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Alberto Chimal, escritor mexicano

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La casa del Estero
17/3/2016 | Categorías: El cuento del mes | Etiquetas: Aquí no es Miami, crónica,
Las Historias es un sitio de Cuento, El cuento del mes, escritoras, escritores mexicanos, Fernanda Melchor, La
Alberto Chimal, escritor casa del estero, literatura de horror, literatura de terror, no ficción | 7
mexicano. Contiene una Comentarios

antología virtual de cuento


en constante crecimiento y Este no es exactamente un cuento: es una crónica de la
otros contenidos en archivo. escritora mexicana Fernanda Melchor (1982), publicada
Más información sobre el inicialmente en el libro Aquí no es Miami (2013). Pero ella no
autor en esta página. sólo es una narradora extraordinaria, cuya novela Temporada
de huracanes (2017) es una de las más celebradas de los
últimos años en español, traducida a varios idiomas y
Enlaces
ganadora de premios internacionales; además, esta narración
Columna en la revista Literal es considerada por muchas personas uno de los mejores
Libros de Alberto Chimal cuentos de terror escritos en México en los últimos años.
Fernanda Melchor será, creo, de los muy pocos autores de
este tiempo que serán efectivamente recordados después; la
Proyectos y redes sociales
cultura mexicana siempre ha tenido poco aprecio por la
Canal de video literatura como arte, y sólo la justifica cuando «informa»
Podcast [Spotify][Ivoox] acerca de la realidad (o lo que algunos consideran importante
Alberto Chimal en Facebook de la realidad), pero lo cierto es que narradoras como ella
Alberto Chimal en Twitter logran el objetivo triple de escapar de los prejuicios,
efectivamente escribir de experiencias vividas, o cercanas a la

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El Sótano vida y los titulares, y hacerlo con enorme habilidad.
Gandhi El texto está tomado del blog de la autora.
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cambia todo

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 Alberto Chimal en Eso lo


cambia todo
LA CASA DEL ESTERO
 Alberto Chimal en Eso lo Fernanda Melchor
cambia todo
Felix, qui potuit rerum cognoscere causas
 magnovoa en Eso lo Virgilio, Geórgicas, lib. II v. 490.
cambia todo
1
—¿Qué es lo más cabrón que te ha pasado en la vida? —me
preguntó Jorge.
Estábamos en la fiesta de cumpleaños de Aarón, en el
balcón de su sala. Acababan de dar las cuatro de la mañana.
Un norte ligero alborotaba las palmeras de la costera, visibles
–al igual que los fierros de las gradas del carnaval, ya
instaladas desde enero– por encima de los tejados de la
colonia Flores Magón.
—¿Lo más cabrón que me haya pasado? —repetí, para
ganar tiempo.
Yo tenía 24 años. En aquel entonces, lo más cabrón que me
había pasado era la pelea que tuvimos mi padre y yo antes de
que me largara para siempre de su casa. Era el 2005 y sólo
quedábamos él y yo en Veracruz: Julio estudiaba en
Ensenada y mamá… bueno, digamos que mamá estaba de
vacaciones indefinidas en el norte del país, desde donde
telefoneaba de vez en cuando para platicar de cosas que cada
vez tenían menos sentido. Papá ya se había deshecho de las
cosas de mamá: su ropa, sus papeles, sus perfumes; metió
todo en bolsas de basura y las sacó a la calle. No dejó de
echar fiesta desde entonces; yo era la que trabajaba para
comer y pagarme la carrera.
¿Pero qué caso tenía contarle eso a un muchacho al que
apenas conocía? Una cosa era que me dejara dar sorbos a su
cerveza y que me mirara con ojos negros bellamente
entornados, y otra, contarle cómo aquella última pelea yo
había amenazado a mi padre con su propia arma –una .45
automática que él mismo había escondido en mi tapanco–
porque su tronadera de música electrónica llevaba días sin
dejarme dormir.
—No sé. La verdad es que no sé —respondí al final,
presionada por aquellos ojos a la vez penetrantes y
somnolientos.
Intuí que su respuesta sería mejor que la mía, pero algo
pasó, algo interrumpió nuestro diálogo en el balcón, y Jorge
no me contó la cosa más cabrona que le había pasado sino
tres meses después, cuando tuvimos nuestra primera cita.
Él llevaba dos caguamas encima cuando yo llegué al bar,
tarde y un poco mojada por la lluvia. Me senté en la mesa que
eligió sobre la acera. Corría un viento tibio que me secó
rápidamente. Lo dejé guiar la conversación porque, la verdad,
a tres meses de la fiesta de Aarón no lograba recordar su
nombre de pila; sólo su apellido, su apodo de barrio –El
Metálica– y su mirada.
Esa noche, después de dos litros más de cerveza, me contó
por primera vez la historia de lo que le había pasado a él y a
un grupo de amigos en la Casa del Diablo. Tardó algunas
horas en hacerlo, en parte porque narró, minuto a minuto,
sucesos que habían ocurrido hacía más de una década, y
también porque abundaba en extensas digresiones
destinadas a explicarme los detalles que yo ignoraba. El estilo
de contar de Jorge me intrigaba: entretejía de forma natural
el relato directo de lo sucedido con fragmentos de diálogos,
con ademanes aferrados a su cuerpo, con sus propios
pensamientos, los presentes y los pasados. Un jarocho de
pura cepa, pensaba yo, fascinada; entrenado para la
conservación de las hazañas viriles en una cultura que
desdeña lo escrito, que desconoce el archivo y favorece el
testimonio, el relato verbal y dramático, el gozoso acto del
habla.
Tres horas después yo seguía muda y él llegaba a la
desoladora conclusión de su historia. Para entonces, yo ya
estaba enamorándome de él. Tardé varios años en darme
cuenta de que, en realidad, me había enamorado de sus
relatos.

