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tercera y última predicación de Cuaresma a la Curia Romana realizada hoy, en presencia del Papa,
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“ SI VUELVES A MI...”
pastores de hoy, estoy seguro, se reconocerían. Es la de Jeremías, que antes de ser un profeta fue
“Di, Señor, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos... No me senté en peña de
gente alegre y me holgué... ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?” (Jr 15,
11-18). En otro In momento la crisis explota de forma más abierta: “Me has seducido, Señor, y
me dejé seducir... Yo decía: "No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre” (Jr 20, 7-9).
¿Cuál es la respuesta de Dios al profeta y sacerdote en crisis? No un “¡Pobrecito, tienes razón, qué
infeliz eres!”. “Entonces el Señor dijo así:Si te vuelves por que yo te haga volver, estarás en mi
presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jr 15, 19). En otras palabras:
¡conversión!
Hablando de la novedad del ministerio de la nueva alianza, hemos visto que ésta consiste en la
gracia, es decir, en el hecho de que el don precede al deber y que el deber brota precisamente del
don. Apliquemos ahora este principio fundamental al ministerio sacerdotal. Lo que hemos
considerado hasta ahora constituía la gracia sacerdotal, el don recibido: ministros de Dios,
dispensadores de los misterios de Dios. No podemos concluir nuestras reflexiones sin poner a la
luz también en deber y la llamada que brotan de él, por así decirlo, el ex opere operantis del
Creo interpretar la preocupación muchas veces expresada en el pasado por el Santo Padre y que
ha motivado, al menos en parte, la proclamación de este año sacerdotal, dedicando esta última
Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 37).
Pero no son estos los contextos que nos afectan más directamente a nosotros sacerdotes.
Nosotros hemos creído en el evangelio, hemos sido bautizados y hemos recibido el Espíritu Santo.
Hay otro “¡convertíos!” que nos afecta de cerca, el que resuena dentro de cada una de las siete
cartas a las iglesias del Apocalipsis. Éste no está dirigido a los no creyentes o a los neófitos, sino a
Un dato hace estas cartas particularmente significativas para nosotros: están dirigidas al pastor y
al responsable de cada una de las siete iglesias. “Al ángel de la iglesia que está en Éfeso, escribe”:
No se puede creer que el Espíritu Santo atribuya a ángeles reales la responsabilidad de las culpas
o de las desviaciones que hay en las diversas iglesias y que la invitación a la conversión se dirija a
ellos.
Releamos algunas de estas cartas, intentando encontrar en ellas los elementos de una auténtica
conversión del clero, diáconos, sacerdotes y obispos. Comencemos por la primera carta, la dirigida
a la iglesia de Éfeso. Observemos ante todo una cosa. El Resucitado no comienza su discurso
diciendo lo que no va bien en la comunidad. Esta carta, como casi todas las demás, comienza
poniendo de relieve lo positivo, el bien que se hace en la iglesia: “Conozco tu conducta: tus fatigas
y paciencia... Tienes paciencia: y has sufrido por mi nombre sin desfallecer” (Ap 2, 2).
