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Lecturas reunidas III:

República bananera

―Los libros van siendo el único lugar de la casa


donde todavía se puede estar tranquilo.‖
Julio Cortázar

Nombre

Escuela

Fecha
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La presente recopilación se ha elaborado con fines meramente académicos o, en todo caso, recreativos y nunca
con afán de lucro. Sírvase de la misma quien de igual forma lo requiera.

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Índice

El almohadón de plumas, Horacio Quiroga……………………………………………………………………………. 6

La gallina degollada, Horacio Quiroga…………………………………………………………………………………… 11

El solitario, Horacio Quiroga…………………………..……………………………………………………………………… 19

Tú me quieres blanca, Alfonsina Storni………………………………………………………………………………….. 25

Voy a dormir, Alfonsina Storni……………………………………………………………………………………………….. 26

Los dos reyes y los dos laberintos, Jorge Luis Borges……………………………………………………………… 27

El otro, Jorge Luis Borges……………………………………………………………………………………………………….. 28

Un sueño, Jorge Luis Borges…………………………………………………………………………………………………… 37

La tercera Orilla del río, João Guimarães Rosa……………………………………………………………………….. 38

Alas, Enrique Anderson Imbert……………………………………………………………………………………………… 44

La fama, Enrique Anderson Imbert.………………………………………………………………………………………. 44

El beso, Enrique Anderson Imbert.………………………………………………………………………………………… 45

La foto, Enrique Anderson Imbert…………………………………………………………………………………………. 46

Casa tomada, Julio Cortázar …………………………………………………………………………………………………. 47

La noche boca arriba, Julio Cortázar ……………………………………………………………………………………… 53

La noche de los feos, Mario Benedetti.………………………………………………………………………………….. 62

Sábado de Gloria, Mario Benedetti.………………………………………………………………………………………. 67

El dinosaurio, Augusto Monterroso.………………………………………………………………………………………. 75

El zorro es más sabio, Augusto Monterroso…………….…………………………………………………………….. 76

La rana que quería ser una rana auténtica, Augusto Monterroso …………………………………………. 77

El cobrador, Rubem Fonseca………………………………………………………….……………………………………… 78

El ahogado más hermoso del mundo, Gabriel García Márquez …………………………………………….. 98

La luz es como el agua, Gabriel García Márquez……………………………………………………………………. 105

Mujeres, Juan Gelman…………………………………………………………………………………………………………… 109

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Poco se sabe, Juan Gelman……………………………………………………………………………………………………. 110

Preguntas, Juan Gelman………………………………………………………………………………………………………… 112

Lluvia, Juan Gelman………………………………………………………………………………………………………………. 113

Sefiní, Juan Gelman………………………………………………………………………………………………………………. 115

Fire and ice, Álvaro Menéndez Leal……………………………………………………………………………………….. 116

Reglas del juego para hombres que quieran amar a mujeres, Gioconda Belli………………………… 124

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“El almohadón de plumas”

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el


carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo
quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha
especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su
marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La


blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol—
producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo
glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba
aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante,


había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se


arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a

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uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por
la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé— le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía


baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada...
Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una


anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo
más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse
horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,
también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a
otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al


principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.

— ¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la


alfombra.

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Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido
de horror.

— ¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y


después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y
tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide,


apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una


vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —Se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un


caso serio... poco hay que hacer...

— ¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente


sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde,


pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope
casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas
de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus
terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

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Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la


cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

— ¡Señor! —Llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay


manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente,


sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de
Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de


inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó


mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que
los cabellos se le erizaban.

— ¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y


sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las
plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la
boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo,
entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un

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animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que
apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a


adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los
almohadones de pluma.

FIN

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“La gallina degollada”
Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos


idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios,
los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles,
fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al
declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su
atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando
el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras,
imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su
inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor
del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de
idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio
y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de
sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su
estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir
mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa
honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un
mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin
esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció

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bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no
conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención
profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del
todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para
siempre sobre las rodillas de su madre.
— ¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa
ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá
mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
— ¡Sí!... ¡Sí! —Asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a
su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo
nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a
su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo
asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más
profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza
de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el
porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del
primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su
sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años
él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un

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átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el
primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor,
un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su
ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de
los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta
gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la
más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido.
No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el
rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,
radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa;
pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese
momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en
la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro
bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de
culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del
insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se
lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

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—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el
estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
— ¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
— ¡Ah, no! —Se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco,
supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
— ¿Qué no faltaba más?
— ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo
que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
— ¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
— ¡Berta!
— ¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro
hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al
nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A
Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz
había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara

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distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer
disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó,
a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta
de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con
visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día
sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este
modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas
que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo
algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a
reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi
siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
— ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: — ¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
— ¡Qué! ¿Qué dijiste?...
— ¡Nada!
— ¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
— ¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!
— ¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi
padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

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Mazzini explotó a su vez.
— ¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de
Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió
sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa.
Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero
sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas
tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo
que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo
con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras
ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a
otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
— ¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de
amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
— ¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires
y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero

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Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija
escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su
banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos
continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta.
Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no
ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no
alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie
apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz
insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana
mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de
sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que
habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los
ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
— ¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
— ¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató
aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo
por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

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—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini
avanzó en el patio.
— ¡Bertita!
Nadie respondió.
— ¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
— ¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al
pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó
violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en
la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
— ¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

FIN.

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“El solitario”
Horacio Quiroga

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera


tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su
especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las
suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad
comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su
pieza, aderezada en taller bajo la ventana. Kassim, de cuerpo mezquino,
rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa
y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con
su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años,
provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin,
aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún–
carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual,
mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos,
sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse
luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de
posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos
trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María
deseaba una joya
— ¡Y con cuánta pasión deseaba ella! — trabajaba él de noche.
Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de
brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la
esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas
delicadezas del engarce.

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Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era
para ella– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se
probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y
se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin
querer escucharlo.
—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin,
tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en
su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a
consolarla.
¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim
prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su
mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda
tranquilidad.
— ¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
—No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
— ¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz
contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa
nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios
apretados.
—Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
—Desde el martes —mirábala él con descolorida ternura–; mientras
dormías, de noche...
—¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!

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Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.
Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas
aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para
halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme
tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede
llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo
menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas,
Kassim notó la falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–.
Buscó en sus cajones de nuevo.
— ¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
—Sí, lo he visto.
— ¿Dónde está? —se volvió él extrañado.
— ¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el
prendedor puesto.
—Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.
María se rió.
— ¡Oh, no! Es mío.
— ¿Broma?...
— ¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser
mío...!
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
—Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
— ¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la
puerta.

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Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó
de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su
mujer estaba sentada en el lecho.
— ¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
—No mires así... Has sido imprudente, nada más.
— ¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un
poco de halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante
más admirable que hubiera pasado por sus manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo
nada; pero
Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
—Un agua admirable... —prosiguió él–. Costará nueve o diez mil
pesos.
—Un anillo... —murmuró María al fin.
—No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez
veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el
espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
—Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un
trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
— ¡María, te pueden ver!
— ¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la
mirada a su mujer.
—Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?

22
—No —repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las
manos le temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena
crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las
órbitas.
— ¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
—María... —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
— ¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable!
¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a
desquitar... cornudo!
¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las
dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la
cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín.
— ¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
—Estás enferma, María. Después hablaremos... Acuéstate.
— ¡Mi brillante!
—Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
— ¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para
concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con
ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
—Es mentira, Kassim –le dijo.
— ¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
— ¡Te juro que es mentira! –insistió ella.

23
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se
levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo
siguió con la vista.
—Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea
por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
— ¡Dámelo!
—Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea:
el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso
fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la
blancura helada de su pecho y su camisón.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi
descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón
desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una
dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en
el corazón de su mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de
párpados.
Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un
instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario
quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta
sin hacer ruido.

FIN

24
“Tú me quieres blanca”
Alfonsina Storni

Tú me quieres alba, vestido de rojo


me quieres de espumas, corriste al Estrago.
me quieres de nácar.
Que sea azucena Tú que el esqueleto
Sobre todas, casta. conservas intacto
De perfume tenue. no sé todavía
Corola cerrada. por cuáles milagros,
me pretendes blanca
Ni un rayo de luna (Dios te lo perdone),
filtrado me haya. me pretendes casta
Ni una margarita (Dios te lo perdone),
se diga mi hermana. ¡me pretendes alba!
Tú me quieres nívea,
tú me quieres blanca, Huye hacia los bosques,
tú me quieres alba. vete a la montaña;
límpiate la boca;
Tú que hubiste todas vive en las cabañas;
las copas a mano, toca con las manos
de frutos y mieles la tierra mojada;
los labios morados. alimenta el cuerpo
Tú que en el banquete con raíz amarga;
cubierto de pámpanos bebe de las rocas;
dejaste las carnes duerme sobre escarcha;
festejando a Baco. renueva tejidos
Tú que en los jardines con salitre y agua:
negros del Engaño

25
Habla con los pájaros que por las alcobas
y lévate al alba. se quedó enredada,
Y cuando las carnes entonces, buen hombre,
te sean tornadas, preténdeme blanca,
y cuando hayas puesto preténdeme nívea,
en ellas el alma preténdeme casta.

“Voy a dormir”

Dientes de flores, cofia de rocío,


manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.


Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...


te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:


si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido..

26
“Los dos reyes y los dos laberintos”
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros
días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y
magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los
varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se
perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son
operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla
de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde
vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces
imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja
ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro
laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz
y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: ―Oh, rey del tiempo y
substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un
laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el
Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras
que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni
muros que veden el paso.‖ Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en
la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con
aquel que no muere.

FIN

27
“El Otro”

Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en


Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue
olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo,
los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas
noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a
un tercero.

Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco,


frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto
edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos
de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La
milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde
anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a
la vista.

Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a


los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta
de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo,
pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se
había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las
muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar
(nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías
Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria
de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron
las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro,
pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.

Me le acerqué y le dije:

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—Señor, ¿usted es oriental o argentino?

—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la


contestación.

