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MIÉRCOLES, 22 DE MARZO DE 2017

"El secuestro de Europa central. Entrevista con Milan Kundera." (La


Vanguardia, 10/12/1985)

Esta semana aparece en librerías la última novela de Kundera: “La insoportable


levedad del ser” (Tusquets Editores). En esta entrevista, el gran escritor checo habla
de la paz y de la guerra, del “kitsch”, de los sentimientos, de la novela y, largamente,
de Europa. Demostraciones de la “insoportable” lucidez de Kundera
Encontrar a Milan Kundera para una entrevista es como toparse con un personaje de
sus novelas y penetrar, al propio tiempo, en un universo imaginado por él. Poco
importan las complicidades que te habías imaginado, las preguntas que habías
preparado para disipar lejanías. Para relevarse a sí mismo, Milan necesita colocarle a
uno en un mundo hostil (también sus protagonistas existen “por despecho”) y por
consiguiente, no dudará en ponerle a uno metafóricamente de patitas en la calle. No sin
haber hecho varias reverencias a la japonesa, después de reescribir con su propia
pluma la entrevista -no sólo las respuestas sino incluso las preguntas- y, por fin, se
disculpará por tamaño descaro y se aprestará a volver a empezar (casi) desde el
principio.
Pero también éste es quizás un cliché de los que Kundera aborrece. Kundera es
inefable. Es clandestino y, a continuación, de improviso, transparente. “Le aconsejo -
ordena- que escriba en la introducción que no soy un emigrante como todos los demás.
Que no soy ni un nostálgico ni un amargado. Que en Francia me encuentro muy bien.”
Y después habla de la Europa que “discretamente sale del escenario” con inequívoca
amargura, así como de Europa central “secuestrada” con inequívoca nostalgia. Hace
diez años, junto con Vera, se vio obligado a abandonar Checoslovaquia, pero su
malestar no acaba en París. El despecho continúa. Y continúan sus magníficas novelas,
que el escritor ofrece como regalo a quien demasiado apresuradamente pretende
obtener su “identikit”. La última se titula “La insoportable levedad del ser”. Narra allí
unos amores oblicuos, paradójicos cuando salen bien, comidos por la ironía cuando
fracasan. Trata también de una Europa que ya no sabe hacer historia, sino sólo
espectáculo, “en un escenario que se vuelve cada vez más pequeño hasta el día en que
ya no será más que un puntito sin dimensiones”

En su opinión, Kundera, la tragedia de Europa central explica la actual crisis


europea. ¿Puede explicamos por qué?
- Mire, la palabra Europa es un poco ambigua. Por una parte es un bloque único, desde
el Atlántico hasta los Urales. Sin embargo, al mismo tiempo, y desde hace siglos,
existen dos Europas. La del este, enraizada en la civilización de Bizancio y la Iglesia
ortodoxa. Con su alfabeto cirílico y Rusia como fuerza motriz. Y la occidental, anclada
en Roma y en el catolicismo. Unida por la misma experiencia del Gótico, del
Renacimiento, de la Reforma, del Barroco... Desde 1945, la frontera que separaba estas
dos Europas ha sido desplazada hacia el oeste en unos cuentos centenares de kilómetros.
-Es lo que usted llama el “secuestro de Occidente”. De una parte de Occidente.
¿Pero, es posible que ni siquiera nos hayamos dado cuenta, aquí, en el oeste?
-A menudo pregunto a mis amigos franceses, con inocencia simulada: “¿Sabéis dónde
vivió Emmanuel Kant?”. Casi ninguno lo sabe. Y entonces contesto: “Jamás podréis ver
su tumba. Könisberg, la ciudad de Kant, se encuentra, desde hace cuarenta años, en

