente conscientes del agudo
problema que socavaba el aparato fiscal español, al igual que sucedía en el de otros
países: los súbditos, sobre todo los castellanos y los napolitanos, estaban sometidos a
una fortísima carga fiscal, pero el tesoro, en cambio, ingresaba cantidades despropor—
cionadamente bajas. Toda una constelación de figuras impositivas y sus correspon—
dientes agentes recaudadores, dotados de sus respectivas jurisdicciones, estaban en la
raíz del problema, un problema que amenazaba con convertirse en irresoluble, por
mucho que Felipe IV reiterara sus deseos, ya expresados durante la etapa anterior, de
gravar al pueblo lo menos posible. Una «contribución única», de la que ya se había ha—
blado bajo Olivares en 1632, en forma de impuesto sobre la sal, que hubo de ser retira-
do, volvía a aparecer como la panacea a tantos males y de ella se seguiría discutiendo
durante varios años, dentro y fuera de las Cortes de Castilla, a partir de planes de mi-
nistros o bien de arbitristas. Pero las premuras fiscales hicieron que un par de años
después volviera a practicarse la venta de baldíos. La política de alivio se mantenía fir—
me en sus propósitos, pero su ejecución era zigzagueante. Con todo, no era poca cosa
que no hubiera nuevas manipulaciones de moneda hasta 1651 y que la Corona no in—
tentara pedir una nueva exacción general a Castilla durante trece años. En su lugar, se
recurrió a la perpetuación y capitalización de los impuestos vigentes mediante la venta
de juros sobre ellos, obligatoria cuando fue necesario.
Tampoco la dirección política había quedado del todo despejada. Cuando Feli—
pe IV había ya regresado a Madrid de su segunda jornada a Zaragoza, el jesuita
Agustín de Castro, miembro de la Junta de Conciencia, pronunció un sermón en su
presencia, marzo de 1644, en el que le animó a declarar oficialmente quién detentaba
el valimiento, pero el Rey le reconvino por ello. El caso es que parecía asistirse a un
compás de espera. Los rumores que hacían de Chumacero el nuevo valido se habían ya
apagado y no pareció que tuvieran mucho éxito los movimientos de varios nobles para
promover a tal posición al conde de Oñate. Sonaba el nombre de Ramiro Pérez de
Guzmán, marqués de Medina de las Torres (1613—1668), que había acabado su segun—
do mandato como virrey en Nápoles, donde había logrado importantes contribuciones
económicas de ese reino. Medina de las Torres era amigo de infancia del Rey y yerno
de Olivares, y tras la muerte prematura de la hija de éste, había casado en segundas
nupcias con Anna Carafa, de la poderosa casa napolitana de Stigliano, enlace que
le proporcionó riqueza y una importante base de poder allí. A su regreso del virreinato,
acudió en el otoño de 1644 a entrevistarse con Felipe IV en Zaragoza, en lo que mu—
chos vieron como un paso para postularse como hombre de confianza, pero el Rey
le recomendó mantenerse en un segundo plano y así 10 hizo, retirado y expectante en
unas posesiones suyas en Valencia. Luis de Haro, por su parte, aparecía como la
persona más próxima al Rey, de quien también era amigo de infancia, y solía ser quien
despachaba con los embajadores, hechos que solían interpretarse como indicios
de que, en el caso, al parecer no resuelto, de que Felipe tuviera ya nuevo valido, era él.
Con todo, dos nuevos personajes estaban entrando en escena. Don Juan de Aus-
518 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tria (a quien se acostumbra a llamar Juan José), hijo natural del rey (1629— 1679), había
sido reconocido por su padre en 1642 poco antes de partir a su primera jornada de Ara—
gón y, acto seguido, también él se incorporò a filas, en las galeras de Tarragona. Pero
el Rey le mantuvo a cierta distancia y aún tardaría unos años en conseguir peso políti—
co por sí mismo. Y desde su ida a Zaragoza para la campaña del año anterior, en julio
de 1643, Felipe IV había entablado trato y amistad con la ya mencionada sor María de
Ágreda, superiora del convento carmelita de esa población castellana, situada en la
ruta seguida por el séquito real, la cual había alcanzado fama por su intensa espirituali—
dad, rayana en el misticismo. A partir de entonces, Rey y monja mantuvieron una co—
piosa correspondencia, muy conocida, que se prolongaría hasta la muerte de ambos,
en 1665. No puede considerarse que, a través de la misma, sor María ejerciera una in-
fluencia concreta ni directa en la política gubernativa, pero su insistencia en lograr la
paz con la católica Francia y en evitar que la confianza real quedara depositada en un
único gran ministro no debió dejar de surtir efectos.
Aquel año 1644 fallecieron la reina doña lsabel, a la edad de 42 años, y el papa
Urbano VIII, cuya política filofrancesa tanto había exasperado a Olivares. En julio las
tropas reales tomaron Lérida. Fue una victoria importante, la primera realmente signi—
ficativa de las armas de Felipe IV en el frente catalán, después de dos serios reveses en
otoño de 1642: la pérdida de Perpiñán a manos francesas y el fracaso del primer inten—
to sobre Lérida. Esta victoria tuvo también gran importancia política pues Felipe IV,
que, a sus 39 años, se había acercado al frente de combate, hasta Fraga, donde Veláz—
quez pintó su espléndido retrato en galas militares (Frick Collection, Nueva York),
entró seguidamente en Lérida y renovó allí el juramento de los derechos y constitucio—
nes de Cataluña que hiciera al inicio de su reinado. Se trataba de un acto cargado de
significado para una población catalana que estaba sintiendo el creciente peso fiscal y
político de la administración militar de los Virreyes franceses que, desde Barcelona,
cumplían los dictados de Mazarino. Lérida resistiría varias contraofensivas francesas
en los años siguientes, lo cual marcó un cierto equilibrio militar y territorial en la gue-
rra. Por el contrario, en el frente secundario portugués, la victoria portuguesa de Mon—
tijo, también en 1644, aseguró las perspectivas inmediatas del Portugal bragancista.
Al año siguiente, 1645, la caída en manos franco—catalanas de la importante for—
taleza de Rosas, que hasta entonces se había mantenido como islote leal a Felipe IV,
fue un importante éxito para la Cataluña borbónica. Pero los problemas políticos inter—
nos crecían en el Principado. Sectores eclesiásticos llevaban la voz cantante de las
protestas contra los alojamientos y otras medidas, y fueron muchos los clérigos y obis—
pos castigados con el destierro. Y en marzo de 1646 se descubrió una conspiración, a
resultas de la cual el virrey francés hizo detener a Gispert dºAmat, diputado eclesiásti—
co y presidente de la Diputació del General, hecho de profundo significado sobre la si—
tuación alcanzada. Pese a la concesión de señoríos confiscados a nobles filipistas y a
un amplio reparto de títulos de pequeña nobleza, disminuían los apoyos catalanes a lo
que se había convertido, de hecho, en ocupación militar francesa.
En contraste, los años 1645 y 1646 contemplaron significativos pasos en el terre—
no político por parte de Felipe IV, mediante la celebración de Cortes en Valencia, Ara—
gón y Navarra. También estos tres reinos sufrían los rigores de la movilización militar
y, en 1643, Zaragoza se vio sacudida por un grave levantamiento popular contra un
contingente de soldados valones alojado en las afueras de la ciudad. La motivación di—
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 519

recta de estas Cortes era obviamente fiscal, una vez transcurrido el plazo para el cual
se habían concedido los servicios aragonés y valenciano de 1626, pero también tenían
un claro sentido político de recabar el apoyo de los reinos, además del objetivo dínás-
tico de proceder a la jura del principe Baltasar Carlos, que ya había sido jurado por las
Cortes castellanas en 1632. Las Cortes de Valencia de 1645 fueron relativamente bre—
ves, si bien algunas cuestiones importantes colearon durante un par de años. Sobre
todo, iban a ser las últimas del reino, pues, culminando una larga tradición autóctona
de encargar funciones a diversas Juntas de Estamentos o de Elets, instituyeron una
Junta de Leva y otra de Contrafueros, encargadas respectivamente de reclutar tropas y
resolver agravios, que hicieron innecesaria la reunión de la asamblea. Fue justamente
en esta nueva situación cuando el gran jurista Lorenzo Matheu y Sanz, testigo de esas
sesiones, escribió sus dos grandes tratados sobre las Cortes y el sistema foral valen—
cianos.
Pese a que Navarra venía teniendo Cortes con relativa frecuencia, las de 1646 re—
vistieron la significación de contar con la presencia de Felipe IV y el príncipe, quienes
seguidamente se trasladaron a Zaragoza. Además de renovar las aportaciones fiscales
y militares al esfuerzo bélico que era también vital para el propio reino, ante las ase—
chanzas francesas en su raya oriental, las Cortes de Aragón adoptaron notables medi—
das de reforma económica, protección ante la competencia manufacturera francesa,
reglamentación restrictiva de la situación de los numerosos inmigrantes franceses,
creación de plazas de capa y espada en el Consejo de Aragón para la pequeña nobleza
y nueva reserva de plazas para aragoneses en tribunales fuera del reino, como ya se
hizo en 1626. Si estas y otras medidas contribuyeron a articular la integración de la
clase dirigente aragonesa en el conjunto de la Monarquía, el súbito fallecimiento en
Zaragoza del principe Baltasar Carlos, en octubre y a causa de la viruela, cuando con—
taba 17 años, y la desolación que provocó, consolidaron esta articulación en el terreno
dinástico y simbólico. La muerte del principe, cuyas prometedoras aptitudes habían
levantado fundadas esperanzas de futuro, creó una aguda crisis dinástica, pues Feli—
pe IV quedaba viudo y sin heredero varón, aunque tenía una hija, la infanta María Te—
resa, de 8 años, futura esposa de Luis XIV. Más aún, fallecidos ya sus hermanos, el in-
fante don Carlos en 1632 y el cardenal infante don Fernando en 1641, él era ahora el
único miembro varón vivo de los Austrias españoles. Además, en mayo del mismo
1646 había muerto también su hermana menor, María, reina de Hungría y emperatriz.
Su otra hermana, Ana, viuda de Luis XIII, ya mencionada, era la regente de Francia.
Las circunstancias personales y políticas llevaron a recomponer la situación. Ante la
urgencia de conseguir un heredero, y pese a la opinión negativa del Consejo de Esta—
do, Felipe IV manifestó a su regreso a Madrid su propósito de casar con Mariana de
Austria, sobrina suya e hija del emperador Fernando III, que en realidad estaba prome-
tida con Baltasar Carlos, y asi lo haría en 1648. Al mismo tiempo, se acabó de estable-
cer la posición cortesana de don Juan José (que tenía la misma edad del fallecido prin—
cipe), quien, sin embargo, quedaba excluido de la línea de sucesión.
También pareció definirse la disposición del gobierno. Desde que prescindiera
de los servicios de Olivares, el Rey había afirmado su posición y ensayado con bastan—
] te éxito un reparto de funciones entre sus ministros más inmediatos. Las visitas anua—
les a Zaragoza, todas ellas por decisión personal y de varios meses de duración cada
una, habían contribuido a esta fórmula. Pero en enero de 1647 Felipe entregó a don
520 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Luis de Haro las llaves del Despacho Universal y le autorizó a celebrar reuniones de la
Junta de Estado en su casa. Tras la muerte, en 1645, de su tío, el Conde—Duque, de
quien era sobrino único, Haro había sido promovido a la grandeza y recibido el título
de duque de Olivares, al que en 1648, al fallecer su padre, añadiría el de marqués del
Carpio, al tiempo que se iba dilucidando la reñida herencia patrimonial de Olivares. El
Rey hizo partícipe a sor María de Ágreda de las razones de su resolución: tras reiterar
su voluntad de cumplir con las obligaciones de su cargo, evocó la memoria de Felipe
11 quien, recordó, no dejó de tomar ministros de confianza, aunque reservándose siem—
pre la última palabra, práctica que ahora también habría de ayudarle a él, máxime
cuando era necesario combinar celeridad y eficacia en las tareas de gobierno. Y obser—
vó que a la persona escogida no iba a darle ningún tratamiento especial, <<para no repe—
tir 10 que dio origen a esa forma de gobierno anterior, cuyo mal ahora admito».
Es comûn en la historiografía reconocer a Luis Méndez de Haro (Valladolid,
1598—Madrid, 1661) сото el sucesor del Conde—Duque en el valimiento. Mediante su
boda, en Mataró en 1626, con Catalina Folch de Cardona, hija del duque de Cardona y
de Segorbe, estaba emparentado con esa principal casa catalano—valenciana y sus ra-
mificaciones andaluzas. Su valimiento, empero, presentaba limitaciones. Su trato
amable y modales comedidos, incluso melilluos, tan distintos a los de su impetuoso
tío, y en vista de los cuales un embajador le describió como el epítome del perfecto
cortesano, hicieron que nunca llegara a ejercer el puesto con la misma pasión y autori—
dad ni de modo tan omnipresente. De hecho, es elocuente que pese a sus títulos nobi—
liarios, siguió siendo conocido simplemente como don Luis de Haro, presumiblemen—
te por deseo propio. Además, nunca llegó a manejar los hilos del patronazgo regio
como había hecho don Gaspar. Por último, la ingrata experiencia obtenida de los últi-
mos años del gobierno de este y la conocida voluntad de Felipe IV de no eludir sus
obligaciones, redundaron en que las modalidades de valimiento encarnadas por tío y
sobrino resultasen muy distintas entre sí. En cualquier caso, la continuidad en el poder
de la saga Guzmán-Haro no se vio mermada. Incluso un veterano hombre de Olivares,
el capaz José González, fue nombrado presidente del Consejo de Hacienda en no—
viembre de aquel 1647, como ya se ha dicho.
A estas observaciones comunes, Robert Stradling ha añadido unos análisis parti-
culares. Precisa este autor que más que a valido efectivo, Haro fue promovido a pri-
mus inter pares entre los ministros, pues entre 1647 y 1649 Felipe IV acabó por es—
tructurar una pauta de gobierno en la que él era el vértice, secundado, en delicado
equilibrio, por el propio Haro y el duque de Medina de las Torres, el único supervi-
viente de las luchas por el poder de un lustro atrás, quien, tras su eclipse, fue llamado a
la dirección política. Como sumiller de corps y alojado en palacio, Medina de las То—
rres controlö el acceso al Rey, mientras que Haro, si bien despachaba a diario con éste,
no vivía en el Alcázar ni ejercía función cortesana ninguna. El campo de acción de
Haro era la política propiamente dicha y dirigía la Junta de Estado, que actuaba como
principal órgano ministerial, lo cual confirmó entre los embajadores que el valido
efectivo era él, pero no pertenecía al Consejo de Estado, el de máximo rango en el sis—
tema polisinodial. Por su parte, Medina de las Torres pertenecía a los Consejos de
Estado, Aragón, Italia e Indias, desde los que pudo tejer toda una red de influencias,
pero fue excluido de la Junta. Estas diferencias y equilibrios siguieron vigentes duran—
te más de diez años. Con el tiempo, durante las negociaciones con Francia que condu—
FELIPE W Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 521

cirían a la paz de los Pirineos de 1659, Felipe llamó a Haro «primer y principal minis—
tro» con objeto de hacer explícito su rango de negociador plenipotenciario, pero no
parece que este título tuviera repercusiones efectivas en sus competencias en el go—
bierno interior. А1 mismo tiempo, ambos favoritos fueron finalmente nombrados para
el organismo del que respectivamente habían estado apartados hasta entonces.
Si 1647 empezó con estos pasos hacia la configuración del núcleo de gobierno,
también iba a contemplar otros hechos relevantes, que hicieron de él uno de los años
cruciales de esta segunda etapa del reinado de Felipe IV. Cuando en noviembre de
1646 el Rey regresó a Madrid acompañado de los restos mortales de su hijo, las Cortes
de Castilla se hallaban reunidas. Habían estado en sesión casi continuada entre 1621 y
1643, en sucesivas convocatorias, y ahora, tras este intervalo, era la primera vez que se
reunían sin la presencia de Olivares. Los temas sobre la mesa eran, sin embargo, los de
siempre: la ayuda económica que el Rey reclamaba para sus incesantes apremios fi—
nancieros y militares. Por otra parte, en enero de 1647 estallaron sublevaciones antise—
ñoriales en varias localidades andaluzas. La más importante tuvo lugar en Lucena, se—
ñorío del duque de Cardona, donde precisamente había nacido la mujer de Haro y don—
de, al parecer, el duque, cuñado del valido, intentaba resarcirse de los quebrantos su—
fridos por las confiscaciones de sus dominios en Cataluña. La gente pegó fuego a los
registros y a pilas de papel sellado en la que iba a ser la primera de una larga serie de
alteraciones andaluzas. En contraste, las noticias eran más halagúeñas en el frente di—
plomático: prosperaban las negociaciones de paz con los rebeldes holandeses entabla—
das en la ciudad alemana de Münster hacía ya un año y medio, en el seno de la que ha—
bría de ser paz general de Westfalia, y también en este enero de 1647 se llegó a un
acuerdo a resultas del cual cesaron las hostilidades y las sanciones económicas.

2. Rebeliones y paces (1647-1659)

Las Cortes de Castilla se habían iniciado a principios de 1646 con las presiones y
dilaciones acostumbradas acerca de la naturaleza decisiva o meramente consultiva de
los poderes que las ciudades debían otorgar a sus procuradores. Pero los reunidos
compartían un objetivo común: encontrar procedimientos que permitieran aliviar a los
súbditos sin merma de los ingresos de la Hacienda Real. A tal efecto, discutieron va—
rios proyectos y arbitrios, el más destacado de los cuales era de Jacinto Alcázar Arria-
za, que propugnaba una contribución única y, no menos importante, la supresión de
las diversas jurisdicciones recaudatorias existentes asignándolas todas a los órganos
de justicia ordinarios, que deberían actuar como agentes únicos del fisco. También se
debatió acerca de un impuesto sobre la harina, expediente del cual ya se había hablado
en las Cortes castellanas de 1573 y al que el Consejo de Hacienda opuso ahora obje—
ciones. Al igual que había sucedido con algunas propuestas anteriores de tipo pareci—
do, no se llevó a efecto ninguno de los dos proyectos, pero seguía en el ambiente la
confianza de que conseguir el doble objetivo de rebaj ar las cargas impositivas sin mer—
ma de la recaudación fiscal no era una quimera en tanto que se lograra combatir el
fraude, lo cual dio pie a que en el futuro inmediato volvieran a discutirse nuevas pro—
puestas de este tenor. En marzo de 1647, tras algunos episodios de oposición parla—
mentaria, las Cortes acordaron la prórroga de los servicios y concluyeron sus sesiones.
522 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

También entonces la Corona decidió la integración de la Comisión de Millones en el


Consejo de Hacienda. Este fue un paso importante en la evolución constitucional cas—
tellana, pues la Comisión, creada en 1601, venía actuando como diputación efectiva
del reino. La medida provocó protestas que obligaron a suspenderla, pero volviö a eje—
cutarse en 1658 con carácter definitivo.
Mientras tanto, las condiciones climatológicas venían empeorando desde hacía
meses y seguirían haciéndolo en los venideros. Fríos, lluvias torrenciales y sequías se
alternaron para provocar cosechas escuálidas, dificultades de transporte y abasteci—
miento, escasez de alimentos y las carestías consiguientes. Al sumarse esto a la pre—
sión fiscal existente y a la oligarquización más o menos intensa de los gobiernos muni—
cipales, confluían todos los factores para una coyuntura propicia a los levantamientos
populares. Y esto es lo que sucedió durante dos años terribles, 1647 y 1648, durante
los cuales la geografía de la agitación social no parecía dejar de expandirse. Si 1640 y
1641 Vieron la eclosión y afianzamiento inicial de los levantamientos catalán y portu—
gués, ahora este bienio fue testigo de una segunda y más amplia oleada de sublevacio—
nes. La mayoría de ellas tenía causas y objetivos sociales y económicos, y respondían
ante todo a la tipología de motines de subsistencias, pero no faltaron los factores polí-
ticos. El grito popular <<¡viva el Rey y muera el mal gobierno!» resonó en muchas ca—
lles y plazas, de Granada a Nápoles. Era un grito común en la época, cuyas implicacio—
nes políticas eran no menos manifiestas. Al igual que tantos otros países europeos,
España y los dominios hispánicos conocieron su «crisis del siglo xvu».
Valencia entró en un complejo estado de tensión y agitación en 1646. I gual que
Aragón, estaba llevando a cabo un importante esfuerzo económico y humano en la
guerra de Cataluña, esfuerzo que se veía entorpecido por el bandolerismo, en unas fe—
chas en que éste apenas subsistía ya en Cataluña y Aragón. El Consell General de la
capital, por su lado, se encontraba dividido en facciones con ramificaciones en varios
grupos sociales, lo cual, si bien era frecuente en la vida municipal europea de la época,
suponía una fuente de inestabilidad. También solía suceder que las presiones fiscales,
por su gravedad, dieran ocasión a convocatorias de concejos abiertos o asambleas mäs
amplias donde discutirlas y, en este semido, la actividad del Consell General significó
un notable soplo de participación popular. Sin embargo, llevado de su deseo de obte-
ner obediencia presta, el virrey, conde de Oropesa, suspendió el sistema insaculatorio
de la ciudad de Valencia, donde se había implantado tan sólo en 1633, para así obtener
más mano en el nombramiento de los jurals. La tensión se apaciguó al restablecerse la
insaculación a mediados de 1647. Con todo, dos años después la Taula de Canvis mu—
nicipal hizo bancarrota, la tercera en lo que iba de siglo.
A todo ello se sumó el flagelo de la peste, una epidemia cuyos primeros brotes
fueron detectados en Valencia en 1647 y que, procedente de Argelia, asolaría gran
parte del Levante peninsular y Andalucía hasta 1652. Es posible que la peste contribu—
yera, allí adonde llegara, a frenar los levantamientos populares, más que a fomentar—
los, tal era la profunda dislocación social y espiritual que provocaba. Pero, sin duda,
significaba un trágico aumento de las penalidades sufridas por la población. Se estima
que Valencia perdió por su causa unos 11.000 de sus 50.000 habitantes, mientras que
Sevilla perdió más de un tercio de sus 150.000 moradores. Afectados por pestes ante-
riores, sobretodo las de 1598 y 1630, los españoles tenían ya experiencia en la misma
y tanto los médicos como las autoridades hicieron notables aportaciones al conoci—
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 523

miento europeo sobre la materia, siempre de tipo experimental. También los cronistas
y dietaristas dejaron vívidos testimonios de los estragos de los que fueron testigos pre—
senciales: tales son los casos, entre otros, del fraile dominico Francisco Gavaldá, que
escribió sobre la peste en Valencia de 1647, el cronista Diego Ortiz de Zúñiga sobre
la de Sevilla de 1649, y el menestral zurrador Miquel Parets, sobre la de Barcelona
de 1651.
El reguero de muerte y dislocación económica dejado por las pestes no haría sino
minar las posibilidades financieras futuras de la Corona. Pero ya ahora, mayo de 1647,
la revuelta estallaba en Palermo, capital de Sicilia. Su motivo desencadenante fue la
orden real de acabar, a causa de las sempitemas necesidades económicas, con el bajo
precio a que se vendía el pan, como solía hacerse en todas partes en asunto tan sensi—
ble. El modo como se practicó fue reducir el tamaño de la rebanada media, de manera
que su precio se correspondiera con su coste. El virrey, marqués de los Vélez, aplicó la
orden a regañadientes, temeroso de las consecuencias de orden público que podría te—
ner, y los hechos le dieron la razón: al día siguiente una manifestación se congregó
ante el Ayuntamiento, gritando <<rebanadas grandes, fuera impuestos», y por la noche
la multitud forzó la apertura de la prisión, poniendo en libertad a un millar de presos,
y, como en Lucena, quemó registros fiscales. El virrey retiró enseguida la orden sobre
el pan, suprimió, por añadidura, la gabela que gravaba alimentos básicos y, más aún,
concedió al popola el derecho de elegir a dos oficiales municipales y perdonó a los
instigadores del levantamiento. Otras ciudades de la isla obtuvieron asimismo recor—
tes fiscales. En cambio, Messina, la rival histórica de Palermo, permaneció firmemen—
te leal.
A los pocos días también Nápoles se hallaba en estado de conmoción. Los moti—
vos eran básicamente los mismos y, además, había llegado noticia de lo sucedido en
Palermo. En evitación de tumultos, las autoridades suprimieron los festejos del 24 de
junio, día de San Juan, pero no los de la festividad de la Virgen del Carmen, que se ce—
lebraba el 7 y el 16 de julio. Como era frecuente en las fiestas populares europeas, la
del Carmen napolitana incluía una batalla ritual en la plaza del Mercado entre dos gru—
pos de jóvenes, y esto proporcionó, el día 7, la ocasión para el inicio de los tumultos.
Entre gritos de que Nápoles no iba a ser menos que Palermo, el pescadero Tommaso
Aniello, conocido de todos como Masaniello, de unos 25 años de edad, se erigió en lí—
der no sólo de la protesta, sino también de la entera ciudad, que, con su medio millón
de habitantes, era la más populosa de Europa occidental. Una bandera roja como sig—
no de rebelión fue ondeada en la torre de la iglesia del Carmen, que daba a la plaza.
Masaniello fue asesinado diez días después por otros cabecillas de la sublevación, que
sospechaban que iba a buscar un acomodo para sí mismo con las autoridades, y se con—
virtió en un auténtico fenómeno de masas: ya durante aquellos días iniciales se hicie—
ron pinturas y estatuillas de su cara y, tras su muerte, se acuñaron medallas en Amster—
dam y se escribieron piezas de teatro en Londres que cantaban sus hazañas. Dado que
la guarnición de la ciudad, en el Castel Nuovo, se hallaba mermada, pues un contin—
gente importante de tropas había sido enviado a Milán poco antes, el virrey, duque de
Arcos, abolió los impuestos sobre alimentos fijados a inicios de año e hizo concesio—
nes sobre el gobierno de la ciudad parecidas a las de su colega en Sicilia.
El levantamiento napolitano no había sido sólo popular, sino que había estado
precedido por una creciente tensión jurídico—constitucional, en la que autores como
524 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Giulio Genoino, Francesco De Petri y (ya en 1648) Giuseppe Donzelli subrayaron la


vieja idea del autogobierno de la ciudad. Por otro lado, los dirigentes del Nápoles le—
vantado, igual que habían hecho los de Cataluña en 1640, buscaron la ayuda militar
francesa. La Francia de Mazarino se hallaba en fase de impetuosa expansión militar y
territorial. Además de su despliegue en el frente catalano—aragonés, los ejércitos fran—
ceses había obtenido en 1645 una impresionante racha de victorias en la zona del Rin,
racha que brindó diez ciudades importantes (más de las que los holandeses habían lo—
grado ganar en dos décadas de guerra), el mismo afio habían penetrado también en la
península italiana, donde intervinieron en la guerra civil de Saboya atacando Génova
y Milán, y en 1646 tomaron algunos presidios españoles. Al cardenal se le presentaba
ahora una oportunidad de oro para hacerse con el reino de Nápoles, al que consideraba
como las auténticas Indias del rey español. A estos efectos destinó tropas para ayudar
a los rebeldes napolitanos, al frente de las cuales puso al duque de Guisa, el cual, por
su parte, acarició la idea de convertirse en rey de un Nápoles más o menos indepen—
diente bajo tutela francesa. Mientras tanto, la flota de don Juan José de Austria bom—
bardeó la ciudad, en octubre. Bajo estas inquietantes sombras, la ciudad de Nápoles
ensayó, entre este octubre de 1647 y abril del año siguiente, y sin que el virrey dejara
de residir en el palacio real y en Castel Nuovo, una fórmula de gobierno republicano,
que no fructificó a causa de la coyuntura bélica, de la inadecuación de sus institucio—
nes y de las fuertes tensiones internas entre distintos grupos sociales de la ciudad y en—
tre la ciudad y la nobleza del reino. En abril de 1648, don Juan José volvió a la rada con
una poderosa flota y, mediante acuerdo, puso fin incruento a la república y a la suble—
vación. Nápoles volvió a la situación político-institucional anterior.
La de Nápoles fue una de las rebeliones populares más impactantes del momento
y las gacetillas de muchos países le dedicaron una atención extraordinaria. Mientras
seguía su curso, la situación en España parecía atravesar un cierto respiro durante par—
te de 1647. Tras el de Lucena a inicios de año, se habían producido otros levantamien—
tos antiseñoriales en la Andalucía central (Ardales, Lorca, Luque), pero, de momento,
no fueron a más. Las Cortes de Castilla, según se ha visto, llegaron a un estimable
acuerdo y meses después, el 1 de octubre, Felipe IV declarö una suspensiön de pagos
(la segunda de su reinado tras la de 1627), cuya causa no era tanto una crasa situación
de bancarrota como la de diferir el pago de la deuda en términos ventajosos que permi-
tieran, como así sucedió, obtener recursos para el que había de ser esfuerzo bélico es—
pecial de caras a ganar bazas para las negociaciones internacionales que seguían ma—
durando en Munster. Esto parecía factible, pues en junio un poderoso ejército francés
fue derrotado sin paliativos en Lérida, aunque poco después otras tropas tomaban Tor—
tosa. Este nuevo fracaso francés en la ciudad fue decisivo, tanto en términos militares
como políticos. Mazarino había hecho de la toma de Lérida, junto al envite napolitano,
uno de los objetivos principales de su estrategia global en 1647 y para ello había pues—
to al frente de las tropas sitiadoras al príncipe de Condé, que se habia labrado una bri—
llante hoja de servicios en los frentes de Flandes y del Rin, en la que destacaba la toma
del estratégico puerto de Dunkerque el año anterior. La derrota en Lerida desató renci—
llas y acusaciones recíprocas entre el príncipe y el cardenal, que empujaron al primero
a alinearse en la oposición al valido y, a continuación, en la Fronda.
Felipe IV había resuelto, tras ciertas dudas, no acudir a Zaragoza para la cam—
paña de 1647. La falta de heredero varón pesó en la decisión y la reputación de Con—
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 525

dé acabô de ayudar. Desde Madrid acertó a resolver otra crisis, esta vez en Méjico,
que no llegó a mayores. El obispo de la Puebla de los Ángeles, Juan Palafox y Men—
doza, celoso visitador y reformador que en 1642 había conseguido la destitución del
virrey Escalona, venía enfrentándose desde entonces con diversos sectores de la so—
ciedad novohispana, particularmente las órdenes religiosas y la Inquisición, motivo
por el cual en 1647 el conde de Salvatierra llegó como virrey con encargo de resol-
verla situación. Hubo motines en la Puebla a favor de Palafox y el virrey envió tro—
pas, que no llegaron a actuar. El obispo forzó la destitución del virrey, en octubre, la
segunda vez que lo conseguía en cinco años, pero poco después el propio Palafox
hubo de abandonar México al ser nombrado para la diócesis soriana de Burgo de
Osma, de importancia mucho menor.
El respiro se confirmaba en enero de 1648 al quedar ajustado el tratado con las
Provincias Unidas. La paz se oficializó en el Ayuntamiento de Münster el 15 de mayo,
en una ceremonia en la que la Corona española estuvo representada por Antonio Brun,
del Consejo de Flandes, y el embajador plenipotenciario Gaspar de Bracamonte,
conde de Peñaranda. El 4 de julio los artículos de la paz fueron publicados en Madrid.
Las negociaciones de Münster, dedicadas a los conflictos internacionales de la guerra
de los Treinta Años, habían corrido paralelas alas desarrolladas en la vecina ciudad de
Osnabruk, dedicadas a los conflictos internos del Imperio. En lo que atañía a la Mo—
narquía española, la paz de Westfalia de 1648 significò el reconocimiento oficial de la
independencia de la república de las Provincias Unidas y, por lo tanto, ÊLÛÏJÊÏ, de una
guerra que habiaempezado como rebelión calvinista 80 años atras.
Hacía tiempo que muchas capitales europeas habían aceptado ya una indepen—
dencia holandesa defacto que ahora, pese a que Francia intentó entorpecer al máximo
las negociaciones, se consolidó formal y definitivamente. Dos factores que contribu-
yeron a aproximar posturas entre Amsterdam y Madrid fueron los amenazadores de—
signios francesessgbre Flandes, que se cernían también sobre IE'fep'úinéa, ylacues—
tión del'Brasil portugués.—¡Allí, buena parte de la colonia había abrazado la causa bra—
@йсізш;зтдп‘п’рёфейо levantamiento austracista inicial, de manera que la feroz
competencia colonial holandesa en aquella zona ya no era, por lo menos de momento,
una prioridad española. Y una insurrección antiholandesa en Pernambuco en 1645 ha—
bía sensibilizado a las autoridades de la república, mientras que las Filipinas resistie—
ron, como otra Lérida, sucesivas embestidas holandesas en aquellos mismos años. Fe—
lipe lV reconoció a los holandeses las plazas que habían tomado en el Brasil, pero con—
servó el monopolio comercial en la América española. Tras un enfrentamiento tan
crudo y prolongado, que había marcado durante décadas una de las principales líneas
de la política internacional, empezó ahora un duradero acercamiento hispano—neer—
landés que no se vio malbaratado por ciertas tensiones bilaterales: un último ataque
holandés a Filipinas en 1649, posterior, pues, a la firma del tratado, que también fraca—
só, y la continuidad de tres puntos de conflicto muy localizados, a saber, el comercio
ilegal holandés basado en Curacao, el tráfico de esclavos en América y la explotación
de las minas de sal venezolanas de Punta de Araya, conflictos que se solucionaron de
diversas maneras unos años más tarde.
Un éxito no menor de la diplomacia de Felipe IV en Münster fue que las poten—
cias allí reunidas no concedieron a los delegados enviados por Cataluña y Portugal el
rango que éstos reclamaban. En lo que respecta a Cataluña, también se encargaron de
526 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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I (VIII—1644)
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FUEN'i'E: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid,


1993, Vl, p. 952.

MAPA 19.1. [as guerras en los Países Bajos, 1621—1659.

ello los hombres de Mazarino, mientras que Portugal, por este motivo, fue considera—
do a efectos formales como rebelde a su rey. Con todo, las potencias no dejaron de ju—
gar sus bazas con ambos territorios en el tablero internacional, pues Westfalia, pese a
constituir un auténtico hito en la historia de las relaciones internacionales y en el siste—
ma moderno de estados, no tuvo el alcance universal que había pretendido. La devas-
tadora derrota española ante el ejército francés en Lens aquel mismo agosto de 1648,
más grave que la famosa de Rocroi de 1643, aseguró la continuidad de la guerra entre
París y Madrid. Y la Commonwealth de Cromwell iba pronto a hacer sentir su presen—
cia en la escena internacional.
Pero donde el respiro acabó antes fue en el interior español. Las alteraciones an—
daluzas se reanudaron en febrero de 1648 y, tras un lapso al año siguiente, a causa pro—
bablemente de los estragos de la peste, se prolongaron con intensidad variable hasta
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HlSPÁNlCA 527

1652, que fue el año más agudo. No dejaba de ser llamativo que don Luis de Haro hu-
biera tenido en Andalucía una de sus primeras grandes actuaciones, la amplia visita de
gobierno que giró a la región en 1645. De carácter sobre todo urbano, la actual oleada
de alteraciones tuvo como motivos específicos las dificultades de sectores manufactu—
reros y artesanales, además de la carestía y de los efectos de las alteraciones moneta—
rias. Las tres grandes ciudades, Granada (por dos veces: 1648 y 1650), Córdoba y Se—
villa, así como bastantes poblaciones, vivieron conmociones, que por regla general
pudieron ser apaciguadas mediante la destitución del corregidor de turno y su sustitu—
ción por algún prohombre local bien considerado, como fue el caso del granadino don
Luis de Paz en 1648, el cordobés marqués de Priego y el sevillano don Juan de Villa—
cis, éstos últimos en 1652. El motín más grave tuvo lugar en Sevilla en mayo yjunio
de 1652, con conatos de enfrentamientos armados, y dejó un centenar de muertos. El
gobierno reaccionó con notable contención. «Alivio» de los vasallos y «disimulo»
ante sus excesos eran, cada vez más, las palabras de referencia en aquellos agitados
años y el Rey concedió diversos perdones. En Córdoba llegó a conceder también la su—
presión del papel sellado y de otros tributos, casi como había sucedido en Palermo. Y
la buena cosecha de 1652, así como la llegada de la flota de Indias, ayudaron ala paci—
ficación. No faltaron, empero, destellos inquietantes: ciertos granadinos gritaron en
1648 que querían elegir a su propio rey y alguien comentó: «Hemos visto algo de lo de
Nápoles.» Destellos como éstos, que en otras circunstancias pudieran parecer exa—
bruptos nacidos de la cólera popular, minoritarios y de escasa viabilidad práctica, re—
sultaban ahora muy preocupantes, pues concitaban uno de los máximos temores de los
gobernantes de cualquier país: el contagio revolucionario.
Parecía cosa de contagio que en París, y en enero del mismo 1648, las gentes hu—
bieran gritado por las calles << ¡Nápoles, Nápoles !», en uno de los primeros síntomas de
lo que sería la Fronda. No obstante, en los diversos motines andaluces prevaleció,
de largo, la consigna tradicional «Viva el Rey y muera el mal gobierno». Pero, conta—
gio revolucionario o no, en agosto de 1648 tuvieron lugar sendos y sonados encarcela—
mientos en Madrid: por un lado, el del duque de Híjar y de otro par de nobles, y, por
otro, el del capitán navarro Miguel de Itúrbide. Don Rodrigo de Silva, conde de Sali—
nas, era un noble de origen cántabro que casó con la aragonesa duquesa de Híjar, cuyo
título usó como propio y principal, pese a que apenas residió en Aragón ni cultivó re—
des de influencia en el reino. Híjar era ante todo un cortesano, ansioso por recuperar el
favor del Rey desde el mismo momento de la caída de Olivares, quien había manteni—
do orillado a su padre, y, por ello, vengativo, intrigante y rival poco disimulado de
Haro. Tramó una conspiración un tanto oscura, en la que se involucraron el marqués
de la Sagra, primo suyo, otros individuos de la pequeña nobleza y, al parecer, un noble
portugués que había sido virrey en Goa. La conspiración, en la que no faltaron consul—
tas a astrólogos e incluso a sor María de Ágreda, contemplaba una diversidad de pla—
nes poco definidos y poco compatibles entre sí: una paz con los franceses negociada al
margen del valido, para desacreditarlo; una entrega de Navarra y el Ampurdán a Fran-
cia a cambio de ayuda para proclamar a Híjar rey de un Aragón independiente; tratos
con Juan IV de Portugal en los que la pieza de intercambio sería Galicia. Los propósi—
tos secesionistas de Híjar para Aragón nunca quedaron claros y, en cualquier caso, la
sociedad aragonesa estaba por entonces luchando codo a codo con la Corona para re—
chazar los asfixiantes intentos de anexión militar franceses, y el éxito conjuntamente
528 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

obtenido consolidó la estabilidad política en el reino. La Sagra y otro de los conjura-


dos fueron ajusticiados e Híjar encarcelado hasta su muerte en 1664, un año antes que
la del Rey. Parecidamente, Miguel de Itúrbide, destacado miembro de la Diputación
navarra cuando la visita real a Pamplona en 1646, fue llamado a Madrid al año si—
guiente y encarcelado bajo acusación de conspirar. Las autoridades navarras rechaza—
ron tal imputación, pero Itúrbide murió en prisión en circunstancias no aclaradas.
Sin duda, ltúrbide pagó los miedos de los altos gobernantes españoles a una con—
moción poco menos que universal. Y lo mismo debió suceder con el marqués de Aya—
monte, que, condenado a muerte dos años atrás a causa de su conjura de 1641 con el
duque de Medina—Sidonia, sobrevivía encarcelado en el Alcázar de Segovia gracias a
que el Rey había conmutado la pena por cadena perpetua. Pero ahora, en diciembre,
cerrando aquel año 1648 tan cargado de acontecimientos de todo tipo, fue ejecutado.
Castilla, y España, estaban realmente convulsas.
Que se hubieran descubierto estos casos de conjuras nobiliarias, reales o supues-
tas, era sin duda algo importante, máxime cuando, a diferencia de los otros países,
donde no eran raras, apenas las había habido en los reinos peninsulares españoles du-
rante varias generaciones. Había malestar entre la nobleza, que, sin Olivares, no esca-
pó a la presión fiscal de que habia sido objeto con el. Pero las conjuras indicadas no
reflejaban el sentir del conjunto de la nobleza, la cual, pese a todo, no parecía suficien—
temente disgustada con la situación presente como para arriesgarse en operaciones
políticas más numerosas ni más concretas. El contraste se vio claro con Francia, donde
a la bancarrota de mayo de 1648 sucediö la suma de movimientos conocidos como la
Fronda, que se prolongarían hasta 1652. A resultas de la misma, el principe de Condé,
convertido en uno de los principales antagonistas de Mazarino, acabó pasando al
servicio de la corona española.
Siguiendo los pasos de Richelieu, Mazarino estaba sometiendo a la sociedad
francesa a presiones político—fiscales muy fuertes y desacostumbradas. El cardenal
italiano experimentaba ya los efectos negativos de sus afanes expansionistas a ultran—
za, unos efectos que no desmerecían de los que provocaban los denodados esfuerzos
de los Austrias españoles para evitar el hundimiento de sus muchas líneas de frente.
La Fronda comportó una disminución de la presión militar francesa sobre sus vecinos
y esto no dejó de suponer un importante respiro para España. Un alto diplomático es—
pañol advirtió a Felipe IV que los súbditos franceses no estaban menos exasperados
por los impuestos que los españoles y que la paz convenía tanto a unos como a otros.
Pero lo que París y Madrid buscaron de inmediato no fue la paz, sino la alianza con el
Protectorado inglés. En enero de 1649 Carlos I Estuardo fue decapitado y Oliver
Cromwell irrumpió en la escena internacional.
Cuando la escalofriante noticia de la ejecución de Carlos I llegö a Madrid, las
Cortes de Castilla se hallaban otra vez reunidas. El gobierno español estaba bien infor—
mado de las dificultades por las que atravesaban Mazarino y la regencia y, natural—
mente, consideraba de todo punto necesario obtener recursos económicos para sacar
el máximo provecho de las circunstancias. Pero 1649 transcurrió sin que las Cortes
acordaran nada sustancioso y sin que las tropas españolas lograran ningún progreso
apreciable. Entrado ya 1650, los procuradores se ocuparon de temas archisabidos: la
reforma de la moneda, los millones y el excesivo peso de sus sisas y, para solucionar
esto último, el medio de la harina otra vez. Tras el fracaso del medio de la sal en 1632 y
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÀNICA 529

haberse desestimado por dos veces el dela harina en 1573 y 1646, volvía este último al
centro de los debates como esa elusiva contribución única que había de solucionar el
fatídico desequilibrio entre carga fiscal y recaudación. Esta vez e1 abanderado del im—
puesto sobre la harina fue el veterano José González, presidente del Consejo de Ha—
cienda, que escribió un importante memorial sobre el mismo, y el Rey parecía apoyar
la medida. Pero ni el Consejo de Hacienda, ni los procuradores en Cortes, ni el confe—
sor real 10 aprobaron, de manera que fue descartado otra vez y, en su lugar, las Cortes
optaron, en julio, por la fórmula conservadora de prorrogar los servicios vigentes y
prosiguieron sus sesiones hasta abril del año siguiente. Para entonces, inicios de 1651,
las tropas de Felipe IV habían recuperado Tortosa y Flix, la Fronda arreciaba en París
y González abandonaba la presidencia de Hacienda. También se asistía a un período
de alteraciones y probaturas monetarias, siempre delicadas, como las agitaciones de
las ciudades andaluzas no dejaron de demostrar. El 1 de octubre de 1650 se reajustó el
valor de ciertas monedas para adecuarlo a su ley, el 11 de noviembre de 1651 se decre—
tó el crecimiento del vellón en una tercera parte, el 25 dejunio de 1652 se decretô su
baja en una cuarta parte, al tiempo que se anunciaba el propósito de retirar de circula—
ción parte del mismo a inicios del año siguiente (si bien ya antes, en noviembre, se
cambiaría de postura acerca de qué monedas de vellón retirar), y el 31 dejulio de 1652
se decretó una suspensión de pagos, según los mismos criterios y mecanismos aplica—
dos en la de 1647.
Otros acontecimientos exteriores acompañaron esta secuencia de medidas ha—
cendísticas. En 1650 murió inesperadamente Guillermo II , estatúder de las Provincias
Unidas, partidario de reanudar las hostilidades contra la Monarquía española, dejando
una situación interna incierta que facilitó la continuidad del acercamiento hispa—
no—neerlandés. También en 1650 las tropas españolas recuperaron los presidios italia—
nos perdidos en 1646, preludio de la que iba a ser singular campaña de 1652. En efec-
to, en 1652 las tropas de Felipe IV recuperaron tres plazas de suma importancia: Dun-
kerque, tomada por Francia cuatro años atrás; la inexpugnable fortaleza de Casale, en
el Monferrato, que había permanecido en manos francesas desde aquel fatídico 1628;
y Barcelona. Si 1626 fue un annus mirabilis para el joven Felipe y el inicial régimen
de Olivares, 1652 lo fue para la segunda fase del reinado, en una situación interna e in—
ternacional tan cambiada. Pese a la desventaja de no contar con una serie de lienzos
pictóricos famosos como la que subrayó aquel primero, este segundo annus puso de
relieve los escondidos recursos humanos, militares y financieros de una Monarquía
española cuya decadencia, aunque ya visible, no era, ni mucho menos, completa ni
irreversible.
Una Barcelona afectada por la peste fue sitiada entre julio de 1651 y octubre de
1652 por tierra y por mar. El comandante supremo de las fuerzas sitiadoras era don
Juan José de Austria, quien, tras su éxito en Nápoles, volvió a Sicilia como virrey,
donde permaneció hasta que, a últimos de 1650, recibió órdenes de su padre de aco—
meter la recuperación de Barcelona. La situación política de la ciudad se había ido de-
teriorando conforme los Virreyes franceses perdían apoyos sociales, si bien siguieron
contando con partidarios entre los sectores populares, probablemente debido a que no
fue sino en 1641, al inicio de la Cataluña borbónica, cuando éstos habían obtenido la
plaza de conseller sisè, es decir, la plaza adicional para artesanos en el gobierno muni-
cipal barcelonés que venían reclamando desde tanto tiempo atrás. Y aunque en abril
530 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

de 1652 el nuevo virrey, mariscal de La Mothe, logró romper el cerco sitiador y entrar
en la ciudad con su unidad de soldados, también la situación militar estaba muy ero—
sionada: hubo deserciones de algún mando francés con sus tropas y una columna de
auxilio rehuyó entablar batalla. Diversas poblaciones se declararon por Felipe IV du—
rante los meses anteriores y la mayoría de barceloneses, castigados por el hambre,
buscaron también una solución pacífica. El 27 de septiembre las autoridades munici—
pales pidieron formalmente a La Mothe entablar negociaciones con don Juan José, el
cual, por su parte, había recibido, en julio, facultades plenas del Rey para otorgar un
perdón general y asegurar la observancia de las leyes y constituciones catalanas. No
hacía mucho, en mayo y junio anteriores, que Felipe IV había también concedido sen—
dos perdones para los altercados de Córdoba y Sevilla. Las negociaciones formales
discurrieron durante los primeros días de octubre y no fueron obstaculizadas por La
Mothe pues, al parecer, simpatizaba con Conde, el gran enemigo de Mazarino. Duran-
te las mismas, las autoridades barcelonesas tomaron en consideración los pactos que
la ciudad firmó en 1472 con Juan II al acabar la guerra civil catalana, pero don Juan
José les exhortó a adoptar una postura de arrepentimiento y súplica, y así lo hicieron.
El 12 de octubre, extramuros de la ciudad, concedió el perdón general en nombre de su
padre, el Rey, para todos los delitos cometidos desde 1640 y al día siguiente realizó
una solemne entrada en Barcelona.
El mismo día 13, un embajador de la ciudad, Francesc Puigjaner, partió para la
Corte, donde fue agasaj ado por Haro y recibido en audiencia por el Rey, a quien entre—
gó el cuaderno de peticiones de la ciudad, tocantes a la salvaguarda de sus privilegios.
La respuesta real se hizo esperar tres meses, por cuanto intervino el Consejo de Ara—
gón instando una postura claramente más restrictiva y punitiva que la magnanimidad
aconsejada ahora por don Juan José. Pero el Rey no siguió las posiciones más duras
del Consejo y el resultado, expresado en el despacho de 3 de enero de 1653, completa—
do por el privilegio de 19 de enero del año siguiente, tuvo su cara y su cruz: se mante—
nían los privilegios de Barcelona y las leyes del Principado como concesión ex novo,
con pequeños aunque sensibles cambios, relativos sobre todo a las insaculaciones del
Consell de Cent y de la Diputació del General, sobre las que la Corona se reservaba la
supervisión mediante el control de la habilitación de los sorteables. Por otra parte,
confirmó la existencia del conseller sisè y rechazó la erección de una fortaleza, si bien
reservó para la Corona las cuestiones de defensa militar, entonces prioritarias. Siguió
una generosa concesión de títulos de ciudadano honrado como gesto para ganarse vo—
luntades, en tanto que un Parlamento (reunión de los brazos bajo presidencia de don
Juan José) que debía estudiar medidas fiscales quedó inconcluso. Evaluar el alcance
de estas medidas, en si mismas y a la luz de represiones coetáneas más rigurosas en
otros países, es objeto de discusión entre los especialistas y afecta a la caracterización
de esta fase del reinado de Felipe IV.
La parte de Catalufia que permanecía bajo soberanía francesa siguió mayoritaria—
mente el camino de Barcelona y un año después las tropas españolas recuperaban Ge-
rona. Hubo contraofensivas francesas, alguna de ellas importante, como la de 1654, y
no faltaron fricciones entre los nuevos mandos militares y las autoridades locales,
pero al poco tiempo sólo subsistían algunos núcleos profranceses y ciertas partidas de
miquelets que actuaban por la zona pirenaica en connivencia intermitente con las tro—
pas francesas, las cuales se habían hecho fuertes en Rosas, largamente sitiada por
FELIPE Iv Y LA CRISIS DE LA MONARQUÎA HISPÁNICA 531

tropas españolas, y en el Rosellón, condado del que ya no iban a marchar. Los más si g—
nificados partidarios de la Cataluña borbónica se reagruparon en Perpiñán e integra—
ron la Diputació del General y los otros tribunales catalanes que Luis XIV ordenó le-
vantar como muestra de continuidad institucional.
Tras 1652 el balance de la guerra franco-española iniciada en 1635 era de tablas.
Y en los años siguientes los franceses fueron derrotados en Rocroi, 1654 (el reverso
del resultado de once años antes), Pavía, 1655 (como en 1526) y Valenciennes, Flan-
des, 1656 (con Condé como general otra vez victorioso, pero ahora en el lado espa—
ñol). Mazarino tomó entonces dos cursos de acción. Por un lado, consiguió, en 1655,
una alianza con Cromwell, quien, por su parte, salía vencedor de la primera guerra an—
glo—holandesa. Sucedía, sin embargo, que había sido la Monarquía española la prime—
ra en reconocer al régimen regicida de Cromwell («como dictador o bien como rey,
cualquiera que fuese el nombre que se le diere», segùn indicaban las instrucciones cur—
sadas al ordinario en Londres, Alonso de Cárdenas), pero este paso no fructificó en el
acuerdo buscado, y ahora, en la primavera de 1655, y sin declaración previa de guerra,
el Protectorado lanzó su ofensiva sobre el Caribe español, donde fracasó en la Españo—
la pero logró la conquista de Jamaica, resultado que decepcionó a Cromwell pero que
sería importante. Por otra lado, Mazarino intentò una aproximación con España y, a tal
efecto, envió a Madrid, en junio de 1656, a uno de sus hombres de mayor confianza,
Hugues de Lionne. El enviado permaneció en Madrid tres meses, durante los que Feli—
pe IV en persona participo’ en la mesa de negociaciones, para las que fue remitida des—
de el archivo de Simancas una copia de la paz de Vervins de 1598. Pero no hubo acuer—
do. Aparte de determinadas cuestiones sobre permuta de territorios y beligerancia o
neutralidad de ambos países en otros conflictos del momento, la causa principal fue la
negativa de Felipe a aceptar la boda con la que Mazarino y, sobre todo, la regente de
Francia, Ana, querían sellar la paz, como solía hacerse. Los novios habían de ser
Luis XIV, hijo de la regente y sobrino de Felipe, y la infanta española María Teresa, su
prima, que seguía siendo, diez años después del fallecimiento del príncipe Baltasar
Carlos, la heredera del trono. La postura de Felipe, a sus 51 años de edad, tenía un irre-
batible fundamento dinástico: si accedía a la boda y no nacía heredero varón de su se—
gunda esposa, Mariana (que en 1651 había dado a luz a la infanta Margarita), toda la
Monarquía española iba a pasar a manos de Luis XIV y de sus descendientes.También
iníluyó en la falta de acuerdo la situación del príncipe de Condé, para quien Felipe, ca-
balleroso, exigía plena restitución en su rango y estados en Francia.
El fracaso en alcanzar una paz tras la aplastante derrota ianingida a los franceses
en Valenciennes prolongó el conflicto y, con él, la enmarañada situación internacional
del momento.
Aligual que Felipe П en sus últimos años,Felipe IV se encontraba enzarzado en
unaguerra SimultaneaconFrancia, con Inglaterra y con la rebelión deun6de susdo—
"os,que ahoraera POrtugal.Además, carecía de alladosfirmesy n6 pódía contar

tralizados por la paz de westfalia, y Génova, que seinclinò temporalmente hacia


Francia. Desde perspectiva españolaera necesario aislar diplomaticamente a Portu—
gal, pero Londres y Paris se encargaron de impedida El mismo 1656 Cromwell y
Juan IV ratificaron en firme unos acuerdos preparados cuatro anos atrás, que, si bien
eran muy ventajosos para los intereses políticos y comerciales ingleses, resultaban
532 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

inevitables para asegurar el futuro del Portugal bragancista, un futuro que, a su vez,
devino incierto al fallecer aquel noviembre su fundador, Juan, dejando como sucesor a
su hijo Alfonso, de sólo trece años y con síntomas de desequilibrio psíquico. А1 año si—
guiente, 1657, Cromwell y Luis XIV firmaban una alianza ofensiva contra España que
fue renovada un año después. Mientras tanto, tras el ataque a Jamaica, Felipe IV había
reconocido a Carlos П Estuardo, quien, proclamado rey británico por los escoceses, se
encontraba exiliado en el continente y, tras residir en París y Colonia, se había asenta—
do en Bruselas.
A resultas de todo ello, los años 1657 y 1658 arrojaron un balance negativo para
la Monarquía española. Hubo ataques ingleses en el Caribe y Cádiz, destrucción de la
flota de Indias fondeada en Santa Cruz de Tenerife a manos del almirante inglés Bla—
ke, graves daños en el comercio americano y en las llegadas de plata, pérdidas muy
importantes en Flandes debidas, en parte, al bloqueo de comunicaciones que franceses
e ingleses aplicaban en el Canal de la Mancha y, finalmente, en junio de 1658, severa
derrota de don Juan José y Conde ante fuerzas anglo—francesas en una nueva batalla de
las Dunas (tras la de 1639, que también tuvo derrota española), la cual proporcionó
Dunkerque a Inglaterra, y fracaso en el intento de recuperar Jamaica, poco antes del
fallecimiento de Cromwell.
Dunkerque fue el reverso de Valenciennes y en 1658, cuando don Juan José fue
relevado de su cargo de gobernador general en Bruselas, apenas un tercio de Flandes
seguía bajo soberanía española. Con todo, el sistema español volvió a mostrar recur—
sos nada desdeñables, particularmente en evitar crisis internas de gravedad. Sin con-
secuencias acabaron ciertos nuevos disturbios en Andalucía en 1656 y 1657 así como
una variedad de motines populares sucedidos en Flandes. Más gravedad revistieron
los casos de Brujas (1653—1657) y, sobre todo, Amberes (1655—1659 у de nuevo
1669), a causa de preocupantes tensiones politicoeconómicas, que se resolvieron por
vía de blandura y de modo duradero: Flandes no volvió a conocer revueltas hasta la de
Bruselas en 1699.
En cuanto a Portugal, el conflicto llevaba varios años con escasa actividad bélica,
tan escasa que los choques a veces no consistían más que en saqueos y robo de ganado
en la raya gallega y en la castellano—extremeña. Así las cosas, el obispo de Ciudad Ro—
drigo llegó a dictar por su cuenta una curiosa suspensión de hostilidades para su zona
en 1654, en tanto que los jefes militares de las irregulares tropas españolas, muchas de
ellas concejiles y sin instrucción, aceptaban con desgana el nombramiento y solían
permanecer poco tiempo en el mando. Pero la reintegración de Barcelona en la Мо-
narquía situó el frente portugués en el centro de la atención y ambos contendientes se
dispusieron para ataques de mayor envergadura en el frente extremeño. Y hubo un
poco de todo, aunque al final Felipe IV salió peor parado: en 1657 los españoles con—
quistaron Olivenza y repelieron un asedio portugués sobre Badajoz, plaza de armas
del ejército, pero en enero de 1659, tras fracasar en un segundo sitio a la ciudad, los
portugueses se replegaron hasta Elvas y allí infligieron una clara derrota a las tropas
españolas, que iban comandadas por don Luis de Haro. Felipe IV se persuadió de que
necesitaba la paz con Francia, no sólo para poner fin a un conflicto literalmente inaca-
bable sino también para poder concentrar esfuerzos en la empresa que se había con-
vertido en su prioridad: recuperar Portugal.
En círculos diplomáticos internacionales se volvía a hablar, a lo largo de 1658, de
FELIPE IV Y LA CRISIS DE LA M〇NARQU{A HISPÀNICA 533

un congreso de paz entre España y Francia, cuya sede habría de ser algún punto de la
frontera pirenaica, aunque también se sugería Roma 0 bien Trento. Además, la situa—
ción dinástica de Felipe IV había mejorado en gran medida: a finales de 1657 había
nacido el príncipe Felipe Próspero y un año después, Fernando Tomás, de manera que
quedaba despejada la cuestión de la boda francesa de la infanta María Teresa. En
mayo de 1659 cesaron las hostilidades y al mes siguiente Mazarino y don Antonio de
Pimentel prepararon en París un amplio acuerdo preliminar, que dejaba pendientes de—
fijó
terminados aspectos, a resolver en las negociaciones formales, para las cuales se
la isla de los Faisanes, situada 611 elcauced a ya de su desemboca—
dura. El lugar teníafuertecargasimbólica, pues muy cerca de allí se habían celebrado
impórtantes encuentros dinásticos franco——españoles en 1526,1565 y1615. Los dos
V2111d05 HaroyMazarino, llegaron a finales de julio a Fuenterrabía y a San Juan de
Liz, respectivamente, y 1215 negociaciones se desarrollaron entre el 13 de agosto y el 9
de noviembre. Pero en el Bidasoa se trató también de los asuntos de Portugal y del
Protectorado. De hecho, tanto la república inglesa, que vivía los vaivenes posteriores
al fallecimiento de Cromwell, como Carlos 11, que veía próximo su regreso a Londres,
enviaron delegados y el propio Carlos, tras un viaje desde Bruselas y por Zaragoza,
llegó a personarse en Fuenterrabía cuando las conversaciones tocaban a su fin y sólo
pudo entrevistarse con Haro. En cuanto a Portugal, Felipe IV consiguió de nuevo que
no fuera admitido a las negociaciones, como en Westfalia.
La paz de los Pirineos sanCionaba el ascenso de la Francia de Luis XIV hacia la
queseríasuhegemonla en 61continente y subrayaba la cambiada relaciôn entre 1215 dos
grandes monarquías catolicas. No fue, sin embargo, una paz impuesla 111 desequilibra—
da, sino que resultó honrosa para Felipe IV y sus súbditos. En el plano personal, am-
bos reyes realizaron concesiones, Felipe alentregar 121 mano de su hija María Teresa 21
susobrino Luis XIV y éste al aceptar la reintegración plena de Condé. En el aspecto
territorial, la Monarquía española cedió el Artois y el Rosellón (que, 611_realidad, se
hallaban bar—dominiofrances desde 1640) y parte de la Cerdaña, mientras que, en lo
que se refiere a la linea pirenaica, la francesa entregó la estratégica plaza de Rosas. La
cuestión del valle pirenaico de la Cerdaña obligó a nuevos encuentros, que se celebra—
ron en Ceret y Llívia durante el año siguiente. En ellos se procedió a concretar lo que
un articulo del tratado estipulaba acerca de que el nuevo trazado de la frontera por Ca—
taluña iba a seguir la linea de las cumbres y divisorias de aguas. Surgieron discrepan—
cias acerca de lo que esto significaba en el mencionado valle y se barajaron argumen—
tos históricos, relativos a las demarcaciones administrativas del Imperio romano; geo—
gráficos, basados en la idea de frontera natural; y de otro tipo, todos ellos defendidos
con copiosa documentación. El resultado final fue la división del valle: treinta y tres
lugares pasaron ajurisdicción francesa, no así la villa de Llívia, que se convirtió en un
enclave español. La frontera así delimitada, y confirmada en los Tratados de Bayona
de 1866 y 1868, no ha sufrido alteraciones desde entonces, algo que ha hecho de ella la
más estable y longeva de Europa hasta la fecha.
Silas pérdidas territoriales sufridas por la Monarquía española no fueron ni mu—
cho menos graves, habida cuenta de la magnitud de aquella titánica guerra de veinti—
cuatro afios que ahora acababa, en 165 aspectos comerciales, en cambio, la balanza
quedó claramente inclinada a favor de Francia. Luis XIV obtuvo amplias ventajas,
que facilitaron la penetración de productos manufactureros franceses en los mercados
534 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

catalán y español. En aquel mundo de ideas mercantilistas, fueron las cláusulas co—
merciales las que mejor proclamaban quién había sido el vencedor.

3. Fracaso en Portugal

El enlace matrimonial entre Luis XIV y la infanta Mafia Teresa (ambos nacidos en
septiembre de 1638) se celebrò en la misma isla de los Faisanes, en un nuevo encuentro,
el 9 de junio de 1660, al que acudieron ambas familias y ambos validos. Como aposen—
tador de Felipe intervino su pintor de cámara, Diego Velázquez, para quien tantas veces
había posado y que moriría a inicios de agosto, al poco de regresar a la Corte, a la edad
de 61 años. Quedó estipulado que María Teresa renunciaba a sus derechos sucesorios a
la Corona española y que aportaría una abultadísima dote de 500.000 ducados de oro.
Pero las depauperadas arcas de Felipe no le permitieron hacer honor a semejante pago y
este hecho iba a servir a Luis para argumentar sus pretensiones en la guerra de Devolu—
ción (1667) y aún en la de Sucesión española. Antes de abandonar San Juan de Luz el
novio decretó la abolición de las instituciones catalanas que él mismo había creado en
Perpiñán unos años antes y las sustituyó por un Consejo Soberano, dependiente de la
Corona. Empezaba la resistencia de los roselloneses a la anexión producida.
El mismo 1660 se produjo la restauración de Carlos II Estuardo en el trono britá—
nico. En círculos diplomáticos se daba por probable una aproximación entre Londres
y Madrid, no en vano Carlos tenía firmada una alianza con Felipe IV y había recibido
estipendios españoles durante su exilio, en tanto que Mazarino había establecido va—
rias con Cromwell. La Corte española confiaba en renovar el tratado con Londres de
1630 y recuperar Jamaica y Dunkerque. Pero no fue así, sino que, para consternación
de Felipe, la alianza que Carlos estableció fue con Portugal, sellada en 1661 mediante
su boda con Catalina de Bragança, hermana de Alfonso VI. Además de una generosa
dote, la novia aportó Tánger y Bombay, lo cual, para enojo holandés, supuso la entra—
da en firme de los intereses comerciales británicos en el Índico.
Una guerra de baja intensidad siguió enfrentando a las monarquías española y
británica. Pero más decisivo fue el abierto apoyo británico a Portugal, al que se añadió
el más encubierto apoyo frances. Pese a las limitaciones personales de Alfonso VI, los
Bragança obtenían por fin reconocimiento como casa real y ayudas materiales que re—
sultarían decisivas para su futura independencia. Pero en el bullir de planes diplomáti—
cos de aquellas fechas, una propuesta francesa contemplaba la posibilidad de que
Alfonso quedara sólo como rey del Algarve y el Brasil, en tanto que Felipe IV recupe—
raría el resto de Portugal y un casamiento entre don Juan José y Catalina restauraría la
Hispania habsburgo. No era este un plan más descabellado que tantos otros que circu—
laban y, si bien no prosperó en absoluto, sirve para subrayar que las opciones abiertas .
eran varias, tanto en el tablero internacional como en el ibérico.
Fiel a sus deberes dinásticos, Felipe IV sólo contemplaba una recuperación com—
pleta de Portugal, y con este objetivo había transigido en ciertos aspectos de la paz de
los Pirineos. Y poco antes, en otoño de 1658, había dado dos pasos de fuerte carga
simbólica, destinados a atraerse apoyos entre los portugueses: restauró el Consejo de
Portugal, que había sido suprimido por Olivares en 1639 y sustituido por variasjuntas,
en clara contravención de los acuerdos de Tomar de 1581; e hizo público un manifies—
FELIPE IV Y LA CRーSーS DE LA MONARQUÏA HISPÀNICA 535

to en el que proclamaba sus intenciones de conservar los fueros y privilegios portu-


gueses, para lo cual ponía su actitud ante Cataluña como prueba de buena voluntad.
De la misma postura que este manifiesto de Felipe fue la posterior y mucho más cono—
cida Declaración de Breda que Carlos II Estuardo realizó en 1660, donde exponía sus
propósitos de volver a gobernar con el Parlamento como principio inspirador de la en—
tonces inminente restauración.
A finales de 1661 murió de forma inesperada don Luis de Haro. A lo largo de los
años su colaboración, discreción y habitual sintonía con las posturas de Felipe le repor—
taron a éste no sólo una ayuda muy valiosa sino también esa sensación de confianza en sí
mismo que el Rey no siempre tenía y que sus muchas tribulaciones familiares, espiritua—
les y políticas iban minando. Su fracaso en la acción militar de Elvas (para la que carecía
de toda preparación) no mermó su estatura y fue digna réplica de Mazarino en la isla de
los Faisanes. Faltan todavía estudios sobre diversos aspectos de su acción de gobierno
que permitan presentar un balance bien fundamentado de la misma, balance que, en
cualquier caso, habrá de tomar en cuenta no sólo su famosa discreción (que bien pudiera
resultar engañosa) sino también la negativa confluencia entre, por un lado, la debilidad
cada vez más pronunciada de la población y de la economía españolas y, por otro, unas
relaciones internacionales tan desfavorables durante tantos años.
También Mazarino murió en 1661, unos meses antes. Con ambos desaparecía la
forma del valimiento: si Luis XIV, sintiéndose ya firmemente asentado, aprovechó
la circunstancia para tomar el poder de modo directo, Felipe IV no promovió a ningún
otro ministro a un rango diferenciado. El marqués de Medina de las Torres, que toda—
vía no había cumplido los cincuenta años, pudo pensar probablemente que por fin ha—
bía llegado su verdadera hora. Pero Felipe IV repartió las funciones entre él y Castrillo
y se fue inclinando hacia una dirección más bien colegiada del gobierno. Cambios gu—
bernativos en otros países contribuyeron asimismo a esta desaparición de los validos,
de manera que era toda una época la que acababa en la historia de las formas de gobier—
no. Una de las pocas excepciones tuvo lugar precisamente en Portugal, donde, a causa
en buena parte de las limitaciones del rey Alfonso, el conde de Castelo Melhor gober—
nó a la usanza de valido entre 1662 y 1667.
Portugal: allí confluían los desvelos de Felipe IV. Y es posible que uno de los moti—
vos por los que no dio más poder a Medina de las Torres, su amigo personal de toda la
vida, fuera la política de apaciguamiento y repliegue que éste venía defendiendo con in—
sistencia. Felipe quería recuperar el reino lusitano y dejar, así, solucionada tan lacerante
cuestión patrimonial a su sucesor. Precisamente el nacimiento del que sería Carlos IL en
noviembre de 1661, evitaba providencialmente otra crisis dinástica, la producida por el
fallecimiento de Felipe Próspero sólo una semana antes, a la edad de 4 años, después
que Fernando Tomás hubiera muerto en 1659, antes de cumplir su primer año.
Desembarazada la Monarquía de la guerra con Francia, parecía ahora factible
asestar el golpe definitivo que redujera Portugal a la obediencia de Felipe. Para obte—
ner los fondos necesarios, se procedió a acuñar la llamada moneda ligada, vellón con
un poco más de plata, y a una nueva suspensión de pagos en 1663, la cuarta. La sus—
pensión provocó serias discrepancias entre el presidente del Consejo de Castilla, Cas—
trillo, y el de Hacienda, Juan de Góngora, las cuales se manifestaron en que un primer
anuncio de suspensión, en 1662, fue paralizado durante unos meses y después confir—
mado y aplicado plenamente en 1663. Fueron unas operaciones parecidas a las que ha-
536 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

bían permitido financiar el esfuerzo militar de la toma de Barcelona en 1652. Por otra
parte, no dejaba de ser un símbolo de la situación político—administrativa que el estu—
dio de las fórmulas financieras se llevara a cabo en una junta, la de Medios, mientras
las Cortes de Castilla, reunidas entre 1660 y 1664, debatían asimismo sobre estos sem—
piternos temas. En ellas tomaron asiento por primera vez los procuradores de la ciudad
de Palencia, que había comprado su privilegio de tener voto en Cortes en 1660, si-
guiendo los pasos de la provincia de Extremadura, que ya lo había ejercido en la ante—
rior reunión (1653—1658), como voto colectivo entre varias ciudades (igual que el de
Galicia, obtenido en 1623).
Gracias a estas operaciones, en 1663 pudo reunirse un ejército de empaque esti—
mable, del que don Juan José fue nombrado general supremo. Al importante éxito ini-
cial de la toma de Évora, que proporcionó gran satisfacción personal a don Juan José
pues, según recordó, allí habían empezado en 1637 los levantamientos contra su pa-
dre, siguieron, en junio, la severa derrota en la batalla de Estremoz o Amexial ante tro—
pas an glo-portuguesas y la consiguiente pérdida de Evora. Se probó entonces la vía de
penetración castellana, por Ciudad Rodrigo, también sin éxito. Y en 1665, de nuevo
por el eje de Badajoz y el Alentejo, el marqués de Caracena fue estrepitosamente de—
rrotado el 17 de junio en la batalla de Montes Claros, junto a Vila Viçosa, ante tropas
esta vez franco-portuguesas, comandadas por el mariscal Schomberg, que había ya
vencido a los españoles en Tortosa en 1648. Fue la última batalla de la contienda. Vila
Viçosa era el solar de la casa de Bragança, con lo que el efecto simbólico de la batalla
no fue menor al militar. La noticia causó conmoción en la Corte y ciertas voces empe-
zaron a abogar por abandonar la empresa de Portugal y volver la atención de nuevo a
Flandes, sobre el que Luis XIV no ocultaba sus imparables ansias expansionistas. Y
Tue un golpe demoledor para Felipe IV, cuyo estado empeoró en las semanas siguien—
tes, hasta el punto, según se dijo, de provocarle la muerte, que le llegó el 17 de sep—
tiembre. Poco antes, en mayo, había muerto también sor María de Ágreda, con quien,
a lo largo de 22 años, llegó a intercambiarse seiscientas cartas.
El fracaso en Portugal fue el clamoroso resultado de la situación de aguda debilidad a
la que la Monarquía española había llegado. Sus recursos demográficos y económicos se
encontraban al borde del agotamiento y el sistema hacedístico estaba desquiciado: tras
una ristra de suspensiones y alteraciones monetarias, en 1665 el premio de la plata andaba
por el 120 %. Incluso parecía faltar la otrora reputada capacidad táctica de sus generales.
Y la misma continuidad dinástica pendia de un hilo en el poco prometedor Carlos II, que
aún no había cumplido los cuatro años de edad. Agotamiento es la palabra que, pareja a
decadencia, suele utilizarse para describir el estado en que quedaba la Monarquía españo—
la tras el reinado de Felipe [V, uno de los más largos de la historia española. Desde su mis—
mo inicio, en 1621, su reinado no conoció ni un sólo año sin guerra, por lo menos en un
frente, situación que, de hecho, aún se prolongaría hasta 1668.
Durante los preparativos de la campaña de 1665, Felipe IV había admitido la
conveniencia de llegar a una negociación decente y decorosa con Portugal por inter—
mediación del embajador británico en Madrid. Y esto es lo que acabó sucediendo. Al
poco de fallecer Felipe, el duque de Medina de las Torres firmó un tratado de amistad
con la Gran Bretaña en el que se contemplaba una tregua de treinta años entre España
y Portugal. El que no llegó a ser valido de Felipe bien pudo pensar que su política de
apaciguamiento había recibido el refrendo, tardío, de la realidad. La paz plena acaba—
FELIPE [V Y LA CRISIS DE LA MONARQUÍA …SPÁNICA 537

ría por ser fijada en _…1668 y por ella Portugal obtenía la independencia junto a su vasto
imperio colonial. La plaza portuguesa de Ceuta, que no había secundado el levanta—
miento bragancista de 1640, quedó bajo soberanía española.
La solución finalmente alcanzada con Portugal parecía resumir lo que fue la tónica
de buena parte del reinado: recoger al cabo un resultado negativo del que se había intenta—
do escapar a lo largo de años y años de esfuerzos de todo tipo, no siempre compatibles
entre sí, y de fe constante en que los designios de la Providencia iban a resultar por lin pro—
picios. El resultado global consistía en repliegue y pérdida de hegemonía. Y también de—
cadencia, sin duda. Pero probablemente se haya exagerado el alcance de la decadencia
española en esta etapa, sobre todo por el procedimiento de ignorar o minusvalorar las for—
midables dificultades y agitaciones vividas en otros países que, a la larga, pero todavía no
entonces, acabarían encauzando sus singladuras históricas con más éxito, con un éxito
más acorde con los nuevos y cambiantes criterios que se fueron imponiendo a este respec—
to en las etapas subsiguientes. A la altura de 1665, los lastres heredados también gravita—
ban pesadamente en las mesas de gobierno y en la miserable vida de las gentes de tantos
otros países, y muy pocos podían realmente otear un futuro risueño.
No hay duda de que el título de «Felipe el Grande», que la adulaciòn cortesana le
asignó al calor de unos éxitos al inicio de su reinado, remotos, por no decir olvidados,
resultaba ahora un cruel sarcasmo. Pero con la debida perspectiva histórica y compa—
rativa, bien puede decirse que Felipe fue «grande» más bien en lo que supo conservar
en ambos hemisferios. Para la gran mayoría de políticos y tratadistas de la época, den—
tro y fuera de España, uno de los términos clave era <<conservación», y era en esta difí-
cil tarea donde gobernantes y gobernados debían mostrar su pericia y capacidad de
aguante, según los ideales neoestoicos imperantes. Sucede, sin embargo, que los difí-
ciles logros en el terreno de la <<conservación>> suelen pasar desapercibidos o suelen
darse por descontados, frente a la visibilidad de la decadencia y el fracaso, que resul—
tan no menos magnéticos que la expansión y el éxito cuando se mira hacia el pasado.
En cualquier caso, tan notorio como la larga lista de alteraciones y rebeliones sucedi—
das en los dominios hispánicos durante esos años es el hecho de que muy pocas de
ellas desembocaran en revolución o en separación.
Los claroscuros del reinado de Felipe IV invitan a seguir reflexionando sobre es—
tas cuestiones. De todos modos, ni siquiera un balance a la luz de tales consideracio—
nes puede dejar de señalar que aquello que se consiguiera en conservación fue al pre—
cio del repliegue exterior y del empobrecimiento interior. Felipe IV hubo de reinar so—
bre una incontestable pérdida de la hegemonía española. Otra cosa son los logros cul—
turales de la época. Pero, en fin, lo más agudo de la decadencia estaba aún por llegar, y
sería sin conservación apenas.

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CAPÍTULO 20

CARLOS n (1665—1700)
por LUIS RIBOT
Universidad de Valladolid

l. Introducción

El reinado de Carlos II ha sido tradicionalmente uno de los más desconocidos y


olvidados de la historia de España. La etiqueta de la decadencia ha servido para despa—
char rápidamente la etapa final de los casi dos siglos en que el trono español estuvo en
manos de la casa de Austria, considerándola un triste y negativo paréntesis entre el fin
de la hegemonía internacional hispana, a mediados del siglo XVII, y el comienzo de la
recuperación, con la llegada de la nueva dinastía borbónica. A dicho desconocimiento
se ha unido además, con demasiada frecuencia, una consideración peyorativa, algo a
lo que no fue ajena la nueva dinastía —que necesitaba afianzar su prestigio contras-
tando sus realizaciones frente al caos anterior— y que se basó ampliamente en la
propia figura del rey, cuya debilidad y escaso atractivo se hacían extensivos a todo su
reinado. La época de Carlos 11 era un periodo de profunda crisis y decadencia, en con—
traste con el auge imperial y la potencia de la Monarquía de España en la época de los
Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II.
En las últimas décadas, sin embargo, ha comenzado a cambiar dicha perspectiva
y hoy existe un amplio interés historiográfico por el reinado del último de los Austrias
españoles. Al compás de los diversos estudios, ha ido surgiendo una imagen menos
uniforme, más contrastada, formada por claroscuros, que no autoriza ya el manteni—
miento dela vieja idea de que la política y la acción de gobierno fueran tan desastrosas
como pudiera desprenderse de la evidente incapacidad del monarca.

2. El rey

Porque de lo que no cabe duda alguna es de la ineptitud de Carlos, aunque no


haya sido, ni mucho menos, el único soberano incapaz de la historia. Nacido en Ma—
drid, el 6 de noviembre de 1661, era el fruto final y ya casi desesperado de las relacio—
540 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

nes conyugales del envejecido Felipe IV, que aportaría así, en los últimos años de su
vida, un sucesor al trono de sus mayores tras la muerte de los anteriores príncipes he—
rederos. Parecía un milagro, como la propia supervivencia de Carlos, débil y desme—
drado, aquejado de evidente raquitismo y expuesto frecuentemente a catarros, fiebres,
varicelas, trastornos intestinales y otras dolencias. La lentitud de su desarrollo físico
queda patente en el hecho de que no pudiera andar hasta pasados los cuatro años, retra—
so que se dio también en el terreno de la educación y formación de quien, antes de
cumplir dicha edad, habría de heredar el trono de su padre. Pese a que su inteligencia
pudo estar perfectamente dentro de los límites de la normalidad, a los nueve años no
sabía aún leer y escribir, y durante toda su vida tuvo una caligrafía bastante deficiente.
Su instrucción para el ejercicio de la realeza fue escasa, de lo que hay que culpar, sin
duda, a su madre y a los gobernantes de aquellos años. Como consecuencia de ello, ca—
reció de las aficiones culturales y artísticas de su padre. Se ha indicado, no obstante
—probablemente con cierta generosidad hacia un ser humanamente tan desvalido—
que siempre tuvo el sentido de la dignidad inherente a su condición de rey. Más evi—
dentes parecen su bondad natural así como su rectitud moral y su piedad, aunque éstas
u otras cualidades quedasen oscurecidas por los defectos de su carácter: inconstancia,
inclinación al ocio, escasa energía y capacidad de decisión, ausencia de voluntad
——compatible con arrebatos de terquedad y de cólera—, timidez o desconfianza. Toda
su vida fue dominado por las personas que estaban cerca de el, en especial su madre y
sus dos esposas. En cuanto a éstas, mantuvo con ellas relaciones sexuales, aunque
muy probablemente fuera estéril. En fin, se trató de un personaje claramente incapaz,
débil físicamente y carente de carácter, lo que no excluye la posibilidad de que, en al—
gunos momentos, hiciera esfuerzos para reinar y se ocupara del gobierno más de lo
que siempre hemos pensado. Los diversos retratos que se le hicieron a lo largo de su
vida nos presentan a un ser débil, desmedrado y lán guido, que se corresponde bastante
bien con la descripción que hizo de el, en 1686, el secretario del nuncio apostólico: «El
rey es mâs bien bajo que alto, flaco, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello lar—
go, la cara larga, la barbilla larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típi—
co de los Austrias; ojos no muy grandes, de color azul turquesa, y cutis fino y delicado.
Mira con expresión melancólica y un poco asombrada. El cabello es rubio y largo, y lo
lleva peinado para atrás, de modo que las orejas queden al descubierto.». Aquejado
de un marcado prognatismo, masticaba mal los alimentos, por lo que padeció frecuen—
tes desarreglos gastrointestinales, acompañados de fiebres y dolores de cabeza. En los
últimos años de su vida, los testimonios hablan de su prematuro envejecimiento, a
consecuencia de su mala salud y las repetidas enfermedades.
Pese a su mediocridad y sus defectos, resulta un tanto excesivo que Carlos П haya
pasado a la historia con el sobrenombre de «el Hechizado», pues se trata de una cues—
tión sin demasiada importancia —en una sociedad que creía de forma general en las
hechicerías— y que, por otra parte, sólo afectó a un corto espacio de tiempo en los últi-
mos años del reinado. A mediados de 1699, a partir de la confesión de unas monjas
exorcizadas de que la causa de la esterilidad del monarca era un hechizamiento sufrido
en su juventud, el confesor del rey, padre Froilán Díaz, le hizo exorcizar por un capu-
chino saboyano, fray Mauro Tenda. El propio emperador Leopoldo l manifestó su in—
terés en el caso, como consecuencia de las revelaciones de un demonio alojado en un
joven de Viena. A finales de 1699, de acuerdo con la reina, el nuevo inquisidor general
CARLOS II (1665—1700) 541

ordenö que se interrumpieran los exorcismos, y unos meses después, tanto el padre
Froilán como fray Mauro fueron procesados por la Inquisición. Todo el incidente fue,
en definitiva, una cuestión menor, trufada de intereses políticos, en unos momentos en
que, tras más de treinta años de reinado, el problema sucesorio se había convertido
en una auténtica obsesión.

3. La Regencia

Los remordimientos que atormentaron a Felipe IV durante los últimos años de su


vida hubieron de verse incrementados, sin duda, por la incertidumbre en la que queda—
ba a su muerte la Monarquía, en manos de un niño enfermizo y bajo la regencia de una
mujer de 31 años, Mariana de Austria, quien a pesar de ser hija del emperador Fernan—
do III carecía de experiencia en asuntos de política. Para ayudarla, Felipe instituyó en
su testamento una junta de Gobierno, de la que formaban parte los presidentes de los
consejos de Castilla y Aragón, un grande, un consejero de Estado y dos eclesiásticos:
el arzobispo de Toledo y el inquisidor general, actuando como secretario el del Despa—
cho Universal. La Junta era una iniciativa interesante que, más allá de la situación pre-
caria que trataba de remediar, establecía una especie de gobierno por encima de los
consejos, en la línea de lo que habían hecho algunas juntas anteriores, como la de No—
che o la de Gobierno de los últimos años del reinado de Felipe II. En realidad, estas y
otras experiencias —como el propio régimen ministerial о de validos—_ mostraban los
límites del sistema de consejos y la necesidad de adaptarlo a la exigencia absolutista
de una mayor centralización y control, tal como habría de ponerse en práctica en la
España del siglo XVIII con la aparición de las secretarías de Despacho. Lo curioso, sin
embargo, fue el hecho de que Felipe IV excluyera de la Junta a los más conspicuos re—
presentantes de la alta nobleza, como el duque de Medina de las Torres, 0 a su propio
hijo bastardo don Juan de Austria, cuya ambición había provocado el rechazo del Rey
en los últimos años de su vida. Por otra parte, si la representación institucional de los
consejos y de la Iglesia parecía correcta, la elección de los nobles no lo era tanto, pues
el representante del consejo de Estado no era el consejero más antiguo, y el de los
grandes era el marqués de Aytona, un recién llegado a dicha condición, perteneciente
además a un linaje catalán. De todos sus miembros, tal vez los más importantes y los
que más tiempo permanecieron en la Junta fueran el consejero de Estado, conde de Pe—
ñaranda, quien en algunos periodos tuvo una gran relevancia en la dirección de la polí—
tica internacional, y el nuevo cardenal de Toledo, don Pascual de Aragón.

3.1. EL VALIMIENTO DE NITHARD

Seguramente Felipe IV deseaba alejar del poder a los personajes que podían aspi—
rar al valimiento, para proteger así el sistema colegiado implícito en la Junta, pero es
evidente que ésta nacía con la enemistad de los principales personajes excluidos de
ella. Fue la reina, sin embargo, quien protagonizó los primeros ataques a la nueva ins—
titución con la inclusión en ella, como nuevo inquisidor general, de su confesor aus—
tríaco Everardo Nithard, una vez obtenida la confirmación papal de dicho nombra—
542 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

miento —nada fácil de lograr tratándose de un jesuita— y su naturalización como cas—


tellano. Desconfiada y temerosa, sobre todo de don Juan, la reina, con sus maniobras,
dejó claro desde un principio que aspiraba a gobernar con la ayuda del jesuita, nom—
brado consejero de Estado y elevado pronto a la privanza. Surgió así un nuevo valido,
aunque absolutamente atípico con respecto a los que le habían precedido, que accedie—
ron al poder merced a la cercanía con el rey, pertenecían a la alta nobleza y eran la
cabeza de importantes facciones cortesanas. Desde un primer momento, por ello, se
configuró una oposición a Nithard entre las filas de los grandes y miembros de la aris-
tocracia, que fue aprovechada por don Juan para capitalizar el descontento en su opo—
sición a la reina y al jesuita.
Don Juan era un personaje político interesante. Nacido en 1629 de los amores en—
tre Felipe IV y la actriz María Calderón, conocida como «1a Calderona», recibió una
cuidada educación en Ocaña con la finalidad de destinarle, como a la mayoría de los
bastardos, a la carrera eclesiástica. En 1642, no obstante, el Rey decidió reconocerle, y
un año después le puso casa y le concedió el tratamiento de <<Serenidad>>. Nombrado
gran prior en Castilla y León de la orden de San Juan de Jerusalén, pasó a residir en
Consuegra, sede del priorato. Durante los últimos veinte años del reinado de su padre
ocupó importantes cargos militares y políticos en Italia, Cataluña, Flandes y Portugal,
aunque su prestigio no siempre se vio respaldado por el éxito, particularmente en los
dos últimos territorios. En cualquier caso, a mediados de los años sesenta era un perso-
naje ambicioso, ávido de reconocimiento y dispuesto a jugar fuerte en la politica.
Entre sus méritos se ha citado siempre su interés por la ciencia moderna y la protec—
ción que dispensó a diversos cultivadores de la misma. Hábil en el manejo de las ar—
mas y el caballo, valeroso en el combate, aficionado como su padre a la caza, la pintu—
ra y 1as bellas artes, don Juan, al igual también que Felipe IV, escribía con soltura y fue
uno de los primeros políticos que supo ver la importancia de la prensa y la opinión
como armas para la propaganda. En su oposición a los favoritos de la reina utilizó há—
bilmente sátiras, panfletos y escritos libelisticos, que fueron contestados por sus opo—
nentes, inaugurando así una nueva etapa en la historia de la lucha política en España,
caracterizada por la intervención activa de la <<opinión pública».
La multiplicación de instancias políticas hace difícil saber cuáles fueron los po—
deres efectivos de cada una de ellas: Nithard, lajunta de Gobierno, los consejos. .. En
cualquier caso, Nithard no tuvo el poder de los anteriores validos. Ni siquiera contó
con el apoyo de la Iglesia, pues no sólo tuvo la oposición de importantes jerarquías,
sino que la elevación de un jesuita suscitó un fuerte rechazo en otras órdenes, especial—
mente entre los dominicos. En la Corte, más que con partidarios suyos contó con los
incondicionales de la reina y los enemigos de don Juan. Éste, por su parte, fue ganando
partidarios, capitalizando a su favor el descontento de muchos personajes, sobre todo
entre los miembros de la alta nobleza. En 1667, con motivo de la guerra iniciada con
Francia por la invasión del Franco—Condado, la reina le ordenó marchar a Flandes
como gobernador general de los Países Bajos, atacados en el sur por el ejército francés
de Turena. Pero don Juan, que veía tras dicho nombramiento el deseo de alejarle de la
Corte, dio toda una serie de largas y al final desobedeció la orden real. En Madrid
mientras tanto, en junio de 1668, por orden del presidente del consejo de Castilla Die—
go Sarmiento de Valladares, partidario de Nithard, fue apresado y ejecutado José Ma—
llada, un capitán de caballos aragonés acusado de proyectar, de acuerdo con don Juan,
CARLOS 11 (1665—1700) 543

el envenenamiento del jesuita. La mayoría de los miembros de la junta de Gobierno


manifestò abiertamente su desacuerdo con una actuación tan rápida y arbitraria.
Don Juan fue desterrado de la Corte por su desobediencia, y en octubre, tras el
descubrimiento de una nueva conjura contra el favorito, la junta de Gobierno ordenó
su detención. A partir de aqui se precipitaron los acontecimientos. Don Juan, que se
encontraba en Consuegra, huyó a Aragón y Cataluña, donde puso en marcha una am—
plia campaña de cartas, panfletos y acusaciones contra Nithard, que dio lugar a una au—
téntica guerra panfletaria, la primera en la historia de España, con la intervención de
partidarios de ambos. El propio don Juan, desde Barcelona, escribió centenares de car—
tas: a la reina, miembros de los consejos, reinos, altos eclesiásticos, cabildos, ciudades
castellanas con voto en Cortes, principado de Cataluña.… en una maniobra ante la opi—
nión pública encaminada a lograr la destitución del valido. En realidad, y pese a que
buena parte de los personajes e instancias con las que se puso en contacto no secunda—
ron sus propuestas, las horas de Nithard estaban contadas. La mitad de la junta de Go—
bierno —Peñaranda, Pascual de Aragón y el presidente (Vicecanciller) del Consejo de
Aragón, Cristóbal Crespi de Valldaura— estaba contra él, y según cuenta Maura, sólo
la intercesión de la reina logró que su fiel marqués de Aytona, nombrado mayordomo
mayor tras la muerte del duque de Alba en octubre de 1667, equilibrase las votaciones
uniéndose a Nithard y Valladares. A finales de 1668, el Consejo de Castilla se mostró
dividido sobre la destitución del jesuita, pero los de Aragón y de Estado votaron a fa—
vor de que se le enviase a Roma o Viena.
En febrero de 1669, el hermanastro del rey inició una marcha hacia la Corte, acom-
pañado por 300 caballos de escolta concedidos por el duque de Osuna, virrey de Catalu—
ña. La inquietud en Madrid llevó a algunas iniciativas, como la del almirante de Castilla,
Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, fiel partidario de la reina, quien en unión de Níthard y
Valladares trató de oponerse a la expedición, siendo desautorizado por la reina y la junta
de Gobierno. El 23 de febrero, desde Torrejón de Ardoz, don Juan envió un ultimátum a
la reina exigiendo la destitución de Nithard. El documento aludía, entre otras cosas, a la
indignación por las recientes paces de Lisboa y Aquisgrán, que habían supuesto respec—
tivamente la pérdida de Portugal y un retroceso territorial en los Países Bajos. El lunes
25, la junta de Gobierno, que consideraba intolerable la amenaza del de Austria, hubo de
ceder ante la presión del ambiente existente en el Alcázar, redactando el decreto de ex-
pulsión del jesuita, que fue firmado por la reina. Había tenido lugar el pn'mer pronuncia—
miento militar de la historia moderna de España.

