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La Logica de La Fe Manual de Teologia Dogmatica Universidad Pontificia Comillas 2013 Compress
La Logica de La Fe Manual de Teologia Dogmatica Universidad Pontificia Comillas 2013 Compress
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LA LÓGICA DE LA FE
Manual de Teología Dogmática
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PUBLICACIONES
DE LA UNIVERSIDAD
PONTIFICIA COMILLAS
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Tel.: 91 734 39 50 - Fax: 91 734 45 70
c.e.: edit@pub.upcomillas.es
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LA LÓGICA DE LA FE
Manual de Teología Dogmática
2013
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ISBN: 978-84-8468-492-3
Depósito Legal: M. 24880-2013
Reservados todos los derechos. Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial
de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, gra-
bación magnética o cualquier sistema de almacenamiento o recuperación de la información, sin
permiso escrito de la UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS.
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Contenido
I. CREO.......................................................................................................... 15
1. Teología fundamental (§§ 1-5) ................................................................. 17
P. Rodríguez Panizo
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
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Siglas y abreviaturas
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LA LÓGICA DE LA FE
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I
CREO
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1. TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
1. Dar razón de la fe
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
se puede imaginar lo que sería del cristianismo sin los Padres de la Iglesia,
Nicea o Calcedonia: «cuando los padres concibieron la fe como una philo-
sophia y la pusieron bajo el programa del credo ut intelligam, admitieron la
responsabilidad racional de la fe y crearon, por tanto, la teología tal como
hoy la entendemos, a pesar de las diferencias de método en puntos concre-
tos» (J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 179). Como ha señalado
con toda razón Adolphe Gesché, las formulaciones dogmáticas recurrieron
a conceptos que, no coincidiendo con la confesión de la fe, ayudaron a
ésta en la preservación del núcleo transcultural que la inhabita, frente a las
desviaciones de interpretación que la desvirtuaban, como el arrianismo,
verdadera «helenización» de la fe.
Y es que la tarea de conceptualización no está libre de riesgos. El ma-
yor de ellos está en que los conceptos se hagan rígidos con el tiempo y
entorpezcan el impulso inventivo y operativo de la fe, confundiendo su
lógos interno, su razón religiosa, con el interés puramente especulativo,
no exento de cierta brutalidad e indiscreción, pues una respuesta, si quie-
re ser viva, no puede olvidar el problema vital que la puso en pie: «toda
comunidad que pierde su imaginación y su propia capacidad de inventar
pierde su dinamismo, su elocuencia y su rumbo» (A. Gesché, Jesucristo,
230). Gesché propone que los conceptos de la teología conserven ese cier-
to candor que poseen en su momento más originario, en el más cercano
a la razón simbólica con su fuerza vigorosa, como gustaba de decir Paul
Ricoeur. En este sentido, Gregorio Nacianceno llamaba la atención, en un
sermón contra los discípulos de Eunomio, sobre la necesidad de hablar de
Dios con decoro, dentro de nuestros límites, de manera desinteresada y en
el momento oportuno; no bajo cualquier aspecto, sino «con aquellos que se
toman el asunto en serio y no como una cosa cualquiera, objeto también de
diversión placentera» (Discurso 27, 3 [BPa 30, 79]). No se trata, según el gran
Capadocio, de ceder a la manía de discutir o de hacerlo, por ejemplo sobre
la generación del Verbo, de forma indiscreta e irrespetuosa con el misterio,
más preocupados por la causa del Lógos que por lo que le complace, sino
de forma mística y santa, saliendo de uno mismo al encuentro de Dios
mediante la oración, sin ceder a la charlatanería de preguntas inverosímiles
y aprendiendo a poner freno a nuestra lengua cuando conviene a la pro-
fundidad del misterio del que se habla, en otra forma de sobria ebriedad.
En este sentido, la teología, como intelección de la fe, tiene sus propias
defensas o ámbitos de holgura para evitar que los conceptos que utiliza
sean indignos del término al que se refieren. Uno de ellos es lo que, con
Antonio Pérez de Oviedo, se podría llamar «Constante Galileo»; es decir, «la
posibilidad, incrustada en toda afirmación teológica, de ser “falsada”, esto
es de aparecer en cualquier momento como interpretación insuficiente de
su objeto» (El Correo, 23-VIII-2011, 24). El autor toma esta expresión analó-
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
gicamente del uso que tiene en la Logik der Forschung de Karl Popper, en-
tendiéndola —en su aplicación a la teología— en el interior de la teoría de
la analogía. Se trata de un correctivo necesario, pues «cualquier proposición
(afirmativa), incluidos los dogmas, que no co-afirme o co-defina la incapa-
cidad de sus proposiciones para agotar su propio objeto o referente es, por
naturaleza falsa»; lo cual es exigido, además, por su analogado principal: la
misteriosidad de Dios, «que contagia de misterio todo lo referible a Él: en
él termina la referencia de toda teología. “Misterizarse” es la condición de
posibilidad de que un discurso no sólo tenga a Dios o lo relacionado con
Dios como referente, sino como significado» (ibid.). Imagínese lo que suce-
dería si en un hipotético desarrollo teológico de la expresión «Jesús murió
en una cruz a las afueras de Jerusalén», no se dejara percibir el misterio que
se esconde en ella: Jesús, el Salvador, el Hijo de Dios, el resucitado, murió
crucificado en el Gólgota; quedaría reducida a algo puramente histórico, a
un hecho del pasado, y sería, por tanto, radicalmente insuficiente. El pro-
blema no reside tanto en el uso de los conceptos, o en el hecho de que la
teología sea theo-légein, hablar de Dios y no callar respecto de Él, pues no
propone como solución un apofatismo radical, al modo del budismo primi-
tivo, cuanto en el sentido creyente para ver la posibilidad de que nuestras
conceptualizaciones y expresiones teológicas sean insuficientes o preten-
dan agotar su término, semper maior.
Este esfuerzo por responder del lógos inscrito en la esperanza, y no
simplemente de ésta sin más, puede verse ejemplificado con la idea cris-
tiana de salvación. La tarea de esa apología consistirá, pues, en mostrar
cómo es matriz de pensamiento, así como las conexiones que entabla con
las grandes cuestiones de la existencia humana (cfr. A. Gesché, El destino,
29-72). Partiendo de la etimología del término (salvus: sano, fuerte, sólido,
preservado, lozano; salvare: hacer fuerte, guardar, conservar), se encuentra
una idea positiva de ella: «salvar es llevar a una persona hasta el fondo de
sí misma, permitir que se realice, hacer que encuentre su destino» (ibid.,
32). Esta idea positiva, vinculada a la noción de cumplimiento, la recoge el
Nuevo Testamento en términos religiosos tales como: «tloς zwn a nion»
(Rom 6,22), según el cual, el término final de nuestra existencia es la Vida
absoluta de Dios como nuestra consumación (cfr. 1Cor 1,8; 15,24; Hch 6,11;
1Pe 1,9; Ap 2,26). Desde esta idea de plenitud como el logro del hombre
entero (corazón, inteligencia, cuerpo, acción), de dicha de haber cumplido
una vida con sentido, de ser un Sein zum Leben (cfr. Jn 10,10), se pueden
contemplar los obstáculos que impiden la salvación, aquellos de los que
nos tiene que liberar el Salvador (uno no se salva a sí mismo), puesto que
nadie quiere el fracaso, el malogro o la perdición de su vida. Y así, se va
desentrañando el lógos interno de la fe para que ilumine la fatalidad; es
decir, nuestras impotencias de todo tipo: las constricciones biológicas, his-
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
imperioso del Dios que hace nuevas todas las cosas (cfr. Ap 21, 5), para
que el creyente se abra a la acción del Espíritu Santo que ha derramado el
amor en su corazón (cfr. Rom 5,5; Gál 4,6-7) y camine en una vida nueva.
Hace ya tiempo que Joseph Ratzinger formuló estos pilares fundamen-
tales de lo cristiano en seis aspectos que expresan su núcleo estructurador:
el individuo y el todo, el principio «para», la ley del incógnito, la ley de la
sobreabundancia, lo definitivo y la esperanza y, finalmente, el primado de
la recepción y la positividad cristiana, que se sintetizan y «se resumen en
el principio del amor» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 204-225;
aquí, 225). Según el primero, el cristianismo nunca habla del individuo ais-
lado, sino en una magnífica dialéctica de respeto máximo de su condición
personal única e irrepetible y, al mismo tiempo, de su referencia constitu-
tiva a los demás, a la historia, al cosmos: «se es cristiano para participar en
la diaconía de la totalidad» (ibid., 209). La ley fundamental de la existencia
cristiana se expresa en el segundo, y aparece en el centro del culto cristia-
no —la eucaristía—, donde Cristo entrega su persona y su vida por todos.
En la imagen del crucificado con los brazos extendidos en la cruz, que era
para los Padres de la Iglesia la forma de la actitud de oración, se expresa la
donación adorante al Padre y la entrega total a los hombres, de modo que
no hay oración cristiana si no van unidos ambos aspectos: glorificación de
Dios y servicio desinteresado al prójimo, y por ello «ser cristiano significa
esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los demás, […] supone
dejar de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse a la
existencia de Jesucristo» (ibid., 211). De ahí la condición caminante, nóma-
da, viadora, exodal y de pascua de tantos personajes de la Escritura. Unido
al proexistente ser-para se encuentra la teológica de lo humilde, o ley del
incógnito: en la infinitud del cosmos, la tierra; en la inmensidad de ésta, Is-
rael; y, dentro de él, la insignificancia de Nazaret y de la cruz; finalmente, la
Iglesia, «una imagen problemática de nuestra historia que se reclama lugar
perpetuo de la revelación de Dios» (ibid., 214).
Los relatos evangélicos de la multiplicación de los panes, en los que so-
bran siete cestos (cfr. Mc 8,8), o pasajes como el de las bodas de Caná (Jn
2,1-11), indican que «la sobreabundancia es la mejor definición de la histo-
ria de la salvación» (ibid., 219), su verdadero fundamento y la forma en que
se desarrolla. Una lógica del don inmerecido y sobreabundante —«gracia
sobre gracia» (Jn 1,16)— atraviesa todo lo cristiano, dotando de tensión las
relaciones entre ética y gracia: «si vuestra justicia no supera la de los escri-
bas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Dios no sólo
crea el mundo por amor, benevolencia y libertad, sino que, además, «se da
a sí mismo para salvar esa mota de polvo que es el hombre» (ibid.). Por otra
parte, el principio de lo definitivo es una consecuencia del acontecimiento
de Jesucristo como revelación definitiva y plena que abre el futuro. Lo de-
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
a los hombres como el fin al que hay que referirlo todo, y que —cuando se
narre— se haga de modo que el destinatario al que se dirige crea al oírnos,
para que así creyendo espere, y esperando ame. Asimismo, se subraya el
papel central de la Palabra de Dios: «Dei Verbum religiose audiens et fiden-
ter proclamans», a la que se somete la Iglesia y su Magisterio, que no está
por encima de ella, «sino a su servicio (ministrat)» (DV 10). La Iglesia que,
según LG 1, es en Cristo como (veluti) un humilde «sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano», «camina (tendit) a través de los siglos hacia la plenitud de la ver-
dad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (DV
8), y por este motivo lo hace escuchando a todos los hombres de buena
voluntad en un incesante diálogo con ellos, como muestran los principales
documentos conciliares.
El periodo postconciliar ha visto cómo la Teología Fundamental en-
contraba poco a poco su identidad y perfilaba su método y sus tareas.
Especialmente desde la Sapientia Christiana (1979) en adelante, se han
delineado dos estilos de fundamentación de la revelación (cfr. S. Pié-Ninot,
La teología fundamental, 48-61). El primero suele situarse en la Universidad
Gregoriana de Roma, con René Latourelle como iniciador y Rino Fisichella
y Salvador Pié i Ninot como continuadores. El fruto maduro de su trabajo
es el Diccionario de teología fundamental (1990), traducido a varias len-
guas. La edición española, bajo la dirección del último de los tres, incluye
nuevas voces escritas por especialistas españoles e hispanoamericanos. Esta
corriente pone el acento en la credibilidad de la revelación de Dios en Jesu-
cristo como verdadero signo vivido en la Iglesia. La Encíclica Fides et Ratio
propone en su número 67 una tarea parecida para la teología Fundamental,
«disciplina que da razón de la fe (cfr. 1Pe 3, 15)», «justifica y explicita la
relación entre la fe y la reflexión filosófica», y «estudia la Revelación y su
credibilidad, con el acto de fe», convencida de que Dios ha dado al hombre
la capacidad de trascender de lo puramente intramundano y llegar a una
visión unitaria del saber en la búsqueda de la verdad.
El segundo estilo tiene que ver con las Universidades de Tubinga y Fri-
burgo en Alemania. En la primera destaca Max Seckler, especialista en el
que muchos consideran el padre de la Teología Fundamental moderna: Jo-
hann Sebastian Drey, y que junto a Walter Kern y Hermann Josef Pottmeyer
ha editado el extraordinario Handbuch der Fundamentaltheologie (11985-
1988; 22000) en cuatro volúmenes. Para Seckler, la Teología Fundamental
tiene dos tareas: ad intra es una teología de los fundamentos que elabora,
en su aspecto formal, una teoría del carácter «científico» de la teología, una
epistemología teológica cercana a una eclesiología estructural, como la de
los lugares teológicos, ocupándose finalmente del campo fundamental, de
los principios y categorías del cristianismo; y, en su aspecto material, de los
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
La Lettre muestra que esta apologética cristiana no tiene que ver con la
psicología, lo cual sería malentender totalmente su intención y sus resul-
tados, ni con una falsa filosofía (fausse philosophie) hecha de argumentos
ad hominem al servicio de la apologética, ni con la introducción de datos
de las ciencias empíricas en la filosofía; ni basta conformarse con el pro-
cedimiento de la apologética extrinsecista de mostrar sólo la no imposibi-
lidad de una revelación sobrenatural de Dios para, seguidamente, y con la
ayuda de milagros y profecías cumplidas, afirmar que dicha revelación ha
sucedido. Además de mostrar la posibilidad y la realidad, hay que señalar
dónde está su necesidad para el hombre. De la Carta sobre apologética se
desprende lo lejos que está Blondel de algunas divulgaciones actuales del
«método de correlación» que no tienen la grandeza ni los finos matices de
Paul Tillich. Un cristianismo que fuera tan sólo el cumplimiento de los de-
seos más hermosos y sublimes del corazón humano, sería mero humanismo
que dejaría en la sombra la gratuidad de la gracia y la sobrenaturalidad de
la revelación: «es imposible al hombre derivar de sí lo que, no obstante, se
pretende imposible a su pensamiento y a su voluntad» (M. Blondel, Carta
[=C], 44). Pero, al mismo tiempo, el pensamiento moderno es extremada-
mente sensible y celoso al principio de inmanencia como la condición mis-
ma de la filosofía (tanto en su tiempo como en la actualidad el problema
se plantea en términos de autonomía y heteronomía): «la idea, muy justa
en el fondo, de que nada puede entrar en el hombre que no salga de él, y
no corresponda de alguna manera a una necesidad de expansión» (C, 43).
He aquí el problema al que responder y el objetivo que guiará el esfuerzo
blondeliano.
No se trata, por tanto, de yuxtaponer al análisis de los diferentes ám-
bitos de la vida humana, donde se expresan las necesidades de la vida
sensible, intelectual, moral y social, la presentación paralela del dogma
cristiano, como si con ello se afirmara demasiado o demasiado poco. Lo
primero, porque la revelación como don gratuito va más allá de lo que el
ser humano puede desear, imaginar o soñar; y «la necesidad del don, la
petición del don, así como el don mismo son ya una gracia» (C, 36). Y lo
segundo, porque las relaciones entre los dos órdenes no son las de un sim-
ple paralelismo que hay que determinar. Lo que parece ser una aporía es,
precisamente, lo que pone en marcha la reflexión y permite un encuentro
con el cristianismo al reconocer la impotencia frente a las exigencias del
Evangelio, de modo que esta insuficiencia habrá dejado una huella, unos
indicios o algún eco; o, mejor todavía, un indicio originario en el hombre
concreto como terreno común de encuentro entre el cristianismo y la filo-
sofía. Blondel buscará denodadamente ese punto de inserción favorable a
la revelación cristiana, en el fondo de cuya búsqueda está su idea temprana
del sacerdocio que no llegó a realizarse: «mi ambición es la de mostrar que,
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
matices del vocabulario, en un texto final con una historia tan compleja y
tan consensuada, sean importantísimos.
En DV 2 se encuentran todos los elementos señalados por van Baaren
en la estructura del fenómeno revelación. En el origen de todo está la
voluntad amorosa de Dios que, en un acto libérrimo, da el primer paso
hacia el hombre de modo gratuito: «Placuit Deo» («Quiso Dios»). La Cons-
titución hace un cambio sutil de orden en la fórmula del Vaticano I que
decía: «eius sapientie et bonitati (plugo a su sabiduría y bondad)» (DH
3004). Dei Verbum afirma: «Placuit Deo in sua bonitate et sapientia (quiso
Dios, en su bondad y sabiduría)», incluyendo lo sapiencial dentro de la
realidad más envolvente del amor de Dios. La libre voluntad amorosa de
Dios no es la de revelar un cuerpo acabado de verdades o doctrinas (una
instructio), cuanto la de «revelarse a Sí mismo (seipsum revelare)» y, si-
guiendo al himno de Ef 1,9, «manifestar el misterio de su voluntad (notum
facere sacramentum voluntatis suae)», sustituyendo «los decretos eternos
de su voluntad (aeterna voluntatis suae decreta), de la Dei Filius, por una
expresión (sacramentum = mustrion) más bíblica que evita pensar en la
revelación como un conocimiento muy elevado (decreta), y que apunta
a la realidad de la autocomunicación de Dios que sale al encuentro del
hombre a lo largo de toda la historia de salvación (cfr. DV 3) que culmina
en Cristo (cfr. DV 4). Por este motivo, se ha calificado a esta visión de
la revelación como histórico-salvífica, personalista, relacional, autocomu-
nicativa y sacramental. Que el breve texto de DV 2 esté lleno de citas
bíblicas muy significativas es un indicio más del redescubrimiento bíblico-
patrístico del Vaticano II.
Para DV 2, Dios mismo es no sólo el sujeto de la revelación, sino
también su contenido, lo que se explicita trinitariamente al referirse a la
mediación de la revelación: «por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el
Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de
la naturaleza divina (per Christum […], in Spiritu Sancto accesum habent
ad Patrem)». No se puede en menos espacio aunar mejor lo cristológico,
expresado de manera antignóstica («Verbum carnem factum»), lo peu-
matológico, y la referencia al Padre, la participación de cuya vida es la
salvación del hombre. De nuevo se recalca el hecho y la fe de que la
revelación es gracia. Con las referencias de Col 1,5 y 1Tim 1,17, se afirma
que a Dios invisible lo mueve su amor hacia los hombres a los que habla
como amigos, «trata con ellos (cfr. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos
en su compañía». Dios se mueve «ex abundantia caritatis» para llevar a
los hombres a la comunión con Él, en unas expresiones de gran belleza
literaria, profundidad teológica y sensibilidad personalista y dialogal que
hacen de este documento, no sólo un texto único, sino también una fuen-
te de meditación orante.
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
fides qua (el acto por el que se cree) y de fides quae (el contenido de lo que
se cree). De nuevo el genio de Agustín se hace eco de esta distinción tan
fructífera: «Pero una cosa es lo que se cree, y otra la fe por la cual se cree»
(sed aliud sunt ea quae creduntur, aliud fides qua creduntur: De Trinitate,
XIII, II, 5 [BAC 39, 567]). O, según la conocida tríada: credere Deum (con-
tenido), Deo (fundamento) o in Deum (meta o índole escatológica del creer
hacia Dios). De igual modo, también Tomás de Aquino habla del objeto
material de la fe (la fe de la Iglesia: fides quae), del objeto formal: el acto de
fe (fides qua), y del credere in Deum de la voluntad (cfr. STh., II-II. q. 2ª. 3).
Imitando la conocida sentencia kantiana dicha en otro contexto, ha podido
decir Hans Waldenfels, en referencia a la unidad de los aspectos señalados:
«la fides quae sin la fides qua es una fe muerta, la fides qua sin la fides quae
es una fe ciega» (Teología fundamental contextual, 546), de modo que la fe
sólo es viva y lúcida en la unión de ambas.
Se trata, por tanto, de una entrega personalísima de todo el ser huma-
no que lo compromete de lleno y por entero con Cristo, y cuyos efectos
trasforman las relaciones con Dios, con los demás y con la historia y el
mundo. Y esta renuncia abnegada a constituirse en el propio centro es otro
nombre para la humildad, verdadera «respiración interior de cada una de
las virtudes», en la hermosa expresión de Jean-Louis Chrétien, según el cual
hace que el amor ame de verdad y no sea la cuenta detallada de lo que se
da y los otros no agradecen; que la esperanza no devenga presunción o
desaliento ante las dificultades; que el perdón sea eso: perdón, y no una
forma larvada de venganza o resentimiento; en definitiva, que el bien sea el
bien (cfr. J.L. Chrétien, La mirada del amor, 12). Y es que ya decía Agustín,
imitando al retórico: «Este camino es: primero, la humildad; segundo, la hu-
mildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te
diré lo mismo […] Pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas
nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando se nos propone,
nos unamos a ella cuando se nos allega y nos dejemos subyugar por ella
cuando se nos impone, el orgullo nos arrancará todo de las manos cuando
nos estemos ya felicitando por una buena acción» (Carta 118, 3, 22 [BAC
69, 864-865]).
No extraña, entonces, que la Escritura concrete en grandes figuras de la
historia de la salvación cuanto se lleva dicho. Pablo, en Rom 4 y en Gál 3,
así como la Carta a los Hebreos, en el capítulo 11, hablan de Abraham como
aquél que salió sin saber adónde iba y murió sin ver cumplidas sus prome-
sas. Quien ha pasado una temporada larga en otro país, por cuestiones de
estudio, sabe que —cuando estos terminen— volverá de nuevo a su tierra.
A Abraham se le pide que salga en un éxodo sin retorno, que se arranque
de su suelo nutricio, en una desinstalación de raíz, y se ponga en marcha
fiado de la promesa y de la infinitud de las estrellas del firmamento. Cuan-
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
tura tal como la interpreta la Iglesia y, en segundo lugar, las famosas no-
tas de universalidad, antigüedad y consenso unánime: «quod ubique, quod
semper, quod ab omnibus creditum est» (Commonitorium, 2 [PL 50, 639]).
Con todo, como ha señalado Donath Hercsik (cfr., O.C., 275), al no hacer
Vicente referencia explícita al Magisterio, ni siquiera el del Concilio, sino a
un criterio objetivo que depende de la información histórica, fue utilizado
posteriormente como regla de fe por aquellos que negaban la autoridad de
un Magisterio eclesial vivo (la via media anglicana, Döllinger y los Viejos
católicos) y la del Romano Pontífice. Por este motivo, fue muy criticado por
la apologética católica como insuficiente e ineficaz (en el caso del arria-
nismo, por ejemplo, una minoría tenía razón frente a la mayoría). A pesar
de las críticas, tiene el lado positivo de evitar la identificación sin más de
Tradición y Magisterio actual, vaciándola así de contenido, señalando la
permanente referencia de la autoridad eclesial al conjunto del contenido
trasmitido (cfr. DV 10), y al gran valor de la Tradición antigua de la Iglesia,
así como el valor de comunión del consenso.
Desde el punto de vista teológico, se pueden señalar los siguientes ele-
mentos de su estructura: el acto de trasmisión (actus tradendi) o tradición
activa; el contenido trasmitido (lo traditum), o Tradición objetiva; los suje-
tos de la Tradición (los tradentes), o Tradición subjetiva; y la recepción (ac-
tus recipiendi), o tradición pasiva. Como ha dicho W. Kasper, «el nosotros
de la comunidad de fe que es la Iglesia constituye el sujeto trascendental y
único de la Tradición» (Teología e Iglesia, 128). En este sentido, el Concilio
Vaticano II ha propuesto un concepto total y unitario de Tradición, dando
una respuesta al problema de las relaciones entre Sagrada Escritura y Tra-
dición tal y como se formularon en la teología postridentina. Gracias a su
concepción de la revelación y de la Iglesia, se entronca con la dimensión
más dinámica del «Evangelio vivo» de Trento, en cuyas actas se recogen las
intervenciones del legado pontificio, el cardenal Cervini, futuro papa Mar-
celo II, según el cual dicho Evangelio no sólo estaba escrito in cartha, sino
también in corde. Dei Verbum no hablará —excepto en una ocasión— de
tradiciones en plural, sino de la Tradición, superando el famoso problema
del partim, partim de la teología barroca posterior, gracias a la considera-
ción modal de sus relaciones: «La Tradición y la Escritura están estrecha-
mente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un
mismo caudal, corren hacia el mismo fin» (DV 9).
Al entender la Tradición como la mediación de la Palabra de Dios en
el Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia, se hace posible una
comprensión más a fondo de la Sagrada Escritura, al ser contemplada y
estudiada por los fieles, de modo que comprenden internamente los miste-
rios que viven, y al proclamarse —por medio de los obispos, sucesores de
los apóstoles— el carisma de la verdad (cfr. DV 8). La revelación entendida
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
que tiene como misión ejercer la autoridad magisterial. Algunos han critica-
do a Cano porque en su sistema de los lugares, el Magisterio de los pastores
parece estar un poco nivelado en los loci 3-7. Seckler ha argumentado co-
rrectamente que no es así. Cano reconoce, bajo todos los aspectos, que la
potestad jurisdiccional del Magisterio corresponde sólo a los apóstoles y a
sus sucesores, con el sucesor de Pedro a la cabeza. El Magisterio se presenta
como lugar específico con las funciones y competencias propias de él, sin
perder dicha especificidad al integrarse en el conjunto del testimonio de los
demás loci. Dice Seckler que su validez en el plano teológico no proviene
de una autoqualificación (Selbstqualifikation), sino del testimonio de todos
los otros loci; testimonio que encuentra su interpretación en la doctrina de
los principios teológicos (theologischen Principienlehre) [cfr. Die ekklesiolo-
gische Bedeutung, 62].
Lo realmente importante del asunto es que el auténtico testimonio de
la fe cristiana no viene sólo a partir de un principio teológico, lugar, con-
dición, oficio, campo de acción de la Iglesia, etc., cuanto de varios lugares
referidos al todo, pero con sus propias leyes y una relativa independencia
entre ellos. Cada uno mira al testimonio de la totalidad desde la pluralidad
de sus testimonios, de modo que la veritas catholica no se presenta cada
vez en cada lugar de forma aislada, sino —mucho más amplia y grande,
verdaderamente «católica»— en la interacción múltiple de las diferentes ins-
tancias de testimonio de la Tradición. Visto así, algunas de las críticas fáciles
a la tópica de Cano se desvanecen rápidamente. Por ejemplo, el hecho de
que sean necesariamente diez. Lo que ha llevado a muchos a proponer
«nuevos» lugares teológicos hasta dispararse la bibliografía con propuestas
a veces poco matizadas. Al menos dos de las más señaladas llaman la aten-
ción por lo poco que se ha visto la precisión de Melchor Cano. Se señalan
la liturgia y la actualidad como dos de tales «nuevos» lugares. Pero la liturgia
no constituye un lugar teológico propio al lado del topos Iglesia, sino «un
momento parcial intraespecífico del testimonio de la Iglesia y, respectiva-
mente, de los otros loci» (Ibid., 44, nota 11 [importantísima]). Y lo mismo
sucede, en opinión de Seckler, con la actualidad, por ejemplo, que es una
instancia que se dirige a la función testimonial de todos los lugares (cfr. GS
4, 44 y 62).
Recientes expresiones del Magisterio suponen un ejercicio del mismo
que va en la dirección señalada por las reflexiones anteriores. Al presentar
la Instrucción Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo, el en-
tonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Jose-
ph Ratzinger —actual Pontífice emérito—, afirmó: «La teología no es simple
y exclusivamente una función auxiliar del Magisterio; no debe limitarse a
recoger los argumentos que le dicta el Magisterio. En tal caso, Magisterio y
teología se acercarían a la ideología, para la cual sólo importa la conquista
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
BIBLIOGRAFÍA
TRATADOS: C. BÖTTIGHEIMER, Lehrbuch der Fundamentaltheologie. Die Rationalität der
Gottes-, Offenbarungs- und Kirchenfrage, Herder, Freiburg-Basel-Wien 2009. R. FISI-
CHELLA, Itroducción a la teología fundamental, Verbo Divino, Estella 1993. H. FRIES,
Teología fundamental, Herder, Barcelona 1987. A. GONZÁLEZ MONTES, Teología fun-
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LA LÓGICA DE LA FE
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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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LA LÓGICA DE LA FE
ID., «Die ekklesiologische Bedeutung des Systems der «loci theologici». Erkennt-
nistheoretische Katholizität und strukturale Weisheit», en W. BAIER (HG.), Weisheit
Gottes-Weisheit der Welt (FS J. Ratzinger), St. Ottilien 1987, 37-65. ID., «Fundamen-
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Editrice, Assisi 2009. P. TILLICH, Main Works. Hauptwerke, Walter de Gruter, Berlin-
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revelación, el ser y Dios, Sígueme, Salamanca 31982. A. VANHOYE, Situation du Christ:
Hebreux 1-2, Cerf, Paris 1969. H. WALDENFELS, Offenbarung. Das Zweite Vatikanische
Konzil auf dem Hintergrund neueren Theologie, Max Hueber, München 1969. ID.,
Teología fundamental contextual, Sígueme, Salamanca 1994.
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II
CREACIÓN
CREO EN DIOS PADRE
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2. EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
presupuestos necesarios que tienen que darse para que podamos realizar
un tratamiento teológico sobre Dios desde un punto de vista teológico y sus
posibles «perversiones»: experiencia, conocimiento y lenguaje.
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
es Dios una realidad que en cuanto misterio invita al hombre a que sea
acogido y padecido en la experiencia sin necesidad de realizar un discurso
racional sobre él? La doctrina teológica sobre Dios hace referencia al Dios
cristiano y, en este sentido, tiene su punto de partida en la revelación de
Dios realizada a través de su Hijo y que es llevada a su plenitud por medio
del Espíritu. Sin embargo, la historia de la teología trinitaria y la historia del
pensamiento-experiencia sobre Dios tienen mucho en común. El Dios al
que se ha dirigido la filosofía y que ha sido una de las ideas motrices de su
historia, es el mismo Dios del que se ha ocupado la teología.
El Misterio del Dios trinitario es el Dios de la fe y el Dios de la razón. No
puede haber una total distinción entre ambos ámbitos. Cada uno de ellos
tiene su legitimidad y su autonomía, pero no es posible pensar en el Dios
de la revelación cristiana como Dios Trinitario separado totalmente de la
pregunta por el Dios que han buscado los filósofos y este Dios de la razón
no puede ser totalmente extraño del Dios de la fe. Si no podemos situar en
alternativa al Dios de la fe y al Dios de la razón, tampoco podemos poner
en oposición la experiencia teologal de Dios y el tratado teológico sobre
Dios. Ambas realidades son necesarias. La experiencia religiosa y teologal
es la que alimenta de forma viva el contenido teológico del tratado, a la vez
que este último ayuda a purificar el contenido de la experiencia. La expe-
riencia sin razón es ciega, la razón sin experiencia es inhumana. En realidad
si somos fieles a la revelación del misterio de Dios trinitario tenemos ya que
advertir que Él es ya y para siempre el Dios de la razón y de la experiencia,
de la Palabra y del Espíritu, del Logos y del Pneuma.
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
podemos hablar realmente de una Trinidad salvífica. Sin esta segunda parte
del axioma, la primera carecería de fundamento, pues no podríamos asegu-
rar que en la revelación de la trinidad económica (Palabra y Espíritu) se nos
estaría revelando y dando Dios tal cual es en sí mismo. No obstante, esto
no significa que la comunicación de Dios no sea libre y gratuita. Mientras
podemos decir que la Trinidad económica y la inmanente no se distinguen
adecuadamente, tenemos que afirmar, sin embargo, que la identidad permi-
te una distinción (distinción que es no adecuada) que asegura la libertad y
gratuidad de Dios en su comunicación en la historia. Dios no agota su ser
en su manifestación en la historia y menos aun llega a ser en y a través de la
historia. La Trinidad inmanente es el fundamento trascendente de la historia
de la salvación, no su resultado.
El axioma ha sido acogido plenamente por la teología católica. La máxi-
ma expresión de esta acogida se ha dado en el documento de la Comisión
Teológica Internacional (CTI): Teología - Cristología - Antropología (1981),
249: «Por ello el axioma fundamental de la teología actual se expresa muy
bien con las siguientes palabras: La Trinidad que se manifiesta en la eco-
nomía de la salvación es la Trinidad inmanente, y la misma Trinidad inma-
nente es la que se comunica libre y graciosamente en la economía de la
salvación». La verdad y validez de este axioma no es una cuestión pasada,
ni su discusión una cuestión teórica que no tenga ninguna repercusión en
la teología y en la vida de la Iglesia. El Documento de la CTI habla de un
«agnosticismo» teológico que tiene como fundamento esta separación entre
el misterio de Dios y su revelación histórica en Jesucristo. Si bien es verdad
que la teología tiene que respetar el carácter gratuito de la revelación de
Dios (en este sentido es siempre una teología apofática), la afirmación de su
carácter de misterio no puede caer en la tentación de un apofatismo radical.
A Dios nadie lo ha visto jamás, sin embargo el Hijo único, que está en el
seno del Padre, él nos lo ha revelado y manifestado (cfr. Jn 1,18). El Dios
siempre mayor de lo que podemos pensar, experimentar y decir es siempre
el Dios trinitario.
La escucha y la atención a la revelación de Dios en la historia (Dios para
nosotros) nos lleva necesariamente a la pregunta por su realidad en sí (Dios
en sí mismo). La historia de la teología nos ha enseñado que la pregunta
por el ser de Dios es absolutamente necesaria para asegurar la verdad de
nuestra salvación y el misterio incomprensible de Dios, siempre que se
plantee y se recorra desde la revelación de Dios en la historia. Porque la
salvación de Dios (Dios funcional) sólo tiene sentido y se sostiene en su
verdad, si ésta está fundada en la realidad misma de Dios (Dios real). El
ser humano tiene un corazón inquieto, que no descansará hasta que llegue
a la realidad misma de Dios, este se preguntará de forma permanente por
quién, cómo y qué es Dios que desde lo más íntimo y sagrado de su ser
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
a) La experiencia de Dios
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
Finalmente, hay que afrontar la pregunta por Dios en el ámbito del len-
guaje, lugar que se ha convertido para el hombre en el horizonte de com-
prensión del mundo y de sí mismo (giro lingüístico). Aquí las paradojas que
el hombre experimenta y a las que la teología tiene que afrontar son sobre-
todo dos. La primera es saber si realmente el lenguaje alcanza al ser de las
cosas. ¿El lenguaje humano es un código formal que los hombres han ido
creando, pero que no nos dice nada real y verdadero sobre la realidad en
sí? O, por el contrario, a pesar de que la realidad excede nuestro lenguaje
y nuestros conceptos, ¿son capaces de alcanzar la realidad que afirman? La
segunda tiene que ver con el problema clásico de la analogía como forma
del lenguaje de las afirmaciones teológicas ¿El lenguaje del hombre, que
parte de una experiencia limitada y finita, es capaz de expresar y decir el
misterio incomprensible de Dios, que por su propia naturaleza es ilimitado?
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
tiene que seguir nuestro lenguaje cuando queremos nombrar a Dios con
nombres o propiedades que nacen de la experiencia humana. No obstante,
Tomas de Aquino subraya siempre que ese conocimiento se da dentro de
una teología apofática o negativa, ya que «no podemos captar propiamente
lo que Dios es, sino más bien lo que no es» (Contra Gentiles, 30).
La crítica que hizo K. Barth a la teología liberal, en un sentido, porque
según él esta teología disuelve la revelación en el correlato de una expe-
riencia humana dada ya con anterioridad en el sujeto, y a la analogia entis
elaborada por la teología católica, por otro, porque para él se trataba de
un intento de reducción de la soberanía y el ser de Dios a la naturaleza y
conocimiento de los hombres, como si pudiéramos integrar bajo un mismo
concepto de ser a Dios y al hombre, provocó una reelaboración y pro-
fundización en la doctrina de la analogía. La teología católica responderá
afinando lo que para ella significa la analogia entis, no como un concepto
abstracto que pone en el mismo plano a Dios y al hombre, ni la afirmación
de que el ser humano posea una teología natural independiente y autóno-
ma de la revelación, sino la posibilidad real de que entre Dios y el hombre
pueda existir una relación en la creación, que llega a su consumación en la
relación que él mismo establece en la encarnación. Por esta razón algunos
teólogos católicos dirán que la analogia entis de la que habla el catolicismo
es la analogia entis concreta realizada y manifestada en Cristo (Balthasar).
Así, la analogia entis y la anlogia fidei no se excluyen, sino que se presu-
ponen mutuamente. En definitiva, la analogía hay que comprenderla desde
una antropología teológica que ponga de relieve que el ser humano es
imagen de Dios, llamado a la semejanza; desde la cristología que afirme
que la verdadera imagen de Dios es Cristo y que él mismo ha revelado al
hombre cuál es la imagen de Dios, sin confusión y sin separación; y, por
último, dentro de una teología trinitaria que sostiene que toda distancia y
cercanía posible entre Dios y la criatura, entre Cristo y el ser humano, están
integradas, custodiadas y salvadas en la relación y diferencia que existe
en la vida interna y trinitaria de Dios. La cristología redefine la analogía al
comprenderla como una relación de proporcionalidad entre la relación y
diferencia entre el Logos y la naturaleza humana y la relación y diferencia
intratrinitaria de las personas divinas (Balthasar).
Si el reverso del conocimiento de Dios es el ateísmo, el reverso de la
analogía es la idolatría. En este sentido, tienen razón los autores que pien-
san que la teología no tiene que preocuparse tanto de la negación de Dios,
que en el fondo es un problema filosófico, sino de su falsificación. Es decir,
no tanto del fenómeno del ateísmo sino de la idolatría (A. Gesché). La co-
rrecta utilización de la analogía teológica es un excelente remedio para la
distorsión del lenguaje sobre Dios y las falsas imágenes que nos creamos
de él, transformando a Dios en el falso dios ético (absolutiza lo relativo),
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
tidad que no hay que entender desde el contexto judío o pagano del título,
sino desde su Hijo amado, en quien él encuentra toda su complacencia.
Pero la relación que Jesús vive con el Padre (Abba), y que anteriormente
hemos definido en términos de absoluta cercanía e intimidad (inmanencia)
a la vez que de distancia y santidad (trascendencia), es vivida enteramente
en el Espíritu. El Dios de Jesús no se revela plenamente hasta que com-
prendemos la relación de Jesús con el Espíritu. Él es el medio y el ámbito
en el que el Hijo experimenta la cercanía y la distancia del Padre. Como
una cercanía que no se disuelve en la identidad, en una distancia que nun-
ca es ruptura y definitivo abandono. La misión de Jesús es realizada en el
Espíritu de filiación como obediencia absoluta a la misión y voluntad del
Padre (bautismo y tentaciones). El Espíritu en cuanto que está sobre Jesús
es Espíritu de mandato, Espíritu del Padre, pero en cuanto está en Jesús,
es Espíritu de obediencia, Espíritu del Hijo. Desde esta obediencia e inti-
midad con el Padre tenemos que entender la pretensión mesiánica que se
desprende de sus palabras y de sus acciones y que suponen en Jesús una
absoluta libertad y autoridad para relativizar todas las instancias anteriores
que se querían convertir en intérpretes autorizados de la voluntad de Dios
(Templo, Ley, Sacerdotes) situándose él en su lugar. Jesús vive una libertad
suprema desde la obediencia a la verdad del Padre y la entrega en el amor
por los hombres.
Para el Antiguo Testamento el aliento de Yahvé es la acción de Dios
en el mundo, dando la vida, como principio vital en la creación; siendo el
medio por el que Dios conduce a su pueblo suscitando héroes, guerreros,
reyes, guías, profetas, sabios, en la historia salvífica; siendo la presencia in-
terior de Dios en todos los hombres conduciéndolos a la salvación plena y
escatológica que será la interiorización absoluta: “Dios será todo en todos”
(Cfr. Y.-M. Congar, El Espíritu Santo, 40). El Espíritu es la fuerza divina que
actúa en la creación y en la historia; es como el hálito divino que anima
y vivifica, que penetra toda la creación y, desde el primer comienzo (Gén
1,2), ordena, dirige y anima todas las cosas. El Espíritu proviene de Dios y a
él conduce. Su acción está comprendida en una perspectiva escatológica. Es
decir, su presencia es signo y símbolo de los tiempos nuevos y definitivos.
Con su acción, guía, conduce y sostiene al pueblo de Israel y desde él a
todas las naciones para que alcancen su definitiva meta y su destino.
El hecho y la aparición de Cristo suponen un cambio radical y decisivo
para la posterior afirmación de la divinidad y personalidad del Espíritu. El
hecho más relevante de la pneumatología del NT es su relación con Cris-
to. Una relación que se produce en una doble perspectiva: el Espíritu está
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EL MISTERIO DE DIOS
sobre Jesús, y en este sentido Cristo es fruto del Espíritu; pero también el
Espíritu está en Jesús y en este sentido Cristo como portador del Espíritu
es su donador. En Marcos y en Mateo (incluso en algunos textos de Lucas
en Hechos) nos encontramos todavía en una perspectiva veterotestamenta-
ria en el que el Espíritu es comprendido fundamentalmente como ámbito,
fuerza, agente y mediación de la acción de Dios por medio de Cristo. Hay
una escasa mención de esta relación entre Jesús y el Espíritu, por el riesgo
implícito del adopcionismo. Desde la muerte y resurrección de Cristo el Es-
píritu necesita una especie de re-definición, como Don del resucitado a la
humanidad y como agente principal de la vida de la Iglesia. En esta línea,
con acentos diferentes, se sitúan las teologías de Lucas (quien aumenta el
número de pasajes dedicadas al Espíritu, pone de relieve la relación entre
el Espíritu y la Iglesia, el Espíritu que ha acompañado la vida de Jesús,
ahora acompaña la vida de la Iglesia); de Pablo (diversidad de perspectivas,
en referencia a Cristo, afirmación de su personalidad, y acción en nuestra
filiación); y de Juan (don en la glorificación del Hijo, Paráclito, Medianero
en la relación entre Cristo y el discípulo, función anamnética). El Espíritu es
el don otorgado por el Resucitado a los creyentes (Jn 20,19-23). El Espíritu
es la persona, la fuerza dinámica o el ámbito que suscita unos efectos (in-
ternos y externos) en la Iglesia y en la vida de los creyentes que también
hacen referencia a Jesús: edifica el cuerpo de Cristo (1Cor 12; Rom 12),
impulsa la predicación y el testimonio de Jesús (Hechos), nos hace vivir la
filiación adoptiva (Gal 4,6-7; Rom 8,14-17), nos configura con Cristo (Rom
8,28-30); nos enseña, conduce y recuerda la verdad completa de Jesús (Jn
14-16). El Espíritu de Dios es el Espíritu del Hijo (Gal 4,6) y el Espíritu de
Cristo (Rom 8,9) por lo que el NT ha podido poner en cierta equivalencia
en cuanto al contenido la misión y función de Cristo y la del Espíritu (estar
en Cristo = estar en el Espíritu Rm 8). La primera perspectiva (cristología pe-
numatológica) muestra la historicidad, la verdadera condición humana y la
realización sucesiva de Jesús en el mundo bajo la acción del Espíritu. La se-
gunda (pneumatología cristológica) subraya la capitalidad de Cristo glorifi-
cado sobre el resto de los humanos que reciben la plenitud de gracia y vida
divinas por el Espíritu Santo que él les envía (Jn 1,16; 3,34). Encarnación,
bautismo y misión son los tres momentos decisivos en los que se revela esta
relación especial y única del Espíritu con Jesús. Haciendo posible su encar-
nación en el seno de María; ungiéndole en el bautismo y conduciéndole en
su misión (cristología pneumatológica). Muerte, Resurrección y misión de la
Iglesia serán los tres momentos decisivos de la segunda perspectiva de esta
relación (pneumatología cristológica) que se hace evidente en el NT con la
resurrección de Cristo y el acontecimiento de Pentecostés.
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LA LÓGICA DE LA FE
a) Hecho histórico
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EL MISTERIO DE DIOS
b) Interpretación teológica
Más allá del hecho, aunque sin desvincularse de él, la muerte de Jesús es
interpretada en el NT con el verbo entregar y en el cruce de tres libertades
que se ponen en juego: la libertad de los hombres que entregan a Jesús a
la muerte de los criminales (Mt 27,26); la libertad de Jesús que le lleva a
entregarse voluntariamente (Jn 10,17-18); y por último, la libertad del Padre
al entregar a su propio Hijo a la muerte como una necesidad de su corazón
para mostrarnos el amor con que nos ha amado (Rom 8,32). Desde esta
vinculación de la muerte del Hijo con la entrega del Padre la teología ha
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
e) Cruz y resurrección
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EL MISTERIO DE DIOS
f) Resurrección y Trinidad
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
de Jesús, que había sido proclamada en el bautismo (Lc 3,22 utilizando la cita
del Sal 2,7) y que Jesús había vivido durante toda su vida terrena, se manifestó
solemnemente en la resurrección (Hch 13,33). Si la resurrección manifiesta y
realiza en toda su amplitud y profundidad la paternidad de Dios, así ha de
ocurrir también con la filiación de Jesús. En la resurrección Jesús, el Hijo,
adquiere la condición de Hijo de Dios en todo su poder (Rom 1,3-4). Sin ne-
cesidad de caer en un adopcionismo, podemos afirmar con toda su verdad la
plena constitución filial de Jesús en la resurrección. Él siempre es el Hijo, pero
en cuanto encarnado, tuvo que serlo humanamente en el nivel de conciencia
que cada momento requería. Por esta razón, cuando su cuerpo es glorificado
por el Padre con la fuerza del Espíritu, él es constituido Hijo de Dios en poder,
es decir, en plenitud. Si la encarnación del Hijo es real, también ha de serlo la
acción de Dios en el momento de su resurrección.
La filiación divina de Jesús en poder se actúa en virtud y en la fuerza del
Espíritu. El Padre resucita a Jesús en el Espíritu. El Espíritu de Dios que en el
AT se relaciona con la fuerza creadora en el origen del mundo (Gén 1,2) y
con la fuerza que robustece al hombre para que de los huesos secos pueda
salir nuevamente vida (Ez 37,5), ahora se relaciona con la fuerza (dynamis)
desde la que el Padre resucita a su Hijo y quien obrará en nosotros la resu-
rrección futura: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muer-
tos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros» (Rom 8,11). Debido a la centralidad que tiene el Espíritu
en el capítulo 8, Pablo cambia la afirmación usual de aplicar al Padre la
acción de la resurrección (Rom 4,24; 10,9; 1Cor 6,14; Gal 1,1) y añade que
la resurrección de Cristo se debe a la acción de Dios por medio del Espíritu.
La resurrección de Cristo se realiza por medio del Espíritu y desde la resu-
rrección de Jesucristo los creyentes recibimos el don del Espíritu (Gal 4,4).
La acción vivificante del Espíritu no se reduce a la resurrección de Cristo
sino que esta fuerza del Espíritu se proyecta hacia la resurrección futura de
los creyentes. El Espíritu de Dios no es sólo el ámbito o la fuerza en la que
el Hijo es resucitado por el Padre, sino que es el aliento del Resucitado que
él comunica a sus discípulos y en ellos a toda la humanidad, para que sea
llevada y conducida al mismo lugar donde ahora está ya su humanidad glo-
rificada. El Espíritu no sólo es el Espíritu del Padre en el que el Hijo cumple
su misión por el Reino hasta la muerte, sino que es también el Espíritu del
Hijo que es otorgado a los creyentes (Jn 20,19-21). Él es quien reúne a la
Iglesia enviándola a su vez a todas las regiones de la tierra (Hch 2), quien
hace actual y presente la acción salvífica de Cristo (Rom 8,1-30), el Paráclito
y Espíritu de la verdad (Jn 14-16) que está con el discípulo en su relación
hostil con el mundo (de dentro a fuera: de la inmanencia al testimonio) y en
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LA LÓGICA DE LA FE
la relación del creyente con Cristo (desde el presente hacia el pasado como
recuerdo y anticipo del futuro y lo que está por venir).
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
sado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio de su Hijo a quien instituyó heredero de todo,
por quien también hizo el universo, el cual, siendo resplandor de su gloria
e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa,
llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la ma-
jestad en las alturas» (Heb 1,1-3). La continuidad se expresa en términos de
pedagogía divina y revelación histórica, en la que Dios, para revelar su ser
y con ello otorgarnos su salvación, ha ido acompasándose al ritmo del hom-
bre. Esto es perceptible en las diferentes etapas que se pueden rastrear en la
revelación del monoteísmo en el AT, a la vez que su culminación en el NT.
