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Traducción de

Victoria Vera
Catherwood, Christopher
Guerras en nombre de Dios. - 1a ed., 1a reimp. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires : El Ateneo, 2014.
224 p. ; 23x16 cm.

Traducido por: Victoria Vera


ISBN 978-950-02-0430-9

1. Historia de las Civilizaciones. I. Vera, Victoria, trad. II. Título


CDD 909

Guerras en nombre de Dios


© 2007 by Christopher Catherwood
Título original: Making War in the Name of God
Editor original: Kensington Publishing Corporation, Nueva York
Traductora: Victoria Vera

Diseño de tapa: Departamento de Arte de Editorial El Ateneo


Diseño de interior: María Isabel Barutti

Derechos exclusivos de edición en castellano para todo el mundo


© Grupo ILHSA S. A. para su sello Editorial El Ateneo, 2014
Patagones 2463 – (C1282ACA) Buenos Aires – Argentina
Tel: (54 11) 4943 8200 – Fax: (54 11) 4308 4199
E-mail: editorial@elateneo.com

1ª edición: febrero de 2008


1ª reimpresión: julio de 2014

ISBN 978-950-02-0430-9

Impreso en EL ATENEO GRUPO IMPRESOR S. A.,


Comandante Spurr 631, Avellaneda,
provincia de Buenos Aires,
en julio de 2014.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.


Libro de edición argentina.
A Gene Brissie, editor y agente literario, quien me brindó mi gran
oportunidad, y a quien tanto le deben muchos escritores.

A mi maravillosa esposa, Paulette, quien inspiró todos mis libros, y


cuyo amor y apoyo los hizo posibles.
Índice

1. Las guerras religiosas.


Una breve introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

2. Las cruzadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

3. El superpoder islámico.
Ascenso y caída del Imperio Otomano, 1354-1922 . . . 77

4. Un rey, una ley, una fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

5. La poesía del genocidio.


La celebración de los crímenes religiosos
a través de versos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147

6. Una guerra contra el terrorismo.


O un caso de conflicto incesante.
La vida desde el 11/9 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215
1

Las guerras religiosas


Una breve introducción

Mata a los infieles allí donde los encuentres...


El Corán, Sura 9:5, versículo de la espada

La atrocidad del 11 de septiembre es una violación


de la ley y la ética islámicas.
El fallecido sheik ZAKI BADAWI, después del 11/9

¿CONFUNDIDOS?

Este libro contemplará la larga historia de las guerras religiosas


en todos sus aspectos, algo que mi editor ha definido correctamen-
te como “el oscuro corazón del hombre”. Es un fenómeno que uno
puede llamar, con legítimo derecho, “el sucio secreto de la humani-
dad”, en especial porque la religión es considerada, dejando de lado
la opinión de algunos ateos empedernidos, como una herramienta
básica para la paz y la armonía, y no para la guerra.
No tomaré en cuenta sólo la guerra entre musulmanes y cristia-
nos, ya que las guerras religiosas abarcan muchos otros fenómenos.
Por ejemplo, veremos que, además de luchar los unos contra los
otros, tanto musulmanes como cristianos han tenido que combatir
dentro de sus respectivas creencias, como sucedió durante la guerra
intra-islámica del siglo XVII y durante el período de alrededor de cien-
to cincuenta años de historia europea conocido comúnmente como
12 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

las Guerras de Religión, cuando los católicos lucharon contra los


protestantes. En algunas partes del mundo, hoy en día, los musul-
manes y los cristianos son las víctimas, no los agresores, sobre todo
en la India, donde la misma organización extremista hindú que ase-
sinó a Mahatma Gandhi todavía incita a la matanza de hindúes que
no profesan la fe mayoritaria.
En otras palabras, donde hay seres humanos, hay guerra, y, como
la mayor parte de las personas es religiosa de una manera u otra, la
religión suele ser un pretexto para matar a nuestros semejantes en
gran escala.
Sin embargo, las creencias que circulan en la actualidad –lo que
el experto británico Anthony Smith llama “religiones de salvación”–
predican por lo general que la violencia es un error en circunstan-
cias normales, y que está permitida solo en casos excepcionales. No
puedo sencillamente dirigirme a alguien que me desagrada y darle un
golpe en la cabeza, por más que desee hacerlo, porque las normas
religiosas vigentes lo consideran moralmente censurable. Lo que
puede aplicarse a un individuo es también válido para un grupo
mayor de personas, como una nación o una comunidad religiosa.
No obstante, desde el comienzo de los tiempos, los individuos
han estado matándose los unos a los otros y las naciones han lu-
chado entre sí, en nuestra época con efectos devastadores, ya que los
medios con que cuenta la modernidad para la matanza son mu-
cho más eficientes que las armas simples del pasado.
En tiempos más recientes, la guerra ha tenido otras motivaciones
aparte de las religiosas: beneficios para las naciones, recursos económi-
cos, conquistas ideológicas. Hitler no barrió con seis millones de judíos
y con más de veinte millones de rusos por razones religiosas, sino por
una perversa creencia en la superioridad racial del pueblo germano. El
comunismo es profundamente antirreligioso y fue responsable de la
muerte de decenas de millones de personas durante el siglo pasado.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 13

Sin embargo, las excusas que se dieron durante tantos milenios


para asesinar en nombre de la religión no han desaparecido; las en-
contramos tanto en la matanza de más de ocho mil musulmanes
en Srebrenica en 1995 como en la carnicería más conocida en
Washington, DC, y en Nueva York el 11 de septiembre de 2001,
cuando más de tres mil víctimas inocentes que pertenecían a una
gran variedad de religiones fueron masacradas en el término de
unos pocos minutos. Por más modernos o sofisticados que pense-
mos que somos, al embarcarnos en el siglo XXI, algunos de nues-
tros peores instintos primarios alientan todavía con mucha fuerza
en nosotros.
En este capítulo consideraremos en pocas palabras dos cosas.
La primera consiste en una introducción personal al tema. El mío
no es un libro de texto, con notas al pie y citas de las fuentes de con-
sulta, sino un intento de explicar uno de los temas más complejos e
importantes para el lector profano de hoy. Para que yo pueda lograr
mi objetivo considero muy importante que el lector conozca mi ori-
gen, en especial porque mi intención es que mis puntos de vista sean
claros y equilibrados, ambas cosas al mismo tiempo.
En segundo lugar, debemos prestar atención a las afirmaciones
de fe originales de cada una de las religiones protagonistas de este
libro, el cristianismo y el Islam. ¿Cuál es la noción cristiana de una
“guerra justa”? ¿Es posible semejante cosa? ¿Qué es la jihad? ¿Es
siempre violenta o puede ser –como dicen ahora muchos musulma-
nes– algo interior y pacífico? Tendremos en cuenta, deliberadamen-
te, otros conflictos fuera de aquellos entre musulmanes y cristianos,
pero debemos conocer un poco mejor lo que se supone que creen
estas dos religiones antes de analizar cómo han estado matándose du-
rante casi mil cuatrocientos años.
En todo lo que sigue intentaré ser lo más equilibrado y objetivo
posible. Mi deseo no es ceñirme a una vaga neutralidad, ya que tal
14 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

