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CUADERNOS PHASE

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EL LECTOR

El lector en la historia de la Iglesia (Resumen: Josep Urdeix) . 3


El lector en la documentación reciente ................................... 18
La institución de los lectores ................................................... 25
El ministerio del lector. Directorio litúrgico-pastoral (Secreta-
riado Nacional de Liturgia de la Conferencia Episcopal
Española) ....................................................................... 33
JOSEP URDEIX, La técnica de la proclamación de la Palabra
de Dios. Apuntes sobre el oficio del lector ................... 51
LUIS ALONSO SCHÖKEL, Honor y responsabilidad del lector 65
JOSEP LLIGADAS, Once consejos para el buen lector .......... 67
Dirige Cuadernos Phase: Josep Urdeix

Origen de los trabajos publicados en este Cuaderno:


El ministerio del lector. Directorio litúrgico-pastoral.
Publicado por el Secretariado Nacional de Liturgia
de la Conferencia Episcopal Española en 1985.
JOSEP URDEIX, La técnica de la proclamación de la
Palabra de Dios. Apuntes sobre el oficio del lector.
Comunicación presentada en la “Jornadas nacionales
de Liturgia” (Madrid, 24-26 octubre 1995) y publicada
en Pastoral Litúrgica, n. 229-230, noviembre 1995
– febrero 1996, págs. 78-89.
LUIS ALONSO SCHÖKEL, Honor y responsabilidad del
lector en: Hodie, Boletín del Secretariado Nacional de
Liturgia, IV, núm. 17 (marzo-mayo 1965), pág. 82.
JOSEP LLIGADAS, Once consejos para el buen lector en:
El lector y el animador, Centre de Pastoral litúrgica
de Barcelona, colección “Celebrar”, n. 26, págs.
16-17.

Primera edición: Abril 1997


4 ª impresión: julio 2011
Edita: Centre de Pastoral Litúrgica
Rivadeneyra 6,7. 08002 Barcelona
ISBN: 978-84-7467-436-1
D.L.:
Imp.:
EL LECTOR
EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

Resumen: JOSEP URDEIX

LOS PRIMEROS SIGLOS


Según el parecer más común, el lectorado tiene sus orí-
genes en el inicio mismo del culto cristiano. Siguiendo el
modelo de las celebraciones sinagogales, la liturgia de la Pa-
labra –y con ella la presencia de lectores– tuvo siempre, de
una manera u otra, su lugar en el contexto de las asambleas
cultuales cristianas.
Con todo, el primer testimonio sobre el ministerio del
lector no lo tenemos (explícito por más que escueto) hasta la
mitad del siglo II.

San Justino. Año 150.


“El día que llamamos del sol se celebra una reunión de
todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí
se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los
Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector
termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e
invitación a que imitemos estos bellos ejemplos” (San Justino,
Apología I, 67,3-4).

–3–
Fijémonos que todas las lecturas se asignan al lector.
También el Evangelio, que se contaba entre los Recuerdos de
los Apóstoles.
Un testimonio muy cercano a éste, aunque sea muy com-
plementario, pero que atestigua la estabilidad de la tradición
y existencia de lectores, lo encontramos en Tertuliano, cuan-
do acusa a los herejes de distorsionar las costumbres estable-
cidas y reprocharles, entre otras cosas, que entre ellos:

Tertuliano. Hacia el año 200


“... hoy es diácono el que mañana es lector...” (Tertuliano,
La prescripción de los herejes, c. 41).
Algo más tarde, en otoño del 250, encontramos estos sig-
nificativos textos de san Cipriano, que nos dan ocasión de
comprobar la estima y valoración de que gozaba el lector en
aquel momento.

San Cipriano. Otoño del 250.


Un primer texto nos muestra su solicitud y atención en
la elección de los lectores.
“Sabed que he ordenado lector a Saturo y subdiácono al
confesor Optato, a los que ya hace tiempo, de común acuerdo,
los teníamos preparados para la clericatura, puesto que a Saturo
más de una vez le habíamos encargado la lectura del día de
Pascua y, últimamente, cuando examinábamos meticulosamente
a los lectores con los presbíteros instructores, ordenamos a
Optato entre los lectores que instruyen a los catecúmenos”
(Carta 29).
En otra carta es la motivación para instituir en el lecto-
rado lo que nos resulta más significativo. Tan significativo
como el perfil que traza del oficio de lector.
“Aurelio, nuestro hermano, ilustre joven, bueno para el
Señor y caro a Dios, de pocos años todavía, pero provecto por
los méritos de su labor y fe, ha sostenido dos combates, dos

–4–
veces ha confesado a Cristo, dos veces glorioso por la victoria
de su confesión, una cuando fue desterrado al vencer en la
carrera, y otra cuando luchó en combate más rudo y salió
triunfador y victorioso en la prueba del martirio. (...) Tal joven
merecía los grados superiores del clericato y promoción más
alta, a juzgar no por sus años sino por sus méritos. Pero, desde
luego, se ha creído que empiece por el oficio de lector, ya que
nada mejor cuadra a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión
de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura;
después de las sublimes palabras que se pronunciaron para
dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo
por el que se hacen los mártires, subir al ambón después del
potro; en éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de
paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos; allí tuvo
que ser escuchado con admiración del pueblo que le rodeaba;
aquí ha de ser escuchado con gran gozo por los hermanos.
Así que, hermanos amadísimos, debéis saber que este joven
ha sido ordenado por mí y los colegas que estaban presentes”
(Carta 38).
Con motivo de la elevación al lectorado de Celerino, san
Cipriano insiste sobre estos mismos aspectos.
“¿Qué otra cosa quedaba por hacer sino elevar (a Celerino)
sobre el estrado, es decir, sobre el ambón de la Iglesia, para
que, puesto encima de tan elevado puesto, a la vista de todo el
pueblo, conforme a la gloria de sus méritos, dé lectura pública
a los preceptos y al Evangelio del Señor, que tan valerosa y
fielmente ha seguido? La voz que ha confesado al Señor debe
ser oída todos los días al leer la palabra del Señor. Puede haber
grados más elevados a los que se puede ascender en la Iglesia,
pero nada hay en donde pueda aprovechar más a los hermanos
un confesor de la fe que escuchando de su boca la lectura del
Evangelio, pues debe imitar la fidelidad del lector todo el que
lo oiga” (Carta 39).
En la misma carta, san Cipriano da cuenta de la consi-
deración de que quiere que sean objeto los lectores Aurelio y
Celerino.

–5–
“Con todo, debéis saber que hemos ordenado por ahora a
éstos como lectores, porque convenía poner sobre el candelero
a los rostros resplandecientes de gloria, para que, viéndolos
todos los de su alrededor, ofrezcan a todos los que los miran
un estímulo de su gloria. Además, debéis saber que les hemos
asignado un honor idéntico al del presbiterado, para que reciban
la “espórtula” (la ración o gratificación) como los presbíteros y
participen de las distribuciones mensuales por igual; se sentarán
con nosotros más adelante cuando sean más avanzados en
años, si bien no puede parecer inferior en nada, por motivos
de la edad, quien cumplió la edad por los méritos del honor”
(Carta 39).
También nos es atestiguada la presencia de numerosos
lectores en la Iglesia de Roma. Tenemos noticia de ello por la
carta (del año 251) del papa Cornelio a Fabio, obispo de An-
tioquía. Al hablar de la composición del clero romano indica
que, junto al único obispo de Roma, había:

Roma, año 251


“Cuarenta y seis presbíteros; siete diáconos y otros
tantos subdiáconos; cuarenta y dos acólitos; cincuenta y dos
exorcistas, lectores y ostiarios” (Eusebio, Historia eclesiástica,
VI, 43,11).
Será bueno, en este contexto, detenernos en las dispo-
siciones “canónicas” que nos atestiguan la estabilidad del
ministerio del lector, así como del rito propio de su institu-
ción. El primero de estos textos nos traslada a la Roma de
comienzos del siglo III.

La tradición apostólica de san Hipólito


“El lector es instituido cuando el obispo le entrega el libro,
puesto que no se le imponen las manos” (n. 11).

–6–
Constituciones de la Iglesia egipcia
“Que el lector sea instituido por el obispo entregándole el
libro del apóstol. Que ore sobre él, pero que no le imponga las
manos” (v. 35).

Cánones de Hipólito
“El que es instituido como lector debe estar adornado con
las virtudes del diácono; pero que el obispo no imponga las
manos al lector, sino que le entregue el Evangelio” (VIII, 48).
Constituciones apostólicas (Año 380)
“Acerca de los lectores, yo, Mateo, llamado también Leví,
antes publicano, determino lo siguiente. Para instituir al lector,
impónle la mano y ora a Dios de esta manera:
Dios eterno, rico en piedad y misericordia, tú que, por
medio de cuanto has hecho, has manifestado la armonía del
mundo y guardas en el mundo entero el número de tus elegidos,
dirige ahora tu mirada sobre este siervo tuyo escogido para
leer las sagradas Escrituras a tu pueblo y concédele el Espíritu
Santo, el espíritu profético. Tú, que en la antigüedad instruiste
a Esdras, tu siervo, para que leyera tus preceptos a tu pueblo,
instruye ahora, te lo suplicamos, a este siervo tuyo y concédele
que cumpla de manera irreprochable el oficio que se le ha
confiado y pueda merecer un grado superior. Por Cristo, a ti
la gloria y la veneración, en el Espíritu Santo, por los siglos.
Amén”. (VIII, 22)
Unos textos de notable significación para conocer la his-
toria del lectorado son los que provienen de las Actas de los
mártires. En estos textos no sólo se nos habla del lectorado
como de un ministerio estable, sino también de la responsa-
bilidad que tenían en relación a la custodia de los libros de
la sagrada Escritura. Sobre todo nos hablan del testimonio
público de fe que dieron los lectores. He aquí los textos prin-
cipales.

–7–
Martirio de san Fructuoso. Tarragona, 21 enero 259
“Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un
lector suyo, por nombre Augustal, y, entre lágrimas, le suplicó
que le permitiera descalzarle”.

Martirio de san Félix, obispo de Tibinca. Año 303


“Entonces se publicó el decreto en la ciudad de Tibinca
el día de las nonas de junio y, en consecuencia, Magniliano,
administrador de la ciudad, mandó que se presentaran ante él
los presbíteros del pueblo cristiano, pues aquel mismo día el
obispo Félix había marchado a Cartago. En particular, mandó
traer a Apro, presbítero, y a Cirilo y Vidal, lectores”.
Actas de Munacio Félix, flamen perpetuo. Cirta, 19 mayo 303
“Llegados a la casa en que los critianos acostumbran a
reunirse, Félix, flamen perpetuo, administrador, dijo al obispo
Pablo:
– Sacad las Escrituras de vuestra ley y todo lo demás que aquí
tengáis, como está mandado, a fin de obedecer a las órdenes de
los emperadores.
El obispo Pablo dijo:
– Las Escrituras las tienen los lectores; por nuestra parte, os
entregamos lo que aquí hay.
Félix, flamen perpetuo, administrador, dijo al obispo Pablo:
– Di quiénes son los lectores o manda por ellos.
Pablo, obispo, dijo:
– Todos los conocéis.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– No sabemos quienes son.
El obispo Pablo dijo:
– Los conoce la audiencia pública, quiero decir los escribanos
Edusio y Junio. (...)
(Los subdiáconos) Catulino y Marcuclio (después de
entregar un sólo códice de extraordinario tamaño) dijeron:
– No tenemos más, pues nosotros somos subdiáconos; los
códices los guardan los lectores.

–8–
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– ¡Descubrid a los lectores!
Marcuclio y Catulino dijeron:
– No sabemos donde viven.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– Si no sabéis donde viven, dad, por lo menos, sus nombres.
Catulino y Marcuclio dijeron:
– Nosotros no somos traidores. Aquí nos tienes: manda que nos
maten.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– Que sean arrestados.
Llegados a casa de Eugenio, Félix, flamen perpetuo,
administrador de la cosa pública, dijo a Eugenio:
– Saca las Escrituras que tienes, a fin de obedecer a lo
mandado.
Y sacó cuatro códices.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública,
dijo a Silvano y Caroso (subdiáconos):
– Descubrid a los demás lectores.
Silvano y Caroso dijeron:
– Ya dijo el obispo que los escribanos Edusio y Junio los conocen
a todos. Que ellos te los descubran en sus casas.
Edusio y Junio, escribanos, dijeron:
– Nosotros te los descubriremos, Señor.
Y llegados que hubieron a casa de Félix, constructor de
mosaicos, presentó cinco códices; y en casa de Victorino, éste
presentó ocho códices; y en casa de Proyecto, éste presentó cinco
códices mayores y dos menores; y en casa del gramático Víctor,
Félix, flamen perpetuo, administrador, dijo:
– Saca las Escrituras que tienes, para obedecer a lo mandado.
El gramático Víctor presentó dos códices y cuatro cuadernos.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo
a Víctor:
– Saca las Escrituras, pues tienes más.
Víctor, gramático, dijo:
– Si más tuviera, más hubiera presentado.
En casa de Euticio, natural de Cesarea, Félix, flamen

–9–
perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo a Euticio:
– Saca las Escrituras que tienes, a fin de obedecer a lo
mandado.
Euticio dijo:
– No tengo ninguna.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– Tu declaración constará en las actas.
En casa de Coddeón, su mujer presentó seis códices. Félix,
flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo:
– Busca bien, no sea que tengas más, y sácalos.
La mujer contestó:
– No tengo más.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo a
Buey, esclavo público:
– Entra y busca, a ver si tiene más.
El esclavo público dijo:
– He buscado y no he encontrado.
Félix, flamen perpetuo, administrador de la cosa pública, dijo a
Victorino, Silvano y Caroso:
– Si se ha dejado algo, vosotros sois responsables”.

