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Contenido

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Siete meses después
Agradecimientos
Acerca del autor
Reconocimiento para el autor
Libros de este autor
Se armó la Filomena
K.Dilano
Primera edición: febrero de 2024
Se armó la Filomena
©K. Dilano
Copyright © 2024 por K. Dilano.
Todos los Derechos Reservados.
Edición: ©K. Dilano
Maquetación: ©Rachel’s Design
Corrección: Lorena Losón (Llyc correcciones)
Ilustración de cubierta: Lucía Valero, @luciavc.illustrations
Diseño de portada: ©Rachel’s Design
Foto de autora: ©Mimosafotografia
Todos los derechos reservados. Este libro ha sido publicado en modalidad de
autopublicación por el autor, oficiando también como editor. Ninguna sección de
este material puede ser reproducida en ninguna forma ni por ningún medio sin la
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La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad
intelectual.
La obra que tiene en sus manos es una novela de ficción. Cualquier semejanza con
la realidad es pura coincidencia. Tanto personajes como lugares o intervenciones
son producto de la imaginación de la autora.
ISBN: 9788409579211
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Publicado e impreso por Amazon KDP
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***
Xavier despertó desubicado, sudoroso e intentó incorporarse,
pero el mareo, el dolor de cabeza y tanta gente reunida a su
alrededor le llevaron a tumbarse de nuevo en el sitio con la
respiración acelerada.
Parecía un mal sueño. Pero no.
Se llevó la mano a la cabeza y notó un chichón de
dimensiones colosales y varias tiritas de aproximación que le
hicieron aullar de dolor al presionarse la frente.
Apretó los ojos con fuerza y, al abrirlos, revisó a su
alrededor para dar con la persona que esperaba ver. Aquella
que no conseguía sacar de su mente desde hacía días. La mujer
que deseaba más que a nada en el mundo y a la que esperaba
no haber perdido, otra vez, fuera o no fuera a haber
matrimonio entre ellos algún día.
Sí, matrimonio, ¿por qué no? Ese era su deseo y tenía que
hacerlo, a costa del rechazo de muchos de los que le conocían
y que le dirían que el hombre es el único animal que tropieza
dos veces con la misma piedra por pequeña que sea. Pero qué
más daba. Tenía que reconocer que la vida en pareja le
gustaba. Deseaba casarse con aquella mujer y que fuese la
madre de sus hijos, aunque nunca hubieran hablado de ello.
Tenía puesta la chaqueta aún y tocó el bolsillo interior para
cerciorarse de que allí seguía lo que llevaba dentro, en su sitio
y a buen recaudo. Pero no la veía y empezó a agobiarse al
tener encima a demasiados invitados de boda, con mascarillas
puestas, y que no hacían más que mirarle como a un bicho
raro.
***
Dedicado a Loreto y al valor de darle cuerpo a una pequeña
historia
Capítulo 1
Última semana de soltería

Dos meses antes


Diciembre 2020

Xavier le pidió al último paciente de la tarde que se diera la


vuelta para masajearle la zona suboccipital y terminar de
descargarle de toda la tensión acumulada, el músculo recto y el
oblicuo de la cabeza.
Mientras con sus manos ahuecadas sostenía la cabeza de
aquel chico, presionando con sus dedos medios en la zona
superior de su nuca, miró el reloj de pared, calculando las
horas que le faltaban para dar comienzo a una de las fiestas
más grandes que había tenido jamás. Esta vez, en homenaje a
él y con días por delante para recuperarse de una resaca que
prometía ser monumental, conociendo a sus amigos.
Menos mal que se había tomado la semana libre para su
regreso a Madrid y culminar los detalles finales antes del gran
día y de dos semanas en Maldivas. Aquel viaje había sido otro
más de los regalos de sus padres a uno de los pocos sitios a los
que se podía viajar en aquellos días restrictivos de pandemia, y
no veía el momento de empezar a disfrutar de la playa y de la
luna de miel junto a su futura esposa.
Esposa. Su señora. Su mujer, con todo lo que la connotación
de aquel nombre suponía y que vendría avalado por una
alianza dorada que Marta luciría junto al anillo de pedida,
también regalo de sus padres, y valorado en unos ocho mil
euros.
Y es que las tradiciones contaban para ellos, tanto o más
que la necesidad de verse rodeados de nietos antes de que la
vejez no les permitiera disfrutar de los pequeños.
Xavier era el menor de dos hermanas que apenas se
llevaban dos y cuatro años con él, pero la tradición debía de
cumplirse aún más por parte del único varón en aquella familia
de Castellón de la Plana; y, por ello, se vio obligado a hacer la
pedida de mano en la zona del Biarritz valenciano o paseo de
las villas de Benicássim al atardecer y en el mirador de la torre
Bellver. Lo único que fallaba en aquella ecuación era el que la
boda se celebrase en Madrid, por ser la ciudad natal de su
novia. Eso sí, al menos se celebraría en una de las grandes
iglesias de la capital, a pesar de que Xavier y ella vivían juntos
en Pozuelo de Alarcón desde hacía más de dos años, lo cual
contentaría a sus padres y a su abuela. En San Francisco el
Grande, a cuyo párroco conocía la familia de ella,
consiguieron uno de los huecos liberados en esos días
postpandémicos, en donde las cancelaciones por contagios de
COVID y otras incidencias habían dejado espacio para que se
le adelantase el evento a algunos afortunados como ellos.
Les quedó poco margen de elección: el 31 de octubre o el 5
de diciembre. Por lo que, ante el mal rollo que les daba hacerlo
en vísperas del Día de Todos los Santos, decidieron que fuera
en pleno puente de la Constitución y, de paso, que aprovechase
la gente que viniese desde Castellón para adelantar las
compras navideñas.
Muy seguras y relajadas tenían que estar las parejas que se
fuesen a casar en esas fechas para enfrentarse a esos días
inciertos de continuos contagios, y ellos lo estaban. Tan solo
los familiares y amigos más íntimos de ambos serían los que
irían. Un total de sesenta invitados, hotel reservado y autobús
listo para trasladar a todo el mundo y evitar que cogieran el
coche para desplazarse.
En aquellos días, había que mantener distancia entre los
invitados y evitar los contagios llevando mascarillas y
teniendo gel hidroalcohólico por litros y situado en todas
partes, lo que hizo que tampoco fuese difícil conseguir sitio
para la celebración del banquete entre los muchos que habían
sufrido cancelaciones.
En cuanto terminó con su paciente y le cobró, Xavier se
cambió.
—Sara, me marcho para la Terreta. Nos vemos el sábado
que viene —gritó a su amiga y dueña de la clínica en donde
tenía alquilado un espacio para sus sesiones.
—Espera, que salgo —se escuchó decir a una joven que
estaba metida dentro de otra habitación con la puerta cerrada.
Una chica delgada y morena con coleta alta y flequillo, ojos
atigrados y negros, tras una mascarilla obligatoria, salió de
allí, cerrando la puerta a sus espaldas y secándose las manos
enguantadas con una toalla de papel que lanzó a una papelera
que había cercana a una máquina dispensadora de agua
mineral.
—No hacía falta que salieras. —Él se abotonó la cazadora
que llevaba antes de coger la mochila con sus cosas.
—Sí, hombre, sin darte dos besos te iba a dejar yo que te
marcharas para Castellón —dijo colgándose de su cuello para
abrazarlo con fuerza y plantarle después dos besos en las
mejillas—. Además, todavía me puedo aprovechar de que
estés soltero, porque igual después de la boda no puedo ni
acercarme a ti, con lo celosa que es Martita.
Él sonrió bajo la mascarilla.
—Mujer celosa, leona furiosa. —Y lanzó un rugido—. Vaya
si me pone calent cuando arremete con sus paranoias de si nos
lo montamos tú y yo en la camilla a todas horas.
—¡Será posible! ¿Eso te pone cachondo? —exclamó la
joven, bajándose la mascarilla para restregarse la nariz con el
codo—. A ver si el que se tiene que mosquear eres tú con ella,
que no veas la cantidad de salseo que hay entre médicos y
enfermeras en los hospitales.
—Suerte que yo soy cero celoso. Además, eso son leyendas
urbanas, igual que entre los pilotos y las azafatas —justificó
él, subiéndose la cremallera hasta el cuello.
—Ya, o las amas de casa y los butaneros —replicó ella—.
¡Anda, tira para tu pueblo! Ten cuidado en la carretera y pásalo
genial en la despedida de soltero, sin entrar en coma etílico,
¿de acuerdo?
Él volvió a sonreír y le dio un último abrazo.
—Se hará lo que se pueda, xiqueta. Nos vemos el sábado
que viene en la iglesia.
Y salió de allí mientras su compañera tarareaba en alto la
marcha nupcial.
Capítulo 2
Planes ilusionantes

A Alba, el fin de semana le dejó tiempo libre para perfilar la


idea de negocio que quería montar y el cómo planteárselo a su
madre. Iba a ser su aval y tenía que tenerlo bien claro para que
la dejara embarcarse en algo que no sabía cómo se daría en un
pueblo tan pequeño como en el que vivían, de poco más de
setecientos habitantes.
Andrea, su jefa, la animaba sin parar. Alba tenía las ganas,
los conocimientos y el local, que tan solo tenía que reformar y
habilitar para ello.
—Encima no tienes que pagar alquiler. El edificio entero es
de tu madre —trataba de razonar Andrea con ella, mientras
limpiaba las mesas que habían sido usadas por los pocos
clientes del bar que aquella tarde habían ido a ver el partido de
fútbol del domingo.
—Ya, pero no tengo ni idea de si va a ser un negocio que
me dé para vivir. Además, con el tiempo tendré que meter a
alguien que me ayude con las entregas a domicilio.
—Bueno, Alba, todo a su tiempo. —Su jefa se paró junto a
la mesa que ocupaba su camarera predilecta, aunque también
era la única en aquellos días de baja afluencia de clientes, y se
ajustó las gafas—. Primero, la reforma, después a cocinar sin
parar y que la gente se entere de que has abierto el mejor local
de comida elaborada y, por último, el ayudante y la entrega a
domicilio.
La puerta del bar se abrió y entró Sara con sus dos hijos de
cuatro y seis años, acompañados por un tercero.
—Mamá, tengo pis. —El pequeño Lucas salió corriendo al
cuarto de baño del bar en cuanto vio a su madre, haciendo que
Andrea le siguiese para que no rozase la taza.
—Menudo frío que hace —dijo Sara a modo de saludo
mientras les desabrochaba el abrigo a sus hijos—. Te queda
bien ese tono azul en el pelo —halagó el teñido de la joven
camarera mientras Gonzalo e Irene le miraban la cabeza como
si llevase subido encima un mono del trópico—. ¿Qué tal vas
con lo del negocio? ¿Se lo has contado ya a tu madre?
—Ni me atrevo —confesó la joven.
—Se te va a echar el tiempo encima si quieres tenerlo listo
para Navidad.
—¿Y si me dice que no? Seguro que le preocuparán todos
los permisos que voy a tener que pedir y los seguros que habrá
que contratar. Además, ella quería que abriese un restaurante
de fusión para conseguir una estrella Michelin en este lado de
la sierra. —Se llevó las manos a la cabeza, con los codos
apoyados en la mesa, y comenzó a masajearse las sienes.
—Estoy segura de que Virtudes no te pone ningún
impedimento. Es más la comedura de tarro que tú tienes que
otra cosa. ¿Verdad, Andrea? —le gritó a su amiga según salía
del baño con su hijo—. ¿A que Alba se come la cabeza
demasiado? Ojalá hubiera tenido yo una madre que me hubiera
regalado el local en el que tengo la clínica. Que no veáis el
dineral que me cuesta todos los meses, y eso que me ayuda
Xavi con el alquiler de su espacio.
—Ojalá tuviera yo a alguien así —respaldó Andrea mientras
se acercaban a la mesa—. Y no a un hijo de…, bueno, me voy
a callar —señaló con la cabeza a los niños—, que a punto
estuvo de que me embargasen el bar de mi padre.
—Niños, os he traído galletas y batidos para merendar —
dijo Sara, llevándose a los tres a otra mesa que había a
espaldas de Alba para sacar todo lo que llevaba en su pequeña
mochila. Cuando los dejó allí sentados, comiendo y hablando
de sus cosas, ella regresó junto a las dos mujeres—. ¿Cómo lo
llevas? —le preguntó y, al instante, vio que a Andrea se le
humedecían los ojos más de la cuenta y se quitaba las gafas
para restregarse los ojos, por lo que posó su mano sobre la de
ella—. Tranquila, cariño.
Cuando se calmó un poco, se bajó la mascarilla para sonarse
la nariz con un pañuelo de papel que sacó de su bolsillo del
pantalón.
—No hay manera de que entienda que no vamos a volver.
He hecho tantas veces el idiota y le he dado tantas
oportunidades que se cree que habrá otra más. Pero no ha
hecho nada de rehabilitación, ni de juego ni de drogas, y ya me
harté.
—Y eso sin hablar de la tía que se tira en el pueblo de al
lado —intervino Alba—, y que, según parece, le ha hecho
socio de su bar.
—¡No! ¿En serio? —exclamó Sara—. Tú tenías separación
de bienes, ¿cierto?
—Eso es lo que me salva de la ruina total. Pero os juro que
no puedo más con sus manipulaciones y la presión constante
que ejerce con lo de que le quiero quitar al niño.
—Un inmaduro es lo que es —argumentó Alba—. La
próxima vez que se le ocurra entrar aquí como si fuese el
dueño, cojo la escoba y le arreo con ella hasta que se marche.
—Y yo te lo agradeceré —confesó su jefa antes de ir a
atender a su hijo que le pedía un vaso de agua para él y sus
amigos—. El sábado por la mañana haremos un cuentacuentos
hasta la hora del aperitivo. Venid a verlo —dijo en alto
mientras los niños ovacionaban a lo grande, apoyando la
propuesta.
—¡No podéis, estáis con papá! —argumentó Sara para que
dejasen de gritar—. Y yo el sábado me voy de boda.
—¡Bodas en estos días! —exclamó Andrea.
—Igual que mi excuñado, que se casa en febrero —dijo
Sara.
—¡Ah, cierto! La boda de Sebas. ¿Y el sábado quién se
casa?
—Xavi.
—¡No jodas! ¿Te tienes que ir hasta Castellón? —preguntó
Andrea.
—No, lo celebran en el centro de Madrid y el banquete será
en una finca cercana a su casa.
—¿El idiota ese de compañero que tienes no vivía por la
carretera de la Coruña? —preguntó Alba—. Mejor será que no
bebas si no quieres que te pillen en algún control de
alcoholemia.
—Beber, no beberé —dijo, mirando de reojo a la joven de
los pelos azules—. Tampoco tenía pensado quedarme mucho,
porque creo que en Madrid son más estrictos con eso de los
bailes y están prohibidos. ¡Pero, oye! ¿A ti qué te pasa con
Xavi? Bien majo que es mi compañero.
—¿Majo, ese? ¡Puaj! —Alba dirigió su mirada hacia su
proyecto de negocio que tenía desplegado sobre la mesa, junto
con dos presupuestos que le habían entregado para hacerle la
reforma que necesitaba.
—Bueno, tú diviértete todo lo que puedas —interrumpió
Andrea—, que para un fin de semana que se queda tu ex con
los niños, aprovéchalo. Y luego nos cuentas qué tal se veía a
los novios con la mascarilla. La verdad es que podían haberla
aplazado para cuando todo se normalizase.
—Pues sí, porque ni de viaje de novios se podrán ir a
ninguna parte —observó Alba, levantando los ojos de sus
papeles.
—¡Huy, qué va! Si parece ser que los padres se han
ahorrado una pasta en el banquete con tan pocos invitados
como vamos. Además, en muchos de estos sitios, los cubiertos
han bajado para cubrir costes, las habitaciones del hotel que
han reservado, también, y se van a ir a las Maldivas, uno de
los pocos sitios que no tiene restricciones para el turismo.
Alba dio un silbido largo.
—¡Joder con el niño de papá! No se priva de nada.
—En serio, Alba, ¿a ti qué te pasa con ese chico? —
preguntó su jefa—. ¿Has tenido algún problema con él, aquí
en el bar o donde sea, del que yo no me haya enterado?
En ese momento, entraron un par de parejas del pueblo.
—Pues que cada mañana que viene a tomarse su café
bombón de las narices tiene que hacer algún comentario
jocoso sobre mis pelos, mis tatuajes o los piercings que llevo.
Y la única vez que me iba a dar un masaje con él, porque tú no
estabas —señaló a Sara—, resulta que me había cambiado la
cita con otro de sus clientes, sin avisarme previamente y sin
disculparse siquiera. Alegó que no había sido problema suyo,
al no haberme mandado confirmación por correo electrónico i
avant, como dice él. Ni siquiera se molestó en buscarme hueco
en su apretadísima agenda de fisioterapeuta pijo chachi piruli.
Así que hazme el favor de lanzarle arroz el sábado, pero a su
cara, y cuanta más fuerza lleven los granos, mejor.
Levantándose de la silla, se ajustó la mascarilla y fue a la
barra para atender a los clientes que acababan de entrar.
Capítulo 3
Torbellino de emociones

Xavi se había cogido libre la semana anterior a su boda para


que la quedada con sus amigos por ir a celebrar su despedida
de soltero no acabase como la película de Resacón en Las
Vegas.
Le prepararon de todo y por su orden: empezando por el
típico recibimiento sorpresa según entraba por la puerta de la
casa de sus padres, hasta terminar la noche con un botellón
improvisado en la playa, intentando que los municipales no les
pillasen. Continuaron con un sábado de arroces y sobremesa
prolongada, noche de strippers, que consiguieron subirle los
colores, y discoteca, terminando con sus huesos en las frías
aguas del mar Mediterráneo en diciembre y con los
calzoncillos como única prenda. Seguido todo ello por un
domingo de celebración familiar en la villa materna y tarde de
bolos, pizza y cerveza por doquier con los colegas y hasta altas
horas de la noche.
Por suerte para él y su cabeza, todos trabajaban al lunes
siguiente, lo cual hizo que se dedicase a descansar lo poco que
le dejaron su madre y sus hermanas, quienes a las cinco de la
tarde le obligaron a vestirse para ir en busca del chaqué del
novio, así como todos los complementos que lo acompañaban
y que les tuvo recogiendo accesorios y ultimando compras
hasta que cerraron los establecimientos a las diez de la noche.
Cuando llegó a su casa y pudo tumbarse en su cama, quiso
llamar a Marta para decirle que no aparecería hasta el
miércoles, pues aquella tardecita de compras le había dejado
para el arrastre y no se veía capaz de coger el coche sin
terminar saliéndose en alguna curva de regreso a Madrid. Sin
embargo, ella no atendió ninguna de las tres llamadas que le
hizo en un intervalo de dos horas, por lo que terminó
dejándole un mensaje de WhatsApp para saber si había
acabado bien su despedida de soltera con las amigas o si los
cabrones del hospital le habían puesto alguna guardia en su
última semana de trabajo antes de cogerse el permiso de
bodas.
Fue inútil, el wasap tampoco le devolvió respuesta alguna.
Por lo que aquella noche durmió inquieto.
Al levantarse a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue
revisar el teléfono y un pulgar hacia arriba fue la única
respuesta por parte de su futura esposa, lo cual le intranquilizó
un poco más, ya que, con lo dada que era Marta a grabarle
audios que escuchaba entre paciente y paciente, el mutismo le
hizo pensar que esperaba que no se hubieran ido de la lengua
alguno de sus amigos con sus novias sobre lo de las strippers y
que hubiera llegado a ella de alguna manera; lo cual hubiese
sido un desastre absoluto, viendo lo propensa que era a sacarlo
todo de contexto. Aquello no había pasado de ser un baile más
sensual de la cuenta, por mucho que aquellas mujeres fuesen
con el torso al aire.
Xavi besó a su madre en la mejilla nada más verla en la
cocina.
—Mamá, me’n vaig cap a Madrid. No me prepares comida.
—¿Ya te marchas a Madrid? ¿No te quedabas hasta
mañana? —preguntó el padre al tiempo que untaba
mantequilla en sus tostadas.
—Tengo cosas que preparar en casa antes de nuestro viaje.
Y tendré encargos de Marta de última hora.
—Bien, carinyet, pero nada de irte con un café en el cuerpo.
Mientras almorzaban, fueron ultimando los planes de la
semana. Tenían que avisarle en cuanto llegasen a Madrid el
viernes para cenar todos juntos con Marta y sus padres. Luego,
él se quedaría con ellos en el hotel para pasar la noche previa a
la boda y cumplir con la tradición de no ver a la novia antes de
llegar a la iglesia.
Tras cargar todo el equipaje en el coche y despedirse de
ellos, puso rumbo hacia Madrid.
Por el camino, volvió a llamar a su novia un par de veces.
Pero siguió sin obtener respuesta alguna. Cuando estaba a
punto de llamar a una de sus mejores amigas, sonó una
llamada entrante que le hizo activar el manos libres.
—Y yo pensando que no había manera de que nadie
superase mi despedida de soltero —dijo sin saludar siquiera—.
¿Hasta cuándo te ha durado la resaca que no has tenido ni un
rato para hablar conmigo?
Marta tardó un rato en responder.
—No ha sido por eso. —Ella hizo una breve pausa y
después resopló—. Me llamaron del hospital y tuve que doblar
turno. Acabo de salir hace un rato.
—Hosti, carinyo, ¿otra vez? Esta gente no respeta nada.
Saben que te casas en unos días. Como te metan otro turno
doble vas a estar para el arrastre.
—Ya ves, yo no lo tengo tan fácil para cogerme una semana
libre antes de una boda.
—Ventajas de ser autónomo —bromeó él—. Aunque tengo
la itinerancia en mi contra. Estar dando tumbos con mi coche
de allá para acá todo el día también pasa factura.
—Sí, bueno, ¿a qué hora llegas mañana?
Tenía que estar mosqueada por algo, aparte de cansada, ya
que aquella manera de responder tan ácida no era propia de
ella.
—Estoy a tres horas de casa. Me dejaste preocupado ayer y
he preferido llegar antes.
—¡Ah, bueno! Me voy a la cama entonces. Hablamos
cuando llegues.
—De acuerdo, descansa, mi amor.
A Xavier aquel «hablamos cuando llegues» le descolocó un
poco, pero prefirió aparcar la idea, al igual que el hecho de que
no se despidiese con un beso ni nada.
Marta había estado extraña las últimas semanas. Lo más
seguro que por los preparativos de la boda, sumado a los
continuos cambios en los protocolos sanitarios por la
pandemia, que no dejaban de sacar, y que les exigían
esforzarse al máximo, cobrando lo mismo que antes y con el
riesgo de ir a contagiarse. Así que si a él le hacían falta
aquellos días de luna de miel, a ella, mucho más.
Cuando llegó a su plaza de garaje, no vio el coche de Marta
en su plaza correspondiente.
Ya en casa, tan solo se encontró una nota sobre la mesa del
salón:

«He ido a hacerme la cera


Y luego voy al hospital.
Nos vemos esta noche. Tenemos que
hablar».
Aquello sonaba serio. Hablar ¿de qué?
Cada vez tenía más claro que alguno de sus amigos se había
ido de la lengua con lo de las strippers.
«Hosti tú, lo que me faltaba ahora era una discusión antes
de la boda», pensó.
Habían estado la mar de tranquilos desde hacía meses y ya
parecía que sus celos habían ido disminuyendo, ya que su foco
de obsesión principal eran las mujeres con las que trabajaba,
como Sara en Entresueños y alguna más de otra clínica, pero
que ni estaban coladas por él, o tenían su vida en pareja, o
estaban divorciadas, como Sara, y sin animo de salir de ese
estado o, al menos, no teniéndole a él como objeto de deseo.
Tras descargar el coche, se pasó toda la tarde limpiando la
casa y organizando la ropa que se llevaría a las Maldivas.
A las nueve de la noche, Marta apareció por fin.
Xavier apenas se dio cuenta de que estaba allí hasta que le
saludó desde la puerta de la cocina mientras él terminaba de
poner sobre la mesa una quiche de puerros que acababa de
sacar del horno.
—Just a temps, amor. —Xavi fue hasta ella con el delantal
puesto y un par de copas de vino blanco que escanció sobre la
marcha para brindar con ella. Tras chocar las copas, la besó
ardientemente—. Por nosotros —dijo antes de darle otro sorbo
a su copa y llenarla de besos cortos al tiempo que la pegaba a
su cuerpo y metía la mano por dentro del abrigo, que ni
siquiera se había quitado aún, para acariciar su cintura y dirigir
su mano hacia su trasero—. ¿Me has echado de menos?
Porque yo a ti mucho, mucho, mucho. Y había pensado que
podíamos dejar la quiche enfriándose hasta que salgamos del
baño de espuma que podemos preparar con velas, incienso y
todas esas cosas que te gustan. —Xavier elevó las cejas varias
veces, sonriendo a la vez que rebuscaba piel que besar por
dentro del cuello de cisne que llevaba ella y cuya lana se le
enganchaba en los pelos de la barba.
—¡Xavi, para, para! —Ella le apartó de su lado, dejando
después la copa sobre la encimera para poder quitarse el
abrigo, que soltó sobre la silla de la cocina—. Tenemos que
hablar.
Vuelta de nuevo con lo mismo.
Él apuró su copa de un trago y, elevando la mirada al techo,
se giró para enfrentarse a ella.
—Hosti, carinyo! No me digas que esto tiene que ver con la
mierda de sorpresa que me tenían preparada esos gilipollas en
Castelló. —Él se rellenó la copa mientras la veía moverse por
la cocina con las manos metidas en los bolsillos traseros de su
vaquero—. Te juro por lo más sagrado que no pasó nada de
nada. Y como me entere de quién ha sido el bocazas que se ha
ido de la lengua a alguna de sus novias, que supongo que será
por lo que te has enterado, se van a cagar cuando les toque a
ellos su despedida porque no le voy a contratar tías, sino
travelos.
—¿De qué hablas? —preguntó ella, arrugando el ceño—.
Tías, travelos, ¿qué habéis hecho allí?
—¡Te digo que nada! —Se encogió de hombros—. Fue Pau,
que contrató a unas strippers, pero solo se quitaron la parte de
arriba y bailaron un rato. ¡Nada más! —La expresión en la
cara de Marta no indicaba que estuviera enfadada, furiosa o si
todo aquello que le contaba le importaba un bledo; lo cual se
le hacía aún más extraño—. Y, además, tenían unas tetas bien
feas. Las tuyas me gustan cien mil veces más. —Intentó salvar
la situación.
Marta seguía sin inmutarse, mirándolo fijamente y sin beber
ni un sorbo de vino. Lo que hizo que Xavi le cogiera la copa
para beber otro trago, porque aquello le inquietaba de manera
suprema. Todo podía ser que empezase a carcajearse o que
estallara sin poder remediarlo, convirtiendo aquello en una
bronca monumental a tan solo cuatro días de su enlace.
Parecía que estaba dispuesta a ponérselo difícil, ya que se
mantuvo callada y retándolo con la mirada, hasta que abrió la
boca para decir tan solo tres palabras que se clavaron en la
mente de Xavier y en su corazón.
—No quiero casarme.
A él se le escapó una risilla nerviosa, mezcla del cansancio
y del alcohol.
—Què dius?
Aquello parecía una broma.
—Que no quiero casarme. —Ahora eran cuatro palabras que
repitió sin titubear.
Xavier reculó dos pasos y alzó las cejas. Luego dio otro
sorbo de aquella copa y se pasó la mano por la barba antes de
hablar.
—¿En serio me estás diciendo esto porque haya habido unas
strippers en mi despedida de soltero a las que ni siquiera rocé?
—Se señaló con el índice el pecho mientras caminaba hacia
ella—. ¿Es una broma, verdad? —Sonrió de manera nerviosa
—. Porque estás a nada de que me dé un infarto y vas a tener
que echar mano de tus conocimientos sobre RCP. —Ella no se
inmutó. Se mantuvo allí con las manos metidas en los bolsillos
traseros de su vaquero, mordiéndose el labio inferior y con la
mirada en dirección al suelo—. Marta, ¿vas a decir algo? ¿o
vas a esperar a que me infarte? —Los segundos fueron
pasando y ella seguía sin decir nada y con la expresión de
haber visto pasar un fantasma. Igual que si el que le hubiese
dicho aquello hubiera sido él, haciéndola empalidecer por
completo—. Cariño, de verdad, déjalo ya porque no me está
haciendo ninguna gracia la bromita esta que se te ha ocurrido
hacerme.
—No estoy bromeando, Xavi, es que no quiero casarme
todavía —sentenció de nuevo.
Él apretó la mandíbula con fuerza, haciendo que su
incredulidad diese paso a una frenética irascibilidad que sabía
que debía de controlar para intentar descubrir si aquello se
debía tan solo a sus celos compulsivos, a la presión de la
semana anterior por los preparativos o a un capricho
momentáneo que no entendía muy bien hasta dónde iba a
llegar.
—Eres consciente de que mi familia y amigos llegan dentro
de tres días y de que nos casamos en tan solo cuatro, ¿verdad?
—Ella asintió con la cabeza mientras seguía allí sin levantar
los ojos del suelo—. Un banquete para sesenta personas con
todos los protocolos de seguridad activados, fotógrafo
contratado y detallitos que tengo que ir a recoger mañana por
la tarde, ¿cierto? —Asentimiento mudo por parte de ella de
nuevo mientras el tono de él iba elevándose y la distancia entre
ambos acortándose poco a poco—. Que tenemos preparado un
viaje a la otra punta del mundo, la cita de las putas PCR para
pasado mañana y varias habitaciones de hotel reservadas,
autobuses y un jodido coche de época que se te ocurrió
contratar porque el Mercedes de tu padre te parece una tartana
en la que no querías meter tu precioso culito principesco y
caprichoso.
—¡Oye, Xavi, no te pases! —le exigió ella, alzando la
cabeza y la voz.
—¡Que no me pase! —exclamó él—. Lo que me dé la real
gana me pasaré —gritó aún más—. ¿Cuándo coño has
decidido todo esto? Porque me va a resultar muy difícil creer
que has llegado a esta conclusión en plena despedida de
soltera. —Le mantuvo la mirada con las manos en la cintura
para evitar la tentación de llevarlas a su cuello.
Ella dio un par de pasos hacia atrás y se cruzó de brazos,
elevando los hombros.
—Es que lo hemos precipitado todo. ¿Por qué casarnos si
estamos tan bien así, viviendo juntos?
—¡Joder! ¡Pero si eras tú la que te querías casar a toda
costa! —gritó—. Yo me habría mantenido viviendo juntos i
avant. Nos hubiéramos podido inscribir como pareja de hecho
y punto. En la intimidad, sin formalismos ni gastos. Y
teniendo los mismos derechos que cualquier pareja casada.
¡Hostia puta!
—¡Deja de decir tacos! —exigió ella con el ceño bien
fruncido y descruzando los brazos para mostrar algo de
autoridad—. Que tú también querías casarte por la Iglesia, y
casi más que yo.
—¡Porque me parecía romántico! Lo más romántico que se
puede hacer con la mujer a la que amas —gritó—. Y diré los
tacos que me salgan de la punta del nabo. ¡Faltaría más! Estoy
en mi casa y acabas de tirar por tierra no solo nuestra boda,
sino también una buena suma de dinero, por si no te has dado
cuenta. —Se llevó las manos a la cabeza y empezó a perjurar
entre dientes con los ojos entrecerrados—. ¡Hòstia, mierda!
—¡Oye, guapo, que esta también es mi casa!
—¡¿Qué?! ¡Alquilados es lo que estamos! Y si has sido
capaz de romper la boda y tirar por tierra nuestra relación de
cinco años, eres perfectamente capaz de buscarte otra casa.
Que lo sepas. —La apuntó con el dedo—. Ahora empieza a
contarme qué coño es lo que te ha ocurrido para que hayas
pasado de ser la novia más entregada, tradicional e ilusionada
del mundo a pensar en cancelarlo todo a tan solo unos pocos
días del evento, haciéndonos perder una cantidad de dinero
que no quiero ni imaginarme a cuánto ascenderá.
—Eso es lo único que te preocupa, ¿no? El dinero, siempre
el dinero. Menos mal que me he dado cuenta a tiempo.
—¡Pero serás…!
Tenía que dominarse si no quería arrepentirse después de lo
que dijera. Por lo que salió de la cocina en dirección al salón y,
de uno de los cajones de la estantería, sacó una libreta y un
bolígrafo. Marta le siguió en cuanto vio que se apoyaba en la
mesa del comedor para anotar algo.
—¿Qué haces? Cuando se trata de dinero, bien que dejas de
hablar, ¿eh? Y me dejas con la palabra en la boca.
Marta le agarró del brazo, pero él se zafó de ella, lanzándole
una mirada asesina.
—¡Ah, no! Ya te digo yo si vamos a hablar de dinero.
Porque conmigo no querrás tener nada que ver en un futuro,
pero con mis padres acabas de generar un vínculo económico
que espero que puedas pagar de inmediato si no me quieres
tener como una mosca cojonera detrás de ti todo el puto día,
hasta que devuelvas la parte que te corresponde de la boda que
acabas de desmontar tú solita.
—Yo no estoy rompiendo contigo, Xavi, solo que no quiero
casarme. Tus padres lo entenderán, estoy segura.
Él dejó de escribir y ladeó la cabeza, enfrentándose a ella.
—Me parece increíble que pienses que yo voy a seguir
contigo después del palo que me acabas de dar. —Sacudió la
cabeza de lado a lado y continuó escribiendo—. ¡Hòstia puta!
Y que mis padres lo entenderán. Pero ¿de dónde sacas eso? Si
esto no hay Dios que lo entienda. Por cierto, ¿los tuyos lo
saben ya?
Ella se mordió el labio y no respondió.
—¿Pero es que esto se te acaba de ocurrir o qué pasa?
Xavi terminó su anotación y le colocó un papel delante de la
cara con las siguientes cifras:
Banquete: 1500 € señal
Viatge de boda: 4000 €
Anillo de pedida: 8000 €
—Esto es lo que mis padres llevan pagado hasta la fecha, y
reza por que no hayan entregado aún el cincuenta por ciento de
adelanto del banquete, que iban a hacerlo en esta semana.
—¿Pero a mí qué me cuentas? —Ella golpeó la nota con la
mano y le dio la espalda—. Tus padres se han gastado ese
dinero porque les ha dado la gana.
Xavi expandió sus ojos, tan azules como el mar, todo lo que
pudo, e hizo un burruño con el papel para lanzarlo al suelo.
—¡Era nuestro regalo de bodas! Y eso sin contar con todo lo
que llevamos gastado nosotros hasta la fecha: los putos
autobuses, los trajes, las alianzas —gritó, desesperado.
—Dinero, dinero y dinero. Solo te preocupa el dinero.
Xavier no era un tipo agresivo, pero estaba empezando a
agobiarse por momentos, ya que se le empezaron a acumular
las prioridades para cancelar lo que a todas luces sería una
pérdida de dinero para mucha gente. Llamadas que tenía que
hacer a unos y a otros, sus propias cancelaciones y un largo
etcétera.
En cuanto la perdió de vista, se fue tras ella y, al llegar a su
habitación, la agarró del brazo para que se girara.
—Estás con otro. ¿Es eso, verdad?
Marta se zafó de su agarrón.
—¡Suéltame! —Ni siquiera se dignó a mirarle a la cara.
—Es imposible que estés montando todo esto porque sí.
Nunca jamás hubiera pensado que fueses tan egoísta y
caprichosa.
—¡Oye, ya está bien, deja de insultarme! Además, menos
mal que me he dado cuenta a tiempo de con quién me iba a
casar. No miras más que por el puto dinero.
—¿Otra vez con eso…? ¡¡Eras tú la que querías casarte por
la Iglesia!! La del vestido blanco y la del banquete en plena
pandemia con todas las restricciones que hay. No querías
esperar a otro año bajo ningún concepto.
—Y a tu madre y hermanas bien que les ilusionaba. Pero
prefiero parar esto antes de que vaya a más, por eso te lo he
dicho.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Ha pasado algo este fin de semana, ¿cierto?
—¡No! —respondió ella.
—¿Te has enrollado con alguien? ¿Has follado con alguien?
¿Has vuelto a ver a ese médico que fue ex tuyo?
—Que no, Xavi, que no. Que soy yo la que no me quiero
casar y punto.
Ella comenzó a sacar el pijama de un cajón de manera tan
normal.
—¿Te vas a meter en la ducha, y ya? ¿Aquí se acaba la
conversación? —preguntó él, atónito—. ¡Esto es increíble,
hostia, esto es jodidamente increíble! —gritó.
—¿Y qué quieres que haga? Llevo todo el día trabajando y
necesito una ducha caliente —explicó ella, buscando unas
braguitas en el cajón correspondiente.
—¡¡Tenemos que cancelar una puta boda que se iba a
celebrar dentro de cuatro jodidos días!! ¡Eso es lo que tenemos
que hacer, hostia puta!
—¡Xavier, estoy harta de tus palabrotas! Me empiezas a dar
miedo y quiero terminar esta conversación, aquí y ahora.
A él le subió un fulgor por el pecho que le llegó hasta la
cabeza y, antes de que volviera a darle otro desplante de los
suyos para encerrarse en el baño, consiguió pegarse a ella, sin
llegar a rozarla, para que le escuchara bien mientras le
enseñaba su reloj de pulsera.
—Son casi las diez de la noche. Tienes exactamente doce
horas para decidir si te quedas el anillo de pedida y aquí no ha
pasado nada, con lo cual continuaremos con la boda como
estaba planeada. O… dejarme ese mismo anillo que luces en el
dedo sobre la mesa del comedor, para que lo vea en cuanto yo
entre por la puerta mañana y sepa que todo se ha acabado entre
nosotros.
—¿Me estás dando un ultimátum?
—No, no te equivoques, el ultimátum lo has impuesto tú
desde el mismo momento en el que has decidido desbaratar
nuestra boda a escasos días de celebrarla. Hace año y medio
comenzamos a planificarla y has tenido tiempo de sobra para
decir que no avanzásemos con ello.
Él se giró para salir de la habitación.
—¿Te marchas? —preguntó ella, sorprendida.
—Esta noche no puedo estar contigo bajo el mismo techo
—respondió él, agarrando su cazadora, la mochila que
acostumbraba a llevar al trabajo y las llaves del coche junto
con la cartera.
—¿Y a dónde vas?
Él se abrigó y la miró antes de abrir la puerta para
marcharse.
—Eso ya no es de tu incumbencia. Solo recuerda lo que te
he dicho, porque ya no habrá segundas oportunidades. —Y,
acto seguido, dio un sonoro portazo.
Capítulo 4
Confesiones

