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República bananera
Nombre
Escuela
Fecha
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La presente recopilación se ha elaborado con fines meramente académicos o, en todo caso, recreativos y nunca
con afán de lucro. Sírvase de la misma quien de igual forma lo requiera.
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Índice
La rana que quería ser una rana auténtica, Augusto Monterroso …………………………………………. 77
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Poco se sabe, Juan Gelman……………………………………………………………………………………………………. 110
Reglas del juego para hombres que quieran amar a mujeres, Gioconda Belli………………………… 124
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“El almohadón de plumas”
Horacio Quiroga
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha
especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su
marido la contenía siempre.
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uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por
la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
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Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido
de horror.
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Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.
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animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que
apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.
FIN
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“La gallina degollada”
Horacio Quiroga
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bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no
conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención
profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del
todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para
siempre sobre las rodillas de su madre.
— ¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa
ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá
mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
— ¡Sí!... ¡Sí! —Asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a
su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo
nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a
su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo
asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más
profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza
de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el
porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del
primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su
sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años
él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un
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átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el
primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor,
un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su
ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de
los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta
gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la
más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido.
No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el
rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,
radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa;
pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese
momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en
la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro
bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de
culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del
insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se
lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
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—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el
estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
— ¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
— ¡Ah, no! —Se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco,
supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
— ¿Qué no faltaba más?
— ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo
que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
— ¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
— ¡Berta!
— ¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro
hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al
nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A
Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz
había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara
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distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer
disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó,
a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta
de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con
visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día
sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este
modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas
que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo
algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a
reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi
siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
— ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: — ¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
— ¡Qué! ¿Qué dijiste?...
— ¡Nada!
— ¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
— ¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!
— ¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi
padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
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Mazzini explotó a su vez.
— ¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de
Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió
sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa.
Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero
sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas
tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo
que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo
con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras
ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a
otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
— ¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de
amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
— ¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires
y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero
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Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija
escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su
banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos
continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta.
Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no
ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no
alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie
apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz
insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana
mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de
sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que
habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los
ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
— ¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
— ¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató
aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo
por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
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—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini
avanzó en el patio.
— ¡Bertita!
Nadie respondió.
— ¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
— ¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al
pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó
violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en
la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
— ¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
FIN.
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“El solitario”
Horacio Quiroga
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Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era
para ella– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se
probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y
se iba a su cuarto.
Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin
querer escucharlo.
—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin,
tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en
su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a
consolarla.
¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim
prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su
mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda
tranquilidad.
— ¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
—No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
— ¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz
contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa
nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios
apretados.
—Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
—Desde el martes —mirábala él con descolorida ternura–; mientras
dormías, de noche...
—¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
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Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.
Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas
aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para
halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme
tengo!
Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede
llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo
menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas,
Kassim notó la falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–.
Buscó en sus cajones de nuevo.
— ¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
—Sí, lo he visto.
— ¿Dónde está? —se volvió él extrañado.
— ¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el
prendedor puesto.
—Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.
María se rió.
— ¡Oh, no! Es mío.
— ¿Broma?...
— ¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser
mío...!
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
—Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
— ¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la
puerta.
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Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó
de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su
mujer estaba sentada en el lecho.
— ¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
—No mires así... Has sido imprudente, nada más.
— ¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un
poco de halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante
más admirable que hubiera pasado por sus manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo
nada; pero
Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
—Un agua admirable... —prosiguió él–. Costará nueve o diez mil
pesos.
—Un anillo... —murmuró María al fin.
—No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez
veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el
espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
—Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un
trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
— ¡María, te pueden ver!
— ¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la
mirada a su mujer.
—Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
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—No —repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las
manos le temblaban hasta dar lástima.
Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena
crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las
órbitas.
— ¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
—María... —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
— ¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable!
¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a
desquitar... cornudo!
¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las
dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la
cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín.
— ¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
—Estás enferma, María. Después hablaremos... Acuéstate.
— ¡Mi brillante!
—Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
— ¡Dámelo!
La crisis de nervios retornó.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para
concluirlo.
María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con
ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
—Es mentira, Kassim –le dijo.
— ¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
— ¡Te juro que es mentira! –insistió ella.
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Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se
levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo
siguió con la vista.
—Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea
por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
— ¡Dámelo!
—Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea:
el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso
fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la
blancura helada de su pecho y su camisón.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi
descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón
desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una
dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en
el corazón de su mujer.
Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de
párpados.
Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un
instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario
quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta
sin hacer ruido.
FIN
24
“Tú me quieres blanca”
Alfonsina Storni
25
Habla con los pájaros que por las alcobas
y lévate al alba. se quedó enredada,
Y cuando las carnes entonces, buen hombre,
te sean tornadas, preténdeme blanca,
y cuando hayas puesto preténdeme nívea,
en ellas el alma preténdeme casta.
“Voy a dormir”
26
“Los dos reyes y los dos laberintos”
Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros
días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y
magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los
varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se
perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son
operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla
de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde
vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces
imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja
ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro
laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz
y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: ―Oh, rey del tiempo y
substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un
laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el
Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras
que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni
muros que veden el paso.‖ Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en
la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con
aquel que no muere.
FIN
27
“El Otro”
Me le acerqué y le dije:
28
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—En tal caso —le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis
Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad
de Cambridge.
Yo le contesté:
29
No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza
Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos
tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no.
Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como
hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos
y respirar.
30
la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy
una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se
alborote por una cosa tan común y corriente. "Norah, tu hermana, se casó
y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que
Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso
predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
— ¿Y usted?
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los
mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América
libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica
batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis,
engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y
cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora,
las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un
imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más
provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería
que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
31
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo
imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre,
sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una
oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué
era.
32
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de
todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a
su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía
hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas
fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en
la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que
su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
33
Aventuró una tímida pregunta:
34
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no
sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un
anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
35
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y
cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan
fecha.)
36
conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé
con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
FIN
“Un sueño”
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin
puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que
tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa
celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no
comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular
escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso
no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
FIN
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“La tercera orilla del río”
Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido
desde muy joven y de niño, según me testimoniaron diversas personas
sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él
no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo
tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con
nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día,
nuestro padre mandó hacerse una canoa.
Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo,
pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para que cupiera justo el
remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y
arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o
treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no
era ducho en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías?
Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más
cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande,
profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra
ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.
Sin alegría ni preocupación, nuestro padre se caló el sombrero y nos
dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no cogió comida ni ropa,
no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensamos nosotros, iba a
poner el grito en el cielo, pero permaneció impávida, se mordió los labios y
gritó: ―Usted se vaya, usted se quede, no vuelva usted nunca‖. Nuestro
padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos.
Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El
rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: ―Padre, ¿me lleva
con usted en su canoa?‖. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su
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bendición, con gesto de mandarme regresar. Hice como que me iba, pero
aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en
la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra
igual como un yacaré, completamente alargada.
Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo
realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, justo en el
medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo
extraño de aquella verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía
ocurría. Nuestros parientes, vecinos y conocidos se reunieron en consejo.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por
eso, de nuestro padre todos habían pensado lo que no querían decir:
locura. Sólo algunos hallaban que podría ser también el cumplimiento de
una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer
alguna fea dolencia, como pudiera ser la lepra, se retiraba a otro modo de
vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban
ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más
apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca bajaba a tierra,
en ningún sitio, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río,
libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes
habían pensado que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se
acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se
consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.
Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de
comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando
nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz
de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con
dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre,
durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el
fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá,
no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra
del barranco, a salvo de alimañas y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, lo
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hice y volví a hacerlo, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve
más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no
saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance.
Nuestra madre no era muy expresiva.
Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la
hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los
niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla,
para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea.
En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual
no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido,
cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a
hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que
habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido:
nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal,
de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo
conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello,
en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando
quería y cuando no, sólo con nuestro padre me encontraba: era el tema
que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de
ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o
aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo,
sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y
meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en
ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca
más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él
amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una
hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más
rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que
dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del
barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la
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constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo,
incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al empuje
de la enorme corriente del río, todo forma remolinos, peligroso, aquellos
cuerpos de animales muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto
el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco
nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no
podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que
olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su
recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en
él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la
noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte,
nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa
del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me
iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto
greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol
y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas
disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño
mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa
bien hecha, yo decía: ―Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo
así…‖; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él
no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no
subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no
encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó
en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día
bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda,
levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a
los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció.
Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.