meta, si bien encomiable, es de hecho imposible. Todos los seres hu-


manos tienen prejuicios, y para mí, al menos, la verdadera diferen-
cia reside en que podemos admitirlos abiertamente o pretender que
somos objetivos: los primeros serán prejuiciosos y los otros, fanáti-
cos ignorantes. Los especialistas y otros escritores que alegan ser ma-
ravillosamente objetivos casi siempre son tendenciosos en un sentido
o en otro: es mejor admitir nuestra fragilidad humana de entrada y
luego intentar ser lo más equilibrados posible cuando consideramos
puntos de vista diferentes de los nuestros.
Así, como la mayoría de los habitantes de Occidente y, por
cierto, como todos aquellos que se sienten parte de su civilización,
debo afirmar de entrada que estoy en contra, naturalmente, de
toda forma de extremismo y de violencia. Para mí, el terrorismo
nunca está justificado, por más justa que sea su causa; por ejem-
plo, a pesar de ser miembro de la rama escocesa-irlandesa del pro-
testantismo, siempre me opuse al uso de la fuerza en Irlanda del
Norte, porque está en contra de todo aquello en lo que creo y que
sostengo. La democracia es el modo de solucionar las disputas tri-
bales, y no las armas.
En mi caso, por ser religiosamente activo como miembro de esa
rara avis que es una congregación floreciente de la Iglesia de Ingla-
terra en Gran Bretaña, pertenezco a una minoría en lo que respecta
a Europa occidental, en especial al tener formación universitaria.
Probablemente resultará evidente que provengo de esa parte del pro-
testantismo contemporáneo que considera el aumento de las con-
versiones o los emprendimientos misioneros pacíficos como el modo
de expandir la fe cristiana, y no la espada, o las conquistas coloniales.
Mis antepasados maternos eran galeses; los ingleses primero in-
vadieron Gales y luego, desde 1536 hasta 1999, abolieron el dere-
cho de los galeses al autogobierno. Es inevitable que esto incida en
mi punto de vista en relación con las cruzadas.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 15

El cristianismo al que pertenezco también comparte la vieja cre-


encia puritana en el pecado original, la idea de que por naturaleza nin-
guno de nosotros es bueno, o capaz de alcanzar la perfección, sino
que, librados a nuestros instintos, haremos el mal. Lejos de pensar que
esta es una concepción pesimista, prefiero sostener que es simple-
mente realista, desde los berrinches de los niños pequeños hasta los
grandes horrores que leemos cada día en los periódicos o que ob-
servamos en el mundo que nos rodea.
No creo, pues, que necesite defender lo que quienes profesan la
misma fe que yo han hecho a lo largo de los siglos, porque ellos tam-
bién fueron pecadores. Esto afecta no solo mi punto de vista en
relación con las cruzadas, sino también con las guerras religiosas
que tuvieron lugar en Europa como consecuencia de la Reforma
protestante. Como soy irlandés del Norte por parte de padre, y pro-
vengo de una familia que empleaba tanto a católicos como a protes-
tantes según sus méritos, por más devotas que fueran nuestras
creencias protestantes, fui educado en el rechazo de los conflictos
sectarios y en la imposibilidad de usar el color anaranjado,* a pesar
de mi teología calvinista. Los cristianos han matado a otros cristia-
nos desde que el emperador Constantino se convirtió al cristianismo
en el siglo IV, y esto es algo que desapruebo con toda energía y que,
sea cual fuere nuestro credo, no debemos dejar de lado cuando nos
pongamos a analizar las fechorías cometidas por otras religiones.
Un beneficio de ser inglés –al menos eso espero– es que me man-
tengo neutral en las guerras culturales de los Estados Unidos, y eso

* El color anaranjado hace referencia a la Orden de Orange, una institu-


ción protestante que fue fundada en 1795 y se desarrolló en primer lugar en
Irlanda del Norte y Escocia. Tomó su nombre del rey Guillermo III, de la casa
de Orange. La Orden es sectaria y anticatólica. (N. de la T.)
16 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

es algo que, en mi opinión, suele incidir aun en los autores más cul-
tos cuando tocan las cuestiones religiosas que constituyen el núcleo
de este libro. Justo antes de escribir esta introducción, leí dos libros
fascinantes acerca del siempre espinoso tema de la jihad, un término
usado tanto para expresar el esfuerzo por llegar a ser un buen mu-
sulmán, como, en otros casos, para hacerle la guerra a otras creen-
cias. ¿Es el Islam natural e instintivamente una religión pacífica? ¿O,
por el contrario, es una fe que lleva la violencia en su mismo centro,
y que siempre ha sido así desde sus orígenes, unos mil trescientos
años atrás? Un libro argumentaba a favor del primer punto de vista;
el segundo, a favor del otro, y los respectivos volúmenes fueron la
fuente de las citas que encabezan este capítulo.
Uno de los problemas que he observado es que el análisis del pa-
sado musulmán está condicionado, con demasiada frecuencia, por el
bando en el que se ubican los autores en este debate sobre un tema
muy actual: la guerra cultural del siglo XXI. O todos los musulma-
nes creen secretamente en la necesidad de una violenta guerra re-
ligiosa, y en la matanza de infieles en gran escala, o el Islam es una
fe increíblemente pacífica, y las alevosías de algunos musulmanes
que se equivocaron en los siglos pasados no tienen verdadera im-
portancia y pueden ser justificadas en el contexto de épocas más
ignorantes y primitivas.
Estos puntos de vista, por cierto, se contradicen. Ambos, de ma-
nera incorrecta, tiñen el pasado con lo que pensamos que determi-
nados grupos creen hoy en día. Sin embargo, reconocemos –o al
menos espero que lo hagamos– que los cristianos no se comportan
ahora como lo hacían en el siglo XVI, cuando un grupo de creyentes
se sentía con derecho a quemar al otro en la hoguera. Las religiones
no pueden considerarse en términos absolutos. En nuestros tiempos,
el Islam atraviesa un cambio radical: por primera vez en su historia,
una enorme proporción de fieles está viviendo fuera del reino de su
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 17