3.2. Los ANOS INTERMEDIOS. LA PRIVANZA DE VALENZUELA

La caída de Nithard no supuso sin embargo el acceso al poder de don Juan, quien
ni siquiera llegó a entrar en la Corte. Tal vez le faltó decisión, o no tuvo el apoyo que
esperaba de sus partidarios, muchos de los cuales actuaban más por oposición al jesui—
ta que por adhesión a él. El frente de la alta nobleza carecía aún de la unanimidad y la
cohesión necesarias para llevarle a la cabeza del gobierno. Desde Torrejón de Ardoz
escribió un manifiesto, en forma de carta a la reina, en el que hablaba de diversas me—
didas de buen gobierno: reducción de impuestos, igualdad contributiva, reforma de las
finanzas y la administración, justa distribución de mercedes y cargos, refuerzo del
544 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ejército, recta administración de la justicia,. .. Para ponerlas en práctica se creó la jun-


ta de Alivios que, pese a su efímera existencia (apenas actuó durante cuatro meses),
adoptó diversas medidas encaminadas a la reducción del gravamen fiscal, la mejora en
la administración de las rentas provinciales o la reducción del gasto público. Tras per—
manecer tres meses en Guadalajara, alojado en el palacio del duque del Infantado, don
Juan aceptó en junio el nombramiento como vicario general de la Corona de Aragón,
con sede en Zaragoza. El relativo fracaso de su intentona contribuyó a reforzar a la rei—
na, la cual, convencida de la indefensión de la Corte y la carencia de tropas con que
hacerse obedecer, dispuso la distribución en distintas zonas del territorio castellano
(Gibraltar, Cartagena, Pamplona, Segovia y Toledo) de los cinco tercios que se encon—
traban hasta entonces en la frontera de Portugal, y la creación en Madrid de un nuevo
regimiento de la guardia real, el que pronto habría de ser conocido popularmente
como la Chamberga, que a finales de mayo contaba ya con 400 hombres. Se trataba de
una idea del conde de Peñaranda, aunque el mando del regimiento no le fue encomen-
dado a el sino al marqués de Aytona, quien se convertía así, desaparecido Nithard, en
el hombre más fuerte de la Junta. Desde un principio el nuevo regimiento encontró la
oposición de los consejos, especialmente el de Castilla, buena parte de la alta nobleza,
que se consideraba la encargada de proteger las personas reales, y el propio municipio
madrileño, tradicionalmente contrario a la existencia en la villa de personas ampara—
das por privilegios de fuero. La Chamberga sería, en adelante, uno de los temas habi—
tuales de las cartas, escritos y campañas de opinión organizadas por don Juan.
Los años que median entre 1669 y 1673 son tal vez los más desconocidos de la re—
gencia. Durante este tiempo no hubo valido alguno, por lo que resulta lógico pensar
que aumentara la colaboración entre la reina y la Junta. El hermanastro del rey perma—
neció en Zaragoza, donde trató de organizar una pequeña Corte, en espera de que se le
presentara una nueva ocasión de acceder al poder, que no había de tardar mucho. A co—
mienzos de los años setenta empezó el ascenso en la Corte de quien habría de ser el
nuevo favorito de la reina, Fernando de Valenzuela, un auténtico aventurero, más atí—
pico aún como valido de lo que lo había sido Nithard. Valenzuela pertenecía a un lina—
je hidalgo y había servido en los ejércitos de Sicilia y Nápoles, después de lo cual me—
rodeó por la Corte, entrando en contacto con la reina merced a su casamiento en 1661
con una de sus damas de cámara, María Ambrosia de Ucedo, que le valió una plaza de
caballerizo. Entre otras mercedes, en 167l recibió un hábito de Santiago y más ade-
lante el cargo de primer caballerizo de la reina. Hacia 1673 se hablaba ya de su vali-
miento efectivo, pues gracias a sus confidencias e informes se había convertido en la
persona de confianza de la reina, cada vez más imprescindible para ella a la hora de to—
mar decisiones. А1 año siguiente obtuvo una plaza de conservador del Consejo de Ita-
lia, con asiento y gajes de consejero, si bien Maura señala que Valenzuela se abstuvo
de acudir a las sesiones del Consejo. Lo cierto es que la influencia de quien ya por
aquellas fechas comenzaba a ser motejado como «el duende de palacio» se basaba
más en la asunción de importantes cargos palatinos que en el desempeño de altos
puestos ministeriales en consejos y organismos de la administración. En 1674 era su—
perintendente de las obras reales y alcaide de los sitios reales del Pardo, la Zarzuela y
Valsaín.
Bajo su influjo, la Corte recuperó buena parte del brillo de los mejores tiempos de
Felipe IV. Las fiestas cortesanas y el teatro, del que fue un protector entusiasta, con—
CARLOS n (1665— 1700) 545

trastaban con la austeridad de los años anteriores. Junto a ello, el nuevo valido promo—
vió las obras públicas de Madrid, entre las que destacan la construcción de dos nuevos
puentes sobre el río Manzanares (el del Pardo y el de Toledo), la reconstrucción par—
cial de la Plaza Mayor tras el incendio sufrido en 1672, o las obras de mejora y embe—
llecimiento del Alcázar real. Por medio de la concesión de cargos, oficios y mercedes,
Valenzuela trató de crearse una clientela política, para la que le proporcionó una oca—
sión inmejorable la proximidad de la mayoría de edad del Rey, que motivó la creación
para él de una casa propia, distinta de la de la reina. A pesar de la amplia promoción de
personajes para este y otros organismos de la Corte y la Monarquía, el favorito no 10—
gró sino lealtades ficticias y efímeras, particularmente entre los aristócratas, que nun—
ca le perdonaron su humilde origen. En realidad y en mayor medida aún que Nithard,
casi todos sus partidarios eran incondicionales de la reina y enemigos de don Juan,
actitudes que no era infrecuente que se dieran en una misma persona. А1 parecer, Va-
lenzuela practicó abundantemente la corrupción política, fruto de la cual fue su rápido
enriquecimiento, pues según Domínguez Ortiz, el inventario de sus bienes hecho des-
pués de su caída arroj aba, entre dinero, joyas, plata, tapicería, muebles y otros enseres,
más de setecientos mil ducados.
La inminencia de la mayoría de edad del Rey que, de acuerdo con el testamento
de Felipe IV habría de producirse el 6 de noviembre de 1675, al cumplir los 14 años,
proporcionó la ocasión para que salieran a la luz las oposiciones al valido. Frente a los
partidarios de la reina, que deseaban prolongar la regencia, otros sectores planteaban
el acceso al cargo de primer ministro del cardenal de Aragón o de don Juan. Con oca—
sión de la revuelta y la guerra de Mesina, apoyada por Francia —que desde 1673 se
enfrentaba a España en la llamada guerra de Holanda— la reina y los consejeros de
Estado e Italia trataban de enviar a don Juan a Sicilia, pero éste, que esperaba la próxi—
ma mayoría de edad del Rey, dio largas y se resistió a ser alejado de la península Ibéri—
ca, tal como había hecho en anteriores intentos por mandarle a Flandes. El 3 de no—
viembre Valenzuela fue nombrado marqués de Villasierra y el 4, tras la reunión de la
junta de Gobierno que, en teoría, había de ser la última, el Rey se negó a firmar un de—
creto en el que, declarándose incapaz aún de asumir el gobierno de la Monarquía, pro—
longaba la regencia por dos años.
En realidad, el Rey había convocado secretamente a su hermanastro a palacio,
anunciándole que necesitaba de su persona para el gobierno de sus Estados y despedir—
se de su madre. Sin embargo, los intentos del débil monarca se vieron frustrados por la
intervención de la reina. Carlos recibió a su hermano y le pidió que esperase en el
Buen Retiro, pero doña Mariana, alertada tal vez por la imprudencia de don Juan
—quien había difundido ampliamente la llamada de su hermano, siendo vitoreado por
la multitud a su llegada al Alcázar— permaneció reunida varias horas con su hijo, al
cabo de las cuales, Carlos П envió una nota a su hermanastro en la que le ordenaba que
pasara inmediatamente a Italia. Según Maura, uno de los personajes que intervino de—
cisivamente en la resolución de la crisis fue el duque de Medinaceli, sumiller de corps
del Rey, quien poco después sería nombrado consejero de Estado. Los principales res—
ponsables de las <<candidaturas» del cardenal de Aragón y don Juan fueron castigados.
De nuevo en Aragón, don Juan se excusó definitivamente de marchar a Italia, alegan—
do su decisión de no aceptar ningún empleo en el real servicio mientras se violentase
la voluntad real.
546 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Valenzuela se alejó poco después de Madrid, nombrado capitán general del reino
de Granada. Pero a comienzos de abril ya estaba de nuevo en la Corte, donde a media—
dos de año parecía haberse convertido en valido del propio Carlos II, quien le nombró
caballerizo mayor y gentilhombre de su cámara, con el privilegio de preceder a todos
los demás gentileshombres. El otoño de 1676 contempló su definitivo encumbramien—
to, aunque la firme oposición que suscitó anunciaba ya su inmediata caída. El 31 de
octubre el Rey le nombró grande de España y unos días después primer ministro, pa—
sando a residir en las habitaciones destinadas al príncipe en el Alcázar, y asignándose—
le asimismo en El Escorial las que había ocupado el príncipe Baltasar Carlos. Por pri—
mera vez aparecía formalmente en España el cargo de primer ministro que, tal como
estudiara Tomás y Valiente, suponía la culminación institucional de la figura del vali-
do. Una cédula real dispuso que todos los presidentes de los Consejos, salvo el de Cas-
tilla, hubieran de despachar con él. Asimismo, el nuevo primer ministro hizo uso de
una prerrogativa regia nunca utilizada por los validos anteriores: la de asistir oculto
desde la llamada <<escucha» a las sesiones de los Consejos. A comienzos de noviem—
bre, coincidiendo con el nombramiento de Valenzuela como primer ministro, la junta
de Gobierno fue disuelta de forma definitiva.
Todas estas medidas fraguaron rápidamente un amplísimo frente contra Valen—
zuela, en el que destacaron los grandes, indignados por su equiparación con ellos. En
la ceremonia celebrada en la capilla real el día de la Inmaculada hubo una auténtica
huelga de grandes que recordaba la caída del conde—duque de Olivares, pues sólo uno
de ellos, el almirante, se sentó a su lado en el banco reservado a los de dicha condición.
El día 15 de diciembre una veintena larga de grandes, además de don Juan, firmó un
manifiesto público en el que denunciaba la nociva inlluencia de la reina sobre Car—
los ll y los males que de ella se habían derivado, el principal de todos <<la execrable
elevación de don Fernando de Valenzuela», pidiendo el alejamiento de aquélla, la pri—
sión de éste, <<y establecer y conservar la persona del señor don Juan al lado de S. M.».
Esta vez sí que parecía firme el frente nobiliario a favor del de Austria. Más aún, los
abusos inherentes a la elevación de Valenzuela eran tan graves que los ataques no se
limitaban al favorito sino que iban contra la propia reina regente, asunto de suma gra—
vedad puesto que afectaba a la misma institución de la Corona, algo insólito hasta en—
tonces en la historia moderna de España.
De forma unánime, los Consejos de Estado y Castilla aconsejaron el apresamien—
to de Valenzuela, aunque advirtieron a don Juan que se consideraría como delito de
alta traición una nueva marcha sobre Madrid. El 24 de diciembre, una junta formada
por el cardenal don Pascual de Aragón, el almirante, el condestable y el duque de Me—
dinaceli —ninguno de los cuales había firmado el manifiesto— ordenó el encarcela—
miento de Valenzuela, quien al día siguiente huyó a El Escorial, acogiéndose a la in—
munidad del recinto sagrado. El dia 27 Carlos II ordenó a su hermanastro que acudiera
a la Corte para asistirle en el gobierno.
El 2 de enero, don Juan, temeroso de nuevos contratiempos, inició el viaje desde
Zaragoza a Madrid acompañado por una escolta, reducida al principio pero que se fue
incrementando con voluntarios a medida que avanzaba, destacando entre ellos los ara-
goneses. El ll de enero, en Hita, dicha tropa contaba ya con 15.000 hombres. El 17, un
destacamento de caballería, violando el sagrado, apresó a Valenzuela. Tal como exi—
gía don Juan, la guardia de la Chamberga fue enviada a Cataluña y unos días después,
CARLOS и (1665-1700) 547

sin su formidable escolta, don Juan se ponía a los pies del Rey, previamente trasladado
al palacio del Buen Retiro. Por segunda vez en el curso del reinado se había producido
la destitución de un valido por la fuerza. En esta ocasión además, la oposición aristo-
crática había llegado a cuestionar el propio poder real, no sólo en el manifiesto de los
grandes, sino también en las disposiciones posteriores que anularían las mercedes he-
chas a Valenzuela, basándose en que la voluntad real no había actuado libremente.

4. La mayoría de edad del rey

Finalizada la regencia, el reinado propiamente dicho de Carlos II consta de dos


grandes etapas: el período de reformas impulsadas por la aristocracia gobernante, que
coincide con los ministerios de don Juan de Austria, el duque de Medinaceli y el conde
de Oropesa, y que ocupa los últimos años de la década de los setenta y toda la de los
ochenta; y la fase final del reinado, los años noventa, en que se debilita el reformismo,
pasa al primer plano el problema sucesorio, y toda la vida política se ve afectada por la
intromisión constante de la reina Mariana de Neoburgo.
El triunfo de don Juan llevó aparejada la consolidación de un régimen aristocráti—
co, de tal modo que durante el resto del reinado, aristócratas pertenecientes a distintas
facciones se encargarán de la dirección política de la Monarquía. En la Corte las insti—
tuciones ideales para ello, aparte del puesto de primer ministro, serán el Consejo de
Estado, dominado exclusivamente por la aristocracia y el alto clero, las presidencias
de los otros Consejos y las principales de las numerosasjuntas específicas que funcio—
naron en aquellos años. En el reinado de Carlos 11, y particularmente desde la desapa—
rición de la junta de Gobierno, el Consejo de Estado fue la principal instancia colegia—
da de poder. Además de las instituciones, otro ámbito esencial y requisito imprescin-
dible para acceder al favor real —que confiere cargos, rentas y mercedes— era la Casa
Real; no en vano, la práctica totalidad de los altos personajes políticos del reinado pro-
cedían de ella y compaginaban sus cargos políticos con los altos puestos palatinos.

4.1. DON JUAN EN EL PODER

Una de las primeras medidas de don Juan fue el alejamiento de la reina madre,
que fue enviada a residir en el Alcázar de Toledo, lejos de su hijo. En adelante, el de
Austria vigilaría las audiencias, lecturas y correspondencia del monarca, especial—
mente la que mantenía con su madre. Valenzuela, desposeído de todos sus títulos y ho—
nores y confiscados sus bienes, fue enviado preso a Consuegra; en febrero de 1678 se
le exilió por diez años al fuerte de Cavite, en Filipinas. Los principales opositores y
enemigos de don Juan fueron cesados en sus puestos y en muchos casos desterrados,
como les ocurrió, entre otros, al almirante de Castilla, enviado a Medina de Rioseco;
al presidente del consejo de Flandes, príncipe de Astillano; o al conde de Aguilar, te—
niente coronel de la Chamberga.
La llegada del hijo de Felipe IV al poder suscitó una ola inmensa de entusiasmo,
no sólo en España sino también en otros territorios de la Monarquía. Para muchos, don
Juan era el esperado salvador, un mito político que, como tal, estaba destinado al fra—
548 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

caso. Por mucho que pudiera hacer jamás satisfaría las expectativas creadas. Para su
desgracia además, y a pesar de su intensa dedicación al trabajo, sus años de gobierno
coincidieron con un periodo de crisis y dificultades (malas cosechas, epidemias, infla—
ción. . .) y se vieron truncados por su temprana muerte, en septiembre de 1679. El nú—
mero de sus enemigos se incrementó, lógicamente, a lo largo de su mandato. También
el de los desencantados y descontentos. Las sátiras y panlletos, que tan hábilmente ha—
bía sabido utilizar contra los validos de la reina, se cebaron ampliamente ahora en su
persona, recordando una y otra vez su filiación ilegítima. Detrás de buena parte de
ellas estaban los jesuitas, y en particular los padres Lie'vana y Juan Cortés Osorio, au-
tor éste último de las invectivas más certeras contra él. Varios padres de la Compañía,
y según parece el propio Cortés Osorio, fueron desterrados de la Corte, al igual que
otros escritores de la oposición a don Juan. Nada más acceder éste al poder, ya habían
sufrido dicho castigo los padres Nájera, Oma, Salinas y Rodríguez Coronel.
El control de la opinión —que tanta importancia había tenido en su éxito políti—
co— era una de las principales preocupaciones de don Juan. Para ello, aparte de san—
cionar a los disconformes con su política, encargó a su colaborador Fabro Bremundán
la publicación regular de la llamada Gazeta ordinaria de Madrid, que se editó sema—
nalmente desde julio de 1677 hasta abril de 1680, constituyendo el más antiguo prece—
dente, en España, del periodismo oficial.
A pesar de que defraudara muchas de las esperanzas en el depositadas, el gobier-
no de don Juan tuvo aspectos positivos, hasta el punto de que su breve periodo en el
poder supuso la adopción —o la preparación— de una serie de medidas reformistas
que contribuyeron a aliviar la situación de la Hacienda, la Administración pública y la
economía castellanas. Así, dispuso la reducción de la burocracia de los Consejos y al—
tos organismos, se esforzó por conseguir la honestidad administrativa y disminuir el
gasto público, puso freno a la concesión de mercedes y privilegios y trató de impedir
los abusos de los comisarios ejecutores, que acudían a los pueblos a reclamar las deu-
das con la Real Hacienda. Trató también de hacer frente al agudo problema de la infla—
ción, y todo parece indicar que la gran reforma monetaria puesta en práctica en 1680,
meses después de su muerte, se gestó durante su ministerio. Su preocupación por la
economía le llevó a la creación de lajunta de Comercio y Moneda, institución típica—
mente mercantilista, dedicada a la promoción de la producción y el intercambio de
bienes, que habría de jugar un importante papel en el reformismo posterior. En la gue—
rra contra Francia, las tropas de la Monarquía lograron mantener el reino de Sicilia y
reconquistar Mesina cuando fue abandonada por los franceses en marzo de 1678. En
el frente de Cataluña, sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de don Juan para incre—
mentar el ejército, se produjo un duro fracaso militar en el Ampurdán, el 4 de julio de
1677; entre las más de seiscientas bajas, figuraban el duque de Monteleón, el conde
de Fuentes, el vizconde de San Jorge y numerosos caballeros. Por la paz de Nimega
(1678) España hubo de entregar a Francia el Franco—Condado y algunas plazas fronte-
rizas de los Países Bajos, aunque recuperó, a cambio, algunas ciudades del interior ce—
didas pocos años antes en la paz de Aquisgrán.
Don Juan procuró educar a su hermanastro en las tareas reales, algo de lo que
apenas se habían ocupado anteriormente. Una de sus iniciativas fue la celebración de
Cortes en el reino de Aragón en 1677—l678, que le sirvieron no sólo para premiar a su
clientela aragonesa, sino también para que el Rey jurara los fueros y efectuara su viaje
CARLOS u (1665—1700) 549

más largo fuera de Madrid y los sitios reales. А1 рагесег, don Juan proyectaba reunir
Cortes en otros territorios de la Corona de Aragón, pero diversas causas, y entre ellas
su muerte, impidieron tales convocatorias. El proceso de maduración y aprendizaje de
Carlos II requería también su matrimonio, que permitiera asegurar cuanto antes la su—
cesión al trono. Y a ello se dedicó don Juan durante los últimos meses de su vida, aun—
que no llegó a verlo culminado.

4.2. EL PRIMER MATRIMONIO DEL REY

Antes de la llegada del hermanastro del rey al poder, el embajador imperial Fer—
nando de Harrach había postulado la candidatura de la archiduquesa María Antonia,
hija del Emperador y de la fallecida emperatriz Margarita, hermana de Carlos II. Tal
candidatura, pese a la corta edad de la archiduquesa y su cercano parentesco con el
rey, contaba con la simpatía de la abuela de la novia, la reina Mariana de Austria, y se
veía además favorecida por la situación de guerra existente con Francia que alej aba las
posibilidades de una boda francesa. En 1676, de hecho, tras el voto favorable del Con—
sejo de Estado, comenzaron a prepararse las capitulaciones matrimoniales de Carlos II
con su sobrina la archiduquesa; pero la caida de Valenzuela y la llamada de Harrach a
Viena dejaron en suspenso las negociaciones, a pesar de que ya se había comunicado
oficialmente a las cancillerías europeas el acuerdo matrimonial. Muchos historiadores
han culpado a don Juan del abandono de la candidatura austríaca por considerarla ex-
cesivamente cercana a los intereses de la reina madre. Sin embargo, un motivo de ma—
yor peso pudo ser la convicción del nuevo primer ministro de que urgía asegurar la su—
cesión, dada la precaria salud del Rey; el compromiso con María Antonia dilatari'a aun
varios años la unión de los cónyuges, por lo que parecía oportuno buscar otra novia de
más edad. En agosto de 1677 los consejeros de Estado optaron unánimemente por la
princesa María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV; si bien la situación de guerra
con Francia y el temor a la reacción del Emperador impidieron la publicidad de dicho
voto y permitieron que, en sucesivas sesiones, se hablase de otras posibles candidatas.
Luego de la paz de Nimega sin embargo, y a instancias del Rey, el Consejo de Estado
volvió a inclinarse en favor de la princesa de Orleans. La boda se celebró, por poderes,
en Fontainebleau, el 31 de agosto de 1679. La ratificación del matrimonio iba a tener
lugar en Burgos, lugar en el que se encontrarían, por primera vez, los dos esposos; sin
embargo, ante una grave y repentina enfermedad del arzobispo burgalés, la ceremonia
se realizó en la humilde aldea de Quintanapalla, el 18 de noviembre de 1679.
A pesar de que Francia habia sido la gran enemiga de España desde tiempos de
los Reyes Católicos, los matrimonios reales hispano—franceses entraban dentro de la
más pura tradición de la Monarquía. De hecho, desde la boda de Felipe [Icon Isabel de
Valois, hacía más de un siglo, todos los monarcas españoles se habían casado con
princesas de Francia o del Imperio, con la particularidad de que los matrimonios fran-
ceses se habían concertado siempre en periodos de paz con dicho reino, y en varias
ocasiones como prenda por la paz recién firmada. La nueva reina de España había na—
cido en el Palais Royal de París, el 27 de marzo de 1662, unos meses más tarde que
Carlos II. Sus padres eran el duque Felipe de Orleans, hermano de Luis XIV, y Enri—
queta de Inglaterra, hija del decapitado Carlos 1. María Luisa era una mujer atractiva y
550 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

alegre, aficionada al baile, la caza y la equitación. Su suerte en la Corte española no


fue tan mala como la imaginación romántica hizo suponer; cuando menos, parece que
gozó siempre del cariño y el respeto de su limitado esposo, sobre quien ejercía una
considerable influencia, y mantuvo una aceptable relación con la reina madre, la cual,
a raíz de la muerte de don Juan de Austria, había vuelto a instalarse en la Corte. A me-
diados de 1680, María Luisa logró que el rey sustituyese a su adusta y dominante ca—
marera mayor, la marquesa de Terranova, por la duquesa viuda de Alburquerque, a pe—
sar de que, según la tradición y el ceremonial, tales cargos tenían carácter vitalicio.

4.3. EL MINISTERIO DEL DUQUE DE MEDINACELI

Meses después de la muerte de don Juan, en febrero de 1680, Carlos II nombrö


primer ministro al VIII duque de Medinaceli, don Juan Francisco de la Cerda, quien
además de ser el cabeza de una de las casas más poderosas y ricas de España —gracias
en buena parte a su matrimonio con la heredera de los linajes Cardona y Segorbe— era
sumiller de corps (principal cargo de la Casa Real) desde tiempos de Valenzuela, con-
sejero de Estado y presidente del Consejo de Indias. Pese a su alto cargo palatino y ala
cercanía que éste le permitía con el Rey, ni en su caso ni en el del conde de Oropesa
—quien habría de sucederle— se trataba ya propiamente de un valido, pues su acceso
al poder no era fruto de la confianza y amistad del Rey, sino de las intrigas cortesanas
y la pugna de facciones aristocráticas. Sus relaciones con don Juan no habían sido
siempre cordiales, aunque el matrimonio de su hija de 16 años con su septuagenario
tío—abuelo don Pedro de Aragón, enjulio de 1680, le acercó a los partidarios del difun-
to primer ministro. Su política continuó el reformismo de su predecesor. Sus principa—
les colaboradores fueron el secretario del Despacho Universal, Jerónimo de Eguía y,
desde abril de 1682, su sustituto en dicho cargo José de Veitia y Linaje, autor del libro
Norte de la Contratación de las Indias (1672).
En opinión de Domínguez Ortiz, Medinaceli era el más calificado de los grandes
españoles, un hombre bien intencionado, pero sus intentos reformistas chocaron con
una coyuntura enormemente negativa, pues desde los años finales de la década ante—
rior y durante buena parte de la de los ochenta hubo una fuerte crisis en la Corona de
Castilla: pestes en Murcia, Andalucía y algunas poblaciones de La Mancha entre 1677
y 1684, dificultades climáticas por doquier, malas cosechas. .. A todo ello se unirían,
desde 1680, los efectos negativos de la reforma monetaria ordenada por el duque, la
cual, si bien puso fin en Castilla a un siglo de manipulaciones y envilecimiento de
la moneda de vellón, y creó las condiciones para una recuperación económica, tuvo
consecuencias traumáticas a corto plazo. La crítica situación de la economía castella-
na ocupó buena parte de la actividad de Medinaceli, quien se aplicó también al sanea—
miento de la Real Hacienda.
Como en otros casos, su gestión del poder le fue creando enemigos entre la aris—
tocracia, pero la principal oposición a su política fue la de la propia reina María Luisa
de Orleans. Varios franceses a su servicio fueron expulsados de la Corte por diversos
incidentes, lo que irritó a Maria Luisa, lo mismo que el cese del embajador marqués
de Villars a finales de 1681, como consecuencia de las gestiones del duque ante
Luis XIV, 0 las sanciones y la posterior destitución de su caballerizo mayor, duque de
CARLOS II (1665—1700) 551

Osuna. Luego de un ataque de hemiplejía en 1684, y de las derrotas sufridas por las
tropas hispanas en la tercera de las guerras que la enfrentaron a Francia durante aquel
reinado, que supusieron la pérdida de Luxemburgo, el duque descargó parte de sus
competencias en uno de los personajes más valiosos de la corte, el conde de Oropesa,
Manuel Joaquín Álvarez de Toledo y Portugal, consejero de Estado desde 1680, quien
fue nombrado presidente del Consejo de Castilla en junio de 1684. En abril del afio si-
guiente, Medinaceli presentó la dimisión de su cargo. Poco después, pidió también el
cese el secretario del Despacho Universal, Veitia y Linaje. A mediados de julio, el du—
que, a quien se le mantuvieron los cargos de presidente de Indias, sumíller de corps y
caballerizo mayor del rey, fue desterrado a Cogolludo.

4.4. EL GOBIERNO DEL CONDE DE OROPESA

Su sucesor fue, como era de esperar, el conde de Oropesa, aunque continuó sien—
do presidente de Castilla y no obtuvo el título de primer ministro. El nuevo secretario
del Despacho Universal no fue su candidato, Pedro Coloma, sino Manuel Francisco
de Lira, antiguo embajador en Holanda. Casi todos los contemporáneos reconocen la
capacidad de ambos. Oropesa era hombre de talento y tenía, al parecer, una buena for—
mación y una destacada capacidad de trabajo. Lira, por su parte, era uno de los funcio—
narios más inteligentes y expertos. Buen conocedor de la política exterior, sobre todo
la del norte, hablaba varias lenguas.
De la gestión del conde de Oropesa destacan sus intentos por mejorar la situación
económica castellana a través del saneamiento de las finanzas, la reforma monetaria
de 1686 —que completó la realizada por Medinaceli—, la reforma presupuestaria de
1688 y los proyectos de reducción de la burocracia de 1687 y 1691. En los asuntos fi—
nancieros contó con la ayuda eficaz del marqués de los Vélez, Fernando Fajardo, go—
bernador del consejo de Indias, y desde 1687, presidente del mismo y superintendente
de Hacienda. La creación de dicha superintendencia formaba parte de una amplia re—
forma del consejo de Hacienda impulsada por Oropesa y dirigida, entre otras cosas, a
reducir la presencia en él de hombres de negocios, en beneficio de burócratas y exper—
tos en finanzas, una política que ya se había iniciado en tiempos de don Juan de Aus—
tria y que continuaría en los años noventa.
A medida que transcurría el tiempo, el gobierno del conde de Oropesa fue encon—
trando también una creciente oposición. Una fuente contemporánea cita entre sus
principales enemigos, entre otros muchos señores y títulos, al condestable, el almiran—
te, el cardenal Portocarrero, los duques de Arcos y del Infantado y, sobre todos ellos,
el secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira.

4.5. EL SEGUNDO MATRIMONIO DEL MONARCA 腎

A finales de los años ochenta, tras casi diez años de matrimonio del Rey, la pareja
real no había sido capaz de lograr sucesión. Este hecho redujo la escasa popularidad
de la reina francesa, sobre quien el pueblo tendía a descargar las culpas de que nO hu-
biera aún un heredero. Inesperadamente, la reina falleció el 12 de febrero de 1689,
552 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

después de tres días de enfermedad. Con la mayor urgencia, el Consejo de Estado con—
sultó al Rey sobre su nuevo matrimonio. El 8 de mayo, de entre todas las posibles can—
didatas, el consejo se inclinó mayoritariamente por Mariana de Neoburgo, hija del
elector del Palatinado, hermana de la emperatriz Leonor y perteneciente a una familia
de probada fecundidad, hechos que, junto con la recomendación del Emperador y el
apoyo decidido de la reina madre, determinaron su elección.
La boda por poderes se celebrò en Neoburgo, el 28 de agosto de 1689. Tras un
largo viaje por el Rin y el Atlántico para evitar Francia y los frentes de guerra, los re—
yes se encontraron en Valladolid el 6 de abril de 1690. Pero las esperanzas puestas en
la nueva reina iban a ser defraudadas, pues tampoco logró la deseada sucesión, segura-
mente a causa de la más que probable esterilidad del Rey. Su carácter la enfrentó ade—
más con la reina madre y con algunos de los personajes que habían apoyado su candi—
datura en el Consejo de Estado, como el arzobispo de Toledo, cardenal Portocarrero.
Ambiciosa, terca y de humor variable, tuvo una intervención constante en la política a
partir del dominio que ejercía sobre el endeble y medroso carácter de su esposo. La
abundancia y pobreza de su familia la hizo enormemente interesada en cuantos asun—
tos pudieran servir para otorgar cargos y rentas a sus hermanos. Junto a ella, intervi—
nieron también en la política una serie de personajes de su entorno, que se hicieron
enormemente odiosos a los ojos de los españoles: la condesa viuda de Berlepsch
—apodada «la Perdiz>>— astuta, inteligente y hábil, amiga y confidente de la reina,
con quien vino desde la corte palatina; el secretario Enrique Xavier Wiser, llamado «el
Cojo»; y su confesor desde 1693, el capuchino fray Gabriel Pontiferser, a quien los es—
pañoles conocieron como el padre «Chiusa», por el nombre italianizado de su locali—
dad de origen, Klausen, en el Trentino.

4.6. LA DECADA DE MARIANA DE NEOBURGO

Pronto, la enemistad de la reina se centró en el conde de Oropesa, quien dirigía


la política española desde mediados de los años ochenta. La mala situación de los
frentes bélicos en Flandes y Cataluña, así como la Oposiciôn del Emperador y de
los cortesanos sensibles a los intereses imperiales —el llamado partido austríaco—
vinculado tradicionalmente a la reina madre, precipitaron su caída. El 25 dejunio de
1691, tras recibir una carta de Carlos II en la que le animaba a ello, el conde de Oro—
pesa solicitó que se le permitiera retirarse. Al día siguiente salió hacia la Puebla de
Montalbán, lugar perteneciente a su cuñado el duque de Uceda. Unos meses antes
había dimitido el secretario del Despacho Universal, Manuel de Lira, enfrentado
también con la reina.
En lo que respecta a la organización política, la caída de Oropesa dio paso, en la
Corte, a una dispersión del poder que caracterizaría el resto del reinado. Dicho fenó—
meno fue la consecuencia, sobre todo, de la inexistencia de personalidades, dentro de
la aristocracia, con la capacidad y el respaldo suficiente para conquistar y mantener el
gobierno de la Monarquía. Y se vió además agravado por las intromisiones constantes
de Mariana de N eoburgo y los miembros de su camarilla, aparte del elemento de divi—
sión que suponía la existencia de dos o tres opciones sucesorias. Salvo en breves pe—
riodos, no parece existir una dirección superior de la política. Las decisiones las toma—
CARLOS п (1665- 1700) 553

ban quienes imponían sus criterios en los distintos consejos, juntas y organismos de la
Administración.
En un principio, la facción más consistente era la que actuaba en el entorno de
Mariana de Neoburgo, y a la que, además de los personajes extranjeros ya citados, co—
nocidos como <<los alemanes de la reina», pertenecían algunos cortesanos españoles
como el nuevo secretario del Despacho Universal, Juan de Angulo, apodado «el
Mulo» por sus adversarios. Los intereses austríacos ejercían también en estos años
una notable influencia en la Corte; en su favor actuaban no sólo el embajador imperial,
conde Wenzel de Lobkowitz, sino la reina madre y varios de los grandes y altos corte—
sanos, partidarios de una estrecha colaboración con el Imperio. Pese a su cercanía fa—
miliar con el Emperador, los objetivos de Mariana de Neoburgo no siempre coincidían
con los austríacos.
La falta de coordinación en el gobierno hizo que, en octubre de 1693, Carlos II
aceptara una propuesta del embajador austríaco por la que los reinos de España queda—
ban dividídos entre cuatro tenientes generales, todos ellos pertenecientes al Consejo
de Estado: el condestable, el duque de Montalto, el nuevo almirante de Castilla, Juan
Tomás Enríquez de Cabrera, conocido hasta entonces por su título de conde de Mel—
gar, y el conde de Monterrey. No se conoce bien el alcance de esta reforma, que de he—
cho no llegó a cuajar, dando paso a una pugna por el poder entre los dos hombres más
fuertes de aquel momento y sus respectivas facciones: el almirante —cercano siempre
a Mariana de Neoburgo— y el duque de Montalto. A finales de 1694, los abusos de los
miembros de la camarilla de doña Mariana provocaron la reacción de los Consejos de
Castilla y de Estado. La consulta del primero hablaba genéricamente de los obstáculos
que se oponían a la salvación de la Monarquía, pero cuando se leyó en el de Estado,
presidido aquel día por el rey, el cardenal Portocarrero acusó a la Berlips, a Wiser y a
otros personajes del entorno de la reina, como el sastre Felipe y el cantante eunuco Ga-
lli, pidiendo su expulsión de España. El duque de Montalto, el marqués de Villafranca
y el conde de Monterrey apoyaron el voto del cardenal. Sólo el almirante defendió a
los acusados. De hecho, se estaban configurando dos bandos distintos, que aunque no
demasiado armónicos se mantendrían durante el resto del reinado: el de los partidarios
y el de los enemigos de la reina Mariana de Neoburgo. Muchos historiadores han des—
figurado tales bandos al considerar que el elemento clave para la adscripción en uno u
otro eran las opciones sucesorias; así, si el grupo de la reina apoyaba la candidatura
austríaca, el otro tenía que ser profrances, olvidando que el respaldo de la reina a la su-
cesión austríaca sólo fue claro en los meses finales de la vida de Carlos II, y que sólo
entonces se configuró un grupo de cortesanos partidario de la herencia francesa, algo
impensable, por otra parte, antes de que concluyera la guerra con Francia en 1697.
La fuerza respectiva, en cada momento, de uno u otro grupo y de sus personajes
principales explica los diversos nombramientos y ceses, al igual que las diferentes dis—
posiciones que se adoptan. Así, el hecho de que la reina hubiera de aceptar, a finales de
febrero de 1695, la salida de Wiser, que fue enviado como diplomático a Parma, fue
un triunfo de sus enemigos; lo mismo que, meses después, el nombramiento como se-
cretario del Despacho Universal de Juan Larrea, protegido del almirante, puede consi—
derarse un éxito del bando de la reina; como también, en enero de 1696, la sustitución
del presidente del consejo de Castilla Manuel Arias, cercano a Monterrey, por Anto—
nio de Argtielles. La muerte de la reina madre, en mayo de 1696, aumentó la influen—
554 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cia de Mariana de Neoburgo sobre el Rey. La situación, sin embargo, era enormemen-
te frágil y cualquier acontecimiento podía hacer cambiar los precarios equilibrios de
poder. Cuando la reina y el almirante parecían dominar la situación, la pérdida de Bar-
celona ante las tropas francesas de Vendóme, el 10 de agosto de 1697, hizo que se for—
mase un triunvirato de gobierno, integrado por el cardenal Portocarrero, el almirante,
y el duque de Montalto. Se trataba, en realidad, de un gabinete de crisis ante las malas
perspectivas de la guerra; por fortuna, la paz de Rijswick, firmada en septiembre, su—
puso la devolución casi total de las conquistas francesas, gracias a la calculada gene—
rosidad de Luis XIV. El triunvirato se disolvió casi inmediatamente y la reina logró el
destierro de Montalto a veinte leguas de la Corte, reemplazándole poco después en la
presidencia del Consejo de Aragón por el conde de Aguilar. El almirante, que era
prácticamente primer ministro, pasó a residir en el palacio real.
En la primavera de 1698, deseosa de reforzar su facción luego de algún revés po—
litico, la reina llamó a la Corte a su antiguo enemigo el conde de Oropesa, en un inten—
to de atraerse a una de las personalidades más interesantes de la aristocracia. Por se—
gunda vez, fue nombrado presidente del Consejo de Castilla. Pero los enemigos de la
reina estaban dispuestos a continuar su acoso a quienes ocupaban el poder. Las lógicas
simpatías o antipatías personales y la existencia de grupos e intereses diversos se com-
plicaban con la cuestión sucesoria, que en la última década del siglo —y del reinado—
había ido superando en importancia a todos los demás asuntos. Las intrigas de los
embajadores, las posturas de diferentes grupos y personas en favor de las diversas so—
luciones dominaban la vida cortesana e incidían en las actitudes políticas. El descon—
tento popular por la carestía, en la primavera de 1699, proporcionó a gentes como el
marqués de Leganés, el conde de Monterrey, el cardenal Portocarrero, los duques de
Medina—Sidonia y de Pastrana, el conde de Benavente, el secretario del Despacho
Universal Antonio de Ubilla, el confesor real fray Froilán Díaz, Manuel Arias, Fran-
cisco Ronquillo y otros personajes, amigos en la mayoría de los casos del desterrado
duque de Montalto, la ocasión inmejorable para acabar con los principales gobernan—
tes del momento. Para ello contaron con la participación destacada del embajador im—
perial, Aloisio de Harrach, quien, de acuerdo con la Corte de Viena, consideraba que
el único remedio para los intereses sucesorios austríacos pasaba por el cambio de go—
bierno. Pero la oposición al poder —en última instancia al poder de la reina— no res—
pondía únicamente a los intereses del Imperio, sino que aglutinó a gentes y objetivos
diversos, más allá del posible alineamiento de bandos en la pugna sucesoria.
El martes 28 de abril tuvo lugar en Madrid el llamado <<motín de Oropesa» o «de
los gatos», un motín urbano de Corte que permitió a los miembros de la oposición po—
lítica aprovechar el malestar popular por el hambre y la carestía en beneficio de sus in—
tereses. Los amotinados acuden al palacio real con gritos de pan y vivas al rey, para
implorar de Carlos Il la rebaja de los precios. Pero será el sumiller de corps, conde de
Benavente, quien trate de calmarles, desviando las protestas populares contra el presi—
dente del Consejo de Castilla, conde de Oropesa, quien se convierte en el símbolo del
mal gobierno, responsable de la carestía y cabeza de turco de las iras populares. Los
resultados inmediatos del motín fueron la sustitución del corregidor por Francisco
Ronquillo y la caída del conde de Oropesa, que fue desterrado el 9 de mayo, siendo
reemplazado al frente del Consejo de Castilla por Manuel Arias. La vuelta a sus anti—
guos puestos de Ronquillo y Arias constituye una prueba más de la lucha de bandos
CARLOS u (1665-1700) 555

politicos que se esconde tras el motín; sin embargo, los precios siguieron altos y conti—
nuó la escasez. Es un año de hambre en el que se producirán también alborotos en Va—
lladolid, Medina del Campo y Toledo, ante la escasez de pan y las requisas para abas—
tecer los mercados urbanos, especialmente el madrileño.
El 23 de mayo fue desterrado también el almirante, principal apoyo cortesano de
la reina. Pero esta se resistía a perder a sus principales colaboradores y mantenía un
considerable poder. Hasta varios meses después no aceptó la salida de España de la
Berlips y otros miembros de su camarilla; y aún así, la condesa no abandonó la Corte
hasta el 31 de marzo de 1700, en que partió hacia Viena. El padre Gabriel continuaría
junto a la reina. Los meses siguientes al motín contemplaron un pulso notable entre los
<<vencedores>> de éste y Mariana de Neoburgo, que tuvo sus alternativas, pero en el que
la reina llevó las de ganar, con algunos triunfos clamorosos, como la exclusión del
marqués de Leganés de la nómina de nuevos consejeros de Estado de noviembre de
aquel año, o el destierro del conde de Monterrey. Doña Mariana había aprovechado la
estancia de la Corte en El Escorial, en el otoño de 1699, coincidente con un periodo de
buena salud del rey, para incrementar su influencia ante él y asestar además un gran
golpe a sus opositores.
Al inicio de 1700, el que había de ser el último año de vida de Carlos II, la pugna
por el poder parecía reducirse a la reina, de una parte, y, de otra, personajes como el
marqués de Leganés, muy vinculado a los intereses austríacos, o el cardenal Portoca—
rrero, cada vez más influyente en el Consejo de Estado. A mediados de 1700, Leganés
ejercía ciertas competencias de gobierno, respaldado ahora por la reina y parece que
también por el cardenal. Por iniciativa suya se adoptaron una serie de medidas tenden—
tes a moderar los gastos de la Administración y a reducir los sueldos, pensiones y mer—
cedes. Sin embargo, el marqués no consiguió dominar al Consejo de Estado, ni evitar
la oposición de la mayoría de los otros Consejos, a la que trató de hacer frente median—
te la creación de una serie de juntas particulares. Empeñado en defender los derechos
sucesorios de la casa de Austria, intentó, sin éxito, fortalecer la capacidad militar his-
pana, aumentando, a base de otros recortes, los recursos destinados al ejercito. Inca—
paz de hacer cumplir sus planes y proyectos, abandonó sus responsabilidades políticas
el 22 de septiembre. Por aquellas fechas, la tarea de gobierno comenzaba a quedar
postergada por la enfermedad del Rey y las expectativas sucesorias. El personaje más
influyente de estos últimos tiempos fue seguramente el cardenal Portocarrero. El 29
de octubre, días antes del fallecimiento de Carlos II, el cardenal fue nombrado regen—
te de la Monarquía.

5. La cuestión sucesoria

A lo largo de toda su vida, la debilidad de Carlos II hizo temer una muerte prema—
tura, sin sucesión directa. Pese a sus dos matrimonios, el monarca no fue capaz de en—
gendrar un hijo, lo que hacía prever que, a su fallecimiento, el trono recaería en alguno
de los soberanos o principes europeos vinculados familiarmente a él, a través de los
matrimonios de las hijas y hermanas de Felipe IV. De esta forma, la sucesión podría
recaer, bien en un príncipe de la casa de Habsburgo austríaca, bien en un miembro de
la casa francesa de Borbón.
556 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA
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Mariana de Baviera

Felipe de Águias; José Fernanda Archiduque


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riega-reee; ($$$-Wiº)

FUENTE: H. Kamen, La España de Carlos 11, Crítica, Barcelona, 1981, p. 601.

CUADRO 20.1. Lafamilia de Carlos Ily el problema sucesorio.

Tanto Luis XIV como el emperador Leopoldo I tenían un parentesco muy similar
con el Rey de España. Las madres de ambos eran infantas españolas hijas de Felipe III
y hermanas de Felipe IV, por lo que eran primos carnales de Carlos II. Los dos, ade—
más, se habían casado con infantas españolas hijas de Felipe IV, lo que reforzaba los
derechos de sus descendientes. En principio, la casa de Borbón tenía un derecho prefe—
rente, pues tanto la madre como la esposa de Luis XIV, Ana y Maria Teresa de Aus—
tria, eran mayores que sus respectivas hermanas María y Margarita, madre y esposa
del emperador Leopoldo. Sin embargo, las dos reinas de Francia habían renunciado
expresamente a sus derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y sus descen-
dientes, aunque a cambio de sendas dotes de 500.000 escudos de oro que, al menos en
el caso de María Teresa, nunca se pagaron, lo que podía servir para invalidar jurídi—
camente la renuncia, como pretendieron los juristas y diplomáticos al servicio de
Luis XIV. El testamento de Felipe IV, de hecho, excluyó del trono a los descendientes
de su hija mayor, en beneficio de los miembros de la familia Habsburgo.
Para Carlos II, además, Leopoldo I era un pariente más cercano, pues mientras
que la infanta María Teresa era hermana suya solamente de padre —y ni siquiera ha-
bía llegado a conocerla, dado que se casó en 1660 antes de que él naciera—, Margarita
era su única hermana de padre y madre. La emperatriz Margarita, sin embargo, murió
tempranamente en l673, dejando tan sólo una hija, la archiduquesa María Antonia, lo
que abría para el futuro una segunda posibilidad sucesoria en la línea Habsburgo, en el
caso de que María Antonia tuviera herederos varones. Cuando ésta se casó, en 1685,
con el duque elector de Baviera Maximiliano Manuel, su padre el Emperador, deseoso
de asegurar su propia opción y la de sus hijos varones, la hizo renunciar a sus derechos
sobre la sucesión española, ofreciendo a cambio al duque de Baviera y sus descen-
dientes procurarle la soberanía futura sobre los Países Bajos españoles.
Las pretensiones de los Habsburgo se basaban esencialmente en las renuncias de
las infantas Ana y María Teresa y, sobre todo, en el testamento de Felipe IV. No obs—
CARLOS u (1665—1700) 557

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FUENTE: R. A. Stradling, Europa y cl declive de la estructura imperial española 1580-1720, Cátedra,


Madrid, 1983, p. 129.

MAPA 20. l. Luis XIV desmantela el sistema español, 1659—1697.

tante, con independencia de la discutible validez de tales renuncias, dicho testamento


podía ser invalidado por una disposiciôn posterior de Carlos II, como habría de suce—
der de hecho.
La opción sucesoria dependió de numerosos factores, convirtiéndose en uno de
los principales asuntos de la política internacional durante las últimas décadas del si—
glo XVII. Dejando a un lado los derechos dinásticos, la Monarquía de Carlos II abarca—
ba numerosos territorios y riquezas que instigaban los deseos de expansión de las
grandes potencias europeas. Por ello Luis XIV, el gran dominador de la política euro—
pea durante estos años, promovió tres tratados de Reparto que, en diversos momentos,
le sirvieron eficazmente para respaldar sus intereses en la política internacional. En
España, la conciencia de la decadencia tras la pérdida de la hegemonía internacional
en el reinado de Felipe IV, así como la reacción frente a las ambiciones exteriores y los
tratados de Reparto, cristalizó en una defensa a ultranza de la integridad de la Monar—
quía. Más que la afinidad a los diversos candidatos, éste fue el gran argumento que
guió las decisiones de los consejeros y de Carlos II.
Pero no conviene olvidar el desprestigio progresivo de la casa de Austria, como
consecuencia de hechos tales como las vacilaciones y desaciertos políticos del Empe—
rador y sus representantes, o la oposición e impopularidad que suscitaron la reina Ma-
riana de Neoburgo y sus <<alemanes>>. Pese a las cuatro guerras que mantuvo con Espa—
ña, Luis XIV supo jugar hábilmente sus cartas y transmitió una imagen de eficacia po-
lítica que caló ampliamente entre los españoles, como lo prueban las crecientes simpa-
tías hacia la candidatura francesa existentes en los últimos años del reinado de Car—
558 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

los II. Hay que tener en cuenta también la amenaza de la fuerza, pues las tropas dis—
puestas al otro lado de la frontera y los barcos preparados para intervenir jugaron efi—
cazmente en la conciencia de los consejeros de Estado.
El nacimiento del príncipe electoral de Baviera José Fernando Maximiliano, el
28 de octubre de 1692, a consecuencia del cual fallecería su madre María Antonia,
ofrecía a los españoles un heredero que, además de ser sobrino—nieto del rey y, por tan—
to, su pariente más cercano, no pertenecía directamente a ninguna de las dos casas rei—
nantes en Austria 0 Francia. La renuncia de los derechos sucesorios hecha por su ma—
dre por exigencia del emperador no tenía validez alguna en España. No es de extrañar
que fuera el candidato elegido en los dos primeros testamentos redactados por Car—
los II, en 1696 y 1698, el ultimo de ellos precipitado por la indignación que produjo el
segundo tratado de Reparto.
Pero el pequeño príncipe bávaro murió en febrero de 1699. De haber vivido, habría
accedido seguramente al trono español, aunque es difícil que se hubiera podido evitar la
ejecucion de los tratados de Reparto de la Monarquía. Desaparecido José Fernando, los
candidatos se reducían a dos: el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leo—
poldo, y el duque de Anjou, Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV; ambos tenían la venta-
ja de ser segundones, por lo que estaban alejados, respectivamente, de la herencia aus—
tríaca o francesa. Hubiera sido lógico pensar que la tradicional colaboración con la casa
de Austria y la existencia en la Corte de un partido cercano a los intereses políticos del
Imperio harían que la balanza se inclinase a favor del archiduque. Pero aparte del des—
gaste que a dicho grupo le supusieron los ya aludidos desaciertos del emperador y sus
representantes, la mayoría de los miembros del Consejo de Estado se convenció de que
la única opción viable para mantener la integridad de la Monarquía era la francesa. De
hecho, y a pesar de los buenos oficios del embajador de Luis XIV, marqués de Harcourt,
quien llegö a Madrid a finales de febrero de 1698, no llegó a constituirse un partido o
grupo francés partidario de la sucesión de Felipe de Anjou, y es muy probable que algu—
nos de los más firmes partidarios de dicha opción, como el cardenal Portocarrero —que
resultaría decisivo para el triunfo de la misma— no decidieran su postura antes de 1700.
La noticia de la firma, el 25 de marzo, del tercer tratado de Reparto de la Monar—
quía española, forzó una reunión del Consejo de Estado, el 6 dejunio, en la que la ma—
yoría de los consejeros, y de forma destacada Portocarrero, aconsejó al rey que debía
ofrecer la corona a un nieto de Luis XIV, único soberano capaz de garantizar la unidad
de la Monarquía. A partir de este momento, la reina abandonó sus ambiguedades ante-
riores y se convirtió en decidida partidaria de la sucesión de la casa de Habsburgo. A
su lado, aunque fuera del Consejo de Estado, iba a actuar el marqués de Leganés, re-
conciliado a la fuerza con ella. Cuando Carlos II se encontraba ya en su última enfer-
medad, el cardenal Portocarrero inspiró el tercer y último testamento del rey, firmado
el domingo 3 de octubre, por el que nombraba heredero de todos sus reinos y territo—
rios al duque de Anjou, nieto de Luis XIV.

6. El fin de las Cortes de Castilla

Durante el reinado de Carlos ll dejaron de convocarse las Cortes en la Corona de


Castilla. En realidad, la situación no fue muy distinta en otros reinos. Las Cor—
CARLOS 11<1665—1700) 559

tes de Valencia no volvieron a reunirse luego de 1645, y tampoco las de Cataluña des—
pués de la recuperación de Barcelona en 1652. Las de Aragón, luego de treinta y un
afios, se reunieron como hemos visto en 1677, y nuevamente en 1684. El caso de Cas—
tilla, sin embargo, tiene una significación especial, dado el peso de dicha Corona y la
importancia decisiva que tenían, para la Hacienda Real, los tributos votados en las
Cortes castellanas.
Hasta hace unos años, la desaparición de las Cortes de Castilla se interpretaba, de
forma casi unánime, como una consecuencia del triunfo del absolutismo regio, sin te—
ner en cuenta la paradoja de que tal triunfo se hubiera producido precisamente en uno
de los momentos de mayor debilidad de la Monarquía de los Austrias: al comienzo de
la Regencia. En realidad, más que una supresión, lo que ocurrió es que las Cortes no
volvieron a ser convocadas. Felipe IV había convocado una reunión para octubre de
1665, al objeto de jurar a su hijo Carlos como heredero de la Corona. Pero el rey murió
un mes antes y la reina regente revocó la convocatoria, alegando que no procedía tal
juramento puesto que Carlos 11 era ya rey. Los impuestos concedidos en las últimas
Cortes seguían en vigor hasta el 31 dejulio de 1668, por lo que la auténtica decisión de
no convocar dicha institución se tomó en l667, a raíz de una consulta del Consejo
de la Cámara que propuso, en su lugar, que se pidiera individualmente a cada una de
las ciudades con derecho a voto, la renovación de los millones por otro plazo de seis
años, procedimiento que se repetiría durante el resto del reinado.
En realidad, el <<renacimiento» que habían experimentado las Cortes durante el
siglo XVII, a raíz de la introducción del servicio de millones, principal capítulo de la
魏 Hacienda castellana durante aquella centuria, no era tanto el de la institución en sí
como el de la capacidad de negociación política de las ciudades con derecho a voto.
Durante muchos años, la política regia trató de centralizar en las Cortes la maquinaria
de consentimiento del reino, intentando, sin éxito, evitar las constantes consultas de
los procuradores alas ciudades de las que provenían. El fracaso de tal política y la ne—
cesidad de «negociar» una y otra vez con los regidores hizo ver a la Corona la posibili—
dad de prescindir de las Cortes, en beneficio de una relación directa con cada uno de
los veintiún concejos municipales de las ciudades castellanas con derecho a voto. La
razón fundamental por la que fue precisamente en 1667 cuando se decidió prescindir
1 de las Cortes era el temor a que, en las delicadas circunstancias políticas de la regen—
cia, con una fuerte oposición a Mariana de Austria y al padre Nithard, dicha asamblea
;: pretendiera tener parte en los asuntos de gobierno. La predisposición de las ciudades a
ªí la renovación de los millones fuera de las Cortes fue la que determinó el fin de las con—
這 vocatorias durante el resto del reinado.
Las oligarquías urbanas supieron sacar ventaja, en favor propio, de la nueva si—
tuación. Para la Corona, la no convocatoria de las Cortes suponía la congelación de la
estructura impositiva en las formas y niveles de 1667, puesto que las ciudades, indivi—
dualmente, sólo podían prorrogar una concesión, no realizar una nueva. Por ello se
prescinde de las Cortes en un momento de relativo alivio fiscal, en el que los gober—
nantes no pensaban introducir nuevos impuestos. En adelante, la vía casi única para
obtener incrementos en las rentas de la Hacienda castellana sería el recurso a los «do—
nativos», sistema irregular, puntual y discontinuo, que hizo imposible el aumento de
la deuda a largo plazo, e impuso fuertes limitaciones al gasto regio.
560 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

7. ¿Un reinado reformista?

Desde hace unos años, los historiadores hemos empezado a contemplar el reinado
de Carlos II como un período menos dramático y negativo de lo que tradicionalmente se
había considerado. Hoy parece fuera de toda duda que, en la segunda mitad del si—
glo xvu, hubo claros síntomas de recuperación de la crisis demográfica y económica
que afectó especialmente al interior castellano. En cierta medida, algunas de las decisio—
nes políticas colaboraron también a ello y puede hablarse de un reformismo que tuvo
tres objetivos principales: el alivio de los pecheros castellanos, la mejora de la adminis—
tración hacendística y la reducción de los gastos. Más allá de proyectos e intentos falli—
dos, hubo realizaciones afortunadas y duraderas, de entre las que merece la pena desta—
car la creación de la Junta de Comercio y Moneda en 1679, y las reformas de la moneda
castellana llevadas a cabo en los años ochenta, que pusieron fin a la inflación del vellón.
Los gobernantes de la época de Carlos II se plantearon, en repetidas ocasiones, la
reforma en profundidad del complicado sistema fiscal castellano. En tiempos de Nit—
hard, existió una Junta, escasamente eficaz que, entre otras propuestas, estudió la re—
ducción de todos los tributos a un impuesto único sobre las propiedades. Tras la caída
del jesuita, la efímera Junta de Alivios propuso múltiples medidas reformistas que
apenas fueron atendidas, y en otros momentos del reinado existieron juntas similares.
En cualquier caso, el reinado de Carlos II fue el ûnico de todos los de los Austrias en
que no se crearon propiamente nuevos impuestos. Más aún, la corona de Castilla ex—
perimentó una reducción efectiva de la carga fiscal, como resultado de la supresión de
ciertos tributos, el perdón de deudas y la disminución de las cantidades exigidas al rei—
no en las llamadas rentas provinciales.
La reducción de la presión fiscal buscaba la recuperación de la maltrecha econo—
mía castellana y el alivio de los pecheros. Pero no sólo era necesario disminuir la carga
fiscal, sino mejorar la administración y hacer más eficaz la cobranza de los tributos.
En tal sentido, hubo diferentes iniciativas reformistas, casi siempre frustradas. La más
importante fue la iniciada en 1683, que establecía el encabezamiento general del reino
de acuerdo con la capacidad económica de cada localidad. Para ello, se anulaban todos
los arrendamientos existentes y se creaba una Junta de Encabezamiento, presidida por
el duque de Medinaceli, que entre otros aspectos buscaba una reorganización adminis—
trativa de las rentas provinciales (alcabalas, cientos, servicios ordinario y extraordi—
nario, y servicio de millones) bajo la supervisión directa de una nueva figura
administrativa: los superintendentes de Hacienda, que se creaban ahora en cada una de
las veintiuna provincias castellanas. Lamentablemente, dificultades materiales y ad—
ministrativas, así como resistencias de las autoridades locales y presiones de los arren—
dadores de impuestos, junto a los problemas derivados de la crisis subsiguiente a la
gran deflación monetaria de 1680 y las malas cosechas de 1683—1684 hicieron fraca—
sar el proyecto. Otra causa, en opinión de Sánchez Belén, fueron los continuos enfren-
tamientos jurisdiccionales entre el Consejo de Hacienda y el de Castilla.
En cuanto a la reducción de los gastos, una realización importante fue el diseño,
en febrero de 1688, durante el gobierno del conde de Oropesa, de un presupuesto mí—
nimo para garantizar el sostenimiento de la maquinaria estatal (los cuatro millones de
la Causa Pública), asignando el resto al pago de juros, mercedes y hombres de nego—
cios. Dicha medida implicaba una suspensión parcial de pagos, al reducir la deuda pú—
CARLOS II (1665—1700) 561

blica a las cantidades que tuvieran cabimiento en las rentas, una vez atendidos todos
los capítulos necesarios. Durante los años noventa hubo varias suspensiones de pagos.
En cuanto a los propietarios de juros, no era la primera vez que se veían afectados por
recortes y reducciones; la novedad con respecto al reinado de Felipe IV es que tales
medidas tuvieron un carácter permanente. A finales de los años ochenta, el descrédito
y devaluación de la mayoria de los juros, que frecuentemente no se cobraban, era ya
muy importante. Todos los años, desde 1669, se pusieron también en práctica diversas
moderaciones —o reducciones— de mercedes. En algún año se recortaron asimismo
sueldos, salarios y emolumentos. Aunque Domínguez Ortiz hiciera notar que dicha
política de reducción de mercedes se combinaba con la pródiga concesión de otras
nuevas, esta última no tuvo la proporción de épocas anteriores.

8. La Monarquía y los reinos

En la década de 1640 la Monarquía parecía descomponerse ante las revueltas y el


malestar existente en varios de los reinos y territorios no castellanos. La causa funda—
mental de todo ello habría que buscarla en la guerra y en la necesidad imperiosa de re—
cursos para mantenerla. En este sentido, el reinado de Carlos II fue un periodo bastan—
te más tranquilo, pues si bien hubo cuatro guerras con Francia, no se dio una situación
de guerra total y continuada como la de los años 1620—1659. Comparada con el terrible
esfuerzo de entonces, la época de Carlos II vive una relativa situación de posguerra,
hecho que hubo de influir en la recuperación demográfica, económica y social, per—
ceptible en Castilla y en otros territorios durante las últimas décadas del siglo. La re—
ducción del esfuerzo bélico propició asimismo una cierta distensión política, toda vez
que ya no era necesario presionar al máximo los recursos humanos y económicos de
los territorios integrantes de la Monarquía, con el consiguiente daño para el equilibrio
constitucional. Es la calma que sucede a la tempestad, una época en que se logran unas
relaciones más fáciles y una colaboración eficaz entre la Corte y las instituciones y
grupos dominantes de los diferentes reinos y territorios, como lo prueban los ejemplos
de Cataluña o Näpoles. En Cataluña, Joan Reglá utilizó el término de <<neoforalismo»,
que ha suscitado amplios debates historiográficos. En cualquier caso, las relaciones
entre la Corona y las elites provinciales catalanas se basaban en unos intereses comu—
nes claramente conservadores, ante la amenaza militar francesa y el peligro social re-
presentado por las revueltas campesinas.
Pero en las relaciones con la periferia no hubo una simple mejora. La Monarquía
mantuvo sólidamente, y en algún caso incrementó incluso su dominio, basado siem-
pre en un complejo equilibrio con los poderes autóctonos, cimentado sobre el patro—
nazgo. Los casos de Cataluña, con el control sobre las insaculaciones, o el más carac-
terístico de Sicilia, en el que la guerra de Mesina dio paso, durante el virreinato del
conde de Santiesteban, al incremento de los resortes políticos en manos del represen—
tante real, son sin duda los más significativos, pero no los únicos. También en el duca—
do de Milán hubo una política activa de reafirmación del poder real, que se consolidó
asimismo en Valencia 0 Aragón. Es curioso que tales procesos coincidieran con un pe—
riodo de evidente debilidad de la Corona de Castilla como centro de la Monarquía, que
implicaba la disminución de la capacidad de acción del poder central, manifiesta en
562 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

hechos como la reducción de los recursos hacendísticos y financieros, la decadencia


naval o la penuria del ejército. En cualquier caso, no puede hablarse de una política
homogénea, ni siquiera dentro de un mismo territorio, por lo que coexisten medidas
autoritarias con otras en sentido contrario.
La política del reinado se basa ampliamente en la negociación, lo que nos explica
la frecuente aquiescencia de las oligarquías, así como los reajustes en la distribución
del poder político, económico y social que se operaron en muchos lugares durante
aquellos años. Se trata, en definitiva, de la búsqueda permanente del consenso, que ca—
racteriza la dilatada historia de la Monarquía. El caso de las oligarquías de las ciuda—
des castellanas con voto en Cortes y la negociación directa con ellas, que entre otras
cosas hizo posible el que no volviera a convocarse aquella asamblea, es uno de los más
significativos.
Todo ello no quiere decir, sin embargo, que no hubiera también dificultades. En
Cerdeña, la pugna de bandos nobiliarios provocó una serie de tensiones que llevaron
en 1668 al asesinato del marqués de Laconi, cabeza del bando más reivindicativo fren-
te a la Corona, y a la venganza posterior de sus partidarios, que mataron al virrey
marqués de Camarasa, a quien acusaban de haber ordenado la muerte de Laconi. Más
grave fue, en Sicilia, la revuelta de Mesina ( 1674—1678) —ciudad dotada tradicional—
mente de una gran autonomía y fuertemente enfrentada a Palermo y a los sectores ma—
yoritarios en el gobierno del reino— que puso en peligro el dominio hispano, sobre
todo por la intervención de Francia en ayuda de los rebeldes. La resistencia fue la me—
jor prueba de que, a pesar de que hubiera perdido la supremacía anterior, y de su evi—
dente desgaste, la Monarquía mantenía importantes resortes y capacidades. Durante
las últimas décadas del siglo, Cataluña y otros territorios de la Corona de Aragón,
como el reino de Valencia o las islas Baleares fueron escenario de tensiones campesi—
nas, que en los casos de Cataluña y Valencia dieron lugar, respectivamente, al levanta—
miento de los <<barretines» o <<gorretes» (1687—1690) у al alzamiento conocido como
la segunda Germanía (1693).

9. Epflogo

A pesar de la ineptitud del Rey, el reinado de Carlos II no fue un periodo carente


de interés. La crisis castellana había tocado fondo, por lo que no sólo hubo un alivio de
la presión fiscal en la Corona de Castilla, sino que se plantearon numerosas iniciativas
reformistas que, aunque frecuentemente no tuvieron éxito, pusieron las bases de mu—
chas de las reformas del siglo XV…. En el ambito internacional, la Monarquía había
perdido su anterior preeminencia; sus medios financieros, así como sus recursos mili-
tares y navales difícilmente podían hacer frente al expansionismo francés. Pero los
buenos gobernantes —que no fueron pocos— hicieron bastante para compensar tal
desigualdad por medio de una hábil diplomacia —que incluía el acercamiento a los
antiguos enemigos —Holanda e Inglaterra— así como una eficaz política de consenso
con los grupos dirigentes de los diversos territorios de la Monarquía. El gobierno de la
aristocracia no fue tan desastroso e ineficaz como se ha afirmado, aunque es evidente
que se trataba de la fase final de un modelo agotado, tanto en lo que se refiere al grupo
social que dominaba el poder político, como en lo relativo a la estructura institucional
CARLOS 11(1665—1700) 563

del sistema de consejos. El absolutismo y las tendencias centralizadoras en boga exi—


gían nuevas fórmulas, como las que Luis XIV estaba aplicando en Francia, que no tar—
darían en introducirse en España con la nueva dinastía borbónica.

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CAPÍTULO 21

EL ESTADO BORBONICO

por PEDRO MOLAS RIBALTA


Universidad de Barcelona

La dinastía de Borbón dio un gran impulso a la unificación interna del Estado es—
pañol. Pero formalmente los Borbones conservaron la múltiple titulación de los diver—
sos reinos que integraban su Monarquía. En la escena final de la etapa, que fue la abdi—
cación de Carlos IV (1808), éste todavía se refería en sentido patrimonial a sus <<reinos
y dominios».
El advenimiento de Felipe V no representó por sí mismo una modificación sus—
tancial de la relación entre el Rey y los reinos. El nuevo monarca hizo su entrada en la
Península por Guipúzcoa, cuyos fueros habían sido recopilados en 1696, y confirmó
los de Vizcaya. No convocò Cortes en Castilla, pero sí lo hizo en Aragón y en Catalu-
ña (1701—1702). En este último territorio se llevó a cabo, por indicación de las Cortes,
una recopilación de la legislación anterior (1704).
El cambio trascendental en la estructura interna de la Monarquía fue la abolición
de los fueros o leyes de los reinos de Aragón y Valencia en 1707 y la declaración de
que estos territorios debían gobernarse como los de la Corona de Castilla, sin la menor
diferencia en nada. Se entendió también que con la entrada del ejército real en Catalu—
ña en 1713—1714 (y en 1715 en Mallorca) había cesado su sistema de gobierno y que
debía ser substituido por una «nueva planta», fundamentada en el concepto absoluto
de la soberanía. Bajo la primacía de la autoridad real, se restableció el Derecho civil
aragonés (171 1) y se conservaron los de Cataluña y Mallorca en sus respectivas <<p1an—
tas de gobierno», promulgadas en 1715—1716.
Las Cortes quedaron relegadas a un papel simbólico y ceremonial de reconoci—
miento de los herederos al trono y jura de fidelidad al mismo. Ante ellas Felipe V re-
nunció en 1712 de manera solemne a sus posibles derechos a la Corona de Francia,
condición que se le exigía para la firma del Tratado de Utrecht. Al año siguiente las
mismas Cortes aprobaron una modificación del orden de sucesión al trono, que decla—
raba excluidas a las mujeres. Es la llamada Ley Sálica.
Estas Cortes consistían en las preexistentes de la Corona de Castilla, a las que se
unió un número de ciudades de la Corona de Aragón. En total, las Cortes estaban inte—
566 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

gradas por 72 procuradores de 36 ciudades (22 de la Corona de Castilla y 14 de la de


Aragón). Tenían existencia aparte las Cortes del reino de Navarra, formadas, según el
modelo aragonés por los tres estamentos tradicionales y reunidas de forma regular a 10
largo del siglo. Los reyes en Navarra ostentaban su propio número de orden: así, Feli-
pe V de Castilla era Felipe VII como rey de Navarra. También se reunían regularmen-
te las Juntas de cada una de las tres provincias vascas, así como las existentes en Gali-
cia y en Asturias para determinados aspectos de su administración interior.
La vida de los monarcas transcurría en los Reales Sitios, palacios situados relati—
vamente cerca de Madrid. Felipe V hizo construir cerca de Segovia el palacio de la
Granja de San Ildefonso, donde los reyes pasaban los meses de verano. En otoño resi—
dían en El Escorial, el invierno en el Pardo y la primavera en Aranjuez. En Madrid, el
incendio del antiguo Alcázar de los Austrias (1734) dio lugar a la construcción de un
nuevo palacio, el llamado de Oriente. También fue residencia real el palacio del Buen
Retiro, construido en tiempos de Felipe IV.
Los cargos de la Corte seguían desempeñados por personajes de la aristocracia.
Los más importantes eran el sumiller de corps y el mayordomo mayor, y para la Casa
de la reina la camarera mayor. Para la protección del rey se crearon las compañías de
los guardias reales, integradas por jóvenes de la nobleza, y cuyos mandos gozaban
de una posición privilegiada en el conjunto del ejército.

1. Consejos, juntas y tribunales

Los Borbones también conservaron la institución de los Consejos, procedentes


del período anterior. Suprimieron los Consejos de los territorios que dejaron de formar
parte de la Monarquía (Italia, Flandes) o que perdieron su autonomía (Consejo de Ara—
gón). Felipe V dejô de reunir el Consejo de Estado, formado por grandes aristócratas y
durante los primeros años del reinado tomó las decisiones más importantes con un pe—
queño grupo de personajes, que formaban el llamado Consejo de despacho o de gabi—
nete. Se concedían títulos de consejero de Estado a altos servidores de la Corona, pero
el organismo no se volvió a reunir hasta que fue restablecido en l792, con algunas mo—
dificaciones en relación con el modelo anterior.
A mediados de siglo se suprimió el Consejo de Cruzada, que administraba este y
otros impuestos de origen eclesiástico (las llamadas <<tres gracias»). Las funciones del
Consejo fueron asumidas por el Comisario general de Cruzada. Los Consejos de
Indias, de Guerra y de Hacienda fueron objeto de numerosas reformas y remodelacio—
nes a lo largo del siglo, y en general vieron limitadas sus atribuciones en distinto grado
por la aparición de los secretarios o ministros del mismo ramo, que oscurecieron a los
presidentes de los Consejos.
Los Consejos ejercían funciones de justicia y de gobierno, en un régimen de no
división de poderes. Los Consejos eran a la vez <<tribunales». Por esta razón estaban
formados mayoritariamente por letrados, jueces que procedían de los tribunales terri—
toriales de las provincias. La misma procedencia tenían los consejeros que integraban
el Consejo de las Órdenes Militares. Éslos solían recibir conjuntamente con el nom—
bramiento de consejero el hábito de caballeros de una orden, lo que suponía que perte—
necían ya a una nobleza de fácil comprobación. En los Consejos de Indias y de Ha—
EL ESTADO BORBÓNICO 567

cienda, junto a los consejeros letrados o togados, había los denominados «de capa y
espada», es decir, que no eran juristas. En el Consejo de guerra predominaban, lógica—
mente, los militares, y el de la Inquisición estaba integrado fundamentalmente por
eclesiásticos, graduados en Derecho canónico, pero en uno y otro había también, de
manera normativa, miembros del Consejo de Castilla para asegurar el cumplimiento
de sus funciones judiciales.
El Consejo de Castilla era el principal organismo para la administración interior
de España, el Consejo real por antonomasia. Desde 1707 había extendido sujurisdic-
ción sobre los reinos de la Corona de Aragón. Todos sus integrantes eran juristas, aun—
que muchos, о mâs bien casi todos, eran a la vez nobles, pero no había consejeros que
sólo fueran de capa y espada. El Consejo se dividía en salas, cuya denominación indi—
caba la mezcla de funciones gubernativas y judiciales, características de la institución:
salas de gobierno, de provincia y dejusticia, entre las cuales se repartían anualmente
la veintena de consejeros. La Sala de Mil y Quinientas indicaba la cantidad exigida
para plantear la apelación de una sentencia.
A la cabeza del Consejo se encontraba el presidente o gobernador, que era en teo-
ría el segundo personaje de la Monarquía, sobre todo a efectos de ceremonial. La ma—
yor parte de los gobernadores del Consejo de Castilla fueron prelados, hasta el nom—
bramiento del conde de Aranda como presidente en 1766. También era importante la
plaza de fiscal de los distintos Consejos. El de Castilla contaba con dos fiscales, núme—
ro que en 1769 se aumentó a tres. El papel de fiscal se reveló clave en dos momentos
determinados: con Melchor de Macanaz, el cual ostentó el título de fiscal general e
impuso al Consejo de Castilla una <<planta>> de breve duración (1713—1715), y con Pe—
dro Rodríguez de Campomanes, el cual ocupó la fiscalía durante 21 años
(1762—1783), antes de convertirse en gobernador del Consejo (1783—1791).
El conjunto de los diversos Consejos, cada uno de los cuales contaba con una bu-
rocracia propia, con sus secretarías, etc., formaba un sistema complejo, que se amplia—
ba además con la existencia de otros organismos colectivos de diversa categoría,
como las llamadas Juntas. Las Juntas solían estar formadas por miembros de los diver—
sos Consejos. Algunas tuvieron un carácter esporádico о intermitente. Las dificulta—
des financieras de la Monarquía daban lugar, por ejemplo, a la formación de las Juntas
de Medios. Las Juntas se ocupaban de ámbitos determinados de la acción del Estado,
por ejemplo, a temas de naturaleza eclesiástica 0 religiosa. Otras se referían a nuevas
esferas de competencias, como la Junta de Sanidad. La de comercio, creada en 1679,
amplió sus atribuciones con la inclusión de los asuntos de moneda (1730) y de minas
(1747). Desde 1730 estaba presidida por el propio ministro de Hacienda, que era a la
vez el presidente del Consejo del mismo ramo.
El sistema de juntas permitía escoger libremente a individuos determinados pro—
cedentes de los distintos Consejos. La misma fórmula se aplicó también dentro de un
organismo. Para deliberar sobre la expulsión de los jesuitas, se reunió en 1767
un <<Consejo extraordinario», formado por algunos consejeros de Castilla más bien
adversarios de la Compañía de Jesús, a los cuales se unieron cinco obispos, caracteri—
zados por su fidelidad a la política real. En teoría todos los obispos, como también di—
versos funcionarios públicos, ostentaban el título genérico de consejeros del rey.
Precisamente hasta el reinado de Carlos HI predominaban en los Consejos los
antiguos becarios de los llamados seis colegios mayores de las universidades de Sa—
568 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

lamanca, Valladolid y Alcalá; todos ellos prácticamente nobles. La preeminencia de


los <<colegiales» en la cima de los Consejos procedía de los siglos anteriores y era la
culminación de las etapas previas de la vida de un consejero: el ejercicio de cátedras
universitarias y su presencia en los tribunales territoriales de justicia. El predominio
colegial fue objeto de crítica. Macanaz intentó limitar su poder y fomentar la incor—
poración de consejeros que hubieran sido abogados (como él mismo), pero no lo lo—
gró. Fue a partir de 177 l , en el reinado de Carlos III, cuando los colegios mayores se
vieron privados de sus anteriores privilegios y dejaron de ser el grupo hegemónico
en los Consejos. Carlos III nombrô, de manera sistemática y preferente para ocupar
plazas de «consejos y tribunales», a antiguos abogados, como había sido Campoma—
nes, uno de los autores de la reforma, y su colega de fiscalía José Moñino, futuro
conde de Floridabanca.

2. Los nuevos ministerios

La principal y más trascendental innovación de la dinastía borbónica, en el ámbi—


to de la administración central del Estado, consistió en la aparición y desarrollo de las
secretarías de despacho o ministerios individuales, especializados por materias.
Estas secretarías constituyen el origen de los actuales ministerios, aunque el proceso
que llevó de una a otra institución no fue lineal, ni tampoco representó la desaparición
de los Consejos Los dos tipos de administración, una de tipo colegiado y judicial, la
segunda de indole individual y ejecutiva, coexistieron en un equilibrio inestable,
orientado hacia el triunfo de los secretarios de despacho. Éstos terminaron por ser los
ûnicos «ministros», pero este triunfo no se consolidò hasta el siglo XIX. Durante el si—
glo XVIII todavía se utilizaba la palabra ministro en sentido genérico para designar a di—
versos grupos de funcionarios reales, entre ellos los integrantes de Consejos y Juntas.
Felipe V encontró a su llegada un secretario del despacho universal, un cargo
creado por el conde—duque de Olivares, además de los secretarios del Consejo de Esta—
do. En 1705 se procedió a la división de la secretaría del despacho entre dos secreta—
rios, uno de los cuales se ocupaba de las materias de Hacienda y Guerra. En 1714 el
francés Jean Orry llevó a cabo el establecimiento de diversas secretarías de Estado y
del despacho, especializadas por materias, según el modelo existente en Francia. Estas
materias indicaban bien a las claras cuáles eran las áreas primordiales de actuación de
aquel sistema político. La primera secretaría de despacho era la de «Estado», propia—
mente dicha. Se ocupaba de la política exterior dinástica, pero también de cuestiones
de política interior (correos, comunicaciones) y de política cultural (por ejemplo, las
Reales Academias). Seguían las secretarías de Guerra, de <<Gracia y Justicia» (que se
ocupaba de asuntos eclesiásticos y de las universidades), y de Marina e Indias (esta úl—
tima dividida en dos a partir de 1754). Orry estableció aparte (y para él mismo) una su-
perintendencia de Hacienda, que terminó siendo una quinta secretaría.
Poco a poco, los secretarios del despacho se fueron convirtiendo en los principa—
les ministros de la Monarquía. Durante bastantes años los políticos más influyentes
ocuparon la secretaría de Hacienda (a la que unieron las de Guerra, Marina e Indias).
Esta acumulación de secretarías fue la base del poder de los ministros Patiño
(1726-1736), Campillo (1741- 1743) y Ensenada (1743—1754). El marqués de Esquila—
EL ESTADO BORBÓNICO 569

che fue el último que acumuló las secretarías de Hacienda y de Guerra. Después de su
caída (1766), el eje del gobierno se fue desplazando hacia la primera secretaría de Es—
tado, sobre todo en las personas del conde de Floridablanca y de Manuel Godoy.
Las secretarías de despacho tenían una estructura distinta de la de los Consejos.
A las órdenes del secretario había una jerarquía escalafonada de escribientes, desde el
oficial mayor, hasta los oficiales «entretenidos», que trabajaban sin sueldo, con la es—
peranza de conseguir una vacante para poder cobrar. Mientras los consejeros se reu—
nían en el «palacio de los Consejos», los oficiales de secretaría trabajaban en habita—
ciones más bien incómodas, las <<c0vachuelas>> del palacio real; de ahí el nombre de
covachuelista que se les daba, con intención peyorativa. Alguno de los ministros ha—
bían llegado a su puesto por un ascenso burocrático de escalafón. Así sucedió con el
vizcaíno Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarias, que ocupó la primera secretaría
de Estado en la última etapa del reinado de Felipe V (1736—1746), a partir del cargo
previo de oficial mayor. Otros ministros procedían de la administración del ejército y
de la marina, como había sido el caso de Patiño, Campillo y Ensenada. Después de la
caída de este ministro las secretarías de Guerra y de Marina comenzaron a ser desem—
peñadas por generales y por altos cargos de la Armada, en vez de funcionarios.
Durante el reinado de Carlos III se celebraban reuniones informales de los secre—
tarios de despacho. En 1787 Floridablanca logró transformar estas reuniones en un or—
ganismo permanente y regular, la Junta Suprema de Estado, presidida por él mismo
como primer secretario. Este organismo se ha considerado el precedente del actual
Consejo de ministros, pero no sobrevivió a la caída de su creador (1792). De todas for-
mas, los secretarios de despacho fueron considerados miembros natos del Consejo de
Estado que logrô restablecer el conde de Aranda, en un esfuerzo por limitar el poder
que habían conseguido los ministros. El poder de éstos queda manifiesto en el hecho
de que muchos de ellos, procedentes de la pequeña nobleza, obtuvieron un título en
premio de sus servicios. Tenemos los ejemplos ya citados de Villarias, de Ensenada
(Zenón de Somodevilla), de Floridablanca (José Moñino), o del secretario de Indias,
José de Gálvez (1777—1787), que llevó el título de marqués de Sonora, alusivo a las
tierras mejicanas que él había administrado como <<visitador» o inspector, antes de
ocupar el ministerio. Patiño incluso había recibido la dignidad de Grande de España
poco antes de su fallecimiento (1736).

3. Reinos y provincias

La organización territorial del Estado de los Borbones era compleja. En primer


lugar, la Monarquía no se limitaba a la Península e Islas Adyacentes (una denomina—
ción que comenzó a usarse a fines de siglo). Comprendía también los Reinos de
Indias. La titulación más abreviada de los reyes se refería a España y las Indias. La
misma Constitución de Cádiz fue pensada para los <<españoles de ambos hemisferios»,
europeos y americanos.
La base de la administración territorial estaba constituida todavía por los distintos
reinos. En cada uno de los reinos de la Corona de Aragón la <<jurisdicción ordinaria» era
ejercida conjuntamente por el capitán general y el tribunal de la Real Audiencia, en el
régimen que se llamaba de Real Acuerdo. En Navarra se conservaba el cargo de virrey,
570 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el cual estaba asesorado por el Consejo Real de Navarra. En la Corona de Castilla la rea-
lidad institucional de los reinos estaba menos acentuada y su paralelismo con el mando
militar era menor. En Galicia sí encontramos un capitán general y una Real Audiencia
con atribuciones de gobierno. Lo mismo podemos decir de las Canarias. En Asturias no
había autoridad militar, pero en 1717 se estableció una Audiencia, presidida por un re-
gente letrado. El resto de la Corona de Castilla correspondía a la jurisdicción de dos
grandes tribunales, las Chancillerías de Valladolid y de Granada, cuyo límite se hallaba
establecido en el río Tajo, mientras la Villa y Corte de Madrid se encontraba bajo la au—
toridad de un organismo especial, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. En la segunda
mitad de siglo se tendió a formar distritos judiciales de extensión similar. En 1790 se
creó la nueva Audiencia de Extremadura, con sede en Cáceres, y se amplió el territorio
de la Audiencia de Sevilla, que hasta entonces estaba muy ligada a la misma ciudad.
La principal red dejusticia y gobierno heredada de los Austrias era la constituida
por los corregidores, una institución castellana de origen medieval, que se había ex—
tendido a la Corona de Aragón tras la victoria borbónica en la guerra de Sucesión. El
corregidor era un funcionario real que gobernaba las principales ciudades y a través de
estas el territorio de su corregimiento. Los corregidores dependían del Consejo
de Castilla y la duración de su mandato era de tres años, renovables por otros tres. En
los corregidores coniluían funciones de gobierno, justicia, guerra y también hacienda
(como superintendentes de rentas reales). Muchos de los corregidores eran caballeros
(corregidores de capa y espada), y en este caso delegaban la dirección del tribunal real
en un teniente de corregidor jurista, llamado con mayor frecuencia alcalde mayor.
Junto a los corregidores de capa y espada los había también letrados. Desde fines del
siglo XVII también se confería el corregimiento de las principales plazas fuertes, como
Cádiz, a los comandantes militares. Ésa fue también la práctica que se siguió, de ma—
nera mayoritaria, en Valencia y Cataluña bajo el régimen de la Nueva Planta, lo que
implicaba una militarización de la administración civil. Estos corregidores militares
solían recibir la denominación de gobernadores militares y políticos. De ordinario, el
territorio de un corregimiento se subdividía en dos alcaldías mayores, pero también,
en ciudades importantes, un corregidor contaba con dos alcaldes mayores, uno para
juzgar las causas criminales y otro para las civiles.
Las ordenanzas de corregidores de Castilla procedían del siglo XVII y hasta 1783
hubo ordenanzas distintas para los corregidores de Castilla y de Aragón. El cargo de
corregidor se vio alterado por la introducción de un nuevo funcionario, inspirado en la
administración francesa, aunque también recogía parte de las anteriores atribuciones
corregimentales castellanas. Se trataba de los intendentes de provincia, cuyo estable-
cimiento enla Península se inició en 1711. Sus funciones eran básicamente la de coor-
dinar el cobro de los distintos impuestos en cada territorio y asegurar con ellos el man—
tenimento del ejército y toda la infraestructura militar (fortificaciones, cuarteles, su—
ministros, etc.). Por esta razón se le consideraba un <<ministro de Hacienda y Guerra».
También se le encomendaban funciones de «policia», palabra que en el lenguaje de la
época se refería a cuestiones de urbanismo, sanidad, comunicaciones y protección a
la economía (<<fomento» en la terminología de fines de siglo).
El establecimiento de los intendentes puso de relieve la distinta entidad de la divi-
sión en provincias. En principio, los intendentes se establecieron en territorios con una
importante guarnición militar, como eran los reinos conquistados de la Corona de Ara—
EL ESTADO BORBONICO 571

gön, Extremadura y Castilla la Vieja, estos últimos en función de posibles hostilidades


con Portugal. Pero en muchas de las provincias de Castilla, pongamos por caso Segovia,
el ámbito de actuación de un intendente chocaba con el del corregidor de la capital. Por
esta razón, a partir de 1724, sólo se conservaron los intendentes llamados de ejército y se
suprimieron los que sólo lo eran <<de provincia». Los corregidores vieron confirmadas
sus atribuciones de superintendentes de rentas reales, es decir, de los impuestos.
El marqués de la Ensenada extendió de nuevo los intendentes a la Corona de Cas-
tilla, con la finalidad, añadida a sus otras fnnciones, de que organizaran la realización
de un catastro de la riqueza, con vistas a establecer una contribución única (1749). En
consecuencia el cargo de intendente fue unido al de corregidor de la capital de provin—
cias. Pero como los intendentes fueron muy criticados y atacados en los motines popu—
lares de la primavera de 1766, se volvió a separar las intendencias de los corregimien-
tos. Durante el reinado de Carlos IH los intendentes se establecieron progresivamente
en los Reinos de Indias. Entre otras funciones se les encomendó la subdelegación de la
Junta General de Comercio y Moneda y la presidencia de los Consulados о tribunales
de comercio que se formaron, o se reformaron, en los puertos autorizados a comerciar
con América (1778). No hubo intendencias en Navarra y las provincias vascas, las
cuales, a efectos fiscales se consideraban provincias exentas.
También en 1749 se modificó el nombramiento de los alcaldes mayores о tenien-
tes de corregidor. Hasta entonces los designaba о proponía el propio corregidor.
A partir de la citada fecha, su nombramiento correspondía a la Cámara de Castilla, el
mismo grupo selecto de consejeros que realizaba las propuestas de magistrados de las
Audiencias y de otros consejos. Sin embargo, corregidores y alcaldes mayores se-
guían siendo cargos temporales, que podían no ser renovados, aunque con frecuencia
lo fueran, trienio tras trienio, o sexenio tras sexenio, por supuesto en plazas distintas.
Formaban la llamada carrera de «varas» (por la vara que llevaba el alcalde), distinta e
inferior a la carrera de toga de los magistrados de las Audiencias.
La situación tendió a cambiar en los años 1780. La instrucción de corregidores
reorganizó la carrera de varas en diversos escalones, primero para los alcaldes mayores
y luego para los corregidores. La idea era que los corregidores más destacados pudieran
continuar su carrera en las Audiencias, lo que sucedió en algunos casos, y que los magis-
trados hubieran tenido una experiencia previa del gobierno de las poblaciones.
La desigualdad de la división provincial se puso de manifiesto en el censo de pobla-
ción ordenado en 1787 por el primer secretario de Estado, el conde de Floridablanca.
Como complemento del mismo se publicó la obra conocida como el Nomenclator de Flo—
ridablanca, cuyo título oficial era España dividida en provincias e intendencias. A fines
del siglo XVIII menudearon las críticas de la división provincial existente y las propuestas
en favor de otra división más homogénea, aunque rompiera la organización de los reinos
tradicionales. De hecho empezaron a formarse nuevas provincias, con entidad fiscal, a
partir de puertos activos y populosos como Alicante, Santander, Málaga y Cádiz.

4. Los municipios

La base de la organización del Estado eran los municipios. Una parte de ellos se
encontraban bajo la jurisdicción directa de un señor, que podía ser un noble о también
572 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

una institución eclesiástica (obispos, monasterios, cabildos, etc.). Aparte de percibir


determinados ingresos económicos, los señores tenían el derecho de nombramiento o
de confirmación de las autoridades municipales (según las particularidades de cada
caso), mientras que en los municipios que dependían directamente del rey la designa-
ción de los cargos la llevaban a cabo el Consejo de Castilla (para las poblaciones más
importantes) 0 las Audiencias.
En principio, los Borbones intentaron limitar la jurisdicción señorial. Durante la
guerra de Sucesión actuó a este efecto una Junta llamada de Incorporaciones. Más
adelante el proceso quedó limitado. Se produjo la incorporación a la jurisdicción real
de algunos grandes municipios señoriales, como Puerto Real y Lucena, que pertene—
cían al duque de Medinaceli, o el Ferrol, en este caso para construir la base naval, pero
el proceso legal de reversión de señoríos a la Corona fue lento y no alcanzó grandes re—
sultados.
El gobierno de los municipios se hallaba en general en manos de los principales
propietarios, bajo un conjunto de fórmulas institucionales muy diverso. En el si—
glo XVIII el régimen municipal se hallaba muy controlado por el poder real. Los muni—
cipios más oligárquicos se encontraban en las grandes ciudades de Castilla con regi-
dores vitalicios, incluso hereditarios, y en su mayor parte nobles. Durante la primera
mitad del siglo XVIH, ciudades como Cádiz y Salamanca obtuvieron el estatuto de que
todos sus regidores debían probar su condición nobiliaria (eran las llamadas ciudades
de estatuto). Durante el siglo XVII buena parte de los cargos municipales en Castilla se
habían privatizado en manos de particulares, en concepto de «juro de heredad» y las
regidurías se transmitían de padres a hijos, como el resto de una propiedad particular.
El mismo proceso de privatización o enajenación afectaba a parte de la burocracia mu—
nicipal y también estatal.
El Ayuntamiento de regidores existente en Castilla se extendió con la Nueva
Planta a los reinos de la Corona de Aragón. En las ciudades que eran cabezas de corre—
gimiento, los regidores eran Vitalicios. En las capitales de los reinos todos los regido—
res eran nobles (aristócratas, caballeros 0 ciudadanos honrados). En cambio en las res—
tantes cabezas de corregimiento una parte de los regidores no eran nobles y mucho
más en el resto de los municipios, donde los regidores no eran Vitalicios. De todas for—
mas, los gobiernos municipales se encontraban en manos de los grandes propietarios,
rentistas o comerciantes.
Los municipios eran oli gárquicos también en las provincias vascas, aunque las
formas institucionales fueran diversas. En Vitoria, en 1738, los comerciantes lograron
acceder a] «regimiento» о gobierno municipal, después de fuertes tensiones. En Cata-
luña, a partir de l740, se registró una conflictividad social creciente contra las oligar—
quías municipales, hostilidad que se canalizaba a través de los gremios. Una parte de
los conflictos tenían su ori gen en la escasa transparencia de las finanzas municipales y
de los impuestos sobre el consumo. Otro motivo de desconfianza consistía en la ges—
tión de una deuda municipal creciente, que nunca terminaba de pagarse. Los ingresos
de los municipios procedían de dos grandes sectores: los <<propios>>, o bienes de pro—
piedad municipal, y los <<arbitrios», o impuestos sobre el consumo. En 1740 la Corona
decidiö apropiarse temporalmente de una parte de los ingresos municipales para sus
propias necesidades financieras durante un conflicto armado (<<valimiento de pro-
pios»). En 1760 las haciendas municipales pasaron a ser controladas por el Consejo de
EL ESTADO BORBONICO 573

Castilla, por medio de una Contaduría General de Propios y Arbitrios. Se consideraba


que la autonomía municipal en cuestiones fiscales daba origen a corrupción adminis—
trativa, en detrimento del pueblo. Siguiendo parámetros europeos, el gobierno central
comenzaba interesarse por la reforma de los municipios, y por dar entrada en los mis—
mos a representantes de los distintos grupos sociales.
Los motines de la primavera de 1766 se dirigieron contra las oligarquías locales,
a las que se culpaba de mala administración de la Hacienda municipal, y en especial
del abasto de comestibles. El 5 de mayo el Consejo de Castilla ordenó la creación —en
las poblaciones de más de 2.000 habitantes— de dos clases de cargos electivos y tem—
porales: los diputados del común y el síndico personero. Los diputados, dos o cuatro,
según el número de habitantes, tenían atribuciones en cuestiones de abastos, y progre-
sivamente las extendieron a la Hacienda del municipio. Su mandato era de dos años.
El síndico personero del común, de nombramiento anual, podía actuar contra decisio—
nes del Ayuntamiento, si consideraba que eran nocivas para el pueblo (el «público»,
se decía entonces). La creación de este cargo se explicaba porque el síndico procura—
dor general existente en muchos municipios había sido asimilado, de hecho, a la oli—
garquía gobernante. La reforma municipal significó una cierta ampliación de la base
social de los Ayuntamientos, con una mayor presencia de comerciantes y artesanos,
aunque fueron frecuentes los choques con los regidores Vitalicios, sobre todo en cues—
tiones de ceremonial, pero también en la defensa de las atribuciones específicas de
cada cargo. Las elecciones se llevaban a cabo mediante sufragio indirecto y los diputa-
dos se renovaban por mitad cada año.
La creación de los diputados del común estuvo acompañada por una política de
control y conocimiento de las poblaciones urbanas. Las principales ciudades fueron di—
vididas en <<cuarteles>>, bajo la dirección de un magistrado de las Audiencias, y los cuar—
teles fueron a su vez subdivididos en barrios, a cuyo frente se nombraba un <<alcalde de
barrio», residente en el mismo. En Madrid, donde no había Audiencia, hacía sus veces la
Sala de Alcaldes de Casa y Corte, que fue reorganizada y ampliada (1769). También se
procedió a la numeración de las casas, a fin de facilitar un mejor control de la población.
En Valencia se creó (parece que por iniciativa de un importante artesano, Joaquín Ma—
nuel Fos) un cuerpo de <<serenos» para la vigilancia nocturna. Esta reforma se extendió a
Barcelona en los años ochenta. La iluminación de las calles (a cargo y costas de propie—
tarios e inquilinos) fue uno de los motivos del motín que costó el cargo al ministro
Esquilache en 1766.

