Está en la página 1de 9

Entrevista a D.

Fernando Quesada Castro, Catedrá tico


de Filosofía Política de la UNED

El día 11 de marzo tuvo lugar en el salón de actos del Instituto Español de Enseñanza


Media "Nuestra Señora del Pilar" de Tetuán (Marruecos) una conferencia, seguida con
gran interés por un público compuesto de profesores, padres, alumnos e invitados, sobre
"El debate en torno al choque de civilizaciones", a cargo de D. Fernando Quesada
Castro, invitado por nuestro profesor de Filosofía D. Marcial Caballero. El profesor
Quesada ha aceptado muy amablemente responder por escrito -expresamos aquí una vez
más nuestro agradacimiento-a una serie de preguntas hechas por mí, Sulaimane
Mezzouji, alumno de 1º de Bach, para la revista del Centro. Nos satisface poder
reproducir aquí  la entrevista completa, cuya versión sólo parcial -por razones de
espacio- aparece en el nº 15 de nuestra revista El Pilar, correspondiente al presente
curso escolar 2009-2010.
Pregunta: En líneas generales, ¿a qué se refería Samuel Huntington con El choque de
civilizaciones?
Respuesta. La aparente sencillez de la pregunta implica, en el caso de Huntington, una
compleja red de significados y de sujetos a los que se dirige. Citando por la traducción
en castellano de dicha obra, Huntington afirma que: “En el mundo de la posguerra fría,
las distinciones más importantes entre los pueblos no son ideológicas, políticas ni
económicas; son culturales”. (p. 21)
            En principio, algunos teóricos de Relaciones Internacionales y politólogos
creyeron que el asumir la diversidad de culturas y de valores como guías en la
interrelación entre los pueblos daría un juego más humano y cargado de matices que el
atenerse únicamente a una estrategia, dominante, en la que los pueblos o naciones
encuentran su acomodo en función del poderío armamentístico que posean. Ahora bien,
a renglón seguido de la anterior afirmación, establece que “la gente usa la política no
sólo para promover sus intereses sino también para definir su identidad. Sabemos
quiénes somos sólo cuando sabemos quiénes no somos, y con frecuencia sólo cuando
sabemos contra quiénes estamos… En este nuevo mundo, la política local es la
etnicidad; la política global es la política de las civilizaciones. La rivalidad de las
superpotencias queda sustituida por el choque de las civilizaciones” (p. 22). Es decir
que, a la postre, lejos del primer horizonte humanizado que nos parecía entrever,
estamos ante dos hechos de primera magnitud y que definen la tesis de Huntington. En
primer lugar, como resultado de los procesos de descolonización y de las interrelaciones
impuestas por la globalización, nos encontramos en un período en que la política cede
su puesto a la etnicidad, a la determinación de los pueblos por sus señas identitarias, a
procesos de redefinición comunitaria y, sobre todo, religiosa. Ahora bien,  en el caso de
Huntington,  tan importante como esa especie de introversión de los pueblos hacia sus
señas más primarias étnicas y religiosas, es establecer claramente “contra quiénes
estamos”, “quiénes no son de los nuestros”, expresiones que recuerdan sin ambages la
determinación schmitiana de la política como la contraposición amigo-enemigo,
expresión de la genealogía de lo que fue el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Más aún, llega a afirmar que es, que existe y estamos dentro de “la ubicuidad del
conflicto. Es humano odiar. Por propia definición y motivación, la gente necesita
enemigos”(p. 153). Así, todo conflicto, enfrentamiento o guerra, sea entre dos personas
o entre pueblos enteros, queda ligado y legitimado por la propia naturaleza humana y
por la cultura o por la civilización a la que pertenezcamos, sin distinguir entre lo justo y
lo injusto, entre crimen y castigo, cualquiera que sea la civilización dentro de la cual
nacemos, y que para el profesor estadounidense son 9: desde la Occidental a la
Latinoamericana, la Africana, la Islámica, la Sínica, la Hindú, la Ortodoxa, la Budista y
la Japonesa. Aunque frente a todo este marasmo de civilizaciones contrapuestas y que
generan un cierto caos, zanja, en la página 39,  la situación actual en los siguientes
términos: “El mundo es en cierto modo dos, pero la distinción principal es la que se
hace entre Occidente como civilización dominante hasta ahora y todas las demás, que,
sin embargo, tienen poco en común entre ellas, por no decir nada”. De aquí que venga a
concluir en la página 369 que lo importante, en cualquier caso es: “que los Estados
Unidos se reafirmen en su identidad como nación occidental y definan su papel a escala
mundial como líder de la civilización occidental”, y ello porque la civilización
occidental  “es valiosa, no porque sea universal, sino porque es única” (p. 373). Esta
situación de «civilización única», contra cualquier veleidad multicultural o mestiza, sin
entender el significado ilustrado de la igualdad en la diferencia, obliga a Occidente, y
más propiamente a Estados Unidos (luego explicaremos por qué), “a preservar, proteger
y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental”. Y el camino propuesto no
se aparta, nuevamente, del enfrentamiento: se trata de “refrenar el desarrollo del poderío
convencional y no convencional de los países islámicos y sínicos… para mantener la
superioridad tecnológica y militar occidental sobre otras civilizaciones”. (p. 374)
Hemos llegado, pues, en un rodeo a través de este nuevo modelo mundial de
civilizaciones plurales, a una suerte de situación reformada de  nueva «Guerra Fría»,
con la contraposición mundial en dos partes: la Occidental y las demás.
