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ABDÓN CIFUENTES

1836-1928
MEMORIAS
TOMO II
NASCIMENTO

CAPITULO XVII
Primer episodio de la cuestión de cementerios.- El decreto sobre
libertad de los exámenes.
A principios de diciembre del 71, sobrevino una cuestión enojosa para
el Gobierno y para mí, que enturbió un poco mis relaciones con
algunos de mis colegas. Murió en Concepción un señor Zañartu que
era incrédulo y lo fue hasta el fin, muriendo fuera de la religión
católica. Este señor era amigo íntimo de don Aníbal Pinto, Ministro de
la Guerra y de don Eulogio Altamirano, Ministro del Interior. El
Intendente de Concepción que también era amigo de éstos y, sobre
todo, del señor Presidente, en lugar de hacer enterrar al difunto en el
cementerio de disidentes de la ciudad, lo hizo enterrar solemnemente
en el cementerio católico de Concepción, contra la opinión del
párroco.
El Obispo de Concepción, don José Hipólito Salas, reclamó al
Gobierno de la conducta del Intendente, lo que causó algún enojo en
aquellos dos de mis colegas. Yo, que veneraba al Obispo por sus
singulares virtudes, su esclarecido talento y sus servicios a la Iglesia y
al país, lo defendí no sólo por lo anterior, sino, porque además estaba
en su derecho, defendiendo las leyes de la Iglesia, violadas por el
Intendente. Esas leyes poco importaban a Altamirano ni menos a
Pinto, que era tan incrédulo como el difunto. De nuestra diversidad de
creencias nació nuestra diversidad de pareceres.
Pero esta divergencia que había sido resuelta tranquilamente en el
seno del Gobierno, trascendió afuera por obra de mis colegas y de ella
se aprovechó la oposición en la Cámara para interpelar y censurar al
Obispo y al Gobierno por haber tolerado la reclamación episcopal.
Esta intentona de la oposición fue encabezada por don Domingo Santa
María, entonces diputado por San Felipe y Ministro de la Corte de
Apelaciones de Santiago, enemigo del Presidente Errázuriz y mucho
más enemigo de la Iglesia. Altamirano defendió bien al Gobierno,
pero prescindió del Obispo y pasó por alto las doctrinas sustentadas
por el Ministro de la Corte. Yo creí necesario defender al Obispo y
atacar las estrafalarias doctrinas jurídicas del magistrado, como lo hice
en el discurso que pronuncié el 14 de diciembre del 71. La
interpelación y la censura fracasaron.
Pero lo ocurrido en Concepción manifestaba la urgen-cia de
solucionar la dificultad que ofrecía la situación de los cementerios
existentes, que eran casi todos parroquiales o católicos, de manera que
los disidentes o incrédulos no tenían a veces donde enterrarse. A fin,
pues, de impedir la repetición de lo ocurrido, se dictó por el Gobierno
el decreto de 21 de diciembre de 1871 sobre cementerios, decreto que
solucionaba toda dificultad para el porvenir.
En ese decreto y a imitación de la libertad que había observado en
Estados Unidos para establecer cementerios particulares y hasta
tumbas de familia en propiedades rurales, logré que se incorporasen
los artículos 7.°, 8.º y 9.º, que permitían erigir cementerios de
propiedad particular por cuenta de corporaciones, sociedades o
particulares, los cuales estarían destinados a los fines de su institución,
según la voluntad de sus fundadores o propietarios.
Pero ellos sólo podrían erigirse fuera de los límites urbanos de las
poblaciones y previa licencia de la Municipalidad respectiva.
Sólo el Gobierno podía dar licencia para la erección de estos
cementerios dentro de los límites urbanos de las poblaciones.
Por lo demás, estos cementerios debían estar sujetos a los mismos
reglamentos que los públicos en lo concerniente a las reglas de policía
y de salubridad. Creo que el primero que aprovechó de esta libertad
fue el cementerio católico de Santiago que se erigió poco después del
decreto.
El Congreso se cerró a fines de diciembre y conforme a lo que me
había pedido S. E., le supliqué que tratásemos de la libertad de
enseñanza particular, a lo que accedió y por lo que llevé yo mi
proyecto al Consejo de Ministros. La ley del 29 de noviembre de
1842, que organizó la Universidad oficial de Chile y le otorgó por el
artículo 16 el monopolio de los grados universitarios de bachiller y
licenciado indispensables para el ejercicio de las profesiones liberales,
disponía por el artículo 15 que los exámenes anuales de cada ramo,
tanto de los colegios nacionales, como particulares, serían
presenciados por una comisión de la Facultad respectiva nombrada
por ella. En virtud de esta disposición, desde el mismo año 42, las
diversas Facultades de la Universidad nombraron a algún miembro
que fuese a presenciar exámenes del Instituto Nacional, del Seminario
o de otros colegios y pasasen informes acerca de ellos.
No decía más la ley, pero los pocos colegios particulares, que
entonces existían, acostumbraban llevar al Instituto Nacional, no a
todos, sino a sus mejores alumnos, con el fin de lucirlos y atraer de
este modo las preferencias del público. Simple práctica y no exigencia
legal.
Con la fundación de nuevos y grandes colegios particulares, como el
de San Ignacio, el de los padres de los Sagrados Corazones, el Colegio
de San Luis y otros, fue creciendo extraordinariamente el número de
éstos alumnos y, por consiguiente, el número de sus exámenes de
todos los ramos de humanidades, hasta el punto que en el año 1870 los
profesores del Instituto tenían que recibir más de seis mil exámenes,
de manera que se veían obligados a abandonar por un mes y medio la
enseñanza de sus propios alumnos al fin del año escolar, precisamente
en la época más fructuosa para los estudios. Era evidente, además, que
este perjuicio iría siendo cada día mayor a medida que fuese
aumentando el número de los alumnos.
Este sistema se hizo extensivo a los liceos provinciales que a su vez se
hicieron dueños de los exámenes de los alumnos de los colegios
particulares de sus provincias, sin ley alguna, porque el artículo 15 de
la ley del 42 no hablaba, sino de los colegios de la capital, pero
dejando tanto a los fiscales como a los particulares en un pie de
perfecta igualdad, sin poner a éstos bajo la dependencia de aquéllos;
sin hacer a los unos árbitros de la enseñanza de los otros. Pero si este
monopolio de los exámenes de cada ramo de estudio iba siendo, como
lo he dicho, cada día más oneroso para el Instituto, lo era
infinitamente más para los colegios particulares, debidos
exclusivamente a la iniciativa y a los esfuerzos bienhechores de los
ciudadanos, los cuales estaban sujetos a la tutela más odiosa de los
profesores del Estado.
Propuse, en consecuencia, que en conformidad con la ley los colegios
del Estado quedasen eximidos de recibir los exámenes de los colegios
libres; y que dichos exámenes de unos y otros colegios se rindiesen en
sus respectivos establecimientos, es decir, fuesen condi-ción del
régimen interno de cada colegio, reservando el monopolio de la
Universidad del Estado a los grados de Bachiller y Licenciado, como
lo disponía el artículo 16 de la ley del 42 y como estaba establecido en
Francia misma, que era la inventora del monopolio universitario de la
enseñanza.
Desgraciadamente, todos mis colegas de Gabinete, a pesar de ser
liberales, se sorprendieron de esa pequeña libertad que yo pretendía
para la enseñanza particular. Ninguno de ellos había sido profesor ni
en colegio del Estado ni en colegio privado; ninguno se había ocupado
de esta importantísima cuestión de la enseñanza; ellos no conocían
más que la rutina imperante en Chile. Yo que había sido profesor de
varios colegios privados, desde 1853 y desde 1862, era profesor del
Instituto, conocía por dentro y fuera todos los inconvenientes y
detestables abusos del monopolio que deseaba extirpar.
Comencé por manifestarles el origen del sistema chileno y como con
él se estaba violando la ley, los perjuicios que ese régimen estaba
causando a la enseñanza del mismo Instituto; los beneficios que la
libertad de la enseñanza había producido para las ciencias y las artes
en las naciones más ilustres por su cultura, tanto antiguas como
modernas, en fin, me esmeré en probar con la historia de todos los
pueblos las ventajas de la libertad de los estudios y los daños que
ocasionaba su monopolio.
Mis razonamientos parecieron inútiles. La libertad de los estudios
tomaba muy de nuevo a mis colegas liberales, manifestaron mucho
miedo a lo desconocido y excesivo apego a la costumbre en que
habían vivido. La señora rutina los dominaba por completo. Estas
discusiones duraron dos o tres días, de manera que estuve al renunciar
la cartera, ya que encontraba tan porfiada resistencia para llevar a
cabo el objeto principal que me había hecho aceptarla y porque el
señor Presidente guardaba un silencio desalentador. Pero era tan
profunda mi convicción de lo detestable que era el monopolio del
Instituto, que volví a la carga con nuevos bríos.
"Ustedes, les dije, quieren matar todos los colegios particulares y todo
progreso en los estudios". Y la cosa es clara. El Estado proporciona a
sus colegios locales suntuosos y adecuados en todo el país con los
grandes recursos del presupuesto; mientras que los directores de
colegios particulares tienen que construir o arrendar sus locales con
dinero de su bolsillo. El Estado dota a sus establecimientos con
mobiliario y colecciones científicas completas a costa del erario
público. Los particulares tienen que hacer esos gastos de su peculio
privado.
La enseñanza del Estado proporciona una carrera honrosa y lucrativa a
sus directores y maestros y les abre el camino de las carreras públicas;
la enseñanza particular no puede ofrecer ventajas semejantes a
ninguno de los que la sirven.
El Estado gratifica a los empleados de sus colegios con premios que
llegan a duplicar sus rentas y con jubilaciones que les aseguran su
subsistencia por toda su vida. ¿Qué establecimiento particular puede
ofrecer tales ventajas a sus profesores?
Por último, la enseñanza del Estado es gratuita. ¿Qué particular que se
sienta con vocación y aptitudes para la enseñanza, que quiere
consagrar su vida a tan noble profesión, puede hacer semejante
milagro? Construir o arrendar edificios adecuados, dotarlos de los
gabinetes y útiles necesarios, pagar profesores, inspectores y
servidumbre y todavía dar la enseñanza gratuitamente, sería un
verdadero milagro.
Todo esto basta y sobra para hacer imposible toda competencia a los
colegios del Estado y para matar toda iniciativa privada de la
educación de la juventud que es el principal asunto en que más debía
estimularse y fomentarse. Por eso los colegios particulares necesitan
sacrificios heroicos para nacer, llevan una vida lánguida y concluyen
pronto por desaparecer, como han muerto los colegios de Mora, de
Zapata, de Romo, de San Luis y otros.
" ¿Y cómo está tan próspero el Colegio de San Ignacio?", me observó
uno de mis colegas.
"¡Qué gracia!, contesté; nació y subsiste, porque don Francisco
Ignacio Ossa regaló a los religiosos el terreno y el dinero para el
edificio, porque los religiosos son los profesores e inspectores sin
paga alguna y porque cobran una pensión, sacrificio que los padres de
familia hacen por no llevar a sus hijos al Instituto, de miedo de que
allí pierdan su fe cristiana y con su fe sus costumbres, como tienen
mucha razón para temerlo".
Pues bien, mientras más alumnos eduque la enseñanza particular,
menos gastos tendrá que hacer el Estado para esa inmensa y santa
tarea de la educación del pueblo, y mientras menos colegios
particulares haya, mayores serán las cargas del Estado y menos será el
progreso intelectual del país. Por lo menos la ley debía consultar entre
una otra enseñanza aquella igualdad sin la cual no puede existir la
libertad. Los favores del presupuesto a la otra, bastan para impedir
que ésta nazca o para aniquilarla una vez nacida, gracias al instinto
fecundo de la iniciativa individual. La Universidad tiene el monopolio
de todas las profesiones liberales por medio del monopolio de los
grados universitarios. ¿Qué más quiere para que reine como soberana
absoluta? No, no le basta todo esto, se quiere además que tenga el
monopolio de los exámenes anuales que fueron siempre en todas
partes simples condiciones del régimen interno de los colegios para
que los alumnos puedan pasar de un curso a otro, es decir, la aduana
de 24 exámenes para las humanidades y más de 14 para los estudios
superiores.
Pero si las comisiones examinadoras fueran compues-tas de miembros
de cada Facultad nombrados por ellas se daría a ese monopolio
siquiera un tinte de legalidad, porque el artículo 15 de la ley lo
establecía así para los exámenes generales o de grados; pero ese
monopolio se ha dado a los profesores del Instituto Nacional de
Santiago y de los liceos en provincias contra toda ley y por pura
arbitrariedad. Es decir, que los profesores y los alumnos de la
enseñanza particular tienen por jueces absolutos e irresponsables a sus
competidores y rivales, los profesores del Estado. Eso mata no sólo
toda igualdad y toda competencia, sino que mata toda libertad en los
planes de estudio, en los textos y, sobre todo, en los métodos, que es
lo más importante en materia de enseñanza.
Pero mis colegas que nunca habían sido profesores, no entendían esta
jerga ni daban importancia a las graves cuestiones de los textos y
métodos de enseñanza y no se daban por vencidos. Vime, pues, en la
necesidad de hacer la historia del martirologio de la enseñanza privada
y del despotismo intolerable del monopolio del Instituto que yo
conocía a fondo.
Los días de exámenes, dije, que duran cerca de dos meses, se arreglan
para los alumnos del Instituto tomando en cuenta cada profesor la
mayor o menor preparación de aquéllos en cada ramo, fijando primero
el examen de aquel ramo en que están mejor preparados y los otros
para después. Esta ventaja la estiman tanto los alumnos que los
profesores les dejamos a ellos mismos la facultad de fijar el orden de
sus exámenes. El alumno del colegio particular no goza de esta
conveniencia. Ignorando qué examen le fijará primero el rector del
Instituto, tiene que prepararlos todos en noviembre.
Esta aglomeración anticipada de trabajo los obliga a veces a renunciar
al examen de aquel ramo en que se encuentran más atrasados. De
manera que el alumno que estudiando en el Instituto, hubiera podido
rendir con descanso examen de cuatro o cinco ramos, no podía rendir
más que dos o tres por la gravísima culpa de estudiar en colegio
particular.
Cité varios alumnos, que ya eran diputados que habían rendido tres
exámenes en el mismo día. Unos de ellos, don Zorobabel Rodríguez,
después de dar examen de latín ante una comisión, pasó a otra a dar
examen de física y acto continuo a otra a rendir examen de Historia
literaria. ¿Calculan ustedes qué pandemónium de ideas incoherentes
se formará en la cabeza de un pobre niño, con esa mezcla de musa
musae, la pila de Volta y las obras de Descartes? Y esto pasa a casi
todos los alumnos de colegios privados. Soy testigo presencial de
estas angustias de mis propios alumnos durante los diez años que fui
profesor de esos colegios y que después he presenciado durante los
nueve años ha que soy profesor del Instituto.
¿No importa esto obligar a los pobres niños a fracasar en sus pruebas,
no por su culpa ni por culpa del colegio en que estudia, sino por la
gravísima culpa del maldito monopolio? Y consideren ustedes que
esas pruebas son decisivas y sin apelación para el porvenir de los
jóvenes; de ellas depende el que tengan o no más tarde una profesión
en que ganar la vida; de ellas depende el estado social de miles de
ciudadanos.
Pero esto no es nada todavía. Vamos a un suplicio mayor.
Los alumnos del Instituto, rinden sus exámenes en su propia casa, ante
sus propios profesores, cuya manera de enseñar y examinar les es
familiar y pueden, en consecuencia, conservar en el examen aquella
serenidad de espíritu que tanto ayuda al alumno en aquel trance. Los
pobres siervos de la enseñanza privada son llevados a casa ajena ante
examinadores completamente desconocidos y no sólo desconocidos,
sino hostiles, para soportar interrogatorios en una forma muy distinta
de la que ellos han tenido costumbre de oír y a veces interrogatorios
calculados para desorientar a los examinandos, medio sencillo para
espantar la timidez natural de los niños, saliendo con frecuencia
reprobados alumnos distinguidos sin más causa que este
procedimiento que establece una enorme desigualdad en contra de los
colegios privados.
Una fuente inagotable de reprobación de los alumnos particulares era
la diferencia de textos y de métodos, cosa que afecta profundamente al
éxito de los exámenes y al progreso de los estudios. Sobre este punto
cité muchos casos prácticos que les permitiesen apreciar el
martirologio de la enseñanza privada.
Por ejemplo, les dije, yo estudié durante los seis años de humanidades
el curso universal de historia con el más ilustre y el más bondadoso
profesor del Instituto, don Miguel Luis Amunátegui, quien nos daba
de lección un capítulo del texto, que nosotros recitábamos al día
siguiente en extracto uno en pos de otro hasta que se enteraba la hora
de clase. Jamás por jamás nos hizo la más ligera explicación, ni de la
geografía antigua, ni de las religiones de los pueblos, ni de sus
instituciones políticas, ni de nada.
Yo recuerdo que tenía en la cabeza una confusión indescifrable acerca
de los lugares en que habían ocurrido los sucesos, así como oía hablar
a veces de Júpiter, de Saturno o de Venus, sin que durante mis
estudios pudiese saber quienes eran esos sujetos.
De manera, que cuando en 1853, entré en el Colegio de San Luis,
como profesor de historia antigua, griega y romana, como se las
dividía entonces, tuve que rehacer por completo mi aprendizaje. Me
compré textos de geografía antigua, por la noche trabajaba en hacer
grandes mapas de Palestina, de Egipto, de Grecia, de Italia, etc., los
llevaba a mis alumnos, hacía que los copiasen y según fuera la lección
hacía dibujar a la ligera en la pizarra el mapa correspondiente y el
alumno daba la lección señalando el lugar del suceso que se narraba.
Así con la ayuda de los ojos el alumno gravaba el suceso en su
memoria con toda claridad. Del mismo modo, compré textos de
mitología que hacía leer a los alumnos para que conociesen la historia
de toda esa canalla celeste. No me bastó eso, sino que me compré y leí
los historiadores antiguos y se los llevaba a la clase para que leyesen
la narración de los sucesos importantes en Heródoto, Tucídides,
Jenofonte, Josefo o Tácito y se diesen cuenta cabal de esos autores.
De manera que yo estaba cierto de que los alumnos que llevaba para
ser examinados conocían su ramo mucho mejor que sus
examinadores, cuya ciencia histórica me era bastante sospechosa.
Y, sin embargo, me los reprobaban en el Instituto. ¿Cómo?
El profesor A. se estudiaba tres o cuatro fechas de algunas batallas
insignificantes y si el examinando no las acertaba bien, se llevaba todo
el tiempo del examen dando y cavando sobre la tal fecha y al fin se le
reprobaba. El examinador B. se encastillaba en la sucesión prolija de
los Faraones o en la enumeración exacta de los reyes de Esparta,
¡cosas de una importancia tal capital! y si el alumno erraba en algún
Faraón, reprobado.
Cité a Fulano que fue reprobado, porque no supo como se llamaba el
Arconte de Atenas, que pidió el enjuiciamiento y condenación de
Arístides. ¿ Calculen ustedes cuál sería la desesperación y el
desaliento que se apoderarían de mí y de mis alumnos? ¡ Qué método
de enseñar y de examinar historia!
¡Nombres y fechas insignificantes que no importaban a nadie y que no
sirven de nada ni para nada!
Así les referí otros ejemplos de lo acontecido en otros ramos y que he
recordado al principio de estas memorias.
Por lo que hace a los textos hube de referirme a otra faz vergonzosa
del monopolio de los exámenes. Muchos profesores del Instituto se
han creado con los textos una vaca lechera.
Se han puesto a traducir o fabricar textos de pacotilla que obligan a
comprar no sólo a sus alumnos, sino a los alumnos de todos los
colegios privados so pena de ser reprobados en el examen, si no
contestan en conformidad con la doctrina del texto del examinador.
Así logran vender centenares de ejemplares al precio que se les
ocurre, con lo cual alcanzan dos ganancias importantes: repletar sus
bolsillos y darse los humos de sabios, es decir, de autores de obras
científicas o literarias.
Mas no paran aquí los detestables frutos de ese monopolio.
No sólo he visto cien veces a alumnos distinguidos salir reprobados
por la sola culpa del examinador, sino que he conocido a muchos
otros perezosos o torpes zánganos perpetuos de sus clases que,
negándose el profesor a presentarlos a examen contrataban con alguno
de los examinadores del ramo un simulacro de aprendizaje, un repaso
de ocho o quince días por 50 ó 100 pesos, pero con la obligación de
que el mismo examinador los presentase al examen. Cité los nombres
de varios jóvenes que habían sido mis alumnos, los cuales habían
salido distinguidos y habían vuelto al colegio a burlarse de sus
profesores y de sus compañeros que se habían dado la pena de
estudiar, dando una prueba de que la aplicación era una necedad,
cuando se tenía dinero para dar buen examen.
Esta es otra vaca lechera de los profesores del Instituto, hija legítima
del monopolio, a propósito de lo cual cité varios casos de esta
explotación, entre ellos el siguiente. A la hora de once, habíamos
suspendido por un momento los exámenes para ir al comedor de
profesores a tomar un refresco. Ahí estaba yo con varios otros, cuando
entraron Fulano, Zutano y Mengano, examinadores de matemáticas.
Venían muy risueños y contentos y Fulano dijo: "La mortandad ha
sido completa; hemos reprobado a todo el curso del colegio tal".
Como les observásemos que esa parecía una crueldad, una
inhumanidad que debía ser muy dolorosa para los niños, para sus
padres y para sus profesores, aparte de que esa reprobación podía
importar a muchos alumnos el abandono de los estudios y la pérdida
de su carrera profesional, nos contestaron con ingenua franqueza: "No
hay cuidado; ya ellos conocen el camino de su salvación. Ya vendrán
a pedirnos un repaso del ramo durante las vacaciones". La franqueza
no podía ser más ruda ni más cínica.
Para que mis colegas no creyeran a mi solo testimonio les mostré la
nota dirigida al rector del Instituto por el Ministro de Instrucción
Pública, don Rafael Sotomayor, con fecha 1.° de diciembre de 1859,
en la cual decía lo siguiente:
"Se ha noticiado a este Ministerio que algunos profesores del
establecimiento a su cargo, han adoptado el sistema de dar a sus
alumnos lecciones particulares, por un honorario convenido.
Este procedimiento no sólo constituye un comercio poco decoroso
para el profesorado, sino que perjudica notablemente el crédito del
Instituto, cuyos alumnos van en busca de una protección del profesor
adquirida por el medio que dejo expresado.
Procure usted investigar estos hechos con prolijidad para que ponga
remedio a este mal".
Como el mal era efectivo y continuase el mismo rector, Barros Arana,
en el Reglamento que elaboró para el Instituto y que se decretó por el
Gobierno con fecha 5 de octubre de 1863, dispuso lo siguiente:
"Ningún profesor podrá recibir de sus alumnos, emolumentos ni
pensiones, ya sea por clases particulares o por cualquiera otra causa".
Como se ve estas prohibiciones sólo se refieren a los alumnos del
Instituto, pero no se referían a los alumnos de los colegios
particulares, los cuales quedaron siempre víctimas de este abuso
incalificable. De tantos desmoralizadores abusos resulta que los
alumnos de los colegios privados van al Instituto a rendir sus
exámenes como van los reos al suplicio. Los hechos, los
indestructibles hechos repetidos sin cesar han infundido a estos
alumnos un verdadero terror a los examinadores prevenidos y a los
examinadores negociantes, lo que trae consecuencias funestas para los
colegios particulares.
Aquí tienen otro hecho ocurrido hace pocos días, cuando se abría la
matrícula de los últimos exámenes de noviembre y diciembre. El
Rector Barros abre la matrícula y la publica solamente en el periódico
de sus afecciones. Un rector de colegio privado, el señor Fredes, sólo
lo sabe el último día fijado en el aviso. Acude en el acto a matricular a
los alumnos de su colegio. Barros Arana se niega a ello diciendo que
la matrícula se ha cerrado minutos antes, a las 12 del día y que esos
alumnos no podrían rendir sus exámenes en este año. El señor Fredes
hizo presente que eso importaba la ruina de su establecimiento y su
propia ruina, alegó su inculpabilidad, alegó la costumbre que antes
había de enviar una esquela de aviso a los directores de colegio y que
la supresión de esa costumbre era lo que había ocasionado su aparente
descuido. Nada valió.
La queja vino al Ministerio; los padres de los alumnos perjudicados
movieron toda clase de empeños con el rector, los cuales
consiguieron, al fin, ¿ saben ustedes lo que consiguieron?
Que si sobraba tiempo a las mesas examinadoras se tomaría examen a
esos alumnos. Y sucedió lo que tenía que suceder:
Que el señor Fredes, sus profesores y los padres de los niños
anduvieran durante un mes mendigando de estos examinadores y de
los otros una migaja de tiempo para que los niños no perdieran su año
de estudio. ¿No es esto una tiranía insoportable?
¿Qué sucede con este vía crucis de los colegios privados?
Que sus alumnos desertan de ellos para ir a repletar las aulas del
Instituto, sin más razón que escapar del martirio de los exámenes, con
lo cual se causan al país dos gravísimos perjuicios; matar los colegios
particulares que auxilian gratuita y poderosamente al Estado en la
inmensa obra de educar a la juventud y obligar al Estado con esa
afluencia de alumnos al colegio privilegiado a dividir los cursos,
aumentar los profesores y recargar los gastos de la instrucción
pública, no por una necesidad real nacida del desarrollo de la
instrucción, sino por una necesidad ficticia creada por monopolio.
Así fui enumerando brevemente muchos daños y perjuicios que
ocasionaba este fatal sistema de instrucción, hasta que el señor
Presidente terció decididamente en mi favor, dando testimonio
personal de cuan verdadero era todo lo que yo exponía, pues él y
muchos de sus parientes y amigos habían tenido hijos en los colegios
de San Luis, de San Ignacio o de los padres franceses, que habían sido
víctimas de las injusticias y abusos a que yo me había referido. Este
apoyo decidió el asunto y mis colegas aceptaron, al fin, los artículos
1., 2.º y 3.º de mi proyecto que decían, después del preámbulo:
Artículo 1. En adelante los colegios del Estado quedan eximidos de
recibir los exámenes de los colegios libres. Dichos exámenes tanto de
los alumnos de colegios nacionales como de particulares se rendirán
en sus respectivos establecimientos.
Artículo 2. Los colegios particulares son libres para adoptar los planes
de estudio, los métodos, sistemas y textos de enseñanza que crean
preferibles, con tal que estos últimos contengan el mínimum de
conocimientos que en cada materia exijan los programas
universitarios para la recepción de los grados.
Artículo 3. Todos los directores de colegios pasarán al Consejo
Universitario, en el mes de abril de cada año, un cuadro del número de
sus alumnos, internos o externos, pensionistas o de becas, ramos de
estudio que se cursen y demás datos que tenga a bien pedir el Consejo,
el cual formará la estadística de la instrucción media y superior y la
transmitirá al Ministerio correspondiente antes del 1.0 de junio.
También me aceptaron un artículo que establecía y reglamentaba un
certamen o concurso anual entre los alumnos de los colegios
nacionales y particulares para otorgar un premio a los más
distinguidos.
Con esto creí yo ganada la primera etapa de la libertad de enseñanza,
única que me permitían las leyes vigentes. La discusión había sido
muy laboriosa, pero daba por bien empleados mis esfuerzos, ya que se
destruía la inexpugnable fortaleza en que se encastillaba el detestable
monopolio de los colegios del Estado. Pero mi ilusión duró poco. Mis
colegas liberales volvieron a la carga. El artículo 15 de la ley del 42
decía que los exámenes anuales, tanto de los colegios fiscales como
privados, serían presenciados por comisiones de las facultades
respectivas de la Universidad, y que era preciso reglamentar esa
disposición.
Contesté que el decreto que proponía no afectaba en manera alguna a
esa disposición legal, que quedaba tan vigente como hasta entonces;
que en virtud de esa disposición las Facultades de la Universidad
nombraban todos los años uno o más miembros de su seno que fueran
a los diversos colegios, donde se rendían aquellos exámenes y no sólo
los presenciaban, sino que ellos mismos examinaban y votaban y en
seguida informaban al Rector de la Universidad; que esos informes se
publicaban todos los años en los Anales de la Universidad, y que, por
consiguiente, esa ley se seguiría cumpliendo, como era natural, porque
mi decreto no la tocaba para nada ni debía tocarla.
Todo fue en vano. Me propusieron cien cortapisas que se imaginaban
necesarias para la seriedad de los estudios; pero que en realidad no
eran, sino trabas reglamentarias contra la libertad de la enseñanza,
sugeridas por Barros Arana y Amunátegui. Les manifesté como la ley
del 42, que organizó nuestra Universidad del Estado no había hecho
otra cosa que imitar a la Universidad de Francia, limitando su
monopolio a los grados universitarios; que en Francia misma,
moderna inventora de ese monopolio, los exámenes anuales de cada
ramo de estudio no estaban sujetos a ninguna inspección fiscal; que
esos exámenes eran simple costumbre del régimen interno de cada
colegio; que al que solicitaba los grados de bachiller, de licenciado o
de doctor, jamás se le exigía certificado de exámenes ni aun de
estudios.
Les leí la ley belga del año 1857, que estableció los jurados mixtos y
que decía en su artículo 1.9: "Toda persona puede presentarse a rendir
el examen necesario para optar a los grados universitarios, sin
distinción del lugar en que ha estudiado ni de la manera como haya
hecho sus estudios". Les hice notar cómo en los colegios alemanes
eran los profesores los que indicaban los alumnos que podían pasar de
un curso a otro superior y no había ni rastros de la fiscalización de
estos exámenes.
Les probé finalmente con testimonios irrecusables que estas trabas
puestas a la libertad de los estudios eran absolutamente desconocidas
en Inglaterra y en Estados Unidos.
Inútil; mis colegas insistían. Era una lástima que jamás se hubieran
preocupado de esas materias; vivían apegados a la rutina en que se
habían educado. Eran además amigos íntimos de Barros Arana y
Amunátegui, los caudillos más aferrados al monopolio del Instituto, y
los enemigos más encarnizados de la libertad de la enseñanza, a pesar
de ser de los más caracterizados representantes del liberalismo
chileno, y era lícito sospechar que mis colegas recibían sus
inspiraciones.
Estas nuevas y tenaces exigencias me movieron de nuevo a renunciar
al Ministerio y así lo manifesté a S. E. Pero el Presidente que tenía
algunos deseos de suprimir el monopolio del Instituto, por la
experiencia de sus propios hijos, aunque tenía ideas muy vagas e
indiferentes sobre la libertad de enseñanza, trató de disuadirme de mi
renuncia. "Entre las medidas, me dijo, que proponen sus compañeros
hay algunas que en realidad me parecen excesivas, pero hay otras que
tal vez se pudieran aceptar, porque son de mera reglamentación para
dar la mayor seriedad a los estudios ¿ Por qué no entran a discutirlas
de nuevo?"
En las ansias de aliviar siquiera el martirio de la enseñanza privada,
destinada a matarla no insistí en mi renuncia y después de prolijas
discusiones, por vía de transacción, convine en aceptar algunas de
esas medidas que serían necesarias para la validez de los exámenes
requeridos para optar a grados universitarios, eso sí con la condición
de que afectaran igualmente a los colegios nacionales y a los
particulares, pie de igualdad prescrito por el artículo 15 de la ley del
42. Tales fueron los cuatro requisitos agregados al artículo 1.º de mi
proyecto y al artículo 2.° del decreto que al fin se promulgó el 15 de
enero de 1872. Este decreto quedó redactado definitivamente y
aprobado por el Presidente y mis colegas el 13 de enero. Y aquí debo
mencionar ciertas curiosísimas incidencias relativas a él.
El día 12, en que quedó todo acordado lo primero que hice fue escribir
a don Manuel Blanco Cuartín, redactor de "El Mercurio" de
Valparaíso, una larga carta en que le refería las peripecias de mi
jornada contra el monopolio del Instituto, le daba cuenta del decreto
que iba a publicarse y le pedía que me ayudase con su aprobación en
"El Mercurio". Blanco había sido mi compañero de redacción en "El
Independiente" de Santiago en 1866 y tenía las mismas ideas mías en
favor de la libertad de la enseñanza.