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Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se
decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido
devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para
siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el
único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la
vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en
el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e
indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro
padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había
preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie
sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin
sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del
río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo,
decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la
canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo
no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta,
tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río –
perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su
demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias
del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía de padecer demasiado. De tan
viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la
canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para
despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava,
con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi
tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de
mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no
se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a
nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Sólo hice que ir allá.
Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales.
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Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la
popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que
me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: ―Padre,
usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más…
Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo
su lugar, el de usted, en la canoa…‖. Y, al decir esto, mi corazón latió al
compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para
acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él
había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después
de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los
cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me
pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo
perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él.
¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a
quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los
caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de
la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en
esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río
adentro -el río.
FIN
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“Alas”
FIN
“La fama”
— ¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has
distinguido: ¿y a mi cuándo?
FIN
44
“El beso”
FIN
45
“La foto”
¡Clic!
FIN
46
“Casa tomada”
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse.
Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de
las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba
a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando
han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no
era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y
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después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin
el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como
erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el
suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una
sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la
parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera
donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al
cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un
zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno
entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la
parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más
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estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta
advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un
departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y
yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá
de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo
se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el
aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las
consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las
ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del
mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del
pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el
gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
— ¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en
este lado.
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Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en
reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba
ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de
literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene
extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en
ivierno; yo sentía mi pipa de enebro y creo que irene pensó en una botella
de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos
mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de
la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que
aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban
las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos
bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y
ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de
Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo
andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo.
A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de
trébol?
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Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito
de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy.
Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida.
Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de
los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el
ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los
rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al
pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho,
era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna.
En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se
ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento
sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a
servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí
ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo
del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca
manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la
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puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde
empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se
oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las
manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio
que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
— ¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y
salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre
diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la
casa tomada.
FIN
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“La noche boca arriba”
Julio Cortázar
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a
salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado
le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.
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suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único
alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar
la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le
ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños
en la piernas. ―Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado…‖; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago
que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
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sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le
acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le
palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
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—Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No
brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de
la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi
físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba
de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado
corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para
mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y
hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse
despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un
carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le
frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino.
Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al
brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve
como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse.
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Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones
por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba
corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de
árboles era menos negro que el resto. ―La calzada‖, pensó. ―Me salí de la
calzada.‖ Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no
podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y
las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la
primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió
como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el
amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz
que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de
los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le
estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del
chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de
la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la
cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta
que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su
fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
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—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual
cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
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Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía
a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los
ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le
ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente
el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente,
como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la
fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito,
acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque
estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir,
del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de
nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente,
con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como
un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se
le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que
el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y
el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el
taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron
mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en
el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre
boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el
pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando
59
vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos
debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca
arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba
con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas
y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.
El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en
la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón,
el centro de la vida.
60
con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante
de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una
última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un
segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos
vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados,
aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el
sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un
sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad
asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un
enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira
infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien
se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba,
a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
FIN
61
“La noche de los feos”
Mario Benedetti
63
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también
me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo
pelo.
―Sí.‖
―Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que
usted y yo lleguemos a algo.‖
64
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
―Prometo.‖
―No.‖
―Vamos‖, dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora
estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar
su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi
su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
65
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de
aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue
como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
FIN
66
“Sábado de Gloria”
Mario Benedetti
Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las
seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa
de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en
los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mí sentir cómo la
humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era
domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del
feriado- me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo
disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos
cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo
registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas
importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra.
68
claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne
y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una
media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el trámite
reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en
tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el
simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco
de esta siesta.
Por eso, cuando vi que llovía, pensé que era mejor, porque la
inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y
ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en
silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos
compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad
virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se
despertó con quejidos, pero yo no pensé nada malo. Siempre se queja al
despertarse.
Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que sí, que la llamara
en seguida. Trataba de sonreír pero tenía los ojos tan hundidos, que yo
vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé
que si no iba se asustaría más y entonces bajé y llamé a la doctora.
69
Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho
más. Yo no sabía qué hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después
una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le di una aspirina. A las seis la
doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder
alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres,
pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque
comprendía que no quería desanimarme. Tomé un vaso de leche y nada
más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin
la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro
departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a
apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe.
Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco
más, y allá más aún.
Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y
había que irse en seguida y pensar.
70
Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios.
Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a
esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia
obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para
el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se
creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía más
fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mí.
71
enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después pasó ella en una
camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.
72
cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con
ellos del susto de mi suegra, que yo haría pública mi ruptura formal con
Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro
hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y
la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que
benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Otra vez en casa. Qué bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano,
tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el
reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer.
De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían
suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en
los asientos contables que escrituré esta mañana.
Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente
brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí
profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
73
para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una
oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero
escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y
sonaron las doce. Si pasa de hoy.
FIN
74
“El dinosaurio”
Augusto Monterroso
FIN
75
“El zorro es más sabio”
Augusto Monterroso
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico
y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó
inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer
esto o lo otro y nunca lo hacen.
—Y muy buenos —le contestaban—; por eso mismo tiene usted que
publicar otro.
Y no lo hizo.
76
“La rana que quería ser una rana auténtica”
Augusto Monterroso
Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los
días se esforzaba en ello.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba
en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse
(cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban
y reconocían que era una rana auténtica.
FIN
77
“El cobrador”
Rubem Fonseca
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pagues, dijo. Era un
hombre alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas
a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente.
Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales,
78
a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla.
Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y
pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su
cara —¿qué tal si te meto esto en el culo? Se quedó blanco, retrocedió.
Apuntándole al pecho con el revólver empecé a aliviar mi corazón:
arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí
a puntapiés con los Frasquitos, como si fueran balones; daban contra la
pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó
más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me
miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mí, me hubiera
gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de
mierda.
¡No pago nada! ¡Ya me harté de pagar!, le grité, ¡ahora soy yo quien
cobra!
79
Me encabronan esos tipos que andan en Mercedes. La bocina del
carro también me fastidia. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una
Magnum con silenciador para vender en la Cruzada, y cuando estaba
atravesando la calle tocó la bocina un sujeto que había ido a jugar tenis en
uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba distraído, pensando en la
Magnum, cuando sonó la bocina. Vi que el carro venía lentamente y me
quedé parado frente a él.
80
El tipo de la Magnum ya había vuelto. ¿Traes los treinta mil? Ponlos aquí,
en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Su mano era blanca,
lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de
cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.
Lo puso.
Aumentó el volumen.
Puf. Creo que murió del primer tiro. Le aticé dos más sólo para oír
puf, puf.
81
fuera, con una sonrisa de calavera descarnada. Ahora está ahí, sonriendo,
y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.
82
Copacabana,/otro/ que ni apellido tenía,/ se bebía los orines de los
mingitorios de los cines/ y su rostro era verde e inolvidable,/ La Historia
está hecha de gente muerta/ y el futuro de gente que va a morir./ ¿Crees
que ella va a sufrir?/ Es fuerte, aguantará./ Aguantaría también si fuera
débil./ Ahora bien, tú, no sé./ Fingiste tanto tiempo, pegaste bofetadas y
gritos, mentiste./ Estás cansado/, has terminado/ no sé qué es lo que te
mantiene vivo./
¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias
manos. No tiene mucho estilo, ni drama, estrangular a alguien; es como si
fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía ganas de estrangular a
alguien, pero no a una desgraciada como aquélla. Para un don nadie basta
quizá con un tiro en la nuca.
83
Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua
en mi boca, una vagina chorreante, cálida y olorosa.
Cogimos.
Soy justo.
Leo los periódicos para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo,
haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.
Desde la calle veo la fiesta en la Vieira Souto, las mujeres con vestido de
noche, los hombres de negro. Camino lentamente, de un lado a otro, por la
calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro del
pantalón, amarrado; no me deja caminar bien. Parezco un lisiado, me
siento como un lisiado. Un matrimonio de mediana edad pasa a mi lado y
me mira con pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la
pierna.
84
Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa
gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.
Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien
pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió
ante mí.
85
que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saque el machete de dentro del
pantalón cuando me dijo, llévate el dinero y el coche y déjanos aquí.
Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sobrio y quería
tomarse el último güisquito mientras daba cuenta a la policía por teléfono.
Hay gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreiro
dos Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los
faros encendidos.
¿Qué no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos,
la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.
Arrodíllate, le dije.
Se arrodilló.
86
La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las
estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el
machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.