Una advertencia clave, que no deja de ser más retórica que real: este diseño del nuevo
mundo tan complejo como arbitrario y «líquido», es válido –según nuestro autor- sólo
para unos pocos años: los que engloban los “finales del siglo XX y principios del siglo
XXI” (p. 14). ¿Alguien puede creer que se pueda construir todo un andamiaje como el
sostenido en este mundo babélico para tratar de entender quiénes somos y contra
quiénes hemos de actuar  en un espacio de tiempo que apenas puede contrastarse su
plausibilidad  ni siquiera en una generación de personas? ¿Se puede atribuir algún valor
a una hipótesis de recreación humana de las identidades, del surgimiento de naciones y
del movimiento que todo ello generará en el mundo multicultural, pluripolar, que
califica de “anárquico, está plagado de conflictos tribales y de nacionalidad”, metiendo
a este genio maligno del mundo multicivilizacional en una botella de la que uno se va a
desprender muy rápidamente, en 15 o 20 años, bien  tirándola al desierto de los países
que más petróleo poseen o echándola al mar que surge frente al Atlántico? 
P.: Huntington habla de choques de civilizaciones y dentro trata sobre el
enfrentamiento cristiano-musulmán ¿Sería entonces civilización igual a religión?
R. Efectivamente, para Huntington: “la religión es una característica definitoria básica
de las civilizaciones” (p. 53). Más aún, haciendo suya la afirmación de Christopher
Dawson, concluye con este autor que: “las grandes religiones son los fundamentos sobre
los que descansan las grandes civilizaciones”. En páginas anteriores había sentenciado
que: “Sangre, lengua, religión, forma de vida” es lo que distingue a  pueblos o
civilizaciones entre sí; pero, sin embargo, el elemento “más importante suele ser la
religión… En una medida muy amplia, las principales civilizaciones de la historia
humana se han identificado estrechamente con las grandes religiones del mundo; y
personas que comparten etnicidad y lengua pueden, como en el Líbano, la antigua
Yugoslavia y el subcontinente asiático, matarse brutalmente unas a otras porque creen
en dioses diferentes”. (p. 47) Esta mezcla entre raza y religión, además de traernos ecos
terribles de un pasado reciente, nos conduce a un fundamentalismo religioso letal,
cainita, que atraviesa la obra de nuestro autor, para quien “la revitalización de la religión
en gran parte del mundo está reforzando estas diferencias culturales”(p. 23). Lejos,
pues, de un pensamiento racional, democrático, mestizo, que atienda la interculturalidad
y  la pluralidad, se nos abre un abismo absolutamente excluyente, forjado en un tipo de
pensamiento metaracional, que nos enfrenta sin remisión, por cuanto que el cultivo de
nuestra propia identidad nos aboca a definirnos precisamente “sólo cuando sabemos
contra quiénes estamos”.(p.22) Y en este mundo nuestro moderno dislocado, en
palabras de Huntington, en el que las señas de identidad constituyen el único refugio
para los individuos, según el propio Huntington, “la aparición simultánea de
movimientos «fundamentalistas» en prácticamente todas las religiones del mundo es
una manifestación de estas nuevas circunstancias, y la revancha de Dios no queda
restringida a los grupos fundamentalistas”.(p. 151) Así como la violencia y la guerra se
declaran «ubicuos» con la propia existencia de los seres humanos, condenados a un
enfrentamiento sin fin, la religión se convierte en la causa, en el fundamento y en la
legitimación de ese enfrentamiento ya imparable. La revancha de Dios,  como se sabe,
fue el libro que, en 1991, escribió Gilles Kepel, poco antes que apareciera la tesis del
«enfrentamiento entre culturas». Su tesis estaba centrada en torno a 1977, período en el
que ascendieron al poder: Carter, Jomeini, Juan Pablo II y el primer ministro de Israel,
