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ISBN: 9788419542830
ISBN ebook: 9788419542380
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A ti que, cuando la vida te envía una de cal, sabes disfrutarla;
pero que, cuando te manda una de arena, después de llorar,
coges esas lágrimas y esa arena y, con la mezcla,
construyes un hermoso castillo.
«Era tan triste irse a la cama, y levantarse, y no saber nunca más de él, que mi decisión se
diluyó en el aire antes de que tomara realmente forma. Si había parecido un error tomar ese
camino una vez, ahora parecía un error abstenerme».
Emily Brontë,
Cumbres borrascosas
«Estoy todo el día excitado. El amor es un maldito fastidio, especialmente cuando también
está unido a la lujuria. Es una provocación terrible pensar que en este momento tú estás
esperándome en el otro extremo de Europa mientras yo estoy aquí. Ahora no estoy
precisamente de buen humor».
James Joyce,
Cartas de amor a Nora Barnacle.
Marcia
El primer tip debía haber sido sencillo: «Pierde el contacto con esa persona»,
pero no lo fue en absoluto. Sí, ya sé lo que me vais a decir. Es el punto inicial e
imprescindible. Pero ya os he comentado que en mi caso particular no es nada
fácil. Soy algo así como su jefa. Competimos a nivel profesional en vela
deportiva, concretamente con el catamarán Nacra 17 en equipo mixto, así que
yo soy la timonel, quien mantiene el rumbo y orienta la vela mayor, y él mi
tripulante, el encargado de las demás velas y de la estabilidad del barco. No es
tan idílico como parece. No os creáis.
Esto es competición profesional, así que rendimos cuentas por nuestros
resultados y no hemos podido elegir a nuestros compañeros ni puestos. El
patrocinador manda. Muchas horas de duro entrenamiento, muchísima
concentración en el mar, y todavía más en competición. Así que, sobre el
catamarán, nada de distracción. Ahí sí tengo autocontrol. ¿Estáis pensando lo
mismo que yo? Ya lo intenté. Vivir todo el tiempo como si estuviera en el barco.
Salió fatal. Todos creyeron que mi locura había dado un paso de gigante. Mis
padres llegaron a preocuparse y amenazaron con alejarme de la competición —
nunca han estado contentos del todo con que diera el paso a profesional; se
habían imaginado que acabaría trabajando con papá y me dedicaría a la empresa
de lámparas de lujo, y no lo descarto, cuando aclare todo lo demás. No seáis
malas. Ya sé que va para largo, no hace falta que me lo digáis a la cara—.
Todo esto empezó cuando éramos unos críos y aún nos instruíamos con
nuestros rudimentarios Optimist en la Federación de Vela de Valencia. Mi amiga
Sofía y yo, que, por si aún no os lo he dicho, me llamo Marcia, comenzamos
con ocho años. Entonces solo íbamos los fines de semana y los campamentos de
verano y Semana Santa. Él, Álvaro —por si todavía no lo había nombrado,
aunque tengo un montón de apodos para él, como el innombrable, el
indeseable, el gilipollas, el cretino, el gilipollas, me repito, ya lo sé—, se apuntó
cuando nosotras teníamos doce y acabábamos de subir de categoría. Él tenía
quince y se encargó de estropearlo todo.
Era un chulito madrileño que había aprendido en Altea. Me cayó fatal. No
podía con él. Y no os creáis que era porque me gustó desde el principio y no me
hacía caso. No. Que, aunque es verdad que no me hacía caso, porque enseguida se
fijó en Sofía, yo no lo tragaba. Ojalá hubiera seguido odiándolo. Ahora no
tendría estos problemas. No podéis verme, pero estoy llorando, literalmente. De
rabia. Tengo que estar con él todos los días, entrenar con él, competir con él
sobre el catamarán minúsculo y, lo que es peor, compenetrarme con él para
adivinar en todo momento lo que el otro necesita. Son demasiadas horas de
complicidad que me están pasando factura. Voy a por más clínex, y ahora sigo.
A lo que iba. Que intenté perder el contacto con él. Fue entre 2016 y 2018.
Cuando aún no había cumplido dieciocho años y decidí competir solo con
chicas con base en, ¡atención!, Eslovenia. Mirad si me fui lejos con tal de no
verlo. No podéis decir que no me tomé este tip en serio. Eso fue después de que
nos enrolláramos por primera vez y saliera mal. Entonces, diréis, ¿cuánto
tiempo llevas enamorada de él e intentando no estarlo? Pues exactamente no lo
sé, porque me he negado a mí misma que lo estuviera. Hasta después de mi
huida, cuando me di de bruces con la realidad. De hecho, lo de Eslovenia creí
que había sido por él, no por mí. ¿Y por qué te has enamorado de él si es un
cretino, sale mal cuando os enrolláis y lo odiabas al principio? Y yo os
responderé. ¿Vosotras lo hacéis todo bien siempre? A que no. Pues yo tampoco.
Bueno. Seguro que yo peor, porque siempre me esfuerzo en ganar.
Álvaro es un cretino, desde luego, y un chulito de playa con toda la razón
porque está buenísimo y es muy guapo. Eso ya os lo he dicho. Pero una no se
enamora del primer guapo que ve, ¿verdad? Ya ha habido otros guapos en mi
vida y me he podido encaprichar como nos pasa a casi todas —y a muchos
también—, o he podido querer probarlos solo por curiosidad, o verlos bajo la
suela de mis Nike Riccardo Tisci suplicando compasión. Con Álvaro he pasado
varias veces por las tres fases y seguro que si pienso encontraré más, como
odiarme a mí misma después de acostarme con él o amenazarlo con castrarlo si
volvía a ponerse en mi camino. Bueno, ya habréis comprobado que no tengo
muy buen carácter.
Cuando se apuntó a nuestro club náutico me cayó mal porque no soy de las
que les gustan las novedades. Así de simple. Quiero tenerlo todo bajo control,
quizá por eso siempre me escojan de timonel —para algo bueno tenía que servir
mi carácter de mierda—, y él suponía una molestia. «¿Quién eres tú? ¿Qué haces
en mi barco? ¿Cuándo te largas?». No fueron preguntas retóricas de esas que se
hacen en el pensamiento para ir procesando las situaciones incómodas. No. Son
las preguntas que le hice en persona cuando yo tenía doce años y él quince y me
sacaba dos cabezas. Sigue sacándome dos cabezas. Exactamente veintiún
centímetros y diecinueve kilos.
Imagino que, como el resto del mundo, ya os habréis dado cuenta de que estoy
loca. Pero no me preocupa. Estoy acostumbrada. Y así fue como empezó Álvaro
a llamarme: «Loquita». Aún lo hace. Y yo querría retorcerle el pescuezo, pero es
que a veces hasta me hace reír recordando alguna de las que le he hecho, como
atarle los cordones de las zapatillas para que se cayera nada más despertarse,
cuando estábamos en el buque escuela el verano siguiente de conocernos. O
llenarle la mochila de tinta de calamar que encontré por ahí. Marcia, la loca,
desbocada y sin frenos.
Espero que no digáis «pobre chico», como otras, entre las que se encuentra
mi mejor amiga, Sofía. Que primero se colgó por él, y luego me lo dejó a mí
después de ser novios cuatro largos años, años en los que no pude demostrar lo
poco que lo soportaba porque era el novio de mi amiga. Bilis me tragaba.
Aunque, a decir verdad, un poco sí lo demostraba, pero no tanto como me pedía
el cuerpo.
Y el caso es que ahora que miro hacia atrás, la recuerdo como una de las
mejores épocas de mi vida. ¿Me imagináis? Yo era bajita y gordita, pero con una
fuerza y una mala leche que asustaba hasta al entrenador. Empecé a ganarme a
pulso el apodo de «la loca», pero os juro que no me molestaba. Al revés, me
daba poder. De hecho, tenía que esforzarme en mantener el apodo. Después
cambié la grasita infantil por músculo y sigo igual, redonda, bajita y con mala
leche. Aunque enamorada de alguien con apellido «problemas». El mismo por
el que en aquella época sentía animadversión. ¿Os habéis dado cuenta de lo
veleta que soy? Pues ese es el problema. Que nada me hace tambalear, excepto él.
Lo odio. Mucho.
Durante el primer año decidí ignorarle, dado que no se asustaba fácilmente y
seguía apuntado a nuestro club, aunque viviera en Madrid. Los chicos hacían
piña a su alrededor, porque era rubio de ojos verdes, madrileño chulito y había
aprendido en Altea. Ya sé que lo acabo de decir, pero es que esos atributos le
daban el aura para que todos le adoraran y yo lo despreciara. Desde luego, las
chicas no se quedaron atrás en su veneración, ellas precisamente porque fuera
rubio de ojos verdes, musculado y alto. Por no hablar de su sonrisa. ¿Sabéis esa
sonrisa de cretino gilipollas con sus dientes perfectos, sus labios carnosos y que
hace desmayar a las chicas a su paso? Pues esa sonrisa. ¿Queréis más? La risa. Esas
carcajadas de chulito que suelta cada dos por tres y que dice «aquí estoy yo. Ríete
conmigo porque soy lo más», y no puedes evitar contagiarte. O al menos eso es
lo que me pasa a mí. Si le oigo reír, por muy enfadada que esté, me contagia.
Ahora. Antes me ponía de mala leche, claro. En la época que estoy contando era
oírle y tirar algo por la borda, cualquier cosa: una chancla, una toalla, un
bañador. Uy, mira, qué casualidad. Si lo que ha caído era del chulito de playa y se
ha volado sin querer por el viento de Levante...
Fue divertido ignorarle y no me costó demasiado. Notaba cómo se esforzaba
en que supiera que existía, con sus risas y sus pasos largos sobre la cubierta del
buque escuela. Llevaba mal que alguien se resistiera a sus encantos. Hasta que, un
año después, mi queridísima amiga Sof ía se coló por él, como toda hembra que
se le cruzara, exceptuándome a mí que, entonces, debía de ser que no era
hembra y, ahora, soy imbécil. Y ella me hacía ir detrás para verlo, para reírse con
él de alguna tontería que dijera y para contemplar sus músculos tensos sujetando
el cabo de driza al izar o bajar cualquier vela. Era patético. Ya me vais
conociendo, así que os podréis imaginar lo que hacía yo entonces. Burlarme de
cualquier fallo que tuviera. Hablarle al oído a Sofía para ponerlo nervioso. Y
retarle. Siempre le estaba retando y él, como era, y es, gilipollas, siempre caía en
los retos, cuando lo mejor para los dos hubiera sido que me hubiese ignorado,
como yo hice con él al principio.
En cuanto alguien le dijo que Sofía estaba colada por él, y juro por Dios que no
fui yo, se hicieron novios. Sofía. No hablaré mal de ella porque es mi amiga del
alma, entonces y ahora, pero es muy fácil hablar mal de ella. ¿Por qué? ¿No os lo
imagináis? Porque es una cabrona de piernas larguísimas, melena rubia y lisa
hasta la cintura, ojos azul cielo y dientes alineados y blanquísimos. Además, la
mejor amiga del mundo, con unas notas de envidia, y la hija de uno de los
patrocinadores más importantes del club náutico. Es sencillamente perfecta.
¿Entendéis ahora por qué necesito hablar de esto con vosotras y no puedo
hacerlo con mi mejor y única amiga? Está claro, ¿no? Bueno, con ella sí que lo
hablo —algunas temporadas más que otras—, pero no siempre me sale bien, y
es que no solo es la ex del susodicho, sino que todo el tiempo habla demasiado
bien de Álvaro; pero lo peor es que, además, me hace sentir ridícula a su lado y
que no merezco que su exnovio, alguien que está a su altura y no a la mía, se fije
en mí. No me preguntéis si todas las veces que se ha enrollado conmigo estaba
borracho o ciego —sin vista, quiero decir—. Porque aún no os he contado nada
de eso y es verdad que siempre ha sido por propia voluntad, que yo sepa, y a lo
mejor algo vería en mí, pero no es fácil ser la amiga de la mujer perfecta y que
eso no pase factura en la autoestima. Os lo puedo asegurar.
¿Que cómo soy? Pues ya os he dicho que bajita y gordita. Ahora ya no soy
gordita pero mi cuerpo tiende a la redondez. Tengo unos gemelos y unos glúteos
que ya quisieran muchos tíos, unos hombros fuertes y unos bíceps que soportan
más peso que los de algunos que conozco. Aunque todo esto lo cuente como
virtudes, en el fondo no lo son porque me alejan del estereotipo femenino de
belleza. Por lo demás, soy morena, con ojos negros y la piel oscurísima. Paso
demasiadas horas al sol y, por más protección que use, mi piel se pigmenta con
mucha facilidad. Mi pelo, además, con tanta humedad, siempre está medio
ondulado y es muy difícil mantenerlo a raya. Mi mejor arma es la sonrisa,
blanco nuclear sobre cara y labios oscuros, aunque los años de brackets, entre los
once y los catorce, ni eso. Y, lo que es peor, mi mala leche me obliga a ocultarla
en demasiadas ocasiones.
Por otro lado, tengo bastante pecho, pero debajo de la ropa deportiva y del
neopreno no lo exhibo demasiado. Me siento incómoda con sujetadores de
bonito y solo intuyen cuál es mi talla quienes he tenido en mi cama. Álvaro
incluido, sí. No hace falta que metáis el dedo en la llaga cada dos por tres.
Ya sé que queréis saber cómo acabé enrollándome con él la primera vez y
después huyendo a Eslovenia. Pero si no os cuento el principio no puedo llegar
hasta ahí. Como ya os he dicho, a los trece y dieciséis respectivamente se
hicieron novios Sofía y Álvaro. Según mi amiga, información que se
confirmaba porque siempre estaban a la vista, no hacían más que pasear juntos
por la cubierta y decir que eran novios. De ella lo entendía, porque era una cría,
pero nos esperábamos que él intentara ir más rápido. Los primeros dos años nos
pareció normal. Tampoco es que se vieran mucho. Algunos fines de semana y en
los campamentos, aunque poco, porque estábamos en distinta categoría, ya que
Sofía no se esforzaba mucho en la vela —para ella era como un pasatiempo—, y
Álvaro y yo habíamos pasado a competición. Por aquella época hasta empecé a
revisar mi opinión sobre él porque fuera tan respetuoso con mi amiga, aunque
tampoco perdía la oportunidad de seguir burlándome por cualquier motivo.
Pero a los quince y dieciocho seguían igual. Paseaban por cubierta sin siquiera
darse la mano, unos minutos antes de cenar, y yo al otro lado de Sof ía porque
ella también quería estar conmigo en esos ratos, ya que no nos veíamos en todo
el tiempo. No podía ser yo misma con él delante. No podía insultarlo y reírme,
ni podía burlarme de otros y otras. Ellos se mantenían en silencio entre sí y
conmigo, y quien no paraba de hablar era yo. A veces me sentía su bufón.
Cuando nos quedábamos a solas en la habitación volvíamos a ser las amigas de
siempre. Y a mí me parecía que tener novio era un rollo. Era mucho más
divertido navegar con los chicos que ser sus novias. Así que no tuve ninguna
necesidad de estar con nadie. Me gustaban los chicos, algunos más que otros,
Álvaro, desde luego, nada de nada, pero los prefería de compañeros o
contrincantes. Álvaro como contrincante era de lo más estimulante. Aceptaba
todos mis retos, luchaba al máximo y era dif ícil adivinar quién de los dos iba a
subir antes al mástil o sería capaz de cargar con más cubos llenos de agua en diez
minutos, mientras el resto nos jaleaba y Sof ía prefería no mirar porque decía
que hacíamos el ridículo y no sabría a quién de los dos animar.
Pero no os fieis de las apariencias, porque mi amiga parece una princesa, pero
es más bien una ogra como Fiona, que saca su carácter durante todo el día, no
solo por la noche. Es mandona, calculadora y decidida. A Sofía no se le resiste
ninguno de sus propósitos. Supongo que por eso somos amigas. Nos
complementamos. A mí solo me interesa el catamarán —y deshacerme de la
obsesión por un crush, pero ese es otro tema— y a ella se le da bien todo lo
demás. Yo solo tengo que dejarme guiar por ella fuera del barco y así puedo
parecer popular, parecer que sé vestir, parecer que me relaciono con gente, e,
incluso, parecer que estudio. Mis padres la adoran tanto como yo, pero no es
fácil convivir con ella, no os creáis. Conmigo tampoco, ya lo sé.
—Deberías buscar tú también a alguien que te guste —soltó un día así, sin
más, cuando íbamos sobre la cubierta camino del comedor. Solo hacía dos días
que me había dicho que le gustaba Álvaro. Aún no salían juntos.
—¿Para qué iba a hacer eso? —No le encontraba ningún sentido.
—Cuando te dije que deberías llevar compresas en la bolsa de deporte,
¿preguntaste para qué? No. Lo hiciste porque sabías que tocaba hacerlo, que
cualquier día te podía bajar la regla y tendrías problemas. Pues esto es igual.
—¿Esto es igual? —Confío en las decisiones de Sofía, pero aquella no acababa
de entenderla—. ¿Si no me gusta nadie podría tener problemas?
—No. Si no te gusta nadie podrías quedarte atrás. Y no es buena idea que te
quedes atrás. Los demás hablarían de ti y sería incómodo. Podrían ir diciendo
que eres lesbiana.
—¿Y qué?, ¿y si soy lesbiana? —No era algo que me hubiese planteado. A mis
padres podría darles un infarto, pero no entendía qué mal habría en que los
compañeros de clase o del equipo pensaran que lo fuera.
—No pasa nada si eres lesbiana. ¡Ay, Marcia, qué espesita que estás con este
tema! Si no dices que te gusta alguien, chico o chica, hablarán de ti y opinarán.
Eso es lo que no queremos. A las, y los, arpías hay que darles de comer para que
no rasquen.
—¡Ah! —No había entendido nada.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?
—Mira a tu alrededor y di alguien que pudiera gustarte. Para decirlo en los
vestuarios y que se vayan a husmear a otra parte…
—¿Alguien que pudiera gustarme? —Sí que era verdad que estaba espesa con
ese tema, ¿verdad?
—Exacto. Alguien que pueda gustarte… ¿Ignacio?, ¿Ángel Andrés?, ¿Carolina?
—Uf, no. Ni hablar. Ignacio y Carolina son demasiado pijos. Solo vienen para
aparentar. No puedo con ellos. Y, ¿Ángel Andrés?, ¿cómo has pensado que podría
gustarme eso? Ángel Andrés no sabe ni qué es el palo mayor. Paso. Creo que la
única persona interesante en este buque ya te la has pillado tú. —Y era cierto.
Pero de ahí a que me gustara… Además, mi amiga ya lo había elegido. Sof ía
sonrió maquiavélicamente. No disimuló en absoluto que disfrutaba yendo por
delante de mí en todo lo que no fuera navegar.
—Me da igual quién digas. Esos o quien sea. Pero el lunes que viene deberás
decirme un nombre. No vamos a consentir que hablen de ti.
—Me tratas igual que a tus hermanas —protesté. Sof ía es la mayor de tres
chicas, todas idénticas, guapísimas y adorables, al menos, por fuera.
—No creas. A ti te doy explicaciones. —Y en eso debía concederle la razón.
Al lunes siguiente le contesté que podría decir a Ignacio. Es verdad que era un
pijo que solo iba al club náutico para enseñar abdominales, pero puestas a decir
una mentira, qué más daba. Era moreno, de ojos oscuros, bastante guapo, y así
podrían afirmar de mí que tenía buen gusto. La cuestión era comentarlo en el
vestuario y pasar desapercibida ante las malas lenguas, según Sof ía. Mientras
paseábamos por cubierta y las demás pensaban que se me iban los ojos hacia
Ignacio, yo me dedicaba a burlarme de él con mi amiga. De vez en cuando me
reñía si subía mucho la voz. Pero me dejaba criticarlo. A él y a Álvaro. Además,
se habían hecho grandes amigos. Igual de pijos y gilipollas. Pero Álvaro sentía el
mar como yo. Y eso me hacía tenerle respeto.
Sé vuestra siguiente pregunta. ¿Por qué cortaron Sofía y Álvaro? Pues nos
enteramos los dos a la vez. Ya os he dicho que parecía que fuéramos un trío de
idiotas, así que nos citó a los dos por la dársena, en un local muy bonito, a tomar
un helado. Ya teníamos diecisiete —bueno, yo no, porque no los cumplo hasta
diciembre, pero siempre me he sumado los años cuando los hace Sof ía, ella en
junio— y faltaban dos días para que empezáramos segundo de Bachillerato.
Álvaro, tercero de Ingeniería Naval en la politécnica de Madrid, veinte años. Ya
os contaré algo más de su vida y sus viajes más adelante porque la conversación
con la que Sofía cortó con nuestro trío fue, cuanto menos, surrealista. A todo
esto, os diré que no se habían acostado. Sofía seguía siendo tan virgen como yo,
aun teniendo novio durante cuatro años. A ella no parecía que eso le molestara.
Y a él… A saber qué pasaba por su mente.
Yo no estaba acostumbrada a quedar fuera del barco, así que me puse lo
primero que encontré. La ropa de jugar al tenis. Una camiseta blanca sin
mangas, con la que se insinuaba todo el pecho que no podía esconder, una falda
cortísima también blanca y mis Nike Air, cómo no, blancas. Como era final de
verano y estaba tan extremadamente morena me encontré guapa al salir de casa
—en época estival no me molesta mi color de piel; en invierno lo odio—. Mi
pelo oscuro revuelto con mi media melena a mitad de cuello y mis ojos negros
que brillaban de autoestima. El curso siguiente pasaba al cuerpo de élite y
competía en el grupo mixto. Álvaro también. Entonces seríamos cuatro. Dos
chicos y dos chicas. Pero Sofía nos había convocado a los dos, no sabíamos aún
para qué, y fue ella quien empezó a hablar.
—No quiero que os enfadéis, ¿vale?
—Lo juro —dije yo alzando la mano derecha como en un juicio, adoptando
mi papel de bufón. Álvaro no contestó en voz alta. Solo asintió.
—Voy a dejar el club náutico.
—¿Estás segura? —puse mi tono de súplica, pero los tres sabíamos que ese día
no tardaría en llegar. Álvaro siguió sin decir nada. Ellos solo eran novios en el
club náutico. Deberían haber conversado en privado sobre lo suyo.
—Sí. Lo he pensado bien. Tengo que centrarme en los estudios si quiero hacer
Arquitectura en Barcelona el año que viene. —Sus modales de princesa, su
melena rubia suelta al viento, su bronceado dorado, no negro como el mío.
—¿Y lo vuestro? —dije yo, harta de que ellos no hablaran al respecto.
—Pues no podrá ser. Tengo que centrarme en los estudios —Sof ía, con la voz
cantarina, como dándole todo igual. Desde luego, lo tenía muy pensado.
Y, ¿a que no sabéis qué hizo Álvaro? Pues exactamente nada. Siguió mudo.
Pasaba la mirada de una a otra, como si nos estuviera examinando, y continuó
en silencio. Fui yo, acostumbrada a estar en medio de los dos, quien le hice
hablar.
—¿Tienes algo que decir?
—Pues que lo entiendo —contestó, poniéndose colorado.
Y quien no entendía nada era yo. Álvaro en el mar era decidido, aventurero,
arriesgado, inquieto. Peleaba cuando creía que tenía razón y podías confiar en
él. Siempre te respaldaba y sabías que haría todo lo posible por superar las
situaciones más difíciles —sigue haciéndolo, para mi desgracia—. Entonces,
¿por qué se comportaba así de apático ante la idea de perder a su novia? Me
enfadé. O más bien quise enfadarme, pero no lo hice porque en verdad no me
importaba en absoluto su relación. Sof ía parecía que tenía su decisión clara y
Álvaro solo se salvaba de compañero en el mar. El resto, podía tragárselo la
tierra. Pero a mí, precisamente, se me conquista en el mar, aunque yo no quise
verlo. No aún.
Antes de los tips
Sabéis lo que hice, ¿verdad? Pues eso, llorar y no contestarle. Tampoco es que
supiera muy bien qué quería decirle: «No me gustó nada lo que pasó el sábado».
«No me hables más por privado. Tú y yo solo somos compañeros de regatas».
«Olvida lo del sábado. Nunca ocurrió». «No puedo enrollarme con el ex de mi
amiga. Yo no soy así». ¿Vosotras hubierais podido escribir alguna de esas frases?
Yo no tuve valor.
Carmen se dio cuenta enseguida de que había perdido peso. Decía que se me
estaba quedando cara de lagartija. Me esforzaba, pero no me entraba nada. Y no
era porque estaba enamorada, como no paraba de decirme ella, sino porque
estaba preocupada por mi rendimiento deportivo. ¿No me creéis? Yo ahora
tampoco, pero entonces no me podía permitir esos pensamientos. Si dejaba que
se colara algún recuerdo de Álvaro me echaba a llorar, me abrazaba a Dogo o a
mis almohadas gigantes de La Maison Coloniale, y me deshacía
completamente. Por echarlo de menos, por saber que era inadecuado para mí,
por temerme a mí misma.
El lunes no fui ni al entrenamiento ni al British. Sabía que Álvaro tenía un
examen en Madrid, del que no le dejé estudiar, y que él tampoco iba a ir a
entrenar, así que no se preocupó todavía. Sí me escribió wasaps, como llevaba
haciendo desde que me dejó en casa la noche anterior. Era muy tierno y
divertido y no me podía permitir caer en eso. Desde el lunes a primera hora dejé
de contestarle, aunque sí que había caído en responderle al llegar a casa. Sí me
encontraba bien. Sí había cenado —no era cierto—. Sí estaba de acuerdo en que
había sido un fin de semana espectacular. A partir del martes se le notó la
preocupación.
Álvaro: No has venido al entrenamiento y ya sé que ayer tampoco. Estoy preocupado. Desde
el domingo que no sé nada de ti. Todo bien?, Marci. Dime al menos que estás bien.
¿Cómo era tan insistente? ¿Qué podía hacer? No penséis que no quería verlo.
Me moría por verlo. Pero él era un problema que no me podía permitir.
Entendedme. Si yo estaba con él me separaba de mi amiga. Si yo estaba con él
empeoraba mi rendimiento deportivo y tal vez tuviera que dejar la competición,
sobre todo si seguía perdiendo peso, que era algo que me pasaba también por él
—aunque no porque estuviese enamorada, sino preocupada, ya sabéis—. Si yo
estaba con él, y eso era lo peor de todo, me acabaría enamorando, porque era
adorable, y sufriendo una decepción porque todo el mundo sabía que su amor
verdadero era Sofía —igual de guapos, listos y ricos— y no yo. Sé que esto
último eran solo mis paranoias —pensáis que lo demás también, ¿verdad?—,
pero no podía evitar tenerlas. Así que lo mejor era olvidarme de él. Asumí que
era mi crush, porque si no asumes algo no puedes encontrar soluciones, y entré
en Internet para buscar consejos. Era el momento de olvidar a Álvaro como
crush.
