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SAGRADOS Y PROFANOS

Años atrás una biblioteca popular de la provincia de Buenos Aires, en Argentina, nos contrato a
varios titiriteros para festejar el Día del Niño en los rincones más humildes del pueblo. Muchas
funciones fueron delante del altar de pequeñas parroquias, con Cristo detrás de los retablos.
Eran los únicos lugares libres del empecinado barro que las recientes inundaciones habían
dejado en estos pueblos de campo. ¿Títeres en las iglesias? No es tan raro. “Más contento que
un titiritero en Pascuas”, reza un viejo refrán español que alude a la bonanza laboral en la
Cuaresma del Siglo de Oro, cuando eran prohibidas las representaciones de compañías de
actores. Además era más económico contratar un solo titiritero con sus muñecos para edificar
fieles con pasajes bíblicos y vidas de santos. Pero pronto las furiosas peleas de los santos con
el diablo y los ruidosos pasos de la farsa no le parecieron a la curia adecuados con el
recogimiento de la fecha. Los títeres fueron expulsados de los templos y volvieron al mercado
popular.

Una de las tantas teorías afirma que su cuna fue la India. De allí los títeres pasaron a Persia,
luego a Arabia y de allí los gitanos y titiriteros ambulantes los llevaron por toda Europa. En la
India eran dioses y semidioses que participaban con escenas sagradas del Mahabarata y el
Ramayana -aún hoy los titiriteros en Indonesia convocan a los espíritus para encarnarse en sus
sombras-. Pero habría sido un personaje subalterno, Vidushaka, enano pelado con joroba y
rostro deforme, el prolífico abuelo de tantos insolentes como él: Karagoz, Polichinela,
Kaspareck, Guignol, Punch, Petrouchka. Estos personajes, groseros en el tablado popular y
activos participantes de no pocas revueltas sociales, llegaron también al teatro de telones
dorados, con finas representaciones operísticas para la nobleza y la alta burguesía, como
prueban antiguos grabados del siglo XVIII.

Raul González Tuñón (1905-1974), poeta y viajero incansable, muy amigo de los títeres,
describe su mundo en “Marionnettes”, que comienza así:

Conozco más de un barracón


de titiriteros, inmundo.
Oí muchas veces la canción
de la alcantarilla del mundo.
Conozco burgueses tranquilos
que va a hacer la digestión
mirando los dorados hilos
que maneja el operador.
Más prefiero la soledad
por la que libres, los fantoches
van discurriendo por las noches
bajo lunas de corta edad.

El poema es extenso y recorre los títeres populares que conociera por las calles de Europa en
un viaje mítico en la década del 20. Inspirado sobre una canción francesa para niños, Tuñón
logra una gran metáfora de la existencia, donde los muñecos parecen ser eternos. Concluye
así:

Y todo es eso, mi querida.


Pasar, la única función,
función de muerte, función de vida,
pobre aserrín el corazón,
pobre máscara desteñida
Nuestra ilusión.
Los que ayer estaban no están
-cuántos rostros se han esfumado-.
Sobre la lona del tinglado
las marionnettes dan, dan
tres vueltas y luego se van.
Tal vez este movimiento dialéctico o pendular, del templo al mercado, de la taberna al jardín de
infantes, del teatro popular al experimental, una constante en este género, es el que le otorga
tanta riqueza y versatilidad, tantos matices diferentes y contradictorios.

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