Hubo un silencio largo. Le pregunté:

— ¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?

Me contestó que sí.

—En tal caso —le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis
Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad
de Cambridge.

—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.

Al cabo de un tiempo insistió:

—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano.


Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza
gris.

Yo le contesté:

—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede


saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de
serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una
palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay
dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane,
con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la
versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de
Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus
de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un
libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos.

29
No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza
Dubourg.

—Dufour —corrigió.

—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?

—No -respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy


soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo
vano.

La objeción era justa. Le contesté:

—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos
tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no.
Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como
hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos
y respirar.

— ¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que


ciertamente no sentía. Le dije:

—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse,


no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está
pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado,
que es el porvenir que te espera?

Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en


Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón.
Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha
era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con
impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en

30
la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy
una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se
alborote por una cosa tan común y corriente. "Norah, tu hermana, se casó
y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa cómo están?

—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que
Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso
predicaba en parábolas.

Vaciló y me dijo:

— ¿Y usted?

No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son


demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y
cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos
otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el
fracaso o éxito de los libros.

Cambié. Cambié de tono y proseguí:

—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los
mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América
libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica
batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis,
engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y
cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora,
las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un
imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más
provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería
que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

31
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo
imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre,
sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una
oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué
era.

—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -


me replicó no sin vanidad.

—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?

No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.

—El maestro ruso —dictaminó- ha penetrado más que nadie en los


laberintos del alma eslava.

Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había


serenado.

Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.

Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.

Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el


caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra
completa.

—La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.

Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro


de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los
ritmos rojos.

— ¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El


verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.

32
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de
todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a
su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía
hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas
fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en
la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que
su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté- no es más que una


abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El
hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros
dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables


prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere
acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están
por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación
era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente,
de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los
periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de
metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y
notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los
hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le
expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su


encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era
Borges?

No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:

—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.

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Aventuró una tímida pregunta:

— ¿Cómo anda su memoria?

Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte


años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:

—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.


Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un


sueño.

Una brusca idea se me ocurrió.

—Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando


conmigo.

Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.

Lentamente entoné la famosa línea:

L'hydre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi


temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente
palabra.

—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea


como ésa.

Hugo nos había unido.

Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve


pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar,
en que fue realmente feliz.

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—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no
sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un
anhelo, no la historia de un hecho.

Se quedó mirándome.

—Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas


de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos
entendernos.

Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos


engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el
remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar
mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable
destino era ser el que soy.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que


cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la
flor. Se me ocurrió un artificio análogo.

—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?

—Sí — me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo


convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.

—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará


mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.

Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender


me ofreció uno de los primeros.

Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen


muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.

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—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y
cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan
fecha.)

—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo.


Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado
horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias
librescas.

Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.

Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el


río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la
suerte no lo quiso.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser


aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo
banco que está en dos tiempos y en dos sitios.

Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho


tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba
mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.

— ¿A buscarlo? —me interrogó.

—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la


vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La
ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de
verano.

Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro


tampoco habrá ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie.


Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro

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conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé
con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo


entiendo, la imposible fecha en el dólar.

FIN

“Un sueño”

Jorge Luis Borges

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin
puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que
tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa
celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no
comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular
escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso
no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

FIN

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“La tercera orilla del río”

João Guimarães Rosa

Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido
desde muy joven y de niño, según me testimoniaron diversas personas
sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él
no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo
tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con
nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día,
nuestro padre mandó hacerse una canoa.
Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo,
pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para que cupiera justo el
remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y
arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o
treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no
era ducho en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías?
Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más
cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande,
profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra
ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.
Sin alegría ni preocupación, nuestro padre se caló el sombrero y nos
dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no cogió comida ni ropa,
no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensamos nosotros, iba a
poner el grito en el cielo, pero permaneció impávida, se mordió los labios y
gritó: ―Usted se vaya, usted se quede, no vuelva usted nunca‖. Nuestro
padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos.
Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El
rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: ―Padre, ¿me lleva
con usted en su canoa?‖. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su

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bendición, con gesto de mandarme regresar. Hice como que me iba, pero
aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en
la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra
igual como un yacaré, completamente alargada.
Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo
realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, justo en el
medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo
extraño de aquella verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía
ocurría. Nuestros parientes, vecinos y conocidos se reunieron en consejo.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por
eso, de nuestro padre todos habían pensado lo que no querían decir:
locura. Sólo algunos hallaban que podría ser también el cumplimiento de
una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer
alguna fea dolencia, como pudiera ser la lepra, se retiraba a otro modo de
vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban
ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más
apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca bajaba a tierra,
en ningún sitio, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río,
libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes
habían pensado que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se
acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se
consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.
Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de
comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando
nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz
de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con
dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre,
durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el
fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá,
no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra
del barranco, a salvo de alimañas y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, lo

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hice y volví a hacerlo, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve
más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no
saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance.
Nuestra madre no era muy expresiva.
Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la
hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los
niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla,
para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea.
En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual
no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido,
cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a
hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que
habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido:
nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal,
de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo
conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello,
en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando
quería y cuando no, sólo con nuestro padre me encontraba: era el tema
que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de
ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o
aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo,
sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y
meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en
ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca
más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él
amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una
hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más
rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que
dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del
barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la

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constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo,
incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al empuje
de la enorme corriente del río, todo forma remolinos, peligroso, aquellos
cuerpos de animales muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto
el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco
nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no
podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que
olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su
recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en
él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la
noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte,
nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa
del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me
iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto
greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol
y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas
disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño
mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa
bien hecha, yo decía: ―Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo
así…‖; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él
no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no
subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no
encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó
en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día
bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda,
levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a
los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció.
Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.

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Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se
decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido
devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para
siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el
único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la
vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en
el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e
indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro
padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había
preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie
sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin
sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del
río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo,
decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la
canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo
no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta,
tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río –
perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su
demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias
del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía de padecer demasiado. De tan
viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la
canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para
despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava,
con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi
tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de
mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no
se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a
nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Sólo hice que ir allá.
Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales.

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Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la
popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que
me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: ―Padre,
usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más…
Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo
su lugar, el de usted, en la canoa…‖. Y, al decir esto, mi corazón latió al
compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para
acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él
había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después
de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los
cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me
pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo
perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él.
¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a
quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los
caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de
la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en
esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río
adentro -el río.

FIN

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“Alas”

Enrique Anderson Imbert

Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un


niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando
para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas.
Apenas el niño pudo hablar le pregunté:

— ¿Por qué no volaste, m’hijo, al sentirte caer?

— ¿Volar? —Me dijo— ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

FIN

“La fama”

Enrique Anderson Imbert

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:

— ¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has
distinguido: ¿y a mi cuándo?

La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y


contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:

—Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la


Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el
primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio
consagratorio. Te prometo que allí estaré.

— ¡Ah, te lo agradeceré mucho!

—Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

FIN

44
“El beso”

Enrique Anderson Imbert

La reina de un remoto país del norte, despechada porque Alejandro el


Magno había rechazado su amor, decidió vengarse. Con uno de sus
esclavos tuvo una hija y la alimentó con veneno. La niña creció, hermosa y
letal. Sus labios reservaban la muerte al que los besara. La reina se la
envió a Alejandro, como esposa; y Alejandro, al verla, enloqueció de deseos
y quiso besarla inmediatamente. Pero Aristóteles, su maestro de filosofía,
sospechó que la muchacha era un deletéreo alimento y, para estar seguro,
hizo que un malhechor, condenado a muerte, la besara. Apenas la besó, el
malhechor murió retorciéndose de dolor.

Alejandro no quiso poner sus labios en la muchacha, no porque


estuviera llena de veneno, sino porque otro hombre había bebido en esa
copa.

FIN

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“La foto”

Enrique Anderson Imbert

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que


Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico.
Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar.
Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo
complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y…

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la


cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en
la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido


una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días
más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto
sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de
rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que
la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se
reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un
cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al
final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

FIN

46
“Casa tomada”
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse.
Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de
las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba
a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando
han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no
era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y

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después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin
el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como
erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el
suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una
sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la
parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera
donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al
cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un
zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno
entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la
parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más

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estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta
advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un
departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y
yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá
de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo
se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el
aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las
consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las
ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del
mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del
pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el
gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
— ¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en
este lado.

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Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en
reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba
ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de
literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene
extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en
ivierno; yo sentía mi pipa de enebro y creo que irene pensó en una botella
de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos
mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de
la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que
aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban
las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos
bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y
ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de
Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo
andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo.
A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de
trébol?

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Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito
de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy.
Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida.
Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de
los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el
ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los
rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al
pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho,
era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna.
En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se
ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento
sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a
servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí
ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo
del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca
manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la

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puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde
empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se
oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las
manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio
que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
— ¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y
salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre
diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la
casa tomada.
FIN

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“La noche boca arriba”

Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a
salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado
le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios


con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más
agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de
árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines
hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído,
pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la
tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que
la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces
verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la
mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo


estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía
una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión
en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras

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suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único
alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar
la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le
ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños
en la piernas. ―Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado…‖; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago
que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una


camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero
sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al
policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en
la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios
para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas
quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada. ―Natural‖, dijo él. ―Como que me la ligué encima…‖ Los dos
rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena
suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles
llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero
lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha,
quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le
movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras
bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del
estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa


todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la
sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se
puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza,

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sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le
acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le
palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca


soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la
calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era
tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre,
y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva,
cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los
motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta


aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que
hasta entonces no había participado del juego. ―Huele a guerra‖, pensó,
tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de
lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo
fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no
se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No
se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de
la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando
las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo
más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr,
pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas,
buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y
saltó desesperado hacia adelante.