5. Las reformas militares

Las fuerzas armadas fueron renovadas siguiendo el modelo del ejército francés.
Las transformaciones militares se iniciaron durante los primeros años del siglo, en
Bélgica, en la última etapa de la presencia española, bajo la dirección del duque de
Bedmar. Fueron las llamadas ordenanzas de Flandes (1701 — 1702). El tercio, que había
sido la unidad básica del ejército de los Austrias, fue sustituido por el regimiento, sub—
dividido a su vez en batallones y compañías. También fueron suprimidos los grados de
mando del ejército de los Austrias y se introdujo la denominación francesa. En el caso
de los llamados <<oficiales generales», estos grados eran los de brigadier, mariscal de
574 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

campo, teniente general y capitán general. Este último grado era escaso. De hecho,
muchos de los cargos de capitán general de los distintos territorios eran desempeñados
por militares con la graduación de teniente general. Todos los nombramientos eran
controlados por el rey.
También durante la guerra de Sucesión se desarrolló el arma de artillería, de la
cual se separó la de ingenieros, a partir de 1711. Estas dos armas, junto a las de infan—
tería y caballería, y algunos cuerpos especiales, como el de dragones, se encontraban
bajo la autoridad de un inspector general o un director general, militares por supuesto,
del cual dependían las propuestas de nombramientos y ascensos de oficiales.
Los oficiales eran en su inmensa mayoría nobles. Se formaban como cadetes en
los mismos regimientos. Sólo a partir del reinado de Carlos III aparecieron las acade-
mias especializadas por armas. Sobresalió la de artillería de Segovia (1764), que im-
partía enseñanzas de matemáticas y de química. Se crearon también academias de ca—
ballería en Ocaña y de infantería en Ávila.
Diversas ordenanzas establecieron reformas y modificaciones en el ejército. Las
más famosas, por su continuidad, fueron las promulgadas por Carlos Ill en 1768. Des-
pués de su promulgación se llevó a cabo un cambio sustancial en el reclutamiento de
las tropas. Las reclutas o levas voluntarias realizadas por las propias unidades solían
ser incapaces de obtener un número suficiente de soldados. En consecuencia se proce—
día al reclutamiento forzoso de individuos considerados marginales: en expresión de
la época <<vagos y mal entretenidos», que solían ser destinados a la infantería, espe—
cialmente en guarniciones lejanas. Las campañas de Felipe V en Italia se basaron en
previas levas de «vagos». Además se recurría al reclutamiento forzoso de individuos
procedentes de la sociedad no privilegiada, por medio del sorteo de uno de cada cinco
mozos solteros (de aquí el nombre de «quinto» con que se designaba al futuro solda—
do). Durante la primera mitad del siglo los sorteos eran irregulares y esporádicos.
La novedad de la disposición tomada en 1770 fue precisamente convertir en anual
el sorteo por quintas. La medida estaba orientada por los criterios ilustrados de lograr un
reparto equilibrado entre las distintas provincias, de carácter regular y permanente. Sin
embargo la realidad fue algo distinta. Por supuesto, estaban exentos del sorteo los privi—
legiados de todo tipo, incluyendo a los estudiantes, las gentes del comercio y ciertos ar—
tesanos especializados (en la industria textil, las artes gráficas, etc.). Además el sistema
de quintas no se aplicaba a las provincias exentas. La aplicación del sorteo dio lugar en
todas partes a una serie de fraudes y resistencias y en Barcelona se produjo un serio tu—
multo cuando se intentó implantar el nuevo sistema (1773). El sorteo afectaba a los sol—
teros entre 18 y 60 años y la duración del servicio era de cinco o incluso de siete años.
El ejército regular se completaba con los regimientos de las llamadas milicias
provinciales, una especie de ejército de reserva existente en la Corona de Castilla. Las
milicias habían sido creadas en el reinado de Felipe IV y fueron confirmadas por Feli—
pe V en 1704, con el intento de formar hasta 100 regimientos. Se les dio nuevo orden
en 1734, con un total efectivo de 33 regimientos y se aumentó su número a 42 en 1766,
a raíz del Motín de Esquilache. No prosperaron los intentos de establecerlas en algún
momento en los reinos de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia) o en Vizcaya
(1804), por la fuerte resistencia encontrada entre las poblaciones.
También después de la guerra de Sucesión, las diferentes escuadras fueron unifica—
das en la Armada Real. En 1717 se creó la Intendencia General de la Marina, confiada a
EL ESTADO BORBONICO 575

José Patiño y se fundó la Academia de Guardiamarinas en Cádiz. Esta fue el centro de


formación de los oficiales que constituían el «cuerpo general de la marina», mientras la
administraciôn corría a cuenta del «cuerpo del ministerio», al que pertenecían los inten—
dentes de Marina. En 1726, el mismo Patiño, como ministro de Marina, organizó los tres
departamentos marítimos de Cartagena, Cádiz y Ferrol. Otro ministro, el marqués de la
Ensenada, firmó en 1748 unas ordenanzas generales de la Armada. El desarrollo de ésta
suponía diversos impactos sobre la sociedad, que fueron sucesivamente reglamentados.
La marinería civil fue declarada movilizable en caso de guerra, por medio del estableci—
miento de una Matrícula de mar. Se intentaba compensar esta obligatoriedad mediante
la concesión a la gente del mar del fuero privilegiado de marina, que le confería cierta
distinción frente a los «terrestres» (1751). El acceso a materiales para la construcción
naval, en primer lugar la madera, fue reglamentado por las ordenanzas de montes
(1748). Posteriormente se promulgaron las ordenanzas de pertrechos (1772) y de arse—
nales (1776), y se creô el Cuerpo de Ingenieros de Marina (1770). En 1776 la Marina
tuvo por primera vez un ministro propio, distinto del de lndias, y por primera vez el mi—
nistro fue un antiguo guardiamarina, Pedro González de Castejón, marqués de Castejón.
En 1793, bajo el ministerio de don Antonio Valdés, se promulgaron unas nuevas orde—
nanzas generales de la Armada, que rigieron hasta el linal de la etapa. En dos ocasiones,
y en función de intereses personales, en 1737 у en 1807 se creö un Consejo del Almiran-
tazgo, que en ninguno de los dos casos tuvo continuidad. En 1737 el Consejo se había
formado para fortalecer la posición del infante don Felipe, que recibió el título de almi-
rante general, y cuando este consiguió el ducado de Parma, en 1748, la institución se di-
solvió. Sin embargo, su secretario había sido el marqués de la Ensenada, quien desde
1743 ocupaba el ministerio de Marina. En 1807 el Almirantazgo se creó para Manuel
Godoy y en teoría debía ocuparse de la marina mercante, tanto como de la de guerra.

Bibliografía

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Gòmez Undáñez, J. L. (1996): El proyecto reformista de Ensenada, Milario, Lérida.
Guillamón, J. (1980): Las reformas de la administración local durante el reinado de Carlos III,
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Kamen, H. (1974): La guerra de Sucesión, 1700—1715, Crítica, Barcelona.
Mercader Riba, J. (1968): Felip Vi Catalunya, Edicions 62, Barcelona.
Molas, P. (1999): La Audiencia Borbónica del Reino de Valencia (1707—1834), Alicantc.
CAPÍTULO 22

LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO VI (1700—1759)

por AGUSTIN GONZALEZ ENClSO


Universidad de Navarra

l. Felipe V

1.1. LA CRISIS SUCESORIA

El 1 de noviembre de 1700 fallecía Carlos II, el ûltimo monarca de la casa de


Austria. No dejaba descendencia, pero sí un testamento, otorgado poco menos de un
mes antes, favorable al duque deAanu. Llegar a ese punto no había sido fácil. Dado
que hacía tiempo que era patente que no habría descendencia, todos se habían movido _
para arreglar la situación a su favor: la herencia de la Monarquía española era un asun—
to de la mayor importancia política, dadas las dimensiones de sus dominios.
El candidato a tal herencia debería reunir dos condiciones, ser católico y estar en—
troncado con la casa de Austria. La elección se retrasaría hasta 1696 y recayó en José
Fernando de Baviera, príncipe elector de ese territorio y nieto de una hermana de Car—
los II, Margarita, que se había casado con el emperador de Austria, Leopoldo LIaL
_ elecciön era la respuesta al pacto que Luis XIV y Leopoldo I habían realizado en 1668
para repartirse los territorios de la Monarquía española,_La elección dejaba tranquilas
a las potencias marítimas, especialmente a inglaterra, que trataba de evitar un mayor
engrandecimiento de Francia. Notranquilizaba del todo, sin embargo, a la propia Cor—
te española, pues no estaba en el ánimo de nadie admitir la desmembración de ninguna
parte de su territorio. Luis XIV, en el cenit de su poder, forzò mäs la situación. En
1698 insistió en su política agresiva y pactó con las potencias marítimas un nuevo re—
parto de la Monarquía que le beneficiaba más. Todo acabaría tomando una dimensión
completamente nueva con la inesperada muerte del heredero en 1699.
La desaparición de José Fernando abrió otras posibilidades, Dos eran los, candi-
datos más cercanos, Dentro de lacasa de Austria estaba el… archiduque Carlos, hijo
del emperador Leopoldo y de su segunda esposa, Leonor de Neoburgo, a la sazón
hermana de la reina de España. Por otro lado estaba Felipe, duque ,de Anjou, nieto de
otra hermana de Carlos H, casada con Luis XIV, e hijo del Delfín. El Archiduque y el
578 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Duquewplanteaban serios problemas, pues existía la razonable posibilidad de que


ambos acabaran reinando sobre los territorios de sus respectivas herencias dinasti-
cas, Austria y Francia, coyuntura que daría lugar a una eventual unión de la Monar-
quía hispánica con una de esas potencias, lo que implicaría la formación de un enor-
me poder político.
Las potencias marítimas presionaron por la opción del Archiduque y trataron de
evitar la herencia de Felipe de Anjou, que supondría una España dominada por los inte—
reses de Luis XIV. A tal fin se realizó un nuevo tratado de reparto de la Monarquía, a co—
mienzos de 1700, en el que Francia salía algo mejor parada que en el anterior, a cambio
de acceder a la herencia austríaca.
Finalmente Carlos II hizo nuevo testamento y antes de un mes falleció. El conte—
nido del testamento era desconocido, por lO que el acto de su apertura se hizo en medio
de gran expectativa. El elegido había sido el de Anjou. Cuáles sean las razones de esa
decisión no es fácil de saber con certeza, pero se puede argumentar que la presión
francesa se alió, bien con el miedo al poder francés, bien con el deseo de su apoyo. El
testamento dejaba claro que la herencia era completa y que no se deseaba el desmem—
bramiento de ningún territorio de la Monarquía; si eso habría de ser así, qué mejor so-
lución que la alianza francesa para conseguirlo. Por otro lado estaban quienes se ha-
bían cansado de la dinastía austríaca, que había llevado al país a la decadencia, y de—
seaban cambios. Además, el reformismo de los últimos años del reinado de Carlos 11
miraba mucho a los ejemplos franceses, en buena parte aprendidos a través de los fun—
cionarios españoles en el gobierno de los Países Bajos. El prestigio de Francia podía
pasar de enemigo a aliado.
La designación de Felipe de Anjou sorprendió a muchos.,No sólo desairó a los
austríacos, virtuales favoritos, sino que inquietó profundamente a las potencias marí—
timas: se había producido justo lO que habían estado tratando de evitar. Cuando las nO—
ticias llegaron a Versalles, Luis XIV dudó antes de aceptar el testamento de su cuñado,
porque sabía que suponía la guerra. Sin embargo aceptó y él mismo tomó la iniciativa
de enviar tropas a los Países Bajos y al norte de Italia para tomar posiciones en previ—
sión de la inmediata contienda. La respuesta angloholandesa fue la formación de la
Gran Alianza con Austria en 1701. Poco después se sumarían a ella Saboya y Portu-
gal. En mayo de 1702 la alianza declaraba oficialmente la guerra a Francia y España.

1.2. FELIPE V EN ESPANA. LA GUERRA DE SUCESIÓN:


LOS PRIMEROS ANos, DE 1701 A 1706

Felipe V salió de Francia con los consejos de su abuelo y pocos acompañantes.


Entraba en Madrid el 18 de febrero de 1701, unos meses antes de cumplir 18 años. To—
dos los problemas que afectaban a la situación política nacional e internacional pare—
cían haberse detenido momentáneamente, de modo que Felipe pudo organizar su go—
bierno en torno a un Consejo formado por el cardenal Portocarrero, el hombre fuerte
del momento, unO de los que más había apoyado la herencia borbónica, el embajador
francés Harcourt, Manuel Arias, arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de
Castilla, y Antonio Ubilla, secretario del Despacho Universal.
Las primeras acciones del gobierno se dirigieron a la economía y buscaban la me—
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580 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

jora de losmgresos y el fomento de la industria. Pero tras ciertas medidas de sanea—


miento y ahorro, se ocultaba una purga politica. Algunos de los nobles y administra—
dores adictos a la casa de Austria fueron alejados de la Corte. Felipe V iniciaba una
política, recomendada también por Luis XIV, de precaución con la alta nobleza Focos
de ellos quedaron cerca del monarca. En mayo, las Cortes de Castilla y León leJura—
ban como heredero. Las dignidades le rindieron pleitesía y por todas partes se veía la
euforia popular, que había acogido bien al nuevo y joven monarca. Los cronistas seña—
lan que lajuventud del Rey era un síntoma de esperanza para una población que había
sufrido mucho en las últimas décadas.
Inmediatamente se pensó en la boda del joven Rey. La elegida fue María Luisa
Gabriela de Saboya, hija del duque de Saboya. A pesar de su juventud (trece años en
1701), la nueva reina de España mostró una madurez que le permitió aguantar primero
la ausencia de su marido en su campaña italiana, quedando ella como regente del rei-
no, y luego soportar las crisis del carácter de su esposo.
l viaje de Felipe en busca de su esposa hacia tierras catalanas tuvo un triple sen-
tido: uno personal, que era el recibimiento de la nueva reina y que se produjo en Figue-
ras en noviembre; otro constitucional, que ofrece varios aspectos: conocer los territo—
rios de la Corona de Aragón y jurar los fueros aragoneses y catalanes. En Aragón no
celebraría Cortes —se celebrarían en su inmediata ausencia, presididas por la reina—,
pero sí en Barcelona. Las Cortes catalanas se celebraron sin el menor inconveniente,
con total acuerdo de ambas partes, que hicieron las concesiones pedidas por la otra. La
fidelidad al Borbón parecía total; desde luego, nada hacía presagiar el cambio de los
catalanes en la contienda que se generalizaría pocos años después, aunque el último
virrey del tiempo de los Austrias había proferido amenazas contra el monarca Feli-
pe V al ser desposeido de su cargo.
El tercer objetivo del viaje de Felipe a Cataluña era también de notable interés:
Felipe estaba en camino hacia Italia y hacia alli se embarcó en abril de 1702 Una1n—
tención era jurar los fueros de Nápoles, cosa que hizo también sin problemas, la otra,
viajar hacia Milán. En sus primeros momentos italianos; el rey de España pudo palpar
de cerca la fidelidad de muchos napolitanos y calmar las consecuencias de un tumulto
que poco antes se había producido a favor del Archiduque. También constató la ene—
mistad a su causa del Papa, Clemente Xl, y de su suegro, el duque de Saboya, con
quien, en cualquier caso, Felipe no fue muy diplomático en un fugaz encuentro. El ma—
trimonio no había dado el fruto diplomático deseado de atraer a Saboya.
Al poco tiempo de llegar a Milán el Rey se dirigió al frente de batalla. Para enton—
ces ya se llevaba más de un año de guerra entre las tropas francesas y las austríacas, en
principio con ventaja de éstas. El relevo en el mando del ejército francés, a favor de
Vendôme, a quien se unió Felipe V, cambiö la suerte de las armas. Santa Vittoria (ju-
lio) y Luzzara (agosto), son dos victorias francesas que despej aron el peligro de la pér—
dida del Milanesado. En ambas batalló Felipe V en primera línea. La campaña italiana
le dio al monarca popularidad y el sobrenombre de <<el Animoso». Su figura contrasta—
ba enormemente con la decrépita imagen del anterior monarca.
En esos años, la guerra apenas si se acercó a la Península. En el verano de 1702
las cosas empezaron a cambiar. El acontecimiento más significativo fue el intento de
desembarco de tropas angloholandesas en Cádiz y el Puerto de Santa María. Su fraca-
so llevó a la escuadra inglesa a Vigo, donde a la sazón se había refugiado la flota de
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582 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

América, sabedora de la presencia de los enemigos en el sur. Lo que los enemigos no


consiguieron aquí lo lograron allí, y en Vigo los angloholandeses tomaron varias na-
ves españolas y los metales preciosos americanos. Otras naves fueron hundidas por
los españoles para evitar que cayeran en poder del enemigo. Una de las consecuencias
de este acontecimiento fue la huida del almirante de Castilla a Portugal tras haberse
descubierto que podía estar en connivencia con los aliados. Su marcha no arrastró a
más nobles castellanos, pero los acontecimientos acabaron de llevar a Portugal a la
alianza firme con Inglaterra (Tratado de Methuen, 1703) y a la guerra.
Entre tanto, Felipe había vuelto a Madrid (enero de 1703), resuelto a hacer la ne—
cesaria reordenación del gobierno que las circunstancias requerían. La situación se ha—
llaba dominada por el partido profrancés en el que se veían dos grupos, los españoles
partidarios de la nueva dinastía y del enfoque que el nuevo rey quería dar a la política,
y los franceses enviados por Luis XIV. Entre los primeros estaban Portocarrero,
Arias y algunos nobles que ocupaban la presidencia de los consejos. Entre los france—
ses destacaban la princesa de los Ursinos, camarera de la reina y con gran influencia
sobre ella, los sucesivos embajadores, como dºEstrées, Grammont o Amelot, que se
fueron sucediendo en el cargo; generales como Berwick o Tessé; politicos y hombres
de la Corte, como Orry y Louville, y los confesores reales, primero Daubenton y luego
Robinet. Esta enorme presencia francesa decía a las claras que el gobierno estaba diri—
gido a distancia por Luis XIV. La bruñidora de todo era la princesa de los Ursinos, con
el apoyo de la reina. Frente a ellos, el partido español, capitaneado por el conde de
Montellano, defendía los intereses de la aristocracia y se oponía a la fuerte influencia
francesa, con poco éxito.
La vuelta de Felipe de Italia complicó la situación porque su mayor presencia en _
el gobierno tendió a dejar a un lado a la princesa de los Ursinos, que acabó saliendo de
España. Entre tanto, Portocarrero también perdió influencia a favor de Montellano.
Por un momento parecía que se imponían los intereses de la alta nobleza. Pero en 1705
la Ursinos recuperó el favor de Luis XIV, volviô a España y reorganizó el gabinete.
Los hombres fuertes del momento serían Orry, Amelot, el marqués de Mejorada y
José Grimaldo. Con ellos, un funcionario excepcional que interpretaba ala perfección
el reforzado ideal de centralismo y regalismo, Macanal.
Este equipo empezó a llevar a la práctica algunas medidas de importancia, espe—
cialmente en la Hacienda, dirigida por Orry. La Junta de Incorporación recuperó ren—
tas cedidas con anterioridad a los nobles. La Tesorería Mayor de Guerra canalizó la
mayoría de los recursos. En los primeros años (1703-1705), los ingresos se doblaron,
seguramente por una mejor administración, ya que los impuestos no habían aumenta—
do significativamente. El ejército fue la segunda preocupación. Se ordenó una inme—
diata movilización ante la inmediatez de la llegada de la guerra a la Península y se
empezó a renovar el ejército en profundidad según el esquema francés. Los mandos
principales los recibieron oficiales franceses y se sustituyó el sistema de tercios por el
de regimientos; también se modificó el armamento.
La renovación de la industria era igualmente necesaria… Primaba entonces la ani—
mación de las industrias de guerra: textil para uniformes y armas. Se tomaron algunas
medidas, pero sus resultados no podían ser inmediatos. Enseguida fue evidente que la
guerra en la Península debería hacerse con mucha ayuda francesa, no sólo de mandos e
inspiración, sino de soldados y material. Arreglar la marina, destruida en Vigo, tampoco
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO v1 583

era posible a corto plazo, así es que hubo que apoyarse también en los barcos franceses,
lo que indirectamente suponía una ventaja para Luis XIV al poder acceder, teóricamente
con menos problemas, a las riquezas del comercio con América, Por otra parte, se medi—,
ficaba el sistema de gobierno. Se redujo el papel de los Consejos y se dio más importan-
cia a las secretarías, especialmente la del Despacho Universal. En estos años, el Rey, los
secretarios del Despacho y el embajador francés formaban una especie de pequeño ga—
binete, que, junto a los generales franceses, sería el que dirigiría la guerra.
Mientras en España se hacían estos preparativos, la guerra no discurría muy bien
para los intereses de Luis XIV. El general inglés M arlborough rechazó a los franceses
en la frontera de Holanda y, en una arriesgada marcha, se acercó al Danubio para co-
ger por detrás al ejército francés que intentaba sitiar Viena. En Blenheim los franceses
y bávaros sufrieron una dura derrota. Sólo en Piamonte los franceses consiguieron al—
guna ventaja sobre los saboyanos (1704). Aún en el verano de 1705 Vendôme conse-
guía frenar un avance del príncipe Eugenio de Saboya que pretendía romper el cerco
que los franceses habían puesto a Turín; pero al año siguiente el vencedor sería el prín-
cipe Eugenio, que obligó a los franceses a evacuar el norte de Italia. En 1706 los fran-
ceses cosecharían otra importante derrota en Ramillies, en el frente de los Países Ba-
jos, donde el ejército de Marlborough, fortalecido con más créditos concedidos por el
nuevo parlamento Whig, más partidario de la guerra que los tories, destrozó el ejército
de Villeroi. La mayor parte de los Países Bajos aceptaban como rey al Archiduque.
Mientras tanto, el conflicto crecía en la Península. La presencia del Archiduque
en Lisboa abrió el frente portugués, territorio que se pensaba serviría de base para lle—
gar a Madrid con el potente ejército que los aliados concentraron en el país vecino a
comienzos de 1704. No obstante, Felipe pudo organizar un buen ejército a cuyo frente
marchó hacia Portugal. El marqués de Villadarias organizaba otro ejército en Andalu—
cía y de Francia llegaban refuerzos al mando del duque de Berwick y Tilly. La campa—
ña fue victoriosa en conjunto, para Felipe, en todos los puntos por los que se invadió
Portugal en primavera.
Aunque la mayor parte del ejército se retiró luego, la demostración de fuerza deci—
dió a los aliados a cambiar de escenario. La escuadra de Rooke, que había llevado al
Archiduque a Lisboa, se dirigió al Mediterráneo. Un desembarco en Cataluña en mayo,
no tuvo mayores consecuencias, pero a la vuelta, Rooke pudo apoderarse sin problemas
de Gibraltar, un punto de gran importancia estratégica (agosto, 1704). No consiguieron,
en cambio, apoderarse de Ceuta. A Rooke le había seguido una escuadra francesa orga—
nizada en Tolon. Las dos flotas se encontraron frente a Vélez—Málaga y tuvieron un duro
encuentro que, sin ser decisivo para nadie, obligó a ambos contendientes a retirarse. En
1705 fracasó, por tierra y por mar, un ataque combinado para recuperar Gibraltar. El
desvío de tropas hacia Gibraltar animó a los aliados a reforzar sus ataques en el frente
portugués, pero en ninguno tuvieron éxito. En el verano, una poderosa armada angloho-
landesa se llevaba el grueso del ejército aliado hacia Cataluña.
Por el camino hicieron algunos pequeños desembarcos para intentar levantar a la
población a favor del Archiduque. Como en Denia, el Archiduque fue proclamado en
muchos lugares del reino de Valencia. En la capital, el conde de Cardona fue procla—
mado virrey. En Cataluña las cosas se habían preparado antes. El pacto de Génova, de
julio de 1705, mostraba los intereses comerciales de la burguesía barcelonesa, que
prefería la alianza inglesa. Cuando desembarcó el Archiduque en las cercanías de Bar—
584 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

celona ya tenía muchos partidarios. El Archiduque fue proclamado rey como Car—
los III en noviembre.
En Aragón la cabeza de los austríacos era el conde de Cifuentes, quien no consi—
guió que Zaragoza se le uniera. La lucha armada empezó por Aragón, pues era camino
de Madrid a Cataluña. Allí envió Felipe V primero a Tilly y después a Tessé, sacando
el ejército de la frontera de Portugal para llevarlo a Cataluña. En la primavera de l706
Felipe pudo poner cerco a Barcelona con sus ejércitos desde Aragón, con otro entrado
por Francia, al mando de Noailles, y con apoyo naval. La aparición de una escuadra
aliada más potente que la francesa y la caída de Alcántara en el frente portugués (caída
que abría el camino del Archiduque hacia Madrid), obligó a Felipe V a levantar el si-
tio. Dada la inestable situación de Aragón, Felipe optó por retirarse a través del sur de
Francia, hacia Navarra y de ahí a Madrid, donde llegó en junio. En esas circunstancias
Felipe perdió mucho terreno. Sólo Murcia aguantaba bien la lealtad borbónica gracias
a Belluga.
Felipe llegó a Madrid a tiempo para ordenar la evacuación de la Corte. Pero el
ejército aliado del marqués de las Minas, con el de Galway, que había avanzado desde
Alcántara y Ciudad Rodrigo, era más fuerte y a finales de junio proclamaban a Car—
los III en Madrid. En Valencia, mientras tanto, Peterborough consiguió sumar a la
causa del Archiduque al marqués de Rafal (Orihuela) y al conde de Santa Cruz, gober-
nador de las galeras, que se unió a la escuadra inglesa de Lake, lo que propició la caída
de Orán en manos berberiscas y la toma de Cartagena por el inglés. En poco tiempo,
también Murcia y Alicante estaban en poder del Archiduque.
Carlos III, aclamado ya en todo Aragón, incluida Zaragoza, se decidió a salir de
Barcelona para dirigirse a Madrid. Cuando el éxito parecía favorecerle por completo
se produjo la sorpresa. En un par de meses, los partidarios de Felipe habían consegui—
do dar la vuelta a la Situación. En Madrid, Carlos III fue «desaclamado» en un acto
burlesco. La mayoría de los nobles castellanos, más los aragoneses y valencianos lea-
les a Felipe, se le unieron en las tierras de Guadalajara donde el de Anjou había espera-
do el desarrollo de los acontecimientos. Carlos no se atrevió a enfrentarse a este ejérci—
to. Intentó llegar a Toledo, donde residía la reina viuda, Mariana de Neoburgo. Pero el
duque de Osuna se adelantó y se llevó a la señora a Bayona. En septiembre, Carlos ini—
ció la retirada hacia Valencia. No lejos, el duque de Berwick recuperó para la causa
borbónica el sur de la provincia de Alicante y Cartagena. En octubre la Corte de Feli—
pe V estaba restablecida en Madrid.
La campaña de 1706 terminó bien para la causa de Felipe V, aunque in extremis.
No le fue tan bien a su abuelo, que no veía otra solución que romper la Gran Alianza
intentando una paz separada con Holanda. No lo consiguió, aunque en el envite propu—
so mayores desmembraciones de la Monarquía española. Desde entonces, y a causa de
sus derrotas en los frentes europeos, Luis XIV buscará la paz. No obstante siguió pres—
tando apoyo a su nieto por algún tiempo.

1.3. LA SEGUNDA PARTE DE LA GUERRA. HACIA LA VICTORIA BORBÓNICA

El siguiente año de 1707 fue muy favorable para Felipe V. La campaña empezó
con la sonora victoria de Almansa. Galway trató de cortar el avance de Berwick por el
Los REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO V1 585

sudeste; la tentativa fue en vano y los aliados sufrieron una dura derrota. Murcia y Va—
lencia quedaban aseguradas para los borbónicos y los aliados pronto evacuaron tam—
bién Zaragoza. Ello favoreció que el duque de Orleans, desde el norte, pudiera tomar
Lérida. Al final del año los aliados sólo mantenían Barcelona y Tarragona. La situa—
ción hizo posible que Felipe V iniciara enrestos reinos el establecimiento de la Nueva
Planta, que acabaría con los fueros locales, daría más poder al gobierno de Madrid y,
momentáneamente, también más dinero para la guerra. '
En los frenteseuropeos, en cambio, la suerte fue al revés. En ese año los aliados
se hacían con Nápoles. Sus triunfos seguirían en 1708. En el frente de los Países Ba—
jos, Marlborough derrotö a Vendôme en Audenarde. En octubre caía la bien fortifica—
da plaza de Lille. El camino hacia París estaba abierto.
En España, aunque las tropas de Felipe V seguían completando la ocupación del
reino de Valencia, tomando las ciudades más adictas al Archiduque (Alcoy, Tortosa,
Denia, Alicante), la situación fue adversa en el mar. La flota de Leake que operaba en
el Mediterráneo pudo ocupar con cierta facilidad Cerdeña y Menorca. Por su parte,
Luis XIV siguió intentando una paz separada con Holanda, pero las conversaciones de
La Haya fracasaron. La guerra volvió en el verano y los franceses cosecharon una nue—
va derrota en Malplaquet. Las renovadas conversaciones de paz exigían a Luis que re—
tirara a su nieto de España, extremo que el rey francés aceptaba, siempre que Felipe
aceptara también; pero Felipe no estaba dispuesto a tal cosa, no sólo por su ventajosa
situación militar, sino porque de verdad se había tomado en serio, desde el principio,
su investidura como rey de España, legitimado por el testamento del anterior monarca,
y estaba dispuesto a defender su herencia con la ayuda de Luis XIV 0 sin ella, como
será el caso, en buena medida, a partir de este momento.
La buena situación de Felipe se volvió compleja en 1710. El general Starhem—
berg dirigiô la ofensiva aliada desde Cataluña e invadió Aragón. Una vez más, Felipe
se puso al frente de su ejército. El empuje de los aliados fue superior y las tácticas de
Villadarias no dieron resultado en este caso. La jornada de Almenara supuso una ines-
perada derrota para los borbónicos. Felipe llamó a Bay, que seguía defendiendo con
éxito el frente de Portugal, pero este refuerzo no bastó y en agosto los aliados tomaban
Zaragoza. El camino de Madrid volvía a estar abierto para Carlos y Felipe hubo de
evacuarla de nuevo.
El Archiduque no pudo hacer valer su ventaja tampoco ahora. En Madrid fue re—
cibido con hostilidad y la conexión con su ejército de Portugal resultó imposible. El
abastecimiento en un país hostil era difícil y Carlos optó por la retirada. Luis XIV se
avino a enviar nuevamente a Vendôme, como jefe de los ejércitos castellanos, y a
Noailles con fuerzas desde el Rosellón. La ofensiva borbónica tuvo un primer éxito en
Brihuega, tomada por Valdecañas, que venció a Stanhope. Poco después, Starhem-
berg capitulaba en Villaviciosa (diciembre). Aragón volvía a ser de los borbónicos,
que ahora amenazaban Cataluña. En enero de 171 1 Noailles tomaba Gerona.
Durante el resto del año se impuso la política, más que las armas. En abril moría
el emperador José I y el trono imperial pasaba al Archiduque. La postura de lnglaterra
y Holanda varió por completo. No sólo volvían a serles las cosas más difíciles en
España, sino que la posible victoria de Carlos en la Península la uniría al Imperio aus—
tríaco. De este modo se rompería el equilibrio por el que se había luchado. Además,
hubo cambio de gobierno en Inglaterra, donde vencieron los lories, contrarios a la
586 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

guerra y al poder de Marlborough (que además de general victorioso tenía mucha in—
fluencia en el gobierno anterior). Inmediatamente, pues, Inglaterra retiró su apoyo al
nuevo emperador e inició negociaciones de paz con Luis XIV. Los Preliminares de
Londres, en los que no hubo representación española, son una antesala y condición
de las reuniones de Utrecht que comenzaron en 1712.

1.4. EL TRATADo DE UTRECHT. EL FINAL DE LA GUERRA EN ESPANA

Con el nombre sencillo de Tratado de Utrecht ( l713) se conoce una compleja se-
rie de acuerdos alcanzados en esa ciudad, así como en Rastatt y Baden, y en los que se
salvaron las diferencias entre los distintos contendientes. En síntesis, en lo que a Espa—
ña se refiere, Felipe V fue reconocido rey de España y de sus posesiones americanas,
pero hubo de renunciar a sus eventuales derechos al trono francés. Inglaterra retenía
Gibraltar y Menorca; además, obtenía el asiento de negros y un <<navío de permiso»
para enviar anualmente a América. Por otra parte, España perdía los territorios euro—
peos de la Monarquía: Milán, Nápoles, Cerdeña y los Países Bajos españoles, pasaban
a Austria. Saboya, con rango de reino, recibía Sicilia. Francia no salió malparada sal—
vo en los aspectos comerciales que interesaban a Inglaterra: en Norteamérica, Francia
eedió a su rival la bahía de Hudson, Terranova y Acadia. También cedió San Cristó-
bal, en las Antillas, y parte de la Guayana, que pasó al Brasil portugués. En lo político,
debía retirar su apoyo al pretendiente Estuardo y aceptar la renuncia de sus posibles
herederos en Francia al trono español (complemento de la renuncia de Felipe V a
Francia).
El Imperio no se adhirió a este tratado en 1713. El principe Eugenio Vio posibili-
dades militares de acercarse a París y las hostilidades continuaron, pero Villars impi—
dió que prosperara el estratégico sitio puesto a Landrecies. Entonces sí, Carlos VI
accedió a los acuerdos anglofranceses en Rastatt, en 1714, pero no firmó una paz con
Felipe V quien, a su vez, no aceptó la desmembración de la Monarquía. De hecho, la
guerra seguiría en Cataluña y Mallorca. Carlos no aceptaría a Felipe como rey de
España hasta 1725. También Portugal retrasó su acuerdo particular con España hasta
1715, cuando consiguió la colonia del Sacramento.
Aun sin terminar los combates del todo, Utrecht establece ya un nuevo orden eu—
ropeo. El imperio español queda liquidado en su parte europea; Francia, muy debilita—
da al final, pierde su preponderancia continental y ve mermado su imperio colonial.
Holanda mantiene su independencia, pero ya en un segundo plano frente a Inglaterra,
aunque consiguió una <<barrera» de fortificaciones que la defendieran de otros posi—
bles ataques franceses. Saboya y Prusia salieron con el rango de reinos. La presencia
de Austria en los antiguos Países Bajos españoles y en Italia, le daba un poder conti—
nental,€e incluso marítimo del que había carecido hasta entonces. La gran vencedora
fue Inglaterra (Gran Bretaña desde 1707, por la uniön definitiva con Escocia), que
consiguió importantes enclaves en el Mediterráneo y en América. Desde entonces sus
posibilidades mercantiles crecieron y así aumentó su poder naval, en ese momento sin
rivales de entidad.
Aunque el Emperador no aceptó la renuncia al trono español, la posición inglesa
le dejó solo y sus tropas no tuvieron más remedio que abandonar Cataluña en junio de
LOS REINADOS DE FELーPE v Y FERNANDO VI 587

$ kªtª—ª“”
) Cambios territoriales:

A Austria

A Saboya

A Francsa

A Gran Bretaña

Barcelonncue

Menorca
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Cerdeña ( 1720 а Saboya)


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州 sm… ( . ` a Austria)

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FUENTE: L. M. Enciso y otros, Historia de España. Lus Borbones en el siglo XVIII (1700—1808), Gredos, Ma-
drid, 1991, p. 485.

MAPA 22.2. Las paces de Utrecht—Rastatt (1 713—1 714): el desmembramiento de la Monarquía.

1713. Ahora eran los catalanes los que quedaban solos. En realidad la resistencia se
produjo, sobre todo, en Barcelona, por la defensa de los fueros. El duro asedio al que
fue sometida la ciudad terminó en septiembre de 1714. Una menor resistencia se man—
tuvo en Mallorca hasta julio de 1715. Tras las correspondientes conquistas, se implan—
tó también en estos territorios la Nueva Planta que terminaba con sus fueros.

1.5. LA GUERRA DE SUCESIÓN COMO GUERRA CIVIL Y CONFLICTO SOCIAL

La guerra en España se convirtió en un conflicto civil entre los partidarios de una


y Otra dinastía. En sus inicios, el intento del Archiduque de atacar Castilla desde la óp-
tima base que suponía Portugal atrajo a su causa a algunos nobles castellanos descon—
tentos con la política antiaristocrática de Felipe V, pero fueron pocos. Como la suerte
de las armas favoreció a Felipe, el Archiduque intentó el ataque desde otros territorios.
Para ello se aprovechó del descontento social de los países de la Corona de Aragón,
588 HISTORIA DE ESPA因A EN LA EDAD MODERNA

especialmente en Valencia, donde aún quedaban ecos de la segunda Germania. La


propaganda de los partidarios austriacos consiguió levantamientos populares con la
promesa de mejoras sociales. En Valencia y en Cataluña funcionó, además, una fran—
cofobia derivada de las consecuencias de las últimas guerras contra Luis XIV y de las
dificultades creadas al comercio y a la industria por esas circunstancias. La propagan—
da pro austracista funcionó bien y los sucesivos desembarcos de las tropas del Archi—
duque en 1705 encontraron una respuesta bastante favorable.
En conjunto, se puede decir que la Corona de Castilla defendió a Felipe y la de Ara—
gón al Archiduque. Pero las cosas no fueron tan sencillas. Dentro de Castilla había parti-
darios del Archiduque, aunque se encontraban más bien entre algunos miembros de la
aristocracia. La mayor parte de la nobleza y del pueblo apoyó al Borbón, realidad que se
puso crudamente de manifiesto en las dos entradas que el Archiduque hizo en Madrid.
Por otra parte, en la Corona de Aragón había muchos partidarios de los Borbones, así
como muchos indiferentes. La suerte alternativa de las armas no se basaba sólo en las di—
ficultades militares, sino que éstas se fundaban, en parte, en la menor о mayor ayuda que
ofreciera el pueblo. Aunque unas ciudades apoyaron claramente al Archiduque, otras
estuvieron más bien por Felipe. En ambos casos no existió gran dificultad en que cam—
biaran de bando una vez conseguida la conquista las tropas enemigas.
Poco a poco la resistencia en la Corona de Aragón fue haciéndose menor. Entre
las causas habría que señalar la defección de la mayor parte de la aristocracia, que si—
guió al Borbón, la ineficacia del gobierno del proclamado Carlos Ill y el hecho de que
el ejército aliado estaba compuesto en su mayor parte por extranjeros: ingleses, holan—
deses y alemanes, frente a un ejército borbónico que, a pesar de todas las ayudas fran—
cesas, tenía también un fuerte contingente castellano. Al parecer, la resistencia de los
extranjeros se mostró menor en los combates decisivos.
La guerra tiene otro lado bastante oscuro. En primer lugar hay que señalar los nu—
merosos muertos por ambos bandos en el enfrentamiento directo, lo cual, añadido a al—
gunas enfermedades y penurias propias de la guerra (escasez de alimentos para ayudar
a las tropas, por ejemplo), frenó la recuperación demográfica de Castilla. Pero ade—
más, hay que señalar las barbaridades que las tropas cometieron en numerosos casos
con la población civil tras la toma de no pocas ciudades. Las matanzas, saqueos e in—
cendios del caserío no fueron precisamente acciones ocasionales. A ello hay que aña—
dir las numerosas profanaciones de iglesias, cometidas, sobre todo, aunque no exclu—
sivamente, por las tropas extranjeras protestantes.
En ningún caso la guerra fue una lucha entre Castilla y Aragón. En este sentido,
el conflicto no tiene nada que ver, por ejemplo, con los movimientos secesionistas de
la crisis del siglo XVII. De hecho, lo que más ansiaba el Archiduque era entrar en Ma—
drid. No fue proclamado como rey de Aragón, exclusivamente, sino como Carlos III,
según la numeración de los reyes españoles. No obstante, la memoria posterior ha de—
jado una sensación de oposición entre ambas Coronas, más especialmente en el caso
de Cataluña. Las razones que se pueden aducir para explicar esta postura se apoyan en
la sensación aragonesa de país derrotado: los fueros perdidos, los virreyes sustituidos
por capitanes generales, la presencia de la tropa durante bastantes años y el recuerdo
de algunas especiales destrucciones hechas por los vencedores definitivos, así como
del asalto final a Barcelona, han alimentado una visión secesionista que responde
poco a la realidad. La pérdida de los fueros, aunque realizada en un momento inopor-
LOS REINADOS DE FELーPE V Y FERNANDO Vl 589

tuno, seguramente habría acabado siendo la realidad, puesto que respondía al ideal de
la época. En cualquier caso, no se puede decir que la nueva situación perjudicara a los
antiguos territorios forales. El siglo XVIII es la época de su esplendor y, salvo algún
problema concreto, que en todas partes ocurrieron, el entendimiento con el gobierno
de Madrid fue siempre bueno. Desde la perspectiva del mismo siglo XVIII, los proble—
mas de la guerra de Sucesión fueron superados bastante pronto. Por otra parte, no es
ocioso recordar que el progresivo absolutismo del siglo afectó igualmente a todos los
territorios españoles y americanos.
Viendo el conflicto con una perspectiva más larga, la guerra de Sucesión en
España se nos presenta como una solución de continuidad, como un acontecimiento
integrador en torno al cual, en su seno, se mueven otros muchos aspectos que estaban
entonces en juego y de cuya conjunción resulta un nuevo país. En 1715 España era
muy distinta que en 1700. No es sólo la llegada de la nueva dinastía, como la historio—
grafía tradicional francesa ha explicado siempre. No son las «luces», pues ya estaban
presentes en España las que tenían que estar y otras se desarrollarían después. Senci—
llamente ocurre que la guerra, en cuanto acontecimiento excepcional, actuó como ca—
talizador de las tensiones y de los deseos, de las aspiraciones y de las expectativas de
todos los españoles; sobre todo de los deseos de cambio ante una Monarquía que no
acababa de encontrar una clara línea ante el futuro.
En las últimas décadas del siglo XVII se había acelerado el proceso reformista,
pero resultaba poco operativo, a pesar de algunos de sus resultados, y sobre todo, caía
en vacío en la medida en que no se modificara todo el sistema de gobierno y sus intere—
ses creados. La nueva dinastía se recibió en parte con indiferencia —no se trataba de
quién reinara— y en parte con la esperanza de que algunas cosas cambiaran. Los cas—
tellanos la aceptaron sin problemas. Los catalanes intentaron amarrar sus privilegios
—y lo consiguieron en las Cortes de l701—l702—, precisamente porque Cataluña ya
venía experimentando síntomas de recuperación más claros. De hecho, algunos escri—
tores catalanes habían juzgado el reinado de Carlos II como el mejor de su historia
reciente. ¿Fue eso lo que, al final, llevó a muchos a aliarse con el Archiduque? En
cualquier caso, las cortes catalanas habían conseguido en 1701-1702 todo lo que nece—
sitaban de parte del Felipe V, al que luego estrictamente traicionaron. No ocurrió te'c—
nicamente así en los otros reinos de la Corona de Aragón donde Felipe no había llega—
do a ser jurado en Cortes.
Sea lo que fuere, todos esperaban cambios en la línea reformista, unos para conti—
nuar lo ya iniciado; otros, para asegurar que lo ya insinuado llegara a cuajar. La idea de
cambio existía en el pensamiento de los últimos años del reinado de Carlos II, y es
de suponer que las fuerzas que propugnaban dicho cambio habrían operado incluso
sin guerra. No obstante, en este escenario la guerra incide con una fuerza diferente. Е1
сатЬіо en el sistema de gobierno era tanto más necesario cuanto que había que dirigir
el conflicto; conseguir recursos se hacía también urgente. Las reformas en esa línea
—prioridad a las secretarías frente a Consejos, medidas hacendísticas, reformas del
ejército—, se muestran como algo inevitable. Además, el hecho de que la dinastía sea
nueva facilitará los recambios y las medidas tomadas sin atender a situaciones de pri—
vilegio heredadas, como se refleja en la política tendente a frenar el poder de la alta
nobleza, en términos generales. Todo ello favorecerá el cambio social.
Es cierto que los intereses franceses frenaron otras reformas que también eran ur—
590 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

gentes; es igualmente cierto que algunas propuestas audaces —p0r ejemplo respecto al
comercio con América—, que ya estaban planteadas antes de 1700, tuvieron que espe—
rar; pero no es menos cierto que muchos deseos de cambio empezaron a hacerse reali—
dad casi por la necesidad de atender al conflicto, lo cual también pudo hacerse con una
mentalidad nueva en la medida en que las personas eran completamente nuevas.
Todo esto es necesario considerarlo para no pensar que la influencia de Francia
fue decisiva; fue importante, pero limitada. Limitada en el tiempo y limitada en las
medidas emprendidas. La comparación con el resto del siglo XVIII también es relevan—
te al respecto: en general, el proceso reformista fue lento y probablemente el cambio
más brusco es el que se da durante la guerra respecto al sistema de gobierno. El cam-
bio rebajó la personalización del gobierno en el monarca y propició un sistema más
técnico. Si Felipe V hubiera tenido que decidir sobre todos los asuntos, su reinado ha—
bría sido un gran fracaso, porque la mayor parte del tiempo era incapaz de decidir
nada, debido a sus depresiones cada vez más fuertes. Sólo tuvo que decidir sobre polí—
tica exterior, porque se cuidó muy mucho de asegurarse ese ámbito. En él España re—
cuperô terreno, si bien no siempre en la mejor orientación posible.
El cambio en el sistema de gobierno se presenta como algo decisivo ya que, en
adelante, los proyectos se ven como realizables y, por lo tanto, es posible mirar al fu—
turo con esperanza. Probablemente el proyecto social en muchos campos suponía
salir un poco de España y mirar más a Europa. Europa es ya un mito en la España de
la primera mitad del siglo XVIII, porque lo era antes. Se es consciente de que más allá
de los Pirineos hay algo que ha triunfado y que es necesario imitar. Esto se puede ver
en la abundancia de ejemplos europeos que se comentan en la obra de Uztariz, un
personaje que, como tantos otros, había servido en la administración del Flandes es—
pañol en los años ochenta del siglo XVII. El Flandes de entonces será un importante
lugar de aprendizaje de los métodos franceses, entonces triunfantes, y físicamente
tan cercanos.
Modernización, proyectismo, reformismo, coinciden en el siglo XVIII no sólo en
la búsqueda de una mayor eficacia, sino en la búsqueda de lo nuevo, en el rechazo de
lo antiguo, de los modos que fueron derrotados ya en Westfalia. Es la lucha de anti—
guos y modernos, que ya estaba planteada en los ambientes culturales y científicos de
finales del siglo XVII y que se amplía a todos los terrenos, también el administrativo y
el económico. Es ya una nueva época. En todo, se trata de impugnar las ideas comunes
basadas en el error, como se empeñó en hacer Feijóo. Desde esta perspectiva, la Espa—
ña de Felipe V es una España diferente en la que se pueden ensayar ideas que antes re—
sultaban menos realizables. La guerra, en tanto solución de continuidad, fue una opor—
tunidad de acelerar tales ensayos.
Desde la perspectiva internacional la guerra también supuso abrir un escenario
nuevo. La fuerte influencia francesa, notable ya en los últimos años del reinado de
Carlos II (crecimiento del partido pro francés en Madrid, concesión del asiento de ne—
gros a una compañía francesa), creció en los años de la guerra, no sólo por la ayuda mi-
litar y política (algunos funcionarios franceses fueron buenos administradores), sino
por la influencia en los asuntos económicos que se centran, sobre todo, en impedir el
crecimiento de la industria que no fuera para usos militares y en intentar aprovecharse
del comercio con América. La alternativa era igualmente peligrosa. El pacto de Géno—
va de 1705 entrañaba, de haber prosperado, una influencia de Inglaterra en los asuntos
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO Vi 591

mercantiles catalanes en Cierta manera análogos a la influencia que ese país ejerció en
Portugal desde el tratado de Methuen. Utrecht, en cambio, produjo una situación inter—
media: Francia perdía, Inglaterra ganaba, aunque menos de lo que hubiera conseguido
con una victoria aliada, y España mantenía lo fundamental. En cualquier caso, la pér—
dida de los territorios europeos de la Monarquía tenía también sus ventajas pues ofre—
cía la posibilidad de centrarse en la economía peninsular y americana.

1.6. DE LA INFLUENCIA FRANCESA A LA INFLUENCIA ITALIANA (1714/1715—1724).

Si los primeros quince años del reinado fueron, en general, de guerra y de in—
lluencia francesa, los diez siguientes muestran un cierto caos desde la situación políti—
ca, caos que contribuyó a que no se aprovecharan convenientemente los esfuerzos que
en varios órdenes se estaban haciendo. Hubo nuevos ministros con intereses diferen-
tes, que harían valer los de la nueva reina, plenamente aceptados también por el Rey.
" Hubo un cambio de alianzas radical, una diferente manera de presentarse España ante
la comunidad internacional, un reinado relámpago que provocó la confusión sobre
cuáles eran los verdaderos intereses del monarca, y un intento nuevo de solucionar los
asuntos internacionales que de momento fracasó. En estos años, España dio muestras
de que podía volver a pensar por su cuenta y de que mantenía un peso internacional.
También en esos años se avanzó algo en el proceso de reformas.
Los años 1714 y 1715 supusieron un cambio radical en la política española. Ade—
más de la terminación de la guerra y del cierre de los tratados correspondientes, en
enero de 1714 murió la reina María Luisa y en diciembre se celebraba una nueva boda
real con Isabel de Farnesio. Entre medias, a Orry, mantenido por la Ursinos, le había
dado tiempo a hacer importantes reformas en la Hacienda y en el sistema de gobierno.
Entre 1713 y 1714 se consiguió que las principales rentas dependieran de un solo
arrendatario. El orden favoreció la recaudación, necesaria para los últimos esfuerzos
de la guerra; además, se crearon las secretarías de Estado, Marina, Guerra y Justicia,
embrión de la futura organización ministerial española.
La llegada de la nueva reina alteraría, sin embargo, algunos asuntos. El matrimo—
nio había sido urdido principalmente por Julio Alberoni, un sacerdote parmesano,
como la nueva reina, que había servido muchos años a Vendóme en Francia y en Espa—
ña y que en estos años era agente en Madrid del duque de Parma. Nada más llegar, Isa—
bel despidió ala Ursinos y con ella a todos los franceses. Francia deja de tener influen—
cia en la Corte española, situación que queda sancionada definitivamente con la muer—
te de Luis XIV en 1715.
Entre… 1715 y 1719 el principal personaje de la Corte madrileña fue Alberoni, quien
gobernó de hecho, aunque no tuvo ningún título ni nombramiento. La historiografía tra—
dicional leatribuye una serie de reformas económicas que tendrían como objetivo recu—
perar la potencia militar de España para proceder a la recuperación de los territorios ita-
_ lianos perdidos. Es 10 que se ha llamado el revisionismo hispánico. En ello estarían en
juego tanto los intereses de Felipe V, que quería recuperar la integridad de su herencia,
como los de Isabel de Farnesio, quien pretendería no sólo fortalecer a su familia en Ita—
lia, sino conseguir territorios que heredaran sus hijos,pues en el trono de España tenían
preferencia los hijos de María Luisa. А1 gunos autores recientes matizan la responsabili—
592 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

№ Estados dc los Borbones


4—— (ampafia dc Alberoni
‹— — C…‥P del Du… dr Parma
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/ (a Nápoles] \;»

С, P ~ … VIH—|S]?

FUENTE‥ M, Artola, Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VI, p. 961.

МАРА 22.3. Los Borbones en Italia (1717—1748).

dad del ministro, que, sería más partidario de la paz, mientras que el Rey, la reina y los
generales serían quienes empujarían más hacia la acción bélica.“
Lo anterior no quiere decir que a Alberoni no le interesara el fortalecimiento para
la guerra y esta para el predominio político. Tal manera de pensar era general enton—
ces. Sus deseos de paz serían, seguramente, una cuestión de oportunidad, de frenar el
ímpetu poco meditado que el monarca sentía hacia la guerra. Mientras tanto, Alberoni
se aprestaba con urgencia, y con la eficaz ayuda del intendente Patiño, a restaurar la
Marina: tanto la preparación de una nueva flota de Indias, como de la Armada organi-
zada en Barcelona para la inminente intervención naval. Ésta se produjo con sendos
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO V] 593

ataques a Cerdeña y Sicilia. El éxito inicial fue pírrico. De manera inmediata todas las
potencias se opusieron a España, incluida Francia, más próxima a Inglaterra desde la
muerte de Luis XIV. Antes de que se formara la Cuádruple Alianza y de que se decla—
rara formalmente la guerra a España, la escuadra inglesa al mando de Bing atacó y
destrozó la escuadra española en la batalla del cabo Passaro, en 1718. Ya en 1719 los
ejércitos franceses al mando de Tilly y Berwick entraban en Guipúzcoa y Cataluña.
Los planes de Alberoni para contrarrestar la alianza incluían una alianza con Ru—
sia, el intento de apoyar al pretendiente Estuardo y la conj uración de Cellamare, orien—
tada a quitar la regencia de Francia al duque de Orleans. Todos ellos fracasaron. Ade—
más, barcos ingleses asaltaron Santoña y Vigo. En Sicilia las cosas tampoco iban bien
por la imposibilidad de enviar refuerzos. Las noticias de la guerra y la presión inter-
.nacional forzaron la caída de Alberoni, que fue despedido por Felipe V en diciembre
de 1719.
Sin Alberoni, el gobierno efectivo lo llevarán a cabo los secretarios de Estado, en
especial Grimaldo, y los presidentes de los consejos. La nobleza —el partido espa—
ñol— no logra recuperar posiciones en estos años. Los gobernantes son ya españoles,
pero no pertenecen a la alta nobleza y también serán objeto de la sátira política como
los extranjeros. Estos años se dedican, fundamentalmente, a una dificultosa actividad
diplomática orientada a restablecer la situación de equilibrio. Las reuniones más im-
portantes fueron el tratado de La Haya y el congreso de Cambrai que entre 1720 y
1721 despej aron algunas incógnitas. Se acordó la cesión definitiva de Cerdeña a Sabo-
ya, la renuncia de Carlos VI al trono de España y la de Felipe V al de Francia, la pro-
mesa del futuro acceso de los hijos de Felipe e Isabel a los ducados de Parma y Tosca-
na, y un acuerdo matrimonial entre Francia y España que dio como fruto el matrimo—
nio de Luisa de Orleans, hija del regente de Francia, con Luis de Borbón, futuro Lu1s I
en 1722.No se solucionaba el problema de Gibraltar, ni se producra una postura del
todo clara del Emperador con respecto a lo pactado. En la práctica, el revisionismo se
cambia y se orienta a satisfacer el «secreto de los Farnesio», asegurando las pretensio—
nes de la reina para sus hijos.

1.7. EL REINADO DE LUIS I Y L SANOS DE RIPPERDÁ


(DE VIENA A SEVILLA, 1724/1725—1726/1729)

La situación se vio alterada por la inesperada abdicación de Felipe V al trono


español a favor de su hijo Luis, que sería aceptado como Luis len enero de 1724.
La decisión del monarca sigue siendo un enigma, aunque siempre que se plantea el
tema aparece con claridad la influencia de un escrúpulo religioso que le llevaba a
considerarse incapaz, y por lo tanto indigno, de gobernar con justicia. Tal escrúpu-
lo iba unido a la influencia de su enfermedad depresiva, la cual también se había
agravado en los últimos años, sobre todo a causa de experimentar lo que él jamás
hubiera pensado, la enemistad de Francia. Algún historiador reciente insiste en
que no hay razón para dudar de la sinceridad del Rey, siempre teniendo en cuenta
su enfermedad.
Sin embargo, la actitud del monarca fue mal recibida, sobre todo por extraña y
por los riesgos de cambio inesperado e innecesario. Muchos criticaron que se prepara—
594 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ba así para poder reinar en Francia, toda vez que allí seguía teniendo algunas posibili—
dades. Ciertamente la añoranza de Francia siempre existió y fue compatible con el
amor y dedicación reales a España. Tras su abdicación, Felipe se retiró a Valsaín, si
bien seguía muy de cerca los acontecimientos.
El reinado de Luis I resultö muy breve, pues de modo inesperado el joven monar-
ca murió por enfermedad repentina siete meses después. Los escrúpulos de Felipe se
reprodujeron, pero no impidieron que recuperara el trono, en contra del anterior jura—
mento. Unos estaban de acuerdo, por impedir una fase extraña en la que el anterior
monarca hubiera sido el regente de su heredero, aún menor; pero un segundo reinado
tampoco se veía bien, pues la enfermedad del Rey iba avanzando. Muchos querían un
cambio; entre éstos, sobre todo, el llamado partido español, que veía cómo se prolon—
gaban los tiempos en que predominaban los ministros extranjeros que apoyaban los
intereses de la reina, no siempre coincidentes con los que ellos suponían que eran
los intereses de España. El reinado de Luis I les había abierto unas esperanzas que
pronto quedaron frustradas. Al final ganó Felipe, 0 Isabel. Las Cortes de noviembre de
1724, con representantes de toda España, juraron a Fernando sólo como futuro here—
dero, y Felipe volvió a sentarse en el trono.
Grimaldo seguía siendo el ministro más importante del gabinete, pero entre 1724
y 172631triunf6 la estrella de un aventurero, el barón de Ripperdáfcíuien había llegado a
España en 1715 como embajador de los Estados Generales de Holanda, y que luego
ascendió en la administración española de la mano de A1beroni.gRipperdá creyó llega—x,
do ahora su momento y jugó unas cartas muy arriesgadas y dewmodo inhábil. Dada la
situación en Cambrai, y los intereses de Austria y España en Italia, Ripperdá conven—
ció a los reyes de que lo mejor sería un acercamiento a Austria y resolver las cuestio—
nes bilateralmente. Durante esos dos años Ripperdá negoció varias veces en Viena.
Lo más positivo incluía el tratado de Viena de 1725, por el que Carlos VI y Feli—
pe V se reconocían mutuamente sus territorios y herencias, y se prometían apoyo.
Pero esas negociaciones incluían pactos abiertos y otros secretos. De entrada, la alian—
za entre Austria y España provocó una reacción internacional contraria que unía a
Inglaterra y Francia, a las que luego se unirían Prusia y Holanda.
Lo peor no eran sólo las amenazas internacionales, sino que la negociación de
Ripperdá era insincera, pues hacía creer a ambas partes que la otra había cedido más
delo que estaba dispuesta a ceder. Por ejemplo, Austria no estaba decidida a una alian—
za matrimonial con España que podía enfrentarla con Francia, ni España aceptaba con
claridad la Compañía de Ostende creada por Austria para el comercio colonial. A estas
dificultades, se sumó el descubrimiento por los ingleses de las cláusulas secretas de
las negociaciones. Inglaterra forzó la situación y fue necesario dar marcha atrás. El
poco antes encumbrado Ripperdá, que había recibido importantes nombramientos mi—
nisteriales como premio alo que se suponía un gran éxito, fue inmediatamente desti-
tuido y perseguido. Encerrado, pudo luego escapar. Ripperdá no calibró bien que la
clave de la situación internacional en estos años estaba en el estrecho acuerdo de
Inglaterra y Francia para mantener el equilibrio establecido en Utrecht. En 1725—1726
España podía tomar ciertos riesgos, pero Austria no estaba en condiciones de hacerlo.
La prudencia del Emperador estribaba, seguramente, en asegurar la aceptación inter—
nacional, y sobre todo de Francia, de la Pragmática Sanción, por la cual la heredera del
Imperio sería su hija María Teresa. Esa prudencia no era vana, como se demostraría
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 595 〝

años mäs tarde cuando el asunto provocó otra guerra de sucesión de complicaciones
internacionales.
Tras la caída de Ripperdá se ensayó el acercamiento a Francia, junto a Austria, a
la vez que Inglaterra, inquieta por las cláusulas secretas del Tratado de España con
Austria, inició una campaña de agresiones, sobre todo en América. Se veía con clari-
dad que, a pesar de los privilegios obtenidos en Utrecht, las relaciones con Inglaterra
no iban aser nunca buenas a causa de la rivalidad por los intereses americanos. El con—
flicto trajo consigo un primer intento, fracasado, de recuperar Gibraltar. La presión de
Francia e Inglaterra, que aún respondían a la alianza de Hannover de 1725 en pro del
equilibrio, enfriò la situación. España levantó el sitio de Gibraltar para evitar ataques
en las Antillasry se sumó a las conversaciones de paz. En 1728, la convención de El
Pardo suponía la capitulación de España, que volvía al orden de Utrecht con Inglate—
rra. El mismo año, en Soissons, se consagró la victoria inglesa con las demás poten—
cias que en un principio habían ayudado a Austria, y en Sevilla (1729) se limaron las
diferencias de España con Francia, bajo la mediación de Inglaterra.
Para muchos, Sevilla es el triunfo de la diplomacia inglesa, dirigida hasta enton-
ces por Townshend y Stanhope, quienes sacaron provecho de las diferencias que sepa—
raban a España, Francia y Austria entre sí. Jugando hábilmente con ellas y haciendo
valer su potencia marítima, los ingleses salvaron una vez más el equilibrio continental
y mantuvieron el orden de Utrecht en su provecho. Por otro lad0,_España entraba de
lleno en la órbita de Inglaterra y Francia, si bien con predominio inglés. A cambio
de algunas ventajas comerciales, España obtenía la promesa de apoyo a la sucesión de
sus infantes a la herencia de las casas de Farnesio y Medicis en Parma y Toscana. Los
historiadores más objetivos han visto en este tratado un éxito de Patiño que conseguía
varios objetivos a la vez: satisfacer los intereses dinásticos de los monarcas, pacificar
las relaciones con Francia, 10 cual era también un fuerte deseo del Rey, que no enten-
dió nunca que él pudiera ser enemigo de su país y de su familia, y finalmente, tener la
paz con Inglaterra, absolutamente necesaria para que se desarrollara el comercio, un
objetivo que Patiño“ perseguía con fuerza. Además, Isabel de Farnesio también triun—
_ faba pues su acercamiento a Inglaterra conseguiría que este país la ayudara en sus pre—
tensiones a la herencia de los Farnesio frente al interés de Austria en Italia. La situa—
ción internacional, sin embargo, seguía siendo inestable.

1.8. EL REFORMISMO DE PATINO

Mientras tanto, en lo que toca al gobierno de España, se nota una tendencia a la


sensatez al aceptar que era menester apoyarse más en ministros españoles y menos en
los extranjeros. En 1726 Grimaldo siguió como secretario de Estado, pero entraron
nuevas e influyentes personas, como Orendain, marqués de la Paz, a quien se reservó
la negociación con Austria —que debía continuar—, que luego sustituiría a Grimaldo,
y José Patiño, nombrado para Marina e Indias,… quien ya había dado muestras de su efi—
cacia como intendente alas órdenes de Alberoni. Patiño será el principal ejecutor de la
política interna, la política de reformas y modernización del ordenamiento económi—
co, hasta su muerte en 1736_.>Antes, en 1730, se le asignó también la cartera de Guerra
_) enl734, a la muerte de Orendain, la de Estado. Orendain y Patiño marcan una etapa
596 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

caracterizada por intentar hacer compatibles los deseos de reformas internas y las ne—
cesidades cortesanas y bélicas de los monarcas.
La guerra era inevitable, porque los monarcas así lo entendían; por lo tanto, ade—
más de la diplomacia, que manejaron bien Grimaldo, Orendáin y finalmente el mismo
Patiño, eran necesarias reformas militares y económicas, que quedaron a cargo del
omnipresente Patiño. En 1728 aparecieron las <<Reales Ordenanzas para la infantería,
caballería y dragones», que incluían aspectos como el reclutamiento, la jerarquía y la
disciplina. En 1730 se reguló el procedimiento de quintas y levas. En 1734 se comple—
tó la reorganización del ejército con la creación de 33 regimientos de milicias provin—
ciales. Algunos interpretan que todas estas reformas suponían una readaptación al m0—
delo español, cuya identidad se había perdido con las primeras reformas a la francesa
de comienzos de siglo. Santa Cruz de Marcenado o el marqués de la Mina proporcio-
naron la necesaria reflexión teórica.
pesar de todo, la Marina recibió más dedicación. Como secretario, Patiño no
hizo sino continuar y perfeccionar lo ya comenzado en cargos anteriores. Destaca la
creación de la división administrativa de toda la costa peninsular en tres departamen—
tos que tendrían cada uno de ellos su correspondiente arsenal: Ferrol, Cádiz y Cartage—
na. Los dos primeros estaban en marcha en vida de Patiño y se sumaban a los ya exis—
tentes de Guamizo (1717) y La Habana (1725) y a otros menores. Además de los bar—
cos, Patiño se había preocupado de la oficialidad al crear la Academia de Guardias
Marinas de Cádiz, en 1718. Otros reglamentos se harían durante su mandato, o inme—
diatamente después de su muerte, siguiendo la línea por él desarrollada.
Pero los ejércitos necesitaban dineros. Patiño trató, en la medida de lo posible, de
conseguir la administración directa de los arsenales, lo que evitaba el beneficio del
asentista intermediario, pero daba rigidez a la gestión. En la recaudación de los ingre—
sos, también Patiño reforzó una tendencia heredada de poner todas las rentas en admi—
nistración directa. Su mejor éxito lo consiguió en la renta del tabaco, administrada di—
rectamente desde l731, lo que mejoró sustancialmente los ingresos del erario._En los
años del gobierno de Patiño los ingresos crecieron casi un 30 % y se situaron en un to—
tal cercano a los 300 millones de reales.
La reorganización de la Junta de Comercio y Moneda en 1730 le dio a la institu—
ción mucha más libertad de acción para proseguir su política de concesión de exencio—
nes de impuestos a fábricas particulares, así como para insistir en la política comercial
proteccionistaí Destaca el apoyo a la industria sedera, sin demasiados efectos a pesar
de todo, y a la del algodón, que sí permitió el nacimiento de este sector en Barcelona. `
También se crearon entonces algunas fábricas estatales, como la de tapices de Madrid
(desde 1721) y la de vidrios de San Ildefonso. Se añadieron a las que ya existía, como
la de paños de Guadalajara (1717), que también fue reformada en su organización a
partir de 1730, lo que mejoró su producción. En general, las exenciones y otro tipo de
facilidades fueron el marco en el que pudo crecer en esos años la producción industrial
de manera sensible.
La reforma del comercio americano se centró en la ruptura del monopolio (centra-
do en Cádiz desde 1717). El desarrollo del sistema de navíos de registro y la creación de
algunas compañías privilegiadas de comercio supusieron novedades que, al menos en
ese momento, resultaron elicaces. La obra de Patiño se inscribe en una acción reformis—
ta de amplio espectro que se aceleró con Alberoni, y que se alargará con otros ministros
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO VI 597

formados a la sombra de Patiño, como Campillo y Ensenada. Es una labor esencialmen-


te mercantilista, pero que trataba de evitar los peores aspectos del mercantilismo tradi—
cional español y adaptarse, lo más posible, a los modelos que habian triunfado en el nor-
te de Europa, donde también se practicaba un fuerte mercantilismo.
Sin duda, los éxitos militares de los años treinta tienen un claro apoyo en la reno—
vación de la economía en todos sus aspectos. Sin embargo, los gastos crecieron tam-
bién mucho a causa de estas contiendas, especialmente las campañas de 1734-1735, lo
cual dejó la Hacienda maltrecha al final del ministerio de Patiño, a pesar de todos sus
esfuerzos. Sin duda, la oposición final también se apoyó en los números rojos del mi-
mstro.

1.9. LA POLÍTICA MATRIMONIAL Y LA ESTANCIA SEVILLANA DE LA CORTE

La politica matrimonial se vio orientada no sólo por las necesidades políticas y


estratégicas de España, sino por los intereses de Isabel de Farnesio de conseguir una
posición adecuada para sus hijos, a la vez que intentaba mantener, e incluso aumentar,
la herencia dinástica de su familia. En la complicada diplomacia de los años veinte, la
política matrimonial española se dirigió a Francia. De ahi salió el matrimonio del futu—
ro Luis Icon María Luisa de Orleans, y el envío a Versalles de la infanta М.а Ana Vic—
toria como prometida de Luis XV. Este matrimonio no se realizó, pues la infanta era
aún una niña, y durante los años de espera, la infanta acabaría siendo devuelta a Espa—
ña en uno de los peores momentos de las relaciones hispanofrancesas de esos años.
En los años de Ripperdá, sobre todo, sejugó con la posibilidad de casar a los in—
fantes españoles con las archiduquesas. La falta de convicción de esta política, sobre
todo por parte del Emperador, y la subsiguiente caida del ministro aventurero, dejó en
nada estos proyectos. Hay que decir que ninguna de las dos posibilidades —casar con
Francia o casar con Austria— eran del agrado de Inglaterra, que veía peligrar el equili—
brio duramente mantenido, de ahí que en ambos casos su diplomacia se moviera para
conseguir abortar esos propósitos.
En 1728 fue Portugal el que se movió a favor de unos enlaces matrimoniales que
sí contaban con la anuencia de Inglaterra, pues suponia aprovechar el predominio de
este país tras los tratados de Soissons y Sevilla y acercar España a su órbita. El propó—
sito también convencía a Isabel siempre que Inglaterra garantizara sus objetivos di—
násticos, cosa que este país estaba dispuesto a aceptar como mal menor frente a la
unión de dos potencias continentales. El enlace portugués no resultaba extraño. Ade—
más de antiguas tradiciones, había sido también una opción considerada por el propio
Felipe V a la hora de su segundo matrimonio, Pero ahora Felipe atravesaba por una
profunda crisis melancólica y la decisión estaba en manos de Isabel, que encontraba
Portugal más cercana que cualquier otra potencia. Así pues, todo se dispuso para que
en enero de 1729 se celebrara el doble matrimonio de Fernando (futuro Fernando VI)
con Bárbara de Braganza, y de M.a Ana Victoria con el principe de Brasil, futuro José ]
de Portugal. El acontecimiento tuvo lugar en un diplomático habitáculo construido al
efecto encima de un puente sobre el fronterizo río Caia, frente a Badajoz.
Poco tiempo después se empezaban a cumplir las expectativas de Isabel de Far—
nesio. El nuevo ministro inglés, Walpole, modificó la política anterior por otra de
598 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

acercamiento a Austria. El resultado fueron los tratados de 1731. Por uno de ellos,
Austria cedía en sus pretensiones sobre la Compañía de Ostende, que no querían ni
Inglaterra ni España, a cambio de que se aceptara la Pragmática Sanción que garanti-
zaría la herencia austríaca. Inglaterra exigía también que no se produjeran matrimo—
nios entre Austria y Francia. Por su parte, España veía cómo el infante don Carlos era
reconocido como futuro duque de Toscana y se le permitía su presencia temporal en
Parma y Plasencia. En consecuencia, una escuadra hispanoinglesa trasladó al infante a
las costas de Italia con un pequeño ejército que garantizara su seguridad. Sólo hubo
una protesta del Papa, que consideraba que esos territorios eran feudatarios de los
Estados Pontificios.
Los conflictos de los años veinte parecían haber terminado. En 10 internacional
se manifestaba el predomino de Inglaterra, que mantenía, cada vez con más influen—
cia, el orden de Utrecht. Para España, la presencia del infante en Italia no era estricta—
mente una buena noticia, pues obligaría a abrir de nuevo el frente italiano a favor de
los intereses de los Farnesio. En cualquier caso, se aseguraba un territorio aliado en
aquella península.
Tras las bodas portuguesas, desde la cercana Badajoz la Corte española se trasla—
dó a Sevilla. La presencia de los monarcas en esa ciudad obedece a la enfermedad del
Rey, agravada desde 1728. Un viaje lejos de Madrid podría servir para distraer al mo—
narca, también le alej aría de la influencia de los enemigos de Isabel de Farnesio, ahora
fortalecidos por la presencia de la nueva princesa y sus portugueses. El viaje cumplió
también el objetivo de que el monarca se presentara ante sus súbditos andaluces. Por
unas cosas y por otras, la estancia sevillana de la Corte duraría cinco largos años en los
que la administración seguía residiendo en Madrid, pero el Rey y los principales mi—
nistros, estarían en Sevilla, o de viaje en otros lugares andaluces.
A pesar del caos administrativo que la situación creó, la estancia en Sevilla no
impidió llegar a los citados acuerdos de 1729, en la misma capital hispalense, 0 de
1731 en Viena. Este último éxito animó a Felipe V quien de modo inmediato ordenó
que las tropas que habían llevado al infante a Italia se unieran alas que se estaban pre—
parando en Alicante para intentar la recuperación de Orán. La plaza africana se había
perdido en 1708, en uno de los momentos de avance de las tropas del Archiduque y de
apoyo inglés a los musulmanes de la zona. El ejército de Montemar tomó la plaza en
julio de 1732, sin demasiados problemas.

1.10. LA GUERRA DE SUCESIÓN DE POLONIA

Su presencia en Italia y en el norte de África dio a España un peso internacional


poco antes impensable. Desde esa situación afrontaría los nuevos acontecimientos in—
ternacionales que modificarían sensiblemente la situación. En febrero de 1733 murió
Augusto II de Polonia. Como esa Monarquía era electiva, los diferentes candidatos se
aprestaron a preparar sus fuerzas. Luis XV apoyó la candidatura de su suegro Estanislao
Leszcynski. Inmediatamente se le opuso una alianza entre Austria, Prusia y Rusia. Fran—
cia buscó el apoyo de España, que se avino a un acuerdo con Francia, el Primer Pacto de
Familia, de finales de 1733: España apoyaría la postura francesa a cambio de recibir
apoyo para garantizar la presencia de don Carlos en Parma, Plasencia y Toscana, e
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 599

incluso de intentar recuperar Nápoles. El ataque a este territorio, además de activar nue—
vamente el sentido revisionista español, suponía abrirle un nuevo frente a Austria. El
propio don Carlos se puso en 1734 al frente del ejército que, dirigido por Montemar y
con el visto bueno del Pontífice, ocupó Nápoles sin excesiva dificultad. En mayo Carlos
era proclamado rey. Un posterior intento austríaco fue frenado en Bitonto. Meses des—
pués Montemar ocupaba Sicilia. La victoria española se correspondió con la derrota
francesa. Francia perdió en Polonia y hubo de admitir al candidato imperial.
La situación para España fue de éxito sólo parcial, pues la victoria en Nápoles se
compensaría con la pérdida, tras numerosas tensiones diplomáticas, de Parma, Plasen—
cia y Toscana. Además, el nuevo reino de Nápoles—Dos Sicilias no pasaría tampoco a
la Monarquía española. También se había demostrado en este conflicto que el pacto de
familia funcionaba mal. En los preliminares de Viena de 1735, Leszcynski renuncia a
Polonia y es compensado con Lorena, que a su muerte pasaría a Francia. El actual du—
que de Lorena quedaba desposeído y se le prometía la herencia de Toscana. El Empe—
rador recibía Parma y Plasencia y conservaba Milán. España no participó en estos pre—
liminares, pero no tuvo más remedio que aceptar sus condiciones, toda vez que Fran—
cia decidió nO pelear por los ducados. España aceptaría los preliminares en 1736. El
definitivo tratado de Viena lo firmarían Austria y Francia en 1738. Supone el triunfo
de la política de Fleury y la consiguiente recuperación de Francia que, además de recu—
perar Lorena, aunque en el futuro, salía fortalecida en su poder continental por el
acuerdo con Austria y, a pesar de todo, mantenía la amistad con España.
En España el tratado, hecho a sus espaldas, sentó mal. Esta guerra y sus conse-
cuencias fueron motivo para que se activara la oposición a Patiño, encabezada por el
Duende Crítico, un autor clandestino de papeles injuriosos para el ministro. El Duen—
de resultó ser un carmelita portugués, al servicio del embajador de Portugal en Espa—
ña. Tras él se pueden observar varias posturas: la presión inglesa frente a la labor re—
formista de Patiño, la Oposición de la antigua aristocracia que seguía marginada, en
general, de los mismos gobiernos reformistas y en fin, todo ello entorno a un supuesto
partido portugués que se alinearía en torno al cuarto del príncipe de Asturias y su mu—
jer, la portuguesa Bárbara de Braganza. Todos ellos se habían opuesto a la vuelta de
Felipe V al trono a la muerte de Luis I, y acechaban en la crisis de 1728, cuando la en—
fermedad del monarca pareció agravarse y la reina solucionó el problema huyendo de
Madrid. Patiño siguió aumentando su poder, a pesar de todo, hasta que murió en 1736,
antes de ver completamente pacificado el panorama de Italia.

1.11. Los ÚLTIMOS ANOS DEL REINADO, 1737—1746

La muerte de Patiño dio paso a nuevos ministros. El principal fue el secretario de


Estado, Sebastián de la Quadra, nombrado marqués de Villadarias en 1739. La secre—
taría de Hacienda la ocuparon, sucesivamente, el marqués de Torrenueva, Iturralde y
Verdes Montenegro. Durante un tiempo, Montemar fue secretario de Guerra, para pa—
sar a presidir el Consejo de Guerra. La tónica política siguió siendo la oposición de los
grandes, ahora esperanzados con la mayoría de edad de Fernando, las acciones refor—
mistas, sobre todo en Hacienda para superar los gastos de la guerra y la bancarrota de
1739, y la permanente preocupación por Italia. En este campo, el primer asunto de Es—
600 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tado que se planteó fue la boda de don Carlos, rey de Nápoles. Ya que el Emperador
seguía negándose a un matrimonio con un Borbón, las miras se dirigieron al rey de Po—
lonia, Augusto III, y la elegida fue su hija, M.21 Amalia de Sajonia.
Mientras tanto, la tensión en las relaciones con Inglaterra fue creciendo. El con—
flicto inglés tiene un trasfondo complicado que hunde sus raíces en los intereses de
este país en América y en la poco eficaz defensa que España podía hacer de sus vastas
provincias americanas. La amplitud del territorio y la distancia alas correspondientes
metrópolis favorecía, por otra parte, muchas incomprensiones. En cualquier caso, los
privilegios obtenidos por Inglaterra en Utrecht fueron aprovechados por sus usufruc-
tuarios como una cabeza de puente para mayores aventuras comerciales. España siem-
pre respondió intentando imponer la legalidad, pero era un esfuerzo imposible. La ten—
sión fue creciendo en torno alas presas de barcos ingleses, agresiones alas costas dela
América española, peticiones de indemnizaciones, etc. El ministro inglés Walpole tra—
tó de mantener la paz, se supone porque opinaba que era más beneficiosa para el co—
mercio, pero la oposición fue forzando las cosas hasta que en octubre de 1739 se al—
canzó el conflicto armado.
Las primeras acciones las dirigió Inglaterra contra América. Vernon se apoderó
de Portobelo en noviembre, pero los ingleses fueron rechazados en diversos lugares de
Cuba. Más tarde, en 1741, Vernon fracasaría también ante Cartagena de Indias, defen-
dida por Blas de Lezo. De golpe sobre todo moral puede considerarse la aventura del
comodoro Anson, que en 1740 saqueö las costas de Chile y después capturó el galeón
de Manila, el Nuestra Señora de Covadonga, un botín que valía mucho más que las
numerosas presas que hacían los corsarios españoles.
Este conflicto supuso un nuevo acercamiento entre Francia y España, consagra—
do esta vez por el matrimonio del infante don Felipe, ahora pretendiente a los ducados
italianos, con la hija de Luis XV, Luisa Isabel. Francia esperaba cercar a Inglaterra.
Pero antes de que ninguna potencia se dejara arrastrar por una escalada del conflicto,
las miras políticas se dirigieron nuevamente al centro de Europa donde en octubre de
1740 moria Carlos VI. Por la Pragmática Sanción el Emperador había modificado el
orden sucesorio a favor de su hija, M.a Teresa, en contra de las hijas de su hermano
mayor. El cambio, no aceptado por todos, daba excusas para reclamar supuestos dere—
chos y en definitiva, para la guerra. Para impedir el engrandecimiento de Austria,
Francia defendía la candidatura imperial del elector de Baviera y firmó con él la alian—
za de Nymphemburgo. A ella se sumaría España, interesada por combatir a los aus—
tríacos en Italia. Poco después las fuerzas quedaron definitivamente alineadas: Ingla—
terra apoyaría a Austria. Mientras se preparaba la guerra, Campillo accedió al poder
acaparando, al estilo de Patiño, las secretarías de Guerra, Marina, Indias y Hacienda
(octubre de 1741).
El conflicto había empezado con la invasión de Silesia por las tropas prusianas a
fines de 1740. Aunque la guerra en Alemania tuvo suertes variadas durante 1741 , Car—
los de Baviera consiguió ser elegido emperador en enero de 1742, como Carlos VII.
En Italia, franceses, españoles y napolitanos intentaron tomar Milán, sin conseguirlo.
España se quejaba del poco empeño francés.
A comienzos de 1743 tras la muerte del prudente cardenal Fleury, Francia deci—
dió implicarse más. Las posiciones francoespañolas mejoraron. A ello respondió el
nuevo ministro inglés, Carteret, con una alianza formal con Austria, a la que se sumó
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO Vl 601

Cerdeña (Tratado de Worms, de septiembre de 1743). Francia y España no tuvieron


más remedio que fortalecer también sus relaciones, lo que llevó al segundo Pacto de
Familia, de octubre de 1743. Espafia defendería la candidatura francesa al Imperio
—que, de momento, estaba perdida— y Francia apoyaría a España en sus pretensio—
nes italianas y en su lucha marítima contra Inglaterra. Como dice algún historiador,
Luis XV, desaparecido Fleury, se colocaba a remolque de los Farnesio. Ello suponía
que Francia declaraba abiertamente la guerra a Inglaterra, lo cual desplazaba el con—
flicto también a las colonias francesas en América.
En España, 1a muerte de Campillo a finales de 1743 favoreció el ascenso al po—
der de Ensenada. Campillo y ahora Ensenada siguieron la politica reformista ante—
rior. Las ordenanzas para la Marina, la prosecución de las políticas de apoyo a la
producción industrial y la reforma en la organizaciòn hacendística fueron continua-
das por estos dos ministros. Una fuerte subida del precio del tabaco, efectiva en
1741, garantizaría un aumento sustancial de los ingresos del erario para las guerras
en curso. Más aumentos se consiguieron con la puesta en administración directa de
buena parte de las rentas generales y de las provinciales. En el comercio con Améri—
ca se suspendió el sistema de flotas, seguramente por razones de seguridad durante
la guerra. A pesar del conflicto, que propició muchas presas, el tráfico americano
creció en estos años.
Las cosas de la guerra no podían cambiar mucho, pero al menos la guerra se pudo
hacer. Quienes habían criticado a Patiño no acertaban bien a explicar por qué en pocos
años los políticos que le siguieron en su línea, Campillo y Ensenada, consiguieron que
España fuera capaz de realizar un notable despliegue militar a partir de 1741, semej an-
te al despliegue naval que se había realizado poco antes. Tal parece que, a pesar de los
problemas, todos estos ministros habían conseguido recursos para lo que entonces
realmente importaba a los monarcas, la guerra dinástica y de prestigio. Sus opositores
no defendían verdaderamente la paz, sino sus intereses de grupo.
En el otoño invierno de 1743—1744 hubo acciones variadas en mar y tierra en el
norte de Italia, pero sin ningún resultado decisivo. En su trayecto hacia el norte, los na—
politanos vencieron al austríaco Lobkowitz en Velletri, triunfo que no sirvió para mu—
cho porque no hubo continuidad. Los cambios ministeriales, que coincidieron en
Inglaterra y Francia a finales de 1744, llevaron la guerra a un punto muerto. Como
suele ocurrir, la guerra es cara, empieza a ser impopular y se desea la paz. Pero nadie
acepta una paz poco favorable. Sobre todo, entre 1744 y 1746, el ministro francés
D7Argenson se negaba a aceptar una paz contra su idea de Italia, una federación de es—
tados que perjudicaría a Austria y a España. La guerra, pues, continuó. Los primeros
meses de 1745 fueron favorables a los Borbones. Después de que Francia hubiera de—
clarado formalmente la guerra a Austria en 1744, quedó abierto el frente de los Países
Bajos, donde Francia obtuvo una importante victoria en Fontenoy. Más tarde, los ejér—
citos francoespañoles, los gallihispani, como se les conocía en la zona, hicieron im—
portantes avances en el norte de Italia. Don Felipe entró en Milán al final del año, en
contra de los deseos de Argenson.
Pero la situación ya había empezado a cambiar. La muerte de Carlos VII había
abierto nuevamente la pugna por 1a elección al trono imperial, que finalmente (sep—
tiembre de 1745) recayó en Francisco I de Lorena, marido de M.a Teresa de Austria.
Este triunfo fue posible, entre otras cosas, porque M.& Teresa había recibido el apoyo
602 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

prusiano por mediación de Inglaterra, a cambio de renunciar a Silesia. Fue un fracaso


de la política de Argenson.
La ventaja obtenida por Austria y la mediación inglesa llevó al rey de Cerdeña a
implicarse más en la guerra. Con el Pacto de Familia debilitado por la política de
Argenson, la ofensiva austro—sarda durante el año de 1746 echó a los francoespañoles
de todo el norte de Italia. Francia había tomado Bruselas, lo cual le daba una capaci—
dad de negociación; pero las posiciones italianas, que es lo que interesaba a España, se
habían perdido, de momento, tras la derrota en Plasencia, en junio de 1746. Nápoles
quedaba amenazado. Un mes más tarde moría Felipe V. La victoria no habia llegado y
sus ministros se quejaban de que la guerra impedía realizar las necesarias reformas.
No obstante, ya antes de morir el monarca había entrevisto que la solución pasaría por
entenderse con Austria, rebajando los intereses a conseguir para el infante Felipe, y ol—
vidándose de una Francia que otra vez había abandonado sus obligaciones de aliada.
Cuando dos años después, se firme, por fin, la definitiva paz en Aquisgrán, la solución
vendrá en esa línea.

2. El reinado de Fernando VI

Fernando era muy diferente a su padre. Retratado como indolente y sin ambi—
ción, dejaría hacer bastante a sus ministros. Tampoco la reina Bárbara era como la
Farnesio. Tuvo dominio personal de su marido e influyó en la política, pero en mu-
cha menor medida que Isabel. Todo ello hace que el reinado de Fernando VI se
oriente de manera diferente al anterior. Desaparece la influencia extranjera, hay una
cierta compensación a la aristocracia con el nombramiento de Carvajal (también
aquí se oculta una mayor inclinación hacia Inglaterra, donde se puede ver la influen—
cia dela reina), se persigue la paz y se mantiene el programa reformista. El Rey, aún
joven y sano en los primeros momentos del reinado, restaura también una vida corte—
sana muy alicaída en los últimos años de Felipe V. Más adelante le aquejarán los
mismos males que a su padre. Entre tanto, la Corte se animó nuevamente con la co—
nocida voz de Farinelli, de la misma manera que se siguió protegiendo el arte (Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando), 0 la nueva cultura, concretada, por
ejemplo, en el éxito cortesano de las obras de Feijoo. A su madrastra, Isabel de Far—
nesio, la trató con discreto desprecio, pero manteniéndola con firmeza apartada de la
Corte y de la política. Era una respuesta a la actitud crítica de Isabel y su entorno ha-
cia los nuevos monarcas.
La situación ministerial cambió cuando en diciembre Carvajal fue nombrado se—
cretario de Estado. Villadarias se mantuvo, aunque pasó a Gracia y Justicia, y Ensena—
da conservó sus secretarías. Los «Vizcaínos» estuvieron a punto de desaparecer, pero
supieron mantenerse. A fin de cuentas, de Carvajal sólo les separaba la amistad portu—
guesa y la inclinación a Inglaterra. Con la sustitución del confesor real por el padre
Rávago, jesuita como los anteriores, pero español y amigo de Carvajal, el llamado
<<partido español» parecía tener el poder. La lucha política también es económica; en
concreto, lo que se dirime es la influencia que procede del dominio de los arrenda—
mientos de rentas y de los asientos para el ejército y la marina. La política reformista
fue reduciendo las oportunidades en ambos casos y haciendo más dura la pelea. Desde
L SREINADOS DE FELーPE V Y FERNANDO VI 603

el punto de vista de los aristócratas, Carvajal y Ensenada eran sólo asociados; de he—
cho, la aristocracia tampoco controló con ellos las decisiones importantes.
La clave del gobierno estará en el entendimiento de Carvajal y Ensenada. Lejos
de un antagonismo entre ambos, la realidad parece ir más en la línea de acuerdo ini-
cial de fondo y discrepancias puntuales que fueron creciendo. Ensenada había ayuda—
do en su carrera a Carvajal; cuando Carvajal fue nombrado para Estado, Ensenada se
mantuvo por su influencia. Tras la muerte de Carvajal, Ensenada fue destituido. No
parece que fueran enemigos.
Sin embargo, sus personalidades y formación, así como su modo de trabajar eran
muy diferentes. Sus ámbitos de competencias, no siempre bien diferenciados, y su vi—
sión de la política, así como sus posibles intereses personales de tipo clientelar, produ—
jeron bastantes e importantes discrepancias, pero no las suficientes para empañar una
política que, en conjunto, resulta complementaria. Esto no quiere decir que fuera coor—
dinada. Eso faltaba y tal defecto fue en aumento, hasta llegar a decisiones que el otro
ignoraba, como ocurrió con el Tratado de Límites o el concordato de 1753. Esto tam-
bién tuvo sus ventajas, ya que las diferencias entre los dos poderosos ministros des—
concertaba a los embajadores extranjeros. A la hora de mantener la paz armada, que
interesaba a los dos, ese peculiar dualismo pudo ser beneficioso.

1
I
2.1. LA PAZ DE AQUISGRÁN
"
Aunque Fernando VI deseaba la paz, estaba dispuesto a seguir defendiendo las
opciones italianas de los Farnesio, que en parte eran las de España. Se impuso la conti—
nuidad, mucho más si se tiene en cuenta la amenaza que a mediados de 1746 se cernía
sobre Nápoles. Tal continuidad tendría una nueva orientación, sin embargo: seguir al
lado de Francia, pero buscar una paz por separado con Austria e Inglaterra. Los pocos
resultados militares y, en cualquier caso, la ventaja alcanzada por Francia en los Paí—
ses Bajos, inclinaron a Inglaterra a buscar la paz una vez que hubo liquidado la aventu—
ra del pretendiente Estuardo. Las conversaciones parecían activarse después del vera—
no de 1746, pero la posibilidad de acuerdo seguía lejana dadas las exigencias de cada
país. En el caso español, el intento de paz por separado no resultó y además, produjo
mayor tensión con Francia.
La lucha continuó y los primeros meses de 1747 vieron una recuperaciôn de los
gallihispani en Provenza y Génova. Más influencia tuvo la ventaja que Francia consi-
guió en el frente holandés, lo que llevó a este país, ahora bajo el mando de Guiller—
mo IV, y por lo tanto a Inglaterra, a desear nuevamente la paz. En el invierno de
1747—1748 hubo más conversaciones que guerra. Los intentos de paz por separado
entre enemigos, al margen de sus respectivos aliados, no dieron resultado directo en
ningún caso, pero sí surtieron un efecto indirecto. Cada potencia recelaba de que su
enemiga consiguiera, a su costa, alguna ventaja en el posible acuerdo con su potencia
aliada. Todas se vieron en peligro de ser perjudicadas, especialmente Austria, que
pensaba que Inglaterra, en una relación bilateral con España, podía acceder a conce—
siones a este país en Italia que perjudicaran la posición austríaca o de Cerdefia.
La confusión en torno a la multiplicación de conversaciones por separado llevó a
todas las potencias a desear una asamblea conjunta. Para que la reunión tuviera éxito,
604 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

era preciso, sin embargo, hacer concesiones. Tal parece que en diciembre de 1747
ésa era la disposición y las conversaciones se trasladaron a Aquisgrán. Aun allí se tra—
bajaba por grupos, por lo que las <<concesiones» no las hicieron necesariamente las po—
tencias interesadas. El acuerdo vino, sobre todo, por el entendimiento entre Francia y
Austria, al que Inglaterra tuvo que ceder dada la situación militar en Holanda. Francia
tenía poco que reclamar, así es que lo más importante era que Austria cediera al infan—
te don Felipe los ducados italianos. Inglaterra lo aceptó porque no se entró en más de—
talles. España quedó decepcionada porque nada se dijo de sus pretensiones sobre Gi—
braltar y Menorca y de otros agravios con Inglaterra que habían sido la causa de la
guerra de la Oreja de Jenkins, comenzada en 1739. No obstante, no le quedaba más re—
medio que firmar.
La firma definitiva del tratado de Aquisgrán se produjo en octubre de 1748, entre
las principales potencias. Se restituían las conquistas de guerra en todos los casos.
Austria ganaba el reconocimiento de la Pragmática Sanción, quizás lo que más le inte—
resaba, pero perdía los territorios ya entregados en algunos tratados parciales (Sile—
sia), una zona del Milanesado, que pasaba a Cerdeña para compensarla de la pérdida
de Plasencia, así como Parma, Guastalla y el Placentino, que pasaban al infante don
Felipe. Inglaterra conseguía mantener el equilibrio europeo: las pérdidas de Austria
son pequeñas, aunque van a favor del avance de Prusia, hasta entonces una potencia
menor. Francia mantenía un dominio continental, pero no lo había ampliado, y Holan—
da se había salvado finalmente.
En cuanto a España, veía cómo Carlos se mantenía en Nápoles y cómo el infan-
te don Felipe se establecía definitivamente en los ducados. Esta ventaja era mínima
si se entiende que incluía cláusulas de reversión: los descendientes del infante no he—
redarían estos territorios. Por otro lado, ninguna de las pretensiones españolas en las
que Francia se había comprometido a ayudar por el segundo Pacto de Familia se vie—
ron satisfechas. Aquisgrán es, en realidad, una tregua forzada por la igualdad de los
contendientes. Después de 1748 empieza una guerra fría en la que las potencias se
preparan en la paz para una nueva ofensiva; un periodo lleno de tensiones y de suti—
lezas diplomáticas que preparan un escenario diferente, pues uno de los problemas
que se habían visto en el recién terminado conflicto es que las alianzas no habían
funcionado.
Un convenio hispanoinglés venía a completar el tratado de Aquisgrán en cuestio—
nes menores bilaterales, en 1749. España ratificó anteriores tratados comerciales con
Inglaterra e indemnizó a la Compañía de los Mares del Sur por los años de la guerra en
que no había podido disfrutar de su asiento. A pesar de todo, en 1748 se llegaba a una
situación que era impensable para España en 1715. Después de ese año, la diplomacia
española se habría propuesto mejorar la situación en los dos ámbitos más claros de su
influencia, Italia y el Atlántico. Pues bien, en 1748, y con más claridad en 1750, Espa—
ña había conseguido restaurar algo de su influjo en Italia y, a la vez, logró prevenir los
riesgos de los ataques ingleses en América y recuperar los privilegios comerciales
concedidos a Inglaterra en Utrecht. Era más de lo que le había quedado después de la
guerra de Sucesión. Se suele decir que la política internacional de Felipe V se dedicò,
sobre todo, al irredentismo italiano; no por ello hay que olvidar los avances estratégi—
cos en el Atlántico frente a Inglaterra.
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 605

2.2. LA NEUTRALIDAD

La paz sería aprovechada para mejorar la economia y reforzar el Ejército y, sobre


todo, la Marina. Los métodos difieren. Carvajal prefiere la diplomacia, Ensenada es
más partidario de la paz armada, de la intimidación que proporcionan los ejércitos. El
resultado, quizás no buscado, supone un equilibrio de acciones. En última instancia a
ambos ministros les interesaba fortalecer el poder español, con independencia de
a qué potencia prefirieran acercarse. Si ambos buscaban la paz, como modo de sacar
más ventajas para España, el problema estaba en resistir los esfuerzos diplomáticos de
Francia e Inglaterra. España consiguió mantener bien la equidistancia entre ambos ex—
tremos durante estos años.
Los dos ministros temían el poder de las otras dos grandes potencias, tanto en tie—
rra, como en mar. Era preciso acercarse a ellas, pero sin comprometerse con ninguna;
mucho más, había que evitar caer en una dependencia de alguna. La experiencia lleva—
ba a desconfiar de Francia, que no había cumplido en las últimas ocasiones, y de Ingla—
terra, cuyos acercamientos habían sido siempre insuficientes. El resultado era una
obligada neutralidad, y mientras tanto, era necesario armarse.
La neutralidad en Europa parecía más fácil, no tanto en América. Se temía la po—
sibilidad de una alianza de Inglaterra con Holanda, que produciría un absoluto domi—
nio de los mares. Sólo quedaba fortalecer la Marina y esperar. El acercamiento a Por—
tugal se veía necesario y posible, para lo cual había que aflojar la alianza francesa y
cuidar de no caer en la dependencia inglesa. La amistad con Austria también se veía
necesaria para mantener las posiciones en Italia. Todo llevaba a pensar en una política
internacional diferente para el futuro. El fondo de este planteamiento era compartido
por Carvajal y Ensenada.
¿Cómo se aplicó en la práctica la neutralidad? Ya Aquisgrán había sido un ejemplo
de la vía a seguir. Otra ocasión surgirá a propósito de la colonia del Sacramento, territo—
rio entre el sur de Brasil y la orilla norte del Plata, en el que los portugueses habían veni—
do haciendo considerables avances en toda la primera mitad del siglo. El problema de
fondo eran los límites entre las colonias de ambos países, una cuestión que había llegado
a ser importante a finales del siglo XVII, pues los progresos portugueses en Sacramento
amenazaban la seguridad de la posesión española del Plata. Carvajal pretendía inter—
cambiar a Portugal el territorio del Sacramento por una zona del Paraguay, Ibicuy, don—
de se habían extendido las misiones de los jesuitas, lo que se resolvió, en primera instan—
cia, en enero de 1750. El inmediato ascenso al trono portugués de José I vino a compli—
car la puesta en práctica del acuerdo, porque el nuevo ministro Pombal se oponía a él.
Gracias a la mediación de doña Bárbara ante su hermano José, el acuerdo se ratificó en
1751. Pero el asunto provocaría posteriores desacuerdos y nuevas conversaciones que
se alargarían por problemas variados. El primero es que ni en España ni en Portugal se
recibió bien la noticia. En ambos países muchos pensaban que era un tratado perjudicial.
Además estaban las intrigas internacionales, especialmente de Inglaterra, que no
veía bien la resolución de un conflicto hispanoportugués, presumiblemente favorable
a España. Pero también existía el problema de que España vinculaba el tratado a un
acuerdo para la zona del Amazonas-Orinoco, en la que también se suscitaba la cues—
tión de límites. Un acuerdo de España y Portugal en esa zona podía estar en contra de
intereses comerciales de Francia y de Holanda, establecidas en las Guayanas.
606 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

En tercer lugar, estaban los jesuitas de las misiones, que se negaron a desocupar
los territorios, apoyados por quienes creían que la cesión de los mismos a Portugal ce—
rraba el paso desde Buenos Aires hacia el interior, hacia el Chaco. Entre los opositores
estaba el mismo Ensenada, que seguramente no participó en las negociaciones. Así
pues, el tratado no sólo no resolvió nada, de momento, sino que provocó un conllicto
armado entre portugueses y guaraníes cuando los primeros intentaron ocupar las tie—
rras cedidas por España. Si uno de los aspectos de la neutralidad era el acercamiento a
Portugal, el primer envite no fue muy afortunado en los resultados, aunque sí propició
un trabajo conjunto para solucionar el problema. Tal solución no llegaría hasta 1761.
También en el área atlántica se mejoró el convenio hispanoinglés firmado en re—
lación con Aquisgrán. El tratado de octubre de 1750 ratificaba que el asiento y el navío
de permiso se prolongaban sólo por cuatro años. España pagaba 100.000 libras a la
Compañía de los Mares del Sur, que renunciaba a cualquier otra reclamación. Final—
mente, se consideraban zanj adas todas las disputas entre ambos países. España ganaba
libertad en el comercio americano; no obstante, los comerciantes ingleses veían bene—
ficiada su presencia en los puertos españoles. En la estrategia internacional, se pone en
práctica la idea de no depender de nadie, ya que el tratado se hizo a espaldas de Fran—
cia. Para algunos autores, y a pesar de la supresión de los privilegios de Utrecht, el tra—
tado suponía dar más ventaja a los ingleses, que a través de España podrían comerciar
mejor con América, si bien Inglaterra se comprometía a defender las colonias españo—
las frente a ataques enemigos. La amistad que parecía acercar a ambos países no se lo—
gró hacer extensiva a las devoluciones de Gibraltar y Menorca. En la práctica, la amis-
tad no sería duradera, ya que la diferente idea de entender el comercio con América
pronto empezaría a producir nuevas fricciones.
En la política mediterránea la neutralidad se manifiesta en la continuidad de
defender las posiciones alcanzadas en Italia, pero sin mayores compromisos. Un enla—
ce dinástico reforzará esa situación. Se trata del matrimonio entre una hermana de Fer—
nando VI y el heredero de la casa de Saboya, en 1749. Por otra parte, en 1752 España,
Austria y Cerdeña firmaron un tratado defensivo que consagraba la neutralización de
Italia conseguida en Aquisgrán. Italia viviría medio siglo en paz sobre la base de una
autonomía real de sus territorios respecto a la influencia de potencias extranjeras.
Respecto a los poderes del norte de África, los dos ministros pensaban que la me—
jor manera de solucionar el corsarismo era llegar a acuerdos comerciales y políticos.
Faltos de la colaboración de Inglaterra, no se dieron muchos pasos, pero se instauraría
una política que acabaría dando fruto en el reinado siguiente. En relación con África
están algunos problemas con Hamburgo y Dinamarca. Estos países hicieron acuerdos
para vender armas a Argel y otros países de la zona, lo que llevó a España a suspender
el comercio con ellos. Los problemas se arreglarían con sendos acuerdos de 1752
y 1757.

