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TEXTO 2.

EL PEOR ERROR EN LA HISTORIA DE LA RAZA HUMANA


Jared Diamond
Discover Magazine, Mayo 1987, pp. 64-66

El avance de la ciencia ha provocado unos cambios dramáticos en nuestra imagen


autocomplaciente. La astronomía nos enseñó que nuestra Tierra no es el centro del universo,
sino sólo uno más entre los miles de millones de cuerpos celestes. De la biología aprendimos
que no fuimos especialmente creados por Dios, sino que hemos evolucionado junto con otras
especies. Ahora, la arqueología está demoliendo otra de nuestras creencias sagradas: que la
historia humana ha sido una larga historia de progreso. En particular, los descubrimientos
recientes sugieren que la adopción de la agricultura, que imaginábamos como un paso
decisivo en la consecución de una vida mejor, fue en muchos sentidos una catástrofe de la
que nunca nos hemos recuperado. Con la agricultura llegaron las grandes desigualdades
sociales y de género, las enfermedades y el despotismo, que todavía hoy envenenan nuestra
existencia.
A primera vista, la evidencia contra esta interpretación revisionista les parecerá
irrefutable a los ciudadanos norteamericanos del Siglo XX. Estamos mejor en casi cualquier
aspecto que las personas de la Edad Media, que a su vez estuvieron mejor que la gente de las
cavernas, que a su vez estuvieron mejor que los simios. Podemos simplemente enumerar
nuestras ventajas. Disfrutamos de una comida abundante y variada, de las mejores
herramientas y bienes materiales de todo tipo, y de una de las vidas más largas y saludables
de toda la historia. La mayoría de nosotros no corremos el menor peligro de pasar hambre o
de morir en las garras de cualquier depredador. Extremos la energía del petróleo y la
maquinaria más eficiente, no de nuestro sudor. ¿Que neoludita contemporáneo cambiaría su
vida por la de un campesino medieval, un hombre de las cavernas, o un simio?
Durante la mayor parte de nuestra historia vivimos de la caza y la recolección:
cazábamos animales salvajes y buscábamos plantas silvestres. Era una vida que los filósofos
han descrito tradicionalmente como desagradable, brutal y breve. Dado que no se producían
alimentos y apenas se almacenaban, no había (según esa visión tradicional) el menor respiro
en la lucha, que comenzaba de cero cada día, para encontrar alimentos y evitar la muerte por
hambre. La superación de aquella vida miserable se hizo posible hace sólo 10.000 años,
cuando la gente comenzó en diferentes lugares del mundo a domesticar plantas y animales.
La revolución agrícola se extendió hasta que hoy es prácticamente universal y sólo
sobreviven algunas pocas tribus de cazadores-recolectores.
Desde la perspectiva progresista en la que yo me formé, la pregunta “¿Por qué casi
todos nuestros ancestros cazadores-recolectores adoptaron la agricultura?”, suena estúpida.
La adoptaron, por supuesto, porque practicar la agricultura es un modo eficiente de
conseguir más alimentos con menos trabajo. Las plantas cultivadas producen muchísimas
más toneladas de alimento por hectárea que las raíces y las bayas. Sencillamente imaginemos
una banda de salvajes, agotados de buscar frutos secos o perseguir animales, que de pronto
ven por primera vez un huerto cargado de frutas o unos pastos llenos de ovejas. ¿Cuántas
milésimas de segundo imagináis que tardarían en apreciar las ventajas de la agricultura?
Los partidarios de la visión progresista van en ocasiones más allá y atribuyen también
a la agricultura el florecimiento del arte que ha tenido lugar en los últimos milenios. Dado
que los granos pueden almacenarse, y dado que lleva menos tiempo recolectar alimentos del
huerto que encontrarlos en el bosque, la agricultura nos proporcionó el tiempo libre que los
cazadores-recolectores nunca tuvieron. Fue por lo tanto la agricultura la que nos permitió
construir el Partenón o componer la Misa en si menor.
Pero aunque los argumentos de la perspectiva progresista parecen irresistibles, son
muy difíciles de demostrar. ¿Cómo podemos demostrar que la vida de la gente hace 10.000
años mejoró cuando cambiaron la caza y la recolección por la agricultura? Hasta hace muy
poco, los arqueólogos tuvieron que recurrir a pruebas indirectas, cuyos resultados
(sorprendentemente) no avalaron la visión progresista. He aquí un ejemplo de prueba
indirecta: ¿Viven los cazadores-recolectores del siglo XX realmente peor que los
agricultores? Dispersos por el mundo, una docena de grupos de los llamados pueblos
primitivos, como los bosquimanos del Kalahari, continúan manteniéndose mediante la caza y
la recolección. Y resulta que disfrutan de abundante tiempo libre, duermen mucho y trabajan
menos que sus vecinos agricultores. Por ejemplo, el tiempo promedio dedicado a conseguir
alimento es sólo de entre 12 a 19 horas semanales para un grupo de bosquimanos y 14 horas
o menos para los nómadas Hazda de Tanzania. Cuando se preguntó a un bosquimano por qué
no imitaban a sus vecinos y adoptaban la agricultura, respondió: “¿Por qué deberíamos
hacerlo si hay tantas nueces mongongo en el mundo?”
Mientras los agricultores se concentran en cosechar alimentos ricos en hidratos de
carbono, como el arroz y las patatas, la combinación de animales y plantas silvestres en la
dieta de los cazadores-recolectores les aporta más calorías y una alimentación más
equilibrada y variada. (...) Es casi inconcebible que los bosquimanos, que consumen en torno
a 75 variedades de plantas silvestres, pudiesen morir de hambre como lo hicieron centenares
de miles de granjeros irlandeses y sus familias en la década de 1840.
De manera que las vidas de al menos los cazadores-recolectores supervivientes no
son realmente brutales y desagradables, incluso a pesar de que los agricultores les han
confinado a algunas de las peores tierras del planeta. Pero las modernas sociedades de
cazadores-recolectores, que han convivido durante milenios con las sociedades agrícolas, no
nos dicen cómo eran las cosas antes de la revolución agrícola. El relato progresista está en
realidad haciendo una afirmación sobre el pasado distante: que las vidas de nuestros
ancestros mejoraron cuando abandonaron la caza y la recolección y adoptaron la agricultura.
Los arqueólogos pueden datar ese cambio diferenciando los restos de plantas silvestres y los
animales salvajes de los que proceden de plantas y animales domesticados en los basureros
prehistóricos.
Pero, ¿cómo podemos deducir la salud de quienes produjeron aquella basura para
comprobar directamente la tesis progresista? Este problema sólo ha podido comenzar a
solucionarse muy recientemente, en buena parte gracias a las nuevas técnicas de la
paleopatología, el estudio de las huellas de la enfermedad en los restos de los humanos
antiguos.
En algunos casos especialmente afortunados, los paleopatólogos tienen la misma
cantidad de información para sacar conclusiones que cualquier patólogo hoy en día. Por
ejemplo, los arqueólogos han encontrado en los desiertos de Chile momias muy bien
preservadas, cuyas condiciones físicas en el momento de la muerte pueden ser determinadas
por medio de una autopsia. Y las heces de algunos indios que vivieron en cuevas
extremadamente secas en Nevada se han conservado tan bien que pueden ser examinadas
para determinar su tenían anquilostomas u otros parásitos.
Normalmente, sin embargo, los únicos restos humanos disponibles para el estudio
son los esqueletos, aunque por fortuna el estudio de los esqueletos permite hacer también

