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En una soleada mañana de primavera, me adentré en la vega cercana al pueblo,

donde el arrayán, un pequeño arbusto de hojas verdes y hermosas flores blancas,


crecía en grupos alrededor de las retamas sin vida. Mientras caminaba, una brisa
ligera hizo que las ramas se cimbraran suavemente. Al llegar al pueblo, me uní a un
corro de aldeanos que se habían reunido para charlar y compartir historias. Noté que
una de las mujeres llevaba un vestido adornado con un embozo de Holanda, que
contrastaba con el paisaje enjuto que rodeaba el lugar. En el centro del corro, alguien
mencionó una anécdota sobre la enjundia de una gallina que se había escapado de
la granja. Cerca de donde estábamos, se construyó una pequeña ermita blanca, un
lugar de paz en medio de la naturaleza, donde los pueblerinos llegaban en romería
para encontrar consuelo. La construcción de la ermita había sido una faena por toda
la solería y el pedernal necesitados , pero valió la pena, ya que se convirtió en el
refugio para muchos. Al lado de la ermita, florecían jaramagos, mi planta preferida
con hermosas flores amarillas que añadían un toque de color a las calles del pueblo.
En el camino de regreso, vi a una mujer mayor, conocida por ser machorra y soltera
toda su vida, cuidando de sus yuntas de bueyes. Al seguir caminando , noté a una
hermosa joven con una mantilla española preciosamente adornada con madroños
que colgaban de su cabello oscuro. Continué mi camino y noté que en la plaza
central, un zagal tenía pedernales para encender fuegos, lo que me recordó por un
segundo cuán útil es la naturaleza en nuestra vida cotidiana. Cerca de allí, un grupo
de niños jugaba entre los árboles tronchados. A medida que el sol se ponía, decidí
finalmente volver a casa, agradeciendo por la sosegada tranquilidad que la
naturaleza y la comunidad me habían brindado en ese día.

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