El señor Blanco me contestó que lo haría con todo gusto tan pronto
como se publicara el decreto. Yo esperaba también que lo aprobaría
"La Patria", diario radical de Valparaíso, porque su redactor, don
Isidoro Errázuriz, era primo del Presidente.
Del que temía duros ataques era del diario liberal montino de
Santiago, "El Ferrocarril", tanto por ser enemigo de la administración,
cuanto por ser yo conservador. Pero desde años atrás había observado
yo que en la guerra permanente en que vivía con el diario
conservador, "El Independiente", "El Ferrocarril", había tomado la
costumbre de reprobar todo lo que "El Independiente" aplaudía y
viceversa, aplaudir todo lo que este diario reprobaba. Fundado en esta
costumbre me propuse la estratagema de que luego hablaré.
El día 13 llevé al señor Presidente el decreto en limpio para que lo
firmase, a fin de publicarlo al día siguiente. Firmólo y me dijo: "No lo
publique mañana; porque mañana se van a vacaciones los Amunátegui
a Valparaíso y Barros Arana a Colchagua, y si ven el decreto en los
diarios de la mañana son capaces de quedarse y venir a molerme la
paciencia y formar grande alboroto. Publíquelo el 17, cuando ellos
estén fuera de Santiago". Así lo hice. Por de pronto no me expliqué
este temor del señor Errázuriz, desde que me dijo cuando fue a
ofrecerme el Ministerio que hacía tiempo que había ofrecido a los
caudillos conservadores suprimir el monopolio del Instituto de los
exámenes anuales y aun más separar a Barros Arana de ese
establecimiento, compromiso de que yo lo había libertado.
Más tarde me lo explicaron varios amigos de Barros Arana y de
Amunátegui, entre ellos uno de mis propios colegas de gabinete.
Ellos me aseguraron que Errázuriz les había prometido como gaje de
su íntima amistad, no tomar medida alguna relativa al Instituto sin su
previo conocimiento y consentimiento.
Estas dos contradictorias promesas me explicaron sus vacilaciones
durante la discusión del decreto y sus temores de que éste se publicara
el día 14.
Mi amigo don Zorobabel Rodríguez, redactor en jefe de "El
Independiente", se había ido a pasar sus vacaciones a Quillota en los
momentos en que yo pensaba por segunda vez renunciar al Ministerio
a consecuencia de las nuevas exigencias de mis colegas, y había
dejado en su reemplazo a don Máximo R. Lira, a quien yo había
conocido en la "Sociedad de Amigos del País", donde se distinguió
mucho por su talento como escritor y como orador, y a quien yo había
llevado de colaborador a la redacción de "El Independiente" el año 66
ó 67.
El día 14 de enero fui a la imprenta y le dije al señor Lira: " ¿Quiere
usted darse un descanso de cuatro o cinco días?"
"Con mucho gusto, pero no veo cómo". "Muy fácil. Si usted me
permite reemplazarlo por esos días puede usted irse a paseo; yo
correré con la redacción". "No podía hacerme una proposición más
grata". "Pues bien, desde mañana yo haré sus veces". Y sin averiguar
por qué ni para qué quedó así convenido.
Yo tampoco quise instruirlo de nada y esa misma tarde Lira se fue al
campo.
El 17 de enero hice publicar en "El Independiente", el decreto del 15
al pie de un editorial mío, en el cual lo juzgaba muy fríamente,
tachándolo de tímido y mezquino. Aplaudía que en él se hubiese
restablecido la igualdad entre los colegios nacionales y particulares,
ordenada por la ley del 42; pero deploraba que las condiciones y
requisitos minuciosos confiados a la Universidad para la validez de
los exámenes, en el artículo 1.º importaba trasladar a la Universidad la
tutela que antes ejercía el Instituto. Esta fue la estratagema de que me
valí para ver si "El Ferrocarril" aplaudía lo que "El Independiente"
censuraba.
Dicho y hecho. "El Ferrocarril" aplaudió y luego "El Mercurio" y "La
Patria" de Valparaíso aplaudieron igualmente el decreto.
Al día subsiguiente, apenas llegué al Ministerio el señor Presidente
me hizo llamar a su despacho. Estaba contentísimo.
"Venga usted, me dijo, a leer los editoriales del "El Ferrocarril", "El
Mercurio" y "La Patria". Toda la prensa aplaude nuestro decreto del
15. Sólo "El Independiente" aprueba de mala gana, pero aprueba"; y
se puso a leer los artículos de los diarios. Yo le dije: "Esto debe probar
a S. E. cuan hondos serían los malos frutos del monopolio, cuando
aun aquéllos a quienes no les afectaba aplauden. Y si esto dicen los
indiferentes, ¿qué dirán los oprimidos, qué dirán las víctimas de aquel
martirio? Toda la opinión imparcial aplaudirá al Gobierno".
Era el señor Errázuriz extremadamente sensible a los aplausos como a
las censuras de los diarios. Cualquiera sátira picante lo ponía molesto.
En esto se parecía mucho a otro hombre público, a quien varias veces
oí trinar contra periodistas que lo censuraban o burlaban, don
Domingo Santa María. Era evidente que no se habían fogueado ni
menos curtido en el áspero molejón de la prensa; por eso tenían tan
delicada la epidermis del amor propio. El hecho fue que ese día fue
muy grande el contento del señor Errázuriz y se mostró tan
obsequioso conmigo que, lo que no hacía nunca, en la tarde, cuando
se retiraba en su coche con su edecán, me hizo subir al carruaje y vino
a dejarme a mi casa, antes de dirigirse a la suya.
Esta desusada galantería no ha podido olvidárseme por la más extraña
ocurrencia que conservo grabada en mi memoria.
En el trayecto para mi casa me dijo con todo aplomo y con cierto aire
de secreto: "Pero lo que ha habido de chistoso en asunto (íbamos
hablando de los diarios) y lo que usted no sabe, es que yo llamé a
Máximo R. Lira y le aconsejé que viese modo de no aplaudirlo a
usted, que más bien lo censurase; porque así tal vez se conseguiría que
"El Ferrocarril" aprobase, ya que como vive con "El Independiente"
como el perro y el gato era probable que sucediese como ha
sucedido".
Yo me quedé estupefacto; apenas pude balbucear: "¡Muy bien
pensada la estratagema! "Toda aquella noche fueron para mí motivo
de meditación las comedias de la vida humana y la verdad de aquel
adagio: "No hay hombre grande para su secretario".
Aquel día don Federico me pareció pequeño. Se daba los aires de
astuto y procedía como un niño.
La opinión pública manifestada por la prensa, aplaudió el decreto de
15 de enero; los colegios particulares, a quienes se libraba de una
tiránica opresión lo recibieron con entusiasta gratitud.
Aunque los frutos de la libertad son lentos y difíciles, esta suspirada
libertad animó a los establecimientos particulares a redoblar sus
esfuerzos en favor de la instrucción. Se formaron sociedades para
fundar nuevos colegios y en el solo año del 72 se fundaron en el país
nueve de ellos que venían a prestar al Estado un gratuito y poderoso
concurso en la obra de la educación nacional. Esta fue la respuesta
práctica y elocuente que el país dio a la justa y liberal medida del
Gobierno.
Pero la abolición del monopolio de exámenes había herido en el
corazón a los logreros del privilegio. Las opresoras soberanías que él
había creado en el Instituto se sublevaron con su rector, Barros Arana
a la cabeza, movieron cielo y tierra contra el Ministro y contra la
pequeña libertad que había dado a la enseñanza. A favor del
monopolio de exámenes, el rector del Instituto se había convertido en
sátrapa, soberano dispensador de granjerías para sus palaciegos y de
persecuciones para los colegios y alumnos que caían en su desgracia.
Viendo estrecho a su ambición el reducido imperio de los colegios de
Santiago que aquel monopolio le daba, quiso extender su mando
absoluto a toda la República. Para ello Barros Arana había ideado un
arbitrio muy sencillo, ya que disponía desde muchos años como de
cosa propia del Ministerio de Instrucción Pública, desempeñado
generalmente por íntimos camaradas suyos. El arbitrio fue el
siguiente.
Como decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad,
todos los estudiantes que aspiraban a las profesiones liberales tenían
que pasar por sus manos al solicitar el grado de bachiller; pero como
los examina-dores para dicho grado debían ser, según la ley miembros
de la misma Facultad, hombres respetables, Barros Arana no podía
hacerlos instrumentos ciegos de su voluntad. Para disponer a su antojo
del examen del bachillerato, procuró hacerse dueño de la comisión
examinadora.
La ley del 42, en su artículo 15 mandaba, como he dicho que esa
comisión fuese compuesta de miembros de la Facultad, elegidos por
ella misma. Barros Arana obtuvo un decreto del Ministro, disponiendo
en contravención a la ley, que esa comisión se compusiera de
profesores del Instituto, elegidos por su rector. Excusado es decir que
sus electos fueron siempre sus ahijados más íntimos. Así dispuso a su
antojo del examen de bachiller y puso a sus plantas no sólo a los
colegios y alumnos de Santiago, sino de las provincias.
Encastillado en la fortaleza del monopolio, Barros Arana usaba y
abusaba de todas las ventajas del poder absoluto. Dueño del porvenir
de los jóvenes educandos, de los seres más caros al corazón de los
padres de familia, el sátrapa se veía rodeado de más homenajes que el
Presidente de la República. Ellos lo desvane-cieron hasta el punto de
llegarse a creer un ser necesario para la existencia y progreso de las
ciencias y las letras en Chile. Sin él y sin sus satélites del Instituto,
sólo podrían existir las tinieblas de la ignorancia. Únicos y soberanos
dispensadores de la patente oficial, llega-ron a creerse en su
presunción los únicos depositarios del saber humano. De aquí es que
el advenimiento de la libertad fue para ellos una especie de sacrilegio.
La libertad era un ataque a sus granjerías, a sus hábitos altaneros, a su
prestigio y a su vanidad. El castillo de su dominación se venía al
suelo. Los ídolos de la víspera y sus devotos se conjuraron contra la
nueva enemiga, todos los usufructuarios del monopolio comenzaron a
llamar libertad de la ignorancia a la libertad de enseñanza que había
creado los siglos literarios y artísticos de Pericles y de Augusto, de
León X y de Luis XIV; que habían formado la grandeza de Alemania,
de Bélgica, de Inglaterra y de los Estados Unidos. Esa sí que era
ignorancia crasa.
Los monopolistas tocaron a generala a todas las preocupaciones de
secta, a todas las pasiones políticas, a todas las rencillas de aldea, a
todas las timideces de la ignorancia contra el Ministro que había
alzado la noble bandera de la libertad.
No dejaron invención que no urdieron, mentira que no forjaron,
calumnia que no propalaron contra el Ministro. Este quería matar al
Instituto, quería matar al Estado docente, quería matar la ilustración
en Chile. El rector del Instituto y el secretario general del Consejo de
la Universidad, don Miguel Luis Amunátegui, se pusieron a la cabeza
de esta cruzada contra la libertad. La cosa parecía natural; eran
caudillos del liberalismo chileno.
CAPITULO XVIII
Autorización del estudio de ramos sueltos en la carrera de Leyes.-
Fomento de la instrucción primaria.- Concesión de premios al
profesorado.- Edificación escolar.- Escuelas alternadas.- Preceptorado
femenino.- Orientación práctica de la enseñanza.
Otro decreto mío vino a colmar las alarmas de los sabios del Consejo
Universitario. Un amigo mío, comerciante de Valparaíso, me había
mandado a su hijo mayor, a quien quería dedicar al comercio para que
yo le sirviese de apoderado. Le había hecho estudiar idiomas,
teneduría de libros y otros ramos de ilustración general; pero quería
que su hijo completara su educación comercial, estudiando Código de
Comercio, Economía Política, leyes aduaneras, etc., ramos que sólo
podían estudiarse en la Universidad del Estado, único establecimiento,
donde ellos se cursaban. Yo lo envié a la Universidad a matricularse;
pero le fue negada la matrícula, porque no había dado examen de
Derecho Romano y de otros ramos de Derecho que en el plan de
estudios estaban antes que el del Código de Comercio.
No me pareció aceptable que en un establecimiento en que el Estado
gasta centenares de miles al año, se cerrase completamente la puerta a
todos los que quisiesen ilustrarse sobre algún ramo del Derecho o
dedicarse a otras carreras que la de abogado, sobre todo siendo el
único establecimiento que entonces había en Chile para esos estudios.
Por otra parte, me había complacido mucho en la Universidad de los
Estados Unidos, ver que los alumnos eran libres para escoger el
estudio de los ramos que conviniesen a la carrera que deseasen seguir.
Consecuente con estas ideas se dictó el decreto de 30 de enero de
1872, que en su artículo 2.° decía: "Los jóvenes que sin ser bachilleres
o que siéndolo deseen estudiar solamente ramos sueltos de leyes,
tendrán la libertad de matricularse y de rendir sus exámenes como los
demás alumnos en cualquiera de las clases del curso universitario".
Esta innovación desagradó altamente al Consejo Universitario.
Barros Arana y Amunátegui se desataron en exclamaciones,
espantados contra esta libertad, que era un atentado contra el plan de
estudios de leyes; que iba a destruir el orden lógico de los estudios;
que iba arruinar la enseñanza. Para ellos el plan de los estudios
vigente era la última palabra de la ciencia, una especie de sancta-
sanctorum que no se podía tocar. Ante ese ídolo nada podía valer el
interés, ni las conveniencias, ni la libertad de los educandos. Y, sin
embargo, ese mismo Consejo no ha trepidado en modificar cincuenta
veces ese plan de estudios. El hecho fue que las declamaciones de
estos liberales, enemigos obcecados de toda libertad en la enseñanza,
alborotaron al Consejo que nombró una comisión compuesta del señor
rector de la Universidad, el sabio químico y mineralogista, don
Ignacio Domeyko, y el decano de matemáticas, don Francisco de
Borja Solar, para que fueran a pedirme la derogación del decreto,
como lo hicieron, en efecto.
El señor Domeyko llevó la palabra y me expuso la solicitud del
Consejo.
Le pregunté si no le parecía útil que los ingenieros de minas
estudiasen el Código de Minería.
-Perfectamente, me respondió y aun yo mismo he propuesto que se
haga para ellos su estudio obligatorio, tan necesario me parece su
conocimiento.
-Está bien, repliqué; pero ustedes les cierran las puertas de la
Universidad si antes no rinden examen de Derecho Natural y de
Derecho Romano que de nada sirven al ingeniero.
-Le encuentro razón, me contestó. Podía modificarse el decreto,
dejando subsistente el antiguo orden de cosas, exceptuando sí, el
Código de Minería.
-Y ¿qué diría usted, agregué, si un comerciante después de hacer los
estudios concernientes a su ramo tuviera la feliz idea de completar sus
conocimientos con el estudio del Código de Comercio y de la
Economía Política? ¿Le parecería a usted censurable este deseo?
-De ninguna manera; al contrario, me parecería muy laudable.
-Pero ustedes, repliqué, le cierran las puertas de la Universidad, si
antes no da examen de Derecho Natural de Derecho Romano o si
perturba el orden lógico de los estudios, como le ha pasado a mi
pupilo de Valparaíso y les referí el caso.
-Tiene usted razón, me contestó de nuevo; pero podían dejarse las
cosas como estaban, exceptuando el Código de Minería, el de
Comercio y la Economía Política.
-Y ¿qué diría usted, agregué todavía, si alguien quisiese ser escribano
o procurador, no como son los actuales, legos en Derecho, sino un
escribano bastante ilustrado y deseara estudiar Código Civil, de
Comercio, Procesal y hasta Derecho Público, censuraría usted este
laudable propósito?
-De ninguna manera, me contestó.
-Pero ustedes le cerrarían las puertas de la Universidad si no había
dado antes examen de Derecho Romano, si para ello no se ceñía al
marco de hierro del orden lógico de los ramos. Me dirá usted que
podían exceptuarse todos esos ramos; pero no queda ya más que el
Derecho Canónico, ramo al cual no tendrá mucha afición la mayoría
del Consejo.
Se sonrieron los comisionados y el señor Solar dijo: "En verdad señor
Ministro, que no habíamos pensado en las poderosas y justas
observaciones que han motivado el decreto"; y los ilustres profesores
hubieron al fin de convenir en que yo había tenido razón para otorgar
esta libertad a los alumnos que desean seguir otras carreras que la de
abogado y mantuve el decreto
***
Otro de los asuntos a que desde luego consagré mi atención fue la
instrucción primaria, ramo que estaba lejos de corresponder a las
necesidades del país por la exigüidad de las rentas nacionales, que
apenas alcanzaban a diez millones de pesos anuales para todos los
servicios públicos. Los alumnos inscritos en las escuelas públicas en
1871, apenas alcanzaban a 54,821 con una asistencia media de poco
más de 40,000 y con un total de 890 preceptores. En las escuelas
particulares o privadas había además 18,310 alumnos de uno y otro
sexo. Las escuelas públicas eran 706 y las privadas 451, 1,157 por
todo.
Lo primero que llamó mi atención fue la situación precaria por no
decir miserable, en que se encontraban los preceptores, cuyo sueldo
mensual en su generalidad era de treinta pesos, menos de lo que
ganaba un obrero en cualquier oficio. Eso me explicaba el número de
solicitudes que constantemente llegaban al Ministerio, pidiendo un
aumento de sueldos. Muchos preceptores normalistas que habían
recibo su educación gratuita en las escuelas normales del Estado a
condición de servir siete años en las escuelas públicas, desertaban de
sus cargos, se fugaban de sus escuelas para ir en busca de cualquier
empleo mejor renumerado.
Clamé por un aumento de sus sueldos; pero los diez millones del
erario no lo permitían. Me empeñé hasta conseguirlo en dar
cumplimiento a una antigua promesa, nunca cumplida, en virtud de la
cual debía concederse un premio a los empleados de la instrucción
primaria que hubiesen servido más de seis años. Este premio consistía
en darles una cuarentava parte del sueldo por cada año de servicio que
tuviesen. Así el preceptor que enterase seis años de servicio
comenzaría a gozar de seis cuarentavas partes de sobresueldo y así
sucesivamente de manera que el preceptor duplicaría su sueldo a los
cuarenta años de servicio y tendría además el derecho a la jubilación.
Este sería un estímulo para permanecer en el puesto y un premio para
los buenos servidores.
En consecuencia dicté el decreto de 7 de junio de 1872, otorgando
estos premios a los preceptores, que lo recibieron como un rocío
benéfico, como una satisfacción al clamor general, pues había
preceptores que contaban 20 y 30 años de servicio, a los cuales casi se
les duplicaba el sueldo.
Otra de las necesidades más sentidas de este importante ramo del
servicio público era la de locales para las escuelas. Había
departamentos que no poseían un solo local de propiedad fiscal o
municipal, resultando de aquí dos males: que los locales arrendados
para las escuelas eran de seguro muy inadecuados para el objeto y en
seguida que los arriendos consumían una buena parte de los fondos
que se destinaban a la instrucción.
Era indispensable consagrar todo el celo y energía posibles para tener
locales propios y adecuados para estos establecimientos de educación.
Desde luego, empleé todo mi empeño en que el Gobierno o las
Municipalidades me cediesen algunos sitios o terrenos de su
propiedad, para construir en ellos escuelas apropiadas al objeto y en
seguida me esforcé en conseguir del Gobierno los fondos necesarios
para su edificación. Yo había traído de Estados Unidos numerosos
modelos de escuelas públicas. Escogí aquéllos que se adaptaban mejor
a nuestros recursos, me constituí yo mismo en Santiago y Valparaíso
en inspector de las obras y logré construir muchas escuelas modelos
para la pobreza de nuestro erario.
No paró aquí mi entusiasmo por la educación del pueblo.
Las numerosas solicitudes que de todos los departamentos se me
dirigían para que fundase escuelas nuevas manifestaban claramente el
anhelo de instrucción que se había difundido en ellos y me propuse
sacar partido de ello. Cada vez que los vecinos de algún pueblo o
aldea me solicitaban la fundación de alguna escuela nueva, cada vez
que algún hacendado amigo me pedía lo mismo para la numerosa
población de su fundo y de los fundos vecinos empeñaba toda mi
solicitud para alcanzar de ellos la construcción y la donación al Fisco
del local necesario, hecha por escritura pública. "Ustedes, les decía,
hacen el sacrificio del local por una sola vez; el Gobierno al mantener
la escuela hará el sacrificio anual para siempre".
Gracias a estos esfuerzos perseverantes en poco más de un año adquirí
para el Fisco cincuenta y seis locales, cuyo importe no bajaría de
300,000 pesos. Establecida esta laudable costumbre que despierta y
cultiva el espíritu público, el interés y desprendimiento de los
ciudadanos por las obras de utilidad común, confiaba en que aquellas
donaciones irían siendo cada día más numerosas e importantes.
Desgraciadamente, mis sucesores no mostraron el mismo empeño y
dejaron secarse esta benéfica corriente, hasta el punto de que hoy en
día el Gobierno gasta más de dos millones de pesos en arriendo de
locales para sus escuelas. Y ¡ qué locales! tan caros como malos e
inadecuados.
El interés que se iba despertando por la instrucción popular era muy
halagador. En 1872 el número de alumnos que concurrieron a las
escuelas fiscales fue de 82, 162 48,257 hombres y 33,930 mujeres. De
éstos 56,417 pertenecían a las escuelas públicas y 25,745 a las
privadas.
Este resultado se debía en parte a una medida que comencé a plantear
y que consistió en convertir las escuelas rurales en escuelas que llamé
alternadas. A fin de tomar algunas medidas eficaces que asegurasen a
las escuelas públicas una asistencia más constante y regular de los
alumnos recogí numerosas informaciones de los visitadores de
escuelas, de los gobernadores y, por ellas vine a saber que en las
escuelas rurales era posible que los alumnos asistiesen las seis horas
diarias de reglamento.
Los labradores acostumbran ocupar sus hijos algunas horas del día en
las labores del campo y los envían a la escuela sólo en las horas
restantes. Por término medio tres horas es el máximum de asistencia
diaria que los alumnos tenían en las referidas escuelas. Obligarlos a
que ocupasen en la escuela el día entero era punto menos que
imposible. Los padres los retenían en sus faenas de la mañana para
lograr el pequeño jornal con que se remunera el trabajo de los niños.
El castigo había sido ineficaz para destruir aquella costumbre, y había
producido un efecto contrario; pues a trueque de evitar el castigo por
la asistencia tardía, los padres retenían a sus hijos por días y por
semanas enteras, mientras duraban las faenas e iban después a
justificar su falta absoluta de asistencia por enfermedad o cualquier
otro pretexto.
Por otra parte, el castigo parecía doblemente injusto, importaba
castigar en los hijos la culpa de los padres, e importaba también
castigar en éstos su legítimo deseo de ayudar su pobreza ganando
algunos centavos más al día con el trabajo de sus hijos. Por lo demás,
con tres horas diarias de escuela diaria, en cuatro o cinco años pueden
los hijos de los campesinos adquirir perfectamente los conocimientos
más elementales que necesitan.
Estas consideraciones me habrían bastado para aceptar los hechos
tales como nuestras costumbres los habían creado y para convertir el
hecho en derecho, a fin de evitar la violación cotidiana del reglamento
que siempre es perniciosa.
La mayor parte de los niños que están en estado de recibir instrucción
se queda sin alcanzar sus beneficios. Esto resultaba en gran parte de
que no hay escuelas suficientes para ponerlas al alcance de ellos. En
una aldea había sólo una escuela de hombres; ahí quedaban sin
instruirse las mujeres. A cuatro o cinco leguas existía sólo una escuela
de mujeres; ahí quedaban sin instruirse los hombres.
Procuré entonces que la misma escuela sirviese para los dos sexos,
pero sin los graves inconvenientes que tienen las escuelas mixtas, las
cuales, dadas nuestras costumbres, serían inaceptables entre nosotros.
Resolví entonces fundar las escuelas que llamé alternadas, que debían
estar regentadas por mujeres y a las cuales asistirían los hombres
desde las ocho hasta las once de la mañana y las mujeres desde la una
hasta las cuatro de la tarde en el invierno; y al revés en aquellos meses
de cosechas en que los niños acostumbran ocupar la mañana en las
labores del campo.
De esta manera cada escuela rural equivaldría a dos y como existían
más de cuatrocientas escuelas de esta clase, una vez convertidas en
alternadas podrían servir a doble número de alumnos sin más gasto
que el de los libros y útiles que se dan los escolares. Así con grande
economía para el Estado, el número de los educandos comenzó a
aumentarse notablemente.
Al limitar a tres horas las clases en estas escuelas primarias no sólo
tomé en cuenta las consideraciones que dejo apuntadas y que eran
peculiares de nuestro país, sino las observaciones que hice en las
escuelas de los Estados Unidos. En ellas el niño entra a los seis o siete
años a la escuela primaria; continúa después en las escuelas de
gramática y concluye su primera educación en las escuelas superiores,
que son como nuestros liceos. Muchos no permanecen en las escuelas
más de cuatro o cinco años. En cuanto a la duración de sus tareas
escolares, descontando los domingos, el asueto de todos los sábados y
las vacaciones cortas y largas que se suceden con ciertos intervalos, el
estudio se reduce a 180 días o seis meses al año; y durante este tiempo
los niños de siete a doce años no pasan cada día más que tres horas en
la escuela, y en ella dejan sus libros y sus cuadernos o ejercicios,
porque no deben estudiar fuera de ella. Todavía más: varias veces en
el interior de la clase se interrumpe la lección para hacer en común
ejercicios corporales al son de algún canto, para estirar los miembros
y dejar descansar la cabeza. De doce años para arriba se les retiene
cinco o seis horas, debiendo estudiar en sus casas una o dos horas;
pero nunca las horas de trabajo deben pasar de ocho horas al día. Eso
disponen los reglamentos de las escuelas mejor organizadas.
El americano no consiente por nada que sus hijos se enfermen o se
debiliten por intruirse. No quieren que se maltrate al niño con una
tensión mental excesiva y se esfuerza en procurar en esa tierna edad
que se favorezca el desarrollo físico.
Ellos piensan que imponiendo a los niños un trabajo ligero se les hace
amable la escuela, concurren a ella con gusto y con exactitud. Y así es
la verdad y llama la atención el contento con que hacen allí sus
estudios y la salud y robustez que revelan sus fisonomías.
Reducir, pues, a tres horas diarias la asistencia de los alumnos en las
escuelas rurales, siguiendo así la regla general de las escuelas
primarias de los Estados Unidos y amoldándose a las costumbres de
nuestros campesinos, importaba duplicar el número de esas escuelas y
de sus alumnos.
Aparte de la economía y demás ventajas que se obtenían con estas
escuelas alternadas, ellas iban destinadas a multiplicar los puestos, en
los cuales podía darse una ocupación honrosa y lucrativa a la mujer
que tenía entre nosotros tan pocos medios de ganar la vida con su
trabajo. Esta fue otra importante ventaja que me propuse con la
creación de las escuelas.
alternadas y que comencé a plantear con fruto en la instrucción
primaria. Me refiero a la substitución de los hombres por las mujeres
para regentar las escuelas elementales de niños que no pasen de doce
años.
Para introducir esta reforma tuve muchas consideraciones relativas a
nuestro país; pero muy especialmente la experiencia decisiva de los
Estados Unidos que es sin duda el país que ha realizado progresos más
rápidos y verdaderamente maravillosos en materia de instrucción.
Ya he dicho antes que lo que dio origen en los Estados Unidos a un
ensayo en grande escala en esta materia fue la guerra de secesión de
los años 1861 a 1865. Los preceptores se enrolaron en gran número en
el ejército. La mayor parte de ellos murió en la guerra. Las institutoras
se multiplicaron para reemplazarlos.
Fueron tales los buenos resultados de esta experiencia, hija del
principio de la necesidad que el ensayo se hizo regla y en el año 1869,
ya las preceptoras estaban respecto de los preceptores en gran
mayoría. De 350,000 maestros, 200,000 eran mujeres y sólo 150,000
hombres. Según la estadística de 1888, esta desproporción era mayor;
había 128,000 preceptores y 229,000 institutrices, que daban
enseñanza a doce millones de niños. Gigantesco progreso que ha
seguido creciendo y que no tiene igual en el mundo.
Las relaciones suministradas todos los años por los superintendentes
de las escuelas públicas reconocen unánimemente que las mujeres
aplican a la enseñanza una habilidad y un tacto superior y despliegan
en ella cualidades y aptitudes que es muy difícil encontrar entre los
hombres. Por eso desde el año 62 hasta el año 89 en que ya se habían
creado más de cuatro mil escuelas para los negros emancipados, todas
ellas se habían confiado a las mujeres.
Esta revolución en el sistema escolar ha sido tan rápida en algunos
Estados de la Unión que, como lo he dicho antes, el año 1868, por
ejemplo, en el Estado de Nueva York había 26,499 preceptores, de los
cuales 21,218 eran mujeres y sólo 5,281 eran hombres. En la ciudad
de Baltimore y a principios de 1871 habían 119 escuelas regentadas
por 558 maestros, de los cuales 507 eran mujeres y sólo 51 eran
hombres; apenas los maestros de las escuelas superiores.
Esta tendencia era muy justificada. Parece que la mujer hubiese
nacido para la sedentaria y minuciosa tarea de enseñar a los niños.
Ella es generalmente más consagrada y más paciente para esa molesta
y difícil ocupación. Como quiera que la mujer por su naturaleza y por
sus hábitos es más de la casa que el hombre, es más adecuada para
cuidar y dirigir el niño recién salido de los brazos de la madre; hasta la
escuela misma está de ordinario más aseada, más atendida, más
ordenada con ellas que con los hombres. Siempre me ha llamado la
atención el desaseo de las escuelas regentadas por los hombres.
Los preceptores parecen reñidos con la escoba y el plumero.
La mujer es más propia que el hombre para cultivar el corazón de los
niños y darles esa primera educación de la infancia de que sólo son
capaces las madres o las que saben reemplazarlas.
Estas consideraciones favorables para la educación de los niños
bastaban a mi juicio para justificar la reforma que me propuse
introducir en el régimen de nuestras escuelas. Pero había otras
peculiares de nuestro país que la hacían todavía más conveniente entre
nosotros.
Las profesiones de la mujer eran escasísimas en Chile. En las clases
elevadas y sobre todo en la clase media y de cortos recursos, la hija
era sólo carga para el padre, la esposa para el marido, la hermana para
el hermano. Las costumbres sociales habían creado para la mujer que
no pertenece a las últimas clases del pueblo, una especie de
incapacidad para el trabajo; todas las profesiones estaban cerradas
para ella. Era un ser condenado por el qué dirán a consumir, pero no a
producir ni a cooperar al trabajo y producción general.
De aquí nació el empeño que puse hasta conseguirlo para que se
ocupara a las mujeres en las oficinas de correos y de telégrafos,
trabajos, sedentarios tan propios de ellas. Por cuenta de mi Ministerio
se estableció al principio una escuela o curso de telegrafía, en la
oficina principal de Santiago, para las aspirantes a los empleos de ese
ramo.
Con el mismo objeto una de mis primeras medidas al ocupar el
Ministerio fue la creación en la Escuela de Medicina de un curso de
obstetricia para mujeres, que comenzó a funcionar en la casa de
maternidad de Santiago por decreto de 24 de abril de 1872 y cuyo
plan de estudios definitivo lo dicté el 18 de junio de 1873. Hacía
largos años que se había suprimido esa enseñanza con grave perjuicio
del servicio público. La mayor parte de las poblaciones de la
República carecían de matronas idóneas y donde las había su número
iba reduciéndose cada día, El curso se abrió con más de cien
aspirantes a esa profesión, que importaba fomentar tanto en beneficio
público como en beneficio particular de la mujer, cuya industria y
profesiones eran casi nulas.
De la misma manera hice la reforma del preceptorado en las escuelas,
tanto para mejorar el régimen escolar como para crear a la mujer
ocupaciones tan adecuadas a su sexo y tan honrosas como las del
preceptorado. Había además en esta reforma una importantísima razón
de economía para el erario público. Pude observar a cada paso que los
hombres escaseaban para el servicio de las escuelas, al paso que las
mujeres asediaban incesantemente al Ministerio, ya para obtener
desde luego la dirección de una escuela, ya para incorporarse en las
escuelas normales y asegurarse de esta manera en el porvenir un
puesto en el preceptorado.
