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«La cámara sudoeste»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.

La cámara sudoeste (The Southwest Chamber) es un relato de terror de la escritora


norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado originalmente en la edición
de abril de 1903 de la revista Everybody's Magazine, y luego reeditado en la antología de ese
mismo año: El viento en el rosedal y otros relatos sobrenaturales (The Wind in the Rose-Bush
and Other Stories of the Supernatural). Más adelante volvería a aparecer en El libro de las
casas embrujadas (The Book of Haunted House Stories).

La Cámara Sudoeste, uno de los cuentos de Mary E. Wilkins Freeman menos conocidos, forma
parte de un grupo de historias que combinan el realismo doméstico con lo sobrenatural, como
Las sombras en la pared (The Shadows on the Wall) y El fantasma perdido (The Lost Ghost),
que tratan sobre la persistencia de las emociones después de la muerte. Pero ninguna es tan
dramática como La Cámara Sudoeste, que relata la historia del fantasma de una anciana cuyo
odio se manifiesta como una fuerza física.

El relato comienza con Sophia y Amanda, dos hermanas solteras [para la época, solteronas] de
mediana edad que alquilan habitaciones en la antigua mansión que acaban de heredar de su
difunta tía Harriet. Discuten sobre la posibilidad de que la próxima inquilina, una maestra,
pueda o no resistir quedarse en la habitación donde murió Harriet. Sophia es una mujer
práctica, pero Amanda siente horror cada vez que tiene que limpiar la habitación, por lo que
duda que alguien pueda instalarse allí. Una serie de sucesos inexplicables se introducen muy
temprano en La Cámara Sudoeste, de modo que, a pesar de la determinación de Sophia [a la
que solo renunciará al final] los temores de Amanda se justifican desde el inicio. Cuando los
diferentes inquilinos se enteran de estos hechos extraños, todos se ofrecen como voluntarios
para dormir en la Cámara Sudoeste, convencidos de que no les pasará nada; pero todos
fracasan y se encuentran frente a un lugar evidentemente embrujado [ver: Psicología de las
Casas Embrujadas]

Siguiendo el patrón de los relatos de fantasmas del siglo XIX, el pasado acecha al presente en
La Cámara Sudoeste: el fantasma o espíritu que embruja la habitación, en apariencia, es la tía
Harriet, que no quiere que nadie se quede en su antigua casa; pero también podría tratarse del
pasado de cada una de las personas que desafían a la habitación al quedarse en ella.

Mary E. Wilkins Freeman invierte sarcásticamente los motivos góticos tradicionales,


transformándolos de lo foráneo y lo extraño a lo doméstico y lo familiar: el fantasma de la tía
Harriet intenta ahuyentar a los inquilinos mediante la manipulación de objetos banales [un
vestido, un gorro de dormir, un broche, un kit de costura], accesorios relacionados con lo
doméstico y lo femenino. Lo sobrenatural, entonces, se manifiesta en el corazón mismo de la
domesticidad victoriana.

Si este fuese un relato de Edgar Allan Poe, uno esperaría que La Cámara Sudoeste se construya
sobre un vínculo incestuoso, o al menos sobre una fuerte enemistad entre las hermanas, pero
Mary E. Wilkins Freeman le añade una capa extra de complejidad: si bien la historia que
comparten Amanda y Sophia es de odio intrafamiliar, es algo más que el resentimiento hacia
los vivos lo que hace que la tía Harriet regrese. De hecho, el pasado no es algo terminado en
ninguna [buena] historia de fantasmas; condiciona al presente, se filtra en la cotidianeidad,
como un trauma que al principio se manifiesta a través de pequeñas grietas en la conciencia,
hasta que por fin embruja todo el edificio de la psique [ver: Casas como metáfora de la psique
en el Horror]

Derrida sostiene que, ante todo, somos herederos; lo cual no significa estemos condenados a
repetir el pasado, pero sí estamos obligados a hacernos cargo de él. Esto puede enriquecer
nuestra experiencia de vida, o bien destruirnos. Sophia y Amanda no solo han heredado la casa
de su tía muerta, sino que también han heredado su historia, su pasado. Como afirma Emily
Dickinson: «Una no necesita ser una habitación para estar embrujada»

Es significativo que la tía Harriet no dejara su casa de buena voluntad a las dos hermanas. Ellas
pertenecen a la rama pobre de la familia, que fue desheredada después de que su madre se
casara con el indigente William Gill. Después de la boda, la abuela Ackley y su tía [Harriet]
fueron despiadadas hasta el final, y no hablaron con la hermana [sin nombre] culpable de
aquella traición familiar hasta el día de su muerte. La sugerencia de Mary E. Wilkins Freeman
es que, al heredar la casa, Sophia y Amanda también heredan una enemistad ligada al deseo
femenino y la propiedad masculina.

Los hombres parece estar al margen de este conflicto. No se dice nada sobre el abuelo Ackley,
William Gill muere joven, y el padre de Flora vuelve a casarse; sin embargo, lo masculino juega
un papel importante en La Cámara Sudoeste. La tía Harriet y su madre son mujeres masculinas
que deciden condenar al ostracismo a su hermana/hija, desposeyéndola de la propiedad
familiar y poniendo en marcha la maldición por venir. Por otra parte, las dos hermanas que
heredan la casa son cualquier cosa menos femeninas: el delgado cuerpo de Sophia se compara
con el de un varón, mientras que la silueta «fofa» de Amanda se compara con la de un niño,
como si la propiedad solo pudiera heredarse a varones, o bien a figuras masculinas, como
Sophia y Amanda.

Recordemos que, durante buena parte del siglo XIX, las mujeres no tenían parte en la herencia.
Si el padre de una mujer fallecía, ella no heredaba sus bienes; su esposo lo hacía. De modo que
el deseo femenino no autorizado por las normas [como casarte con el miserable William Gill]
no tiene futuro y, por lo tanto, ninguna propiedad: la hermana [sin nombre] de Harriet muere
después de dar a luz a sus tres hijas [Amanda, Sophia y Jane], mientras que la propia Jane
muere al año de casarse y tener a su hija, Flora. El destino de las mujeres que no cumplen las
expectativas familiares y sociales es sombrío, sobre todo si son fértiles [ver: El cuerpo de la
mujer en el Gótico]

Amanda y Sophia viven con la hija de dieciséis años de su hermana muerta, Flora, a quien
quieren pasarle la casa desde que toman conocimiento de la herencia. Pero si Flora es el brote
más joven del árbol genealógico, la ley de propiedad paterna imposibilitará su plena floración.
Por mucho que lo intente, Sophia es vencida por el espíritu de la masculinizada tía Harriet, y
termina vendiendo la propiedad familiar, despojando [¿sin saberlo?] a Flora de su pasado.
Incapaz de ir contra la Ley del Padre, Flora está obligada a echar raíces en un nuevo suelo. Pero
incluso allí, a diferencia de Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata (The Scarlet Letter,), que
permite que el «rosal silvestre» florezca en el umbral de la prisión, Mary E. Wilkins Freeman no
da lugar para tales florituras.
La Cámara Sudoeste claramente es una historia de fantasmas. La habitación está embrujada,
pero se podría argumentar que está embrujada tanto por los muertos como por los vivos. De
hecho, la habitación en sí es un espacio liminal donde cada persona se enfrenta a sus propios
secretos y deseos ocultos. Con todo su pasado a cuestas, la habitación se manifiesta como una
«página en blanco» que es llenada con el bagaje personal de sus ocupantes. En este contexto,
Mary E. Wilkins Freeman presenta a la habitación como un lugar de autorrevelación, un lugar
donde sale a la luz todo aquello con lo que no queremos confrontar.

