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Universidad Sergio Arboleda

Seminario de física de lo imposible y ciencia ficción

El libre relojero
Edinson Moreno Galindo
¡Qué difícil entender la enormidad que representa el hombre! ¡Qué inútil querer reducirlo a
un nimio concepto! Nos hacemos chicos ante la grandeza de nuestra naturaleza, que de
forma abrupta, nos golpea en el momento en el que nos atrevemos a interpelarla. Al final, el
misterio que nos ampara reluce, en cada rayo de luz que arroja el intrépido sabiondo, y que,
al final, sale maltrecho y conmovido, por nuestra inabarcabilidad.
Frank Harris era uno de aquellos intrépidos hombres. Sondeaba con suspicacia los
problemas que planteaba su conciencia. Se encontraba una y otra vez consigo, con su saber,
con el problema que planteaba estar tan cerca de conocer, pero a su vez de no conocer. Un
día, Harris culminaba sus clases de neurociencia, en las cuales había logrado vislumbrar
múltiples cuestiones que en su niñez lo asechaban. - Yo, acaso, ¿al morir desapareceré? – se
preguntaba iluso. Pregunta por más, inteligente y constante. Apareció en los momentos
decisivos de su vida, como criterio para tomar decisión alguna. - ¿Qué haría si fuese este mi
último día? – Como si se tratase de una consigna baladí de superación personal, la seguía.
Frank era un niño excepcional. Por motivo de la actividad docente de su madre, este tuvo la
oportunidad de acercarse prematuramente a textos y obras que, para él, significaban el
mayor de los entretenimientos. Leía y releía obras literarias que le mostraban una imagen
fantástica del mundo, antes de que tuviera él mismo que vérselas con aquel. Contaba a su
padre, efusivamente, aquellos relatos en los que los hombres demostraban valentía y honor.
También aquellos en los que el hombre era visto como algo superior, algo mágico. Pensaba
de forma realmente genuina para su edad, que el hombre lograba ir y venir. El hombre
conseguía superar su pequeñez corporal, para acceder a alternos mundos, a mundos que
para Frank eran realmente majestuosos. Su inocencia y su falta de experticia, le impedían
indagar un poco más en los diversos temas que se le planteaban, limitándose a alegrarse en
aquellas historias, elegidas meticulosamente por su madre, en las cuales el mundo y la vida
parecían tener un gran sentido.
Frank fue creciendo poco a poco. Las actividades propias de su adolescencia y sus procesos
educativos fueron aminorando su actividad literaria, logrando aminorar paulatinamente lo
mucho que para él significaba. Durante cierto tiempo surgieron para él aquellas dudas que
antes lo perseguían. – ¿Qué significa la muerte? – se cuestionaba. Los cambios de ánimo
propios de su edad y la experiencia de múltiples casos de violencia que lograba ver en las
calles, en las noticias y en sus clases de historia, hicieron de Frank un joven serio, sombrío,
poco alegre. –La magia desaparece al crecer– se decía escudriñando el mueble que
soportaba sus antiguos libros.
Años más tarde Frank se encontraba, luego de finalizar sus estudios secundarios, ante la
posibilidad de elegir lo que quería estudiar. Sus padres le habían ofrecido dicha
responsabilidad. Pensaba este únicamente en las ciencias, estudios valorados en su época de
agigantados progresos. Su madre le recomendaba estudiar literatura, evocando aquellas
horas de intensa lectura que este dedicaba a varias grandes obras. Sin embargo, Frank
padecía, desde años atrás de un conflicto interno del que no tomaba parte. Luchaba entre el
sentido y el sin sentido. Su vida se había tornado triste y rutinaria, había perdido su magia.
Quería lograr que alguna de las voces que lo acuciaban tomara parte y triunfara.