fe, el Dar al-Iman, de modo que sus creencias resultan inevitable-


mente afectadas y adquieren una perspectiva más mundana.
Por lo tanto, si la mayoría de los musulmanes hoy en día cree que
su fe es pacífica –y las encuestas apoyan esta teoría–, no veo por qué ra-
zón no habríamos de confiar en su sinceridad. Líderes musulmanes
como el difunto sheik Badawi en Gran Bretaña y Akbar Ahmed en los
Estados Unidos, quien afortunadamente sigue vivo, han contribuido,
a mi parecer, de una manera genuina a la paz y a la reconciliación.
Pero ello no significa que debamos reinterpretar la violencia del
pasado a la luz de un presente que ama la paz. Creo que hay algo ri-
dículo en los escritores bienintencionados que minimizan los ele-
mentos más sanguinarios de la historia islámica porque desean, como
en efecto debemos desear, ser amistosos y no discriminar a los mu-
sulmanes que viven hoy en día en Occidente. Tales autores –como
Karen Armstrong, por tomar un solo ejemplo bien conocido– nunca
les dan el mismo margen de beneficio a las numerosas atrocidades
cometidas en el pasado cristiano, casi con seguridad porque el cris-
tianismo, por ser la fe mayoritaria de la civilización occidental, es para
ellos destinataria de críticas y no de admiración.
Debemos enfrentarlo: durante siglos los cristianos, los musul-
manes, los judíos, los hindúes y los miembros practicantes de muchas
otras religiones, han cometido, todos, los hechos más vergonzosos
en nombre de sus respectivas creencias. No solo eso, sino que a me-
nudo lo han hecho sin tener en cuenta lo proclamado por los docu-
mentos y maestros en los que se funda su fe sobre la manera en que
se debe vivir. La matanza de musulmanes en Jerusalén en 1099 y en
Srebrenica en 1995 es difícilmente compatible con el mandamiento
de Jesús de amar al prójimo como a uno mismo, o de rechazar la vio-
lencia en el nombre del Príncipe de la Paz. Del mismo modo, los mu-
sulmanes, durante un milenio, del siglo VII al XVII, se embarcaron en
campañas imperiales de conquista y de dominación en el nombre del
18 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

Islam, lo cual representa un espíritu colonialista igual que el de Oc-


cidente durante los siglos XIX y XX. Si estuvo mal que Gran Bretaña
conquistara grandes porciones de África, también estuvo mal que los
ejércitos de los musulmanes conquistaran España en el siglo VIII.
Ha corrido tanta tinta, toda contradictoria, en relación a la
jihad, que este irritante tema se ha vuelto cada vez más confuso.
Muchos escritores contemporáneos hablan de dos clases de jihad:
la versión menor o militar, y la versión mayor o religiosa, que se re-
fiere a la lucha interior en pos de la santidad. Si se le pregunta a la
mayoría de los musulmanes que viven hoy en Occidente qué versión
prefieren, casi invariablemente optarán por la segunda. Pero, por
ejemplo, si se leen libros que llevan la palabra jihad en su título, mu-
chas veces se tendrá la impresión de que jihad siempre significa “violen-
cia, derramamientos de sangre y acción bélica”, y, en especial, a
partir de 2001, guerra santa contra Occidente.
¿Qué debemos creer entonces, ante evidencias tan contradic-
torias? ¿Debemos creer, por ejemplo, en los libros de John Esposito,
que propalan una versión favorable y casi apologética del Islam, en
el pasado y en el presente, o en la visión hostil y orientada hacia la
conspiración de Robert Spencer, el autor y fundador del sitio Web
Jihadwatch.org?
Afortunadamente, en el año 2005 apareció el libro Understanding
jihad [Comprender la jihad], del profesor David Cook de la Univer-
sidad de Rice, publicado por University of California Press. Puede
opinarse, por supuesto, que mi entusiasmo por este trabajo en par-
ticular está vinculado al estrecho paralelo de sus puntos de vista con
los míos. Aunque yo me inclinaría más a otorgarles a los musulma-
nes contemporáneos el beneficio de la duda en la interpretación de
la jihad del siglo XXI, pienso que Cook logra de un modo soberbio la
comprensión histórica de la corriente dominante del Islam y, en con-
secuencia, de lo que es la jihad y de lo que esta implica.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 19

Combinando mis puntos de vista con los de Cook, diría que, si


bien es cierto que hoy la mayoría de los musulmanes interpreta la
jihad en el sentido de una lucha por la rectitud interior –como mis
propios amigos y colegas musulmanes, y muchas encuestas de opi-
nión recientes lo confirman–, históricamente la jihad ha significado
una cosa, y solo una cosa: la guerra en el nombre de Alá.
Obviamente, esto no significa ni debería significar que la ma-
yoría de los musulmanes hoy en día, y sobre todo los que viven en
Occidente, ven las cosas de esa manera en la actualidad. Cuando
un imán educado en los Estados Unidos o en Gran Bretaña dice que
ahora el Islam es una religión pacífica, no veo ninguna razón para
que no le creamos; no soy un teórico de la conspiración, o alguien que
piensa que los que se dicen musulmanes pacíficos están esperando
que llegue el momento de acabar con nosotros. Los que odian a
Occidente y sus obras, los que siguen la tendencia salafiyya del
Islam, extremista y asesina, a la que me referiré en el último capítu-
lo, son por lo general muy explícitos en relación con lo que piensan
de nosotros y por qué.
Sin embargo, interpretar el pasado del Islam a la luz de un pre-
sente pacífico es un anacronismo. Así lo considera el profesor Cook,
al igual que yo. Como yo, él admira, por ejemplo, el trabajo de la his-
toriadora Carole Hillenbrand, de la universidad de Edinburgo, res-
pecto de lo que los musulmanes pensaban sobre las cruzadas, tanto
entonces como ahora. Pero Cook señala que no hay evidencia escri-
ta de que los musulmanes adoptaran una visión pacífica de la jihad,
en el sentido en que ella lo presenta, y opina lo mismo de los nume-
rosos trabajos del profesor John Esposito, de Georgetown, a quien
ya nos referimos.
Consideraremos con mucho más detalle los estudios actuales
acerca del Islam primitivo en el capítulo 3. Pero antes necesitamos
un esquema que nos ayude a interpretar los acontecimientos.
20 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