La doctrina trinitaria se ha ido forjando desde la afirmación irrenuncia-
ble del monoteísmo, interpretándolo de una manera única y original. Si la
fe trinitaria no es el fruto elaborado de una especulación abstracta sobre
Dios, tampoco lo ha sido la fe monoteísta. El monoteísmo surge en el pue-
blo de Israel después de una larga, y muchas veces ambigua, experiencia
de Dios en su propia historia. Desde el canon de la Biblia, hay dos textos
que son los esenciales para comprender el monoteísmo bíblico, sin entrar
al problema de su origen y formación: Dt 6,4-6 y Ex 20,2-3. En realidad la
fe monoteísta no es un problema de querer indagar en el ser de Dios, sino
una manera de comprender la relación entre Dios y el mundo. Esto es lo
que al final determina la fe monoteísta, dualista, politeísta y en nuestro caso
trinitaria. Yahvé es el único Dios para Israel, y por esa razón, el judío debe
entregarse a él con la totalidad de su corazón, de su mente y de sus fuer-
zas. Pero si unimos este texto del shemá al inicio del Decálogo podemos
comprender que la fe en el Dios único tiene claras implicaciones y conse-
cuencias en la organización humana, política y comunitaria. La afirmación
de la soberanía de Yahvé ha actuado como principio crítico contra todo tipo
de poder intramundano que se quiera convertir en poder absoluto. Yahvé
es el garante último de un espacio vital y un orden moral, que permite a
Israel vivir con tranquilidad en un ambiente eminentemente hostil. Ese or-
den moral crea las bases para una comunidad y convivencia pacífica. Israel
no puede ser esclavo o servidor de nadie más, ni de los poderes humanos
que se quieren convertir en dioses, ni de otros dioses que en el fondo son
ídolos que deshumanizan. El Decálogo ofrecido por Dios a su pueblo nos
muestra que Yahvé no es un soberano como el faraón. El Decálogo ofrece
las bases para una sociedad nueva construida desde la dignidad, la liber-
tad y el bienestar. Monoteísmo, liberación y justicia social en la historia de
Israel están estrechamente entrelazados. El Nuevo Testamento continúa la
fe monoteísta explícitamente confesada en el AT (continuidad: el Dios de
Israel y de la Alianza) pero en una estructura trinitaria de la revelación (dis-
continuidad: el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo).
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
Si el nombre que Dios revela a Moisés, para que éste a su vez se lo re-
vele al pueblo, «es una expresión de su ser que se manifestará a través de
un plan» (B. Childs), entonces tenemos que mirar a ese plan y a esa historia
concreta para poder comprender la revelación de Dios. La traducción más
probable del enigmático Ex 3,15 es «Yo soy» el que está como presencia
actuante y salvífica para Israel. En este sentido se han incorporado tres sen-
tidos que nos servirán para articular la triple forma de la revelación de Dios
en la historia. El que subraya el ser; el carácter misterioso; la dimensión
futura. En este sentido decimos que Dios es; Dios no es y Dios será. Esta
revelación pasa por tres momentos esenciales que están ligados al sentido
inferido en el mismo nombre de Yahvé, tal como ha sido comprendido en
la teología. Yahvé es el Dios que es. Podríamos precisar diciendo que es
don y oferta gratuita en la creación, en la elección, en la liberación y en la
alianza. Estamos ante el Dios revelado. En segundo lugar, al revelar su nom-
bre, Dios mantiene su misterio; el nombre es el misterio (cfr. Jue 13,18). En
este sentido decimos que Dios no es, es decir, no es un ídolo que pueda
ser confundido por Israel o por el hombre. Estamos ante el Dios escondido
en el exilio que tiene que ejercer hasta el final el amor y la misericordia,
mostrando su santidad y castigando el pecado. Finalmente, su revelación
sigue de alguna forma pendiente y abierta, Dios es el que será. Es el Dios
esperado, el Dios que será todo en todos, cuya actuación hay que entender
en la relación entre promesa histórica y cumplimiento escatológico.
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EL MISTERIO DE DIOS
Este poder demostrado en la solidaridad hace que Yahvé para Israel sea un
Dios incomparable (Ex 15,11; Sal 35,10; Sal 113,5; Miq 7,18-20). Ambas rea-
lidades: poder y solidaridad son el testimonio normativo del pueblo de la
Alianza y tienen que ir siempre unidos. Un poder sin solidaridad no puede
tranquilizar la necesidad de Israel, así como una solidaridad sin poder es
una esperanza vacía. De este doble testimonio de Dios realizado a través
de los nombres se vislumbra claramente el testimonio fundamental que
Israel da sobre Yahvé: su ilimitada soberanía (extra nos) y su arriesgada so-
lidaridad (pro nobis). Ambas perspectivas confluyen en determinados mo-
mentos, mientras que en otros aparecen en una tensión si no en una aguda
ambivalencia. Lo más característico de la revelación y testimonio de Dios
en el AT es que es muy difícil llevar a una unidad o denominador común la
polifonía de perspectivas y testimonios realizados en torno a Dios que nos
ha dejado el pueblo de Israel en el AT. Sin embargo lo que parece bastante
claro es que siempre se refiere al mismo y único Dios: Yahvé.
Las dos líneas fundamentales de la revelación de Dios en el AT son su
arriesgada solidaridad y su insobornable soberanía. Traducidos a categorías
que normalmente usamos en la teología podemos decir que se tratan de la
relación entre la inmanencia de Dios en la historia, en la que Dios se com-
promete solidariamente con su pueblo, y la trascendencia de ese Dios que
se muestra siempre más allá de toda posible imagen, metáfora o represen-
tación. Dios es siempre mayor, superior e inefable, a pesar o precisamente
por su intervenciones en la historia. Esta línea de la trascendencia ha estado
ligada, aunque no sólo, pero sí de forma importante a su unicidad, como
atestigua el shema, que debe ser pronunciado diariamente: Dt 6,4-5. Aquí
encontramos la expresión suprema del monoteísmo. Por otro lado, la línea
de la inmanencia llega a su máxima expresión en las figuras de mediación,
como la Palabra, la Sabiduría y el Espíritu, que sin llegar a ser personas
diferentes de Yahvé, son su personificación en cuanto su mediación salví-
fica. Estas figuras «muestran más bien al Dios trascendente, cada vez mejor
conocido, en una inmanencia, también cada vez más profundamente com-
prendida. La presencia de Dios, su actuación salvífica e histórica en medio
y a favor de su pueblo, anuncia precisamente su soberana y trascendente
alteridad, y a la inversa» (R. Schulte, «Preparación de la revelación trinita-
ria», en MySal II, Madrid 31992, 65). En la revelación de Dios en el AT la
inmanencia y trascendencia no se excluyen, sino que crecen proporcional-
mente. Esta solidaridad de Yahvé por su pueblo, no se manifiesta sólo en
las intervenciones esporádicas o fundamentales para el pueblo de Israel
(creación, éxodo, alianza, promesa) sino en su presencia permanente, que
a través de las figuras de mediación como la palabra, la sabiduría y el es-
píritu, podemos hablar incluso de una presencia de Dios en términos de
inmanencia. La otra línea es la reserva o la preocupación por su ilimitada
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
2. El Símbolo de Nicea
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
engendra a un ser semejante a él, así Dios engendra en el Hijo un ser seme-
jante a sí mismo. Pero ojo, análogamente, porque en la generación divina
no se produce ni separación entre el Padre y el Hijo (como en la humana)
ni partición o mengua de la sustancia o realidad del Padre. Veamos con qué
expresiones aclara Nicea la naturaleza de la filiación y en este aspecto del
Hijo de Dios:
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
c) Significado teológico
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3. Constantinopla I
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
c) Significado teológico
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
tema coherente que haga justicia y de razón de todos ellos, sin imponer
trabas y cortapisas. Esto es lo que han intentado los teólogos a lo largo de
la historia de la teología, desde Agustín de Hipona hasta Gisbert Greshake,
por citar sólo dos grandes obras de teología trinitaria del siglo V y de fina-
les del siglo XX. Todo sistema tendrá que ser consciente de su limitación,
pues si ni siquiera es capaz de encerrar la realidad mundana en él, con
mayor razón no puede pretender comprender totalmente la realidad de
Dios encerrándola en su sistema. Si miramos a la historia de la teología,
ha habido cuatro grandes formas de sistematizar la teología trinitaria. La
reflexión trinitaria centrada en el dinamismo del espíritu humano desde la
convicción de que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Agustín
de Hipona-Tomás de Aquino). La reflexión trinitaria que ha tomado como
punto de partida la relación instaurada en el amor interpersonal, asumiendo
la afirmación que Dios es amor desde una perspectiva ontológica (Ricardo
de San Víctor). La reflexión trinitaria elaborada desde la lógica del lengua-
je (Abelardo). Y finalmente la reflexión sobre la trinidad que ha asumido
como forma fundamental el ritmo trinitario de la historia de la salvación o
de la historia humana (Gregorio Nacianceno-Joaquín de Fiore). Desde estas
cuatro perspectivas se van a desarrollar los proyectos teológicos trinitarios
más importantes hasta el día de hoy.
Por otro lado, el estudio de las categorías clásicas que la teología ha
utilizado para hablar del misterio de Dios, sin que puedan ser identificadas
directamente con su realidad, hay que otorgarlas su debida importancia y
conocerlas bien, pues acrisoladas por el paso de los siglos han contribuido
a forjar el lenguaje trinitario y a ayudarnos a decir cómo Dios siendo tras-
cendente al mundo, se ha hecho inmanente en la historia de Jesús y el don
del Espíritu para llamarnos a la comunión con él, sin que él quede disuelto
en los avatares de la historia y nosotros enajenados en el ser de Dios.
§ 10. Los conceptos clásicos que utilizamos en teología para decir algo
sobre la Trinidad (misión, procesión, relación, persona, perijóresis), quieren
expresar desde la analogía cómo es la vida interna de Dios para que sea
posible afirmar los tres misterios centrales del cristianismo: la Trinidad, la
encarnación de Dios y la divinización del hombre. Dios es amor, relación,
comunión, vida en plenitud. Por esta razón puede asumir la historia sin
dejar de ser Dios e integrarla dentro de sí sin vaciarla de su contenido y
propiedad, llevándola a su plenitud.
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
dad de las tres personas y cómo cada una de ellas es en relación con las
otras. Pero siguiendo este camino en la reflexión trinitaria, quizá podamos
estar cayendo en una ruptura respecto a la forma de entender esta comu-
nión en la tradición bíblica, litúrgica y eclesial, que no está ajena a conse-
cuencias importantes en la vida eclesial. Más aún, en esta línea de reflexión
podemos percibir una nueva forma de un viejo peligro: separar la reflexión
del Dios trinitario de la historia de la salvación, a pesar de que Pannenberg
sostiene precisamente lo contrario. La reflexión sobre la teología trinitaria
tiene que estar estrechamente vinculada al testimonio bíblico y a la acción
litúrgica que siempre ha hablado de Dios y se han referido a él desde su
acción en la historia como salvación y desde la experiencia religiosa que
provoca su revelación en el hombre. Desde esta perspectiva bíblica y litúr-
gica, la teología no ha tenido más remedio que describir y confesar al Padre
como origen sin origen, como fuente inagotable de amor, desde quien se
inicia el proyecto de salvación (Ef 1,3-14), en comunión íntima con el Hijo
y el Espíritu. El Hijo es su imagen perfecta (Col 1,15), enviado por él para
revelar su rostro (Jn 1,18) y realizar el propósito de su voluntad (Ef 1,3-5).
El Espíritu es su aliento y su amor, derramado en el corazón del creyente
(Gal 4,6; Rom 8,16) y del mundo para conducir a la creación a su plenitud
consumada (Rom 8,23-30).
Desde esta historia y economía salvífica hay que pensar a Dios como
Dios trinitario. Este ha sido el gran acierto de la teología prenicena, profun-
dizado por la teología de los Padres capadocios, hacer teología de la divina
economía y no una metafísica de la consubstancialidad o en nuestro caso
de la comunión. La teología trinitaria ha de remitirse a la historia, a su tes-
timonio bíblico y litúrgico y desde ahí pensar el ser de Dios. En ella vemos
una monarquía del Padre desplegada en la acción y misión del Hijo y del
Espíritu que ha servido de fundamento para pensar al Padre como origen
y fuente de la divinidad y al Hijo y el Espíritu dependiendo de él sin que
esto signifique ningún tipo de inferioridad. Por eso habría que situarse más
bien la línea de Luis Ladaria cuando dice que «vale la pena profundizar en la
relación intrínseca que existe entre la teología del Padre como principio de
la Trinidad, siempre en relación con el Hijo y el Espíritu, que entiende las
procesiones no como superioridad sino como total donación, y la perfecta
comunión e igualdad de las personas en sus relaciones recíprocas» (L. La-
daria, La Trinidad, misterio de comunión, Salamanca 2001, 162). Fundar la
teología trinitaria en la teología del Padre parece que ha sido y es la mejor
forma de evitar el triteísmo, sabelianismo y subordinacionismo. Como ha
mostrado la teología de los Capadocios con especial profundidad la afirma-
ción de la monarquía del Padre es la mejor forma de afirmar y subrayar si-
multáneamente la unidad y la igual de Dios. Monarquía paterna y consusbs-
tancialidad de las personas crecen de forma directamente proporcional. En
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EL MISTERIO DE DIOS
este sentido, junto a la teología trinitaria de los padres pre-nicenos, que han
subrayado la monarquía del Padre en una perspectiva histórico-salvífica,
hay que asumir la de los Padres Capadocios que han elaborado más pro-
fundamente una ontología trinitaria no separada de la revelación de Dios
en la historia y capaz de compaginar monarquía y trinidad (Cfr. Gregorio
Nacianceno, Discursos teológicos, 29, 2).
La monarquía del Padre no significa necesariamente una subordinación
respecto a las otras dos personas, ni mucho menos una mengua, ruptura
o disminución del poder de Dios. El Padre es capacidad infinita de comu-
nicación, capacidad infinita de amor, amor y donación de la plenitud del
ser que por ser tal puede ser enteramente comunicada al Hijo y al Espíritu.
Todo él es donación, amor que excluye toda envidia de comunicar al otro
no sólo lo que tiene y posee, sino lo que es. Por esta razón el Hijo ha de
ser Dios enteramente, en todo igual al Padre en la naturaleza divina, excep-
to en la paternidad. El Hijo posee la misma naturaleza del Padre, pero de
forma distinta. El Padre es esta naturaleza en cuanto donada (engendra) y
el Hijo en cuanto recibida (es engendrado). Pero de la misma forma que el
Padre al darse en amor engendra al Hijo, en este engendramiento el Hijo
da la plenitud al Padre (Patrem consummat Filius). Creo que la teología
contemporánea ha de desarrollar esta bella y profunda intuición de Hilario,
que vincula la paternidad de Dios no tanto al principio de autoridad, sino
a su capacidad de donación al otro, así como el de la filiación, no tanto al
de autonomía, sino al de la capacidad de recepción. Desde esta teología
del Padre como fuente y fundamento de la teología trinitaria podemos
comprender mejor lo que significa en Dios el término persona y la simulta-
neidad en Dios de la igualdad y la trinidad. La paradoja de la afirmación del
primado del Padre con la de la igualdad de las personas no tiene porqué ser
necesariamente una contradicción, siempre que la generación del Hijo y la
procesión del Espíritu sean comprendidas como expresión de una donación
total del amor del Padre.
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LA LÓGICA DE LA FE
el Hijo que llamamos espiración pasiva. De estas cuatro relaciones sólo tres
son realmente distintas entre sí, estableciendo la posibilidad de afirmar las
diferencias en Dios: la paternidad, la filiación y la espiración pasiva. La ac-
tiva se identifica en realidad con la paternidad y la filiación y corresponde
al Padre y al Hijo en común. Si anteriormente veíamos la dificultad que la
teología y la tradición de la Iglesia tuvo para aceptar e introducir el concep-
to de generación o procesión en el ser de Dios, más aún con el concepto de
relación. No le fue fácil a la teología descubrir que las diferencias en Dios
no se daban en el ámbito de la sustancia sino en el ámbito de las relaciones.
¿Pero cómo es posible introducir en el ser divino una categoría que según la
Metafísica de Aristóteles está del lado de los accidentes? Y es obvio, que en
Dios, en virtud de su simplicidad, no puede haber accidentes. Los primeros
en dar un paso hacia esta metafísica de la relación en Dios fueron los Pa-
dres Capadocios cuando frente al racionalismo de Eunomio, tiene que em-
pezar a distinguir en Dios entre nombres absolutos y nombres relativos. Los
nombres absolutos se dicen en singular y se refieren a la sustancia, mientras
que los nombres relativos se dicen en plural y se refieren a las relaciones.
San Agustín profundiza en esta intuición de los Capadocios en el libro V
del De Trinitate. El autor africano se encuentra ante una paradoja, para él
insoluble, pero la claridad y audacia en su planteamiento hizo que se diera
un paso muy significativo en la teología trinitaria. El obispo de Hipona, si-
guiendo la metafísica de Aristóteles, distingue entre realidades sustanciales
y accidentales. En Dios sólo pueden existir las de la primera clase. Y no
las segundas, debido a que introducir algún tipo de accidente en Dios sería
introducir la mutabilidad. Sin embargo, Agustín percibe que no todo lo que
se predica y dice de Dios dice relación a la sustancia, pero que a la vez tam-
poco puede ser accidental. Esto es lo que ocurre con la relación (ingénito
y engendrado; Padre e Hijo). «En Dios nada se afirma según el accidente,
porque nada mudable hay en él; no obstante no todo cuanto hay en él se
enuncia y se dice según la sustancia. Se habla a veces de Dios según la re-
lación» (De Trinitate V,6). Paradoja, porque al final S. Agustín, no es capaz
de poner en relación la realidad de la sustancia y las relaciones en Dios, que
en cuanto tal constituyen a las personas. Se acerca bastante a esta solución
que dará definitivamente Tomás de Aquino al definir a las personas divinas
como «relaciones subsistentes» (STh I,29,4): «Mas como el Padre es Padre
por tener un Hijo, y el Hijo es Hijo porque tiene un Padre, estas relaciones
no son según la sustancia, porque cada una de las personas no dice habitud
a sí misma, sino a otra persona o también entre sí; mas tampoco se ha de
afirmar que las relaciones sean en la Trinidad accidentes, porque el ser del
Padre y el ser del Hijo es en ellos eterno e inconmutable. En consecuencia,
aunque sean cosas diversas ser Padre y ser Hijo, no es esencia distinta; por-
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
significar varias cosas: rol, personaje, en el ámbito del teatro (Plauto, Teren-
cio); la persona del verbo en un contexto gramatical (Varrón); individuo en
sentido social (Cicerón). El término griego prosopon atestiguado ya en Ho-
mero con el sentido de rostro, asociado después a la mirada, a aquello que
se ve, terminará vinculándose al mundo del teatro, en la época helenística.
Finalmente, el sentido del hypostasis viene determinado por su etimología.
Compuesto de hypo-, (bajo) y la raíz sta (tenerse), en su origen tiene un
sentido habitual de fundamento, base, cimientos, punto de partida de una
exposición. Será a partir del siglo I d. C. cuando el término comience a
tener el sentido abstracto de existencia, que rápidamente se va a convertir
en el significado habitual del término. La literatura cristiana antigua asumirá
este segundo sentido, más abstracto. Más allá de su estricto sentido original
y su desarrollo posterior, es evidente que este término pronto se vinculó
al mundo del teatro, dato que es utilizado por diversos teólogos, con una
clara intención teológica. Así Ioannis Zizioulas, Henri de Lubac y Hans Urs
von Balthasar han profundizado y sacado las consecuencias teológicas y
antropológicas de esta «fabulosa» o «legendaria» conexión.
Su uso en la teología patrística. El término griego prósopon, aunque ya lo
podemos encontrar en Justino en el contexto de la exégesis prosopográfica,
es utilizado por primera vez por Hipólito en sentido estrictamente trinitario
para indicar la subsistencia individual del Padre y del Hijo. Frente al monar-
quianismo de Noeto, comentado el célebre pasaje de Jn 10,30: «Yo y el Pa-
dre somos uno», Hipólito defiende la dualidad personal Padre e Hijo sin que
por ello signifique afirmar dos principios de actividad, es decir, dos dioses
(due prosopa, mia dynamis). El término latino persona es introducido en
la literatura teológica por Tertuliano en su tratado Contra Praxeas, también
porque era una expresión a cuyo uso se oponían los monarquianos. Para
Tertuliano persona expresa ante todo un sujeto parlante (Ad Prax 5) que
se manifiesta en su actuar responsable (Ad Prax 12,3). El término persona
designa la pluralidad, el número y la distinción en Dios (Ad Prax 11,4).
Aunque ya comienza a perfilarse el sentido técnico teológico que se le dará
en el siglo IV, todavía es utilizado en su acepción corriente y concreta. Ter-
tuliano todavía no utiliza con naturalidad la expresión tres personas y una
sustancia, pero va poniendo las bases para esa fórmula: «una sola sustancia
en tres que se mantiene juntos» (Ad Prax 12,7).
Orígenes, por su parte, es quien da valor teológico al término hyposta-
sis para referirse al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En su Comentario al
Evangelio de Juan habla por primera vez de tres hypostasis, «tres realidades
subsistentes, el Padre, el Hijo y el Espíritu». De esta forma, para el término
persona tenemos tres conceptos: dos griegos, hypostasis y prosopon; y uno
latino, persona. En la teología griega triunfará hypostasis contrarrestándo-
lo con la idea incluida en prosopon; y en la teología latina se utilizará el
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
6. Dios es amor
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LA LÓGICA DE LA FE
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EL MISTERIO DE DIOS
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LA LÓGICA DE LA FE
la unidad desde el siglo II hasta el siglo XX, prácticamente con total unanimi-
dad, incluyendo la teología ortodoxa y occidental-latina. La unidad esencial
no significa que en Dios haya una especie de sustrato previo que después
comparten cada una de las personas divinas. El monoteísmo era el punto
de partida de la teología trinitaria. Frente al politeísmo y al gnosticismo, la
fe cristiana siempre se ha hecho fuerte en el monoteísmo, en terminología
del siglo III, en la monarquía. La unidad divina fue comprendida siempre
en la primera persona de la Trinidad, no para caer en un patrocentrismo;
sino para subrayar la primacía de lo personal frente a lo abstracto (Ziziou-
las). El Padre es la fuente y el origen de la divinidad en cuanto que es pura
donación; donación original de sí mismo, que a su vez no existe sino en
referencia al Hijo y al Espíritu. El Padre, aunque es origen sin origen, en
realidad existe también y es en el otro y desde el otro, pues no es pensable
el Padre sin el Hijo y el Espíritu que proceden de él. La unidad es personal
y no está detrás de lo que son las personas divinas. Aunque tampoco esta
unidad puede ser pensada como algo posterior a la relación de las perso-
nas. No es una sustancia previa, ni es una comunión moral de voluntades.
La unidad se da en la perfecta comunión en el amor en que son y consisten
las personas divinas. Incluso podemos decir que la esencia de Dios es la
perfecta comunión en el amor.
Desde esta lógica del amor (dar-recibir-devolver) podemos descubrir la
eficacia y la significación concreta que esta verdad de fe trinitaria tiene para
la vida en general y en la vida cristiana en particular. Este misterio trinitario
es la clave de comprensión de la persona humana como ser en relación y
en comunión, rompiendo así el modelo de la subjetividad individual que ha
dominado en el pensamiento occidental y que ha conducido a la rivalidad
y al enfrentamiento; de la creación, tanto en su origen y fundamento, como
en su final y en su destino; de la encarnación de Dios y la redención del
hombre; como finalmente de la vida y el misterio de la Iglesia. El misterio de
la creación sólo es posible afirmarlo en toda su radicalidad desde un Dios
trinitario, pues sólo un Dios que en sí mismo sea relación y alteridad puede
constituir la realidad como tal en libertad y dependencia de él. Sólo desde
el misterio trinitario la cristología adquiere su estatuto definitivo. El misterio
de la encarnación, así como el misterio pascual, sólo son inteligibles desde
el fenómeno originario: el misterio trinitario de Dios, porque la capacidad
de Dios de poder llegar a ser en lo otro (encarnación) reside en que en sí
mismo es comunicación y alteridad. El misterio de la Iglesia se volvería una
paradoja incomprensible si no es comprendida desde este origen trinitario
enraizado en la historia concreta de los hombres, tal como lo hace el Con-
cilio Vaticano II en el primer capítulo de la Lumen Gentium. Lo mismo sea
dicho para la comprensión de los sacramentos y liturgia como momentos
fundamentales en los que a través de signos celebrados y realizados en
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EL MISTERIO DE DIOS
BIBLIOGRAFÍA
OBRAS CLÁSICAS: AGUSTÍN DE HIPONA, La Trinidad, ed. de L. Arias, BAC 39, Madrid 41985;
ATANASIO DE ALEJANDRÍA, Discursos contra los Arrianos, Ciudad Nueva, ed. de I. de
Rivera Martín, Madrid 2010; BASILIO DE CESAREA, Contre Eunome I-II, Sources Chrétien-
nes 299, 305, ed. de B. Sesboüé, Paris 1986-1987; GREGORIO NACIANCENO, Los cinco
discursos teológicos, Ciudad Nueva, Madrid 1995; HILARIO DE POITIERS, La Trinidad,
BAC, ed. de L. Ladaria, BAC 481, Madrid 1995; RICARDO DE SAN VICTOR, La Trinitè, Sou-
rces Chretiénne 63, ed. de G. Salet, Paris 1999 (reimpresión de la primera edición
revisada y corregida); F. SCHLEIERMACHER, La Fe cristiana, §§ 170-172, Sígueme, ed. de
C. Ruiz Garrido, Salamanca 2013, 767-780; TERTULIANO, Adversus Praxean, ed. de G.
Scarpat, Torino 1985; TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica I, qq. 27-43.
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3. ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
El ser humano ante Dios, con toda su realidad, con toda su complejidad.
Este es el núcleo esencial de la antropología teológica. En consecuencia,
si verdaderamente quiere ser tal, la antropología teológica ha de ser, antes
que nada, verdadera antropología. Así pues, ha de hablar, aquí y ahora,
sobre el ser humano real. El único existente. Y al hacerlo le estará vetado
ignorar todo aquello que, afectando al hombre, haya sido elevado al orden
público de conocimiento por cualquier otra disciplina. Por boca de Cremes
dijo con razón Publio Terencio en el año 165 a. C: homo sum, humani nihil
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
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modo de existencia más básico se anuncia ya, junto con su gloria, su tragedia.
Y ambas como las dos caras de una misma moneda.
La vida, y el lugar del hombre en ella, ha de ser, pues, objeto de la an-
tropología teológica —y por tanto de la teología sistemática— toda vez que,
ya en su sentido más amplio (existencia) ya en su cualificación concreta
(vida orgánica), nombra un rasgo de la condición humana que lo distingue
especialmente de todo cuanto existe, por contraste, por un lado, con los
seres inertes y, por otro, con los seres vivos inferiores.
La importancia de la vida, para nuestra disciplina, se percibe con más
claridad cuando se atiende a dos datos de la mayor importancia. 1) El hom-
bre vive su vida, su existencia, su interacción con el medio, como biografía.
En la densidad de una vida personal —a saber: en una existencia biográ-
fica— confiesa el kerigma la máxima e insuperable vecindad de Dios. La
encarnación es un acontecimiento biográfico. 2) Dios es, según la tradición
cristiana, no sólo el «Dios vivo», sino la fuente y origen de toda vida. No
en vano el Espíritu Santo es el «vivificante» (pneuæma zwopoin) y el cuarto
Evangelio nos muestra al Hijo como «pan de vida» ( rtoς thςæ zwhςæ ).
La sola enunciación de estas dos consideraciones nos revela la importan-
cia de una dimensión tan crucial para el cristianismo y su comprensión del
hombre, como injustamente desatendida. Cabría preguntarse, pues, ¿cuál es
el origen primero de la vida humana? No ya el inicio de su aparecer biológico
sobre la faz de la tierra —realidad ésta que tendrá que describir la paleonto-
logía, sea cual sea la explicación técnica que pueda dar— sino la razón de
ser que explica su origen más remoto allende las explicaciones evolutivas
que, como no puede ser de otra manera, no superan el orden causal de
lo intramundano. En otras palabras: ¿no es imprescindible preguntar por el
sentido de la vida humana ante Dios más allá de los avatares concretos de
su configuración evolutiva? Lo mismo puede plantearse respecto de su fin.
¿Podemos pensar que la muerte del hombre —ser falleciente— supone el
final absoluto de su vida? ¿Qué dice el cristianismo respecto del hombre y de
su fin? Piénsese, además, que estas trascendentales cuestiones que afectan al
origen y al fin del ser humano admiten una doble interpretación. Pueden ser
formuladas con perfecto sentido en perspectiva «ontogenética», pero también
son perfectamente pertinentes en el ámbito de la «filogenésis». El primero
nos sitúa ante los misterios de la concepción y la muerte y nos abre a todas
las cuestiones de la bioética sobre el inicio y el final de la vida. El segundo,
ante el complejo proceso de hominización y la eventual extinción del género
humano. En cualquiera de los dos casos la pregunta por la vida del ser hu-
mano nos hace dirigir la mirada al Dios de Jesucristo, fuente y origen de toda
vida. Los problemas clásicos sobre la vida del hombre, su principio (embrión
y hominización), su constitución íntima (alma-cuerpo) y su final (muerte y
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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dades, pero también con sus límites. Los límites infranqueables de la condi-
ción humana están marcados por el nacimiento y la muerte. La antropología
teológica los afronta de una manera extremadamente singular. Rozando lo
impensable. Y siendo consciente de que necesariamente ha de ser así. Los
mejores logros de los teólogos han tenido esto presente. La mayoría de sus
problemas provienen de su fatal olvido.
Así pues, puede decirse que el inicio absoluto de todo cuanto existe,
en relación primera con el origen más remoto del todo el universo —y,
por tanto, también del hombre—, es aquello de lo que trata la protología.
Nótese que «el inicio absoluto de todo cuanto existe» ha de diferenciarse
adecuadamente del «origen más remoto de todo el universo». De lo segundo
se ocupa especialmente la astrofísica en la horizontalidad del conocimiento
empírico. De lo primero la metafísica en la singular elevación del espíritu
humano. De ambas, una vez superada la «actitud natural», en cuanto que
la totalidad de lo existente y, por tanto, el universo entero, dice relación al
misterio de Dios, se ocupa la protología.
La protología, pues, debe incluir en su reflexión crítica la ciencia y la meta-
física, pero debe iluminar la realidad por ellas apuntada desde el misterio ab-
soluto de Dios. En consecuencia, la antropología teológica sostiene que el ser
humano, ubicado en un cosmos evolutivo, está referido al Dios de Jesucristo
en su inicio absoluto. Por ello sostiene que en ese inicio absoluto —sea cual
sea el modo concreto con el que la ciencia describa el origen más remoto de
todo cuanto existe— se encuentra la acción creadora de Dios.
Ahora bien, la relación Creador-criatura no dice únicamente relación a la
protología, a saber: a la dimensión del tiempo que se vuelve hacia su inicio,
sino también al presente y al futuro. Por ello, lo dicho respecto del «pasado»
ha de observarse, de igual modo, respecto del «presente» y del «futuro».
Para la antropología teológica el «presente» es la cronología, a saber: la
historia del cosmos y la historia del hombre en el cosmos. Toda ella, desde
su origen más remoto hasta su eventual final horizontal. Cronología es aquí
historia del mundo, pero historia de un tiempo y un espacio secuencial,
fragmentado, rectilíneo y homogéneo que avanza inexorablemente como el
movimiento planetario y la expansión del universo. La cronología es, pues,
aquello que incluye el pasado, el presente y el futuro del tiempo ordinario.
Así como del inicio absoluto del tiempo se ocupa la protología, así del fu-
turo absoluto trata la escatología. La escatología no se ocupa del eventual
tramo final del tiempo secuencial, sino de la superación de esa horizontali-
dad en la eternidad de Dios. Lo relevante para la antropología teológica es
lo ya insinuado: el ser humano está referido al misterio de Dios en todos
los modos del tiempo. De ese único y uniforme tiempo secuencial de la
historia y de sus límites infranqueables. Una comprensión adecuada, pues,
de la protología y de la escatología ha de evitar el equívoco de pensarlas en
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actual? A este respecto puede resultar útil recordar aquellas palabras que
Juan Pablo II dirigió al director del Observatorio Vaticano: «No es propio de
la teología incorporar indiferentemente cada nueva teoría filosófica o cientí-
fica. Sin embargo, cuando estos descubrimientos llegan a formar parte de la
cultura intelectual de la época, los teólogos deben entenderlos y contrastar
su valor en orden a extraer del pensamiento cristiano alguna de sus posi-
bilidades aún no realizadas». A modo de ejemplo, se pregunta también: «Si
las cosmologías antiguas del Cercano Oriente pudieron purificarse e incor-
porarse a los primeros capítulos del Génesis, la cosmología contemporánea
¿no podría tener algo que ofrecer a nuestras reflexiones sobre la creación?»
(Juan Pablo II, «Epistula…», 281). Así pues, la antropología teológica descar-
ta dos posturas antagónicas en su relación con los saberes hodiernos: ni el
cientifismo ni el creacionismo; es decir: ni el fundamentalismo de la ciencia
ni el de la religión. Ella se sitúa en diálogo crítico con las ciencias coetáneas
en humilde actitud de escucha, pero segura, también, del sentido último
que puede aportar a todas las investigaciones intramundanas, por enormes
que sean las inmensidades del universo. La teología debe pensar el «inicio
absoluto» de todo cuanto existe y, para ello, ha de escuchar las descripcio-
nes del «origen más remoto» que nos da la ciencia actual.
2. El concepto de creación
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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facit; homo autem fit. En sentido estricto, sólo Dios «crea». El hombre es
hecho y, por lo tanto, sólo le cabe «hacer», pero no «crear» en sentido abso-
luto. El hacer del hombre es como el del escultor que transforma la roca en
la figura, pero no es —ni será nunca— como el del «Creador» que confiere
el ser —de la nada— a los componentes atómicos de las cristalizaciones
pétreas. El hombre «puede» cosas. Dios, en cambio, lo puede todo. Por eso
es el «omnipotente».
En relación con el espacio Dios es «omnipresente». Nótese la precisión
irreemplazable del término: el omni-presente. Nuestra condición de criatura
obliga a que nuestra relación con el espacio se configure de forma puntual
y exclusiva. Puntual, porque somos puntos singulares en los ejes tridimen-
sionales de las coordenadas cartesianas. Estamos aquí, en esta ubicación
singular, particular y puntual del espacio que nos circunda. Exclusiva, por-
que el lugar que ocupamos no puede ser ocupado por otro cuerpo. Nos
alojamos en un punto del espacio desalojando toda otra forma de presen-
cia. Nuestra presencia espacial es disyuntiva: o tú o yo. La imaginación
nos ha llevado a pensar la posibilidad de ocupar dos puntos del espacio
de forma simultánea, esto es: nos ha llevado a conjeturar la bilocación. Es
sencillo llevar el razonamiento hasta el final. Pensemos en la triple presen-
cia categorial. Tendríamos la trilocación. No hay más que extender la serie
numérica hasta el infinito para alcanzar un concepto de lo más sugerente:
la ubicuidad. La ubicuidad es la presencia total en la horizontalidad del
espacio de aquellos cuerpos cuya forma de situarse en él es la ocupación
singular, puntual y exclusiva. Es la presencia categorial de un cuerpo exten-
dida sin límite hasta el infinito.
Sin embargo, de Dios no dice la teología cristiana que sea «ubicuo» (y
no lo dice con razón), sino que afirma su «omnipresencia». ¿Dónde está la
diferencia? En algo que ya quedó insinuado al nombrar su omnipotencia. Es
decir, en la diferencia cualitativa absoluta que necesariamente ha de darse
entre el «Creador» y su creación. Dicho de otro modo: igual que su poder,
también la presencia de Dios en lo creado ha de ser absolutamente trascen-
dente y absolutamente inmanente. Por eso Dios no «está» en ningún sitio
(en forma puntual), pero está en «todos» (omni-) sin ser delimitado por nin-
guno. La omnipresencia es, pues, la cercanía máxima que el «Creador» tiene
respecto de la criatura superando incluso, de forma francamente increíble,
la respectividad que ella tiene respecto de sí misma. Es Dios más íntimo a
la criatura que la propia intimidad de lo creado. E igualmente por lo que se
refiere a la absoluta trascendencia. La omnipresencia es, así, la diferencia
o la lejanía absoluta —la total distinción— que el «Creador» tiene respec-
to de la criatura superando, incluso, de forma inimaginable, las abismales
distancias cósmicas que nos representamos con los años-luz. Esta absoluta
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4. La creación de la nada
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5. La creación en Cristo
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6. La creación continua
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
antes no fuese nada y después fuese algo. Se trata más bien de una afirma-
ción ontológica, no cronológica. En segundo lugar, porque ontológicamen-
te la nada precede al ser, pero esto no implica que lo preceda en el orden
del tiempo. La criatura sería nada si se la deja a sí misma —es decir, porque
en su naturaleza no tiene la causa de sí misma—, pero no porque haya sido
nada antes de ser algo. Me parece que estas consideraciones son de radical
importancia a fin de comprender exactamente qué significa que Dios es
creador, en cuanto origen y en cuanto fondo sustentador de la creación.
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
1. Intuición y conocimiento
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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una visión unitaria del hombre. Una visión unitaria en una pluralidad de
dimensiones que, no obstante, no pueden ser entendidas como partes o
compartimentos separados, o como conjunto de elementos distintos. Es
más, el impulso de su profunda unidad parece corroborado por un rasgo
absolutamente decisivo: la profunda y radical relación a Dios del ser hu-
mano. De todo el ser humano. Como dice el salmo, desde sus más íntimos
pensamientos a todos y cada uno de los pelos de su cabeza. Y esto es de-
bido a su singular condición de criatura.
En síntesis podríamos decir que, en el AT, el ser humano está habitado
por un principio vital que alienta en su interior, está conformado corporal-
mente con huesos, músculos y tendones que sufren el paso del tiempo. Es
un ser que respira cadenciosa o aceleradamente, pero discierne el bien y
el mal, conoce la verdad y la mentira y realiza toda su vida ante Dios. Su
constitución biopsíquica hace de él una realidad una e inescindible, pero su
capacidad de trascendencia lo llevan más allá de sí mismo y de todo cuanto
le rodea. El hombre vive, corre, respira, piensa y obra ante Dios. Es capaz
de Dios, porque Dios ha sido capaz de él.
Similares consideraciones podemos hacer respecto del NT. En el NT el
ser humano es psyché, sarx, soma, pneuma, kardía y syneidesis, es decir,
alma, carne, cuerpo, espíritu, corazón y conciencia. El campo semántico
de los términos griegos nos podría llevar a engaño si no atendiésemos a
algo que, sobre todo en Pablo, se presenta con meridiana claridad. Pablo
no tiene una antropología dualista. En 1Tes 5,23 habla del hombre como
espíritu, alma y cuerpo. Sin embargo, tampoco debemos deducir de ahí
una antropología tricotómica. La cuestión es más compleja y más impor-
tante desde el punto de vista teológico. Para Pablo —y pensemos que nos
referimos, pues, a los escritos más antiguos del NT— la vida kata sarx o la
vida kata pneuma no es, de ninguna manera, una alusión a una determi-
nada parte del ser humano. Más bien, es justo lo contrario. Se trata de una
llamada a una orientación de la existencia que abarca todos y cada uno de
los ámbitos que la vida del hombre pueda contener. Vivir según la carne
consiste en orientar todas las fuerzas de la existencia en el más inmediato
provecho propio. Es la vida del egoísmo máximo: en el placer sexual, en el
comer, en el beber, en el vestir, en la gestión de las propiedades, en la casa
familiar con la mujer, hijos y esclavos, en las relaciones sociales, en la cosa
pública, en la relación con Dios. La carne, para Pablo, adquiere, pues, un
poder simbólico global que contiene todo cuanto afecta a la configuración
concreta de una biografía personal. No es extraño, pues, que en muchos
pasajes, «carne» vaya tan unido a «pecado». Es más, lo extraño sería lo con-
trario, habida cuenta del amplio significado teológico que tiene. Vivir según
la carne significa vivir alienado de sí mismo. Es la pérdida completa de la
verdadera identidad —paradójicamente— en su búsqueda más desespera-
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da. Quien vive según la carne vive enajenado de sí, siendo esclavo de ese
deseo egoísta que utiliza a los demás con el único fin de satisfacerse a sí
mismo. Se malinterpreta reiteradamente a Pablo cuando se piensa que «car-
ne» dice relación a la corporalidad, a la sensualidad o sólo a la sexualidad.
Es mucho más, porque nombra a todo el ser humano.
Lo mismo sucede, pero a la inversa, con el término «pneuma» y su co-
rrespondiente orientación vital kata pneuma. Quien vive según el espíritu
ha descubierto —porque le ha sido dada— la clave de la existencia: el
descentramiento altruista que nos centra auténtica y verdaderamente en
nuestro yo más genuino. También se trata de una realidad paradójica, pues-
to que la vida según el espíritu orienta la existencia de tal modo que nos
saca de nosotros mismos, nos conforma con Cristo, nos incorpora a su
nueva realidad y, por tanto, nos resitúa nuevamente ante nosotros mismos
como más nosotros mismos. Pablo lo dice genialmente cuando confiesa
que ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él. Pablo sólo
es verdaderamente Pablo una vez que ha experimentado la conversión, es
decir, la reorientación de todas las dimensiones de su existencia en torno
a un nuevo centro de gravedad. Y por tanto, también el pneuma ha de ser
aquí interpretado con ese sentido global que es propio de la sarx. Toda la
existencia es «pneumática», como toda la existencia puede ser «sárkica»: el
comer y el beber, así como el pensar o el rezar.
Pensando concretamente en la corporalidad, hay que decir que Pablo
distingue claramente entre sarx y soma. Si la sarx dice relación directa al
pecado, el soma nos orienta hacia Cristo. Soma tou Christou, el cuerpo de
Cristo, como término eucarístico y eclesiológico. Por tanto, también como
término material, corporal, comestible y como realidad comunitaria, orgá-
nica, social. Nada más equivocado, pues, que hacer de Pablo o, en general
del NT, un enemigo de la corporalidad humana. El cuerpo está llamado
a ser templo del Espíritu Santo. Es decir, lugar sagrado. Lo que se detesta
es el egoísmo, la malversación de nuestro yo, la depravación de nuestra
vida. Y lo que se ensalza, por el contrario, es el aprovechamiento máximo
de todo lo que somos y tenemos a favor de los demás y, en consecuencia
paradójica, a favor nuestro. En el NT está prácticamente ausente la preocu-
pación especulativa por la constitución del hombre. Sin embargo, es claro
que, en su trasfondo, la concepción antropológica que prima es la semita,
la unitaria en pluralidad de dimensiones, y ésta, como estamos viendo, está
muy alejada del dualismo helénico por más que, en el vocabulario, guarde
ciertas semejanzas con él.
Sea como fuere me parece que, después de todo lo dicho, se hace evi-
dente que la contraposición «cuerpo-alma» no hace justicia a la riqueza de la
antropología bíblica y, aunque haya tenido su justificación en la historia del
pensamiento occidental, no puede ser confundida con lo esencial que siem-
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dado a la posición filosófico religiosa que sostiene que la naturaleza del mal
es la naturaleza creada.
En efecto, nadie como Agustín ha combatido con tanta fuerza la tesis
que naturaliza el mal. Fijémonos: no sólo combate la afirmación de que el
mal sea el mundo, la materia, la carne, la corporalidad física del cosmos que
habitamos, sino que, más aún, rechaza cualquier tipo de ontología del mal.
Su no siempre bien comprendida tesis del mal como privatio boni encierra,
a mi modo de ver, una intuición de extraordinaria potencia. No hay más
que leer el De natura boni para percibir su alcance. Lo que afirma Agustín
es, no ya que la naturaleza no sea el mal, sino mejor, que el mal no tiene ni
puede tener naturaleza porque toda naturaleza es creación de Dios. Extraer
de su «desnaturalización» o, si se prefiere, de su negación óntica, su irreali-
dad o su inexistencia es, a mi modo de ver, no comprender adecuadamente
la propuesta agustiniana. Agustín no niega la existencia del mal. Lo que nie-
ga es que el soporte óntico de tal existencia tenga sustantividad autónoma.
Creo correcto sostener, con Agustín, una asimetría radical entre el bien
y el mal por lo que a la ontología se refiere. Para Agustín es plenamente
válido el axioma que hace converger el bien con el ser. Las realidades que
existen, por no otra cosa que por su mera existencia, son buenas. Más aun:
son radicalmente buenas. Por eso, de modo contrario a Heidegger, en la
base de la ontología está ya la ética. Y esto por dos razones principales. La
primera de ellas porque, para el cristianismo, todo cuando tiene ser es crea-
ción de Dios. La segunda porque Dios ha hecho todo dotándolo —como
dice Sab 11, 20— de medida, número y peso. De Dios no puede proceder
sino el bien y, puesto que Dios es confesado como el creador del cielo y de
la tierra, nada habrá ni podrá haber en todo el cosmos que, procediendo de
Dios, sea, en su mismo ser, en su propia naturaleza, en su esencia, ontológi-
camente malo. Por eso me parece que, si bien es correcto señalar el carácter
respectivo del mal, en cuanto no sustantividad autónoma sino siempre en
relación con una subjetividad —que no tiene que ser necesariamente hu-
mana como enseguida veremos—, no creo que haya que sostener lo mismo
respecto del bien. No creo que el bien carezca de sustantividad propia, de
forma que se encuentre únicamente en el ámbito del juicio de valor. Si duda
que también el bien y los juicios que valoran algo positivamente implican
una relación a quien, efectivamente, los experimenta como tal. Sin embar-
go, no parece acertada la tesis que desvincula tanto el bien como el mal de
su anclaje ontológico convirtiendo a ambos, en perfecta simetría, en meros
términos valorativos que aluden a expectativas humanas sobre lo real. Esto
es cierto del mal, que es predicado; pero no del bien, que es sustantivo.
El bien coincide con el ser, porque el ser procede de Dios. La realidad no
es neutra, sino que está transida por la bondad radical de su condición de
criatura. Por eso me parece que hay que afirmar, como sostuvo Agustín,
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2. El «caos» de la creación
¿Por qué en el mundo creado bueno por Dios hay, sin embargo, mal?
¿Por qué está presente ese mal que es previo a —o, por lo menos, indepen-
diente de— la actuación libre del hombre? A ese mal, se le llama, utilizando
la terminología de Leibniz, «mal físico». Son males físicos la enfermedad del
neonato o la catástrofe natural. El mal físico es la manifestación de lo que
no debería ser en dimensiones de lo real en las que no impera la libertad
humana. El dolor, el sufrimiento y la muerte que producen los males físicos
repugnan a un sano entendimiento y a una sana sensibilidad. Todas las
descripciones míticas de un paraíso primordial lo excluyen de forma clara y
tajante. Las formas de vida orgánica no humanas también experimentan el
dolor, el sufrimiento y la muerte. No son, claro está, experiencias humanas
del mal físico, pero sí son experiencias reales, en su nivel y dimensión, de
dolor, sufrimiento y muerte. Que se pueda pensar que la agonía de la ga-
cela en las fauces del león no es un mal, sólo puede comprenderse desde
el punto de vista del león. Lo que se pone de manifiesto, pues, no es la
inexistencia del mal en la depredación, sino, como venimos afirmando, su
carácter valorativo o relacional. El mal siempre es mal para algo o para
alguien, lo que no excluye, como ya hemos dicho, que también pueda ser
bueno para otro. Lo que de aquí resulta claro es la ambigüedad de lo real.
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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mismos bastan para saciar el hambre y los deseos de todas las criaturas.
Esos frutos son obsequios espontáneos de un jardín que el hombre no ne-
cesita trabajar con el sudor de su frente. El dolor no es peaje necesario del
alumbramiento. La vida engendra vida de forma suave y tranquila. El agua
de los ríos es mansa, clara y limpia. El mar no amenaza ni se enfada. El
bien es el único señor del ser. No hay, pues, ni corrupción ni ambigüedad.
No hay distancia entre lo que es y lo que debe ser. El tiempo transcurre sin
erosión y el espacio no ofrece resistencia a lo creado. El ocaso de la tarde
no trae el frío y la inseguridad de la noche, sino la cálida y protectora com-
pañía de un Dios que pasea junto al hombre.