«La habitación era muy grande. Las cuatro ventanas, dos orientadas al sur, dos al oeste,
estaban cerradas, las persianas también. La habitación estaba cubierta por una película de
penumbra verde. Los muebles sobresalían vagamente. El marco dorado de un viejo y borroso
grabado en la pared captaba un poco de luz. La colcha blanca sobre la cama se veía como una
página en blanco.»

No parece una habitación excéntrica. Su arquitectura no insinúa los ángulos no-euclidianos


que facilitan el tránsito interdimensional, pero está situada en una encrucijada [dos ventanas
miran al sur, dos al oeste], y está cubierta por «una película de penumbra». También atrae: su
viejo grabado «capta» algo de luz, llamando la atención sobre sí mismo. Es un objeto extraño
cuyo contorno cobra sentido dependiendo de la perspectiva. Más aún, podríamos pensar que
el grabado revela un significado diferente para cada uno de sus ocupantes. En cuanto a la
colcha blanca sobre la cama [que «se veía como una página en blanco»] sugiere que nunca ha
sido usada sexualmente.

La Cámara Sudoeste, decíamos, es un espacio aparentemente convencional pero que permite


algunos contrastes: el grabado está borroso pero enmarcado; el mobiliario es vago pero
imponente; el espacio es ciego pero lleno de ventanas. El hecho de que ronden por el lugar un
inquieto vestido púrpura, junto a la explosión repentina de olor a apio, una planta que la tía
Harriet solía masticar, parece revelador. El poder del olfato para evocar lo sobrenatural es un
elemento recurrente en los cuentos de Mary E. Wilkins Freeman. La habitación contiene,
guarda, pero el olor no tiene fronteras. En los tratados demonológicos de la Edad Media se
consideraba al [mal] olor como la primera señal de posesión, y esto sería absorbido más
adelante por la literatura gótica. De hecho, la representación gótica de espacios embrujados
nunca se limita a los poco confiables sentidos de la vista y el oído. Solo cuando a la experiencia
sobrenatural se le añade la percepción olfativa el resultado es eficaz [ver: Lo olfativo, lo visual,
lo auditivo y lo táctil en el Horror]

Nunca antes en El Espejo Gótico hemos tenido que examinar una raíz comestible, pero el apio
que la tía Harriet masticaba obsesivamente, y cuyo olor impregna la Cámara Sudoeste, merece
un enfoque que tal vez no sea adecuado, pero que resulta interesante. Mary E. Wilkins
Freeman utiliza el término poco común lovage, que en español significa «apio» [apium
graveolens], pero que en inglés insinúa tanto amor [lov(e)] como vejez [age]. Además, lovage
proviene de love-ache [«dolor de amor»], y aunque ache era el nombre medieval del perejil, la
idea de que la tía Harriet masticaba su «pena de amor» parece pertinente en el contexto de la
historia.

Por otra parte, solo podemos conjeturar sobre el motivo por el cual Harriet consumía tanto
apio. El hecho de que sea su olor característico, y que trascienda su muerte física, sugiere que
no es un detalle anecdótico. Tal vez Mary Wilkins Freeman simplemente estaba tratando de
proyectar la imagen de esta anciana masticando su odio y resentimiento. En ambos casos, es
un cul-de-sac en nuestro análisis.

El poder transformador de la habitación se ejemplifica primero en el comportamiento de


Amanda. Su experiencia en la Cámara Sudoeste afecta tanto a su cuerpo como a sus acciones,
pero decide no contarle nada a su hermana: «Amanda vaciló. Había sido entrenada para la
verdad, pero mintió». Actuando de manera infrecuente en ella, Amanda se ve transfigurada
por la habitación que le revela pensamientos para los que no ha sido «entrenada». Es decir,
Amanda descubre en la habitación pensamientos que no sabía que tenía: «Experimentó una
curiosa sensación de estar mentalmente invertida».

El poder de la habitación también se manifiesta ante la señorita Louisa Stark, una maestra de
constitución robusta que se presenta como una mujer pragmática, perfectamente capaz de
soportar las adversidades. Tras llegar a la casa después de un largo viaje, se instala sin
problemas, pero pronto se encuentra con lo sobrenatural cuando comienza a vestirse para la
cena. Cuando coloca un broche [pasado de moda] en el encaje de su cuello, este sufre una
transformación cuando lo mira en el espejo: «En lugar del familiar racimo de uvas perladas
sobre ónix negro, vio un mechón de cabello rubio y negro debajo de un vidrio rodeado por un
borde de oro retorcido. Sintió un escalofrío de horror, aunque no supo por qué». Cuando la
señorita Stark mira el broche directamente, sin la mediación del espejo, este asume su forma
anterior. Cuando lo mira indirectamente, el broche se transforma en una baratija victoriana
con forma de campana de cristal, con dos mechones de cabello entrelazados.

El espejo de la Cámara Sudoeste no distorsiona la mirada, sino que la enfoca sobre la carga
simbólica de los objetos, revelando lo que realmente son. El broche es la encarnación material
de los deseos reprimidos de la señorita Stark [tal vez por la juventud, el amor, el sexo], por lo
tanto le resulta horroroso, aunque no sabe por qué. Este desconocimiento declama su origen
subconsciente. El mechón de cabello rodeado por un borde de oro se funde en la figura de un
ojo indiscreto que mira fijamente a la señorita Stark mientras ella misma observa su propio
reflejo en el espejo. En cierto modo, el espejo muestra a la verdadera señorita Stark, con toda
su carga de deseos e impulsos reprimidos.

Ese Otro que nos mira, que nos hace sentir desnudos y desamparados, está más allá de la
reciprocidad. No podemos devolverle la mirada porque el Otro es Yo, el verdadero Yo, y está
en la posición de atravesar todas las barreras y mirarnos en nuestra esplendorosa miseria.
Nada puede ocultársele. Cada pequeña acción, deseo o pensamiento reprimido es claro para
él, más que para nosotros mismos. Este encuentro asimétrico con el Otro, que en realidad es el
verdadero Yo, no puede ser procesado por la conciencia si esta se resiste. Si nos entregáramos
a él veríamos que el Otro no es punitivo. No desea exponer nuestras miserias para su goce, o
para instigarnos el sentimiento de culpa, sino acompañarnos en el proceso de aceptación. Carl
Jung diría que la Sombra es más oscura cuando no se la integra. El proceso de individuación
consiste en aceptar a la Sombra, paradójicamente, la cual se constituye de aspectos que
nuestra conciencia considera inaceptables.
En este contexto, no es de extrañar que lo que amenaza a la cordura de la señorita Stark no
sea tanto el regreso sobrenatural de Harriet sino sus propios deseos reprimidos, reflejados con
crudeza en el doble simbólico del espejo:

«Ella estaba fría de horror, sin embargo, no tanto de lo sobrenatural como de sí misma.»

Cuando la señorita Stark regresa de cenar, «el espantoso horror de sí misma» regresa al
descubrir su vestido favorito colgado en el grabado de la habitación. Prolijamente enmarcado,
el vestido de seda que no ha usado durante mucho tiempo la atrae, recordándole tiempos
mejores. El descubrimiento en su armario de «cosas de seda y satenes con estampados
extraños» confirma esta dislocación temporal, ya que estas «cosas» son vestidos que ya no le
quedan, funcionando como los restos de un Yo pasado, algo que ya no es ella. Incapaz de
soportar esta confrontación, la única solución que encuentra la señorita Stark es huir de
regreso a la seguridad de un lugar conocido [«Dijo que lo sentía, pero estaba enferma y temía
empeorar; sintió que debía regresar a casa de inmediato»]. No podemos juzgar a la señorita
Stark. Ella simplemente reacciona como muchos de nosotros al enfrentar la proyección de
nuestra Sombra: huyendo. Entrar en la cueva del dragón es para pocos.

