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10 tips para olvidar a tu crush

Marta Salvador Vélez


10 tips para olvidar a tu crush

ISBN: 9788419542830
ISBN ebook: 9788419542380

Derechos reservados © 2023, por:

© del texto: Marta Salvador Vélez


© de la fotograf ía de autor: @danielgarciasala para Ediciones Plaza
© de esta edición: Colección Mil Amores.
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A ti que, cuando la vida te envía una de cal, sabes disfrutarla;
pero que, cuando te manda una de arena, después de llorar,
coges esas lágrimas y esa arena y, con la mezcla,
construyes un hermoso castillo.
«Era tan triste irse a la cama, y levantarse, y no saber nunca más de él, que mi decisión se
diluyó en el aire antes de que tomara realmente forma. Si había parecido un error tomar ese
camino una vez, ahora parecía un error abstenerme».

Emily Brontë,
Cumbres borrascosas

«Estoy todo el día excitado. El amor es un maldito fastidio, especialmente cuando también
está unido a la lujuria. Es una provocación terrible pensar que en este momento tú estás
esperándome en el otro extremo de Europa mientras yo estoy aquí. Ahora no estoy
precisamente de buen humor».

James Joyce,
Cartas de amor a Nora Barnacle.
Marcia

¿Qué me diríais si os dijera que estoy enamorada del ex de mi mejor amiga? Lo


estoy imaginando: que ni se me ocurra. ¿Y si fuera el mejor amigo de mi ex? Lo
mismo: problemas. ¿En el caso de que siguiera pillada por un rollo esporádico
que se alargó en el tiempo y que finalmente no salió bien? Pues me aconsejaríais
lo normal, que lo olvide. De acuerdo. Pues, ¿y si fuera mi mejor amigo tras
haber sido mi contrincante mucho tiempo? Un desastre. ¿Y un compañero de
trabajo? Peor aún. Si, además de compañero, ¿soy algo así como su jefa? Mejor no
me contestéis. En fin, entonces me voy preparando para oír vuestros gritos
porque él —¿estáis listas para leer esto?—, él es todo a la vez. Un problema
elevado a la sexta potencia. ¿Entendéis ahora por qué necesito desahogarme?
Sé que vais a decirme que no necesito desahogarme sino olvidar a la persona
«problemas» de una vez por todas, pero entonces lo que necesito son fórmulas
para conseguirlo, porque ya lo he probado todo y no hay manera. No sé si os ha
pasado alguna vez, pero cuando estás pillada por alguien, y ese alguien está
contigo demasiadas horas al día, y además está buenísimo, tiene unos ojos verdes
donde te pierdes y se muestra casi siempre encantador —ha tenido algunas fases
de ser un verdadero capullo—, pues es dificilísimo salir de su embrujo. Os lo
aseguro. He seguido a rajatabla los «Diez tips para olvidar a tu crush» de
www.infallibletips.com. Este es el décimo, y último, consejo; a ver si esta vez lo
consigo por fin: «Escribir cómo te sientes y enumerar en voz alta por qué la
mejor decisión es olvidarte de esa persona». Los nueve anteriores no han
funcionado, como podéis comprobar. ¿Queréis saber por qué? Pues allá voy. La
fase desahogo ha comenzado.

El primer tip debía haber sido sencillo: «Pierde el contacto con esa persona»,
pero no lo fue en absoluto. Sí, ya sé lo que me vais a decir. Es el punto inicial e
imprescindible. Pero ya os he comentado que en mi caso particular no es nada
fácil. Soy algo así como su jefa. Competimos a nivel profesional en vela
deportiva, concretamente con el catamarán Nacra 17 en equipo mixto, así que
yo soy la timonel, quien mantiene el rumbo y orienta la vela mayor, y él mi
tripulante, el encargado de las demás velas y de la estabilidad del barco. No es
tan idílico como parece. No os creáis.
Esto es competición profesional, así que rendimos cuentas por nuestros
resultados y no hemos podido elegir a nuestros compañeros ni puestos. El
patrocinador manda. Muchas horas de duro entrenamiento, muchísima
concentración en el mar, y todavía más en competición. Así que, sobre el
catamarán, nada de distracción. Ahí sí tengo autocontrol. ¿Estáis pensando lo
mismo que yo? Ya lo intenté. Vivir todo el tiempo como si estuviera en el barco.
Salió fatal. Todos creyeron que mi locura había dado un paso de gigante. Mis
padres llegaron a preocuparse y amenazaron con alejarme de la competición —
nunca han estado contentos del todo con que diera el paso a profesional; se
habían imaginado que acabaría trabajando con papá y me dedicaría a la empresa
de lámparas de lujo, y no lo descarto, cuando aclare todo lo demás. No seáis
malas. Ya sé que va para largo, no hace falta que me lo digáis a la cara—.
Todo esto empezó cuando éramos unos críos y aún nos instruíamos con
nuestros rudimentarios Optimist en la Federación de Vela de Valencia. Mi amiga
Sofía y yo, que, por si aún no os lo he dicho, me llamo Marcia, comenzamos
con ocho años. Entonces solo íbamos los fines de semana y los campamentos de
verano y Semana Santa. Él, Álvaro —por si todavía no lo había nombrado,
aunque tengo un montón de apodos para él, como el innombrable, el
indeseable, el gilipollas, el cretino, el gilipollas, me repito, ya lo sé—, se apuntó
cuando nosotras teníamos doce y acabábamos de subir de categoría. Él tenía
quince y se encargó de estropearlo todo.
Era un chulito madrileño que había aprendido en Altea. Me cayó fatal. No
podía con él. Y no os creáis que era porque me gustó desde el principio y no me
hacía caso. No. Que, aunque es verdad que no me hacía caso, porque enseguida se
fijó en Sofía, yo no lo tragaba. Ojalá hubiera seguido odiándolo. Ahora no
tendría estos problemas. No podéis verme, pero estoy llorando, literalmente. De
rabia. Tengo que estar con él todos los días, entrenar con él, competir con él
sobre el catamarán minúsculo y, lo que es peor, compenetrarme con él para
adivinar en todo momento lo que el otro necesita. Son demasiadas horas de
complicidad que me están pasando factura. Voy a por más clínex, y ahora sigo.

A lo que iba. Que intenté perder el contacto con él. Fue entre 2016 y 2018.
Cuando aún no había cumplido dieciocho años y decidí competir solo con
chicas con base en, ¡atención!, Eslovenia. Mirad si me fui lejos con tal de no
verlo. No podéis decir que no me tomé este tip en serio. Eso fue después de que
nos enrolláramos por primera vez y saliera mal. Entonces, diréis, ¿cuánto
tiempo llevas enamorada de él e intentando no estarlo? Pues exactamente no lo
sé, porque me he negado a mí misma que lo estuviera. Hasta después de mi
huida, cuando me di de bruces con la realidad. De hecho, lo de Eslovenia creí
que había sido por él, no por mí. ¿Y por qué te has enamorado de él si es un
cretino, sale mal cuando os enrolláis y lo odiabas al principio? Y yo os
responderé. ¿Vosotras lo hacéis todo bien siempre? A que no. Pues yo tampoco.
Bueno. Seguro que yo peor, porque siempre me esfuerzo en ganar.
Álvaro es un cretino, desde luego, y un chulito de playa con toda la razón
porque está buenísimo y es muy guapo. Eso ya os lo he dicho. Pero una no se
enamora del primer guapo que ve, ¿verdad? Ya ha habido otros guapos en mi
vida y me he podido encaprichar como nos pasa a casi todas —y a muchos
también—, o he podido querer probarlos solo por curiosidad, o verlos bajo la
suela de mis Nike Riccardo Tisci suplicando compasión. Con Álvaro he pasado
varias veces por las tres fases y seguro que si pienso encontraré más, como
odiarme a mí misma después de acostarme con él o amenazarlo con castrarlo si
volvía a ponerse en mi camino. Bueno, ya habréis comprobado que no tengo
muy buen carácter.
Cuando se apuntó a nuestro club náutico me cayó mal porque no soy de las
que les gustan las novedades. Así de simple. Quiero tenerlo todo bajo control,
quizá por eso siempre me escojan de timonel —para algo bueno tenía que servir
mi carácter de mierda—, y él suponía una molestia. «¿Quién eres tú? ¿Qué haces
en mi barco? ¿Cuándo te largas?». No fueron preguntas retóricas de esas que se
hacen en el pensamiento para ir procesando las situaciones incómodas. No. Son
las preguntas que le hice en persona cuando yo tenía doce años y él quince y me
sacaba dos cabezas. Sigue sacándome dos cabezas. Exactamente veintiún
centímetros y diecinueve kilos.
Imagino que, como el resto del mundo, ya os habréis dado cuenta de que estoy
loca. Pero no me preocupa. Estoy acostumbrada. Y así fue como empezó Álvaro
a llamarme: «Loquita». Aún lo hace. Y yo querría retorcerle el pescuezo, pero es
que a veces hasta me hace reír recordando alguna de las que le he hecho, como
atarle los cordones de las zapatillas para que se cayera nada más despertarse,
cuando estábamos en el buque escuela el verano siguiente de conocernos. O
llenarle la mochila de tinta de calamar que encontré por ahí. Marcia, la loca,
desbocada y sin frenos.
Espero que no digáis «pobre chico», como otras, entre las que se encuentra
mi mejor amiga, Sofía. Que primero se colgó por él, y luego me lo dejó a mí
después de ser novios cuatro largos años, años en los que no pude demostrar lo
poco que lo soportaba porque era el novio de mi amiga. Bilis me tragaba.
Aunque, a decir verdad, un poco sí lo demostraba, pero no tanto como me pedía
el cuerpo.
Y el caso es que ahora que miro hacia atrás, la recuerdo como una de las
mejores épocas de mi vida. ¿Me imagináis? Yo era bajita y gordita, pero con una
fuerza y una mala leche que asustaba hasta al entrenador. Empecé a ganarme a
pulso el apodo de «la loca», pero os juro que no me molestaba. Al revés, me
daba poder. De hecho, tenía que esforzarme en mantener el apodo. Después
cambié la grasita infantil por músculo y sigo igual, redonda, bajita y con mala
leche. Aunque enamorada de alguien con apellido «problemas». El mismo por
el que en aquella época sentía animadversión. ¿Os habéis dado cuenta de lo
veleta que soy? Pues ese es el problema. Que nada me hace tambalear, excepto él.
Lo odio. Mucho.
Durante el primer año decidí ignorarle, dado que no se asustaba fácilmente y
seguía apuntado a nuestro club, aunque viviera en Madrid. Los chicos hacían
piña a su alrededor, porque era rubio de ojos verdes, madrileño chulito y había
aprendido en Altea. Ya sé que lo acabo de decir, pero es que esos atributos le
daban el aura para que todos le adoraran y yo lo despreciara. Desde luego, las
chicas no se quedaron atrás en su veneración, ellas precisamente porque fuera
rubio de ojos verdes, musculado y alto. Por no hablar de su sonrisa. ¿Sabéis esa
sonrisa de cretino gilipollas con sus dientes perfectos, sus labios carnosos y que
hace desmayar a las chicas a su paso? Pues esa sonrisa. ¿Queréis más? La risa. Esas
carcajadas de chulito que suelta cada dos por tres y que dice «aquí estoy yo. Ríete
conmigo porque soy lo más», y no puedes evitar contagiarte. O al menos eso es
lo que me pasa a mí. Si le oigo reír, por muy enfadada que esté, me contagia.
Ahora. Antes me ponía de mala leche, claro. En la época que estoy contando era
oírle y tirar algo por la borda, cualquier cosa: una chancla, una toalla, un
bañador. Uy, mira, qué casualidad. Si lo que ha caído era del chulito de playa y se
ha volado sin querer por el viento de Levante...
Fue divertido ignorarle y no me costó demasiado. Notaba cómo se esforzaba
en que supiera que existía, con sus risas y sus pasos largos sobre la cubierta del
buque escuela. Llevaba mal que alguien se resistiera a sus encantos. Hasta que, un
año después, mi queridísima amiga Sof ía se coló por él, como toda hembra que
se le cruzara, exceptuándome a mí que, entonces, debía de ser que no era
hembra y, ahora, soy imbécil. Y ella me hacía ir detrás para verlo, para reírse con
él de alguna tontería que dijera y para contemplar sus músculos tensos sujetando
el cabo de driza al izar o bajar cualquier vela. Era patético. Ya me vais
conociendo, así que os podréis imaginar lo que hacía yo entonces. Burlarme de
cualquier fallo que tuviera. Hablarle al oído a Sofía para ponerlo nervioso. Y
retarle. Siempre le estaba retando y él, como era, y es, gilipollas, siempre caía en
los retos, cuando lo mejor para los dos hubiera sido que me hubiese ignorado,
como yo hice con él al principio.
En cuanto alguien le dijo que Sofía estaba colada por él, y juro por Dios que no
fui yo, se hicieron novios. Sofía. No hablaré mal de ella porque es mi amiga del
alma, entonces y ahora, pero es muy fácil hablar mal de ella. ¿Por qué? ¿No os lo
imagináis? Porque es una cabrona de piernas larguísimas, melena rubia y lisa
hasta la cintura, ojos azul cielo y dientes alineados y blanquísimos. Además, la
mejor amiga del mundo, con unas notas de envidia, y la hija de uno de los
patrocinadores más importantes del club náutico. Es sencillamente perfecta.
¿Entendéis ahora por qué necesito hablar de esto con vosotras y no puedo
hacerlo con mi mejor y única amiga? Está claro, ¿no? Bueno, con ella sí que lo
hablo —algunas temporadas más que otras—, pero no siempre me sale bien, y
es que no solo es la ex del susodicho, sino que todo el tiempo habla demasiado
bien de Álvaro; pero lo peor es que, además, me hace sentir ridícula a su lado y
que no merezco que su exnovio, alguien que está a su altura y no a la mía, se fije
en mí. No me preguntéis si todas las veces que se ha enrollado conmigo estaba
borracho o ciego —sin vista, quiero decir—. Porque aún no os he contado nada
de eso y es verdad que siempre ha sido por propia voluntad, que yo sepa, y a lo
mejor algo vería en mí, pero no es fácil ser la amiga de la mujer perfecta y que
eso no pase factura en la autoestima. Os lo puedo asegurar.

¿Que cómo soy? Pues ya os he dicho que bajita y gordita. Ahora ya no soy
gordita pero mi cuerpo tiende a la redondez. Tengo unos gemelos y unos glúteos
que ya quisieran muchos tíos, unos hombros fuertes y unos bíceps que soportan
más peso que los de algunos que conozco. Aunque todo esto lo cuente como
virtudes, en el fondo no lo son porque me alejan del estereotipo femenino de
belleza. Por lo demás, soy morena, con ojos negros y la piel oscurísima. Paso
demasiadas horas al sol y, por más protección que use, mi piel se pigmenta con
mucha facilidad. Mi pelo, además, con tanta humedad, siempre está medio
ondulado y es muy difícil mantenerlo a raya. Mi mejor arma es la sonrisa,
blanco nuclear sobre cara y labios oscuros, aunque los años de brackets, entre los
once y los catorce, ni eso. Y, lo que es peor, mi mala leche me obliga a ocultarla
en demasiadas ocasiones.
Por otro lado, tengo bastante pecho, pero debajo de la ropa deportiva y del
neopreno no lo exhibo demasiado. Me siento incómoda con sujetadores de
bonito y solo intuyen cuál es mi talla quienes he tenido en mi cama. Álvaro
incluido, sí. No hace falta que metáis el dedo en la llaga cada dos por tres.
Ya sé que queréis saber cómo acabé enrollándome con él la primera vez y
después huyendo a Eslovenia. Pero si no os cuento el principio no puedo llegar
hasta ahí. Como ya os he dicho, a los trece y dieciséis respectivamente se
hicieron novios Sofía y Álvaro. Según mi amiga, información que se
confirmaba porque siempre estaban a la vista, no hacían más que pasear juntos
por la cubierta y decir que eran novios. De ella lo entendía, porque era una cría,
pero nos esperábamos que él intentara ir más rápido. Los primeros dos años nos
pareció normal. Tampoco es que se vieran mucho. Algunos fines de semana y en
los campamentos, aunque poco, porque estábamos en distinta categoría, ya que
Sofía no se esforzaba mucho en la vela —para ella era como un pasatiempo—, y
Álvaro y yo habíamos pasado a competición. Por aquella época hasta empecé a
revisar mi opinión sobre él porque fuera tan respetuoso con mi amiga, aunque
tampoco perdía la oportunidad de seguir burlándome por cualquier motivo.
Pero a los quince y dieciocho seguían igual. Paseaban por cubierta sin siquiera
darse la mano, unos minutos antes de cenar, y yo al otro lado de Sof ía porque
ella también quería estar conmigo en esos ratos, ya que no nos veíamos en todo
el tiempo. No podía ser yo misma con él delante. No podía insultarlo y reírme,
ni podía burlarme de otros y otras. Ellos se mantenían en silencio entre sí y
conmigo, y quien no paraba de hablar era yo. A veces me sentía su bufón.
Cuando nos quedábamos a solas en la habitación volvíamos a ser las amigas de
siempre. Y a mí me parecía que tener novio era un rollo. Era mucho más
divertido navegar con los chicos que ser sus novias. Así que no tuve ninguna
necesidad de estar con nadie. Me gustaban los chicos, algunos más que otros,
Álvaro, desde luego, nada de nada, pero los prefería de compañeros o
contrincantes. Álvaro como contrincante era de lo más estimulante. Aceptaba
todos mis retos, luchaba al máximo y era dif ícil adivinar quién de los dos iba a
subir antes al mástil o sería capaz de cargar con más cubos llenos de agua en diez
minutos, mientras el resto nos jaleaba y Sof ía prefería no mirar porque decía
que hacíamos el ridículo y no sabría a quién de los dos animar.
Pero no os fieis de las apariencias, porque mi amiga parece una princesa, pero
es más bien una ogra como Fiona, que saca su carácter durante todo el día, no
solo por la noche. Es mandona, calculadora y decidida. A Sofía no se le resiste
ninguno de sus propósitos. Supongo que por eso somos amigas. Nos
complementamos. A mí solo me interesa el catamarán —y deshacerme de la
obsesión por un crush, pero ese es otro tema— y a ella se le da bien todo lo
demás. Yo solo tengo que dejarme guiar por ella fuera del barco y así puedo
parecer popular, parecer que sé vestir, parecer que me relaciono con gente, e,
incluso, parecer que estudio. Mis padres la adoran tanto como yo, pero no es
fácil convivir con ella, no os creáis. Conmigo tampoco, ya lo sé.
—Deberías buscar tú también a alguien que te guste —soltó un día así, sin
más, cuando íbamos sobre la cubierta camino del comedor. Solo hacía dos días
que me había dicho que le gustaba Álvaro. Aún no salían juntos.
—¿Para qué iba a hacer eso? —No le encontraba ningún sentido.
—Cuando te dije que deberías llevar compresas en la bolsa de deporte,
¿preguntaste para qué? No. Lo hiciste porque sabías que tocaba hacerlo, que
cualquier día te podía bajar la regla y tendrías problemas. Pues esto es igual.
—¿Esto es igual? —Confío en las decisiones de Sofía, pero aquella no acababa
de entenderla—. ¿Si no me gusta nadie podría tener problemas?
—No. Si no te gusta nadie podrías quedarte atrás. Y no es buena idea que te
quedes atrás. Los demás hablarían de ti y sería incómodo. Podrían ir diciendo
que eres lesbiana.
—¿Y qué?, ¿y si soy lesbiana? —No era algo que me hubiese planteado. A mis
padres podría darles un infarto, pero no entendía qué mal habría en que los
compañeros de clase o del equipo pensaran que lo fuera.
—No pasa nada si eres lesbiana. ¡Ay, Marcia, qué espesita que estás con este
tema! Si no dices que te gusta alguien, chico o chica, hablarán de ti y opinarán.
Eso es lo que no queremos. A las, y los, arpías hay que darles de comer para que
no rasquen.
—¡Ah! —No había entendido nada.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?
—Mira a tu alrededor y di alguien que pudiera gustarte. Para decirlo en los
vestuarios y que se vayan a husmear a otra parte…
—¿Alguien que pudiera gustarme? —Sí que era verdad que estaba espesa con
ese tema, ¿verdad?
—Exacto. Alguien que pueda gustarte… ¿Ignacio?, ¿Ángel Andrés?, ¿Carolina?
—Uf, no. Ni hablar. Ignacio y Carolina son demasiado pijos. Solo vienen para
aparentar. No puedo con ellos. Y, ¿Ángel Andrés?, ¿cómo has pensado que podría
gustarme eso? Ángel Andrés no sabe ni qué es el palo mayor. Paso. Creo que la
única persona interesante en este buque ya te la has pillado tú. —Y era cierto.
Pero de ahí a que me gustara… Además, mi amiga ya lo había elegido. Sof ía
sonrió maquiavélicamente. No disimuló en absoluto que disfrutaba yendo por
delante de mí en todo lo que no fuera navegar.
—Me da igual quién digas. Esos o quien sea. Pero el lunes que viene deberás
decirme un nombre. No vamos a consentir que hablen de ti.
—Me tratas igual que a tus hermanas —protesté. Sof ía es la mayor de tres
chicas, todas idénticas, guapísimas y adorables, al menos, por fuera.
—No creas. A ti te doy explicaciones. —Y en eso debía concederle la razón.
Al lunes siguiente le contesté que podría decir a Ignacio. Es verdad que era un
pijo que solo iba al club náutico para enseñar abdominales, pero puestas a decir
una mentira, qué más daba. Era moreno, de ojos oscuros, bastante guapo, y así
podrían afirmar de mí que tenía buen gusto. La cuestión era comentarlo en el
vestuario y pasar desapercibida ante las malas lenguas, según Sof ía. Mientras
paseábamos por cubierta y las demás pensaban que se me iban los ojos hacia
Ignacio, yo me dedicaba a burlarme de él con mi amiga. De vez en cuando me
reñía si subía mucho la voz. Pero me dejaba criticarlo. A él y a Álvaro. Además,
se habían hecho grandes amigos. Igual de pijos y gilipollas. Pero Álvaro sentía el
mar como yo. Y eso me hacía tenerle respeto.

Sé vuestra siguiente pregunta. ¿Por qué cortaron Sofía y Álvaro? Pues nos
enteramos los dos a la vez. Ya os he dicho que parecía que fuéramos un trío de
idiotas, así que nos citó a los dos por la dársena, en un local muy bonito, a tomar
un helado. Ya teníamos diecisiete —bueno, yo no, porque no los cumplo hasta
diciembre, pero siempre me he sumado los años cuando los hace Sof ía, ella en
junio— y faltaban dos días para que empezáramos segundo de Bachillerato.
Álvaro, tercero de Ingeniería Naval en la politécnica de Madrid, veinte años. Ya
os contaré algo más de su vida y sus viajes más adelante porque la conversación
con la que Sofía cortó con nuestro trío fue, cuanto menos, surrealista. A todo
esto, os diré que no se habían acostado. Sofía seguía siendo tan virgen como yo,
aun teniendo novio durante cuatro años. A ella no parecía que eso le molestara.
Y a él… A saber qué pasaba por su mente.
Yo no estaba acostumbrada a quedar fuera del barco, así que me puse lo
primero que encontré. La ropa de jugar al tenis. Una camiseta blanca sin
mangas, con la que se insinuaba todo el pecho que no podía esconder, una falda
cortísima también blanca y mis Nike Air, cómo no, blancas. Como era final de
verano y estaba tan extremadamente morena me encontré guapa al salir de casa
—en época estival no me molesta mi color de piel; en invierno lo odio—. Mi
pelo oscuro revuelto con mi media melena a mitad de cuello y mis ojos negros
que brillaban de autoestima. El curso siguiente pasaba al cuerpo de élite y
competía en el grupo mixto. Álvaro también. Entonces seríamos cuatro. Dos
chicos y dos chicas. Pero Sofía nos había convocado a los dos, no sabíamos aún
para qué, y fue ella quien empezó a hablar.
—No quiero que os enfadéis, ¿vale?
—Lo juro —dije yo alzando la mano derecha como en un juicio, adoptando
mi papel de bufón. Álvaro no contestó en voz alta. Solo asintió.
—Voy a dejar el club náutico.
—¿Estás segura? —puse mi tono de súplica, pero los tres sabíamos que ese día
no tardaría en llegar. Álvaro siguió sin decir nada. Ellos solo eran novios en el
club náutico. Deberían haber conversado en privado sobre lo suyo.
—Sí. Lo he pensado bien. Tengo que centrarme en los estudios si quiero hacer
Arquitectura en Barcelona el año que viene. —Sus modales de princesa, su
melena rubia suelta al viento, su bronceado dorado, no negro como el mío.
—¿Y lo vuestro? —dije yo, harta de que ellos no hablaran al respecto.
—Pues no podrá ser. Tengo que centrarme en los estudios —Sof ía, con la voz
cantarina, como dándole todo igual. Desde luego, lo tenía muy pensado.
Y, ¿a que no sabéis qué hizo Álvaro? Pues exactamente nada. Siguió mudo.
Pasaba la mirada de una a otra, como si nos estuviera examinando, y continuó
en silencio. Fui yo, acostumbrada a estar en medio de los dos, quien le hice
hablar.
—¿Tienes algo que decir?
—Pues que lo entiendo —contestó, poniéndose colorado.
Y quien no entendía nada era yo. Álvaro en el mar era decidido, aventurero,
arriesgado, inquieto. Peleaba cuando creía que tenía razón y podías confiar en
él. Siempre te respaldaba y sabías que haría todo lo posible por superar las
situaciones más difíciles —sigue haciéndolo, para mi desgracia—. Entonces,
¿por qué se comportaba así de apático ante la idea de perder a su novia? Me
enfadé. O más bien quise enfadarme, pero no lo hice porque en verdad no me
importaba en absoluto su relación. Sof ía parecía que tenía su decisión clara y
Álvaro solo se salvaba de compañero en el mar. El resto, podía tragárselo la
tierra. Pero a mí, precisamente, se me conquista en el mar, aunque yo no quise
verlo. No aún.
Antes de los tips

Empezamos a competir en el equipo mixto con Adriana y Cayo. Ellos eran


novios y tenían veintitrés y veinticinco años respectivamente. Yo me sentía una
cría y no tardaban en hacérmelo ver y, aunque Álvaro ya había cumplido los
veinte, y también era más joven, tenía mucho más mundo que yo y casi siempre
me encontraba en desventaja. Excepto en el mar, donde acababan haciéndome
caso los tres. Yo tengo intuición. Es una cualidad que siempre me han alabado
mis entrenadores. Anticipo cuándo va a cambiar el viento, cuándo van a
aparecer corrientes marinas o si se avecina tormenta. Tengo un sexto sentido
marítimo. ¿Y sabéis por qué lo tengo? Porque estoy bastante loca y me f ío de mis
intuiciones. Creo que todo el mundo las nota, pero que no se atreven a confiar
en su instinto. Yo sí, porque me da todo igual. Sobre todo, lo que piensen de mí
los demás. He llegado a esa conclusión: la opinión de las otras personas no es
más que un freno para tu desarrollo personal. Ojalá nadie tuviera en cuenta el
criterio de otros para decidir sus propias acciones.
Ya sé que queréis saber cómo acabé con él en la cama. Mira que sois curiosas.
Pues todo empezó precisamente en un día de tormenta. Estábamos en alta mar,
los cuatro, para simular las condiciones de una de las regatas en las que íbamos a
participar en unas semanas. Nos alejamos bastante del buque base. El viento olía
a peligro y yo empecé a temblar. Nunca había percibido nada igual. Avisé a mis
compañeros, y al principio no me tuvieron en cuenta. No hacía tanto tiempo
que estábamos juntos y no sabían aún que siempre acierto; Álvaro sí, pero
tampoco le hicieron mucho caso. Estaba ya temblando y me costaba controlar
el ritmo de las respiraciones, pero reaccioné bien. Manejé el timón, la vela
mayor con fuerza, aunque me costara y los demás se comportaron correctos
también, aunque todavía sonreían y se mostraban divertidos, como si aquello
no fuera a ponerse peor. Pero sí, se puso peor y las rachas de viento aumentaron,
el mar se tiñó completamente de blanco y comenzó la tormenta de rayos muy
cercanos y también de lluvia fuerte. Solo nos quedaba arriar las velas y
emprender la retirada hacia tierra firme. Aun así, las olas nos zarandeaban y
cualquiera podía salir disparado, aunque fuéramos amarrados y lleváramos los
chalecos salvavidas. Yo tenía más puntos, al ser la más ligera de los cuatro. Solo
podíamos bajar al suelo y esperar a que amainara. Entonces sentí el miedo. Cayo
y Adriana, abrazados al otro lado del catamarán. La tormenta no nos dejaba
escuchar lo que decían. Yo, tumbada de lado sobre la quilla, Álvaro detrás de mí,
pegado a mi espalda. Me cogió de la cintura con una seguridad que me encogió
algo por dentro —podría ser miedo—, me atrajo más hacia él, el otro brazo
alrededor de mi pecho, una pierna sobre las mías para protegerme de los golpes
de las olas o de algún mástil desbocado. Entonces, me dijo al oído, bien claro
para que le entendiera:
—Te tengo, loquita. No te voy a soltar.
Me estremecí. Apoyé mi cabeza en su pecho, noté su calor en la espesura de la
tormenta, me así con las dos manos a uno de los brazos que me rodeaba y cuyos
músculos me acogieron con determinación, y suspiré. Dejé escapar un par de
lágrimas de alivio que entre la lluvia y el agua de mar pasaron desapercibidas. Me
encontré protegida, al mismo tiempo que vulnerable. Era una sensación nueva.
Cuando me acompañó hasta el coche de mis padres seguían temblándome las
piernas. Mi madre bromeó sobre lo guapo que se estaba poniendo. Yo me enfadé,
porque el miedo que había pasado era por la tormenta, no por Álvaro. ¿Vosotras
lo hubierais visto venir? Pues yo no. Soy así de tonta o de arisca. No quise ver que
los brazos de Álvaro alrededor de mi cuerpo me sobrecogieron. No quise ver que
el hueco que ocupé en su regazo era mi sitio. No quise ver que utilizó las palabras
precisas para enamorarme; que su voz se me quedó dentro mucho tiempo
después. Tranquilizadoras y seguras. Solo vi, y eso no me dejaba en buen lugar,
que cuando creí que iba a morir junto a él pensé que, puestos a morir, esa sería la
muerte más dulce. Por eso lloré. Porque recordé que Sof ía perdería al mismo
tiempo a sus dos mejores amigos y que quizá encontrarían nuestros cuerpos
enlazados y ella sufriera el doble por nuestra pérdida y nuestra traición.
¿Que cuándo lo vi? Mucho después. No seáis impacientes. Eso solo fue el
germen para que cuatro meses más tarde pasara lo que pasó. Porque, aunque yo
no quise verlo, todo eso había ocurrido. Todas esas sensaciones estaban ahí.
Ocultas bajo excusas, pero estaban.

Ya voy con la información, tranquilas... Cuatro meses después de aquello


tuvimos una regata importante. Y quedamos en segunda posición. Todo el
equipo lo celebró. En el barco me siento al mando; cuando bajo de él, una cría
indefensa que no tiene habilidades sociales en absoluto, así que no, si lo queréis
saber, no estábamos borrachos ninguno. Había unas cuarenta y cinco o
cincuenta personas en la cubierta del buque principal celebrando la victoria.
Iban todos con ropa elegante, incluso los otros deportistas. Yo no me había
llevado nada demasiado formal, así que me puse mis vaqueros desgastados y una
blusa blanca con sujetador deportivo negro debajo. No tenía otra cosa y, como el
sujetador se transparentaba y quedaba fatal, decidí desabrochar la camisa y
anudarla al ombligo; ya que se iba a ver el sujetador, que se viese de verdad. Me
encontré guapa, aunque me sentía fuera de lugar. Era la más joven de por allí.
Eché de menos a mis padres, que estaban de viaje por Italia, y a Sof ía, que seguía
estudiando mucho y ya no le interesaba nada que tuviera que ver con la vela. Del
club náutico, solo le interesábamos Álvaro y yo. Para mi sorpresa, después de
cortar siguieron siendo grandes amigos. Continúan siéndolo, por cierto. Yo
había pensado que le dolería encontrarse con Álvaro, sin caer en que a Sof ía no
le duele nada. A veces pienso si nació sin sentimientos. Quién sabe. Hay gente
que nace con solo un riñón…
Pero quien me encontré con Álvaro fui yo. O con un dios con cara de Álvaro.
Sí lo había visto alguna vez de paisano, pero no como apareció. ¿Por qué los
chicos tenían equipaje de civil y nosotras no? Pantalón de traje gris claro y polo
azul oscuro con el escudo del club. Su pelo rubio todavía húmedo y que se le
ondulaba en la frente, sus ojos verdes buscando dónde esconderse. Hasta que se
encontró con los míos. Sonreímos incómodos. ¿Por qué era tan difícil estar con
la gente fuera del catamarán? Al menos no me pasaba solo a mí. Ya sé lo que me
vais a decir, que mal de muchos, consuelo de tontos. Y sí, así es. Yo soy tonta,
claro está. Y él, bueno. No tardaréis en haceros vuestra propia idea. Ya sigo, ya.
Cenamos uno al lado del otro, junto a Cayo y Adriana que no paraban de
meterse mano y besuquearse en cuanto podían, aunque intentaron darnos
conversación. Más allá, otros veinteañeros de otras categorías, que yo no conocía
debido a mi edad. ¿En qué momento me había alegrado por subir de nivel? Y
otros muchos señores trajeados y encorbatados, amigos de mis padres, con sus
esposas o acompañantes. Esa noche dormiríamos en el buque, Adriana y yo en
una habitación, y en el camarote de enfrente Cayo y Álvaro, en teoría. Os
imagináis qué pasó, ¿no? Pero no tan rápido, que me precipitáis.
La cena se acabó sin pena ni gloria, los cócteles empezaron a cubrir las mesas y
nosotros nos quedamos a un lado. Cogimos una copa de cava para no hacer el
feo a los patrocinadores, al fin y al cabo, estaban celebrando nuestra victoria,
pero a ninguno de los dos nos gustó demasiado. Anduvimos un poco por ahí,
recibiendo felicitaciones ambos y yo siendo interrogada por el paradero de mis
padres y, más incómodos de lo que quisimos reconocer, nos escabullimos
pronto. Pero ¡oh, sorpresa! Cuando abrí mi camarote, Adriana y Cayo estaban
montándoselo sin ningún pudor sobre mi cama. ¿Sobre mi cama? Cerré de
golpe. Álvaro estaba abriendo el suyo y se giró al oír el portazo. Me invitó a
entrar con un gesto. Me gustó que lo hubiera intuido todo y no necesitara
explicaciones. Pero yo estaba incómoda. Él parecía que no.
—Pasa al baño tú primero, y luego voy yo. Esa es mi cama —dijo señalando la
más cercana al servicio y alejada de la puerta—. Acuéstate tú en ella.
Entonces la muda era yo. Cuando salí del cuarto de baño, tras lavarme los
dientes con su pasta y mi dedo, Álvaro siguió hablando.
—¿Quieres que te deje una camiseta o algo para dormir?
Solo pude asentir. Rebuscó en su bolsa, y me lanzó a las manos una camiseta
negra con las letras Nike de color amarillo en el pecho, bastante desgastada. No
me esperaba una complicidad tan similar a la que teníamos en el barco y a punto
estuve de dejarla caer. La cogí por los pelos y sonrió por haberme pillado
desprevenida. ¿A qué venía aquel juego? ¿No se daba cuenta de que yo no tenía el
control de la situación? Claro que se daba cuenta. Pero pareció ignorarlo. Si algo
sabe Álvaro de mí es que no sé no tener el control. Entró en el lavabo y yo
aproveché para ponerme su camiseta, que olía demasiado bien y que me llegaba
por medio muslo, quitarme el vaquero, el sujetador deportivo y meterme en su
cama. No apagué la luz. No estaba en mi cuarto.
¿Os imagináis mis nervios? Cuando salió del baño, solo con la parte de abajo
del pijama de cuadros marrones y su colgante de la rosa de los vientos
ondulando en su pecho desnudo, se metió conmigo bajo las sábanas y dijo, tan
tranquilo:
—He pensado que mejor dormimos en mi cama los dos y dejamos la de Cayo
libre. Si vuelve y me encuentra en su cama, me mata.
Os suena como me sonó a mí, ¿verdad? No iba a ser yo quien fuera a dormir a
la cama de Cayo y arriesgarme a que me matara. Así que me giré para asentir y
tratar de parecer que no me molestaba en absoluto que durmiéramos en el
mismo colchón. Éramos colegas, ¿no? Pero cuando me di la vuelta me encontré
con sus ojos verdes que estaban iluminados por la lámpara de la mesilla de
noche. Descubrí unos puntitos amarillos dentro del iris que me hipnotizaron.
Nunca me había fijado. Me quedé ahí un rato, muda todavía, hasta que preguntó
si apagaba la luz y no pude más que volver a asentir. Me puse boca arriba, con los
brazos rígidos alrededor de mi cuerpo. Ya imaginé que yo no dormiría nada en
toda la noche. Pero Álvaro se propuso rebajar la tensión. O más bien, todo lo
contrario.
Se colocó de lado, mirando hacia mí, su cara en mi cuello y su mano izquierda
en mi barriga, encima de la camiseta. El gesto podía haber sido inofensivo,
sobre todo al principio, después de haber dicho ambos «buenas noches», y
mientras parecía inmóvil; hasta que noté su dedo meñique acariciando mi piel
alrededor del ombligo. ¿Cuándo y cómo había llegado ahí? Me quedé
paralizada. De repente, su respiración en mi cuello se hizo profunda, su
presencia, inmensa. Como no me retiré ni le paré, él siguió acariciándome el
abdomen con el resto de dedos, el índice, el anular y el pulgar tomando las
riendas. Suavemente. Cuando me di cuenta había llegado a la línea inferior de
mis pechos, y me encontré deseando que subiera más. No me juzguéis. Estaba
confusa. Un tío bueno con los ojos más fascinantes del mundo me estaba
acariciando con tanta sensualidad y lentitud que mi cuerpo reaccionó solo. No
os diré dónde empezó a hormiguearme. Pero os lo podréis imaginar, ¿verdad?
Me giré hacia él. No subió más la mano. Quise darle permiso para que siguiera,
pero no sabía cómo hacerlo. Nos miramos a los ojos, iluminados por la luz de
cubierta que entraba por alguna parte, y acercó su cara para besarme. Para
besarme. Álvaro Sansegundo, el chulito madrileño, iba a besarme. Aquello era
una locura. No podía creer lo que estaba sucediendo. Pero ¿sabéis una cosa?
Cuando me di cuenta, mis labios estaban esperándole, deseando ansiosos
encontrar los suyos. Solo había besado un par de veces a chicos, y siempre
formando parte de juegos o retos, nunca un beso de verdad. ¿Aquello era un beso
de verdad? El hormigueo se me subió al estómago. Era un beso de verdad. Sus
labios estaban húmedos. Sabían a mar. No lo digo por decir. Nunca he vuelto a
encontrar en otros besos ese sabor que tanto me gustó y que después volvería a
buscar en otras bocas.
Sus labios de mar barrieron los míos. Literalmente. Barrieron también mi
juicio, si es que alguna vez he tenido. Su lengua dibujaba olas alrededor de mis
labios, colisionando con mi lengua que buscaba alcanzarle. Su mano izquierda
se había quedado en mi costado, con el pulgar bajo la línea inferior de mi
pecho, inmóvil. Su otra mano la llevó a mi nuca, donde se enredaba con mi pelo
e imprimía presión para saborear mis labios, mi lengua, mi yo que se escapaba
por mi boca junto al miedo que sentía. Aquello no estaba bien. Era mi
compañero. El ex de mi mejor amiga. Yo nunca lo había visto de esa forma. Me
separé para mirarlo. Para confirmar que no sentía nada por él, que no podía
estar haciendo eso con él, precisamente. Pero lo que vi me dio más miedo. En
ese preciso momento, fui consciente de lo guapo que es. De ese atractivo que
tiene sin esforzarse. Su mandíbula marcada, sus pómulos prominentes, su tez
clara con algunas pecas sobre esa nariz claramente masculina, sus cejas pobladas,
algo más oscuras que el rubio de su cabello. También fui consciente de que su
cercanía me aceleraba la respiración, me erizaba la piel, me encendía por todas
partes. De que, a pesar de todo, sí quería estar en esa cama con él. Cerré los ojos.
—¿Quieres que pare? —No contesté. Seguía con los ojos cerrados. Inmóvil. No
quería que parara, pero tampoco me atrevía a decírselo—. ¿Estás bien, Marci? —
Nunca me ha gustado que me llamaran Marci, pero en ese momento que lo
hiciera él no me molestó. Asentí, sin hablar—. Vale. Me alegra saberlo. Yo
también estoy bien —me hablaba en susurros; intuía su sonrisa en la penumbra.
Empezó a besarme alrededor de la oreja en la que me hablaba—. Eres preciosa,
loquita. Y a mí me vuelves más loco aún.
¿Estaba loco de verdad? No podía decirme que fuera preciosa después de haber
estado saliendo con la mujer perfecta y haberla dejado escapar. ¿Por qué era
incapaz de olvidarme de Sofía en aquel momento? Ya lo sé. No hace falta que
me lo digáis... La conciencia. Pero Álvaro no tenía intención de dejar que mi
conciencia se hiciera cargo. Seguía dándome besos cortos por todo el cuello y
haciéndome preguntas o comentarios en susurros que me daban escalofríos.
—¿Tienes frío? —Negué con la cabeza—. Pues estás temblando. —No
contesté. Yo sabía por qué temblaba y no lo iba a decir en voz alta. ¿Vosotras
también lo sabéis? Miedo, anticipación, deseo—. No te preocupes, Marci. Voy
despacio. —Él también lo sabía—. Cuando te parezca, me lo dices, y paro. —
Tampoco contesté. No quería que parase. No aún.
Deslizó las dos manos por mi espalda, debajo de su camiseta que yo aún
llevaba, y me atrajo más hacia sí. No sabía que se podía estar tan cerca de
alguien. Su respiración volviendo a mi cuello, sus labios recorriéndome la
barbilla, debajo de las orejas, las clavículas. Me atreví a tocarle el torso desnudo y
fuerte. Le noté un poco de vello recortado, que adiviné rubio. El contacto volvió
a hacer reaccionar mi piel involuntariamente. Sentía cosas que no había creído
que existieran. Su camiseta en mi cuerpo era un estorbo, pero yo no iba a decirlo
ni a insinuar quitármela. ¿Por qué era tan estrecha? ¿Os acordáis de que era la
primera vez que estaba así con un chico y que en el fondo yo no quería que eso
ocurriera y menos con él?
—¿Te importa? —preguntó estirando hacia arriba de la tela que me cubría.
Negué con la cabeza—. ¡Dios! —exclamó contenido cuando nuestros pechos se
juntaron piel con piel, calor con calor que a mí me dio frío. También ardor en
no sé dónde. Yo suspiré.
Dejó de hablar un buen rato, cuando por fin se atrevió a acariciar mis pechos,
a besarlos, a chuparlos. Alguna vez gemía, suspiraba o volvía a nombrar a Dios.
Yo seguía muda, pero ya enredaba mis dedos en su pelo o le acariciaba la espalda.
Estaba empezando a creerme lo que estaba pasando. Volvimos a besarnos en los
labios con sabor a mar, también con sabor a mis pechos, y a su deseo. Porque yo
no lo deseaba, ¿verdad? Yo solo me dejaba llevar porque era algo nuevo que
experimentar y él no estaba mal para ser el primero. Ya sé que ahora no me
creéis, pero yo estaba convencida de eso, en los pocos momentos en que podía
pensar algo, claro. Me apretó contra su erección, con las dos manos en mi culo
por debajo de mis braguitas. Me excité yo también.
—¿Eres virgen, Marci? —susurró. Asentí—. ¿Quieres que siga?
¿Quería? Sí. Sí quería, pero no sabía decírselo. No controlaba nada y no me
gusta eso, ya lo sabéis. No sabía actuar. No contesté, aunque hubiera querido. Él
siguió hablando. No podía quejarme de su atención.
—Si no respondes que sí, no voy a seguir, tranquila. —Empezó a lamerme el
lóbulo de la oreja en la que me hablaba; en el cuello. Siguió explicándome—.
Pero algo puedo hacer para que te relajes.
Ahí ya me abandoné. Parecía que había cogido él el timón, definitivamente,
que no iba a llegar a donde yo no tenía claro llegar y que sabía lo que se hacía.
Confiaba en él en aquella cama, tanto como lo hacía en el mar, y me dejé llevar.
Me recorrió entera con sus besos, con su lengua, con sus labios y sus manos. Toda
entera. Se recreó en los pechos, en el ombligo, en mi sexo. Era la primera vez en
mi vida que tenía la cara de un hombre ahí abajo. Pero no me dejó pensarlo.
¿Que, cuántos orgasmos tuve? Dos, tres. No lo sé. Entre su lengua y sus dedos
hacía magia.
Después se quitó el pantalón del pijama. ¡Dios bendito, lo que salió de ahí!
—¿Quieres tocar? —preguntó al cabo de un rato.
Y no contesté, pero sí toqué. Sí quería. Toqué, acaricié, chupé, hasta que dijo:
—Para, Marci, que me corro en tu boca. —De repente, me encantaba ser
Marci para él.
Pero no paré. Quería probarlo. Y lo probé. Y me gustó, a saber por qué.
—No te lo tragues. Escúpelo.
No le hice caso. Me lo tragué. Como si fuera un reto. Se rio a carcajadas. Yo,
también. Por primera vez en toda la noche.
—¡Ay, loquita! —dijo besándome, con besos que sabían a mar y a su semen.
Pero sabían a algo más. ¿Vais descubriendo a qué? Sí. A eso. A que podía
enamorarme. Aunque aún no saltaron las alertas. Quise disfrutar lo que quedaba
de aquella madrugada sin pensar en lo que vendría después.
Y aquella madrugada trajo más besos por nuestros cuerpos desnudos, más
caricias, más susurros y más risas. También trajo una sensación viscosa en la boca
del estómago. Una necesidad de Álvaro. Pero, por fin me relajé y ya amanecía
cuando mis ojos se cerraron con mi cabeza en su pecho donde me acariciaba el
pelo y resonaba su propia voz.
—Ha sido la mejor noche de mi vida, Marci. Te lo juro. La mejor.
¿Había sido la mejor de la mía? Sin duda. Pero entonces había demasiadas
emociones en juego y toda mi inexperiencia. Ya tendría tiempo para darme
cuenta de eso.
Cuando Cayo apareció serían las ocho y media. A las nueve cerraban el
comedor. Aporreó la puerta porque Álvaro había puesto el pestillo por dentro.
Pensé lo que vosotras. ¡Será mentiroso! Pero me hizo gracia su estrategia. ¿A
vosotras os hubiera molestado? A mí, ya no. Me metí corriendo en el aseo para
ponerme la ropa del día anterior. Antes de cerrar la puerta del baño escuché.
—¿A qué huele aquí?
—A nada, tío. Ha hecho un montón de calor esta noche. He sudado como un
cerdo.
Puse la oreja mientras me vestía. Me quería enterar de las excusas que ponía
Álvaro. Me seguía haciendo gracia todo lo que hacía.
—Pues pégate una ducha. Hay que subir en menos de veinte minutos; si no, no
nos dejarán desayunar. Además, hay entrenamiento. —No era la única a la que
trataban como si fuera una cría.
—Está Marcia en el baño. Ahora cuando salga me ducharé. —Me gustó que
con Cayo no dijera Marci ni loquita.
—¡Ostias, Marcia!
—Exacto. Ha dormido aquí. —Dormir exactamente no es lo que hicimos,
¿verdad?
Alguien tocó a la puerta donde yo seguía apoyada.
—¿Sí? —me incorporé rápidamente y dejé de sonreír como una boba.
—Marcia, soy Cayo. Que ya puedes ir a tu habitación a ducharte. Que aquí
somos dos y no nos va a dar tiempo.
—Pues ya me estoy duchando. Ahora salgo. —Y comencé a quitarme la ropa
que me acababa de poner, para empezar una ducha que ni se me había ocurrido
darme en aquel cuarto de baño.
Cuando salí con la toalla de uno sobre mi cuerpo desnudo y la del otro en mi
cabeza, casi veinte minutos después, Cayo me fulminó con la mirada y Álvaro
quiso disimular una sonrisa de orgullo. Adriana y yo llegamos a tiempo a
desayunar.
El entrenamiento fue bien. A veces se nos escapaba alguna mirada, y con ella
alguna risa. Pero todavía estaba en mi nube. Esa nube en la que me había
enrollado con Álvaro Sansegundo. ¡¿Qué?! Me caí de ella al llegar a casa. Mis
padres aún no habían vuelto de viaje y estaba sola con la asistenta. Carmen es
como mi segunda madre o como mi segunda mejor amiga. Me conoce
demasiado bien.
—¿Quieres un sándwich o una ensalada y pechuga?
—No, Carmen. No tengo hambre.
—¿No tienes hambre después del entrenamiento? ¿Tienes fiebre? —Se acercó a
tocarme la frente. Llevaba haciendo aquello desde antes de que tuviera memoria
—. Pues no; no tienes fiebre. Entonces es otra cosa. ¿Qué te pasa, chiquilla?
—Nada. No me pasa nada. Voy a darme una ducha y a meterme en la cama,
que he dormido muy poco esta noche. —Noté que me ruborizaba al recordar
aquella noche. Carmen también lo notó.
—Con que mal de amores... Pues, nada. Te dejo un sándwich frío preparado y
ya te entrarán las hambres en algún momento. Ya sabes lo que dicen. No hay
mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista.
—Ay, Carmen. ¡Qué tonterías dices! —contesté metiendo mi cara en el
armario en busca de ropa para que no viese que aún me ruborizaba más.
—Carmen dice muchas tonterías, pero todas ciertas —me respondió,
mientras salía ya de mi dormitorio bajando las escaleras para ir a la cocina.
Cuando me decidí a tomarme el sándwich ya se había marchado, y mi móvil
había rastreado todas las redes sociales de Álvaro con todas sus fotos, muchas de
ellas con Sofía y conmigo. Os imagináis mis pensamientos, ¿verdad? Muy
constructivos no fueron: Álvaro y Sofía eran guapísimos. Yo, del montón. Ellos
se quisieron y por eso su amor era casto. Conmigo Álvaro solo quería sexo. Por
eso no éramos novios sino follamigos. Las sonrisas de Álvaro me revolvían el
estómago; las de Sofía me lo estrujaban. Le di el sándwich al perro, sin tocar.
¿Por qué a veces nos empeñamos en destruir lo bueno que nos pasa? Creo que
en esos momentos no nos sentimos dignos de las cosas positivas. Pensamos que
no estamos destinados para ellas. Que solo lo están los demás. Y al final, sin
querer, conseguimos nosotros mismos apartarlas de nuestro destino. ¿Tenéis
también esa sensación?
Esa semana fui todos los días al instituto para encontrarme con mi amiga. Me
salté un par de entrenamientos en grupo y cambié el horario de alguno
individual. Al ser deportista de élite tenía permiso excepcional en el British
School donde íbamos Sofía y yo desde los tres años, pero sentí que le debía a mi
amiga estar junto a ella. Si le contaba lo que había pasado, tal vez me perdonase,
y, si no me atrevía a hacerlo, solo de verla me daría entereza para volver a estar
con Álvaro como antes y olvidar completamente lo de la madrugada del sábado,
cosa que no era capaz de hacer ni dormida ni despierta ni en mitad de clase. La
madrugada del sábado me acechaba en todos los rincones de mi conciencia,
pero, también, y no menos insistentemente, en todos los centímetros de mi
piel.
Como ya os estáis imaginando, fui toda la semana al instituto porque no me
atreví a contarle nada a Sofía de lo que había ocurrido, y cada día me decía a mí
misma «Mañana lo haré». El viernes ya asumí que me había vuelto una
cobarde, gracias a Álvaro, y que no volvería a ser la loca valiente que le da igual
lo que piensen los demás y las consecuencias de sus actos. Todas las noches de esa
semana lloré abrazada a Dogo, mi dogo argentino que ya tenía ocho años y era
mi único hermano. ¿Habéis visto qué original soy al ponerle nombre a mi perro?
Es un dogo, pues le llamo Dogo. Tenía nueve años cuando me lo regalaron mis
padres por Navidad. No me critiquéis.
Tras el primer entrenamiento que falté recibí un wasap.
Álvaro: todo bien?

Y lo odié porque, ya que se dignaba a escribir, podía haberlo hecho por un


motivo que no fuera el entrenamiento. Estaba tan enfadada, sin saber
exactamente por qué, que no le contesté ni a ese mensaje ni a otros tres que
envió el resto de la semana.
Álvaro: Marci, no sabemos nada de ti.

¿«Sabemos»?, ¿en serio? Otro.


Álvaro: estás enferma? Estoy preocupado.

Al menos ya era en primera persona, pero se preocupaba por si estaba enferma,


por las regatas y el equipo, no por mí. Y el último.
Álvaro: Marci...

Sabéis lo que hice, ¿verdad? Pues eso, llorar y no contestarle. Tampoco es que
supiera muy bien qué quería decirle: «No me gustó nada lo que pasó el sábado».
«No me hables más por privado. Tú y yo solo somos compañeros de regatas».
«Olvida lo del sábado. Nunca ocurrió». «No puedo enrollarme con el ex de mi
amiga. Yo no soy así». ¿Vosotras hubierais podido escribir alguna de esas frases?
Yo no tuve valor.