En un mundo perfecto no hay mal y todos nos preguntamos alguna vez,
por qué Dios no ha creado así el mundo que habitamos. La psicología pro-
funda nos ha enseñado que, en muchas ocasiones, nuestros deseos infantiles
nos juegan malas pasadas. El mundo perfecto es el oasis que estimula (o
confunde) a quien vaga perdido y desesperado en el desierto. Ahora bien,
es un espejismo de la imaginación que, contra toda apariencia, no resiste el
rigor del concepto. Pensémoslo sólo un instante recordando todo lo dicho en
la teología de la creación: el universo creado es, en cuanto creado, distinto
de Dios. Sólo Dios es perfecto. «Mundo perfecto», si el mundo es creado, no
es sino una contradicción en los términos. Es un concepto vacío que sólo
tiene apariencia de realidad. Pensemos, p. e., en el concepto de «el mayor de
los números pares». Intentaremos pensar en un número hasta que caigamos
en la cuenta de que, sea cual sea el número pensado, sólo tendremos que
sumarle dos para invalidar nuestro resultado. Y así ilimitadamente, de forma
que «el mayor de los números pares» se nos muestra como lo que es: un con-
cepto deslizante carente de referente, un concepto vacío. Lo mismo sucede,
por ejemplo, con «cuadrado redondo» o «hierro de agua». Un mundo creado,
pues, no puede ser perfecto, porque su propia naturaleza (ex ipso, no de
ipso) lo prohíbe. Del mundo perfecto podríamos decir lo que Platón dice de
la belleza perfecta en un fragmento del Banquete: «belleza eterna increada e
imperecible, exenta de aumento y disminución, belleza que no es bella en tal
parte y fea en cual otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo
una relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para
éstos y fea para aquéllos; belleza que no tiene nada de sensible como el sem-
blante o las manos, y nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta
ciencia; que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal,
por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna
y absolutamente por sí misma y en sí misma». Belleza divina, podríamos decir,
ya que la superación completa de toda ambigüedad no es propia de nada
de este mundo. La finitud, la limitación, el carácter condicionado de toda
existencia espacio temporal son características intrínsecas de lo distinto de
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
toda la creación. Del mismo modo que veíamos en la GS 14 que «el hom-
bre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo
material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan
la voz para la libre alabanza del Creador», también, a través del hombre,
es posible percibir el alcance y la magnitud que tiene la presencia del mal
en todos los elementos del cosmos no humanos. Aquí tenemos expresada,
junto con la co-humanidad, la co-creaturalidad del hombre. Ahora bien, lo
que ahora debemos estudiar es el lado oscuro del ser humano, a saber: la
dimensión dramática de la antropología teológica.
2. El concepto de pecado
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3. La experiencia de ruptura
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
Justo por ser de sobra conocido convendrá notar una característica fun-
damental del relato del jardín que, en muchas ocasiones, ha sido olvidada.
El relato del jardín habla del pecado de Adán, no del pecado original. «Pe-
cado de Adán» es una expresión bíblica; «pecado original» es una expresión
creada por Agustín. Agustín utilizará el relato del jardín en la elaboración
de su teología del pecado original. Ahora bien, no conviene confundirlas, a
fin de poder comprenderlas en su propia intención.
En efecto, para comprender adecuadamente el pecado de Adán hay
que tener en cuenta, entre otras cosas, la gran sobriedad del relato bíbli-
co —sobre todo, respecto de las cualidades objetivas de los personajes de
Adán y Eva— que contrasta poderosamente con la tendencia de la teología
postagustiniana (y del arte posterior, pensemos si no en el jardín de las de-
licias de El Bosco) de atribuirles perfección tras perfección. Esta atribución
corre el peligro de hacer incongruente la dinámica del relato, ya que hace
inexplicable la realización originaria del pecado, es decir, la transición de la
perfección a la caída. La presencia en el propio relato de la tentación, como
algo que antecede a la desobediencia humana y, también, la existencia de
un mandamiento que hay que cumplir, ponen de manifiesto algo en lo que
hay que reparar con atención: en la objetividad narrativa del texto literario
Adán y Eva no son creados en un estado acabado de perfección máxima.
Pueden «ser tentados», luego no poseen en sí mismo la plenitud del ser.
Tienen que «cumplir» la ley de Dios —el mandato—, luego no habitan en
la virtud máxima del bien. El sentido último del relato muestra que el hom-
bre —es decir: Adán, o sea, todo hombre— es creado con la posibilidad
de conseguir la plenitud, pero también de rechazarla o de malograrla. Los
personajes del relato son vislumbrados, pues, como criaturas finitas, como
criaturas creadas —valga la redundancia— en un estado de bondad radical
—puesto que proceden de Dios— no exenta, sin embargo, de la inevitable
posibilidad del mal, puesto que no son Dios. La bondad originaria de todo
lo creado —pensemos ahora en Gén 1,1-2,4a: «y vio Dios que todo era
bueno»— no puede ser confundida con una supuesta «perfección originaria»
que el propio relato no postula. La posibilidad del mal —recordemos: un
existencial para Rahner— es, también en el relato genesíaco, una posibili-
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relato del jardín. Por eso el hombre está dividido en su interior: tiene el bien
ante sí, pero no lo realiza. Por el contrario, comete el mal que aborrece.
El relato del jardín narra lo que nunca fue, pero siempre es (E. Zenger).
Por eso, su significado más preciado no lo entrega al arqueólogo o al his-
toriador, sino al filósofo y al teólogo que contemplen al hombre ante Dios.
Ahora bien, el pecado de Adán no responde ni puede responder definiti-
vamente al problema del mal, ya que, en el fondo, no es capaz de excusar
totalmente a Dios. En efecto, si el pecado fuese la respuesta al unde ma-
lum?, siempre se podría contraargumentar: ¿Y por qué Dios no impide que
Adán peque? Si la respuesta a esta nueva pregunta fuese la salvaguarda de
la libertad, se verá, entonces, que el problema del mal no remite a un acto
concreto de rechazo de un mandato, sino a la condición de posibilidad de
todo acto categorial en el que triunfe el egoísmo de la libertad: a su limita-
ción, a su finitud, a la ambigüedad de su condición de criatura. Adán peca
porque es hombre y no Dios. El redactor del relato del jardín no está preo-
cupado por la especulación abstracta sobre el origen del mal. De hecho no
explica nada en absoluto acerca del misterioso y problemático personaje de
la serpiente —un mal potencial que, sin embargo, es criatura. La preocupa-
ción principal del relato es el carácter arduo de la vida: el trabajo, el dolor,
la muerte. La pregunta pertinente que ha de hacérsele no es, pues, ¿por qué
Adán pecó? Aquí el relato permanece mudo. El relato se contenta con cons-
tatar que Adán pecó libremente al ceder a la tentación. Su pecado es un
pecado propio, es un pecado en sentido estricto. No está dicho en ningún
momento de la narración que su culpa se haya transmitido de generación
en generación como castigo de Dios. Será Agustín quien esto sostenga y,
como ya hemos afirmado, esto es mucho sostener. Por eso, aunque sólo sea
por esto, no parece conveniente identificar el pecado de Adán y la trans-
misión intergeneracional de su culpa con lo esencial el cristianismo quiere
afirmar cuando sostiene la doctrina del «pecado original».
En la misma línea del pensamiento de J. Ratzinger citado en el inicio de
esta tesis —a saber: «el pecado original no hay que buscarlo en cualquier
forma de transmisión biológica entre dos individuos que, de lo contrario,
vivirían completamente aislados…»— K. Rahner ha podido decir al respecto
que «el «pecado original» no significa que la personal acción originaria de la
libertad en el auténtico origen de la historia haya pasado con su cualidad
moral a su descendencia. Nada en absoluto tiene que ver con el dogma
cristiano del pecado original esa concepción según la cual la acción perso-
nal de «Adán» o del primer grupo humano se nos imputa como si hubiera
pasado a nosotros en forma por así decir biológica. Obtenemos el saber, la
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LA LÓGICA DE LA FE
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A esto habría que añadir, también, que, para Agustín, el pecado origi-
nal —ahora ya en sentido técnico— sería la forma adecuada de nombrar
una situación que viene dada desde siempre —un estado, no un acto— a
saber: esa situación en la cual reina la inclinación al mal que caracteriza
la ambigüedad de toda criatura. Esto se entenderá mejor al recordar que
Agustín forjó su concepción del mal y, por ello, su respuesta creyente al in-
terrogante que plantea la presencia del sufrimiento, ante dos frentes. Por un
lado, frente al gnosticismo maniqueo y, por el otro,—siempre según Agus-
tín— frente al ingenuo optimismo pelagiano. Frente a los primeros Agustín,
como ya hemos indicado, sostendrá la tesis de que el mal es privatio boni,
es decir, ausencia de bien.
Resumámoslo en una palabra: para los gnósticos y maniqueos el mal se
encarna en la materialidad del cosmos. El mal tiene una determinada enti-
dad y se identifica con el cuerpo, con el mundo material, con todo aquello
que no es espíritu. El mal procede de lo exterior al hombre y le afecta desde
fuera. De ahí que la salvación —por el conocimiento— también venga del
exterior. Frente a esta concepción que concibe el mal de forma objetiva
Agustín no se cansará de repetir que el mal no es materia, no es sustancia,
no es mundo, ya que la materia, la substancia y el mundo proceden de Dios
que las ha creado originariamente buenas. El mal, dirá Agustín frente a los
maniqueos, encuentra su origen y su sede en la corrupción de lo real y en
el corruptible interior del hombre, en su voluntad, en su corazón. El mal no
es ser, sino hacer y acontecer. No es principalmente ontología, sino sobre
todo ética. En este primer frente de batalla Agustín priva de sustancia al mal
para salvar la bondad ontológica de todo cuanto existe.
Cuando Pelagio invoque la tesis que el propio Agustín acrisoló en su
combate frente a los maniqueos para sustentar su radical llamada al se-
guimiento de Cristo en aquel «si quieres, puedes», Agustín no se verá re-
conocido en ella al experimentar repetidas veces que el sólo querer no
basta para evitar el mal y realizar el bien. A saber, la experiencia paulina
atestiguada en Rom 7,14-20: «querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no
el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal
que no quiero», es una experiencia que parece desmentir la suave transición
que Pelagio establece entre el posse, el velle y el esse. Una cosa es «poder»
realizar el bien, otra distinta el «querer» realizarlo y una tercera conferirle el
«ser». Para Pelagio, puesto que el hecho de que «podamos» realizar el bien
depende de nuestra buena y originaria creación de Dios, en nuestra mano
está el «quererlo» y el efectivamente «realizarlo». La transición es sencilla y
ha de producirse sin buscar excusas —como había reconocido el mismo
Agustín frente a los maniqueos— en ningún tipo de maldad material o cor-
poral. Frente a esta concepción de la naturaleza humana Agustín reitera que
la naturaleza del hombre no es mala, efectivamente, y que el mal —cierto
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
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pecado —énfasis necesario las más de las veces, sobre todo por cuanto res-
pecta al «pecado estructural», a saber: a la cristalización colectiva de las culpas
personales— lo cierto es que el peso decisivo del kerigma ha de recaer pro-
piamente en la sobreabundancia de la gracia y en la radical transformación
que el amor de Dios opera en la historia. Igual que en los dípticos anteriores,
también en este par de tesis atenderemos a la perspectiva cósmica de la co-
creaturalidad y a la perspectiva personal de la co-humanidad.
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LA LÓGICA DE LA FE
voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. Por tanto, también
la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad
gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que hasta ahora toda la creación
está gimiendo con dolores de parto» (Rom 8,18-22). Toda la creación, pues,
anhela la superación de las ambigüedades de la existencia que implican no
sólo la posibilidad, sino la presencia real del mal.
Desde la dimensión cósmica de la antropología teológica se podría de-
cir, pues, que, en sentido amplio, la creación entera es ya obra de la gracia
y, en consecuencia, es ella misma una gracia. Así pues no habría diferencia
entre «creación» y «gracia» si esta última se entiende en sentido lato. La sola
existencia de algo que no sea el misterio de Dios sólo puede ser, para el
cristianismo, obra de su amor infinito e incondicional. Si, por otra parte, es
cierto todo cuanto se ha afirmado en las tesis sobre la creación, habrá que
concluir que la acción creadora de Dios es una con su acción salvadora,
ya que, si hay diferencia entre ambas esa diferencia no puede remitir a la
acción de Dios, sino a la fragmentaria, secuencial, ambigua y deficiente
historia del mundo. La acción de Dios en la creación está movida por su
amor, por la donación de sí mismo a lo distinto de sí. Si, además, Dios, en
su misterio inefable, consiste, propiamente, en ser amor activo, relación
perfecta que supera todos los límites de la unidad y todas las ambigüedades
de la pluralidad, entonces, es posible afirmar que Él mismo es, primero y
antes que nada, la Gracia por antonomasia o, dicho en términos clásicos,
la «Gracia increada». Porque, en efecto, la gracia tiene que ver con aquello
que, como todo lo divino, supera todo cálculo, excede toda exigencia,
rebasa toda petición. La gracia, en este mismo sentido, es aquello a lo
que apela el que ya ha agotado toda vía legal. Es, por ello, lo gratuito, lo
inmerecido, lo indisponible. Es el don, el regalo inesperado, aquello que
ni se puede comprar ni se puede pagar. Sólo se puede recibir y, por tanto,
agradecer. Por eso, porque el que es agraciado sólo puede agradecer, la
gracia es aquello que transforma la desesperación en consuelo, los lloros de
dolor en lágrimas de alegría y, en definitiva, la angustia deprimente en hila-
ridad contagiosa. Tomás de Aquino, partiendo acertadamente del lenguaje
común, afirma lo siguiente: «el lenguaje usual nos ofrece tres acepciones
de la gracia. En primer lugar significa el amor que se siente hacia alguien.
Y así se dice que un soldado tiene la gracia del rey, esto es, que el rey lo
encuentra grato. En segundo lugar designa un don concedido gratuitamen-
te. De aquí la expresión: ‘te concedo esta gracia’. Finalmente, se toma por
el reconocimiento con que se corresponde a un beneficio gratuito, y así se
habla de dar gracias por los beneficios recibidos» (Summa Theologiae, I-II,
q.110, a.1). Y más adelante, refiriéndose ya a la relación del Creador con su
criatura, sostiene: «podemos inferir la existencia de un doble amor de Dios
a la criatura. Uno común, en cuanto ama todas las cosas que existen, según
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se dice en Sab 11,25 [el texto correcto es Sab 11,24], por el que otorga a
las cosas creadas su ser natural. Otro especial, por el que eleva la criatura
racional sobre su condición natural haciéndola partícipe del bien divino. Y
éste es el amor con el que se puede decir que Dios ama a alguien absolu-
tamente, porque en este caso Dios quiere absolutamente para la criatura el
bien eterno, que es él mismo» (STh, I-II, q.110, a.1).
Amar todas las cosas que existen es, para Dios, conferir existencia a lo
amado. Los hombres, al amar, presuponemos la existencia de lo amado. Dios,
cuando ama lo distinto de sí, otorga el ser a aquello que ama. No hay otro
fundamento para la creación fuera del amor constituyente de Dios. El amor
especial con que Dios «eleva la criatura racional sobre su condición natural
haciéndola partícipe del bien divino» es lo que, según Tomás, tendríamos que
llamar gracia en sentido estricto. En efecto, una vez constituida la creación en
su alteridad con el Creador, el amor de Dios no sólo no cesa, sino que —si
pudiésemos usar esta expresión olvidando que, en rigor, es inadecuada—
habría que decir que aumenta, se intensifica, se multiplica en correlación
directa con el devenir de la creación, por cuanto que nadie está volcado con
más intensidad que Dios en la vida y el destino de una creación radicalmente
amenazada por el mal. Ni siquiera la creación misma desea su propio bien
con la intensidad infinita con la que lo desea el propio Dios. No es, pues,
—habría que añadir inmediatamente— el amor de Dios el que cambia, el
que aumenta, el que se ensancha, sino la propia vida de la criatura la que es
cambiada, engrandecida, ensalzada, elevada cuando resulta alcanzada por la
inmutable eternidad de Dios en el decurso de su historia intramundana.
De hecho, teniendo en cuenta ese primer amor de Dios a todas las cosas,
se puede decir que es toda la creación la que es bañada por el inagotable
amor de Dios. De no ser amada por Dios no existiría. Y si de hecho existe,
su mera existencia es testimonio explícito de su amor. Por eso, hablar de
gracia en sentido estricto y referirse con ello únicamente al ser humano
—a la criatura racional, dice el Aquinate— parece requerir una ampliación
cósmica que refleje, en estricto paralelismo con la creación en Cristo, que
el amor «con el que se puede decir que Dios ama a alguien absolutamente»
se extiende sin límites hasta los confines del universo. Esto no obsta para
afirmar que, en efecto, la gracia —como hemos visto respecto del mal y del
pecado— tiene en el hombre un correlato extraordinariamente privilegiado
en la totalidad de la creación. De esto se ocupará la próxima tesis. Pero,
de igual forma que hemos reflexionado sobre la dimensión cósmica de la
creación y sobre la dimensión cósmica del mal, es igualmente necesario
reflexionar sobre la dimensión cósmica de la gracia, puesto que en esta re-
flexión se pondrá de manifiesto que la corrupción, el desgaste, la privación
y la entropía son realidades que, en cuanto que dañan o amenazan a toda
la creación, ni son queridas por Dios ni pueden trascender los límites del
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LA LÓGICA DE LA FE
mundo hacia su eternidad. Por ello, por cuanto que todas las realidades
creadas experimentan la realidad del mal, también ellas han de experimen-
tar —si bien, a su manera y según su propia naturaleza— la realidad del
amor creador y salvador de Dios que, aquí y ahora, las está ya transfigu-
rando de forma activa y singular. Si, desde Dios, su amor es eternamente
el mismo a todo cuanto existe, desde el punto de vista de toda la creación
se podría decir que Dios no sólo ha creado el universo, sino que también
lo está salvando a través de su amor permanentemente activo. En un texto
de la CTI leemos lo siguiente: «El Espíritu Santo actúa de modo misterioso
en todos los seres humanos de buena voluntad, en las sociedades y en el
cosmos, para transfigurar y divinizar a los seres humanos» (Comunión y
servicio, nº 54). Y un poco más adelante: «no sólo los seres humanos, sino
el conjunto de la creación visible está llamada a participar de la vida divina»
(nº 76). De igual forma, el texto del libro de la Sabiduría citado por Tomás
de Aquino nos sitúa en la dirección adecuada. Dice el orante a Dios: «Te
compadeces de todo porque todo lo puedes, y no miras a los pecados de
los hombres para que se arrepientan, pues amas todo lo que existe, y no
abominas de nada de cuanto hiciste; que si algo odiases no lo habrías crea-
do; ¿cómo subsistiría algo si tú no lo hubieras querido? ¿O cómo se iba a
mantener lo que no ha sido llamado por ti? Sé indulgente con todo, puesto
que es tuyo, Señor, amante de lo viviente. Pues tu espíritu incorruptible está
en todas las cosas» (Sab 11,23-12,1). Dios no sólo mantiene a lo creado en el
ser —creatio continua— sino que transforma todo lo que existe a través de
su amor, porque el Señor es «amante de lo viviente» y su presencia y acción
se encuentran «en todas las cosas».
2. La sobreabundancia de la gracia
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
En todo inicio de una relación está presente la sorpresa del sentirse amado.
Sin embargo, la percepción y la conciencia de tal maravilla, que es del todo
indebida y que sólo se explica desde la total gratuidad, pueden erosionarse
paulatinamente conforme fluye la vida, se frecuenta el trato, se estabiliza la
relación, hasta el punto de que lo inicialmente gratuito se convierta en ha-
bitualmente «natural». Y por lo tanto, en normal, esperable y, hasta exigible.
Y también en pervertible, como a menudo se experimenta en el maltrato y
en la violencia machista.
¿Cómo es posible que seamos más sensibles a una esporádica manifesta-
ción de gratuidad, en la cual un desconocido nos ofrece ayuda, que a todas
aquellas muestras de amor doméstico que recibimos a diario y que rara vez
agradecemos? A esto responde la ley de la pérdida de lucidez en la percep-
ción de la gratuidad. Dice así: la percepción de la gratuidad es inversamente
proporcional al grado de unión afectiva entre las personas y se agrava con
el tiempo. Cuanto más íntima es una relación y por más tiempo se prolonga,
más riesgo hay de que se incremente la dificultad de percibir las manifes-
taciones de amor en su justa y propia naturaleza de regalo indebido. Y,
por el contrario, cuanto menos trato tenemos con alguien más fácilmente
percibimos sus gestos de gratuidad para con nosotros. Esto es lo que ex-
plica que nos conmovamos al ver a un extraño haciendo el bien, pero nos
puedan pasar desapercibidos —e incluso puedan llegar a molestarnos— los
cuidados continuos de familiares cercanos. ¿Qué concluiremos, pues, si
aplicamos este razonamiento —esta ley— a la relación de intimidad más ín-
tima que podamos pensar en esa vinculación de absoluta dependencia que
toda criatura tiene respecto de su Creador y que, insisto, reclama en igual
medida su absoluta trascendencia? Si el grado de unión entre el Creador
y su criatura es ontológicamente fundante para ella e incondicionalmente
absoluto por parte de Él, según la ley que acabamos de formular, la percep-
ción de la gratuidad total y completa que supone la propia existencia de la
criatura será casi imperceptible para ella, debido al carácter inversamente
proporcional que rige la relación entre la cercanía del amor y la naturali-
zación habitual del mismo. Percibir lo gratuito como «natural» acaba siendo
normal en las relaciones que se extienden en el tiempo. Cuando de lo que
hablamos es de una relación que «hace ser» incluso al tiempo, se verá con
más claridad la enorme complejidad implícita en el reconocimiento que el
creyente hace al ver su «natural» existencia y la «natural» existencia de todas
las cosas como singular e inequívoca obra de la gracia de Dios.
3. Naturaleza y perfección
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
los nuevos y a la tierra nueva. ¿Cómo puede suceder semejante proeza? Nos
equivocaríamos si pretendiésemos buscar la índole de tan magno evento en
la lógica de lo extraordinario o la magnificencia de los eventos del mundo.
La gracia de Dios actúa en el mundo como la levadura en la masa, como la
sal en la comida, como Jesucristo en Nazaret: en los márgenes del Imperio,
en la ley de lo incógnito, en la presencia insignificante. Es imperceptible si
lo que se busca es un hecho o una acción particular, explícita y yuxtapues-
ta a todos los hechos o las acciones intramundanas. Es indectable si no la
percibimos esencialmente unida a la naturaleza de todo cuanto de hecho
es, pero diferenciándose de ella por su carácter divino. «A la originaria co-
nexión entre naturaleza y gracia (status naturae perfectae per gratiam) se la
denomina creación» (G. L. Müller, Dogmática, 219). Alentando la creación y
llevando a término lo iniciado con ella actúa la gracia de Dios en todas las
dimensiones de la existencia.
Sin embargo, la existencia de la realidad natural en cuanto realidad
mundana, es decir, en cuanto no-yo del hombre, en cuanto realidad no
personal, plantea la pregunta por el carácter real y efectivo de esa acción
transformadora de la gracia. ¿Cómo actúa efectivamente la gracia de Dios
en la transfiguración ya operante de todo el universo? La acción de la gra-
cia de Dios es la acción del Espíritu Santo en la generación y donación de
toda vida. El Espíritu Santo es el vivificante (pueuæma zwoiovu). No hay vida
que no proceda de Él como no hay ser que no proceda del Padre a través
de Cristo. «¡Cuán numerosas son tus obras, Yahveh! Todas las has hecho
con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. […] si el soplo les retiras,
fenecen y a su polvo retornan. Si tu espíritu envías, son creadas, y renue-
vas la faz de la tierra» (Sal 104,24.29b-30). W. Pannenberg ha podido decir
al respecto: «El Espíritu de Dios no entra en acción sólo a propósito de la
redención de los hombres dándoles a conocer en Jesús de Nazaret al Hijo
eterno del Padre y moviendo sus corazones a la alabanza de Dios por la
fe, el amor y la esperanza. Ya en la Creación actúa el Espíritu como aliento
poderoso de Dios, que es el origen de todo movimiento y de toda vida»
(Teología Sistemática, III, 1). Después de reconocer que «la relación entre
la acciones soteriológicas del Espíritu en los creyentes y su actividad como
creador de toda vida, así como también en la nueva creación y la perfección
escatológica de la vida, ha sido a menudo descuidada» (Ibid., 2) no duda
en señalar: «la actuación del Espíritu ocurre siempre en estrecha vinculación
con la del Hijo. En la Creación, el Logos y el Espíritu actúan tan a una que
la palabra creadora es el principio configurador, mientras que el Espíritu
es el origen del movimiento y la vida de las criaturas» (Ibid., 4). La vida de
las criaturas está animada por el Espíritu de Dios de forma que, gracias a
Él, también ellas están llamadas a trascenderse, a superar sus limitaciones,
a cumplir su determinación de criaturas y, finalmente, a ser transformadas
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LA LÓGICA DE LA FE
radicalmente más allá del espacio y del tiempo para dar a luz los nuevos
cielos y la tierra nueva. El Espíritu de Dios, junto con la acción creadora del
Logos, posibilita la autonomía de la creación ante el Creador al conferir su
propio dinamismo a lo creado. Al mismo tiempo, la plena comunión con
el Dios creador y salvador sólo puede ser recibida como don del mismo
Espíritu. La naturaleza constituida de la creación es ya naturaleza agraciada
y, por tanto, orientada activamente por la fuerza del Espíritu de Dios hacia
su máxima perfección. La gracia no suprime ni destruye la naturaleza, sino
que la perfecciona (cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2).
Por otra parte, la vinculación ontológica del hombre con la totalidad
de la creación, expresada en la concepción genesíaca que comprende a
Adam como procedente de la adamah, nos da una nueva perspectiva para
profundizar más en la acción perfeccionadora de Dios en la creación. Me
refiero a la co-creaturalidad. El hombre habita un mundo que le pertenece
y el mundo habita en él por esa pertenencia (Gén 1,28; 2,19ss). Esa perte-
nencia es constitutiva y no puede ser pensada como una mera relación ex-
terna, adventicia y arbitrariamente intercambiable, al modo de la que tiene
un actor con el escenario en el que actúa. En el caso del ser humano y a la
luz de su compleja historia evolutiva, debemos decir que —por seguir con
el símil— de ser otro el «escenario» otro hubiera sido, también, el «actor».
No puede pensarse, pues, un proceso sano de constitución de la identidad
personal si no es en relación directa con la realidad que circunda al ser
humano en el planeta tierra. En la dialéctica de la identificación con ella y
de distanciamiento respecto de ella (GS 14). Los mismos cambios evolutivos
que han originado las distintas razas humanas no pueden explicarse si no es
en relación con el medio ambiente que circunda al ser humano.
Esto es importante a la hora de pensar que, puesto que el hombre es
un ser vivo, inteligente, libre y corpóreo, puede aprehender, transformar y
trascender el mundo. Lo cual significa que el mundo, la realidad natural, su
no-yo, forma parte esencial de su identidad más íntima puesto que su vida,
su logos, su libertad y su corporalidad necesitan de toda la creación para
realizarse como tales. La aprehensión del mundo es, también, una apre-
hensión de sí mismo, puesto que también, en cierto sentido, el hombre es
«mundo» para sí. La transformación del mundo a través del conocimiento,
la ciencia y la técnica, es, igualmente, transformación de sí mismo y de su
forma de vida. Trascender el mundo que el hombre habita supone para el
mundo trascenderse a sí mismo en el hombre, puesto que la pertenencia
del mundo al hombre es también una inhabitación del mundo en el hom-
bre. La idea renacentista del hombre como un microcosmos no ha de ser
entendida como si lo fuese «frente al cosmos», sino teniendo al cosmos
dentro de él. El hombre habita el mundo y el mundo habita en él cuando
la criatura capacitada por Dios para amar ama, como Dios, todo cuanto
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
ción Dios ya no tendría nada que hacer en un mundo que funciona por sí
mismo. Por tanto, tampoco habría lugar para ningún tipo de transfiguración
del universo.
La reacción contraria se revela contra esta extrema separación que con-
vierte la justa y acertada diferencia en extrañeza. La maravilla de los fenó-
menos naturales muestran la presencia de su Creador en ella. Las fuerzas
inconscientes que generan orden y vida de manera continua en toda la
naturaleza toman conciencia de sí en la aparición del espíritu consciente
que, por eso, puede suturar la escisión sujeto-objeto que el deísmo no fue
capaz de superar. Y da un paso más al identificar al verdadero sujeto de
todo este continuo proceso de desarrollo que la naturaleza despliega en la
historia: la historia del mundo es la historia de Dios que llega a su verda-
dera realización en la autoconciencia del hombre. Al deísmo que subraya
la diferencia entre el Creador y la criatura le responde el panteísmo que
señala la identidad evolutiva, dinámica, procesual —como se quiera, pero
identidad— entre el Creador y la criatura. Tampoco aquí parece haber lugar
para una teología de la gracia.
En los pensamientos deístas la «acción» creadora de Dios sólo tiene sen-
tido como fuerza activadora de un proceso externo. Y nada más, dada la
autosuficiencia del proceso. Dios y la criatura son realidades heterogéneas
que no pueden «actuar» conjuntamente, puesto que la actuación de una
excluye la actuación de la otra. La idea de la trascendencia de Dios elimina
cualquier tipo de inmanencia. En las concepciones panteístas sucede justo
lo contrario. La «acción» creadora de Dios sólo tiene sentido como fuerza
íntimamente coincidente con el proceso histórico de la creación. Y nada
más, dada la identificación del ser de Dios con el proceso. Dios y la criatura
son realidades tan coincidentes que su eventual «acción» conjunta queda
diluida en una identificación que no puede atender a la singular y necesaria
alteridad entre Creador y criatura. La idea de la inmanencia de Dios elimina
cualquier tipo de trascendencia.
Así pues, pensando en la viabilidad de una adecuada teología de la gra-
cia es necesario intentar esbozar, como ha hecho A. Torres Queiruga, un
tipo de relación entre el Creador y la criatura que, por un lado, mantenga
la vitalidad de la presencia inmanente sin caer en el panteísmo y, por el
otro, respete la trascendencia de Dios en relación con lo creado sin caer en
el dualismo deísta. Así pues, afirma este autor: «la profundidad infinita de
la diferencia hace que [la relación Creador-criatura] se realice en la máxima
unidad» (Recuperar la creación, 40). La presencia de Dios en la creación se-
ría —en expresión de Zubiri— «ortogonal» a la presencia de las criaturas y,
en consecuencia, nunca concurrente con las presencias singulares y finitas
de las figuras creadas. Dios es distinto de lo creado en cuanto no-distinto
(Nicolás de Cusa). Hace ser a todo cuanto es sin ser Él una cosa más al lado
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
quimera de ese sueño infantil llamado «yo solo», «yo puedo», «yo me basto»
o como se le quiera llamar. Esto es lo que significan aquellas palabras de
Ananías: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino
por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del
Espíritu Santo» (Hch 9,17). Ya no estoy lleno de mí, sino del Espíritu Santo.
Ahora ya se ve, ahora ya se comprende, ahora todo está claro. La depen-
dencia, la ayuda necesaria, la relación constitutiva no es una merma de la
autonomía del hombre, sino, más bien, su propia condición de posibilidad.
«Un hombre que se avergüence de estar agradecido a otro y sienta esto
como dependencia gravosa es todavía un esclavo de su soberbia» (D. von
Hildebrand, La gratitud, 35).
Lo mismo cabe decir —y aun con mayor razón— de la relación respecto
de Dios. Se nos ha dado el Espíritu Santo (Rom 5,5). Se nos ha concedido
aquello sin lo cual no podemos alcanzar lo que más queremos. Este don no
nos humilla, sino que es, precisamente, aquello único que puede ensalzar-
nos. No para gloriarnos, sino para todo lo contrario. Para hacerlo fructificar
en el servicio humilde y desinteresado. Es el descentramiento que nos saca
de sí. El amor de Dios ha sido derramado en los corazones por el Espíritu
Santo que se nos ha dado. El Espiritu Santo no es sino el poder creador y
transformador de Dios. El amor es su creación en nosotros. La gracia es la
presencia en el hombre del poder creativo y de su creación. Con esta for-
mulación nos situamos en la línea de aquellos que, con Pedro Lombardo,
sostienen la verdadera presencia del Espíritu Santo en el hombre justificado.
Ahora bien, nos distanciamos del Maestro de las sentencias al no identificar
la presencia del donante con el don regalado a la criatura. Con esto, aco-
gemos la importante matización de Tomás que, sin negar la inhabitación
del Espíritu, optará por hablar de una «gracia creada» como signo del amor
de Dios en la criatura. P. Lombardo dice, con razón, que el Espíritu Santo
inhabita al hombre aceptado por Dios, pero, al no diferenciar ontológica-
mente esta inhabitación del amor de Dios presente en la criatura, se corre el
riesgo de tener que postular una nueva «unión hipostática» entre el Espíritu
y el creyente que explique el modo de presencia del Espíritu Santo —y
por tanto, Dios mismo— en el creyente agraciado con su presencia. Más
conveniente parece, pues, afirmar que el amor de la gracia es amor ver-
daderamente humano y, en consecuencia, no es sino amor divino. Ahora
bien, la presencia del Espíritu Santo en el creyente sería cualitativamente
distinta de la presencia de su amor en la criatura. Es el Espíritu quien crea
en nosotros la presencia del amor. El amor creado por la gracia es divino
por su procedencia y humano por su residencia. Pero el Espíritu, estando
en el origen de todo amor, es absolutamente trascendente y absolutamente
inmanente a sus formas creadas categoriales y, en consecuencia, no puede
ser confundido con ellas. En efecto, la presencia del amor divino en su cria-
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
tura —obra del Espíritu Santo presente en la gracia— es, de hecho, el inicio
de la divinización de la criatura por su incorporación al misterio de Cristo.
Ser justificados, pues, por Dios y ante Dios por nuestra incorporación a
Cristo y no por el cumplimiento de la Ley, no es más que aceptar que so-
mos aceptados por Él sabiendo que, por nosotros mismos, somos inacepta-
bles. Pablo lo dice con claridad en Gal 2,16: «conscientes de que el hombre
no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo». Ser
justificados es, pues, creer y saber que Dios nos quiere sin mérito alguno
por nuestra parte y que su amor incondicional precede absolutamente todo
cuanto nosotros podamos hacer, porque si nosotros amamos es porque «Él
nos amó primero» (1Jn 4,19). Esto es lo esencial de la experiencia paulina
de la gracia. Una experiencia que no sólo «declara» el amor de Dios, sino
que experimenta su real transformación. Conversión significa, pues, ser sa-
cado de sí mismo para ser convertido en seguidor de un nuevo centro de
existencia. Justificación es la aceptación de que somos agraciados por una
iniciativa absoluta de Dios que nos quiere sin condiciones. Gracia significa,
en consecuencia, que todo esto ha acontecido en plenitud en Jesucristo y
que todos los hombres estamos llamados a participar de este evento salva-
dor que, si por un lado señala los límites de las fuerzas del hombre, por el
otro, abre una potencia insospechada de realización.
Además de esta fuerte impregnación en el núcleo esencial de la teología
paulina, el término «gracia» encabeza casi todas las cartas apostólicas. Es
una muestra de que la gracia es el don por excelencia. Resume la acción de
Dios en la historia de la salvación y, en unión con la «paz», es lo deseable a
los hermanos. La gracia es, también, la generosidad de las comunidades con
los pobres (2Cor 8,1s), así como el propio apostolado (Flp 1,7). Frutos de
la gracia son igualmente la variedad de carismas. Ahora bien, «a diferencia
de ‘carisma’, que se usa también en plural, el término ‘gracia’, en contra
de lo que después ha ocurrido, no aparece nunca en plural en los escritos
paulinos. El hecho es significativo: la gracia no es un don concreto o un
favor singular que uno pueda haber recibido, sino el favor de Dios, que
abarca todos los dones concretos, manifestado en la muerte y resurrección
de Jesucristo» (L. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 146).
Los carismas son concreciones de la gracia, son dones del Espíritu cuyo
auténtico discernimiento acontece en la relación que guarden con el ser-
vicio a la comunidad (1Cor 14,26). La profundidad de la experiencia de la
gracia viene subrayada en Pablo por la condición pecadora del agraciado,
puesto que todos pecaron (Rom 1-3). Nadie es merecedor de nada. Todos
recibimos la justificación de la gracia por medio de la fe porque en Dios no
hay acepción de personas. La gracia no es estéril (1Cor 15,10). Hace que la
fe produzca obras (1Tes 1,3; 2 Tes 1,11). Opera por la caridad (Gal 5,6). Es
la fuerza de Dios en la debilidad humana (2Cor 12,9). Nos posibilita tener
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
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yo— a estar polarizado por una realidad personal que se aparece como el
verdadero centro de todo.
La teología de la creación nos muestra ontológicamente enraizados en el
amor creador de Dios. Somos, pues, naturalmente sus hijos, porque somos
sus criaturas. Ahora bien, el cristianismo sostiene que la nueva filiación que
el bautismo celebra con la incorporación del catecúmeno a Cristo es verda-
deramente un nuevo nacimiento (Juan) o, igualmente, una nueva filiación
adoptiva (Pablo) que produce en nosotros una paulatina configuración con
Cristo. En efecto, la teología de la gracia del cristianismo sostiene que, en
el bautismo, lo más decisivo de nuestra vida acontece en esa real y efectiva
incorporación a Cristo. Dios se nos revela como lo que eternamente es, a
saber: amante sin límites de todas sus criaturas, amante sin límites de todo
lo viviente y amante sin límites de cada uno de nosotros. De hecho, es la
fuerza de su amor la que nos reconcilia con nuestra condición de criatura
universalmente perturbada por las inercias colectivas e individuales del mal.
Lo cierto es que todavía vivimos en la historia y seguimos experimentando
todas sus ambigüedades. Pero ninguna de ellas tiene ya ni su potencia se-
ductora ni su poder amenazante. La renuncia a Satanás no es un ejercicio
heroico de nuestra voluntad, sino la consecuencia inmediata del amor a
Cristo. Decimos implícitamente que, como Cristo, preferimos morir que ma-
tar. Rechazamos toda cruz por cuanto es expresión de crimen. La amamos,
si su aceptación en el amor significa la victoria definitiva sobre el mal. El
amor de Dios manifestado en Cristo desenmascara el rostro de la tentación
y del mal, y nos lo muestra como lo que verdaderamente jamás debe ser y
como aquello que nos debemos negar a engendrar. Porque, efectivamente,
el mal engendra mal en quien no ha descubierto que la resistencia firme,
decidida y total a su realidad sólo puede hacerse de forma no violenta,
sino quieta, paciente y tranquila. O quieta, paciente y sufriente. Esto es la
cruz: la resistencia activa de quien se niega a engendrar más mal. A esto
está llamado el que renace a la vida y el que recibe la filiación adoptiva en
el bautismo: a aceptar la victoria aparente del mal sobre nuestra vida —y,
por tanto, nuestro fracaso— pese a creer y saber que la victoria verdadera
es siempre cosa de ese amor de Dios en nosotros que vence a la muerte y
a todo sufrimiento. Y que, por tanto, lo que parece fracaso es el verdadero
éxito. Y viceversa.
Desde el inicio absoluto de cuanto existe el amor de Dios nos llama
a la superación de ese yo oréctico, que no es sino apetito, antojo, deseo
inmediato de satisfacción o venganza. El cristianismo sostiene que, siendo
todos criaturas del Señor, estamos llamados a convertirnos en sus hijos,
a alcanzar la mayoría de edad ante Él y ante los poderes del mundo, de
forma que acontezca efectivamente lo que el bautismo celebra: el inicio de
la salvación, a saber: la incoación de ese desplazamiento regenerador, de
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ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
BIBLIOGRAFÍA SELECTA
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(1º), VII, BAC, 1981, 31-36; ID., «Ad Simplicianum o Sobre diversas cuestiones a
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drid, 1952, 60-169; ID., «De Peccatorum meritis et remissione et de baptismo par-
vulorum» en: Ibid., 200-439; ID., «Sobre la naturaleza y la gracia» en: Obras de San
Agustín. Tratados sobre la gracia, VI, BAC, Madrid, 1971; ID., «De natura boni» en:
Obras de San Agustín, III, BAC, Madrid, 1947; ID., «Confesiones» en: Obras de San
Agustín, II, BAC, Madrid, 2005; ID., «La ciudad de Dios», 2 vols., en: Obras de San
Agustín, XVI-XVII, BAC, Madrid, 2000-2001; BOECIO, La consolación de la filosofía,
Alianza, Madrid, 2008; BONAVENTURA, «Breviloquium/Breviloquio» en: Opuscula Theo-
logica/Opuscoli Teologici/2, Città Nuova, Roma, 1996; DESIDERII ERASMI ROTERODAMI,
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Verlagsbuchhandlung, Hildesheim, 1962, 1215-1248; G. W. LEIBNIZ, Saggi di Teodicea
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traduction par H. Crouzel et M. Simonetti), 5 vols., Cerf, Paris, 1978; PADRES APOLO-
GETAS GRIEGOS, Obras completas, (versión, introd. y notas de D. Ruiz Bueno), BAC,
Madrid, 1996; PLATÓN, Diálogos VI. Filebo, Timeo, Critias, Gredos, Madrid, 1992; F.
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Arturo Leyte y Volker Rühle, ed. Bilingüe), Anthropos, Barcelona, 2000; ID., Sistema
del idealismo trascendental, Anthropos, Barcelona, 1988; TOMÁS DE AQUINO, Suma de
Teología, 5 vols., BAC, Madrid; ID., «De aeternitate mundi» en: Opúsculos y cuestio-
nes selectas, I, BAC, Madrid, 2001,81-98.
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Kirchliche Dogmatik. Die Lehre von der Schöpfung III/3, §§ 50-51, Der Schöpfer und
sein Geschöpf, 2. Teil, TVZ, Zürich, 1992; M. BLONDEL, La acción, BAC, Madrid, 1996;
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III
REDENCIÓN
CREO EN SU HIJO JESUCRISTO
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4. CRISTOLOGÍA-SOTERIOLOGÍA-MARIOLOGÍA
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
mida: «La grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada
vez más profunda… Pero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en
Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de
como lo presentan los evangelios y como, partiendo de los Evangelios, lo
presenta la Iglesia» (Jesús I, 7). Por eso, el primer paso que se impone en la
cristología es dar cuenta de la metodología que se va a emplear y, más en
concreto, del lugar que se le concederá a la investigación histórica sobre
Jesús en su construcción. Sobre esta cuestión trata esta primera tesis.
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2. Planteamiento metodológico
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
y al Apocalipsis de Juan. Así, nos dan a entender que ese mismo Jesús
que caminó por las tierras de Palestina predicando la irrupción del reino
de Dios es el Cristo, el Señor y el Hijo de Dios, sin división alguna, sino
en identidad plena e irrestricta. El Señor exaltado y el Jesús terreno son
uno y el mismo.
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
14,17 y par.). Este grupo posee una fuerte carga simbólica como representa-
ción del Israel renovado que Jesús ha venido a convocar para el reino esca-
tológico de Yahveh. Lo que Jesús dijo a sus discípulos y los gestos que rea-
lizó ante ellos se entienden, pues, dirigidos a todo Israel, allí representado.
Resulta discutido si la última Cena de Jesús con sus discípulos fue o no
una cena pascual, pues diverge la cronología de los sinópticos (pascual) y
la de Juan (víspera). Sin entrar en la polémica, podemos mantener el am-
biente pascual. Los discípulos entendieron después, y la tradición posterior
de la Iglesia así lo demuestra, que la muerte de Jesús y su posterior resu-
rrección son la verdadera pascua.
La comida comporta una densidad especial, tanto en el ambiente judío
como en el ministerio de Jesús. Respecto del ministerio de Jesús, sabemos
bien de las comidas de Jesús con los pecadores, particularmente con los
publicanos (cfr. Lc 5,27-39; 7,34; 19,1-10; Mt 11,19), como elemento consti-
tutivo de su comprensión de la llegada del reino de Dios, mostrando cómo
Dios Padre acoge a los pecadores con un banquete de alegría (cfr. Lc 15,22-
24: hijo pródigo). La realidad del reino de Dios que Jesús pregona se expre-
sa bien a través de la imagen de un banquete: banquete en el que Jesús es
el novio (Mc 2,18-20 y par.); al que los invitados rechazan asistir (Lc 14,15-
24 y par.) y en el que se cumple la profecía de Isaías (Is 25,6). Dentro del
judaísmo la comunidad de mesa expresa una relación de comunión entre
las personas y de estas personas ante Dios (cfr. 1Cor 10,16-20). Desde aquí
se advierte entonces la densidad extraordinaria de la Cena: es comunión
con Jesús, comunión con su destino pascual, que se anticipa en los gestos
que seguidamente estudiaremos, y comunión con su persona y su vida.
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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a) La condena religiosa
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
15,2 y par.). Este aspecto está más resaltado por Juan (18,33-40), que da más
relieve al aspecto político que los sinópticos. e) El titulus crucis confirma
que ésa fue la causa de la condena (Mc 15,26 y par.). De aquí se deduce
que la pretensión mesiánica de Jesús fue fundamental en su condena a
muerte. Ciertamente, la pretensión mesiánica en cuanto tal no era punible
según el derecho judío. Los sumos sacerdotes y las autoridades que maneja-
ron los hilos en el consejo tuvieron la habilidad de instrumentalizarla hacia
el peligro político que podía suponer para los intereses romanos y así lo
presentaron ante Pilatos. Las burlas de los judíos reflejan la enorme dificul-
tad para asimilar un mesianismo humilde, humillado, crucificado, ultrajado
y, aparentemente, fracasado e impotente. Sin embargo, desde el punto de
vista religioso queda claro que las autoridades advirtieron claramente la in-
compatibilidad entre Jesús, su mesianismo, su mensaje del reino, su intelec-
ción de la Torah y de la voluntad de Dios y lo que ellos entendían que era
mejor delante de Dios para el pueblo judío. Por lo tanto, nos encontramos
ante un rechazo en bloque y consciente de la pretensión de Jesús y su per-
sona por parte de las autoridades judías. Esta misma impresión se confirma
si atendemos al segundo aspecto.
La crítica al Templo. La crítica al Templo aparece en el proceso en mo-
mentos importantes. Lo que se recoge es la profecía de la destrucción del
Templo, que Jesús habría pronunciado; no tanto la expulsión de los cam-
bistas y los mercaderes. Por el resto de la tradición evangélica no tenemos
constancia cierta de una sentencia de este tipo en labios de Jesús, dado
que Mc 13,2 es posiblemente postpascual y que Jn 2,19 tiene visos de estar
muy teologizado. Podemos barajar la hipótesis de que la crítica de Jesús al
Templo fue acompañada de una sentencia que preveía su futura destruc-
ción, aunque dicha hipótesis sea imposible de verificar o de falsar. Eviden-
temente, se trata de la cuestión del Templo en cuanto tal, que Jesús puso
en cuestión de un modo provocador con su acción profético-simbólica en
el atrio de los gentiles. La cuestión del Templo aparece en estos momen-
tos significativos. En el interrogatorio al que le someten las autoridades
judías: «Nosotros le oímos decir: Yo destruiré este templo hecho a mano y
en tres días construiré otro no hecho a mano» (Mc 14,58 y par.; cfr. tb. Jn
2,19). En las burlas que le dirigen a Jesús estando ya en la cruz: «¡Bah! Tú
que destruyes el templo y lo construyes en tres días, sálvate a ti mismo,
bajando de la cruz» (Mc 15,29-30 y par.). Estas burlas se deben a los judíos
que pasaban por allí. En la acusación contra Esteban: «Pues le hemos oído
cuando decía: “Ese Jesús el Nazareno destruirá este lugar y cambiará las
costumbres que nos transmitió Moisés”» (Hch 6,14). Aquí se percibe cómo
la cuestión del Templo era un envite a toda la interpretación de la tradición
mosaica; es decir: al judaísmo tal y como era entendido y practicado por las
autoridades. En una palabra: a la versión «oficial» del judaísmo. Una crítica
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LA LÓGICA DE LA FE
fuerte al Templo, incluso una desacreditación global del mismo, por más
que causara un gran revuelo y fuera considerada como una falta notable de
piedad, no era suficiente para una condena a muerte, a pesar de Jer 26,1-19.
Pues hay otros casos documentados de una actitud muy hostil al Templo sin
resultado final de condena.
Otras acusaciones religiosas. Las fuentes reflejan otras acusaciones: se-
ductor y de falsa profecía, ambos elementos condenados en Dt 13 y 17. Sin
embargo tales acusaciones no pertenecen a estratos antiguos de las fuentes
(cfr. Jn 7,12.47; Mt 27,63s en comparación con Mc 14,55s). También se le
acusa de blasfemo, por pretender ser «Hijo de Dios» (Jn 19,7); o pretender
que estará sentado a la derecha de Dios como Hijo del hombre celestial (cfr.
Mc 14,62 y par.). Sin embargo, el Jesús terreno posiblemente no se iden-
tificó con el Hijo del hombre celestial. Lo más posible es que sea material
postpascual.
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
c) La condena política
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
1. El testimonio neotestamentario
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
c) La tradición narrativa
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
b) Reino
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
c) Relaciones
Jesús se relacionó con Dios como Padre, siguiendo una línea ya presente
en el judaísmo. Como rasgos de este Dios destaca la misericordia (Lc 6,36)
y la compasión, que Jesús actúa y realiza en su ministerio (exorcismos, cu-
raciones, comidas con pecadores, bienaventuranzas, etc.), pero también se
afirma con fuerza su exigencia de obediencia (Mt 14,36: Getsemaní). Del
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
1. Jesús es el Mesías
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LA LÓGICA DE LA FE
a) La esperanza mesiánica en el AT
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
En la época de Jesús no hay una única imagen del mesías, aunque sí una
expectativa mesiánica suficientemente difundida. Cada forma consistente
de judaísmo abraza diferentes formas de expectativas de tipo mesiánico: un
intérprete definitivo de la ley (línea rabínica), un sumo sacerdote (Qumrán),
un mesías regio, profético, etc. Es muy destacado el cruce de figuras y ex-
pectativas, rompiendo por así decirlo la ortodoxia de la figura mesiánica
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LA LÓGICA DE LA FE
regia que dibuja el AT (Hengel). Así, el mesías con frecuencia toma un porte
claramente escatológico o profético, se le asocia con el juicio, pero también
con el Hijo del hombre y con el cambio definitivo de los eones, inicialmente
asociado más bien al día de Yahveh. Tampoco es tan firme la diferenciación
entre lo regio, lo profético y lo sacerdotal, esto último ligado al verdadero
Templo y el verdadero culto a Yahveh. Se dan cruces con la figura del Sier-
vo de Yahveh, descrito en Is 52-53, de tal manera que se abre la perspectiva
para considerar a un mesías sufriente. No todas las figuras salvíficas que se
esperan han de ser davídicas ni estrictamente mesiánicas (Hijo del hombre,
por ejemplo; o un profeta conforme a Moisés, anunciado en Dt 18,15). Pero
en el magma de las esperanzas los contornos se difuminan y las transiciones
de unos aspectos hacia otros se vuelven fluidas.