Cuando el ministro local, John Dunn [una parodia del poeta John Donne] se ofrece como
voluntario con el fin de refutar cualquier tipo de superstición sobre la Cámara Sudoeste,
Sophia se siente aliviada. Le preocupa que estos rumores pongan en peligro sus ingresos.
Inicialmente, Dunn cree que su fe religiosa lo coloca por encima de lo sobrenatural. Afirma que
«un poder superior no permitirá ninguna manifestación por parte de un espíritu incorpóreo
para dañar a uno de Sus sirvientes». Pero Dunn experimenta lo sobrenatural a pesar de sus
creencias. El fantasma bloquea físicamente la entrada a la habitación y el ministro no puede
pasar la noche allí y demostrar su fe. Dunne primero se enfurece, y finalmente se encierra en
su cuarto «como una niña aterrorizada». Sigmund Freud se habría excitado con esta escena,
porque [«como una niña»] el ministro es castrado, feminizado [ver: Freud, el Hombre de
Arena, y una teoría sobre el Horror]. Al enfadarse con la situación, John Dunn evita la
autoevaluación porque teme su insuficiencia espiritual. Este es su punto débil, y sobre él
presiona la Cámara Sudoeste.

Sophia Gill es la siguiente víctima de la Cámara Sudoeste. Cuando el ministro es castrado


simbólicamente, ella decide pasar la noche allí. Su orgullo la impermeabiliza ante la posibilidad
de creer en casas embrujadas, y mucho menos de asustarse. Sophia, entonces, asume la
tradicional racionalidad masculina de las historias de fantasmas y, en calidad de escéptica, no
aceptará estos chismes. Sin embargo, su experiencia resulta ser horrible: la obliga a
enfrentarse con su propia feminidad oculta. En el momento en que Sophia entra en la Cámara
Sudoeste, sufre una transformación, empieza a tener pensamientos que le resultan
«extraños», foráneos [«sabía que estaba pensando los pensamientos de otra persona»]. Es
lícito suponer que esa influencia es la tía Harriet haciendo lo posible para que su sobrina se
vaya de la casa [que nunca quiso que tuviera], pero es significativo que el método de ataque
sea justamente obligar a los ocupantes de la habitación a enfrentarse consigo mismos a un
nivel subconsciente. Después de todo, esos pensamientos de Sophia le resultan «extraños» no
porque no vengan desde afuera, sino desde muy dentro suyo.
Ambas interpretaciones son legítimas, pero podemos ir un paso más allá y considerar la
posibilidad de que todo fenómeno paranormal es una experiencia de autoconfrontación, una
experiencia que nos obliga a remontarnos a una época preconsciente. Sophia «empezó a
recordar lo que no podía recordar, ya que aún no había nacido». Comienza a sentir que el odio
la inflama, sin embargo, ese odio no está dirigido contra las personas que ella odiaría [su
abuela y su tía Harriet] sino hacia las personas que ama: su madre, su hermana, Flora.
Embriagada con este odio, «se sentía maligna hacia sí misma», es decir, experimenta
emociones autodestructivas. De hecho, el odio a sí misma la posee, la transforma en otra,
reconfigurando un nuevo yo. Por supuesto, a nivel superficial, este odio proviene de Harriet,
pero en términos concretos Sophia solo está llevando a la superficie un Yo del cual ella no es
consciente, es decir, su verdadero yo, su Sombra, que puede sentir odio por quienes ama.

Esto se hace evidente en el episodio del espejo, cuando su reflejo le devuelve un rostro que no
es el suyo:

«Se miró en el espejo y vio, en lugar de sus ondas de cabello suavemente separadas, líneas
ásperas de color gris acero debajo de los bordes negros de un tocado anticuado. Vio, en lugar
de su frente ancha y suave, una frente alta, arrugada, con la concentración de reflejos
egoístas de una larga vida; vio, en lugar de sus firmes ojos azules, unos negros con
profundidades malignas; vio, en lugar de una boca firme y benévola, una boca con una dura
línea delgada, una red de arrugas melancólicas. Vio, en lugar de su propio rostro, de
mediana edad y agradable a la vista, el rostro de una mujer muy anciana con el eterno ceño
fruncido de incesante odio y miseria hacia sí misma y hacia todos los demás, hacia la vida y
la muerte, hacia lo que fue y lo que estaba por venir. En lugar de su propio rostro en el
espejo, vio el rostro de su tía Harriet, muerta.»

Mirándose en el espejo, Sophia se reconfigura en otra, un yo interior irreconocible. Mary


Wilkins Freeman hace un trabajo de orfebrería superponiendo las líneas asperas, arrugadas y
delgadas de Harriet sobre el rostro liso, suave y firme de Sophia, un rostro posiblemente
inexpresivo que ahora adquiere rasgos de un «incesante odio». El odio de Harriet está fijo
«hacia sí misma y hacia todos los demás, hacia la vida y la muerte, hacia lo que fue y lo que
estaba por venir». Y, así como Harriet, la Sombra que emerge del subconsciente tiene la
intención de aferrarse a la propiedad familiar [la psique], y es intransigente, crítica y orgullosa.
Al integrar a su Sombra, personificada en la masculina tía Harriet, Sophia se identifica con ella y
siente rechazo por la feminidad de su madre, su hermana, su sobrina y de ella misma [ver: La
Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

La amenaza de la Cámara Sudoeste parece exterior, pero viene desde adentro, una región
donde lo pensable, lo tolerable, posee rangos que nuestra conciencia nunca podría mirar
directamente, salvo a través de reflejos, como los sueños [o los espejos, en el caso de esta
historia].

A medida que Sophia queda fascinada y repelida, tentada y asqueada por la Otra que ve en el
espejo, pierde anclaje con su ser y busca confirmar su identidad. Sale corriendo de la Cámara
Sudoeste y busca a su hermana, Amanda, y le pide que describa lo que ve:
»—Mírame, Amanda Gill —dijo con una voz terrible. Amanda miró, encogiéndose—. ¿Qué
ves? ¿Oh, qué ves?

»—No pareces herida. ¿Qué pasa, Sophia?

»—¿Qué ves?

»—Te veo a ti.

»—¿A mí?

»—¿Qué pensaste que vería?

Se supone que este diálogo aclara la situación [Sophia sigue siendo ella ante su hermana], pero
la respuesta de Amanda [«Te veo a ti» (I see you)] solo la hace más compleja. Si el pronombre
gramatical you corresponde al yo que Sophia considera suyo, o al que ha visto reflejado en el
espejo, es algo que nunca sabremos.

De este modo, Mary E. Wilkins Freeman se adentra en un territorio misterioso, explorando de


forma simbólica temas como el deseo femenino y emociones reprimidas, como los celos, el
odio y la envidia. Si bien el escenario es reconfortantemente paranormal, hay mucho material
críptico, subterráneo, que se activa en respuesta a un estímulo físico. Por ejemplo, la Cámara
Sudoeste se presenta de manera diferente ante cada mujer [esto puede pasarse por alto
fácilmente en la lectura], transformando la experiencia cotidiana en algo aterrador, como la
señora Simmons, quien es «golpeada en su punto más vulnerable» al ver en la decoración del
cuarto un patrón de rosas rojas sobre un fondo amarillo, en lugar de los habituales pavos
reales sobre un fondo azul, lo cual la altera mucho más que cualquier presencia sobrenatural.
La manifestación física de los fantasmas en La Cámara Sudoeste es completamente secundaria:
vestidos que desaparecen, tapices que cambian su diseño, olores sin causa aparente. Son
semillas de duda, pequeñas distorsiones de la experiencia física convencional que activan en
verdadero horror interior.