En la primera regata de entrenamiento me llevé bronca delante de todo el


equipo. Había perdido un kilo doscientos cincuenta gramos, y la tripulación no
se lo puede permitir. Me comprometí a recuperar el peso en seis días, cuando
teníamos de nuevo competición. Álvaro buscaba mi mirada para ver si entendía
algo, pero yo le rehuía. No quería que cambiara nuestra relación. ¿No estaba
claro? Aquello había sido un desliz que no tenía que volver a repetirse. Ya sé que
estáis pensando que fui una cría inmadura, y tenéis razón. Pero ¿qué queréis? Era
una cría inmadura. La regata fue fatal, no era capaz de anticipar nada, dirigí
peor que nunca el timón, casi dos horas para recorrer las ocho millas entre
barlovento y sotavento, mis compañeros no paraban de gritarme e hicimos el
peor tiempo del siglo, literalmente. Fui la primera en huir del catamarán sin
mirar siquiera al entrenador que venía hacia mí hecho una furia.
—¡Marcia! —Me crucé con él sin mirarlo. Entonces ya dejé salir las lágrimas
—. ¡Álvaro!, ¿qué cojones pasa?
—Ya me encargo yo —escuché la voz de Álvaro que parecía que fuera hacia
mí.
Eché a correr. No quería que me alcanzara. No quería que me pidiera
explicaciones. No quería oír su voz. No quería mirarle a los ojos y perderme de
nuevo en ellos. Seguía corriendo, cada vez más rápido. Y más, y más. De vez en
cuando escuchaba «Marcia, para» y me enfadaba por haber vuelto a ser Marcia.
Ya sé que era yo quien estaba insoportable. Dimos tres vueltas a toda la dársena.
Parecía que tuviéramos otra vez doce y quince años. Creo que no me alcanzó
antes porque quiso que me desahogara. Que dejara salir toda la rabia que llevaba
dentro. Es lo que tiene competir junto a alguien tanto tiempo, que te acaba
conociendo más que tú mismo. Cuando me alcanzó me dejó caer sobre unas
redes para que no me hiciera daño. Permitió que llorase un buen rato con mi
cara escondida en su pecho. Me abrazaba. Íbamos todavía con el neopreno
puesto.
—No pasa nada, Marci —su voz de terciopelo llamándome Marci otra vez.
Eso no podía pasar. Yo seguía llorando—. Tranquila. Un mal día lo tiene
cualquiera.
Seguí llorando. Porque aquello no había sido un mal día. Había sido una mala
decisión que no se arregla con un «tranquila». Quizá había perdido el don y
nunca volvería a ser una buena timonel. Sabéis lo psicológico que es el deporte,
¿verdad? ¿Os imagináis cuánto ayudaban esos pensamientos? Pues eso. Nada. Pero
abrazada a Álvaro los pensamientos se diluían. Ya tendría tiempo de retomarlos
más tarde.
—¿Quieres hablar? —La nueva Marcia, la muda e insegura, no quería hablar
—. ¿Quieres que te lleve a casa? —Tampoco contesté. No quería irme a casa. Ya
estaba flaqueando. Me lo notó—. Ven. —Tiró de mí y anduvimos hasta su
coche. Los dos en silencio, nuestros brazos en la cintura del otro y mi cabeza en
su costado. Mi cerebro analítico desconectando. Mi cuerpo pegado al suyo,
perdiendo de nuevo el control.
Me dejó en el asiento del copiloto y se marchó sin decir nada. Volvió con su
bolsa y la mía, y arrancó. No explicó dónde me llevaba ni yo pregunté. Alguna
vez me miraba y sonreía. Yo también lo miraba, pero no sonreía, aunque había
dejado de llorar. ¿Sabéis dónde me llevó? A su piso. ¿Sabéis dónde quería que me
llevara? Exactamente. A su piso. Aunque en ese momento habría jurado mil
veces que no quería.
Sus padres le habían alquilado un apartamento de una habitación en la zona
de la Ciudad de las Artes y las Ciencias para cuando tenía que estar en Valencia.
Entre unas cosas y otras, casi todo el año. Me gustó mucho. Era un décimo. Lo
tenía todo ordenadísimo. Una zona comedor, cocina y salón, y un dormitorio
con el baño dentro. Además de unos ventanales desde donde se veía toda la
ciudad, hasta el mar. Me invitó a que me duchara mientras cocinaba algo para
los dos, me dijo. Yo seguía sin hablar. ¿Qué narices estaba haciendo,
duchándome en el cuarto de baño de Álvaro Sansegundo? ¿Veis como este chico
siempre ha sido «problemas»? Cuando salí me dio una Coca-Cola Zero y se
metió él en la ducha, sin cerrar la puerta. Yo miré para otro lado y tardó medio
minuto. Creo que tenía miedo de que cogiera la puerta y me marchara. Y a
punto estuve de hacerlo. No os creáis. Pero una parte de mí no quiso moverse de
allí. ¿Sabéis qué parte? Esa que quería averiguar qué iba a hacer Álvaro conmigo
en su piso. Curiosa que soy. Pues hizo de todo.
Álvaro siempre consigue relajarme, por eso somos buenos compañeros de
equipo. Hace que confíe en él. Y aquella ducha fue un bálsamo. Había preparado
ensalada de mar y pechuga a la plancha y yo comí en silencio. Apenas un
«gracias», un «no, no quiero más» o un «por favor». Él sí hablaba.
—Come más, Marci; tienes que recuperar ese kilo doscientos cincuenta
gramos. Si no, no te van a dejar competir. No querrás que nos pongan otra
timonel gorda y fea, ¿verdad? —A veces me hacía sonreír—. De postre tengo
helado. De cookies. —Se relamía. Hormigueo donde os imagináis—. Si hubieras
estado en peso te habría sacado fruta, pero con estos disgustos que nos das es
mejor que te ofrezca calorías. No quiero más broncas con el entrenador —su
tono era divertido, insinuante. Yo iba relajándome. Ya me reía con él.
Recogió los platos y me acompañó al sofá donde sacó el bote de helado con
dos cucharillas. No he vuelto a probar el helado de cookies desde entonces.
Demasiados recuerdos. No me hagáis que os cuente los detalles, que me duele de
recordarlo. Solo os diré que él comió más helado que yo, del que dejó caer en mi
ombligo, en mis pezones, en mi cuello. Que yo también lo probé de su pecho, de
su boca. Que mi piel se volvió loca con el frío del helado primero, la humedad
de su lengua después, y el calor y la excitación que me provocaba en cadena. Que
cuando mucho tiempo después de acabado el helado volvió a preguntar si quería
seguir, asentí con la cabeza, esta vez sí. Que se puso un preservativo y fue muy
delicado. Que seguía diciendo cosas preciosas en mi oído y excitándome con
cada atención. Que dejé de pensar en Sof ía y en la competición. Que Álvaro, sus
manos, su casa, su voz, se convirtió durante horas en lo único que yo era capaz
de ver, tocar, sentir. No pensar, porque dejé de hacerlo. Mi cerebro solo podía
procesar sensaciones; también emociones, pero prefería no tenerlas. Que no
había nada más allá de nosotros, de nuestros cuerpos, de nuestras reacciones.
Hasta que, a punto de anochecer, enredados todavía en el sofá, entre nuestro
calor compartido, quiso que hablásemos.
—¿Qué te preocupa, Marci?
—Todo —dije, por fin.
—Vale; al menos ya hablas. —Sonreímos. Me acariciaba el pelo. A veces me
besaba los párpados para relajarme, las sienes, la frente. Me costaba seguir
sincerándome. Él tuvo que continuar—. ¿Te preocupa que esto —nos señalaba a
los dos— nos perjudique en el barco? —Asentí con la cabeza, otra vez muda—.
¿Te preocupa que esto —volvía a hacer el gesto— repercuta en tu relación con
Sofía? —Volví a asentir—. ¿Te preocupa que se entere el entrenador? —Otro sí
silencioso—. ¿Te preocupa que se enteren tus padres? —De nuevo mi
asentimiento—. ¿Te preocupa que esto —esta vez ya no hizo el gesto porque el
tono era más serio, de repente— lo estropee todo entre nosotros?
No pude contestar con palabras. Solo lloré, escondida en su cuello. Si alguna
vez me he sentido una cría fue entonces. ¿Me imagináis? Me dejó llorar un buen
rato, mientras me acariciaba el pelo con una mano y la espalda con la otra. Con
mis lágrimas, le estaba confesando que tenía sentimientos confusos e intensos
por él. Aún lloraba más porque eso era algo que no me podía permitir, ni
tenerlos ni confesárselos. Pero Álvaro, que siempre se había mostrado
observador y reservado, llevaba una semana siendo el timonel entre nosotros.
No me gustaba el papel ridículo que yo había adoptado, pero el suyo sí.
—¿Sabes lo que me preocupa a mí, Marci? —¿Por qué me ponía la piel de
gallina que me llamara Marci si lo había odiado siempre?
—¿Qué? —me obligué a mirarle a los ojos y a pronunciar la palabra. Su verde
intenso con puntitos amarillos se quedó ahí mucho tiempo.
—Tú —y lo dijo con tanta sinceridad que me dio miedo. Sentí los nervios en
toda la piel. Estábamos recostados sobre el sofá. Las caras pegadas, muy cerca. Le
acaricié el pelo. Era suave y relajante.
—¿Yo te preocupo? —hablábamos en susurros, aunque estuviéramos solos. Al
fin y al cabo, estábamos diciendo secretos.
—Mucho.
—¿Por qué? —En el fondo no quería saberlo, porque, que yo le preocupara, no
me dejaba en buen lugar, pero sentí que debía preguntarle, por él, por devolverle
que estuviera siendo tan considerado conmigo, cuando yo me comportaba
como una ingrata.
—Porque eres una loquita. —Me acariciaba la mejilla con el dorso de su
mano, secándome algunas de las lágrimas que aún me surcaban la cara—. Y me
encantas entre otras cosas porque eres una loquita, pero me das mucho miedo
también.
Me besó tan tierno que empecé a temblar. Yo le encantaba, había dicho. ¿Él
me encantaba? Ahora ya sabéis que sí, pero yo entonces, ¿qué sabía? ¿Me
encantaba, así de golpe, en una semana? Desde luego, me estaba encantando ese
Álvaro y quise demostrárselo devolviéndole el beso tierno. Pero los besos tiernos
nos llevaban a un lugar inmenso donde daba miedo entrar. Y entramos juntos,
de la mano. Me llevó en brazos a su cama. Bromeó sobre mi peso y el helado que
tendría que volver a comer porque con el ejercicio que habíamos hecho habría
perdido otros trescientos gramos, calculó él. Nos reímos, pero enseguida la
intensidad de nuestras miradas y los besos tiernos llenaron el espacio. Caricias
suaves, «me encantas, Marci», me estremecieron. Esa noche hicimos el amor.
No os he mentido. Siempre he dicho que fuimos un rollo que no salió bien
porque eso fue, y ahora ya sabéis por qué no salió bien, porque no hemos sido
exactamente un rollo. Hay demasiadas implicaciones entre nosotros y eso no
ayudó. Nunca ha ayudado. Ahora mismo, tampoco lo hace.
Fue tan bonito, tan idílico, tan romántico, tan tierno, tan dulce, tan de
verdad que se nos olvidó el preservativo y no nos dimos cuenta hasta mucho más
tarde. Su piel rozando la mía era natural, era lo que tenía que ser. Como si mi
lugar en el mundo, aquel al que estuviera predestinada, fuera el cuerpo de
Álvaro. ¿Me entendéis? Entonces no podía ponerle palabras, era solo una
sensación.
Yo me estaba durmiendo en sus brazos, sin limpiarme ni nada, porque estaba
cómoda con una parte de él dentro de mí. Estaba en mi película. Lo sé. Él
renegaba un poco porque debíamos espabilarnos y cenar algo, si no, nos iban a
reñir a los dos por el peso, a mí, sobre todo. Entonces, de golpe, dio un bote en
la cama. Yo tenía mucho sueño y estaba muy a gusto sobre él. Su pecho caliente
que subía y bajaba al ritmo de su respiración, sus caricias sobre mi espalda
todavía desnuda. Sus labios en mi frente o en mi pelo besándome de vez en
cuando, pronunciando otras veces palabras que no entendía, pero sí sentía. No
quería que se moviera.
—Marci —me dijo en susurros, mientras me retiraba el pelo de la cara para
que le prestara atención. Quería que me espabilara pero que no me asustara—.
Marci, que lo hemos hecho sin preservativo.
¿Por qué me dio igual? Nunca he sido una inconsciente y jamás lo he vuelto a
hacer con nadie así, pero con él estaba en el cielo. Era como si los problemas
reales no tuvieran peso. Como si estando juntos pudiéramos con todo. Mi
confianza en él era tan absoluta que me dejé llevar. Pocas veces lo hago. Solo con
él, entonces, y con Sofía, a veces. Al ver que yo no reaccionaba, se puso a teclear
en el móvil. Al ratito volvió a hablarme.
—Marci, ya está solucionado. Ahora viene un mensajero con la cena y una
pastilla del día después para que te la tomes.
¿No era adorable? ¿Qué hubierais hecho vosotras?, ¿no enamoraros? Imaginaos
cuánto lo quise en ese momento que volvimos a hacerlo sin preservativo antes de
que el mensajero llamara al timbre. Otra vez más dentro de la ducha, porque,
total, era sushi y no se enfriaba. Otra vez más después de cenar, ya qué más daba.
Cuando nos despertamos, que serían las doce del mediodía. Y otra vez hacia las
cinco, en el sofá, después de una minisiesta abrazados y, aunque ya dijimos que
me tomaría la pastilla con la comida, no lo había hecho aún porque ambos
sabíamos que ese fin de semana había sido mágico y se merecía un final acorde.
Y había sido mágico también por la complicidad, por la conexión, por lo
cómodos que estuvimos con la conversación entre los dos. Me habló de su abuelo
paterno, Quino, que vivía todo el año en Altea y era la persona que le daba
estabilidad, la única persona en quien podía confiar cuando todo salía mal. Me
habló de su amigo Roderic, dos años mayor que él, hijo de la mejor amiga de su
madre y que le echaba mucho de menos porque vivía en Barcelona. De sus
padres, que desde que se habían separado los veía muy poco porque su padre se
había quedado en Madrid y tenía otra mujer e hijos pequeños a los que atender,
y de su madre, que se había ido a vivir a Barcelona de nuevo y, aunque se
llamaban todas las semanas, él notaba que se estaban distanciando. Por eso
nunca se quitaba su colgante de la rosa de los vientos, me explicó, porque se lo
había regalado su padre y significaba que, aunque no estén juntos en todo
momento, tienen siempre abierto el camino para encontrarse cuando lo
necesiten. Los echaba de menos. Echaba de menos la familia que un día fueron y
que nunca volverían a ser. No había hablado de eso con nadie. Me lo dijo; pero
tampoco hizo falta que lo explicara porque se notaba que le costaba contarlo.
Me sentí especial porque hubiera confiado en mí sus pensamientos tan íntimos.
También me contó entonces que era incapaz de llorar. Que había llorado tanto
con el divorcio de sus padres que se había quedado sin lágrimas. A veces sentía
que llorar era necesario para superar algunas situaciones, pero él, desde sus diez
años, no podía hacerlo. Sentí mucha pena por ese niño, pero también por ese
adulto en que se estaba convirtiendo, creyendo que no estaba completo por
tener una familia rota. Sentí también que alguien debía demostrarle que era
digno de ser amado. Dentro de ese piso creí, incluso, que ese alguien podría ser
yo.
Yo le hablé también de mi familia. De mis padres, que viajan mucho, y de
Carmen, mi consejera. Que mi madre tuvo una depresión muy fuerte cuando yo
nací porque había tenido una infección en mi parto y se quedó estéril a partir de
entonces, por eso soy hija única, y que mi padre se la lleva de viaje cada dos por
tres, para evitar que la depresión vuelva. Tampoco había hablado de eso con
nadie, ni siquiera con Sofía. También se lo dije, aunque no hiciera falta.
No cogió las llaves del coche hasta que no vio que me comía un melocotón y
me tomaba la pastilla. Después me acercó a casa y yo sentí de golpe como si
aquella despedida fuera definitiva. Separada de su cuerpo, mi mente iba por otro
camino. ¿Él me tenía miedo? Yo también me tenía miedo. ¿Y vosotras? Ya me
vais conociendo, ¿verdad? Efectivamente, la lie.

Carmen se dio cuenta enseguida de que había perdido peso. Decía que se me
estaba quedando cara de lagartija. Me esforzaba, pero no me entraba nada. Y no
era porque estaba enamorada, como no paraba de decirme ella, sino porque
estaba preocupada por mi rendimiento deportivo. ¿No me creéis? Yo ahora
tampoco, pero entonces no me podía permitir esos pensamientos. Si dejaba que
se colara algún recuerdo de Álvaro me echaba a llorar, me abrazaba a Dogo o a
mis almohadas gigantes de La Maison Coloniale, y me deshacía
completamente. Por echarlo de menos, por saber que era inadecuado para mí,
por temerme a mí misma.
El lunes no fui ni al entrenamiento ni al British. Sabía que Álvaro tenía un
examen en Madrid, del que no le dejé estudiar, y que él tampoco iba a ir a
entrenar, así que no se preocupó todavía. Sí me escribió wasaps, como llevaba
haciendo desde que me dejó en casa la noche anterior. Era muy tierno y
divertido y no me podía permitir caer en eso. Desde el lunes a primera hora dejé
de contestarle, aunque sí que había caído en responderle al llegar a casa. Sí me
encontraba bien. Sí había cenado —no era cierto—. Sí estaba de acuerdo en que
había sido un fin de semana espectacular. A partir del martes se le notó la
preocupación.
Álvaro: No has venido al entrenamiento y ya sé que ayer tampoco. Estoy preocupado. Desde
el domingo que no sé nada de ti. Todo bien?, Marci. Dime al menos que estás bien.

Tres cuartos de hora después.


Álvaro: Si quieres, me paso luego por tu casa.

¿Cómo era tan insistente? ¿Qué podía hacer? No penséis que no quería verlo.
Me moría por verlo. Pero él era un problema que no me podía permitir.
Entendedme. Si yo estaba con él me separaba de mi amiga. Si yo estaba con él
empeoraba mi rendimiento deportivo y tal vez tuviera que dejar la competición,
sobre todo si seguía perdiendo peso, que era algo que me pasaba también por él
—aunque no porque estuviese enamorada, sino preocupada, ya sabéis—. Si yo
estaba con él, y eso era lo peor de todo, me acabaría enamorando, porque era
adorable, y sufriendo una decepción porque todo el mundo sabía que su amor
verdadero era Sofía —igual de guapos, listos y ricos— y no yo. Sé que esto
último eran solo mis paranoias —pensáis que lo demás también, ¿verdad?—,
pero no podía evitar tenerlas. Así que lo mejor era olvidarme de él. Asumí que
era mi crush, porque si no asumes algo no puedes encontrar soluciones, y entré
en Internet para buscar consejos. Era el momento de olvidar a Álvaro como
crush.
1er tip
Pierde el contacto con esa persona

Decidí seguir al pie de la letra los diez tips para olvidar a tu crush que encontré
en la web que mayor fiabilidad me daba, www.infallibletips.com, y el primero
de los consejos era «Pierde el contacto con esa persona». Tenía que dejar de
seguirlo en redes, decía la web. Olvidar a mi crush, es decir «a mi flechazo, o, lo
que es lo mismo, la persona por la que sientes un arrebato o cuando existe
atracción y tensión sexual. También se llama crush cuando sentimos haber
encontrado a nuestra alma gemela». Estaba claro que lo era, ¿no? Ya no podía
seguir engañándome. Al menos había sido un flechazo, un arrebato, y había
atracción y tensión sexual. La parte del alma gemela no quise verla todavía. Y
para ser crush no hacía falta cumplir todas las condiciones. Así que sí, era mi
crush y debía olvidarlo. Me puse manos a la obra con el primer consejo.
Dejar de seguirlo en redes sociales fue liberador. Así no veía las fotos en las que
salía tan guapo. Le escribí un último wasap y, sin esperar respuesta, bloqueé su
contacto:
Yo: Estoy bien, Álvaro. Ya no te preocupes más por mí. Lo mejor para el equipo es que tú y yo
nos distanciemos y no puedo hacerlo si me sigues escribiendo. No lo hagas más, por favor.
Voy a borrar tu número. Has estado ideal. Pero precisamente por eso necesito esta distancia.

¿No le gustaba de mí que estuviera loca? Pues, toma locura.


Después llamé al entrenador y le expliqué que, por un tema hormonal, estaba
perdiendo peso y no iba a poder competir en el equipo mixto de cuatro
tripulantes. Le estaba pidiendo una solución y no me defraudó. Me propuso
participar con el grupo de chicas, que eran cinco o seis por equipo, dependiendo
de los pesos de las participantes, pero que en esos momentos estaban entrenando
en Eslovenia. Eslovenia era una palabra inmensa para mí. Absolutamente
desconocida y definitivamente alejada. Me empezaron a sudar las palmas de las
manos, como cuando tenía que hacer una exposición oral delante de toda la
clase. Incluso me costó respirar. Pero no había vuelta atrás. Eslovenia era mi
oportunidad para alejarme de Álvaro y todos los problemas que me creaba. Me
incorporaría inmediatamente. Mis padres se disgustaron un poco porque no
pudiera acabar el Bachillerato cuando mis compañeros, pero no me pusieron
demasiadas trabas; supongo que eran conscientes de que ese día llegaría tarde o
temprano. Sofía se alegró muchísimo por mí, aunque no pudo evitar hacerme
daño, sin saberlo, y eso que solo lo hablamos por videoconferencia.
—Tía, qué guay, a Eslovenia.
—Ya. Estoy supercontenta. —Pero no lo estaba, y algo notó. Tendría que
haber hecho llamada normal, pero ella había insistido en vernos, aunque fuera
por la pantalla.
—Bueno, y ¿cómo se lo han tomado los del equipo? Porque tú eres la mejor
timonel.
—Pues no lo sé. Imagino que bien del todo no. Pero yo no tengo la culpa del
cambio hormonal.
—Ya. Se te nota un montón que has adelgazado. La semana pasada ya te lo
dije. Pero míratelo bien eso, que también tienes ojeras y mala cara. ¿Quieres que
mi madre te pida cita con el doctor Sempere?
—No. No, tranquila. Ya me está llevando el médico deportivo y estoy bien de
todo lo demás. —Al entrenador le había dicho que no avisara al médico del
equipo que me veía Sempere, precisamente, amigo de nuestros padres y una
eminencia en medicina deportiva.
—Vale. Ahora cuéntame el morbo. ¿Cómo lo lleva Álvaro? No creo que le
haya hecho mucha gracia. —¿Por qué decía eso? Estuve a punto de ponerme a
llorar, aunque sonreí.
—¿Por qué no le iba a hacer gracia? Él se alegra de mis logros. —Y lo peor de
todo es que hubiera sido verdad.
—Ya. Pero lleva toda la vida queriendo estar en los equipos contigo porque
dice que eres la mejor y ahora no te puede seguir a Eslovenia porque te vas solo
con chicas.
—No me hubiera seguido a Eslovenia.
—¿Que no? Pero si ha renunciado al equipo masculino en Barcelona, viviendo
allí su madre y todo, únicamente por quedarse en Valencia, cuando, además,
viene adrede y tiene que vivir solo, y los viajes que se pega.
—Pero no lo hace por mí. Lo hacía porque era tu novio.
—Marci, por favor. —Qué rabia me dio que me llamara Marci en ese
momento, si además sabía que no me gustaba nada—. No te equivoques. Para él
lo primero es la competición. Yo era su novia porque le venía de paso. Y nosotros
hace casi un año que lo dejamos.
—Pues entonces se alegrará de que me vaya. Si pierdo peso los perjudico y
podríamos tener un accidente por el contrapeso o una descalificación. Es mejor
así. —Me estaba enfadando, ¿con él?, ¿conmigo?, ¿con Sof ía?
—¿Entonces no se lo has dicho tú? ¿Se ha enterado por el entrenador?
—Sí. No he tenido ganas de ir a despedirme. Parecería un funeral, y paso de
eso.
—Espera, te cuelgo que me está llamando Álvaro. Seguro que quiere
comentarme algo de lo tuyo. Luego te llamo y te lo cuento.
¿Os imagináis mi espiral destructiva? Evidentemente, Álvaro iba a volver con
Sofía esa misma tarde —era miércoles—, ya que yo me largaba del país y ellos
eran la pareja ideal que nunca debieron cortar. Su amistad lo demostraba. Sof ía
no me llamó después, lo que confirmaba todas mis sospechas. Le escribí yo tras
la cena, que no probé.
Yo: qué quería Álvaro?

Me alegré de que esta vez no me viera la cara. No podría haber escondido todas
las evidencias. Tardó hora y media en contestar. Cuando lo hizo ya serían las
once y media y yo tenía el móvil dentro de la papelera para no mirarlo más.
Pero, claro, lo cogía cada tres minutos y vi en directo que estaba en línea y
escribiendo.
Sof ía: Está hecho polvo. No le cuadra que te vayas. Yo le he explicado lo del peso y dice que
no es eso, que hay algo más. Está empeñado en eso y no le saco de ahí.
«Lo mejor para todo el mundo es que lo olvide». «Lo mejor para todo el
mundo es que lo olvide». «Lo mejor para todo el mundo es que lo olvide». No
lo dije tres veces en voz alta. Lo diría cien o más para poder convencerme de
verdad de que era lo mejor. ¿Por qué me sentía tan mal si era lo mejor para todo
el mundo?
Yo: Ya se le pasará, Sofi. No te preocupes.

Le devolví con aquel «Sofi», que no le gustaba en absoluto, que ella me


hubiera dicho antes «Marci». Estábamos en paz, pero no me sentí victoriosa.
Me sentí ruin. Ahora sí que me merecía yo que ellos volvieran a salir juntos. Y
era muy probable que pasara si él se apoyaba en ella como paño de lágrimas. Yo
se lo estaba poniendo en bandeja. Y no era algo tan malo, así no tendría más
remedio que olvidarlo, porque era lo mejor para todos, ¿no?

Imagino que estáis pensando que fui una insensata o que no tenía corazón
para hacer aquello, pero no fue nada fácil. Cada vez que cerraba los ojos me
aparecían los puntitos amarillos en su intenso verde, la sonrisa perfecta de
Álvaro, sus besos tiernos sobre toda mi piel, sus caricias, su voz llamándome
«Marci», sus brazos cobijando mi cuerpo. Cada uno de sus pequeños gestos se
me echaba encima para convencerme de que olvidara la insensatez de
abandonar al hombre perfecto. Sus dedos enredados en uno de mis rizos negros
cuando contó confidencias. Su pulgar arrastrando mis lágrimas. Su mano
caliente sobre mi barbilla al besarme con los ojos cerrados y las emociones
expuestas. Sus exclamaciones al descubrir mi cuerpo. Su risa al escuchar mis
tonterías sobre mi incapacidad social. Su pecho, cuya respiración se aceleraba
cuando me apoyaba sobre él y después se iba acompasando. Su virilidad. La
primera que había conocido y de la que no quería separarme, aunque debía
hacerlo. Sé que pensáis que era una insensible, pero no es cierto. Dolía. Dolía
mucho.
Y, ¿cómo fui, entonces, capaz de hacerlo? Porque tenía una responsabilidad. Y
la responsabilidad, según me ha inculcado mi padre, es lo primero. Fui capaz de
renunciar a Álvaro por no echar por tierra el esfuerzo de todos cuantos me
habían apoyado en que fuera profesional de la vela. Mis padres, mis
entrenadores, mis profesores, Carmen. Ninguno de todos ellos se merecía que yo
tirara por la borda sus sacrificios y sus esfuerzos hacia mí, por un chico
cualquiera. Era el primero, así que tampoco sabía si sería uno más de una gran
lista. Vosotras ya sabéis que me iba a costar varios años y muchos tips olvidarlo
—mejor no cantemos victoria todavía—, pero yo entonces supuse que no sería
tan difícil. La gente supera los desengaños amorosos una y otra vez. Solo tenía
que mirar a Sofía, a la que no había visto derramar una sola lágrima que no
fuera por una nota injusta o por dolor de pies tras un día de compras.
Dejar la competición no entraba en mis planes. Había trabajado muy duro
para llegar donde estaba y había hecho que mi familia se sacrificara por mí. Y no
hablo de dinero, que también. Esa era mi responsabilidad. Y Álvaro me alejaba
de ella. Así de fácil, y así de dif ícil. Y por si no os lo había dicho aún, mi
responsabilidad se llamaba, y se llama, Candelaria Juan Lara, mi madre.
Cuando la felicidad frágil de una persona depende de ti, sacas fuerzas de donde
no las tienes para hacer los más duros sacrificios. Ya os he contado que al ser su
única hija siempre necesitó sobreprotegerme. Ella hubiera preferido que me
dedicara a la danza o al piano, para poder observarme detrás de un cristal y que
no me rompiera. Pero yo decidí echarme al mar, pasar largas temporadas fuera
de casa y hacerla sufrir. Ya se había hecho a la idea de que viviríamos mucho
tiempo separadas y de que, para ella, siempre estaría en riesgo. Así que no podía
volverme atrás después de todos los viajes en familia a los que ella quería que
asistiera, pero yo tenía que renunciar por algún entrenamiento o competición.
Después de tanto tiempo haciéndola sufrir por mi sueño, tantos partes
meteorológicos revisados, tantas noches sin dormir. Si la decepcionaba ahora, su
sacrificio habría sido en vano, y eso era algo que no estaba dispuesta a consentir.
Y la responsabilidad también se llamaba, y se llama, Arturo Álvarez Escotet,
mi padre. Quien siempre me ha inculcado que los actos de uno deben honrar a
las personas que le han apoyado. Algo así como el honor de otros tiempos. Es
decir, ser agradecido. Y yo debía serlo. Así que, por responsabilidad y
agradecimiento al sacrificio de mis padres, no podía echar a perder el esfuerzo
que habían dedicado para que yo compitiese en vela. Para seguir haciéndolo.
Para honrarlos, debía dejar atrás a Álvaro. ¿Veis como era lo mejor para todo el
mundo? Yo me convencí. Mi propio sacrificio me convertía en mejor persona.

Solo tuve un día para hacerme a la idea. Y era mejor así. Si no, hubiera podido
volverme atrás. Sabía todo lo que perdía. Iba a echar muchísimo de menos a
Carmen, a mis padres, a mi compañero de regatas —no pienso volver a escribir
su nombre—, pero sobre todo a Sof ía. Ya no tendría a nadie que me obligara a
ser una persona sensata. Recordé la última vez que habíamos estado en esa
habitación juntas. Hacía tan solo tres semanas. Habían sacado la temporada
siete de The Walking Dead y habíamos decidido verla de tirón ese fin de semana
porque era el primero tras los exámenes del trimestre. Además, yo no competía.
Pero nuestros queridos compañeros de instituto decidieron convencer al
profesor para que pospusiera el último examen, el de Historia, el más dif ícil, y
así hacerlo la semana siguiente. Adiós a nuestro finde recluidas en mi cuarto
viendo nuestra serie de muertos favorita. Mientras yo me enfadaba como una
energúmena con mis compañeros y mucho más con el profesor, Sof ía había
sacado la calculadora y estaba apuntando unos números. Salí del aula como un
torbellino, pegando un portazo, dándome igual que no hubiese acabado la clase,
y cuando sonó el timbre Sofía me alcanzó. Ella sonreía como la princesa que
parecía ser pero que en el fondo yo sabía que no era, y sentenció.
—Ya sé cómo lo vamos a hacer.
—Nos lo han fastidiado todo. Porque yo al otro fin de semana tengo
competición. —Ya sabéis qué competición fue y cómo acabó, ¿verdad?
—¿Quieres parar de ser tan negativa, Marcia? Así no vamos a ninguna parte.
Piensa un poco. —Creo que esa frase me la ha dicho miles de veces así, tal cual.
Pero me sirve. Me conoce bien.
—Dime. Te escucho —resoplé por seguir en mis trece, pero ya había
imaginado que tenía una solución. Sacó el papel donde había anotado muchos
números. Intentó explicármelos.
—Son dieciséis capítulos, de, aproximadamente, cuarenta y tres minutos cada
uno. El viernes por la tarde vemos tres, y estudiamos media hora al acabar el
segundo. El sábado por la mañana, cuatro, con media hora de estudio cada dos.
El sábado por la tarde, el domingo por la mañana y el domingo por la tarde,
otros tres. Con media hora de estudio al acabar el segundo de cada tanda. Y ya lo
tenemos. —¿Es o no es la mejor amiga del mundo?
Aquel jueves, tres semanas después, recordaba cómo cogía sus apuntes como un
reloj al acabar el segundo capítulo de cada tanda, mientras yo remoloneaba
preparando las libretas y los rotuladores de colores, entreteniéndome con
Carmen, que preguntaba qué queríamos cenar, comer o merendar —entonces
aún no tenía problemas de apetito—, jugando con Dogo, hablando por
WhatsApp con mi madre, que estaba en Roma y quería saber en tiempo real qué
estábamos haciendo, y también con Álvaro, sobre si sería más conveniente
la virada por avante, forzando al navío para que aproe al viento, y caer
posteriormente sobre la otra amura, o la virada por redondo, arribando hasta
tener el viento en popa y orzar sobre el costado opuesto. Siempre me hacía
preguntas así, sin venir a cuento. Me encantaba responderle porque él estudiaba
Ingeniería Naval y debería saberlo mejor que yo. Cuando quería darme cuenta,
Sofía ya tenía puesto el siguiente capítulo y ella había aprovechado su media
hora. Yo, también, a mi manera.
Desde luego, los maratones eran siempre en mi casa. Ella tenía televisores más
grandes y mejores en su dúplex de la avenida de Aragón, pero había que soportar
a sus dos hermanas. A mí no me importaba, pero ella siempre prefería venir a mi
chalé. Y, aunque ponía la excusa de sus hermanas, estoy segura de que también lo
hacía por Carmen. La trata como a mí. Como si fuéramos sus sobrinas, no
como a alguien a quien servir. Nos riñe, nos abraza, nos da consejos, nos
escucha. Aquel jueves no paraba de decir: «Madre del amor hermoso. No sé
cómo os gusta eso, chiquillas». Y así cada vez que pasaba por la habitación.
¿Cómo no las iba a echar de menos?
Al final, aquel fin de semana no salió tan mal. Sofía sacó su diez en Historia,
yo, mi ocho y medio, gracias a sus apuntes, y continuamos adelante. La tarde en
la que estaba recordando todo eso, último día antes de mi autoexilio, fui
consciente de que ya no iba a poder apoyarme en ella para seguir con los estudios
y con el resto de mi vida. Nuestros caminos se separaban, pero era el único modo
de preservar nuestra amistad.
Tenía que ser fuerte. Mi misión era imprescindible. Debía salir intacta del
desliz con Álvaro. Necesitaba volver a ser yo misma. La Marcia que es valiente,
que está un poco loca, que coge el timón, decidida, y que puede olvidar a un
chico cualquiera. ¿Os sirve? A mí no mucho. Pero a veces la vida parece que no va
contigo. En aquel momento lo viví así, como si vieras tu vida pasar por una
pantalla. Como si la imagen que te devuelve el espejo no fuera la tuya. Estás ahí,
pero no eres tú. Es una figura que actúa en tu nombre, porque la verdadera tú
está escondida dentro, sin apenas mirar, sin apenas respirar, tratando de pasar
por ese momento sin sentir. «¡Venga, vamos a actuar! —te dices—. Ya lo
pensarás después». Y es entonces cuando te conviertes en una autómata que
realiza acciones sin más. Correctas o incorrectas. Da igual. Cuando tu cuerpo
obedece y tu cerebro desconecta para no sufrir, te dices. Cuando la vida pasa por
tu lado, pero tú eliges ignorarte a ti misma porque, si no, podrías romperte.
Cuando ya estás rota, pero has decidido ignorarlo. Estaba un poco dramática,
¿verdad? Así lo viví.

El viernes por la mañana salió mi avión. Solo me despidió Carmen en casa y


nadie en el aeropuerto, porque ya me encargué yo de marear con esa
información para que a nadie se le ocurriese aparecer. Mis padres me esperaban
en el puerto de Koper (Eslovenia) para ayudar a instalarme. Irían directos desde
Milán. Carmen no pudo evitar soltarme su sentencia, mientras yo me sentaba
sobre la maleta grande y ella cerraba la cremallera.
—Chiquilla, no estés triste. Si es la persona se las ingeniará para volver. Si no
vuelve, es que no era la persona.
—No es la persona, Carmen. No puede ser. Por eso me tengo que ir.
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Tu boca dice que no es la
persona, pero todo lo demás grita que sí. —Quise preguntarle a qué se refería
con todo lo demás, pero no lo hice. En el fondo me daba miedo de que me
convenciera. La autómata que era no podía permitirse titubear y dejar entrar a
los sentimientos. Así que me quedé muda. Otra vez.
«No es la persona. No puede ser y por eso me tengo que ir». «No es la persona.
No puede ser y por eso me tengo que ir». Si fuera la persona no me saldría mal
todo lo demás, así que no. «No es la persona. No puede ser y por eso me tengo
que ir». «No es la persona. No puede ser y por eso me tengo que ir». El viaje se
me hizo larguísimo.
2º tip
Dedícate tiempo a ti mismo/a

¿Qué iba a hacer en Eslovenia sino dedicarme tiempo a mí misma? No tenía


amigas a quienes dedicárselo. No tenía familia con quien perderlo. No tenía
compañeros de equipo con confianza a quienes fastidiar, ni ganas de hacerlo,
tampoco. Solo me tenía a mí misma y me dediqué demasiado tiempo. En
cuanto mis padres me ayudaron a instalarme —yo sentí una especie de
abandono; quizá en el fondo había deseado que me impidieran hacer esa locura
(jamás reconoceré haber escrito algo así)— me empecé a observar con lupa. No
creo que formara parte exactamente de «Dedicarme tiempo a mí misma», pero
siempre he hecho las cosas a mi manera, ¿no? Estaba obsesionada —ya empezáis
a saber que me obsesionan cosas así, sin motivo— con que la píldora del día
después había fallado y que no tenía más remedio que llamar al innombrable
porque mi madre jamás me consentiría abortar. ¿Vosotras creéis que me estaba
agarrando a un clavo ardiendo? Alguna vez sí que me encontré fantaseando con
que le llamaba para contárselo y él se lo tomaba genial y nos íbamos a Altea con
nuestro bebé a navegar por placer. Que entonces todos tendrían que entenderlo,
incluida Sofía, los patrocinadores y mis padres. Pero, volviendo a la realidad,
ocurrió que, tras una semana de síntomas extraños, como náuseas, mucho sueño
y aumento de pecho —mis terrores y fantasías iban en la misma proporción—,
me bajó la regla. Mi clavo ardiendo me quemó entera y ya no me pude agarrar
más a él. Entonces llegó la desesperación. Me di cuenta de golpe de lo que
significaba estar en Eslovenia y por qué me había metido yo solita en ese lío.
El mismo día que me había bajado a mí la regla, nuestro equipo de Valencia
competía en una regata importante en la que tenían muchas opciones. Vi en
redes sociales que habían quedado penúltimos y en las fotos no estaba Álvaro.
Nos habían sustituido a los dos. ¿Qué habría pasado? Quise enterarme, pero la
fase «Pierde el contacto con esa persona» no había acabado, aunque hubiese
empezado la de «Dedícate tiempo a ti misma». Me afané en indagar por ahí
entre mis compañeras por si alguna sabía algo. Y sí. Una de ellas dijo, así,
literalmente, que «tu tío bueno se ha ido a Barcelona a competir en mixta
parejas con Soraya, la cabrona a la que sustituyes, esa que te dijimos que se tiraba
a todo ser con polla, incluidas las parejas de sus compañeras, pues esa». Me
enseñaron una foto de la cabrona en cuestión y era guapísima, muy muy
parecida a Sofía. No hace falta que os cuente cómo me sentí. Me ardió en el
estómago el clavo ardiendo que me había tragado. Esa cabrona iba a seducir a
Álvaro y él iba a caer porque estaba despechado por mi culpa. ¿Se podía ser más
imbécil que yo? Imposible. Era imbécil por partida doble. Imbécil por haberme
largado dejando tirado al hombre perfecto, e imbécil por sentirme celosa si
había sido yo quien lo había dejado tirado.
Y con todos esos sentimientos, celosa, reglosa, rabiosa conmigo misma,
imbécil y enamorada sin querer, lo desbloqueé del WhatsApp. Menos mal que
no había borrado su número. Tenía que informarle de que me había bajado la
regla, ¿no? Al fin y al cabo, él había pagado la pastilla y se había encargado de
todo. ¿Os ha gustado la excusa? A mí me sirvió. Le escribí con idea de volver a
bloquearlo enseguida.
Yo: Todo bien por Eslovenia. Ya me ha bajado la regla.

Le di a enviar. Pero no lo bloqueé, sino que me vine arriba y le volví a escribir.


¿En qué estaba pensando?
Yo: Te echo de menos.

También le di a enviar. Un momento de flaqueza lo tiene cualquiera, ¿no?


Quise bloquearlo inmediatamente para que mi «Te echo de menos» no fuera
más que una despedida un poco dramática y ya está, pero recibí un:
Álvaro: Loquitaaaaaaa.
Que me dejó desconcertada y no pude hacerlo. ¿No estaba enfadado? ¿Por qué?
No supe qué contestar a eso. Siguió él, por suerte.
Álvaro: Estoy en Barcelona, preparando la mixta por parejas. Yo también te echo de menos.
Mucho. Cuéntame cosas de Eslovenia. ¿Hace frío? ¿Comes bien? ¿Qué tal llevas el peso?

Os imagináis qué hice a continuación, ¿no? Llorar. Llorar como la imbécil


que era, como la imbécil que había dejado escapar al hombre perfecto por unos
motivos que en mi cerebro ya se estaban diluyendo. Y así fue cómo la lie más
aún. ¿Por qué? Porque empezamos a ser amigos. Amigos de verdad, de esos que se
cuentan cómo se sienten, los planes que tienen, las frustraciones, las ilusiones y...
los ligues. No me preguntéis cómo llegamos a eso, pero una tarde me encontré
con que me estaba animando a salir con chicos. Le odié. Pero fue divertido
contarle mis fracasos y reírnos por WhatsApp y videollamada.

No había dejado de ser mi crush, tenía que seguir adelante con los diez tips,
pero tenerlo como amigo me ayudaba a no sentirme tan sola. Sof ía estaba
preparando el acceso a la universidad y las nuevas compañeras eran eso,
compañeras, no amigas. Un día a la semana llamaba a mis padres y, otro día, a
Carmen, directamente a su móvil, para que pudiéramos hablar tranquilas. Era la
única que sabía los verdaderos motivos de mi viaje y quien estaba más o menos
al día de mis problemas. Todos se alegraron cuando empezaron a verme los
mofletes más rellenos. Mientras duró la temporada alta, más o menos hasta
noviembre, no pude ir a casa ni de visita. Y así fue cómo me perdí la graduación
de Sofía y del resto de mis compañeros, su dieciocho cumpleaños y su 13,87 sobre
14 en la prueba de acceso a la universidad. Fue entonces cuando me di cuenta de
que huir de Álvaro para mantener mi amistad con Sof ía había sido un error,
pero ya era tarde. Por eso hice el club de lectura de novela romántica con mi
madre y Carmen. Para que, al menos, uno de los motivos siguiera siendo real, el
de honrar los sacrificios de mi madre. También es verdad que las echaba de
menos y que ese club nos ha mantenido unidas hasta hoy. Han sido, y siguen
siendo, unos de los mejores momentos de mi vida. Cuando hacemos
videollamada una vez a la semana las tres y comentamos las lecturas, y mira que
yo no era muy fan de la novela romántica. Ya sabéis lo espesa que soy con esos
temas. Pero a ellas les gustaban. No recuerdo un día de mi vida que no estuvieran
con alguno de sus libros o comentando entre sí cómo iban sus tramas. Y a mí,
aunque fuera espesa con esos temas, me encantaba escucharlas y me sentía en
familia cuando las oía reír o enfadarse con los protagonistas. Por eso me uní a
ellas. Porque, aun en la distancia, quería seguir sintiéndome en familia.
Conseguí volver a casa justo para mi cumpleaños, el 18 de diciembre, y ya
quedarme hasta Navidad. Y no lo hice antes porque una visita inesperada me
había hecho volver a perder peso y no quise preocupar a nadie. ¿Os imagináis
quién tenía ese efecto en mí? Y, ¿por qué causó ese efecto, diréis, si ya lo tenías
medio superado y podíais hablar de ligues y todo? Pues por eso mismo, porque
una cosa era hablar de mis fracasos para ligar —evidentemente no le ponía
mucho interés— y otra cosa que me enterara, con él en persona, que estaba con
alguien. ¿Cómo esperabais que me sintiera? Y el caso es que fui, yo solita, quien
se metió en ese lío, otra vez.
Uno de esos días premenstruales que me encontraba supertriste y sola le llamé.
Era un miércoles como otro cualquiera. Desde el principio siempre me había
dado miedo pillarle con otra y, como no quería ver eso, yo le hacía llamada
normal y si a él le venía bien me colgaba y me hacía él videollamada. Nosotras
estábamos compitiendo en Francia en esos momentos y dormíamos en La
Rochelle. Ellos estaban concentrados en Cádiz. Como siempre, me colgó y me
llamó él con videoconferencia inmediatamente.
—¿Qué tal, loquita?
—Bien —no lo dije con mucho entusiasmo.
—¿Cómo que bien? Habéis quedado las primeras. Estoy orgullosísimo de ti.
—Sí. Ha sido una regata estimulante.
—¿Pero...? —Iba en chándal, estaba en un sofá que parecía de la habitación del
hotel. Guapísimo, no. Lo siguiente.
—Pero nada.
—Marci, que te conozco. Dime qué pasa.
—Nada. Estoy bien.
—¿Cuándo vuelves a Eslovenia? —Parecía que quería cambiar de tema.
—El 6 de octubre.
—Nosotros nos concentramos en noviembre y diciembre en Aquasanta.
¿Quieres que me escape unos días antes y voy a verte? —Me dejó helada. La
verdad es que no sabía si quería. Pero como sí quería parece ser que me lo notó
en la cara.
—¿Te viene bien? —Estaba insegura. Por la pantalla era fácil hablar con él,
pero en persona se me iba a hacer muy dif ícil. Estaba fallando el tip básico.
—Sí. Lo puedo intentar. —Después se dirigió a otras personas que había en la
sala. Me morí de vergüenza—. ¿Os vendríais conmigo a Eslovenia?
Y me presentó a su mejor amigo, Roderic, del que ya me había hablado antes,
y a su compañera Soraya. ¿No venía solo a verme? Empezó a horrorizarme la
idea. En qué mala hora le había llamado en plan ñoña.
—Si no os viene bien, ya nos vemos en Navidad. Seguro que puedo volver a
casa unos días. —Me costó mucho disimular que iba a llorar. Navidad, casa, él
en un hotel pasándoselo bien... demasiados motivos para venirme abajo.
—No, no, tranquila. Yo lo organizo y te voy diciendo.
—Vale. Te dejo, que me llaman mis compañeras para celebrar la victoria de
hoy. Ya hablamos otro rato.
La barba morena de Roderic, dándome la enhorabuena, fue lo último que vi
en la pantalla. Acabé borrachísima. Enrollándome con un italiano que no supe
ni su nombre. Solo sé que era rubio y con ojos verdes y me recordó a alguien.
¿Sabéis a quién? Al menos tendría algo que contarle cuando preguntara por mis
ligues. Desde luego, lloré. Tres días seguidos. Y me preparé la coraza, o lo
intenté, por si no podía evitar que viniese a verme a finales de octubre, como
había prometido.
Y así fue. Eslovenia es un país con una costa muy pequeña al mar Adriático por
el golfo de Trieste. Nosotras teníamos la base en el puerto de Koper, en la
península de Istria, así que era muy fácil encontrarnos con los otros equipos de
vela. Todos sabían dónde buscarse y Álvaro nunca dijo exactamente cómo,
cuándo y con quién llegaría. Era un día de esos feos, vientos de fuerza ocho y
lluvia. Grandes olas rompientes y franjas de espuma que avisaban riesgo.
Nosotras, emprendiendo ya la retirada. Entonces vi un trimarán —catamarán
de tres cascos— que venía hacia nosotras. Ellos sí nos habían reconocido.
Estaba nerviosísima y me bloqueé. Yo emprendía ya el regreso al puerto y no
quería retroceder. La tormenta estaba encima. Tampoco sabía cómo reaccionar
con Álvaro —no os voy a mentir— y, al ver el trimarán, ya imaginé que irían
tres tripulantes, cuyas siluetas se empezaron a perfilar. Mis compañeras llamaban
a gritos a Soraya, después de haber hablado pestes de ella. ¿Vosotras soportáis la
hipocresía? Yo la llevo muy mal. No quería que todo eso estuviera pasando. Hasta
que nos alcanzaron y nos abordaron Soraya y Álvaro. La tercera silueta sería
Roderic, pero no podían dejar su nave sola. Todas mis compañeras se agolparon
hacia Soraya y yo me quedé en el otro casco, donde llegó Álvaro, para hacer
junto a mí un poco de contrapeso. Llovía. Llevábamos los dos el pelo en la cara
mojada. Las sonrisas tontas. Y nos abrazamos en silencio. Mucho rato. El cuerpo
de Álvaro ejercía como un imán para el mío. Solo nos separamos cuando
intuimos que podría ser incómodo para las demás.
—Ahora nos vemos. —Me besó en la frente y regresó a su embarcación. Beso
de amigos. Ganas de arrancarme la piel a tiras. Empecé a comprender el error de
aquella visita. Reabría una herida profunda que no había siquiera acabado de
supurar. Iba a doler mucho.
Al llegar al puerto se hizo el caos. Gritos estridentes por todas partes.
Presentaciones. Todas escandalizadas por lo bien acompañada que iba Soraya, y
yo, que seguía siendo la más joven de todos, la más bajita —entre las multitudes
me pierdo un poco—, era evidente que era la que menos ganas tenía de
convertir aquella visita en una fiesta. Roderic me sacaba y me saca veintinueve
centímetros. Ya habéis atado cabos sobre lo importante que va a ser Roderic en
esta historia, ¿no? ¿Os acordáis cuando me presenté, en la primera página —
podéis releer si queréis—, en la que os dije que mi crush, además del ex de mi
mejor amiga, compañero, amigo, etc., también era el mejor amigo de mi ex?
Pues ahí lo tenéis. Pero para eso queda mucho por contar. En esos momentos era
un tío tremendo que me sacaba siete cabezas y media y me llevaba cinco años.
Guapo, moreno, ojos pardos y una barba cerrada de un par de días. No era de
extrañar que mis compañeras de embarcación se agolparan encima de los dos y
no los dejaran ni caminar. Mucho menos conversar conmigo. Aunque yo me
alegré, porque tampoco hubiera sabido ni qué decir.
Pero Soraya marcaba el territorio con Álvaro. No había que ser muy lista para
verlo, ni fijarse demasiado, cosa que yo no quería hacer pero que no podía evitar.
Se alojaban en la misma residencia que nosotras y no quise enterarme de quién
dormía con quién. Prefería seguir ignorante. ¿Vosotras hubierais querido saberlo
de sopetón? Yo preferí poco a poco. No iba a doler menos, pero no estaba
preparada todavía. Me escabullí para ir a mi habitación, que compartía con otras
dos de mis compañeras, y desaparecí del bullicio. Estaba fuera de lugar. Además,
necesitaba una ducha para entrar en calor y rebajar la frustración. Si iba a estar
celosa, y algo me decía que no iba a poderlo evitar, al menos debía impedir que
se me notara. No tenía ningún sentido que fuera yo quien tuviera celos en esa
mierda de situación que yo solita había provocado. Esta vez sí que me dais la
razón. Lo sé.
Cuando llegaron mis compañeras ya había salido de la ducha. Iba con mi
albornoz puesto todavía. Entraron seguidas de Álvaro. Me quedé paralizada.
Ellas se metieron juntas en el cuarto de baño y cerraron la puerta.
—Son novias. Siempre lo hacen —dije no sé ni por qué, para destensar el
ambiente, imagino. Para hablar por hablar, como hago a veces.
—Ah, ya —contestó sonriendo y atando cabos, porque yo ya le había contado
algo sobre ellas en otras ocasiones.
Él todavía iba con el neopreno puesto y el flequillo mojado delante de la cara.
Yo seguía con mi albornoz.
—Deberías darte una ducha tú también. Vas a coger una pulmonía.
—Se está duchando ahora Soraya. —Pues para no querer saberlo me lo había
encontrado en la primera frase.
—Al menos sécate un poco. —Traté de disimular el arrebato de celos
secándole el pelo con la toalla que yo llevaba en la cabeza. Nos quedamos
mirándonos a los ojos. Los puntitos amarillos, para mi desgracia, seguían ahí.
Me cogió de la cintura y me alzó—. Así llego mejor. —Seguí secándole para
mantenerme ocupada y diciendo obviedades. Él estaba mudo. Recordé la última
vez que nos habíamos visto en persona, ante la puerta de mi casa, él creyendo
que en dos días nos veríamos y tendríamos una relación o algo parecido, yo
yéndome al fin del mundo por no volver a verlo. Y ahí estaba. No había servido
de nada. O más bien había servido para estropearlo todo muchísimo más.
No pude evitar llorar. Me escondí en su cuello para hacerlo. Me avergonzaba
estar en esa situación tan estúpida, y por mi culpa.
—No llores, Marci. —«Marci» en directo, en persona, con su voz de
terciopelo en mi oído. Aún lloré más—. Está todo bien.
¿Por qué decía esa gilipollez? Estaba todo mal.
Pero me hice la fuerte. No iba a consentir ser la llorona niñata del grupo que
va detrás de su amigo que a su vez sale con el pibón del harén. Ni hablar. Se
estaba dejando barbita. Me gustó el tacto. Froté mi mejilla con la suya.
—¿Ahora pinchas? —seguía diciendo obviedades, pero al menos ya no lloraba.
—Bueno. No me queda muy regular. Soy un poco lampiño. —Me separé de su
cuello para observarle bien. Estaba guapo. Hacía siete meses que no lo veía y
parecía un hombre. Él ya había cumplido veintiuno. Estaba cambiado.
—Te queda muy bien. —No podía decir otra cosa, por más que me doliera.
Le acaricié la barbilla. Él seguía sin soltarme. Yo iba en albornoz todavía. Mi
toalla en su cuello. Creí que íbamos a besarnos. Quizá lo soñé. Pero se abrió la
puerta del cuarto de baño y me bajó de golpe.
—Voy a ver si ya han terminado Soraya y Roderic con la ducha. Luego nos
vemos, loqui. —Me besó, sí, pero en la mejilla. Al menos la habitación era de los
tres.

Me quedé en la mía el resto de la tarde y nadie vino a buscarme. Yo no pintaba


nada en aquel grupo que tenía ganas de pasárselo bien. Los vi a la hora de la
cena, y porque no pude esconderme. Estaba claro que Álvaro no había venido a
estar conmigo. Y yo no tenía ganas de compartirlo con nadie, menos con la
caragusano y el resto de aduladoras. Por eso, cuando insistieron en que nos
tomáramos algo después de cenar intenté excusarme, pero se pusieron todos
muy insistentes, sobre todo Álvaro, Roderic y mis dos compañeras de
habitación, Sonia y Magda, y me vi en un garito repugnante, lleno de tíos y tías
gigantes, donde parecía que los demás se divertían y yo sobraba, como siempre.
Media hora después, un imbécil me tocó el culo y la monté. Le arrebaté el vaso
que llevaba en la mano, se lo vertí en la entrepierna y me fui a la residencia.
Ninguno me siguió.
—Joder, pues sí que va a estar loca —escuché que decía Soraya antes de cerrar
con un portazo y quedarme fuera completamente sola.
A las seis de la mañana salí a correr. Pero preparé una mochila con comida y
bebida suficiente por si me perdía por uno de aquellos frondosos montes. ¿Que
por qué evitaba encontrarme con Álvaro? Ya lo habréis adivinado. Era evidente
que yo no era el motivo de su viaje y me hacía daño pasar tiempo junto a él
siendo una más de sus admiradoras y teniendo que competir por su atención.
Nunca me ha ido ese rollo. Vale, tenía asumido que era mi crush, pero no soy de
las que van detrás de nadie.
A las doce recibí un wasap.
Álvaro: Dónde te metes, loqui?

Yo: He salido de excursión. No creo que vuelva en todo el día.

No me sentí mal en absoluto.


Álvaro: Pues solo nos queda mañana para estar juntos. El miércoles nos vamos.

Si él no se enfadaba me hacía sentir un poco mal. Entonces sí. Pero no me


ablandé. Había sido a él a quien se le había ocurrido un viaje de mierda, pegado
a gente imbécil y sin tiempo para mí.
Yo: No te preocupes. Ya has visto que estoy bien. Te puedes volver tranquilo; no voy a hacer
más locuras de las normales para mí.

Álvaro: Cuando vuelvas avísame y quedamos los dos solos. No creas que me dejas muy
tranquilo.

No le iba a avisar al volver. ¿Quién se creía?, ¿mi padre?


Pero a las cuatro de la tarde estaba muerta, aburrida y sin más ganas de
excursión. Además, venía tormenta y no quería que me pillara en la montaña
sola. Fue lo que me dijo cuando me vio entrar por la puerta de la residencia.
Estaba el grupo al completo en los sofás de la recepción. No pude evitar que me
vieran llegar.
—No me has dicho que te habías ido sola.
—No me has preguntado si iba sola.
—¿Estás enfadada, Marci?
—¿Tendría que estar enfadada, Álvaro? —Llevaba un polo rosa, con su barbita
rubia y sus ojos verdes. Claro que estaba enfadada.
—Supongo que ahora querrás descansar. —Definitivamente, era imbécil.
—Supones bien.
—Luego te busco. Tengo ganas de estar contigo sin tanta gente.
Asentí y me largué. No me buscó luego. Cuando bajé a cenar seguían en el
mismo sofá, el grupo al completo, y se notaba que la tarde les había cundido.
Estaban bastante contentitos. Álvaro con Soraya encima, por cierto. Mapi en las
piernas de Roderic. Me dieron asco. Habría que patentarlo como tip, ¿no os
parece? Consigue ser la amiga de tu crush y que te presente a sus ligues. Verás
como dejas de verlo igual, sobre todo si su ligue es una estirada, caragusano y no
para de sobarlo en público. ¿Que si me sirvió? Pues no mucho, porque, como
estaba dolida, yo también bebí bastante, y esa noche no me fui a mi habitación
como debería haber hecho.
Salimos al garito de la vez anterior, pero como yo había bebido, ya no me
pareció tan chusco. Cuando me di cuenta tenía a Roderic oliéndome el cuello y
Mapi estaba encima de las piernas de otro. Me empeñé en que fuera ruso. Me di
cuenta de que a Álvaro no le hacía ninguna gracia que su amigo me metiera
mano. Cuando lo veía se le descomponía el gesto. No vamos a decir que aquello
me disgustara. Era como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Es
lo que me hubiera dicho mi amiga y asistenta Carmen, a la que echaba tanto de
menos como a su sabiduría. Entonces me hubiera dicho que me fuera a la
habitación y no provocara a Álvaro jugando con Roderic en su cara. Vosotras
también me lo hubierais dicho. Pero Carmen no estaba, y vosotras tampoco. Así
que seguí con el juego. Además, había que reconocer que Roderic estaba bueno
y, aunque sus besos sabían a vodka, y no a mar, no besaba mal del todo.
¿Que cómo salió aquello? Tan mal como os podéis imaginar. La jugada me
salió perfecta, a Álvaro se lo llevaban los demonios, pero el resultado fue
horrible. Me interceptó cuando fui un momento al baño. Se coló detrás de mí.
De repente, volvía a ser un garito chusco y el servicio de mujeres daba asco. Pero
Álvaro me estaba besando y aunque no sabía a mar, sino también a vodka, no
pude evitar jadear de placer. Estaba bastante borracha y un encuentro sexual con
él en el lavabo de aquel garito chusco me pareció una idea genial. Id preparando
el ibuprofeno y los puntos de sutura para las heridas abiertas. Pues eso, fue la
primera vez que follamos. Así, con rabia, con preservativo y con prisas. Juraría
que le hice hasta sangre en el labio.
Cuando salimos por separado de aquel lugar infernal nos estaban esperando
los que quedaban del grupo para ir a la residencia. No me apetecía ya volver
junto a Roderic y me quedé sola en la parte de atrás. Soraya me alcanzó andando
de espaldas.
—Un consejito, mona: cuando te folles al novio de otra, procura disimular.
Que caminas como si aún tuvieras su rabo dentro. —¿Qué hubierais hecho en
mi lugar? Yo me barajaba entre llorar y salir corriendo o darle una hostia y salir
corriendo. En cambio, dije.
—Ah, pero ¿es que estáis juntos? —No preguntéis. Me salió así.
—No —se apresuró a decir Álvaro.
—Sí, claro —respondió ella seca, elevando la voz por encima de él.
Ambos se miraron. Después, Álvaro me cogió de la mano con carita de
cordero degollado. Imaginé el rollo que querría contarme. Y entonces fue
cuando corrí a la habitación. Ni borracha me alcanzó.
Vomité al llegar. La carrera, la bebida, el mal polvo y las horribles
constataciones me cortaron la digestión de la no cena. Al día siguiente tenía
fiebre y no me moví de la cama. Magda y Sonia se encargaron de mí. Ya tenía
excusa para no pasar el día con él ni bajar a despedirme cuando se fueran. Pero
como la fiebre subía y bajaba perdí la noción del tiempo, así que no sé a qué hora
de la siguiente madrugada apareció Álvaro en mi cuarto, concretamente en mi
cama. Todo el tiempo pensé que era una alucinación.
—Marci, perdóname lo de anoche, por favor. —Me acariciaba la mejilla
izquierda, que ardía, por cierto. Hablaba en susurros para no despertar a mis
compañeras, aunque alguna de ellas le habría abierto, imaginé. ¿O era un
espejismo?
—No estás aquí, ¿verdad? Te veo por la fiebre. ¿Eres una alucinación? —
hablaba yo también en susurros y también le toqué la mejilla. Me raspó con su
barba. Puede que sí fuera real. Sonrió. Un holograma con cara de Álvaro que
sonreía.
—Estoy aquí de verdad. He venido a pedirte perdón por lo de anoche. No debí
buscarte por despecho. Me siento fatal.
—Perdóname tú lo de Eslovenia —dije, como si estuviéramos en mi casa de
Valencia. Seguíamos acariciándonos las mejillas—. Me encanta tu barba. —Se
rio, tratando de no hacer mucho ruido, y me besó en la sien.
—Marci, escúchame. Anoche bebí mucho y fui un gilipollas. No me importa
que salgas con otros chicos. Y Roderic me cae bien. Es mi amigo. Debes estar
con quien tú quieras.
—Yo no quiero estar con nadie, Álvaro. —Me mordí el final de la frase «si no
es contigo». Tenía fiebre y estaba un poco desinhibida, pero no tanto como para
confesarle mi amor cuando ya lo tenía perdido.
—Tienes que conocer a gente, salir con chicos, tener un noviete o dos. —¿Por
qué se empeñaba en eso?
—¿Por qué? —No supe formular la pregunta—. ¿Por Soraya?
—Escucha una cosa, Marci, y que no se te olvide jamás. Soraya no me importa.
Desde que te conocí y hasta el día que me muera solo me importas tú. ¿Lo
entiendes? Solo tú. —No era solo por la fiebre, ¿verdad? ¿Vosotras también veis
que era todo confuso?
—Si no me dejas una prenda voy a creer que esta conversación no ha tenido
lugar y que ha sido un sueño surrealista debido a la fiebre. No tiene sentido lo
que dices. Porque es un sueño, ¿verdad? —Volvió a reírse, pero siguió hablando.
—No es un sueño, Marci. Estoy aquí de verdad porque he venido a decirte que
eres la persona que más me importa en el mundo, que no dejes que nadie te haga
lo que te hice yo anoche y que tienes que ser feliz y conocer a otros chicos.
Chicos sanos que hagan las cosas bien.
—Espera. Yo también lo hice mal contigo anoche. —No me riñáis; no era lo
único que había escuchado, pero no quería que se sintiera mal por eso. Yo
también había abusado de sus celos—. Te perdono si tú me perdonas a mí.
—Pero no lo vuelvas a hacer con nadie así, por favor.
Asentí y cerré los ojos. Me dolía la cabeza, esa conversación era muy intensa y
no estaba entendiendo casi nada. Primero me llegó el olor a mar, cuando abrí
los ojos encontré unos puntos amarillos sobre un verde intenso y sus labios
acercándose a los míos. Todo el sabor del mar en un beso. Álvaro Sansegundo, el
tío bueno del harén, volvía a besarme. ¿En qué tip estábamos? Y así fui
consciente de cuánto lo había echado de menos. Aunque no estaba en mi mejor
momento, reconocí a tiempo que tenía que hacerlo durar porque no iba a haber
más. Jugueteé con su lengua, con su saliva, encontré la herida que le había hecho
la noche anterior y que volvió a sangrar, acariciamos nuestras mejillas y cabellos
y recogió las lágrimas que no sé cuándo habían comenzado a resbalarme.
Amanecía cuando intentó separarse de mí.
—Este beso no sirve de prenda. Sigo pensando que es una alucinación.
—No ha sido un solo beso, Marci. Llevamos tres horas.
—¿Tres horas de hablar y besarnos o tres horas solo de besuqueo?
Sonrió y me volvió a besar. Nunca supe cuánto tiempo nos besamos ni cuándo
se fue. Solo que cuando me desperté ya se habían ido rumbo a Italia y que en mi
cuello llevaba su colgante con la rosa de los vientos. ¿Era un camino abierto para
volver a encontrarnos?
Como veis, dedicarme tiempo a mí misma también había fallado. Tanto
como distanciarme de él. Ya sé que era por mi culpa, que ni me había
distanciado de verdad ni me había dedicado tiempo en serio, así que no valía la
pena insistir en esos tips. No había manera de llevarlos adelante en condiciones.
Se hacía necesario pasar al tercero, a ver si con el siguiente tenía más suerte.
3er tip
Haz ejercicio

¿De verdad? ¿Hacer ejercicio me iba a salvar de mi crush? Quizá a otras o a otros
les funcione, pero a mí hacer ejercicio solo me sirve para obsesionarme más. Está
claro lo que dice en Internet: «el deporte no solo nos hace sentirnos bien f ísica
y mentalmente, sino que también nos ayuda a liberar endorfinas, creando
sensaciones de placer y bienestar». Es decir, que puede sustituir al sexo. Y, en mi
caso, funciona. Pero ¿desobsesionarme de un crush? Eso ya lo dudo mucho.
Entre otras cosas porque nunca dejo de hacer ejercicio y en esos momentos
llevaba nueve meses obsesionada con él, con el deporte y con mi crush. Pero ya
que los otros dos tips habían fallado por mi culpa, por no haber sabido
tomármelos en serio, decidí darle una oportunidad al tercero. Haría más
ejercicio del habitual. Quizá consiguiera desconectar la mente. Pero eso lo tuve
que hacer después de mi cumpleaños.
Como ya os he dicho antes, cuando Álvaro se marchó no pude volver a casa.
Tras la semana de fiebre y el análisis que no pude evitar hacer de sus extrañas
palabras, mi estómago se había cerrado de nuevo. Había perdido casi dos kilos
otra vez. En casa me lo iban a notar y no quise darles un disgusto así. Entre otras
cosas, porque podía acabar en la clínica del doctor Sempere y que todo el mundo
se acabara enterando de que me había ido huyendo por no amar a la persona de
la que estaba enamorada y había acabado perdiéndolo. ¿Suena tan mal como lo
escucho yo? ¿De verdad había sido tan patética?
Bueno, que como no quería parecer tan tonta como sí era, decidí seguir
ocultándole a todo el mundo, incluida Sof ía, el motivo real de mi viaje, el
motivo real de mis pérdidas constantes de peso y la desafortunada no relación
que teníamos Álvaro y yo, por lo que, cuando todas se fueron a España, a
principios de noviembre, yo me quedé sola intentando recuperar mi aspecto y
mi apetito. Otra mala decisión. ¿Queréis saber por qué?, ¿aún no estáis hartas de
escucharme dar pena? Pues porque ni mi aspecto ni mi apetito ni la confianza en
mí misma las iba a recobrar estando sola. Lo único que conseguí fue posponer el
tip tres, porque el dos, «Dedicarme tiempo a mí misma», había vuelto a
aparecer, pero sin querer. No tenía más opciones que dedicarme tiempo, pero un
tiempo de mierda porque no hice más que seguir llorando y mintiendo a todo el
mundo, incluidos mis padres, Sofía y Álvaro, a quienes había dicho que estaba
fenomenal y que todas las compañeras seguíamos en Eslovenia juntas. Menos a
Carmen, que no la engañé nunca, y fue quien me envió el billete de vuelta para
que no cumpliera mis dieciocho años sola. ¿Qué haría sin mi Carmen?
Y el caso es que aquella conversación con él no me dejó tan mal como parece.
Llegué a la conclusión de que él estaba enamorado de mí, pero era un amor
imposible porque me temía, como ya me confesó en Valencia, a mí y a mis
locuras, porque soy capaz de alejarlo de mí y de hacerle daño. Pero quería que yo
fuera feliz sin él. Con otros chicos. Como no me gustaban todas las partes de
aquella conclusión, volví a encontrar un clavo ardiendo. El del amor imposible.
Nos amábamos, pero no podía ser. Hasta que buscaba en mi cabeza las frases que
dijo y no escuchaba la palabra amar en ningún momento, sino «eres la persona
que más me importa en el mundo». ¿Servía como amar? A veces me servía. Otras
no. Por eso volví a perder peso y por eso les mentí a todos. Casi nunca cogía las
videoconferencias y si lo hacía me ponía lejos de la pantalla para que no
pudieran fijarse bien en mi aspecto. Menos cuando comentábamos nuestras
lecturas, por aquellos días El Ruiseñor, de Kristin Hannah. Menuda panzada a
llorar que me pegué. Así que en esas llamadas para comentar el libro no hacía
falta que disimulara las lágrimas, y podía dar rienda suelta a mis emociones.
Hasta que recibí un wasap de Carmen.
Carmen: Marcia, te envío el billete de avión para el próximo 10 de diciembre. Ya estoy
preparando el menú de tu cumpleaños. Hasta el 17 no regresan tus padres de París, así que
tenemos una semana para rellenar esos mofletes y que pase desapercibido tu mal de amores.
Mandaré a mi Amancio al aeropuerto a por ti. No hay discusión.