2.3. EL REFORMISMO

En un escenario de neutralidad, el reformismo económico aparece como algo


fundamental, pues esa paz sólo sería eficaz si servía para fortalecer el poder militar y
mejorar el respaldo económico: dinero para el Ejército y la Marina, y progreso del co—
LOS REINADOS DE FELIPE V Y FERNANDO VI 607

mercio y de la industria serían, en la más pura línea mercantilista, los objetivos princi—
pales de las reformas. En Marina destacan las Ordenanzas generales de la Armada, de
1748, que completan las de 1725 y 1737. En 1748 se suprimió el Almirantazgo. Tam—
bién se hicieron ordenanzas de montes y de matrículas (1748 y 1751), se relanzaron
las actividades en los arsenales y se adoptó definitivamente el sistema de construcción
inglés. Los años de Ensenada supusieron un fuerte incremento de los gastos navales.
En 1750 hubo también nuevas ordenanzas para el Ejército.
La reforma de la Hacienda intentó ser revolucionaria mediante el establecimien—
to de la contribución única en Castilla, un sistema que ya había sido implantado en la
Corona de Aragón a raíz de la guerra de Sucesión, aunque con imperfecciones. En
1749 se firmaría el decreto de esa única contribución basada en las rentas personales y
de la tierra. Su puesta en práctica exigía la realización de un catastro, que llevó unos
pocos años. Luego, las primeras pruebas no resultaron satisfactorias y finalmente la
crisis de 1754, en la que cayó Ensenada, frenaría el proceso una buena temporada. La
reforma trataba de ser más igualitaria socialmente, así como conseguir más dinero de
las rentas más abundantes, las de la tierra. La oposición a la reforma tenía en cuenta no
sólo la enemistad de la aristocracia terrateniente, que veía tocados sus ingresos, sino la
evidencia de que al principio se cobraría menos que antes, mientras no se consolidara
el sistema.
En 1749 se consiguió que todas las rentas fueran puestas en administración direc—
ta por la Hacienda. Se suprimieron así todos los arrendamientos, aunque los arrendata—
rios y sus gentes en muchos casos acabaron siendo nombrados funcionarios del ramo,
pues eran los que conocían los mecanismos de recaudación. Inicialmente el ahorro fue
grande, pues se suprimieron los beneficios que paraban en manos de los arrendatarios;
a la larga, sin embargo, el sistema perjudicó al mundo financiero pues redujo las posi-
bilidades de negociar con la Administración, uno de los cauces fundamentales de ese
negocio. También en el ámbito financiero se produjo la creación en 1751 del Real
Giro, mediante el cual la Hacienda gestionaría la salida de dinero de España y el pago
de operaciones en el extranjero. Como en el caso anterior, el Giro produjo beneficios a
la Administración, pero redujo el negocio de los financieros privados.
El comercio con América seguiría viendo modificaciones con la creación de nue—
vas compañías privilegiadas por acciones, sistema que se perfeccionaría con el desa-
rrollo de las compañías <<de comercio y fábricas», que a los privilegios mercantiles
unían el de la fabricación de los productos que serían enviados a América. En la políti—
ca industrial se siguió en la línea de las fábricas estatales con la creación, por ejemplo,
de las de paños de Brihuega y de San Fernando, de sedas de Talavera y con el nuevo
edificio, y consiguiente ampliación de la producción, de la fábrica de tabacos de Sevi—
lla. La promoción de la industria se activó igualmente con una intensa política de
atracción de técnicos extranjeros para diversos ámbitos, así como con una política
de exenciones fiscales, concedidas desde 1752 a título general, que mejoraba amplia—
mente el sistema anterior de concesiones particularizadas. La Junta de Comercio, diri—
gida por Carvajal, estaba detrás de la mayoría de estas iniciativas.
Más novedad reviste en este reinado la política de comunicaciones, por la que se tra—
tó de mejorar los transportes entre Madrid y la periferia, especialmente con la costa norte:
carreteras del puerto de Guadarrama, de Burgos a Reinosa, inicio de la construcción del
canal de Castilla; además, mejora de algunos puertos. En 1749 se restableció el sistema de
608 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

intendentes (creado en 1718 y suprimido en 1724), que además de agentes del gobierno
eran los encargados del fomento de las actividades económicas en sus circunscripciones.
En conj unto, el reformismo de Ensenada y Carvajal supone continuidad con las líneas an—
teriores, modificaciones de detalle y también alguna contradicción, como la duplicidad
que supone crear nuevas fábricas estatales mientras se mejora la legislación de las empre—
sas particulares. Los puntos en los que fracasaron muestran la fuerza de la oposición y los
límites a los que ésta iba a permitir llegar: los privilegios estamentales.
En este reinado se consiguió también un concordato con la Santa Sede, firmado
en 1753 con Benedicto XIV, por el que se llegaba a un acuerdo sobre la provisión de
cargos eclesiásticos, tema que había sido objeto de problemas durante toda la primera
mitad del siglo y que el acuerdo de 1737 no había zanjado en su totalidad. El Rey con—
siguió un poder de patronato bastante amplio.

2.4. LA CRISIS DE 1754 Y EL FーNAL DEL REINADo

La política cambiaría súbitamente con la inesperada muerte de Carvajal. Su desa—


parición rompió el equilibrio que se había creado con los intereses y personalidad del
otro ministro. El ascenso le tocó a Ricardo Wall, entonces embajador en Londres y
personaje de la línea de Carvajal y bienquisto del embajador ingles en Madrid, Keene,
que procuraba influir para rebajar la tendencia reformista. Ensenada pretendió contra—
rrestar la creciente inlluencia británica con un ataque a los ingleses de Campeche con
ayuda de Francia. Se equivocó, porque la influencia de Keene era ahora grande y los
reyes apoyaron la oposición contra Ensenada, que fue arrestado y desterrado de la
Corte. Sus cargos se repartieron entre Arriaga, Eslava y Valparaíso, éste en Hacienda.
Más tarde cayó también el confesor real, Rávago.
Inicialmente el cambio de gobierno parecía continuista, pues todos los persona—
jes habían sido protegidos de Ensenada; pero, de hecho, su elevación al poder cambió
la política: con algunos aspectos positivos (la privatización de muchas fábricas estata—
les) y el mantenimiento de la política proteccionista y de exenciones fiscales; pero
también con otros negativos, como el freno al proyecto de la única contribución o la
vuelta del sistema de flotas para Nueva España. También se frenó el programa de re-
novación de la Marina. En 10 internacional las cosas no cambiaron mucho. La supues—
ta anglofilia de Wall no se mostró tal. Los ingleses fueron más agresivos y Wall les re—
sistió. Las tensiones crecieron en el capítulo de presas, contrabando, corte ilegal de
palo y similares. Eran todas actividades particulares, pero el gobierno británico no las
atajaba. Sin embargo, ante el comienzo de la guerra de Siete Años, el gobierno de
Wall prefirió mantener la neutralidad, en realidad una pasividad inoperante.
Bien es cierto que, desde el punto de vista interno, la situación no estaba para to-
mar decisiones. Los dos últimos años del reinado fueron de inactividad total. La muer—
te de la reina en 1758 sumió al Rey en una profunda crisis de melancolía. Hacia el final
el propio Carlos, desde Nápoles, empezó a tomar algunas decisiones, si bien no podía
ir más allá de las urgencias. La muerte de Fernando VI en 1759 pondría fin a unos bre—
ves años de desgobierno.
LOS REINADOS DE FELIPE v Y FERNANDO VI 609

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CAPÍTULO 23

CARLOS III (1759—1788)

por JosE CEPEDA GÓMEZ


Universidad Complutense de Madrid

1. La buena imagen de un rey

El reinado de este Borbón, tercero de los hijos de Felipe V que subió al trono, ha
sido tradicionalmente considerado como el más acabado ejemplo del reformismo ilus—
trado español, y la mayoría de los historiadores ha volcado elogios sobre su figura y su
obra de gobierno, hasta el extremo de haberse convertido en un tópico hablar del <<gran
rey Carlos III» 0 del «mejor alcalde de Madrid». En los últimos años, esta visión del
reinado viene siendo rectificada en parte; sin negar al Rey una bondad natural que pa—
rece indiscutible y una sabia capacidad para escoger a colaboradores eficaces, no es
menos cierto que Carlos III —y esto se olvida demasiado a menudo— es el más claro
ejemplo de la doctrina política del despotismo. Palabras suyas, escritas a su hijo Car—
los IV son éstas: <<Quien critica los actos de gobierno comete un delito, aunque tenga
razón.» Se le atribuye, asimismo, la sentencia que compara a los súbditos con los ni—
ños, <<que lloran cuando se les quita la mierda, pero hay que lavarles...>>. Cualquiera de
las dos frases resumen muy bien la mentalidad de ese rey. Era, nada más pero nada
menos, un soberano del despotismo ilustrado. Buscar pretendidas virtudes <<progresis—
tas» en su acción de gobierno porque expulsó a los jesuitas o porque mantuvo posicio—
nes firmes frente a Roma en ciertas disputas diplomáticas no pueden hoy seguir man-
teniéndose. Su propia relación con Madrid —ciudad de la que huyó despavorido en
marzo de 1766, tras los motines— es compleja; varios de los monumentos más sim—
bólicos y representativos de la capital fueron erigidos durante su reinado, pero él trató
de vivir la mayor parte posible de sus días en los Sitios Reales de los alrededores
(Aranjuez, El Pardo, La Granja, El Escorial), y no en el Palacio Nuevo (actual Palacio
Real o de Oriente), que se concluyó en su época.
Le favorece a Carlos III la comparación con los otros borbones españoles que le
antecedieron y le sucedieron en el trono español: su padre, su hermano, su hijo o su
nieto. Pero su imagen se beneficia, y muy particularmente, del hecho de que su muerte
se produjo en diciembre de 1788, en las vísperas del gran cataclismo que, para las mo—
612 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

narquías europeas, significó el proceso revolucionario que se simboliza en eljulio pa—


risino de 1789, y que venía anunciándose soterradamente en Europa occidental en las
décadas anteriores.

2. ¿Hacia la crisis del Antiguo Régimen?

También en España habían aparecido sentimientos nuevos y factores de cambio


que apuntaban con claridad contra los cimientos del absolutismo, que estallarán ya en
los años del reinado de su hijo y sucesor, Carlos IV, iniciando la crisis definitiva del
Antiguo Régimen. Pero, aunque no lleguemos tan lejos como aquellos historiadores
que han llegado a proponer la fecha de 1766 como la que marca en España el punto de
partida de esa crisis final del sistema político—jurídico—económico—social que había
imperado en Europa durante siglos, sí nos resulta hoy evidente que en la segunda mi—
tad del siglo XVIII se estaban anunciando notables transformaciones en la sociedad y la
política en los países de Europa occidental, España incluida, que auguraban la crisis
del Antiguo Régimen.

2.1. EL PAPEL DEL REY Y EL GOBIERNO DE LOS MINISTROS ILUSTRADOS

En el orden político, más que de absolutismo regio debemos hablar de <<absolu—


tismo de los ministros». Domínguez Ortiz, en su libro Carlos III у la España de la
Ilustración, resume el proceso en estos términos: «… la despersonalización de la Mo—
narquía había avanzado lo suficiente como para que las carencias personales de un rey
no influyeran demasiado en las tareas de gobierno. Lentamente se estaba verificando
el paso de un gobierno personal a un Estado impersonal con órganos propios, que ase-
guraba la continuidad a través de los avatares personales [...]. El Estado (durante la
crisis de 1758—1759 en que Fernando VI estaba loco y no podía reinar) era ya una ma—
quinaria, reducida, pero de gran perfección, capaz de marchar por sí sola. El absolutis—
mo regio era en la práctica el absolutismo de los ministros. De esta manera, silenciosa—
mente, se estaba preparando el tránsito del Rey absoluto al Estado absoluto, en el que
el rey sería más bien una instancia suprema y una garantía de continuidad que un órga—
no directo de gobierno». Por eso, para conocer bien el reinado de Carlos III, el de la
plenitud del reformismo ilustrado, resulta indispensable estudiar la figura y la obra de
los ministros y sus equipos de gobierno y de sus redes clientelares, que han venido en
llamarse <<los partidos» de la Corte de Carlos III.

2.2. LAS ETAPAS DEL REINADO

Un reinado de casi treinta años viene marcado necesariamente por diversas etapas,
aun cuando pueda parecer un todo homogéneo dirigido por la voluntad real, la única
que, a la postre, nombraba о destituía a los altos dignatarios que llevaban el día a día de
la gestión política. Entre 1759 y 1766, la etapa de las «reformas precipitadas», estuvo
ejemplarizada por el marqués de Esquilache, uno de los varios colaboradores italianos
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614 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

que acompañaron desde Nápoles a Carlos III. Terminò, bruscamente, con los graves su—
cesos de la primavera de 1766, que veremos después, y con la llegada a la cúspide del
gobierno del conde de Aranda, grande de Espafia, capitán general y cabeza notoria de
uno de los «partidos» citados. Entre 1773 y 1776 el personaje más significativo en la
Corte es el secretario de Estado Jerónimo Grimaldi, víctima política y cabeza de turco
del monumental fracaso que sufrieron las tropas españolas en su intento por desembar-
car en Argel. La crisis se solucionó con la llegada a la Secretaria de Estado de don José
Mofiino —a quien había concedido poco antes el rey el titulo de conde de Floridablan—
ca— y que permanecerá en ese cargo durante lo que quedaba de reinado.

2.3. LA CULMINACIÒN DE UN PROCESO: LA JUNTA DE ESTADO

Precisamente fue Floridablanca el impulsor de la Junta de Estado, auténtico origen


del Consejo de Ministros de España y que se creó en 1787 para coordinar todos los ra-
mos de la alta política de la Monarquía bajo la dirección de un «primer» secretario de
Estado (de aqui que, en otros países 0 en otras épocas en España, se hable de primer mi—
nistro o presidente del Consejo de ministros). Asistian todos los secretarios del Despa—
cho y eran presididos por el secretario de Estado (Floridablanca) que se perfilaba como
el verdadero «presidente del gobierno» de la época. Si bien es verdad que el rey Car—
los III presidía ocasionalmente esa reunión de secretarios, el hecho de que existiera un
organismo de coordinación de los «ministres» que ya no despachaban únicamente —y a
solas— con el Rey, concede & esa Junta de Estado una gran importancia en la historia de
la Administración española y, por ende, en la historia del pensamiento político, porque
«restaba» poder al soberano. Era, en suma, la ultima muestra de ese proceso de perfec—
cionamiento de la maquinaria administrativa de la Espafia del siglo XVIII. Y respondía a
una evolución de la teoría política de los ilustrados y que nos obliga a replanteamos vie—
jos conceptos como el de absolutismo monárquico dieciochesco.

2.4. EXTRANAS PAREJAS: DESPOTAS E ILUSTRADOS

En ese momento histórico pugnan dos conceptos antagónicos; la teoría oficial


habla de la delegación directa de la soberania en el rey por parte divina —<<Carlos III
rey por la gracia de Dios»— pero, en realidad, los ilustrados empezaban a preguntarse
y a cuestionar esa teoria, por más que no la plasmasen, en España, en textos publica—
dos. Precisamente nuestros políticos de la Ilustración se protegieron bajo el manto de
un despotismo monárquico en el que nO creían para llevar a cabo su política reforma-
dora. Se beneficiaron del amparo real, que les cubría de las críticas o amenazas de los
enemigos de sus políticas, y les permitía «gobernar» sin cortapisas a su despotismo
ministerial. A cambio, eso si, de no transgredir el umbral marcado por el concepto teó—
rico de la soberanía de carácter divino. Esta interesada (o cínica) actitud de muchos de
los gobernantes de nuestro si glo XVIII explica los elogios de tintes desmesuradamente
hagiográficos que dedicaron a Carlos III personajes como Campomanes o Jovellanos,
y que nos resultan llamativos por venir de personas de talante reformista e indiscutible
talla intelectual. Uno de los políticos del periodo escribió estas reveladoras palabras:
CARLOS III (1759—1788) 615

«para el logro de las grandes cosas es necesario aprovechamos hasta del fanatismo de
los hombres. En nuestro populacho está tan válido aquello de que el rey es señor abso—
luto de la Vida, las haciendas y el honor, que el ponerlo en duda se tiene por especie de
sacrilegio, y de aquí el nervio principal de la reforma. Yo bien sé que el poder omní-
modo del monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también co—
nozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados por el poder
omnímodo...» (León de Arroyal en las Cartas al conde de Lerena).
Cabe decir, en fin, que la política llevada adelante en los años 1759 a 1788 obedece
a la decisión de un pequeño conjunto de altos dignatarios que, contando con el apoyo tá—
cito —pero no inamovible— del rey Carlos IH, gobiernan desde las Secretarías del Des—
pacho y desde el Consejo de Castilla la Monarquía española y sus, todavía, inmensos es—
pacios coloniales, que alcanzan en esos años la mayor extensión lograda hasta entonces
por imperio alguno: la última expansión hispana se lleva adelante en los años 80 del si—
glo XVIII por los inmensos territorios del suroeste y de la costa del Pacífico de los actua—
les Estados Unidos. La ciudad de San Francisco se funda por súbditos de Carlos III en
1776, el mismo año de la declaración norteamericana de independencia de Gran Breta—
ña. Y poco antes de terminar el reinado, una expedición de marinos españoles llegaba a
la actual Columbia británica, en el actual Canadá fronterizo con Estados Unidos.

3. Los primeros años del reinado

3.1. CARLOS III Y LA HERENCIA ITALIANA

Carlos III <<aprendió a ser rey en Nápoles» y allí encontró en Bernardo Tanucci, su
gran ministro, no sólo un colaborador sino un inlluyente maestro de quien conservó sus
consejos y aún los siguió recibiendo en España —en forma epistolar— durante muchos
años después de su partida definitiva del reino del sur de Italia. En Nápoles adquirió una
gran fama que le hizo conocido en Europa como un rey reformador; esa positiva imagen
también se extendía por una España que le recibía en 1759 con los brazos abiertos, tras
una lamentable situación derivada de la parálisis que acompañaba a la Monarquía de
Madrid en los años de locura de su hermanastro, Fernando VI. EI gran recibimiento que
le tributó el pueblo de Barcelona, y que se prolongó entre los habitantes de todos los
pueblos y ciudades de Cataluña y Aragón que le vitoreaban en su viaje hacia Madrid,
fue más que una simple muestra de un protocolario saludo a un rey por sus súbditos.
Pero conviene destacar que Carlos III no alteró un ápice los decretos de Nueva Planta.
Más aún, como ha recordado hace poco García Cárcel, medidas contra el catalán en las
escuelas —atribuidas siempre a Felipe V— fueron aplicadas en tiempos de Carlos III y
no en el reinado de su padre. Es, en fin, otra muestra más de la buena prensa que viene
acompañando a nuestro personaje desde hace más de doscientos años,

3.2. Los PRIMEROS ANOS. EL GOBIERNO DE ESQUILACHE

En Nápoles había contado con la colaboración de Tanuccí y de Esquilache, pero


mientras que aquél se quedó en Italia (presidiendo el Consejo de Regencia del joven
616 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Fernando IV de Nápoles, hijo de nuestro Carlos), Leopoldo de Gregorio, marqués de


Esquilache, vendrá a España y formará parte, como secretario de Hacienda y Guerra,
del primer equipo de gobierno de Carlos III, que conserva del anterior reinado a los se—
cretarios Julián de Arriaga (Marina e lndias) y Ricardo Wall (Estado). No llamó, en
cambio, al marqués de la Ensenada, que había sido desterrado en 1754, y que aspiraba
a recuperar el favor real de Carlos III. En 1763 el genovés Grimaldi sustituyó a Wall y
quedaron, pues, en manos de «italianos» las principales secretarías: Hacienda, Guerra
y Estado. Este hecho será determinante para que, durante los incidentes de la primavc-
ra de 1766, aparezca en Madrid y en otras ciudades y pueblos de España una corriente
de xenofobia. La mala coyuntura económica de los años sesenta y la tendencia de to—
dos los pueblos a «personalizar» en algún gobernante concreto los males económicos
(Labrousse 10 definió como «concepción antropomórfica de la crisis»), junto a la exis—
tencia de grupos de oposición de la nobleza española que no veían con buenos ojos a
esos «innecesarios ministros extranjeros» que mal aconsejaban al Rey, confluyeron
durante las gravísimas alteraciones que pusieron en jaque a la Monarquía borbónica
en la primavera de 1766, y que marcö el fin de ese primer periodo de gobierno, carac—
terizado por el intento de Esquilache y sus colaboradores de reformar en profundidad
la Hacienda y la economía, siguiendo las emergentes corrientes europeas que apunta-
ban hacia un liberalismo contrario a cualquier tipo de trabas proteccionistas.

3.2.1. Buenas reformas, mal talante, peor momento

El equipo de Esquilache trató de revitalizar el proyecto ensenadista de reforma


fiscal (con el consiguiente malestar de los privilegiados) y se creó una renovada Jun—
ta del Catastro; importò de Italia la lotería en 1763 (con la crítica, ahora, de los puris-
tas que juzgaban impropio que el Estado <<ilustrado>> se beneficiase del deseo de los
súbditos de enriquecerse sin trabajar, aunque esta primera lotería española —llama—
da <<beneficiata>>— serviría para mantener obras asistenciales); creó un Montepío
Militar en 1761 (especie de seguridad social para los soldados y sus viudas y huérfa—
nos, y que responde a la idea que está naciendo en ese siglo y que prima el concepto
de beneficencia sobre el de caridad); inició una política de mejora de las infraestruc—
turas urbanas, empezando por la villa de Madrid, creando un moderno alumbrado, el
alcantarillado y unos desagues que no existían y que hacían de la Corte española un
lugar oscuro, peligroso y sucio y sin la menor higiene (y que provocó, por sorpren—
dente que hoy nos pueda parecer, unas protestas de muchos médicos que creían que
¡no sería bueno para los pulmones de los madrileños respirar aires tan limpiosl); se
dictaron (y también suscitaron franca hostilidad) medidas de corrección de costum—
bres y vestimenta, que trataban de evitar los embozos y atavíos que facilitaban a los
delincuentes pasar desapercibidos y ocultar sus armas (y que, al tiempo, buscaban
una «modernización» del traje tradicional, en típica actitud ilustrada paternalista);
se dedicô un notable esfuerzo reorganizador en temas militares, tanto en cuanto se
refiere a los reclutamientos como a la creación de centros de formación de oficiales,
destacando la apertura del Real Colegio de Artillería de Segovia (1764), excelente
centro de ensefianza e investigación que preparó en los años siguientes a muchas
promociones de artilleros bien formados en matemáticas, química, física y demás
conocimientos de esa <<arma sabia».
CARLOS ш (1759—1788) 617

3.2.2. El dificil camino hacia el librecambismo

Esquilache y sus colaboradores dictaron disposiciones de política agraria de cor-


te fisiocrático y antiproteccionista sobre arbitrios, abastos, pósitos, bienes de propios
y comunes, regadíos, etc. que culminaron con la publicación del decreto que abolía la
tasa del trigo y permitía su libre circulación (julio de 1765), y que terminaba con siglos
de política proteccionista.
A1 igual que sucedía en las otras actividades mercantiles, rígidamente controla-
das por los gremios y cofradías, los precios del trigo estaban tasados, fijados, en este
caso, por las autoridades. Los precios oscilaban, pero nunca tan libremente como ha—
rían si estuviesen sometidos a las leyes de la oferta y la demanda y a la libertad de co—
mercialización. Se protegía al consumidor, no al productor. En los años centrales del
siglo xv… comienza a ganar adeptos en ciertos grupos políticos españoles la idea
del libre comercio. En 1761 se presentó una Memoria a la Junta General de Comer—
cio, escrita por Gray Winckel, un consejero holandés del Rey y comerciante de gra—
nos a gran escala, que preconizaba la necesidad de liberalizar los precios y de buscar
mercados, incluso en el extranjero. Estos principios fisiocráticos fueron <<concebi—
dos» en los años 1754—1760, en los que las cosechas españolas fueron buenas. En
este contexto deben enmarcarse los ataques contra los gremios y decretos como el de
julio de 1765.

3.2.3. La abolición de la tasa del trigo de 1765

Pero estas reformas, que hoy consideramos modernizadoras y dignas de elogio,


fueron promovidas, todas, con poco tacto y, alguna, en mal momento. Sobre todo la
que suprimía la tasa del precio del trigo. (Е1 pan era un producto tan básico en
la Edad Moderna que a los historiadores actuales su precio, por sí solo, nos puede
servir como índice de referencia semejante a lo que hoy llamamos IPC —índice de
precios de consumo— al estudiar «el coste de la vida» en nuestros días). La Junta de
Comercio pasó a Esquilache la Memoria de Winckel y este secretario la pasó a los
fiscales del Consejo de Castilla. Pero el tiempo había transcurrido desde su redac—
ción, y las condiciones habían cambiado mucho. Aparte de que aún no se habían bo—
rrado las huellas económicas de la guerra de los Siete Años (empezada en 1756, pero
en la que España no interviene directamente hasta 1761), la inoportunidad de esa
medida adoptada por Esquilache y sus colaboradores (entre ellos Pedro Rodríguez
Campomanes, que es el autor de la Respuestafíscal sobre abolir la tasa y establecer
el comercio de granos, de 1764) se debe a que en esos primeros años sesenta se ve—
nían dando malas cosechas y sequías, y los precios del trigo subían desde 1761. Y
apareció el hambre. Se importó grano desde Sicilia, como se hacía desde siglos atrás
en situaciones semejantes, pero en esta ocasión los propietarios españoles acusaron
al secretario de Hacienda, siciliano él, de aprovecharse del hambre de los españoles.
Se estaba gestando la gran conmoción que afectó a media España, y que debemos
llamar <<motines de primavera de 1766» mejor que «motines contra Esquilache», y
que no se debieron al rechazo que suscitó entre los madrileños la orden que prohibía
el traje castizo, la capa larga y el sombrero de ala ancha, ni tuvo como único objetivo
la destitución del político italiano.
618 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

4. Los motines de primavera de 1766

El 23 de marzo de 1766 una gran multitud de gentes de Madrid se enfrenta a las


guardias walonas (los cuerpos de policía son una creación del liberalismo del si—
glo XIX por lo que, en el Antiguo Régimen, eran los soldados quienes actuaban en los
disturbios callejeros). La chispa inicial estalló en la plaza de Antón Martín, el Do—
mingo de Ramos a mediodía, cuando varios sastres se disponían a hacer cumplir la
orden publicada el 10 de marzo anterior y que advertía de la obligación de llevar
sombrero de tres picos y capa recortada. Algunos paisanos se enfrentaron a los sas-
tres y a sus escoltas y la pugna derivó en una algarada multitudinaria, que apedreó el
palacio de Esquilache. El lunes siguiente se agravó el motín. En las refriegas mueren
varias decenas de personas y son atacados palacios de otros colaboradores italianos
del rey (Grimaldi y Sabattini) y del gobernador del Consejo y del corregidor, al tiem—
po que una vociferante multitud derriba las nuevas farolas que iluminaban Madrid
y se encamina hacia el Palacio Real. Exigen que el Rey destituya a Esquilache, orde—
ne la bajada del precio del pan y que <<cada uno vista como quiera». Carlos III salió
al balcón del nuevo palacio (lo ocupaba desde hacía, dos años) y tuvo que aceptar
las imposiciones de sus amotinados súbditos, incluyendo la destitución del secreta-
rio de Hacienda, sustituido por Miguel Múzquiz. El Rey partió esa noche para Aran—
juez y no volvió a Madrid hasta diciembre. Desde ese día, receló del pueblo madrile—
ño y no olvidó la humillación que significó esajornada de marzo de 1766. Y se hizo
llamar a los cadetes del recién creado Real Colegio de Artillería de Segovia y se les
acantonó, con algunos cañones, en Pinto, a mitad de camino entre Aranjuez y Ma—
drid.

4.1. LA INTERPRETACIÓN DE LOS MOTINES POR LA HISTORIOGRAFÎA ACTUAL

Durante doscientos años se ha interpretado ese motín en clave política: fue orga—
nizado por algunos nobles y por los jesuitas, contrarios a las reformas, que indujeron
al pueblo de Madrid a manifestarse por las calles contra los <<odiados extranjeros».
Pero en los últimos años —a partir de los trabajos de Pierre Vilar— se ha abierto otra
línea interpretativa, que considera que fue un típico <<motín de subsistencias», espon—
táneo. El pueblo, cuando tiene hambre, no necesita ser inducido por nadie para salir
violentamente a la calle y exigir alimentos y atacar a quienes considera responsables
de la escasez de comida y de sus males cotidianos. En todo caso, tratarían de ser utili—
zados esos motines espontáneos, una vez en marcha, por los grupos de privilegiados
que aprovechan la coyuntura en su beneficio.
Ambas teorías siguen contando con partidarios. Pero hoy sabemos, y aquí no hay
discusión, que los motines no se circunscribieron a Madrid. A lo largo y ancho de casi
toda la Península, y desde marzo hasta junio, se sucedieron los tumultos en ciudades y
pueblos de Galicia, Castilla la Vieja, Guipúzcoa, Vizcaya, Aragón, Murcia, Valencia,
La Mancha, Extremadura, Andalucía, etc. Y en otros lugares, como Barcelona 0 Ali—
cante, la tensión no acabó desbordada por las eficaces medidas puestas en juego pre—
ventivamente por las autoridades.
De los numerosos trabajos que han estudiado los más de cien motines documen—
CARLOS ш (1759—1788) 619

tados, parece deducirse que en el de Madrid ——sin duda el primero, el más complejo y
el más importante y que tuvo un efecto evidente sobre los demás, debido a ser la capi—
tal, la sede de la Corte, del Poder— predomina lo político, y fue «un ataque directo a la
política global del gobierno [...] y el factor subsistencia fue un eficaz catalizador aun—
que nO el único» (Laura Rodríguez), si bien se enmarca en una coyuntura de alza de
precios y de profundo malestar en la multitud. Los privilegiados contrarios a las refor—
mas y alos italianos que las estaban dirigiendo desde 1759 se alegrarían de lo que esta—
ba pasando, pero ¿actuaron en la sombra? Pruebas concluyentes de su participación en
la conspiración, no existen. Indicios, muchos.
Por su parte, en los que se extendieron por el resto de España, en los llamados
motines de provincias, parece mucho más clara la condición de típicos motines de
subsistencia propios de las economías agrarias del Antiguo Régimen.

4.2. LAS CONSECUENCIAS DE LOS MOTINES. ARANDA AL PODER

Las consecuencias fueron muchas e importantes, porque el impacto sobre el


Rey y los gobernantes fue muy fuerte y quedó en sus memorias durante décadas. La
primera medida tomada por Carlos III desde Aranjuez es el cambio de los políticos
que han de encauzar las aguas, tan desbordadas desde ese domingo de marzo. A la
exoneración de Esquilache debe unirse la llamada a Madrid del capitán general y
grande de España Pedro Pablo Abarca de Bolea, más conocido como conde de Aran-
da, que se ocuparía de la Presidencia del Consejo de Castilla, la segunda magistratu-
ra de la Monarquía. Este gran noble, líder de un importante grupo de presión al que
se ha dado en llamar «partido aragonés», se rodeará de eficaces colaboradores como
Campomanes, Roda, Olavide o Floridablanca. Una de las primeras medidas de
Aranda estaba destinada a tratar de devolver la dignidad al monarca absoluto; el pre—
sidente del Consejo presionó para que, bajo la fórmula de <<Representaciones» de la
Nobleza, los gremios de Madrid, el Cabildo eclesiástico y el Ayuntamiento de la vi—
lla y Corte, se pidiese solemnemente al Rey que revocase todas las medidas hechas
durante las revueltas, a la vez que se mostraba la indignación que sentían los buenos
vasallos por lo ocurrido. Se anularon las rebajas de comestibles (aunque se importó
trigo de Sicilia y no se restableció la odiada Junta de Abastos), volvieron a patrullar
las guardias walonas... Y se llevó a cabo una política de control, con algunos ingre—
dientes populistas o demagögicos: se abrieron losjardines del Real Palacio del Buen
Retiro al pueblo (siempre que lo hiciesen, ellos y ellas, <<dec0rosamente») al tiempo
que se inició una fuerte represión: se ejecutó a un individuo acusado de gritar mueras
contra el Rey; se expulsó de la capital a algunos privilegiados (entre ellos Ensenada)
a la par que a todos los vagabundos, prostitutas y religiosos que no podían justificar
su estancia; se llevó a las cárceles de Madrid a muchas personas (que fueron emplea—
das en importantes obras en la capital, como la explanación del futuro Paseo del Pra-
do). Y, en lugar de actuar directamente prohibiendo la vestimenta tradicional (con—
tra la que se habían publicado no menos de cinco bandos desde la época de Felipe V,
y con ningûn éxito), se echô mano de una muy curiosa argucia: se vistió al verdugo
con el chambergo tradicional y la capa larga. '
620 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Lugares donde hubo motines o intento de motín

Madrid Ciudad Real Cádiz Logrofio


1. Madrid 19. Campo de 36. Cádiz 52. Samo Domingo
2. Navalcarnero Criptana 37. Sanlúcar
20. Ciudad Real Coruña
21. Granátula Sevilla 53. La Coruña
Guadalajara
3. Guadalajara 22. Manzanares 38. Sevilla
Asturias
4. Pastrana 23. Membrilla
Huelva 54. Oviedo
5. Renera
39. Cabezas Rubias
Alicante Santander
Segovia 24. Alicante Badajoz 55. Reinosa
6. San Ildefonso 25. Villena 40. Badajoz
41. Mérida País Vasco
Toledo Murcia 42. Villar de Rey 56. Azpeitia
7. El Toboso 26. Cartagena 57. Bilbao
8. Toledo 27. Lorca Salamanca 58. Deva
43. Béjar 59. Eibar
28. Totana
44. Salamanca 60. Elgoibar
Cuenca 61. Mondragón
9. Cuenca Granada 62. Motrico
10. Honrubia 29. Baza Zamora
63. Plasencia
11. Mota del 30. Granada 45. Toro
64. Salvatierra
Cuervo 65. Valle de
Valladolid Aramayana
12. San Clemente Jaén
46. Tordesillas
13. Villamayor de 31. Andújar 66. Vitoria
47. Valladolid
Santiago 32. Jaén
33. Quesada Soria
Paleneia 67. Soria
Albacete 48. Palencia
14. Alcazar Córdoba Za ragoza
15. Almansa 34. Bujalance Burgos 68. Zaragoza
16. Iniesta 49. Burgos
17. Lietor Málaga 50. Castrojeriz Barcelona
18. Tobarra 35. Ronda 51. Pampliega 69. Barcelona

FUENTE: L. Rodríguez, Reforma e ilusrración en la España del siglo XVIII, Fundación Universitaria
Española, 1975, p. 265.

МАРА 23.1. Los marines de primavera de 1766.


CARLOS ш (1759—1788) 621

4.2.1. Consecuencias de los molines: reformas municipales

Se crearon o reformaron varios cargos municipales que podían servir para acallar
las tensiones entre los vasallos, haciéndoseles participar en la vida de los ayuntamien—
tos, a la vez que se les controlaba. Fueron los diputados del común, los síndicos perso-
neros del común y los alcaldes de barrio.
Los diputados asistirían a la junta de propios y arbitrios (en la que tenían voz y
voto), fiscalizarían los servicios de abastos y vigilarían los mercados. Serían cuatro
diputados nombrados anualmente (si el pueblo tenía más de dos mil habitantes) o
dos diputados si tenía entre mil y dos mil. Serían elegidos —mediante compromisa—
rios— por todos los seglares contribuyentes.
Los síndicos personeros defendían, en el ayuntamiento, los intereses del común,
del pueblo, y tenían derecho a instar, a proponer lo necesario y reclamar ante lo que
considerasen lesivo, aunque no tenían voto. Eran, también, elegidos indirectamente:
24 compromisarios si había una sola parroquia, y 12 compromisarios por cada una de
las parroquias 0 barrios si había más de uno. Las medidas comenzaron por el Auto
Acordado de 5 de mayo de l766, y se completó la legislación en los meses siguientes.
Acerca del resultado práctico de la aparición de estos nuevos actores de la vida muni—
cipal, sólo cabe decir que muy pocos años después se lamentaban algunos ilustrados
de la escasísima participación del pueblo en las elecciones. Es, en cambio, interesante
comprobar que el sistema electoral fue el mismo que utilizarían los primeros liberales
españoles del siglo XIX: sufragio general masculino, indirecto y con circunscripciones
basadas en las parroquias.
En octubre de 1768, a propuesta de Aranda el rey Carlos III aprueba una Real
Cédula por la que «se divide la población de Madrid en ocho cuarteles, señalando un
Alcalde de Casa y Corte y ocho Alcaldes de Barrio para cada uno». Cada uno de es—
tos alcaldes de cuartel, ayudados por dos porteros, cuatro alguaciles y los ocho nue-
vos alcaldes de barrio de su demarcación serían «responsables de su tranquilidad y
de perseguir los delitos que se cometan en él». Debian ser «vecinos honrados» del
propio barrio y el método de elección era el mismo que el de los diputados y síndicos
personeros. Cada mes de diciembre se celebraría la elección, presidida por el alcalde
de cuartel, y el elegido juraba su cargo, de un año de vigencia, el l de enero. Sus
atribuciones eran amplísimas: matricular a todos los vecinos y a los foráneos que lle—
gasen al barrio; cuidar de la limpieza de calles y fuentes, ocuparse del buen estado
del alumbrado, vigilar las posadas, mesones, tabernas y figones, supervisar los pe—
sos y medidas de las tiendas de comestibles, <<atenderán la quietud y el orden pú-
blico, y tendrán jurisdicción pedánea para hacer sumarias en casos prontos, dando
cuenta al Alcalde de Cuartel», recoger a los pobres y pordioseros para llevarlos
al Hospicio, y a los niños abandonados para que se pongan a aprender oficio o a
servir».
En cualquier caso, es evidente que esos alcaldes de barrio controlarían, vigilarían
mejor alos madrileños. El nuevo cargo, según Aguilar Piña], funcionó bien y sobrevi—
vió al reinado de Carlos 111, pero no tanto la coordinación con el corregidor y con el al—
calde de cuartel; quizás por eso, en el año 1782 se creó un <<superintendente superior
de Policía» para Madrid al que quedaba subordinado el corregidor y los alcaldes. То—
dos los gobernantes, desde la antigtiedad hasta nuestros días, han puesto en juego
622 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

todos sus recursos para preservar la calma «politica» en la sede del poder, y han mos-
trado mayor preocupación en evitar disturbios en los aledaños de la capital que en
lugares distantes, pero esa común preocupación de las autoridades por la tranquilidad
de la Corte fue en aumento a finales del Antiguo Régimen y también en la España de
Carlos Ш. En Madrid, cuya poblaciôn se aproximaba a los 150.000 habitantes al final
del reinado, se vieron modificadas varias veces las instituciones de seguridad pública
de la Corte, estudiadas por Martínez Ruiz. En línea con esa preocupación por robuste—
cer los recursos del gobierno para hacer frente a posibles disturbios debemos situar el
inicio de la creciente <<militarización» de Madrid y sus alrededores, que, andando el
tiempo, acabará por ser rodeado de cuarteles en sus cuatro puntos cardinales. Y el año
1766 fue un momento crucial en esa tendencia encaminada a restablecer el orden y
prevenir el futuro.

4.2.2. Consecuencias de los marines: la expulsión de losjesuitas

En ese momento tan delicado para el gobierno de Carlos III, profundamente con—
mocionado por los motines, se puso en marcha una investigación para depurar las res—
ponsabilidades. La principal consecuencia será la orden de expulsión de losjesuitas de
todos los territorios de la Monarquía, que será decretada por el Rey el 2 de abril de
1767 «por gravísimas causas que me reservo en mi real ánimo». La Real Pragmática
no daba más razones que esa voluntad real para la expulsión, y era producto de las ave—
riguaciones e informes que un reducido grupo de políticos ilustrados del entorno de
Campomanes, fiscal del Consejo, fue redactando desde el verano de 1766, para cum—
plir el deseo de Carlos III, hostil a la Compañía de Jesús, como todos los demás reyes
católicos de la Europa regalista del momento: Pesquisa Secreta, Dictamen Fiscal,
Consejo Extraordinario, Consejo Especial.
La Compañía de Jesús, orden a la que desde su fundación acompañaban tanto los
furibundos odios como los exaltados elogios y pasiones encontradas, era en el si—
glo XVIII objeto de una enconada polémica entre los politicos ilustrados y entre los pri-
vilegiados y las demás congregaciones religiosas.
Su defensa del esencial papel del individuo en su propia salvación, que no debía
limitarse a esperar la gracia divina, era uno de los grandes temas de debate teológico
que les venía enfrentando con otras órdenes católicas como agustinos o dominicos. Y
se acentuó desde el siglo XVII en que se difunde por Francia, primero, y posteriormente
por el resto de la Europa católica, el jansenismo, con lo que una discusión teológi-
co-dogmática sobre la predestinación y la gracia acabó por llevarse al campo terrenal
de la moral cotidiana, de lo político.
Una interpretación interesada del jansenismo llevaba a muchos ilustrados ya en
el siglo XVIII, a identificar esa doctrina con el regalismo contrario a Roma y a sus de—
fensores los jesuitas. Los ignacianos, ajuicio de los regalistas, se sustraían del poder
de los obispos por su particular estatus dentro de la Iglesia católica, derivado del cuar—
to voto de obediencia al Papa, y acababan por convertirse en una quinta columna en
las Monarquías católicas. En el jansenismo interpretado por los políticos diecioches—
cos volvía a aparecer la recurrente tendencia dentro del cristianismo de primar el papel
de los príncipes de la Iglesia, los obispos, y disminuir el del Sumo Pontífice. Losjesui—
tas, por el contrario, eran los principales defensores de la doctrina opuesta. Aquí hay
CARLOS 111 (1759—1788) 623

que recordar las posturas encontradas entre Carlos III y los jesuitas en la cuestión de la
canonización del obispo del siglo XVII español, Juan de Palafox, contrario a la Compa—
ñía de Jesús y admirado por el Rey, que deseaba fervientemente que Roma lo subiese a
los altares, a lo que se oponían los seguidores de san Ignacio.
Losjesuitas españoles eran también acusados de soberbia intelectual, de acu—
mular enormes riquezas, de poseer una gran influencia entre los privilegiados a
cuyos hijos educaban, de mantener verdaderos <<estados» en las misiones y reduc—
ciones de América al margen de las órdenes de las autoridades virreinales, de de—
fender doctrinas políticas contrarias al interés del monarca y que justificaban el
derecho al tiranicidio... Y, en los meses de 1766 posteriores a los motines, se les in—
criminó haciéndoseles partícipes de la preparación y dirección de aquellos graves
tumultos dela primavera. Hoy sabemos que no se encontraron pruebas concluyen—
tes —en un juiciojusto en nuestros días no hubieran sido condenados— pero en la
interesada Pesquisa Secreta que se inició desde el poder, se consideraron suficien—
tes los meros indicios y los rumores (a Carlos III, ya de por sí contrario a losjesui—
tas, le molestó sobremanera una falsa atribución salida de algún ignaciano de que
tenía amores con la marquesa de Esquilache) y todas las averiguaciones o deduc—
ciones políticas acabaron por convertirse en un cúmulo de acusaciones que hacía a
la Compañía de Jesús contraria a los intereses de la Monarquía católica de España
y culpable de atentar contra el Rey. Tampoco contaron con el apoyo de los obispos
(de los cincuenta y seis a los que se consultó la medida de expulsión, cinco se abs—
tuvieron y sólo seis estuvieron en contra) ni con el de los superiores de las otras ór-
denes e instituciones religiosas.
La expulsión y sus consecuencias. Durante el mes de marzo de 1767 se pre-
paró en secreto el dispositivo necesario para llevar a cabo la orden de expulsión y,
aunque fue el conde de Aranda el encargado de organizarlo por su condición de
presidente del Consejo de Castilla, hoy sabemos que su papel en la decisión de ex—
pulsarles fue muchísimo menos importante que el que se le ha venido dando desde
el siglo XVIII, como también sabemos que nunca fue masón ni <<volteriano». Y que
la enemistad contra la Compañía de Jesús nació dentro de la propia Iglesia católica
y llevó, en muy pocos años, a los reyes católicos de Portugal (en 1759) у de Francia
(en 1762) a decretar su extrañamiento de sus reinos. Y terminó, en 1773, con la su—
presión de la Compañía de Jesús, tras claudicar el Papa ante las fuertes presiones
de los embajadores de los reyes europeos destacados en Roma, y de entre los cua—
les sobresalió por su empeño en lograr la firma papal en la extinción de los jesuitas
el enviado por Carlos III, José Mofiino, pronto premiado por el Rey con el título de
conde de Floridablanca. Hasta 1814 se mantuvo por Roma la Bula de extinción. Y
los <<renacidos» jesuitas pudieron volver a España en mayo de 1815, autorizados
por Fernando VII.
La orden de expulsión, iniciada en Madrid el día 1 de abril de 1767, llevó a Tarra—
gona, Cartagena, Puerto de Santa María, Santander, La Coruña y a otros puertos a los
2.641 jesuitas de España, y en los meses siguientes se procedió a expulsar a los 2.630
de América. Pasaron estos expulsos un penoso calvario en los años siguientes porque
Clemente XIII no quiso aceptarles en los Estados Pontificios, y hasta casi año y medio
después no pudieron descender de los barcos en los que se hacinaban. Desembarcaron
en Córcega en 1768 y, finalmente, el Pontífice les aceptó en su reino. Los bienes de los
624 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

expulsados de los territorios de la Monarquía española (Colegios, Iglesias, Casas, tie-


rras) fueron nacionalizados.
Muchas de esas <<Temporalidades» continuaron como centros de enseñanza y
otras se entregaron a las demás órdenes, y se subastaron algunas tierras. Sobre las
consecuencias de la expulsión para la política y la cultura españolas ha habido in—
terpretaciones dispares desde el mismo momento en que se llevó a efecto. Algunos
autores creyeron ver en esa orden real el inicio de la expansión del espíritu ilustra—
do, que se veía constreñido por la poderosa acción regresiva y reaccionaria de los
jesuitas. Para otros, aparte de que se perdieran brillantes cabezas de nuestra cien—
cia, tampoco puede decirse que muchos de los beneficiados a corto plazo con la ex—
pulsión y con los bienes de los expulsos —las otras órdenes religiosas— fuesen
más abiertos y progresistas en sus planteamientos religiosos o políticos que losje-
suitas. Además, para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las <<perni-
ciosas» doctrinasjesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo apli—
có desde entonces en otrostemas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno
de la libertad de pensamiento.

4.2.3. Otras reformas. Carlos III у el Ejército

Desde 1766 el equipo arandista continuó con las reformas, menos precipitadas
que las puestas en marcha por el equipo anterior. Una preocupación que se heredaba
de los reinados anteriores era la necesidad de reorganizar los Ejércitos y la Marina
reales. Esa preocupación, que ya manifestó Carlos III nada más llegar a España, se
acentuó al comprobar el desastroso papel que habían hecho en la reciente guerra de
los Siete Años. Se pretendió dar una nueva forma al reclutamiento —con la institu—
cionalización de los sorteos y las quintas— a la par que se intentaba modernizar el
material, los barcos y el armamento y se creaban algunos centros de formación de
oficiales. Se crearon algunas fábricas de armas, pero no se logró hacer un buen Ejér-
cito ni una buena Marina, a la altura de las necesidades de una Monarquía que toda-
vía era la más extensa del mundo; se han exagerado los logros de esta política militar
de Carlos III, incluso al sobrevalorar las Ordenanzas de Su Majestad para el régi—
men, disciplina y subordinación y servicio de sus Ejércitos, publicadas en 1768. Esa
obra, culminación de una tarea iniciada quince años atrás por una comisión organi—
zada por el marqués de la Ensenada, ha sido mucho más elogiada que cumplida por
nuestros militares. Y, exceptuando los artículos de contenido «moral», apenas apor—
taron nada nuevo a los ejércitos de finales del siglo XVIII. En los años finales del si—
glo XVIII, en muchos regimientos españoles se maniobraba con distinta táctica, se—
gún denunciaron varios generales a Godoy.
Pero, con todo, mucho más grave fue el fracaso del intento de establecer, de una
vez por todas, un modelo estable y justo de reclutamiento y al que se enfrentaron mu—
chos españoles —destacando de entre ellos los catalanes en 1773— que rechazaron
las quintas porque, realmente, no fueron nunca equitativas ni universales. Por mucho
que pretendiesen las autoridades hablar de la justicia del procedimiento —que se ba-
saba teóricamente en que sería la suerte la que decidiría quién de los varones de cada
pueblo debía acudir a filas— las exenciones eran tantas y de tal calibre que acababan
por ser sorteados solamente los pobres campesinos que no podían evitarlo. Este pro—
CARLOS 111 (1759—1788) 625

blema no se resolvió en ese reinado, ni en el siguiente, ni en ninguno de los posterio—


res, ni siquiera tras la revolución liberal que teorizaba sobre la universalidad del servi—
cio militar y del honor y la obligación de ser soldado.

4.2.4. Otras reformas. Carlos III y la Universidad

Una de las reformas pretendidas por los gobernantes del reinado se centró en la
renovación de la enseñanza en la Universidad, que había llegado a unos niveles muy
bajos de calidad y en la que vegetaban durante años alumnos de las clases privilegia—
das y profesores que impartían lecciones anticuadas y sin el menor valor científico.
Las universidades, además, conservaban todavía una fuerte impronta religiosa. Car—
los III, pocos meses después de los motines y cuando ya tenía decidida la expulsión
de losjesuitas, habló con uno de los más importantes intelectuales del siglo XVIII espa—
ñol, Gregorio Mayans, y el secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, le encargó
la elaboración de un plan de estudios para la universidad española.
Pero se recabaron otros informes a las demás universidades. De entre todos,
destaca el remitido por el asistente de Andalucía, Pablo de Olavide, que proyectaba
una reforma de los estudios de la Universidad de Sevilla según las pautas europeas
que primaban la racionalidad y el empirismo, y que habían dejado atrás la escolásti—
ca y el reverencial respeto por la tradición, aunque tampoco era una ruptura radical
con el pasado. En los años siguientes se fueron aprobando los de Oviedo, Salaman—
ca, Alcalá, Granada, Valladolid, Santiago de Compostela y Valencia, que aportaban
algunas pequeñas modificaciones. Como en muchos otros aspectos de la política de
reformas de este reinado, algo se logró, pero mucho menos de lo preciso. Las univer—
sidades ganaron, eso sí, la mayor parte de los libros que habían pertenecido a las
buenas bibliotecas de los centrosjesuíticos. Pero uno de los fracasos más notorios de
la política universitaria de Carlos III fue la imposibilidad de acabar, de verdad, con
los vicios de los colegiales, esa casta de universitarios de familias poderosas que
controlaban la vida de las universidades y que habían convertido a los colegios
mayores en viveros de grupos de presión y clientelismo.
La mayoría de esos colegios se habían fundado siglos atrás para que los estudian—
tes con poco dinero pudiesen acudir a la Universidad. Con el tiempo se había perdido
esa idea fundacional y había dos tipos de universitarios: los manteístas, que contaban
con pocos recursos y que se esforzaban por estudiar y labrarse un porvenir a base de
trabajo, y que vivían en casas particulares, y los colegiales, normalmente nobles, de
buena posición económica, con Contactos de amistad y parentesco con los funciona-
rios de la Administración y de los Consejos, indolentes pero sabedores de que logra-
rían un buen oficio o beneficio (en la burocracia o en la Iglesia) por las redes clientela—
res establecidas durante su estancia en los colegios mayores. Pues bien, los tímidos es—
fuerzos por expulsar a los colegiales y reformar los colegios no surtieron efecto. Los
vicios se reprodujeron; en algunos casos los nuevos colegiales acabaron adoptando
los vicios de aquéllos a los que habían sustituido. Hubo de ser Carlos IV, en 1798,
quien cerrase los colegios mayores.
Definitivamente, los principales logros de la ciencia española no se debieron, en
el siglo XVIII, a la Universidad, sino a otras instituciones, alguna de ellas de iniciativa
privada en sus orígenes.
626 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

5. Las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País

Uno de los <<canales de la Ilustración», según Richard Herr, las Reales Socieda—
des Económicas de Amigos del País, surgidas a partir de 1765, representan un intento
de poner en marcha instituciones culturales innovadoras, preocupadas por las nuevas
corrientes basadas en la fisiocracia y en la existencia de un orden natural, y que
querían ampliar los cauces de libertad en el plano económico. Eran asociaciones no
estatales, aunque las apoyaba y las impulsaba la Monarquía, y buscaban el desarrollo
económico de la región, de la comarca, del País en que se radicaban.
Estas Sociedades, de las que en diversos países europeos tenían precedentes, fue—
ron impulsadas en 1763—1765 por un grupo de privilegiados vascos, los <<caballeritos
de Azcoitia», amigos del marqués de Peñaflorida, que fundaron la Sociedad Económi—
ca Bascongada, con cuatro secciones: Agricultura, Ciencias y Artes Útiles, Industria y
Comercio, y Política y Buenas Letras. Entre sus preocupaciones destaca la educación,
por lo que enviaron a muchos jóvenes a estudiar a Europa; crearon bibliotecas y [un—
daron el Seminario de Vergara, en el que se dictaban cursos de matemáticas, idiomas
modernos, geografía, técnicas, además de materias clásicas.
Se proponían problemas específicos centrados en las necesidades de la agricultu—

1ug_o.1785 Oviedo… 1781


Vergara, 1763
””%
Santiago. 1754 Leén. 1785 Herrera de Pisuerga.
_ 1758 .
P0n “`Astorga, ‥8 ' Burgos. 1787 L… ~ 8 Iana. 1783
‘ Lº Bªrªº“ ‘,…
—Mcd1na de
Su; Dcmmgo dc: la Calzada. 1782 “ 1778
' Rioseco,
Benavente, ・
1786 Valla.dol1d‚i784 "ªº Tu'dsla, 1773 Tárrega. 1777
・ Tordesillas… 17257 Soria, 1.777
Zamora, 1778 Zaragoza. 1776
мшіЁш. nas .
C' а ` _ _ 5' "; _ ー 776
ш в Rodrigo. 1781
Tmmg。皿〟‥冊
Зевота. 1776
"‥ M塾dfid'‥フラ
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_ Tam-…, 1730 ºlmº…" ¡[30 _,
Mamma, ”su ' Yum-mms ªí”“ºª'175'
Toledo. 1776 _ Palma de Mallorca ("). 1778
T ”.“ "‘87 _ Vaicncsa,1776 (fw
"“J' º' " Yebenes.1787 Requena. 17841'
S demente, 1784 ‹
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Baeza, 1775 ~{ C ' 1777


Митта. 1779 En` 1788
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SW川a、 1777 _1788 Pr…gU` 1730 _Guad…x, пв;
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1788
… R…L‥桝 ' M俯…‥帥 É?
@… Palma. 1776

La Lugunu, ПМ

5. Schsmin l: Lan Palmas. 1777


СЗ 1:1 Gomera, [777

FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, p. 971.

MAPA 23.2. Las sociedades económicas en tiempos de Carlos III.


CARLOS 111 (1759—1788) 627

ra o las manufacturas del país, se ofrecían premios a los proyectos que mejorasen los
cultivos. Uno de los logros propiciados por esa institución es el descubrimiento del
tungsteno (más conocido hoy por wolframio) que se debe a los hermanos Elhuyar.
También es iniciativa de la Sociedad Bascongada el Hospicio de Vitoria.
Pronto, los ilustrados de la Corte se dej aron ganar por la admiración hacia la obra
de Peñaflorida y sus consocios. Campomanes escribió su Discurso sobre el fomenta
de la industria popular y en la misma circular por la que enviaba (en noviembre de
1774) a toda España treinta mil de sus ejemplares, instaba a que se siguiese el ejemplo
de los de Azcoitia. En 1775 se solicitan permisos para fundar Reales Sociedades Eco-
nómicas en Vera, Cantabria, Granada, Sevilla y Madrid. En los treinta años siguientes
se crearon sesenta y nueve, aunque funcionaron debidamente unas veinte. Destacaron
la Bascongada y las de Madrid, Sevilla, Zaragoza, Valencia, Palma de Mallorca y Se-
govia.
Durante mucho tiempo se quiso ver en estas Sociedades una obra de la burguesía,
pero hoy no podemos admitirlo. Espíritu burgués, tal vez, pero la participación de los
burgueses en ellas fue minoritario. En todas dominaban —y fueron socios fundadores
en la práctica totalidad de los casos— miembros locales del clero y la nobleza. Es más,
no se crearon Reales Sociedades de Amigos del País <<en ciudades donde hay núcleos
burgueses activos como Barcelona, Cádiz, La Coruña o Bilbao» (Gonzalo Anes), pre-
cisamente porque había otras instituciones que defendían los intereses de la auténtica
burguesía (juntas de Comercio, consulados, etc.). Como ejemplo, en 1789, presidían
Reales Sociedades ocho nobles titulados, cinco obispos y un canónigo. Contribuyeron
a crear en España un nuevo interés por la agricultura y difundieron nuevas teorías eco—
nómicas como las de Adam Smith y se preocuparon por la botánica. Procuraron exten—
der los regadíos y roturaciones, y ensayaron nuevos métodos de cultivo, selección de
semillas, difusión del abono. También se ocuparon del progreso industrial, pero en
menor grado.
Y, de nuevo, al hacer un balance de lo que significaron estas Reales Sociedades
Económicas de Amigos del país, nos encontramos con que no fueron capaces de mo—
dernizar el tejido económico español y muchas vegetaron durante décadas, pero fue—
ron centros de reunión de personas interesadas en el progreso, en las nuevas ideas, y
algunos logros tuvieron. Y lo hicieron, muchas veces, en lugares dominados durante
siglos por un tradicionalismo en las ideas, en los métodos y en los talantes.

6. Otras reformas económicas

Una muestra más del aún titubeante pensamiento económico carolino la tenemos
en la política seguida con la Mesta que, aunque no era bien valorada por muchos ilus—
trados, no fue abolida ——ni siquiera cuando Campomanes ocupó su presidencia— y
sólo se le quitaron algunos de sus privilegios.
En la política de infraestructuras públicas se continuó el levantamiento de una mo—
derna red de carreteras empezado por Felipe V y Fernando VI, con un esquema radial
que convertía a Madrid, la Corte, en el centro de todas las rutas importantes de España.
Esta obra, antes valorada como uno de los logros fundamentales del reformismo borbó—
nico, ha sido cuestionada por autores como David Ringrose, que no comparten tantos
628 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

elogios hacia esa red tan «politicamente» disefiada por el Estado centralista y que se 01—
vidaba de la necesidad «económica» de unir mercados y lugares de producción.

6.1. EL COMERCIO CON LAs COLONIAS

Otra línea de actuación de los gobiernos de Carlos III se dirigió a una paulatina li—
beralización del comercio con América, rompiendo el secular sistema que se había se—
guido por la Monarquía española desde comienzos del siglo XVI. En realidad, y como
sucede en otros muchos temas del reinado, Carlos III continuó en una senda ya inicia—
da por los reinados anteriores y completó el proceso de abolición del monopolio co—
mercial de Sevilla y Cádiz que se había iniciado con las medidas de Felipe V (que se—
paró en 1728 los puertos de Venezuela del monopolio de aquellas ciudades andaluzas
para que fueran controlados por la Real Compañía Guipuzcoana) y de Fernando VI
(que en 1755 autoriza a la Compañía de Barcelona a comerciar con Puerto Rico, Santo
Domingo, la isla Margarita y Honduras).
Pero Carlos III fue más lejos y acabó por liberalizar ese fundamental tráfico colo-
nial. En 1765 decretó la libertad de comercio de las islas de Barlovento (en las Antillas)
con los puertos de Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, La Coruña, Gijón y Santan—
der. En 1778 Íirmó un trascendental reglamento que concedía la libertad de comercio
con todos los puertos americanos, excepto los de Venezuela ——aún monopolio de San
Sebastián hasta 1781-— y los de Méjico, controlados por Cádiz hasta 1789.

6.2. CARLOS III Y L SGREMIOS

Para muchos ilustrados, los gremios constituían serios obstáculos para el progreso
y la productividad, con reglamentaciones establecidas en la Edad Media muchas veces,
opuestas a cualquier innovación y con una fortísima jerarquización y localismo. A lo
largo del reinado se sucederán medidas que irán socavando sus privilegios (aunque no
todos los gobernantes ilustrados eran tan hostiles) y así podemos leer en las páginas de
la Novísima Recopilación leyes como éstas: en 1777 se obliga a los gremios a admitir
forasteros y extranjeros católicos; en 1779—1784 se autoriza a las mujeres al aprendizaje
y ejercicio de cualquier Oficio «compatible con su sexo»; en 1780- 1784 se elimina la ile-
gitimidad como impedimento para el ejercicio de cualquier oficio; en 1780 se ordena la
enseñanza de Oficios en hospitales y asilos de niños; en 1786 se fomentan las escuelas
para aprender a hilar en los pueblos, etc. También son del reinado de Carlos III las nor—
mas que concedían libertad para imitar los productos textiles extranjeros (de seda en
1778, de lino y lonas en 1784 y de paños en 1786) y, sobre todo, la que autorizaba, en
1787, a poseer a los fabricantes de tejidos cuantos telares quisieran, Sin limitación de nú—
mero (cédula de 27 de junio de 1787, Novísima Recopilación, título XXIV, libro VIII,
ley IX). En suma, nos recordaba Richard Herr, se liquidan poco a poco las pretensiones
de los maestros de los gremios de monopolizar la producción en sus ciudades. Por otra
parte se está llevando a cabo una política de dignificación del trabajo manual y de crítica
al vago, al desocupado voluntario (se advertía que quien no acudiese a su puesto de tra—
bajo por desidia o vicio sería considerado vago, con las duras consecuencias que esto
CARLOS ш (1759—1788) 629

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FUENTE: M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España, Alianza, Madrid, 1993, VT, p. 971.

MAPA 23.3. La libertad de comercio con Indias, 1778.

conllevaba), y todo ello en el marco de una política que buscaba eliminar el estigma so-
cial que había acompañado a los «trabajos viles». Si en 1773 se permitió a los nobles de—
dicarse a oficios, sin menoscabo de su honra, el definitivo decreto dignificador del tra-
bajo llegará el 18 de marzo de 1783, al hacerse compatibles ciertos oficios con la hidal—
guía y con los cargos municipales.
630 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

6.3. EL BANCO DE SAN CARLOS

Otra muestra de ese reformismo económico del reinado lo tenemos en la funda—


ción del primer banco nacional español, el Banco de San Carlos (1782). Este banco,
(que tenia como precedente cercano al Real Giro creado por Ensenada treinta años an—
tes, y que tiene hoy por sucesor al actual Banco de España), fue autorizado por Car—
los lll y obedecía a un proyecto de Francisco Cabarrús, banquero francés amigo de
muchos ilustrados españoles, que había adelantado varios millones de reales a la Ha—
cienda Real durante la guerra de España contra Gran Bretaña con motivo de la inde—
pendencia de Estados Unidos. Para devolver ese préstamo, se emitieron los vales rea—
les, títulos de deuda pública. El Banco de San Carlos, uno de cuyos cometidos era el de
controlar y rescatar esos vales reales, tuvo un éxito inicial, pero acabó, como tantas
otras realizaciones del siglo XVIII y del reinado, sin dar el gran salto que le hubiera de—
bido convertir definitivamente en el banco central español. Y no fue así, y hubo que
esperar al siglo XIX para que eso sucediera.

6.4. LAS NUEVAS POBLACIONES

Uno de los símbolos del pensamiento ilustrado español lo encontramos en las


nuevas poblaciones de Andalucía. Poco después de la expulsión de los jesuitas —y
aprovechando parte de sus fondos— se puso en marcha un proyecto utópico (que tam-
bién venia de años atrás) que pretendía crear una serie de pueblos en los que sus mora—
dores viviesen felices y sin ninguna de las trabas que oprimían al campesinado espa—
ñol en el resto del país, especialmente en Extremadura y en Andalucía, y sirvieran de
ejemplo. El latifundismo ya era una realidad en el sur de España y muchos campesinos
malvivían sin tierra y sin trabajo fijo la mayor parte del año. Se conseguiría, además,
librar de peligros e inconvenientes una ruta estratégica que unía Madrid con Sevilla y
Cádiz, infestada de bandoleros en la zona de Sierra Morena y del paso natural entre la
meseta y el valle del Guadalquivir.
El conde de Campomanes estableció los principios básicos y encargó a Pablo de
Olavide que dirigiese sobre el terreno los trabajos (fue nombrado asistente de Andalu—
cía). Cada familia campesina asentada en los pueblos que se creasen —con una estruc—
tura típicamente dieciochesca, ordenada, racional—_ dispondría de cincuenta l'anegas
de tierra, aperos de labranza y animales de tiro. Se instalaron algunas manufacturas
(pequeños telares y talleres de tejidos y cerámica) y se abrieron regadíos. No habría
tierras comunales —que la mentalidad ilustrada consideraba inconvenientes para el
progreso— ni se permitiría el paso de ganados de la Mesta. Tampoco se autorizarían
conventos y los únicos religiosos serían los curas de almas, los párrocos, y en número
limitado.
Para ocupar los pueblos que se fueron levantando en los años siguientes en torno
a la cabeza del territorio, La Carolina, se trajeron varios miles de colonos, algunos de
ellos alemanes católicos, que acabaron por asentarse en la zona, aunque hubo abando-
nos. A los diez años del inicio del plan, cerca de quince mil nuevos habitantes pobla—
ban una zona que había sido un desierto durante siglos.
Este relativo éxito levantó Opiniones hostiles por parte de algunos ayuntamientos
CARLOS ш (1759-1788) 631

vecinos afectados y por parte de los poderosos, pero el principal ataque se dirigió con-
tra la persona de Olavide, acusado por algunos religiosos de impiedad y de hacer críti-
cas mordaces contra la religión. Este interesante personaje, nacido en el Perû, y de ca—
rrera político—administrativa vertiginosa, acabó convertido en chivo expiatorio contra
los <<excesos>> de los ilustrados. El rey Carlos III, que le había ido encumbrando hasta
la importante magistratura que significaba ser el asistente de Andalucía (el más alto
funcionario en esa circunscripción), autorizó la detención de Olavide (en 1776), al que
la Inquisición sometió a un <<autillo de fe» y condenó a ocho años de prisión en un con—
vento. Se fugó de su encierro —algunos autores piensan que el Rey lo permitió, una
vez conseguido el efecto ejemplificador que había buscado al permitir su detención—
y acabó siendo testigo directo de la Revolución Francesa. Volvió a España en el reina—
do de Carlos IV y murió en Baeza en 1803, rehabilitado y aplaudido por un libro que
publicó bajo el significativo título de El Evangelio en Triunfo, 0 Historia de unfílóso-
fo desengañado.

7. La política internacional de Carlos III

Durante su reinado hay una auténtica preocupación por la España marinera, con-
tinuándose la política iniciada en los reinados de Felipe V y de Fernando VI, y que tie-
ne en Patifio y Ensenada a sus ejemplos más preclaros. Construcciones navales, estu—
dios náuticos, pesquerías, comercio marítimo, reglamentaciones, reclutamiento de
marinería. El mar, para los hombres del siglo XVIII, debía ser nuestro amigo y aliado.
Por lo demás, España, Gran Bretaña, Portugal y Francia seguían siendo las más
importantes potencias coloniales del mundo. No sólo extendían sus territorios a am—
bos lados del Atlántico, sino que dominaban otras zonas estratégicas de los demás
océanos.
En el análisis que hizo Vicente Palacio Atard para explicar las principales coor—
denadas del mundo occidental cuando llega al trono de España Carlos III establecía
tres grandes puntos de atención: 1) la descomposición del equilibrio americano con el
crecimiento de Gran Bretaña a costa del declive de Francia, y que se constata con la
pérdida del primer imperio colonial francés en América: el Canadá pasa a ser británi—
co. 2) Tensiôn interna en Alemania, suscitada por el talento político de Federico II de
Prusia y su fuerza militar y económica, a la vez que empieza a decaer la vieja Austria
de los Habsburgos. Viena necesitará acercarse a Francia. Y se llega a la <<reversión de
alianzas» de 1756, que significará un cambio en los ejes diplomáticos fundamentales
en Europa: desde esas fechas hasta siglo y medio después, Gran Bretaña se aliará a
Prusia, al tiempo que Viena pactará con París. 3) Atardecer en Oriente. Desde los años
sesenta y setenta del siglo XV lll se perfila en el horizonte la puesta de sol del gran impe—
rio otomano —aunque tarde muchas décadas en eclipsarse definitivamente— y las
chancillerías europeas comienzan a preocuparse por ocupar los escenarios balcánicos
que dejará la retirada del «hombre enfermo de Europa», Turquía. Al acecho están
Austria y Rusia.
Las principales líneas estratégicas de España están en ambos mares, Atlántico y
Mediterráneo. Tiene intereses en el Mediterráneo, tanto en la península italiana como
en el norte de África, y, unido a esto, también debe preocuparse por lo que sucederá
632 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cuando desaparezca el poder de Estambul, que controla —al menos teóricamente—


toda la fachada mediterránea de África hasta los límites entre la Argelia y el Marrue—
cos actuales. Pero la principal preocupaciön española durante el reinado de Carlos III
es América, es el Atlántico.

7.1. EL TERCER PACTO DE FAMILIA

Es ya bien sabido que los llamados Pactos de Familia no fueron nunca una conse—
cuencia de la relación de parentesco de las Cortes de París y de Madrid. Es más, hasta
Felipe V, el más francés de los Borbones españoles (que nunca acabó de sentirse espa—
ñol), intentó aliarse con Austria 0 con Gran Bretaña antes que firmar el Primer Pacto
de Familia de 1733, y si acabó estableciéndose ese tratado de amistad ofensi—
vo—defensivo es porque los políticos de Madrid y los de Paris se convencieron de que
el rival natural de ambas Cortes era Gran Bretaña, su enemiga en las colonias, talaso—
cracia comercial que disponía de una cada vez más poderosa flota у que llevaba, desde
que Cromwell ocupara Jamaica a mediados del siglo XVII, trazando planes para hacer—
se con el control naval de las líneas estratégicas del globo terráqueo. Y para hacerse
con el dominio de los mercados.
No hubo nunca ni simpatía ni confianza entre políticos españoles y políticos fran—
ceses. Éstos nos miraban a menudo con suficiencia y desdén, y consideraban a España
una potencia de menor rango que ellos; y los cortesanos de Felipe V, Fernando VI o Car—
los III lo sabían. Y eran conscientes de que en toda alianza desigual, el más fuerte acaba
por olvidarse, a veces, de sus obligaciones pactadas cuando el aliado exige su ayuda. La
propia búsqueda de la neutralidad armada de Fernando VI se basa en la constatación de
que, en las dos guerras de sucesión en las que han participado, aliadas, las tropas hispa—
no—francesas, al final Francia ha firmado las paces con el enemigo conforme a sus meros
intereses, sin tener en cuenta los deseos y las necesidades de España.
En definitiva, Carlos III seguirà el pragmático camino de atender a los intereses
estratégicos, económicos y políticos de España, al margen de quien ocupase el trono
de Francia. Como sucederá, incluso, durante el reinado de Carlos IV, en el que, tras un
pequeño paréntesis de enfrentamiento bélico (la guerra de los Pirineos o de la Conven—
ción), la Monarquía borbónica de Madrid se convertirá en el primer aliado de la Fran—
cia regicida, mediante las paces de Basilea de 1795 у de San Ildefonso de 1796, que
han sido denominadas muy gráficamente los <<pactos de familia sin familia».

7.2. LA PARTICIPACIÔN DE ESPANA EN LA GUERRA DE LOS SIETE ANOS

Así debe entenderse la firma del Tercer Pacto de Familia de 1761, firmado por
Grimaldi y Choiseul, y que se rubrica por los plenipotenciarios de Carlos III y de Luis
XV cuando la guerra de los Siete Años lleva en marcha desde 1756. La entrada de
España en ese conflicto ya iniciado y en el que las armas francesas estaban en franco
retroceso, ha sido considerado un error gravísimo de Carlos III. Pero, aün siendo ver-
dad, no es menos cierto que los ingleses llevaban varios años atacando sistemática—
mente a los barcos españoles y ocupando territorios de nuestras colonias con total im—
CARLOS 111 (1759-1788) 633

punidad y sin atender a las reclamaciones de nuestro embajador en Londres. Y, ade—


más, estaba en juego el mapa colonial. Hasta 1756, en el norte de América había tres
potencias europeas: Gran Bretaña, Francia y España. Y estaba en trance de desapare—
cer la América francesa, con lo que las colonias españolas serían limítrofes a lo largo
de miles de kilómetros con las colonias británicas. España, según Carlos III, no podía
permanecer al margen de ese conflicto.
El desarrollo de la guerra fue desastroso para los Borbones. Francia perdió Cana—
dá y España perdió Cuba y Filipinas y no pudo recuperar ninguno de sus dos objetivos
iniciales, Gibraltar y Menorca. Por los tratados de París de 1763 el gobierno británico
nos devolvió ——sorprendentemente y con críticas en su opinión pública y en parte del
Parlamento, que no comprendió esa <<generosidad>>— las Filipinas y Cuba, pero exi—
gieron a cambio las Floridas.
El gesto de Luis XV de entregar a Carlos Ill la inmensa Luisiana francesa (el va—
lle del Misissipí desde San Luis hasta Nueva Orleans) se debía a que Francia no podía
mantener esos grandes espacios, al haber perdido Canadá. España recibía un regalo
envenenado, pero es verdad que durante los cuarenta años siguientes en los que la Lui—
siana formó parte, al menos nominalmente, del imperio español, la extensión sobre la
que reinaron Carlos III y Carlos IV nunca antes se había igualado: eran más de dieci—
séis millones de kilómetros cuadrados.
En los años siguientes no hubo tensiones graves con Gran Bretaña hasta que esta—
lló un incidente a causa del desembarco británico en las islas Malvinas, frente a las
costas de Argentina, y en un lugar estratégico porque estaba en la ruta Atlánti—
(:o—estrecho de Magallanes/cabo de Hornos—Pacífico. Una expedición enviada por el
virrey de Buenos Aires expulsó inicialmente a los ingleses, pero Londres amenazó
con la guerra y Francia no consideró el contencioso por esas islas del Atlántico Sur su—
ficientemente importante como para ir a la guerra. España se sintió defrauda y las rela-
ciones se enfriaron un poco entre Madrid y París.

7.3. LA GUERRA DE INDEPENDENCIA DE ESTADOS UNIDOS

La revancha contra Londres llegó con motivo de la guerra de Independencia de las


colonias inglesas en Norteamérica. Ocupaba ya la Secretaría de Estado el conde de Flo-
ridablanca, auténtico hombre fuerte desde 1777 hasta 1792. En la Corte española se de—
batió en profundidad la conveniencia de ayudar o no a unos «rebeldes» a su rey. Y polí—
ticos hubo que dijeron que, tarde о temprano, la independencia de unos colonos ameri—
canos se volvería, por mimetismo, contra los intereses coloniales españoles. Y que si
España ayudaba a los norteamericanos, los británicos harían lo mismo azuzando a los
criollos hispanoamericanos contra Madrid. Pero triunfó la posición que anteponía
los deseos de ofender a Londres y desquitarnos de las derrotas de la guerra anterior.
España intervino, pues, en la guerra de Independencia de Estados Unidos. Com—
batió contra los ingleses en las fronteras que limitaban los territorios españoles en
América del Norte con los de las Trece Colonias, en el Caribe, en el Atlántico y en el
Mediterráneo. Particularmente en torno a Gibraltar y a Menorca. El gran asedio de la
Roca no prosperó, pero se recuperó la isla de las Baleares. Y la participación española
en ese conflicto, menos aireada que la participación francesa, fue también determi—
634 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

nante para la victoria final de los independentistas, porque obligó a los ingleses a pro—
teger sus islas, amenazadas por las flotas de España y Francia, y mantener en Europa
unas tropas y unos barcos que hubiesen podido desequilibrar la guerra a su favor de
haberse enviado a las trece colonias sublevadas.
La subsiguiente paz de Versalles, de 1783, significó para España una pequeña
victoria al recuperar Menorca, las Floridas y la teórica expulsión de los enclaves clan—
destinos ingleses en las Indias españolas. Dejó esa guerra otra consecuencia importan—
tísima: acentuar los graves problemas hacendísticos en Francia, que obligarán a la
Monarquía de Luis XVI a buscar fórmulas y a convocar a los representantes del pue-
blo francés y que estarán en la raíz de los acontecimientos que llamamos Revolución
francesa.

7.4. RELACIONES CON PORTUGAL

Con Portugal se asiste, desde 1777, a una pequeña luna de miel, poco frecuente
en las conflictivas relaciones hispanolusas desde 1640. A la muerte en Portugal del
rey Jose 1 y la desaparición del probritánico y todopoderoso ministro Pombal, se añade
la llegada de Floridablanca al poder en Madrid. La reina viuda de Portugal, María Vic—
toria de Borbón, es hermana de Carlos III y ejerce su influencia pro—española en la
Corte lisboeta. Todo ello lleva a una etapa de buena vecindad, se resuelve el largo con—
flicto de Sacramento y se prepara una política de matrimonios hispano—portugueses
para reforzar esa buena relación.

7.5. CARLOS III Y LOS PAÍSES MUSULMANES

Otro capítulo interesante de la política internacional de Carlos III tendrá un esce—


nario poco habitual hasta entonces: las relaciones diplomáticas con el sultán de Ma—
rruecos. En dos ocasiones se firmaron tratados entre los soberanos de Marruecos y de
España: en 1767 y en 1780, y en ambas estaba, de fondo, el problema de la pesca. Por—
que España, ya entonces, era una gran potencia pesquera y necesitaba faenar en las
aguas atlánticas de Marruecos. Aparte de ello, el intercambio de productos entre am—
bas orillas del estrecho de Gibraltar era importante, y se incrementó en ese siglo XVIII.
Aunque a veces surgían conflictos (como los ataques de 1774 contra Melilla y el Pe—
ñón de Velez). También se firmó un tratado con el sultán de Turquía (septiembre de
1782), pese a que Gran Bretaña y Francia hicieron lo posible por impedirlo, tratando
de evitar rivales y competidores comerciales y diplomáticos. Turquía necesitaba, por
el contrario, cuantos aliados pudiera recabar, porque la Rusia de Catalina II estaba en
pleno apogeo y presionaba sobre las fronteras turcas.

8. Balance de un reinado

A la hora de hacer un balance del reinado desde la perspectiva actual podemos


utilizar las palabras que le dedicó hace unos años el maestro Domínguez Ortiz: <<Car—
CARLOS 111 (1759—1788) 635

los III no fue un revolucionario sino un reformador prudente que no queria acelerar
procesos ya en marcha. Al terminar su reinado seguía habiendo Mesta, gremios,
Inquisición, estatutos... pero todas estas instituciones habían perdido vigor, se habían
desnaturalizado, estaban al borde de la extinción […] Si el reformismo carolino pecó
con frecuencia por cortedad de miras y falta de decisión, el reformismo revolucionario
liberal del siguiente siglo trajo una secuela de guerras civiles [...] Poseía energía, ho-
nestidad, desinterés, sentido del deber, acierto para escoger buenos ministros y firme—
za para respaldar sus actos. Carlos 111 no igualó en cultura ni en doles intelectuales y
artísticas a Felipe II 0 Felipe IV; sin embargo, su actuación como gobernante fue más
beneficiosa para su pueblo, quizás porque no se sintió obligado a defender a toda costa
unos ideales, y también porque para él no existia la discordancia que muchas veces
afloró en los Habsburgos entre los intereses dinásticos y los intereses de la nación.
Carlos III fue, en todos los sentidos, el rey de España, el rey de todos los españoles...»
Por ello, y a pesar de que tampoco debemos ignorar las críticas a las limitaciones de su
obra de gobierno ——y que actualmente se muestran junto con los elogios a los logros
de su reinado— su recuerdo y su buena fama permanecen.

Bibliografía

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CAPÍTULO 24

LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS IV (1788—1808)

por ENRIQUE GIMENEZ LÓPEZ


Universidad de Alicante

1. Los inicios del reinado

1.1. EL NUEVO REY

La imagen de Carlos [V no ha contado, ni de lejos, con la fortuna de su antece—


sor. Con 40 años cuando accedió al trono en diciembre de 1788, ha sido habitual—
mente presentado como un rey despegado de sus responsabilidades, si bien la histo—
riografía más reciente le concede un papel activo en la dirección de la política exte—
rior española.
Cierto es que, aficionado a la música de Boccherini y a la pintura de Goya, había
heredado de sus antecesores la adoración por la caza y la equitación, y estaba imbuido
por un concepto familiar de la Monarquía, sintiéndose defensor nato de la dinastía
borbónica y, en especial, protector de sus ramas italianas: la de su hermano Fernando
IV en Nápoles, y la de su cuñado y primo el gran duque de Parma, Fernando I. Su es—
posa, Maria Luisa de Parma, su prima hermana, era gran aficionada al lujo. Fue objeto
de una cruel campaña de desprestigio, auspiciada por los enemigos de Godoy y conti—
nuada por la historiografía del siglo XIX y primera mitad del XX. Ante la imposibilidad
de explicar la meteórica carrera de Godoy, se intuyó que unas hipotéticas relaciones
amatorias entre la reina y Godoy, consentidas por Carlos IV, eran las responsables del
ascenso del hidalgo extremeño a las más altas responsabilidades políticas y militares
del reino, pero la biografía de Emilio la Parra sobre Godoy ha descartado esa malicio—
sa interpretación. Fue la confianza de los reyes, fuente de todo poder en el Antiguo Ré—
gimen, hacia el joven Godoy, y la falta de fe del propio Carlos IV en la política desa—
rrollada por Floridablanca y Aranda frente a la Francia revolucionaria, lo que abrió las
puertas del poder al favorito, considerado siempre por la pareja real como su más leal
consejero y un amigo insustituible.
638 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1.2. LA ETAPA DE FLORIDABLANCA Y EL TEMOR AL CONTAGIO REVOLUCIONARIO

Las buenas relaciones que Carlos IV había sostenido, siendo principe de Astu—
rias, con Aranda, habían llevado a suponer al conde aragonés y a sus partidarios que
Floridablanca sería desplazado de la secretaría de Estado al acceder al trono el nue—
vo Rey.
Para sorpresa de Aranda, que había regresado a España desde la embajada de Pa-
rís en 1787 con el objeto de prepararse adecuadamente para el alto destino que creía
próximo, la muerte de Carlos III no supuso su nombramiento sino, por el contrario, la
confirmación del conde de Floridablanca en su puesto de secretario de Estado. Car-
los III, en el momento mismo de su muerte, habia recomendado a su sucesor que man—
tuviera en el cargo al político murciano.
La segunda decisión del nuevo Rey, tras la confirmación del equipo ministerial
heredado de su padre, fue convocar Cortes a efectos de que los procuradores jurasen
como heredero al infante don Fernando, inaugurándose éstas solemnemente el 19 de
septiembre bajo la presidencia de Pedro Rodríguez de Campomanes en su calidad
de gobernador del Consejo de Castilla.
Lo más sobresaliente de aquellas Cortes fue su disolución inesperada el 17 de oc—
tubre, después de que el día 6 de ese mismo mes se produjera el asalto del palacio de
Versalles por los parisinos y se obligara a Luis XVI y su familia a trasladarse a París
contra su voluntad. El temor inl'undado de Floridablanca a asimilar las Cortes a la
Asamblea Nacional francesa, precipitó su disolución ya que las noticias procedentes
de Francia habían creado en la Corte madrileña un impacto considerable, y acentuó la
determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las
noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las <<doctrinas republicanas» di—
fundidas por agentes subversivos, por lo que se dieron órdenes a la Inquisición para
que requisara todos aquellos impresos y manuscritos que cuestionaran o criticaran la
Monarquía o el Papado, y se vigilara especialmente la Universidad y los ambientes
ilustrados.
La decisión de poner coto a la Ilustración y aislar al país no era improvisada, sino
que trataba de acentuar una política iniciada con anterioridad. La mayor liberalidad de
los primeros años de Carlos III, se fue estrechando desde la llegada de Floridablanca a la
secretaría de Estado en 1777. Desde l784 se había intensificado el control en las fronte—
ras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los philosophes, y en
1785 se fortaleció la censura, reactivándose los tribunales inquisitoriales.
En posiciones críticas quedaron algunos ilustrados, como Valentín de Foronda o
León de Arroyal, que consideraban que España era diferente e inferior a Inglaterra
0 Francia por la politica de aislamiento cultural, que la había sumido en la superstición
y en la atonía política; y otros muchos fueron obligados al silencio y forzados al aisla—
miento, incrementándose en ellos, como ha señalado Marcelin Defourneaux, «la im-
presiôn de vivir encerrados en una prisión intelectual a través de cuyos barrotes po—
dían entrever la libertad».
El <<pánico>> que, según Richard Herr, atenazó a Floridablanca, no era un miedo
injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conoci—
miento dela realidad española, carente de un dispositivo de orden público que pudiera
contrarrestar la delincuencia política, y por el malestar existente en muchas ciudades
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640 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

por la escasez y el alto precio del pan, situaciòn que guardaba cierta similitud con lo
ocurrido en París en 1789.
Las instituciones de seguridad existentes en España al iniciarse el reinado de
Carlos IV, según Enrique Martínez Ruiz, estaban caracterizadas por sus escasos efec—
tivos, con competencias limitadas a áreas territoriales reducidas, sin una visión de
conjunto del orden público. En 1782 se había establecido una Superintendencia Gene—
ral de Policía, pero circunscrita exclusivamente a Madrid, y se intentó controlar a los
extranjeros residentes, especialmente a los franceses, mediante la elaboración de un
censo de residentes en 1791.
La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupa—
ción en el estado de ánimo de Floridablanca. Las malas cosechas, especialmente la de
1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcan—
zaran cotas muy elevadas, produciéndose disturbios en Cataluña, que dieron lugar al
ahorcamiento de cinco hombres y una mujer en Barcelona. Gonzalo Anes ha observa-
do que en estos motines, nacidos de la crisis de subsistencia, comenzaban a aparecer
elementos ideológicos muy preocupantes para las autoridades, como gritos alusivos a
la libertad о pasquines subversivos. En 1791, por ejemplo, los trabajadores del gremio
valenciano de la seda denunciaron la situación de paro y hambre en que se hallaban,
amenazando a las autoridades, si no se les daba trabajo y pan, con amotinarse, quemar
la ciudad «у hacer lo mismo que en Francia».
Si en el país faltaban mecanismos eficaces para oponerse, tanto a una agitación
interior, que tenía su origen en las dificultades económicas, como a la propaganda re-
volucionaria procedente del exterior, Floridablanca hubo de acentuar la colaboración
entre el Estado y el Santo Oficio. Mientras el Estado se encargaba de prevenir, los ca—
torce tribunales de la Inquisición y sus comisarios pasaban a efectuar una mayor labor
represiva de las <<perversas doctrinas».
Para prevenir, el Estado tomó actitudes defensivas. Había que impedir el conoci-
miento en España de los cambios políticos que estaban teniendo lugar en Francia, y
para ello fueron instaladas tropas a lo largo de la frontera al modo de como se dispo-
nían en la época los cordones sanitarios en los lindes de las poblaciones para evitar la
propagación de una epidemia, y se prohibió la publicación de noticias o comentarios
sobre Francia, tanto favorables como contrarias a la causa del absolutismo.
La acción represora que tenía a su cargo la Inquisición centró su objetivo priori—
tario en un fenómeno inusual hasta entonces, al menos a tan gran escala: la propagan—
da revolucionaria, estudiada por Lucienne Domergue, que se veia acompañada de una
inaudita curiosidad entre los españoles. Proclamas destinadas a moldear la opinión
pública, folletos, libros, periódicos y octavillas antimonárquicas y anticlericales, en
francés y relacionadas con Francia, llegaron a España por los más variados medios
desde los días posteriores al asalto de la Bastilla.
Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la situación de Luis XVI, a
quien se consideraba un rehén en manos de los revolucionarios, aconsejaba dejar en
suspenso el Ill Pacto de Familia vigente desde 1761, 10 que conllevaba la necesaria
reestructuración de la política exterior.
El aislamiento diplomático de España y la creciente disposición intervencionista
de Floridablanca, con el consiguiente peligro para la vida de Luis XVI, fueron deter—
minantes para que Carlos 1V se inclinara por una política menos inflexible que permi—
.],
「{.

{ LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 641

I
‹;
" tiera mantener las relaciones con Francia frente a Inglaterra, y salvar la cabeza de su
real primo.
Los partidarios del conde de Aranda tuvieron un papel destacado en la caída de
Floridablanca, mostrándose muy activos en la Corte a lo largo de todo 1791 , e intensi-
ficando su oposición en las primeras semanas de 1792. Floridablanca contaba con es—
casos apoyos en la nobleza y la Iglesia, y los asuntos de Francia jugaban en su contra.
Su firme negativa a aceptar la Constitución francesa, «por ser contraria a la Sobe—
ranía», ni a reconocer el juramento que de ella hizo Luis XVI, ponían en peligro la
vida del monarca francés. El embajador francés se entrevistó a solas con Carlos IV el
27 de febrero de 1792, un día después de la conversación en la que Floridablanca se
había reiterado en su firme propósito de no reconocer el juramento constitucional de
Luis XVI. El 28 de febrero, Floridablanca era destituido.