1er tip
Pierde el contacto con esa persona
Decidí seguir al pie de la letra los diez tips para olvidar a tu crush que encontré
en la web que mayor fiabilidad me daba, www.infallibletips.com, y el primero
de los consejos era «Pierde el contacto con esa persona». Tenía que dejar de
seguirlo en redes, decía la web. Olvidar a mi crush, es decir «a mi flechazo, o, lo
que es lo mismo, la persona por la que sientes un arrebato o cuando existe
atracción y tensión sexual. También se llama crush cuando sentimos haber
encontrado a nuestra alma gemela». Estaba claro que lo era, ¿no? Ya no podía
seguir engañándome. Al menos había sido un flechazo, un arrebato, y había
atracción y tensión sexual. La parte del alma gemela no quise verla todavía. Y
para ser crush no hacía falta cumplir todas las condiciones. Así que sí, era mi
crush y debía olvidarlo. Me puse manos a la obra con el primer consejo.
Dejar de seguirlo en redes sociales fue liberador. Así no veía las fotos en las que
salía tan guapo. Le escribí un último wasap y, sin esperar respuesta, bloqueé su
contacto:
Yo: Estoy bien, Álvaro. Ya no te preocupes más por mí. Lo mejor para el equipo es que tú y yo
nos distanciemos y no puedo hacerlo si me sigues escribiendo. No lo hagas más, por favor.
Voy a borrar tu número. Has estado ideal. Pero precisamente por eso necesito esta distancia.
Me alegré de que esta vez no me viera la cara. No podría haber escondido todas
las evidencias. Tardó hora y media en contestar. Cuando lo hizo ya serían las
once y media y yo tenía el móvil dentro de la papelera para no mirarlo más.
Pero, claro, lo cogía cada tres minutos y vi en directo que estaba en línea y
escribiendo.
Sof ía: Está hecho polvo. No le cuadra que te vayas. Yo le he explicado lo del peso y dice que
no es eso, que hay algo más. Está empeñado en eso y no le saco de ahí.
«Lo mejor para todo el mundo es que lo olvide». «Lo mejor para todo el
mundo es que lo olvide». «Lo mejor para todo el mundo es que lo olvide». No
lo dije tres veces en voz alta. Lo diría cien o más para poder convencerme de
verdad de que era lo mejor. ¿Por qué me sentía tan mal si era lo mejor para todo
el mundo?
Yo: Ya se le pasará, Sofi. No te preocupes.
Imagino que estáis pensando que fui una insensata o que no tenía corazón
para hacer aquello, pero no fue nada fácil. Cada vez que cerraba los ojos me
aparecían los puntitos amarillos en su intenso verde, la sonrisa perfecta de
Álvaro, sus besos tiernos sobre toda mi piel, sus caricias, su voz llamándome
«Marci», sus brazos cobijando mi cuerpo. Cada uno de sus pequeños gestos se
me echaba encima para convencerme de que olvidara la insensatez de
abandonar al hombre perfecto. Sus dedos enredados en uno de mis rizos negros
cuando contó confidencias. Su pulgar arrastrando mis lágrimas. Su mano
caliente sobre mi barbilla al besarme con los ojos cerrados y las emociones
expuestas. Sus exclamaciones al descubrir mi cuerpo. Su risa al escuchar mis
tonterías sobre mi incapacidad social. Su pecho, cuya respiración se aceleraba
cuando me apoyaba sobre él y después se iba acompasando. Su virilidad. La
primera que había conocido y de la que no quería separarme, aunque debía
hacerlo. Sé que pensáis que era una insensible, pero no es cierto. Dolía. Dolía
mucho.
Y, ¿cómo fui, entonces, capaz de hacerlo? Porque tenía una responsabilidad. Y
la responsabilidad, según me ha inculcado mi padre, es lo primero. Fui capaz de
renunciar a Álvaro por no echar por tierra el esfuerzo de todos cuantos me
habían apoyado en que fuera profesional de la vela. Mis padres, mis
entrenadores, mis profesores, Carmen. Ninguno de todos ellos se merecía que yo
tirara por la borda sus sacrificios y sus esfuerzos hacia mí, por un chico
cualquiera. Era el primero, así que tampoco sabía si sería uno más de una gran
lista. Vosotras ya sabéis que me iba a costar varios años y muchos tips olvidarlo
—mejor no cantemos victoria todavía—, pero yo entonces supuse que no sería
tan difícil. La gente supera los desengaños amorosos una y otra vez. Solo tenía
que mirar a Sofía, a la que no había visto derramar una sola lágrima que no
fuera por una nota injusta o por dolor de pies tras un día de compras.
Dejar la competición no entraba en mis planes. Había trabajado muy duro
para llegar donde estaba y había hecho que mi familia se sacrificara por mí. Y no
hablo de dinero, que también. Esa era mi responsabilidad. Y Álvaro me alejaba
de ella. Así de fácil, y así de dif ícil. Y por si no os lo había dicho aún, mi
responsabilidad se llamaba, y se llama, Candelaria Juan Lara, mi madre.
Cuando la felicidad frágil de una persona depende de ti, sacas fuerzas de donde
no las tienes para hacer los más duros sacrificios. Ya os he contado que al ser su
única hija siempre necesitó sobreprotegerme. Ella hubiera preferido que me
dedicara a la danza o al piano, para poder observarme detrás de un cristal y que
no me rompiera. Pero yo decidí echarme al mar, pasar largas temporadas fuera
de casa y hacerla sufrir. Ya se había hecho a la idea de que viviríamos mucho
tiempo separadas y de que, para ella, siempre estaría en riesgo. Así que no podía
volverme atrás después de todos los viajes en familia a los que ella quería que
asistiera, pero yo tenía que renunciar por algún entrenamiento o competición.
Después de tanto tiempo haciéndola sufrir por mi sueño, tantos partes
meteorológicos revisados, tantas noches sin dormir. Si la decepcionaba ahora, su
sacrificio habría sido en vano, y eso era algo que no estaba dispuesta a consentir.
Y la responsabilidad también se llamaba, y se llama, Arturo Álvarez Escotet,
mi padre. Quien siempre me ha inculcado que los actos de uno deben honrar a
las personas que le han apoyado. Algo así como el honor de otros tiempos. Es
decir, ser agradecido. Y yo debía serlo. Así que, por responsabilidad y
agradecimiento al sacrificio de mis padres, no podía echar a perder el esfuerzo
que habían dedicado para que yo compitiese en vela. Para seguir haciéndolo.
Para honrarlos, debía dejar atrás a Álvaro. ¿Veis como era lo mejor para todo el
mundo? Yo me convencí. Mi propio sacrificio me convertía en mejor persona.
Solo tuve un día para hacerme a la idea. Y era mejor así. Si no, hubiera podido
volverme atrás. Sabía todo lo que perdía. Iba a echar muchísimo de menos a
Carmen, a mis padres, a mi compañero de regatas —no pienso volver a escribir
su nombre—, pero sobre todo a Sof ía. Ya no tendría a nadie que me obligara a
ser una persona sensata. Recordé la última vez que habíamos estado en esa
habitación juntas. Hacía tan solo tres semanas. Habían sacado la temporada
siete de The Walking Dead y habíamos decidido verla de tirón ese fin de semana
porque era el primero tras los exámenes del trimestre. Además, yo no competía.
Pero nuestros queridos compañeros de instituto decidieron convencer al
profesor para que pospusiera el último examen, el de Historia, el más dif ícil, y
así hacerlo la semana siguiente. Adiós a nuestro finde recluidas en mi cuarto
viendo nuestra serie de muertos favorita. Mientras yo me enfadaba como una
energúmena con mis compañeros y mucho más con el profesor, Sof ía había
sacado la calculadora y estaba apuntando unos números. Salí del aula como un
torbellino, pegando un portazo, dándome igual que no hubiese acabado la clase,
y cuando sonó el timbre Sofía me alcanzó. Ella sonreía como la princesa que
parecía ser pero que en el fondo yo sabía que no era, y sentenció.
—Ya sé cómo lo vamos a hacer.
—Nos lo han fastidiado todo. Porque yo al otro fin de semana tengo
competición. —Ya sabéis qué competición fue y cómo acabó, ¿verdad?
—¿Quieres parar de ser tan negativa, Marcia? Así no vamos a ninguna parte.
Piensa un poco. —Creo que esa frase me la ha dicho miles de veces así, tal cual.
Pero me sirve. Me conoce bien.
—Dime. Te escucho —resoplé por seguir en mis trece, pero ya había
imaginado que tenía una solución. Sacó el papel donde había anotado muchos
números. Intentó explicármelos.
—Son dieciséis capítulos, de, aproximadamente, cuarenta y tres minutos cada
uno. El viernes por la tarde vemos tres, y estudiamos media hora al acabar el
segundo. El sábado por la mañana, cuatro, con media hora de estudio cada dos.
El sábado por la tarde, el domingo por la mañana y el domingo por la tarde,
otros tres. Con media hora de estudio al acabar el segundo de cada tanda. Y ya lo
tenemos. —¿Es o no es la mejor amiga del mundo?
Aquel jueves, tres semanas después, recordaba cómo cogía sus apuntes como un
reloj al acabar el segundo capítulo de cada tanda, mientras yo remoloneaba
preparando las libretas y los rotuladores de colores, entreteniéndome con
Carmen, que preguntaba qué queríamos cenar, comer o merendar —entonces
aún no tenía problemas de apetito—, jugando con Dogo, hablando por
WhatsApp con mi madre, que estaba en Roma y quería saber en tiempo real qué
estábamos haciendo, y también con Álvaro, sobre si sería más conveniente
la virada por avante, forzando al navío para que aproe al viento, y caer
posteriormente sobre la otra amura, o la virada por redondo, arribando hasta
tener el viento en popa y orzar sobre el costado opuesto. Siempre me hacía
preguntas así, sin venir a cuento. Me encantaba responderle porque él estudiaba
Ingeniería Naval y debería saberlo mejor que yo. Cuando quería darme cuenta,
Sofía ya tenía puesto el siguiente capítulo y ella había aprovechado su media
hora. Yo, también, a mi manera.
Desde luego, los maratones eran siempre en mi casa. Ella tenía televisores más
grandes y mejores en su dúplex de la avenida de Aragón, pero había que soportar
a sus dos hermanas. A mí no me importaba, pero ella siempre prefería venir a mi
chalé. Y, aunque ponía la excusa de sus hermanas, estoy segura de que también lo
hacía por Carmen. La trata como a mí. Como si fuéramos sus sobrinas, no
como a alguien a quien servir. Nos riñe, nos abraza, nos da consejos, nos
escucha. Aquel jueves no paraba de decir: «Madre del amor hermoso. No sé
cómo os gusta eso, chiquillas». Y así cada vez que pasaba por la habitación.
¿Cómo no las iba a echar de menos?
Al final, aquel fin de semana no salió tan mal. Sofía sacó su diez en Historia,
yo, mi ocho y medio, gracias a sus apuntes, y continuamos adelante. La tarde en
la que estaba recordando todo eso, último día antes de mi autoexilio, fui
consciente de que ya no iba a poder apoyarme en ella para seguir con los estudios
y con el resto de mi vida. Nuestros caminos se separaban, pero era el único modo
de preservar nuestra amistad.
Tenía que ser fuerte. Mi misión era imprescindible. Debía salir intacta del
desliz con Álvaro. Necesitaba volver a ser yo misma. La Marcia que es valiente,
que está un poco loca, que coge el timón, decidida, y que puede olvidar a un
chico cualquiera. ¿Os sirve? A mí no mucho. Pero a veces la vida parece que no va
contigo. En aquel momento lo viví así, como si vieras tu vida pasar por una
pantalla. Como si la imagen que te devuelve el espejo no fuera la tuya. Estás ahí,
pero no eres tú. Es una figura que actúa en tu nombre, porque la verdadera tú
está escondida dentro, sin apenas mirar, sin apenas respirar, tratando de pasar
por ese momento sin sentir. «¡Venga, vamos a actuar! —te dices—. Ya lo
pensarás después». Y es entonces cuando te conviertes en una autómata que
realiza acciones sin más. Correctas o incorrectas. Da igual. Cuando tu cuerpo
obedece y tu cerebro desconecta para no sufrir, te dices. Cuando la vida pasa por
tu lado, pero tú eliges ignorarte a ti misma porque, si no, podrías romperte.
Cuando ya estás rota, pero has decidido ignorarlo. Estaba un poco dramática,
¿verdad? Así lo viví.
No había dejado de ser mi crush, tenía que seguir adelante con los diez tips,
pero tenerlo como amigo me ayudaba a no sentirme tan sola. Sof ía estaba
preparando el acceso a la universidad y las nuevas compañeras eran eso,
compañeras, no amigas. Un día a la semana llamaba a mis padres y, otro día, a
Carmen, directamente a su móvil, para que pudiéramos hablar tranquilas. Era la
única que sabía los verdaderos motivos de mi viaje y quien estaba más o menos
al día de mis problemas. Todos se alegraron cuando empezaron a verme los
mofletes más rellenos. Mientras duró la temporada alta, más o menos hasta
noviembre, no pude ir a casa ni de visita. Y así fue cómo me perdí la graduación
de Sofía y del resto de mis compañeros, su dieciocho cumpleaños y su 13,87 sobre
14 en la prueba de acceso a la universidad. Fue entonces cuando me di cuenta de
que huir de Álvaro para mantener mi amistad con Sof ía había sido un error,
pero ya era tarde. Por eso hice el club de lectura de novela romántica con mi
madre y Carmen. Para que, al menos, uno de los motivos siguiera siendo real, el
de honrar los sacrificios de mi madre. También es verdad que las echaba de
menos y que ese club nos ha mantenido unidas hasta hoy. Han sido, y siguen
siendo, unos de los mejores momentos de mi vida. Cuando hacemos
videollamada una vez a la semana las tres y comentamos las lecturas, y mira que
yo no era muy fan de la novela romántica. Ya sabéis lo espesa que soy con esos
temas. Pero a ellas les gustaban. No recuerdo un día de mi vida que no estuvieran
con alguno de sus libros o comentando entre sí cómo iban sus tramas. Y a mí,
aunque fuera espesa con esos temas, me encantaba escucharlas y me sentía en
familia cuando las oía reír o enfadarse con los protagonistas. Por eso me uní a
ellas. Porque, aun en la distancia, quería seguir sintiéndome en familia.
Conseguí volver a casa justo para mi cumpleaños, el 18 de diciembre, y ya
quedarme hasta Navidad. Y no lo hice antes porque una visita inesperada me
había hecho volver a perder peso y no quise preocupar a nadie. ¿Os imagináis
quién tenía ese efecto en mí? Y, ¿por qué causó ese efecto, diréis, si ya lo tenías
medio superado y podíais hablar de ligues y todo? Pues por eso mismo, porque
una cosa era hablar de mis fracasos para ligar —evidentemente no le ponía
mucho interés— y otra cosa que me enterara, con él en persona, que estaba con
alguien. ¿Cómo esperabais que me sintiera? Y el caso es que fui, yo solita, quien
se metió en ese lío, otra vez.
Uno de esos días premenstruales que me encontraba supertriste y sola le llamé.
Era un miércoles como otro cualquiera. Desde el principio siempre me había
dado miedo pillarle con otra y, como no quería ver eso, yo le hacía llamada
normal y si a él le venía bien me colgaba y me hacía él videollamada. Nosotras
estábamos compitiendo en Francia en esos momentos y dormíamos en La
Rochelle. Ellos estaban concentrados en Cádiz. Como siempre, me colgó y me
llamó él con videoconferencia inmediatamente.
—¿Qué tal, loquita?
—Bien —no lo dije con mucho entusiasmo.
—¿Cómo que bien? Habéis quedado las primeras. Estoy orgullosísimo de ti.
—Sí. Ha sido una regata estimulante.
—¿Pero...? —Iba en chándal, estaba en un sofá que parecía de la habitación del
hotel. Guapísimo, no. Lo siguiente.
—Pero nada.
—Marci, que te conozco. Dime qué pasa.
—Nada. Estoy bien.
—¿Cuándo vuelves a Eslovenia? —Parecía que quería cambiar de tema.
—El 6 de octubre.
—Nosotros nos concentramos en noviembre y diciembre en Aquasanta.
¿Quieres que me escape unos días antes y voy a verte? —Me dejó helada. La
verdad es que no sabía si quería. Pero como sí quería parece ser que me lo notó
en la cara.
—¿Te viene bien? —Estaba insegura. Por la pantalla era fácil hablar con él,
pero en persona se me iba a hacer muy dif ícil. Estaba fallando el tip básico.
—Sí. Lo puedo intentar. —Después se dirigió a otras personas que había en la
sala. Me morí de vergüenza—. ¿Os vendríais conmigo a Eslovenia?
Y me presentó a su mejor amigo, Roderic, del que ya me había hablado antes,
y a su compañera Soraya. ¿No venía solo a verme? Empezó a horrorizarme la
idea. En qué mala hora le había llamado en plan ñoña.
—Si no os viene bien, ya nos vemos en Navidad. Seguro que puedo volver a
casa unos días. —Me costó mucho disimular que iba a llorar. Navidad, casa, él
en un hotel pasándoselo bien... demasiados motivos para venirme abajo.
—No, no, tranquila. Yo lo organizo y te voy diciendo.
—Vale. Te dejo, que me llaman mis compañeras para celebrar la victoria de
hoy. Ya hablamos otro rato.
La barba morena de Roderic, dándome la enhorabuena, fue lo último que vi
en la pantalla. Acabé borrachísima. Enrollándome con un italiano que no supe
ni su nombre. Solo sé que era rubio y con ojos verdes y me recordó a alguien.
¿Sabéis a quién? Al menos tendría algo que contarle cuando preguntara por mis
ligues. Desde luego, lloré. Tres días seguidos. Y me preparé la coraza, o lo
intenté, por si no podía evitar que viniese a verme a finales de octubre, como
había prometido.
Y así fue. Eslovenia es un país con una costa muy pequeña al mar Adriático por
el golfo de Trieste. Nosotras teníamos la base en el puerto de Koper, en la
península de Istria, así que era muy fácil encontrarnos con los otros equipos de
vela. Todos sabían dónde buscarse y Álvaro nunca dijo exactamente cómo,
cuándo y con quién llegaría. Era un día de esos feos, vientos de fuerza ocho y
lluvia. Grandes olas rompientes y franjas de espuma que avisaban riesgo.
Nosotras, emprendiendo ya la retirada. Entonces vi un trimarán —catamarán
de tres cascos— que venía hacia nosotras. Ellos sí nos habían reconocido.
Estaba nerviosísima y me bloqueé. Yo emprendía ya el regreso al puerto y no
quería retroceder. La tormenta estaba encima. Tampoco sabía cómo reaccionar
con Álvaro —no os voy a mentir— y, al ver el trimarán, ya imaginé que irían
tres tripulantes, cuyas siluetas se empezaron a perfilar. Mis compañeras llamaban
a gritos a Soraya, después de haber hablado pestes de ella. ¿Vosotras soportáis la
hipocresía? Yo la llevo muy mal. No quería que todo eso estuviera pasando. Hasta
que nos alcanzaron y nos abordaron Soraya y Álvaro. La tercera silueta sería
Roderic, pero no podían dejar su nave sola. Todas mis compañeras se agolparon
hacia Soraya y yo me quedé en el otro casco, donde llegó Álvaro, para hacer
junto a mí un poco de contrapeso. Llovía. Llevábamos los dos el pelo en la cara
mojada. Las sonrisas tontas. Y nos abrazamos en silencio. Mucho rato. El cuerpo
de Álvaro ejercía como un imán para el mío. Solo nos separamos cuando
intuimos que podría ser incómodo para las demás.
—Ahora nos vemos. —Me besó en la frente y regresó a su embarcación. Beso
de amigos. Ganas de arrancarme la piel a tiras. Empecé a comprender el error de
aquella visita. Reabría una herida profunda que no había siquiera acabado de
supurar. Iba a doler mucho.
Al llegar al puerto se hizo el caos. Gritos estridentes por todas partes.
Presentaciones. Todas escandalizadas por lo bien acompañada que iba Soraya, y
yo, que seguía siendo la más joven de todos, la más bajita —entre las multitudes
me pierdo un poco—, era evidente que era la que menos ganas tenía de
convertir aquella visita en una fiesta. Roderic me sacaba y me saca veintinueve
centímetros. Ya habéis atado cabos sobre lo importante que va a ser Roderic en
esta historia, ¿no? ¿Os acordáis cuando me presenté, en la primera página —
podéis releer si queréis—, en la que os dije que mi crush, además del ex de mi
mejor amiga, compañero, amigo, etc., también era el mejor amigo de mi ex?
Pues ahí lo tenéis. Pero para eso queda mucho por contar. En esos momentos era
un tío tremendo que me sacaba siete cabezas y media y me llevaba cinco años.
Guapo, moreno, ojos pardos y una barba cerrada de un par de días. No era de
extrañar que mis compañeras de embarcación se agolparan encima de los dos y
no los dejaran ni caminar. Mucho menos conversar conmigo. Aunque yo me
alegré, porque tampoco hubiera sabido ni qué decir.
Pero Soraya marcaba el territorio con Álvaro. No había que ser muy lista para
verlo, ni fijarse demasiado, cosa que yo no quería hacer pero que no podía evitar.
Se alojaban en la misma residencia que nosotras y no quise enterarme de quién
dormía con quién. Prefería seguir ignorante. ¿Vosotras hubierais querido saberlo
de sopetón? Yo preferí poco a poco. No iba a doler menos, pero no estaba
preparada todavía. Me escabullí para ir a mi habitación, que compartía con otras
dos de mis compañeras, y desaparecí del bullicio. Estaba fuera de lugar. Además,
necesitaba una ducha para entrar en calor y rebajar la frustración. Si iba a estar
celosa, y algo me decía que no iba a poderlo evitar, al menos debía impedir que
se me notara. No tenía ningún sentido que fuera yo quien tuviera celos en esa
mierda de situación que yo solita había provocado. Esta vez sí que me dais la
razón. Lo sé.
Cuando llegaron mis compañeras ya había salido de la ducha. Iba con mi
albornoz puesto todavía. Entraron seguidas de Álvaro. Me quedé paralizada.
Ellas se metieron juntas en el cuarto de baño y cerraron la puerta.
—Son novias. Siempre lo hacen —dije no sé ni por qué, para destensar el
ambiente, imagino. Para hablar por hablar, como hago a veces.
—Ah, ya —contestó sonriendo y atando cabos, porque yo ya le había contado
algo sobre ellas en otras ocasiones.
Él todavía iba con el neopreno puesto y el flequillo mojado delante de la cara.
Yo seguía con mi albornoz.
—Deberías darte una ducha tú también. Vas a coger una pulmonía.
—Se está duchando ahora Soraya. —Pues para no querer saberlo me lo había
encontrado en la primera frase.
—Al menos sécate un poco. —Traté de disimular el arrebato de celos
secándole el pelo con la toalla que yo llevaba en la cabeza. Nos quedamos
mirándonos a los ojos. Los puntitos amarillos, para mi desgracia, seguían ahí.
Me cogió de la cintura y me alzó—. Así llego mejor. —Seguí secándole para
mantenerme ocupada y diciendo obviedades. Él estaba mudo. Recordé la última
vez que nos habíamos visto en persona, ante la puerta de mi casa, él creyendo
que en dos días nos veríamos y tendríamos una relación o algo parecido, yo
yéndome al fin del mundo por no volver a verlo. Y ahí estaba. No había servido
de nada. O más bien había servido para estropearlo todo muchísimo más.
No pude evitar llorar. Me escondí en su cuello para hacerlo. Me avergonzaba
estar en esa situación tan estúpida, y por mi culpa.
—No llores, Marci. —«Marci» en directo, en persona, con su voz de
terciopelo en mi oído. Aún lloré más—. Está todo bien.
¿Por qué decía esa gilipollez? Estaba todo mal.
Pero me hice la fuerte. No iba a consentir ser la llorona niñata del grupo que
va detrás de su amigo que a su vez sale con el pibón del harén. Ni hablar. Se
estaba dejando barbita. Me gustó el tacto. Froté mi mejilla con la suya.
—¿Ahora pinchas? —seguía diciendo obviedades, pero al menos ya no lloraba.
—Bueno. No me queda muy regular. Soy un poco lampiño. —Me separé de su
cuello para observarle bien. Estaba guapo. Hacía siete meses que no lo veía y
parecía un hombre. Él ya había cumplido veintiuno. Estaba cambiado.
—Te queda muy bien. —No podía decir otra cosa, por más que me doliera.
Le acaricié la barbilla. Él seguía sin soltarme. Yo iba en albornoz todavía. Mi
toalla en su cuello. Creí que íbamos a besarnos. Quizá lo soñé. Pero se abrió la
puerta del cuarto de baño y me bajó de golpe.
—Voy a ver si ya han terminado Soraya y Roderic con la ducha. Luego nos
vemos, loqui. —Me besó, sí, pero en la mejilla. Al menos la habitación era de los
tres.
Álvaro: Cuando vuelvas avísame y quedamos los dos solos. No creas que me dejas muy
tranquilo.
¿De verdad? ¿Hacer ejercicio me iba a salvar de mi crush? Quizá a otras o a otros
les funcione, pero a mí hacer ejercicio solo me sirve para obsesionarme más. Está
claro lo que dice en Internet: «el deporte no solo nos hace sentirnos bien f ísica
y mentalmente, sino que también nos ayuda a liberar endorfinas, creando
sensaciones de placer y bienestar». Es decir, que puede sustituir al sexo. Y, en mi
caso, funciona. Pero ¿desobsesionarme de un crush? Eso ya lo dudo mucho.
Entre otras cosas porque nunca dejo de hacer ejercicio y en esos momentos
llevaba nueve meses obsesionada con él, con el deporte y con mi crush. Pero ya
que los otros dos tips habían fallado por mi culpa, por no haber sabido
tomármelos en serio, decidí darle una oportunidad al tercero. Haría más
ejercicio del habitual. Quizá consiguiera desconectar la mente. Pero eso lo tuve
que hacer después de mi cumpleaños.
Como ya os he dicho antes, cuando Álvaro se marchó no pude volver a casa.
Tras la semana de fiebre y el análisis que no pude evitar hacer de sus extrañas
palabras, mi estómago se había cerrado de nuevo. Había perdido casi dos kilos
otra vez. En casa me lo iban a notar y no quise darles un disgusto así. Entre otras
cosas, porque podía acabar en la clínica del doctor Sempere y que todo el mundo
se acabara enterando de que me había ido huyendo por no amar a la persona de
la que estaba enamorada y había acabado perdiéndolo. ¿Suena tan mal como lo
escucho yo? ¿De verdad había sido tan patética?
Bueno, que como no quería parecer tan tonta como sí era, decidí seguir
ocultándole a todo el mundo, incluida Sof ía, el motivo real de mi viaje, el
motivo real de mis pérdidas constantes de peso y la desafortunada no relación
que teníamos Álvaro y yo, por lo que, cuando todas se fueron a España, a
principios de noviembre, yo me quedé sola intentando recuperar mi aspecto y
mi apetito. Otra mala decisión. ¿Queréis saber por qué?, ¿aún no estáis hartas de
escucharme dar pena? Pues porque ni mi aspecto ni mi apetito ni la confianza en
mí misma las iba a recobrar estando sola. Lo único que conseguí fue posponer el
tip tres, porque el dos, «Dedicarme tiempo a mí misma», había vuelto a
aparecer, pero sin querer. No tenía más opciones que dedicarme tiempo, pero un
tiempo de mierda porque no hice más que seguir llorando y mintiendo a todo el
mundo, incluidos mis padres, Sofía y Álvaro, a quienes había dicho que estaba
fenomenal y que todas las compañeras seguíamos en Eslovenia juntas. Menos a
Carmen, que no la engañé nunca, y fue quien me envió el billete de vuelta para
que no cumpliera mis dieciocho años sola. ¿Qué haría sin mi Carmen?