2
El horror, como Jorge lo llamaba, comenzó un día de junio de
1990, con la llamada de su amiga Betty.
—Oye, Jorge, vamos al Estero…
Por el auricular, Jorge podía escuchar las risitas de Evelia y
de Jacqueline.
“El Estero. Quieren ir a esa pinche casa de nuevo”, pensó
Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por
completo.
—No puedo ir, no tengo dinero —les dijo, seco, para
desanimarlas.
—¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella…
Jorge miró el rostro dormido de su abuela, su boca
ligeramente abierta, las cobijas hasta la barbilla. El teléfono
estaba en el cuarto de la anciana pero ella nunca escuchaba
el timbre. Dormía hasta tarde porque se pasaba las noches en
vela. Decía que la tía de Jorge, su hija fallecida años atrás, se
le aparecía al pie de la cama y le movía las piernas.
—No tengo nada, ni para el autobús.
—¡No importa, nosotras te invitamos!
Jorge tuvo ganas de hablarles de lo que vivía en la casa del
estero, pero no se atrevió.
—Anda, no seas mamón. Te esperamos en Plaza Acuario—
dijo Betty, y luego colgó el teléfono.
Jorge marcó entonces el número de Tacho.
—¿Bueno? respondió este.
—Oye, carnal. Fíjate que…
—Sí, ya me hablaron.
—¿Tú qué dices? ¿Vamos?
Tacho permaneció en silencio. Jorge retorcía el cordón del
teléfono, impaciente. Dejarle a Tacho la decisión de ir o no a
la casa abandonada era como lanzar una moneda al aire.
“Tacho también estuvo ahí, él vio las caras de los cadetes”,
pensó. Deseaba con toda el alma que su amigo se negara a ir.
— Pus vamos a ver qué pasa— dijo Tacho, después de un
largo silencio.
Resignado, Jorge colgó el aparato y fue a darse una ducha.
No tenía prisa; si las chicas realmente querían ir bien podían
esperarlo. Por la ventana del baño observó que el cielo se
cubría de nubes negras y se alegró. Se vistió y salió de la casa
sin despertar a la abuela.
No había avanzado ni diez metros sobre la avenida cuando
el aguacero comenzó a caer. Gotas gruesas tupieron el
pavimento pero Jorge no se molestó en cubrirse. “Ahora ya
no querrán ir, es la excusa perfecta”. ¡Cómo amaba Jorge las
tormentas instantáneas de finales de primavera!
Para cuando llegó a casa de Tacho, la lluvia había cesado.
Su amigo lo esperaba fumando bajo un árbol; estaba listo.
—¿Nos vamos? —preguntó, él también inseguro.
El sol brillaba de nuevo en el cielo e iluminaba las fachadas
de las casas. Los niños regresaban en tropel a las calles.
Algunos llevaban barcos de papel en las manos; los hacían
navegar sobre un arrollo bajo la cuneta.
“En menos de una hora, toda esta agua será aire caliente
de nuevo”, pensó Jorge, derrotado. La ropa mojada se le
sacaba ya bajo el sol.
— Pues vamos —suspiró.
Sentía el corazón como exprimido por un puño invisible
mientras caminaban al sitio en el que las chicas ya los
esperaban.

3
Las leyendas sobre la Casa del Diablo son muchas y nada
originales. Combinan relatos decimonónicos del puerto con
argumentos de películas de terror los años ochenta: entre sus
muros en obra negra, supuestamente, tuvieron lugar
asesinatos rituales y penaban espíritus chocarreros. Se decía,
por ejemplo, que la construcción estuvo destinada a ser un
hotel con restaurante en la última planta, pero que este
nunca pudo terminarse debido a que el vigilante mató a su
familia entera y luego se suicido; sus almas –según la mítica
porteña que relaciona las muertes violentas con la aparición
de espíritus “intranquilos”– penaban en el sitio. Otra leyenda
insistía en que la casa era la sede de una secta satánica que
realizaba oscuros ceremoniales en sus sótanos, relato
alimentado por la cercanía de la Casa del Diablo con el
llamado “castillo” de la Condesa de Malibrán, un personaje a
medias histórico a medias mítico considerado por los locales
como una especie de Erzsebeh Bathory tropical. Asimismo,
existía una tercer leyenda: la casa tenía siete sótanos a los
que se accedía por una escalera en el interior, y en el último,
en el más profundo, moraba el mismísimo Satanás.
Lo cierto era que la casa y el terreno –ubicados a orillas del
río Jamapa, en una de las zonas de mayor plusvalía de Boca
del Río– pertenecían a un empresario local que no estaba
interesado en venderlo ni en rentarlo. Una verja de acero
impedía el acceso a los curiosos, la mayor parte adolescentes
del puerto que buscaban un sitio para beber, drogarse y
estimular con un poco de sugestión sus glándulas
suprarrenales. La costumbre indicaba que uno debía entrar a
la casa a través de la verja de hierro, sobornar al vigilante en
turno y después recorrer uno a uno los tres pisos aún en obra
negra. El tiempo y el clima no ayudaban a la conservación de
la casa, que en los años noventa carecía ya de ventanas y
cuyos pisos estaban siempre tapizados de una espesa capa
de hojas secas. Una ceiba parasitaba una de las esquinas del
edificio, sus ramas invadían partes de la segunda planta.
Jorge, por supuesto, escuchó de niño todos esos rumores
pero jamás había entrado; solamente había atisbado la casa
por entre la maleza del Estero, a bordo del autobús rumbo a
Antón Lizardo. La oportunidad de visitar la casa llegó cuando
tenía 15 años; la idea fue suya y con ella convenció a la
pandilla de scouts a la que pertenecía para que lo
acompañaran: harían una expedición a la Casa del Diablo y
escudriñarían sus misterios. Entraron por un portal al primer
piso, recorrieron los cuartos oscuros y malolientes que
parecían haber sido construidos bajo un diseño laberíntico.
Entre risas nerviosas llegaron al segundo piso, el único lugar
que realmente tenía apariencia de restaurante, con
separaciones que distinguían una barra, una cocina y cuartos
de baño. Todo estaba cubierto de hojas secas, excrementos
de roedores y cadáveres de lagartijas.
Lo único extraño que encontraron fue, en las habitaciones
detrás de la barra, un portal con marco de piedra que
conducía a una escalera. Esta descendía, formando una
espiral, hacia una oscuridad absoluta.
Ese día se marcharon porque no llevaban cuerdas.
Regresaron el domingo siguiente con piolas, linternas, tiras
de halógeno, provisiones de comida y agua, y una estrategia
contra el pánico que el mismo Jorge había considerado
necesario diseñar. Todos habían escuchado los rumores
sobre la casa; era necesario que, en caso de que ocurriera
algo fuera de lo común, permanecieran tranquilos, en calma;
que el pánico no los invadiera.
Decidieron incluso el orden en el que descenderían:
primero El Puma, que a sus 19 años era considerado por
todos como un verdadero adulto y por ello portaba el bastón
del mando del clan. Luego bajarían Jorge, Adán y Lilí. A
Roxana le tocó quedarse afuera y vigilar el extremo de la
cuerda con la que todos se unieron, como exploradores
alpinos, antes de descender.
La escaleras apestaba a humedad y podredumbre. Los
peldaños se desmoronaban bajo sus pies. Pronto necesitaron
luz; Puma ordenó:
— Enciendan sus linternas.
Pero ninguna de las cuatro funcionaba.
“Pero si probamos las baterías allá arriba”, pensó Jorge,
aunque se cuidó de decirlo en voz alta para no generar
inquietud extra.
Los chicos sacaron entonces las tiras de halógeno de sus
bolsillos, y fueron quebrándolas para obtener una luz verde,
fluorescente, que apenas iluminaba el camino. Así
descendieron unos diez metros más. Hacía demasiado calor y
el sudor traspasaba el tosco tejido de sus uniformes. Delante
de Jorge, Puma tanteaba el terreno con el bastón de mando;
por detrás, Adán respiraba contra su nuca y a Liliana le
castañeaban los dientes. Jorge también sentía miedo pero la
flaqueza era algo que debía aprender a dominar, a controlar,
si es que quería ingresar al Colegio Militar cuando cumpliera
18 años. Su sueño, en aquel entonces, era ingresar a la
Brigada de Fusileros Paracaidistas y hacer la carrera de las
armas. Después, cuando ya fuera un soldado de élite,
desertaría del ejército y se uniría a la Legión Extranjera. A los
quince años esa era, básicamente, su plan para escapar de
Veracruz, de la abuela.
—Esperen… —balbuceó Puma de pronto.
Jorge chocó contra su espalda.
—¿Qué pasa?
—Me acaban de quitar el bastón de las manos.
Jorge respiró profundo. Casi no había aire ahí dentro.
—¿Cómo?
—¿Qué pasó? —lloriqueó Lilí.
A Puma se le quebró la voz y ya no quiso decir nada más.
“Ya, esto es, esto es el pánico”, pensó Jorge “El momento
en que todo se lo lleva la chingada”. Su pecho era un fuelle.
Carraspeó hasta recobrar la voz y dio la orden de retroceder,
ante la mudez estupefacta de Puma.
Subieron como los cangrejos. Nadie quería darle la
espalda al foso, de donde provenía el ruido del bastón al
golpear brutalmente las paredes. Jorge respiraba con la boca
abierta; trataba de encontrar un ritmo en su respiración, de
controlar los latidos de su corazón. “Quizás sólo es un
drogadicto, un loquito de esos que se meten a las casas
abandonadas” pensó. “¿Pero qué clase de loco viviría en
aquel agujero, qué clase de cosa esperaría ahí, en la
oscuridad hedionda, a que llegara alguien …”.
Tuvo que concentrarse en no pensar, en tantear con los
pies la rampa ascendente de las escaleras.
Cuando lograron salir de ahí, se encontraron a Roxana
llorando con la cabeza metida entre las rodillas. Durante
varios minutos la chica no pudo hablar, sólo les señalaba la
cuerda con la que se habían amarrado a una columna
cercana. La piola oficial de los scouts, garantizada para
soportar una tonelada de peso, estaba rota, reventada a
pocos centímetros del nudo.
—Vi que se tensó, como si la jalaran desde abajo— diría la
chica. – Pensé que se habían caído, que algo les pasaba, y
comencé jalarla hasta que reventó…
La piel de sus manos estaba quemada por la fibra.
Roxana había gritado sus nombres, una y otra vez, al pie de
la escalera. Como no le respondían, se hizo un ovillo y cedió
al llanto. Lo raro era que, en la oscuridad de las escaleras,
ellos no oyeron ni uno de sus gritos.
Los scouts huyeron de la casa antes de que llegara el
ocaso. El Puma iba hasta adelante; cuando atravesaron la
reja, aún llevaba la navaja abierta en la mano.