1.3. EL BREVE GOBIERNO DEL CONDE DE ARANDA

El relevo de Floridablanca y su sustitución por Aranda no era esperado. El cam—


bio suponía un giro respecto a Francia, y los revolucionarios recibieron con alegría el
ascenso del aristócrata aragonés. Antes de aceptar la secretaría de Estado, Aranda
puso como condición al Rey el restablecimiento del Consejo de Estado, con él mismo
como decano, lo que le convertía, de hecho, en primer ministro.
El nuevo Consejo de Estado ofrecía algunas importantes novedades respecto al
viejo Consejo, que durante el siglo XVIII no había tenido actividad alguna, arrastrando
una existencia meramente nominal. Todos los titulares de las secretarías del Despacho
—los verdaderos ministros—_, pasaban automáticamente a ser miembros ordinarios
del mismo; se instituía el cargo de decano; y se fijaba el palacio real como su sede para
hacer más fácil la asistencia del rey a las sesiones, la primera de las cuales tuvo lugar el
10 de abril, dedicada a la cuestión prioritaria para la Monarquía: las relaciones con
Francia y la situación europea.
Floridablanca fue objeto de una lamentable persecución por quien había sido su
contrincante político en los últimos quince años. Obligado a trasladarse a Murcia el
mismo día en que le fue comunicado su cese, se dedicó a redactar un Testamento polí—
tico, donde reflexionaba sobre sus años de gobernante, pero en la madrugada del ll de
julio fue detenido en Hellín y trasladado preso a la ciudadela de Pamplona acusado
de abuso de autoridad y de irregularidades administrativas; permaneció en prisión
hasta 1794, y fue definitivamente rehabilitado en 1795.
La principal actividad de Aranda estuvo centrada en la complicada situación in—
ternacional, la misma que lo había encumbrado al poder. En sus ocho meses de gobier—
no, el ministro permitió que la prensa ofreciera una mayor información sobre los suce—
sos de Francia, haciendo más permeable la frontera, e intentó mantener la tradicional
alianza con Francia con el doble propósito de influir positivamente en la situación de
Luis XVI, y de que España no quedara sin cobertura diplomática frente a Inglaterra.
Aranda consideraba más conveniente la amistad con los dirigentes políticos franceses
que una oposición frontal que acabaría por radicalizar peligrosamente la situación.
Sin embargo, los acontecimientos tomaron una dirección distinta a la deseada
por Aranda. Los girondinos deseaban exportar al exterior la revolución, sobre todo
642 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tras alcanzar el poder en marzo de 1792. El 20 de abril, la Asamblea declaró la guerra a


Austria y Prusia, produciéndose una gran movilización popular para defender las
fronteras de Francia frente al enemigo extranjero. El efecto no pudo ser más dramático
para los intereses monárquicos. Se combinaba ahora contra Luis XVI la virtud revolu—
cionaria en defensa de las conquistas logradas desde 1789 con la sospecha y la denun-
cia del complot y la traición. El 10 de agosto fueron asaltadas las Tullerías, y Luis XVI
fue encarcelado con su familia en la prisión del Temple, convocándose una Conven—
ción Nacional. Los sucesos de agosto, y la posterior masacre de muchos de los deteni—
dos en las cárceles parisinas el 2 y el 3 de septiembre, pusieron fin definitivamente a la
política de conciliación auspiciada por Aranda, quien se vio Obligado a retirar de París
al embajador español. Los acontecimientos franceses forzaron una urgente convoca-
toria del Consejo de Estado, que se reunió el 24 de agosto de 1792 para escuchar un
largo memorial en el que Aranda planteó las ventajas e inconvenientes de una inter—
vención armada. La conclusión a la que llegó el Consejo era que resultaba inevitable
actuar para reponer a Luis XVI en la plenitud de sus prerrogativas, utilizando todos los
medios disponibles, si bien existía el riesgo de que Inglaterra, todavía neutral, aprove—
chara la ocasión para actuar contra intereses españoles en América.
Pese a ello, y tras una declaración de intenciones tan inequívocamente beligeran—
te, el Consejo decidió iniciar en secreto los preparativos para la guerra, ya que existían
graves carencias financieras y de material, aunque manteniendo las relaciones con
Francia para poder interceder diplomáticamente a favor del rey. Por tanto, actuar
con la máxima cautela era fundamental en la estrategia de Aranda, sin dejarse arras—
trar, hasta no tener los medios adecuados, por las incitaciones del Pontífice Pío VI que
exigía de España que se sumara sin dilación a la cruzada contra Francia. El momento
idóneo para intervenir en la contienda debía ser, según el criterio del político arago—
nés, en el instante mismo en que los ejércitos austríaco y prusiano penetraran por la
frontera del Rin aplastando la resistencia francesa.
La confianza de Aranda en que la coalición austrO-prusiana acabara con la revo—
lución antes de la intervención española desapareció tras la derrota prusiana en
Valmy, el 21 de septiembre. La posibilidad de ejercer España una labor mediadora
en el caso de que las monarquías centroeuropeas, Prusia y Austria, lograran ocupar te—
rritorio francés, se difuminó con el éxito militar de los revolucionarios que, tras su
triunfo, habían pasado a la ofensiva. El retroceso de Aranda hacia posiciones neutra—
listas, convencido de que una participación española sería en ese momento contraria a
los intereses nacionales y de todo punto inviable, dada la falta de preparación del ejér-
cito español, decidió al Rey en noviembre a buscar una nueva y sorprendente alternati—
va: Manuel Godoy. `

1.4. MANUEL GODOY Y LA GUERRA DE LA CONVENCION

El ascenso de Manuel Godoy no es un caso único en la historia de las monarquías


europeas del siglo XVIII, al menos en lo que se refiere a su juventud y a la celeridad de
su progresión. Pitt el Joven fue nombrado primer ministro de la Gran Bretaña cuando
contaba 24 años y con sólo dos de experiencia política como diputado de los Comu—
nes. Y a los contemporáneos de Godoy esta similitud no les pasó desapercibida. Félix
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (17 88-1808) 643

Amat, que sería más tarde confesor de Carlos IV, informó al arzobispo de Tarragona,
Armafiä en los siguientes términos: <<El duque de la Alcudia, por sus talentos, expedi—
ción y robusta juventud podrá ser en España lo que el famoso Pitt en Inglaterra».
En el caso de Godoy, en el limitado espacio de treinta meses, un cadete del selec—
to Cuerpo de Guardias de Corps, de origen hidalgo e hijo de coronel, se convirtió en
plena juventud en teniente general del Ejército, Grande de España, duque de la Alcu—
dia, consejero de Estado tras su remodelación de 1792, y en noviembre de ese mismo
año secretario de Estado, o lo que es lo mismo, responsable máximo de la política es—
pañola. El apoyo de la Corona, clave de bóveda en la estructura del poder en el Anti—
guo Régimen, hizo posible esa fulgurante ascensión que liquidaba definitivamente la
tradición política heredada de Carlos III.
Su actividad política, siguiendo los deseos de sus protectores, los reyes, debía en-
caminarse a salvar la vida de Luis XVI, y para ello había que mantener apariencia de
neutralidad y utilizar todas las vías posibles, tanto oficiales como secretas, incluso el
soborno de destacados miembros de la Convención, con el propósito de lograr que no
votasen la condena a muerte del monarca. Pero Luis XVI fue acusado de conspirar
contra la libertad nacional y atentar contra la seguridad general del Estado, y senten-
ciado a morir en la guillotina el 15 de enero de 1793. La oferta española, reiterando la
promesa de un estatus de neutralidad y ofreciendo efectuar una labor mediadora ante
las demás potencias a cambio de la vida del Rey, resultó totalmente inútil. La ejecu-
ción del monarca francés el 21 de enero de l793 y la ruptura de relaciones fran—
co—británicas tres días después, inclinaron a Carlos IV hacia la guerra, en un clima de
indignación general.
Aranda, que conservaba su puesto en el Consejo de Estado, defendió, no obstan—
te, la tesis de la neutralidad armada, argumentando razones militares y políticas. Des—
de su punto de vista, el ejército español no estaba en condiciones de iniciar una guerra
en la frontera, donde el mal estado de las comunicaciones impediría el desplazamiento
y abastecimiento de tropas, y políticamente el verdadero enemigo de los intereses es—
pañoles era Inglaterra y no Francia, sobre todo en lo referente a la salvaguarda de las
colonias americanas. El debate acabó con una violenta disputa entre Aranda y Godoy,
que le valió al conde ser desterrado a Jaén primero, y confinado en la Alhambra grana—
dina después.
La posición de Aranda era la más sensata y realista. Excepto por motivos estricta—
mente de defensa de los principios monárquicos y familiares, no había razón política
alguna que justificara comenzar la guerra. Debido a ello fue imprescindible iniciar
ante la opinión pública una campaña patriótica sin precedentes que justificara la lucha,
y en la que participaron con entusiasmo los miembros del clero que figuraban entre los
enemigos más recalcitrantes de la Ilustración, pues era, en su opinión, la nueva filoso—
fía la mayor enemiga del catolicismo y la que había puesto la semilla de la revolución.
Convertido el conflicto en cruzada, Godoy solicitó a los obispos que no sólo pu—
sieran sus esfuerzos en animar a realizar fervorosas oraciones y recoger donativos,
sino que exhortaran a los jóvenes al combate, contribuyendo a forjar un discurso reac—
cionario al establecer la identificación entre Ilustración y Revolución. El ejemplo más
conocido de esa defensa de la guerra santa es el del famoso predicador capuchino fray
Diego José de Cádiz, autor de El soldado católico en guerra de religión, en cuyas pá—
ginas se hacía una vibrante llamada a la participación en la guerra contra la <<perversa
644 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Francia», encarnación del Mal Absoluto, como obligación moral, garantizando la sal—
vación eterna a quienes en ella cayeran. Al sumarse a la campaña antirrevolucionaria,
una parte de la Iglesia española buscó mejorar su imagen, presentándose como una
institución patriótica y dispuesta a ser generosa con el sacrificio que se exigía al país
para salvar de la impiedad y la anarquía los fundamentos de la civilización cristiana.
La Convención también participó, utilizando multitud de recursos, en esta batalla
por la opinión. España se había unido a los tiranos de Europa en <<coalición monstruo—
sa», pues reunía a los católicos españoles con los prusianos luteranos y los protestan—
tes ingleses. En la actividad propagandística francesa se procuró evitar ofrecer mues—
tras de anticlericalismo radical y se presentó el nuevo régimen como un paraíso de to—
lerancia religiosa, pero su capacidad de mitigar el masivo mensaje difundido por el
Estado y la Iglesia española fue mínima.
En las arengas del clero se hacían alusiones genéricas a los franceses, tildados de
regicidas, bárbaros y enemigos de Dios, lo que explica que en muchos lugares
de España se desatara la violencia contra residentes franceses que nada tenían que ver
con el proceso revolucionario. La campaña de galofobia sirvió de pretexto para actuar
vengativamente contra aquellos franceses que, dedicados a sus profesiones, eran com-
petidores indeseados de los españoles, como sucedía en Cádiz, Barcelona o Málaga,
donde existían importantes colonias de residentes franceses. En febrero y marzo de
1793 fueron asaltadas y quemadas un buen número de casas de comerciantes france—
ses afincados en Valencia, y sentimientos indiscriminados de rechazo y de violencia
se produjeron en otros lugares de España, alentados por rumores que se propagaban
con rapidez, como la noticia difundida por Madrid en marzo de 1793 de que los fran—
ceses preparaban el envenenamiento de las aguas de la capital.
La campaña militar, conocida indistintamente como <<Guerra contra la Conven-
ción», <<Guerra Gran» 0 «Guerra de los Pirineos» por desarrollarse únicamente en
Guipúzcoa, Navarra, Aragón, Cataluña y el Rosellón, fue desastrosa para España, tras
unos inicios esperanzadores. En poco tiempo se ocupó parcialmente el Rosellón, pero
las acciones españolas, faltas de objetivos políticos o territoriales, se limitaron a actos
simbólicos, como quemar los decretos de la Asamblea 0 sustituir la bandera tricolor
por la blanca de la casa de Borbón. La actitud pusilánime del general español Ricardos
evitó la ocupación de Perpiñán y ya, a fines de 1793, sus tropas habían perdido la ini-
ciativa frente a un ejército francés reorganizado y dinamizado por los llamados <<re-
presentantes del pueblo», individuos comisionados por la Convención para, con su fo-
gosidad y sus amenazas, animar a la población civil y a los generales, y lograr una fe-
rrea disciplina mediante el uso frecuente de la guillotina.
En 1794 y 1795, las campañas fueron totalmente desgraciadas para los intereses
españoles. En el otoño de 1794 el grueso del ejército español se encontraba replegado
en torno a Gerona, y a fines de noviembre se produjo el asedio de Rosas por 30.000
franceses, y la capitulación del fuerte de San Fernando de Figueras, de gran resonan—
cia por su importancia militar y por lo que se consideró cobardía de la tropa y falta de
energía de la oficialidad. La desmoralización y el descontento causado por el desastre
de Figueras fue inmenso. Los grandes sacrificios que se soportaban no tenían compen—
sación en los resultados obtenidos.
En el frente occidental también los republicanos se lanzaron a la ofensiva una vez
llegado el buen tiempo. Enjulio de 1794 ocuparon el valle del Baztán y el 2 de agosto
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS Iv (1788-1808) 645

ocuparon Fuenterrabía, quedando abierto el camino hasta San Sebastián, que se rindió
dos días después tras haber decidido su ayuntamiento no ofrecer resistencia. Los fran—
ceses detuvieron su avance hacia Pamplona, Vitoria y Bilbao ante la llegada del mal
tiempo. Tras el invierno, el avance se efectuó en dos frentes: hacia Bilbao, que se rin—
dió en el verano de 1795, y hacia el sur, alcanzando el alto valle del Ebro tras ocupar
Vitoria. El temor de los responsables militares franceses a alejarse excesivamente de
sus fuentes de suministros y tener que defender frentes excesivamente amplios, ade—
más de faltarles medios de transporte adecuados, detuvo su avance en Miranda de
Ebro.
En el frente catalán, en febrero de 1795, tras la capitulación de Rosas, y la consi-
guiente ocupación del Ampurdán, cuya población huyó masivamente, Barcelona que—
dó al alcance del ejército de la Convención. Sólo la falta de hombres y suministros, y
las enfermedades que afectaban a los soldados franceses, logró estabilizar el frente a
lo largo del cauce del río Fluviá, puesto que los soldados del ejército regular español
se encontraban, por entonces, <<cansados, descalzos, fatigados y tímidos», según seña—
laba en sus informes uno de sus generales.
La magnitud de la derrota, el lastimoso estado en que comenzaba a encontrarse la
Hacienda española, y un descontento popular creciente, hizo deseable llegar a una rá—
pida paz negociada, en la que también estaba interesada la República francesa, ago—
biada por tener que sostener la guerra en distintos frentes.

2. Oposicion interior y politica exterior

Los reveses de una guerra poco gloriosa produjeron algunos movimientos de


oposición a Godoy, en los que se ironizaba ante el insólito título de príncipe de la Paz.
Algunas conspiraciones se tejieron contra el valido, siendo las más conocidas las en-
cabezadas por Juan Antonio Picornell, el marino Alejandro Malaspina, y la del aristó-
crata conde de Teba, surgiendo también la voz de españoles que, desde el exilio, se in-
clinaban por una vía revolucionaria.

2.1. LA INICIAL OPOSICIÓN A GODOY

Las conspiraciones de Picomell y Malaspina tenían objetivos distintos, pero am—


bas intentaron aprovechar el descontento general derivado de la fracasada guerra con
Francia. El proyecto encabezado en 1795 por el pedagogo Picornell, pretendía subver—
tir el orden monárquico con el apoyo armado de las masas populares, aprovechando la
crisis económica y la inmoralidad de Godoy, y proclamar un nuevo régimen cuyo
lema sería <<libertad, igualdad y abundancia». Le acompañaban en sus planes un redu—
cido grupo de conspiradores. Su programa revolucionario estaba contenido en un lla—
mado Manifiesto al pueblo, en el que se hablaba de establecer una Junta Suprema,
compuesta por 25 diputados que, como representante del pueblo, asumiría el gobierno
provisional mientras se elaboraba una Constitución, tras lo cual se celebrarían eleccio—
nes para que la nación eligiera sus representantes. Si bien el tipo de régimen que se
propugnaba quedaba en penumbras, pues no se manifestaba explícitamente a favor de
646 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

la República ni de la Monarquía, existían dos proclamas redactadas en previsión de


cualquier contingencia, una monárquica y otra republicana, para difundir la más ade-
cuada según el sesgo que tomara el levantamiento popular. Picornell y sus secuaces
fueron detenidos el 3 de febrero de 1795, día de San Blas, por lo que la conspiración
también es conocida por el nombre del santo del día. Picornell y tres de sus colabora—
dores fueron condenados a morir en la horca, pena que fue conmutada por la de cadena
perpetua en prisiones americanas. Encarcelados en La Guaira, Picornell y sus compa-
ñeros lograron escapar el 3 de junio de 1797, colaborando desde entonces con los mo—
vimientos emancipadores.
Durante el mismo año, el famoso marino Malaspina, de origen italiano, recién
llegado de dirigir su expedición de circunnavegar la Tierra, iniciada en 1789, y fiado
en su prestigio, intentó hacer llegar a los reyes su proyecto para sacar a la Monarquía
de las manos inadecuadas de Godoy. Sus ideas políticas estaban cerca de las preconi—
zadas por el partido arandista, que deseaba mantener los vínculos tradicionales con
Francia como precaución frente a Inglaterra, y defender América contra el peligro bri—
tánico, pero también contra posibles conatos independentistas favorecidos por la pési—
ma administración colonial, de la que el marino había sido testigo durante la expedi—
ción. Malaspina elaboró en secreto un plan de gobierno alternativo al de Godoy, que
intentó hacer llegar a manos de los reyes. Sin embargo, el plan elaborado por Malaspi—
na fue interceptado por Godoy, produciéndose la detención del marino a finales de no—
viembre de 1795 acusado de conspiración.
El asunto del conde de Teba era una constatación de la oposición aristocrática,
cuyo líder seguía siendo Aranda, al escandaloso encumbramiento de Godoy, y el des—
contento por su política. Entre amplios sectores de la aristocracia se fue incrementan—
do el encono hacia Godoy y la reina ——ya que el primero era considerado un usurpador
de las funciones tradicionales de la aristocracia—, y el malestar por la manera de con-
ducir la política internacional. El conde de Teba, hijo mayor de la condesa de Montijo,
de talante reformista, redactó en 1794 su Discurso sobre la autoridad de los ricos
hombres sobre el Rey y cómo lafueron perdiendo hasta llegar al punto de opresión en
que se halla hoy para su lectura en la Academia de la Historia. Teba en su Discurso
realizaba una nostálgica visión de los tiempos en que el poder de los reyes se hallaba
limitado por la autoridad y la independencia de la alta nobleza, y que la sujeción de
ésta a la autoridad del Rey no habia sido buena para España, reivindicando un modelo
de monarquía más equilibrada, en la que el monarca compartiese el poder con la aris—
tocracia, cuya opinión se manifestaba en el sistema de Consejos. Las opiniones de
Teba fueron consideradas subversivas, pues en el fondo subyacía una crítica al monar—
ca por entregar su confianza a Godoy y los peligros que de ello se derivaban, y el con—
de fue condenado al exilio de la Corte.
La crítica al absolutismo desde la perspectiva antiliberal era muy distinta a la que
se hacía desde el liberalismo. La guerra con Francia tuvo también un efecto propagan-
dístico opuesto al deseado por las autoridades, ya que los principios de la Revolución
se difundieron en todos los ambientes. A los ilustrados radicales, la Revolución les ha-
bía abierto un horizonte de posibilidades, y para ellos la regeneración de España pasa—
ba necesariamente por acabar con los privilegios. Entre quienes estuvieron en la van—
guardia de este movimiento favorable al liberalismo se encontraban los españoles exi—
lados en Francia, entre los que destacó José Marchena, el español más comprometido
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 647

con la Revoluciôn francesa, y que desde abril de 1792 pasô a residir en la ciudad fran—
cesa de Bayona. Los revolucionarios franceses pusieron gran empeño en convertir a
Bayona como centro difusor de propaganda revolucionaria hacia España, y se dio co—
bijo a quienes, venidos de España, estaban dispuestos a participar en esa empresa pro—
pagandística. La aportación más importante de Marchena fue la proclama tituladaA la
Nación española, publicada en Bayona en octubre de l792 con una tirada de 5.000
ejemplares. Según su contenido, Marchena proyectaba promover en España un proce—
so revolucionario, pero no mimético del francés, sino que atendiera alas particularida—
des españolas, entre ellas la falta de una burguesía capaz de encabezar el proceso,
como había sucedido en Francia. Con su proyecto de revolución a la española, Mar—
chena deseaba revitalizar las instituciones representativas para lograr cohesionar una
realidad hispánica que consideraba poco integrada y compuesta de regiones diversas,
y que, en el fondo, no consistía en otra cosa que en acelerar el reformismo ilustrado:
supresión de la Inquisición, restablecimiento de las Cortes estamentales, y limitación
de los abusos y poderes del clero. Su intención era ofrecer un proyecto atractivo al
conj unto de la sociedad española, en el que el pueblo accedería lenta y gradualmente a
la plenitud de sus derechos políticos.
No obstante estas manifestaciones de oposición, que brotaban de sectores muy
diversos y con intencionalidad distinta, Manuel Godoy había decidido dar un giro a lo
que hasta entonces había sido su política exterior, e inaugurar una nueva línea política
de acercamiento a Francia y enfrentamiento con Inglaterra.

2.2. LA ALIANZA CON FRANCIA Y LA GUERRA CONTRA INGLATERRA

A fines de 1794 era evidente el agotamiento hispano-francés. La caída de Robes—


pierre el 27 dejulio de 1794 había hecho que la República se planteara como objetivo
lograr el reconocimiento europeo del régimen que la sacara del aislamiento interna—
cional, y atraerse a España como aliada, con su potencial naval, ante una previsible
guerra con Inglaterra. Las tropas francesas en España se encontraban extenuadas y fal—
taban los recursos mínimos para seguir avanzando e, incluso, para mantener el territo—
rio conquistado. La situación hacendística española, las derrotas militares, y un cre-
ciente malestar general que podía desembocar en una situación prerrevolucionaria,
aconsejaban a Godoy a aprovechar los deseos franceses de iniciar conversaciones
para poner punto final a las hostilidades. La caída de Robespierre hizo posible el inicio
de contactos entre diplomáticos franceses y españoles en Suiza. El 22 de julio de 1795
fue suscrito en Basilea un tratado de paz que ponía fin a la guerra franco—española. Si
bien Francia era la más beneficiada, España quedó satisfecha porque no perdió lo que
su situación militar hacía prever. Territorialmente sólo cedió su parte de la isla de San—
to Domingo, manteniendo Luisiana y logrando la restitución de <<todas las conquistas
que ha hecho en sus Estados en la guerra actual» y fijando la raya fronteriza en los Piri—
neos. El Tratado abría nuevas posibilidades a las relaciones franco-españolas. Las
condiciones moderadas impuestas por los franceses fueron presentadas por Godoy
como un éxito personal, recibiendo de los reyes el titulo de príncipe de la Paz, si bien
la modestia de las reivindicaciones francesas era preconcebida, pues la República pre—
tendía la reconciliación con España, y reeditar la alianza que había unido a las dos po—
648 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tencias vecinas durante todo el siglo XVIII frente al común enemigo británico, lo que se
logró un año después con el Pacto de San Ildefonso.
Con el fin de lograr un grado de mayor compromiso hispano-francés, el 19 de
agosto de 1796, Godoy establecía con el Directorio el Pacto de San Ildefonso, una
alianza ofensivo-defensiva que tenía como prioridad la cooperación militar de los dos
países frente a Inglaterra. Era opinión generalizada entre los políticos españoles del si-
glo XVIII que una paz definitiva con Inglaterra era imposible a causa de la ambición co—
lonial británica. El oportunismo de Godoy era la razón principal de ese vuelco espec—
tacular que unía a una de las monarquías más tradicionales de Europa con la República
regicida. Las cláusulas del Pacto de San Ildefonso tenían carácter ofensivo—defensivo,
y en ellas se especificaba con detalle la aportación de cada uno de los Estados si gnata—
rios a una fuerza común en el caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. A prime-
ros de octubre de 1796 se rompían las hostilidades con Inglaterra, pese a que Godoy
era consciente de los gravísimos perjuicios económicos que para el país entrañaba esa
guerra. Pero con el comienzo de ésta se iniciaba un proceso de sometimiento a las ini-
ciativas francesas y a las pautas que marcaron hasta 1808 el Directorio, el Consulado y
el Imperio.
La guerra con Inglaterra fue más desastrosa aún que la sostenida contra Francia
entre 1793 y 1795. El primer resultado de la confrontación anglo—española fue muy
negativo para los intereses hispanos. En febrero de 1797, una escuadra era derrotada
frente al cabo San Vicente por otra inglesa con menos efectivos. La preparación de la
marinería y de los mandos británicos fue decisiva para imponerse en un combate naval
que preludiaba el desastre de Trafalgar. Dos días después del desastre del cabo San Vi—
cente, los británicos se apoderaron de la isla Trinidad, en las Antillas, un lugar de gran
interés estratégico.
Posteriormente, los españoles lograron rechazar los ataques a Puerto Rico, Cádiz
y Santa Cruz de Tenerife. En Puerto Rico, los ingleses que habían tomado Trinidad
desembarcaron importantes efectivos, pero el gobernador obligó a los británicos a
reembarcarse tras quince días de combates. En España, la escuadra inglesa vencedora
en San Vicente, reforzada con nuevos navíos y con Nelson como contraalmirante, de—
cidió atacar Cádiz, incendiar sus arsenales y destruir los buques de guerra allí surtos.
La defensa del general José Mazarredo desde la plaza y sus fuertes en los primeros
días de julio fue tan contundente que Nelson tuvo que retirarse sin lograr ninguno de
sus objetivos, dirigiéndose hacia el archipiélago canario. El 24 de julio los ingleses
atacaron Santa Cruz de Tenerife, pero también fueron rechazados por las baterías de la
plaza y el fuego de fusilería. Nelson perdió el brazo derecho cuando dirigía el desem—
barco de sus hombres en el muelle de Santa Cruz.
Los efectos económicos de la guerra fueron todavía más calamitosos que los cau-
sados por el conflicto con la Convención republicana. El comercio marítimo se inte—
rrumpió, y la situación de la Hacienda, ya enfrentada a graves problemas por las con—
secuencias de la guerra contra la Convención, se hizo angustiosa, pues los gastos mili—
tares se incrementaron en un 12 % en relaciôn a los habidos durante la guerra con
Francia de 1793—1795, y los ingresos disminuyeron, sobre todo los procedentes de
América, aumentando el déficit hacendístico hasta extremos asfixiantes.
Para Inglaterra el esfuerzo bélico también tenía efectos preocupantes, que aconse—
jaron a Pitt iniciar conversaciones de paz con Francia, una vez que la República había
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 649

derrotado a Austria. En las conversaciones preliminares, ni Francia ni Inglaterra desea—


ban la presencia de plenipotenciarios españoles. España exigía la devolución de Trini—
dad y Gibraltar, pero las posiciones francesas y británicas estaban tan alejadas que no
fue posible el acuerdo. El escaso reconocimiento que el Directorio mostraba hacia sus
aliados los españoles, marginados en las conversaciones con Inglaterra, enfriaron las re—
laciones hispano—francesas y tuvieron efectos importantes en la política interior.
Para apuntalar su situación, muy debilitada por la serie ininterrumpida de fraca—
sos militares, porla aguda crisis económica, acentuada por pésimas cosechas que pro—
vocaron importantes alzas de precios, y por un cierto distanciamiento de los reyes,
Godoy se decidió a llevar a cabo importantes cambios en su gobierno, dando entrada
en él a destacados ilustrados, y promocionando a puestos relevantes de la diplomacia o
de la magistratura a otros. Jovellanos ocupó el ministerio de Gracia y Justicia, Francis-
co de Saavedra entró en Hacienda, el poeta Juan Meléndez Valdés obtenía la fiscalía
de la Sala de alcaldes de Casa y Corte, y el obispo Ramón de Arce, con vitola de ilus—
trado, el cargo de Inquisidor General.
Jovellanos se impuso tres objetivos: la reforma universitaria, iniciar la desamor—
tización, y suprimir gran parte de las atribuciones de la Inquisición, trasladando sus
funciones a los obispos. Nada pudo lograr, pues acusado de enemigo declarado del
Santo Oficio, fue sustituido a los nueve meses de haber accedido al cargo y confinado
a Asturias. A los pocos días de la caída de Jovellanos se produjo una importante purga
de ilustrados en la administración. Meléndez Valdés, por citar un ejemplo, fue cesado
del cargo de alcalde de Casa y Corte que ocupaba, ordenándosele abandonar Madrid
en un plazo de 24 horas y dirigirse desterrado a Medina del Campo.
Estos bandazos políticos eran el resultado del creciente malestar que se vivía en
España por los escasos frutos del Pacto de San Ildefonso, y la sorda lucha política que
se dirimía en Madrid entre los partidarios de lograr un mayor grado de independencia
respecto a Francia, entre los que se encontraba el propio Godoy, y los que deseaban es—
trechar más firmemente los lazos con el Directorio. Paradójicamente, la Monarquía
hispánica era aliada de Francia, republicana y regicida, pero la subordinación que de—
seaba Francia creaba una fuerte irritación en Madrid, sobre todo entre quienes consi—
deraban que España se hallaba aislada de los países europeos más próximos ideológi—
camente, y esa situación contradictoria había ahondado la crisis económica y financie—
ra, con el consiguiente incremento del descontento social.
A estas razones se sumó la creciente desconfianza entre Godoy y el Directorio. El
responsable de la política española se sentía profundamente disgustado por no haber
contado París con España para intervenir en las conversaciones de paz entre Francia e
Inglaterra realizadas durante el verano de 1797. A todo esto se sumaba la presión del
Directorio francés, contrariado por las buenas relaciones de Godoy con los franceses
monárquicos exiliados, y en la sospecha de que hubiera comenzado a dar marcha atrás
en su alianza con Francia, por su actitud de freno permanente a lanzar una acción mili—
tar contra Portugal por ser Carlota Joaquina, hija de Carlos IV, esposa del regente por—
tugués. El resultado de las presiones del Directorio francés fue el cese de Godoy, co—
municado formalmente por Carlos IV el 28 de marzo de 1798.
Gracias a Emilio la Parra conocemos con detalle las interioridades que conduje—
ron a Godoy al abandono del gobierno. El Directorio estaba convencido que Godoy se
oponía a los planes franceses respecto a Portugal, y que se había vendido a Inglaterra.
650 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

La soledad política de Godoy, abandonado por el Directorio, por sus colaboradores


ilustrados, Saavedra y Jovellanos, y perdido momentáneamente el favor, que no el ca-
riño, de los reyes, le condujo a abandonar el gobierno, si bien conservando todos los
honores.
El sustituto de Godoy fue Francisco Saavedra, el ministro de Hacienda, que había
participado en su caída, pero debido a sus muchos achaques quien dirigió verdadera—
mente los asuntos de gobierno fue Mariano Luis de Urquijo, un joven funcionario na—
cido en 1768, oficial mayor de la secretaría de Estado que, en su breve período de res—
ponsabilidad, intentó enfrentarse a la delicada situación de España en los frentes inte—
rior e internacional.

2.3. EL PARENTESIS MINISTERIAL DE URQUIJO

Entre la dimisión de Godoy en 1798 y su regreso al primer plano del poder en


1800, tuvo lugar la difícil gestión del joven Urquijo, quien debió enfrentarse a una cri—
sis económica interior y a un dilema en la política exterior de enorme complejidad.
La situación económica española siguió empeorando: la inflación alcanzó co—
tas elevadas y las comunicaciones con América siguieron cortadas por la acción de
corsarios ingleses. Pero eran las finanzas públicas las que habían llegado a una situa—
ción cercana a la bancarrota. El crédito del Estado había descendido tan espectacu-
larmente que se corría el riesgo inminente de no poder atender a las urgencias más
perentorias, como efectuar los pagos al Ejército. La alternativa utilizada por Urquijo
fue poner en marcha un proceso desamortizador, lo que le valió la enemistad de la
Iglesia.
Era en la escena internacional donde Urquijo encontró los problemas más acu—
ciantes, y lo que era peor, con una capacidad de maniobra cada vez más limitada. So-
bre el secretario de Estado recayó el dilema de mantener los vínculos que unían Espa-
ña a Francia o, por el contrario, tomar partido contra la República. Las advertencias
francesas fueron más eficaces ante una España que tenía conciencia de su debilidad
frente a una hipotética invasión del poderoso ejército francés. España se decidió, pues,
por luchar al lado de Francia. Pronto la superioridad de Inglaterra en el mar se puso de
manifiesto: en agosto de 1798 la escuadra francesa del Mediterráneo fue destruida en
Abukir, dejando aislado a Napoleon en Egipto, y un mes después los ingleses tomaban
Menorca. Era urgente potenciar la colaboración naval franco—española y tomar deci—
siones que contrarrestaran los éxitos ingleses en el Mediterráneo. Buques de guerra
españoles fueron enviados desde sus bases de Cádiz y el Ferrol a Brest y Rochefort, y
se iniciaron preparativos para concentrar una gran escuadra en Tolón que recuperara
la iniciativa en el Mediterráneo e hiciera posible el regreso del ejército de Napoleón
desde Egipto. También Francia presionaba para conseguir de España una participa-
ción más decisiva en Portugal, base de la flota británica que operaba en el Mediterrá—
neo. Si se lograba que Francia y Portugal establecieran un tratado de paz, el puerto de
Cádiz se vería libre de la amenaza de bloqueo por la flota británica con base en los
puertos portugueses, y desaparecería la presión que Francia ejercía sobre el gobierno
español para invadir el territorio portugués y que creaba en Carlos IV una gran inco—
modidad por razones familiares y políticas: su hija estaba casada con el regente y here—
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS IV (1788—1808) 651

dero don Joao, y era previsible que la presencia de un ejército republicano atravesando
la Península hacia Portugal diera motivos para la difusión del ideario republicano.
La razón que inclinó a Urquijo por continuar aliado con el Directorio se basaba
en su convicción de que Inglaterra era más peligrosa para los intereses españoles que
el propio sistema revolucionario. Al optar por mantener los vínculos con Francia, se
acentuó la dependencia de nuestra política respecto a la del poderoso vecino.
Urquijo lo sufriría en sus propias carnes. La segunda ocasión fue, sin embargo,
decisiva para la suerte política de Urquijo, y tuvo lugar a partir de noviembre de l799,
cuando el golpe de Estado del 18 de Brumario puso fin al Directorio e inauguró el
Consulado, con Napoleón como primer Cónsul. Bonaparte impuso el 13 de diciembre
de aquel año, el cambio de Urquijo por Godoy, quien regresó al poder no ya como se—
cretario de Estado, sino con los entorchados de Generalísimo, con autoridad máxima
en el Ejército. Pero en la realidad, el superministro Godoy era dependiente en todo de
Napoleón, convertido en árbitro de la política española hasta la crisis definitiva
de 1808.

2.4. LA POLÍTICA ESPANOLA AL SERVICIO DE Los INTERESES NAPOLEÓNICOS

El ascenso del príncipe de la Paz a la máxima responsabilidad de dirigir los desti—


nos de la Monarquía hispánica, se debió a tres hechos: en primer lugar, al deseo de
Carlos IV de reanudar las buenas relaciones con la Iglesia, que la política de Urquijo
habían puesto en entredicho; en segundo lugar, a la disposición del valido a someterse
a los dictados de Napoleón, y en tercer lugar, a las numerosas intrigas urdidas por Go-
doy para desalojar a Urquijo del ministerio y poderlo así recuperar.
Desde la llegada de Godoy, y con la colaboración de hombres de talante antiilus—
trado, como el ministro de Gracia y J usticia J osé Antonio Caballero, se inició la perse—
cución de elementos reformistas del equipo ministerial anterior. Godoy, abandonando
sus coqueteos con la Ilustración de su primera etapa de gobierno y, considerándose
traicionado por sus elementos más característicos, se alió con el sector mayoritario del
clero, enemigo de las Luces y descontento con la política religiosa de Urquijo. El ca—
maleónico Godoy se situaba, ahora, a la cabeza de una ofensiva reaccionaria que, en—
tre otras violencias contra los grupos ilustrados, encarceló sin proceso a Jovellanos en
la Cartuja de Valldemosa primero, y en el castillo mallorquín de Bellver después, en—
tre abril de 1801 y el mismo mes de 1808, considerándolo uno de los causantes de su
caída en 1798. Pero no fue sólo Jovellanos la única víctima, pues la operación estaba
destinada a acabar con todos los ilustrados influyentes, que quedaron en el ostracismo
hasta que los acontecimientos de 1808 les ofrecieron una nueva oportunidad de influir
en los asuntos públicos.
El máximo interés de Napoleón era lograr la intervención de España en Portugal,
la inveterada aliada de Inglaterra. Para lograr ese fin, al que era reticente Carlos IV por
motivos familiares, Bonaparte contaba con la ambición personal del príncipe de la
Paz, y con la presión diplomática que podía ejercer a través del embajador de Francia
en Madrid, su hermano Luciano Bonaparte. Godoy no había olvidado que su negativa
a atacar Portugal en 1798 había contribuido a su sustitución por Urquijo, y las intimi—
daciones de Napoleón eran continuas.
652 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Godoy y Luciano convencieron a Carlos IV de que una guerra rápida con Portu-
gal sería beneficiosa para la familia real portuguesa y que, incluso, podría colaborar
así a salvar el trono luso, pues al liberarlo de su alianza con Inglaterra, se impedirian
los planes napoleónicos de situar en Lisboa a un monarca satélite de Paris.
Godoy, nombrado Generalísimo en enero de 1801, anunció que atacaría Portugal
si esta no cumplía rápidamente dos condiciones, expuestas a modo de ultimátum: la
ruptura de relaciones con Inglaterra, con el consiguiente cierre de los puertos portu—
gueses a la flota británica, y la cesión de una parte del territorio portugues a los espa—
ñoles hasta que los ingleses no devolvieran la isla de Trinidad a España y Malta a
Francia.
El 27 de febrero de 1801 se efectuó la declaración de guerra, aunque los comba—
tes no se iniciaron hasta bien entrada la primavera. El 19 с1е тауо se realizö un ataque
español limitado. Fue una contienda brevísima, conocida como la «Guerra de las Na—
ranjas», por el envio a la reina de un obsequio consistente en un ramo de naranjas por—
tuguesas, y objeto de chanza por la oposición a Godoy, que divulgó sátiras más o me—
nos ingeniosas, pero todas malévolas, sobre las relaciones entre el ministro y María
Luisa. Tras la toma por los españoles de la ciudad de Olivenza, muy próxima a la fron-
tera extremeña, dos semanas después se iniciaron conversaciones de paz, que finaliza—
ron al poco tiempo con el Tratado de Badajoz, firmado el 8 de junio, por el que Portu—
gal aceptaba cerrar sus puertos a los navíos ingleses, cedía Olivenza a España, toman—
do el curso del Guadiana en aquella parte como frontera natural entre los dos países, y
a Francia un territorio al este de la Guayana, y se comprometía a firmar con la Repú—
blica un tratado comercial, y pagar indemnizaciones por valor de 15 millones de li—
bras. El resultado de la guerra hispano—portuguesa no fue del agrado de Napoleón, que
deseaba la conquista territorial de Portugal para negociar con Inglaterra la devolución
de Menorca, Malta y Trinidad, por lo que decidió acentuar la subordinación de España
a los intereses de la política francesa.
En marzo de 1802, Francia firmó con Inglaterra, agotadas ambas por el esfuerzo
bélico, la paz de Amiens sin prestar atención a los intereses españoles, por 10 que la
isla de Trinidad permaneció en manos británicas. Nadie en Europa consideró que la si—
tuación de paz fuera duradera, ya que en Amiens no se habia dado solución a ninguna
de las muchas cuestiones que enfrentaban a Francia y España con Inglaterra.
Para Bonaparte, nombrado en agosto cónsul vitalicio, era esencial mantener la
ayuda incondicional de España para cuando se reanudaran las hostilidades con Ingla-
terra, y para ello había que evitar cualquier veleidad neutralista de España utilizando,
indistintamente, el halago y la intimidación. Cuando en 1803 se reinició la guerra
franco—británica, España intentó mantener su neutralidad, iniciando conversaciones
con Prusia y Rusia para formar un bloque de potencias neutrales, pero al no lograr este
objetivo no tuvo más remedio que adquirir la neutralidad a un elevado precio y forma—
lizar el Tratado de subsidio, por el que el gobierno español se comprometió a pagar al
Estado francés seis millones de libras mensuales, y a permitir la entrada en sus puertos
a los buques franceses.
No se pudo evitar, sin embargo, intervenir en la contienda en diciembre de 1804,
cuando Napoleön considerò que, además de dinero, debía disponer de los barcos de
guerra españoles. La promesa del nuevo Emperador a Godoy, siempre interesado en
su bienestar personal, de hacerle entrega de un reino en una de las provincias portu—
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 653

guesas, acabó por decidir al valido de la conveniencia de poner la Armada española a


las ordenes de Francia.
La nueva guerra con Inglaterra fue tan calamitosa para España como lo había
sido la iniciada en 1796. El proyecto de Napoleón era utilizar la capacidad de las flotas
francesa y española para poder desembarcar un ejército de 160.000 hombres en terri-
torio inglés. Pero en octubre de 1805, la flota aliada y la británica se encontraron en el
cabo Trafalgar, frente a Cádiz, sufriendo los primeros una gran derrota pese a ser su—
periores en número y capacidad de fuego. La inferior preparación de las tripulaciones
franco—españolas, y la mediocridad del almirante francés Villeneuve, que hizo caso
omiso a las indicaciones de los marinos españoles, junto a la táctica naval del almiran—
te inglés Horacio Nelson, un revolucionario de la guerra en el mar, fueron las causas
de la derrota. A la muerte de Nelson, se sumaron las de Cosme Damián Churruca, Fe—
derico Gravina y Dionisio Alcalá Galiano, entre otros, que constituían la elite de la
oficialidad de la marina de guerra española.
Tras Trafalgar, el futuro político del príncipe de la Paz, erosionada su figura en
España hasta la impopularidad y el desprestigio más absoluto, dependía, más que nun—
ca, de la voluntad de Napoleón. En 1807, como aportación a las campañas francesas
en centroeuropa, Godoy envió un cuerpo expedicionario de 14.000 soldados a Alema-
nia al mando del marqués de la Romana; se sumó al Bloqueo Continental contra Ingla—
terra, con el que Napoleón pretendía ahogar económicamente a un país cuya economía
se basaba en el comercio; y no tuvo ningún escrúpulo en poner a la venta, previa auto-
rización papal, una séptima parte del patrimonio de la Iglesia española para contribuir
al esfuerzo militar francés.
Relacionado con el Bloqueo Continental, nuevamente aparecía en el horizonte
político español el tema de Portugal. Al regreso de la campaña de Rusia, Napoleón
propuso a Godoy acabar con la monarquía de los Braganza, una parte de cuyo territo—
rio —el Algarve— quedaría reservado para que el príncipe de la Paz viera cumplido
su deseo de convertirse en rey. El Tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre
de 1807, fijaba los términos del reparto de Portugal, y estipulaba la entrada en España
de un ejército imperial para colaborar con el español en las operaciones bélicas. Pero
en ese mismo mes, la oposición a Godoy, aglutinada en torno al príncipe de Asturias
Fernando, dio el primer paso para desembarazarse del valido.

2.5. EL PARTIDO FERNANDINO Y LAS CONSPIRACIONES DE EL ESCORIAL Y ARANJUEZ

Ya hemos señalado que Godoy fue objeto, desde el momento mismo de su acceso
al poder a finales de 1792, de duras invectivas que lo presentaban como un monstruo
voluptuoso, Oprobio del género humano y sepulturero de España.
Gran parte de esa oposición estaba formada por aristócratas. La agitación oposi—
tora encontró cobijo y estímulo en el príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII,
convertido en el enemigo más activo del otro príncipe, el de la Paz, hasta el punto de
formarse en torno al heredero el denominado «partido fernandino», dedicado a des—
prestigiar por todos los medios, incluida la calumnia más soez, al valido y a los reyes.
Las actividades del partido fernandino se mantuvieron en los niveles de la sátira
y la difamación, fomentada y pagada por el príncipe de Asturias, hasta octubre de
654 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

1806, en que Fernando consideró que debia dar un paso cualitativo importante en su
sordo enfrentamiento con Godoy aprovechando su momentánea debilidad. En los me—
ses anteriores a octubre de 1806, Godoy habia efectuado contactos y negociaciones
secretas con las cortes británica y rusa para tantear una posible entrada de España en
una coalición antinapoléonica que se preparaba. Sin embargo, en octubre de 1806 Na—
poleón logró la importante victoria de Jena frente a los prusianos. Pese a que Godoy
abandonó entonces sus veleidades antinapoleónicas, el emperador francés había per-
dido su confianza en Godoy, y Fernando intentó aparecer ante el gobierno francés
como el sustituto más idóneo para tener el respaldo de Napoleón.
La situación se hizo más tensa en los primeros meses de 1807 por dos motivos.
Carlos IV concedió a Godoy el tratamiento de Alteza Serenísima, lo que equivalía a
confirmar en el valido el favor del Rey. Para Fernando y su partido la decisión fue con—
siderada como el inicio de una conj ura destinada a apartar a Fernando de la sucesión al
trono y el nombramiento de Godoy como regente a la muerte de Carlos IV, desenlace
probable pues el Rey había estado muy enfermo en el otoño de 1806, temiéndose por
su vida. Para contrarrestar lo que se estimaba una conspiración contra el orden legíti—
mo de la sucesión, Fernando firmó un decreto, sin fecha, nombrando un nuevo gobier—
no. En los últimos días de octubre de 1807 el Rey declaró en El Escorial a sus vasallos
que <<una mano desconocida» le había revelado «el más ignominioso e inaudito plan»
urdido contra Godoy y destinado a situar en el trono a su hijo Fernando, tras obtener su
abdicación, y en la que los conjurados, miembros todos ellos de la nobleza, contaban
con la aprobación del príncipe de Asturias y habían solicitado la protección del Empe—
rador. Fernando fue recluido en sus habitaciones.
Desterrados los más destacados conjurados, el perdón concedido al príncipe de
Asturias por su padre el Rey significó un golpe al prestigio de la institución monárqui—
ca. La forma en que se resolvió la llamada <<conspiración de El Escorial» creó un fuer-
te sentimiento de desconfianza hacia Carlos IV y terminó por fortalecer la posición del
partido fernandino. La mayoría de los españoles sospecharon que Godoy había trama—
do un complot destinado a desacreditar al príncipe de Asturias, y que los reyes lo ha—
bían secundado, uniendo su suerte ala del príncipe de la Paz. Fernando ganaba en cré—
dito como medio de desembarazarse de Godoy y recuperar para la Monarquía el pres—
ti gio perdido; la aristocracia se convertía en portavoz de las quejas contra la tiranía del
favorito y en depositaria de los valores sociales tradicionales; y, por último, Bonaparte
pasaba a ser un colaborador de la justa causa fernandina para acabar con Godoy.
El partido del principe heredero tuvo una nueva ocasión para forzar una segunda
alternativa, esta vez no desaprovechada, entre el 17 y el 19 de marzo en el Sitio Real de
Aranjuez. Un motín «popular» organizado por los partidarios de Fernando asaltó y sa—
queó el día 17 la residencia de Godoy en Aranjuez, en cuyo palacio se encontraba la
familia real. Era una prolongación de los sucesos de El Escorial, con los mismos pro—
tagonistas e idéntica finalidad, si bien mejor preparado: la guarnición fue cambiada el
16 de marzo, y fueron trasladados desde Madrid a Aranjuez un número indeterminado
de alborotadores convenientemente retribuidos por los organizadores. Carlos IV, obli—
gado por las circunstancias, firmó la destitución del valido el día 18, y en la festividad
de San José abdicó en su hijo, coincidiendo con el envío de Godoy preso al castillo de
Villaviciosa. Era un hecho insólito que un monarca fuera obligado a abdicar por una
parte importante de la aristocracia y por el príncipe heredero, si bien los virtuales ven-
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS Iv (1788—1808) 655

cedores del motín se vieron obligados por Napoleón a dej ar a Carlos IV bajo la protec—
ción de Murat, lo cual venia a suponer que en el caso de ser conveniente a los intereses
napoleónicos, Carlos IV podia ser repuesto en el trono, y obligaba a Fernando a lograr
el espaldarazo del Emperador que confirmara su acceso al trono por medios tan inade—
cuados. De hecho, el nuevo Rey prometió a Napoleón estrechar al máximo los víncu—
los de amistad hispano-franceses y solicitó que las tropas de Murat, situadas en las in-
mediaciones de Madrid, fueran acogidas en la capital como amigas, haciendo su en—
trada el 23 de marzo.
A la espera de la decisión del Emperador sobre confirmar o no a Fernando, se ce—
lebró con entusiasmo la caída de Godoy. Se celebraron numerosos Tedeum en acción
de gracias, se destruyeron y quemaron sus efigies, y se difundieron escritos satíricos
proclamando la alegría por la desaparición del favorito, y piezas que glorificaban al
rey Fernando, exaltado como libertador y mesías.
Los acontecimientos de El Escorial y Aranjuez fueron determinantes en los cam—
bios de actitud de Napoleón. Los sucesos de Aranjuez, prueba inequívoca del caos po—
lítico en que se encontraba la Corte española, le decidieron a estabilizar la Situación
española asimilando España a su Imperio, y obtener de una sola vez toda España y sus
colonias americanas. Ya que creía imposible restablecer en el trono a Carlos IV contra
la opinión de gran parte de la nación, y no deseaba reconocer a Fernando VII, subleva—
do contra su padre, Napoleón decidió el reemplazo de la dinastía de los Borbones por
un miembro de su propia familia.
La presencia de tropas francesas en España, y en Madrid desde finales de marzo
de 1808, era un hecho extraordinariamente impopular. Los incidentes entre civiles y
soldados franceses se multiplicaron, y en la capital hubo algunos muertos. Noticias de
índole política crearon un mayor descontento: el 27 de abril se conoció la liberación
de Godoy y su salida hacia Francia, y coincidiendo con esa noticia se supo también la
decisión de Fernando de desplazarse a la frontera para entrevistarse con Napoleón.
Desde el púlpito y por medio de impresos clandestinos se estimulaba el sentimiento
antifrancés que estalló en motín popular el 2 de mayo, cuando corrió la noticia, en un
ambiente madrileño sumamente crispado, de que se pretendia trasladar a Bayona a los
hijos menores y nietos de Carlos IV.
Sin duda, los acontecimientos de Madrid fueron el detonante de un proceso revo—
lucionario, y no fue <<un incidente provocado por un corto número de personas inobe—
dienteS a las leyes», como se señaló en la circular de la Junta de Gobierno, ni sus parti—
cipantes fueron «delincuentes», como los calificó Murat. La revuelta del 2 de mayo
estuvo organizada y preparada con antelación. Los oficiales del parque de artillería de
Monteleón, y en particular Velarde, tenían un plan previo de actuación, y junto a los
madrileños alzados, participaron un buen número de gentes llegadas a la capital de
otros lugares en los días inmediatamente anteriores.
Las humillantes abdicaciones de Bayona, a donde habia sido conducida la fami—
lia real española, fue el resultado de ese designio napoleónico. Sin embargo, el perío-
do comprendido entre la abdicación de Fernando VII y de Carlos IV a favor del Empe—
rador, que proclamó rey a su hermano José el 4 de junio, y la llegada a España del nue—
vo monarca el 20 dejulio, permitió un interregno excesivamente dilatado, en el que la
autoridad suprema en la Península era el general en jefe del ejército francés, un ele-
mento extraño al país. Como señala Artola, «cuando llegue José será demasiado tarde.
656 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

La nación abandonada ha tenido tiempo de decidir por sí misma acerca de su futuro, y


su respuesta es la guerra». La revuelta decisiva se produjo cuando la Gaceta de Ma—
drid, correspondiente a los días 13 y 20 de mayo, dio la noticia de las abdicaciones de
Fernando en su padre, y de éste en Napoleón. El alzamiento general intentó evitar que
esas abdicaciones fueran aceptadas, y la fuerza popular superó y desmanteló a las au—
toridades tradicionales, que cedieron el poder a Juntas formadas por personajes de
relieve en la vida política, social y económica, que encauzaron y moderaron el movi—
miento revolucionario de la primera hora, restableciendo a duras penas el orden públi—
co. El Consejo de Castilla y la Sala de Alcaldes de Casa y Corte desaparecieron, sumi—
das ambas instituciones en el más absoluto descrédito. El 25 de septiembre de 1808 se
produjo un paso decisivo en el proceso revolucionario: delegados de las Juntas se reu—
nieron en Aranjuez y decidieron asumir el poder apelando a la soberanía del pueblo
con el nombre de Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino. Su objetivo era do—
ble: poner punto final a los desórdenes públicos y, sobre todo, iniciar una guerra legiti—
mada por el pueblo que rechazaba el cambio de dinastía, una contienda de gran efecto
destructor y que incidirá sobre una economía que ya se encontraba por entonces sumi—
da en una profunda crisis.

3. La crisis del cambio de siglo

Desde la década de los años setenta era ya perceptible un cierto cansancio en los
sectores productivos, y un debilitamiento del crecimiento demográfico. La agricultura,
la ganadería, las manufacturas y el comercio se vieron afectados gravemente por los
conflictos bélicos, que retraI'an recursos e interrumpían las relaciones económicas con el
exterior, sobre todo con América, incidiendo en los ritmos demográficos y en el incre—
mento de la conflictividad social. La crisis financiera, inducida también por los aconte—
cimientos bélicos, puso a la Monarquía absoluta al borde mismo de la bancarrota.

3.1. EL BLOQUEO AGRARIO

Si durante la primera mitad del siglo XVIII la agricultura conoció una cierta ех-
pansión, fue a partir de la década de los ochenta cuando las malas cosechas se hicieron
más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las
carestías y las crisis de subsistencia.
El origen de este bloqueo agrario hay que buscarlo en la falta de flexibilidad del
marco productivo, en la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco
evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las ca—
rencias estructurales del agro español. Los logros de la política agraria fueron modes—
tos por la resistencia de los poderosos y por la falta de voluntad de los gobernantes,
poco proclives a cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental.
El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: los niveles pro—
ductivos del cereal en la España interior se hallaban estancados desde que se inició el
último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitaran
acudir al recurso de la importación de grano vía marítima para paliar un déficit que se
LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS IV (1788-1808) 657

hizo crónico a finales del siglo XVIII; no había surgido un número importante de labra—
dores acomodados, ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que,
por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la deno—
minada «cuestión agraria» adquiriera la condición de protagonista privilegiada en la
historia española de los siglos XIX y xx.
En cuanto al sector pecuario, la ganadería trashumante fue la más afectada antes
de 1808. El comienzo de su declive se produjo a partir de los años setenta, como con—
secuencia de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los prime—
ros, Ángel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los
ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos e
incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotiza—
ción de la lana. Entre los políticos, el más importante fue la retirada del favor real, y el
inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio
de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que desta—
có Campomanes como presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 у
1782, si bien la caída definitiva de las lanas españolas no se producirá hasta la guerra
de la Independencia.

3.2. LAS MANUFACTURAS Y LA BANCARROTA DEL COMERCIO

Las manufacturas se vieron beneficiadas por una legislación liberalizadora dicta—


da en la década de los años noventa, que recortó las trabas gremiales y amplió los hori—
zontes del capitalismo privado. Pero los problemas para la industria provinieron de la
incertidumbre política, del alza de los salarios y, sobre todo, del impacto de las guerras
sobre el comercio, que privó a importantes sectores manufactureros de la materia pri—
ma necesaria, como le sucedió a la industria al godonera catalana.
El comercio, y sobre todo el comercio colonial, fue el sector económico más perju—
dicado en la coyuntura de finales de siglo. La guerra con la Francia republicana de
1793—1795 provocò una cierta disminución del tráfico, pero los conflictos con Inglaterra
de 1796—1797 y 1804—1807 tuvieron unos efectos devastadores, influyendo negativa—
mente en todos aquellos sectores agrarios e industriales relacionados con las exportacio—
nes. Se han logrado documentar en Cataluña 37 bancarrotas en sectores económicos im—
plicados en el comercio colonial catalán entre 1804 y 1808, de las que 20 afectaron a co—
merciantes, pero el resto pertenecía a industriales del sector textil al godonero.

3.3. LA PARALIZACIÓN DEL CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO

Todos estos desarreglos económicos no dejaron de repercutir negativamente en


la población. Los estudios de Vicente Pérez Moreda han demostrado que se recrude—
cieron durante el reinado de Carlos IV las crisis de sobremortalidad como consecuen—
cia de las dificultades alimentarias de los noventa, si bien no fueron las crisis de sub—
sistencia las que en mayor grado contribuyeron a mantener elevada la mortalidad.
Enfermedades endémicas, como el paludismo, la viruela о el tifus, o enfermedades
epidémicas nuevas, como la fiebre amarilla, tuvieron una gran incidencia durante el
658 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

tránsito del siglo XVIII al XIX, y el balance de los avances logrados en el XVIII para miti—
gar la mortalidad fue, por tanto, pobre. A fines de la centuria, todavía la mortalidad in-
fantil afectaba a un 25 % de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la fal—
ta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba
hasta el 35 % antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 % en las
inclusas donde se depositaban los niños expósitos. Una esperanza de vida de tan sólo
27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, es suficientemente expresiva de la modes—
tia de las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el Setecien—
tos español, y la pervivencia del ciclo demográfico antiguo, en el que la mortalidad se—
guía teniendo un papel determinante.
El estancamiento económico, con el consiguiente empobrecimiento de la pobla-
ción, produjo numerosas situaciones donde afloraba una conflictividad social cada
vez mayor, y con frecuencia violenta. Los ejemplos que se pueden dar de su diversa
casuística son numerosos. En ocasiones se deben a la indigencia de los artesanos por
la crisis manufacturera, como sucedió en Valencia donde, desde 1794, se venían expi-
diendo por las autoridades licencias a los artesanos sederos en paro para que pudieran
mendigar, siendo protagonistas en 1801 de los motines que vivió entonces la ciudad y
su huerta.
Las manufacturas estatales se vieron también envueltas en conflictos laborales
de cierta envergadura. En la Real Fábrica de hilados y tejidos de algodón de Ávila
hubo huelgas en 1797 y 1806 al exigir los trabajadores aumentos salariales, aparecien—
do pasquines amenazadores para las autoridades, y en 1797 los de la fábrica de Guada—
lajara, que reunía en sus talleres a unos 4.000 obreros, fueron protagonistas de alboro—
tos callejeros por la carestía y la mala calidad de la hilaza, que necesitaron para ser
sofocados de la intervención de una fuerza militar de 3.000 hombres, con acompaña—
miento de artillería, ante el temor de que el conflicto tuviera connotaciones políticas.
Las penurias durante la guerra con la Convención impidieron abonar los salarios a los
obreros de los astilleros del Ferrol que, en mayo de 1795, se amotinaron.
En otros lugares, sobre todo en Andalucía, las causas de la conflictividad estuvie—
ron directamente relacionadas a la cuestión señorial. El intento de recuperar baldíos y
comunales, usurpados al común por los señores, y la cascada de pleitos contra ciertos
monopolios señoriales, fueron las armas frecuentemente utilizadas en la lucha en tor-
no a la tierra y su renta, así como también hubo una oposición creciente y generalizada
al pago del diezmo y al incremento de la fiscalidad, si bien no llegaron a provocar re—
vueltas, salvo en algunas zonas de Asturias y Galicia.

3.4. LA QUIEBRA DE LA HACIENDA

Si bien la situación de la Hacienda era aceptable en 1789, al finalizar el reinado


de Carlos IV en 1808, ésta estaba muy próxima a la bancarrota. El paso de una situa-
ción a otra se había producido por efecto del ciclo de guerra casi permanente en que la
Monarquía se vio envuelta.
La guerra contra la República, iniciada en 1793, fue la que puso en marcha el pro—
ceso de progresivo endeudamiento. Para lograr los fondos necesarios para el Ejército y
la Marina, el entonces ministro de Hacienda, el comerciante vasco Diego de Gardoqui,
LA CRーSーS DEL ANTIGUO REGIMEN: CARLOS Iv (1788-1808) 659

recurrió a empréstitos y emitió títulos de deuda, los llamados vales reales, cuyos posee—
dores cobraban un interés del 4 % anual, pudiéndolos utilizar como papel moneda.
La guerra con Inglaterra, iniciada en octubre de 1796, asestó un durísimo golpe a
unas finanzas seriamente debilitadas. El ataque británico al comercio con las Indias, y
el bloqueo del comercio peninsular, tuvieron como efecto la mengua de los caudales
procedentes de América y la reducción de los ingresos aduaneros, un capítulo impor—
tante de las rentas ordinarias del Estado. El responsable de la gestión hacendística, el
mallorquín Miguel Cayetano Soler, fue el encargado de buscar solución a los ahogos
de las finanzas reales. Estableció una Caja de Amortización con el fin de hacer frente a
los préstamos que venciam y poder pagar los intereses de los vales reales, y puso en
práctica un proyecto, ya estudiado en otras ocasiones pero nunca puesto en marcha,
consistente en desamortizar bienes raíces pertenecientes a instituciones de caridad,
como hospitales, casas de misericordia, casas de expósitos, obras pías, cofradías etc.,
e imponer el producto de sus ventas al rédito del 3 % en la ya mencionada Caja de
Amortización, para poder extinguir los vales reales y devolver los empréstitos contraí—
dos. La denominada, sin demasiado fundamento, <<desamortización de Godoy», tuvo
una importancia considerable, y su incidencia en el incremento de la conflictividad so—
cial más arriba apuntada, no debe ser desdeñada, ya que la red benéfica de la Iglesia
quedó prácticamente desmantelada, pues en diez años se liquidó una sexta parte de la
propiedad rural y urbana que administraba la Iglesia. Richard Herr ha localizado entre
1798 y 1808 un total de 78.428 escrituras notariales que dan testimonio de la deuda
que contraía la Corona con el antiguo dueño de la propiedad vendida, o lo que es lo
mismo, cerca de 80.000 operaciones en las que después de tasar la propiedad expro—
piada, subastarla públicamente, y liquidar su compra, se remitía el dinero a la Caja de
Amortización, que debía pasar una renta a ese anterior propietario. Según los cálculos
de Herr, las imposiciones alcanzaron una cantidad próxima a los 1.500 millones de
reales, 10 que da una dimensión, ciertamente considerable, al proceso desamortizador
durante 1798 y 1808.
Sin embargo, el resultado de la desamortización no logró sacar de sus apuros a la
Hacienda, hundida y agotada. A partir de 1806, los titulares de vales reales cobraban
sus intereses con mucho retraso, que llegaba a superar una anualidad en 1808, y los
funcionarios percibían sus sueldos con meses de demora. La situación de la Hacienda
española en las fechas anteriores a la guerra de la Independencia era realmente crítica.
Sus ingresos ordinarios no alcanzaban los 500 millones de reales, mientras que los
gastos estaban próximos a los 900 millones, alo que había que sumar los 200 millones
en réditos que devengaba la enorme deuda con interés acumulada. Josep Fontana es de
la opinión de que el endeudamiento irreparable a que había llegado el Estado fue lo
que decisivamente contribuyó a llevar a la Monarquía absoluta por la senda de su
quiebra definitiva.

Bibliografía

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660 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

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CAPÍTULO 25

CRECIMIENTO Y EXPANSIÓN ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII

por RAFAEL TORRES SANCHEZ


Universidad de Navarra

l. Crecer en un siglo de crecimiento y cambio

1.1. LA LARGA SOMBRA DE LA REVOLUCIÖN INDUSTRIAL


Y DE LA CRISIS DEL ANTIGUO REGIMEN

La economia española creció durante el siglo XVIII. Hay una cierta unanimidad
entre los investigadores en sostener que el ciclo de recesión que había vivido la econo—
mia española durante el siglo anterior dio paso a un periodo de expansión. No obstan—
te, los matices sobre este nuevo ciclo de expansión son infinitos. Se ha polemizado
desde cuándo se inició, su momento culminante o su finalización, hasta valorar su re—
percusión sobre las regiones, sectores o grupos sociales, pasando por analizar si este
crecimiento significó también desarrollo. La aparente unanimidad ante el ciclo de ex—
pansión esconde, en definitiva, una rica e interesante variedad de polémicas y tesis
que es necesario tener presente.
Buena parte de las polémicas abiertas sobre el Significado de este crecimiento de
la economia espafiola tienen su origen en las preocupaciones de los propios historia-
dores. El siglo XVIII ofrece la oportunidad a los investigadores de explicar dos de las
mayores transformaciones de la humanidad: la Revolución Industrial y la desapari—
ción del Antiguo Régimen. Ambos cambios dieron paso a una nueva sociedad, estruc—
turada por valores, instituciones y relaciones económicas diferentes. La trascendencia
de estos cambios ha dado un cierto sentido finalista a una parte importante del ser del
siglo XVIII.
Este sentido finalista ha presidido, no siempre de forma explícita, las polémicas
sobre la valoración de las transformaciones de la economía española del siglo XVIII.
De tal forma que cualquier elemento es considerado como positivo, modernizador, si
está próximo 0 en la via que llevaria a una revolución industrial. Los ejemplos más co—
nocidos los encontramos en las frecuentes valoraciones negativas del, no tan inmóvil,
mundo agrario frente a una siempre positiva visión del mundo comercial y de los co—
662 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

merciantes, cuando la realidad era mucho más compleja у, рог seguir con el ejemplo,
muchos comerciantes confiaban más en la defensa de privilegios y el mantenimiento
de un orden social que en cualquier cambio revolucionario.
En el caso español, además, todo se ha complicado un poco más desde el momento
en que ni la Revolución Industrial ni el desmantelamiento del Antiguo Régimen pudieron
realizarse con la cronología europea. Estos fracasos han proyectado hacia atrás una larga
sombra que ha llevado a resaltar los obstáculos, las permanencias y las involuciones, y a
contraponerlas con las fuerzas modemizadoras que finalmente no triunfaron. Esta dialéc—
tica, en principio válida, no ha sido tan sensible a la realidad histórica de muchas de estas
transformaciones ni al contexto histórico en el que se producían. Algo esencial cuando
hoy está bien establecido por los especialistas que no hay un único camino para llegar a la
Revolución Industrial, y que aquel importante tránsito a la sociedad industrial descansó en
un proceso más amplio de modernización que tuvo como verdaderas protagonistas a pe—
queñas transformaciones, que consiguieron un crecimiento acumulativo, capaz de generar
nuevas oportunidades y disolver el orden y las relaciones heredadas.
Desde este punto de vista, la economía del siglo XVIII creció y se desarrolló, prin-
cipalmente, porque España pudo participar, y no estuvo al margen, de un ciclo econó—
mico internacional expansivo, y porque se redujeron algunas de las hipotecas que ha—
bían provocado la crisis del siglo anterior, al tiempo que el Estado hacía un notable es—
fuerzo de regulación e intervención económica.

1.2. Los NUEVOS EJES ECONÓMICOS. NACIÓN Y ECONOMíA ATLÁNTICA

El marco general en el que se desenvolvió la economia española durante el si—


glo XVIII fue radicalmente diferente al de las centurias precedentes. Durante los siglos XVI
y XVII, la politica imperial española terminó afectando de forma profunda a la economía
de España y modificando las relaciones económicas entre sus distintos agentes. En modo
alguno se puede explicar la economía española de aquellos siglos a partir de aquel único
factor, pero no cabe duda de que tuvo unos profundos efectos transformadores y desesta—
bilizadores para toda la economía y sociedad españolas. Del mismo modo, la reducción de
la geoestrategia española a límites más reducidos durante el siglo XVIII contribuyó de for—
ma notable a alterar las condiciones que habían provocado aquellas alteraciones profun—
das y a hacer visibles otros ejes de desarrollo.
Un eje esencial de la economía española del siglo XVIII fue una más visible dimen—
sión nacional. Entre las consecuencias de las prioridades y urgencias imperiales de los
siglos anteriores estuvieron la escasa capacidad para abordar transformaciones institu—
cionales, y la irremediable necesidad de consolidar un orden constitucional desagregado
en reinos e instituciones intermedias, que tuvo el efecto de limitar de forma notable la
acción del Estado y de la Corona. Por el contrario, durante el siglo XVIII se consiguió re—
cuperar una parte importante de esa capacidad de actuación gubernamental. La guerra
de Sucesión otorgó a la nueva dinastía reinante la legitimación suficiente para abordar
unos cambios importantes en el ordenamiento constitucional y en la forma de ejercer el
gobierno. En realidad, no se realizó una unión nacional total, porque subsistieron nota—
bles desigualdades en las condiciones, privilegios e instrumentos económicos de las di—
ferentes regiones españolas, pero si se consiguió un marco de relaciones internas que
CRECIMIENTO Y EXPANSIÓN ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII 663

permitió una superioridad casi indiscutible del poder central. Esto significó la posibili-
dad de plantear políticas económicas nacionales. Aunq ue otra cosa fue el margen real de
aplicación, el simple hecho de que el Gobierno pudiera pensar en actuar en un horizonte
nacional generó una dinámica de política económica distinta.
La economía española del siglo XVIII, además, se pudo beneficiar de otro gran eje,
que tampoco era una estricta novedad, pero que contribuyó también a crear un nuevo
marco económico y a estimular el cambio, como fue la participación en una economia
atlántica. Es importante tener presente que a lo largo del siglo XVIII la auténtica locomo-
tora de la economía, tanto en Europa como en España, fue la actividad comercial. Su ca-
pacidad de transformación de las bases económicas era muy superior a la de cualquier
otra actividad económica, como la agricultura o la industria, aunque éstas emplearan
más recursos y mano de obra. La actividad comercial, especialmente la marítima, ofre—
cía un marco de transformaciones, estímulos y oportunidades inigualable, y sus efectos
se trasladaban con rapidez al resto de la economía. La tradicional tendencia de la econo—
mia europea de girar hacia el Atlántico alcanzó en el siglo XVIII una notable plenitud. El
modelo comercial holandés que habia triunfado en el siglo XVII marcô el camino a
seguir, y el redescubrimiento económico de las colonias americanas, con sus nuevas po—
sibilidades agrícolas y comerciales, ofreció el estímulo necesario para embarcar a los
europeos en una intensa y fructífera competencia por participar en la «economia atlánti—
ca». De hecho, como algunos investigadores han destacado, la posibilidad de esta abier—
ta competencia entre los europeos, sin que hubiera una economia dominante hasta fina—
les de siglo, fue el mayor estímulo para el crecimiento de toda Europa.
España tampoco estuvo al margen de esta carrera y participó en esa «economia
atlántica». A lo largo del siglo XVIII, España fue capaz de transformar la estructura co-
mercial heredada, especialmente en su relación directa con América, y defender en su
beneficio sus colonias de la expansión comercial del resto de los europeos. De hecho, a
finales del siglo XVIII el imperio español alcanzó su máxima extensión territorial. Aun—
que fueron menos impresionantes los logros económicos conseguidos en este vasto
imperio, su mera existencia y la introducción de importantes reformas institucionales y
nuevas actividades productivas, lograron ofrecer nuevas oportunidades al desarrollo
'Í! económico americano, a la actividad comercial española y a la participación de algunas
regiones españolas. En definitiva, en el momento de mayor competitividad de los euro—
peos por el espacio atlántico, los españoles consiguieron mantener lo heredado, am—
pliarlo y convertirlo en una fuente de oportunidades y de crecimiento económico.
La economía española del siglo XVIII se desenvolvió, por lo tanto, en una coyun-
tura de expansión económica generalizada, al tiempo que era estimulada por una me-
jora sensible en la capacidad de acción gubernamental a escala nacional y colonial y
animada por las oportunidades procedentes de una economia atlántica expansiva.

2. Politica económica y política reformista

2.1. UNA POLÎTICA REFORMISTA NO TAN 。RーGーNAL

Una de las razones más aludidas para explicar el crecimiento económico español
del siglo XVIII ha sido su posible relaciön con las reformas gubernamentales que ani-
664 HISTORIA DE EspANA EN LA EDAD MODERNA

maba un nuevo espíritu, unas nuevas «luces». Segün esta visión, la presencia en Espa—
ña de una nueva dinastía europea contribuyó de forma poderosa a modificar las for—
mas de gobierno y a desplegar un amplio programa reformista que tenía como princi—
pal objetivo recuperar a España del atraso y la ignorancia en la que se había vivido. Su
programa reformista, en definitiva, sería la clave de la recuperación económica de
España durante el siglo XVIII.
Esta relación entre reformas y crecimiento es un tema ciertamente controvertido.
Mientras que algunos investigadores se han centrado en destacar la originalidad del
programa reformista ilustrado y el significado modernizador de su aplicación a remo—
ver los obstáculos que impedían el progreso económico, otros han reducido la impor—
tancia de estas reformas sobre el crecimiento económico. En algunos casos, se ha lle—
gado a cuestionar la propia esencia de las reformas, de la voluntad política de modifi—
car la situación económica heredada, presentándolas como un medio para asegurar la
preeminencia económica de los grupos privilegiados tradicionales y reducir los en—
frentamientos sociales.
Apuntcmos algunas claves para entender el papel desempeñado por las reformas
y la política económica en el crecimiento económico español del siglo XVIII. De entra—
da, desplegar una política reformista no era estrictamente una novedad en España.
A lo largo del siglo XVII ya había habido una amplia literatura arbitrista preocupada
por identificar los llamados «males de España» (despoblación, desigual reparto de la
tierra, exceso y variedad de impuestos, gasto militar, etc.) y proponer soluciones. Los
estudios sobre el pensamiento económico español del siglo XVIII han demostrado que
buena parte del programa reformista ilustrado, de hecho, siguió muy de cerca esta lite—
ratura arbitrista. En el siglo XVII no sólo había una discusión más o menos pública so—
bre los asuntos económicos, sino que también en algunos momentos de ese siglo hubo
una firme voluntad de introducir reformas que modificasen las relaciones económi-
cas, como ocurrió durante los reinados de Felipe IV y Carlos H, etapas a las que los in—
vestigadores califican ya abiertamente de periodo reformista.
Por lo tanto, la novedad reformista del siglo XVIII no descansó tanto en la apari—
ción de un pensamiento crítico sobre los problemas económicos, ni siquiera en la no—
vedad de una voluntad política de aplicar medidas reformistas, sino más bien en la ca—
pacidad de implementar esa voluntad reformista. De hecho, como se ha puesto recien—
temente de manifiesto, los mayores obstáculos a las políticas reformistas del siglo XVII
estuvieron en la propia debilidad de un Estado cuestionado por los grupos privilegia—
dos y apremiado por las urgencias de las finanzas y la guerra.
La legitimidad politica tras la victoria en la guerra de Sucesión permitió acelerar
la introducción de cambios institucionales, muchos de ellos ya planteados durante el
reinado anterior, que facilitaron el desarrollo de una política reformista en materia
económica. Estos cambios políticos estuvieron presididos por una concepción patri—
monialista y dinástica del Estado, que buscaban fortalecer el papel de la Corona me—
diante el aumento de las funciones ejecutivas frente a las legislativa y a través de una
mayor implicación militar en la administración del Estado.
El Estado borbónico se dotó de los instrumentos políticos y administrativos para
intentar mejorar de forma sustancial el nivel de conocimiento de la realidad económi-
ca del país. Nunca como hasta entonces el Estado estuvo informado de los «males» de
España. El carácter ejecutivo y militar de buena parte de las reformas políticas permi-
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII 665

tió el desarrollo de canales estables por los que fluían los datos e informes que los res—
ponsables gubernamentales precisaban. La abundante información que fluía desde
cada pueblo a las secretarías de gobierno ofreció, además, la posibilidad de plantear
reformas más ambiciosas y de ser más sensibles a las ideas económicas que llegaban
de Europa.

2.2. LAS IDEAS DEL PROGRAMA REFORMISTA

España no estuvo al margen del movimiento europeo de creciente preocupación


por la discusión pública de los asuntos económicos. El pensamiento económico espa—
ñol se benefició de los debates abiertos en Europa y estuvo al corriente de las principa—
les novedades e ideas ofrecidas, aunque ni consiguió la altura ni la difusión necesaria
para hacer contribuciones significativas y originales al pensamiento europeo. De he—
cho, la obra española con mayor repercusión europea fue la de Jerónimo de Uztáriz, y
esto fue debido más al interés de los europeos por conocer lo que pasaba en el sur de
Europa, reflejado en numerosas traducciones alo largo del siglo XVIII, que por la origi—
nalidad de las ideas del economista navarro.
Con todo, el pensamiento económico español fue durante el siglo XVIII muy ac—
tivo y fuente constante de inspiración para el programa reformista de los gobiernos
de España, y sus ideas estuvieron presididas durante casi todo el siglo por los análi—
sis y soluciones ofrecidas en el siglo anterior por los arbitristas. No obstante, en con-
tacto con las ideas europeas y la propia dinámica del gobierno y de la economía es-
pañola, el pensamiento económico español presentó una evolución y unos rasgos
particulares.
Una primera gran fase abarcaría desde las últimas décadas del siglo XVII hasta la
década de 1760. En esta fase quedó expresado lo que se ha denominado el programa re—
formista ilustrado: se partió del reconocimiento del atraso económico español y se con—
fió en la capacidad normativa del Estado para fomentar su economía y conseguir la for—
taleza de la Corona, el robustecimiento del poder del Estado y la <<pública felicidad».
Pensadores claves como Uztáriz, Zavala, Ventura Argumosa o José Campillo, insistie—
ron en la necesidad de que el Estado interviniera de forma activa en la economía e inclu—
so se convirtiera en el principal agente económico. Aunque prácticamente se plantearon
reformas de todos los sectores económicos, abundaron los enfoques mercantilístas y
una mayor sensibilidad hacia medidas que modificaran la maraña impositiva, el fomen—
to industrial y la balanza comercial. Los principales símbolos de esta política fueron una
creciente administración directa de la Hacienda, la proliferación de fábricas reales y la
creación de compañías comerciales en régimen de monopolio.
Otra etapa trancurriría entre las décadas de 1760 y 1780. En realidad, no se puede
hablar de una ruptura clara respecto a los principios de la etapa anterior, sino más bien
de una aceleración de la acción política. Pensadores y políticos como Campomanes,
Pablo Olavide, Romai Rosell, Arriquíbar o Enrique Ramos siguieron confiando en la
capacidad del Estado para remover los obstáculos heredados, pero empezaron a plan—
tear que sin la concurrencia de los particulares, movidos por sus propios intereses, se—
ría imposible desarrollar la economía y conseguir el principal objetivo del aumento de
la riqueza nacional. Esta idea se tradujo en una mayor sensibilidad hacia la acción del
666 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Estado dirigida a la creación de condiciones que permitieran un mejor funcionamiento


del mercado: infraestructuras viarias, educación, libertad comercial interior o remo-
ción de privilegios. En palabras de Campomanes, se trataba de conseguir <<más merca—
do y más Estado». Estos pensadores y políticos también mostraron una mayor preocu—
pación por la cuestión agraria. Los signos de agotamiento que en esos años empezó a
mostrar el modelo de crecimiento agrario, basado en la extensión de cultivos sin trans—
formaciones de las condiciones de producción, llevaron a la agricultura a la discusión
pública. El creciente interés por el mundo agrario de los pensadores y políticos espa—
ñoles se apoyó más en el agrarismo tradicional español que en la fisiocracia europea, y
el estímulo fue el deterioro de las condiciones de crecimiento de la agricultura.
El último periodo abarcaría las décadas finales del siglo, desde 1780 a comienzos
del siglo siguiente. En esta etapa aumentó de forma considerable la discusión pública
de las cuestiones económicas. Foros como las Sociedades de Amigos del País contri-
buyeron a difundir en las provincias la cultura e ideas reformistas y transformadoras
de la economía. El pensamiento económico evolucionó con rapidez hacia postulados
cada vez más favorables a la libertad económica. Una libertad entendida dentro de un
sistema, denominado por Vicent Llombart, «mercantilismo liberal», en el que era el
Estado el que se esforzaba por crear y sostener el mercado. Precisamente, esta acción
reguladora del Estado es la que a la larga terminó limitando el propio desarrollo de las
fuerzas del mercado. Con todo, pensadores como Jovellanos, Foronda, Cabarrús O
Alcalá Galiano fueron enriqueciendo de contenido liberal la herencia mercantil. Se in—
sistió en conceder al Estado una función más auxiliar, sus funciones, en palabras de
Jovellanos debía ser <<buenas leyes, buenas luces y buenos auxilios». Si eso se cum-
plía, el mercado y la sociedad irían haciendo el resto. Al Estado, por lo tanto, le corres—
pondía usar la legislación para favorecer las iniciativas económicas individuales,
remover obstáculos y mejorar el nivel del capital humano. No obstante, todavía se es—
taba lejos de plantear un abierto liberalismo económico. Así por ejemplo, la libertad
comercial era entendida como libertad de comercio interior y colonial, pero mante—
niendo altos niveles de proteccionismo exterior; la pretendida racionalidad fiscal esta-
ba limitada por una desigualdad fiscal constitucional; y la necesaria reforma agraria se
planteó sin abordar al mismo tiempo una profunda desamortización y modificación de
la estructura de la propiedad.

2.3. PENSAMIENTO ECONÓMICO Y POLITICA ECONOMICA

Los desfases entre el pensamiento económico y la práctica política son otro de


los elementos a tener presentes a la hora de valorar el significado de esta política refor—
mista. El pensamiento económico animó unas reformas cuyo resultado no siempre fue
el esperado, o estuvo muy lejos de las secretas aspiraciones de los que las inspiraban.
Se ha apuntado repetidas veces que las reformas borbónicas consiguieron mucho me-
nos de lo que anunciaban, y la principal causa estuvo en la limitación de medios finan-
cieros para aplicarlas. Desde el momento en que el pensamiento económico atribuyó
al Estado el principal protagonismo como agente económico, éste mantuvo durante la
mayor parte del siglo a un nivel limitado la contribución y colaboración de otros agen—
tes económicos. Así, por ejemplo, mientras que la construcción y el mantenimiento de
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO xv… 667

las infraestructuras viarias en Gran Bretaña fue un patrimonio de las economías loca—
les, y llegado el momento incluso una oportunidad de inversión para el capital priva—
do, en España la política viaria descansó prácticamente sobre el presupuesto estatal.
El Estado español era quien decidía la política viaria y la financiaba, sin apenas cola—
boración de otros agentes económicos. El más activo de ellos en materia viaria, las ha—
ciendas municipales, se vieron ahora fuertemente limitadas en su capacidad inversora
por la política de centralización y control estatal sobre las Haciendas locales. Todo
apunta a que la superioridad indiscutible del Estado tuvo como contrapartida una ma—
yor dependencia y alejamiento del resto de los agentes económicos.
Aunque los gobiernos borbónicos consiguieron elevar de forma notable los re—
cursos financieros disponibles, la distribución política del gasto hacía prácticamente
imposible desplegar y, sobre todo sostener, una política reformista ambiciosa. Con
más del 70 % del presupuesto nacional destinado a las Fuerzas Armadas, y más del
10 % destinado al mantenimiento de la Corona, quedaba un exíguo margen para tantas
funciones atribuidas.
La limitación financiera de las reformas borbónicas se convirtió en un auténtico
talón de Aquiles que, además, obligó a poner en marcha una perversa política de con—
cesión de privilegios. Una parte importante del pensamiento económico razonó en tér-
minos de crear y aumentar la eficiencia del mercado, pero la limitación del Estado
para remover los obstáculos que impedían el desarrollo de las fuerzas del mercado
empujó hacia procedimientos monopolísticos y privilegiados, que en realidad intro-
ducían más limitaciones al propio crecimiento del mercado. Con frecuencia, el Estado
aprobó legislaciones liberalizadoras tendentes a estimular la iniciativa empresarial al
tiempo que concedía franquicias y privilegios puntuales, también para estimular de—
terminadas producciones o servicios, pero que tenían un innegable efecto distorsiona—
dor del mercado y, como recordaba Ernest Lluch, con el agravante de ser <<una retrac—
ción dolosa de la especie (empresarial)». Aunque fueran privilegios recientes, conce—
didos por un nuevo Estado, inspirados en ideas modemizadoras, al final provocaban
los mismos efectos paralizantes que los viejos privilegios heredados.
Por último, las reformas borbónicas pusieron en evidencia algo también muy
complicado de cambiar, como era el entramado constitucional del país y su adecua-
ción alas realidades económicas que surgían. Alterar los derechos y privilegios adqui-
ridos históricamente por los distintos grupos sociales y políticos era una tarea extre-
madamente difícil, porque significaba modificar el principio de orden heredado, que
daba legalidad a la propia Corona, pero también una tarea costosa económicamente,
ya que había un problema de compensación de los derechos o privilegios suprimidos.
La política económica española del siglo XV… tuvo su fuente principal de inspira-
ción en una tradición reformista, que ante una mejora en las condiciones políticas de
acción del Estado pudo ser desplegada con mayor intensidad. El contacto frecuente a
lo largo de todo el siglo xv… con el pensamiento económico europeo añadió estímulos
y enriqueció la política económica española. A partir de una orientación mercantilista,
las reformas tuvieron un enfoque claramente modernizador de la economía, de sus ba—
ses de producción y de su capital humano. No obstante, los logros de estas reformas
estuvieron mediatizados por la propia dinámica centralizadora y estatalista de las re—
formas, y se vieron seriamente cuestionados por la falta de una adecuada financiación
y la incapacidad para alterar de forma profunda el régimen constitucional heredado.
668 llISTORlA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

3. La hipoteca militar y la Hacienda

3.1. EL ASCENSO DE LOS FINANCIEROS ESPANOLES

La posición de dominio y monopolio de la producción mundial de plata y mercu—


rio, alcanzada por España en el siglo XVI, animó una política imperialista cuyas repercu—
siones sobre la economía nacional estuvieron en la base de las principales transforma—
ciones y de la crisis sufrida en el siglo XVII. La necesidad de financiación del esfuerzo
militar fue la razón principal de una serie de medidas gubernamentales que aceleraron la
depreciación de la moneda, hundieron la producción y llevaron al Estado a ceder parce—
las de poder tan decisivas como la recaudación y la gestión fiscal. No se puede entender
la economía del Siglo XVII sin tener presente el peso de esta hipoteca militar.
Durante el siglo XVIII la hipoteca militar continuó pero experimentó notables
cambios que tuvieron también importantes repercusiones sobre la economía nacional.
El tratado de Utrecht y la pérdida de posesiones españolas en Europa aceleraron la sa—
lida de España de los conflictos centroeuropeos, y con ello se redujo de forma notable
la necesidad de financiación exterior de la Monarquía. Uno de los principales atracti—
vos para los banqueros y asentistas extranjeros, que habían llegado a controlar las fi-
nanzas y la Hacienda de los Austrias, había Sido precisamente su labor de intermedia—
ción entre la necesidad del Estado de disponer de capitales en Europa y el ritmo de dis-
ponibilidad de rentas e impuestos en España. Banqueros portugueses, holandeses y
franceses fueron perdiendo interés en el control de las rentas de la Corona a medida
que las necesidades financieras del Estado en el exterior se reducían.
Esta reducción en la escala y geografía de la financiación militar tuvo el efecto de
ofrecer oportunidades a financieros españoles, especialmente a aquellos que habían
permanecido fieles a Felipe V durante la guerra de Sucesión. Aunque algunos de estos
financieros españoles se habían iniciado en colaboración con anteriores asentistas y
financieros extranjeros, pronto consiguieron una plena autonomía. El gasto militar si—
guió siendo elevado, Siempre superior al 70 % del total de gastos de la Corona, pero
ahora, al menos, quedaba en manos de un incipiente capitalismo mercantil español.
La trascendencia de este cambio se confirmó durante la primera mitad del Si—
glo XVIII, cuando los financieros españoles fueron capaces de atender las demandas fi—
nancieras del Estado sin recurrir a un endeudamiento exterior. Los conflictos que la
política dinástica animó en Italia fueron cubiertos con las rentas y los servicios de
aquellos financieros, entre los que destacaron los navarros. Uno de los costes del aS—
censo de estos financieros fue su estrecha vinculación a la política nacional. Muchos
de ellos llegaron a ocupar los principales puestos en las secretarías de Hacienda, en un
intento por atajar los fraudes. Otro de los costes fue algo ya visto con los anteriores fi-
nancieros extranjeros: una creciente interdependencia entre las necesidades financie-
ras del Estado y la gestión de las rentas. La mayor parte de las rentas del Estado estu—
vieron en manos de arrendadores, que a la vez atendían los abastecimientos militares,
adelantaban capitales al rey y presidían la maquinaria gubernamental.
La situación de las finanzas estatales, aparentemente, era Similar a la vivida du—
rante el siglo XVII, pero habían cambiado muchas cosas. Los protagonistas eran ahora
principalmente españoles; la escala y geografía de sus operaciones y negocios se limi-
taba esencialmente al territorio peninsular, con el consiguiente efecto redistribuidor
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO XVIII 669

sobre las economías locales; el contexto económico era de incremento del consumo y
de las actividades económicas, permitiendo un constante aumento de los ingresos fis—
cales; y, por último, la capacidad de reacción del Estado tampoco era la misma. Hacía
falta un catalizador, y este fue la suspensión de pagos del Estado de 1739, que puso de
manifiesto lo que muchos pensadores políticos denunciaban, como era la debilidad
de aquel modelo de financiación y gestión hacendística y la necesidad de reformas.

3.2. LA REFORMA HACENDÍSTICA Y FISCAL

La guerra de Sucesión dio a la Corona la legitimidad y la oportunidad de equili—


brar la fiscalidad entre los contribuyentes peninsulares. Tradicionalmente, los caste-
llanos habían soportado una mayor presión fiscal y exigido de la Corona una mayor
igualdad impositiva. En una serie de medidas legislativas, conocidas como los decre—
tos de Nueva Planta, el Estado modificó el sistema fiscal de la Corona de Aragón, im-
poniendo unos cupos impositivos, conocidos por <<equivalentes», en un intento de
equiparación con el contribuyente castellano que pagaba las <<rentas provinciales».
Las denominaciones fueron diferentes en cada reino de la Corona de Aragón: <<única
contribución» en Aragón, «equivalente» en Valencia, «catastro» en Catalufia y «talla»
en Baleares.
A pesar de esta nueva contribución, las desigualdades entre los contribuyentes
peninsulares se mantuvieron. En primer lugar, porque el mayor crecimiento demográ—
fico y económico de la periferia levantina durante el siglo XVIII, unido a una estabili—
dad relativa de los cupos fijados en relación al alza de los precios, tuvo el efecto de una
desgravación fiscal. En segundo lugar, porque la mayor parte de las contribuciones
para cubrir estos «equivalentes» eran impuestos directos, que gravaban principalmen—
te la renta, mientras que en Castilla no se modificó la tradicional superioridad de los
impuestos indirectos sobre el consumo. En tercer lugar, se mantuvieron los regímenes
impositivos especiales de Navarra, Provincias Exentas y Canarias.
Este esfuerzo de equiparación impositiva fue acompañado de medidas que favo—
recieron la gestión y control de la politica fiscal y financiera. Desde la «Secretaria de
Estado y del Despacho Universal de Hacienda», auténtico Ministerio de Hacienda,
el Estado fue capaz de diseñar una política fiscal, aunque a la hora de aplicarla encon-
trara serias dificultades. El principal esfuerzo, y éxito relativo, se materializó a media—
dos del siglo con la imposición por el Estado de la administración directa de las rentas
provinciales de Castilla. La mayor parte de las rentas arrendadas o encabezadas pasa—
ron a manos del Estado, consiguiendo el ejecutor de esta reforma, el marqués de la
Ensenada, dar una respuesta política a las demandas de los pensadores políticos e ini—
ciar el camino de una separación entre finanzas y fiscalidad. En los mismos años se
consiguió también acabar con el arrendamiento de las rentas de aduanas y lanas, lo que
permitió poner en manos del Estado la posibilidad de desplegar una política fiscal y
comercial más eficaz.
Frente a estos avances hubo también notables y significativos frenos, como fue—
ron los intentos de reforma de la maraña impositiva que soportaban los contribuyentes
castellanos. La administración por el Estado de las <<rentas provinciales» animó al Es—
tado a avanzar en la línea de las reclamaciones expresadas por los políticos y pensado—
670 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

res económicos de racionalización y ordenación de las cargas fiscales. El Estado pro—


puso en 1749 la creación de un único impuesto, de alcance universal y proporcional a
los ingresos de los contribuyentes. Su aplicación chocó de forma frontal con los privi—
legios fiscales existentes y con la enorme dificultad de evaluar la riqueza y utilidades
de cada individuo e institución. Después de varios intentos y tras realizar una faraóni—
ca recaudación de información económica, la Corona tuvo que desistir de su aplica—
ción ante la oposición de los privilegiados fiscales (Iglesia, nobleza, instituciones,
consulados, gremios, fabricantes y un largo etcétera).

3.3. HIPOTECA MILITAR Y DEUDA NACIONAL

La segunda mitad del siglo XVIII está presidida por la búsqueda incesante de recursos
financieros para sostener un fuerte aumento presupuestario, principalmente originado por
cuestiones militares. Una concepción mercantilista sobre las relaciones comerciales exte—
riores y la utilización de las colonias, demandaba una mayor y más eficaz defensa del im—
perio colonial español ante las amenazas expansionistas del resto de europeos. Si se aspi—
raba a crear una activa economía imperial, había que disponer de fuerzas armadas capaces

500 —
550 —
500 _
450 _
4оо —
350 —
300 —
250 —
200 ー
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Reino Unido “(( 〉 Francia

FUENTE: Glete, Jan, Navies and nations. Warships, nai/ies and stare building in Europe and America
1500-1860, Stockholm, Coronct Books Country: Sweden, 1993, 1690—1720 Gletc 1, p. 241; 1720—1790,
Glcle I, p. 311; 179571800 Glete П, р. 376.

FIG. 25.1. Buques de guerra en lasflatas europeas durante el siglo XVIII.


CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO xv… 671

de defenderla, especialmente de una marina en disposición de operar a nivel mundial. El


mejor indicador de esta escalada bélica es la construcción y mantenimiento de buques de
guerra, por tratarse de la maquinaria más cara y compleja. Una comparación con el resto
de flotas europeas muestra que el esfuerzo de España fue más que sobresaliente (véase
fig. 25.1). Espafia comenzó el siglo con una flota raquítica en comparación al resto de las
europeas: apenas mantenía a flote a 10 buques; pero fue capaz de aumentarla durante las
décadas de 1730 y 1740 y conseguir llegar en 1749 a los 91 buques. Aún más importante
fue el éxito en mantener el vertiginoso ritmo de construcciones navales impuesto por Gran
Bretaña durante la segunda mitad del siglo XV…. España consiguió superar el número de
buques de la llota holandesa, equipararse a la francesa y acabar el siglo con una formida-
ble Armada compuesta en 1795 por 264 buques de guerra.
Recientemente, se han enfatizado las repercusiones económicas de esta carrera
armamentista para el desarrollo de las economías nacionales, e incluso para el desa—
rrollo europeo, ya que se sostiene que una de las principales causas del triunfo mun—
dial de los europeos en el siglo xv… fue precisamente la competitividad entre ellos,
poniéndose como ejemplo la carrera armamentista y su utilización en la lucha por los
mercados coloniales. Este hecho es especialmente relevante para el caso español, no
sólo por la dimensión alcanzada sino porque, a diferencia de siglos anteriores, todo el
esfuerzo armamentístico se abordó con recursos españoles, es decir, fue un gasto que
en su inmensa mayoría fue redistribuido en la economía española y colonial.
De cualquier modo, todo este esfuerzo de política armamentista debía ser paga—
do, y eso exigió más ingresos en Hacienda y que los sucesivos secretarios de Hacienda
destinaran a las Fuerzas Armadas la mayor parte de los recursos fiscales y financieros
disponibles. Hay que destacar que este hecho no fue peculiar de España, ya que la ma—
yoría de países europeos, incluidas Gran Bretaña y Holanda, destinaban de forma ha—
bitual más del 70 % de sus presupuestos a las Fuerzas Armadas. La diferencia estuvo
más bien en la capacidad de los Estados para conseguir los recursos económicos nece—
sarios para proseguir la escalada bélica que se produjo durante el siglo XVIII.
La principal diferencia entre España y Gran Bretaña a la hora de aumentar los in—
gresos estaba en la ausencia de un Parlamento que sancionara la política fiscal y res—
paldara una deuda nacional. El proyecto centralista borbónico había conseguido más
poder para la Corona, pero al precio de anular cualquier tipo de representación nacio-
nal y de quedar supeditado a las negociaciones puntuales con cada uno de los grupos e
instituciones de la Monarquía. De tal modo que el margen de maniobra para hacer re—
formas tributarias o imponer políticas fiscales estaba seriamente limitado.
Cuando a partir de la década de 1770 la Corona demandó más ingresos para sos—
tener su política bélica y sus planes de reformas, los recursos habituales comenzaron a
resultar insuficientes. Se recurrió entonces a aumentar la carga de algunas rentas,
como las provinciales o la del tabaco, a mejorar la extracción de rentas coloniales y su
reenvío a la Península, que, según Carlos Marichal, dobló su contribución a la Real
Hacienda durante el último tercio del siglo XVIII. En los momentos de máxima necesi-
dad, coincidiendo con los conflictos bélicos, como el de la guerra contra Gran Bretaña
(1779—1783), se recurrió a la creación de una Deuda nacional, respaldada por el honor
de la Corona y no por la sanción de un Parlamento. Durante los años de la guerra se
emitieron títulos de Deuda, <<vales reales» por valor de 452 millones de reales. Estos
vales eran títulos amortizables en veinte años que devengaban un interés del 4 %. Para

y「l—【
672 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

facilitar su reducción y evitar la pérdida de cotización de estos vales, en 1782 se creó


el Banco Nacional de San Carlos, inspirado por el financiero de origen francés Fran—
cisco Cabarrús.
La importancia estratégica de esta institución financiera para el endeudamiento
de la Corona llevó a ésta a concederle importantes privilegios y monopolios, como la
exportación de plata, la emisión de billetes o los abastecimientos militares. El meca-
nismo era el mismo que en otros ámbitos de la economía: el Estado quería que fuera el
mercado el que funcionara, pero para asegurar o incentivar determinadas actividades
y servicios le ofrecía nuevos privilegios. El resultado fue que el Banco Nacional de
San Carlos se sobrecargó de funciones y de privilegios, que le permitieron competir
con otros grupos comerciales y financieros, como los Cinco Gremios Mayores de Ma—
drid, e incluso suplantar las actividades de muchos comerciantes individuales. El cos—
te de esta institución privilegiada para el incipiente mundo financiero español no es to—
davía conocido, pero por esta vía el banco quedó supeditado a las demandas financie—
ras de la Corona.
La cotización de los vales reales, como indicador de la <<salud>> del crédito públi—
co, se mantuvo Sin mayores contratiempos hasta 1793, pero a partir de entonces Espa-
ña entró en una serie de guerras que se prolongaron hasta 1808, y esto provocó una
fuerte depreciación de los vales y la aparición de una deuda desorbitada. El reiterado
recurso a nuevas emisiones de vales reales solamente agudizó la devaluación de estos
títulos. No quedó más arbitrio que acudir a las fuentes tradicionales de financiación:
donativos, préstamos de instituciones y particulares y aumento de impuestos. Los in—
gresos obtenidos por estas vías no tuvieron precedente, pero seguían resultando insu—
ficientes, sobre todo porque comenzaron a no llegar las rentas de Indias. Se ordenaron
nuevas emisiones, e incluso se adoptaron medidas para desamortizar tierras en manos
de instituciones eclesiásticas y de caridad. Todo resultaba insuficiente. El recurso a
los préstamos exteriores, firmados con bancas holandesas y francesas en los últimos
años del siglo XVIII, no sirvió sino para paliar en parte una deuda incontrolada.
La invasión de España por las tropas francesas, dividiendo el reino en dos Ha—
ciendas, contribuyó aún más al desorden y al descontrol. Con una economía totalmen—
te paralizada, un gasto imparable y un aparato administrativo y recaudatorio desarti—
culado, fue casi imposible reaccionar al último acto de esta crisis, la independencia de
las colonias entre 1808 y 1814. Esta rápida y aguda crisis de las finanzas públicas puso
de manifiesto los problemas estructurales de un sistema fiscal desigual y despropor-
cionado, y la necesidad de abordar una profunda reforma. De cualquier modo, y como
planteamos al principio del capítulo, este desastroso final no puede ocultar el éxito
conseguido durante el siglo XVIII para salir del marasmo y la dependencia exterior en
el que se había instalado la Hacienda española en el siglo XVII.

4. El aumento del consumo

4.1. MAS CONSUMIDORES, EN UN PAIS DESHABITADO

Otra de las claves del crecimiento de la economía española en el siglo XVIII fue el
aumento del consumo. En una economía presidida por el autoconsumo y los mercados
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO xv… 673

locales, el número de habitantes era decisivo para el nivel de demanda y para la mar—
cha general de las economías. A lo largo del siglo XVIII, esta demanda se vio beneficia—
da por la lenta pero progresiva acumulación de transformaciones en las formas de co—
mercialización al por menor y por la creciente incidencia de la demanda de mercados
lejanos, que en algunos espacios locales y regionales llegó a ser un factor decisivo
para su desarrollo económico.
Para la inmensa mayoría de las economías peninsulares, el principal referente de
la demanda lo constituía el total de población de las áreas donde se desenvolvían. А1
contrario de 10 que ocurriô en el siglo XVII, el conjunto de España y de todas las regio—
nes españolas registraron un importante incremento de su población a lo largo del si—
glo XVIII. Desde aproximadamente 7,7 millones de habitantes en España al iniciarse el
siglo se pasó a algo más de 1 1 millones al finalizar la centuria, con un ritmo de creci—
miento ligeramente superior en la primera mitad del siglo XVIII. Este aumento de ро—
blación permitió a España seguir la tendencia alcista que en el mismo periodo presen—
tó la población europea —en realidad España registró una tasa de crecimiento de su
población ligeramente inferior—. No obstante, no permitió solucionar el mayor pro—
blema demográfico que tenía España: su excesivamente baja densidad de población.
Al acabar el siglo XVIII, la densidad de población en España se situaba en los
21 hab./kmº, menos de la mitad que en Europa. Las consecuencias de esta baja presión
demográfica sobre la alteración del medio natural y el aprovechamiento económico
no han sido suficientemente valoradas. En cualquier caso, estos bajos niveles de ocu—
pación humana ayudaron a perpetuar actividades y prácticas económicas extensivas,
tanto agrícolas como ganaderas, y a mantener una constante inmigración hacia Espa—
ña, principalmente francesa.
Los estudios sobre los registros parroquiales españoles muestran que el creci-
miento de la población comenzó antes del siglo XVIII. Durante el último tercio del si—
glo XVII, prácticamente todas las regiones españolas, a excepción de Castilla la Vieja,
mostraban signos de recuperación demográfica, y en algunas zonas como Galicia o el
Levante español, la intensidad de este aumento era notable. El crecimiento se genera—
lizó a todas las regiones españolas durante la primera mitad del siglo XVIII, hasta apro—
ximadamente la década de 1760. Fue el mundo rural el que más vitalidad mostró, y de
nuevo la mayor vitalidad se registró en la cornisa cantábrica, Andalucía y la España
mediterránea. Por el contrario, durante el último tercio del siglo XVIII, el crecimiento
se reduce, dando paso incluso una tendencia al estancamiento, especialmente en las
regiones cantábricas. A finales de siglo, el mapa demográfico español mostraba una
periferia densamente poblada (Galicia 46 hab./kmº, País Vasco 43, Valencia, 35, Can—
tabria 29, Cataluña 28) frente a un interior despoblado (Extremadura 10 hab./kmº,
Castilla la Nueva 12, Aragón 13, Castilla la Vieja 16).
Las causas de este crecimiento de población parecen estar más relacionadas con
las oportunidades económicas desarrolladas en cada espacio regional que con trans—
formaciones profundas en las condiciones demográficas. De hecho, algunas de las
mejoras puntuales en las variables demográficas detectadas en algunas áreas durante
el siglo XVIII, como aumento de fertilidad, reducción de la edad al matrimonio о del ce-
libato, no se mostraron permanentes y experimentaron retrocesos notables durante el
primer tercio del siglo XIX. En algunas variables, como la mortalidad, los descensos
temporales registrados no fueron causados por avances en la tecnología sanitaria, sino
674 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

por una mejor actuaciôn del Estado en la lucha contra la difusión de enfermedades epi—
démicas o en la distribución de alimentos. No es casualidad que los mayores aumentos
de mortalidad se registraran a finales del siglo XVIII, coincidiendo con el hundimiento
del aparato estatal.

4.2. URBANIZACION Y REDES URBANAS

El ascenso de una sociedad de consumo en Europa fue un largo proceso que se


inició en la Baja Edad Media y que en el siglo XVIII experimentö un auge sin preceden—
te, hasta el punto de estimular transformaciones en los sistemas de producción que fi—
nalmente llevaron a la Revolución Industrial. Uno de los factores que más contribuyó
al auge de la sociedad de consumo en el siglo XVIII fue el aumento de los niveles de ur—
banización. Si durante el Siglo XVII España sufrió un intenso retroceso y declive de Su
red urbana, alo largo del siglo XVIII las ciudades recuperaron el protagonismo y fueron
capaces de articular y dirigir una parte importante del crecimiento económico.
El aumento de las ciudades en España tuvo un marcado carácter de recuperación
(ver mapas 25.1 y 25.2). Si en 1600 había 37 núcleos urbanos con al menos 10.000 ha—
bitantes, en 1700 el número había descendido a 22 y al acabar el siglo XVIII eran 34 las
ciudades que tenían esa población. Esto significa que algo más del 11 % de la pobla—
ción española vivía en núcleos urbanos al finalizar el siglo XVIII, un porcentaje ligera—
mente superior ala media europea, situada por Jan de Vries en el 10 % en 1800, y a la
mayoría de los países europeos, excepto Holanda (28,8 %) o Inglaterra (20,3 %). No
obstante, y como vienen insistiendo los especialistas, más importante que el tamaño
del núcleo urbano era la capacidad de ofrecer unos servicios y articular el espacio cir—
cundante. Precisamente, fueron las oportunidades que estas funciones ofrecían las que
contribuyeron a intensificar el atractivo de las ciudades y a sostener una corriente mi—
gratoria hacia ellas.
El carácter de recuperación y expansión de la urbanización española durante el
siglo XVIII contribuyó a limitar los efectos de la tendencia a la ruralización de activida—
des que se vivió en el resto de Europa. Así, por ejemplo, una parte importante de la in-
dustria española pudo seguir instalada en las ciudades y, del mismo modo, las elites
españolas dirigieron la mayor parte de sus inversiones inmobiliarias hacia las ciuda—
des, y mucho menos hacia el campo, como hacían los europeos. Los efectos de esta
concentración de funciones y consumidores sobre la ciudad española del siglo XVIII
fueron, entre otros, una mayor preocupación de los gobiernos por la ordenación y de—
coro urbanístico y el casi monopolio urbano de los servicios educativos o sanitarios,
con el consiguiente efecto sobre la demanda.
Como ha sugerido David Ringrose, otro elemento importante en este avance de
las ciudades españolas durante el siglo XVIII fue la reestructuración de la geografía
de los sistemas urbanos. Cada ciudad tenía su razón de ser en la capacidad para ofrecer
servicios a un espacio más o menos determinado. A lo largo del siglo XVIII, una serie
de ciudades españolas se auparon como organizadoras de jerarquías urbanas, que
agrupaban espacios regionales amplios y en los que quedaban incluidos núcleos urba-
nos con funciones subsidiarias. La principal causa de su supremacía estaba en su posi—
ción dominante en las relaciones comerciales de una amplia área geográfica, que con
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676 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

frecuencia no coincidía con límites institucionales. Estas ciudades fueron en su in—


mensa mayoría puertos de mar, ya que sólo en estos grandes centros era posible en—
contrar los comerciantes capaces de ofrecer los necesarios servicios de intermedia—
ción entre los productores y consumidores, de su hinterlana’ y del comercio exterior.
Su control de la información o el ofrecimiento de instrumentos de financiación y pago
les daba una superioridad clara sobre el resto de agentes económicos.
La actuación de los comerciantes de Bilbao, San Sebastián, Santander 0 La Coru—
ña fue suficiente para articular la mayor parte de las relaciones económicas que en el
área cantábrica salían del marco del estricto consumo local. Incluso su incidencia so—
bre las fuerzas productivas de alejadas áreas del interior podía llegar a ser muy inten-
sa, como ocurría con los comerciantes de La Coruña que organizaban la producción de
tejidos de lino en aldeas gallegas, o los de Bilbao en la sierra de Cameros. Efectos si-
milares produjeron las ciudades de Cádiz y Málaga en el área andaluza, o Barcelona y
Valencia en el Levante español.
La única gran ciudad del interior capaz de articular un espacio de influencia fue
Madrid, cuya área abarcaba prácticamente las dos Castillas. Su extraordinario creci—
miento —de unos 109.000 habitantes tras la guerra de Sucesión a unos 190.000 a fines
de la centuria—, contrastaba con el lento aumento de la población de las regiones inte—
riores. Esta evidencia, junto con el dato de que mientras que Madrid albergaba al 2 %
de la población de la Corona de Castilla, concentraba más del 17 % de las rentas del
reino, han sostenido una imagen negativa y depredadora de Madrid respecto a su área
de influencia. El tema ha sido muy discutido. De hecho, frente a aquella imagen nega-
tiva de Madrid se constata que el interior castellano fue capaz de triplicar a lo largo del
siglo XVIII el volumen de bienes de consumo enviados a Madrid, abriendo el debate
sobre los posibles efectos positivos que esa demanda madrileña pudo tener sobre la
orientación de la producción castellana hacia el mercado, al igual que ocurrió en otras
capitales europeas. Más que culpabilizar a la demanda madrileña del lento crecimien—
to castellano, todo parece indicar que habría que atender más a los posibles efectos pa-
ralizantes de una demanda ejercida por comerciantes en régimen de escasa competen—
cia 0 de monopolio, respaldado por el Estado y las autoridades municipales.

4.3. LA DEMANDA COMERCIAL

Otro de los factores que más contribuyeron al aumento de la demanda, y el consi-


guiente estimulo para la producción, fue el incremento de las relaciones comerciales,
tanto internas como externas. La guerra de Sucesión dio la oportunidad de suprimir las
aduanas interiores, о «puertos secos». Así, en 1707 se eliminò la aduana entre las Co-
ronas de Aragón y Castilla, y en 1717 se trasladaron las aduanas vascas y navarras
hasta la frontera francesa, aunque tuvieron que volver en 1722 al Ebro debido a las
presiones forales y a los intereses en un activo contrabando. La supresión de la aduana
aragonesa estimuló el comercio interior y ofreció importantes oportunidades a la agri-
cultura especializada y a la producción de textiles catalanes y valencianos, que co-
menzaron entonces a fluir hacia tierras castellanas.
Más complicada resultó la supresión de los innumerables derechos de tránsito
cobrados en puentes o barcas, ya que implicaba un elevado coste de rescate de sus le—
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678 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

gítimos propietarios (nobles, Iglesia o municipios). Precisamente esta limitación eco-


nómica y jurídica dio más valor a una política-de construcción de nuevos caminos.
Aunque fue otra de las principales reclamaciones de los pensadores políticos y econó-
micos, no se abordó con una cierta entidad hasta la segunda mitad del siglo XVIII.
Entonces se diseñó un ambicioso programa de creación de <<caminos reales», con una
estructura radial, que debía asegurar las comunicaciones entre Madrid y las principa-
les ciudades de la costa (mapa 25.3). Toda su construcción fue asumida por el Estado y
se llegaron a realizar algo más de 3.000 kilómetros, en su mayoría en la década de
1750 y en 1780-1808. Aunque esta obra estuvo muy lejos de los planes iniciales, per—
mitió mejorar las comunicaciones con la cornisa cantábrica y el corredor mediterrá—
neo, entre la frontera francesa y Valencia. La ciudad más beneficiada fue sin lugar a
dudas Madrid, que revalorizó su posición nodular en los tráficos interiores.
Los tráficos interiores de mercancías estuvieron presididos por un traslado de
productos desde las periferias hacia el interior, y en menor medida en sentido inverso:
incluso en éstos, como fue el caso de la lana, su circulación estuvo más relacionada
con el comercio exterior. La razón esencial de este principal sentido en los tráficos es
que fue en las periferias, especialmente la levantina y la andaluza, donde hubo mayor
vitalidad económica, y donde se pudieron desarrollar ciertas agriculturas intensivas
(vino, aceite, almendras, avellanas, arroz) y algunas producciones textiles (paños de
lana, tejidos de seda, aguardientes y mistelas). Muchos de estos tráficos interiores no
sólo procedían de la periferia, sino que eran distribuidos por pequeños transportistas
originarios de aquellas zonas, e incluso vendidos en tiendas regentadas por comer-
ciantes de la periferia, como fueron el caso de las tiendas catalanas y valencianas en
ciudades de Castilla. La atracción decisiva de Madrid estimuló estos tráficos hacia el
interior e hizo que fuera el destino final de muchos de ellos.
El consumo exterior contribuyó de forma notable a incrementar la demanda, las
relaciones comerciales y las oportunidades económicas. Como ha sido señalado para
épocas posteriores, el propio crecimiento de la Europa septentrional fue durante el si—
glo XVIII un elemento esencial en el desarrollo de la economía española. El aumento
del nivel de vida en Europa y el incremento de actividades manufactureras revitalizó
la demanda de productos agrícolas y el consumo de materias primas españolas. Pro-
ductos como vino, sal, aceite, frutos secos, barrilla, lana o hierro comenzaron a ser de—
mandados de forma creciente por los europeos. Esta demanda, además, estaba anima—
da por la incesante búsqueda de los europeos en España de cargas de retorno para los
buques en los que transportaban su comercio a la Península y sus colonias. En su inte-
rés por disponer de fletes de retorno, algunos grupos económicos extranjeros llegaron
a invertir en la puesta en marcha de algunas producciones, como fue el caso de los in-
gleses en Málaga, en torno alos vinos mistelas, o los franceses en Alicante y Murcia, a
propósito de la barrilla.
Los productos más importantes demandados por los europeos eran la plata ame—
ricana y la lana española. La primera fluía hacia Europa en razón de un mayor aprecio
de este mineral y como pago por las importaciones realizadas. De hecho, durante todo
el siglo XVIII la demanda de plata por los comerciantes europeos fue una de las princi—
pales razones de un flujo constante de comerciantes y productos hacia España. La
prohibición de exportación de plata sin autorización real originó un grave contraban—
do, tanto por vía marítima como por tierra. Si la plata servía para mantener la posición
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680 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

comercial española en Europa, la lana contribuía de forma importante a equilibrar la


balanza comercial. La demanda europea de lana española, merina, de una extraordina—
ria calidad, estuvo unida al ascenso de la industria textil europea, y su demanda consi-
guió imponerse sobre la demanda de lana por parte de la industria textil española. El
negocio de la lana implicó a numerosas regiones y grupos económicos, y la exporta—
ción terminó en manos de comerciantes españoles.
Esta demanda europea fue completada por la demanda de las colonias, esencial—
mente americanas. Como veremos más adelante, a lo largo del siglo XVIII, España con—
siguió mejorar el control sobre las colonias americanas y atraer hacia su economía una
proporción creciente de las oportunidades que ofrecían aquellos territorios y su co—
mercio. Con todo, la superioridad de la demanda europea frente a la americana se
mantuvo hasta finales de siglo, cuando aproximadamente el 60 % de las exportaciones
españolas se dirigían hacia los consumidores europeos.

5. El aumento de la producción

Un Estado atento a remover los obstáculos heredados y una demanda en alza ac—
tuaron de estímulos para participar en un ciclo de producción claramente expansivo,
pero limitado en su trascendencia.

5.1. LA EXPANSIÓN AGRARIA

Las bases de la expansión agraria del siglo XVIII hunden sus raíces en la recupera—
ción iniciada durante el último tercio del siglo XVII. El descenso de población rural y la
caída de las rentas del campo contribuyeron a modificar las condiciones de produc—
ción agraria. Los propietarios terratenientes, en una etapa de endeudamiento, admitie—
ron contratos de explotación a largo plazo y aceptaron ofertas que les permitieran in—
vertir la tendencia hacia aprovechamientos extensivos (ganadería, roturaciones lar—
gas, comunales, etc.). La producción agraria comenzó de nuevo a mostrar signos de
crecimiento, incluso de diversificación, como ocurrió en el campo catalán. Nuevos
cultivos, como el maíz, se difundieron en esas décadas finales del siglo XVII, posibili—
tando estrategias de asociación de ganadería y agricultura intensiva.
De tal manera que, al iniciarse el siglo XVIII, la agricultura española ya había em—
prendido un proceso de expansión que se prolongó hasta mediados de siglo en la ma-
yoría de las regiones españolas, con excepciones como la cornisa cantábrica. Fue una
expansión agraria que no alteró de forma drástica las condiciones de producción here—
dadas. El principal producto agrícola siguió siendo en todas las regiones españolas el
cereal, aunque cada vez se dedicó más tierra e inversión a cultivos arbóreos, como el
olivar o la vid. La prioridad del cereal no respondía a su valor en el mercado —de he—
cho, los precios se mantuvieron estancados hasta la década de 1730—, ni siquiera a su
productividad, que se mantuvo considerablemente baja debido a las dificultades me—
dioambientales, institucionales y financieras para incluir los cereales en una agricultu-
ra intensiva, sino a su condición de alimento básico y a la elevada incertidumbre del
mercado. Precisamente, en las áreas en las que había un acceso más regular a la impor—
CRECIMIENTO Y EXPANSIÓN ECONÓMICA EN EL SIGLO XVIII 681

taciôn de cereales, como eran las regiones costeras, la prioridad productiva del cereal
podía ceder con facilidad y ofrecer una mayor diversificación de cultivos. Por el con—
trario, en las regiones del interior, donde las incertidumbres de abastecimiento eran
mayores, la inercia de la producción de cereal se mostró más firme.
El inicio de la sustitución de cereales en las regiones periféricas fue una de las
principales aportaciones de la agricultura del siglo XVIII. De forma clara, en las zonas
levantinas y en las hoyas granadinas, malagueñas y el valle del Guadalquivir fue posi—
ble una más rápida evolución hacia la intensificación y diversificación de cultivos. El
trigo y la cebada cedieron tierra e inversiones a la viticultura, las plantas forrajeras, el
arroz о la barrilla. Los contratos de aparcería de larga duración contribuyeron a movi-
lizar mano de obra hacia las explotaciones agrarias, al tiempo que hacían rentables
unas mayores inversiones en cambios de cultivo y mejoras en la explotación. El au—
mento de la demanda, por incremento de población y por mayor penetración del mer—
cado, estimuló el aumento de la renta de la tierra y una creciente confianza en el mer—
cado, lo cual favoreció una mayor especialización en la producción agraria. En este
proceso no estuvo ausente el capital procedente de los núcleos urbanos próximos, e in—
cluso capital extranjero. Toda esta dinámica permitió mantener el crecimiento agrario
más allá dela mitad del siglo XVIII y prolongarlo hasta los primeros años del siglo XIX.
Salvo esta importante, pero pequeña novedad, el resto de la agricultura española
mantuvo unas limitadas posibilidades de alterar las condiciones de producción. El
principal obstáculo era la estructura de la propiedad y los derechos sobre los recursos
naturales (véase fig. 25.2). El régimen señorial, la vinculación de patrimonios y la
multitud de grandes propietarios terratenientes, junto con una intensa capacidad de in-
tervención de los municipios y de sus oligarquías, imponían una realidad jurídica
complicada y contraria a cualquier intento de liberalización de los factores de produc—
ción agrarios. Modificar este régimen era muy complicado, porque sólo podía ser
abordado desde el Estado, y éste no estaba totalmente dispuesto a transformar y alterar
en profundidad las bases económicas de los grupos propietarios terratenientes. Con
todo, los Borbones adoptaron una serie de medidas para aliviar la presión sobre los re—
cursos y estimular la distribución de la propiedad, especialmente a partir de la década
de 1760, cuando los problemas agrarios se fueron agudizando.
Las medidas gubernamentales se centraron más en aumentar la producción,
principalmente porla vía extensiva, que en transformar la distribución de la propie—
dad. Se decretaron repartos de tierras, principalmente concejiles, se favoreció la co—
lonización de tierras, se pusieron algunos límites a la explotación ganadera e incluso
se abordó una tímida desamortización. Todo ello resultó insuficiente para solucio-
nar el auténtico problema, como era la desigual e injusta distribución de la propie-
dad. Más novedosas fueron las medidas para modificar las condiciones del mercado
y aumentar los estímulos que éste enviaba alos productores. En 1765 se autorizó una
liberalización del mercado de cereales, acabando con la tasa sobre el trigo; se pensa—
ba que al eliminar esta tasa se conseguiría una mayor regularidad en la circulación
de cereales. En realidad, se consiguió todo lo contrario, al producirse acaparamien—
tos incontrolados y especulativos. Aunque la ley se mantuvo y renovó hasta finales
de siglo y el predominio del cereal siguió siendo indiscutible, la presión sobre este
producto se mantuvo e intensificó y, finalmente, hubo que recurrir a la importación
masiva de grano extranjero.
682 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

La ganadería también creció a lo largo del siglo XV…. La más importante de las
ganaderías, la ovina trashumante, vivió durante el último tercio del siglo XVII y la pri—
mera mitad del XVIII una auténtica edad de oro. De unos 2 millones de cabezas se pasó
a más de 3,5 millones en 1765. Su expansión estuvo relacionada con la demanda de la
industria textil europea y con el menor crecimiento de los precios agrícolas. La situa-
ción cambió durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la presión para la rotura-
ción de tierras y pastizales, estimulada por el alza de los precios agrícolas, provocó
una fuerte tensión sobre los derechos históricos de los ganaderos. Con todo, la cabaña
trashumante al finalizar el siglo XVIII, seguía siendo enorme, y superaba los tres millo-
nes de cabezas. Fue durante la guerra de Independencia cuando se produjo el hundi—
miento definitivo de esta actividad, en parte porque la guerra provocó cuantiosas pér—
didas de ganado y una grave desarticulación del sistema de trashumancia, y en parte
porque los mercados europeos consiguieron otras fuentes de abastecimiento.

5.2. LA RENOVACIÓN INDUSTRIAL

A lo largo del siglo XVIII, los españoles consiguieron aumentar y diversificar la


producción industrial. Este logro permitió frenar e invertir el proceso de desindustria—
lización que se produjo en España, especialmente en Castilla, durante el siglo XVII.
Entonces, el aumento de la presión fiscal y el retroceso del consumo de productos in—
dustriales colocaron a las manufacturas españolas en una difícil situación para reno—
varse y competir con las extranjeras. Como ocurrió con la demanda y la producción
agraria, durante el último tercio del siglo XVII también se registraron signos de trans—
formación en la producción industrial. El alivio de una estabilidad monetaria y un des—
censo de la presión fiscal, en parte por su desvío hacia la contribución sobre productos
coloniales, favoreció un aumento del consumo de productos industriales básicos.
Como ha señalado Yun Casalilla, el Estado contribuyó a esta recuperación clarifican—
do el marco legal de los negocios a través de la actuación de la Junta de Comercio y
Moneda, creada en 1679. Del mismo modo, los esfuerzos públicos y privados por me—
jorar el factor trabajo, con la atracción de artesanos y técnicos extranjeros, se sumaron
a este esfuerzo por invertir la tendencia desindustrializadora.
Los cambios iniciados a fines del siglo XVII pudieron continuar en el siglo siguiente.
Aquí la principal novedad que aporta el siglo XVIII es una intensa participación estatal en
el proceso de renovación industrial, en un marco generalizado de multiplicación de inicia—
tivas privadas que permitieron aumentar la capacidad de producción nacional y hasta ini—
ciar la renovación de las formas de organización manufactureras.
Nunca anteriormente había existido una política de fomento directo de la indus-
tria, al menos con la intensidad con la que se planteó entonces. Este protagonismo es—
tatal respondía a una concepción mercantilista de la industria, al servicio de los intere—
ses del Estado, que poseía un mayor margen de actuación del Estado, al menos si lo
comparamos con las resistencias encontradas por los grupos afectados en el sector
agrario. La Corona estableció y gestionó un amplio abanico de empresas dedicadas a
la producción para sectores estratégicos, principalmente relacionados con la industria
militar y suministros a la actividad bélica, y de productos con alto valor añadido y de-
dicados a un consumo de lujo y calidad, como tapices, cristales, porcelanas o tabaco.
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684 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

El modelo de organizaciön de estas empresas pûblicas fue el de producción con—


centrada, donde se procuraba reunir físicamente todos los factores de producción.
Algunas de estas manufacturas estatales llegaron a concentrar a numerosos trabajado-
res. El máximo se alcanzó en la Real Fábrica de Paños de Guadalaj ara, establecida en
l7 19, donde se llegó a finales de siglo a reunir a más de 4.000 trabajadores, además de
trabajo temporal para otras 20.000 personas en las labores de hilado. Como analizó
Agustín González, la actividad de estas empresas contribuyó a la introducción de me—
joras técnicas importantes y a la extensión del trabajo industrial, pero resultaron un
gran fracaso desde el punto de vista comercial y financiero. La preocupación de los
responsables estatales se centró más en producir que en vender, y esto desembocó en
una falta de sensibilidad hacia las demandas del mercado y en serias limitaciones para
dar salida a una producción desproporcionada. La dependencia de la aportación finan—
ciera estatal fue imprescindible, y ello li gó el destino de estas fábricas a la salud de la
Real Hacienda. Un ambiente cada vez más crítico hacia este tipo de fábricas, sobre
todo a finales del siglo XVIII, y la aguda crisis financiera de principios del siglo XIX,
provocaron una desaparición casi fulminante de estas manufacturas estatales.
La dificultad organizativa y el coste de este tipo de manufacturas animó al Estado
a apoyarse en las iniciativas privadas y en su capacidad normativa para desplegar una
política industrial. El Estado utilizó su prerrogativa de conceder privilegios y exencio—
nes fiscales para estimular la creación de nuevas fábricas —<<fábricas reales>>—, de
forma especial durante la segunda mitad del siglo XVIII. Estos establecimientos indus—
triales privados fueron promovidos por individuos e instituciones y abarcaron una ma—
yor variedad de producciones, destacando las labores textiles. La mayor dificultad de
estas fábricas es que operaban con la confianza en un marco de privilegios y cualquier
alteración del mismo podía cambiar de forma sensible las condiciones de producción.
El Estado, por otro lado, pudo influir en la política industrial mediante su capaci—
dad normativa, principalmente en la política comercial, prohibiendo la importación de
manufacturas extranjeras o elevando los aranceles que soportaban al entrar por las adua—
nas españolas, algo que resultó necesario sobre todo cuando la expansión de la industria
europea de fines del siglo XVIII amenazó la supervivencia de la industria nacional. Otro
frente importante en la actuación normativa del Estado fue la modificación de los siste—
mas gremiales. Esta labor se desarrolló principalmente durante el último tercio del si—
glo XVIII y se centró en facilitar la iniciativa privada cuando pudiera entrar en colisión
con las ordenanzas y restricciones gremiales. Este marco de creciente libertad mejoró
las posibilidades de salirse de gremio, o incluso, desde el gremio, poner en marcha acti—
vidades manufactureras, como el caso de una parte importante de la producción indus—
trial que se fue hacia el campo, buscando los menores salarios y la mano de obra agraria
desocupada temporalmente (vease mapa 25.4). Esta actividad de industria a domicilio.
aunque no alcanzó la extensión que en otros lugares de Europa, no estuvo ausente en
España y ofreció al mundo de negocios mercantil español oportunidades para intervenir
en el mundo agrario y en el mundo del comercio más lejano.
Desde el punto de vista sectorial y regional, hubo algunos cambios importantes.
Aunque los principales productos industriales siguieron siendo los de consumo bási—
co, textiles, construcción y metalurgia, la novedad es que los establecimientos indus-
triales españoles consiguieron atender una parte notable de la demanda nacional, otra.
aún más pequeña, de la demanda colonial, y casi nada de la demanda europea. Los ma-
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686 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

yores éxitos se alcanzaron en el textil catalán. Las causas fueron múltiples e interrela—
cionadas, pero destacan la protección comercial concedida por el Estado a las manu—
facturas algodoneras catalanas en su acceso al mercado nacional y colonial, junto con
el desarrollo de una activa red comercial que permitió su comercialización. Las fábri—
cas de indianas catalanas se convirtieron en un factor de dinamismo para Catalufia y
para mitigar la demanda europea en España de este popular tipo de tejido. En menor
medida, hay que destacar el éxito de la siderurgia vasca. Aqui las principales causas se
pueden encontrar en la creciente demanda inglesa de hierro durante el siglo XVIII, que
favoreció una explotación, casi hasta el limite, de las tradicionales ferrerías, y el esti—
mulo añadido de la demanda estatal y privada para la construcción naval.

6. Una economía imperial

El último rasgo que queremos destacar de la economia espafiola durante el si—


glo XVIII es su condiciôn de imperial. Las colonias españolas habian desempefiado un
papel importante en la economia peninsular desde el mismo instante de su incorpora—
ción, principalmente América y su aportación de recursos metálicos, pero no fue hasta
el siglo XVIII cuando se planteó con firmeza una economía imperial, esto es, una inter-
vención más decidida sobre las colonias y una mayor supeditación de éstas a la econo—
mia peninsular.
El descenso de los compromisos imperiales de España en Europa favoreció un
giro en los intereses estratégicos españoles hacia sus colonias, esencialmente Améri—
ca. Hasta entonces, el principal interés de España sobre sus colonias se había centrado
en el control de la producción de metales preciosos. La incapacidad de la producción
industrial y agraria española para atender la demanda americana había favorecido y
hecho imprescindible la entrada de los intereses comerciales del resto de europeos en
aquel comercio. Las oportunidades y expectativas que esta posibilidad abrió para los
europeos les animó a cuestionar directamente el dominio español sobre aquellas colo—
nias, lo que desembocó en que una parte creciente de las rentas americanas destinadas
a España se intervinieron en la propia defensa del territorial colonial.
Los beligerantes en la guerra de Sucesión no ocultaron que su principal objetivo
no era España, sino el control del comercio y las riquezas de las Indias. De hecho,
hubo que compensar a los perdedores, como fue el caso de Gran Bretaña a la que se le
concedió en Utrecht el asiento de negros, en el que se le autorizaba a introducir escla—
vos en las colonias españolas. Del mismo modo, el apoyo francés a la instalación de
Felipe V en el trono espafiol le supuso una ostensible mejora en su participación en el
comercio americano, con el permiso desde 1704 para acceder directamente desde
Francia al Pacífico español y comerciar con Chile y Perú.
La capacidad de actuación del gobierno español en sus colonias no podía estar
más comprometida y limitada al iniciarse el siglo XVIII. De hecho, la política económi—
ca que se va a seguir durante todo el siglo XVIII estará presidida por medidas que favo—
recerán el aumento de esa capacidad de intervención del Estado en las colonias y la
imbricación de los agentes y economía españolas. Como ocurrió en la Península, el
principal medio fue la utilización de la legislación para incrementar el control directo
sobre el tráfico colonial. El traslado de la Casa de Contratación a Cádiz, en 1717, y la
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688 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

cesión de la autoridad del Consejo de Indias a los ministros de la Corona en materia de


comercio, también ese mismo año, son los símbolos externos de una voluntad de cam-
bio en la política hacia América. A lo largo de la primera mitad del siglo xv… se fue
evolucionando en la función esencial de las colonias, desde asi gnarles un único y prin—
cipal papel como proveedoras de metales preciosos, a contemplarlas como una fuente
inagotable de oportunidades económicas que la economía española debía fomentar y
explotar. Esta evolución en el pensamiento económico queda reflejada desde los plan—
teamientos de Uztáriz a los de Campillo.
Las medidas gubernamentales fueron en la dirección de excluir a los extranjeros,
tanto del comercio como del transporte, con medidas que favoreciesen la presencia de
productos y barcos españoles. Se implementaron reformas fiscales que permitieran
aprovechar mejor el potencial impositivo de la población colonial y se propició el incre-
mento en la fluidez de las comunicaciones, así como la multiplicación del número de
compañías comerciales que podían operar en tierras coloniales en régimen de monopo-
lio. La firme decisión de modificar la situación de partida llevó al Gobierno a presionar
sobre el contrabando, principalmente inglés, mediante un mayor control comercial y
presión militar, todo lo cual desembocó en la guerra de la Oreja de Jenkins (1739-1748)
en la que España, por primera vez, además de no perder posiciones territoriales, demos—
tró que podía defender el imperio. El resultado para Gran Bretaña fue la pérdida del
asiento de negros y la creación de un conflicto permanente con España por América.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los medios de actuación del Gobierno
en las colonias aumentaron considerablemente al ponerse en marcha un amplio plan
de reformas de la Administración colonial, estudiado por Ronald Escobedo. Si se as—
piraba a recuperar el control de los recursos americanos había que asegurar la autori—
dad de la Corona en América. Se centralizaron los mecanismos de control, se reformó
en profundidad la burocracia y la presencia militar. Todo ello permitió una adminis—
tración directa de los impuestos tradicionalmente arrendados a hombres de negocios
particulares, el aumento de todas las cargas fiscales y la extensión de los monopolios
reales por toda América (tabaco, pólvora, sal o aguardiente). Los ingresos procedentes
de Indias aumentaron de forma notable en esta etapa, y más cuando se añadieron los
impuestos procedentes de la explotación minera. La gran novedad de esta etapa fue el
despegue de la producción de plata en México, cubriendo con creces el declive de
Perú. El envío de caudales americanos alcanzó entonces un máximo histórico.
Este reforzamiento de la autoridad y de la presión fiscal en las colonias fue acom—
pañado de una notable modificación del comercio colonial. Desde 1765 se abrió pro—
gresivamente este comercio a los puertos y regiones peninsulares. El fin del monopo—
lio gaditano, aunque en la práctica nunca llegó a ser desbancado, ofreció importantes
oportunidades, especialmente para las regiones de la periferia peninsular. Así, por
ejemplo, según Josep María Delgado, el mercado americano fue el sector más dinámi—
co del comercio catalán durante la segunda mitad del siglo XVIII. Otros puertos de la
periferia española registraron también una notable participación en este comercio.
como Málaga, Santander 0 La Coruña. La necesidad de acudir a las manufacturas eu—
ropeas para cubrir la demanda colonial siguió siendo inevitable, pero la presencia de
productos españoles en el comercio colonial creció a lo largo del siglo XVIII desde un
5 % a algo menos del 50 % al finalizar la centuria. Al mismo tiempo, una más intensa
ocupación del territorio colonial favoreció la mayor diversificación en la exportación
CRECIMIENTO Y EXPANSION ECONOMICA EN EL SIGLO XVIII 689

de productos americanos, con la incorporación de mayores cantidades de tabaco, cue—


ros, tintes, cacao o azücar, en detrimento de la plata, que redujo su presencia hasta el
60 % a finales del Siglo XVIII.
Este importante avance de la economia colonial, principalmente en beneficio y
control de la economia peninsular, tuvo la contrapartida de generar tensiones en las
propias colonias. Así, algunas industrias textiles mexicanas fueron eliminadas para
permitir la entrada y comercialización de los tejidos catalanes. La grave crisis de la
Hacienda peninsular a comienzos del siglo XIX y el consecuente aumento de la presión
fiscal sobre las colonias, unido al corte en las comunicaciones con España motivado
por la guerra, facilitaron el florecimiento de tensiones acumuladas y la posibilidad de
plantear un cambio político y la independencia.

7. Conclusiones

En definitiva, durante el siglo XVIII la economia española viviô una etapa de cre—
cimiento. Cualquier indicador que se elija muestra una clara tendencia alcista, acaban—
do con los retrocesos registrados en la centuria anterior. Las causas de este dinamismo
son múltiples, pero interesa destacar que no estuvieron al margen del crecimiento eco—
nómico europeo. En realidad, lo más destacado de este aumento de la economía es que
permitió a España seguir unida a Europa, a pesar de que el ritmo se acelerase. Por el
contrario, el mayor problema fue que buena parte de este crecimiento se hizo sin plan—
tear un cambio en profundidad del orden social y político heredado, aunque terminara
cuestionándolo. La responsabilidad del Estado en este crecimiento de la economía es—
pañola durante este siglo fue destacada, pero también en el limitado desarrollo de las
fuerzas del mercado. La creciente capacidad del Estado para intervenir y controlar no
fue empleada para transformar de forma radical el orden heredado, en el que se asenta—
ba y legitimaba. La consecuencia de un rápido crecimiento y una lentitud en los cam—
bios fue una grave crisis institucional a comienzos del siglo XIX, de la que saldrá un
nuevo modelo político y unas nuevas relaciones económicas.

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Fuentes Quintana, E. (2000): Economía у economistas españoles. La Ilustración, Galaxia Gu—
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CAPÍTULO 26

CONTINUIDAD Y CAMB IOS SOCIALES

por OFELIA REY CASTELAO


Universidad de Santiago de Compostela

Una sociedad que mantuvo los elementos clave de la tradición aristocrática, je—
rarquizada y estamental, no podía pasar sin cambios por un siglo que se inicia con una
guerra y termina en vísperas de una invasión que la pondría a prueba. Cambios forma—
les —nuevas prácticas sociales, decadencia de otras como los expedientes de limpieza
de sangre o las disputas de honor—, aparentes —derivados de una enorme informa—
ción estadística—, planeados o promovidos desde el poder —pr0yectos de los ilustra—
dos— que atenuaron la presión social e introdujeron valores nuevos —los del dine—
ro—— al lado del honor, la cuna y la tonsura. Todo ello sin poner en peligro el orden
vigente, en cuya cúspide se situaba una Monarquía paternalista, interesada en mante—
ner la dispersión de intereses entre familias, clientelas 0 cuerpos, definidos y sosteni—
dos por tradiciones y privilegios rancios, como las ordenanzas gremiales o de nuevo
cuño —los de consulados y cuerpos de comercio— empleados por los Borbones para
premiar servicios o promover sectores como los industriales y comerciantes, cuya ac—
tividad era importante.
La Corona garantizaba ese orden, apoyada en una burocracia ilustrada que bus—
caba mantenerlo corrigiendo las desigualdades que lo hacían peligrar, y convertirse en
una minoría de poder sobre una disciplinada mayoría de ciudadanos medios. Pero no
era fácil, ya que la clase dirigente era la nobleza y el ideal aristocrático, y sus prejui—
cios, degradados en la descalificación social del trabajo, se extendían a los sectores
más humildes. El reformismo ilustrado, cuando pudo, intentò una cierta politica social
a través de esa burocracia nueva y poderosa, de origen hidalgo y sin ideas burguesas:
se trataba de desplazar del poder a la nobleza y al clero, de cambiar el sistema de valo—
res aristocrático y de promover a la burguesía ———pilar financiero y fiscal de la Hacien—
da— dando a comerciantes e industriales su cuota de honor y creando un ambiente de
desarrollo económico. Este objetivo exigía la participación de los más ricos y privile—
giados, la aceptación de la movilidad por vías nuevas como la formación y el mérito
——burocracia——, 0 el servicio a la monarquía ——ejército——, 0 el dinero, que abría a fi—
nancieros y comerciantes la puerta del ennoblecimiento.
692 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Campomanes sintetiza ese espíritu: criticaba la acumulación de bienes en manos


muertas y proponía su limitación, los intereses corporativos (Mesta) y monopolistas
(gremios) contrarios al bien común, y el desprestigio de la industria y el trabajo; de-
fendía la educación porque originaba un modo de vida ordenado, el progreso científi—
co y técnico porque beneficiaba a las artes y oficios y fomentaba la producción, y al ar-
tesanado rural porque complementaba la producción agraria; y quería combatir la po—
breza convirtiendo a mendigos y vagabundos en fuerzas productivas. En definitiva,
una doctrina que valoraba el trabajo manual, abría los oficios a gentes nuevas y decla—
raba la actividad mercantil e industrial compatible con la nobleza.
En la realidad, la novedad más significativa es la aparición de una clase media ur—
bana y comerciante, sin ser plenamente burguesa, diferenciada por sus actitudes y ac—
ciones, y cuya solidez económica se fundamentaba en el relativo progreso económico
del XVIII y en el amparo oficial, pero que, junto con la burguesía de la inteligencia, los
industriales o la <<burguesía agraria», tuvo que adaptarse a la mentalidad aristocrática
dominante. No obstante, la aparición de una burguesía ilustrada y de un funcionariado
poderoso e influyente fueron factores de movilidad y cambio asumidos por la aristo—
cracia cuando venían de la mano del dinero.

1. Nobles, militares y burócratas

En la cima de la sociedad, sin cambiar nada legalmente, la nobleza tenía a fin de


siglo síntomas de disgregación derivados de causas internas —ausencia de renovación
biológica, uniones de títulos, mala situación financiera— y externas —creciente críti—
ca a su inutilidad y medidas que recortaban sus privilegios—. El siglo comienza con la
homologación de los grados de nobleza de la Corona de Aragón con los de Castilla
tras la guerra de Sucesión; pero, en conjunto, se mantuvo la desigual distribución zo—
nal, de riqueza, poder señorial, rango y peso político del sector, aunque se tendió a
identificar la verdadera nobleza sólo con los títulos, porque la Corona ya no los vendía
de modo masivo como en el XVII, sino que eran más selectivos y se otorgaban por mé—
ritos políticos y militares. Además, con Carlos III y Carlos IV se produjo una revisión
de las hidalguías y una restricción en su obtención ——el número de nobles pasa de
800.000 a los 400.000 de 1797—10 que afectó más a los territorios de <<hidalguía uni—
versal» del norte —en 1787 eran hidalgos el 48 % de los vecinos de Vizcaya, el 42 %
de Guipúzcoa, el 41,5 % en Asturias— y menos a los de nobleza escasa, como Anda-
lucía, a la que correspondían dos quintos de los títulos y un poderoso aunque reducido
grupo de caballeros.
La persistencia del ideal aristocrático explica que las leyes de 1682 y 1705.
declarando que mantener fábricas no iba en desdoro de la nobleza, y de 1783, so—
bre el ennoblecimiento después de tres generaciones dedicadas al comercio o la
industria, tuvieran poco efecto, y que las de restricción de los mayorazgos no ge-
nerasen entusiasmo. La acción de la Monarquía y de los ilustrados —Feijoo.
Campomanes, Nipho, Capmany, P. A. Sánchez, Arteta de Monteseguro— en de-
fensa de la utilidad social del trabajo manual y de la superación de los prejuicios
antieconómicos de la nobleza, que chocaban con la tradición, y las disposiciones
legales no rebasaron ciertos límites, aunque hubo excepciones: el conde de Aran—
CONTlNUlDAD Y CAMBIOS SOCIALES 693

da (1727) creô una fábrica de loza; los duques de Béjar y del Infantado y el mar—
qués de Santa Cruz, empresas textiles; los duques de Medinaceli, Osuna y el mar—
qués de Astorga animaron la construcción de canales y no fue desdeñable la par—
ticipación de otros en compañías comerciales, aunque más emprendedora fue la
pequeña y mediana industria, sobre todo en el norte cantábrico y Cataluña.
La base econömica de la nobleza seguía siendo su patrimonio y sus rentas, su pree—
minencia permanecía en el señorío y la perpetuación de ambos en su transmisión heredi-
taria por vía de mayorazgo. Pero, en general, su situación no era brillante y era un sector
endeudado ——en 1706 estaban sometidos a concursos de acreedores los Osuna, Priego,
Infantado, Baena, etc.—— por la carencia de inversiones productivas y el excesivo coste
de una vida <<n0ble>>. Esto era más grave entre los aristócratas residentes en Madrid, que
debían mantener sus casas, renovadas <<a la francesa» —lo que unía placer, intimidad y
lujo—, y una vida cortesana, flexible y tolerante pero codificada y costosa, desarrollada
en salones —los de Osuna, Abrantes, Lemos— convertidos en centros socio—culturales,
lo que generó una creciente ostentación, criticada por su despilfarro y por el uso arbitra—
rio del lujo como distintivo (Clavijo y Fajardo, Jovellanos), aunque hubiera defensores
de la demanda que éste suponía (Sempere y Guarinos, Campomanes).
Los gobiernos del XVIII no atentaron contra el pilar del poder nobiliario, su enor—
me propiedad rural. En Andalucia, los terratenientes, en especial titulados absentistas
—duques de Medinaceli, Osuna, Arcos, etc.— arrendaban sus territorios en grandes
lotes y alquilaban casas y percibían diezmos, rentas y cargas públicas procedentes de
donaciones reales, compras o usurpaciones, y derechos de monopolios sobre hornos,
molinos o tabernas. Esto afectaba también a la nobleza titulada en Extremadura ——du—
ques de Alba, Arcos, Frías, Benavente— cuyos ingresos dependían del arriendo de
dehesas, viñedos y tierras de labor —en el XVIII abandonan la explotación directa—,
completados con diezmos y la renta de inmuebles. Una pujante nobleza provincial,
más numerosa y urbana, que era propietaria y explotaba sus ganados trashumantes y
tierras, tenía algún patrimonio urbano, intereses de préstamos y cargas contraídos por
otros mayorazgos. La nobleza titulada de Castilla la Nueva —residente en Madrid
como los duques de Uceda, Escalona e Infantado— era propietaria también de un
enorme patrimonio rural cedido en arriendo; mucho más modesto era el de los más de
3.000 hidalgos. En fin, la nobleza de Castilla, dueña de un enorme y valioso patrimo-
nio agrario, arrendado a corto plazo y en aumento mediante la apropiación de comuna—
les y bienes concejiles, fue adoptando relaciones contractuales y mercantiles <<capita—
listas» —arriendos a corto plazo— y eso le permitió salvarlo en el tránsito al siglo XIX.
En Aragón, las haciendas de la alta nobleza eran poco productivas para sostener
su tren de vida y sus casas en Zaragoza, aunque al avecindarse en la ciudad accedían a
los cargos municipales y podían aprovechar los comunales para usos agrarios y pecua-
rios —formaban parte de la Casa de Ganaderos—. Las grandes casas tenían posesio—
nes también fuera y vivieron un proceso de concentración mediante sucesiones y
alianzas matrimoniales. En Valencia, la gran propiedad latifundista se arrendaba a
corto plazo, pero la mayor parte de la renta nobiliaria procedía de derechos y obliga—
ciones delos vasallos con el poder jurisdiccional. Una nobleza menor acumuló un im—
portante patrimonio agrario —muy repartido—, comprado, obtenido de campesinos
endeudados o usurpado a los propios y comunales de los pueblos, transmitido median—
te estrategias matrimoniales con el patriciado urbano y la burguesía mercantil, arren—
694 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

dado a corto plazo y en dinero, reforzado con propiedades urbanas y diferenciado de


los derechos señoriales.
Intacta la propiedad nobiliaria, la acción de la Corona se dirigió contra el poder
señorial de la nobleza. El señorío laico afectaba al 10 % de las ciudades, al 48,5 % de
las villas, al 29,3 % de los lugares y al 56,8 % de las aldeas, si bien su peso económi—
co sobre los vasallos era debil, con excepciones en zonas de Aragón o Valencia. Los
Borbones se propusieron recuperarlo en beneficio de la jurisdicción real y de la Ha—
cienda, dada la importancia de las rentas y oficios enajenados, para lo que Felipe V
creó una Junta de Incorporación que examinaría los títulos de propiedad de esos de—
rechos. La Junta no duró y los intentos de recuperación (1706, 1720, 1732) —sobre
todo desde los sesenta, impulsados por Carlos III y Campomanes— tuvieron escasos
logros porque los pueblos no veían las ventajas de pleitear con los señores para pasar
al realengo. Los tribunales reales operaron con lentitud y desidia y porque a la Coro—
na le interesaba más la reversión de rentas —<<alcabalas», <<tercias>>, <<cientos»— y
derechos enajenados que la de unos señoríos que cumplían la función de transmitir o
aplicar leyes, realizar levas y sostener lajusticia de primera instancia —mala y de-
nunciada por los pueblos, pero barata—. El señorío permaneció y sus titulares si—
guieron disfrutando de algunas rentas y monopolios; podían dictar ordenanzas mu—
nicipales y regular asuntos laborales, de beneficencia, abastos o policía, salvo allí
donde se formó una oligarquía que, por su condición o por su riqueza, pudo hacerles
frente amparada por la Corona.
En cuanto al mayorazgo, regulado en 1505 (leyes de Toro) para garantizar la
transmisión patrimonial y la sucesión por vía masculina y de primogenitura, fue obje-
to de la crítica ilustrada por los problemas sociales que provocaba, en especial las res—
tricciones a la circulación de bienes raíces (Campomanes, 1765; J. F. de Castro,
1787). Pero no se propuso su supresión sino su limitación, en función de lo cual Car—
los 111 adoptó algunas resoluciones (1764). En el mismo sentido, en 1789 Floridablan-
ca planteó una ley de reforma que prohibía la creación de vínculos inferiores a 3.000
ducados de renta e imponía la licencia obligatoria para todos los demás, pero no toca—
ba a los de fundación anterior ni a los grandes por ser <<fomento y sostenimiento de la
nobleza, útil al servicio del Estado en la carrera de las armas y las letras».
Mayor trascendencia que esas tímidas medidas tuvo precisamente la política
destinada a dar una utilidad a la nobleza y someterla a la Corona. Ya no valían las
Órdenes Militares, porque sus encomiendas estaban patrimonializadas por unos
cuantos linajes y el hábito de caballero estaba devaluado; ni valían las Maestran-
zas de Caballería —l4, nueve de ellas en Andalucía—, creadas desde fines del XVII
para promover el ejercicio ecuestre y de las armas, porque sólo fueron un símbolo
de prestigio para la nobleza media. La creación de la Orden de Carlos Ill para re—
compensar servicios al Estado y premiar el talento y la virtud en la nobleza expresa
mejor el objetivo de incorporarla a tareas útiles, lo que se hizo por la vía del ejérci-
to y de la burocracia.
Bajo modelo francés, las reformas entre 1701 y las Ordenanzas de 1728 —sus—
tituidas en 1768 por otras según el modelo prusiano— configuraron un ejército per-
manente y numeroso. Ampliaron el fuero y los privilegios militares —exenciones
judiciales, fiscales y de cargas y oficios concejiles—, y profesionalizaron los man—
dos, sometidos a una cadena en sus ascensos, y asignados a la nobleza —para ser ca—
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 695

dete era preciso ser noble y tener recursos—, con lO que Felipe V la apartaba de otras
tareas de poder y la devolvía a su función estamental tradicional pero bajo un con—
cepto de servicio, dado que el rey nombraba a los Oficiales. La vuelta de la nobleza al
“ Ejército es evidente: el 78,4 % de los que entraron —53,5 % a comienzos de siglo,
90,3 % al final— eran hidalgos y caballeros, de Andalucía (23,6 %), Castilla
(21 ,9 %) y, menos, de Aragón, que encontraron así una salida laboral. Nobleza titu—
lada y media en la cúspide, nobles de segunda fila y segundones en los mandos, los
del común sólo pudieron entrar en la suboficialidad o en la tropa; las milicias provin—
ciales, ejército de reserva, fueron la vía de inserción de la nobleza local en el Ejérci—
to. En el Otro extremo, las crecientes dificultades para reclutar tropa obligaron en
1770 a sustituir las reclutas de voluntarios, levas de vagos y ociosos y quintas, por el
reemplazo anual por sorteo, obligatorio y general, duro y prolongado y por eso im—
popular y eludido mediante fraudes y deserciones, 10 que unido al espíritu de las
Ordenanzas de 1768, confirmó la distancia entre la fuerza de origen popular y los
mandos y entre sociedad y milicia.
En la Marina, Felipe V abordó problemas parecidos a los del Ejército a través de
la unificación funcional y de lajerarquía de mando (1714), la formación de los Oficia-
les —Academia de Cádiz, 1717— O la segregación de los Cuerpos de Marina y del
Ministerio (1717). Pero la profesionalización de los mandos debió producir también
un proceso de aristocratización —las Ordenanzas de 1748 exigían ser <<caballero hijo—
dalgo notorio»— dado que fueron los estratos medios y bajos de la nobleza los que
buscaron en la Marina un modo de resolver su vida y obtener prestigio social. En 1718
se estableció el reclutamiento obligatorio 0 «matrícula de mar», que exigía a marine—
ros y artesanos de ribera un servicio en la flota o en los arsenales, compensado con
exenciones de servicio en el Ejército 0 de alojamientos y con el monopolio sobre las
actividades marineras, aunque las resistencias retrasaron su implantación hasta 1737 y
aún hasta las Ordenanzas de 1748.
La burocracia se formó sobre todo con hidalgos pero aparece como un grupo so—
cial coherente, definido por su formación y experiencia como Oficiales y abogados, la
eficiencia como criterio de selección 0 ascenso, y con capacidad para imponer sus in—
tereses e iniciar una política contra los grandes. Encaramados en las Secretarías de
Despacho o en la fiscalía del Consejo de Castilla —Campomanes, Floridablanca—, su
poder e influencia llegó a anular al propio Rey, que los había utilizado para contrape—
sar a la nobleza señorial. Tejieron redes clienterales que acabaron sustituyendo a las
de la alta nobleza, cohesionada en torno al partido del conde de Aranda, formado por
aristócratas, eclesiásticos, oficiales civiles y militares, contrario al absolutismo minis-
terial aunque también consciente de la necesidad de reformas. La jerarquía adminis—
trativa se tradujo en lo profesional y social. La nobleza ocupaba los altos cargos —0
éstos eran empleados por quienes pretendían ennoblecerse— y procedía de los cole—
gios mayores de las Universidades. En el sector medio se cubría con universitarios no
colegiales <<manteístas>>, cuya extracción social les impedía acceder al sector superior;
por eso serían los críticos más duros de la aristocracia en el último tercio del XVIII, aun—
que muchos —hidalgos, al fin— aceptaban las ideas liberales por conveniencia, como
lo hacía el heterogéneo grupo de la base, no en vano el clientelismo y el patronazgo
habían sustituido a la venta de oficios.
696 IIISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2. Los eclesiásticos

El enorme peso intelectual, social, económico y político del clero, su utilidad


como vehículo de ascenso social y sus privilegios, exenciones, honores y riquezas
fueron objeto de crítica por los ilustrados. La acción del absolutismo fue dirigida a re—
cuperar el control de aquello que se consideraba privativo del Estado o un obstáculo
para el desarrollo: la capacidad de propaganda y censura del clero, la influencia social
de sus centros de enseñanza y de asistencia, la jurisdicción eclesiástica, las exenciones
fiscales y aún las propiedades y rentas de la Iglesia. La ausencia de resistencia eficaz
por parte del papado, escenificada en la negociación de <<concordatos» con Roma
—en especial el de 1753—— o ante la expulsión de los jesuitas (1767), no implicó la lai—
cización del Estado, ya que el altar y el trono se apoyaban entre sí, pero modificó la re—
lación de fuerzas en beneficio de la Corona.
El clero seguía siendo muy numeroso, 149.805 individuos en 1768 y 148.963 en
1797, resultado de un cierto incremento del sector secular —de 66.687 a 70.850— y
de la reducción del regular ——de 55.453 religiosos a 53.098, de 27.665 religiosas a
25.813——. Permanecía su desigual distribución zonal, con más seculares en el norte
que en el sur, y a la inversa entre los regulares: sólo en Andalucí,a en 1768 había 246
conventos femeninos con 7.328 monjas (27,5 % del total) y 450 maseulinos con
12.952 componentes (23,3 %). Y se mantenía su riqueza raíz, que suponía en la Coro-
na de Castilla el 24,1 % de la renta agrícola, una gran cabaña ganadera —3 millones de
cabezas—, fincas urbanas ——44,5 % de los alquileres en 1752—, intereses de censos y
juros, rentas eclesiásticas como el diezmo о la primicia, y derechos señoriales, aunque
la distribución interna y territorial era muy dispar. Por otra parte, el clero disfrutaba de
un trato fiscal favorable, aunque no estaba exento de cargas al Estado: participación
de éste en el diezmo, percepción de las <<tres gracias», pensiones sobre las mitras, tasas
sobre el consumo, etc. Riqueza y privilegio fiscal se compensaban ante la sociedad fi—
nanciando el culto, la asistencia y la caridad o la enseñanza, pero no lo bastante desde
la perspectiva ilustrada. Los gobiernos de la segunda mitad del siglo pusieron su mira—
da en la propiedad eclesiástica congelando la mano muerta y, con Carlos IV y Godoy,
iniciando la desamortización y venta de bienes eclesiásticos, aunque fuese poco efec—
tiva y no siempre positiva, ya que se vendieron los de obras pias y fundaciones asisten—
ciales.
Más importante fue la intromisión en el ámbito jurídico, ya que el Concordato de
1753 generalizó el patronato real y permitió a la Corona controlar a la Iglesia en lo fi—
nanciero —pensiones sobre las mitras, Fondo Pío Beneficial—, dar consignas sobre
sínodos, visitas pastorales y seminarios, reducir el número de beneficios incongruos.
exigir residencia y servicio personal a los eclesiásticos, es decir, lo que antes era mate—
ria exclusiva del clero. La clave estuvo en la designación de obispos desde el Consejo
de Castilla, ya que si, en teoría, eran independientes de la Corona, muchos actuaron
como funcionarios y colaboraron con el reformismo financiando obras públicas, fá—
bricas, escuelas y cátedras, actitud que fue instrumentada por el absolutismo para in—
tervenir en la esfera pastoral. La selección de obispos se hizo primando la afinidad con
el poder y la buena formación intelectual, y recayó en hidalgos o segundones de la
aristocracia, aunque muchos habían pasado por una orden religiosa. En sus diócesis.
algunas muy ricas como Toledo 0 Sevilla y otras «pobres», disponían de saneados in-
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 697

gresos, al alza hasta el último tercio del XVII], procedentes de las rentas eclesiásticas
—diezmos, primicias— puesto que no tenían un gran patrimonio raíz. Con ellos cu—
brían los gastos y salarios de su numerosa administración y de su servicio personal y el
pago de las pensiones, proporcionales a sus ingresos netos, así como de las insistentes
demandas de «donativos» por la Corona a fin de siglo. El gasto del remanente obede—
cía a la personalidad de cada mitrado, por lo que hubo mecenas, coleccionistas y
amantes del boato y el lujo junto con los que financiaron escuelas y casas de caridad,
acciones sociales y públicas, o los más pastorales —J. Climent, F. Beltrán, F. Arman—
yá—, que procuraron la mejora intelectual del clero creando seminarios.
Los sesenta cabildos catedralicios y las 120 colegiatas estaban atendidos, en
1753, por 7.836 clérigos, en cuya cúspide, por riqueza y prestigio, estaban los canóni-
gos de Toledo, Sevilla o Santiago, y en la base, innumerables capellanes ala espera de
algún ascenso. El Concordato otorgó el control de las prebendas a la Corona, lo que
pretendía eliminar un reclutamiento dependiente de relaciones clientelares, la endoga—
mia que, salvo en las de oficio —tampoco libres de influencias colegiales, universita—
rias o familiares— favorecía a los notables locales y a grupos de la nobleza media
—50 % en Barcelona, 75 % en Jaén, 80 % en Córdoba— y la formación de linajes de
canónigos. Después de 1753 la selección fue más cuidada: un 83—84 % tenía estudios
superiores en teología o derecho en universidades o seminarios, y habían sido docen—
tes 0 tenían experiencia pastoral o administrativa. El Concordato, sin embargo, favo—
reció otro nepotismo, el de los obispos, y redujo la movilidad y los ascensos de los ca-
nónigos, pero no disminuyó su corporativismo ni su poder en los tribunales diocesa—
nos, ni su influencia a través de fundaciones, hospitales o centros de enseñaza, aunque
un grupo creciente trató de superar estas taras y dedicarse a las letras, artes y ciencias.
Tampoco disminuyó la riqueza e ingresos de los cabildos ya que, sin un gran patrimo—
nio, eran perceptores de diezmos y rentas eclesiásticas que les garantizaban un buen
acomodo, sin más exigencia que el culto catedralicio.
En 1768 había 15.639 párrocos y 50.048 beneficiados, y en 1787, 16.689 y
53.481 respectivamente, 10 que no impedía que muchas de las 18.106 feligresías exis—
tentes careciesen de rector. Por cada sacerdote había en Murcia 1.721 feligreses y más
de mil en Extremadura 0 en Córdoba, frente a 153 en Álava y 170 en Léon, o 372 en
Segovia. Dado que el nümero de parroquias era estable, la mayoría de los clérigos se
ordenaba mediante la constitución de un patrimonio o de una capellanía, menos por
vocación que por prestigio social, y se convertían en un verdadero proletariado cleri-
cal acumulado en las ciudades a la espera de vivir de un beneficio eclesiástico. La pro—
visión de curatos correspondía al papa y al obispo según los meses, pero eran muy fre-
cuentes los derechos de presentación de municipios o comunidades y de particulares,
y el abuso del derecho de patronato generaba un clero ignorante, absentista y dócil a
sus patronos. El Concordato de 1753 dio a la Corona la presentación en los meses del
papa, lo que desde 1784 se hizo por concurso con examen, primando a los graduados
universitarios —menos de un tercio en 1784 y 47,7 % en 1804— o la experiencia pa—
rroquial, pero también provocó el arribismo, el baile de unas parroquias a otras y dis—
minuyó el número de aspirantes cualificados y jóvenes. Tras la expulsión de la Com—
pañía de Jesús aumentó el número de seminarios y se reformaron los existentes por
iniciativa delos obispos, pero también por mandato de Roma y de la Corona; una Real
Cédula de 1768 preveía un método de estudios para fomentar la ilustración clerical.
698 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

En cuanto al nivel de ingresos de los párrocos, en general parece que, de norte a sur,
descendía en función de su participación en el diezmo, las tierras o rentas de sus igle-
sias y el cobro de actos litúrgicos. Pero las parroquias solían estar gravadas con más de
un beneficio, lo que Aranda pretendió resolver con un Plan Beneficial (1768) que reu—
niese los beneficios pobres y diese participación en el diezmo a los clérigos pobres,
aunque la oposición de los patronos lo frustró en gran medida.
En el clero regular no cambiaron el predominio numérico de las órdenes masculi—
nas y de las llamadas mendicantes, la riqueza de los monasterios, las diferencias socia—
les entre ambos sectores, el conservadurismo mental o la falta de utilidad social, las lu—
chas regionalistas por el control de los cargos, y los conflictos entre seculares y regu—
lares о entre las ördenes por motivos teológico—doctrinales o intereses materiales o de
prestigio, cuestiones denunciadas por los ilustrados y de las que los regulares eran
conscientes. En esto último fue capital el ejemplo de la expulsión de los jesuitas, con
la que el Gobierno pretendía anular su influencia moral a través de las misiones, su
control sobre la elite en los colegios y sobre la Corte a través del confesor real y sus co—
nexiones con el poder. También lo fue la instigación de Campomanes, que movió des—
de 1768—1771 a varias órdenes a una reforma para controlar el número de religiosos,
suprimir los conventos más pequeños, hacer más selectiva la entrada de novicios, exi—
gir disciplina y rigor en la clausura y evitar los abusos basados en la incultura popular
y el dominio del púlpito; el número de frailes se redujo un 24 % en 1787 con respecto a
1753, pero crecen después porque las casas ricas sólo obedecieron la prohibición de
nuevas incorporaciones, y cuando esta se levantó volvieron a admitirlas. Los monas-
terios, repletos de hijos de burócratas, de la pequeña nobleza y la hidalguía o de las oli-
garquías fueron aún más criticados por su confortable existencia y su descuido reli gio—
so. Su impopularidad como rentistas, en frecuente litigio con los renteros, no se com—
pensaba con su labor social, limitada a la <<sopa boba» cotidiana a los pobres; su rique-
za, basada en rentas de patrimonio rural y urbano y en actividades crediticias, fue bo-
yante hasta mediados del XVIII, pero entra en crisis desde 1785, sin disminuir gastos en
servidores, administración, pleitos y tributos, por lo que el déficit obligó a mayor aus-
teridad e incluso al endeudamiento y a frenar la entrada de novicios.

3. Los núcleos urbanos y sus habitantes

3.1. LAs BURGUESÍAS

Nutridos esos núcleos de una creciente inmigración rural —especialmente Ma-


drid— y en proceso de reforma urbanística por reflejo de un cambio de relación entre
la gente y la calle —más higiene, paseos, lugares de ocio-_, lo más relevante y discuti—
do para los historiadores es la aparición, entre 1700 y 1800, de la <<burguesía>>. O, al
menos de un sector social diferenciado —sin conciencia de serlo—, formado por un
grupo mercantil y de industriales no agremiados, sostenido sobre una trama de fami-
lias y redes, y cohesionado por su actividad a la sombra del crecimiento demográfico y
de la producciön y de la reactivación comercial. Lo cual contrastaba con su reducido
peso en la politica, paliado tarde a traves de instituciones del reformismo borbónico
(consulados, cuerpos de comercio, sociedades económicas). El término «burguesia»
CONTINUIDAD Y CAMBー。S SOCIALES 699

sólo encaja bien a quienes intervenían en actividades especulativas comerciales y fi—


nancieras a alto nivel, conscientes de sus intereses y favorecidos por los Borbones
desde la guerra de Sucesión. Las operaciones de préstamo a la Corona, el arriendo de
rentas reales, la provisión de las Fuerzas Armadas o el armamento naval permitieron
la renovación de esa elite y dieron la primacía a los españoles en las finanzas reales so-
bre los extranjeros del siglo anterior, al tiempo que se establecía una mutua dependen—
cia entre la Monarquía y este sector. El reformismo gubernamental favoreció también
a los grandes comerciantes, dado que su capital y su control de la circulación mercan—
til los hacía esenciales en los planes de reactivación.
El núcleo de ese sector era Madrid, aislado en un interior agrícola poco desarro—
llado y sin más manufacturas que las estatales, centro comercial parasitario y consu—
midor de lo que aportaba la periferia, beneficiado por la residencia de funcionarios,
profesionales liberales y nobles, por ser la plaza bancaria más importante del país y
por la proximidad a la Corona y el consiguiente negocio de los préstamos a la Hacien—
da, las contratas estatales, el comercio de lujo y el abasto de la ciudad. Todo lo cual ex—
plica el desarrollo de una burguesía financiera y mercantil de asentistas, financieros,
banqueros y comerciantes, muy activos y relacionados con el exterior. Esta alta clase
media, que se forma sobre todo en la segunda mitad de siglo, era en su mayoría forá-
nea —especialmente vascos, navarros y riojanos— y su organización se basó en la so—
lidaridad familiar, de ori gen y de grupo, y en formas variadas y sofisticadas de asocia—
ción que revelan una gran vitalidad capitalista. Un sector importante se reunió en los
Cinco Gremios Mayores, compañía monopolista dedicada al abasto de coloniales, su—
ministros al Ejército, arriendo de rentas reales, actividades comerciales, financieras y
fabriles que, en 1763, culminó su desarrollo creando la Compañía General de Comer-
cio, aunque su carácter estamental y corporativo y su mentalidad tradicional desmien—
te un carácter burgués.
Las otras <<burguesías» son ante todo periféricas y portuarias, como lo era el auge
del comercio y, siendo una minoría compuesta en gran medida por foráneos, fueron la
clave en el crecimiento de sus ciudades, y en la relación entre éstas y las economías es—
pañola y europea. Cádiz es el paradigma de ciudad comerciante, cosmopolita y con un
fuerte impacto espacial, en donde una elite local poderosa convivió con una minoría
de fuertes comerciantes foráneos —hasta tres cuartos de los mayoristas— o testafe—
rros de casas extranjeras, y con un amplio sector de agentes comisionistas de grandes
casas, que también operaban por cuenta propia y pretendían ascender rápidamente.
Procedían éstos de Andalucía occidental, Castilla, Navarra, País Vasco, Cataluña, y
de Francia, Irlanda 0 Italia, y compensaron la falta de información, contactos y capital
estableciendo redes de relación personal o de procedencia geográfica y cultural, de
cuya solidez dependía el triunfo; el ennoblecimiento se buscaba sin dejar el comercio.
En el último tercio de siglo aparecen actitudes individualistas, proto—liberales y desa—
fiantes con la jerarquía entre los hijos y nietos de la generación anterior a 1750, naci—
dos en Cádiz, mejor formados y con valores e ideas nuevas, y ese cambio generó acu—
mulación de riqueza, dinamismo social y tolerancia cultural diferentes al traspaís agrí—
cola, más identificable con Sevilla. Tan cerca, pero desplazada por Cádiz desde que en
1717 perdió el control burocrático de la Carrera de Indias, en Sevilla residían muchos
mercaderes —extranjeros en gran medida— que negociaban en Cádiz y en el tráfico
no colonial, y que formaron asociaciones mercantiles hasta la creación del Consulado
700 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Marítimo Terrestre (1784). Ari stocrática y rentista, la Sevilla de los cosecheros se dis—
tinguía bien del Cádiz de los cargadores, comerciante y burgués, y entre ambas, los
extranjeros, utilizados por Sevilla como arma contra Cádiz, vencedora final por su
cosmopolitismo. En ambas, en Málaga y en otros núcleos andaluces se formó una bur—
guesía con el capital del monopolio colonial, pero cuya mentalidad conservadora optó
por permanecer en la actividad mercantil y financiera e invertir en renta inmobiliaria y
gasto suntuario, ante las dificultades y riesgos de otras inversiones.
Como una prolongación del arco mercantil andaluz, en Canarias hubo una bur-
guesía comercial —con un sector extranjero, irlandés sobre todo— que, frente a la cri—
sis del comercio vitícola, adoptó una actitud librecambista y fomentó el comercio de
manufacturas extranjeras. El comerciante—hacendado, beneficiado por el alza de pre—
cios de productos básicos —millo y papas—, entra en las milicias provinciales, mono—
poliza los cargos políticos de las zonas portuarias o las regidurías de los cabildos,
practica una fuerte endogamia y sus clanes enlazan, en la segunda mitad de siglo, con
la nobleza y la burguesía agraria. Auge relativo basado en la diversificación de ries—
gos: actividades marítimas, participación artesanal y agrícola, y sobre todo en el co—
mercio por su facilidad.
Muy diferente era la fachada atlántico-cantábrica, sin núcleos urbanos de ver—
dadera importancia. En Galicia aparece, al final del XVIII… un sector comercial foráneo
y poco innovador, proclive a la renta agraria, que se desarrolla en A Coruña a la som—
bra del comercio con América desde 1764—1767 y del Real Consulado (1785), y en Fe-
rrol, en torno al Arsenal y los astilleros, y menos en Santiago, donde había una minoría
comerciante más conservadora. Oviedo y Gijón tenían una pequeña y pobretona bur—
guesía —sólo 123 comerciantes mayoristas en Asturias afin de siglo—_ muy inferior a
la de Santander. Puerto favorecido por Patiño y Ensenada para la salida de harinas y
lanas y habilitado para el comercio colonial ( 1778), se formó una elite de mayoristas,
agrupada en el Consulado e incrustada en el poder municipal, que invirtió en la indus—
tria naviera y en actividades financieras. Perjudicados por la opción del gobierno a fa—
vor el eje Burgos—Santander, la actividad de los comerciantes vascos se evidencia a
través de la presencia de colonias vascas en Madrid 0 Cádiz y en América. Ocupados
en su territorio en la administración de aduanas, en la gestión de bienes de nobles y del
clero o en la creación de compañías, en San Sebastián, su centro fue la Compañía Gui—
puzcoana de Caracas, cuya crisis (1765-1778) a raíz del comercio libre, se tradujo en
huida de capitales hacia la tierra o hacia el contrabando, en tanto que, a través del Con—
sulado, la burguesía consiguió infiltrarse en el gobierno municipal. En Bilbao, la poco
numerosa burguesía autóctona se dedicó al seguro comercio interno, no invirtió en in—
dustria sino en patrimonio urbano pero sobre todo rural por la vía del endeudamiento
campesino; entroncó con la nobleza y también se institucionalizó en torno al Consula—
do, y no desdeñó el contrabando. La oligarquía noble ya no representaba los intereses
del comercio ni los de estos territorios y ciudades, y entre 1785 y 1795, se formó entre
la burguesía vasca más relevante un núcleo cada vez más radicalizado en lo político y
económico.
En Navarra hubo también un grupo ascendente de comerciantes, presente en las
instituciones políticas, pero otro _Goyeneche, Aldecoa, Gastón de Iriarte— triunfó.
junto con los vascos, en los negocios económicos y políticos de Madrid, en donde pro—
tagonizó un ascenso social muy dinástico —estrategias matrimoniales— y apoyado
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 701

en la solidaridad de origen —Congregación de San Fermín—. Procedentes de zonas


de sistema de heredero ünico y avecindamiento excluyente para los segundones, la es—
trategia de colocar a los hijos fuera explica su presencia en la Corte, en donde su apoyo
a Felipe V a través de préstamos redundô en el acceso a asientos y al arriendo de rentas
reales; compraron cargos y accedieron a negocios estatales, trabaron amistades y di—
versificaron riesgos, y la tercera generación se aristocratizó mediante la compra de
derechos señoriales, títulos de nobleza por servicios, la formación de un patrimonio
estable y la constitución de mayorazgos.
En el Mediterráneo, Valencia vivió una gran concentración de capital comer—
cial, sobre todo después de 1750, en manos de valencianos con frecuente origen arte—
sanal (seda), que se centraron en el tráfico de Cádiz y buscaron la seguridad y la pro—
moción social huyendo del comercio a través de la inversión inmobiliaria. Los extran-
jeros optaron por el tráfico de importación/exportación y no eran muy numerosos, al
contrario que en Alicante, que tenía una comunidad comercial —a fines de siglo, unos
cien— compuesta en su mayor parte de franceses y, menos, de ingleses e italianos, en
tanto que los autóctonos eran sobre todo comisionistas. La persecución política de los
franceses y las dificultades agrarias y comerciales finiseculares condujeron a este sec—
tor a comprar tierras en zonas de huerta, para controlar la producción y el comercio de
vinos y obtener una hidalguía. Cartagena, arsenal de la Armada, vivió un gran desarro-
llo comercial propiciado por el aprovisionamiento de la Marina y la presencia de bur-
gueses acomodados, dueños de tiendas, extranjeros y profesionales liberales, que la
diferenciaban de otras ciudades murcianas más tradicionales, en donde los hombres
nuevos enriquecidos compraron títulos nobiliarios. En Mallorca, un grupo de merca—
deres mayoristas controlaba la producción agraria —arrendando propiedades— y de
manufacturas, las rentas reales y eclesiásticas, las actividades financieras, la provisión
de tropas y el comercio exterior _Mediterráneo, Cádiz, plazas noratlánticas y colo—
niales—. Eran antiguos factores de nobles comerciantes, maestros de gremios o arren—
datarios, ligados al tráfico, que invirtieron en tierras y accedieron a cargos administra—
tivos y a la baja nobleza, en lo que les ayudó su endogamia y su sistema de herencia si—
milar al nobiliario.
La burguesía catalana es la única que tiene una doble dimensión, industrial y
comercial, en parte porque no conllevaban desprestigio social ni impedían el ennoble—
címiento. La primera generación —Canals, Canet, Gloria— se benefició de los privi—
legios otorgados por el Estado a su actividad, que obtendría su marchamo institucional
en el Cuerpo de Comerciantes de Barcelona (1758), en la Junta Particular de Comer-
cio (1763) y en la revitalización del Consulado, cuando industriales y comerciantes,
con intereses y origen social diferentes, estaban en proceso de diferenciación. La ma—
yoría del sector mercantil eran pequeños comerciantes que desaparecían en una gene—
ración y sólo una minoría formó verdaderos linajes comerciales en Barcelona y en
otras ciudades catalanas. Procedía esta elite burguesa de la agricultura, el artesanado y
el comercio minorista, eran muy endogámicos, con muy pocos foráneos (franceses)
y una organización piramidal. El comercio de riesgo y de comisión —con España, Eu—
ropa y Ame'rica— fue la esencia de los primeros capitales, pero diversificaron sus ne—
gocios —arriendo de rentas señoriales, estatales o municipales—, actividades finan—
cieras ——préstamos marítimos, censos, letras y vales reales, compañías de seguros— e
inversiones —construcción de barcos y, en los años cuarenta, en la industria textil no
702 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

agremiada—, aunque la compra de tierras y casas revela que el campo era un resguar—
do de beneficios, fuente de rentas y una vía para el ennoblecimiento. La inversión en
las fábricas textiles, en especial desde los setenta, fue cada vez más controlada por em—
presarios industriales, heterogéneos —en origen eran propietarios campesinos, co—
merciantes, maestros agremiados, técnicos de empresas—, cada vez más endogami—
cos, institucionalizados primero dentro de la Junta de Comercio y luego en el Cuerpo
de Fabricantes de Tejidos e Hilados (1799), dada la fuerza que alcanza este sector aje-
no a los gremios; también arrendaban rentas, invertían en compañías de comercio y
seguros y en la construcción naval, y compraban tierras y casas, pero rara vez se enno—
blecieron.
En general, el enriquecimiento de los grupos mercantiles no disminuyó su tradi—
cionalismo social y su propensión al ennoblecimiento o al control de la política local.
Expresión de su prestigio son los consulados revitalizados desde 1758 —el de Barce—
lona—_ o creados en 1766 —Valencia, Burgos, San Sebastián— y 1784—1785 —todos
los demás,, que ya no exigían limpieza de sangre para el ingreso y que promovían el
reconocimiento social de los comerciantes. La entrada de los hacendados desde 1784,
con intereses diferentes, hizo que muchos comerciantes e industriales se retrajesen.
En un plano inferior se situaba la pequeña burguesía, omnipresente en las ciudades,
centrada en el textil, mediocre y tradicional en su mentalidad y aspiraciones, que no
logró separarse de la estructura gremial y que buscó prestigio —difícil, al tener tienda
abierta— forzando la distinción entre los gremios mayores y los otros u organizando—
se como cuerpos de comercio. La creación de éstos en Zaragoza, Valencia, Vallado—
lid, Toledo y Barcelona estuvo propiciada desde 1754 por la Administración, pero go—
bernantes e ilustrados los consideraban monopolistas y corporativos y perdieron sen—
tido desde que, en 1785, los Consulados admitieron a los minoristas, pero donde éstos
no existían, se situaron en el primer nivel social. Abogados, médicos, periodistas, ca—
tedráticos de Universidad, son un sector profesional que puede denominarse burgue—
sía administrativa y de la inteligencia, que también se institucionalizó en torno a los
colegios profesionales, y no sólo se desarrolló en Madrid sino en ciudades como Zara—
goza, Valencia 0 Sevilla, en donde coincidían instituciones de la Administración real
y local, tribunales, hospitales, conventos, cuarteles o casas señoriales.

3.2. Los ARTESANOS

La mayoría de los artesanos —unos 215.000 en 1753, el 15,5 % de la población


activa—, residían en los núcleos urbanos —el 20—25 % en Lleida 0 Zaragoza, el 40 %
en Sevilla o Santiago— y en zonas industriales como Cataluña —33.000 en 1787— )
se organizaban en torno al núcleo familia/taller, las relaciones personales y los gre-
mios. Ese mundo cerrado se convirtió en objetivo de la crítica de los ilustrados: desde
Campomanes ( 1774— 1775) se suceden escritos contra la indignidad del trabajo manual
—A. Capmany (1778), Arteta de Monteseguro, Pérez y López, P. A. Sánchez— 〉
contra los gremios, aunque algunos —Danvila, Campomanes— aceptaban sus valores
sociales y profesionales, y otros ——F. Romà y Rosell, A. de Campmany— los defen—
dían porque garantizaban la estabilidad social al asegurar la honorabilidad y la asis-
tencia de los agremiados, llevaban por vía legal los problemas y la defensa de sus pri—
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 703

vilegios, y aportaban beneficios fiscales al Estado. La oposición más radical —B.


Ward (1762), Ibáñez de la Rentería (1780—1783), Jovellanos (1785)— consideraba
que los gremios negaban la libertad de trabajo y que sus ordenanzas eran injustas y
contrarias a la concurrencia. En fin, para unos el progreso industrial dependía del ejer—
cicio libre y para otros la libertad comportaría más desigualdad.
Además, aunque su influencia fue limitada, un conjunto de medidas alteraron
desde 1780 la tradición de los gremios y de sus ordenanzas y afectaron a su viabilidad
económica: en 1783 se declaran compatibles el trabajo manual y la honra social, en
1782 y 1785 se permite la entrada de los chuetas (judíos mallorquines) y en 1784 de
los ilegítimos en los gremios; ciertos oficios se abren a trabajadores foráneos (1777),
otros se liberan del gremio (en 1797, los torneros) o se favorece el trabajo de los ex—
tranjeros (1771, 1797) y el de las mujeres (1784). La faceta asistencial de los gremios
fue desmantelada a propuesta de Campomanes (1763), en 1767 se suprimieron en Ma-
drid las cofradías y en 1770 las demás para favorecer la creación de montepíos, y aun-
que la alternativa fue buena, los gremios trataron de reorganizar su sistema. Esta nor—
mativa significaba cierta autonomía laboral y cierto principio de igualdad en el traba—
jo, y aunque hubo resistencias por vía legal ante la Corona o sus tribunales, no fueron
atendidas, lo que anunciaba el fin del gremialismo.
Pero lo más decisivo fue el desarrollo del trabajo no agremiado, regido por relacio—
nes laborales y más adecuado a la nueva organización económica, que exigía superar lo—
calismos, abrir industrias y talleres, mejorar la calidad y contar con mucha mano de obra
sin especializar para atender las máquinas. Fue creciente el número de trabajadores no
gremiales y de maestros que vivían fuera y dentro, o de los que se quedaron sin oficiales
y en dependencia de los comerciantes. El aumento se dio en sectores como la industria
algodonera, de vinos y aguardientes, papel, harinas, metalurgia o en las empresas con—
centradas estatales y particulares, cuyos trabajadores aún no eran proletarios porque no
eran desarraigados del campo; también en ciertas zonas ——Madrid, ciudades portua—
rias— y en especial Cataluña, en donde a través de la Junta Particular de Comercio se vi—
giló el sistema gremial sin romperle, hasta que a fin de siglo se impuso la libertad por el
interés de los comerciantes en controlar la calidad. Este nuevo trabajador no agremiado
pudo cubrir las necesidades de una familia media, en un contexto de vivienda barata y
con más de un sueldo por casa, hasta que el alza de precios deterioró la situación desde
1775, aunque sin generar conflictos; sólo en las concentraciones obreras los hay a fines
de si glo —huelgas en las fábricas textiles de Ávila y Guadalajara— ocasionales y moti—
vados por abusos, horarios, salarios y no contra el sistema.

3.3. SERVIDORES, MINORÍAS, MARGINADOS

En 1787, el 11,5 % de la población activa se componía de criados, concentrados


en las casas urbanas —en Madrid eran el 43 %— y en aumento entre las clases medias,
como mano de obra y signo de ostentación. En los grupos superiores crece el servicio
masculino, cualificado, personal y directo de los señores, lo que implicaba jerarquiza—
ción y especialización y, sobre todo, distinción social, por lo que una Real Orden de
1776 trató de limitarlo sin conseguirlo, en vista de lo cual los ilustrados trataron de que
al menos se regulasen las relaciones entre amos y criados.
704 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Las minorías eran un sector diverso, discriminado cuando eran restos de mino—
rías casi desaparecidas —chuetas, agotes, vaqueiros, pasiegos—. Los gitanos eran
los más rechazados y menos integrados, porque su nomadismo anulaba el efecto de
las leyes de asimilación —en 1695 y 1717 se ordenó censarlos y concentrarlos en
pueblos grandes y se les prohibió ir a ferias y mercados—. Pero cuando ésta se ini—
ciaba allí donde trabajaban en oficios duros —corte de caña, fábricas de tabacos— o
especializados —arriería, esquileo, comercio de ganado—, valiosos para los terrate—
nientes, el ministro Ensenada decidió acelerar el proceso deportándolos a los arsena—
les. El resultado fue nefasto porque se deportó a los asimilados y avecindados
—unos 9.000, la mitad andaluces— y en 1749 se permitió el retorno de los que te—
nían una profesión; en 1763 se les dio una libertad vigilada y en 1783, si bien se
prohibía el nomadeo, se ordenó que el término «gitano» no se emplease de modo pe—
yorativo. Los esclavos eran sólo ya una nota exótica en las casas aristocráticas o
fuerza bruta obtenida mediante razias —1732 (Orán), 1775 (Argel)— y operaciones
de corso fomentadas por la Corona con incentivos aduaneros y de precio a los arma—
dores —l718, 1724, 1751— para conseguir unos 500 al año a principios del Sete—
cientos y 1.500 a mediados, necesarios en las galeras de la marina 0 en las obras pú—
blicas. Se suavizan las leyes referidas a la esclavitud, pero no es abolida porque era
necesaria para la explotación económica en América.
Por el contrario, los extranjeros, dada su relevancia económica, estaban protegi-
dos por el Estado y por los consulados de sus países, lo que no impidió expropiaciones
y expulsiones en tiempos de guerra, y cierto rechazo social por los privilegios que se
les daban, aunque no todos disponían de la misma situación o consideración. Entre los
más favorecidos estaban los cortesanos y altos cargos políticos ——ministros franceses
e italianos de Felipe V o de Carlos 111— 0 militares —irlandeses— que recibieron títu-
los de nobleza o se integraron por vía matrimonial; técnicos alemanes, flamencos,
holandeses, suizos o franceses atraídos para colaborar en la política industrial ——meta—
lurgia y textil—; ingenieros 0 maestros de oficios para obras públicas e industrias es—
tratégicas como la naval, bien pagados y destinados a enseñar, y trabajadores especia—
lizados contratados en grupo, e incluso, en el tramo final de siglo, los que llegaron por
su cuenta y abrieron fábricas de cerveza, sombreros, textiles 0 relojes. En el XV… de—
crece la inmigración temporera no cualificada, como los jornaleros agrícolas proce—
dentes de Francia, y aumenta la de comerciantes ingleses e irlandeses, holandeses, ale—
manes hanseáticos o genoveses; pero la comunidad más importante, ya desde fines del
XVII, era la francesa aunque la instauración de los Borbones no respondió a sus expec—
tativas. En 1764 había 1.483 comerciantes y negociantes extranjeros de los que el
61,5 % eran franceses, 14,4 % malteses y 6,7 % genoveses; ubicados en Cádiz e impli—
cados en el comercio americano, en otros puertos controlaban el comercio naval y los
seguros, y en Madrid, la banca.
Las clases populares urbanas constituían una enorme bolsa de pobreza incremen—
tada por quienes huían del campo en las crisis y a través de la inmigración, lo que, a
causa del aumento de precios y la estrechez e inestabilidad del mercado laboral, derivó
en una fuerte tasa de pobres urbanos —del 20 al 40 %— y en mendicidad. La novedad
al respecto es la creciente preocupación gubernamental, utilitarista y con pretensión
de mejorar la condición de los desfavorecidos, basada en una enorme información
—desde que en 1753 el Catastro identifica entre 200.000 y 300.000 pobres en Casti-
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 705

lla— y en la profusión de definiciones —Argenti Leys, Amor de Soria, Campoma-


nes— para distinguir a los pobres «de solemnidad» —honorab1es, integrados, priori-
tarios en el auxilio— y los <<vergonzantes» —los venidos a menos, niños, viudas, an-
cianos, socorridos por las instituciones de beneficencia—, de los pobres delincuentes
y los vagos, Oficialmente (1745) quienes no tenían o no ejercían un oficio y no se sabía
dónde ni de qué vivían. Las clasificaciones _Campillo (1741), Campomanes (1764 y
1778), B. Ward (1778), el Consejo de Castilla (1777—1778)— y diagnósticos —Uztá—
riz, Campillo, Ward, Floridablanca— imputaron la pobreza a la deficiente estructura
socioeconómica y, en algunos casos, añadían el descrédito del trabajo manual y la
marginación de quienes lo ejercían, el incumplimiento de la ley o la caridad indiscri—
minada que fomentaba el ocio. La solución se veía en el trabajo y en la asistencia se—
lectiva, utilitaria, pública y gestionada por un Estado movido por una visión materia—
lista, regalista y filantrópica del pobre productivo y disciplinado, pero también coerci—
tiva. Sin embargo, los proyectos de los teóricos ilustrados, salvo los de Campomanes
—sistemático, comparativo y lógico en su clasificación de los pobres en cinco cla—
ses— y de Floridablanca, en lucha contra la mendicidad profesional fomentada por la
Iglesia, sólo sirvieron para revisar la legislación asistencial.
La acción contra la pobreza fue más bien una consecuencia del Motín de Esquila—
che y del temor a la masa empobrecida: medidas a favor de los marginados y de la dig—
nidad de los Oficios, modernización y organización global de la asistencia, laicización
—persecución del mutualismo religioso, 1767— y destierro de las calles de los men—
digos y vagos para hacerlos invisibles. La ordenanza de 1775, reiterada en 1785, fijó
una recogida anual de vagos y su destino en el Ejército, los arsenales y Obras públicas,
«empleos útiles» para su «redención» y reintegración social, y la de quienes no podían
trabajar, «protegidos» en hospicios y casas de misericordia. La asistencia a domicilio
se organizó desde la Junta de Caridad de Madrid (1783) y de las juntas provinciales fi-
nanciadas mediante limosnas particulares y la ayuda estatal —Fondo Pío, 1783—.
Combinando instituciones públicas y privadas, e1 Estado fomentó las inclusas bajo
autoridad de los obispos—, casas de recogida de mujeres, reformatorios de jóvenes,
montes de piedad y montepíos, etc. En fin, se trataba de sustituir aquellas fórmulas tra—
dicionales que aseguraban la paz social pero fomentaban la vagancia: el mutualismo
contra el paro, la enfermedad, invalidez, vejez o muerte, en manos de gremios O cofra—
días; la caridad de obispos, monasterios y cabildos a través de la sopa boba, las asocia—
ciones caritativaS y las ayudas en las crisis y el Sistema hospitalario de la Iglesia, dis—
perso y desorganizado. En su lugar se iniciaba el camino hacia la beneficencia pública
que haría del pobre un súbdito productivo. Pero ideas y proyectos fracasaron por los
cambios de criterio —el temor y la piedad conducían a la represión o a la tutela—, por
problemas de financiación —ausencia de aportaciones del Estado— y por rechazo de
los destinatarios de las medidas, 10 que obligó a admitir la participación del clero,
cuyo sistema se deterioraba también por efecto de las exigencias fiscales de los años
noventa y de la desamortización.
En cuanto a las mujeres, hubo en el XVIII una atención diferenciada y se desarro—
lló una línea defensora de su capacidad (Feijoo, Josefa Amar y Borbón), aunque sólo
en medios aristocráticos esto les abrió saberes —creación de colegios femeninos— y
prácticas culturales —entrada en las Sociedades Económicas—. En 1778, después de
que ilustrados como B. Ward reconociesen su importancia, se decretó la libertad para
706 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el aprendizaje y el trabajo femeninos a pesar de la oposición de los gremios, y en 1784


se permitió que trabajasen en tareas «acordes con su sexo», y del debate entre institu-
ciones, políticos y escritores surgieron en los sesenta los montepíos para viudas y
huérfanos de la Administración y del Ejército y se multiplicaron las sociedades de so—
corro. En el lado negativo, un control de la prostitución, basado en el encierro en las
casas-galera para su <<corrección»; descartada la persecución o la supresión, se pensó
(Cabarrús) en reconocer y en vigilar los lupanares y establecer normas represivas ade—
cuadas.
En paralelo corrió la preocupación por el incremento del número de niños ilegíti—
mos y abandonados, que se atribuyó ingenuamente al matrimonio por conveniencia,
que conllevaba adulterio. Pero si de un lado se quisieron contener los abusos de autori—
dad, en 1776 se reforzó la necesidad de permiso paterno y en 1783 el de la Corona para
militares, marinos, funcionarios, miembros de colegios y universidades de patronato
real o seminarios de nobles, para defender el patrimonio y las estrategias matrimonia—
les de las familias. Pero la fuerza del número obligó a dignificar la condición de los
ilegítimos —admisión en los gremios—, a resolver su abandono creando hospicios
—como la lnclusa y el Hospital del Carmen de Madrid, al que en 1777 se ordenó lle—
var alos niños pobres, solos o mendigos— y a incorporar al mundo laboral a los super—
vivientes —la mortalidad en el primer año de vida superaba el 75 %—— ordenando
(1780) enseñarles a leer, escribir, contar y un oficio.