Una caja negra bajo el brazo. Digo con la lengua trabada que soy el
fontanero y que voy al departamento doscientos uno. Al portero le hace
gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último
piso. Soy el fontanero (lengua normal ahora), vengo a arreglar eso. Por la
abertura, dos ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo, lo
mismo. Sólo tengo suerte en el primer piso.
87
estaba trabajando, y el chiquillo en la escuela. Agarré a la criadita, le tapé
la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.
Desnúdate.
88
playa; tienen las dos un cuerpo muy bonito; el trasero de la pálida es el
trasero más hermoso que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo
mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas,
a decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores con el trasero.
En la playa todos somos iguales, nosotros, los jodidos, y ellos. Y nosotros
quedamos incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo
blando de los parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece
interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los
dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia Ipanema, el agua
mojando sus pies. Me acerco y voy caminando junto a ella, sin saber qué
decir.
¿Estudias ballet?
Estudié, dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan
bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?,
me pregunta. Sí, miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de
mármol.
89
Rio, y los hijos de cara chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio
y dicen que descienden de holandeses.
Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres
años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.
Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha
enviado, dice.
90
Cuando satisfago mi odio me siento poseído por una sensación de
victoria, de euforia, que me da ganas de bailar —doy pequeños aullidos,
gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y
mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho
de balanceos y de saltos, como un salvaje, o como un mono.
91
Entro y mientras voy subiendo las escaleras oigo el ruido del coche que se
pone en marcha.
92
¡Soy el Cobrador!, grito.
Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y él aún
no se ha enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire
acondicionado.
93
norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La
Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, despilfarro.
94
los dientes blancos como de un elefante joven, ¡ay, ay, adoro tu obsesión!,
grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos, sin parar.
Sí.
¿Y te gustó?
Sí.
¿Qué sentiste?
Un alivio.
Ni yo a ti. Te quiero.
95
Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café
para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios
oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.
El mundo entero sabrá quién eres tú, quiénes somos nosotros, dice
Ana.
96
cerveza. No faltarán pavos. Noticia: Los festejos navideños causarán este
año más víctimas de tráfico y de agresiones que en años anteriores. Policía
y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El cardenal en
la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste,
esa historia del Papá Noel es una desgraciada invención. El cardenal
afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.
Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que
no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le
decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al
Baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavos. Ni sangre. Se cierra un ciclo
de mi vida y se abre otro.
FIN
97
“El ahogado más hermoso del mundo”
98
cuando encontraron al ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros
para darse cuenta de que estaban completos
99
en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más
alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas
maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz.
Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces
del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño
en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras
más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían
capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una
noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los
seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por
esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser
la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que
compasión, suspiró:
100
por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie
en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey
de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le
suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él
recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy
bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto
repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien,
sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate
siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después
susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del
amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que
no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso,
tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de
lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a
sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque
el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo
lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso
y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron
con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos,
ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
101
angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con
carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los
acantilados.
102
estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de
sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían
concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a
buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo
que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto,
y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que
apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a
las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se
le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los
habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos
marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del
rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando
antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de
llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados,
hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de
sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al
103
esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que
volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento
durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el
abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas
iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más
firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes
sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el
futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso,
porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la
memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando
manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para
que en los amaneceres de los años venturosos los pasajeros de los grandes
barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el
capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando
el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce
idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a
dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben
hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
FIN
104
“La luz es como el agua”
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus
condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta
el cuarto de servicio.
105
—Felicitaciones —les dijo el papá ¿ahora qué?
—La luz es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
106
El padre le reprochó su intransigencia.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que
habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las
dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma
tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los
equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles
siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el
apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones
mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de
la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
107
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto
piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los
sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles,
entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que
aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios
domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por
el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños
usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados
de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en
la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de
dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la
dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal
flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película
de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado
en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta,
buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y
Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con
el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de
clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de
cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla
contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella
de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se
había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián
el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo
de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos
ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra
firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
FIN.