Dentro de esta variedad destacan los Salmos 17 y 18 de Salomón. El más
importante es el Salmo 17, escrito ca. 63-60 a.C. Desde la convicción de que
Yahveh es el rey de Israel (17,1), y el lamento por la situación calamitosa,
la esperanza se dirige hacia un rey de carácter claramente mesiánico, que
dé un vuelco radical a la situación. El mesías sería Rey y Ungido por Dios,
instruido por Dios (17,32); Hijo de David (17,21). Con su llegada está vincu-
lado el reinado de Dios (17,3s). Congregará a Israel e inducirá a la práctica
de la justicia a todos y cada uno de sus miembros (17,26-28.41; 18,8). Está
dotado de espíritu santo, limpio de pecado (17,37; cfr. 17,34.26). Expulsará
a los enemigos del pueblo (17,22-25). Será soberano universal (17,35). Los
gentiles vendrán para contemplar su gloria. El mesías de estos salmos se
convierte en una figura escatológica que domina la historia. Es de destacar
la combinación entre el Ungido regio y la irrupción del reino de Dios. Si-
cre hace notar que se le adjudican al Mesías cualidades propias del Siervo
de Yahveh (17,36-39), innovando sobre la tradición anterior. Sin embargo,
no aparece aquí una etapa de preparación, cosa que sí encontramos en el
Benedictus (Lc 1,68-79). Este aspecto sí está presente en el Salmo 18,5 po-
siblemente posterior (47-40 a.C.)
Muchos de estos elementos aparecen en la tradición de Jesús predicados
de él: mesías, ungido, que congrega a Israel (los Doce como símbolo del
Israel renovado), que instaura el reinado de Dios, que practica la justicia
(esp. Mt), dotado de Espíritu Santo, con ausencia de pecado, vencedor de
todos los enemigos, soberano universal, que incluye a los gentiles (cfr. p.
ej. Mt 8,11-12 y par.). Sin embargo, veremos una inflexión decisiva con Je-
sús: la humildad sufriente de su mesianismo, frente a los trazos de carácter
político innegable en esta figura. Ya se apunta algo al asociar el mesías al
Siervo de Yahveh.
El texto de las parábolas de Henoc es claramente judío. La datación osci-
la entre mitad del siglo I a.C. y finales del siglo I d.C. Lo más destacado de
este texto es la oscilación de un título a otro. Se menciona con claridad al
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
Pablo denomina a Jesús Mesías 271 veces en las siete cartas auténticas.
Además, en alguna de sus expresiones, por ejemplo la combinación Jesús
Cristo (’Ihsouæς Cristovς), resuena todavía la comprensión típicamente judía
que entendería a Jesús como el ungido (Cristo). «Jesús Cristo» y «Cristo Jesús»
aparecen 109 veces en Pablo.
Para Hengel el nombre de Cristo ya estaría claramente en circulación ha-
cia los años 35-40. Ya se habría adaptado como nombre propio. Lo prueba
que en Antioquía a los seguidores del crucificado resucitado se les llamaba
cristianos (cfr. Hch 11,26). Las diferentes formulaciones que encontramos
en Pablo pudieron muy bien funcionar al estilo de fórmulas de fe concen-
tradas, del estilo de la aclamación «Jesús es Señor» (cfr. Rom 10,9; 1Cor 12,3;
Filp 2,11). La mesianidad de Jesús forma parte clara de la confesión de fe
que Pablo vive, predica y transmite a sus comunidades; y desde la que ela-
bora su reflexión teológica.
Lo ve de un modo muy constante como un mesías crucificado. Así, el
aspecto sufriente e, incluso, expiatorio de la muerte de Jesús en Pablo están
vinculados a su mesianidad. Encontramos con relativa frecuencia fórmulas
hypér (Rom 5,8; 14,9; 15,1; 1Cor 8,11; 2Cor 5,15; 1Tes 5,10; Gál 2,20; 1Pe
3,18). Ha sido enviado por el Padre en una carne semejante a la de pecado
(Rom 8,3s), para obtener nuestra justificación (Rom 5,18). La mesianidad
de Cristo es salvífica, con una capacidad de intercesión escatológica ante
Dios para el día final (Rom 5,9-10; 8,1.34; 1Tes 1,10; 5,9), que otorga por su
muerte el perdón de los pecados, la justificación y la reconciliación.
Además, esta mesianidad posee una fuerza cristificante. Gracias a Jesús
Mesías pertenecemos a la era mesiánica, al tiempo escatológico. Las expre-
siones en Cristo, con Cristo se repiten con abundancia (unas 160 ocasiones)
y marcan completamente la concepción paulina del bautismo (cfr. Rom 6,3-
4) y la vida cristiana. Ser cristiano es asimilarse a Cristo, configurarse con
él. Pasamos a estar con él y bajo él, ingresamos en su señorío escatológico
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
2. Jesús es Señor
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
a) Señor en el AT y en el NT
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
b) «Maranathá»
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LA LÓGICA DE LA FE
1
«Dijo el Señor ( krioς) a mi Señor (t0ω kur0ω mou) / “Siéntate a mi derecha,
hasta que haga de tus enemigos / escabel tus pies”.
2
El poder de tu cetro / extenderá el Señor desde Sión: / ¡somete en la batalla a
tus enemigos.
3
Ya te pertenecía el principado / el día de tu nacimiento / Una majestad sagrada
llevas desde el seno materno, / desde la aurora de tu juventud.
4
El Señor lo ha jurado / y no se arrepiente: / “Tú eres sacerdote eterno, / según
el rito de Melquisedec”».
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
los muertos» pertenece al acervo común del mensaje más antiguo que todos
los misioneros proclamaron» (Ibid., 221).
d) El himno de Filipenses
e) Consideraciones sistemáticas
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
realmente ser mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5). Combinado
con la preexistencia, que se encuentra sugerida con la primogenitura, se
comprende también su mediación en la creación (cfr. 1Cor 8,6; Jn 1,1ss).
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
Entre las características comunes destacan: las veces que podemos supo-
ner que Jesús se dirige a Dios con el término Abbà o con el término Padre,
indicando así su filiación; las tentaciones que sufre como Hijo de Dios; el
bautismo y la transfiguración, en las que se manifiesta como Hijo de Dios;
y el solapamiento probable entre hijo (huiós) y siervo (pais).
Hoy en día no se duda del núcleo fundamental de la tesis de J. Jeremias:
Jesús innovó el lenguaje religioso de su época empleando un término típico
del lenguaje familiar, como abbà (papá). Además de emplear este término
para dirigirse a Dios, Jesús lo empleó en el contexto de la oración y en vo-
cativo, ambos aspectos novedosos con respecto a la práctica de su tiempo.
Este modo de hablar denota una familiaridad especial y manifiesta una rela-
ción filial con Dios como Padre. En el NT encontramos la expresión literal
Abbà en Mc 14,36 (oración de Getsemaní: ho patér, vocativo e invocación
en oración); Rom 8,15 y Gál 4,6 (ambos como vocativo ho patér); y hay
buen fundamento para suponerla bajo Lc 11,13; 11,2; 10,21.
El relato de las tentaciones está teologizado, tal y como lo tenemos.
Sin embargo, refleja un fondo histórico: la tentación de Jesús de desviarse
en su camino filial y en su mesianismo. En el material de las narraciones
evangélicas encontramos otros momentos que reflejan la tentación en el
transcurrir del ministerio público de Jesús. Así, por ejemplo, la lucha que se
refleja en la escena del huerto (Mc 14,32-42 y par.; Heb 5,7); pero también
cuando le quieren hacer rey (Jn 6,15; cfr. Mt 27,42 y par.); o le piden una
señal inequívoca que le acredite y elimine el paso de la fe (ej. Mt 12,38 y
par.; Mc 8,11 y par.; Lc 11,16). Las tentaciones reflejan la autoconciencia
filial, de las características peculiares de su pretensión y de su mesianismo.
La escena (Mt 4,1-11 y par.) está elaborada desde Dt 8,2-5, mostrando que
mientras el pueblo, hijo de Dios, cayó en la tentación; Jesús, el verdadero
Hijo, se mantiene firme y en todo obediente a Dios.
Tanto en la escena del bautismo como en la de la transfiguración, Jesús
es designado Hijo de Dios. Fijándonos en la primera, resalta la alusión en
Mt 3,17 a Is 42,1, uno de los cantos del siervo. Jesús es el Hijo de Dios al
modo del Siervo de Yahveh, predicando de él ambos aspectos. A Jesús se
le dice pais theou (hijo-siervo de Dios) en Mt 12,18; Hch 3,13.26; 4,27.30.
Precisamente en Mt 12,18 se cita Is 42,1-4. Esta idea del siervo se asocia
fácilmente con el esclavo de Mc 10,44; y con el carácter sustitutorio y ex-
piatorio del siervo según el cuarto cántico del siervo, de Is 53. Las fórmulas
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
eterno, a cuya imagen hemos sido creados, es quien nos puede mostrar el
camino de la filiación y el ser filial. Por eso, resulta plenamente congruente
la encarnación de la segunda persona y no de ninguna otra. Así, se percibe
cómo el ser del Hijo y su misión correlacionan al máximo (Balthasar): el ser
del Hijo se entiende desde su misión, que engloba todo su ser y su actuar.
En correlación con su dinamismo encarnatorio, siendo Hijo realizó a
través de la obediencia hasta la muerte su ser filial, se abre paso una mi-
rada claramente positiva a la comprensión de la vida cristiana como un
peregrinaje de carácter escatológico: pues habiendo sido configurados con
el Hijo en el bautismo mediante el Espíritu, la vida cristiana, ya preñada
de carácter escatológico, de la inhabitación del Espíritu y la cristificación,
ya con las arras, se habrá de configurar también como un despliegue de la
cristidad o filiación que nos habita. Es decir, como un caminar hacia la con-
sumación (teleiosis), a través del seguimiento y el ejercicio de las virtudes.
Dicho caminar ya está inscrito en la irrupción del tiempo escatológico, del
comienzo incoado de la salvación y del perdón de los pecados. Nosotros
también siendo hijos hemos de realizar la filiación. Así, el ser teleiótico de
Cristo alumbra nuestro caminar escatológico en la fe, que también queda
marcado por un dinamismo de teleiosis: el cristiano a lo largo de su vida va
realizando lo que es la salvación recibida hasta que se consuma.
Finalmente, la filiación de Jesús, como el Hijo enviado por el Padre
por nosotros y nuestra salvación hasta la muerte, expresa cómo el ser filial
radica finalmente en el amor y la entrega. Jesús es verdaderamente Hijo
por su apertura total al Padre y a su voluntad. De este modo, el ser filial
consiste en no reservarse nada para sí. El Hijo procede del Padre, que
le engendra por amor. Siendo el amor la sustancia de su propio ser, no
puede sino responder con pleno amor. En este amor recíproco se revela
la gloria desbordante de Dios. La gloria del Padre, que tanto ama al Hijo
que le confía lo más íntimo de su ser y de su corazón: su propio ser y
su designio amoroso sobre el mundo. La gloria del Hijo, que se entrega
sin reserva alguna a los deseos del Padre, volcados en la salvación del
mundo. La gloria de ambos es un intercambio de amor oferente y excén-
trico, pues no se cierra en el interior de sus mutuas relaciones, sino que
incluye la salvación del mundo, mediante el envío y la muerte del Hijo
muy amado. El Espíritu nos comunica esta gloria y nos la hace entender,
santificando además la humanidad del Hijo para que llegue hasta la con-
sumación. De aquí se deduce que la realización de la libertad filial se sitúa
en las antípodas de una actitud de distancia, que enarbola los propios
derechos, buscando la autonomía del padre (hijo pródigo: Lc 15,12-13). El
ser filial y su verdadera libertad se realiza en el despliegue completo del
amor; dejando que la libertad, inundada por el Espíritu, se deje conducir
por el amor y culmine en ofrenda completa de toda la vida. De esto no se
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
b) Constantinopla I (381)
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c) Síntesis provisional
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
todo fijada de modo técnico y preciso, son los siguientes. Defensa de la ma-
ternidad divina de María, de la Theotókos. Este aspecto había sido negado
por Nestorio y calurosamente defendido por Cirilo. Defensa de la identidad
entre el Hijo eterno del Padre y el hijo de María nacido según la carne.
Ambos elementos guardan una estrecha relación entre sí: la negación de la
Theotókos era resultado de una separación excesiva de las dos naturalezas.
La afirmación de la verdadera unidad entre ambas conduce a la maternidad
divina de María e incluye lo que técnicamente se denomina la «comunica-
ción de idiomas». Por idiomas se entienden las propiedades típicas y carac-
terísticas de cada naturaleza. Con la comunicación de idiomas se afirma que
siendo el sujeto único, lo que compete a una naturaleza compete de hecho
al sujeto total. Así se pueden predicar las distintas propiedades o idiomas
del único sujeto: Cristo muere y Cristo es Dios. O, incluso, dando un paso
y haciendo hincapié en la unidad, se pueden hacer, como ya hicieran en
el siglo II, afirmaciones de una naturaleza y predicarlas de la otra, por la
unidad del sujeto. Como por ejemplo que Dios muere en la cruz o que el
hombre nos redime del pecado y rescata de la muerte.
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LA LÓGICA DE LA FE
c) Síntesis provisional
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
c) Síntesis provisional
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
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se puede decir en verdad que es Dios con nosotros (Enmanuel; Mt 1,23; cfr.
Mt 28,20) y que por eso nos puede salvar de nuestros pecados (Mt 1,21).
Que es propiamente la historia de la vida entre nosotros del Hijo del Dios
altísimo (Lc 1,32), cuyo reino no tendrá fin (Lc 1,33), debido a que el Espí-
ritu Santo cubrió a María (Lc 1,34), y de ella nació aquel a quien se puede
llamar en verdad Hijo de Dios (Lc 1,35). Su nacimiento es una gran alegría
para todo el pueblo (Lc 2,10), porque nace un Salvador, que es Cristo y Se-
ñor (Lc 2,11). Ostenta todo su peso cristológico que los títulos cristológicos
ya aparezcan en las narraciones de la infancia.
Una humanidad singularmente ungida por el Espíritu. Estas perspectivas
de las narraciones de la infancia se corroboran de otro modo complementa-
rio con la unción, de la que la humanidad de Cristo es objeto en el bautismo
según los tres sinópticos (Mc 1,9-11 y par.; Jn 1,32-33). No son, además,
los únicos textos que recogen una unción de Jesús (Lc 4,18; Hch 10,38; Mt
12,18). Esto muestra que a la humanidad de Jesús le pertenece una especial
unción del Espíritu, que la cualifica notablemente: en la humanidad de Je-
sús el Espíritu está de modo diferente a como pudo estarlo previamente en
algunos elegidos del AT, como los profetas. La unción también indica que la
presencia del Espíritu en la humanidad de Jesús es cualitativamente diversa
de la que luego se dará en los cristianos o de la que pueda darse en otras
personas o tradiciones religiosas, por la misma acción universal del Espíritu
de Dios. Jesús es aquel en quien mora y reside el Espíritu, de tal modo que
él lo puede donar y derramar sobre nosotros, como su don más preciado,
confirmando que con él llegan los tiempos mesiánicos. La singularidad de
la unción recibida por Jesús nos dice que él es el Mesías, el Cristo de Dios,
el esperado de los tiempos, el que había de venir, el que doblega la marcha
de la historia introduciendo una nueva etapa en la historia de la salvación,
trayendo el giro de los eones.
Una humanidad que efunde el Espíritu Santo. La humanidad de Cristo
es la fuente de la que brota la efusión del Espíritu (cfr. esp. Jn 19,34; 7,39;
20,22). Por tanto, le pertenece como facultad singular la de donar el Espíritu
de Dios, que en ella habitaba. Esto la singulariza y le otorga, también por
este concepto, un puesto singular en la economía de la salvación. Desde
este punto de vista no se puede desvincular la acción salvífica del Espíritu,
tal y como se da en la situación actual de la economía, de la salvación de
la humanidad de Jesús.
Una humanidad singularmente gloriosa. Esta humanidad ahora es la
gloriosa humanidad de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Filp 3,21; 1Cor 15,44).
Nuestra configuración futura, en la resurrección de los muertos, será con
una humanidad semejante a la de Cristo, gloriosa y espiritual, por más
que eso ahora mismo supere nuestros cuadros conceptuales y nos resulte
prácticamente imposible de imaginar. Esta humanidad gloriosa es la fuente
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LA LÓGICA DE LA FE
de nuestra salvación, el Cordero degollado del que manan los ríos de agua
viva, según la gráfica imaginería del Apocalipsis (Ap 22,1; 7,11).
Una humanidad quicio de toda la economía de la salvación. La singula-
ridad de la humanidad de Jesucristo refulge cuando se cae en la cuenta de
que es verdaderamente el quicio de la única economía divina de la salva-
ción, tal y como se ha puesto de relieve en el debate originado con la teo-
logía pluralista de las religiones. Esta virtualidad de la humanidad de Cristo
ya fue percibida claramente por la teología asiática de Ireneo y Tertuliano,
por ejemplo, que se confrontaron con la puesta en cuestión de la unidad
de la economía divina por parte de los gnósticos y de los marcionitas, com-
batidos ambos por sendos autores. Los grandes himnos cristológicos de las
cartas a los colosenses (Col 1,15-20) y a los efesios (Ef 1,3-14) articulan todo
el despliegue de la economía divina de la salvación, creación - redención
por la sangre y muerte de Cristo - recapitulación final de todo, en vincula-
ción con la humanidad de Cristo. De esta forma, la humanidad de Jesucristo
se nos muestra como verdaderamente singular, en cuanto que la economía
divina de la salvación pivota sobre ella, pudiéndose denominar con toda
justicia como una salus carnis.
Una humanidad que engloba en sí el sentido de Dios y del hombre. La
humanidad de Cristo posee una singularidad extraordinaria porque es el
punto donde Dios y el hombre se encuentran en su máxima potencia:
«Asumió la forma de siervo sin la mancha del pecado, elevando las realida-
des humanas, no disminuyendo las divinas (humana augens, divina non
minuens), ya que aquel despojamiento, por el cual el invisible se ofreció a
sí mismo visible y el creador y señor de todas las cosas ha querido ser uno
de los mortales, fue un inclinarse de la misericordia, no una falta de poder»
(León Magno, Tomus ad Flavianum 3; DH 293).
Dicho encuentro lejos de hacer que ambas realidades se desdibujen en
su propia consistencia produciendo un híbrido, semidios y semihombre
(tentación de la filosofía helenística que el cristianismo de los Padres hubo
de superar, por ejemplo bajo el arrianismo), conduce por el contrario a que
la persona humana encuentre su auténtica medida, a que la humanidad se
perfeccione y logre la meta que le es propia, en cuanto tal y en su relación
con Dios, aspectos que no son deslindables. Así, la humanidad de Cristo,
como hombre perfecto que es (GS 22, 38, 41, 45) nos muestra y demuestra
que constitutivamente estamos creados para Dios: homo capax Dei (aspecto
especialmente subrayado por la cristología trascendental de Rahner). Co-
rrelativamente, en la encarnación se nos revela el auténtico rostro de Dios,
que es aquel que por amor a su criatura pasa por el misterio tremendo de
la kénosis, tan contrario a una concepción abstracta de la omnipotencia y
la excelsitud de Dios. La gloria de Dios refulge en la humildad de su carne,
de su amor desposeído hasta el extremo (H. U. von Balthasar). Así, se nos
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
revela como un verdadero Dios de los hombres, para los hombres y con los
hombres, como Deus capax hominis.
2. Autoconciencia
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LA LÓGICA DE LA FE
3. Santidad y libertad
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
2. El sacrificio redentor
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LA LÓGICA DE LA FE
llega porque el hombre Cristo Jesús nos la ha traído a nosotros, los hom-
bres, siendo así un auténtico mediador (1Tim 2,5-6; Heb 8,6; 9,15; 12,24).
La estructuración de estas categorías y su propio contenido conjuga la iden-
tidad ontológica de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, poniendo
en juego simultáneamente el significado redentor de la encarnación (me-
diación descendente; eje ontológico o kerigmático), con su consecuente
despliegue histórico (mediación ascendente; eje histórico o dinámico). Así,
por ejemplo, el que era Hijo, nos mostró en qué consiste la filiación y nos
donó la filiación adoptiva.
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
al asimilarnos al Hijo. Somos hijos de Dios (1Jn 3,1-2). Para la 1Pe 1,4 so-
mos hechos partícipes de la naturaleza divina, texto que será capital en la
meditación patrística. Así, gracias a Cristo, entramos en auténtica comunión
con la vida de Dios.
Cristo es justicia de Dios. Para Pablo, gracias a Cristo obtenemos la jus-
tificación. Pues Cristo es para nosotros «justicia, santificación y redención»
(1Cor 1,30). El tema lo desarrolla Pablo con amplitud en las cartas a los
romanos y a los gálatas (cfr. § 17). Al alcanzar la justificación, la fuerza del
pecado ya no atenaza nuestra existencia, sino que estamos capacitados para
las buenas obras (Gál 5,6) y la vida en justicia.
Cristo es reconciliador. Cristo es quien nos reconcilia con Dios (2Cor
5,18), estableciendo un alianza nueva. Gracias a él podemos entrar en el
santuario de la presencia de Dios (Heb 10,19). No hay obstáculo para nues-
tra relación con Dios, ni para la relación fraterna con los demás (Ef 2,14-17).
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LA LÓGICA DE LA FE
amplitud la Carta a los hebreos. Con su sacrificio, de una vez para siempre
(ephapax: Heb 7,27; 9,12) ha establecido la nueva y eterna alianza (Heb
9,15; 12,24; 13,20).
La expiación. Esta terminología se emplea en le NT (Rm 3,25: hylaste-
rion; 1Jn 2,2: hylasmós; cfr. 1Jn 4,10; Heb 2,17). La expiación consiste en la
intercesión eficaz, para que la desgracia asociada al pecado no caiga sobre
aquel que la cometió. Así lo hizo Moisés, mediante su oración (Dt 9,25-27).
En este contexto es importante la figura del Siervo de Yahveh: «Si se da a sí
mismo en expiación, verá descendencia (…) Mi siervo justificará a muchos
y las culpas de ellos él soportará» (Is 53,10.11). Según Heb 5,7-10, con su
obediencia Cristo realizó esta intercesión. Hemos de caer en la cuenta de
que el aspecto principal reside en el carácter de intercesión, que va acom-
pañado de la ofrenda existencial, ligado a la obediencia. Esta intercesión
fue escuchada, haciéndose sacrificio existencial. La eucaristía conserva vivo
el carácter sacrificial de la ofrenda intercesora de Cristo. Aquí se manifiesta
la solidaridad de Cristo con nosotros, sus hermanos (Heb 2,11). La teología
contemporánea es más sensible a la categoría de solidaridad, que a la de
expiación, que puede revestirse de tonos que dañen la imagen de Dios,
como si se complaciera en la sangre o necesitara sangre para perdonar. Al
contrario, bien entendida la expiación manifiesta la apertura de Dios a en-
contrar medios mediante los cuales la desgracia que acompaña el pecado
no dañe al pecador; sino que sus efectos perversos se desvían bien hacia
una víctima expiatoria o bien se condonan por la intercesión orante. La in-
tercesión orante de Cristo alcanza tal calibre que se entrega él mismo como
ofrenda, convirtiéndose en víctima: «Expiar los pecados no quiere decir —a
pesar de las connotaciones que le dan nuestras lenguas— sufrir un castigo
que debe ser aceptado como proporcionado a la falta; significa dejarse
reconciliar con Dios, mediante una fe activa. El acto cultual adquiere su
sentido con Jesucristo, quien por su sangre ha realizado la expiación de
nuestros pecados: Jesucristo es el único intercesor (gr. hilasmos) por el que
Dios se muestra propicio, y el hombre agradable a Dios» (X. Léon-Dufour,
Diccionario del NT, Bilbao 2002, 282).
La satisfacción. Esta categoría ha estado muy ligada a san Anselmo.
Pone de relieve que un auténtico perdón de Dios, a la altura de los hom-
bres, no puede acontecer solamente del lado de Dios, de un modo extrín-
seco, sin la participación activa de los hombres en el perdón. No se trata
solamente de recibir gratuitamente el perdón de Dios, sino que dicho per-
dón implica en su verdad una actitud y una acción en consecuencia, de tal
modo que en la salvación y el perdón también el pecador se ve implicado
de una manera activa. Un perdón sin recepción no alcanza su objetivo. Por
eso, Dios hace que la redención también se dé una participación humana,
del hombre Cristo Jesús. En definitiva, esta categoría pone de relieve que
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
figuras religiosas. Otro asunto es explicar cómo opera esa mediación fuera
de la fe cristiana explícita, si alcanza a los individuos en cuanto tales o si
puede impregnar incluso las mismas tradiciones religiosas en cuanto tales,
dotándolas de capacidad salvífica derivada de la gracia de Cristo (cfr. Juan
Pablo II, RM 28-29). Esta presencia de la gracia salvadora en las mismas
tradiciones religiosas afirmada por Juan Pablo II, no implica equipararlas en
todo a la mediación de Cristo y de la Iglesia, pues se sigue afirmando que
también se dan en ellas elementos que necesitan ser sanados, elevados y
completados por la gracia de Cristo (cfr. LG 17; AG 9). Los pluralistas po-
nen en cuestión esta singularidad de Cristo. Opinan que no aceptar que las
otras religiones sean por sí mismas vías de salvación implicaría devaluarlas
de un modo sutil, pero no menos real que negando la universalidad de la
salvación.
La solución de los pluralistas consiste en desvincular la salvación de
Dios de la humanidad de Cristo, de su singular humanidad. De este modo
se pretende asegurar la universalidad, adjudicar la salvación a Dios mismo
(teocentrismo) frente a su concentración en Cristo (cristocentrismo). Dios
obraría salvación por diversos caminos. Uno de ellos sería Cristo y la reli-
gión cristiana; pero eso no representaría la totalidad de la salvación. Ya se
daría una presencia de Dios en la creación (creaciocentrismo), que las semi-
llas del Verbo, de las que hablara Justino en el siglo II, estarían recogiendo.
No hay espacio para mostrar aquí que Justino no piensa una independencia
entre las semillas del Verbo, con acción universal, y la misma encarnación
del Verbo. Este deslinde de elementos es ajeno a su planteamiento, que se
fundamenta en que los cristianos hemos conocido la totalidad del Verbo.
Desde aquí algunos leen (Dupuis basándose en Ireneo) una primera
alianza con Adán, que abrazaría a toda la humanidad. A la cual se sumaría
la alianza con Noé, no derogada, que habría sido una alianza universal y
cósmica, englobando toda religión y toda búsqueda religiosa (Dupuis, Du-
quoc). Así, las otras tradiciones religiosas entrarían en la economía divina
de la salvación a través de la alianza con Noé. Siguiendo este esquema,
el pueblo judío entra dentro de la economía de la salvación a través de la
alianza con Moisés. A estas alturas ya cabe preguntarse por el sentido de
una cuarta alianza: se da un primer universalismo en Adán, que se rubrica
con un segundo universalismo en Noé, incluso completado con la alianza
estrictamente judaica, ¿hacía falta una cuarta alianza o un tercer universalis-
mo en Cristo? En esta lógica no cabe. Mientras que en Ireneo todo conduce
a la plenitud en Cristo de un único plan divino, en este esquema todo in-
duce hacia la superfluidad de la alianza en Cristo. Por último, los cristianos
pertenecemos a la alianza sellada con Jesucristo. Las cuatro alianzas se
presentan como igualmente válidas y contenedoras de la relación verdadera
con Dios. No se establece una gradación entre ellas, una coordinación o
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
Como se puede observar tras esta sucinta exposición, las cuestiones cris-
tológicas centrales son dos: la unicidad y singularidad de Cristo y si, además,
es el único mediador como subraya 1Tim 2,5. Este texto establece una íntima
conexión entre la voluntad salvífica universal de Dios, el conocimiento de la
verdad, la unicidad de Dios, la unicidad del único mediador Cristo Jesús, la
humanidad de Cristo Jesús y su ofrenda salvífica por todos en la cruz. Refren-
da la existencia de una única economía de la salvación con alcance universal,
que pasa a través de un único mediador, Jesucristo, del que también se afirma
la unidad y unicidad, sin desligarla de su humanidad.
Tanto el documento de la Comisión Teológica Internacional, El Cristia-
nismo y las religiones (1996); como la Declaración Dominus Iesus (2000) de
la Congregación para Doctrina de la Fe, en línea con otros documentos del
magisterio, han desautorizado la teología pluralista. En definitiva lo que está
en juego es afirmar que si Jesús es verdaderamente el Logos eterno, con
Él, con su encarnación, nos llega la verdad de Dios, la revelación auténtica
y definitiva del rostro de Dios. Esta revelación es intrínsecamente salvífica,
no dándose en su plenitud más que en Jesucristo (DV 2 y 4). Así, él es el
salvador de todos, aunque puede mediar su salvación, con la asistencia
del Espíritu, sobrepasando los límites de la Iglesia (cfr. GS 22). Cristo es
«el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). La reflexión sobre la soteriología
muestra cómo en ella entra en juego la identidad y la constitución ontoló-
gica de Jesucristo. Ambos aspectos van de la mano. Por otra parte, también
se manifiesta la grandeza y la precariedad del hombre: creado para la co-
munión con Dios, pero incapaz de obtenerla por sí mismo, sino como don
de Dios en Cristo, mediante el Espíritu, superando la situación objetiva y
subjetiva de pecado.
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
Esposa de Yahvé. Sobre todo han sido los profetas quienes más han
profundizado en esta imagen de la Hija de Sión (Israel) como esposa de
Yahveh, por ejemplo, Os 1-3; Is 1,21; 62,4-5; Jer 2,2; 3,1. A pesar de la pros-
titución de Israel (Is 1,21-23), Dios se desposará con ella (Is 62,4-5). Madre
del pueblo. A este respecto destaca el Salmo 87,5-6. Es una madre de la que
todos nacen, no solamente Israel, sino todos los pueblos. Ha sido fundada
por Yahveh; en ese sentido se podría considerar hija. Por lo tanto, los dife-
rentes sentidos: hija, esposa, madre y, como veremos, virgen no entran en
contradicción, sino que cada uno aporta un matiz, dentro de una esfera de
significados de orden metafórico y simbólico para expresar el ser propio del
pueblo como Hija de Sión en el marco de la alianza. Se encuentra un eco de
esta imagen en Is 60,1-22 y en Mt 23,37. Para I. de La Potterie, la mujer de
la que habla Jn 19,26 es la figura de la mujer-Sión, de la que nace la Iglesia.
Pablo habla de la Iglesia también como una mujer-madre en Gal 4,24-27,
comparándola con Sara y su descendencia. El aspecto de la virginidad re-
sulta más chocante, pues en general la Escritura no valora la virginidad. La
Escritura denomina a un pueblo «virgen» cuando, a consecuencia de una
guerra, ha perdido su independencia (cfr. Is 47,1-4). En este sentido se le
aplica a Israel (Jer 18,13; Am 5,1-6). Pero, también por eso, puede poseer
un sentido positivo (Jer 31,4). Es decir, en la medida en que «la virgen Israel»
permanezca fiel a la alianza tendrá futuro.
Estos motivos y estas figuras permiten comprender que la Hija de Sión,
una mujer, es a la vez figura de Israel, de la Sinagoga, y tipo de la Iglesia,
que nace precisamente de la Sinagoga. Así, María, mujer judía, se sitúa en
la conjunción y la transición del AT al NT, de las promesas al cumplimiento.
En María se concentrarán estos motivos en cuanto a su figura personal, pero
también en cuanto a personificación de la Iglesia, nuevo Israel. María supo-
ne el comienzo del Israel mesiánico y escatológico, que comienza con ella.
Como afirma Menke: «Los pasajes enumerados pueden corroborar la sospe-
cha de que los textos del Antiguo Testamento que designan a la «Mujer Sión»
como esposa o cónyuge, como madre o virgen, son la razón cognoscitiva
para la mariología del Nuevo Testamento. Porque la designación de «Mujer
Sión» o de «Hija de Sión» se aplica ya en el Nuevo Testamento, en todas
las dimensiones descritas, a una mujer concreta, a María, por cuanto ella
personifica al Israel mesiánico o escatológico» (K-H. Menke, María, 37-38).
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
Hijo. Algunos (I. de la Potterie; J.-P. Torrell; A. Serra) ven una alusión a la
concepción virginal en Jn 1,13, si se lee, con algunos testimonios antiguos:
«el cual no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad
del hombre, sino de Dios fue engendrado». Los textos fundamentales y más
seguros, en los que se ha apoyado la tradición, aparecen en los evangelios
de Mateo y Lucas.
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LA LÓGICA DE LA FE
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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5. Asunta al cielo
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
BIBLIOGRAFÍA
Cristología
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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Mariología
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CRISTOLOGÍA - SOTERIOLOGÍA - MARIOLOGÍA
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IV
SANTIFICACIÓN
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
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5. LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Podemos convenir con K. Rahner que los tres misterios cristianos estric-
tamente dichos son la Trinidad, la Encarnación y la deificación del hombre
en gracia y gloria («Sobre el concepto de misterio en la teología católica»,
en Escritos de Teología, IV, Madrid 1964, 91). En esta perspectiva todo gira
en torno a la absoluta auto-comunicación de Dios a la criatura, para afirmar
que la Trinidad «inmanente» se ha hecho Trinidad «económica-salvadora»
de modo que el ser humano ha podido conocer y experimentar en la fe la
absoluta originalidad del Padre, el principio activo del Hijo en la historia, el
don del Espíritu Santo, dado y aceptado por nosotros. La economía salvífica
se despliega en la doble «misión» divina, la del Verbo-Hijo nacido de María,
y la del Espíritu Santo. De todo ello sabemos a partir de la palabra concre-
ta de la Escritura. Prolongando esta lógica, porque el misterio de la gracia
y de la Iglesia está esencialmente relacionado con la misión del Espíritu,
podemos decir —con Henri de Lubac— que «la Iglesia es un misterio, pero
misterio derivado» (Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 32002, 40).
Desentrañar el significado de esta aserción es el objetivo de las páginas si-
guientes que hacen de la Iglesia, siguiendo la misma estructura ternaria del
Símbolo de fe, un capítulo de la Dogmática en estrecha dependencia de la
Cristología y de la Pneumatología.
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
fijados en Hech 2,42, han de seguir siendo los mismos en el curso del
tiempo: el grupo de los creyentes en Jesús se reunía en la plegaria común
y en torno a la enseñanza de los Apóstoles, en la eucaristía o fracción del
pan y en la koinonia, es decir, en la comunión vertical con el Padre y con
el Hijo y en la comunión horizontal interhumana (1Jn 1,3-6). Y aunque las
formas y figuras institucionales de la Iglesia peregrina hayan ido cambiando
a lo largo de los siglos, la guía del Espíritu salvaguarda su identidad perma-
nente en fidelidad a los aspectos nucleares que dan razón de su existencia:
la proclamación y testimonio del Evangelio (martyria), indisociables de la
oración común y la celebración de la cena del Señor (koinonia) y de los
sacramentos (leitourgia), con vistas al ejercicio del servicio a la caridad
(diakonia) a favor de los más necesitados.
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
de Iglesia nos enseña ante todo una cosa: que el Dios uno y trino es el
principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. En otras
palabras: el Dios que nos presenta la doctrina conciliar es el Dios de la
historia de la salvación, el Dios que desde el AT se acerca progresivamente
al ser humano, camina codo con codo con él y termina, en el máximo de
su proximidad, enviando a su propio Hijo al mundo y, por el Hijo, al Espí-
ritu de ambos, en quien esa presencia espacio-temporal del Hijo adquiere
nuevas dimensiones. En esta perspectiva la reflexión teológica ha sacado
al misterio trinitario del aislamiento olímpico al que se le había relegado,
para hacerlo el «humus» vital de la experiencia del ser humano (cfr. § 10,6).
El corazón de la revelación cristiana está recogido en esta sentencia:
«Dios es amor» (1Jn 4,8). Y decía S. Agustín, tratando de declarar el misterio
del amor trinitario en su inmanencia: «Verdaderamente ves a la Trinidad
cuando ves el amor» (De Trinitate, VIII, 8, 12: PL 42, 959). El amor de Dios
Padre es fontal e inicial, principio, manantial y origen de la vida divina. Él
ha creado desde la más absoluta libertad y por la más pura gratuidad del
amor. Y el apóstol Pablo dirá: «Fiel es Dios por quien habéis sido llamados a
la comunión con el Hijo» (1Cor 1,9). Él es el que convoca, reúne y congrega
a un pueblo de su propiedad, desde los albores mismos de la humanidad
(ecclesia ab Abel). El Hijo que es «amado antes de la creación del mundo»
(Jn 17,24), traslada la eternidad del amor al tiempo, es la Palabra que se
hizo carne para que nosotros participemos de esa comunión de amor: «Lo
que hemos visto y oído de la palabra de la vida (…) que estuvo junto a Dios
os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y esta comu-
nión lo es con el Padre y con el Hijo» (1Jn 1,3ss). En esta historia eterna del
amor, el Espíritu representa la abrazadera de la comunión entre el Amante
y el Amado: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la
comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13). En
esta fórmula, en la que resuena el eco del culto de la Iglesia naciente, la
confesión del don gratuito del amor del Padre en Jesucristo queda unida a
la confesión de la comunión obrada por el Espíritu. En efecto, el Espíritu
Santo se comunica a las personas, marcando a cada miembro de la Iglesia
con el sello de una relación personal y única con la Trinidad: «El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado» (Ro 5, 5). Y, por eso, se puede concluir con el Obispo de
Hipona: «He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor» (De Trini-
tate, VIII, 10, 14: PL 42, 960).
Desde estos datos bíblicos que diseñan la comunión del Dios uno y tri-
no podemos contemplar a la Trinidad a través de esas relaciones personales
y familiares que ha querido tener con la Iglesia y, en ella y a través de ella,
con todo el género humano. Este enfoque teológico, que corresponde a
la eclesiología trinitaria del Vaticano II, nos suministra la mejor compren-
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
sión, y la más radical, del «misterio de la Iglesia» (cfr. N. Silanes, «La Iglesia
de la Trinidad». La Santísima Trinidad en el Vaticano II. Estudio genético-
teológico, Salamanca 1981). La respuesta conciliar a la cuestión, ¿de dónde
viene la Iglesia?, suena en estos acordes: la Iglesia procede de la Trinidad.
Lo expresa bella y sintéticamente la constitución pastoral Gaudium et spes:
«La Iglesia que procede del amor del Padre eterno, ha sido fundada en el
tiempo por Jesucristo redentor, y congregada en el Espíritu Santo, tiene una
finalidad salvífica y escatológica, que no se puede lograr plenamente sino
en el siglo futuro» (GS 40).
A esta lógica obedece el capítulo I de la constitución dogmática Lumen
gentium, cuyos artículos 2-3-4 hacen de la Iglesia la realidad destinataria
del plan de Dios Padre y de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo: el
proyecto universal del Padre, la misión del Hijo, la obra santificadora del
Espíritu fundan la Iglesia como «misterio», es decir, como obra divina en el
tiempo de los hombres. La Iglesia, comunidad de los creyentes, está llama-
da a ser sacramento de la comunión de Dios, porque de ella ha tomado su
origen. Por ello, S. Cipriano pudo referirse a ella como «una muchedumbre
reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (cfr. LG I,
4). En otras palabras: los orígenes de la Iglesia están escondidos en lo más
hondo del misterio de Dios. La Iglesia ha sido querida por Dios Padre desde
la misma creación del mundo; la Iglesia está llamada a configurarse con el
Hijo Jesucristo, que «inauguró en la tierra el reinado de Dios», de modo que
representa en medio de la humanidad doliente el espacio concreto del Se-
ñor glorificado, es su cuerpo y es su esposa; la Iglesia es el espacio histórico
donde acontece la obra santificadora del Espíritu Santo: «Consumada, pues,
la obra, que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo
en el día de Pentecostés, para que indefinidamente santificara a la Iglesia,
y de esta forma los que creen pudieran acercarse por Cristo al Padre en un
mismo Espíritu» (LG I, 4).
Entre el Dios trinitario y la Iglesia se da una relación profunda, que no
es sólo una relación de tipo causal u originaria, sino también una relación
esencial de la Iglesia con el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ella
es así continuadora de la misión que Dios Padre confió al Hijo y al Espíritu
Santo: «La Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que la totalidad del
mundo se transforme en pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del
Espíritu Santo y para que en Cristo, cabeza de todos, se dé todo honor y
toda gloria al Creador y Padre de todos» (LG II, 17; cfr. AG 2-4).
Por tanto, aunque la realidad eclesial aparece configurada como un fe-
nómeno humano y social, no se puede ignorar —salvo riesgo de empeque-
ñecerla— su enraizamiento en el misterio de Dios. En su reflexión sobre el
ser humano, tantas veces aherrojado y encadenado en su propia soledad,
H. de Lubac nos mostraba al Dios trinitario como la respuesta a esa ansia in-
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LA LÓGICA DE LA FE
finita de comunión característica del ser humano, pues «nos ha creado para
introducirnos juntos en el seno de su vida trinitaria… Jesucristo se ofrece en
sacrificio para que seamos uno en esta unidad de las personas divinas. Aho-
ra bien, existe un lugar en el cual, ya desde la tierra, empieza a realizarse
esta reunión de todos en la Trinidad. Hay una “familia de Dios”, extensión
misteriosa de la Trinidad en el tiempo, que no sólo nos prepara a esta vida
unitiva y nos la garantiza plenamente, sino que nos hace partícipes ya de
ella. Es la única sociedad completamente “abierta” y es ella la única que se
ajusta a nuestra íntima aspiración y en la que nosotros podemos alcanzar
por fin todas nuestras dimensiones… De unitate Patris et Filii et Spiritus
Sancti plebs adunata: tal es la Iglesia. Ella está “llena de la Trinidad”» (Me-
ditación sobre la Iglesia, Madrid 1988, 190).
Estas afirmaciones del jesuita francés dan cuenta de lo que él mismo
ha dicho y pusimos en nuestro punto de partida: «la Iglesia es un misterio,
pero misterio derivado». Ha llegado el momento de retomar la pregunta
indicada al comienzo: ¿en qué sentido afirmamos «creer (en) la Iglesia»? De
ahí podremos sacar conclusiones acerca del puesto de la Eclesiología en el
conjunto de la Dogmática.
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
comunión trinitaria y su efecto eclesial por el don del mismo Espíritu: «Quod
ergo commune est Patri et Filio, per hoc nos habere voluerunt communionem
et inter nos et secum et per illud donum nos colligere in unum quod ambo
habent unum; hoc est per Spiritum Sanctum et Donum Dei» (Sermo 71: PL
38, 454). Como se lee en la constitución sobre la Iglesia, «el Espíritu habita
en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cfr. 1Cor
3,16; 6,19)»; este mismo Espíritu «que dirige a la Iglesia hacia la verdad (cfr.
(Jn 16,13), la unifica en comunión y en ministerio, y la enriquece con diversos
dones jerárquicos y carismáticos» (cfr. LG I, 4). Por su parte, el decreto sobre
el ecumenismo afirma que el Espíritu Santo, «principio de la unidad de la
Iglesia», es quien realiza la comunión de los fieles y los une a todos en Cristo;
y este mismo texto conciliar apostilla: «El modelo y principio supremo de este
misterio es la unidad en la Trinidad de personas de un solo Dios, Padre e Hijo
en el Espíritu Santo» (UR 2). Una síntesis magnífica ofrece Y. Congar resaltan-
do la acción del Espíritu Santo en la Iglesia al hilo de las cuatro propiedades
esenciales confesadas en el Símbolo Niceno-constantinopolitano: el Espíritu,
principio de comunión, hace una a la Iglesia, es asimismo principio de ca-
tolicidad, que la conserva en la apostolicidad y la hace santa (cfr. El Espíritu
Santo, Barcelona 21991, 218-269).
Por consiguiente, la aproximación a la Iglesia como objeto de la re-
flexión teológica reclama una mirada desde la fe que brota de su condición
específica de misterio derivado como lugar de acción y presencia del Espí-
ritu Santo. En otras palabras: creemos en Dios y sólo en Dios, y al confesar
la Iglesia tan sólo reconocemos que la Iglesia es de Dios y para Dios. Pero
una vez que hemos reconocido a fondo que la Iglesia no merece, —como
tampoco lo merece ninguno de los demás objetos de fe que no son Dios
mismo—, la preposición que les asimilaría a Dios, es menester reconocer el
puesto privilegiado que la Iglesia ocupa en la economía de la fe cristiana.
En palabras de K. Rahner: «Hay enunciados propios de fe sobre la Iglesia, y
no sólo sobre Dios y su relación para con nosotros; hay realidades que sólo
la fe aprehende y que no son Dios; a esas realidades de creencia y credibili-
dad, pertenece también la Iglesia. Y por eso hay en la dogmática en cuanto
tal una eclesiología» («Advertencias dogmáticas marginales sobre la ‘piedad
eclesial’», en Escritos de Teología V, Madrid 1964, 373).
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
cisivo del nacimiento de la Iglesia, pero el Espíritu Santo fue y sigue siendo
«co-instituyente de la Iglesia con Cristo» (Y. Congar, «La Iglesia, ¿acercamiento
u obstáculo?», en: K. H. Neufeld (ed.), Problemas y perspectivas de teología
dogmática, Salamanca 1987, 235). En otras palabras: para hacer Eclesiología
hay que dejar abierta la pregunta de cómo la Pneumatología y la Cristología
puedan encontrarse en una síntesis completa y orgánica.
La eclesialidad, o el sentido eclesial, forma parte del acto de fe en Dios;
no sólo porque profesamos eclesialmente el Credo de nuestra fe, sino por-
que la Iglesia, conforme al despliegue de la revelación de Cristo, ha entrado
a formar parte de los contenidos de la fe profesada en el Credo, de modo
que se constituye como un momento intrínseco a la respuesta del hombre
que en la fe se abre al Dios uno y trino. Las bellas páginas que K. Rahner
ha escrito dando razón del coraje en pro de un cristianismo eclesial se sus-
tancian en esta confesión y testimonio: «Si la Iglesia es para mí sólo un ele-
mento más o menos razonable de mi situación global humana, un elemento
simplemente sociológico y dado de hecho; si yo entiendo la Iglesia como
una organización mal que bien adecuada para transmitir unas expectativas
o unas experiencias religiosas, será para mí una magnitud en cierto modo
conocida e identificable en el campo de mi conciencia, pero sin su impor-
tancia religiosa y teológica peculiar. Yo creo, por ejemplo, que de algún
modo realizo lo que profeso cuando digo: «Creo en la Iglesia una, santa, ca-
tólica y apostólica». Quiero con esto decir que la Iglesia como realidad tiene
en sí y respecto a mí un significado salvífico esencial, querido por Dios, que
forma parte de la sustantividad de mi existencia, de mi conducta, de mi fe.
En una palabra: es elemento esencial de mi vida». («Nuestra relación con la
Iglesia», en: P. Imhof - H. Biallowons, La fe en tiempos de invierno. Diálogos
con K. Rahner en los últimos años de su vida, Bilbao 1989, 170-171).
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
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LA LÓGICA DE LA FE
que vive según la voluntad de Dios y el Israel según la carne, que se cierra
a la predicación de Jesús. Es el momento de recordar el pasaje clásico del
evangelio de Mateo que ha servido tradicionalmente para fundar la Iglesia
en las palabras de Jesús: «Tú eres Pedro, piedra, y sobre esta piedra edifi-
caré mi Iglesia» (Mt 16,18). La exégesis llama la atención sobre el carácter
futuro implicado en el verbo. En el evangelio de Mateo, de cara al plan-
teamiento del problema del surgimiento de la Iglesia, resulta más relevante
el pasaje de Mt 21, 43, que sirve de clave de interpretación a la parábola
de los malos viñadores: «Se os quitará el reino y se dará a un pueblo que
produzca los frutos del reino». Es la forma más característica de Mateo para
explicar el origen de la Iglesia, sobre todo, por la correlación que establece
entre el pueblo de Dios y el reino de Dios (Lohfink, «Jesus und die Kirche»,
56). Aunque Jesús se ha concentrado en Israel, y a esta luz se entienden las
palabras chocantes dirigidas a la mujer sirofenicia, «espera que primero se
sacien los hijos» (Mc 7,27), la universalidad de su mensaje está anclada en el
concepto de reino de Dios que derriba las fronteras nacionales, culturales y
sociales, tal y como anunciaban estas palabras: «Os digo que vendrán mu-
chos de Oriente y Occidente, y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac
y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Este «muchos» es una expresión
semítica que da a entender un gran número, un número inmenso de genti-
les, que accederá al banquete del reino de Dios. De esta forma se da cabida
a la idea de la peregrinación de los pueblos gentiles a Sión. Por el contrario,
el Israel que rechaza a Jesús será arrojado a la oscuridad extrema (cfr. Mt
12,41s; Lc 11,31s).