4
Ese fue el primer antecedente del horror. Hubo un
segundo: el asunto de los cadetes, ocurrido una semana
antes de la llamada de Betty. Jorge no pudo evitar recordar
este último incidente mientras esperaba con Tacho a fuera de
un tendajón en Boca del Río. Betty, Evelia y Jacqueline
estaban adentro, comprando ron, soda y cigarrillos para la
nueva excursión a la casa.
Aguardaban de pie sobre la calle que conduce al puente
que se alza sobre el río Jamapa, justo donde termina la
ciudad de Boca del Río. Jorge miraba el puente; ahí, del otro
lado, la carretera se dividía en una encrucijada: hacia la
derecha se iba hacia Paso del Toro y la carretera antigua a
Córdoba; hacia la izquierda, se iba hacia Antón Lizardo. Para
llegar a la casa del Diablo había que tomar al autobús a Antón
Lizardo y pedir la parada nada más bajando el puente de El
Estero. Había que tomar una brecha que rodeaba al río y
caminar unos 500 metros para llegar a la verja.
Jorge tenía asco. Ni siquiera tenia deseos de fumar, mucho
menos de beber. Pensaba que era un error regresar a la casa,
después de lo que les había pasado el domingo anterior,
cuando él, Tacho y Jacqueline visitaron la casa por invitación
de Karla, una amiga en común. Aquella vez llegaron mucho
más tarde; eran casi las siete de la noche y debieron caminar
por la brecha guiados por la lamparita de bolsillo que llevaba
Tacho. Karla y sus amigos ya estaban adentro; podían
escuchar sus gritos y risas cuando cruzaron la verja. Entraron
a la casa y comenzaron el recorrido para llegar al último piso.
Los amigos de Karla se correteaban en la oscuridad; eran
todos cadetes de la academia de Antón Lizardo; iban rapados
y de civil pues era su día de permiso. Jorge trataba de
distinguir la barra en la oscuridad cuando sintió que alguien
lo tomaba del cuello. Era uno de los cadetes; llevaba una
máscara de simio en el rostro y una pistola con la que apuntó
a Jorge.
Los cadetes aullaron.
—¡Quítame esa cosa de la cara! —gritó Jorge. Le propinó al
cadete un derechazo que le desacomodó la máscara.
— ¡Estamos jugando, pendejo, no tiene balas!— lloriqueó
este desde el suelo.
Jorge hubiera querido matar al tipo e incluso pensó en
sacar la navaja que siempre llevaba consigo pues ya no era un
boy scout sino un hombre de 22 años, desertor del
bachillerato y veterano de las peleas callejeras. No le
importaba que los cadetes fueran nueve y que tuvieran
armas; eran unos maricas. Él y Tacho podían con todos
juntos.
Pero antes de que pudiera hacerle alguna seña a su amigo,
Jacqueline ya estaba en medio de ellos, rogando que no se
pelearan. Los cadetes bajaron al primer nivel y Jorge y su
gente subieron a la azotea para mirar las luces de Boca del
Río. Estuvieron un buen rato ahí, charlando, calmándose, y
cuando al fin bajaron para irse de la casa, se encontraron con
que los amigos de Karla aún no se había marchado. Estaban
todos de pie junto al río, como formados para pasar revista.
Tacho les apuntó con la linterna; estaban desencajados del
susto.
Karla salió de la oscuridad para reclamarle a Jorge:
— ¡Coño, Jorge, si tienes algún pinche problema con mis
amigos díselo en sus caras, pero no estén con sus mamadas
de aventarnos piedras desde ahí arriba!
El rostro pequeñito y agraciado de Karla se contraía en
llanto.
—¿De qué hablas? ¿Cuáles piedras?
—¡No te hagas pendejo, nos aventaron piedras desde esa
ventana! ¡Fueron ustedes!
Con la mano se tapaba la oreja ensangrentada.
De nada sirvió que Jacqueline jurara por Dios que ellos no
habían sido; nadie quiso creerles. Y Jorge partió de la Casa
del Diablo jurando que jamás en su vida regresaría.
Pero una semana después ahí estaba. Y era como si la casa
pareciera saberlo, como si el pueblo entero de Boca del Río
supiera a dónde se dirigían: del otro lado de la avenida,
plantada en medio de la acera, una indigente los señalaba al
él y a Tacho y chillaba:
— ¡Mírenlos, allá van!
Los cabellos le caían en hilachas grasientas sobre el rostro.
Reía mostrando una boca llena de agujeros negros.
–Vete a la verga —maldijo Tacho, visiblemente angustiado.
Pero no dijo nada más.
Jorge lo miró con insistencia. Quería que Tacho lo viera a
los ojos y aceptara que aquello era una mala idea. Él había
estado también la semana anterior, el sabía lo de los cadetes.
Pero Tacho no dijo nada; hasta pareció ofendido cuando
Jorge le sostuvo la mirada. El rostro flaco y ceñudo de Tacho
era un reproche; parecía decirle en silencio: “no digas nada o
será peor, de esas cosas nunca se habla”.
—¡Allá van! —aullaba la limosnera— ¡Pendejos!