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—Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No
brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de
la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi
físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba
de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado
corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para
mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y
hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse
despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un
carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le
frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino.
Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al
brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve
como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a


perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue
desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja,
donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas,
pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor
del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

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Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones
por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba
corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de
árboles era menos negro que el resto. ―La calzada‖, pensó. ―Me salí de la
calzada.‖ Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no
podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y
las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la
primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió
como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el
amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz
que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de
los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le
estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del
chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de
la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la
cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta
que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su
fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el


cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las
ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer
enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en
pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar
el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

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—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual
cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le


pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del
fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un
diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no
quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué
entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de
agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le
dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel,
sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así?
Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque
y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que
fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que
ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo,
más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o
recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo
roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso,
un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar
de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto
se iba apagando poco a poco.

58
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía
a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los
ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le
ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente
el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente,
como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la
fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito,
acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque
estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir,
del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de
nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente,
con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como
un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se
le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que
el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y
el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el
taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron
mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en
el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre
boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el
pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando

59
vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos
debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca
arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba
con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas
y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.
El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en
la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón,
el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a


la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus
vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía
algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los
ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas
imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los
ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero
gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo
protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se
tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos
abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la
mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla,
sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía,
abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de
la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían
verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado,
descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se
abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora

60
con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante
de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una
última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un
segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos
vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados,
aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el
sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un
sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad
asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un
enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira
infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien
se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba,
a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

FIN

61
“La noche de los feos”

Mario Benedetti

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo


hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi
asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a
comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de


faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse
a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos
de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido
no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada
uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la


pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos
examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde
registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades.
En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas:
esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano
o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y
crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con


insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la
garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se
sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una
ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja
quemadura.
62
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas.
Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su
nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado
normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas


bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido
siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi
rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que
son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido
el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera
quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la
frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le


hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La
invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto
aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una


mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras
espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están
particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente,
milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi
adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar
murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí
mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se
debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con
quienes merece compartirse el mundo.

63
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también
me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo
pelo.

―¿Qué está pensando?‖, pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

―Un lugar común‖, dijo. ―Tal para cual‖.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés


para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que
tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente
que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi
equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

―Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?‖

―Sí‖, dijo, todavía mirándome.

―Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener


un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a
pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa,
irremisiblemente estúpida.‖

―Sí.‖

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

―Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que
usted y yo lleguemos a algo.‖

―¿Algo cómo qué?‖

―Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como


quiera, pero hay una posibilidad.‖

64
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

―Prométame no tomarme como un chiflado.‖

―Prometo.‖

―La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo


oscuro total. ¿Me entiende?‖

―No.‖

―¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea,


donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?‖

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente


escarlata.

―Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.‖

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando


sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

―Vamos‖, dijo.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora
estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar
su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi
su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

65
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de
aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue
como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi


mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y
empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis
dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos)
pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi


cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi
marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y


descorrí la cortina doble.

FIN

66
“Sábado de Gloria”

Mario Benedetti

Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las
seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa
de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en
los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mí sentir cómo la
humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era
domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del
feriado- me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo
disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos
cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo
registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas
importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra.

Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me


esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos
contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis
iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la
mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del
ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da náusea pasar
tan cerca de los tranvías. En realidad no es náusea sino miedo, un miedo
horroroso.

Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco


imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos
preocupados curiosos que se empinaran para verme y contarlo todo, al día
siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un
almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos,
completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me
deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera
que no tengo más que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la
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tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la
caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta
operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi
libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis
cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al inglés o
al alemán.

Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos


en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o
mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la
contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios -dos gallegos y un
mallorquín- ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos,
pero más aun regentando las amuebladas más concurridas de la zona sur.
De modo que cuando regreso a casa, ella está durmiendo o -cuando
volvemos juntos- cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como
animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal,
y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre
mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un
pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces
buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella
quería leer el crimen y yo la página de deportes.

Los comentarios quedan para un sábado como este. (Porque en


realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado.) Yo me levanto a
las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se
despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis
calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la
hora del bolero. Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios,
porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret
Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía
inmutable, me agredió con algo más temible y solapado como la
descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa,

68
claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne
y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una
media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el trámite
reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en
tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el
simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco
de esta siesta.

Por eso, cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la
inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y
ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en
silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos
compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad
virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se
despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se queja al
despertarse.

Pero cuando se despertó del todo e investigué en su rostro, la noté


verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me
acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté qué le pasaba.
Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.

Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que sí, que la llamara
en seguida. Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo
vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé
que si no iba se asustaría más y entonces bajé y llamé a la doctora.

El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me


ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto
entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco
minutos volvía al aparato e inventó que yo tenía suerte, porque en este
momento había llegado. Le dije mire qué bien y le hice anotar la dirección
y la urgencia.

69
Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho
más. Yo no sabía qué hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después
una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le di una aspirina. A las seis la
doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder
alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres,
pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque
comprendía que no quería desanimarme. Tomé un vaso de leche y nada
más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin
la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro
departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a
apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe.

Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco
más, y allá más aún.

Siempre le dolía más.

La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe.


Cuando se enderezó tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para
desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que
operar de inmediato. Le confesé que estábamos en una mutualista y ella
me aseguró que iba a hablar con el cirujano.

Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por


la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor.
Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que
lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el
recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos
reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.

Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y
había que irse en seguida y pensar.

70
Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios.
Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a
esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia
obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para
el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se
creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más
fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mí.

Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo más remedio que


quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo
alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo
desabrochado y bastante sucio. Ordenó que saliéramos y cerró la puerta.

La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me


puse a mirar la calle; ahora no llovía.

Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el


único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue
en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no
podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O
enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y,
claro, ambos la aprendimos.

Entonces salió el médico y me preguntó si yo era el hermano o el


marido. Yo dije que el marido y él tosió como un asmático. ―No es
peritonitis‖, dijo, ―la doctora esa es una burra‖. ―Ah‖, ―Es otra cosa.
Mañana lo sabremos mejor.‖ Mañana. Es decir que. ―Lo sabremos mejor si
pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si
pasa hoy, creo que se salva‖.

Le agradecí -no sé qué le agradecí- y el agregó:‖ La reglamentación


no lo permite, pero esta noche puede acompañarla.‖ Primero pasó una

71
enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después pasó ella en una
camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.

A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a


Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a
horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor
nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos.
No podía dejar de mirarla. La sábana continuaba en la palidez de su rostro
y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun
así con los ojos cerrados. Me hacía la ilusión de que no me hablaba sólo
porque a mí me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba
porque su compañero esa simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y
me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable
irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un
momento a otro iba a terminar.

Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido


solamente una hora. Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos
pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y
preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante ―¿Así que usted
también está de espera?‖ Le dije que sí, que también esperaba. ―Es el
primero‖, agrego, ―parece que da trabajo‖. Entonces sentí que me aflojaba
y entré otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a
contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas.
Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una hilera y luego me
decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si
sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj
sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: ―Si pasa de
hoy…‖ y me entró el pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a
todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte
en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta,
que el domingo próximo -porque era necesario crear un futuro bien

72
cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con
ellos del susto de mi suegra, que yo haría pública mi ruptura formal con
Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro
hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.

Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una


inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente.
Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada más.

Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y
la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que
benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.

Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a


ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando
estuviéramos otra vez en casa.

Otra vez en casa. Qué bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano,
tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el
reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer.
De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían
suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en
los asientos contables que escrituré esta mañana.

Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente
brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí
profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.

Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza


de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante
aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente
en él. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que
yo no rezaba sólo para ver si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé.
Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como

73
para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una
oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero
escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y
sonaron las doce. Si pasa de hoy.

Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y


me dormí. No soñé nada.

Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba.


Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho.
Yo grité que sí, que me lo había dicho -aunque no era cierto- y que él era
un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho
que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí
frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía
que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por
haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin
mi oración hiriente, castigada.

Y entonces pedí que me dijeran en dónde podía verla. Me sostenía


una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos
mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.

FIN

74
“El dinosaurio”

Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

FIN

75
“El zorro es más sabio”

Augusto Monterroso

Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico
y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó
inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer
esto o lo otro y nunca lo hacen.

Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo


aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos
idiomas.

El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores


norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos
remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre
los libros que hablaban de los libros del Zorro. Desde ese momento el
Zorro se dio con razón satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra
cosa. Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir ―¿Qué pasa con el
Zorro?‖, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le
acercaban a decirle tiene usted que publicar más.

—Pero si ya he publicado dos libros —respondía él con cansancio.

—Y muy buenos —le contestaban—; por eso mismo tiene usted que
publicar otro.

El Zorro no lo decía, pero pensaba: ―En realidad lo que estos quieren


es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a
hacer.‖

Y no lo hizo.

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“La rana que quería ser una rana auténtica”

Augusto Monterroso

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los
días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente


buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras
no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y
guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba
en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse
(cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban
y reconocían que era una rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo,


especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y
a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la
aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier


cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba
arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír
con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

FIN

77
“El cobrador”

Rubem Fonseca

En la puerta de la calle una dentadura enorme, debajo escrito Dr.


Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía un cartel, Espere, el doctor
está atendiendo a un cliente. Esperé media hora, la muela rabiando, la
puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grande, de
unos cuarenta años, con bata blanca.

Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al


pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás
me dolía mucho. Miró con un espejito y preguntó cómo es que había
dejado que mi boca quedara en ese estado.

Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.

Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan pocos dientes, y si no


hacemos un trabajo rápido, los va a perder todos, hasta éstos —y dio un
golpecito sonoro en los de adelante.

Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la


punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo sin interés. Son
cuatrocientos cruceiros.

De risa. No tengo, dije.

¿Que no tienes qué?

No tengo los cuatrocientos cruceiros. Fui caminando en dirección a


la puerta.

Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pagues, dijo. Era un
hombre alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas
a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente.
Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales,

78
a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla.
Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y
pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su
cara —¿qué tal si te meto esto en el culo? Se quedó blanco, retrocedió.
Apuntándole al pecho con el revólver empecé a aliviar mi corazón:
arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí
a puntapiés con los Frasquitos, como si fueran balones; daban contra la
pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó
más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me
miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mí, me hubiera
gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de
mierda.