4. La sociedad rural

A pesar del crecimiento de los núcleos urbanos, el 90 % de la población vivía de


la actividad agraria y en el campo, en donde los cambios fueron poco visibles, induci-
dos para resolver problemas de las ciudades y sin un programa global, debido a la di—
versidad derivada del medio físico, las formas de cultivo y de propiedad o usufructo
de la tierra, y de los niveles de la población agraria, ya que sólo el 21 % eran propieta—
rios, mientras el 30 % eran arrendatarios y el 48 % jornaleros. La situación real de cada
sector dependía de la estructura de la propiedad y del peso de la renta, las cargas fisca—
les, eclesiásticas y señoriales, y, por lo tanto, del excedente disponible, lo que tendía a
igualar a los jornaleros con los pequeños campesinos, fuesen propietarios y/o arrenda—
tarios, siempre al borde de la miseria, víctimas del aumento de la renta y del endeuda—
miento, incapaces de beneficiarse del alza secular de precios por carecer de exceden—
tes comercializables. El crecimiento agrario del XVIII, basado en la extensión de culti—
vos sin aumento de la productividad, no repercutió en la mayoría por la rigidez del
sistema y su resistencia a las reformas, pero benefició alos rentistas nobles y eclesiás—
ticos y al patriciado urbano: la invasión de los adinerados urbanos y el aumento de la
propiedad vinculada, hizo escasear la tierra y elevó su precio cerrando opciones a los
campesinos.
Pero también benefició a los labradores propietarios y grandes arrendatarios
—enfiteutas en Cataluña y otras zonas—, cuya importancia social es una novedad sig—
nificativa. Esa <<burguesía agraria» ——aunque muchos eran hidalgos y los demás no
pasaban de empresarios agrícolas— tenía una importante cantidad de tierras, mano de
obra para cultivarlas y ganado y aún podía ceder parcelas en subarriendo; y se convir—
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 707

tió en un sector poderoso, con cargos concejiles, control sobre la comunidad y aspira—
ciones a entrar en los estratos bajos de la nobleza. Se le atribuye el protagonismo en
los cambios socioeconómicos y políticos, la resistencia antisefiorial y contra la fiscali—
dad y la propiedad eclesiástica, desde una posición consolidada en concejos y munici—
pios y bien vista por el gobierno, de modo que de la confluencia de intereses con éste
surgirá la política desamortizadora.
Por debajo estaba la banda ancha de los pequeños campesinos ——muchos, sólo
arrendatarios—_, que completaban sus ingresos con el trabajo artesanal O como jorna—
leros, pero que aun así se endeudaron, perdiendo la tierra en beneficio de prestamistas.
Más abajo aún, los jornaleros, apenas existentes en el norte y abundantes al sur del río
Tajo y en especial en Andalucía —más del 70 % en Granada, Jaén, Sevilla o Córdo—
ba— en donde las prácticas capitalistas conllevaron proletarización; en la otra Anda—
lucía, Extremadura, Castilla la Nueva, Cataluña, Baleares y Canarias, eran entre el
50—70 % y en Valencia, Aragón, Meseta Norte, León y Navarra menos del 50 %; su si—
tuación era peor donde eran más numerosos porque las oligarquías se valieron de su
abundancia para pagar salarios bajos, aunque el problema más grave era el paro esta—
cional.
Sin embargo, el jornalero de las zonas de latifundio compartía miseria con el
campesino del minifundio del norte. En Galicia y Asturias dominaban las pequeñas
explotaciones aforadas, que sufrían el problema del subforo y la tendencia de los ren—
tistas a convertir los foros en arriendos y, como en Cantabria, el crecimiento desarticu—
lado y selectivo, que obligó a los pequeños campesinos a completar sus ingresos con
la proto—industria textil 0 la arriería, y a emigrar. En el País Vasco, zona de explotacio-
nes pequenas y medianas en donde la actividad agraria era esencial por la crisis de la
metalurgia, se constata el descenso de los propietarios en números relativos y el au—
mento de los arrendatarios, debido a la escasez de tierra y al alza de la renta, propicia—
das por el sistema de heredero único que obligaba a los segundones a ocupar o a alqui—
lar tierras, y por la entrada del patriciado urbano en la propiedad mediante el endeuda—
miento campesino a causa de las malas cosechas, la falta de trabajo en las ferrerI'as o la
necesidad de capital para invertir; la opción de roturar tierras, frecuente desde
1780—1790, superaba las posibilidades de la mayoría rural; los beneficiarios fueron los
notables poseedores de tierras, los propietarios agrícolas con yuntas y la burguesía
mercantil. Sólo en la zona vitícola se detectan relaciones de tipo capitalista: los pro-
pietarios emplean asalariados foráneos, pagan en dinero y venden el producto.
En Aragón el campesinado vivía bajo un régimen feudal riguroso en ciertas zo—
nas. La renta de la tierra se basaba en censos proporcionales a la cosecha, lo que bene—
fició a los rentistas, y la proletarización de los campesinos tuvo su dimensión social en
la emigración a Zaragoza. Desde mediados de siglo se constata una importante bur—
guesía rural de labradores y poseedores de los medios para el cultivo, vinculados con
las administraciones señoriales о al poder concejil local y/o las casas mayores en el Pi-
rineo. Diferente es el caso de Cataluña, donde los propietarios de masías, miembros de
la baja nobleza 0 del patriciado urbano y sin cargas señoriales, prosperaron explotan-
dolas mediante asalariados o arrendándolas, pero también lo hicieron los labradores
acomodados que disponían de las masías en enfiteusis y se beneficiaron del aumento
del trend secular; la transmisión patrimonial mediante el hereu permitía concentrar y
racionalizar la explotación —de ahí la resistencia a la reforma de los mayorazgos—
708 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

y reforzaba su solidez, fuese propia o en régimen de enfiteusis. En zonas de viñedo


predominaba el contrato a rabassa moria 0 cepa muerta, cuya larga duración acabó
perjudicando a los propietarios; en 1765 éstos obtuvieron de la Audiencia la prohibi—
ción de tácticas para que la cepa no muriera y la limitación a 50 años, aunque en 1793
y 1806 los rabassaires reclamaron duración indefinida. En las explotaciones peque—
ñas predominaba la masovería, basada en el reparto de frutos como la aparcería, pero
el cultivador pagaba el fisco y mejoraba el cultivo, en tanto que la corta duración y la
evicción permitían a los propietarios acomodarse a las condiciones del mercado. En
fin, el absentismo de la nobleza y la estabilidad facilitaron la formación de unas capas
medias y la creación de capitales que se invirtieron en la industria y el comercio.
En Valencia, la expansión agraria y el alza de precios exigía una red comercial ágil
y la intervención del capital mercantil —en especial en tomo a las ciudades del litoral—,
lo que puso a los campesinos en dependencia de quienes les prestaban dinero y compra—
ban la cosecha. Esto condujo, a su vez, a la expropiación y al aumento de la propiedad de
los grupos urbanos y a nuevas relaciones contractuales —arriend0s—— que perjudicaron
a los campesinos, buena parte de los cuales pasaron a ser jornaleros; el proceso fue más
grave porque las prácticas usurarias y el capital comercial atentaron también contra los
bienes comunales. En Murcia, tierra de realengo y señorío poco gravoso, los labrado—
res—arrendatarios convivían con un buen número de pequeños propietarios —40—50 %
en zonas de secano, 60—65 % en las de regadío—, los jornaleros eran entre el 20 y el
40 % y sólo había pegujaleros en zonas interiores, con alguna tierra propia 0 arrendada y
algún ganado. El equilibrio social era mayor porque, si bien había grandes fincas, esta—
ban cedidas en arriendo enfitéutico о a corto plazo consolidado en los mismos agriculto—
res, lo que favoreció a los grupos intermedios que cultivaban la tierra y la mejoraban, así
como la formación de una <<burguesía agraria», sobre todo en las zonas más pobladas,
que no se ennobleció pero se convirtió en una oligarquía con intereses distintos a los de
la clase popular. Finalmente, en Mallorca existía una gran propiedad noble, labradores
acomodados, arrendatarios con capital y control sobre la comercialización que contrata—
ban asalariados; los pequeños campesinos eran la mitad de la población y vivían de una
agricultura de subsistencias, con elevada frecuencia del trabajo a jornal a poco precio y
duro control de señores y arrendatarios.
En Castilla la Vieja había en 1797 un 22,9 % de labradores, 41,3 % de arrendata—
rios y un 35,8 % dejornaleros, aunque éstos sólo eran el 4,5 % en León, el 10 % en So—
ria, el 12,6 % en Burgos, frente al 31 % en Segovia о е1 38 % de Salamanca, reflejando
su distribución la organización del sistema —pequeña propiedad en el norte, arrenda—
miento en el centro, gran propiedad en el sur—, compensado con la abundancia de los
propios concejiles a pesar de las usurpaciones del XVII. La peor situación era la de
los arrendatarios a corto plazo, y empeoró desde los años sesenta por la presión sobre
la tierra, lo que obligó al Consejo (1768) a impedir el despojo —aunque la Real Cédu—
la de 1770 dio libertad a los propietarios y esto conllevó un aumento de la renta— y en
1785 a prohibir el desahucio bajo pretexto de cultivo directo. En Castilla la Nueva ha—
bía una enorme cantidad de tierra amortizada o amayorazgada, de modo que el 76 %
de los propietarios eran labradores, pero sólo eran el 18 % de la población activa.
tenían el 26 % de la extensión y el 39 % del producto, predominando la gran propiedad
en manos de nobles y eclesiásticos, y los jornaleros (58 %) sobre los arrendatarios
(24 %). Es semejante el panorama en Extremadura, territorio de gran propiedad, don-
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 709

de sólo un 14 % eran labradores propietarios, un 33 % arrendatarios y el 53 % jornale—


ros. La importancia de los pastos mesteños se convirtió en el problema clave en la se—
gunda mitad del XVIII por la falta de tierra de cultivo; pero las medidas anti—mesteñas
de Carlos III y el reparto de propios no mejoraron la situación de los campesinos, que
sufrían los efectos del escaso poblamiento, la pobreza de la tierra o la falta comunica—
ciones. En Andalucía se constata la mayor polarización social, aunque en la zona
oriental había pequeña propiedad. La nobleza tenía la mitad de la tierra y percibía dos
tercios del producto bruto: la explotación del latifundio tenía la clave en los arrendata—
rios —con frecuencia gente urbana con capital para adelantar la renta— que arrenda—
ban cortijos para subarrendarlos 0 para cultivarlos mediante el enorme y creciente nú—
mero de jornaleros agobiados por el paro, que los reformadores intentaron desde 1750
convertir en trabajadores fijos o ligados a la tierra. Pegujaleros y pelentrines, con algo
de tierra pero sin medios de cultivo y subsistencia, no vivían mejor.
La falta de tierra en esos territorios contrastaba con la abundancia de despobla—
dos provocados por la presencia de los pastos de la Mesta y por viejas razones históri-
cas, y este problema se afrontó con una política de repoblación, iniciada por La Ense—
nada en 1749, reforzada con el Fuero de Nuevas Poblaciones de 1767 y por la Junta de
Repoblación de Salamanca (1769). La de Sierra Morena con mano de obra alemana,
dirigida por Olavide, buscaba el cultivo de tierras abandonadas y la seguridad de la
ruta Cádiz—Madrid; pero también fue un utópico experimento de sociedad sin diferen—
cia de clases, favorecido por Campomanes, que fracasó por la improvisación, la hosti—
lidad de los demás ——el clero, sobre todo— y la falta de capital. Más amplio pero sin
gran éxito fue el reparto de propios y comunales desde 1767, que no benefició a los
jornaleros O a quienes carecían de dinero y yuntas para el cultivo, sino a los poderosos,
nobles, labradores acomodados y justicias de los pueblos.

5. Una sociedad poco conflictiva

A pesar de las crecientes bolsas de pobreza, desde la guerra de Sucesión hasta los
motines de 1766 apenas hubo estallidos sociales violentos, lo que nO significa que fue—
se la del XVIII una existencia pasiva sino que las tensiones se condujeron a través de
memoriales y denuncias ante instituciones de la Corona o ante los tribunales. La proli-
feración de pleitos, mecanismo propio de una sociedad estamental que implica respeto
al orden establecido, revela una reacción ante situaciones de abuso о en favor de cier—
los derechos básicos, y una idea de que esas acciones no eran mal vistas por los gobier—
nos ilustrados, más atentos a los problemas de los desposeídos e interesados en la rea—
firmación de los tribunales reales sobre los señoriales о eclesiásticos. Al margen de
esos cauces menudearon las sátiras y libelos —como corresponde a una sociedad cada
vez más alfabetizada— criticando a los poderosos y se reforzó la resistencia pasiva
——fraude, más bien—, el contrabando y todo lO que podía minar la posición de terrate-
nientes, señores 0 perceptores de rentas.
Los motines estallaron por problemas cotidianos y básicos, como el mal abaste—
cimiento O el precio elevado de los alimentos _Madrid (1699), Aragón y Valencia
(1709), País Vasco (1718), Granada y Valencia (1748), Crevillente (1757), Segovia y
Córdoba (1763), Salamanca (1764), Barcelona (1799), etc.—. Solían mezclarse con
710 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

otros más específicos, como la protesta anti-señorial de Valencia en 1693 y durante la


guerra de Sucesión, cuya violencia arrastró a la nobleza hacia el bando borbónico, o la
oposición al reclutamiento militar por quintas, que tuvo un matiz de defensa foral en
Aragón, Navarra, Cataluña y Valencia. La dimensión foralista tiene su ejemplo más
claro en la <<machinada» de 1718 en el País Vasco, rápido y extenso movimiento social
y político, motivado por el traslado de las aduanas a la costa por orden de Felipe V
(1717) que violaba la libertad de comercio y hacía temer un alza de precios en un mo—
mento de malas cosechas. El mismo matiz foral se detecta en otros conflictos diferen—
tes entre sí como el de la prohibición de saca de ganado por las Juntas Generales
(1754), la derogación de las tasas y restricciones comerciales de la sidra (1764) y la
pragmática de libre comercio.
El hecho más grave fue la conjunción de motines en 1766, para cuya interpreta-
ción se deslinda el estallido de Madrid de los de provincias, ya que aun habiendo un
sustrato anti—absolutista y de xenofobia, no hubo una organización desde arriba como
creía el círculo de la Corte, atemorizado por la extensión y simultaneidad de las re-
vueltas. La ausencia de reclamaciones unánimes y de reformas drásticas previas que
las justificaran, sugiere más bien un contagio con puntos comunes en las quejas contra
el abastecimiento deficiente, así como por la incapacidad y corrupción de las autorida—
des locales para resolverlo, y su utilización por ciertos privilegiados para atacar la pre—
sencia extranjera en el Gobierno —Esquilache en especial—, la reversión de regalías
sobre cargos, rentas y señoríos o las prácticas regalistas de Carlos III. En Madrid, el
motín obedeció al decreto de Esquilache sobre el recorte de capas y sombreros, pero
este era sólo un pretexto que revela la oposición a las reformas urbanísticas que hacían
subir los alquileres, al aumento de precios imputado al decreto de Libre Comercio y de
abolición de la tasa del pan (1765) y a aquel ministro como su responsable. El estallido
se tradujo en una batalla de pasquines y en ataques personales y saqueos sin organiza—
ción ni coherencia. Las peticiones presentadas al Rey exigiendo la expulsión de
Esquilache y los extranjeros del Gobierno, el retorno al vestido tradicional, la extin—
ción de la guardia valona, la bajada de precios y la supresión de la Junta de Abastos.
fueron aceptadas inicialmente; pero el cambio de táctica merced a la reacción de los
privilegiados, huyendo Carlos [II a Aranjuez, agravó el problema.
En provincias el estallido no fue general, pero revela una deficiente estructura
agraria que no garantizaba el abasto regular de las ciudades, sin que la abolición tasa
del pan hubiera estimulado la producción como esperaba el Gobierno. Las protestas
contra la carestía y contra los gobiernos municipales aliados a las oligarquías que con—
trolaban el mercado del cereal, sugieren que si la crisis agraria de esos años no fue tan
grave como otras, bastó para hacer aflorar tensiones. En Zaragoza, el de 1766 o motín
de los broqueleros surgió de la combinación de las malas cosechas, la inoperancia del
abasto dado en arriendo a comerciantes de granos, y la exportación y la especulación
de los precios a la sombra del libre comercio. Burguesía comercial, la burocracia y los
campesinos fuertes tuvieron que hacer frente a jornaleros en paro, asalariados y arte—
sanos pequeños que atacaron las casas y el patrimonio de los comerciantes y las insti—
tuciones que los apoyaban —Audiencia, Capitanía General, Intendencia—. En Valen—
cia, la rebaja de precios, las importaciones preventivas y la presencia de milicias.
evitaron motines en las ciudades pero no en otros núcleos en los que se añadían otras
causas. Como en Elche, cuya pretensión de abandonar la jurisdicción señorial y pasar
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 711

a la real estaba promovida por la pequeña burguesía local —que pactó pronto con la
oligarquía local y con las autoridades— buscando libertad de comercio y limitar los
intereses de la burguesía especuladora de Alicante. En el País Vasco, donde no habrá
otra revuelta hasta 1804, la machinada de 1766 también estuvo precedida por malas
cosechas, precios elevados y el enfrentamiento de las clases bajas con quienes ostenta—
ban el poder y eran grandes almacenistas y especuladores de granos —el abasto estaba
intervenido por los municipios—. Pero, a diferencia de otros casos, bandas armadas
recorrieron el territorio pidiendo que la nobleza y el clero rebajaran sus rentas, y el
movimiento adquirió una virulencia que indujo a nobles, comerciantes y eclesiásticos
a reunir sus fuerzas contra los sublevados.
El gobierno de Carlos III buscó a los responsables que, lo fueran o no, se encon-
traron en la Compañía de Jesús —pretexto para su expulsión en 1767— y en lo más
marginal de la temida muchedumbre. Fue este el inicio de un mayor control de la po—
blación impuesto por el conde de Aranda, nombrado presidente del Consejo, y de un
reforzamiento de la autoridad real basado en medidas de policía en el propio Madrid,
incrementando la guarnición militar, organizando la ciudad en barrios regidos por al—
caldes, y desterrando o encerrando a los vagabundos ——creación de la Comisión de
Vagos y de la casa de corrección de San Fernando. А1 mismo tiempo, Aranda anuló las
normas contra el vestido y las costumbres tradicionales, y el Gobierno revisó las medi—
das reformistas, mejorando el suministro urbano e imponiendo cargos electos en los
municipios (1766) —diputados y síndicos personeros del común— para limitar el po—
der de las oligarquías e intervenir en las estructuras del poder local a través de nuevas
personas y grupos.
En el ámbito rural, en 1766 se inició el expediente para la elaboración de la Ley
Agraria, cuyo antecedente era la información obtenida del catastro de La Ensenada y
los memoriales de los pueblos elevados al Consejo de Castilla, que indujeron a los
ilustrados a localizar y diagnosticar los problemas del campo, a diseñar una política
económica que resolviese la baja productividad, y derivase en mayor recaudación fis—
cal y en la solución del suministro urbano. El material reunido por los intendentes y
los nuevos cargos municipales, y elaborado por los equipos reformistas, incluye la
Respuesta del Fiscal de Extremadura (1770), el Memorial Ajustado de Campomanes
(1771) o el Informe de Olavide, reveladores de la necesidad de aumentar el excedente
para bajar precios y mejorar el consumo, y de sus soluciones —reparto de baldíos y
tierras amortizadas entre los desposeídos—. En 1795 Jovellanos publica su Informe
sobre el expediente, cuando ya no se pretendía elaborar aquella ley.
La insuficiencia de tierra arable y la escasa posibilidad de expansión por la usur—
pación de comunes y propios eran las causas de profundos conflictos. Los más agudos
enfrentaban a propietarios con arrendatarios, debido a que el corto plazo del arriendo
facilitaba el incremento de la renta o la evicción, como también a los grandes arrenda-
tarios, con creciente poder y usos capitalistas, con los pequeños y los subarrendata—
rios, empobrecidos por la falta de tierra y condenados a contratos cada vez más gravo—
sos e inestables. No lo eran menos los existentes entre los campesinos y los ganaderos
de la Mesta, a causa del crecimiento demográfico que indujo a los primeros a roturar
pastizales y a protestar contra la prioridad de los mesteños en los arriendos de dehesas
y comunes, los subarriendos y la falta de pastos para el ganado de tiro; y entre los gran—
des ganaderos ——privilegiados y absentistas— y los pequeños, que reclamaban prefe—
712 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

rencia sobre los forasteros en los arriendos —concedida por Campomanes en 1783—,
ampliaban los vallados y convertían los pastizales en viñedos. Sin embargo, la colabo—
ración económica con Felipe V, pagada en 1720 con la concesión de que no subiesen
los arriendos ni se rompiesen los pastizales, y su auge hasta 1759, gracias a la cotiza—
ción de la lana, hacían de la Mesta un poder intocable, y sólo bajo Carlos III se dicta—
ron decretos en su contra (1779—1788), inspirados por politicos de ideas fisiócratas y
liberales contrarios a sus privilegios: a la cabeza del Honrado Concejo, Campomanes
inició su desmantelamiento.
En zonas de señorío menudearon las quejas contra los monopolios ——en 1760 se
prohibió la obligación de acudir a los que no satisfacían— y la resistencia a pagar de—
rechos señoriales relacionados con la protección —en Aragón, por ejemplo— o los in—
tereses de los censos a los prestamistas —sobre todo por parte de los municipios—. En
todo lo cual se ve la iniciativa de la burguesía agraria y el apoyo de la Corona para dis-
minuir lajurisdicción señorial, aunque no siempre. En Valencia, donde la dureza polí—
tico—fiscal del régimen señorial no fue tocada por Felipe V como pago a la colabora—
ción nobiliaria, y la salida de rentas hacia Castilla, provocaron la acción anti-señorial
de los campesinos pobres y la de los hacendados ricos, enfiteutas interesados en renta—
bilizar el alza de precios y de la producción. Ese era también el objetivo de los señores,
y su reacción fue exigir y aún ampliar sus derechos, haciendo nuevos apeos y recu—
rriendo a los tribunales, sobre todo en 1801, ahondando las tensiones.
Motivo también de conflicto era el funcionamiento de los municipios y su mala
administración, las redes de intereses y clientelas, el nombramiento de cargos, el in-
cumplimiento de ordenanzas, etc. Síndicos y diputados, desde 1766, movilizaron a los
vecinos, pero muchos hicieron causa con las oligarquías, como sucedió en La Man—
cha, donde intendente, alcalde mayor y corregidor, responsables de vigilar los precios,
no frenaban a especuladores y acaparadores —terratenientes y perceptores de ren—
tas— y litigaban entre sí por acusaciones de corrupción. Pero las reformas municipa-
les no lo resolvieron, ya que el sistema electivo dio impunidad a los caciques locales y
las irregularidades degeneraron desde 1767 en incidentes. Desde 1765, hubo también
protestas, críticas y resistencias contra el diezmo, desviadas por el clero hacia los re—
caudadores, pero la suspensión de su pago en años de crisis —1 787, 1788,
1803—1805— reforzó la actitud negativa. La crítica contra la propiedad eclesiástica y
contra los abusos sobre los colonos obligó al Consejo a restringir a los eclesiásticos la
posibilidad de arrendar tierra (1767— 1768) y a prohibir la cláusula de no acudir a tribu—
nales no eclesiásticos que solía figurar en los arriendos.
El contrabando, agudizado como actividad complementaria en zonas costeras y
fronterizas, mermaba los intereses señoriales y de la Hacienda y fue duramente casti—
gado por la Real Cédula de 1761. El incremento del bandolerismo y de la delincuencia
desde 1780 obligó a aumentar la vigilancia a través de cuerpos policiales —mossos
dºesquadra en Cataluña, cuadrillas de galicia, guardas de costa de Granada—_, a refor-
zar los castigos —los penados se destinan a los arsenales, a las obras públicas y a los
regimientos de América y Filipinas—_, y a proyectar un nuevo código penal (1770)
que no llegó a hacerse.
En fin, en la segunda mitad del XVIII se intensificaron los conflictos sordos y el re—
curso a aquellas acciones que corroían el sistema. El peso de la tradición, la diversidad
de niveles de renta, de consideración social y de intereses, el individualismo, la des—
CONTINUIDAD Y CAMBIOS SOCIALES 713

confianza entre vecinos que competían por la misma tierra o por un precio mejor, la
ignorancia y el control ideológico impedían las estrategias comunes y las acciones co—
lectivas, favoreciendo así a terratenientes y poderosos. En el creciente malestar, que
preocupó al Gobierno, fueron muy importantes las presiones de la burguesía agraria y
de los municipios —que se endeudan para pleitear sobre usurpaciones de comunales,
tributos y monopolios señoriales—, vinculados entre sí y capaces de plantear una pro—
testa coherente, aunque poco representativa de los problemas de la mayoría. A fines
del XVIII, el Objetivo del Estado ilustrado de moldear una sociedad laboriosa y ordena—
da distaba de alcanzarse.

Bibliografía

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CAPÍTULO 27

ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO

por ANTONIO MESTRE SANcuis


Universidad de Valencia

1. La Ilustración

1.1. EL CONCEPTO DE ILUSTRACIÓN

Aunque Kant dio su criterio sobre el concepto de Ilustración, las polémicas han
continuado. La idea de libertad y autosuficiencia, salida de la culpable minoría de
edad (supere aude), que presenta como lema, aparece matizada por los límites socia—
les establecidos y por la referencia expresa a identificar Ilustración con el siglo de Fe—
derico ll, con una subordinación —más o menos directa— al poder político.
Pese a la definición kantiana, las polémicas no han cesado. Muchos filósofos
quieren ver en la Ilustración un método de crítica permanente, atemporal y al margen
de cualquier marco geográfico. Otros, preferentemente historiadores, han expuesto un
concepto de Ilustración limitado en el tiempo (de finales del siglo XVII a la Revolución
Francesa) y en el espacio (Europa y el mundo occidental). Pues bien, dentro de esos
parámetros, algunos han trazado la imagen ideal de una prefigurada Ilustración, ex-
cluyendo a quienes no encajan con ese modelo que encontraría su paradigma en los
philosophes. En cambio, ya Franco Venturi señaló la existencia de una comunidad de
ideas, pero con matices culturales diferenciados. Habría que distinguir entre Lumiè-
res, Ilustración, Enlightenment, Aufklärung, I lumi. La polémica continúa tanto sobre
los orígenes (humanismo crítico о predominio físico—matemático), caracteres especí—
ficos (racionalismo, incluidos los aspectos religiosos) y consecuencias (optimismo—
pesimismo).
De cualquier forma, conviene señalar los cuatro campos en que se desarrolló el
mundo moderno y que dieron origen a la Ilustración; 1.°, la revoluciôn científica (de
Galileo a Newton), basada en la experimentación física con la inducción en fórmulas
matemáticas; Z.”, la historia crítica con la exigencia de pruebas fehacientes y amplia
base fílológica (Mabillon); 3.º, el cambio político con el origen de la sociedad en el
contrato social (Hobbes y Locke), y 4.º, crisis religiosa, tanto en el deismo como en
716 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el jansenismo, dirigidas ambas corrientes hacia una religiosidad interior e individuali—


zada. Se trata de cuatro aspectos esenciales y que adquirieron un amplio desarrollo en
Europa a lo largo del siglo XVII, y constituyeron las bases ideológicas y culturales de la
Ilustración.
El problema entre nosotros puede formularse de la siguiente forma: ¿cuándo y
cómo fueron recibidos estos cuatro aspectos básicos en España? Ésta es la raíz de las
discusiones entorno a los caracteres específicos de la <<Ilustración Española». Porque,
desde el juicio negativo de Ortega y Gasset sobre el siglo XVIII en España, preferente—
mente los filósofos han hablado, al referirse a nuestra Ilustración, de <<Ilustración insu—
ficiente», de <<mentalidad ilustrada», de «actitud ilustrada», que no ven plenamente
realizada entre nosotros. En el fondo, una idea común: existió una Ilustración ideal,
generalmente simbolizada en los philosophes franceses, que en España no se alcanzó.
Vale la pena pensar que la separación de poderes, exigida por el contrato social, no se
dio en ningún país de Europa. Por lo demás, considerar que sólo deístas y ateos po—
drían ser ilustrados constituye una condena de la inmensa mayoría de los hombres de
letras europeos a quedar excluidos de dicho calificativo.
En consecuencia, dada la realidad de las diferencias existentes, dentro de una uni—
dad en el movimiento cultural, resulta más clarificador el criterio de Kosáry, manifesta—
do en las conversaciones de Mátrafúred. Aceptada la conexión entre el movimiento ilus—
trado y la burguesía, las diferencias político-culturales adquieren bastante coherencia.
En los países con una burguesía fuerte y un gobierno permeable a sus ideas (caso de
Inglaterra y Holanda), el movimiento se desarrolló con normalidad, en línea progresiva
y sin estridencias. En Francia, con una burguesía fuerte y un gobierno impermeable a las
reformas, el enfrentamiento fue vivo y agresivo. De ahí que los philosophes, en su lucha
contra el absolutismo, que consideraban el obstáculo más importante, tomaran una pos—
tura más radical. En cambio, en países con una burguesía débil, sólo en el monarca ро—
dían ver los ilustrados el apoyo necesario para enfrentarse a las fuerzas más conservado—
ras. Así sucedió en Prusia, Austria y Rusia, sin olvidar, por supuesto, los casos de Espa—
ña y Portugal. Desde esa perspectiva, se comprenden no sólo los límites que los distintos
gobiernos españoles pusieron a las pretensiones reformistas de los ilustrados españoles,
sino también las respuestas de los filósofos alemanes, y del mismo Kant, a la pregunta
de <<¿Que' es la Ilustración?» El respeto a Federico II de Prusia era tan evidente como los
elogios de los españoles (Sempere Guarinos o Jovellanos) a Carlos III. Y explica, asi—
mismo, que en la Europa del siglo XVIII, frente a las ideas de libertad, estemos, en mu—
chos casos, ante una cultura dirigida.
Como la Ilustración se dio en el campo de las personas individualizadas, y no
desde grupos sociales delimitados (ni siquiera en Francia, como demostró Furió Díaz,
tomaron una postura política unitaria), algunos historiadores han querido precisar los
caracteres propios del ilustrado. Hay quien especifica tres caracteres: rechazo del
principio de autoridad, desprecio del método deductivo con implantación del experi—
mental, y preferencia por la libertad del hombre. Otros centran el eje ilustrado en la
ciencia moderna para controlar la naturaleza, y en la política para el control de la so-
ciedad. Finalmente, podrían señalarse como caracteres específicos: la aplicación de la
crítica en busca de la verdad histórica, la defensa de la persona humana y la oposición
a todo género de tortura. En el fondo, la Ilustración vendría a constituir el derecho de
la persona a realizarse según sus propios criterios, o, dicho en terminología kantiana,
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 717

superar la «culpable minoría de edad», al margen de cualquier credo religioso, o den—


tro de la fe, si el individuo lo prefiere. En la exposición seguiré el proceso cronológico,
que permitirá ver la aceptación o rechazo de cada uno de los aspectos mencionados.

1.2. Los NOVATORES

La palabra fue utilizada por primera vez, y con carácter de acusación de sospecha
de ortodoxia, en 1714, dentro de las polémicas sobre la ciencia moderna y el atomismo
(Palanco). Pero los historiadores actuales, con plena coherencia, la han utilizado para
señalar el cambio mental de un grupo de hombres de letras que, al tiempo que rechaza—
ban la escolástica, aceptaban las nuevas corrientes culturales procedentes de Europa.
En un primer momento, el interés de los historiadores apareció centrado en la re—
ceptividad de la nueva ciencia, especialmente de la medicina. Cabriada y Crisóstomo
Martínez (Valencia), J uanini y Casalete (Zaragoza), Joan d7Alós (Barcelona), las
Academias de la Corte (Diego Mateo Zapata), la Regia Sociedad de Medicina (Sevi—
lla). Pero pronto se hizo visible que no se trataba sólo de los aspectos médicos o cienti-
ficos. Era, en el fondo, un cambio mental, que abarcaba la concepción historiográfica,
los planteamientos filosóficos y las formas de vida social. En este sentido, desde múl—
tiples campos de la cultura y de la sociedad, aparecen manifestaciones de la presencia
} del nuevo espiritu. Los novatores vendrían a llenar el supuesto vacío cultural existente
[“
; entre la muerte de Calderón (1681) y la aparición del Teatro crítico de Feijoo (l726).

1.2.1. La apertura a la nueva ciencia

Conviene insistir en que el aislamiento español del XVII no fue tan radical como
se suponia en determinados ámbitos historiográficos. La presencia de militares, diplo—
máticos y clérigos en Europa (Caramuel, entre estos últimos) fue constante, y el inter-
cambio intelectual entre los miembros de las órdenes religiosas, propiciaron el cono—
cimiento de las nuevas corrientes culturales. En este sentido, los jesuitas constituyen
el ejemplo más claro del contacto científico con Europa, como ha demostrado Victor
Navarro en su trabajo sobre el estudio de las ciencias físico-matemáticas en el Colegio
Imperial. Esta apertura en el campo científico tenía su paralelo en la actitud de Nicolás
Antonio, como ha señalado Mestre, en el campo de la historiografía.
Ahora bien, en la década de los afios 1680 esta apertura intelectual se generaliza.
Podrá discutirse la fecha más simbólica, pero todos los historiadores coinciden en se—
ñalar esa década como el momento clave. El conde de Fernán Núñez publicó El hom—
bre práctico (1680), en el que señalaba la necesidad de los <<conocimientos matemáti—
cos», censuraba la escolástica, citaba a Descartes y elogiaba a Gassendi. Son conoci-
das, asimismo, las Academias que tenían lugar en Madrid, hacia 1683, con asistencia
de historiadores, filósofos y científicos. En 1687 publicó Juan de Cabriada su Cartafi—
losófica, médico—chymica, en que exigía la experimentación como único método cien—
tífico y lamentaba que los españoles, «como si fuéramos indios, hayamos de ser los úl—
timos» en conocer los nuevos adelantos cientificos. Ese mismo año 1687 el Ayunta—
miento de Valencia enviaba a Paris a Crisóstomo Martínez para que completase su
Atlas anatómico.
718 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Estas circunstancias explican que López Piñero haya escogido 1687 como el año
del acta de nacimiento de los novatores, entre otras razones, porque coincide con la
publicación de Principios matemáticos de lafilosofía natural de Newton. Esta activi—
dad inicial fue progresando. Juan Bautista Corachán hizo una adaptación de Descartes
hacia 1690, y redactö en latin un Método de fabricar y componer telescopios y micros-
copios, que Vicente Peset supone escrito en 1704. Todos esos movimientos encontra—
ron su cristalización más evidente en la Regia Academia de Medicina y Otras Cien—
cias, creada por Carlos II en 1700. En síntesis, los novatores conocían el movimiento
científico europeo (Galileo, Kepler, Harvey o Descartes) pero tenían sus límites: des—
conocían la obra de Newton.

1.2.2. La historia critica

Ahora bien, conviene señalar que, en estricto paralelismo, los novatores conocie—
ron las nuevas aportaciones en la metodología histórica, y desde el primer momento y
con relación directa con los protagonistas. El marqués de Mondéjar, en relación episto-
lar con los bolandistas (Papebroek) y con Baluze, inició una campaña contra los falsos
cronicones en el intento de conocer los orígenes de la cristiandad hispana, y redactó Di—
sertaciones eclesiásticas (1671 y 1747). Nicolás Antonio publicó en Roma su Bibliot—
heca Hispana (1672) y dejó manuscrita su Bibliotheca Hispana vetus (1695— 1696).
Asimismo Sáenz de Aguirre, benedictino y en relación con los maurinos (Mabillon),
publicó la Collectio maxima conciliorum Hispaniae el novi Orbis (1693—1694). Tam—
bién en este campo, los novatores manifestaron sus límites. Utilizaron el método crítico,
pero no se atrevieron con las tradiciones eclesiásticas de profundo calado político—social
(venida de Santiago a España). De cualquier forma, iniciaron una actividad de alto valor
historiográfico: pusieron al alcance de los estudiosos las fuentes documentales (Nicolas
Antonio y Aguirre) e iniciaron la metodología crítica que perfeccionarían los ilustrados.

1.2.3. Cambio de dinastía

En ese marco cultural de los novatores tuvo lugar el cambio dinástico, con el ac—
ceso al poder de los Borbones en la persona de Felipe V. No hay duda de que los plan—
teamientos culturales son los mismos, y en el campo de la cultura convendría dismi—
nuir el impacto dinástico, si bien habría que insistir en los efectos negativos de la gue-
rra de Sucesión. Los más agudos reformistas _Macanaz en la política y enseñanza,
así como Martí en la filología y la historia crítica— se formaron a finales del siglo an—
terior, dentro del gobierno de los Austrias. Pero quizás convenga señalar, como carác-
ter específico de la nueva etapa, la creación de instituciones que, a lo largo de la centu-
ria, intervendrán de manera positiva en la evolución intelectual.
La primera institución fue la Real Biblioteca. Teniendo como base la biblioteca
personal del monarca, la de la reina madre, la del arzobispo de Valencia Antonio
Folch de Cardona, austracista exiliado, y de otros, fue creada por Felipe V en 1712.
Algunos historiadores han querido ver en la Real Biblioteca el primer centro renova—
dor y el inicio de la Ilustración. Su carácter centralizador es innegable, pero los pri-
meros bibliotecarios (excepto Ferreras y Mayans) no sobresalieron por sus aporta—
ciones intelectuales. Y como dependía de la dirección del confesor del monarca.
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 719

sólo con la presencia del P. Rávago en el confesionario regio (ya en el reinado de


Fernando VI) se hicieron visibles los proyectos reformistas, que dieron sus frutos en
tiempos de Carlos III.
Otra instituciön que, a lo largo del tiempo, constituiría un factor esencial de cul-
tura, fue la Real Academia de la Lengua. Empezó a dar muestras de su actividad en
1726, al publicar el primer volumen del Diccionario de la lengua castellana, de gran
valor y mérito, a pesar de la lentitud en su publicación y de que sus autores no eran fi—
lólogos y sólo a lo largo del siglo logró imponer las normas ortográficas.

1.2.4. El espíritu de los novatores

El espíritu de los novatores continuó, tanto en el campo de las ciencias físi—


co—matemáticas como en la historiografía. Conviene señalar la importancia que adqui—
rirá en este campo el Ejército, especialmente mimado por los gobernantes, que procu-
raron dotarlo de academias científicas, si bien nunca lograron la creación de una Real
Academia de Ciencias, como había en las naciones más adelantadas. Y, de hecho, las
aportaciones de las escuelas marinas, como tendremos ocasiones de ver, fueron deci—
sivas en el conocimiento de los adelantos científicos. Pero la obra más expresiva del
momento en el cultivo de las ciencias fue el Compendio matemático (9 vols.,
1709—1715) del religioso oratoriano Tomás Vicente Tosca que, ajuicio de López Pi—
ñero, <<constituye una síntesis de los saberes matemáticos, astronómicos y físicos de la
época, así como de sus aplicaciones técnicas». Conocía a Descartes y a Fermat pero,
como indicamos antes, desconocía los trabajos de Newton y de Leibniz.
Claro que no todos eran favorables a la nueva ciencia. Así el padre Palanco publi—
có un duro ataque a los novatores, cuyo título latino es muy expresivo: Dialogus
physico—theologicus contra philosophiae novatores, sive thomista contra atomislas
(1714). El título no necesita traducción. Y la finalidad es evidente: presentar a los par—
tidarios de la ciencia moderna (atomistas) como peligrosos en la fe y enfrentados con
los escolásticos (tomistas). Las apologias de los novatores no se hicieron esperar. El
doctor Zapata, que respondió directamente, buscó el apoyo del religioso francés Sa—
guens. Pero la respuesta más amplia vino de nuevo por medio de Tosca, que publicó su
Compendium philosophicum (1721), libro que creö el marco intelectual de la nueva
etapa.
También en el campo de la historiografía continuó la línea cultural trazada por
los novatores. Un personaje menos conocido, Manuel Martí, deán de Alicante, se con—
virtió en el puente entre las dos generaciones. Colaborador de Aguirre, editor de la Bi—
bliotheca Hispana Vetus de Nicolás Antonio y corresponsal de Mondéjar, mantuvo el
espíritu crítico, y dirigió los primeros pasos de Mayans en la aplicación del más exi—
gente método. De cualquier forma, los grandes historiadores de finales del XVI! deja-
ron sus discípulos. Aguirre encontró sucesores entre los benedictinos, especialmente
Berganza, con sus Antigiiedades de España, que guardó, como el cardenal, mucho
respeto por la tradición; y años después, en la misma orden benedictina, Mecolaeta y
Sarmiento. Discípulo de Mondéjar fue Juan de Ferreras, bibliotecario real, que publi—
có Sinopsis de Historia de España (16 vols.). Curiosa, y a veces incoherente, la actitud
de Ferreras. Exigente en la práctica del argumento negativo —no hay hecho histórico
sin pruebas fehacientes— pero ante la carencia de fuentes documentales, utiliza con
720 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

frecuencia el argumento de la verosimilitud. Y, dentro de la general admiración por


Nicolás Antonio, Martí y, sobre todo, Mayans desarrollaron las propuestas del autor
de la Bibliotheca Hispana.
Pero, al margen de las teorías historiográficas, entre los historiadores que centra—
ron su estudio en el análisis del hecho político-militar más importante del momento, la
guerra de Sucesión, sobresalen dos autores que merecen un recuerdo. En primer lugar,
José Manuel Miñana, que redactó su historia en latín, De bello rustico valentino (es-
crita en 1707, pero publicada en l752), y constituye un intento de llevar a cabo una
historia de campo. Buscó a los protagonistas y, apenas unos meses después de la bata—
lla de Almansa y del Decreto de Nueva Planta, en el mismo verano de l707, redactó
los dos primeros libros de su obra. Si bien el autor era borbónico, lamentaba la aboli—
ción de los fueros, pero una serie de circunstancias, especialmente la confusión del
momento, impidieron su pronta edición. El segundo autor que merece un recuerdo es
Bacallar y Senna, marqués de San Felipe, sardo al servicio de Felipe V. Publicó los
Comentarios de la guerra de España en l725, basados en documentos oficiales. La
obra no alcanzó los fines propuestos por el autor de superar las pugnas dinásticas por
el acercamiento de Felipe V a Austria, y apenas despertó interés entre los historiado—
res del momento.

1.3. LA PRIMERA ILUSTRACIÓN

Aunque los historiadores discrepan en el año exacto en que finaliza el movimien—


to novator y se inicia la actividad de los protagonistas de la llamada «primera Ilustra—
ción», todos coinciden en señalar las fechas claves entre 1725 у 1727: polémicas en
torno a las obras médicas de Martín Martínez, aparición del Teatro crítico de Feijoo y
los primeros ensayos críticos de Mayans.

1.3.1. La obra cultural de Feijoo

Por supuesto, Feijoo no surgió en el mundo cultural hispano por generación es—
pontánea. Tres factores son esenciales para entender tanto la génesis de su pensamien—
to como la amplia difusión de su obra: la influencia de los maurinos, la herencia de los
novatores y la buena acogida por parte de políticos y burgueses, que aceptaron su mo—
derado reformismo.
Los benedictinos de la Congregación de Valladolid, orden religiosa a la que per—
tenecía Feijoo, tenían, como ha demostrado Dubuis, múltiples lazos de relación inte—
lectual con los maurinos de Saint Germain des Prés: enviaban anualmente religiosos a
París, mantenían frecuente correspondencia con las grandes figuras intelectuales y co-
laboraban en los trabajos históricos. Ese frecuente contacto explica la evolución inte-
lectual del cardenal Sáenz de Aguirre desde la escolástica a los estudios de historia, y a
París viajaron los profesores de Feijoo. Pero, sin duda, la mejor expresión de la in—
fluencia de los maurinos es la traducción del Tratado de los estudios monásticos de
Mabillon, que vio la luz pública en 1715. Era, sin duda, la superación de la escolástica
y la exigencia de abrir la orden a las exigencias culturales del momento.
Pero no podemos olvidar las circunstancias concretas españolas y el cambio cul—
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 721

tural que entrañaban los novatores. Concretamente, el Compendium philosophicum de


Tosca expresaba la respuesta filosófica a la censura de los tradicionalistas. En pala—
bras de Mestre, Tosca establecía la <<autonomía de la física respecto a la metafísica y,
en consecuencia, clara delimitación del marco de la fe y de la ciencia, ruptura de la es-
colástica o, si queremos de forma más amplia, libertad de pensar, actitud crítica». Y el
hispanista italiano Giovani Stiffoni asegura que, a pesar de que la oposición de los es—
colástícos privó a Tosca del éxito esperado, <<en su gassendismo moderado se puede
decir que se inspiraron directa o indirectamente casi todos los intelectuales del reinado
de los dos primeros Borbones».
Era el marco adecuado para la actividad de renovación cultural de Feijoo. Así se
comprende el planteamiento inicial del benedictino al separar, desde el primer mo—
mento, en su Teatro crítico, el hemisferio de la naturaleza, basada en la razón, y el he—
misferio de la gracia fundado en la revelación. Así afirma con rotundidad: «quien no
observare diligente aquellos dos puntos, o uno de ellos, según su hemisferio por donde
navega… jamás llegará al puerto de la verdad».
Desde esa perspectiva, se comprende con facilidad la campaña de Feijoo en favor
de la ciencia moderna, basada en la experimentación, su campaña contra las supersti—
ciones, con los argumentos de la razón y la ciencia, el desprecio por el vulgo (también
por los escolásticos о docentes que no usaban de la razón experimental). Porque, a su
criterio, los errores comunes se solucionaban con la duda metódica (el <<escepticis—
mo», como decía); criterio que aplicaba también a las supersticiones religiosas. De ahí
su intento de evitar los dos extremos ante los milagros, la <<credulidad nimia», pero
también la <<incredulidad proterva». Porque, si siempre hay que combatir la mentira,
es menester poner especial interés cuando se refugia bajo sagrado.
Ese empirismo, tan evidente en sus planteamientos, explica su preferencia por
Gassendi antes que por Descartes. Y, sobre todo, su preferencia por Bacon, de quien
afirma tomó todo lo bueno que dijo Gassendi, y aun Descartes. En este sentido, no
duda en afirmar que <<en la cosas físicas dio Inglaterra más número de autores origina-
les que todas las demás naciones juntas». Y no podían faltar los elogios de Boyle, Loc—
ke y Newton.
Es bien sabido que la teoría newtoniana se difundió en el continente gracias a las
Cartas filosóficas de Voltaire (1733). Las vagas palabras del volumen Н de1 Teatro
crítico (1728) sólo constituían un símbolo. En 1733 Feijoo hablaba de la Óptica del
británico, y ese mismo año en la Real Academia Médica de Sevilla celebraban a New—
ton como <<reconocida autoridad en materias físicas». Pero la gran toma de conciencia
española de la importancia de la teoría newtoniana tuvo lugar en 1735. Jorge Juan y
Antonio Ulloa, guardiamarinas, formaron parte, con miembros de la Real Academia
de Ciencias de París, de la expedición para medir el grado del meridiano terrestre. Los
resultados fueron convincentes, pero las ideas tardaron en aceptarse. De ahí, la impor—
tancia de la conocida frase de Feijoo, <<como newtoniano hablo», que adquiere todo su
valor, publicada en 1745, aunque, según confiesa, sólo conocía las Instituciones de
Gravesande.
Pero no todos eran Feijoo. En 1748, Jorge Juan y Antonio Ulloa publicaron
Observaciones astronómicas y físicas, así como la Relación histórica del Viaje a la
América meridional. Los autores narraban sus experimentos y, adelantándose a los
académicos franceses, demostraban la exactitud de la teoría newtoniana. Ahora bien,
722 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

el Santo Oficio exigía la introducción de una frase represiva, <<teoría justamente con—
denada por la Iglesia católica». Jorge Juan se opuso y las intervenciones del padre Bu-
rriel y de Gregorio Mayans lograron suavizar la postura del inquisidor general.
Por lo demás, el padre Feijoo tuvo la habilidad de plantear la reforma cultural en
el ámbito y los límites deseados por las autoridades y los grupos dirigentes del mo—
mento. Basta ver las dedicatorias de sus volúmenes: a los superiores generales de la
orden benedictina, al infante don Carlos, al cardenal Molina, a los Goyeneche... Esa
actitud explica la buena acogida por parte de los grupos reformistas, que propiciaron
su difusión, hasta llegar a la prohibición gubernamental de escribir contra el padre
Feijoo, porque era autor del agrado del monarca, en ese momento Fernando VI (1750).

1.3.2. Los problemas de la historia critica.


Mayans y los proyectos reformistas

No sólo encontró obstáculos la penetración de la ciencia moderna. También los


tuvo que superar, y no pocos, la historia crítica. El método establecido por Mabillon
en De re diplomatica (1681) era muy comprometido, si quería aplicarse con rigor.
Muchas tradiciones, civiles y eclesiásticas, de amplio alcance político y social, care—
cían de documentos o fuentes históricas suficientes para mantener las exigencias del
argumento negativo: no hay hecho histórico sin fundamento documental.
La exigencias metodológicas entrañaban serios compromisos intelectuales. Era
necesario el conocimiento de fuentes documentales, y, en su caso, la edición de ellas.
Por tanto se imponía la necesidad del conocimiento de paleografia, así como de las
lenguas originales, y, por supuesto, el rigor crítico. Esas exigencias explican la apari—
ción en toda Europa de amplias colecciones de documentos antiguos, que encontraron
sus grandes investigadores: Baluze en Francia, Ughelli y Muratori en Italia, aparte,
claro está, de las magníficas colecciones preparadas por los mismos maurinos. Y com—
plemento necesario, la necesidad de lectura e interpretación del lenguaje de los auto-
res antiguos. Por citar, quizás, los más conocidos, Ducange o la Paleographia græca
del maurino Montfaucon.
Aludimos antes a la actividad de Nicolás Antonio y de Sáenz de Aguirre. Esta ac—
tividad continuó con las ediciones de Ferreras y de Berganza. Y en el campo de la Pa—
leografía, es conocida la Polygrafía universal de Cristóbal Rodríguez (1738), cuya
edición, por los elevados gastos, provocó amplias discusiones. En esas circunstancias
hay que encuadrar los proyectos renovadores de Mayans en el campo de la historio—
grafía.
En 1734, Mayans publicaba Cartas morales, con una amplia y ambiciosa Dedi—
catoria al secretario de estado José Patiño. El erudito buscaba un apoyo político, cen—
trado en ese momento en la concesión de la plaza de cronista de Indias, para llevar a
cabo una ambiciosa reforma cultural: estudio de lenguas clásicas, de los estudios de
Jurisprudencia, de Filosofía y, especialmente, de Historia. En este campo, don Grego-
rio exigía la publicación de fuentes documentales, empezando por las eclesiásticas y
estatales, así como la aplicación del método crítico haciendo públicas las obras de los
mejores autores (de Nicolás Antonio a Mondéjar).
El proyecto fue rechazado con el sistema más tradicional y antiguo: el silencio
administrativo. La plaza le fue denegada y, llegado el momento, sus trabajos encontra—
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 723

ron las más duras críticas por parte de los grupos de la Corte, apoyados, claro está, por
los políticos (en especial los ministros Patiño y Campillo). Conviene recordar que la
familia Mayans había sido partidaria del archiduque Carlos pretendiente a la Corona
de España en la guerra de Sucesión, y en las discusiones literarias del momento fue
acusado por el Diario de los Literams de España de antiespañol, por haber publicado
una reseña crítica de autores consagrados (Feijoo) y de instituciones nacionales (Real
Academia de la Lengua), en Acta Erudilorum, revista publicada en Leipzig (Alema—
nia). Por lo demás, en un intento dejustificar la negativa de Patiño a la concesión de la
plaza de cronista de Indias, se acusaba a Mayans de desconocer las leyes de la historia
y dejarse llevar por la pasión.
Las polémicas tuvieron consecuencias negativas en el campo de la historiografía
crítica. La fundación de la Real Academia de la Historia surgió como fruto de una ter—
tulia de amigos de la Corte. Y uno de los primeros académicos fue Francisco Xavier
Huerta y Vega, uno de los redactores del Diario de los Literalos, que publicó la Espa—
ña primitiva (1738), con la aprobación explícita de las Reales Academias de la Lengua
y de la Historia. La obra estaba basada en un falso cronicón, cuyo original estaba en la
Real Biblioteca, que Mayans, como bibliotecario real, conocía muy bien. Delatado
ante el Consejo de Castilla, el Consejo nombró a Sarmiento y a Mayans para que in-
formasen. El benedictino rechazó la historia fingida pero creía que debía informar con
mayor profundidad quien conociese el manuscrito fingido. Ese informe correspondió
a Mayans, que hizo una dura censura de la España primitiva, pero el Consejo creyó
que, pese a las razones de crítica interna y externa que demostraban que se trataba de
un falso cronicón, la obra podía quedar libre.
Mayans abandonó la Real Biblioteca en 1739 y se retiró a su casa. Pero en 1742
fundô la Academia Valenciana para promover los estudios de crítica histórica. Los
medios eran los conocidos: edición de fuentes y de los autores críticos, entre los que
sobresalían Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar. La edición de la Censura de
historias fabulosas de Nicolás Antonio (1742), en que se desmontaba loda la serie de
supersticiones históricas en que se basaban los falsos cronicones (santos y obispos fal—
sos, concilios fingidos...) que afeaban la historia eclesiástica española, desencadenó
una feroz persecución. Delatada a la Inquisición, el Santo Oficio se inhibió pues no
afectaba a asuntos doctrinales. Pero llevada la denuncia al Consejo de Castilla, éste
decretó el embargo de la obra, de las galeradas de las Obras chronológicas de Mondé—
jar y de todos los manuscritos de Mayans. La victoria judicial del erudito no resarció
de las perniciosas consecuencias. Mayans fue, a partir de ese momento, más comedi—
do, al menos exteriormente. Pero expuso sus proyectos en la Prefación a las Obras
chronologicas de Mondéjar.
De esa manera entramos en una etapa apasionante en que se dilucida la postura
oficial de las autoridades políticas en el campo de la historia crítica. Los proyectos
mayansianos fueron conocidos por dos historiadores: un jesuita, Andrés Marcos Bu—
rriel, y un agustino, Enrique Flórez. Ambos conocieron los proyectos del erudito va—
lenciano, ambos gozaron del favor del gobierno por medio del padre confesor (Ráva—
go), pero no tomaron la misma actitud.
Flórez inició la redacción de la España sagrada en 1747. Confesaba atacar los
falsos cronicones, lo que es cierto, y acepta el valor del argumento negativo para re—
chazar la existencia de un hecho histórico. Pero, cuando llega a abordar las tradicio—
724 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

nes eclesiásticas con profundas implicaciones sociales, cambia de método y exige la


explícita negación de los hechos dudosos por la documentación de la época. Desde
esa perspectiva, Flórez se convirtió en el defensor más apasionado de las tradiciones
eclesiásticas sobre el origen de la cristiandad española: venida de Santiago y de san
Pablo, la aparición de la Virgen del Pilar, el envío de los Varones Apostólicos, etc.
Pues bien, Flórez encontró el apoyo económico de los gobiernos españoles, que
veían en los orígenes apostólicos del cristianismo en España uno de los argumentos
más sólidos de unidad nacional. En contraste, Mayans, que en carta al nuncio del
Papa negaba la venida de Santiago y la tradición del Pilar, nunca se atrevió a hacer
público su criterio. Claro, tampoco encontró el favor de las autoridades políticas o
eclesiásticas.
La actitud de Burriel fue muy distinta a la de Flórez. En un momento concreto,
gozó de todos los favores políticos y eclesiásticos para llevar a cabo unas investigacio—
nes en los archivos. Si la finalidad gubernamental era amenazar a Roma, en momentos
en que se preparaba el Concordato de 1753, Burriel supo presentar un programa ambi—
cioso de búsqueda y edición de fuentes documentales. Sus investigaciones en el
Archivo de la catedral de Toledo, expuestas en sus cartas al ministro José de Carvajal
y al padre Rávago, constituyen un ejemplo de investigación rigurosa, llena de suge—
rencias luminosas y que hubieran podido cambiar la faz de los estudios históricos. Los
cambios políticos de l754, como veremos, frustraron los proyectos del jesuita. Burriel
reconocía los límites de Flórez, pero también confesaba que, a la altura de 1750, nO se
podía decir la verdad histórica en España.

2. Regalismo y galicanismo. Los ecos jansenístas

2.1. PRECISIONES DE CONCEPTOS

<<Regalismo», en su concepción más estricta, sería la intromisión del poder polí—


tico en asuntos eclesiásticos. Dentro de los matices necesarios, es menester delimitar
el sentido: el monarca no interviene en asuntos dogmáticos (que, por supuesto, perte—
necerían a la jerarquía) pero sí en aspectos administrativos de la Iglesia: presentación
para cargos eclesiásticos, asuntos económicos, privilegios estamentales (fuero, asilo,
amortización de bienes, etc.). Es una actitud que tuvo su origen en la autoridad civil
(Cortes 0 monarca) que pretende controlar los aspectos eclesiásticos, especialmente
en el campo político y económico, o defenderse del excesivo predominio del estamen—
to clerical que podría utilizar en provecho propio la potestad indirecta de la autoridad
espiritual. Se trata de una corriente de amplia tradición hispana que fue adquiriendo
mayor fuerza desde el fortalecimiento de la monarquía.
El «galicanismo» no es el regalismo aplicado por los reyes de Francia. Entraña
un concepto distinto que conviene precisar. En primer lugar, por su origen. Frente al
origen en la autoridad civil del regalismo, el galicanismo procede en sus plantea—
mientos doctrinales del mismo clero. Es la actitud de la Iglesia francesa que sólo re—
conocía validez a las decisiones de Roma cuando eran aceptadas por la base: sino—
dos, concilios nacionales u obispos. Este galicanismo episcopalista estaba basado en
la autoridad de los obispos recibida en la misma consagración, que les permitía con—
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 725

vocar concilios diocesanos 0 nacionales sin necesidad de solicitar licencia de Roma.


De hecho, aparece ya en los acuerdos de Burges (1438), pero alcanzó la mejor expre—
sión en la Defensa delos cuatro artículos galicanos de Bossuet (1682), que encontró
el apoyo de Luis XIV, quien, además de los planteamientos galicanos, practicó una
política regalista muy agresiva. El caso extremo del galicanismo se dio cuando Ri—
cher puso a párrocos y fieles como base de la iglesia francesa cuya aceptación daría
validez a los decretos de Roma. Así nació el <<riquerismo>>, el galicanismo extremo.
Conviene tener presente esta distinción, porque la corriente regalista, de arraiga—
da tradición española, recibió, a lo largo del siglo XVIII, una profunda influencia de ga—
licanismo. Las teorías de Bossuet, Van Espen, Pereira y Febronio, prepararon el am—
biente intelectual y religioso que culminará, como veremos, en la receptividad ante las
decisiones del Sínodo de Pistoia y de la Constitución Civil del Clero.

Jansenismo. Estamos ante un concepto sutil y huidizo. ¿Existió el jansenismo


o era un fantasma? Basado en la obra de Janssen (Iansenius), obispo de Yprés, el nom—
bre sufrió una evolución compleja. En principio, consistía en una teoría teológica: la
forma de cohonestar la necesidad de la gracia de Dios y la exigencia de libertad huma—
na. Ese problema doctrinal quedó resuelto en teoría en 1653 con la promulgación de la
bula Cum occasione de Inocencio X. Las cinco proposiciones condenadas en di-
cha bula constituían el jansenismo doctrinal.
¿Pero quién defendía las cinco proposiciones condenadas? Pronto se aplicó el cali-
ficativo de jansenista a quienes defendían un rigorismo moral: necesidad de la contri—
ción para el perdón de los pecados y condena del probabilismo. Para los defensores del
probabilismo, el criterio personal de la moralidad de un acto, aunque no pasara de pro—
bable, era suficiente como norma moral. Respondía, por tanto, a criterios más persona—
les y subjetivos, y era considerado por los rigoristas como relajación. El protagonismo
literario de la actitud rigorista fue Pascal que en Las Provinciales estigmatizó a los jesui—
tas por sus teorías morales que consideraba relajadas, por defender el probabilismo.
El jansenismo evolucionó hacia una concepción eclesiológica con la defensa de
los derechos episcopales frente a las reservas pontificias, aspecto éste en que recibió el
apoyo de los monarcas absolutos. Finalmente la evolución política. Cuando Luis XIV
observó el carácter riquerista del jansenismo, propiciado por Quesnel, intentó su con—
dena y promovió y aceptó la bula Unigenitus (1713), que proclamó como ley de Esta—
do. La oposición de los Parlamentos a la bula, por considerar que vulneraba los princi—
pios galicanos, convirtió el jansenismo en un problema político que desembocó, a la
lx. larga, en la Constitución Civil del Clero. También, en este caso, la influencia, con mu—
chos matices (porque en España nunca hubo jansenismo doctrinal) vino del exterior y
en íntima conexión con el galicanismo,

2.2. POLÍTICA PRÁCTICA Y EVOLUCIÔN TEORICA DEL REGALーSM。

Antes de analizar con minuciosidad la evolución concreta del proceso, conviene


señalar la íntima conexión existente entre teoría y práctica. Porque, de hecho, los teó—
ricos vienen a explicar o justificar los hechos concretos que producen decisiones polí-
ticas o situaciones bélicas.
726 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2.2.1. Ш guerra de Sucesión y la ruptura con la Santa Sede

La guerra de Sucesión, triunfante para los Borbones en España, fue acompañada


por su derrota en Europa. Las presiones militares de los Habsburgo obligaron a Clemen—
te XI a reconocer al Archiduque como rey de España en enero de 1709. La reacción de
Felipe V fue instantánea, y Francia y España retiraron sus embajadores de Roma.

Los antirregalistas. Apenas enviada por el gobierno la Relación de la sucedido


en Roma, Alonso Monroy firmaba su carta a Felipe V, primera formulación antirrega-
lista del siglo (l4—VII— 1709). El veneno de las regalías, «espada de tantos filos», ponía
en peligro la paz interior, pues podía excitar la rebeldía de las provincias católicas que
veían prohibida su relación con el Papa. Por lo demás, a juicio de Monroy, el decreto
gubernamental hacía a los obispos soberanos en asuntos de gracia y justicia. Heredero
de la postura del poder indirecto del papado, formulado por Roberto Belarmino, Mon—
roy se manifiesta antirregalista y opuesto al episcopalismo.
Mayor importancia adquirió el Memorial antírregalista de Luis Belluga. Obispo
de Murcia y fervoroso partidario de Felipe V, envió su Memorial al monarca el 26 de
noviembre de 1709. El futuro cardenal, que no niega los abusos de la Curia Romana,
pensaba que la reforma no podía proceder del poder político. Belluga condenaba todas
las prácticas regalistas que veía en nuestra historia, desde los visigodos a los Austrias,
que culminaban en el decreto gubernamental. Lo curioso es el paralelismo que esta—
blece entre la obediencia a las directrices de Roma con la grandeza de la Monarquía
hispánica (Iglesia visigoda, Reyes Católicos) así como las diferencias con la Iglesia
que condujeron a la decadencia (Witiza entre los visigodos, que explicaría la invasión
musulmana, Felipe II con el gravamen fiscal que llevaría a la derrota de la Armada
Invencible y Felipe V, pérdida de los reinos europeos de la Monarquía católica). Era
una simplificación reduccionista del De civitate Dei de san Agustín.

Los regalistas. Pero también Felipe V encontró apoyos. El mismo confesor, Pe—
dro Robinet, partidario de las teorías galicanas, tranquilizaba la conciencia del monar—
ca através de una Junta Magna de teólogos. Pero las expresiones públicas más agresi—
vas procedieron de un obispo (Francisco Solís) y de un político (Macanal).
Solís redactó un Dictamen sobre los abusos de la Corte Romana, por lo tocante a
las regalías de S. M. yjurisdíccióu que reside en los obispos. El autor se manifiesta
con claridad partidario del conciliarismo y de la jurisdicción episcopal que procedería
directamente de Cristo. En consecuencia, el centralismo romano habría controlado de
forma abusiva el Concilio y el nombramiento de los obispos. Las deficiencias de la
Iglesia, evidentes a su juicio, se deben al centralismo de Roma, y la única solución
debe proceder del eje, concilio—Obispos—monarca, con un ejemplo histórico, ya practi—
cado, en los Concilios de Toledo. Aparece, por tanto, desde el primer momento, una
corriente conciliarista basada en los derechos episcopales.
Aunque Solís no descuidaba la economía, el control de los intercambios con
Roma y los aspectos materiales fueron abordados con mayor intensidad por Macanaz.
Pero, de hecho, sus planteamientos fueron expuestos durante los intentos por llegar al
acuerdo diplomático. La ruptura era perjudicial para Roma, pero también para Ma-
drid, y las posturas fueron llexibilizándose. La provisión de obispados, las ayudas
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 727

económicas que proporcionaba la Iglesia a la Monarquía, la práctica del exequátur (o


pase) regio, se agravaban con el paso del tiempo. Esta moderación fue favorecida por
Luis XIV que convocò a Paris a los representantes del Papa (monseñor Aldrobandi) y
de Felipe V (Rodrigo Villalpando, futuro marqués de la Compuesta). Pero las conver—
saciones fueron difíciles, entre otras cosas porque el nuncio tenía escasos poderes de
negociación. Madrid tomó una postura claramente regalista y Villalpando se llevó
como directorio el Pedimento, redactado por Macanaz, como Fiscal general del Rei—
no, origen de su desgracia política y motivo de la persecución inquisitorial que sufrió.
Macanaz censuraba la inmunidad eclesiástica personal (fuero) y local (asilo), criti—
caba las exenciones clericales jurídicas y económicas, al tiempo que criticaba con dure—
za la práctica de la Curia Romana, tanto en la jurisdicción ejercida por el nuncio como
en el sistema beneficial de nombramientos de cargos eclesiásticos, en las pensiones 0 en
las coadj utorias con derecho a sucesión, que consideraba origen de muchos abusos. Fi—
nalmente, el fiscal general del Reino hacia una cálida defensa del poder civil, <<pues,
como señor soberano, a ninguno reconoce superior en lo temporal». (art. 52).

El proceso de Macanaz. El Pedimemo, que no tenía carácter público ni fue im—


preso por el autor, constituyó un motivo de escándalo. Discutido en el Consejo de Cas—
tilla como un instrumento de trabajo, fue delatado arteramente al Santo Oficio. Solici—
tado el texto por Luis Curiel para un estudio más meditado, fue enviado al inquisidor
general, cardenal Del Giudice, desterrado en París. Y en la capital francesa salió el de—
creto condenatorio. Los colegiales mayores, que controlaban el Consejo de Castilla,
desencadenaron una campaña contra Macanaz, manteísta, que deseaba reformar los
planes de estudio universitarios así como ejercer mayor control del monarca sobre el
Santo Oficio. Mientras gobernó el equipo francés (Robinet y Orry, dirigidos por la
princesa de los Ursinos), Macanaz conservó el apoyo gubernamental. Pero, con los
cambios políticos producidos por el matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio,
las circunstancias cambiaron. Cayó la princesa de los Ursinos y Robinet fue enviado a
Francia. Macanaz fue abandonado a su suerte y el Pedimenlo fue prohibido.
No hay duda de que en Macanaz resulta visible la influencia del galicanismo, ca—
rácter que era ya visible a los coetáneos. Así, Del Giudice publicó el decreto inquisito-
rial del Pedimenlo, prohibición que extendía a las obras de un autor galicano tan ca-
racterístico como Omar Talon. Constituye un evidente síntoma del alcance de la obra
del fiscal y del equipo político que lo apoyaba, la carta de Belluga a Luis XIV, en que
aconsejaba la eliminación política de Robinet y de Macanaz, que el obispo de Murcia,
declarado antirregalista, deseaba ver destituidos del gobierno español.
El Pedimento de Macanaz es, por supuesto, heredero del regalismo español en la
formulación clásica de Chumacero en el siglo XVII, pero con influencia galicana. Fren—
te a la condena tajante de Menénez Pelayo, el juicio de recientes historiadores resulta
más moderado. Rafael Olaechea cree que, frente a las corrientes episcopalistas de So—
lís, el fiscal intentó demostrar las íntimas conexiones del Patronato con la Corona, lo
que, dado el sistema beneficial hispano, todas las demandas posteriores por parte de
los regalistas fueron dirigidas a controlar los aspectos económicos. Teófanes Egido,
por su parte, insiste en que Macanaz, con su Pedimento, <<sistematizó, con todo el de—
sorden y fragilidad que se quiera, el material básico y el punto de partida de la Ilustra—
Clon».
728 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

El Concordato de 171 7. Un personaje decidía en la sombra el proceso de prohi—


bición del Pedimento de Macanal. Se trata del clérigo italiano Giulio Alberoni que,
con el favor de Isabel de Farnesio, consiguió el retorno del inquisidor Del Giudice y
preparò el concordato de 1717. De hecho, el carácter esencial del acuerdo fue la pro—
visionalidad. Los 15 artículos aparecen centrados en dos grandes temas: l.“ la Santa
Sede recuperaba la situación jurídica y económica anterior a la ruptura de 1709; 2.0
el gobierno español recibiría una renta de la Iglesia española, calculada en 150.000
ducados anuales, gracia que continuaría durante 5 años, para luchar contra los tur—
cos. Nombrado Alberoni cardenal, como reconocimiento de la firma del Concorda—
to, las rentas eclesiásticas no fueron destinadas para combatir a los turcos, sino para
financiar las campañas militares de Cerdeña y Sicilia. Pero eliminado Alberoni
como consecuencia de la derrota española ante la Cuádruple Alianza, las relaciones
Iglesia-Estado continuaron dentro de una relativa normalidad en el marco estableci—
do por el Concordato de 1717.

2.2.2. Las guerras de Italia y el Concordato de 1737

Es bien conocido el irredentismo de Felipe V respecto a los territorios de la Mo—


narquía católica en Italia, cuya pérdida había sido una consecuencia de la paz de
Utrecht, agravado por las pretensiones familiares de Isabel de Farnesio. En este senti—
do, los pactos de Sevilla entre Inglaterra, Francia y España (1729) respecto a los dere—
chos hereditarios de los Farnesio, y la aceptación posterior del Imperio (a cambio del
reconocimiento de la Pragmática Sanción), permitieron al infante Carlos de Borbón el
acceso a los ducados de Parma y Plasencia (1732).
Aunque el Papado protestó, porque la toma de posesión tuvo lugar al margen de la
investidura feudal pontificia, el verdadero problema se desencadenó con motivo
de la guerra de Sucesión de Polonia. Francia y España apoyaron la candidatura de Esta—
nislao Lesczynski (suegro de Luis XV) y la guerra dio pie a la conquista de Nápoles y
Sicilia por parte del ejército español para el infante don Carlos, el futuro Carlos III
(mayo de 1734). Pero la resistencia pontificia a reconocer la soberanía de Carlos, sin el
reconocimiento previo de la investidura pontificia, desencadenó una dura polémica re—
galista. El gobierno español rechazó el acceso del nuevo nuncio, nombró gobernador
del Consejo de Castilla a Gaspar de Molina (obispo de Málaga y regalista radical), exi-
gió el nombramiento como arzobispo de Toledo y luego cardenal del hijo pequeño de
los reyes (el infante don Luis, entonces un niño de 10 años) y, sobre todo, creó la Junta
de Real Patronato (6—VIII— 1735) que se convirtió en el eje motor de toda la campaña re—
galista. La finalidad última: conseguir el real patronato universal.
Nos encontramos de nuevo ante la dualidad de frentes en el regalismo español: la
política exterior (Italia, como en 1709) y la actividad por controlar el sistema benefi—
cial de la Iglesia hispana. La pugna fue dura: traducciones de obras regalistas y galica—
nas por medio del bibliotecario real Blas Antonio Nasarre, prohibición y condena in—
quisitoriales, breves pontil'icios a la familia regia, al confesor del monarca y a los obis—
pos, amenazas del Consejo de Castilla sobre los prelados, tratados regalistas encarga—
dos por el Gobierno, ejercicio del exequátur (o pase) regio. Todo ello unido a la pre—
sión militar del ejército español sobre los Estados Pontificios.
La situación era insostenible y tenía que buscarse un intento de solución que, en
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 729

líneas generales, tiene semejanza con lo ocurrido en años anteriores. Interés de un clé—
rigo por conseguir un concordato —Alberoni en 1717, Molina en 1737—, que en am—
bos casos fueron agraciados con el cardenalato. Las conversaciones de París de 1714
fueron, una vez más, el punto de partida del acuerdo.
El Concordato de 1737 tiene 23 artículos. En ellos se abordaron algunos temas re—
lativos al control de la Iglesia hispana por parte del Gobierno. El derecho de asilo fue
regulado y disminuido, especialmente respecto a las «iglesias frías» y a las ermitas
(arts. 2—4). Disminuia asimismo el control de Roma sobre beneficios eclesiásticos, pero
quedó pendiente un tema vidrioso (coadjutorías con derecho a sucesión) que será des—
pués objeto de agrias polémicas. Y, sobre todo, el Gobierno logrò gravar económica—
mente al clero, pues la Santa Sede condescendió <<en que todos aquellos bienes que por
cualquier título adquirieren cualesquiera iglesia, lugar pio, o comunidad eclesiástica, y
por esto cayeren en manos muertas, queden perpetuamente sujetos desde el día en que
se firmare la presente concordia a todos los impuestos y tributos regios que los legos pa—
gan, a excepción de la primera fundación» (art. 8). Es la expresión más clara del interés
económico del Gobierno al firmar el Concordato. Ahora bien, a pesar de abordar «los
asuntos particulares de la presente disensión», como se podia leer en el texto, el concorda—
to no resolvió el problema de fondo —el control del sistema beneficial de la Iglesia hispa—
na— que explícitamente se deja a futuras discusiones para llegar a un futuro acuerdo.
Precisamente esas discusiones, que demostraban la provisionalidad del acuerdo,
desencadenaron una serie de polémicas que conducírán al acuerdo definitivo sobre el
sistema beneficia] de Iglesia hispana.

2.2.3. El Concordato de 1753

Las diferencias entre Roma y Madrid se manifestaron en una doble linea: polémi—
ca, que fue pública, y diplomática, que se desarrolló en secreto, aunque no siempre si—
guieron idéntico ritmo. En un primer momento se dieron las dos líneas. Después, las
divergencias sólo tuvieron lugar en discusiones públicas. Finalizadas éstas, las rela—
ciones diplomáticas adquirieron el protagonismo, que desembocó en el acuerdo final.
Dada la importancia de dicho acuerdo en la evolución del regalismo español, conviene
distinguir: discusiones, negociaciones, acuerdo y consecuencias.

Discusiones. La iniciativa partió del cardenal Molina. En el campo diplomático,


retrasó la puesta en práctica del Concordato de 1737 y solicitó un documento pontifi—
cio en que Roma confesase su error y reconociese el patronato universal de la Monar—
quía española. La negativa del nuncio propició la redacción, por instigación de Moli—
na, de los trabajos jurídicos de Pedro de Hontalva y de Gabriel de Olmeda. Enviados a
Roma, recibieron la respuesta, fria y científica, de Benedicto XIV, eminente jurista,
que, en su Rimostranza desmontô los argumentos de los políticos españoles. Muchas
bulas eran falsas, y los argumentos carecían de fuerza, pues tenían que demostrarse en
cada caso las razones canónicas (fundación, edificación y dotación) de cada iglesia,
que nadie había hecho y que, a sujuicio, resultaba imposible. En cualquier caso, siem-
pre sería una gracia pontificia. Por lo demás, los intentos diplomáticos, realizados por
el cardenal Belluga en Roma, un serio intento de mediación, fracasaron ante la intran—
sigencia del gobierno español.
730 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Muerto Molina, cambió el equipo español, y la línea negociadora fue dirigida por
el confesor del monarca, el jesuita francés Jaime A. Fèvre. El instrumento directo era
Blas Jover, y el mentor intelectual Gregorio Mayans. En esta etapa, cesadas las nego—
ciaciones diplomáticas, adquirieron vigencia las polémicas entre Jover-Mayans y el
nuncio del Papa (Enrico Enríquez). Las discusiones se centraron, además de los casos
concretos, en la jurisdicción del Consejo de Castilla (es decir, el monarca) sobre los
beneficios eclesiásticos, en los abusos de Roma en la dispensa de los decretos conci—
liares de reforma moral, y en el alcance y sentido del Concordato de 1737 que, a juicio
de Mayans, era inválido, porque los acuerdos alcanzados habían sido practicados en
España desde el tiempo de la Iglesia visigoda. Estas ideas fueron expuestas por el eru—
dito en el Examen del concordato de 1737, que fue publicado en los primeros meses
del reinado de Fernando VI.
Conviene señalar, sobre todo, el cambio de la argumentación. No se trata de gra—
cias concedidas por bulas pontificias, sino de regalías inalienables de la Corona. Por lo
demás, los gobernantes quisieron facilitar el conocimiento del pensamiento galicano
y, a lo largo de las discusiones, entregaron a Mayans la Defensa de los 4 artículos gali—
canos de Bossuet, anteriormente prohibidos.

Negociaciones. Con la muerte de Felipe V en 1746, el acceso al trono de Fernan—


do VI y, en consecuencia, la presencia de un nuevo equipo de gobierno, cambiaron las
circunstancias. Lo curioso es que, calladas las polémicas exteriores, se inició un pro-
ceso diplomático complejo y difícil de entender hasta que Rafael Lamadrid publicó
las actas del proceso. De hecho, se dieron dos negociaciones paralelas. Una oficial, a
través de la Secretaria de Estado (José Carvajal) con el nuncio en Madrid, mientras en
Roma las gestiones eran realizadas por el embajador español (cardenal Portocarrero).
Pero la otra, secreta, era llevada a cabo por el jurista Ventura Figueroa que, con la con—
fianza y conocimiento de Ensenada y del padre confesor (Rávago), llegó a los acuer—
dos con el secretario de Estado del Vaticano (Valenti Gonzaga, antiguo nuncio en
España) y del mismo Benedicto XIV. Fue el camino adecuado para llegar al acuerdo
entre Roma y Madrid, que fue firmado en el Quirinal el ll de enero de 1753.

Contenido y consecuencias. Las ventajas conseguidas por el gobierno español


fueron muy grandes, pero, desde el primer momento, Roma quiso dejar sentado que se
trataba de una gracia pontificia, y nunca un derecho de regalía. Sólo ese planteamiento
explica que el pontífice se reservara 52 beneficios eclesiásticos. Porque, en el texto
concordatario se eliminó cualquier interpretación favorable al «pretendido patronato
universal»; en palabras de Lamadrid: «Las provisiones eclesiásticas eran, pues, el ver-
dadero problema ventilado en el decurso de esta singular negociación... Este es el si g—
nificado del Concordato de 1753; el querer ver en este tratado el concordato del patro—
nato universal es quedarse a mitad del camino en el significado de la concordia entre
Benedicto XIV y Fernando VI».
Con este concordato, el gobierno espafiol conseguía la abolición de las reservas
pontificias sobre el sistema beneficial eclesiástico, que con anterioridad habían alcan—
zado Alemania y Francia. Era una vieja reivindicación del regalismo español. Pero,
dado el cambio radical en la financiación de la Curia Romana, hubo que buscar una
compensación económica, que Ensenada se encargó de cumplir. Pero, como era lógi—
ILUSTRACIÓN. REGALlSMO Y JANSENISMO 731

co, las protestas de los curiales romanos iban acompañadas de los elogios y felicita—
ciones de los hispanos. Era el final de una etapa del regalismo español y solucionaba
los problemas regalistas de la primera mitad del siglo XVIII. Pero, es necesario recono-
cer que, al mismo tiempo, dado el poder de la Monarquía en la Iglesia española, el re-
galismo se convierte en el eje de los movimientos doctrinales del siglo. Porque el rey
por derecho divino y el carácter de protector de la Iglesia permitían, a juicio de los go-
bernantes, la intromisión no sólo en asuntos administrativos de la Iglesia, sino tam—
bién en aspectos doctrinales, si bien nunca tocaran el dogma.

2.3. EL VlRAJE DE 1754

La inesperada muerte del secretario de Estado José de Carvajal en 1754 produjo


insospechados cambios en la evolución política y cultural hispanas. Las pretensiones
de Ensenada de colocar en el Ministerio a su hombre de confianza (Agustín de Orde—
ñana) desencadenó una pugna interna por el control del poder que desembocó en la
caída del mismo don Zenón y la exoneración del padre Rávago del confesionario re—
gio. De esa manera los jesuitas abandonaban el control de la conciencia del monarca,
que habían ejercido desde la llegada de los Borbones. Y, consecuencia necesaria, jun—
to al cambio del equipo de gobierno, modificaciones en los planteamientos ideológi—
cos de la política regia, tanto en el campo de la cultura como en los eclesiásticos.
Los coetáneos establecían una conexión íntima entre losjesuitas y los colegiales
mayores. Creados a finales del siglo XV y en el siglo XVI, los Colegios Mayores (cuatro
en Salamanca, uno en Valladolid y otro en Alcalá) aportaron, al principio, los grupos
dirigentes de la Monarquía hispánica. Bien preparados, los colegiales ocuparon los
principales obispados así como los altos cuadros de la administración civil. Pero, en
las primeras décadas del siglo XVII, los colegiales formaron una <<coaligación», por la
que controlaron las cátedras universitarias y los altos cuadros de la administración de
justicia, desde las Audiencias y Chancillerías a los Consejos de la Monarquía. En con-
traste, todos los que no lograban ingresar en un Colegio Mayor, los llamados manteís—
tas, tenían muy difícil el acceso a las cátedras de Derecho en las universidades y casi
imposible el logro de un alto cargo en la administración de Justicia.

2.3.1. Los manleístas y la cultura

Ahora bien, el nuevo equipo de gobierno, desaparecidos losjesuitas del confesio—


nario regio y eliminado Ensenada, buscó el apoyo del grupo de manteístas. Las conse—
cuencias fueron enormes. En el campo cultural se manifestaron contrarios al predomi—
nio cultural de los jesuitas, que habían sido favorecidos por los equipos de gobierno
anteriores. Quizás el ejemplo más claro sea el del padre Burriel. En 1749, en el mo-
mento de iniciar las gestiones diplomáticas preparatorias al Concordato de 1753, el
Gobierno creó una Comisión de archivos. La búsqueda de documentos en los archivos
españoles se convirtió en una amenaza para los criterios de la Curia Romana. Pues
bien, la dirección de la empresa fue confiada al jesuita Andrés Marcos Burriel, que
consideraba que no se podía pensar en una reforma cultural seria al margen de la Com—
pañía. El acceso al poder del nuevo equipo gubernamental se hizo notar muy pronto:
732 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Ricardo Wall exigió la entrega de los documentos copiados con encargo regio por los
miembros de la comisión y, sobre todo, por el padre Burriel. Si bien el jesuita se resis-
tió y sólo entregó una pequeña parte de los documentos, los manteístas celebraron la
exigencia gubernamental. Y, sobre todo, sólo veían la solución a la decadencia cultu—
ral hispana con la caída de los jesuitas y de los colegiales, responsables, a su juicio, de
la decadencia, por haber rechazado a cuantos no fueran de su grupo. Entre los manteís-
tas estaban Campomanes, Roda o Lanz de Casafonda, entre los políticos; y Mayans y
Pérez Bayer entre los hombres de letras. La pugna, más o menos velada, duró hasta
1765, en que, con el nombramiento de Manuel de Roda para el cargo de secretario de
Estado de Gracia y Justicia, por parte de Carlos III, la balanza se inclinó definitiva—
mente en favor de los manteístas.
Conviene, sin embargo, tener en cuenta que los primeros trabajos eruditos del
reinado de Carlos III se habían iniciado durante el predominio cultural de los jesuitas.
Así, el padre Rávago, desde el confesionario regio, que llevaba implícito el control de
Ia Real Biblioteca, inició una serie de proyectos de largo alcance. Nombró a Miguel
Casiri para uno de los cargos de bibliotecario real, y le encargó la redacción de la Bi—
bliotheca arabico—hispana—escurialensis, cuyo primer volumen apareció en 1760.
Como puede observarse, éste, y otros proyectos culturales, alcanzaron su plenitud en
el reinado de Carlos III.

2.3.2. El influjo galicano con maticesjansenistas

Pronto pudo notarse la desaparición de los jesuitas del confesionario regio. Así, a
principios del reinado de Carlos III tuvo lugar el caso del Catecismo de Mésenguy,
que demostró que las circunstancias habían cambiado y que el regalismo, crecido con
el Concordato de 1753, había cambiado en sus criterios doctrinales. El Índice inquisi—
torial de 1747, redactado por los padres jesuitas Cassani y Carrasco, incluía entre los
libros prohibidos dos obras del cardenal agustino Enrico Noris, por considerarlo jan—
senista. El papa Benedicto XIV protestó al Rey, pero el padre Rávago defendió, con
argumentos regalistas, la legitimidad de la prohibición. Noris era agustino y sus doc—
trinas podían confundir a los católicos españoles por defender doctrinas próximas al
jansenismo. La prohibición creó un conflicto diplomático que sólo quedó resuelto
después del cese de Rávago.
Pues bien, en 1762 el Santo Oficio prohibía la traducción castellana del Catecis—
mo de Mésenguy. Se trataba de un jansenista francés que negaba la infalibilidad ponti—
ficia y había sido publicado anteriormente en versión italiana en Nápoles, con licencia
real durante el reinado de Carlos III. El enfado del monarca fue grande: desterró al
inquisidor Quintano Bonifaz, y sólo después de la retractación del inquisidor aceptó
su presencia en la Corte. El Gobierno aprovechó las circunstancias e implantó el exe-
quátur regio. Para justificar semejante decisión, el secretario de Estado buscó el infor—
me de Campomanes. Curioso que el Fiscal utilizase en sus razonamientos las obras de
un galicano-jansenista tan caracterizado como Van Espen.
Las circunstancias habían cambiado, y si bien el Tratado sobre la regalia de
amortización de Campomanes (1765) encontrö tantos obstáculos que quedó paraliza—
do, el Gobierno tenía interés por controlar la Iglesia hispana y quiso demostrarlo con
el proceso del obispo de Cuenca (Isidro Carvajal), que fue humillado por los dos fisca-
ILUSTRACIÔN. REGALISMO Y jANSENーSM。 733

les del Consejo de Castilla (Campomanes y Moñino) por haber escrito al Rey lamen-
tando la legislación, perjudicial, a su criterio, a la Iglesia. Pero el regalismo, que era la
fuerza básica en el control de la Iglesia hispana, orientaba su poder en una línea antije-
suítica y proclive a las tendencias episcopalistas y rigoristas. El probabilismo, que ha-
bía recibido las bendiciones de los padres de la Compañía y defendido con calor el
Santo Oficio, encontraba ahora serios problemas. Y conviene recordar que, desde
el episcopalismo, que vimos defendido por Mayans en las polémicas del reinado de
Felipe V, y desde el rigorismo, era muy fácil encontrar el apoyo de los agustinos y has-
ta de los jansenistas de Utrecht, que habían recibido el favor de Van Espen.

3. La expulsión de los jesuitas. Planes de estudios e influjo galicano

Difícilmente puede encontrarse un hecho más significativo del reinado de Car—


los III que la expulsión de los jesuitas en 1767. El llamado Motín de Esquilache, al
margen de que fuera un complot político 0 un clásico motín de subsistencia, dividió el
reinado. Si los promotores deseaban paralizar las reformas carolinas, sólo consiguie—
ron acelerarlas. En un principio, desde el Gobierno, Roda (secretario de Estado de
Gracia y Justicia) y Rodríguez Campomanes (fiscal del Consejo de Castilla) promo—
vieron el programa de la expulsión. Nombraron los miembros más opuestos a los je—
suitas para el Consejo Extraordinario y, entre los obispos, llamaron a conocidos ene—
migos de la Compañía. Los informes del fiscal y la pesquisa secreta prepararon el de—
creto de expulsión que se llevó a cabo, con rigor y orden, gracias a la capacidad del
conde de Aranda, que había sido nombrado presidente del Consejo de Castilla. Pero a
nosotros nos interesan los efectos del decreto de expulsión en el campo de la cultura y
de la religiosidad.