5
No le dijeron nada a las chicas. No se opusieron a subir al
autobús, a bajarse en la brecha de arena y conchas trituradas.
Del lado derecho fluía el río. Del lado izquierdo, se alzaba la
mansión blanca. De la terrazas de la casa asomaban las
cabezas de siete perros doberman que les ladraban y
mostraban los colmillos. La verja de hierro estaba frente a
ellos, abierta. El sol aún quemaba; eran pasadas las cinco de
la tarde.
(Jorge no paró de beber mientras contaba su historia.
Hablaba sin parar durante algunos minutos y se detenía sólo
el tiempo suficiente para vaciar la mitad del vaso; hacía
gestos para no eructar frente a mí y luego reanudaba su
relato. Yo aún no sabía qué pensar. No creía –como no creo
ahora– en fantasmas, ni en aparecidos ni en “malas vibras”,
como la mayor parte de mis paisanos. Las únicas experiencia
inexplicables que había tenido pertenecían todas a un
periodo de mi vida en el que chupé cartoncitos con ácido
como si fueran mentas.
El que Jorge llevara una playera roja con un ichtus
cristiano en la espalda, me dijo muchas cosas sobre la
naturaleza de su relato. Creía, en aquel momento, saber hacia
dónde se dirigía. Todavía pasarían muchos meses antes de
que me enterara de que Jorge era prófugo no sólo de los
scouts y del ejército, sino de una iglesia evangélica local y
hasta de los mormones: ahí aprendió a leer la Biblia y a orar;
o como él decía a “a trabajar energía contra energía”).
A un lado de la reja crecía una maraña apretada de monte.
De aquel zacate cerrado, justo cuando se disponían a cruzar
el umbral, surgió un hombre joven que les cerró la reja en la
cara.
—No, aquí no pueden pasar, esta es propiedad privada —
les dijo.
Era un hombrecillo bajo, insignificante.
(Años después, cada vez que hacía que Jorge repitiera la
historia de la Casa del Diablo le pedía que abundara en la
descripción de aquel misterioso vigilante. Jorge siempre
decía: “Tú puedes poner a diez hombres formados; si dices
‘me voy a acordar de todos’, te acuerdas de todos menos de
él. Un vato absolutamente común”).
—Oye, pero aquí estuvimos la semana pasada, danos
chance de pasar a ver —rezongó Jacqueline.
—Pero la semana pasada yo no estaba y ahora sí. Y aquí yo
digo que no pueden pasar —respondió el vigilante.
Las chicas le rogaron. Le ofrecieron 50 pesos de propina. El
tipo meneaba la cabeza.
—No, al rato quién va a escuchar sus pinches gritos… —
decía con una sonrisa.
Las chicas no parecían escuchar estas razones. Después de
veinte minutos de discusión, Jorge, aún mareado, apartó a
las chicas y se encaró con el vigilante.
—Mira, ni tú ni yo. Dejémoslo a la suerte —le dijo.
Al tipo le brillaron los ojos.
—¿Qué propones?
—Vamos a echarnos un volado. Si cae águila, pasamos.
—¿Y si cae sol?
—Si cae sol tú decides si quieres que pasemos o no.
Jorge lanzó la moneda. Cayó sol.
—Pues tú dices —le dijo Jorge al tipo.
El vigilante soltó una risita. Abrió la reja y se apartó del
camino.
—Pues pasen. Total, yo aquí no soy nadie…
Y así riendo quedito desapareció entre el monte. No
volvieron a verlo.
Jorge condujo al grupo a una terraza del último piso a la
que consideraba segura, en parte porque colgaba fuera de la
casa, junto a la ceiba parásita. No quiso beber más que soda;
sentía que debía permanecer alerta, con la espalda
apuntando a la ceiba y al río y la mirada clavada en el portal
que daba a la casa. Las chicas, en cambio, se bebieron el litro
de brandy que habían comprado, y para las nueve de la noche
ya estaban ebrias y con ganas de jugar a la botella.
Jorge no lograba relajarse; sus amigas se lo reprochaban.
—Jorge, quita esa cara, te toca a ti —lo animaron.
Jorge hizo girar la botella. Le tocó mandar a Betty. Le
ordenó que bailara como stripper, aunque ni siquiera sentía
deseos de verla mover las carnes. La chica subió a una de las
bancas de la terraza y bailó entre risas. Se dio la vuelta para
alzarse la playera; lanzó un grito y bajó del banco de un salto.
— ¡Viene alguien, viene alguien!
Jorge se levantó como resorte. Miró hacia la casa: una
sombra atravesó la ventana. Una sombra que no se subía y
bajaba como dando pasos sino que se deslizaba hacia el otro
extremo del tercer piso. Una sombra lo bastante oscura como
para sobresalir en la oscuridad de la casa vacía.
“Hacia la barra”, pensó Jorge en aquel momento. “Hacia la
escalera escondida detrás”. Les ordenó a las chicas que se
recostaran en el piso y a Tacho que aguardara junto al marco
de la ventana. Así, con los puños apretados y el estómago
hecho un nudo, esperó a que intruso hiciera su aparición en
la terraza.
Pasaron unos diez minutos de tensión insoportable en los
que sólo se escucharon los susurros angustiados de las chicas
y el rumor de los grillos y de las salamandras, ningún paso,
ningún reclamo, nada. Evelia comenzó a gemir, y eso los hizo
salir del trance. Jorge ordenó la retirada. Todos se pusieron
en pie, menos Evelia.
—Jorge, algo le pasa —dijo Betty.
Evelia, acostada bocabajo sobre el piso de la terraza,
jadeaba y se sacudía, como si riera.
—Evelia, déjate de pendejadas y párate —ladró Jorge.
La chica no obedeció. Jorge la tomó de los hombros y la
sacudió con rudeza.
?—¡Ey, párate ya!
Tiró del cuerpecillo de Evelia y le dio la vuelta. La chica
abrió los párpados.
—Me estaban buscando? —preguntó. con voz áspera,
cavernosa— Me estaban buscando, ¿verdad? ¡Pues aquí
estoy!
“Ya no es ella”, pensó Jorge. “Es otra madre”.
Se le erizaron los cabellos.
— Déjate de pendejadas, Evelia —le ordenó.
La voz le salió más floja de lo que quería.
Evelia se deshizo de su abrazo. No permitía que nadie la
tocara: lanzaba golpeas, patadas, escupitajos. A Betty, que se
inclinó para calmarla, le propinó un taconazo en la cara, con
tanta fuerza que la chica salió despedida contra el barandal
de la terraza. Jorge, con ayuda de Tacho, volvió a cogerla.
—No, suéltenme, ya estoy bien —decía, entre sollozos—.
Vamos a seguir jugando.
Pero aquella mirada no engañaba a Jorge.
—No, ni madres. Tú no estás bien, tú no eres tú…
La cargaron entre los dos y entraron a la casa. Sin más
ayuda que la de sus pupilas inflamadas hallaron la salida.
Betty y Jacqueline gimoteaban, prendidas de la camisa de
Jorge.
—¿Pensaron que podían quedarse? —reía Evelia, entre
sollozos— Pues aquí se van a quedar todos. Y a ella me la voy
a llevar.
Llegaron a la verja. Evelia, que en ningún momento dejó
de removerse como una culebra, se escurrió entre sus brazos
y cayó al suelo. Con las puras manos comenzó a arrastrarse
por la tierra, como paralizada de la cintura para abajo, hacia
el umbral de la casa.
“Si se mete, yo no la voy a sacar”, pensó Jorge con
espanto. “Y si yo no la saco, nadie lo hará”. Se arrojó sobre
ella y la montó, a pocos metros de la entrada de la planta
baja. Le dio la vuelta y la golpeó en el rostro con la mano
abierta, como hubiera hecho con un varón más joven que él,
para despreciarlo. Evelia rió.
—¿Tú crees que me pegas a mí? ¿Tú crees que me estás
lastimando?
—¡Cállate! —gritó Jorge.
La cara de Evelia estaba roja por los puñetazos.
—¡Jorge, no me pegues, soy yo! —gritaba, segundos
después— Soy yo, ya regresé.
Jorge la abrazó muy fuerte. Pensó que el peligro había
pasado.