Y el caso es que aquella conversación con él no me dejó tan mal como parece.
Llegué a la conclusión de que él estaba enamorado de mí, pero era un amor
imposible porque me temía, como ya me confesó en Valencia, a mí y a mis
locuras, porque soy capaz de alejarlo de mí y de hacerle daño. Pero quería que yo
fuera feliz sin él. Con otros chicos. Como no me gustaban todas las partes de
aquella conclusión, volví a encontrar un clavo ardiendo. El del amor imposible.
Nos amábamos, pero no podía ser. Hasta que buscaba en mi cabeza las frases que
dijo y no escuchaba la palabra amar en ningún momento, sino «eres la persona
que más me importa en el mundo». ¿Servía como amar? A veces me servía. Otras
no. Por eso volví a perder peso y por eso les mentí a todos. Casi nunca cogía las
videoconferencias y si lo hacía me ponía lejos de la pantalla para que no
pudieran fijarse bien en mi aspecto. Menos cuando comentábamos nuestras
lecturas, por aquellos días El Ruiseñor, de Kristin Hannah. Menuda panzada a
llorar que me pegué. Así que en esas llamadas para comentar el libro no hacía
falta que disimulara las lágrimas, y podía dar rienda suelta a mis emociones.
Hasta que recibí un wasap de Carmen.
Carmen: Marcia, te envío el billete de avión para el próximo 10 de diciembre. Ya estoy
preparando el menú de tu cumpleaños. Hasta el 17 no regresan tus padres de París, así que
tenemos una semana para rellenar esos mofletes y que pase desapercibido tu mal de amores.
Mandaré a mi Amancio al aeropuerto a por ti. No hay discusión.
Y eso sí que lo hice bien. Tenía por delante muchos meses de darle tiempo al
tiempo, de separarme de él, más o menos, de dedicarme tiempo a mí misma y de
hacer ejercicio. Limpiaba mi conciencia sobre haber abandonado el tip cuatro
antes siquiera de intentarlo. Eso sí, nos llamábamos a menudo, como siempre, y
nos manteníamos al día de nuestras aventuras, viajes, competiciones y ligues.
Bueno, el caso es que él no hablaba de ligues ni tampoco de Soraya. O sea, sí la
nombraba como compañera de equipo —demasiado para mi gusto—, pero no
me contaba nada de su vida sentimental con ella o con quien se desahogara,
porque conmigo en Nochevieja no había tenido ningún reparo en que ella lo
viera besándome. Y en la nieve… había sido todo muy extraño en la nieve… A
saber qué tipo de relación tenían. ¿Serían de esos de relaciones abiertas? ¿Vosotras
podríais? Yo no, aunque creo que de eso ya os habréis dado cuenta. Me rayo
demasiado.
Seguía obsesionada con él, así que no tenía ganas de ligar con nadie, pero
insistía tanto en preguntarme por ese tema que un día me inventé un rollo que
no había tenido lugar. Me preguntaba detalles, se reía conmigo y nos dio juego
muchos días por WhatsApp. Así que decidí intentarlo. No sería de relaciones
abiertas, pero imbécil era un rato, ¿verdad? ¿Ligar con otros para complacer a un
tío?, ¿a un crush? ¿En serio iba a hacer eso? Pues sí. Lo hice.
Los rubios de ojos verdes quedaban absolutamente descartados. También los
rubios de cualquier color de ojos y los de ojos verdes de cualquier color de pelo.
Una vez, estaba con un griego, castaño, no muy alto, con ojos marrones, creí,
pero que cuando le dio mejor la luz se convirtieron en verdes. Le dejé a medias.
A Álvaro le conté por videoconferencia que habría cenado algo agrio y me
dieron arcadas sus besos. Se rio mucho con el relato de mi huida.
Con nadie disfrutaba. Lo hacía después al contárselo. Me decía a mí misma
que me había obsesionado con él por haber sido el primero. No había sido tan
maravilloso, pero ser tu primera vez es lo que tiene. Que te obsesionas. ¿Os
convence? A mí tampoco me convencía del todo, pero alguna excusa tenía que
inventar para seguir adelante con aquella relación amistosa. Hasta que el día de
su cumpleaños, 17 de julio, en mitad de la temporada alta de competición, lo
noté abatido. No solía mostrarse así y me preocupé. Nosotras estábamos
compitiendo en Plymouth, suroeste de Inglaterra, y ellos en Gascogna, suroeste
de Francia. Me cogió la llamada, no colgó para devolverme él una
videoconferencia, como solía hacer.
—Marci —la voz emocionada.
—¡Feliz cumple! —No estaba preparada para que me cogiera el teléfono. No
sabía qué decir.
—Gracias. —Él tampoco, por lo visto.
—¿Qué tal todo? —Ya intuía que no muy bien, pero quería que me contase.
—Bien. Ayer llegamos los novenos. A ver si mañana hacemos un buen tiempo
y mantenemos el puesto. —No le preguntaba sobre eso. Yo era una experta en
evadir los temas y parece que él estaba aprendiendo.
—¿Y qué vas a hacer para celebrar tu cumple? Cuéntame. —Se quedó mudo
unos segundos.
—Nada en particular. Daremos una vuelta por ahí y luego a dormir, que
mañana hay competición. ¿Y vosotras? —preguntaba por el equipo, no por mí.
—Hoy, terceras. Se nos han escapado las finlandesas por siete segundos —me
entusiasmé contándole el resultado sin querer.
—Eres la mejor, Marci —pero no me gustaba nada su tono. Era triste.
—¿Estás bien? —no pude aguantarme más.
—Bueno. Pensaba que como estoy compitiendo tan cerca de casa, mi padre o
mi madre se habrían acercado por mi cumpleaños, pero no han podido
ninguno. Me he quedado un poco desinflado, pero, bueno, no tiene
importancia. No te preocupes. Estoy acostumbrado. En octubre los veré,
supongo.
Sabía que no hablaba de su familia con nadie. Que era un tema que le pesaba
de verdad. Que estaba pasando un mal momento. El cerebro de Marcia la loca ya
estaba trabajando solo. Volví a liarla. Esa noche, después de haber comprado un
billete de avión a Francia, fingí una gastroenteritis. Tendrían que sustituirme.
Salí de nuestro hotel de concentración de incógnito. Podrían amonestarme si
alguien se enteraba. Les dije a las chicas que, mientras ellas entrenaban —no
competíamos hasta dos días después—, iría a un balneario de aguas termales a
cuidarme, para ver si me encontraba mejor. Nadie pensó que iba a hacer una
locura. Para pasar más desapercibida me puse un vestido corto de color hueso, de
Lovely Boho estilo hippie, que no me había puesto nunca porque me lo había
enviado mi madre desde Valencia —cree que en el mar no tengo Internet— y
para mí era demasiado bonito, y un fular Gloria Ortiz de cashmere reciclado en
camel liso, para envolverme en él si fuera necesario.
Llegué a Gascogna a las seis de la tarde. No me costó mucho encontrar su
hotel de concentración, pero allí tenía que seguir ocultándome. Me conocía
mucha gente en aquella competición y mi coartada podía venirse abajo. Y,
efectivamente, mi coartada se tornó en serio peligro cuando por fin lo vi. Iba a
entrar en el ascensor rodeado por un gran grupo, entre quienes estaba Soraya,
Cayo y Adriana y otras personas de la regata. Al menos seis de ellas podrían
delatarme. Álvaro iba sonriente, pero con esa sonrisa que le había visto algunas
veces. Las de fuera del barco. Esas que no llegan a los ojos y que indican que está
siendo sociable para agradar a los demás. Quizá yo no le hacía tanta falta como
había creído. Casi me entra la gastroenteritis de verdad. El karma me estaba
devolviendo la mentira. Pero no había ido hasta allí para nada, así que, con mis
gafas de sol Dolce y Gabbana, mi fular color camel y mi bolso veraniego de
Chloé como parapeto, cogí el otro ascensor. No podía saber en qué piso se
habían detenido ni a qué puerta se dirigían. Tampoco podía dejarme ver para
preguntar a nadie. Di varias vueltas por las escaleras. Escuché su risa. Risa que me
pareció falsa y no se me contagió en absoluto esa vez. Seguí el sonido y los
encontré en mitad de un pasillo, decidiendo dónde seguir la fiesta. Decían que a
la habitación de Álvaro. Estuve tentada de bajar esas escaleras y largarme de allí
con viento fresco, al fin y al cabo, no parecía que necesitara mi visita, pero me
ha costado mucho ganarme el apodo de loca para que nadie se entere de mis
hazañas. Sabéis quién quería que se enterara, ¿verdad? Llamé su atención
agazapada. Un silbido que a veces utilizo en el barco para advertir sobre un
cambio de racha, pero en un volumen casi imperceptible. Él sí lo oyó. Giró la
cabeza hacia el sonido y me vio. Entonces sí le llegó la sonrisa a los ojos. Bajé las
gafas un poco para que entendiera que debía ser discreto. Lo entendió. Nuestra
complicidad tomó el control. Dejó la llave puesta en la cerradura de su puerta y
se giró hacia sus acompañantes.
—He tenido una idea mejor —dijo—. Vamos a por más cervezas.
Y dieron la vuelta en tropel regresando para coger el ascensor. Yo aproveché
para entrar en esa habitación y buscar dónde esconderme. Si volvía con toda
aquella gente me vería en un apuro, y Álvaro en otro por haberme encubierto.
Primero pensé en el cuarto de baño. Pero si iban a beber cerveza, tarde o
temprano tendrían que ir al servicio. La otra opción era debajo de la cama.
Tampoco me hacía especial ilusión. Si alguien decidía enrollarse con alguien
encima de mí podía ser muy desagradable. Abrí el armario ropero. Cabía
sentada sobre la cajonera y podía taparme con su ropa colgada si alguien se ponía
a curiosear. ¿Sabéis qué hice? Olerlo todo. Podía haberme quedado ahí dentro la
vida entera. Solo mis rodillas flexionadas se hubieran quejado al cabo de un rato.
Esperaba que no fuera a pasar mucho tiempo y que Álvaro tuviera algún plan
para rescatarme, si es que lograba encontrarme en algún momento. Solo
entonces fue cuando pensé la posibilidad de que su habitación fuera compartida.
Quizá entrara alguien distinto a él en cualquier momento. Quizá Soraya. Quizá
esta vez me había extralimitado en mi locura.
Comencé a escuchar sonidos: la puerta abrirse, las risas y voces, pasos, portazos.
La voz de Álvaro. Suspiré en el silencio de aquel armario.
—Voy a cambiarme. Id pensando otro sitio donde quedaros que yo hoy no
tengo ganas de fiesta. —Mi estómago dando un vuelco de campana. Cerró la
puerta del dormitorio. Habló en susurros entonces—: Marci, ¿estás aquí?
La piel de gallina, pero no me moví. ¿Y si entraba alguien justo en ese
momento? ¿Y si la persona con la que compartiera esa habitación estaba a su
lado? Esperé a que abriese el armario. El corazón se me iba a salir por la boca. De
repente, un suspiro, risa ahogada, todo a la vez. Me incorporé aún encima de la
cajonera, detrás de sus chaquetas. Sus brazos rodearon completamente mi
espalda. No había nadie con él. Mi cara se escondió en su cuello sin haberlo
decidido, porque sentada en esa cajonera, me encontraba a su altura. Su olor
estaba por todas partes. No podíamos apretarnos más. Siguió hablando en
susurros, pero no escondía la emoción.
—¿Cómo estás tan loca, Marci? —seguía—. Dios mío, loquita. Estás fatal.
¿Qué haces aquí? —Y más—. Marci, Marci, Marci. No me lo creo.
Yo no hablaba. Temía que alguien pudiera escucharme al otro lado de la pared.
Que su compañera de habitación nos reprendiera. Solo lo apretaba contra mí,
como él hacía conmigo, y escuchaba sus palabras en mi oído.
—No te muevas de aquí. Voy a ver si me deshago de toda esta gente. —No
conseguía controlar mis nervios. Aún no había sido capaz de hablarle. ¿Iba a
poder deshacerse de «toda» esa gente? ¿Recordáis Val Cenis? Iba a ser muy
difícil deshacerse de una persona en concreto. Estaba arrepintiéndome de
aquella locura.
Tardó diez minutos en volver a aparecer. Se me hicieron eternos. Siguió
abrazándome. Yo estrujándolo.
—No se van. Son unos pesados. Últimamente vienen a mi cuarto porque dicen
que, si no, me escaqueo. Y ahora insisten en quedarse aquí. —«Mi cuarto», no
«nuestro cuarto», me dio un poco de valentía. Quizá no estuviera todo perdido.
—Si quieres los echo yo —no pude seguir más tiempo muda. Primero se rio.
Después ya se puso serio.
—Eres capaz. —Me reí yo. Con mi risa se escaparon parte de mis nervios.
Nos volvimos a estrujar. Qué bien se estaba entre sus brazos. Os imaginaréis
que quería besarlo, ¿verdad? Pero no lo hice. Él tampoco. Supongo que no
sabíamos ninguno si en nuestra amistad se incluía besarnos. Si en nuestras vidas
se incluía besarnos.
Los siguientes diez minutos ya se me empezaron a hacer cuesta arriba. Me
dolían las rodillas, el culo de apoyarlo sobre la madera, y mi orgullo. Me tenía
en el armario. ¿Lo veis como yo? Ya sé que quien tenía necesidad de ocultarse era
yo, pero me sentía ninguneada. Tantos kilómetros y tanta locura para acabar
encerrada media noche. Cuando apareció le dejé hablar.
—Ya están pensando otro plan. Creo que podré darles esquinazo. —Saqué las
piernas del armario, aunque yo seguía sentada en la cajonera. Le rodeé con ellas
y lo apreté contra mí. Quería que supiera que me estaba impacientando—. Si en
diez minutos no estoy aquí te dejo que los eches. —Él también se estaba
impacientando.
Me abrazó y me besó en la frente antes de volver a salir de aquel dormitorio.
Podía haber sido un beso de amigo. Pero yo sentí que no. Fue lento, sensual, con
sus manos en mi pelo, con una mirada al final que adiviné verde intenso en la
penumbra y que me dio un escalofrío. ¿Qué había hecho? ¿En qué momento se
me había ocurrido la genial idea de darle una sorpresa? ¿Cómo íbamos a
comportarnos una vez saliera de ese armario? ¿Y después? Empecé a temblar,
pero estaba deseando comprobarlo.
Esa vez tardó menos en escucharse la puerta, pero no la oí cerrarse ni las voces
detrás. Aun así, él seguía hablando en susurros cuando me cogió de la cintura y
yo me agarré con las piernas a su cadera y con los brazos al cuello.
—Ya se han ido, Marci. —Empecé a relajarme. «Se han ido» parecía que
incluía a todos los que hubiera habido en aquella habitación.
Nos dejamos caer sobre su cama. Así, de lado, yo pegada a él como una lapa. Él
sin soltarme. Nuestras caras muy juntas. Él todavía emocionado. Yo a punto de
que mi corazón se me saliera por alguna parte. Sí. Estábamos solos en aquella
habitación. Entonces me fijé mejor en sus ojeras, la barba desarreglada, los
pómulos más marcados de lo normal. Pero nuestras frentes se tocaron. Mi nariz
con la suya.
—Eres el mejor regalo del mundo —sus susurros en mis labios. Su verde con
puntitos amarillos solo para mí. Hormigueo desde la punta de los pies hasta la
nuca, creciendo en el estómago.
—Llego un día tarde —respondí por decir algo, acariciándole la cara.
—A partir de ahora celebraré mi cumpleaños el 18. —«El 18, como yo»,
pensé, pero no lo dije. Era un comentario demasiado infantil incluso para mí.
—Lo celebraré contigo —fue lo que contesté.
—¿Escondida en un armario? —preguntó todavía en susurros, pero sonriendo
un poco. Afirmé con el gesto. Sonreí yo también. Y nuestros labios se rozaron,
tan pegados estábamos.
El deseo que sentíamos se volvió palpable. Todo había valido la pena: la
mentira a mis compañeras, el gasto en la tarjeta de mis padres, que aún no sabía
cómo explicar, el miedo que todavía me hacía temblar de haberlo encontrado
con otra persona... Me sentí dichosa por un momento. Una loca, sí, pero una
loca feliz. Su pierna por encima de mi cadera, una mano en mi espalda, la otra
en mi pelo. Las mías que se debatían entre su cabeza, su barbilla con su barba
desarreglada pero suave, su espalda, sus hombros.
—Donde haga falta —dije por volver a rozarle los labios más que por
mantener una conversación de persona normal.
—Contigo, cualquier cosa es posible. —Y nuestras bocas se quedaron en
reposo, tocándose.
Mis latidos en la sien. Mi respiración paralizada, como todo mi cuerpo. ¿Qué
pasaba con nuestra amistad si hacíamos lo que parecía inevitable? Cerré los ojos.
Ya lo pensaría después. Me acarició la cara.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, Marci —dijo. Y ya no pudimos
más. Me entregué a sus besos con sabor a mar.
Entre besos y besos seguimos hablando.
—Se me va a arrugar el vestido y no he traído más que este.
Tiró hacia arriba de él y me quedé en ropa interior. Un conjunto de
Pleasurements en negro metalizado que gritaba a los cuatro vientos a qué había
ido a Gascogna. Os juro que cuando me lo había puesto no tenía intención de
nada. Solo quería encontrarme bonita y vestirme de forma diferente a como voy
siempre para que no se me reconociera. ¿Me creéis? Quizá mi subconsciente me
traicionó al elegir vestuario.
—¿A qué hora te tienes que ir?
—A las seis me recoge un taxi.
Se aceleró. Pero yo le frené. No quería sentirme mal después. Tampoco le dejé
que me mordiera el cuello. No necesitaba marcas donde pudieran verse y que
una visita a un balneario no pudiera explicar. Le sugerí que me chupara en otras
partes más íntimas. Como en el balcón de mis pechos que dejaba ver el
sujetador. Ahí se entretuvo un buen rato, rebajando el ritmo porque, aunque
tuviéramos pocas horas, no valía la pena correr. Sino disfrutar. Disfrutar de un
nuevo lío que no sabríamos después cómo deshacer pero que en ese momento
poco importaba, más allá de nuestros cuerpos. Otra mentira, ¿verdad? Ahí no
solo había cuerpos. Pero eso ya lo sabéis. Había muchas emociones a las que no
habíamos puesto palabras.
Quería tocar su piel y jugué con su camiseta hasta que se la saqué. Él hizo lo
mismo con mi sujetador. «Dios», dijo cuando nuestros pechos desnudos se
juntaron. Juraría que lo dice siempre en ese punto. A mí también me encanta,
ese momento, y que lo diga. Le permití morderme la piel de la barriga,
alrededor de mi ombligo, más abajo, sobre la línea de mis braguitas de
Pleasurements. Le indiqué dónde sí podía chuparme. Sonrió. Su lengua jugando
sin prisa. Después de dos orgasmos míos volvió a hablar.
—No tengo preservativos, Marci. —¿La caragusano tomaría la píldora? Me dio
una arcada solo de pensarlo. Iba a tener la gastroenteritis de verdad.
—Yo sí —contesté.
No me juzguéis. Llevaba el bolso de Mary Poppins. Ahí cabe de todo. No iba a
cruzar media Europa a riesgo de que me echaran de la competición para
quedarme a medias. Ya lloraría después. Pero como estaba en mi bolso, yo
mandaba con los tiempos, y lo retrasé todo para jugar un poco más con su deseo.
Lo llevé al límite antes de ponérselo, y más al límite aún hasta colocarme
encima de él y permitirle entrar donde quería. Pero antes de tener su orgasmo
definitivo volvió a ponerse de lado para que nuestras caras se juntaran de nuevo y
continuar hablando como si nos besáramos o besándonos mientras
hablábamos.
—Marci, me matas.
—Álvaro… —Enmudecí.
«Te quiero» no eran las palabras adecuadas para esa ocasión, ¿verdad? Tal vez
con él no lo fueran en ninguna ocasión. Pero el orgasmo de los dos llegó como
un huracán que barrió mi conciencia y volvió a dejar esa sensación viscosa en mi
estómago. Esa necesidad de Álvaro que podría romperme. Me acurruqué contra
su cuerpo después del placer compartido. Era la única forma que encontraba de
expresar unos sentimientos que no debería tener. Miró la hora. Eran las cuatro y
veinte. Nos abrazamos con fuerza. Me encantaba ese olor a mar, a nuestro sudor,
a semen, a amor. ¿Soy una ingenua? Os juro que a mí me olía a amor. A deseo
también.
—Gracias por esto, Marci. No lo voy a olvidar en la vida.
¡Espera! ¿Me había entregado como ofrenda de cumpleaños? ¿Es lo que había
hecho? ¿Lo que parecía? ¡Ay, Dios!
—Solo quería comprobar que estabas bien.
—Ahora sí lo estoy —¿hablaba de mi visita o del polvo conmigo?
—No quería que pasara esto. Se nos ha ido de las manos. —Me agarró más
contra sí, seguíamos de lado y me acariciaba el pelo.
—Ha sido precioso, Marci. Lo que has hecho por mí y lo que ha pasado ahora.
No te arrepientas.
—No me arrepiento. Es que puede parecer lo que no es. —¿Os suenan mis
palabras tan cutres como a mí? ¿«Lo que no es»? ¿En serio?
—Tú y yo sabemos lo que es. —¿Sí?, ¿yo también lo sabía?—. Y no tenemos
nada de lo que avergonzarnos.
—Pero tú estás con Soraya y nosotros somos amigos. Se nos ha ido de las
manos —como veis, no tenía más palabras, aunque me había atrevido a soltarlo
todo. ¿Queréis saber qué respondió? Pues una gilipollez o dos o tres juntas.
—Tú y yo siempre seremos amigos, aunque se nos vaya de las manos. Y no
salgo con Soraya. Nunca lo he hecho. No podría estar con alguien como ella. —
¡¿Quéééééé?! No lo dije en voz alta. Solo puse el gesto de no entender nada y él
siguió acariciándome el pelo y la cara mientras hablaba—. Ella se lo inventó
todo. Dijo que era buena estrategia hacer como que éramos pareja. Y que tú
tenías que ser la primera que lo creyera para que todo el mundo le diera
credibilidad. No siente el mar como nosotros, Marci. No respeta nada. —¿Y si
no estaba con Soraya por qué no estaba conmigo? Escondí mi cara en su cuello.
Su piel caliente era a la vez un refugio y un anhelo inalcanzable. No quería que
me viese llorar—. Miente para obtener beneficio. Se aprovecha de todo. De la
debilidad de los demás. Te echo muchísimo de menos, Marci. No puedo más.
¿Vosotras entendéis algo? Yo nada, de nada. ¿Me echaba de menos, no estaba
con Soraya, siempre seríamos amigos, aunque se nos fuera de las manos...? ¿No
era el momento para tener algo serio entre nosotros? ¿Solo yo veía que ahí
faltaba una declaración? Tenía que ser valiente y pedirle yo tener una relación,
¿no? Tampoco hay que ser una anticuada y esperar a que lo haga el chico. Seguía
con mi cara en su cuello. Él con la suya en mi nuca tras su «No puedo más».
—Pues tendrás que cambiar de pareja —me decidí a responder, pero sonó a
pareja de competición, ¿verdad?
—Ya se lo he dicho. Cuando acabe la temporada desharemos el equipo.
—Entonces ya queda menos. ¿Estarás bien? —No supe reconducir la
conversación. Solo salí de su cuello para mirar en sus ojos verdes y morirme de
amor no correspondido.
—Ahora sí, Marci. Me has recargado las pilas para lo que queda de temporada.
¿Adivináis cómo me sentí? Usada. Y lo peor es que yo me había entregado de la
forma más ignorante. ¿Se podía ser más imbécil? Pues se ve que sí porque volvió a
besarme y yo le devolví todos los besos con sabor a mar que pudo darme hasta el
momento en que sonó mi móvil con un SMS que decía que tenía el taxi en la
puerta.
Me puse mi vestido y me peiné un poco. Me observaba todo el tiempo en
silencio, con un brillo intenso en su mirada. A veces volvía a ver amor en sus
ojos y me reñía a mí misma por idiota. En cuanto llegara a mi hotel tenía que
buscar el siguiente tip para olvidar a mi crush. Esta vez no podía fallar. Pensé
algo. Rebusqué en mi bolso, encontré su colgante de la rosa de los vientos y se lo
puse al cuello. Deshacerme de un objeto tan importante entre nosotros debía
ayudar, seguro. No es que retomara el tip cuatro, pero podría servir.
—Es tuyo. No se devuelven los regalos —me dijo extrañado; no entendía mi
gesto. Tuve que adornarlo para no hacerle daño.
—Es un camino abierto hasta mí. Así te dará fuerzas para acabar la
temporada. —No vayáis a pensar que era lo que sentía de verdad. Solo fingía.
¿Vosotras tampoco me creéis?
Si Álvaro hubiera sabido llorar ese habría sido el momento. Pero no sabía. Por
eso se agarró a mí, como a una tabla de salvación, y yo le sostuve. Al fin y al
cabo, yo siempre había sido su timonel. Debía sentirme dichosa. Había tenido el
polvo del siglo con Álvaro Sansegundo, el tío bueno que tenía delante y cuyos
ojos brillaban más que nunca. Ya en el ascensor dijo.
—Estás arrebatadora, Marci. Me voy a morir con este recuerdo.
—No te vas a morir. Este recuerdo te va a servir para poder con todo. —Estaba
pareciendo yo fuerte...
Me abrazó de nuevo, pero el ascensor llegó a la planta baja. Salimos en silencio
a la madrugada. Pegó sus labios en mi oído.
—Gracias por esto, loquita. Me has salvado la vida. —Mi estómago volviendo
a hormiguear y a hacerme débil de nuevo. Esa sensación viscosa que había creído
tener controlada se hizo abismal.
—Pues entonces ha valido la pena. —Sus ojos brillantes. Tal vez no sabía
llorar, pero aquello se parecía mucho.
Y como yo sí sabía llorar lo hice por los dos. Todo el viaje de vuelta. Estaba
contenta por haber ido y haberle ayudado de alguna manera. Pero no entendía
nada de nuestra relación. ¿Éramos amigos?, ¿amantes?, ¿amigos con derecho a
roce?, ¿yo era alguien de quien se avergonzaba en público?, ¿había sido un desliz
que no volvería a ocurrir? ¿Yo quería que volviese a ocurrir? ¿Acaso vosotras
nunca sois contradictorias?
Volví a la competición. Nadie cuestionó mi coartada y seguí con la lista de tips
para olvidar a mi crush. Era el momento de tomármelo en serio porque él no
parecía estar dispuesto a dar un paso más en dirección a tener algo de verdad
conmigo. Y yo no me iba a conformar con ser un ligue para aliviarse, ¿verdad?