Solo en este punto interviene el llamamiento a la conversión: “Pero tengo contra ti que has
perdido tu amor de antes. Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete (metanoeson) y
primitivo fervor y amor por Cristo. ¿Quién de nosotros, sacerdotes, no recuerda con conmoción el
momento en que nos dimos cuenta de ser llamados por Dios a su servicio, el momento de la
profesión para los religiosos, el entusiasmo de los primeros años de ministerio para los
sacerdotes? Es verdad que allí estaba también el factor de la edad, la juventud. Pero en este caso
“Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis
manos” (2 Tim 1,6) El término griego que se traduce como “reavivar” sugiere la idea de soplar un
fuego para que vuelva a arder, volver a encender la llama. En una de las meditaciones de
Adviento, hemos visto cómo la unción sacramental, recibida en la ordenación, puede volver a estar
activa y operante mediante la oración y un gran salto de fe. También el autor de la Carta a los
Hebreos instaba a los primeros cristianos a recordar su inicial entusiasmo: “Acordaos de aquellos
De la carta a la iglesia de Éfeso tomamos por tanto la apremiante invitación a volver a encontrar
la carta a la iglesia de Esmirna. También aquí, el Resucitado pone ante todo a la luz lo positivo:
“Conozco tu tribulación y tu pobreza...”, pero sigue en seguida la llamada: “Mantente fiel hasta la
¡Fidelidad! El Santo Padre ha puesto esta palabra como título y programa del año sacerdotal:
“Fidelidad de Cristo y fidelidad del sacerdote”. La palabra fidelidad tiene dos significados
El primer significado es el que está presente en las palabras del Resucitado a la iglesia de Esmirna,
el segundo es el que entiende Pablo en el texto que hemos elegido como guía de nuestras
reflexiones: “Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que
sean fieles” (1 Cor 4, 1-2). Esta palabra recuerda, quizás intencionadamente, la de Jesús en el
evangelio de Lucas: "¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al
frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente?” (Lc 12, 42). Lo contrario
de esta fidelidad es lo que hace, en la parábola, el administrador infiel (Lc 16, 1 ss.).
descuido de los deberes del proprio estado, sobre todo en lo que respecta al celibato y la castidad.
Sabemos por dolorosa experiencia cuánto daño puede venir a la Iglesia y a las almas por este tipo
de infidelidad. Es la prueba quizás más dura que la Iglesia está atravesando en este momento.
La carta que debe hacernos reflexionar más de todas es aquella al ángel de la iglesia de Laodicea.
Conocemos su tono severo: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente... puesto que eres
tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete” (Ap 3,
15 s).
La tibieza de una parte del clero, la falta de celo y la inercia apostólica: yo creo que esto es lo que
debilita a la Iglesia, más aún que los escándalos ocasionales de algunos sacerdotes que han hecho
más ruido y contra los cuales es más fácil correr a refugiarse. “La gran desventura para nosotros
los párrocos – decía el santo Cura de Ars – es que el alma se entorpece”[1]. Él no estaba
ciertamente en el número de estos párrocos, pero esta frase suya da que pensar.
No se debe generalizar (la Iglesia es rica de sacerdotes santos que cumplen silenciosamente con
su deber), pero tampoco callar. Un laico comprometido me decía con tristeza: “La población de
nuestro país en los últimos veinte años ha crecido más de tres millones de habitantes, pero
nosotros los católicos nos hemos quedado en el número de antes. Algo no va en nuestra iglesia”. Y
conociendo a ese clero, sabía qué era lo que no iba: la preocupación de muchos de ellos no eran
Hay lugares donde la Iglesia está viva y evangeliza, casi sólo por el compromiso de algunos fieles
laicos y agregaciones laicales a las que por otro lado a veces se las obstaculiza y se las mira con
sospecha. Son ellos mismos quienes empujan a los propios sacerdotes, pagándoles el viaje y la
estancia, a que participen en un retiro o en ejercicios espirituales que de otra manera no harían
nunca.
A veces son precisamente aquellos que menos hacen por el Reino de Dios aquellos que más
reclaman sus ventajas. San Pedro y san Pablo, ambos, sintieron la necesidad de poner en guardia
sobre la tentación de comportarse como amos de la fe: “no tiranizando a los que os ha tocado
cuidar, sino siendo modelos de la grey” (cf. 1 Pe 5,3), escribe el primero; “No es que pretendamos
dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo”, escribe el segundo ( 2 Cor 1,
24).