Y el plan era perfecto.


Yo: Ay, Carmen. ¿Qué haría yo sin ti?

Su respuesta fue adjuntarme el billete de avión.


Esa semana fue milagrosa. Como Carmen había dicho, logró que no se notase
tanto mi desmejora. No estaba en un buen momento, pero podía achacarlo al
invierno esloveno y la competición. El turrón de Jijona y el pastelito de Gloria
hacen milagros conmigo, y Carmen abusa de la información privilegiada.
¿Quién estuvo en mi dieciocho cumpleaños? Sofía, Álvaro y mis padres. Había
más gente del club, del British y amigos de mis padres, pero los importantes ya
sabéis. Sofía y Álvaro habían venido juntos desde Barcelona en el cochazo de él.
Sofía había conseguido entrar en Arquitectura en la Ciudad Condal y ellos se
veían a menudo. Como ya os he dicho, nunca han dejado de ser amigos. ¿Tuve
celos? Claro, pero yo «era la persona más importante del mundo» para él,
¿recordáis? Sí, sí, y quería que encontrara un novio que no fuera él. También lo
recordaba.
Mis rayadas y yo abrimos la puerta de casa a las siete y cuarto. Ya habían
llegado todos los que esperaba, porque Sofía me había dicho que estaba de
exámenes y Álvaro que seguía en Italia con ya sabéis quién. Se pusieron un
paquete gigante delante de las caras para que no les reconociera a primera vista,
pero me llegó el olor a mar, mucho antes de que sus ojos verdes y azules
respectivos se dejaran ver. Mi madre bajó horrorizada al escuchar mi grito. Su
entrada fue triunfal. Dieciocho años no se cumplen todos los días.
Estoy acostumbrada a que mis cumpleaños pasen desapercibidos. El 18 de
diciembre. ¿Os imagináis? Todo el mundo ya ha cumplido sus respectivos años y
nadie se emociona al llegar tú a la edad que sea cuando ellos están a punto de
cumplir su siguiente año. Además, la gente está ya en modo Navidad y ni se
acuerdan de regalarte nada o te traen cosas navideñas. Un año está bien, pero
¿todos? Por eso me alegré tanto de que vinieran, aunque no podíamos olvidar
que había estado a punto de quedarme sola en Eslovenia. Mejor correr un tupido
velo sobre eso.
El regalo gigante con el que se habían cubierto era de Sof ía. El vestido de
Gucci con el que quería que fuera vestida en Nochevieja, negro con pedrería,
estilo años veinte, atado al cuello y con la espalda completamente abierta hasta
muy muy abajo. Zapatos y bolso a juego. Sof ía siempre me hace regalos así.
Espectaculares.
Álvaro me dio el suyo, diminuto, como si fuera contrabando y me dijo que no
lo abriese hasta que estuviera sola. Me gustó el secretismo, pero estuve toda la
noche con el regalito en el bolsillo dándole vueltas.
Sofía se fue temprano, quería ver a su familia. El resto de invitados también,
excepto los adultos, que aprovecharon mi fiesta para quedarse a cenar, a las
copas, y hablar entre ellos. Mi madre le propuso a Álvaro dormir en mi casa. Él
le había explicado que ya no tenía alquilado el piso de la Ciudad de las Artes —
como imagináis se me puso un nudo en la garganta cuando nombró ese piso— y
se iba al hotel Barceló esa noche. Mi madre no dio su brazo a torcer. Teníamos
habitaciones de sobra y no iba a consentir que después de tres horas de coche
durmiera en un hotel. Lo dijo como si eso fuera una molestia. Estoy segura de
que Álvaro no se quería quedar a dormir, me temía a mí, pero también a sí
mismo. En cambio, no pudo rechazar la insistencia de mi madre. Estuvimos
mucho rato a la vista de todos. En el sofá del salón, con las piernas estiradas
sobre la mesa pequeña, los dos descalzos, y Dogo sobre él. Se habían cogido
cariño. Se rio mucho con la originalidad de su nombre. Carmen nos avisó de
que tenía la habitación de abajo preparada —ella había decidido ponernos en
pisos diferentes— y que se marchaba. Yo me tiré a su cuello, como cuando tenía
cuatro o cinco años, y la llené de besos. No me sentía una adulta en absoluto. Y,
además, tenía que aprovechar que la tenía cerca para darle todos los achuchones
que en unas semanas tendría que reprimir y echar de menos.
Mi madre no se movió de la escalera hasta que no despidió a todo el mundo y
comprobó que Álvaro entraba en su dormitorio del piso de abajo y yo subía al
mío, acompañada de Dogo. Aún tenía que abrir su regalo. Eran unos pendientes
de Mumit de oro blanco con forma de rosa de los vientos. Espectaculares.
Preciosos. Y hablaban de él. De nosotros, aunque no hubiera un «nosotros». Me
moría de ganas de bajar a besarlo por todas partes, pero eso no tenía que pasar.
Nuestra relación de amor imposible se construía así. No siendo. Sabéis lo que
hice, ¿verdad? Exactamente. Bajé a su habitación.
—Marci, ¿eres tú o estoy soñando? —Estaba más espabilado que yo. Bromeaba
conmigo.
—Estás soñando. —Le metí la mano helada bajo la camiseta, directa a sus
abdominales. Dio un respingo.
—¡No suelo tener sueños tan fríos!
—¿Tus sueños son más calientes? —Se rio. Pero recordó a mi madre y metió su
cara en mi pelo para que se escuchara menos la risa. Sus manos ya en mi espalda,
debajo de mi camiseta. Las suyas estaban calientes, aunque a mí me dio un
escalofrío. Ya sabéis que cuando me toca me suele pasar.
—Entonces, ¿has venido a hablar de mis sueños? —voz insinuante, aún con su
cara en mi pelo.
—He venido a decirte que me ha encantado tu regalo. Son preciosos. Los
estrenaré en Nochevieja con el vestido de Sof ía.
—Preferiría que no —contestó enigmático.
—¿Por qué? —Sonreía en la penumbra de la habitación.
—Porque Sofía nos ha invitado a su fiesta. —La Nochevieja en el buque de la
familia de Sofía es la mejor de todo el Mediterráneo. Nadie puede superarla.
—¿A quiénes? —¿Iba a ir Soraya a mi fiesta de Nochevieja?
—A los tres. —Pues sí que iba a ser verdad que eran un trío.
Pero me imaginé espectacular con los pendientes, con el vestido y esa espalda
abierta hasta no se sabía dónde y él sufriendo por nuestro amor imposible. O
atracción fatal. Me gustó la idea. A él también, parecía ser, porque se había
empalmado. Me reí. Y le besé insinuante. Lo más insinuante que pude,
mordiéndole lentamente el labio inferior como en una promesa.
—Pues va a ser genial —le dije, dejándolo ahí, conforme estaba.

Sí que hice ejercicio hasta Nochevieja. Comí bien y me dediqué tiempo a mí


misma. Pero no me sirvió en absoluto para olvidar a mi crush porque me había
despistado un poco con el objetivo. Coincidís conmigo, ¿verdad?
La Nochevieja fue espectacular, tanto como mi vestido, mis pendientes y toda
mi imagen. Ni Sofía ni la caragusano consiguieron que me sintiera menos
guapa. Era el efecto del dinero y el cariño que llevaba encima, pero también del
brillo de mis ojos por sentirme poderosa y de algunas miradas que recibía y que
confirmaban mis propias percepciones. La mirada verde con puntitos amarillos
no me pasó desapercibida. A Soraya, a Sof ía y a Roderic tampoco. Yo estaba
triunfal. Como cuando de pequeña me elegían timonel y mi equipo llegaba el
primero. Pues igual.
Esa sensación era la mejor desde que había pasado todo lo de Álvaro. Me sentía
atractiva y con la dirección bajo mi mando. Si era un cobarde y no se atrevía a
estar conmigo, porque me temía, como ya me había confesado, pues él se lo
perdía. Pero aprovecharía todas las oportunidades que tuviera para hacerle sufrir.
Como aquella Nochevieja, en la que flirteé con su amigo, con otros admiradores
del British y del club de Valencia, y con otros conocidos o desconocidos, y en la
que me reí con Sofía como nunca. Le conté lo mal que me caía Soraya —sí, sí,
evité el tema Álvaro, claro— y nos dedicamos a criticarla y a burlarnos entre
nosotras cuando hacía esos gestos exagerados de quien solo quiere llamar la
atención. En el momento de felicitar el año 2017 dejé a Álvaro para el final,
conscientemente. O puede que no lo dejara exactamente para el final, pero lo
que sí está claro es que detrás de él ya no pude felicitar a nadie más. Me esforcé
por hacerlo con Sofía, con Roderic y con otros amigos que se habían traído de
Barcelona y me cayeron bien. Con Soraya me despisté, ¡qué pena! Es que vi
primero a Álvaro y después de él no hay nada, como dice la canción de
Alejandro Sanz, la favorita de Carmen.
Puso su mano izquierda en mi espalda, justo donde acababa mi vestido y
donde nadie había osado tocar en toda la noche. Él sabía que era el único que
podría hacerlo sin llevarse un pisotón con mis tacones de siete centímetros o un
rodillazo donde alcanzara. Soy famosa por mi puntería. No tuvo que agacharse
tanto como otras veces para llegar a mi cara. Solo catorce centímetros esa vez.
—Feliz año, loquita —dijo con voz sensual en mi oído.
—Feliz año —contesté, deslizando mis manos sobre su pecho donde la camisa
color burdeos tembló. Cogió el lóbulo de mi oreja, pendiente incluido, dentro
de sus labios. Le dio dos o tres lametazos.
—Me encantan estos pendientes.
—Tienes buen gusto.
Mis manos subieron a su cuello. Lanzó un suspiro apagado. Me estremecí. Su
suspiro. Mi poder. El sabor a mar junto al champagne dentro ya de mi boca. Sus
dos manos abarcando toda mi espalda desnuda. Las mías enredándose en su
pelo. Nuestras lenguas, labios y dientes tomando protagonismo. El 2017 se
presentaba así. Conmigo desbocada, insinuante y poderosa. Con él
contradictorio, estremecido, apasionado e incongruente. Me gustaba mi papel.
No voy a negarlo. ¿Y el suyo? No estaba mal del todo.
Soraya y Sofía aparecieron para separarnos, cada una tirando de uno de
nosotros. No me extrañó que mi amiga no preguntara. Al fin y al cabo, yo no le
había contado nada. Quizá estuviera respetando mi intimidad. O puede que
estuviera esperando a que lo hiciera yo por propia voluntad. O puede que, como
buena amiga, lo hubiera adivinado todo hacía tiempo. Quizá hasta antes que yo
misma.
Los de fuera de Valencia tenían habitaciones en el buque. Sof ía y yo también,
como cada Nochevieja. Los demás fueron marchándose a saber a qué hora.
Álvaro y yo nos encontramos algunas veces más a lo largo de la noche, más
borrachos, más cansados, más despeinados, pero cada vez nos besábamos igual y
cada vez venían los mismos cuatro brazos a separarnos. Una de las ocasiones nos
escondimos un poco mejor y tardaron más en encontrarnos, pero no se nos
ocurrió más que saborear nuestras bocas y acariciar nuestra espalda y nuca
respectivas. Supongo que el recuerdo del sexo chungo entre los dos nos disuadió
de intentarlo siquiera. Acabamos encerrados en los camarotes correspondientes
vigilados por dos carcelarias. Yo estaba feliz. Y tonta, ya lo sé. No hace falta que
me lo recordéis.

Pero los extraños encuentros de aquella Navidad no habían acabado. El grupo


decidió que nos iríamos a esquiar para el puente de Reyes, concretamente a Val
Cenis en los Alpes franceses de Saboya, cerca de la frontera italiana. El tip de
hacer ejercicio seguía adelante, aunque creo que había perdido de vista el
objetivo, ¿verdad? Alquilaríamos un apartamento ideal para seis personas: Sof ía,
Roderic, Álvaro, Soraya, Albert —primo de Roderic y amigo de Álvaro— y yo.
¿Os estáis imaginando lo mal que podría salir eso? Pues, así es. Salió fatal.
El apartamento tenía tres habitaciones dobles y, en principio, una de ellas
debería haber sido para Álvaro y Soraya, porque eran pareja, ¿no?, pero Álvaro
decidió que él dormiría con Roderic. Yo lo tenía claro. No iba a separarme de
Sofía. La otra habitación la ocuparían Albert y Soraya, parecía que bastante
amigos entre sí. Nos quedábamos tres noches, y sus respectivos tres días para
esquiar. No pudimos tener más jornadas libres, entre las agendas de todos, pero
las aprovecharíamos bien. Al menos, es lo que pensamos. Y bien aprovechadas
estuvieron en más de un sentido. ¿En el que os imagináis? También, pero no
tanto como estáis pensando.
Sofía era la única que conocía las pistas de Val Cenis y nos hizo de guía. El
primer día nos quedamos por la zona señalizada y, aunque yo prefiero el mar a la
montaña, tengo músculos para aguantar bien la jornada de esquí. Comimos en
uno de los restaurantes de las pistas y antes de anochecer regresamos al hotel,
donde aún no habíamos deshecho las maletas. Jugamos al Pictionary por
equipos, Sofía, Álvaro y yo en uno, como en los viejos tiempos —¿os explico la
añoranza que sentí? Mejor no, que vuelvo a llorar—. Y pedimos que nos
sirvieran la cena en la habitación. Teníamos cocina en el apartamento, pero no
estábamos por la labor de trabajar. Caímos rendidos enseguida y al día siguiente
había que madrugar para subir a las pistas. Entonces fue cuando se les ocurrió
esquiar por nieve virgen. Es decir, fuera de pista, donde antes nadie habría
pisado y no sabes qué puede pasar. No me gustaba la idea, no os voy a mentir,
pero era la única cagada del grupo, así que cedí. ¿Tenéis la sensación de que
cuando más temes algo, más posibilidades hay de que pase y de que te pase a ti,
justo por temerlo, y no a los demás? Pues yo sí. Y se confirmó aquel día.
Era ya después de comer, habíamos dicho que la última bajada. Yo le había
cogido el tranquillo a eso de la nieve virgen —no era la primera vez que lo
hacía, y, aun así, nunca me ha entusiasmado no saber por dónde vas—, pero ya
estaba cansada. Me temblaban las piernas, y es que creo que, como no tengo
mucha técnica, utilizo demasiada fuerza muscular para frenarme. Eso, unido al
miedo, pues ya lo tenéis. Estaba agotada, aunque disimulaba bien, creo.
Entonces fue cuando me quedé la última del grupo. Entre otras cosas porque lo
estaba haciendo todo el día. Así me aseguraba de seguir un rastro seguro. Pero,
debido al agotamiento, me fui desviando sin querer hacia la derecha del camino
que ellos habían trazado —como soy zurda tengo más fuerza en la pierna
izquierda, por eso creo que me fui a la derecha, mi pierna derecha ya sin energía
—, donde había todavía más nieve virgen que me frenaba. Los esquís se me
quedaron clavados. Entonces fue cuando lo vi. Un agujero en la nieve por donde
había agua corriendo. Un agujero blanco por donde corría un reguero
transparente. Era precioso pero espeluznante. Mis esquís a punto de caer en ese
agujero y yo detrás de ellos si no era capaz de salir de allí. Entré en pánico. Los
demás estaban ya lejos y no podían escucharme gritar. Os podréis imaginar que
lo primero que se me ocurrió fue gritar como una loca. Estaba convencida de
que cualquier movimiento haría que el socavón se abriese y yo me colara dentro
de aquel río subterráneo. Jamás encontrarían mi cuerpo congelado.
Pero Álvaro se detuvo y se giró. Llevaba todo el día pendiente de mí, sabiendo
que no me encontraba segura por aquel terreno. Imagino que vería mi figura
detenida y se preocuparía. Me hacía señas para que siguiera bajando. Yo solo era
capaz de mover los brazos porque cualquier otro vaivén de mi cuerpo podría
hacer que cayera al agua. ¿Por qué había ahí agua? Tardó mucho en llegar hasta
mí, subiendo en paralelo a la pendiente. Estaba anocheciendo. Ahí arriba no
había cobertura. Yo cada vez tenía más pánico.
—¿Qué pasa, Marci? —dijo elevando la voz cuando creyó que ya podría
escucharlo.
—No puedo moverme. Estoy sobre un agujero y debajo veo pasar un río de
agua. ¿Lo oyes?, ¿lo ves?
—Desde aquí no se ve. Pero tienes que salir de ahí cuanto antes.
—No puedo. —No sabía decir otra cosa. Quise llorar, pero no podía dar un
espectáculo.
Entonces vi que Álvaro se preocupó de verdad. Se quitó sus esquís y logró
alcanzarme, aunque le rogué que no llegara hasta donde yo estaba, por miedo a
que entre los dos consiguiéramos que la nieve venciera y nos cayéramos juntos al
arroyo subterráneo. Y esta vez nuestra muerte abrazados no sería dulce. Sería
patética. Me rodeó y me ofreció su palo.
—Cógete, Marci, y ve girando. —Asida de su palo comencé a respirar. Quizá
Álvaro me salvara la vida, otra vez—. Muy bien. Lo estás haciendo muy bien.
Cuando llegué a su lado me eché sobre sus brazos. Me agarré a él como a un
salvavidas. No quería soltarlo. No quería separarme de él, jamás. Entonces fue
cuando me di cuenta de que llevábamos todo el viaje sin tocarnos. Apenas
rozarnos al pasarnos una taza o una manta, o chocar la mano al adivinar una
película. Echaba de menos su cuerpo. Tenía a Álvaro junto a mí, pero no era
mío. Sin embargo, en ese abrazo lo dio todo. Imagino que apenado por el
pánico que vio en mí. Pero no podíamos demorarnos porque estaba
anocheciendo y teníamos que llegar primero a las pistas y después al hotel. Yo
estaba insegura, por decirlo de forma suave. ¿Queréis que lo diga claro? Vale, sí.
Estaba cagada. Cuando se puso sus esquís no quise soltarlo. Bajamos todo el
tiempo de la mano, aun con los guantes puestos. Y así nos vieron todos llegar,
hartos de esperarnos. Ninguno creyó mi relato. Y Álvaro nunca llegó a ver el
agua, así que tampoco pudo corroborar mi versión.
Esa noche no cené. Me fui a acostar nada más salir de la ducha, ducha donde
creo que había más lágrimas que agua corriente.
Al día siguiente se levantó ventisca y yo ya llevaba el susto en el cuerpo como
para arriesgarme más. Insistieron, pero lo tenía claro.
—Yo me quedo. En mes y medio estoy de concentración y no me puedo
arriesgar a tener una lesión. Lo siento.
—Nosotros también nos concentramos en marzo. Yo tampoco debería
arriesgarme —me siguió Álvaro, no sé si por compasión o porque pensaba como
yo.
—No jodas, Álvaro. —La caragusano, claro.
—Lo siento. Tú sal, si quieres. Solo hay un dos por ciento de posibilidades de
que pase algo. —Creo que ese dato se lo inventó.
—Si tú te quedas, yo también —respondió toda enfadada.
Me puse ropa cómoda y calentita y me fui a los sofás del hall del hotel, con una
manta de borrego que había traído Sofía, a leer mi libro del club. Uno más uno,
de Jojo Moyes. Me encanta ese libro. Coloqué mis pies, imbuidos en los
descansos, sobre la mesa de centro y no tardó en aparecer Álvaro haciéndome
todo tipo de preguntas sobre mi lectura. Le estaba leyendo unos párrafos y
explicándole la situación de los personajes cuando apareció Soraya, colocándose
al otro lado de Álvaro, en el mismo sofá. ¿En serio? ¿No había otro sitio? Ese
hotel tenía terrazas, piscinas, spa, jardines interiores, además de tiendas, un
restaurante y dos bares. ¿Tenía que meterse en medio? Sí. Ya sabéis que sí.
Marcando territorio.
Entonces Álvaro se estiró en el sofá todo lo largo que es, su cabeza en mi
regazo, los pies sobre su novia o lo que fuera, y encontró entre mi pantalón de
chándal y mi camiseta térmica un hueco por donde acceder a mi piel. Ambos
tapados por la manta de Sofía. Al principio parecían solo caricias. ¿Os imagináis
cuánto me concentraba en la lectura? Después ya me di cuenta de que estaba
trazando letras. Parecía una «M». Repetí el trazo sobre la piel del interior de su
antebrazo.
—No, la de antes —dijo.
—¿Ele? —pregunté.
—No, la de después, que me he equivocado. —Cuánto nos reímos con aquella
tontería. Después siguió escribiendo sobre mi piel. Con el alfabeto ya recordado
fue más rápido.
—«No» —dije en voz alta. Y me tapó la boca con su mano. Se la chupé,
restregó mis propias babas en mi mejilla y seguimos dando un espectáculo, al
que Soraya no prestaba atención, absorta en su móvil y su cara de angustia.
Después ya entendí que no quería que dijera los mensajes en voz alta, para algo
lo hacía sobre la piel de mi abdomen. Las risas, las caricias, las confidencias, su
cuerpo sobre el mío. ¡Uf! Empezaba a sobrarme tanta ropa. Le repetía las
palabras sobre su antebrazo para comprobar que las estaba entendiendo. Entre
risas y rectificaciones —frotaba mi abdomen cuando quería volver a empezar
como si borrara con un borrador de pizarra, y yo me encendía con cada roce—
entendí que dijo: «No le importan las lesiones. Está aquí por fastidiarnos».
Creía que iba a decir «fastidiar», pero dijo «fastidiarnos» como si nosotros
fuéramos un todo. Una unidad. Un equipo. Al final, se acabó durmiendo sobre
mi regazo y yo pude leer un par de capítulos mientras jugaba con su pelo rubio,
pelo que no vamos a negar que me encanta. La caragusano no se movió de ahí.
Hasta que el grupo entero apareció. Habían decidido que comían en el
restaurante del hotel con nosotros y que ya había terminado el tiempo de
esquiar. La ventisca iba a peor y no valía la pena luchar contra los elementos.
Cuando se cambiaron, subimos al restaurante que estaba en la cuarta planta,
todos juntos. Álvaro se quedó en la otra punta de la mesa. Volvió el frío, de
repente. Después dijimos de ir a dar una vuelta por el pueblo. Íbamos a bajar en
ascensor para ir a nuestra cabaña a coger los chaquetones —y yo, dejar mi libro
—, cuando en una rápida maniobra, Álvaro me cogió el libro, se lo dio a Sof ía
que ya estaba dentro del ascensor con todos y me empujó hacia fuera. Las puertas
se cerraron y el grupo bajó sin nosotros. Yo ya sé que tiene buenos reflejos, pero
aún no entendía a qué venía aquella jugada.
—Ven —dijo, cogiéndome de la mano y buscando la escalera. Me dejé hacer.
Subimos un piso a la terraza desde donde se veía un paisaje encantado, la
piscina del hotel descubierta a nuestros pies. Si yo ya tenía frío, allí fuera me
podía congelar. Además, aún no teníamos nuestros abrigos. Pero Álvaro me
abrazó por detrás. No estaba entendiendo nada, y, aun así, me gustaba sentir
cómo su cuerpo me daba calor. Debí haberme ido, pero no pude.
—¿Qué hacemos aquí? —me atreví a preguntarle.
—Necesitaba esto, Marci. ¿Tú no? —preguntó girando mi rostro hacia el suyo
y clavando su mirada verde sobre la mía. Solo pude asentir sin emitir sonido
alguno y nuestros labios se juntaron por inercia. Lentamente. Asumiendo lo que
era inevitable. ¿Qué estábamos haciendo? Suspiré y ambos respiramos el aliento
del otro. Fue absolutamente reconfortante encontrar su cuerpo y boca cálidos en
contraste con el frío que hacía ahí fuera. Sus brazos musculados rodeándome
entera y haciéndome sentir en casa sin estarlo en absoluto. Pero apenas duró
unos minutos. Fue más sensato que yo, al menos en lo que a una neumonía se
refería. No respecto a mi salud emocional. Con respecto a esa hacía tiempo que
no había sensatez, ni por su parte ni por la mía. Estiró de mí y volvimos a entrar.
No pronunciamos ni una sola palabra más. En cambio, nos cogimos de la
cintura, como si nuestros cuerpos se resistieran a separarse, y aparecimos en el
hall al mismo tiempo que el resto. Sofía con nuestros chaquetones.
El paseo no fue tan divertido como lo había imaginado. Hacía frío y mi estado
de ánimo se contagió. Esa noche también fui a acostarme la primera. No tenía
ganas de compartir a Álvaro, y menos con la caragusano, así que prefería
renunciar a él. Me estaba poniendo enferma sin poder tocarlo, cogerlo, besarlo,
acariciarlo delante de todos. Tampoco es que me gustara la idea de hacerlo a
escondidas. No entendía en qué nos habíamos convertido. Un par de horas
después entró Sofía en la habitación.
—¿Ya volvéis? —Sería la una de la madrugada. Al día siguiente cogíamos el
avión a las doce.
—No. Solo yo. Se han puesto a tomar de todo y yo paso.
—¿Alcohol? —pregunté ingenuamente.
—De todo. —No quise saber más.
—¿Álvaro también? —Para no querer saber me estaba luciendo.
—Álvaro, peor que ninguno.
—¿Sí? —Me costaba creer eso. Álvaro era mi ideal de chico, ya lo sabéis. No
podía imaginarlo como al peor.
—Sí, porque los demás lo hacen conscientemente. Se quieren divertir y ya está.
Pero él no quiere hacerlo. Se resiste, hasta que cae, y no domina nada la
situación. Luego se siente fatal.
—Qué tonto —dije mal disimulando que me daba igual.
Dos horas más tarde noté un cuerpo cayendo sobre el mío. Una peste a alcohol
impresionante. Pero ese cuerpo lo conocía muy bien. No necesité que Roderic
encendiera la luz como lo hizo para saber quién se acurrucaba junto a mí. Sof ía
ni se inmutó. Ya había cogido el sueño profundo.
—Álvaro, joder. Que esa no es tu cama —dijo Roderic también bastante
perjudicado. A lo que Álvaro trató de contestar algo, sin lograrlo. Ya nos dimos
cuenta de que era imposible sacarlo de ahí—. Marcia, puedes venir a su cama, si
quieres. No me importa.
Pero no podía dejar a Álvaro en esas condiciones. Le desvestí como pude,
después de apagar la luz para no molestar a Sof ía. Le ofrecí un cubo cuando le
hizo falta, le retiré el pelo de la frente cuando empezó a sudar. Le abracé por
detrás cuando me lo pidió. No dormí nada en toda la noche.
En el avión de regreso, Álvaro consiguió ponerse en el asiento que había entre
el de Sofía y el mío. La caragusano por ahí, haciendo de ella misma. Parte del
trayecto siguió echado sobre mí. En un momento dado escribió con los dedos
sobre mi pantalón a la altura de mi muslo: «Perdóname». Lo entendí a la
primera. Esta vez no hubo risas entre ambos.
La vida también tiene esas cosas. Esos momentos en los que tu instinto te dice
que no es por ahí. Que hay muchos errores en ese trayecto. Que deberías volver
atrás y retomar el último paso seguro para, desde ahí, volver a caminar. Pero yo
hacía muchos meses que había perdido el rumbo. ¿Dónde estaba mi último paso
seguro? Tal vez, antes de mi exilio.

Cuando regresé a Eslovenia a finales de febrero, me llevé el Bachillerato


terminado y el carné de conducir. Mis reflejos al timón me sirvieron con el
volante. Pero estos logros no consiguieron esconder mi estado de ánimo.
Demasiados kilómetros entre mi mundo y yo. Demasiadas incertidumbres con
respecto a mi crush. Así que debía volver a los tips o podía volverme loca.
Separarme de él, no había otra. Dedicarme tiempo a mí misma, ya sabéis.
Hacer ejercicio, ¡qué remedio! Así que, con los tres primeros consejos en marcha,
y todos a la vez, decidí pasar al cuarto.
4º tip
Deshazte de los objetos
que te recuerden a él o ella

Y una mierda me iba a deshacer yo de mi colgante —bueno, de Álvaro— de la


rosa de los vientos. Ni muchísimo menos de sus pendientes. Tampoco de la
sudadera blanca de Le coq sportif que le robé cuando él tenía quince años y que
a mí seguía viniéndome gigante, aunque igualmente me la ponía muchas veces
cuando sentía añoranza. No me desharía de los calcetines Adidas que se olvidó
en mi casa el día de mi cumpleaños ni de los otros regalos que me había hecho
en otras celebraciones, como la tabla de surf, el libro de Moby Dick que me
dedicó como «a la mejor capitana» cuando cumplí dieciséis, o la brújula
sumergible de Keep Diving. Jamás. Y qué decir de las fotos que tenía colgadas
por todas partes, nosotros con Sof ía, con los amigos del club, con el equipo
mixto de cuatro después de un celebrado segundo puesto —y que yo recordaba
por otro tema, y vosotras ahora ya sabéis a qué me refiero— o en la última
Nochevieja, con mi look espectacular y el brillo en sus ojos verdes. Jamás de los
jamases.
Entendía perfectamente la necesidad de llevar a cabo ese tip. De deshacerme
de las cosas físicas que me recordaran a él. Lo tenía claro, y es que los objetos
tienen alma. El alma de quien te los ha regalado; el alma que tú les pones al
contemplarlos y plasmar en ellos tus deseos y anhelos. El alma que te devuelven
cuando los asocias a esos recuerdos que no quieres olvidar. Por eso debía
deshacerme de esos objetos, porque si quería, de verdad, que Álvaro dejara de ser
mi crush, tenía que ser capaz de desprenderme de ellos, pero también debía
deshacerme del alma que incluían esos objetos. De su sentido a mi lado. De por
qué estaban entre mis cosas favoritas, esas cosas que daban sentido a mi
existencia. Yo era un ser peregrino. Necesitaba mis objetos para saber quién era.
Como un caracol que arrastra su refugio. Mis cosas que llevo de aquí para allá
son mi refugio y entre ellas están los objetos que me recuerdan a Álvaro. No
debía quedármelos, pero no era capaz de desprenderme de ellos. Aunque duela,
esos objetos me recuerdan quién soy. Así que era el momento de pasar
definitivamente del cuarto tip y llegar al quinto. Siento defraudaros, pero
entendedme. No podía hacerlo.
5º tip
Dale tiempo al tiempo

Y eso sí que lo hice bien. Tenía por delante muchos meses de darle tiempo al
tiempo, de separarme de él, más o menos, de dedicarme tiempo a mí misma y de
hacer ejercicio. Limpiaba mi conciencia sobre haber abandonado el tip cuatro
antes siquiera de intentarlo. Eso sí, nos llamábamos a menudo, como siempre, y
nos manteníamos al día de nuestras aventuras, viajes, competiciones y ligues.
Bueno, el caso es que él no hablaba de ligues ni tampoco de Soraya. O sea, sí la
nombraba como compañera de equipo —demasiado para mi gusto—, pero no
me contaba nada de su vida sentimental con ella o con quien se desahogara,
porque conmigo en Nochevieja no había tenido ningún reparo en que ella lo
viera besándome. Y en la nieve… había sido todo muy extraño en la nieve… A
saber qué tipo de relación tenían. ¿Serían de esos de relaciones abiertas? ¿Vosotras
podríais? Yo no, aunque creo que de eso ya os habréis dado cuenta. Me rayo
demasiado.
Seguía obsesionada con él, así que no tenía ganas de ligar con nadie, pero
insistía tanto en preguntarme por ese tema que un día me inventé un rollo que
no había tenido lugar. Me preguntaba detalles, se reía conmigo y nos dio juego
muchos días por WhatsApp. Así que decidí intentarlo. No sería de relaciones
abiertas, pero imbécil era un rato, ¿verdad? ¿Ligar con otros para complacer a un
tío?, ¿a un crush? ¿En serio iba a hacer eso? Pues sí. Lo hice.
Los rubios de ojos verdes quedaban absolutamente descartados. También los
rubios de cualquier color de ojos y los de ojos verdes de cualquier color de pelo.
Una vez, estaba con un griego, castaño, no muy alto, con ojos marrones, creí,
pero que cuando le dio mejor la luz se convirtieron en verdes. Le dejé a medias.
A Álvaro le conté por videoconferencia que habría cenado algo agrio y me
dieron arcadas sus besos. Se rio mucho con el relato de mi huida.
Con nadie disfrutaba. Lo hacía después al contárselo. Me decía a mí misma
que me había obsesionado con él por haber sido el primero. No había sido tan
maravilloso, pero ser tu primera vez es lo que tiene. Que te obsesionas. ¿Os
convence? A mí tampoco me convencía del todo, pero alguna excusa tenía que
inventar para seguir adelante con aquella relación amistosa. Hasta que el día de
su cumpleaños, 17 de julio, en mitad de la temporada alta de competición, lo
noté abatido. No solía mostrarse así y me preocupé. Nosotras estábamos
compitiendo en Plymouth, suroeste de Inglaterra, y ellos en Gascogna, suroeste
de Francia. Me cogió la llamada, no colgó para devolverme él una
videoconferencia, como solía hacer.
—Marci —la voz emocionada.
—¡Feliz cumple! —No estaba preparada para que me cogiera el teléfono. No
sabía qué decir.
—Gracias. —Él tampoco, por lo visto.
—¿Qué tal todo? —Ya intuía que no muy bien, pero quería que me contase.
—Bien. Ayer llegamos los novenos. A ver si mañana hacemos un buen tiempo
y mantenemos el puesto. —No le preguntaba sobre eso. Yo era una experta en
evadir los temas y parece que él estaba aprendiendo.
—¿Y qué vas a hacer para celebrar tu cumple? Cuéntame. —Se quedó mudo
unos segundos.
—Nada en particular. Daremos una vuelta por ahí y luego a dormir, que
mañana hay competición. ¿Y vosotras? —preguntaba por el equipo, no por mí.
—Hoy, terceras. Se nos han escapado las finlandesas por siete segundos —me
entusiasmé contándole el resultado sin querer.
—Eres la mejor, Marci —pero no me gustaba nada su tono. Era triste.
—¿Estás bien? —no pude aguantarme más.
—Bueno. Pensaba que como estoy compitiendo tan cerca de casa, mi padre o
mi madre se habrían acercado por mi cumpleaños, pero no han podido
ninguno. Me he quedado un poco desinflado, pero, bueno, no tiene
importancia. No te preocupes. Estoy acostumbrado. En octubre los veré,
supongo.
Sabía que no hablaba de su familia con nadie. Que era un tema que le pesaba
de verdad. Que estaba pasando un mal momento. El cerebro de Marcia la loca ya
estaba trabajando solo. Volví a liarla. Esa noche, después de haber comprado un
billete de avión a Francia, fingí una gastroenteritis. Tendrían que sustituirme.
Salí de nuestro hotel de concentración de incógnito. Podrían amonestarme si
alguien se enteraba. Les dije a las chicas que, mientras ellas entrenaban —no
competíamos hasta dos días después—, iría a un balneario de aguas termales a
cuidarme, para ver si me encontraba mejor. Nadie pensó que iba a hacer una
locura. Para pasar más desapercibida me puse un vestido corto de color hueso, de
Lovely Boho estilo hippie, que no me había puesto nunca porque me lo había
enviado mi madre desde Valencia —cree que en el mar no tengo Internet— y
para mí era demasiado bonito, y un fular Gloria Ortiz de cashmere reciclado en
camel liso, para envolverme en él si fuera necesario.
Llegué a Gascogna a las seis de la tarde. No me costó mucho encontrar su
hotel de concentración, pero allí tenía que seguir ocultándome. Me conocía
mucha gente en aquella competición y mi coartada podía venirse abajo. Y,
efectivamente, mi coartada se tornó en serio peligro cuando por fin lo vi. Iba a
entrar en el ascensor rodeado por un gran grupo, entre quienes estaba Soraya,
Cayo y Adriana y otras personas de la regata. Al menos seis de ellas podrían
delatarme. Álvaro iba sonriente, pero con esa sonrisa que le había visto algunas
veces. Las de fuera del barco. Esas que no llegan a los ojos y que indican que está
siendo sociable para agradar a los demás. Quizá yo no le hacía tanta falta como
había creído. Casi me entra la gastroenteritis de verdad. El karma me estaba
devolviendo la mentira. Pero no había ido hasta allí para nada, así que, con mis
gafas de sol Dolce y Gabbana, mi fular color camel y mi bolso veraniego de
Chloé como parapeto, cogí el otro ascensor. No podía saber en qué piso se
habían detenido ni a qué puerta se dirigían. Tampoco podía dejarme ver para
preguntar a nadie. Di varias vueltas por las escaleras. Escuché su risa. Risa que me
pareció falsa y no se me contagió en absoluto esa vez. Seguí el sonido y los
encontré en mitad de un pasillo, decidiendo dónde seguir la fiesta. Decían que a
la habitación de Álvaro. Estuve tentada de bajar esas escaleras y largarme de allí
con viento fresco, al fin y al cabo, no parecía que necesitara mi visita, pero me
ha costado mucho ganarme el apodo de loca para que nadie se entere de mis
hazañas. Sabéis quién quería que se enterara, ¿verdad? Llamé su atención
agazapada. Un silbido que a veces utilizo en el barco para advertir sobre un
cambio de racha, pero en un volumen casi imperceptible. Él sí lo oyó. Giró la
cabeza hacia el sonido y me vio. Entonces sí le llegó la sonrisa a los ojos. Bajé las
gafas un poco para que entendiera que debía ser discreto. Lo entendió. Nuestra
complicidad tomó el control. Dejó la llave puesta en la cerradura de su puerta y
se giró hacia sus acompañantes.
—He tenido una idea mejor —dijo—. Vamos a por más cervezas.
Y dieron la vuelta en tropel regresando para coger el ascensor. Yo aproveché
para entrar en esa habitación y buscar dónde esconderme. Si volvía con toda
aquella gente me vería en un apuro, y Álvaro en otro por haberme encubierto.
Primero pensé en el cuarto de baño. Pero si iban a beber cerveza, tarde o
temprano tendrían que ir al servicio. La otra opción era debajo de la cama.
Tampoco me hacía especial ilusión. Si alguien decidía enrollarse con alguien
encima de mí podía ser muy desagradable. Abrí el armario ropero. Cabía
sentada sobre la cajonera y podía taparme con su ropa colgada si alguien se ponía
a curiosear. ¿Sabéis qué hice? Olerlo todo. Podía haberme quedado ahí dentro la
vida entera. Solo mis rodillas flexionadas se hubieran quejado al cabo de un rato.
Esperaba que no fuera a pasar mucho tiempo y que Álvaro tuviera algún plan
para rescatarme, si es que lograba encontrarme en algún momento. Solo
entonces fue cuando pensé la posibilidad de que su habitación fuera compartida.
Quizá entrara alguien distinto a él en cualquier momento. Quizá Soraya. Quizá
esta vez me había extralimitado en mi locura.
Comencé a escuchar sonidos: la puerta abrirse, las risas y voces, pasos, portazos.
La voz de Álvaro. Suspiré en el silencio de aquel armario.
—Voy a cambiarme. Id pensando otro sitio donde quedaros que yo hoy no
tengo ganas de fiesta. —Mi estómago dando un vuelco de campana. Cerró la
puerta del dormitorio. Habló en susurros entonces—: Marci, ¿estás aquí?
La piel de gallina, pero no me moví. ¿Y si entraba alguien justo en ese
momento? ¿Y si la persona con la que compartiera esa habitación estaba a su
lado? Esperé a que abriese el armario. El corazón se me iba a salir por la boca. De
repente, un suspiro, risa ahogada, todo a la vez. Me incorporé aún encima de la
cajonera, detrás de sus chaquetas. Sus brazos rodearon completamente mi
espalda. No había nadie con él. Mi cara se escondió en su cuello sin haberlo
decidido, porque sentada en esa cajonera, me encontraba a su altura. Su olor
estaba por todas partes. No podíamos apretarnos más. Siguió hablando en
susurros, pero no escondía la emoción.
—¿Cómo estás tan loca, Marci? —seguía—. Dios mío, loquita. Estás fatal.
¿Qué haces aquí? —Y más—. Marci, Marci, Marci. No me lo creo.
Yo no hablaba. Temía que alguien pudiera escucharme al otro lado de la pared.
Que su compañera de habitación nos reprendiera. Solo lo apretaba contra mí,
como él hacía conmigo, y escuchaba sus palabras en mi oído.
—No te muevas de aquí. Voy a ver si me deshago de toda esta gente. —No
conseguía controlar mis nervios. Aún no había sido capaz de hablarle. ¿Iba a
poder deshacerse de «toda» esa gente? ¿Recordáis Val Cenis? Iba a ser muy
difícil deshacerse de una persona en concreto. Estaba arrepintiéndome de
aquella locura.
Tardó diez minutos en volver a aparecer. Se me hicieron eternos. Siguió
abrazándome. Yo estrujándolo.
—No se van. Son unos pesados. Últimamente vienen a mi cuarto porque dicen
que, si no, me escaqueo. Y ahora insisten en quedarse aquí. —«Mi cuarto», no
«nuestro cuarto», me dio un poco de valentía. Quizá no estuviera todo perdido.
—Si quieres los echo yo —no pude seguir más tiempo muda. Primero se rio.
Después ya se puso serio.
—Eres capaz. —Me reí yo. Con mi risa se escaparon parte de mis nervios.
Nos volvimos a estrujar. Qué bien se estaba entre sus brazos. Os imaginaréis
que quería besarlo, ¿verdad? Pero no lo hice. Él tampoco. Supongo que no
sabíamos ninguno si en nuestra amistad se incluía besarnos. Si en nuestras vidas
se incluía besarnos.
Los siguientes diez minutos ya se me empezaron a hacer cuesta arriba. Me
dolían las rodillas, el culo de apoyarlo sobre la madera, y mi orgullo. Me tenía
en el armario. ¿Lo veis como yo? Ya sé que quien tenía necesidad de ocultarse era
yo, pero me sentía ninguneada. Tantos kilómetros y tanta locura para acabar
encerrada media noche. Cuando apareció le dejé hablar.
—Ya están pensando otro plan. Creo que podré darles esquinazo. —Saqué las
piernas del armario, aunque yo seguía sentada en la cajonera. Le rodeé con ellas
y lo apreté contra mí. Quería que supiera que me estaba impacientando—. Si en
diez minutos no estoy aquí te dejo que los eches. —Él también se estaba
impacientando.
Me abrazó y me besó en la frente antes de volver a salir de aquel dormitorio.
Podía haber sido un beso de amigo. Pero yo sentí que no. Fue lento, sensual, con
sus manos en mi pelo, con una mirada al final que adiviné verde intenso en la
penumbra y que me dio un escalofrío. ¿Qué había hecho? ¿En qué momento se
me había ocurrido la genial idea de darle una sorpresa? ¿Cómo íbamos a
comportarnos una vez saliera de ese armario? ¿Y después? Empecé a temblar,
pero estaba deseando comprobarlo.

Esa vez tardó menos en escucharse la puerta, pero no la oí cerrarse ni las voces
detrás. Aun así, él seguía hablando en susurros cuando me cogió de la cintura y
yo me agarré con las piernas a su cadera y con los brazos al cuello.
—Ya se han ido, Marci. —Empecé a relajarme. «Se han ido» parecía que
incluía a todos los que hubiera habido en aquella habitación.
Nos dejamos caer sobre su cama. Así, de lado, yo pegada a él como una lapa. Él
sin soltarme. Nuestras caras muy juntas. Él todavía emocionado. Yo a punto de
que mi corazón se me saliera por alguna parte. Sí. Estábamos solos en aquella
habitación. Entonces me fijé mejor en sus ojeras, la barba desarreglada, los
pómulos más marcados de lo normal. Pero nuestras frentes se tocaron. Mi nariz
con la suya.
—Eres el mejor regalo del mundo —sus susurros en mis labios. Su verde con
puntitos amarillos solo para mí. Hormigueo desde la punta de los pies hasta la
nuca, creciendo en el estómago.
—Llego un día tarde —respondí por decir algo, acariciándole la cara.
—A partir de ahora celebraré mi cumpleaños el 18. —«El 18, como yo»,
pensé, pero no lo dije. Era un comentario demasiado infantil incluso para mí.
—Lo celebraré contigo —fue lo que contesté.
—¿Escondida en un armario? —preguntó todavía en susurros, pero sonriendo
un poco. Afirmé con el gesto. Sonreí yo también. Y nuestros labios se rozaron,
tan pegados estábamos.
El deseo que sentíamos se volvió palpable. Todo había valido la pena: la
mentira a mis compañeras, el gasto en la tarjeta de mis padres, que aún no sabía
cómo explicar, el miedo que todavía me hacía temblar de haberlo encontrado
con otra persona... Me sentí dichosa por un momento. Una loca, sí, pero una
loca feliz. Su pierna por encima de mi cadera, una mano en mi espalda, la otra
en mi pelo. Las mías que se debatían entre su cabeza, su barbilla con su barba
desarreglada pero suave, su espalda, sus hombros.
—Donde haga falta —dije por volver a rozarle los labios más que por
mantener una conversación de persona normal.
—Contigo, cualquier cosa es posible. —Y nuestras bocas se quedaron en
reposo, tocándose.
Mis latidos en la sien. Mi respiración paralizada, como todo mi cuerpo. ¿Qué
pasaba con nuestra amistad si hacíamos lo que parecía inevitable? Cerré los ojos.
Ya lo pensaría después. Me acarició la cara.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, Marci —dijo. Y ya no pudimos
más. Me entregué a sus besos con sabor a mar.
Entre besos y besos seguimos hablando.
—Se me va a arrugar el vestido y no he traído más que este.
Tiró hacia arriba de él y me quedé en ropa interior. Un conjunto de
Pleasurements en negro metalizado que gritaba a los cuatro vientos a qué había
ido a Gascogna. Os juro que cuando me lo había puesto no tenía intención de
nada. Solo quería encontrarme bonita y vestirme de forma diferente a como voy
siempre para que no se me reconociera. ¿Me creéis? Quizá mi subconsciente me
traicionó al elegir vestuario.
—¿A qué hora te tienes que ir?
—A las seis me recoge un taxi.
Se aceleró. Pero yo le frené. No quería sentirme mal después. Tampoco le dejé
que me mordiera el cuello. No necesitaba marcas donde pudieran verse y que
una visita a un balneario no pudiera explicar. Le sugerí que me chupara en otras
partes más íntimas. Como en el balcón de mis pechos que dejaba ver el
sujetador. Ahí se entretuvo un buen rato, rebajando el ritmo porque, aunque
tuviéramos pocas horas, no valía la pena correr. Sino disfrutar. Disfrutar de un
nuevo lío que no sabríamos después cómo deshacer pero que en ese momento
poco importaba, más allá de nuestros cuerpos. Otra mentira, ¿verdad? Ahí no
solo había cuerpos. Pero eso ya lo sabéis. Había muchas emociones a las que no
habíamos puesto palabras.
Quería tocar su piel y jugué con su camiseta hasta que se la saqué. Él hizo lo
mismo con mi sujetador. «Dios», dijo cuando nuestros pechos desnudos se
juntaron. Juraría que lo dice siempre en ese punto. A mí también me encanta,
ese momento, y que lo diga. Le permití morderme la piel de la barriga,
alrededor de mi ombligo, más abajo, sobre la línea de mis braguitas de
Pleasurements. Le indiqué dónde sí podía chuparme. Sonrió. Su lengua jugando
sin prisa. Después de dos orgasmos míos volvió a hablar.
—No tengo preservativos, Marci. —¿La caragusano tomaría la píldora? Me dio
una arcada solo de pensarlo. Iba a tener la gastroenteritis de verdad.
—Yo sí —contesté.
No me juzguéis. Llevaba el bolso de Mary Poppins. Ahí cabe de todo. No iba a
cruzar media Europa a riesgo de que me echaran de la competición para
quedarme a medias. Ya lloraría después. Pero como estaba en mi bolso, yo
mandaba con los tiempos, y lo retrasé todo para jugar un poco más con su deseo.
Lo llevé al límite antes de ponérselo, y más al límite aún hasta colocarme
encima de él y permitirle entrar donde quería. Pero antes de tener su orgasmo
definitivo volvió a ponerse de lado para que nuestras caras se juntaran de nuevo y
continuar hablando como si nos besáramos o besándonos mientras
hablábamos.
—Marci, me matas.
—Álvaro… —Enmudecí.
«Te quiero» no eran las palabras adecuadas para esa ocasión, ¿verdad? Tal vez
con él no lo fueran en ninguna ocasión. Pero el orgasmo de los dos llegó como
un huracán que barrió mi conciencia y volvió a dejar esa sensación viscosa en mi
estómago. Esa necesidad de Álvaro que podría romperme. Me acurruqué contra
su cuerpo después del placer compartido. Era la única forma que encontraba de
expresar unos sentimientos que no debería tener. Miró la hora. Eran las cuatro y
veinte. Nos abrazamos con fuerza. Me encantaba ese olor a mar, a nuestro sudor,
a semen, a amor. ¿Soy una ingenua? Os juro que a mí me olía a amor. A deseo
también.
—Gracias por esto, Marci. No lo voy a olvidar en la vida.
¡Espera! ¿Me había entregado como ofrenda de cumpleaños? ¿Es lo que había
hecho? ¿Lo que parecía? ¡Ay, Dios!
—Solo quería comprobar que estabas bien.
—Ahora sí lo estoy —¿hablaba de mi visita o del polvo conmigo?
—No quería que pasara esto. Se nos ha ido de las manos. —Me agarró más
contra sí, seguíamos de lado y me acariciaba el pelo.
—Ha sido precioso, Marci. Lo que has hecho por mí y lo que ha pasado ahora.
No te arrepientas.
—No me arrepiento. Es que puede parecer lo que no es. —¿Os suenan mis
palabras tan cutres como a mí? ¿«Lo que no es»? ¿En serio?
—Tú y yo sabemos lo que es. —¿Sí?, ¿yo también lo sabía?—. Y no tenemos
nada de lo que avergonzarnos.
—Pero tú estás con Soraya y nosotros somos amigos. Se nos ha ido de las
manos —como veis, no tenía más palabras, aunque me había atrevido a soltarlo
todo. ¿Queréis saber qué respondió? Pues una gilipollez o dos o tres juntas.
—Tú y yo siempre seremos amigos, aunque se nos vaya de las manos. Y no
salgo con Soraya. Nunca lo he hecho. No podría estar con alguien como ella. —
¡¿Quéééééé?! No lo dije en voz alta. Solo puse el gesto de no entender nada y él
siguió acariciándome el pelo y la cara mientras hablaba—. Ella se lo inventó
todo. Dijo que era buena estrategia hacer como que éramos pareja. Y que tú
tenías que ser la primera que lo creyera para que todo el mundo le diera
credibilidad. No siente el mar como nosotros, Marci. No respeta nada. —¿Y si
no estaba con Soraya por qué no estaba conmigo? Escondí mi cara en su cuello.
Su piel caliente era a la vez un refugio y un anhelo inalcanzable. No quería que
me viese llorar—. Miente para obtener beneficio. Se aprovecha de todo. De la
debilidad de los demás. Te echo muchísimo de menos, Marci. No puedo más.
¿Vosotras entendéis algo? Yo nada, de nada. ¿Me echaba de menos, no estaba
con Soraya, siempre seríamos amigos, aunque se nos fuera de las manos...? ¿No
era el momento para tener algo serio entre nosotros? ¿Solo yo veía que ahí
faltaba una declaración? Tenía que ser valiente y pedirle yo tener una relación,
¿no? Tampoco hay que ser una anticuada y esperar a que lo haga el chico. Seguía
con mi cara en su cuello. Él con la suya en mi nuca tras su «No puedo más».
—Pues tendrás que cambiar de pareja —me decidí a responder, pero sonó a
pareja de competición, ¿verdad?
—Ya se lo he dicho. Cuando acabe la temporada desharemos el equipo.
—Entonces ya queda menos. ¿Estarás bien? —No supe reconducir la
conversación. Solo salí de su cuello para mirar en sus ojos verdes y morirme de
amor no correspondido.
—Ahora sí, Marci. Me has recargado las pilas para lo que queda de temporada.
¿Adivináis cómo me sentí? Usada. Y lo peor es que yo me había entregado de la
forma más ignorante. ¿Se podía ser más imbécil? Pues se ve que sí porque volvió a
besarme y yo le devolví todos los besos con sabor a mar que pudo darme hasta el
momento en que sonó mi móvil con un SMS que decía que tenía el taxi en la
puerta.
Me puse mi vestido y me peiné un poco. Me observaba todo el tiempo en
silencio, con un brillo intenso en su mirada. A veces volvía a ver amor en sus
ojos y me reñía a mí misma por idiota. En cuanto llegara a mi hotel tenía que
buscar el siguiente tip para olvidar a mi crush. Esta vez no podía fallar. Pensé
algo. Rebusqué en mi bolso, encontré su colgante de la rosa de los vientos y se lo
puse al cuello. Deshacerme de un objeto tan importante entre nosotros debía
ayudar, seguro. No es que retomara el tip cuatro, pero podría servir.
—Es tuyo. No se devuelven los regalos —me dijo extrañado; no entendía mi
gesto. Tuve que adornarlo para no hacerle daño.
—Es un camino abierto hasta mí. Así te dará fuerzas para acabar la
temporada. —No vayáis a pensar que era lo que sentía de verdad. Solo fingía.
¿Vosotras tampoco me creéis?
Si Álvaro hubiera sabido llorar ese habría sido el momento. Pero no sabía. Por
eso se agarró a mí, como a una tabla de salvación, y yo le sostuve. Al fin y al
cabo, yo siempre había sido su timonel. Debía sentirme dichosa. Había tenido el
polvo del siglo con Álvaro Sansegundo, el tío bueno que tenía delante y cuyos
ojos brillaban más que nunca. Ya en el ascensor dijo.
—Estás arrebatadora, Marci. Me voy a morir con este recuerdo.
—No te vas a morir. Este recuerdo te va a servir para poder con todo. —Estaba
pareciendo yo fuerte...
Me abrazó de nuevo, pero el ascensor llegó a la planta baja. Salimos en silencio
a la madrugada. Pegó sus labios en mi oído.
—Gracias por esto, loquita. Me has salvado la vida. —Mi estómago volviendo
a hormiguear y a hacerme débil de nuevo. Esa sensación viscosa que había creído
tener controlada se hizo abismal.
—Pues entonces ha valido la pena. —Sus ojos brillantes. Tal vez no sabía
llorar, pero aquello se parecía mucho.
Y como yo sí sabía llorar lo hice por los dos. Todo el viaje de vuelta. Estaba
contenta por haber ido y haberle ayudado de alguna manera. Pero no entendía
nada de nuestra relación. ¿Éramos amigos?, ¿amantes?, ¿amigos con derecho a
roce?, ¿yo era alguien de quien se avergonzaba en público?, ¿había sido un desliz
que no volvería a ocurrir? ¿Yo quería que volviese a ocurrir? ¿Acaso vosotras
nunca sois contradictorias?
Volví a la competición. Nadie cuestionó mi coartada y seguí con la lista de tips
para olvidar a mi crush. Era el momento de tomármelo en serio porque él no
parecía estar dispuesto a dar un paso más en dirección a tener algo de verdad
conmigo. Y yo no me iba a conformar con ser un ligue para aliviarse, ¿verdad?
Hay momentos en la vida que duelen, duelen mucho. Y en esos instantes eres
capaz de renunciar a muchas cosas por obtener las que quieres. Yo podría haber
consentido ser un ligue sin más, con tal de tener a Álvaro conmigo. Pero no iba
a hacerlo. Tener a alguien como una posesión nunca debería implicar perderse a
uno mismo. Así que no. Yo no merezco estar con alguien que no quiere
implicarse conmigo. Vosotras y vosotros tampoco. No, a costa de todo.
Pero el sexto consejo era «Enfoca tu mente en el momento presente». ¿Y qué
otra cosa podía hacer?
6º tip
Enfoca tu mente en el momento
presente

¿Os parece, como a mí, que se parecían mucho unos tips a otros? ¿«Enfoca tu
mente en el momento presente» no era idéntico a «Dedícate tiempo a ti
mismo/a», a «Haz ejercicio» o a «Dale tiempo al tiempo»? De todas formas,
era un buen consejo para dejar de obsesionarme con Álvaro. Me di cuenta, a la
vuelta de mi locura, de que me había conformado con una imagen idílica de mi
compañero de regatas al que había conocido en la intimidad tres noches o
cuatro, pero del que en el fondo sabía poco, solo lo que había querido
mostrarme en las videollamadas en las que casi siempre acababa contando yo
más que él. Además, nos íbamos formando por el camino, creciendo,
madurando, y podía ser que nuestros destinos se separaran. Concentrarme en el
presente requería saber quién era él y quién yo. Si era de esos que no querían
relaciones serias, era, de verdad, el momento de olvidarme de Álvaro como
crush.
Pero en contra de los tips y de la lógica, empezamos a hablar todos los días. La
verdad es que no sé muy bien por qué. Una vez me alejé de él, me dio miedo de
que hiciera una tontería y abandonara la competición antes de tiempo y le
penalizaran. Quizá disfrazaba de preocupación mi interés insano en hablar con
él. ¿Vosotras también lo pensáis? Empecé yo enviándole audios de WhatsApp.
Yo: «Álvarooooo. Cuéntame cosas. ¿Cómo estás? ¿Qué tal la regata? Nosotras acabamos de
terminar la tercera manga. Ha sido espectacular. Estoy molida, por cierto. Hemos quedado
otra vez terceras. Vamos las segundas en la general. Mis padres vienen el sábado para la final.
Estoy emocionada. ¿Te has arreglado ya esa barba? Mándame una foto sí o sí. Quiero ver lo
guapo que estás o enfadarme contigo si no lo estás. Y no dudes de que lo haré. Bueno, ya sé
que no lo dudas. Te quiero mucho, mucho, mucho, mucho, mucho. Cuéntame cosas».
Ya sé que había sido un poco mala diciéndole que mis padres vendrían el fin de
semana, pero estaba segura de que el problema con su familia era suyo. No
quería parecer vulnerable y les hacía creer a cada uno por su lado que estaba bien.
Yo sabía bastante de eso. Y aquel «te quiero mucho, mucho, mucho, mucho,
mucho» ya procuré yo que sonara a amistad. De ahí la repetición del «mucho»
y mi tono infantil. Era la primera vez que se lo decía, precisamente cuando
había entendido que él no me querría nunca como yo lo hacía. Tenía que
conseguir que dejara de ser mi crush. Pero, con la foto que me envió con su
barba recortada volvió a serlo de golpe, si es que en algún momento había
conseguido que no lo fuera. Se me subió el estómago a la garganta y me ruboricé
yo sola ante el teléfono. Le escribí.
Yo: Estás guapísimooooo.