Mi visión personal es que el Islam está atravesando un período de


transformación, sobre todo entre los musulmanes que viven fuera
del mundo tradicional islámico, en países que no tienen un gobierno
islámico. Algunos musulmanes más jóvenes están volviéndose más
agresivos, como lo pusieron en evidencia los terroristas del 7/7 (7 de
julio de 2005), nacidos y educados en Gran Bretaña, y todos los demás
que desde entonces han sido encontrados culpables de otras tentativas
atroces en el Reino Unido. Sin embargo, por contraste, muchos otros
musulmanes, sobre todo mujeres, están cambiando en el sentido opues-
to, hacia un acuerdo con Occidente, pero sin abandonar sus creencias
y valores espirituales islámicos. El Islam, en otras palabras, no es estáti-
co en todas partes, ni siquiera en una misma generación.
Pero, en relación con el pasado, es muy difícil no estar de acuer-
do con los abrumadores argumentos de Cook en Comprender
la jihad, por no mencionar otros trabajos de la misma índole, al-
gunos escritos para un público más académico por expertos como
Rudolf Peters y Reuben Firestone. Podría haber un trasfondo po-
lítico detrás de las afirmaciones de estos escritores, pero, si es así,
yo no lo he descubierto. Lo que Cook demuestra de un modo irre-
futable es que la distinción entre la jihad mayor y la jihad menor es
en sí misma anacrónica, y, por cierto, que la división tan común
hoy en día entre formas pacíficas y agresivas es totalmente moder-
na. La jihad, tal como ha sido entendida y practicada a lo largo de
cientos de años por el Islam, siempre ha sido en primera instancia
una expresión relacionada con la guerra, y el aspecto de lucha in-
terior, si bien es real, está por lo general vinculado a una prepara-
ción interior para la acción militar exterior.
La jihad, pues, ha sido parte del Islam desde un principio, aunque,
tal como lo demuestra Firestone, las actuales doctrinas relacionadas
con una guerra santa hayan tardado en evolucionar. Como lo afirman
varios autores, con el Islam sunnita las puertas de una interpretación
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 21

nueva y personal, o ijtihad, se cerraron en el siglo X, y la reinterpre-


tación fue de hecho eliminada alrededor del año 900. La mayoría de
los comentarios islámicos acerca de la jihad, por lo tanto, incluso si
han sido escritos después de esa época, como los del famoso filóso-
fo musulmán Averroes (Ibn Rushd), están vinculados más bien a de-
talles: en el caso de Averroes, por ejemplo, tratando de dejar en claro
que el Islam no está de acuerdo con la matanza de mujeres y niños, un
punto que innumerables musulmanes le hicieron recordar al mundo
luego de las atrocidades del 11/9.
El Islam, como espero probar, es una creencia en la cual “iglesia
y estado” están por definición siempre entrelazados, sin la división
sagrado/profano que ha caracterizado, por ejemplo, al cristianismo
a partir de fines del siglo XVII, principios del XVIII, por no mencio-
nar los primeros trescientos años del cristianismo, cuando esta era
una religión prohibida, ilegal, clandestina y perseguida. Una de las
razones por las cuales los musulmanes en Occidente están volcán-
dose, en una minoría, hacia una violencia extrema y, en una mayoría,
hacia una adaptación, se debe a que tienen que vivir por primera vez
como musulmanes en una sociedad que no es islámica.
En el pasado, sin embargo, no era así, y me atrevo a sugerir que
esa es la razón por la cual el significado predominante de la jihad ha
cambiado dentro del mundo islámico.
En el pasado, la religión y el estado estaban inexorablemente in-
terrelacionados, y, como Andrew Wheatcroft nos lo recuerda en su
magnífico libro Infidels [Infieles], el Imperio Otomano creía en una
expansión permanente y en una continua ampliación de las fronteras
del Islam.
Hoy en día, como lo demuestran los estudios de los musulma-
nes y los escritos de los activistas más eminentes del pacifismo is-
lámico como Akbar Ahmed, el sufismo, o el misticismo islámico, es
eminentemente pacífico, contemplativo y no violento. Sin embar-
22 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

go, Cook nos muestra, a partir de sus escritos y de sus acciones, que
no era este el caso de algunos eminentes líderes sufíes del pasado,
como al-Nuwayri en la Edad Media, quien participó en batallas, y
otros gobernantes musulmanes con inclinaciones bélicas aún más
marcadas. Los sufíes, en los siglos pasados, han sido tan militaris-
tas en su interpretación de la jihad como todos los demás, aunque
algunos, como al-Ghazali, el gran filósofo, pusieron más énfasis en
los aspectos interiores que en la versión violenta.
Así pues, mientras las numerosas sectas sufíes, desde los Balcanes
hasta el norte de África, practicaron la jihad interior, los musul-
manes de todo tipo estaban comprometidos como soldados en la
versión militar, la de la conquista. El Islam estuvo, de hecho, en per-
manente avance, conquistando nuevos territorios desde el año 632
hasta 1683, un período de más de mil años. El predominio de Occi-
dente es increíblemente reciente y, si naciones como la China o la
India nos alcanzan durante este siglo XXI, la hegemonía de Occiden-
te será considerada como una fase de transición que no duró mucho
más de cuatrocientos años, menos de la mitad del tiempo de la su-
premacía islámica. Dentro de cien años, tanto el dominio de Occi-
dente como el del Islam serán considerados fenómenos del pasado
si continuamos avanzando hacia otro fenómeno que bien podría
llegar a llamarse “el milenio asiático”.

LAS GUERRAS DE CONQUISTA DEL ISLAM:


EL IMPERIO MUSULMÁN (632-751)

“¿Quién empezó?”
Cuántas veces un profesor o un padre, furiosos, entran en la ha-
bitación donde dos niños están peleándose, solo para que cada niño
le eche la culpa al otro de haber empezado la pelea.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 23

Pasa más o menos lo mismo con la vieja disputa entre el cristia-


nismo y el Islam. En 1998, mil años después del comienzo de la Pri-
mera Cruzada, un grupo de peregrinos cristianos recorrió la ruta
original de los cruzados desde Francia hasta Jerusalén, como una
forma de pedir disculpas por las cruzadas de mil años antes. Aún hoy,
cuando se abre un debate entre cristianos y musulmanes, una de las
primeras cosas que hace el bando islámico es pedirles a los cristianos
que pidan disculpas por las cruzadas.
Todo esto no ha hecho más que perpetuar algo que en el fondo es
falso: que Occidente es responsable de la agresión al mundo islámico y
que los musulmanes, a lo largo de la Historia, han sido las desventura-
das víctimas del imperialismo occidental inspirado en el cristianismo.
Esta idea errónea alimenta dos formas de pensamiento: en pri-
mer lugar, una especie de auto-denigración de muchos de mis ca-
maradas intelectuales en Occidente –por lo general, aquellos que
están motivados por un fuerte rechazo hacia toda forma de religio-
sidad–, y, en segundo lugar, el desprecio de grupos extremistas islá-
micos para quienes cualquier intento u oportunidad de hacer quedar
mal a Occidente, en especial a su imperialismo, es siempre bienve-
nido. Mientras estaba escribiendo este libro, el líder número dos de
al Qaeda, al-Zawahiri, emitió una declaración condenando rotunda-
mente lo que consideraba como una alianza de cruzados y sionistas
contra el mundo musulmán, o sea, contra los que viven en el Líba-
no y están bajo ataque israelí.
Lo que resulta significativo en relación con estas creencias es que
hay millones de personas que adhieren a ellas, infinitamente más
que las que hablan o escriben en las dos categorías citadas con an-
terioridad: los intelectuales laicos de Occidente y los extremistas re-
ligiosos del Islam. Creo que tiene razón Victor Davis Hanson, en su
libro Between War and Peace [Entre la guerra y la paz], al decir que
a menudo estas cosas sencillamente no se estudian en la escuela, y,
24 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