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una sorprendente cantidad de deducciones. Para empezar, los esqueletos revelan el sexo, el
peso y la edad aproximada del individuo. (...) Los paleopatólogos también pueden calcular
los ritmos de crecimiento, midiendo los esqueletos de individuos de diferentes edades,
examinar los dientes para detectar defectos en el esmalte (que revelan malnutrición infantil),
y reconocer las huellas que dejan en los huesos la anemia, la tuberculosis, la lepra y otras
enfermedades.
Un ejemplo importante de lo que los paleopatólogos han aprendido de los esqueletos
se refiere a los cambios en la altura corporal a lo largo de la historia. Esqueletos procedentes
de Grecia y Turquía nos muestran que la altura media de los cazadores-recolectores a finales
de la glaciación era de 5’9” (1,75 mts.) para los varones y 5’5” (1,65 mts.) para las mujeres.
Con la adopción de la agricultura, la altura media disminuyó, y hacia el 3.000 A.C. era de
sólo 5’3” (1, 60 mts.) para los hombres y 5’ (1,52 mts.) para las mujeres. Durante la
antigüedad clásica la altura comenzó a crecer muy lentamente, pero todavía hoy los griegos
y turcos modernos no han alcanzado la talla de sus antepasados prehistóricos.
Otro ejemplo del trabajo de los paleopatólogos es el estudio de los esqueletos de los
cementerios indios de los valles de los ríos Illinois y Ohio. En los túmulos funerarios de
Dickson, situados cerca de la confluencia de los ríos Spoon e Illinois, los arqueólogos han
excavado cerca de 800 esqueletos que dibujan un cuadro muy completo de los cambios en la
salud que ocurrieron cuando una cultura de cazadores-recolectores dio paso a otra basada en
el cultivo intensivo de maíz en torno al año 1.150 D.C. Los estudios de George Armelagos y
sus colegas de la Universidad de Massachussets demuestran que aquellos primeros
agricultores pagaron un precio muy elevado por su nuevo modo de vida. En comparación
con los cazadores-recolectores que les precedieron, los granjeros tenían un 50% más de
defectos en los esmaltes, que indican malnutrición, cuatro veces más casos de anemia por
falta de hierro, tres veces más lesiones óseas causadas por enfermedades infecciosas, y un
notable aumento en el desgaste de la columna vertebral, seguramente como consecuencia de
un fuerte incremento en la carga de trabajo físico. “La esperanza de vida al momento de
nacer de la cultura preagrícola era de aproximadamente 26 años” dice Armelagos, “pero en
la comunidad postagrícola era de 19. Así que estos episodios de presión nutricional y
enfermedades infecciosas estaban afectando seriamente su capacidad de supervivencia”.
La evidencia sugiere que los indios de los túmulos de Dickson, como muchos otros
pueblos primitivos, adoptaron la agricultura forzados por la necesidad de alimentar a una
población en constante aumento. “No creo que los cazadores-recolectores comenzasen a
cultivar hasta que se vieron obligados a hacerlo, y cuando se pasaron a la agricultura
cambiaron calidad por cantidad”, dice Mark Cohen, de la Universidad del Estado de Nueva
York en Plattsburg, co editor, junto con Armelagos, de uno de los libros más influyentes de
la disciplina, Paleopathology at the Origins of Agriculture. “Cuando inicié esta discusión
hace diez años, casi nadie estaba de acuerdo conmigo. Ahora se ha convertido en un
argumento respetable, aunque polémico”.
Hay al menos tres tipos de razones que ayudan a explicar el hallazgo de que la
agricultura fue mala para la salud. En primer lugar, los cazadores-recolectores disfrutaban de
una dieta variada, mientras que los granjeros obtenían la mayor parte de su alimento de un
único cereal o tubérculo, o a lo sumo de unos pocos cultivos principales muy ricos en
hidratos de carbono. De modo que los agricultores conseguían las calorías que necesitaban a
costa de una alimentación muy pobre (todavía hoy en día tres únicas plantas muy ricas en
hidratos de carbono -el trigo, el arroz y el maíz- aportan el grueso de las calorías que
consume la especie humana, aunque los tres apenas contienen ciertas vitaminas y amino
ácidos esenciales). En segundo lugar, debido a su dependencia de un número muy reducido