Menájem Beguin, líder de un partido religioso. Esta conjunción de personalidades de
marcado carácter religioso en el orden del poder y de la política, llevó al francés Kepel a
establecer una supuesta era en que la religión vendría a suplantar a la política:
cristianos, judíos y musulmanes marcarían los dictados de la política. Esta hipótesis,
absolutamente falaz y construida sobre cimientos tan retóricos como acríticos y
acientíficos, obligó al propio Kepel a abandonarla precipitadamente. Pero Huntington
intentó sacar mucho más rendimiento de esa «revancha de Dios». Concretamente, para
nuestro autor, una Europa políticamente laica se está precipitando hacia una erosión
total de su poder y de su propia identidad occidental frente al empoderamiento y a la
influencia decisiva de los Estados Unidos, debido a que “los estadounidenses, a
diferencia de los europeos creen mayoritariamente en Dios, se consideran gente
religiosa y asisten a la iglesia en gran número… Sin los Estados Unidos, Occidente se
convierte en una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una
península sin trascendencia, situada en el extremo de la masa euroasiática” (pp. 365 y
368). La religión, pues, está en la base de esta nueva era del «enfrentamiento de
civilizaciones». Los europeos sabemos algo de este planteamiento: la guerra más larga
llevada a cabo en Europa, 30 años, y la más terrible y sanguinaria fue la llamada
“Guerra de Religión”. Desde entonces nos hemos esforzado por el respeto y la defensa
de las creencias de cada cual, pero sin que las religiones puedan dictar los términos en
que los grupos, los pueblos, las naciones, han de establecer los marcos constitucionales
de su convivencia. Esta es una decisión que ha de establecerse políticamente en el
espacio público, en el cual todos y cada uno, hombres y mujeres por igual,  disfruta del
derecho a la expresión libre, el diálogo y la votación –en términos de mayorías- para
solventar los problemas de una convivencia en paz, en la que cada cual pueda
conformar el modo de vida particular que crea más propio y feliz. Desde esta
perspectiva, Díaz Salazar, profesor y sociólogo universitario español, católico
practicante y especializado en los problemas de los límites y problemas de la religión,
ha establecido el lema de nuestro tiempo: hay que “aprender la laicidad… para mejorar
la convivencia nacional” (Cfr. Rafael Díaz Salazar: «Aprender a ser laicos». El País,
7/12/2009)
 P.: ¿Cuál fue la causa que hizo que el nombre de este libro suene por todas partes del
mundo?
R. En razón de la limitación de espacio, que espero no haber sobrepasado mucho, yo
indicaría ahora solamente dos razones en orden a explicar la difusión del libro de
Huntington.
La primera: Estados Unidos posee entre 700 y 800 bases militares en el mundo, según la
documentación que puede consultarse, 11 de reciente emplazamiento, repartidas en más
de 65 países. Además de ello, tropas militares estadounidenses se encuentran asentadas
en 156 países, con más de 255.000 efectivos. Esto explica, en parte, que un libro en el
cual, pese a sus tesis centrales quiere ejercer de mero guía de la nueva situación
multicultural de nuestro tiempo globalizado, su autor dice que no pretende encender la
guerra, lo cierto es que sí la preconiza «performativamente», en términos filosóficos,
esto es, pretende ejecutar acciones a través de palabras. Siendo este el resultado real de
su obra, no es extraño que el ingente número de países y lugares del ancho mundo en
que se encuentra la influencia militar estadounidense, además de la dependencia de la
economía y de los programas de «ayuda» de EE.UU. tenga que atender el horizonte de
realidad social y humana que se dibuja desde «el Imperio».