Este fenómeno se explicaba fácilmente. El sueldo de preceptor era el
último de los sueldos que un hombre podía ganar entonces en la
industria libre: Treinta pesos mensuales; menos de lo que ganaba un
albañil; mucho menos de lo que ganaba un carpintero; era menos de lo
que solía ganar un sirviente con casa y comida. Antes de mucho, si los
hombres habían de continuar regentando las escuelas, sería forzoso
duplicar o triplicar sus sueldos, lo que era imposible para nuestro
presupuesto. De otra manera, o ellos abandonarían las escuelas, como
estaba sucediendo, o si eran normalistas obligados a servir por siete
años, en compensación de su educación a costa del Estado, se estaba
experimentando que prestaban servicios tales que gratuitos serían
caros.
Con la mujer sucedía todo al revés. Su sueldo de 30 pesos y la casa
habitación que se le da y que siempre aprovecha para su familia, la
cual no podía estimarse en menos de otros
30 pesos, les dejaba un beneficio de 60. Pues bien, 60 mensuales era
el primero de los sueldos que una mujer podía ganar entonces en
Chile, lo que explicaba los empeños que hacía por obtener una plaza
en el preceptorado.
Tal era la situación económica de los preceptores y de las preceptoras:
estaban en dos polos opuestos. Si el sueldo de aquéllos era el último
de los sueldos, era el primero para éstas.
Confiando, pues, a las mujeres el preceptorado de las escuelas
elementales de hombres, podíamos pasar algunos años sin necesidad
de imponer nuevas cargas al erario y la instrucción primaria estaría
mejor servida.
Dispuse, pues, que a medida que fuese posible se fuesen confiando a
las preceptoras más idóneas las escuelas de niños menores de 12 años,
como las escuelas rurales alternadas y comencé en Santiago, por
nombrar a una distinguida y antigua preceptora para regentar una
escuela de niños en la calle de San Ignacio, en un edificio que yo
acababa de hacer construir y que podía servir de modelo para nuestras
escuelas de entonces.
Esta escuela dio excelentes resultados.
En seguida traté de iniciar la reforma en Valparaíso. La espaciosa
escuela de cal y ladrillo que existía cerca de la estación del Barón y
que tenía capacidad para más de 200 alumnos, apenas tenía 30 por las
malas condiciones del preceptor, cuya remoción pedía con justicia el
Intendente, don Francisco Echáurren Huidobro. El preceptor fue
trasladado y dije al Intendente que haría allí el ensayo de una
preceptora.
Las innovaciones encuentran siempre obstáculos en las
preocupaciones de los unos, en los recelos de los otros y en la
inexperiencia general; y ésta encontró en el señor Echáurren una tenaz
resistencia. "Si la preceptora es buena moza, me dijo, malo.
Si tiene hermanitas que puedan rozarse con los niños, peor".
Procuré desvanecer sus escrúpulos manifestándole todas las razones
que abonaban mi medida, mas no quedó convencido al parecer. En
vista del único argumento que me había opuesto, llamé al señor
inspector general de escuelas y le pregunté:
" ¿Conoce usted entre todas sus preceptoras alguna distinguida en su
ramo, entrada en años, que sea fea y que no tenga hermanas ni hijas
jóvenes?"Como el inspector extrañase mi pregunta, le expliqué el caso
y el deseo que tenía de hacer mi ensayo en la mencionada escuela de
Valparaíso.
El inspector reflexionó un rato, buscando en su memoria alguna
maestra de las condiciones indicadas y al fin me respondió:
"Sí, señor, hay una magnífica que reúne todas las condiciones:
Fulana, que regenta la escuela de Hierro Viejo en el departamento de
Petorca. Tiene 20 años de servicios excelentes y clama porque la
saquen de aquel destierro". "Llámela a Santiago y que me vea". Así lo
hizo y al cabo de algunos días la preceptora estaba en mi presencia.
Era mujer como de 45 años, notablemente fea; pero muy inteligente y
no tenía más familia que un hermano, con quien vivía. Le pregunté si
admitiría la dirección de una escuela de Valparaíso: " ¿Cómo no,
señor?, saldría del purgatorio para ir al cielo". Le advertí que se
trataba de una escuela de hombres y mi propósito de ir entregándolas,
poco a poco, a mujeres. "Tanto mejor, me contestó, mi escuela era
alternada y me entendía mejor con los niños que con las niñas; los
niños dan menos que hacer que las niñas". Esto me confirmaba la
opinión de las preceptoras norteamericanas, como lo he dicho antes al
hablar de ellas. En consecuencia, le extendí su nombramiento a fines
de enero y se dirigió a Valparaíso para hacerse cargo de su escuela el
1.o de marzo de 1873.
El 2 ó 3 de marzo se me presentó en el Ministerio diciéndome que se
había vuelto de Valparaíso, porque el Intendente se había negado a
entregarle la escuela, diciéndole que debía ser equivocación del
decreto, que se trataba de una escuela de hombres y no de mujeres. La
negativa del Intendente era un mero pretexto, puesto que ya le había
explicado el asunto de antemano.
El señor Echáurren Huidobro que en Santiago y Valparaíso fue un
Intendente modelo por su celo ejemplar, por su asombrosa actividad,
por su abnegación sin igual en aras del bien público, pues todos sus
sueldos los obsequiaba a los establecimientos de beneficencia o a
obras de progreso de la localidad, tenía prendas excepcionales que lo
distinguieron como un insigne patriota y un eminente ciudadano. Pero
su celo por el bien público lo inducía muchas veces a extralimitar sus
atribuciones, haciendo el bien por fuerza a la manera de Pedro el
Grande de Rusia. Se le motejaba de autoritario y como era cuñado del
Presidente, se creía autorizado para pasar por sobre los mismos
Ministros. Algunos de mis colegas me dijeron más de una vez que
había dejado sin cumplimiento sus decretos o enmendádolos a su
gusto, abuso que ellos habían tolerado por no chocar con el
Presidente.
En mi asunto de la escuela creí prudente disimular por el momento y
escribí al Intendente una carta, diciéndole que el decreto de
nombramiento de la preceptora no era hijo de una equivocación, sino
hijo de la reforma de que ya le había hablado, reforma que yo quería
iniciar después de una madura reflexión y de detenidas deliberaciones
con el Presidente y mis colegas. Así es que esperaba que hiciese
entregar la escuela de hombres a la preceptora nombrada. Entregué la
carta a la misma preceptora y le dije: "Vuélvase a Valparaíso, ponga
usted misma esa carta en manos del señor Intendente y le entregarán
la escuela".
Pocos días después recibo una carta de la preceptora diciéndome que
no sabe que hacer, porque el señor Intendente se niega a entregar la
escuela. Al mismo tiempo recibo otra carta bastante lacónica del
mismo señor Echáurren, diciéndome que ha suspendido la entrega de
la escuela, porque le parece que aquello va a dar mal resultado.
Ya era demasiado. Me dirigí al señor Presidente, le referí todo lo
sucedido con el señor Echáurren y las quejas que había oído a mis
colegas, según las cuales había un supremo Gobierno en Santiago y
otro más supremo en Valparaíso; le manifesté que si el señor
Intendente no entregaba la escuela se sirviese disponer de mi cartera.
El señor Errázuriz me pidió que no diese tanta importancia al asunto,
que el señor Echáurren era algo porfiado; pero que él le iba escribir en
el acto y que estuviese seguro que entregaría la escuela. Así sucedió.
Al día siguiente recibí un telegrama del Intendente anunciándome que
había puesto a la preceptora en posesión de su cargo.
Dos meses después recibí del mismo Intendente un extenso oficio en
que me hacía presente que la preceptora había resultado excelente;
que era muy diestra en la enseñanza; que se había ganado
admirablemente la voluntad de los niños y del vecindario, de tal
manera que la escuela que antes contaba apenas con 30 alumnos,
ahora contaba con cerca de 200, número que no podía ser atendido por
una sola maestra en debida forma, y que le hiciera el favor de enviarle
una ayudante.
Me fui a la Escuela Normal de Niñas, pregunté a la directora cuales
eran las alumnas más aventajadas del último curso, propuse a dos de
las mayores si querían ir desde luego de ayudantas a la mencionada
escuela, aceptaron y en vez de una ayudante le envié dos, que a mi
juicio eran indispensables para
200 alumnos.
En Valparaíso como en Santiago mi ensayo daba excelentes
resultados, de manera que antes de dejar el Ministerio alcancé a
confiar 6 escuelas de niños a preceptoras competentes. Mis sucesores
que sin duda no tenían la experiencia o la convicción que yo,
abandonaron la reforma y creo que con perjuicio de la educación de la
niñez.
Muchas otras medidas encaminadas al progreso de la enseñanza
media y superior ocuparon mi solicitud. Con algunos profesores
contratados en Europa logré completar los estudios profesionales de
ingeniería que estaban muy incompletos. Restablecí los cursos de
arquitectura que hacía tiempo se mantenían cerrados. La profesión de
arquitecto, que había adquirido una importancia considerable entre
nosotros, carecía en nuestra Universidad de los estudios más
indispensables; y entretanto el Gobierno mismo para sus
construcciones tropezaba con grandes dificultades por la suma escasez
de arquitectos idóneos. Con el restablecimiento inmediato de los
cursos de arquitectura, junto con remediar aquella necesidad procuré
ofrecer a la juventud del país la seguridad de una profesión honrosa y
lucrativa. De la misma manera completé los cursos de la sección
bellas artes con el restablecimiento de la clase de escultura.
En las memorias que presenté al Congreso en los años 1872 y 1873 se
encuentra detallada la inmensa labor que consagré a las mejoras
introducidas en los tres ramos de mi Ministerio, las obras realizadas y
los proyectos que estaban en camino de realizarse. Entre estos
proyectos hubo uno que fue objeto constante de mis preocupaciones.
Había mortificado siempre mi patriotismo el hecho de la falta casi
total de industrias en nuestro país. Íbamos a comprar al extranjero
hasta la tinta con que escribimos, hasta los fósforos para encender el
cigarro, hasta los cohetes con que juegan los niños. Mandé teñir un
vestido en la única batanería que existía en Santiago y que dirigían
unas mujeres en la calle de San Diego y el vestido volvió más ajado e
inservible de lo que fue. Se estableció en Rancagua una fábrica de
fósforos que fracasó luego por falta de operarios competentes, porque
se gastaba a veces una caja entera sin lograr encender un solo fósforo.
Notaba yo que teníamos montañas de azufre en nuestras cordilleras y,
sin embargo, mandábamos comprar a Europa el azufre que necesitan
nuestras viñas. Producíamos el mejor cáñamo del mundo, los ingleses
nos compraban esa materia prima, la transformaban en cordeles y en
los sacos que vamos a comprarles, los sacos que necesitan nuestros
trigos, cebadas y frejoles. Sólo en Chile hay bosques nativos de
quillay y de boldo y enviábamos a Europa nuestro dinero a comprar
los extractos y tinturas de boldo y de quillay. Nuestra inmensa costa
nos está indicando que el comercio que crea tantas grandes y
pequeñas fortunas, debe ser una fuente principal de nuestra riqueza;
pero las preocupaciones literarias que han invadido aun a nuestras
clases obreras, preocupaciones nacidas de nuestro errado sistema de
instrucción, han dejado que los extranjeros monopolicen el comercio
casi por completo. Ya que la naturaleza nos ha negado las vastas
comarcas de nuestros vecinos y nos ha encerrado entre dos grandes
cordilleras, todo nos está indicando que debemos ser por esencia un
pueblo industrial.
Desde que la instrucción literaria se ha puesto al alcance de casi todas
las clases sociales por la absoluta gratuidad con que se da por el
Estado, se ha despertado en todas ellas una tendencia decidida a las
profesiones liberales seducidas por las esperanzas de brillo y de lucro.
Mas, aparte de que esas esperanzas van siendo cada día más ilusorias,
podía notarse que la instrucción de nuestros liceos y aun de la
enseñanza universitaria se resentía profundamente del exclusivo
predominio de la teoría y del olvido casi completo de la práctica. Se
enseñaban las nociones de muchas ciencias, pero tan
especulativamente que no prestaban servicio alguno a la mejor parte
y, precisamente, a la parte más necesitada de la juventud que las
adquiere.
Un día necesité en el Ministerio un buen pendolista, porque la letra de
todos los oficiales de pluma que había en la oficina era detestable.
Ofrecí 50 pesos mensuales a un buen escribiente y se publicó el aviso.
Se presentaron 30 pretendientes. Ninguno tenía la buena letra que se
necesitaba, porque en nuestros liceos no se enseña a los alumnos ni
siquiera a escribir con buena letra. Entre los solicitantes había un
bachiller en humanidades que había sido alumno mío en el Instituto, y
le dije: " ¿Por qué viene en busca de un empleo tan mezquino, usted
que obtuvo el premio de química? Mire usted: en la batanería de la
calle San Diego ofrecen 100 pesos mensuales al joven que sepa hacer
las mezclas de las tintas y en la fábrica de fósforos de Rancagua
ofrecen 200 pesos mensuales al joven que sepa hacer el mixto que
constituye la cabeza del fósforo ".
"Es que yo, me contestó, no entiendo nada de eso. La química que nos
enseñan es una incansable lista de nombres, divisiones de cuerpos, de
especies y de género que se olvidan después del examen y nada más.
Práctica, ninguna; aplicaciones a la industria, menos". " ¿Y en el
comercio no podría encontrar un empleo mejor?" "No sé llevar libros
y en lo que hace a cuentas, ¿conoce usted, señor, algún bachiller que
sepa sacar cuentas? "
"Cierto que no saben sacar cuentas ni los licenciados, ni los doctores.
Es la verdad; se enseña mucha teoría que se olvida cuando se sale del
colegio".
A este mal había que agregar otro y es que la inmensa mayoría de los
alumnos de nuestros liceos de primer orden y casi la totalidad de los
de segundo, abandonan los estudios antes de recibir los grados, porque
su escasa fortuna o su falta de aptitudes no les permite soportar las
dilaciones o vencer las dificultades de las profesiones liberales. ¿A
dónde iban esos millares de náufragos de las ciencias y de las artes? A
vegetar en oficios rutinarios, a repletar las filas de la empleomanía o
las filas de la vagancia o de las malas artes; porque los hijos del
pueblo y especialmente del pueblo obrero que adquieren alguna
cultura literaria, superior a la humilde esfera en que nacieron,
desprecian la profesión de sus padres y prefieren vivir en la ociosidad
o vegetar en ocupaciones mezquinas, y abandonan el colegio sin
llevar conocimiento alguno capaz de impulsar el progreso industrial
del país ni aun de labrarse a sí mismos medios de ganar su pan.
En obsequio, pues, de esa inmensa mayoría de alumnos en las clases
desheredadas de la fortuna, tanto de la clase media como del pueblo
obrero, especialmente de las provincias, que aspiran inútilmente a las
altas profesiones liberales, ordinariamente reservadas para los
privilegiados del talento o de la fortuna, me proponía aprovechar
todos los liceos para fundar en una vasta escala y de una manera
científica la enseñanza industrial del pueblo, multiplicando los medios
de ganar la vida a esos millares de niños que podían ser perversos
literatos, pudiendo ser tal vez verdaderos genios en la industria.
Me propuse, pues, establecer en los liceos, después de los cuatro
primeros años de los estudios más necesarios para los negocios
ordinarios de la vida, la enseñanza de algunos ramos destinados a dar
a los alumnos, en uno o dos años, nociones prácticas de química,
física, mecánica e historia natural aplicadas al mayor número de
industrias posibles. Me parecía que de esta manera prestaría a mi país
un insigne beneficio.
En mi anhelo de establecer cuanto antes estas clases especiales de
ciencias aplicadas, quise comenzar por la química y me puse al habla
con el ilustre rector de la Universidad de Chile, que era a la vez un
antiguo profesor del ramo, el sabio don Ignacio Domeyko. Le expuse
mis ideas, que aprobó con entusiasmo, diciendo que eso era lo que
estos pueblos nuevos necesitaban para ser ricos y prósperos. Le
pregunté si no le sería posible a él establecer en la Universidad un
curso de química aplicada, cuyos alumnos pudieran después servirme
de profesores en los liceos de provincias, y me contestó que sentía
mucho no poder ayudarme de esa manera; porque esa enseñanza le
exigiría manipulaciones y trabajos de que ya no se sentía capaz por su
ancianidad, pero que había un medio de encontrar profesores idóneos.
Sé, me agregó, que el sabio químico francés, M. Dumas, con quien
mantengo relaciones, se ha consagrado hace tres años a esta clase de
enseñanza y ya debe haber formado en ella muchos jóvenes que
podrían servir de profesores.
Le rogué que le escribiese y me pusiera en relación con él, como lo
hizo, en efecto. Comenzábamos a tratar el asunto, cuando la
inestabilidad de mi puesto de Ministro me privó de tan grata
satisfacción.
Quiero consignar aquí como la reparación de una injusticia y de una
ingratitud, el recuerdo de un incidente al parecer insignificante, de la
vida del Ilmo. y Rvdmo. Arzobispo de Santiago, don Rafael Valentín
Valdivieso. Su inteligencia superior, secundada por su espíritu
patriótico discurría sabiamente sobre gobierno civil o eclesiástico,
sobre jurisprudencia o historia, sobre ciencias o artes y aun en medio
de las abrumadoras tareas de su laboriosísima administración, se
preocupaba también de todas las obras de interés público, aunque
pareciesen las más extrañas a su incumbencia. Me refiero a la parte
muy principal que le cupo en la obra más pintoresca de
embellecimiento que adorna a la ciudad de Santiago, parte que la
justicia me obliga a mencionar como testigo que fui de ella.
A mediados de abril de 1872 y en una de esas noches en que solía ir a
visitar al Rvdmo. Arzobispo, me dijo lo siguiente:
"Hoy pasé por la calle de Bretón y vi muchas carretas cargadas de
piedras del cerro de Santa Lucía, piedras que la Municipalidad vende
para cimientos de las casas. Están destruyendo bárbaramente ese cerro
que puede ser la alhaja más preciosa de la ciudad, no solamente por
los recuerdos históricos que despierta, sino, porque no hay ciudad que
tenga en su recinto una rareza semejante. Roma tiene su Pincio que es
una colina baja y un hermoso jardín que otras ciudades envidian; pero
no hay ninguna que posea un cerro como éste con esos basaltos
enormes, con esas rocas salvajes, cuyo aspecto agreste forma el más
bello contraste con la ciudad.
"Además ese cerro se presta para ser convertido en el jardín más
pintoresco y en un paseo que no tendría rival y que habría podido ser
mucho más grande y hermoso, si no hubieran estado comiéndole sus
faldas. Hoy he visto que la destrucción llega hasta el corazón del
cerro. Hace tiempo que estoy clamando contra esta obra vandálica;
pero nadie me hace caso y le aseguro que eso me causa mucha pena.
Comprendo que sería.
obra costosa y, por consiguiente, difícil por ahora, convertir el cerro
en el paseo o jardín que yo imagino; pero yo no pido tanto desde
luego; lo que deseo es que no lo destruyan, que se conserve para
realizar su transformación, cuando la ciudad y sus recursos crezcan y
lo permitan",
.
"Las observaciones de Su Señoría, contesté, me parecen tan justas y
dignas de consideración que valdría la pena de interesar en el asunto
al actual Intendente, que es tan emprendedor y que ha aceptado el
cargo trayendo en su cabeza cien proyectos de mejora y
embellecimiento de la ciudad. Se me figura que el señor Vicuña
Mackenna se entusiasmaría con este proyecto y su actividad podría
realizarlo. Mañana debe verme en el Ministerio y aprovecharé la
ocasión de recomendarle las ideas de Su Señoría".
Al día siguiente, cumplí mi palabra: expuse al señor Vicuña los deseos
del Rvdmo. Arzobispo y el señor Vicuña acogió con entusiasmo el
proyecto y me dijo: "Hoy mismo doy orden para suspender las
canteras del cerro. Lo primero que habría que hacer sería trazar y abrir
los caminos para la cómoda ascensión del cerro, pero no tengo un
centavo ni ingeniero que me haga ese trabajo". "Por lo que hace a
trazar los caminos que deben construirse, le contesté, yo podría
ayudarlo. Hace poco que tenemos aquí a M. Anzart, ingeniero que
contraté en Europa para profesor de puentes y calzadas, en la
Universidad.
Yo puedo rogarle que vaya a hacer ese trabajo gratuitamente con sus
alumnos, lo cual servirá a éstos para que reciban lecciones prácticas
de su ramo. En cuanto al dinero usted sabe encontrarlo como nadie y
para eso hay tiempo ".
"Perfectamente, me respondió. Si usted me permite, voy en el acto a
conferenciar con el señor Arzobispo y si discurro medio de comenzar,
vuelvo en seguida, para que me consiga el concurso del señor Anzart".
Y se fue. Horas más tarde volvía al Ministerio con la cabeza llena de
ilusiones que afortunadamente no tardaron mucho en convertirse en
hermosas realidades.
Y me dijo: "¡Qué hombre tan grande es el señor Arzobispo!
¡ Para todo tiene ideas nuevas y magníficas! Me ha alentado, me ha
empujado, me ha entusiasmado para la obra. Me ha indicado que si es
posible, haga en el cerro un museo de antigüedades de la Colonia.
Nadie que las posea se las negará, me dijo, y aun me indicó algunas
que me sería fácil obtener, como la carroza de Marcó del Pont, que
habitan las gallinas en casa de Fulano. Me ha rogado que construya en
el cerro una iglesia que recuerde la Ermita de Santa Lucía, que
construyó allí Pedro de Valdivia y donde se celebró la primera misa
que se dijo en Chile, y aun me indicó algunas personas a cuya
generosidad sin límites podría yo recurrir, como don Domingo
Fernández Concha, que tal vez se prestase a construir la Ermita". El
señor Vicuña no olvidó la indicación, porque, en efecto, obtuvo del
señor Fernández Concha que construyese a su costa la iglesia de
piedra que se ostenta en el cerro y que guarda, como era justo, los
restos del mismo señor Vicuña.
El Santa Lucía era su merecido mausoleo.
El señor Vicuña me agregó: "El señor Arzobispo me ha dado muchas
ideas perfectamente realizables, como por ejemplo: Entre los quioscos
o grutas con que puede adornarse el cerro, bien podría usted hacer una
gruta de la "Cimarra", para recordar la costumbre que tienen los
estudiantes desaplicados de ir al cerro a hacer la cimarra. ¿Quién
pensara que un hombre tan austero y tan engolfado en los asuntos más
graves y prosaicos de la vida, tuviese tanto gusto estético y tanta
predilección por lo bello en el arte y en la naturaleza? Es un hombre
extraordinario.
Pero, en fin, yo estoy resuelto a ponerle el hombro a la empresa y
vengo a que me proporcione al señor Anzart y a sus alumnos ", como
lo hice. Días después éstos comenzaban a trazar y estacar las calzadas,
las veredas y las plazoletas que debían servir de base al futuro paseo.
El 22 de abril Vicuña presentó a la Municipalidad el programa de las
mejoras que proyectaba para Santiago y entre ellas la transformación
del cerro en paseo y en jardín, prometiendo empeñar sus esfuerzos en
que esta obra figurase en las próximas festividades de septiembre. Y
así fue, en efecto. El
17 de septiembre de 1872 se inauguró con gran pompa y con
asistencia de las más altas autoridades del país el paseo algo en
embrión del cerro de Santa Lucía y el Rvdmo. Arzobispo bendecía la
primera piedra de la iglesia que se ostenta en él, y pronunciaba un
elocuente discurso patriótico religioso, don Ramón Ángel Jara, joven
de 20 años, estudiante de leyes que se exhibía por primera vez.
También habló Vicuña. La ciudad ha pagado al ejecutor del
monumento el título de gratitud que merecía, creando la Plaza Vicuña
Mackenna al pie del cerro y erigiéndole en ella la estatua que la
adorna; pero es muy de lamentar que Vicuña en los numerosos
discursos y escritos que publicó a propósito del cerro, jamás hiciera
mención de aquél, a cuyos clamores contra la destrucción del cerro se
debió su conservación y su hermosura; es muy sensible que nunca
consagrase un recuerdo al que le dio la idea y la forma del
monumento, al que como él me lo dijo: lo alentó, lo empujó, lo
entusiasmó para la obra y le indicó algunos medios de llevarla a cabo.
Ese olvido voluntario fue una injusticia. No quiso Vicuña compartir
con nadie su gloria. Nada habría perdido ella siendo agradecido al
señor Arzobispo. Por eso fue que al celebrar la Revista Católica el
primer centenario del señor Valdivieso yo publiqué en ella, en 1904,
la verdadera historia de ese paseo, en un artículo que titulé "La
reparación de un olvido".
Véase la revista de 5 de noviembre de 1904. Algún tiempo después no
me acuerdo con que motivo, se publicó también este artículo en "El
Ferrocarril".
CAPITULO XIX
La destitución de Barros Arana.- El asalto a mi casa.- Mi
renuncia. La Ley Orgánica de Tribunales.
Como lo he dicho antes, el rector del Instituto, Barros Arana, principal
usufructuario del monopolio de exámenes convirtió el Instituto en un
campamento de resistencia contra el Ministro de Instrucción y procuró
comprometer a los mismos niños en el camino de la difamación y de
la desobediencia a la autoridad del Gobierno. La disciplina del
establecimiento se relajó en el acto. Los alumnos desmoralizados con
el ejemplo y los estímulos de su propio jefe, echaron a correr por el
camino del desorden y la revuelta no tardó en venir. El jefe de la
insurrección contra el Ministerio fue la primera víctima de su propia
obra. Los alumnos internos se sublevaron dos veces, rompiendo
bancas y vidrios y asaltando a pedradas el establecimiento, so pretexto
de que la comida era mala o de que había algún alumno castigado
injustamente.
Estos escándalos públicos obligaron al Gobierno a nombrar una
comisión compuesta de algunos miembros de la Universidad y de
algunos senadores y diputados, en su mayor parte amigos de Barros
Arana, para que le informase sobre el estado del Instituto e investigase
las causas de los desórdenes. Esta comisión que interrogó a los
empleados y a muchos alumnos del establecimiento evacuó un largo
informe que yo puse a la disposición de los señores diputados para su
privada información.
En él concluía la comisión opinando que se separase la dirección de
los estudios de la dirección del internado o de la educación de los
alumnos, pues creían que si para lo primero era muy competente el
señor Barros, no lo era igualmente para lo segundo. Aunque envuelto
en frases complacientes, muy claro aparecía el concepto de que no era
capaz de dirigir la educación de la juventud.
La comprobación de este concepto aparecía de relieve en el cuerpo del
informe. Los inspectores que son los que acompañan y vigilan a los
alumnos en las salas de estudio, en los dormitorios, en los recreos, en
todas partes, declararon que había desaparecido por completo su
autoridad, porque si ellos imponían castigo a los alumnos aun por
faltas gravísimas, con ir a quejarse al rector, éste perdonaba al
culpable, el cual volvía a reírse y burlarse del inspector, lo que
acababa con toda disciplina.
No era un hecho aislado el que alumnos que estaban recogidos en sus
dormitorios, burlando la vigilancia de los porteros o comprando su
complicidad, se salían del establecimiento y volvían a él al amanecer,
pernoctando fuera del colegio.
El informe contenía un hecho mucho más grave. Había en el colegio
una especie de enfermería para atender a los alumnos en sus
enfermedades ligeras que no requerían ser mandados a sus casas; pero
la comisión encontró que muchos de esos enfermos lo eran de sífilis, a
los cuales se atendía en esa sala para substraer este hecho al
conocimiento de sus padres o apoderados.
De las interrogaciones que los comisionados hicieron a los inspectores
y a los mismos enfermos, resultaba que esas enfermedades las habían
contraído en las casas de prostitución que pululaban en las cercanías
del Instituto. Supieron también que el señor Barros, tratando de
combatir en los alumnos ciertos vicios a que se prestan los internados,
y afeándoles tales actos,
|
les aconsejaba que prefirieran siempre ir en busca de una mujer.
Probablemente sus enfermos habían seguido los consejos del rector.
De todo lo cual resultaba que la moralidad, la disciplina y en una
palabra la educación, no existía en el Instituto y por eso la comisión
proponía dividir la dirección de los estudios, de la dirección del
internado.
En vista de lo expuesto se imponía una medida radical y desde luego
el cambio de rector. No era posible mantener como jefe del
establecimiento al que sus mismos amigos declaraban incapaz de
dirigir la educación de la juventud. Opiné, pues, por la separación de
Barros Arana. Pero el Presidente Errázuriz y mis cuatro colegas:
Eulogio Altamirano, Aníbal Pinto,
Adolfo Ibáñez y Ramón Barros, eran muy amigos y contertulios, casi
cotidianos de Barros Arana y se opusieron enérgicamente a su
destitución. Ellos no podían consentir en esa decapitación moral de su
amigo.
Pero como no podían ocultar ni paliar la gravedad de los cargos que
aparecían en el informe, mis colegas y el Presidente se acogieron al
expediente propuesto por la comisión informante y propusieron que
así como en la Universidad había delegado de la instrucción superior,
que lo era el mismo rector de la Universidad, así también en el
Instituto podía haber un delegado de la instrucción media, que
corriese con los estudios y un rector que corriese con el internado y la
educación de los alumnos.
A esta medida opuse la consideración de que el colegio iba a quedar
con dos cabezas, que podrían muy bien no andar de acuerdo y
entonces se crearía un nuevo elemento de discordia y el remedio sería
peor que la enfermedad. Agregué que en la sección superior de la
Universidad los dos cargos estaban en una misma persona, lo que no
iba a pasar en el Instituto y que temía mucho que el establecimiento
con dos cabezas sufriese más graves perturbaciones. "No puede, usted
temer eso, me contestaron, porque podemos buscar para rector una
persona que sea amiga y adicta a Diego Barros y podrán marchar en
perfecto acuerdo". "Eso sería peor, repliqué, porque entonces se
perpetuarían y no se remediarían las inmoralidades ni la indisciplina
del colegio. En mi concepto lo único que debería hacerse era separar
completamente al rector".
que Los camaradas de éste acudieron entonces a un argumento
personal. "La destitución, me dijeron, es una medida odiosa y su
odiosidad recaerá exclusivamente sobre usted. Usted sabe Barros es
públicamente su censor cotidiano, su enemigo. Si usted lo destituye, el
público, que ignora lo que ocurre en las interioridades del Instituto, lo
atribuirá a una simple venganza de su parte y no a un interés público y
nunca conviene tomar medidas que se presten a una suposición tan
grave como injusta.
Ninguna se prestaría a la calumnia como ésta. ¿Vale la pena de que
usted se exponga a mil desagrados por no aceptar el temperamento
que propone la comisión y que acepta el señor Presidente y nosotros?
Porque al fin, de estas medidas responde todo el Gobierno. Si no lo
hace por consideración a Barros, hágalo por el señor Presidente y por
nosotros".
Hube de ceder como un ensayo y se dictó el decreto de 1.0 de julio de
1872, en el cual colaboraron el Presidente Errázuriz y don Eulogio
Altamirano. El decreto comenzaba diciendo:
"Vistos el informe precedente y las indicaciones contenidas en él para
mejorar el régimen del Instituto Nacional,
DECRETO:
Artículo primero. De la misma manera que la sección superior del
Instituto, la sección secundaria tendrá un jefe especial con el nombre
de delegado de la instrucción media, a quien corresponderá
exclusivamente la inspección y vigilancia de los estudios".
El artículo 2.° que lo constituía jefe superior de los profesores en lo
relativo al desempeño de sus funciones, detallaba todas sus
atribuciones, lo mismo que el artículo 3.º, y el artículo 4.° decía:
"La dirección exclusiva de todo lo que concierne a la educación de los
alumnos y al régimen disciplinario y económico del establecimiento
correrá a cargo del rector, vicerrector y demás empleados, conforme a
las disposiciones del reglamento vigente".