Estas mujeres son orgullosas de su sentido común, incluso obstinadas; cada una piensa que
que puede controlar su propia vida, y ninguna cree en lo sobrenatural. Esa autosuficiencia
hace que pierdan el equilibrio emocional, pero que nunca examinen su interioridad. La única
que lo hace es Sophia Gill y, por lo tanto, es la más fuerte. Es una mujer terca, vanidosa, «con
un enorme orgullo familiar» y un sentido de la justicia bien desarrollado, pero lo
suficientemente valiente como para reconocer la maldad de la tía en su propio carácter. Al
entrar en la Cámara Sudoeste, Sophia experimenta el terrible odio, la terquedad y el
resentimiento de su tía. Ve el rostro de su tía en el suyo cuando se mira en el espejo. Está
impactada, no por el horror exterior, sino por la autoconciencia. Esto le permite el nivel de
autoconocimiento necesario para dejar de lado su obstinación y revertir sus decisiones. Vende
la casa, a la cual se aferraba hasta hace poco. Esto, podemos imaginar, la libera, porque no
perpetúa el pecado de su tía. Acepta la herencia de su pasado familiar: la casa y esta especie
de odio transgeneracional, lo cual le permite desprenderse de ella.
La cámara sudoeste.
The Southwest Chamber, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

—Hoy viene esa maestra de Acton —dijo la señorita Sophia Gill—. He decidido ponerla en la
cámara sudoeste.

Amanda miró a su hermana con una expresión que mezclaba duda y terror.

—No supondrás que ella…

—¿Qué? —exigió Sophia bruscamente.

Ambas estaban por debajo de la estatura media y eran robustas, pero Sophia era firme donde
Amanda era fofa. Amanda vestía una muselina vieja y holgada (era un día caluroso) y Sophia
estaba ataviada sin concesiones con una batista almidonada y deshuesada sobre su alta figura.

—Nada, pero tal vez ella se oponga a dormir en esa habitación, ya que la tía Harriet murió allí
hace poco —titubeó Amanda.

—Bueno —dijo Sophia—, si vas a elegir habitaciones donde nadie haya muerto, estarás en
dificultades. No creo que haya una habitación o una cama en esta casa en la que alguien no
haya fallecido. Creo que será mejor que vayas a ver si se ha depositado polvo en algo desde
que se limpió, y abres las ventanas del oeste y dejes que entre el sol, mientras yo me ocupo de
ese pastel.

Amanda fue a hacer sus tareas en la cámara suroeste.

Nadie sabía cómo esta anciana con la imaginación libre de trabas de un niño temía entrar en la
cámara sudoeste. Ella había ocupado habitaciones que una vez habían sido ocupadas por
personas ahora muertas, pero esto era diferente. Entró y el corazón le latía con fuerza en los
oídos. Sus manos estaban frías. La habitación era muy grande. Las cuatro ventanas estaban
cerradas, las persianas también. La habitación estaba cubierta por una película de penumbra
verde. Los muebles asomaban vagamente. La colcha blanca de la cama parecía una página en
blanco.

Amanda cruzó la habitación, abrió una de las ventanas y echó hacia atrás la persiana. Entonces
la habitación se reveló como un departamento en un estado envejecido y gastado, pero no
menos vigente. Trozos de caoba vieja se hincharon; una cretona con dibujos de pavos reales
cubría el armazón de la cama.

La puerta del armario estaba entreabierta. Hubo un atisbo de cortinas moradas flotando desde
una clavija en el interior. Amanda cruzó y tomó la prenda que colgaba allí. Se preguntó cómo
su hermana la había dejado cuando limpió la habitación. Era un viejo vestido suelto que había
pertenecido a su tía. Lo bajó temblando y cerró la puerta del armario después de una temerosa
mirada a sus oscuras profundidades. Era un armario largo con un fuerte olor a apio de monte.
La tía Harriet tenía la costumbre de comer apio de monte y lo llevaba constantemente en el
bolsillo.

Amanda recibió el olor con un sobresalto como si estuviera ante una presencia real. Siempre
estaba consciente de esta fragancia de apio de monte mientras ordenaba la habitación.
Extendió toallas limpias sobre el lavabo y la cómoda. Hizo la cama. Entonces pensó en tomar el
vestido morado y llevarlo a la buhardilla, ponerlo en el baúl con las demás prendas del
guardarropa de la muerta; pero el vestido morado ya no estaba.

Amanda Gill no era una mujer de fuertes convicciones, ni siquiera en sus propias acciones.
Pensó que posiblemente se había equivocado y no lo había sacado del armario. Miró hacia la
puerta del armario y vio con sorpresa que estaba abierta, y pensó que la había cerrado, pero al
instante no estuvo segura de eso. Así que entró en el armario y buscó el vestido morado. ¡No
estaba allí!

Amanda Gill salió débilmente del armario y volvió a mirar el sillón. ¡El vestido morado no
estaba allí! Miró salvajemente alrededor de la habitación. Se puso de rodillas y miró debajo de
la cama, abrió los cajones de la cómoda, volvió a mirar en el armario. Luego se paró en medio
del piso y casi se retorció las manos.

Hay un límite en el que la autorrefutación debe detenerse en cualquier persona cuerda.


Amanda Gill lo había alcanzado. Sabía que había visto ese vestido morado en el armario; sabía
que lo había quitado y lo había puesto en el sillón. También sabía que no lo había sacado de la
habitación. Entonces se le ocurrió la idea de que su hermana Sophia podría haber entrado en
la habitación sin ser observada mientras ella estaba de espaldas. Una sensación de alivio se
apoderó de ella. Su sangre parecía fluir de nuevo por sus canales habituales; la tensión de sus
nervios se relajó.

—¡Qué tonta soy! — dijo en voz alta.


Salió corriendo y bajó las escaleras a la cocina donde Sophia estaba haciendo un pastel,
revolviendo con espléndidos movimientos circulares una cuchara de madera sobre una masa
amarilla cremosa. Sophia levantó la vista cuando entró su hermana.

—¿Ya terminaste? — dijo.

—Sí —respondió Amanda.

Entonces vaciló. Un terror repentino se apoderó de ella. No parecía probable que Sophia
hubiera dejado ni por un segundo la mezcla espumosa del pastel para ir a la habitación de la
tía Harriet y llevarse el vestido morado.

—¿Subiste a la habitación de la tía Harriet mientras yo estaba allí? —preguntó débilmente.

—Por supuesto que no. ¿Por qué?

—Por nada —respondió Amanda.

De repente se dio cuenta de que no podía contarle a su hermana lo que había sucedido. Sabía
lo que diría Sophia. Se dejó caer en una silla y comenzó a desgranar los frijoles con dedos
inertes.

Durante la siguiente hora o dos, las mujeres estuvieron muy ocupadas. No tenían sirviente.
Cuando tomaron posesión de este hermoso lugar por la muerte de su tía, pareció una
bendición dudosa. No había ni un centavo para pagar las reparaciones, los impuestos y el
seguro. Años antes había habido una división en la antigua familia Ackley. Una de las hijas se
había casado en contra de la voluntad de su madre y había sido desheredada. Se había casado
con un hombre pobre llamado Gill, y compartió su humilde suerte a la vista de su antiguo
hogar y su hermana y madre viviendo en la prosperidad, hasta que tuvo tres hijas; luego
murió, agotada por el exceso de trabajo y la preocupación.
La madre y la hermana mayor habían sido despiadadas hasta el final. Ninguna le había hablado
desde que salió de su casa la noche de su matrimonio. Eran mujeres duras. Las tres hijas de la
hermana desheredada habían vivido vidas tranquilas y pobres pero no necesitadas. Jane, la
hija del medio, se había casado y murió en menos de un año. Amanda y Sophia se habían
llevado a la niña que dejó cuando el padre se volvió a casar. Sophia había enseñado en una
escuela primaria durante muchos años; había ahorrado lo suficiente para comprar la casita en
la que vivían. Amanda había tejido encajes, bordado franela, confeccionado arreglos y
alfileteros, y ahora, al final de su mediana edad, había llegado la muerte de la tía con la que
nunca habían hablado, aunque la habían visto a menudo en la antigua mansión Ackley hasta
que cumplió más de ochenta años. No hubo testamento, y ellas eran las únicas herederas, a
excepción de la joven Flora Scott, la hija de la hermana muerta.