Hay momentos en la vida que duelen, duelen mucho. Y en esos instantes eres
capaz de renunciar a muchas cosas por obtener las que quieres. Yo podría haber
consentido ser un ligue sin más, con tal de tener a Álvaro conmigo. Pero no iba
a hacerlo. Tener a alguien como una posesión nunca debería implicar perderse a
uno mismo. Así que no. Yo no merezco estar con alguien que no quiere
implicarse conmigo. Vosotras y vosotros tampoco. No, a costa de todo.
Pero el sexto consejo era «Enfoca tu mente en el momento presente». ¿Y qué
otra cosa podía hacer?
6º tip
Enfoca tu mente en el momento
presente
¿Os parece, como a mí, que se parecían mucho unos tips a otros? ¿«Enfoca tu
mente en el momento presente» no era idéntico a «Dedícate tiempo a ti
mismo/a», a «Haz ejercicio» o a «Dale tiempo al tiempo»? De todas formas,
era un buen consejo para dejar de obsesionarme con Álvaro. Me di cuenta, a la
vuelta de mi locura, de que me había conformado con una imagen idílica de mi
compañero de regatas al que había conocido en la intimidad tres noches o
cuatro, pero del que en el fondo sabía poco, solo lo que había querido
mostrarme en las videollamadas en las que casi siempre acababa contando yo
más que él. Además, nos íbamos formando por el camino, creciendo,
madurando, y podía ser que nuestros destinos se separaran. Concentrarme en el
presente requería saber quién era él y quién yo. Si era de esos que no querían
relaciones serias, era, de verdad, el momento de olvidarme de Álvaro como
crush.
Pero en contra de los tips y de la lógica, empezamos a hablar todos los días. La
verdad es que no sé muy bien por qué. Una vez me alejé de él, me dio miedo de
que hiciera una tontería y abandonara la competición antes de tiempo y le
penalizaran. Quizá disfrazaba de preocupación mi interés insano en hablar con
él. ¿Vosotras también lo pensáis? Empecé yo enviándole audios de WhatsApp.
Yo: «Álvarooooo. Cuéntame cosas. ¿Cómo estás? ¿Qué tal la regata? Nosotras acabamos de
terminar la tercera manga. Ha sido espectacular. Estoy molida, por cierto. Hemos quedado
otra vez terceras. Vamos las segundas en la general. Mis padres vienen el sábado para la final.
Estoy emocionada. ¿Te has arreglado ya esa barba? Mándame una foto sí o sí. Quiero ver lo
guapo que estás o enfadarme contigo si no lo estás. Y no dudes de que lo haré. Bueno, ya sé
que no lo dudas. Te quiero mucho, mucho, mucho, mucho, mucho. Cuéntame cosas».
Ya sé que había sido un poco mala diciéndole que mis padres vendrían el fin de
semana, pero estaba segura de que el problema con su familia era suyo. No
quería parecer vulnerable y les hacía creer a cada uno por su lado que estaba bien.
Yo sabía bastante de eso. Y aquel «te quiero mucho, mucho, mucho, mucho,
mucho» ya procuré yo que sonara a amistad. De ahí la repetición del «mucho»
y mi tono infantil. Era la primera vez que se lo decía, precisamente cuando
había entendido que él no me querría nunca como yo lo hacía. Tenía que
conseguir que dejara de ser mi crush. Pero, con la foto que me envió con su
barba recortada volvió a serlo de golpe, si es que en algún momento había
conseguido que no lo fuera. Se me subió el estómago a la garganta y me ruboricé
yo sola ante el teléfono. Le escribí.
Yo: Estás guapísimooooo.
Álvaro: Seis.
¿Estaba flirteando con él? ¿Qué parte de «no salgo con Soraya, pero no te pido
salir a ti, aunque esté libre» no había entendido?
Así empezamos a acostarnos a la vez. A enviarnos wasaps de buenas noches y
de buenos días para contar las horas que dormíamos cada uno y a estar cerca el
uno del otro. Le mandé una foto en mi cama, en pijama, para obligarle a que él
hiciera lo mismo. Me envió una de sus pies. ¿Desde cuándo el tip «Enfoca tu
mente en el momento presente» era para reconquistar a tu crush perdido y no
para olvidarlo? Le mandé otra donde se veía mi cara, mi pijama y el cabezal de la
cama. Era evidente dónde estaba yo. ¿Y él? Me envió la imagen de su torso
desnudo, su colgante de la rosa de los vientos en primer plano y parte de una
sábana. Uf.
Al día siguiente no podía acostarme a la hora recomendable porque habíamos
quedado segundas e íbamos a celebrarlo con el equipo, patrocinadores, familia y
con Sofía, que también había venido a verme. Pero no quise dejarlo de lado. Fui
enviándole fotos de cada cosa que hacía, cada copa que me tomaba, cada vestido
que me probaba hasta que decidí el que me pondría, cada abrazo con Sof ía, con
mi madre, con mi padre. Cada tío al que había tenido que amenazar con
castrarlo. Él acabaría su regata al día siguiente y quería que hiciera lo mismo
conmigo. Que me mantuviera informada y se mostrara fuerte ante la situación
si de verdad era tan tensa como me había contado. ¿O enterarme de si flirteaba
con otra u otras? Esa noche me puso su primer audio de WhatsApp. Eran las
once y diez.
Álvaro: «Esta noche te voy a ganar. Ya estoy en la cama del hotel. No me siento solo, tus
fotos me acompañan. Por cierto, ¿por qué has escogido el vestido plata? Estás demasiado
espectacular. Igual me desvelo y acabas ganándome. Gracias por esto, Marci. No lo olvidaré
en la vida. Te quiero muchísimo, loquita».
¿Quién apuesta por que lo escuché cien veces y quién por que lo escuché
doscientas? Lo acompañó con una foto de su cara sobre una almohada. ¿Habéis
leído bien? Me quería muchísimo. El tip seis me estaba saliendo por la culata.
Sofía y yo dormimos las dos en mi cama y aproveché para mandarle otra foto
con nosotras enviándole un beso de buenas noches a las seis de la mañana,
cuando nos acostábamos. Escuché la llegada de su respuesta a los veinte minutos.
Él tenía su manga final y debía levantarse pronto. Había escrito:
Álvaro: Descansa, preciosa.
Cada vez me daba más asco. ¿Por qué era mi amigo? ¿En qué momento me
había enamorado de él? Le envié captura a Sofía, encerrada en el cuarto de baño
del piso de Roderic. No sabía qué contestar, o incluso si hacerlo.
Sof ía: Tía, está pasando por un mal momento. No tiene equipo para el año que viene. Se ha
venido abajo. Déjale claro que en esos términos no quieres saber nada de él, pero no se lo
tengas en cuenta. Al menos, no todavía.
El consejo estaba muy bien, pero ¿cómo podía hacerle ver eso? Además, ¿yo
quería eso?
Dejé a Roderic plantado con la excusa de que tenía que coger un avión para ir
a Lyon donde estaban mis padres esperándome —realmente lo hice sin tenerlo
planeado y sin que me esperasen—, y en el aeropuerto, a punto de embarcar
llamé a Álvaro.
—Dime, Marcia —¿Habéis leído bien? «Marcia». Lo odié.
—¿Cómo eres tan gilipollas?
—Parece que practico mucho. ¿Qué quieres?
—Nada, decirte que no me envíes más mensajes de mierda. Si estás amargado,
te lo comes solito.
—Vale. Entendido.
—Genial. Adiós.
—Marci… —Os juro que escuché «Marci», pero yo ya estaba colgando y no
me arrepentí. Estaba resultando ser un verdadero gilipollas que no se merecía ni
una lágrima.
Pero las vertí. Todas juntas. Como siempre, en el avión. Tenía que pasar la fase
de duelo. Decía adiós a un enamoramiento que me había obsesionado casi dos
años. No había dado ningún portazo de salida, sino que sentía que huía por la
puerta de atrás, de puntillas y desnuda, pero, al menos, estaba consiguiendo salir
de sus redes. Menos mal que iba a ver a mi madre y podría llorar a gusto en su
regazo, aunque no le dijera más que era por mal de amores sin mencionar al
susodicho cabrón en cuestión.
Todavía en Lyon busqué el siguiente tip: «Trabaja en tu autoestima» y me
propuse hacerlo bien. Supe que esta vez lo iba a conseguir porque él solito, en
unas pocas horas, había borrado de un plumazo todos los buenos momentos.
Como veis, la vida te va dando una de cal y de otra de arena, así, sin avisar.
Podrías amargarte todo el tiempo esperando las malas, incluso cuando lleguen
las buenas ser incapaz de disfrutarlas por estar pendiente de cuándo acabarán.
Cada uno tiene su manera de sobrellevar las rachas. Pero yo no soy de las que se
quedan llorando, esperando a que vengan las de cal. Yo cojo la arena y hago un
castillo. Un castillo en el que ir depositando los elementos de mi cuento. Del
cuento en el que quiero estar. ¿Vosotras sois de las que lloran o de las que
construyen castillos? No os juzgo. En realidad, nadie es siempre igual. Nadie es
siempre fuerte. Todos, a veces, lloramos y, a veces, construimos castillos.
7º tip
Trabaja en tu autoestima
No era un tip difícil. A menos a simple vista. Me dejé mimar por Carmen, a
quien la obligué a no nombrar a quien nosotras sabíamos, y me comprometí
con mi imagen y mi bienestar. Busqué ayuda en Internet, claro. Encontré un
artículo interesante titulado Diez pasos para mejorar la autoestima. Me los
tomé en serio:
Fue tan solo un mes y medio después, celebrando el esperado segundo puesto
en la categoría. Estábamos en Marsella y además de las familias —consiguió que
asistieran tanto su madre como su padre con sus respectivas parejas—
aparecieron la caragusano, Sofía y Albert, y Roderic. Yo, ¿qué queréis que os
diga? Estaba muy contenta con la clasificación, me sentía orgullosa —aquello
de la autoestima estaba funcionando en algunos de los aspectos, ya sé que no en
el fundamental, no insistáis— y que estuvieran mis padres y Sof ía me daba paz.
Me sentía flotar y, aunque no me apetecía nada estar con Roderic —no había
vuelto a verlo desde ya sabéis cuándo— y no entendía qué estaba pasando con
Álvaro, me sentía campeona y que podía con todo. ¿En qué momento se me
ocurrió pensar eso? Pues en uno muy estúpido, porque no había nada que
estuviera más lejos de la realidad. Evidentemente no iba a poder con todo. En
concreto no iba a poder con algo que me tenía el destino guardado.
Álvaro. ¡Uf! Álvaro estaba más que espectacular. Más rubio que nunca, después
de tantas horas de navegación, muy moreno —no tanto como yo, claro—,
sonriente por el triunfo y contento por las ovaciones que estábamos recibiendo.
Sus rasgos de niño bueno se habían afilado y su atractivo me pegaba una patada
directa a los ovarios. Pero, yo no iba mal de autoestima, creí. Los patrocinadores
no paraban de halagarnos y nos prometieron un barco y nuevas regatas para la
temporada siguiente. No podíamos pedir más. Bueno, yo sí, hubiera pedido un
novio guapo, rubio de ojos verdes que se mostraba orgulloso de mí y que me
otorgaba todo el mérito de la victoria. Pero ya sabíamos que eso no iba a pasar,
así que podía conformarme con un encuentro borrachos por ahí o con
escabullirme de aquella fiesta antes de liarla parda.
¿Queréis saber qué tontería se me ocurrió esa vez? Pues no me escabullí como
debería haber hecho —bueno, lo intenté, pero no con mucho empeño—, y
tampoco me emborraché, sino que aún peor, simulé que me emborrachaba para
buscar a Álvaro, que juraría que él disimulaba también como que había bebido
más de la cuenta. ¿Se puede ser más patéticos?
Pero el ambiente entre nosotros se caldeó mucho antes. Como ya os he
contado, en el barco podíamos tocarnos, sujetarnos el uno al otro, mantener el
contacto físico como parte de las maniobras sin que se desatara nada erótico.
Muchas veces era cuestión de supervivencia o de arrancar segundos a la
competición. Pero fuera del barco procurábamos no acercarnos, no hablar
demasiado si no era por imperiosa necesidad y, sobre todo, no mirarnos a los
ojos. ¿Qué pasaba si nuestras miradas se cruzaban por casualidad? Uno de los dos
la apartaba. Ahí se conectaban muchas emociones que nos llevaban a un abismo
de incertidumbres, arrepentimientos, deseos y confusiones que más valía no
destapar. A mí me daba miedo que volviéramos a discutir y acabar odiándolo.
Prefería no ser nada suyo fuera del barco antes que defraudarme del todo con él.
Ya sabéis que estaba casi casi defraudada y que la línea sobre la que pisaba era
muy muy fina. Desde luego, habíamos dejado de ser amigos y de contarnos
confidencias.
Pero aquella noche me rozaba de más, cada vez que alguien nos daba la
enhorabuena y él repartía el mérito, cada vez que brindaban por nosotros o cada
vez que alguien hacía un discurso, incluso cuando lo hizo él, agradeciendo
nuestro triunfo a los patrocinadores, a nuestras familias, a «su timonel», como
me llamó en público mientras me cogía de la cintura. En esos momentos
nuestras miradas se cruzaban y era yo la única que la desviaba. ¿A qué estaba
jugando? No podía permitirme volver a creer en sus monólogos de niño bueno.
Esta vez no. Estuve casi toda la noche agarrada a Sof ía huyendo de Álvaro
porque no quería que nuestras órbitas se encontraran; no respondía de mí, y
mucho menos de él, que estaba cambiando la partida, así, sin previo aviso y sin
motivo. ¿O no me acercaba porque no quería verlo liado con otra? Eso también.
Estaba tan nerviosa que no me entraban ni las copas. No bebí nada y no me
gustaba estar así. Me encontraba fuera de mi propia fiesta, así que empecé a hacer
como que había bebido, pero juro que fue solo para estar en sintonía con el
resto.
Ya estaréis conjeturando que no pude evitarle toda la noche y que alguna que
otra vez caeríamos. Y así fue. Conseguí huir hasta las cuatro de la madrugada,
más o menos, cuando acompañé a mis padres a su habitación y yo pretendía
hacer una retirada discreta. Pero alguien me había seguido.
—¿Ya te marchas, Marci? —se hizo el borracho. Esto lo intuí después, porque
en esos momentos su «Marci» me dejó fuera del tiempo y del espacio. En el
barco soy «timonel».
—Sí. He bebido mucho y no controlo nada —me salió fatal imitar su
embriaguez, pero ¿qué queréis? No iba a demostrar que era una sosa en mi propia
fiesta.
—Vamos a por la última y luego te prometo que te dejo en la habitación como
a Cenicienta. —Estaba ya estirando de mi mano. Aquí debí haberme dado
cuenta de que estaba tan poco bebido como yo, pero estaba nerviosa,
debatiéndome entre si darle mi mano o arrebatársela e irme a dormir.
—Cenicienta hace cuatro horas que está durmiendo —¿por qué dije esa
gilipollez? Yo qué sé. Estaba nerviosa, ya os lo he dicho.
Pero lo seguí, claro. Y aunque la copa que me entregó no fue la última, como
ambos sabíamos que iba a pasar, intenté seguir huyéndole. Al menos un par de
horas más, en las que estuve de sujetavelas con Sofía y Albert. Hasta que fue más
que evidente que necesitaban intimidad y ni mi borrachera, incluso si hubiera
sido cierta, me habría impedido darme cuenta. No quería tampoco arrimarme a
Roderic, que además estaba muy bien acompañado aquella noche por una rubia
casi tan alta como él. Ni muchísimo menos a la caragusano que creí verla flirtear
con el padre de Álvaro. ¡Qué ascazo! Así que solo me quedaba volver a mi
habitación definitivamente. Y ahí fue cuando la lie.
¿Por qué tuve que ir a despedirme de él? ¿Por qué me pareció buena idea decirle
a Álvaro que me iba a acostar y que la noche había sido genial? ¿Por qué se me
ocurrió agradecerle todos los cumplidos de su discurso? ¿Por qué fingí que lo
hacía borracha si no lo estaba en absoluto? Lo sabéis mejor que yo. No había
podido evitar que siguiera siendo mi crush y recordaba la noche con la alemana
en la que el alcohol nos hizo caer. Sobria debía haber huido. Borracha tal vez se
me podría perdonar, como nos perdonamos y disimulamos la vez anterior.
Supe que él tampoco había bebido cuando probé sus labios, delante de la
puerta de mi habitación, donde se suponía que estábamos dándonos las buenas
noches. Su boca sabía, como siempre, a mar, y muy poco a ginebra. Me dije a mí
misma que no era más que un beso de despedida, pero cuando comprendí que
había utilizado la misma estúpida estrategia que yo, hacerse el borracho, no
pude evitar sentir ternura, en lugar de enfado. Entonces ya no evité su mirada.
Su verde con puntitos amarillos volvió a revolverme el estómago. Esa sensación
viscosa seguía ahí, recordándome que soy demasiado débil con algunos de mis
propósitos. Bueno, con mi propósito principal de olvidar a mi crush. Nos
quedamos paralizados, en la puerta de mi habitación, sopesando la idea de hacer
lo que estábamos deseando o marcharnos por separado y ser profesionales.
Alguien pasó por detrás de él en el pasillo y tuvo que pegarse más a mí. No desvió
la mirada. Yo tampoco. Su aliento cálido me llegó a la frente. Estábamos
tratando de adivinar qué necesitaba el otro que hiciéramos; no qué deseaba.
Porque estaba claro que ambos deseábamos hacerlo, y es lo que hicimos. Tras
unos eternos segundos de detención, estalló el deseo. Las miradas bajaron a los
labios; los míos se humedecieron, los suyos se secaron; las manos se lanzaron a la
cara y pelo del otro; y por fin las bocas se juntaron definitivamente. Ya no hubo
reflexión.
Mi cama nos encontró desnudos. Mudos, como la última vez, aunque sí nos
permitimos gemir y gritar. Había que seguir la coartada de la embriaguez. El
primer encuentro fue rápido. Demasiado. Y ambos intuimos que se nos quedaría
corto para ser de despedida. Así que volvimos a empezar, casi todavía resollando
por el primero. En ningún momento dejamos de buscarnos las miradas, ni
siquiera recibiendo el placer. Yo leía en la suya arrepentimiento, antes incluso de
caer en el abismo. En mis ojos, quizá él viera lo mismo, pero yo no me estaba
arrepintiendo, yo estaba temiendo que él se arrepintiera. Por eso no podía
desviar la mirada, porque necesitaba ver deseo, dependencia, placer, amor... Sí,
ya sé que me vais a reñir. ¿A esas alturas seguía buscando amor? Pues sí. Con él
nunca he sabido perder la esperanza, por eso estoy donde estoy, aún en el tip diez
y contándoos todas mis penas.
Pero lo que él vio en mis ojos no debió de gustarle en absoluto, porque después
del segundo encuentro, que fue mucho más lento y placentero, casi parecido a
nuestras primeras veces, aun sin hablar, empezó a besarme los párpados,
obligándome a cerrarlos y no mirarle más, y también obligándome a dormirme
y así poder escabullirse de mi habitación, como yo hiciera de la suya mes y
medio atrás.
No volví a verlo hasta cuatro meses después, cuando empezó la siguiente
temporada, y apareció con una rubia llamada Dominique, que me presentó
como su novia. ¿Seguro que iba a poder con todo?
8º tip
Pasa tiempo con tus seres queridos
Este tip lo empecé tan pronto como salí de aquella habitación sintiéndome
imbécil perdida. ¿Cómo os hubierais sentido vosotras? Yo había ido detrás de él
haciéndome la borracha sin estarlo en absoluto, para dejar que se marchara una
vez más al terminar la faena. Me juré y me perjuré que jamás volvería a caer en
semejante bajeza. Esa vez iba a ser la definitiva, porque no iba a volver a ceder a
mis instintos más primitivos como si no fuera una mujer de juicio que sabe qué
le conviene y especialmente qué no le conviene. O quién.
Pero necesité volver a los tips para centrarme. Tenía que conseguir que dejara
inmediatamente y para siempre de ser mi crush. Todavía nos quedaba una
recepción con las autoridades al día siguiente, pero yo ya no acudí, y aunque me
arriesgaba a sufrir algún tipo de amonestación, me subí al avión con mis padres,
rumbo a casa. El tip «Pasa tiempo con tus seres queridos» debía salvarme de mí
misma. Esa necesidad de Álvaro se estaba convirtiendo en dañina y no iba a
poder seguir adelante si no eliminaba de mi cerebro esa parte irracional que se
sentía —y se siente— terriblemente atraída por él y que era —y es— incapaz de
ser sensata.
Seguí a mis padres como un perrito faldero todo el invierno. Cada viaje, cada
cena con amistades, cada excursión al club de campo. No quise quedarme sola ni
un día y ni siquiera la compañía de Carmen me parecía segura, porque quería
evitar caer en la autocomplacencia. Mucho menos la de Sofía, con quien hablar
del tema me haría entrar en un bucle de compasión. Necesitaba apartarme de las
personas que pudieran nombrarme al innombrable, así que la compañía de mis
padres era la más segura porque, aunque a mi madre se le ocurriera sacarlo en la
conversación, tenía tan poca idea de lo que ocurría entre nosotros, que sus
comentarios eran absolutamente inocentes y apenas removían mis tripas.
Bueno, os seré sincera. Mis tripas eran demasiado sensibles a su nombre y se
removían solas, apenas siendo pronunciado por alguien que me preguntara por
mi carrera deportiva, apenas conectara mi móvil y viera que seguía en silencio,
apenas cerrara los ojos y evocara mis recuerdos, apenas oliera alguna persona que
me lo recordara —aunque nunca igual—, apenas soñara despierta con lo que no
iba a ser posible. Pero, bueno, ya estaréis hartas de leer lo imbécil que soy y
querréis saber qué pasó después, cuando me enteré de que tenía novia, una novia
que no era yo, que era rubia y que daba al traste con todas mis teorías, aquellas
que se apoyaban en que Álvaro era una persona que huía del compromiso,
aunque en el fondo sintiera algo por mí.
Y bien visto, podríamos decir que la circunstancia de que tuviera novia debía
ayudar a que dejara de ser mi crush y a que pudiera evitar mi atracción insana
hacia él. Así que os adelantaré que sí ayudó. Pude controlar mi adicción más de
año y medio, concretamente hasta hace dos días, justo cuando emprendí el
décimo tip y os empecé a contar esta historia —bueno, tambaleé un poco hace
unas semanas y supongo que por eso estamos así—. ¿Y cómo estáis,
concretamente?, os preguntaréis. Pues ahora mismo lo tengo en mi casa, aunque
sepa a ciencia cierta que no es adecuado para mí. Voy a seguir escribiéndoos para
convencerme de que tengo que seguir intentando que deje de ser mi crush.
Pero Marcia no ha construido su leyenda de loca así, sin más. Pasé muchas
horas sola deambulando por la ciudad. No quería llegar al hotel y dar
explicaciones de mi arrebato, así que decidí hacerlo cuando todos estuvieran
dormidos. Pasé unas siete horas simulando como que había salido a hacer
running. Con las pintas que llevaba cualquier otra cosa hubiera llamado la
atención y, sin dinero, podía haberme metido en algún lío. Desde luego, lo más
sensato era ir al hotel de concentración donde habrían llevado mis cosas y
podría entrar en calor, pero ya sabéis. Me moría de vergüenza y no me podía
permitir encontrarme con nadie que hubiera visto el ridículo que había hecho.
No solo naufragando mi barco, sino mostrándome celosa por la novia de un tío
que se había portado fatal conmigo. ¿Lo veis como yo? Aparecí por la recepción
del hotel hacia las dos de la madrugada. Imaginé que no participaríamos en la
regata del día siguiente porque había roto la vela y tardarían un par de jornadas
en repararla. Junto con las llaves de la habitación me dieron mis pertenencias,
incluido mi móvil con miles de llamadas perdidas y wasaps sin contestar, mi
ropa y una nota de la entrenadora: «Marcia, estamos preocupados. Avisa al
llegar. Tus padres no saben nada y no sé si llamar ya a la policía esta noche o
esperar a mañana. No le des más vueltas a lo de hoy. Mañana saldrá el sol por el
Este, como siempre, y volverás a manejar el timón. Que descanses». La mujer
más severa del mundo estaba dispuesta a pasar por alto mi torpeza. Fue un
revulsivo. Ella creía en mí y sabía que podría superarlo, así que decidí que lo
haría.
Puse un wasap en el grupo del equipo, para no escribir a nadie en concreto,
evitando especialmente a ya sabéis quién, y que todos vieran que estaba bien:
Yo: Estoy en el hotel. Me he perdido por la ciudad y me ha costado orientarme sin móvil.
Mañana dejadme dormir. Estoy muerta. Buenas noches. Gracias por los mensajes.
Ya sé que sois muy listas y sabéis que mi novio iba a ser Roderic y que no era
precisamente persona nueva, pero es que no me salió muy bien lo de conocer a
gente. Lo intenté, sobre todo al principio, pero nadie me parecía interesante. Si
consigo ser sincera del todo, podría decir que las personas desconocidas me
alejaban de Álvaro, y que Roderic, de alguna manera, permitía que siguiera
conectada con él fuera del barco. Sé que suena patético y esta es la primera vez —
y juro que la última— que lo reconozco en voz alta. No fui consciente de que
había utilizado esa estrategia mental hasta que Roderic me dejó, acusándome de
eso, precisamente, hace ahora mismo tres semanas. Quizá aún es pronto para
analizarlo todo.
Pero vayamos por partes. Álvaro ya no salía de fiesta para celebrar las victorias,
que tuvimos, y muchas, por cierto. Se iba a casa o al hotel con su Dominique,
que siempre estaba esperándolo en el puerto con una sonrisa encantadora —
parecía que vivía por él y no tenía otra ocupación— y de mí se despedía con un
«Enhorabuena, timonel», y adiós, muy buenas. Empecé a superarlo. O eso creí.
Ahí sí me enrollé con gente, de verdad. Sí disfruté de otras compañías y, aunque
seguía teniendo ese hueco helado en mitad del pecho, intenté entablar otras
relaciones. Amplié el grupo de amigos entre los miembros del equipo y pude
relajarme, pero no había nadie que me pareciese suficientemente interesante
como para tener una relación de pareja. Fue Sof ía quien lo insinuó.
—Pues yo creo que le gustas a Roderic —soltó, así, sin más, como ella suele
hacer, una noche de finales de julio que competíamos precisamente en
Barcelona y nos arreglábamos en su casa para salir a celebrar con los
patrocinadores otra victoria más.
—Roderic quiere meterme en su cama. Como todos. —Sí. Me había vuelto
una descreída. ¿Se os ocurre por qué?
—Ya te metió en su cama —rio con su voz cantarina mientras yo le asesinaba
con la mirada.
—Y no va a volver a pasar.
—Pues yo creo que haríais muy buena pareja. Él está buenísimo y va detrás de
ti en serio. Es un buen tipo.
—Pues, quédatelo tú, si tanto te gusta.
—Yo estoy con Albert, pero no me importaría. ¿Tú has visto qué cuerpo tiene?
Bueno, claro que lo has visto. Y lo has probado.