Genialmente pensaba – El problema no soy yo, sino el hombre–. Para su época los avances
en neurociencia habían determinado casi hegemónicamente que el hombre era únicamente
su cerebro, y que por ello podía enunciarse el fracaso total de cualquier metafísica. Frank
escuchaba estas palabras en debates transmitidos por la red, entendiendo muy poco pero
realmente fascinado. Veía en esos hombres la seriedad propia de aquel que ha conquistado
el conocimiento total del hombre. Veía hombres librados de cualquier sufrimiento, ya que
no esperarían nada mágico de la vida. De esta manera, Frank decidió estudiar neurociencia,
en contra de la voluntad de su madre, y con la aprobación siempre condescendiente de su
padre. Tras cinco años de esmero, Frank era un hombre renovado, calculador, mesurado y
aparentemente indolente. Un hombre apasionado por el hombre, o más bien, por su
estructura biológica.
Sin embargo, como en la vida de todo intelectual, se dio una ruptura de índole trágica. La
muerte, de la que tanto pensaba, aparecería ante sus ojos, imponente.
Cierto día, Harris paseaba en coche con su padre. Un hombre sin mayores estudios, ni
convicciones claras. Un hombre que servía, de alguna manera, de antítesis de su mismo
hijo. Siendo de tan contrarios pensamientos, sin embargo, eran de charla amena, constante
y risueña.
—Padre — le dijo — Ahora que he culminado mis estudios, sé que quiero continuar en la
academia, me apasionan las ciencias cognitivas, y, presentaré una prueba en mi antigua
universidad para aspirar a una beca de estudio de la universidad de Oxford —.
Este le respondió —Franky, no creo que sea lo mejor… hemos invertido mucho en tu
educación, pienso que es hora de que me ayudes, ya que soy muy viejo ahora, además, ¿qué
otra cosa podrías estudiar?
—Tranquilo, padre, no iré solo a estudiar. La beca que me han propuesto tiene la condición
de que como profesional, trabaje con ellos dictando algunas clases. Así, tendré ya un suelo
estable.
—Vaya—respondió su padre—siempre tan sagaz… Sabes, siempre supe que serías un gran
genio, pero ¡hey! , lo sacaste de mí—.
Los dos reían con gran gozo, y cruzaban las calles de Inglaterra. En aquellos tiempos la
ciencia había avanzado de forma tal que, era recurrente ver robots por doquier
acompañando a humanos e incluso interactuando con ellos. Se había resuelto,
supuestamente, el problema que planteaba la inteligencia artificial, ya que habían logrado
que las máquinas, “tomaran decisiones por sí solas”. Sin embargo, dentro de las múltiples
meditaciones de Frank, se cuestionaba si este avance había alcanzado las expectativas de
crear un ser realmente inteligente y libre.
El padre de Frank era un hombre viejo, nacido en una época en la que no existían dichas
máquinas. Ese mismo día viajaban tranquilos, y de improvisto una máquina (que servía ya
como agente de tránsito), los detuvo.
—Señor, buenas tardes— palabreaba a través de una bocina —necesito que me muestre su
licencia de conducción y la licencia de tránsito del vehículo—.
—Con todo gusto—respondió el padre de Frank, mientras veía a la máquina con algo de
lejanía. Lo veía con ojos de una humanidad resignada a convivir con aquello aparatos.
—Su licencia venció hace unos días, señor, por su edad tiene que renovarla muy seguido—
Dijo con un tono esta vez más mordaz la máquina, y procedió a arrestar al padre de Frank.
Este le pidió con toda amabilidad a la máquina que no lo hiciera, que con su edad se hacía
olvidadizo, y que volvería a casa para resolver el asunto. La máquina, de acuerdo con su
programación, hacía caso omiso a toda petición que fuera en contra de su función. El padre
de Frank insistía. Al final, la maquina procedió a someterlo, y este se resistió, por lo que
ésta procedió a utilizar un arma eléctrica paralizadora, instalada en una de sus
extremidades. Frank luchaba a gritos contra la máquina, pero esta lo ignoraba. Entre todo
ese ajetreo, el padre de Frank se hallaba en el suelo, retorciéndose de dolor… había sufrido
un paro cardiaco.
— ¡Maldita máquina!— vociferaba Frank furioso y con lágrimas en su rostro—Asesinaste
a mi padre—.
Luego de esto, nadie resultó ser responsable de la muerte de este gran señor, ya que las
leyes especiales para el manejo y control de las máquinas no contemplaban la resistencia
que se pudiera presentar ante ellas, en el caso de que tuvieran cargos de autoridad. El
gobierno pensaba que este método era más efectivo, ya que el hombre era “muy flexible”.