Martirio de san Polión. Cibalis, 304


“Puesto en su presencia dijo el presidente:
– ¿Cómo te llamas?
Respondió:
– Polión.
El presidente Probo dijo:
– ¿Eres cristiano?
Polión respondió:
– Sí, soy cristiano.
El presidente Probo dijo:
– ¿Qué oficio tienes?
Polión respondió:
– Soy el primicerio (el que está responsabilizado, maestro) de
los lectores.
El presidente Probo dijo:

–10–
– ¿De qué lectores?
Polión respondió:
– De los que tienen costumbre de leer a los pueblos la sabiduría
divina.
El presidente Probo dijo:
– ¿Esos que se dice que pervierten a las mujeres incautas,
prohibiéndoles que se casen y persuadiéndoles para que vivan
en vana castidad?
Polión respondió:
– Hoy podrás comprobar nuestra fragilidad y vanidad.
Probo dijo:
– ¿Cómo?
Polión respondió:
– Son frágiles y vanos los que, apartándose de su Creador, siguen
vuestras supersticiones. En cambio los leales y constantes en la
fidelidad al Rey eterno se esfuerzan por cumplir los preceptos
que leyeron, por más tormentos que se lo pretendan impedir.
El presidente Probo dijo:
– ¿Qué preceptos leyeron y de qué rey se trata?
Probo respondió:
– Los piadosos y santos preceptos de Cristo, Rey.
El presidente Probo dijo:
– ¿Cuáles son?
Polión respondió:
– Los que enseñan que hay un solo Dios cuya voz retumba en
los cielos; que muestran con saludable enseñanza que no pueden
recibir el nombre de dioses los que están fabricados con madera
o piedra; que corrigen y enmiendan los delitos; que fortalecen
a los inocentes para que perseveren en sus propósitos y los
guarden; que enseñan a las vírgenes a alcanzar las cimas de
su pureza y a la cónyuge honesta a guardar continencia en la
procreación de los hijos; que persuaden a los amos a mandar
sobre sus esclavos con piedad más que con ira, haciéndoles
considerar su común condición humana, y a los esclavos a
cumplir sus deberes más por amor que por temor; que nos
mandan obedecer a los reyes, si ordenan cosas justas, y a las
autoridades superiores cuando mandan cosas buenas; que

–11–
prescriben honrar a los padres, corresponder a los amigos,
perdonar a los enemigos, ser amable con los ciudadanos, dar
muestras de humanidad con los huéspedes, ser misericordiosos
con los pobres, tener caridad para con todos y no hacer daño
a nadie; dar de los propios bienes y no codiciar los ajenos ni
con el deleite de la mirada; que nos enseñan que recibirá el
eterno triunfo aquel que, a causa de la fe, desprecie la muerte
momentánea que vosotros les podéis inferir (...)”.

Martirio de los santos Saturnino, Dativo y otros muchos.


Abitinas, 12 febrero 304
“Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos, a saber:
Saturnino, el joven, y Félix, lectores (...)”.
En el mismo documento se habla del lector Emérito.
“En este momento, saltando al combate el lector Emérito,
mientras el sacerdote luchaba, dijo:
– Yo soy el responsable, pues las reuniones se han celebrado
en mi casa”.

Mártires de Palestina. Año 310-311


“Con él (el obispo Silvano) había varios confesores más,
procedentes de Egipto, entre ellos (el lector) Juan, que sobrepasó
a todos nuestros contemporáneos por la fuerza de su memoria.
Juan estaba ya de antes privado de vista; sin embargo, al
confesar brillantemente su fe, sufrió, al igual que los otros, la
inutilización, por cauterio, de uno de los pies y le aplicaron el
hierro rubiente a unos ojos que ya no veían. Hasta este extremo
de barbarie llevaron los verdugos su crueldad inhumana. Siendo
admirable por sus costumbres y vida de verdadero filósofo, no
era, sin embargo, ahí donde más se le admiraba, por no parecer
en ello tan prodigioso cuanto en la fuerza de su retentiva, por
la que fue capaz de grabar, con alma traslúcida y limpísimo ojo
de su inteligencia, libros enteros de las Sagradas Escrituras, no
en tablas de piedra, como dice el divino Apóstol, ni en pieles
de animales o papel, que la polilla y el tiempo destruyen, sino
real y verdaderamente en las tablas de carne del corazón. Y así,

–12–
cuando quería, podía recitar, como si lo sacara de un tesoro de
palabras, ora un escritura de la ley o de los profetas, ora un
pasaje histórico, ya el Evangelio, ya los escritos apostólicos.
Yo mismo confieso haberme quedado atónito, cuando por vez
primera le vi de pie, en medio de una nutrida asamblea eclesial,
recitando unos pasajes de la divina Escritura. De pronto, como
sólo podía oir la voz, me imaginé que estaba leyendo alguno,
según es costumbre en nuestras asambleas cultuales; mas,
cuando me acerqué más, me di cuenta de lo que pasaba: sanos
de sus ojos los que lo rodeaban, y él, que no disponía sino de
los ojos de su inteligencia, estaba realmente hablando como un
profeta (...)”.

EL LECTORADO,
UN MINISTERIO CONFERIDO EN LA INFANCIA
Una característica de los lectores de los primeros siglos
es la de ser generalmente jóvenes. O que empezaran de jó-
venes su servicio en la Iglesia. A menudo se explica por la
modulación de su voz, así como por su inocencia de vida.
Sidón Apolinar (+ 482) dice de Juan, Obispo de Cha-
lon:
“Fue, primeramente, lector y, por tanto, ministro del altar,
desde la infancia; después, con el paso del trabajo y del tiempo,
archidiácono”.
Paulino de Nola, dice a propósito de san Félix:
“Sirvió como lector desde sus primeros años”.
En la carta del papa Siricio a Himerio, Obispo de Tarra-
gona (11 febrero 385) se determina:
“El que se ha entregado al servicio de la Iglesia desde la
infancia debe ser bautizado antes de la edad de la pubertad y
ser incorporado al ministerio de los lectores”. (Y lo será hasta la
edad de treinta años. Entonces podrá acceder a otros grados).
Los epitafios de algunos papas también nos atestiguan
esta costumbre, al mismo tiempo que nos muestran que
empezaron como lectores el itinerario del ministerio ecle-
siástico.
–13–
Del papa Liberio (362-366) se dice:
“Su natural piadoso hizo que fuera lector desde pequeño y
que desde entonces empezara a pronunciar las dulces palabras
de la Escritura...”
Del papa Dámaso (366-384) se indica que fue:
“Lector, diácono, sacerdote...”

ESCUELAS DE LECTORES
Posiblemente, desde la mitad del siglo IV, existió en Roma
una “escuela de lectores”.
Lo que sí es cierto es que las escuelas para los jóvenes
lectores (para instruirlos en las Escrituras, las ciencias sagradas
y la modulación del canto) se debieron difundir por Italia. Lo
atestigua el concilio de Vairon (52(0, que exhortaba a imitar su
ejemplo en las Galias:
“según la costumbre que sabemos que se encuentra muy
difundida por toda Italia” (cn. 1).
De la existencia de estas escuelas nos da también noticia
una inscripción sepulcral que habla de un tal Esteban, muerto el
552 a los sesenta y cinco años. De él se dice que era el “Maestro
(primicerius) de la escuela de lectores”.
Esta escuela debió tener varios siglos de existencia puesto
que el obispo Laidrade, en el siglo IX, dice: “Tengo una escuela de
cantores, algunos de los cuales son tan eruditos que pueden enseñar
a otros. Además de ésta, tengo una escuela de lectores, no sólo para
los que ejercen su oficio en las lecturas sino también para quienes
buscan progresar, con la meditación, en el conocimiento de los libros
divinos (...).
Después del siglo VI, el Roma, el Patriarcado lateranense
fue la escuela en la que muchos pontífices de los siglos VIII y IX
iniciaron su formación eclesiástica. En aquel momento, para ser
ordenado lector era ya precisa la “edad legal”, que Justiniano,
en el 546 (Nobella 123,3), había fijado alrededor de los dieciocho
años, además de haber recibido la tonsura y haber demostrado
saber leer. Los niños entraban en la “escuela de los cantores” si
no podían entrar en la “escuela de los lectores”.

–14–
PAULATINA DECADENCIA DEL LECTORADO
Una cierta disminución de funciones, en cuanto al lectorado,
la tenemos en la pérdida que sufrió de la lectura del Evangelio
–que inicialmente también le había sido confiada–, que pasa a
ser propia, generalmente, del diácono y no del lector.
En Oriente tenemos noticia de esta situación en las
Constituciones Apostólicas (380) al decir que, después de la
lectura apostólica, será un diácono o un presbítero “quien leerá
los Evangelios” (II, 57,7).
En Occidente tenemos el testimonio de san Jerónimo. “El
Evangelio de Cristo será recitado por medio del diácono” (Carta a
Sabiniano, PL 22,1200). El Evangelio pasa, así, al ministro más
cualificado después del sacerdote. La norma precisa la de san
Gregorio Magno (+ 606), que confió al diácono (concilio de
Roma, año 595) la lectura del Evangelio y la de las restantes
lecturas al subdiácono.
Durante los siglos IV y V en que, paulatinamente, el lector
va quedándose sin la lectura del Evangelio, su ministerio tiene
aún pleno vigor en cuanto a las restantes lecturas. Con todo,
poco a poco, su ministerio va perdiendo “personalidad”.
Un caso patético, que casi se considera como el canto
del cisne del lectorado en África –aunque aquí se debe a la
desaparición de las grandes comunidades cristianas a causa
de la invasión de los vándalos– es el que narra Víctor de Vita
en su Historia persecutionis wandalica. Nos dice que durante la
celebración de la Pascua del 459: “Había llegado el momento del
canto que una y otra vez va siendo escuchado y retomado por los fieles
y un lector, de pie en el ambón, cantaba las modulaciones del aleluya.
Justo entonces, éste fue alcanzado en el cuello por una flecha, su libro
le resbaló de las manos y cayó muerto”.
Aparte de estos casos, en los que el lectorado fue
desapareciendo a la par que desaparecían las comunidades
a las que servía, también en el mundo romano el lector va
perdiendo protagonismo y las lecturas, sobre todo en las grandes
solemnidades, van siendo confiadas a ministros superiores. En
la descripción de la misa papal del Ordo romanus primus (del
–15–
siglo VIII), que nos describe cómo se celebraba esta misa en
el siglo anterior –es decir, con posterioridad a san Gregorio
Magno–, el lector, prácticamente, ya no aparece. Sólo le vemos
ocasionalmente: para las lecturas de la noche pascual (Ordo
XXIV, 42) o para el miércoles y el viernes de las cuatro témporas
(Ordo XXX B, 39 y XXXVI, 7).
De hecho, el lector, desde el Decreto de 595 hasta el siglo
XX sólo conserva su lugar –y aun, posiblemente, con poca
incidencia en la práctica– en las misas solemnes con más de dos
lecturas. En el Misal Romano de san Pío V se encuentra, en el
Ritus celebrandi Missam, esta rúbrica: “En aquellos casos en los que
el celebrante cante la Misa sin diácono y subdiácono, canta la Epístola,
en el lugar de costumbre, un lector revestido con sobrepelliz, que al
final no besa la mano del celebrante” (VI, 8).
Para que el lector vuelva a encontrar, de hecho, su lugar
en la asamblea litúrgica hará falta llegar a la mitad de nuestro
siglo XX. Primero, de una manera tímida –y con una función
muy complementaria, confundiéndose a veces con el monitor
o comentador– gracias a los Directorios sobre la celebración de
la Misa que en algunos lugares se publicaron.
De manera más específica, encontramos de nuevo al lector,
y habiéndole sido devuelta su función más propia, en el Rito
simple de la Semana Santa restaurada (Vaticano, 1957). Aquí se
dice que, en las celebraciones de la Semana Santa sin diácono ni
subdiácono, cuando un lector idóneo lee la epístola, el celebrante
escuchará (se trata de los casos siguientes: Epístola del Domingo
de Ramos, Epístola del Jueves Santo, Lecturas de la Vigilia
Pascual). Para el Viernes Santo se prevé que sea el lector quien,
en primer lugar, lea la primera lectura y que el celebrante no
ejercirá esta función a no ser en defecto de lector.
En estos mismos años ya se había previsto la intervención
“normal” del lector en la Instrucción De musica sacra et sacra
liturgia (Sagrada Congregación de Ritos, 3 septiembre 1953). Su
intervención podía tener lugar, para utilidad de los fieles, en las
misas leídas, dominicales y festivas, leyendo en lengua vernácula
las lecturas previamente leídas en latín (n. 14); lo mismo se dice
de las misas cantadas, haciendo notar que los textos en lengua

–16–
vernácula sólo debían leerse y no que fueran cantados como se
había hecho, por los ministros correspondientes, con las lecturas
en latín (16c).
Con todo, para una recuperación más plena del ministerio
del lector tendrá que llegar el Vaticano II y las disposiciones
canónicas y litúrgicas que le siguieron y concretaron su
naturaleza y sus funciones.

Bibliografía
H. LECLERCQ, “Lecteur”, en Dictionnaire d’archéologie
chrétienne et de liturgie, col. 2241-2269.
MARIO RIGHETTI, “El lectorado”, en Historia de la liturgia,
II, BAC, n. 144, pp. 927-931.
PIERRE JOUNEL, “Les ministres dans l’assemblée”, en La
Maison-Dieu, 60 (1959) 35-67.

–17–
EL LECTOR
EN LA DOCUMENTACIÓN RECIENTE

Constitución “Sacrosanctum Concilium” (4.XII.63)


29. También los acólitos, lectores, comentadores y los que
pertenecen a la “schola cantorum” desempeñan un auténtico
ministerio litúrgico. Por tanto, deben ejercer su oficio con la
piedad sincera y el orden que tanto convienen a un ministerio
tan grande y que el Pueblo de Dios exige, con razón, de ellos.
Por eso, es necesario que éstos, cada uno a su manera, estén
profundamente penetrados del espíritu de la liturgia y sean
instruidos para cumplir su función debida y ordenadamente.

Motu proprio “Ministeria quaedam” (Pablo VI, 15.VIII.72)


V. El lector queda instituido para la función, que le es
propia, de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por
lo cual proclamará las lecturas de la Sagrada Escritura, pero no
el Evangelio, en la Misa y en las demás celebraciones sagradas;
faltando el salmista, recitará el Salmo interleccional; proclamará
las intenciones de la Oración Universal de los fieles, cuando
no haya a disposición diácono o cantor; dirigirá el canto y la
participación del pueblo fiel; instruirá a los fieles para recibir
debidamente los Sacramentos. También podrá, cuando sea
necesario, encargarse de la preparación de otros fieles a quienes
se encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura
en los actos litúrgicos. Para realizar mejor y más perfectamente
estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura.
–18–
El lector, consciente de la responsabilidad adquirida, procure
con todo empeño y ponga los medios aptos para conseguir cada
día más plenamente el suave y vivo amor (cf. SC, 24; DV, 25),
así como el conocimiento, de la Sagrada Escritura, para llegar a
ser más perfecto discípulo del Señor.

Ordenación General de la Liturgia de las Horas (11.IV.71)


259. Quienes desempeñan el oficio de lector leerán de pie,
en un lugar adecuado, las lecturas, tanto las largas como las
breves.

Ordenación General del Misal Romano (Segunda edición,


27.III.75)
Ministerio del lector
66. El lector es instituido para proclamar las lecturas de
la Sagrada Escritura, excepto el Evangelio. Puede también
proponer las intenciones de la oración universal y, no habiendo
salmista, proclamar el salmo responsorial.
El lector tiene un ministerio propio en la celebración
eucarística, ministerio que debe ejercer él, aunque haya otro
ministro de grado superior.
Para que los fieles lleguen a adquirir una estima suave
y viva de la Sagrada Escritura por la audición de las lecturas
divinas (cf. SC, 24), es necesario que los lectores que ejercen tal
ministerio, aunque no hayan sido instituidos en él, sean de veras
aptos y diligentemente preparados.