Sara abrió su consulta como cada mañana a las ocho y cuarto,


después de dejar a los niños en el colegio del pueblo. Se
limpió los zapatos mojados en el felpudo de la entrada y
sacudió el paraguas fuera, dejando a la vista una papelera
vacía, a modo de paragüero, en donde dejó el suyo.
Le habían cancelado el primer masaje de la mañana y tenía
una hora por delante para revisar la agenda, preparar facturas y
tomarse un café o dos para enfrentarse al día con energía.
Al instante, se escuchó un ruido procedente de una de las
habitaciones del local.
—¡Hola! ¿Quién anda ahí? —gritó, levantándose para coger
su paraguas a modo de espada y afinar el oído. A los pocos
segundos, se escuchó una especie de bufido, seguido de un
pataleo en el suelo y un chirrido metálico—. ¿Quién es? —
Agarró con más fuerza el mango del paraguas—. Sal ahora
mismo o llamo a la policía.
Colocó la mano en el pomo de la puerta, asegurándose de
tener las llaves en el bolsillo de su forro polar por si tenía que
salir corriendo de allí y dejar encerrado a quien se le hubiese
colado en el local.
Al rato, sonó otro bramido, seguido de varios pasos como
de elefante en una cacharrería, y una sombra reflejada en la
pared de enfrente hizo que Sara chillase como si un ente salido
del averno más tenebroso se le fuese a mostrar delante.
—¡Hosti, Sara, qué susto me has dado!
Ella siguió gritando un rato después, como si no reconociese
que era Xavier la persona que tenía enfrente.
—¡Hostia, tío! —Se llevó la mano al pecho, intentando
calmar su corazón de lo acelerado que se le había puesto—.
Casi me da un pasmo. Pensé que era un intruso. ¿Pero qué
coño haces tú aquí? Si hoy no te tocaba venir.
Xavier abrió la boca para decir algo, pero prefirió cerrarla
de nuevo y regresar a la habitación de los masajes de donde
había salido.
Iba descalzo, descamisado y con los pelos como si se los
hubiese estado atusando un rato, y Sara le siguió para ver qué
ocurría allí dentro.
Sobre la camilla estaba su cazadora desplegada, una toalla
enrollada a modo de almohada, su mochila tirada en el suelo y
el móvil cargando en una esquina.
—Ya me marcho. No quiero que me vea tu paciente con esta
facha.
—Hasta dentro de una hora no vendrá nadie, me anularon la
cita. Pero, oye, ¿has dormido aquí esta noche? —Xavier tan
solo se limitó a recoger todo y desenchufar el móvil—.
Quieres parar un momento y decirme qué ocurre. —Ella le
agarró por el brazo para que se girara, pero él se quedó en el
sitio, dándole la espalda.
—Marta ha cancelado la boda.
—¡¿Qué?! —Sara se colocó frente a él.
—Dice que no quiere casarse.
—¡No jodas! ¿Y lo dice ahora? Pero si queda nada y menos
para que se celebre. ¡Ostras, Xavi, lo siento! —Sara tuvo que
ponerse de puntillas para abrazarlo y dejar que él hundiera la
cabeza en su cuello—. Vamos al bar de Andrea y hablamos de
esto mientras desayunamos.
—No, no quiero que me vea nadie —dijo, apartándose
algunas lágrimas de la cara.
—Nos pondremos en un rincón y nadie te verá. Además, ya
sabes que la gente empieza a llegar más tarde. Y tú necesitas
meterte algo de alimento en el cuerpo, que seguro que no
cenaste ni nada. —Mientras hablaba, Sara le forzó a que se
calzase y fue tirando de él para que la siguiera—. Súbete el
cuello de la cazadora que están cayendo chuzos de punta y,
aunque sea para cruzar la calle, nos vamos a calar bajo este
paraguas enano. Oye, ¿y por qué no viniste a casa?
—Tenía que llamar a gente y organizarme. Me entró el
sueño casi a las seis.
—Pues con mayor razón para que desayunes fuerte,
¡andando!
Cerraron con llave la puerta del local y cruzaron corriendo
la calle para entrar en el bar de Andrea, que estaba tan solo
ocupado por una mesa en la que estaban el médico y la
enfermera del pueblo junto a la madre de Alba, que
acostumbraba a desayunar allí muchas mañanas y que era una
de las clientas asiduas de Xavier.
Sara le pidió a Alba que les pusiera zumo, un par de cafés
con leche y una tostada con aceite y tomate a cada uno, y se
colocaron en una mesa alejada de la puerta principal y del
personal sanitario, que ya se estaba levantando para pagar la
cuenta, mientras Virtudes se acercaba a la mesa de los
fisioterapeutas.
—Xavier, hijo, ¿qué tal la boda? ¿Ya volviste de la luna de
miel?
Este se quedó mirándola y a punto estuvo de que le brotasen
las lágrimas de nuevo, pero no era cuestión de dar el
espectáculo delante de aquellas mujeres. Mejor enfrentar la
situación cuanto antes, ya que tarde o temprano se sabría la
verdad.
—Me temo que ya no va a haber boda, Virtudes. —Y desvió
su mirada hacia las manos que tenía apoyadas sobre la mesa.
—¿Y eso por qué? ¿Has dejado a tu novia?
—No, Virtudes, la novia le ha dejado a él. Mejor dicho, esa
zorra le ha dejado a tan solo cuatro días para casarse. —Sara
escupió las palabras con rabia y la señora se llevó la mano a la
boca y se sentó en una de las sillas que había libres.
Cuando llegó Alba con todo lo que habían pedido, no pudo
disimular que había escuchado todo.
—¿Hay algún otro de por medio? —preguntó la joven,
mirándolo de reojo mientras iba dejando platos, cubiertos y
tazas sobre la mesa.
Xavi negó con la cabeza.
—Al menos es lo que dice —aseveró.
—Yo que tú no me fiaría mucho. Aunque mejor romper
ahora que estando ya casados. Piensa que te has evitado un
divorcio —dijo antes de dirigirse a la mesa en donde estuvo
sentada su madre con los sanitarios y recoger los platos que
allí había.
—La verdad es que tiene razón Alba. Litigar con esa puta
no tiene que ser plato de gusto —observó Sara, que empezó a
preparar las tostadas de ambos, echando la pulpa de tomate
sobre el pan y añadiéndole sal y el aceite de oliva de una
botellita individual.
Por la puerta entró Andrea, empapada y con los cristales de
las gafas cubiertos de gotas de agua, y saludó en alto.
—Xavi, ¿qué tal la despedida de soltero? —Andrea se quitó
el chubasquero mientras le decía a Alba—: A esa mesa no le
cobres, que hoy se invita al novio.
—¡Shhh! ¡Calla que estás metiendo la pata! —le increpó
Alba.
—¿Qué ocurre?
—Que ya no es novio ni es nada —le chistó por lo bajo.
—¿Cómo? —Andrea se quitó las gafas para secárselas con
el borde del jersey, y se fue a la mesa en la que estaban todas
alrededor del muchacho—. ¿Xavi, estás bien? —Se recolocó
las gafas sobre el puente de la nariz—. ¿Qué es eso de que ya
no eres novio?
Él pasó la mirada por las cuatro mujeres, posándola
finalmente sobre Alba, que la apartó en cuanto vio que se
fijaba en ella más de la cuenta.
—Cha! Ya da igual, os ibais a enterar de cualquier manera.
—Elevó una ceja, cabeceando de lado a lado—. Pues lo que
dice Lucía Bosé —señaló con la mano a la joven camarera—,
que me han dejado plantado a cuatro putos días de mi boda.
Alba caminó hasta la mesa con el trapo de limpiar en la
mano.
—¡Oye, tú! Que mi nombre es Alba Cur, no Lucía Bosé. A
ver si va a ser por eso que me cambias las citas cuando las
pido y se las das a otros.
Xavier frunció el ceño sin saber a qué se refería.
—Lo dice por tu pelo, hija —Virtudes salió en defensa del
muchacho—. Esa señora, que en paz descanse, era la madre de
Miguel Bosé y llevó el pelo teñido de azul durante muchos
años.
—¿Y me compara con una abuela muerta? —Miró a su
madre—. Muy bonito eso de pagar con los demás las
frustraciones propias.
—Alba, no te mosquees —medió Andrea en tono
conciliador, aunque Xavier no fue capaz de disculparse con
ella.
—Me empezaba a dar algo de pena, pero voy a tener que
justificar a esa novia pija que seguro que tenía.
La joven parecía que le hablaba a todos y a nadie mientras
se alejaba hacia la barra.
—¡Alba, un respeto! —la regañó su madre.
—¡¿Respeto?! —Se giró de pronto—. Pues ve diciéndole a
él que trate con más respeto a los demás, mamá. —La señaló
desde lejos con el dedo índice—. Lo que hay que oír.
Y siguió farfullando a solas.
—Discúlpala, hijo, es demasiado joven. —Virtudes posó su
mano sobre la de él.
—Tranquila, si no me ofende. Tiene toda la razón. Marta
habrá decidido que no se casa conmigo por algo que no le
guste de mí —concluyó mientras le daba un sorbo a su café
templado—. Lo que me jode es que quiera continuar la
relación como si no hubiese pasado nada. Pretende que
sigamos viviendo juntos y de devolverme el anillo de pedida
ni hablamos, que era un regalo de mis padres y que les costó
una pasta.
—Menuda lista está hecha Martita —dijo Sara—. Y pija es
un rato, Alba, por si te interesa saberlo.
—Me lo imaginaba —gritó a lo lejos la joven, que parecía
ausente, pero que seguía enterándose de todo mientras
colocaba en la estantería tazas y platos recién sacados del
lavavajillas.
—Y celosa, también. Con lo cual no entiendo cómo deja
pasar la oportunidad de perderte. Con lo majo que tú eres,
¡coño! —le alabó su amiga—. Eres un fisioterapeuta
cojonudo, que hasta vas a domicilio y todo.
—Y estás como un cañón, tienes casa en la playa y no
parrandeas por ahí como un loco —continuó Andrea.
Alba oscilaba la cabeza de un lado a otro mientras ponía los
ojos en blanco y seguía colocando vasos con tanto ímpetu que
a punto estuvo de romper alguno.
—Y eres simpático, alto, fuerte —se sumó Virtudes—. Y
tus padres son muy generosos con ella, comprándole un anillo
como regalo de bodas que, a poco que se hayan gastado, les
habrá costado mil o dos mil euros.
—Ocho mil. El anillito ha costado ocho mil euros —dijo él,
cruzándose de brazos y apartando el plato de la tostada que
estaba sin tocar—. Más el banquete y el viaje a Maldivas, que
también iban en el paquete del regalo.
—¡¿En serio?! —exclamaron las tres al unísono.
—¡Menuda pájara! —se escuchó decir a Alba, que se acercó
de nuevo a la mesa—. Consuélate, te has quitado a un buen
elemento de encima. Sin contar con los cuernos que te habrá
puesto por el camino.
El bar se sumó en un silencio sepulcral.
—Yo diría que casi seguro que te los ha puesto —dijo
Andrea.
—Y yo —Sara se unió a aquella hipótesis.
Después, todas desviaron su atención hacia Virtudes para
que diese su veredicto final.
—Yo no sé, la verdad. ¿Te ha engañado, hijo?
—Dice que no —alegó él.
—¡Y una mierda para ella que se coma!
—¡¡Alba, esa boca!!—le regañó su madre—. ¿Qué va a
pensar este muchacho de ti?
—Mucho que le importo yo, que hasta me compara con una
difunta —justificó ella—. Pero es que es blanco y en botella.
Los celosos son los primeros en poner los cuernos y seguir
dando por saco a su pareja con lo de que les quieren mucho y
que por eso se comportan de manera tan celosa con ellos. Y no
lo digo yo, lo dicen numerosos estudios que lo demuestran. Se
cree el ladrón que todos son de su condición —farfulló por lo
bajo.
—Y la experiencia, que es la madre de la ciencia —dijo
Sara—. Mírame a mí con Yago. No sé a cuántas se tiró
mientras estábamos casados y sigue siendo un celoso de libro,
y eso que ya no tenemos nada más en común que a nuestros
hijos.
—¿Lo ves? Ahí lo tienes —dijo Alba—. Yo no es por
jorobarte, chaval, pero estás en todo tu derecho de pedirle de
vuelta el anillo y que se deje de rollos con lo de convivir
juntos. A no ser, claro, que tengáis una relación abierta.
—¿Eso qué coño es? —preguntó Xavier—. Perdón,
Virtudes, ¿qué es eso de una relación abierta? —rectificó.
Virtudes le dio unas palmaditas en la mano para quitarle
importancia.
—Pues que cada uno tenéis libertad para enrollaros con
quien queráis. Pero, claro, los dos, no ella sola —le explicó la
joven.
—Ni loco se me ocurriría a mí tener una relación de ese tipo
con nadie. No soy un celoso, pero no me gusta compartir a mi
chica con nadie.
—Hoy en día está muy de moda —aseveró ella.
—¿Sí? Pues para ti y para todas aquellas que quieran
compartirte en esa melé —dijo Xavi, dejando pensativa a Alba
que tuvo que ir a atender a cuatro señores que entraban en ese
momento en el que parecía que ya empezaba a escampar.
—Jolín, Xavi, me sabe mal dejarte aquí solo, pero es que
tengo masaje en diez minutos —le informó su compañera—.
Escucha, te vienes a casa a dormir hasta que soluciones lo que
sea con esa zorrilla, ¿entendido? —dijo poniéndose de pie para
colocarse el forro polar y coger su paraguas.
—No sé, Sara, de momento, me voy a casa a ver qué ha
pasado con el anillo. Le dije que si no está sobre la mesa
cuando llegue, quiere decir que está en su dedo y que habrá
boda el sábado, aunque hayan tenido que dejar de venir la
mitad de mis amigos y familiares.
—Y si está encima de la mesa, ¿qué pasa? —preguntó
Andrea, que empezó a retirar las tazas sucias.
—Pues que se habrá acabado todo. Que me tocará hablar
con el cura y los del banquete antes de marcharme a Castelló
para explicárselo a mi familia, y que tendremos que ver quién
se queda con la casa.
Y en espera de recibir noticias de todo ello, Sara se acercó
para abrazarlo y darle un beso antes de comenzar su jornada de
trabajo.
Capítulo 5
Mejor solo que mal acompañado

Cuando Xavi aparcó en su plaza de garaje, no vio el coche de


Marta en la otra plaza que tenían alquilada.
Ya en el ascensor, se sorprendió a sí mismo repitiéndose:
«Todo o nada. Todo o nada. Todo o nada».
Por el pasillo que daba a su casa, caminó con paso lento.
Abrió la puerta y se guardó las llaves en el bolsillo trasero del
vaquero. Sin soltar la mochila a la que iba fuertemente
agarrado, fue hacia el salón, despacio y sin apartar los ojos de
la mesa.
Escasos veinte metros le separaban de su futuro más
inmediato.
De lejos, no se veía que estuviera el anillo encima. Tal vez
había recapacitado y le podría ahorrar el sofocón a sus padres.
Sus mejores amigos ya lo sabían. Se había tirado hablando con
ellos toda la noche. Pero les había hecho jurar que no dirían
nada hasta que él mismo les soltase la bomba a los suyos.
Ahí fue cuando descubrió que a ninguno de sus amigos les
caía demasiado bien Marta.
«Estás cometiendo un error», le decían cuando decidió
casarse.
Por lo pronto, el anillo no estaba donde le dijo que lo dejase
en caso de que no quisiera continuar con la boda, e igual era la
prueba de que todo se había solucionado entre ellos. Que
aquello no pasaría de ser una mera anécdota en sus vidas y
que, tal vez, el miedo, los nervios y la presión de casarse,
siendo hija única, fue lo que la llevó a darle aquel susto de
muerte que le había dado.
En sustitución del anillo, había una nota:

«La boda se cancela. Mi padre ya ha


hablado con el cura.
El anillo me lo quedo porque es un
regalo y porque yo no he cortado
contigo, eres tú el que no me quieres
en tu vida.
La casa tendremos que compartirla
porque yo no me voy.
Si estás, hablamos esta noche. Si no,
por teléfono».
A Xavier le subió el ardor desde el estómago hasta la cabeza
y gritó a pleno pulmón mientras hacía una pelota con la nota y
la lanzaba lejos:
—Filla de put!! —El castellano tenía las mejores palabras
malsonantes del mundo, pero había momentos en los que tirar
de la lengua materna era inevitable—. Hòstia!!Hòstia!!
De camino a la habitación que compartía con aquella mujer
cuyos apelativos desagradables no paraban de pasársele por la
cabeza, pateó el sofá y tuvo que apoyarse en el dintel de la
puerta del dormitorio para masajearse el pie, rezando de paso
para que no se le hinchase.
Agarró la misma bolsa de deportes que había usado el fin de
semana para ir a Castellón, en donde seguía metido su neceser,
y sacó del armario otro pantalón, algo de ropa interior y varias
camisetas que le servirían hasta después del puente de la
Constitución.
Después, se fue al mueble del salón para sacar de uno de sus
cajones el pasaporte, los billetes de avión y todos los datos del
hotel y excursiones ya concertadas en Maldivas, y lo metió en
su mochila con rabia. A ver si su padre podía llegar a cancelar
algo y que le devolvieran parte del dinero. También recogió la
nota espachurrada que había tirado al suelo, se la metió en el
bolsillo y salió de casa dando un portazo que hizo vibrar las
paredes.
En el ascensor, blasfemó otro poco. Y de camino a
Castellón, mucho más. Tan solo hizo una parada para repostar
combustible y tomarse un café rápido. Y la emisora de
deportes que localizó fue su única compañera. No quería poner
otra cosa, ya que cada canción que escuchaba le recordaba a
sus momentos juntos. Así que, entre la retransmisión de un
partido de fútbol y otro de baloncesto, llegó a su destino, a su
hogar familiar, a su Castellón natal.
Sus padres se sorprendieron al verle entrar por la puerta.
—Però que fas aci, fill meu? —El padre fue a su encuentro,
preguntando qué hacía allí, ya que Xavier se había quedado
parado en el sitio.
Su madre no tuvo que preguntar mucho más para darse
cuenta de que algo no iba bien. El joven se abrazó a ella en
cuanto lo alcanzó, y, en ese momento, se derrumbó para llorar
entre sus brazos, sin vergüenza alguna y soltando todo lo que
se había estado aguantando desde el día antes.
—Ay, carinyet, què ha passat? ¿Algo malo? —Su madre no
lo separó de su hombro, pero empezaron a pasársele por la
cabeza los peores augurios; algún accidente, una enfermedad
grave, alguna muerte.
—Marta ha cancelado la boda —dijo en un susurro, aunque
suficientemente audible para que lo escuchase su padre
también.
De todo lo malo que se les había pasado por la cabeza,
aquello no se lo esperaban.
—¡¿Pero por qué?! —Su madre lo guio hasta el sofá del
salón.
Escucharon atentamente todo lo que había pasado desde que
salió de allí, listo para volver a encontrarse con ellos el día
previo a su boda. En el transcurso de la historia, aparecieron
sus hermanas, a las que su padre había llamado mientras
preparaba una jarra de tila para todos, y las dos se abrazaron a
él en cuanto le vieron.
—Lo siento mucho —dijo él—. Os devolveré hasta el
último céntimo de lo que os hayáis gastado. Tal vez os puedan
devolver algo del viaje. Y el anillo…
—Xavi —le interrumpió su padre, apoyando la mano sobre
su hombro—. No passa res, carinyo! No te comas la cabeza
con el dinero.
—¡Pero, papá…!
—He dicho que dejes de darle vueltas a eso. Lo del viaje
está solucionado porque contraté un seguro para
eventualidades diversas. Con el tema de la COVID hay que
andarse con cuidado. Del banquete, solo pagamos la señal, que
no supone mucho. Y del anillo… olvídate también.
—¡Vicent, que el anillo costó un dineral! —exclamó la
madre.
Pero el padre sacudió la mano como si nada.
—Hay una ley aún vigente que permite solicitar una
indemnización por haber roto un compromiso de boda —
intervino la hermana mediana que trabajaba para un bufete de
abogados.
—¿En serio? —exclamó la mayor.
Xavi elevó la cabeza y la miró sin saber muy bien a qué se
refería con eso.
—Denunciar no es plato de gusto, pero es una solución para
que devuelva parte de lo invertido —alegó la joven.
—¿Me habéis oído con lo de que no quiero historias con el
tema del dinero? —alegó el padre—. No voy a meterme en
pleitos con esa sinvergüenza. Y vuestro tete lo que necesita
ahora es pasar página cuanto antes. —Se puso en pie, dando
por zanjado el tema—. Lidón, prepárate que nos vamos a la
agencia de viajes. Yo, mientras, llamaré a los del banquete
para decírselo. Y, tú —señaló a su hijo—, no te voy a decir
que sea plato de gusto lo que te ha pasado, pero mejor que te
haya ocurrido ahora, que no casado y con hijos. En eso
estaremos de acuerdo, ¿verdad? —Sus tres hijos asintieron
ante una obviedad tan grande—. Pues, hala, a consolar a
vuestro tete y a llamar a todo el mundo para que no se
desplacen hasta Madrid.
A Xavier y a María le dieron más de las doce de la noche
entre llamadas, resúmenes de lo sucedido, aguantar los
comentarios, disculparse con todos, despotricar de lo lindo y
un largo etcétera que tuvieron que soportar entre los dos, ya
que Cristina, la hermana mayor, tuvo que irse mucho antes a
su casa para prepararle la cena a sus hijos.
—Vete a casa. Mañana tendrás que madrugar —dijo él.
—No entro hasta la tarde. Cosme está de viaje y me tomé la
mañana libre para ir a teñirme. Dormiré aquí, así no te quedas
solo con el papá y la mamá.
—¿Estáis juntos de nuevo, o qué? —preguntó Xavi,
restregándose los ojos.
—¡Qué! —respondió ella con una sonrisa en la cara—. Así
estamos. No sé si algún día dejará a su mujer.
—La respuesta ya la conoces, María. Ese tipo no va a
dejarla jamás. Tienen hijos en común. ¿Cuánto tiempo lleváis
así? ¿Desde que entraste en su bufete? —preguntó mientras
sacaba una camiseta de su bolsa de viaje y veía que su
hermana bajaba la mirada al suelo—. Perdóname, no soy yo el
más indicado para recriminarte nada. Y menos, ahora.
—Pues, precisamente, ahora es cuando puedes decirme lo
que te dé la gana. Te ha dejado colgado esa puta y ya no sois la
pareja perfecta. —Xavier la miró con el ceño fruncido—. No
es que me alegre, pero no sabes lo que jode que me digan que
no me va a ir bien en mi relación, cuando la persona que te lo
dice vive un amor de película de cine.
—¿Eso va por Cristina? —dijo él, elevando los hombros y
bajándolos en cuanto ella asintió con la cabeza—. Seguro que
lo dice por tu bien y porque le joderá ver que estés ilusionada
con un cabrón que está al plato y a las tajadas. Y tú no te
mereces eso, teta. A no ser que me digas que te estás tirando a
otros dos o tres, lo cual me parecería hasta bien. Una relación
abierta le llaman a eso ahora, creo.
—¡Xavi, que no vivo en Madrid! Si eso se me ocurre
hacerlo aquí, me crucifican en la plaza Mayor. Esto no deja de
ser un pueblo grande. Por cierto, ¿estás seguro de que no te ha
puesto los cuernos la puta esa?
—Yo qué sé. Eso dice. —Xavi se recostó en su cama, muy
pegado a ella—. Por cierto, hoy, Cristina y tú habéis dicho más
veces la palabra puta que en toda vuestra vida.
—Y más que lo diremos porque es una puta y reputa, que no
sé cómo se le ha ocurrido hacerle eso a nuestro tete, ¡la muy
zorra, hija de una perra sin amo! Me alegro de no haber
conocido a su familia. —Se tumbó a su lado, pero con las
piernas apoyadas sobre el cabecero de la cama—. Y una
mierda con eso de que no te haya puesto los cuernos. Con
todos los líos que se traen entre manos los médicos con las
enfermeras.
Él giró la cabeza para mirar su perfil.
—Mucha Anatomía de Grey ves tú.
—Tiempo al tiempo. Ya te enterarás. Porque lo que no me
cuadra es que, de repente, se le haya esfumado el amor, así
como si nada.
—María, si estuviera con otro, no querría seguir viviendo
conmigo bajo el mismo techo.
—Pues sí, porque es una puta. Y tú eres bien guapo.
—Ni se habría quedado el anillo, ya que no lo luciría a
sabiendas de que cualquier otro supusiese que es de
compromiso —argumentó él.
—¿Sigues siendo tan tonto como de pequeño? Los anillos
de compromiso no llevan una etiqueta colgando que diga lo
que son. ¡Menuda zorra está hecha! Espero no verla jamás
porque te juro que le arranco el dedo y se lo meto por el…
—¡Teta, contrólate que te pareces a la chica del bar del
pueblo en el que tiene el local Sara!
—¿En qué me parezco?
—¡En lo malhablada! —exclamó, incorporándose para sacar
un calzoncillo de la bolsa e irse a la ducha—. Es una chica
guapísima, pero si dijera menos palabrotas, lo sería cien veces
más. Bueno…, y si no llevase el pelo de colores estridentes ni
tanto piercing en las orejas ni los tatuajes…
—Entonces, no sería esa chica, sería otra. ¿Cómo se llama?
—Alba Cur.
—¡Cur! —Su hermana dio una voltereta para atrás y, al
incorporarse y quedarse frente a él, le sonrió en espera de que
siguiera hablando.
—¿Qué? ¿De qué te ríes? —preguntó él.
—Pues… que te acuerdas hasta de su apellido.
—¿Y qué?
—Pues que la gente no acostumbra a saber los apellidos de
las camareras que les atienden en un bar, por muy de pueblo
que sean. Y que la mancha de mora con otra verde se quita. —
Ella siguió sonriendo y elevando las cejas, a la vez, sin parar.
—¿Qué insinúas? —Frunció el ceño—. Con esa mora verde
no voy a quitar nada porque es lesbiana. Pero, vamos, cuando
vengas a Madrid, nos vamos a cenar con Sara a ese bar y te la
presento, que igual te vale a ti para arreglarte el cuerpo y
hacerte olvidar al subnormal de Cosme —dijo él, sacándole la
lengua.
—¡Serás…! —Y le dio un buen empujón en dirección a la
ducha.
***
Xavi se quedó el par de semanas que se tomó de permiso de
bodas con su familia en Castellón.
Había pensado no regresar a Madrid hasta después de
Reyes, pero tampoco quería meterse en fiestas navideñas sin
saber qué le tocaría hacer con el tema de la casa; si recolocarla
para vivir en ella solo o tener que buscarse un piso que, lo más
seguro, es que le costase horrores encontrar.
No quería ni pensar en ello.
Por no querer, no quería ni volver a Madrid. Pero qué
remedio le quedaba. Tenía una buena cartera de clientes a
domicilio, tanto en la capital como en los pueblos de la sierra,
y no paraban de aumentar. De hecho, le había dejado un buen
marrón a Sara al tomarse dos semanas para una luna de miel
de la que no iba a disfrutar.
«La puta luna de miel», pensó.
«La recontra puta luna de miel», pensó otra vez.
Cada vez que le pasaba por la cabeza, solo quería tumbarse
en la cama y olvidarse de todo. Y no que, el poco tiempo que
le quedaba hasta regresar, solo se acordaba de Marta y del
momento de tener que enfrentarse de nuevo a ella. A una cría
consentida que ni siquiera se había dignado a llamarle en todos
esos días, y que tan solo le había mandado unos pocos
mensajes en donde le preguntaba sobre lo que pensaba hacer
cuando regresase; adelantándole, de paso, que a ella seguía sin
importarle compartir techo con él. Le dejaba dicho en audios
que la casa era lo bastante grande para que cada uno tuviese su
propio cuarto, y seguía considerándole un gran amigo con el
que algún día pudiera tener una segunda oportunidad.
«¡¿Gran amigo?! ¿Pero esta niñata piensa antes de hablar?
¿En qué momento he pasado de ser su prometido a gran
amigo? La muy… ¡¡Grandes amigos ya tengo y de sobra!! ¿Y
segundas oportunidades? A esta se le ha ido la cabeza», pensó
antes de hundir la cara en la almohada y lidiar con otra
migraña que lo mantendría en cama toda la tarde, y a su madre
y hermanas agobiándole con que comiese algo y saliera de allí
para que le diera el aire.
Pero ni siquiera sus amigos habían sido capaces de
convencerlo para que les acompañara a la colla, que era un
local que tenían alquilado entre todos para hacer sus fiestas, y
olvidarse de aquella zorra, como ya la habían empezado a
catalogar todos los que le conocían.
El domingo, 20 de diciembre, llegó el día de su marcha.
Amaneció un día soleado y radiante en el que su padre no
consiguió persuadirle de que se quedase a comer el arroz que
había encargado; aunque, al menos, su madre sí que consiguió
convencerle para que regresase en cuatro días y celebrar la
Nochebuena con ellos y no quedarse solo en aquella provincia
tan gris y fría en la que había decidido instalar su vida.
Por suerte, aquel año, las fiestas cuadraban en fin de semana
y desconectaría al lado de los suyos. Así que, con esa promesa
hecha a su madre, Xavier se enfrentó a cuatro horas y media
de viaje, hastío, comedura de cabeza y otro par de partidos de
fútbol retransmitidos por la radio.
Capítulo 6
Obra realizada