108
“Mujeres”
Juan Gelman
109
la devoraron todos los fantasmas que pudo
alimentar con sus miles de mujeres /
y era una banda municipal desafinada
yéndose por las sombras de la placita de mi pueblo /yo compañeros una
noche como ésta que
nos empapan los rostros que a lo mejor morimos /
monté en el camellito que esperaba en sus ojos
y me fui de las costas tibias de esa mujer /
110
“Poco se sabe”
Juan Gelman
Yo no sabía que
tu ausencia tan
111
“Preguntas”
Juan Gelman
razón de mi pasión,
y abarcarte, acabarte,
112
“Lluvia”
Juan Gelman
y se parece a su sombra/
mujer/
y cuándo/y cómo/
113
palabras que naufragan/
escribirá/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/
la puerta me pongo
114
“Sefiní”
Juan Gelman
cierro la puerta
me pongo el saco
115
y ganas de destierro
y por los que no pueden hacerlas pases con mis antes y sus antes
lejanos hoy
porque no puedo irme a algún lugar lejano sin dejar espacios vacíos
116
“Fire and Ice”
Fuego y Hielo... Fuego y Hielo... ¿Es ese el título?... Sí…; ese es: Fire and
Ice. . . No sé por qué, justamente ahora, adquiere importancia algo que
nunca la tuvo, como no fuera en el colegio, cuando el profesor se empeñó
en que aprendiéramos de memoria el poema de Frost:
117
importancia - se mantuvo quieto ? hechizado por el paso entre las nubes ?
por la leve vibración del aparato ? por la maravilla que es para un niño el
vuelo en un jet ? sin molestar a nadie - ni cuando el avión ? después de
romperse el ala en aquel pico ? dio de panza ? y / a / todo / lo / largo /
del / piso / se / a?b?r?i?ó / la / ancha / horrible / grieta / entre las dos
filas de asientos ? desde los de primera hasta los de... ? la horrible grieta
desde la cabina hasta la cola ? y ahora mana sangre - le mana sangre?? y
temí que el niño desapareciera tragado por la voracidad del piso ? del piso
abierto - sexo de la tierra - pero? no podía ocurrir así porque nada salía del
avión - sólo entraba ? entraba tierra ? entraban piedras ? tierra y piedra y
trozos de árboles ? pinos ? sí ? pinos ? alerces - píceas - abetos - no sé ? y
tierra ? coníferas - y tierra ? entraba tierra ? y nieve ? mucha nieve - y
tierra y piedra y nieve
118
comienza a correr una cascada de sangre / le corre una cascada de sangre
y de nervios / él no sabe qué ya le falta un ojo / cree que mira con los dos
/ yo me persigné / no tiene importancia pero yo me persigné antes de... /
antes de arrellanarme en la butaca / y me miraba con los dos ojos / con
uno solo no / con los dos / me mira con un ojo desencajado que le cuelga
de unos hilos blancuzcos mientras yo me acomodo mejor en mi asiento /
me mira con un ojo me miraba con dos / y el argentino también se
acomodó en su asiento / y la sangre se le ancha por la mejilla / el otro ojo
lo cierra con aire de / no tiene importancia / por qué habría de tenerla /
satisfecho de encontrar una explicación para su sueño disturbado / y no
puede cerrar el otro porque le cuelga lejos / a varios kilómetros de su
voluntad / pero no tiene importancia pues dentro de un rato arderá
también / y arderé yo como ardió el niño / como ardió la señora del
sombrero ridículo / como han ardido ya las otras gentes / dentro del avión
todo es fuego / fuego sonoro y rápido que va que viene devorando gentes
cosas / equipajes cabelleras / zapatos / caras / un fuego que se ríe
mientras camina sobre las epidermis sobre las ropas empapadas de
combustible / todos nos empapamos de combustible / en alguna forma
debieron de romperse los conductos / los tanques / los depósitos / y