El lector en los ritos iniciales de la Misa


148. En la procesión al altar, en ausencia del diácono, el lector
puede llevar el libro de los Evangelios: en este caso, antecede al
sacerdote; de lo contrario va con los otros ministros.
149. Al llegar al altar, hecha la debida reverencia, junto con
el sacerdote, sube al altar, deja sobre él el libro de los Evangelios
y se coloca en el presbiterio junto con los otros ministros.

–19–
En la liturgia de la palabra
150. Lee en el ambón las lecturas que preceden al Evangelio.
Cuando no hay salmista, después de la primera lectura puede
proclamar el salmo responsorial.
151. En ausencia del diácono, el lector puede proclamar las
intenciones de la oración universal, después que el sacerdote ha
hecho la introducción a la misma.
152. Si no hay canto de entrada ni de comunión y los fieles
no recitan las antífonas propuestas en el Misal, las dice en el
momento conveniente.

Lectura de la Pasión del Señor


Domingo de Ramos, n. 22. Para la lectura de la Pasión del
Señor no se llevan ni cirios ni incienso, ni se hace al principio la
salutación habitual, ni se signa el libro. Esta lectura la proclama
el diácono o, en su defecto, el mismo celebrante. Pero puede
también ser proclamada (en defecto de diáconos o presbíteros)
por lectores laicos, reservando, si es posible, al sacerdote la parte
correspondiente a Cristo.
Si los lectores de la Pasión son diáconos, piden, como
de costumbre, la bendición al celebrante antes de empezar
la lectura; pero si los lectores no son diáconos, se omite esta
bendición.
Viernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor, n. 8. Se
lee la historia de la Pasión del Señor según san Juan del mismo
modo que el domingo precedente.

Ordenación de las lecturas de la Misa (21.I.81)


Ministerios en la liturgia de la palabra
49. La tradición litúrgica asigna la función de leer las
lecturas bíblicas en la celebración de la Misa a los ministros:
lectores y diácono. A falta de diácono o de otro sacerdote, el
mismo sacerdote celebrante leerá el Evangelio (OGMR, 34) y, si
tampoco hay lector, todas las lecturas (OGMR, 96).
50. Corresponde al diácono, en la liturgia de la palabra de

–20–
la Misa, proclamar el Evangelio, hacer la homilía en algunos
casos especiales y proponer al pueblo las intenciones de la
oración universal (OGMR, 47, 61, 132; Instrucción Inestimabile
donum, 3).
51. “El lector tiene un ministerio propio en la celebración
eucarística, ministerio que debe ejercer él, aunque haya otro
ministro de grado superior” (OGMR, 66). Al ministerio de
lector conferido con el rito litúrgico hay que darle la debida
importancia. Los lectores instituidos, si los hay, deben ejercer
su función propia, por lo menos los domingos y días festivos,
sobre todo en la celebración principal. También se les podrá
confiar el encargo de ayudar en la organización de la liturgia
de la palabra y de cuidar, si es necesario, la preparación de los
otros fieles que, por encargo temporal, han de leer las lecturas
en la celebración de la Misa (Ministeria quaedam, V).
52. La asamblea litúrgica necesita de lectores, aunque no
estén instituidos para esta función. Hay que procurar, por tanto,
que haya algunos laicos, los más idóneos, que estén preparados
para ejercer este ministerio (Inestimabile donum, 2 y 18; Directorio
para las Misas con niños, 22, 24, 27). Si se dispone de varios
lectores y hay que leer varias lecturas, conviene distribuirlas
entre ellos.
53. En las misas sin diácono, la función de proponer las
intenciones de la oración universal hay que confiarla a un cantor,
principalmente cuando estas intenciones son cantadas, a un
lector o a otro (OGMR, 47, 66, 151).
54. El sacerdote distinto del celebrante, el diácono y el lector
instituido en su propio ministerio, cuando suben al ambón
para leer la palabra de Dios en la celebración de la Misa con
participación del pueblo, deben llevar la vestidura sagrada
propia de su función. Los que ejercen el ministerio de lector
de modo transitorio, e incluso habitualmente, pueden subir
al ambón con la vestidura ordinaria, aunque respetando las
costumbres de cada lugar.
55. “Para que los fieles lleguen a adquirir una estima suave
y viva de la sagrada Escritura por la audición de las lecturas
divinas, es necesario que los lectores que ejercen tal ministerio,

–21–
aunque no hayan sido instituidos en él, sean de veras aptos y
diligentemente preparados” (OGMR, 66).
Esta preparación debe ser antes que nada espiritual,
pero también es necesaria la preparación llamada técnica. La
preparación espiritual presupone, por lo menos, una doble
instrucción: bíblica y litúrgica. La instrucción bíblica debe
apuntar a que los lectores estén capacitados para percibir el
sentido de las lecturas en su propio contexto y para entender a la
luz de la fe el núcleo central del mensaje revelado. La instrucción
litúrgica debe facilitar a los lectores una cierta percepción del
sentido y de la estructura de la liturgia de la palabra y las
razones de la conexión entre la liturgia de la palabra y las
razones de la conexión entre la liturgia de la palabra y la liturgia
eucarística. La preparación técnica debe hacer que los lectores
sean cada día más aptos para el arte de leer ante el pueblo, ya sea
de viva voz, ya sea con la ayuda de los instrumentos modernos
de amplificación de la voz.
56. Corresponde al salmista o cantor del salmo cantar, en
forma responsorial o directa, el salmo u otro cántico bíblico, el
gradual y el Aleluya u otro canto interleccional. Él mismo, si se
juzga oportuno, puede incoar el Aleluya y el versículo (OGMR,
37a y 67).
Para ejercer esta función de salmista es muy conveniente que
en cada comunidad eclesial haya unos laicos dotados del arte de
salmodiar, y de facilidad en la proclamación y en la dicción. Lo
que hemos dicho anteriormente acerca de la formación de los
lectores se aplica también a los cantores del salmo.
57. Igualmente, el comentador que, desde el lugar apropiado,
propone a la asamblea de los fieles unas explicaciones y
moniciones oportunas, claras, diáfanas por su sobriedad,
cuidadosamente preparadas, normalmente escritas y aprobadas
con anterioridad por el celebrante, ejerce un verdadero
ministerio litúrgico (OGMR, 68).

Código de Derecho Canónico (25.I.83)


230. 1) Los varones laicos que tengan la edad y condiciones
determinadas por decreto de la Conferencia Episcopal, pueden
–22–
ser llamados para el ministerio estable de lector y acólito,
mediante el rito litúrgico prescrito; sin embargo, la colación
de estos ministerio no les da derecho a ser sustentados o
remunerados por la Iglesia.
2) Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la
función de lector en las ceremonias litúrgicas; asimismo, todos
los laicos pueden desempeñar las funciones de comentador,
cantor y otras, a tenor de la norma del derecho.
3) Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya
ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni
acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar
el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas,
administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las
prescripciones del derecho.

Ceremonial de los Obispos (14.IX.84)


Los lectores
30. El lector tiene un ministerio propio en la celebración
litúrgica, que él mismo debe ejercer, aunque haya otros ministros
de grado superior (OGMR, 66).
31. De entre los ministros inferiores, del primero que
históricamente hay constancia es del lector. Se encuentra en
todas las Iglesias y su ministerio siempre se ha conservado. El
lector es instituido para el ministerio que le es propio, a saber,
leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por ello, en la
Misa y en las otras acciones sagradas lee las lecturas, excepto el
Evangelio. Si no hay salmista, recita el salmo interleccional. En
caso de no haber diácono, propone las intenciones de la oración
universal.
Cuando sea necesario, el lector podrá encargarse de la
preparación de los fieles que puedan leer la sagrada Escritura
en las acciones litúrgicas. Sin embargo, en las celebraciones
presididas por el Obispo, conviene que lean lectores instituidos
según el rito previsto y, si son varios, se distribuirán entre ellos
las lecturas (Ministeria quaedam, V; OLM, 51-55; OGLH, 259).
32. Consciente de la dignidad de la palabra de Dios y de

–23–
la importancia de su oficio, tendrá constante preocupación por
la dicción y pronunciación, para que la palabra de Dios sea
claramente comprendida por los participantes.
Ya que el lector anuncia a los otros la Palabra divina,
recíbala también él docilmente, medítela con asiduidad y con
su modo de vivir, sea testigo de ella.

–24–
LA INSTITUCIÓN DE LOS LECTORES

Observaciones
1.– Los lectores son instituidos por el Obispo o por el
Superior mayor de un instituto religioso clerical.
2.– El lectorado puede conferirse dentro de la celebración
de la Misa o en una celebración de la Palabra de Dios.
3.– Cuando el lectorado se confiere dentro de la Misa:
a) Se celebra la Misa del día cuando éste coincide con
alguno de los días incluidos entre los números 1 al 9 de la
tabla de los días litúrgicos. Si coincide con uno de los días in-
cluidos entre los números 5 al 9, una de las lecturas se puede
tomar del Leccionario para el rito de institución.
b) Fuera de estos casos, se puede usar la Misa “por los
ministros de la Iglesia” con las lecturas propias del rito de
institución. Se usa color blanco o festivo.
c) El rito de la institución tiene lugar después de la lec-
tura del Evangelio. Sigue este orden:
– Llamamiento de los candidatos.
– Homilía.
– Oración sobre los elegidos para el lectorado.
– Entrega del libro de las Sagradas Escrituras a los nue-
vos lectores.
La Misa prosigue en la forma acostumbrada. Con el Cre-
do, en el caso en que deba recitarse, o con la oración de los
fieles, en la que se hacen súplicas especiales por los nuevos
lectores.
–25–
4.– Cuando el lectorado se confiere en una liturgia de
la Palabra se sigue este orden:
– Se puede iniciar con un canto adecuado.
– La oración colecta inicial puede ser la de la Misa “por
los ministros de la Iglesia”.
– La liturgia de la Palabra se desarrolla de la manera
habitual. Las lecturas se toman del Leccionario para el rito
de institución.
– Después de la lectura del Evangelio tiene lugar la ins-
titución de lectores, tal como antes se ha indicado.
– Una vez entregado el libro de las Sagradas Escrituras,
se prosigue con la oración universal, la recitación del Padre-
nuestro y la bendición conclusiva.
(Cf. Caeremoniale Episcoporum, 790-807)

–26–
RITO PARA INSTITUIR LECTORES

Llamada de los candidatos


Después de la lectura del Evangelio, un diácono (o un
presbítero) llama a los candidatos para que se acerquen al
Obispo. Dice:
– Acérquense los que van a ser instituidos en el ministerio
de lectores.
Cada candidato es llamado por su nombre. A la llamada
responde:
– Presente.

Homilía
La homilía del Obispo a todos los presentes concluye con
estas palabra (o parecidas) dirigidas a los candidatos:
– Queridos hijos:
Dios nuestro Padre, reveló y realizó su designio de salvar al
mundo por medio de su Hijo hecho hombre, Jesucristo, quien,
después de anunciarnos todo lo que el Padre le había dado a
conocer, confió a su Iglesia esta misión de predicar el Evangelio
a toda criatura.
Vosotros, como lectores que proclaman la Palabra de Dios,
vais a prestar valiosa ayuda a esta misión confiada a la Iglesia
y, en consecuencia, se os va a encomendar en el seno del pueblo
de Dios un oficio especial al servicio de la fe, que tiene su raíz
y fundamento en la Palabra de Dios.
–27–
Vuestra misión será proclamar la Palabra de Dios en las
celebraciones litúrgicas y de esta forma educar en la fe a los
niños y a los adultos, prepararlos para recibir dignamente los
sacramentos, y anunciar la buena nueva de la salvación a los
hombres que aún la ignoran.
Así, por vuestro ministerio, todos podrán llegar a conocer
a Dios Padre y a Jesucristo, su enviado, y alcanzar la vida
eterna.
Cuando proclaméis la Palabra de Dios a los demás, no
olvidéis, dóciles al Espíritu Santo, escucharla vosotros mismos
y conservarla en vuestro corazón, para que de día en día se
acreciente en vosotros un suave y vivo afecto por la Palabra de
Dios. Que vuestra misma vida sea manifestación de Jesucristo,
nuestro Salvador.

Oración sobre los elegidos para el lectorado


Estando todos de pie, menos los candidatos al lectorado,
que estarán de rodillas, el Obispo invita a la oración, dicien-
do:
– Pidamos, queridos hermanos, a Dios Padre
que bendiga a estos siervos suyos,
destinados al oficio de lectores,
para que, cumpliendo fielmente
el ministerio que se les confía,
proclamen a Jesucristo ante los hombres,
y des así gloria al Padre que está en el cielo.

Una vez todos han orado en silencio, el Obispo prosi-


gue:
– ¡Oh Dios,
fuente de toda luz y origen de toda bondad!,
que nos enviaste a tu Hijo único, Palabra de vida,
para que revelara a los hombres
el misterio escondido de tu amor;
bendice + a estos hermanos nuestros,
elegidos para el ministerio de lectores;
concédeles que, al meditar asiduamente tu palabra,
–28–
se sientan penetrados y transformados por ella
y sepan anunciarla, con toda fidelidad,
a sus hermanos.
Por Jesucristo nuestro Señor.
– Amén.

Entrega del libro de la Sagrada Escritura


El Obispo entrega a cada nuevo lector el libro de la Sa-
grada Escritura, diciendo:
– Recibe el libro de la Sagrada Escritura
y transmite fielmente la Palabra de Dios,
para que sea cada día más viva y eficaz
en el corazón de los hombres.
El lector responde:
–Amén.
(Podría ser oportuno que cada nuevo lector, después de
decir “Amén, besara el libro que se le entrega como signo de
recepción de la Sagrada Escritura).
Mientras tanto –sobre todo en el caso de ser numerosos
los nuevos lectores– se puede cantar el salmo 18 u otro canto
adecuado.
Luego prosigue la celebración como antes se ha indicado.

–29–
LECCIONARIO PARA LA INSTITUCIÓN DE LECTORES

Lecturas del Antiguo Testamento


– Deuteronomio 6,3-9. Estas palabras quedarán en tu
memoria.
– Deuteronomio 30,10-14. El mandamiento está muy cerca de
ti; cúmplelo.
– Nehemías 8,2-4a.5-6.8-10. Leyeron el libro de la ley y
comprendieron su lectura.
– Isaías 55,10-11. La lluvia hace germinar la tierra.

Lecturas del Nuevo Testamento


– 1 Corintios 2,1-5. Os he anunciado el misterio de Dios.
– 2 Timoteo 3,14-17. Toda Escritura inspirada por Dios es útil
para enseñar.
– 2 Timoteo 4,1-5. Cumple tu tarea de evangelizador, desempeña
tu servicio.
– Hebreos 4,12-13. La Palabra de Dios juzga los deseos e
intenciones del corazón.
– 1 Juan 1,1-4. Os anunciamos lo que hemos visto y oído.