por si acaso los lectores que no son estadounidenses se sienten sa-


tisfechos de sí mimos, debo decir que he comprobado esta ignoran-
cia en alumnos de ambos lados del Atlántico.
Una de las tareas principales que me gustaría llevar a cabo con
este libro es demostrar que aquella es, de hecho, una perspectiva
del todo equivocada. En el período de alrededor de mil cuatro-
cientos años en que los cristianos y los musulmanes han coexistido,
hay, en realidad, muy poco que distinguir entre ellos en lo que se
refiere a guerras de agresión o a intentos imperialistas. No solo eso,
sino que durante el primer milenio, aproximadamente entre el año 632
y la muerte de Mahoma, hasta el segundo intento de los turcos
otomanos de conquistar la ciudad de Viena en 1683, el Islam lle-
vaba la espada desenvainada, con los musulmanes a la ofensiva y los
cristianos a la defensiva.
Aunque las motivaciones de los cruzados eran a menudo espiritua-
les en lugar de imperialistas, sus acciones resultaban bastante contra-
rias a los principios fundamentales de la fe cristiana. (Algo similar fue
observado por el sheik Badawi después del 11/9). Atacar a la cris-
tiandad a causa de las cruzadas constituye, por lo tanto, algo equi-
vocado tanto desde el punto de vista histórico como teológico,
incluso aplicando los parámetros de la teoría de la “guerra justa” que
fue desarrollándose en la iglesia después de que el cristianismo se con-
virtió en la religión oficial del Imperio Romano, a fines del siglo IV.
Todo este debate, que constituye en gran medida el tema del pre-
sente libro, es también parte de las guerras culturales internas en los
Estados Unidos en la actualidad –algo demasiado familiar para mu-
chos lectores estadounidenses–, y también una discusión que a me-
nudo desconcierta a los que viven afuera, incluyendo muchas veces
a sorprendidos visitantes británicos como yo.
Por lo tanto, como tengo amigos cercanos en ambos bandos
del conflicto cultural en los Estados Unidos, es importante para
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 25

mí aclarar que intentaré ser neutral en relación con las discusiones


internas en ese país, y que lo que sigue debería ser leído con im-
parcialidad a ese respecto. Los musulmanes suelen ser considerados,
a grandes rasgos, como víctimas de la opresión occidental, ma-
ravillosas y amantes de la paz, o, por el contrario, como malhe-
chores en los que no se puede encontrar nada bueno, enemigos
de Occidente y de todos sus valores. (Estoy exagerando, pero,
por desgracia, no demasiado, a la luz de algunos libros que he
leído de adherentes a cada uno de estos extremos). Afortunada-
mente, hay también una cantidad de historiadores que, aunque
tienen fuertes tendencias personales, son escrupulosamente justos
y equilibrados en relación con los diferentes puntos de vista. Haré
todo lo posible por imitarlos.
Transportémonos pues al siglo VII, para ver qué sucedió entonces,
dejando de lado toda consideración acerca de los musulmanes del
siglo XXI, más allá de que pensemos que son gente pacífica que nos ama
o fanáticos que desean hacer desaparecer la civilización occidental.
Sea cual fuere nuestra opinión sobre Bernard Lewis, el erudito
de Princeton que aconsejó a la administración Bush en 2003 la in-
vasión al Irak de Saddam Hussein, pienso que sus puntos de vista
acerca del contraste entre el cristianismo primitivo y el albor del
Islam son indiscutibles. En sus diversos libros demuestra que el cris-
tianismo fue durante sus primeros trescientos años una religión clan-
destina y perseguida. El Islam, desde el principio, fue una religión
con poder militar y político, y su fundador, Mahoma, no solo era un
líder espiritual sino también la cabeza del estado y el jefe del ejérci-
to, todo reunido en una sola persona.
Esta diferencia, según Lewis, continúa hasta el presente, y los oc-
cidentales percibimos la vida y actuamos de una manera muy distin-
ta de aquellos que se inspiran en el Islam. Esto es crucial para nuestra
comprensión del capítulo final, cuando estudiemos el terrorismo ins-
26 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

pirado en el Islam, aunque resulta obvia su aplicación al tema pre-


sente, las guerras históricas de conquista del Islam.
El Islam es, y siempre ha sido, una religión del poder. No cabe
duda alguna de que los primeros siglos de la historia del Islam cons-
tituyen un período de conquista militar y política, que el contro-
vertido erudito británico-israelí Ephraim Karsh llama, en su último
libro, los siglos del imperialismo islámico.
Mientras que el primer siglo del cristianismo fue testigo de mar-
tirios, de conversos arrojados a los leones en el circo, o usados como
antorchas humanas por el emperador Nerón, la primera generación
de los seguidores de Mahoma estuvo comprometida en la creación de
uno de los imperios más grandes de la historia del mundo. Desde el año
632, el año de su muerte y de la elección de Abu Bakr como su pri-
mer sucesor o califa, hasta exactamente un siglo después, cuando, en
el año 732, los musulmanes invadieron Francia y fueron rechazados
en una batalla entre Tours y Poitiers por el ejército de Carlos Martel,
las tropas de choque del Islam conquistaron un imperio mucho más
grande que el romano en su momento de mayor esplendor. Desde la
costa atlántica de España en Europa, a lo largo de todo el norte de
África y el Oriente Medio, a través de Persia y los límites del Indo en
la India actual: todos estos territorios estaba bajo el dominio de los
califas, y bajo el estandarte del profeta Mahoma y de su ley.
El cristianismo también se expandió en su primer siglo, pero con
lentitud y en la clandestinidad, ya que ser descubierto promocio-
nándolo o practicándolo podía acarrear la muerte. Como conse-
cuencia de esta situación, el crecimiento se dio a través de las con-
versiones, de la persuasión, y enfrentando las garras de la oposición
de las autoridades reinantes.
El Islam, para ser justos, más tarde también se expandió a través
de las negociaciones y las conversiones, en especial en la región que
actualmente es la nación musulmana más grande del mundo, Indo-
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 27