¡No pago nada! ¡Ya me harté de pagar!, le grité, ¡ahora soy yo quien
cobra!

Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijo


de puta.

La calle llena de gente. Digo, dentro de mi cabeza y a veces para afuera,


¡todos me las tienen que pagar! Me deben comida, coños, cobertores,
zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide
limosna agitando una escudilla de aluminio con monedas. Le pego una
patada en la escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal
Floriano, armería, farmacia, banco, putas, fotógrafo, Light, vacuna, médico,
Ducal, gente a montones. Por las mañanas no hay quien avance camino de
la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga que ocupa
toda la acera.

79
Me encabronan esos tipos que andan en Mercedes. La bocina del
carro también me fastidia. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una
Magnum con silenciador para vender en la Cruzada, y cuando estaba
atravesando la calle tocó la bocina un sujeto que había ido a jugar tenis en
uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba distraído, pensando en la
Magnum, cuando sonó la bocina. Vi que el carro venía lentamente y me
quedé parado frente a él.

¿Qué pasa?, gritó.

Era de noche y no había nadie por allí. Él estaba vestido de blanco.


Saqué el 38 y disparé contra el parabrisas, más para cascarle el vidrio que
para darle a él. Arrancó a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las
dos cosas. Me eché a un lado, pasó el coche, los neumáticos chirriando en
el asfalto. Se paró un poco más allá. Me acerqué. El tipo estaba tumbado
con la cabeza hacia atrás, la cara y el cuerpo estaban cubiertos de millares
de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida en el cuello, y
llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo.

Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy


abiertos, negros, y el blanco en torno era azul lechoso, como una nuez de
jabuticaba por dentro. Y porque el blanco de sus ojos era azulado le dije —
oye, vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia?

No, no, dijo con esfuerzo, por favor.

En la ventana vi a un tipo observándome. Se escondió cuando miré


hacia allá. Debía haber llamado a la policía.

Salí caminando tranquilamente, volví a la Cruzada. Había sido una


buena idea despedazar el parabrisas del Mercedes. Tendría que haberle
pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el hojalatero iba a
agradecerlo.

80
El tipo de la Magnum ya había vuelto. ¿Traes los treinta mil? Ponlos aquí,
en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Su mano era blanca,
lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de
cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.

También quiero comprar una radio, le dije.

Mientras iba a buscar la radio, examiné a fondo mi Magnum. Bien


engrasadita, y también cargada. Con el silenciador parecía un cañón.

El perista volvió con una radio de pilas. Es japonesa, dijo.

Dale, para que lo oiga.

Lo puso.

Más alto, le pedí.

Aumentó el volumen.

Puf. Creo que murió del primer tiro. Le aticé dos más sólo para oír
puf, puf.

Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, sángüich de mortadela


en el bar de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de futbol.

Me quedo frente a la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi


cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me
siento frente a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio. Me gustaría
mucho coger al tipo que hace el anuncio del güisqui. Está vestidito, bonito,
todo sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de
hielo en el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes firmes y
verdaderos; me gustaría agarrarlo y rajarle la boca con una navaja, por los
dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos

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fuera, con una sonrisa de calavera descarnada. Ahora está ahí, sonriendo,
y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.

Mi arsenal está casi completo: tengo la Magnum con silenciador, un


Colt Cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un puñal y
un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo
tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos países asiáticos, aún en tiempo de los
ingleses. El ritual consistía en cortar la cabeza de un animal, creo que un
búfalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidían la ceremonia un
poco incómodos, pero los decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe
seco y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre.

En casa de una mujer que me atrapó en la calle. Coroa, dice que


estudia en la escuela nocturna. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más
nocturna de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni
existe. La derribaron. Hasta la calle donde estaba fue demolida. Me
pregunta qué hago, y le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente
cierta. Me pide que le recite uno de mis poemas. Ahí va: A los ricos les
gusta acostarse tarde/ sólo porque saben que la chusma/ tiene que
acostarse temprano para madrugar. Esa es otra oportunidad suya/ para
mostrarse diferentes:/ hacer el parásito,/ despreciar a los que sudan para
ganar la comida,/ dormir hasta tarde,/ tarde/ un día/ por fortuna/
demasiado tarde./

Me interrumpe preguntándome si me gusta el cine. ¿Y el poema?


Ella no entiende. Sigo: Sabía bailar la samba y enamorarse/ y rodar por el
suelo/ sólo por poco tiempo./ Del sudor de su rostro nada se había
construido./ Quería morir con ella,/ pero eso fue otro día,/ realmente otro
día./ En el cine Iris, en la calle Carioca/ El Fantasma de la Ópera/ Un tío
de negro,/ cartera negra, el rostro oculto,/ en la mano un pañuelo blanco
inmaculado,/ hacía puñetas a los espectadores;/ en aquel tiempo, en

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Copacabana,/otro/ que ni apellido tenía,/ se bebía los orines de los
mingitorios de los cines/ y su rostro era verde e inolvidable,/ La Historia
está hecha de gente muerta/ y el futuro de gente que va a morir./ ¿Crees
que ella va a sufrir?/ Es fuerte, aguantará./ Aguantaría también si fuera
débil./ Ahora bien, tú, no sé./ Fingiste tanto tiempo, pegaste bofetadas y
gritos, mentiste./ Estás cansado/, has terminado/ no sé qué es lo que te
mantiene vivo./

No entendía de poesía. Estaba sólo conmigo y quería fingir


indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería de las
mujeres.

Me das miedo, acabó confesando.

Esta pendeja no me debe nada, pensé, vive con estrechuras en su


pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerías y de leer la vida de las
niñas bien en la revista Vogue.

¿Quieres que te mate?, pregunté mientras bebíamos güisqui de


garrafa.

Quiero que me revuelques en la cama, se rió ansiosa, dubitativa.

¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias
manos. No tiene mucho estilo, ni drama, estrangular a alguien; es como si
fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía ganas de estrangular a
alguien, pero no a una desgraciada como aquélla. Para un don nadie basta
quizá con un tiro en la nuca.

Lo he venido pensando últimamente. Se había quitado la ropa:


pechos mustios y colgantes; los pezones como pasas gigantescas que
alguien hubiera pisoteado; los muslos fláccidos, con celulitis, gelatina
estragada con pedazos de fruta podrida.

Estoy muerta de frío, dijo.

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Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua
en mi boca, una vagina chorreante, cálida y olorosa.

Cogimos.

Ahora se ha quedado dormida.

Soy justo.

Leo los periódicos. La muerte del perista de la Cruzada ni viene en las


noticias. El señoritingo del Mercedes con ropa de tenis murió en el Miguel
Couto y los periódicos dicen que fue asaltado por el bandido Boca Ancha.
Es como para morirse de risa.

Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Coño con U:


Aquí estoy de nuevo/ oyendo a los Beatles/ en Radio Mundial/ a las nueve
de la noche/ en un cuarto que podía ser/ y era/ el de un santo mártir./
No había pecado/ y no sé porqué me condenaban/ por ser inocente o por
estúpido. De todos modos/ el suelo seguía allí/ para zambullirse./ Cuando
no se tiene dinero/ es conveniente tener músculos/ y odio./

Leo los periódicos para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo,
haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.

Desde la calle veo la fiesta en la Vieira Souto, las mujeres con vestido de
noche, los hombres de negro. Camino lentamente, de un lado a otro, por la
calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro del
pantalón, amarrado; no me deja caminar bien. Parezco un lisiado, me
siento como un lisiado. Un matrimonio de mediana edad pasa a mi lado y
me mira con pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la
pierna.

84
Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa
gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.

Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien
pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió
ante mí.

Los estacionamientos que había ante la casa se ocuparon pronto


todos, y los coches de los asistentes tuvieron que estacionarse en las
oscuras calles laterales. Me interesó mucho uno, rojo, y en él, un hombre y
una mujer, jóvenes y elegantes los dos. Fueron hasta el edificio sin cruzar
palabra; él, ajustándose la pajarita, y ella, el vestido y el peinado. Se
preparaban para una entrada triunfal, pero desde la acera veo que su
llegada fue, como la de los otros, recibida con total desinterés. La gente se
acicala en el peluquero, en la modista, en los salones de masaje y sólo el
espejo les presta, en las fiestas, la atención que esperaban. Vi a la mujer
con su vestido azul flotante y murmuré: te voy a prestar la atención que te
mereces, por algo te pusiste tus mejores braguitas y has ido tantas veces a
la modista y te has pasado tantas cremas por la piel y te has puesto un
perfume tan caro.

Fueron los últimos en salir. No andaban con la misma firmeza y


discutían irritados, voces pastosas, confusas.

Llegué junto a ellos en el momento en que el hombre abría la puerta


del coche. Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una mirada distraída, a
ver quién era, y descubrió sólo a un inofensivo inválido de poca monta.

Le apoyé la pistola en la espalda.

Haz lo que te diga o mato a los dos, dije.

Entrar con la pata rígida en el estrecho asiento de atrás no fue fácil.


Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a su cabeza. Le mandé

85
que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saque el machete de dentro del
pantalón cuando me dijo, llévate el dinero y el coche y déjanos aquí.
Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sobrio y quería
tomarse el último güisquito mientras daba cuenta a la policía por teléfono.
Hay gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreiro
dos Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los
faros encendidos.

Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.

¿Qué no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos,
la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.

Está embarazada, dijo él señalando a la mujer, va a ser nuestro primer


hijo.

Miré la barriga de aquella esbelta mujer y decidí ser misericordioso,


y dije, puf, allá donde debía estar su ombligo y me cargué al feto. La mujer
cayó de bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé allí un agujero como la
boca de una mina.

El hombre presenció todo sin decir ni una palabra, la cartera del


dinero en su mano tendida. Cogí la cartera y la tiré al aire y cuando iba
cayendo le di un taconazo, con la zurda, echándola lejos.

Le até las manos a la espalda con un cordel que llevaba. Después le


amarré los pies.

Arrodíllate, le dije.