Se comportan como dueños de la fe, por ejemplo, cuando se consideran todos los espacios y los
locales de la parroquia como cosas propias que se conceden a quien se quiere, antes que como
Al encontrarme una vez predicando en un país europeo que había sido en el pasado una cantera
sacerdote del lugar cuál era, según él, la causa de esto: “En este país, me respondió, los
sacerdotes, del púlpito y desde el confesionario, decidían todo, incluso con quién uno debía de
casarse y cuántos hijos debía tener. Cuando se difundió en la sociedad el sentido y la exigencia de
la libertad individual, la gente se rebeló y dio la espalda del todo a la Iglesia”. El clero se sentía
Las palabras dirigidas por el Resucitado a la iglesia de Laodicea: “Tú dices: "Soy rico; me he
enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión,
pobre, ciego y desnudo”, hacen pensar a otra gran tentación del clero cuando disminuye la pasión
por las almas, y es el ansia del dinero. Ya san Pablo lamentaba amargamente: Omnia quae sua
sunt quaerunt, non quae Jesu Christi: todos buscan su proprio interés, no el de Cristo (Fl 2, 21).
Entre las recomendaciones más insistentes a los ancianos, en las Cartas pastorales, está la de no
apegarse al dinero (1Tim 3, 3). En la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, el Santo Padre
presenta al Santo Cura de Ars como modelo de pobreza sacerdotal. “Él era rico para dar a los
demás y era muy pobre para sí mismo”. Su secreto era: “dar todo y no conservar nada”. En su
largo discurso sobre los pastores [2], san Agustín proponía en su tiempo, para un saludable
examen de conciencia, la advertencia de Ezequiel contra los pastores negligentes. No está mal
volver a escucharla, al menos para saber qué hay que evitar en el ministerio sacerdotal:
“¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el
rebaño? Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las
ovejas más pingües; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles,
descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza” (Ez 34,
2-4).
Pero también la severa Carta a la iglesia de Laodicea, como todas las demás, es una carta de
amor. Termina con una de las imágenes absolutamente más conmovedoras de la Biblia: “Yo a los
que amo, los reprendo y corrijo... Mira que estoy a la puerta y llamo”. En nosotros sacerdotes
Cristo no llama para entrar, sino para salir. Cuando se trata de la primera conversión, de la
incredulidad a la fe, o del pecado a la gracia, Cristo está fuera y llama a las paredes del corazón
para entrar; cuando se trata de sucesivas conversiones, de un estado de gracia a otro más alto,
de la tibieza al fervor, sucede lo contrario: ¡Cristo está dentro y llama a las paredes del corazón
para salir! Explico en qué sentido. En el bautismo hemos recibido el Espíritu de Cristo; éste
permanece en nosotros como en su tempo (1 Cor 3,16), mientras que no sea expulsado por el
pecado mortal. Pero puede suceder que este Espíritu acabe por ser prisionero y emparedado por el
por sí las facultades, las acciones y los sentimientos de la persona. Cuando leemos la frase de
Cristo: “Mira que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20), deberíamos entender que él no llama
El Apóstol dice que Cristo debe ser “formado” en nosotros (Ga 4, 19), es decir, desarrollarse y
recibir su plena forma; este desarrollo es el que viene impedido por la tibieza y por el corazón de
piedra. A veces se ven a los lados de las carreteras gruesos árboles (en Roma son en general
pinos) cuyas raíces, aprisionadas por el asfalto, luchan por expandirse, levantando a trechos el
propio cemento. Así debemos imaginar que es el reino de Dios: una semilla destinada a
convertirse en un árbol majestuoso sobre el que se posan los pájaros del cielo, pero que le cuesta
Hay obviamente grados diversos de esta situación. En la mayoría de las almas empeñadas en un
camino espiritual, Cristo no está aprisionado dentro de una coraza, sino, por así decirlo, el libertad
vigilada. Es libre de moverse, pero dentro de límites bien precisos. Esto sucede cuando
tácitamente se le da a entender lo que puede pedirnos y lo que no puede pedirnos. Oración sí,
pero que no comprometa el sueño, el descanso, la sana información...; obediencia sí, pero que no
se abuse de nuestra disponibilidad; castidad sí, pero no hasta el punto de privarnos de algún
exagerado y dictado por la delicadeza de su conciencia, pero puede servirnos a todos nosotros
ocasión en ocasión, comencé a poner en peligro de nuevo mi alma […]. Las cosas de Dios me
agradaban y no sabía desvincularme de las del mundo. Quería conciliar estos dos enemigos entre
sí tan contrarios: la vida del espíritu con los gustos y los pasatiempos de los sentidos”.