A falta del permiso sanitario de apertura, Alba podría abrir la


puerta de su local de comida casera antes de Nochevieja.
Habían sido dos semanas de locura.
Los obreros, que eran los mismos que a su madre le hacían
todas las obras de remodelación tanto en su casa como en
aquellas que a lo largo de los años había comprado o heredado
de su familia para venderlas a gente que llegaba al pueblo,
habían conseguido terminar a tiempo para conectarle la cocina
industrial que, a partir de ese momento, sería su medio de
vida.
Por fin, sería su propia jefa. Dueña de su propio negocio de
comida casera elaborada e, incluso, en unos meses, podría
plantearse contratar a alguien que le llevase los encargos a
domicilio.
Antes de empezar, ya tenía a sus primeras clientas: Andrea
con todos los encargos de tapas, tortillas y sándwiches que
ofrecía en su bar y que le salía bastante más barato que tener
contratada a una cocinera a tiempo completo en un pueblo que
solo le llenaba el local los fines de semana. Y Sara, que no
tenía tiempo de cocinar después del trabajo y que le había
encargado el menú de la semana para sus hijos mientras estos
estuvieran de vacaciones navideñas, cuidados por la canguro y
sin comedor escolar.
El martes, 22 de diciembre, día de la lotería de Navidad, le
llegarían las cámaras frigoríficas, el congelador, las estanterías
refrigeradas y el mostrador, por lo que dejaría la compra
grande y la recogida de la carne para el fin de semana.
Aquel avance en su profesión, siendo cocinera graduada
superior por la prestigiosa escuela Le Cordon Bleu de la UFV
de Madrid, le dio pie a proponerle a su madre el empezar a
vivir sola en el pequeño ático con solárium independiente y
vistas a la calle principal del pueblo que, a pesar de estar
pegado a la casa de su madre en la que actualmente vivían, le
proporcionaría esa independencia anhelada y le permitiría
continuar trabajando aun habiendo echado el cierre, ya que,
literalmente, su negocio estaría en la planta baja del edificio.
Aquel ático había sido reformado por los mismos obreros,
justo antes del confinamiento, pero todavía no lo habían
conseguido alquilar. Era un pisito de unos sesenta metros
cuadrados con dos habitaciones, baño y solárium de otros
treinta, y separado de su actual habitación por un murete en la
terraza que ella tenía.
El edificio era una antigua casa de pueblo, reformadísima,
herencia de su padre, cuyo usufructo mantenía su madre, y
donde tan solo las separaría un tabique grueso. Eso, si su
madre no decidía irse a vivir al chalé grande o a la playa, en
donde cada vez pasaba más tiempo. Pero, indudablemente,
tendría más intimidad, podría llevarse a quien quisiera a
dormir con ella sin tener que hacer las presentaciones oficiales
a la mañana siguiente, y pasarse la noche entera trabajando si
era su deseo.
Virtudes era una mujer de pueblo bastante independiente.
Todos la respetaban y sabían que podían acudir en un
momento dado a ella. Mantenía la mañana y la tarde ocupada
en actividades en el polideportivo o en la casa de la cultura. Se
apuntaba a cada viaje subvencionado que ofrecía el
ayuntamiento y hasta le habían propuesto para concejala del
mismo, pero se rajó en el último minuto. Tenía influencias
aquí y allá y conocía a casi todos los vecinos de aquel pequeño
municipio. Era asidua feligresa, cantaba en el coro, concedía
generosos donativos y las tumbas de su esposo y familia podía
decirse que eran las que mejor lucían en todo el cementerio.
Su marido y ella habían nacido en Entresueños. Fueron
juntos a la escuela del pueblo, allí se casaron y criaron a su
única hija, que les llegó siendo demasiado mayores y con
alguna dificultad para una madre con embarazos de riesgo y
abortos seguidos a la que tuvieron que vaciar nada más nacer
Alba.
Su madre hablaba siempre de regresar a la casa con terreno
en la que vivieron hasta la muerte de su marido, un día en el
que el corazón le falló tras terminar su jornada en el campo y
donde le encontraron tras ver que caía la noche y no regresaba.
Sin embargo, prefirió reformar aquel edificio y favorecer el
contacto de su hija con el resto de niños del pueblo al estar
mucho más cerca del colegio, y cercano también al autobús
que tuvo que utilizar hasta que se sacó el carné de conducir
para acceder a la universidad.
Alba sabía que por sus propios medios no hubiese
conseguido tener ni la licencia de obra ni el permiso de
apertura del local ni la obra terminada tan pronto y al mejor
precio posible. Sabía que su madre había metido mano en ello,
ejerciendo toda la fuerza que había podido tanto con la
cuadrilla de obreros como con el propio ayuntamiento. Y solo
tendría que tomarse alguna tarde libre para comprar algunos
muebles para el ático, ya que, de tanto centrarse en el local y la
cocina, no había tenido tiempo de ir a ver nada.
Por el momento, seguiría con su madre y, pasadas las fiestas
navideñas y el estrés de la inauguración y de los primeros
encargos, hablaría con ella, le diría que quitase el cartel de
alquilar y localizaría lo que mejor le cuadrase para que su
pisito de soltera en Entresueños quedase a su gusto para dar
comienzo así a su nueva vida.
Capítulo 7
Pasando página

A media tarde del domingo, Xavier llegó a su casa de Madrid


y sin previo aviso. Abrió la puerta despacio y tragó saliva. No
sabía lo que se encontraría tras ella, y mejor no pensarlo.
En el transcurso del viaje, se había autoconvencido de no
discutir. Quería tener la fiesta en paz, pero sabía que, en
cuanto a lo de tratar con Marta el tema del piso, no lo iba a
tener nada fácil. Y es que aquella casa tenía dos habitaciones
bastante amplias, una pequeña terraza que daba a las zonas
comunes, piscina, dos plazas de garaje, estaba situado en uno
de los municipios con más renta per cápita de la Comunidad
de Madrid, bien comunicado y soleado y a tan solo unos pocos
pasos de la sierra madrileña, así como cerca también del
hospital en el que trabajaba ella; por lo que no iba a ser una
baza fácil de ganar.
—¿No pudiste llamar para decir que venías? —fue todo lo
que la cordialidad de cinco años de noviazgo le permitieron
decir a aquella traidora que estaba sentada en su sofá, viendo
una serie y abrigada con una manta por encima.
—No tengo por qué avisarte si vengo a mi casa. Por cierto,
¿ya te has pensado cuándo te mudas? Porque quiero hablar con
la casera esta misma semana para que regularice los papeles y
figurar yo solo como inquilino —le soltó casi sin respirar.
—¿Y qué te hace pensar que me voy a mudar? —dijo ella,
ajustándose la manta al cuerpo—. El que se ha marchado de
casa has sido tú, no yo.
Ella continuó viendo su serie mientras Xavier soltaba la
bolsa de viaje en el suelo y se dirigía hacia el sofá con un
arrebato de furia que le subía por el pecho y que sabía que
tendría que controlar para no salirse de sus casillas.
Por el camino, atrapó el mando de la televisión, pulsó el
botón de apagado y se sentó en la mesa baja de centro para
quedar frente a ella y a su altura.
—Que te quede claro que yo solo me he ido por unos días
con mi familia para contarles el desbarajuste que tú solita has
organizado. —Le apuntó con el dedo índice, sin llegar a
tocarla y controlándose para no elevar la voz más de la cuenta
—. ¿O qué esperabas que hiciera?, ¿hablar con todo el mundo
por teléfono para decirles que mi prometida tiró por tierra una
boda y, que no contenta con eso, se permitió el lujo de
quedarse con un anillo que no le pertenecía si es que ya no
había compromiso?
La rabia pareció traspasársele a Marta, ya que se quitó la
manta con urgencia y, forcejeando con su propio dedo anular y
los labios muy fruncidos, se sacó el anillo de brillantes y
zafiros engarzados alrededor de una pieza de oro blanco.
—¡Aquí tienes tu puto anillo! Que parece ser que es lo
único que te importa. —Se lo lanzó al pecho antes de
levantarse del sofá y colocarse las manos en la cintura.
—¡A mí lo que me importaba éramos nosotros antes del lío
que armaste! —gritó Xavi antes de estirarse para recoger el
anillo del suelo y guardárselo en el bolsillo, tras revisar que no
se hubiera soltado ninguna de las piedrecitas—. Fuiste tú la
que querías casarte y todavía no me has dado una respuesta
creíble del por qué has pasado del todo al nada así, de repente,
sin que haya otro tío de por medio. —Ella guardó silencio y
comenzó a pasearse por el salón con las manos en la cintura y
la cabeza agachada—. ¿O… también mentiste en eso y sí que
te has enrollado con alguien? —Marta no respondió y ni falta
que hizo, ya que Xavi se lo leyó en la cara—. ¡Joderrr! —Se
llevó las manos a la frente—. ¡Hòstia puta! ¡Pero qué
gilipollas redomado que soy! ¡¿Quién coño es?! —soltó con
un exabrupto.
—¡Xavi, no te vuelvas loco! —dijo ella, dando un par de
pasos hacia atrás y apuntándole con el dedo.
—Com?! —Él se levantó de la mesa, pero se quedó donde
estaba—. Me volveré lo loco que me dé la puta gana. Dime
ahora mismo quién coño es ese tío y cuánto tiempo llevas
engañándome con él.
—Xavi… —Ella reculó otro par de pasos, aunque él se le
fue acercando con la cabeza un poco agachada para no parecer
tan intimidante.
—¡Que seas honesta de una vez y me digas la verdad,
hòstia! Que lo nuestro acabó en el momento en el que dejaste
esa nota sobre la mesa, pero que necesito dejar de escuchar tus
mentiras y saber qué ocurre aquí y que me dejes de tomar por
imbécil —farfulló entre dientes.
—Está bien, de acuerdo, pero deja de gritar, que me da
miedo. —Ella se tapó los oídos—. Me acosté con el doctor
Plaza.
Xavier fue el que reculó en esta ocasión, frunciendo el
entrecejo.
—¿Con Antonio? ¿El que fue tu novio mientras hacía el
MIR en el hospital? ¿Ahora te andas con tanto formalismo que
le llamas «doctor»?
Ella pasó sus manos a los bolsillos traseros del vaquero y
expandió un poco más sus ojos.
—No, fue con… Manuel, su hermano mayor y jefe del
quirófano.
El se cruzó de brazos.
—¿Y esperas que me crea que rompes lo nuestro por un
polvo con ese tipo? —A Xavi se le escapó una sonrisa. Pero la
mirada a un lado y a otro de ella le dio la respuesta—. Está
casado y su mujer es tu excuñada, ¿cierto?
—¡Cállate, Xavi!
—No, no me callo. Eres una traidora absoluta y no tienes ni
un ápice de dignidad. Bueno, doble traidora, porque no solo
me has engañado a mí, sino también a esa mujer a la que
conoces. En el fondo, me das hasta pena. Pero mi problema ya
no es con quien te acuestes o no. El tema de la casa es lo que
me preocupa, porque, si en algo quieres enmendar lo que has
hecho, lo justo será que te marches tú. Y ahora mismo, a ser
posible.
—¡Ah, sí! —Marta se cruzó de brazos también, y levantó la
mirada—. ¿Y eso por qué? Yo pago la renta igual que tú y esta
casa es suficientemente grande para compartirla entre los dos.
—Yo no pienso compartir contigo un espacio en el que, en
cualquier momento, puedo estar viendo pasar delante de mis
narices el culo del doctor Plaza o de cualquier otro doctor al
que te estés tirando —recalcó con énfasis.
—¡Oh, vaya! ¿No te daba lo mismo con quién me acostaba?
—dijo en tono jocoso.
—Marta, tú tienes un sueldazo y te puedes permitir lo que
quieras. A mí, con lo que gano y siendo autónomo, no me van
a hacer un contrato de alquiler en esta zona ni de broma.
—Ese no es mi problema ya. Tienes un montón de zonas en
Madrid donde vivir si no quieres compartir piso conmigo.
—Tú puedes irte con tus padres hasta que encuentres algo
parecido a esto. —Comenzó a perseguirla por el pasillo.
—¡No pienso salir de esta casa! —elevó el tono de voz—.
Móntatelo como quieras, pero yo no me voy. Así que ya lo
sabes.
Terminó dándole la espalda y zanjando el asunto de aquel
piso mientras se encerraba en el baño.
Xavier cerró los puños y los ojos con fuerza y, apretando la
mandíbula, elevó la cabeza hacia el techo en un afán por
controlarse y no tirar la puerta del baño abajo y sacarla de
aquella casa por los pelos.
Regresó al salón, cogió su mochila y la bolsa de viaje que
había dejado tirada en el suelo y salió de allí, dando otro
portazo sonoro.
Ya en el coche, enfiló la carretera que le llevaría hasta
Entresueños, con el atardecer perfilándose por el horizonte, y
contactó con Sara. No quería meterse en la consulta sin que
ella lo supiera esta vez. Pero necesitaba desconectar de Marta
y de todo aquello del piso, y no se le ocurrió mejor sitio que la
consulta para pasar la noche.
—¡Xavi, de eso nada! Tú te vienes a casa a dormir.
—Sí, lo que te faltaba a ti es que Yago se enterase por tus
hijos de que me he quedado en tu casa y se piense lo que no
es.
—Pero ¿qué tonterías estás diciendo? A Yago que le den.
Además, los niños están con él hasta Reyes. Y esta noche
tengo una cena de Navidad con Andrea, Alba y su madre. Así
que vente para acá y déjate de chorradas.
—¿Vais a juntaros en tu casa con todas las restricciones que
hay todavía, y que no recomiendan que se haga si no eres del
mismo núcleo familiar?
—Pero si aquí en el pueblo eso no lo cumple nadie —alegó
ella—. Andrea y yo estamos todo el día juntas en el bar o por
temas de los niños. Virtudes dice que ya lo pasó. Y, si te da
palo a ti, abrimos una ventana y se acabó.
A Xavier le daba una pereza tremenda estar rodeado de
tanta mujer que lo más seguro es que no parasen de elucubrar
sobre otro buen montón de teorías de cuánto tiempo duraría
Martita con su buen doctor. Pero, ante la insistencia de su
amiga, terminó accediendo y, en media hora, se plantó en su
chalé independiente ubicado en una pequeña urbanización a
las afueras del pueblo y donde Andrea vivía a tan solo dos
casas de distancia.
Sara ya le había cambiado las sábanas a la cama de su hijo
para que se acostase ahí él, y le dijo que le ayudase con los
preparativos de la cena que se les presentaba por delante. Al
menos estaría entretenido durante un rato y se olvidaría de
Marta y su negación a abandonar la casa que compartían.
Cuando llegaron, las mujeres le saludaron efusivamente,
menos una. También le ayudaron a montar la mesa, que se vio
completada con una fuente de moussaka recién horneada que
había hecho la joven Alba y unos polvorones caseros y
compota que acompañarían las botellas de cava que había
llevado Andrea.
—¿Los has hecho tú o los has comprado? —le preguntó
Xavier a Alba cuando esta empezó a sacar aquellos
polvorones, típicamente navideños y encantadoramente
envueltos en papel de seda de colores llamativos.
—¡La duda ofende, chato! Soy cocinera y repostera
profesional, por si no te habías enterado.
La verdad es que no sabía mucho sobre aquella muchacha,
pero la fuente de moussaka que había traído olía de maravilla
y llevaba salivando un buen rato.
Hasta ese momento, no se había dado cuenta del hambre
que tenía y de que las tripas le rugían. Llevaba en el estómago
tan solo una tostada y un par de cafés de bar de carretera, y no
supo si fue por eso o por lo bien cocinada que estaba, pero
aquel plato le supo a gloria bendita cuando pudo hincarle el
diente; así como los polvorones, que acompañó con una buena
cantidad de compota de frutos de temporada y varias copas de
cava que no le pararon de servir.
—Y tú te querías quedar a dormir en la consulta y perderte
esta cena —dijo su amiga Sara, levantando la copa de cava
antes de darle otro sorbo.
—Quedarte a dormir en la consulta, ¿por qué? —preguntó
Virtudes—. Con el frío que hace estos días, seguro que
hubieras tardado un siglo en caldear aquello. Además, siempre
vas poco abrigado. Te vas a coger una pulmonía, muchacho.
—Entre otras cosas —completó Sara—, porque lo de
quedarte a dormir en una de las camillas no es que sea un
planazo, la verdad. Y con lo estrecha que es, vas a acabar en el
suelo.
—¡Dormir en la camilla! —exclamó la madre de Alba—.
¿Por qué ibas a hacer eso?
Xavier suspiró y apuró su copa de un trago.
Durante los siguientes diez minutos, les resumió los últimos
acontecimientos. Con reconocimiento de los cuernos que
Marta le había puesto y la negación a marcharse de su piso.
Para cuando se sacó el anillo del bolsillo y lo puso encima de
la mesa para que lo vieran, Andrea había abierto la segunda
botella de cava que empezó a escanciar en las copas.
—Te dije que era una puta —replicó Alba, observando la
joya con detenimiento—. Y, encima, con el hermano de su ex
que está casado. Esa es más puta que las gallinas, que
aprendieron a nadar para follarse a los patos.
—¡Alba, te vas a tener que lavar esa boca con jabón! —le
reprendió su madre.
—No, Virtudes, si tiene toda la razón. Esa expresión no la
conocía, pero me la apunto.
—Al menos te devolvió el anillo —completó Andrea para
cambiar de tema—. Es muy bonito, la verdad. Brillantes y
zafiros. Una preciosidad.
—Anda y que le regale otro su doctorcito —alegó Sara—.
Ahora, en lo que hay que centrarse es en ver dónde te meterás
a vivir, porque espero que no me digas que vas a compartir
casa con esa víbora, si no, te juro que te retiro la palabra.
—Pues no me va a quedar más remedio, porque no piensa
largarse. Y a ver dónde encuentro yo una casa para alquilar en
estos días cercanos a la Navidad y en donde, seguramente, me
vayan a pedir fianza, adelantos y a saber cuántas cosas más.
—¿Quieres vivir por aquella zona o te da lo mismo? —
preguntó Andrea mientras recogía la mesa con Sara y Alba.
—Eso me da igual. Es más, si me tengo que mudar, cuanto
más lejos esté de ella, mejor.
—Igual yo te puedo ayudar —intervino Virtudes antes de
darle un trago a su copa—. Claro está, si estuvieras dispuesto a
mudarte a este pueblo y aguantar el trajín que se traerá Alba
con el nuevo local que abrirá en breve de comida casera justo
debajo de la casa que te podemos ofrecer para vivir. —A Alba
casi se le cae al suelo la fuente con restos de moussaka—.
Aunque, realmente, a ese lado solo da el solárium, a la casa se
entra por la parte de atrás. Y compartirías rellano con el
almacén de Alba.
—Mamá, ¿le estás ofreciendo mi ático?
Virtudes se sorprendió ante aquella pregunta.
—¡¿Tu ático?! ¡Hija! El piso está ahí muerto de risa desde
que murió tu padre y lo arreglamos. Lleva con el cartel puesto
para alquilar desde entonces y ni Dios ha venido a verlo.
Además, tú nunca has dicho que quisieras vivir en él —se
extrañó su madre.
Alba dejó la fuente sobre la encimera de la cocina y se echó
para atrás el pelo teñido de azul para meterlo por detrás de las
orejas.
—Mamá, he estado tan liada con lo de la obra del local que
no tuve tiempo para hablar contigo sobre ello, pero pienso
mudarme ahí en cuanto pase Reyes.
—Tú tienes casa, hija —corroboró Virtudes—. Y un
solárium en tu habitación. Es más, tienes varias casas. Como si
te quieres ir al chalé, que ya sabes que yo voy a terminar
viviendo en la playa. Pero este muchacho es el que necesita ya
un lugar para vivir.
—¡Pues alquílale el chalé! —replicó la joven, a quien la
cara se le estaba poniendo roja.
—Por cierto, no te he dicho en cuanto se quedaría la renta.
—Virtudes quiso cambiar de tema y desvió la mirada hacia
Xavier para cerrar un precio—. Hablamos de sesenta metros
cuadrados de casa, con dos habitaciones y una terraza de
treinta.
—Virtudes, yo… no quiero generar un lío entre vosotras, en
serio. Ya encontraré otra solución, de verdad.
—Setecientos cincuenta euros —continuó ella sin hacer
caso a sus palabras—. Gastos aparte, claro. Y un mes de fianza
que te será devuelto al rescindir el contrato y si no ha habido
desperfectos en la casa. Es lo justo. ¿Qué te parece?
Para Xavier aquello era un chollo.
—Me parece un sueño, la verdad, pero…
—¡Mamá! —exclamó la joven bajo la atenta mirada de
Andrea y de Sara que desenvolvieron un par de polvorones,
esperando a ver cómo terminaba aquel culebrón que se había
armado en un momento.
—Eso sí, está sin amueblar. Espero que no tengas problemas
con ello. —La señora seguía sin hacerle el menor caso a su
hija.
—Nada que no se pueda solucionar con una visita a Ikea —
alegó él.
—¡Joder, menuda mierda! —blasfemó la joven.
—Deja de decir tacos —le advirtió su madre—. Y la renta
te la pagará a ti, que eso te servirá de ayuda para tu
emprendimiento. ¿Entendido?
—¡¿Encima, me conviertes en su casera?! —Alba se señaló
el pecho con la mano.
—Pues sí, ya va siendo hora de que asumas ciertas
responsabilidades. El edificio es tanto tuyo como mío. Algún
día faltaré yo y tendrás que hacerte cargo de todo. Así que
cuanto antes aprendas, mejor que mejor.
—Y ahora me pedirás que le enseñe el piso, ¿verdad? —
Alba cogió su copa para apurarla de un trago.
—Pues no estaría de más. A ver si no le va a gustar. Así que
acercaos en un momento y, si te parece bien, Xavi, mañana
mismo llamo a la gestoría y que os prepare los papeles.
Xavier se encontraba un tanto descolocado, pero Sara se
acercó hasta él para achucharle y que se pusiera en pie antes
de que la madre o la hija cambiasen de opinión.
—¡Está bien, joder! —soltó la joven con el ceño tan
fruncido que parecía que se le fuese a quebrar—. ¡Tú,
sígueme, iremos en mi coche! —le ordenó a Xavier.
Y cogiendo el abrigo y las llaves, Alba salió por la puerta
sin esperarle.
Capítulo 8
Un apartamento coqueto

El trayecto en el coche de Alba hasta el edificio en el que


vivían ella y su madre se le hizo eterno a Xavier, y eso que les
separaban escasos cinco kilómetros desde la urbanización en
la que vivía Sara.
En menudo marrón le había metido Virtudes al colocarle en
medio de una situación que parecía haber llevado al traste el
deseo de aquella joven de meterse a vivir en el piso; en uno
que, además, era de su propiedad.
Sentía que le debía una disculpa, pero tampoco lo había
provocado él, y aquel piso le iba a solventar el salir de
inmediato de la casa en la que, de otro modo, tendría que
seguir viéndole la cara a la bruja de su exnovia. De paso, se
ahorraría un buen dinero, ya que pagaría unos cuantos euros
menos de los que pagaba con Marta, incluyendo los gastos, y
tendría un piso para él solo.
Aquel edificio lo había visto desde fuera muchas veces, ya
que estaba justo frente al bar de Andrea, y lo cierto es que le
llamaba la atención que no quitasen el cartel de alquiler. Igual
estaba esperándole a él.
Cuando bajaron del coche, rodearon el edificio en donde
había una entrada bien ornamentada, con geranios y otras
plantas de temporada que colgaban en sus maceteros. A la casa
de ellas, se entraba por la fachada principal, traspasando una
pequeña verja que daba paso a un patio de piedra y acebos
colocados en jardineras que quedaba justo al lado del local.
La poca luz de la farola hizo que Alba no pudiese meter
bien la llave en la cerradura, por lo que Xavi la iluminó con la
linterna de su móvil, sin recibir un gracias de vuelta.
Accedieron a un rellano en donde se veía de frente una
puerta metálica que Xavi supuso que sería de acceso al
almacén del local de la joven. Y, tras cerrar la puerta, subieron
un tramo de escaleras de piedra rústica con bastante
inclinación y ventanucos en el lateral, que permitían ver a
través de ellos.
Xavier intentó evitar posar la mirada sobre el trasero de
aquella chica, pero se había dejado el abrigo en el coche y el
contoneo de sus caderas, con cada paso que daba, era
demasiado tentador como para no hacerlo y disfrutar de lo
bien que le quedaban los vaqueros.
—¿Has abierto ya tu negocio?
Ella ni siquiera se giró para responder.
—Hasta mañana no tendré la licencia. Pero te advierto que
por esa puerta saldré y entraré más de una vez, ya que es la
zona de carga y descarga de la mercancía. Para que no te
quejes luego del ruido que hagamos los repartidores o yo. —
Xavier se tomó aquello como un preaviso y empezó a
arrepentirse de haber dicho un sí tan rápido a aquel alquiler.
Tenerla a ella de casera no iba a ser fácil. Eso por descontado
—. Y que sepas que cocinaré en el local, para que tampoco me
vengas con quejas por los olores o por la cantidad de gente que
entre o salga, sea la hora que sea. ¡Ah! Y me levanto muy
pronto, así que si escuchas ruidos, ya sabes que soy yo.
«No, aquello no iba a ser fácil para nada» , pensó.
Avisado quedaba.
Además, igual la casa no estaba tan bien como se pensaba,
si no, ya la hubiesen alquilado. Y tampoco era cuestión de
aguantar lo que fuera. Así que, en cuanto ella abriese aquella
última cerradura y le diese un vistazo rápido, le pondría
cualquier excusa y se quitaría el marrón de encima, por mucho
que necesitase un techo y por mucho que tuviese tan buen
precio.
Sin embargo, en cuanto Alba abrió aquella puerta blindada y
encendió la luz, se encontró un salón diáfano, con chimenea
encastrada en una pared de piedra que iba del suelo al techo,
paredes pintadas en tonos vivos y una cocina americana
pequeña aunque moderna, que parecía que no había sido usada
nunca.
Él no era muy dado a la decoración. Todos los muebles de
su casa los había elegido Marta y recordó que estaban pagados
a medias, por lo que alguno de ellos podría cubrir espacio en
aquel pisito al que, a pesar de todos los inconvenientes y de su
casera, le empezaba a ver grandes posibilidades.
—La leña tendrás que acumularla en la terraza. Nada de
hacerlo en el rellano de abajo y bloquearme el paso al
almacén. Y nada de quemar troncos que no sean de encina u
olivo, que luego el tiro se llena de resina y otras mierdas y lo
vas a pagar tú —le espetó.
A Xavier le empezaban a dar ganas de decir: «A sus
órdenes, mi sargento». Pero mejor no tentar la suerte y recibir
algún exabrupto de aquella muchacha.
Las habitaciones se las mostró con rapidez. La más grande
parecía tener armario empotrado y baño incluido y le entraría
una cama de metro cincuenta de anchura. La ducha estaba a
ras del suelo y la mampara era bastante grande. Todo nuevo y
muy moderno. La habitación más pequeña era la que daba a la
calle principal y, junto con el salón, tenía acceso al solárium
que fue lo que terminó por enamorarlo del todo; y eso que
Alba no prendió la luz para que pudiese verlo mejor.
En un segundo, Xavier pasó de buscarse una excusa para
salir de allí cuanto antes, a verse tomando medidas a ojo de
buen cubero para calibrar qué mueble le encajaría en aquella
segunda habitación en donde poder colocar su ordenador de
mesa y, tal vez, un sofá cama para las visitas. Así como los
muebles que pondría en la terraza para crearse un espacio chill
out en el que descansar de sus jornadas de trabajo, con un buen
libro y una copa de vino.
—Me lo quedo —soltó en alto y demasiado rápido; lo que
hizo que Alba se cruzase de brazos, frunciendo los labios.
—De eso no me cabía la menor duda. Este piso es una
ganga y mi madre te lo ha dejado a un precio inigualable.
Xavier se llevó la mano a la frente y se la restregó mientras
se colocaba la otra en la cintura.
—Alba, me imagino que te habrá sentado malament el que
tu madre me haya propuesto alquilaros esta casa. Aunque no
entiendo el porqué de ello cuando ha estado cerrada tanto
tiempo y con el cartel puesto. Pero eso no es asunto mío. Lo
único que sé es que esta casa me viene muy bien en estos
momentos.
—¡Oye, a mí no me cuentes tu vida! Que ya estoy harta de
oírla.
—¡Déjame acabar, por favor! —la cortó—. Lo que quería
decir es que si esto va a suponer llevarnos como el gos y el
gat, dímelo ahora, porque entonces no me meto aquí. Estoy
saliendo de una situación muy difícil como para ir a meterme
en otra todavía más complicada con la que va a ser mi casera.
—Has dicho como el perro y el gato, ¿verdad? —La joven
se miró los pies y cruzó un poco más los brazos—. La culpa es
mía por no haber hablado con mi madre antes. Es una
negocianta nata. Ha estado vendiendo y alquilando casas toda
su vida. Aunque esta jamás viniera nadie a verla. Sería que
estaba esperando a que llegaras tú. —Ella elevó la mirada para
enfrentarla a él y se sorprendió al ver que el tono de sus ojos
azules se había oscurecido—. Pero, como buena mujer de
negocios, tiene razón. Yo tengo un techo donde vivir y tú
necesitas salir del que compartes con esa arpía de novia que
has tenido durante tanto tiempo. Por cierto, la terraza da a mi
habitación, por si se te ocurre montar alguna fiestecita cuando
llegue el buen tiempo —hizo un inciso para advertirle—. Y el
dinero me vendrá fenomenal para pagar los créditos que he
pedido para montar el negocio. Así que aquí tienes —alargó la
mano y le tendió las llaves de su nuevo apartamento—, para
que puedas empezar a traer tus cosas. Ya firmarás mañana el
contrato.
Xavi las cogió y sonrió, después de darle las gracias.
Capítulo 9
La mudanza

Al día siguiente, Xavier se levantó en casa de Sara renovado


tras casi veinte días de turbiedad mental en la que no dejaba de
pensar en Marta, en la boda, en sus padres, en el resto de los
invitados, en lo capullo que había sido y en lo que iba a
cambiar su situación a partir de entonces.
Por primera vez en aquel mes de diciembre, sintió consuelo
y gratitud, tanto por haberse ahorrado un buen divorcio y no ir
a pasear por ahí una buena cornamenta, como por ir a vivir en
su propio piso y rodeado de naturaleza.
Sara y él desayunaron juntos y, más tarde, marcharon cada
uno en su coche hacia la consulta. Por suerte, ningún paciente
le dio la murga con lo de su «no boda», pero alucinó al ver que
más de uno sabía ya que se mudaba al pueblo a vivir. Estaba
claro que el bar de Andrea hacía las veces de noticiero local.
Eso, y saber que el cartel de alquiler de aquel ático había
desaparecido al fin.
Al mediodía, y tras pasar por el bar para picar algo, se cruzó
al local de Alba para firmar el contrato de alquiler.
Nada más entrar, la vio con el traje y el delantal de chef,
gorro negro que le cubría el pelo en su totalidad y ningún
piercing que le adornase las orejas, la ceja o la nariz. La
manga larga tampoco le permitía ver los tatuajes que le
cubrían los brazos y Xavier pensó que aquellos ornamentos le
hacían un flaco favor a aquella joven, pues ganaba con la
sencillez de una cara recién lavada.
—Conste que no es por criticar, pero estás guapísima al
natural.
—¿A qué te refieres? —Ella se limpió las manos en un
trapo que llevaba colgado del delantal para coger la carpeta en
la que tenía el contrato ya redactado en su interior.
—Que no te hacen justicia ni los piercings ni los tatuajes ni
tanto tinte en el pelo. Por cierto, ¿cómo soporta tu cuero
cabelludo tanta agresión? Porque no tiene que ser nada bueno.
—Cuidado con lo que dices, chato, que todavía no has
firmado el contrato y, al paso que vas, igual ni lo firmas. A mí
tampoco me gustan los tipos barbudos, y no voy diciéndote
que seguro que estás más guapo si te afeitas.
Xavier se sorprendió con aquello.
—¿No te damos confianza los hombres con barba o qué?
—No me gustáis para irme a la cama con vosotros ni
besaros siquiera, con tanto pelo… ¡Puaj, qué asco! —Fue
desplegando los dos contratos que tenían que firmar.
—Pensaba que eras lesbiana —se le escapó casi sin pensar.
Ella recogió los papeles y se los llevó al pecho.
—Desde luego, te estás ganando el que te mande a la
mierda sin pasar por la casilla de salida. A mí me gustan los
hombres, chaval, no las mujeres. No soy bi ni nada de eso, ¿te
enteras?
Xavier cabeceó de lado a lado y se apoyó en el mostrador.
—Perdona, sí, soy un bocazas y de los grandes. Saqué falsas
conclusiones y lo siento. Por cierto, el local te ha quedado
estupendo —alabó, mirando a su alrededor y, para cambiar de
tema, viendo las estanterías que ya estaban cargadas de
productos artesanales, enlatados, botellas, encurtidos, pastas,
alguna cesta navideña ya preparada, panes diversos, y una
estantería frigorífica lista para ser llenada con productos
elaborados y un mostrador refrigerado en el que se apreciaban
multitud de fuentes de acero inoxidable que, en breve, se
verían repletas de comida para llevar a casa—. Esto es casi
mejor que el piso. Tener la comida hecha para mí es un lujo
necesario. Cuenta con un cliente fijo para todos los días del
año —dijo, en un intento por romper el hielo que había creado
entre ambos por sus comentarios tan inapropiados.
Ella volvió a desplegar los papeles sobre el mostrador.
—Voy a tener menús semanales. Ya te meteré en el buzón
algún panfleto.
—También me lo puedes dar en mano, vamos a vivir al
lado. —Él sonrió bajo la mascarilla, aunque ella no lo pudiese
ver.
—¡Anda, firma antes de que me arrepienta! —Le pasó un
bolígrafo y él, mirando los papeles por encima, estampó su
rúbrica en aquel contrato de larga duración. Ella, tras firmarlo,
le pasó una tarjeta para que tuviera el teléfono en donde poder
llamarla para los encargos o aquello que necesitase—. En los
últimos años, no me ha quedado mucho tiempo para las
relaciones personales. Y con los gañanes del pueblo ni se me
ocurriría enrollarme. Igual hasta andan comentando por ahí
que soy tortillera, pero me da igual lo que piensen. En cuanto a
lo de la imagen, en un bar, da un poco igual, pero en un
negocio en donde manipulo alimentos al nivel que lo hago
puedo espantar al público y eso no me interesa. Al menos al
principio.
—Hay cantidad de cocineros con una pinta que para qué.
Mira al tal Dabiz Muñoz y su cresta.
—Ya, pero son famosos y, la mayoría, hombres. No me la
voy a jugar. Los del pueblo ya me conocen, pero vendrá
mucha gente de fuera y, mientras tenga que estar dando la
cara, prefiero evitarlo.
Xavier se fijó en el nombre bordado de su chaquetilla en
donde se podía leer: «Chef Alba Cur».
—Pocos chefs hay tan guapos como tú; así que te puedes
permitir ir como te dé la gana. Siento el comentario de antes.
La joven encogió los hombros y arqueó las cejas mientras le
alargaba su contrato ya firmado por ambas partes.
—Mañana, inauguro a las diez de la mañana, y habrá
degustación de pastelitos salados y ponche navideño, por si te
quieres pasar. Díselo a Sara también.
Él asintió y se lo agradeció, con su contrato debajo del
brazo y la promesa de verla al día siguiente.
Luego, se pasó por la casa para verla con luz del día y se
quedó un rato frente al solárium, disfrutando de los rayos de
sol que alcanzaban medio salón y que le calentaban el cuerpo a
través de la cristalera.
Le había caído el premio gordo de la lotería, y eso que hasta
el día siguiente no sería el sorteo del año en España.
Solo le quedaban tres masajes más a domicilio antes de
poder recoger las primeras cosas del otro piso y comprarse
aunque fuera un saco de dormir para estrenar su nueva casa.
Pero Sara no le dejó.
—¿Qué diría tu madre si se entera de que te he dejado
dormir en el suelo de tu nueva casa, estando al lado de la mía?
—le dijo y le convenció.
A lo largo de ese día y al siguiente, pudo llevarse todo lo
personal que guardaba en la casa compartida con Marta y,
milagrosamente, sin tener que verla a ella por allí. Llegó a un
acuerdo con ella por teléfono para que le ingresara su parte de
los muebles y casi mejor; ya que en el nuevo piso tenía que
afinar con las medidas y prefería todo nuevo, aunque fuesen
muebles más baratos, y no tener que ver algo que le recordase
a ella de continuo. Suerte que Ikea cerraba tarde y pudo
completar la compra de lo más necesario para su nuevo hogar,
y que justo el día antes de Nochebuena le llevaron los
porteadores de mudanzas que se ofrecían fuera de aquel
hipermercado del mueble y de la decoración.
Sabía que le fallaría a sus padres, pero necesitaba quedarse
en Madrid aquella primera parte de las fiestas para poder
montarlo todo.
Una buena comida y cena navideña sabía que no le faltaría,
puesto que Alba se pasó en esas fiestas cocinando sin parar
para los muchos encargos que tenía en aquellos días: asados,
repostería, aperitivos y demás platos típicos navideños que la
llevaron a tomarse de descanso el lunes 28, estableciendo ese
día como el libre oficial para asuntos propios.
Xavier no solo había roto las amistades con su prometida,
sino también con todas las parejas a las cuales había conocido
a través de ella. Sus amigos estaban en Castellón y ya se
resarciría en la fiesta de Fin de Año que le tendrían preparada
y que les llevaría a estar todo el día juntos para celebrarlo.
Aun así, Sara no le dejó pasar la noche del 24
completamente solo y le invitó a cenar a su casa y con sus
padres, que habían ido a pasar las fiestas con su hija.
El día de Navidad y buena parte del fin de semana lo
invirtió en el montaje del mueble del salón y la mesa para el
ordenador. Por suerte, la cocina tenía todos los
electrodomésticos y ya solo le faltaba que, a lo largo de la
semana entrante y antes de que cambiase el año, le llegase el
pedido de leña que había hecho para la chimenea que tanto le
apetecía encender.
El día previo a Nochevieja le llegó. Justo cuando ya tenía
todo rematado: su cama nueva, amplia y con un colchón
cómodo y para él solo, sofá confortable y con medidas
adecuadas para sus siestas y las visitas que quisieran
acompañarle, mesa amplia de comedor con sillas a juego,
cortinas sencillas de colocar, accesorios de baño, menaje de
cocina al completo, juegos de toallas y sábanas con colores
neutros; aunque le quedaba por recoger algún juego más y,
sobre todo, el edredón de plumón que se había dejado en casa
de su ex junto a casi toda su ropa de abrigo. También
compraría alguna planta de exterior para darle color al
solárium para el que ya había visto mobiliario hidrófugo y
listo para ser inaugurado con los primeros rayos de sol y unos
tragos en buena compañía.
El 31 se despidió de su adorada y nueva casita hasta
comienzos de año y, de ese modo, le alegró el corazón a sus
padres, pasando página del que había sido el mayor fracaso
que había tenido nunca en su vida sentimental, y celebrando el
comienzo de un nuevo año con una de las mayores fiestas que
había vivido en la última década de vida.
Año nuevo, vida nueva. Pandemia medio olvidada, a pesar
del repunte. Y la idea de aumentar horas de trabajo, aparcando,
por el momento, cualquier idea de romance.
Capítulo 10
Comienzo de año