Se arrodilló.

Los faros iluminaban su cuerpo. Me arrodillé a su lado, le quité la


pajarita, doblé el cuello de la camisa, dejándole el pescuezo al aire.

Inclina la cabeza, ordené.

86
La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las
estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el
machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.

La cabeza no cayó y él intentó levantarse agitándose como una


gallina atontada en manos de una cocinera incompetente. Le di otro golpe,
y otro más y otro, y la cabeza no rodaba por el suelo. Se había desmayado
o había muerto con la condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo.
Empujé el cuerpo sobre la salpicadera del coche. El cuello quedó en buena
posición. Me concentré como un atleta a punto de dar un salto mortal.
Esta vez, mientras el machete describía su corto recorrido mutilante
zumbando, hendiendo el aire, yo sabía que iba a conseguir lo que quería.
¡Broc!, la cabeza salió rodando por la arena. Alcé el alfanje y grité: ¡Salve el
Cobrador! Di un tremendo grito que no era palabra alguna, sino un aullido
prolongado y fuerte, para que todos los animales se estremecieran y se
largaran de allí. Por donde yo paso se derrite el asfalto.

Una caja negra bajo el brazo. Digo con la lengua trabada que soy el
fontanero y que voy al departamento doscientos uno. Al portero le hace
gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último
piso. Soy el fontanero (lengua normal ahora), vengo a arreglar eso. Por la
abertura, dos ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo, lo
mismo. Sólo tengo suerte en el primer piso.

La criada me abrió la puerta y gritó hacia dentro, es el fontanero.


Salió una muchacha en camisón, un frasquito de esmalte de uñas en la
mano, bonita, unos veinticinco años.

Debe haber un error, dijo, no necesitamos al fontanero.

Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro que lo necesitan, y


quietas o me las cargo a las dos. ¿Hay alguien más en casa? El marido

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estaba trabajando, y el chiquillo en la escuela. Agarré a la criadita, le tapé
la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.

Desnúdate.

No me voy a quitar la ropa, dijo con la cabeza erguida.

Me lo deben todo, té, calcetines, cine, filete y coño; anda, rápido. Le


di un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama, con una marca roja en la
cara. No me la quito. Le arranqué el camisón, las braguitas. No llevaba
sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre sus muslos. Tenía
una pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. No
fue fácil entrar en aquella selva oscura, el coño estaba apretado y seco. Me
incliné, abrí la vagina y escupí allá adentro, un gargajo gordo. Pero
tampoco así fue fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se
la hundí con toda mi fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba
pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba
levemente el dedo por el culo, le acariciaba las nalgas. Mi palo empezó a
quedar lubricado por los jugos de su vagina, ahora tibia y viscosa.

Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se vino antes


que yo. Con lo que me iba saliendo aún, le dibujé un círculo alrededor del
ombligo.

A ver si dejan de abrir la puerta al fontanero, dije, antes de


marcharme.

Salgo de la buharda de la calle del Visconde de Maranguape. Un


agujero en cada muela lleno de cera del Dr. Lustosa/ masticar con los
dientes de adelante/ caray con la foto de la revista/ libros robados./ Me
voy a la playa.

Dos mujeres charlan en la arena; una está bronceada por el sol,


lleva un pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca, debe ir poco a la

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playa; tienen las dos un cuerpo muy bonito; el trasero de la pálida es el
trasero más hermoso que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo
mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas,
a decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores con el trasero.
En la playa todos somos iguales, nosotros, los jodidos, y ellos. Y nosotros
quedamos incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo
blando de los parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece
interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los
dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia Ipanema, el agua
mojando sus pies. Me acerco y voy caminando junto a ella, sin saber qué
decir.

Soy tímido, he llevado tantos estacazos en la vida, y el pelo de ella se


ve cuidado y fino, su tórax es esbelto, los senos pequeños, los muslos
sólidos, torneados, musculosos y el trasero formado por dos hemisferios
consistentes. Cuerpo de bailarina.

¿Estudias ballet?

Estudié, dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan
bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?,
me pregunta. Sí, miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de
mármol.

De vuelta a la calle del Visconde de Maranguape. Hago tiempo para


ir a la casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana, palindrómico.
Afilo el machete en una piedra especial, el cuello de aquel señorito era muy
duro. Los periódicos dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la
Barra. La chica era hija de uno de esos hijos de puta que se hacen ricos,
en Sergipe o Piauí, robando a los muertos de hambre, y luego se vienen a

89
Rio, y los hijos de cara chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio
y dicen que descienden de holandeses.

Los cronistas de sociedad estaban consternados. Aquel par de


señoritingos que me cargué estaban a punto de salir hacia París. Ya no
hay seguridad en las calles, decían los titulares de un periódico. De risa.
Tiré los calzoncillos al aire e intenté cortarlos de un tajo como hacía
Saladino (con un lienzo de seda) en el cine.

Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes/ Soy una


hecatombe/ No fue ni Dios ni el Diablo/ quien me hizo vengador/ Fui yo
mismo/ Soy el Hombre-Pene/ Soy el Cobrador./

Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres
años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.

¿Quiere que barra la habitación?, le pregunto.

No, hijo mío; sólo quería que me pusieras la inyección de trinevral


antes de marcharte.

Hiervo la jeringa, preparó la inyección. El culo de doña Clotilde está


seco como una hoja vieja y arrugada de papel arroz.

Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha
enviado, dice.

Doña Clotilde no tiene nada, podría levantarse e ir de compras al


supermercado. Su mal está en la cabeza. Y después de pasarse tres años
acostada, sólo se levanta para hacer pipí y caquitas, que ni fuerzas debe
tener.

El día menos pensado le pego un tiro en la nuca.

90
Cuando satisfago mi odio me siento poseído por una sensación de
victoria, de euforia, que me da ganas de bailar —doy pequeños aullidos,
gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y
mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho
de balanceos y de saltos, como un salvaje, o como un mono.

Quien quiera mandar en mí, puede quererlo, pero morirá. Tengo


ganas de acabar con un figurón de ésos que muestran en la tele su cara
paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre espesa
a fuerza de caviares y champán. Come caviar/ tu hora va a llegar./ Me
deben una muchacha de veinte años, llena de dientes y perfume. ¿La de la
casa de mármol? Entro y me está esperando, sentada en la sala, quieta,
inmóvil, el pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografía.

Bueno, vámonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no


tengo coche. Ella sí tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en
el garaje, entramos en un Puma convertible.

Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de


sitio. ¿Te parece bien a Petrópolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir
palabra, ella mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me pide que pare
en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella
tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que en cualquier
momento vinieran a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de
muchachos bebiendo y hablando a gritos, jóvenes ejecutivos que suben el
viernes y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para
jugar cartas o para chismorrear mientras van catando quesos y vinos.
Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿qué hacemos ahora? Ahora
vamos a regresar, le digo, y bajamos la sierra, yo conduciendo como un
rayo, ella mirándome. Mi vida no tiene sentido, hasta he pensado en
suicidarme, dice. Paro en la calle del Visconde de Maranguape. ¿Aquí
vives? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás: ¿cuándo te volveré a ver?

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Entro y mientras voy subiendo las escaleras oigo el ruido del coche que se
pone en marcha.

Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y


comprensión. Nuestras masajistas son expertas. Elegancia y discreción.

Anoto la dirección y me encamino a un local, una casa, en Ipanema.


Espero a que él salga, vestido con traje gris, chaleco, cartera negra,
zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como
alguien que anda en busca de una dirección, y voy siguiéndole hasta el
coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el
mundo está lleno de ladrones, también ellos lo son, pero nadie los agarra.
Mientras abre el coche, le meto el revólver en la barriga. Dos hombres, uno
frente al otro, hablando no llaman la atención. Meter el revólver en la
espalda asusta más, pero eso sólo debe hacerse en lugares desiertos.

Estáte quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva.

Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso


ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las crónicas de
sociedad, consumista, elector de la Arena, católico, cursillista, patriota,
mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad, la
mujer dedicada a la decoración de interiores y socia de una butique.

A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista? ¿Te hizo una puñeta o te


la chupó?

Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de


ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde Botucatu a la Dictadura,
cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis.

Qué hombre ni qué niño muerto, digo suavemente, soy el Cobrador.

92
¡Soy el Cobrador!, grito.

Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y él aún
no se ha enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire
acondicionado.

Vamos a tu casa, le digo.

No vivo aquí, en Rio, vivo en São Paulo, dice. Ha perdido el valor,


pero no las mañas. ¿Y el carro?, le pregunto. ¿El carro? ¿Qué carro? ¿Ése
con matricula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta cambiar de
conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas
corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por
cada hijo, en el pecho. El de la mujer en la cabeza, puf.

Para olvidar a la chica de la casa de mármol voy a jugar futbol a un


descampado. Tres horas seguidas, mis piernas todas arruinadas de los
patadones que me llevé, el dedo gordo del pie derecho hinchado, tal vez
roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un negro que lee O
Dia. Los titulares me interesan, le pido el periódico, el tío me dice ¿por qué
no te compras uno si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos
dientes, dos o tres, retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a
pelearnos por eso. Compro dos perros calientes y dos cocas, le doy la
mitad y él me da el periódico. Los titulares dicen: La policía anda en busca
del loco de la Magnum. Le devuelvo el periódico, él no lo acepta, sonríe
para mí mientras mastica con los dientes de adelante, o mejor con las
encías de adelante, que, de tanto usarlas, las tiene afiladas como navajas.
Noticia del diario: Un grupo de peces gordos de la zona sur haciendo
preparativos para el tradicional Baile de Navidad —Primer Grito del
Carnaval. El baile empieza el día 24 y termina el día 1o del Año Nuevo;
vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artistas

93
norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La
Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, despilfarro.

El Primer Grito del Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos...

Un loco se tiró desde el puente de Niterói y estuvo nadando doce


horas hasta que dio con él una lancha de salvamento. Y no agarró ni un
resfriado.

Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo, las familias lo


celebrarán.

Acabo de poner la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando llaman al


timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras,
arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde el balcón. Es
Ana Palindrómica.