—¡Sofíaaaaa!
—¿Qué? Nunca me has contado cómo se le da.
—No me acuerdo de nada. Iba muy pedo y quise olvidarlo de inmediato.
—Ya. Seguías teniendo esperanzas con Álvaro. —Si las miradas matasen la
hubiese eliminado de inmediato.
—No me recuerdes a ese gilipollas. Tengamos la fiesta en paz.
—Vale, pero si tienes a Roderic a tiro esta noche no lo rechaces. Dale una
oportunidad.
Y basta que tu amiga te haga una sugerencia para que te sugestiones y te
parezca el tío ideal, que está por ti, y que vale la pena. Seguramente lo fue, y lo
sigue siendo, pero, aunque no quise verlo, ni lo reconoceré jamás —ya os he
dicho que solo lo hago con vosotras—, era yo quien no estaba preparada para
hacer bien las cosas con él. Pero esto lo he visto ahora, no entonces.
Entonces me dejé seducir. He de reconocer que su barba morena y sus ojos
pardos, además de ese metro noventa bien proporcionado, lo ponían muy fácil.
Esa noche volví a acabar en su piso, y no hui por la mañana. Es un tío maduro,
ahora sé que demasiado para mí, pero en aquel momento era lo que necesitaba.
Alguien serio en quien poder confiar. Me dejé llevar y llegué a creer que estaba
enamorada de él. El 27 de septiembre de 2019 finalmente le dije que sí a ser
pareja de verdad y me encontré, un par de semanas después, cenando con su
amigo Álvaro y Dominique en la misma mesa. Os podréis imaginar que fue
horrible, ¿verdad? Yo no quería odiar a Álvaro. Decía en voz alta que era un
gilipollas o le insultaba en mi mente para sentirme fuerte, pero no le odiaba. No
sé por qué. Supongo que porque es mi compañero de regatas y tiene mi vida en
sus manos. Supongo que porque en sus pupilas siempre he visto admiración hacia
mí como timonel. Supongo que nunca he dejado de amarlo. Esta última frase
podéis borrarla. Siempre negaré que la he dicho. Pero en aquella cena cambió
algo. De repente estaba ahí el antiguo Álvaro. Sonreía, me miraba, bromeaba
conmigo. Fue como si volviéramos a ser amigos. Pudimos conectar con quienes
fuimos. Quizá tener pareja los dos dejaba nuestra tensión sexual a un lado y
podíamos reconectar. ¿Me valió? Muchísimo. Fueron los mejores meses de mi
vida. Roderic me adoraba y me llevaba en bandeja, Sof ía estaba encantada con
nosotros, Álvaro volvía a sonreír conmigo, y eso es lo más cálido del mundo, y
yo conduje al equipo a las mejores clasificaciones de la historia. Mi vida podía
haber sido ideal, pero antes de las Navidades Álvaro cortó con Dominique,
nunca dijo el motivo, y Sofía con Albert. Sof ía sí explicó que estaban estancados
en su relación y que ella quería alguien con las ideas claras y que fuera en serio a
tener una vida en común. Justo lo contrario que a mí me pasaba con Roderic. Él
quería ir más deprisa en el compromiso, insistía en que viviéramos juntos en el
mismo piso, y a mí me parecían sogas que me ataban las muñecas y me
impedían salir corriendo, como ya sabéis que me gusta hacer. Con mi novio no
podía ser Marcia la loca y eso me pesaba un poco. Me fue desgastando sin darme
cuenta.
Pero Álvaro y Sofía estaban sin pareja y, aunque yo tenía una vida plena, me
recordaba mucho a los celos que había tenido hacia ellos. Quería apartar esas
ideas, que además no me iban ni me venían porque yo tenía un novio ideal y me
daba igual qué hicieran entre ellos, pero cada vez conectaban más. Iban siempre
juntos, aunque nunca dijeran que fuesen pareja de nuevo.
¿Me imagináis? Celosa, sin poder reconocerlo porque yo tenía otro novio.
Atada, porque no podía hacer de mis locuras, ya que mi novio no entendía esa
parte de mí. Presionada, porque dicho novio quería más compromiso por mi
parte. Histérica, porque no podía ser sincera con nadie, ni siquiera conmigo
misma. ¡Qué bien me hubiera venido entonces haberos escrito!
A principios de febrero de 2020 tuve una crisis. Como tenía novio no me
quedé en casa tras las Navidades, novio que, por cierto, encantaba a mi madre y
disgustaba a Carmen que no paraba de decir que no lo veía claro, y volví a
Barcelona, aunque no hubiera empezado todavía la temporada. Álvaro y yo
salíamos a entrenar todas las semanas una o dos veces, porque dentro del piso se
me llevaban los demonios y él siempre estaba dispuesto a navegar. Pero yo no
estaba bien. Necesitaba gritar, necesitaba salir corriendo, necesitaba coger un
avión a alguna parte, necesitaba sentirme libre. Álvaro me conoce mejor que
nadie y supo enseguida que algo me pasaba. Lo supo antes de que se me escapara
el timón de las manos y antes de que me pusiera a gritar como una loca en
medio del Mediterráneo «Aaaaaaaaah, aaaaaaaaah, aaaaaaaaaaah», aunque en
mi cerebro gritaba «Mierda, mierda, mierda». Quizá fue su cara de
preocupación lo que me hizo reaccionar y desahogarme.
—Para, Marci. —Me cogió por detrás. ¿Habéis leído bien? «Marci», un año y
medio después. Me estremecí. Me giró y se quedó mirándome a los ojos. Empezó
a llover, y nos dio igual. La imagen de Roderic me nubló la vista, pero no la
aparté de Álvaro—. ¿Quieres que hagamos una locura? —Asentí. Necesitaba
hacer una locura.
Después de la cena salimos a la terraza del ático. Álvaro le dio a un botón para
que una capota transparente nos protegiera del frío, abrió el balancín y sacó una
manta de borrego en tonos verdes que si hubiera tenido a mano una maleta y
aquello hubiera sido un hotel me la hubiese llevado. Me encantaba todo. No os
imagináis los esfuerzos que tuve que hacer por no parecer una boba de pueblo.
Pero, aun así, hacía frío y nos sentamos en el balancín reclinable muy cerca el
uno del otro. «Mi novio es Roderic y me está esperando en Barcelona». «Mi
novio es Roderic y me está esperando en Barcelona». «Mi novio es Roderic y
me está esperando en Barcelona». Álvaro me cogió la mano por debajo de la
manta. Quería crear un espacio seguro para confidencias, pero yo no podía
olvidar que había sido mi crush demasiado tiempo. ¿No os gusta el uso del
pasado? ¿No creéis que en ese momento había conseguido que no fuera mi crush,
teniendo al novio perfecto que no era él? Vale, sí, novio al que no le había dicho
dónde estaba. Precisamente en un balancín bajo el cielo de Altea con mi mano
sobre la de Álvaro y tapados con la misma manta. Además, se puso en plan
confidente.
—Si no me quieres contar por qué no le dices a Roderic que estás aquí
conmigo no lo hagas. Pero al menos dime qué te pasa. ¿Por qué has perdido los
nervios esta mañana? —Me acariciaba con el pulgar el dorso de mi mano.
Recliné la cabeza en su hombro. Era una charla de amigos, ¿no?
—No lo sé. A veces tengo la sensación de que me ahogo. Necesito salir
corriendo de los sitios de vez en cuando.
—Lo sé. Te conozco bien, Marci. —«Marci»: temblé, me dije que de frío.
Levanté la mirada para devolverle la sonrisa y se me paró el corazón. De repente
ese hueco en medio del pecho que había permanecido helado desde hacía tanto
tiempo se derritió. Los puntitos amarillos seguían ahí y me anclaban a él más
que nunca. Tuve que volver a dejar mi cabeza en su hombro y mirar la línea del
mar que se confundía en el horizonte con la noche. No estaba preparada para
confrontar sus ojos. Siguió hablando—. Pero ¿por qué ya no lo haces? Quiero
decir. Es tu forma de ser. Necesitas tomarte respiros de las situaciones, alejarte,
ver las cosas con claridad y después regresar con las ideas más claras y toda tu
energía. —Como veis, me conoce mejor que yo misma, el muy cabrón—.
Entonces, ¿por qué has dejado de hacerlo? Si no te permites ser tú misma vas a
estallar.
—Un poco ya lo he hecho esta mañana.
—Pero por suerte yo estaba allí y, como te conozco muy bien, hemos podido
solucionarlo.
—Oh, don Álvaro Sansegundo, mi salvador —preferí girar la conversación
hacia las bromas. La intensidad me podía salir cara aquella noche. Nos reímos
un rato y luego siguió.
—En serio, ¿por qué no te vas unos días a casa de tus padres o te escapas a
Gascogna a ver a Magda y Sonia que están preparando la pretemporada allí? Lo
de ir a Gascogna lo tienes superado.
No pude evitar volver a mirarlo. ¿A qué venía nombrar Gascogna? ¿Os acordáis
de Gascogna? Yo sí, desde luego. Y me quería morir o matarlo a él. Estaba
sopesando si largarme a dormir y dejarlo allí plantado o liarme con él en su
balancín y mandarlo todo a la mierda. No hice nada de eso, claro. En realidad,
no hice nada de nada. Hice tan poco que ni siquiera le contesté. Podía haberle
preguntado a santo de qué nombraba Gascogna, pero no quería que la
conversación virara hacia el recuerdo de una de las noches más apasionantes de
mi vida, si no la más. Pero tampoco quería responder que no hacía ninguna de
mis locuras porque yo con Roderic ya no hacía locuras, porque me daba
vergüenza admitir eso y porque tampoco quería que fuera él, precisamente,
quien me sermoneara sobre hacer las cosas bien en pareja. Aquello de ser dos
personas independientes que comparten libremente un espacio en común. Ese
rollo, que es muy fácil decir en la teoría. Y como no sabía qué contestar no lo
hice. Me limité a quedarme muda —con él me pasa algunas veces, ya lo sabéis
—, a volver a apoyar mi cabeza en su hombro, seguir contemplando el
horizonte marino y notar la caricia de su dedo sobre el anverso de mi mano. El
recuerdo de Gascogna se quedó en el silencio entre los dos.
Me desperté cuando amanecía, pero no fui capaz de abrir los ojos. No todavía.
Estábamos abrazados. Mi cabeza había bajado a su pecho y sus caricias no se
habían quedado en mi mano, sino que en esos momentos enredaba en sus dedos
uno de mis tirabuzones negros. Seguí un buen rato —mientras mi conciencia
me dejó, así que no demasiado— disfrutando de ese momento, de ese olor a él
que tanto había echado de menos, de ese hueco en su cuerpo que estaba hecho a
mi medida. Que está hecho a mi medida, ya lo sé. Por fin fui capaz de afrontar
su mirada. No soltó mi mechón de pelo ni hizo ademán de retirarse. Solo
sonrió. Y yo lo abracé. ¿Lo abracé? Sí. Lo abracé. En lugar de darle los buenos
días y subirme a la habitación a darme una ducha y coger un coche para ir a ver
a mi novio en Barcelona, abracé a mi crush, como lo habría hecho si hubiera
acabado de decirme «te quiero». ¿Qué hizo él? Lo peor que podía haber hecho.
Me abrazó también. Como si yo hubiera acabado de decirle «te quiero».
El viaje de vuelta fue más tenso que si nos hubiésemos enrollado. Y eso que me
presentó a su abuelo y fue encantador. Fue quien nos trajo el desayuno. Debió de
llegar cuando yo estaba en la ducha, tratando de arrastrar de mi piel todas las
sensaciones insanas que había sentido en las últimas horas. Estaban sentados en
la terraza con una mesa repleta de zumos, cafés, cruasanes, ensaimadas, jamón,
huevos, y a saber cuántas cosas más. Ya sabéis que mi estómago se cierra cuando
Álvaro se cuela donde no debe, esa sensación viscosa que me quita el apetito, así
que podéis imaginar cuánto me riñó el abuelo, en cuanto cogió confianza, que
fue enseguida.
—Así que tú eres la famosa Marcia... Encantado, Marcia, yo soy Quino, el
abuelo de Álvaro —se presentó muy formal. Era un hombre muy elegante,
vestido todo de blanco, incluido el sombrero Panamá con cinta roja sobre su
melena completamente cana y abundante. Contrastaba con su piel muy morena
y sus profundos ojos verdes que llevaban el sello genético. Hacían una pareja
espectacular y su complicidad se notaba en el ambiente.
—Encantada. —Le di dos besos y volvieron a sentarse. Yo tomé asiento,
incómoda, no solo por la presencia de aquel caballero sacado de otro tiempo,
sino porque la ducha no había podido borrar ninguna de aquellas sensaciones
insanas—. ¡Madre mía, cuánto desayuno! —Me abrumó tanta comida, pero os
habréis dado cuenta de que no sabía qué contestar a aquello de la «famosa
Marcia». ¿Qué parte de mi leyenda sabría aquel hombre?
—El desayuno es la comida más importante del día. —Le caería bien a mi
amiga Carmen—. Además, si tenéis que volver hoy mismo a Barcelona no hay
más remedio que ir bien alimentados. ¿Seguro que tenéis que regresar hoy? ¿No
os podéis quedar a pasar el día y le enseño a Marcia todo esto? —Señaló la
montaña. ¿Sabéis qué sentí en ese momento? ¿Estáis preparadas para una
confesión que jamás reconoceré haber hecho? Pues que ojalá no hubiera tenido
un novio esperando en Barcelona para poder quedarme con ellos dos a pasar el
día. Me daban paz; una paz interrumpida por mi conciencia, lo sé, pero con esas
dos personas, uno de ellos acabadísimo de conocer, me sentí en familia. Decidí
en ese momento que le tenía que pedir a mi madre el teléfono de su psicólogo, a
ver si me podía recomendar algún compañero en Barcelona. Me estaba rayando
demasiado.
—Sí, nos tenemos que ir hoy, abuelo. Roderic nos espera para cenar. —¿Y
ahora queréis saber qué gilipollez noté? Pues allá va: celos de Roderic. Celos de
que Roderic conociera al abuelo de Álvaro, porque no podíamos olvidar que era
su amigo de la infancia. Ardor en el estómago, en las mejillas, temblor en las
manos, el hueco de mi pecho helándose de nuevo.
Cuando recogí mis cosas, Álvaro ya me esperaba abajo junto al coche de
alquiler en el que iríamos a Barcelona, creo que era un Mercedes, pero no me fijo
mucho en eso. Sí me fijé en que su manta verde de borrego estaba en el asiento
del copiloto que yo debía utilizar. Habría pensado que me haría falta. ¿Puede
una enamorarse de dos personas? ¿O solo lo estaba de una y no quería admitirlo?
No me contestéis. No hace falta.
Me acurruqué en ese asiento, me envolví con su manta y con el aroma que
desprendía a los dos juntos y cerré los ojos. Las tres primeras horas de viaje solo
podía recordar nuestro abrazo y las dos siguientes solo podía tratar de olvidar ese
abrazo. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que, si era cierto lo de la
media naranja, la mía iba sentada a mi lado, conduciendo aquel coche que me
llevaba al resto de mi vida sin él. Álvaro había ido mudo todo el tiempo, entre
otras cosas porque yo me hacía la dormida. Sobre la una y media paramos a
comer —justo cuando había decidido no recrearme más con ese maldito abrazo
— y tampoco es que habláramos demasiado. Le ofrecí conducir yo, dijo que no,
porque prefería mantenerse ocupado, y sin más conversación llegamos a la
puerta de mi casa. Salió del coche detrás de mí, cuando yo ya había perdido la
esperanza de que lo hiciera, después de habernos despedido fríamente dentro del
vehículo. Llevaba la manta en las manos.
—Marci, quédatela —me dijo mientras me la echaba por los hombros.
—No te preocupes, Álvaro. Ahora enciendo la calefacción y entro en calor. —
Es verdad que me había puesto a temblar al llegar a Barcelona, pero no creo que
fuera solo por el frío.
—Quédatela, Marci, que hasta que se te caliente la casa va a pasar un rato. —
Bien sabía él que yo no tenía un piso con calefacción central como el suyo, pero
¿a qué venía tanto «Marci»?
—Vale. —Abracito de funeral; no sé cuál de los dos era más patético—.
Buenas noches. Gracias por la locura.
—De nada. —Guiño y sonrisa que no engañaban a nadie y giro hacia el
coche.
No os vayáis a creer que lloré algo aquella noche. No tenía ningún motivo. No
lloré sobre aquella manta que me recordaba a nosotros juntos, hasta las tres de la
mañana y no más porque no me quedaban lágrimas. ¿Por qué iba a hacerlo?
¿Acaso tenía un crush metido en el pecho mientras era la novia de su mejor
amigo? Para nada.
Estuve unas semanas tensa con los dos, con Álvaro en los entrenamientos, y
con Roderic, que seguía insistiendo en que viviéramos juntos en su piso que era
mil veces mejor que el mío, y obsesionado con su ascenso en el despacho de
arquitectos que acabaría heredando porque era de su familia. Con Álvaro,
porque no entendía qué nos había pasado en Altea y qué se había roto al
abandonar el paraíso. Con Roderic, porque me sentía mal por no contarle
aquella aventura que no fue más que una tontería —vistas, además, sus nulas
consecuencias... ¿Yo quería que hubiera habido consecuencias? Jamás. No
pongáis en mi boca palabras que no he dicho— y me ofendía, también, porque
no se diera cuenta de que yo no estaba bien, cuando había alguien —que no era
él, precisamente— que lo notaba enseguida.
Pero de repente todo empezó a cambiar. Los compañeros que estaban
entrenando en Italia tuvieron que volver por la epidemia de coronavirus y se
rumoreaba que tendríamos que abandonar las competiciones. Cuando vimos en
la televisión que en Italia estaban confinando a la gente en sus casas, temí que
pasara también en nuestro país. Y, efectivamente, llegó el momento. Entré en
pánico. Solo podía llamar a Álvaro. Es el único que entiende que entre cuatro
paredes puedo volverme loca. Pero fue él quien me llamó a mí, conociéndome
de sobra.
—Va a ir todo bien, Marci. No te preocupes. —Hacía mes y medio que no
había vuelto a escuchar «Marci». Me eché a llorar al teléfono. Se me juntó todo
—. No llores, Marci. Vas a poder, no te preocupes. Haremos videollamada todos
los días como cuando competíamos en diferentes equipos, ¿te acuerdas? —
¿Cómo iba a olvidarlo?—. ¿Te quieres ir a Valencia? ¿Quieres que te lleve antes de
que no nos dejen viajar?
Y ahora sé que eso hubiera sido lo más sensato, pero no me veía capaz de
superar un confinamiento en otra ciudad que no fuera Barcelona, y no era por
estar cerca de Sofía ni de Roderic, aunque pueda parecer lo contrario. Ya sé que
para vosotras no parece lo contrario, pero porque estáis muy cerca de mis
pensamientos y sabéis demasiado. A veces me arrepiento de ser tan sincera por
aquí. Pues sí, lo habéis adivinado. No me veía en otra ciudad alejada de Álvaro.
Confiaba en que si entraba en crisis podría contar con él.
Ahora, después de saber que mucha gente iba a perder la vida y que la
pandemia y el confinamiento iban a ser más duros de lo que nadie imaginó, me
siento mal al haber pensado solo en mí durante aquellos días. Sí me dan mucha
pena las noticias de los informativos y me preocupa sobre todo la gente mayor,
pero yo entonces solo podía pensar en mí misma. En que si no salgo a navegar
dos días se me echa la casa encima, en que cuando algo me molesta tengo que
coger un avión e irme a algún lugar, en que no entrenar con Álvaro iba a ser lo
más difícil de todo.
Para acabar de arreglarlo, Roderic se vino a hacer el confinamiento en mi
piso, después de tener bronca porque yo no quise ir al suyo. Sabía que no iba a ser
mi mejor momento y no estar en mi espacio lo iba a poner mucho peor. Quizá
estaba anticipándome al problema y puede que, de paso, creándolo, pero así es
cómo lo viví. Podéis juzgarme cuanto queráis. Si no me equivoco, lleváis todo el
tiempo haciéndolo.
Pero Álvaro no iba a dejarme sola en un momento así. Hicimos
videoconferencia todos los días, pero no una, sino dos o incluso tres. Algunos
fines de semana estábamos conectados casi todo el tiempo. Mientras
desayunábamos cada uno en su casa —Roderic se levantaba mucho más pronto
y ya había utilizado el gimnasio que se montó en mi salón—; mientras
entrenábamos, él en su gimnasio —siempre había tenido uno dentro de su casa
— y yo en el de Roderic de mi salón; mientras hacíamos la comida y
contábamos las calorías de cada alimento —teníamos que cuidar el peso para
cuando pudiéramos volver a competir— o mientras poníamos la misma peli
para verla a la vez y luego la comentábamos. Entre semana revisábamos vídeos
de regatas que la entrenadora nos enviaba para seguir centrados y para analizar
estrategias.
Imagino vuestras caras. Estaréis pensando que es mi situación ideal, ambos sin
pareja y con la sensación de que sentimos lo mismo por el otro. No entendéis
por qué, justo cuando mejor perspectiva presentaba lo nuestro, se me ha
ocurrido comenzar el último y definitivo tip para olvidar a Álvaro como crush.
Dejadme que os lo explique bien.
A las dos semanas y media de estar sola en mi piso creía que iba a estallar.
Roderic me estorbaba, pero hacía rutinas que me ayudaban a diferenciar el día
de la noche, el orden del desorden, el bien del mal. Una vez que se marchó, el
caos se apoderó de mí. No tenía novio, no tenía ocupación, pero no quería que
Álvaro me rescatara. ¿Lo entendéis? Supongo que tiene que ver con mi orgullo.
Pero no podía consentir parecer una mujer desvalida que necesita un tío para
salir adelante y para encontrarse a sí misma.
Eso es lo que me dije hasta que, hace tres días, me dio un ataque de ira, rabia,
furia, cabreo, desesperación, todo junto. Ni siquiera la benevolencia ayudó esa
vez. Roderic me había cogido la llamada por fin.
—¿Vas a dejar de llamar en algún momento? —fue toda su respuesta al
levantar el teléfono.
—No tengo otra cosa que hacer que intentarlo. Al menos hasta que hablemos
y me digas qué quisiste decir con que sabías que iba a salir mal. ¿Qué iba a salir
mal?
—Pues eso tendrás que preguntárselo a tu querido Alvarito. Yo prometí no
contártelo.
—¿De qué estás hablando?
—Mira, Marcia. Tú y yo ya no somos novios, así que no tengo ninguna
obligación de darte explicaciones. Si quieres saber algo más, ya sabes a quién
llamar.
—No entiendo nada, Roderic. ¿No vas a darnos una oportunidad? —Yo no
necesitaba otra oportunidad a lo nuestro, pero me dolía que pasara página tan
pronto y que yo no le importara lo más mínimo.
—Te he dado miles de oportunidades y no puedo ser el único que rema en
esto. —Y en eso debía darle la razón.
—¿Entonces hemos terminado definitivamente?
—Marcia. Sé sincera contigo misma. Nunca has estado del todo conmigo.
—¿Por qué dices eso? Hemos tenido buenos momentos. Podemos acabar bien,
por lo menos.
—Vale, acabemos bien, pero acabemos.
—Vale. —No sabía qué más decir.
—Pero antes de hacerte ilusiones con Álvaro, habla con él. No te aconsejo que
te eches a sus brazos sin pensarlo bien.
—No voy a echarme a los brazos de Álvaro. Es mi compañero de equipo. —
No iba a confesar que estaba deseando echarme a los brazos de Álvaro. Eso solo
lo sabéis vosotras y porque escribiéndolo me lo he reconocido que, si no, no lo
sabría ni yo misma.
—A ver, Marcia. Vas a caer porque caes siempre con él. Como en Eslovenia,
como en el buque de Sofía, como en Val Cenis, ¿quieres que siga?
—Vale. Déjalo. Ya veo que estás enterado de muchas cosas. —Me dio miedo
que supiera también lo de Altea, aunque en Altea no caí, al menos no
físicamente.
—Estoy enterado de todo y he prometido no hablar de eso contigo, así que mi
último consejo es que esta vez te lo pienses bien y pidas las explicaciones a quien
corresponda.
Otra página
¿Os habéis fijado en que he tenido que coger una página nueva? Álvaro está
leyendo lo que llevo escrito. Está demasiado serio. Me preocupa un poco, pero
ahora mismo estamos estancados. Ya me da todo igual. Que sepa que es mi crush,
que lo ha sido desde hace tanto tiempo, que sigo empeñada en quitármelo de la
cabeza y pasar página definitivamente de una vez por todas.
¿Queréis saber qué pasó para que Álvaro esté ahora mismo en mi casa y,
además, leyendo esto? Pues que le llamé tras la conversación con Roderic, pero
no en plan «estamos sin pareja los dos, vamos a ver qué hacemos con lo que
sentimos», no. Eso ya sé que es lo que estáis deseando que os cuente, pero yo no
soy de esas. Ya deberíais ir conociéndome. Le llamé en plan «explícame qué está
insinuando Roderic y por qué sabe tantas cosas de nosotros». Fue la primera vez
que hablamos claro, más o menos, aunque mi tono de voz no era el de estar
locamente enamorada de él.
—Marci. —Estuve a punto de caer, pero no.
—Nada de Marci. ¿Por qué dice Roderic que te llame, que me tienes que dar
explicaciones?
—Roderic está dolido. Es normal que diga esas cosas.
—Álvaro. Estoy harta de tus evasivas. Dímelo todo. Dime por qué sabe lo de
Eslovenia o lo de Val Cenis.
—Porque es mi amigo y le cuento mis cosas. Seguro que tú a Sof ía también le
has contado algo.
—Álvaro. Para ya. ¿Qué está insinuando Roderic?
—Marci —tono de súplica. Me estaba pidiendo que no indagara sobre lo que
fuera que me estuviese ocultando.
Podía haberlo hecho. Podía haberme conformado con lo que me daba.
Haberle dicho que estaba mal, que necesitaba un abrazo y estos días en mi piso
hubieran sido muy diferentes, pero no lo hice. Me dolía que me ocultara cosas,
fueran las que fueran, y no lo iba a dejar pasar, por más que una parte de mí
quisiera acabar en sus brazos por fin.
—Vete a la mierda, Álvaro. —Y colgué.
Al rato estaba aporreando mi timbre de abajo. Sería la una de la tarde, y no le
abrí hasta las diez de la noche, cuando empieza el toque de queda, y no quería
que lo arrestaran por cabezón.
—¿Vas a contarme algo ya? —grité, lo reconozco. No quería que entendiera lo
que no era.
—Marci... —de nuevo tono de súplica. Me encanta «Marci», pero no como
chantaje emocional.
—Ahí tienes el sofá. —Y me encerré de un portazo en mi habitación.
El baño está dentro de mi dormitorio, por lo que a las tres de la mañana lo
escuché entrar con sigilo para utilizarlo. Yo aún no me había dormido.
¿Imagináis mi cabeza cómo iba? Tenía a Álvaro en mi sofá. Álvaro sin novia, yo
sin novio. Álvaro en mi casa y yo enfadadísima con él porque es imbécil y no me
quiere contar lo que sea que me está ocultando. Todavía iba con vaqueros y me
dio un poco de pena. Pero solo un poco.
