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Balas Cruceadas

Por: Elíseo Pérez Cadalso.

Junto al camino real que conduce hacia Tierras Coloradas, la cruz del finado Casio ya sólo
asoma los hombros de puro sumergida en un túmulo de piedras, que crece indefinidamente
por obra y gracia de la piedad cristiana, pues cada quien que pasa por allí se cree obligado a
arrojar sobre el montón un guijarro más, en sufragio al alma del difunto. Y la cruz, con sus
brazos extendidos, da la impresión de un náufrago que está pidiendo auxilio en medio de
aquel mar de soledad.

A Casio lo mató Chombito Vargas, el terror del valle entero, cuyas víctimas son tantas que
ya dan para hacer un cementerio.

El temible desalmado maneja con igual destreza la pistola, el puñal y el guarizama; y casos
ha habido en que, esgrimiendo un simple caite, dominara por completo a dos o tres
adversarios armados de machete, picándolos después a su sabor.

Porque lo cierto es que si bien él comenzó su carrera criminal forzado por las
circunstancias, ahora mata por gusto, jactándose a pulmón pleno de cada fechoría.

La gente, por temor, le dice Chombito, nunca Jerónimo o Chombo a secas; no vaya a ser
que en una de esas tome a mal tanta confianza y ¡pum! te manda de una vez donde San
Pedro.

No hay duda de que el hombre se sabe «sus cositas». Dizque cierto brujo mexicano que
vino huyendo del hambre allá por 1920, le enseñó las artes para volverse invisible. Y sólo
así se explica que cuando la autoridad lo persigue por alguna de las suyas, él frescamente se
convierte en cabeza de guineos, y cuando alguien trata de comerlos lo que muerde es el
ruedo de sus pantalones. Total, que jamás lo han capturado porque se les hace jolote, perro,
chancho, lechuza y hasta tronco de quebracho. Pero aún con esos poderes sobrenaturales,
Chombito no está contento. Y la arena en su zapato es Nicasio Santelí más conocido como
Casio por ser el único que le ha sacado suertes a la mica de El Pedregal, serpiente de cuatro
metros que tiene su cueva al pie de un espavel y que hasta hace poco solía pasearse por el
vecindario haciendo depredaciones de animales domésticos, especialmente pollos y conejos
tiernos, siendo doblemente peligrosa porque no sólo «pica» sino que también cuerea. La
gente asegura que Casio cierta vez pilló al reptil metiéndose en su agujero y que de golpe le
tapó la entrada. A los tres días levantó la piedra que le servía de losa, y la\culebra salió
como relámpago. Sembrando la cabeza contra la tierra, comenzó a lanzar colazos mortales
a revés y derecho, teniendo su carcelero que defenderse con un garrote de apenas pie y
medio.
Después de combatir casi una hora, el bicho, fatigado, buscó de nuevo el escondrijo, y el
hombre le cerró la salida hasta la próxima oportunidad.

Y vinieron otro combate y otro encierro hasta que por fin un miércoles la mica, ya jadeante
y extenuada, vomitó algo amarillento como el ámbar que el vencedor se aprestó a recoger,
echándolo en un jícaro sabanero que a propósito llevaba, y al punto, de rodillas, rezó seis
avemarias: tres al derecho y otras tantas al revés.

De ahí arranca, pues, el encono de Chombito, quien al saber la noticia, «me quito el nombre
si en un mes no le bebo la sangre a ese jodido» dijo, ya que siendo así las cosas, uno de los
dos sobraba en la comarca. Eso de eliminar a un adversario tal, tenía que ser obra de
astucia, pues el otro no era chiches, máxime ahora que disponía de un amuleto. Por eso
Chombo no lo dejaba ni a sol ni a sombra; lo atisbaba hasta en los mínimos pasos; y una
tarde en que Casio se disponía a tomar un baño en la Poza del Hombre, le cayó de soguilla,
justo cuando ya estaba desnudo, desyugulándolo de una puñalada.