Hablamos en la calle. ¿Estás huyendo de mí?, pregunta. Más o


menos, digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde, estoy aquí con
una chica, ¿puedo llevarla al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya, haz lo que
quieras; pero me gustaría verla.

Nos quedamos de pie al lado de la cama. Doña Clotilde se queda


mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lágrimas. Yo
rezaba todas las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras
una chica como ésta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel
fláccida, junta las manos y dice, oh Dios mío, gracias, gracias.

Estamos en mi cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y


la desnudo, y ella me desnuda a mí, y su cuerpo es tan hermoso que
siento una opresión en la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos ardiendo,
mis manos tiemblan y ahora estamos acostados, uno en el otro,
entrelazados, gimiendo, y más, y más, sin parar, ella grita, la boca abierta,

94
los dientes blancos como de un elefante joven, ¡ay, ay, adoro tu obsesión!,
grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos, sin parar.

Ahora, mucho después, acostados, mirándonos uno al otro


hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la oscuridad
y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitación.

Ana despertó antes que yo y la luz ya está encendida. ¿Sólo tienes


libros de poesía? Y todas estas armas, ¿para qué? Coge la Magnum del
armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mí. Me siento en la
cama.

¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oír. Pero un


poco más arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón hasta la altura de mi
frente. Aquí no duele.

¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza.

Sí.

¿Y te gustó?

Sí.

¿Qué sentiste?

Un alivio.

¿Cómo nosotros dos en la cama?

No, no. Otra cosa. Lo contrario.

Yo no te tengo miedo, Ana dice.

Ni yo a ti. Te quiero.

95
Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café
para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios
oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.

Hoy es 24 de diciembre, día del Baile de Navidad o Primer Grito del


Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio
ahora es diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y no
lo sabía. Ahora lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos
hicieran lo que yo, el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado
a usar los explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de
escala. Andar matándolos uno a uno es cosa mística, y ya me he liberado
de eso. En el Baile de Navidad mataremos convencionalmente a los que
podamos. Será mi último gesto romántico inconsecuente. Elegimos para
iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos de un supermercado de
la zona sur. Los matará una bomba de gran poder explosivo. Adiós
machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi Magnum, hoy será
el último día que los use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré explosivos, reventaré
a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la Magnum. Tampoco
volveré a salir por el parqué de Flamengo mirando los árboles, los troncos,
la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que quería tener, que
siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los vi
crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se empapaba
de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas,
mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos
miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo con sueños.

El mundo entero sabrá quién eres tú, quiénes somos nosotros, dice
Ana.

Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papá Noel. Noticia: Menos


festejos y más meditación, vamos a purificar el corazón. Noticia: No faltará

96
cerveza. No faltarán pavos. Noticia: Los festejos navideños causarán este
año más víctimas de tráfico y de agresiones que en años anteriores. Policía
y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El cardenal en
la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste,
esa historia del Papá Noel es una desgraciada invención. El cardenal
afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.

La víspera de Navidad es un buen día para que esa gente pague lo


que debe, dice Ana. Al Papá Noel del baile quiero matarlo yo mismo a
cuchilladas, digo.

Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los


periódicos. Nada de salir matando a diestra y siniestra, sin objetivo
definido. Hasta ahora no sabía qué quería, no buscaba un resultado
práctico, mi odio se estaba desperdiciando. Estaba en lo cierto por lo que a
mis impulsos se refiere, pero mi equivocación consistía en no saber quién
era el enemigo y por qué era enemigo. Ahora lo sé, Ana me lo enseñó. Y mi
ejemplo debe ser seguido por otros, sólo así cambiaremos el mundo. Ésta
es la síntesis de nuestro manifiesto.

Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que
no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le
decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al
Baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavos. Ni sangre. Se cierra un ciclo
de mi vida y se abre otro.

FIN

97
“El ahogado más hermoso del mundo”

Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se


acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo.
Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que
fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los
matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de
cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces
descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo


en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma
en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima
notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como
un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la
deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo
tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos
los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la
facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza
de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía
suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba
revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto


ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de
piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La
tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que
el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban
causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era
manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que

98
cuando encontraron al ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros
para darse cuenta de que estaban completos

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los


hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las
mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones
de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le
rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo
hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas
profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado
por entre laberintos de corales.

Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no


tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la
catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente
cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre
que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más
fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que
todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para


tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los
pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales
de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.

Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres


decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela
cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar
su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo,
contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el
viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan
ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que
ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido

99
en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más
alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas
maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz.
Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces
del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño
en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras
más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían
capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una
noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los
seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por
esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser
la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que
compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para


comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran
las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa,
tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse
Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones
mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de
su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media
noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del
miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las
mujeres q ' ue lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le
habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un
estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo
tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió
haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de
muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado

100
por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie
en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey
de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le
suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él
recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy
bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto
repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien,
sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate
siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después
susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del
amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que
no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso,
tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de
lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a
sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque
el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo
lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso
y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron
con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos,
ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que


frivolidades de mujer.

Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que


querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que
prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas

101
angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con
carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los
acantilados.

Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante


para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los
peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las
malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido
con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les
ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas
asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando
aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento,
otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al
cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi
me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las
suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de
altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que
llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían
tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando,
mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los
hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante
alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de
mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó
entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se
quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les


hubieran dicho Sir

Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su


acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de
matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí

102
estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de
sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo.

Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de


que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan
pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder
habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera
amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no
andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen,
para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada
que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los
hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches
del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para
soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron
en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían
concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a
buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo
que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto,
y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que
apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a
las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se
le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los
habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos
marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del
rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando
antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de
llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados,
hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de
sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al

103
esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que
volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento
durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el
abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas
iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más
firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes
sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el
futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso,
porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la
memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando
manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para
que en los amaneceres de los años venturosos los pasajeros de los grandes
barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el
capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando
el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce
idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a
dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben
hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

FIN

104
“La luz es como el agua”

Gabriel García Márquez.

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

—De acuerdo —dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a


Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo


que sus padres creían.

—No —dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.

—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables


que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de


Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos
yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso
quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella
pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su
sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y
se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su
esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso
bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

—El bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El


problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera,
y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus
condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta
el cuarto de servicio.

105
—Felicitaciones —les dijo el papá ¿ahora qué?

—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era


tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se


fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y
ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala.
Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la
bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos.
Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por
entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando


participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos.
Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un
botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

—La luz es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche,


aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres
regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra
firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de
pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire
comprimido.

—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que


no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener
además equipos de buceo.

— ¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo


Joel.

—No —dijo la madre, asustada-. Ya no más.

106
El padre le reprochó su intransigencia.

—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su


deber -dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la
silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que
habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las
dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma
tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los
equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles
siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el
apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones
mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de
la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo


para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron
que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos
fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar
a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

—Es una prueba de madurez —dijo.

—Dios te oiga —dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel ,


la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un
viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se
derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en
un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

107
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto
piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los
sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles,
entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que
aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios
domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por
el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños
usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados
de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en
la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de
dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la
dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal
flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película
de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado
en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta,
buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y
Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con
el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de
clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de
cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla
contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella
de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se
había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián
el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo
de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos
ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra
firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

FIN.

108
“Mujeres”

Juan Gelman

decir que esa mujer era dos mujeres es decir poquito


debía tener unas 12397 mujeres en su mujer /
era difícil saber con quién trataba uno
en ese pueblo de mujeres / ejemplo:
yacíamos en un lecho de amor /
ella era un alba de algas fosforescentes /
cuando la fui a abrazar
se convirtió en Singapur llena de perros que aullaban / recuerdo

cuando se apareció envuelta en rosas de aghadir /


parecía una constelación en la tierra /
parecía que la cruz del sur había bajado a la tierra /
esa mujer brillaba como la luna de su voz derecha /como el sol que se
ponía en su voz /
en las rosas estaban escritos todos los nombres de esa mujer menos uno /
y cuando se dio vuelta / su nuca era el plan económico /
tenía miles de cifras y la balanza de muertes favorables a la dictadura
militar /

nunca sabía uno adónde iba a parar esa mujer /


yo estaba ligeramente desconcertado / una noche
le golpié el hombro para ver con quién era
y vi en sus ojos desiertos un camello / a veces

esa mujer era la banda municipal de mi pueblo


tocaba dulces valses hasta que el trombón empezaba a desafinar /
y los demás desafinaban con él /
esa mujer tenía la memoria desafinada usté podía amarla hasta el delirio /
hacerle crecer días del sexo tembloroso /
hacerla volar como pajarito de sábana /
al día siguiente se despertaba hablando de malevíç /la memoria le andaba
como un reloj con rabia
a las tres de la tarde se acordaba del mulo
que le pateó la infancia una noche del ser
ellaba mucho esa mujer y era una banda municipal /

109
la devoraron todos los fantasmas que pudo
alimentar con sus miles de mujeres /
y era una banda municipal desafinada
yéndose por las sombras de la placita de mi pueblo /yo compañeros una
noche como ésta que
nos empapan los rostros que a lo mejor morimos /
monté en el camellito que esperaba en sus ojos
y me fui de las costas tibias de esa mujer /

callado como un niño bajo los gordos buitres


que me comen de todo / menos el pensamiento
de cuando ella se unía como un ramo
de dulzura y lo tiraba en la tarde /

110
“Poco se sabe”

Juan Gelman

Yo no sabía que

no tenerte podía ser dulce como

nombrarte para que vengas aunque

no vengas y no haya sino

tu ausencia tan

dura como el golpe que

me di en la cara pensando en vos

111
“Preguntas”

Juan Gelman

Ya que navegas por mi sangre

y conoces mis límites,

y me despiertas en la mitad del día

para acostarme en tu recuerdo

y eres furia de mi paciencia para mí,

dime qué diablos hago,

por qué te necesito,

quien eres, muda, sola, recorriéndome,

razón de mi pasión,

por qué quiero llenarte solamente de mí,

y abarcarte, acabarte,

mezclarme a tus huesitos

y eres única patria

contra las bestias del olvido.