En segundo lugar, el libro no está dirigido a los académicos, pues resulta  tan infundado
en sus tesis como falta de todo rigor en los conceptos utilizados, tales como cultura,
civilización o religión; así como carece de toda plausibilidad su reparto de lo que
denomina «fracturas sistémicas», en el orden de las relaciones internacionales;
desconoce temas centrales, como el mundo islámico, que cita por fuentes de segunda y
tercera mano; ha resultado fallido en sus prognosis centrales, como el de la revuelta de
Japón contra EE.UU., etc. El libro está dirigido a políticos, medios de comunicación, a
los cientos de fundaciones, revistas  y centros dedicados a la difusión del pensamiento
conservador y del cristianismo más politizado y situado en la extrema derecha, como es
el caso de la actual corriente denominada Tea Party, que arrastra a los republicanos a las
posiciones más duras en el terreno político y más extremas en lo religioso. El propio
Huntington regentaba la Cátedra fundada y subvencionada en Harvard por la conocida
conservadora Familia Olin, dedicada desde el siglo XIX a la construcción de armas.
P.: La guerra más importante, que podría ocurrir en el 2020 sería entre China y
EEUU. Pero dentro de este futuro conflicto, ¿dónde podemos meter al mundo
musulmán, siendo éste el enemigo principal?
R. Creo, para ir sintetizando la exposición, que la figura del islam pertenece a lo que E.
Said denominó «orientalismo». Este término identifica la creación de ciertos prototipos
de pueblos o naciones que responden al esquema binario descrito por Huntington:
«ellos» y «nosotros». En concreto, las potencias colonizadoras, especialmente Inglaterra
y Francia –que llegarían a crear catorce Estados, entregados a reyes o emires sin
participación de sus pueblos- conformaron dos tipos bien diferenciados: los europeos,
como pueblos superiores en función de sus intereses colonizadores, que se vieron
obligados a tutelar a ciertos pueblos «extraños», los pueblos árabes, amén de
musulmanes. Así, de 1815 a 1914, coincidiendo con la expansión colonizadora especial
se articula, escribiría Said, el prototipo de los occidentales que son "racionales,
pacíficos, liberales, lógicos, capaces de mantener valores reales" y,  por otro lado, los
orientales que no poseen ninguno de estos valores. Esta diferencia «construida» desde el
poder, nacida de la superioridad militar y económica de un momento histórico
determinado no acorde con la historia real de dichos pueblos árabes y
musulmanes,   legitimaba el control, el dominio y la imposición culturalmente de los
países citados. Desde esta perspectiva, el mundo musulmán, como acontece en gran
parte hoy, es una visión política y un producto de la posibilidad de estigmatizar al
contrario como «extraño», con las connotaciones peyorativas que conviene en cada
momento o situación. En este contexto y desde esta perspectiva, traía yo a colación, en
mi obra: Sendas de democracia: entre la violencia y  la globalización, la afirmación de
Platón en el Crátilo, según la cual quien tiene el poder impone el nombre, designa las
cosas y les presta su significado. Y la obra de Huntington sólo se explica desde el
«lugar» en el mundo en que es escrita: desde el poder que otorga vivir en el «el
Imperio». Afirmación que se completa con una de las tesis centrales que intenta estatuir
el autor estadounidense: cualquier mezcla de «su pueblo» con «otros pueblos»
deslegitimaría el poder de los Padres Fundadores de EE.UU., haría «irreconocible» al
padre, se rompería la cadena de la genealogía que otorga la identidad a una estirpe. En
mi obra anteriormente citada dedico un capítulo a identificar y aclarar los tres grandes
peligros de pueblos y razas que inquietan a Huntington hasta el paroxismo: los negros,
los hispanos y los musulmanes. De aquí, la machacona insistencia de Huntington en su
lucha contra la multiculturalidad: “El futuro de de los Estados Unidos y el de Occidente
dependen de que los estadounidenses reafirmen su adhesión a la civilización occidental.