Se creaba también una junta de vigilancia compuesta de cinco padres
o apoderados de alumnos internos del Instituto. Para evitar el choque
de las dos cabezas, se nombró rector del establecimiento a don Camilo
Cobo, por ser amigo de Barros Arana, y que poco antes había sido
Ministro de Hacienda. Como quitar el rectorado a Barros era una
destitución disimulada, aunque se le creaba una verdadera canonjía
para darle una renta sin el trabajo que antes tenía, yo me imaginé que
Barros rechazaría el puesto y se retiraría del colegio. No sucedió así,
sin embargo. El Gobierno quiso acallar las murmuraciones del
destituido con el cebo de una renta ganada sin trabajo, y el destituido,
por incapaz de dirigir la educación de los niños, tuvo bastante sangre
fría para aceptar el don sin repugnancia.
Lo que yo había previsto no tardó en suceder. Con frecuencia vino el
señor Cobo al Ministerio a manifestar las dificultades que le creaba el
señor Barros con motivo de la custodia y vigilancia de los
laboratorios, gabinetes y colecciones científicas, cosas que él tenía
que hacer de acuerdo con el delegado, acuerdo que casi nunca podía
obtener; y que con motivo del derecho de vigilancia sobre el régimen
general del establecimiento que acordaba al delegado el artículo 2.º, el
señor Barros se iba a entrometer en todo, hasta en la comida de la
casa, creándole muchos desagrados.
Apenas se dieron los exámenes en diciembre del 72 y los alumnos
salieron a vacaciones en enero del 73, el señor Cobo vino al
Ministerio a manifestar que él no podría volver al Instituto en el
siguiente año escolar, si el señor Barros continuaba en el
establecimiento o si por lo menos no se suprimían al delegado las
atribuciones que le conferían los incisos 2.° y 3.º del artículo 2.° del
decreto de 1.0 de julio. Deseoso yo de no cargar solo con este negocio
en que se me podía creer implicado, llevé al señor Cobo a la presencia
del señor Presidente, a fin de que le expusiera verbalmente sus quejas.
El señor Cobo hizo al Presidente una larga relación de las dificultades
que en todo y por todo le creaba el señor Barros, citando hechos
concretos que podía justificar plenamente. Se quejó sobre todo de que
le desmoralizaba y le indisciplinaba el colegio con la diatriba
constante y sátiras mordaces que acostumbraba a tener con los
profesores y aun con los alumnos, en contra del rector, del vicerrector
y de los inspectores del internado.
Todo esto se sabía y se comentaba entre los empleados y los niños,
sembrando en el colegio gérmenes de enredo y desórdenes que
dañaban profundamente la paz, la educación y la disciplina del
establecimiento.
La severa rectitud y la escrupulosa circunspección que caracterizaban
al señor Cobo, no dejaban lugar a la menor duda de la verdad de su
relato. Yo que como profesor del Instituto, desde marzo de 1862,
había tenido ocasión de conocer a fondo a Barros, su inclinación a la
maledicencia, su costumbre de caricaturar, aun a sus amigos, lo vi
retratado fielmente en la relación del señor Cobo. Pero el señor
Errázuriz que no sólo era amigo de Barros, sino que a mi juicio tenía
miedo a su lengua mordaz, como me lo probó de sobra cuando me
pidió que no publicara el decreto el 15 de enero del 72, sino cuando
Barros estuviera lejos de Santiago, volvió al fatal sistema de sus
componendas que nada remedian y sólo acrecientan los males. Yo era
de opinión de separar a Barros; pero él rogó al señor Cobo que tuviera
paciencia y que por de pronto, acogiéndose a la disyuntiva indicada
por Cobo, se quitarían a Barros las atribuciones que había mencionado
del artículo 2.° Así se hizo y se dictó el decreto del 27 de febrero de
1873 que dice:
"En adelante corresponderán exclusivamente al rector del Instituto
Nacional las atribuciones que por los incisos 2.º y 3.º del artículo 2.º
del decreto de 1.0 de julio del año último, se acuerdan al delegado de
la instrucción media".
Este decreto sublevó las iras de Barros y atizó la guerra intestina en el
establecimiento. Apenas se habían abierto los cursos el 1.° de marzo,
el vicerrector y los inspectores elevaron al rector una representación,
exponiendo que se notaban síntomas de revuelta en los alumnos; que
varios de ellos habían declarado que los profesores tales y cuales,
hechuras de Barros, les habían instigado a la rebelión y que el mismo
Barros no hacía otra cosa que reclamar contra el Gobierno, contra el
Ministro y contra el rector delante de los mismos alumnos. Al efecto
citaban hechos concretos que estaban dispuestos a comprobar de la
manera más fehaciente, y que por lo tanto no podían responder del
orden.
La crisis había llegado a su colmo. El señor Cobo se presentó al señor
Presidente haciendo dimisión de su cargo y rogándole se la admitiera,
porque a pesar de todos los esfuerzos que había hecho para conservar
la armonía con el señor Barros, en lo cual había empleado tesoros de
paciencia, le había sido imposible conseguirlo, y que todo redundaba
en descrédito del colegio y en perjuicio de la educación de los
alumnos.
Puso en sus manos la representación de los empleados y citó algunos
hechos que comprobaban la exactitud de esa exposición.
Concluyó diciendo que el señor Barros era tan indiscreto para hablar
de los demás que el colegio se había convertido en un infierno de
chismes y de enredos de conventillo.
El señor Errázuriz tenía y con razón una alta idea del talento, de la
honorabilidad y prudencia del señor Cobo, como de su competencia
para regentar un colegio y cediendo al fin a la experiencia del error
que se había cometido, creando un cuerpo con dos cabezas, tomó la
resolución de separar a Barros, redactando él mismo el decreto. Ojalá
se hubiera tomado esa medida a raíz de aquel informe que la
autorizaba de sobra.
Creo que se habrían ahorrado todas las complicaciones que
sobrevinieron después y que fueron engendradas por la creación del
delegado.
El decreto de 12 de marzo del 73 decía así:
"Suprímese el cargo de delegado en las dos secciones del Instituto
Nacional. En adelante la sección universitaria correrá a cargo del
rector de la Universidad, quien asumirá las funciones de delegado
universitario; y la sección de instrucción secundaria correrá como
antes exclusivamente a cargo del rector del establecimiento ".
Se separaba a Barros después de once años de dominación absoluta
que había ejercido en el Instituto, gracias a que había podido disponer
del Ministerio de Instrucción, ocupado casi siempre por sus más
complacientes amigos. Salía del Instituto; pero quedaban en él los
profesores, sus hechuras y sus agentes más ardorosos para la obra de
desquiciamiento en que se venía comprometiendo.
El decreto de 12 de marzo cayó como una bomba entre los liberales y
radicales.
Separar a Barros del Instituto era un atentado; el Ministro quería
matar la instrucción pública; sin Barros tenía que arruinarse el primer
colegio de la nación. Sus conmilitones clamaban al cielo contra aquel
sacrilegio, Barros era el ser necesario para la educación del país.
Barros por su parte estalló de cólera y publicó un folleto en que me
ponía de oro y azul. Yo era una calamidad pública que era preciso
extirpar. Ese folleto se obsequió a todos los alumnos de la
Universidad y del Instituto y se declaró una guerra a muerte contra el
Ministro, a cuyas diabólicas sugestiones había cedido al fin el
excelente y bondadoso Presidente Errázuriz.
En presencia de esta salvedad que se hacía del Presidente, no dejó de
ocurrírseme que el Presidente no sería extraño a ella, acordándome de
lo que el señor Arzobispo Valdivieso me había dicho cuando fui a
consultarle la ortodoxia del señor Errázuriz y si me sería lícito
comprometer en su candidatura a la "Sociedad de Amigos del País".
"Algunas jugadas les hará, porque desde el colegio fue muy travieso y
amigo de intriguillas; pero es creyente sincero". Alguien me dijo que
Errázuriz se disculpaba con sus amigos liberales y con el mismo
Barros, diciendo que aquellas medidas sólo se debían a mis supuestas
majaderías y a las del partido conservador, con quien no le convenía
romper; pero que lo tenía muy desagradado.
Todo eso era pura invención de su carácter doble. El partido nada le
había pedido y yo había cedido en este mismo asunto a su manera de
proceder, a pesar de mi distinta opinión.
Por aquel entonces vino otro suceso a enturbiar las relaciones del
Presidente con el partido conservador. A fines del 72 o principios del
73, al concluirse la discusión del Presupuesto para ese año, alguien
propuso en un consejo de gabinete, que por estar desahogada la
Hacienda Pública el Gobierno propusiese consignar en el Presupuesto
un ítem para gratificar con un 25% de su renta, a todos los empleados
públicos, porque estaban mal remunerados. El señor Errázuriz apoyó
esa idea.
Yo me permití observar que habiéndose aumentado suficientemente
hacía poco, los sueldos de cierta clase de empleados, no sería justo
agregarles ahora un 25 % y que en general no sería equitativo dar la
misma gratificación a los altos empleados, que generalmente cuentan
con otros recursos, que a los pequeños que sólo tienen una ración de
hambre.
Se me objetó que esa revisión minuciosa de todos los empleos era un
trabajo de muy largo aliento y que lo que se quería era aprovechar
luego y por una sola vez, por medio de un ítem del presupuesto, la
actual holgura de la hacienda pública.
Yo agregué que me parecía algo indecoroso que nosotros fuéramos a
proponer el aumento de nuestros propios sueldos.
En mala hora recordé que la Constitución del año 28, a imitación de la
de los Estados Unidos prohibía que se pudiese aumentar el sueldo del
Presidente y Vice, durante su Gobierno, y que si la Constitución del
33 había suprimido esa prohibición, era porque supuso que no llegaría
nunca a suceder tal cosa. Concluí diciendo que yo aceptaría la idea
propuesta, siempre que nos exceptuásemos de la gratificación
Presidente y Ministros o todos los empleados de los Ministerios.
Advertí en el acto que mi observación había herido vivamente el amor
propio de S. E., porque me observó con desusado calor: "Pero el
Congreso estimaría esa excepción como una simple gazmoñería y
desecharía la excepción, dejándonos en ridículo".
"Yo, señor, no propongo una excepción de pura forma, hablo en serio,
estando firmemente resuelto a que el ítem pase con esa excepción, que
siempre sería honrosa para nosotros.
¿Para qué tenemos mayoría en el Congreso, si no podemos imponer
la excepción? Nuestros amigos no la aceptarían". "Con obligarlos a
que acepten, so pena de que el ítem no pase, está el asunto concluido".
"La cuestión está en que nosotros lo queramos firme y resueltamente.
A mí me choca que el Gobierno vaya a hacer una indicación en que va
envuelto el aumento de nuestros propios sueldos".
No pude disuadirlos. Todo lo que pude conseguir fue que la
indicación no partiera del Gobierno. Dieron ese encargo a don Javier
Zañartu que era un exagerado gobiernista. La indicación fue, sin
embargo, mal recibida en la opinión. Ese aguinaldo hecho a granel,
sin estudio previo de ninguna clase, aunque fuese por una sola vez,
por lo que dura la Ley de puestos fue combatido en las Cámaras no
sólo por la oposición, sino por algunos miembros del partido
conservador, lo que disgustó profundamente al señor Errázuriz. Y fue
lo peor que al pasar el Gobierno al Congreso, en junio, el proyecto de
ley de presupuestos para 1874 aparecía de nuevo el mismo ítem, y
esto despertó en los congresales un disgusto mayor compensado con
el mayor disgusto del señor Errázuriz.
Dije antes que la separación de Barros puso el colmo a la irritación de
todos los usufructuarios del suprimido monopolio del Instituto y de
todos los elementos radicales y liberales descreídos que odiaban mi
presencia en el Gobierno, por mi acentuado tinte de católico. Sin
embargo, sus primeros disparos fueron contra el Instituto. Como lo
temían el señor Cobo y los superiores del internado, las incitaciones a
la revuelta hechas a los alumnos por los agentes de Barros produjeron
sus frutos.
A mediados de marzo hubo en el establecimiento una sublevación en
que los alumnos causaron algunos destrozos; pero que el señor Cobo
logró sofocar, expulsando en seguida a los que se habían distinguido
como cabecillas. Pero el espíritu de rebelión que se había sembrado
allí quedaba vivo. Era muy honda la indisciplina que había fomentado
Barros contra Cobo y sus auxiliares durante largo tiempo para que
pudiera considerarse extinguida. Lejos de eso; en los primeros días de
junio los alumnos, ayudados por personas extrañas que los
capitaneaban, en lugar de recogerse al colegio lo atacaron a mano
armada disparando contra él todo género de proyectiles y produciendo
un desorden público que a la policía costó gran trabajo dominar.
Yo no vine a tener conocimiento de ello, sino al día siguiente; pero el
señor Presidente, que vivía al costado y calle por medio con el
Instituto, dio las primeras órdenes y mandó que se cerrase el
establecimiento hasta que se tomaran todas las medidas necesarias. El
señor Cobo vino a resignar su cargo de una manera indeclinable. Los
alumnos de la Universidad y del Instituto, dijo, están empujados y
dirigidos por agentes exteriores e interiores que yo podría denunciar;
pero que no están a mi alcance. En estas condiciones es imposible
gobernar un establecimiento y me retiro. Se buscó a don Santiago
Prado, antiguo rector del Instituto, para que lo reemplazara; pero no
pude conseguir que aceptase, razón por la cual continuó reemplazando
al rector y vicerrector, don Clodomiro Godoy.
Mientras tanto, durante toda la semana que transcurrió entre el 9 y el
15 de junio, comencé a recibir de diversas personas numerosos
denuncios de que una turba de estudiantes y de pueblo se proponía
asaltar mi casa, incendiarla y si era posible asesinarme. Yo me limité a
transmitir esas noticias al comandante de policía para que tomase las
providencias del caso, a fin de evitar cualquiera desgracia. Entre
aquellas personas, dos profesores del Instituto, que me estimaban,
vinieron a decirme que por algunos de sus colegas sabían que una
logia masónica, que funcionaba en la calle de la Bandera, bajo la
dirección de un doctor Valderrama, en connivencia con muchos
alumnos de la Universidad, entre los cuales figuraban un hijo del
diputado Guillermo Matta, unos jóvenes Bazo, un joven Vallejos y
otros habían preparado un asalto contra mi casa; que llevarían tarros
de parafina para incendiarla y que habían preparado un asno encintado
para apoderarse de mi persona, llevarme amarrado sobre él hasta el
parque Cousiño y ahogarme en su laguna. Aunque ellos decían
saberlo de profesores barristas, les dije que esas me parecían fantasías
de niños más que realidades y que era difícil dar crédito a tan
criminales propósitos.
Sin embargo, en la mañana del domingo 15 de junio otro profesor del
Instituto, don Exequiel Guzmán, vino a mi casa a prevenirme de que
una turba debía asaltarla en las primeras horas de la noche. Más tarde
un caballero, don Pedro H. Humeres, vecino de la Recoleta, me
repetía el mismo denuncio agregando que la poblada vendría a mi
casa entre siete y ocho de la noche con el objeto de incendiarla y de
cometer algún atentado contra mi persona. Lo mismo me denunció un
señor Pérez, preceptor de una escuela de Santiago. En presencia de
tantos testimonios escribí de nuevo al comandante de policía para que
impidiese cualquier desorden.
Cerca de las siete de la tarde pude notar que dos policiales a caballo se
apostaban en la esquina de mi casa. Les pregunté si eran guardianes
del punto y me contestaron que los mandaba el comandante para que
si venía alguna poblada resguardasen mi casa. "Pero ¿ qué podremos
hacer nosotros contra una poblada?, me agregaron". "Ya lo creo que
nada, si no hay más fuerza que ustedes". "Vea, señor, me dijo uno de
ellos, aquí detrás de su casa en la calle de San Ignacio está el cuartel
de cazadores, donde hay siempre una guardia. ¿ Por qué no habla con
el oficial para que nos preste auxilio en caso necesario?"
Acepté la idea y fui al cuartel; me dirigí al oficial, le impuse de lo que
ocurría y le pregunté si podría auxiliar a la policía en caso necesario.
"Ese es un deber que nos impone la ordenanza, me contestó,
agregando que él era hermano del vicerrector del Instituto y que por
su hermano sabía ya que mi casa debía ser asaltada esa noche". "
¿Entonces la policía podrá contar con su auxilio?" "Seguramente".
Cuando volví a mi casa llegaba de visita el señor Maximiano
Errázuriz, medio hermano del Presidente. En el curso de la
conversación le referí los denuncios que había recibido, a los cuales
no quiso dar crédito. "Eso no podría suceder ni en un país
anarquizado, me dijo, cuanto menos en Santiago en medio de la más
perfecta tranquilidad". Departíamos sobre este asunto, cuando una
multitud armada ostensiblemente de palos y piedras y algunos con
armas de fuego, enfrentaba a mi casa que distaba tres cuadras de la
Alameda. La poblada se había organizado en ésta y había recorrido
esas tres cuadras sin encontrar un solo guardián que le estorbara el
paso, a pesar de mis reiterados denuncios al comandante Chacón, fiel
servidor del Presidente.
Según lo supe después por el parte de policía, uno de los dos
guardianes que custodiaban mi casa, llamado Francisco Villarroel fue
derribado de su caballo a palos y a pedradas, y el otro, huyendo de la
lluvia de piedras corrió a pedir auxilio al cuartel de cazadores, de
donde vino un oficial con ocho o diez soldados a contener el
desorden. Villarroel fue después conducido al hospital, donde murió a
consecuencia de sus heridas.
Suprimidos los guardianes, la turba no tuvo obstáculos para penetrar
al zaguán de mi casa vomitando insultos y gritos amenazantes.
A las vociferaciones de los asaltantes yo había corrido a cerrar las
ventanas de la pieza en que ya dormían dos de mis pequeños hijos y al
sentir que caían allí algunas piedras, tomé un revólver y me puse en el
zaguán de la casa resuelto a impedir que avanzara al interior la turba
que lo había invadido. En ese instante sentí que dos personas me
tomaban por detrás de los brazos y me arrastraban hacia el interior.
Eran mi mujer y don Maximiano Errázuriz, que censuraba mi
imprudencia de ponerme bajo el farol de gas que alumbraba el zaguán,
sirviendo de blanco inerrable de los asaltantes.
Por fortuna éstos, lejos de avanzar hacia el interior de mi casa,
corrieron a la calle, donde se sentía un vocerío infernal y un extraño
ruido de sables. Eran los cazadores que habían llegado con todo
oportunidad y que habiendo sido recibidos a pedradas, como los
guardianes sacaron sus sables para defenderse e hirieron a unos seis u
ocho. Cuando la poblada vio que la cosa iba de veras, huyó en todas
direcciones. El oficial de cazadores introdujo al patio de mi casa a los
heridos y a otros tantos que habían logrado tomar presos y los entregó
al comandante de policía que recién llegó, cuando la muchedumbre se
había dispersado. El oficial nos dijo a mí y al señor Errázuriz que,
cuando él llegaba en auxilio de los guardianes, vio, en su coche que
pasaba al tranco de los caballos, a don Diego Barros Arana, a don
Guillermo Matta y a otra persona que no conocía. Era sin duda el
Estado Mayor que iría a inspeccionar la línea de fuego.
No debo olvidar un rasgo del ánimo viril de que dio muestras mi
mujer en medio de aquella sorpresa y confusión.
Apenas entraron los heridos a mi casa, mi señora acudió con la
servidumbre a lavarles las heridas, que por fortuna eran muy leves, a
aplicarles remedios y a vendarles; pero no sin dejar de afearles su
conducta. Curarlos con toda prolijidad y reprenderlos todo era uno, lo
que hacía reír a los caballeros que en el acto del suceso habían
acudido a mi casa.
Cuando la policía se llevó a los reos y se serenó mi espíritu, indignado
como estaba de la conducta del comandante de policía, a quien creía
cómplice de aquel atentado sin ejemplo, puesto que en su mano había
estado el evitarlo, pregunté al señor Errázuriz, cuando se despedía: "
¿Podría usted tener la bondad de decir a S. E. que desde este momento
puede disponer de mi cartera, de la que hago renuncia indeclinable?
Estoy harto de amarguras en este puesto". Y don Maximiano que era
tan cumplido caballero, me contestó esta frase que no olvidaré jamás:
"Dispense, don Abdón, yo no podré hablar con mi hermano tan
pronto; porque desgraciadamente yo lo creo cómplice de este
atentado". Esta sospecha y declaración de un hombre tan medido y
circunspecto me cayeron como una bomba, cuyas siniestras luces
venían a explicarme ciertos hechos que venía observando.
Por ejemplo. En esos días de revueltas del Instituto, vino a verme mi
excelente amigo, don Francisco Echenique, padre de don Joaquín, don
José Miguel y don Francisco, que han figurado después en nuestra
política. Era don Francisco ante todo un católico y un conservador de
raza, y al mismo tiempo un amigo de confianza de don Federico
Errázuriz, a cuya casa entraba como a la propia. Vino, pues, a verme y
me dijo entre asombrado y medroso: "Acaba de sucederme algo que
no me explico y que me trae preocupado. Vengo de casa de Federico;
entro a su ante estudio, llego a la puerta del estudio, veo a Diego
Barros y a Miguel Luis Amunátegui con Federico, a quien oigo que
les decía: "No veo las horas de romper los lazos que me ligan a los
conservadores". Retrocedí en el acto y salí de la casa, lamentando
como siempre estas intimidades de Federico con estos liberales
incrédulos".
¿Tendría razón don Maximiano? ¿Qué antecedentes tendría para
hacerme una declaración tan grave? Nunca me atreví a preguntárselo.
Pero, ¿sería posible semejante traición? Yo no había tenido con el
Presidente en los últimos tiempos, sino simples disidencias de
opiniones en lo concerniente al Instituto y a Diego Barros. Sólo
recordaba un choque violento que había tenido con él; pero era de
fecha antigua que estaba completamente olvidado. Fue el siguiente,
que conviene recordarlo para la historia.
Era el mes de noviembre de 1871. La administración de don Federico
acababa de inaugurarse el 18 de septiembre de ese año.
Según la ley electoral de entonces los ciudadanos se calificaban en la
primera quincena de noviembre y no sólo quedaban inscritos en el
registro electoral, donde el ciudadano estampaba su firma, sino que se
les daba una papeleta firmada por él y por los vocales de la mesa
calificadora. El ciudadano para sufragar después en las elecciones,
que ordinariamente se verificaban en el mes de marzo siguiente, tenía
que presentar su papeleta.
Los partidos acostumbraban comprar estas papeletas para hacer votar
con ellas a otras personas, que aprendían a imitar la firma del
calificado, estampada en la papeleta. Según la ley era prohibido a los
soldados de policía y del ejército calificarse y votar. Mas, por muchas
papeletas que comprasen los partidos, les era imposible contrarrestar
al Gobierno que era dueño de todas las policías y hacía calificar a los
policiales con traje de paisano en varias mesas con distintos nombres.
De modo que con este recurso, agregado a tantos medios de influencia
lícitos e ilícitos que empleaban los Gobiernos, era imposible ganarles
ninguna elección. Las elecciones eran una simple farsa. Los senadores
y diputados en su mayor parte no eran elegidos. Los designaba o
nombraba el Presidente o el Ministerio.
De este sistema habíamos sido víctimas en 1867 Zorobabel Rodríguez
y yo, como lo he dicho antes.
Pues bien en unos de esos días de noviembre iba yo para la Moneda y
en la esquina de la Plazuela me detuvo don Manuel García de la
Huerta, uno de los prohombres de los liberales monttvaristas, que
habían quedado vencidos en la campaña presidencial, y me dijo: "Este
policial(el de la esquina) me acaba de ofrecer veinte calificaciones a
tal precio. Este se ha calificado en veinte mesas. ¿Con qué objeto se
sigue desmoralizando a la policía? Nosotros no sólo hemos quedado
vencidos, sino tan cansados de la lucha que hemos resuelto no
calificarnos siquiera. Usted se habrá fijado que las mesas calificadoras
están desiertas. Vea modo de corregir este abuso, que sobre ser ilegal
ahora es inútil". "Pienso lo mismo", le contesté, y nos despedimos.
Al entrar a la sala presidencial o Consejo de Ministros, pude ver sobre
la mesa del Presidente dos altos paquetes de papeletas de
calificaciones de los policiales, que el comandante de policía, Chacón,
acababa de remitir al Presidente, para que fuese guardando esas
municiones electorales en el parque gubernativo.
Yo aproveché la oportunidad para referir lo que acababa de decirme
García de la Huerta y para rogar al Presidente que se suprimiera este
abuso. "Siempre es necesario estar preparado", me contestó. "Sí, pero
¿cuándo podremos tener verdaderas elecciones?" "Nunca", me
replicó. "Es muy doloroso para mí oír eso. Yo creo sinceramente en
las ventajas de la República, pero con las máquinas electorales que
aquí se usan, las elecciones y la República son una simple comedia".
"Es que usted mira las cosas de tejas arriba y en política es preciso
mirarlas de tejas abajo". "Siento, señor, disentir de su opinión. Yo
creo que en política, como en todo debe reinar la verdad y la justicia".
Comencé a notar que mis contradicciones le chocaban, le molestaban.
"¿Pero es usted tan inocente, me dijo, que no ha visto que todos los
partidos compran estas papeletas y hacen votar con calificaciones
ajenas?" "Sí, señor, lo he visto y lo deploro, pero hay una diferencia:
que los partidos las compran, mientras que el Gobierno tiene fábrica
gratis de ellas y lo que más me mortifica a mí es que el mal ejemplo
venga de arriba; porque se extiende como mancha de aceite sobre las
capas inferiores.
¿Qué esperanza puede quedarnos de que se moralicen los actos
electorales y de que los ciudadanos cumplan las leyes, si nosotros
somos los primeros que las violamos?" El mal humor de S. E. subió a
tal punto que se le desbocó el caballo y me lanzó este brulote: "Es
usted muy cándido". "Señor, le contesté, prefiero ser cándido a ser
pillo".
Ante estos disparos Presidente y Ministros quedaron mudos por
algunos minutos. Altamirano llamó la atención a otro asunto; lo
conversación se llevó a otras materias y no se volvió nunca a hablar
de papeletas ni de elecciones en mi presencia.
En mi ausencia si que se solía hablar. Y voy a citar un ejemplo para la
historia.
Entre otras confidencias que me hizo después que yo salí del
Ministerio mi colega don Adolfo Ibáñez, recuerdo la siguiente: "¡Este
don Federico es muy diablo! Imagínese compañero, que el Intendente
de Valparaíso (don Francisco Echáurren, cuñado de S. E.), le escribió
un día que le mandase tantos miles de pesos para las elecciones que
iban a ser muy reñidas allí. Y don Federico le dijo a Altamirano:
Bueno, haga usted un decreto mandando entregar al Intendente de
Valparaíso tantos miles de pesos para el camino tal; usted Barros otros
tantos miles para los trabajos del malecón; y usted Pinto tantos miles
para la Escuela Naval y así se entera lo que necesita Francisco para la
elección. No le digan nada al puritano de Cifuentes".
Todo lo que dejo referido es exactísimo al pie de la letra.
Estas eran las jugarretas de don Federico. El procedimiento no podía
ser más propio de la escuela pipiola, de la que don Federico había sido
panegirista en su Memoria sobre la Constitución del 28.
Volviendo al asalto de mi casa, después de despedir a muchas
personas, que al saber el suceso habían acudido a verme, como a las
diez de la noche me dirigí a casa de S. E. Le expuse brevemente lo
ocurrido y le hice renuncia verbal de mi puesto. Lo del suceso que ya
conocía por otros conductos, no le causó la menor extrañeza, no me
dijo una sola palabra que revelase sentimiento o enojo, sino que con la
mayor frialdad me dijo, respecto de mi renuncia, que lo pensase un
poco más y que no resolviera bajo la impresión del momento.
Aquella especie de indiferencia ante un atentado como el de que
acababa de ser víctima, atentado que si hubiera acontecido a
cualquiera de sus otros Ministros, que eran sus correligionarios, estaba
yo cierto de que le habría producido verdadera cólera y lo habría
inducido a tomar las medidas más eficaces para castigar a los
culpables, me confirmaba en la sospecha de don Maximiano
Errázuriz. Era una amargura agregada a las muchas que había
saboreado en el Ministerio, donde me había conservado cediendo a los
ruegos de los amigos, que así me lo pedían como necesario para la
influencia del partido en el Gobierno. Al volver a mi casa como a las
once de la noche, encontré en ella a don Zócimo Errázuriz, otro medio
hermano del Presidente como don Maximiano Errázuriz y sincero
conservador como él. Venía a decirme que la Junta Directiva del
partido se acababa de reunir y lo había comisionado para decirme que
el partido no sólo me desligaba del compromiso de permanecer en el
Ministerio, sino que creía que debía renunciar, porque era imposible
tolerar lo que había acontecido.
Estábamos de acuerdo.
Esa noche dormí como si se me hubiera quitado una montaña de
encima. Mi vida en el Ministerio había sido de un trabajo abrumador.
Enteramente consagrado al bien público, estudiando y meditando
mejoras y reformas en los tres ramos de mi incumbencia, había
suprimido hasta las más ligeras distracciones.
Yo era el primero en llegar a mi oficina y el último en abandonarla.
Mis colegas se retiraban temprano, paseaban antes de comer y de
noche estaban siempre o en el teatro o en sus tertulias. Muchas veces
les preguntaba como era que les sobraba tiempo para pasear, cuando a
mí me faltaba hasta para el más ligero pasatiempo. Es que ellos se
limitaban al despacho ordinario o de cajón. De ahí que al pensar que
aquello iba a concluir, fuese grande mi alivio y mi descanso.
Al día siguiente mi primera diligencia fue dirigir por la mañana al juez
del crimen un oficio denunciando el asalto a mano armada que se me
había dado en mi casa y pidiendo el condigno castigado para los
culpables. A mediodía me dirigí a la Moneda para reiterar mi renuncia
y hacer entrega del Ministerio a mi sucesor. Lo primero que supe en
mi oficina fue que a poco de haber llegado a la policía los presos en el
asalto, el Intendente don Benjamín Vicuña Mackenna, había ido al
cuartel y los había puesto en libertad, substrayéndolos de la acción del
juez, el cual por su parte tampoco instruyó proceso alguno, a pesar de
mi oficio en que se lo pedía. ¿ Cómo el Intendente se atrevía por sí
solo a poner en libertad reos, que según las leyes debían ponerse a la
disposición del juez? ¿Habría procedido de acuerdo con el Presidente?
¿Qué mano poderosa anuló la acción del juez? Estas nuevas dudas
robustecieron en mí las sospechas de don Maximiano.
Me dirigí al despacho de S. E. a quien encontré con el Ministro
Altamirano y les pregunté si ya tenían elegido mi sucesor; y
Altamirano me dijo: "Pero ¿cómo se retira, si hoy lo van a interpelar?"
"¿Quién va a interpelar?" "Guillermo Matta". "¿Cómo lo sabe?" "El
me lo ha dicho". Entonces me quedo, le respondí. Renunciaré después
que concluya la interpelación".
La verdad es que S. E., Altamirano y mis otros colegas vivían en
íntimo consorcio con los monopolistas y con mis declarados
enemigos. Yo me encontraba aislado en el Gobierno y lejos de tener
guardadas mis espaldas las tenía a merced de cuantos querían herirme.
De ahí nacían las espinas que con frecuencia encontré en el camino de
mi Ministerio. Desde el primer Consejo de Gabinete que tuvimos el
20 de septiembre del 71, en que Altamirano se oponía a que se diese
destino alguno a mis amigos, so pretexto de que eran "Amigos del
País", siempre fue mi piedra de tropiezo y sin duda Altamirano
contaba con la íntima confianza del Presidente.
Ese mismo día como a las 2 P. M. nos dirigimos a la Cámara y en ella
Guillermo Matta inició efectivamente su interpelación el 17 de junio
del 73; y cosa curiosa, la interpelación no se dirigía contra el Ministro
del Interior, jefe de las policías, natural guardián del orden público y,
por consiguiente, a quien afectaban más directamente el desorden
callejero de la noche anterior, sino contra el Ministro de Instrucción
que era el agredido por la turba. Por ello propuso un voto de censura
contra mí y contra el Gobierno. Yo contesté en el acto con el primer
discurso que pronuncié en este asunto, haciéndose después general el
debate entre todos los diputados amigos y adversarios, con el calor
apasionado que a éstos prestaban sus enconados odios contra mí. Los
que más se distinguieron fueron:
Guillermo Matta, Miguel Luis Amunátegui y José Manuel Balmaceda.