Meses después, y como se lo prometió Frank a su padre, se encontraba ya estudiando este
en la universidad de Oxford. A pesar de que estudiaba una especialización en
neurobiología, asistía a diversas clases de filosofía y de literatura, disciplinas que
comenzaban a aplacar el gran dolor que sintió luego de la muerte de su padre. De alguna
manera, sentía que su fracturada vida había sobrepasado lo que de ella pensaba. Durante
meses se preguntó qué había muerto en él como para hacerlo tan frívolo e insensato.
Repasaba junto con su ya vieja madre los años de su infancia, y el recuerdo de su padre.
Esta le mencionaba su pasión por la literatura, y la alegría con la cual vivía entonces. Pensó
que serviría como remedio para su dolor regresar parcialmente a ese mundo, aunque sentía
muy en el fondo que se trataría únicamente de un placebo.
Estando en las clases de filosofía, adicionales al plan de literatura, interactuó con muchas
personas que, encantadas de la profesión de Frank, insistían en establecer con él calurosos
debates acerca de la mente, del naturalismo y de su refutación desde la filosofía idealista.
De todos estos conocimientos, Frank mantuvo su atención en las teorías acerca de la
libertad que se veían tanto en la filosofía como en la neurociencia. Pensaba este que la
libertad era el meollo del asunto, con el cual resolvería uno de los problemas que lo habrían
llevado a estudiar con más vigor en esta universidad, el cual era, ¿Cómo crear una
verdadera inteligencia artificial?
Luego de la muerte de su padre, y de observar cómo las máquinas actuaban de forma
completamente inhumana y de acuerdo a simples patrones algorítmicos que aparentaban
libertad, se decidió a establecer una verdadera teoría de las IA.
Dentro de sus grupos de estudio, Frank se hallaba en un seminario de Daniel Dennett,
neurobiólogo y filósofo de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Le atrajo de él
especialmente su teoría acerca de la evolución de la libertad. Frank comenzaba a fraguar en
su mente.
—La filosofía me ha enseñado que no hay doble verdad; lo que en ciencia es verdad, es
verdad en todo ámbito. Luego, si la libertad es producto de la evolución, esto sería verdad
en todo campo, incluso en la filosofía—.
Frank podría resolver dos problemas que le embargaban, si encontraba la forma de aplicar
dicha teoría evolutiva.
—Padre, ya lo sé— pensaba Frank llorando en su habitación —Sé que hablo contigo sin
hablar en realidad con nadie. Quisiera creer que en algún lugar sigues, pero las indolentes
máquinas que ahora llaman inteligentes solo me dejan ver que, somos como ellas. ¡Acaso
no somos más que procesos e información! Sin embargo, ojeando algunos textos
recomendados en sus grupos de lectura, repasaba De anima. Encontraba allí fantásticas
conclusiones acerca de la vida y de su composición. Le pareció tan admirable, que trató
ingeniosamente de confabular estas antiquísimas teorías con la neurociencia. Esta obra le
ofreció sosiego. Curiosamente, su estado de ánimo y de posición frente a la vida, cambiaba
junto a lo que de ella quería ver. Ahora pensaba —No eres solo materia, padre, hay algo de
forma en ti, algo de alma... Solo sabemos que un cuerpo deja de funcionar, pero — ¿qué
ocurre luego? Estas preguntas serían irrisorias para sus compañeros de estudios
neurocientíficos, motivo por el cual las debatía con sus compañeros de filosofía.
El dolor que movía a Frank a seguir indagando acerca de la IA radicaba en que quería
demostrar que no se podría imitar al hombre por medios tan diferentes a los humanos. Este
dolor radicaba, en últimas, en la muerte de su padre. —inhumano— se decía siempre, —
atacar a un hombre que pide misericordia—. Frank, en su tiempo, a pesar de sus lecturas y
debates acerca de las teorías dualistas e hilemóficas de la antigüedad, por su inclinación
académica, estaba de acuerdo en que la libertad, el entendimiento y toda facultad humana
no es más que un producto de la evolución, y que, por ello, nada más hay allá de la muerte,
ya que perecen las condiciones biológicas que sustentan la vida. Estaba de acuerdo, claro,
porque en la comunidad científica lo realmente válido es el consenso. Respondía así
rotundamente a su pregunta pueril. Sin embargo, el sentimiento de cercanía con su padre, el
amor que aquel le profesó, lo instó a leer múltiples obras filosóficas que le daban una
renovada esperanza de, o pensar que su padre jamás dejó de ser, o al menos pensar, que su
existencia y su muerte, no fueron en vano.