Dentro del país, esto significa rechazar los diversos y subversivos cantos de sirena del
multiculturalismo. En el plano internacional supone rechazar  los esquivos e ilusorios
llamamientos a identificar los Estados Unidos con Asia. Sean cuales sean las
conexiones económicas que puedan existir entre ellas, la importante distancia cultural
existente entre las sociedades asiáticas y estadounidenses impide su unión en una casa
común” (p. 368). Ahora bien este rechazo a cualquier forma de mestizaje y unión contra
natura de civilizaciones distintas, en este caso Asia, lleva aparejada la propuesta
emanada de la Guía de Planificación del Ministerio de Estados Unidos, filtrada  en
1992, según afirma Huntington, quien la hace suya: “Nuestra estrategia actualmente se
debe volver a concentrar en impedir la aparición de futuros competidores potenciales a
escala mundial”. (p. 375)
No es extraño que el siguiente libro escrito, tras El choque de civilizaciones, se titule:
¿Quiénes somos? Los desafíos de la identidad nacional estadounidense. Nueva York,
2004. 
Pregunta ¿Por qué Huntington ve a Occidente debilitado siendo este económicamente
muy desarrollado?
R.- He de reconocer que cada pregunta de Sulaimane entraña casi un tratado y siempre
temo cualquier reduccionismo o esquematismo que desfigure a un autor. Pero lo cierto
es que hasta la llegada de Obama, Estados Unidos suspiró por una unión con Europa en
función de esa estrategia de no permitir competidores a escala mundial. Así Brzezinski,
el que fuera Consejero de Seguridad con el Presidente Carter (1977-1981), analista
reputado de política exterior, crítico de la política exterior solitaria que preconizó
George W. Buhs, llega a afirmar varias veces, en su obra: El dilema de EE.UU.
¿Dominación global o liderazgo global? (2004): “El terreno de juego sólo está igualado
de verdad entre Estados Unidos y la Unión Europea. Si esas dos partes llegan a un
acuerdo, pueden dictar juntas a todo el mundo las normas reguladoras del comercio y
las finanzas globales… si actuaran juntos, Estados Unidos y Europa serían, en la
práctica, omnipotentes en la escena global” .(p.116)
Desde esta  perspectiva, la ira y el horror de Huntington es que no se llegue a establecer
esa alianza que comprende lo que denomina como «Civilización Occidental». Sin
ambos miembros podría hacerse realidad la tesis que en los años 1920 había enunciado
el alemán Oswald Spengler: La decadencia de Occidente. No es por azar que sea el
autor citado por Huntington en la nota 1, capítulo dos, a quien toma en parte como
maestro, ya que el autor alemán había realizado el enunciado principal de la obra de este
último al afirmar: «La historia del mundo es la historia de las grandes culturas». Pero
Spengler había sostenido que toda gran cultura se comporta como un organismo: nace,
se desarrolla y muere. Y esta es el gran drama al que responde El enfrentamiento de
culturas. El autor estadounidense trata por todos los medios de revertir, de alterar esta
tesis que apunta a la incontenible, a la irremediable decadencia de toda gran cultura, al
proceso de sucesión de los grandes imperios. Desde el Imperio de Roma a los modernos
como el de España, Inglaterra y actualmente Estados Unidos. Huntington lucha por
hacer verosímil y plausible el hecho de que Estados Unidos permanezca como potencia
«única» y «solitaria», quizás, pero determinante del proceso mundial.
El problema de Europa, ahora agravado con la crisis económica es que, como escribe
Robert Kagan, Europa y Estados ya no comparten el mismo objetivo: “Ha llegado el
momento de dejar de fingir que Europa y Estados Unidos comparten la misma visión
del mundo o incluso que viven en el mismo mundo”. (Poder y debilidad. Europa y
Estados Unidos en el nuevo orden mundial, 2003, p.9.) Robert Kagan, neoconsrvador es
hijo de Donald Kagan y hermano de Frederick, igualmente neoconservadores. Es
coautor del «Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNAC)». Europa, argumentará
Robert Kagan, aspira a “un mundo autosuficiente regido por normas de negociación y
cooperación transnacionales… Entretanto Estados Unidos sigue enfangado en su propia
historia, ejerciendo su poder en un mundo anárquico y hobbesiano en el que el derecho
y los usos internacionales han dejado de merecer confianza y donde la verdadera
seguridad, la defensa y el fomento de un orden liberal siguen dependiendo de la
posesión y el uso del poderío militar” (pp. 9-10). Este es el motivo de desencuentro y de
una marcha no en paralelo de ambas potencias, sino cada vez más divergentes: frente a
la política y la diplomacia de Europa, Estados Unidos boga por el poder militar, sin
asumir ninguno de los tratados internacionales, que no tienen vigencia en este mundo
anárquico y hobbesiano, como mostró George W. Bush al declarar una guerra tan
torticera y engañosa en sus «razones» como ilegal en las formas, arropado por Estados
menores -contra las normas de la ONU-, aunque, para nuestra desgracia, el entonces
presidente de España, José María Aznar formará parte de la cohorte irresponsable y
deslegitimada de quienes optaron por seguir ser Marte (R. Kagan) o dios de la guerra,
frente a Venus (Europa) diosa del amor y la felicidad. Y aunque Huntington  no sea
partidario en principio, aunque luego llegaría a desdecirse, en su obra El choque de
civilizaciones, ni del internacionalismo ni del aislacionismo de Estados Unidos, sí
preconiza la recuperación de varios organismos nacidos con la guerra fría, aunque
hubieran de ser reformulados. Así lo presenta en un interesante, y no menos extraño,
artículo: The Lonely Superpower  («La Superpotencia Solitaria»), 1999.