entonces cada uno de nosotros es como la mecha de un encendedor / no
tiene importancia / mas en cuanto llega la chispa / ¡chaz! / uno es lumbre
u)n)o e)s l)u)m)b)r)e //// candela de los pies a la cabeza / comoo aquella
pareja de recién casados que arde allá / u.n.o.s a.s.i.e.n.t.o.s adelante /
uno es lumbre / así arderé yo dentro de un rato / una pira / dentro de un
segundo / dentro de menos tiempo / uno no sabe cuánto tiempo pues todo
parece ir más despacio / la sangre del argentino va despacio / le brota
despacio en borbotón del agujero / el globo ocular que cuelga a kilómetros
de su voluntad / el ojo / desinflado / pero la sangre parece como detenida
en el aire / en el tiempo / no acaba de llegar al píe de la mejilla / y yo veo
bien cuando camina la sangre / se arrastra como ofidio / repta como
lombriz / una lombriz gruesa y caliente / y rápida / sí / rápida / no /
119
despacio / no tiene importancia / cuando el fuego llegue al argentino la
sangre se tostará sobre la piel / se detendrá para siempre en su carrera /
porque lo único que marcha rápido es el fuego / la pura llama que llena
mas de la mitad del todo / la llama viva que se aproxima a mí con sus
dedos cálidos / moviendo sus pseudópodos sobre el piso y el techo /
arrastrándose sobre cosas y gentes / es lo único veloz / lo único deseable
/ lo único que anima el interior del avión / no tiene importancia / la llama
se parte lo suficiente para permitir que uno vea lo que ha quedarlo
adelante / lo que ha dejado a su paso / el metal retorcido / quemado / los
cuerpos / después de su caricia / los cuerpos achicharrados /
empequeñecidos / nadie podrá reconocerlos si acaso un día llegan esta
soledad / las partidas de salvamento / no hay noticias / encuentran los
restos del aparato / el ojo que cuelga / y eso me hace sentir superior / yo
sé todavía quiénes eran quiénes son / sé quién era sé quién es aquel
pedazo de carne chamuscada / ese montoncito era es un niño que no
molestó durante el vuelo / el pedazo mayor / ahumado y maloliente / era
es una recién casada / el trozo que está a la par era es su marido / el traje
blanco de la boda / una boda sencilla / yo sé que allá estaba está una
señora vestida de azul / una-señora?de?sombrero?ridículo /
esa?carne?contraída?y?maltrecha-era-suya /
y?sé?que?esa?sangre?que?ha-caminado?unos?milímetros? /
que?apenas?llega? / ?con-lo?catarata?que?es? / ?a?medio?carrillo
/ ?sé?yo?y?sólo-yo?que?es?la?sangre?de?un?argentino?
/ ?nadie?más?podrá?decir?eso-mismo-dentro?de?un?rato? / ni yo podré
repetirlo porque el fuego es celoso / afuera ? en cambio ? todo es nieve y
frío ? la nieve está sucia y maltrecha en los alrededores del aparato ?
descompuestas las suaves colinas que se ven unos metros más allá /
descompuesto este mundo de silencio y soledad /
esta?postal?navideña?que?la?natur... que la naturaleza se regala todos los
días ? en?estas?latitudes?crepita el fuego ? crepita Frost -
120
But if it had to perish twice,
Is also great
?yo no alcancé a rozar del paisaje nevado / el vuelo fue trans breve tan
breve / no alcancé a gozar nada del paisaje nevado / los oídos me dolieron
mucho / el cerebro lo sentía a punto de estallar / uno así no goza del
paisaje / no puede gozar del paisaje / no tuve tiempo de acostumbrarme a
la altura / no tiene importancia pero entre Santiago y Buenos Aires todo lo
que el avión hace es subir / es subir como un endemoniado (de) (pronto)
(choca) (con) ( (algo) uno no sabe lo que ocurre ? un golpe seco ?