Sophia había decidido rápidamente lo que se iba a hacer. La pequeña casa iba a ser vendida, y
ellas iban a mudarse a la vieja casa Ackley y tomar huéspedes para pagar su mantenimiento.
Exploró la idea de venderla. Tenía un enorme orgullo familiar. Sophia y Amanda Gill habían
estado viviendo en la vieja casa de los Ackley durante quince días y tenían tres huéspedes: una
viuda anciana con ingresos cómodos, un joven clérigo congregacionalista y la mujer soltera de
mediana edad que estaba a cargo de la biblioteca del pueblo. Ahora se esperaba para el
verano a la maestra de escuela de Acton, la señorita Louisa Stark.

Flora, su sobrina, era una muchacha muy amable, bastante bonita, con grandes ojos azules,
una boca que rara vez sonreía y cabello liso y rubio. Era delicada y muy joven: dieciséis en su
próximo cumpleaños. Llegó pronto con sus paquetes de azúcar y té de la tienda de
comestibles. Entró gravemente en la cocina y los depositó sobre la mesa junto a la cual estaba
sentada su tía Amanda, cortando habichuelas. Flora llevaba un obsoleto sombrero de paja
negra con forma de turbante que había pertenecido a la tía muerta; se lo colocó alto como una
corona, revelando su frente. Su vestido era un antiguo estampado morado y blanco,
demasiado largo y demasiado grande, excepto sobre el pecho, donde la sujetaba como un
chaleco recto.

—Flora —dijo Sophia—, sube a la habitación que fue de tu tía abuela Harriet, toma la jarra de
agua del lavabo y llénala con agua.

—¿A esa cámara? —preguntó Flora. Su rostro cambió un poco.

—Sí, a esa cámara —respondió bruscamente su tía Sophia.


Flora fue. Muy pronto regresó con la jarra de agua azul y blanca y la llenó con cuidado en el
fregadero de la cocina.

—Ahora ten cuidado y no la derrames —dijo Sophia mientras salía de la habitación llevándolo
con cautela.

Entonces se vio la diligencia del pueblo conduciendo hacia el frente de la casa, que estaba en
una esquina.

—Amanda, te ves mejor que yo, ve a recibirla —dijo Sophia—. Llévala directamente a su
habitación.

Amanda se quitó el delantal a toda prisa y obedeció. Sophia se apresuró con su pastel.
Acababa de ponerlo en el horno cuando se abrió la puerta y entró Flora con la jarra de agua
azul.

—¿Para qué vas a bajar ese cántaro otra vez? —preguntó Sofía.

—Ella quiere un poco de agua, y la tía Amanda me envió —respondió Flora.

—¡Por el bien de la tierra! ¿Ha usado todo ese cántaro tan rápido?

—No había nada de agua en él —respondió Flora.

Su frente alta e infantil se contrajo ligeramente en un gesto desconcertado mientras miraba a


su tía.

—¿No te vi llenando la jarra con agua hace menos de diez minutos?

—Sí, señora.
—Déjame ver ese cántaro.

Sophia examinó la jarra. Estaba perfectamente seca de arriba a abajo, e incluso un poco
polvorienta. Se volvió severamente hacia la joven.

—Eso demuestra —dijo—, que no llenaste el cántaro en absoluto. Dejaste correr el agua a un
lado porque no querías llevarla arriba. Estoy avergonzada de ti. Ya es bastante malo ser flojo,
¡pero cuando se trata de no decir la verdad!

El rostro de la joven se transformó de repente en una lamentable confusión y sus ojos azules
se empañaron de lágrimas.

—Llené la jarra, honestamente —vaciló—. Pregúntele a la tía Amanda.

—No le preguntaré a nadie. El agua no se evapora tan rápido, y tampoco deja la jarra llena de
polvo por dentro. Ahora llena esa jarra rápido y llévala arriba. Si derramas una gota habrá algo
más que hablar.

Flora llenó la jarra, con las lágrimas cayendo por sus mejillas. Lloriqueó suavemente mientras
salía, balanceándola cuidadosamente contra su delgada cadera. Sophia la siguió escaleras
arriba hasta la cámara donde la señorita Louisa Stark esperaba que el agua le quitara la
suciedad del viaje.

Louisa Stark era robusta y de constitución sólida. Era una mujer habituada al mando tras años
de enseñanza en la escuela. Llevaba su cuerpo hinchado con majestad; incluso su rostro,
húmedo y enrojecido por el calor, no perdió nada de dignidad. Estaba de pie con un aire que
daba el efecto de estar sobre una elevación. Se volvió cuando entraron Sophia y Flora con el
cántaro de agua.

—Esta es mi hermana Sophia —dijo Amanda, trémulamente.


Sophia avanzó, estrechó la mano de la señorita Stark, le dio la bienvenida y esperó que le
gustara su habitación. Luego se movió hacia el armario.

—Hay un armario grande y bonito en esta habitación —dijo, luego se detuvo en seco.

La puerta del armario estaba entreabierta, y una prenda morada pareció oscilar
repentinamente a la vista como impulsada por algún viento.

—¿Por qué todavía hay cosas en este armario? —preguntó Sophia en un tono mortificado.

Bajó la prenda de un tirón y, al hacerlo, Amanda pasó junto a ella en una débil carrera hacia la
puerta.

—Me temo que tu hermana no se siente bien —dijo la maestra de escuela de Acton—. Puede
que se vaya a desmayar.

—Ella no es proclive a los desmayos —respondió Sophia, pero siguió a Amanda.

La encontró en la habitación que ocupaban juntas, acostada en la cama, muy pálida y jadeante.

—Amanda, ¿qué te pasa? ¿No te sientes bien? —preguntó.

—Me siento un poco débil.

Sophia tomó una botella de alcanfor y comenzó a frotar la frente de su hermana.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Amanda asintió.
—Supongo que si te sientes mejor, llevaré ese vestido de la tía Harriet a la buhardilla.

Sophia se apresuró a salir, pero pronto regresó.

—Quiero saber —dijo, mirando aguda y rápidamente a su alrededor—, si traje ese vestido
púrpura aquí. No está en esa habitación, ni en el armario. No estarás acostada sobre él,
¿verdad?

—Me acosté antes de que entraras —respondió Amanda.

—Bueno, iré y miraré de nuevo.

En ese momento, Amanda oyó los pesados pasos de su hermana en las escaleras del desván.
Luego volvió con una extraña expresión desafiante en el rostro.

—Lo llevé a la buhardilla y lo puse en el baúl —dijo—. Supongo que tu desmayo me hizo
olvidarlo.

La boca de Sophia estaba tensa; sus ojos en el rostro asustado y agitado de su hermana
estaban llenos de un duro desafío.

—Debo bajar y ocuparme de ese pastel —dijo, saliendo de la habitación—. Si no te sientes


bien golpea el suelo con el paraguas.

Amanda la cuidó. Sabía que Sophia no había puesto el vestido morado de su tía muerta Harriet
en el baúl de la buhardilla.

Mientras tanto, la señorita Louisa Stark se acomodaba en la cámara sudoeste. Desempacó su


baúl y colgó sus vestidos con cuidado en el armario. Era una mujer muy puntillosa. Se puso un
vestido negro de seda india con flores moradas. Se prendió la puntilla al cuello con un broche,
muy bonito, aunque algo anticuado, un racimo de uvas perladas sobre ónix negro, engastado
en filigrana de oro.

Mientras se contemplaba a sí misma en el pequeño espejo abatible que coronaba la antigua


cómoda de caoba, de repente se inclinó hacia adelante y miró de cerca el broche. En lugar del
familiar racimo de uvas perladas sobre el ónix negro, vio un mechón de pelo rubio y negro bajo
un cristal rodeado por un borde de oro retorcido. Sintió un escalofrío de horror. Se quitó el
broche, y era el suyo, las uvas perladas y el ónix.