Huntington  deja entrever que tras la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín, el
mundo parece encaminarse hacia un extraño híbrido: un mundo unipolar, en cuanto
sigue dominando Estados Unidos; pero, al mismo tiempo, está emergiendo con fuerza
un mundo multipolar, representado hoy especialmente por los llamados Estados Bric:
China, India, Rusia y Brasil. Esta dualidad y especie de esquizofrenia pronosticada por
Huntington tuvo su realización más emblemática en la actuación tan engañosa como
arrogante del guerrero presidente George W. Bush, al declarar la guerra a Irak contra
todos los tratados internacionales aprobados en la ONU. De los años gloriosos
representados por el período de los 90, hemos comprobado que la arrogancia de Estados
Unidos le ha acarreado el abandono de sus socios tradicionales y su incapacidad para
hacer frente por sí solos a los problemas que se han venido configurando en nuestro
presente. El pronóstico de la superpotencia solitariase ha escenificado en nuestros días.
P.: Desde siempre la humanidad busca la paz, pero hasta el momento jamás la tuvo por
completo. ¿Cree usted que llegará algún día que respiraremos ese aire de paz?
R. Creo que el afán de diálogo y la esperanza sin límite en el orden de  la paz es más
grande en Sulaimane que la tozudez de los hechos históricos. Estos últimos nos
muestran una humanidad más sufriente y desgarrada por la guerra que la supuesta alma
bella que dibuja nuestro entrevistador. Creo, atendiendo a la propia historia, que el mal
es algo mucho más real y profundo de lo que desearíamos. Y en este mismo orden de
realidad, la guerra ha sembrado la desolación y la muerte en un número enorme de
hombres y mujeres de todas las épocas y de todas las regiones. Lo cual no significa que
la guerra sea un dato insuperable o que tengamos que caer en el pesimismo. Por el
contrario, sospecho que la ira frente a tantos sufrimientos, la memoria siempre presente
de las causas que llevaron a los enfrentamientos y sus desastrosas consecuencias, la
protesta renovada contra el deseo de violencia que muestran muchos gobernantes, el
levantamiento de los pueblos contra los dirigentes que los convierten en carne de cañón
para acabar siempre comprobando que las guerras no solucionan ningún problema, todo
ello junto, más el creciente desarrollo moral y la conquista necesaria del control político
necesario por parte de los ciudadanos, serán los mejores antídotos contra la guerra.
Nada humano nos puede ser extraño o indiferente. Es necesario, pues, que abandonemos
el miedo y mantengamos la esperanza. Pero la esperanza es algo que se aprende en la
propia conquista de los derechos que hombres y mujeres del mundo han de hacer suyos:
la igualdad en la libertad, el mantenimiento del espacio público como lugar para dar
razones sobre el modo más conveniente y justo de vivir juntos, y la autonomía material
y subjetiva, que permita el que podamos ser realmente sujetos de nuestros proyectos de
vida. Una forma de vida que se entrevió entre los griegos y que aún nos afanamos en
hacer realidad.
P.: Civilización universal ¿algo bueno o malo?
R. Me va a permitir que le responda desde los planteamientos de uno de los autores más
lucidos y penetrantes del mundo árabe: Mohammed Abed Al-Yabri. Y me voy a servir
de una obra breve, pero que es la síntesis de una parte importante de su pensamiento, me
refiero a su Crítica de la razón árabe, aparecida en castellano el año 2001.
