Está en la página 1de 1

UNA HISTORIA

De haber sabido que iba a ser un personaje de esta historia, habría hecho cosas más interesantes; pero no
me dio tiempo… morí. Morí antes de tomarme el tiempo para pensar seriamente en las cosas importantes
de la vida; ¡no sé por qué se escribe sobre mí! Pude haber sido un personaje intrigante o encantador, pero
no fui ni lo uno ni lo otro; pude haber recorrido caminos míticos e insospechados o realizado tareas
hercúleas que justificaran reseñas heroicas, pero lo único que hice fue vivir… vivir y ya.
Fui tan simple y ordinario que estuve en todas partes todo el tiempo, y nunca, nunca, nadie me vio; nadie
me escuchó, nadie se interesó en mí. Si pudiera describirse mi vida con una palabra, esta sería
intrascendencia; si tuviera que asociar mi personalidad con una característica particular, esta sería la
transparencia, o, más bien, la invisibilidad. ¡Aunque estuve en todas partes todo el tiempo, nadie me vio!
Creo que se escribe sobre mí porque morí, no importa cómo, pero morí; y todas las personas transparentes
que mueren son buenas. Se dice cosas bonitas de ellas y se entierran en el olvido; y conmigo no será
diferente: de mí todos se olvidarán. Me olvidarán porque mi vida y mi muerte conformaron una historia
opaca y aburrida, nada atractiva; y yo, que jamás hice nada digno de mención, ahora voy a contarla para
que los personajes que forman parte de ella se reconozcan, aunque no me reconozcan.
El amanecer del día en que morí fue inusualmente caluroso, la pesada humedad del ambiente se pegaba al
cuerpo y hacía difícil respirar. Muchos de los personajes de esta historia se entremezclaban en los
alrededores de la plaza, procurando el refugio de los frondosos cedros cuyas hojas apenas se alteraban con
la tenue brisa; el campanario de la iglesia parecía el lugar ideal para el solazador aislamiento,
especialmente para alguien solitario. ¿Quién podría imaginarse que esa rara ave iba a invadir mi soledad?
–No te asustes –me dijo– ¡vas a morir! No preguntes cómo, no preguntes por qué; solo escucha: hoy vas a
morir y cuando mueras debes contar esta historia a todos, porque esta historia debe ser contada y nadie
mejor que tú para contarla. No importa que las palabras sean toscas o que se agolpen sin orden, lo
importante es que las pronuncies de tal forma que todos puedan escucharte.
¿Por qué yo? –pensé–. Yo quise ser importante, pero no sabía absolutamente nada sobre la ambición; el
valor de una persona –me dije– no se mide por el tamaño del pedestal que la sostiene. Quise, entonces,
hacerme útil; pero la desconfianza y la intriga pusieron barreras tan escabrosas que finalmente me rendí.
¿Habrá forma de ayudar a quien que lo necesita sin afectar a quienes todo lo tienen?; ¿habrá manera de
dar sin tener que pagar el ominoso precio de la ingratitud? Mi ignorancia me impidió ser importante, no supe
tampoco ser útil; por ello, mientras vivía pensaba que con vivir tenía suficiente. Pero ahora debía servir para
contar historias, o, cuando menos, esta historia.
El sofocante bochorno del día en que morí apenas se había disipado cuando cientos de aves alzaron vuelo
para acercarse y susurrar sus cánticos a los más atentos, o para gritar al oído de los más sordos; hubo a
quienes solo mostraron sus alas y con eso fue suficiente, pero a otros tuvieron que darles de picotazos para
hacerse oír. Cada ave tenía algo que decir, todos los personajes de esta historia tenían algo que escuchar;
incluso San Francisco de Asís, que desde el imponente frontispicio de la iglesia había ignorado el afable
trino de un pequeño pájaro gris, nadie supo por qué.
Las aves ya habían volado antes, habían cantado antes, habían hablado antes. Y se habían ido dejando
tras de sí las cansadas huellas de jornadas agotadoras; pero aún tenían la extraña y frustrante sensación de
una labor inconclusa. Volvieron ese día bajo el abrasador reflejo de un sol agonizante. Algunas se
refugiaron en los frescos y cómodos salones de la comprensión más sensible, otras fueron invitadas a
alimentarse de la indiferencia característica del estío; a las más clamorosas se les confinó, rencorosa
aunque discretamente, en los recónditos y oscuros espacios reservados para las cosas que no queremos
volver a ver.
Todas las aves ya habían hablado, pero, una vez más, parecía infructuoso su esfuerzo por hacerse
escuchar. ¿Qué debía obrarse para que esta historia fuera atractiva o, al menos, digna de ser escuchada
por los personajes que forman parte de ella? Volví al campanario para hablar de nuevo con aquella rara
ave. Y volé con ella hacia el ocaso, libre, sin ataduras; traspasando los límites de la coercitiva conciencia.
Pude entonces sumergirme en un incipiente anochecer que solo buscaba reconciliarse con el alba.
Y el esclarecedor recorrido de los pesados pasos de Cronos llenó los espacios más insospechados. Las
toscas palabras que se habían agolpado sin orden lentamente alcanzaron el sosiego de esta historia, la más
intrascendente que se haya contado jamás. Y luego, finalmente, las aves fueron escuchadas.

Rafael Bervín F.
San Antonio de Los Altos, Febrero de 2017

También podría gustarte