¿Qué me pasaba? De repente me había convertido en una desvergonzada con


él. Quise rectificar mi actitud y seguí escribiendo.
Yo: Aunque aún te veo ojeras. ¿Cuántas horas has dormido?

Álvaro: Seis.

Yo: No está mal. Te avisaré cuando me acueste. Seguro que te gano.

¿Estaba flirteando con él? ¿Qué parte de «no salgo con Soraya, pero no te pido
salir a ti, aunque esté libre» no había entendido?
Así empezamos a acostarnos a la vez. A enviarnos wasaps de buenas noches y
de buenos días para contar las horas que dormíamos cada uno y a estar cerca el
uno del otro. Le mandé una foto en mi cama, en pijama, para obligarle a que él
hiciera lo mismo. Me envió una de sus pies. ¿Desde cuándo el tip «Enfoca tu
mente en el momento presente» era para reconquistar a tu crush perdido y no
para olvidarlo? Le mandé otra donde se veía mi cara, mi pijama y el cabezal de la
cama. Era evidente dónde estaba yo. ¿Y él? Me envió la imagen de su torso
desnudo, su colgante de la rosa de los vientos en primer plano y parte de una
sábana. Uf.
Al día siguiente no podía acostarme a la hora recomendable porque habíamos
quedado segundas e íbamos a celebrarlo con el equipo, patrocinadores, familia y
con Sofía, que también había venido a verme. Pero no quise dejarlo de lado. Fui
enviándole fotos de cada cosa que hacía, cada copa que me tomaba, cada vestido
que me probaba hasta que decidí el que me pondría, cada abrazo con Sof ía, con
mi madre, con mi padre. Cada tío al que había tenido que amenazar con
castrarlo. Él acabaría su regata al día siguiente y quería que hiciera lo mismo
conmigo. Que me mantuviera informada y se mostrara fuerte ante la situación
si de verdad era tan tensa como me había contado. ¿O enterarme de si flirteaba
con otra u otras? Esa noche me puso su primer audio de WhatsApp. Eran las
once y diez.
Álvaro: «Esta noche te voy a ganar. Ya estoy en la cama del hotel. No me siento solo, tus
fotos me acompañan. Por cierto, ¿por qué has escogido el vestido plata? Estás demasiado
espectacular. Igual me desvelo y acabas ganándome. Gracias por esto, Marci. No lo olvidaré
en la vida. Te quiero muchísimo, loquita».

¿Quién apuesta por que lo escuché cien veces y quién por que lo escuché
doscientas? Lo acompañó con una foto de su cara sobre una almohada. ¿Habéis
leído bien? Me quería muchísimo. El tip seis me estaba saliendo por la culata.
Sofía y yo dormimos las dos en mi cama y aproveché para mandarle otra foto
con nosotras enviándole un beso de buenas noches a las seis de la mañana,
cuando nos acostábamos. Escuché la llegada de su respuesta a los veinte minutos.
Él tenía su manga final y debía levantarse pronto. Había escrito:
Álvaro: Descansa, preciosa.

¿«Descansa, preciosa»? La foto era de las dos. ¿Por qué no «Descansad,


preciosas»? Le envié una respuesta inmediata, con mi estómago en la garganta.
Yo: Gracias, campeón. Disfruta en la regata de hoy y sonríe para mí.

Me respondió con un corazón y me dormí abrazada al teléfono.


Mis padres, Sofía y yo íbamos a pasar tres días juntos. Al segundo día se nos
uniría el novio de Sofía, Albert. Sí, sí, el primo de Roderic que estudiaba
también Arquitectura, dos cursos por delante de ella; el que se vino a la nieve. Ya
en Val Cenis le noté interés a Sof ía, pero con ella nunca se sabe. A Albert
también, pero ¿quién no tiene interés en Sofía? Se conocieron mejor, mes y
medio después, cuando quedaron para navegar en plan recreo y yo ya había
vuelto a Eslovenia. Llevaban cuatro meses saliendo y estaba feliz no, lo
siguiente. Me enseñó la foto de aquella quedada que yo me había perdido; me
dio una patada en el estómago. Estaban todos, Roderic, Álvaro, la caragusano,
Albert, Sofía y tres personas más, dos chicas y un chico, igual de guapos todos.
¿Por qué eran tan perfectos? Los odiaba un poco. Y además habían estado juntos
sin mí. Se me fue la vista a Álvaro, claro. Sof ía decidió que ya era hora de que
habláramos de una vez.
—Bueno, ¿cuándo me vas a contar qué pasa con Álvaro?
—¿Qué pasa con Álvaro?
—Dímelo tú.
—No pasa nada.
—Tía. Que no soy tonta. ¿Nochevieja?, ¿Val Cenis? Ahora, que no os paráis de
wasapear.
—No pasa nada. Solo somos amigos. Él sale con Soraya, ¿no? —Quizá ella no
supiera que era un noviazgo falso.
—No sale con Soraya. Es una bruja. —¿Por qué sabía Sofía de Álvaro más que
yo? Bueno, sí. Eran amigos desde antes que nosotros, pero…—. Además, eso no
es relevante. ¿Qué te pasa a ti con él? Eso es lo que me importa. Mi amiga eres tú.
—A mí no me pasa nada con él. —No me juzguéis por mentir a mi amiga,
pero es que no sabía qué decir.
—Tía, ¿Nochevieja? —insistió.
—Nochevieja, ¿qué? Bebimos bastante e hicimos el tonto.
—¿Y ahora, los wasaps? —Parecía que no iba a insistir más con la maldita
Nochevieja.
—Está pasando una mala racha y no quiero que se venga abajo. Ya te lo dije
ayer.
—Soy tu amiga, joder, y me estás cabreando.
—¡Sofía!
—Nada de Sofía. No te estoy preguntando nada de eso. Te estoy preguntando
qué sientes por él. No es tan difícil de responder.
—Pues sí que es difícil de responder —ya no sabía ni qué estaba diciendo.
—¡Vale! Pues ya es algo. Estás confusa. ¿Tanto te cuesta decirme eso? No
entiendo por qué no hablas conmigo de Álvaro.
—Porque estuviste saliendo con él.
—Era una cría, Marcia. Y ahora tengo novio. ¿Te acuerdas?
—Claro que me acuerdo, pero es que...
—Ningún es que, Marcia. Deja de utilizarme a mí de excusa. Sé que Álvaro y
tú os enrollasteis antes de venirte al fin del mundo por no verlo. Sé que cuando
os veis se desata una tempestad, como en Nochevieja, y que ahora no paras de
escribirte con él. Sé que estáis hechos el uno para el otro, desde el primer día que
os vi en el barco cuando nosotras teníamos doce años y él quince, y que, como
sois gilipollas los dos, y unos orgullosos, por cierto, uno no se atreve y la otra se
larga. Y encima me utilizas a mí de excusa y te guardas de mí. Pues estoy harta.
O somos amigas o no lo somos, pero ya no tengo ganas de que me ocultes las
cosas que te importan. Si solo somos amigas para hacernos regalos por el
cumpleaños y Navidad y para vernos por videoconferencia una vez al mes me lo
dices y me busco otra.
Imagináis mi cara, ¿verdad? Lo sabía todo. ¿Había dicho que sabía que
estábamos hechos el uno para el otro, desde el primer día que nos vio en el barco
cuando nosotras teníamos doce años y él quince? ¿Quién había visto eso? Yo,
desde luego, no. La abracé. No pude más que hacer eso. De repente noté que
desaparecía el año y medio que llevaba de secretos con ella. No nos había
separado la distancia, sino mi actitud de mierda. Le estaba haciendo daño,
creyendo que así me comportaba mejor con ella. Había sido una egoísta. Al fin y
al cabo, aunque pareciera que no, mi amiga también tenía sentimientos.
—Lo siento mucho, Sofía.
—Vale. Pues no lo sientas tanto y dime de una vez qué te pasa con él. —Seguía
enfadada.
Apoyé la cabeza en su hombro y me desinflé. ¿Qué me pasaba con Álvaro?
¿Podía ponerlo en palabras? Mientras lloraba ante ella traté de hilar un discurso
que explicara algo. Pero no sabía ni por dónde empezar. Se estaba
impacientando, así que hablé sin pensar.
—No lo sé —era lo único sincero que podía decirle—. Cada vez que estoy en
el mar pienso cómo le contaré la aventura. Todo el tiempo en mi cerebro voy
hablando con él. Cada vez que estamos juntos solo puedo pegarme a su cuerpo y
cuando nos separamos solo puedo salir corriendo y desear no haberlo hecho por
no estropearlo todo. —No dije nada de nuestro último encuentro, hacía menos
de una semana. Tampoco de nuestro beso en la azotea de Val Cenis.
Por fin Sofía se relajó y comenzó a acariciarme el pelo. Creo que me había
entendido.
—Haz el favor de no volver a mantenerme al margen.
—Vale.
—¿Necesitas algún consejo de amiga?
—Estoy preocupada. Parece que no lleva bien la temporada.
—Hablaré con Roderic.
—Gracias.
—¿Y sobre ti? —No había acabado la charla.
—¿Sobre mí? No sé. Creo que él no siente lo mismo que yo, pero no quiero
echar a perder nuestra amistad por eso. No voy a dar por sentado que es el
hombre de mi vida.
—Yo creo que sí lo es. —¿Estaba loca?—. Pero está bien que quieras que él lo
demuestre. Te apoyo con eso. Y con todo. Que no se te olvide.
Nos abrazamos. Le enviamos un audio conjunto a Álvaro en el que le dábamos
la enhorabuena por haber acabado la regata entre los diez primeros y le
pedíamos que nos enviase una foto por cada uno de sus momentos de
celebración. Le ayudamos con el look, camisa blanca de lino y bermudas de
color caqui. Mocasines de ante sin calcetines. Iba informal y no demasiado
elegante. Yo le notaba nervioso. Tendría que seguir sonsacándole qué más cosas
le incomodaban de la competición o del equipo. Me alegré de que Sof ía
estuviera al tanto de todo —o casi— y que no hiciera falta que disimulara que
estaba preocupada y que cuando no le prestaba atención a ella es que se la estaba
dedicando a él.
Al llegar Albert me entretuve haciéndoles fotos a escondidas cuando se daban
arrumacos y enviárselas a Álvaro para burlarnos un poco. Me burlaba por no
llorar de envidia y se las mandaba para que añorase tener una relación de verdad
con alguien. ¿Algún día podía ser yo esa alguien? De acuerdo. Tenía que
centrarme en mi objetivo. Olvidarme de mi crush. ¿En qué estaba pensando?

«Enfoca tu mente en el momento presente» no era el tip ideal para la


ocasión, porque el momento presente estaba lleno de Álvaro, aunque
estuviéramos a miles de kilómetros de distancia. Y yo cada vez me encontraba
más pillada por él. Me replanteé los términos de mi estrategia. ¿Quería
reconquistarlo u olvidarme de él? Hice la lista de pros y contras. Sí ya sé que
tenía dieciocho años, pero la lista de pros y contras es muy útil, tengas la edad
que tengas. Entre los pros de dejar que siguiera siendo mi crush estaba la
posibilidad de reconquistarlo y acabar teniendo algo serio con él. Y ese era
precisamente el inconveniente principal, hacerme ilusiones de tener algo serio
con él y destrozarme la vida no alcanzándolo nunca. Soy dramática, lo sé, pero
es que Álvaro me había dado muy fuerte. Ya lo sabéis. Seguro que era por haber
sido mi primera vez. Y, la verdad, la perspectiva de que me destrozara la vida no
me hacía ninguna gracia. Nuestra amistad también se repetía en las dos listas.
Podía valerme de ella para intentar reconquistarlo, pero a la vez, podría perderla
si me defraudaba tanto como preveía o si yo me pasaba de insistente.
Pero en el momento presente tenía a Sofía, así que la utilicé como se utiliza a
las mejores amigas. La noche antes de que se marcharan la secuestré. Albert
tendría que aguantarse. Una no reconquista a su amiga todos los días. Le enseñé
mi lista y pasamos un buen rato juntas, recordando cuando éramos pequeñas y
hacíamos listas de pros y contras sobre cualquier cosa, como la ropa de final de
curso o la luna de miel que querríamos tener. Al final, me prometió que me
ayudaría a descubrir si Álvaro era el hombre de mi vida. Aunque dejó muy claro
que ella creía que sí. ¿Cómo iba a concentrarme en mi propósito de olvidarlo
como crush?
Pero la temporada no había terminado y ambos teníamos que concentrarnos
en acabarla con las mejores posiciones posibles. Por mi parte estaba tranquila,
íbamos bastante bien y los patrocinadores estaban contentos con nosotras. En
cambio, los resultados de la pareja Álvaro-Soraya dejaban bastante que desear y,
por lo que había visto en Gascogna —alcohol y fiesta durante la competición—,
no se lo tomaban demasiado en serio. ¿Me preocupaba el futuro de Álvaro o me
preocupaba que el futuro de Álvaro estuviera alejado de la vela y acabáramos
perdiendo el contacto? Me conocéis demasiado bien. Pero yo creo que me
preocupaban ambos supuestos. Así que el tip «Enfoca tu mente en el momento
presente» no pudo ser un consejo para olvidar a mi crush, porque en ese presente
no podía desconectar de Álvaro, un amigo cuyo futuro dependía de mi ayuda, y
sí, crush, ya lo sé. Además, esta vez tenía el apoyo de Sof ía, que me había dicho
claramente que estuviera pendiente de él y, de paso, que tratara de averiguar si
era el hombre para mí.
Y lo peor de todo, ¿sabéis qué fue? Que durante aquellas semanas sí parecía que
fuera el hombre para mí, aunque todo se quedara en un espejismo que duró
apenas unos meses. Era atento, cariñoso, me decía cosas preciosas cada vez que
podía, me agradecía todo lo que estaba haciendo por él, me daba las buenas
noches y los buenos días, se alegraba por mis logros. Llegó a poner en su estado
de WhatsApp «Loquita, eres la mejor», y yo me moría por estar con él y seguía
sin entender por qué no lo estábamos.
Hasta que por fin acabó la competición y llegó el momento de volver a
Valencia. Era ya octubre de 2017. Me había hecho, sin querer, todas las ilusiones
del mundo. Volver a España me daba más oportunidades de verlo y a saber qué
podría pasar si estábamos juntos en la misma habitación. Pero hacia noviembre
me subía por las paredes. Mis padres no estaban. Sof ía seguía en Barcelona con
mucho que estudiar. Y Álvaro parecía que huyera de mí, literalmente; dejó de
dar señales de vida, así, de repente. No me devolvía videollamadas nunca; cogía
alguna vez el teléfono en llamada normal para colgar enseguida con cualquier
excusa y contestaba a los wasaps dos o tres horas después de leídos. ¿Había dejado
de ser el hombre de mi vida, así, de golpe? Debía alegrarme, ¿no? Era la forma
más fácil de hacer las cosas bien. Él se comportaba como un cretino y yo podría
olvidarlo. Pero ya me vais conociendo: no iba a dejarlo huir, así, sin más. Al
menos me debía una explicación.

Empecé a analizar desde cuándo me esquivaba y llegué a la conclusión de que


fue algunas semanas antes de que yo regresara a Valencia. Al principio no le di
importancia. Rechazaba mis llamadas algunas veces, pero se disculpaba y
procuraba devolvérmelas unas horas más tarde. Después ya empezó a retrasarse
hasta el día siguiente con alguna excusa casi siempre convincente. Sin embargo,
desde octubre, su actitud ya era desesperante. Contestaba por WhatsApp con
evasivas, con suerte. O me dejaba en visto días enteros. ¿Por qué ese cambio tan
radical? ¿Vosotras tenéis alguna suposición? Yo supuse eso también. Estaba
huyendo de mí. No quería que nos encontráramos porque sabía, como yo, que
entre nosotros se desatarían cosas que habría que atar en algún momento.
Miedo al compromiso, de nuevo. O a que yo hiciera de mis locuras. Así que no
pude más que hacer una de las mías.
Aparecí por Barcelona para darle una sorpresa a Sof ía y contarle mis sospechas.
Esta vez mi amiga ayudó con los planes. Preparó una fiesta en uno de los locales
de su familia, donde acudiría Álvaro. También Roderic y Albert, claro.
Esperaríamos a que hubiera bebido algo —ni mucho ni poco— para hacer yo
mi aparición estelar. Teníamos que conseguir que se enfrentara a mí, cara a cara,
y dijera en voz alta todas las excusas que lo alejaban. Pero para mí misma aún no
tenía claro si lo que pretendía era retenerlo y que no se alejara o, por fin,
olvidarlo como crush. Supuse que lo averiguaría al verlo. Me vestí con unos
vaqueros blancos muy ajustados y una blusa negra con escote de pico de Massimo
Dutti. Quería provocar. Si iba a huir, al menos que fuera capaz de resistir la
tentación de estar junto a mí y que se explicara. Estaba dispuesta a escuchar
cualquier gilipollez y a terminar de una vez por todas con nuestra extraña
relación. Sobre todo, acabar con las ilusiones de lo que no iba a ser, y que me
estaban haciendo tanto daño. Y para eso necesitaba un buen portazo de salida.
Pero cuando lo vi daba asco. Literalmente. Iba borrachísimo, y apenas eran las
doce, desarreglado —ni os contaré cómo llevaba la barba—, vestido de
cualquier manera y agarrado a dos tías, a cuál más tetona y más desnuda. Ambas
rubias. Hizo como que no me veía. Y tan borracho iba que podía haber sido
cierto. Me dieron ganas de vomitar, pero Sofía estaba ahí esa vez. Me dijo que
Roderic le había dicho que estaba mal, pero no se imaginaba hasta qué punto.
Había dejado de ser mi crush así, de golpe, y ya no tenía ganas de escuchar
ninguna explicación. Habría que añadir otro tip a la lista: pilla a tu crush con
dos tías a la vez, verás cómo se te pasa de inmediato. Ni siquiera tenía ganas de
llorar. Esa persona no merecía que yo estuviera pensando en él, así que intenté
divertirme. Roderic volvía a estar en mi órbita. Sus besos sabían a nicotina, pero
no estaban mal, eran suaves, carnosos y muy excitantes. Tan excitantes que
acabé en su piso. Fue la primera vez que me acosté con él, por despecho, lo sé.
Juzgadme todo lo que queráis. Os dejo. Yo tampoco es que me sintiera muy
orgullosa de aquello. Pero todavía enredada con su amigo recibí un wasap que
no esperaba.
Álvaro: Anoche te vi marcharte con Roderic. Lo siento, loqui, pero no encontrarás a nadie
que te folle mejor que yo.

Cada vez me daba más asco. ¿Por qué era mi amigo? ¿En qué momento me
había enamorado de él? Le envié captura a Sofía, encerrada en el cuarto de baño
del piso de Roderic. No sabía qué contestar, o incluso si hacerlo.
Sof ía: Tía, está pasando por un mal momento. No tiene equipo para el año que viene. Se ha
venido abajo. Déjale claro que en esos términos no quieres saber nada de él, pero no se lo
tengas en cuenta. Al menos, no todavía.

El consejo estaba muy bien, pero ¿cómo podía hacerle ver eso? Además, ¿yo
quería eso?
Dejé a Roderic plantado con la excusa de que tenía que coger un avión para ir
a Lyon donde estaban mis padres esperándome —realmente lo hice sin tenerlo
planeado y sin que me esperasen—, y en el aeropuerto, a punto de embarcar
llamé a Álvaro.
—Dime, Marcia —¿Habéis leído bien? «Marcia». Lo odié.
—¿Cómo eres tan gilipollas?
—Parece que practico mucho. ¿Qué quieres?
—Nada, decirte que no me envíes más mensajes de mierda. Si estás amargado,
te lo comes solito.
—Vale. Entendido.
—Genial. Adiós.
—Marci… —Os juro que escuché «Marci», pero yo ya estaba colgando y no
me arrepentí. Estaba resultando ser un verdadero gilipollas que no se merecía ni
una lágrima.
Pero las vertí. Todas juntas. Como siempre, en el avión. Tenía que pasar la fase
de duelo. Decía adiós a un enamoramiento que me había obsesionado casi dos
años. No había dado ningún portazo de salida, sino que sentía que huía por la
puerta de atrás, de puntillas y desnuda, pero, al menos, estaba consiguiendo salir
de sus redes. Menos mal que iba a ver a mi madre y podría llorar a gusto en su
regazo, aunque no le dijera más que era por mal de amores sin mencionar al
susodicho cabrón en cuestión.
Todavía en Lyon busqué el siguiente tip: «Trabaja en tu autoestima» y me
propuse hacerlo bien. Supe que esta vez lo iba a conseguir porque él solito, en
unas pocas horas, había borrado de un plumazo todos los buenos momentos.
Como veis, la vida te va dando una de cal y de otra de arena, así, sin avisar.
Podrías amargarte todo el tiempo esperando las malas, incluso cuando lleguen
las buenas ser incapaz de disfrutarlas por estar pendiente de cuándo acabarán.
Cada uno tiene su manera de sobrellevar las rachas. Pero yo no soy de las que se
quedan llorando, esperando a que vengan las de cal. Yo cojo la arena y hago un
castillo. Un castillo en el que ir depositando los elementos de mi cuento. Del
cuento en el que quiero estar. ¿Vosotras sois de las que lloran o de las que
construyen castillos? No os juzgo. En realidad, nadie es siempre igual. Nadie es
siempre fuerte. Todos, a veces, lloramos y, a veces, construimos castillos.
7º tip
Trabaja en tu autoestima

No era un tip difícil. A menos a simple vista. Me dejé mimar por Carmen, a
quien la obligué a no nombrar a quien nosotras sabíamos, y me comprometí
con mi imagen y mi bienestar. Busqué ayuda en Internet, claro. Encontré un
artículo interesante titulado Diez pasos para mejorar la autoestima. Me los
tomé en serio:

• «Deja de tener pensamientos negativos sobre ti mismo/a. Si estás


acostumbrado a centrar la atención en tus defectos, empieza a pensar en
aspectos positivos que los contrarresten». Evidentemente mi pensamiento
negativo más recurrente era cómo había sido tan estúpida para enamorarme
de semejante energúmeno. Me sentía mal conmigo misma por haber creído
en él. También me sentía torpe en las relaciones y pensaba que no
encontraría nunca a nadie para mí porque era una ingenua crédula. ¿Cómo
contrarrestar esos pensamientos? «Soy una persona fuerte y he sido capaz de
alejarme de él». No encontraba nada mejor.
• «Ponte como objetivo el logro en vez de la perfección. Piensa en qué eres
bueno/a y en las cosas con las que disfrutas, y ve a por ellas». Soy buena en la
vela, así que decidí centrarme en mi carrera deportiva y comencé a mover
algunos hilos para cambiar de categoría. No estaba mal con las chicas, pero
esa competición no era la mía. La decisión de Eslovenia no había sido nada
racional. Ya sé que lo sabéis.
• «Considera los errores como oportunidades de aprendizaje. Acepta que
cometerás errores porque todo el mundo los comete». De acuerdo. Podía
llegar a creer que Dios me había puesto a Álvaro en el camino para aprender
a no confiar en el primero que llegara vendiéndome que yo era «la persona
más importante en su vida» para luego dejarme tirada por no
comprometerse. En fin. Errores para aprender de ellos.
• «Prueba cosas nuevas. Experimenta con diferentes actividades que te pongan
en contacto con tus aptitudes. Luego siéntete orgulloso/a de las nuevas
habilidades que has adquirido». Aprendí a montar en globo. Fue divertido.
• «Identifica lo que puedes cambiar y lo que no. Si te das cuenta de que hay
algo tuyo que no te hace feliz y puedes cambiarlo, empieza ahora mismo. Si
se trata de algo que no puedes cambiar —como tu estatura—, empieza a
trabajar para quererte tal y como eres». No puedo cambiar mi atracción
insana hacia Álvaro, ni entonces ni ahora. Más me valía reconocerlo.
Siempre ha sido un imán del que no puedo alejarme, y decidí asumirlo. Así
que intenté quererme así, imbécil, por ir detrás de alguien que no se lo
merecía. Pero me quiero imbécil. Tal como soy.
• «Fíjate metas. Piensa en qué te gustaría conseguir y luego diseña un plan para
hacerlo. Atente al plan y ve anotando tus progresos». Mi meta era, por fin,
conseguir que Álvaro dejara de ser mi crush, o, al menos, que dejara de ser
importante en las decisiones de mi vida, así que anoté como progresos cada
contacto que hacía para cambiar de equipo y cada respuesta de interés que
obtenía. Además, me matriculé online en el grado de Ingeniería Industrial.
Era la carrera que hubiera estudiado de seguir en Valencia y no iba a
renunciar a todo. Entre otras cosas, porque se lo había prometido a mi padre.
Y las promesas a los padres, ya sabéis, hay que cumplirlas.
• «Siéntete orgulloso/a de tus opiniones e ideas. No tengas miedo de
expresarlas». Bien, pues ahí va: «Sigo enamorada de un gilipollas y estoy
trabajando en dejar de estarlo. No lo llevo muy bien, pero voy anotando mis
progresos».
• «Colabora en una labor social. Sentir que aportas algo y que se reconoce tu
ayuda hace maravillas para aumentar la autoestima». Me ofrecí de voluntaria
en el club náutico para la recogida de residuos plásticos tras las regatas. Me
hacía sentir bien, pero recordaba demasiado a menudo otros años en los que
había sido feliz recogiendo sacos de desechos y compitiendo con mi
contrincante principal para ver quién llenaba antes el suyo. En fin, pasemos
al siguiente consejo.
• «¡Haz ejercicio! Mitigarás el estrés y estarás más sano/a y más feliz». Y dale
con el tip de hacer ejercicio. ¿Qué otra cosa podía hacer? Más sana, imagino
que sí, pero más feliz, no sé yo. ¿La imagen de quién me acompaña cada vez
que hago ejercicio? Ya sabéis la respuesta. Pero en mi caso es lo que hay. No
tengo opción.
• «Pásatelo bien. Disfruta de tu tiempo con personas que te importan y
haciendo cosas que te gustan». La Navidad con la familia, con Carmen y con
Sofía podía ayudar, pero a partir de enero se me acababa el plan.

Mi amiga me regaló un viaje a Alpe d’Huez en Francia para pasar conmigo mi


cumpleaños esquiando y no recordar a quien ya sabíamos, aunque mi último
encuentro con quien ya sabíamos en la nieve volviera a mi mente más veces de
las recomendables. La Nochevieja también intentamos pasarla fuera,
concretamente en Nueva York, y aunque nunca había ido, tampoco me resultó
fácil olvidarme de quien ya sabíamos. Todo, absolutamente todo, podía
relacionarlo con él. Me sabía mal que Sofía se perdiera su propia fiesta, pero la
ocasión merecía medidas extraordinarias y ella estaba ahí para ayudarme. Nunca
olvidaré su implicación conmigo y lo bien que lo pasamos, aunque un
rinconcito de mi corazón seguía vacío y helado. Tanto a Alpe d’Huez como a
Nueva York fuimos solas; se dejó a Albert en Barcelona. Le enviaba fotos de las
dos de vez en cuando y hablaba con él un par de veces al día. El resto del tiempo
fue toda mía, compañera de mal de amores, aunque de vez en cuando entraba
en el perfil de Álvaro de Instagram, para decirme que seguía intacto, o me hacía
algún comentario sobre él, alguna cosa que le había dicho Roderic —de quien
tampoco quería acordarme, bien sabéis por qué— o algún rumor sobre su futuro
profesional. ¿Me interesaba? Me interesaba y me odiaba a mí misma por
interesarme. Ah, no, que tenía que pensar en mi autoestima. Me quería a mí
misma, gilipollas y todo, aun interesándome quien no debía interesarme. Soy
humana y los humanos cometemos errores. Y como yo me esfuerzo todo el
tiempo, incluso en cometer errores, no pude evitar leer su estado de WhatsApp.
Lo había subido el día de mi cumpleaños: «¿Algún día podré borrar las cagadas
de 2017?». Pero, como las cagadas no se borran con indirectas estúpidas enviadas
al móvil, ya supe yo que no sería capaz de borrar las de 2017. Lo que no sabía aún
era que de 2018 también habría que borrar otras muchas.
Pero febrero llegó y recibí la llamada que esperaba. Competiría en el
catamarán Nacra 17 en categoría mixta, yo de timonel, con un compañero
todavía por determinar y con base de entrenamientos en Barcelona. Era ideal.
Ya sé que sois muy listas y estáis adivinando quién iba a ser mi compañero por
determinar, pero yo entonces no lo sabía todavía y, aunque esa posibilidad
estaba en el aire, no quería hacerle mucho caso. Los momentos en los que no
había manera de quitar ese pensamiento de mi cerebro, podía pasar de la
desesperación absoluta a la ilusión más estúpida.

Y, efectivamente, el 2 de marzo de 2018 me encontré en la oficina del


patrocinador en Barcelona, con las dos personas que me faltaba por conocer del
equipo, la nueva entrenadora, Sara Gámiz, de quien sabía su fama de exigente, y
Álvaro, a quien ya os imagináis que quería ver y no ver al mismo tiempo. Me
quedé sin respiración. Estaba guapísimo. Afeitado del todo, con su pelo
engominado hacia atrás, un polo verde, a juego con sus ojos, que marcaba todos
sus pectorales, con su sonrisa de seductor tratando de agradar a los
patrocinadores. Agradaría hasta al mismísimo aire que le rozara. ¿Qué hacer con
un crush al que odias porque te trató fatal sin ningún motivo y al que llevas sin
ver desde hace cuatro meses? Pues abrazarlo como si nos lleváramos genial
porque había que guardar las apariencias. Y aprovechar para olerlo y recordar
algunos momentos que haría mejor en esforzarme por olvidar. Fue él quien dijo
que teníamos que hablar en cuanto nos quedamos solos. Me pareció buena idea,
pero no iba a ser yo quien empezara esa conversación incómoda. Le dejé a él el
gusto.
—¿Estás contenta con venir a Barcelona? Seguro que tenías otras ofertas
interesantes. —Se notaba que no era el tema que quería tratar, pero había que
romper el hielo de alguna forma.
—Sí. Me apetecía volver a España. —¡Mierda! No quería que pareciese que
estaba loca por competir junto a él. Tenía que arreglarlo—. Echaba de menos a
Sofía y a mis padres.
—Y a Carmen y a Dogo. —Sonrió cómplice, como si nos lleváramos bien.
Maldita sonrisa.
—Sí, a Carmen y a Dogo también. —Le devolví la sonrisa como una boba,
pero la contuve en cuanto me di cuenta. Me había tratado mal y no se merecía
mi afecto siquiera—. Pero, bueno, seguro que no es de ellos de quienes quieres
hablarme.
—No. Me gustaría pedirte perdón por cómo me he portado contigo desde
finales de septiembre hasta ahora y si pudiéramos intentar dejar el tema personal
fuera del barco… Si no, va a ser muy dif ícil subirnos juntos al catamarán.
¡Era gilipollas! ¿Qué tema personal ni qué ocho cuartos si él había fulminado
todo lo personal que había entre nosotros incluida nuestra amistad? Me levanté
de la mesa en la que estábamos tomando una Coca-Cola cada uno —yo apenas
la había probado— y en medio de aquel bar de pijos le grité delante de todo el
mundo.
—¡Que yo sepa, lo poco personal que había entre nosotros decidiste mandarlo
a la mierda! Y nada me conoces si crees que un niñato que no sabe lo que quiere
va a impedir que compita al cien por cien. Eres tú quien debería dejar fuera del
catamarán las tonterías, si no quieres verte sin equipo.
No se levantó para seguirme ni para protestar. Los dos sabíamos que yo tenía
razón y que le convenía no cabrearme. Salí de allí con muy mala leche y
necesitada de una amiga. Sofía me dejó dormir en su casa algo más de una
semana porque tenía que llorar esa frustración en su hombro si quería subirme
al barco con toda mi energía. Y eso era lo único que me motivaba a seguir
adelante. Competir al cien por cien y ganar todo lo que se me pusiera por
delante. A Álvaro solo lo necesitaba para sujetar algunas velas y formar equipo.
Nada más. Sofía intentó tranquilizarme: estaba mejorando su actitud para
conseguir barco y patrocinadores, y en el catamarán podríamos llevarnos bien,
como siempre, y volver a ser amigos, si lo nuestro no iba a poder ser. Aún lloré
más, porque lo nuestro no pudiera ser. Y todavía más, por haber albergado la
esperanza de que lo nuestro pudiera ser.
Encontré un apartamento muy bonito en la Barceloneta, de una habitación y
con muchísima luz. Sofía era demasiado optimista con Álvaro y yo necesitaba
seguir odiándolo tranquilamente. El tip de la autoestima en ese piso podía salir
bien. Carmen y mi madre me ayudaron a instalarme.

Los primeros entrenamientos fueron tensos, no os voy a engañar. No nos


hablábamos, excepto para asegurarnos alguna maniobra o cuando teníamos
testigos de importancia. La verdad es que me gustaba tratarlo así. Me sentía
fuerte y él se merecía todos mis desprecios. Pero algunas noches volvía a llorar.
Tenéis razón: casi todas las noches volvía a llorar. No entendía por qué
habíamos acabado así de mal. No entendía dónde se había quedado aquel chico
atento y cariñoso que había sido mi primera vez.
Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, como diría
mi amiga Carmen, poco a poco empezamos a tratarnos mejor —el roce hace el
cariño, dicen— y los resultados deportivos también dieron sus frutos. En el
catamarán podíamos llegar a ser los mismos de antes. Nuestra complicidad salía
sin esfuerzo. Para algo nos habíamos criado juntos. Siempre nos había pasado.
Yo decidía hacer una maniobra arriesgada para arañar algunos segundos en la
general, pero debía confirmar con él que no era una locura. Necesitaba su
aprobación. Álvaro encontraba mi mirada cuando veía que la buscaba y sonreía
guillándome un ojo. Me daba su visto bueno. A partir de ahí maniobrábamos a
la vez, sin necesitar ninguna explicación más. Así había sido desde que lo
conocía. En el barco me leía la mente. Fuera, no se enteraba de nada.
Y así ocurrió. Fuera del barco, la cagamos los dos. Cometimos un par de
errores que pagaríamos caros. Yo más, claro. Ya lo sabéis. Siempre me esfuerzo en
ganar.
Con los resultados, llegaron algunas celebraciones. Ahí empezaron los errores.
Las primeras veces, en cuanto él se ponía a ligar con cualquier rubia tetona me
daban arcadas y me tenía que ir. Cuando llegaba a mi piso o a la habitación del
hotel, si estábamos fuera, volvía a llorar, a vomitar y a perdonarme por ser
humana y no ser capaz de olvidarme de un crush gilipollas. ¿Me perdonaba? No
mucho. Así que unos meses más tarde, intenté yo devolverle la misma moneda y
enrollarme en su cara con algún moreno de ojos oscuros. Otro error. Alguna
mirada se le escapaba, pero que me ignorara aún me hacía llorar y vomitar más,
cuando conseguía deshacerme del moreno de turno. Hasta que una noche, a
finales de agosto, en Plymouth celebrábamos un peleadísimo primer puesto y
bebimos mucho más de lo normal. La temporada estaba acabando y prometía
muchas recompensas. Él flirteaba con una alemana grandota y yo tonteaba con
un francés que no se le quedaba a la zaga en tamaño. Pero a la chica le gustamos
los dos y el otro se dejaba hacer. Acabamos los cuatro en la habitación de
Álvaro, que empezó a molestarle que la alemana me tocara demasiado. No
estaba acostumbrado a verme en brazos de una mujer y le costaba relajarse. A mí
me gustaron sus nervios, no lo voy a negar a estas alturas, así que intenté
relajarme yo.
Los labios de la chica sabían a plástico, los del chico, a la sal del tequila. Desde
luego los del francés ganaban. No debía de ser yo muy bi. Pero ya sabéis cuál era
el sabor que quería en mi boca y no era ni plástico ni sal, aunque no debiera, y
aunque él no quisiera tener nada serio conmigo. Os juro que aun queriendo
encontrar sus labios no los busqué, y no porque no fuera sensato hacerlo, sino
porque no podría soportar un rechazo. Criticadme cuanto queráis. Os dejo. Era
evidente que no lo había superado cuando estaba deseando que fueran sus manos
las que me tocaran la piel y su lengua la que me humedeciera todo el cuerpo.
Cerré los ojos, aspirando su olor y escuchando sus gemidos de entre aquella
multitud, y soñando que era él quien erizaba mis poros con solo su roce y quien
acariciaba todas y cada una de mis terminaciones nerviosas que no podían parar
de estremecerse solo de tenerlo cerca. Pensé que me habría sugestionado con su
presencia porque reconocí las yemas de sus dedos recorriendo mis pezones, su
lengua traviesa jugando con ellos. Hasta que me atreví a comprobar la más que
temible decepción y abrí los ojos para encontrarme con que el francés y la
alemana estaban recogiendo sus cosas, aburridos de que no les hiciéramos caso, y
sí eran las manos de Álvaro las que me asían y su lengua la que me reconocía
entera, hasta que nuestros labios se rozaron y el sabor a mar lo llenó todo. Le
devolví los besos aterrada, conteniendo al máximo la desesperación que sentía
por no arruinar el momento. Me estremecí de gozo puro de volverme a
encontrar en sus brazos. Quizá fue la vez que más me sobrecogí estando con él,
solo por pensar que jamás volvería a ocurrir y por admitir cuánto lo había
echado de menos. Lloré con cada suspiro, con cada aliento, con cada orgasmo,
con cada gemido. Lloré de placer, pero también de miedo, de dependencia, de
reconocimiento, de arrepentimiento, de amor no correspondido. Estuve todo el
tiempo con la piel de gallina y cada roce me producía una sensibilidad y una
pasión descontrolada que intentaba disimular. Fue la primera vez que no
dijimos ni una sola palabra. Ambos temíamos romper aquel paréntesis y que
alguno de los dos reconociera que eso que deseábamos tanto no tenía que estar
pasando. Pero pasó, y acabó dentro de mí, con el preservativo puesto, y
controlando ambos los gemidos para no despertar a nuestros fantasmas.
Fantasmas que no pudieron evitar revolverse desde el limbo donde estuvieran.
Salí de aquella habitación a hurtadillas en cuanto fingió que se dormía. Sé que
adivináis que lloré hasta que me dormí de agotamiento abrazada a mi propio
cuerpo que todavía me devolvía su olor.
Esa misma tarde llegué a Valencia, donde en brazos de Carmen seguí
llorando. Estábamos en mitad de la competición y la organización tenía que
llegar dos días después a Marmaris, en Turquía. Pero yo necesitaba esos dos días
para recoger la arena que la vida se empeñaba en lanzarme y construir con ella
otro castillo, o algo que se le pareciera. Aparecí a la misma hora que mis
compañeros, con la melena recortada por debajo de la oreja y una sonrisa
espectacular que trataba de ocultar que aquel error se me había clavado muy
muy dentro. Álvaro y yo no hablamos del tema, claro. Ninguno de los dos
preguntó cuánto de borracho estaba el otro y cuánto recordaba, y tampoco es
que hiciera falta saberlo. Era mejor olvidarlo todo porque debíamos «dejar
fuera del catamarán las tonterías, si no queríamos vernos sin equipo», según
mis propias amenazas, que no iba a ser yo quien incumpliera. Además,
llevábamos muy buena competición y estando tan cerca del final no podíamos
arriesgarnos a fallar. Mi concentración al timón y la profesionalidad de los dos
en el catamarán nos salvó. Ya os he dicho que en el mar siempre he podido
confiar en él. Fuera del barco, no tanto. Ya lo sabéis. Por eso no pudimos evitar
cometer el error definitivo.

Fue tan solo un mes y medio después, celebrando el esperado segundo puesto
en la categoría. Estábamos en Marsella y además de las familias —consiguió que
asistieran tanto su madre como su padre con sus respectivas parejas—
aparecieron la caragusano, Sofía y Albert, y Roderic. Yo, ¿qué queréis que os
diga? Estaba muy contenta con la clasificación, me sentía orgullosa —aquello
de la autoestima estaba funcionando en algunos de los aspectos, ya sé que no en
el fundamental, no insistáis— y que estuvieran mis padres y Sof ía me daba paz.
Me sentía flotar y, aunque no me apetecía nada estar con Roderic —no había
vuelto a verlo desde ya sabéis cuándo— y no entendía qué estaba pasando con
Álvaro, me sentía campeona y que podía con todo. ¿En qué momento se me
ocurrió pensar eso? Pues en uno muy estúpido, porque no había nada que
estuviera más lejos de la realidad. Evidentemente no iba a poder con todo. En
concreto no iba a poder con algo que me tenía el destino guardado.
Álvaro. ¡Uf! Álvaro estaba más que espectacular. Más rubio que nunca, después
de tantas horas de navegación, muy moreno —no tanto como yo, claro—,
sonriente por el triunfo y contento por las ovaciones que estábamos recibiendo.
Sus rasgos de niño bueno se habían afilado y su atractivo me pegaba una patada
directa a los ovarios. Pero, yo no iba mal de autoestima, creí. Los patrocinadores
no paraban de halagarnos y nos prometieron un barco y nuevas regatas para la
temporada siguiente. No podíamos pedir más. Bueno, yo sí, hubiera pedido un
novio guapo, rubio de ojos verdes que se mostraba orgulloso de mí y que me
otorgaba todo el mérito de la victoria. Pero ya sabíamos que eso no iba a pasar,
así que podía conformarme con un encuentro borrachos por ahí o con
escabullirme de aquella fiesta antes de liarla parda.
¿Queréis saber qué tontería se me ocurrió esa vez? Pues no me escabullí como
debería haber hecho —bueno, lo intenté, pero no con mucho empeño—, y
tampoco me emborraché, sino que aún peor, simulé que me emborrachaba para
buscar a Álvaro, que juraría que él disimulaba también como que había bebido
más de la cuenta. ¿Se puede ser más patéticos?
Pero el ambiente entre nosotros se caldeó mucho antes. Como ya os he
contado, en el barco podíamos tocarnos, sujetarnos el uno al otro, mantener el
contacto físico como parte de las maniobras sin que se desatara nada erótico.
Muchas veces era cuestión de supervivencia o de arrancar segundos a la
competición. Pero fuera del barco procurábamos no acercarnos, no hablar
demasiado si no era por imperiosa necesidad y, sobre todo, no mirarnos a los
ojos. ¿Qué pasaba si nuestras miradas se cruzaban por casualidad? Uno de los dos
la apartaba. Ahí se conectaban muchas emociones que nos llevaban a un abismo
de incertidumbres, arrepentimientos, deseos y confusiones que más valía no
destapar. A mí me daba miedo que volviéramos a discutir y acabar odiándolo.
Prefería no ser nada suyo fuera del barco antes que defraudarme del todo con él.
Ya sabéis que estaba casi casi defraudada y que la línea sobre la que pisaba era
muy muy fina. Desde luego, habíamos dejado de ser amigos y de contarnos
confidencias.
Pero aquella noche me rozaba de más, cada vez que alguien nos daba la
enhorabuena y él repartía el mérito, cada vez que brindaban por nosotros o cada
vez que alguien hacía un discurso, incluso cuando lo hizo él, agradeciendo
nuestro triunfo a los patrocinadores, a nuestras familias, a «su timonel», como
me llamó en público mientras me cogía de la cintura. En esos momentos
nuestras miradas se cruzaban y era yo la única que la desviaba. ¿A qué estaba
jugando? No podía permitirme volver a creer en sus monólogos de niño bueno.
Esta vez no. Estuve casi toda la noche agarrada a Sof ía huyendo de Álvaro
porque no quería que nuestras órbitas se encontraran; no respondía de mí, y
mucho menos de él, que estaba cambiando la partida, así, sin previo aviso y sin
motivo. ¿O no me acercaba porque no quería verlo liado con otra? Eso también.
Estaba tan nerviosa que no me entraban ni las copas. No bebí nada y no me
gustaba estar así. Me encontraba fuera de mi propia fiesta, así que empecé a hacer
como que había bebido, pero juro que fue solo para estar en sintonía con el
resto.
Ya estaréis conjeturando que no pude evitarle toda la noche y que alguna que
otra vez caeríamos. Y así fue. Conseguí huir hasta las cuatro de la madrugada,
más o menos, cuando acompañé a mis padres a su habitación y yo pretendía
hacer una retirada discreta. Pero alguien me había seguido.
—¿Ya te marchas, Marci? —se hizo el borracho. Esto lo intuí después, porque
en esos momentos su «Marci» me dejó fuera del tiempo y del espacio. En el
barco soy «timonel».
—Sí. He bebido mucho y no controlo nada —me salió fatal imitar su
embriaguez, pero ¿qué queréis? No iba a demostrar que era una sosa en mi propia
fiesta.
—Vamos a por la última y luego te prometo que te dejo en la habitación como
a Cenicienta. —Estaba ya estirando de mi mano. Aquí debí haberme dado
cuenta de que estaba tan poco bebido como yo, pero estaba nerviosa,
debatiéndome entre si darle mi mano o arrebatársela e irme a dormir.
—Cenicienta hace cuatro horas que está durmiendo —¿por qué dije esa
gilipollez? Yo qué sé. Estaba nerviosa, ya os lo he dicho.
Pero lo seguí, claro. Y aunque la copa que me entregó no fue la última, como
ambos sabíamos que iba a pasar, intenté seguir huyéndole. Al menos un par de
horas más, en las que estuve de sujetavelas con Sofía y Albert. Hasta que fue más
que evidente que necesitaban intimidad y ni mi borrachera, incluso si hubiera
sido cierta, me habría impedido darme cuenta. No quería tampoco arrimarme a
Roderic, que además estaba muy bien acompañado aquella noche por una rubia
casi tan alta como él. Ni muchísimo menos a la caragusano que creí verla flirtear
con el padre de Álvaro. ¡Qué ascazo! Así que solo me quedaba volver a mi
habitación definitivamente. Y ahí fue cuando la lie.
¿Por qué tuve que ir a despedirme de él? ¿Por qué me pareció buena idea decirle
a Álvaro que me iba a acostar y que la noche había sido genial? ¿Por qué se me
ocurrió agradecerle todos los cumplidos de su discurso? ¿Por qué fingí que lo
hacía borracha si no lo estaba en absoluto? Lo sabéis mejor que yo. No había
podido evitar que siguiera siendo mi crush y recordaba la noche con la alemana
en la que el alcohol nos hizo caer. Sobria debía haber huido. Borracha tal vez se
me podría perdonar, como nos perdonamos y disimulamos la vez anterior.
Supe que él tampoco había bebido cuando probé sus labios, delante de la
puerta de mi habitación, donde se suponía que estábamos dándonos las buenas
noches. Su boca sabía, como siempre, a mar, y muy poco a ginebra. Me dije a mí
misma que no era más que un beso de despedida, pero cuando comprendí que
había utilizado la misma estúpida estrategia que yo, hacerse el borracho, no
pude evitar sentir ternura, en lugar de enfado. Entonces ya no evité su mirada.
Su verde con puntitos amarillos volvió a revolverme el estómago. Esa sensación
viscosa seguía ahí, recordándome que soy demasiado débil con algunos de mis
propósitos. Bueno, con mi propósito principal de olvidar a mi crush. Nos
quedamos paralizados, en la puerta de mi habitación, sopesando la idea de hacer
lo que estábamos deseando o marcharnos por separado y ser profesionales.
Alguien pasó por detrás de él en el pasillo y tuvo que pegarse más a mí. No desvió
la mirada. Yo tampoco. Su aliento cálido me llegó a la frente. Estábamos
tratando de adivinar qué necesitaba el otro que hiciéramos; no qué deseaba.
Porque estaba claro que ambos deseábamos hacerlo, y es lo que hicimos. Tras
unos eternos segundos de detención, estalló el deseo. Las miradas bajaron a los
labios; los míos se humedecieron, los suyos se secaron; las manos se lanzaron a la
cara y pelo del otro; y por fin las bocas se juntaron definitivamente. Ya no hubo
reflexión.
Mi cama nos encontró desnudos. Mudos, como la última vez, aunque sí nos
permitimos gemir y gritar. Había que seguir la coartada de la embriaguez. El
primer encuentro fue rápido. Demasiado. Y ambos intuimos que se nos quedaría
corto para ser de despedida. Así que volvimos a empezar, casi todavía resollando
por el primero. En ningún momento dejamos de buscarnos las miradas, ni
siquiera recibiendo el placer. Yo leía en la suya arrepentimiento, antes incluso de
caer en el abismo. En mis ojos, quizá él viera lo mismo, pero yo no me estaba
arrepintiendo, yo estaba temiendo que él se arrepintiera. Por eso no podía
desviar la mirada, porque necesitaba ver deseo, dependencia, placer, amor... Sí,
ya sé que me vais a reñir. ¿A esas alturas seguía buscando amor? Pues sí. Con él
nunca he sabido perder la esperanza, por eso estoy donde estoy, aún en el tip diez
y contándoos todas mis penas.
Pero lo que él vio en mis ojos no debió de gustarle en absoluto, porque después
del segundo encuentro, que fue mucho más lento y placentero, casi parecido a
nuestras primeras veces, aun sin hablar, empezó a besarme los párpados,
obligándome a cerrarlos y no mirarle más, y también obligándome a dormirme
y así poder escabullirse de mi habitación, como yo hiciera de la suya mes y
medio atrás.
No volví a verlo hasta cuatro meses después, cuando empezó la siguiente
temporada, y apareció con una rubia llamada Dominique, que me presentó
como su novia. ¿Seguro que iba a poder con todo?
8º tip
Pasa tiempo con tus seres queridos

Este tip lo empecé tan pronto como salí de aquella habitación sintiéndome
imbécil perdida. ¿Cómo os hubierais sentido vosotras? Yo había ido detrás de él
haciéndome la borracha sin estarlo en absoluto, para dejar que se marchara una
vez más al terminar la faena. Me juré y me perjuré que jamás volvería a caer en
semejante bajeza. Esa vez iba a ser la definitiva, porque no iba a volver a ceder a
mis instintos más primitivos como si no fuera una mujer de juicio que sabe qué
le conviene y especialmente qué no le conviene. O quién.
Pero necesité volver a los tips para centrarme. Tenía que conseguir que dejara
inmediatamente y para siempre de ser mi crush. Todavía nos quedaba una
recepción con las autoridades al día siguiente, pero yo ya no acudí, y aunque me
arriesgaba a sufrir algún tipo de amonestación, me subí al avión con mis padres,
rumbo a casa. El tip «Pasa tiempo con tus seres queridos» debía salvarme de mí
misma. Esa necesidad de Álvaro se estaba convirtiendo en dañina y no iba a
poder seguir adelante si no eliminaba de mi cerebro esa parte irracional que se
sentía —y se siente— terriblemente atraída por él y que era —y es— incapaz de
ser sensata.
Seguí a mis padres como un perrito faldero todo el invierno. Cada viaje, cada
cena con amistades, cada excursión al club de campo. No quise quedarme sola ni
un día y ni siquiera la compañía de Carmen me parecía segura, porque quería
evitar caer en la autocomplacencia. Mucho menos la de Sofía, con quien hablar
del tema me haría entrar en un bucle de compasión. Necesitaba apartarme de las
personas que pudieran nombrarme al innombrable, así que la compañía de mis
padres era la más segura porque, aunque a mi madre se le ocurriera sacarlo en la
conversación, tenía tan poca idea de lo que ocurría entre nosotros, que sus
comentarios eran absolutamente inocentes y apenas removían mis tripas.
Bueno, os seré sincera. Mis tripas eran demasiado sensibles a su nombre y se
removían solas, apenas siendo pronunciado por alguien que me preguntara por
mi carrera deportiva, apenas conectara mi móvil y viera que seguía en silencio,
apenas cerrara los ojos y evocara mis recuerdos, apenas oliera alguna persona que
me lo recordara —aunque nunca igual—, apenas soñara despierta con lo que no
iba a ser posible. Pero, bueno, ya estaréis hartas de leer lo imbécil que soy y
querréis saber qué pasó después, cuando me enteré de que tenía novia, una novia
que no era yo, que era rubia y que daba al traste con todas mis teorías, aquellas
que se apoyaban en que Álvaro era una persona que huía del compromiso,
aunque en el fondo sintiera algo por mí.
Y bien visto, podríamos decir que la circunstancia de que tuviera novia debía
ayudar a que dejara de ser mi crush y a que pudiera evitar mi atracción insana
hacia él. Así que os adelantaré que sí ayudó. Pude controlar mi adicción más de
año y medio, concretamente hasta hace dos días, justo cuando emprendí el
décimo tip y os empecé a contar esta historia —bueno, tambaleé un poco hace
unas semanas y supongo que por eso estamos así—. ¿Y cómo estáis,
concretamente?, os preguntaréis. Pues ahora mismo lo tengo en mi casa, aunque
sepa a ciencia cierta que no es adecuado para mí. Voy a seguir escribiéndoos para
convencerme de que tengo que seguir intentando que deje de ser mi crush.

