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Con la destreza de un felino, Lockhart se deslizó entre las sombras hasta avistar
una figura encapuchada que manipulaba algo en sus manos. Se acercó con sigilo y, en
un rápido movimiento, reveló al individuo.
Ante él estaba Marta Sánchez, una joven de dieciocho años, con los ojos
desorbitados y un semblante desencajado. En sus manos sostenía a una rana dorada
venenosa, y en su mirada, Lockhart encontró una mezcla de locura y desesperación.
—¡No entienden! —gritó Marta, lágrimas en los ojos—. El doctor nos destrozó la
mente. Solo quiero que encuentren la paz.