Dentro de la vida de Jesús de Nazaret hay dos hechos que tienen una
relevancia especial en el marco de una «Eclesiología implícita», en la me-
dida que despliegan la correlación entre el menaje del Reino-reinado de
Dios y la reunión escatológica de pueblo de Dios: la llamada de discípulos,
instituyendo el círculo de los Doce, y la cena de despedida. De esta última
nos ocuparemos enseguida. El primer gesto conlleva una pretensión que
se entiende claramente en el seno de la historia de Israel. Es un signo evi-
dente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la alianza,
de modo que en el círculo de los Doce, signo eficaz de la restauración y
reunión del pueblo escatológico de las doce tribus, se empieza a reconocer
la preformación de la Iglesia. Es difícil explicar que ese círculo de los Doce
haya aparecido repentinamente tras la Pascua. Más bien, su institución pa-
rece ser un rasgo típico de la actuación prepascual de Jesús (cfr. Mc 3,13-16;
Mt 10,1-4; Lc 6,12-16): «Designó a doce para que le acompañaran y para en-
viarlos a predicar, con poder de expulsar a los demonios». Aquí se encuen-
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tra de manera germinal el patrón y modelo básico del ser Iglesia trazado en
el Nuevo Testamento: estar con Él y tomar parte en su envío. Este círculo
será el portador primario del mensaje post-pascual, pues al escoger a Doce
y al constituirlos en comunión con Él, Jesús les hizo partícipes de su misión
de anunciar el Reino en palabras y obras. Este gesto es el signo inequívoco
de la voluntad de Jesús de reunir y restaurar definitivamente al pueblo de
Israel, el pueblo de las doce tribus: «Os sentaréis sobre doce tronos para juz-
gar a los doce tribus de Israel» (Mt 19,28; Lc 22,29). La existencia del círculo
de los Doce —llamados de los más diversos orígenes— representa de forma
simbólica al Israel definitivo y escatológico, al mismo tiempo que evoca esa
llamada hecha al Israel del tiempo presente para que se reúna y congregue
en torno a la fe del reino de Dios que Jesús proclama. En el simbolismo de
los Doce van anudados la idea del pueblo de Dios y la noción de la alianza.
El pueblo de Dios crece como comunidad de aquellos que han pasado
a tomar parte en el destino de Jesús. El destino de Jesús es el destino del
Dios fracasado en la cruz; pero el círculo simbólico de los Doce sostiene la
esperanza escatológica de quienes se incorporen a la Iglesia del crucificado.
En realidad, la sombra de la cruz no se circunscribe a la última semana de
la vida de Jesús, sino que se recubre claramente con la última etapa de su
enseñanza en Israel. De ello hablan los anuncios de la pasión, que en el
relato de Mateo presta la ocasión para las duras palabras que Jesús dirige a
Simón Pedro (Mt 16,16-19), portavoz de la confesión mesiánica y ejemplo
de incomprensión hacia un Mesías que triunfa desde la cruz. Efectivamente,
dentro del círculo de los Doce destaca la figura señera de Pedro, a pesar de
sus debilidades, incomprensiones y faltas de fe. El primero de los Apóstoles
recibe un encargo específico: «Y tú, cuando te hayas convertido, confirma
a tus hermanos» (Lc 22,32). Ante el rechazo de las masas y la negativa del
Israel oficial, Jesús no elige el camino de la secta ni cultiva el ideario de
un resto. Al final se dirige a Jerusalén, a la Ciudad santa, para celebrar con
Israel la comida de pascua. Su respuesta es la muerte «por muchos» (uvpevr
pollwvu), palabras con las que Jesús interpreta su muerte en cruz durante
la última cena (cfr. § 19,3). Esta cena constituye el verdadero comienzo, el
punto de partida y el origen de la Iglesia. Desde ahí se entenderá la natura-
leza más profunda de la Iglesia.
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LA LÓGICA DE LA FE
De todo ello son signo esas comidas de Jesús y, por tanto, expresión de su
pretensión de personificar la alianza y el Reino de Dios. En este horizonte
de la comunidad de mesa y en continuidad con ella se sitúa el aconteci-
miento de la cena de despedida, que reviste un significado muy especial
para reconocer la imagen de la Iglesia en sus orígenes, ya que marca el
paso decisivo de la obra del profeta galileo a la presencia del Señor en su
cuerpo eclesial. Los relatos de la cena, trasmitidos por la comunidad pas-
cual, muestran que ella reconocía en ellos la memoria de un acto decisivo
para su propia existencia (cfr. Mc 14,22-25; Mt 26,26-29; Lc 22,14-20; 1Cor
11,23-25).
No sabemos con certeza —dada la discrepancia cronológica entre Juan
y los sinópticos— si la última cena de Jesús fue una comida pascual o si,
al tiempo que se sacrificaban los corderos, se estaba desangrando Él en la
cruz. En cualquier caso, Jesús insertó aquella cena con los Doce (Mc 14,17),
símbolo de las doce tribus del Israel escatológico, en el antiguo banquete
pascual, que había sido a su vez la verdadera hora de nacimiento del pue-
blo de Israel. Jesús «parte el pan» y «bendice la copa» que corre entre los co-
mensales para que beban todos de ella en un gesto singular y no acostum-
brado. En este momento se establece a través de las palabras interpretativas,
«esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre», un nuevo pacto, de manera que así
se constituye el pueblo de Dios de la nueva alianza. El Señor se sienta a la
mesa con los suyos y anuncia una nueva comunidad de mesa. Porque ante
la muerte inminente Jesús ha permanecido firme en su esperanza del reino
de Dios: «no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día aquel en el que
lo beba de nuevo en el reino de los cielos» (Mc 14,25). De ahí brota el sen-
tido neotestamentario de la Iglesia: es la prolongación de la comunidad de
mesa de aquellos para los que el Resucitado sigue partiendo el pan y a los
que reúne como nuevo pueblo de Dios de todos los rincones de la tierra.
Por eso, puede decirse que la cena del Señor es el verdadero manantial de
la realidad eclesial.
Quede desterrada, por tanto, una idea de fundación de la Iglesia en
términos de un acto explícitamente jurídico de institución. En la cena se
nos indica algo mucho más importante y decisivo: los componentes funda-
mentales de la vieja alianza del Sinaí (Ex 24,8), la idea del Israel de Dios y
la esperanza de una nueva alianza (Jer 31,31), el acontecimiento fundante
de la pascua (Ex 12) y la idea del siervo de Dios (Is 53,11) son reinterpre-
tados e introducidos en el misterio de la vida y de la muerte de Jesús: en el
servicio de la vida y muerte de Jesús llega a su cumplimiento el sentido del
culto véterotestamentario. Él es el cordero pascual, el siervo de Dios, que
muere por muchos. En la entrega de Jesús alcanza su plenitud el pacto del
Sinaí. Desde ahí crecerá esa realidad que llamamos Iglesia. Cuando habla-
mos de la cena del Señor como el lugar del origen de la Iglesia, ponemos
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
quedado parados a la espera del reino, sino que han intentado implantar
la Iglesia entre los pueblos. Los Apóstoles se sienten legitimados para esta
decisión desde el convencimiento de que les asiste el Espíritu del Señor y
les capacita para interpretar la revelación en esta nueva situación. La Igle-
sia se constituye por una decisión tomada sobre la base de la fuerza del
Espíritu Santo. A esto se le puede denominar el origen pneumatológico de
la Iglesia. Aquí se da un paso más respecto del legado histórico de Jesús,
y este legado se recibe pneumatológicamente, pues «el Señor es Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2Cor 3,17). Al mismo tiem-
po hemos visto que en la predicación de Jesús y en los hechos concretos
del Jesús histórico —la institución de los Doce y la celebración de la cena
del Señor como colofón de las comidas festivas— se encuentran «prefor-
mados» los elementos fundamentales de la Iglesia. Por tanto, el mensaje de
Jesús contiene un impulso decisivo para la Iglesia y podemos hablar de un
origen cristológico. Esta dualidad se sustancia en una tesis doble: a) El Jesús
histórico ha puesto el fundamento de la Iglesia; b) la Iglesia ha surgido en
Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo. Brevemente: «Sólo desde una
perspectiva cristológica se puede hablar de la Iglesia como in-stituida (por
Cristo), pero desde una perspectiva pneumatológica tenemos que hablar de
ella como con-stituida (por el Espíritu). Cristo in-stituye y el Espíritu con-
stituye» (J. Zizoulas, «Cristo. El Espíritu y la Iglesia», en El ser eclesial, 154).
En este mismo sentido habla Y. Congar cuando designa al Espíritu Santo
«cofundador de la Iglesia» (El Espíritu Santo, 210): la Iglesia ha nacido y vive
de dos misiones, la del Hijo (Gál 4, 4-5) y la del Espíritu (Gál 4,6).
La fe en la presencia del Espíritu Santo ha legitimado la fundación de
la institución eclesial y la ha posibilitado. La institución Iglesia, la figura
organizativa de la Iglesia, no es una prolongación rectilínea de la encarna-
ción, sino que reposa sobre la fe en la autoridad del Espíritu Santo. En el
ministerio eclesial y en la dimensión institucional se da al mismo tiempo la
referencia cristiana a la permanente libertad del Espíritu que abre la esfera
de lo carismático de la Iglesia (M. Kehl, «Kirche als Institution», HdFTh 3,
176-197). La Iglesia se renueva siempre desde y por la eucaristía, y, en este
sentido, se levanta sobre un fundamento cristológico. La Pneumatología
aporta a la Eclesiología la dimensión de la comunión: Cristo tiene un cuer-
po. Comenzamos a tocar aquí algunos de los conceptos fundamentales con
los que el Nuevo Testamento describe la naturaleza de la Iglesia.
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por doquier (en lo que a Pablo respecta, cfr. «la Iglesia de Dios» en 1Cor 1,2;
10,32; 15,9; el «Israel de Dios», en Gál 6,16; Rom 9,25ss, 15,9-12; 2Cor 6,16),
la concepción paulina del «cuerpo de Cristo» se abre paso enérgicamente
como el fruto más maduro de la idea de Iglesia en el Nuevo Testamento»
(La Iglesia en el Nuevo Testamento, Madrid 1961, 197). Partiendo del estudio
por separado de cada uno de estos dos conceptos eclesiológicos, el mismo
análisis debe mostrar un punto de ensamblaje entre ambas perspectivas. En
esta línea, el exégeta evangélico J. Roloff presenta la Eclesiología paulina
como una elipse con dos polos que resume en una cláusula breve: la Iglesia
es el pueblo de Dios reunido y renovado «en Cristo» (Die Kirche im Neuen
Testament, Göttingen 1993, 86-131).
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siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del
cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo» (1Cor
12,12). La lógica inscrita en la filosofía social antigua debería seguir esta
proporción: «Los muchos miembros que componen un único cuerpo, como
los diversos carismas conforman una única Iglesia». Pero no ocurre así, y
donde debiera aparecer «la Iglesia» como término de la comparación, apa-
rece «Cristo» mismo. Además, en 1Cor 12,13 resuena la idea del bautismo
y de «ser en Cristo» de Gál 3,27: «todos nosotros, judíos o griegos, esclavos
o libres, fuimos bautizados con un mismo Espíritu para formar un cuerpo».
Pablo, queriendo provocar la puesta de los carismas individuales al servicio
del todo, concluye: «vosotros sois el cuerpo de Cristo (swma cristou>) y sus
miembros» (1Cor 12,27). La analogía del cuerpo adquiere toda su densidad
y se eleva sobre la pura comparación por referencia a la Cena del Señor: la
Iglesia, asamblea local en Cristo, es comunidad eucarística.
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ha nacido del acontecimiento de la cruz (2, 14-16); por la cruz surge una
comunidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Así se anun-
cia otro tema eclesiológico básico de la carta, las relaciones entre judeo-
cristianos y pagano-cristianos, saliendo al paso de la tendencia a olvidar los
orígenes judíos de la Iglesia. Si la carta a los Colosenses es un claro ejemplo
en este sentido, la carta a los Efesios, compuesta entre los años 80-90, re-
presenta una corrección que examina en perspectiva histórico-salvífica la
relación entre Israel, la Iglesia y los paganos (Ef 2,11-22).
Los destinatarios de la carta son pagano-cristianos. El autor les recuerda
el gran cambio producido por su incorporación a la Iglesia, señalizado lin-
güísticamente con un «antes» y un «ahora». La situación pasada está caracte-
rizada por la separación entre judíos y paganos exteriorizada en la marca de
la circuncisión (v. 11); la situación de los paganos estaba determinada por
la no participación en los privilegios de Israel: sin Cristo, están excluidos
de la politeia de Israel, ajenos a las promesas, «sin esperanza y sin Dios en
el mundo» (v. 12-13). Los paganos salen de su situación anterior y entran
en una nueva situación salvífica por el hecho de que Jesucristo les abre el
acceso al pueblo de Dios. Por la sangre de Jesucristo, los que antes estaban
lejos, ahora están cerca (v. 13). Los v. 14-16 completan esta idea desde esta
afirmación: «El es nuestra paz». Es decir, Jesucristo ha aniquilado la barrera
de la ley que separaba a judíos y gentiles. Este hecho de reconciliación es,
al mismo tiempo, aquel acto de la nueva creación por el que ha surgido la
Iglesia. Jesucristo ha traído la paz para los dos grupos enemistados, para los
de lejos (paganos) y para los de cerca (judíos). Juntos configuran una nueva
comunidad, «un solo cuerpo», que Cristo ha reconciliado con Dios, la Iglesia
de judíos y gentiles como nueva realidad. Por tanto, la Iglesia es el resultado
de la obra redentora de Cristo que ha dado lugar a una nueva humanidad:
los paganos son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios», «edifi-
cados sobre los cimientos que son los apóstoles y profetas, siendo Cristo la
piedra angular» (Ef 2, 20-22).
La Iglesia sin sus raíces en Israel sería un abstracto histórico; y, a la inver-
sa, esta perspectiva sirve de freno a la consideración del cristianismo gentil
como meta propia de la acción de Dios infravalorando el significado del
judeocristianismo en la génesis de la Iglesia. La carta a los Efesios hace una
importante aportación eclesiológica cuando presenta la Iglesia como el sig-
no visible de la unidad de la humanidad querida y dispuesta por Dios. Pues
la superación de aquella enemistad entre judíos y paganos por la cruz de
Cristo vale paradigmáticamente para toda otra forma de enemistad humana.
En este documento deuteropaulino la Iglesia reconoce como suyo el
papel de anunciar el Evangelio, es decir, el misterio de Cristo; ahora bien, al
anunciar el misterio notifica que ella misma forma parte de ese misterio en
su identidad de cuerpo formado por judíos y gentiles: «Que los gentiles son
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Aunque los documentos más antiguos del Nuevo Testamento son las
cartas auténticas de Pablo, hay que orientar la mirada hacia la formación de
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desde muy pronto ha existido un grupo de los siete (Hech 6,3), que han
dirigido muy probablemente una comunidad de juedo-cristianos helenistas
y que fueron expulsados de Jerusalén. Este grupo de «helenistas» se muestra
distante respecto del templo y crítico frente a la ley (6,13); por sus convic-
ciones cristológicas serán objeto de persecución y de muerte personificadas
en el martirio de Esteban. Al abandonar Jerusalén quedó la puerta abierta
para ampliar el anuncio del Evangelio de Cristo más allá de las fronteras del
judeo-cristianismo (Hech 11,19-20). Pablo reconocerá en esta universalidad
del anuncio a los pueblos gentiles la especificidad de su ministerio. Sin
embargo, es notable que las nuevas comunidades cristianas, sean de raíces
judías o paganas, se saben vinculadas a la comunidad madre de Jerusalén.
El apóstol Pablo reúne entre las Iglesias por él fundadas una colecta, que se
orienta tanto al servicio y socorro de aquella comunidad como al testimonio
y respeto que la cristiandad adeuda a los primeros testigos y enviados del
Evangelio en Jerusalén.
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en los primeros siglos y que aún permanece hoy en muchas Iglesias. Para
cumplir su misión y servicio, las Iglesias necesitan gente que, de diferentes
formas, expresen y lleven a cabo las tareas del ministerio ordenado en los
aspectos y funciones del diácono, presbítero y obispo» (n. 22).
Ahora bien, lo que hoy conocemos como «episcopado histórico» no lo
encontramos en el NT. La tríada obispo-presbítero-diácono, tradicional des-
de Ignacio de Antioquía, representa una división de funciones que en el NT
y en el período post-apostólico queda en una cierta indefinición. Esta tríada
no puede ser referida a una institución directa e inmediata de Jesucristo,
y de modo especial, es claro que la distinción obispo-presbítero ha sido
objeto de una decisión eclesial. A ello se añade la afirmación, en el umbral
del siglo I al II, de la «sucesión apostólica», es decir, la transmisión de las
funciones de los apóstoles a los obispos. La cuestión, por tanto, suena así:
¿puede entenderse el resultado de este cambio histórico a favor de episco-
pado histórico como «institución divina»?
La teología protestante responde negativamente a la pregunta, y ahí se
pone de relieve una comprensión de la «apostolicidad» diferente a la católi-
ca. Es difícil pensar que Cristo determinó explícitamente la estructura epis-
copal de las Iglesias locales; es evidente que los apóstoles, guiados por el
Espíritu, tomaron decisiones sobre la estructura de la Iglesia en momentos
de necesidad (los 7 diáconos de Hech 6,1-6). Es bastante coherente con lo
que vemos en el resto del NT y en el tiempo posterior, cuando se sintió la
necesidad de un punto focal de unidad en cada Iglesia local. En vida del
apóstol fundador o del colaborador apostólico la función de un líder pas-
toral en cada iglesia no era necesaria; pero es razonable pensar que esta
función se hizo necesaria. Y de hecho, un siglo después, un obispo estaba
al frente de cada iglesia, siendo reconocido como legítimo sucesor de los
apóstoles. Confiamos en que el Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia del
siglo II y III en su discernimiento de los escritos que iban a ser normativos
para su fe; de la misma forma que el canon de las Escrituras fue aceptado
por la Iglesia, ella misma estuvo persuadida de que un ministerio episcopal
formaba parte de su estructura esencial. Bajo la guía del Espíritu Santo (Jn
16,13) ha percibido la coherencia de esta decisión con los datos del NT, de
modo que el episcopado histórico se sitúa dentro del plan de Dios para su
Iglesia.
La Iglesia católico-romana ha señalado la importancia capital que conce-
de a los tres ministerios ordenados, pronunciándose -aunque sin hacer una
definición solemne- respecto a la sacramentalidad del episcopado. Además
los textos del Vaticano II reconocen ese carácter de decisión histórica en
la teología de los ministerios: «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al
mundo (cfr. Jn. 10, 36), hizo a los obispos partícipes de su propia consagra-
ción y misión por mediación de los Apóstoles, de los cuales son sucesores.
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LA LÓGICA DE LA FE
de los Obispos (1985), cuya Relación final afirma: «La eclesiología de co-
munión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio».
Por aquellas mismas fechas, la Comisión Teológica Internacional reconocía
que «la expresión «pueblo de Dios» ha llegado a designar la eclesiología
del Concilio» («Temas selectos de eclesiología», 336). En el actual momento
de recepción habría que buscar una síntesis y evitar un uso alternativo o
exclusivo de ambas categorías, para no incurrir en una deformación del
pensamiento conciliar, dando curso a una nueva reedición de la alternativa
entre las imágenes de Iglesia pueblo de Dios y cuerpo de Cristo que no
hace justicia a los datos del NT, que ya hemos presentado.
Así nos lo indica la síntesis de la doctrina conciliar que ofreció Juan Pa-
blo II en la presentación del nuevo Código de Derecho Canónico: «De entre
los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia, han
de mencionarse principalmente éstos: la doctrina que propone a la Iglesia
como el pueblo de Dios (LG II) y a la autoridad jerárquica como servicio
(LG III); además la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y,
por tanto, establece las relaciones mutuas que deben darse entre la Iglesia
particular y la Iglesia universal y entre la colegialidad y el primado; también
la doctrina según la cual todos los miembros del Pueblo de Dios, a su modo
propio, participan de la triple función de Cristo, es decir, sacerdotal, profé-
tica y regia, doctrina a la que hay que añadir también la que considera los
deberes y derechos de los fieles cristianos, y concretamente de los laicos; fi-
nalmente, el empeño que la Iglesia debe poner en el ecumenismo» (Sacrae
disciplinae leges, Madrid 1983, 5).
A la hora de determinar la riqueza de una visión de Iglesia como pueblo
de Dios, hay que comenzar señalando que esta perspectiva eclesiológica
acoge en sí misma, desde sus propios presupuestos, la eclesiología de co-
munión. El capítulo II de Lumen gentium expresa en varios momentos su-
cesivos la autoconciencia conciliar de la Iglesia «pueblo de Dios». En primer
término, esta categoría bíblica indica que la voluntad salvífica universal de
Dios se realiza históricamente constituyendo un pueblo de su propiedad,
el Israel de las promesas, para hacerle objeto de su bienaventuranza. «Pero
todo esto —precisa LG II, 9— sucedió como preparación y figura de su
alianza nueva que iba a realizar en Cristo y de la revelación plena que iba
a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne».
La interpretación conciliar de la unidad de la historia de la salvación se
concentra cristológicamente en el concepto de «pueblo mesiánico», cuyo
núcleo es la institución de la nueva alianza en la sangre de Cristo (cfr. 1Cor
11,25). El nuevo pueblo de Dios, que no ha nacido de la carne, sino del Es-
píritu, da cabida a judíos y gentiles. Este pueblo mesiánico, pequeña grey,
tiene a Cristo por cabeza: «Cristo lo instituyó para ser comunión de vida, de
caridad y de verdad, se sirve también de él como instrumento de la reden-
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ción universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de
la tierra» (LG II, 9). La Iglesia de Cristo es ese nuevo Israel, que peregrina
en busca de ciudad permanente. Entretanto, como afirma a continuación el
texto conciliar: «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven
en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y
la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento
visible de esta unidad salutífera». En esta perspectiva, la noción de pueblo
de Dios expresa el carácter histórico de la Iglesia, su provisionalidad y su
dinámica escatológica, la unidad de la historia de la revelación y la unidad
interna del pueblo de Dios, incluso más allá de sus confines sacramentales,
de ahí su potencial ecuménico y su aptitud para expresar la orientación de
la humanidad a Cristo, como germen e instrumento de la preparación del
reino de Dios definitivo en el que Dios es «todo en todo» (1Cor 15,28). Por
eso, la noción de pueblo de Dios refleja con transparencia, aunque no de
modo exclusivo, el misterio de la Iglesia.
A partir de esta determinación cristológica del pueblo de Dios, los ar-
tículos 10-12 de la constitución Lumen gentium describen al conjunto de
la totalidad de los fieles como pueblo sacerdotal y profético (1Pe 2,5-9),
señalando lo que es común a todos en el plano de la existencia cristiana
antes de cualquier distinción en razón de oficio, de vocación o de estado.
Esta eclesiología del pueblo de Dios o teología de la comunidad cristiana
afirma el sacerdocio común y el sentido de la fe de todos los cristianos.
Sobre los fundamentos de la gracia bautismal y de la participación de todos
los creyentes en la función mesiánica de Cristo se asienta esa forma básica
y primaria de la comunión cristiana, esa unidad básica que nace de la on-
tología común de la gracia del bautismo, de la idéntica dignidad e igualdad
fundamental previas a la diversidad generada por carisma o ministerio. Es el
Espíritu Santo quien santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacra-
mentos y los ministerios, reparte gracias y distribuye sus dones a cada uno
según quiere (1Cor 12,11); son, pues, los carismas del Espíritu para el bien
común. Brevemente: «El Espíritu del Hijo, Señor y dador de vida es, para
toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes, el principio de uni-
dad y de asociación en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunidad de
vida, en el partir el pan y en las oraciones» (LG II, 13). Podemos recapitular
este recorrido con la definición de Iglesia dada por S. Cipriano, que sirve
de colofón al planteamiento trinitario de la constitución dogmática sobre
Lumen gentium para describir el misterio de la Iglesia: «el pueblo reunido
con la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG I, 4).
Estas reflexiones nos sitúan ante el interrogante principal de la Relación
final del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985: ¿Qué significa la
palabra compleja «comunión»? Por communio se entiende «la comunión con
Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Pala-
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LA LÓGICA DE LA FE
yos destinatarios no son sólo los miembros de la Iglesia, sino que quiere
llegar a todas las gentes, exponiendo para cristianos y no cristianos, «cómo
entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual» (GS 2).
Ya al inicio afirma que la Iglesia «se siente verdadera e íntimamente soli-
daria del género humano y de su historia», llamada a compartir «el gozo y
la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo, de los pobres y afligidos» (GS 1). Esta orientación aparece con-
densada en el capítulo IV de la primera parte, cuyo título asume la proble-
mática del documento: «sobre la tarea (munus) de la Iglesia en el mundo
de hoy» (GS 40-45). Esta sección ocupa un lugar destacado en el conjunto
del texto, pues está concebido como capítulo bisagra que enlaza las dos
partes en las que se subdivide el documento más largo del Vaticano II. La
constitución Gaudium et spes está atravesada por un doble interrogante: en
primer término, ¿qué piensa la Iglesia del ser humano?; y en segundo lugar,
desde esa visión antropológica, ¿qué recomendaciones se pueden hacer a
las grandes cuestiones que tiene planteadas la humanidad en los ámbitos
de la vida conyugal y familiar, de la cultura moderna, de la vida económi-
ca, de la sociedad política y de la paz internacional? A la primera cuestión
responde la primera sección, que lleva el rótulo de «La Iglesia y la vocación
del hombre», mientras que la segunda queda subsumida bajo el lema de
«Algunos problemas más urgentes». La sección que nos interesa está ubicada
precisamente al final de esa primera parte, una vez que ha sido trazada una
antropología de corte cristológico. A fin de cuentas, «el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Por tanto, la plataforma que utiliza Gaudium et spes para buscar el diá-
logo profundo entre la Iglesia y el mundo, entre la fe revelada y la cultura
moderna, es una antropología cristiana, que recorre sucesivamente los temas
de la dignidad humana (GS 12-22), la condición comunitaria inherente a la
vida humana (GS 23-32), su capacidad de transformar la realidad (GS 33-39).
Ahí se sitúa el capítulo IV: todo lo dicho sobre la dignidad de la persona,
sobre la comunidad humana, sobre su actividad, constituye el fundamento
de la relación entre la Iglesia y el mundo y la base de un mutuo diálogo
(GS 40a). Porque la Iglesia tiene algo que decir sobre las grandes cuestiones
antropológicas, tiene asimismo contraída una importante tarea, munus, con
respecto a este mundo: «La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del
mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del Reino
de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo
de Dios puede dar a la familia humana deriva del hecho de que la Iglesia
es «sacramento universal de salvación», que manifiesta y al mismo tiempo
realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45) (Cf. S. MADRIGAL, «Las
relaciones Iglesia-mundo según el Concilio Vaticano II», en G. URÍBARRI (ed.),
Teología y nueva evangelización, Bilbao-Madrid 2005, 13-95).
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pobres y pecadores, por los que son pobres a causa de sus pecados y de
los pecados de los hombres, y por los que siendo pecadores son causa de
pobreza y de injusticia.
No es indiferente, por tanto, qué tareas asume y cómo realiza su misión
la Iglesia, llamada a configurarse como Iglesia pobre y servidora a imagen
de su Fundador: «Así como Cristo realizó la obra de redención en la per-
secución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para
comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, a pesar de
su condición divina..., se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo
(Flp 2,6) y por nosotros se hizo pobre a pesar de ser rico (2Cor 8,9). También
la Iglesia, aunque necesite recursos humanos para realizar su misión, sin
embargo, no existe para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar,
también con su ejemplo, la humildad y la renuncia. Cristo fue enviado por
el Padre a anunciar la Buena noticia a los pobres... a sanar a los de cora-
zón destrozado (Lc 4,18), a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 9,10).
También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la
debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la
imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria
y busca servir a Cristo en ellos» (LG I, 8).
Este pasaje conciliar recapitula los fundamentos cristológicos de una
eclesiología de la misión en clave de servicio. La cristología mesiánica de
Cristo siervo inspira la eclesiología de la diaconía. La «diaconía de la salva-
ción» es una forma de expresar la identidad y la misión de la Iglesia, cuya
«ministerialidad» brota de su ser más íntimo. Para determinar las formas
básicas de la misión de la Iglesia al servicio del Reino miremos de nuevo
a Jesús de Nazaret. Su obra mesiánica queda perfectamente identificada en
estos tres ejes (o munus): función profética (martyría), función sacerdotal
(leitourgia), función regia (diakonia):
1. Martyría: Jesús es, en primer lugar, el heraldo de la buena noticia
esperada para los tiempos escatológicos. Recorría las ciudades y aldeas,
«predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios» (Lc 8,1). El es el
Maestro (Mt 26,18) por antonomasia, que ha venido al mundo para «testifi-
car en pro de la verdad» (Jn 18,37).
2. Leitourgia: La carta a los Hebreos declara que los cristianos tenemos
un «sumo sacerdote», «probado en todo, igual en todo a nosotros, menos en
el pecado» (4,15), que «en la obediencia de sus padecimientos se convirtió
en autor de la salvación eterna» (5,9). Jesús «obtuvo un ministerio litúrgico
tanto más diferente» ya que es el mediador de una «nueva alianza» (8,6).
A esta nueva liturgia corresponde una forma especial de oración dirigida
confiadamente a su Padre que es nuestro Padre (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4). La
entrega a la voluntad de Dios sin condiciones quiere manifestar el amor de
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los hombres el misterio pascual de salvación que se les ofrece o del cual ya
viven sin saberlo. En la leitourgiva, la celebración del misterio pascual, la
Iglesia cumple su misión de servicio sacerdotal en representación de toda
la humanidad. En un modo que hace presente la representación de Cristo
que «se hizo pecado» por nosotros (2Cor 5,21) y en nuestro lugar «colgó del
madero» (Gál 3,13) para librarnos del pecado. Finalmente, en la diakoniva la
Iglesia da testimonio de la donación amorosa de Dios a los hombres y de la
irrupción del reino de la justicia, del amor y de la paz» (Comisión Teológica
Internacional, «El cristianismo y las religiones», 586).
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acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue
a aquella luz que no conoce ocaso» (LG II, 9).
Si existe una permanencia de la Iglesia en la verdad, entonces hay que
dar respuesta a estas cuestiones: ¿quién la aplica? ¿Quién la enseña o custo-
dia? ¿Acaso se puede separar la apostolicidad de toda la Iglesia del magiste-
rio? ¿Se pueden indicar instancias concretas y actos concretos que expresen
la certeza de que Dios, a su través, muestra a su pueblo su verdad? Y, sobre
todo, ¿cómo permanece la Iglesia en esa fidelidad, siempre a la búsqueda
de la verdad? La permanencia de la Iglesia en la verdad es, en primer térmi-
no, un don del Espíritu Santo, y la Iglesia permanece en la verdad cuando
se apropia del testimonio transmitido por la Escritura y por la Tradición.
Otra importante mediación de la revelación es la celebración en la liturgia
de los acontecimientos de la historia de la salvación y, sobre todo, de la
pascua de Jesucristo. A todo ello hay que añadir el sentido sobrenatural de
la fe de todos los creyentes, esa infalibilidad radical que incluye al magiste-
rio ejercido por el cuerpo episcopal unido al Papa, y en la que van asocia-
das la infalibilidad en el creer y la infalibilidad en el enseñar.
La idea de la indefectibilidad e infalibilidad del cuerpo orgánico de la
Iglesia, es decir, tomada como totalidad, está presente en el capítulo se-
gundo de Lumen gentium: «El pueblo santo de Dios participa también del
carácter profético de Cristo dando un testimonio vivo de El, sobre todo con
la vida de fe y amor, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza, fruto
de unos labios que aclaman su nombre (Heb 13,15). La totalidad de los
fieles (universitas fidelium) que tienen la unción del Santo (1Jn 2,20.27) no
pueden equivocarse en la fe (in credendo falli nequit). Se manifiesta esta
propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el
pueblo (supernaturali sensu fidei): cuando «desde los obispos hasta el últi-
mo de los laicos cristianos» muestran estar totalmente de acuerdo (universa-
lem suum consensum) en cuestiones de fe y de moral. El Espíritu de verdad
suscita y sostiene ese sentido de la fe (sensus fidei). Con él, el pueblo de
Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe,
no ya una simple palabra humana, sino la Palabra de Dios (1Tes 2,13). Así
se adhiere indefectiblemente (indefectibiliter) «a la fe transmitida a los san-
tos de una vez para siempre» (Jud 3), la profundiza con un juicio recto y la
aplica cada día más plenamente en la vida» (LG II, 12).
Todos los bautizados son partícipes de la comprensión y transmisión
de la verdad revelada. En el interior del pueblo de Dios y del cuerpo de
Cristo, todo él vibrátil y carismático, cada uno es animado por el Espíritu
según su vocación y servicio para adherirse a la fe y aplicarla a la vida; los
creyentes se muestran así activos en la profesión y en la expresión de la
fe. La infalibilidad en el creer es el suelo nutricio de la infalibilidad en el
enseñar. Frente al desarrollo unilateral de las nociones de magisterio e infa-
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LA IGLESIA Y SU MISTERIO
BIBLIOGRAFÍA
HISTORIA DE LAS IDEAS ECLESIOLÓGICAS: P.V. DIAS-P.T. CAMELOT, Eclesiología. Escritura y
patrística hasta S. Agustín, en Historia de los dogmas III, 3a-b (Madrid 1978). Y.
CONGAR, Eclesiología. Desde S. Agustín hasta nuestros días, en: Historia de los dog-
mas III, 3c-d (Madrid 1976). A. ANTÓN, El misterio de la Iglesia. Evolución histórica
de las ideas eclesiológicas, I. En busca de una eclesiología y de la reforma de la
Iglesia (Madrid 1986); II. De la apologética de la Iglesia sociedad a la teología de la
Iglesia-misterio en el Vaticano II (Madrid 1987). P. TIHON, La Iglesia, en: B. SESBOÜÉ
(dir.), Historia de los Dogmas, III. Los Signos de la salvación (Salamanca 1996) 259-
424. S. MADRIGAL, «El tratado de Ecclesia. Pasado y presente» en Sólo la Iglesia es
cosmos. Servicio de Publicaciones de la U. P. Comillas de Madrid 2000, 393-440. S.
MADRIGAL, «Eclesiología en devenir: el estudio de la Iglesia en el ciclo institucional de
Teología», en G. URÍBARRI (ed.), Fundamentos de teología sistemática, DDB-UPCO,
Bilbao-Madrid, 2003, 137-177.
OBRAS CLÁSICAS DEL SIGLO XX: H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia (Madrid 1966); H.
KÜNG, La Iglesia (Barcelona 1967); Y. CONGAR, Santa Iglesia (Barcelona 1967); Y. CON-
GAR, Vraie et fausse Réforme dans l’Eglise (Paris 1968); L. BOUYER, La Iglesia de Dios
(Madrid 1970); J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una Eclesiolo-
gía (Barcelona 1972); H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia (Salamanca 1974).
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LA LÓGICA DE LA FE
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I. 1. REFLEXIÓN HISTÓRICO-TEOLÓGICA
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
los hombres; y, el segundo, las causas por las que los Padres occidentales,
aunque asumieron el contenido teológico del mustriou, optaron por tradu-
cirlo por el término sacramentum para referirse a la actuación santificadora
de Dios sobre los hombres.
En los dos primeros siglos de la vida del cristianismo los Padres no inno-
varon mucho en la forma de entender y explicar las celebraciones cristianas
fundamentales (bautismo, eucaristía). Lo hicieron conscientes de ser, en
parte, herederos del ambiente cultural semita del que procedía el término
mystérion. Este ambiente cultural judío venía marcado por dos rasgos fun-
damentales: hacer de los acontecimientos no mera evocación retrospectiva
del pasado, sino actualización eficaz de la memoria que invita a la acción
en el presente; y, en segundo lugar, entender que la experiencia de un
miembro del pueblo elegido es válida para todo el pueblo en su conjunto
dada la fuerte conciencia de personalidad corporativa propia de Israel (cfr.
H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 72). Este doble trasfondo lleva
a considerar cómo Israel, en el marco de la historia de la salvación, está
transido de un pensamiento sacramental: «Por pensamiento sacramental
se entiende la convicción de que la historia de Dios con los hombres se
realiza en acontecimientos, acciones y encuentros que pueden captarse
históricamente: en ellos se muestra Dios a los hombres y se acerca a ellos
transformándolos» (Nocke, Doctrina general de los sacramentos, 810). Por
tanto, los SS.PP. aceptaron y asumieron la concepción bíblica de mustrion
que, con algunos referentes puntuales en el AT (Sab 6,22) y, sobre todo en
Dn 2,28 (sueño e interpretación; secreto escatológico y anuncio velado de
acontecimientos futuros); y otros pasajes del NT (Mc 1,4; Ap 10,1-7), alcan-
zó su máximo desarrollo en la teología paulina, que identifica el misterio
con el acontecimiento pascual de Cristo y con su misma persona que viene
a realizar el designio salvador de Dios: por medio del misterio de Jesucristo,
imagen (visible) de Dios invisible (Col 1,15), Dios nos ha dado a conocer
«el misterio de su voluntad» (Ef 1,9-10); y así, Pablo ha sido elegido para
anunciar este «misterio de Cristo…que ahora ha sido revelado por medio
del Espíritu» (Ef 3,1-12). De este misterio se origina una oikonomía, una his-
toria de salvación, en la que este misterio se revela y se realiza, a la espera
de su definitiva consumación en donde todo sea recapitulado en Cristo (Col
1,26-27).
Así pues, el origen del sacramento hay que buscarlo no en una explica-
ción teórico-sistemática de un acto instituyente del mismo Cristo, sino en el
hecho de que los símbolos y ritos celebrativos bíblicos encuentran en Cristo
Jesús su continuidad, su verdad y su plenitud. Al mismo tiempo, cuando lle-
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
así también los que habían recibido el bautismo fuera de la Iglesia no eran
rebautizados (De baptismo 1,4.5; Io. ev. 6,15). Agustín admite, por tanto,
que los donatistas poseen un bautismo válido y llevan la marca de Cristo.
Pero como se han separado de la unidad de la Iglesia, en realidad son de-
sertores de la militia Christi. Si piden la readmisión en la Iglesia no tienen
que ser rebautizados, sino que sencillamente han de ser acogidos de nuevo
dándoles la bienvenida (c. ep. Parm. 2.13; symb. cat. 8. 16). Con estos pre-
supuesto, la Iglesia elaborará más adelante y de una forma más sistemática
la doctrina del carácter sacramental.
En tercer lugar, la distinción agustiniana entre el signum sensible y la res
invisible y espiritual, significada por el primero, ayuda a la distinción entre
la validez del bautismo y sus frutos (eficacia). Con esta distinción, Agustín
afirma que los donatistas están bautizados válidamente, pero que no gozan
de los frutos del bautismo —el perdón de los pecados y la vida eterna— a
menos que den por terminado su cisma y vuelvan a incorporarse a la Igle-
sia. Así lo expresa sucintamente: «una cosa es no poseer el bautismo, y otra
cosa es no poseerlo de manera útil» (De bapt. 4. 17. 24). Para san Agustín
existe, por tanto, una doble praxis válida del bautismo: un bautismo cuya
eficacia salvífica está (todavía) bloqueada, por razones ajenas al sacramento
como tal (los herejes solo han recibido el sacramentum); otro bautismo
que alcanza su (plena) eficacia salvífica (aquellos que han recibido el sa-
cramentum y la res). Esta doble distinción será clave para la comprensión
teológica del sacramento.
Finalmente, en Agustín encontramos una muy fuerte dimensión cristo-
lógica y eclesial. En el acto sacramental es el mismo Cristo quien actúa, el
Christus Totus agustiniano, la Cabeza con su Cuerpo, Cristo presente en
la Iglesia. Este componente cristológico tan fuerte, expresión de la minis-
terialidad de Cristo en los sacramentos, es el que le lleva a afirmar, como
hemos visto, la eficacia del sacramento con independencia de la santidad
del ministro. La insistencia de la presencia y acción de la Iglesia en los sa-
cramentos hace que con él no se pueda olvidar el elemento eclesial que no
es estrategia pastoral, sino cuestión teológica fundamental.
a) El contexto
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LA LÓGICA DE LA FE
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
como signos eficaces, llevan inscritos dentro de ellos una triple dimensión:
rememorativa de la pasión de Cristo (signum rememorativum), demostrativa
de la presencialización de la gracia (signum demonstrativum) y escatológica
(signum prognosticum). Tras una fase más influido por el carácter sanante
de los sacramentos, finalmente propondrá una definición que incluye toda
la fuerza de la significación proveniente del agustinismo: sacramento es «el
signo de una realidad en cuanto que santifica a los hombres» (S. Th. III, q.
60, a.2). De nuevo, significación y causalidad vienen a unirse en la definición
sacramental. Por influencia del aristotelismo, la explicación de la «estructu-
ra» del sacramento pasa de centrarse en la relación signo-significado a la
composición materia-forma (elemento sensible o ritual - palabra o fórmula
sacramental, que no son separables, sino componentes constitutivos de un
todo) y a una más precisa explicación sacramental de carácter ternario: sa-
cramentum tantum (el signo externo y visible), res et sacramentum (el efecto
primero inmediato y signo del efecto final) y res tantum (el efecto último de
justificación y gracia).
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LA LÓGICA DE LA FE
propia devoción hacia Dios. Los sacramentos son signos que sirven para
confirmar la promesa contenida en la palabra de la predicación y operada
por el Espíritu. El sacramento, que no dejaría de ser más que un símbolo
exterior mediante el cual manifiesta su fidelidad a la promesa y su benevo-
lencia hacia los hombres, se añadiría como un apéndice con el fin de con-
firmar y sellar la misma promesa. Zwinglio niega también que el sacramento
sea un vehículo de gracia y, por tanto, sería un mero «signo o símbolo de
cosas espirituales», signo externo con el cual da el hombre testimonio de
su fe o manifiesta su pertenencia a la Iglesia («distingue al fiel del infiel»).
La doctrina sacramental del Concilio de Trento fue tratada en la sesión
VII, es decir, después del Decreto sobre la justificación, mostrando así su
estrecha relación con ella, ya que por los sacramentos la verdadera justicia
empieza, empezada se aumenta o perdida se repara (Proemio). Los padres
conciliares no pretendieron exponer una doctrina general de los sacramen-
tos, sino responder puntualmente a afirmaciones protestantes (casi todas
de Lutero en el De captivitate babilonica Ecclesiae). Y además, Trento no
pretendió dirimir cuestiones de escuela, sino que quiso permanecer en
un nivel de principios generales, aunque hay que admitir que utilizó de
manera generalizada todo el lenguaje tomista. Los trece cánones de los
que consta este Decreto afirman la doctrina católica sobre los sacramentos
fundamentada en los siguientes aspectos: a) la institución por Cristo y el
número septenario (DH 1601-1603), aspectos ambos negados por Lutero al
no encontrar suficiente base escriturística para algunos de ellos; b) la distin-
ción entre los sacramentos de la Nueva Ley, que sí confieren la gracia, y los
sacramentos veterotestamentarios que solo la prefiguran (Lutero niega esta
diferencia por estar ambos vinculados a una promesa y su acto salvador
depende de la fe personal) (DH 1602); c) la necesidad de los sacramentos
in re o in voto para la salvación (al menos de algunos) frente a la postura lu-
terana que abogaba por la justificación por la sola fe; d) la causalidad de los
sacramentos ex opere operato a quien no pone óbice negando que el sacra-
mento haya sido instituido solo para alimentar la fe (DH 1605-1607); e) la
concesión de un cierto sello espiritual e indeleble (carácter) en el bautismo,
confirmación y orden (DH 1608-1609) del que dice Lutero que «lo imprime
el Papa ignorándolo Cristo»; y f) el mantenimiento de la doctrina tradicional
de la independencia de la condición moral del ministro para la validez de
la celebración de los sacramentos, pero recordando, ahora sí, la necesidad
de potestad e intención de hacer lo hace la Iglesia (DH 1610-1613).
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
a) De Trento al Vaticano II
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
b) Sacrosanctum Concilium 59
El Concilio Vaticano II, el concilio del s. XX, supuso un hito para todos los
ámbitos de la fe y la vida de la Iglesia. El gran acontecimiento conciliar crista-
lizó en una serie de documentos referenciales ineludibles para toda la Iglesia.
El espíritu se hacía letra en un proceso comenzado muchas décadas antes de
aquel 11 de octubre de 1962. Por eso, podemos afirmar que ciertamente este
Concilio no se marcó como objetivo renovar la teología sacramental en su
contenido doctrinal. Se puede afirmar que mantuvo por lo general las con-
cepciones clásicas sacramentales (causalidad, eficacia, significado, carácter,
sustancia, sacerdocio bautismal y ministerial, poder de los obispos y de los
sacerdotes, sacrificio eucarístico...), además de la insistencia en la relación
entre los sacramentos y la fe. No obstante, tuvo dos intuiciones de crucial
importancia: se dio cuenta de que hablar de los sacramentos suponía no
tanto analizarlos cuanto revisar sus celebraciones y, por eso, se ocupó más
de la liturgia que de la teología sacramental; y, por otro lado, puesto que
los sacramentos no son objetos teológicos aislados, sino que implican una
eclesiología y una cristología, tratar de ellos para su renovación suponía re-
ferirlos a Cristo y a la Iglesia. La recuperación de su conexión con el misterio
pascual, su inclusión en el marco de la historia de la salvación y la afirmación
de su eclesialidad, al mismo tiempo que se afirmaba la sacramentalidad de la
Iglesia, suponían tres anclajes desde los que poder afrontar su renovación en
fidelidad a la tradición: «conservar la sana tradición» reconociendo la posibili-
dad de «abrir el camino a un progreso legítimo» (SC 23). Solo desde la clave
de una hermenéutica de la reforma en la continuidad tiene sentido entender
los cambios, en ocasiones significativos, que se han producido en el ámbito
litúrgico-sacramental y discernir las innovaciones más o menos adecuadas en
las que en algún momento se pudiera haber llegado.
El fruto conciliar no se podría entender sino como resultado de una serie
de movimientos que lo prepararon de una forma general y, de un modo
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LA LÓGICA DE LA FE
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LA LÓGICA DE LA FE
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
Las décadas que han transcurrido tras el Concilio Vaticano II han dado
paso a una importante reforma litúrgica, a numerosas declaraciones magis-
teriales, a un rico patrimonio documental procedente de las conferencias
episcopales, al Código de Derecho Canónico, al Catecismo de la Iglesia
Católica, a documentos de acuerdo fruto del diálogo ecuménico... Todo
ello se ha traducido en una ingente producción teológica y magisterial de
contenido sacramental que ha colocado a los sacramentos en uno de los
lugares más fecundos de la literatura teológica. En los años inmediatamente
posteriores al Concilio la Iglesia animó y estimuló toda la reforma litúrgica y
pastoral de los sacramentos, aunque también es cierto que últimamente ha
tratado de poner en guardia a pastores y fieles sobre posibles desviaciones
o deformaciones y ha invitado a evitarlas. Más allá de la actuosa participa-
tio de los fieles, se sigue abogando por afrontar de una manera profunda la
cuestión de la inculturación de los sacramentos en todas las latitudes, tam-
bién en Occidente. No en vano, la creación de un nuevo Pontificio Consejo
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LA LÓGICA DE LA FE
I. 2. CUESTIONES SISTEMÁTICAS
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
a) Institución
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LA LÓGICA DE LA FE
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
c) El septenario sacramental
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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medio del carácter o del adorno del alma (ornatus animae) de manera que
así Dios y solo Él obra interiormente la santificación. La hipótesis que tuvo
más aceptación fue la asumida por Santo Tomás. En ella establecía que el
mismo sacramento produce la gracia en cuanto instrumento (instrumenta
separata) que se encuentra íntimamente unido a la humanidad de Cristo
(instrumentum coniunctum) dependiente de la causa principal que es Dios
para alcanzar la causa final: la salvación del hombre (causalidad físico-
instrumental) (S. Th. III, q.62). En esta misma cuestión el Doctor Angélico
se preguntaba por la distinción entre la gracia santificante y los efectos
particulares de cada sacramento. Como hemos visto antes, cada sacramento
actualiza de forma privilegiada, según la estructura celebrativa del signo
sacramental propio, uno de los aspectos de ese misterio (lo que más tarde
se llamará «gracia sacramental» que encontrará su específica «coloración» de
la gracia santificante en relación con la situación antropológica del sujeto).