Salmos
– Salmo 18,8.9.10.11 (R/. Jn 6,63c: Tus palabras, Señor, son
espíritu y vida).
– Salmo 118,9.10.11.12 (R/. 12b: Enséñame, Señor, tus leyes).
– Salmo 147,15-16.17-18.19-20 (R/. 12a: Glorifica al Señor,
Jerusalén).

–30–
Evangelio
– Mateo 5,14-19. Vosotros sois la luz del mundo.
– Marcos 1,35-39. Vino, predicando en las sinagogas.
– Lucas 4,16-21. El Espíritu del Señor está sobre mí.
– Lucas 24,44-48. Jesús envió a los Apóstoles a predicar la
conversión y el perdón de los pecados.
– Juan 7,14-18. Mi doctrina no es mía, sino del que me envió.

–31–
LA “LECTIO DIVINA”
“La Lectio divina es una lectura, individual o comunitaria, de
un pasaje más o menos largo de la Escritura, acogida como
Palabra de Dios, y que se desarrolla bajo la moción del Espíritu
en meditación, oración y contemplación. (...)
“La finalidad pretendida es suscitar y alimentar un “amor
afectivo y constante” a la Sagrada Escritura, fuente de vida
interior y de fecundidad apostólica (EB 591 y 567), favorecer
también una mejor comprensión de la liturgia y asegurar a la
Biblia un lugar más importante en los estudios teológicos y
en la oración.
“La Constitución conciliar Dei Verbum (n. 25) insiste igualmente
sobre una lectura asidua de las Escrituras, para los sacerdotes
y los religiosos. Además -y es una novedad-, invita también “a
todos los fieles de Cristo” a adquirir “por una lectura frecuente
de las Escrituras divinas la “eminente ciencia de Jesucristo”
(Flp 3,8)”. Diversos medios son propuestos. Junto a una
lectura individual, se sugiere una lectura en grupo. El texto
conciliar subraya que la oración debe acompañar a la lectura
de la Escritura, ya que ella es la respuesta a la Palabra de Dios
encontrada en la Escritura bajo la inspiración del Espíritu. En
el pueblo cristiano han surgido numerosas iniciativas para una
lectura comunitaria. No se puede sino animar este deseo de
un mejor conocimiento de Dios y de su designio de salvación
en Jesucristo, a través de las Escrituras”.

La interpretación de la Biblia en la Iglesia


Pontificia Comisión Bíblica, Roma, 15, IV, 1993

–32–
EL MINISTERIO DEL LECTOR
Directorio litúrgico-pastoral

Secretariado Nacional de Liturgia


(Madrid 1985)

INTRODUCCIÓN
1. Un ministerio recuperado
La proclamación de la Palabra de Dios en la asamblea
litúrgica es un verdadero servicio eclesial. Después del Vaticano
II, el ministerio del lector ha vuelto a tener el relieve que le
corresponde en el conjunto de carismas y oficios suscitados por
el Espíritu Santo en la Iglesia para la edificación de todo el
Cuerpo (cf. 1Co 12,4-6 ; Rm 12,6-8; Ef 4,11-12).

2. Cristo desempeñó este ministerio


Como todo servicio eclesial, el ministerio del lector tiene su
origen en Cristo, autor de la Iglesia; el cual entendió la misión
confiada por el Padre como una diaconía (cf. LG 18), haciéndose
servidor de todos (cf. Lc 22,27; Mt 20,28; LG 29). En un gesto,
que es preciso interpretar a la luz de este espíritu de servicio,
Jesús, estando en la sinagoga de Nazaret “se puso en pie para
hacer la lectura”, leyendo y comentando después el pasaje del
profeta Isaías que lo presentaba como el Ungido del Señor para
anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, según refiere el
evangelista san Lucas (Lc 4,16 ss).

–33–
3. Importancia del ministerio del lector
La figura de Jesús, de pie ante la asamblea, con el volumen
del profeta Isaías en las manos, leyendo la Palabra divina en el
marco de la liturgia sinagogal, ilumina por sí sola un misterio
que tiene como objeto “proclamar la Palabra de Dios en las
celebraciones litúrgicas, educar en la fe a los niños y a los
adultos, prepararlos para recibir dignamente los sacramentos,
y anunciar la Buena Nueva de la salvación a los hombres, que
aún la ignoran” (Rito para instituir lectores, n. 4: Homilía).
El ministerio del lector es uno de los ministerios instituidos
por la Iglesia, que pueden ser conferidos con un rito especial.
El fiel que lo recibe queda constituido para desempeñar esta
función de manera estable (cf. Motu proprio Ministeria Quaedam
de 15-VIII-1972; CDC 230/1).
Sin embargo, este ministerio puede ser desempeñado en
las celebraciones litúrgicas, por encargo temporal, por todos los
laicos (cf. CDC 230/2), para que se lleve a cabo lo dispuesto en
el Concilio Vaticano II de que “en las celebraciones litúrgicas
cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará
todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la
acción y las normas litúrgicas” (SC 58).

4. Finalidad del presente documento


El hecho de que la función del lector pueda ser desempeñada
también por encargo temporal u ocasional, no sólo no resta
importancia al servicio de la proclamación de la Palabra, sino
que constituye un motivo más para tomar este ministerio con
la mayor seriedad y procurar, con diligencia, la preparación
adecuada de las personas que han de ejercitarlo con sentido
litúrgico, competencia técnica y aprovechamiento espiritual.
Con el fin de urgir y orientar la preparación, tanto de
los lectores instituidos como de los otros, se hace público el
directorio que ha elaborado el Secretario Nacional de Liturgia
con la explícita aprobación de la Comisión Episcopal, entre
cuyas acciones pastorales del presente trienio se inscribe. El

–34–
directorio ha de contribuir a mejorar la celebración, en el marco
del objetivo general señalado por la Conferencia Episcopal
Española del “servicio a la fe de nuestro pueblo” (julio 1983).

PRIMERA PARTE
La lectura de la Palabra de Dios
5. Leer la Palabra de Dios en la Asamblea litúrgica
La lectura de la Sagrada Escritura en el marco de la
celebración es un acto litúrgico, el centro de la liturgia de la
Palabra. Por medio de la lectura o proclamación de la Palabra,
“se expresan de modo admirable los múltiples tesoros de la
única Palabra de Dios, ya sea en el transcurso del año litúrgico,
en el que se recuerda el misterio de Cristo en su desarrollo, ya en
la celebración de los sacramentos y sacramentales de la Iglesia,
o en la respuesta de cada fiel a la acción interna del Espíritu
Santo, ya que entonces la misma celebración litúrgica, que se
sostiene y se apoya principalmente en la Palabra de Dios, se
convierte en un acontecimiento nuevo y enriquece esta palabra
con una nueva interpretación y una nueva eficacia” (Ordenación
de las Lecturas de la Misa, 2ª edición típica 1981, Prænotandos
(=OLM), 3)
La economía divina dispuso que la Palabra sea alimento
vital del Pueblo de Dios, el cual no podría subsistir sin esta
comida que es fuerza de la fe (cf. DV 23). Por eso la Iglesia,
depositaria de las Sagradas Escrituras (cf. DV 9-10), “no deja
de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida,
tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre
todo en la liturgia” (DV 21; cf. 23).
La liturgia es, por tanto, lugar privilegiado donde la
Palabra salvadora de Dios habla a su pueblo, “Cristo sigue
anunciando el Evangelio y el pueblo responde a Dios con el
canto y la oración” (SC 33). La Palabra de la Escritura, cuando
es proclamada en las celebraciones litúrgicas, constituye uno
de los modos de la misteriosa y real presencia del Señor entre

–35–
los suyos, como enseña el Vaticano II: “Él está presente en su
palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura,
es Él quien habla” (SC 7).

6. La función del lector


En este diálogo vivo entre Dios y su pueblo, que es anuncio
eficaz de la Palabra y respuesta gozosa de la fe, el ministerio
del lector aparece como un servicio de mediación, en el que la
función del que lee consiste en hacerse mensajero y portavoz
de la Palabra de Dios. El lector litúrgico es el último eslabón
para que la Palabra de Dios llegue al pueblo, ofreciendo su voz
y sus recursos de interpretación para que en ellos se realice esa
especie de última encarnación o morada de la Palabra entre los
hombres.
Como dice san Agustín: “Por condescendencia con nosotros,
la Palabra ha descendido a las sílabas de nuestros sonidos”
(Enarr. in Ps. 103, serm. 4,1; CCL 40, p. 1521); en este mundo la
Palabra se nos da “en letras, en sonidos, en códices...: en la voz
del lector y del homileta” (ib., Serm. 3,3; ib., p. 1501).
El lector participa, en cierto modo, de la misión profética
de aquellos que han sido llamados, como sucesores de los
Apóstoles, para enseñar a todas las gentes y predicar el
Evangelio a toda criatura (cf. LG 24; 31; AA 2). En el contexto
del ministerio profético, el lector aparece como un signo vivo de
la presencia del Señor en su Palabra.
“Por amor a esta Palabra y por agradecimiento a este don
de Dios, el lector litúrgico tiene que hacer un acto de entrega y
un esfuerzo diligente. Si su voz no suena, no resonará la Palabra
de Cristo; si su voz no se articula, la Palabra se volverá confusa;
si no da bien el sentido, el pueblo no podrá comprender la
Palabra; si no da la debida expresión, la Palabra perderá parte
de su fuerza. Y no vale apelar a la omnipotencia divina, porque
el camino de la omnipotencia, también en la liturgia, pasa por
la encarnación” (L.A. SCHÖKEL, Consejos al lector: “Hodie” 17,
1965, p. 82).

–36–
7. Las competencias del lector
Según la tradición litúrgica, la lectura de los textos bíblicos
en la asamblea no es un oficio presidencial, sino ministerial (cf.
OGMR 34; OLM 49). Salvo el evangelio, reservado al diácono
o, faltando éste, al presbítero, las demás lecturas deben hacerlas
los lectores (cf. ib.).
El Motu proprio Ministeria Quædam, de Pablo VI, define así
las competencias del lector instituido:
“El lector queda instituido para la función, que le es propia,
de leer la Palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual
proclamará las lecturas de la Sagrada Escritura, pero no el Evan-
gelio, en la misa y en las demás celebraciones sagradas; faltando
el salmista, recitará el Salmo interleccional; proclamará las inten-
ciones de la Oración de los Fieles, cuando no haya a disposición
diácono o cantor; dirigirá el canto y la participación del pueblo
fiel; instruirá a los fieles para recibir dignamente los sacramen-
tos. También podrá, cuando sea necesario, encargarse de la pre-
paración de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente
la lectura de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos” (Norma
V).
La proclamación de las lecturas bíblicas, excepto el
Evangelio, constituye la tarea específica y principal del lector,
tanto del que ha sido constituido para desempeñar esta función
de manera estable como del que tiene un encargo temporal u
ocasional. Las restantes atribuciones, que pueden desempeñar
todos los laicos a tenor de la norma del derecho (cf. CDC 230/2),
tienen carácter unas veces de suplencia de otros ministerios
litúrgicos, como el del salmista o el del monitor o el del director
del canto, y otras veces del complemento de su función propia
y específica. En este sentido la preparación de los que han de
recibir los sacramentos, mediante la catequesis más directamente
litúrgica, pertenece al mismo contexto pastoral y sacramental
que las moniciones en el interior de la celebración, las cuales
están reservadas al sacerdote, al diácono o al comentador. (cf.
SC 35/3; OLM 42).
La promoción de nuevos lectores o la instrucción de los que
eventualmente realicen esta función, como tareas confiadas al

–37–
lector instituido, contribuyen también a realzar este ministerio
en el conjunto de la vida eclesial.

8. Acoger la Palabra para poder transmitirla


Para realizar mejor y más perfectamente las funciones que
corresponden al lector, debe éste empaparse de “aquel amor
suave y vivo hacia la Sagrada Escritura” que es característico de
la liturgia (cf. SC 24). El lector es un ministro de la Palabra que
debe transmitir a los fieles, “los tesoros bíblicos de la Iglesia”
puestos a disposición de los fieles, con mayor abundancia en la
mesa de la Palabra de Dios (cf. SC 51; DV 21).
Es necesario, pues, que profundice en el conocimiento de
las Escrituras mediante la lectura asidua y el estudio diligente,
cuidando de que la lectura vaya siempre acompañada de la
oración para que se entable diálogo entre Dios y el hombre,
ya desde el primer contacto del lector con los textos que ha
de proclamar (cf. DV 25). El lector debe familiarizarse con el
mensaje bíblico en su conjunto, meditándolo personalmente y
acogiéndolo con corazón de discípulo que se deja llenar por la
Palabra divina que ha de comunicar (cf. Lc 2,19.51).
Por otra parte, el testimonio personal, que ha de brotar de
esta meditación asidua de la Palabra de Dios, hace de los lectores
eficaces anunciadores del mensaje no sólo con la palabra, sino
también con la verdad de los hechos.

9. Un servicio al Pueblo de Dios


Al desempeñar su ministerio, el lector pone al servicio
de la Palabra de Dios toda su persona y toda su capacidad de
comunicación. Pero también hace esto mismo al servicio de la
asamblea de los fieles, para que el pueblo pueda comprender la
Palabra divina y ponerla en práctica (cf. Jn 14,15). Dada la íntima
conexión y unidad entre la Liturgia de la Palabra y la Liturgia
del Sacramento, los fieles, recibiendo la Palabra y nutridos por
ella en su fe, son conducidos a una más fructífera participación
en los misterios que celebran (Inst. Eucharisticum Mysterium 10;
SC 56; 59; PO 4).

–38–
La asamblea litúrgica necesita de lectores, aunque no estén
instituidos para esta función mediante el rito correspondiente.
Hay que procurar, por tanto, que haya lectores idóneos,
convenientemente preparados para ejercer este ministerio.
Donde haya lectores instituidos, éstos deben ejercer su función
propia, por lo menos los domingos y días festivos, sobre todo
en la celebración principal (OLM 51).
“El lector tiene un ministerio propio en la celebración
eucarística, ministerio que debe ejercer él, aunque haya otro
ministro de grado superior” (OGMR 66). Este principio tiene
también aplicación en la celebración de la eucaristía en la que
los oficios propios del diácono o de otros ministros los realizan
algunos de los concelebrantes si no se dispone de los citados
ministros (cf. OGMR 160).