Cuando salió del baño le ofrecí un chándal viejo de Roderic que me he
quedado yo porque a él se le ha encogido —o más bien yo se lo encogí al
ponérselo en mi lavadora; pues que lo hubiera lavado él, ¿no?—.
—Puedes dormir aquí. Esta cama es muy grande. —No penséis que estaba
flirteando o haciéndome ilusiones. Solo estaba siendo buena amiga y no iba a
estar bien toda la noche en el sofá, ¿no creéis?
Así que no se puso el chándal, sino que se quitó los vaqueros y su sudadera —ya
es mayo, pero por las noches aún refresca— y se metió en mi cama en bóxer y
camiseta. Le di la espalda, como cuando estás enfadada con tu novio. Una cosa
era ofrecerle dormir en mi cama y otra ponérselo fácil. Mientras yo me tragaba
todas las lágrimas que no quería que me escuchara verter porque le estaba dando
la espalda como si estuviera enfadada con el novio que no era, él tecleaba
tranquilamente en el móvil. Me recordó a aquel fin de semana, cuatro años
atrás, en su piso de Valencia. ¿Cuántas cosas diferentes hubiese hecho si hubiera
podido volver en el tiempo? Pues creo que ninguna. Las volvería a hacer todas
igual, incluido el polvo chusco en el garito de Eslovenia. Incluida mi relación
fallida con Roderic. Soy yo misma gracias a todo eso. El arrepentimiento es un
sentimiento que deberían borrar de la paleta de emociones. No sirve para nada.
Lo único que es útil es aprender de los errores, no arrepentirse de ellos. Y yo
tengo muchos de los que aprender, ¿verdad? Fue en ese momento cuando decidí
empezar el último tip. Tener a Álvaro rondando en calzoncillos por mi casa no
iba a ayudar mucho a mantener las ideas claras.
Al día siguiente se presentó Sofía con ropa para Álvaro. Solo saludó desde la
puerta con su mascarilla puesta. Y un mensajero trajo comida para un
regimiento. En eso, hay que reconocérselo, Álvaro siempre ha sido resolutivo. ¿Y
sabéis qué había entre la compra? Helado de cookies. Para matarlo. Pero yo no
salí de mi cuarto en todo el día. Tenía que escribiros todo esto y seguir centrada
en mi objetivo. Olvidar a Álvaro como crush. Si además se dedica a
solucionarme la vida y ser encantador, con helado de cookies incluido, me pone
las cosas muy dif íciles. Por eso no le hice caso en todo el día. Desayuné sola en la
cocina —él hacía rato que se había puesto a limpiar mi casa (podéis poner los
ojos en blanco, os dejo)—, comimos, merendamos y cenamos en silencio lo que
él preparó, aunque Álvaro intentaba darme conversación, y a la noche volvió a
mi cama. Ya tenía ropa, ¿no? ¿Por qué seguía acostándose en bóxer? Volví a darle
la espalda. Seguía pareciendo una novia enfadada y eso aún me enfadaba más.
Además, ya sabéis lo que estaba escribiendo ese día y esa parte de la historia me
removía demasiadas emociones. Demasiadas para querer olvidar como crush al
hombre que compartía en calzoncillos mi cama. Templanza, me diría Carmen.
«Contra la gula, templanza». Porque lo que tengo por Álvaro aquí en mi piso
es gula, no sentimientos. Ya sabéis.
Al día siguiente la rutina fue la misma. Yo, encerrarme en mi habitación a
escribiros, salir solo cuando me llamaba a comer y seguir sin hablarle; por la
noche, darle la espalda y morirme. Necesitaba gritar y es lo que he hecho. Esta
misma mañana, cuando me estaba poniendo más histérica de lo normal
haciéndome un zumo de frutas con la licuadora. El ruido, sus atenciones, su
cuerpo contoneándose en mis narices. Ya no podía más.
—¿Se puede saber qué cojones haces en mi piso si no vas a contarme nada de lo
que estoy esperando? —he tenido que elevar mucho la voz por la maldita
licuadora. Me he venido arriba, lo reconozco.
—Marci, loquita. —¿Lo mato ya?—. No sé qué quieres que te cuente.
—Si sigues tomándome el pelo voy a tener que echarte de mi casa —lo he
dicho muy seria. No era un farol y Álvaro me conoce bien.
—Está bien, pero primero necesito saber qué has pensado tú todo este tiempo
de mí.
—Que eres un cabrón. ¿Qué querías que pensara?
Se ha quedado blanco —ya está bastante pálido por no salir a navegar, pero
está guapo igual, no os creáis—. Y sí me ha dado pena. Ya sé que es un cabrón a
veces adorable, pero me parecía que tenía que aclarar demasiadas incongruencias
por mi parte —motivadas por las suyas, todo hay que decirlo—, así que se me ha
ocurrido dejarle que leyera esto. Más claro no lo voy a poder explicar mirándole
a la cara. Me da vergüenza que sepa lo pillada que estoy por él, pero ya me da
todo igual y, si es la única opción para que me cuente lo que sabe Roderic, lo que
lleva tiempo ocultándome, lo que creo que sabe Sofía, lo que le ha motivado a
comportarse como un gilipollas en tantas ocasiones, pues igual vale la pena. Si
vuelve a defraudarme después de enterarse de todo esto ya será la gota definitiva
para que deje de ser mi crush. Ese sí sería el último tip: «Muéstrale a tu crush
todo lo que sientes por él y lo que te hace sufrir. Si su reacción no está a la altura
de lo que esperas, dejará de ser tu crush para siempre». Ya sé que os parece un
poco largo para ser un tip. No estoy muy creativa en estas circunstancias. Estoy
nerviosa. No sé cómo me he atrevido a dárselo a leer. Entre otras cosas porque
solo hay dos caminos. Y ambos me dan terror. O se explica y lo entiendo, o lo
echo de mi casa y lo olvido de verdad.
Álvaro
Joder, joder, joder. ¿Esto es lo que piensa Marcia de mí? ¿De verdad lo he hecho
tan mal? Madre mía, pues no son solo dos cosas lo que le tengo que explicar. Son
demasiadas. Prácticamente desde el principio.
No sé quiénes sois. Si las voces de la conciencia de Marcia, si sus amigas
imaginarias, si unas confidentes reales... Pero me veo en la obligación de aclarar
todo esto con vosotras también. Os habréis hecho una idea de mí que, aunque
real para Marcia, no es del todo cierta. No puedo dejar todo esto sin aclarar,
aunque me dé bastante vergüenza abrirme tanto. No soy un tío de confidencias
ni de mostrar emociones, pero esta vez no tengo opción. Si quiero estar con
Marcia, y os aseguro que no hay nada en este mundo que quiera más —putas
emociones, joder. Ojalá me hubiera sabido explicar antes—, no tengo más
remedio que aclararlo todo, desde el principio, desde el día que la conocí,
cuando yo tenía quince y ella casi doce porque eso fue en verano y hasta
diciembre no los cumple.
Gordita, dice. No os creáis nada. Marcia es espectacular. Tiene el cuerpo más
definido del mundo y acariciarla es vivir en otra galaxia. Pero entonces solo
tenía casi doce años y unos ojos negros donde me perdí para siempre. Cuando se
ríe le aparece un hoyuelo en la mejilla derecha que me emboba, por eso me
encanta hacerla reír. Cuando se enfada me recorre un escalofrío por todo el
cuerpo; debo de ser masoquista porque es de puro placer. Ahora está enfadada y
con razón. Y yo tengo que controlarme para no saltar sobre toda ella y morderle
hasta el último centímetro de su piel tostada. Menuda piel. Suave, tersa, dulce...
A sus doce y mis quince todo eso ya estaba ahí. Todo. Sus dientes pequeños, sus
labios granates y sugerentes, sus ojos negros —ya lo he dicho, ¿verdad?, pero es
que esos ojos son grandes, redondos, expresivos, que a veces dan miedo y otras
veces dan cobijo—, su risa pícara y retadora, su carácter desafiante. Toda. Toda
Marcia es atrayente. Un imán de quien no puedes apartar la mirada. Yo no podía.
Y sigo sin poder.
Es cierto que me hizo aquellas preguntas el mismo día que pisé su cubierta:
«¿Quién eres tú? ¿Qué haces en mi barco? ¿Cuándo te largas?». Y fue en ese
mismo momento, la primera vez que me dirigió la palabra, cuando supe que no
me largaría nunca, al menos no por propia voluntad. Ni siquiera cuando me fui
a Madrid en invierno pude apartarla de mi mente. «Te ha dado fuerte», es lo
que dijo mi abuelo Quino cuando me sonsacó toda la información aquella
Navidad. Yo también lo sabía. ¿Por qué me había dado tan fuerte si no me hacía
ningún caso, más bien al revés, se notaba que yo le caía especialmente mal, y si
no teníamos ningún tipo de relación, más allá de los entrenamientos en los que
siempre me he sentido torpe a su lado? Ahora ya me he enterado de por qué me
sentía torpe y es que ella se preocupaba por dejarme en ridículo. Supongo que fue
su forma de acercarse, ¿no? ¿O me estoy haciendo demasiadas ilusiones? ¿Vosotras
qué creéis? Estoy hecho un lío.
Bueno, que el primer año nadie se enteró de que me había dado fuerte con
ella. Hasta el verano siguiente, cuando yo tenía dieciséis —¿os hacéis una idea de
cómo andaban mis hormonas entonces?— y ella trece. Fue Sof ía. Sí, Sof ía,
habéis leído bien. Fue Sofía la que me dijo que cerrara la boca que se me estaba
cayendo la baba al verla maniobrar el timón como si fuera una parte más de su
cuerpo. Siento interrumpir el relato con este inciso, pero ver a Marcia agarrada
al timón es adictivo. Se contonea con el barco. Consigue que el mar, la nave y
ella se hagan uno. Se concentra, se abstrae del mundo y sonríe si le salen las cosas
como quiere, con esa sonrisa de dientes pequeños, hoyuelo y labios granates y
carnosos. Si se tiene que esforzar su gesto es otro, igual de concentrada, pero no
hay hoyuelo ni dientes. Sí sus labios sugerentes, sí su expresión seria, su cuerpo en
tensión, sus músculos seguros marcados en su piel dorada, su pelo negro y
rebelde cruzando su gesto. No. Ya lo veis. No puedo disimular. Y Sof ía se dio
cuenta.
—Esa estrategia con ella no te va a salir bien.
—¿Qué estrategia? ¿Con quién? ¿Qué dices? —balbuceé, me puse rojo como
una manzana y a punto estuve de caerme a la piscina que tenía justo detrás. Sof ía
se rio mucho. Marcia levantó la vista hacia nosotros. Aún me puse más rojo.
—Quedarte embobado mirándola. Eso no le funciona a nadie. Fíjate, todo el
mundo la está mirando igual.
Y era cierto. Me giré sobre mí mismo y todos los ojos de la cubierta la
observaban: niños, niñas, adolescentes, trabajadores y trabajadoras del barco, el
entrenador. ¿Qué tenía Marcia? ¿Qué tiene? Pero me sentó mal no ser el único
que tuviera derecho a mirarla. No fui muy educado con Sofía, entendedme,
aunque solo sea un poco.
—Yo no la estoy mirando —mentí— y no sé qué quieres decirme con eso,
pero estás equivocada. —¡Qué idiota!, ¿verdad? Pues he hecho muchas
gilipolleces desde entonces. Espero no caeros demasiado mal.
—Vale. No la estás mirando y no estás interesado en ella. Me parece bien. Si es
así, entonces no hace falta que te dé algunos consejos para que te haga caso. Soy
la única que puede ayudarte con eso. Y mira cuánta competencia tienes. Pero
como no estás interesado, pues nada.
Y ahí me dejó, mudo, encogido, con el corazón a mil por hora y embobado de
nuevo porque fue directa a abrazarse con Marcia para ir juntas al comedor.
Estaba claro que Sofía tenía razón en todas y cada una de sus palabras. Estaba
interesado en Marcia, tenía mucha competencia y ella era la única que podía
ayudarme. Pero como era, y soy, imbécil, en lugar de ir detrás y decirle que tenía
razón me ofusqué en que se estaban burlando juntas de mí. No era tan
descabellado. Si no, ¿por qué Sofía iba a querer ayudarme a mí precisamente si
había tantos admiradores? ¿Le habría dicho eso a todos a ver cuál picaba y a
quién podían dejar en ridículo? Yo no iba a caer. Era tonto, pero no tanto.
Bueno, ahora os vais a dar cuenta de que soy bastante. Mucho. Aunque quizá ya
tengáis hecha una idea de mí, y no es que me deje en muy buen lugar.
Me hice el digno. Yo ya tenía suficientes admiradoras y no necesitaba que esas
dos me dejaran en ridículo, aunque seguía sin poder disimular esa atracción por
Marcia. Pero quedaban pocos días de campamento, hasta Semana Santa no
estaríamos juntos, y sabía que los fines de semana entrenaría con muchos de los
que la miraban como yo. Si Sofía le había dicho eso a todos, cuando volviera a
verla, tal vez, tendría otro novio que no fuera yo. Imaginé que podría ser
Ignacio, y aunque el chaval me caía bastante bien, me entró un ardor por dentro
que parecía que me calentara la sangre al correr por todas mis venas. Celos. No
iba a poder soportarlo, así que decidí que valía la pena el ridículo de que se rieran
de mí antes que verla besándose en cubierta con cualquiera, aunque también
decidí que si eso pasara tendría que borrarme del club de Valencia. Volvería a
Altea con mi abuelo o me quedaría en Barcelona con mi madre. Me llené de
valor y busqué a Sofía cuando estuvo a solas, que era pocas veces porque siempre
estaban juntas, excepto cuando Marcia maniobraba al timón o cuando estaba
retándome a algo y entonces yo tampoco podía hablar sino trepar al mástil,
cargar cubos, desatarme de la soga al palo mayor o aguantar el máximo de
tiempo debajo del agua. Podéis hacerle caso en eso. Ella siempre ganaba.
—Oye, Sofía —me atreví por fin una tarde de viernes antes de tener que ir al
comedor. Marcia, al timón.
—¿Sí? —sonrió victoriosa. Lo sabía todo.
—Nada. Que he estado pensando lo que dijiste. Igual sí que tienes razón. —
¿Imagináis mi cara? Me ardían hasta los ojos.
—Ya lo sé. Siempre tengo razón —no fue chulería, sino constatación de un
hecho. Empecé a darme cuenta.
—¿Entonces? ¿Aún quieres ayudarme?
—Según lo que me respondas a una pregunta.
—Vale. —No quería responder a nada, pero ¿qué podía hacer?
—¿Cómo vas de paciencia?
—¿Paciencia? —no parecía una pregunta demasiado dif ícil; contesté sin
pensar—. Tengo mucha. —Luego ya empecé a temblar por si no era la respuesta
acertada, pero sonrió.
—Vale. Es que, si quieres algo duradero con ella, tendrás que tener paciencia.
Si solo quieres un rollo, lo siento, no es tu chica.
—¿Un rollo? No, no. —El calor se me extendió por el cuello y las orejas. Un
rollo con Marcia me daba terror. No hubiera sabido qué hacer. Era mejor tener
paciencia. Menos mal que había sido la respuesta correcta.
—Muy bien, pues vamos a empezar ya mismo. Voy a aprovechar que todo el
mundo nos está viendo juntos para decir que me gustas.
—¡¿Qué?! —No entendía nada.
—A ver. Marcia se está tomando demasiado esfuerzo en hacerte rabiar. No
suele hacerlo. Pero es muy cabezota y le va a costar mucho dar su brazo a torcer.
Te estoy hablando de años, Álvaro. Si no vas a tener tanta paciencia, es mejor
que lo dejes ya por imposible.
—No, no. Tengo paciencia. Te escucho. —¿Años?
—Vale. La única manera de que Marcia se fije en ti más allá de retarte es que
seas su amigo, y no lo conseguirás a no ser que seas mi novio.
—¿Tu novio?
—Álvaro, ¿quieres estar algún día con Marcia o no?
—Sí, sí, pero no lo estoy entendiendo muy bien. Ella no querrá salir con el
novio de su amiga.
—Mientras seamos novios no. Cuando yo vea que ella está preparada, que ya le
caes bien, que haya escuchado todas mis adulaciones hacia ti, entonces cortaré
contigo.
—¿Y yo tengo que hacer algo, además de fingir que soy tu novio? —No
acababa de hacerme gracia ese plan, pero si era el único camino.
—Tendrás que conseguir que quiera navegar siempre contigo porque tú le
demuestras que confías en sus decisiones y porque tenga seguridad en tus
reacciones.
—Eso ya lo hago. —Me dio rabia que lo dudara.
—Pues entonces sigue haciéndolo. Tu único esfuerzo es tener paciencia y salir
conmigo.
—Una cosa, ¿por qué, si tiene tantos tíos interesados, has decidido ayudarme a
mí? —Seguía con la mosca detrás de la oreja. No sabía si fiarme del todo.
—Porque tú también tienes muchas tías interesadas y en cambio es a Marcia a
quien miras, y porque ella se ha tomado demasiadas molestias en que le caigas
mal.
—¿Y eso es bueno?
—Claro.
—Ah. —No entendía nada.
—¿Entonces, empezamos?
—Vale —dije, no muy entusiasmado.
—Esta noche le diré que me gustas y empezaré a hablar de ti. Antes de que
acabe el campamento diremos que somos novios y podrás venir con nosotras al
comedor o a pasear por cubierta.
—¿Y yo qué tengo que hacer? —Sof ía me estaba convenciendo. ¿Soy o no soy
idiota?
—Nada. Escucharla, ser simpático con ella, defenderla si alguien se pasa,
aunque no le hace falta. No sé, ser tú mismo. Si quieres tener algo con Marcia
algún día, y que dure, te aconsejo que seas tú mismo.
—Vale. —No parecía un mal plan si hubiera sabido qué era ser yo mismo.
Y sin darme cuenta pasaron cuatro años. Nunca me mostré impaciente con
Sofía porque en el fondo era una situación ideal. Yo iba descubriendo qué era ser
yo mismo e iba conociendo mejor a Marcia sin la incomodidad de tener que
llamar su atención. No era solo la timonel eficiente que intimidaba, sino una
buena amiga y muy divertida. Espontánea, atrevida, parlanchina. Cada día me
gustaba más, si eso era posible. Como Marcia os ha contado, Sof ía y yo solo
paseábamos juntos por la cubierta sin siquiera darnos la mano, pero no era
porque yo fuera muy respetuoso con ella, sino porque no éramos novios de
verdad y no podía hacer nada con ninguna chica que no fuera mi timonel.
Para la gente de Valencia yo tenía novia, para mis amigos de Altea, de Madrid
o de Barcelona era un gilipollas que guardaba respeto a una novia a la que apenas
veía. Muchos pensaron que me la había inventado, y un poco encaminados sí
que iban, y otros, que en el fondo era gay y no quería confesarlo. Creo que
hubiera sido más fácil ser gay. Muchas de mis amigas seguían intentando
enrollarse conmigo y yo a veces empezaba por no quedarme atrás y porque
quería prepararme para cuando estuviera con Marcia, pero no pasaba de unos
cuantos besos. Enseguida pensaba que le estaba siendo infiel y me bloqueaba.
Fueron años difíciles en cuanto a eso porque no olvidéis que iba cumpliendo los
diecisiete, los dieciocho, los diecinueve. Hasta que cumplí los veinte y Sof ía dijo
que había llegado el momento. Me eché a temblar.
—¿Estás segura? —Creo que me había acomodado en la situación. Me daba
miedo soltarme de Sofía.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?, ¿y si estás equivocada y aún no es el momento?
—Álvaro. Llevamos así cuatro años. No podemos alargarlo más.
—Pero ¿ha cambiado algo?
—Con Marcia no va así. Ella ya está cómoda contigo. Le caes bien. Conf ía en
ti. Pero mientras seas mi novio no te va a ver de otra manera. Es el momento de
que seas tú quien tome la iniciativa.
—¿Qué? ¿Y qué hago?
—Álvaro, que tienes veinte años. ¿No sabes ligar?
—No. No sé. Y menos con Marcia.
—Vale. Tranquilo. Tienes que buscar ocasiones en las que demostrarle que
puede confiar en ti. Que estás ahí para ella. No te precipites. Ni se te ocurra
pedirle una cita o decirle que la quieres o que es preciosa porque te tirará por la
borda.
—Ufff. —Creo que me puse blanco.
—Venga, no te agobies. Solo tienes que seguir siendo su amigo sin que yo esté
por el medio. Que ella esté cómoda contigo. Eso sí puedes, ¿no? —Asentí
inseguro—. Pues ya está. Confía en ti; le gustas a todas.
Pero yo no quería gustar a todas. Solo quería gustarle a una y no confiaba nada
en mí con respecto a ella. Además, la tarde que Sofía cortó conmigo todavía iba
a dudar más de mis posibilidades. Marcia estaba espectacular. Ya habéis leído
cómo se ha descrito ella, pero cómo la vi yo no os podéis hacer una idea. No os
ha dicho que la camiseta de tenis se le ajustaba al pecho que se insinuaba
turgente, desafiante. Que su falda blanca y tan corta contrastaba con la piel
morena de sus muslos definidos. Que sus ojos brillaban de nosequé. Que su
hoyuelo me sonreía. Que a partir de ese momento era yo quien debía mover
ficha y que estaba paralizado.
Pero Sofía no me dejó solo. Aún no entiendo por qué se ha tomado siempre
tantas molestias conmigo, incluso cuando la he cagado de verdad. Por desgracia,
ya sabéis a qué me refiero... Desapareció del club náutico para borrar todo el
rastro de nuestra falsa relación, pero por las tardes nos llamábamos para que yo
le contara mis avances. Avances tan tontos como haber sujetado a Marcia por la
cintura en una maniobra difícil o haber conseguido guiñarle el ojo tras un
comentario ingenioso. Sofía se alegraba y siempre me animaba para seguir así y
para que diera pasos más decididos.
El día que Marcia cuenta como definitivo, aquel en el que la tormenta rompió
el palo mayor y temimos por nuestras vidas, no fui consciente de que podía estar
ligando. Le dije aquellas palabras «Te tengo, loquita. No te voy a soltar» para
que se tranquilizara. Siempre es la más ligera en el barco y es la primera que
podría salir disparada, aunque controla muy bien el equilibrio y al final acaba
siendo la última en caer, si es que lo hace. Pero en mar desbocado cualquier cosa
puede pasar y ella no está acostumbrada a no dominar las situaciones. Yo sé que
necesita controlarlo todo para estar tranquila, pero aquel día era imposible
controlar nada. Por eso le dije aquello en el oído, para que confiara en mí y no
perdiera los nervios. Pero he de reconocer que me importó una mierda la
tormenta, e incluso que nos tragara el mar en aquellos momentos. Estaba
abrazando a Marcia y ella me devolvía el abrazo. Incluso me permití besarle la
cabeza. Si moríamos aquel día ya había cumplido mi cometido en esta vida.
Por suerte la vida nos regaló más días, y más posibilidades de que siguiera
cagándola, aunque al principio todo iba saliendo perfecto. ¿Sabéis esa sensación
de cuando va todo demasiado bien y piensas que es imposible que sea así de
genial y temes que en cualquier momento se rompa la magia porque no puede
durar tanto lo bueno? Pues esa sensación.
Cuando acabamos juntos en mi camarote no me lo podía creer. Yo no había
intentado nada todavía. Nunca encontraba la ocasión y las palabras de Sof ía
resonaban en mi cerebro: «Ni se te ocurra pedirle una cita o decirle que la
quieres o que es preciosa porque te tirará por la borda». Así que no podía hacer
nada de eso y no se me ocurría otra cosa mejor. Ni siquiera hubiera sido capaz de
decirle que es preciosa. Pero, de repente estaba en mi camarote y cerré la puerta
por dentro. No lo pensé. Solo quería que no se fuera. Quería tener una
oportunidad. Me metí con ella en la cama con la excusa de dejar libre la de Cayo
por si volvía, pero no era en Cayo en quien estaba pensando. Por primera vez en
los cinco años que la conocía la noté insegura y eso me dio a mí fortaleza.
Alguien tenía que coger el timón. Confié en mi instinto. Llevaba mucho
tiempo preparándome para ese momento y no iba a fallar. ¿Os imagináis lo que
sentí cuando la besé? Esos labios que tanto deseaba eran míos por una noche.
Creí que me estaba volatilizando. Pero sus pechos sobre el mío, piel con piel, eso
ya es el éxtasis. Ese momento es cruzar el umbral. Cuando le pregunté si era
virgen y si quería que siguiera, estaba deseando que dijera que no siguiera. No
sabía ni ponerme un preservativo, ni siquiera llevaba. Pero no dijo que sí y a mí
me sirvió para tocarla, para sentir su piel, para rezar por que aquello no se
acabara nunca. No sé por qué la llamé Marci, como en mis sueños. Supongo que
creí que estaba en uno, porque aquello era tan perfecto que no podía estar
pasando en la realidad. Tampoco sé por qué le dije que era preciosa cuando era
algo que Sofía me había prohibido que hiciera, pero por suerte no me tiró por la
borda. En cambio, sí sé por qué le dije que había sido la mejor noche de mi vida,
y es que podría contar con los dedos de una mano las mejores noches de toda mi
vida y aquella fue la primera. Me parece que vosotras ahora ya sabéis cuáles son
las otras. Mi piso de Valencia, Gascogna, Altea... Sí, Altea, aunque no pasara
nada. Pero para llegar a Altea faltan muchas cagadas, ¿verdad?
Le escribí un wasap a Sofía antes de que Marcia saliera de la ducha.
Yo: Ha pasado. Eres la mejor. Después del entrenamiento te cuento.
Y sí, llegó lo peor, aunque al principio no quise verlo. Pensé que Sof ía era una
agorera que todo le parecía negativo.
No vi a Marcia en toda la semana. Supe que estaba con Sof ía pero que no le
contaba nada a ella de lo nuestro. Sofía decía que eso no era bueno. Yo no lo veía
tan mal. Le escribí algunos wasaps a Marcia, para que no se olvidara de que
habíamos tenido algo. Ahora que he leído lo que ella pensó no sé si fueron un
error. Me costó muchísimo decidirme con lo que ponía, estaba inseguro y las
palabras de Sofía no me ayudaban. La semana se me hizo larguísima y el
entrenamiento en el que no me dirigió la palabra ni la mirada aún se me hizo
más. Recibió bronca por todas partes. Empezó el entrenador por su peso,
siguieron Cayo y Adriana por sus decisiones al timón, o más bien indecisiones.
Es verdad que no estaba muy acertada. Yo intenté ayudar, pero no me escuchaba.
Empecé a entender las palabras de Sof ía.
Hice todo lo que estuvo en mi mano para darle confianza a Marcia. Según
Sofía, era el único camino. Que ella confiara en mí, porque si no saldría
huyendo o me mandaría a la mierda. Marcia es como un vendaval. Igual que
llega se va. Con toda su fuerza, con toda su energía. Y si llega da pavor. Pero si se
marcha, te deja muerto. Conseguí dominar su vendaval dos días. Dos días
magníficos en los que nos conocimos de verdad. Nos entregamos al otro. Yo no
podía crear confianza si no la generaba, ¿no? Así que me abrí. Yo sentí que
muchísimo. Después de leer sus palabras, veo que no suficiente.