nesia. No debemos olvidar que la mayoría de los musulmanes no son


árabes, y que a ellos el lenguaje del Corán les resulta tan extraño como
a nosotros. Incluso ahora, por ejemplo, mientras millones de cristia-
nos en Nigeria leen la Biblia en su propio idioma, la única versión au-
torizada del Corán es la original en árabe. Aunque el Islam, como el
cristianismo, es una fe universal, monoteísta y misionera, sigue arrai-
gada a sus orígenes en el Oriente Medio, y el cristianismo no.
Como nos lo recuerdan los especialistas británicos Peter Cotterell
y Peter Riddell, en esto reside en parte el éxito militar del Islam pri-
mitivo, cuando representó una creencia y un instrumento del impe-
rialismo árabe, una religión que iba mano a mano con la espada.
Surgen debates acerca de lo que se considera políticamente
correcto o incorrecto en relación con la conducta de los primeros
soldados musulmanes. ¿Hubo masacres, matanza de inocentes, o fue
un asunto civilizado, con víctimas que se limitaban a los caídos en los
campos de batalla?
El problema es que, por ahora, resulta imposible resolver la cues-
tión, pues hay muy pocos testimonios escritos de aquella época. Ade-
más, las versiones actuales siempre favorecerán arbitrariamente una
posición u otra, y es muy difícil comprobar objetivamente la verdad.
Pero lo que sí sabemos es que los territorios cristianos fueron
conquistados durante décadas tras el inicio de las invasiones, y que
muchas de ellas tuvieron lugar durante el reinado del segundo cali-
fa, Omar (634-644).
Bajo su dominio, el Imperio Bizantino sufrió una gran derrota
en la batalla de Yarmuk en el año 636. Dos años después fue to-
mada Jerusalén y, en el año 641, Egipto también quedó bajo el
dominio islámico.
Ver la terrible situación en el Irak del siglo XXI de cientos de
miles de asirios ortodoxos y de católicos caldeos, que son persegui-
dos por los extremistas a causa de su fe, puede ayudarnos a recordar
28 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

que la mayoría de la población de Oriente Medio una vez fue cris-


tiana y no musulmana.
Algunos de los habitantes locales se alegraron de recibir a los
conquistadores islámicos. Cuando, en el año 381, el cristianismo se
convirtió en la religión oficial del Imperio de Oriente o Bizantino,
las tendencias religiosas teológicamente heterodoxas fueron consi-
deradas como actos de rebeldía tanto espiritual como política. Esas
formas de disenso eran eliminadas o reprimidas, de un modo que
se prolongaría en el cristianismo hasta el siglo XVII, cuando, como
resultado del cisma ocasionado por la Reforma, algunos de sus
adherentes volvieron a las formas no estatales de los orígenes. Como
consecuencia de esto, varios pequeños grupos cristianos, en el si-
glo VII, se dieron cuenta de que el Islam no distinguía entre una
forma de cristianismo y otra, así que los creyentes que los bizantinos
consideraban heréticos sintieron que ya no serían perseguidos. Así,
la locura bizantina representó la desgracia de la Iglesia Ortodoxa,
pues grandes territorios que antes se hallaban bajo su dominio se
perdieron en manos del Islam.
Más que intentar controlar todo el Oriente Medio, los bizanti-
nos decidieron proteger el núcleo de sus territorios, las tierras de
Anatolia y sus posesiones en Europa y en otras partes del Mediterrá-
neo. Es de crucial importancia, en relación con las últimas cruzadas,
el hecho de que no se tratara de reconquistar regiones como Siria,
Palestina y Egipto. En consecuencia, esas zonas constituyeron lo que
los musulmanes antes o después llamaron el Dar al-Islam, o Reino
del Islam, territorio que, desde un punto de vista teológico, una vez
que es musulmán será siempre musulmán, hasta el fin de los tiempos.
Los que estamos fuera del Islam vivimos en el Dar al-Harb, o
Reino de la Guerra. Algunos musulmanes, históricamente, han per-
mitido la existencia de un Dar al-Sulh, o Reino de la Tregua, donde
gobernantes no islámicos viven en paz con sus vecinos musulmanes,
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 29

siempre que esa situación sea conveniente para el sector islámico.


Hoy en día, los activistas del pacifismo en el Islam también quieren
crear un Dar al-Salaam, que significa Reino de la Paz.
Hacia el este, el gran imperio iraní, el de los persas sasánidas, tam-
bién fue conquistado en poco tiempo. A mediados del siglo VII
quedó bajo dominio musulmán. La antigua fe precristiana, el zo-
roastrismo, fue barrida. Es una religión que hoy en día casi no exis-
te, y es practicada solo por un pequeño grupo de parsis en la India,
y algunos otros adherentes dispersos.
Después de un tiempo, empezaron a surgir diferencias dentro de
la comunidad de los fieles islámicos, la umma.
Según especialistas como Patricia Crone y Michael Cook –autor de
The Koran: A Very Short Introduction [Una brevísima introducción al
Corán]–, es difícil después de tanto tiempo saber exactamente en qué
se creía, cuándo y por qué. Es muy posible que la doctrina islámica
no se haya fijado tan temprano como lo presentan los estudios musul-
manes, aunque, como he planteado anteriormente en otros libros que
escribí sobre el tema, no hay ninguna razón intrínseca para dudar de la
versión oficial del desarrollo del Islam en estas primeras décadas, siem-
pre que uno no analice todo a través de cristales color de rosa que nie-
guen los aspectos negativos tanto como los logros.
Sea cual fuere la verdad, la nueva fe se encontró en guerra casi
de inmediato, en un conflicto armado contra lo que hoy los musul-
manes llaman ridda (apostasía o renuncia a una fe). De los cuatro
Rashidun o Califas Bien Guiados (632-661), sólo Abu Bakr mu-
rió en paz en su lecho: todos los demás tuvieron un final violento.
Hubo muchos derramamientos de sangre para determinar quién
sucedería legalmente a Mahoma como cabeza de los creyentes, de la
umma. Mahoma, el profeta fundador, fue destinado a ser la última
revelación divina, y era, en ese sentido, irremplazable. Pero él era
también un jefe político y militar, ya que el Islam no hace diferencia
30 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