Por su parte todos los diputados conservadores me prestaron el más
decidido concurso, distinguiéndose entre ellos Zorobabel Rodríguez y
Máximo R. Lira.
En estos prolongados debates que duraron un mes, yo me vi en la
necesidad de pronunciar un segundo discurso el 19 de junio y un
tercer discurso el 10 de julio. Terminó la discusión creo que el 17 de
julio, día en que la Cámara votó la aprobación de la conducta del
Gobierno y rechazó la censura por 50 votos contra 10. Este triunfo fue
al fin un bálsamo que vino a serenar mi espíritu en medio de las
deshechas tempestades de todas las malas pasiones que se habían
agitado en mi contra.
Terminada la interpelación volví al Ministerio a resignar mi puesto.
Con alguna extrañeza pude notar que tanto el Presidente como mis
colegas me instaban, para que retirase mi renuncia y continuase en mi
puesto y me pareció que lo hacían con sincero interés. Me halagaron
con los aplausos que les habían merecido mis discursos; pero yo no
sentía guardadas mis espaldas e insistí en mi resolución.
Por otra parte, en mi modesta condición jamás me vi halagado por
ninguna tentadora ambición de destinos públicos.
Nunca he solicitado empleo alguno para mí; todos los que he
desempeñado o me fueron ofrecidos con insistencia o me fueron
impuestos por la necesidad de defender, siempre a costa de los
mayores sacrificios los más altos intereses de la sociedad del país. Mi
único anhelo había sido pasar mi vida silenciosa, cultivando las
ciencias que eran mi predilección. El deber me ha arrancado siempre
de mi deseado retiro y la marejada me ha llevado a las azarosas luchas
de la vida pública, que repugnaban a mi mansa naturaleza, pero a las
cuales me ha impulsado el vivo deseo de ser útil a mis semejantes. Así
es que, en cuanto pude en conciencia escapar de las abrumadoras
tareas ministeriales, volví gozoso al asilo de mi hogar, satisfecho de
haber servido como pocos mis ideales de justicia, de libertad y de
progreso del país.
Se ofreció mi cartera al liberal don José María Barceló que la aceptó y
a quien hice entrega de mi oficina el 18 de julio, día onomástico de S.
E. Con Barceló todo el Gobierno quedaba completamente liberal, lo
que indicaba a las claras el
[
rumbo que el Presidente iba dar a su política. ¿ Se preparaba a romper
los lazos, que sólo por gratitud, lo ligaban al partido conservador? Así
parecía desde que no dejaba en el gabinete un solo representante de
ese partido, en cuyos brazos había subido y al cual debía los más
generosos y abnegados sacrificios.
Cuando impuse a Barceló de los negocios pendientes de mi
Ministerio, me, permití recomendarle algunas reformas que había
iniciado y otras que había meditado, a lo cual me contestó;
"Compañero, yo vengo a firmar el despacho de cajón y líbreme Dios
de meterme a reformador. Usted se ha matado introduciendo mejoras
y reformas para recibir ingratitudes, vilipendios y otras recompensas
parecidas, usted se olvidó de que los redentores son crucificados. Yo
no pienso ser tan zorzal".
Era un hombre práctico. Sin ser fisiócrata, le gustaba la escuela del
dejar hacer, dejar pasar.
Cuando fui a despedirme de S. E. éste me invitó al gran banquete
oficial que acostumbraba dar ese día. Hice cuanto pude por
excusarme; pero como él insistiese acepté al fin. En la mesa la señora
del Presidente, doña Eulogia Echáurren, que ocupaba uno de los
asientos de honor, me hizo sentar a su derecha y en el curso de la
conversación, me dijo: "Me dicen que usted se retira del Ministerio y
eso me tiene sobresaltada. Es indispensable que usted continúe en el
Gobierno, usted es el ángel de guarda que tiene Federico, que lo veo
diariamente trabajado por malos amigos que no puedo soportar".
"Señora, le contesté, usted me favorece con un título que no merezco.
He procurado servir a don Federico con toda lealtad y decisión; he
tratado de glorificar su administración con mejoras de toda clase; pero
he encontrado dificultades superiores a mis fuerzas".
"Es que si usted sale, temo mucho que los consejeros impíos que
rodean a Federico no tengan contrapeso en su Gobierno.
Es preciso que usted se quede". "Señora, yo no tengo ningún
ascendiente sobre don Federico, para servir de contrapeso a esas
influencias a que usted se refiere; si, sin embargo, hubiera sabido que
usted me honraba con el interés y confianza que se digna
manifestarme, me habría quedado. Pero ya es tarde.
Esta mañana he hecho entrega de mi oficina a mi sucesor".
"Lo siento en el alma; no me habían dicho una palabra".
Era la señora profundamente piadosa y sin duda se imaginaba que yo
tenía algún influjo sobre su marido, como equivocadamente lo creía o
aparentaba creerlo la prensa de oposición, que haciendo alusión a esa
imaginaria influencia, solía llamarme: el Vicepresidente, tal vez para
crear celos en mis colegas.
Yo no había cultivado con la señora, sino relaciones tardías y de
mucha etiqueta e ignoraba por completo el concepto en que me tenía y
la ayuda que hubiera podido prestarme en mis dificultades. El hecho
es que desde que salí del Ministerio, yo no volví a casa de S. E. y
mucho menos desde que a renglón seguido rompió con los
conservadores y comenzó a hacernos la guerra declarada. Quince años
más tarde, sin que en ese tiempo la hubiese vuelto a ver, al morir ella,
me dejaba en su testamento de juez partidor de sus bienes, dándome
así un último e inesperado testimonio de la estimación que le había
merecido. Desgraciadamente, las luchas que habíamos sostenido con
su marido, y que habían afectado a sus hijos, no me permitieron
aceptar el cargo con que me honraba la señora.
Cuando un ministro de fe vino a notificarme el nombramiento de
compromisario, declaré que no aceptaba el cargo. Entretanto don
Carlos Aldunate Solar, casado con una hija de don Federico, vino a
verme y a entregarme una carta de don Federico
2.º Errázuriz, carta muy descomedida y agraviante, en la cual me
exponía que los herederos de su madre no podían aceptar de partidor
al que había combatido a su padre. Dije a Aldunate que podían estar
tranquilos; porque ya había rehusado el cargo con la delicadeza que
acostumbraba, aún con aquéllos que no sabían usarla conmigo. Más
adelante veremos cómo me vengué de este agravio, cuando Federico
2.° fue candidato a la Presidencia de la República.
Antes de dejar la Moneda, fui a despedirme de los empleados de mi
Ministerio, a quienes yo había tratado, no como terco jefe, sino como
cariñoso compañero de trabajo. Me manifestaron afectuoso
sentimiento por mi salida, especialmente el jefe de la sección de
Justicia, Manuel Egidio Ballesteros, a quien yo había colmado de
favores antes y después que lo llevé a mi lado al ser nombrado
Ministro. Durante algunos años, a mi constante protección, a mi
empeñosa solicitud debió el pan que comía, escaso al principio,
suculento después. Yo he referido en otro capítulo el pago que me dio
dos o tres meses después de que salí del Ministerio, cuando ya había
renegado de su fe cristiana. ¡ Qué verdad tan profunda encierra
aquella frase de José de Maistre: "La impiedad es canalla! "
Y antes de terminar los recuerdos de mi Ministerio debo mencionar un
hecho muy importante en que me tocó actuar pocos meses antes de mi
salida del Gabinete. La comisión que redactaba la "Ley de
Organización y Atribuciones de los Tribunales", había concluido su
trabajo y pasó al Gobierno su proyecto, a fin de que se presentase al
Congreso para su discusión y aprobación. Me correspondía redactar el
Mensaje con que debía enviarse al Congreso. Para ello me dediqué a
estudiarlo con alguna detención. Encontré varios puntos que me
merecían observaciones serias y en mi concepto debían modificarse
antes de enviarse el proyecto a las Cámaras. Entre ellos fue el primero
que por él se abolía el fuero eclesiástico o la jurisdicción de los
tribunales eclesiásticos en todas las materias civiles y criminales.
Suprimir de una plumada una institución que había regido durante
tantos siglos en todos los pueblos católicos y que había regido en
Chile desde los primeros días de la Colonia, me pareció una
innovación gravísima y más grave todavía que se propusiese hacerlo
sin acuerdo previo con la Santa Sede.
Uno de los que habían intervenido en la redacción del proyecto y de
los más interesados en que luego fuera ley, era don Federico
Errázuriz. Otra vez volví a preguntarme, ¿ cómo se entiende este
catolicismo de don Federico? ¿Cómo se concilia esta falta de respeto a
las leyes de la Iglesia y esta facilidad para atropellarlas, con los
sentimientos de un sincero creyente?
Cómo otras veces yo no lo entendía. Por lo menos era un catolicismo
muy desleído y debilitado. De aquí que yo volviera a temer encontrar
en este asunto otra piedra de tropiezo para mi permanencia en el
Ministerio. Felizmente, no sucedió así.
Considerando yo que casi todos los redactores del proyecto eran
liberales descreídos y que ese espíritu prevalecía en la mayoría del
Congreso, me pareció muy difícil, si no imposible, atajar la indicada
reforma. En tal caso lo único que se podía hacer era procurar que la
supresión del Fuero Eclesiástico se hiciera de acuerdo con la Iglesia,
es decir, por medio de una negociación con la Santa Sede. Para
obtener su beneplácito me pareció conveniente aparte de las
consideraciones generales en que se fundaba la reforma, ofrecer al
Santo Padre, en cambio, la supresión de los "recursos de fuerza", que
el proyecto mantenía y que habían sido en América un manantial de
choques.
entre la Iglesia y el Estado. Consulté esta idea con el Rvmo. señor
Valdivieso, Arzobispo de Santiago, y fue de su completa aprobación,
con la cual me resolví a proceder.
Hablé de esto con el señor Presidente en la ocasión que me pareció
más favorable y le expuse que había estado estudiando el proyecto de
Organización y Atribuciones de los Tribunales y que, entre otras cosas
que me habían llamado la atención, encontraba dos principales que sin
duda S. E. no conocía: una innovación muy importante que se
introducía en nuestra legislación, cual era, la supresión del Fuero
Eclesiástico; y una antigualla muy perniciosa que se conservaba: los
Recursos de fuerza, restos de la Colonia.
Respecto de la primera me parecía seguro, dije, que para el clero y los
católicos iba a ser una sorpresa tan grave como dolorosa desde que
hacía tres siglos que gozaban de esa inmunidad
; porque nunca se desarraigan costumbres tan antiguas sin sensibles
conmociones o por lo menos sin dificultades que convenía evitar y
que me parecía evidente que si hacíamos la reforma de acuerdo con la
Santa Sede, nadie protestaría y todo se haría en paz.
" ¿Y si la Santa Sede se opone?, me interrumpió, nos creamos una
dificultad mayor".
"A eso, contesté, que había conversado el asunto con el señor
Arzobispo y que él creía que, dada la condición de los tiempos, el
Santo Padre accederá porque había hecho ya esa concesión a otros
países, sobre todo si le ofrecía, como le indiqué, la supresión de los
recursos de fuerza, recursos que la Iglesia ha condenado cien y cien
veces y que la Iglesia detesta porque han sido fuente fecunda de
desavenencias entre ella y el Estado y porque no hay cosa más
absurda e irritante que el que los tribunales civiles se entrometan en el
régimen espiritual de la Iglesia".
A este propósito recordé a S. E. el recurso de fuerza y la cuestión
eclesiástica que habíamos tenido con el Gobierno de don Manuel
Montt en 1857, de la cual he hablado antes y en la que don Federico
había tomado tanto interés en favor del señor Arzobispo; recurso en
que la Corte Suprema había condenado al destierro al prelado, si no
permitía confesar y decir misa a dos canónigos rebeldes, que tenían
muy merecida esa suspensión a divinis.
Este recuerdo de aquel recurso de fuerza que conmovió tan
hondamente a Santiago, que creó al Gobierno la oposición del Senado
y fue el precursor de la revolución de 1859, fue decisivo.
"Si yo, agregué, hago al Santo Padre una exposición circunstanciada
de las razones en que se funda la supresión de éste y de los otros
fueros que también se suprimen y le ofrecemos en cambio la
supresión de los recursos de fuerza, tengo por cosa cierta que la Santa
Sede prestará su acuerdo. Así el Gobierno se evitará todo el choque
con los sentimientos arraigados del clero y de los católicos. Lo único
que propongo es que retardemos la presentación del proyecto al
Congreso por cuatro o cinco meses, que será lo que tarde la
contestación de Roma". S. E. aprobó completamente mi idea y me
encargó que dirigiese mi petición al Papa.
Así lo hice y mi comunicación tuvo el más feliz resultado.
El Papa prestó su acuerdo para suprimir el fuero eclesiástico en las
materias de la competencia del Estado; pero con la condición de
suprimir al mismo tiempo los Recursos de fuerza. La respuesta de
Roma llegó al Gobierno poco después de haber salido yo del
Ministerio, lo que explicará el suceso que paso a referir.
Una vez que llegó la contestación de Roma el señor Presidente dio la
orden de llevar al Congreso el mencionado proyecto de ley; pero mi
sucesor don José María Barceló, sin duda por falta de estudio de los
antecedentes, pasó el proyecto tal como estaba dejando subsistentes
los recursos de fuerza. El señor Arzobispo que estaba al corriente de
todo lo obrado en este asunto, elevó al Gobierno el correspondiente
reclamo y el Gobierno procuró que se enmendase el yerro. Poco
después tuve conocimiento de que cuando se supo en Roma que el
Gobierno había presentado el proyecto manteniendo los recursos de
fuerza, el Cardenal Secretario de Estado, a quien yo había tratado en
Roma en enero de 1870 y a quien fui presentado como un fiel
creyente, se molestó en gran manera, creyendo que yo lo había
engañado en mi comunicación a la Santa Sede y mandó anotarme en
un libro entre los Ministros y católicos falsarios.
El Ilmo. Obispo Salas de Concepción fue el que me narró el caso,
agregándome que tanto él como el Rvdmo. Arzobispo, se habían
encargado de vindicarme de ese injusto cargo, en comunicaciones
dirigidas al mismo Secretario de Estado.
A pesar de que los señores obispos instruyeron al clero de la
resolución de la Santa Sede en este asunto, hubo muchos sacerdotes
que me censuraron duramente por esta causa, atribuyéndome ser el
autor de la supresión del fuero eclesiástico.
No hubo tal. El mismo señor Arzobispo creyó, como yo, que dada la
composición del Gobierno y del Congreso, no era posible atajar esa
reforma y en tal caso lo mejor y lo único que podía hacerse era
procurar que no se atropellase a la Iglesia, solicitar su acuerdo, y
obtener, como lo obtuve que desapareciese de nuestra legislación esa
piedra de escándalo, esa monstruosidad de las antiguas y abusivas
regalías de la Colonia, que se llamaba los recursos de fuerza, con todo
lo cual creo haber procurado dos inestimables bienes al Estado y a la
Iglesia; el respeto de ésta, la paz de aquél, y la desaparición de una
causa de sus discordias.
CAPITULO XX
Nuevamente en la vida privada. Una lección provechosa.- Vuelvo
al ejercicio de mi profesión.- Un juicio importante.- La discusión
de la Ley de Instrucción Pública.- La libertad de asociación.- Don
Manuel Irarrázabal en la discusión de la Ley Electoral y del
Código Penal.
Salía del Ministerio con la conciencia de haber servido a mi país con
un celo y una abnegación sin tasa; pero salía pobre, muy pobre. El
sueldo apenas había alcanzado para mis modestos gastos y para la
lluvia de suscripciones que me asediaban diariamente para todas las
obras de beneficencia que se emprendían en Santiago. Por el
Ministerio había sacrificado mi profesión de abogado y todos mis
negocios. Era dueño por mis antiguos ahorros de la casa que habitaba;
pero salía sin ocupación alguna y debiendo cinco mil pesos. Cierto
que había retenido mi cátedra del Instituto, pero no quise volver a él
tan luego, tanto por los sucesos que habían ocurrido en ese colegio,
cuanto por el descanso que necesitaba imperiosamente después de tan
violentas fatigas. ¿ Qué hacer? No había otro remedio que pedir
prestado y devorar el porvenir.
Desde luego traté de reorganizar mi estudio de abogado, que estaba
suspendido tantos años. Repartí esquelas ofreciendo de nuevo mis
servicios, pero se pasaron cuatro meses en blanco; sufría las tardanzas
de todo noviciado en la profesión. A los dos meses de este vacío, fue
cuando mi querido amigo don Francisco Echenique, me trajo la
partición de su madre,(o de su suegra, no recuerdo bien), partición que
me habría dejado unos ocho o diez mil pesos, y que se me fue de las
manos por oposición de Manuel Egidio Ballesteros, como lo he
referido anteriormente. Sea; no es la gratitud la primera virtud de los
hombres. Fue forzoso seguir devorando el crédito, pidiendo prestado.
Voy a narrar un recuerdo íntimo de esa época para que mis hijos se
fortifiquen en su fe cristiana, en la acción bienhechora de la
Providencia sobre sus criaturas y palpen como cuida paternalmente de
éstas, hasta de las avecillas que no siembran, ni siegan, ni allegan en
trojes y, sin embargo, nuestro Padre celestial las alimenta.
Un día no me quedaban más que diez pesos, en un rollito de chauchas
de un dinero que había pedido prestado. Había salido a andar un rato
por la Alameda antes de almorzar, cuando se me acercó un jovencito,
hijo de un señor Valero, anciano enfermo, inválido y sin recurso
alguno para mantener a su señora, no menos enferma que él, y a sus
tres hijos de corta edad. El o la señora solían venir a mi casa por algún
socorro; pero hacía algún tiempo que había dejado de verlos.
El jovencito se me acercó y me dijo: "Mi mamá me manda donde
usted, señor, a pedirle alguna cosita para comer; porque ayer no
hemos comido y no tenemos que comer hoy".
Temeroso yo de que el niño pudiese engañarme, le dije: " ¿Y
por qué no ha venido su mamá como otras veces y lo ha enviado a
usted?" "Porque hace tres días que está en cama". "Y
su papá, ¿ cómo está?" "Si se murió hace 15 días y no tuvimos con
qué enterrarlo". " ¿Dónde viven ahora?" "En una pieza que nos da de
limosna una señora". "Hágame el favor de llevarme a su casa; lo
acompaño". Llegamos a la casa. La señora y sus tres hijos habitaban
en una pieza espaciosa, donde había cuatro pobres camas, una en cada
ángulo de la pieza.
Era lo único que les quedaba de sus antiguas comodidades, porque
había sido una familia acomodada. La señora yacía enferma en su
cama y dos de los hijos también enfermos en las suyas. Me acerqué al
lecho de la señora y le dije: " ¿Por qué, señora, no me ha avisado antes
de llegar a este extremo? ¿No les he dicho que cuando se vean en
estas necesidades acudan a mí, que no me faltará un pan que partir con
ustedes?" "Es que como lo he molestado tantas veces ya me da
vergüenza ir de nuevo donde usted. Si hoy me atreví a enviarle a mi
niño, fue porque ayer no tuvimos qué comer y hoy teníamos la misma
amenaza".
Aquel espectáculo me conmovió profundamente. Saqué del bolsillo
mi rollito de diez pesos, lo puse en manos de la señora y le dije: "Esto
para mientras y yo volveré por acá muy luego a informarme de su
salud. Le repito que en estos casos no se olvide de mí" y me despedí
dejándolos muy consolados.
Entretanto se me había hecho tarde para llegar a la hora de almorzar.
Apresuré el paso y entré en el patio de mi casa. Mi mujer, tomando el
sol sentada en la puerta de mi dormitorio, me aguardaba algo molesta
por mi tardanza y me dijo: " ¿En qué se ha demorado tanto? Lo he
estado esperando, porque el panadero ha venido a cobrar su cuenta y
como me ha faltado algo para enterar la suma, le dije que volviera a
esta hora.
Déme esos diez pesos que le quedaban en plata". " ¿Los diez pesos?
Es que ya no los tengo" " ¡ Cómo, qué ya no los tiene!
¿En qué los ha gastado? " "En esto ", y le referí a la ligera lo
sucedido. Mi mujer que siempre fue muy impresionable, me increpó
duramente mi imprudencia, cuando debía pagarse ese día al panadero.
"No se alarme, le dije, Dios dará. No tema nunca quedar pobre por dar
limosna; porque Dios ha prometido el ciento por uno y la patria
celestial a los que en su nombre hiciesen obras de misericordia".
"También está escrito, me replicó, remedando mi tono sentencioso,
que la caridad bien ordenada debe comenzar por casa y Dios no dijo
que hubiera de premiar las tonterías. Usted no se curará nunca de su
manía de dar a tiempo y a destiempo".
La discusión se iba encrespando.
En eso se sintieron golpes a la puerta y mi mujer me agregó asustada:
" ¡ Ese es el panadero!" y se puso en fuga. Yo salí a recibirlo. No era
el panadero. Era un desconocido que preguntaba por don Abdón
Cifuentes y que me entregaba una carta que según me dijo, me
enviaban de Limache.
Hacía más de dos años que yo había ganado un pleito de un francés,
dueño de una valiosa propiedad ubicada en Limache y al cual con
malas artes se la querían quitar unos pillos.
Yo había defendido al francés en 1.a y 2.a instancia y había ganado
completamente el juicio. El francés, que durante el curso del litigio
me había hecho las más halagadoras promesas y que parecía un
hombre serio, se volvió a Limache muy contento, resuelto al parecer a
mandarme mi honorario. Pero visto que no resollaba después de
muchos días, le escribí y no me contestó. Averigüé su paradero y supe
que dos días después de llegar victorioso a Limache se había
embarcado repentinamente para Francia. Yo rayé en el agua mi
honorario.
Como he dicho, hacía más de dos años de esto, y la carta era de él.
Comenzaba pidiéndome mil perdones por no haberme escrito en razón
de un tropel de sucesos repentinos que le habían acaecido; que, al
volver a Limache en aquel tiempo, se había encontrado con dos cartas
de Francia en que le anunciaban la muerte de su padre y la necesidad
urgentísima de que volviese en el acto a su pueblo, porque corrían
peligro los bienes de su herencia; que había arreglado de carrera sus
negocios y se había embarcado a los dos días; que en Francia había
tenido que trabajar mucho para salvar y liquidar su herencia, que
sentía en el alma no haberme escrito, falta de que se declaraba
culpable; que acababa de volver a Chile, donde su primera diligencia
había sido juntar algunos fondos para pagarme mi honorario, que, por
de pronto, me enviaba la libranza que me incluía por trescientos pesos
y que en pocos días más estaría en Santiago con todo mi honorario.
Yo me dirigí al comedor, donde almorzaba la familia, les leí la carta y
dije a mi señora, mostrándole la libranza: "Mujer de poca fe; no era el
panadero el que golpeaba a la puerta, era la Divina Providencia que ha
querido enseñarle que jamás debemos temer quedar pobres por hacer
limosnas en nombre de Dios. Ya ve como con estos trescientos pesos
y lo demás que vendrá en pocos días, el Señor me devuelve por mis
diez pesos más del ciento por uno.
Con éstas y otras lecciones que Dios sabe dar, mi mujer se puso más
limosnera y tanto que hace a la fecha (1915) veinte y cinco años que
vive casi enteramente consagrada al servicio de los pobres en la
Conferencia de Señoras de San Vicente de Paul, que ella preside en la
Parroquia de San Lázaro, con un celo, una abnegación y un espíritu de
sacrificio que admiro y que yo no sería capaz de imitar.
Entretanto para ayudarme con algo a los tres meses volví a mi clase
del Instituto, cuyo sueldo era de 800 pesos al año.
Yo creía que después de tres meses, ya se habrían olvidado o por lo
menos calmado los odios sembrados allí por Diego Barros contra el
Ministro Cifuentes. Me equivocaba. A los pocos días de estar
desempeñando mi cátedra de historia, el nuevo rector, lo era don
Uldaricio Prado, se acercó a mi clase, me llamó para afuera y me dijo:
"Tengo denuncio cierto de que los agentes de Diego Barros, han
confabulado a los niños para apedrearle a usted a las once, hora en que
todos los alumnos salen de sus clases. Para reprimir este desorden y
prender a los más culpables he pedido tropa armada que tengo oculta
en el patio de la rectoría. Pero cómo vale más impedir el atentado que
reprimirlo, tal vez convendría que usted saliese antes de la hora para
que el complot fracasase".
Yo no tenía amistad con el señor Prado, pero sabía que era todo un
caballero incapaz de armar celadas, como me lo probaba su aviso y
precaución en mi favor. Después de agradecerle su caballerosa
solicitud, le dije: "Desde el asalto a mi casa y desde la interpelación
que se me hizo en la Cámara estoy cansado de recibir anónimos con
amenazas de muerte. Desde entonces también ando armado para
escarmentar al que me asalte, si no es a traición. No les he huido el
bulto, he andado solo por todos partes y ha sucedido lo que dice el
adagio: que cuando Dios no quiere, no hay miedo de que nadie nos
toque un pelo del cabello; así es que yo preferiría no mostrarles miedo
y matar desde luego esas intentonas con un poco de coraje.
"Como usted lo prefiera, me contestó, ya usted sabe que tengo como
defenderlo".
A las once salieron los alumnos de todas las clases y yo salí como
todos los días en medio de ellos. En el patio del establecimiento no
hubo nada; es verdad que el rector se hizo presente.
Pero al salir a la calle, yo me paré largo rato en la acera, mirándolos
de hito en hito y resuelto a escarmentar al que tirase la primera piedra.
O mi actitud los desarmó o los denuncios no pasaban de simples
amenazas. En los días siguientes hice lo mismo hasta que volvió la
tranquilidad. Yo procuré ganarme la adhesión y el cariño de mis
alumnos, explicándoles todo lo que yo había hecho en favor de los
estudiantes durante mi Ministerio. Sin duda ellos desarmaron a sus
compañeros y éstos depusieron sus odios contra mí.
*
**
Sólo a los cuatro meses se me encomendó la defensa de un juicio. Don
Clemente Fabres vino a verme y me dijo: "Compañero, yo sé que está
pobre y deseoso de trabajar. Yo tengo dos juicios del Arzobispado:
uno del vínculo de Quechereguas, por el cual tengo iguala de 30,000
pesos si se gana y nada si se pierde; y otro relativo al vínculo de
Bucalemu, en que tengo iguala de 2,500 pesos. Le traigo un hueso
pelado; eso es verdad hasta cierto punto; pero no es del todo exacto.
El primero apenas comienza y va a ser muy largo y laborioso mientras
que el segundo lo he perdido en primera instancia y está en apelación
en la Corte, de manera que será cuestión de un alegato.
Si lo gana le darán por su alegato 2,500 pesos. Le dejo a su favor mi
trabajo de la 1.a instancia en que he perdido. Le dejo el expediente,
estudie el asunto y si lo encuentra justo tome su defensa". Le di las
gracias y se fue.
Estudié el asunto, lo encontré justo y acepté su defensa. Se trataba de
lo siguiente: En 1808 murió don Pedro Fernández Beltrán y
Balmaceda, dejando vinculada su inmensa hacienda de Bucalemu para
que la disfrutasen sus parientes hasta el 4.° grado, por cinco años cada
uno, y una vez agotados esos parientes, pasase la hacienda al
Ordinario Eclesiástico para que con sus frutos socorriese a las viudas
y doncellas pobres. Gobernando la Arquidiócesis el Arzobispo don
Manuel Vicuña, éste celebró un contrato con un caballero, don Matías
Valdivieso, quien se obligaba a reclamar la hacienda, haciendo a su
costa todos los gastos de los juicios a que esto diera lugar hasta dejar
al prelado en posesión de la hacienda, por un honorario alzado de
60,000 pesos. Y todo esto, porque se creyó que se habían agotado los
parientes hasta el 4.º grado.
Don Matías Valdivieso confió la defensa del juicio a un célebre
abogado, a quien llamaban el chillanejo Rodríguez. El juicio duró
algunos años y se perdió no supe por qué. Más tarde volvió
Valdivieso a reclamar la hacienda y confió su defensa al señor don
Manuel Antonio Tocornal que también lo perdió.
En estos juicios principales como en otros incidentales que habían
ocurrido como los de la desvinculación de la hacienda que hicieron
los usufructuarios, los señores Fernández de España, que dividieron la
antigua hacienda en tres, después de exvincularla, el señor Valdivieso
llevaba gastados más de los $ 60,000 que importaba su honorario
estipulado con el Ilmo. señor Vicuña. Don Matías además, había ido
empobreciendo, de manera que en 1871 ó 72, cuando se habían
extinguido los parientes de 4.º grado de don Pedro Fernández Beltrán
Balmaceda, y don Matías Valdivieso renovó el juicio reclamando los
réditos de los censos en que se había convertido la antigua hacienda
en virtud de la desvinculación, apenas pudo igualar con el señor
Fabres por $ 2,500 si se ganaba y nada si se perdía. El juicio se seguía
a nombre del Arzobispo por una parte, a quien defendía yo, y por otra
a nombre de don José Manuel Balmaceda, que fue después Presidente
de la República y a quien defendía don Vicente Reyes; y de don
Manuel Fernández Cereceda, defendido por don Antonio Varas, el
famoso Ministro de don Manuel Montt. Balmaceda y Fernández se
creían dentro del 4.º grado y se disputaban su derecho preferente, y los
dos combatían los derechos del Arzobispo.
El fundamento del pleito consistía en lo siguiente: Balmaceda con
todos sus demás hermanos y Fernández sostenían que aunque estaban
fuera del 4.° grado civil, estaban dentro del 4.° grado canónico; yo
sostenía que siendo la herencia y las asignaciones testamentarias,
materias esenciales civiles, debían regirse por las leyes civiles y no
por las leyes canónicas, y, por consiguiente, en este asunto no debía
aplicarse la computación canónica, que se traía de los cabellos, sino la
civil. Esto me parecía de primera evidencia y por eso creí justo la
causa por parte del Arzobispo.
Menciono este juicio, porque aunque Fabres y yo creímos que mi
tarea se reduciría a un alegato y el asunto se fallaría en unos cuantos
días, el juicio duró más de tres años. Fue el juicio que me dio más
renombre en el foro, tanto por las dificultades a que dio lugar y por su
cuantía, como por la calidad de las personas interesadas en él. Fue tal
vez el único juicio que en 2a. instancia pasó por todos los trámites y
accidentes que pueden ocurrir en un pleito. Lo menciono también,
porque aunque después de una rudísima campaña de cerca de cuatro
años, yo gané el pleito, me quedé sin honorario como si lo hubiera
perdido, por el accidente que referiré después.
La Corte de Apelaciones se componía de 9 Ministros y se dividía en
dos salas: una de 5 y otra de 4. Alegamos la primera vez en la sala que
se componía de 5 Ministros. Los alegatos duraron creo que cuatro
días, durante los cuales no se vio en esa sala ninguna otra causa, de
modo que los abogados y clientes tuvieron bastante para fastidiarse.
La causa salió en tramitación, volviendo a la 1a. instancia para que el
juez fallase dos puntos de la demanda que había olvidado resolver.
Volvimos abajo y el otro juez, a quien tocó conocer falló los dos
puntos a mi favor. Los contendores apelaron.
Vuelta la causa a la Corte, donde las dos partes éramos apelantes en
una cosa y apelados en otra, los alegatos duraron más que la primera
vez. Nuevo fastidio de los litigantes, cuyas causas no se veían. La
Corte no falló, porque hubo dispersión de votos. Al cabo de algunas
semanas la causa volvió a ponerse en tabla, llamándose para dirimir la
dispersión de votos tres Ministros más. Nuestra sala se compuso
entonces de 8 Ministros, quedando en la otra sala únicamente el
Presidente del Tribunal que no podía resolver causa alguna. Nosotros
extremamos nuestros esfuerzos y los alegatos duraron una semana, de
modo que en ella no se hizo ninguna otra causa, lo que dio mucho que
rabiar a los abogados y clientes contra la causa de Bucalemu, que se
iba haciendo célebre, porque entorpecía a todo el Tribunal. La causa
estuvo en acuerdo durante muchos días y al fin se publicó la
resolución. Por fin salió en empate de votos: 4 contra 4 y quedó para
volverse a ver.