Andrea llamó a Sara para ver si se animaba a acompañarla a


la fiesta clandestina de Fin de Año que daban unos cuantos
amigos suyos del pueblo, los cuales tenían una finca grande en
mitad del campo para hacer capeas y con una nave diáfana en
donde no habían parado de montar saraos durante todo el
confinamiento y lo que llevaban de pandemia restrictiva.
Ella tampoco tenía a los niños en Nochevieja y quedó en
pasar a buscarla por su casa.
—Estás guapísima sin las gafas —alabó Sara—. Tenías que
llevar lentillas más a menudo. Te dan un brillo especial en la
mirada.
Andrea se ruborizó.
—La mirada del miope, que nos hace parecer más
interesantes.
—Miope o no, tú eres muy interesante —le sonrió Sara—.
Mucho más que la media de este pueblo.
Andrea sonrió a su vez.
Cuando llegaron, vieron a medio pueblo metido en aquella
nave. Nadie mantenía distancia de seguridad. Y lo único de lo
que se preocupaban era de tener abiertas las puertas de entrada
a la nave y los ventanales, para que se mantuviese aireada, aun
a costa de cogerse una pulmonía. Y eso que poco vestido de
fiesta se veía por allí, ya que habían sido avisados, y casi todo
el mundo llevaba forros polares o ropa térmica bajo la prenda
que hubiesen elegido para ir un poco más vestidos.
Sara y Andrea localizaron a Alba gracias al nuevo tinte de
pelo, en color morado al más puro estilo Prince, que se puso
para celebrar el comienzo del año. Tras juntarse, se felicitaron,
bailaron, rieron y bebieron como si no hubiera un mañana.
Tras una inauguración de negocio intensísima y unos días
de no parar, Alba se iba a tomar libre el primer día del año. Ya
tendría tiempo de trabajar el fin de semana y de llevar a su
madre al tren para que se fuese a la casa de la playa que tenían
y pasar unos meses junto a sus hermanas como era su
costumbre hacer cada año.
Alrededor de las cuatro de la mañana, el nivel etílico en
sangre de Sara y Andrea le empezó a preocupar a Alba, y
decidió llevarlas a casa.
—Nooo, nop, noop, ¿y mi cocheee qué? —Entre la música
y la borrachera, a duras penas pudo entender a Andrea.
—Tranquila, que antes del mediodía lo tienes aparcado en tu
casa. Me vengo dando un paseo, lo recojo y te lo dejo en la
puerta y las llaves en el buzón. Tú duerme la mona que falta te
hace. Total, no tienes a los niños y hasta el sábado no abres el
bar.
—Yo más suerte. —La risotada que soltó Sara hizo que
Alba temiera por la tapicería de su coche. No sabía cuál de
ellas le vomitaría antes.
—Sí, tú más suerte, que hasta el lunes no curras. ¡Hala, a
dormir la mona las dos!
Sara y Andrea fueron amenizándole el camino con alguna
cancioncilla de tunos: Clavelitos, A mí me gusta el vino, y
alguna otra de la que no recordaban ni el estribillo.
Menos mal que el trayecto no era muy largo y, como no
vivían demasiado lejos la una de la otra, las dejó en casa de
Andrea, previa persecución por la calle para que le pasara las
llaves del coche y poder recogerlo en cuanto se levantase.
—¡Meteos en vuestras casas ya, que vais a coger frío! —les
indicó de manera maternal—. Y bajad la voz que vais a
despertar a todo el mundo —dijo, despidiéndose con la mano y
poniendo rumbo de vuelta al pueblo mientras rezaba para que
no saliera nadie a llamarles la atención por los gritos que
empezaron a dar mientras cantaban al unísono:
«Triste y sola,
sola se queda Fonseca.
Triste y llorosa
queda la universidad».
En cuanto la perdieron de vista, bajaron el volumen y, entre
risas, Andrea le hizo una señal con la cabeza a Sara para
tomarse la penúltima en su casa.
—La penul, eso, eso —dijo Sara—. Nunca hay que decir
última que, si no, estamos muerrrtas. —Alargó la última
palabra.
—Muertas, muertas —coreó Andrea, intentando que la llave
entrase en la cerradura de la puerta exterior.
Exactamente, dos minutos le llevó abrir esa, y uno más, la
segunda puerta que daba acceso a una estancia caldeada y
acogedora.
—Voy a mear y a quitarme las lentillas, que tengo el ojo
seco y ya no veo con ellas. Hay cava en el frigro… En el
friggor…
—En la nevera, ya. Tira, que te vas a mear aquí.
Sara conocía aquella casa bastante bien. Había pasado
muchas tardes en ella, pero, en ese momento, no recordó el
escalón que separaba los dos ambientes del comedor y, cuando
regresaba con la botella de cava para sentarse en el sofá, pegó
un tropezón que la hizo golpearse contra la mesa del comedor
por evitar que la botella se estampase contra el suelo.
Una silla se cayó y Sara fue detrás. Aunque la botella se
salvó, dejando un reguero de líquido sobre el sofá.
Al escuchar el estruendo, Andrea regresó corriendo y en
ropa interior de color rojo.
—¿Qué ha sido eso? ¿Estás bien? —Se acercó a ella para
ayudarla a levantarse y quitarle la botella de las manos, viendo
que se echaba mano al costado—. ¿Te has hecho daño?
—¡Menuda hostia que me he dado! ¿Desde cuándo está ese
escalón ahí? ¡Joder, se ha manchado el sofá!
—Da igual, ya se secará. ¿Tú estás bien? Anda, ven a
tumbarte. —Dejó que se apoyase sobre su hombro y la llevó
hasta su cuarto para que se recostase en la cama.
—Oye, ¿siempre te desnudas para mear? —Aquello pareció
llamarle mucho la atención a la fisioterapeuta.
—¡No me has visto que llevaba un mono! Esos hay que
bajárselos del todo. Y llevaba aguantando desde que llegamos
a la fiesta. Ni de coña me lo iba a bajar en esa mierda de
urinarios públicos que pone el ayuntamiento.
Parecía que se les había pasado la borrachera de golpe
debido al susto, y las dos se rieron con ganas cuando Sara
volvió a echarse mano al costado.
—Anda, túmbate, que voy a por la crema de árnica que
tengo para los golpes que se da Lucas.
Sara se puso boca abajo en la cama y, cuando regresó su
amiga, se había quitado las botas y desnudado de cintura para
arriba, dejándose puesto tan solo el top encarnado y de encaje
que llevaba.
—¿Tú también comienzas el año con ropa interior de color
rojo?
Andrea se echó una buena porción de crema en la mano y la
untó sobre la piel de Sara, que dio un respingo al notar la
frialdad de la misma.
—Hay que entrar con buen pie. Nunca se sabe en qué
momento aparecerá el amor.
—¿Y esperas encontrarlo con alguno del pueblo? La fiesta
estaba llena de amigos de Yago que no te quitaban ojo de
encima. Ni a ti ni a esta falda que te has puesto. Que, por
cierto, mejor que te la quites porque no te la quiero manchar.
Sara se bajó la cremallera y la sacó, arrastrando de paso los
leotardos que llevaba y lanzando todo al suelo, para dejarse
caer de nuevo sobre el colchón.
—Ni de coña se me ocurre enrollarme con ninguno de esos
golfos. Ya he tenido bastante con uno del grupo. No pienso
volver a cometer el mismo error. —Las manos de Andrea le
masajearon la zona con movimientos constantes que la
aliviaron—. ¿Y a ti? ¿Te hubiera gustado acabar la noche con
alguno de los de la fiesta?
Sara reposaba la cabeza sobre la almohada con los ojos
cerrados, y empezó a notar que la fuerza en las manos de
Andrea disminuía y que las colocaba a ambos lados de su
cintura.
—Hace mucho que no me enrollo con nadie. Pero cada vez
estoy más harta de los tíos. —Comenzó a subir por los
laterales de aquel top de encaje por el que coló las manos—.
No me fío de ninguno de ellos.
—Yo tampoco. Son todos iguales. —Sara sintió el frescor
de sus manos en la templanza de sus pechos relajados, lo que
le hizo abrir los ojos de par en par y elevar un poco la cabeza.
—Si te digo la verdad, creo que no podía haber acabado
mejor la noche que contigo sobre mi cama. —Andrea se
colocó a horcajadas sobre Sara y sus dedos le rozaron
levemente los pezones que, poco a poco, fueron despertando
del letargo embriagador de la noche y del momento—. Nunca
me he encontrado en esta situación; pero, si quieres que pare,
dímelo.
Sara tardó un rato en responder, sintiendo que las manos de
aquella mujer continuaban un recorrido hacia sus hombros y
que su boca se posaba entre sus omóplatos, siguiendo en
sentido ascendente hacia su cuello.
Habían estado muy unidas en los últimos meses, forjando
una amistad que comenzó cinco años antes, cuando Andrea
heredó el bar de su padre. Sara no perdonaba sus desayunos de
media mañana, sus hijos y el de ella iban a la misma clase y
habían vivido el trance del divorcio casi al mismo tiempo, lo
que las llevó a contarse un montón de confidencias y a
ayudarse en los momentos más difíciles del proceso.
La amistad fue creciendo entre ellas, igual que las ganas en
Sara de que no parase aquel cosquilleo que sentía en el cuello
y que empezaba a activarle las entrañas.
Se dejó hacer, tal vez por la embriaguez adquirida durante la
noche o por la necesidad de sentirse amada. Y cuando la boca
de Andrea pidió incursión en la suya, ella le dio permiso,
buscándola con su lengua mientras notaba que una mano se
abría paso en dirección a su sexo y comenzaba a masajearle el
nódulo que llevó a que Sara se voltease para facilitarle el
trabajo y terminar corriéndose entre sus dedos con un orgasmo
que se perdió en su boca, dejándole laxo el cuerpo, la mente y
el alma.
Andrea se tumbó, colocándose frente a ella de medio lado y
sin dejar de besarla. Comenzaron una danza, necesitada y
hambrienta, con sus lenguas, explorando con sus manos la
anatomía de la otra: el rostro ansioso, el seno colmado, y una a
la otra se liberaron del resto de prendas que llevaban,
recorriendo sus cinturas estrechas hasta toparse con las caderas
prominentes como colinas frente al mar de sensaciones que
estaban experimentando y que fue lo que llevó a Sara a hacer
una incursión mucho más íntima entre las piernas de su
compañera, para localizar su nódulo henchido de placer y
llevarla al éxtasis hasta que estalló entre sus dedos, pidiéndole
más y más y más.
A aquel orgasmo le siguieron algunos más de la una a la
otra: pausa, caricias, fricción, explosión inmediata, pausa,
pellizco en pezón, euforia desatada y los besos que las llevaron
a degustarse los senos y a beber de ellos, elevándolas a un
sinfín de sensaciones novedosas que terminaron por hacerlas
caer rendidas en aquella primera noche de un año que
prometía amor.
Capítulo 11
Año nuevo, experiencias nuevas

Cuando Andrea despertó, escuchó el grifo de la ducha de su


cuarto.
Al ver sobre la cama la falda de Sara, llegaron a su mente
algunas imágenes de la velada de alcohol y sensaciones
novedosas que habían experimentado y se llevó las manos a la
cara en un amago por saber qué vendría a continuación.
Se levantó de un salto y, al mirar por la ventana, vio que
Alba le había llevado el coche hasta la puerta, como había
prometido. Salió corriendo hacia el cuarto de baño de su hijo,
colándose en la ducha con el cepillo de dientes del niño al que
le había puesto encima una buena porción de pasta dentífrica
con sabor a fresa. Tras darse la ducha más rápida de la historia
de las duchas y perfumarse con colonia para niños, decidió
enfrentarse a lo que viniese a continuación.
Se había enrollado alrededor del cuerpo una de las toallas de
su hijo que le dejaba buena parte de las piernas al aire y otra
colocada alrededor de la cabeza en plan turbante. Y con ese
mismo atuendo se encontró a Sara en su habitación, recién
salida de la ducha y con el dedo índice metido en la boca
mientras se restregaba los dientes con lo que se suponía que
sería pasta sobre un cepillo imaginario.
—¿Te marchas?
Sara se giró y la vio parada en el dintel de la puerta.
Apenas habían dormido cuatro horas, pero su padre había
reservado mesa en un restaurante para las dos y media y fue lo
que le contó.
—Pero un café sí que me tomaría.
—¿Solo?
Andrea dejó suspendida en el aire muchas incógnitas con
aquella pregunta. Ya que si alguien sabía cómo le gustaba el
café a Sara, era ella. Lo tomaba con leche muy caliente, en
vaso de cristal y largo. Sin azúcar, sin sacarina y acompañado
con una tostada de tomate y aceite a la que, a veces, añadía
alguna loncha de jamón serrano.
Sara se acercó hasta ella y, soltando el nudo de las toallas y
los turbantes de ambas que desplegaron sus melenas mojadas
sobre los hombros, se quedaron desnudas frente a frente hasta
que sus labios respondieron a aquella pregunta.
No fue solo un café lo que le ofreció Andrea. Fueron besos
dulces, caricias que le ayudaron a explorar mucho más su
cuerpo y algún lametazo en el sexo junto a varios orgasmos
enlazados, que llevaron a Sara a pedirle que sacase el dildo
que sabía que tenía guardado en un cajón de su mesilla y que
le ayudaba a satisfacer sus deseos en las noches solitarias, para
proporcionarle parte del goce que ella ya había conseguido
durante aquel comienzo de año.
Tras hacer el amor, un tanque de café las esperaba y la
reflexión de darse cuenta de que no sabían qué hacer a
continuación. Cómo afrontar una situación en la que ambas
eran novatas.
La clave la descubrieron el lunes siguiente, tras pasar un fin
de semana sin verse ni chatear por WhatsApp, porque Sara se
dedicó a sus padres y a pasear por Madrid, ultimando las
compras de Reyes que se le habían quedado colgadas. Y
Andrea tuvo que hacer lo propio y, a pesar de que en más de
una ocasión estuvo tentada de comunicarse con ella, prefirió
dejarlo estar hasta conseguir hablar con Alba y recibir algún
consejo que la sacase de la maraña de dudas que ocupaban
buena parte de su mente.
Al día siguiente, se preparó para ir a ver a la joven cocinera
mucho antes de abrir el bar. Cuando llegó a su casa, no quiso
quedarse frente a la puerta principal por si, por un casual,
pasaba Sara con el coche y la veía allí parada mendigándole
consejo a una amiga; así que giró la esquina para llamar al
portero automático de la puerta trasera y se sorprendió al ver a
Sara allí mismo, parada frente a la puerta como si esperase a
alguien.
La chef había estado ocupada todo el fin de semana,
cocinando y vendiendo todo lo que colocaba en sus
mostradores refrigerados.
El lunes le llegó como agua de mayo para un descanso bien
merecido y el timbre de la puerta la despertó demasiado pronto
para lo que sus fuerzas le permitían enfrentar.
Se levantó con la lentitud de una tortuga centenaria y,
echando un vistazo al reloj de su mesilla, fue hacia la ventana
de la cocina para ver a quién diantres se le había ocurrido
llevarle algún pedido a las siete de la mañana del lunes, 4 de
enero de 2021, que era su día de descanso.
Cuando asomó la cabeza por la ventana, vio esperando
abajo a Andrea y a Sara, a quienes le costó reconocer al
principio por los gorros de lana de colores que llevaban.
—¿Qué hacéis llamando a estas horas? ¿Ha pasado algo?
—Alba, necesito hablar contigo un… momento —titubeó su
exjefa, echándose un poco hacia atrás para que la viera bien.
—Pues como no sea para decirme que llame a los bomberos
porque se te ha quemado el bar, no pienso abrir la puerta.
¿Sabéis la hora que es? ¿Y tú a qué has venido? —se dirigió a
Sara, que parecía no haberse dado cuenta tampoco de la hora
que era—. ¿Seguís de borrachera o qué? Porque la fiesta de
Fin de Año ya pasó.
—¿Qué ocurre? —Xavier asomó la cabeza por la ventana de
su cocina para mirar quién había llamado a su puerta—. ¿A
qué viene tanto escándalo? ¡Ah, eres tú!—dijo al ver a Sara
esperando abajo para que le abriese—. Cuando dijiste que
vendrías temprano, no pensaba que fuera a ser tan temprano.
Anda, que te abro, si no, te vas a congelar ahí. ¡Hola, Andrea!
—saludó a la dueña del bar que vio que estaba allí también—.
Si quieres ver a Alba, tendrás que entrar por la puerta
principal, por aquí no hay acceso a su casa, creía que lo sabías.
Por cierto, feliz año, casera —dijo, bostezando todo lo que su
boca le permitía—. Por lo que veo, año nuevo, tinte nuevo. En
serio, te vas a destrozar el cuero cabelludo con tanto cambio
de color. Además, no sé si servirá de mucho, pero ese morado
tan oscuro no te favorece nada, te envejece mogollón.
—¡A callar, Llongueras! Vete a abrirle la puerta a tu amiga.
Y tú, Andrea, o das la vuelta ya y me cuentas lo que quieres o
te quedas en la calle y yo me vuelvo a la cama.
En un instante, el portero automático sonó y la puerta se
abrió. Pero Sara se quedó allí parada, sin empujarla.
—¿Tú también venías a hablar con ella de lo que pasó,
cierto? —dijo, mirando a Andrea de soslayo.
Andrea se miró las botas y asintió, metiéndose las manos
enguantadas en los bolsillos de su plumas.
—Si el destino nos ha llevado a encontrarnos aquí, será que
nos está diciendo algo —confesó Andrea—. Estoy muy
confundida y te juro que intenté llamarte, pero no me atreví.
—A mí me pasa lo mismo. Tal vez si lo hablamos delante
de ellos, eso nos ayude.
—¡Andrea, coño! Quieres moverte de una vez —gritó Alba.
—Sí, venga, Sara, sube ya, que me estoy helando aquí con
la ventana abierta. —Xavier se abrazó a sí mismo.
De repente, Andrea levantó la cabeza.
—Chicos, ¿podemos hablar con los dos a la vez? Se trata
del mismo asunto.
Xavi y Alba se miraron y fruncieron el ceño; luego,
desviaron la vista hacia abajo y se volvieron a mirar.
—¿Tu casa o la mía? —preguntó él.
—Ve preparando café, que voy a ponerme un chándal y a
saltar la tapia de mi habitación.
—Oye, oye, a ver si te vas a matar y luego me toca
explicárselo a tu madre.
—No seas idiota, lo he hecho mil veces —dijo, mirando
hacia abajo—. ¡Chicas, subid a casa de este, que ahora voy yo!
—alzó la voz—. Y tú deja abierta la puerta del salón para que
pueda entrar.
Diez minutos después, los cuatro se encontraban sentados
en el salón de Xavier frente a cuatro tazas de café con mucha
espuma batida y calentita que a las chicas les supo a gloria.
—Y bien, ¿de qué queríais hablarnos que no ha podido
esperar hasta otro momento más adecuado? —comenzó
diciendo Alba mientras se limpiaba el bigote que le había
dejado la espuma del café.
Andrea miró a Sara.
—¿Lo dices tú o yo? —la azuzó.
—Hemos tenido un rollo —soltó, de repente, Sara.
A Xavi se le atragantó un poco el sorbo de café que acababa
de dar y, después de coger una servilleta de papel para
limpiarse, sonrió.
—¡Pues enhorabuena! Pero no veo yo la urgencia de
sacarnos de la cama tan pronto para contárnoslo. A no ser que
nos digáis que os habéis enrollado con el cura del pueblo y con
el alcalde, que es un septuagenario y eso sí que sería del todo
un escándalo.
Xavier volvió a reírse de su propio chiste.
—O mientras no sean vuestros exmaridos, que son un par de
capullos de cuidado y a los que no tenéis ni que mirar a la
cara. Porque no será eso lo que me tenías que contar, ¿verdad,
Andrea? Mira que ya le has dado muchas oportunidades a Jon
que no se merece. Y el tuyo otro que tal baila, Sara. Además,
¿no estaba con otra?
—No se trata de Yago ni de Jon —explicó Andrea.
—Y tampoco de ningún otro… hombre —aclaró Sara,
escondiendo su mirada tras la taza de café.
Xavier y Alba volvieron a mirarse, y fue él quien preguntó
primero, después de observar a una y a la otra con
detenimiento y mientras recolocaba las ideas.
—¡¿Os habéis enrollado entre vosotras?! —Ambas mujeres
asintieron con la cabeza y sin apartar los ojos de sus manos
que seguían ateridas de frío—. Hosti tú! —exclamó Xavier,
parpadeando un par de veces—. Eso… sí que no me lo
esperaba, pero… me parece genial. Si a vosotras os ha
gustado, está bien, no tenéis que darle explicaciones a nadie.
Las dos mujeres seguían sin levantar la mirada.
—Creo que es la primera vez que estoy de acuerdo con este
en algo —alegó Alba, mirando el fondo de su taza para ver si
se daba por aludido y les preparaba otro.
—¡Oye, guapa, que tengo un nombre! A ver si no te vas a
tomar un segundo café.
Xavi se levantó para ir al otro lado de la barra americana
que separaba aquel salón de la cocina mientras escuchaba la
conversación.
—En serio, ¿qué os preocupa? —preguntó Alba, pero
ninguna respondió, por lo que la joven les entró por otro lado
—. ¿Fue consentido o alguna se pasó con la otra?
—¡No, no! Consentido, totalmente —alegó Sara, enseñando
las palmas de las manos.
—Ninguna forzó a la otra a hacer nada que no quisiéramos,
para nada —se justificó Andrea tan rápido como pudo.
—Pues, entonces, ¿qué demonios os pasa? —siguió
preguntando—. ¿No os gustó? ¿Os dio asco? ¿Os arrepentís de
ello?
Ellas negaron con la cabeza para dejar claro que aquello
tampoco era lo que las había llevado hasta allí en esa mañana
temprana y fría.
Xavier llegó con los cafés humeantes y cada una cogió su
taza.
—Pues, entonces, ¿qué? —intervino él—. Si os gustó a las
dos, no os arrepentís de nada y, obviamente, algo hay porque,
si no, no estaríais aquí tan necesitadas de hablar, contadnos,
¿qué es lo que ocurre?
—Pues que yo no sé si querrás continuar conmigo después
de esto —se atrevió a preguntarle Andrea a Sara, mirándola
directamente y esperando a que respondiera.
—¿Te refieres como pareja? —aclaró Alba—. Porque la
amistad no tenéis por qué romperla, aunque te diga que no
quiere salir contigo.
Andrea se limitó a levantar los hombros.
—Yo también estoy confusa —se sinceró Sara—. No me
arrepiento de lo que pasó y me gustas mucho, Andrea, pero no
sé cómo enfrentarme a mis hijos para que entiendan que su
madre en vez de un novio lo que tiene es una novia y, además,
a la que conocen muy bien.
—Estoy más que seguro de que a los niños será a quienes
menos les importe lo que hagáis entre vosotras. De todas
formas, tampoco tienen por qué enterarse de nada todavía. Ni
ellos ni nadie. Haced lo que os venga en gana, disfrutad la una
de la otra, y si tenéis que acabar juntas, acabareis, y, si no,
pues lo que dice esta —señaló con la cabeza a su joven casera
—, tan amigas y se acabó. Lo guardáis en vuestro disco duro
de los recuerdos y a otra cosa mariposa.
—¡Mirad qué bien habla el barbudito rubito! —se jactó un
rato de él la muchacha—. Pues, lo dicho, menos bollo-drama y
a sentarse a hablar las dos a solas para delimitar si os merece
la pena seguir con vuestra historia o no.
—¡Bollo-drama! —exclamó Andrea—-. ¿Qué es un bollo-
drama?
—Pues hacer un mar de una relación lésbica espontánea,
que es lo que habéis tenido las dos. Porque, hasta donde yo sé,
a ninguna os gustaban las chicas antes, ¿cierto?
Xavi asintió con la cabeza y se rascó la barba que llevaba
demasiado larga para su gusto.
—Pensad que si os hubieseis enrollado con cualquier tío por
ahí, no estaríais aquí contándonoslo a nosotros como si
hubiese fallecido alguien —dijo él, tomándole el testigo a la
joven—. Lo mantendríais en secreto o no, os reiríais de ello o
no, pero lo que es casi seguro es que no estaríais aquí con cara
de haber cometido el mayor de los pecados inimaginables. Así
que, hala, id al bar de Andrea a hablar de ello antes de que
abra y aquello se le llene de gente. Yo tengo masaje a las ocho
y media; y tú —señaló con la barbilla a Sara— no sé cuándo lo
tendrás, pero más te vale estar preparada para afrontar un día
de contracturados tras las fiestas navideñas.
—Y yo a dormir, que falta me hace —sentenció Alba,
levantándose para darles un beso en la mejilla a las dos y
colocarse el forro polar—. Me marcho por la terraza como
Papá Noel.
—Dirás como alguno de sus duendes, porque con esos pelos
—dijo Xavier, ganándose una ceja levantada y que su casera y
vecina le sacase la lengua.
Capítulo 12
De Poncio a Pilatos

La noche de Reyes llegó. Los pequeños regresaron con sus


madres para merendar el consabido roscón con chocolate que
Andrea les puso en el bar, ya que, sin cabalgata aquel año
debido a la pandemia, poco más se podía hacer. Y Yago y Jon
felicitaron las Pascuas a sus exmujeres, haciéndoles de paso
entrega de una maleta llena de ropa sucia y alguna que otra
prenda de menos.
—¿Os pasasteis un poquito bebiendo tanto en Fin de Año,
eh? —le dijo Yago a Sara delante del ex de Andrea.
—¡Vaya, hombre! ¿Ahora va a ser delito tomarnos las copas
que nos dé la real gana una noche en la que no tenemos a los
niños?
—Si es para estar en la boca de todo el pueblo, deberíais
hacéroslo mirar.
Sara se pegó a él todo lo que pudo para que sus hijos no la
escuchasen mientras veía cómo Andrea se centraba en el
roscón y en ver a quién le salía el haba y el regalo.
—Mira, Yago, no me toques las narices con tus
observaciones machistorras, y dile a tus amigos que se metan
en sus asuntos, que anda que han perdido el tiempo en ir a
contarte el cuento.
—Sara, muchos de esos amigos míos están locos por
meterse en tus bragas.
—Y en las de Andrea —confirmó Jon, haciendo causa
común con el otro.
—¿Lo ves? Como sigáis bebiendo de esa manera, alguno lo
va a conseguir.
Ella se apartó dos pasos y elevó las cejas.
—¡Pero seréis…! Ojo con las insinuaciones que haces,
Yago, porque no te permito que me hables así, ¿me oyes? Yo
me enrollo con quién me da la gana, y que se le ocurra
acercarse a alguno de esos merluzos a mí o a Andrea, que le
suelto una patada en los huevos que van a saber lo que es
bueno. Así que ya se lo podéis ir diciendo los dos a vuestros
amigachos. ¡Largaos de aquí ya!
—¡Oye! Yo me iré de mi bar cuando me dé la gana —dijo
Jon.
—¡Este nunca ha sido tu bar! —dijo Andrea mientras se
acercaba hasta ellos con el plato de Sara en la mano y un buen
trozo de dulce en el mismo—. ¡Y despedíos de los niños, que
para vosotros no hay roscón! —les gruñó.
—¿Te has enrollado con alguien? —preguntó Yago a su ex
antes de salir por la puerta con cara de indignación.
—¡Que os larguéis ya! —repitió Andrea, abriéndoles la
puerta para que no se demorasen más.
Cuando salieron, Andrea le fue a chocar la mano a Sara,
pero esta se sentó de golpe en una silla y se quedó mirando al
suelo.
—Olvídate de ellos, son unos gilipollas integrales —le dijo
Andrea, robándole un pellizco de roscón que se metió en la
boca, tras bajarse la mascarilla hasta el cuello.
—¿Qué pasará cuando lo sepan?
Andrea se cruzó de brazos y esperó a que levantase la
cabeza para mirarla.
—Si tanto te importa, nos olvidamos de todo y aquí paz y
después gloria. —Andrea se giró y fue hasta la mesa de los
niños con la mayor sonrisa en los labios, pero con una pequeña
herida en el corazón.
Ninguna de las dos volvió a hablar del tema esa tarde.
Tras acabarse la merienda y regresar a su casa, Sara se
recostó en la puerta y pateó el suelo por no haberse acordado
de encargarle a Alba un roscón para el día siguiente que poder
comer con sus padres antes de que se marchasen a su casa tras
haber pasado las fiestas con ella; por lo que la llamó al móvil
para ver si le hacía el favor de guardarle uno de los más
pequeños y pasarlo a buscar cuando le dijera.
—Siempre hago masa de más, no te preocupes. Te pasas a
lo largo de la mañana y te lo tengo listo y relleno de nata si
quieres —la tranquilizó—. Menos mal que no ha habido
cabalgata este año. Con este frío pelón que hace, hubierais
muerto congeladas con los niños.
—Cierto, en las noticias han dicho que va a nevar por
debajo de los quinientos metros y que la gente se quede en sus
casas. Hace mucho que no vemos la nieve por aquí.
—Los viejos del pueblo dicen que puede ser más que una
nevada de las de antes, y a esos hay que hacerles caso siempre
—concluyó Alba.