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Rusia y se llama Kaliningrado”. ¡La gente ni lo sospechaba! Así es como Kant ha sido
doblemente secuestrado, al igual que Europa central, por el gran Imperio de Oriente y el
gran olvido de Occidente.
-Sin embargo, es grande el interés por la Europa central. A veces parece casi una
moda...
-Tal vez. Pero es una moda que concierne, casi exclusivamente, a Viena y al inicio del
siglo. Se olvida que Viena, sin su historia de territorio multinacional, es inimaginable.
El psicoanálisis de Freud pronto fue ampliado en Budapest. El mayor nostálgico del
imperio de los Habsburgo, Joseph Roth, tiene sus raíces en Polonia, por haber pasado
allí su infancia y su juventud. El más importante innovador de la novela moderna, Franz
Kafka, era de Praga. El estructuralismo, que en los años sesenta invadió las
universidades europeas, nació hacia finales de los años veinte en Praga. ¿Y qué decir de
la música europea? Su historia, de Haydn a Schönberg, está toda concentrada en esta
pequeña franja de tierra, y entre cada uno de los músicos hay más de una complicidad.
Mozart está enamorado de Praga. El checo Smetana se inspira en el húngaro Liszt,
Dvorak en Brahms, Bartok, el húngaro, y Janacek, el checo, no se conocen, pero tanto
más sorprendente es su parentesco estético. Esta Europa central no puede reducirse a
una nostalgia retro. Aunque está secuestrada, existe todavía...
-No sólo existe, sino que, como usted sostiene, prefigura, “con sus pequeñas
naciones vulnerables” el destino de toda Europa.
-En un mundo, cada vez más dominado por las máximas potencias, está claro que la
importancia de Europa disminuye. Y que las naciones europeas que fueron grandes se
convierten, poco a poco, en naciones pequeñas. Una nación pequeña sabe aquello que
las grandes olvidan fácilmente: que su tiempo en esta tierra está contado, desde siempre
y para siempre. Que es vulnerable. Mortal. Siempre cuestionada. Siempre constreñida a
justificar la propia existencia. El himno nacional polaco empieza con las palabras:
“Polonia aún no ha perecido”. ¿Puede imaginar a un ruso o a un chino cantando: “Aún
no estamos muertos?” Los polacos, sí. Witold Gombrowicz, en una carta escrita en el
1953 a Czeslaw Milosz, escribe: “Dentro de cien años, si sobrevivimos como nación...”.
Como posibilidad permanente, la muerte impregna la conciencia de una nación
pequeña. Y esta conciencia de la muerte, de la finitud, pronto será propia de toda
Europa. Este es el momo por el cual los grandes escritores de la Europa central -de
Kafka a Broch, de Musil a Gombrowicz- son hoy tan universales. Ellos han visto de
cerca el hundimiento del Imperio y las cosas terribles que ocurrieron después... Fueron
los primeros en situar los acontecimientos de sus propias novelas en un mundo que se
sabe mortal. Entre horizontes que están cerrándose. Con ellos comienza, en mi opinión,
un nuevo período de la historia de la novela. Un período postproustiano. En el siglo
dieciocho, con Richardson, el universo interior del hombre se revela de improviso como
un infinito sorprendente. Con Proust, la búsqueda de este infinito se agota. Pero Kafka y
Broch han demostrado que, el final de la novela psicológica, no significa
automáticamente el final de la novela. Bajo los cielos postproustianos, la novela se
pregunta cuáles son todavía las posibilidades del hombre dentro de unos horizontes que
se cierran en tomo a él.
Sin futuro

-Se ha dicho que es imposible escribir novelas en un “mundo sin futuro”. ¿Qué
piensa de esto Kundera?