Para Al-Yabri: “no existe una modernidad absoluta, universal y a escala planetaria, sino
múltiples modernidades, diferentes de una época a otra y de un lugar a otro… La
modernidad es un mensaje y un impulso renovador: modernización tanto de la
mentalidad como de los criterios intelectuales y perceptivos… Tal es nuestra
concepción de la modernidad en el sentido de cómo debería ser definida atendiendo a
nuestra realidad árabe contemporánea. Ha de consistir en dos principios ineludibles:
racionalidad y democracia” (pp. 38- 39). Así, pues, no hay un planteamiento maniqueo:
o civilización universal, impuesta siempre desde el poder, o relativismo cultural: todas
las culturas valen igual, todas son igualmente verdaderas. En el primer caso no se trata
propiamente de civilización universal sino de poderío particular de una o de un grupo
particular  sobre el resto de las demás. En el segundo caso, si establecemos que todas
son igualmente válidas y verdaderas equivale a decir que ninguna es válida ni
verdadera. Pues, en este caso tendrían igual cabida aquellas culturas que han buscado la
pureza de la raza exterminando a los que no son de su estirpe,  que aquellas que han
mantenido que un ser trascendente, objeto de una fe propia, es la fuente de las leyes que
rigen a los pueblos, imponiéndose a los que no participen de esa fe o no crean en un ser
trascendente, o serían igualmente válidas las civilizaciones que han tenido como un
hecho central de sus comunidades el sacrificio de humanos para aplacar a los dioses, o
las civilizaciones que, en función de un supuesto destino histórico, han ejercido un
mayor poderío militar para conquistar y esclavizar pueblos y naciones.
Al-Yabri propone el diálogo y la convivencia desde los criterios de racionalidad y
verdad  universal, de democracia y de igualdad en la diferencia. Es decir, trata de
establecer como nivel de lo humano que ha de ser asumido por todas las civilizaciones, -
asumiendo que cada tradición ha de realizar el proceso necesario desde el “espíritu
crítico producido por nuestra propia cultura”- aquel conjunto de principios que marcan
lo que denomina la «contemporaneidad», principios que han de validarse desde el
interior mismo de la modernidad en cuanto “progreso logrado a escala planetaria” (p.
38). Principios que, como anotamos, él cifra en la razón, como fuente de verdad
universal, y en la democracia, como forma de organizar la convivencia humana en el
sentido de aquello que no solamente presta seguridad sino también  la forma más justa
de convivir en la pluralidad. Desde esta perspectiva no tiene sentido decir que la
racionalidad y la democracia son importaciones de Occidente o de cualquier otra
civilización, sino que son el logro contemporáneo de una modernidad planetaria. Lo que
implica, al mismo tiempo, que la tradición árabe, en este caso, “debe partir
necesariamente del espíritu crítico producido por nuestra propia cultura árabe”. No
caben, en este caso, hacer lecturas «tradicionales» de la tradición, lecturas
fundamentalistas que se refugian en tiempos pasados. Desde esta perspectiva, he
intentado por mi parte teorizar lo que he denominado “derecho de interpelación”. Esto
es, guiados por la razón y la democracia como los modos de relacionarnos que hemos
conseguido y que se plasman en el hecho de que todos participamos de la ciencia
validada universalmente, de los modos de confianza política universal para llevar a cabo
los intercambios económicos, de la interrelación universal de las distintas creaciones
culturales y de otros órdenes, de los derechos universales que hemos ratificado en la
ONU, etc., estamos en condiciones de pedir razones y de participar en la argumentación
racional necesaria en los casos de conflicto entre pueblos o naciones, entre culturas  o
civilizaciones. Creo que Averroes representa perfectamente,  para Al-Yabri y para mí
mismo, este derecho a la interpelación, el dejarse interpelar. En primer lugar, Averroes
buscó en la ciencia de la antigüedad, concretamente de los griegos, la explicación
científica de hechos de la naturaleza que se ignoraban en su momento, especialmente
referidos a la medicina, sin importarle que la verdad de los mismos se encontrara en el
«otro», en una civilización distinta. Asimismo, no le importó romper con la concepción
«tradicional» de la tradición que imponía la religión como fuente  de conocimiento de la
ciencia natural. En realidad, no se trata de una doble verdad como, a menudo se le