Los señores Varas y Reyes estaban asombrados. No podían concebir
que el Arzobispo hubiera tenido 4 votos en el tribunal.
Ellos habían confiado mucho en el color político de los Ministros:
todos eran liberales o monttvaristas descreídos y muy contrarios a
todo lo que olía a clérigo. Yo que era un clerical muy teñido no veía
en el tribunal ninguna cara amiga. A esto se agregaba la circunstancia
de que varios de esos Ministros habían sido nombrados por Varas o
por Reyes o a lo menos por sus influencias en el Gobierno, cuando
eran Ministros de Estado. En esta lucha iban ellos montados en
magníficos caballos, mientras que yo iba en un caballo de palo. El
partido era muy desigual.
Pasaron muchas semanas para que la causa volviera a ponerse en
tabla. Al fin se puso, llamándose al Fiscal para que viniera a dirimir el
empate. La sala se compuso de 9. En la vista de la causa ocupamos
otra semana, durante la cual no se vio tampoco ninguna otra causa. Al
fin salió el taco; gané la causa por cinco votos contra cuatro. Ese día
fue de universal contento entre los demás litigantes, porque al fin se
había fallado la maldita causa de Bucalemu, como decían ellos,
porque atrasaba todas las otras causas.
Mi gozo fue grande, porque triunfaba después de tres años de tan ruda
campaña; pero mi gozo duró poco; los contendores al día siguiente
entablaron recurso de nulidad para ante la Corte Suprema, lo que
importaba, quien sabe cuanto tiempo más para la solución definitiva
del asunto. A pesar de eso la alegría de mi cliente que ya veía cercano
el día en que se le pagasen los $ 60,000 de su honorario, fue tan
grande que se me apareció diciéndome: "Aunque estoy muy pobre y
no se ha concluido la causa, aquí le traigo $ 500 a cuenta de su
honorario".
Seis meses después, creo que fue en abril de 1877, la Corte Suprema
puso en tabla el recurso de nulidad. Yo abrigaba grandes temores
acerca de la imparcialidad de la Corte, que estaba presidida por don
Manuel Montt y entre sus Ministros estaban don José Miguel Barriga,
don Julián Riesco, don Manuel Valenzuela Castillo y otros
monttvaristas de tomo y lomo; no veía entre ellos otra cara conocida
que la de don Álvaro Covarrubias, de quien había sido yo su oficial
mayor en el Ministerio, diez años atrás. Don Antonio Varas, don
Vicente Reyes y sus clientes que asistieron a los alegatos, gozaban de
grandes influencias en el tribunal. Yo estaba solo y me consideraba
como la voz que clama en el desierto. Hago presente estas
circunstancias para honra y gloria de los tribunales de entonces, en su
mayor parte tipos de saber, de probidad y de rectitud, que dieron
renombre a nuestro país.
Concluidos los alegatos, no se hizo esperar mucho la resolución.
El acuerdo no duraría media hora; el recurso de nulidad fue desechado
y yo ganaba la causa definitivamente, en las condiciones más
favorables. Debió ayudarme mucho el cielo, ya que los dineros iban a
ser para los pobres. Cuando el relator salió con la sentencia me
advirtió que uno de los Ministros me llamaba.
Acudí en el acto. Era el señor Valenzuela, que me dijo:
"Tengo encargo del tribunal de felicitar a usted por su alegato; a lo
cual yo agrego mis particulares felicitaciones". Ya calculará el lector
cual sería mi asombro y lo profundo de mi agradecimiento. Cuando se
tasaron las costas, el tribunal tasó mi alegato en $300 que entonces
eran de oro fino. Honorario excepcional en los tribunales.
Estos trescientos y los quinientos que me había traído don Matías
fueron los únicos 800 pesos que recibí de honorarios.
¿Por qué? Porque mientras se tramitaba el recurso de nulidad, don
Matías se había visto obligado a hacer cesión de bienes y había
quedado en la miseria. ¿Y los $60,000 de marras que se hicieron? Se
hicieron humo de esta manera. Mientras la sentencia de la Suprema
causaba ejecutoria, se tasaban las costas y el expediente volvió a la de
Apelaciones, el Arzobispo Valdivieso hizo poner en las iglesias avisos
llamando a las viudas y doncellas pobres que fueran acreedoras a la
limosna, para lo cual nombró una comisión que las fuese calificando.
Había en los bancos depositados a la orden judicial más de doscientos
mil pesos procedentes de los réditos de Bucalemu, que se habían ido
acumulando desde antes del juicio. Con esto el señor Arzobispo
Valdivieso se proponía pagar el honorario de don Matías y el resto
repartirlo desde luego entre los pobres; pero se quemó el pan en la
puerta del horno.
Cuando se acercaba el momento de solicitar de la justicia la entrega de
los depósitos, se notificaba al Rvdmo. Arzobispo una nueva demanda
de un hijo menor de don José Manuel Balmaceda, que no había sido
notificado en el juicio anterior y a quien, por consiguiente, no le
afectaba la sentencia. A nombre de él se entablaba la nueva demanda,
reclamando retención de ellos, como sucedió. En el nuevo juicio
ocurrieron varios incidentes previos que se prolongaron hasta 1878.
Entretanto a principios de ese año murió el señor Arzobispo; vino un
vicario capitular, don Joaquín Larraín Gandarillas, el cual con sus
vicarios resolvió encomendar la defensa del juicio a don José
Bernardo Lira, que aceptó la defensa por un honorario muy módico, si
se ganaba y nada si se perdía.
Después de dos años de litigio, Lira perdió el pleito y don Matías
Valdivieso murió en la pobreza. Esta fue la razón, porque mi
honorario de $2,500 quedó convertido en $ 800 y el de don Matías en
menos que cero, porque él decía que en todos los juicios que había
seguido sobre este asunto por más de cuarenta años había gastado más
de 60,000 pesos.
Pero si esta causa no me dejó lucro no por eso me abandonó el Señor,
que antes bien comenzó a colmarme de beneficios.
Desde julio 18, en que salí del Ministerio hasta fines del 73 apenas
gané $ 1,400, pero el año 74 mis entradas alcanzaron a $ 14,000, más
del doble de mi sueldo de Ministro y si el año 75 bajaron a $ 11,000
más adelante diré por qué. Antes que eso debo mencionar muchos
sucesos importantes que ocurrieron desde mi salida del Ministerio.
Desde luego fue cambiando de rumbo la política de don Federico
Errázuriz hasta el punto de declararse en abierta hostilidad contra los
conservadores que lo habíamos elevado al poder y de entregarse a los
radicales. Esto necesita una larga explicación.
Cuando terminó la discusión del proyecto de censura propuesto por
Guillermo Matta y rechazado por 50 votos contra 10, la indicación
que se votó contenía el propósito de dictar prontamente una ley de
instrucción pública. Con este objeto se nombró una comisión mixta de
senadores y diputados, compuesta de los senadores don Francisco de
Borja Solar y don Alejandro Reyes y de los diputados don Antonio
Varas, don Joaquín Blest Gana, don Isidoro Errázuriz, don Zorobabel
Rodríguez, don Guillermo Matta y el que esto escribe. Esta comisión
inició sus trabajos el 4 de agosto de 1873, y celebró sólo 8 sesiones, la
última de las cuales tuvo lugar el 11 de septiembre de ese año, en la
que estando sus miembros en completo desacuerdo sobre puntos que
debían servir de base a la ley, la comisión acordó disolverse,
proponiéndose cada cual informar por separado, cuando se presentase
a la Cámara algún proyecto que sirviera de base a la discusión.
Esta determinación nació de que la inmensa mayoría de la comisión
era abiertamente enemiga de la libertad y apasionada por el
monopolio. A pesar de todo la idea de la libertad de enseñanza había
hecho tanto camino que en la 2a. sesión logramos por 5 votos contra 3
que en la ley debería consignarse el siguiente principio: "La
enseñanza es libre y no está sujeta a medida alguna preventiva". Y en
la sesión 4a. logramos también hacer triunfar por 5 votos contra 4 la
idea de la libertad de profesiones. Es de advertir también que como al
mismo tiempo el Congreso trataba de algunas reformas
constitucionales, gracias a nuestros esfuerzos conseguimos que entre
los preciosos derechos que asegura a todos los habitantes de la
República el artículo 10 de nuestra Constitución, se agregase éste: "La
libertad de enseñanza", como quedó agregado en las reformas
sancionadas en 1874.
En noviembre de 1864 había iniciado yo en el diario "El
Independiente" mi campaña pública en favor de la libertad de
enseñanza y en contra del monopolio de exámenes que ejercía el
Instituto Nacional y no fue pequeño consuelo para mí lograr, a los
diez años de lucha, que se consignase ese derecho en nuestra Carta
Fundamental. Algo es que se reconozcan los principios; pero es gran
lástima que éste haya quedado en la práctica, casi como el hermoso
rótulo de un libro en blanco, gracias a la monstruosa ley de enseñanza
de 9 de enero de 1879, que arrebató al Presidente de la República la
dirección de la enseñanza que la Constitución le atribuye y que
remachó el monopolio de la Universidad del Estado sobre toda la
enseñanza del país.
¿Cómo sucedió eso? El 10 de julio de 1873 los diputados Zorobabel
Rodríguez, Ventura Blanco y Máximo R. Lira formularon un proyecto
de ley, en que se establecía que la instrucción literaria y profesional
quedaba exclusivamente a cargo de los particulares debiendo dar el
Estado la instrucción primaria. El sistema de los Estados Unidos de
Norteamérica. La Cámara no quiso nunca discutir ese proyecto. Era en
su inmensa mayoría compuesta de liberales y, por consiguiente,
enemiga de esa libertad.
La comisión mixta se disolvió el 11 de septiembre. El 15 de octubre la
minoría de esa comisión, es decir, don Alejandro Reyes, don Joaquín
Blest Gana, don Guillermo Matta y don Isidoro Errázuriz, flor y nata
del liberalismo chileno, presentaron un proyecto de ley,
indudablemente elaborado por Barros Arana y Amunátegui, y que, fue
padre de la ley del 79. Ese fue el único proyecto que la Cámara quiso
discutir, porque su mayoría y el Gobierno mismo habían reaccionado
contra la libertad.
La discusión del proyecto comenzó el 30 de octubre con un discurso
de don Zorobabel Rodríguez que lo combatió a fondo.
Salió a su defensa el vicepresidente de la Cámara, don Joaquín Blest
Gana, digno defensor de aquel monumento de despotismo intelectual,
a quien contestó el 6 de noviembre don Ventura Blanco Viel,
rechazando el proyecto como base de la discusión, porque sus ideas
matrices eran inconstitucionales. Por otra parte veinte y seis señores
diputados presentaron otro proyecto basado en la libertad y que daba
cabida a la existencia de Universidades libres. Algunos de sus autores
pidieron que este proyecto fuera el que sirviese de base de la discusión
y no el que se estaba discutiendo, lo que no se consiguió.
Como nadie contestase al señor Blanco y la mayoría, que quería
aplastar con el voto, permaneciese muda, pidió la palabra don
Máximo R. Lira, pronunciando uno de sus magistrales discursos, y
censurando el silencio de nuestros adversarios.
"Confieso francamente, dijo al comenzar, que yo no esperaba
encontrarme con semejante adversario en una asamblea como ésta,
que vive en tiempos de discusión y que debe saber que la influencia y
el prestigio no se conquistan solamente a fuerza de votos. Pero, ya que
semejante adversario se nos presenta, verá la Cámara cuan fácil es
batirse con él". Nadie contestó a su magnífico discurso, de modo que
uno de los nuestros, don José Clemente Fabres, se vio en la necesidad
de pedir la palabra para vapulear el proyecto como lo hizo
bonitamente.
Los autores del proyecto y la mayoría liberal radical que lo apadrinaba
justamente, porque era un proyecto de esclavitud intelectual,
continuaban mudos, lo que me obligó el 14 de noviembre a pronunciar
mi primer discurso contra el proyecto. Comenzaba así: "El silencio es
oro, dice un antiguo adagio, cuya sabiduría veo confirmada en este
recinto, por el silencio absoluto de los autores del proyecto. Debo
suponer que este silencio es hijo del convencimiento de haber dado a
luz una obra poco meditada, una obra indefendible. De todas maneras
nada hay contra el proyecto de más elocuente y acusador que aquel
silencio. ¡Vuestro silencio grita!, les diré yo con Marco Tulio".
Probando en seguida como el proyecto no importaba, sino el
restablecimiento del monopolio anterior enormemente agravado, con
disposiciones inconstitucionales, les decía: "Lo declaro, señores, yo
no puedo mirar con calma estas demasías. Más que la sonrisa es la
indignación la que se subleva en mi alma, cuando se menosprecia así
la historia entera de la civilización en el mundo para esclavizar los
estudios, para encadenar en mi país la más preciosa libertad de las
familias y con ella la libertad de las ciencias y las letras. ¿Cómo ha
habido mano que subscriba el estanco de la enseñanza? Verdad es que
sus autores han corrido como avergonzados a esconderse en las
sombras del silencio. Verdad es que las lenguas han enmudecido y
que la libertad de las almas les inspira y les impone todavía algún
respeto".
Ninguno de estos dardos fue capaz de sacar de su escondite a los
monopolistas. Incapaces de alegar razones hacían la conspiración del
silencio para matar la libertad con el voto. El proyecto entregaba por
completo la dirección de la enseñanza, independizándola del
Gobierno, al Consejo de la Universidad, donde comenzaba a dominar
el espíritu antirreligioso y sectario, escuela a la que pertenecía la
mayoría liberal y radical de la Cámara.
Todo fue inútil. Lo que liberales y radicales querían era aprovechar su
mayoría para fabricarse en la Universidad del Estado una fortaleza
inexpugnable para apoderarse de las nuevas generaciones y anonadar
así con el tiempo al partido conservador.
¿Qué empeñaba en ello a los liberales y ultraliberales?
¿Salvaguardar las libertades públicas? Nada de eso, precisamente,
porque el partido conservador se había hecho el campeón de todas las
libertades públicas. Lo que se quería herir y anonadar en él era la idea
católica que sirve de base a nuestro partido. Querían apoderarse de la
enseñanza de la juventud para descatolizarla, y peor aun para
descristianizarla, como lo han hecho. Y he aquí como esta cuestión
política o de partidos envolvía profundamente para ellos y para
nosotros una profunda cuestión religiosa, una cuestión social de
primer orden.
La conspiración del silencio continuaba. No por eso los nuestros se
entregaron a la decisión del voto. Tras de mí continuaron combatiendo
el proyecto don José Bernardo Lira, don Camilo Cobo, don Zorobabel
Rodríguez y don Enrique Tocornal, de manera que el año 73 apenas
pudo el proyecto aprobarse en general por 28 votos contra 19. Los
desertores de la discusión capitaneados ya por el Ministro aplastaron
por el número a los defensores de la libertad.
La discusión particular del proyecto continuó en 1874. En esa
discusión pude terciar pronunciando un segundo discurso el 14 de
julio. Todos los nuestros terciaron también usando de todo su derecho
para estorbar, como lo lograron aquel año, la aprobación de aquella
máquina de despotismo que trataba de fabricarse el liberalismo
incrédulo de Chile. La ley no vino a pasar al Senado, sino después de
las elecciones del 75 ó 76 según creo, en que el Gobierno de Errázuriz
barrió de la Cámara con muchos de los nuestros. Entre los barridos
estaba yo y luego contaré cómo, para que sirva a la verdadera
biografía del señor Errázuriz.
El hecho fue que la tal ley no volvió del Senado a la Cámara, sino el
año 78 y sólo se promulgó el 9 de enero de 1879.
Esa es la fortaleza inexpugnable que contra la Constitución se fabricó
en Chile la incredulidad para descristianizar y paganizar a la juventud
del país. Un día el Presidente don Domingo Santa María, quiso
destituir a un rector de liceo. No pudo hacerlo; la ley del 79 no se lo
permitía. " ¡ Cómo!, exclamó, ¿no soy yo el director de la enseñanza?
El rector de la Universidad y su Consejo lo pueden todo; el Supremo
Gobierno no puede nada. Esa ley es inconstitucional". Pero no hizo
nada para reformarla, porque esa ley estaba sirviendo admirablemente
a sus odios anticatólicos. Lo mismo le sucedió al Presidente
Balmaceda con un profesor, lo que lo indujo a declarar
inconstitucional esa ley en uno de sus mensajes al Congreso; pero
tampoco emprendió su reforma por no mal quistarse con la hueste
universitaria.
Vuelvo al año 73 y 74 que fueron fecundos en otros sucesos
importantes. El 73 se discutían algunas reformas constitucionales, de
las cuales aproveché, como ya he dicho, para que se consagrase en el
artículo 10 de la Carta la libertad de enseñanza.
Lo mismo logré que se consignase la libertad de asociación.
Yo había fundado varias sociedades: la Sociedad Literaria de San
Luis, cuando estudiaba filosofía y retórica, para cultivar las letras; me
incorporé a la Sociedad de San Vicente de Paul para el socorro de los
pobres a domicilio, en abril de 1855; en enero del 73 fundé la
Sociedad Literaria de San Felipe; en 1867 fundé la Sociedad de
Amigos del País, a la vez literaria y política. En todas esas sociedades,
que no se proponían el lucro, sino un alto y desinteresado interés
público, tuvimos el deseo de que nuestra asociación tuviese una vida y
representación legal; pero tropezamos con las disposiciones del
Código Civil relativas a la personería jurídica de las sociedades o
corporaciones de beneficencia pública, disposiciones que son una
servil imitación de las leyes opresoras que dio a Francia el despotismo
militar de Napoleón, y renunciamos a ese deseo tan legítimo.
En efecto, si se trata de formar una sociedad civil o comercial para
hacer negocio, no hay que pedir permiso a nadie; por medio de una
escritura arreglamos nuestros estatutos a nuestro antojo, los
reformamos cuando nos da la regalada gana; nuestra sociedad puede
adquirir, contratar y hacer de su capa un sayo con entera libertad y
todavía ponemos punto final a nuestra sociedad, cuando se nos ocurra
por nuestra soberana voluntad, sin pedir permiso a nadie.
Pero si no os proponéis el lucro; si queréis formar una sociedad
destinada a dar vuestro dinero, vuestro trabajo y vuestro tiempo para
fundar escuelas e instruir gratuitamente a los ignorantes; si queréis
formar una sociedad de San Vicente de Paul y consagrar vuestro
dinero y vuestros sacrificios personales al socorro de los
menesterosos; si queréis formar una sociedad literaria o política para
emplear vuestra inteligencia y vuestro dinero en el cultivo de las
ciencias o en la discusión de los intereses públicos, que son también
vuestros, entonces no hay libertad ninguna, entonces no basta una
escritura, como cuando me asocio para lucrar.
Entonces os sale al encuentro el artículo 546 del Código Civil para
deciros que no podéis nacer ni tener existencia legal sin permiso
previo de la Legislatura o del Presidente de la República.
¿Queréis arreglar los Estatutos de vuestra sociedad como creéis que
mejor conviene a vuestro objeto? Vuestra libertad desaparece de
nuevo. El artículo 548 del Código os dice que el Presidente de la
República con acuerdo del Consejo de Estado, puede enmendar
vuestros Estatutos a su agrado o negarles su aprobación, si encuentra
algo que considera contrario al orden público, a las leyes o las buenas
costumbres. El calificativo de orden público, o de buenas costumbres,
que cada cual entiende a su manera, es un elástico adecuado para
ahogar en su origen toda asociación que no tenga por objeto el lucro
particular.
Pero hecha la concesión para nacer y vivir, ¿ cesa la tutela y el
permiso previo? No, porque si observáis que algún artículo de vuestro
reglamento ha producido malos resultados y queréis modificarlo no
podéis hacerlo; necesitáis nuevos permisos del Presidente de la
República, con acuerdo del Consejo de Estado.
Pero, ¿ se detiene aquí la tutela? El artículo 566 del Código prohíbe
sólo a estas sociedades de beneficencia pública tener bienes raíces sin
permiso especial de la legislatura. Si no se obtiene este permiso hay
que enajenar los bienes antes de cinco años, y si no se enajenan por
olvido o por cualquier motivo, los bienes son confiscados. La pena de
confiscación es la que se impone a este delito inventado por la ley,
porque no es, ni puede ser delito ante la naturaleza que una sociedad
de beneficencia pública posea bienes, como no lo es que pueda
poseerlos un individuo o una sociedad comercial. ¿Qué no bastan y
sobran los delitos inevitables de la miseria o corrupción humana?
¿Es conveniente aumentar este triste catálogo con delitos de pura
invención? ¿Es posible convertir en delito el uso de un derecho
natural como es el de asociarse y de asociarse para hacer el bien? El
único delito verdadero que yo encuentro en esto es la tiranía de la ley
que con daño del bien público atropella y confisca una libertad y un
derecho fundado en la naturaleza del hombre, que es un ser
esencialmente nacido para vivir en sociedad. Y adviértase que la pena
de confiscación la impone este artículo del Código en presencia del
artículo 136 de la Constitución del Estado, que dice: "No podrá
imponerse en caso alguno la pena de confiscación de bienes".
Pero lo que llevo dicho pareció todavía poco al espíritu liberticida del
imperialismo romano y del cesarismo francés contra las asociaciones.
Suponiendo que se ha permitido nacer a una corporación de
beneficencia pública, ¿ tiene garantida su vida? No; el artículo 559 del
Código dice que el Gobierno puede matarla, si a su juicio llega a
comprometer los intereses del Estado o no corresponde al objeto de su
institución". De manera que si al Gobierno se le ocurre que una
sociedad contraría tal o cual interés o no corresponde ya al objeto con
que se estableció, la mata y no sólo la mata, sino que además dispone
de sus bienes, según el artículo 561 del mismo Código.
Todavía más. Las sociedades que se proponen el bien público, no
tienen, como lo dejamos visto, libertad para nacer, no tienen libertad
para organizarse a su gusto, no tienen libertad para poseer bienes
raíces. ¡Pues bien, asómbrese el lector ! ¡ Tampoco tienen libertad
para morir! El artículo 559 la confisca expresamente; "Las
corporaciones, dice, no pueden disolverse por sí mismas sin la
aprobación de la autoridad". Si los que formaron una sociedad de
instrucción o de caridad no quieren continuar poniendo en común su
dinero y su trabajo y resuelven poner fin a sus tareas, no pueden
hacerlo sin permiso previo de la autoridad, la sociedad no puede morir
sin permiso previo del papá Gobierno.
De manera que las obras de desprendimiento del espíritu público de
los ciudadanos, que son de la más alta conveniencia social, que debían
ser para la ley objeto de predilección, objeto digno de ser estimulado
con premios y recompensas, no sólo carecen de toda libertad, sino que
son especies de reos, sujetas a todas las trabas del régimen preventivo
más receloso y desconfiado. Las nobles y generosas empresas del
civismo y de la caridad no merecen de la ley ni siquiera los favores
que otorga a la codicia y al egoísmo, ni siquiera la libertad que se
otorga a las empresas del lucro.
De aquí nació la campaña que emprendí en la Cámara el año 73 para
que se asegurase en la Constitución la libertad de asociarse sin
permiso previo; pero concediendo a las sociedades de beneficencia
pública mayor libertad que la que tenían las sociedades civiles y
comerciales para el lucro. Me acompañaron en esta campaña mis
correligionarios conservadores, especialmente don José Clemente
Fabres y don Enrique Tocornal; pero combatieron tenazmente esta
libertad, ¿quiénes? los de siempre: tres caudillos del liberalismo
chileno: don Miguel Luis Amunátegui, don Domingo Santa María y
don Joaquín Blest Gana.
Yo resumí mis discursos primeros en el que pronuncié el 27 de
diciembre de 1873 y al fin logré que se agregara al artículo 10 de la
Constitución, entre las libertades y derechos que consagra ese artículo,
el siguiente: "El derecho de asociarse sin permiso previo". Algo era
que se reconociese y consagrase en la Carta el principio de la libertad
de asociación; pero gracias a la oposición de los liberales no se
garantizó la práctica de ese derecho ni siquiera con otorgar a las
sociedades o corporaciones de beneficencia pública la misma libertad
que a las sociedades que se proponen el lucro. Así es que han
continuado rigiendo las absurdas disposiciones del Código Civil sobre
la personería jurídica, en abierta contradicción con el precepto
constitucional. Por fortuna nuestros Gobiernos, no han abusado
todavía de las armas despóticas que la ley ha puesto en sus manos
contra las asociaciones y éstas han podido nacer y vivir, sujetándose a
todos los permisos previos gubernativos, como prueba de la fecunda
naturaleza que hace nacer la hierba aun entre las grietas de las peñas
que la oprimen.
Se recordará que tanto don Manuel Antonio Tocornal, como el Ilmo..
Obispo Salas y don Joaquín Larraín Gandarillas se habían empeñado
en vano, durante algunos años en inducir a don Manuel José
Irarrázabal, jefe de nuestro partido, a que hablase en la Cámara, para
que junto con dar a conocer su vastísima ilustración y su distinguido
talento, prestase un concurso inapreciable en los debates
parlamentarios. El señor Irarrázabal se había resistido siempre,
alegando que nunca había hablado en público y que no podía hacerlo
por la turbación que le producía aún la idea de hacerlo; que el miedo
de turbarse le hacía olvidarse hasta de las palabras. Y en realidad no
tenía facilidad de locución; la misma abundancia de ideas lo enredaba.
Nunca se había ejercitado, como Demóstenes, en dominar su timidez
y en educar su lengua. Pues bien, yo logré al fin vencer su resistencia
y diré como.
Cuando se preparaban las elecciones del 73 y, como de costumbre
estaba el Presidente formando la lista de los candidatos oficiales de
senadores y diputados, los Ministros conversábamos en la sala
presidencial sobre otras cosas. Acertó Altamirano,
Ministro del Interior, que se paseaba, a acercarse a la mesa en que don
Federico escribía y a mirar la lista de los senadores que debían
elegirse y al encontrar en ella el nombre de Irarrázabal, dijo al
Presidente: " ¿ Para qué pone a éste que es un burro cargado de
dinero? " "Está equivocado, le contestó don Federico, Manuel
Irarrázabal es muy inteligente y muy instruido".
"Nunca ha dado muestras de otra cosa que de ser uno de esos tontos
que lucen por las herencias que reciben". "Usted dice eso, porque no
lo ha tratado". "Lo digo, porque personas que lo han tratado me han
dicho que es un burro cargado de dinero". Yo que había escuchado
este diálogo, tercié diciendo:
"Siento mucho don Eulogio, oírle expresarse así de una persona que
usted sabe que es íntima amiga mía. Ojalá que usted y yo juntos,
tuviéramos el talento y la ilustración de Irarrázabal; valdríamos más
de lo que valemos". Con esto terminó el incidente. Yo no podía
consentir que se hablase así de un amigo, a quien veneraba por sus
virtudes y admiraba por sus vastos conocimientos.
Pues bien, en 1873 se agitaba en la Cámara la reforma de la Ley
Electoral, que produjo la ley de elecciones promulgada en 1874. En la
tertulia que los conservadores teníamos en casa del señor Irarrázabal
nos preocupábamos de buscar algún arbitrio que menoscabase siquiera
la omnipotencia del Ejecutivo en las elecciones, algún medio de dar a
los ciudadanos alguna libertad para elegir a sus mandatarios. El poder
electoral estaba confiado a las municipalidades que eran dependientes
del Ejecutivo y sus dóciles instrumentos. Ellas eran las que
nombraban los vocales de las mesas calificadoras de los ciudadanos
que podían tener derecho de sufragio, es decir, los vocales que
formaban los Registros electorales; y ellas eran también las que
después nombraban los vocales de las mesas receptoras de los
sufragios. Los intendentes y gobernadores, agentes inmediatos del
Ejecutivo y dominadores de las municipalidades eran en buena cuenta
quienes nombraban a los vocales de unas y otras mesas, los cuales
negaban a los opositores con mil pretextos primero la inscripción en
los registros, y después, a los que habían logrado inscribirse, su
libertad de votar. Dueño el Gobierno de las municipalidades y de las
policías, era imposible ganarle ninguna elección. Si lograba triunfar
algún opositor era debido a la casualidad o a descuidos o a simples
condescendencias del Gobierno, como me sucedió a mí, cuando fui
por primera vez diputado por Rancagua el año 67. El año 70, cuando
era subsecretario de Relaciones Exteriores, y el 73, cuando era
Ministro, fui diputado por Santiago por simple designación del
Gobierno.
El señor Irarrázabal en nuestra tertulia proponía dos medios
principales para conquistar la libertad electoral: Era el 1.º quitar a las
municipalidades el poder de nombrar a los vocales de las mesas
calificadoras y receptoras y conferirlo a los mayores contribuyentes de
cada departamento, que de ordinario son las gentes más respetables y
dignas de cada localidad; y el
2.º adoptar para las elecciones el sistema del voto acumulativo, para
que en todo caso pudiesen las minorías tener representantes en los
congresos.
El señor Irarrázabal que estaba muy al corriente del movimiento
político del mundo, conocía el sistema del voto acumulativo que se
había usado por primera vez en Inglaterra, en virtud de la ley del año
70, sobre subvención a las escuelas primarias, para elegir en cada
burgo, a las comisiones de vecinos para inspeccionar las escuelas;
sistema que el año 72 se había usado también en Nueva York, para la
elección de los diputados y era el que proponía aquí para todas las
elecciones el año 73. Como para nosotros el sistema electoral del voto
acumulativo era una novedad un poco complicada, le rogamos fuese
él a defenderlo a la Cámara, lo que resistió, como de costumbre. Yo
sabía además que iba a ser nombrado senador y que se iba a presentar
al Senado el proyecto de Código Penal, que contenía disposiciones
tiránicas contra la Iglesia y su clero. Es preciso que él se dispusiera a
combatirlas. He aquí el argumento de que me valí para conseguirlo.
En una ocasión en que estaba solo con él, le dije: "Es indispensable
que usted se resuelva a hacer el sacrificio de hablar en las Cámaras. Sé
que será para usted un gran sacrificio; pero sé también que usted es
muy capaz de hacerlo. Los intereses religiosos y de las libertades
públicas de nuestro país se lo exigen.
Los mentidos liberales que prevalecen en nuestra tierra son
charladores sin sólida instrucción y se imaginan que usted no merece
el distinguido puesto que ocupa en nuestro partido.
Vea usted el lance que me ocurrió con el más distinguido de sus
oradores, con el Ministro del Interior y le referí textualmente el
diálogo de Altamirano con el Presidente y conmigo.
No es dable que haya quien lo califique de burro cargado de dinero,
porque no ha hablado en la Cámara. Haga como Demóstenes;
ejercítese como él en privado y a solas y láncese después". Lo único
que contestó fue: " ¿Con qué eso dijo Altamirano?"Yo conocí que el
dardo le había llegado al fondo del alma. Días después le vimos
romper el fuego en defensa de la libertad electoral, proponiendo quitar
ese poder a las municipalidades para confiarlo a los mayores
contribuyentes y la adopción del voto acumulativo. Su palabra no era
fácil, su estilo no era brillante; pero la abundancia de sus ideas la
solidez de su argumentación compensaban de sobra la sencillez de sus
frases.
y La representación legal y segura de las minorías que consultaba el
voto acumulativo, encontró una entusiasta acogida en los diputados
radicales y en los liberales radicalizados que eran una minoría en el
Congreso; pero encontró también en el Gobierno una tenaz y rabiosa
oposición. Perder para las elecciones las municipalidades, que eran la
base de su omnipotencia electoral y asegurar representación a las
minorías, era para el Gobierno ver desplomarse su inexpugnable
fortaleza electoral.
De ahí su furor contra el partido conservador y contra su jefe, el señor
Irarrázabal, furor de que se hizo eco Altamirano, que al fin encontró la
horma de su zapato en el burro cargado de dinero. Los golpes que éste
le acertaba indujeron al Gobierno a echarse en brazos de los radicales,
cuya defección en lo relativo al voto acumulativo permitió al
Gobierno limitar ese voto a la elección de los diputados e introducir
en la ley de elecciones de 1874 una verdadera ensalada de sistemas
electorales.