Algunos teólogos trataron también de explicar la eficacia sacramental recu-
rriendo a la causalidad moral: los sacramentos causan la gracia en tanto en
cuanto inducen a Dios a conferirla en virtud de su dignidad derivada de la
institución por Cristo. Conceptos como alianza, promesa y fidelidad rodean
esta concepción que encontró también dificultades y objeciones para expli-
car adecuadamente el proceso de santificación.
Para Rahner la eficacia de los sacramentos (símbolos esenciales) estriba
en su calidad de signos y por ello puede hablar de una causalidad simbólica
(La Iglesia y los sacramentos, 37-44). Los sacramentos no son sino «palabra
operante de Dios al hombre». Cuando la palabra inequívoca y operante de
Dios, una palabra sin arrepentimiento y absoluta de la gracia de Dios (opus
operatum) sale al encuentro de la palabra todavía abierta del hombre (opus
operantis), el creyente recibe la acción de Dios. En esa palabra operante
Dios se comunica al hombre y con ello libera la libertad del hombre para
aceptar con su propia acción la comunicación de Dios mismo. Cuando este
proceso se cumple satisfactoriamente el sacramento se hace eficaz. Eso sí,
los sacramentos solamente podrán ser operantes en la fe, la esperanza y el
amor. Por eso no son magia, porque solo se hacen operantes en tanto que
se encuentran con una libertad abierta del hombre. Ahora bien, aceptada
por el hombre la comunicación divina, habrá de confesar que su aceptación
se produce por la fuerza de la gracia de Dios (cfr. CFF, 476-477).
Por lo tanto, la eficacia ex opere operato trata de salvaguardar la acción
libre y absoluta de Dios. Al hacerlo, no hace sino negar todo valor causal o
meritorio por parte de la acción humana del ministro o el receptor. Pero, al
mismo tiempo, se exige la disponibilidad, la apertura del creyente para que
el sacramento, signo operativo del misterio cristiano a través de las acciones
sensibles, establezca el encuentro de Dios con los hombres: «el misterio de
la causalidad de los sacramentos no reside tanto en la eficacia paradójica,
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to que el bautismo puede conferirse sin la gracia, pero quien fue bautizado
fue consagrado por Cristo, que no puede revocar su don y, por tanto, ha
quedado marcado con ese sello permanente, concretamente en el bautis-
mo (confirmación) y en el orden con lo que esos sacramentos no pueden
repetirse en esa persona.
La teología medieval, a partir del siglo XII, trató de definir el sentido,
la naturaleza y las propiedades del carácter sacramental. Si el sacramento
confería la gracia ex opere operato a quien no ponía óbice, surgía la preo-
cupación por la celebración ficte del bautismo, dado que surgía la duda de
si realmente fue concedida la gracia. Se ampliaban las dimensiones, pero
se restringía la perspectiva. Por eso, «la escolástica, en la medida en que
acentuó la dimensión trinitaria y cristológica del carácter, fue perdiendo de
vista la dimensión eclesial que había tenido el planteamiento agustiniano
y comenzó a otorgarle una nota de intimidad individualista» (R. Arnau,
Tratado general de los sacramentos, 323). De acuerdo en lo fundamental
sobre bautismo-confirmación-orden, en la variedad de escuelas medievales,
algunos autores llegaron a opinar que el matrimonio imprimía un cuasi
carácter. Por eso, y aunque sean notables las diferencias entre sí sobre
no pocos puntos, los escolásticos están de acuerdo a la hora de atribuir
a la misteriosa realidad del indeleble carácter sacramental algunas notas
esenciales, siempre desde la categoría de signum: configurativum porque
el creyente queda conformado con Cristo; distinctivum, porque identifica
a quien lo posee; dispositivum et exigitivum, porque prepara para recibir
la gracia; deputativum ad cultum porque habilita para participar el culto
divino (dimensión sacerdotal); y obligativum, porque comporta el deber de
responder a los compromisos recibidos mediante dicho efecto permanente.
Lutero abomina de la idea de carácter por considerarlo una «blasfemia»
contra su comprensión de la eficacia sacramental en virtud de la sola fe del
creyente. No obstante, los planteamientos radicales de los anabaptistas en
referencia al bautismo de niños le hicieron admitir dicha práctica manifes-
tando la gratuidad desbordante de la salvación de Dios operada en un niño
que no puede presentar ningún mérito; y su comprensión del ministerio le
llevó a admitir un efecto constitutivo y permanente en los ministros ordena-
dos, incluso herejes y papistas, que los capacitaba para ejercer su función
eclesial en todo el mundo. Se trata así de puentes entre el pensamiento lute-
rano y el católico expresado con conceptos como compromiso o fidelidad,
pero donde el contenido de su mensaje corresponde a la doctrina católica
sobre el carácter sacramental.
Aquellos indicios prefigurados en la Escritura, desarrollados con gran
riqueza de imágenes por los Padres y sistematizados por la escolástica, la
Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, las transformó en la certeza de que ese
efecto sacramental forma parte del depósito revelado. El Papa Inocencio
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II. 1. Bautismo
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cio de una novedad absoluta es que este rito se presenta como anuncio de
otro bautismo: el bautismo en «Espíritu Santo y fuego» que será donado por
Jesucristo (Mt 3,11; Mc 1,8).
Este bautismo «de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1,4) es
punto fundamental de referencia. Se conservaron como elementos consti-
tutivos del bautismo cristiano las acciones simbólicas externas del bautismo
de Juan —inmersión en agua corriente con sentido de desaparición de
una antigua y errónea orientación de vida—, y el contenido interno: una
seria voluntad de arrepentimiento y conversión, una nueva orientación a
la voluntad divina y al cercano reino de Dios. El bautismo del Precursor
(hopródromos), desde una perspectiva marcadamente mesiánica, ha de ver-
se como la preparación inmediata para el acontecimiento esperado del
bautismo escatológico obrado por Yahvé mismo. Se puede decir que «Juan
fue el primero en expresar el hecho (histórico-salvífico) de que la inmersión
en el agua corriente constituía la expresión de la disposición indispensable
de espera —como arrepentimiento de los pecados— de la decisiva llegada
escatológica de Yahvé a la historia de su pueblo» (P. Coda, Uno en Cristo
Jesús, 16). Por eso, ya se puede hablar de una cierta novedad por parte de
Juan. Sin duda, para la primera comunidad cristiana fue de una importancia
decisiva el hecho de que Jesús mismo hubiera recibido el bautismo de Juan,
conscientes siempre de que los Sinópticos colocan tras la escena del bau-
tismo la de la revelación, según la cual inmediatamente después de haber
sido bautizado Jesús, descendió sobre él el Espíritu Santo y se proclamó su
misión (cfr. H. Vorgrimler, Teología de los sacramentos, 138).
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2. Desarrollo histórico-dogmático
En los primeros dos siglos los testimonios principales que tenemos so-
bre el bautismo se refieren esencialmente a la catequesis preparatoria y a
la celebración del mismo. En la Didajé, un escrito del final del siglo I, el
bautismo es presentado como el rito mediante el cual uno se convierte en
miembro de la Iglesia y de la comunidad cristiana local, comprometiéndose
a escoger y a seguir el camino de la vida. Es administrado en agua corriente,
«en el nombre de la Trinidad» (7,1.3) (aunque también conoce la modalidad
de bautizar «en el nombre de Jesús» [9.5]), pero en caso de que el agua
fuese poca, se vierte solo sobre la cabeza por tres veces, en el nombre del
Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Tenemos, pues, ya en los primeros
pasos de la vida de la Iglesia, el bautismo por inmersión y, también, aquel
administrado por infusión.
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(ianua vitae spiritualis) que incorpora a los fieles al Cuerpo de Cristo y les
hacer renacer en agua y espíritu para escapar de la muerte eterna traída por
Adán; b) el esquema materia-forma (agua-fórmula trinitaria) se consolida, y
se identifica a Dios trino como causa primera y determinante de la gracia,
mientras que la causa instrumental sería el ministro humano; c) el ministro
ordinario es el sacerdote, pero en caso de necesidad los laicos (de ambos
sexos) e incluso los paganos y herejes si guardan la forma establecida y po-
seen la intención de hacer lo que hace la Iglesia, administran válidamente
el sacramento; y d) los efectos del bautismo son: la remisión de toda culpa
(pecado original y pecados actuales), la entrada en el reino de los cielos y
la visión de Dios uno y trino (DH 1314-1316).
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3. Reflexión sistemática
Hemos podido ver cómo San Pablo insiste, de una manera muy parti-
cular, en el hecho de que el bautismo es una participación en el misterio
de Cristo, más propiamente en su Pascua que es la revelación máxima y
suprema del amor de Dios para con el hombre, el cumplimiento de la obra
de Jesucristo. Este «paso» definitivo, cumplido y realizado por Jesucristo en
su muerte y en su resurrección, se conmemora y se actúa en el bautismo de
todo creyente. La muerte y resurrección de Jesucristo han sido, en un cierto
sentido, una especie de bautismo colectivo, en el cual todos los hombres
han pasado del reino de las tinieblas al reino de Dios, de la enemistad al
amor divino. El bautismo individual no es otra cosa que la participación
personal en este acto fundamental, lleno de fuerza y de gracia: se muere
con Cristo y en Cristo al pecado y se resucita con Él a una vida nueva:
«vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Todo esto
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mo dona también una nueva libertad: la libertad de los hijos de Dios. Como
«hijos de la luz», los bautizados deben vivir ahora y aquí siguiendo las obras
de la luz, deben ser libres del poder del egoísmo y de las pasiones. Es cierto
que la fe de la Iglesia nos advierte que no todo viene eliminado al borrar la
culpa original: tentación, sufrimiento, muerte… continúan caracterizando la
vida del cristiano bautizado, pero, renacidos en Cristo, estamos en condicio-
nes de afrontar tales pruebas con una mayor fuerza interior.
c) Incorpora a la Iglesia
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El único bautismo remite al único Padre que ofrece a todos la filiación di-
vina; al único Señor que une a los bautizados en su Cuerpo místico; y al
Espíritu Santo, principio de unidad en la diversidad de los dones: «el bau-
tismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad
entre todos los que con él se han regenerado» (UR 22). En este sentido, el
empeño ecuménico comporta un irrenunciable deber de fe para todo bau-
tizado. Es cierto que solo es el principio y que desde el bautismo hasta la
comunión eclesial plena hay un largo camino, pero se trata de un principio
miliar, el punto de partida fundamental que ha posibilitado en los últimos
años un extraordinario avance en los diálogos y las relaciones ecuménicas:
«Así pues, en el ecumenismo no empezamos desde cero, no partimos de
Iglesias separadas que posteriormente se unen. Con el bautismo común
viene dada ya una unidad esencial, si bien todavía no plena. El recuerdo del
bautismo común y de la profesión de fe bautismal que repetimos en cada
celebración de la noche pascual, constituye el punto de partida y la refe-
rencia para todo ecumenismo real» (W. Kasper, Sacramento de la unidad,
Santander 2005, 51).
El bautismo, como sacramento que crea unidad, introduce en la co-
munión de la única Iglesia universal (inconsutilis tunica Christi), la cual
se realiza plenamente (subsistit) en la Iglesia católica, pero que también
puede encontrarse con diversos elementos de verdad y santidad (UR 3),
con diverso espesor y diferentes grados de autenticidad en otras Iglesias y
Comunidades eclesiales.
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4. Cuestiones teológicas
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todos los hombres en el pecado del «primer Adán» ¿cómo no reconocer esa
solidaridad en la gracia de Cristo (Rom 5,12.15-20)?
b3. Nivel religioso-pedagógico. Quienes cuestionan el bautismo de in-
fantes aducen que ya no nos encontramos en la sociedad cristiana antigua
confesionalmente unitaria y donde estaba garantizada la educación religiosa
de los niños. En nuestros días se ha planteado la tesis de si en medio de
una sociedad postmoderna, pluralista y secularizada, donde muchos niños
bautizados no llegan a hacer en su vida un verdadero acto de fe, consciente
y personal, sería legítimo seguir manteniendo dicha práctica. Se considera
además que, en medio de una sociedad de signo emancipativo, este bautis-
mo sería un ataque contra la libertad individual y creen que sería necesario
diferir su celebración hasta una edad donde la persona pudiera decidir por
sí misma. Frente a estas objeciones habría que afirmar que: i) la situación
tiene para la Iglesia un valor únicamente indicativo y nunca puede erigirse
en criterio fundamental y normativo; es cierto que la Iglesia debe realizar
su misión en el contexto concreto, pero ella se debe al cumplimiento de
la misión que Jesucristo le ha encomendado llevar la salvación a todos;
ii) la educación neutra y aséptica en el plano religioso y formativo es una
ilusión; los niños siempre han sido educados de acuerdo a los criterios de
los padres que les influyen con su fe o su indiferencia; iii) la defensa de
un aplazamiento del bautismo podría estar escondiendo también una cierta
concepción individualista y prometeica que no tuviera en cuenta a la comu-
nidad y el carácter eminentemente gratuito del don.
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II. 2. CONFIRMACIÓN
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don del Espíritu Santo comunicado por la imposición de las manos. En otras
palabras, los dos episodios que hemos citado quieren poner en evidencia
la existencia de una sola Iglesia, no de dos comunidades eclesiales, una
de tipo privado y la otra apostólica. «Según las interpretaciones histórico-
exegéticas más seguras, esta contraposición entre “bautismo de agua” y la
“investidura del Espíritu” hay que referirla a la autoconciencia profunda de
la Iglesia, según la cual solo en el ámbito de la comunión apostólica con la
Iglesia madre de Jerusalén (y con los apóstoles) se podía acceder auténtica-
mente al don mesiánico del Espíritu enviado por Cristo resucitado» (Coda,
Uno en Cristo Jesús, 118).
De este modo, más que en momentos puntuales, el fundamento bíblico
del sacramento de la confirmación habrá que buscarlo en toda la ense-
ñanza de la Escritura sobre el Espíritu Santo y su conexión, lógicamente,
con la persona de Jesucristo. Y dado que se trata de una tarea ardua, nos
limitamos a concentrarnos en los dos acontecimientos que, según los ex-
pertos, contienen la mayor relevancia para el tema. Para los estudiosos de
este sacramento, la confirmación debe estar unida al bautismo de Jesús en la
ribera del Jordán (Mc 1,9-11; Mt 3,13-17; Lc 3,21-22) y al acontecimiento de
Pentecostés (Hch 2,1-13). En el bautismo del Jordán desciende y «se posa»
sobre Jesús el Espíritu Santo, de manera extraordinaria y visible. Esta venida
del Espíritu, que manifiesta a Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios, Siervo
de Yahvé y «ungido del Señor», puede ser considerada de parecida manera
a la unción profética: ahora Jesús de Nazaret inicia su ministerio entre los
hombres. Cuando retorna del desierto, a donde había sido conducido por
el Espíritu, se pone a enseñar en la sinagoga de Nazaret. Allí Jesús afirma y
hace suyas las palabras del profeta Isaías («El Espíritu del Señor está sobre
mí») y expresa su conciencia de haber sido enviado para anunciar la Buena
Noticia a los pobres (Lc 4,16). En esta misión recibirá la fuerza del Espíritu,
más aún, el Espíritu permanecerá en Él hasta que Él mismo acabe convir-
tiéndose en Espíritu vivificante que es donado a su Iglesia. Por su parte,
en el día de Pentecostés aquello que había sucedido tan solo a Jesús en la
orilla del Jordán, se verifica para toda la Iglesia: el Espíritu desciende sobre
María y los Apóstoles. La Iglesia recibe entonces el bautismo en el Espíritu
y la investidura apostólica y misionera. Pueblo reunido en el nombre del
Señor, la Iglesia, con el don del Espíritu Santo, recibe aquella «fuerza» pro-
metida por Jesucristo para poder anunciar y testimoniar a todas las gentes
que solamente en Cristo hay salvación (Hch 1,8). Pentecostés realiza esta
promesa y los Apóstoles se convierten en «profetas» de Dios y en testigos
de Cristo. Todo aquello que se ha verificado para la Iglesia en el día de
Pentecostés, se cumple también para todo bautizado en el sacramento de
la confirmación. La adquisición, profundización y elaboración de este plan-
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del Espíritu Santo. Esta recepción del Espíritu Santo no puede interpretarse
como un momento puntual en un instante preciso, sino más bien como una
relación vital y personal que se realiza y se desarrolla en el decurso total
de nuestra vida. Por eso, ningún sacramento es autónomo, sino que todos
se ponen en una dialéctica de complementariedad dentro de una estructu-
ra dialógica entre Dios y el hombre. Es verdad que el bautismo marca un
momento decisivo para esta vida vivida en el Espíritu Santo, pero la vida
cristiana y eclesial no es otra cosa que una realización y una profundización
en esta relación con el Espíritu, dentro de la cual la confirmación representa
«el momento central del sello y la radicación de nuestra vida en el Espíritu»
(S. Regli, «El sacramento de la confirmación», 305).
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II. 3. EUCARISTÍA
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c) El cáliz de los laicos. Acerca de la cuestión del cáliz a los laicos Tren-
to confirma la doctrina de la concomitancia y mantiene la prohibición, sin
que por ello signifique una fijación en la negativa de comulgar bajo las
dos especies. Y añade que los párvulos no están obligados a la comunión
sacramental (DH 1760).
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el tiempo mientras subsistan las especies (Lutero había hablado del extra
usum, abusus); transubstanciación afirmará el papa Pablo VI es término
aptissimus que no se explica solo por la transfinalización-transignificación,
pero que las incluye e integra (Mysterium fidei, nn. 11 y 47); la eucaristía
es y permanece un misterio cuya explicitación debe proseguirse, pero «de
modo que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad
de la fe» (Mysterium fidei, n. 15).
Así pues, la eucaristía es misterio que se ha de creer, celebrar y vivir
(Benedicto XVI, Sacramentum caritatis [2005]). Esta eucaristía, celebrada
en y por la Iglesia, es conjuntamente sacrificio de Cristo y de la Iglesia. Un
sacrificio que no «repite» ni «renueva» otro, sino que perpetúa el único sacri-
ficio realizado una vez para siempre en el ara de la cruz y cuya compren-
sión siempre se podrá iluminar con las plegarias eucarísticas de la tradición
cristiana de oriente y occidente. Pero además es sacramento: la presencia
en los dones eucarísticos deriva de la actualización de la oblación sacrificial
de Cristo en la cruz. Por eso es signo, memorial, oblación, banquete, comu-
nión, vínculo de unidad, acción de gracias, acción litúrgica, fuente de vida
cristiana, garantía escatológica, culmen de la existencia cristiana... La yuxta-
posición de sustantivos ya da muestra de la profundidad y riqueza teológica
que encierra la celebración de la Cena del Señor y las múltiples perspectivas
que configuran un misterio siempre tan cercano y tan inabarcable.
III. 1. PENITENCIA
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entretelas del ser humano (cfr. § 15). Desde la primera página de la Biblia
encontramos los relatos del pecado original (Gén 3) condensado funda-
mentalmente en el deseo del hombre de ser como Dios y constituirse en
juez único ante el discernimiento del bien y del mal (Gén 4,1-6; 6-8; 11,1-
9). En ese pecado original y en los pecados subsiguientes se advierte una
estructura de cuatro elementos recurrentes: a) el pecado del hombre; b) la
experiencia de las consecuencias de su culpa; c) la conexión entre ambas
realidades que Dios le muestra; d) y el ofrecimiento por parte de Dios
de una nueva oportunidad para alcanzar la redención (cfr. F. J. Nocke,
Penitencia, 934). Sin un término concreto para definir el pecado, la rica
literatura veterotestamentaria recurrirá a los verbos hata’ (fallar el blanco),
pesa’ (rebelarse) y awôn (apartarse del camino) para expresar la experien-
cia del hombre que rompe su alianza con Dios. Esta ruptura de la relación
con Dios provoca su cólera (2Re 24,19-20) y se equipara a una sentencia
de destrucción y muerte (Dt 6,15). Por ello, los profetas llaman a la actitud
interna de conversión y penitencia que va acompañada de obras externas
como el ayuno (Dt 9,9.18), el saco y la ceniza (Dn 9,3), el llanto y las lágri-
mas (Is 58,5), el rasgarse las vestiduras o cortarse el cabello o la barba (Esd
9,3), el caminar cabizbajo (1Re 21,27), el luto y las postraciones (Is 5,2-3).
La denuncia profética, que vislumbra la conexión entre culpa y destino, se
centrará en el ritualismo vacío y pondrá en evidencia la incoherencia entre
la actitud interior y las obras externas exhortando, cuando no amenazando
con el juicio, al pueblo incapaz de volverse al Dios de Israel (Am 4). Ante
esta situación, Dios es el único que puede restablecer la alianza rota por
el pecado mostrándose así «misericordioso y clemente, lento a la cólera y
rico en amor y en fidelidad» (Ex 34,6-7) porque «Él no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 13,21-23). La nueva oportunidad
de redención y transformación es un don de Dios para el que perdonar no
significa ignorar el mal, sino vencerlo. Dios otorga un auténtico perdón de
los pecados, los cuales borra (Sal 50,3), lava (Sal 51,4) y purifica (Jer 33,8)
creando en el pecador un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26).
La fuerte personalidad corporativo-colectiva de Israel hace que la expe-
riencia de un miembro del pueblo elegido sea válida para el pueblo en su
conjunto (§ 35, 1a). Por ese motivo, las realidades de culpa, conversión y
redención se descubren como experiencias absolutamente sociales. La di-
mensión comunitaria del pecado hace que toda la experiencia se presente
como solidaria en un pueblo que ha de responder con obras de conversión
y penitencia, sacrificios expiatorios, confesiones (alabanza, profesión de
fe, reconocimiento del pecado) y que cristalizan en la gran fiesta anual de
la expiación o Yom Kippur (Lv 16,1-32). Esta ceremonia, signo máximo de
reconciliación para el pueblo entero, era presidida por el sumo sacerdote
quien rociaba el santuario con la sangre de un cabrito sacrificado al tiempo
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que se confesaban las faltas del pueblo; seguidamente, colocadas sus ma-
nos sobre la cabeza de otro «chivo expiatorio», descargaba así los pecados
y el animal era conducido al desierto llevando consigo todas las iniquida-
des; finalmente, el sumo sacerdote imploraba el perdón sobre el pueblo
penitente, a modo de bendición absolutoria, para la que era requerida la
conversión del corazón.
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Hasta la mitad del siglo II la vida de los primeros cristianos está marcada
por el signo de la penitencia. La viva confesión del símbolo de la fe en el
unum baptisma in remissionem peccatorum, junto con el compromiso de
una vida nueva tras el baño regenerador, hacían de la penitencia en la Igle-
sia un ejercicio continuo de la vida bautismal marcada por una permanente
conversión (metánoia). Las faltas cotidianas que debilitaban la fraternidad
cristiana eran confesadas (exomológesis) en el momento previo de la euca-
ristía dominical para restablecer la reconciliación entre los hermanos antes
de celebrar la fracción del pan: «Reunidos cada día del Señor, romped el
pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de
que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, empero, que tenga contienda
con su compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se haya recon-
ciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio» (Didajé 14,1-2). Con
el paso del tiempo la comunidad cobra conciencia de la especial gravedad
de algunos pecados (escándalo en la comunidad, rebelión contra la auto-
ridad eclesial, cismas gnósticos...) que rompían la comunión con la Iglesia.
Incluso para estos pecados algunos testimonios mostraban que era posible
la reconciliación mediante la penitencia y la sumisión al juicio de la Iglesia:
Para Ignacio de Antioquía el regreso a la comunión con el obispo era el
regreso a la comunión con Dios.
La extensión del cristianismo y el extraordinario aumento del número
de sus miembros propiciaron un debilitamiento en la exigencia de vida de
acuerdo con los compromisos bautismales. Tales conductas amenazaban
la autenticidad evangélica de la Iglesia, pero no era posible un segundo
bautismo. Este había supuesto una verdadera remisión (áphesis) irrepetible
por su propia naturaleza. Ahora bien, para los bautizados el Señor había
instituido una penitencia (pænitentia) laboriosa y larga orientada a la re-
conciliación. Conviene advertir en este punto que la Iglesia católica nunca
ha sido la secta excluyente y rigorista de los puros, sino la comunidad de los
santos y de los pecadores necesitados de purificación (cfr. LG 8), a los que,
como Ecclesia-Mater, teniéndolos en su seno, llama permanentemente a la
reconciliación por medio de la penitencia. Dicha penitencia, con un marca-
do sentido escatológico, era única (Hermas) como único era el bautismo, y
proporcionaba una nueva oportunidad al que había caído después del bau-
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Para los pecados cometidos después del bautismo, si eran leves, existía
un tipo de penitencia cotidiana (metánoia); mientras que, si eran graves
(apostasía, adulterio y homicidio) el cristiano debía incorporarse a un pro-
ceso de reconciliación organizado por la misma Iglesia y que constaba de
tres momentos fundamentales: 1) Ingreso en el Ordo Poenitentium. El cris-
tiano, cuya conducta contraria a la santidad de la Iglesia era notoriamente
conocida y denunciada, reconocía su situación y entraba en el orden de los
penitentes durante una celebración litúrgica presidida por el obispo donde
se declaraba públicamente su falta, se le entregaban los hábitos penitencia-
les y se le señalaba la naturaleza y duración de su penitencia. El obispo le
imponía las manos y, desde ese momento, quedaba excluido litúrgicamente
de la comunidad (excomunión), de modo que su pecado había quedado
«atado» y vinculado al cumplimiento de la larga, dura y exigente penitencia
supervisada bajo la atenta mirada de los presbíteros. 2) Cumplimiento de
la penitencia. Se trata del modo de mostrar la conversión cumpliendo las
onerosas obligaciones impuestas, consistentes en ayunos y mortificaciones
con la participación de toda la comunidad en esas liturgias penitenciales
que acompañaba a los penitentes con su presencia y oración; se daba así un
proceso progresivo de cumplimiento penitencial en correlación con la rein-
tegración paulatina en la liturgia eclesial: flentes, audientes, substrati y con-
sistentes. 3) La reconciliación. Finalizado el período penitencial y realizada
una nueva confesión, primero pública y después secreta con el obispo, se
procede a la solemne celebración litúrgica (normalmente en Jueves Santo)
en la que por la imposición de manos por parte del obispo el penitente es
readmitido a la comunión eucarística. Su pecado ha sido «desatado» y par-
ticipa plenamente de la comunión eclesial. La pax cum Ecclesia se verifica
como garantía de la pax cum Deo.
Se trata, por tanto, de una penitencia única en la vida (no reiterable);
rigurosa por la larga duración y los actos penitenciales que comportan tanto
un valor terapéutico (Oriente) como un componente jurídico de satisfacción
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d) Posiciones magisteriales
e) La penitencia en la Reforma
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§ 41. Por la santa unción de los enfermos, junto con la oración sobre
ellos, la Iglesia entera los encomienda al Señor sufriente y glorificado para
que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión
y muerte de Cristo y contribuir así al bien del Pueblo de Dios. El testimonio
de la Escritura, la tradición y el magisterio manifiestan la sacramentalidad
de este signo que recibe el fiel cuando comienza a encontrarse en peligro de
muerte por causa de enfermedad o vejez.
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LA LÓGICA DE LA FE
IV. 1. ORDEN
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
§ 42. Por el sacramento del orden son instituidos los ministros apostólicos
de la Iglesia a los que confiere su gracia propia. El ministerio ordenado, que
comprende tres grados: episcopado, presbiterado y diaconado, hace presente
de forma especial el único sacerdocio de Cristo al tiempo que hace visible el
carácter sacerdotal y diaconal de toda la Iglesia en cuyo nombre se ejerce.
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
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diáconos han sido instituidos por los Apóstoles, «por encargo de Jesucristo
que, a su vez, ha sido enviado por Dios» y ambos dirigen la comunidad
de manera colegial (c. 96). Quizás aquí tengamos la primera legitimación
explícita del origen divino del ministerio eclesial y la relación explícita, por
primera vez, con el culto cristiano. Clemente habla también de los «presbí-
teros», que muy probablemente son identificados con los «obispos» y cuya
característica en el ministerio es la de «ofrecer dones». El Pastor de Hermas
(c. 150), escribiendo a Roma, habla de los obispos, presbíteros y diáconos,
llamando explícitamente a los presbíteros «directores de la comunidad»; se
puede razonablemente suponer que se dirija a ellos cuando en otros mo-
mentos nombra a los «pastores» y a «aquellos que presiden».
Ya Ignacio de Antioquía (†107) había profundizado en el significado del
ministerio al considerarlo en analogía con el misterio de la Trinidad. Al igual
que el Padre es el principio de la vida trinitaria, así el obispo es el principio
de la teología ministerial del cual ha de brotar toda la reflexión teológica.
En sus cartas a las diferentes comunidades adquiere base sólida la estruc-
tura eclesial que, desde ese episcopado monárquico y la vinculación de la
sucesión apostólica al obispo, da fundamento a la comunidad cristiana y
donde se distingue ya la tríada ministerial: «Todos debéis reverenciar a los
diáconos como a Jesucristo, al obispo como a la imagen del Padre, a los
presbíteros como al senado de Dios y al colegio de los Apóstoles» (Tral. III,
1). El presbiterio alrededor del obispo es imagen de los Apóstoles alrededor
de Jesucristo. Por eso, no se pueden entender uno sin el otro. Los diáco-
nos, por su parte, son servidores de la Iglesia y deben ser considerados
como Jesucristo por su comportamiento de servicio, por la propia entrega
a los demás y por la práctica de la caridad a favor del prójimo. La jerarquía
eclesiástica tiene como competencia convocar a la Iglesia en torno al altar
único. Por eso, Ignacio formula con su reflexión una eclesiología eucarística
donde el obispo y la eucaristía son el fundamento de la unidad eclesial.
Con Tertuliano aparecerá la distinción entre el ordo sacerdotalis y la
plebs christiana. La concepción de Jesucristo como gran sacerdote del Pa-
dre abre las puertas para esta incipiente sacerdotalización del ministerio en
la que los obispos, y por extensión, los presbíteros y diáconos quedarán
encuadrados en la denominación de clerus. El obispo se equipara al sumo
sacerdote otorgándole funciones litúrgicas, doctrinales y disciplinares con
un poder universal en la Iglesia en virtud del sacerdocio que desempeña
por participación en el sacerdocio de Jesucristo, el gran sacerdote del Pa-
dre. Con la idea de la suprema dignidad sacerdotal se comienza a producir
un cambio en la categoría conceptual que sostiene al obispo, pasando del
servicio al honor y abriendo las puertas para una futura concepción del
presbítero (cuerpo con consensus sacerdotalis) como sacerdote de segundo
orden.
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LA LÓGICA DE LA FE
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denes. A partir de ahora la reflexión del sacramento del orden partirá del
sacerdote, su referencia será el sacrificio eucarístico, se entenderá como una
dignidad (cursus honorum), el signo será la entrega de los instrumentos y
aparecerán las llamadas órdenes menores (subdiácono, lector, acólito, exor-
cista y ostiario). Este cambio fundamental encuentra su base en la potestad
del presbítero de consagrar (potestas consecrandi). De ahí que la relación
presbiterado-episcopado solo se enfoque desde el sacrificio eucarístico. Las
consecuencias son inevitables: se polariza la distinción entre santificar (sa-
cramentalidad) y presidir (presidencia-dirección) y, a partir de ahí, se esta-
blece una distinción entre la potestas ordinis que queda vinculada al cuerpo
eucarístico (corpus Christi verum) y la potestas iurisdictionis que se ha de
ejercer sobre la Iglesia (corpus Christi mysticum).
En la Escolástica no hay duda sobre la sacramentalidad del orden. Es
una convicción de la teología y de la fe universal de la Iglesia. Por lo tanto,
para los teólogos resulta natural probar la sacramentalidad del orden con
argumentos de la Sagrada Escritura y de la Tradición sin extrema minucio-
sidad. Todos los teólogos incluyen el orden en el elenco de los siete sacra-
mentos. La concepción de la sacramentalidad del orden es tan amplia que
para algunos teólogos incluye también la tonsura, que significaba el ingreso
en el estado clerical; de hecho, la cuestión que ocupa a los teólogos de la
época es la de saber cuántos y cuáles grados del orden son sacramento; esta
cuestión normalmente dependerá del número de los grados reconocidos.
De esta forma, ya Pedro Lombardo considera que las órdenes (menores
y mayores) que están relacionadas con la eucaristía (santificación) son sa-
cramento, mientras que al resto de los oficios y dignidades no se les puede
considerar tales, de modo que el episcopado no es considerado como sa-
cramento. Santo Tomás hereda este planteamiento en donde el sacerdote
queda perfectamente definido desde la potestad de ofrecer la eucaristía, y
el sacerdocio aparece como la máxima categoría entre las órdenes minis-
teriales. La adopción de la teoría aristotélica le hace aportar un interesante
desarrollo incorporando la idea de la instrumentalidad constitutiva del mi-
nistro que actúa, en virtud de su ordenación sacerdotal, como instrumento
del Señor para actuar siempre en su nombre (in persona Christi et in nomi-
ne Ecclesiae), aunque de un modo especial en la eucaristía. En continuidad
con el Maestro de las Sentencias, Santo Tomás afirma que en lo que se
refiere al cuerpo sacramental el obispo no es superior al presbítero, aunque
recibe un «cierto orden» en relación al cuerpo místico sobre el cual ejerce
el supremo cuidado pastoral y donde realiza determinadas acciones que no
puede delegar (confirmar, ordenar, consagrar basílicas). Además, el obispo
depuesto, al ser restituido al ejercicio episcopal, no ha de ser consagrado
nuevamente, por lo que se atisba una cierta afirmación de la sacramentali-
dad del orden que el Doctor Angélico no llegó a desarrollar.
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
XII había declarado que la imposición de las manos era la materia única de
las ordenaciones de diácono, presbítero y obispo recuperando así la más
genuina tradición patrística, al mismo tiempo que mantenía la entrega de
los vasos sagrados y otros gestos como ritos ilustradores dentro de la cere-
monia litúrgica (DH 3859).
El planteamiento teológico del sacramento del orden desde la esco-
lástica, y que fue adoptado por Trento, hacía partir la reflexión teológica
del presbítero y su relación fundamental con la eucaristía. Dado el mismo
poder de consagrar y ofrecer el sacrificio de la misa, el obispo y el presbí-
tero aparecían como iguales en el sacerdocio. De ahí que el episcopado se
definiera entonces por la búsqueda de cuál es y dónde radica la potestas
episcopi y no apareciera clara su condición de sacramento. La reflexión de
los padres del Vaticano II reorientó las claves de comprensión y volvió a
colocar al episcopado, plenitud del supremo sacerdocio, como punto de
partida de la reflexión teológica. Desde ahí se explicará la participación
del mismo sacerdocio de los presbíteros y la colaboración de los diáconos.
La cuestión de su definición no vendrá ahora por la potestas, sino por pre-
guntarse cuál es el don recibido del Espíritu en la consagración episcopal
mediante la imposición de manos. Sin olvidar la importancia central de la
eucaristía, va a ser la misión la que se constituya ahora en el fundamento
del sacramento del orden. Y así, la sacramentalidad del episcopado y el
presbiterado quedan enraizadas en el envío que Jesucristo hace a sus Após-
toles para participar de su propia misión: «Los Apóstoles, instituidos por el
Señor, llevarán a cabo su misión llamando de diversas formas pero todas
convergentes, a otros hombres como obispos, presbíteros y diáconos, para
cumplir el mandato de Jesús resucitado, que los ha enviado a los hombres
de todos los tiempos. El Nuevo Testamento es unánime al subrayar que es
el mismo Espíritu de Cristo el que introduce a estos hombres, escogidos de
entre los hermanos. Mediante el gesto de la imposición de las manos, que
transmite el don del Espíritu, ellos son llamados y capacitados para conti-
nuar el mismo ministerio apostólico de reconciliar, apacentar el rebaño de
Dios y enseñar» (PDV 15).
La visión de los ministerios jerárquicos se hace ahora desde la compren-
sión de los «servicios» (LG 18) y en el amplio marco de la doctrina del pue-
blo de Dios. La recuperación y revalorización del sacerdocio común de los
fieles, difuminado en Trento, junto con su relación con el sacerdocio minis-
terial (diferencia esencial no solo de grado) constituyen las bases para una
adecuada eclesiología (LG 10), donde la comunión y la complementariedad
encuentren cauce adecuado en las relaciones de todos los estados de vida
cristiana. El sacerdocio de Cristo testimoniado en la carta a los Hebreos po-
see dos dimensiones: una existencial (ofrecimiento de la propia vida en la
cruz) de la que brota el sacerdocio común de los fieles para ofrecer el culto
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LA LÓGICA DE LA FE
IV. 2. MATRIMONIO
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
Son muchas las preguntas que surgen ante esta rica realidad y solo el
estudio de la Escritura, la tradición y la reflexión teológica, muchas veces
cristalizada en el magisterio eclesial, nos irán dando luz para responder a
algunas tan importantes como estas: ¿cómo una realidad natural es elevada
a la categoría de sacramento?, ¿de dónde nace su sacramentalidad?, ¿quién
tiene jurisdicción sobre esta institución?, ¿cuál es el elemento fundamental?,
¿qué papel juega el amor, el pacto o la cohabitación?, ¿qué significa unidad
e indisolubilidad?, ¿cómo se fue configurando el matrimonio en las comu-
nidades cristianas?
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LA LÓGICA DE LA FE
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LA LÓGICA DE LA FE
carne» para siempre); está abierto a acoger el don de una nueva vida («cre-
ced y multiplicaos»); es camino realizado por dos personas bajo la presen-
cia de Dios y que tiene como clave existencial la mutua autodonación que
propicia una comunión de vida y que, por su propia dinámica, se establece
como generadora de vida.
En continuidad con la teología del Génesis y dentro del ámbito de los
profetas la clave de la alianza se va a mostrar como decisiva para entender
la relación entre Dios y su pueblo. Rasgos como delicadeza, ternura, intimi-
dad y ardiente emoción marcan la profunda comprensión del matrimonio.
La aceptación mutua en los esponsales y el pacto que se establece entre
hombre y mujer se convierten en símbolo e imagen de la alianza entre Dios
y el hombre, entre Dios y su pueblo, marcada tantas veces por el binomio
fidelidad-infidelidad (Os 1-3; Jer 2,2; Ez 16 y 23; Is 54 y 62): «El matrimonio
es, por tanto, en cierta medida, la gramática merced a la cual se expresan
el amor y la fidelidad de Dios» (W. Kasper, Teología del matrimonio, 42).
Creación y alianza se constituyen así como las dos claves fundamentales
para entender la realidad y la teología del matrimonio cristiano.
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LA LÓGICA DE LA FE
tución divina del matrimonio, por parte del Creador, pero no su institución
como sacramento. Además, en la teoría matrimonial de la Iglesia católica
sospechaba que se ocultaba simple y llanamente un deseo de poder y de
control sobre los matrimonios. Calvino seguía, sin embargo, creyendo en la
primacía de la virginidad tal como deducía de los textos paulinos.
Frente a estas críticas y ataques reformados, el Concilio de Trento con-
firmó y definió la inequívoca sacramentalidad del matrimonio insinuada
(innuit) ya en san Pablo, revalidó la jurisdicción de la Iglesia sobre el matri-
monio, sancionó su indisolubilidad incapaz de ser soslayada por la herejía,
la cohabitación molesta o la culpable ausencia del cónyuge. Declaró que
«la Iglesia no yerra» (fórmula delicadamente ecuménica) cuando enseña y
ha enseñado que, según la doctrina evangélica y apostólica, el vínculo del
matrimonio no puede ser roto por el adulterio. De este modo, en un ejerci-
cio de finura estilística y condena suave, anatematizaba a los que negaban
su autoridad, para no entrar en conflicto con los orientales que tenían una
práctica diferente. Habiendo Lutero contraído matrimonio y cuestionando el
sentido a los votos, Trento condenó la tesis reformada del matrimonio como
estado superior a la virginidad. Frente a toda la problemática de los matri-
monios clandestinos que se arrastraba en los siglos precedentes, el concilio
de Trento con el decreto Tametsi (DH 1813-1816), al tiempo que declaraba
válidos los anteriores matrimonios clandestinos en virtud del consentimien-
to de las partes, prescribía a partir de aquel momento la «obligación de la
forma» (publicidad, presencia del párroco o delegado, testigos…), vinculán-
dola a la validez del matrimonio y demostrando una vez más la conciencia
de la Iglesia acerca del poder que posee sobre los sacramentos, salva illo-
rum substantia.
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LA LÓGICA DE LA FE
BIBLIOGRAFÍA SACRAMENTOS
DOCTRINA GENERAL Y ESPECIAL DE LOS SACRAMENTOS: H. BOURGEOIS-B. SESBOÜE-P. TIHON,
Los signos de la salvación, Secretariado trinitario, Salamanca 1995; D. BOROBIO, Histo-
ria y teología comparada de los sacramentos. El principio de la analogía sacramen-
tal, Sígueme, Salamanca 2012; ID. (dir.), La celebración en la Iglesia I-II-II, Sígueme,
Salamanca 1987-1990; F. COURTH, I sacramenti. Un trattato per lo studio e per la
prassi, Queriniana, Brescia 1999; L.-M. CHAUVET, Símbolo y Sacramento. Dimensión
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LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
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LA LÓGICA DE LA FE
M. RAMOS, Notas para una historia litúrgica de la unción de los enfermos: Phase 161
(1987) 383-402; J.-PH. REVEL, Traité des sacraments VI. L’onction des malades, Du
Cerf, Paris 2009; B. Sesboüé, L’onction des malades, Profac, Lyon 1972; H. VORGRI-
MLER, El cristiano ante la muerte, Herder, Barcelona 1981.
ORDEN: R. ARNAU, Orden y Ministerio, BAC, Madrid 2005; CONGREGACIÓN PARA LA DOC-
TRINA DE LA FE, El sacramento del orden y la mujer, Palabra, Madrid 1997; S. DIANICH,
Teología del ministerio ordenado, Paulinas, Madrid 1988; G. GRESHAKE, Ser sacerdote
hoy, Sígueme, Salamanca 22006; M. PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir. Teología del
sacerdocio ministerial, Herder, Barcelona 2001; K. RAHNER-J.RATZINGER, Episcopado y
Primado, Herder, Barcelona 1965; G. URÍBARRI (ed.), El ser sacerdotal. Fundamen-
tos y dimensiones constitutivas, San Pablo-Universidad Pontificia Comillas, Madrid
2010; A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento,
Sígueme, Salamanca 1984.
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7. ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
hacer referencia para fundamentar el uso del término escatología es Eclo 7,36
que la Vulgata tradujo: «in omnibus operibus tuis memorare novissima tua et
in aeternum non peccabis» [En todas tus acciones acuérdate del fin y nunca
pecarás], y que condujo a que durante mucho tiempo se designara a esta
parte de la teología: Tratado de los novísimos o de las postrimerías. El novis-
sima tua se corresponde con las τ σχατα del griego, que significa «cosas
últimas», aunque el sentido original del texto fuera más bien el de un consejo
de sabiduría humana para el tiempo presente, que invitaba a actuar antici-
pando las consecuencias últimas de nuestro obrar. No obstante la opción de
traducción de la Vulgata: novissima —significando lo más nuevo, las cosas
más recientes— se aplicará a los tratados teológicos que se ocupaban del
fin de la existencia del ser humano y del mundo, así como a los problemas
concretos en relación a dicho fin (muerte, juicio, infierno, gloria), que termi-
nan convergiendo en la designación De Novissimis y también De Extremiss.
Este uso afectará al contenido del tratado. Puesto que lo nuevo siempre es lo
más reciente, lo último en aparecer, el sentido de lo último será identificado
con lo que está en el extremo, produciéndose una sustantivación (novísimos,
postrimerías) de los adjetivos (último, novísimo, postrero) que contribuirá
a una intelección de los mismos como realidades estáticas más que como
acontecimientos y, a la postre, a la cosificación de la escatología, que tomará
la forma de tratado sobre las realidades últimas, cual si la fe hiciese accesible
y observable en inmediatez y objetividad, aquello que nos aguarda al otro
lado de la muerte. A este tipo de escatología se refirió Congar con la célebre
expresión: «física de las ultimidades», y ha recibido otras muchas denomina-
ciones que reflejan, con acierto, el problema latente que se esconde bajo lo
que aparentemente podría parecer un mero juego de palabras. Así Gabino
Uríbarri habla de una «topografía de la trasvida», y Luis Armendáriz de un
«retablo de postrimerías». Curiosamente, la mayor objeción ante este tipo de
reflexión es que provoca que los novísimos dejen de ser lo que son: novísi-
mos, es decir, «últimas formas de ser de algo que tuvo comienzo y ahora es
historia», quedando desenganchados de la historia y consolidados en sí mis-
mos como unos «entes» creados por Dios, aparte de nuestro devenir. De esta
manera era imposible pensarlos como «la configuración última que tomará lo
que ya hoy estamos viviendo como relación entre Dios, el cosmos y nosotros»
(L. Armendáriz, El nuevo rostro, 37). Una tal comprensión arrastra como coro-
lario un determinado concepto de revelación. Ésta es pensada como desvela-
miento del porvenir, en lugar de verla como «la profundidad que encierra el
presente y vislumbra el futuro que lleva en las entrañas» (Ibid., 38). No para
quedarse en una pre-visión del futuro, sino para regresar desde el futuro al
presente retándolo e interpelándolo para que dé lo mejor de sí. La segunda
gran objeción, es que esta visión de lo último, no sólo aísla las ultimidades de
aquello que ultiman, sino de la esperanza con la que han de ser conocidas y
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
creada por el poder del Espíritu (Gén 1.2b) (cfr. Teología y Reino de Dios,
551). Junto a Pannenberg, el inicio del s. XXI en el ámbito italiano ha visto
nacer algunas escatologías en las que la presencia del Espíritu ha tomado
un importante relieve. Así V. Croce, vincula la acción de la Tercera persona
al éschaton donde consuma la dimensión esponsal de cada creyente en
relación a Cristo y la filial respecto al Padre, así como la dimensión fraterna
respecto al resto de la humanidad (Allora Dio sarà tutto in tutti: escatologia
cristiana, 199). Por su parte G. Ancona, afirma que es la presencia del Espí-
ritu lo característico de los «nuevos/últimos tiempos» llevando a plenitud el
itinerario del hombre en Cristo hacia el Padre, e incorporándolo en cuanto
ser-para-la-koinonia a la comunión de la Trinidad y de la humanidad en
Cristo (Escatología cristiana, 279. 347-355). Otros autores han abordado
esta relación tratado, más bien, de incluir la cuestión escatológica dentro
del tratado de Pneumatología. Un buen representante de este intento es
F. Lambasi. En su obra: Lo Spiritio Santo: mistero e presenza, contempla la
entera historia de salvación como un movimiento teleológico que afecta a
todo lo creado, un exitus-reditus, de la Trinidad a la Trinidad, que acontece
bajo la acción del Paráclito que encamina al mundo hacia su culminación, y
donde la etapa final, el «éschaton» es presentado como una «última epíclesis»
(Bologna 1991, 332). Y en el ámbito germano B.J. Hilberath sugiere volver
a la intuición fundamental del Símbolo que entiende la «nueva creación»
como obra específica del Espíritu. Un Espíritu «que obra la liberación, la
renovación y la consumación de la creación», transformando al individuo
en «hombre nuevo», a la sociedad humana en koinonia y al universo «en los
nuevos cielos y tierra» (Pneumatología, Barcelona 1996, 236).
Todas estas aproximaciones apuntan a una relevancia escatológica del
Espíritu Santo que ya era manifiesta en la Biblia. El Espíritu, presente desde
la creación y activo a lo largo de toda la historia de la salvación, vivificará a
la humanidad y transformará el cosmos (Ez 37, 1-14; Rom 8,11) recreando
cielos y tierra (cfr. Ap 21,1; Gén 1,1). Su acción escatológica está íntima-
mente relacionada con su actividad en la historia. Además, el Espíritu de
Dios ejerce un papel decisivo en la resurrección y la vida eterna. Esta fuerte
presencia pneumatológica es explicitada por las primeras generaciones cris-
tianas que basan en la fe en el Paráclito su esperanza de inmortalidad (L.F.
Ladaria, Fin del hombre y fin de los tiempos, 310-332). Y de ella se hacen eco
los símbolos al culminar la sección pneumatológica con la confesión de fe
en la resurrección y en la vida eterna, y al profesar la fe y la esperanza en
el Espíritu Santo como Señor y dador de vida.
En la medida que la escatología ha ido incorporando perspectivas más
personalistas y de carácter relacional, el éschaton se comienza a pensar
con categorías tales como «participación», «encuentro» o «comunión», que
inevitablemente conducen la atención hacia el Espíritu Santo, artífice de
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
Será el artículo cristológico del Símbolo, el que nos permita percibir con
claridad la fundamentación cristológica del tratado de escatología. Como
destaca G. Uríbarri (sigo aquí Habitar en el tiempo escatológico, 254-260),
este artículo, en su estructura interna, nos presenta un entramado verbal
donde se combinan afirmaciones en pasado referidas a Cristo —«...bajó del
cielo, y por obra del Espíritu Santo y María Virgen, se hizo hombre; y por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue
sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo»—;
otras en presente —«Y está sentado a la derecha del Padre»—; y otras en
futuro —«Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino
no tendrá fin». El kerigma cristológico fundamental se formula en afirmacio-
nes en pasado y presente. Desde ellas, nos abre en esperanza hacia otras
realidades futuras. Éste es —como ya se ha dicho— uno de los principios
hermenéuticos que regulan toda reflexión escatológica cristiana: el acceso
al futuro se realiza desde la experiencia histórico-salvífica presente. Por lo
que parece lógico que desde la realidad cristológica (pretérita y presente)
el Símbolo de fe nos invite a propender hacia el futuro de lo que vendrá.