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-Las reflexiones sobre la muerte de la novela son comprensibles. Cualquier civilización,
cuando es joven, vive en la ilusión de un infinito. La idea de que la pintura, la música o
esta misma civilización puedan desaparecer, le parece inimaginable, absurda. Y, a
continuación, he aquí que, de golpe, la conciencia de la finitud está en nosotros. Como
en la poesía. El arte de Petrarca, Hugo, Mickiewicz y Pushkin, el arte que encarnaba el
espíritu de las naciones europeas y estaba ligado a sus revoluciones y a su destino, ya no
existe. ¿Quién lee todavía poesía, quién la recita, quién la publica? La poesía,
discretamente, se ha extinguido y éste es uno de los grandes acontecimientos de la
historia contemporánea.
-Sin embargo, queda Borges, ¿no le parece?
-Borges tiene ochenta y cinco años. ¿Dónde está hoy un Borges de cincuenta o treinta
años? Y si de verdad lo hubiese, un Borges de treinta años, ¿quién se interesaría por él?
La poesía sale del escenario y yo me pregunto: ¿qué significa esta desaparición?
Ciertamente nada bueno. Pero la gente ni siquiera advierte esta desaparición. Y, en
cambio, habla de la muerte de la novela. ¡Es extraño! Porque, parafraseando el himno
polaco, “la novela aún no ha perecido”. Todavía hay cosas que solamente la novela
puede decir. Aún hay gente capaz de escucharlas. Aún.
-¿Por ejemplo?
-¿Qué sabríamos del amor sin la novela? ¿Y de los celos? ¿Y del tiempo o del
envejecimiento? ¿Cómo conocer el encanto de la aventura o de la vida cotidiana? La
mayor sabiduría de Europa ya no está en la filosofía -que ha perdido de vista la vida
concreta-, sino en su novela. Si un día Europa olvidara esta sabiduría, ya no sería
Europa.
-Todas sus novelas, de hecho, son novelas de amor. Pero el amor de Teresa y
Tomás es enemigo del “kitsch”, de los sentimientos, que, en la última novela, es
sometido a una crítica feroz.
-Es la crítica de las ilusiones líricas lo que he querido hacer. Y, en particular, de algunas
ilusiones fundamentales que están en la base del amor europeo. Tomemos una, como
ejemplo: en el amor verdadero -se acostumbra a decir-, el cuerpo y el alma, la
sensualidad y la ternura, se funden y forman una unidad. Pero Teresa sabe
perfectamente que se trata de una hermosa ilusión. Y también Tomas, cuando descubre
que “enlazar amor con sexualidad es una de las ideas más curiosas del Creador”. Otra
ilusión lírica: la idea de que el amor es algo grave, algo que se acepta como una
necesidad inevitable, un imperativo del destino. Es el bellísimo mito de Platón: los seres
humanos en su tiempo eran hermafroditas, luego Zeus los dividió en dos mitades y,
ahora, las dos mitades se buscan. El amor es esto. Tomás sabe empero que, aun cuando
existiera su mitad -en alguna parte- él nunca la encontraría. En lugar de la propia mitad
ha encontrado, y por pura coincidencia, a Teresa. Su amor está más allá de toda solemne
necesidad.
Felicidad paradójica
-Sin embargo, al final de la novela, Tomás admite ser feliz...
-Pero la suya es una felicidad paradójica. Obtenida no “a pesar de” su escepticismo,
sino “gracias a” él. Tomás se siente feliz en el momento en que pierde su trabajo y todo
lo que ha considerado como la propia “misión”. Hay que dejar de pensar que el
optimismo vaya unido a la felicidad, y el escepticismo a la amargura. Casi diría que la
verdad es lo contrario.

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-Es lo que la mentira “kitsch” no puede admitir. El “kitsch” se escribe en la novela,
tiene como ideal estético “un mundo en el cual se niega la mierda” y “excluye del
propio campo visual todo lo que la existencia humana tiene de inaceptable”.
-La ambición del “kitsch” es agradar. Agradar a cualquier precio. Conmover para
agradar. El “kitsch” debe, pues, halagar las actitudes más convencionales y llanas de las
masas.
-¿Y el “kitsch” político? ¿Es cierto que, con su arte de pervertir las palabras,
sumerge toda la política moderna, no sólo el socialismo real?