***
Entre el 6 y el 7 de enero, Alba liquidó toda la comida que
había preparado. Suerte que se había dejado libres las dos
tardes enteras para cocinar lo que, previsiblemente, había
calculado que vendería el fin de semana anterior a la vuelta al
cole. Un fin de semana lleno de padres que necesitarían
comida precocinada por ser días de devoluciones de regalos
navideños y rebajas. También un fin de semana de los más
fríos de aquel invierno, lo que la obligó a tener que cocinar
con cuello alto y un forro polar bajo el delantal. Suerte que su
madre estaba en la playa y no tendría que subir cien veces a la
casa a cargar de leña la chimenea.
Tan rápido se le pasaron las horas que ni siquiera se enteró
de que había empezado a nevar. Cuando terminó, colocó todo
en su sitio, limpió la cocina para tenerla lista para el día
siguiente y cerró el local.
Antes de subir el par de escalones que la conducían a su
casa, vio la fina capa de nieve que cubría la calzada y se quedó
allí unos minutos, disfrutando de los copos al caer sobre su
cara y sonriendo ante aquella estampa tan rara de ver en los
últimos años.
La luz de las farolas permitía apreciar el grosor y la
velocidad a la que caían aquellos copos. Sobre la carrocería de
los coches se empezó a formar una capa blanca y compacta
que contrastaba con el color oscuro del suyo y el de su vecino;
lo que le hizo cruzar la calle, con cuidado de no ir a resbalarse,
y levantar los limpiaparabrisas delanteros y traseros, como
siempre le vio hacer a su padre, para evitar que se helaran las
escobillas y no se pudiesen separar del cristal hasta pasado
mucho rato después.
Xavier también llevaba un rato mirando hacia la ventana,
sentado como estaba en el sofá.
Estando tan cerca de la sierra madrileña, para él aquello era
de lo más bucólico que había: nieve, frío, un buen fuego en la
chimenea, una copa de vino en la mano, y solo le faltaba el
calor de una mujer a su lado; aunque sacudió la cabeza,
entrecerrando los ojos, puesto que se negaba a pensar en ello
cada vez que se le pasaba por la cabeza o su hermana le decía
que le iba a presentar a alguna de sus amigas. Mejor dejar que
el tiempo hiciera su función y que cerrase bien la herida antes
de embarcarse en una nueva relación o echar un polvo con
cualquiera por ahí.
Se levantó para acercarse a la ventana del salón y vio a su
casera, esta vez con el pelo rojo vivo, cerca de su coche y
manipulando sus limpiaparabrisas.
—¡Eh, tú! —Abrió la ventana—. ¿Qué le haces a mi
coche?
—De nada, desagradecido —respondió ella, mirando hacia
arriba.
Él arrugó el entrecejo y soltó la copa que llevaba en la mano
sobre la mesa del comedor.
—¿Otra vez te has vuelto a teñir? En serio, tienes un grave
problema con eso. Cuando tu pelo no lo soporte más, se te va a
caer a puñados.
—¡Oye, rubito, a mi pelo no le pasa nada! Son mascarillas
de color que se van con los lavados. Y sé un poco más
educado y dame las gracias, que te estaba haciendo un favor.
—Te daría las gracias si supiera lo que le estás haciendo a
mi coche. ¿Por qué me levantas los limpia?
—Para evitar que mañana los tengas congelados y tardes un
siglo en poder usarlos. ¿Es que no lo sabías? Los tíos soléis
saber esas cosas.
—Pues yo no. Soy de Castelló y allí no nieva.
—Pero vivías por la carretera de La Coruña con tu querida
novia. ¿Nunca os nevaba por allí tampoco?
—¡Perdona! Exnovia. Y harías bien en no mencionármela,
que llevaba varios días sin acordarme de ella y de toda su
familia.
—¿Tampoco has ido a esquiar nunca?
—No. Y espero que deje de nevar, porque la poca ropa que
tengo adecuada para salir a la intemperie con este frío me la
dejé en casa de la innombrable.
—Pues está cuajando y a base de bien; así que apréndete
esto, porque la próxima vez te va a tocar salir a ti.
—Bien, gracias, me has evitado tener que bajar yo.
—De nada, hombre —dijo ella mientras recorría los pocos
pasos que la separaban de su casa—. Hasta mañana.
—Descansa, Alba —le deseó, quedando tentado de
ofrecerle una copa de vino que degustar con él, aunque evitó
decirlo en el último momento y, en cambio, dijo—: Por cierto,
de todos los colores que te he visto, este es el que mejor te
queda.
***
Por la mañana, Alba despertó temprano. La persiana de su
habitación parecía haberse trabado y no pudo subirla; ya que le
dio miedo romperla y desistió antes de que tuviera que esperar
al lunes siguiente para llamar a un persianista.
Después de arreglarse y bajar a la cocina para prepararse un
café, entendió el porqué de todo. Por la ventana se veía todo
blanco.
Los coches, la calzada y las aceras habían desaparecido bajo
una tonelada de nieve que los había cubierto por completo, la
puerta del bar de Andrea tenía un metro de nieve o más;
imposible el acceso, a no ser que mediase una pala de por
medio y un trabajo extenuante que le abriese una vía para
entrar y salir.
—¡Mierda! —exclamó en alto, corriendo hacia la puerta de
acceso a su casa. Aunque algo la contuvo de abrirla, y primero
se le ocurrió mirar por una de las ventanas laterales desde las
que se podía ver quién llamaba a su puerta. Asombrada,
descubrió que en su zaguán había una montaña de nieve casi
tan alta como la que lideraba la sierra madrileña a cuyos pies
descansaba su pequeño pueblo—. ¡No me jodas!
Se llevó una mano a la frente y comenzó a hiperventilar
mientras pensaba la manera de arreglar aquello.
Estaba sola, sin posibilidad de salir ni de acceder al local;
sobre todo eso, que era lo que más le urgía de todo.
Por suerte, había guardado toda la comida en las cámaras
frigoríficas, pero eso no evitaría que se echasen a perder
algunas cosas que debían ser consumidas en dos días a lo
sumo; aunque, claro estaba, si conseguía clientes que llegasen
hasta allí para comprarlo, si no, estaría tirando una verdadera
fortuna a la basura.
—¡Mierda, joder, mierda! —Al instante, sonó su móvil—.
¡Dime! —le espetó a Andrea en cuanto vio su nombre en la
pantalla del teléfono.
Fue corriendo a la televisión para ver las noticias, como
bien le había dicho su amiga, y descubrió el caos que se había
montado.
«LA MAYOR NEVADA EN MEDIO SIGLO
PARALIZA ESPAÑA.
Hay alerta en más de la mitad de las
provincias del centro de la península
y están bloqueadas ciudades como
Madrid y el resto de su comunidad, así
como cientos de carreteras por todo el
país.
Se prevé que no pare de nevar durante
las próximas horas, con temperaturas
de menos diez grados en la capital y
hasta veinticinco grados bajo cero en
la provincia de Teruel.
Debido a las fuertes nevadas, algunos
automovilistas desprevenidos han
quedado atrapados en la carretera
durante horas, se han suspendido los
transportes públicos y ha habido
multitud de daños materiales en
estructuras, rotura de ramas y caídas
de árboles».
Carreteras cortadas, máquinas quitanieves que no daban
abasto, árboles y ramas partidas dentro y fuera de los parques,
trenes parados, el aeropuerto con sus pistas llenas de nieve y
los consiguientes retrasos y anulaciones, pueblos
incomunicados, gente esquiando y divirtiéndose con los
trineos por mitad de la Gran Vía madrileña y Andrea que no
paraba de hablar y de decirle que le iba a tocar coger la pala
del garaje y salir a abrir una vía como fuera para llegar al
pueblo.
Pero Alba le dijo que se olvidara del bar. Que allí nadie se
iba a mover, a no ser que fuera para quitar nieve y poco más; y
eso si el cielo se apiadaba de todos y no nevaba más, lo cual
no parecía que fuese a suceder, ya que el cielo estaba gris, feo
y con unas nubes que parecía que guardasen en su interior
nieve para repartir varios días.
Parecía que la había convencido y decidieron hablar más
tarde, ya que Alba recordó dónde estaba la pala de su padre y
le colgó para ir al cuarto de los trastos.
Minutos después, la tenía en sus manos, pero poco iba a
poder hacer con ella desde dentro de una casa cuya única
puerta al exterior y camino de acceso estaba trabado con un
buen paquetón de nieve.
De repente, se acordó de su vecino, el barbudo criticón, su
inquilino indeseado, pero que, con un poco de suerte, no
tendría su puerta de acceso bloqueada al estar al otro lado de la
fachada que había recibido el peor envite de todos, viendo
como estaba la calle principal por la que no se podía ni
caminar sin usar raquetas de nieve.
Alba corrió hasta la cocina y abrió la ventana para asomar
medio cuerpo fuera y comprobar cómo estaba la entrada al
portal.
—¡Eureka! —exclamó en alto.
Ahora, solo quedaba llamar a su inquilino para que la
ayudase a abrir una vía de escape y otra de acceso al local.
Capítulo 13
Se armó la filomena

Xavier se sobresaltó al escuchar el timbre del teléfono fijo de


la casa.
«¿Quién será? Si ni siquiera recordaba si le había dado el
número a alguien», pensó.
«¡¿Las 7:02?!», se sorprendió al ver la hora en el
despertador, blasfemando en alto de paso, mientras tanteaba
con la mano para coger el auricular y acallar el timbre irritante
de aquel maldito aparato del demonio que no sabía para qué lo
conservaban aún sus caseras, ya que nadie acostumbraba a
llamar a los teléfonos fijos de las casas si no era para vender
algo. Y, por el bien de la persona que estuviese al otro lado,
esperaba que no fuese telemarketing porque, si no, iba a
soltarle todo lo malo que se le ocurriese y pudiese articular de
corrido a una hora tan temprana.
—¡¡Diga!! —gritó demasiado alto y sin poder remediarlo.
—Xavi, perdona que te despierte.
—¿Quién es? —Se incorporó un poco en la cama, alertado
por la noticia que le fuera a dar quien fuera la mujer que le
llamaba.
—Soy Alba.
—¿Pero tú te has dado cuenta de la hora que es? —Volvió a
mirar el reloj, y la luz de la mañana que comenzaba a colarse
por su ventana, iluminando el cuarto, le espabiló algo.
—Sí, y lo siento, pero necesito tu ayuda.
—¿Estás bien? ¿Qué te ocurre? —Saltó de la cama con el
inalámbrico en la mano.
—Mira por la ventana un momento.
Él hizo lo que le pidió, rascándose la entrepierna y subiendo
la persiana después. Y, en cuanto vio el panorama del tejado de
enfrente y la calle cubierta de nieve, exclamó:
—Mareeee! ¡Menudo nevadón! ¿Pero cuándo ha caído todo
esto? Jamás había visto tanta nieve junta.
—Yo tampoco había visto una nevada como esta en mi vida.
Y menos en Entresueños, donde hace años que no cae ni un
copo.
La mano de él pasó de su entrepierna a los ojos para
restregárselos y comprobar que aquello que veía no era
ninguna broma.
—No hemos terminado con la pandemia aún y, ahora, esto,
mare meua!
—Ha estado nevando toda la noche y me he quedado
encerrada en casa. Hay una tonelada de nieve en mi puerta y
en la persiana de mi habitación y no puedo salir a quitarla yo
misma. Me he asomado por la ventana de la cocina y he visto
que en tu entrada no hay tanta nieve acumulada y por eso te
llamo, necesito que me abras una vía para poder salir de aquí y
acceder al local —dijo del tirón y casi sin respirar.
—Pero si no va a poder venir nadie a comprarte hoy. Esto
parece Siberia —alegó él, yendo a la ventana del salón para
mirar cómo estaba la calle principal del pueblo—. ¡Hosti tú,
mi coche ha desaparecido entre la nieve! Y el tuyo, también, y
todos los demás.
—Ya lo sé, Xavi, pero hay cosas que tendré que congelar
para que no se me echen a perder los kilos de comida que
preparé ayer. No me puedo permitir el lujo de tirarlo todo a la
basura.
—Y yo no me puedo permitir el lujo de congelarme las
manos, que es mi medio de trabajo, para quitarte la nieve a
cubos, porque ya me dirás cómo lo voy a hacer si no.
Alba empezó a arrepentirse de haberle llamado.
—¡¿No sabes usar una pala?!
—¡Claro que sé usarla! Pero no llevo ninguna en los
bolsillos. Y con el cazo de la sopa tardaría cien años en abrirte
un caminito para que salieras. Mejor uso un cubo.
—Yo tengo una pala aquí mismo. La de mi padre.
—¡Ah, sí! Pues que te aproveche, porque si no puedes abrir
la puerta de tu cuarto para dármela, no sé cómo coño me la vas
a enviar.
Porque no le tenía al lado que, si no, le hubiera dado con
ella en la cabeza. Pero sabía que tenía que ser con él todo lo
simpática que pudiera; de otro modo, no conseguiría nada.
—Las ventanas de nuestras cocinas no distan tanto,
podemos intentarlo por ahí.
Xavi terminó cediendo y le dijo que fuera hacia allá antes de
colgar el teléfono. Cuando llegó y abrió la ventana, la vio
asomar. Pero, por mucho que se estiraron, no consiguieron que
él pudiera cogerla.
—Espera, que me visto y bajo. Luego me la lanzas i avant.
Eso sí, lánzame unos guantes también, o algo que me sirva
para no congelarme porque no tengo nada con lo que cubrirme
las manos que no sean los míos de nitrilo para dar los masajes.
—¿Tú a dónde pensabas que venías cuando te mudaste?
—Ya te dije que todo lo de invierno está en casa de mi ex.
Pero, de todas formas, yo no uso guantes. En mi vida he tenido
unos. Ahora vuelvo, que me voy a vestir.
Alba localizó unos guantes de goma que a ella y a su madre
le quedaban un poco grandes. Regresó a la ventana y, pasado
un rato, se sorprendió al verle tan guapo con un jersey de
cuello alto y lana tan blanca como la nieve que tenían enfrente
y que hacía que sus ojos pareciesen más azules aún.
Para evitar que él se percatase de que, de un tiempo a esta
parte, él le empezaba a agradar más de la cuenta, le enseñó los
guantes de color lila que había encontrado hurgando en el
armario de la limpieza.
—¿Crees que te valdrán?
—¡¿Qué es eso?! ¿No tienes algo que abrigue? Voy a quitar
nieve a paladas, no a fregar los baños de tu casa.
—Tengo miles de guantes, pero a ti no te valdría ninguno.
Ponte un par de los de nitrilo debajo y luego usas estos.
—¡De acuerdo! Voy para abajo. Y espera a que me quite
antes de lanzar la pala, por muchas ganas que tengas de
tirármela a la cabeza. —Alba forzó una carcajada y creyó que
le había leído el pensamiento, pero tenía que comportarse
como una buena casera y no herir a su inquilino—. ¡Aquí
también hay nieve para rato! —le escuchó decir, al rato, desde
abajo. Aunque no se le veía, ya que estaba metido dentro de la
puerta que daba a la calle. Se oyó que blasfemaba en
valenciano y, al cabo de unos minutos, asomó y se apartó a un
lado—. ¡Lánzala ya!
—¿Pero cómo se te ocurre ponerte vaqueros? Te los vas a
empapar.
—¡Y dale! Que no tengo otros aquí y yo no acostumbro a ir
al monte —gritó.
Alba cabeceó y, agarrando la pala con las dos manos, la
lanzó tumbada y lo más pegada a la fachada que pudo para que
no cayese encima de él.
Cuando esta aterrizó en la nieve, se hundió. Después le
lanzó los guantes a las manos, agarrados con un par de gomas
del pelo que llevaba en la muñeca, y, en cuanto él se los puso,
le dijo:
—Ciérratelos con las gomas del pelo, si no, se te llenarán de
nieve por dentro.
Él hizo lo que le dijo. Después, cogió la pala y se puso a
cavar, lanzando la nieve contra el muro del edificio de enfrente
que sabía que no le bloquearía el paso a nadie.
Pasados unos quince minutos y tras conformarse con el paso
que había abierto de camino a su puerta, se dirigió a la esquina
y desapareció por ella.
Alba corrió al otro lado de la casa hasta llegar a su salón y
allí le vio. La verdad es que aquel hombre era todo un
espectáculo. Con el jersey tan blanco como el paisaje y los
vaqueros estaba de lo más atractivo y Alba no pudo evitar
fijarse en su trasero. Tan solo le descuadraban los guantes, que
le quedaban un poco ridículos, pero media hora después allí
seguía, retirando nieve acumulada y abriéndose camino poco a
poco para llegar a su puerta y que ella pudiera entrar y salir.
La joven fue a ponerse más ropa y regresó con un gorro de
lana en la cabeza y varias prendas más en las manos. Cuando
miró por el cristal, le vio parado a escasos metros de la puerta
de su casa; por lo que abrió la ventana y le preguntó:
—¿Cómo vas?
—Fatal, tengo la nariz y los dedos congelados, a pesar de
llevar la mascarilla. —Comenzó a golpearse una mano contra
la otra.
—Toma esto. —Y le lanzó su propio gorro y una bufanda
—. Voy a por un termo de café caliente que te he preparado.
—Cuando regresó, le vio sin gorro, aunque con la bufanda
puesta—. ¿Por qué no usas el gorro?
—Porque me queda enano y no me tapa ni las orejas —dijo,
hundiendo la cara por dentro de la bufanda y recibiendo un
efluvio del perfume dulzón de Alba que le taladró el cerebro,
por lo que elevó la vista para mirarla y sonrió bajo aquel
barullo de madeja de colores tejida.
Ella estaba lista para lanzarle el termo de café, por lo que él
se preparó para agarrarlo y evitar que se estrellase contra el
suelo. Una vez que lo tuvo entre sus manos, lo abrió con ansia
y se liberó de la mascarilla para beber directamente de él,
quemándose un poco los labios, aunque le dio igual, ya que
necesitaba calentar el cuerpo rápido.
Se quedó un rato allí, recibiendo los vapores del líquido
caliente y amargo contra su cara, hasta que lo tapó para que no
se le enfriase y poder volver a hundir su nariz tras la bufanda
perfumada de aquella joven que comenzaba a ocupar su mente
más de la cuenta, y no precisamente cubierta de ropa; al menos
no ropa de invierno, si no, tal vez, algún corpiño, quizás un
tanga o… ni tanga ni nada.
Aquellos pensamientos le calentaron otras partes de su
cuerpo durante un rato, hasta que Alba volvió a gritar.
—¡Ponte esto también, que algo te hará! —Ella parecía
haber hecho acopio de toda prenda que tuviera por casa y que
pudiera valerle a aquel hombre de metro ochenta, y le mostró
un chaleco impermeable en color violeta que era de lo poco
que guardaban de su padre en aquella casa.
—¿Quieres que me ponga un fachaleco?
Ella se lo lanzó y él lo pilló al vuelo.
—Tú intenta cerrártelo. Era de mi padre, que era un poco
bajito, pero, al menos, evitará que te cojas una pulmonía.
Xavier volvió a sonreír tras aquella bufanda de colores y,
colocándose aquel chaleco de plumas que le quedaba
demasiado corto, consiguió cerrar la cremallera sobre su jersey
de cuello vuelto, aunque sin mucha esperanza de cuánto
tiempo le aguantaría antes de reventarla por algún sitio.
Pasados otros veinte minutos, había cavado lo suficiente
para llegar hasta la puerta de Alba y retirar el montante de
nieve acumulada contra ella que impedía que pudiese salir de
allí, sin que se le colase una tonelada de agua en estado sólido
dentro del salón.
Cuando llamó al timbre para que le abriese, se encontró a
Alba hablando por el móvil. El calor del hogar le recompuso el
cuerpo y ella le ayudó a quitarse los guantes y permitir que se
calentase las manos con una taza de chocolate caliente que le
había preparado y que le pasó.
Mientras la oía hablar con alguien que parecía estar
haciéndole algún pedido, le preguntó por señas que le indicase
dónde estaba el baño. A su regreso, y ya un poco más repuesto
del frío y con las manos templadas por el calorcito que
emanaba de la taza de chocolate caliente, la escuchó decir:
—Tengo de sobra, pero el problema será venir a por ello.
No se ve un alma por las calles y mi vecino me ha tenido que
quitar la nieve de la puerta. ¡¿Nosotros?! Eso tendrá un
sobrecoste, porque sigue nevando y cada vez va a más. ¿Lo
pagáis? Pues déjame que lo hable con él y ahora te llamo.
Xavier bebió otro sorbo de aquel elixir de los dioses que le
templó el cuerpo y, levantando la cabeza, se adelantó a lo que
ella fuese a decirle.
—Sea lo que sea lo que me vayas a proponer, te va a costar
mucho más que un termo de café y una taza de chocolate
caliente, por mazo bueno que esté. Por cierto, ¿dónde compras
este chocolate? Creo que no he probado nada igual en mi vida.
—Xavi, el camión de cáterin que abastece a la residencia de
ancianos no puede llegar desde donde vienen. Se ha quedado
bloqueado por la nieve, y las carreteras están inaccesibles. La
directora de la residencia me ha pedido que les haga llegar la
comida y las cenas de los residentes para un par de días, hasta
que se regularice todo.
—¿Tenéis una residencia de ancianos en este pueblo?
¿Dónde está?
—Cerca de donde viven Sara y Andrea. Al comienzo de su
urbanización, solo que, desde la carretera, no se ve.
—Yo he estado en esa urbanización muchas veces y nunca
la he visto.
—Porque es un chalé independiente y parece uno de tantos.
—Hablamos de unos cinco kilómetros, Alba. —Ella frunció
los labios—. A través de más de medio metro de nieve, ya que
yo no he visto ni una quitanieves moviéndose por aquí. —Ella
se encogió de hombros—. Casi me congelo ahí fuera.
—Intentaré ver si encuentro algo más de mi padre por algún
lado.
—No, gracias —dijo él, bebiendo otro sorbo de su chocolate
—. ¿De cuántos ancianos hablamos?
—Catorce.
—¿Y cuidadoras o encargados? Porque habrá que pensar en
ellos también.
—Dos cuidadoras fijas. Todos los demás son itinerantes:
médico, fisio, enfermera y la directora que va y viene según la
necesitan.
—Pues espero que tengas comida suficiente para todos ellos
en estos días —dijo, poniéndose en pie—. Y para mí, si es que
voy a tener que hacer de repartidor e ir y volver varias veces a
pie.
—Tengo comida hecha de sobra. —Sonrió ella y aquello le
caldeó un poco más el cuerpo a Xavier—. Y yo te acompañaré
a llevarlo todo. Incluso te pagaré por ello. Van a pagarme por
el servicio.
—Me parece bien que me acompañes, pero con que me
pagues con chocolate caliente de ese tan rico que haces y…
alguna otra cosa, me conformo.
—¿Alguna otra cosa, cómo qué? —exclamó, extrañada—.
¿Roscón de Reyes? ¿Magdalenas, rosquillas…? Hago unas
buenísimas.
Xavi sonrió también, entornando los ojos.
—Bueno…, eso también, ¿por qué no?
Y, guiñándole un ojo, dejó la taza vacía sobre la mesa del
salón y se acercó a la chimenea para secarse un poco el
pantalón y el jersey mojados por la nieve.
Capítulo 14
Nieve a punta pala

Alba se abrigó y consiguieron acceder a su local gracias al


caminito que Xavier había abierto.
Mientras ella preparaba en recipientes adecuados el menú
que había pensado que podría llevarles a esos ancianos con su
postre incluido, fruta y queso fresco, así como varios panes
caseros y fermentados con masa madre que estaban listos para
ser horneados, Xavier marchó a su casa, se dio una ducha bien
caliente y se cambió el pantalón y el jersey que llevaba medio
calado por la nieve que no paraba de caer, para colocarse otro
igual de blanco, aunque con un par de camisetas de manga
larga por dentro.
Las chaquetas que tenía eran demasiado finas y ninguna
impermeable. Tenía que recoger de su excasa la maleta que
había dejado allí con la poca ropa de invierno que tenía. Y
pensó en comprarse un buen plumífero en cuanto su coche
apareciese de entre la nieve y las carreteras volvieran a estar
accesibles.
Suerte que las botas de piel las llevaba puestas y que eran
impermeables; eso sí, tendría que llevarlas a limpiar después
de las caminatas que le esperaban en esos días. Todo fuera por
que esos pobres ancianos no se quedaran sin raciones de
comida.
Durante un rato, se dedicó a cancelar las citas que ya tenía
solicitadas, llamar a unos, recolocarles en otros huecos de la
semana siguiente, ya que a saber cuándo podría volver la gente
a la consulta. Se excusó con muchos y trató de explicarles la
situación a algunos otros que ni siquiera se habían enterado
aún de que las carreteras estaban inaccesibles y que seguirían
así muchos días, tanto por la cantidad de nieve acumulada
como por la falta de medios para retirarla. Aquello no era la
Europa del norte y en España no estaban acostumbrados a esas
nevadas, salvo en cuatro sitios de alta montaña que estaban
preparados con servicios de quitanieves, sal gorda a raudales y
ropa adecuada, no como la que llevaba él, que se le iba a calar
a la primera de cambio.
Antes de bajar a buscar a Alba, llamó a Sara para ver si
había podido cancelar sus horas y salir al exterior.
—Todo el mundo está incomunicado. Y las quitanieves ni
se han puesto a funcionar. Así que no he tenido problema para
cancelar. Los que mejor se lo van a pasar van a ser los niños.
—¿Tienes alguna pala para quitar la nieve?
—Pico y pala. —Sara se rio con su propio chiste—. No, en
serio, es que Yago se dejó aquí toda las herramientas del
jardín. Como su actual novia tiene a un jardinero que se lo
hace, pues ya no las necesita.
Xavi le contó lo de su excursión a la residencia y quedaron
en hablar más adelante.
Cuando Alba terminó de preparar todos los envases de
plástico con tapa en donde transportarían los alimentos,
consiguieron meter la mayoría en un par de mochilas que tenía
ella en su casa y alguna otra bolsa que llevaban en la mano.
Alba y él se aventuraron a la calle y caminaron nieve a
través, rumbo al geriátrico, con los copos cayéndoles encima y
el frío cortándoles el rostro, a pesar de las mascarillas
higiénicas que llevaban puestas y de las bufandas, por mucho
que él se empeñase en llevarla donde no correspondía.
—¡Vaya pinta que llevas con eso en la cabeza! —le dijo
Alba, viendo que se enrollaba su bufanda colorida alrededor
de la cabeza a modo de tuareg del desierto.
—Que se ría quienquiera mientras yo esté caliente.
—Se dice: yendo yo caliente, ríase la gente —rectificó
Alba, soltando una carcajada de paso—. Siento no haber
podido ofrecerte nada más de abrigo. Mi madre no usa gorros,
pero sus guantes de lana algo te harán, aunque no hayas
podido metértelos del todo.
—No te preocupes —se colocó el cuello del jersey vuelto
por encima de la mascarilla—, vamos a entrar en calor con la
caminata.
Por desgracia, no entraron en calor tan rápido como él
esperaba.
La nieve caía a gran velocidad y tuvieron que acelerar el
paso para conseguir llegar cuanto antes a aquella residencia.
Por el camino, se cruzaron con los empleados de
mantenimiento del ayuntamiento que intentaban retirar la
nieve que podían con una minipala motorizada, y que se
sorprendieron al enterarse adónde iban. A sus espaldas
quedaron las risas de aquellos hombres al reconocer a Xavier
bajo aquel turbante colorido que se había puesto para evitar
calarse la cabeza.
Cuando llegaron, se cambiaron las mascarillas higiénicas
que se les habían empapado y antes de tener contacto con los
ancianos. Después, sacaron toda la comida que llevaban para
colocarla sobre la encimera de la cocina y, mientras, las
cuidadoras les ofrecieron un par de cafés calientes que les
templaron los cuerpos. La humedad empezó a calarle los
huesos a Xavier y tuvo que quitarse el jersey para intentar que
se le secase un poco antes de regresar al pueblo.
Al rato, se oyó el timbre de la puerta, y la voz de una chica
que conocían se escuchó a lo lejos, saludando a la cuidadora
que les abrió. Era Andrea, y detrás de ella asomaba Sara.
Los padres de esta no pudieron regresar a su casa debido a
la Filomena y les habían dejado a todos los niños para
escaparse a la residencia a ver a la abuela de Andrea y, de
paso, ofrecerse voluntarias para echar una mano en algo.
A las empleadas de la residencia les vino Dios a ver, ya que,
mientras Andrea y Alba se dedicaban a abrir con las palas un
paso a través de la nieve, Sara y Xavier se dedicaron a aliviar a
algunos ancianos con sus dolores crónicos y la rehabilitación
que les daba semanalmente el fisioterapeuta del centro que
tenían contratado, y que no pudo acceder ese día ni, por lo que
parecía, podría hacerlo en los días posteriores.
—¿No tienes frío yendo en camiseta? —preguntó Sara—.
Esta sala no está tan caldeada.
—Me he tenido que quitar el jersey para que se me seque
algo antes de regresar a casa, ya que solo tengo eso y un
chaleco enano del padre de Alba.
Xavier rara vez la mencionaba por su nombre, pero cada
una de sus letras se acomodaron en su boca y en su cerebro y
aquello le iba gustando cada vez más.
Cuando todos terminaron su faena y Andrea se fue a
despedir de su abuela, esta le dijo a su nieta:
—¿Ese chico es tu novio?
Andrea miró a Xavier, que se estaba poniendo el jersey que
ya se le había secado algo, y luego desvió la mirada hacia
Sara, que la tenía al lado.
—No, abuelita —dijo mientras se agachaba frente a ella
para quedar a su altura—. ¿Qué pensarías si te dijera que en
vez de novio tengo una novia?
La anciana sonrió.
—A mí me da igual chico o chica mientras seas feliz y no te
haga una desgraciada como ese con el que te casaste. ¿Eres tú
su novia? —se dirigió a Sara, que seguía allí de pie
sorprendida por la confesión de Andrea a aquella mujer con
principio de alzhéimer.
Esta asintió con la cabeza varias veces seguidas.
—Pues trata con cariño a mi Andreíta, que es un sol —
sentenció la anciana con firmeza—. Es muy guapa tu novia. —
Sonrió de nuevo, mirando a su nieta.
—Sí, abuela, es guapa y buena. Te quiero mucho. —Andrea
la besó en la mejilla—. Mañana venimos a verte otra vez.
Sara se despidió de ella también, y, con el rubor en las
mejillas, fue hasta la puerta con Andrea para encontrarse con
Alba y Xavier.
Ya fuera de la residencia, le dijo a su amigo:
—¿Por qué no venís a casa un momento? Tengo en el
armario de casa un cortavientos tipo Barbour de Yago y sus
guantes de jardinería, que te irán mucho mejor que esos que
llevas a medio meter y humedecidos por completo.
Xavier dudó, pues sabía que aún les quedaban cinco
kilómetros de vuelta bajo nieve que cada vez iba a más, pero
Alba cambió de rumbo y encaminó sus pasos en dirección a la
casa de las chicas que distaba un par de kilómetros de la
residencia, lo cual les alejaba del pueblo, pero evitaría que
Xavier llegase con las manos rojas por el frío y a punto de ser
amputadas.
Mientras cruzaban un campo extenso y nevado, con pinos
cubiertos de copos blancos en todas sus ramas, que atajaba
hacia las casas en donde vivían ellas, Xavier se fue a colocar la
bufanda de Alba alrededor de la cabeza y tropezó con la raíz
de un abeto inmenso que estaba oculta a sus ojos, cayendo al
suelo y dentro de lo que parecía un socavón.
Del grito que dio, Andrea y Sara corrieron en su ayuda.
—¿Se puede ser más pato? —exclamó Alba por lo bajo.
—No seas así y ven a ayudar —respondió Andrea, tras
comprobar que el joven estaba bien—. Él ya está calado, pero
tú vas a estarlo también. —Su antigua jefa le lanzó una bola de
nieve que casi le tira el gorro y que hizo que perjurase en alto.
Al instante, Alba respondió con otra bola igual de certera y
se armó una batalla que, por un momento, hizo que él se
sintiese un poco menos ridículo de lo que ya se sentía.
Las chicas le protegieron mientras seguía tirado en el suelo,
y a él le dio tiempo a armarse con varios proyectiles que
preparó de manera bastante rudimentaria, pero que, en un
parón de los que hizo Alba, pudo lanzarle, sin piedad alguna,
hasta que la escuchó pedir clemencia.
Entre risas, consiguieron sacarle de aquel agujero que estaba
oculto a sus ojos y que hizo que le entrase la nieve por dentro
de los pantalones. Por suerte, no les quedaba mucho recorrido
para llegar a casa de Sara, y, en cuanto llegaron, esta le dio una
toalla para que se secase mientras preparaba la comida para
todos y Xavier conseguía entrar en calor.
Pasadas un par de horas, la ropa medio seca, varios cafés de
sobremesa y Xavier con el guardavientos y los guantes de
jardinería ya puestos, Alba y él regresaron al pueblo para
llenar las mochilas con la cena que tenían que llevar de vuelta
a la residencia.
—Espero que te paguen en condiciones, porque menuda
paliza nos estamos dando —le dijo una vez que entraron al
local.
—No hace falta que vengas conmigo ahora si no quieres. La
cena es mucho más ligera y podré con todo.
—No tengo nada mejor que hacer —confesó mientras
esperaba pacientemente a que preparase los envases
desechables, con las porciones adecuadas para aquellas
personas y tomando otro chocolate que le supo a gloria.
Después, pusieron rumbo al asilo de nuevo.
—Si yo fuera uno de esos ancianos, también me gustaría
que alguien como tú se preocupase por mí —dijo Xavier por el
camino.
—Es mérito de los dos. Bueno, de los cuatro, que Sara y tú
habéis estado haciendo rehabilitación con algunos de ellos
mientras Andrea y yo retirábamos la nieve de la entrada.
—¿Desde cuándo conoces a las chicas?
—A Sara la conocí cuando se casó con Yago, que era del
pueblo. Y a Andrea la conozco desde el instituto. Es unos años
mayor que yo y su padre era el dueño del bar, ella lo heredó
cuando murió. Le hubiera gustado tener una librería, pero se
casó con Jon y este se fundió todos los ahorros y la ilusión que
tenía por cambiar de negocio. Menos mal que nunca se
deshizo del bar. Es lo que les da de comer. Y el divorcio
también trajo cola. No consiguió pensión para Lucas; pero, por
lo menos, no le embargaron el bar. Hubiera sido un desastre.
Ese bar lo fue todo para su padre, y ella le adoraba. Por eso
sigue tan unida a su abuela. Era la madre de él y la visita en la
residencia casi a diario. ¿Tú cuándo conociste a Sara?
—Estudiamos juntos la carrera. Madrid tenía muchas más
escuelas que Valencia y como no estaba seguro de
establecerme en ningún lugar fijo, me decanté por trabajar a
domicilio.
—¿Y cómo es que te viniste a trabajar con ella? Pozuelo
está muy lejos de Entresueños.
—Fue ella la que me propuso hacer algunas horas a la
semana en su local. Me he tirado más tiempo en el coche que
trabajando, pero no me importa. Aunque ahora que me he
venido a vivir a esta zona, igual le paso mis clientes de aquella
zona a algún otro compañero y me busco una buena clientela
por aquí.
—Pues ya tienes la primera, porque yo necesito un masaje
urgente. —Se llevó la mano al cuello—. Y esta vez no tienes
escapatoria. No vas a poder saltarte la cita y dársela a otro,
como hiciste aquella vez.
—¡¿Eso hice?! —Alba asintió con la cabeza—. Algo
comentaste una vez y no supe a qué te referías. ¿Cuándo hice
eso? —En cuanto llegaron frente a la valla de la residencia y
llamaron al timbre, les abrieron para que dejasen dentro los
recipientes de comida—. No recuerdo haberte tenido nunca en
mi lista de clientes. Tu madre sí que se ha dado muchos
conmigo, pero a ti no te he visto por la clínica ni siquiera con
Sara.
—No importa. Pasó hace mucho —dijo ella.
Pero Xavier no se olvidó de aquello e insistió en aquel
asunto, estando ya de vuelta hacia el pueblo y pidiéndole
disculpas por algo que ni recordaba; aunque garantizándole
que le daría ese masaje en cuanto llegasen a la casa.
—¡¿En serio?! Mira que te tomo la palabra.
Él sonrió bajo la mascarilla.
—Y, además, te lo regalo.
—Eso sí que no me lo creo. Seguro que te rajas en el último
momento y haces que se te olvida.
El camino de vuelta se les hizo mucho más corto al ir
ligeros y sin peso que cargar.
La nieve no había bajado de intensidad, pero antes de que
anocheciera ya estaban en sus casas. El camino de entrada se
había cubierto de nieve otra vez, pero les permitió el paso sin
demasiada dificultad.
—Ve preparando uno de esos chocolates que haces, que me
voy a dar una ducha para entrar en calor y a cambiarme.
Cuando regresó, el ambiente olía a chimenea recién
encendida, chocolate humeante y bollos dulces, a hogar, y
Xavier salivó; no supo si debido a la mezcla de todo ello o al
olor afrutado del perfume de Alba, que recordaba de la
bufanda que ella le había prestado.
—Lo del masaje iba en serio. —Se sorprendió al ver que
cargaba con la camilla portátil y su mochila de trabajo. Ella se
había cambiado y lucía unos simples leggins y una camisa de
cuadros en tonos azulados que le quedaba una talla grande y
por la que asomaba uno de sus hombros desnudos.
—Pues claro que iba en serio. A ver si me vas a hacer
volver con ella a casa sin dártelo.
Ella le dejó allí y salió corriendo hasta la cocina, esperando
a que entrase.
—¡Cierra la puerta, que se escapa el gato! —le gritó desde
lejos mientras apagaba el fuego para que el chocolate no se le
quemase.
—¡¿Tienes gato?! —La puerta la cerró, pero se quedó muy
quieto en el sitio, sin soltar la camilla y mirando a su alrededor
como si buscase algo—. Antes no lo vi.
—No, hombre, es una expresión —respondió mientras
regresaba a por él, removiendo el chocolate con un cucharón y
el cazo cogido con la otra mano—. Yo tengo alergia a los
gatos.
—¡Ah! ¿Sí? A mí también me dan alergia —suspiró
aliviado—. Tú y yo tenemos más cosas en común de lo que
parece.
Aquello hizo que Alba se girase en su recorrido de vuelta a
la cocina para coger dos tazas de loza donde servir el
chocolate.
—No creo que tengamos muchas cosas en común tú y yo.
¿Dónde quieres colocar la camilla?
—Pues dependerá de dónde quieres que te dé el masaje —
gritó—. El salón suele ser un buen sitio, pero tú me dirás.
Ella le dijo que fuese para allá y él fue desplegándola para,
luego, colocarle una sabanita desechable por encima.
Cuando llegó con las tazas ya servidas y los bollos en un
plato, Alba lo colocó todo sobre la mesa del salón y se sentó.
—Salvo por el hecho de que yo tenga barba, y tú, los pelos
de colores estridentes —dijo él—, tenemos más en común de
lo que te imaginas: aparte de lo de los gatos, los dos
estudiamos en escuelas privadas, ambos somos autónomos,
vivimos en el mismo pueblo y a los dos nos gusta el chocolate
caliente y rico como este que haces.
Alba levantó su taza y arqueó las cejas en señal de
agradecimiento.
—¡Que viva el chocolate caliente! ¡Toma, prueba este! —
Ella le acercó su taza.
—¡Lleva nata! Más rico aún.
Xavier cogió la taza entre sus manos y se la llevó a los
labios.
—Espero que te guste —dijo ella. Y él asintió con una
sonrisa en el rostro que a ella le pareció de lo más hermosa—.
Mézclalo todo, estará mejor.
Xavier lo removió con la cucharita que había dentro y,
cuando lo probó, exclamó:
—Mare meua, que bo está! —No pudo evitar entornar los
ojos y beber un buen trago, templado por la nata fría—. Lleva
algo más, ¿cierto? ¿Qué es?
—Cointreau.
Alba comenzó a desabotonarse la camisa y Xavier casi se
atragantó con aquel elixir oscuro y dulce en cuanto vio el
sujetador negro y sin tirantes que llevaba puesto y que
realzaba sus hombros anchos, su cintura fina, aparte de dejarle
ver los tatuajes que cubrían sus brazos y el lateral del costado
izquierdo.
—¿Lo ves? —dijo para salir del paso y esconder el rubor
que le había subido por las mejillas—, tenemos más cosas en
común todavía: tú añades licor de naranja al chocolate caliente
y yo vengo de la tierra de las naranjas. Además, yo también sé
cocinar.
—¡¿En serio?! —Soltó una sonrisa socarrona—. ¿Qué sabes
hacer aparte de pasta y freírte un huevo?
Él elevó la comisura de los labios, burlonamente, mientras
Alba se descalzaba y se tumbaba en la camilla boca abajo.
—Hago unas pizzas buenísimas, con masa hecha por mí.
—Dirás con masa hecha por un robot de cocina, ¿cierto? —
le corrigió ella.
En cuanto se acomodó, Xavier le abrió un hueco a la
sabanilla de papel para que pudiese meter la cara y, luego, se
restregó las manos y le desabrochó el sujetador para darle todo
el protagonismo posible a su espalda.
—Sí, bueno, pero me salen muy ricas. Y los de la colla
alaban los arroces que hago. El que mejor me sale es el arroz
del senyoret.
—¿Quiénes son esos de la colla?
—Mi pandilla de amigos de Castelló. Y la colla es el lugar
que tenemos alquilado para nuestros encuentros.
Las manos de él, embadurnadas con una buena cantidad de
aceite de masaje sin aroma, comenzaron a deslizarse por los
hombros de la muchacha. Localizó la primera contractura y
cayó en la cuenta de que, en su afán por sentir el recorrido de
aquella piel fina bajo sus dedos, no se había puesto los guantes
de nitrilo.
—¡Y arroz del senyoret! Vaya, vaya, eso tengo que
probarlo. ¿Me prepararás uno alguna vez? —solicitó ella.
—Cuando quieras.
Durante un buen rato ninguno de los dos habló.
Él masajeó su espalda sin dejar un ápice de espacio por
tocar y ella sintió el cosquilleo que le provocaba cada vez que
presionaba aquí o allá, con cada pellizco que le daba a su piel
para soltarle la fascia y toda vez que las yemas de sus dedos
manipulaban sus costados en un acercamiento hacia sus
pechos que no sabía si era intencionado o no, pero que
empezaba a agradarle.
—Necesito bajarte un poco las mallas para trabajar la parte
lumbar y glútea.
Él la cogió por los laterales de aquel legging y ella levantó
la cadera para que lo hiciera. La rabadilla no asomó, pero sí un
tatuaje que tenía en aquella zona. Se trataba de un cucharón y
un tenedor de madera cruzados.
—Te falta tatuarte un cuchillo.
Él colocó una toalla pequeña protegiendo el pantalón del
aceite de masaje.
—Ese lo tengo en el tobillo derecho.
—¿Puedo verlo?
Alba levantó el pie para que le echara un vistazo y él le bajó
el calcetín hasta que apareció el dibujo de un cuchillo de
trinchar. Instintivamente, lo acarició con el pulgar, haciendo
que a ella le recorriese un escalofrío de arriba abajo.
—Los tatuajes es algo que no tenemos en común —dijo ella
—. Eso y los piercings.
—Piercings no tengo, pero tatuajes sí. Es muy pequeño,
pero llevo uno.
Alba se incorporó de medio lado y a punto estuvo de que se
le cayese el sujetador al suelo.
—¡¿En serio?! —exclamó sorprendida—. ¿Dónde?
¡Enséñamelo!
Xavier se cuadró en el sitio.
—Así en frío y sin habernos dado ni siquiera un beso, no
creo yo que te fuera a gustar mucho ver dónde está ubicado.
Ella volvió a apoyar la cabeza sobre la camilla.
—Eso nunca se sabe. —Se hizo el silencio en aquel salón y
los dos se miraron a los ojos—. Si me dejas ver tu tatuaje, te
dejo ver mi piercing. Y si tengo que darte un beso para ello, no
te quepa la menor duda de que lo haré.
—Creía que no te gustábamos los barbudos —recordó él.
—Depende de quién esté detrás de la barba.
Él sonrió ante aquella confesión y continuó masajeando la
zona lumbar que tenía bastante cargada.
—He visto tus piercings muchas veces. Cuando te los
pones, claro, que llevas varios días sin traspasarte la ceja ni la
nariz.
—No me refiero a esos —dijo Alba de manera misteriosa
—. Tengo uno en una zona escondida.
Él abrió los ojos de par en par.
—¿En serio tienes uno… ahí?
—No sé a qué te refieres con ahí, pero sí…, bueno, tengo
uno por debajo de la cintura.
—¿Y no te molesta? Quiero decir, ¿no se te engancha ni
tienes miedo a que alguien te… arranque el cacho?
Alba soltó una carcajada y Xavier siguió masajeándole la
parte baja de la espalda.
—Nunca he estado con nadie tan bruto. Y por lo que me han
dicho, excita bastante. Juegan con él, lo besan, lo lamen; y a
ninguno le ha dado por arrancármelo. Pero si te va a dar a ti
por hacerlo, mejor no te lo enseño.
Xavier paró el recorrido de sus manos y se acercó hasta ella.
Por un lateral de la camilla.
—Quiero verlo —sentenció—. Ahora, te aviso de que…
igual me dan ganas de besártelo y lamerlo. —Xavier se atrevió
a decir aquello porque ella estaba boca abajo en ese momento,
mirando el suelo a través de aquella apertura hecha en la
sabanilla de usar y tirar.
Alba retiró la toallita que él había puesto de barrera entre el
legging y su piel y se lo subió. Luego, se abrochó el sujetador
sin tirantes y, cuando Xavier se pensaba que iba a largarle de
la casa con camilla incluida, se giró y se tumbó boca arriba.
—Búscalo y haz lo que te plazca con él. Pero luego me
dejarás ver tu tatuaje y… lo mismo a mí también me da por
besarlo y lamerlo. ¿Consientes en que lo haga?
Xavier sonrió.
—¿Me acabas de pedir consentimiento para besar y lamer
mi tatuaje?
—Bueno, tú también me has amenazado a mí con hacerlo.
Así estamos a la par y nos damos por enterados los dos de lo
que pueda ocurrir.
—Te estás metiendo en un terreno pantanoso, xiqueta.
Nunca nadie me ha besado ni lamido ese tatuaje. Ni siquiera
aquella con la que perdí la apuesta y por lo que me tuve que
dibujar lo que ella quiso en el sitio que ella determinó.
—¡No puede ser verdad! ¿Lo hiciste por una apuesta?
—Sí, desgraciadamente, sí. Pero soy un hombre de honor y,
aunque estuviese más borracho que una cuba, cumplí con lo
pactado.
—¡Huy, ahora tengo todavía más ganas de verlo! —Alba
cerró los ojos y se cuadró sobre la camilla—. ¡Venga, al lío!
Xavier no supo qué hacer a continuación. Aún no había
terminado el masaje, pero aquella criatura se le exponía por
completo, y él quería descubrirla un poco más. Se colocó justo
en la cabecera de la camilla y colocó las manos en su cuello
para masajearla, destensándola, rozando su clavícula hasta
colocar sus dedos sobre su pecho. Moría de ganas de meterlos
bajo el sujetador, tantearlos, besarlos y lamer cada uno de sus
senos.
—Has dicho que lo llevas por debajo de la cintura, con lo
cual —elucubró mientras presionaba sus hombros—
descartaré que lo lleves enganchado en uno de los pezones.
Alba sonrió levemente y dijo:
—Templado, templado.
Él se extrañó con aquello y, mientras miraba sus labios,
preguntó:
—¿Das tu consentimiento para un beso en la boca?
En ese momento, Alba abrió los ojos y se lo encontró
mirándola desde arriba y a escasos centímetros de su cara.
—¿Solo uno? Mira que, si empiezas, igual no puedo parar
—respondió ella—. Llevo demasiado tiempo sin estar con
nadie, y no quiero hacerme ilusiones, Xavi.
En ese instante, él se lanzó a aquellos labios jugosos y
comenzó a besarla, sin preocuparse de pandemias, de que
fuese una clienta o su casera. Saboreó el chocolate en su
paladar y ella le aceptó los besos que siguieron a esos
primeros.
Se atrevió a adentrarse en sus senos, metiendo las manos
por debajo de aquel sujetador tentador, calibrando cada uno de
sus pechos que reaccionaron endureciéndose al primer roce
con sus pezones y que se ajustaron perfectamente a sus manos.
Alba elevó un poco la cadera para bajarse la cinturilla de las
mallas y, al instante, un destello de luz procedente de su
ombligo le indicó el lugar secreto en el que se encontraba
aquel piercing.
Xavier sacó las manos de donde las tenía y se movió hacia
un lado para besar aquel brillante. Sacó la lengua y comenzó a
hacer un recorrido con ella por el contorno de su agujero natal
hasta chocar con aquel pequeño. Después, sintió las manos de
ella apoyadas sobre su cabeza, acariciándole al tiempo que su
respiración se aceleraba, y su boca le llevó de camino hacia
arriba, en donde se perdió bajo aquel sujetador que terminó
quitándole y lanzándolo lejos, para morder cada uno de sus
pezones y regresar a sus labios, besándola con mucha más
intención y una lengua sedienta de ella, susurrándole en el
oído:
—Si consientes, te besaré y lameré mucho más abajo de ese
piercing. —Aquello lo acompañó de varios lametones en el
lóbulo de su oreja que hicieron que ella saltase de aquella
camilla.
—No puede ser que yo esté aquí medio desnuda y tú vestido
del todo. —Le levantó los brazos y le sacó la camiseta de
manga larga que llevaba, mordisqueando sus pezones mientras
le quitaba el cinturón, con idea de que aquello no se quedase
en una mera declaración de intenciones.
Él fue descalzándose y esperó a que ella lo dirigiese hasta el
sofá que quedaba frente a la chimenea, en donde se sentó
después de quitarse el legging y quedarse en tanga, lo que
encendió los ojos claros de Xavier y agradeció al cielo el que
su sueño se hubiese cumplido.
—Quiero ver tu tatuaje ya.
Xavi comenzó a desabrocharse el vaquero frente a ella,
hasta quitárselo por completo, arrastrando de paso los
calcetines y quedándose tan solo con el bóxer puesto y la
erección marcada, lo que elevó una sonrisa en los labios de
Alba.
—Luego no digas que te ha decepcionado, que ya te vengo
avisando.
Ella se carcajeó y le hizo un ademán con la mano para que
procediese a enseñarle lo que quisiera.
De repente, Xavier se dio la vuelta para darle la espalda y,
levantando un lateral de la prenda interior, dejó que se viera
justo en el medio de la cacha derecha de su glúteo un pequeño
corazoncito que hizo que Alba soltase una exclamación de
asombrosa ternura.
—¡Qué monada! —Xavier puso los ojos en blanco frente a
aquella observación y, al rato, notó una caricia con el pulgar
sobre aquel tatuaje que le erizó el vello. Acto seguido, sintió
los labios de ella en su posadera, besándosela, al tiempo que le
bajaba el bóxer hasta el suelo—. No te marches de aquí.
Ella salió del salón, corriendo en dirección a las escaleras
que llevaban al piso superior y, cuando bajó, se pegó a su boca
mientras se quitaba la única pieza que llevaba puesta para
quedarse tan desnuda como lo estaba él.
La respiración de ambos se aceleró y ella le enseñó un
condón que rasgó frente a él para sacarlo de su envoltorio y
colocárselo mientras le besaba.
Xavi la tumbó en el sofá y comenzó a bucear en su cuerpo,
besando y lamiendo cada rincón del mismo y acoplándose a su
placer, que fue correspondido.
Las llamas de la chimenea iluminaban y calentaban su
ardorosa pasión, hasta que no aguantaron más y él se sumergió
dentro de aquella muchacha con la que nunca pensó que
tuviera tanto en común y tantas cosas que compartir.
Capítulo 15
Nieve hasta las cejas