—Frank— le decía su profesor de epistemología —no te afanes en tu carrera, ya que no
tiene meta alguna. Jamás podrás recrear al hombre, ni mucho menos crear un ser libre. Mira
bien que la libertad es una facultad inasible, no experimentable por sí misma, solo Dios
tiene el poder de crearla— decía en tono sarcástico.
—Profesor— replicó —recuerde que al final, determinismo y libertad no son
incompatibles. La libertad tiene que darse dentro de unas particulares circunstancias sin las
cuales no sería posible, circunstancias por lo tanto, determinadas.
Frank comprendía que el meollo del error que siempre se cometió a lo largo de la historia
de la IA fue no pensar que, en últimas, podemos saber si un ser es realmente inteligente, si
este es, a su vez, libre. Frank veía aparatos de entrada y salida de información. No veía lo
humano, que era recibir información, sin esperar nada exacto de regreso. Sin embargo,
detrás su intención de crear un ser libre, se hallaba una segunda intención. —no hay doble
verdad— pensaba —llegaré a la libertad de los filósofos, a la libertad incondicionada, a
aquella libertad espiritual, a una unión hilemófica—. Frank deseaba, en últimas, encontrar
que hay algo en nosotros que no desaparece, que no podemos explicar. Deseaba no temer
más a la muerte, y no llorar más la de su padre —Alma, principio, forma — pensaba
mientras leía teorías de la evolución que encontraba, en ocasiones, inútiles.
Luego de años de recopilación de información en diversos campos, Frank halló la respuesta
que necesitaba. Biología sintética. Frank pensaba fusionar tres teorías en una para obtener
los resultados esperados: La teoría de la evolución de la libertad, la creación de un cerebro
artificial y la biología sintética. No podía obviar Frank todo lo aprendido en sus cursos
literarios y filosóficos. La pugna primaria, la de sus jóvenes días, lo acuciaba de nuevo. —
¿Cómo podré emprender un proyecto que rechaza parte de mis convicciones? —. Se
cuestionaba indeciso. Acudió a uno de sus más preparados mentores, el Dr. Cohen. Este era
un experto en la aún válida bioética y especialmente en tecnoética. Era famoso por
interponer argumentos impecables en contra de las ciencias cognitivas, poniéndolas en
serios aprietos a nivel lógico y epistemológico. Jocosamente, tenía una excelente relación
con Frank, ya que aquel veía en este el producto de una reflexión sería sobre sus propias
convicciones.
— ¿Cómo está Dr. Cohen? Ha pasado tiempo desde la última vez.
—Hola Frank, me alegra mucho verte, ¿Qué te trae por acá?
Disponiéndose a hablar, como quien realiza una confesión a un sabiondo sacerdote, dijo —
¿Recuerda usted mi profesión primaria? Estoy por emprender un proyecto a partir de ella,
algo importante.
— ¡Oh! Me alegra mucho que estés progresando en tu área principal de conocimiento. ¿De
qué se trata? Sabes que me encantan todos esos temas— Decía suspicaz.
—Dr. aún no estoy seguro de cuál será el resultado. Más que describirle mi proyecto, vengo
a pedirle algunos consejos—.
—Claro Frank, y siento si fui grosero al preguntar—.
—No es eso Dr. Cohen, es solo que prefiero que luego lo vea con sus propios ojos. Sin
embargo muchas dudas han atestado mi cabeza ahora al respecto. ¿Recuerda usted nuestras
clases sobre Aristóteles? He estado pensado en algo. Emm… ¿Cree usted posible que el
hilemorfismo sea aplicable a una IA? Digo, ¿piensa usted que lo que en ciencia es verdad
tiene que serlo también en filosofía?