En la primera regata de la pretemporada competíamos en Cádiz. Como estaba


en mi fase «Pasa tiempo con tus seres queridos» no quise ir a Barcelona a
reunirme con el equipo, sino que fui directa por mi cuenta, acompañada por mis
padres, para ahorrarme unas horas de tortura. Sabía que tenía que esforzarme
demasiado estando junto a él y quería evitar todas las ocasiones posibles. Pero mi
madre, que creo que se había hecho la tonta todo el tiempo para no hacerme
sufrir más de lo debido, no pudo evitar meter el dedo en la llaga como
despedida.
—¿Estarás bien, querida? —Me llama muchas veces «querida». Es un poco
aristocrática.
—Claro. Como siempre. —No entendía aquella pregunta. Desde luego, yo no
me sentía como siempre, y aún no sabía lo que me iba a encontrar en apenas
unos minutos. ¿Mi madre era adivina? ¿Todas las madres lo son?
—Sabes que puedes llamarme siempre que lo necesites, aunque sea de
madrugada, ¿verdad? —Asentí. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba
hablar. Mi madre no solía ponerse sentimental—. Que puedes contarme
cualquier cosa. —Volví a asentir. Empecé a sospechar sobre qué quería que
habláramos—. De Álvaro, también.
Y aquí ya no pude asentir, sino echarme a los brazos de mi madre —estábamos
sentadas en la cama de mi habitación del hotel— y llorar desconsoladamente,
como cuando era pequeña y me dejaban de tripulante o si Sofía decidía hacerme
enfadar. Mi padre estaba abajo, hablando seguramente con el susodicho, con
quien se lleva genial, por cierto. Mi madre había tenido cuatro meses y había
escogido ese momento para que habláramos de Álvaro. Cuatro meses en los que
me había autoengañado pensando que estaba superándolo. Hasta que ella lo
nombró y me vine abajo. ¿Por qué las madres hacen eso? ¿Las vuestras también
son capaces de desatar todas las emociones con una sola palabra? Pero, es que,
menuda palabra: ¡Álvaro! La persona que me había roto el corazón. Y que
seguiría haciéndolo.
Lo lloré todo en los brazos de mi madre. Me quedé limpia de lágrimas y
también de rencor. Porque soy de las que creen que el rencor no ayuda a que
salgan las cosas bien. Las emociones negativas que albergas acaban volviéndose
en tu contra. El odio, los celos, la amargura, la rabia están ahí. Aparecen cuando
todo se tuerce, pero yo prefiero saludarlos y dejarlos marchar. A veces cuesta un
poco, pero vale la pena. Mi madre siempre me ha ayudado a que intente cambiar
esos sentimientos negativos con una palabra: «benevolencia». De todas esas
emociones, de la que más me ha costado a mí deshacerme ha sido de la rabia. Me
frustro con mucha facilidad. Ya os lo he contado. Aparecía mi madre y me
encontraba enfurruñada con Sofía por no haber querido ver la misma serie que
yo, o con mis compañeros del British por haber cambiado un examen de fecha
—ya sabéis qué mal me sienta eso—, o con Álvaro por no haber entendido una
maniobra y haber perdido siete segundos con respecto al barco ganador.
Entonces me hacía respirar profundamente y enviarles benevolencia a todas esas
personas con las que me hubiera enfadado. Funcionaba. Aun ahora sigo
haciéndolo. Cierras los ojos y les envías benevolencia. Les deseas que les vaya
bien y que sean felices. Entonces, los imaginas sonriendo y la rabia de tu pecho
empieza a desaparecer. Y es que las emociones negativas se enquistan, se adueñan
de tu energía y provocan más negatividad y peores resultados. En esa cama del
hotel de Cádiz mi madre no pronunció las palabras que ya había dicho tantas
veces, porque sabía que me harían sufrir, pero sí las invocó con ese abrazo. Por
eso con mi cabeza en su pecho dejé ir las lágrimas, pero también el rencor. No
quería odiar a Álvaro. No lo había hecho nunca y no lo haría entonces.
—Estaré bien —le aseguré convencida. Ninguna de las dos necesitaba que
explicara toda la historia. Era evidente que me dolía.
—Llámame cuando quieras, querida. Y no permitas que nadie consiga
cambiarte. Estamos muy orgullosos de quién eres. —¿De verdad?, ¿mi madre se
había propuesto matarme a sentimentalismo? Claro que volví a llorar. Fue la
peor despedida de la historia.
Pero lo entendí. Entendí que mi responsabilidad y mi agradecimiento,
aquellos motivos por los que había sacrificado al Álvaro tierno de nuestras
primeras veces, debían seguir sosteniéndome entonces también. No podría pasar
tiempo con mis seres queridos, pero los valores que me habían inculcado me
acompañarían para poder con aquello. Al menos, es lo que quise creer antes de
despedirlos y encontrarme con la prueba más dura a la que me iba a enfrentar.
Mucho más dura que un temporal huracanado en alta mar.

Fue en la misma puerta del hotel de concentración donde me presentó a


Dominique. Iba con un abrigo rosa palo y unos vaqueros claros. ¿Podía ser más
mona? Eché de menos a mi madre inmediatamente. Me hubiera enviado la
fortaleza que dejé de tener de golpe. Quería alegrarme, porque me evitaba el
sobreesfuerzo de resistirme a los encantos de Álvaro, pero también quería
morirme allí mismo. Sentí que mi corazón se convertía en hielo y se hacía mil
añicos, literalmente. Lo sentí, lo juro. ¿Me creéis? Se me nubló la vista, me
temblaban las manos. Iba a ser incapaz de asir ningún cabo y mucho menos el
timón, pero había que subirse al Nacra 17. Ochenta minutos antes del comienzo
de la regata, la entrenadora nos obligó a salir a la bahía para practicar algunas
maniobras. Pensé que me vendría bien para coger aire y superar el trance. A él se
le notaba relajado, pero yo me moría. ¿De verdad tenía novia? Entonces, ¿no era
miedo al compromiso lo que lo había alejado de mí? Al venirse mis teorías
abajo, con ellas, ya sabéis, iba mi autoestima, esa amiga tan frágil que no
aguanta el primer embiste. ¿Yo no era suficiente para él? ¿Nunca había querido
nada serio conmigo? Estaba claro que no. El desecho humano que sentí que era
se encaramó al catamarán como si fuera el Everest. Hicimos un largo desde la
bocana del puerto a Valdelagrana. Había puntas de intensidad de viento de
treinta y cinco nudos. Una vez allí había que trasluchar para volver a Cádiz y
comenzar la regata, pero en vez de parar el barco para facilitar el regreso lo
hicimos en marcha. Bueno, yo maniobré para que lo hiciéramos en marcha.
Quería volver enseguida. Quería desaparecer de la tierra y del mar, y del mundo,
pero esto provocó que nos fuéramos de arribada y que claváramos por la proa los
dos patines. El resultado fue que nuestro barco volcó y rompió su ala-vela
impidiendo nuestra participación en las regatas del día y nuestra posible
clasificación para la final. El barco estaba haciendo agua, pero era yo quien
había tocado fondo.
Cuando nos rescataron y por fin llegamos a la bahía escapé del puerto y me
perdí por la ciudad, todavía con el neopreno puesto, sin cartera, sin móvil, sin
secar, sin participar en la regata, sin barco, sin autoestima, probablemente sin
patrocinador, y sin Álvaro, que tenía una novia preciosa y dulce que se llamaba
Dominique y que le había alejado de mí definitivamente.

Pero Marcia no ha construido su leyenda de loca así, sin más. Pasé muchas
horas sola deambulando por la ciudad. No quería llegar al hotel y dar
explicaciones de mi arrebato, así que decidí hacerlo cuando todos estuvieran
dormidos. Pasé unas siete horas simulando como que había salido a hacer
running. Con las pintas que llevaba cualquier otra cosa hubiera llamado la
atención y, sin dinero, podía haberme metido en algún lío. Desde luego, lo más
sensato era ir al hotel de concentración donde habrían llevado mis cosas y
podría entrar en calor, pero ya sabéis. Me moría de vergüenza y no me podía
permitir encontrarme con nadie que hubiera visto el ridículo que había hecho.
No solo naufragando mi barco, sino mostrándome celosa por la novia de un tío
que se había portado fatal conmigo. ¿Lo veis como yo? Aparecí por la recepción
del hotel hacia las dos de la madrugada. Imaginé que no participaríamos en la
regata del día siguiente porque había roto la vela y tardarían un par de jornadas
en repararla. Junto con las llaves de la habitación me dieron mis pertenencias,
incluido mi móvil con miles de llamadas perdidas y wasaps sin contestar, mi
ropa y una nota de la entrenadora: «Marcia, estamos preocupados. Avisa al
llegar. Tus padres no saben nada y no sé si llamar ya a la policía esta noche o
esperar a mañana. No le des más vueltas a lo de hoy. Mañana saldrá el sol por el
Este, como siempre, y volverás a manejar el timón. Que descanses». La mujer
más severa del mundo estaba dispuesta a pasar por alto mi torpeza. Fue un
revulsivo. Ella creía en mí y sabía que podría superarlo, así que decidí que lo
haría.
Puse un wasap en el grupo del equipo, para no escribir a nadie en concreto,
evitando especialmente a ya sabéis quién, y que todos vieran que estaba bien:
Yo: Estoy en el hotel. Me he perdido por la ciudad y me ha costado orientarme sin móvil.
Mañana dejadme dormir. Estoy muerta. Buenas noches. Gracias por los mensajes.

Solo había escuchado el audio de una persona:


Álvaro: «Marci, vuelve, por favor. Estamos preocupados».

Imbécil. «Marci», los cojones. Pero no iba a rebajarme a odiarlo.


Pasé todo el día en la habitación, durmiendo, recuperándome, comiendo bien
lo que me subían directamente de la cocina y preparando mi coraza. Marcia la
loca iba a salir de ese dormitorio convertida en alguien invencible. Además, no
olvidaba las palabras de mi madre: «no permitas que nadie consiga cambiarte.
Estamos muy orgullosos de quién eres».
Desde luego, la vida se empeñaba en enviarme kilos y kilos de arena, pero yo
no iba a pasármela llorando. Sí, había llorado. Sí, volvería a llorar. Pero no iba a
quedarme de brazos cruzados mientras llegara el envío de cal. La cal debía
traérmela yo solita. Así que volví a construirme ese castillo en el que poner mis
esperanzas y sueños. Tal vez, mi única cal llegara en la competición, pero a algo
debía agarrarme. Me duché hasta tres veces con agua fría. Era finales de febrero,
pero necesitaba gritar de dolor, sacar coraje, volver a ser yo misma y superar de
una vez por todas esa debilidad. Nadie iba a poder conmigo, y mucho menos
Álvaro y su encantadora Dominique.
Salí de aquella habitación como un vendaval. Sonriente, fuerte, ágil, valiente y
campeona. Incluso con una regata menos, acabamos primeros en la general. Fue
la primera victoria de muchas. El primer puesto no lo perdimos de vista en toda
la temporada. Por dentro seguía hecha una mierda, pero eso era cosa mía y a
nadie le importaba. Aun así, necesité comenzar con el siguiente tip porque en
medio de la temporada podía pasar poco tiempo con mis seres queridos y debía
apoyarme en algo si no quería que mi coraza se echara a perder. El noveno y
penúltimo tip era «Conoce personas nuevas» y sí era un buen consejo. Era el
momento de tener un novio que no fuera rubio de ojos verdes con puntitos
amarillos.
9º tip
Conoce personas nuevas

Ya sé que sois muy listas y sabéis que mi novio iba a ser Roderic y que no era
precisamente persona nueva, pero es que no me salió muy bien lo de conocer a
gente. Lo intenté, sobre todo al principio, pero nadie me parecía interesante. Si
consigo ser sincera del todo, podría decir que las personas desconocidas me
alejaban de Álvaro, y que Roderic, de alguna manera, permitía que siguiera
conectada con él fuera del barco. Sé que suena patético y esta es la primera vez —
y juro que la última— que lo reconozco en voz alta. No fui consciente de que
había utilizado esa estrategia mental hasta que Roderic me dejó, acusándome de
eso, precisamente, hace ahora mismo tres semanas. Quizá aún es pronto para
analizarlo todo.
Pero vayamos por partes. Álvaro ya no salía de fiesta para celebrar las victorias,
que tuvimos, y muchas, por cierto. Se iba a casa o al hotel con su Dominique,
que siempre estaba esperándolo en el puerto con una sonrisa encantadora —
parecía que vivía por él y no tenía otra ocupación— y de mí se despedía con un
«Enhorabuena, timonel», y adiós, muy buenas. Empecé a superarlo. O eso creí.
Ahí sí me enrollé con gente, de verdad. Sí disfruté de otras compañías y, aunque
seguía teniendo ese hueco helado en mitad del pecho, intenté entablar otras
relaciones. Amplié el grupo de amigos entre los miembros del equipo y pude
relajarme, pero no había nadie que me pareciese suficientemente interesante
como para tener una relación de pareja. Fue Sof ía quien lo insinuó.
—Pues yo creo que le gustas a Roderic —soltó, así, sin más, como ella suele
hacer, una noche de finales de julio que competíamos precisamente en
Barcelona y nos arreglábamos en su casa para salir a celebrar con los
patrocinadores otra victoria más.
—Roderic quiere meterme en su cama. Como todos. —Sí. Me había vuelto
una descreída. ¿Se os ocurre por qué?
—Ya te metió en su cama —rio con su voz cantarina mientras yo le asesinaba
con la mirada.
—Y no va a volver a pasar.
—Pues yo creo que haríais muy buena pareja. Él está buenísimo y va detrás de
ti en serio. Es un buen tipo.
—Pues, quédatelo tú, si tanto te gusta.
—Yo estoy con Albert, pero no me importaría. ¿Tú has visto qué cuerpo tiene?
Bueno, claro que lo has visto. Y lo has probado.
—¡Sofíaaaaa!
—¿Qué? Nunca me has contado cómo se le da.
—No me acuerdo de nada. Iba muy pedo y quise olvidarlo de inmediato.
—Ya. Seguías teniendo esperanzas con Álvaro. —Si las miradas matasen la
hubiese eliminado de inmediato.
—No me recuerdes a ese gilipollas. Tengamos la fiesta en paz.
—Vale, pero si tienes a Roderic a tiro esta noche no lo rechaces. Dale una
oportunidad.
Y basta que tu amiga te haga una sugerencia para que te sugestiones y te
parezca el tío ideal, que está por ti, y que vale la pena. Seguramente lo fue, y lo
sigue siendo, pero, aunque no quise verlo, ni lo reconoceré jamás —ya os he
dicho que solo lo hago con vosotras—, era yo quien no estaba preparada para
hacer bien las cosas con él. Pero esto lo he visto ahora, no entonces.
Entonces me dejé seducir. He de reconocer que su barba morena y sus ojos
pardos, además de ese metro noventa bien proporcionado, lo ponían muy fácil.
Esa noche volví a acabar en su piso, y no hui por la mañana. Es un tío maduro,
ahora sé que demasiado para mí, pero en aquel momento era lo que necesitaba.
Alguien serio en quien poder confiar. Me dejé llevar y llegué a creer que estaba
enamorada de él. El 27 de septiembre de 2019 finalmente le dije que sí a ser
pareja de verdad y me encontré, un par de semanas después, cenando con su
amigo Álvaro y Dominique en la misma mesa. Os podréis imaginar que fue
horrible, ¿verdad? Yo no quería odiar a Álvaro. Decía en voz alta que era un
gilipollas o le insultaba en mi mente para sentirme fuerte, pero no le odiaba. No
sé por qué. Supongo que porque es mi compañero de regatas y tiene mi vida en
sus manos. Supongo que porque en sus pupilas siempre he visto admiración hacia
mí como timonel. Supongo que nunca he dejado de amarlo. Esta última frase
podéis borrarla. Siempre negaré que la he dicho. Pero en aquella cena cambió
algo. De repente estaba ahí el antiguo Álvaro. Sonreía, me miraba, bromeaba
conmigo. Fue como si volviéramos a ser amigos. Pudimos conectar con quienes
fuimos. Quizá tener pareja los dos dejaba nuestra tensión sexual a un lado y
podíamos reconectar. ¿Me valió? Muchísimo. Fueron los mejores meses de mi
vida. Roderic me adoraba y me llevaba en bandeja, Sof ía estaba encantada con
nosotros, Álvaro volvía a sonreír conmigo, y eso es lo más cálido del mundo, y
yo conduje al equipo a las mejores clasificaciones de la historia. Mi vida podía
haber sido ideal, pero antes de las Navidades Álvaro cortó con Dominique,
nunca dijo el motivo, y Sofía con Albert. Sof ía sí explicó que estaban estancados
en su relación y que ella quería alguien con las ideas claras y que fuera en serio a
tener una vida en común. Justo lo contrario que a mí me pasaba con Roderic. Él
quería ir más deprisa en el compromiso, insistía en que viviéramos juntos en el
mismo piso, y a mí me parecían sogas que me ataban las muñecas y me
impedían salir corriendo, como ya sabéis que me gusta hacer. Con mi novio no
podía ser Marcia la loca y eso me pesaba un poco. Me fue desgastando sin darme
cuenta.
Pero Álvaro y Sofía estaban sin pareja y, aunque yo tenía una vida plena, me
recordaba mucho a los celos que había tenido hacia ellos. Quería apartar esas
ideas, que además no me iban ni me venían porque yo tenía un novio ideal y me
daba igual qué hicieran entre ellos, pero cada vez conectaban más. Iban siempre
juntos, aunque nunca dijeran que fuesen pareja de nuevo.
¿Me imagináis? Celosa, sin poder reconocerlo porque yo tenía otro novio.
Atada, porque no podía hacer de mis locuras, ya que mi novio no entendía esa
parte de mí. Presionada, porque dicho novio quería más compromiso por mi
parte. Histérica, porque no podía ser sincera con nadie, ni siquiera conmigo
misma. ¡Qué bien me hubiera venido entonces haberos escrito!
A principios de febrero de 2020 tuve una crisis. Como tenía novio no me
quedé en casa tras las Navidades, novio que, por cierto, encantaba a mi madre y
disgustaba a Carmen que no paraba de decir que no lo veía claro, y volví a
Barcelona, aunque no hubiera empezado todavía la temporada. Álvaro y yo
salíamos a entrenar todas las semanas una o dos veces, porque dentro del piso se
me llevaban los demonios y él siempre estaba dispuesto a navegar. Pero yo no
estaba bien. Necesitaba gritar, necesitaba salir corriendo, necesitaba coger un
avión a alguna parte, necesitaba sentirme libre. Álvaro me conoce mejor que
nadie y supo enseguida que algo me pasaba. Lo supo antes de que se me escapara
el timón de las manos y antes de que me pusiera a gritar como una loca en
medio del Mediterráneo «Aaaaaaaaah, aaaaaaaaah, aaaaaaaaaaah», aunque en
mi cerebro gritaba «Mierda, mierda, mierda». Quizá fue su cara de
preocupación lo que me hizo reaccionar y desahogarme.
—Para, Marci. —Me cogió por detrás. ¿Habéis leído bien? «Marci», un año y
medio después. Me estremecí. Me giró y se quedó mirándome a los ojos. Empezó
a llover, y nos dio igual. La imagen de Roderic me nubló la vista, pero no la
aparté de Álvaro—. ¿Quieres que hagamos una locura? —Asentí. Necesitaba
hacer una locura.

Tres horas después estábamos en un velero de crucero conducido por él, en


aguas del Mediterráneo, pero a la altura de Altea, donde hacía un sol
impresionante. Había conseguido una avioneta particular para llegar hasta allí y
no nos lo pensamos dos veces. A Roderic le puse un wasap.
Yo: Cariño, al final no llego a comer. Ya nos vemos mañana. A la noche te llamo. Besos.

Y jamás le conté que cuando él me creía en Barcelona entrenando con Álvaro,


yo estaba en Altea con Álvaro, pero no entrenando, sino disfrutando de una
travesía tranquila en la que yo no tenía nada que hacer. Solo divertirme,
relajarme y sonreír. Sonreí mucho con aquella tontería. Me sentí libre por unas
horas. Feliz. Pero, al regresar al puerto, era casi de noche y la avioneta no estaba
disponible para nosotros. Álvaro quiso alquilar un coche para volver esa misma
madrugada y que yo pudiera seguir ocultándoselo a Roderic, pero estábamos
demasiado cansados para conducir y tampoco competíamos ni teníamos prisa.
Estaba tan a gusto con él que pude ser sincera. Bueno, todo lo sincera que se
podía en mis circunstancias, ya sabéis...
—No me apetece nada volver en coche —empecé yo.
—Tú relájate, que yo conduzco.
—Son mínimo cinco horas y llegaríamos tardísimo. Además, tú estás cansado.
—¿Y qué propones?
—¿Yo? Esta locura ha sido idea tuya.
—Vale. Puedo seguir con la locura, si quieres, pero me tienes que decir qué le
vas a decir a Roderic. No quiero que le demos versiones diferentes.
—Roderic no es mi guardián. No le he dicho que hemos venido y no creo que
lo haga.
—¿Porque se enfadará, porque se pondrá celoso de mí o porque quieres
ocultarle cosas?
—¿A ti qué te importa por qué? —Me reí, pero en el fondo no me hacía
ninguna gracia esa pregunta. Creo que las tres respuestas eran ciertas.
Cogimos un taxi hasta la urbanización Altea Hills y entró en un edificio
impresionante, saludando amigablemente a un tal Ricardo que le dio unas
llaves, donde subimos al ático. No me asombra el lujo normalmente. Las casas
de Sofía son espectaculares, tanto en Valencia como en Moraira, Barcelona o
Canfranc, pero aquello era más que impactante. ¿De quién era ese ático?
—¿De quién es este ático? —quise morderme la lengua por no parecer una
pringada, pero no pude. Se me escapó.
—Mío.
—¿Cómo que tuyo? Será de tu padre o de tu madre o de tu abuelo.
—El de mi abuelo es aquel. —Me mostró otro edificio al lado derecho
bastante alejado para no molestarse—. Este es mío.
Lo imaginé en aquel espacio con la caragusano, con Dominique o con la
propia Sofía y me entró un fuego por el estómago que me subió hasta la cara. Yo
tenía novio. ¿Me acordaba? Yo sí, pero las reacciones de mi cuerpo parece que no.
—Esto es precioso. —Salí a la terraza para bajar el rubor de mis mejillas.
—Ahora pedimos algo de cena. Mientras, puedes darte una ducha y llamar a
Roderic. Prometo no hacer ruido —esto ya lo dijo poniendo caras raras para que
supiera que estaba bromeando.
No era el lujo lo que me gustaba de aquel sitio al que me hubiera encantado
llamar hogar. Eran los detalles, las vistas, la decoración, pero sobre todo era lo
poco que su dueño alardeaba de esas cosas. ¿Os acordáis cuando aún con
diecisiete años creí que me había quedado embarazada de él e imaginaba que
acabábamos viviendo en Altea? Yo lo recordé dentro de aquella ducha
impecable. Lloré debajo del agua porque esa había sido mi vida ideal durante
demasiado tiempo. Y ahora estaba enamorada de Roderic. Debía recordarlo.
Pero no le llamé al salir de la ducha, sino que le puse un audio de WhatsApp.
Yo: «Hola, cariño, ¿qué tal? Yo estoy muerta; el entrenamiento ha sido duro con tormenta y
todo, y me voy directa a dormir. Mañana por la tarde nos vemos. Un beso».

Enseguida me sentí aliviada al recibir su mensaje. El suyo, escrito.


Roderic: Buenas noches, cari. Que descanses. Mañana nos vemos que te tengo que contar
novedades sobre mi ascenso.

No había sospechado nada. Pero, inmediatamente sentí el peso de la


conciencia. ¿Por qué le había mentido? ¿Por qué no era capaz de decirle la
verdad? ¿Por qué me había ido con Álvaro a Altea si era algo que no podía
contarle a mi novio?
—¿Ya has hablado con Roderic? —Me sobresaltó Álvaro, recién duchado
también, que me traía un chándal suyo blanco y gigante para mí.
—Sí, todo bien. —No tenía ganas de dar más explicaciones. Ni de hurgar en
mi conciencia. Ya lo sé.
—Perfecto. Me encargo de la cena; no tengas prisa. —Y salió de mi habitación
dejando el rastro de su olor a champú y a mar, y mi responsabilidad ciertamente
debilitada.

Después de la cena salimos a la terraza del ático. Álvaro le dio a un botón para
que una capota transparente nos protegiera del frío, abrió el balancín y sacó una
manta de borrego en tonos verdes que si hubiera tenido a mano una maleta y
aquello hubiera sido un hotel me la hubiese llevado. Me encantaba todo. No os
imagináis los esfuerzos que tuve que hacer por no parecer una boba de pueblo.
Pero, aun así, hacía frío y nos sentamos en el balancín reclinable muy cerca el
uno del otro. «Mi novio es Roderic y me está esperando en Barcelona». «Mi
novio es Roderic y me está esperando en Barcelona». «Mi novio es Roderic y
me está esperando en Barcelona». Álvaro me cogió la mano por debajo de la
manta. Quería crear un espacio seguro para confidencias, pero yo no podía
olvidar que había sido mi crush demasiado tiempo. ¿No os gusta el uso del
pasado? ¿No creéis que en ese momento había conseguido que no fuera mi crush,
teniendo al novio perfecto que no era él? Vale, sí, novio al que no le había dicho
dónde estaba. Precisamente en un balancín bajo el cielo de Altea con mi mano
sobre la de Álvaro y tapados con la misma manta. Además, se puso en plan
confidente.
—Si no me quieres contar por qué no le dices a Roderic que estás aquí
conmigo no lo hagas. Pero al menos dime qué te pasa. ¿Por qué has perdido los
nervios esta mañana? —Me acariciaba con el pulgar el dorso de mi mano.
Recliné la cabeza en su hombro. Era una charla de amigos, ¿no?
—No lo sé. A veces tengo la sensación de que me ahogo. Necesito salir
corriendo de los sitios de vez en cuando.
—Lo sé. Te conozco bien, Marci. —«Marci»: temblé, me dije que de frío.
Levanté la mirada para devolverle la sonrisa y se me paró el corazón. De repente
ese hueco en medio del pecho que había permanecido helado desde hacía tanto
tiempo se derritió. Los puntitos amarillos seguían ahí y me anclaban a él más
que nunca. Tuve que volver a dejar mi cabeza en su hombro y mirar la línea del
mar que se confundía en el horizonte con la noche. No estaba preparada para
confrontar sus ojos. Siguió hablando—. Pero ¿por qué ya no lo haces? Quiero
decir. Es tu forma de ser. Necesitas tomarte respiros de las situaciones, alejarte,
ver las cosas con claridad y después regresar con las ideas más claras y toda tu
energía. —Como veis, me conoce mejor que yo misma, el muy cabrón—.
Entonces, ¿por qué has dejado de hacerlo? Si no te permites ser tú misma vas a
estallar.
—Un poco ya lo he hecho esta mañana.
—Pero por suerte yo estaba allí y, como te conozco muy bien, hemos podido
solucionarlo.
—Oh, don Álvaro Sansegundo, mi salvador —preferí girar la conversación
hacia las bromas. La intensidad me podía salir cara aquella noche. Nos reímos
un rato y luego siguió.
—En serio, ¿por qué no te vas unos días a casa de tus padres o te escapas a
Gascogna a ver a Magda y Sonia que están preparando la pretemporada allí? Lo
de ir a Gascogna lo tienes superado.
No pude evitar volver a mirarlo. ¿A qué venía nombrar Gascogna? ¿Os acordáis
de Gascogna? Yo sí, desde luego. Y me quería morir o matarlo a él. Estaba
sopesando si largarme a dormir y dejarlo allí plantado o liarme con él en su
balancín y mandarlo todo a la mierda. No hice nada de eso, claro. En realidad,
no hice nada de nada. Hice tan poco que ni siquiera le contesté. Podía haberle
preguntado a santo de qué nombraba Gascogna, pero no quería que la
conversación virara hacia el recuerdo de una de las noches más apasionantes de
mi vida, si no la más. Pero tampoco quería responder que no hacía ninguna de
mis locuras porque yo con Roderic ya no hacía locuras, porque me daba
vergüenza admitir eso y porque tampoco quería que fuera él, precisamente,
quien me sermoneara sobre hacer las cosas bien en pareja. Aquello de ser dos
personas independientes que comparten libremente un espacio en común. Ese
rollo, que es muy fácil decir en la teoría. Y como no sabía qué contestar no lo
hice. Me limité a quedarme muda —con él me pasa algunas veces, ya lo sabéis
—, a volver a apoyar mi cabeza en su hombro, seguir contemplando el
horizonte marino y notar la caricia de su dedo sobre el anverso de mi mano. El
recuerdo de Gascogna se quedó en el silencio entre los dos.
Me desperté cuando amanecía, pero no fui capaz de abrir los ojos. No todavía.
Estábamos abrazados. Mi cabeza había bajado a su pecho y sus caricias no se
habían quedado en mi mano, sino que en esos momentos enredaba en sus dedos
uno de mis tirabuzones negros. Seguí un buen rato —mientras mi conciencia
me dejó, así que no demasiado— disfrutando de ese momento, de ese olor a él
que tanto había echado de menos, de ese hueco en su cuerpo que estaba hecho a
mi medida. Que está hecho a mi medida, ya lo sé. Por fin fui capaz de afrontar
su mirada. No soltó mi mechón de pelo ni hizo ademán de retirarse. Solo
sonrió. Y yo lo abracé. ¿Lo abracé? Sí. Lo abracé. En lugar de darle los buenos
días y subirme a la habitación a darme una ducha y coger un coche para ir a ver
a mi novio en Barcelona, abracé a mi crush, como lo habría hecho si hubiera
acabado de decirme «te quiero». ¿Qué hizo él? Lo peor que podía haber hecho.
Me abrazó también. Como si yo hubiera acabado de decirle «te quiero».

El viaje de vuelta fue más tenso que si nos hubiésemos enrollado. Y eso que me
presentó a su abuelo y fue encantador. Fue quien nos trajo el desayuno. Debió de
llegar cuando yo estaba en la ducha, tratando de arrastrar de mi piel todas las
sensaciones insanas que había sentido en las últimas horas. Estaban sentados en
la terraza con una mesa repleta de zumos, cafés, cruasanes, ensaimadas, jamón,
huevos, y a saber cuántas cosas más. Ya sabéis que mi estómago se cierra cuando
Álvaro se cuela donde no debe, esa sensación viscosa que me quita el apetito, así
que podéis imaginar cuánto me riñó el abuelo, en cuanto cogió confianza, que
fue enseguida.
—Así que tú eres la famosa Marcia... Encantado, Marcia, yo soy Quino, el
abuelo de Álvaro —se presentó muy formal. Era un hombre muy elegante,
vestido todo de blanco, incluido el sombrero Panamá con cinta roja sobre su
melena completamente cana y abundante. Contrastaba con su piel muy morena
y sus profundos ojos verdes que llevaban el sello genético. Hacían una pareja
espectacular y su complicidad se notaba en el ambiente.
—Encantada. —Le di dos besos y volvieron a sentarse. Yo tomé asiento,
incómoda, no solo por la presencia de aquel caballero sacado de otro tiempo,
sino porque la ducha no había podido borrar ninguna de aquellas sensaciones
insanas—. ¡Madre mía, cuánto desayuno! —Me abrumó tanta comida, pero os
habréis dado cuenta de que no sabía qué contestar a aquello de la «famosa
Marcia». ¿Qué parte de mi leyenda sabría aquel hombre?
—El desayuno es la comida más importante del día. —Le caería bien a mi
amiga Carmen—. Además, si tenéis que volver hoy mismo a Barcelona no hay
más remedio que ir bien alimentados. ¿Seguro que tenéis que regresar hoy? ¿No
os podéis quedar a pasar el día y le enseño a Marcia todo esto? —Señaló la
montaña. ¿Sabéis qué sentí en ese momento? ¿Estáis preparadas para una
confesión que jamás reconoceré haber hecho? Pues que ojalá no hubiera tenido
un novio esperando en Barcelona para poder quedarme con ellos dos a pasar el
día. Me daban paz; una paz interrumpida por mi conciencia, lo sé, pero con esas
dos personas, uno de ellos acabadísimo de conocer, me sentí en familia. Decidí
en ese momento que le tenía que pedir a mi madre el teléfono de su psicólogo, a
ver si me podía recomendar algún compañero en Barcelona. Me estaba rayando
demasiado.
—Sí, nos tenemos que ir hoy, abuelo. Roderic nos espera para cenar. —¿Y
ahora queréis saber qué gilipollez noté? Pues allá va: celos de Roderic. Celos de
que Roderic conociera al abuelo de Álvaro, porque no podíamos olvidar que era
su amigo de la infancia. Ardor en el estómago, en las mejillas, temblor en las
manos, el hueco de mi pecho helándose de nuevo.
Cuando recogí mis cosas, Álvaro ya me esperaba abajo junto al coche de
alquiler en el que iríamos a Barcelona, creo que era un Mercedes, pero no me fijo
mucho en eso. Sí me fijé en que su manta verde de borrego estaba en el asiento
del copiloto que yo debía utilizar. Habría pensado que me haría falta. ¿Puede
una enamorarse de dos personas? ¿O solo lo estaba de una y no quería admitirlo?
No me contestéis. No hace falta.
Me acurruqué en ese asiento, me envolví con su manta y con el aroma que
desprendía a los dos juntos y cerré los ojos. Las tres primeras horas de viaje solo
podía recordar nuestro abrazo y las dos siguientes solo podía tratar de olvidar ese
abrazo. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que, si era cierto lo de la
media naranja, la mía iba sentada a mi lado, conduciendo aquel coche que me
llevaba al resto de mi vida sin él. Álvaro había ido mudo todo el tiempo, entre
otras cosas porque yo me hacía la dormida. Sobre la una y media paramos a
comer —justo cuando había decidido no recrearme más con ese maldito abrazo
— y tampoco es que habláramos demasiado. Le ofrecí conducir yo, dijo que no,
porque prefería mantenerse ocupado, y sin más conversación llegamos a la
puerta de mi casa. Salió del coche detrás de mí, cuando yo ya había perdido la
esperanza de que lo hiciera, después de habernos despedido fríamente dentro del
vehículo. Llevaba la manta en las manos.
—Marci, quédatela —me dijo mientras me la echaba por los hombros.
—No te preocupes, Álvaro. Ahora enciendo la calefacción y entro en calor. —
Es verdad que me había puesto a temblar al llegar a Barcelona, pero no creo que
fuera solo por el frío.
—Quédatela, Marci, que hasta que se te caliente la casa va a pasar un rato. —
Bien sabía él que yo no tenía un piso con calefacción central como el suyo, pero
¿a qué venía tanto «Marci»?
—Vale. —Abracito de funeral; no sé cuál de los dos era más patético—.
Buenas noches. Gracias por la locura.
—De nada. —Guiño y sonrisa que no engañaban a nadie y giro hacia el
coche.
No os vayáis a creer que lloré algo aquella noche. No tenía ningún motivo. No
lloré sobre aquella manta que me recordaba a nosotros juntos, hasta las tres de la
mañana y no más porque no me quedaban lágrimas. ¿Por qué iba a hacerlo?
¿Acaso tenía un crush metido en el pecho mientras era la novia de su mejor
amigo? Para nada.

Estuve unas semanas tensa con los dos, con Álvaro en los entrenamientos, y
con Roderic, que seguía insistiendo en que viviéramos juntos en su piso que era
mil veces mejor que el mío, y obsesionado con su ascenso en el despacho de
arquitectos que acabaría heredando porque era de su familia. Con Álvaro,
porque no entendía qué nos había pasado en Altea y qué se había roto al
abandonar el paraíso. Con Roderic, porque me sentía mal por no contarle
aquella aventura que no fue más que una tontería —vistas, además, sus nulas
consecuencias... ¿Yo quería que hubiera habido consecuencias? Jamás. No
pongáis en mi boca palabras que no he dicho— y me ofendía, también, porque
no se diera cuenta de que yo no estaba bien, cuando había alguien —que no era
él, precisamente— que lo notaba enseguida.
Pero de repente todo empezó a cambiar. Los compañeros que estaban
entrenando en Italia tuvieron que volver por la epidemia de coronavirus y se
rumoreaba que tendríamos que abandonar las competiciones. Cuando vimos en
la televisión que en Italia estaban confinando a la gente en sus casas, temí que
pasara también en nuestro país. Y, efectivamente, llegó el momento. Entré en
pánico. Solo podía llamar a Álvaro. Es el único que entiende que entre cuatro
paredes puedo volverme loca. Pero fue él quien me llamó a mí, conociéndome
de sobra.
—Va a ir todo bien, Marci. No te preocupes. —Hacía mes y medio que no
había vuelto a escuchar «Marci». Me eché a llorar al teléfono. Se me juntó todo
—. No llores, Marci. Vas a poder, no te preocupes. Haremos videollamada todos
los días como cuando competíamos en diferentes equipos, ¿te acuerdas? —
¿Cómo iba a olvidarlo?—. ¿Te quieres ir a Valencia? ¿Quieres que te lleve antes de
que no nos dejen viajar?
Y ahora sé que eso hubiera sido lo más sensato, pero no me veía capaz de
superar un confinamiento en otra ciudad que no fuera Barcelona, y no era por
estar cerca de Sofía ni de Roderic, aunque pueda parecer lo contrario. Ya sé que
para vosotras no parece lo contrario, pero porque estáis muy cerca de mis
pensamientos y sabéis demasiado. A veces me arrepiento de ser tan sincera por
aquí. Pues sí, lo habéis adivinado. No me veía en otra ciudad alejada de Álvaro.
Confiaba en que si entraba en crisis podría contar con él.
Ahora, después de saber que mucha gente iba a perder la vida y que la
pandemia y el confinamiento iban a ser más duros de lo que nadie imaginó, me
siento mal al haber pensado solo en mí durante aquellos días. Sí me dan mucha
pena las noticias de los informativos y me preocupa sobre todo la gente mayor,
pero yo entonces solo podía pensar en mí misma. En que si no salgo a navegar
dos días se me echa la casa encima, en que cuando algo me molesta tengo que
coger un avión e irme a algún lugar, en que no entrenar con Álvaro iba a ser lo
más difícil de todo.
Para acabar de arreglarlo, Roderic se vino a hacer el confinamiento en mi
piso, después de tener bronca porque yo no quise ir al suyo. Sabía que no iba a ser
mi mejor momento y no estar en mi espacio lo iba a poner mucho peor. Quizá
estaba anticipándome al problema y puede que, de paso, creándolo, pero así es
cómo lo viví. Podéis juzgarme cuanto queráis. Si no me equivoco, lleváis todo el
tiempo haciéndolo.
Pero Álvaro no iba a dejarme sola en un momento así. Hicimos
videoconferencia todos los días, pero no una, sino dos o incluso tres. Algunos
fines de semana estábamos conectados casi todo el tiempo. Mientras
desayunábamos cada uno en su casa —Roderic se levantaba mucho más pronto
y ya había utilizado el gimnasio que se montó en mi salón—; mientras
entrenábamos, él en su gimnasio —siempre había tenido uno dentro de su casa
— y yo en el de Roderic de mi salón; mientras hacíamos la comida y
contábamos las calorías de cada alimento —teníamos que cuidar el peso para
cuando pudiéramos volver a competir— o mientras poníamos la misma peli
para verla a la vez y luego la comentábamos. Entre semana revisábamos vídeos
de regatas que la entrenadora nos enviaba para seguir centrados y para analizar
estrategias.

Roderic se mostró más gruñón de lo habitual. Lo achaqué al confinamiento y


al teletrabajo. Nosotros, parecía que estábamos de vacaciones, pero nuestro
trabajo era mantener la forma, la alimentación y la cordura. A mí me parecía
un durísimo esfuerzo; a él, una gilipollez. Discutimos más que nunca. Además,
la convivencia no era fácil: mi desorden; mi pasta de dientes siempre abierta; mi
bote de la miel, que chorrea y te pringas; las sábanas y toallas, que ¿cada cuánto
tiempo las cambias?; la mierda de piso; los diseños esos industriales que haces,
que ocupan todo el espacio; que si estás con las videollamaditas no puedo
teletrabajar, etc.
Hasta que hace ahora mismo tres semanas, cuando Álvaro y yo estábamos
hablando por la pantalla sobre una maniobra con viento de treinta y ocho
nudos y olas altas rompientes, Roderic perdió los nervios.
—Marcia, Álvaro, acabad ya, joder. Estoy hasta la polla de escucharos todo el
día. Sois una taladradora. Dejadlo ya. Pero dejadlo una semana por lo menos. —
¿Una semana? No iba a poder aguantar una semana. ¿De qué iba aquello?
—Roderic, por favor. Vamos a hablarlo tranquilamente. —Me violentaba que
Álvaro escuchara cómo era capaz de tratarme mi novio.
—No vamos a hablar de nada. ¿Sabes por qué? Porque no puedo hablar con mi
novia porque está, todo el día, enganchada al móvil con el que se suponía que
era mi mejor amigo. Un puto amigo que con tanta charlita lo único que hace es
intentar separarnos. Y tú, que siempre has estado coladita por él, te dejas
engatusar.
—¿Qué dices? —dijimos Álvaro y yo a la vez, él desde la pantalla.
—¿Os creéis que soy gilipollas? Lo que no sé es por qué estás conmigo, joder. Ya
sabía yo que esto iba a salir mal, Álvaro. Os lo advertí —esto último ya lo dijo
señalando la pantalla con tono amenazador.
—Roderic, por favor —fue Álvaro. Yo me quedé muda. No entendía nada.
¿Qué iba a salir mal? ¿A quiénes se lo advirtió?
—Vete a la mierda, amigo —soltó Roderic, y colgó la videollamada de mi
teléfono, segundos antes de ponerse a recoger sus cosas. Yo seguía muda. Estaba
tratando de procesar demasiada información.
Cuando lo tuvo todo recogido se quedó en el sillón orejero que tengo en el
salón toda la noche. Al acabar el toque de queda se iría a su piso. Cuando me
levanté por la mañana ya no estaba. Yo había pasado las mismas horas
wasapeando con Álvaro y con Sof ía en el grupo que tenemos los tres. Sof ía y
Álvaro eran vagos en sus respuestas. Noté que algo me ocultaban. Estaba claro
que Roderic siempre supo algo sobre la extraña relación entre Álvaro y yo, que
Sofía estaba al tanto y que querían que yo no me enterara, porque a saber la que
podía montar. Pero a mí me preocupaba estar sola el resto del confinamiento.
Ahí sí pensé seriamente volver a Valencia. Pero no lo hice, bien sabéis por qué.

Los primeros días no me sentí mal del todo. Me dediqué a recuperar mi


espacio personal y a llamar a Roderic un par de veces al día para intentar aclarar
en qué punto estábamos. Ninguna de las veces lo cogía. Empecé a ver que el
punto en el que estábamos era el kilómetro cero. Ni siquiera habíamos vuelto a
la línea de salida. He de reconocer que sentí alivio. Entonces fue cuando me di
cuenta de que efectivamente Roderic no era mi persona. Si lo hubiera sido
habría salido como una loca a intentar recuperarlo, y si lo hubiera sido habría
aprovechado el tiempo con él, en lugar de estar con otras personas —u otra
persona, no hace falta que lo digáis tan claro—, y en lugar de renegar porque
ocupara mi espacio. Porque siendo sincera, había una persona —la misma de
siempre, ya sabéis— con quien no me hubiera importado compartir espacio; es
más, con quien estaba deseando compartir espacio —sobre todo si ese espacio
era su ático de Altea—. Ahora mismo, tres semanas después, ya no lo tengo tan
claro, por eso he comenzado el último tip: «Escribe cómo te sientes y enumera
por qué la mejor decisión es olvidarte de esa persona».
10º tip
Escribe cómo te sientes y enumera
por qué la mejor decisión es olvidarte
de esa persona

Imagino vuestras caras. Estaréis pensando que es mi situación ideal, ambos sin
pareja y con la sensación de que sentimos lo mismo por el otro. No entendéis
por qué, justo cuando mejor perspectiva presentaba lo nuestro, se me ha
ocurrido comenzar el último y definitivo tip para olvidar a Álvaro como crush.
Dejadme que os lo explique bien.
A las dos semanas y media de estar sola en mi piso creía que iba a estallar.
Roderic me estorbaba, pero hacía rutinas que me ayudaban a diferenciar el día
de la noche, el orden del desorden, el bien del mal. Una vez que se marchó, el
caos se apoderó de mí. No tenía novio, no tenía ocupación, pero no quería que
Álvaro me rescatara. ¿Lo entendéis? Supongo que tiene que ver con mi orgullo.
Pero no podía consentir parecer una mujer desvalida que necesita un tío para
salir adelante y para encontrarse a sí misma.
Eso es lo que me dije hasta que, hace tres días, me dio un ataque de ira, rabia,
furia, cabreo, desesperación, todo junto. Ni siquiera la benevolencia ayudó esa
vez. Roderic me había cogido la llamada por fin.
—¿Vas a dejar de llamar en algún momento? —fue toda su respuesta al
levantar el teléfono.
—No tengo otra cosa que hacer que intentarlo. Al menos hasta que hablemos
y me digas qué quisiste decir con que sabías que iba a salir mal. ¿Qué iba a salir
mal?
—Pues eso tendrás que preguntárselo a tu querido Alvarito. Yo prometí no
contártelo.
—¿De qué estás hablando?
—Mira, Marcia. Tú y yo ya no somos novios, así que no tengo ninguna
obligación de darte explicaciones. Si quieres saber algo más, ya sabes a quién
llamar.
—No entiendo nada, Roderic. ¿No vas a darnos una oportunidad? —Yo no
necesitaba otra oportunidad a lo nuestro, pero me dolía que pasara página tan
pronto y que yo no le importara lo más mínimo.
—Te he dado miles de oportunidades y no puedo ser el único que rema en
esto. —Y en eso debía darle la razón.
—¿Entonces hemos terminado definitivamente?
—Marcia. Sé sincera contigo misma. Nunca has estado del todo conmigo.
—¿Por qué dices eso? Hemos tenido buenos momentos. Podemos acabar bien,
por lo menos.
—Vale, acabemos bien, pero acabemos.
—Vale. —No sabía qué más decir.
—Pero antes de hacerte ilusiones con Álvaro, habla con él. No te aconsejo que
te eches a sus brazos sin pensarlo bien.
—No voy a echarme a los brazos de Álvaro. Es mi compañero de equipo. —
No iba a confesar que estaba deseando echarme a los brazos de Álvaro. Eso solo
lo sabéis vosotras y porque escribiéndolo me lo he reconocido que, si no, no lo
sabría ni yo misma.
—A ver, Marcia. Vas a caer porque caes siempre con él. Como en Eslovenia,
como en el buque de Sofía, como en Val Cenis, ¿quieres que siga?
—Vale. Déjalo. Ya veo que estás enterado de muchas cosas. —Me dio miedo
que supiera también lo de Altea, aunque en Altea no caí, al menos no
físicamente.
—Estoy enterado de todo y he prometido no hablar de eso contigo, así que mi
último consejo es que esta vez te lo pienses bien y pidas las explicaciones a quien
corresponda.
Otra página

¿Os habéis fijado en que he tenido que coger una página nueva? Álvaro está
leyendo lo que llevo escrito. Está demasiado serio. Me preocupa un poco, pero
ahora mismo estamos estancados. Ya me da todo igual. Que sepa que es mi crush,
que lo ha sido desde hace tanto tiempo, que sigo empeñada en quitármelo de la
cabeza y pasar página definitivamente de una vez por todas.
¿Queréis saber qué pasó para que Álvaro esté ahora mismo en mi casa y,
además, leyendo esto? Pues que le llamé tras la conversación con Roderic, pero
no en plan «estamos sin pareja los dos, vamos a ver qué hacemos con lo que
sentimos», no. Eso ya sé que es lo que estáis deseando que os cuente, pero yo no
soy de esas. Ya deberíais ir conociéndome. Le llamé en plan «explícame qué está
insinuando Roderic y por qué sabe tantas cosas de nosotros». Fue la primera vez
que hablamos claro, más o menos, aunque mi tono de voz no era el de estar
locamente enamorada de él.
—Marci. —Estuve a punto de caer, pero no.
—Nada de Marci. ¿Por qué dice Roderic que te llame, que me tienes que dar
explicaciones?
—Roderic está dolido. Es normal que diga esas cosas.
—Álvaro. Estoy harta de tus evasivas. Dímelo todo. Dime por qué sabe lo de
Eslovenia o lo de Val Cenis.
—Porque es mi amigo y le cuento mis cosas. Seguro que tú a Sof ía también le
has contado algo.
—Álvaro. Para ya. ¿Qué está insinuando Roderic?
—Marci —tono de súplica. Me estaba pidiendo que no indagara sobre lo que
fuera que me estuviese ocultando.
Podía haberlo hecho. Podía haberme conformado con lo que me daba.
Haberle dicho que estaba mal, que necesitaba un abrazo y estos días en mi piso
hubieran sido muy diferentes, pero no lo hice. Me dolía que me ocultara cosas,
fueran las que fueran, y no lo iba a dejar pasar, por más que una parte de mí
quisiera acabar en sus brazos por fin.
—Vete a la mierda, Álvaro. —Y colgué.
Al rato estaba aporreando mi timbre de abajo. Sería la una de la tarde, y no le
abrí hasta las diez de la noche, cuando empieza el toque de queda, y no quería
que lo arrestaran por cabezón.
—¿Vas a contarme algo ya? —grité, lo reconozco. No quería que entendiera lo
que no era.
—Marci... —de nuevo tono de súplica. Me encanta «Marci», pero no como
chantaje emocional.
—Ahí tienes el sofá. —Y me encerré de un portazo en mi habitación.
El baño está dentro de mi dormitorio, por lo que a las tres de la mañana lo
escuché entrar con sigilo para utilizarlo. Yo aún no me había dormido.
¿Imagináis mi cabeza cómo iba? Tenía a Álvaro en mi sofá. Álvaro sin novia, yo
sin novio. Álvaro en mi casa y yo enfadadísima con él porque es imbécil y no me
quiere contar lo que sea que me está ocultando. Todavía iba con vaqueros y me
dio un poco de pena. Pero solo un poco.
Cuando salió del baño le ofrecí un chándal viejo de Roderic que me he
quedado yo porque a él se le ha encogido —o más bien yo se lo encogí al
ponérselo en mi lavadora; pues que lo hubiera lavado él, ¿no?—.
—Puedes dormir aquí. Esta cama es muy grande. —No penséis que estaba
flirteando o haciéndome ilusiones. Solo estaba siendo buena amiga y no iba a
estar bien toda la noche en el sofá, ¿no creéis?
Así que no se puso el chándal, sino que se quitó los vaqueros y su sudadera —ya
es mayo, pero por las noches aún refresca— y se metió en mi cama en bóxer y
camiseta. Le di la espalda, como cuando estás enfadada con tu novio. Una cosa
era ofrecerle dormir en mi cama y otra ponérselo fácil. Mientras yo me tragaba
todas las lágrimas que no quería que me escuchara verter porque le estaba dando
la espalda como si estuviera enfadada con el novio que no era, él tecleaba
tranquilamente en el móvil. Me recordó a aquel fin de semana, cuatro años
atrás, en su piso de Valencia. ¿Cuántas cosas diferentes hubiese hecho si hubiera
podido volver en el tiempo? Pues creo que ninguna. Las volvería a hacer todas
igual, incluido el polvo chusco en el garito de Eslovenia. Incluida mi relación
fallida con Roderic. Soy yo misma gracias a todo eso. El arrepentimiento es un
sentimiento que deberían borrar de la paleta de emociones. No sirve para nada.
Lo único que es útil es aprender de los errores, no arrepentirse de ellos. Y yo
tengo muchos de los que aprender, ¿verdad? Fue en ese momento cuando decidí
empezar el último tip. Tener a Álvaro rondando en calzoncillos por mi casa no
iba a ayudar mucho a mantener las ideas claras.
Al día siguiente se presentó Sofía con ropa para Álvaro. Solo saludó desde la
puerta con su mascarilla puesta. Y un mensajero trajo comida para un
regimiento. En eso, hay que reconocérselo, Álvaro siempre ha sido resolutivo. ¿Y
sabéis qué había entre la compra? Helado de cookies. Para matarlo. Pero yo no
salí de mi cuarto en todo el día. Tenía que escribiros todo esto y seguir centrada
en mi objetivo. Olvidar a Álvaro como crush. Si además se dedica a
solucionarme la vida y ser encantador, con helado de cookies incluido, me pone
las cosas muy dif íciles. Por eso no le hice caso en todo el día. Desayuné sola en la
cocina —él hacía rato que se había puesto a limpiar mi casa (podéis poner los
ojos en blanco, os dejo)—, comimos, merendamos y cenamos en silencio lo que
él preparó, aunque Álvaro intentaba darme conversación, y a la noche volvió a
mi cama. Ya tenía ropa, ¿no? ¿Por qué seguía acostándose en bóxer? Volví a darle
la espalda. Seguía pareciendo una novia enfadada y eso aún me enfadaba más.
Además, ya sabéis lo que estaba escribiendo ese día y esa parte de la historia me
removía demasiadas emociones. Demasiadas para querer olvidar como crush al
hombre que compartía en calzoncillos mi cama. Templanza, me diría Carmen.
«Contra la gula, templanza». Porque lo que tengo por Álvaro aquí en mi piso
es gula, no sentimientos. Ya sabéis.
Al día siguiente la rutina fue la misma. Yo, encerrarme en mi habitación a
escribiros, salir solo cuando me llamaba a comer y seguir sin hablarle; por la
noche, darle la espalda y morirme. Necesitaba gritar y es lo que he hecho. Esta
misma mañana, cuando me estaba poniendo más histérica de lo normal
haciéndome un zumo de frutas con la licuadora. El ruido, sus atenciones, su
cuerpo contoneándose en mis narices. Ya no podía más.
—¿Se puede saber qué cojones haces en mi piso si no vas a contarme nada de lo
que estoy esperando? —he tenido que elevar mucho la voz por la maldita
licuadora. Me he venido arriba, lo reconozco.
—Marci, loquita. —¿Lo mato ya?—. No sé qué quieres que te cuente.
—Si sigues tomándome el pelo voy a tener que echarte de mi casa —lo he
dicho muy seria. No era un farol y Álvaro me conoce bien.
—Está bien, pero primero necesito saber qué has pensado tú todo este tiempo
de mí.
—Que eres un cabrón. ¿Qué querías que pensara?
Se ha quedado blanco —ya está bastante pálido por no salir a navegar, pero
está guapo igual, no os creáis—. Y sí me ha dado pena. Ya sé que es un cabrón a
veces adorable, pero me parecía que tenía que aclarar demasiadas incongruencias
por mi parte —motivadas por las suyas, todo hay que decirlo—, así que se me ha
ocurrido dejarle que leyera esto. Más claro no lo voy a poder explicar mirándole
a la cara. Me da vergüenza que sepa lo pillada que estoy por él, pero ya me da
todo igual y, si es la única opción para que me cuente lo que sabe Roderic, lo que
lleva tiempo ocultándome, lo que creo que sabe Sofía, lo que le ha motivado a
comportarse como un gilipollas en tantas ocasiones, pues igual vale la pena. Si
vuelve a defraudarme después de enterarse de todo esto ya será la gota definitiva
para que deje de ser mi crush. Ese sí sería el último tip: «Muéstrale a tu crush
todo lo que sientes por él y lo que te hace sufrir. Si su reacción no está a la altura
de lo que esperas, dejará de ser tu crush para siempre». Ya sé que os parece un
poco largo para ser un tip. No estoy muy creativa en estas circunstancias. Estoy
nerviosa. No sé cómo me he atrevido a dárselo a leer. Entre otras cosas porque
solo hay dos caminos. Y ambos me dan terror. O se explica y lo entiendo, o lo
echo de mi casa y lo olvido de verdad.
Álvaro