6
Años después Jorge me contó cómo le habían hecho para
regresar a Boca del Río, cómo terminaron aporreando las
puertas de la iglesia de Santa Ana, con una Evelia que pasaba
del llanto a la risa en ciclos de medio minuto. Aquella noche,
la primera vez que escuché la historia, la primera vez que
salimos, Jorge sólo dijo que habían conseguido un aventón
que por casualidad terminó justo en el atrio de la parroquia
de Boca del Río. No dijo nada del tiempo que permanecieron,
él y Tacho y las chicas, inmóviles bajo una de las farolas de la
brecha, incapaces de hallar en la oscuridad las luces de la
carretera, temerosos de estar regresando a la casa maldita en
vez de escapar de ella. Tampoco habló de los versos que
empezó a recitar, partes de salmos aprendidos de memoria
que hicieron que Evelia redoblara sus bramidos y sus
esfuerzos por liberarse: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he
confiado; oh, alma mía, dijiste a Jehová, tú eres mi Señor”. La
chica vomitaba de furia mientras Jorge oraba. La decisión de
presentar a Evelia ante el cura de Santa Ana había sido suya;
Jorge no lo confesaría sino muchos años después, bajo la
presión de mis preguntas.
Regresaron al centro de Boca del Río a bordo de una
Caribe. Tuvieron que sentarse sobre Evelia para mantenerla
dentro del auto; se revolvía como un felino. El conductor de la
Caribe los dejó frente al atrio de Santa Ana. Jorge corrió hasta
la sacristía y aporreo la puerta. Una mujer gorda la abrió y les
preguntó que deseaban. Jorge le señaló a Evelia, que yacía
sollozante sobre el regazo de Betty, las dos sentadas en la
acera. La mujer desapareció. El cura salió en su lugar; iba de
bermudas y chanclas. Tacho y Jorge se le explicaron lo que
había sucedido en el interior de la casa. El sacerdote salió al
atrio y miró de cerca de Evelia. Le apartó los cabellos mojados
de la cara; la chica gruñó y se sacudió bajo su contacto.
— No, muchachos, esta niña se pasó de pastillas —
concluyó el cura—. Y además apesta mucho a alcohol. O se
metió algún estupefaciente o tiene un brote de esquizofrenia.
Mejor llévenla a la Cruz Roja.
Se volvió a la sacristía y les cerró la puerta.
(—Eso, un caso de histeria, de sugestión… —lo interrumpí,
aquella primera vez, incapaz de contenerme.
Jorge aceptó que también él lo pensó. Lo que no entendía
era que el sacerdote se lavara las manos.
—¿Sabes? Por primera vez entendí ese tipo de películas en
donde hacen el efecto ése de que todo se te viene encima. Me
sentía en un mundo diferente; la gente que pasaba se nos
quedaba mirando, como si fuéramos un espectáculo.)
No eran ni las once de la noche.
Un hombre se les acercó. Era un taxista.
—Oigan, yo los estoy viendo desde hace rato, ¿qué le pasa
a la muchacha?
Los chicos le contaron.
—Yo conozco un curandero, y es bueno. Sí quieren vamos,
es aquí en El Morro —propuso.
Como era a menos de 10 minutos de ahí, decidieron
subirse al auto. Treparon por una colina hasta llegar a un
terreno bardeado. En medio yacía una casa levantada con
torpeza pero bien pintada. Bajaron a tocar, pero no había
nadie.
—Qué raro, este vato siempre está a esta hora…
El taxista detuvo a un colega y entabló plática con él. Los
dos miraban en dirección a Evelia, que se revolcaba sobre la
arena de la cuneta. El segundo taxista se bajó de su auto y se
acercó a ellos. Era un hombre barrigón, lleno de canas, con
cara de poca paciencia.
— Oye, chamaca —la llamó. Se inclinó sobre ella y
comenzó a abofetearla— ¿Te gustan los chochos, verdad? ¿Te
gusta meterte tu thinner, ponerte hasta la madre? —apretó la
barbilla de Evelia hasta hacerla enseñar los dientes?. Ya
déjate de pendejadas y párate…
Evelia abrió los ojos y comenzó a reír.
—¡Adivina quién está aquí conmigo! —le dijo al taxista —
¡La puta de María Esperanza!
El rostro cobrizo del taxista se tornó verde. Dio tres pasos
para atrás, confundido.
—¡Tú sabes de quién estoy hablando, tú sabes que está
aquí conmigo, YO ME LA ESTOY CHINGANDO!
Jorge estaba a dos metros de la escena. Vio cómo el
hombre corrió hasta su taxi, desenvolvió algo del espejo
retrovisor y le hizo señas a Jorge.
“¿Por qué a mí?” pensó.
Algo dentro de él le respondía: “Tú sabías y no dijiste nada.
Si algo le pasa a esta chamaca será tu culpa”.
—Esa niña está muy mal. Llévenla a un lugar porque se te
va a ir —le entregó a Jorge un rosario—. Qué Dios los bendiga.
Yo no los puedo seguir.
Fue el primer taxista el que le explicó a Jorge que María
Esperanza era el nombre de la madre del segundo taxista,
viejo conocido suyo. Hacía pocas semanas que la señora
había muerto.
(—Eso está muy cabrón —le dije a Jorge.
—Son de las cosas que aún no me explico.)
El taxista también les dijo que conocía a otra curandera,
pero que había que atravesar todo Veracruz pues esta vivía
detrás de la Iglesia de la Guadalupana, allá por Revillagigedo,
más allá de las vías del tren. Se ofreció a llevarlos sin
cobrarles ni un peso. Aceptaron.
En el camino perdieron a Betty: cuando pasaban junto a la
unidad habitacional de El Morro, ella le pidió al chofer que se
detuviera. Cruzó el boulevard, se metió a una casa –Jorge
supuso que era la de su familia; se dio cuenta de que no sabía
dónde vivía su amiga– y salió con un libro en la mano.
—Mi mamá no me dejó ir —dijo.
Le dio el libro a Jorge. Era una Biblia.
—Dice que te dé esto. No sé para qué te sirva, pero te lo
doy.
Tardaron una hora en atravesar la ciudad hasta aquel
barrio de casitas de un nivel y enormes baches en las calles.
El taxi se detuvo frente a la modesta entrada de una
vecindad. Una mujer esperaba afuera. Cuando el auto se
detuvo, les abrió la puerta. Tenía un rostro amable, regordete;
llevaba el cabello muy corto y teñido de rubio y no
aparentaba tener más de 30 años.
—Bienvenidos, muchachos. Los estábamos esperando—
fue lo primero que dijo.
Condujo al grupo hacia el interior de una vecindad. El
suelo del patio era de tierra; en el centro se levantaba una
casucha de madera.
—Es la casa de la curandera. Yo soy la clarividente —
explicó.
Hizo pasar al taxista con Evelia en brazos al interior de la
cabaña. Al resto los formó en el umbral.
—Tú pasas—le dijo a Jorge. Se volvió luego hacia Tacho y
Jacqueline—. Ustedes no. Tú lo traes en la espalda, y la niña
en la pierna. Se quedan afuera.
Jorge recordó que Tacho tenía una gárgola tatuada en el
hombro, y Jacqueline, una serpiente enroscada en el tobillo.
(—Pero, ¿cómo supo? —volví a interrumpirlo.
Jorge no me hizo caso y siguió con el relato).
El interior de la casa de madera estaba lleno de velas.
Sobre una de las paredes colgaban tres retratos: al centro, el
de Cristo vestido de túnica blanca, sin corona de espinas,
sonriente y relajado como si posara para una foto. Lo
rodeaban las imágenes de una mujer hermosa, que Jorge
creyó era la Virgen, y de un catrín de mirada enigmática y piel
clara que llevaba patillas y bigotito.
La curandera era una mujer madura, de piel muy oscura y
cabello gris suelto hasta las caderas. Tan pronto entró al
lugar, ordenó que sentaran a Evelia en un sillón colocado en
medio de la estancia y que fueran Jorge y el taxista quienes la
sujetaran de los brazos. La mujer tomó un ramos de yerbas de
una mesa y comenzó a azotar con ellos el cuerpo de Evelia,
mientras invocaba una retahíla de santos católicos.
Evelia, mientras tanto, hacía lo suyo: aullaba y bramaba y
maldecía.
La curandera tomó un huevo y se lo pasó a la chica por las
sienes; se reventó cuando tocó la piel sudorosa. Un segundo
huevo corrió la misma suerte. La curandera tomó un limón y
unas tijeras; rayó una cruz sobre el limón y se lo untó a Evelia
por el cuerpo. El fruto quedó amarillo, con manchas
marrones, como si se hubiera podrido.
Para entonces, Evelia se sacudía tan fuerte que Jorge tuvo
que hacer un esfuerzo para impedir que el cuerpecillo de su
amiga se levantara del asiento. Ya no reía ni lloraba; mostraba
los dientes y las encías negras e intentaba morder a Jorge y al
taxista, a la propia curandera. Las venas y tendones de su
cuello parecían cables a punto de reventar.
—¡Me estaban buscando! ¡Ella me andaba buscando y aquí
estoy! —repetía, enfurecida.
La curandera bañó a Evelia con agua bendita. La chica
chilló como si la estuviesen acuchillando.
—¡Sal, espíritu impuro, en nombre del señor Jesucristo, en
nombre de Su Bautizo, en nombre de Su Crucifixión, en
nombre de Su Resurección!— decía la curandera. Eran las
únicas palabras, en la retahíla de aullidos que se escuchaban,
que Jorge comprendía.
—¡Ella me llamó, ello me fue a buscar! ¡ESTA PERRA ES
MÍA!
Las llamas de las veladoras, cientos de ellas sobre la
paredes, chisporrotearon a cada palabra. Cada vez que Evelia
gritaba las mechas de las velas tronaban y despedían chispas,
como si las hubieran espolvoreado con pólvora.