112
“Lluvia”

Juan Gelman

hoy llueve mucho, mucho,

y pareciera que están lavando el mundo

mi vecino de al lado mira la lluvia

y piensa escribir una carta de amor/

una carta a la mujer que vive con él

y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él

y se parece a su sombra/

mi vecino nunca le dice palabras de amor a la

mujer/

entra a la casa por la ventana y no por la puerta/

por una puerta se entra a muchos sitios/

al trabajo, al cuartel, a la cárcel,

a todos los edificios del mundo/ pero no al mundo/

ni a una mujer/ni al alma/

es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/

como hoy/que llueve mucho/

y me cuesta escribir la palabra amor/

porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/

y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/

y cuándo/y cómo/

pero el alma qué puede explicar/

por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/

113
palabras que naufragan/

palabras que no saben que hay sol porque nacen y

mueren la misma noche en que amó/

y dejan cartas en el pensamiento que él nunca

escribirá/

como el silencio que hay entre dos rosas/

o como yo/que escribo palabras para volver

a mi vecino que mira la lluvia/

a la lluvia/

a mi corazón desterrado/

Basta por esta noche cierro

la puerta me pongo

el saco guardo los papelitos

donde no hago sino hablar de ti

mentir sobre tu paradero

cuerpo que me has de temblar

114
“Sefiní”

Juan Gelman

Basta por esta noche

cierro la puerta

me pongo el saco

guardo los papelitos donde no hago sino hablar de ti

mentir sobre tu paradero

cuerpo que me has de temblar.

Dejemos esto en claro

si estoy triste estoy triste.

Estoy triste porque no llueve y porque estás lejos

Estoy triste porque el té esta frío y no encuentro las llaves de mi casa

y porque no encuentro ni mis llaves ni mis puertas

Estoy triste porque el aire susurra lejos

y se hace esperar igual que el futuro

estoy triste porque el destino me propuso

una llamada a los deseos imposibles

y me rehúso a negar la propuesta

y porque la vida se rehúsa a dejar que se vayan lejos

Estoy triste porque no puedo dejar de tener fe en el valor de los débiles y


los cobardes

vale decir que venceremos

Estoy triste porque el mundo da sus vueltas

y yo me niego a darme la vuelta y mirar el pasado con ojos de solemnidad

115
y ganas de destierro

y por los que no pueden hacerlas pases con mis antes y sus antes

lejanos hoy

estoy triste por aquellos que no me dejan descansar en sus olvidos

porque no puedo irme a algún lugar lejano sin dejar espacios vacíos

estoy triste porque eres humano y así te quiero

con tus fallas, tus arranques estrepitosos y tus cadencias eternas

estoy triste porque fallas

y porque aseguras mi muerte, y a veces mi vida

pero lo más importante

estoy triste porque no llueve

porque el té está frío

y porque hoy me voy de ti sin ojos solemnes ni ganas de destierro

y porque la nostalgia se hace esperar y no llega

si estoy triste estoy triste, no me convenzan de lo contrario.

Después de tanto tiempo ahí vuelvo a aparecer... esto es mío.

116
“Fire and Ice”

Álvaro Menéndez Leal

Fuego y Hielo... Fuego y Hielo... ¿Es ese el título?... Sí…; ese es: Fire and
Ice. . . No sé por qué, justamente ahora, adquiere importancia algo que
nunca la tuvo, como no fuera en el colegio, cuando el profesor se empeñó
en que aprendiéramos de memoria el poema de Frost:

Some say the world will end in fire,

Some say in ice...

From what I've tasted of desire

I hold with those who favor fire

Yo no lo aprendí nunca ?por lo menos entonces yo pude repetir más de dos


o tres versos?; sin embargo, creo que hoy lo recuerdo perfectamente -¿pero
qué importancia tiene eso? -no se - no tuvo importancia nunca -por más
que se molestara el profesor ? no tuvo importancia que lo supiera - que lo
supiera de memoria - salvo en el internado ? y ahora tampoco es
importante que lo recuerde -por qué habría de ser importante - no es más
- no es más importante que aquel niño que ahora yace aplastado cerca de
la cabina de los pilotos - no es más importante ? por qué habría de serlo -
veo parte de su cara deshecha - sangre por la nariz ? sangre por los oídos -
sangre por la boca ? sangre por grietas y hendiduras donde normalmente
no se tienen - heridas - esas hendiduras son heridas ? por qué habría de
ser importante ahora ? dentro de un momento no habrá una gota de
sangre ? todo todo estará quemado ? y no puedo sentir lástima por él ?
aunque fue buenito ? durante todo el vuelo permaneció quieto en su
asiento ? sin molestar a nadie ? sin pedir mayor cosa ? pese al asedio de la
azafata - pese al acoso de las viejas ? sin molestar a nadie - sin

117
importancia - se mantuvo quieto ? hechizado por el paso entre las nubes ?
por la leve vibración del aparato ? por la maravilla que es para un niño el
vuelo en un jet ? sin molestar a nadie - ni cuando el avión ? después de
romperse el ala en aquel pico ? dio de panza ? y / a / todo / lo / largo /
del / piso / se / a?b?r?i?ó / la / ancha / horrible / grieta / entre las dos
filas de asientos ? desde los de primera hasta los de... ? la horrible grieta
desde la cabina hasta la cola ? y ahora mana sangre - le mana sangre?? y
temí que el niño desapareciera tragado por la voracidad del piso ? del piso
abierto - sexo de la tierra - pero? no podía ocurrir así porque nada salía del
avión - sólo entraba ? entraba tierra ? entraban piedras ? tierra y piedra y
trozos de árboles ? pinos ? sí ? pinos ? alerces - píceas - abetos - no sé ? y
tierra ? coníferas - y tierra ? entraba tierra ? y nieve ? mucha nieve - y
tierra y piedra y nieve

But if it had to perish twice.

no tiene importancia / por qué habría de tenerla / y menos ahora que el


fuego llega al cuerpo de aquella señora de traje azul / la señora del
sombrero extravagante / le cubre el traje / lo consume / le chamusca la
maceta con flores de la testa / el pelo le crepita un poco / le crepita un
poco no más / porque todo es tan rápido / y el fuego la quema / y la
señora que tenía el traje azul no grita / es una pira como un bonzo / pero
no grita ella no grita / nadie grita / y yo me pregunto por qué nadie grita /
y respondo que no grita nadie porque quizás todos han muerto / (porque)
(quizás) (todos) (hemos) (muerto) y no lo creo pues unas mujeres buscan
sus zapatos / no tiene importancia pero todas las mujeres perdieron sus
zapatos / después de darme el golpe en la cabeza / me golpeé la cabeza /
el argentino sentado a mi altura en la otra fila de asientos mira
desconcertado trata de encontrar una explicación no tiene importancia
pero el accidente lo pilló dormido el argentino mira abriendo
desmesuradamente un ojo / uno solo / uno () solo / porque el otro se le ha
saltado /abre desmesuradamente un ojo ojO ojO / por cuenca del otro le

118
comienza a correr una cascada de sangre / le corre una cascada de sangre
y de nervios / él no sabe qué ya le falta un ojo / cree que mira con los dos
/ yo me persigné / no tiene importancia pero yo me persigné antes de... /
antes de arrellanarme en la butaca / y me miraba con los dos ojos / con
uno solo no / con los dos / me mira con un ojo desencajado que le cuelga
de unos hilos blancuzcos mientras yo me acomodo mejor en mi asiento /
me mira con un ojo me miraba con dos / y el argentino también se
acomodó en su asiento / y la sangre se le ancha por la mejilla / el otro ojo
lo cierra con aire de / no tiene importancia / por qué habría de tenerla /
satisfecho de encontrar una explicación para su sueño disturbado / y no
puede cerrar el otro porque le cuelga lejos / a varios kilómetros de su
voluntad / pero no tiene importancia pues dentro de un rato arderá
también / y arderé yo como ardió el niño / como ardió la señora del
sombrero ridículo / como han ardido ya las otras gentes / dentro del avión
todo es fuego / fuego sonoro y rápido que va que viene devorando gentes
cosas / equipajes cabelleras / zapatos / caras / un fuego que se ríe
mientras camina sobre las epidermis sobre las ropas empapadas de
combustible / todos nos empapamos de combustible / en alguna forma
debieron de romperse los conductos / los tanques / los depósitos / y
entonces cada uno de nosotros es como la mecha de un encendedor / no
tiene importancia / mas en cuanto llega la chispa / ¡chaz! / uno es lumbre
u)n)o e)s l)u)m)b)r)e //// candela de los pies a la cabeza / comoo aquella
pareja de recién casados que arde allá / u.n.o.s a.s.i.e.n.t.o.s adelante /
uno es lumbre / así arderé yo dentro de un rato / una pira / dentro de un
segundo / dentro de menos tiempo / uno no sabe cuánto tiempo pues todo
parece ir más despacio / la sangre del argentino va despacio / le brota
despacio en borbotón del agujero / el globo ocular que cuelga a kilómetros
de su voluntad / el ojo / desinflado / pero la sangre parece como detenida
en el aire / en el tiempo / no acaba de llegar al píe de la mejilla / y yo veo
bien cuando camina la sangre / se arrastra como ofidio / repta como
lombriz / una lombriz gruesa y caliente / y rápida / sí / rápida / no /