SEGUNDA PARTE
Sugerencias prácticas
10. Quiénes pueden ser lectores
El ministerio de lector no es algo reservado a los candidatos
al sacramento del Orden, por lo que puede ser confiado a los
laicos. Pero los candidatos al diaconado y al sacerdocio deben
recibir este ministerio y ejercerlo durante un tiempo conveniente
para prepararse mejor al futuro servicio de la Palabra (Ministeria
Quædam, XI). Los requisitos y las exigencias para que a estos
candidatos les sea conferido el ministerio de lector, han sido
determinadas por la Conferencia Episcopal Española en la XX
Asamblea Plenaria, celebrada en Madrid del 17 al 22 de junio
de 1974 (cf. Ritual de Ordenes, pp. 25-30).
Los varones laicos que tengan la edad y las condiciones
determinadas por decreto de la Conferencia Episcopal, pueden
ser llamados para el ministerio estable de lector, mediante el rito
litúrgico prescrito (CDC 230/1). Por encargo temporal, los laicos,
lo mismo varones que mujeres, pueden desempeñar la función
de lector en las celebraciones litúrgicas (cf. CDC 230/2).
–39–
11. La preparación de los lectores
Los lectores han de ser aptos y diligentemente preparados
(OGMR 66). La aptitud lleva consigo una serie de cualidades
espirituales, centradas en el conocimiento y amor a la Sagrada
Escritura, y unas dotes humanas concernientes al arte de la
comunicación. El lector ha de cumplir su cometido con conciencia
de su misión y de su responsabilidad.
Para que desempeñe diligentemente su ministerio, la
preparación debe abarcar los siguientes aspectos:
a) Instrucción bíblica, que debe apuntar a que los lectores
estén capacitados para percibir el sentido de las lecturas en
su propio contexto y para entender a la luz de la fe el núcleo
central del mensaje revelado. No se trata tanto de que conozcan
los aspectos exegéticos de los textos como de que adquieran un
conocimiento profundo y vital de la Sagrada Escritura a la luz
de la tradición litúrgica.
b) Instrucción litúrgica que facilita a los lectores una cierta
percepción del sentido y de la estructura de la liturgia de la
Palabra y de su conexión con los ritos sacramentales y de
modo particular con la liturgia eucarística. El lector deberá
estar informado de la composición del leccionario de la misa
de acuerdo con los diferentes tiempos del Año Litúrgico y
de los leccionarios propios de la celebración de los diferentes
sacramentos. El conocimiento de los criterios de ordenación
y armonización de las lecturas entre sí le será muy útil para
ayudar, a quienes se preparan a recibir algún sacramento, a
elegir los textos más adecuados.
c) Preparación técnica relativa a la comunicación y a la lectura
en público, ya sea de viva voz o con ayuda de los instrumentos
modernos que la amplifican. El lector debe alcanzar un cierto
grado de capacitación para desempeñar correctamente su
función, sin detrimento del amor y de la dedicación a la Sagrada
Escritura de que se ha hablado antes.
Teniendo en cuenta todo esto, es evidente que no se puede
improvisar un lector. No se trata de excluir a nadie de este
ministerio, sino de confiarlo, con seriedad y preparación, a
quienes ofrecen garantías suficientes.
–40–
12. Condiciones materiales para una buena proclamación
La proclamación de la Palabra de Dios requiere un mínimo
de condiciones materiales. Comenzando por el libro, es necesario
que esté bien impreso, que los caracteres gráficos sean netamente
visibles, que el texto destinado a la lectura pública haya sido
traducido teniendo en cuenta esta finalidad (Cf. Instrucción
sobre la traducción de textos litúrgicos de 25-7-1969, n. 30) y sea
dispuesto en las páginas de forma que las proposiciones y las
frases que expresen la misma idea estén reagrupadas y el lector
perciba al mismo tiempo el sujeto y el verbo. El libro debe estar
colocado en el ambón, a una altura conveniente, para que el
lector pueda ver fácilmente a la asamblea, al mismo tiempo que
lee, y ser visto por ella.
También son indispensables una buena iluminación del libro
y una adecuada colocación del micrófono, si hay que usarlo. La
iluminación y la acústica deben ser objeto de mayor atención
por parte de los responsables de los templos y de la liturgia
en general. El detalle es muy importante en orden a que se
establezca la necesaria comunicación oral y visual entre el lector
y la asamblea.
En la construcción de nuevas iglesias o en la reforma de
las ya existentes se deben cuidar al máximo estos aspectos, que
no son meramente funcionales sino condicionantes básicos de
la participación de los fieles en la acción litúrgica (cf. SC 14; 27;
48; 128).

13. Técnicas de proclamación


Leer en voz alta no es lo mismo que leer en privado.
Proclamar un texto sagrado, que tiene valor inmutable y
decisivo para la asamblea que celebra, es aún más importante
que hablar a esa asamblea. El pasaje bíblico, que es Palabra de
Dios, no puede llegar a sus destinatarios, los fieles que forman
la comunidad reunida, con menos energía y menor viveza que
las demás palabras que se pronuncian en la celebración.
El lector no sólo debe leer, sino leer bien, de modo que la

–41–
Palabra sea entendida y comprendida. Cada palabra del texto
cobra vida en los labios del lector. Él es el que pronuncia lo que
lee y descubre lo que está escrito, dando a cada palabra y a cada
frase su sentido exacto. Por eso, el lector debe llevar a la práctica
algunos consejos útiles para proclamar bien:
a) Preparación de la lectura o conocimiento previo del texto
que va a proclamar. El lector debe familiarizarse con las palabras
que va a leer, hasta hacerlas suyas, especialmente con las
palabras esenciales o difíciles de pronunciar, y ha de descubrir
los momentos de más intensidad.
En la preparación de la lectura hay que tener en cuenta tanto
el género literario del texto bíblico, es decir, si es narrativo, lírico,
meditativo, parenético, midráshico, etc., como la estructura
interna del pasaje, si es un diálogo, un poema, una exhortación,
etc.
No se trata de verter los propios sentimientos en el texto,
sino de asimilar la Palabra de Dios e intentar manifestar su
contenido con expresividad, sin fingimiento, con sencillez, sin
afectación.
b) Articulación y tono. La lectura debe llegar al auditorio sin
que se pierda una palabra o una sílaba. Al leer se debe abrir la
boca lo suficiente para que se escuchen perfectamente todas
las vocales y para que las consonantes se hagan sentir con
nitidez.
Es necesario atender al estilo y estructura de cada frase, para
que los oyentes las perciban con claridad. Las frases o palabras
que forman grupo deben ser leídas sin interrupción para no
romper el sentido del conjunto.
Al texto hay que darle vida. Aunque la lectura se haga con
claridad, se puede caer en la monotonía. Esto se evita con el
tono y el ritmo que se den a la lectura. Es preciso huir de la voz
monocorde y del “tonillo”. Las interrogaciones y los paréntesis
en el texto son una buena ocasión para subir o bajar la voz. Los
finales de frase no tienen por qué obligar a hacer inflexiones de
manera sistemática.
Por otra parte, la acústica del templo o del lugar de la
proclamación impone también ciertas condiciones al lector.

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Tan molesta puede resultar una voz hiriente, que grita, en una
iglesia pequeña, como una voz apagada y mortecina en un
templo grande.
c) Ritmo de proclamación. El ritmo es un elemento
indispensable para la comprensión del texto que se proclama;
es manifestación externa del dinamismo interno del pasaje. Cada
lector tiene su propio ritmo, incluso cada lectura exige el suyo.
Lo verdaderamente importante es que los oyentes entiendan
el mensaje transmitido. De ahí que sea necesario equilibrar
diversos movimientos en la lectura. El lector, desde la primera
frase, debe imponer la atención por medio de una voz sosegada
y firme, que anuncia y transmite un mensaje.
Una lectura demasiado rápida se hace incomprensible, pues
obliga al oído a hacer un esfuerzo mayor. Por el contrario, la
excesiva lentitud provoca apatía y somnolencia. La estructura
del texto es la que impone el ritmo, pues no todo tiene la misma
importancia dentro del conjunto. Se puede leer más aprisa un
pasaje que tiene una importancia menor y dar un ritmo más
lento a las frases que merecen un mayor interés.
La puntuación debe ser escrupulosamente respetada. Las
pausas del texto permiten respirar al lector y ayudan al auditorio
a comprender plenamente lo que se está leyendo.
d) Leer con expresión. El lector debe indentificarse con
lo que lee, para que la palabra que transmite surja viva y
espontánea, captando a los oyentes, y penetre en el corazón del
que escucha.
Para que la lectura sea expresiva, el lector tiene que procurar
leer con:
– sinceridad, es decir, sin condicionamientos, hinchazón
o artificios;
– claridad y precisión, conduciendo al oyente hacia el
contenido, sin detenerle en las palabras;
– originalidad, imprimiendo a la lectura un sello de
distinción y personalidad, de acuerdo con los matices que ofrece
cada texto;
– misión y convicción, actitudes que encierran fuerza y
persuasión;

–43–
– recogimiento y respeto, como corresponde a una acción
sagrada.

14. Actitud corporal y vestidura del lector


El lector ha de saberse portavoz de la Palabra divina en
un contexto religioso y cultual. Para cumplir con fidelidad esta
misión, el lector debe manifestar en su compostura exterior,
cuando ejerce el ministerio, que es el primero en aceptar la
Palabra que proclama.
En efecto, el gesto del lector es manifestación de su
identificación con lo que dice. Con su actitud corporal, al
leer, puede apoyar o desautorizar el mensaje que transmite.
El cuerpo, el vestido, el rostro y las manos deben denotar un
sentimiento interior. El estar cara a la asamblea en un plano
elevado, con una vestidura litúrgica incluso, son motivos para
cuidar al máximo la expresividad corporal.
El lector instituido en su propio ministerio, cuando sube al
ambón para leer la Palabra de Dios en las celebraciones litúrgicas,
debe llevar la vestidura sagrada propia de su función, que es el
alba ceñida con el cíngulo (OGMR 298). “Los que ejercen esta
función de modo transitorio, e incluso habitualmente, pueden
subir al ambón con la vestidura ordinaria, aunque respetando
las costumbres de cada lugar” (OLM 54).

15. El canto de las lecturas


El criterio para determinar qué partes deben ser cantadas en
una celebración no puede ser exclusivamente la solemnización
de la acción litúrgica, sino la participación de los fieles, según
el carácter de cada pueblo y las posibilidades de cada asamblea.
“Al hacer la selección de lo que de hecho se va a cantar, se dará
la preferencia a las partes que tiene mayor importancia, sobre
todo aquellas que deben cantar el sacerdote y sus ministros con
respuestas del pueblo” (OGMR 19).
Estos criterios tienen particular aplicación al canto de las
lecturas y de las aclamaciones que las acompañan. Aunque
las lecturas pueden cantarse, la mayoría de las veces será más

–44–
oportuno proclamarlas sin canto (cf. Inst. Musicam Sacram, n. 31).
El canto no puede mermar la inteligibilidad del texto, aunque
es preciso reconocer también que puede ser un poderoso medio
para subrayar expresivamente determinados pasajes, sobre todo
del evangelio.
Sin embargo, las aclamaciones que acompañan a las lecturas
deben ser cantadas, particularmente las aclamaciones del evangelio,
que se encuentran entre los cantos que pertenecen al primer
grado de participación de los fieles (cf. Ib., n. 29). Lo mismo
debe decirse acerca del Salmo responsorial, a causa de su gran
importancia (cf. Ib. n. 33; OGMR 36). El canto o recitación del
Salmo responsorial corresponde al salmista.

16. Las moniciones y las lecturas


Al comenzar la liturgia de la Palabra puede ser oportuno
hacer una breve introducción a las lecturas que se han de
proclamar, con el fin de ayudar a los fieles a captar su sentido
litúrgico y conexión entre sí. Estas moniciones han de ser
necesariamente muy breves y en modo alguno pueden suplantar
a la homilía. Deben huir, por igual, de la explicación exegética y
de la erudición histórica, como de las aplicaciones concretas a la
vida. Si lo primero se ha debido hacer antes, en la preparación
de la celebración, lo segundo corresponde hacerlo al predicar
la homilía.
Las moniciones puede hacerlas el comentador, que ocupa
un lugar conveniente delante de los fieles, pero no sube al
ambón (cf. OGMR 68,a). El sacerdote que preside, puede hacer
también esta introducción a la Liturgia de la Palabra, antes de
las lecturas (cf. OGMR 11).
Preparar por escrito estas moniciones, y leerlas de una
manera viva, puede ser un medio eficaz para no caer en los
defectos señalados antes y realizar esta función de perfecto
acuerdo con el ministro celebrante, responsable último de la
celebración.

–45–
17. El silencio en el ejercicio del ministerio del lector
El silencio es un elemento importante de la celebración
(cf. SC 30; OGMR 23), no sólo el silencio exterior, la ausencia
de ruidos, sino también el silencio interior, como clima para el
encuentro del hombre con Dios. Para escuchar con provecho la
Palabra de Dios es preciso crear el silencio material, ambiental,
como condición previa o preparación para el recogimiento y la
atención interior.
La palabra del lector debe surgir en el silencio, porque de
lo contrario será un ruido más que se suma a otros ruidos y
no manifestará ni comunicará nada. Nunca debe comenzar el
lector a leer hasta que los fieles no estén acomodados y hayan
desaparecido los ruidos. Es preciso tener calma y no acercarse
precipitadamente al ambón, mantener una postura digna y,
antes de empezar a leer, tratar de comunicarse con la asamblea
a través de una mirada confiada.
Pero la palabra no sólo brota en el silencio, también se
desarrolla y vivifica en el silencio. Hablar o leer sin silencio
es matar las palabras, convirtiendo la lectura en una pesada
monotonía. Durante la lectura, las pausas, de acuerdo con la
intensidad de las frases que se van leyendo, ayudan a interiorizar
la palabra proclamada y hacen posible el asentimiento y la
aquiescencia espiritual. La excesiva rapidez en leer, y la falta
de quietud y de silencios en la transmisión oral, convierte la
lectura en una sucesión encadenada de frases que resbalan
superficialmente.
El silencio, al final de la lectura, está expresamente
recomendado para que, al callar la voz del lector resuene
en el interior del hombre la Palabra de Dios que se ha
proclamado (OGMR 23). Este silencio meditativo, que no
tiene por qué ser prolongado, es tiempo propicio para la
escucha interior y predispone para la respuesta a la Palabra
de Dios, que ha de brotar en la asamblea, por medio del
canto o de la oración.

–46–
18. El Leccionario
Este directorio no sería completo si no prestase atención
también al libro litúrgico de la Palabra de Dios, que es el
Leccionario. El Leccionario es un signo sagrado, es decir,
sacramental, de la presencia de Dios en su comunicación a
los hombres por medio de su Palabra leída y proclamada.
El Concilio Vaticano II recuerda que “la Iglesia ha venerado
siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo
del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a
los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del
Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia” (DV 21).
Este amor a las Escrituras se manifiesta en los honores
litúrgicos con que es honrado el Leccionario, que es llevado en
procesión, entre luces, incensado y besado, depositado sobre el
altar y saludado con aclamaciones y cantos. Particularmente el
Libro del Evangelio, el Evangeliario, debería ser distinto de los
otros leccionarios (OGMR 79), un libro que en su impresión,
encuadernación, guardas y adornos dé a entender la estima que
la comunidad siente por él. Habría que recuperar el tratamiento
que el arte del pasado dispensó al Libro de la Palabra de Dios y
volver, otra vez, a contar con ejemplares preciosos que hablen
también con el lenguaje de su simbolismo y belleza.