De hecho, lo que se dice en este artículo es que la obra de Cristo no está
clausurada. Todavía ha de venir a juzgar a vivos y muertos; quedan pen-
dientes la parusía, el juicio final y la consumación de la historia en Cristo.
Sin embargo hay que afirmar, sin ambages, que su Reino ya ha comenzado
y que no tendrá fin, es decir, será eterno. La realidad del Reino es escato-
lógica, no caduca con la consumación final. El componente futuro aparece
como intrínseco y fundamental a la esperanza cristiana.
De hecho, el tema del Reino de Dios, se convertirá en un eje fundamen-
tal del pensamiento escatológico contemporáneo. Y tras no pocos intentos
de realizar este reino en su plenitud dentro de la historia, arropados por la
ilusión de que pudiera ser definitivamente cumplida por los hombres una
sociedad verdaderamente humana y justa, las escatologías actuales han asu-
mido con convicción, si bien con diversas acentuaciones, que la esperanza
cristiana ama la tierra (cfr. K. Rahner, Glaube, der die Erde liebt, Freiburg
1966) y ha de comprometerse activamente con ella, pero ansía con igual
fuerza y ardor, la realización de una promesa que desborda sus posibilida-
des intrahistóricas.
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
pero «los verbos que traducen la idea de «venir» adquieren una coloración
sacral, muy próxima a la del término parusía cuando tienen a Yahvéh o al
Mesías por sujeto» (Ibid., 154). Así se entiende que la venida del día del
Señor haya jugado un papel tan importante en la génesis de las ideas es-
catológicas del AT. Los escritores del NT utilizan la palabra (24 veces) en
su acepción técnica religiosa (excep. 2Tes 2,9), para designar con ella el
evento glorioso de Cristo al final de los tiempos. La Parusía es la venida de
Cristo en poder que concluye y consuma la historia de la salvación, supone
la derrota de las fuerzas del mal, la glorificación de los que ya ahora per-
tenecen a Cristo, el juicio, el fin del mundo actual y la renovación cósmica
que denominamos Nueva Creación.
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
de Dios ha triunfado y por lo tanto que hay una posibilidad real de instau-
rarlo ya ahora. El dolor, el mal, la muerte, «de alguna manera» pueden ser
vencidos. Nuestro mundo será transformado y consumado por su poderosa
presencia, pero ese encuentro glorioso de «aquel día» puede y debe de ser
anticipado «cada día» en la exigencia concreta del amor al prójimo, en la
relación con el pobre, en la comunidad, en la celebración litúgica, etc., es
decir en una esperanza activa que «convierte el presente en el comienzo
de la consumación esperada» (F. J. Nocke, Escatología, Barcelona 1984, 69).
El Marana tha estonces, se convierte en un testimonio de nuestro compro-
miso a favor de los valores del Reino. La espera de la parusía no es síntoma
de una piedad quietista. Las obras de los creyentes han de dar testimonio
y anticipar lo que se proclama. La palabra evangélica, es Palabra de Dios,
tiene una estructura sacramental que implica que obra lo que significa, es
performativa, e incluye la acción en el anuncio. La palabra esclarece la
acción y la acción acredita la palabra. Quien confiesa su fe en la parusía
se está comprometiendo a realizar aquello que afirma que puede realizarse
(2Pe 3,12: «esperando y acelerando la venida del reino»). Esperar la venida
en gloria, es ir realizándola, acelerándola. Este es el momento activo del
proceso, y es la única prueba que podemos dar de la verdadera efectividad
de ese anuncio ya, aquí y ahora. Testimoniar la verdad es hacer veraz el
anuncio, es la verificación objetiva de lo anunciado.
El Concilio Vaticano II supuso un momento esencial en orden a discernir
cuál debía ser la actitud del creyente ante la esperanza escatológica. Renun-
ciando a una pastoral intemporal de las verdades eternas del más allá, el
Concilio entenderá como «deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo
los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que,
acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los peren-
nes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y
de la futura y sobre la mutua relación de ambas» (GS 4). Desde este enfo-
quesurge la necesidad de clarificar en qué medida el compromiso histórico
contribuye decisivamente a este Reino que, en definitiva, es obra de Dios;
y hasta qué punto aquello que aguardamos y en lo que comprometemos
nuestro esfuerzo no es un logro histórico sino un don de Dios que supera la
historia y la vida terrena. Superando la posición «dualista-escatológica», que
defendía la tesis de la radical discontinuidad entre los dos órdenes: progre-
so temporal y crecimiento del Reino de Dios —y que, remontándose a Lu-
tero, fue defendida en el siglo XX con gran vigor por Barth o por Bouyer—,
la teología católica inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II se había
ido inclinando progresivamente por la posición «encarnacionista», optando
por la tesis de la continuidad, aunque con acentos diversos. La constitu-
ción pastoral Gaudium et Spes parece consagrar esa posición mayoritaria
al defender de forma muy matizada que «la espera de una tierra nueva no
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
d) El juicio escatológico
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LA LÓGICA DE LA FE
cio como «el elemento esencial de toda la historia de la salvación» que «los
hombres de ambos Testamentos, conscientes de su vocación de ejecutores
del juicio, configuraron hasta convertirlo en el contenido fundamental de
todas las formas y aspectos del anuncio salvífico» (J. Schmid, Gerichtspre-
digt in der Schrift: LThK IV (1960) 742), hasta una interpretación del mismo
en los textos bíblicos con un sentido meramente exhortativo, bien lejano
a la amenaza, el castigo o la condena (A. Tornos, Escatología II, 115-141;
Duquoc, etc.).
El verbo «juzgar» procede del hebreo safat (gobernar, instaurar, dominar,
juzgar entendido en el sentido de ejercer la soberanía). Se le atribuía, como
acción propia al rey que, en tanto poseía la plenitud de poder, era el juez.
De ahí que cuando Dios interviene en la historia, e irrumpe en el acontecer
de su pueblo, cada intervención divina sea leída como un acto regio y, por
tanto, «un juicio de Dios». Ahora bien, como Dios interviene siempre y sólo
para salvar, de ahí se deduce que los juicios de Dios son actos de salvación
(cfr. 1Re 3,16-28; Dn 13 donde Yahvéh asume la responsabilidad de que la
verdad y el bien salgan adelante, precisamente en momentos de dificultad y
oscuridad), manifestaciones de la soberanía de Yahvéh (cfr. Jc 11, 27, 2Sam
18,31; Dt 33,21, etc.) (cfr. D. Mollet, Jugement dans le Nouveau Testament
en DBS IV, Paris 1949, 126ss). Ciertamente esta concepción se cruza tam-
bién con la experiencia de sufrimiento de Israel (destierro) y la pregunta
por los padecimientos del justo, que provocan que la fe en la justicia de
Yahvéh se convierta en la esperanza de una intervención futura en la histo-
ria «el día de Yahvéh», en el que Dios juzgará a los enemigos de su pueblo
(Is 13-27) y al mismo Israel (Is 2, 6-4; Am 5, 16-20). Pero aún aquí, y ante la
expectación de un día terrible, el objetivo del juicio es la salvación, o bien
la conversión que posibilita el retorno de Israel y el comienzo de una nue-
va relación con Dios (Mal 3,2-4). En la época de los grandes profetas este
juicio se concebía como algo intrahistórico, con pruebas y purificaciones
que permitían a Yahvéh reconducir y renovar la historia de su pueblo. Será
la apocalíptica la que convierta el día de Yahvéh en el último día y fin del
presente eón.
La concepción fundamentalmente salvífica se conservará en el NT (Mt
25,31; Lc 10,18; 2Tes 2,8; 1Cor 15,24-28, etc.), donde el juicio será entendido
prioritariamente como la victoria definitiva y aplastante de Cristo sobre los
poderes hostiles. Al afirmar que «él es constituido por Dios juez de vivos
y muertos» (Hch 10,42; cfr. Jn 5,22.27), el texto bíblico está dando un re-
ferente hacia el cual se ha de orientar toda la historia, así como el criterio
y la medida que permitirán situarse en dicha historia en una perspectiva
de esperanza. El evangelio de Juan permite percibir que la relación con la
cristología imprime un nuevo desarrollo a la comprensión del juicio. Si el
primer sujeto del juicio que aparece en la Biblia es Dios (no sólo en el AT
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ESCATOLOGÍA
también 2Tes 1,5; 1Cor 5,13; Mt 10,28, etc), lo es como salvador y como
verdad definitiva. «Dios es juez en la medida que es la verdad misma. Pero
Dios es la verdad para el hombre como el que se ha hecho hombre… Es
medida de la verdad para el hombre en y por Cristo» (J. Ratzinger, Escato-
logía, 222). De ahí que para la fe cristiana el cambio operado en la concep-
ción del juicio consista en que la verdad que juzga al hombre ha salido en
su búsqueda para salvarlo.
La afirmación del juicio escatológico es la confesión de fe en una irrup-
ción final de Dios en la historia, de carácter salvífico, que culminará todos
los actos salvíficos precedentes (juicios de Dios) con el acto salvífico por
excelencia (el juicio final). Por lo tanto lo primero que hay que aseverar es
que Dios juzga en tanto en cuanto salva. De ahí que el venir en gloria y po-
der de Cristo, el venir como rey, sea lo mismo que venir a juzgar, y compor-
te el gozo del triunfo. Cuando la Iglesia primitiva confesaba su fe en Cristo
juez, lo que resonaba era el mensaje de la gracia vencedora y la plenitud
del amor alcanzándonos: «en esto ha llegado el amor a su plenitud con no-
sotros; en que tengamos confianza en el día del juicio...» (cfr. 1Jn 4,17-18).
Esta idea de juicio está lejos del significado forense del término. No se trata
de un juicio de ajusticiamiento sino de justificación, de otorgamiento de
justicia. Lo que los cristianos confesamos en el Credo es que creemos que la
historia conocerá este acontecimiento: un juicio de justificación, y que será
escatológico, es decir fuera de la historia (en el sentido de que pone fin a
la historia). Este juicio supone, además, una justificación de la creación; con
él, la primera palabra creadora (Gén 1, Jn 1) «halla su correspondencia en
el sí definitivo y el amén de la creación a la gloria de Dios (2Cor 1,18-20)
manifestada en la epifanía de Cristo» (Ruiz de la Peña, La otra dimensión,
179). La Iglesia primitiva, lo percibió así y lo introdujo en el credo. La afir-
mación de fondo del artículo de fe sobre el juicio es la idea de la plenitud
triunfante del Reino. Más tarde, cuando la Iglesia salga del ámbito judío y
entre en contacto con la cultura greco-latina, se encontrará con una idea
de juicio que tiene que ver fundamentalmente con la instauración de un
proceso jurídico. La actitud esperanzada frente al juicio-salvación va siendo
desplazada por la del juicio como acto de decisión; la parusía se comienza a
leer en función del juicio y éste se entiende en sentido judicial, por lo que al
gozo expectante le suceden el temor y la inseguridad ante una sentencia in-
cierta; el marana tha desaparece de la liturgia, y el día del Señor se convier-
te en el dies irae de la secuencia medieval (cfr. Ibid., 178). La escatología
se va sumiendo en un moralismo temeroso y sobrecogido, desprovisto de
alegría. Todo esto, va a ir acompañado de un proceso de degeneración del
artículo de fe. El hecho de que en los primeros símbolos el acontecimiento
de la parusía fuese formulado sencillamente como «vendrá a juzgar...» (DH
6, 10, 11,12, etc.), y la comprensión cada vez más jurídica de éste, motivó
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LA LÓGICA DE LA FE
que hubiera de interpolarse la expresión «con gloria»: «de nuevo vendrá con
gloria a juzgar a los vivos y a los muertos» (DH 150).
Vistas así las cosas, la pregunta que surge es ¿qué había de fondo para
que se pudiera dar esta confusión? ¿No deja también el texto bíblico un
testimonio de juicio de discriminación? Ya hemos hablado del aspecto re-
velador de la parusía, y de la dimensión de mostración de la verdad y del
sentido de la historia del juicio. Ambas ideas comportan, sin duda, una
discriminación. Y si bien, en el NT, los evangelios de Juan y Mateo ope-
raron un clara desmitificación de las escenografías apocalípticas del juicio,
ciertamente en el concepto bíblico de juicio, además de la idea de una
intervención regia de carácter salvífico, también se incluía el sentido de
crisis, discriminación y fijación de destino de cada uno a tenor de sus obras.
Esto es lo que nos permite hablar de una segunda acepción del concepto
juicio. El que algunos autores han denominado: juicio como crisis (cfr. M.
Kehl, Escatología, 283; J. L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 179-181; F.
J. Nocke, Escatología, 154-155).
e) El juicio de crisis
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
más bien hace evidente la estructura escatológica básica del NT, que no
piensa la parusía como una división total de los dos eones, como lo hacía
la apocalíptica, sino más bien como una superposición de las experiencias
del siglo venidero a las del siglo presente por medio de la encarnación. De
este modo el juicio sigue teniendo una dimensión escatológica aún cuando
esté aconteciendo en el presente a través de la respuesta de la libertad hu-
mana. Y el juicio escatológico, en tanto que desvelamiento y mostración de
la verdad y del sentido de la historia universal y de la historia personal de
cada individuo, no será sino la manifestación de lo que en el aquí y ahora
de nuestra vida histórica se está decidiendo en el posicionamiento personal
de acogida o rechazo de la llamada y oferta de gracia divina.
Al mostrar el sentido y la verdad que latía bajo la opacidad de la historia,
las consecuencias y las reales intenciones de las decisiones y acciones de
cada ser humano, a la luz del juicio escatológico todo ser conocerá y se
encontrará con su propia verdad y, por ende, se hará patente la decisión
a favor o en contra de Cristo. Por esta razón, aunque el juicio escatológico
sea esencialmente el acto salvífico definitivo, la luz de la verdad arrojada
sobre las libertades personales lo constituirá en pública revelación de las
opciones tomadas (cfr. J. L., Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 181). Este
último «descubrimiento de la verdad» de la realidad humana de forma ínte-
gra —a nivel individual y social— implica personalmente el encuentro de
la persona con la «verdad de su vida», y con esa identidad plena que sólo
coram Deo podía hacérsele accesible. Pero supone también el endereza-
miento de las relaciones humanas, y la apertura del espacio definitivo de
paz y justicia que Dios deseaba para su Reino. El reconocimiento de aque-
llos que han sufrido las consecuencias de la injusticia humana y el otorga-
miento de justicia reparadora. «Existe una justicia. Existe la «revocación» del
sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe
en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya
necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los
últimos siglos... Sólo Dios puede crear justicia... de un modo que nosotros
no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.
Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en
primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás
la imagen decisiva para nosotros de la esperanza» (Spe Salvi, 43), y al mis-
mo tiempo es una imagen que exige responsabilidad, y que otorga valor y
densidad a todo aquello cuanto hacemos en la historia. Pero además, para-
dójicamente, la palabra que juzga —dirá Balthasar— «confiere perfección a
lo defectuoso, sentido a lo absurdo, desde la profundidad insondable de su
libertad. La verdad de la criatura, la verdad de la vida humana vivida sale a
la luz, no partiendo de la profundidad del hombre sino de la profundidad
de Dios», aún así, «la verdad de nuestra existencia no encontrará cobijo en
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LA LÓGICA DE LA FE
una eternidad que no tenga nada que ver con nuestro tiempo vivido» (Cfr.
Escatología, 103). Si el juicio de Dios es un momento de la consumación,
de la acogida definitiva de lo creado en la vida del amor trinitario de Dios,
entonces se pone de relieve hasta qué punto no puede ser sino «expresión
de su amor crítico» (M. Kehl, Escatología, 282). Por esta razón, además de
cómo patencia de sentido y resolución de la opacidad y ambigüedad de la
historia humana y de cada historia personal, el juicio escatológico puede
ser contemplado por el teólogo de Basilea como el encuentro personal
con el Cristo glorioso que incluye un momento de necesaria purificación y
acrisolamiento de la existencia temporal —si ha de pasar al seno de la vida
eterna—, y que la tradición católica ha denominado purgatorio. Esta tesis,
es sintetizada con claridad y belleza en la encíclica Spe Salvi, n. 47: «El fuego
que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El en-
cuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad
se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma
y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese
momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse
como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de
este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos pre-
senta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su cora-
zón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como
a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder
santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin
totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios» (cfr. H.U. von
Balthasar, Escatología, 106-110). También W. Pannenberg se valdrá de la
imagen paulina del fuego purificador (1 Cor 3,12 ss) vinculándola a Jesu-
cristo mismo, que es el fuego escatológico, y a la doctrina del purgatorio.
Afirma que el juicio tiene esta función de «purificación de la discordancia
del pecado y de cuanto contradice la intención creadora de Dios... se con-
vierte así en fuego purificador... que destruye todo lo que es incompatible
en la vida de la criatura con el Dios eterno y con la participación en su vida
(Is 66, 15 ss)» (Teología Sistemática III, § 657). Comprendiendo así el purga-
torio, logra hacer desaparecer la causa de la contradicción planteada sobre
esta doctrina por la Reforma (cfr. § 666).
Hemos hablado del juicio escatológico y del juicio de crisis, pero la teo-
logía clásica se ha referido habitualmente a dos juicios en términos de juicio
universal y juicio particular. De hecho, en el NT hay textos en los que se
menciona muy claramente un juicio universal que coincide con el final de
la historia (Mt 25; Mt 10,15; 11,21-24; etc.), y junto a estos, otros en los que
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ESCATOLOGÍA
se considera que al final de la vida cada uno será juzgado según sus obras
(Mt 12,36-37; Hch 17,30-31; Rom 2,16; Heb 13,4) que parecieran remitir a
un juicio individual. Estamos nuevamente ante una cuestión en la que no
hay unanimidad ni entre los teólogos, ni entre los exégetas. Para un núme-
ro cada vez más elevado de autores los textos hablarían básicamente del
juicio escatológico, también aquellos en los que se dice que cada uno será
juzgado según sus obras, puesto que su finalidad no sería descriptiva, sino
la de destacar la importancia de la responsabilidad personal e individual
(Rom 2,6; 2 Cor 5,10, Heb 9,27). Todos ellos se hallarían en la perspectiva
del único juicio que tiene en cuenta el NT, el juicio a las naciones (e.g. H.
U. von Balthasar, W. Pesch, W. Pannenberg, A. Tornos, Nocke, etc). Pero
además, hay otra serie de textos que hablan de una retribución inmediata
después de la muerte (Lc 23,43; Mt 27,51) y otros que interpretan la muerte
de cada individuo como un ir hacia Dios o hacia Jesucristo (Flp 1,23). Sin
embargo, deducir inmediatamente de éstos un argumento incontrovertible
acerca de la existencia de un juicio particular postmortem distinto y distante
del juicio final (cfr. J. A. Sayes, Escatología, Madrid 2006, 114) no parece tan
obvio, y supone que se están manejando después de la muerte las mismas
categorías temporales del momento presente. Es cierto que el NT acentúa
la idea de que cada uno en particular ha de responder en el juicio por su
vida personal (Rom 2,6; 2Cor 5,10), pero «un testimonio expreso de que hay
un juicio particular distinto del juicio general universal, no se encuentra en
el NT» (F. J. Nocke, Escatología, 90). Esta idea se desarrolló a partir de la
Patrística que, sin embargo, la mantiene unida a la del juicio escatológico, y
más bien como expectación de una retribución cabal para cada criatura. Los
antiguos Símbolos de la fe confirman que el acento no estaba en el juicio
particular, sino en el universal, y lo que se destaca fundamentalmente es
la vinculación parusía y juicio. En la teología medieval la distinción entre
los dos juicios se convierte en un tema principal, tratando de resaltar la
responsabilidad personal; y al fin, el acento se desplaza al juicio particular,
especialmente a medida que la preocupación por la salvación individual va
tomando más importancia respecto a la universal.
Distinguir entre juicio particular y juicio universal, —es decir, afirmar
que hay dos juicios—, uno inmediatamente después de la muerte y otro al
final de la historia encajaba muy bien a los autores que dividían la escato-
logía en «individual y colectiva». Además, sea fundamentándose en el NT o
en la Benedictus Deus (DH 1000-1002), ayudaba a mostrar que la retribu-
ción es inmediata. Ahora bien, el discurso del doble juicio resulta «difícil»
y deja sin resolver algunos problemas de cierta envergadura. En primer
lugar, lo insatisfactorio de la idea de que un hombre sea juzgado dos veces,
para dar cuenta de lo mismo. Y en segundo lugar, la situación de déficit
ontológico en la que se encontraría el supuesto sujeto de la retribución y
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LA LÓGICA DE LA FE
juicio: «el alma separada del cuerpo». Por otra parte, si la retribución es in-
mediata, ¿qué añade el juicio universal? La teología hoy tiende a considerar
la existencia de dos juicios, particular y universal, entendidos como real-
mente distintos y cronológicamente distantes entre sí, no como afirmación
de fe dogmáticamente vinculante sino como un modo representativo de
dar cuenta de una realidad teológica. Legítimo, porque intenta ofrecer una
solución y es coherente dentro de sus presupuestos, pero no vinculante,
porque no forma parte integrante de ningún contenido definido de fe y
por las serias reservas que suscita. La tendencia es más bien a comprender
esta distinción como un «modelo de representación» (Nocke, Escatología,
145-146; cfr. Rahner, Greshake, Lohfink...), que podría convivir con otros
modelos, tal como el que ve en la distinción juicio universal - juicio parti-
cular, la explicitación de dos aspectos de un mismo acontecimiento. Según
Pannenberg, es evidente que la «vinculación entre la escatología individual
y la colectiva lleva a dificultades con respecto a la necesidad de representar-
se global y unitariamente el futuro escatológico», pero estas dificultades se
redimensionan cuando se percibe que tales representaciones del final de la
historia, tienen un interés fundamentalmente antropológico por unir el des-
tino individual y social del ser humano, de ahí su función principalmente
simbólica (Teología Sistemática III, § 592). Él mismo, integrando la proble-
mática del juicio dentro del tema teológico más amplio y determinante de
las relaciones entre tiempo y eternidad, llega a formular la coincidencia de
ambos juicios (Ibid.,§ 657-658). Lo importante es sostener que no podemos
prescindir de la dimensión individual, ni tampoco de la colectiva (social y
universal). Estamos bajo el juicio de Dios tanto como individuos únicos e
irrepetibles, cuanto como humanidad (bajo la luz de su verdad y la fuerza
de su intervención salvífica en la historia). Su juicio nos alcanza tanto en
nuestro ser individual como en nuestro ser corporativo. De ahí que sea me-
nester considerar tanto la solidaridad en la culpa como la responsabilidad
personal, propia e intransferible; «ambas son inseparables y mutuamente
se iluminan y pujan entre sí. Esto quiere decir que el juicio individual que
situamos inmediatamente después de la muerte —debido a nuestra pers-
pectiva temporal—, y el juicio universal, que situamos en el punto final de
la línea temporal de la historia, van juntos y son inseparables para la eterni-
dad divina» (H. U. von Balthasar, Escatología, 104). Es preciso no desenten-
derse de ninguna de estas dimensiones, ni separar drásticamente el juicio
escatológico, de lo que hemos denominado juicio de crisis, porque sólo así
podremos percibir la dimensión presente del juicio escatológico. El juicio
comienza aquí y ahora, como una realidad de nuestra vida, pues es ésta la
que se va configurando y desarrollando bajo el juicio de Dios y de los hom-
bres. Bien sabido que la justicia de Dios no es como la de los hombres. No
nos juzga un Padre airado, ni la justicia vindicativa de los hombres, ni tan
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ESCATOLOGÍA
siquiera la ley moral inscrita en nuestro corazón «sino el hermano que está
junto a mí, que era Dios y en el que estaba Dios» (Ibid., 106).
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LA LÓGICA DE LA FE
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
esencial como nexo de los acontecimientos del fin, así como de vínculo
entre éstos y el devenir histórico, pues desde el acto creador su presencia
activa es garantía de la salvación futura, y él grita con la esposa hasta el últi-
mo día «ven» (Ap 22,17). El Paráclito empuja la historia de la salvación hacia
el momento de la recreación definitiva, afianzando la filiación de los hijos
al Padre y uniéndolos en comunión (cfr. F. Lambiasi, Lo Spirito santo, mis-
tero e presenza. Per una sintesi di Pneumatologia, Bologna 1991, 332). La
Nueva Creación será obra del mismo Espíritu creador (Gén 1,2) que libera,
renueva y consuma; la resurrección, obra del mismo Espíritu que resucitó
a Jesús (cfr. Rom 8,11); así como la gloria final del hombre y su mundo, la
plenitud de la santificación «que nos reviste con el manto de la divinidad...
a nosotros que entramos en Dios hasta el punto de que resplandecemos de
luz divina por todas partes» (cfr. H.U. von Balthasar, Gloria VII, 421). Por
esta razón F. Lambiasi invita a considerar la escatología como la «última epí-
clesis», donde de modo análogo a como ocurre en la Eucaristía, el Espíritu
descenderá al final de la historia para transfigurar y consagrar todo, en una
acción perfectiva conjunta de Dios y los hombres donde fundará también la
unidad definitiva, en Cristo, de la humanidad con Dios.
Este papel específico de la Tercera persona en la elaboración del con-
sorcio divino-creatural, es destacado por O. González de Cardedal al con-
templar al Espíritu como «interiorización» de Jesús. La función pneumatoló-
gica por excelencia consiste en operar en cada sujeto la identificación con
la persona de Cristo «filialmente». Una identificación que comienza con el
bautismo, pero prosigue a lo largo de la existencia histórica en la que el
Espíritu, habitando en el hombre, intensifica la «determinación divina de lo
humano», haciéndolo progresivamente cada vez más aquello para lo que
había sido creado (La entraña del cristianismo, Salamanca 21998, 832). El
punto culminante de este proceso de pneumatologización de la criatura
será el día de la resurrección, en el que el Espíritu obrando como «Consu-
mador» llevará a término la divinización (Ibid., 821): «el hombre compartirá
el destino de la humanidad glorificada de Cristo y será plenificado por el
Espíritu, hasta constituir con el Hijo la relación con el Padre y por el Espíritu
convivir la vida trinitaria» (Ibid., 857).
La Constitución Dogmática Lumen Gentium, ya había destacado esta tarea
escatológica del Espíritu, al afirmar que «la restauración prometida que espe-
ramos», aunque ya comenzó en Cristo «es impulsada con la venida del Espíri-
tu Santo y continúa en la Iglesia». Una mención que no estaba en la primera
versión del capítulo presentado por los padres conciliares y que fue incluida
para explicitar la imposibilidad de hablar de nuestra vocación escatológica
ignorando al Espíritu. La afirmación procede —de la misma manera que ocu-
rre en el Símbolo— de la referencia cristológica al «resucitado de entre los
muertos» (cfr. Rom 6,9), que «envió a Su Espíritu vivificador sobre sus discípu-
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ESCATOLOGÍA
los». A partir de Cristo, Cabeza, el Espíritu fluye con toda su energía divina y
divinizante hacia los hombres (Hch 2,17), para construir a lo largo del tiempo
un «cuerpo filial» histórico: el Cristo Total, la familia de los hijos de Dios (GS
40). «El Espíritu amplía el ser de las criaturas y las transforma de entidades
aisladas en miembros estrechamente unidos en un Cuerpo». (J. Alviar, La di-
mensión pneumatológica de la escatología, 231). Por ser él, vínculo sustancial
y eterno, abrazo de amor entre el Padre y el Hijo, a través de este movimiento
de integración pneumatológica introduce a las criaturas en la comunión in-
tratrinitaria, lo cual implica un enriquecimiento ontológico de las mismas, en
la dirección de esa cristificación o filiación que denominamos «ser-en-Cristo».
Esta labor del Paráclito culminará en el último día, extendiéndose también
a la entera creación. Él que ha sido el Creator Spiritus será ahora el Espíritu
renovador del mundo material, infundiéndole armonía y belleza, purificán-
dolo para hacerlo resplandecer (E. Scognamilglio, Ecco, Io faccio nuove tutte
le cose, Padova 2002, 555. 603-604).
La acción del Espíritu es puesta de relieve con especial fuerza y creativi-
dad en la reflexión escatológica de Pannenberg, vinculándola a la categoría
glorificación. Para él «todo el ámbito de la acción escatológica del Espíritu
se despliega cuando se piensa en su índole propia como glorificación. En
la idea de glorificación, la nueva vida de la resurrección se une, por la re-
lación a Dios Padre, para alabanza de Dios, con el factor juicio contenido
en la transformación de esta existencia terrenal. La glorificación de Dios, en
este sentido amplio, es la obra propia y última del Espíritu, que es también
el creador de vida, la fuente tanto de todo conocimiento, como de la fe, es-
peranza y amor. Y así, también el Espíritu de la libertad y de la paz, y de la
convivencia consumada y perfecta, en el Reino de Dios, de todas las criatu-
ras, en mutuo reconocimiento; convivencia que ya se expresa significativa-
mente en la comunión de la Iglesia. En todo esto, la acción del Espíritu está
ya siempre dirigida a la glorificación de Dios en su creación, y este aspecto
destacará y dominará en su acción escatológica, compendiando y trasfor-
mando todos los demás» (W. Pannenberg, Teología sistemática 3, § 670).
El Espíritu Santo es presentado en el Símbolo como «poder por el que el
Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo como principio
de una nueva historia y de un mundo nuevo» (J. Ratzinger, Introducción al
cristianismo, 276). El hecho de que no se trate del Espíritu como persona
de la Trinidad, sino como poder de Dios en la historia inaugurada con la
resurrección de Cristo, tuvo como consecuencia el que en la conciencia
del creyente se interfiriesen la profesión de fe en el Espíritu y en la Iglesia.
Esto posibilitó una concepción pneumática-carismática de la Iglesia y no
exclusivamente a partir de la encarnación —como se ha visto al inicio del
capítulo de eclesiología—. El tercer artículo del credo, parece indicar que
el punto de partida de la doctrina de la Iglesia ha de ser la doctrina del
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LA LÓGICA DE LA FE
Espíritu Santo y de sus dones, pero que su meta estriba en una doctrina de
la historia de Dios con los hombres, pues «Cristo sigue presente mediante el
Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad» (Ibid., 277), y el don de
su Espíritu, efecto de la resurrección, triunfa sobre la negatividad (GS, 22,
38). Las restantes afirmaciones de la tercera parte del Símbolo no pretenden
ser sino ampliación de la profesión fundamental «creo en el Espíritu Santo».
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ESCATOLOGÍA
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LA LÓGICA DE LA FE
en todos los signos por obra del Espíritu, a una unidad global y dinámica,
que se orienta a la consumación futura en la communio trinitaria.
Es obvio que esta consumación no se otorga a cada individuo aisla-
damente, sino en la comunión de los elegidos (communio sanctorum) y
esto ocurre en la Nueva Creación, donde esperamos la consumación del
reino de Dios, y del pueblo de Dios, que en definitiva es el sujeto de este
reino. La consumación de los individuos y de su historia vital se produce
siempre como plenitud de la «unidad comunicativa» del reino de Dios. El
individuo se perfecciona participando en la consumación de la communio
sanctorum, en la vida resucitada de la comunidad de aquellos que han
compartido la vida y muerte de Jesús a causa del Reino de Dios. En esta
figura perfecta del «Cuerpo de Cristo» es integrado y colabora a su vez con
los frutos de su vida, de modo que «los “individuos santificados” son el su-
jeto de consumación con igual radicalidad que la “comunión de los santos”»
(M. Kelh, Escatología, 236).
La comunión de los santos es además una forma concreta de hablar del
Espíritu Santo; una representación que trata de hacer explícito el modo
como el Espíritu obra en la historia, y que cuenta con un significado fuer-
temente sacramental. En primer lugar alude a la comunión eucarística, po-
niendo al mismo tiempo de relieve su dimensión escatológica: el cuerpo del
Señor une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo, y la
hace partícipe de su muerte y resurrección. De ahí que la Iglesia se entienda
como comunidad de los que son uno a raíz del banquete eucarístico, y des-
de ahí se pasara a incluir en el concepto de Iglesia una dimensión cósmica.
La comunidad de los santos, de la que se habla en el Símbolo, supera los
límites de la muerte, y reúne y une a quienes recibieron el Espíritu y su po-
der único y vivificante (cfr. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 277).
Esta comunidad que abraza a los presentes y a los ausentes en un dinámico
intercambio y comunión en los bienes salvíficos, sustenta teológicamente
y muestra el sentido profundo de la praxis de la oración por los difuntos.
La confesión de fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna
son también ampliación de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transfor-
mador; de alguna forma podríamos decir que presentan su última eficacia,
puesto que la resurrección en la que todo desemboca nace necesariamente
de la fe en la transformación de la historia iniciada con la resurrección de
Cristo. Es decir, también la resurrección de los muertos resuena como una
ampliación de la confesión en la resurrección de Cristo de entre los muertos,
que culmina la sección cristológica del Credo. Por otra parte «si el efecto
de la parusía es la Pascua de la Creación, la extensión a toda la realidad
de lo acaecido a Jesús en su Pascua» (JL Ruiz de la Peña, La pascua de la
creación, 149) no podrá sino suponer la resurrección de los muertos. Como
también la ha de presuponer necesariamente el juicio escatológico, si ha de
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ESCATOLOGÍA
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Carácter somático
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tema del «ser revestidos» (vv. 50-58, cfr. 2Cor 5,4) están enfocados a subra-
yar esta dimensión de transformación. «Pablo se enfrenta decididamente
con la idea, dominante en el judaísmo, según la cual el cuerpo resucitado es
totalmente idéntico con el terreno y el mundo de la resurrección una sim-
ple continuación del terreno» (Ratzinger, Escatología, 185). Si la existencia
cristiana es el proceso de ir imprimiendo en nosotros la imagen de Cristo,
la resurrección será el acontecimiento que nos conformará totalmente con
él; la transformación última que imprime en nosotros la imagen misma del
resucitado. De ahí que la resurrección suponga en la persona que resucita
una cierta continuidad (resucita el mismo ser humano) y una cierta discon-
tinuidad o inidentidad (pero no lo mismo) (cfr. H. Kessler, La resurrección
de Jesús, 273).
Detrás de su argumentación Pablo trata de combatir la tesis de la pura
inmortalidad del alma, es decir, la creencia en una consumación desencar-
nada como forma definitiva de existencia ultraterrestre. La nueva vida no
es una vida meramente espiritual, ni tampoco el cuerpo se puede reducir
a algo puramente espiritual, a una figura ideal o algo similar. Contra esa
tesis el apóstol formula una alternativa tajante: o hay resurrección somática
o no hay salvación. Si la antropología reconoce al ser humano un futuro
más allá de la muerte, éste futuro no podrá ser pensado sino en términos
de corporeidad y por ello ha de ser expresado como resurrección y no sólo
como inmortalidad. El pensamiento de Pablo es claro e incisivo: si se niega
la resurrección corporal, se desintegran los fundamentos mismos de la fe y
por lo tanto se aniquila la esperanza en una salvación encarnada y escato-
lógica. Una salvación presentista y espiritualista es ajena a la esperanza cris-
tiana. Además en este capítulo Pablo realiza una conjunción de cristología
(la resurrección de Cristo) y antropología (cómo será nuestra resurrección),
mostrando cómo lo que sabemos de la resurrección de Cristo ilumina la rea-
lidad de la vida humana y esclarece nuestra esperanza en la resurrección.
Carácter cristocéntrico
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tra alegría o tristeza tome realidad en nuestro mundo, el puente con el que
liberamos nuestra interioridad, a través de los gestos, la voz, los movimien-
tos. El ser humano es cuerpo diciéndose, relacionándose, implantándose en
las coordenadas espacio-temporales. Su corporeidad es la expresión visible
de su mismidad hacia fuera. Durante la existencia temporal ese decirse ha-
cia fuera, esa expresión de lo que se es en sí, nunca se da definitivamente.
Por una parte nuestra exterioridad no siempre responde o encuentra cami-
nos para transparentar la interioridad, en ocasiones, hasta la esconde; pero
por otra, durante nuestro devenir histórico tampoco alcanzamos nuestra
total y definitiva identidad: el yo está en trance de ser. En este sentido pa-
rece posible pensar «el yo resucitado» como ese yo absolutamente logrado
en su identidad, que ya puede decirse tal cual es. Resucitar corporalmente,
sería entonces resucitar con una corporeidad que es transparencia diáfana
de la propia interioridad, de la más profunda y veraz identidad, que tras-
luce, e irradia la dinámica del espíritu, que es expresión de la vida feliz y
plena en comunión con Dios. Una corporeidad que permita una relación
más plena con los demás y con el mundo. L. Boff lo expresaba en su librito
Hablemos de la otra vida diciendo que «resucitamos con aquel cuerpo que
transparente plenamente lo que somos, lo que nos hemos ido haciendo y
lo que Dios en definitiva ha ido pudiendo labrar en nosotros». La nueva
corporeidad resucitada será la configuración última y definitiva de lo que
realmente somos. Con más incisión continúa Boff afirmando: «Al morir cada
uno conseguirá el cuerpo que merece: éste será la expresión perfecta de la
interioridad humana, sin las estrecheces que rodean nuestro actual cuerpo
carnal. (…) El cuerpo trasfigurado será con plenitud lo que ya realiza defi-
cientemente en su expresión temporal: comunión, presencia, relación con
el universo… Con todo la resurrección mantendrá la identidad personal de
nuestro cuerpo… conferirá a cada uno la expresión corporal propia y ade-
cuada a la estructura del hombre interior» (L. Boff, 45). Por su parte Kelh, en
Y después del fin, ¿qué? defiende la idea de que el «cuerpo pneumático» del
que habla Pablo en su carta, así como la tradición bíblico-eclesiástica insis-
ten en el concepto «cuerpo» para referirse al entero hombre resucitado que
alcanza su plenitud sin dejar de ser quien es, junto con la vida que ha vivi-
do realmente, porque quiere destacar el hecho de que perduran los lazos
de su vida terrena, y por ende con su cuerpo animal. Es decir, el concepto
«alma» apuntaría más bien a la «apertura del ser humano a Dios», mientras
que el concepto «cuerpo» lo haría a la relación y ligazón con esa tierra que
la «esperanza cristiana ama» (M. Kehl, Y después del fin, 143 ss.)
Si hemos dicho que todo lo que se afirma en la escatología cristiana
debe poder predicarse de Cristo, entonces, esta argumentación debería sos-
tenerse en referencia al mismo Cristo. Y parece que así es, pues si la Palabra
creadora del Padre se encarnó en el mundo, a través de «la carne del Hijo»,
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LA LÓGICA DE LA FE
tal vez las críticas incoadas que se han dirigido a esta afirmación, no tengan
mucha razón de ser, siempre y cuando se clarifique qué contenido se aloja
bajo esta expresión que, por otra parte, hay que reconocer que retiene una
fuerte referencia de sesgo dualista. Ahora bien, para no tener que someter-
nos al uso de una doctrina filosófica, que cumple su función pero que al
mismo tiempo acarrea problemas metafísicos, la solución parece apuntar a
redefinir cristianamente qué decimos cuando hablamos de la inmortalidad
del alma. Si ciertamente precisamos del concepto inmortalidad para salva-
guardar la identidad del resucitado, será menester repensar desde la fe en
qué consiste. «La esperanza en la resurrección de los muertos» —afirmación
del símbolo que tratamos de clarificar—, presenta la forma fundamental
de la esperanza bíblica en la inmortalidad, que en el NT no aparece como
idea que continúa la precedente e independiente inmortalidad del alma,
sino como expresión esencial y fundamental sobre el destino humano» (J.
Ratzinger, Introducción al Cristianismo, 289).
La inmortalidad cristiana, explica Ratzinger, no es una inmortalidad na-
tural, cual era en el pensamiento griego, sino se trata de una inmortalidad
dialógica: «Mediante la resurrección y frente a la concepción dualista de la
mortalidad expresada en el esquema griego cuerpo-alma, la forma bíblica
de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica
de la inmortalidad: la persona, lo esencial al hombre permanece» (Ibid.,
293). Esta inmortalidad dialógica sería el tipo de inmortalidad específica
del cristianismo. Lo que permanece tras la muerte es «lo que ha madurado
en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporalidad
espiritual». Permanece. Pero permanece de un modo distinto: «permanece
porque vive en el recuerdo de Dios» (Ibid.). Es decir, es sostenida en la
existencia por el Dios que nos crea para establecer con nosotros un diálogo
amoroso eterno. Ese diálogo que Dios inicia con el ser humano ha de ser
necesariamente un diálogo ininterrumpido. Aún cuando el ser humano no
responda o no lo haga conscientemente, el amor y la fidelidad divina lo
sostienen. Esa posibilidad nunca será cerrada por Dios, de ahí que este ser
sostenidos «en el recuerdo de Dios» sea la base de nuestra inmortalidad.
Pero este nuevo concepto de inmortalidad exige necesariamente una reno-
vación en la comprensión del concepto «alma». También en el documento
Recentiores episcoporum synodi (1979) se insistirá en la defensa de este
término, consagrado por el uso en las Sagradas Escrituras y la tradición; y,
aun cuando la Congregación de la Fe reconoce la amplia polisemia bíblica
de este vocablo, declara que no existe razón convincente para desecharlo,
ya que, para la conservación de la fe, es indispensable un verbale instru-
mentum, un instrumento terminológico adecuado. Ahora bien, cuando Ra-
tzinger utiliza el término alma, lo hace en un sentido y con un contenido
diverso a la terminología tradicional cuerpo-alma. Para él, «tener un alma
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ESCATOLOGÍA
del amor de Dios sea vida eterna. Por lo tanto que el «hombre sea un ser
para la muerte» —como afirmaba Heidegger— no es toda la verdad: el
hombre es un ser para la vida siempre y cuando sepa recibir ésta como don
de Dios. Porque si el hombre quiere ser sólo por y para sí mismo, entonces
será para la muerte pues se quedará cercado por un estatuto de finitud.
En segundo lugar, habría que esgrimir razones de carácter soteriológico.
Si se niega el deseo de vivir siempre, cualquier propuesta de salvación ter-
mina siendo una pura teoría abstracta, pues todo se salvaría «en abstracto»
pero nadie «en concreto». El primero de los contenidos de toda propuesta
de salvación es la vida; sin éste, los demás no subsisten. En este sentido
hay que afirmar que la vida es la condición de posibilidad de toda sote-
riología. Sin éste concepto los demás quedan vacíos porque no se sabe de
quien predicarlos. Por ello la fe cristiana privilegia esta categoría, porque
sin vida asegurada y consolidada, no hay salvación posible. Vida que es el
milagro de un amor, que es misterio y que es Dios en persona dándose, y
por ello es vida consolidándose, definitivamente válida, vida eterna. Ahora
bien esta eternidad, no es simplemente una propuesta de vida ilimitada. La
mera derogación del límite vital y, sólo de él, originaría una situación de
contingencia infinita y crónicamente alargada, que sería más perdición que
salvación. De ahí que si la vida eterna ha de ser salvación, importa también
que ésta suponga una mutación ontológica que afecte al ser humano en
todas sus dimensiones, y provoque la desembocadura del hombre en el re-
basamiento de la contingencia nativa. De lo cual se sigue que la vida eterna
para ser salvación ha de ser divinización, participación en el ser de Dios. Se
trata de vivir siempre, pero a otro nivel, con otro modo de ser, con el modo
de ser propio del ser de Dios. Esa vida será eterna, en el sentido de que su
modo de persistir en el ser, su modo de duración será también «eternidad
participada» (cfr. J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 212-213).
Esa realidad que llamamos vida eterna y que consiste en el ser con Cristo
escatológico junto a Dios, ha devenido en nuestros días en una idea sino
tediosa, «aburrida» y falta de estímulo y atracción para muchos cristianos.
Detrás de ella está una especie de convencimiento implícito de la monoto-
nía en la que podría encerrarnos un «eternamente» que aboca a una vida sin
expectativas, sin cambios, lo que convierte a la propia «eternidad» en algo
«trivial» (cfr. M. Frisch, Triptychon, Frankfurt 1978). Este modo de pensar in-
crementa la vieja tesis del aburrimiento, fruto de una concepción reductiva
de la vida eterna como visión de Dios comprendida como mera actividad in-
telectual de conocimiento. Una tal percepción está lejana de la idea cristiana
de vida eterna como «vida en plenitud», vida en «abundancia» (Jn 10,10), es
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LA LÓGICA DE LA FE
Hasta este momento, hemos hablado más bien de la vida eterna como
una relación interpersonal entre la criatura y Dios. Pero si la vida eterna
ha de ser la cifra del contenido vital de la existencia consumada del ser
humano, entonces no podemos olvidar que éste no se puede comprender
sino como alteridad y referencialidad a un tú (sociabilidad) y en su carácter
mundano (mundanidad). Si la vida eterna ha de ser consumación del hom-
bre tendrá que serlo en todas sus dimensiones constitutivas. Ciertamente,
por una parte, tanto las utopías humanas universales como los proyectos
socio-políticos humanistas contienen esta aspiración a la «sociabilidad». Por
otra, el ideal indeclinable de la ciencia, la técnica y el arte ha sido siempre
el del señorío del hombre sobre el mundo, señorío que hoy en día debe
ser matizado por los requerimientos y exigencias de la ecología. Ambas
aspiraciones, a una fraternidad universal y a la transfiguración de la materia
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ESCATOLOGÍA
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porque todos serán fuente de gozo para todos. Si esto será, es que puede
y debe comenzar a serlo, y la comunidad eclesial debería de ser el espacio
donde se testimonie de hecho esta posibilidad, ya ahora, como elemento
constitutivo del Reino ya implantado, ya incoado en el mundo por Cristo. El
primer signo de la esperada plenitud es por lo tanto la comunidad universal
y fraterna de los seres humanos (Ibid.).
Más complejo resulta tematizar la mundanidad consumada pues nues-
tra relación con el mundo está habitualmente orientada por la necesidad.
Es una relación interesada, por ello, no es inmediato pensar en una mun-
danidad presentida y movida por la plenitud y no por la insuficiencia.
Ahora bien, también en este caso, el presente es mediación para nuestro
acceso al futuro. Ya ahora conocemos una relación con la mundanidad que
sólo aspira a humanizarla: la relación estética, la creación artística. El amor
desinteresado a la obra bien hecha, la atracción por la obra bella, el deseo
de incrustar el espíritu en la materia... este tipo de relación es una acción
gratuita y gratificante que ennoblece la materia en vez de degradarla y que
en el fondo también nos humaniza. Análogamente, podemos pensar que
algo así debería ser la mundanidad resucitada en la Nueva Creación. Esta
mundanidad consumada sería también el correctivo crítico a un modo des-
ordenado de relación con el mundo que envilece la materia, la depaupera y
la degrada. Este modelo no puede ser válido porque está en contradicción
con el definitivo. De nuevo la fe en la vida eterna debería convertirse para
el cristiano en instancia crítica que le impulsa a denunciar esta forma tecno-
crática de dominio que es expolio, y defender una relación humanizadora.
Pero dando un paso más, también es pensable que la Creación posea,
por sí misma, y no únicamente a través del hombre, algo indestructible
que el Espíritu del resucitado pueda transformar y consumar en la Nueva
Creación. En esta línea, M. Kehl propone que lo que en el ser humano era
la capacidad dialógica con Dios, pueda ser contemplado en la realidad
creada como «su capacidad de respuesta» para ser aquello que Dios llama
a cada cosa a ser. Esto es lo que la Biblia denomina la alabanza a Dios de
la creación: su capacidad de glorificar y de transparentar la belleza divina.
Esta capacidad deviene en la Nueva Creación pura transparencia, liberada
de las limitaciones, accidentes y desastres que en nuestra historia tantas
veces oscurecen su canto de alabanza al Creador (Y después del fin, 195 ss).
Si la vida eterna es para el ser humano su misma vida agraciada por
el «ser con Cristo» desde el bautismo y consumada en el «ser con Cristo-
escatológico» del que forma parte toda la humanidad insertándose en el
Cristo total, esa consumación implicará así mismo la asimilación y la trans-
formación de la entera Creación en «el Cuerpo de Cristo». De la misma
manera que durante nuestra existencia terrena somos incorporados a este
cuerpo de Cristo en la participación de la Eucaristía, participación que será
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5. Muerte eterna
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a) Revelación bíblica
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LA LÓGICA DE LA FE
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8. VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
del hombre con Dios en Cristo, que el Espíritu interioriza en la vida de cada
creyente y que se desarrolla como un proceso dinámico en el marco de esa
comunidad de fe, esperanza y caridad que llamamos Iglesia. A través de
este dinamismo el creyente va configurando su existencia con Cristo, des-
cubriendo su identidad más propia y la misión específica que es llamado a
realizar junto con sus hermanos en la Iglesia, contemplando la creación y
la humanidad como realidades que le incumben de tal modo que, sin ellas,
no podría alcanzar la salvación que se le oferta, ni vivir la comunión con el
Dios de Jesucristo como fundamento y fin de su existencia, a la que el Es-
píritu le impulsa cada día y en la que participa a través de los sacramentos,
hasta que la muerte —vivida como acto definitivo y conclusivo de su fe,
esperanza y amor— le abra al «Amén» (2Cor 1,19-20) definitivo de Dios al
mundo, en la Nueva Creación.