-Los hombres políticos, cuando quieren ganar las elecciones, no pueden sino practicar el
“kitsch”. ¡Pruebe a escucharlos! Hay uno, por ejemplo, en Francia, a quien le gasta
repetir lema de este tipo: “Hay que actuar por la vida”, o bien: “Quiero que la vida
venza”. La palabra vida es pronunciada por este hombre con un “pathos” extraordinario.
Pero, en este contexto, no significa absolutamente nada. Es una palabra vacía. Destinada
a conmover. Una palabra “kitsch”. Como cuando se habla de los “jóvenes”“. El otro día
oí en la televisión a uno que decía: “La situación del mundo es grave, pero cuando veo
a los jóvenes no pierdo la esperanza”. Desde hace siglos, la juventud, convertida en
adulta, pronuncia esta frase infinitamente imbécil sobre los adolescentes inexpertos que
todavía no saben que, veinte años después, pronunciarán la misma frase. Otra palabra
convertida en “kitsch”: la “lucha”. Lucha de clases. Lucha de ideas. “En la lucha”, se
acostumbra a decir, “he encontrado el sentido de mi vida”. ¿Pero qué significa
exactamente luchar? Significa derrotar al otro, agredirlo, por tanto, estar preparado para
humillarlo o aniquilarlo. ¿Luchar es hermoso? La gente no sabe lo que dice. Pero,
aunque no lo sepa, lo que dice la influencia de manera anormal. La lirización de la
palabra “lucha” refleja la creciente agresividad de nuestro mundo.
Gran Marcha
-En su novela, hasta la Gran Marcha de los intelectuales en la Camboya ocupada
es “kitsch”. ¿No es una iniciativa noble, a pesar de que Franz descubre que
marchar es inútil?
-Cierto que es noble. Pero lo malo es que, en nuestra época, casi todo corre el riesgo de
degenerar en “kitsch”. Franz marcha hasta los confines de Camboya y lo que ve en tomo
a sí son los cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas. Es en este punto cuando
comprende que todo se convierte en espectáculo, y todos se convierten en actores. El
gran ejército de los “mass media” transforma cualquier acontecimiento en publicidad Y
los “mass media” son una gigantesca fábrica de “kitsch”.
-Me pregunto si el camino para salir del “kitsch” no será el de Sabina: su vocación
para traicionar siempre.
-Los cuatro personajes de la novela conocen la soledad de quien no puede aceptar el
“kitsch” del mundo moderno. Pero, cada uno de ellos, tiene una relación personal con
respecto al “kitsch”. Si, la clave para comprender a Sabina es la palabra “traición”.
Traición entendida paradójicamente como virtud. Por el contrario, la palabra
fundamental de Tomás es “levedad”. Tomás lo sabe: que nada de lo que hacemos se
repetirá y que, lo que sucede una sola vez será olvidado la próxima y para siempre.
Todo lo que hacemos pasa a ser, por consiguiente, infinitamente leve. Es ésta la
“insoportable levedad del ser”. Y luego está Teresa. Sus palabras clave son: el alma y el
cuerpo, su desacuerdo no armónico. Cuando encuentra a Tomás, en Praga, su vientre

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empieza a borbollar. ¿Cómo es posible que las vísceras borbollen cuando el alma está
en éxtasis de amor?
-Sólo Franz permanece adicto a las ilusiones líricas de la izquierda. Al mito, como
usted dice, de la Gran Marcha.
Dictadura del corazón
-Franz ya no cree en la Gran Marcha del progreso. Siente sólo una nostalgia de esta
ilusión. Es soñador. Incluso va a Camboya tan sólo para rastrear el propio pasado, y
porque piensa que su participación gustará a la mujer a quien ama. Su relación con el
“kitsch” -con el “kitsch” de la Gran Marcha- se parece sobre todo a una compasión
melancólica.
-Quizá porque, también del “kitsch” queda una nostalgia. “Ninguno de nosotros es
un superhombre”, escribe usted, “y puede escapar enteramente al hecho “kitsch””.
Tampoco Sabina. ¿Y usted Kundera? ¿No es “sentimental” en el pasaje donde se
narra la muerte del perro Karenin?-
-No hay que pensar que cualquier emoción es “kitsch”. El reino del “kitsch” nos vuelve
estúpidamente sentimentales, pero, al mismo tiempo, nos condena a sospechar de
nuestros sentimientos más sencillos y verdaderos. La muerte de un perro puede ser
fuente de una emoción auténtica, pero, la dictadura del corazón ñas impide admitirlo
porque entre sus productos está también la insensibilidad. En una obra de arte, además,
siempre es equivocado juzgar una sola parte aisladamente, fuera de su contexto. El
suave acorde de Karenin está rodeado de muchas disonancias, y le aseguro que, sin la
“sonrisa” de Karenin la novela sería insoportable. Hay, además, una suerte de
provocación en esta historia: en el mundo de los grandes conflictos planetarios, ¿qué
representa un perro? Algo mucho más importante que los propios conflictos, en
realidad. Escribí esta novela mientras tenía lugar la guerra de las Malvinas. Desde
entonces han pasado sólo tres años, la gente ya ni siquiera sabe que hubo una guerra.
Pero el perro será siempre un problema nuestro, porque el hombre nunca dejará de
definirse a sí mismo en relación a una doble cercanía: por una parte, Dios; por la otra, el
animal. Dime cómo te portas con ellos, y te diré quién eres. Nadie escapa al dilema: o
crees en Dios, o lo cuestionas, o lo detestas. O respeta al animal, lo proteges, o bien lo
explotas, lo exterminas.
-Es un tema que ya apareció una vez, en “El vals de despedida”. En una pequeña
estación termal, se organiza una feroz cacería al perro. Así es, por otra parte, cómo
hace irrupción la Historia en la novela.
-El terror a los animales y. especialmente, a los perros, precedió en Checoslovaquia al
terror a los hombres. ¡Es un episodio excluido por los historiadores, pero
extremadamente importante desde el punto de vista antropológico! En su más profunda
esencia, repito, el hombre queda definido por la doble relación que mantiene con Dios y
con el animal. Y el perro es el embajador de los animales... Pero volvamos a la
concepción de la última parte de la novela. La razón por la que la concebí así, es, en el
fondo, puramente artística. Desde el comienzo sabía que la penúltima parte, la sexta,
debía ser brutal, cínica, maligna. Escrita “prestissimo”, como se diría en lenguaje
musical. Y que la parte final, la séptima, debía ser melancólica, nostálgica, serena. Un
“lento”. Era un imperativo inconsciente, irracional, ¡pero tanto más fuerte!
-¿De verdad era inconsciente? El imperativo musical, con sus leyes de precisión,
vuelve bastante a menudo en sus novelas...