19. El ambón
“La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia
haya un lugar reservado para su anuncio, hacia el que, durante
la liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención
de los fieles. Conviene que, en general, este lugar sea un ambón
estable, no un mueble portátil. Uno y otro, según la estructura
de la iglesia, deben ser de tal naturaleza que permitan al pueblo
ver y oír bien a los oficiantes” (OGMR 272).
El ambón es el lugar de la proclamación de las lecturas, que
debe ocupar el lector cuando ejerce su ministerio. El ambón no
es de suyo, el lugar del comentador o del director del canto.
Después de la celebración, el Leccionario abierto sobre el

–47–
ambón puede permanecer como un recordatorio de la Palabra
proclamada.

20. Las lecturas en las misas con niños


La proclamación de la Palabra de Dios en las misas con
niños merece una atención particular, a fin de despertar en
ellos el amor a la Escritura, verdadero alimento de la fe para
ellos, aun antes de que comiencen a participar en el banquete
eucarístico.
A través de los signos y de los gestos que acompañan la
lectura, los niños irán percibiendo la importancia y el valor de
la liturgia de la Palabra. Es preciso cuidar al máximo, como
recomienda el Directorio para las misas con niños de 1973, tanto el
ambiente, como la actitud del lector y el modo de leer. Entre los
elementos que pueden ayudar a dar a la lectura de la Palabra
de Dios el honor que merece, y al mismo tiempo preparar a los
niños para su escucha, se encuentran la procesión de entrada
llevando el Leccionario un lector, la procesión del Evangelio, el
uso de luces e incienso, las moniciones introductivas y el beso y
ostentación del libro. Es importante también conseguir el clima
adecuado de silencio y respeto en la asamblea infantil.
Las lecturas pueden ser proclamadas por los niños, a
excepción del evangelio, que corresponde al diácono o al
sacerdote. Es conveniente que sean también los catequistas los
que lean alguna vez las lecturas o las introduzcan con breves
moniciones. “Cuando el texto de la lectura lo pide, puede ser útil
que los mismos niños lo lean distribuyéndose partes distintas
tal como está establecido para la lectura de la Pasión en Semana
Santa” (Directorio, n. 47). La dramatización o escenificación de
los pasajes bíblicos debe hacerse durante la catequesis o en la
preparación de la misa, en todo caso fuera de la celebración,
para no desvirtuar la fuerza de la proclamación de la Palabra.
Los criterios en cuanto al número y selección de las lecturas
en las misas con niños están señalados en el Directorio de 1973
(nn. 42-46) y en el Leccionario para las misas con niños aprobado
por la Conferencia Episcopal Española.

–48–
21. Las lecturas en el Oficio Divino
Las horas del Oficio Divino, cuando son celebradas por una
asamblea litúrgica o por una comunidad religiosa (cf. OGLH
20-27), deben contar con lectores que ejerzan este ministerio.
“La lectura de la Sagrada Escritura, que conforme a una antigua
tradición se hace públicamente en la Liturgia, no sólo en la
celebración eucarística, sino también en el Oficio Divino, ha de
ser tenida en máxima estima por todos los cristianos porque
es propuesta por la misma Iglesia, no por elección individual
o mayor preparación del espíritu hacia ella, sino en orden al
misterio que la Esposa de Cristo ‘desarrolla en el círculo del
año’...” (OGLH 140).
Todas las horas del Oficio tienen una lectura bíblica, ya
sea larga, como en el Oficio de lectura –que tiene, además, otra
patrística o hagiográfica–, ya sea corta, como en todas las demás
horas. No obstante, en los Laudes y en las Vísperas, sobre todo
en la celebración con el pueblo, la lectura bíblica puede ser más
extensa (cf. OGLH 46).
“Quienes desempeñan el oficio de lector recitarán de pie, en
un lugar adecuado, las lecturas, tanto las largas como las breves”
(OGLH 259). La lectura deberá leerse y escucharse como una
proclamación de la Palabra de Dios que inculca con intensidad
algún pensamiento sagrado y que ayuda a poner de relieve
determinadas palabras de la Escritura (cf. OGLH 45).
Las lecturas del Oficio Divino no están destinadas a ser
cantadas. “Al proferirlas se ha de atender cuidadosamente a que
sean leídas digna, clara y distintamente y que sean percibidas y
entendidas fielmente por todos” (OGLH 283).

22. Invitación final


El ministerio del lector debería ser un servicio litúrgico
particularmente deseado por aquellos fieles que participan en
la liturgia de una manera más consciente y fructuosa. A ellos
en particular parece decirles el Señor, como al profeta Ezequiel:
“Toma este libro... y habla a la casa de Israel... y diles: “Así dice
el Señor” (cf. Ez 3,1-11).
–49–
Es preciso, por tanto, suscitar vocaciones para lector y
cuidar de formarlas espiritual y técnicamente. Las iniciativas
surgidas, como cursos para lectores, merecen el máximo apoyo
e interés por parte de los pastores y de los responsables de la
vida litúrgica de las comunidades.
“La formación de lectores es escuela bíblica y litúrgica, y
una valiosa aportación a la pastoral. Por esto debe promoverse
especialmente entre los jóvenes” (La celebración de la Eucaristía
con los jóvenes. “Pastoral Litúrgica” 123 (1982), P. 18).
Las delegaciones y secretariados diocesanos de liturgia
tienen aquí una importante tarea que realizar.

–50–
LA TÉCNICA DE LA
PROCLAMACIÓN DE LA PALABRA
DE DIOS
Apuntes sobre el oficio del lector

JOSEP URDEIX

Empecemos por unas citas para avivar el recuerdo: “La


importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la
liturgia es máxima” (SC 24). “Las dos partes de que consta la
Misa, a saber, la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística,
están tan estrechamente unidas entre sí –y lo mismo podría
decirse de los otros sacramentos– que constituyen un único
acto de culto” (SC 56, citado por IGMR 8). “La Iglesia se edifica
y va creciendo por la audición de la palabra de Dios” (OLM 7).
“Es él mismo –Cristo– quien habla cuando se lee en la Iglesia la
Sagrada Escritura” (SC 7).
Cuatro citas. Significativas y conocidas. No para
detenernos ahora en ellas. Tan sólo a la manera de unos
destellos claros que nos den la pista del camino que vamos a
recorrer. Un camino que no pretende buscar sendas teológicas.
Otros van a guiarnos por ellas. El camino que ahora nos toca
andar es el de las veredas de las cuestiones prácticas. También
éstas, en sus justas dimensiones, pueden considerarse como
las que merecen la consideración propia de las de mayor
estima y momento.

–51–
Nuestra liturgia precisa de lectores
Veamos lo que aquí nos importa. Si, en la Iglesia y en la
liturgia, la palabra de Dios tiene un primer plano tan nítido,
deberemos poner los medios necesarios para que no sólo sea así
sino que lo parezca. Es mucho lo que para ello se ha hecho desde
el Vaticano II hasta nuestros días. Por un lado, se han abierto en
abundancia los tesoros de la palabra de Dios. Era un primer paso
obligado. Por otro, se ha reinstaurado, en sus adecuados valor
y dimensiones, el ministerio o el oficio del lector. No en vano el
Misal nos dice que, cuando éste ejerce su función propia, todos
–pastores y fieles– le escuchen sentados, con atenta receptividad
(cf. Ordinario de la Misa, 9; cf. también sobre la importancia de
este ministerio: IGMR 66).
¿Por qué este relieve dado al lector? Porque la Iglesia, como
tal, como pueblo de Dios, tal como nos ha recordado antes la cita,
se va edificando y creciendo escuchando la palabra de Dios que
la llama junto a sí. La Iglesia casi puede definirse como el pueblo
que escucha la palabra de Dios. Que la escucha, básicamente,
cuando vive y se expresa de manera más significativa como
Iglesia, cuando se encuentra reunida en asamblea litúrgica. La
Iglesia no es un pueblo que nazca de un texto, sino que nace de
la Palabra (por más que esta Palabra encuentre su actual manera
de expresarse a través de un texto sagrado). Y la misma liturgia
va cobrando vida y expresión a través de esta Palabra, en la que
se inspira y de la que está impregnada.
Si nos encontráramos ante una simple liturgia de texto,
podría bastar con decir: “Vamos a guardar unos minutos de
silencio para que mientras tanto todos lean de la página
157 a la 159 de nuestro texto”. Pero se trata de una liturgia
de la palabra y la palabra tiene sus propios mecanismos de
transmisión. La palabra no cobra su sentido pleno si no es por
medio de la expresión oral. En nuestro caso, supone dicción y
audición del texto en el que la palabra encuentra su base actual
de sustento.
Nuestra liturgia, por tanto, exige la presencia de lectores.
Sin lectores, no tendríamos un pueblo, una Iglesia, que pudiera

–52–
“materialmente” escuchar la palabra, que pudiera alimentarse de
la palabra. Por otra parte, parangonando a Plutarco que decía que
“los griegos no tenían conciencia de haber cenado si no habían
cenado con amigos”, podemos decir que el cristiano no puede
decir cumplidamente que ha escuchado la palabra de Dios si no
la ha escuchado en el seno de la comunión eclesial, en el seno de
la asamblea litúrgica. Ahí es donde, como miembro de la Iglesia, el
cristiano escucha y recibe la palabra. Y la recibe, por tanto, a través
del lector, que la lee y proclama para que, significativamente, la
escuche la Iglesia y, dentro de ella, cada uno de sus miembros. El
lector es indispensable en nuestra liturgia.

Perfil del lector


Acerquémonos, por tanto, al perfil de nuestro imprescindible
lector. La respuesta a esta cuestión no es fácil, porque no es fácil
en este momento encontrar lectores fuera del marco eclesial.
Nuestra sociedad no cuenta con un oficio que pueda calificarse
de “lector”. Es un oficio (casi) perdido, como el de los copistas,
propio de unos tiempos en que –según dicen– pocos sabían
leer y pocas eran las copias de volúmenes y textos de que se
disponía. En aquel entonces el lector era más necesario en
ocasiones diversas; y sin demasiadas explicaciones se podía
tener una idea de lo que era el oficio de lector en la sociedad o
en la Iglesia.
Lo que en nuestros días se parece más al oficio de lector es
la tarea que corresponde a los encargados de la retransmisión
de los telediarios. Pero incluso en este caso se ha llegado a unas
técnicas de transmisión por medio de las cuales se quiere dar la
sensación de que no se está leyendo un texto, sino que se nos
dice el contenido de unas noticias sin que se esté pendiente de
un texto escrito previamente. La situación de semejanza nos
sirve, pues, relativamente poco.
Tampoco nos sirve el caso del orador que, con anterioridad,
ha escrito el texto que va a exponer públicamente. En este caso,
la lectura es algo, hasta cierto punto, ficticio.
El lector es alguien que presta la voz a un texto ajeno y
procura ser fiel, en cuanto de él depende, a intentar que el texto
–53–
llegue a los demás con todas sus facetas, su intencionalidad y
con los acentos peculiares con los que su autor lo ha dotado.
Esta tarea no es fácil, teniendo presente que el lector se
presenta ante el auditorio sin querer hacer trampa. Es decir,
presentándose ante él con el texto ajeno en la mano. El lector no
recita, o declama o interpreta un texto ajeno que ha aprendido
de memoria y que transmite a los demás. El lector, al que se
le pide, por otro lado, que tenga todas las características de
un buen comunicador –como ahora toca decir– no es sino un
eslabón en la cadena transmisora que va desde el texto al oído
y, por tanto, al interior, del oyente.
El papel del lector no es fácil, a la par que es dificultoso
encontrar la justa medida que se pide a su “actuación”.
Tengamos en cuenta, por otro lado, que en un medio
cultural como el nuestro, en el que ya casi todos saben distinguir
los signos del alfabeto, parece que todo el mundo –dejando al
margen aquellos que padecen de mayúscula vergüenza para dar
la cara en público– es capaz de hacer de lector. Evidentemente,
una cosa es poder leer y otra cosa muy distinta “saber leer” y
saber leer en público.
Por ahí iría el perfil del lector, añadiendo, en nuestro caso,
el del “lector litúrgico”, una apostilla. Una apostilla que no
debe entenderse como crítica hacia nadie. El hecho de que el
servicio del lector no comporta, actualmente y tal como debe
ser, la pertenencia del mismo al estado clerical, parece llevar a la
conclusión de que cualquier laico o laica es capaz de asumir este
servicio. La práctica actual, en muchas de nuestras asambleas, va
por ahí, contando que con la “buena voluntad” de los lectores
que se prestan a hacer este servicio ya puede disculparse su
pequeño o gran bagaje de, digamos, deficiencias.
A menudo, en nuestro contexto, olvidamos lo que nos
dice la Dei Verbum: “La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada
Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre
todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir
a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabras de
Dios y del Cuerpo de Cristo” (n. 21). Por tanto, de la misma
manera que ponemos sumo cuidado en escoger a los ministros

–54–
ordinarios y extraordinarios de la Eucaristía, deberíamos poner
idéntica atención en escoger a quienes deben servir el alimento
de la mesa de la palabra. Aunque no haga falta imponerles las
manos para confiarles este servicio, tampoco podemos confiar
en que baste decir: “Paquita, toma el libro y lee”, para pensar
que ya disponemos de lector. Deberíamos ser más cautos o
más exigentes si queremos, seriamente, disponer de lectores y
queremos dar la importancia que merece la palabra de Dios, así
como su buena y necesaria audición por parte de la asamblea.

Leer, ¿una técnica o un arte?