Joder, joder, joder. ¿Esto es lo que piensa Marcia de mí? ¿De verdad lo he hecho
tan mal? Madre mía, pues no son solo dos cosas lo que le tengo que explicar. Son
demasiadas. Prácticamente desde el principio.
No sé quiénes sois. Si las voces de la conciencia de Marcia, si sus amigas
imaginarias, si unas confidentes reales... Pero me veo en la obligación de aclarar
todo esto con vosotras también. Os habréis hecho una idea de mí que, aunque
real para Marcia, no es del todo cierta. No puedo dejar todo esto sin aclarar,
aunque me dé bastante vergüenza abrirme tanto. No soy un tío de confidencias
ni de mostrar emociones, pero esta vez no tengo opción. Si quiero estar con
Marcia, y os aseguro que no hay nada en este mundo que quiera más —putas
emociones, joder. Ojalá me hubiera sabido explicar antes—, no tengo más
remedio que aclararlo todo, desde el principio, desde el día que la conocí,
cuando yo tenía quince y ella casi doce porque eso fue en verano y hasta
diciembre no los cumple.
Gordita, dice. No os creáis nada. Marcia es espectacular. Tiene el cuerpo más
definido del mundo y acariciarla es vivir en otra galaxia. Pero entonces solo
tenía casi doce años y unos ojos negros donde me perdí para siempre. Cuando se
ríe le aparece un hoyuelo en la mejilla derecha que me emboba, por eso me
encanta hacerla reír. Cuando se enfada me recorre un escalofrío por todo el
cuerpo; debo de ser masoquista porque es de puro placer. Ahora está enfadada y
con razón. Y yo tengo que controlarme para no saltar sobre toda ella y morderle
hasta el último centímetro de su piel tostada. Menuda piel. Suave, tersa, dulce...
A sus doce y mis quince todo eso ya estaba ahí. Todo. Sus dientes pequeños, sus
labios granates y sugerentes, sus ojos negros —ya lo he dicho, ¿verdad?, pero es
que esos ojos son grandes, redondos, expresivos, que a veces dan miedo y otras
veces dan cobijo—, su risa pícara y retadora, su carácter desafiante. Toda. Toda
Marcia es atrayente. Un imán de quien no puedes apartar la mirada. Yo no podía.
Y sigo sin poder.
Es cierto que me hizo aquellas preguntas el mismo día que pisé su cubierta:
«¿Quién eres tú? ¿Qué haces en mi barco? ¿Cuándo te largas?». Y fue en ese
mismo momento, la primera vez que me dirigió la palabra, cuando supe que no
me largaría nunca, al menos no por propia voluntad. Ni siquiera cuando me fui
a Madrid en invierno pude apartarla de mi mente. «Te ha dado fuerte», es lo
que dijo mi abuelo Quino cuando me sonsacó toda la información aquella
Navidad. Yo también lo sabía. ¿Por qué me había dado tan fuerte si no me hacía
ningún caso, más bien al revés, se notaba que yo le caía especialmente mal, y si
no teníamos ningún tipo de relación, más allá de los entrenamientos en los que
siempre me he sentido torpe a su lado? Ahora ya me he enterado de por qué me
sentía torpe y es que ella se preocupaba por dejarme en ridículo. Supongo que fue
su forma de acercarse, ¿no? ¿O me estoy haciendo demasiadas ilusiones? ¿Vosotras
qué creéis? Estoy hecho un lío.
Bueno, que el primer año nadie se enteró de que me había dado fuerte con
ella. Hasta el verano siguiente, cuando yo tenía dieciséis —¿os hacéis una idea de
cómo andaban mis hormonas entonces?— y ella trece. Fue Sof ía. Sí, Sof ía,
habéis leído bien. Fue Sofía la que me dijo que cerrara la boca que se me estaba
cayendo la baba al verla maniobrar el timón como si fuera una parte más de su
cuerpo. Siento interrumpir el relato con este inciso, pero ver a Marcia agarrada
al timón es adictivo. Se contonea con el barco. Consigue que el mar, la nave y
ella se hagan uno. Se concentra, se abstrae del mundo y sonríe si le salen las cosas
como quiere, con esa sonrisa de dientes pequeños, hoyuelo y labios granates y
carnosos. Si se tiene que esforzar su gesto es otro, igual de concentrada, pero no
hay hoyuelo ni dientes. Sí sus labios sugerentes, sí su expresión seria, su cuerpo en
tensión, sus músculos seguros marcados en su piel dorada, su pelo negro y
rebelde cruzando su gesto. No. Ya lo veis. No puedo disimular. Y Sof ía se dio
cuenta.
—Esa estrategia con ella no te va a salir bien.
—¿Qué estrategia? ¿Con quién? ¿Qué dices? —balbuceé, me puse rojo como
una manzana y a punto estuve de caerme a la piscina que tenía justo detrás. Sof ía
se rio mucho. Marcia levantó la vista hacia nosotros. Aún me puse más rojo.
—Quedarte embobado mirándola. Eso no le funciona a nadie. Fíjate, todo el
mundo la está mirando igual.
Y era cierto. Me giré sobre mí mismo y todos los ojos de la cubierta la
observaban: niños, niñas, adolescentes, trabajadores y trabajadoras del barco, el
entrenador. ¿Qué tenía Marcia? ¿Qué tiene? Pero me sentó mal no ser el único
que tuviera derecho a mirarla. No fui muy educado con Sofía, entendedme,
aunque solo sea un poco.
—Yo no la estoy mirando —mentí— y no sé qué quieres decirme con eso,
pero estás equivocada. —¡Qué idiota!, ¿verdad? Pues he hecho muchas
gilipolleces desde entonces. Espero no caeros demasiado mal.
—Vale. No la estás mirando y no estás interesado en ella. Me parece bien. Si es
así, entonces no hace falta que te dé algunos consejos para que te haga caso. Soy
la única que puede ayudarte con eso. Y mira cuánta competencia tienes. Pero
como no estás interesado, pues nada.
Y ahí me dejó, mudo, encogido, con el corazón a mil por hora y embobado de
nuevo porque fue directa a abrazarse con Marcia para ir juntas al comedor.
Estaba claro que Sofía tenía razón en todas y cada una de sus palabras. Estaba
interesado en Marcia, tenía mucha competencia y ella era la única que podía
ayudarme. Pero como era, y soy, imbécil, en lugar de ir detrás y decirle que tenía
razón me ofusqué en que se estaban burlando juntas de mí. No era tan
descabellado. Si no, ¿por qué Sofía iba a querer ayudarme a mí precisamente si
había tantos admiradores? ¿Le habría dicho eso a todos a ver cuál picaba y a
quién podían dejar en ridículo? Yo no iba a caer. Era tonto, pero no tanto.
Bueno, ahora os vais a dar cuenta de que soy bastante. Mucho. Aunque quizá ya
tengáis hecha una idea de mí, y no es que me deje en muy buen lugar.
Me hice el digno. Yo ya tenía suficientes admiradoras y no necesitaba que esas
dos me dejaran en ridículo, aunque seguía sin poder disimular esa atracción por
Marcia. Pero quedaban pocos días de campamento, hasta Semana Santa no
estaríamos juntos, y sabía que los fines de semana entrenaría con muchos de los
que la miraban como yo. Si Sofía le había dicho eso a todos, cuando volviera a
verla, tal vez, tendría otro novio que no fuera yo. Imaginé que podría ser
Ignacio, y aunque el chaval me caía bastante bien, me entró un ardor por dentro
que parecía que me calentara la sangre al correr por todas mis venas. Celos. No
iba a poder soportarlo, así que decidí que valía la pena el ridículo de que se rieran
de mí antes que verla besándose en cubierta con cualquiera, aunque también
decidí que si eso pasara tendría que borrarme del club de Valencia. Volvería a
Altea con mi abuelo o me quedaría en Barcelona con mi madre. Me llené de
valor y busqué a Sofía cuando estuvo a solas, que era pocas veces porque siempre
estaban juntas, excepto cuando Marcia maniobraba al timón o cuando estaba
retándome a algo y entonces yo tampoco podía hablar sino trepar al mástil,
cargar cubos, desatarme de la soga al palo mayor o aguantar el máximo de
tiempo debajo del agua. Podéis hacerle caso en eso. Ella siempre ganaba.
—Oye, Sofía —me atreví por fin una tarde de viernes antes de tener que ir al
comedor. Marcia, al timón.
—¿Sí? —sonrió victoriosa. Lo sabía todo.
—Nada. Que he estado pensando lo que dijiste. Igual sí que tienes razón. —
¿Imagináis mi cara? Me ardían hasta los ojos.
—Ya lo sé. Siempre tengo razón —no fue chulería, sino constatación de un
hecho. Empecé a darme cuenta.
—¿Entonces? ¿Aún quieres ayudarme?
—Según lo que me respondas a una pregunta.
—Vale. —No quería responder a nada, pero ¿qué podía hacer?
—¿Cómo vas de paciencia?
—¿Paciencia? —no parecía una pregunta demasiado dif ícil; contesté sin
pensar—. Tengo mucha. —Luego ya empecé a temblar por si no era la respuesta
acertada, pero sonrió.
—Vale. Es que, si quieres algo duradero con ella, tendrás que tener paciencia.
Si solo quieres un rollo, lo siento, no es tu chica.
—¿Un rollo? No, no. —El calor se me extendió por el cuello y las orejas. Un
rollo con Marcia me daba terror. No hubiera sabido qué hacer. Era mejor tener
paciencia. Menos mal que había sido la respuesta correcta.
—Muy bien, pues vamos a empezar ya mismo. Voy a aprovechar que todo el
mundo nos está viendo juntos para decir que me gustas.
—¡¿Qué?! —No entendía nada.
—A ver. Marcia se está tomando demasiado esfuerzo en hacerte rabiar. No
suele hacerlo. Pero es muy cabezota y le va a costar mucho dar su brazo a torcer.
Te estoy hablando de años, Álvaro. Si no vas a tener tanta paciencia, es mejor
que lo dejes ya por imposible.
—No, no. Tengo paciencia. Te escucho. —¿Años?
—Vale. La única manera de que Marcia se fije en ti más allá de retarte es que
seas su amigo, y no lo conseguirás a no ser que seas mi novio.
—¿Tu novio?
—Álvaro, ¿quieres estar algún día con Marcia o no?
—Sí, sí, pero no lo estoy entendiendo muy bien. Ella no querrá salir con el
novio de su amiga.
—Mientras seamos novios no. Cuando yo vea que ella está preparada, que ya le
caes bien, que haya escuchado todas mis adulaciones hacia ti, entonces cortaré
contigo.
—¿Y yo tengo que hacer algo, además de fingir que soy tu novio? —No
acababa de hacerme gracia ese plan, pero si era el único camino.
—Tendrás que conseguir que quiera navegar siempre contigo porque tú le
demuestras que confías en sus decisiones y porque tenga seguridad en tus
reacciones.
—Eso ya lo hago. —Me dio rabia que lo dudara.
—Pues entonces sigue haciéndolo. Tu único esfuerzo es tener paciencia y salir
conmigo.
—Una cosa, ¿por qué, si tiene tantos tíos interesados, has decidido ayudarme a
mí? —Seguía con la mosca detrás de la oreja. No sabía si fiarme del todo.
—Porque tú también tienes muchas tías interesadas y en cambio es a Marcia a
quien miras, y porque ella se ha tomado demasiadas molestias en que le caigas
mal.
—¿Y eso es bueno?
—Claro.
—Ah. —No entendía nada.
—¿Entonces, empezamos?
—Vale —dije, no muy entusiasmado.
—Esta noche le diré que me gustas y empezaré a hablar de ti. Antes de que
acabe el campamento diremos que somos novios y podrás venir con nosotras al
comedor o a pasear por cubierta.
—¿Y yo qué tengo que hacer? —Sof ía me estaba convenciendo. ¿Soy o no soy
idiota?
—Nada. Escucharla, ser simpático con ella, defenderla si alguien se pasa,
aunque no le hace falta. No sé, ser tú mismo. Si quieres tener algo con Marcia
algún día, y que dure, te aconsejo que seas tú mismo.
—Vale. —No parecía un mal plan si hubiera sabido qué era ser yo mismo.

Y sin darme cuenta pasaron cuatro años. Nunca me mostré impaciente con
Sofía porque en el fondo era una situación ideal. Yo iba descubriendo qué era ser
yo mismo e iba conociendo mejor a Marcia sin la incomodidad de tener que
llamar su atención. No era solo la timonel eficiente que intimidaba, sino una
buena amiga y muy divertida. Espontánea, atrevida, parlanchina. Cada día me
gustaba más, si eso era posible. Como Marcia os ha contado, Sof ía y yo solo
paseábamos juntos por la cubierta sin siquiera darnos la mano, pero no era
porque yo fuera muy respetuoso con ella, sino porque no éramos novios de
verdad y no podía hacer nada con ninguna chica que no fuera mi timonel.
Para la gente de Valencia yo tenía novia, para mis amigos de Altea, de Madrid
o de Barcelona era un gilipollas que guardaba respeto a una novia a la que apenas
veía. Muchos pensaron que me la había inventado, y un poco encaminados sí
que iban, y otros, que en el fondo era gay y no quería confesarlo. Creo que
hubiera sido más fácil ser gay. Muchas de mis amigas seguían intentando
enrollarse conmigo y yo a veces empezaba por no quedarme atrás y porque
quería prepararme para cuando estuviera con Marcia, pero no pasaba de unos
cuantos besos. Enseguida pensaba que le estaba siendo infiel y me bloqueaba.
Fueron años difíciles en cuanto a eso porque no olvidéis que iba cumpliendo los
diecisiete, los dieciocho, los diecinueve. Hasta que cumplí los veinte y Sof ía dijo
que había llegado el momento. Me eché a temblar.
—¿Estás segura? —Creo que me había acomodado en la situación. Me daba
miedo soltarme de Sofía.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?, ¿y si estás equivocada y aún no es el momento?
—Álvaro. Llevamos así cuatro años. No podemos alargarlo más.
—Pero ¿ha cambiado algo?
—Con Marcia no va así. Ella ya está cómoda contigo. Le caes bien. Conf ía en
ti. Pero mientras seas mi novio no te va a ver de otra manera. Es el momento de
que seas tú quien tome la iniciativa.
—¿Qué? ¿Y qué hago?
—Álvaro, que tienes veinte años. ¿No sabes ligar?
—No. No sé. Y menos con Marcia.
—Vale. Tranquilo. Tienes que buscar ocasiones en las que demostrarle que
puede confiar en ti. Que estás ahí para ella. No te precipites. Ni se te ocurra
pedirle una cita o decirle que la quieres o que es preciosa porque te tirará por la
borda.
—Ufff. —Creo que me puse blanco.
—Venga, no te agobies. Solo tienes que seguir siendo su amigo sin que yo esté
por el medio. Que ella esté cómoda contigo. Eso sí puedes, ¿no? —Asentí
inseguro—. Pues ya está. Confía en ti; le gustas a todas.
Pero yo no quería gustar a todas. Solo quería gustarle a una y no confiaba nada
en mí con respecto a ella. Además, la tarde que Sofía cortó conmigo todavía iba
a dudar más de mis posibilidades. Marcia estaba espectacular. Ya habéis leído
cómo se ha descrito ella, pero cómo la vi yo no os podéis hacer una idea. No os
ha dicho que la camiseta de tenis se le ajustaba al pecho que se insinuaba
turgente, desafiante. Que su falda blanca y tan corta contrastaba con la piel
morena de sus muslos definidos. Que sus ojos brillaban de nosequé. Que su
hoyuelo me sonreía. Que a partir de ese momento era yo quien debía mover
ficha y que estaba paralizado.
Pero Sofía no me dejó solo. Aún no entiendo por qué se ha tomado siempre
tantas molestias conmigo, incluso cuando la he cagado de verdad. Por desgracia,
ya sabéis a qué me refiero... Desapareció del club náutico para borrar todo el
rastro de nuestra falsa relación, pero por las tardes nos llamábamos para que yo
le contara mis avances. Avances tan tontos como haber sujetado a Marcia por la
cintura en una maniobra difícil o haber conseguido guiñarle el ojo tras un
comentario ingenioso. Sofía se alegraba y siempre me animaba para seguir así y
para que diera pasos más decididos.
El día que Marcia cuenta como definitivo, aquel en el que la tormenta rompió
el palo mayor y temimos por nuestras vidas, no fui consciente de que podía estar
ligando. Le dije aquellas palabras «Te tengo, loquita. No te voy a soltar» para
que se tranquilizara. Siempre es la más ligera en el barco y es la primera que
podría salir disparada, aunque controla muy bien el equilibrio y al final acaba
siendo la última en caer, si es que lo hace. Pero en mar desbocado cualquier cosa
puede pasar y ella no está acostumbrada a no dominar las situaciones. Yo sé que
necesita controlarlo todo para estar tranquila, pero aquel día era imposible
controlar nada. Por eso le dije aquello en el oído, para que confiara en mí y no
perdiera los nervios. Pero he de reconocer que me importó una mierda la
tormenta, e incluso que nos tragara el mar en aquellos momentos. Estaba
abrazando a Marcia y ella me devolvía el abrazo. Incluso me permití besarle la
cabeza. Si moríamos aquel día ya había cumplido mi cometido en esta vida.
Por suerte la vida nos regaló más días, y más posibilidades de que siguiera
cagándola, aunque al principio todo iba saliendo perfecto. ¿Sabéis esa sensación
de cuando va todo demasiado bien y piensas que es imposible que sea así de
genial y temes que en cualquier momento se rompa la magia porque no puede
durar tanto lo bueno? Pues esa sensación.
Cuando acabamos juntos en mi camarote no me lo podía creer. Yo no había
intentado nada todavía. Nunca encontraba la ocasión y las palabras de Sof ía
resonaban en mi cerebro: «Ni se te ocurra pedirle una cita o decirle que la
quieres o que es preciosa porque te tirará por la borda». Así que no podía hacer
nada de eso y no se me ocurría otra cosa mejor. Ni siquiera hubiera sido capaz de
decirle que es preciosa. Pero, de repente estaba en mi camarote y cerré la puerta
por dentro. No lo pensé. Solo quería que no se fuera. Quería tener una
oportunidad. Me metí con ella en la cama con la excusa de dejar libre la de Cayo
por si volvía, pero no era en Cayo en quien estaba pensando. Por primera vez en
los cinco años que la conocía la noté insegura y eso me dio a mí fortaleza.
Alguien tenía que coger el timón. Confié en mi instinto. Llevaba mucho
tiempo preparándome para ese momento y no iba a fallar. ¿Os imagináis lo que
sentí cuando la besé? Esos labios que tanto deseaba eran míos por una noche.
Creí que me estaba volatilizando. Pero sus pechos sobre el mío, piel con piel, eso
ya es el éxtasis. Ese momento es cruzar el umbral. Cuando le pregunté si era
virgen y si quería que siguiera, estaba deseando que dijera que no siguiera. No
sabía ni ponerme un preservativo, ni siquiera llevaba. Pero no dijo que sí y a mí
me sirvió para tocarla, para sentir su piel, para rezar por que aquello no se
acabara nunca. No sé por qué la llamé Marci, como en mis sueños. Supongo que
creí que estaba en uno, porque aquello era tan perfecto que no podía estar
pasando en la realidad. Tampoco sé por qué le dije que era preciosa cuando era
algo que Sofía me había prohibido que hiciera, pero por suerte no me tiró por la
borda. En cambio, sí sé por qué le dije que había sido la mejor noche de mi vida,
y es que podría contar con los dedos de una mano las mejores noches de toda mi
vida y aquella fue la primera. Me parece que vosotras ahora ya sabéis cuáles son
las otras. Mi piso de Valencia, Gascogna, Altea... Sí, Altea, aunque no pasara
nada. Pero para llegar a Altea faltan muchas cagadas, ¿verdad?
Le escribí un wasap a Sofía antes de que Marcia saliera de la ducha.
Yo: Ha pasado. Eres la mejor. Después del entrenamiento te cuento.

Y jamás olvidaré su respuesta.


Sof ía: Enhorabuena, chaval, pero ahora viene lo peor, Álvaro. No te conf íes, por favor.

Y sí, llegó lo peor, aunque al principio no quise verlo. Pensé que Sof ía era una
agorera que todo le parecía negativo.
No vi a Marcia en toda la semana. Supe que estaba con Sof ía pero que no le
contaba nada a ella de lo nuestro. Sofía decía que eso no era bueno. Yo no lo veía
tan mal. Le escribí algunos wasaps a Marcia, para que no se olvidara de que
habíamos tenido algo. Ahora que he leído lo que ella pensó no sé si fueron un
error. Me costó muchísimo decidirme con lo que ponía, estaba inseguro y las
palabras de Sofía no me ayudaban. La semana se me hizo larguísima y el
entrenamiento en el que no me dirigió la palabra ni la mirada aún se me hizo
más. Recibió bronca por todas partes. Empezó el entrenador por su peso,
siguieron Cayo y Adriana por sus decisiones al timón, o más bien indecisiones.
Es verdad que no estaba muy acertada. Yo intenté ayudar, pero no me escuchaba.
Empecé a entender las palabras de Sof ía.
Hice todo lo que estuvo en mi mano para darle confianza a Marcia. Según
Sofía, era el único camino. Que ella confiara en mí, porque si no saldría
huyendo o me mandaría a la mierda. Marcia es como un vendaval. Igual que
llega se va. Con toda su fuerza, con toda su energía. Y si llega da pavor. Pero si se
marcha, te deja muerto. Conseguí dominar su vendaval dos días. Dos días
magníficos en los que nos conocimos de verdad. Nos entregamos al otro. Yo no
podía crear confianza si no la generaba, ¿no? Así que me abrí. Yo sentí que
muchísimo. Después de leer sus palabras, veo que no suficiente.
Había estado toda la semana practicando para ponerme bien el preservativo.
Seguía acojonado, pero creo que no lo notó. Soñé con que así sería el resto de mi
vida. Entrando y saliendo del cuerpo de Marcia. Deseando que ella me recibiera
como lo hizo. Confesando emociones y temores. Demorándome en su cuerpo y
ella en el mío. Derrochando amor y fantasías. Fue una devoción convertida en
realidad. Hacía cinco años que soñaba con aquel fin de semana y se hizo cuerpo
en la silueta de Marcia, que me volvía loco con sus entregas. Si hubiera sabido
llorar lo habría hecho dentro de ella, del placer tan inmenso que sentía y que
empezaba a romperme por dentro. Aquella sensación de que la perfección no
podía durar. De que algo tan ideal no iba a ser para mí. De que nadie puede
atrapar a Marcia y que iba a salir volando rumbo al mar de un momento a otro.
Y aunque lo esperaba no dolió menos por eso.
—¡Sofía!
—Tranquilo.
—¿Tranquilo? Que se va a Eslovenia. Sof ía, a Eslovenia ni más ni menos. ¿Qué
he hecho mal?
—Nada. Enamorarte de la mujer más dif ícil del mundo. —Solo respondí con
un bufido. No tenía más palabras—. No es tan grave.
—Sofía...
—A ver. Marcia no está feliz con la idea de irse. Lo hace por un sentido
extraño de la responsabilidad. Cerca de ti pierde peso, lo que no conviene al
equipo, y no está muy centrada al timón. Que le pase eso es buena señal.
—¡Que se va a Eslovenia! ¿Qué buena señal es esa?
—Álvaro. O te calmas o la pierdes. ¡Elige! —¡Joder, con la rubita!
—Vale. Perdona. Te escucho.
—Marcia necesita el mar y necesita ser la mejor. Ahora siente que a tu lado no
puede hacerlo bien y por eso se marcha. Tú no querrías una Marcia sin mar y no
siendo la mejor, porque no sería ella, así que no tienes más remedio que esperar
a que vuelva.
—¿Esperar? ¿No puedo hacer nada más que esperar?
—Exacto. Esperar a que recupere su estabilidad emocional, a que asuma sus
emociones y vuelva a contactar contigo.
—Me ha bloqueado.
—No te preocupes. Ella es impulsiva pero siempre vuelve.
—¿Y qué hago si vuelve?
—Volverá.
—¿Y qué hago cuando vuelva?
—Ser tú mismo, Álvaro. Tratarla como siempre. Cuando Marcia desaparece de
los sitios no se siente bien. Lo hace por necesidad, pero sabe que tiene que
arreglar algo. Yo lo he probado todo con ella. Una vez me dejó tirada en la fiesta
de fin de curso porque quería poner las guirnaldas altas y yo le dije que colocara
las de abajo, porque llegaba más fácil y perdíamos menos tiempo. Se subió a la
repisa de la ventana, trepó por las espalderas de todo el gimnasio y colgó las
guirnaldas altas antes de que yo pestañeara. No vino a la fiesta. Bueno, sí vino.
Pero casi a las doce. Podía haberme enfadado con ella como había hecho otras
veces. Podía haberle dado las gracias por rectificar, cosa que tampoco me ha
funcionado en otras ocasiones porque vuelves a sacar el tema y se vuelve a
ofender. Lo único que me funcionó aquel día, y ya he aprendido con ella, es a
hacer como si nada. Abrazarla fuerte. Alegrarte de volver a verla y dejar que ella
misma coloque sus emociones en su sitio. Así hasta la siguiente crisis. —Volví a
bufar—. Ya te dije que no iba a ser fácil. Estás a tiempo de abandonar. Si te has
cansado de sus vaivenes, puedes enfadarte cuando contacte contigo y empezará a
alejarse definitivamente.
—No voy a abandonar —le dije ofendido porque lo hubiera mencionado
siquiera. No soy de los que abandonan tan fácilmente. Además, ¡que era Marcia,
joder! La había tenido tan cerca...
—Bien. Pues cuando llame te alegras y la tratas como siempre. Le vuelves a dar
confianza y seguro que surgen nuevas oportunidades de estar juntos. Si estáis
hechos el uno para el otro...
—No voy a aguantar, Sofía. No soporto Valencia sin ella. Creo que voy a dejar
la competición.
—Ni se te ocurra.
—¿Por qué? No pinto nada sin Marcia. Ella es la única timonel con la que sé
tripular. Siempre he estado con ella. No sé hacerlo.
—¡Álvaro, hijo. No creía que fueras a ser tan dramático!
—¿Tú no tienes sentimientos?
—Pues se ve que no. —Volví a bufar. Lo veía todo oscuro, sin solución—.
Hablaré con mi padre para enviarte a competir a otro sitio, pero no abandones
la vela. Marcia necesita un lugar seguro donde regresar y un Álvaro desconocido
no será el sitio. —Eso sí que lo entendí.
Al día siguiente tenía la propuesta del patrocinador para ir a competir en
mixta con Soraya. Yo de timonel. Con base en Barcelona. Podía ver a mi
familia, estar cerca de Roderic y darme cuenta de lo buena que es Marcia al
timón. No me la podía quitar de la cabeza y no solo por recordar cada
centímetro de su piel que había reconocido y cada gesto que le había
encontrado, y después perdido, sino porque todo el tiempo que estaba en el mar
tenía que imitarla. Tenía que pensar como Marcia para ser un buen timonel y
empecé a entenderla. No funciona por arrebatos porque sí. Ella siempre está en
modo supervivencia. Optimiza los recursos, prevé las situaciones antes de que
aparezcan y se prepara. Se resguarda de los peligros para emerger de nuevo al
control. Y eso no lo hace solo en el barco. Es su modo de estar en el mundo. Es
su modo de ser especial.
Cuando escribió que le había bajado la regla me rompí. Quería llorar, reír,
enamorarme, abrazarla, casarme con ella, lo que hiciera falta. Además, me
echaba de menos. Volvía al sueño. Pero entonces pensé algo. Pensé por mí
mismo, sin tener en cuenta a Sofía y ese fue el principio de mis cagadas
definitivas.
Habíamos estado en riesgo de embarazo. Marcia aún tenía diecisiete. Yo
hubiera firmado ante Dios y ante el juez una carta matrimonial con tal de que
no desapareciera, y entonces vi la historia de mis padres reflejada en nosotros. Se
precipitaron, me dijeron cuando el divorcio. «Éramos muy jóvenes; no
habíamos tenido otras experiencias antes, y tú llegaste demasiado pronto». No
quería repetir la historia. Además, conociendo a Marcia, si la ataba a un
matrimonio o a una promesa podría salir corriendo de nuevo. Ella debía tener
otras parejas antes de darse cuenta de que yo era la persona con quien estar el
resto de su vida. ¿Empezáis a entender mi insistencia en que estuviera con otros
chicos? No me había vuelto loco —quizá sí, pero eso lo he visto luego, no os
creáis que no—. No quería deshacerme de ella. Estaba convencido de que
estábamos hechos para acabar juntos. El fin de semana en mi piso de Valencia
era la muestra —me aferré a aquella muestra para soportar todo lo que viniera,
incluido verla con otros—. Hasta mucho después no se me pasó por la cabeza
que podíamos no estar hechos el uno para el otro y que si tenía otro novio que
no fuera yo podía enamorarse y desaparecer de mi vida. Fue Sof ía quien me
abrió los ojos de nuevo, pero entonces aún era demasiado ingenuo. Creía que mi
amor era tan fuerte que le llegaría por ondas expansivas y no tendría más
remedio que enamorarse de mí, aunque saliera con otros. Y esa fue la principal
de mis gilipolleces, confiar en eso. ¿Se puede ser más imbécil? Ya veis que no.

Cuando hablábamos por videollamada o por teléfono, incluso por WhatsApp,


me entraban unos nervios que me volvía loco. Tenía que interpretar que no
quería decirle te quiero cada tres segundos, que no quería enredarme en su
cuerpo, oler su pelo, tenerla en mis brazos. Tenía que interpretar que no era más
que un amigo con confianza que le invitaba a salir con otros chicos y a tener
aventuras amorosas, porque yo no estaba en ese plan con ella. Cuando colgaba
tenía ganas de llorar de rabia, pero como no sé llorar empecé a beber, quizá más
de la cuenta, aunque estuviera en competición. Además, el grupo no lo ponía
fácil. Soraya esnifaba y tomaba anfetas y de todo, así que suerte tuve de no caer
más que en el alcohol en aquella temporada. Nuestros logros en competición
dejaban bastante que desear porque, aunque Soraya sabía cómo hacerlo para
esquivar los controles antidopaje, el cuerpo paga las consecuencias. No eran las
sustancias que se toman para tener mejores resultados en el deporte, sino alcohol
y drogas comunes, así que era más fácil eliminarlas de la sangre antes del test
específico de sustancias tóxicas. No estoy orgulloso de nada de aquello. Sé que le
debo a Sofía que no nos quedáramos sin patrocinio. En cambio, Marcia
consiguió llevar al grupo de chicas a lo más alto, como todos sabíamos que
haría.
Hasta que un día la vi tan triste, aun habiendo acabado primeras, que no pude
evitar que se me escapara la genial idea de ir a verla a Eslovenia. ¿Estaba loco? No
iba a poder estar con ella y no hacer nada. No iba a poder seguir con el cuento de
que solo era su amigo y quería que se enrollara con otros tíos. Así que sobre la
marcha decidí que iría con Soraya y Roderic, y así me ayudarían a no caer. Me
inventé una historia mal improvisada. Les dije que éramos amigos desde la
infancia pero que teníamos una relación tóxica y yo no podía ir solo. Que ella
estaba un poco loca. No me juzguéis tampoco a mí demasiado. Es que no sabía
cómo pedirles que me ayudaran a no caer con Marcia sin contarles el ridículo
plan de que tuviera un novio antes de estar conmigo definitivamente. Entonces,
imagino que querréis saber cómo Roderic se metió en una relación seria con
Marcia si pensaba que estaba loca y era una chica tóxica. Cuando siga con la
historia lo entenderéis —creo—. Pero en ese momento fue cuando Soraya
decidió que íbamos a decir que éramos novios —volví a caer en esa gilipollez; el
hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y yo soy
capaz de tropezar hasta tres veces, si hace falta—, porque dijo que además nos
ayudaría en la competición; no entendí muy bien por qué, algo así como que las
parejas se compenetran mejor y eso atemoriza a los rivales. Roderic prometió
ayudarme entreteniéndola si me veía mal. Y en qué mala hora se me ocurrió
aquel plan.
¿Os acordáis del encuentro sobre su catamarán? La hubiera besado ahí mismo.
Cuando la vi y la tuve entre mis brazos reconocí que el mundo es Marcia. Me
daba igual la tormenta, la gente a nuestro alrededor, las promesas que le había
hecho a Roderic, a Soraya, a mí mismo. Marcia es el mundo y cerca de ella se
aviva una llama en mi centro. Una llama que me hace sonreír, que me calienta
por dentro, que me obliga a pegarme a ella, a no poder dejar de mirarla. Marcia,
tan pequeña en mis brazos, tan insegura entonces, tan especial. Mi Marcia. Pero
no, ya sabéis que no era mi Marcia y no podía besarla ni hacer todo lo que me
pedía la única neurona que me rige, una en la que pone Marcia con letras
mayúsculas.
No sé cómo pude no besarla cuando lloró en mis brazos en su habitación.
Cómo pude no desabrocharle el albornoz que se le entreabría por el escote.
Cómo pude no acariciar esa piel dorada que olía al coco de su gel. Cómo pude
disimular la erección que el neopreno no podía ocultar. Cómo pude tragarme
todos los perdóname que quería decirle porque sabía que esas lágrimas eran por
mi culpa. Le estaba haciendo daño con mi actitud y eso me dolía. Pero yo tenía
paciencia y era lo mejor para los dos. Que se olvidara de mí como algo más y que
buscara otras parejas para acabar dándose cuenta de que yo soy el único hombre
a quien puede amar y estar definitivamente juntos. ¿Suena a ingenuo?, ¿a
gilipollas? Sabía que nadie lo entendería por eso a Sofía no se lo conté. Ya
tendría tiempo de llevarme bronca por eso. No tardaré en contároslo.
Pero antes pasó lo que Marcia os ha explicado. Que Soraya y Roderic no me
dejaban acercarme a ella, y menos a solas, que Soraya ejercía de novia en público
para que fuera evidente, y que Roderic le metía mano en mis narices para que
Marcia entendiera que yo lo tenía superado. Volvió a arderme la sangre al pasar
por mis venas. Es una sensación f ísica. Una rabia incontenible. Así que no pude
más y la intercepté en el baño de las tías. Fue horrible. Nunca me he sentido
peor, porque lo que siento por Marcia no es eso. Lo mío con Marcia es
adoración. No puedo reducirlo todo a un encuentro sexual en un sitio asqueroso.
Por eso fui a su habitación a escondidas a la noche siguiente, cuando Soraya y
Roderic se hubieron dormido, porque no me habían dejado acudir en todo el
día, aunque les rogué que me permitieran hacerle una visita a una enferma.
Roderic incluso se cabreó —creo que no le hizo gracia que le levantara el ligue.
Sabéis lo mal que va a acabar esto, ¿verdad?— y dijo que no respetaba nada y que
incluso enferma la hubiera atacado. Ahora sé que ya estaba empezando a sentir
algo por ella. Y no le culpo. Es muy fácil sentir algo por Marcia.
Estaba tan graciosa dudando de si yo era una alucinación, tan tierna, tan
adorable, que no pude evitar comérmela a besos —Roderic tuvo razón y no
respeté que tuviera fiebre—. Sabía que me arrepentiría después, pero se lo debía.
La noche anterior la había tratado como a un objeto y Marcia no es un objeto.
Nadie lo es. Estaba seguro de que le había hecho una declaración de amor en
toda regla: «Escucha una cosa, Marci, y que no se te olvide jamás. Soraya no me
importa. Desde que te conocí y hasta el día que me muera solo me importas tú.
¿Lo entiendes? Solo tú». Ahora sé que podría parecer una declaración de
amistad, porque he leído su punto de vista, pero yo estaba convencido de que lo
había hecho bien. De que ella había entendido que yo le quería, pero que no
podíamos estar juntos aún, hasta que ella tuviera otras relaciones. ¿Por qué creía
que era ella quien necesitaba otras relaciones y no yo? Pues porque «hasta el día
que me muera solo me importará ella»; está claro, ¿no?

Salí de Eslovenia con sentimientos agridulces. Los besos de las últimas horas
me servirían para aguantar una temporada, pero iban en contra de mi objetivo.
Si seguía mostrándole señales equívocas, no la ayudaba a decidir tener otras
relaciones. Y si eso no pasaba no acabaríamos juntos.
Cuando Sofía y yo fuimos en mi coche a su cumpleaños no tuve más remedio
que contárselo todo. Entre otras cosas porque hacía tiempo que no le informaba
y Sofía no es tonta. No. Sofía es la persona más inteligente que conozco. Debí
haberle hecho caso todo el tiempo. Sin improvisar por mi cuenta. Pero eso es
algo que he aprendido después. Por las malas.
—Bueno. Aún no me has contado qué tal por Eslovenia. —¿Cómo lo sabía?
—¿Eslovenia? —No me lo esperaba. No supe cómo reaccionar.
—Sí, Eslovenia. Ese país con una costa muy pequeña al mar Adriático por el
golfo de Trieste. En cuyo puerto de Koper, en la península de Istria, hay un
equipo femenino español de vela entrenando…
—Sofía... —tono de súplica. Ya lo sé.
—¿No me lo ibas a contar?
—Es que no sé si lo vas a entender.
—Prueba a ver. —Se lo expliqué todo. Que ella me llamó para decirme que le
había bajado la regla (eso sí se lo había contado en su día) y que me había dado
cuenta de que Marcia tenía que estar con otros chicos antes de que yo me
declarara definitivamente. No lo entendió, claro—. Estás gilipollas, Álvaro.
Estás dando por sentado que Marcia es imbécil y no sabe lo que quiere.
—No, no, no. Estoy intentando evitar que empecemos muy fuerte y se acabe
pronto porque somos muy jóvenes, sobre todo ella. —Quizá cometí el error de
no hablarle de mis padres, pero no podía abrirme a más personas con ese tema.
—El plan no era este y lo sabes. Ahora no sé si voy a poder ayudarte. Ya no sé si
va a salir bien.
—Sofía. Tiene que salir bien. Me estás acojonando.
—Vale. A ver si lo he entendido. Entonces, ¿te vas a comportar como un
gilipollas para que ella no quiera estar contigo sino con otros? —Afirmé. Sonaba
estúpido en sus labios. Lo sé—. E imagino que ya habrás sopesado la idea de que
se enamore de alguno de esos otros y se olvide de ti. —Se me heló la sangre. No
frené de golpe porque estábamos en la autopista.
—No. Eso no puede pasar.
—Podría pasar, Álvaro.
—Bueno, pues entonces me alegraré porque sea feliz, aunque sea con otro. —
No estaba en absoluto convencido de lo que acababa de decir, pero quería
terminar esa conversación.
Nos quedamos en silencio bastante rato. Hasta que vimos las primeras casas de
Rocafort, el pueblo donde Marcia tiene su chalé. Fue Sof ía quien lo rompió.
—Supongo que ahora mi trabajo consiste en hacer que eso no pase, ¿no? —
Dudé. No sabía qué habíamos dicho exactamente como final de la conversación
anterior—. Que cuando esté con otros no se olvide del todo de ti.
—Eso estaría bien. Te lo agradecería mucho, Sof ía.
—Bien. Pero hazme un favor. No se te ocurra ir por libre nunca más. Cuando
tengas una idea, por más estúpida que sea, me la haces saber.
Antes de llamar al timbre me dijo que el plan continuaba en Nochevieja, en la
fiesta de su familia. Que fuéramos los tres. Y las órdenes de Sof ía hay que
acatarlas, aunque aún no entendiera muy bien por qué aquella Nochevieja
formaba parte del plan.
¡Qué a gusto estuve con Carmen, con Dogo, con Marcia y con su madre en
aquellas pocas horas! Me hacían sentir en familia. Como hacía muchos años que
no me encontraba en ninguna parte. No pude declinar el ofrecimiento de
quedarme a dormir en su casa. Y a punto estuve de echarlo todo a perder. Mi
reputación y el plan de Sofía. Me empalmé como un cerdo. ¿Cómo iba a
soportar la Nochevieja?

Sofía me explicó que el plan consistía en seguir viéndonos en persona. Que


nuestra atracción estuviera presente para que cuando se liara con otros tíos
recordara lo que siente estando conmigo. Pero que fuera con Roderic y Soraya
para no quedarme a solas con ella, porque entonces podríamos caer y estropear
de nuevo el plan, porque si yo le daba esperanzas de estar conmigo no saldría
con nadie más. Como ya sabéis, lo hice fatal. El plan me estaba saliendo como
una mierda. No podía encontrarme con sus labios y no besarlos. No podía verla
sonreír y no echarme a temblar. No podía ver esa espalda espectacular y no
acariciarla. ¿Por qué era todo tan dif ícil? No contestéis. Ya sé que yo solito había
decidido complicarlo. Sofía ya se ha encargado de recordármelo todo este
tiempo.
Lo de Val Cenis fue otra cagada. Intenté mantenerme alejado de ella todo el
tiempo. Sobre todo, al principio. En Nochevieja habíamos bebido bastante y
tenía un pase, pero sobrios nada justificaba que nos besáramos, que nos
tocáramos, que lo hiciéramos todo juntos. Además, se suponía que yo tenía una
relación con Soraya —falsa, ya lo sé—, y que ella debía estar con otras personas.
El primer día aguanté bien, pero el segundo, cuando nos dio por ir sobre nieve
virgen me tuvo preocupado. Marcia no sabe ir sin control y aquello no le
gustaba. Tuvo todo el día el ceño fruncido y los labios apretados. Intenté
mantenerme cerca de ella para darle confianza. Pero de repente había
desaparecido. Era la última bajada, a punto de anochecer. No podía perderla.
Cuando la encontré varada en la orilla derecha de la no pista no sabía qué hacer.
Subir hasta ella era un imposible y no parecía que Marcia fuera a bajar. Nos veía
movilizando a los equipos de rescate. Pero subí, poco a poco, paso a paso en
perpendicular a la pendiente. Entonces me explicó lo del agua bajo sus esquís. Yo
no vi el arroyo subterráneo, pero sí lo escuché correr. No quise decírselo para que
no se asustara más de lo que ya lo estaba. No sé cómo conseguimos salir de ahí. Y
cuando se me echó encima no pude separarme de ella. Lo estaba pasando mal y
necesitaba ese abrazo. Pero ese abrazo se me fue de las manos. ¿Quién de los dos
lo necesitaba más?
No quiso subir a cenar con el grupo, y se fue a acostar enseguida. Me dije que
era lo mejor. Debíamos estar separados, joder. ¿En qué estaba pensando? Pero
cuando decidimos no ir a esquiar el último día y nos quedamos en el sofá del
hall leyendo su libro me encontré en paz. Hacía mucho tiempo que no estaba
tan a gusto en ninguna parte. El regazo de Marcia, su sonrisa, sus caricias. Es ahí.
Es mi puto sitio del mundo. Hasta que llegó Soraya y quise estrangularla. De
verdad, ¿no se daba cuenta de que estorbaba? Decidí ignorarla y continuar con
mi complicidad con Marcia. La escritura sobre su piel fue demasiado, lo sé. No
quise pasarme, pero lo hice. Fue un momento completo: risas, juego,
confidencias, caricias… Sobraba Soraya, desde luego. No sé por qué Marcia la
llama caragusano, pero le pega bastante. Aquel día yo también la hubiera
llamado así de haberlo sabido. Cuando subimos al comedor, Soraya y Roderic
decidieron ponerse en medio. Me apartaron de Marcia y solo podía
contemplarla desde la otra parte de la mesa. Su hoyuelo, sus rizos negros que se
le movían al reírse, su ropa blanca, en contraste con su tono de piel, sus ojos
negros que encontraban los míos de vez en cuando y después me huían. No
podía más. Por eso la saqué del ascensor y me la llevé a la terraza de arriba.
Necesitaba un momento a solas. Necesitaba dar rienda a lo que llevaba dentro.
Cuando ella me besó tan desesperada como yo me di cuenta de lo que estaba
haciendo. El gilipollas. La estaba mareando. Disfruté unos minutos más de ese
beso y después le dije de entrar con la excusa del frío que hacía.
Esa noche la volví a cagar. Porque estaba destrozado. Porque estaba
estropeando lo mejor que había tenido en mi vida. Me sentí fatal. Intenté no
beber demasiado y no caer en las sustancias que me ofrecía Soraya, pero la
ausencia de Marcia, que se bajó a dormir nada más cenar, me estaba matando en
vida. Al final caí y me sentó como un tiro. Fui consciente de que me había
metido en su cama, y de que no la dejé dormir en toda la noche. Me sentí como
un crío necesitado de cariño. Seguía siendo ese crío necesitado de cariño. Tal
vez, siga siéndolo.
En el avión intenté pedirle perdón, aunque creo que había estado diciéndoselo
toda la noche. Perdón por hacerla sufrir, perdón por ser un gilipollas, perdón
por no aclararme, perdón por haber consumido drogas, perdón por no haberla
dejado dormir, perdón por no dejarle vía libre para estar con otras personas,
perdón por no amarla sano y bien, como ella se merece, perdón por no saber
amar porque no me habían enseñado.

Después de Val Cenis me vine abajo. Fui de mal en peor. No daba pie con bola
en el barco. Echaba muchísimo de menos a Marcia, sobre todo cuando me salía
todo mal. Y como la obligué a que ligara con gente —porque insistí tanto que lo
hizo por mí, aunque en el fondo no quería, ya lo sé— no podía soportar que me
lo contara —ya sé que yo se lo pedí, ya sé que era un plan horrible, ya sé que solo
nos iba a traer desgracias, pero entonces pensé que era el único camino—. Me
reía con ella, me mostraba interesado, pero cuando colgaba la llamada tenía que
ir a beber algo fuerte para que se me olvidara todo. Volví a esnifar algo que
Soraya me ofreció, incluso estando en competición. Fue horrible.
Hasta que el día de mi cumpleaños estaba hecho polvo, por echar de menos a
Marcia, por la mierda que llevaba en el cuerpo, por mi puta familia, por ir
cumpliendo años sin hacer las cosas bien. En fin, se me juntó todo y no pude
disimular con ella. Al día siguiente escuché su silbido en las escaleras del hotel.
No podía ser. Pensé que la echaba tanto de menos que escuchaba cosas y veía
alucinaciones porque la vi. ¿O era un personaje de película americana de los años
veinte con cara de Marcia que se había colado en mi cerebro de adicto y
borracho? Ya sabéis que era ella. Yo tardé en creerlo.
Gascogna fue mi salvación por aquellos días. Marcia mi redentora. Mi Marcia
en el armario y aquellos gilipollas que no se iban nunca. A punto estuve de
gritarles más de una vez. Pero cuando la tuve entre mis brazos ya todo dio igual.
Todas mis nubes oscuras se deshicieron con sus besos. La paz que sentí enredado
en su cuerpo sé que será lo que me lleve a la tumba de este mundo. Nadie había
hecho por mí nada parecido nunca. Cruzar medio continente a riesgo de una
amonestación, una multa o un patrocinio. Arriesgar por mí lo más importante
para ella, que es la competición. No podía estar más agradecido. No podía
quererla más. Y además estaba preciosa. Preciosa y solo para mí. En mi armario,
en mi habitación, en mi cama, en mi boca, en mi sexo. ¡Dios! Me duele
demasiado aquel recuerdo, porque fue mi última oportunidad de hacer las cosas
bien y volví a echarla a perder por mis miedos y por no confiar en lo que
sentíamos entonces. Si siempre he sido un imbécil, aquel día me lucí por dejarla
escapar y no decirle que la amaba como lo hacía.
Había estado a punto de tocar fondo y Marcia consiguió que emergiera a la
superficie. El calor de su cuerpo y sus músculos aferrándose a mí me
demostraban que era real, pero sus miedos me hacían daño. «Se nos ha ido de
las manos», dijo, arrepentida o avergonzada de lo que había pasado. «Tú y yo
sabemos lo que es. Y no tenemos nada de lo que avergonzarnos». Era amor, ¿no
estaba claro? Pero aquel día no nos entendimos, como muchos otros días
tampoco lo haríamos. Si hubiera sabido que con su «Pues tendrás que cambiar
de pareja» se estaba refiriendo a tener algo entre nosotros y no a la competición
no hubiera podido rechazarla. No hubiera podido aferrarme a esa estrategia que
ni yo mismo era capaz de entender, y menos, entre sus brazos. Con mi cabeza
en su pecho, sus manos en mi pelo, su olor enredándose en el mío. Su cuerpo
todavía temblando junto a mí. Pero yo no lo entendí y tampoco me atreví a
entenderlo. Os recuerdo que yo seguía empeñado en que tuviera una o dos
relaciones con otros chicos antes de declararme. ¿Os imagináis que salimos a
nuestros veintidós y casi diecinueve años? ¿No seguíamos siendo demasiado
jóvenes para que durase el resto de la vida? No hace falta que me lo digáis. Sof ía
ya se ha encargado de hacerme saber todo este tiempo que no he sido más que
un cobarde que no sabía qué hacer con el amor de Marcia. Temía tanto perderla
que preferí no tenerla. Hay que ser gilipollas para hacer algo así, pero lo hice,
excusando mi conducta en ya sabéis qué estúpida explicación.
Volvió a escaparse y esa vez fui yo quien dejó que lo hiciera. El pañuelo marrón
que se dejó en mi habitación y al que todavía me aferro cuando la echo de
menos me recordaba lo cerca que habíamos estado y lo imbécil que soy. Por eso
nunca he podido deshacerme de él. Sufrir es la única forma de aprender de los
errores.
Un paréntesis

Voy a interrumpir la narración de la historia porque os tengo que contar lo que


acaba de pasar. Sigo siendo Álvaro. El cuaderno está en mi poder, pero voy a
hacer un inciso porque soy gilipollas y a lo mejor la he vuelto a cagar y esta vez
para siempre. Tengo que contároslo.
Ya sabéis que estoy escribiendo mi parte. Que he leído su punto de vista de toda
nuestra estúpida no relación, frustrada siempre por mi culpa, no lo voy a negar a
estas alturas, y que seguimos en su piso, en confinamiento. Este espacio no es
muy grande. Las emociones, la tensión, los recuerdos... están todos ahí, entre los
dos. Sabéis que en estos momentos me dispongo a escribir la peor de todas mis
cagadas y además soy consciente de que cuando lea mi parte es muy probable que
me eche de su casa para siempre e incluso no quiera verme ni para competir
juntos. La he manipulado todo este tiempo por no confiar ni en ella ni en mí
mismo y nadie debería consentir que le manipulen, mucho menos Marcia, que
es una mujer poderosa y con las ideas muy claras. Ojalá entienda que lo he hecho
por amarla demasiado y que sea capaz de no guardarme rencor. Pero por mi
mente pasan todas estas reflexiones, también todo el deseo que siento por ella, y
la certeza de que cuando acabe estas líneas y las lea no habrá marcha atrás. Con
todo eso en mi cerebro y los perdones que quiero y necesito pedirle, hoy no he
podido resistir. Ya sabéis por dónde voy en mi parte de la historia. Hemos
acabado de comer, lasaña congelada. No me ha dejado cocinar porque está
impaciente por que acabe de escribir todo esto. Tampoco me ha dejado
relajarme en el sofá y me he quedado en la mesa de su comedor, que está junto a
una ventana desde donde entra el sol hasta el sofá donde ella sí se ha tumbado
después de comer, aunque sé que estaba disimulando como que leía Toda la
verdad de mis mentiras —un título muy apropiado para mi texto—. El sol le
daba en la cara. Entrecerraba los ojos y disfrutaba de estos momentos de paz.
Ambos sabemos que van a durar poco. La luz reflejada en su pelo negro. Sus
labios carnosos riñéndome cada vez que levanto la vista del papel. Yo
excusándome con que no sé cómo seguir. «Con la verdad», me dice siempre. Su
hoyuelo sonriéndome cada vez que la miro, aun cuando está con los ojos
cerrados por el sol en la cara, porque adivina cuándo la observo. Quizá es que lo
hago todo el tiempo.
No he podido resistirme. He acabado con mi cabeza en su regazo abrazándole
la cintura. Ella me ha devuelto el abrazo y me acariciaba el pelo.
—Tengo miedo —le he confesado.
—Yo también —ha contestado.
Pero no hemos dicho nada más. Los dos sabemos que necesita conocer todo lo
que estoy escribiendo para que tengamos una conversación de verdad. La voy a
perder. Lo sé. He apretado más mis brazos, he hundido más mi cabeza en su
seno y ella ha enredado con más fuerza sus dedos en mis cabellos. Pero el sol en
mi espalda, su cuerpo debajo del mío y sus caricias han conseguido que fuera
relajándome. He recordado nuestra primera vez. Cuando yo era el chico
encantador que la trataba bien. He colado mi mano debajo de su camiseta,
como hice en el camarote del yate principal hace ahora mismo cuatro años. He
permanecido inmóvil, como aquel día, hasta que mi dedo meñique me ha
desobedecido y ha empezado a acariciarle la piel alrededor del ombligo. Es tan
suave. Pero no se ha retirado ni me ha parado, igual que aquella vez, así que me
he venido arriba y he seguido acariciándole el abdomen con el resto de dedos,
pero muy despacio. No quería romper el momento. Hasta que después de mi
«Marci», que no he podido evitar, nos hemos buscado la mirada. Ahora ya sé
que se ha quedado hipnotizada por los puntitos amarillos que solo ella ha
descubierto. Yo, perdido en sus iris negros, como siempre. Podíamos haber
estado así la vida entera. Pero se ha mojado los labios con la lengua. ¿Era una
invitación a besarla? ¿Vosotras qué creéis? Yo he pensado que sí y, como un
idiota, me he lanzado a su boca desesperado. Pero ella me ha devuelto todos los
besos, tan desesperada como yo, me ha parecido. Primero he sentido el sabor a
mar que ella me ha desvelado. Pero después he notado también el albaricoque,
la fruta fresca. Eran los besos de siempre, los que tanto tiempo llevo soñando y
añorando, pero descubiertos por su punto de vista. No le he preguntado si era
virgen como aquella vez, pero lo he hecho todo como entonces, incluido el
«Dios» que suelto cuando nuestros pechos desnudos se rozan y que no sabía que
lo hacía hasta que Marcia no me ha hecho verlo. Sí sé que no lo hago con nadie
más, porque ese momento lo reservo para ella. Es sagrado. Por eso nombro a
Dios o no lo nombro, pero lo invoco cuando estamos mudos y no nos atrevemos
a despertar a nuestros fantasmas, como ella dice. Aunque el fantasma principal
se llama Álvaro Sansegundo y ha estado a punto de romperse cuando nuestros
cuerpos se han acoplado. Entonces ya no ha sido como nuestra primera vez sino
como nuestra tercera. La definitiva. La que fue en mi cama, sin preservativo
porque éramos unos críos sin experiencia, y me he dejado llevar como aquella
vez, colándome en su cuerpo sin pedir permiso porque es mi lugar en el mundo.
El lugar que me recibe sin esfuerzo porque está hecho para mí, aunque sea tan
capaz de estropearlo todo una y otra vez. Con sus piernas alrededor de mi
cadera, con mis manos abarcando su espalda, sus pechos en mi torso, su boca
mordiendo mi barbilla sin afeitar desde hace un par de días. Yo diciendo
«Marci», sin parar.
Su cuerpo que huele a mandarina, sus besos que saben a albaricoque, su pelo, al
coco de su champú, se me han quedado en la piel. Ahora estoy tratando de
escribiros el resto de la historia mientras la veo descansar, esta vez sí, en el sofá.
Ya no da el sol y he tenido que sacar mi manta verde de borrego que ahora es
suya, para cubrir su cuerpo desnudo antes de que el calor de nuestro placer
compartido se esfume.
—Álvaro… —ha dicho entonces mirándome a los ojos. Y sé que se ha mordido
un «te quiero», esperando a decirlo después de leer todo esto. Ya sé que no lo
pronunciará y que este momento será lo más parecido que yo tenga a la
felicidad. Ojalá sea capaz de conformarme.
—Ya me encargo —le he dicho, cogiendo el móvil y pidiendo un mensajero
con la píldora del día después.
Ella también sabe que no era eso sobre lo que queríamos hablar, pero nos
sirve. Es nuestra manera de estar unidos. Tampoco necesitamos explicarnos que
no lo hemos hecho sin protección con nadie más. Ambos sabemos que lo que
hay entre nosotros es especial. Aunque yo esté a punto de destruirlo.
Tengo que acabar pronto con esto