Derrotado el Gobierno en la base de confiar el poder electoral a los
mayores contribuyentes y derrotado también en la idea fundamental
de dar representación a las minorías, consiguió, sin embargo, con el
auxilio de los radicales dejar en la ley el sistema electoral antiguo de
lista completa para la elección de senadores y de electores de
Presidente; el sistema de voto acumulativo para la elección de
diputados; y el de lista incompleta para la elección de
municipalidades, en las cuales corresponderían siempre los dos tercios
al partido triunfante y un tercio a la minoría. Un verdadero museo de
sistemas electorales.
A pesar de todo, la libertad electoral había dado un gran paso; el
estreno de Irarrázabal, que quedó en la lucha muy por encima de
Altamirano, fue una revelación.
Pero, ella fue mucho mayor durante los años 73 y 74, en las
discusiones del Código Penal, en las cuales Irarrázabal reveló vastos
conocimientos en las más variadas materias y en donde dio golpes
abrumadores, no sólo a Altamirano y al senador Alejandro Reyes, sino
al mismo Presidente Errázuriz, como lo veremos luego.
El proyecto del Código Penal contenía varios artículos que imponían
penas severas a los sacerdotes, no sólo por la predicación, sino hasta
por consejos dados en el confesionario en son de censura contra
alguna ley. Eran verdaderas máquinas de guerra inventadas contra la
Iglesia, medidas opresoras e inicuas para despotizar a los sacerdotes y
anular su acción. Los obispos de Chile reclamaron enérgicamente
contra tales disposiciones, en una pastoral colectiva, que asonadas
callejeras y tumultuosas de los radicales quemaron frente al Congreso,
produciéndose en sus alrededores frecuentes agitaciones y choques
populares que con suma dificultad podía contener la policía.
Las sesiones, tanto de la Cámara, donde se debatía la libertad de
enseñanza y la libertad electoral, como del Senado, donde se discutía
el Código Penal, eran también borrascosas.
Lo curioso era que el Gobierno y sus huestes liberales y radicales eran
las que se oponían a todas las libertades políticas que proponía el
partido conservador y para mejor ultimar las libertades públicas, el
Gobierno y sus secuaces querían encadenar las conciencias católicas.
El más empeñado en forjar esas cadenas a la Iglesia, era el sedicente
católico, el Presidente Errázuriz. El al menos pretendía pasar por tal;
sus Ministros no tenían esa pretensión. Tampoco la tenía su más
celoso adalid en el Senado, don Alejandro Reyes, el cual, aludiendo a
la excomunión de que hablaba la pastoral de los obispos, pronunció en
uno de sus discursos esta frase que quedó célebre: "Las excomuniones
no me han impedido nunca hacer buenos negocios ni han alterado mi
salud". Esa frase no impidió, que cuando en su última enfermedad
trató el negocio de su salvación, pidiese la absolución de la Iglesia.
Después de habérsela jugado a Dios en su vida, quería jugársela al
diablo en su muerte, como Talleyrand.
Por el artículo 118 del proyecto se imponía la pena de destierro hasta
por 20 años, al obispo o eclesiástico que publicara bulas, breves o
rescriptos pontificios sin el pase o exequátur del Gobierno. Este
contaba en el Senado con una mayoría dócil de liberales deseosos de
complacerlo a todo trance. El Gobierno empleó todos sus esfuerzos en
la aprobación de esa ley inicua, ley de excepción que sólo castigaba a
una clase de ciudadanos por un supuesto delito que dejaba de ser tal
en los demás ciudadanos y esto en presencia de la ley de imprenta que
otorgaba la libertad de esas publicaciones. Pero fueron tan vigorosos e
irrefutables los razonamientos de Irarrázabal contra esa tiranía que el
Senado rechazó ese artículo.
Fue tal el despecho que esta derrota causó en el ánimo del Presidente
Errázuriz, que como se tratase en seguida del artículo 261 del
proyecto, que imponía penas severísimas a los sacerdotes y sólo a los
sacerdotes que de palabra o por escrito censurasen o atacasen leyes o
decretos de las autoridades, cosa que pueden hacer todos los demás
ciudadanos, el Presidente hizo llamar al palacio a doce de sus amigos
senadores y les hizo firmar un compromiso de que votarían a favor del
mencionado artículo. De esta manera Errázuriz y sus Ministros
creyeron seguro su triunfo contra la hábil y obstinada resistencia que
les ponía en la discusión el señor Irarrázabal. Este tuvo conocimiento
de esa maniobra por indiscreción de uno de los firmantes y se puso a
la obra para contrarrestarla.
Desde luego prolongó la discusión en el Senado, mientras se daba
tiempo para convencer privadamente a algunos de los firmantes.
Lo consiguió con uno que prometió no asistir a la votación y,
entonces, dejó que se cerrase el debate. Al votarse el artículo, no
estaban en la sesión ese senador ni el médico don Guillermo Blest,
padre de los políticos, Blest Gana ni don Melchor Concha, padre de
don Melchor Concha y Toro que después fue también senador. Con la
ausencia de estos tres firmantes del convenio presidencial, el señor
Irarrázabal ganó la votación y triunfó del Presidente, perseguidor de la
Iglesia, lo que puso el colmo a la cólera de este flamante católico.
¿Cómo se explica la ausencia de Concha y de Blest? Voy a referir lo
que pasó detrás de bastidores. Intervine en lo de Blest; lo de Concha
lo supe por la familia. En la tarde la víspera de la votación estuvo el
señor Irarrázabal a verme y me dijo: "Hágame un gran servicio; vaya
esta noche a ver al doctor Blest y suplíquele encarecidamente a mi
nombre que no asista mañana al Senado; que con ello me hará un
señalado servicio que se lo explicaré después; y que si no voy en
persona a pedírselo es porque estoy tan ocupado preparando mi
discurso para el Senado".
Cumplí el encargo. En la noche fui a ver al doctor Blest y lo encontré
en cama. Dile el recado del señor Irarrázabal y me contestó que nunca
podría prestar con más gusto el servicio que se le pedía, puesto que
aun sin pedírselo, no habría podido asistir sin peligro para su salud;
pero que, aunque estuviera sano no iría al Senado, por pedírselo un
amigo como el señor Irarrázabal. Y me agregó estas textuales
palabras: "Yo quiero y admiro mucho a este joven. Ustedes no saben
lo que vale; ese joven es capaz de regir un grande imperio y en esta
aldea de Chile lo miran en menos. Cosas de aldeanos. Dígale que
mañana no me moveré de mi cama".
En lo que toca a don Melchor Concha, su ausencia tuvo sus ribetes de
cómica. Este anciano era de los pipiolos del año 28, algo volteriano y
enemigo acérrimo de los conservadores, que él estimaba hijos de los
pelucones del año 30. Nada le importaba que los modernos
conservadores fuésemos los promotores y adalides de todas las
libertades públicas; él votaba siempre contra todas las libertades.
Como viejo liberal lo único a que aspiraba era a aplastar a los retoños
conservadores. Se había quedado viviendo en los años anteriores al
año 30, con los pipiolos de entonces, infestados de preocupaciones
irreligiosas. Algunas señoras de su familia, que eran católicas muy
piadosas, vivían muy contrariadas con la cooperación que don
Melchor prestaba a las leyes de persecución a la Iglesia en que estaba
empeñado el Gobierno de Errázuriz y no hallaban como apartarlo de
ese camino.
El hecho fue que el día en que debía votarse en el Senado el artículo a
que he hecho referencia, don Melchor no asistió a la sesión. ¿Por qué?
No sé por qué accidente se había sacado en su casa la peluca con que
acostumbraba cubrir su calvicie y sin la cual no podía salir a la calle ni
menos estar en el Senado. El caballero buscó su peluca para cubrirse y
no pudo encontrarla. En vano toda la familia la buscaba por todas
partes; se había hecho humo. Alguna de las señoras la había
secuestrado.
El caso fue que la peluca no vino aparecer, sino cuando la sesión
había terminado. Muchas veces sucede que en los negocios más serios
de la vida se mezcla algo de risible o de sainete. Es de suponer con
todo que al Presidente Errázuriz en su despecho no le haría gracia la
chuscada que había contribuido a su derrota, a pesar del convenio
firmado en palacio.
La gloria bien merecida que se había conquistado el señor Irarrázabal
en el Senado por sus dos campañas en favor de la libertad, de la
conciencia religiosa y de la libertad electoral como en otras
interesantes materias del Código Penal, en que lució sus profundos
conocimientos y se mostró como un formidable polemista, indujo a
sus correligionarios a ofrecerle un grandioso banquete. Cuando
fuimos a ofrecérselo lo rehusó modestamente, diciendo que si algo
había conseguido en favor de las libertades públicas, eso no se debía a
él, sino a la mayoría del Senado que lo había favorecido con sus
votos; que esa mayoría era la que merecía un banquete y no él. No
hubo forma de hacérselo aceptar, de modo que el banquete fue
ofrecido a la mayoría del Senado.
Tuvo lugar el 20 de noviembre de 1874.
CAPITULO XXI
Formación de una gran sociedad de acción católica.- Dos
especimenes de elecciones bajo el Gobierno de Errázuriz.- La
obra de una santa. La elección presidencial del 76.- Reflexiones
sobre la conducta política de Errázuriz.
Entretanto nuestras luchas en la Cámara, por las libertades de
enseñanza, de asociación y de elecciones, nuestras luchas en el
Senado, por la libertad electoral, la libertad de conciencia y otras
tenían agotados a los representantes del partido en el Congreso. El
poder de que se habían adueñado liberales, radicales y nacionales,
pretendía anonadarnos con la inmensidad de sus recursos. Todos los
destinos públicos se reservaban para los que hacían gala de irreligión.
La "Sociedad de los Amigos del País" que había tratado de agrupar a
los católicos, ya no existía, se había disuelto mientras yo ocupaba el
Ministerio por la expectativa de una falsa paz de nuestros intereses
religiosos prometida por nuestro candidato a la presidencia en 1871,
don Federico Errázuriz. Los católicos no teníamos ni un lugar de
reunión para discutir los problemas políticos.
Si la situación política de los conservadores era mala, su situación
económica no era mejor, a consecuencia de la crisis que afligía al país,
después del fracaso de muchas sociedades comerciales que se habían
formado con motivo de las riquezas de Caracoles. El centenar de
conservadores dadivosos de Santiago que habían llevado el mayor
peso de los gastos de la elección de Errázuriz; que soportaban solos
los enormes sacrificios que demandaban las sociedades de caridad,
como la Sociedad de Dolores para el socorro de los enfermos a
domicilio, como las Conferencias de San Vicente de Paul; los veinte o
más establecimientos de beneficencia que habían fundado y sostenían
con sus limosnas periódicas, como la Casa de María y el Patrocinio de
San José, como la Casa de Talleres de San Vicente de Paul, el Asilo
del Salvador, etc.; los fuertes auxilios que habían erogado para el
sostenimiento de la prensa católica, como
"El Independiente" y "El Estandarte Católico", en Santiago y otros
periódicos en provincias, estaban con todo esto cansados y
desanimados.
Al día siguiente del banquete estábamos unas pocas personas en casa
del señor Irarrázabal y entre ellas don Francisco de Paula Figueroa,
tesorero de la sociedad que sostenía "El Independiente".
Se recordará que el año 1864 había yo logrado reunir 80,000 pesos en
acciones de mil pesos, pagaderos por anualidades de 250 pesos, es
decir, 20,000 pesos anuales, para ayudar y sostener por cuatro años el
diario mencionado. Se recordará también que agotados esos fondos el
año 68, se me comisionó y logré reunir otra nueva suscripción de
80,000 pesos en la misma forma para sostener el diario por otros
cuatro años. El año 72 se había agotado también esa suma, pero con el
aumento de las entradas que había tenido el diario, se creyó que
bastaría una nueva suscripción de 40,000 pesos para sostener por
cuatro años más esa publicación en la esperanza de que en adelante
podría mantenerse por sí sola y, sobre todo, con la preferencia con que
podría contar la imprenta, de las publicaciones oficiales, que era
natural esperar de la administración Errázuriz. Esta esperanza fue
vana, todo fue al revés y en noviembre del 74, nos decía el tesorero,
don Francisco de Paula Figueroa en la reunión aludida, que sólo tenía
fondos para concluir el año o para algunos meses más y que era
indispensable acopiar nuevos recursos para asegurar la publicación del
diario, ahora que se hacía más necesaria por la defección de Errázuriz.
Con este objeto el señor Irarrázabal me invitó a que lo acompañase
para ir personalmente a casa de los senadores y diputados
conservadores y de otros correligionarios prestigiosos, para citarlos a
una reunión que tendría lugar en su casa el 23 de noviembre por la
noche, a fin de arbitrar medios de asegurar la subsistencia de "El
Independiente". Así lo hicimos y logramos invitarlos a casi todos. En
la noche del 23 llegué temprano a casa de Irarrázabal, acompañado de
Zorobabel Rodríguez, redactor de "El Independiente". Allí
encontramos al tesorero, señor Figueroa. Dieron los 9 y las 10 de la
noche y no llegó nadie más. Sabían que era para pedirles nuevas
erogaciones y no acudió nadie. Fue un chasco completo. ¿ Qué hacer?
Se me ocurrió un recurso.
Estaba en Santiago, próximo a regresar a su diócesis, el elocuente y
muy querido y respetado Obispo de la Concepción, Dr. don José
Hipólito Salas, a quien los católicos estaban siempre ávidos de
escuchar. Propuse ir a suplicarle que retardase su viaje, que preparase
alguna de esas calurosas exhortaciones que acostumbraba para
reanimar a los amigos y fuésemos de nuevo a citarlos para escuchar
una conferencia que el señor Salas daría en casa del señor Irarrázabal
en la noche del 26 de noviembre. Yo confiaba en que el señor Salas
no nos negaría ese servicio y confiaba igualmente en que su palabra
de fuego daría el fruto que deseábamos. Aceptada la idea, fui a hacer
mi súplica al señor Salas que consintió en retardar su viaje con el
objeto indicado y volvimos el señor Irarrázabal y yo a recorrer las
casas de nuestros correligionarios, no ya para arbitrar fondos para "El
Independiente", sino sencillamente para oír la conferencia del señor
Salas..
En la noche del 26 fui a casa del señor Salas para acompañarle a casa
del señor Irarrázabal. Lo encontramos con su tío don Joaquín Larraín
Gandarillas y Zorobabel Rodríguez. De los demás nadie acudió a la
cita. Probablemente sospecharon la celada. Aquella soledad, que
envolvía un desaire al ilustre Obispo, probaba mejor que nada cuan
hondo era el cansancio y desaliento de los correligionarios. Aquella
fue nuestra noche triste; nos pareció que era la noche del desconsuelo
final. "Si seguimos así, dijo Irarrázabal con amargura, este país está
perdido.
Y puesto que los amigos me abandonan, yo me iré al extranjero a
estudiar y a buscar algún remedio para tantos males como palpamos".
Hasta entonces la imprenta de "El Independiente", había funcionado
mal y por mal cabo en casas arrendadas. Muchas veces había yo
expresado el vivo deseo de reunir una gran suma para construir en un
lugar comercial, una casa propia y adecuada para el diario, con
almacenes, cuyos arriendos sirviesen de auxilio permanente para él
mismo. Estaba aburrido de la odiosísima tarea de andar cada cuatro
años buscando de puerta en puerta las nuevas suscripciones para la
mantención del diario, lo que importaba verdaderas campañas en que
yo tenía que agotar tesoros de paciencia y de humildad para aceptar
los rezongos y los rechazos de las solicitudes. Por otra parte, deseaba
no menos vivamente, si no resucitar la "Sociedad de Amigos del
País", al menos crear al lado de la imprenta, un local propio de
reunión o asociación de la juventud católica que pudiese servir de
auxiliar al mismo diario en sus luchas políticas.
En una palabra mi sueño consistía en comprar un sitio en barrio
comercial y construir los edificios necesarios para fomentar en grande
escala la prensa católica y crear un hogar propio, donde unir y
congregar a los católicos.
Para realizar este sueño había confeccionado, en unión con don José
Clemente Fabres y José Bernardo Lira, un proyecto de sociedad
colectiva civil, titulada Sociedad de "El Independiente", para tener
personería jurídica. El proyecto consistía en reunir cien acciones de a
mil pesos oro cada una, lo que se calculaba suficiente para construirle
casa propia a "El Independiente", en el centro comercial, con
almacenes en los bajos para arriendos. Tratamos de realizarlo durante
la fiebre de sociedades que siguió al descubrimiento de las minas de
Caracoles, pero inútilmente. Pues bien, ese proyecto yacía arrumbado
entre otros papeles en un rincón de la pieza, donde estábamos
reunidos y se aludió a él entre las reflexiones que nos sugería la triste
soledad de aquella noche.
El señor Salas sacudió el polvo que cubría aquel proyecto y me
ordenó que fuese de puerta en puerta a mendigar por la centésima vez
la limosna de los fieles para la grande obra de la prensa católica. Yo
me resistí a intentar lo que me parecía una locura; si no habíamos
podido realizarla en los días más lisonjeros para nuestros intereses,
¿ cómo podríamos conseguirlo ahora que nadie quería dar cinco
centavos? Todos se rieron de aquella pretensión ilusoria. Tan
quimérica y absurda pareció la cosa al señor Irarrázabal, que me dijo:
"El día que usted entre las cien acciones o los cien mil pesos, yo me
subscribo con 20 acciones más".
El señor Salas, con aquella figura y aquella voz y actitud majestuosas
que le daban el aspecto de un irresistible guerrero, me dijo: "Con la
autoridad de Obispo que Dios me ha dado le ordeno bajo precepto de
obediencia, que vaya a ver de puerta en puerta, si hay todavía en
Santiago cien cristianos que quieran sacrificar mil pesos cada uno en
obsequio a su religión y de su patria. La caridad de Santiago es
inagotable y la confianza en Dios hace milagros. Vea usted si hay diez
justos en Sodoma, y si no los hay, que se queme".
Ante aquella conminación tan terminante no tuve más que resignarme.
Al día siguiente, fui al Colegio de San Ignacio, referí el caso en que
me veía de tentar un imposible al padre Morel, rector del colegio, y al
padre Villalón que era mi confesor. Ellos me alentaron; lo que al
hombre le parece imposible es muy posible para Dios, me dijeron.
Ponga toda su confianza en Dios, ofrézcale a Dios todo su trabajo y
adelante; nosotros procuraremos ayudarle viendo algunos caballeros y
señoras que conocemos. Con esto me conforté para la empresa.
En primer lugar resolví abandonar y cerrar mi estudio hasta que
enterase las cien acciones. En segundo lugar facilitar la obra,
dividiendo las acciones en pagarés el primero de 400 pesos al contado
y los restantes tres de a 200 pesos cada uno, pagaderos en uno, dos y
cuatro años plazo. En tercer lugar comulgaba temprano,
encomendando la obra a Dios, y a las nueve de la mañana iba de
puerta en puerta hasta las seis de la tarde, sin más intervalo que el
almuerzo, predicando de casa en casa, como Pedro el Ermitaño, la
cruzada de la prensa de la asociación católica.
У
Muchas veces me ocurrió tener que volver a la misma casa cinco y
hasta diez veces. " ¿Está don Fulano?". "No, señor, acaba de salir". "
¿Qué hora es la más segura de encontrarle?"
"A tal hora". Al día siguiente, volvía a la hora indicada.
" ¿Está don Fulano? " "No, señor, se fue al campo ". " ¿ Cuándo
volverá?" "Tal día". Volvía el día indicado: o no había llegado o había
salido. ¡ Paciencia!, y tornaba a volver hasta encontrarlo.
Me acontecía también que donde creía encontrar mejor acogida por la
reconocida generosidad del caballero o acostumbrada caridad de la
señora, era donde encontraba mayores dificultades o donde me
despachaban en mala hora; al paso que otros que tenían fama de ser
piedras azules, después de mi plática se subscribían en el acto,
quedando yo de pasar con los pagarés impresos para recoger sus
firmas, que las ponían sin dificultad. Estos pagarés los llevaba al
tesorero, don Francisco de Paula Figueroa, quien se encargaba de
recaudar los dineros.
Dos veces me tentó el demonio a abandonar esta empresa, que me
imponía tantos trabajos y, sobre todo, me privaba de los que tan
necesarios eran al sostenimiento de mi familia.
Fue la primera, el empeño extraordinario que hizo un hermano de mi
querido amigo el presbítero don Camilo Ortúzar para que le
defendiera en última instancia un juicio ante la Corte que llevaba ya
ganado en primera instancia. Agradeciéndole mucho su confianza, me
excusé cortésmente de aceptar el juicio, a pesar de que me ofrecía
4,000 pesos "Pero señor, me dijo, no le pido, sino un alegato en la
Corte, nada más que un alegato".
"Dígnese excusarme; estoy completamente entregado a un asunto, del
cual no puedo ni quiero distraerme". "No me niegue el servicio que le
pido. Si para usted importa algún sacrificio, estoy pronto a
remunerárselo plenamente. Le ofrezco 8,000 pesos por su alegato".
"Su oferta es demasiado generosa, nunca mi trabajo podrá valer eso, y
por lo mismo usted debe comprender cuánto me cuesta no poderlo
servir por ahora".
El señor Ortúzar se retiró de mal humor, diciendo que yo no quería
defenderlo por mala voluntad y así se lo dijo, quejándose de mí en
Valparaíso, al señor don Mariano Casanova,
Gobernador Eclesiástico de ese puerto. Cuanto a mí yo dije: esta es
una tentación del diablo para hacerme faltar a la promesa que le he
hecho al Señor.
Fue la segunda, un asunto judicial, cuya defensa vino a
encomendarme un caballero anciano, don Santiago Portales, hermano,
según creo, de don Diego Portales. No fue tan tentador como el otro;
pero me negué igualmente a sus instancias. Probablemente fueron
estos sacrificios los que Dios me premió con el éxito que obtuve en la
empresa.
El hecho fue que Dios bendijo la orden episcopal. A fines de marzo de
1875 yo había enterado las cien acciones y al llevar unos últimos
pagarés al Banco Valparaíso, donde el señor Figueroa me había
encargado dejárselos, encontré al señor Irarrázabal, quien sacaba unas
letras de cambio para Europa a donde pensaba irse en pocos días más.
Después de saludarlo, le dije:
" ¿Recuerda, señor, que en aquella noche triste del 26 de noviembre,
cuando el señor Salas me ordenó buscar cien mil pesos para
construirle casa propia a la imprenta de "El Independiente", usted me
dijo con sonrisa de incredulidad: El día que usted entere las cien
acciones, yo le tomaré veinte más?" "Sí lo recuerdo", me contestó.
"Pues hoy las he enterado, le dije, y aquí tiene usted la firma de los
cien accionistas en los respectivos pagarés". "Es un milagro del señor
Obispo, me contestó, agregando: yo creí que este país estaba perdido,
y ahora veo que Dios no quiere perderlo, y es tanta mi alegría por ello
que en el acto le subscribo las veinte acciones y si usted trae pagarés,
se los firmo". Y así lo hizo, en efecto, de modo que ese día completé
ciento veinte mil pesos, dos quintas partes al contado y el resto a
plazos.
La sociedad formada en 1864, para fundar "El Independiente"
tenía por título o razón social: "Sociedad Figueroa y Cía.".
En 1875 continuó con el mismo título, hasta que en 1884, habiéndose
liquidado para introducirle algunas modificaciones, continuó con el
nombre de "Sociedad El Independiente ". El señor Figueroa citó a los
socios a junta general para los primeros días de marzo de 1875. Allí di
cuenta del resultado de mis gestiones
; pero los socios no se contentaron con los parabienes por el éxito,
sino que me rogaron que completase la obra, buscando el sitio
adecuado, procurando el plano de los edificios y buscando el
arquitecto y constructor de ellos, lo cual prolongó algo el abandono de
mi estudio de abogado. Esto explicará algo que dije anteriormente:
que habiéndome producido mi estudio en
1874 más de $ 14,000, o sea, más del doble de mi sueldo de Ministro,
con motivo del abandono de mi estudio, éste sólo me produjo el 75
poco más de $ 11,000. De todas maneras Dios premiaba mis
sacrificios hechos en su nombre.
En virtud del encargo de los socios y después de prolongadas
diligencias logré que las monjas agustinas vendiesen a la Sociedad
Figueroa y Cía. la esquina de su antiguo monasterio que formaba el
ángulo norte de la calle Ahumada con la calle de la Moneda, terreno
con viejos y bajos edificios que medía 30 metros de frente a la calle
Ahumada y 56 metros de fondo a la calle de la Moneda. Se compró
este lote en
$ 60,000, pagaderos con $ 20,000 al contado; $ 20,000 a seis meses
plazo; y $ 20,000 a plazo de un año, con más el interés del 9% anual.
Prontamente se hicieron los planos para la imprenta, con buenos
almacenes en el primer piso y las diversas oficinas del diario en los
altos. La imprenta tomó 44 metros de fondo y yo reservé los otros 12
metros para construir un salón de conferencias y piezas dobles y de
altos a la calle para oficinas de un círculo católico, donde congregar a
la juventud, donde la dirección del partido conservador pudiera
funcionar.
Don Leandro Ramírez se encargó de construir la imprenta y yo
contraté a un arquitecto francés, M. Latoud, que edificó el palacio de
la señora Goyenechea, en la calle del Dieciocho y otras casas de lujo
en Santiago, para que me construyese el círculo católico, por interés
de que el gran salón de conferencias fuese muy acústico y lo más
hermoso posible, como, en efecto, quedó. Mientras se construía el
círculo, yo encargué a Europa, a pintores que había conocido, me
sacasen buenas copias de nueve magníficos cuadros de tres metros de
altura y dos de ancho, que yo había admirado en el círculo católico de
Marsella, cuadros que adornaban las paredes del gran salón del círculo
y que representaban a grandes genios del catolicismo en las ciencias o
en las artes.
Mi objeto era adornar igualmente con ellos las paredes de nuestro
salón, que al efecto se construían adecuados a ese objeto
. Esos cuadros me llegaron muy a tiempo, cuando se remataba la
ornamentación del gran salón de conferencias, con su proscenio y
tribuna para los oradores. La Teología estaba representada por Santo
Tomás de Aquino y San Buenaventura; la Filosofía, por San Justino;
la Elocuencia, por San Bernardo, predicando la segunda cruzada; la
Navegación, por Colón de rodillas plantando la cruz en las playas de
San Salvador; la Música, representada por Palestrina; la Historia, por
Bossuet; la Poesía, por el Dante conducido por Virgilio; la
Arquitectura, por Miguel Ángel; la Física, por Volta. Cuando el
círculo católico se trasladó al gran palacio construido en la calle de
Agustinas en 1885, hice decorar su magnífico salón con estos cuadros,
agregándole tres más, cuyos diseños me mandó el famoso pintor
romano, Piati, y cuya ejecución del mismo tamaño que los otros, la
realizó el pintor chileno, don Pedro Carmona. Uno la Astronomía,
representada por Copérnico, explicando sus sistemas a los cardenales;
las Letras, representadas por Cervantes, escribiendo el Quijote en la
cárcel de Argamasilla; y la Imprenta, representada por Gütemberg, de
rodillas delante de un crucifijo, presentándole el primer pliego
impreso de la Biblia. Estos cuadros me costaron $ 14,000. La
Sociedad Figueroa y Cía. me ayudó con $ 4,000; los $ 10,000
restantes los colecté entre mis amigos.
En noviembre de 1876 ya funcionaba la imprenta de "El
Independiente"
en su casa propia, y se inauguraba en la suya de la calle de la Moneda,
el primer círculo católico de la juventud ilustrada que funcionó en
Santiago. Lo inauguré solemnemente con una fiesta literaria y
musical, que fue prenda de vida y de aliento para nuestro partido
conservador, que había sido bárbaramente hostilizado por el Gobierno
radicalizado de Errázuriz en las elecciones de marzo de ese año.
Partido y juventud tuvieron ya un hogar que les sirviera de centro de
unión y al lado el diario que servía de órgano al primero.
**
He dicho antes que Errázuriz y sus Ministros se habían puesto el sayo
de ridículos Julianos, a quienes hice alusión en el brindis del banquete
dado a la mayoría del Senado el 20 de noviembre de 1874. Era mi
único pecado contra el gobierno radicalizado de Errázuriz, pues todo
el año 75 ya no había figurado en la tribuna ni en la prensa, porque me
había ido a "El Independiente", al círculo católico y a mi profesión,
que la tenía tan abandonada. Pero como mi partido estaba en la
oposición todo él era el blanco de las iras del Gobierno.
Errázuriz extremó sus hostilidades contra mí y contra Zorobabel
Rodríguez, principal redactor de "El Independiente", en las elecciones
de marzo de 1876.
Se recordará que el año 67, cuando fuimos proclamados diputados yo
por Rancagua y Rodríguez por Illapel, Errázuriz entonces Ministro,
había dado órdenes a los gobernadores de no dejar maldad por
cometer, a fin de impedir nuestra elección, todo, porque no habíamos
sido en "El Independiente", dóciles y sumisos instrumentos del
Ministerio; y que así logró impedir la elección de Rodríguez y si yo
logré salir elegido por Rancagua fue por la resolución del Presidente
Pérez, que impuso a los Ministros el que dejaran libre mi elección. Si
eso hizo, cuando éramos gobiernistas, ¿ qué no haría ahora que
éramos opositores? Conviene mucho conocer a fondo hasta donde
llevaba su despotismo este jefe del liberalismo chileno, este liberal al
revés, como tantos otros. En enero de 1876 los conservadores de Los
Andes me proclamaron como candidato y los de Chillán proclamaron
candidato a Rodríguez. Comenzaré por mí.
Mis partidarios en aquel departamento, entre los cuales se contaban
personas tan respetables e influyentes, como don José Miguel
Rodríguez, don Manuel Infante, don Benjamín Larraín, etc., habían
trabajado a mi favor con tal decisión y fortuna que de los 1,100
electores inscritos en el departamento teníamos asegurados 900, es
decir, teníamos fuerzas sobradas para sacar dos diputados.
Empero, la Junta resolvió trabajar sólo por mí, a fin de que saliera con
una mayoría abrumadora y también en previsión de los crímenes
electorales que acostumbraba cometer el Gobierno.
por medio de sus policías.
El Presidente Errázuriz buscó al Ministro de la Corte de La Serena,
Epifanio del Canto, sanfelipeño como yo y que había sido amigo mío,
aunque era liberal, para que viniese a estorbar mi elección a todo
trance. Hacía tiempo que Epifanio deseaba mucho que el Gobierno lo
trasladase a la Corte de Santiago, porque el clima de La Serena le era
muy dañino.
Antes de las elecciones vino a Santiago a empeñarse nuevamente con
Errázuriz para su traslación. Está bien, le contestó Errázuriz, acépteme
por de pronto la Intendencia de Aconcagua, impida por cuantos
medios sean necesarios que Cifuentes sea elegido diputado por Los
Andes y si lo impide, cuente seguro que en el acto lo trasladaré a la
Corte de Santiago, porque luego se va a producir en ella una vacante.
Del Canto aceptó la Intendencia(entonces no existía la
incompatibilidad judicial con los empleos administrativos o
legislativos de los Ministros de Corte), vendió sus muebles en La
Serena y se trasladó con toda su familia a San Felipe a cumplir su
cometido y a esperar su traslación a Santiago. La empresa de impedir
mi elección era algo temeraria. No obstante, la víspera de la elección
Epifanio se trasladó a Los Andes a preparar las armas electorales que
se acostumbraban entonces y hasta mucho después por los Gobiernos
liberales.
La policía organizó pandillas de hombres a caballo destinadas a
impedir el funcionamiento de las mesas rurales que suponían que eran
más favorables a mi candidatura. Estas hordas alentadas con el licor
que se les había dado a profusión, atacaron las mesas rurales a
balazos, dispersaron a vocales y electores con cargas de caballería,
arrebataron los registros y las urnas, en una palabra, no dejaron
atropellos ni delitos por cometer. Como entonces las mesas receptoras
de los sufragios funcionaban hasta en las calles y en los callejones,
una de esas mesas funcionaba a la sombra de un árbol en un callejón
de la Rinconada, teniendo a su espalda la tapia baja de un potrero.