7
(Años después, cuando Jorge y yo ya vivíamos juntos, le
pedí que me contara de nuevo –para entonces yo ya había la
había escuchado por lo menos 6 veces– la historia de la Casa
del Diablo. Compramos cervezas y nos tendimos en los
diminutos sofás que poseíamos. Dos de las cuatro paredes de
la sala tenían grandes ventanales; con las luces encendidas
sólo podíamos ver el reflejo de nuestros propios rostros y no
la oscuridad de la noche, lo que resultaba algo inquietante.
—¿Y nunca pensaste que todo podía ser un truco? Las velas
pueden tener basura, pusieron haberles echado algo…
—Y el limón a lo mejor yo me lo imaginé verde, o ella lo
cambió, lo sé… Pero hubo más cosas… ¿Cómo supo Evelia lo
del taxista? ¿Cómo entre todos apenas podíamos sostenerla,
si la chamaca no pensaba más de cuarenta kilos…
—La fuerza de los dementes…
—¿Y la luz que se iba y regresaba?
—Alguien pudo haberla controlado desde afuera…
Jorge sacudió la cabeza.
—¿Sabes qué sentía durante el ritual? Se me figuraba que
la curandera era como un ingeniero en sistemas, como el
cuate al que llamas todo histérico porque tu máquina tronó y
él te dice: “Ok, ¿ya se fijó que la máquina está conectada?”. O
sea, empezó desde cero: la albahaca, los huevos y de ahí fue
subiendo. Hasta sus rezos iban volviéndose más intensos;
después de un rato hablaba en lenguas que yo no podía
entender…
—Glosolalia —dije, apelando a mi ñoñez y los libros de
psiquiatría y antropología que tuve que leer para tratar de
entender aquella historia.
—Como sea. ¿Y la lluvia del principio? ¿Y la loca? ¿Y la cosa
de las escaleras? ¿Y el tipejo de la reja? ¿Cómo explicas eso?
Me di cuenta que se había molestado, por lo que guardé
silencio.
—Cuando estaba ahí adentro, agarrando a Evelia, de lo
último que me acuerdo es del fuego: la curandera se puso a
dar vueltas alrededor de nosotros, como si bailara, y de
pronto aventó algo al suelo y quedamos encerrados en un
círculo de fuego, un círculo con llamas que me llegaban a la
cadera. La curandera saltó sobre las flamas y se fue derechito
hacia Evelia, la agarró de los pelos y se puso a gritarle en la
cara. Parecía que quería comérsela…
—Pero, ¿qué pensabas?
—Yo estaba en el shock de la realidad. Eso es lo peor,
cuando tus ideas empiezan a claudicar y esa madre, esa cosa
que no entiendes, te empieza a invadir. Porque si tú
claudicas, esa madre te invade, no queda un vacío. Esa madre
viene y tu la aceptas como real.
—No entiendo.
—Era una lucha constante entre la razón y lo que estaba
viendo.
Le pregunté por Evelia, sobre cómo lucía.
—Si yo pudiera llevar toda esta madre a una película —me
dijo—, se acercaría mucho más a “El exorcismo de Emily
Rose” que a “El exorcista”: los gritos, las caras, las voces, los
ojos así como si se hubiera metido diez tachas…
—¿Cómo se llamaba el demonio? —le pregunté.
Para realizar un exorcismo, es necesario conocer el
nombre de la entidad que domina a la víctima. Es un dato
clave que manejan la literatura del tema, tanto el Ritual
Romano católico como los grimorios medievales que
instruían en la invocación del demonio. Sin nombre no hay
contrato.
—Ahora no —me dijo, con el rostro serio—. Te lo digo
después, cuando no estemos chupando).