No quiero alargar la agonía. Voy a acabar pronto con esto. Pero necesito que
entendáis por qué me alejé de ella cuando más fácil lo teníamos. Y sí, Marcia
tiene razón. Después de Gascogna entendí que no podía seguir apartado de ella.
No quería seguir haciéndole daño y tampoco me podía permitir caer en la
depresión a la que me llevaba hacer las cosas mal con Marcia. Pero, aunque su
valentía fue un revulsivo, yo me había ido perdiendo por el camino. Ese Álvaro
que no se quería a sí mismo tenía muy dif ícil entregarse a alguien. Lo supe
cuando la vi en el aeropuerto de Manises, en Valencia.
Esto Marcia no os lo ha contado porque no lo sabe. Nunca le dije que el día
que regresaba de la competición me acerqué a recibirla. Que tenía muy claro que
era nuestro momento y ya no iba a dejarla escapar. No había tenido ningún
novio antes que yo y eso podía separarnos en algún momento, pero no
intentarlo nos estaba haciendo sufrir a ambos y yo no tenía ningún derecho a
tomar esa decisión por mi cuenta. Por fin, había entendido lo que Sof ía llevaba
tiempo diciéndome. Eso y que Gascogna se me había quedado clavada muy muy
dentro. Así que decidí acercarme al aeropuerto para darle una sorpresa. Y esa
noche, declararme en condiciones y comenzar algo juntos. Era 17 de octubre, y
nuestra oportunidad.
En la sección de Llegadas encontré a sus padres y a Carmen, e imaginé que
Amancio estaría aguardándoles en el coche. La primera decepción fue que no
me reconocieron. Sé que yo parecía una sombra de mí mismo. Que estaba más
flaco, con ojeras, el pelo y la barba sin arreglar. No voy a buscar ahora ninguna
excusa. Había abusado del alcohol y de trasnochar y, aunque a Marcia le enviaba
fotos y le mostraba que estaba intentando hacer las cosas bien, no lograba
mantenerlo cuando no la tenía al lado. Por eso muchas veces no le cogía las
videollamadas y solo hablaba con ella por teléfono. Me avergonzaba de mí
mismo y no quería decepcionarla. Pero en aquel momento aún creía que junto a
ella podría salir de ese pozo oscuro. Que lo conseguiría a su lado y por eso
necesitaba hacer aquello. ¿Qué salió mal? Todo.
Me vine abajo cuando Marcia apareció por la puerta de Llegadas y se echó
encima de su familia, Carmen incluida, literalmente. Estaba radiante y
espectacular. Sonriente, guapa, feliz, luminosa. Ella sí me hubiera reconocido,
porque ya me había visto en aquellas condiciones, pero no me acerqué. Era su
momento de recibir a la familia y no quise estropeárselo inmiscuyéndome y
preocupándola. Su felicidad junto a sus padres y a Carmen me dio una patada
bien fuerte en las pelotas. Envidié lo que tenían. Envidié que aquellas tres
personas que tanto la amaban estuvieran ahí para ella. Pero no me derrumbé.
No aún. Decidí que les dejaría un par de horas y llamaría al timbre de su casa
antes de la hora de cenar. No quería que fuera una promesa ni una llamada de
teléfono más. Esa vez era la definitiva y necesitaba la fortaleza que me daría un
abrazo suyo. Estaba decidido. ¿Qué pasó? ¿Por qué nunca llegué a tocar ese
timbre? Pues que soy un cobarde. Eso pasó.
Me acerqué a la verja de su chalé. Dogo salió a recibirme y, como me conoce,
no ladró para avisar de que había un intruso. Ahí lo tuve todo el tiempo,
mientras espiaba entre las sombras la escena que tenía lugar más allá de los
visillos de su cocina. El perro notó mi desesperación porque no se separó de mí y
lamía todo el tiempo mi mano derecha, para darme una fortaleza que nunca
llegó. Si hubiera ladrado... La escena que veía era hogar. Eran abrazos, risas y
sonrisas, regalos, caricias y gestos de cariño. Carmen, Amancio, Candelaria y
Arturo, junto a Marcia. Una familia pequeña pero completamente unida.
Entonces fue cuando mis miedos se apoderaron de mí. El timbre de su casa se
congeló entre mis dedos y nunca llegó a sonar. ¿Por qué? Pues porque yo no
sabía lo que era tener una familia. Nunca había recibido ese cariño y tal vez
nunca sabría darlo. ¿Y si no podía darle a Marcia la familia a la que estaba
acostumbrada? No me habían enseñado a amar. ¿Y si no era capaz de hacerlo?
Sé que todos aquellos miedos no eran más que mi cobardía unida al abuso de
sustancias. Habían dejado la percepción de mí mismo en muy malas condiciones
y no era capaz de ver algo positivo en mi persona. Esta vez sí que toqué fondo y,
apoyado en aquella verja me di cuenta de que no era justo que Marcia cargara
con un impresentable como yo. ¿Y si nunca podía dejar de beber y de tomar
sustancias? ¿Y si estaba enganchado de verdad? ¿Y si amarla suponía separarla de
su familia y no ser capaz de ofrecerle nada igual, porque no sabía hacerlo? Ya sé
lo que pensáis. Sofía no se mordió la lengua cuando dos semanas después me
llamó y no pude no contestar como había decidido hacer, porque estaba
reventando mi móvil con su insistencia.
—Joder. ¿Qué quieres, Sofía?
—Lo primero que quiero es que me hables bien. —Así es Sof ía—. Después,
que me digas qué cojones estás haciendo. —Ella sí podía hablarme mal.
También es verdad que me lo merecía.
—No estoy haciendo nada.
—Efectivamente, no estás haciendo nada de lo que habíamos hablado hace
dos semanas y media, cuando me dijiste que estabas listo y que te ibas a declarar
a Marcia. Explícate.
—No voy a hablar de eso, y menos por teléfono. Ya no es asunto tuyo. Se ha
acabado esto, Sofía. Déjalo.
Pero veinte minutos más tarde apareció en mi casa. No sé por qué sabía que
estaba en mi piso de Barcelona. Había huido allí tras aquella madrugada
agazapado junto a los jazmines del chalé de Marcia. Abrí porque pensé que era la
cena que había pedido. Si no, no hubiera consentido que me viese así. Además
de todo lo que llevaba encima, no me había duchado en varios días.
—¡Dios, Álvaro! Qué asco das.
—Gracias —respondí irónico—. ¿Qué haces aquí? ¿Nunca te das por vencida?
—No. Llevo demasiado tiempo invertido en ti como para rendirme ahora.
—¿Soy una inversión? ¿Esto es un negocio más de los de tu familia? —Sé que
fui cruel, pero no estaba siendo yo mismo en aquella época. Tal vez ya nunca lo
fuera. Pero Sofía no me lo tuvo en cuenta. Es demasiado inteligente como para
entrar en juegos dialécticos.
—Exactamente. Y no voy a echarlo a perder. ¿Por qué no te declaraste como
habías dicho que harías?
—No somos peones, Sofía. No puedes controlarlo todo.
—Y tanto que lo siento. Por eso necesito que me digas qué pasó.
—Pasó lo que tenía que pasar. Que no la merezco. Te equivocaste conmigo.
—No. Tú te estás equivocando contigo mismo. Eres un niñato malcriado que
nunca se ha enfrentado a la vida real. Crees que nadie te quiere porque tus padres
te abandonaron de pequeño y no vas a saber querer a nadie. Pues bien, lámete las
heridas en esta pocilga llena de lujo y cómete tú solito tu cobardía. Desde luego,
tienes razón. Marcia no se merece esto.
Y abandonó mi casa tras un portazo. Creo que estaba queriendo que
reaccionara, pero no lo consiguió. Me convertí en un desecho humano. Ni
siquiera me planteé por qué Sofía sabía tanto de mi familia. Ahora supongo que
lo habría hablado con Marcia en alguna ocasión, pero en esos momentos no
podía más que odiarme a mí mismo y a mi cobardía. Entonces sí que le fui infiel
a Marcia con otras mujeres sintiéndome peor al hacerlo. Y busqué las sustancias
que Soraya me ofrecía, aunque ya no compitiéramos en el mismo equipo porque
habíamos perdido el patrocinio. Por mi culpa. Ya lo sé.
Cuando discutí por teléfono con Marcia hablaron el alcohol y las drogas y mi
autodesprecio. Yo no hubiera sido capaz de ser tan cretino, pero aquel Álvaro,
aquel que le dijo que no encontraría a nadie que la follara mejor que yo, lo fue y
no me lo podré perdonar jamás. Esta vez sí que toqué fondo, lo toqué y me
sumergí en él. Fue Sofía, una vez más, quien acudió en mi ayuda. Y que acudió
fue literal. Apareció en mi piso, otra vez. No sé cómo le quedaba paciencia
conmigo. Echó de malos modos a las dos chicas que tenía durmiendo en mis
sofás —mi cama ya sabéis para quién la reservo— y acabó de espabilarme con
sus gritos.
—¿De verdad vas a tirar por la borda los seis años que llevo ayudándote con
Marcia?
—Ya lo he hecho. No hay solución —era mi yo de resaca tóxica quien
hablaba.
—Bien. Podemos dejarlo así si quieres. Que tú te odies y ella también. Y que tu
funeral se quede vacío.
—Mi funeral está más cerca de lo que crees. —No me lo tengáis en cuenta, por
favor.
—Bien. Dame tu móvil. Necesitamos soluciones drásticas.
—¿Mi móvil? ¿Para qué quieres mi móvil?
Y entonces ya no contestó. La oí tener una conversación, ni más ni menos que
con mi abuelo.
—¿Es usted Quino? Soy Sofía, amiga de Álvaro (...). A ver, bien bien no está…
—Aquí traté de hacerle señas para que acabara esa conversación, pero se encerró
en el cuarto de baño para que la dejara tranquila hablar. Aun así, la escuché—.
Voy a mandárselo en un avión. ¿Está usted en Altea? (...). Hay un vuelo dentro de
dos horas, que llega a El Altet a las seis. ¿Se puede hacer cargo? (...). —No escuché
el «Desde luego» de mi abuelo, pero lo pude imaginar—. Por favor, no me lo
devuelva hasta que esté limpio. ¿Me entiende? (...). —Adiviné un «Por
supuesto»—. Muchísimas gracias, Quino. Deme la dirección de Altea para
enviar su ropa. Ahora no me da tiempo a hacer más que una pequeña bolsa (...).
Y como no sé llorar, pues me dediqué a pegarle puñetazos a la pared. Así de
imbécil estaba. Ya no escuché el resto de la conversación, pero sospecho que iría
sobre las pésimas condiciones en las que me encontraba. Me sentía una mierda,
pero era un alivio tener ahí a Sofía.
Aunque a ella no pude agradecérselo hasta casi dos meses después, cuando mi
abuelo consintió devolverme el teléfono y me dejó libre, por un rato, de la sauna
desintoxicante en la que me hacía permanecer dos sesiones al día. Supuse que
Sofía estaba al tanto de sus métodos. Métodos entre los que también estaba
acudir a un psicoterapeuta francés que conocía bien. Funcionó con las adicciones
y también con mi aspecto, pero no hizo que me sintiera mejor. Me hizo ser
consciente de que yo solito había arruinado mi futuro con Marcia y no podría
perdonármelo nunca. Jamás.
¿Sabéis cómo me había sentido aquel 18 de diciembre sin móvil? Estábamos
enfadados y seguro que Marcia no esperaba una felicitación por su cumpleaños,
pero aun así conseguí conectarme al ordenador y subir un estado a mi
WhatsApp: «¿Algún día podré borrar las cagadas de 2017?». Sé que fue una
gilipollez, pero era la única forma que encontré de pedirle perdón. No supe
entonces si lo había visto o si había pensado que era para ella. Nuestra confianza
se había roto por mi culpa y ya no podía preguntar. Por suerte hablé con Sof ía
en Nochevieja. ¿Os acordáis del año anterior? Yo prefería no hacerlo.
—¿Cómo está? ¿Me odia mucho?
—¿Cómo estás tú?
—Bien, bien. Mi abuelo me tiene a raya. Pero ¿y Marcia?, ¿está bien?
—Bueno. Ha tenido épocas mejores.
—Ya he visto que estáis en Nueva York. Espero que disfrute del viaje, por lo
menos.
—Álvaro —aquí bajó la voz—, ponte en forma, que en marzo estás
compitiendo de nuevo. No pienses en nada más.
—¿Me has conseguido patrocinador? ¿Cómo lo has hecho?
—Eso es lo de menos. Tú ponte fuerte, sano y guapo. Del resto me ocupo yo.
—¿Y Marcia? —no podía dejar de insistir. Solo quería pronunciar su nombre
en voz alta.
—Te echa de menos, pero tenéis que desconectar. Ya ha visto tu estado.
—¿Lo ha visto? ¿Y qué ha dicho?
—Nada. Se ha puesto a llorar.
—Joder. Soy un cabrón.
—Un poco sí. Pero, bueno, intentaremos que al menos deje de odiarte.
—Gracias por cuidarla todo este tiempo. Y por todo lo que haces siempre por
mí.
—Escúchame. Esta es la última oportunidad que te doy. No puedo consentir
que mi amiga sufra más por nuestra culpa. Deja de sabotearte. Fíjate en lo que
tienes alrededor. Sí que has conocido el cariño de la familia, aunque sea una
familia diferente, y sí serás capaz de darlo cuando llegue el momento, sea con
Marcia o con quien sea, si es que con Marcia la hemos cagado del todo, ¿de
acuerdo? Y ahora, ponte en forma para competir y dale un abrazo a tu abuelo de
mi parte. Adiós.
Y aquella fue la última vez que pensé que no había tenido el cariño de una
familia. Las declaraciones de Sofía habían sido más directas que todas las charlas
del terapeuta. Sin embargo, estampé el móvil recién recobrado, porque fue la
primera vez que Sofía dudaba de que pudiera conseguir algún día estar con
Marcia. Entonces fue cuando mi abuelo me ofreció el saco de boxeo. No le hacía
ilusión que me cargara sus paredes a puñetazos.

Pero el 2 de marzo de 2018 llegó, y a partir de ahí fui obediente con las
instrucciones de Sofía —y también con las de mi abuelo, claro—. Ya había
aprendido por las malas que ir por libre no me iba a salir bien. En febrero ya
estaba en Barcelona. Teníamos que prepararlo todo minuciosamente. Desde
luego del tema de los patrocinadores y del equipo ya sabéis quién se encargó.
Sofía es la mejor negociando y ya había varios equipos queriendo a Marcia de
timonel. Yo también la quería, pero no solo de timonel, aunque habría de
conformarme con eso para no cagarla de nuevo. Por eso empecé a llamarla así,
para recordarme a mí mismo que no debía pasarme. La estrategia de Sof ía
consistía en que volviera a confiar en mí, así que nuestra relación se ceñía al
barco. El único sitio donde aún me respetaba y donde podría hacerme valer.
Había que volver a tener paciencia. Esta vez valía la pena, aunque solo fuera para
recobrar su amistad, que era lo único a lo que me veía capaz de aspirar. Desde
luego, se habían acabado las sustancias tóxicas y debía continuar con la terapia.
Nadie quería arriesgarse a que volviera a las andadas. Ni Sofía ni mi abuelo ni yo
mismo.
¿Recordáis la bronca que me echó? Yo no he podido olvidarla: «¡Que yo sepa,
lo poco personal que había entre nosotros decidiste mandarlo a la mierda! Y
nada me conoces si crees que un niñato que no sabe lo que quiere va a impedir
que compita al cien por cien. Eres tú quien debería dejar fuera del catamarán las
tonterías, si no quieres verte sin equipo». Me quedé sentado por no besarla con
todo lo que tenía dentro y volverla a cagar. Ya os he dicho que cuando está
enfadada me pone mucho. Saca toda su energía y es tan certera en su discurso
que no puedes más que admirarla, adorarla, amarla. Y ya lo sabéis. Tenía toda la
razón en cada una de sus palabras. Yo era un niñato que no sabía lo que quería.
Pero sí lo sabía, aunque no acertara en demostrarlo. Ella era la madura entre los
dos, pese a que yo llevaba años retrasando lo nuestro alegando que era joven.
Estaba claro quién de los dos tenía las ideas claras. Por eso me quedé plantado y
no seguí tras ella.
Empecé a disfrutar llamándola «timonel» y notándola enfadada conmigo.
Soy masoquista, ya os lo he dicho. Enfadada tiene tanta energía que aún brilla
más. Y las hormonas se me disparan solas. Por eso flirteaba con otras cuando
salíamos a celebrar alguna victoria. Por no echarme sobre ella y estropearlo todo
entre nosotros una vez más. Cuando se iba, decepcionada, me deshacía de las
otras, porque solo eran una distracción para no fijarme en Marcia. Mi actitud
con ella aún la mosqueaba más y al día siguiente su furia era desbordante. Y yo
me estaba volviendo loco porque verla así me excita y me acojona en el mismo
grado.
De vez en cuando intentaba ella ligar con alguno para darme celos. Lo supe
antes de leerlo en lo que os ha escrito. Y a mí me daba mucho morbo verla con
otros, pero pendiente de mí. Ignorarla todavía la sacaba más de quicio. Fue una
etapa muy divertida. Hasta que la vi besando a la alemana. No sé qué se me
removió. Sabía que con otros tíos podía competir, pero no tenía confianza
contra una mujer. ¿Y si le acababan gustando las chicas y perdía para siempre mi
oportunidad? Es verdad que habíamos bebido todos mucho y que no tenía el
pensamiento muy lúcido. En realidad, yo no había bebido apenas, pero como ya
no estaba acostumbrado me había subido enseguida. Es probable que otro día
con menos alcohol en el cuerpo ese juego me hubiera parecido inofensivo, pero
me obsesioné con la idea de que se hiciera lesbiana de repente y la perdiera para
siempre. No lo pude consentir. Me metí en medio y ya sabéis cómo acabó la cosa.
Enrollándonos como dos desconocidos. Me excitó y me dolió. Todo junto. En
cuanto desapareció de mi habitación, arrepentida, llamé a Sof ía. Ya no sabía
decidir por mí mismo.
—Se ha ido incluso de la concentración.
—No te preocupes. Llegará a Marmaris.
—¿Y qué hago?
—Nada. Acuérdate cuando se largó a Eslovenia. Te alegras de verla y no sacas
el tema. Ella sola recompondrá sus emociones.
—¿Y luego qué?
—Y luego buscas otra ocasión. Os volvéis a enrollar y por la mañana ya no la
dejas ir. Te declaras y empezáis de verdad algo sano. Ahora sí que es el momento,
Álvaro.
—Estoy acojonado.
—Lo sé. Pero esta vez lo harás bien. Ya sabes lo que no funciona.
—Vale, vale. Lo haré bien.
Vosotras ya sabéis que no fui capaz de hacerlo bien y que salí huyendo de
aquella habitación en la que volvimos a enrollarnos y donde debía seguir el plan
trazado por nuestra amiga, pero esta vez tenía una buena excusa, y hasta Sof ía la
entendió.
La historia transcurrió como Marcia os la ha contado. Yo estaba feliz.
Habíamos quedado primeros y esa noche me iba a declarar. A ella la notaba
nerviosa, pero no supe hasta qué punto hasta mucho después, casi al amanecer.
Pero al principio de la noche me parecían buenas señales. Creía que iba a salir
bien. Estaba convencido. La busqué varias veces, la dejé que huyera otros ratos,
hasta que vino a despedirse. Era mi momento. De repente ya no estaba nervioso.
Confiaba en lo que yo sentía, pero mucho más en lo que sentía ella. Estaba
convencido de que esa vez saldría bien. Pero no. Sabéis que no iba a salir bien.
Abandoné esa habitación porque lo que vi en sus ojos no me gustó nada. Era
dependencia, era miedo, era súplica. Y Marcia no es así. La había roto, y no era el
momento de empezar nada. Con Marcia destrozada hubiéramos iniciado una
relación enfermiza en la que ella lo daría todo por lo nuestro, incluso su
personalidad; ya estaba dejando de ser ella misma, como podía verse en su
mirada suplicante. Me dolió muchísimo irme de aquella habitación sin dar
explicaciones, pero Marcia debía curar esa herida antes de abrirla de nuevo. Y
esta vez Sofía lo entendió. Yo creo que vosotras también. Pero ¿y Marci? ¿Lo
entenderá ella cuando lo lea o pensará que seguía manipulándola? Puede que
estuviera haciéndolo, pero no tenía más remedio. No quiero a Marcia a toda
costa. La quiero feliz y dueña de sí misma.

Todo lo que vino después fue muy doloroso. Distanciarme de ella, aparecer
con Dominique, verla con mi mejor amigo. Pero era mi sacrificio, mi
redención. Yo la había roto y debía dejarla recomponerse lejos de mí. Lo de
Dominique fue idea de Sofía, cómo no. Ya la vais conociendo. Fue ese invierno,
antes de empezar la competición.
—Puedo buscaros equipos y patrocinadores diferentes, pero no la veo bien
para quedarse sola. Ni siquiera habla con Carmen. Y a mí ni me coge las
llamadas.
—Podemos seguir compitiendo juntos. Yo esta vez lo voy a controlar. Lo
tengo muy claro. Pero ¿ella?
—Bueno, los métodos drásticos son los únicos que funcionan. Para empezar a
recomponerse se tiene que romper del todo.
—¡Sofía, no! Que te conozco...
—No hay otra.
—¿Qué se te ha ocurrido? ¡Me das miedo!
—Una compañera de facultad necesita dinero para irse el año que viene de
Erasmus. Creo que estaría dispuesta a hacerse pasar por tu novia, a cambio de lo
suficiente para su viaje a Varsovia.
—¡Qué fuerte! ¿Otra vez con eso?
—Es la única forma, Álvaro. Mientras tú no tengas pareja, ella seguirá
pendiente de ti y no rehará su vida y no volverá a ser ella misma. Los dos
necesitamos a la Marcia de siempre, pero ella se necesita mucho más.
—Sofía, nos vas a matar.
—No hay más remedio, Álvaro. Es la única forma de que Marcia se
recomponga. Que le quede claro que tú has pasado página.
—No puedo hacerlo. No voy a poder. No quiero destrozarla.
—Si no lo haces es cuando vas a destrozarla. Piensa en ella, no en ti, joder.
Y así volví a tropezar por tercera vez en la misma piedra, la de una pareja falsa,
pero esta vez mi objetivo no era tener una relación con Marcia, sino que ella
volviera a estar bien, y por eso fui capaz de cualquier cosa, aun incumpliendo mi
promesa de no volver a caer en la misma gilipollez. Dominique resultó ser una
tapadera excelente. Era guapa, discreta y muy profesional. Entendió muy bien
los términos de nuestro contrato y nunca intentó que lo nuestro dejara de ser
ficción —como sí le había ocurrido a Soraya, todo sea dicho—, cosa que
agradecí, porque venían situaciones muy duras y no hubiera podido lidiar con
todo.
Sofía no nos abandonó en ningún momento. En Cádiz, cuando Marcia vio a
Dominique por primera vez y hundimos el Nacra 17, Sof ía estaba en el hotel de
concentración, de incógnito, esperando por si la cosa se ponía fea. Yo creía que
ya estaba suficientemente fea, pero la templanza de Sof ía es digna de
admiración.
—¿Por qué no sales tú a buscarla? —sugerí.
—Yo no estoy aquí, Álvaro. ¡¿Te quieres relajar?!
—¿Entonces para qué has venido?
—Para evitar que haga una locura. Ya lo sabes.
—¿Y no te parece una locura que sean las dos de la mañana y no sepamos nada
de ella desde la una del mediodía?
—Para ser Marcia tampoco es para tanto.
—Sofía, por favor.
—Nada de por favor. Si se entera de que estoy aquí y todo esto es un montaje se
nos hunde del todo. Y esta vez ni siquiera tendría una amiga en la que apoyarse.
Hay que esperar.
—Me voy a volver loco. Voy yo a buscarla.
—Ve si quieres. Pero entonces sí que será capaz de tirarse por el malecón. O de
tirarte a ti.
—¿Le pongo un audio? —Me inspiré después de resoplar. Dominique, atenta a
todo, pero en silencio.
—Vale, pero no seas ni demasiado frío ni demasiado cariñoso.
—¡Joder! ¡Qué difícil! ¿Qué le digo?
—«Marcia, vuelve, por favor. Estoy preocupado» —apuntó Dominique,
como idea.
—«Estoy preocupado» es demasiado personal. Dile «estamos preocupados»
—esta fue Sofía, ya sabéis, la dura del grupo.
—Vale. —Pero no pude evitar decir Marci, en lugar de Marcia. Quería que, de
alguna manera, supiera que seguía amándola. Para mí era un mensaje
encriptado. Sofía me miró mal al escucharme decirlo, pero ya estaba
enviándolo.
—Te has pasado —me riñó después de permanecer en silencio unos segundos
para asegurarse de que ya no estaba grabando.
—Sofía, por favor. Estoy preocupado de verdad.
—Ya está aquí —avisó Dominique, que miraba por la ventana.
Sofía me retuvo para que no me asomara yo también.
—¿Cómo está? ¿Cómo la ves?
—Bien. Viene haciendo footing.
No pude evitar sonreír, de alivio y orgullo. Soy así de listo. Me tumbé en la
cama vestido como estaba y me dormí soñando que iba a su habitación a
comprobar que estaba bien y hacíamos el amor como locos. Me desperté aún
con la ropa puesta, las piernas dormidas, por tenerlas colgando, y congelado. No
competíamos ese día, entre otras cosas porque habíamos roto el barco, así que
me puse el pijama y me metí debajo del edredón de aquella cama que era solo
para mí, porque Dominique dormía en el sofá de la suite —decía que yo debía
estar descansado para la competición—, y Sofía tenía otra habitación en el ala
opuesta del hotel para no llamar la atención. Yo necesitaba continuar con el
sueño que tenía a medias.

Los siguientes meses fueron especialmente difíciles. La vi recomponerse poco


a poco, pero estábamos distanciados. Ya ni siquiera se mostraba enfadada
conmigo. Sabía que estaba intentando conocer a otras personas y que de vez en
cuando lograba enrollarse con alguien, porque Sof ía me lo contaba. Al menos
esa temporada sí que se desahogaba con su mejor amiga. Yo también.
Dominique no era muy habladora y tampoco quería abusar de ella, aunque su
trabajo estaba muy bien pagado y podría haberle hecho que me escuchara, pero
algo me decía que era mejor así, que guardáramos las distancias.
Sin embargo, el paso para que Marcia saliera con alguien quedaba muy lejos.
No estaba por la labor. Sofía, como siempre, decidió incitarla. Yo no me lo
podía creer.
—Si no la empujamos no va a salir con nadie. Tenemos que ponérselo fácil.
—Ya estamos, Sofía. ¿Por qué no lo dejas? A mí ya no me interesa que tenga
un novio. Ya me he dado cuenta de que ella tiene que tomar sus propias
decisiones.
—Pero ¿no ves que si no sale con nadie es porque aún está enamorada de ti y
así no se va a curar nunca? Necesita salir con alguien en serio. Ya no es por ti. Es
por ella.
—¿Y qué propones?, ¿que le pongamos también un novio falso? —Ya me estaba
cansando de las ideas de Sofía, sobre todo porque no tenían que ver conmigo y
no me hacía gracia, tampoco voy a ir ahora de noble. Seguía, y sigo, enamorado
de Marcia. No os voy a engañar.
—Creo que es el momento de hablar con Roderic.
—¡¿Qué?! —Me atraganté con la cerveza que me estaba tomando. Sí, cerveza;
creía que lo tenía controlado.
—Lo haremos juntos, no te preocupes.
—¿Qué haremos juntos? ¿Qué dices? Sof ía, por favor.
—Mira. Marcia no va a salir con nadie que le aleje de ti, porque sigue pillada
contigo. Así que, si tiene la opción de estar con alguien cercano, no se lo pensará
tanto y accederá. Estoy harta de verla renunciar a gente interesante sin ningún
motivo. Tiene que avanzar.
—No me quiero inmiscuir esta vez. Haz lo que creas conveniente.
—No. Lo siento. Te necesito.
—Sofía...
—Roderic no saldrá con ella si no entiende que tú has pasado página.
—Es que no he pasado página.
—Pero eso no tienen que saberlo ninguno de los dos. Además, para ti
tampoco es sano aferrarte a esto.
—¿Ahora estás pensando en mí? Gracias, amiga. —Me estaba manipulando a
mí también. Por eso sé cómo se sentirá Marcia cuando lea estas páginas.
—Álvaro, va. No te pongas tan tenso.
—Para ti esto es un juego, Sofía. Pero se trata de nuestros sentimientos. De los
de Marcia, de los de Roderic y de los míos. No puedes ser la directora de la escena
y dejarnos al margen, porque nos destrozarás.
—Marcia y tú ya estáis destrozados. Trato de ayudaros.
—Metiendo en esto a Roderic, para acabar machacándolo a él también.
—No quiero machacar a Roderic. A Roderic hay que explicárselo todo para
que decida libremente.
—¿Todo? ¿Qué es todo? —y otra vez más, sin darme cuenta, con esta pregunta
le estaba dando alas a las ideas de Sof ía.
No esperó a que yo me hubiera hecho a la idea. Esa misma noche quedamos
los tres, porque al día siguiente había organizado una fiesta para celebrar otra de
nuestras victorias. Ya ni siquiera me entusiasmaba la clasificación. Habló ella
todo el tiempo.
—¿Vienes mañana a nuestra fiesta, Roderic?
—Vale...
—A ver. Te hemos llamado porque estoy preocupada por Marcia. —Pedí un
vodka. Muy mala idea, ya lo sé, pero es que no iba a poder con esa conversación
—. Me ha dicho que le gustas —de un trago me lo bebí entero. Pedí otro—,
pero, claro, ella no se va a atrever a insinuarse, porque Álvaro es tu mejor amigo
y no quiere inmiscuirse en vuestra amistad.
Roderic me miró. Buscaba mi aprobación. Volví a hacer desaparecer mi bebida
antes de asentir para que siguiera escuchando a Sof ía.
—Yo sé que a ti también te gusta y que no haces nada por respetar a Álvaro,
pero creo que es una tontería. Álvaro lo tiene superado y no deberíais sufrir más
por eso.
Otro vodka, otro asentimiento. No iba a poder levantarme de esa banqueta.
—No lo veo claro. Ellos dos siempre están haciendo la goma. —Me señaló en
un gesto que no me gustó nada. No me largué porque me daba miedo marearme
y hacer el ridículo—. No tengo ganas de juegos.
—No es un juego, Roderic —seguía Sofía—. Aunque parezca mentira, están
madurando. Marcia está muy estable y Álvaro tiene a Dominique. —Nunca le
conté a mi mejor amigo que esa relación también era falsa—. Ahora le gustas
tú, en serio.
—No sé. Tengo la sensación de que es meterme donde no me llaman. ¿Tú no
dices nada? —Ambos me miraron. Quería que se me tragara la tierra. Me aclaré
la voz.
—Yo estoy con Dominique. —Me entraron arcadas; creo que las controlé—.
Si esto va a hacer feliz a Marcia, adelante. —Levanté la copa y todo, dando
muestras de un entusiasmo que solo quería disimular mi mal cuerpo.
—¿Tú crees de verdad que ha pasado página, Sofía? —Me ignoraron los dos.
Ambos pensaron que había bebido demasiado y no les culpo. Tenía unos meses
por delante muy pero que muy dif íciles. Pero no os preocupéis, aguanté sin
vodka.

Y, sin embargo, cuando empezaron a salir, de repente, cambió todo. Marcia


estaba radiante y reía conmigo como si fuéramos los dos críos que entrenaban
juntos en el Optimist. No sé por qué se fraguó el cambio, pero no podía creer lo
feliz que me notaba compitiendo junto a ella o cuando quedábamos con los
amigos. Sentía que todo había valido la pena viéndola tan bien —no os contaré
lo guapa que estaba porque me excito y en estas circunstancias no me lo puedo
permitir—, aunque no os voy a engañar. Por las noches me moría de soledad y
de celos. Roderic estaba dejando de ser mi mejor amigo. Entendía que se
hubiera enamorado de Marcia, pero yo hubiera respetado a la mujer de un
amigo, por más que la amiga entrometida me hubiera intentado convencer.
Con Sofía no me enfadaba, porque sabía que su intención era buena.
Dominique estaba ya preparando su viaje y, aunque se ofrecía como hombro
donde llorar, le estaba cogiendo manía. Esa falsa relación me alejaba de Marcia,
aunque me acercara a su amistad. Ahora sí que estaba en la puta friendzone. Y
aun así, quien se enfadó fue Roderic.
—¿No crees que te estás pasando? —comentó sin previo aviso una noche de
copas cuando las chicas se fueron al baño y nos quedamos solos. No me gustó
nada su expresión, pero el tono de su voz fue hiriente.
—¿Qué? —Intuía a qué se estaba refiriendo, pero no sabía mantener esa
conversación.
—Con Marcia. Te estás pasando.
—¿Yo? ¿Qué dices? No te entiendo. —Necesitaba ganar tiempo.
—No te hagas el tonto. Estás intentando ganártela otra vez. Pero ahora está
conmigo.
—¡Qué dices! No. Yo estoy con Dominique.
—Ya veo que Dominique no es nada celosa, pero yo sí, tío, y te estás pasando.
Te lo repito.
—No es lo que parece, tío. Solo estamos tratando de volver a ser amigos. En el
barco no podemos hablar y ahora con los dos con pareja estamos tan bien que
me dejo llevar. Siento si parece otra cosa. De verdad que no es nada de lo que
estás pensando. —Mentir, mentir y mentir. Hacía años que mi vida era una puta
mentira.
—Pues relaja, porque parece que me quieres levantar a la novia.
Me mordí un «Yo respetaría a la novia de mi amigo» porque era un
comentario que nos hubiera llevado por muy mal camino y, además, reconocí a
tiempo que Marcia nunca había sido exactamente mi novia. Así que asentí, dejé
que la sangre que pasaba por mis venas se enfriase, y sonreí a las chicas que ya
estaban volviendo. Sin embargo, entendí lo que Roderic quería decirme. Se me
iban los ojos y las sonrisas a Marcia. No lo podía evitar.
Hasta que hace tres meses pasó lo de Altea. Desde Navidad la había notado
nerviosa. Estaba alterada, me gritaba por cualquier cosa, maldecía, mordía los
cabos antes de atarlos, clavaba las uñas en el timón, me lanzaba los
instrumentos de cualquier manera. No tenía motivos para estar enfadada
conmigo, así que deduje que algo le pasaba con Roderic y descargaba en mí la
frustración. Analicé su situación y me di cuenta de que hacía tiempo que no se
escapaba sola a ningún sitio. Ni siquiera se quedó unos días en Valencia por
Navidad. Por eso le propuse la locura de coger una avioneta y largarnos a
cualquier parte. Supuse que si era a un lugar donde no se viera obligada a dar
explicaciones, mejor. Por eso se me ocurrió ir a Altea, aunque no tenía pensado
que nos quedáramos a dormir.
No os podéis imaginar las ganas que tenía de abrazarla, de besarla, de hacerla
mía. No había llevado a nadie a mi ático. Ni siquiera a Roderic. Era mi espacio
privado, y solo me había imaginado compartiéndolo con una persona. Y esa
persona estaba allí conmigo, aunque yo tenía que esforzarme todo el tiempo en
recordar que tenía novio, uno que además se suponía que era mi mejor amigo.
No sé por qué se me ocurrió entrar en el dormitorio sin llamar antes. Cuando se
asustó al escucharme tras ella me di cuenta de que solo era mi invitada. Yo no
tenía ningún derecho a entrar en su habitación, aunque fuera mi casa, aunque
fuera mi compañera, aunque yo siguiera enamorado de ella, aunque aún
recordara cada centímetro de su cuerpo, aunque estuviera deseando retenerla en
mi ático para siempre. ¡Mierda!
Durante la cena intenté centrarme. El motivo de aquella escapada era ayudarla
en su relación con Roderic, no lanzarme sobre ella como un tiburón
hambriento. Debía conseguir ser ella misma con quien estuviera, si no se vería
obligada a huir definitivamente de esa relación y yo la perdería para siempre.
¿Estaba siendo egoísta? Era la única forma que encontraba de hacer aquello. No
podía renunciar a Marcia, pero me conformaría con estar cerca, con sentirla en
los entrenamientos, con compartir parte de su tiempo, con saber que estaba
bien. Prefería ser su confidente de otros amores antes que verla alejarse, a
Eslovenia, por ejemplo. Yo podría rehacer mi vida con otras personas, la prueba
estaba en Dominique, pero antes tenía que saber que era feliz y no la perdería
del todo. Me aferré a eso para tener aquella conversación. Pero nombré
Gascogna, a saber por qué, y se hizo el silencio entre los dos.
Y el caso es que sí sé por qué nombré Gascogna. Porque soy gilipollas. Porque
soy un puto cabrón machista que quería marcar territorio. «Quédate con mi
amigo, si quieres, pero en el fondo sé que estás enamorada de mí. Acuérdate de
Gascogna. Nadie hace una cosa así si no es por amor. Me has amado, Marci. Me
amas, Marci. Pero te dejo que estés con Roderic porque yo fui el primero y eso
no me lo va a quitar nadie». Eso es lo que quise decir cuando pronuncié «¿Por
qué no te escapas a Gascogna a ver a Magda y Sonia que están preparando la
pretemporada allí? Lo de ir a Gascogna lo tienes superado». Pero con aquel
silencio demostramos que ninguno de los dos tenía Gascogna superado.
No pegué ojo en toda la noche. Me di cuenta de que estaba siendo un egoísta
que no la dejaba evolucionar. Debía apartarme de ellos. Debía quitarme del
medio para no inmiscuirme en su relación y que pudieran de verdad ser felices.
Eso significó para mí el abrazo en mi balancín. Era una despedida. A partir de
ese momento me iba a retirar, aunque mi abuelo no me creyó.
—Así que está aquí.
—¿Cómo lo sabes? —Entraba sonriente por mi puerta seguido de Ricardo que
llevaba el desayuno de una multitud.
—Me quedé anoche mirando las estrellas.
—¡Abuelo! —Lo imaginé apuntando con su telescopio hacia mi terraza.
—Esto en invierno es muy aburrido —rio socarrón—. Veo que la visita no va
muy bien.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, por tus ojos rojos, diría que alguien ha intentado llorar esta noche y
no lo ha conseguido. Y por tus guantes sobre la encimera, apostaría que ese
alguien ha necesitado descargar la frustración. ¿Sigo?
—No. Déjalo.
—¿Dónde está?
—En la ducha.
—Desayuno con vosotros. La quiero conocer.
—Abuelo. No la quieres conocer. Es la novia de Roderic y no es nada mío. Ya
no.
—Da igual. Quiero conocer a la novia de Roderic.
—No. No quieres. Vete ya, por favor. Así no me ayudas.
—Como no te ayudo es dándote la razón. Tú has empujado a Marcia a ser la
novia de Roderic, porque no te has atrevido a serlo tú. No puedo darte la razón
cuando no la tienes.
Pero no pudimos acabar esa conversación porque escuchamos la puerta del
dormitorio de Marcia, bueno, el de las visitas que nunca venían, y tanto mi
abuelo como yo nos quedamos embobados al verla bajar las escaleras. Parecía
que volara. Parecía que brillara. ¿Por qué es tan guapa? ¿Por qué es todo tan
difícil?
Como era de esperar, mi abuelo se quedó enamorado de ella, y ella de él, todo
hay que decirlo. Y como no habíamos acabado la conversación tuvo que
seguirme hasta el coche cuando Marcia fue a preparar sus cosas para el viaje.
—Tienes que ser valiente, Álvaro. Sabes que ella no está enamorada de
Roderic, ¿verdad?
—No insistas, abuelo. La he perdido. Esto ha sido una despedida.
—Ojalá que no. Ojalá os deis cuenta algún día de que estáis equivocados.
—Me tendré que conformar con haber estado cerca de conseguirlo.
—Pues no te conformes, hijo. Lucha hasta el último momento. Como en el
catamarán.
Le devolví una mirada de derrota y se fue sin despedirse de Marcia. Le dolía
casi más que a mí que la dejara marchar.
El viaje de vuelta fue horrible y la separación frente a su casa, una tortura. Esa
misma noche me propuse llamar a Dominique para intentar sacar a Marcia de
mi mente y dejarla seguir con su vida. Pero no pude hacerlo. Posponía ese
momento una y otra vez, y cuando quise darme cuenta nos estaban confinando
y no pude dejarla sola con Roderic. Él no la comprendía y aquello podía estallar.
Lo que no había imaginado era que estallaría contra mí.
Lo de después ya lo habéis leído de lo de Marci. No tenía previsto contarle
todo esto. Había pensado explicarme con respecto a mis sentimientos hacia ella,
pero no podía destapar los motivos de todas mis cagadas. Pero cuando leí lo que
había escrito. Cuando fui consciente del tiempo que llevo haciéndola sufrir y de
lo poco que ha entendido o de lo mal que lo he hecho, más bien, ya no he
podido esconderme más. A ella le debía una explicación. Y a vosotras también.
Ahora ya toca que se lo enseñe y cualquier cosa es posible con Marcia. Ojalá lo
entienda y sea capaz de perdonarme. Lo de acabar juntos ya es demasiada
fantasía.
Y aquí van las consecuencias

Sigo siendo Álvaro. Escribo porque no sé qué hacer. No os podéis imaginar la


que se ha montado cuando Marcia ha acabado de leer mi historia. Al principio
me miraba con curiosidad. Iba abriendo los ojos, que cada vez se volvían más
negros, conforme descubría un nuevo engaño por parte de mí y de Sof ía.
Algunas veces se retiraba algunas lágrimas y seguía leyendo sin decir palabra. Yo
quería morirme. Nunca he estado más arrepentido de mis actos. Jamás pensé que
acabaría contándoselo todo y perdiéndola por hacerlo. Pero no podemos seguir
adelante con nuestras vidas, ahora ya sé que será por separado, si no lo aclaro
todo. Si no le hago comprender el porqué de mi comportamiento estúpido. Si al
menos no le explico que el problema nunca fue ella, sino yo.
Al acabar la última línea seguía muda. Se ha metido en su habitación y ha
cerrado la puerta sin dirigirme la palabra. Estaba procesando. Y yo estaba
muriéndome. Necesitaba una reacción. Aunque me hubiera tirado algo a la
cabeza. Pero ese silencio me estaba volviendo loco. Hasta que un par de horas
después, serían las ocho de la tarde, la he escuchado grabar un audio de
WhatsApp: «Venid aquí inmediatamente. Los dos». Enseguida he recibido yo
un mensaje de Sofía.
Sof ía: Vamos para allá. Procura ser invisible hasta que lleguemos.

Yo: Estoy acojonado.

Sof ía: Yo también. Céntrate en que todo lo hemos hecho pensando en su bien. Algún día
acabará entendiéndolo.

Yo: ¿Crees que he hecho bien en contárselo todo?

Sé que su respuesta era que no debía haberlo hecho. Todo este tiempo lleva
advirtiéndome de que no lo haga. Por eso me ha sorprendido su respuesta.
Sof ía: Quédate tranquilo, Álvaro. Si alguien ha intentado hacer las cosas bien has sido tú. Si
ella no es capaz de verlo hoy lo hará algún día. Espero que no sea demasiado tarde.

Y como no me he traído los guantes de boxeo he pegado un trago a algo que


parecía ron, pero a saber qué era. Después ya he procurado ser invisible. Hasta
que han aparecido Roderic y Sof ía en la puerta y ha sido Marcia quien ha
abierto, todavía sin dirigirme la palabra a mí. Les ha invitado a que se sentaran
en el sofá aún sin hablar. Yo seguía siendo invisible, parece ser. Me he quedado a
un lado, sentado en el suelo con la cabeza entre mis rodillas y mis manos. No
sabía dónde meterme. Antes de hablar sí me ha mirado. Ha cogido aire y ha
dicho de tirón, abarcándonos a los tres, y sin levantar apenas la voz.
—Lo que más me duele de todo esto es que llevéis años pensando que soy
imbécil. Que necesito que se me manipule a mis espaldas. Que estéis conspirando
con mi vida. No entiendo qué clase de personas pueden hacer algo así. Y
tampoco entiendo cómo podéis llamaros amigos míos, o novios o compañeros
de equipo. No sé cómo he podido confiar en vosotros todo este tiempo. Y menos
sé cómo voy a poder seguir haciéndolo. Podéis quedaros a dormir en el salón
porque ha empezado el toque de queda, pero por la mañana no quiero veros a
ninguno de los tres.
Ha cerrado de un portazo su dormitorio con ella dentro y nosotros fuera. Ya ni
siquiera he tenido ganas de hablar con Sofía para tratar de averiguar qué
podemos hacer. Ya sé que todo está perdido. Me he quedado en el sillón orejero y
os estoy escribiendo para que sepáis qué ha pasado cuando ha terminado de leer
mi parte. ¿Qué ha pasado? Que todo ha terminado. Que me muero. Que no sé
cómo voy a salir adelante. Que no sé quién voy a ser sin ella.
Tres días después

Han pasado tres días desde que os escribí y todo ha sido muy rápido. Sigo siendo
Álvaro, por cierto. Aquella noche fue horrible. Ya sabéis que creía que iba a
morirme, aunque parece ser que Dios no tenía esos planes conmigo. Dejarme
morir hubiera sido demasiado benevolente. Debía seguir viviendo para sufrir las
consecuencias que me merecía.
Roderic y Sofía se quedaron dormidos en el sofá, uno junto al otro. Yo no
entendía cómo podían dormirse en un momento así, pero estaba claro que ellos
no se estaban jugando el amor de su vida. Yo sí. Y por eso me volví loco sentado
en ese sillón y viéndolos descansar tan plácidamente, casi abrazados para no
caerse ninguno, mientras más allá de la puerta no se oía nada, ni siquiera
sollozar. Tenía la vejiga a reventar, pero no podía moverme. No podía pedir
permiso para ir al servicio. Era un tío adulto, estropeándolo todo
definitivamente.
Serían las cuatro de la mañana cuando escuché la puerta. Marcia salía
despeinada, vestida con una camiseta mía que le llegaba a medio muslo. Me
quedé sin respiración. Me observó en silencio y se sentó en el suelo, mirando
hacia el sofá, apoyando su espalda en mis piernas. Las suyas flexionadas a lo
indio. Se quedó así un buen rato. Cuando ya creía que nos íbamos a dormir
sentados, se giró y me habló en susurros.
—¿Tienes que entrar al baño?
No pude más que decir que sí con la cabeza. Estaba acojonado. Mientras
vaciaba la vejiga pensé qué podría hacer. Suplicarle que me entendiera. Irme al
sillón sin mirarle a los ojos. Saltarme el confinamiento y huir como siempre.
Pero Marcia no me dejó hacer nada.
—Ven —dijo de nuevo en susurros cuando escuchó que había salido del
servicio.
Me acerqué a ella que estaba de pie, delante del sofá, mirando a la pareja
durmiente, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Siguió ella hablando.
Yo mudo.
—Sofía se merece que la manipule un poco, ¿no te parece? —Me miró, pero no
supe qué contestar—. Ayúdame a llevarlos a mi cama. Primero cogemos a
Roderic, que pesa más.
Dejé la mente en blanco mientras hicimos la maniobra, primero con uno, que
preguntó dónde íbamos y a quien Marcia contestó que se lo llevaba a la cama
para que pudiera descansar mejor, y después con Sof ía, que se espabiló un poco
más. Dialogaron y todo.
—¿Dónde me llevas, Marcia?
—A mi cama.
—¿Por qué? ¿Dónde vas a dormir tú?
—Tranquila. Yo me quedo en el sofá. Soy más pequeña que vosotros y estaré
bien.
—Vale. ¿Me has perdonado? —Esto ya lo dijo tumbada sobre la cama mientras
Marcia la arropaba con la colcha.
—No lo sé. Ahora mismo te estoy manipulando. Te lo mereces.
Ambas miraron a Roderic y las dos sonrieron. Yo no entendía nada y seguía en
silencio. Me sentí como cuando era un crío y las observaba divertirse y
entenderse juntas y yo me quedaba al margen sin saber qué decir y admirando
tanto a Marcia que me veía pequeño a su lado. Hasta que me cogió de la mano y
me sacó de la habitación. Me dieron ganas de llorar. Creí que jamás iba a volver
a sentir su mano en la mía y supuse que esa sería mi última vez. Pensé que
querría acabar bien conmigo. Decirme que íbamos a deshacer el equipo. Que a
partir de ese momento cada uno tendría que ir por un lado para no hacernos
más daño. Y yo lo entendía. Y agradecía que no estuviera demasiado enfadada.
Era el mejor final que podía esperar. Por eso no hablaba y por eso no podía hacer
más que lo que ella me indicara sin discutir. Me llevó al sofá, y se tumbó junto a
mí. Eso no me lo esperaba. Se quedó muda también. Apoyó su cabeza en mi
pecho. Yo no pude dejar mis manos quietas y le acariciaba el pelo, sin darme
cuenta. Y sin darme cuenta, también, comencé a llorar. No quería perderla.
Hacía trece años que no lloraba. Desde el divorcio de mis padres, y no me sentía
nada orgulloso de estar haciéndolo en esos momentos. No quería que Marcia me
viera llorar, pero levantó su mirada. No dijo nada, solo me apartaba las lágrimas
y acercó su rostro al mío. ¿Os imagináis lo incómodo que estaba? Quería parar de
llorar para tener una conversación normal, pero no podía. Era incapaz de
articular palabra. Marcia me acariciaba la cara mojada y fue ella quien habló,
otra vez susurrando.
—Llóralo todo, Álvaro. Es más sano que beber o liarse a mamporros.
Aún lloré más. Hundí mi cara en su cuello. Me daba vergüenza que me viera
así. Pero no podía parar. Demasiados años conteniéndome, supongo. Entonces
fue ella quien me acariciaba el pelo y quien se quedó en silencio. Estuvimos así
mucho tiempo. Yo, intentando dejar de llorar, ella acariciándome el pelo. No
era capaz de pensar. No podía valorar qué significaba esa situación. No me
merecía hacerme ilusiones. Pero cuando ya estaba parando se volvió a
incorporar hacia mí, me miró fijamente a los ojos y dijo:
—¿Así que mi hoyuelo? —Sonrió. Yo le devolví la sonrisa como pude y tardé
un rato en contestar. Estaba consiguiendo que dejara de llorar.
—¿Así que puntitos amarillos?
Vuelve Marcia

Soy Marcia de nuevo, chicas. Os había echado de menos. Le he arrebatado a


Álvaro nuestro cuaderno porque lo está explicando fatal. Sí, habéis leído bien:
«nuestro cuaderno», porque no vamos a ocultar ahora que lo estamos
compartiendo. Pero eso no quita para que os diga que lo está explicando fatal.
Desde la última vez que os escribí han cambiado muchas cosas, ¿verdad?
Mientras Álvaro leía mi parte yo me escondí en mi dormitorio. No podía verlo
poner caras. Estaba confesándole que era mi crush y que llevaba toda la vida
pillada por él. Fueron unas horas horribles. Al final tocó a la puerta, le abrí y me
abrazó. Yo me eché a sus brazos y lloré como una gilipollas. Él me acariciaba el
pelo y me daba besos en la cabeza. Después ya dijo.
—Lo siento muchísimo, Marci. Tienes toda la razón. He sido un cabrón.
Yo no supe qué contestar, así que seguí llorando. Nos sentamos en mi cama,
continué abrazada a él y tras varias horas, en las que ninguno de los dos habló,
creo que me dormí. Me desperté sola sobre las cinco de la mañana y vi luz en el
salón.
—¿Qué haces? —Me había cogido el cuaderno y estaba escribiendo. Mi
pregunta era retórica. Tampoco estaba muy lúcida a esas horas.
—He pensado escribirlo yo también.
—¿Sí? —No me riñáis; no sabía qué decir.
—Sí. Tú te has abierto por completo y si no te lo cuento todo desde el
principio no lo entenderás.
—¿Quieres que lo entienda? —Seguía espesa, lo sé.
Dejó el cuaderno. Me acercó a él. Yo de pie. Él sentado junto a la mesa de mi
comedor. Apoyó su cara en mi abdomen, me abrazó la cadera y dijo.
—No quiero que lo entiendas, porque no me siento nada orgulloso de esto,
pero necesito hacerlo, Marci. Quizá acabes odiándome cuando me explique,
pero no puedo consentir que tú te sientas culpable cuando todo el tiempo he
sido yo quien lo ha hecho mal.
Le acariciaba el pelo mientras hablaba. Estaba tan vulnerable que sentí mucho
amor. Seguía siendo una tonta, ¿verdad? Pues sí, tenéis razón. ¿Qué queréis que
os diga? Pues lo que estáis pensando, que haber escrito toda la historia para
convencerme de que debía olvidarlo como crush no había servido de nada. Tal
vez lo que él tuviera que contarme me ayudaría con la decisión. Pero siguió
hablando.
—Ahora me he atascado. No me apetece mucho seguir.
—Pues vamos a dormir. Te hará bien. Mañana sabrás cómo hacerlo. —Estiré
de él y lo llevé a mi dormitorio. Cuando salió del baño retomó la conversación.
Serían las seis de la mañana.
—Es que no sé cómo seguir, Marci.
—Pues con la verdad, Álvaro. Es la única opción.
Esa madrugada ya no le di la espalda como si fuera una novia enfadada, sino
que lo abracé, puse mi cabeza en su pecho y él me acariciaba el pelo. No entendía
qué estábamos haciendo. ¿Y sabéis una cosa? Que me dio igual. Si iba a ser el final
de lo nuestro, pues habría que aprovecharlo.

Ya sabéis que a mediodía del día siguiente lo aprovechamos, pero bien. Lo he


leído en la parte de Álvaro. A él le recordó a nuestra primera vez. A mí me
recordó al fin de semana en su piso de Valencia. Pero me sentí en casa. Su cuerpo
era mi sitio en el mundo. Yo le había confesado muchas cosas y él respondía con
ternura y comprensión. Pensé que quizá no era tan grave lo que tuviera que
contarme y sí podríamos empezar algo juntos. Pero también pensé que si no
hubiera sido tan grave lo que tenía que explicarme me lo habría dicho hablando
y no se quedaría de vez en cuando atascado sin saber cómo seguir. Estaba claro
que iba a dolerme. ¿Podría perdonarle lo que fuera? Ya me vais conociendo. Así
que ni yo misma sabía si sería capaz.
Terminó de escribirlo aquella madrugada. No quiso volver a acostarse
conmigo en la cama, imagino que queriendo no agravar la pérdida si es que ese
iba a ser el final. Se le notaba que conforme escribía estaba más abatido. Más
seguro de que estábamos acabando. Estaba derrotado. Así que se me ocurrió no
leerlo hasta el día siguiente. Se quedó sorprendido.
—Ya lo tengo —dijo entregándomelo: la barba desarregladísima, ojeras
oscuras, los hombros caídos. No sabía si era el final, pero no quería verlo así.
—De acuerdo. No voy a leerlo hasta mañana.
—¿No?
—No. Vamos a hacer una cosa. —Yo me reía, aunque él seguía derrotado—.
Pero necesito colaboración. —Le desordené más aún el pelo. Quería toda su
atención y entusiasmo.
—Dime. —Intentó sonreír para seguirme la corriente.
—Te vas a dormir, al menos cuatro horas...
—Vale...
—Y luego, nos vamos a arreglar, a ducharnos, a disfrutar del día. Te dejo que
cocines algo y así podamos tener una cita en condiciones. Nunca hemos tenido
una cita.
—¿Quieres tener una cita conmigo? Si soy un cabrón. —En ese momento era
él quien estaba espeso.
—Cabrón o no, quiero una cita contigo. No sé si va a ser la última vez que
soportemos estar juntos en la misma habitación. Tal vez cuando lo lea tenga que
matarte, que echarte o que largarme yo, así que quiero una cita. Me la debes. —
Sonrió sincero, por fin. Parece que lo había entendido.
—Ay, loquita. —Me abrazó y me besó el pelo—. Pero primero puedo dormir,
¿verdad?
—Sí, y ducharte y arreglarte esa barba.
—Vale. Luego.
Se tumbó en la cama sonriendo y a mí me dio igual que oliera a perro. Me
tumbé a su lado también con una sonrisa y me dormí junto a él. Cuando me
desperté ya se había duchado y estaba en la cocina cortando verdura, mi casa
recogida y las plantas regadas. Y sí. Me moría de amor. Amor para un solo día,
pero amor, al fin y al cabo. Me explicó que la cita estaba concertada a las ocho y
que, mientras, podía hacer lo que quisiera, que él se encargaba de todo. Así que
hice lo que se hace en las citas. Me depilé toda, me puse la mascarilla en el pelo,
me unté de crema hidratante todo el cuerpo y me puse nerviosa. Todo como se
hace en las citas. Mientras estaba con mis preparativos corporales sonó un par de
veces el timbre de abajo, él gritaba desde la puerta «un mensajero, ya voy yo», y
yo no sabía si alegrarme de haber tenido la idea de la cita o echarme a llorar por
estar comprobando lo que me iba a perder el resto de mi vida.
No me dejó salir de la habitación mientras él estaba arreglándose en el baño.
Me colocó en mi cama, con el libro de Elisabet Benavent que estábamos leyendo
en nuestro club de lectura, y se fue a arreglar. El hueco helado de mi pecho
estaba completamente derretido, a mi pesar. En unas pocas horas volvería a
congelarse, tal vez para siempre. Cuando salió arreglado estaba espectacular.
Unos Levi’s claros, unas Vans blancas y un polo Lacost rosa. ¿Os imagináis lo
guapo que estaba? Es verdad que se había aprovechado de mis confesiones, pero
no me importó. Para algo había dejado que las leyera. Y como era una cita, yo
también me vestí para la ocasión. Un vestido en negro de Versace que me había
regalado Sofía por mi cumpleaños —y que aún no había estrenado porque
ninguna de mis salidas con Roderic me había parecido tan especial como para
hacerlo—, con sus pendientes de la rosa de los vientos y un conjunto de
Pleasurements también en negro que me hacía un pecho que hasta yo podía ver
que era de escándalo. ¿Quería seducirlo? ¿Vosotras qué creéis? Yo creo que quería
que sufriera por lo que perdía, antes siquiera de saber por qué iba a perderme.
Pero a quién quería engañar. ¿Acaso yo no iba a sufrir? Bueno, intenté dejar
aquellos pensamientos a un lado y me dispuse a disfrutar de mi cita. Eso sí, tras
una buena capa de maquillaje y mi pintalabios de Dior que apenas gasto porque
casi nunca me arreglo tanto.
Cuando salí del dormitorio no sé quién de los dos estaba más sorprendido. Si
él por mi imagen o yo por mi salón. ¿Qué había hecho con él? Había cambiado
la decoración completamente y de repente parecía que estuviéramos en un yate.
Había puesto un par de pantallas en forma de ojo de buey donde se veía el mar, y
había traído hasta un timón de madera de nogal, igual que los paneles que había
puesto por las paredes. Había retirado la mesa —supuse que se la habría llevado a
la cocina— y en su lugar había unos sofás persas bajitos hechos con cojines en
colores naranjas y dorados y una mesa de centro también en nogal con todo
preparado. Y así era una cita para Álvaro, a quien al día siguiente iba a perder.
Pero antes de sentarnos volvió al dormitorio a buscar algo. Regresó con su
colgante de la rosa de los vientos y no hizo falta que habláramos para que él me
lo colocara y yo le ofreciera mi cuello para hacerlo. Ambos sabíamos lo que
significaba. Pasara lo que pasara al día siguiente, Álvaro quería que yo supiera
que tendría un puente tendido hacia él. Que nunca cerraría ese camino, aunque
yo necesitara no cruzarlo jamás. A punto estuve de echar a perder el maquillaje
que me acababa de poner.

Durante la conversación de la cena nos ceñimos al presente. El pasado nos


hacía daño y el futuro era incierto. Así que estuvo contándome todo lo que
había hecho para decorar aquel yate improvisado, que había tenido que pedir
ayuda a su abuelo, que se había mostrado encantado con el plan y que le había
enviado a un par de proveedores que tiene en Barcelona. Yo no tenía mucho de
qué hablar. Solo con escuchar a Álvaro tenía suficiente. ¿Cómo había decorado
mi salón sin que hubiese oído nada? La música, mi ducha y mi epilady, me
explicó. Luego le resumí un poco el libro que estaba leyendo, que la chica se
había dado cuenta de que estaba enamorada de su mejor amigo y él se estaba
dando un tiempo para asimilar la nueva situación. Que él me caía fatal, porque,
si te lo tienes que pensar, es que eres gilipollas. Me dio la razón, no supe si por no
hablar de lo nuestro y estropear la cita o porque pensaba como yo. Y así llegamos
al postre. Y, bueno, sacó helado de cookies en unas copas espectaculares que a
saber de dónde había conseguido. Que sí, que sí. Habéis leído bien. ¡Helado de
cookies! Todos sabemos ya lo que eso significaba.
Recogió la mesa y salió con las dos copas con los helados y vino a sentarse a mi
lado, los dos apoyados en la pared forrada de madera de nogal y sentados sobre
los cojines persas. Me ofreció la mía y ya se relamía tras su primera cucharada. Yo
aún no había dado ninguna. Estaba tan paralizada como nuestra primera vez.
—¿No vas a comértelo? Está buenísimo.
—Hace mucho que no tomo este helado.
—Te trae muchos recuerdos. Lo sé.
—Sabes demasiadas cosas...
—Cierto. Sé que este helado está muy bueno. Sé que estás deseando probarlo.
Sé que te estás resistiendo, pero que no vas a poder hacerlo más. Sé que lo quieres
de mí...
Y esto último ya lo dijo con su lengua llena de helado acercándose
peligrosamente a la mía. Estuvimos un tiempo jugando con él, aunque nos
tuvimos que quitar pronto la ropa si no queríamos mancharla. No fue un
problema. Nos quedamos en ropa interior, yo sin sujetador, recorriéndonos con
la lengua la piel del otro y retirando el helado frío del cuerpo caliente. No
teníamos prisa. Sentí la necesidad de recrearme en todos nuestros movimientos.
De retener todas mis sensaciones. ¿Y si de verdad era nuestra última vez? ¿Y si de
verdad era la última vez que hiciera el amor con la única persona de la que iba a
estar enamorada en mi vida? ¿Seguía siendo una dramática? Para mí era una
certeza: Álvaro iba a ser el único amor de mi vida y podría perderlo al día
siguiente. A Álvaro, y a la posibilidad de quedarme con mi amor verdadero.
Esta vez también había encargado que le trajesen preservativos, porque ambos
sabíamos que no podía abusar tanto de la píldora si queríamos que funcionara. Y
¿sabéis qué pensé entonces? No digáis que soy una loca, pero pensé que si me
quedaba embarazada de él sería una forma de obligarme a perdonarle lo que
fuera que hubiera escrito en esas páginas. Lloré de amor al alcanzar el orgasmo
porque me supo a despedida. ¿Por qué estaba tan segura de que era
imperdonable? Supongo que porque lo estaba él.
Pero la cita no había acabado. Ninguno de los dos quería que llegara el día
siguiente. Nos duchamos juntos, en una ducha que volvió a estar cargada de
erotismo, y me llevó a mi cama después de secarme el pelo un poco mal. Nos
reímos mucho, me recorrió toda la piel con nuevos besos y escribió sobre mi
abdomen algunas palabras que fui adivinando: «helado de cookies», «Marci»,
«eres preciosa», y borró varias veces una expresión que empezaba por «te»,
pero que nunca acabó de escribir. La sensación viscosa en la boca del estómago y
esa necesidad imperiosa de Álvaro se apoderaron de mí. Ya a punto de dormirnos
abrazados preguntó.
—¿Te ha gustado la cita? —Pero con su pregunta me invadió la melancolía. Ya
estaba echándolo de menos.
—No —le contesté.
—¿No? —Se incorporó para mirarme. No entendía que no me hubiera
gustado.
—Ha sido una cita de mierda y ojalá no la hubiéramos tenido. No sé por qué
se me ocurrió esta idea tan estúpida. —No me reía. Le estaba asustando.
—¿De verdad ha sido tan mala idea? Yo me lo he pasado muy bien.
—Yo también. Por eso ha sido tan mala idea.
Y le di la espalda para llorar tranquila. Me abrazó por detrás. Me acariciaba el
pelo, el hombro, el brazo. Un par de veces o tres dijo «Marci», así sueltos sin
añadir nada más, y poco a poco comencé a dejar de llorar. Tardé un tiempo,
pero, al fin, pude darme la vuelta y explicarme mejor. Le miraba los puntitos
amarillos de sus iris verdes, le acariciaba la barbilla rasurada. Si solo fuera guapo
podría superarlo.
—Ha sido la mejor cita de mi vida, Álvaro. Muchísimas gracias. Nunca podré
olvidarla.
—Me alegro, Marci. Siento si he hecho algo mal.
—No. Soy yo, que estoy nerviosa. ¿Y si no lo leo? ¿Y si quemo todo el cuaderno?
—Algún día querrás saberlo y, si hemos seguido este sueño, será más duro para
los dos. Siempre has sido valiente, Marci. Seguro que mañana lo lees y tomas la
decisión correcta. Confío en ti.
Nos abrazamos de nuevo y, aunque lo evité todo lo que pude, acabé por
dormirme. No quería que llegara el día siguiente.