Para complicar un poco más las cosas, preguntémonos
también si leer es una técnica (un conjunto de reglas prácticas,
modos y procedimientos de que se sirve una ciencia o un arte)
o bien es un arte como tal (la habilidad para hacer alguna cosa)
más que una técnica. Es lo mismo que preguntar si el lector
“nace o se hace”.
La respuesta es sencilla: conocer unas técnicas no supone ser
poseedor de un determinado arte, pero el ejercicio de cualquier
arte comporta la realidad o el manejo de unas técnicas. En este
sentido, podemos decir que leer no es sólo conocer unas técnicas
de lectura, porque por ellas solas no alcanzamos totalmente
aquella habilidad o destreza que imprime a ciertas actividades
la categoría de arte; pero sin conocer estas técnicas, difícilmente
llegaremos a hacer del acto de leer algo que alcance la categoría
de arte en el que el hecho de leer (con todas las connotaciones
que supone) ciertamente puede inscribirse.
En buena parte, pues, el lector nace, pero también es verdad
que se va haciendo, con estudio, con experiencia, con ejercitación
constante, con abnegación.
En realidad, esto es lo que se tiene presente, en el mundo
civil, para cualquiera que deba enfrentarse con la transmisión, a
otros, de un texto. Se le piden años de estudio y ejercitación. En
modo alguno parece suficiente un apresurado cursillo de unas
pocas sesiones. Se pide la posesión de un oficio que dé respaldo
a una actividad que llegará a ser y expresarse como un arte.
Decir esto es pedir, quizá utópicamente, la creación de
–55–
unas escuelas de lectores. Pero lo que sucede es que, hasta
que no las tengamos, desengañémonos, no dispondremos de
lectores. Sólo tendremos unos eternos aprendices de lector,
en buena parte autodidactas. O somos conscientes del real
aprendizaje que comporta la técnica y el arte de la lectura
en público o no podremos exigir una auténtica lectura de la
palabra de Dios. Hasta ahora nos hemos contentado con esto y
deberíamos preguntarnos en qué alto porcentaje la palabra de
Dios ha llegado en condiciones mínimas a los oídos de nuestras
asambleas litúrgicas. La cuestión es muy seria.

A guisa de precipitados consejos


Dicho cuanto antecede, y aunque sea a fuer de volver a caer
en el vicio que fustigamos, teniendo presente los límites de una
comunicación, otra cosa no podemos hacer aquí y ahora sino
dictar algunos consejos sobre aquellas cuestiones con vistas a la
práctica o al aprendizaje sobre las que debería recaer, sin duda,
una mayor atención. No creo que, en esta ocasión, podamos
ir más allá. Así como tampoco vamos a descubrir novedades,
porque, cuantos estamos aquí, acostumbramos a estar atentos
a esta cuestiones y a las publicaciones sobre el tema, algunas
de las cuales han salido del mismo Secretariado Nacional de
Liturgia, como el Directorio litúrgico-pastoral sobre el Ministerio
del lector, publicado en 1985. En buena parte, pues, serán,
más que consejos, un simple recordatorio de determinadas
cuestiones sobresalientes, a las que añadiremos unas palabras
de comentario.

a) Sobre las buenas maneras del lector


No será ocioso empezar recordando que el lector es un
personaje que debe saber “comportarse”, que debe aparecer
con el decoro necesario para poder actuar públicamente. Debe
actuar con buenas maneras. Esto afecta tanto a su vestido como
a su porte, en general. El lector, antes de ser escuchado, es
visto y observado por quienes le van a escuchar. Cuidará, por
tanto, que no sea precisamente su vestido (o su “desvestido”)

–56–
lo que, en primer lugar, llame la atención de la asamblea. Fuera
de los casos en que, quizá en algunos lugares, se pueda haber
prescrito un vestido “litúrgico”, una túnica –por ejem-plo–, que
posiblemente serán los menos, el lector o la lectora procurarán
que su vestido sea el correcto ante el auditorio que allí se halle
presente; y esto, atendiendo tanto al contexto eclesial como al
social en el que se va a actuar.
Después del vestido, el lector deberá tener presente su
porte, su manera de acercarse al ambón, sin precipitaciones, así
como tampoco sin tardanzas que creen un inoportuno vacío de
circunspección en la asamblea. Procurará, además, mostrarse
con un semblante sereno, que influya en el clima de serena
atención que debe suscitar.
Este primer momento de aparición del lector es importante
porque depende de la buena o mala primera atención que él
provoque que se le escuche desde el principio o cuando ya esté
a media lectura y los oyentes hayan superado la sorpresa que su
visualización les haya podido dar.
Una vez situado en el ambón, el lector esperará –sin
entretenerse, evidentemente– que la asamblea esté en situación
de poder escuchar. Es decir, una vez estén todos sentados y se
haya conseguido el clima de silencio necesario.
Logrado esto, anunciará la lectura, de manera que con
este anuncio acabe de crear el clima de atención, y después
de una pausa larga, para que el encabezamiento de la lectura
quede nítido, empezará la lectura, como tal, del texto bíblico
correspondiente. La misma pausa larga convendrá hacer al
término de la lectura y antes de la expresión con la que el lector
da pie a la asamblea para alabar al Señor por haber escuchado
su palabra.
Todo esto, que parece tan sencillo, a veces no lo es tanto
porque no siempre, como se dice en la Ordenación de las lecturas
de la Misa, la situación espacial del lector es aquella que debiera
ser: “En la nave de la iglesia ha de haber un lugar elevado, fijo,
dotado de la adecuada disposición y nobleza, de modo que
corresponda a la dignidad de la palabra de Dios y, al mismo
tiempo, recuerde con claridad a los fieles que en la misa se les

–57–
prepara la doble mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de
Cristo, y que ayude, lo mejor posible, durante la liturgia de la
palabra, a la audición y atención por parte de los fieles” (n. 32).
Esta disposición óptica no se da siempre. A menudo, el lector
no pasa de ser “un busto parlante” y mal iluminado, agazapado
detrás de uno de los atriles distribuidos por el presbiterio. En
estos últimos caso, que ciertamente se dan, el discreto toque de
llamada del lector, no podrá ahorrarse si quiere que le escuchen.
Este toque de atención procurará mantenerse, a lo largo de la
lectura, a través de aquel contacto visual con el auditorio del
cual el lector debería poder ser capaz.

b) Hable claro, por favor


Empieza la lectura. Lo primero que se pide al lector es
que hable claro. Que se le entienda con claridad. Es, ésta, una
cualidad del ejercicio del lector de orden muy genérico, pero
que debe señalarse como algo previo y necesario; aunque bien
es verdad que, en buena parte, el lector logrará esta claridad si
alcanza también las otras cualidades que se le piden.
El consejo de la claridad nos viene de antiguo. Ya Aristóteles
lo indica en su Retórica como primera condición del orador.
Nos dice: “Una virtud del estilo es la claridad. Un signo de eso
es que el discurso, si no es claro, no cumplirá su función. Al
mismo tiempo, el discurso no debe ser ni demasiado sencillo
ni demasiado ampuloso, sino proporcionado, puesto que el
lenguaje poético no es sencillo” (Libro III, cap. 2). Aunque
Aristóteles haga referencia, de manera directa, al orador o al
poeta, no será vano que el lector, que debe dar expresión oral a
un texto, lo tenga presente y hable con claridad y se exprese de
manera sencilla y sin ampulosidad, para que su conexión con
los oyentes sea proporcionada a su cometido.
La claridad es algo básico. Puede hacer que el lector sea
escuchado o que se le deje de prestar atención después de unas
primeras palabras mal lanzadas al aire de la nave de la iglesia.
Si las primeras palabras, en cambio, se distinguen con una
expresiva claridad, el lector puede ganarse la atención, tanto
de los que parecen escuchar con una mirada distraídamente
–58–
perdida en el infinito, como de los que dan la impresión de
defenderse de tener que escuchar a través del gestos de dejar
caer humildemente la cabeza sobre su regazo.

c) Respire, todos estarán más tranquilos


No lejos del hablar con claridad, está el hecho de respirar
adecuadamente. Una respiración correcta ayudará al lector a
conseguir dos objetivos. El primero es que no tendrá miedo a
quedarse sin soplo en medio de una frase. Este miedo puede
llegar, en ocasiones, a bloquear la voz del lector. Este miedo no
debería afectarle, al lector. No debe preocuparse. La capacidad
de aire de nuestros pulmones da para mucho. Sólo hace falta
recordar cuantas veces hemos estado charlando y charlando
en animada tertulia sin dejar de decir nunca lo que queremos
decir, por larga que sea la frase, sin que nos haya faltado el
aire. Evidentemente, como hacemos en la conversación normal,
hemos de aprovechar los puntos y las comas para reponer aire.
Y esto hay que saber hacerlo de una manera natural y mecánica,
sin aspavientos ni insuflaciones que descontrolen la situación.
El segundo objetivo que se logrará con una correcta
respiración es que el cuerpo del lector se encuentre relajado y
con la medida de oxigenación requerida para que su actuación
discurra por el camino de un relajamiento controlado o de un
control de tensión relajada.
Este último objetivo, por otra parte, logrará alcanzar una
tercera meta. No hacer sufrir al oyente por el hecho de ver sufrir
al lector, convertido en alguien que pasa por el trance de estar
a punto de dar las últimas bocanadas. Si el lector respira bien,
todos estarán más tranquilos. (Y aquí deberíamos extendernos
en técnicas de respiración y relajamiento. O sobre si es más
conveniente la respiración diafragmática, por encima de la
controlada por los pectorales, etc.)

d) No destroce sus cuerdas vocales, son para toda la vida


El lector, que dispone de su propia voz como instrumento
para ejercer su oficio, debe conocer, aunque sea en modo mínimo,

–59–
el mecanismo a través del cual se produce su voz. De hecho,
la voz es el producto de un instrumento musical de viento.
Empieza en el depósito de aire que constituyen los pulmones,
sigue en la producción del sonido a través de la vibración de
las cuerdas vocales –debida a la presión del aire– y acaba en la
resonancia que la voz consigue en la cavidad bucal.
Es el adecuado uso de estos tres elementos lo que consigue
que la voz logre buenos resultados. Cuando alguien piensa que
la mayor o menor intensidad de la voz depende únicamente del
trabajo de las cuerdas vocales, lo que consigue no es una mejor
calidad de voz sino únicamente destrozar sus cuerdas vocales
y caer en la afonía por un cierto tiempo.
El sonido empieza donde empieza la columna de aire; y
las cuerdas vocales sólo deben regular la producción de los
diversos sonidos que, resbalando por el velo del paladar se
trasladan hasta los labios –y no a través de la nariz– para lograr
una emisión de la voz “en la máscara” y sin resonancias nasales,
que la hacen desagradable.
Conocer estos mecanismos nos ayuda a controlar el
volumen de la voz sin forzar las cuerdas vocales y sin temor a
que no podamos ser escuchados sin dificultad, incluso dentro
de los límites de unos relativamente amplios espacios.
Es verdad que, hoy día, los sistemas de amplificación
resuelven en buena medida los problemas de volumen de la
voz. Pero estos sistemas, si bien amplían nuestra voz, también
amplían todos sus defectos, así como nuestros defectos de
dicción. Amén de que no dejan de distorsionarla, por fieles que
sean, haciendo que nunca se llegue a escuchar nuestra voz al
natural, que es la considerada como la audición óptima.
Es necesario, por tanto, que el lector conozca las posibilidades
del volumen de su voz. Tanto para los casos en los que se pueda
haber estropeado el sistema de amplificación, como siempre
que las medidas del local en que nos hallamos hace innecesaria
la utilización de los amplificadores, una utilización de la que
sin duda en nuestros días abusamos. Sea como fuere, debemos
aprender a usar correctamente nuestras cuerdas vocales. Deben
servirnos para toda la vida.

–60–
Aquí, además, hay que añadir algo. Actualmente, no sólo
usamos sino que, como decía, abusamos de los sistemas de
amplificación. A menudo lo usamos en locales que no los precisan
y en los que se ganaría, en cuanto a la comunicación, con la
voz natural y su gama de posibilidades. A menudo, también,
la usamos –la amplificación– incorrectamente, a base de un
volumen de sonido inadecuado, que va desde los desmesurados
cantos atronadores y acompañados de gran aparato eléctrico,
hasta las inadecuadas voces íntimamente susurrantes, como si
desde el altar se nos hablara al oído y no como lo que pide una
comunicación más normal en todos los sentidos. Aquí, pues, hay
también un amplio campo a recorrer hasta encontrar la medida
de “la proporción” que hemos visto que ya se nos pedía desde los
tiempos de Aristóteles.

e) Sienta respeto por cada vocal. También por cada consonante


Respirando a gusto y con la voz en correcta posición, le
toca al lector respetar la lengua en la que habla. Respetar el
sonido de sus vocales. Es lo que se denomina tener una correcta
pronunciación. Así como respetar el sonido de las consonantes.
Es lo que en términos técnicos conocemos como la correcta
articulación, que nos lleva a la nitidez de locución y a la buena
emisión de las consonantes. Es lo mismo, de hecho, que mostrar
respeto hacia la lengua concreta que nos está sirviendo de
vehículo de comunicación.
En este ámbito es preciso que el lector conozca bien la
lengua, el idioma, en el que se expresa y evite, al mismo
tiempo, los defectos que la pueden distorsionar. Entre nosotros
acostumbran a aparecer defectos de “yeísmo” (transformar la ll
en y, por pereza en la pronunciación de las palatales), de “seseo”
(pronunciar la c como s) o de “ceceo” (pronunciar la s como c).
Así como aparecen defectos en la pronunciación de la “erre”
o en la conjunción de determinados grupos de consonantes.
Todos estos defectos –a no ser que quien habla tenga deficiencias
físicas bucales– pueden ser fácilmente corregidos con los
correspondientes ejercicios de dicción, que pueden encontrar
vías sencillas de realización en los más conocidos trabalenguas,
–61–
que también para eso sirven. (Este apartado, si la ocasión lo
permitiera, debería ir acompañado de un elenco de ejercicios).

f) No tenga prisa, pueden estar escuchándole


Junto a la correcta pronunciación y articulación, hay otro
aspecto no menos importante a tener presente si queremos
que el lector sea objeto de la atención y escucha que confía que
se le preste. Este aspecto no es otro que el de la mesura en la
lectura. Sobre todo en la lectura de muchos textos no fáciles de
ser captados en una primera audición.
Esta mesura, que también podríamos llamar secuencia o
ritmo de lectura, así como también cadencia con la que uno va
dejando caer las palabras, es lo que ayuda a la asimilación del
texto que se está escuchando. Una mesura que se considera
adecuada es la que oscila en la dicción de ciento veinte o ciento
sesenta palabras por minuto. En lecturas con cierta dificultad,
incluso se puede rebajar esta cifra para ayudar a una buena
comprensión. Tengamos en cuenta que un lector medio, no
entrenado, puede llegar a las doscientas palabras por minuto.
Evidentemente, pocos le entenderán si no conocen el texto de
antemano.
En el caso de los textos litúrgicos hay una cuestión –la de
la escasa longitud de las lecturas, en muchos casos– que puede
presentar problemas. La primera lectura de ayer (Rm 4,20-25)
podía leerse correctamente en un minuto. La primera lectura
de la misa de hoy puede llegar a no alcanzar los dos minutos.
Esto quiere decir que si la atención del oyente no ha sido ganada
desde el principio, cuando éste empiece a estar atento la lectura
ya ha llegado a su término. Por tanto, incluso los mejores lectores
deben cuidar absolutamente el ritmo de la lectura y trabajar bien
las pausas que pueden ayudar a subrayar de manera adecuada
una palabra o una frase.
En general, no hay que tener prisa a la hora de leer. Hay que
pensar que puede que estén escuchándonos –y escuchar también
pide su tiempo– o que deberían estar escuchándonos.