—Vaya Frank, me pones en serios apuros. Tendría que resumirte todas mis charlas en
pocos minutos. Solo me gustaría decirte unas cuantas cosas. La literatura nos ha enseñado
que cualquier ser similar al hombre, creado por el hombre mismo, resulta muy extraño a su
naturaleza, sintiéndose siempre carente de algo, de humanidad. Pero ¿qué nos dice la
filosofía? A pesar de mis apasionadas discusiones éticas, parece ser que el hombre puede
crear a un hombre, siempre que se entienda en este caso crear como “disponer los medios
adecuados para la vida”. Entonces, si bien recuerdas la explicación que te daba sobre las
categorías aristotélicas de forma y materia, entonces, si se disponen las condiciones
materiales adecuadas, pueden estas ser dotadas de forma.
— ¡Claro! — Respondía Frank como si fuese la primera vez que el tema entendía. —Es
similar al caso de una planta… si se disponen la tierra fértil y las semillas, a pesar de que
estas no lo hagan naturalmente, crecerán bajo su forma o alma vegetal.
—Algo así — Decía el Dr. Cohen — solo ocurre que el hombre es un caso excepcional.
Visto desde el aristotélico – tomismo, que jamás les mencioné por tendencias ideológicas
de la universidad, el hombre debe ser informado de manera particular. Debe participar de la
creación individual. El ser personal, en fin, lo es porque es hecho por Dios individualmente
en su grandeza. Sé lo mucho que disentirás, pero, personalmente, me es difícil concebir
algún tipo de carácter especial en el hombre si no es por este motivo.
—No se preocupe Dr. No disentiré, respeto mucho tales teorías, tienen mucho que decirnos.
Dr. Creo que me ha dado respuesta a lo que necesitaba saber para continuar con mi
proyecto un poco menos inseguro.
Se despidieron alegremente hablando de muchos otros temas. Frank parecía haber
encontrado algo de sentido en lo que hacía. Nuevamente una de las voces dentro de sí
ganaba la pugna, esta vez en favor de la magia, en favor de su padre, en favor de su misma
vida. Durante un tiempo postergó el proyecto, invirtiendo más horas a acompañar a su
madre. Parecía más alegre, había regresado su hábitos de lectura, esta vez con Frankenstein.
Tiempo después, su madre enfermó enormemente por motivo del cáncer, y murió, ya a sus
80 años. Esto lo tomó Frank con mucha más calma, ya que pasó los últimos días de su vida
con ella. Sin embargo, volvió como una ráfaga incontenible el desasosiego y la
incertidumbre de la muerte, y se sintió realmente solo.
— ¿Dónde están, padres? ¿Por qué me han dejado solo?
Frank volvió a su proyecto. Pensado en la muerte, en las dos experiencias cercanas que
había tenido con ella, decidió finalmente poner a prueba todo en cuanto era. Este
experimento tenía pretensiones enormemente personales: el fin de su pugna interior. Pero
también extra personales: el fin de la pugna exterior entre las teorías actuales y antiguas
sobre el hombre, que eran para Frank el reflejo de su padecimiento.
En su renovado proyecto de generar una IA que realmente lo fuera, partió de las tesis de
Dennett, que tanto estudió en su carrera, según las cuales la evolución atraviesa tres campos
principales: El físico, el campo del diseño, y el de la intencionalidad. El primer reto que se
le apareció a Frank era el de encontrar un modo de acelerar la evolución. La biología
sintética había ya desarrollado teorías aplicadas al respecto, en particular la de la evolución
dirigida.
—El error de un cerebro artificial, es que se piensa en términos de paso o interrupción de
información… al final solo transistores— mencionaba —es la herencia de Turing.
—La libertad se halla en las células, en la sinapsis— agregaba — Se halla en ellas cuando
están dispuestas a recibirla. — Pensaba —de hecho, la libertad es lo que más desconozco,
solo estoy disponiendo los medios materiales, como lo decía el Dr., yo no pongo la libertad
— se sorprendía.