entre lo espiritual y lo profano, como sí lo hizo el cristianismo pri-


mitivo y como nosotros los occidentales lo volvimos a hacer a partir
del siglo XVII.
En tres ocasiones, Ali, que era primo de Mahoma y marido de
la hija del profeta, Fátima, no logró ser elegido califa. Este hecho
quizá no debería sorprendernos si consideramos su deslucida trayec-
toria cuando finalmente obtuvo su nombramiento. Ninguna hija
podía suceder a Mahoma. Pero Ali y Fátima tenían hijos, y ellos eran
los herederos varones del fundador. Una fuerte minoría entendió,
por esta razón, que Ali tenía todos los derechos hereditarios y los mé-
ritos espirituales. Los partidarios de Ali formaban el partido de Ali,
o Shia’t Ali, y es de allí que tomaron su nombre el Shia Islam y sus
seguidores los chiítas, que hoy en día constituyen aproximadamente
el quince por ciento de los musulmanes.
Como la política y el mando militar estaban relacionados, el proble-
ma se solucionó con una guerra, un grupo de musulmanes contra el otro.
En el año 657 Ali suspendió las hostilidades a pedido de Muawiya, el
sobrino de Utmán y también gobernador de Damasco. Al igual que su
tío, Muawiya era un miembro del clan omeya, el grupo aristocrático de
la Meca que en un principio había rechazado a Mahoma.
Esta tregua era inaceptable para un grupo de musulmanes de
línea dura, ahora llamados jariyitas –o jawariy–, que significa, li-
teralmente, “los que se retiraron”. Aunque no representaban una
corriente demasiado influyente dentro del Islam, los jariyitas, con
su visión purista de la forma en que debía regirse el mundo islámi-
co, continuaron siendo muy estimados por un grupo minoritario
pero constante de extremistas a lo largo de los siglos. Puede verse
en ellos el germen del futuro al Qaeda y la visión purista de ese gru-
po de un califato islámico ideal. Fue un jariyita el que asesinó a Ali
en el año 661. Esto muestra el grado de violencia interna endémi-
co en el mundo islámico en esa época.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 31

La guerra entre los musulmanes continuó. Luego del asesinato


de Ali, los omeyas no dejaron nada librado al azar: Muawiya se pro-
clamó a sí mismo califa, e hizo de Damasco su capital.
No es necesario aclarar que la asunción al poder de uno de los
aristócratas de la Meca no era una opción aceptable para todos, y la
guerra continuó entre diferentes facciones, todas deseosas de asumir
el poder de lo que se estaba convirtiendo en un gran imperio, que se
extendía desde el actual Irán en el Este hasta franjas cada vez más
amplias de África del Norte hacia el oeste.
El hijo mayor de Ali y Fátima, Hassan, no tenía inclinaciones gue-
rreras, y dejó que el nuevo régimen retuviera el poder. Pero Hussein,
el hermano de Hassan, estaba hecho de una madera más dura. Cuando
Yazid, el hijo de Muawiya, asumió como califa en el año 680, muchos
consideraron que lo que era entonces una monarquía hereditaria re-
presentaba en todo sentido, menos en el nombre, algo contrario a
la costumbre, ya que los omeyas no eran de la familia del profeta.
Hussein, por lo tanto, reclamó el poder y fue completamente derro-
tado ese año en la batalla de Karbala, y su cabeza enviada al nuevo
califa de Damasco.
La mayoría de los musulmanes continuaron apoyando a los vic-
toriosos omeyas, como las corrientes principales de los sunnitas lo
siguen haciendo hoy en día. Pero la muerte de Hussein fue conside-
rada un martirio por el grupo leal de seguidores, y así lo siguen con-
siderando los chiítas contemporáneos. La fiesta anual de Ashura,
cuando los chiítas se flagelan con cadenas, es todavía la principal
celebración del Islam chiíta en nuestro tiempo. No solo eso, sino que
también el sentimiento de ser mártires y de pertenecer a una mino-
ría dentro del Islam les da a los chiítas una visión de sí mismos muy
diferente de la de la mayoría sunnita.
Mientras los musulmanes se mataban entre sí a principios del
siglo VIII, también se extendían las fronteras del Dar al-Islam. Para
32 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

ese entonces, ya estaba llegando al Indo hacia el este y, hacia el año 711,
casi toda África del Norte estaba en sus manos.
En este momento es importante mencionar que no todos los
pueblos que ellos conquistaban eran forzados a convertirse al Islam.
Los árabes seguían siendo minoría en los nuevos dominios, a menu-
do limitados a las ciudades que servían de guarniciones, y desde las
cuales se controlaban los territorios conquistados.
Algunos pueblos dominados se convirtieron. Sin embargo,
bajo el gobierno de los omeyas, que retuvieron el poder hasta el
año 750, cuando casi todos fueron masacrados, la verdadera au-
toridad y la clase alta pertenecían al pequeñísimo grupo árabe do-
minante, similar en muchos sentidos a la reducida elite británica
que gobernó en la India en los tiempos del Raj. Los conversos,
musulmanes pero no árabes, eran llamados mawalis, y la mayoría
de ellos, especialmente los de Persia, se hallaban resentidos por su
situación de inferioridad.
Los cristianos, los judíos y otros grupos monoteístas que no se
convertían eran conocidos como dhimmis, o “pueblos del Libro”, a
quienes el Corán les otorgaba cierto estatus especial, aunque siem-
pre secundario. En años recientes, sobre todo debido a un escritor
conocido con el seudónimo de Ba’t Yeor, el preciso estatus de los
dhimmis bajo el dominio musulmán se ha vuelto motivo de polémi-
ca, no solo en los círculos académicos sino también como parte de
las guerras culturales en los Estados Unidos a partir de 2001.
Es difícil saber quién tiene razón, y qué trato recibían en realidad
los dhimmis. Me inclino a pensar que el trato que recibían variaba
mucho tanto geográfica como cronológicamente: había gobernan-
tes islámicos ilustrados, como los omeyas en al-Ándalus, en España,
mientras que otros eran crueles, opresivos y no vacilaban en asesinar
a los súbditos que se rehusaban a someterse. En otras palabras, es im-
posible generalizar.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 33

Una de las razones por las cuales no se obligaba a la conversión


era que los no musulmanes debían pagar un impuesto especial. Esto
significaba que en el aspecto económico era beneficioso para la co-
munidad que los dhimmis no se convirtieran, ya que volverse mu-
sulmanes los eximía del tributo. Por lo tanto, pasaron varios siglos
antes de que la región, que nosotros consideramos forzosamente
musulmana, se convirtiera, de hecho, a la religión islámica. Aún hoy
el Oriente Medio tiene grandes minorías cristianas, en especial los
coptos en Egipto.
Hacia 711, los ejércitos islámicos estaban listos para atacar las
fronteras europeas. Una disputa local en España, gobernada por
los vándalos, que pertenecían a la tribu germánica que había con-
quistado la península ibérica después de la caída de Roma, le dio
a Tariq, un ambicioso general musulmán, la oportunidad que
esperaban los invasores para penetrar en Europa y empezar lo
que pronto sería la historia de una conquista relámpago y del
triunfo islámico.
La península fue invadida en poco tiempo y alrededor del año
730 los ejércitos musulmanes ya estaban en el sur de Francia, no muy
lejos de París. Parecía que Europa occidental iba a ser la próxima víc-
tima de la guerra santa.
Sin embargo, en Francia, las fuerzas del Islam encontraron fi-
nalmente quien los detuviera después de cien años de fáciles con-
quistas: Carlos Martel, el mayordomo de palacio de los reyes
nominales de Francia, los merovingios. En 732, un siglo después de
la muerte de Mahoma, en una batalla en algún lugar entre las ac-
tuales ciudades de Tours y de Poitiers, los invasores islámicos fue-
ron derrotados por las fuerzas de los francos. Francia quedaba a
salvo, y también el resto de Europa occidental.
Edward Gibbon, el gran historiador inglés del siglo XVIII, se
preguntaba cómo habría sido la vida si el resultado de la batalla
34 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