Mientras el cuerpo se debatía en estertores convulsivos, las aguas teñidas en púrpura


caducaron el cielo de los peces. Cuando vino la Mayenca, su mujer, ya se había desangrado
totalmente.

Con su llanto interior de piedra india, la hembra echó el cadáver en una batea de madera y
cargó con él rumbo a la rancha.

Identificar al hechor no fue empresa difícil, primero porque todos conocían al hombre del
juramento homicida, y segunda, por la cagada, ya famosa, que el sujeto solía dejar junto a
sus víctimas, dizque evitando que lo encontrara la escolta, pues creía a pie juntillas que en
eso radicaba el secreto de volverse gaseoso e inasible.

Al velorio llegaron sólo parientes y unos contados amigos, ya que los más se abstuvieron
temiendo las represalias del chacal, quien de seguro les espiaba todos los movimientos.

El muerto estaba tendido sobre un tapexco de varas. Un petate le servía de ataúd. Tenía los
pantalones adrede desprovistos
de cinturón, para evitar que a medianoche el hechor, disfrazado de torva bestia negra, se lo
llevara arrastrado sepa judas para dónde, como había hecho con otros en pasadas ocasiones.

Las mujeres, en un cuarto, le rezaban al Santísimo, con tablillas de miedo en las espaldas,
mirando a cada instante hacia la puerta, no fuera a presentárseles de golpe el sombrío
personaje.
Sólo Chema, hijo mayor del occiso quince años labrados en pura caoba, no bosticó palabra
desde que supo la tragedia. Estuvo, sí, muy ocupado toda la tarde hasta el anochecer. Subió
al tabanco y bajó la chuspa donde Casio guardaba sus materiales de cacería: un lingote de
plomo para hacer balas; un cacho de bovino conteniendo pólvora; mezcla para hacer tacos;
cuatro fulminantes, y varios fragmentos de cartón. La escopeta colgaba del horcón; era de
sólo un tiro y se cargaba por la boca, con ayuda de la baqueta. Pero cada mechazo era un
venado porque en él iban cinco proyectiles. El mismo Chema ya se había comido nada
menos que tres cachudos y cinco tepezcuintes.

Esta vez, antes de cargar el arma tomó las balas una por una ya redondeadas con un pedazo
de hierro, alias martillo, y con el filo del machete les marcó una cruz, bañándolas luego con
agua bendita. Sólo con balas cruceadas se pué joder al Malo le dijo un día su tata, mientras
le enseñaba las, oraciones que él aprendiera de su padrino el mexicano.

Ya no quedaba sino esperar. Llegó la medianoche, y nada. Únicamente el silencio inquieto,


que se revolvía por toda la casa.

Por fin, y antes de que cantaran los' gallos, ¡eureka!, apareció la bestia, negra toda ella con
la pechera blanca, parándose en sus dos patas a la orilla del barranco. Más que perro parecía
un oso enorme, con dos ascuas en los ojos. Mientras lanzaba ladridos casi humanos, un
viento de muerte congelaba las gargantas. Todos temblaron. Todos menos Chema, quien,
haciendo mampuesta contra el horcón, esperaba el momento más propicio. Y cuando el
monstruo quiso avanzar, ¡boom!, sonó la descarga, haciéndolo rodar por el abismo.

Alumbrándose con hachones de ocote, los menos miedosos se acercaron al sitio de la


escena, habiendo encontrado únicamente sobre las hojas secas un pespunte de sangre que
moría en la quebrada. El animal iba, pues, pegado y seguía aguas abajo...

A la mañana siguiente, apareció Chombito flotando sobre la Poza del Hombre el pecho
condecorado por cinco perdigones, con un rostro cristiano, tan cristiano que las viejas
rezadoras, estupefactas, reprimieron su comentario, limitándose a decir:

¡Dios lo haiga perdonado porque era malo el difunto y se santiguaron, todavía con temor,
por aquello de las dudas...

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