Poco a poco se fue dando cuenta Harris de que su proyecto no se trataba de crear un ser
libre, sino de cultivar un hombre in vitro. Sin embargo otra cuestión relucía como incentivo
para que Frank continuara su investigación. El hombre es su cerebro… —esta tesis que
compartimos tanto los neurocientíficos, jamás la creí absolutamente, pero la trataré de
demostrar—.
Siguiendo su plan, en su desolado laboratorio en el cual impartía sus clases, comenzó in
vitro a introducir células cerebrales, donadas a la universidad. Creaba círculos genéticos,
mediante la combinación de distintas secuencias de ADN. Poco a poco pasó del campo
físico, al campo del diseño, con éxito. Las células evolucionaron con imposible rapidez, y
un cerebro fue aflorando. Sin embargo, a algún receptáculo debería conectarse.
—Padre mío— sollozaba —siento que estoy creando un aparato como el que te asesinó. Sin
embargo, creo fervientemente que puedo también desentrañar tu muerte y la de mi madre
en el resultado. Moriré sabiendo que iré con ustedes—.
Creó un cuerpo antropomorfo, mucho más elaborado que las máquinas que yacían afuera.
Esperó a que el cerebro alcanzara una fase adecuada, y lo introdujo en la máquina.
¡El gran momento llegó! Aquel en el cual evidenciaría si su teoría fracasaría, siendo que él
esperara que así fuera. —si esto funciona, padre, ¿no fuiste acaso libre? ¿Moriste a manos
de una máquina, siendo una máquina más?—.Muchas dudas surgieron en Frank en ese
momento, ya que las dos alternativas, tanto el fracaso como el éxito, cambiarían la manera
que este entendería su propia vida, de forma rotulante. ¡Cambiaría la forma de ver al
hombre! — Volveremos a las antiguas cuestiones— pensaba.
Finalmente, y con todos los sistemas activados, la maquina respondió, y, curiosamente,
comenzó a moverse con vehemencia, y a emitir sonidos angustiantes. Pasado el tiempo, la
maquina se hizo domesticable, como un animal, o como cualquier otra máquina, aunque
jamás aprendió un lenguaje sintáctico. Frank mantuvo en secreto su gran invención, y decía
que su máquina era una común, encargada de los quehaceres del hogar.
— ¡vamos, amigo, ven!… juega conmigo. ¡Habla!— insistía Frank.
Pasados casi ocho años, la máquina, que tenía que estar siempre conectada a un novedoso
aparato de oxigenación celular, solo aprendió a moverse de lugar en lugar, y a reaccionar
frente a un “nombre” que Frank le asignó. —Relojero— le decía, por considerarlo aún
como un simple sistema de engranajes. Frank se asombraba de lo que había logrado por
medios alternos a los tradicionalmente utilizados. Pensaba que, si pudo él poner un cerebro
artificialmente creado en una máquina, podría traspasarse el cerebro de cualquier persona a
un aparato de este tipo, prolongando la vida. Sin embargo, parecía que su fracaso con
Relojero se debía a que finalmente comprobó el error de la tesis neurocientífica, ya que,
este era una máquina con un cerebro implantado, unas partes heterogéneas unidas
forzosamente, pero no un cuerpo dispuesto para ser informado por lo que nos hace
realmente humanos: el alma. Un sentimiento de angustia y de temor volvió a Frank de
golpe. Se encontró de frente con que, luego de tantos años invertidos, había incertidumbre
frente a lo que era la libertad, la autoconsciencia. La muerte volvía a ser ese salto a ciegas
hacia la profunda e ignota oscuridad. Así se diera cuenta de que no basta con la disposición
de partes para la creación de una vida humana, de que debía ser un cuerpo humano
perfecto, tampoco llegaba a aprobar por completo la tesis alterna. De hecho, ver a Relojero
y no saber que pasaba por su mente, lo llegaba a angustiar hasta el nerviosismo enfermizo.
Un extraño acontecimiento sucedía en la casa de Frank. Este, al llegar luego de su trabajo,
se encontraba con que Relojero había cambiado de posición, y que había papeles suyos que
no estaban —debí olvidarlos en otro lugar— pensaba. Sin embargo, todos los días, en
ausencia de Frank, Relojero tomaba unos cuantos papeles y una pluma que siempre se
encontraba en el comedor. Dibujaba en dichas hojas retratos pueriles de Frank, y luego los
escondía en diferentes lugares de su casa.