3.1. NUEvos PLANES DE ESTUDIO

Como la decisión del extrañamiento de los padres de la Compañía estaba tomada


con anterioridad, las autoridades fueron preparando las medidas. Aprovecharon las ex—
pulsiones de Portugal y de Francia para crear el ambiente propicio. Y, en el campo cul—
tural, premiaron a Mayans con el título de alcalde de Casa y Corte con una pensión vita-
licia, pero Roda le encargó la redacción de un plan de estudios (noviembre de 1766), que
podría aplicarse a todas las universidades. El erudito redactó Idea del nuevo método que
se puede practicar en la enseñanza de las universidades de España, que fue entregada al
ministro en abril de 1767. Pero otro informe fue solicitado asimismo a Antonio Tavira,
catedrático de Teología en Salamanca, y a Pablo Olavide, asistente de Sevilla.
La reforma universitaria carolina no alcanzó idéntico nivel en todas las univer—
sidades, ni los gobernantes manifestaron el mismo interés en todos los campos de la
enseñanza. Los gobernantes pusieron hincapié fundamentalmente en dos aspectos:
la imagen de interés por la cultura que hiciese olvidar la enseñanza de las lenguas
clásicas que habían dominado los jesuitas y, sobre todo, el control de la enseñanza
del Derecho, en especial del Derecho canónico en una línea de exaltación del poder
monárquico.
734 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

En el campo del estudio de las humanidades, el interés quedó centrado en la en—


señanza de los hijos de Carlos III, especialmente del infante don Gabriel, confiada a
Pérez Bayer, y de las infantas confiada al padre escolapio Felipe Scio de San Mi-
guel. El interés publicitario quedó patente con la propaganda de los ejercicios públi-
cos de los infantes y, sobre todo, la traducción de Salustio por parte del infante don
Gabriel (con la ayuda mayor o menor de Bayer) que fue difundida por toda Europa.
El segundo centro de difusión publicitaria fueron los Reales Estudios de San Isidro,
que reunió a los mejores humanistas de España, en una evidente promoción de ima—
gen. No fue tan grande el interés por implantar la enseñanza del griego en otras uni-
versidades, algunas de las cuales tardaron mucho tiempo en ver dotada una cátedra
que permitiera su estudio.
En cambio los gobernantes propiciaron la imposición de textos regalistas y gali-
canos en los mismos planes de estudio, especialmente en las facultades de Derecho,
con autores que contribuyeran a exaltar la idea del poder del monarca en su afán de
control de la Iglesia nacional. El texto establecido en casi todas las universidades fue
el Ius ecclesiasticum universum de Bernardo Zeger Van Espen, profesor de Lovaina,
que con sus doctrinas sobre el episcopalismo y el poder del monarca había propiciado
la rebeldía de la Iglesia cismática de Utrecht. Van Espen, bien conocido por Campo—
manes, había sido acusado en múltiples ocasiones dejansenista, si bien autores católi—
cos (como Mayans) e inquisidores (como Andrés Ignacio Orbe), hacían una sutil dis—
tinción que nos permite aclarar muchas confusiones. Este autor fue completado con la
imposición de otros tratadistas de derecho canónico, bien conocidos por su carácter
favorable al poder del monarca, anticuriales y con ideas galicanas. Tendencia que fue
completada con la frecuente lectura de autores como el alemán Febronio, episcopalis-
ta radical, y el portugués Antonio Pereira, consejero del ministro Pombal.
Los regalistas españoles del XVIII distinguían con claridad entre el jansenismo
doctrinal, que se limitaba a las 5 proposiciones y condenado por la Iglesia, y lo que
«hoy llaman jansenismo», es decir el jansenismo histórico. Los partidarios de este úl—
timo no eran, a su juicio, jansenistas. Los caracteres de este llamado por Ceyssens
<<jansenism0 histórico», fueron evolucionando, pero, en líneas generales, quedó ca—
racterizado por el rigorismo moral, la exigencia de la lectura de las Escrituras en len-
gua vulgar, el interés por el ideal de la Iglesia primitiva, un claro episcopalismo y una
evidente antipatía por los jesuitas. Y, en este amplio sentido, había muchos jansenis—
tas, como decía el inquisidor Andrés Ignacio Orbe.
No es de extrañar, por tanto, que, expulsados los padres de la Compañía, los
textos de sus teólogos y filósofos fueran prohibidos en los planes de estudio universi—
tarios. Así, de un plumazo, fueron eliminados los grandes pensadores jesuitas, de Ma-
riana о Suárez a Molina o Belarmino. En principio, se alegó la perversa doctrina (el re-
gicidio), pero también el probabilismo, que se identificaba generalmente con el laxis—
mo. En este sentido, los autores españoles desaparecieron prácticamente de los planes
de estudio. Quizás el único autor que se mantuvo, y no en todas las universidades, fue
el De locis theologicis de Melchor Cano. Porque, con la desaparición de losjesuitas, la
escuela tomista se convirtió en el grupo intelectual dominante en el campo de la filo—
sofía y la teología.
Pero los autores preferidos no eran españoles. Eran franceses, imbuidos de ideas
galicanas o jansenistas. También gozaron de simpatía los autores italianos que, en tor—
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 735

no al Papado, o en los tronos de Viena y de la Toscana, mantenían ideas próximas a los


jansenistas de Utrecht y a sus partidarios franceses. Los jansenistas españoles recibie—
ron el empuje de los extranjeros. En primer lugar, por medio del viaje del canónigo
francés Augustin Clément, defensor de la Iglesia cismática de Utrecht, admirador de
Van Espen. Aprovechando la expulsión de los jesuitas, vino a España, habló con el
obispo de Barcelona, José Climent, invitó alos obispos a escribir al Papa en favor dela
Iglesia de Utrecht, y fue muy bien recibido por Roda y por Campomanes. De hecho,
Climent escribió una pastoral favorable a la Iglesia de Utrecht. Y, ante las quejas del
Papa, Carlos III solicitö el informe del fiscal, por las ideas regalistas que pudieran ver—
se en los escritos del obispo de Barcelona, y dela Comisión extraordinaria de los obis—
pos. En ambos casos, Climent salió fortalecido, y, con ese apoyo, se atrevió a escribir
al Romano Pontífice solicitando que practicase su favor y que se convirtiese en víncu—
lo de amor. También Roda, y el mismo Carlos III, en un intento de controlar la Curia
Romana, manifestaron sus simpatías por la Iglesia de Utrecht.
En esa línea, hubo polémicas. Con motivo de las reformas introducidas en los du—
cados de Parma y Plasencia por el sobrino de Carlos III, el Papa condenó su práctica
política en el llamado Monitoria de Parma (1768). La protesta de los Borbones no se
hizo esperar y el monarca encargó la respuesta a Campomanes que redactó, con la ra—
pidez habitual, el Juicio imparcial sobre el Monitorio de Parma. El texto original fue
considerado ofensivo, y, ante la protesta del Papado, el Gobierno encargó que fuera
revisado por la Comisión extraordinaria, formada por los 5 obispos que habían inter—
venido en la justificación del extrañamiento de los jesuitas y por el otro fiscal (Moñi—
no). De hecho, el texto fue modificado pero, en cualquier caso, quedó muy clara la ac—
titud regalista y galicana del texto definitivo del Juicio Imparcial (1769).
De hecho, los sucesos, pero también las ideas italianas, se dejaron sentir en Espa—
ña. Los jansenistas italianos, de manera especial los teólogos toscanos, encontraron la
mejor expresión en el Sínodo de Pistoia, de amplísima repercusión en Europa y, por
supuesto, también en España. E] obispo de Pistoia, Scipione Ricci, en consonancia
con las ideas reformistas de Leopoldo de Toscana (hermano de José II y futuro empe—
rador de Alemania), proclamó las ideas jansenistas de participación de los fieles en la
Iglesia de forma tan radical como hasta entonces nunca se habían expresado. En rela—
ción con los jansenistas franceses partidarios de la Iglesia cismática de Utrecht, sus
ideas encontraron eco en el campo de los estudios, por la obra teológica de Tamburini,
y en el campo político, por la comunidad de criterios con los partidarios de la Consti—
tución Civil del Clero.
Por lo demás, sabemos que los manteístas estaban convencidos de la íntima cone—
xión entre la Compañía de Jesús y los Colegios Mayores. En consecuencia, cuando lle—
garon al poder, expulsaron alos jesuitas y aprovecharon la ocasión de la reforma de los
estudios universitarios para acabar con los colegiales. El motor político fue Manuel de
Roda (desde la Secretaría de Gracia y Justicia); el mentor intelectual, Pérez Bayer y el
realizador en la reforma de los Colegios Mayores de Salamanca, el obispo Felipe Ber—
` trán. El inicio del proceso fue el Memorial por la libertad de la literatura española de
【 Pérez Bayer, sólo recientemente publicado (1991), que encontrô el apoyo del Gobierno,
1 del fiscal Campomanes y del confesor del monarca (el padre Eleta). Además de los abu—
1 sos jurídicos y de la prueba de que los Colegios Mayores habían influido decisivamente
1
en la decadencia universitaria, la razón definitiva que venció la voluntad de Carlos III
l
736 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

fue la razón básica utilizada por Bayer: los colegiales forman, como los jesuitas, un
Estado dentro del Estado. El poder político del monarca absoluto, desde esa perspectiva,
peligraba. Pues bien, si Bayer no logró la reforma cultural de los Colegios, si logró eli—
minar un grupo que monopolizaba el poder judicial en España.

3.2. ACTIVIDAD CULTURAL E ILUSTRACIÓN RADICAL

Conviene señalar, al menos como recuerdo, la actividad cultural desarrollada por


los jesuitas españoles exiliados en Italia. En contacto con las ideas europeas, manifes—
taron una receptividad asombrosa. El ejemplo más significativo es la actitud de Juan
Andrés, autor de Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, que, apareci—
da primero en italiano y después traducida al castellano, se convirtió, pese a sus nume—
rosos volúmenes, en el texto de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid. De he—
cho, era la aportación cultural más importante de los ilustrados españoles y su autor
gozó de merecida fama en toda Europa. Por lo demás, los jesuitas hispanos demostra—
ron un espíritu combativo y publicaron una serie de libros en que defendían la historia
cultural hispana: la colonización americana (Nuix), las aportaciones culturales de los
autores latinos de la antigua Hispania (desde Marcial y Lucano a los Séneca) en traba—
jos de Serrano y de Aymerich, y hasta del teatro español del Siglo de Oro (Lampillas).
De cualquier forma, en el reinado de Carlos III, hubo una actividad intelectual
hasta entonces desconocida. Las instituciones manifestaron una actividad grande. La
Real Biblioteca, que había cambiado estatutos en 1761, aceptó una serie de miembros
de gran preparación intelectual, en lenguas clásicas y modernas, y pronto se notaron
los frutos. Además del catálogo de los manuscritos griegos conservados en la Real Bi-
blioteca, realizada por Juan de Iriarte, y del trabajo de Casiri, Pellicer Saforcada publi—
có Ensayo de una Biblioteca de Traductores españoles (1778), Rodríguez de Castro
editó una Biblioteca Española (2 vols., 1781—1786) y, quizás la aportación más signi—
ficativa en el campo de la historia de la literatura, Tomás A. Sánchez publicaba Colec—
ción de poetas castellanos anteriores al siglo XV (4 vols., 1779-1790). Y, por supues—
to, la docta institución acabó publicando la deseada reedición de la Bibliotheca Hispa—
na de Nicolás Antonio (1783—1788).
También la Real Academia de la Historia, bajo la dirección de Rodríguez Cam—
pomanes, desarrolló gran actividad cultural. Publicó Opera omnia de Ginés de Sepúl—
veda, que suponía recuperar la obra de un gran humanista del siglo XVI, y emprendió
un ambicioso proyecto, que, por desgracia, no culminó. En colaboración con los bene—
dictinos (entre ellos Sarmiento) iniciaron el plan de un Corpus diplomaticum, viejo
sueño de los historiadores (de Mayans a Burriel y que continuaría solicitando Mas-
deu) que hubiera proporcionado preciosa documentación para el mejor conocimiento
de nuestro pasado. Otros proyectos, como la traducción de la Historia de América de
Robertson quedaron paralizados por intereses políticos.
No puede negarse que el nivel de los estudios y trabajos filológicos, humanísti—
cos y de erudición alcanzaron un alto nivel en la España de Carlos III. Y bien se encar—
gó de hacerlo público Sempere Guarinos en su Ensayo de una Biblioteca Española de
los mejores escritores del Reynado de Carlos III (6 vols., 1785—1789), que constituye
el canto apologético más grande de la actividad cultural del monarca y de la dinastía.
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y jANSENーSM。 737

Pero también hubo un gran progreso en el campo de las ciencias. La figura de Jor—
ge Juan, que ya se hizo famoso por las Observaciones astronómicas en 1748, continuó
en colaboración con el Gobierno como espía político e industrial. Pero no abandonó
sus estudios matemáticos y astronómicos. En 1771 publicaba su Examen marítimo
teórico—práctico, obra que mereció ser reeditada en 1793 con adiciones por Gabriel
Ciscar. Y en 1773, obra póstuma, apareció Estado de la astronomia en Europa, en que
präcticamente se vengaba de la humillación inquisitorial sufrida en 1748, como expre—
saba en el mismo título, «para que sirva de guía al método en que debe recibirlos la
Nación, sin riesgo de su opinión y de su religiosidad». Estas preocupaciones técnicas
iban acompañadas de estudios botánicos, pues si Linneo envió a uno de sus colabora—
dores (Löfling) a España, las aportaciones de los españoles fueron básicas, por sus tra—
bajos sobre la flora americana. Son conocidas las polémicas sobre el sistema de Tour—
nefort, que algunos (Quer) consideraban <<más fácil, claro y comprensible para todos»,
y sólo después de un largo periodo de transición, se impuso el sistema de Linneo gra—
cias, sobre todo, a la actividad de Cavanilles. Y en los estudios de química, los esfuer—
zos de Bowles y de Gómez Ortega dieron sus frutos, con la creación de varios centros
de estudios químicos. Esa actividad preparó el campo para que las aportaciones de La—
voisier fueran muy pronto conocidas en España. Y en ese ambiente hay que enmarcar
los trabajos de los hermanos Elhuyar sobre el platino, o la labor crítica de Juan Manuel
de Aréjula sobre las investigaciones del mismo Lavoisier.
Los historiadores del siglo xv… hispano han señalado el interés por los temas
económicos, desde la aparición de Teórica у práctica de comercio y de marina (1742)
de Ustäriz. Todos insisten en el cambio de mentalidad de los tratadistas. Quizás uno de
los más audaces, aunque su obra apareció póstumamente, fue Bernard Ward, quien,
después de un largo viaje por las diversas naciones europeas, redactó su Proyecto eco-
nómico, si bien apareció después de su muerte en 1779. Pero, en el campo de las refor—
mas económicas, es menester recordar la creación de las Reales Sociedades de Ami—
gos del País. Nacida en el País Vasco, la idea fue asumida por el Gobierno y, con la ac—
tividad de Campomanes, se extendieron por toda la nación, aunque no en todos los lu—
gares lograron idéntico ambiente de reforma ni fueron tan activas.
De cualquier forma, la penetración de las ideas ilustradas fue mucho más intensa a
lo largo del reinado de Carlos 111. Uno de los testimonios más expresivos fue la floración
de revistas de difusión cultural. La actividad de Nipho es una de las manifestaciones.
Por su parte, Graef reclamaba, en los Discursos mercuriales, el derecho a criticar las de—
〝 cisiones de los politicos, crítica que consideraba necesaria, como observaba con la expe-
riencia de las naciones extranjeras. Más agresivo se mostró Clavijo y Fajardo, en El
Pensador, en que ya se vislumbran, no sólo ideas críticas contra las estructuras eclesiás-
ticas, sino también ideas racionalistas, con traducciones y comentarios sobre Buffon,
entre otros filósofos. El Pensador contribuyó a la difusión en España de Rousseau.
También crítico se mostró García Cañuelo en El Censor. El sentido, alcance y los apo—
yos políticos de la revista son discutidos, pero su lucha contra la superstición resulta evi—
dente, y no dudó en combatir con fuerza la campaña de apologías de la cultura hispana
después del famoso artículo de Masson de Morvilliers en la Enciclopedia melódica,
aunque fueran propiciadas por la Real Academia y el secretario de Estado, que publica—
ron Oración apologética por la España y su mérito literario de Forner (1786).
No podemos olvidar que otras revistas imitaron el espíritu de El Censor. Así El
738 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Apologisia Universal y, por supuesto, El Corresponsal del Censor. Algunas fueron de


una existencia efímera, pero contribuyeron, a su manera, a dar a conocer a los autores
más significativos del movimiento ilustrado. De esa forma, El Correo de Madrid pro—
porcionó una serie de retratos de los personajes más conocidos de la Ilustración europea,
tomados, en gran parte, de la obra de Alexandre Savérien. Las revistas se fueron radica—
lizando a medida que se aproxima la fecha de la Revolución Francesa. El Correo de Ma—
drid (1787) manifestaba con claridad la influencia de Locke, Montesquieu y Rousseau,
y hablaba ya de las ideas de igualdad y de que la soberanía radica en el pueblo, al tiempo
que censuraba los privilegios de la nobleza y del clero. 0 el Observador, revista creada
por el abate Marchena en 1787, en que recordaba sus lecturas juveniles (Grocio, Pufen-
dorf, Heinecio), para aceptar finalmente los criterios l'isiócratas en el sentido evolutivo y
revolucionario de Mercier de la Rivière. Como expresiôn del nivel de conocimiento de
los autores ilustrados, así como del respeto y la tolerancia con que fueron recibidos, te—
nemos un ejemplo en la Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia, escri-
ta nada menos que por el duque de Almodóvar, un grande de España, que después de
embajador en Lisboa y Londres, fue director de la Real Academia de la Historia. Claro
que todo tenía sus limites, como se demostró en su fracaso de adaptación de la obra del
abate Raynal sobre la colonización hispana de América.

3.3. EVOLUCIÓN CULTURAL Y RELIGIOSA ENTRE VAIVENES POLÍTICOS

El inicio del reinado de Carlos IV coincidió con los primeros pasos de la Revolu—
ción Francesa, y los vaivenes políticos incidieron quizás más en el proceso de la reli—
giosidad que en la cultura. Richard Herr definió la actitud del gobierno español ante el
proceso revolucionario como <<el pánico de Floridablanca», que prohibió todas las no—
ticias sobre los sucesos de Francia. La apertura inicial de Aranda tuvo que ser limitada
porque el regicidio de Luis XVI anuló cualquier intento de comprensión. Sólo con la
llegada de Godoy, después de la guerra de la Convención y la paz de Basilea (1795), se
permitió la entrada de libros extranjeros, también de los franceses, excepto aquellos
que atacaban la Monarquía o la religión, que quedaban prohibidos. Así, bajo el califi—
cativo de asuntos indiferentes, penetraron en España libros de autores ilustrados como
Adam Smith, Condillac o Buffon. Esto permitió al mismo Richard Herr calificar esta
etapa como «Godoy y el resurgimiento de la Ilustración».

3.3.1. Continuidad cultural innegable

En el campo de la Historia, los proyectos se fueron realizando con regularidad.


Manuel Risco, agustino como Flórez, continuó la España sagrada hasta su muerte, en
1801. Juan Bautista Muñoz publicó su Historia del Nuevo Mundo (1793), inferior al
mérito de haber creado el Archivo de Indias. Antonio Capmany, que había dado a luz
en 1779 su primer tomo de Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de
la antigua ciudad de Barcelona, acabó su monumental obra en 1792 y continuó como
secretario de la Real Academia de la Historia. Y Jaime Villanueva inició en 1802 su
Viaje literario a las iglesias de España, que venia a suplir, al menos parcialmente, la
carencia de un Corpus diplomaticum tan deseado por los historiadores.
ILUSTRACIÓN, REGALISMO Y JANSENISMO 739

También en el campo de los estudios clásicos continuaron los progresos, como


demuestran los trabajos de Estala, Melón o las traducciones de los poetas griegos por
parte de Berguizas o de los hermanos Canga Arguelles, sin nombrar al numeroso gru—
po de helenistas que residían durante esos años en Madrid y que no dudaron en adular
a Godoy, como su protector. Conviene recordar que los humanistas tomaron las más
diversas opciones políticas ante la invasión napoleónica. Algunos (Meléndez Valdés,
Marchena o José A. Conde) colaboraron con José I en la redacción del Código de Ba-
yona. En cambio, otros (Berguizas y Ranz de Romanillos, que pasaron de Bayona a
Cádiz, 0 Canga Argiielles) se manifestaron muy activos en las Cortes de 1812.
Idéntica continuidad en el campo de las ciencias, hasta el extremo de que Juan Ver—
net haya podido hablar de que en esos años se dio su máximo apogeo. Y con razón. Ca—
vanilles, residente en París durante algunos años, mereció los máximos elogios por sus
trabajos botánicos, Monadelphiae classis dissertationes decem (3 vols., 1785—1790) y,
sobre todo, Icones et descriptiones plantarum, quae in Hispania crescunl (6 vols.,
1791—1801). Los franceses reconocieron con generosidad sus méritos cientificos. Tam-
bién celebraron los trabajos sobre el vapor de agua y la navegación interior que Agustín
Betancourt y Molina había publicado en francés y leído en la Academia Francesa de
Ciencias. En esta linea, Gabriel Ciscar reeditó, con adiciones que incorporaban los últi—
mos adelantos, el Examen marítimo de Jorge Juan (1793). Ciscar fue nombrado miem—
bro de la comisión, organizada por el gobierno francés, que dictaminó el sistema métri—
co decimal. Su Memoria elemental sobre los nuevos pesos y medidas decimales, publi—
cada a su regreso, recibió los elogios de los científicos franceses.

3.3.2. En el campo político las circunstancias son más complejas

La receptividad ante las críticas contra el absolutismo era grande en determina—


dos círculos. El Informe sobre la ley agraria de Jovellanos ha recibido merecidos elo—
gios por su valentía al enfrentarse con la rémora económico—social que entrañaban los
bienes de manos muertas. Pero también los merece un personaje menos conocido.
Porque León de Arroyal, al redactar las Cartas político—económicas al conde de Lere—
na, confiesa que en la razón es menester basar los derechos naturales. Y, dentro de esa
mentalidad, no duda en exigir una Constitución. Sus palabras, escritas en pleno abso—
lutismo, merecen su trascripción: <<Yo estoy firmemente persuadido que, en tanto que
no se verifique una reforma general en nuestra Constitución, serán inútiles cuantos es—
fuerzos se hagan para contener los abusos en todos los ramos...; en el día de hoy no te—
nemos constitución, no tenemos regla segura de gobierno. En el estilo o método, se—
guiré el de la Constitución Francesa del año ochenta y nueve, pues aunque sea obra de
nuestros enemigos, no podemos negar que es el más aventajado...»

3.3.3. Aspectos religiosos y eclesiásticos

También hubo apertura a los nuevos aires procedentes de Europa en los aspectos
religiosos, con los consiguientes problemas. El Sínodo de Pistoia, con su carácter jan—
senista, estaba en manos de los estudiantes salmantinos, con gran alegría de Jovella—
nos. Y la misma Constitución Civil del Clero, dentro del galicanismo radical, encontró
buena acogida por parte de los grupos jansenistas de la Corte: la condesa de Montijo o
740 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

los canônigos de la colegiata de San Isidro. Esta receptividad explica, tanto el hecho
de que no se reconociese la bula Auctorem fidei (1794) que condenaba el Sínodo de
Pistoia, como las relaciones de nuestros jansenistas con los obispos juramentados
(Gregoire o Clément). Pero no consiguieron la reforma, o supresión, del Santo Oficio,
pese a los intentos de Jovellanos desde el Ministerio de Justicia.
En un momento pareció que estas corrientes episcopalistas—jansenistas iban a
triunfar. En 1799 murió el papa Pio Vl prisionero de los franceses. Y ante el temor de un
excesivo retraso —o imposibilidad— de reunión del Cónclave, el ministro de Estado
(Mariano Urquijo, antiguo traductor de Voltaire) firmó el edicto del 5 de septiembre de
1799, devolviendo a los Obispos españoles la potestad de dispensar de los impedimentos
reservados por Roma. El decreto, calificado con excesivo rigor y con evidente exagera-
ción por Menéndez Pelayo como el <<cisma de Urquijo», dividió a los obispos españoles.
Pero lo más grave fue que, nombrado pronto el papa Pío VII, y anulado el edicto, se de—
sencadenó una batalla política protagonizada por Godoy, que desembocó en la crisis de
1801. El Principe de la Paz aprovechó las circunstancias y persiguió a liberales y janse—
nistas. Val gan unas palabras de Joaquín Lorenzo Villanueva, el famoso diputado de las
Cortes de Cádiz: «El que delató al obispo de Barbastro (Agustín Abad y Lasierra) como
jansenista, añadió que hablaba de la revolución francesa en tono de aprobación de los
principios adoptados en Francia, de varias providencias de aquel gobierno y de la cons—
titución civil del clero.» Liberales y jansenistas serán los dos grupos que protagonizarán
los debates en favor de la soberanía nacional en las Cortes de Cádiz de 1812.

Bibliografia

Aguilar Pifiar, F. (coord.) (1996): Historia literaria de España en el Siglo XVIII, Trota, Madrid.
Appolis, E. (1966): Lesjanse’nistes espagnoles, Sobodi, Burdeos.
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Herr, R. (1964): España y la revolución del siglo XVIII, 2.& ed., Aguilar, Madrid.
López Piñero, J. M.a (1993): «Juan de Cabriada y el movimiento novator de finales del si—
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Sarrailh, J. (1957): La España ilustrada de la segunda mitad del sigla XVIII, Fondo de Cultura
Económica, México.
CAPÍTULO 28

BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES.


REFERENCIAS Y PAUTAS PARA SU INTERPRETACION

por XAVIER BARÓ l QUERALT

1. Bibliografia

La presente bibliografia complementa la que aparece al final de cada capitulo. En


ningún caso pretende ser exhaustiva ni completa; no se trata de un listado maximalista
de obras sobre la historia moderna de España, sino que sólo muestra algunos de los ti—
tulos más significativos de los aparecidos en las últimas décadas, mayoritariamente en
lengua castellana. Siguiendo la distribución temática aplicada en el manual, se ha op—
tado por clasificar las obras por siglos, de manera que los títulos dedicados a la historia
de España en la época moderna que forman parte de obras de historia de Espafia en su
conjunto, como por ejemplo, las publicadas por Espasa-Calpe (Historia de España
Menéndez Pidal), Labor, Gredos, Historia 16, Cátedra, Rialp, aparecen mencionadas
en el siglo correspondiente.
Se ha añadido un apartado específico de títulos que engloban todo el periodo y
otro dedicado a obras de temática más específica (historia urbana, rural, económica,
de la vida cotidiana, etc.), ordenados alfabéticamente. Tambien se han incluido varias
obras de consulta (diccionarios, enciclopedias, revistas especializadas) que, sin duda,
pueden resultar de gran utilidad, asi como algunos titulos relacionados con Internet y
las tecnologías de la información y la comunicación. Asimismo, se han incluido algu—
nas obras referentes a la teoría de la historia y a la historia de la historiografía, ya sean
aportaciones que en la actualidad son consideradas clásicas como algunas de las últi-
mas investigaciones. Creemos que es interesante poder contar con algunos textos que
posibiliten la reflexión sobre la tarea del historiador en la actualidad, así como la refle—
xiön sobre los limites del conocimiento histórico y la estrecha relación de éste con
otras disciplinas como la filosofía, la literatura y la antropologia.
742 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD M。DERNA

1.1. OBRAS GENERALES Y DE SÍNTESIS QUE ABARCAN TODO EL PERIODO

Belenguer, E. (1995): El imperio hispánico, 1479—1665, Barcelona.


— (1997): Del Ora al oropel (2 vols). 1. La hegemonía hispánica en Europa; 11. El hundi—
miento de la hegemonía hispánica, Barcelona.
; (2001): La Corona de Aragón en la Monarquía Hispánica, Barcelona.
Domínguez Ortiz, A. (1988): El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias, Historia
de España, 3, Madrid.
Elliot, J. H. (1984): La España Imperial (1469—1716), Barcelona (9.a reimpresión).
Enciso L.—M. et al. (1991): Los Borbones en el siglo XVIII, en Historia de España, 10, Madrid.
Kamen, H. (1984): Una sociedad conflictiva: España, 1469—1714, Madrid.
Lynch, J. (1992): Los Austrias, en Historia de España, Barcelona.
Marcos Martin, A. (2000): España en los siglos XVI, XVII y XVIII, Barce1ona.
Martinez Ruiz, E.; Giménez López, E.; Armillas, J. A. y Maqueda, C. (1992): La España Mo-
derna, Madrid.
Molas, P. et al. (1980): Historia social de la Administración española. Estudios sobre los si-
glos XVII у XVIII, Barcelona.
д (1988): Historia de España. Edad Moderna (1474—1808), Madrid.
— (1990): La monarquía española (siglos XVI—XVIII), Madrid.
Tomas y Valiente, F. (1992): Gobierno y Administración en la España Moderna, Madrid.
Vilar, P. (1980): Historia de España, 10.а ed., Barcelona.

1.2. OBRAS ESPECÍFICAS

1.2.1. Desde los inicios al siglo XVI

Batllori, M. (1987): Humanismo y Renacimiento. Estudios hispano—europeos, Barcelona.


Bclengucr, E. (1989): Felipe II. En sus dominiosjamás se ponía el sol, Madrid.
— (1999): Ferran el Católicª, Barcelona.
Benassar, B. (1992): 1492. Un mundo nuevo, Madrid.
et al. (2003): Vivir el Siglo de Oro: poder, cultura e historia en la época moderna, Salaman—
ca.
Blockmans, W. (2000): Carlos V. La utopía del imperio, Madrid.
Carandc, R. (1987): Carlos Vy sus banqueros, Barcelona.
Chabod, F. (1992): Carlos Vy su imperio. Madrid.
Eslava Galán, J. (1996): La Vida y la época de los Reyes Católicos, Barcelona.
Fernández Álvarez, M. (1979): La España del emperador Carlos V(1500-l558; 1517-1556),
(Historia de España Menéndez Pidal), vol. 20, Madrid.
Fernández Álvarez, M. (2003): Corpus documental de Carlos V, 5 vols., Madrid.
Fernández y Fernández de Retana, L. (1966): España en tiempos de Felipe II (1556-1598).
(Historia de España Menéndez Pidal), vol. 21, Madrid.
—— (1999): Felipe II. Un monarca y su época: un principe del Renacimiento, Madrid.
García Cárcel, R. (1992): La Leyenda Negra. Historia y opinión, Madrid.
— (coord.) (2003): Historia de España. Siglos XVIy XVII: la España delos Austrias, Madrid.
García Cárcel, R.; Simón Tarres, А.; Rodriguez, A. y Contreras, J. (1991): Manual de Historia
de España (Historia 16. Dirigido por J. Tuscll), tomo 3, Siglos XVI—XVII, Madrid.
Hillgarth, J. (1984): Los Reinos Hispánicos, Barcelona.
Kohler, A. (2000): Carlos V, 1500-1558, Madrid.
BIBLIOGRAFIA. INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 743

Lovett, A. W. (1989): La España de los primeros Habsburgos (1517—1598), Barcelona.


Maravall, J. A. (1984): Estudios de historia del pensamiento español. La época del Renaci—
miento, Madrid.
Parker, G. 81984): Felipe 11, Madrid.
Pérez, J. (1989): Isabel у Fernando. Los Reyes Católicos, Madrid.
Rudy, M. (1991): Carlos V, Madrid.
Riera Fortiana, E. (1991): Las claves de la hegemonía española (1556-1600), Barcelona.
Rodríguez—Salgado, M. J. (1992): Un imperio en transición. Carlos V, Felipe Ily su mundo,
Barcelona.
Suárez Fernández, L. y Mata Carriazo, J. de (1983): La España de los Reyes Católicos (Histo-
ria de España Menéndez Pidal), vols. 17 y 17 bis, Madrid.
Yarza, J. (1993): Los Reyes Católicos, paisaje de una monarquía, Madrid.

1.2.2. Siglo XVII

Batllori, M. (1996): Baltasar Gracián i el Barroc, Valencia.


Benigno, F. (1994): La sombra del rey. Validos y lucha política en la España del siglo XVII,
Madrid.
Brown, J. y Elliott, J. H. (1981): Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV,
Madrid.
Calvo Poyato, J. (1995): Felipe IVy el ocaso de un imperio, Barcelona.
Contreras, J. (2003): Carlos II el Hechizado: poder y melancolía en la corte del último Austria,
Madrid.
Elliot, J. H. (1977): La rebelión de los catalanes, 1598—1640, Madrid.
— (1990): El conde—duque de Olivares, Barcelona.
et al. (1991): 1640: La monarquía hispánica en crisis, Barcelona.
Espino, A. (1999): Cataluña durante el reinado de Carlos II. Politica y guerra en lafrontera
catalana, Barcelona.
Evans, R. J. W. (1989): Ш monarquía de los Habsburgos (1550-1700), Barcelona.
Fer 7A. (2002): El duque de Lerma. Realeza yfavoritismo en la España de Felipe III, Ma—
drid.
Juan Vidal, J. (1900): La España de Carlos II, Madrid.
Kamen, H. (1981): La España de Carlos 11, Barcelona.
_ (1990): La España del conde—duque de Olivares, Valladolid.
Maravall, J. A. (1984): Estudios de historia del pensamiento español. El siglo del Barroco,
Madrid.
— (2000): La cultura del Barroco: análisis de una estructura histórica (8.3 ed.), Barcelona
[1980, 1.ª ed.].
Parker, G. (1987): [а guerra de los Treinta Años, Barcelona.
Pérez Bustamante, C. et al. (1979): Historia de España Menéndez Pidal, vol. 24, Madrid.
Pulido Bueno, 1. (1996): La Real Hacienda de Felipe III, Huelva.
Rodríguez de la Flor, F. (2002): Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico
(1580—1680), Madrid.
Sánchez Belén, J. A. (1996): Los Austrias menores. La monarquía española en el siglo XVII, en
“%%%&-Hwªng -wWªmm—m `

Historia de España, XVI, Madrid.


Sanz Ayán, C. (1989): Los banqueros de Carlos II, Salamanca.
Stradling, R. A. (1983): Europa y el declive de la estructura imperial española.
Tomás y Valiente, F. (1983): Los validos en la monarquía española del siglo XVII, Madrid.
Tomás y Valiente, F. et al. (1982): La España de Felipe IV. El gobierno de la monarquía. La
744 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

crisis de 1640 y elfracaso de la hegemonía europea (Historia de España Menéndez Pidal),


vol. 25, Madrid.
Vázquez de Prada, V. (1984): La crisis del Humanismo y el declive de la hegemonía española,
Pamplona.

1.2.3. Siglo XVIII

Actas del Congreso Internacional sobre «Carlos Illy la Ilustración» (1989): 3 vols. 1. El rey у
la monarquía, 11. Economia y sociedad, 111. Educación у pensamiento, Madrid.
Actas del Coloquio Internacional «Carlos III у su sigla» (1988): 2 vols., Madrid, 1990.
Anes, G. (1975): El Antiguo Régimen: los Borbones, Madrid.
Armillas Vicente, J. A. y Solano Camón, E. ( 1988): La España ilustrada (Siglo XVIII), Madrid.
Batllori, M. et al. (1987): La época de la Ilustración. [. El Estado _v la cultura europea
(1759—1808) (Historia de España Menéndez Pidal), vol 31, Madrid.
Cánovas, F. et al. (1985): La época de los primeros Borbones. I. La nueva monarquía y su po—
sición en Europa (1700-1759) (Historia de España Menéndez Pidal), vol 29, Madrid.
Domínguez Ortiz, A. (1976): Sociedad y Estado en el siglo XVIII español, Barcelona.
— (1988): Carlos Illy la España de la Ilustración, Madrid.
_ (1990): Las claves del despotismo ilustrado (1715—1789), Barcelona.
Enciso Recio, L. М.; González Enciso, A. y Egido, T. (1991): Los Borbones en el siglo XVIII
(1 700—1808). Madrid.
Fernández Díaz, R. (cd.) (1985): España en el siglo XVIII. Homenaje a Pierre Vilar, Barcelona.
__ (1993): La España moderna, siglo XVIII, Madrid.
Garcia Cárcel, R. (2002): Felipe Vy los españoles, Barcelona.
Gonzalez Enciso, A. (2003): Felipe V: La renovación de España. Sociedad y economia en el
reinado del primer Borbón, Pamplona.
Hernández, M. et al. (1988): La época de la Ilustración. 1]. Las Indias y la politica exterior
(Historia de España Menéndez Pidal), vol. 31 bis, Madrid.
Larrea, M. A. et al. (1985): Historia del País Vasco. Siglo XVIII, Bilbao.
Lluch, E. (1999): Las Españas vencidas del siglo XVIII: claroscuros de la Ilustración, Barcelona.
Lynch, J. (1991): El siglo XVIII, en Historia de España, Barcelona.
Maravall, J. A. (1991): Estudios de historia del pensamiento español. Siglo XVIII, Madrid.
Molas, P. (ed). (1991): [fl España de Carlos IV, Madrid.
Pérez Samper, M. A. (1998): Carlos 111, Barcelona.
— (2000): La España del Siglo de las Luces, Barcelona.
— (2003): Isabel de Farnesio, Barcelona.
Picpcr, R. (1992): La Real Hacienda bajo Fernando VIy Carlos II] (1753-1788). Repercusio—
nes económicas y sociales.
Sambricio, C. (1991): Territorio y ciudad en la España de la Ilustración, 2 vols.

1.2.4. Otras obras de temática más específica


sobre la historia moderna de España

1.2.4.1. Historia religiosa y de 1a espiritualidad

Bcnnassar, B. (1984): La Inquisición española. Poder politico y control social, Barcelona.


Bouza Alvarez, J. L. (1990): Religiosidad, contrarreforma у cultura simbólica del Barroco,
Madrid.
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 745

Caro Baroja, J, (1978): Lasformas complejas de la vida religiosa siglos XVI—XVII. Religión, so—
ciedad y carácter en la España de los siglos ХИ у ХИ], Madrid.
Contreras, J. (1997): Historia de la Inquisición española (1478—1830). Herejías, delitos y re—
presentación, Madrid.
Kamen, H. (1973): La Inquisición española, Barcelona.

1.2.4.2. Historia económica

Anes, G. (1970): Las crisis agrarias en la España moderna, Madrid.


Busqueta, J. J. y Vicedo, E. (eds.) (1996): Be'ns comunals als Pai'sos Catalans i a l’Europa
contemporanea, Lleida.
Carandc, R. (1987): Carlos Vy sus banqueros, Barcelona.
García Baquero, A. (1992): La Carrera de Indias. Suma de la contratación y océano de nego—
cios, Sevilla.
García Martín, Р. (1990): La Mesta, Madrid.
González Enciso, A. et al. (1992): Historia económica de la España moderna.
Molas, P. (1984): La burguesía mercantil en la España del Antiguo Régimen, Madrid.
Pérez Moreda, V. (1980): Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI-XIX, Ma—
drid.

1.2.4.3. Historia social

Casey, J. (2001): La España en la Edad Moderna. Una historia social, Valencia.


Chacón, F. (ed.) (1990): Historia social de lafamilia en España, Alicante.
Eiras Roel, A. (dir.) (1981): La historia social de Galicia en susfuentes de protocolos, Santia—
go de Compostela.
Ibáñez Pérez, A. C., Las ciudades españolas de los siglos ХИ y XVII, Madrid.
Kagan, R. L. y Marias, F. (1998): Imágenes urbanas del mundo hispánico (1493—1780), Ма—
drid.
Martinez Gil, F. (1994): Muerte у sociedad en la España de los Austrias, Madrid.

1.2.4.4. Historia cultural

Bouza, F. (1999): Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los siglos ХИу ХИ],
Salamanca.
Chartier, R. (2000): Entre poder y cultura: cultura escrita y literatura en la Edad Moderna,
Madrid.
Chevalier, M. (1976): Lecturas y lectures en la España del siglo ХИ у ХИ], Madrid.
Macciras Fafián, M. (ed…) (2002): Pensamientofilosoffico español. Volumen 11: Del Barroco a
nuestros días, Madrid.

1.2.4.5. Historia de regiones, naciones y nacionalidades históricas

Ardit, M. (1993): Els homes i la terra del Pais Valencia (segles XVI-XVIII), Barcelona.
Belenguer, E. (1986): La Corona de Aragón en la época de Felipe H, Valladolid.
— (1989): Historia del Pais Valencia. 5 vols.. Barcelona.
Brumont, F. (1993): Paysans de la vieille-Castille aux XVI" et XVII" siècles, Madrid.
Casey, ]. (1983): El Reino de Valencia en el siglo XVII, Madrid.
746 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Domínguez Ortiz, A. (dir.) (1981): Historia de Andalucia, vol. Vl, 1621—1778, Barcelona.
Historia de Asturias, II (Edad Moderna). El Antigua Régimen: economia у sociedad, 1980.
Historia de la región murciana, tomos V u VH, Murcia, 1981—1984.
Molas. P. (1996): Catalunya i la casa d’Austria, Barcelona.
Sánchez Marcos, F. (1983): Cataluña y el Gobierno central tras la guerra de los Segadores: el
papel de don Juan de Austria en las relaciones entre Cataluña y el Gobierno central,
1652—1679, Barcelona.
Rodriguez Iglesias, F. (ed.) (1991): Galicia. Historia, La Coruña, 8 vols. Vols. lll y IV: La Ga-
licia del Antiguo Régimen.
Rodriguez Sánchez, A. (1985): Historia de Extremadura. T. 111. Los tiempos modernos, Ba—
dajoz.
Serra i Puig, E. (1988): Pagesos i senyors a la Catalunya del segle XVII, Barcelona.
Vassbcrg, D. D. (1988): Tierra y sociedad en Castilla. Señores, «poderosos» y campesinos en
la España del siglo XVII, Barcelona.

1.2.4.6. Historia de las mentalidades y de la vida cotidiana

Alcalá Zamora, J. N. (dir.) (1989): La Vida cotidiana en la España de Velazquez, Madrid.


Ariès, Ph. y Duby. G. (dim.) (1989): Historia de la Vida privada. Vol 3. Del Renacimiento a la
Ilustración, Madrid.
Castells, L. (ed.) (1995): La historia de la vida cotidiana, Madrid.
Defourneaux, M. (1983): La Vida cotidiana en la España del Siglo de Oro, Barcelona.
Franco Rubio, G. A. (1998): Cultura y mentalidad en la Edad Moderna, Sevilla.
Saavedra, P. (1994): La Vida cotidiana en la Galicia del Antiguo Régimen, Barcelona.

1.2.5. Teoria de la historia e historia de la historiografi'a en la época moderna

Andrés—Gallego, J. (coord.) (1999): Historia de la historiografía española, Madrid.


Carbonell, Ch.—O. (1986): La historiografía, México.
Carr, E. (1999): ¿Qué es la historia.", Barcelona.
Cepeda Adán, J. (1996): «La Historiografía», Historia de la Cultura Española Ramón Menén—
dez Pidal: El Siglo del Quijote (1580—1680), vol. 1. pp. 695—836, Madrid.
Croce, B. (1989): Teoria e storia della storiografia, Milán.
Fontana, J. (1982): Historia. Análisis del pasado yproyecto social, Barcelona.
Fueter, E. (1953): Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires (2 vols.).
Gadamer. H.—G. (1997): Verdady Método. 1, Salamanca.
— (1998): Verdady Método. 1], Salamanca.
_ (2000): El problema de la conciencia histórica, Madrid.
Galasso, G. (2001): Nada más que historia. Teori'a y metodología, Barcelona.
Heller, A. (1982): Teoria de la historia, Barcelona.
lggers, G. G. (1998): La ciencia histórica en el siglo XX." las tendencias actuales, Barcelona.
Kelley, D. R. (1998): Faces oinstory. Historical Inquiryfrom Herodotus to Herder, New Ha—
ven y Londres.
Koselleck, R. (1993): Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelo-
na y Buenos Aires.
— (2001): Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Barcelona—Buenos Ai—
res—México.
Kosclleck, R. y Gadamer, H.-G. (1997): Historia y hermenéutica, Barcelona y Bellaterra.
Lefebvre, G. (1974): El nacimiento de la historiografía moderna, Barcelona.
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 747

Lowenthal, D. (1998): El pasado es un pais extraño, Madrid.


Marron, II.—I. (1999): El conocimiento histórico, Barcelona.
Mateu y Llopis, F. ( 1944): Los historiadores de la Corona de Aragón bajo los Austrias, Barce—
lona.
Moradiellos, E. (1996): El ofieio de historiador, Madrid.
_ (2001): Las caras de Clio. Una introducción a la historia, Madrid.
Ricoeur, P. (1999): Historia y narratividaa', Barcelona y Bellaterra.
— (2003): La memoria, la historia, el olvido, Madrid.
Sánchez Marcos, F. (2003): Invitación a la historia. La historiografía, de Heródoto a Voltaire,
a través de sus textos, Barcelona.
Stern, F. (ed.) (1970): The Varieties oinstoryfram Voltaire to the Present, Londres.

1.3. OBRAS DE CONSULTA

1.3.1. Diccionarios y enciclopedias

Amalric, J.—P.; Bennassar, B. el al. (1989): Léxico histórico español. Siglos XVI al XX, Madrid.
Artola, M. (1988—1993): Enciclopedia de Historia de España, Madrid (7 vols).
Burguiere, A. (dir.) (1991): Diccionario de ciencias históricas, Madrid.
De Bernardi, A. y Guarracino, S. (dirs.) (1996): Dizionario a'i Storiografia, Milán.
Ferrone, V. y Roche, D. (eds.) (1998): Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid.
Kamen, H. (1986): Vocabulario básico de la historia moderna. España yAme'ríca, 1450—1750,
Barcelona.
Martínez Ruiz, E. (dir.) ( 1998): Diccionario de historia moderna de España, I. La Iglesia, Ma—
drid.
Simon, A. (dir.) (2003): Diccionari d’Historiografia Catalana, Barcelona.
Teruel Gregorio de Tejada, M. ( 1993): Vocabulario basico de la historia de la Iglesia, Barcelona.

1.3.2. Atlas históricos

Atlas de la historia del mundo moderno (1980): Vol. XIV, Barcelona.


Duby, G. (1997): Atlas histórico mundial, Madrid.
Julia, J.—R. (dir.) (2000): Atlas de historia universal, Barcelona.
Kinder, H. y Hilgemann, W. (1990): Atlas histórico mundial. 1. De los orígenes a la Revolu—
ción Francesa, Madrid.
Löpez—Davalillo Larrea, J. (2000): Atlas histórico mundial. Desde el Paleolítico hasta el si—
glo XX, Madrid.
Martinez Ruiz, E. et al. (1986): Atlas histórico. Edad Moderna, Madrid.

1.3.3. Revistas

Teniendo en cuenta la ingente cantidad de revistas que existen en la actualidad


dedicadas a la historia, analizaremos a continuación sólo algunas de las más destaca—
das y especializadas del ámbito español, dejando de lado las publicaciones de carácter
divulgativo. Éstas, que a menudo aportan informaciôn de interés, pueden ser de más
fácil acceso y conocimiento por parte del público no especializado.
748 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Afers. Falls de recerca i pensament. Publicación trimestral publicada por la editorial Afers
con el apoyo de los ayuntamientos de Silla y Sueca (Valencia). En catalán. Apareció en
l985. Su ámbito de interés es la historia de la Comunidad Valenciana de las épocas moder-
na y contemporánea. Se puede consultar información en el portal de dicha editorial
httpzl/www.provicom.com/afers

Anuario de Historia de la Iglesia. Revista del Instituto de Historia de la Iglesia. Publicación


anual de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Nació en 1992. Dedicada al
ámbito de la historia eclesiástica, abundan los artículos dedicados a esta disciplina en la
Edad Moderna. El último número aparecido es el 12, correspondiente al año 2003. Se pue—
den consultar todos sus índices en la página: http:/¡www.unav.es/teologia/ahig/indicehtml

Archivo Hispalense. Revista histórica, literaria у artistica. Naciô en 1943, se trata de una
publicación anual en la que se incluyen artículos de historia de Andalucía y España.

Cuadernos de Historia Moderna. Revista anual del Departamento de Historia Moderna de la


Universidad Complutense de Madrid. Apareció en 1980. Ha publicado varios números
monográficos. Contiene artículos relacionados con la Edad Moderna, sobre todo hispáni—
ca, si bien es considerable la producción relacionada con Europa y la América hispánica.
El último número publicado es el 27, correspondiente al año 2002. A destacar el Anejo l,
correspondiente al año 2002, que incluye un monográfico titulado: <<De mentalidades y
formas culturales en la Edad Moderna», coordinado por Gloria A. Franco Rubio. Es desta—
cable su edición digital, a la cual nos referiremos en el apartado dedicado a las revistas digi—
tales (http:/lwww.ucm.es/info/hismoder/euad.htm).

Estudios de Historia Moderna. Revista no periódica que se publicó entre los años 1951 y
1959. Dirigida por Jaime Vicens Vives, recogió investigaciones de buena parte de los his—
panistas de la época dedicados a la historia moderna. Sin duda, se trata de una de las mayo—
res aportaciones a la historiografía modernista de la posguerra española, y algunos de sus
artículos constituyen verdaderos «clásicos».

Estudis. Revista de Historia Moderna. Revista anual publicada por el Departamento de His—
toria Moderna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia. Nació
en 1972. La mayoría de sus artículos están escritos en lengua castellana, si bien se incluyen
algunos en valenciano. El objetivo de la publicación es estudiar <<temas valencianos de los
siglos XVI, XV11 y xvm». Se puede consultar más información en: http://www.uv.es/ºubli—
cacions/

Hispania. Revista Española de Historia. Publicación semestral del Centro de Estudios His—
tóricos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Apareció en 1940, y
recoge artículos sobre todos los periodos de la historia de España. El último número publi—
cado corresponde al año 2002. Se pueden consultar los índices completos de todos los nú—
meros apareeidos en: http://Www.modernal.ih.csic.es/hispania/default.htm

Hispania Sacra. Publicación semestral del Centro de Estudios Históricos del Consejo Supe—
rior de Investigaciones Científicas (CSIC). Su interés primordial es la historia de la Iglesia
en España. Interesante para el conocimiento de este ámbito de investigación histórico. De
los últimos volúmenes publicados, es digno de mención el número 51 (correspondiente a
1999) donde se recogen las actas del Congreso de Historia de la Iglesia en España y en el
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 749

Mundo Hispánico. Se pueden consultar los índices completos de esta revista en:
httpz/lwwwmoderna 1 .ih.csic.es/hispaniasacra/default.htm

Índice Histórico Español. Publicación periódica aparecida en 1953, vi gente en la actualidad.


En el presente su publicación corre a cargo del Centro de Estudios Históricos Internaciona—
les del Departamento de Historia Contemporánea de la Facultad de Geografía e Historia de
la Universidad de Barcelona. Es una revista que contiene reseñas sobre buena parte de la
producción histórica vinculada al mundo hispánico. Evidentemente, la presencia de obras
dedicadas a la época moderna es muy considerable. Se puede consultar más información
en: http://www.publicacionsubes/

L’Avenç. Revista d’Histôria. Publicaciön mensual escrita en catalán. Tomó su nombre de la


homónima publicación que apareció a finales del siglo XIX en Cataluña y que fue portavoz
del Modernismo catalán. Apareció en el año 1976. Combina la investigación histórica con
la difusión, si bien siempre con un alto rigor científico. A menudo aparecen artículos rela—
cionados con la Edad Moderna, sobre todo Vinculados a Cataluña y los Países Catalanes
(País Valenciano, Baleares, Cataluña Norte—Rosellón). Se puede consultar más informa-
ción en: http:/lwww.lavenc.com/

Manuscrits. Revista a’ ’Història Moderna. Publicación del Departamento de Historia Moder-


na y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Apareció en 1985. Publi—
i
, ca artículos en lengua catalana y castellana. La revista se organiza en torno a uno o más do—
"J
î鱒 sieres o debates de temas de actualidad historiográfica en el ámbito dc la historia moderna.
=‘ Se puede consultar más información en su página web: http://seneca.uab.es/manuscrits/

Memoria y Civilización. Anuario de Historia de la Universidad de Navarra. Publicación


anual del Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Navarra. Nació en 1998, y cada número incluye un dossier monográfico de artículos y
colaboraciones sobre las últimas tendencias de investigación historiográfica (así, por
ejemplo, el número 5, correspondiente a 2002, presenta un monográfico sobre el tema
«Biografía e Historia»), además de un apartado de recensiones. A partir del número 4
(correspondiente al año 2001), se pueden consultar los resúmenes (abstracts) de los ar—
tículos. Se puede obtener más información en su página web: http://WWW.unav.es/histo—
ria/memoriaycivilizacion/default.html

Obradoiro de Historia Moderna. Publicación anual publicada por el Departamento de His—


toria Medieval y Moderna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de San-
tiago de Compostela. Aparecida en 1992. En gallego y castellano, su ámbito de interés es la
época moderna gallega y del resto de España. El último número publicado es el 11, corres—
pondiente al año 22. Se pueden consultar los sumarios de todos los números en:
http://www.use.es/spubl/revobradoiro.htm

Pedralbes. Revista d ”História Moderna. Revista anual publicada por el Departamento de


Historia Moderna de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona.
Apareció en 1980. Pretende hacerse eco de las últimas líneas de investigación en historia
moderna. Publica artículos en lengua catalana, si bien abundan colaboraciones en castella—
no y, en menor medida, inglés y francés. Recoge (en los volúmenes 8, 13, 18 y 23) las actas
del Segundo (1988), Tercer (1993), Cuarto (1998) y Quinto (2003) Congresos de Historia
Moderna de Cataluña, organizados por el mismo Departamento. A destacar el número 19
750 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

(1999), que constituye un volumen monográfico dedicado a la Paz de Westfalia. El último


número publicado es el 24, correspondiente al año 2004. Se puede consultar más informa—
ción en: http://www.publicacions.ub.cs/

Reeerqnes. História, Economía, Cultura. Publicación semestral vinculada a la Asociación


Recerques. Escrita en catalán, su ámbito de interés es la historia moderna y contemporánea
de Cataluña, aunque también abundan los artículos sobre historia de España.

Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante. Revista anual publicada


por el Departamento de Historia Moderna de la Universidad de Alicante. Creada en 1981.
Publica artículos relacionados con la historia moderna de España. El último número publi-
cado (20), corresponde al año 2002, e incluye artículos sobre la «Enseñanza y vida acadé-
mica en la España Moderna». Asociada a la Fundación Española de Historia Moderna. Se
pueden consultar sus índices en: http://publicaciones.ua.es/

Studia Historica. Historia Moderna, Publicación modernista de la Universidad de Salamanca.


En eastellano. Apareció en 1983 con la inteneiôn de publicar cuatro números cada año, pero en
la actualidad es semestral. Se centra en la historia de Castilla, aunque abundan los artículos re—
lacionados con el resto de España, y también de Europa. Desde 1994 mantiene un convenio
con la FEHM (Fundación Española de Historia Moderna) para la coedición de la revista. Una
sección de la revista es el Boletin de la Fundación Española dc Historia Moderna, que aporta
interesante información sobre las actividades llevadas a cabo por algunas universidades y cen—
tros de investigación españoles. Hay que destacar el volumen 17 (1997) que incluye artículos
sobre el tema <<Felipe II, el ocaso del reinado (1589—1598)» y el 20 ( 1999) en el que apareció un
detallado informe sobre la España de Carlos lll. Se puede consultar más información en:
http://www3.usa1.es/%7Eeus/cat/rev/hmodcrna.htm

Trocadero. Revista de Historia Moderna у Contemporánea. Publicación del Departamento


de Historia Moderna, Contemporánea, de América y del Arte de la Universidad de Cádiz.
En lengua castellana, en la página http://www2.uca.es/dept/historia moderna! se pueden
consultar los índices de los números 8—9 (1996-1997) y 10—l 1 (1998—1999). El ûltimo nú—
mero publieado (hasta la fecha) es el 12—13, correspondiente a los años 2000—2001.

1.4. INTERNET Y LA HISTORIA MODERNA

Baró i Queralt, X. (2002): «Bibliografia y e—referencias» en Floristán, A. (coord.), Historia


Moderna Universal, pp. 799-812, Barcelona.
Castells, M. (2001): La Galaxia Internet: reflexiones sobre Internet, empresa y sociedad, Bar—
celona.
Fernandez Izquierdo, F. (2000): <<La historia moderna y nuevas tecnologías de la información
y las comunicaciones». Cuadernos de historia moderna, 24, pp. 210 y ss.
— ( 1995): Internet e historia contemporánea de España, Madrid.
_ (2001): Las ciencias sociales en Internet, Mérida.
Martín Patino, J. M., Beltrán Llera, J. A. y Pérez Sánchez, L. (2003): Cómo aprender con
Internet, Madrid.
Minuti, R. (2000): «Internet e il mestiere storico. Riflessioni sulle incertezze di una mutazio-
ne», Cromohs, 6, pp. 1—75. Disponible también en la Red:
http://www.cromohs.unifi.iUó 200l/rminuti.html
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 751

2. Internet y recursos digitales. Referencias y pautas para su interpretación

2.1. ALGUNOS CAMBIOS PRODUCIDOS EN LA INVESTIGACION EN HISTORIA MODERNA


A RAÍZ DE LA APARICIÓN DE LAS TIC

Hasta hace unos pocos años (en buena parte de España podríamos situarnos en el
primer lustro de la década de 1990), la persona interesada en el estudio e investigacion

una Obra, de época o contemporánea que no se hallaba en el centro, se tenía que acudir al
préstamo interbibliotecario o bien tratar de localizar la fuente en el centro de origen y
desplazarse, Si había la posibilidad, al centro en que se hallaba la dicha obra. Es evidente
que el tiempo invertido aumentaba considerablemente, y aun a veces sin poder obtener
los resultados deseados. Por otra parte, el estudioso de un tema en concreto, aunque es—
tuviese dotado de cautela y perspicacia, podía llegar a deducir que no existía, con toda
seguridad, más información sobre un aspecto concreto.
La irrupción y la constante consolidación de las TIC (Tecnologías de la Informa—
ción y la Comunicación) han empezado a cambiar por completo esta realidad, y es de
esperar que el panorama aún cambie más en pocos años. En estos momentos ya resulta

ner presente las posibilidades de trabajo que ofrecen las TIC. A continuación tratare—
mos de acercarnos a esta nueva realidad que, como acabamos de decir, aún comporta—
rá muchos más cambios a corto y medio plazo.
El primer hecho a considerar es, Sin duda alguna, el incremento notabílísimo de in—
formación al alcance del investigador y/o interesado. Éste, apriorísticamente, es un ele—
mento estéril, que Sólo desde la múltiple intersubjetividad puede ser considerado como
positivo o negativo. Para empezar, está claro que las posibilidades de conocimiento han
aumentado (y aumentarán) vertiginosamente. Hay que pensar que a mediados del año

otras disciplinas académicas, las consecuencias de este cambio son incuestionables: po—
demos encontrar, por poner un ejemplo, información detalladísima sobre las Alteracio—
nes de Aragón en una web realizada en los Estados Unidos, así como una colección de
documentos inéditos de Felipe II llevada a cabo en Inglaterra. El investigador tiene que
ser consciente de esta nueva realidad, y obrar en consecuencia, esto es: tratar de contro—
lar al máximo las herramientas que le permitan acceder a esta información. En la actua—
lidad, ya no es un problema acceder a la información; lo es, precisamente, saber selec—
cionarla e interpretarla. Obviamente, el exceso de información es un problema del que
nos ocuparemos posteriormente en el apartado 2.4.
752 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Ahora bien, esta realidad debe ser analizada. En primer lugar, no todo lo que aparece
en la Red es verídico ni tiene por que tener siempre calidad. Y en segundo lugar, la tarea
del historiador no debe [ij arse a partir de ahora únicamente en la localización exhaustiva y
detallada de webs, y más si se tiene en cuenta el carácter caduco de algunas de estas fuen-
tes de información. En lo que se refiere al primer punto, hay que ser cautos y prudentes. La
información que se cuelga en la Red es sólo eso, información, y corresponde al investiga—
dor verificar, hasta el extremo en que sea posible, dicha infomación, así como valorar su
importancia y trascendencia. Por lo que respecta al segundo, nos podemos regir por los
consejos expuestos por Aristóteles hace más de 2000 años en su Metafísica: el conoci—
miento se adquiere y se transmite por el hecho de poseer la teoría, las causas, y no única—
mente por ser experto en la práctica. Sin unos conocimientos sólidos de historia, la Red
nos puede proporcionar datos e imágenes, pero no nos ayudará en el conocimiento y el
análisis. Hay que saber encontrar qué nos ofrece la Red, y no tiene sentido quedarse admi—
rado (¡cuando no aterrorizado!) por la cantidad de información que por ella circula, tarea
tan vana como estéril, ya que, como hemos dicho, la información varía, y es imposible co—
nocer la totalidad de lo que está colgado en la Red. En este sentido debe imponerse el sen—
tido común e incluso la humildad; así como siempre existirá un libro nuevo por descubrir,
siempre habrá una web interesante que desconozcamos.
Otro hecho a destacar, estrictamente positivo, es la rapidez. La información cir-
cula y, si los medios técnicos lo permiten, lo hace rápidamente. Ser conscientes de esta
realidad nos permite ampliar considerablemente la cantidad y, como ya se ha dicho,
quizás también la calidad de información. En este punto, el reto es aun mayor: hay que
pensar que, en cierto modo, depende del investigador ampliar infinitamente las posi—
bilidades de adquirir nueva información, nuevos conocimientos. Se puede afirmar sin
caer en la hipérbole que a partir de ahora ya no se puede dar ningún tema por zanjado,
ya que nuevas revisiones y aportaciones pueden llegar en el momento más inesperado
desde el lugar más aparentemente remoto.
Por último, para poder comprender la verdadera revolución silenciosa que está
suponiendo la implantación de Internet en España (que lamentablemente no es uno de
los países punteros en Europa en este ámbito), vale la pena recordar que, según datos
del Estudio General de Medios, a inicios de 1996 sólo un 0,7 % tenía acceso a Internet,
mientras que en junio de 2002 esta cifra superaba el 25%, lo que supone un incremen—
to más que notable. El perfil general de usuario sería el de un hombre o mujer joven
(25—34 años) de clase media o alta con estudios medios o superiores.

2.2. ALGUNOS CONCEPTOS CLAVES SOBRE INTERNET Y SU FUNCIONAMIENTO

Se habla mucho sobre Internet, pero seguramente vale la pena aclarar sucintamente
qué es y cómo funciona. Internet es una red de redes de ordenadores capaces de conectarse
de manera transparente a través de unas líneas de comunicación que emplean un lenguaje
informático común. Por su parte, una red es un conjunto de ordenadores y dispositivos co-
nectados entre ellos. El acceso más generalizado a Internet se produce mediante la red te—
lefónica. En Internet podemos hacer uso de diversos servicios. Sin duda, los que más nos
interesan son los grupos de noticias, el chat (que permite establecer una comunicación in—
teractiva entre dos o más usuarios), el correo electrónico (que permite enviar y recibir
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 753

información y establecer contacto entre usuarios), las listas de discusión (enlas que varios
usuarios pueden intercambiar opiniones sobre temas específicos) y la World Wide Web
(WWW). Centrémonos en este ûltimo. Este sistema de navegación permite enlazar docu—
mentos y poder acceder a una inmensa cantidad de información.

2.3. ENCONTRAR INFORMACIÓN EN INTERNET

Distinguiremos varios servicios que ofrece la Red para poder acceder a la infor—
mación. Tal y como ya dijimos, dependerá después del usuario constatar la validez e
interés de los recursos hallados.

2.3.1. Buscadores y metabuscadores

Mediante el uso de un programa (software) o robot, recorren la Red localizando


las webs que hacen referencia a los términos o conceptos que necesitamos. Los meta—
buscadores permiten buscar en diferentes buscadores. Para sacar el máximo rendi—
miento, es importante familiarizarse con el lenguaje específico de los buscadores, que
suele basarse en la lógica booleana (AND —y—, OR —o—, NOT —n0—). Así, por
ejemplo, se puede buscar información sobre «Carlos I AND Felipe II». Evidentemen—
te, se trata de plantear la incógnita con el máximo de precisión, para poder obtener los
resultados más precisos. Veamos algunos. Todas las direcciones mencionadas en el
texto se consultaron y revisaron por última vez a finales de septiembre del año 2004.

Google: http:/lwww.google.com. En castellano, permite realizar las búsquedas de recursos


existentes en el propio buscador (hay que clicar sobre <<Búsqueda en Google») y realizar bús—
quedas de manera aleatoria (hay que clicar sobre «Voy a tener suerte»), tal que introduciendo
un concepto (por ejemplo, <<Contrarref0rma») nos aparecerá un único artículo. Si nos dirigi—
mos al «Directorio Web de Google» podemos acceder a una serie de referencias de recursos
y portales dedicados al mundo de la historia.

Fast: http://WWW.allthcweb.com. En inglés, permite realizar búsquedas de recursos existentes


en cualquier idioma («Any language») o en una lengua en concreto. En la actualidad se pue—
den hallar más de dos billones de páginas de cualquier temática.

Dmoz: http://www.dmoz.org. En inglés, permite buscar recursos existentes en la Red y tam-


bién dispone de un índice de páginas temático. Para localizar los recursos destinados a la
historia hay que clicar en Arts (<<Artes») y después haccrlo en Humanities («Humanida—
des») y finalmente en History. Constan más de 11.000 páginas relacionadas con el tema,
casi 300 en castellano, más de 100 en catalán y más de una veintena en vasco.

Yahoo!: httQ://Www.yahoo.com. Sin duda, uno de los más populares. En ingles, castellano
(http://Www.yahoo.es) y catalán (http://ct.yahoo.com), se actualiza diariamente. La ver—
sión española permite buscar páginas escritas en castellano («Sitios en castellano») o bien
realizar búsquedas en páginas de España («Sólo sitios de España»). Permite realizar bús—
quedas muy extensivas, ya sea consultando su índice temático (en lo que se refiere a la his—
toria, se pueden buscar recursos por periodo histórico o por tema) o utilizando la opción
Search (Búsqueda).
754 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Altavista: http://www.altavista.com. En inglés y castellano (http://es.altavista.com), inclu-


ye más de 40 millones de referencias. Se pueden realizar consultas simples (Simple
Search) y avanzadas (Advanced Search). Se puede consultar también en catalán, gallego y
vasco, y se pueden desglosar los resultados de la búsqueda según los idiomas que se hayan
escogido. Permite realizar búsquedas de recursos de España y del mundo. No incluye un
listado temático desglosado.

The WWW Virtual Library: http://vlib.iue.it/. En inglés, permite realizar búsquedas con—
cretas. Incluye un extenso listado de recursos relacionados con la Historia, ya sean temáti-
cos (By topic) 0 estatales (Regional). En la sección de historia de España
(http://vlib.iue.it/hist—spain/Index.html) se incluye un apartado dividido en regiones (Ara—
gón, Madrid, Cataluña y País Vasco), etapas históricas (Prehistoria, Antigua, Medieval,
Moderna y Contemporánea), áreas temáticas (biografías, demografía, historia social, his—
toria de las mujeres, ciencia, cultura). Algunos de estos ûltimos apartados aún no estaban
finalizados cuando se acabaron de redactar estas páginas.

Librarians’ Index to the Internet: http:/¡hi.org. En inglés, vinculado a la Biblioteca de Ca—


lifornia. Permite acceder a más de 9000 fuentes seleccionadas y evaluadas por biblioteca—
rios. Tiene un servicio de noticias (New This Wee/<) al que se puede suscribir y acceder gra-
tuitamente. La sección de historia (History) consta de más de 30 apartados diferentes. Se
recibe cada semana y goza de más de 10.000 suscriptores de más de 85 países.

HistorySeek: http:/lhistoryseek.com. En inglés, se trata de un buscador creado especial—


mente para historiadores, investigadores y personas interesadas en el mundo de la historia.
Permite realizar búsquedas concretas y también consultar los diferentes índices temáticos.
Especialmente interesantes los dedicados a los siglos XVI, XVII y XVIII.

Agencia Española del ISBN: http://Www.mcu.es/bases/spa/isbn/ISBN.html. En castellano, se


trata de un buscador gestionado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Permite co—
nocer todos los libros editados en España desde 1972. Es sin duda alguna una herramienta útil,
ya que se pueden realizar consultas rellenando sólo un dato (título, autor, etc.).

2.3.2. Las bibliotecas digitales: una nueva manera de acceder a los textos

Las bibliotecas digitales nos permiten acceder a una serie de servicios que trans—
forman notoriamente la relación hasta el momento existente entre lector y documento.
Evidentemente, desaparece la problemática de desplazamientos y de horario, aumen—
tan notablemente las posibilidades de consultar obras que antes nos eran lejanas (a
causa de su ubicación) y también es claro que se ha iniciado un proceso de desnatura-
lización del documento, que se halla al alcance del lector desde su domicilio o lugar de
trabajo, a menudo alejado del lugar de depósito del libro, con todas las consecuencias
histórico—sociales que este hecho conlleva. No es lo mismo consultar los fondos de la
Biblioteca Nacional de París in situ que hacerlo desde el despacho, el aula o el domici—
lio particular.
Las bibliotecas digitales nos permiten realizar consultas en línea de referencias
documentales, acceder a bases de datos y colecciones documentales, realizar el prés-
tamo de documentos y cargar ficheros que sean del interés del investigador. He aqui
algunas de ellas y las referencias de algunos catálogos digitalizados:
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 755

Archivos Españoles: http://www.cultura.mecd.eS/archivos/index.html En castellano, este


portal del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte permite el acceso a las páginas de
los diversos archivos estatales españoles.

Biblioteca Nacional de España: httpzl/wwwbnees En castellano, permite la consulta de


ARIADNA, que es cl catálogo bibliográfico de la Biblioteca. Éste incluye casi dos millo-
nes de libros modernos (a partir de 1831), casi 50.000 antiguos (hasta 1831), además de va—
rios miles de manuscritos, mapas y otros materiales. Permite realizar consultas generales,
especificas y sobre un autor o título concreto…

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: http://cervantesvirtual.com Amplia y muy com—


pleta. Aceediendo a la sección de Historia se incluyen dos apartados dedicados a Carlos V
(especialmente documentado es el apartado dedicado a historiografía y recursos existentes
en la Red) y ala Monarquía hispánica (desde los reyes visigodos hasta los Borbones, inclu—
yendo una biografía de cada monarca y enlaces a otras páginas dedicadas a cada soberano).

Biblioteca de la Universidad de Barcelona: http:/lwww.bib.ub.eS/bub.bub.htm En caste—


llano, inglés y catalán. Permite acceder a artículos, sumarios electrónicos, revistas electró—
nicas, bases de datos, dosieres electrónicos c imágenes de arte, entre otros.

Biblioteca General de Humanidades: …:wawcsic.es/cbic/BGH/bghhtm Incluye am—


plia información sobre esta biblioteca del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Bibliotecas de Arte de España y Portugal: …://www.mcu.es/BAEP/index.html En cas—


tellano, especialmente interesante para detectar obras de arte de todos los periodos históri—
cos (evidentemente también de la Edad Moderna).

Catálogo Colectivo de las Bibliotecas Públicas Españolas: http://www. mcu.es/ bpe/


bºehtml En castellano, permite realizar búsquedas en las diferentes bibliotecas públicas
de España. El índice se halla desglosado por comunidades autónomas y provincias.

CBUC: Consorcio de Bibliotecas Universitarias de Cataluña: http://Www.ebuc.es/vtls/


spanish En castellano, permite la consulta de todos los catálogos de las universidades catala—
nas, entre otros servicios.

Internet History Sourcebooks Project: http://Www.fordham.edu/halsall/ En inglés, inclu-


ye coleccioncs de textos de interés histórico. Es destacable la presencia de textos de época.

Libros Digitales: http:/lwwwbooksfactorv.com/indice.html En castellano, permite locali—


zar información sobre libros de cualquier materia e idioma, y permite acceder a la consulta
de libros digitales. Muy completo.

Madroño: Consorcio de las Universidades de la Comunidad de Madrid y la UNED para


la cooperación bibliotecaria: http:” 147.96. 1.1 10/ En castellano, ofrece información
sobre bibliotecas universitarias de la Comunidad de Madrid y variada información sobre la
UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia).

Servicio de Archivos y Bibliotecas de la Universidad de Salamanca: http://www3.usal.es/N


sabus/biblioteca.htm Ofrece una valiosa información sobre bibliotecas universitarias espa—
ñolas y centros de investigación nacionales. Util e imprescindible.
756 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

2.3.3. Las listas de distribución relacionadas


con la historia moderna de España

Se trata de una agrupación de usuarios de correo electrónico que comparten in—


formaciones entre sí. Su manera de proceder es bien sencilla: el usuario, siguiendo
unas directrices en lo que se refiere a normas estilísticas, envía un mensaje a un orde—
nador. La lista distribuye el mensaje a todos los miembros suscriptores, y éstos res-
ponden al usuario o a todos los miembros de la lista. Son especialmente útiles para
compartir información y conocimientos, y para mantener debates entre los miembros
de la lista. Hay que decir, sin embargo, que la presencia de listas de distribución rela-
cionadas con el ámbito de las humanidades (y en concreto la historia moderna) aún es
escasa y poco significativa, si bien hay factores (entre éstos, la calidad y el rigor cientí-
fico) que permiten augurar un futuro de consolidación de las listas vinculadas a la épo—
ca moderna.
En este momento, en España existen tres listas especialmente atractivas para el
interesado en historia moderna y las TIC:

ERASMO: Lista dedicada al estudio de la Edad Moderna: http://www.rediris.cs/


archives/erasmo.html Forma parte de la revista Tiempos Modernos, de la que hablare-
mos en el apartado 2.3.4. Se trata de la única lista de distribución exclusivamente dedicada
a la historia moderna en España en castellano.

COLON: Historia y tecnologías de la información: http:/lwww.rcdiris.cs/list/info/


colon.html Entrc sus objetivos está, obviamente, el de investigar sobre la aplicación de
las nuevas tccnologías en el ámbito de la historia.

SIGLO-XVIII: http://www.rediris.cs/list/info/siglo—xviiies.html Lista de distribución en


castellano dedicada al estudio del siglo de la Ilustración. Se trata de una iniciativa del Insti—
tuto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Oviedo.

Para conocer qué listas de distribución aparecen en Rediris http:/lwwwredirises


Rediris es la Red Académica y de Investigación Nacional Española patrocinada por
el Plan Nacional de Investigación y Desarrollo y gestionada por el Consejo Superior
de Investi gaciones Científicas), consúltese: http://www.redirises/list/tema/tematic.
es.html
Por otra parte, existe un directorio de foros y listas de distribución dedicados al
mundo de la historia:

Directory of discussion lists for historians: http://www.arts.cuhk.cdu.hk/LocalFilc/


histlist.html#Z36 En ingles, se trata de una lista muy completa, si bien hay que decir que
no está actualizada (la última actualización data de noviembre de 1994), con lo que algunos
de los foros pueden haber desaparecido.

2.3.4. ¡… revistas digitales sobre historia moderna

Las revistas digitales comparten con las tradicionales revistas en formato papel
el hecho de que publican artículos vinculados a un ámbito concreto del conocimiento.
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 757

Ahora bien, es evidente que aún no gozan del reconocimiento unánime de la comuni—
dad científica, debido a que se necesita una considerable familiarización con el uso de
las TIC y a su todavía escasa difusión. Sin embargo, es fácil prever que su implanta—
ción será mayor con el paso de los años, a medida que esta realidad se vaya modifican—
do y que se vayan resolviendo ciertos problemas técnicos. Hay que tener presente,
como elementos positivos que las diferencian de las publicaciones en formato papel,
que permiten un acceso rápido, que no presentan problemas de almacenamiento y que
permiten una conexión bidireccional entre lector y autor.

Cuadernos de Historia Moderna: http://www.ucm.es/info/hismoder/cuad.htm Se trata de


la revista del Departamento de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Ma—
drid. Incluye los índices de todos sus números (1980—2000), a partir de 1999 incluye los
resúmenes (abstracts) en castellano e inglés.

CROMOHS: Cyber review of modern historiography: http:/lwww.unifi.it/riviste/


cromohs/bibliot/cataloghtml Incluye una biblioteca digital con diversos textos del siglo
XVI al siglo xx. Es destacable la colección de textos del siglo XVIII. Incluye unos metaíndi—
ces muy interesantes.

Eliohs: Electronic Library of Historiography: http:/lwwweliohs.unifi.it/índex.html En


italiano e inglés, se trata de una revista que presenta textos fundamentales de la historia de
la historiografía desde el Renacimiento hasta la actualidad. Permite realizar búsquedas por
Siglos o consultando el catálogo de autores.

Epistemon: Textes électroniques et Etudes sur la Renaissance: http:/lwwwmshs. univ—


poitiers.fr/adoni/Epistemonhtm Revista digital en frances vinculada a la Universidad de
Poitiers que incluye textos sobre el Renacimiento y a la vez es foro de reflexion sobre este mo—
vimiento cultural de la Edad Modema.

The Journal of Multimedia History: http://Www.albany.edu/jmmh En inglés, su contenido es


básicamente de historia contemporánea, si bien hay artículos sobre la época moderna.

Tiempos Modernos: htt ://ticm osmodernos.rediris.es En castellano, se trata de una revis—


ta electrónica centrada en la época moderna. Su ámbito de interés básico es la historia mo—
derna, pero se pueden encontrar aportaciones relacionadas con la historia del arte y la lite—
ratura. Pretende, entre otras cosas, que la historia moderna deje de ser «la pariente pobre»
de la historia en Internet (según la acertada expresión de la profesora Ana Carabias). Tiene
su propia lista de distribución (ERASMO) y forma parte del portal Mundos Modernos,
del que hablaremos en el apartado 2.3.5. En su portal se pueden consultar los artículos de
los números anteriores y una serie de enlaces muy interesantes. El último número apareci-
do es el 8, correspondiente a mayo-septiembre de 2003.

2.3.5. Recursos у portales vinculados a la época moderna

Se trata de páginas de Internet que agrupan contenidos e informaciones diversas.


Sin duda, una de las mayores ventajas que ofrece la Red, ya que en ellos se puede en—
contrar información de considerable valor e interés. La mayoría han sido realizadas
por particulares y, en el caso de la historia moderna, a menudo por profesores de ense—
758 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

ñanza media o universitaria o investigadores. Aun así, empiezan a consolidarse algu—


nos portales realizados por asociaciones de investigadores. Sus problemas principales
son básicamente dos: la caducidad (podemos localizar una web de gran interés que de—
saparezca en breve) y la verificación de la información. Tal y como ya se ha dicho, co-
rresponde al interesado verificar la información existente. Aun así, las oportunidades
que ofrecen recursos y portales son variadísimas, y se pueden encontrar desde textos
informativos meramente evenemenciales y de explicación de sucesos acontecidos
hasta mapas o textos autógrafos. Sin duda alguna, el inglés se ha convertido en la len-
gua de mayor difusión en la Red, y es casi imprescindible tener unas mínimas no—
ciones de dicho idioma para poder acceder a la información. Sin embargo, existen
bastantes recursos de gran calidad en lengua castellana. Veamos algunos de los más
interesantes y representativos del momento. Por supuesto, no se pretende ni es en esta
ocasión factible realizar un listado exhaustivo de páginas relacionadas con la historia
moderna. Teniendo en cuenta que una de las características de Internet es que la infor—
mación no se halla ordenada, hemos establecido la siguiente jerarquía: en primer lu—
gar, portales genéricos, y en segundo término portales más específicos y concretos, di—
vididos a su vez por siglos.

2.3.5.1. Portales genéricos (que abarcan todo el periodo)


y de instituciones académicas

Real Academia dela Historia: http://rah.insde.es/ En castellano, se trata del portal de esta
institución. Se puede encontrar información administrativa sobre la Real Academia, así
como de sus publicaciones y actividades.

Fundación Española de Historia Moderna: http:// 161 .1 1 l' . 141 .93/fehm/ y http:/¡www.
moderna. 1 .ih.csic.es/fehm/ En castellano, es el portal de la FEHM (la Fundación Española
de Historia Moderna, anteriormente Asociación Española de Historia Moderna). Incluye infor—
mación sobre las reuniones científicas organizadas por esta institución, así como un Boletín en
el que se ofrece información sobre las actividades llevadas a cabo por varias facultades españo—
las. También resultan interesantes la sección de enlaces y la dedicada a las VII (Ciudad Real,
2002) y VIII (Madrid) Jornadas Científicas organizadas por la FEHM.

Mundos Modernos. Portal de Historia Moderna: http://www.mundosmodernos.org/ En


castellano, es uno de los portales realizados en España más activos y completos. A destacar
sobre todo las secciones de noticias, enlaces, tesis doctorales, novedades editoriales y resc—
ñas de libros.

Departamento de Historia Moderna (Consejo Superior de Investigaciones Científicas):


http://Www.moderna.ih.csic.es/default.htm En castellano, es el portal del Departamento
de Historia Moderna del CSIC. A destacar la información proporcionada por Francisco
Fernández Izquierdo en el apartado «Historia y las Nuevas Tecnologías de la Informa—
Clon».

Modernitas: Bibliografía de Historia Moderna: http://www.modernal .ih.csic.es/modernitas-


/default.htm. En castellano, se trata de una ambiciosa base de datos sobre bibliografía mo—
dernista. Bien estructurada y de fácil acceso, resulta sin duda útil e imprescindible para cono—
cer los recursos más destacados sobre Historia Moderna Universal y de España.
BIBLIOGRAFÍA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 759

Asociación Española de Historia Económica: http:/¡www.aehcnet Vinculada a la Univer-


sidad de Alcalá de Henares, en su portal se puede hallar información diversa (congresos,
publicaciones, tesis doctorales, etc.) sobre la historia de la economía en España.

Historia a Debate: http://www.h—debate.com/ Web en castellano y gallego a cargo del pro-


fesor Carlos Barrios de la Universidad de Santiago de Compostela. No es una web específi—
ca sobre la Edad Moderna, sin embargo, puede ser de gran interés para todo aquel que se
cuestiona sobre la tarea del historiador en nuestros tiempos. Se trata de una red estable que
permite la comunicación y el intercambio de opiniones entre historiadores de todo el mun—
do, mediante actividades presenciales y en la red de redes, dentro y fuera de las institucio—
nes académicas. Es un foro de debate riguroso y científico sobre el trabajo y cultivo de la
historia en nuestros días. También se pueden encontrar los resúmenes de las Actas de los
Congresos realizados en 1993 y 1999, respectivamente.

Proyecto Clío: http://cli0.rediris.es/ En castellano, se recogen materiales para el estudio de


la historia, ya sea para la enseñanza secundaria o la universitaria. Consta de cuatro grandes
bloques: estudiantes (enseñanza secundaria), profesores (enseñanza secundaria), universi—
tarios (docencia) e investigación.

Anillo Español de Historia: http:/lelsitiode/historial En castellano, se trata de una serie de


páginas web vinculadas entre sí por un hiperenlace que permite ir a otros enlaces del mis—
mo interés sin necesidad de consultar buscadores externos.

Recursos de Historia en Español: http://ñloesp.topcitiescom/HlSTORlAhtm En castellano.


Portal a cargo de José María Filgueiras Nodar que permite acceder a webs estructuradas por pe—
riodos cronológicos (Prehistoria, Antigua, Medieval, Moderna, siglos XIX y XX). También in—
cluye, grupos de webs de historia del arte, de la ciencia y de América, además de biografías.

Portal de Historia.com: http://www.portaldehistoria.com/. En castellano, es un portal ge-


nérico dedicado a la historia universal.

AEUE (Asociación de Editoriales Universitarias de España): http://www.aeue.es. En


castellano, se trata del portal de la Asociación de Editoriales Universitarias de España, que
engloba un total de 50 editoriales universitarias españolas, que a su vez han publicado más
de 25.000 libros. Es, pues, un portal útil para localizar, mediante su catálogo, buena par—
te de la producción editorial de las universidades españolas.

NEU (Novetats Editorials Universitàries): http://www.neu—e.com En catalán y castellano,


se trata de un portal de similares características al anterior. Vinculado a l’Institut Joan Lluís
Vives, que engloba todas las universidades de habla catalana (incluida la de Perpiñán, en
Francia). Así, permite localizar también las publicaciones editadas en la Universidad de
Perpiñán (además de las restantes de Cataluña, Comunidad Valenciana y Baleares).

Voice of the Shuttle: http://vos.ucsb.edu/ Se trata de uno de los portales de temática genéri—
ca más ambiciosos y completos. En inglés, nos permite el acceso a una infinita cantidad de
información de todas las disciplinas humanísticas.

Internet Modern History Sourcebook Fordham: http://www.fordham.edu/halsall/


mod/modsbookhtml. En inglés, se trata de uno de los portales más activos y repletos de in—
760 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

formación. La calidad de sus enlaces es indiscutible, y merece la pena navegar por este recurso
para encontrar infomación válida y a la vez muy actualizada.

History/Social Studies Web Site for K-12 Teachers: http://www.gcocitics.com/dboals.geo/


europehtml En inglés, ofrece más de 60 enlaces a páginas relacionadas con la historia de Eu—
ropa en la época moderna. Se actualiza a menudo.

Internet for Historians: http:/lwwwhurnbul.ac.uk/vts/historv/index.htm En inglés, consti—


tuye una de las introducciones más claras y precisas para introducir al historiador en el uni—
verso de Internet y las TIC. Muy aconsejable en lo que se refiere a planteamientos didác—
ticos.

History Departments Around the World: http://chnm.gmu.edu/hy/depts En ingles, per—


mite accedcr a las páginas web de los departamentos de Historia de las universidades.
Especialmente útil para localizar información de tipo administrativo y legal (direcciones,
nombres de profesores, materias que se imparten).

Hbiv: Biblioteca Virtual de Historia (web de Federico Garcia Morales): httpzl/www.


geocitiescom/fegarc/index.html Se trata de una completa lista de recursos, mayoritaria—
mente en inglés, presentados por Federico García Morales. Se incluye el acceso a textos
electrónicos, tal y como recoge el subtítulo del portal, «Biblioteca Virtual de Historia».
Hasta el momento recoge 22 portales y páginas dedicadas a la Edad Moderna, entre las que
hay que destacar una página que recoge links dedicados al Absolutismo (Absoluzísm Links)
y varios webs dcdicados al Renacimiento (Italian Renaissance, Italian Renaissance Links,
Renaissance, Renaissance Links on the WWW, Renaissance Resources).

Web del Instituto de Salud Carlos III: http://www.isciii.cs/museo/museo.html En caste-


llano, permite realizar una visita virtual por el museo, donde podemos encontrar informa—
ción (biografías, ilustraciones, reproducciones de material médico) sobre la historia de la
Sanidad en España. Hay que destacar la información sobre el historial médico de los distin—
tos reyes hispanos (también los de la Edad Moderna).

Web del Centro Virtual Cervantes: http://cvc.cervantes.es/actcult/museo naval/ En cas—


tellano, permite realizar una visita virtual al Museo Naval. Incluye biografías e imágenes
de personajes destacados, así como la reproducción de armas, objetos de guerras y navíos.

Mapas Histórico-Políticos de la Edad Moderna: http://personal.redestb.es/naoer01968/


spanish.htm y http://idd02n6r.eresmas.net/spanish.htm En castellano, se incluyen varios
mapas de destacado interés. Según su propio creador, se trata de «1a presentación de un
Atlas Histórico de la Frontera Política. Contiene una selección de mapas históricos y políti-
cos desde 1789 (y algunos desde antes) hasta nuestros días. Los mapas están claramente re—
ferenciados por región geográfica y por fechas».

López Martín Collection of Maps and Manuscripts: http:/lwwwukans.edu/carrie/


ms room/martin coll/wellcome.html Página realizada por Ignacio López Martín; web—
master del Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la European University Insti—
tute de Florencia. En inglés, se incluycn bastantes mapas de la Edad Moderna, así como la
transcripciôn de varios documentos del siglo XV1 en castellano y vasco.
BIBLIOGRAFÎA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 761

Hazhistoria.c0m: httgzllwwwhazhistoria.com En castellano, se trata de una página elabo—


rada por Emilio Sola, profesor de la Universidad de Alcalá, en la que podemos consultar di—
versos documentos de la Edad Moderna. Hasta el momento se halla disponible la sección
dedicada al Mediterráneo, Oceanía y África. Interesante también la sección de enlaces.

2.3.5.2. Portales sobre el siglo XVI

Figura y Epoca de Carlos V: http://cervantesvirtual.com/historia/CarlosV/index.shtml En


castellano, se trata de un portal mantenido por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Dirigido por Ana M. Carabias y Claudia Moller, ofrece artículos de calidad indiscutible,
escritos por especialistas de la talla de Fernando Bouza, Bartolomé Bennassar, Manuel
Alvar, Roger Chartier, Antonio Dominguez Ortiz, entre muchos otros. Imprescindible para
aproximarse a la figura de Carlos V y su época.

mpzfiwwwlibbyu.edu/~rdh/phil2/ Realizada en la Brigham Young University de Provo


(Utah, Estados Unidos) contiene una serie de cartas escritas por Felipe II. Se incluyen las
reproducciones originales, así como la trascripción castellana y la recensión en inglés.

Revista Iberica.com: http://Www.revistaiberica.com/Grandes Reportaies/felipescgundo/


madridhtm En castellano, estamos ante una revista digital sobre viajes y turismo que in—
cluye un interesante artículo sobre el Madrid de Felipe II.

2.3.5.3. Portales sobre el siglo XVII

La Monarquía hispánica en el Siglo XVI]: http://www.artehistoria.com/historia/contextos—


/l 760.htm En castellano, portal quc ofrece informaciòn válida y actualizada para situarse
en el complejo siglo XVII español.

Los Austrias menores: http://www.educa.org/guardiolapageZ/austriasmenores.htm En


castellano, se trata de una página que muestra los sucesos más destacados acaecidos a lo
largo de los reinados de los denominados Austrias menores, prestando especial atención a
los sucesos de política exterior.

Los Austrias del siglo XVII: hípi/cervantcsvírtual.com/historia/monarquia/austrias.shtml En


castellano, se trata de una web mantenida por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Muy
interesante para aproximarse a las figuras biográficas de los monarcas españoles del siglo XVII.
Permite el acceso detallado a las figuras de Felipe III, Felipe IV y Carlos II.

Museo Virtual de la Sanidad Española (siglos xvu y xvm): http:/lwww.isciii.es/museo/


museohtml En castellano, es una página interesante para conocer detalles dela sanidad y
la medicina en la España de la Edad Moderna. Detallada, curiosa y rigurosa.

Los Tercios Españoles: http://www.geocitics.com/CapitolHill/8788/tercios.htm En caste—


llano, se trata de un interesente y curioso portal sobre los Tercios. Ofrece información inte-
resante y curiosa, aunque no se ha actualizado en los últimos años.

Baltasar Gracían (1601-2001): http:/lusuarioslvcos.es/baltasargraciam/index.htm En caste—


llano, es un recurso completo sobre el escritor aragonés.
762 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

Historia de la Mujer en el siglo XVII: httpzl/www.cotidianomuier.0rg/uv/milenio/Si—


glol7.htm En castellano, es un portal dedicado a la historia de la mujer. Si bien no se
centra en la realidad española, resulta interesante para situarse en el tema.

2.3.5.4. Portales sobre el siglo XVIII

De los Austrias a los Borbones: http://www.artehistoria.com/historia/contcxtos/2005.htm En


castellano, relata los sucesos que acaecieron en la España de finales del siglo XVII hasta el rei—
nado de Felipe V. Util y clara.

Los Borbones: http:/lcervantesvirtual.com/historia/monarquia/borbones.shtml En castellano,


se trata de la continuación histórica de la web dedicada a los Austrias mantenida por la Biblio—
teca Virtual Miguel de Cervantes, con idénticas características. Al igual que ésta, se puede con—
sultar infomación detallada sobre Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos Ш у Carlos IV.

Gaspar Melchor de Jovellanos: httpzl/wwwjovellanosnetl En castellano, web dedicada al


filósofo y pensador español. Incluye bibliografía interesante, así como textos biográficos.

La expulsión de los jesuitas: http://cervantesvirtual.com/bib tcmatica/iesuitas/ En caste—


llano, es un portal magnífico para entender las causas que propiciaron la expulsión de los
jesuitas en 1767. Además incluye varios textos de la época de gran valor, así como un resu-
men de la historia de los jesuitas y sus misiones en América.

International Society for Eighteenth-Century Studies (Societé Internationale d’étude du


XVIIIe siècle): http://cl8.neU En inglés y francés, se trata del portal de la dicha institu—
ción. Contiene material muy interesante para los interesados en ese siglo, así como pro—
puestas para trabajar e investigar la historia con las TIC.

Sociedad Española de Estudios del siglo XVIII: http:/¡www.siglo 1 8.0rg/index.htm En cas-


tellano, se trata de un portal centrado en el siglo XVIII. Sin duda alguna, un portal muy útil
para mantenerse al día sobre actividades, publicaciones y congresos que tengan como eje
central el siglo XVIII.

2.4. ALGUNOS CRITERIOS PARA EVALUAR LA INFORMACIÓN EXISTENTE EN INTERNET

Una vez se han presentado los elementos más representativos que se pueden ha—
llar en la red (buscadores, metabuscadores, bibliotecas digitales, listas de distribución,
revistas digitales y portales), es interesante poder contar con algunos criterios que per—
mitan evaluar de manera sucinta la inmensa cantidad de información a la que se puede
tener acceso hoy en día. Tal y como ya se ha dicho, el primer criterio es claro y conci—
so: se debe de ser critico ante cualquier información hallada en la Red, ya que en Inter—
net no hay «editores» que se responsabilicen de la veracidad y/o calidad de la informa-
ción. Este es, sin duda, un criterio básico a seguir cuando se analizan direcciones (tam—
bién se denomina URL: Uniform Resource Locator) existentes en Internet.
En segundo lugar, se aconseja comprobar, en la medida en que sea posible, el
contenido de la información. Algunos criterios útiles pueden ser: verificar si el res—
ponsable de la página justifica o expone de dónde ha extraído la información, diluci—
BIBLIOGRAFIA, INTERNET Y RECURSOS DIGITALES 763

dar cuál es el propósito del autor en el momento de colgar la información. En definiti—


va, en este sentido se trata de valorar la información, atendiendo a aspectos que po—
dríamos denominar externos, algo semejante a lo que sería el análisis del contenido
formal de un documento.
En tercer lugar, sería bueno acercarse al contenido del portal: valorar qué sentido
tiene la información de la página, qué valor tiene (o no) ésta, tratar de observar si se
trata de una página estrictamente informativa (recensíón de documentos, por ejemplo)
o bien Si se emiten opiniones ojuicios (un artículo revisionista sobre la Inquisición eS—
pañola bajo los Austrias, por poner otro ejemplo).
En cuarto lugar, no hay que olvidar aspectos vinculados a la autoría de la página.
Se aconseja, por ejemplo, consultar en algún catálogo de una biblioteca online o en al-
gún buscador Si el autor de la página ha publicado en formato tradicional (papel) y qué
tipo de obras ha escrito.
En quinto lugar, es recomendable tener presente si la página se actualiza con in—
formación nueva o, por el contrario, el contenido de la página se ha colgado en la Red
y no se ha actualizado. También se puede investigar Si los enlaces (links) a otras pági—
nas son vigentes y funcionan correctamente.
En sexto lugar, podríamos fijarnos en el diseño y configuración de la página.
Internet (y toda la nueva civilización que está generando) es, no hay que olvidarlo, un
medio eminentemente visual, en el que las formas deben de ser cuidadas con detalle.
Una página bien estructurada es a priori más atractiva que una desordenada y poco
clara.
En definitiva, de lo que se trata es de evaluar la información que se pueda consul-
tar con el mismo rigor y objetividad con el que nos hemos acercado a documentos y a
libros en papel a lo largo de nuestra vida.

2.5. RECURSOS SOBRE HISTORIA MODERNA DE ESPANA EN CD—ROM:


lNClPIENTES Y SUGESTIVAS PROPUESTAS

Recientemente están apareciendo en España algunas propuestas a cargo de edito—


riales e instituciones públicas para publicar textos clásicos y/o de difícil acceso. Evi—
dentemente, estas ediciones tienen la ventaja que pueden almacenar una gran cantidad
de información en un formato ágil y cómodo como es un CD. Anotamos a continua—
ción dos proyectos altamente sugestivos y útiles:

Biblioteca Hispana Antigua y Nueva de Nicolás Antonio. Publicada en Madrid (Fundación


Universitaria Española, 1998). Se trata de la edición digital de la monumental obra del bi—
bliófilo andaluz Nicolás Antonio, escrita a finales del siglo XVII. Traducida ahora al castella—
no (la original fue escrita en latín), constituye sin duda una importantísima aportación
bio—bibliográfica para conocer los escritores (en sentido lato) españoles. Su formato electró—
nico permite realizar búsquedas concretas. MáS información en: http://www.nova.es/fue

Colección Clásicos Tavera. Vinculada a la Fundación Mapfre Tavera (Madrid), se trata de


una colección de textos clásicos (a menudo sólo disponibles en bibliotecas y pocas veces
en reediciones facsímiles) de gran valor para el conocimiento de la historia de Iberoaméri—
ca, España, sus nacionalidades históricas y regiones. A destacar la serie IV («Historia de
764 HISTORIA DE ESPANA EN LA EDAD MODERNA

España en sus Regiones Históricas») que incluye los volúmenes dedicados a las regiones
de Navarra, Castilla—León (2 CDs), País Vasco (3 CDS), Cataluña (2 CDS), Andalucia, Ara—
gön (3 CDs), Galicia y Murcia y la serie lll («Historia de España») que contiene los si-
guientes títulos referentes a la historia moderna de España: «Obras clásicas sobre los Aus—
trias: siglo XVI», «Obras clásicas sobre los Austrias: siglo XVII», «Textos clásicos sobre los
Reyes Católicos», «Tratados Internacionales de España: 1598—1700», «Tratados Interna-
cionales de España: 1700— 1902», «Textos clásicos sobre los primeros Borbones hispanos».
Más información en: http://Www.tavera.com
En este manual se recogen más de tres centurias de historia que van
desde la unión de los reinados de Isabel I de Castilla Fernando VII
de Aragón, hasta el inicio de las revoluciones politicas de la nacion
española del siglo XIX. Un largo periodo historico que acontece
en escenarios distantes y cambiantes: la Península Ibérica… importantes
territorios en Italia y los Paises Bajos,, la mayor parte del continente
americano у otros enclaves asiáticos.

El libro aborda los acontecimientos más importantes del perío lo. como
la expansión del Imperio o la guerra de sucesión. pero también trata
con profusión la historia económica. social cultural de España, con
capitulos dedicados al Renacimiento. el Humanismo _v el Barroco.

Un completo estudio de uno de los períodos más convulsos v determi—


nantes de la historia de España escrito por treinta profesores de trece
universidades con diferentes perspectivas y estilos pero que comparten
una misma pasión por divulgar de forma rigurosa y comprensible.

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