Andrea y Sara no pudieron aguantar a los niños dentro de


casa por mucho más tiempo, y salieron temprano y bien
abrigados en dirección al pueblo.
Un paseo de buena mañana, con el trineo que guardaba Sara
en su casa, les desfogaría y, de paso, ellas podrían pasar un
rato juntas; aunque sus conversaciones quedasen cortadas en
más de una ocasión debido a la demanda de los pequeños.
Parecía que no iba a dejar de nevar nunca. Los copos no
eran tan gruesos, pero, aun así, cubrieron de nuevo la entrada
de la residencia y la rodadura del paso de los pocos coches que
se habían atrevido a salir con aquel tiempo, pese a las
recomendaciones que no paraban de dar en las noticias para
evitar hacerlo.
Decidieron continuar hasta la casa de Alba, a ver si le
podían echar una mano con lo de la comida de la residencia, si
es que el cáterin no había podido solucionar el problema de las
entregas.
Al llamar al timbre, les pareció que no había nadie dentro.
Andrea había cogido las llaves del bar y tentada estuvo de
meterse dentro con Sara y los pequeños, ya que seguía
haciendo demasiado frío para estar mucho rato sin moverse.
Pero hubiera resultado imposible, porque la cantidad de nieve
que había acumulada frente a su puerta no la iba a quitar tan
fácilmente, como no parase de nevar y el sol comenzase a
derretirla.
—Déjame que llame a Xavi —se ofreció Sara—. A ver si le
podemos dejar a los niños en el salón, viendo la tele, y
ayudamos a Alba con lo de la comida.
Cuando hizo amago de ir a la parte trasera para llamar al
timbre de su amigo, Andrea la paró.
—No, espera, creo que ya oigo pasos. ¡Alba! —gritó—.
¿Estás ahí? Hemos venido a ayudarte con lo de la comida.
Los tres niños comenzaron a corear su nombre en alto
mientras varias manitas enguantadas aporreaban la puerta de la
persona que mejor chocolate caliente preparaba en todo el
pueblo.
—¡Vale, vale, parad ya! —Alba abrió la ventana del salón
para callar aquella algarabía—. ¿Qué hacéis aquí tan temprano
y nevando como está? ¿Habéis podido sacar el coche?
Suerte que el minijardín delantero bloqueaba el paso de
todos aquellos niños hasta la ventana, si no, lo más seguro es
que hubiesen arrasado con todas las plantas de su madre y, de
paso, la hubieran pillado con la mesa de masaje de Xavi
desplegada en medio del salón y la ropa de ambos tirada por el
suelo.
—Guapa, ábrenos, que nos estamos congelando —dijo
Andrea, haciendo campana con sus guantes y soltando vaho en
su interior—. Y una tacita de chocolate caliente para entrar en
calor no estaría mal.
—¡Jo… lines! —corrigió delante de los niños—. Solo me
dais trabajo. Esperad, que me pongo algo decente por encima.
Las dos mujeres, con sus niños, esperaron allí dos, tres…,
casi cinco minutos de reloj. Y acabaron cantando canciones
navideñas con los pequeños como si estuviesen esperando el
aguinaldo.
Cuando la puerta principal se abrió, los niños entraron en
tropel y directos a la chimenea del salón, frente a la que se
sentaron con abrigos y todo. Suerte que había apartado la
camilla, echándole por encima un mantel navideño de doce
servicios que su madre guardaba en uno de los cajones del
aparador.
—No te conocía esta mesa —dijo Andrea.
—Ya, es que la pone mi madre cuando es Navidad para
colocar dulces para las visitas. —Sus amigas se extrañaron, ya
que allí encima no había nada—. Yo la uso para colocar la leña
—dijo mientras movía el cesto de sitio y comenzaba a sacar
troncos de él para ponerlos unos al lado de otros e intercalar
ramas más pequeñas entre medias—. Y así veo qué es lo que
meto en la chimenea; más, menos, uno, dos o todos, ja, ja, ja
—se rio de manera nerviosa—, según lo que necesite que
aguante el fuego.
—Vaya, curiosa manera de organizártelo. Pero tendrás que
echar todos porque el fuego se está apagando.
—¡Ay, es cierto! Es que me habéis sacado de la cama.
¡Hala, id a buscar más leña fuera! Que vosotras vais abrigadas.
—Las cogió del brazo a las dos para que saliesen a la calle por
ella—. La tenéis en la entrada, me llenáis el cesto y para
dentro otra vez.
Abrió la puerta para sacarlas, la cerró de nuevo y corrió
escaleras arriba mientras le gritaba a los niños:
—¡Podéis poner la televisión!
Xavier llevaba vestido un buen rato y, a pesar de que Alba
intentó subir la persiana de su habitación, que era en donde
habían dormido, aquella no se levantó ni un centímetro.
—Tiene que seguir congelada —susurró ella—. ¡Vaya
mierda!
—Tú lo que quieres es que yo sí que muera congelado. ¿No
pretenderás que salga por ahí? Por mucho que pudiese hacerlo
y saltar a la mía, no me valdría de nada —masculló él cuando
el timbre de la puerta volvió a sonar—. Mi ventanal está
cerrado por dentro.
—De acuerdo, pero quédate aquí y no hagas ruido. Si
consigo llevarme a todos al local para que me ayuden con los
envases de los ancianos, te mando un mensaje y sales en
cuanto puedas.
Los niños ya le habían abierto la puerta a las madres y Alba
se dispuso a bajar de nuevo, pero Xavier le agarró el brazo
antes de que escapase y la atrajo hasta él para besarla en los
labios durante unos segundos.
Ella se separó de él con una gran sonrisa y consiguió cerrar
la puerta de su cuarto antes de que el pequeño de Andrea la
pillase. Bajaron juntos hasta el salón para llenar de troncos la
chimenea y que no se apagase del todo y, tras degustar una
taza de chocolate caliente con pastas, Alba consiguió sacar a
todo el mundo de su casa y llevarlos al local, en cuya cocina
reposaba la masa de pan que había dejado fermentando el día
de antes, y pudo mandarle un mensaje a Xavier que, pasada
media hora exacta, apareció por allí para algarabía de todos.
—¡Vaya, vaya, el príncipe ya amaneció! —dijo Sara—.
Llevo una hora llamándote al móvil y ni respondes.
—Porque tú lo has dicho, acabo de levantarme, pesada. Y
qué es eso que me has escrito de que vaya sacando mi camilla.
—Alba le clavó la mirada y tragó saliva, pero él asintió con la
cabeza y la mejor cara de póker que pudo poner para que se
quedase tranquila, ya que había quitado de encima de ella
todos los troncos y el mantel para plegarla y llevársela a su
casa donde estaba a buen recaudo.
—Pues que mientras Andrea se va con los niños a llevar la
comida a la residencia, tú tienes curro aquí en el pueblo; y yo,
en casa de dos vecinos de mi urbanización que se han jorobado
la espalda quitando nieve de sus parcelas.
La actividad a partir de ese momento se volvió frenética:
Xavier regresó a por su camilla y se preparó para ir a casa de
los del pueblo mientras Sara se encargaría de los de su zona.
Alba colocó en varias mochilas la comida de los residentes del
asilo y las repartió entre los niños con lo menos pesado, y el
resto lo llevarían ellas tres, que irían juntas hasta la residencia
para separarse más tarde, dejando Sara que sus niños se
marcharan a casa de Andrea hasta la hora de la comida.
Cuando regresó, Alba tuvo una jornada de trabajo
extenuante para preparar todos los platos, masas y bases que
pudiera adelantar en previsión de lo que ocurriera con el
tiempo en esos días. Por suerte, aquel fue el último que nevó
tan copiosamente y, por la tarde, tras llevar la cena a la
residencia y regresar juntos a la casa, Xavier se encargó de
preparar un picoteo y abrir una botella de vino que degustaron
en su ático, amándose frente a la chimenea hasta bien entrada
la madrugada.
El domingo amaneció con el cielo despejado y, según
levantó el sol y caldeó las calles, los vecinos fueron saliendo
para limpiar lo que se pudiera con la pala en la mano.
Más de uno llamó al local de Alba para ver si podían
comprar algo de comida para llevar a sus casas, pero, salvo
croquetas variadas y toneladas de sopa que había preparado,
reservó la mayoría de los platos para la residencia que, hasta el
día siguiente, no podría establecer la rutina de abastecimiento
alimentario que tenía contratado con el cáterin.
Aquella tarde de domingo, Xavier recibió una llamada de
teléfono de Sara.
—¿Crees que podremos empezar a trabajar mañana? —
preguntó él a modo de saludo.
—Si conseguimos quitar la nieve de la entrada, igual puede
entrar la gente sin matarse por el camino.
—Voy a acercarme después de ir con Alba a llevar la cena al
asilo, y veré si puedo limpiar algo y echar un poco de sal de la
que han dejado los del ayuntamiento en la residencia. Te aviso
cuando acabe, a ver cómo ha quedado.
—Gracias, Xavi, pero te llamaba por otra cosa. Necesito
que me hagas un favor.
—¿Otro? Eres tú la que me vas a tener que dar un masaje en
la espalda. Tengo las lumbares fatal de quitar tanta nieve. —
Xavier le lanzó un guiño de ojos y una sonrisa a Alba, que
estaba terminando de rellenar los recipientes con comida que
meter en las mochilas.
—¿Tienes algo que hacer el día 14 de febrero?
Xavi se paró en seco y se estiró en el sitio.
—¿¡Perdona!? Queda un mes para entonces.
—Verás, es que resulta que ese día se casa mi excuñado
Sebas, el hermano de Yago. Y estoy invitada a la boda.
—¡Ah, pues que te lo pases bien!
—Xavi, es que no quiero ir sola. Necesito que me
acompañes.
—¿Pero no van tus hijos? Son sus sobrinos, ¿no?
—Sí, claro que van. Pero ese fin de semana le tocan a su
padre y no quiero aparecer sola por allí y aguantar las
monsergas de su familia sobre nuestra separación, las
miraditas de todos y mis exsuegros comiéndome la cabeza
para que vuelva con él, porque no les gusta su nueva novia.
Me llevo bien con ellos, pero son muy pesados.
—Y no te puedes escaquear.
—¡Qué va! Sebas es amigo mío antes de que yo me
enrollase con Yago. Alba también está invitada. —En ese
momento, Xavier frunció el entrecejo y clavó su mirada
azulada en la joven para preguntarle—: ¿Tú tienes una boda el
14 de febrero?
—¿Está Alba ahí contigo? —se oyó a Sara que preguntaba
al otro lado del móvil.
—Sí, la boda de Sebas. Es uno de mis mejores amigos.
Aunque, entre tú y yo, la novia es un poco gilipollas. Pero…
tiran más dos tetas que dos carretas, que las tiene bien grandes.
Lo de hacerla en San Valentín fue idea de esa mema. ¡Es más
boba! Y, encima, este año cae en domingo; vamos, que no se
libraba el pobre. ¿Verdad, Sara?
Sara confirmó cada palabra de las que pudo escuchar que
dijo Alba.
—¿Y tú con quién vas a ir a esa boda? —preguntó él.
—¿Yo? Con nadie. ¿Por?
—¡Oye, tú! —soltó Sara de repente—. Que te lo he pedido
yo primero. Además, no te veo yo con Alba colgando de tu
brazo para entrar en una iglesia.
—¿Y eso por qué? —preguntó él, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, a ti te gustan más pijitas.
—¡¿Que me gustan pijas?! Pues te confundes un rato largo.
Desde lo de Marta, mis gustos han variado cosa fina. Me
gustan cada vez más morenas, teñidas, con piercings, tatuajes
o lo que les dé la gana ponerse encima.
Alba sonrió de soslayo.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Tienes algo que confesar?
Xavier expandió los ojos al máximo y pensó que no era el
mejor momento de hablar de su relación sin consultarlo antes
con Alba.
—¡Sara, ve al grano! —evadió la cuestión—. ¿Qué
necesitas que haga ese día por ti?
—Que me acompañes, y ya. Así no seré la única que no
vaya a bailar ese día ni tendré que aguantar a los babosos que
se pasen con el alcohol ni a mis exsuegros comiéndome la
oreja.
—¡Ah, claro! Mejor será que me mate tu exmarido, que
como no es celoso ni nada.
—Se supone que va con su novia. O, al menos, eso le ha
dicho a los niños. ¿Y qué celos va a tener y por qué?
—¡Sara, que Yago es hiperceloso! —sentenció él y Alba lo
ratificó asintiendo con la cabeza—. ¿O es que todavía no te
has enterado del tipo con el que te casaste? Se va a mosquear
como me vea aparecer por allí contigo colgada del brazo y con
uno de esos modelitos ajustados que te marcas cuando te
pones elegante.
Alba frunció el entrecejo en ese momento.
—También puedes ir con una de cada brazo y así despistas
más al personal —dijo la joven lo suficientemente alto como
para que Sara la escuchase.
—¡Esa idea me gusta! —se oyó gritar al otro lado del móvil,
haciendo que Xavi tuviera que despegárselo del oído—. Oye,
la Filomena ha hecho que os llevéis mejor Alba y tú, ¿no? —le
susurró—. Me lo tienes que contar, porque es una chica muy
maja.
Aquello comprometió a Xavier, que no solía ocultarle nada
a su amiga Sara.
—Esto…, sí, bueno. Mira, de acuerdo, accedo a ir a la boda,
aunque no es que muera por ir a ninguna. Pero ya podéis hacer
que nos pongan a los tres en la misma mesa.
Y, de ese modo, salió del paso como pudo, dejando claras
sus premisas.
Capítulo 16
Mataleón

La semana de la Filomena pasó, aunque el frío y los


montículos de nieve acumulados en las calles mantuvieron a
muchos en sus casas.
El personal del ayuntamiento lo llenó todo de sal para evitar
resbalones, los coches se desenterraron de la nieve y
comenzaron a transitar, los niños regresaron a la escuela, los
parroquianos al bar, los encargos empezaron a crecerle a Alba
y los pacientes a aparecer por la consulta de los
fisioterapeutas. Uno de los primeros que lo hizo fue el
exmarido de Sara, justo en la última hora que tenía Xavier
antes de marchar a Madrid para retomar sus terapias
domiciliarias.
—¡Hola…, Yago! —saludó Xavier en cuanto lo vio asomar
por la puerta—. Sara no vendrá hasta la tarde.
—No busco a Sara. Vengo a hablar contigo.
—¿Conmigo… sobre qué? Me pillas fatal, porque tengo una
sesión y después salgo pitando para Madrid.
—La sesión es conmigo —verificó aquel hombre.
Xavier revisó en su ordenador los datos de la persona a la
que esperaba, y levantó la mirada sin apartar los dedos del
teclado.
—Tú no tienes cita conmigo. Ahora tengo a un tal…
—Santiago Rodríguez. Ese es mi nombre —le interrumpió
Yago.
—¿Pero tú no te apellidas…? —Hizo memoria, pero le
costó más tiempo reaccionar que a Yago responder.
—Canelo, sí. Pero Rodríguez es mi segundo apellido y
Yago es Santiago en Galicia.
—¡Ah, vale! Pues, entonces, vamos para dentro. —Se
levantó del asiento para guiarle hasta su sala de masajes y
preparar la camilla para que se tumbase—. Cuéntame, ¿qué es
lo que te pasa? —Fue poniéndose los guantes—. ¿Te has
deslomado quitando nieve con la pala también?
—Menos cachondeo —soltó Yago con un exabrupto.
—No estoy de broma. La mitad de la gente del pueblo está
tocada por esa cuestión. Incluso yo acabé con dolor de
lumbares.
—¡Oh, vaya! ¿Y quién te calmó? ¿Sara?
Xavier se cruzó de brazos frente a él.
—Oye, Yago, ¡vale ya!
—Que vale ¿el qué? ¡Eh! ¡Respóndeme! —gritó—. ¿Fuiste
tú el que le quitaste la nieve de la puerta, a ella y a mis hijos, y
las bragas en Fin de Año?
—Pero ¿qué coño dices?
Yago soltó el puño sobre su pómulo derecho y consiguió
aturdirle y cegarle por un momento, aunque Xavier pudo
apoyarse sobre la camilla.
En cuestión de segundos, Xavier se lanzó sobre él,
placándole con una llave de judo que consiguió girarlo hasta
colocarse a sus espaldas y pasarle el antebrazo por el cuello
para tenerle a su merced.
Suerte que su madre había insistido en que practicase desde
pequeño aquel deporte, al igual que sus hermanas, y llegó a
cinturón marrón. De ese modo, evitó que pudiera volver a
tener la tentación de golpearle. Aunque Yago comenzó a
patearle en la espinilla, y Xavier, para evitar que siguiera
haciéndolo, se tiró al suelo, derribándole y colocándolo sobre
su cuerpo mientras le apretaba el cuello un poco más y se
sujetaba el antebrazo para que no se soltase del agarrón.
—¡¿Pero a ti qué hostias te pasa?! Puedo conseguir que te
desmayes con esta llave, gilipollas, así que para de una vez.
¡La nieve la quitaron Sara y Andrea solitas! —bramó—. ¿Y a
qué viene esa insinuación sobre Fin de Año? Si yo estaba en
Castelló, ¡subnormal!
—¿Qué piensas?, ¿que soy imbécil? ¡Dime, ahora mismo,
desde cuándo estáis enrollados! ¿Desde la facultad? ¿Desde mi
boda? ¿Por qué empezaste a trabajar con ella si vivías a tomar
por culo de aquí? —se le escuchó decir con un hilillo de voz.
—¡Imbécil eres y redomado! Tu mujer y yo solo somos
amigos. Ni le gusto yo a ella ni ella me gusta a mí; al menos
no en ese sentido en el que estás pensando. ¡Que eres un
perturbado mental! Y, además, ¿a ti qué coño te importa lo que
haga ella? ¡Si estáis divorciados ya, y tú haces tu vida!
—Pero no me gusta que me tomen el pelo en mis putas
narices, ¡joder! Y más, si lleváis años haciéndolo.
Xavier apretó un poco más el antebrazo para que dejase de
dar bandazos a un lado y a otro.
—¡Pero serás cabrón! Si fuiste tú el que le pusiste los
cuernos a ella. ¿O acaso se te ha olvidado que tienes novia y
bastante más joven que tú?
—¡No me toques los huevos, hostia! Que ahora voy a tener
que verla aparecer en la boda de mi hermano y contigo de
acompañante para que todo el pueblo se ría en mi cara.
—¿Así que es por eso? Sabía que esto me iba a traer cola —
pensó demasiado en alto.
—¿Lo confiesas?
—¡Que no, idiota! Te suelto si me aseguras que vas a estarte
quietecito y que luego te vas a largar de aquí como si no
hubiera pasado nada. —Yago masculló un «sí» y asintió con la
cabeza, lo poco que le dejó el antebrazo de Xavi hasta que
dejó de ejercer fuerza y lo apartó de encima para quedar
sentados en el suelo a una distancia prudencial el uno del otro
—. Sabía que te ibas a mosquear porque eres un puto celoso de
mierda y no dejas en paz a tu exmujer —dijo Xavier, y Yago
hizo el amago de arrancarse hacia él, pero el otro se colocó en
cuclillas de un salto y levantó el dedo índice para advertirle, lo
que hizo que Yago se refrenase y volviera a sentarse mientras
se acariciaba la garganta—. Lo único que ha hecho es pedirme
que le acompañe para no estar tan sola. Tus hijos van a estar
con tu familia y ella sabe que no pinta nada allí, pero no le
quiere fallar a tu hermano. Además, no voy a acompañarla
solo a ella. Voy con Alba también. ¿Acaso tienes algo que
objetar al respecto?
Yago, en ese momento, relajó el semblante y soltó una
risotada.
—¡Mira el valenciano listo! Ya solo falta Andrea en esa
ecuación y menudo ménage à quatre que te ibas a montar con
las tres tías más buenas de todo el pueblo. ¡Qué cabrón eres!
—Y tú qué enfermo mental, hòstia! —Xavier se incorporó
mientras se tocaba el pómulo que cada vez se le estaba
hinchando más y más—. Haré como que no he oído nada de
esto. Ahora, lárgate y no vuelvas a pedir cita con ninguno de
nosotros.
—Pediré las citas que me dé la real gana con mi mujer.
—¡Exmujer! —le corrigió Xavier—. Le va a bastar ver este
moratón en el ojo que me has dejado para saber que, si te da
un masaje, tendrá que ser cuando yo no esté aquí.
—Pues ten en cuenta que ya se está corriendo el rumor por
todo el pueblo. Andáis muy juntos vosotros cuatro y te
recuerdo que mis hijos están en medio.
—Lárgate ya antes de que pierda la poca paciencia que me
queda —le advirtió.
Y, mientras se dirigía a la puerta de salida para abrírsela y
que se marchase, Yago se levantó del suelo y le gritó la última
lindeza:
—Ya veremos lo que opina Virtudes cuando se entere de lo
que te traes entre manos con su hija, a la que adora. —Se rio
mientras salía del cuarto de masajes—. Aunque, si eres tú el
que se la metes, al menos la habrás librado de tener una hija
bollera.
Xavier se fue hacia él y volvió a placarle, esta vez
empujándole contra la puerta acristalada de la entrada.
—Espero que laves con jabón tu sucia boca y que dejes de
meterte con esas mujeres, pero en concreto con Sara; ya que
tenías que besar por donde pisa la excepcional madre de tus
hijos, que no sé qué coño vio en un gilipollas como tú. ¡Y,
ahora, lárgate!
Terminó soltándolo para volver a abrir la puerta y empujarle
a la calle.
Capítulo 17
Sorpresa, sorpresa

Una bolsa de guisantes terminó colocándole Alba sobre el


pómulo que cada vez iba cogiendo peor color.
—¿No era un filete de ternera de primera lo que se ponía?
—dijo él, haciendo que se sentase sobre sus piernas.
—Bueno, en la antigüedad y sin nada más fresco al lado,
igual te lo hubiesen puesto. Pero, hoy, solo conseguiríamos
que se te infectase la pequeña herida que te ha abierto ese
subnormal. —Ella pegó sus labios a los de él, con la certeza de
que, estando en la cocina y con la puerta del local cerrada con
llave, nadie podría importunarlos—. ¿Me vas a contar por qué
te ha pegado ese malnacido?
Xavier calló y se apretó la bolsa de guisantes un poco más
mientras con la otra la agarraba por la cintura.
—Dame más besos, que eso sí que me cura. Además,
viniendo de una de las tres tías más buenas de este pueblo,
seguro que me curo antes.
—¿Me voy a tener que pegar yo también con alguna?
—¡Eh, eh! Que para mí, tú eres la que estás más buena. Fue
Yago el que te incluyó en ese grupo, junto con Sara y Andrea.
Oye, y no serás celosa, ¿verdad? —Xavier se estiró en el sitio
y a punto estuvo de que se le cayese al suelo la bolsa de
guisantes—. Porque para mí eso es una línea infranqueable.
He estado con alguna y son insoportables.
—No, tranquilo, yo tampoco los soporto. Ahora, si te voy a
tener que compartir con alguien más, me gustaría saberlo antes
de encontrarme el pastel. Porque no me gustan las sorpresas y,
si esto se trata de un rollo y poco más, me gustaría estar
informada para no hacerme ilusiones, básicamente.
—Los cazurros de este pueblo se creen que tengo montado
un harén con vosotras, desde que nos ven pasar tanto tiempo
juntos.
—¡Serán cerdos! —Alba terminó poniéndose de pie y
Xavier le cogió la mano y la acercó de nuevo a él.
—Estoy contigo, ¿de acuerdo? Y cuando estoy con una
mujer, estoy solo con esa mujer. —Tiró de ella para sentarla de
nuevo sobre su regazo—. Las que lo van a tener difícil van a
ser Sara y Andrea como lo suyo pase por algo más que un
simple rollo. Yago es superceloso, gilipollas y homófobo a
partes iguales, pero los del resto del pueblo me temo que le
ganan.
—Habrá que ponerles en su sitio. Y que no me toquen las
narices porque empiezo a desembuchar contra más de cuatro
que terminaron en garitos de travelos, en las últimas fiestas del
pueblo que celebramos antes del confinamiento.
Xavi la besó al tiempo que dejaba que cayera la bolsa de
guisantes al suelo y levantaba un escalofrío en ella al posar su
mano helada sobre su seno, para después elevarla y colocarla
sobre la mesa de trabajo de aquella cocina en donde la tumbó
para comenzar a desnudarla.
La clandestinidad les gustaba. Se estaban conociendo y no
era su intención romper aquella pasión y encuentros por
sorpresa que cuidaban como oro en paño y que les llevaba a
querer que pasase rápida la jornada de trabajo para
reencontrarse bajo las sábanas del otro.
Lo normal era que se quedasen durmiendo en casa de Xavi,
ya que la puerta principal de la casa de Alba estaba demasiado
expuesta a todos. Tenía enfrente el bar de Andrea y hubiera
sido extraño ver entrar y salir a Xavier de su casa con tanta
asiduidad. No era normal estar visitando a tu casera cada dos
por tres. No querían cotilleos ni que esos mismos le llegasen a
Virtudes antes de que fuese su propia hija la que se lo contase.
Alba, sin embargo, tenía la excusa de acceder por el mismo
portal que Xavi a su almacén, al que tenía que ir más de tres y
cuatro veces al día para sacar harina o cualquier otro
ingrediente que necesitase y que no tuviera que ver con las
ganas de acariciar y besar a su inquilino, al que necesitaba
tanto como él empezaba a necesitarla a ella.
Y, así, fueron pasando las semanas.