—Qué tonta soy —pensó.

Se metió el alfiler en el encaje del cuello y volvió a mirarse en el espejo, y allí estaba de nuevo:
el mechón de pelo rubio y negro y el oro retorcido.

Louisa Stark miró su propio rostro grande y firme sobre el broche y estaba lleno de terror y
consternación, sentimientos que eran nuevos para ella. Inmediatamente comenzó a
preguntarse si podría estar perdiendo la cordura. Recordó que una tía de su madre había
estado loca. Una especie de furia consigo misma la poseía. Miró el broche en el espejo con ojos
a la vez enojados y aterrorizados. Luego se lo quitó y, de nuevo, allí estaba su viejo broche.
Finalmente volvió a clavar el alfiler en el encaje, lo abrochó y, volviéndose desafiante hacia el
espejo, bajó a cenar.

En la mesa se reunió con los demás huéspedes. Miró a la anciana viuda con reserva, al clérigo
con respeto, a la bibliotecaria de mediana edad con recelo. Esta última vestía una camisa de
cintura muy juvenil y su cabello a la moda de una niña. La maestra tensaba su pelo
severamente desde las raíces en la nuca hasta el pequeño y suave bucle en la parte superior.

La bibliotecaria, que tenía modales rápidos, se dirigió a ella.

—¿En qué habitación está, señorita Stark? —preguntó.

—No sé cómo designarla —respondió la señorita Stark con rigidez.


La bibliotecaria, cuyo nombre era Eliza Lippincott, se volvió bruscamente hacia la señorita
Amanda Gill, sobre cuyo rostro delicado se asomaba un curioso tono compuesto de rubor y
palidez.

—¿En qué habitación murió su tía, señorita Amanda? —preguntó la bibliotecaria.

Amanda miró aterrorizada a su hermana, que estaba sirviendo un segundo plato de budín para
el ministro.

—En esa habitación —respondió débilmente.

—Eso es lo que pensé —dijo la bibliotecaria con cierto aire triunfal—. Calculé que esa debe ser
la habitación en la que ella murió porque es la mejor habitación de la casa, y no has puesto a
nadie en ella antes. De alguna manera, la habitación en la que alguien ha muerto
recientemente suele ser la última en ocuparse.

El joven ministro levantó la vista de su budín. Era muy espiritual, pero había tenido malas
experiencias en sus alojamientos anteriores, y no pudo evitar un cierto disfrute abstracto con
la comida de la señorita Gill.

—Sin duda, señorita Lippincott —observó con su inflexión suave, casi acariciante—, no crea ni
por un minuto que un poder superior permitiría cualquier manifestación por parte de un
espíritu incorpóreo para hacer daño a uno de Sus siervos.

—Oh, señor Dunn, por supuesto que no creo eso —respondió Eliza Lippincott, sonrojándose—.
Por supuesto que no. Nunca quise insinuar que…

—Por supuesto que la querida señorita Harriet Gill era una cristiana profesante —comentó la
viuda—, y no creo que una cristiana profesante regresara y asustara a la gente si pudiera. No
tendría miedo de dormir en la habitación. Prefiero esa y no la que tengo.

Luego se volvió hacia la señorita Stark.


—Si te sientes asustada en esa habitación, estoy lista y dispuesta a cambiar contigo —dijo.

—Gracias. No tengo ningún deseo de cambiar. Estoy perfectamente satisfecha con mi


habitación —respondió la señorita Stark con una dignidad helada.

La señorita Louisa Stark no se sentó en el salón con los demás huéspedes después de la cena.
Fue directamente a su habitación. Se sentía cansada después de su viaje, y meditó en escribir
algunas cartas en silencio antes de irse a la cama. Cuando entró en la cámara sudoeste vio
contra el papel tapiz, que daba directamente a la puerta, su mejor vestido de satén negro
colgando sobre un cuadro.

—Eso es muy extraño —se dijo a sí misma, y un escalofrío de vago horror la invadió.

Sabía, o creía saber, que había guardado ese vestido de raso negro a la cintura muy bien
doblado entre toallas en su baúl. Lo quitó y lo extendió sobre la cama como preparación para
doblarlo, pero cuando intentó hacerlo descubrió que las dos mangas estaban firmemente
cosidas.

—¿Qué significa esto? —se preguntó a sí misma.

Examinó la costura cuidadosamente; las puntadas eran pequeñas, uniformes y firmes, de seda
negra. Ella se movió hacia la puerta. Por un momento pensó que se trataba de algo legítimo,
sobre lo cual podría exigir información; luego vaciló. Supongamos que ella misma hubiera
hecho esta cosa absurda, o supongamos que no lo hubiera hecho, ¿qué impediría que los
demás pensaran así, qué impediría que se arrojara una duda sobre su propia memoria y
capacidad de razonamiento?

Louisa Stark estaba al borde de un ataque de nervios a pesar de su constitución de hierro y su


gran fuerza de voluntad. Ninguna mujer puede enseñar en la escuela durante cuarenta años
con absoluta impunidad. Era más crédula en cuanto a sus posibles defectos que nunca en toda
su vida. Estaba fría de horror, sin embargo no tanto de lo sobrenatural como de sí misma. La
debilidad de creer en lo sobrenatural era casi imposible para esta fuerte naturaleza. Podía
creer más fácilmente en sus propios poderes fallidos.
Se dirigió hacia el espejo para desabrocharse el vestido, entonces recordó la extraña
circunstancia del broche y se detuvo en seco. Luego se enderezó, desafiante, se acercó a la
cómoda y se miró en el espejo. Vio reflejado en él, abrochando el cordón en su cuello, la cosa
pasada de moda de un gran óvalo, un moño de cabello rubio y negro engastado en un borde
de oro retorcido. Lo desabrochó con dedos temblorosos y lo miró. Era su propio broche, el
racimo de uvas perladas sobre ónix negro.

Louisa Stark colocó la baratija en su cajita rosa y la guardó en el cajón de la cómoda. Sólo la
muerte podía perturbar su hábito del orden. Tenía los dedos tan fríos que los sintió
entumecidos cuando se desabrochó el vestido; se tambaleó cuando se lo pasó por la cabeza.
Fue al armario a colgarlo y retrocedió. Un fuerte olor a apio le llegó a la nariz, un vestido
púrpura cerca de la puerta se balanceaba suavemente contra su rostro como impulsado por un
viento desde adentro. Todas las perchas estaban llenas de prendas que no eran de ella, la
mayoría de color negro sombrío.

De repente, Louisa Stark recuperó los nervios. Esto, se dijo a sí misma, era algo claramente
tangible. Alguien se había estado tomando libertades con su guardarropa. Alguien había
estado colgando la ropa de otra persona en su armario. Rápidamente se puso el vestido de
nuevo y bajó las escaleras. Encontró a Sophia Gill de pie junto a la mesa de la cocina amasando
con dignidad.

—Señorita Gill —dijo la señorita Stark, con sus modales de maestra de escuela—, deseo
preguntarle por qué ha sacado mi ropa del armario de mi habitación y la ha sustituido por otra.

Sophia Gill se puso de pie, con la mano clavada en la masa, mirándola. Su propio rostro
palideció lentamente, su boca se puso rígida.

—Iré arriba con usted, señorita Stark —dijo—, y veré cuál es el problema —hablaba
rígidamente, con cortesía restringida.

Sophia y Louisa Stark subieron a la cámara sudoeste. La puerta del armario estaba cerrada.

Sophia la abrió y luego miró a la señorita Stark. En las perchas colgaban ordenadamente las
prendas de la maestra.
—No veo que haya nada malo —comentó Sophia con gravedad.