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- Es cierto, para mí la música es la mejor escuela de forma que pueda imaginarse. Por de
pronto me ha enseñado qué es la economía de medios en el arte. La mayor ambición
formal de un compositor es la de construir una sonata o una sinfonía con el mínimo de
motivos o de temas. Esta economía de medios es la que confiere coherencia y unidad a
una composición musical. Mis novelas las he construido, pues, en dos planos: el plano
épico, el de la trama de los hechos; y el plano “musical” el de la elaboración y variación
de los motivos. En mis novelas vuelven las mismas situaciones, las mismas frases, las
mismas metáforas. Cada vez bajo una nueva luz, cada vez con un significado distinto.
Las repeticiones me permiten penetrar hasta el fondo en cada uno de los temas. Y,
además, dan a la novela -al menos eso espero- un encanto melódico.
-Vayamos a su relación con el arte contemporáneo, Kundera. No es fácil definirla.
Por una parte, usted es ferozmente hostil a la novela convencional, se remite a
Kafka y Gombrowicz, habla de la época del arte moderno como del “apogeo de la
cultura europea”. Por la otra, sus novelas están llenas de ironía hacia la ideología
de la vanguardia. ¿Cómo se definiría entonces: “moderno” o “conservador”?
-La gente supone automáticamente que el arte moderno es sinónimo de adhesión
apasionada a la modernidad. Y, en efecto, la imagen que tenemos del arte moderno va
asociada a Apollinaire, a los surrealistas, a Picasso: deslumbrados todos por el porvenir,
por la revolución, por la técnica, y por esa amalgama lírica que llamamos modernidad.
Pero olvida que, en el arte moderno, existe otra corriente: antilírica, antiromántica, que
desmitifica y desenmascara la modernidad. Es Kafka, para quien el mundo moderno es
el laberinto burocrático infinito en el cual la libertad humana no es más que ilusión. Y
junto a Kafka se encuentran otros centroeuropeos: Broch, Musil. Y Gombrowicz. ¡Trate
de comparar a este último con Sartre! Por una parte, Gombrowicz: el existencialista
irónico y bufón, crítico de la modernidad. Por la otra, Sartre: el existencialista
ideológico y moralizador, siempre en armonía con el espíritu del tiempo. Pero pienso
también en Chaplin. Y en el teatro de Ionesco. Y en Fellini. En el gran Fellini de
“Casanova”, de “Ensayo de orquesta”, de “La ciudad de las mujeres” y de “E la nave
va”. ¿Ha observado cómo incluso el Fellini de este periodo ha sido casi unánimemente
rechazado en Francia? En el fondo, es juzgado doblemente inaceptable. Primero, en
cuanto “artista moderno”, cada vez más desaforada y refractaria a cualquier mensaje
simplista, su fantasía pasa a ser algo incomprensible para un público siempre más
moldeado por lo “kitsch”. Segundo, en cuando “Desmitificador de la Modernidad”: su
mirada cruel sobre el mundo contemporáneo es insoportable para quien acepta este
mundo y está cada vez más hipnotizado por sus ilusiones. De Fellini no se puede decir,
como en su tiempo de Picasso, que todavía no es comprendido. No, Fellini “ya” no es
comprendido. Pero, ¿cómo extrañarse? En el universo bombardeado por el “kitsch” y
por el no-pensamiento de los “mass media”, la voz de la cultura se hace cada vez menos
audible, y poco a poco el hombre pierde la facultad de pensar, dudar, interrogar,
examinar lentamente el sentido de las cosas, ser sorprendido, ser original. Heidegger
tuvo, a propósito de esto, una idea transtomadora: la guerra atómica -dijo- no es lo peor
que pueda ocurrir. La evolución pacífica de la técnica puede conducir a resultados
todavía más catastróficos, y el hombre en cuanto ser pensante corre el riesgo de dejar en
ello el pellejo. En otras palabras, de desaprender a pensar. ¿Es una hipótesis exagerada?
¿Absurda? Sea como sea, es una idea inmensa, que merece una reflexión profunda. Pero
la gente ha olvidado ya a Heidegger, como ha olvidado la tumba de Kant.
-Entre las muchas aventuras de la modernidad se ha dado también la liberación
sexual. En la novela “El libro de la risa y el olvido”, un personaje dice: “Vivimos