Tres palabras «clave» acompañarán nuestro recorrido y estructurarán este
último capítulo de nuestra Dogmática: virtudes teologales, dinamismo y
unidad. Con ellas queremos acentuar hasta qué punto la triada fe, esperan-
za y amor apunta a un dinamismo que funda, sostiene y tensiona la vida
teologal hacia un cumplimiento plenificador, así como destacar la unidad
estructural y existencial de la confesión de fe que se concreta en un único
movimiento teologal: creer, esperar y amar.
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VIRTUDES TEOLOGALES
divina. Lo están, y por cierto con la misma intensidad, todos los instantes
de su vida. Si hay una creación continuada, que supone que la criatura no
puede no depender en todo momento totalmente de su Creador, hay una
aceptación también continua del ser humano como pecador, y un continuo
ofrecimiento de perdón. Y por tanto, hay también una santificación con-
tinuada del hombre. Sólo el incesante don del Espíritu de Cristo, del que
siempre necesitamos porque nunca podemos tenerlo en propiedad, nos
permite ser y vivir como hombres nuevos. Es decir, esta presencia de Dios
que transforma y eleva a la criatura ha de actualizarse en cada momento
para que podamos vivir conforme a lo que somos. Dicha actualización pue-
de ser únicamente obra del Espíritu divino. Ahora bien, la relación personal
con Dios que trae consigo la filiación adoptiva es siempre susceptible de
ser enriquecida y aumentada. Por otra parte, toda acción y decisión huma-
nas contribuyen o son obstáculo a la realización de ese «ser hijo de Dios»
- aun cuando en toda acción del hombre sea necesario el «concurso» divino,
entendido no como una intervención que coarta su libertad sino como la
causa de esta última. De este modo, consintiendo libremente a la obra del
Espíritu y actuando su don en nuestras acciones y decisiones, la inserción
en Cristo va creciendo a lo largo de la vida de la persona en vistas a una
progresiva conformación con él y a una consecuente intensificación de la
unión con el Padre. Esto es lo que denominamos «el crecimiento de la vida
en la gracia» (cfr. L. F. Ladaria, Antropología Teológica, 406; Teología del
pecado original y de la gracia, 283). Las «virtudes» encuentran aquí su lugar
propio, como dinámicas de este crecimiento. En ellas está lo característico
de la nueva existencia en Cristo del justificado.
El Concilio de Trento enseñaba que «en la misma justificación, juntamen-
te con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas,
que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza
y la caridad» (Sesión VI, c.7, DH 1530). La libre aceptación de la obra de
Dios en nosotros nos une más a Cristo, y nos abre a la esperanza de una
más plena posesión de Dios. Todo aumento de nuestro consentimiento y
desistimiento en Él intensificará esta inserción. Por esta razón, fe, espe-
ranza y caridad, pueden ser contempladas en sus mutuas relaciones como
dinámicas que posibilitan el crecimiento en la vida de la gracia, puesto que
hacen al creyente cada vez más disponible, profunda y personalmente, ante
la propuesta - llamada de la gracia. Una «disposición» que se concretará en
un aumento de confianza (fe) en Dios, de quien todo se espera y a quien
se ama. De esta manera la gracia de Dios se hace activa en cada creyente
que, de gracia en gracia, camina hacia la consumación «en la esperanza de
la gloria de Dios». Y esta «esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5,5).
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LA LÓGICA DE LA FE
1. Virtudes teologales
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VIRTUDES TEOLOGALES
tido. En primer lugar, desde Dios, puesto que se trata de dones de gracia
otorgados al ser humano en los que Dios mismo se le oferta. Y en segundo
lugar, desde el creyente, en tanto reflejan su disponibilidad de acogida y res-
puesta a dicho ofrecimiento y llamada que, en último término, Dios mismo
posibilita. «En Cristo», la criatura es incorporada a esta corriente de gracia y
amor kenótico que traduce el «sí» absoluto y definitivo de Dios al mundo y
que comporta su divinización y filiación adoptiva a través de la efusión del
Espíritu. De este modo se le abre la posibilidad de corresponder con otro
«sí» libre y agradecido: creyendo en el Dios que se le revela, esperando en el
Dios que se le promete y amando al Dios que le ama.
La comprensión teológica de la existencia cristiana tendrá, en conse-
cuencia, su perspectiva fundamental en la situación dialógica establecida
por Dios respecto al mundo en el acontecimiento único y singular de Cristo
y en la respuesta del ser humano a este acto supremo del Amor de Dios. Se
trata, en último término, de «ser en Cristo» como un destino, de alguna ma-
nera anunciado ya por creación (Ef 1,4), pero que se va a ir concretando en
un proceso de incorporación en la vida divina, a través del cual el creyente
se va configurando más y más con Cristo, y que culminará con la partici-
pación plena en la vida de la humanidad glorificada de Jesús, entendida
como un estar con él en la gloria (Jn 17,24-26). De este modo, la existencia
cristiana —signada ya con la marca del don por creación y justificada por
Cristo—, se despliega, impulsada por la acción del Espíritu, desde el pre-
sente de gracia hacia un futuro de gloria (Rom 8,14-18) y lo hace a través
del compromiso concreto con la historia y la humanidad e incorporándose
en un movimiento de inclusión universal y de recapitulación, en Cristo, que
culminará cuando «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). En este contexto la
fe, esperanza y amor se muestran como canales vitales a través de los cuales
la gracia busca su «hora oportuna» en la historia y en el ser humano, para
iluminar sus opacidades, fortalecer su disponibilidad y sostener su resisten-
cia al pecado, impulsándolo hacia su consumación.
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
su origen. Doble movimiento que hace patente, por una parte, cuánto hay
en las virtudes de aspiración, deseo, y anhelo del ser humano de Dios y de
entrar en comunión con él como realización plena de su existencia. Por otra
parte, nos revela la condescendencia de Dios que se aproxima al hombre
atrayendo, persuadiendo y ofertándosele. De este modo se entiende que
la existencia cristiana se desarrolle también en una doble tensión: centrí-
peta, de acogida, apropiación personalizadora y consentimiento al don; y
centrífuga, puesto que se siente enviada e impulsada hacia la alteridad del
totalmente Otro que la solicita ofreciéndole su propia plenitud y hacia el
«otro» a través del cual vive concretamente su relación con Dios.
Dinamismos de inclinación. La doctrina de la virtud de santo Tomás partía
de la idea de que la existencia cristiana en la fe, esperanza y amor debía de
ser una existencia humana lograda. El Aquinate sustrae de Aristóteles el dato
de la consonancia entre la idea de virtud e inclinación, al contemplarla como
una disposición tendenciosa, una tendencia deseosa, una fuerza de atracción,
un «impulso hacia» algo gozoso y placentero. El fundamento de posibilidad
de que fe, esperanza y caridad actúen como inclinaciones que nos hacen pro-
pender gozosamente hacia una nueva vida descansa en el hecho de que «la
acción de la gracia es, a la vez, transformación ontológica, elevación del hom-
bre e inhabitación personal del Espíritu Santo en él»; y justamente por ello
puede crear una «nueva connaturalidad del alma con las cosas divinas, que
se traduce inmediatamente en una nueva inclinación y disponibilidad» (H.U.
von Balthasar, Gloria I, Madrid 1985, 224).. Esta connaturalidad nace como
fruto ese «amor infundido en el hombre por el Espíritu Santo que habita en
él» que le otorga el sensorium de Dios, es decir el «gusto» por él y, por decirlo
de alguna manera, la comprensión del «gusto de Dios». Este sensorium de
Dios, que es consecuencia del don de la caridad, se sumerge en el sensorium
natural. No se identifica con él, pero paulatinamente lo va connaturalizando
de modo que en la existencia cristiana el deseo y el esfuerzo por vivir con-
forme a la lógica del amor, en coherencia con la fe que profesamos, y en la
esperanza de la realización plena de lo que aguardamos, se va haciendo algo
cada vez más espontáneo, más deseable y por ende más gozoso. De ahí que
podamos hablar de la tríada como una inclinación, una propensión —espon-
tánea, alegre y gozosa— hacia un «modo de vida» en la lógica del amor, en
la lógica del Reino. La existencia cristiana vivida en la fe, esperanza y amor
consistirá en otorgar una preeminencia tal a esta «inclinación», que nos per-
mita «crecer en la vida de la gracia», según el modelo de Cristo.
Dinamismos transformadores. Pero no se trata sólo de una inclinación,
las virtudes teologales, en tanto dones de gracia, originan una transfor-
mación vital en las relaciones fundamentales constituyentes de la persona
capacitándola, al mismo tiempo, para acoger, internalizar y actuar dicha
gracia, en orden a su propia conversión, la del mundo y la ordenación
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
sobre ella y una nueva conciencia de la misma que, en tanto que «habitada»,
se manifiesta preñada de sentido. Fe, esperanza y caridad se convierten así
también en elementos de discernimiento en la historia (cfr. UR 3).
El tercer momento podríamos definirlo como el de expansión y pleni-
ficación de las estructuras humanas en las que se ha expresado la gracia,
pues «al ser el don divino de la participación implantado en la criatura, ésta
alcanza su plenitud: se satisfacen todos sus anhelos, que sin la gracia per-
manecerían incolmables, pues están abiertos, no a las posibilidades propias,
sino a las de Dios» (H.U. von Balthasar, Verbum Caro, 193). En otras pala-
bras, el triforme don de Dios, acogido y asimilado por la criatura, incoado
en sus estructuras antropológicas constitutivas, se convierte en fuente de
una ulterior expansión de los dinamismos naturales hacia realizaciones más
plenas en un nuevo orden de realidad. De ahí que las virtudes teologales
sean como las diversas formas en las que la gracia se expresa al encarnarse
en el tejido de lo humano.
El crecimiento en la vida de la gracia es crecimiento de la persona en
su configuración e inserción en Cristo, lo que proporciona también un
salto cualitativo en las posibilidades de sus estructuras humanas. «El Espí-
ritu que se nos ha dado» (Rom 5,5) no nos habita cual huésped extraño y
perpetuo, sino desencadena un proceso de re-creación que toca al núcleo
más íntimo de la persona permitiéndole ese «ir habituándose» que llevará
hacia delante la fase de connaturalización y, por ende, la de identificación
con el paradigma crístico. En toda relación interpersonal profunda se da
un proceso de acostumbramiento que pasa por el «hacerse el uno al otro».
Análogamente, la gracia —en tanto que relación— implica un proceso de
adaptación, de habituación, que pone de manifiesto que la acción divina
en el ser humano no es ni instantánea ni estática, sino se adapta al carácter
histórico y procesual de todo lo humano. Por lo tanto los llamados «hábitos
infusos» deberían comprenderse más bien como dinámicas de habituación,
provocadas por la fuerza de transformación y de atracción de la gracia al
autocomunicarse. A través de ellas la fe se abre camino a través de la pro-
pia incredulidad, la esperanza lo hace sorteando la desesperanza y el amor
venciendo al egoísmo y al desamor. Así la existencia cristiana toma forma
de un, más bien lento, proceso de rehabilitación, reparación y recreación
de la vida humana, de una afirmación de la potencia de Dios en el sujeto li-
bre, conduciéndolo hacia la semejanza, a través de un cambio de la imagen
adámica a la imagen crística (cfr. LG 65), «momento de posibilitación de lo
imposible» (J.I. González Faus, La humanidad nueva, Santander 1984,228).
Todo el ser es llamado, y todo el ser responde. La transformación se ve-
rifica tanto ad intra como ad extra. a) Ad intra, por la generación de unos
«nuevos órganos» (cfr. San Agustín, Soliloquium I, cp. VI, 12): nuevos ojos
que le permiten ver con otra luz, aún en medio de la duda y la oscuridad, y
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
Las virtudes teologales, si han de dar cuenta del dinamismo activo del
estado de gracia, no podrán pensarse sino juntas, en unidad, inseparables
unas de otras puesto que brotan de un origen común, se mueven hacia una
misma meta y dinamizan la única vida del cristiano. En la mutua interacción
e indivisible unidad en las que se despliega la dinámica del creer, esperar
y amar, este dinamismo hallará su cauce expresivo más propio, al mismo
tiempo que su concretización existencial más acabada.
La existencia cristiana se realiza —como hemos visto— como una única
dinámica que brota del también único, aunque triforme, don de Dios y al-
canza la triple estructura del sujeto humano (ya sea individual o eclesial).
Unificada en la raíz común de la confianza básica, esta estructura se des-
pliega en los tres dinamismos del creer, esperar y amar, desde la irremplaza-
ble base común de la confianza de la criatura en Dios. Dinamismos que, a
su vez, orientan hacia una única y definitiva convergencia: la comunión de
Amor con el Padre, en la participación de la filiación del Hijo por la fuerza
del Espíritu, hasta que «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). De ahí que
se pueda afirmar que sólo en su conjunto y en sus referencias mutuas, fe,
esperanza y caridad pueden constituir un adecuado esquema para describir
la realidad vital de la existencia cristiana en su totalidad. Están en la raíz
de Dios y están en la raíz del hombre, y definen en su unidad perijorética
la existencia cristiana. Por eso su unidad se fundamenta desde el Dios uno
y trino, desde el ser humano y desde Cristo: fundamento, mediador y meta
del encuentro entre lo humano y lo divino. Una unidad que será confirma-
da como tal por la Iglesia donde se reciben, viven y celebran (eclesiología,
sacramentología), así como en el destino último donde esa existencia cris-
tiana encuentra su realización y plenitud final (escatología). La propia reve-
lación (Biblia y Tradición) apunta desde los orígenes del cristianismo a la
utilización de la terna, como una unidad de sentido que describe de forma
paradigmática tanto la totalidad de la vida cristiana, como el camino que
guía al creyente hacia la plenitud a la que se siente convocado con otros.
1. Fundamentación Bíblica
a) La confianza: vínculo concreto de la inmanencia entre la fe, esperanza
y amor
Fe, esperanza y caridad son términos básicos en el NT que encuentran
en el AT su raíz y fundamento. Para dar cuenta de estas dimensiones, tam-
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
aquí elementos que no parecen venir exigidos por la economía del texto
y que atraen la sospecha de que tal vez el v.13 no constituya un todo con
los vv. 8-12, sino que se trate de una nueva sección. ¿Por qué aparecen la
fe y la esperanza en este punto? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué Pablo intro-
duce aquí la triada, afirmando la superioridad de la caridad, si de lo que
está hablando es de los carismas? ¿En qué relación se encuentran la fe y la
esperanza aquí con la caridad? ¿Por qué habría de pensarlos como un único
dinamismo en vez de tres? La solución de esos interrogantes depende de la
interpretación gramatical de los términos nyni y ménei. Tres interpretacio-
nes resumen de alguna manera los intentos exegéticos de aportar claridad
a la significación de este versículo: la solución temporal-escatológica (R.
Fabris, Ch. K. Barrett), la lógica (G. Barbaglio) y la de la tradición teológica
que se ha movido siempre sobre el registro de la sucesión temporal —en
referencia a la última sección del capítulo construida sobre el esquema aho-
ra (artí)— entonces. Esta última leerá la secuencia: «la mayor es la caridad»,
en términos de excelencia escatológica, interpretándola cual afirmación de
su permanencia en la eternidad y como forma definitiva de la vida teologal,
frente a la transitoriedad de la fe y de la esperanza, que cesarían una vez
que se entra en la posesión y en la visión del Dios-Amor. A la interpreta-
ción temporal apoyaría el contexto inmediato anterior, construido sobre el
contraste presente (ahora) - futuro (entonces). Esta visión se correspondería
con otras afirmaciones paulinas que parecen situar la fe y la esperanza en
la fase previa a la condición escatológica: «nuestra salvación es objeto de
esperanza, y una esperanza que se ve no es esperanza» (Rom 8,24-25); y
«caminamos en la fe y no en la visión» (2Cor 5,7). En su contra, esta inter-
pretación evidencia una comprensión fuertemente reductora tanto de la fe
como de la esperanza, que son contempladas únicamente en su carácter de
conocimiento oscuro y desconocimiento, en oposición a la visión.
Pero el entero versículo final puede prescindir del contexto anterior y
ser leído como una síntesis de todo el elogio al amor. En este caso se estaría
afirmando la preeminencia absoluta del amor, incluso frente a las otras dos
realidades fundamentales de la existencia cristiana, esto es la fe y la espe-
ranza. Ahora bien, el intento de separación entre las tres, se encuentra con
el problema de la sorprendente construcción: ménei en singular. Gramati-
calmente el verbo debería aparecer en plural; el singular sólo es explicable
si fe, esperanza y caridad (sin artículo en el texto griego) se entienden
como un todo, es decir, si aquello que hace subsistir la existencia cristiana
es una unidad constituida por la fe, la esperanza y el amor. La dimensión
escatológica no estaría explícitamente tematizada en este texto y, de todos
modos, la afirmación de la excelencia de la caridad también en un sentido
escatológico no excluiría la permanencia de la fe y de la esperanza en la
condición de la plena y definitiva comunión con Dios. Sin entrar en esta
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
1,2-3; Col 1,3-5; Jds 20), que posteriormente y a causa de su relación íntima
con la fe —en su dimensión subjetiva principalmente: uJpomon— cambiaría
de lugar, para establecerse en la formulación tal como la encontramos en
1Cor 13,13: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero
la mayor de todas ellas es la caridad». La fórmula final, sería así el resultado
del uso frecuente y variado de los términos pístis, elpís y agápē, y de las
binas, que conduce a una frase feliz que reasume, resume y condensa la
diversidad de aspectos que con ellos se expresaban. La tríada declara la
posibilidad de vivir el efecto transformante de la propia existencia en la
fe-confianza, fe-esperanza, de la realización «por mí» de las promesas que
brotan del evento Cristo y llegar a la relación del ágape con Dios que se
autocomunica al hombre en dicho acontecimiento. Fe, esperanza y caridad
definen, de este modo, en primer lugar, la esencia de la existencia cristiana
e instituyen una verdadera unidad de respuesta al don de Dios, donde la fe
ocupa el primer lugar y el amor la primacía; en segundo lugar, establecen
las condiciones de salvación escatológica puesta en acto por Dios ya ahora
en Cristo; y constituyen el nudo en el cual la vida del cristiano hic et nunc
se entreteje con la dimensión escatológica de la salvación (cfr. C. Spicq).
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LA LÓGICA DE LA FE
festación en el martirio (en tanto que entrega de la vida por amor). De ahí
que la escuela de perfección de la vida virtuosa consista básicamente en un
prepararse para el martirio (cfr. Ignacio de Antioquía, Tertuliano, Policar-
po, Orígenes). Cuando este ideal ya no parece practicable, la imitación de
Cristo se buscará de forma sustitutiva en la virginidad y en la vida mona-
cal y se expresará a través de la práctica de las virtudes. Dicha práctica se
interpreta como señal o verificación de que Cristo ha otorgada a alguien la
salvación; es decir, como testimonio de la gracia salvífica recibida, fruto de
la «nueva vida» y redención que se ha llevado a cabo en la persona; y sólo
de una manera meramente secundaria expresa también la cooperación y
la correspondencia por parte del creyente. El equilibrio entre don y tarea
bascula claramente hacia la dimensión del «don».
La vida del cristiano se va entendiendo cada vez más como vida en la
fe, esperanza y caridad aunque no se hable explícitamente de ellas como
virtudes: «...fortificaos en la fe que os ha sido dada. Esta fe es la madre de to-
dos nosotros, seguida de la esperanza y precedida de la caridad hacia Dios,
Cristo y el prójimo» (Policarpo, Carta a los Filipenses, 3). Será Clemente de
Alejandría (Stromata IV,7) el primero que se refiera a ellas con una deno-
minación que acentúe la unidad del ternario y su carácter sagrado: «A cuan-
tos tienden a la perfección es propuesto un conocimiento racional, cuyo
fundamento es la santa triada: fe, esperanza, caridad; más la mayor es la
caridad». La existencia cristiana se piensa como un dinamismo tendente a
Dios, cuyo fin es la comunión con Él y cuyo camino se concibe como un
proceso de identificación y asimilación que progresa desde la «imagen» a la
«semejanza» (cfr. Ireneo de Lyon, Adv. haer. IV,18,1), en el que el principio
inmediato es Cristo, el principio de desarrollo dinámico el Espíritu y la me-
diación: las virtudes (Orígenes, Com. a la Carta a Romanos, 6,10-11; 4,6).
Los Padres Griegos después de Nicea van a tener como preocupación fun-
damental la fe en polémica con el racionalismo y tardo arrianismo (Grego-
rio Nacianceno, Gregorio de Nisa), mientras que los Padres latinos después
de Nicea, se mantuvieron más fieles a la unidad de fe, esperanza y caridad,
e incluso las articularon en verdaderos tratados, tal como por ejemplo el de
Zenón de Verona (Tractatus II. De spe, fide, et charitate, PL 11 253-280) y
Agustín de Hipona (Enchiridium ad laurentium sive de fide, spes et charita-
te, PL 40, 231-290). En el pensamiento teológico de S. Agustín (354-430), la
virtud ocupa un lugar primordial: «Es el arte de llegar a la felicidad eterna»
(De libero arbitrio, II, c. 18). De él procede la definición de virtud como
«buena cualidad del alma por la cual se vive rectamente, que no puede ser
usada para el mal, y que Dios produce en nosotros sin nosotros» —fórmu-
la que se refiere propiamente sólo a las virtudes sobrenaturales y que fue
enunciada por Pedro Lombardo y completada por Pedro de Poitiers, pero
que tiene su origen en las reflexiones de S. Agustín en De libero arbitrio,
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VIRTUDES TEOLOGALES
II, c. 19—. Cristo es la fuente de todas las virtudes: «Es Él, Cristo, quien nos
da en esta vida las virtudes; es Él quien en el lugar y el puesto de todas las
virtudes necesarias en este valle de lágrimas, nos dará una sola virtud, a Él
mismo» (Enarr. in Ps. 83, 11, PL 36). Cristo es la Virtud de Dios y desde ahí
es posible hablar de la fe, esperanza y caridad como «virtudes cristianas»,
subrayando la necesaria unidad que debe de existir entre ellas —«No hay
amor sin esperanza, no hay esperanza sin amor, y no hay amor ni esperanza
sin fe» (Ench. 8)—. Es más, cuando Agustín es invitado a dar cuenta de lo
más esencial para la fe cristiana, escribe un tratado que justamente titulará:
«Libro de la fe, esperanza y caridad» (Enchiridium de fide, spes et charitate I,
PL 40). De ahí que pueda exclamar «¿Dónde están aquellas tres virtudes que
el andamiaje de todos los Libros santos tiende a edificar en nuestra alma:
la fe, la esperanza y la caridad, sino en el ánimo de aquel que cree aquello
que no ve todavía, que espera y ama aquello que cree?» (Trin VIII, 4, 6).
Famosísimo es el texto de De catechizandis rudibus IV, 8, que el Concilio
Vaticano II recogerá en el nº 1 de la constitución dogmática Dei Verbum
(cfr. EV 1; DDM 166): «Después de haber propuesto este amor (de Cristo
por el hombre) como fin en el cual hacer converger todo aquello que di-
ces, cualquier cosa que expongas, exponla de modo que quien te escucha,
escuchando crea, creyendo espere, esperando ame». Fe, esperanza y amor
son para el obispo de Hipona «realidades divinas» (Sermo 41, 3; PL 38), y
lo son hasta el punto de que, tenerlas es tener «a Dios» (Contra Gaud. 1,
43; PL 43). Por lo tanto aun cuando Agustín no se refiera a ellas como vir-
tudes teologales, y no siempre se sienta cómodo denominándolas virtudes,
ciertamente de lo que no hay duda es del carácter teologal de la terna para
el obispo de Hipona. Merecen este calificativo por pertenecer al ámbito de
Dios en cuanto «realidades divinas», y porque a él apuntan como origen,
meta y función de las tres, asuntos sobre los que Agustín se expresa sin
ambigüedades. «De Dios recibimos la fe, la esperanza, la caridad» (Sermo
105,5) cuya propiedad son.
Pero habrá de esperar hasta Gregorio Magno para encontrarnos con la
vinculación explícita entre fe, esperanza y caridad y el término virtud. Gre-
gorio hace de la fe, esperanza y caridad, la terna de virtudes. Hablando de
las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sostiene
que una virtud no puede existir sin las otras, y que las virtudes son tanto
más sólidas cuanto más están unidas entre ellas. Esta nota de las virtudes,
será aplicada al dinamismo teologal de la fe, esperanza y caridad: «Los siete
hijos, naturalmente, tienen en nosotros sus tres hermanas, porque con todo
aquello que de viril realizan estos sentimientos de las virtudes, se unen a
la fe, esperanza y caridad. Los siete hijos no conducen a la perfección del
número de diez, si todo lo que hacen no lo realizan en la fe, esperanza y
caridad» (Moralia in Job I, 37-38). Estas tres virtudes cumplen para Gregorio
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LA LÓGICA DE LA FE
2. Fundamentación antropológica
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VIRTUDES TEOLOGALES
don que supone la historia de la relación de Dios con el ser humano, y que
constituye el núcleo de la existencia cristiana, no pueda ser contemplado
como un añadido a una estructura humana que se basta por sí misma, ni
comprendido como la aportación de una realidad absolutamente extrínseca
a ella. Del hecho de que la gracia sea gratuita no se sigue que sea superflua.
Al contrario, cuando la gracia alcanza a la criatura ésta descubre que aquella
realidad absolutamente inexigible e indeducible a priori que se le regala, se
muestra aún desbordándola como lo que, desde siempre, de alguna manera
estaba aguardando y le permite, en definitiva, encontrar su más genuina
identidad: aquello que estaba destinada a ser. El ser humano lo reconoce así
en un doble momento. En primer lugar, en el mismo acto de acogida de la
oferta graciosa divina, donde descubre quién es él mismo y que sólo es, en
tanto que se recibe y se dona; y en segundo lugar, en sus propias estructu-
ras constitutivas que claman por una plenitud que no puede alcanzar por sí,
pero que la autocomunicación divina acogida pone a su alcance elevando
sus posibilidades más allá de sus propias expectativas.
Un triple orden de estructuras antropológicas constituyen y definen al
ser humano como tal. Es un ser fiducial, puesto que precisa confiar y
confiarse, apoyar su existencia en alguien a quien pueda otorgar crédito y
sentirse él mismo capaz de ofertar apoyo a otros; un ser expectante, pues
es en tanto que aspira y se proyecta hacia el futuro (E. Bloch), y se torna
capaz de aguardar, de anhelar, de proyectar, de esperar de sí mismo, de la
realidad y de los otros; y un ser amante, ya que «ser en relación» es el dato
básico que le constituye, y la capacidad relacional que en último término le
define es sin duda el amor (J. Keller).
Si la gracia no es algo exterior y extraño, que se habría añadido a un
ser humano completo, entonces, debe ser más bien contemplada como la
forma en que el hombre es definitivamente él mismo. Puesto que hemos
sido creados «en Cristo» y por tanto «crístico» es el molde en el que hemos
sido pensados y suscitados a la existencia, crística será también la forma
última a la que estamos destinados (la filiación, hijos en el Hijo). El orden
de la gracia abraza, abarca e integra el orden de la Creación, así como todo
orden de la realidad de tal manera que la naturaleza puede ser entendida
como una dimensión interior a la gracia, diversa de ella y con su legitimi-
dad, autonomía y valor propios, pero que precisa de ella para alcanzar la
plenitud para la que fue diseñada.
Nuestra tarea es ahora mostrar cómo desde una perspectiva antropoló-
gica la confianza básica constituye una especie de trasfondo existencial
que, apoyado en la unidad de una base psico-biológica, se instituye en
raíz de la estructura antrolopológica del ser humano (fiducial, expectante y
amoroso) que confirma y funda la unidad teológica del ternario. Además,
dicha confianza básica se va a revelar como ese indicio que nos brinda la
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
3. Fundamentación cristológica
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
5. Fundamentación pneumatológica
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
6. Fundamentación eclesiológico-sacramental
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LA LÓGICA DE LA FE
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VIRTUDES TEOLOGALES
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VIRTUDES TEOLOGALES
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LA LÓGICA DE LA FE
alta hazaña del creer, esperar y amar. La triada se muestra así como la po-
tencia fundamental del existir humano. Y en la medida en que fe, esperanza
y amor penetran en la muerte adquieren el modo de existir más propio y
realizado de la vida cristiana en el presente eón: el modo de la rendida
obediencia de la fe, de la esperanza que permanece contra toda esperanza
y del desapego de la gratuidad del amor. Pero en la medida también, en
que esta muerte puede concebirse como el término consumador que se
opera y realiza por la acción total de la vida misma, la triada se alza como
configuradora de una muerte libre, creyente, expectante y amante, que re-
úne la existencia personal en un solo y único gesto de disponibilidad en el
que dicha muerte sólo puede interpretarse como caída en manos de Dios,
y en el que la persona queda definitivamente configurada (cfr. Ibid., 79-80).
De una muerte así encontramos el testimonio más explícito en el mar-
tirio cristiano. En él, la muerte —entendida como suceso extendido a lo
largo de toda la vida—, pasa a ser la muerte de la muerte, como acto de
plena libertad sobre la totalidad de la vida, pues allí donde se muere vo-
luntariamente se hace presente la vida entera. Esta particularidad permite
que se perciba más explícitamente la unidad de la existencia cristiana y de
los dinamismos de creer, esperar y amar, justamente en este acontecimiento
de la muerte martirial. Y es que la muerte para el mártir es aquello para lo
que él está dispuesto en fuerza de su existencia entera. La disponibilidad
aquí lo es todo. Disponibilidad radical para la causa de Dios en el mundo, a
«estar crucificado con Cristo», a morir por amor a Cristo crucificado «por mí».
La disponibilidad de la fe, para aceptar en medio de las aparentes tinieblas
y absurdo de la muerte, el sentido universal de la existencia, en rendición
amorosa al Dios incomprensible. La actitud de espera en la que el ser huma-
no se pone a sí mismo y a toda su realidad a disposición de Dios a través
de unas mediaciones que se antojan opacas. El martirio, se convierte de este
modo, en el supremo acontecimiento personal de la vida creyente. De la fe
procede y a la fe atestigua con una trasparencia insuperable, y en él se reali-
za la existencia cristiana como victoriosa gracia de Dios: el hecho realmente
universal de la fe que vence al mundo, de la esperanza que sostiene hasta
el final y del amor que se entrega hasta el extremo. Esta perceptibilidad,
esta aparición de la gracia de Dios, real y verdaderamente vencedora, se da
concentrada y cierta allí donde se da la manifestación extrema de la fe, la
esperanza y el amor en unidad indisoluble, en la muerte como testimonio,
en el martirio (cfr. Ibid., 108). Aquí está realmente lo que aparece por fuera:
el morir con Cristo en Dios; y aquí resuena realmente un sí radical a Dios
y a su palabra, no dado sólo por el ser humano, sino por la fuerza y virtud
de Dios que habita y triunfa en la debilidad. Un sí que brota del centro más
íntimo de la persona y se abre al Amén definitivo.
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VIRTUDES TEOLOGALES
BIBLIOGRAFÍA
G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, Ensayo de filosofía moral, Barcelona, 1992;
J. ALFARO, Fides, Spes, Caritas, Roma 1964; Id., Fides in terminología biblica»: Grego-
rianum 42 (1961) 463-505; Id., Esistenza cristiana. Temi biblici. Sviluppo teologico-
storico. Magistero, Roma 19922; Id., Cristología y antropología, Madrid 1973; Id.,
La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje
cristiano: Concilium 21 (1967) 56-69; J. ANOZ, Fe, esperanza y caridad, en AAVV, El
pensamiento de san Agustín para el hombre contemporáneo III. Temas particulares
de Filosofía y Teología, Valencia 2010; H. U. VON BALTHASAR, Caracteres de lo cristiano,
en Ensayos teológicos I: Verbum Caro, Madrid 2001; Id., Fides Christi en Ensayos teo-
lógicos II. Sponsa Verbi, Madrid 1964, 57-96; Id., Pistis y gnosis en Gloria I. La percep-
ción de la forma, Madrid 1985, 123-132; Id., Homo creatus est, Brescia 1991; Id., Las
tres formas de la esperanza en La Verdad es sinfónica, Madrid 1979; Id., L'unità de-
lle virtù teologali: Communio 76 (1984) 5-15; Ch. K. BARRETT, La prima letrera ai Co-
rinzi. Testo e comento, EDB, Bologna 1979; R. BULTMANN, pistéuō, en GLNT X,427-429;
Id., La estructura de la Pistis en Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1981,
372-388; Id. La fe como el escuchar la Palabra en Teología del Nuevo Testamento,
Salamanca 1981, 488- 492; M. COZZOLI, Etica teologale. Fe, carità, speranza, Milano
1991; Ch. DUQUOC, La esperanza de Jesús: Concilium 59 (1970) 314-323; R. FABRIS,
Prima lettera ai Corinzi. Nuova versione, introduzione e commento, Milano 1999;
J. R. FLECHA, Vida cristiana, vida teologal. Para una moral de la virtud, Salamanca
2002; M. GELABERT, Para encontrar a Dios. Vida teologal, Salamanca-Madrid 2002;
A. GONZÁLEZ, La fe de Jesús: Revista latinoamericana de Teología 10 (1993/28) 63-74;
A. HARNACK, «Über den Ursprung der Formel Glaube, Liebe, Hoffnung» en Preus-
sische Jahrb 1916; S. HAUERWAS, A community of carácter, Notre Dame Press, 1981;
Ib., Chistians among the Virtues, Notre Dame Press 1997; M. D. HOOKER, PISTIS
CRISTOU: NTS 35 (1989) 321-342; J. KELLER, La charité commeamitié avec Dieu
d’après St. Thomas d’Aquin, en RTh 12 (1929) 445-475 ; P. LAÍN ENTRALGO, Creer, es-
perar, amar, Barcelona 1993; M. LUBOMIRSKI, Vita nuova nella fede, speranza, carità,
Assisi 2000; P. O’CALLAGHAN, Fides Christi. The Justification Debate, Dublín 1997; R.
PENNA, Il mysterion paolino. Traiettoria e costituzione, Brescia 1978; J. PIEPER, Las
virtudes fundamentales, Madrid 92007; K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe,
Barcelona 1984; H. SCHLIER, Carta a los Efesios: comentario, Salamanca 1991; Id., La
carta a los Gálatas, Salamanca 1975; B. SESBOÜÉ, Creer, Madrid 2001; C. SPICQ, Ágape
dans le Nouveau Testament, II, Paris 1958, (Apéndice I: L’ origine de la triade: foi,
espérance, charité) 365-378; A. C. THISELTON, The First Epistle to the Corinthians: a
commentary on the Greek text en The New international New Testament Commen-
tary, Michigan 2000; A. VANHOYE, Pstις Cristouæ: Fede in Cristo o affidabilità di
Cristo?: Biblica 80 (1999) 1-21; Id., La structure littéraire de l’épitre aux Hébreux,
Paris 21976; R. VIGNOLO, La fe portata da Cristo. Pstις Cristouæ en Pablo en G. CANOB-
BIO (ed), La fede di Gesù, Bologna 2000, 43-68; D. VITALI, Esistenza cristiana. Fede,
speranza e carità, Brescia 2001.
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AMÉN
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AMÉN
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ÍNDICE
I. CREO
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ÍNDICE
II. CREACIÓN:
CREO EN DIOS PADRE
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ÍNDICE
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ÍNDICE
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III. REDENCIÓN:
CREO EN SU HIJO JESUCRISTO
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ÍNDICE
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ÍNDICE
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ÍNDICE
IV. SANTIFICACIÓN:
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
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ÍNDICE
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ÍNDICE
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ÍNDICE
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ÍNDICE
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LA LÓGICA DE LA FE
II. CREO EN JESUCRISTO… QUE VENDRÁ CON GLORIA A JUZGAR A VIVOS Y MUER-
TOS» ................................................................................................. 644
1. Fundamentación cristológica de la escatología ................ 644
a) La escatología hunde sus raíces en cuanto ha aconte-
cido en Cristo ................................................................. 644
b) Diástasis cristológica y modo de apropiación de las
realidadessalvíficas ....................................................... 645
2. «… ha de Venir a juzgar a los vivos y a los muertos» ....... 646
a) La parusía: final y consumación. ................................ 648
b) La parusía: venida en gloria ......................................... 651
c) La parusía es venida a juzgar ...................................... 659
d) El juicio escatológico ..................................................... 661
e) El juicio de crisis ............................................................ 664
f) Los dos juicios: representaciones teológicas ................. 668
g) Juicio, justicia y misericordia ....................................... 671
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ÍNDICE
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AMÉN
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ÍNDICE DE AUTORES
Abbà, G. 753
Abelardo, P. 149, 510, 588, 745, 746
Adorno, Th. 672
Aguirre, R. 389, 444, 629
Agustín de Hipona 31-33, 35, 36, 45, 59, 60, 64, 65, 72, 149, 153, 156,
157, 159, 162, 167, 169, 181, 183, 189, 197, 199,
200, 206, 220, 222-224, 227, 241-245, 263, 266,
273, 350, 355, 362, 383, 384, 387, 402, 406, 407,
481, 504-507, 509-511, 513, 523, 528, 530, 533,
543-545, 559, 560, 571, 590, 623, 646, 699, 724,
736, 737, 745
Alberigo, G. 389
Alberto Magno 161, 494
Aldama, J. A. de 391
Alejandro III 624
Alejandro de Alejandría 135, 142
Alejandro de Hales 535
Alfaro, J. 713, 720, 721, 730, 733, 734, 753
Alfonso María de Ligorio 590
Alleti, J.-N. 435
Alonso Schökel, L. 369
Althaus, P. 689, 691
Alviar, J. 641, 675, 686, 710
Alzseghy, F. 629
Ambrosio de Milán 523, 528
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LA LÓGICA DE LA FE
Amengual, G. 162
Ancona, G. 642, 710
Anoz, J. 753
Anselmo de Canterbury 10, 34, 245
Antón, A. 495
Apolinar de Laodicea 351
Arendt, H. 35, 73, 84
Aristóteles 159, 180, 189, 206, 574, 719
Armendáriz, L. 632, 633, 639, 710
Arnau, R. 534, 604, 629
Arrio 134-140, 142
Atanasio de Alejandría 142, 144, 169, 196
Atenágoras 211
Auer, J. 629
Averroes 200
Avicena 200, 212
Baader, F. 230
Baaren, P. van 52
Balz, J. 13
Balthasar, H. U. von 14, 23, 30, 31, 34, 35, 80, 84, 97, 102, 105, 121,
158, 164, 166, 169, 364, 377, 388, 391, 639, 651,
668-671, 673, 674, 676, 677, 684, 710, 719, 721,
723, 730, 740, 743, 744, 745, 753
Bañez, D. 267
Baraúna, G. 495
Barbaglio, G. 732, 733
Barbour, I. 273
Barth, K. 91, 94, 105, 163, 169, 201, 251, 273, 552, 691
Barret, Ch. K. 732, 753
Basilio de Cesarea 142, 143, 144, 145, 169, 622
Bayo, M. 267, 268, 643
Bayo López, A. 710
Beaudin, L. 516
Becker, J. 680
Beda, el venerable 699
Beinert, W. 629
Benedicto XII 700, 708
Benedicto XVI 19, 47, 58, 184, 295, 365, 369, 455, 476, 478, 579,
667, 668, 672, 677, 728
Berengario de Tours 509, 510, 572
Bernardo de Claraval 37, 64, 70, 528, 699, 755
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ÍNDICE DE AUTORES
Biallowons, H. 414
Bloch, E. 739
Blondel, M. 23, 30, 34, 36-40, 84, 235, 273
Boecio, S. 159, 160-162, 191, 273, 350
Boecio de Dacia 200
Boff, L. 165, 657, 688, 710
Boismard, M. E. 680
Bonhoeffer, D. 529
Bordoni, M. 641, 676, 710
Bornkamm, G. 389
Borobio, D. 577, 578, 583, 592, 628, 629
Bosch, J. 496
Botella, V. 496
Böttigheimer, C. 83
Bourgeois, H. 518, 628
Bousset, W. 332, 335
Bouyer, L. 495
Brobinskoy, R. 151
Brox, N. 22, 84
Brown, R. E. 391, 441, 444
Brunetière, F. 30
Brunner, E. 92
Buenaventura 161, 181, 200, 273, 524, 598
Bueno, E. 496
Bulgakov, S. 116
Bultmann, R. 277, 332, 649, 654, 691, 733, 753
Calero, A. M. 496
Calvino, J. 267, 401, 513, 574, 589, 625, 626
Camelot, P. Th. 389, 495
Casel, O. 516, 518
Casiano, J. 267
Charles de Foucauld 116
Chauvet, L. M. 498, 628
Childs, B. 130
Chrétien, J. L. 65, 84
Cicerón 158
Ciola, N. 641, 676
Cipriano de Cartago 457, 464, 504, 533, 544, 559, 569, 608
Cirilo de Alejandría 119, 352, 353, 570
Cislaghi, G. 411
Clemente XI 384
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LA LÓGICA DE LA FE
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ÍNDICE DE AUTORES
Durrwell, F. X. 578
Dussel, E. 274
Dykmans, M. 700
787
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LA LÓGICA DE LA FE
Fries, H. 83
Frisch, M. 701
Gaburro, S. 66, 84
García-Baró, M. 71, 238
García Llata, C. 378, 391
García Paredes, J. C. R. 391, 629, 630
Garijo-Guembe, M. M. 496
Gauchet, M. 42, 84
Gavrilyuk, P. L. 119
Geerlings, W. 26, 84
Gelabert, M. 716, 753
Gerken, A. 629
Gertler, Th.
Gesché, A. 20, 21, 50, 84, 105, 274, 634, 697, 710
Gesteira, M. 293, 388, 569, 571, 575, 629
Gil, J. 700
Gnilka, J. 389, 680
Godescalco 267
Goethe, J. W. von 9, 96, 162
Gómez-Lobo, A. 692
González, A. 753
González de Cardedal, O. 27, 44, 58, 84, 366, 388, 674, 720, 724
González Faus, J. I. 274, 388, 723
González Montes, A. 83, 450
Grañés, C. 73
Gregorio IX 624
Gregorio Magno 699, 737, 738
Gregorio Nacianceno 84, 145, 149, 155, 164, 169, 351, 365, 544, 545,
736
Gregorio de Nisa 67, 167, 736
Grelot, P. 699
Greshake, G. 91, 149, 153, 157, 164, 165, 169, 614, 649, 670,
692, 693
Grillmeier, A. 137, 140, 169, 389
Grillo, A. 537, 629
Guardini, R. 55, 84, 516, 518
Guijarro Oporto, S. 389
Guillermo de Auxerre 162
Guitmundo de Aversa 572
Gunton, C. E. 49, 84, 164
Gutiérrez, G. 116, 657
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ÍNDICE DE AUTORES
Haeffner, G. 692
Hahn, F. 389
Hamman, A. 629
Harnack, A. 734, 753
Hart, L. H. 55, 84
Hauerwas, S. 753
Hegel, G. W. F. 55, 120
Heidegger, M. 189, 220, 701
Heiler, F. 109
Hengel, M. 285, 287, 328, 333, 335, 340, 389
Henry, M. 50, 51, 84
Hercsik, D. 75, 84
Hermas 398, 533
Hick, J. 390
Hilario de Poitiers 142, 155, 164, 169, 350
Hilberath, B. J. 642
Hildebrandt, D. von 264, 274
Hipólito 158, 355, 384, 398, 533, 542, 558, 597, 608, 685
Hobbes, T. 703
Holmberg, B. 444
Hooker, M. D. 743, 753
Husserl, E. 175, 199
Hugo de san Victor 153, 181, 245, 510, 524, 624, 625
Hünermann, P. 13, 388, 391
Hurtado, L. 333, 389
Hus, J. 454, 573
Ignacio de Antioquía 398, 502, 569, 584, 607, 608, 622, 685
Ignacio de Loyola 14, 399
Imhof, P. 414
Inocencio I 597
Inocencio III 511, 534, 624
Ireneo de Lyon 13, 59, 61, 75, 189, 357, 374, 375, 383, 397, 480,
651, 689, 736
Isidoro de Sevilla 14, 508
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LA LÓGICA DE LA FE
Lactancio 44
Ladaria, L. 71, 84, 152, 154, 164, 169, 262, 265, 274, 389, 642,
711, 714
Laín Entralgo, P. 753
Lambiasi, F. 642, 674
Lancfranco de Bec 509, 572
La Potterie, I. de 380, 381, 385, 391
Larrabe, J. L. 629
Latourelle, R. 33, 59, 83, 85, 495
Laufen, R. 388
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ÍNDICE DE AUTORES
Lehmann, K. 80, 85
Leibniz, G. W. 189, 222, 273
Léon-Defour, X. 372
León Magno 160, 353, 356, 364, 502
León XIII 475, 614
Leoncio de Bizancio 355
Leoncio de Jerusalén 355
Léthel, F.-M. 283, 389
Lessing, G. E. 34, 56
Locke, J. 163
Lohfink, G. 416, 417, 420, 649, 692
Loisy, A. 416
Lombardo, P. 245, 264, 510-512, 609, 625, 745
Lonergan, B. 61, 498
López Sáez, F. J. 629
Lorenzen, Th. 389
Lossky, V. 116, 169
Lubac, H. de 31, 63, 85, 158, 268, 269, 274, 395, 397, 400, 404,
406, 472, 495, 518, 532, 699
Lubomirski, M. 734, 753
Lutero, M. 14, 116, 118, 183, 266, 273, 513, 514, 534, 546,
574, 588-590, 610, 625, 626
Macdonald, M. Y. 442
Madrigal Terrazas, S. 395, 412, 414, 453-455, 468, 484, 485, 495, 496
Marcelo de Ancira 143
Maréchal, J. 34
Marías, J. 148, 666
Martelet, G. 641
Martín Velasco, J. 41, 42, 53, 85, 109
Martínez Oliveras, C. 497
Martínez Sierra, A. 391
Martínez-Gayol, N. 631, 713
Maspero, G. 169
Máximo Confesor 147, 164, 282, 283, 356
Mead, M. 741
Meier, J. 281, 389
Melchor Cano 80-82, 85
Menke, K.-H. 274, 376, 377, 380, 391
Mensching, G. 109
Meo, S. 391
Merklein, H. 368
791
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LA LÓGICA DE LA FE
Nautin, P. 405
Neuenheuser, B. 629
Neusch, M. 83
Newman, J. H. 30, 31, 41, 497, 518, 616
Nestorio 352-354
Nicolás de Cusa 257
Nicolau, M. 629
Nissiotis, N. 151
Nocke, F. J. 501, 523, 545, 554, 581, 591, 596, 615, 620, 629,
655, 664, 669, 670, 681, 692
Noemi, J. 648-650, 711
Norden, A. 734
Nussbaum, M. 85
O’Callaghan, P. 753
O’Collins, G. 389
Ollé-Laprune, L. 30
Olivi, P. J. 212
Oñatibia, I. 629
Orígenes 67, 120, 135, 140, 158, 197-199, 211, 273, 355,
384, 419, 503, 570, 736
Ortega y Gasset, J. 48, 85, 148
792
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ÍNDICE DE AUTORES
Quevedo, F. 50, 72
793
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LA LÓGICA DE LA FE
Salinas, P. 35
Sánchez Rosillo, E. 49, 85
794
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ÍNDICE DE AUTORES
795
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LA LÓGICA DE LA FE
Silanes, N. 403
Simonetti, M. 389
Sixto IV 384
Sobrino, J. 116, 388, 657
Spicq, C. 734, 735, 753
Stock, K. 391
Studer, B. 390
Stuhlmacher, P. 101, 109, 389
Sullivan, F. A. 73, 78, 85, 496
796
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ÍNDICE DE AUTORES
Uríbarri Bilbao, G. 277, 360, 388, 390, 412, 468, 630, 632, 644, 646,
682, 711
Valensin, A. 31
Vanhoye, A. 61, 85, 390, 482, 613, 630, 734, 743, 753
Vargas Llosa, M. 73
Varrón 158
Velázquez, D. 51
Verweyen, H. 18, 33, 34, 36, 83
Vicente de Lerins 75
Vignolo, R. 753
Vitali, D. 733, 746, 753
Vorgrimler, H. 501, 539, 570, 571, 590, 599, 617, 623, 629
Wahl, J. 45
Waldenfels, H. 61, 64, 83, 85
Werbick, J. 84, 169
Werner, K. 396
Westermann, C. 193
Willians, R. 389
Wilson E. O. 205
Wittgenstein, L. 96
Wolff, H. W. 274
Wolinski, J. 389
Wozniac, R. 169
Wyclif, J. 454, 573
Zañartu, S. 389
Zedda, S. 698
Zenger, E. 192, 241
Zenón de Verona 736
Zizioulas, I. 151, 152, 158, 164, 168, 169, 408-410, 427
Zubiri, X. 44, 92, 103, 238, 257
Zwinglio 514, 574, 589
797
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