El resultado de este estado era una profunda infelicidad: “Caía y me levantaba, y me levantaba
tan mal que volvía a caer. Estaba tan abajo en términos de perfección que casi no llevaba cuenta
de los pecados veniales, y no temía los mortales como hubiese debido, porque no huía de los
peligros. Puedo decir que mi vida era de las más penosas que se puedan imaginar, porque no
gozaba de Dios ni me sentía contenta del mundo. Cuando estaba en los pasatiempos mundanos, el
pensamiento de los que debía a Dios me los hacía transcurrir con Dios; y cuando estaba con Dios,
me turbaban los afectos del mundo”[3]. Muchos sacerdotes podrían descubrir en este análisis el
Fue la contemplación del Cristo de la pasión lo que dio a Teresa el empuje decisivo para el cambio
5. “¡Quiero esperar!”
Volvamos, para terminar a la respuesta de Dios a los lamentos de Jeremías. Dios hace a su
profeta convertido promesas que adquieren un significado particular si son leídas como dirigidas a
nosotros sacerdotes de la Iglesia católica en el actual momento de grave malestar que estamos
atravesando: “si sacas lo precioso de lo vil”, es decir, si sabes distinguir lo que es esencial de lo
boca”. “Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos”: será el mundo el que busque tu favor, no tú el
del mundo. “Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce inexpugnable (esta palabra se
dirige ahora a usted, Santo Padre); y pelearán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo”
encíclica Spe salvi sumus de nuestro Santo Padre. La Escritura nos presenta diversos ejemplos
situación actual: la Tercera Lamentación de Jeremías. Comienza con tono desconsolado: “Yo soy el
Digo: ¡Ha fenecido mi vigor, y la esperanza que me venía del Señor!” (Lm III, 1-18).
Pero en este punto es como si el profeta tuviese una reflexión repentina; se dice a sí mismo: “Esto
Y desde el momento en que toma la decisión “¡quiero esperar!”, el tono cambia y de triste
espera, para el alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor.
Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según
su inmenso amor; pues no de corazón humilla él ni aflige a los hijos de hombre” (Lm III, 22-33).
Me encontré predicando un retiro al clero de una diócesis americana afectado por la reacción
estaba en el día después del derrumbamiento de las Torres Gemelas, y las ruinas materiales
parecían el símbolo de otras ruinas. Este texto de la Escritura contribuyó visiblemente a devolver
Cristo sufre más que nosotros por la humillación de sus sacerdotes y por la aflicción de su Iglesia;
si la permite, es porque conoce el bien que puede brotar de ella, de cara a una mayor pureza de
su Iglesia. ¡Si hay humildad, la Iglesia saldrá más resplandeciente que nunca de esta guerra! El
La invitación de Cristo: “Venid a mi, vosotros todos que estáis cansados y agobiados y yo os
aliviaré”, estaba dirigido, en primer lugar, a quienes tenía alrededor suyo y hoy a sus sacerdotes.
“Venid a mi y encontraréis descanso”: el fruto más bello de este Año Sacerdotal será una vuelta a
Cristo, una renovación de nuestra amistad con él. En su amor, el sacerdote encontrará todo
Cambiemos por tanto la protesta inicial de Jeremías en acción de gracias: “Gracias, Señor, porque
un día me sedujiste, gracias porque nos dejamos seducir, gracias porque nos das la posibilidad de
volver a ti y nos reprendes tras cada tentativa de fuga. Gracias porque nos confías “la custodia de
tus atrios” (Za 3, 7) y haces de nosotros “tu boca”. ¡Gracias por nuestro sacerdocio!