hubiera sido distinto. ¿Los profesores islámicos de Oxford ha-


brían enseñado el Corán, en vez de que los clérigos cristianos edu-
caran con la Biblia? Es una pregunta interesante, y, como Gibbon
también lo destaca en el mismo párrafo, nos muestra qué cerca
estuvo Occidente de ser conquistado, ya que los ríos de Europa
occidental no representaban una gran barrera natural para los in-
vasores, como tampoco lo eran los de Oriente Medio o los del
norte de África.
Las conquistas islámicas no se detuvieron. En 751 los soldados
del Islam derrotaron a las fuerzas de la dinastía Tang en una im-
portante batalla en Talas, en Asia central, expandiendo las conquis-
tas musulmanas en esa región con consecuencias que veremos en
el próximo capítulo. En 831, los ejércitos musulmanes también con-
quistaron Sicilia, que no fue liberada del todo hasta 1091, y el hecho
de que esta fecha esté muy próxima a la de la Primera Cruzada, en
1095, no representa una mera coincidencia.
Sicilia fue una región multicultural durante siglos después de
su liberación, en especial bajo el dominio alemán de la dinastía
Hohenstaufen, y de este modo representó un importante conducto
para la trasmisión de los conocimientos islámicos en el terreno de la
medicina, la ciencia, y otros campos afines en el siglo XII. No debemos
olvidar que algunas de las invasiones islámicas, en cuanto al avance
de los conocimientos, fueron sumamente beneficiosas.
Desde Sicilia hubo incursiones ocasionales de las fuerzas islá-
micas, que tomaron, aunque solo por un tiempo limitado, partes
del sur de Italia, y de invasores del norte de África, conocidos más
tarde como “piratas de Berbería”, que hicieron cundir el pánico con
sus exitosas expediciones en busca de esclavos en todas partes de
Europa occidental, incluida Gran Bretaña, hasta que finalmente
fueron derrotados por los estadounidenses durante la presidencia
de Thomas Jefferson, hace poco tiempo, en el siglo XIX.
LAS GUERRAS RELIGIOSAS 35

En cuanto a España, la liberación de la península tuvo lugar


en 1492, más de setecientos años después de ser capturada por los
invasores del norte de África. Aunque los cristianos pudieron llegar
hasta Toledo en 1085, la reconquista fue un proceso muy lento.
En el año 750 hubo otro golpe sangriento en el Islam, cuando
los omeyas fueron derrocados. Uno de ellos escapó a España y esta-
bleció su dinastía en al-Ándalus. La dinastía de los abasíes, parientes
de Mahoma, tomó el poder. Gobernó en Bagdad, al menos nomi-
nalmente, hasta 1258. Esta sería la edad de oro de la civilización
islámica, cuando el califato abasí le permitió al mundo islámico con-
vertirse en uno de los poderes intelectuales más destacados de la
tierra, con descubrimientos en el campo de la ciencia, la medicina y
la filosofía, que cambiaron la Historia y contribuyeron de un modo
duradero al bien de la humanidad. En España, en especial, bajo el
gobierno de los omeyas, se puede afirmar que hubo una verdadera
tolerancia religiosa, pues en la península ibérica, a diferencia de lo
que sucedía en Egipto o en lo que hoy es Irak, donde la mayoría de
los habitantes se convirtieron al Islam, los antepasados de los actuales
españoles y portugueses se mantuvieron fieles a la fe cristiana.
No obstante, no podemos ignorar el hecho de que todas estas
partes del Dar al-Islam tuvieron su origen en una conquista, y aun-
que no había que convertirse compulsivamente al Islam, el lideraz-
go político y religioso había sido otorgado a los califas musulmanes
por invasiones militares y no por el consentimiento de los pueblos
que gobernaban.
Todo esto contribuye a probar el argumento de los historia-
dores estadounidenses Thomas Madden y Victor Davis Hanson,
quienes opinan que debemos rever nuestro punto de vista tradicio-
nal sobre la lucha entre el cristianismo y el Islam. Como en los dos
últimos siglos o más, Occidente ha estado a la cabeza, y ha sido sin
duda el poder colonialista conquistador, olvidamos que durante la
36 GUERRAS EN NOMBRE DE DIOS

mayor parte del tiempo la situación fue a la inversa: los musulmanes


fueron los conquistadores y el Occidente cristiano estuvo perma-
nentemente a la defensiva.
Aunque no comparto la idea de que las cruzadas fueron simila-
res, digamos, a la invasión de Normandía en 1944 para liberar a
Francia, no obstante, considerando el hecho con perspectiva, no cabe
duda de que desde 632 hasta 1683 el mundo islámico fue un poder
imperial, y que los países de Europa, desde España a Grecia, fueron
víctimas de su imperialismo.
Sin embargo, no estoy de acuerdo con historiadores como
Ephraim Karsh, el autor de Islamic Imperialism: A History [El im-
perialismo islámico], en considerar ese imperialismo como endémi-
co en el Islam en todas partes y durante todo el tiempo. Aunque
algunos extremistas del tipo al Qaeda sostengan efectivamente esta
perspectiva hoy en día, no creo que estas ideas tengan una validez
general, pues ya hay muchos millones de musulmanes que, por pri-
mera vez, no viven bajo un gobierno islámico sino en Occidente, y
muchos de ellos ni siquiera son árabes. Por más negativo que sea el
pasado, y en algunos aspectos también el presente, creo que el si-
glo XXI puede ser testigo de un cambio notable en el Islam, y que
podemos confiar en que será para mejor.
Pero en relación con la era de las invasiones islámicas, en es-
pecial con el período de las conquistas realizadas sin esfuerzo en-
tre 632 y 831, desde la muerte del profeta hasta la toma de Sicilia,
las invasiones y la forma militar de la jihad sin duda prevalecieron. Es
en este contexto que deberemos ahora referirnos a las cruzadas y a los
intentos de los cristianos de Occidente por reconquistar las tierras que
les fueron arrebatadas por el Islam en el siglo VII.

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