8
Después del espectáculo del fuego, Jorge aprovechó que
la curandera salía del cuarto para escapar de la cabaña.
Vomitó en el patio, pura bilis. Los focos de la vecindad se
prendían y apagaban como si la instalación eléctrica sufriera
altibajos de corriente. Tacho y Jacqueline seguían ahí. Betty
había llegado con su madre. Era la una de la mañana.
—La clarividente ha estado llame y llame a otras guías de
Catemaco y de San Andrés, para que ayuden desde allá— le
explicó Tacho.
Tacho sabía qué era una “guía”. Su madre, doña Ana, era
asidua de los rituales de sanación que se llevaban a cabo en
varias partes del puerto; en ellos se liberaba al “paciente” de
las “malas vibras” que circulaban en la atmósfera del puerto,
o de los “trabajos” que brujos sin escrúpulos aceptaban
hacer, pagados por los enemigos de la víctima. Estos rituales
eran –y son aún– tan populares entre los veracruzanos que
incluso el catolicismo debe ofertar regularmente “misas de
sanación y liberación” (apoyadas por la corriente Renovación
Carismática del Espíritu Santo) para no perder feligreses.
—¿Ya le hablaron a los papás de Evelia? —preguntó Jorge,
cuando al fin logró respirar.
—Ya vienen en camino.
A pocos metros, la curandera, la clarividente y un pequeño
grupo de mujeres discutían el “tratamiento”.
—¿Ya la limpiaste?
—Ya, y nada —dijo la curandera.
—¿El círculo de fuego?
—Ya.
—¿Ya dijo su nombre?
—Es muy fuerte, no se quiere ir. Ya amenazó que a las
cuatro con dos se la lleva.
—Entonces no queda de otra más que mandarlo a llamar
—dijo la clarividente.
—Yo lo hago —respondió la curandera—. Me debe favores.

9
Jorge ya no quiso entrar a la cabaña cuando la curandera
regresó. Lo miró todo desde el umbral: cómo las señoras
desnudaron a Evelia y le pusieron una bata alba; cómo
azotaron el cuerpo de la curandera con manojos de yerba.
Mientras todas rezaban, la curandera comenzó a mecerse
sobre los pies; eructó ruidosamente y luego cayó desmayada.
Las mujeres se aprestaron a socorrerla. Antes de que
terminaran de tomarla de los brazos, la curandera ya estaba
de pie, moviéndose por todo el cuarto. La energía que la
animaba era claramente distinta, masculina.
—¡Muy buenas noches tengan todos ustedes! —saludó, con
voz profunda, los ojos en blanco—. Mi nombre es Yan Gardec
y estoy aquí para ayudar a esta hermanita.
Se volvió para contemplar a Evelia sobre el sofá, para
señalarla con el índice
—Yo a ti te conozco.
Evelia ladró.
—Tú y yo nos hemos batido muchas veces —continuó la
curandera—. Es hora de que dejes a esta muchacha.
—¡Ella me estaba buscando! —chilló Evelia— ¡Hace mucho
que ella me estaba llamando! ¡Me la voy a llevar!
—¡No, ella no te pertenece! ¡Ella es de Dios! ¡Márchate y no
regreses!
—¡No me iré sin las manos vacías!
Yan Gardec se cruzó de brazos. Se retorció los invisibles
bigotes entre los dedos.
—Algo haz de querer a cambio. Pide…
Evelia mordía el aire.
—¿Qué tal un cabro? —sugería la curandera,
condescendiente-. ¿Qué tal un cabro todo bien negrito…?
Fue entonces cuando Evelia, o lo que moraba en Evelia,
comenzó a dar las instrucciones de lo que quería. Jorge ya no
quiso quedarse a escuchar. Salió de la vecindad, a la calle.
Moría por un cigarrillo, por sentir el estómago lleno de otra
cosa que no fuera pavor.
Un taxi se detuvo junto a él. De él bajó doña Ana, la madre
de Tacho.
Jorge suspiró aliviado. Era bueno ver un rostro conocido.
Pero doña Ana no lo saludó; lo hizo retroceder hasta la
pared sólo con su mirada rabiosa.
—Ya ven, por andar de pendejos, se lo toparon de frente.