***
La mañana del martes antes de la boda de Sebas, Alba se
acercó hasta la consulta, que le quedaba a tan solo cien metros,
para llevarle unos cruasanes rellenos y recién horneados a
Xavier y a Sara.
Sabía que él tenía que atender a tres clientes antes de bajar a
Madrid. Cuando llegó, le abrió la puerta una chica que estaba
esperando dentro a que la atendiesen. Nada más entrar, le dio
las gracias y gritó:
—¡Sara! —Sonrió a aquella chica rubia y agraciada, con
rasgos de actriz de Hollywood y vestida con ropa ajustada que
dejaba entrever su voluptuosa forma mientras en una mano
sostenía el plato de los cruasanes y en la otra el manojo de
llaves del local y de su casa.
—¡Voooy! —se escuchó una voz a lo lejos.
Frente a aquella chica, Alba se sintió de menos con su pinta
de cocinera, con gorro incluido, y recién salida de entre los
fogones. Y, por un momento, se le pasó por la cabeza la idea
de que ojalá tuviese la cita con Sara, en vez de con Xavier,
porque posar sus ojos sobre aquella preciosidad era una cosa,
pero evitar la tentación de caer presa de sus encantos al posarle
las manos encima sería algo difícil de superar.
Alba evitó seguir pensando en aquello, ya que, si de algo se
sentía orgullosa, era de no ser celosa y confiar plenamente en
la persona con la que estuviera en ese momento. Además de
que ya lo habían hablado y de que Xavier era todo un
profesional y además de que… En ese instante, Alba desvió
sus ojos a las manos de aquella hermosa mujer para ver si su
estado le tranquilizaba un poco más la conciencia, y se fijó en
que esta portaba en el dedo anular de su mano izquierda una
alianza de compromiso que ella conocía bien.
Se trataba de un anillo caro, rodeado de zafiros y diamantes
sobre una base de oro blanco y tan resplandeciente como lo
vio dos meses atrás, cuando Xavier se lo enseñó en el bar y
que tanto le costó conseguir que se lo devolviera la mujer a la
que se lo había entregado en su día.
Por un minuto, se sintió desfallecer. No todos los días se
veían aquellas maravillas en dedos tan jóvenes. Sin poder
apartar la mirada de aquella mano, Alba le preguntó a la chica:
—Precioso anillo. ¿Es de pedida?
La mujer se miró el dedo, disfrutando de aquel espectáculo
que le adornaba la falange y lucía hermoso y resplandeciente.
—Sí, y espero que no se le olvide al hombre que está ahí
dentro.
A Alba le pareció ver que señalaba con la barbilla hacia la
puerta en la que, normalmente, Xavier impartía sus masajes, y
pensó que ojalá a quien estuviera dándoselo en ese instante
fuese al novio de aquella mujer.
De pronto, Sara salió de su cuarto seguida por una señora de
mediana edad.
—Buenos días, Alb…, ¿qué haces tú aquí? —Sara se dirigió
a la joven y no pareció haberle hecho mucha gracia el verla—.
¿Cómo has entrado?
—Buenos días para ti también, Sarita. Abrió él.
—¡¿Cómo dices?! ¿A ver, para qué has venido? —la
increpó mientras cobraba a su paciente.
—Pues eso no es asunto tuyo, la verdad.
—Sí lo es si le vas a trastornar más de la cuenta. Te
recuerdo que le dejaste hecho polvo hace un par de meses.
Alba estaba viendo aquella diatriba como quien mira un
partido de tenis, de una a otra y sin salir de su sorpresa.
—Harías bien en meterte en tus asuntos —respondió la
joven, esperando a que la señora pagase y se largase de una
vez, y que aquella otra muchacha soltase el plato que llevaba
en la mano y que se marchase también por donde había
entrado. Pero allí ninguna parecía moverse de su sitio y
empezó a sentirse incómoda, por lo que se puso de pie para
quedar a su altura.
—¡Hola, Alba! Que no te he dicho nada —saludó Sara—.
¿Eso que traes es para nosotros? —Alba asintió con la cabeza
y le pasó el plato que liberaba un aroma de lo más apetecible,
bajo la lámina de papel de aluminio que lo cubría—. Le va a
venir bien la bollería que hace nuestra amiga, porque se quedó
en los huesos después de la que armaste. —Clavó su mirada
sobre la rubita con toda la ira focalizada en ella.
—¡Mira, métete en tus asuntos! —La chica levantó la mano
izquierda con el dedo medio mirando hacia el techo y, en ese
instante, Sara se fijó en algo.
—¿Esa alianza…?
La puerta de la consulta de Xavi se abrió y una señora
regordeta salió de ella.
Al instante, se escuchó gritar en alto a Xavier:
—¡Marta, entra!
A Alba se le cortó la respiración y, sin despedirse siquiera,
abrió la puerta y huyó de allí corriendo.
Capítulo 18
Encerrona

Sara se quedó más extrañada con la salida que hizo Alba de


su clínica, sin despedirse y tan alterada, que con el hecho de
que Xavier llamase a Marta para pasar a su consulta como si
nada hubiera pasado entre ellos.
Antes de que llegase su siguiente paciente, se permitió el
lujo de poner la oreja en la puerta, a ver si escuchaba algo a
través de ella. Pero tan solo les escuchó hablar de manera
pausada e, incluso, soltar alguna carcajada que le sorprendió
bastante, después de haber tenido que aguantar sus malos
rollos y sus charlas durante horas y horas.
A Sara se le acabó la escucha en cuanto llamó a la puerta la
siguiente cita, y su cabreo aumentó hasta que pudo terminar el
trabajo y desahogarse con Andrea en el bar, en un momento en
el que se escondió en la cocina con ella y con la puerta cerrada
para ver qué opinaba de todo aquello.
—A ver, lo de Alba y su reacción no me parece extraño. Ya
sabes que no es santo de su devoción y, lógicamente, habrá
pensado que está haciendo el gilipollas, que es lo mismo que
piensas tú.
—No, no, que últimamente ya no se llevaban tan mal.
Desde la Filomena, él la mira más de la cuenta y ella nos trae
bollitos y cruasanes a la consulta cada dos por tres, y siempre
cuando está él allí. Pero, justo hoy, va y se encuentra con la
otra.
—Ya sabes cómo son los hombres. Y si esa tía está buena,
pues habrán vuelto a follar. De ahí a que se lo haya camelado
para que le regale de nuevo el anillo, pues va un paso. No te
agobies, que tampoco te va a valer de nada.
Andrea sonrió y se acercó a ella con intención de darle un
beso rápido, que Sara le aceptó encantada y que prolongó más
de la cuenta.
—Es que es una gilipollas, y él, también.
—¿No le has podido preguntar a él sin que estuviera por allí
la otra?
Sara negó con la cabeza mientras Andrea jugaba con uno de
sus mechones de pelo para colocárselo detrás de la oreja.
—Se fueron justo antes de que yo acabase mi sesión, lo que
me lleva a pensar aún peor.

***
Xavier siguió el coche de Marta todo el trayecto.
Necesitaba llegar a la otra punta de Madrid, en donde estaba
su anterior casa, antes de que se formase el atasco de salida de
los trabajos y no llegase a las siguientes citas que tenía
concertadas por la tarde.
Parecía que Marta estaba de buenas, y eso era algo que
había que aprovechar. Con ella nunca se sabía. Era bastante
impredecible, aunque también cautivadora y extremadamente
sexy. Sabía que los hombres se fijaban en ella; tal vez
demasiado. Pero aquello ya no le importaba, le daba
exactamente igual, con tal de que, por un rato, no se tirasen los
trastos a la cabeza.
Era agradable poder reír junto a ella y hablar de cosas
banales que no les recordasen cada dos por tres que su boda se
había ido al traste. Todavía sentía el tacto de su piel en la
punta de sus dedos. La suavidad y la blancura que siempre le
había ensimismado y que hacía escasos minutos le había
causado un amago de erección como hacía tiempo que no
había sentido con ella, pero que pudo controlar a tiempo.
Notó que, aquella mañana, Marta se había perfumado más
de la cuenta y, a través de la mascarilla, aquel aroma le había
evocado sus mejores momentos. Mientras recorría con sus
manos la espalda que tantas veces había rozado y besado,
sintió que ella liberaba algo de rencor y de ira.
Todo había cambiado desde la Filomena. Aquella tormenta
que había colapsado Madrid hizo que tuviese la necesidad
imperiosa de hacerse con la ropa de abrigo que se mantenía en
los armarios de la casa que finalmente ella se quedó.
La primera tarde que pudo moverse con el coche e ir a
buscarla, ella le recibió afable y aquello le hizo respirar
tranquilo, soltando toda la tensión que había acumulado en las
horas previas al encuentro.
Le faltaron algunas cosas por recoger: ropa de cama y un
edredón que ella misma le había llevado a la tintorería, pero no
le importó pasar a recogerlo en otro momento, y a eso iba ese
día. Incluso le había parecido un detalle que se hubiera
desplazado para que le diese un masaje a aquel pueblo al que
nunca consiguió llevarla, ni en las muchas invitaciones que
Sara les había hecho cuando aún eran pareja.
Habían pasado dos meses y ya la veía con otros ojos.
Mucho más madura y menos crítica, aunque le había contado
el encontronazo que había tenido con Sara; lo que le llevó a
pensar que tenía que hablar con ella. De hecho, debería de
haberlo hecho hacía tiempo, así como llamarla por teléfono
para decirle que se la iba a encontrar en la consulta, pero es
que todo había surgido demasiado rápido.
Cuando llegaron al portal de la casa, Marta le hizo una señal
para que aparcara en una plaza que quedaba libre. Poco
después, le abría la puerta del apartamento.
—Si quisieras, podrías volver a tener una copia de las
llaves. —Xavier frunció el entrecejo ante aquella propuesta
que para nada se esperaba, y refrenó el paso antes de cruzar el
umbral—. No te hagas ilusiones, era broma —rectificó al ver
que su propuesta podía hacer que él se diese la vuelta y que su
renovada buena relación se terminase antes de tiempo—. Solo
lo he dicho porque igual te apetece quedarte aquí alguna noche
si terminas tarde con los clientes de la zona. No es por nada,
pero ese pueblo al que te has ido a vivir está un poco a
desmano. —Ella se apartó para que entrase y le mostró las
manos, con las palmas boca arriba, para que le pasase su
impermeable tres cuartos—. Creo que es la segunda vez que te
veo llevar tanta ropa de abrigo. Te estás ruralizando.
—Estuve a punto de morir congelado durante la Filomena,
así que ahora no me lo quito para nada.
—En serio, Xavi, no encontraste nada más cerca de Madrid
para irte a vivir. Tu casa es muy cuca, pero ni siquiera tiene
vistas. Además, huele a fritanga. ¿Seguro que es legal que
tengas justo debajo el local de tu casera y que esté cocinando
todo el día ahí? A ver si va a ser como esas cocinas ilegales de
los edificios de Madrid.
Xavier la había recibido en su casa para que no fuera sola
hasta la consulta y le ofreció un café mientras se duchaba y
terminaba de arreglarse.
—El negocio de Alba es perfectamente legal. Tiene licencia
y todo está en orden.
—Ya, ya, pero te atufa toda la casa —dijo mientras se
dirigía a la cocina—. ¿Te apetece una cerveza?
Xavier negó con la cabeza y miró alrededor para ver si veía
su edredón y el resto de ropa de cama por algún lado.
—Demasiado pronto para mí, tengo masaje a partir de las
cuatro.
—Aún quedan un par de horas, quédate a comer algo.
—No, que luego se monta atasco y voy pillado de hora.
¿Dónde están las cosas?
Ella se acercó a él y le señaló con la cabeza el pasillo que
llevaba a su habitación. A él le extrañó que no hiciese el
amago de ir a buscarlo, por lo que fue él mismo a cogerlo.
Cuando entró en su anterior cuarto, lo vio extendido sobre la
cama. Se trataba de una colcha edredón de los que le gustaba
usar a él, ya que era demasiado caluroso y acostumbraba a
dormir en calzoncillos del calor que pasaba con la calefacción.
—Había pensado que podíamos darnos un homenaje antes
de irte con él y no volver a veros a ninguno de los dos durante
mucho tiempo.
—¡Maaarta! —Xavier arrastró su nombre en un intento de
reprenderla, sin entrar a más.
—Hemos pasado muy buenos momentos bajo ese edredón,
Xavi. —La mano de ella se metió por debajo de su polo de
manga larga y él se apartó igual que si le hubiese quemado con
ella.
—Ja està bé, Marta!
Se fue directo a por la prenda de cama y comenzó a
doblarla.
—Te he echado de menos, Xavi. Este apartamento es
demasiado grande para mí sola. —Ella caminó hacia él, en un
afán por cortarle el paso.
—¡Basta ya, te he dicho! Lo de este piso ya no es asunto
mío, ¿vale? Y, de lo demás, vamos a dejarlo estar. Haz el favor
de dejarme pasar.
Pero ella se echó sobre él y le atrapó por el cuello.
—¡Marta, que pares de una vez! ¿De acuerdo? Estoy con
otra persona. —Con aquello último que dijo, evitó que le
besara—. Y déjame pasar, haz el favor. ¿O me vas a hacer
saltar la cama?
—¿Que estás con otra? ¿Con quién?
—Eso no es de tu incumbencia. Te repito que me dejes
pasar.
—Ahí tienes la cama. —Señaló con la barbilla—. Tú
mismo. Sáltala si quieres.
Xavier terminó saltando y, refunfuñando, agarró su abrigo
de encima de la silla en donde lo había dejado ella y se dispuso
a salir por la puerta sin volver la vista atrás.
—¿Y las sábanas? No esperarás que te las lleve a ese pueblo
de mala muerte, ¿verdad?
—Haz lo que quieras con ellas. Por mí como si las quemas.
Y, dando un portazo, salió corriendo de allí.
Capítulo 19
Hermetismo total

Cuando llegó por la noche a su casa, por más que llamó a la


puerta de Alba y a su móvil, Xavier no consiguió dar con ella.
Igual había salido con alguien, porque dentro de su casa y
del local no se veía luz. Pero su instinto le decía que algo no
iba bien, aunque tampoco era plan de llamar a Sara o a Andrea
un martes, 9 de febrero, a las once menos veinte de la noche
para ver si estaban con ella o sabían dónde localizarla.
A la mañana siguiente, más de lo mismo. Alba no le cogía
el teléfono, pero al menos había actividad en el local porque la
luz y el aroma a bollos recién horneados le activaron los
sentidos.
Sin embargo, al intentar abrir la puerta, el seguro estaba
echado. Cosa rara, ya que ella jamás cerraba porque pensaba
que quién iba a entrar allí por sorpresa si todos en el pueblo
sabían sus horarios más que de sobra.
Se dejó los nudillos llamando al cristal de la puerta. De
fondo, no se escuchaba el ruido de la amasadora, freidora u
horno funcionando, que le indicase que no le podía oír. No.
Estaba casi al cien por cien seguro de que algo pasaba y era
por lo que no quería hablar con él.
De repente, la vio asomar y echar un vistazo, para
desaparecer después en la cocina sin molestarse en salir a ver
qué era lo que quería con tanta urgencia.
Aquella mañana empezaba a trabajar temprano y no le
quedó más remedio que marchar hacia la consulta en donde le
esperaba Sara con ganas de hablar.
—Buenos días, Xavi.
—¡Hola, Sara! Aunque no sean tan buenos días para mí.
—No me irás a decir que la culpa de eso la tiene tu ex,
¿cierto? Porque como sea así, me lo voy a pasar muy bien
antes de que venga mi primera cita.
—Escucha, lo siento. Ya me dijo que os visteis aquí fuera, y
tenía que haberte avisado de que vendría.
Sara asintió con la cabeza mientras le miraba con los labios
fruncidos.
—Hubiera sido un detalle decirme que volvería a lucir tu
anillo en el dedo. Básicamente, para no mandarla a la mierda.
—Xavier frunció el entrecejo y, rascándose la barba, se acercó
hasta el mostrador que les separaba—. Aunque tampoco me
hace ninguna gracia verla, y menos por aquí. Pero tú sabrás lo
que haces. Ahora, a mí no me vuelvas a poner la cabeza como
un bombo cuando te la vuelva a jugar.
—¿De qué anillo hablas?
—Pues el de pedida aquel que nos enseñaste a todas.
—Eso es imposible. Yo no le he devuelto ese anillo ni
pienso hacerlo.
—¡Oh, vaya! Pues no era eso lo que parecía. Nos lo mostró
con mucho orgullo a Ramona, a Alba y a mí, y, de paso, nos
hizo una peineta de lo más española.
—¿Que hizo qué? ¿Y Alba estaba ahí?
—Sí, y yo creo que tuvieron unas palabras también, porque
salió corriendo en cuanto vio que se metía en tu consulta. Por
cierto, no sé si te has dado cuenta de ello, pero yo creo que le
gustas a Alba. Andrea dice que no, y ella la conoce más, pero
a mí es lo que me dice mi estómago y esos cruasanes
deliciosos con los que nos deleita cada mañana, que no creo yo
que los haga solo por mí. Es eso, o que no quiere perder a su
único inquilino.
—¡Sara, espera un momento! —cortó su diatriba—. Alba y
yo estamos juntos desde lo de la Filomena —se confesó,
finalmente, y le confirmó a su amiga que aquella chica había
calado hondo en su corazón y que no estaba dispuesto a dejarla
escapar.
—¡¿Qué?! ¡Sois unos cabrones los dos! ¿Te enteras?
Andrea y yo os contamos lo nuestro —le recriminó ella, pero
tuvieron que cortar la conversación antes de abrirle la puerta a
la primera paciente de la mañana—. ¡Soledad, buenos días! Ya
puedes pasar, que ahora voy —exclamó, lanzándole una
mirada asesina a Xavier—. Luego hablamos. —Le señaló con
el dedo índice sobre el pecho—. Que como se te haya ocurrido
volver con la subnormal de Marta y engañar a Alba, te mato.
Bueno, mejor, se lo cuento a Andrea y que lo haga ella —le
susurró bien cerca para que nadie les escuchase.
—Que no he vuelto con Marta, ¡cojones! Pero sí que creo
que Alba no me habla a causa de ella.
—Hombre, es que si te restriegan ese anillo por la nariz,
pues no mola, la verdad.
—Que te digo que es imposible que Marta tenga ese anillo.
Yo no se lo vi puesto en ningún momento.
—Pues delante de nosotras lo lucía con mucho arte y con el
dedo bien empinado hacia el techo. ¡Soledad, ya voy! —gritó
hacia su consulta—. Ya puedes enmendarlo con Alba, porque
la pobre no se merece lo que le has hecho. Te veo luego.
Hasta casi la una y media del mediodía no consiguió
liberarse de ningún paciente para ver si pillaba a Alba antes de
que cerrase el local para ir a comer. Y se presentó frente a ella
vestido con la ropa de masajista y una simple sudadera puesta
por encima.
—¡Ya te puedes ir largando de aquí ahora mismo! —dijo
ella en cuanto le vio aparecer por la puerta.
—Cariño, necesito hablar contigo.
—¡A mí no se te ocurra llamarme cariño! —exclamó entre
dientes—. Eso déjalo para tu prometida —soltó de sopetón.
—Alba, no sabía que te la habías encontrado en la consulta.
Solo vino a darse un masaje, nada más.
—Con el anillo de pedida puesto en el dedo, claro. ¡Qué
bonito! ¿Cuánto le costó que se lo pusieras de nuevo?, ¿una
mamada o algo más?
Ella ni siquiera le miró a la cara mientras terminaba de
recolocar el mostrador y quitar las bandejas que estaban
vacías.
—Alba, te juro que no pasó nada. Y dejad ya de decir Sara y
tú lo del anillo porque yo no se lo he devuelto. Es que estaría
loco si lo hiciera. Por cierto…, le he contado a Sara lo nuestro.
Alba comenzó a apuntarle con el dedo índice y a moverlo
arriba y abajo.
—¡Joder! Acabas de decir justo la frase que todo culpable
usa cuando quiere ocultar más de lo que hizo. Eres un
gilipollas, y de los grandes, si te piensas que me voy a creer
que no pasó nada entre vosotros. Pero me da igual. Lo que tú y
yo hayamos tenido se terminó ayer, así que ya se lo puedes ir
diciendo a Sara, a Marta o a quien coño quieras.
Ella se dirigió a la puerta y la abrió para que se fuera.
—Ayer, fui a recoger el edredón a su casa y se me tiró al
cuello, pero no pasó nada.
—¡Que te largues! Que ya es mi hora y voy a cerrar.
—Te lo juro por lo más sagrado, Alba.
—¡El puto edredón! ¿De qué está hecho?, ¿de plumón de
pato viudo, que te has tenido que ir a buscarlo hasta allí?
Porque, vamos, no habrá tiendas de aquí a Madrid para
comprarte uno y cien edredones nuevos si es que tanto
necesitabas uno. ¿Y lo del masaje? Tampoco habrá
fisioterapeutas de su casa hasta aquí para que le soben el lomo
a la rubita pija, ¿verdad?
—¡¿Estás celosa por un casual?! —Él intentó amagar una
sonrisa, pero se abstuvo en el último segundo en vista de que
ella se quitó el gorro de cocinera y una cascada de pelo
castaño cayó sobre sus hombros, dejándolo asombrado ante lo
bella que lucía sin tanto teñido que enmascarase su tono
natural—. ¿Por qué no vas teñida?
—Es tinte permanente sin amoniaco, pero mucho más
parecido a mi tono —confirmó—. Y lo he hecho por la boda
de Sebas. Si aparezco por allí con el pelo en tono fantasía, me
matan él y su madre.
—Te queda genial y resalta el color miel de tus ojos.
—Sí, pues míralo bien, porque espero que no se te ocurra
acercarte a mí ese día.
—Alba, por favor, escúchame. —Juntó sus manos en plan
oración en la iglesia—. Todo ha sido un malentendido. Sara y
tú le habréis visto otro anillo, pero no el que os enseñé yo.
Ella se mantenía con los brazos cruzados, esperando a que
se decidiese a salir de su local de una vez por todas.
—Xavier, era tu anillo. Una alianza de compromiso que no
se ve todos los días, con zafiros y diamantes todo alrededor
sobre oro blanco. Y cuando le pregunté si era de pedida, me
respondió que sí y que esperaba que no se le olvidara al
hombre que estaba ahí dentro. —Sus ojos se tornaron
vidriosos—. Yo esperaba que hubiera algún hombre más
contigo; pero, no, salió una señora que no conozco, y ya. —
Las primeras lágrimas empezaron a descender por sus mejillas
—. Así que, por favor, deja de jugar conmigo. Y cuando pase
la boda de Sebas, te agradecería que te buscases otro sitio para
vivir porque va a ser muy difícil para mí tenerte tan cerca.
Él tardó unos segundos en pensar una solución.
—Alba, voy a subir a casa ahora mismo —señaló con el
dedo —, y voy a traerte ese anillo para que veas que no te
miento, que está arriba y que no está metido en su puto dedo.
Al menos, mi anillo no. ¿Me esperas aquí para demostrártelo?
Ella se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y miró
su reloj de pulsera.
—Te doy quince minutos. Si lo traes, seguimos hablando, si
no, mejor que no se te ocurra dirigirme la palabra.
Xavier salió disparado hacia arriba.
Pero, pasada una hora y con la casa medio revuelta, el anillo
seguía sin aparecer por ninguna parte.
Capítulo 20
El anillo del poder

Al día siguiente, Xavier se levantó con un dolor de cabeza


impresionante y con el sonido repiqueteante de la alarma del
despertador clavada en su cerebro. Los jueves madrugaba, ya
que tenía que ir a la otra punta de Madrid para varias sesiones
a domicilio con clientes que le tenían contratado desde hacía
años.
No había pegado ni ojo buscando el maldito anillo, y solo le
faltó mirar bajo la tarima flotante o las losetas de la terraza.
Pero ni se atrevió a llamar a Alba, no solo por la advertencia
que le había hecho, sino, más que nada, porque comenzarían
otra bronca al confesarle que había dejado entrar en su casa a
Marta y campar a sus anchas por allí mientras él se terminaba
de arreglar; con lo cual, Alba desconfiaría de nuevo y vuelta a
empezar con las discusiones.
A lo largo del día, pensó varias veces en acercarse a ver a su
ex para que confesara que le había robado el anillo. Prefería
discutir cien veces con ella que hacerlo con Alba. En verdad,
ya estaba acostumbrado a hacerlo y había tres testigos que la
habían visto con el anillo puesto.
Tenía que reconocer que se había comportado como un
capullo integral y se merecía que Alba no le mirase a la cara.
Sin embargo, su sentido común le decía que tampoco se
enfrentase a su ex y menos acusándola de algo que le costaría
demostrar. No tenía que haberse fiado de ella y punto.
—Puto anell dels ous! —exclamó, soltándole una patada a
la llanta de su coche, y tuvo que llevarse la mano al pie para
masajeárselo—. ¡Mierda de anillo de los huevos! —repitió.
Al final del día y ya en casa, estuvo tentado de acercarse a
ver a Alba. Pero ir sin nada en las manos que demostrase su
inocencia, era peor que haber quedado como el capullo más
integral de todo el planeta. Al menos le quedaba la esperanza
de convencerla de que no había ocurrido nada entre Marta y él,
cuando diese con la solución de todo aquel embrollo
monumental en el que se había metido por no haberle dicho
que no a su ex desde el principio.
—¿En serio me estás diciendo que volviste a ver a esa
zorra? —preguntó su hermana María en cuanto terminó la
primera parte del resumen de aquella historia que le estaba
contando por teléfono—. ¿Y le diste un masaje?, ¿en su puta
espalda? —No sabía si estaba haciendo bien o mal en
contárselo, pero al menos tendría a alguien de su parte para
variar—. ¿Pero tú eres idiota o qué te pasa? ¡Y encima la dejas
pasar a tu casa! Como se entere la mamá de esto, le da algo.
Bien mirado, igual no la tenía tan de su parte como él
pensaba. Y con la segunda parte del resumen no le fue mucho
mejor para ganársela.
—¿Pero a ti qué te pasó en la Filomena? ¿Se te cayó un
bloque de hielo en la cocorota o qué? ¡Te has enrollado con la
lesbiana! Seguro que de esta matas a la mamá.
—¡Que Alba no es lesbiana!
—¿Pero no dijiste que la chica del bar era tortillera? —
María casi ni respiró.
—Sí, pero no —confesó él, dejando a su hermana más
confundida aún—. Llevamos enrollados desde lo de la nevada
y estoy cada vez más enamorado de ella. Pero Alba no es
lesbiana. Ese fui yo, que saqué conclusiones antes de tiempo.
La que sí que lo es, es su antigua jefa, la dueña del bar. Y Sara.
Bueno…, o bisexual o lo que sean. Las dos se enrollaron y ahí
están. No sé si saldrán del armario o no, pero, de momento,
están juntas.
—Menudo pueblo más ameno al que te has ido a vivir —se
carcajeó su hermana. ¿No os aburrís ahí? ¡Eh! Tengo que
hacerte una visita.
—Teta, he hecho el gilipollas como nunca. No hay nada de
lo que tenga que avergonzarme. Pero tampoco sé cómo voy a
conseguir que Alba me mire a la cara de nuevo, porque lo del
puto anillo que me regalaron el papá y la mamá parece de
película de miedo. No ha hecho más que complicarme la
existencia desde que apareció en escena. —Y le siguió la
explicación de aquella joya y de todo el lío que se había
montado alrededor de él.
Su hermana meditó durante un rato todo lo que le contó y,
luego, sentenció:
—Hosti, Xavi! Pareixes el de «El Señor de los Anillos», el
meu tresorrrrr! —bromeó.
—¡Déjate de coñas marineras, que no me hace ni puta
gracia! Ese anillo me trae por la calle de la amargura.
—Es que tenías que haber hecho caso al papá y haber
pasado de él. Pero como eres Frodo, tuviste que ir a quitárselo
a la otra y esconderlo donde no lo encontrarías ni tú.
—¡No lo escondí! —gritó—. Lo guardé y esa zorra me lo ha
robado. Y estoy seguro que ahora me vas a decir, como la
abogadilla sabelotodo que eres, que no tengo nada que hacer si
no quiero que me demande por acusarla de falso testimonio o
algo parecido.
—Eso, seguro. La abogadilla sabelotodo te dice que ni se te
ocurra hacerlo si no había testigos de por medio.
—Da igual. El anillo me importa una mierda. Lo que quiero
es recuperar a Alba y no sé cómo hacerlo, porque tanto ella
como Sara aseguran que la vieron con el anillo puesto y
diciendo cosas como que esperaba que yo no me olvidara de lo
que significaba y cosas así, que la mosquearon que no veas.
—Anda, apardalat! Que estás apardalat! ¿Por qué no te vas
a buscar hielo para ponértelo en el pie?
Xavier se rascó la coronilla, sin entender muy bien, hasta
que cayó en la cuenta de que, al principio, le había comentado
lo de la patada que le había dado a la rueda y que le dolía un
poco el empeine.
—Tampoco es para tanto. El tobillo no se me ha hinchado.
—¡Que abras el congelador! —le ordenó—. Hazme caso,
que te va a ir mejor en la vida.
A regañadientes, Xavier se levantó del sofá y se acercó a la
cocina.
—Te juro que no me duele tanto — dijo, abriendo la puerta
del congelador.
—Calla y busca por ahí dentro un táper con la tapa naranja
y que espero que no hayas tirado a la basura si no quieres
ganarte el título de tonto del año.
Con el ceño fruncido, se agachó para rebuscar entre las
bolsas de verdura congelada y paquetes de carne y pescado
que tenía guardados, hasta que vio lo que su hermana le dijo.
Cuando consiguió levantar la tapa de aquel envase que estaba
vacío, lo vio allí dentro: un anillo de oro blanco con diamantes
y zafiros engarzados que estaba solo, triste y más frío que su
cerebro, que se había quedado sin capacidad de reacción
alguna, salvo para preguntar pasado un rato.
—¡¿Cómo coño sabías tú…?!
—Porque me llamaste una noche, borracho del todo, y en
verdad parecías Frodo, solo que eras tú el que querías que el
anillo desapareciese de tu vista; así que te di la idea, y, por una
vez en tu vida, me hiciste caso. Bueno, eso y que tampoco
habrás sacado muchas cosas de ahí, porque, si en dos meses no
lo has visto, eso quiere decir que Alba te ha dado bien de
comer.
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero, teta?
Su hermana sonrió al otro lado de la línea.
—¡Anda y no seas pelota, hermanito! Pero ¿sabes qué? Yo
también te quiero.
***
Las doce de la noche no eran horas para llamar a la puerta de
nadie, y menos de Alba, que se acostaba temprano. Pero se
moría de ganas de mostrarle aquello que tanto ansiaba
enseñarle para que le creyera; por lo que esperó a la mañana
siguiente para hacerlo, pero en su casa no había nadie.
Tampoco estaba en el local. Pero lo que sí que había era un
cartel avisándoles a todos de que estaba cerrado por asuntos
familiares.
Xavier se agobió lo suficiente como para cruzar la calle y
hablar con la dueña del bar, aun a riesgo de recibir otra
reprimenda todavía mayor que la de Sara.
—Buenos días, Andrea. ¿Sabes dónde puedo encontrar a
Alba?
—Te has pasado, ¿lo sabes? —Andrea le dijo que pasase a
la pequeña cocina de aquel bar y cerró la puerta—. Se ha ido a
descansar unos días fuera de aquí.
—Necesito hablar con ella.
—¡No! Lo que tú necesitas es dejarla en paz.
—Encontré el anillo, Andrea, tengo que decírselo y que me
crea.
Andrea sonrió.
—¿Y qué piensas que va a hacer? ¿Caer rendida a tus pies?
Has tenido dos putos días para que tu exnovia te devuelva ese
jodido anillo.
Xavier se llevó la mano a la frente y entrecerró los ojos para
colocar las ideas.
—Juro por mi madre que el anillo que le vieron Sara y ella
no era el que yo le entregué para pedirle la mano.
—Pues tendrás que hacer que se lo crea cuando la veas en la
boda, porque hasta entonces no va a aparecer por aquí. —
Andrea le empujó por la espalda para que saliera de su cocina,
de detrás de la barra y del bar.
—Pero tendrá que venir a cambiarse para ir a la boda —
alegó él.
—Xavi, escúchame, Alba me ha pedido que la acompañe yo
a la boda; así que no le voy a chafar el día. Y, para tu
información, no nos vamos a vestir en mi casa; por lo tanto, ni
se te ocurra aparecer. Pero te voy a hacer un favor. Tienes dos
días hasta que llegue la ceremonia del domingo y demostrarle
que ese anillo que le vio en el dedo a tu ex no era el que le
entregaste un día. Céntrate en eso y en buscarte un traje, que,
al menos, Sara no te ha retirado la palabra aún y sigue
queriendo que seas su acompañante en la boda.
Abriéndole la puerta de la cocina del bar, le hizo salir y
romperse la cabeza durante todo el día para dilucidar cómo
conseguir que le creyese.
Si no podía localizarla, al menos le grabaría un audio para
explicarle que lo había encontrado, que la echaba de menos,
que la quería y que le diese una segunda oportunidad por
haberse comportado como el mayor idiota del mundo.
Lamentablemente, tras veintisiete minutos de diatriba en la
que le confesaba su amor y mandarle el audio de WhatsApp,
un único tic marcado, que se mantuvo así hasta el día
siguiente, le dio la pauta de que le había bloqueado del todo.