profundo ? uno no sabe lo que ocurre pero (de) (pronto) (el) (avión) (choca)
(con) (algo) un ala ? se ? le ? d/e/s/p/r/e/n/d/e= . (?_/. . . por la gran
grieta del piso entra nieve y tierra y tierra y nieve y roca y roca árboles no
son trozos de cuerpos brazas troncos piernas brazos manos hombros y
Santiago queda allí y Buenos Aires allá de Cerrillos a Ezeiza todo lo que el
avión hace es subir es subir. . . unos días en la ciudad me enseñaron que
la Cordillera estaba al final de la calle más larga justamente?la-
calle?más?larga... se podía esquiar a unos kilómetros del centro... allí aquí
la Cordillera con sus nieves eternas. . . la Cordillera entraba por la
ventanilla... por la ventana de mi cuarto. . . Quinto Piso del hotel
Bonaparte... por la ventana de mi cuarto... la nieve entraba todas las
mañanas... en la Avenida O'Higgins... el sol pegaba a toda hora en los
picos nevados... la nieve entra por la gran grieta... y yo sabía que esto
podía ocurrir / cuando tomé el avión yo temía algo / en realidad siempre
temí algo / ahora yo temía más / temía más / temía más certeramente /
quizás no tiene importancia / pero yo temía más certeramente / tenía
121
pasaje en otro avión / las cosas están tan mal en Argentina / transferí el
pasaje a esta compañía / un nuevo modelo de jet / el más seguro ? el
avión más seguro ? el más probado ? pero las cosa están tan mal que una
compañía argentina es un peligro ?pero era ? al fin de cuentas ? un
modelo reciente de jet ? no gocé del paisaje porque un jet que parta de
Santiago para Buenos Aires todo lo que hace es subir / subir / subir corno
un endemoniado / la Cordillera queda abajo?pequeña?de juguete?y de
pronto?la Cordillera entra por la gran grieta me dolieron los oídos tanto
subir tanto subir la aeromoza me dice que trague saliva aplasto con
desesperación la goma de mascar el avión sube no hay tiempo de ver la
nieve (sino hasta ahora) (pero la veo tranquilo pues no me duelen más los
oídos) ((no me duele nada)) (ni siquiera ese hueso que perforó la piel de mi
brazo izquierdo) (ni la piel perforada) (no me duele la sangre que me
inunda la garganta) (ni el hueso ni la piel del brazo izquierdo que ahora
(tan descarada (con el hueso (así (allí (no es del todo blanco (quizás no
tiene importancia pero el hueso no es del todo blanco (y la alzo (gozo sa
nieve tranquila ( tranquilo (esa postal navideña... no me importan los
cadáveres mutilados y sanguinolentos que ensucian el paisaje; ni los
trozos de metal, ni los restos de equipaje. Aquellos reactores aplastados no
me importan; mejor así, pues no subirán más ni, más no rugirán más, no
martirizarán a nadie más... Ni esas mamilas de alambres y conexiones
eléctricas... No me importa nada; sólo la nieve limpia que cata al fondo...
los suaves montoncitos de postal ..............................
122
llegó ni al mentón / no y sin embargo / yo pensaba que alcanzaría a llegar
más abajo / arrastrarse desde el ojo reventado y caer en un hilillo / caer
corno una brava catarata sobre el pecho del vecino / que ahora arde / y el
otro ojo le arde abierto / se queman las pestañas / los pelitos se hacen
leves rizos antes de coger fuego / y huele el cuerpo quemado / huele como
cuando abandonan una res al fuego / horno de cremación / sus cenizas
serán esparcidas al viento / sobre el Ganges / polvo eres / polvo eres /
horno de cremación / seis millones de judíos / y ahora /
el?fuego?viene?a?mi / me?toca?el?brazo / ese que tiene el hueso de fuera
/ inicia?su?desfile / hacia abajo hacia arriba / quema?mi?piel /
la?chamusca / siento?cómo?la?achicharra / ha de oler mal / y no duele
(más todavía) (el fuego tranquiliza) (cuando todos nos hayamos quemado)
(cuando todos seamos sólo irreconocibles trozos) (troncos ennegrecidos)
(cuando vuelva el silencio y penetre la nieve por las grietas ) (carbonizados
todos) (ya no habrá luego) (es cierto que ya no habrá fuego) (el frío
endurecerá el miembro que no haya sido quemado) (la nieve cristalizará la
gota de sangre que no sea polvo) (ceniza) (pero nada importará eso seremos
carbones apagados no sentiremos frío) (aunque) (el) (fuego) (no) (quema) (es
mentira que el fuego quema) (ahora?lo-tengo?en?la?ingle)
(lo?siento?llegar?a?las?caderas) caminar?por?los?muslos /subir / siempre
subir / detenerse por un rato más largo en los zapatos/
lo?siento?por?el?pecho /sube/ya/por/el/cuello/me?cubre/ me está
cubriendo/ la-cara/ arden las pestañas (no veo la nieve) (no veo nada) y sí
/ es?suficiente / el fuego es suficiente / y es amigo... es amigo...
FIN
123
“Reglas del juego para hombres que quieran amar a mujeres”
Gioconda Belli
II
III
124
IV
no dudará de mi sonrisa
podrá encontrar en mí
VI
125
con la mirada puesta en el futuro.
VII
sacada de la manga,
VIII
contra el enemigo.
IX
El amor de mi hombre
126
Podrá gritar -te quiero-
El amor de mi hombre
XI
El amor de mi hombre
127