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una gran época histórica en la cual el acto sexual se transforma definitivamente en
movimientos ridículos”. ¿Quiere decir que el verdadero erotismo es antimodermo?
- La gente imagina que destruyendo los tabúes infringe los prejuicios morales. Pero no:
el erotismo europeo está fundado sobre estos tabúes, y destruyéndolos es el erotismo
mismo lo que se destruye. Pongamos que un día todos los habitantes de Roma
decidieran caminar desnudos por la calle. No por ello habrían destruido la moral
cristiana. Sólo habrían puesto en ridículo la desnudez. Eso es lodo. La palabra clave de
la liberación sexual, pues, es la palabra “goce”. Pero la base del erotismo no es el goce,
sino la “excitación”. Aquí está el milagro, el misterio, la poesía del erotismo. Y la
excitación es impensable sin los tabúes. Las épocas de erotismo más fuerte son aquellas
en las que el tabú es tan fuerte como el deseo de transgredirlo.
-¿Por esto habla de Praga bajo el régimen comunista como de un “paraíso erótico
perdido para siempre”?

-Sí. Al puritanismo oficial le correspondía un inmenso deseo de libertad que sólo podía
desfogarse en el campo erótico. El libertinaje de mis novelas está inscrito en esta
situación. Pero pongamos un ejemplo más clásico: el de la Viena de finales de siglo.
Todo el siglo diecinueve austríaco estaba impregnado de puritanismo. Y la rebelión
erótica que marcó el final del siglo fue vivida como una especie de vértigo. ¿Conoce la
novela corta de Arthur Schnitzler, “Señorita Elsa”? En un momento determinado, para
salvar al padre, Elsa se ve obligada a mostrarse desnuda delante de un hombre. Nada
más. Sin embargo, la situación para ella es infinitamente excitante. E infinitamente
insoportable. Tanto que, al final, morirá por ello. Semejante erotismo es hoy
inconcebible. Y si cito a Schnitzler, no es por añorar los tiempos en que las mujeres
morían de pudor, sino para decir que cierta fuente de excitación erótica se ha agotado ya
irremediablemente. La señorita Elsa es un personaje de museo erótico. Y quizá, también
cierta forma de erotismo europeo sea ya de museo.
- A veces se diría que, según usted, toda Europa ha acabado por ser de museo.
-¿Recuerda el himno polaco? “Polonia aún no ha perecido”, dice el verso, Europa,
tampoco. Todavía no.
BARBARA SPINELLI

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