***
El sábado previo a la boda, decidió ir a hablar con Sara y
enterarse al menos de si había que ir de etiqueta o qué tipo de
traje tenía que lucir al día siguiente.
—Estoy por ir a alquilar uno —confesó una vez que se
sentó en la mesa de la cocina, tras quitarse el abrigo.
—¿No tienes un traje cualquiera que ponerte? —preguntó
ella mientras le pasaba un café caliente—. No hay que ir de
esmoquin ni nada de eso.
—Todos mis trajes los tengo en Castelló. Y, además, no creo
ni que me queden bien. Estoy bastante más delgado que
cuando los usaba. Pero no pienso ir hecho un adefesio a esa
boda y que Alba no me quiera ni ver.
—Nos va a costar bastante que ella quiera volver a mirarte.
Además, tiene a Andrea de su parte y eso es luchar contra dos
titanes, por mucho que hayas encontrado el anillo. Pero de
Andrea me ocupo yo. —Sara cogió su bolso y su abrigo y le
agarró del brazo—. ¡Venga, acábate el café! Y que no se diga
que no le echo yo una mano a un amigo, por muy
capullamente que se haya comportado. Vamos a irnos de
tiendas y, de paso, nos vamos a dar una vueltecita por el
hospital de tu ex, a ver si la vemos por allí.
Capítulo 21
La boda

Aquella boda prometía más que la que Xavier había planeado


con su ex; y eso que solo habían pasado un par de meses. Pero
las restricciones existentes a raíz del coronavirus cambiaban
semana tras semana. Por lo pronto, había pareja de novios, lo
cual ya era más de lo que Xavier tuvo, y muchos más invitados
que los que iban a asistir a la suya.
Estaba claro que vivir en un pueblo tan pequeño tenía sus
ventajas a la hora de hacer la vista gorda con ciertas
normativas sanitarias, por mucho que se mantuviera la
mascarilla para todo el mundo, hidrogel por todas partes, que
se guardase la distancia entre las personas dentro de la iglesia
y que permaneciera el miedo constante a un contagio, a pesar
de la vacunación escalonada que ya se empezó a hacer meses
atrás.
En aquel tiempo, muchas parejas de novios habían decidido
posponer la boda hasta que todo se normalizase y no se viera
restringida su ceremonia. Pero muchas otras decidían
continuar con el evento, ahorrándose de ese modo un buen
pellizco, ya que el número de comensales sentados a una mesa
estaba limitado. Otras celebraban solo la ceremonia y
posponían el banquete para cuando la normalidad se
restableciera; de ese modo, evitaban bajas debido a los
contagios. Sin embargo, en Entresueños, parecía que las
normas eran algo más laxas y que aquello no afectaba del
mismo modo en el que lo hacía en el resto de la comunidad de
Madrid, porque invitados había y muchos más de los que
Xavier esperaba encontrarse.
Estaba pegado a su compañera de trabajo sin poder apartar
los ojos de la mujer que tenía dos bancos de iglesia por delante
y pegada a Andrea, y sin dejar de pensar en qué momento
abordarla para que le perdonase como fuera y le permitiera
explicar el malentendido que se había organizado entre ellos
dos.
Alba estaba más hermosa incluso que la propia novia.
Llevaba un vestido en tono azul noche que le marcaba los
hombros, y media manga que le ocultaba los tatuajes. El corte
era por encima de la rodilla, dejando sus torneadas piernas al
aire. El bajo estaba recubierto de plumas tan oscuras como el
tono aterciopelado de aquel vestido de cóctel, y en contraste
llevaba un bolsito plateado de carcasa dura en una mano y
unos zapatos de salón en tono celeste que estilizaban su figura.
Su media melena la llevaba recogida en un falso moño y el
flequillo le caía a un lado. Como adornos, tan solo llevaba
unos pendientes largos en forma de lágrima; ni un solo
piercing.
Cuando se bajó del coche, dejó boquiabiertos a todos los
que estaban en la puerta de la iglesia, pero mucho más a él,
pues nunca en la vida la había visto con un vestido puesto.
Lucía perfecta, con la manicura hecha y un maquillaje
sencillo, en donde solo se le veían pintados sus ojos color
miel, ya hermosos de por sí, bajo la mascarilla de color negro
que llevaba. Xavier rabió por no poder apreciar sus labios bajo
ella; aunque tal vez fuera mejor así, pues de haberlos visto no
habría podido evitar caer en la tentación de lanzarse a ellos y
beber de su boca o recibir un bofetón, lo que ocurriera
primero.
—Xavi, deja de mirar tan descaradamente a Alba que se te
ve el plumero. —Sara le dio un codazo para que se centrase en
la ceremonia y mirase al frente, y no en diagonal hacia donde
estaba la mujer que amaba.
—Me da igual que se me note. He hecho el idiota
llevándolo tan en secreto. —Él se llevó una mano al bolsillo
interior de su chaqueta mientras respiraba tranquilo.
—Ella tampoco quería que lo supiese nadie todavía.
—Pues eso va a cambiar si me vuelve a aceptar —sentenció
él—. La pena es que no habrá baile y no sé cómo coño voy a
conseguir que me escuche.
—¿Quién dice que no va a haber baile? —se sorprendió su
acompañante.
—El Gobierno de este país y las restricciones sanitarias.
—Parece mentira que no conozcas a los habitantes de este
pueblo. Nada les gusta más que una buena fiesta. Y hay
maneras de sortear las restricciones. Como en Fin de Año, que
no veas qué fiestón montaron en la finca de la capea, que es
donde se va a celebrar la boda.
—¿Se van a poner a torear? —preguntó extrañado.
—No, eso no le va mucho a Sebas, pero todo puede pasar
con unas copas encima. Seguro que Yago le tiene preparada
alguna de las suyas.
Los hijos de Sara se dieron la vuelta en el banco de la
primera fila, que era donde estaban sentados junto a su padre,
y Sara les saludó con la mano mientras les tiraba besos a
través de la mascarilla. En ese momento, Alba, que estaba
justo detrás de ellos, se dio la vuelta para ver hacia dónde
miraban y sus ojos se cruzaron con los de Xavier.
Hasta ese momento, ni se había fijado en él, por lo que este
inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo, pero ella volvió a
mirar en dirección al cura. Sus ojos no se volvieron a cruzar
hasta que llegaron a la mesa del banquete. Por suerte, los
habían puesto juntos a los cuatro y en la misma mesa que tres
de las mejores amigas de la novia.
Alba intentó no quedar cerca de él, pero las tres amigas no
querían separarse y Sara y Andrea se movieron,
disimuladamente, para que no les quedase más remedio que
sentarse uno al lado del otro.
Mantenían una distancia de seguridad y era imposible
comentarle algo íntimo sin que media mesa les escuchase;
pero, al menos, la fragancia dulzona de ella le llegaba y
aquellos labios carnosos y el sonido de su risa le alegraron el
corazón.
Las amigas de la novia no pararon de hablar entre plato y
plato, copa y copa, hasta que desaparecieron después de comer
la tarta para ir en busca de los novios y animarles a que
abrieran el baile que parecía que no tenían ganas de que
comenzase.
Andrea escurrió varias veces la mano por debajo del mantel
para acariciarle la rodilla a Sara, pero esta estaba más
pendiente de lo que hacía su ex, que parecía haber bebido
alguna copa de más y que había dejado a los niños solos con el
resto de sus primos y sus suegros; por lo que le pidió que la
acompañase hasta la mesa principal para ver si necesitaban
algo y, de paso, darles algo de privacidad a sus amigos.
—Por fin puedo decirte que estás bellísima —se atrevió a
comentar Xavier después de darle un sorbo a su copa de cava,
y acercándose hasta su oído para recibir de nuevo su perfume
con un estremecimiento de piel que le llevó después a clavar
sus ojos en los de ella.
—Las mujeres de la sierra también sabemos lucir elegantes
cuando toca. ¿O acaso lo dudabas por verme todo el día
vestida con la chaquetilla, el mandil y el gorro? —respondió
Alba, dirigiendo su mirada a los recién casados que no
parecían todo lo felices que se esperaba que estuvieran,
aunque sí que con alguna copa de más encima.
—Me gustas de cualquier manera —sentenció él—. Pero
constato una realidad. Eres la mujer más hermosa de todas.
Ella se dignó a levantar su mirada y tropezarla con él.
—¿Por qué te has quitado la barba? Parece que estés mucho
más delgado aún.
—Cambio de imagen. Tú dejas de teñirte con colores
alocados, yo me afeito la barba. —Hizo una mueca mientras le
daba otro sorbo a su copa.
—Yo lo hice por Sebas y su familia. ¿A ti quién te ha
forzado a hacerlo?, ¿tu novia?
—Alba, la única novia que quiero tener eres tú si me
aceptas algún día, y espero que sea así, porque te juro por lo
más sagrado que, desde que tú y yo nos acostamos, no he
vuelto a tocar a ninguna mujer que no haya sido para darle un
masaje terapéutico.
—Entonces, ¿a qué vino el numerito del anillo? Porque no
me negarás que era el que un día le diste.
—Alba, ese anillo que llevaba puesto no era el mío.
—¡Deja de tomarme el pelo, haz el favor! Te di quince
minutos para que me lo trajeras y no lo hiciste.
—Porque me volví loco para encontrarlo —masculló entre
dientes—. Hasta que lo encontré al día siguiente dentro de un
táper que estaba metido en el congelador.
Alba frunció el entrecejo para mirarle.
—¡¿En el congelador?! ¿Qué imbécil mete un anillo con
piedras preciosas en un congelador?
—Pues yo. Borracho como una cuba. Menos mal que
hablaba con mi teta por teléfono cuando ocurrió, y gracias a
eso supe dónde estaba.
—¿Qué has dicho? ¿Que hablabas con quién? —se extrañó
ella.
Alba se cruzó de brazos, justo en el momento en el que
sonaban los primeros acordes de un vals, y veía que Sara y
Andrea volvían a sentarse junto a ellos.
—Con mi teta María —tuvo que explicarlo mejor al ver la
cara que puso ella—. ¡Mi hermana! —Se señaló el pecho con
la mano—. Es que es la manera cariñosa de decir «hermana»
en valenciano.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—Lo hice en un audio que te grabé, pero me bloqueaste por
completo, ¿recuerdas? Y no te encontraba por ninguna parte.
Y Andrea no me lo quiso decir tampoco. —La joven miró
hacia otro lado—. Alba, te echo muchísimo de menos. Y tengo
pruebas para demostrarte todo lo que digo. —Este le dio un
par de toques en el brazo a Sara para que le hiciera caso—.
Sara, pásame tu móvil.
Los novios, que o bien no bailaban valses, o no tenían
ninguna gana de hacerlo, empezaron a moverse en medio de
un pequeño tumulto de gente que se arremolinó a su alrededor
y que les corearon, animados por el alcohol que ya empezaba a
correr por sus venas.
—Me lo ha cogido Irene para jugar con él. Mira, está allí en
la mesa de los novios, sentada al lado de su abuela. —Señaló
con el dedo—. ¿Te importa ir a por él? No tengo ganas de que
me pille mi exsuegra por banda para hablarme de Yago otra
vez. Por cierto, ten cuidado con él, que se ha pasado de copas
y está dando el espectáculo. A ver si se le ocurre volver a
soltarte un puñetazo.
—En serio, vaya un gilipollas con el que te casaste. —Se
levantó del asiento y se ajustó la chaqueta, que no se había
quitado en toda la comida, abotonándosela de nuevo—. ¿No le
controla su novia o qué?
—No sé, es muy extraño. Ha venido solo. Por lo visto, su
novia no estaba invitada a la boda.
—Bueno, voy a por el teléfono. Pero vigilad a Alba para
que no se me escape. —Luego, Xavier se dirigió a la joven—.
Voy a traerte esa prueba.
Salió como una bala en dirección a la mesa principal del
banquete, en donde la madre del novio estaba sentada junto a
su nieta y su marido, y, al sortear el baile que se había
organizado en mitad de la pista, vio como la pareja de novios
estaban separados uno del otro en lo que supuso que sería
empezar las rondas de bailes con familiares y amigos.
Por el camino, fue pensando en lo que le contaría a la hija
de Sara, de tan solo cuatro años, para que le dejase por un
momento el móvil de su madre. Aunque no hizo falta ni
pedírselo, ya que, en ese momento, apareció Yago por allí y,
quitándole el móvil de las manos, lo soltó sobre la mesa, lo
que hizo que la niña comenzase a llorar.
—¡Nos vamos a casa! —dijo, arrastrando las palabras.
Xavier se sorprendió ante aquella afirmación tan rotunda,
viendo el estado en el que se encontraba.
—Hijo, ¿pero qué dices? —soltó la señora—. Estamos en la
boda de tu hermano.
—He dicho que nos vamos —volvió a decir más alto de la
cuenta.
Xavier no se atrevió a coger el móvil sin avisar antes.
—Cojo el teléfono de Sara un momento para llevárselo —
dijo bajo la atenta y llorosa mirada de Irene, a la que
tranquilizó diciéndole que se lo había pedido su madre.
La abuela de la niña le hizo un movimiento a Xavier con la
mano para que se marchase con él mientras su marido
reprendía a su hijo mayor.
—Has venido solo y no te vamos a dejar conducir ebrio.
Los niños se quedan con nosotros. Tú ve a dar una vuelta y a
tomar un poco el aire, a ver si te despejas, que llevas raro todo
el día y ni siquiera has felicitado a Sebas y a Almudena. Mira,
acaban de terminar de bailar. Haz el favor de buscar a tu
hermano para darle un beso a él y a su mujer, que viene hacia
acá.
Pero, al girarse, y antes de marcharse para enseñarle a Alba
lo que Sara tenía grabado en su teléfono, Xavier se percató de
varias cosas que, en cuanto se juntasen, generarían un
terremoto de dimensiones colosales: por un lado, la novia
venía enfilada hacia la mesa principal, en un recorrido
zigzagueante en el que Xavier no supo deducir si era porque le
estaban matando los tacones o por el grado de embriaguez
adquirido hasta ese momento. Por otro lado, Yago se tomó en
serio las palabras de su padre y fue hacia ella para felicitarla.
Solo que, en vez de darle un par de besos en las mejillas, como
hubiera sido lo adecuado viniendo de parte de su cuñado, este
se quitó la mascarilla, soltándola en el suelo, y le propinó un
buen beso en los labios.
Lejos de parecer que a ella le disgustara lo que se le había
ocurrido hacer a Yago, la tal Almudena se colgó de su cuello y
comenzaron a comerse la boca sin vergüenza alguna y como si
allí no hubiera nadie más con ellos.
Xavier se giró para intentar cubrir con su cuerpo aquella
escena y evitar que la niña lo viera. Aunque su abuela ya le
había tapado los ojos para que no presenciase aquella
desproporcionada euforia que su padre le demostraba a la que
acababa de desposarse con su hermano.
Tampoco es que la novia hiciera nada por despegarse de él.
Y Xavi, que volvió a girarse y que tenía justo enfrente a la
pareja, alcanzó a mirar a su derecha y vio un poco más alejado
a Sebas con un par de amigos que no paraban de agarrarle por
el brazo para que no se escabullese de ellos, ya que parecía un
miura a punto de ser soltado en mitad de una plaza llena de
gente.
Finalmente, el miura se zafó de ellos y enfiló el camino
hacia la pareja con una botella de vino que agarró al pasar
cerca de una mesa y que, con todas sus fuerzas, lanzó en
dirección a ellos dos, al igual que si se tratase de una nueva
modalidad olímpica.
Capítulo 22
La pedida

Estaba desubicado, sudoroso y, al intentar incorporarse, el


dolor de cabeza le llevó a tumbarse de nuevo.
Se llevó la mano a la cabeza y notó un chichón. Apretó los
ojos con fuerza y, al abrirlos, revisó a su alrededor para dar
con la persona que esperaba ver. Aquella que no conseguía
sacar de su mente desde hacía días. Pero no estaba. A ella no
se la veía por ninguna parte y temía haberla perdido de nuevo.
Se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta, que aún
llevaba puesta, para cerciorarse de que no había extraviado lo
que había dentro.
Todo daba vueltas a su alrededor. La gente le miraba con las
mascarillas puestas y no supo si se encontraba entre médicos,
elegantemente vestidos, o qué.
De repente, una niña pequeña, a la que reconoció como la
hija de Sara, se acercó hasta él, se agachó de cuclillas a su lado
y, agarrándose sus manos pequeñitas, como si estuviese a
punto de rezar un padrenuestro, le preguntó:
—¿Te duele mucho?
Xavier se llevó la mano a la frente y cerró los ojos al notar
un chichón y una punzada que le atravesaba hasta el cerebro.
Al instante, apareció Sara para socorrerle.
—¡Al fin despiertas! ¡Qué susto nos has dado! Anda,
levanta, que te vamos a llevar a urgencias. —Sara le agarró
por el brazo y el costado, ayudada por Andrea, para
incorporarle—. Siéntate primero en la silla, no vaya a ser que
te caigas redondo al suelo. Y vosotros dejadle espacio para que
respire —gritó a todos los que estaban por allí mirando.
—¿Qué ha pasado? Me duele la cabeza horrores y tengo un
chichón enorme. —Se recostó en aquella silla y Sara le pidió a
su exsuegro que acompañase a su hija a por un botellín de
agua para Xavi.
—¡Yago, eso es lo que ha pasado! —soltó como un
exabrupto en cuanto les vio alejarse lo suficiente—. Que no
puede tener su mierda polla metida dentro de los calzoncillos y
no se le ocurre otra cosa que tirarse a la novia de Sebas.
Bueno…, a la que ya es su esposa. —Mojando una servilleta
limpia con el contenido de una botella grande de agua que
andaba sobre aquella mesa, Sara se la colocó sobre la frente a
Xavier y este entornó los ojos medio mareado aún—. El caso
es que no se le ocurre otra cosa que morrear a Almudena
delante de todo el mundo, incluido Sebas, que, como estaba en
Babia y no sabía que estaban liados, no se le ocurre otra cosa
que agarrar una botella de cristal y lanzarla contra su hermano.
—Pero falló el tiro —continuó relatando Andrea —, y esta
pasó por encima de ellos, que se estaban comiendo el morro y
ni se enteraron. A punto estuvo de darle a su propia madre,
bueno, o a su padre o a la niña, que estaba junto a ellos.
Sara se agachó frente a él para agarrarle la mano que no
sostenía el trapo sobre la frente.
—Xavi, si no es por ti que estabas en medio y paraste esa
botella con la cabeza, no sé a dónde habría llegado el desastre.
—Hosti tú! ¿Qué les ocurre a todas las mujeres últimamente
con el tema de las bodas? ¿No pueden cortar con los tíos de
manera normal y sin dar la nota antes o durante la boda? Tu ex
es el mayor capullo del mundo, pero la novia se las trae
también. —El cabreo le iba a levantar más dolor de cabeza—.
¿Y qué va a hacer vuestro amigo?
—Por lo pronto, le ha pedido al cura, que estaba entre los
invitados, la anulación inmediata de la boda.
—Cielo, ¿cómo te encuentras? —Al escuchar aquella voz,
Xavier abrió los ojos y, del mismo modo que si un ángel se
hubiera aparecido frente a él, separó los labios con asombro y
devoción—. Tengo el coche fuera y listo para marcharnos. Lo
he acercado hasta la puerta. Solo serán unos pasos hasta allí y
nos ayudarán los amigos de Sebas para que no te desmayes.
Por cierto, me ha pedido disculpas en su nombre. En cuanto
pueda, te las pedirá en persona.
—¡Me has llamado «cielo»! —exclamó, sorprendido—. Si
llego a saber que con un botellazo lo iba a conseguir, le
hubiera pedido a tu amigo que lo hubiera hecho antes.
—Anda, no digas eso ni en broma. —Alba se acercó hasta
él para levantarle la servilleta mojada y revisar las tiras de
aproximación que le había puesto, tirando del botiquín que
tenían en la cocina de aquella finca para eventos varios.
Después, le besó en la frente, acercándose a él todo lo que su
cuerpo, embutido en aquel vestido aterciopelado, le permitía;
lo que le mareó aún más, puesto que no sabía si podría
agarrarla por la cintura o no—. No conviene que se mojen los
puntos o se soltarán antes de que lleguemos a las urgencias del
centro de salud.
—Os dejamos solos —se excusó Sara, empujando a Andrea
para que se moviera con ella y dándole un beso en la boca que
hizo que sus amigos se sorprendieran por ello—. Pero no
tardéis, no vaya a ser que tenga un traumatismo mayor del que
parece. Vamos a ver si los padres de Yago han matado ya a su
hijo o si llegamos a verlo. De paso, podíamos hablar con el
cura y que nos dé su bendición.
—¿Tú quieres que se infarte don Ramón y la mitad de sus
feligreses que están en esta boda? —alegó Andrea.
—Mayor escándalo del que se ha montado hoy, ya no se
monta. Eso te lo garantizo —se las escuchó decir de lejos.
En cuanto las perdieron de vista, Alba se agachó de cuclillas
para quedar a su altura, apoyando sus manos en las piernas de
él.
—¡Estás loco, valenciano! Te podía haber saltado un ojo o
haberte roto la cara en mil pedazos. Suerte que no tienes la
cabeza tan dura como para que se partiera esa maldita botella.
—Olvídate de la botella. —Él agachó la cabeza para acercar
su cara a la de ella—. Tengo que decirte algo y enseñarte… —
Se estiró en el asiento palmoteándose los bolsillos del pantalón
—. ¡Oh, no! ¿Dónde está el teléfono de Sara?
—No te va a hacer falta —dijo ella con una sonrisa y
plantando el dedo índice sobre sus labios—. Sara me lo
enseñó. Temía que te hubieran abierto la cabeza y fue lo
primero que me dejó entre las manos cuando corrimos a tu
encuentro, su móvil para que supiera que la zorra de tu ex
había encargado un anillo exactamente igual al de vuestra
pedida; pagado, eso sí, por el doctorcito ese con el que te puso
los cuernos.
Xavier respiró aliviado y se dejó caer sobre el respaldo de la
silla.
—Menos mal que lo de grabarla se le ocurrió a Sara. Y lo
de ir a su hospital y lo de pillarla in fraganti con el anillo
puesto y lo de sacar la foto con los dos anillos juntos para que
vieras que no te mentía y…
Alba le calló con sus labios. Besando después cada
milímetro de su rostro hasta recuperar la magia que les unía
cada vez que se encontraban juntos. Sus manos se apoyaron en
su cuello, con cuidado, y él se atrevió, por fin, a agarrarla por
la cintura, atrayéndola hasta él para sentarla sobre su regazo.
—No sé si me gustas más con o sin barba. —Ella pasó su
brazo por encima de su hombro y volvió a besarle en los
labios, ahondando con su lengua mucho más adentro.
—El año es muy largo. Puedo pensar en dejármela solo para
otoño-invierno —dijo, llevándose la mano a la mandíbula—.
Pero, antes, quiero darte una cosa que espero que aceptes. Y
vamos al ritmo que tú quieras. Eso sí, me temo que voy a
exigir que cumplas nuestro contrato de alquiler, porque no me
pienso largar de esa casa. Como mucho… —Xavier se sacó
del interior de su chaqueta un estuche pequeño que hizo que a
Alba se le cortase la respiración—, la compartiré contigo.
—¡No será…! —exclamó.
—No, ese no, ese puto anell estaba maldito. Pero iba a ser
un desperdicio que nadie lo usase y no poder regalarle uno a la
mujer que amo justo en el día de los enamorados. Perdón por
ser tan típico tópico, pero yo no fui el que decidí casarme el
día de San Valentín. —Ambos sonrieron—. Así que lo empeñé
y saqué algo de dinero para comprar este otro —dijo tras abrir
la cajita y mostrarle un anillo con doble hilera de diamantes
que hizo que se le abriese la boca a Alba tanto o más que sus
ojos—. No tiene piedras de color, para que haga juego con
cualquier tono que pongas en tu pelo.
Y ella terminó por lanzarse a sus labios y sellar de ese modo
el compromiso entre los dos.
Siete meses después

Alba había llamado a Sara para ir a verla.


En cuanto la hizo entrar en su consulta, le dijo que se
desnudase de cintura para arriba y fue a lavarse las manos
mientras le decía que se tumbase sobre la camilla, de medio
lado, y que se colocase la cuña entre las piernas como otras
veces.
Se tumbó como le dijo, en espera de que comenzase cuanto
antes, pues tenía que supervisar al aprendiz de cocina que le
habían enviado del programa de prácticas de la escuela de
formación profesional que había en uno de los pueblos
cercanos a Entresueños.
Pero, en cuanto se cerró la puerta y escuchó los primeros
pasos, supo que aquellas manos no masajearían solo su
espalda.
Al notar sus frías manos apoyadas sobre sus hombros, se le
erizó la piel.
—Sustituyo a Sara si te parece bien. Tenía que ir con
Andrea al colegio para despedir a sus hijos, que se van de
excursión, y a mí me han cancelado la siguiente cita.
—Me parecerá mejor según cómo avance la hora. —Sonrió
ella—. Creo que podré dejar al aprendiz un poco más de
tiempo a solas.
—¿Llegó tu madre ya a la playa? —Alba notó la barba
cuando los labios de Xavier alcanzaron su hombro desnudo.
—Sí, y dice que hasta dentro de dos meses no la esperemos
por aquí. Ha dejado preparadas las habitaciones de su chalé
para que tus padres se queden con ella todo el tiempo que
quieran. —Notó la mano de Xavier bajando por su brazo.
—Igual tienen que venir todos antes de tiempo para darle la
bienvenida a estos dos y asistir al bautizo en el que Andrea y
Sara serán sus madrinas —dijo, finalmente, palpando el
dilatado vientre de su esposa en el que descansaba el fruto de
ambos.
Gracias por leer esta novela.
Si te ha gustado, puedes ayudarme a difundirla
dejando una reseña en Amazon para que llegue a más
personas.
Tu opinión es fundamental y me ayudará a seguir
creando muchas más historias como esta.
Escanea el código con tu móvil y solo tendrás que contar qué
te ha parecido.
Agradecimientos
Esta historia, ideal para San Valentín, no podría haber sido
posible sin la incursión de la borrasca Filomena, que pegó
fuerte en España a lo largo de las primeras semanas del año
2021. Como tampoco hubiera sido posible sin la inestimable
ayuda y asesoramiento de mis amigas: Loreto Yagüe y Rosa
Arriarán, de mi peluquera Sandra y de mi queridísima sobrina
y ahijada Cristina Díaz Vera, que consiguió que Xavier
resultará más castellonense de lo que empezó siendo en un
principio; y que viene a ser un homenaje a mi familia de
aquella parte de Levante, en especial a mi sobrino José Manuel
Díaz Vera y su maravilloso i avant, que tanto sentido tiene
cada vez que se lo escucho.
No me quiero olvidar de mi querida Aliana López y su
lectura cero, que siempre consigue encontrar las palabras
adecuadas para poner en valor cada texto que le entrego y cada
idea que le cuento.
Por último, quiero hacer una mención especial a la nueva
profesional que ha incurrido en mi vida de escritora, Lucía V.
Cano de luciavc.illustrations, la ilustradora que ha sabido darle
cuerpo a esos personajes que rondaban por mi cabeza y que,
mágicamente, se muestran en esa portada de ensueño que ha
rematado Rachels’ Design, otorgándoles toda la personalidad
que tienen sin apenas rasgos faciales.
Una genia es lo que es y no será la única vez que
colaboremos.
Gracias a todas por vuestra ayuda, cariño y apoyo.
K.
Acerca del autor
K.Dilano

Nacida en Madrid. En la actualidad compagina su profesión de


altos vuelos con la autopublicación de novela romántica y de
suspense.
Sus novelas trabajan la psicología de mujeres y hombres
pasionales y realistas, que viven historias llenas de romance,
sexo y muerte, por ser elementos fundamentales de la vida.

Cuenta con una mención honorífica de relato corto (Miami,


2012). Seleccionada en diversas antologías de microrrelatos y
poesía (2014-2020). Finalista en el IV Certamen de relato
erótico, Lys Erotic Store 2020 y Máster profesional de Novela
Romántica de José de la Rosa (2022).

Componente del grupo de divulgación literaria “Las tres


mosqueteras recomiendan…” junto a la CEO de Ed. Chocolate,
Tesa Zalez, y la editora y escritora, Eva Galindo Esteban. Y
colaboradora en el podcast mensual y literario “Leer antes de
quemar” de Subterránea radio.
Hasta la fecha ha autopublicado: la novela romántico-erótica La
Maleta ardiente de Luna Beltrán, los suspenses homoeróticos El
Secreto de Boommarang y La playa del Hombre Muerto, la
trilogía Draconangelus de fantasía sobrenatural, las comedias
románticas Clientes misteriosos, amantes inesperados y
Corazones confinados. Amor en pandemia, el romance-
contemporáneo La villa del indiano y la serie de suspense
policial El Oasis de las Damas.

Para más información, visita las páginas web de la autora:


www.kdilano.com
Reconocimiento para el autor
PECULIAR, PARTICULAR, RISAS Y AMOR:
Clientes misteriosos es un libro peculiar y particular que
mientras lo lees te hará pasar un rato entre risas. También te
permitirá descubrir lo que es trabajar de cara al público con
las historias de la protagonista principal, Eva. Te mostrará
tanto la parte buena como la no tan buena del trabajo…y
algunas anécdotas inolvidables e increíbles que son verídicas
y tan reales como tú. Y no solo esto sino q para los más
románticos, su autora ha guardado un dulce lío amoroso.
- KAYLYN 343
Corazones confinados es un libro divertidísimo en el que toda
la trama transcurre en plena pandemia. Una historia
enrevesada que no te dejará indiferente. Unos personajes
peculiares que solo en una situación así podrían conocerse”.
- ROCIO GALLEGO
La villa del indiano es una de las mejores novelas que he
leído. De las que más me ha hecho sentir. Es increíble como
llegué a querer la Hita como si fuera mía. Podrán decirme que
no, pero yo sé que he estado en ella y todo gracias a la magia
de K.Dilano para describirnos el lugar con lujo de detalles.
Además, el amor que sus protagonistas le tienen traspasa las
páginas del libro y llega hasta tu corazón.
Hablando de protagonistas, es el momento de mencionar a
Candela, quien se siente tan real que puede ser tu amiga, tu
vecina, tu tía, o tu propia madre. El amor que le tiene a su
familia y su resiliencia son rasgos a destacar porque creo que
es lo que la hacen tan especial.
Del protagonista masculino, no quiero hablar mucho porque a
su alrededor hay muchos misterios y secretos que te
mantendrán en vela y con el ansía de avanzar para
descubrirlos.
En esta novela encontrarás mucho amor.
Un amor muy apasionado entre un hombre y una mujer.
Amor de una madre por sus hijos, que es capaz de superar las
adversidades y salir adelante por ellos.
Amor de un hijo por su madre, que es capaz de cualquier cosa
por cumplir la promesa que le hizo.
Y, por supuesto, amor a una casa que encierra entre sus
paredes muchos secretos.
No te la pierdas, porque te regalará miles de momentos
maravillosos.

- Aliana López
Excelente experiencia para todos los sentidos… Una gran
historia contada de con una narrativa que atrapa desde el
primer párrafo…
- Cliente Amazon
Libros de este autor
La maleta ardiente de Luna Beltrán

Luna se ve obligada a ayudar a su hermana en el negocio que


acaba de abrir, vendiendo de casa en casa los productos para el
disfrute del cuerpo que lleva en su maleta.

A través de su diario personal, la joven Luna nos adentrará en


su trabajo como dibujante de una agencia de publicidad, nos
presentará a su familia, a sus amantes y demostrará que la
pasión es divertida, sana e indispensable en nuestras vidas.

Corazones confinados, amor en


pandemia

Lola se muda de Alicante a Madrid por trabajo y, a las dos


semanas, se produce el estado de alarma. En uno de sus
muchos viajes al trastero para recolocar cajas, escucha a
hurtadillas la conversación en términos delictivos de un
hombre que habla encerrado en uno de esos cuartos.
Escondida tras su puerta, Lola ve salir de allí a un mulato,
maduro y atractivo, que cierra con llave el cuarto y que va
demasiado elegante para ser un vulgar ladrón de trasteros.
Al subir a su piso, nada más abrirse las puertas del ascensor, se
encuentra de frente al mismo hombre, que resulta ser su vecino
de rellano.

Clientes misteriosos, amantes


inesperados

¿Alguna vez te has sentido observado en tu trabajo?


¿Trabajas de cara al público?
Y, si no lo haces, ¿te crees que eres el cliente ideal?
De la mano de nuestros mystery shoppers, Adán y Eva,
que trabajan como infiltrados en empresas,
verás que no siempre somos los empleados
ni los clientes perfectos.

Sumérgete en esta comedia romántica


que llevará a Adán y Eva a convertirse
en algo más que en simples compañeros de trabajo.
Y donde vivirán situaciones alocadas
que demostrarán que,
estés del lado que estés,
muchas veces
la realidad supera a la ficción.

La villa del indiano

Candela es una motera repartidora de Avilés, divorciada y con


varios hijos adultos, contratada para trabajar en una antigua
casona de indianos recientemente adquirida por un marqués
mexicano. Allí, conocerá a Javier, jefe de obra y arquitecto
paisajista de la rehabilitación de la villa en su conjunto, con el
que comienza una relación pasional a escondidas de su familia
y del resto de trabajadores de la finca.
Tras el cierre provisional de la obra, y sin previo aviso, Javier
desaparece de España, dejando sola a Candela para descubrir
qué es lo que hace que un marqués, llegado de ultramar y al
que nadie ha visto todavía, insista tanto en hacerse con una
casona centenaria que le está costando una fortuna y que solo
está cargada de rumores, problemas y secretos.

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