La señorita Stark se hundió en la silla más cercana. Vio su propia ropa en el armario. Sabía que
no había habido tiempo para que ningún ser humano quitara los vestidos que creía haber visto
y pusiera los suyos en su lugar. Sabía que era imposible. Una vez más, el terrible horror de sí
misma la abrumó.

Murmuró algo, apenas sabía qué. Entonces Sophia salió de la habitación. Por la mañana, la
señorita Stark no bajó a desayunar y se fue antes del mediodía.

Inmediatamente, la viuda, doña Elvira Simmons, se enteró que la maestra se había ido, y que
el cuarto sudoeste estaba vacío, rogó que se lo cambiaran por el suyo. Sofía dudó un
momento.

—No tengo objeciones, señora Simmons —dijo ella—, si...

—¿Si qué? —preguntó la viuda.

—Si tiene suficiente sentido común para no seguir quejándose de que la habitación es donde
murió mi tía —dijo Sophia sin rodeos.

—¡Tonterías! —dijo la viuda.

Esa misma tarde se mudó a la cámara sudoeste. La viuda se mostraba abiertamente triunfante
sobre su nueva habitación. Habló mucho de ello durante la cena.

—¿Está segura de que no tiene miedo de los fantasmas? —dijo la bibliotecaria—. No dormiría
en esa habitación después de… —se controló a sí misma, con un ojo en el ministro.

—¿Después de qué? —preguntó la viuda.


—Nada —respondió Eliza Lippincott avergonzada.

—Viste u escuchaste algo. ¿Qué fue? ¿Quiero saberlo? —dijo la viuda aquella noche, en
confianza, cuando estaban solas en la sala. El ministro había ido a hacer una llamada.

—Bueno —dijo Eliza, vacilante—, si me prometes que no lo dirás.

—Sí, lo prometo, ¿qué fue?

—Bueno, la semana pasada, justo antes de que viniera la maestra, entré a esa habitación para
ver por las ventanas si había nubes. Quería ponerme mi vestido gris y tenía miedo de que
lloviera, entonces mira el cielo en todos los puntos y... ¿Conoces el papel tapiz? ¿Qué patrón
dirías que tiene?

—Vaya, pavos reales sobre un fondo azul. Buen material, no creo que nadie que lo haya visto
lo olvide.

—Bueno, cuando entré allí esa tarde no había pavos reales sobre un fondo azul; eran grandes
rosas rojas sobre un fondo amarillo.

—¿La señorita Sophia lo cambió?

—No. Volví a entrar una hora más tarde y los pavos reales estaban allí.

La viuda la miró por un momento, luego comenzó a reír histéricamente.

—Bueno —ella—, supongo que no renunciaré a mi bonita habitación por una tontería como
esa. Supongo que preferiría tener rosas rojas sobre un fondo amarillo que pavos reales sobre
un fondo azul. Quizás confundiste los cuartos. ¿Cómo pudo haber sucedido tal cosa?
—No lo sé —dijo Eliza Lippincott—, pero sé que no dormiría en esa habitación aunque me
dieran mil dólares.

Cuando la señora Simmons fue a la cámara sudoeste esa noche, echó un vistazo a la colgadura
de la cama. Estaban los pavos reales. Pensó con desdén en Eliza Lippincott. Pero justo antes de
que la estuviera lista para meterse en la cama, volvió a mirar las cortinas y allí estaban las rosas
rojas sobre el fondo amarillo. Miró larga y agudamente. Luego cruzó la habitación, dio la
espalda a la cama y miró la noche desde la ventana del este. Estaba despejado y la luna llena
acababa de salir. La vio un momento navegar sobre el azul oscuro en su nimbo de oro. Luego
miró a su alrededor, a la pared. Todavía veía las rosas rojas sobre el suelo amarillo.

La señora Simmons fue golpeada en el punto más vulnerable. Esta aparente contradicción de
lo razonable, tal como se manifiesta en algo tan común como el cretona de un tapiz de cama,
afectó a esta mujer corriente y sin imaginación como ninguna apariencia fantasmal podría
haberlo hecho. Aquellas rosas rojas sobre fondo amarillo eran para ella mucho más espantosas
que cualquier figura extraña envuelta en una mortaja blanca.

Dio un paso hacia la puerta y luego se volvió con aire decidido.

—En cuanto a bajar las escaleras y admitir que tengo miedo, y soportar a esa chica Lippincott
alardeando, no lo haré por ninguna rosa roja en lugar de pavos reales. Supongo que no pueden
lastimarme. Además, no creo que ambas nos estemos volviendo locas —dijo.

La señora Elvira Simmons apagó la luz y se metió en la cama. Después de un rato se durmió.
Pero se despertó alrededor de la medianoche con una extraña sensación en el cuello. Había
soñado que alguien con largos dedos blancos la estrangulaba, y vio inclinado sobre ella el
rostro de una anciana con un gorro blanco. Cuando despertó no había ninguna anciana, la
habitación estaba casi tan iluminada como el día a la luz de la luna llena, y se veía muy
tranquila; pero la sensación de estrangulamiento continuó. Además, su rostro y oídos se
sentían amortiguados. Levantó la mano y sintió que su cabeza estaba cubierta con un gorro de
dormir atado debajo de la barbilla con tanta fuerza que resultaba extremadamente incómodo.
Un gran escalofrío de horror se apoderó de ella. Se arrancó la cosa frenéticamente y la arrojó
con un esfuerzo convulsivo, como si fuera una araña. Saltó de la cama y se dirigía hacia la
puerta cuando se detuvo.
Se le ocurrió que Eliza Lippincott podría haber entrado en la habitación y atado la gorra
mientras dormía. Luego trató de abrir la puerta, pero para su asombro descubrió que estaba
cerrada por dentro.

—Debo haberla cerrado después de todo —reflexionó con asombro, porque nunca cerraba la
puerta.

Fue hacia el lugar donde había tirado la gorra (la había pisado de camino a la puerta), pero no
estaba allí. Buscó por toda la habitación, encendiendo la lámpara, pero no pudo encontrarla.
Finalmente se dio por vencida. Apagó la lámpara y volvió a la cama. Volvió a dormirse, para
volver a despertarse de la misma manera. Esa vez se quitó la gorra como antes, pero no la
arrojó al suelo. En cambio, la sostuvo con un agarre feroz.

Aferrándose a la endeble cosa blanca, saltó de la cama, corrió hacia la ventana que estaba
abierta, deslizó la mosquitera y la arrojó; pero una ráfaga repentina de viento, aunque la
noche estaba tranquila, se levantó y la envió de regreso a su cara. Trató de quitársela de
encima pero de repente ya no volvió a verla. Examinó el piso, volvió a encender su lámpara y
buscó, pero no había ni rastro.

La señora Simmons estaba tan furiosa que todo terror había desaparecido de ella. Estar
desconcertada de esta manera y ser resistida por algo que no era nada para sus sentidos
aguzados la llenó del más intenso resentimiento.

Finalmente volvió a meterse en la cama; no para dormir. Se sentía extrañamente somnolienta,


pero luchó contra eso. Estaba completamente despierta, contemplando la luz de la luna,
cuando de repente sintió que los suaves hilos blancos de la cosa se apretaban alrededor de su
cuello y de que su enemiga estaba de nuevo sobre ella. Agarró las cuerdas, las desató, se quitó
la gorra, corrió con ella hasta la mesa donde estaban sus tijeras y furiosamente la cortó en
pedacitos. Cortó y desgarró, sintiendo una loca furia de gratificación.

Echó los trozos de muselina en una cesta y volvió a la cama. Casi de inmediato sintió que las
suaves cuerdas se apretaban alrededor de su cuello.