achaca a Averroes. Más bien, éste último distinguió dos órdenes de ser, el orden de lo
sagrado o divino y el propio de la naturaleza y de lo humano contingentes. Al ser dos
órdenes de ser radicalmente distintos,  el acceso a los mismos son también diferentes: la
religión y la ciencia. Ni tienen un objeto común ni tampoco una fuente de conocimiento
igual. “Nuestra posición, subraya Al-Yabri, no deriva aquí de ningún tipo de corriente
nacionalista, ni de estrecha minusvaloración de los logros conseguidos por la
humanidad. Consideramos, sin embargo, que estos logros nos serán siempre ajenos
mientras no los adaptemos a las exigencias de nuestra especificidad histórica. Se trata de
dar fundamento a dichos logros en nuestra cultura” (p.160).  De este modo, desde el
derecho a la interpelación que obliga a una  lectura crítica y racional de la tradición y
desde la separación de órdenes de realidad, los correspondientes respectivamente a la
religión y al orden de la naturaleza y lo humano, cabe plantearse la existencia de una
pluralidad de civilizaciones o culturas que reconozca al otro como un igual en la
diferencia, no como “el que no es de los nuestros”  en los términos belicosos y de
violencia ubicua de Huntington. Creo que, de este modo,  podríamos comenzar un largo
diálogo, posiblemente tenso y largo, pero que promete no romperse en función de la
raza o la religión. Los más optimistas, junto con los realistas, esperamos que la
interpelación mutua conlleve efectos de mestizaje y de intercambio en diversos órdenes
de vida material y en el político-moral.[1]
Pregunta: ¿Cuál es la solución que presenta Huntington? ¿Y cuál sería la suya?
R. En razón de la brevedad, que creo haber superado con creces, le diría que la posición
de Huntington ya ha sido expuesta. Para mayor abundamiento, el autor estadounidense
es decidido partidario del relativismo cultural. Llega a afirmar que “la creencia de
Occidente en la universalidad de su cultura adolece de tres males: es falsa; es inmoral; y
es peligrosa” (P. 372). Lo que a primera vista podría parecer que es una concesión a la
pluralidad de civilizaciones es, más bien, un modo de mantener un doble principio
presente en su obra. Primero, desde el relativismo que profesa, Occidente ningún tipo de
deuda ni de compromiso con ninguna otra civilización, en función de ser ella única. En
segundo lugar, su papel es, más bien y como hemos trascrito en sus propias palabras,
evitar que las demás civilizaciones puedan alcanzar un nivel técnico y militar que ponga
en peligro su superioridad frente a todas las demás.
Mi posición consiste en romper la propuesta que él hace para distinguir una civilización
de otra, es decir: sangre, lengua, religión y formas de vida. Además de la componente
filo-nazi de dicha caracterización que busca la pureza de la raza, hemos podido
comprobar a lo largo de la historia que esta delimitación de la civilización ha llevado
siempre a la imposición de unos pocos sobre los demás. Dicha conformación de las
civilizaciones tiene un doble problema y comporta una trampa igualmente doble. Como
ha visto muy bien la profesora Celia Amorós, al descomponer los términos de la
caracterización civilizatoria nos aparece lo que Sartre denomina: “la especie humana,
ese club tan distinguido”. Es decir, se nos aclara que la especie humana propiamente
dicha corresponde siempre a una civilización superior, la correspondiente a: varón,
blanco, occidental y que habla inglés o cualquier otro idioma europeo. Pero al mismo
tiempo, se descubre la segunda exclusión o trampa: sirve para que no aparezcan, no se
visibilicen las mujeres. 
Mi apelación anterior a los dos principios básicos de la modernidad: racionalidad y
democracia, así como la distinción clara entre religión y orden de lo humano, se traduce
no en la consideración relativista de las civilizaciones o culturas sino en el
reconocimiento del otro dentro del derecho a la interpelación y la apuesta decidida por
el mestizaje.

[1] En el momento de enviar esta entrevista he sentido como un chasquido que me ha


recorrido todo el cuerpo, una profunda melancolía. He podido saber por la prensa que ha
muerto Al-Yabri. Ya no podremos discutir este verano con él, como pensábamos, su
posición sobre la modernidad planetaria, ni su concepto de política, según su último
texto traducido al francés: La raison politique en Islam, hier et aujourd’hui. ¡Ojalá viva
mucho tiempo entre nosotros a través de su obra!
Escrito por entrevistafquesada el 04/06/2010 17:43 | Comentarios (0)

También podría gustarte