119
despacio / no tiene importancia / cuando el fuego llegue al argentino la
sangre se tostará sobre la piel / se detendrá para siempre en su carrera /
porque lo único que marcha rápido es el fuego / la pura llama que llena
mas de la mitad del todo / la llama viva que se aproxima a mí con sus
dedos cálidos / moviendo sus pseudópodos sobre el piso y el techo /
arrastrándose sobre cosas y gentes / es lo único veloz / lo único deseable
/ lo único que anima el interior del avión / no tiene importancia / la llama
se parte lo suficiente para permitir que uno vea lo que ha quedarlo
adelante / lo que ha dejado a su paso / el metal retorcido / quemado / los
cuerpos / después de su caricia / los cuerpos achicharrados /
empequeñecidos / nadie podrá reconocerlos si acaso un día llegan esta
soledad / las partidas de salvamento / no hay noticias / encuentran los
restos del aparato / el ojo que cuelga / y eso me hace sentir superior / yo
sé todavía quiénes eran quiénes son / sé quién era sé quién es aquel
pedazo de carne chamuscada / ese montoncito era es un niño que no
molestó durante el vuelo / el pedazo mayor / ahumado y maloliente / era
es una recién casada / el trozo que está a la par era es su marido / el traje
blanco de la boda / una boda sencilla / yo sé que allá estaba está una
señora vestida de azul / una-señora?de?sombrero?ridículo /
esa?carne?contraída?y?maltrecha-era-suya /
y?sé?que?esa?sangre?que?ha-caminado?unos?milímetros? /
que?apenas?llega? / ?con-lo?catarata?que?es? / ?a?medio?carrillo
/ ?sé?yo?y?sólo-yo?que?es?la?sangre?de?un?argentino?
/ ?nadie?más?podrá?decir?eso-mismo-dentro?de?un?rato? / ni yo podré
repetirlo porque el fuego es celoso / afuera ? en cambio ? todo es nieve y
frío ? la nieve está sucia y maltrecha en los alrededores del aparato ?
descompuestas las suaves colinas que se ven unos metros más allá /
descompuesto este mundo de silencio y soledad /
esta?postal?navideña?que?la?natur... que la naturaleza se regala todos los
días ? en?estas?latitudes?crepita el fuego ? crepita Frost -

120
But if it had to perish twice,

I think I know enough of hate

To say that for destruction ice

Is also great

And would suffice.

?yo no alcancé a rozar del paisaje nevado / el vuelo fue trans breve tan
breve / no alcancé a gozar nada del paisaje nevado / los oídos me dolieron
mucho / el cerebro lo sentía a punto de estallar / uno así no goza del
paisaje / no puede gozar del paisaje / no tuve tiempo de acostumbrarme a
la altura / no tiene importancia pero entre Santiago y Buenos Aires todo lo
que el avión hace es subir / es subir como un endemoniado (de) (pronto)
(choca) (con) ( (algo) uno no sabe lo que ocurre ? un golpe seco ?
profundo ? uno no sabe lo que ocurre pero (de) (pronto) (el) (avión) (choca)
(con) (algo) un ala ? se ? le ? d/e/s/p/r/e/n/d/e= . (?_/. . . por la gran
grieta del piso entra nieve y tierra y tierra y nieve y roca y roca árboles no
son trozos de cuerpos brazas troncos piernas brazos manos hombros y
Santiago queda allí y Buenos Aires allá de Cerrillos a Ezeiza todo lo que el
avión hace es subir es subir. . . unos días en la ciudad me enseñaron que
la Cordillera estaba al final de la calle más larga justamente?la-
calle?más?larga... se podía esquiar a unos kilómetros del centro... allí aquí
la Cordillera con sus nieves eternas. . . la Cordillera entraba por la
ventanilla... por la ventana de mi cuarto. . . Quinto Piso del hotel
Bonaparte... por la ventana de mi cuarto... la nieve entraba todas las
mañanas... en la Avenida O'Higgins... el sol pegaba a toda hora en los
picos nevados... la nieve entra por la gran grieta... y yo sabía que esto
podía ocurrir / cuando tomé el avión yo temía algo / en realidad siempre
temí algo / ahora yo temía más / temía más / temía más certeramente /
quizás no tiene importancia / pero yo temía más certeramente / tenía

121
pasaje en otro avión / las cosas están tan mal en Argentina / transferí el
pasaje a esta compañía / un nuevo modelo de jet / el más seguro ? el
avión más seguro ? el más probado ? pero las cosa están tan mal que una
compañía argentina es un peligro ?pero era ? al fin de cuentas ? un
modelo reciente de jet ? no gocé del paisaje porque un jet que parta de
Santiago para Buenos Aires todo lo que hace es subir / subir / subir corno
un endemoniado / la Cordillera queda abajo?pequeña?de juguete?y de
pronto?la Cordillera entra por la gran grieta me dolieron los oídos tanto
subir tanto subir la aeromoza me dice que trague saliva aplasto con
desesperación la goma de mascar el avión sube no hay tiempo de ver la
nieve (sino hasta ahora) (pero la veo tranquilo pues no me duelen más los
oídos) ((no me duele nada)) (ni siquiera ese hueso que perforó la piel de mi
brazo izquierdo) (ni la piel perforada) (no me duele la sangre que me
inunda la garganta) (ni el hueso ni la piel del brazo izquierdo que ahora
(tan descarada (con el hueso (así (allí (no es del todo blanco (quizás no
tiene importancia pero el hueso no es del todo blanco (y la alzo (gozo sa
nieve tranquila ( tranquilo (esa postal navideña... no me importan los
cadáveres mutilados y sanguinolentos que ensucian el paisaje; ni los
trozos de metal, ni los restos de equipaje. Aquellos reactores aplastados no
me importan; mejor así, pues no subirán más ni, más no rugirán más, no
martirizarán a nadie más... Ni esas mamilas de alambres y conexiones
eléctricas... No me importa nada; sólo la nieve limpia que cata al fondo...
los suaves montoncitos de postal ..............................

....Y el fuego / el argentino de mi lado coge fuego ahora / la sangre le brota


siempre en borbotón / una vena gruesa como un conducto de agua / el
argentino enciende como vasca / y no dice nada / nadie dice nada /
cuando caemos no grita nadie / cuando se quiebra y se incendia el
aparato nadie dice nada / el argentino se quiebra y se incendia ahora / el
fuego seca y pega la sangre / el fuego le dio un límite a su carrera / no

122
llegó ni al mentón / no y sin embargo / yo pensaba que alcanzaría a llegar
más abajo / arrastrarse desde el ojo reventado y caer en un hilillo / caer
corno una brava catarata sobre el pecho del vecino / que ahora arde / y el
otro ojo le arde abierto / se queman las pestañas / los pelitos se hacen
leves rizos antes de coger fuego / y huele el cuerpo quemado / huele como
cuando abandonan una res al fuego / horno de cremación / sus cenizas
serán esparcidas al viento / sobre el Ganges / polvo eres / polvo eres /
horno de cremación / seis millones de judíos / y ahora /
el?fuego?viene?a?mi / me?toca?el?brazo / ese que tiene el hueso de fuera
/ inicia?su?desfile / hacia abajo hacia arriba / quema?mi?piel /
la?chamusca / siento?cómo?la?achicharra / ha de oler mal / y no duele
(más todavía) (el fuego tranquiliza) (cuando todos nos hayamos quemado)
(cuando todos seamos sólo irreconocibles trozos) (troncos ennegrecidos)
(cuando vuelva el silencio y penetre la nieve por las grietas ) (carbonizados
todos) (ya no habrá luego) (es cierto que ya no habrá fuego) (el frío
endurecerá el miembro que no haya sido quemado) (la nieve cristalizará la
gota de sangre que no sea polvo) (ceniza) (pero nada importará eso seremos
carbones apagados no sentiremos frío) (aunque) (el) (fuego) (no) (quema) (es
mentira que el fuego quema) (ahora?lo-tengo?en?la?ingle)
(lo?siento?llegar?a?las?caderas) caminar?por?los?muslos /subir / siempre
subir / detenerse por un rato más largo en los zapatos/
lo?siento?por?el?pecho /sube/ya/por/el/cuello/me?cubre/ me está
cubriendo/ la-cara/ arden las pestañas (no veo la nieve) (no veo nada) y sí
/ es?suficiente / el fuego es suficiente / y es amigo... es amigo...

FIN

123
“Reglas del juego para hombres que quieran amar a mujeres”

Gioconda Belli

El hombre que me ame

deberá saber descorrer las cortinas de la piel,

encontrar la profundidad de mis ojos

y conocer lo que anida en mí,

la golondrina transparente de la ternura.

II

El hombre que me ame

no querrá poseerme como una mercancía,

ni exhibirme como un trofeo de caza,

sabrá estar a mi lado

con el mismo amor

con que yo estaré al lado suyo.

III

El amor del hombre que me ame

será fuerte como los árboles de ceibo,

protector y seguro como ellos,

limpio como una mañana de diciembre.

124
IV

El hombre que me ame

no dudará de mi sonrisa

ni temerá la abundancia de mi pelo,

respetará la tristeza, el silencio

y con caricias tocará mi vientre como guitarra

para que brote música y alegría

desde el fondo de mi cuerpo

El hombre que me ame

podrá encontrar en mí

la hamaca donde descansar

el pesado fardo de sus preocupaciones,

la amiga con quien compartir sus íntimos secretos,

el lago donde flotar

sin miedo de que el ancla del compromiso

le impida volar cuando se le ocurra ser pájaro.

VI

El hombre que me ame

hará poesía con su vida,

construyendo cada día

125
con la mirada puesta en el futuro.

VII

Por sobre todas las cosas,

el hombre que me ame

deberá amar al pueblo

no como una abstracta palabra

sacada de la manga,

sino como algo real, concreto,

ante quien rendir homenaje con acciones

y dar la vida si es necesario.

VIII

El hombre que me ame

reconocerá mi rostro en la trinchera

rodilla en tierra me amará

mientras los dos disparamos juntos

contra el enemigo.

IX

El amor de mi hombre

no conocerá el miedo a la entrega,

ni temerá descubrirse ante la magia del enamoramiento

en una plaza llena de multitudes.

126
Podrá gritar -te quiero-

o hacer rótulos en lo alto de los edificios

proclamando su derecho a sentir

el más hermoso y humano de los sentimientos.

El amor de mi hombre

no le huirá a las cocinas,

ni a los pañales del hijo,

será como un viento fresco

llevándose entre nubes de sueño y de pasado,

las debilidades que, por siglos, nos mantuvieron separados

como seres de distinta estatura.

XI

El amor de mi hombre

no querrá rotularme y etiquetarme,

me dará aire, espacio,

alimento para crecer y ser mejor,

como una Revolución

que hace de cada día

el comienzo de una nueva victoria.

127

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