Había estado toda la semana practicando para ponerme bien el preservativo.
Seguía acojonado, pero creo que no lo notó. Soñé con que así sería el resto de mi
vida. Entrando y saliendo del cuerpo de Marcia. Deseando que ella me recibiera
como lo hizo. Confesando emociones y temores. Demorándome en su cuerpo y
ella en el mío. Derrochando amor y fantasías. Fue una devoción convertida en
realidad. Hacía cinco años que soñaba con aquel fin de semana y se hizo cuerpo
en la silueta de Marcia, que me volvía loco con sus entregas. Si hubiera sabido
llorar lo habría hecho dentro de ella, del placer tan inmenso que sentía y que
empezaba a romperme por dentro. Aquella sensación de que la perfección no
podía durar. De que algo tan ideal no iba a ser para mí. De que nadie puede
atrapar a Marcia y que iba a salir volando rumbo al mar de un momento a otro.
Y aunque lo esperaba no dolió menos por eso.
—¡Sofía!
—Tranquilo.
—¿Tranquilo? Que se va a Eslovenia. Sof ía, a Eslovenia ni más ni menos. ¿Qué
he hecho mal?
—Nada. Enamorarte de la mujer más dif ícil del mundo. —Solo respondí con
un bufido. No tenía más palabras—. No es tan grave.
—Sofía...
—A ver. Marcia no está feliz con la idea de irse. Lo hace por un sentido
extraño de la responsabilidad. Cerca de ti pierde peso, lo que no conviene al
equipo, y no está muy centrada al timón. Que le pase eso es buena señal.
—¡Que se va a Eslovenia! ¿Qué buena señal es esa?
—Álvaro. O te calmas o la pierdes. ¡Elige! —¡Joder, con la rubita!
—Vale. Perdona. Te escucho.
—Marcia necesita el mar y necesita ser la mejor. Ahora siente que a tu lado no
puede hacerlo bien y por eso se marcha. Tú no querrías una Marcia sin mar y no
siendo la mejor, porque no sería ella, así que no tienes más remedio que esperar
a que vuelva.
—¿Esperar? ¿No puedo hacer nada más que esperar?
—Exacto. Esperar a que recupere su estabilidad emocional, a que asuma sus
emociones y vuelva a contactar contigo.
—Me ha bloqueado.
—No te preocupes. Ella es impulsiva pero siempre vuelve.
—¿Y qué hago si vuelve?
—Volverá.
—¿Y qué hago cuando vuelva?
—Ser tú mismo, Álvaro. Tratarla como siempre. Cuando Marcia desaparece de
los sitios no se siente bien. Lo hace por necesidad, pero sabe que tiene que
arreglar algo. Yo lo he probado todo con ella. Una vez me dejó tirada en la fiesta
de fin de curso porque quería poner las guirnaldas altas y yo le dije que colocara
las de abajo, porque llegaba más fácil y perdíamos menos tiempo. Se subió a la
repisa de la ventana, trepó por las espalderas de todo el gimnasio y colgó las
guirnaldas altas antes de que yo pestañeara. No vino a la fiesta. Bueno, sí vino.
Pero casi a las doce. Podía haberme enfadado con ella como había hecho otras
veces. Podía haberle dado las gracias por rectificar, cosa que tampoco me ha
funcionado en otras ocasiones porque vuelves a sacar el tema y se vuelve a
ofender. Lo único que me funcionó aquel día, y ya he aprendido con ella, es a
hacer como si nada. Abrazarla fuerte. Alegrarte de volver a verla y dejar que ella
misma coloque sus emociones en su sitio. Así hasta la siguiente crisis. —Volví a
bufar—. Ya te dije que no iba a ser fácil. Estás a tiempo de abandonar. Si te has
cansado de sus vaivenes, puedes enfadarte cuando contacte contigo y empezará a
alejarse definitivamente.
—No voy a abandonar —le dije ofendido porque lo hubiera mencionado
siquiera. No soy de los que abandonan tan fácilmente. Además, ¡que era Marcia,
joder! La había tenido tan cerca...
—Bien. Pues cuando llame te alegras y la tratas como siempre. Le vuelves a dar
confianza y seguro que surgen nuevas oportunidades de estar juntos. Si estáis
hechos el uno para el otro...
—No voy a aguantar, Sofía. No soporto Valencia sin ella. Creo que voy a dejar
la competición.
—Ni se te ocurra.
—¿Por qué? No pinto nada sin Marcia. Ella es la única timonel con la que sé
tripular. Siempre he estado con ella. No sé hacerlo.
—¡Álvaro, hijo. No creía que fueras a ser tan dramático!
—¿Tú no tienes sentimientos?
—Pues se ve que no. —Volví a bufar. Lo veía todo oscuro, sin solución—.
Hablaré con mi padre para enviarte a competir a otro sitio, pero no abandones
la vela. Marcia necesita un lugar seguro donde regresar y un Álvaro desconocido
no será el sitio. —Eso sí que lo entendí.
Al día siguiente tenía la propuesta del patrocinador para ir a competir en
mixta con Soraya. Yo de timonel. Con base en Barcelona. Podía ver a mi
familia, estar cerca de Roderic y darme cuenta de lo buena que es Marcia al
timón. No me la podía quitar de la cabeza y no solo por recordar cada
centímetro de su piel que había reconocido y cada gesto que le había
encontrado, y después perdido, sino porque todo el tiempo que estaba en el mar
tenía que imitarla. Tenía que pensar como Marcia para ser un buen timonel y
empecé a entenderla. No funciona por arrebatos porque sí. Ella siempre está en
modo supervivencia. Optimiza los recursos, prevé las situaciones antes de que
aparezcan y se prepara. Se resguarda de los peligros para emerger de nuevo al
control. Y eso no lo hace solo en el barco. Es su modo de estar en el mundo. Es
su modo de ser especial.
Cuando escribió que le había bajado la regla me rompí. Quería llorar, reír,
enamorarme, abrazarla, casarme con ella, lo que hiciera falta. Además, me
echaba de menos. Volvía al sueño. Pero entonces pensé algo. Pensé por mí
mismo, sin tener en cuenta a Sofía y ese fue el principio de mis cagadas
definitivas.
Habíamos estado en riesgo de embarazo. Marcia aún tenía diecisiete. Yo
hubiera firmado ante Dios y ante el juez una carta matrimonial con tal de que
no desapareciera, y entonces vi la historia de mis padres reflejada en nosotros. Se
precipitaron, me dijeron cuando el divorcio. «Éramos muy jóvenes; no
habíamos tenido otras experiencias antes, y tú llegaste demasiado pronto». No
quería repetir la historia. Además, conociendo a Marcia, si la ataba a un
matrimonio o a una promesa podría salir corriendo de nuevo. Ella debía tener
otras parejas antes de darse cuenta de que yo era la persona con quien estar el
resto de su vida. ¿Empezáis a entender mi insistencia en que estuviera con otros
chicos? No me había vuelto loco —quizá sí, pero eso lo he visto luego, no os
creáis que no—. No quería deshacerme de ella. Estaba convencido de que
estábamos hechos para acabar juntos. El fin de semana en mi piso de Valencia
era la muestra —me aferré a aquella muestra para soportar todo lo que viniera,
incluido verla con otros—. Hasta mucho después no se me pasó por la cabeza
que podíamos no estar hechos el uno para el otro y que si tenía otro novio que
no fuera yo podía enamorarse y desaparecer de mi vida. Fue Sof ía quien me
abrió los ojos de nuevo, pero entonces aún era demasiado ingenuo. Creía que mi
amor era tan fuerte que le llegaría por ondas expansivas y no tendría más
remedio que enamorarse de mí, aunque saliera con otros. Y esa fue la principal
de mis gilipolleces, confiar en eso. ¿Se puede ser más imbécil? Ya veis que no.
Salí de Eslovenia con sentimientos agridulces. Los besos de las últimas horas
me servirían para aguantar una temporada, pero iban en contra de mi objetivo.
Si seguía mostrándole señales equívocas, no la ayudaba a decidir tener otras
relaciones. Y si eso no pasaba no acabaríamos juntos.
Cuando Sofía y yo fuimos en mi coche a su cumpleaños no tuve más remedio
que contárselo todo. Entre otras cosas porque hacía tiempo que no le informaba
y Sofía no es tonta. No. Sofía es la persona más inteligente que conozco. Debí
haberle hecho caso todo el tiempo. Sin improvisar por mi cuenta. Pero eso es
algo que he aprendido después. Por las malas.
—Bueno. Aún no me has contado qué tal por Eslovenia. —¿Cómo lo sabía?
—¿Eslovenia? —No me lo esperaba. No supe cómo reaccionar.
—Sí, Eslovenia. Ese país con una costa muy pequeña al mar Adriático por el
golfo de Trieste. En cuyo puerto de Koper, en la península de Istria, hay un
equipo femenino español de vela entrenando…
—Sofía... —tono de súplica. Ya lo sé.
—¿No me lo ibas a contar?
—Es que no sé si lo vas a entender.
—Prueba a ver. —Se lo expliqué todo. Que ella me llamó para decirme que le
había bajado la regla (eso sí se lo había contado en su día) y que me había dado
cuenta de que Marcia tenía que estar con otros chicos antes de que yo me
declarara definitivamente. No lo entendió, claro—. Estás gilipollas, Álvaro.
Estás dando por sentado que Marcia es imbécil y no sabe lo que quiere.
—No, no, no. Estoy intentando evitar que empecemos muy fuerte y se acabe
pronto porque somos muy jóvenes, sobre todo ella. —Quizá cometí el error de
no hablarle de mis padres, pero no podía abrirme a más personas con ese tema.
—El plan no era este y lo sabes. Ahora no sé si voy a poder ayudarte. Ya no sé si
va a salir bien.
—Sofía. Tiene que salir bien. Me estás acojonando.
—Vale. A ver si lo he entendido. Entonces, ¿te vas a comportar como un
gilipollas para que ella no quiera estar contigo sino con otros? —Afirmé. Sonaba
estúpido en sus labios. Lo sé—. E imagino que ya habrás sopesado la idea de que
se enamore de alguno de esos otros y se olvide de ti. —Se me heló la sangre. No
frené de golpe porque estábamos en la autopista.
—No. Eso no puede pasar.
—Podría pasar, Álvaro.
—Bueno, pues entonces me alegraré porque sea feliz, aunque sea con otro. —
No estaba en absoluto convencido de lo que acababa de decir, pero quería
terminar esa conversación.
Nos quedamos en silencio bastante rato. Hasta que vimos las primeras casas de
Rocafort, el pueblo donde Marcia tiene su chalé. Fue Sof ía quien lo rompió.
—Supongo que ahora mi trabajo consiste en hacer que eso no pase, ¿no? —
Dudé. No sabía qué habíamos dicho exactamente como final de la conversación
anterior—. Que cuando esté con otros no se olvide del todo de ti.
—Eso estaría bien. Te lo agradecería mucho, Sof ía.
—Bien. Pero hazme un favor. No se te ocurra ir por libre nunca más. Cuando
tengas una idea, por más estúpida que sea, me la haces saber.
Antes de llamar al timbre me dijo que el plan continuaba en Nochevieja, en la
fiesta de su familia. Que fuéramos los tres. Y las órdenes de Sof ía hay que
acatarlas, aunque aún no entendiera muy bien por qué aquella Nochevieja
formaba parte del plan.
¡Qué a gusto estuve con Carmen, con Dogo, con Marcia y con su madre en
aquellas pocas horas! Me hacían sentir en familia. Como hacía muchos años que
no me encontraba en ninguna parte. No pude declinar el ofrecimiento de
quedarme a dormir en su casa. Y a punto estuve de echarlo todo a perder. Mi
reputación y el plan de Sofía. Me empalmé como un cerdo. ¿Cómo iba a
soportar la Nochevieja?
Después de Val Cenis me vine abajo. Fui de mal en peor. No daba pie con bola
en el barco. Echaba muchísimo de menos a Marcia, sobre todo cuando me salía
todo mal. Y como la obligué a que ligara con gente —porque insistí tanto que lo
hizo por mí, aunque en el fondo no quería, ya lo sé— no podía soportar que me
lo contara —ya sé que yo se lo pedí, ya sé que era un plan horrible, ya sé que solo
nos iba a traer desgracias, pero entonces pensé que era el único camino—. Me
reía con ella, me mostraba interesado, pero cuando colgaba la llamada tenía que
ir a beber algo fuerte para que se me olvidara todo. Volví a esnifar algo que
Soraya me ofreció, incluso estando en competición. Fue horrible.
Hasta que el día de mi cumpleaños estaba hecho polvo, por echar de menos a
Marcia, por la mierda que llevaba en el cuerpo, por mi puta familia, por ir
cumpliendo años sin hacer las cosas bien. En fin, se me juntó todo y no pude
disimular con ella. Al día siguiente escuché su silbido en las escaleras del hotel.
No podía ser. Pensé que la echaba tanto de menos que escuchaba cosas y veía
alucinaciones porque la vi. ¿O era un personaje de película americana de los años
veinte con cara de Marcia que se había colado en mi cerebro de adicto y
borracho? Ya sabéis que era ella. Yo tardé en creerlo.
Gascogna fue mi salvación por aquellos días. Marcia mi redentora. Mi Marcia
en el armario y aquellos gilipollas que no se iban nunca. A punto estuve de
gritarles más de una vez. Pero cuando la tuve entre mis brazos ya todo dio igual.
Todas mis nubes oscuras se deshicieron con sus besos. La paz que sentí enredado
en su cuerpo sé que será lo que me lleve a la tumba de este mundo. Nadie había
hecho por mí nada parecido nunca. Cruzar medio continente a riesgo de una
amonestación, una multa o un patrocinio. Arriesgar por mí lo más importante
para ella, que es la competición. No podía estar más agradecido. No podía
quererla más. Y además estaba preciosa. Preciosa y solo para mí. En mi armario,
en mi habitación, en mi cama, en mi boca, en mi sexo. ¡Dios! Me duele
demasiado aquel recuerdo, porque fue mi última oportunidad de hacer las cosas
bien y volví a echarla a perder por mis miedos y por no confiar en lo que
sentíamos entonces. Si siempre he sido un imbécil, aquel día me lucí por dejarla
escapar y no decirle que la amaba como lo hacía.
Había estado a punto de tocar fondo y Marcia consiguió que emergiera a la
superficie. El calor de su cuerpo y sus músculos aferrándose a mí me
demostraban que era real, pero sus miedos me hacían daño. «Se nos ha ido de
las manos», dijo, arrepentida o avergonzada de lo que había pasado. «Tú y yo
sabemos lo que es. Y no tenemos nada de lo que avergonzarnos». Era amor, ¿no
estaba claro? Pero aquel día no nos entendimos, como muchos otros días
tampoco lo haríamos. Si hubiera sabido que con su «Pues tendrás que cambiar
de pareja» se estaba refiriendo a tener algo entre nosotros y no a la competición
no hubiera podido rechazarla. No hubiera podido aferrarme a esa estrategia que
ni yo mismo era capaz de entender, y menos, entre sus brazos. Con mi cabeza
en su pecho, sus manos en mi pelo, su olor enredándose en el mío. Su cuerpo
todavía temblando junto a mí. Pero yo no lo entendí y tampoco me atreví a
entenderlo. Os recuerdo que yo seguía empeñado en que tuviera una o dos
relaciones con otros chicos antes de declararme. ¿Os imagináis que salimos a
nuestros veintidós y casi diecinueve años? ¿No seguíamos siendo demasiado
jóvenes para que durase el resto de la vida? No hace falta que me lo digáis. Sof ía
ya se ha encargado de hacerme saber todo este tiempo que no he sido más que
un cobarde que no sabía qué hacer con el amor de Marcia. Temía tanto perderla
que preferí no tenerla. Hay que ser gilipollas para hacer algo así, pero lo hice,
excusando mi conducta en ya sabéis qué estúpida explicación.
Volvió a escaparse y esa vez fui yo quien dejó que lo hiciera. El pañuelo marrón
que se dejó en mi habitación y al que todavía me aferro cuando la echo de
menos me recordaba lo cerca que habíamos estado y lo imbécil que soy. Por eso
nunca he podido deshacerme de él. Sufrir es la única forma de aprender de los
errores.
Un paréntesis
No quiero alargar la agonía. Voy a acabar pronto con esto. Pero necesito que
entendáis por qué me alejé de ella cuando más fácil lo teníamos. Y sí, Marcia
tiene razón. Después de Gascogna entendí que no podía seguir apartado de ella.
No quería seguir haciéndole daño y tampoco me podía permitir caer en la
depresión a la que me llevaba hacer las cosas mal con Marcia. Pero, aunque su
valentía fue un revulsivo, yo me había ido perdiendo por el camino. Ese Álvaro
que no se quería a sí mismo tenía muy dif ícil entregarse a alguien. Lo supe
cuando la vi en el aeropuerto de Manises, en Valencia.
Esto Marcia no os lo ha contado porque no lo sabe. Nunca le dije que el día
que regresaba de la competición me acerqué a recibirla. Que tenía muy claro que
era nuestro momento y ya no iba a dejarla escapar. No había tenido ningún
novio antes que yo y eso podía separarnos en algún momento, pero no
intentarlo nos estaba haciendo sufrir a ambos y yo no tenía ningún derecho a
tomar esa decisión por mi cuenta. Por fin, había entendido lo que Sof ía llevaba
tiempo diciéndome. Eso y que Gascogna se me había quedado clavada muy muy
dentro. Así que decidí acercarme al aeropuerto para darle una sorpresa. Y esa
noche, declararme en condiciones y comenzar algo juntos. Era 17 de octubre, y
nuestra oportunidad.
En la sección de Llegadas encontré a sus padres y a Carmen, e imaginé que
Amancio estaría aguardándoles en el coche. La primera decepción fue que no
me reconocieron. Sé que yo parecía una sombra de mí mismo. Que estaba más
flaco, con ojeras, el pelo y la barba sin arreglar. No voy a buscar ahora ninguna
excusa. Había abusado del alcohol y de trasnochar y, aunque a Marcia le enviaba
fotos y le mostraba que estaba intentando hacer las cosas bien, no lograba
mantenerlo cuando no la tenía al lado. Por eso muchas veces no le cogía las
videollamadas y solo hablaba con ella por teléfono. Me avergonzaba de mí
mismo y no quería decepcionarla. Pero en aquel momento aún creía que junto a
ella podría salir de ese pozo oscuro. Que lo conseguiría a su lado y por eso
necesitaba hacer aquello. ¿Qué salió mal? Todo.
Me vine abajo cuando Marcia apareció por la puerta de Llegadas y se echó
encima de su familia, Carmen incluida, literalmente. Estaba radiante y
espectacular. Sonriente, guapa, feliz, luminosa. Ella sí me hubiera reconocido,
porque ya me había visto en aquellas condiciones, pero no me acerqué. Era su
momento de recibir a la familia y no quise estropeárselo inmiscuyéndome y
preocupándola. Su felicidad junto a sus padres y a Carmen me dio una patada
bien fuerte en las pelotas. Envidié lo que tenían. Envidié que aquellas tres
personas que tanto la amaban estuvieran ahí para ella. Pero no me derrumbé.
No aún. Decidí que les dejaría un par de horas y llamaría al timbre de su casa
antes de la hora de cenar. No quería que fuera una promesa ni una llamada de
teléfono más. Esa vez era la definitiva y necesitaba la fortaleza que me daría un
abrazo suyo. Estaba decidido. ¿Qué pasó? ¿Por qué nunca llegué a tocar ese
timbre? Pues que soy un cobarde. Eso pasó.
Me acerqué a la verja de su chalé. Dogo salió a recibirme y, como me conoce,
no ladró para avisar de que había un intruso. Ahí lo tuve todo el tiempo,
mientras espiaba entre las sombras la escena que tenía lugar más allá de los
visillos de su cocina. El perro notó mi desesperación porque no se separó de mí y
lamía todo el tiempo mi mano derecha, para darme una fortaleza que nunca
llegó. Si hubiera ladrado... La escena que veía era hogar. Eran abrazos, risas y
sonrisas, regalos, caricias y gestos de cariño. Carmen, Amancio, Candelaria y
Arturo, junto a Marcia. Una familia pequeña pero completamente unida.
Entonces fue cuando mis miedos se apoderaron de mí. El timbre de su casa se
congeló entre mis dedos y nunca llegó a sonar. ¿Por qué? Pues porque yo no
sabía lo que era tener una familia. Nunca había recibido ese cariño y tal vez
nunca sabría darlo. ¿Y si no podía darle a Marcia la familia a la que estaba
acostumbrada? No me habían enseñado a amar. ¿Y si no era capaz de hacerlo?
Sé que todos aquellos miedos no eran más que mi cobardía unida al abuso de
sustancias. Habían dejado la percepción de mí mismo en muy malas condiciones
y no era capaz de ver algo positivo en mi persona. Esta vez sí que toqué fondo y,
apoyado en aquella verja me di cuenta de que no era justo que Marcia cargara
con un impresentable como yo. ¿Y si nunca podía dejar de beber y de tomar
sustancias? ¿Y si estaba enganchado de verdad? ¿Y si amarla suponía separarla de
su familia y no ser capaz de ofrecerle nada igual, porque no sabía hacerlo? Ya sé
lo que pensáis. Sofía no se mordió la lengua cuando dos semanas después me
llamó y no pude no contestar como había decidido hacer, porque estaba
reventando mi móvil con su insistencia.
—Joder. ¿Qué quieres, Sofía?
—Lo primero que quiero es que me hables bien. —Así es Sof ía—. Después,
que me digas qué cojones estás haciendo. —Ella sí podía hablarme mal.
También es verdad que me lo merecía.
—No estoy haciendo nada.
—Efectivamente, no estás haciendo nada de lo que habíamos hablado hace
dos semanas y media, cuando me dijiste que estabas listo y que te ibas a declarar
a Marcia. Explícate.
—No voy a hablar de eso, y menos por teléfono. Ya no es asunto tuyo. Se ha
acabado esto, Sofía. Déjalo.
Pero veinte minutos más tarde apareció en mi casa. No sé por qué sabía que
estaba en mi piso de Barcelona. Había huido allí tras aquella madrugada
agazapado junto a los jazmines del chalé de Marcia. Abrí porque pensé que era la
cena que había pedido. Si no, no hubiera consentido que me viese así. Además
de todo lo que llevaba encima, no me había duchado en varios días.
—¡Dios, Álvaro! Qué asco das.
—Gracias —respondí irónico—. ¿Qué haces aquí? ¿Nunca te das por vencida?
—No. Llevo demasiado tiempo invertido en ti como para rendirme ahora.
—¿Soy una inversión? ¿Esto es un negocio más de los de tu familia? —Sé que
fui cruel, pero no estaba siendo yo mismo en aquella época. Tal vez ya nunca lo
fuera. Pero Sofía no me lo tuvo en cuenta. Es demasiado inteligente como para
entrar en juegos dialécticos.
—Exactamente. Y no voy a echarlo a perder. ¿Por qué no te declaraste como
habías dicho que harías?
—No somos peones, Sofía. No puedes controlarlo todo.
—Y tanto que lo siento. Por eso necesito que me digas qué pasó.
—Pasó lo que tenía que pasar. Que no la merezco. Te equivocaste conmigo.
—No. Tú te estás equivocando contigo mismo. Eres un niñato malcriado que
nunca se ha enfrentado a la vida real. Crees que nadie te quiere porque tus padres
te abandonaron de pequeño y no vas a saber querer a nadie. Pues bien, lámete las
heridas en esta pocilga llena de lujo y cómete tú solito tu cobardía. Desde luego,
tienes razón. Marcia no se merece esto.
Y abandonó mi casa tras un portazo. Creo que estaba queriendo que
reaccionara, pero no lo consiguió. Me convertí en un desecho humano. Ni
siquiera me planteé por qué Sofía sabía tanto de mi familia. Ahora supongo que
lo habría hablado con Marcia en alguna ocasión, pero en esos momentos no
podía más que odiarme a mí mismo y a mi cobardía. Entonces sí que le fui infiel
a Marcia con otras mujeres sintiéndome peor al hacerlo. Y busqué las sustancias
que Soraya me ofrecía, aunque ya no compitiéramos en el mismo equipo porque
habíamos perdido el patrocinio. Por mi culpa. Ya lo sé.
Cuando discutí por teléfono con Marcia hablaron el alcohol y las drogas y mi
autodesprecio. Yo no hubiera sido capaz de ser tan cretino, pero aquel Álvaro,
aquel que le dijo que no encontraría a nadie que la follara mejor que yo, lo fue y
no me lo podré perdonar jamás. Esta vez sí que toqué fondo, lo toqué y me
sumergí en él. Fue Sofía, una vez más, quien acudió en mi ayuda. Y que acudió
fue literal. Apareció en mi piso, otra vez. No sé cómo le quedaba paciencia
conmigo. Echó de malos modos a las dos chicas que tenía durmiendo en mis
sofás —mi cama ya sabéis para quién la reservo— y acabó de espabilarme con
sus gritos.
—¿De verdad vas a tirar por la borda los seis años que llevo ayudándote con
Marcia?
—Ya lo he hecho. No hay solución —era mi yo de resaca tóxica quien
hablaba.
—Bien. Podemos dejarlo así si quieres. Que tú te odies y ella también. Y que tu
funeral se quede vacío.
—Mi funeral está más cerca de lo que crees. —No me lo tengáis en cuenta, por
favor.
—Bien. Dame tu móvil. Necesitamos soluciones drásticas.
—¿Mi móvil? ¿Para qué quieres mi móvil?
Y entonces ya no contestó. La oí tener una conversación, ni más ni menos que
con mi abuelo.
—¿Es usted Quino? Soy Sofía, amiga de Álvaro (...). A ver, bien bien no está…
—Aquí traté de hacerle señas para que acabara esa conversación, pero se encerró
en el cuarto de baño para que la dejara tranquila hablar. Aun así, la escuché—.
Voy a mandárselo en un avión. ¿Está usted en Altea? (...). Hay un vuelo dentro de
dos horas, que llega a El Altet a las seis. ¿Se puede hacer cargo? (...). —No escuché
el «Desde luego» de mi abuelo, pero lo pude imaginar—. Por favor, no me lo
devuelva hasta que esté limpio. ¿Me entiende? (...). —Adiviné un «Por
supuesto»—. Muchísimas gracias, Quino. Deme la dirección de Altea para
enviar su ropa. Ahora no me da tiempo a hacer más que una pequeña bolsa (...).
Y como no sé llorar, pues me dediqué a pegarle puñetazos a la pared. Así de
imbécil estaba. Ya no escuché el resto de la conversación, pero sospecho que iría
sobre las pésimas condiciones en las que me encontraba. Me sentía una mierda,
pero era un alivio tener ahí a Sofía.
Aunque a ella no pude agradecérselo hasta casi dos meses después, cuando mi
abuelo consintió devolverme el teléfono y me dejó libre, por un rato, de la sauna
desintoxicante en la que me hacía permanecer dos sesiones al día. Supuse que
Sofía estaba al tanto de sus métodos. Métodos entre los que también estaba
acudir a un psicoterapeuta francés que conocía bien. Funcionó con las adicciones
y también con mi aspecto, pero no hizo que me sintiera mejor. Me hizo ser
consciente de que yo solito había arruinado mi futuro con Marcia y no podría
perdonármelo nunca. Jamás.