—Relojero—, decía Frank, —he vuelto a casa. Tu abuelo estaría muy orgulloso de lo
obediente que eres— bromeaba. Relojero movía la cabeza y los brazos como un perro lo
haría al recibir algún estímulo. Ese mismo día, Frank había perdido su trabajo en la
universidad. Su edad era ya avanzada, y sus colegas se habían enterado de sus experimentos
hechos sin permiso alguno, por lo cual decidieron jubilarlo. Frank decidió pasar la tarde con
relojero, su único acompañante, ya que este jamás conformó una familia por dedicarse
únicamente a su investigación. Puso algo de música de Beethoven, mientras lanzaba una
pelota a relojero para que la trajera. Sufría Frank no por la pérdida de su empleo, sino por
haber llegado a una edad tan avanzada sin lograr solucionar su conflicto. El Dr. Cohen
había muerto años atrás, dejando un legado crítico que perduró en algunos círculos
académicos, pero poco más. Frank perdía día tras día la esperanza. Pensaba en su padre, en
su madre, en su vida dedicada a llenarse de conocimientos sin llegar a una compresión
completa de la vida y del mundo. Le gustaba, para esos días, recorrer obras de algunos
filósofos medievales y antiguos. Ellos le ofrecían esperanzas, para él, inciertas también en
algunos de sus planteamientos.
Nostálgico decía —oye, relojero amigo, eres mi mayor logro ¿Por qué no fuiste libre?, ¿por
qué no tuviste el privilegio de amar, de sentir cariño?—. Relojero parecía paralizado por las
fuertes palabras. — ¡Reaccionas al mis gritos pero no a mis palabras! ¡Padre, Madre… he
de morir sin comprender de dónde procede la libertad, de donde procede la verdadera
consciencia! Porque tú, Relojero, eres la muestra del enigma que solo resuelve la naturaleza
por sí misma, y que nunca confiesa, ni al hombre más entregado a su maravilla. Caya ante
nuestras preguntas y al final, ni la ciencia ni la filosofía dan cuenta de lo que eres. Yo por
mi parte, al parecer, tampoco sé quién soy, me he perdido en dos posturas, en dos modelos
inexactos—.
Esa noche, Frank ingirió docenas de pastillas para la hipertensión y murió, ahogado en
llanto. Relojero, ese día, había acumulado todos sus dibujos, dispuesto, al parecer, a
entregarlos a su mentor. Sin embargo, al regresar de su búsqueda, Frank no respondió.
Pasaron horas y Relojero estuvo cerca de Frank, paralizado. Frank había adiestrado a su
creación para que se abasteciera de oxigeno regularmente. Sin embargo, relojero
acostumbraba a esperar que Frank despertara, antes de cualquier actividad. Pasaron horas y
más horas. En su lecho, relojero comenzaba a decaer, a falta de oxígeno. Su reserva
terminaba, y, de forma insólita, se abalanzó sobre Frank. Tomó sus dibujos y los puso sobre
él, y con sus últimos alientos, por medio de su bocina inusitada resonó, casi ininteligible —
Frank y relojero— señalando un dibujo en que los dos aparecían. Parecía que Relojero
sentía el dolor de la muerte, el mismo que sintió Frank al perder a su padre. Relojero hacía
parte de nuevo misterio. Aparentaba corroborar una especie de sincretismo, una unión de
dos posturas constantemente en pugna. Resolvió la pugna al interior de Frank, justo de
después de su muerte.
En su lecho de muerte, se mostraba la consigna de la que no daría cuenta Frank… La
libertad es un misterio, y su manifestación tan múltiple y variada, que la ciencia misma
jamás comprenderá. No comprendemos las maravillas del mundo natural, y sobretodo,
desconocemos gran parte de la naturaleza propia, el alma humana. La incertidumbre
siempre hará parte de ejercicio de quien quiere más comprender, y ni el más sabio de los
hombres, ni el mejor científico abarcarán toda dimensión de lo real. Sin embargo,
trascendemos, en el recuerdo de otro, en el sentido profundo de nuestra vida y de su
término.
FIN.

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