10
(Otro día, en el año 2010, fuimos a buscar la dichosa
vecindad donde había tendio lugar el exorcismo. Enfilamos
rumbo a la Iglesia de La Guadalupana, y tras mucho
preguntar, dimos con la vecindad. Ni la choza ni la curandera
estaban. Tampoco la clarividente. Los vecinos nos dieron
indicaciones vagas del nuevo domicilio de lo que ellos
llamaron “el templo”.
Yo había leído bastante sobre espiritistas, espiritualistas y
trinitarios marianos en Veracruz. Era un tema que me
interesaba por la cantidad de gente en Veracruz que daba por
cierto en el poder de los espíritus, y no tanto porque yo
misma participara de esas creencias. Hasta cierto punto, las
consideraba parte de la idiosincrasia del jarocho .
—Jorge, ese tal “Yan Gardec”, ¿no sería Allan Kardec?
Le conté, de regreso a casa, que Kardec fue un francés
fundador de la doctrina espiritista en el siglo XIX. Que en el
Archivo Histórico en donde hice mi servicio social tenían sus
dos primeras obras: El libro de los espíritus y El libro de los
medios.
Ya en casa, emocionada por esa posible re-elaboración
simbólica, le mostré en la computadora un supuesto retrato
de Kardec. Le pregunté sino era el mismo que colgaba de la
pared de la curandera.
Jorge la miró un rato.
—Puede ser —dijo.
Le pregunté de nuevo por el nombre del demonio.
De nuevo se hizo el tonto.
Yo había transcrito en una hoja de mi cuaderno de notas
los nombres de los demonios que aparecen en el Grand
grimoire, un libro de encantamientos del siglo XVIII, conocido
también como el Gran Grimorio. Este texto, al igual que los
supuestos opúsculos de San Cipriano, San Honorio, el propio
Salomón y Merlín el Mago, presentan claves y fórmulas
mágicas para, entre otras cosas, invocar demonios, hablar
con los muertos, ganar la lotería, hacer que alguien baile
desnudo ante uno, fabricar pegamento para porcelana, etc.
Le mostré la página con los nombres demoníacos.
—Ese —dijo.
No quiso pronunciar el nombre: Satanachia, el gran
general de los infiernos, mano derecha de Lucifer, jefe de
Pruslas, Aamón y Barbatos. Su poder, según el documento, es
el de volver joven o viejo a quien sea, pero también el de
subyugar a toda niña o mujer para hacer lo que él quiere.
Días después, el mismo año, fuimos a buscar a Tacho y
doña Ana. Ninguno de los dos quiso hablar. Nos contaron que
Evelia se había casado con un muchacho del barrio al que
apodaban El Sapo, famoso porque soñaba a los que iban a
morir.
—No me extraña que no quiera hablar —dijo Jorge, para
excusar el trato tosco que Tacho nos dio durante la visita?.
Está cabrón ver al diablo. Todos lo vimos).

11
Durante los meses que siguieron al horror de la casa del
Estero, Jorge evitó a sus amigos. No fue algo deliberado;
simplemente comenzó a frecuentar otros círculos, a pasar
más tiempo en casa de la abuela.
Después supo, por Jacqueline, que los padres de Evelia
llegaron después de que todos se hubieran marchado, y que
se negaron a creer lo que la curandera les contó sobre su hija.
Pensaron que quería sacarles dinero a la fuerza: 5 mil pesos
que la curandera pidió para poder completar el ritual de
liberación, que incluía el sacrificio de un chivo. Según
Jacqueline, Evelia estuvo bien unos meses y luego, un día de
repente, se encerró en su cuarto y se negó a salir. Atacaba a
sus padres, se defecaba encima, se hacía daño con las
paredes y las cosas que rompía. Los padres la llevaron con
médicos y psiquiatras. Uno de ellos incluso les sugirió que
internaran a su hija en una clínica mental.
Tiempo más tarde, esta vez por boca de Betty, Jorge se
enteró de que al final, desesperados por no poder curar a
Evelia, los padres de la chica cedieron a la presión de
familiares y vecinos que insistían en que debían llevarla a las
misas de liberación de Puentejula, un poblado ubicado a
pocos kilómetros del puerto de Veracruz. El pueblo, de no
más de 3 mil habitantes, era famoso por los exorcismos
realizados por el padre Casto Simón. Estos tenían –y aún
tienen– lugar todos los viernes a las tres de la tarde; se oficia
en latín y arameo y su colofón consiste en un ritual de
expulsión demoniaca que dura varias horas.
Según Betty, Evelia era siempre la primera de todos los
endemoniados en caer al suelo de la parroquia de Puentejula.
Pronto fue obvio para los oficiantes que la chica requería un
exorcismo especial, al que finalmente accedieron los
angustiados padres.
? Dicen que amarraron a Evelia junto con un puerco al
borde de una barranca, allá por Rinconada, y empezaron el
exorcismo, confesó Betty, aquella última vez en que se vieron.
En algún momento el demonio se salió de ella, se metió al
marrano y entre todos los que estaban ahí lo aventaron al
vacío.

12
Aquella primera cita nos marchamos del bar cuando Jorge
terminó su extraña historia. Caminamos juntos hasta mi casa;
yo, pegada a la pared, él junto a la acera; no había conocido
antes a un chico que insistiera tanto en que camináramos de
aquella manera. Yo estaba intrigada y algo ebria. Jorge seguía
hablando.
—¿Cuál es tu filosofía de vida? —me preguntó, a
espetaperros.
Si hubiera tenido la edad que tengo ahora (30 años al
momento de escribir esto; justo la edad que él tenía
entonces) me hubiera partido de risa. Pero sólo tenía 24. Fui
sincera cuando dije, con culpa:
—No tengo ni puta idea.
Quise entonces preguntarle algo que había estado
pensando toda lo noche.
—¿Neta realmente crees en el diablo?
—No te puedo decir que no exista? —me dijo. Comenzaba a
llover de nuevo—. Sería muy egoísta decirte que no: vivimos
en un universo vastísimo, manejado por energías
incomprensibles, inconmensurables. Nosotros los humanos
somos unas micromierdas en medio de este universo, no
somos nada. Lo que sabemos no se compara a todo lo que
nos falta por conocer, todo lo que no podemos controlar.
En aquel momento no entendí que Jorge habitaba un
mundo distinto del mío; estaba, supongo, más ocupada en
enviarle las señales correctas para que me besara. Lo
comprendí después, cuando ya era tarde, cuando las
diferencias entre nosotros fueron demasiado grandes y
dolorosas como para negarlas; cuando él se fue y yo me
quedé sola, con la mitad de las cosas que habíamos
comprado juntos, y el perro y el gato, y una novela que
entonces no era una decena de cuartillas emborronadas.
Pero aquella noche de mayo yo ignoraba todo eso. Aquella
noche de mayo nos llovió encima y Jorge terminó por
llevarme en taxi a casa. Antes de abrir la puerta nos
abrazamos, sin besos, sólo con las ganas, y nos dijimos
buenas noches.
Fue así como conocí a mi primer marido. Fue así como me
enamoré de las historias que contaba.

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 

7 Comentarios

Mar Rios 17/11/2019 en 3:59 pm - Responder

Extraordinaria, Fernanda.

Lo mismo pienso de ustedes, Alberto querido.

Alberto Chimal 19/11/2019 en 3:57 pm - Responder

La verdad es que ella está en una liga muy


superior ya, pero gracias mil por eso. ^_^

Ulises Rodríguez 18/11/2019 en 2:24 am - Responder

Sí, es una historia que da miedo. Historia tan


verosímil como tenebrosa.
Pero me gustó mucho.
Extraordinaria Fernanda Melchor.
Muchas gracias Alberto Chimal.

Alberto Chimal 19/11/2019 en 3:57 pm - Responder

Al contrario, Ulises.
Germán Méndez Lugo 04/04/2020 en 7:28 pm - Responder

Gracias por comparti, Alberto Chimal; buscaré más


textos de Fernanda Melchor
(El texto trae errores tipográficos)

Alberto Chimal 18/04/2020 en 3:07 pm - Responder

Ya vi: no sé qué pasó, porque copié y pegué


un archivo que creía en buen estado.
Corregiré.

Pedro Zagitt 07/04/2020 en 8:51 pm - Responder

Esto está cabrón! Mientras lo leía he tenido que


voltear a ambos lados repetidamente…

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