¿Sabéis cómo me había sentido aquel 18 de diciembre sin móvil? Estábamos
enfadados y seguro que Marcia no esperaba una felicitación por su cumpleaños,
pero aun así conseguí conectarme al ordenador y subir un estado a mi
WhatsApp: «¿Algún día podré borrar las cagadas de 2017?». Sé que fue una
gilipollez, pero era la única forma que encontré de pedirle perdón. No supe
entonces si lo había visto o si había pensado que era para ella. Nuestra confianza
se había roto por mi culpa y ya no podía preguntar. Por suerte hablé con Sof ía
en Nochevieja. ¿Os acordáis del año anterior? Yo prefería no hacerlo.
—¿Cómo está? ¿Me odia mucho?
—¿Cómo estás tú?
—Bien, bien. Mi abuelo me tiene a raya. Pero ¿y Marcia?, ¿está bien?
—Bueno. Ha tenido épocas mejores.
—Ya he visto que estáis en Nueva York. Espero que disfrute del viaje, por lo
menos.
—Álvaro —aquí bajó la voz—, ponte en forma, que en marzo estás
compitiendo de nuevo. No pienses en nada más.
—¿Me has conseguido patrocinador? ¿Cómo lo has hecho?
—Eso es lo de menos. Tú ponte fuerte, sano y guapo. Del resto me ocupo yo.
—¿Y Marcia? —no podía dejar de insistir. Solo quería pronunciar su nombre
en voz alta.
—Te echa de menos, pero tenéis que desconectar. Ya ha visto tu estado.
—¿Lo ha visto? ¿Y qué ha dicho?
—Nada. Se ha puesto a llorar.
—Joder. Soy un cabrón.
—Un poco sí. Pero, bueno, intentaremos que al menos deje de odiarte.
—Gracias por cuidarla todo este tiempo. Y por todo lo que haces siempre por
mí.
—Escúchame. Esta es la última oportunidad que te doy. No puedo consentir
que mi amiga sufra más por nuestra culpa. Deja de sabotearte. Fíjate en lo que
tienes alrededor. Sí que has conocido el cariño de la familia, aunque sea una
familia diferente, y sí serás capaz de darlo cuando llegue el momento, sea con
Marcia o con quien sea, si es que con Marcia la hemos cagado del todo, ¿de
acuerdo? Y ahora, ponte en forma para competir y dale un abrazo a tu abuelo de
mi parte. Adiós.
Y aquella fue la última vez que pensé que no había tenido el cariño de una
familia. Las declaraciones de Sofía habían sido más directas que todas las charlas
del terapeuta. Sin embargo, estampé el móvil recién recobrado, porque fue la
primera vez que Sofía dudaba de que pudiera conseguir algún día estar con
Marcia. Entonces fue cuando mi abuelo me ofreció el saco de boxeo. No le hacía
ilusión que me cargara sus paredes a puñetazos.
Pero el 2 de marzo de 2018 llegó, y a partir de ahí fui obediente con las
instrucciones de Sofía —y también con las de mi abuelo, claro—. Ya había
aprendido por las malas que ir por libre no me iba a salir bien. En febrero ya
estaba en Barcelona. Teníamos que prepararlo todo minuciosamente. Desde
luego del tema de los patrocinadores y del equipo ya sabéis quién se encargó.
Sofía es la mejor negociando y ya había varios equipos queriendo a Marcia de
timonel. Yo también la quería, pero no solo de timonel, aunque habría de
conformarme con eso para no cagarla de nuevo. Por eso empecé a llamarla así,
para recordarme a mí mismo que no debía pasarme. La estrategia de Sof ía
consistía en que volviera a confiar en mí, así que nuestra relación se ceñía al
barco. El único sitio donde aún me respetaba y donde podría hacerme valer.
Había que volver a tener paciencia. Esta vez valía la pena, aunque solo fuera para
recobrar su amistad, que era lo único a lo que me veía capaz de aspirar. Desde
luego, se habían acabado las sustancias tóxicas y debía continuar con la terapia.
Nadie quería arriesgarse a que volviera a las andadas. Ni Sofía ni mi abuelo ni yo
mismo.
¿Recordáis la bronca que me echó? Yo no he podido olvidarla: «¡Que yo sepa,
lo poco personal que había entre nosotros decidiste mandarlo a la mierda! Y
nada me conoces si crees que un niñato que no sabe lo que quiere va a impedir
que compita al cien por cien. Eres tú quien debería dejar fuera del catamarán las
tonterías, si no quieres verte sin equipo». Me quedé sentado por no besarla con
todo lo que tenía dentro y volverla a cagar. Ya os he dicho que cuando está
enfadada me pone mucho. Saca toda su energía y es tan certera en su discurso
que no puedes más que admirarla, adorarla, amarla. Y ya lo sabéis. Tenía toda la
razón en cada una de sus palabras. Yo era un niñato que no sabía lo que quería.
Pero sí lo sabía, aunque no acertara en demostrarlo. Ella era la madura entre los
dos, pese a que yo llevaba años retrasando lo nuestro alegando que era joven.
Estaba claro quién de los dos tenía las ideas claras. Por eso me quedé plantado y
no seguí tras ella.
Empecé a disfrutar llamándola «timonel» y notándola enfadada conmigo.
Soy masoquista, ya os lo he dicho. Enfadada tiene tanta energía que aún brilla
más. Y las hormonas se me disparan solas. Por eso flirteaba con otras cuando
salíamos a celebrar alguna victoria. Por no echarme sobre ella y estropearlo todo
entre nosotros una vez más. Cuando se iba, decepcionada, me deshacía de las
otras, porque solo eran una distracción para no fijarme en Marcia. Mi actitud
con ella aún la mosqueaba más y al día siguiente su furia era desbordante. Y yo
me estaba volviendo loco porque verla así me excita y me acojona en el mismo
grado.
De vez en cuando intentaba ella ligar con alguno para darme celos. Lo supe
antes de leerlo en lo que os ha escrito. Y a mí me daba mucho morbo verla con
otros, pero pendiente de mí. Ignorarla todavía la sacaba más de quicio. Fue una
etapa muy divertida. Hasta que la vi besando a la alemana. No sé qué se me
removió. Sabía que con otros tíos podía competir, pero no tenía confianza
contra una mujer. ¿Y si le acababan gustando las chicas y perdía para siempre mi
oportunidad? Es verdad que habíamos bebido todos mucho y que no tenía el
pensamiento muy lúcido. En realidad, yo no había bebido apenas, pero como ya
no estaba acostumbrado me había subido enseguida. Es probable que otro día
con menos alcohol en el cuerpo ese juego me hubiera parecido inofensivo, pero
me obsesioné con la idea de que se hiciera lesbiana de repente y la perdiera para
siempre. No lo pude consentir. Me metí en medio y ya sabéis cómo acabó la cosa.
Enrollándonos como dos desconocidos. Me excitó y me dolió. Todo junto. En
cuanto desapareció de mi habitación, arrepentida, llamé a Sof ía. Ya no sabía
decidir por mí mismo.
—Se ha ido incluso de la concentración.
—No te preocupes. Llegará a Marmaris.
—¿Y qué hago?
—Nada. Acuérdate cuando se largó a Eslovenia. Te alegras de verla y no sacas
el tema. Ella sola recompondrá sus emociones.
—¿Y luego qué?
—Y luego buscas otra ocasión. Os volvéis a enrollar y por la mañana ya no la
dejas ir. Te declaras y empezáis de verdad algo sano. Ahora sí que es el momento,
Álvaro.
—Estoy acojonado.
—Lo sé. Pero esta vez lo harás bien. Ya sabes lo que no funciona.
—Vale, vale. Lo haré bien.
Vosotras ya sabéis que no fui capaz de hacerlo bien y que salí huyendo de
aquella habitación en la que volvimos a enrollarnos y donde debía seguir el plan
trazado por nuestra amiga, pero esta vez tenía una buena excusa, y hasta Sof ía la
entendió.
La historia transcurrió como Marcia os la ha contado. Yo estaba feliz.
Habíamos quedado primeros y esa noche me iba a declarar. A ella la notaba
nerviosa, pero no supe hasta qué punto hasta mucho después, casi al amanecer.
Pero al principio de la noche me parecían buenas señales. Creía que iba a salir
bien. Estaba convencido. La busqué varias veces, la dejé que huyera otros ratos,
hasta que vino a despedirse. Era mi momento. De repente ya no estaba nervioso.
Confiaba en lo que yo sentía, pero mucho más en lo que sentía ella. Estaba
convencido de que esa vez saldría bien. Pero no. Sabéis que no iba a salir bien.
Abandoné esa habitación porque lo que vi en sus ojos no me gustó nada. Era
dependencia, era miedo, era súplica. Y Marcia no es así. La había roto, y no era el
momento de empezar nada. Con Marcia destrozada hubiéramos iniciado una
relación enfermiza en la que ella lo daría todo por lo nuestro, incluso su
personalidad; ya estaba dejando de ser ella misma, como podía verse en su
mirada suplicante. Me dolió muchísimo irme de aquella habitación sin dar
explicaciones, pero Marcia debía curar esa herida antes de abrirla de nuevo. Y
esta vez Sofía lo entendió. Yo creo que vosotras también. Pero ¿y Marci? ¿Lo
entenderá ella cuando lo lea o pensará que seguía manipulándola? Puede que
estuviera haciéndolo, pero no tenía más remedio. No quiero a Marcia a toda
costa. La quiero feliz y dueña de sí misma.
Todo lo que vino después fue muy doloroso. Distanciarme de ella, aparecer
con Dominique, verla con mi mejor amigo. Pero era mi sacrificio, mi
redención. Yo la había roto y debía dejarla recomponerse lejos de mí. Lo de
Dominique fue idea de Sofía, cómo no. Ya la vais conociendo. Fue ese invierno,
antes de empezar la competición.
—Puedo buscaros equipos y patrocinadores diferentes, pero no la veo bien
para quedarse sola. Ni siquiera habla con Carmen. Y a mí ni me coge las
llamadas.
—Podemos seguir compitiendo juntos. Yo esta vez lo voy a controlar. Lo
tengo muy claro. Pero ¿ella?
—Bueno, los métodos drásticos son los únicos que funcionan. Para empezar a
recomponerse se tiene que romper del todo.
—¡Sofía, no! Que te conozco...
—No hay otra.
—¿Qué se te ha ocurrido? ¡Me das miedo!
—Una compañera de facultad necesita dinero para irse el año que viene de
Erasmus. Creo que estaría dispuesta a hacerse pasar por tu novia, a cambio de lo
suficiente para su viaje a Varsovia.
—¡Qué fuerte! ¿Otra vez con eso?
—Es la única forma, Álvaro. Mientras tú no tengas pareja, ella seguirá
pendiente de ti y no rehará su vida y no volverá a ser ella misma. Los dos
necesitamos a la Marcia de siempre, pero ella se necesita mucho más.
—Sofía, nos vas a matar.
—No hay más remedio, Álvaro. Es la única forma de que Marcia se
recomponga. Que le quede claro que tú has pasado página.
—No puedo hacerlo. No voy a poder. No quiero destrozarla.
—Si no lo haces es cuando vas a destrozarla. Piensa en ella, no en ti, joder.
Y así volví a tropezar por tercera vez en la misma piedra, la de una pareja falsa,
pero esta vez mi objetivo no era tener una relación con Marcia, sino que ella
volviera a estar bien, y por eso fui capaz de cualquier cosa, aun incumpliendo mi
promesa de no volver a caer en la misma gilipollez. Dominique resultó ser una
tapadera excelente. Era guapa, discreta y muy profesional. Entendió muy bien
los términos de nuestro contrato y nunca intentó que lo nuestro dejara de ser
ficción —como sí le había ocurrido a Soraya, todo sea dicho—, cosa que
agradecí, porque venían situaciones muy duras y no hubiera podido lidiar con
todo.
Sofía no nos abandonó en ningún momento. En Cádiz, cuando Marcia vio a
Dominique por primera vez y hundimos el Nacra 17, Sof ía estaba en el hotel de
concentración, de incógnito, esperando por si la cosa se ponía fea. Yo creía que
ya estaba suficientemente fea, pero la templanza de Sof ía es digna de
admiración.
—¿Por qué no sales tú a buscarla? —sugerí.
—Yo no estoy aquí, Álvaro. ¡¿Te quieres relajar?!
—¿Entonces para qué has venido?
—Para evitar que haga una locura. Ya lo sabes.
—¿Y no te parece una locura que sean las dos de la mañana y no sepamos nada
de ella desde la una del mediodía?
—Para ser Marcia tampoco es para tanto.
—Sofía, por favor.
—Nada de por favor. Si se entera de que estoy aquí y todo esto es un montaje se
nos hunde del todo. Y esta vez ni siquiera tendría una amiga en la que apoyarse.
Hay que esperar.
—Me voy a volver loco. Voy yo a buscarla.
—Ve si quieres. Pero entonces sí que será capaz de tirarse por el malecón. O de
tirarte a ti.
—¿Le pongo un audio? —Me inspiré después de resoplar. Dominique, atenta a
todo, pero en silencio.
—Vale, pero no seas ni demasiado frío ni demasiado cariñoso.
—¡Joder! ¡Qué difícil! ¿Qué le digo?
—«Marcia, vuelve, por favor. Estoy preocupado» —apuntó Dominique,
como idea.
—«Estoy preocupado» es demasiado personal. Dile «estamos preocupados»
—esta fue Sofía, ya sabéis, la dura del grupo.
—Vale. —Pero no pude evitar decir Marci, en lugar de Marcia. Quería que, de
alguna manera, supiera que seguía amándola. Para mí era un mensaje
encriptado. Sofía me miró mal al escucharme decirlo, pero ya estaba
enviándolo.
—Te has pasado —me riñó después de permanecer en silencio unos segundos
para asegurarse de que ya no estaba grabando.
—Sofía, por favor. Estoy preocupado de verdad.
—Ya está aquí —avisó Dominique, que miraba por la ventana.
Sofía me retuvo para que no me asomara yo también.
—¿Cómo está? ¿Cómo la ves?
—Bien. Viene haciendo footing.
No pude evitar sonreír, de alivio y orgullo. Soy así de listo. Me tumbé en la
cama vestido como estaba y me dormí soñando que iba a su habitación a
comprobar que estaba bien y hacíamos el amor como locos. Me desperté aún
con la ropa puesta, las piernas dormidas, por tenerlas colgando, y congelado. No
competíamos ese día, entre otras cosas porque habíamos roto el barco, así que
me puse el pijama y me metí debajo del edredón de aquella cama que era solo
para mí, porque Dominique dormía en el sofá de la suite —decía que yo debía
estar descansado para la competición—, y Sofía tenía otra habitación en el ala
opuesta del hotel para no llamar la atención. Yo necesitaba continuar con el
sueño que tenía a medias.
Sof ía: Yo también. Céntrate en que todo lo hemos hecho pensando en su bien. Algún día
acabará entendiéndolo.
Sé que su respuesta era que no debía haberlo hecho. Todo este tiempo lleva
advirtiéndome de que no lo haga. Por eso me ha sorprendido su respuesta.
Sof ía: Quédate tranquilo, Álvaro. Si alguien ha intentado hacer las cosas bien has sido tú. Si
ella no es capaz de verlo hoy lo hará algún día. Espero que no sea demasiado tarde.
Han pasado tres días desde que os escribí y todo ha sido muy rápido. Sigo siendo
Álvaro, por cierto. Aquella noche fue horrible. Ya sabéis que creía que iba a
morirme, aunque parece ser que Dios no tenía esos planes conmigo. Dejarme
morir hubiera sido demasiado benevolente. Debía seguir viviendo para sufrir las
consecuencias que me merecía.
Roderic y Sofía se quedaron dormidos en el sofá, uno junto al otro. Yo no
entendía cómo podían dormirse en un momento así, pero estaba claro que ellos
no se estaban jugando el amor de su vida. Yo sí. Y por eso me volví loco sentado
en ese sillón y viéndolos descansar tan plácidamente, casi abrazados para no
caerse ninguno, mientras más allá de la puerta no se oía nada, ni siquiera
sollozar. Tenía la vejiga a reventar, pero no podía moverme. No podía pedir
permiso para ir al servicio. Era un tío adulto, estropeándolo todo
definitivamente.
Serían las cuatro de la mañana cuando escuché la puerta. Marcia salía
despeinada, vestida con una camiseta mía que le llegaba a medio muslo. Me
quedé sin respiración. Me observó en silencio y se sentó en el suelo, mirando
hacia el sofá, apoyando su espalda en mis piernas. Las suyas flexionadas a lo
indio. Se quedó así un buen rato. Cuando ya creía que nos íbamos a dormir
sentados, se giró y me habló en susurros.
—¿Tienes que entrar al baño?
No pude más que decir que sí con la cabeza. Estaba acojonado. Mientras
vaciaba la vejiga pensé qué podría hacer. Suplicarle que me entendiera. Irme al
sillón sin mirarle a los ojos. Saltarme el confinamiento y huir como siempre.
Pero Marcia no me dejó hacer nada.
—Ven —dijo de nuevo en susurros cuando escuchó que había salido del
servicio.
Me acerqué a ella que estaba de pie, delante del sofá, mirando a la pareja
durmiente, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Siguió ella hablando.
Yo mudo.
—Sofía se merece que la manipule un poco, ¿no te parece? —Me miró, pero no
supe qué contestar—. Ayúdame a llevarlos a mi cama. Primero cogemos a
Roderic, que pesa más.
Dejé la mente en blanco mientras hicimos la maniobra, primero con uno, que
preguntó dónde íbamos y a quien Marcia contestó que se lo llevaba a la cama
para que pudiera descansar mejor, y después con Sof ía, que se espabiló un poco
más. Dialogaron y todo.
—¿Dónde me llevas, Marcia?
—A mi cama.
—¿Por qué? ¿Dónde vas a dormir tú?
—Tranquila. Yo me quedo en el sofá. Soy más pequeña que vosotros y estaré
bien.
—Vale. ¿Me has perdonado? —Esto ya lo dijo tumbada sobre la cama mientras
Marcia la arropaba con la colcha.
—No lo sé. Ahora mismo te estoy manipulando. Te lo mereces.
Ambas miraron a Roderic y las dos sonrieron. Yo no entendía nada y seguía en
silencio. Me sentí como cuando era un crío y las observaba divertirse y
entenderse juntas y yo me quedaba al margen sin saber qué decir y admirando
tanto a Marcia que me veía pequeño a su lado. Hasta que me cogió de la mano y
me sacó de la habitación. Me dieron ganas de llorar. Creí que jamás iba a volver
a sentir su mano en la mía y supuse que esa sería mi última vez. Pensé que
querría acabar bien conmigo. Decirme que íbamos a deshacer el equipo. Que a
partir de ese momento cada uno tendría que ir por un lado para no hacernos
más daño. Y yo lo entendía. Y agradecía que no estuviera demasiado enfadada.
Era el mejor final que podía esperar. Por eso no hablaba y por eso no podía hacer
más que lo que ella me indicara sin discutir. Me llevó al sofá, y se tumbó junto a
mí. Eso no me lo esperaba. Se quedó muda también. Apoyó su cabeza en mi
pecho. Yo no pude dejar mis manos quietas y le acariciaba el pelo, sin darme
cuenta. Y sin darme cuenta, también, comencé a llorar. No quería perderla.
Hacía trece años que no lloraba. Desde el divorcio de mis padres, y no me sentía
nada orgulloso de estar haciéndolo en esos momentos. No quería que Marcia me
viera llorar, pero levantó su mirada. No dijo nada, solo me apartaba las lágrimas
y acercó su rostro al mío. ¿Os imagináis lo incómodo que estaba? Quería parar de
llorar para tener una conversación normal, pero no podía. Era incapaz de
articular palabra. Marcia me acariciaba la cara mojada y fue ella quien habló,
otra vez susurrando.
—Llóralo todo, Álvaro. Es más sano que beber o liarse a mamporros.
Aún lloré más. Hundí mi cara en su cuello. Me daba vergüenza que me viera
así. Pero no podía parar. Demasiados años conteniéndome, supongo. Entonces
fue ella quien me acariciaba el pelo y quien se quedó en silencio. Estuvimos así
mucho tiempo. Yo, intentando dejar de llorar, ella acariciándome el pelo. No
era capaz de pensar. No podía valorar qué significaba esa situación. No me
merecía hacerme ilusiones. Pero cuando ya estaba parando se volvió a
incorporar hacia mí, me miró fijamente a los ojos y dijo:
—¿Así que mi hoyuelo? —Sonrió. Yo le devolví la sonrisa como pude y tardé
un rato en contestar. Estaba consiguiendo que dejara de llorar.
—¿Así que puntitos amarillos?
Vuelve Marcia
Yo: En un autobús.
Yo: A Valencia.
Y entonces ya me llamó.
—¿A Valencia?
—Sí. Tengo que hablar con mi padre.
—¿Con tu padre? ¿Y no podías hablar por videollamada normal? No están
permitidos los viajes a otra comunidad. ¿Y si te paran?
—No te preocupes. En mi DNI tengo la dirección de Valencia todavía.
—¿Y a la vuelta?
—El carné de estudiante de la universidad. ¿Te quieres relajar?
—Vale. Tienes razón. Confío en ti, Marci. ¿Cuándo vuelves? —Me dio la risa.
—¿Seguro que confías en mí?
—Sí, sí. Es solo, que ya te echo de menos. —¿No es adorable?—. ¿Quieres que
vaya yo?
—A lo mejor sí. Pero te lo confirmo luego.
—Vale. Te quiero, Marci.
—Yo también, Amor.
Cuatro horas después, tras una reunión con mi padre que duró apenas quince
minutos —y que sí hubiera podido hacer por videollamada—, en la que le
expuse los problemas de Álvaro, y veinte wasaps del susodicho sin contestar, le
escribí.
Yo: Te quiero en Valencia mañana por la mañana.
A las tres horas justas, Dogo se puso como un loco a mover la cola y ya
sabíamos todos quién acababa de llegar. Ni un día completo habíamos
aguantado separados. Mi padre invertiría en la sociedad y aportaría toda la
iluminación de instalaciones y embarcaciones. Con aquel gran cubo de arena
pudimos hacer un buen castillo. Fue duro, pero salvamos aquella crisis.
Este libro está dedicado a ti que lo tienes entre las manos. Pero también es a ti a
quien te lo quiero agradecer en primer lugar. Porque tú formas parte de esta
historia y no es casualidad que todo el tiempo esté narrada directamente a las
lectoras y lectores. Y es que, en esta novela, he tenido en cuenta vuestras
opiniones y preferencias, gracias a los comentarios que he ido recibiendo de mis
anteriores libros. Por eso te lo quiero agradecer. Porque te he escuchado, te he
tenido en cuenta, y entre tus manos está el fruto de esa escucha.
Desde estas páginas, quiero agradecer a todas las personas, profesionales o no,
que, a través de sus blogs, sus perfiles de Instagram, de TikTok o Facebook, pero
también en las reseñas de Amazon o GoodReads, habéis dejado vuestros
comentarios y opiniones de mis novelas. Esto me ha hecho crecer, aprender y
tratar de escribir un libro a vuestra medida. Al menos, un libro que cuenta con
vosotros y vosotras desde la primera línea hasta la última.
Desde luego, sin Isabel, Manolo y Carmela esta novela no estaría impresa,
porque no habría sido más que una idea de esas locas de las mías. Pero ellos la
leyeron y le dieron alas con su entusiasmo. Volvieron a creer en mí.
Sin mi querida editora, Gala Trigueros, de Colección Mil Amores, tampoco
estaría entre tus manos este libro, porque ella también se echó la manta a la
cabeza, rápidamente le dio el sí y se ilusionó conmigo.
Emma y Marina han puesto bastantes puntos sobre las íes y me han dado su
perspectiva para conocer a esas lectoras jóvenes a quienes va dirigido este libro.
David y María, ambos exigentes y sinceros. Claudia, Nora, Tea y Natalia, que
otra vez os nombro en estas líneas del final de otro de mis libros. Espero que
sigáis estando orgullosas. Massi, Ana María, Leo, Diego, Laura Salvador,
Gregorio, Isa, Pedro y el resto de la familia que siempre estáis cuando hacéis
falta.
También quiero agradecer el entusiasmo de Paqui, que está deseando leer estos
tips, pero también cualquier cosa que saque y que salga por una imprenta. A
Amparo Sáiz, una incondicional que tampoco se pierde ninguno de mis libros
ni mis eventos, y siempre está en primera fila bien atenta.
A mis chicas imprescindibles de los talleres: Irene, Amparo, María José,
Montse, Jenny, Marta, que siempre me arropáis en todo y que estoy deseando
que tengáis este libro en vuestras manos para comentar largo y tendido sobre
esta apelación directa a los lectores. También a las chicas del club de lectura de la
Librería Galeradas, y que, como cada vez somos más, ya no puedo enumeraros a
todas; vosotras ya sabéis a quiénes me refiero. Mis otras chicas, las de los cafés,
que tampoco pueden faltar: Cristina, Sara, Ana, Silio, Mari Cruz, Nuria, Pilar. Y
las de toda la vida: María Jesús, Bego, Olivia, Eva.
Y a quienes habéis ido llegando a mí a través de redes sociales y que tampoco
puedo enumerar porque no quiero dejarme a nadie. Pero sois muchas y muchos,
y vosotras también sabéis a quiénes me refiero. Quienes lleváis leídos varios
libros míos y os echáis sobre el siguiente que escriba sin medir las consecuencias.
Gracias por vuestro entusiasmo. Por vuestros comentarios. Por dejarme aprender
de vuestras opiniones. Nos vemos en redes.
Y QUE
LE VEINTICUATRO
GUSTEN DÍAS DE
LOS SEPTIEMBRE
GATOS Marta Salvador Vélez
Kate Bristol
«Una irresistible
comedia romántica de «Solo el amor puede unir el orden y el
enredos, un éxito de caos, la ciudad y el mundo rural, y
taquilla en forma de Veinticuatro días de septiembre es el
libro y una delicia que placer culpable que lo prueba
redefine el humor... y el definitivamente».
amor».
Marcia 9
Antes de los tips 23
1er tip. Pierde el contacto con esa persona 47
2º tip. Dedícate tiempo a ti mismo/a 57
3er tip. Haz ejercicio 73
4º tip. Deshazte de los objetos que te recuerden a él o ella 91
5º tip. Dale tiempo al tiempo 93
6º tip. Enfoca tu mente en el momento presente 107
7º tip. Trabaja en tu autoestima 121
8º tip. Pasa tiempo con tus seres queridos 137
9º tip. Conoce personas nuevas 147
10º tip. Escribe cómo te sientes y enumera por qué la mejor decisión
es olvidarte de esa persona 165
Otra página 169
Álvaro 175
Un paréntesis 201
Tengo que acabar pronto con esto 205
Y aquí van las consecuencias 227
Tres días después 231
Vuelve Marcia 235
Epílogo de Álvaro 253
Epílogo de Marcia 257
Agradecimientos 275