–62–
g) Los sentimientos no son un lujo
El lector debe hacer que se le oiga, debe hacer que se le
comprenda y debe hacer que el oyente penetre en la corriente de
vida que un texto presenta. Aquí, también, sin abusar. Sin llegar
a una interpretación que podría distorsionar el contexto litúrgico
en el que se está leyendo. Pero sí hay que saber dar sentido a cada
texto. No hay que leer de una manera tan neutra como en la que
nos anuncian las azafatas de los aviones dónde encontraremos
los chalecos salvavidas. En este caso, se evita todo sentimiento
para no provocar, ni por asomo, innecesarias emociones. Pero
éste tampoco es nuestro caso.
El lector debe estar entrenado para mostrar, con un mínimo
de proyección de sentimientos (no de sentimentalismo) si nos
hallamos ante un texto profético lleno de evocaciones, ante
la poesía de un salmo, ante una descriptiva narración o ante
un texto de exposición doctrinal. Si el lector no es capaz de
distinguir estos géneros con leves diferencias de apuntado
sentimiento, puede acabar leyendo para las columnas o las
paredes de la iglesia.
Bien podemos considerar, ante todo este conjunto de
perspectivas y características, que el hecho de leer es todo un
arte; un arte con muchas horas escondidas de aprendizaje.

¿Se pide algo más a “nuestro” lector?


Ya basta de consejos y comentarios sobre algunos aspectos
más relevantes de la lectura. Pero no podemos acabar sin una
anotación final. No podemos concluir sin una referencia al
“plus” que, más allá del oficio, se pide al lector de la Sagrada
Escritura.
A este lector se le pide que, además de leer bien, transmita
al oyente aquel amor vivo y suave hacia la Sagrada Escritura
con el que ésta debe leerse y escucharse en la Iglesia. Este
amor vivo y suave es algo que se contagia, es algo que hace
captar la atención, que hace escuchar la Sagrada Escritura con
sentimientos de fe viva. El lector que siente este amor por la

–63–
palabra de Dios acaba leyendo bien, por pocas técnicas que,
quizá, haya aprendido. Este lector acaba dando el ritmo y el
sentido adecuado a la lectura bíblica.
Este es el “plus” que se pide al lector litúrgico y que él no
puede escamotear. En otras palabras: a “nuestro” lector se le
pide que además de ejercicios corporales de dicción, haya hecho
ejercicios “espirituales” de vivencia de la Escritura Santa y del
amor que debe ponerse en todo cuanto la afecta. Con paciencia,
constancia y trabajo todo puede lograrse. Incluso puede lograrse
llegar a ser un medianamente buen lector. Ya lo decían los
antiguos: “Labor omnia vincit... improbus”.

–64–
HONOR Y RESPONSABILIDAD
DEL LECTOR
LUIS ALONSO SCHÖKEL

Se trata aquí del lector litúrgico: porque leer en la Misa la Epistola


o el Evangelio es un acto litúrgico, el centro de la Liturgia de la
Palabra.
En la voz, en la expresión, en la interpretación del lector, se hace
presente y vuelve a existir la Palabra de Dios; por medio del lector
litúrgico, Cristo el Señor habla a su Iglesia.
Dios envió su Palabra, y envió su Espíritu para que unos hombres
escogidos pronunciasen esta palabra, la conservó por escrito y la
encomendó a su Iglesia. Falta un último eslabón para que la Palabra de
Dios llegue al Pueblo de Dios: este último eslabón es el lector litúrgico,
que ofrece su voz y sus recursos de interpretación para que en ellos se
realice esa especie de última encarnación de la Palabra.
Este es el honor y la responsabilidad del lector litúrgico. Por
amor a esta Palabra y por agradecimiento a este don de Dios, tiene
que hacer un acto de entrega y un esfuerzo diligente. Si su voz no
suena, no resonará la Palabra de Cristo; si su voz no se articula, la
Palabra se volverá confusa; si no da bien el sentido, el pueblo no
podrá comprender la Palabra; si no da la debida expresión, la Palabra
perderá parte de su fuerza. Y no vale apelar a la omnipotencia divina,
porque el camino de la omnipotencia, también en la liturgia, pasa por
la encarnación.
La lectura debe ser lenta, sin miedo a las pausas: sobre todo en
San Pablo. La lectura debe dar relieve a las palabras clave de un texto,
a las sentencias de mayor densidad, a las conclusiones o epifonemas;
debe marcar bien los diálogos, dando el peso correspondiente a las
respuestas de Jesús.

–65–
La lectura se debe preparar siempre, como se prepara un solo que
se ha de cantar delante de todos: no es menos importante la lectura de
la Palabra que la ejecución de un canto litúrgico.

LA LITURGIA DE LA PALABRA
“La liturgia de la Palabra es un elemento decisivo en la
celebración de cada sacramento de la Iglesia. No consiste
en una simple sucesión de lecturas, sino que debe incluir
igualmente tiempo de silencio y de oración. Esta liturgia,
en particular la liturgia de las Horas, acude como fuente al
libro de los Salmos para hacer orar a la comunidad cristiana.
Himnos y oraciones están impregnados del lenguaje bíblico
y de su simbolismo. Esto sugiere la necesidad de que la
participación en la liturgia esté preparada y acompañada
por una práctica de lectura de la Escritura.
“Si en las lecturas “Dios dirige su palabra a su pueblo”
(Misal Romano, n. 33), la liturgia de la Palabra exige un gran
cuidado, tanto para la proclamación de las lecturas como
para su interpretación. Es, pues, deseable que la formación
de futuros presidentes de asambleas y de aquellos que los
acompañan, tenga en cuenta las exigencias de una liturgia
de la Palabra de Dios fuertemente renovada. Así, gracias a
los esfuerzos de todos, la Iglesia continuará la misión que
le ha sido confiada, “de tomar el pan de vida de la mesa de
la Palabra de Dios, como de la del Cuerpo de Cristo, para
ofrecerlo a los fieles” (Dei Verbum, 21)”.
La interpretación de la Biblia en la Iglesia
Pontificia Comisión Bíblica, Roma, 15, IV, 1993

–66–
ONCE CONSEJOS
PARA EL BUEN LECTOR
JOSEP LLIGADAS

1. Leerse la lectura antes. Si puede ser, en voz alta y un par


de veces. Leerla para entender bien su sentido, y para ver qué
entonación hay que dar a cada frase, cuáles son las frases que hay
que resaltar, donde están los puntos y las comas, con qué palabras
puede uno tropezar, etc.
2. Estar a punto y acercarse al ambón en el momento
oportuno, es decir, no cuando se está diciendo o cantando otra
cosa. Y procurar que no se tenga que venir desde un lugar
apartado de la iglesia: si es necesario, acercarse discretamente
antes del momento de subir.
3. Cuando se está ante el ambón, vigilar la posición del
cuerpo. No se trata de adoptar posturas rígidas, pero tampoco
será bueno leer con las manos en los bolsillos o con las priernas
cruzadas...!
4. Situarse a distancia adecuada del micrófono para que
se oiga bien. Ya que por culpa de la distancia muy a menudo se
oye mal. No empezar, por lo tanto, hasta que el micrófono esté
a la medida del lector (y saber cuál es la medida correcta tiene
que haberse aprendido antes: a un palmo de la boca suele ser la
colocación adecuada). Y recordar que los golpes que se dan o los
ruidos que se hacen ante el micrófono se amplifican...
5. No comenzar nunca sin que haya absoluto silencio y la
gente esté realmente atenta.
6. Leer despacio. El principal defecto de los lectores en este
–67–
país de nervios y de nula educación para la actuación pública es
precisamente éste: leer deprisa. Si se lee deprisa, la gente quizá
sí que con esfuerzo conseguirá entendernos, pero lo que leemos
no entrará en su interior. Recordémoslo: éste acostumbra a ser
nuestro principal defecto.
7. Además de leer despacio, hay que mantener un tono
general de calma. Hay que desterrar el estilo de lector que sube
aprisa, empieza la lectura sin mirar a la gente, y al acabar huye
más aprisa todavía. Y no: se trata de llegar al ambón, respirar antes
de empezar a leer, leer haciendo pausas en las comas y haciendo
una respiración completa en cada punto, hacer una pausa al
final antes de decir “Palabra de Dios”, escuchar desde el ambón
la respuesta del pueblo, y volver al asiento. Aprender a leer sin
prisas, con aplomo y seguridad, ciertamente cuesta: por eso es
importante hacer cuantos ensayos y pruebas sean necesarios: ¡es
la única manera!
8. Vocalizar. Es decir: remarcar cada sílaba, mover los
labios y la boca, no atropellarse. Sin afectación ni comedia, pero
recordando que se está “actuando” en público, y que el público
tiene que captarlo bien. Y una actuación en público es distinta de
una conversación de calle.
9. No bajar el tono en los finales de frase. Las últimas sílabas
de cada frase tienen que oirse igual de bien que todas las demás.
Y, en cambio, resulta que a menudo en estas sílabas se baja el tono
y se hacen ininteligibles.
10. Procurar leer con la cabeza alta. La voz resulta más
fácil de captar y el tono más alto. Si es necesario, coger el libro,
levantándolo, para no tener que bajar la cabeza.
11. Antes de comenzar la lectura, mirar a la gente. Al final,
decir “Palabra de Dios” mirando a la gente. Y a lo largo de la
lectura, si sale natural, mirar también de vez en cuando. Estas
miradas en medio de la lectura no tienen que imponerse como
un propósito, que quedaría artificial. Pero si nos resulta fácil,
puede ser útil hacerlo, especialmente en las frases más relevantes:
ayuda a remarcarlas, a crear clima comunicativo, y a leer más
despacio.

–68–
CUADERNOS PHASE
Fascículos disponibles
20. Las iglesias y su dedicación 79. Vida litúrgica y oración per-
22. La asamblea: teología y pasto- sonal
ral 80. El calendario
23. El culto eucarístico 81. El lector
24. Vivir según el domingo 85. Introducción a las liturgias
25. Sacramento de la reconcilia- orien-tales.
ción y Eucaristía 86. Biblia y Cuaresma
26. Acuerdos ecuménicos sobre 89. Apostolicidad y ministerio
ministerio 90. Redescubrir el Espíritu Santo
27. La liturgia es una fiesta 96. El Gloria y el Te Deum.
28. Por qué cantar en la liturgia 97. La penitencia en la Edad Me-
29. Liturgia: celebrar el misterio dia
30. Tres documentos de pastoral 98. Las leyes de la liturgia
litúrgica 100. El espíritu de la liturgia
33. La palabra en la celebración 101. El libro santo de los Evange-
34. El Espíritu Santo lios
35. La inculturación en la liturgia 102. L a s a l m o d i a f e s t i v a d e
36. Profesión religiosa y espiri- Laudes
tualidad litúrgica 105. Oyentes de la palabra
44. Liturgia y medios de comuni- 106. La liturgia, fuente de la vida
cación espiritual
46. Vivir el tiempo como sal- 107. La asamblea litúrgica
vación 108. Las lecturas bíblicas de la
53. Obispo y liturgia diocesana Liturgia de las Horas
54. La Iglesia celebrante 112. Pío X y la reforma litúrgica
55. Música instrumental y canto 113. El talante simbólico de la
64. Líneas básicas del movimien- liturgia
to litúrgico 114. Retablo de ritos pascuales
65. El bautismo en la Roma me- 115. La concelebración
dieval (Ordo Romanus XI) 116. La ordenación episcopal
69. El Oficio divino en Oriente y 117. Santa María en Oriente y Oc-
Occidente cidente
70. El Espíritu Santo, la Iglesia y 118. El bautismo de los párvulos
los sacramentos 119. Iglesia y Eucaristía
71. Las cuatro plegarias eucarísti- 121. Al filo del año litúrgico
cas del misal romano 122. “Mediator Dei”
72. Simbología y gracia del Bau- 123. Catequesis a los recién bau-
tismo tizados
74. La piedad de la Iglesia (Lam- 124. El remedio de la penitencia
bert Beauduin) 125. Cristo en los salmos
75. La Didajé – La Tradición 126. Los iconos
apostólica 127. Los Santuarios
128. El misal Hispano-Mozárabe. 159. Los ornamentos pontificales
Prenotandos 160. El rito de la Misa en el Misal
129. El misterio del culto en el de san Pío V
cristianismo 161. La oración común del pue-
130. El Viático blo fiel
131. El catecumenado 162. La mística de los sacramen-
132. Didascalia de los Apóstoles tos de la iniciación cristiana
133. La Iglesia vive de la Euca- 163. El misterio del Adviento
ristía 164. El testamento de Nuestro Se-
134. L a p i e d a d p o p u l a r y l a ñor Jesucristo
liturgia 165. Los colores litúrgicos
135. El Eucologio de Serapión 166. Homilías sobre el Año Litúr-
136. La voz del canto litúrgico gico
137. Año litúrgico y vida cris- 167. El sacrificio de alabanza
tiana 168. Los ritos nupciales en las
138. La liturgia, escuela de la fe iglesias de Oriente (1)
169. Los ritos nupciales en las
139. La liturgia, escuela de ora-
iglesias de Oriente (2)
ción
170. Las letanías
140. La pastoral litúrgica en el
171. El sacramento de la caridad
tercer milenio 172. La presencia de la obra reden-
141. “Sacrosanctum Concilium” tora en el misterio del culto
142. La Eucaristía, pascua del uni- 173. La muerte en la tradición
verso bíblica
143. “Redemptionis Sacramen- 174. Las antífonas de la “O”
tum” 175. Sponsa Verbi. La virgen con-
144. La plegaria de ordenación sagada al Señor
presbiteral 176. La inspiración bíblica de la
145. La novedad del culto cris- liturgia
tiano 177. El “exsultet”. Antología de
146. La secuencia textos
147. La Iglesia, pueblo sacerdotal 178. Oraciones sálmicas
148. El misterio eucarístico 179. El arte de bien morir
149. La iniciación cristiana en la 180. Dimensión estética de la
tradición litúrgica oriental liturgia y los sacramentos
150. La Divina Liturgia 181. Las Constituciones Apostóli-
151. Explicación de la Divina Li- cas
turgia 182. El Sínodo sobre la palabra de
152. Introducción al martirologio Dios
153. Los tesoros bíblicos de la misa 183. Las casa y el altar de la iglesia
154. La confesión y la absolución 184. Antología de plegarias eu-
de los pecados carísticas
155. Liturgia comparada (1) 185. El cuerpo Místico de Cristo
156. Liturgia comparada (2) 186. Historia de la “Lectio Divina”
157. Breve historia de la misa 187. Los libros de la Liturgia La-
158. La liturgia del gesto tina

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