Entonces, por fin, se rindió. Esta nueva refutación de las leyes de la razón que gobernaban su
vida fue demasiado para su equilibrio. Tiró débilmente de los hilos, se quitó la cosa de la
cabeza, se deslizó débilmente fuera de la cama, recogió su bata y salió corriendo de la
habitación. Recorrió sin hacer ruido el pasillo hasta su antiguo cuarto, entró, se metió en su
cama familiar y se quedó allí el resto de la noche, temblando y escuchando. Si por casualidad
se dormía, despertaba sobresaltada al sentir la presión sobre su cuello.

Bajó a desayunar a la mañana siguiente con el rostro imperturbable. Cuando Eliza Lippincott le
preguntó cómo había dormido, respondió con calma. Dijo que no había dormido bien porque
no pudo acostumbrarse a la cama, y que volvería a su antigua habitación. Eliza Lippincott no se
dejó engañar, sin embargo, tampoco las hermanas Gill, ni la joven Flora. Eliza Lippincott habló
sin rodeos.

—No es necesario que me hables de dormir bien —dijo—. Sé que algo extraño sucedió en esa
habitación por la forma en que actúas.

Todos miraron inquisitivamente a la señora Simmons: la bibliotecaria con maliciosa curiosidad


y triunfo, el ministro con triste incredulidad, Sophia Gill con miedo e indignación, Amanda y la
joven con puro terror. La viuda se portó con dignidad.

—No vi ni escuché nada que, confío, no pudiera haber sido explicado de alguna manera
racional —dijo ella.

—¿Qué era? —insistió Eliza Lippincott.

—No deseo discutir más el asunto —respondió la señora Simmons.

Siguió comiendo. Sintió que moriría antes de confesar la absurdidad espantosa de ese gorro de
dormir, o haber sido perturbada por el vuelo de los pavos reales en un campo azul. Dejó todo
el asunto en términos tan vagos que, en cierto modo, pareció ser la dueña de la situación.

Esa tarde, el joven ministro, John Dunn, fue a ver a Sophia Gill y solicitó permiso para ocupar la
cámara sudoeste esa noche.

—No pido que trasladen mis efectos allí —dijo—, pues difícilmente podría permitirme una
habitación tan superior a la que ahora ocupo, pero me gustaría dormir allí esta noche con el
propósito de refutar en mi propia persona cualquier desafortunada superstición que haya
echado raíces aquí.

Sophia Gill agradeció al ministro y aceptó con entusiasmo su oferta.

Esa noche, alrededor de las doce, John Dunn se fue a la cama en la cámara sudoeste. Había
estado sentado hasta esa hora preparando su sermón.

Atravesó el salón con una pequeña lámpara de noche en la mano; abrió la puerta de la cámara
y trató de entrar. Bien podría haber intentado atravesar una pared. Podía mirar dentro de la
habitación, llena de luces suaves y sombras bajo la luz de la luna que entraba a raudales por las
ventanas; podía ver la cama en la que esperaba pasar la noche, pero no podía entrar. Cada vez
que se esforzaba por hacerlo tenía una curiosa sensación, como si estuviera tratando de
presionar a una persona invisible que lo enfrentaba con una fuerza de oposición imposible de
vencer. El ministro no era un hombre atlético, pero tenía una fuerza considerable. Cuadró los
codos, apretó la boca con fuerza y se esforzó por abrirse paso a través de la habitación. La
oposición que encontró fue tan severa y silenciosamente terrible como la solidez rocosa de
una montaña.

Durante media hora, John Dunn, dudando, furioso, abrumado por la agonía espiritual en
cuanto al estado de su propia alma más que por el miedo, se esforzó por entrar en la cámara
sudoeste. Simplemente era impotente contra este extraño obstáculo. Finalmente, el horror se
apoderó de él. Era un hombre nervioso y muy joven. Casi huyó a su propia habitación y se
encerró como una niña aterrorizada.

A la mañana siguiente fue a ver a la señorita Gill y le contó francamente lo que había sucedido.

—No sé qué es, señorita Sophia —dijo—, pero creo firmemente, contra mi voluntad, que en
esa habitación hay algún poder maligno del cual la fe y la ciencia moderna no saben nada.

La señorita Sophia Gill escuchó con el rostro ensombrecido.

—Creo que yo misma dormiré en esa habitación esta noche —dijo cuando el ministro hubo
terminado.
Había ocasiones en que la señorita Sophia Gill podía mostrarse majestuosa, y entonces lo hizo.

Eran las diez de la noche cuando entró en la cámara sudoeste. Le había dicho a su hermana lo
que pensaba hacer y había sido resistente a sus súplicas. Sophia le pidió a Amanda que no se lo
dijera a la joven Flora.

—No sirve de nada asustar a esa niña —dijo Sophia.

Cuando entró en la cámara suroeste, Sophia colocó la lámpara que llevaba sobre la cómoda y
comenzó a moverse por la habitación, bajando las cortinas, quitando la bonita colcha blanca
de la cama y preparándose para pasar la noche.

Mientras lo hacía, moviéndose con gran frialdad y deliberación, se dio cuenta de que estaba
pensando pensamientos que le eran extraños. Empezó a recordar lo que no podía haber
recordado, ya que no había nacido entonces: el problema del matrimonio de su madre, la
amarga oposición, cerrarle la puerta, aislarla de corazón y de hogar. Se dio cuenta de una
singularísima sensación de amargo resentimiento, y no contra la madre y la hermana que
habían tratado así a su propia madre, sino contra su propia madre, y luego se dio cuenta de
una amargura similar extendida hacia sí misma.

Se sentía maligna hacia su madre cuando era niña, a quien recordaba, y hacia sí misma, hacia
su Amanda y Flora. Sugestiones malévolas surgieron en su cerebro, sugerencias que
convirtieron su corazón en piedra y que la fascinaban. Y todo el tiempo, por una especie de
doble conciencia, sabía que lo que pensaba era extraño y no debido a su propia voluntad.
Sabía que estaba pensando los pensamientos de otra persona, y sabía de quién. Se sintió
poseída.

Pero había una fuerza tremenda en la naturaleza de Sophia. Ella había heredado la fuerza para
la autoafirmación de sus antepasados. Habían vuelto sus propias armas contra ellos mismos.
Hizo un esfuerzo que pareció más que humano, y fue consciente de que la horrible cosa se
había ido. Volvió a pensar sus propios pensamientos. Luego exploró para sí misma la idea de
algo sobrenatural acerca de la terrible experiencia.

—Lo estoy imaginando todo —se dijo a sí misma.


Siguió con sus preparativos, tomando un pañuelo para limpiarse la cara. Se miró en el espejo y
vio, en lugar de su propio rostro, de mediana edad y agradable a la vista, con su expresión de
una vida de honestidad y buena voluntad hacia los demás, y paciencia ante las pruebas, el
rostro de una mujer muy anciana con el ceño fruncido para siempre con incesante odio y
miseria hacia sí misma y hacia todos los demás, hacia la vida y la muerte, hacia lo que había
sido y lo que estaba por venir. Vio, en lugar de su propio rostro en el espejo, el rostro de su
difunta tía Harriet, ¡sobre sus propios hombros con su propio y conocido vestido!

Sophia Gill salió de la habitación. Entró en el que compartía con su hermana. Amanda levantó
la vista y la vio allí de pie con el pañuelo pegado a la cara.

—Oh, Sophia, déjame llamar a alguien. ¿Te duele la cara? Sophia, ¿qué te pasó en la cara? —
casi chilló Amanda.

De repente, Sophia se quitó el pañuelo de la cara.

—Mírame, Amanda Gill —dijo.

Amanda miró, encogiéndose.

—¿Qué pasa? Oh, ¿qué pasa? No pareces herida. ¿Qué pasa, Sophia?

—¿Que ves?

—Te veo a ti.

—¿A mí?

—Sí. ¿Qué creías que vería?


Sophia Gill miró a su hermana.

—Mientras viva, nunca te diré lo que pensé que verías, y nunca debes preguntármelo —dijo—.
Voy a vender esta casa.

Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

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