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de plantas, los granjeros corrían el riesgo de morir de hambre si fallaba una cosecha.
Finalmente, el mero hecho de que la agricultura permitiera la aparición de sociedades mucho
más pobladas, que generalmente comerciaban con otras sociedades también muy pobladas,
impulsó la proliferación de los parásitos y la expansión de las enfermedades infecciosas. Las
epidemias simplemente no pueden arraigar cuando la población está dispersa en pequeñas
bandas que se desplazan constantemente. Para arraigar, la tuberculosis y el cólera tuvieron
que esperar a la aparición de la agricultura, y la peste bubónica y el sarampión al desarrollo
de las ciudades.
Además de la malnutrición, la hambruna y las enfermedades epidémicas, la
agricultura contribuyó a arrojar otra maldición sobre la especie humana: las profundas
divisiones entre las clases. Los cazadores-recolectores apenas almacenaban provisiones, si es
que almacenaban alguna, ni disponían de fuentes concentradas de alimentos, como huertas o
rebaños de animales: vivían de las plantas y animales que recolectaban y cazaban a diario.
Por lo tanto, no podía haber reyes ni ninguna clase de parásitos sociales dedicados a
engordar con el alimento producido por otros. Sólo en una sociedad agrícola podía una clase
ociosa y saludable situarse por encima y vivir a costa del trabajo de las masas esforzadas y
enfermizas. Los esqueletos de las tumbas griegas en Micenas de en torno al 1.500 A. C.
sugieren que los reyes disfrutaban de una dieta mucho mejor que los plebeyos, dado que los
esqueletos reales son entre 5 y 8 centímetros mayores y tienen las dentaduras mucho mejor
conservadas. Entre las momias chilenas del año 1.000 D.C., la elite se distingue no sólo por
los ornamentos y las horquillas de oro, sino también por una incidencia cuatro veces menor
de las lesiones óseas causadas por enfermedades.
Hoy en día existen a escala global unos contrastes similares respecto a la nutrición y
la salud. Para la gente en los países ricos como los Estados Unidos, resulta ridículo exponer
las virtudes de la caza y la recolección. Pero los norteamericanos son una elite, dependiente
del petróleo y los minerales que a menudo deben importarse de países en los que la salud y la
nutrición son mucho peores. Si uno pudiese elegir entre ser un campesino en Etiopía o un
recolector bosquimano en el Kalahari, ¿cuál sería la mejor opción?
La agricultura puede haber promovido también la desigualdad entre los sexos. Libres
de la necesidad de transportar a sus hijos durante una existencia nómada, y sometidas a la
presión de producir más manos para trabajar los campos, las mujeres en las sociedades
agrícolas tendían a tener más embarazos, con el consiguiente deterioro de su salud. Entre las
momias chilenas, por ejemplo, las mujeres tienen más lesiones óseas causadas por
enfermedades que los varones.
Las mujeres en las sociedades agrarias se convirtieron a veces en bestias de carga. En
las comunidades agrícolas de Nueva Guinea veo en muchas ocasiones a las mujeres
tambaleándose bajo grandes cestos con alimentos o cargas de leña mientras los hombres
caminan con las manos vacías. En una ocasión, mientras estaba allí en un viaje estudiando
las aves de la isla, ofrecí a unos pobladores locales pagarles por transportar mi equipo desde
una pista de aterrizaje al campamento base en la montaña. El bulto más pesado era un fardo
con unos 60 kilos de arroz, que amarré a una barra y asigné a un grupo de cuatro hombres
para que lo cargaran a hombros. Pero cuando alcancé al grupo de porteadores, los hombres
estaban cargando los bultos más ligeros y una mujer pequeña transportaba sola el fardo de
arroz, que pesaba más que ella, ayudándose con una cuerda apoyada en sus sienes.
En cuanto a la afirmación de que la agricultura facilitó el florecimiento del arte al
darnos más tiempo libre, los modernos cazadores-recolectores tienen por lo menos tanto
tiempo libre como los agricultores. Poner el énfasis en el tiempo libre como factor
determinante me parece un error. Los gorilas han tenido abundante tiempo libre para