Y, efectivamente, cuando lo leí todo me entró el arrebato. Al principio me


hacía gracia que él estuviera colado por mí desde hace tanto tiempo y que Sof ía
le hubiera querido ayudar a conquistarme. Incluso me pareció buena idea que
dijeran que salían juntos para que él pudiera estar cerca de mí. Entendí que a
Sofía se le hubiera ocurrido algo así, porque es verdad que yo era muy arisca por
aquella época y ella siempre estaba ideando por las dos.
Incluso cuando Álvaro creyó que yo debía tener otras parejas antes de estar
conmigo lo comprendí. Era normal que tuviese sus miedos y que no quisiera
repetir la historia de sus padres. Pero me dolió muchísimo recordar las partes en
las que me había tratado mal, como cuando estaba intoxicado de alcohol,
drogas y confusión hasta que tuvo que refugiarse con su abuelo, o cuando nos
enrollamos por lo de la alemana. Pero saber que la última vez que habíamos
estado juntos había pensado declararse y vio en mis ojos que yo estaba rota me
volvió a romper. Es verdad que yo estaba destrozada, pero había sido por su
culpa. Por culpa de Álvaro y por culpa de Sof ía que habían orquestado toda esa
maniobra a mis espaldas. Cuando leí lo de Dominique me dio angustia. Sentí
arcadas por recordar lo mal que lo había pasado y saber que nada había sido
cierto, pero también porque podría ocurrir algo entre ellos si yo renunciaba a
Álvaro.
La parte de Roderic ya me dio asco. Asco de mí misma por haber caído en sus
artimañas. Asco de ellos tres por ser unos conspiradores, y asco por no haberme
dado cuenta antes de que estuviesen manipulándome y no tenían ningún
derecho a hacerlo. Por eso los llamé a los tres, para decirles de forma clara lo que
me parecía esa historia y su comportamiento conmigo todos esos años.
Pero cuando me quedé sola en la habitación me sentí vacía. Las únicas tres
personas a las que había querido en mi vida, sin contar a mis padres y a Carmen,
estaban ahí fuera y acababa de expulsarlas. ¿Qué iba a hacer entonces? No tengo
un carácter fácil para ir encontrando personas que me entiendan y me
aguanten, y que me conozcan tanto como para llevar años tratando de que todo
salga bien. También empecé a sentirme culpable por no haberme dado cuenta
de que Álvaro había necesitado mi ayuda. Se suponía que era mi amigo y yo
tenía que estar atenta a sus problemas. Había sido Sof ía quien lo había
rescatado, mientras yo estaba demasiado pendiente de mi dolor. Además, no os
voy a engañar a estas alturas. Ya les echaba de menos, sobre todo a Álvaro. Creí
que no iba a saber vivir sin él. Me imaginé navegando con otras personas o
incluso teniendo que dejar la competición. ¿Qué haría entonces? ¿Quién sería
Marcia? Miré sus cosas, que todavía estaban en mi dormitorio que habíamos
compartido desde hacía unos días. De entre ellas se veía mi fular color camel que
había olvidado en Gascogna y recordé lo que había escrito al respecto. Que se
aferraba a él cuando me echaba de menos. Él también sufriría con nuestra
separación y creo que ser consciente de eso hizo que aún me doliera más acabar
con todo. Su sufrimiento me destrozaría quizá más que el mío propio.
La habitación empezó a dar vueltas. Pensé que iba a desmayarme de un
momento a otro. Me estaba ahogando, no encontraba el oxígeno que necesitaba
para seguir adelante. La soledad era un precio demasiado alto incluso para mi
orgullo. Recordé también las palabras de mi madre y cómo solían ayudarme
cuando tenía alguna crisis de ira. Intenté respirar profundamente y enviarles
benevolencia a todas esas personas con las que me hubiera enfadado: Álvaro,
Sofía y Roderic. Normalmente funcionaba. Cerré los ojos y realicé la operación
con cada uno de ellos. Empecé con Roderic. Imaginé su rostro relajado —el
Roderic de nuestros primeros encuentros—, le deseé que le ascendieran en su
empresa, que encontrara una chica que lo quisiera de verdad y fuera capaz de
valorar todas sus virtudes y que todo le fuera bien. Lo visualicé sonriendo y el
trocito de rabia que tenía en mi pecho dedicado a él se deshizo. Respiraba un
poco mejor.
Continué con Sofía. La imaginé feliz y sonriente. ¿Y sabéis qué imagen me
vino? Una conmigo. En su futuro feliz le deseaba que mantuviera mi amistad.
No pude más que sonreír, porque Sofía ya consigue todo lo que se propone, así
que sabía, y sé, que no necesita más deseos míos para ser feliz. No iba a apartarla
de mi lado. A ella no. Mi pecho, cada vez, más liberado.
Y solo me quedaba Álvaro. Y por más que intentaba visualizarlo sonriente no
era capaz. Lo veía triste, solo, bebido, desarreglado, hecho polvo. No era capaz
de soportar esa imagen. Por eso salí del dormitorio para respirar, para verlo en
condiciones. Quise correr a sus brazos, y ahí lo encontré, sentado en mi sillón
orejero sin poder pegar ojo. Necesitaba abrazarlo y llorar con él, pero me daba
vergüenza ser tan voluble y tampoco quería precipitar las cosas y después
arrepentirme y volver a hacernos sufrir. Por eso me senté a sus pies y por eso
apoyé mi espalda en sus piernas. Su contacto me daba estabilidad, como siempre
me ha pasado. Ahí sentada podía pensar más claramente.
Primero miré a Roderic y Sofía. Él la abrazaba por detrás para que no se cayera
del sofá. Es verdad que pensé que Sofía se merecía que la manipulase. No quise
sacarla de mi vida. No sabría vivir sin ella. Sin embargo, al mirar a Roderic aún
me quedaba algo de rencor. Y el caso es que no sabía muy bien por qué, porque
en el fondo él había sido tan víctima como yo de las tretas de Sof ía y Álvaro.
Pero sentí que tenía que haber luchado más por mí y quizá yo hubiera podido
vivir mi vida sin Álvaro y sin haberme enterado de nada de eso. Aunque en el
fondo, sé que Roderic no había podido hacer más, porque mi conexión con
Álvaro convierte cualquier otra relación en imposible. De hecho, no se me
removía el estómago de celos al ver a Roderic abrazar a Sofía —nada que ver
con lo que me pasa al recordar a Dominique—, lo que confirmaba que Roderic
nunca había sido mi persona. Ya sé que vosotras lo sospecháis desde hace
bastante, pero yo iba atando cabos poco a poco. Soy un poco lenta con los
sentimientos. No os desesperéis, que ya lo he ido entendiendo, creo.
Y es que solo de notar las piernas de Álvaro en mi espalda ya podía seguir
respirando. Pero tenía que hacer algo. No podía alargar aquello. Sopesé la idea de
seguir con él compitiendo, para no apartarlo del todo, y alejarlo como amigo o
algo más. Sopesé la idea de darme la vuelta, acurrucarme en sus brazos y dar
rienda suelta a todo lo nuestro. Sopesé la idea de ser su amiga y no competir ni ir
más allá. Sopesé la idea de mantener mis palabras y dejarle marchar al terminar
el toque de queda. Pero no podía con aquella decisión. Pesaba sobre mí el futuro
de los dos.

Sí tenía claro que no quería que Sof ía desapareciera de mi lado y que no me


importaba demasiado qué ocurriera con Roderic, aunque le deseaba que todo le
fuera bien, porque sabía que mi problema con él había sido yo misma. Sof ía me
había manipulado creyendo que lo hacía por mi bien. Una decisión equivocada,
pero la amistad se basa en perdonar. Y ella me había perdonado muchos
berrinches, muchos plantones y muchas palabras ofensivas. Además, según lo
que había escrito Álvaro, todo el tiempo había estado luchando por mí, a su
manera. Así que podíamos estar en paz, aunque se merecía que la manipulase un
poco. La idea de hacerlo con Roderic me la dio el propio Roderic, con su brazo
sobre ella. Quizá ellos sí estuvieran hechos el uno para el otro, tan altos y guapos
los dos, tan centrados y maduros, tan serios con el compromiso. Decidí en ese
instante que lo intentaría. Era mi venganza. ¿Una venganza estúpida? Ya lo sé.
No hace falta que me lo digáis. Era una tontería, pero me hacía sentir que le
devolvía la jugada. Que así, de alguna manera, quedábamos empatadas y, a partir
de ese momento, podíamos retomar nuestra amistad sincera donde la habíamos
dejado, a los trece años. Se habían terminado las mentiras. Después, se me
acababa el plan.
Cogí a Álvaro de la mano para salir de la habitación porque no sabía cómo
dirigirme hacia él. Pero su mano en la mía era mi hogar. ¿Iba a poder renunciar
a él? Aún no sabía lo que estaba haciendo. Le conduje al sofá porque no quería
separarme de su cuerpo. Lo necesitaba para tomar una decisión. Separada de él
me ahogaba y así no podía pensar. Apoyé mi cabeza en su pecho para no
mirarlo. Es tan guapo que hubiera decidido quedarme con él solo por no
perderlo. No sabía qué decir y no quería arrepentirme después. Cuando empezó
a acariciarme el pelo quise decirle que no lo hiciera, que dejara sus manos quietas
porque así no me dejaba pensar, pero cuando me di cuenta estaba llorando.
Álvaro, el chico que no sabía llorar, estaba llorando en mi sofá porque no quería
perderme. Entonces sí le miré, sí le animé a mostrar sus emociones, aunque a mí
me rompiera esa imagen que me recordaba tanto a la que había visualizado de él
en mi dormitorio.
—Llóralo todo, Álvaro. Es más sano que beber o liarse a mamporros. —Me
aproveché yo de sus confesiones.
Pero él aún lloraba más, con su cara en mi cuello. Le empecé a acariciar el
pelo, a recogerle las lágrimas. Me dolían esas lágrimas porque yo también había
tenido mi parte de culpa. Había estado tan centrada en mí misma que me había
olvidado de sus motivos.
—Siento no haberme dado cuenta de que estabas mal. Hubiera debido
ayudarte. —Me así a su pecho, pero no contestaba. Yo necesitaba que dejara de
llorar. Ya había tenido suficiente. Por eso hice una pregunta. Para obligarle a
contestar y a hablar—. ¿Ahora estás mejor? ¿Lo has superado? —Funcionó.
Tardó un rato, pero se esforzó en responder.
—Tengo la sensación de que no podré bajar nunca la guardia. Que siempre
estoy al borde del precipicio. Pero intento hacer las cosas bien. No puedo volver
a defraudarte.
—Álvaro…
—Antes le he pegado un trago a una cosa horrible que tienes en la cocina. —
Estaba intentando distraerme. Pero por un momento tuvo suerte. Nos reímos
en mitad de todo aquello.
—¿Estás loco? Eso es un armañac que me enviaron Sonia y Magda de
Gascogna. Tiene un cuarenta por ciento de alcohol. Está malísimo.
—Ya. Me he dado cuenta. —¿Os imagináis cuánto lo quise en ese momento?
Me quedé otra vez en silencio mirándolo. A punto estuve de besarlo. Se dio
cuenta. Cambió el tono de la conversación—. Siento haberte hecho tanto daño.
Estoy arrepentido de demasiadas cosas, Marci. Lo siento tanto…
Volví a ahogarme con su sufrimiento, y también al pensar en su ausencia.
Seguí muda un buen rato. Tenía que pensar con claridad, pero su pena no me
dejaba hacerlo. Me estaba rompiendo solo de verlo. No podía consentir que
estuviera así de destrozado y quedarme de brazos cruzados. Era verdad que él
solito se había buscado estar en esa situación. No hace falta que me lo recordéis,
pero no podía olvidar que esas lágrimas eran por miedo a perderme y que se
trataba del chico que no sabía llorar. Así que, sin haber decidido nada, y sin
poder pensar todavía, me incorporé hacia su rostro, le miré fijamente a los ojos y
dije:
—¿Así que mi hoyuelo? —Utilicé su información. Solo quería que dejara de
llorar, aunque no tenía claro nada de lo demás. Tardó un momento en hacerlo y
otro más en sonreír y contestar, por fin.
—¿Así que puntitos amarillos? —Afirmé con la cabeza y me embobé mirando
sus puntitos amarillos que la luz del amanecer ya permitía que viese.
—¿Así que es adictivo verme al timón? —Pude responder por fin, minutos
después.
—¿Así que sabor a mar? —Fue toda su respuesta, más rápida que las otras.
Y sí, ya lo estáis imaginando. No pudimos dejar de comprobar el sabor a mar.
Comprobar que, pese a todo, sus besos seguían sabiendo a mar. Y era cierto. Ahí
estábamos los dos. Toda nuestra historia de amor en un beso con sabor a mar.
Pero no os vayáis a creer que ya lo tenía claro. Que no. Nos quedamos con las
frentes unidas, acariciándonos el uno al otro los restos de lágrimas de la cara, mi
pecho ahogándose cada vez que pensaba que iba a ser mi último beso con sabor a
mar, mi estómago que se encogía por la pérdida, y entonces habló Álvaro. No
me lo esperaba. Su voz no sonaba a acabar de llorar.
—Tengo una propuesta para ti. Había pensado contártelo cuando vine al
principio de semana, pero no me hablabas. Luego cuando ya estuvimos bien no
quise hacerlo porque seguíamos pendientes de que leyeras mi parte, y ahora que
no sé lo que va a pasar, es el momento de hacerla. —Estaba tan serio que dolía
en alguna parte.
—Dime.
—Estoy montando un armador de barcos con mi abuelo en Altea. Y me
gustaría que tú probaras los prototipos. Podrías hacerlo en invierno, para no
interferir en la competición.
—Vale. Me gusta la idea. —No me gustaba en absoluto. ¿Habéis vuelto a
leerme el pensamiento? Yo quería que me hubiera propuesto matrimonio o salir
conmigo o vivir juntos o yo qué sé. Pero entonces si esperaba eso es que, ¿quería
perdonarlo? ¿Lo había perdonado ya? Era todo demasiado confuso. Imagino que
me notó titubear, así que siguió hablando.
—Si decides que no volvamos a vernos, como has dicho antes, podíamos
hacerlo de forma que no coincidamos. Solo conf ío en ti. No me voy a buscar a
nadie más. —Confiaba en mí como timonel, ¿en serio? Lo hubiera matado—.
Pero —menos mal que había un «pero»—, si no estás demasiado enfadada,
podíamos probarlos juntos. —Seguía hablando de barcos—. Y si puedes
perdonarme de verdad, podríamos instalarnos en mi ático los dos y salir desde
allí cuando lo exija la competición.
¿Me imagináis? ¿En su ático de Altea los dos? ¿Yo seguía queriendo que eso
pasara? Tenía que ganar tiempo para poder pensar mejor. Su ático de Altea me
encanta y estaba utilizando mi información para hacerme chantaje emocional.
Yo lo sabía. Él también.
—Instalarnos en tu ático, ¿en qué plan? —Seguíamos con las frentes y narices
pegadas y hablando en susurros.
—Ya te lo dije una vez, Marci. —Volvía a ser «Marci», volví a llorar sin
querer—. Desde que te conocí y hasta el día que me muera solo me importas tú.
Será el plan que tú quieras. El que tú decidas. Tómate el tiempo que necesites.
Piénsalo con calma.
Y me puse a llorar todavía más. Había vuelto a hablar con evasivas. No hablaba
de amor, no hablaba de quererme, no hablaba de tener una relación conmigo.
Yo no podría ser la única valiente de los dos. Pero, por suerte, había leído mi
parte con más atención de lo que me había dado a entender hasta ese momento
y esta vez sí supo aprovechar la información valiosa que le había dado. Siguió
hablando.
—Estoy enamorado de ti desde que te conozco, Marci, y no quiero vivir sin ti.
Quiero estar contigo en la competición, en invierno, en verano, en mi ático de
Altea, en mi empresa. Quiero que todo lo mío sea tuyo y que no te vayas jamás. Y
si tienes que irte, que siempre sepas a dónde regresar. Te amo, Marci, y te amaré
siempre, aunque decidas que lo mejor para ti sea alejarte de mí.
Y ahí lloramos juntos. Parecía que Álvaro estaba cogiéndole el tranquillo a eso
de dejar caer las lágrimas. Me gustaba ese Álvaro. No vamos a engañarnos a estas
alturas. Pero me tocaba hablar a mí. ¿Y sabéis lo que dije? Pues una tremenda
tontería porque en esos momentos ya no sabía ni podía decidir sola.
—Entonces, ¿los tips?
Y como Álvaro lo sabía todo porque el último tip, el de «Escribe cómo te
sientes y por qué la mejor idea es olvidar a tu crush», en lugar de haber sido el
consejo definitivo para olvidarlo, había sido el que nos había acercado a la
verdad, a conocernos mejor y a superarlo todo, se rio con una de sus carcajadas
contagiosas, y dándole igual que en la habitación de al lado estuvieran Sof ía y
Roderic, por fin fue valiente.
—A la mierda los tips.
Y el sabor a mar lo llenó todo.
Epílogo de Álvaro

Estamos a finales de febrero de 2023. He encontrado el cuaderno porque Marcia


me ha pedido que recoja el cuarto que un día fue de invitados y que ahora está
lleno de trastos de los dos. Sí. Vivimos en Altea. No os hagáis ilusiones, que no
me ha pedido que recoja el cuarto para prepararlo para el bebé, que no. No hay
bebé que valga. Me lo ha pedido porque le han operado del hombro y tenemos
que poner en esa habitación un salón para su rehabilitación. Se lesionó a final de
la temporada pasada y es tan bruta que no dijo nada por no abandonar la
competición. Es verdad que iban muy bien clasificadas, y una retirada hubiera
malogrado la final, pero no debió seguir. Y mucho menos ocultármelo. Yo le
veía la cara de dolor, pero todo el tiempo me decía que no era para tanto. Que
aguantaba bien. Cuando la llevé a la clínica del doctor Sempere en Valencia nos
echó la bronca, y con toda la razón. Había conseguido que la lesión fuera a peor
y que hubiese que operar. Le han dado dos años para estar de nuevo a punto para
poder competir. El primer año lo necesitará para, con rehabilitación, conseguir
hacer vida normal, y el segundo para estar preparada para subirse al cien por cien
al catamarán y volver segura a primera línea de las regatas.
Os podréis imaginar que nos cayó como un jarro de agua fría. Aún no sé cómo
va a soportar dos años completos sin competir. A navegar sí que salimos. Yo
manejo el timón y se pone de los nervios.
—Amor, ¿has encontrado el cuaderno? ¿Puedes bajármelo? —escucho a
Marcia desde el salón. La he dejado leyendo Cariño, cuánto te odio. Ayer ya
hicieron la videollamada, pero se ve que le ha gustado mucho.
—Sí. Lo he encontrado. Ahora te lo bajo.
¿Habéis leído eso? Me llama «Amor». Yo sigo llamándola «Marci». No
podría hacerlo de ninguna otra forma. La primera vez que me lo dijo no supe
reaccionar, soy así de idiota. Estábamos en mi piso de Barcelona. Hacía solo dos
semanas que habíamos decidido intentar estar juntos. Ya sabéis. Cuando leyó mi
parte de la historia y en lugar de mandarme a la mierda a mí, mandamos a la
mierda los tips. Se había traído a mi casa bastantes cosas y como seguíamos en
confinamiento y sin poder navegar, se centró en los estudios de Diseño
Industrial. Si me encanta Marcia cuando maneja el timón, cuando trabaja es un
imán para mí. Me abstraigo contemplándola mientras crea objetos extraños con
otros objetos. Le encanta el reciclaje y siempre está ideando en su mente. Me
emboba también que sea zurda. No sé cómo puede tener tantas destrezas en un
cuerpo tan pequeño. Cómo puede gustarme tanto una persona. Cómo puedo
hacer vida por mi cuenta y dejarla de mirar de vez en cuando.
Así que, aquel día, estaba diseñando una estantería para libros, que iría a la
pared y que tendría la iluminación en una de las baldas. Siempre añade luz a
todos sus diseños, porque su familia tiene empresas de lámparas, pero también
porque ella es luminosa. ¡Qué voy a decir yo! Así que estaba concentrada con su
trabajo y yo se suponía que también, haciendo números para ver cómo
podríamos empezar con los prototipos de los veleros en un momento en el que
no se navegaba porque estábamos en confinamiento. Pero yo ya tenía a personal
trabajando y había que mantener a varias familias enteras. Era un tema que me
quitaba bastante el sueño, la verdad, y contemplar a Marcia me ayudaba a
rebajar la frustración y a encontrar soluciones. Sigue pasándome. Entonces, sin
dejar de mirar al punto en el que la pared se unía con la balda dijo.
—Amor, ¿me pasas las pilas del mando de la tele?
Yo me quedé en blanco. ¿Qué mando? ¿Qué tele? ¿Qué pilas? ¿Qué amor? Como
no contesté ni reaccioné se giró para mirarme. Noté que me ardía hasta el pelo.
Debía de estar más rojo que mi sofá. Y entonces le entró la risa. Soltó en el suelo
todo lo que tenía entre las manos y se me echó encima.
—¿No te gusta que te llame Amor? —decía, mientras me acariciaba la barbilla
sin dejar de reírse.
—Sí me gusta —pude contestar.
—Parecía que no —seguía tomándome el pelo—, Amor.
Al final dejamos los papeles a un lado y nos centramos en nuestros cuerpos y
sus risas. Sigue burlándose de mí cuanto puede. Me llama, Pichón, Corazón,
Bebé, Mon amour, My darling, Vida, Cielo, Tesoro, My love… Ya no se me queda
la mente en blanco y la cara roja, pero ella sigue riéndose de mí. Y a mí me
encanta que lo haga. Sí, soy idiota y las muestras de cariño de Marcia todavía me
dan pavor y me estremecen entero. No lo voy a negar.
Pero lo que más me dice es Amor. Y ahora que ya me he acostumbrado a
oírselo decir y no quedo como un gilipollas, pues ya puedo disfrutarlo.
—¿No lo encuentras? —vuelve a decir desde abajo.
—Sí, sí. Ya está.
Os dejo, que seguro que os quiere contar ella algo.
Epílogo de Marcia

Ayer al final no os pude contar lo que quería. Álvaro bajó de un cariñoso


imposible y ya no me dejó hacer nada, y eso que, con mi hombro, lo de las
relaciones íntimas es un poco dif ícil aún. Ahora he leído lo que os ha escrito y
ya he entendido por qué bajó así de pegajoso. Si es que es un amor, ¿verdad? No
me arrepiento en absoluto de nada de nuestra historia. Y este cuaderno, donde
empecé a escribir el último tip, que tampoco sirvió de nada, gracias a Dios, fue la
mejor idea del mundo. Que vosotras estuvierais al otro lado, una bendición,
porque así nos fuimos aclarando los dos. Espero que no os haya molestado que os
utilizara para olvidarme de un crush que se ha convertido en el amor de mi vida.
Pero, bueno, yo he cogido este cuaderno para contaros otra cosa. Y es que, en
estos tres años, la vida nos ha dado bastantes de cal, pero también bastantes de
arena. La noche en la que mandamos definitivamente los tips a la mierda, ¿os
acordáis? —siento mucho si os he defraudado y pensáis que os hice perder el
tiempo— se nos quedó el sofá pequeño. Tuvimos que irnos al piso de Álvaro,
antes de que Roderic y Sofía se despertasen. Celebramos durante tres días que
por fin nos habíamos entendido, y que esta vez nos íbamos a querer bien.
Muchas veces, cuando se había dormido junto a mí, tenía que mirarlo de arriba
abajo, acariciarle esa mandíbula irresistible con un poco de barba, intentar
aplacar mi respiración. Aún no podía creerme que fuera a tener algo estable con
Álvaro, que esta vez fuera de verdad la definitiva. Quizá tendría que buscar otros
tips para retener a la persona adecuada. Pero era mejor no obsesionarme,
¿verdad? No busqué los tips, pero no pude evitar decirme mil veces «Estoy con
Álvaro Sansegundo», «Estoy con Álvaro Sansegundo», «Estoy con Álvaro
Sansegundo», a ver si así terminaba de creérmelo. Me ha costado. No os voy a
engañar.
Aquellos tres días en su casa fueron de ensueño; apenas salimos de su cama, esa
que no había compartido con nadie. Alguna vez para comer algo, ir al baño y
responder una videollamada, la de Carmen y mi madre para compartir nuestra
lectura. La cogí desde su salón. Fue mi madre la primera en preguntar.
—¿Dónde estás, querida?
—En casa de Álvaro —contesté con toda la naturalidad de la que fui capaz.
Ellas ya sabían que había roto con Roderic. Que estaba tonteando con Álvaro
en mi piso me lo había callado hasta ese momento. Después ya les dije que no
me hicieran spoiler del final del libro de Benavent porque no había podido
acabarlo. Carmen puso cara de que había gato encerrado, porque siempre soy la
primera en terminar los libros. Creo que me quedaban diez páginas y ya sabéis
por qué no había podido llegar al final. Se me complicó un poco mi vida entera.
Estuvimos comentando la lectura como hacemos siempre, entre risas y algún
que otro momento picante, y después le hice un gesto a Álvaro para que
apareciese en pantalla. Por suerte, se había puesto una camiseta y el pantalón de
un chándal. Y aunque no habíamos hablado de qué íbamos a hacer, entendió lo
que yo necesitaba de él, como cuando estamos en el barco y no nos hace falta
explicarnos con palabras.
Se sentó detrás de mí en el sofá, me rodeó el cuello con su brazo derecho y me
besó la cabeza. Después les dedicó la mejor de sus sonrisas —sí, esas de cretino
chulito— y las saludó. Carmen y mi madre no pudieron reprimir las lágrimas
cuando ataron cabos, y claro, a mí me las contagiaron. Álvaro estuvo
encantador. A partir de ahí ya nos relajamos.
Al día siguiente volvimos a mi piso para recoger algunas cosas porque ya
habíamos decidido que nos instalaríamos en el suyo que es más grande y
cómodo para los dos. No hace falta que me recordéis la que le monté a Roderic
por no consentir mudarme con él. Ya lo he entendido solita, por una vez. Y
cuando salíamos del ascensor nos encontramos una escena de lo más
inquietante. Roderic, precisamente el recién nombrado, salía de mi casa,
dejando a Sofía en ropa interior en el umbral con los brazos cruzados y cara de
«si sales por esta puerta eres hombre muerto», ceja izquierda alzada, labios
fruncidos. Conozco ese gesto. La voz grave de Roderic pudo escucharse en
medio vecindario.
—Esto no se va a quedar así, Sofía. Eres una bruja.
No saludó cuando se cruzó con nosotros. La verdad es que no estoy segura de si
nos vio. Estaba demasiado ocupado con su propio cabreo.
Sofía sí nos saludó. Es más, se puso una mascarilla para darnos dos besos a cada
uno —nosotros llevábamos aún la nuestra puesta—, pero siguió en ropa
interior. Le dejé una de las sudaderas que quería recoger y no pude aguantarme
más.
—¿A qué venía eso?
—Creo que no le caigo muy bien —contestó tan tranquila.
—¿Habéis estado todo este tiempo aquí? —este fue Álvaro, un poco más cotilla
que yo, aunque esa pregunta también me la estaba haciendo.
—Sí —fue su única respuesta. Y viendo cómo estaba mi cama y su vestimenta,
Álvaro y yo tuvimos muy claro lo que había pasado en mi piso durante los
últimos tres días. De lo de «bruja» y la consiguiente despedida tardamos un
poco más en enterarnos. Sofía no soltaba prenda de lo suyo—. Y vosotros, ¿qué?
¿Todo aclarado? ¿Me puedo ya poner la medalla?
—Déjate de medallas qué menuda la que has liado. Al final Roderic va a tener
razón con lo de «bruja» —bromeé.
—En serio. ¿Por qué te ha dicho eso? ¿Qué ha pasado? —Álvaro estaba
preocupado, pero no supe muy bien por quién de los dos.
—Bueno, digamos que no le ha sentado muy bien que compita con él por el
puesto al que aspira en su despacho de arquitectos.
—¡Sofía! —No me lo podía creer. Pero ¿qué clase de amiga tengo?
—Joder, Sofía. Eres la hostia —se rio Álvaro, chocando los cinco con ella,
quien también comenzó a reírse. Entendí que mi recién novio no había estado
preocupado por mi recién exnovio, precisamente.
Todo lo que ha pasado entre Sofía y Roderic durante estos tres años es digno
de otro cuaderno. Estoy intentando convencerla para que os escriba. Pero esa es
ya su historia.
La nuestra, como ya os he dicho, ha tenido de todo. Lo de mi lesión ha sido
un buen bache. Pero antes tuvimos la crisis económica con el armador de
barcos. Cuando el abuelo de Álvaro y él empezaron a montarlo, todavía no se
sabía que iba a haber restricciones a la movilidad y que los barcos se iban a
quedar varados tanto tiempo. Podrían haber cerrado la empresa y haber
mandado a los empleados a casa con un ERTE, pero Álvaro no podía pensar
siquiera en esa opción. Lo peor fue entre finales de 2020 y principios de 2021.
Entonces hubo otra ola de contagios y la gente estaba asustada. El padre de
Álvaro lo tenía claro y se encaró con los dos. No iba a asumir el riesgo que
habían tomado. Debían despedir a la gente.
A mí me hacía sufrir ver a Álvaro tan preocupado. Sé que muchas veces se
piensa que las personas con dinero tienen la vida más fácil. Pero no siempre es
así. Se asumen riesgos, se da la palabra, otras personas dependen de ti. Seguíamos
en Barcelona. Cogí un autobús y me fui a hablar con mi padre a Valencia. No le
dije nada a Álvaro. Fue una de esas decisiones que tomo como un arrebato y que
no le comento a nadie. Vosotras ya me conocéis, y él también, aunque no dejó
de preocuparse.
Álvaro: ¿Dónde estás?

Yo: En un autobús.

Álvaro: ¿Un autobús a dónde?

Yo: A Valencia.

Y entonces ya me llamó.
—¿A Valencia?
—Sí. Tengo que hablar con mi padre.
—¿Con tu padre? ¿Y no podías hablar por videollamada normal? No están
permitidos los viajes a otra comunidad. ¿Y si te paran?
—No te preocupes. En mi DNI tengo la dirección de Valencia todavía.
—¿Y a la vuelta?
—El carné de estudiante de la universidad. ¿Te quieres relajar?
—Vale. Tienes razón. Confío en ti, Marci. ¿Cuándo vuelves? —Me dio la risa.
—¿Seguro que confías en mí?
—Sí, sí. Es solo, que ya te echo de menos. —¿No es adorable?—. ¿Quieres que
vaya yo?
—A lo mejor sí. Pero te lo confirmo luego.
—Vale. Te quiero, Marci.
—Yo también, Amor.
Cuatro horas después, tras una reunión con mi padre que duró apenas quince
minutos —y que sí hubiera podido hacer por videollamada—, en la que le
expuse los problemas de Álvaro, y veinte wasaps del susodicho sin contestar, le
escribí.
Yo: Te quiero en Valencia mañana por la mañana.

A las tres horas justas, Dogo se puso como un loco a mover la cola y ya
sabíamos todos quién acababa de llegar. Ni un día completo habíamos
aguantado separados. Mi padre invertiría en la sociedad y aportaría toda la
iluminación de instalaciones y embarcaciones. Con aquel gran cubo de arena
pudimos hacer un buen castillo. Fue duro, pero salvamos aquella crisis.

En el verano de 2021 ya pudimos comenzar a competir. Nos costó


reencontrarnos en el catamarán, y no solo porque lleváramos tiempo sin
navegar, sino porque habíamos cambiado nuestra relación. Álvaro estaba más
conservador. Temía todo el tiempo por mi seguridad y no me seguía en las
maniobras. Yo me enfadaba, porque me estaba frenando y así no íbamos a
conseguir buenas clasificaciones. A punto estuvimos de pedir a los
patrocinadores que nos cambiaran de compañeros. Entonces fue la primera vez
que Álvaro dijo que si no era conmigo no quería competir. Que abandonaría el
equipo profesional. Me hizo dudar. Estuvimos pensándolo. Yo seguiría
compitiendo y él viajaría conmigo y trabajaría desde cualquier parte del mundo.
No iba a dejarme tirada. Pero no me decidí a hacerlo. No quise renunciar a mi
tripulante. Quedamos en que seguiríamos juntos al menos esa temporada, y si no
lográbamos acoplarnos o quedábamos muy mal en la clasificación, desharíamos
el equipo. Lloré muchas noches abrazada a él porque dejamos de fluir en el
catamarán y los dos lo notábamos. Pero yo no quería dejarlo ir. Casi todas las
noches hacíamos el amor, porque en casa o en el hotel donde estuviéramos,
necesitábamos expresar con nuestros cuerpos todo lo que sentíamos entre
nosotros; era amor, y el amor que se había forjado en el mar, ahora nos alejaba
de él. En tierra firme nos amábamos casi con desesperación. Para demostrarnos
a nosotros mismos que seguíamos adelante. Que estábamos bien juntos. Que
nada iba a poder con nosotros. Entonces le cogía los dedos y le hacía que me
escribiera algo en el abdomen. Le guiaba yo con una «M» y él ya terminaba lo
demás, «Marci», o con una «T» y acababa un «Te quiero».
Al final, la temporada no fue mal del todo, porque todos los equipos
estábamos tratando de volver a acoplarnos y no se notó mucho nuestro desajuste
particular, pero Álvaro lo tuvo claro. Me estaba frenando y no lo iba a consentir.
Dejaba la competición. A cambio, nos instalamos en el ático de Altea para
cuando no tuviéramos que viajar. Sí, sí. El ático de Altea. No queréis saber
cuánto lloré cuando me lo propuso… Formé equipo con Sonia. ¿Os acordáis de
Sonia y Magda? Pues se habían casado en el verano anterior —por cierto, fue
una de las bodas más bonitas del mundo, en mitad del Mediterráneo; quiero una
boda igual—, y Magda por entonces acababa de dar a luz un bebé precioso, así
que Sonia estaba sin equipo, como yo. La temporada fue bastante bien y Magda,
el bebé y Álvaro estaban siempre esperándonos en tierra firme para recibirnos.
No hacía falta fijarse mucho para saber quién estaba deseando ser padre. Lo
adivináis, ¿verdad?
Entonces pude darme cuenta de que había sido una buena decisión. Me costó
dejar a Álvaro en tierra, pero era el mejor acompañante del mundo y siempre
estaba ahí, cuando ponía un pie fuera del barco. Seguíamos siendo un equipo.
Me relajé otra vez. Hasta que casi a final de temporada me arriesgué en una
maniobra y mi hombro izquierdo lo pagó caro. Es cierto que no quise decir
hasta qué punto me dolía. Solo quedaban dos regatas y estábamos terceras en la
general.
Ya os lo ha contado Álvaro. Cuando me vio Sempere era tarde, y la única
solución era operar. Esta vez el cubo de arena que la vida me arrojó sí que fue
tremendo. No sabía enfrentarme a aquello. Álvaro y mi familia se volcaron
conmigo. Intentaban evitar que me viniera abajo. Dos años, en mitad de mi
carrera deportiva, es demasiado tiempo. Me frustré, me enfadé conmigo misma
por haber sido tan cabezota, lloré muchos días y muchas noches, y cuando entré
en el quirófano ya había tomado mi decisión. Anoche se lo iba a contar a Álvaro
y por eso os quise escribir. Quería soltaros mis miedos y consultaros si creíais que
se lo iba a tomar bien. Pero, como no me dejó escribiros —ya sabéis, bajó muy
cariñoso—, al final se lo tuve que contar a él antes que a vosotras. Ahora voy. Ya
veo que seguís siendo igual de impacientes.
Dos semanas antes de la operación —había que tratar primero la inflamación
—, estábamos ya en Valencia. Además, era víspera de Navidad y así
aprovechábamos para estar en familia. Cuando vamos a Valencia nos instalamos
en mi casa. En la habitación de invitados de abajo, donde Álvaro durmió en mi
dieciocho cumpleaños. ¿Os acordáis? Han puesto una cama doble y Dogo se ha
elegido el mejor sitio. Yo, al lado izquierdo, por mi hombro, ya sabéis. No voy a
ocultar que sigo frustrada, dolida, enfadada. Estábamos cenando en el salón,
junto con mis padres, y también con Carmen y Amancio. Fue mi madre quien
tuvo la genial idea.
—Pues podrías aprovechar estos dos años para algún proyecto interesante,
querida. —Desde que había vuelto a competir iba muy lenta en los estudios.
Todavía estoy en tercer curso.
—Sí, claro. Le daré un buen empujón al Diseño Industrial. —No quería que
notaran que ni eso me hacía ilusión. Estaba volviendo a caer en ocultarle a la
gente que me quiere mis problemas. ¿No había aprendido la lección? Parece que
no.
—Podrías ayudarme con la empresa. Tienes ideas geniales —Álvaro,
queriendo apoyar.
—Y aquí sabes que siempre tendrás un puesto en el departamento que tú elijas
—mi padre.
—Lo sé, papá. Gracias. —No podía decir nada más.
—También puedes venirte conmigo a hacer los recados. De pequeña te
encantaba —Carmen, intentando distender el ambiente. Lo consiguió un poco.
Hasta que mi madre soltó su frasecita.
—También podrías tener un hijo. —A punto estuve de escupir el agua que
acababa de beber, y la cara de Álvaro estaba más roja que el mantel de Navidad
que había puesto Carmen—. Piénsalo. Sería un buen momento. Cuando
volvieras a la competición habrías estado un año con el bebé y Álvaro ya se
podría hacer cargo. Es la mejor ocasión. Si no aprovechas ahora, ya sabes cómo
es la vida de los deportistas. A lo mejor hasta los treinta y cinco o los cuarenta no
tendrías otra oportunidad.
—Es una idea —comentó mi padre, cuando vio que el silencio se alargaba
demasiado—. Por cierto, Álvaro, ¿cómo ves las previsiones para el año que
viene? Parece que la inflación se va a estabilizar. —Y, por suerte, cambió de
tema.
El resto de la cena nadie volvió a hablar de nada incómodo y en el dormitorio
Álvaro quiso que me quedara tranquila. No me estaban obligando a decidir.
—Tu madre no ha querido ponerte presión con lo del bebé. Ha sido solo una
idea para que no te obsesiones con la operación.
—Ya, pero está loca por ser abuela.
—Lo ha dicho por decir. Acabas de cumplir veintitrés.
—Sí. Y tú también estás loco por demostrarle a tu padre cómo hacerlo mejor
que él.
—No será nada difícil hacerlo mejor que él.
Y esto ya me lo dijo con su cara metida entre mis piernas. Con el hombro este
hay pocas posturas que no me duelan, pero mira, esa es buena. Quería que no le
diera más vueltas al tema, pero él no había negado que la idea de mi madre le
gustaba. Y no, no consiguió que no le diera más vueltas. Se las di. Tampoco tenía
nada mejor que hacer. El mismo día que tenía la operación dejé de tomarme el
anticonceptivo. Ya no me parecía que la idea de mi madre fuera tan
descabellada. Quizá es que quería agarrarme a algo. Quizá es que me daba miedo
no volver a poder competir nunca más y que mi vida quedara vacía. Quizá es que
en el fondo la idea de mi madre tampoco era ninguna tontería. Una locura,
puede ser. Pero, ya sabéis. Me gustan las locuras.
¿Por qué no lo comenté con Álvaro en ese momento? Pues porque supuse que
tomar esa decisión antes de entrar al quirófano no era el mejor momento. Que
podría arrepentirme en cuanto saliera de esa operación, o en cuanto viera el
dolor de la rehabilitación, o en cuanto me diera cuenta de que era imposible
tener una relación sexual normal. Así que no quise hacerle ilusiones. Además,
por aquellos días, la autómata que actúa dejando las emociones a un lado volvió
a aparecer. Lo único que importaba era la operación.
Efectivamente, cuando salí de aquel quirófano en lo último que estaba
pensando era en tener un bebé. Suerte tenía de levantarme cada día. Pero, como
no pensaba en nada de eso, no me tomé las pastillas. Ya tenía bastantes con todas
las demás que debía tomar. Además, las ocasiones de quedarme embarazada
eran exactamente cero.
Cuando pude levantarme de la cama y hacer medio vida normal decidimos
volver a Altea. Mis padres y Carmen eran muy buena compañía, pero les hacía
sufrir y su lástima no me ayudaba. Ya me conocéis. No soy de las que les va
autocompadecerse. Y funcionó otra vez. Me fui encontrando mejor alejada de su
pena. Cada vez era más autónoma y podía tomar las riendas de mi vida. Tenía
un reto, y ya sabéis que los retos me hacen luchar. Y Álvaro seguía siendo el
mejor compañero de retos. Sabe cómo provocarme para sacar lo mejor de mí.
Hará ahora mismo un mes me encontró duchándome sola cuando subía el
desayuno para mí.
—Te he dicho mil veces que no te duches sola, Marci.
—Te he oído mil veces.
—¿Y no vas a hacerme caso nunca?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—De si lo que quieres es que me quede como una inválida quietecita o es que
prefieres ducharte conmigo. —Y a Álvaro hay cosas que no le puedes decir si no
quieres que se las tome al pie de la letra. Cuando me quise dar cuenta, ya lo tenía
desnudo y debajo del agua conmigo.
—Pues sí que vas a quedarte quietecita. Ya te ducho yo.
Y aquella ducha fue espectacular porque Álvaro lo hizo todo. Absolutamente
todo, mientras yo me quedaba inmóvil bajo el chorro de agua caliente y recibía
todas sus atenciones, todos sus besos, sus caricias con la esponja o sin ella, sus
lametazos por aquí y por allá, su orgasmo dentro de mi cuerpo. Sí. Habéis leído
bien. Su orgasmo dentro de mi cuerpo. Y mi cuerpo sin anticonceptivos desde
hacía varias semanas. Pero en ese momento no lo pensé. Lo pensé después,
cuando me dejó en la cama al acabar de desayunar. Estaba agotada, extasiada y
feliz.
A punto de volver a dormirme mi cerebro conectó ideas. Fui consciente de
todo. Primero pensé que no sería posible. Por una sola vez no iba a quedarme
embarazada. Después ya pensé que sí había algunas probabilidades. Tampoco
sería la primera a la que le pasa. Quise contárselo a Álvaro. De hecho, lo llamé.
—Amor, ¿puedes subir?
—Voy. Un segundo.
Y tardó algo más de un segundo. El tiempo que tuve para decidir no
contárselo. Porque era difícil que pasara y, conociéndolo, se haría demasiadas
ilusiones. Entonces le dije una tontería, que me bajara una chaqueta del armario
que yo no llegaba porque me había entrado frío —y no era mentira en realidad
—, y volví a pensar que aprovechar los dos años en tierra para tener un bebé no
era una idea tan descabellada. Las ilusiones de Álvaro y de mi madre me
convencieron. Decidí que cuando me bajara la regla se lo comentaría para
planearlo juntos.
Pero, como os estaréis imaginando, la regla no bajaba. Además, el café de por
las mañanas me daba angustia y solo me apetecía dormir. Una mañana en que
Álvaro se había ido a correr —como apenas salimos a navegar tiene que hacer
algo más de ejercicio; yo le digo que se está poniendo gordo, y nada más lejos de
la verdad, pero ya sabéis que me gusta picarle— llamé a Sof ía toda histérica. Lo
normal es que nos escribamos wasaps, así que mi llamada ya le puso sobre aviso.
—¿Qué pasa, Marcia? —Lloré por respuesta—. Me estás asustando. ¿Cojo un
billete de avión? ¿Tengo que capar a Álvaro?
—Sí. Eso estaría bien —respondí llorando.
—¿Capar a Álvaro? ¿Qué te ha hecho? No jodas que me salió mal la apuesta —
Sofía y sus cosas.
—No. No me ha hecho nada, tranquila. Estamos bien.
—¿Entonces por qué quieres que lo cape?
—Porque tengo una semana de retraso —y ya lloré de verdad.
—Pero ¿has tenido relaciones sin protección o es un retraso por otra cosa? No
sé, por la medicación o algo así… No te pongas en lo peor.
—Es lo peor. Hace semanas que no me tomo el anticonceptivo y he tenido
relaciones sin protección. Estoy loca.
—¿Te has hecho un test? ¿Quieres que vaya?
—Ven, por favor.
—¿Álvaro lo sabe?
—No. No sabe nada, y hasta que no esté confirmado no quiero hacerle
ilusiones. Él estaría encantado. Lo sé.
—¿Y tú? —Mi respuesta fue echarme a llorar—. Dame tres horas. Yo te llevo el
test.
Tres horas y quince minutos después, estábamos las dos esperando el resultado
de un predictor, metidas en el mismo cuarto de baño donde Álvaro y yo
provocamos que ese test saliera inconfundiblemente positivo. Si Álvaro se
sorprendió por la visita de nuestra amiga no lo demostró. Sof ía es así.
Imprevisible. Dijo que venía a ver a la convaleciente y nadie dudó de su coartada.
Cuando vi la rayita rosa casi granate entré en pánico.
—Joder, joder, joder. ¿Y ahora qué? —Llevaba el brazo en cabestrillo y
tampoco es que pudiera estirarme de los pelos.
—Ahora se lo dices a Álvaro y tomáis una decisión. No estás sola en esto.
—No. A Álvaro no le puedo hacer algo así.
—¿El qué?, ¿responsabilizarse de lo que habéis hecho juntos?
—A ver. Él quiere ser padre. Y yo, a veces, pienso que es una buena idea. Tengo
que aclararme antes de hablar con él.
—No te recomiendo que lo pienses sola.
—No puedo. No puedo. No puedo. —Entrando en bucle, sí.
—¿Quieres parar de ser tan negativa, Marcia? Así no vamos a ninguna parte.
Piensa un poco. —Su frase favorita. Pero me hace pensar.
—Vale. Te escucho.
—Chicas, ¿bajáis a comer? —el adorable Álvaro.
—Sí, ya vamos —Sofía, hablando por las dos—. Te doy tres días para que lo
pienses tú sola. Tres. —Puso tres dedos delante de mi cara—. El viernes le tienes
que decir a Álvaro una de estas dos cosas. Opción uno —puso un dedo casi en mi
nariz—: «Vas a ser papá». Opción dos —puso dos dedos—: «Tenemos un
problema y no puedo sola con esta decisión».
—Vale. —Y me abracé a ella como llevo haciendo toda la vida. Sus ultimátum
siempre me han funcionado.
Esa noche se quedó a dormir en la habitación de invitados después de pasar la
tarde con Quino y con nosotros, y a la mañana siguiente, cuando me desperté,
ya se había ido. Parecía la Niñera Mágica: «Cuando no me queréis, pero me
necesitáis, me tengo que quedar. Cuando ya no me necesitáis, pero me queréis,
me tengo que ir». Yo, siempre, la voy a necesitar.
A los dos días, uno antes de que se cumpliera el ultimátum, tenía llamada de
club de lectura con Carmen y mi madre. Ya sabéis que, cada una a su manera, no
he podido engañarlas nunca. Y tampoco es que hubiera disimulado mucho.
Estábamos leyendo Cariño, cuánto te odio, que es una comedia romántica
superdivertida, y a mí, en cambio, me daba por llorar cada dos por tres. Todo me
emocionaba.
—¿Estás bien, querida? —mi madre, ya sabéis.
—Sí. Estoy un poco llorona últimamente, pero estoy bien. No os preocupéis.
—¿Con Álvaro, bien? —¿Por qué todas preguntaban lo mismo? Con Álvaro
no podía ir mejor.
—Sí, sí. Con Álvaro, genial. Estamos muy bien, mami. No te preocupes.
—La juventud tiene esas cosas. Las hormonas se revolucionan a veces —
Carmen, dándome a entender que sabía por dónde iban los tiros.
—Sí, las hormonas son así. Menos mal que estás bien con Álvaro y podréis
solucionarlo juntos —mi madre, dando a entender que sabía lo que insinuaba
Carmen. No puedo con ellas, pero las adoro.
—Sí, sí, tranquilas. Álvaro y yo nos aclaramos.
Y en ese momento decidí que al día siguiente lo hablaría con él. Ya habrían
pasado los tres días que me había dado Sof ía y se merecía que tomáramos juntos
la decisión. Por eso al tercer día le pedí nuestro cuaderno, porque quería
aclararme las ideas escribiéndoos. Y luego, dárselo a leer. Salió bien la última vez
que lo hicimos así, ¿no?
Pero cuando leí lo que acababa de escribir por aquí: «No os hagáis ilusiones,
que no me ha pedido que recoja el cuarto para prepararlo para el bebé, que no.
No hay bebé que valga», volví a ser consciente del buen padre que va a ser. Pero
eso no significaba que fuera a serlo ya. Continué leyendo lo que os había
explicado sobre cómo sigue poniéndose nervioso cuando le digo cosas tiernas. Y
morí de amor.
Lo que no os explicó es que nunca le llamo Cariño, y es porque así le llamaba a
Roderic, no porque me gustara especialmente ese apodo, sino porque se había
empeñado en llamarme a mí «Cari» y ya sabéis que los diminutivos solo se los
consiento a Álvaro, y porque es mi debilidad. Yo me esforzaba en decir la
palabra completa para que entendiera que no me gustaba el diminutivo. Pero,
claro, nunca lo entendió. Y es que, a veces, nos da miedo herir a la otra persona y
no decimos lo que nos molesta por no ofender. Así, lo único que conseguimos es
que el otro no rectifique y que nosotros vayamos acumulando molestias,
rencores y faltas de atención que hacen que la relación —sea con la familia, las
amistades, las parejas o los compañeros— se resienta. Al final saltamos por
cualquier tontería y es porque llevamos mucho tiempo aguantando gestos del
otro que nos molestan, pero nunca lo hemos dicho. Como veis, esto sí que lo he
aprendido. A Álvaro no le paso una. Sobre todo, cuando me intenta
sobreproteger.
Pero anoche estaba tan empalagoso, como si estuviera compartiendo conmigo
las hormonas, aun sin saberlo, que ese empalago nos llevó hasta una relación
completa y bastante placentera, incluso con mi hombro en cabestrillo, y
entonces lo decidí. Y no fue por él. Esa decisión debía tomarla por mí misma, si
no me arrepentiría el resto de mi vida y podía salir perjudicada nuestra relación
y eso es algo a lo que no me voy a arriesgar. Lo decidí por mí. Estábamos aún en
el sofá. Ese empalago no nos había dejado ocasión siquiera para subir al
dormitorio. Cogí su dedo índice para escribir sobre mi abdomen. Empecé con la
«V». Se quedó paralizado. No sabía cómo continuar. Ninguna de nuestras frases
favoritas sobre mi piel empieza por la «V». Seguí con la «A», la «S». Leyó.
—Vas… —dijo en voz alta un tanto inseguro.
Lo noté nervioso. «A». Leyó otra vez:
—Vas a...
Después continué con la «S», la «E», la «R».
—Vas a ser... —Yo asentí para que supiera que lo estaba entendiendo.
La luz de la lamparita de la entrada me dejaba ver sus puntitos amarillos. Ese
bebé tendría sus ojos. La sensación viscosa en la boca del estómago que me trae
la necesidad irremediable de Álvaro sigue ahí. Nunca se ha ido. Anoche volvió
siquiera más conscientemente, más rotunda. Así que empecé con la «P». Se le
aceleró la respiración. Casi podía escucharle el latido del corazón. Seguí con la
«A». Le temblaba la mano con la que le dirigía la escritura sobre mi abdomen.
Ya no podía parar. Lo tenía claro. «P». Se echó a llorar. El chico que no sabía
llorar volvió a hacerlo. Desde el día que mandamos a la mierda los tips no había
vuelto a llorar.
—¿De verdad? —fue capaz de pronunciar entre lágrimas. No se lo tengáis en
cuenta. Le había pillado muy desprevenido.
—De verdad —respondí con mis labios dentro ya de su boca con sabor a mar.
Y estoy segura de que este va a ser el mayor de todos los castillos que vayamos a
hacer juntos, y estoy contenta, porque la vida me había lanzado uno de sus
peores cubos de arena y yo he vuelto a darle la vuelta. Por eso he tomado esa
decisión. Porque la vida llega con cal y con arena y yo no soy de las que se queda
llorando cuando vienen las de arena, ya lo sabéis. Lloro, claro que sí. Ya estáis
hartas de leerme y sabéis que lloro mucho. Pero después recojo esas lágrimas,
hago una buena mezcla con la arena que me ha echado la vida, y con ella y con
la ayuda de Álvaro creo un castillo.
Y vosotras, ¿sois de las que lloráis y ya está, o después de llorar construís
castillos?
Agradecimientos

Este libro está dedicado a ti que lo tienes entre las manos. Pero también es a ti a
quien te lo quiero agradecer en primer lugar. Porque tú formas parte de esta
historia y no es casualidad que todo el tiempo esté narrada directamente a las
lectoras y lectores. Y es que, en esta novela, he tenido en cuenta vuestras
opiniones y preferencias, gracias a los comentarios que he ido recibiendo de mis
anteriores libros. Por eso te lo quiero agradecer. Porque te he escuchado, te he
tenido en cuenta, y entre tus manos está el fruto de esa escucha.
Desde estas páginas, quiero agradecer a todas las personas, profesionales o no,
que, a través de sus blogs, sus perfiles de Instagram, de TikTok o Facebook, pero
también en las reseñas de Amazon o GoodReads, habéis dejado vuestros
comentarios y opiniones de mis novelas. Esto me ha hecho crecer, aprender y
tratar de escribir un libro a vuestra medida. Al menos, un libro que cuenta con
vosotros y vosotras desde la primera línea hasta la última.
Desde luego, sin Isabel, Manolo y Carmela esta novela no estaría impresa,
porque no habría sido más que una idea de esas locas de las mías. Pero ellos la
leyeron y le dieron alas con su entusiasmo. Volvieron a creer en mí.
Sin mi querida editora, Gala Trigueros, de Colección Mil Amores, tampoco
estaría entre tus manos este libro, porque ella también se echó la manta a la
cabeza, rápidamente le dio el sí y se ilusionó conmigo.
Emma y Marina han puesto bastantes puntos sobre las íes y me han dado su
perspectiva para conocer a esas lectoras jóvenes a quienes va dirigido este libro.
David y María, ambos exigentes y sinceros. Claudia, Nora, Tea y Natalia, que
otra vez os nombro en estas líneas del final de otro de mis libros. Espero que
sigáis estando orgullosas. Massi, Ana María, Leo, Diego, Laura Salvador,
Gregorio, Isa, Pedro y el resto de la familia que siempre estáis cuando hacéis
falta.
También quiero agradecer el entusiasmo de Paqui, que está deseando leer estos
tips, pero también cualquier cosa que saque y que salga por una imprenta. A
Amparo Sáiz, una incondicional que tampoco se pierde ninguno de mis libros
ni mis eventos, y siempre está en primera fila bien atenta.
A mis chicas imprescindibles de los talleres: Irene, Amparo, María José,
Montse, Jenny, Marta, que siempre me arropáis en todo y que estoy deseando
que tengáis este libro en vuestras manos para comentar largo y tendido sobre
esta apelación directa a los lectores. También a las chicas del club de lectura de la
Librería Galeradas, y que, como cada vez somos más, ya no puedo enumeraros a
todas; vosotras ya sabéis a quiénes me refiero. Mis otras chicas, las de los cafés,
que tampoco pueden faltar: Cristina, Sara, Ana, Silio, Mari Cruz, Nuria, Pilar. Y
las de toda la vida: María Jesús, Bego, Olivia, Eva.
Y a quienes habéis ido llegando a mí a través de redes sociales y que tampoco
puedo enumerar porque no quiero dejarme a nadie. Pero sois muchas y muchos,
y vosotras también sabéis a quiénes me refiero. Quienes lleváis leídos varios
libros míos y os echáis sobre el siguiente que escriba sin medir las consecuencias.
Gracias por vuestro entusiasmo. Por vuestros comentarios. Por dejarme aprender
de vuestras opiniones. Nos vemos en redes.
Y QUE
LE VEINTICUATRO
GUSTEN DÍAS DE
LOS SEPTIEMBRE
GATOS Marta Salvador Vélez
Kate Bristol

«Una irresistible
comedia romántica de «Solo el amor puede unir el orden y el
enredos, un éxito de caos, la ciudad y el mundo rural, y
taquilla en forma de Veinticuatro días de septiembre es el
libro y una delicia que placer culpable que lo prueba
redefine el humor... y el definitivamente».
amor».

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Índice

Marcia 9
Antes de los tips 23
1er tip. Pierde el contacto con esa persona 47
2º tip. Dedícate tiempo a ti mismo/a 57
3er tip. Haz ejercicio 73
4º tip. Deshazte de los objetos que te recuerden a él o ella 91
5º tip. Dale tiempo al tiempo 93
6º tip. Enfoca tu mente en el momento presente 107
7º tip. Trabaja en tu autoestima 121
8º tip. Pasa tiempo con tus seres queridos 137
9º tip. Conoce personas nuevas 147
10º tip. Escribe cómo te sientes y enumera por qué la mejor decisión
es olvidarte de esa persona 165
Otra página 169
Álvaro 175
Un paréntesis 201
Tengo que acabar pronto con esto 205
Y aquí van las consecuencias 227
Tres días después 231
Vuelve Marcia 235
Epílogo de Álvaro 253
Epílogo de Marcia 257
Agradecimientos 275

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