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construir su propio Partenón, si hubieran querido hacerlo (Gorillas have had ample free time
to build their own Parthenon, had they wanted to). Aunque los avances tecnológicos post-
agrícolas permitieron el desarrollo de nuevas formas de arte y facilitaron su conservación,
los cazadores-recolectores de hace 15.000 años produjeron geniales pinturas y esculturas,
como seguían produciéndolas todavía a finales del siglo pasado los Inuit y los indios de la
costa noroeste del Pacífico.
De manera que con la llegada de la agricultura a una pequeña elite le fue mucho
mejor, pero la vida de la gran mayoría empeoró. Y si esto fue así, en lugar de tragarnos el
argumento progresista según el cual los humanos elegimos la agricultura porque era buena
para nosotros, tendremos que preguntarnos por qué nos dejamos atrapar por ella a pesar de
sus desventajas.
Una respuesta podría resumirse con el dicho "el poder da la razón" ("Might makes
right") . La agricultura, en efecto, puede alimentar a muchas más personas que la caza,
aunque con una peor calidad de vida (la densidad de las poblaciones de cazadores
recolectores son rara vez mayores de una persona por cada 2,5 kilómetros cuadrados,
mientras que los agricultores tiene densidades medias 100 veces mayores). En parte esto se
debe a que un campo sembrado de cultivos comestibles permite alimentar muchas más bocas
que un bosque con plantas comestibles dispersas. En parte también a que los cazadores-
recolectores nómadas tienen que espaciar los nacimientos en intervalos de por lo menos
cuatro años mediante el infanticidio u otros medios, puesto que las madres deben cargar con
los niños hasta que éstos sean capaces de caminar al ritmo de los adultos. Las mujeres de las
sociedades agrícolas no cargan con ellos, de modo que pueden tener hijos con más
frecuencia.
A medida que la densidad de las poblaciones de cazadores-recolectores aumentó
lentamente hacia el final de la glaciación, las bandas tuvieron que elegir entre alimentar más
bocas dando los primeros pasos hacia la agricultura o, por el contrario, encontrar algún modo
de limitar el crecimiento de la población. Algunas bandas eligieron la primera solución,
incapaces de anticipar los males de la agricultura y seducidos por la abundancia transitoria
de la que disfrutaron hasta que el crecimiento de la población compensó la mayor
producción de alimentos. Esas bandas superaron en tamaño y luego expulsaron o mataron a
las que prefirieron permanecer como cazadores-recolectores, dado que cien agricultores
malnutridos pueden pese a todo vencer a un cazador saludable. No es que los cazadores-
recolectores abandonaran su estilo de vida, sino que los que fueron lo bastante sensatos para
conservar su estilo de vida fueron expulsados de todos los territorios, excepto de aquellos
que los granjeros no querían para sí.
En este punto es interesante recordar el lamento habitual de que la arqueología es un
lujo inútil, dado que se ocupa sólo del pasado más remoto y no ofrece lecciones para el
presente. Los arqueólogos que estudian el surgimiento de la agricultura han reconstruido una
etapa crucial en la que cometimos el peor error de la historia humana. Forzados a elegir entre
limitar la población e intentar incrementar la producción de alimentos, elegimos lo segundo
y terminamos consiguiendo el hambre, la guerra y la tiranía.

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