A poco de estar funcionando asoma por el callejón una de esas
montoneras, capitaneada por dos huasos bien montados, que llevaban
tirante un lazo para arrastrar con lo que encontrasen. Los vocales
apenas tuvieron tiempo de salvarse, saltando la tapia trasera para
ganar el potrero. La cabalgata arrastró con la mesa, registros y urna,
atropellando y dispersando a electores, comisionados y curiosos, ni
más ni menos que si fueran hordas salvajes. Esa era la libertad
electoral de entonces.
A pesar de todo las actas de las mesas que se salvaron, especialmente
las del pueblo, que fueron más respetadas, me dieron el triunfo,
testificado por las copias certificadas de dichas actas de escrutinio que
quedaron en poder de la Junta directiva de nuestro partido, el cual en
la misma noche celebró mi triunfo con músicas y otras
demostraciones populares.
Pero el Intendente estaba resuelto a todo. En la noche penetró en la
oficina del notario, donde se habían guardado las actas originales y
ayudado de los amanuenses de su devoción, falsificó las necesarias
para robarme la elección. La falsificación fue tan burda que en el acta
de la mesa de la plaza, donde habían votado el señor Cura y toda la
junta de mi partido, no apareció un solo voto por mí. Las
reclamaciones entabladas por nuestro partido en la Cámara contra los
atropellos y los fraudes comprobados por informaciones judiciales y
contra las falsificaciones de las actas, comprobadas por las copias
certificadas de las mesas receptoras nada valieron. La mayoría
compuesta de liberales y radicales, que se atuvo a los datos de la
Intendencia, sancionó la iniquidad.
Cuatro meses después de las elecciones de marzo, José Manuel
Vergara daba en su hacienda de Los Andes, a don Aníbal Pinto, electo
Presidente de la República, un gran banquete al que asistió el
Intendente, Epifanio del Canto. Durante el café se jactaban Vergara y
Del Canto en presencia del señor Pinto, de las diabluras que habían
ejecutado para arrebatarme la diputación, creyendo así captarse la
benevolencia del futuro Presidente. Pero éste, que se picaba de
honrado caballero, exclamó: "No me gustan esas malas armas", lo que
dejó muy fríones y corridos a los dos cortesanos.
En los meses de presidencia que después de las elecciones quedaron a
Errázuriz, éste no le cumplió la promesa a Del Canto, ignoro por qué.
Entrado Pinto a la presidencia y nombrado don José Victorino
Lastarria Ministro del Interior, Del Canto presentó su renuncia de la
Intendencia, como acostumbraban hacerlo en este caso todos los
intendentes y contra todo lo que él esperaba ella se aceptó y aunque
reclamó el cumplimiento de la promesa de trasladarlo a la Corte de
Santiago, nada obtuvo y se vio obligado, para no perder su destino, a
volverse a La Serena, solo, porque su familia tuvo que quedarse en
San Felipe. Solamente después de muchos años de súplicas y empeños
pudo conseguir del Presidente Santa María, ser nombrado juez
suplente de Valparaíso; Dios castiga, pero no a palos.
Esta última parte de la historia es fidedigna. La supe primero por uno
de los cómplices, luego por un amigo mío, a quien se la refirió en San
Felipe, con sus pelos y señales, la señora de Del Canto, quejándose de
la negra ingratitud de Errázuriz
; y, en fin, por el mismo Del Canto. Algún tiempo después de sus
desengaños me encontré impensadamente con él en una casa; él me
saludó y yo le volví la cara. Momentos después se me acercó y me
dijo: "Tú tienes razón de estar enojado conmigo, me porté mal
contigo, cedí a las tentaciones de Errázuriz, porque el clima de La
Serena me mataba y, porque me dejé arrastrar de la corriente del uso.
Como los escamoteos electorales son el pan de cada día y sus autores
hacen gala pública de ellos y son celebrados como gracias, yo no le
tomé el peso a la cosa y me dejé llevar de la corriente". Y después de
referirme la historia, me agregó: "Como ves he sido bien castigado,
estoy arrepentido y te pido perdón por ello".
"Te agradezco tu franqueza, le contesté; ella me desarma y me
reconcilia. Y te la agradezco porque siempre conviene conocer la
verdad y estas verdades además de servir para la historia, pueden
servir para que algún día el látigo de la conciencia pública alcance la
conquista de nuestros derechos y libertades.
Errázuriz se ha vengado de mí atropellando los derechos y las
libertades de los ciudadanos, el orden y la moralidad públicas,
pisoteando lo que hay de más sagrado para un hombre de bien y, sobre
todo, para un alto magistrado, es decir, se ha vengado de mí a costa
del bien público y ha coronado su obra dejándote burlado.
Aprovechemos esta lección que nos enseña que la mejor política es la
de la honradez".
**
Referiré ahora lo concerniente a la elección de Zorobabel Rodríguez
en Chillán. Ella tiene algo de trágico y algo de cómico.
Rodríguez logró ser elegido diputado; veamos cómo.
El Gobierno había dado allá las mismas instrucciones que contra mí,
de impedir esa elección a todo trance y había ordenado elegir en su
lugar a un señor Fierro, que era el candidato oficial. Hubo mesas en
que los electores conservadores fueron dispersados a balazos,
resultando algunos heridos. En un distrito de San Ignacio, resultaron
algunos muertos por los asaltantes de la mesa, organizados por la
policía.
Algunos días después de la elección, estando yo en la imprenta de "El
Independiente", vi entrar a ella a un sacerdote de alta estatura y de
gran corpulencia: era un gigantón. Después de saludarme se me dio a
conocer. "Ando de incógnito, me dijo, y fugitivo de mi
departamento", y me contó el por qué.
Por una casualidad había sido nombrado vocal de una mesa rural, a
pesar de que era públicamente partidario de la candidatura de
Zorobabel Rodríguez. Como la mesa electoral estaba distante de su
domicilio, fue a caballo, el que dejó cercano a la mesa mientras
desempeñaba sus funciones de vocal. Llegada la hora del escrutinio, el
presidente de la mesa comenzó a leer las cédulas y a pesar de que ellas
decían, Zorobabel Rodríguez, el presidente leía Fulano Fierro, que era
el candidato oficial.
Reclamaba el sacerdote: "Pero, señor, si ese voto dice Rodríguez y no
Fierro". "Se equivoca usted, decía el presidente, rompía el voto y
tiraba los pedazos debajo de la mesa, en contravención de la ley que
manda conservar las cédulas. Esta misma escena se repitió por tres o
cuatro veces, hasta que sulfurado el clérigo con aquella maldad y
desvergüenza, se para y da al presidente una tan feroz bofetada que lo
tiró de espaldas con silla y todo. Dejarlo tendido, montar a caballo y
echar a correr, todo fue uno. Los policiales que custodiaban la mesa
subieron también a caballo y se pusieron en su persecución; pero éste
en mejor cabalgadura, luego fue perdido de vista. Los reclamos del
presidente a la justicia no se hicieron esperar; pero el vocal se hizo
humo y no volvió a aparecer, sino en mejores tiempos.
A pesar de todo, los escrutinios dieron el triunfo a Rodríguez,
resultado que se comunicó al Gobierno, el cual por telégrafo ordenó
que se falsificasen las actas necesarias para eliminarlo.
Pero también por telégrafo se nos había comunicado a nosotros el
triunfo de Rodríguez, comprobado con las copias certificadas de los
escrutinios parciales que estaban en poder de nuestros
correligionarios. Llegado el día del colegio electoral del
departamento, aparecieron las actas falsificadas y a pesar de los
reclamos de los nuestros que comprobaban el hecho con las copias de
los escrutinios, dadas por las mesas receptoras, el colegio
departamental proclamó diputado y dio poderes a Fierro, dejando
burlado a Rodríguez. Y aquí llegó el sainete después de la tragedia.
Cuando llegó a Santiago la noticia de este colmo de maldad,
Rodríguez execró con su pluma de fuego todos los delitos de esta
elección y después de esta abominable historia, Rodríguez escribió en
su diario un editorial dirigido al Presidente Errázuriz.
En él le decía que le quedaba muy agradecido de que mediante sus
órdenes lo hubiera dejado fuera de la Cámara; porque libre de sus
tareas legislativas quedaba muy desocupado para ocupar su tiempo en
escribir una biografía circunstanciada del presidente.
He dicho antes que Errázuriz era muy sensible a cualquiera censura o
alabanza que se le hiciese por la prensa. Una sátira picante lo ponía de
mal humor todo el día, así como lo alegraba toda alabanza. No se
había curtido en las luchas de la prensa diaria y por eso tenía la
epidermis tan delicada. La amenaza de Rodríguez debió causarle
profunda alarma. En la célebre acusación a la Corte Suprema ante la
Cámara, cuyo autor fue Errázuriz, pocos como él habían celebrado la
pluma candente de Rodríguez en su folleto "La sombra de Ayala".
Ninguna pluma era más temible que la de ese formidable polemista de
nuestra prensa diaria. Con sal ática, con agudeza inimitable sabía
aplastar y triturar al adversario y ponerlo en la picota de la vergüenza
pública. Errázuriz debió sentir en su imaginación todas las
impresiones del miedo.
El hecho fue que las autoridades de Chillán recibieron en el acto
órdenes de rehacer el acta del Colegio Departamental, de manera que
Rodríguez saliese de diputado y se le enviase su poder a la mayor
brevedad posible. Así se hizo y con tal prontitud que en el Colegio
Provincial para el escrutinio de los senadores, el acta del escrutinio
departamental apareció totalmente cambiada. Rodríguez salía
triunfante y Fierro derrotado.
Los conservadores de Chillán que habían hecho a Rodríguez el duelo
más amargo se quedaron como quien ve visiones. Fierro que había
recibido su poder de diputado protestaba del fraude y corría en todas
direcciones tratando de descifrar el misterio de aquella mistificación.
Rodríguez que recibía su poder de diputado en debida forma, se
arrepentía de sus desahogos por la pérdida de su diputación, debida a
los delitos y fraudes de las autoridades. Nadie se explicaba aquel
brusco cambio de decoraciones. Pero como en todo pueblo corto al fin
todo se sabe, antes de mucho se descubrió toda la tramoya de la
comedia. ¡ Qué tiempos aquéllos! ¡ Qué escuela política dejó a sus
inmediatos sucesores el señor Errázuriz ! ¡Y cómo éstos la
perfeccionaron hasta el desastre del 91 !
Como yo quedé fuera de la Cámara, al fin pude consagrarme de lleno
a mi abogacía, a mi cátedra del Instituto y a otras obras sociales o de
caridad.
He referido antes que el distinguido sabio, don Ventura Marín, que me
había dado algunas lecciones de filosofía, me llevó en 1854, a la
escuela gratuita de niños pobres que una santa mujer, doña María
Jesús Espínola mantenía en la entonces apartada calle de los
Hermanos, en el barrio de la Recoleta y me presentó a la maestra
Jesús, diciéndole: "Aquí le traigo a este mocito, para que la ayude en
algo". La escuela que funcionaba en tres grandes ranchos de paja,
contaba como 200 niños de los más pobres y desamparados del barrio.
Generalmente, eran de esos vagabundos y ociosos, a quienes la
maestra Jesús acariciaba y atraía a su escuela con cualquiera fruslería
para enseñarles a leer, escribir, el catecismo, hacerles frecuentar los
sacramentos y acostumbrarlos al trabajo y a la disciplina para
moralizarlos. En la historia que escribí de esta mujer extraordinaria y
del Asilo de Santa Rosa, para agregarla a los trabajos históricos
publicados en el "Boletín de la 1.a Asamblea de la Unión Católica de
Chile", tracé a grandes rasgos las heroicas virtudes de esta mujer y los
beneficios que hizo a los hijos más desamparados del bajo pueblo.
Yo me ofrecí para hacer a los niños clase de aritmética día por medio,
la que comencé días después, a la hora desocupada que me dejaban
mis clases de historia en el Colegio de San Luis y mis ramos de
estudio en la Universidad. La tal calle de los Hermanos estaba
entonces tan abandonada de la mano de Dios y en invierno eran sus
barriales tan intransitables que muchas veces me ocurrió tener que ir a
caballo a la escuela. Desde entonces y hasta la muerte de la maestra
Jesús, la ayudé durante treinta años en sus trabajos escolares.
Después de algún tiempo trasladamos la escuela de la calle de los
Hermanos al Bolsico del Diablo, de ahí a la calle de Dávila, en
seguida a la calle de Bascuñán Guerrero, escogiendo siempre los
barrios pobres, donde la caridad de la maestra pudiera servir a los más
desvalidos, hasta que en 1873, trasladó su escuela a la calle de San
Ignacio, a un conventillo que yo tenía, frente a los pies de la primera
casa que edifiqué en la calle del Dieciocho, esquina de la calle de
Olivares, y donde le construí dos grandes salones para las clases. Ya
no tuvo que preocuparse de pagar arriendos, como le había sucedido
hasta entonces y ella me tenía más a la mano para las necesidades de
la escuela.
Cuando estaba funcionando la escuela de hombres y me proponía
construir la de niñas, me encontré muy escaso de recursos y como
supiese que una señorita Gandarillas había legado al señor Arzobispo
Valdivieso, diez mil pesos para que con sus réditos pudiese auxiliar
escuelas gratuitas para pobres, me apersoné al señor Arzobispo para
suplicarle me aplicase esos réditos a las escuelas gratuitas del "Asilo
de Santa Rosa ", que así se llamaba el Asilo que yo estaba
construyendo. El señor Arzobispo conocía a la maestra Jesús y
conocía el objeto del Asilo, de modo que me manifestó muy buena
voluntad para ayudarme. " ¿Ya funciona la escuela de hombres?", me
preguntó.
"Sí, señor, con cerca de cien niños", contesté. "Bueno les daré la mitad
de esos réditos", me dijo. " ¿Y por qué no me los da todos, señor, ya
que he agotado mis recursos?" "Porque yo debo cumplir al pie de la
letra la disposición de la testadora, me contestó. Ella deja esos réditos
para auxiliar escuelas gratuitas de pobres, plural; usted tiene por ahora
una sola escuela, no le puedo dar más que la mitad. Cuando tenga las
dos, entonces tal vez le pueda dar el saldo, si no hay otras escuelas
más necesitadas. El día en que el Prelado no cumpla rigurosamente
con la voluntad de los testadores tendrán razón los fieles en desconfiar
de sus prelados y se acabarán sus legados y donaciones para tantas
obras de beneficencia. Y como estos legados modales me imponen la
necesidad de nombrar apoderados que me representen en las
particiones, de crear una oficina que dé estricto cumplimiento a las
disposiciones testamentarias y, en fin, me imponen muchas molestias
y gastos, yo le suplico que, cuando en los testamentos que usted haga
se dejen algunos legados modales y el modo tenga por objeto
favorecer alguna institución que tenga personería jurídica, procure
dejárselos directamente a ella y librar al Arzobispo de muchas
dificultades, afanes y molestias".
Tal era la escuela de rigorismo escrupuloso que fundó el Ilmo.. señor
Rafael Valentín Valdivieso en la Iglesia de Santiago y que continuó el
Ilmo.. señor Joaquín Larraín Gandarillas.
Como el conventillo en que instalé la escuela lo tenía entregado a la
Conferencia de San Vicente de Paul, que funcionaba en el Colegio de
San Ignacio, para que lo habitasen las pobres socorridas por la
Conferencia, allí fue, donde la pobre, con cuya asistencia corría yo,
murió dejando bajo mi amparo a sus hijitos pequeños: un hombrecito
y dos chicas que conduje a mi casa. Busqué en vano alguna casa de
asilo para las chicas; no las había en Santiago.
Recién fundadas en Chile las Conferencias de San Vicente de Paul en
1854, por el Ilmo.. señor José Hipólito Salas, Obispo de la
Concepción, a las cuales me incorporé poco después, una de las
primeras obras que se emprendió fue la fundación de una casa de
talleres para asilar y educar en ella a los niños ociosos o abandonados
de las mismas familias pobres que socorrían las conferencias. Esa casa
que subsiste, agrandada y perfeccionada ha prestado inapreciables
servicios a los niños de la clase más desvalida de la sociedad. Pero las
mujercitas no tenían entonces un asilo semejante.
Muchas veces me había hablado la maestra Jesús de la promesa que
había hecho a Santa Rosa, de fundar un asilo de esta clase; pero la
falta absoluta de recursos se lo había impedido siempre. Las dos
huerfanitas que me había legado mi finada pobre me estimularon a
pensar en ello, sobre todo, en recompensa de la abundancia con que la
Providencia me estaba favoreciendo en mi profesión de abogado. El
23 de agosto de 1875 compré, para la maestra en la calle de Castro,
centro entonces de pobres rancherías un gran conventillo, en ocho mil
pesos. Con doce mil pesos más, que recogí de limosnas de varias
personas, terminaba en 1877 un espacioso edificio de dos pisos a la
calle, en cuyos bajos había grandes salones, donde podían funcionar
cómodamente y con entera separación dos escuelas: una para hombres
y otra para mujeres. Desde luego, trasladamos allí las escuelitas de la
calle de San Ignacio, a fin de prestar los beneficios de la instrucción al
numerosísimo pobrerío de la calle de Castro. Esta fue la primera casa
de tejas que existió en esa calle el año 1877. Todas las demás eran de
paja.
Pero como la maestra deseaba dar a su casa el fin más alto que se
había propuesto de asilar a las niñitas más desvalidas, y los salones
dobles de los altos se prestaban para ello, comenzó a asilar algunas
huérfanas en extremo necesitadas. A las.
dos primeras se agregaron luego otras dos; estas cuatro llegaron a
veinte y después a cincuenta. Se comprende que había dificultades
supremas para vestir y alimentar a tanta gente sin que la casa contase
con un centavo seguro, sin más recursos que las limosnas que Dios se
encargaba de mandar cada día.
El hecho era que el alimento no faltaba nunca. Pocas veces abundante,
de ordinario escaso, las necesidades se remediaban al fin.
Yo solía reñir a la maestra y le aconsejaba que cerrase la puerta a toda
nueva admisión, a lo que ella me respondía: "Es cierto que vivimos
aquí como las aves del cielo; pero usted ve que nunca falta lo
estrictamente necesario. Y en cuanto a estas pobrecitas, ellas viven
aquí mucho mejor que en sus casas, donde dormían sobre el lodo y la
inmundicia de sus conventillos, mientras que aquí duermen en altos,
en una habitación seca y aseada, en un verdadero palacio comparado
con sus ranchos.
En sus casas muchos días se quedaban sin comer; aquí nunca. De
muchas sé que se pasaban semanas sin probar el pan y meses sin
probar la carne; aquí jamás les falta el pan y con frecuencia tienen
carne. Vienen sin cama, sin zapatos, sin camisa y aquí encuentran
luego de todo".
"En sus conventillos duermen revueltas con hombres, como los
animales, sin recibir otra educación que el ejemplo de los vicios y los
escándalos de esas viviendas; aquí sólo reciben buenas lecciones y
buenos ejemplos. Afuera los vicios son para ellas una amenaza
cotidiana de muerte del alma y del cuerpo; aquí las virtudes cristianas
que cultivan sirven de salvación de sus almas y sus cuerpos. ¿Cómo
no las he de admitir? ¡ Es tan bueno Dios! ¡Usted ve cómo El provee a
todo!"
A semejantes verdades no había qué responder, porque efectivamente
el Señor era el que se encargaba de enviar el pan de cada día,
recompensando así la fe de aquella sierva de Dios. En la vida de esta
señora que escribí juntamente con la historia del Asilo de Santa Rosa,
he consignado varios hechos extraordinarios de que fui testigo.
Cuando en el asilo había extrema necesidad, ella acostumbraba decir
en tono de cariñosa chanza a Santa Rosa: "Bueno, pues, chinita: esta
casa es tuya y si tú no mandas lo que necesitamos, ¿de dónde lo saco
yo?, yo no tengo nada; yo no soy más que tu sirvienta y es la patrona
la que debe proveer la despensa"; y poco después los recursos
sobraban.
El crecido número de asiladas exigía el ensanche de la casa.
Con el auxilio de algunas personas caritativas, cuya mano bienhechora
había tropezado con este humilde albergue y que tenían veneración
por la maestra, pude construir un gran patio con nuevos edificios,
entre los cuales figuraba una capilla. Una señora me costeó los
ladrillos, otra los adobes, un caballero la madera y con otras limosnas
que conseguí por aquí y por allá, la casa quedó habilitada para asilar
gran número, el cual creció tanto que en 1882 se contaron 150
asiladas, con bastante estrechez, pero sin que faltase el pan, ni el
vestido. Como el objeto de la casa era convertir a estas criaturas de la
última clase, en buenas y honradas empleadas domésticas, con pocas
letras y mucha virtud, para desahogar la casa se procuró colocar a las
más grandes al servicio de las mismas bienhechoras del
establecimiento. Al morir la maestra en 1884, se había alcanzado a
colocar un centenar de estas alumnas, a las cuales se les había
enseñado a leer, escribir y contar, con bastantes nociones de religión.
Así es que el robo de mi diputación de Los Andes me permitió
consagrar el tiempo sobrante que me dejaban la abogacía y mi cátedra
de historia del Instituto, a dar remate a la imprenta de "El
Independiente", a fomentar la asociación de los correligionarios en el
Círculo Católico, por medio de frecuentes conferencias literarias y
otras fiestas; y a construir el Asilo de Santa Rosa, todo lo cual era
bastante para vivir abrumado de trabajos. Así como trabajaba por dar
vida robusta a la prensa católica en Santiago, también procuraba
fomentarla en provincias, y como había ayudado a fundar y sostener
"La Libertad Católica" de Concepción, "El Artesano" de Talca,
"El Verdadero Liberal" de San Felipe, logré que el 24 de junio de
1876 se fundase en Linares "El Conservador", cuyo editorial
prospecto fue mi primera colaboración para él.
Con el objeto de fomentar la prensa católica de provincia, para la cual
siempre buscaba algunos recursos en Santiago, fundé entre los jóvenes
de nuestro Círculo Católico una pequeña sociedad, titulada
"Colaboradores de la Prensa". Cada uno de sus miembros debía
escribir un artículo todas las semanas, sobre cualquier tema de
actualidad, aunque fuese correspondencia de los sucesos de Santiago,
artículos que en la sesión semanal de la Sociedad, se remitían a todos
nuestros periódicos de provincia, desde "El Amigo del País", de
Copiapó, hasta la
"Libertad Católica ", de Concepción. Esta Sociedad, que duró muchos
años, hacía un doble bien: prestaba buen servicio a esos periódicos
que generalmente vivían muriendo por la escasez de redactores y, lo
que valía más, ejercitaba a los socios en el arte de escribir para la
prensa, ramo en que había penuria en Santiago mismo, a pesar de que
ya se habían formado buenos escritores en el taller de "Estrella de
Chile", revista que, como he dicho en otra parte, fundé para ejercitar a
los socios de "Los Amigos del País".
Entretanto el 18 de septiembre de 1876 el señor Errázuriz entregaba la
banda presidencial a don Aníbal Pinto, hijo de don Francisco Antonio
Pinto, aquel Ministro de Freire, que el
2 de agosto de 1824 separó de la administración de la diócesis de
Santiago a su Obispo, don José Santiago Rodríguez y nombró de
gobernador de la diócesis al Deán, don José Ignacio Cienfuegos e hizo
salir al Obispo dentro de tres días para Melipilla
; que el 16 de agosto del mismo año 24, sujetó a todas las órdenes
regulares a los gobernadores diocesanos y donde éstos no residiesen, a
los curas; que por decreto de 6 de septiembre del mismo año arrebató
a las comunidades religiosas la administración de sus bienes para que
no se distrajesen con atenciones profanas, con otras reformas sobre
profesiones religiosas, tamquam Papa aut concilium; que el 16 de
octubre del mismo año, ya no se sació con la administración de
aquellos bienes, sino que se apropió su dominio, ordenando, por sí y
ante sí, que quedasen incorporados a la Hacienda Pública, dejando así
consumado aquel general salteo realizado con la fuerza pública.
Volviendo a la presidencia de la República, don Aníbal Pinto, ella fue
el último regalo que el católico don Federico Errázuriz, hizo al país y
a los católicos de Chile, que no omitieron sacrificio para elevarlo.
Como nuestros presidentes eran entonces dueños de las elecciones,
ellos nombraban a sus sucesores y Errázuriz se dio el lujo, nombró a
Pinto, sin duda, porque educado en la escuela volteriana de su padre,
era un incrédulo perfecto. Benjamín Vicuña que tenía más
imaginación y menos sentido práctico, se dio la fantasía de disputarle
la presidencia.
Creyó que agitando la opinión con discursos, es decir, con luces de
Bengala, podría tomarse la fortaleza inexpugnable del Gobierno.
Recorrió los pueblos de la República con una falange de oradores,
entre los cuales figuraba el brillante tribuno don Isidoro Errázuriz,
proclamando su candidatura presidencial
. En todos ellos hubo derroche de elocuencia, pero esos voladores
oratorios apenas despertaban la sonrisa de los gobiernistas.
Pinto fue elegido sin remedio.
***
Ya es hora de dar una mirada retrospectiva sobre la política del señor
Errázuriz. Educado en el Seminario de Santiago y en el seno de una
familia muy piadosa, tenía sin duda principios cristianos y hábitos de
piedad. Oí decir muchas veces que oía misa, aun en días que no eran
de precepto y que rezaba el rosario con su familia; pero sin duda
también que estos sentimientos debieron debilitarse mucho con su
trato frecuente e íntimo con liberales muy descreídos. No se explican
de otra manera el odio y desprecio que manifiesta, en su Memoria
histórica sobre la Constitución del año 28, contra los pelucones,
fundadores del partido conservador, que era el partido de los
creyentes, y su entusiasmo por los pipiolos, donde abundaban los
descreídos o picados de volterianos. Por otra parte, ¿cómo se explica
que reservase sus creencias y sus sentimientos religiosos para la vida
privada y los hostilizase en la vida pública, rodeándose en el Gobierno
sólo de Ministros y colaboradores liberales descreídos, elevando al
Gobierno a radicales, enemigos declarados de los principios católicos
y al fin dejando las influencias irresistibles del poder público en
manos de un incrédulo tan acabado como el señor Pinto? ¿Por ventura
ignoraba él, que se pasaba de listo, el inmenso poder que tenían los
gobiernos en Chile y, por consiguiente, los inmensos males que un
Gobierno anticristiano podría causar a la religión católica del país?
¿ No calculaba que estando la enseñanza toda de la nación en esas
manos, el país podría llegar a ser no sólo anticatólico, sino
anticristiano, como está sucediendo?
No, eso no podía ocultársele a él, menos que a nadie. Su conducta en
esta materia fue una solemne apostasía de sus sentimientos religiosos.
Yo no me había equivocado en mis aprensiones, cuando el señor
Errázuriz solicitó ingresar a la Sociedad de Amigos del País.
El señor Errázuriz sólo se preocupaba de sus intereses políticos.
Se llamó conservador y hasta quiso calificarse de clerical, como lo
hizo en mi presencia, cuando se incorporó en la Sociedad de Amigos
del País y firmó en la decuria de don Ciriaco Valenzuela la promesa
que firmábamos todos: "Yo, Federico Errázuriz Zañartu, declaro que
soy católico, apostólico, romano; que me comprometo a sostener y a
defender los dogmas y doctrinas de la Iglesia Católica, y me
comprometo especialmente a fomentar la prensa católica y a no
favorecer de ningún modo las publicaciones que ataquen los
principios o los intereses católicos"... Sin embargo, tengo para mí que
en el fondo fue siempre liberal de la escuela pipiola, que él preconizó
en su mencionada Memoria.
Viene muy al caso el siguiente recuerdo. En los primeros meses de la
Presidencia del señor Errázuriz sus partidarios le dieron un gran baile
en el gran patio oriente de la Universidad del Estado convertido en un
inmenso y lujoso salón, al cual concurrió lo mejor de la sociedad de
Santiago. Entre las señoras figuraba doña Rosario Reyes, viuda de don
Juan Bello, hijo del sabio don Andrés Bello, rector de la Universidad.
Era esta señora muy distinguida no sólo por su hermosura, sino por su
ingenio agudísimo, burlón y sarcástico que se hizo célebre en nuestra
sociedad, por las numerosas anécdotas que se conservan de ella. Entre
los asistentes estaba naturalmente yo, en mi carácter de Ministro de
Justicia, Culto e Instrucción Pública, y don Federico me invitó a
recorrer el salón, a cuyo alrededor se sentaban las señoras, a fin de
saludarlas con alguna particularidad. Pronto enfrentamos a la señora
Rosario Reyes y don Federico se detuvo para saludarla
afectuosamente, haciéndole algunos corteses cumplidos, a los cuales
ella contestó: "¡Siempre lisonjero a sabiendas de que yo no me pago
de lisonjas ! Sabe que soy pan, pan y vino, vino. En prueba de ello,
¿sabe, señor Cifuentes, que yo encuentro en su Presidente más olor a
azufre que a incienso? Se lo digo a usted como Ministro del Culto".
Don Federico echó el asunto a la risa y pasamos.
Muchas veces en el curso de mis relaciones oficiales con el Presidente
tuve ocasión de recordar y aplicar la ingeniosa ocurrencia de la señora
Reyes. Nadie ha retratado mejor que ella ni más gráficamente al doble
carácter de don Federico. Más descollaba en él el tinte escéptico de
los pipiolos del año 28 que el tinte religioso que suele distinguir a los
conservadores.
Los pipiolos se preciaban de católicos, oían misa y hasta rezaban con
la familia; pero vivían, sobre todo, en política, inficionados de un
liberalismo volteriano. De ahí la certeza de la frase de la señora
Reyes: olían más a azufre que a incienso.
Era don Federico bastante inteligente; pero sea por falta de estudios o
porque se hubiese consagrado a los negocios, nunca le conocí ningún
ideal levantado, político o social; nunca pude notar en él convicciones
verdaderas sobre ninguna de las grandes cuestiones sociales que
agitan a los pueblos modernos ni siquiera sobre los problemas caseros
que agitaban a nuestro país. Estaba muy lejos de ser uno de esos
grandes estadistas de altas miras, que mejoran o aceleran el progreso
de un pueblo. Le gustaba vivir al día. Habilísimo para la pequeña
intriga, colmó sus ambiciones de mando echando a la espalda los
escrúpulos. Para ganar el favor de los hombres de fe, les ponderaba el
cuco del rojismo; para escalar el poder, explotó el cuco del
monttvarista que tanto temían los liberales y conservadores; y para
conservar su omnímodo poder atrajo a su Gobierno a radicales y
monttvaristas, ponderándoles el cuco clerical.
Los liberales lo tienen como uno de sus más grandes hombres, flor y
nata del liberalismo. Sin duda, del falso liberalismo que entona con
los labios las más variadas canciones a la libertad, pero que en los
hechos no hay libertad que no amague, combata o ultime.
Se ha hecho mucho juego con las declaraciones solemnes que en favor
de las libertades públicas hizo el señor Errázuriz, en sus dos primeros
Mensajes que leyó en las sesiones de apertura del Congreso Nacional
en los años 1872 y 1873. En el primero decía, refiriéndose a la media
libertad iniciada en la enseñanza:
"Su determinada esfera de acción no permite al Gobierno hacer el bien
en la escala que reclaman los progresos que hemos alcanzado. Para
este fin necesito y aguardo vuestra cooperación indispensable.
"Si las libertades que se han otorgado en la enseñanza y que eran
imperiosamente reclamadas desde tiempo atrás, no han sido tan
completas como el Gobierno mismo lo hubiera deseado, ello ha
dependido de las prescripciones de la ley vigente.
El Gobierno confía, empero, en que la reforma de que os ocupáis,
consultando los verdaderos intereses nacionales, tendrá por base la
más amplia libertad de enseñanza aconsejada por la experiencia de los
pueblos más adelantados y única conciliable con la naturaleza de
nuestras instituciones.
"En la vida práctica la República ha hecho en favor de las libertades
públicas conquistas preciosas que se han adelantado a las instituciones
vigentes y que conviene garantir de una manera formal para que no
queden expuestas al azar de influencias momentáneas".
Y en el Mensaje de 1873, agregaba: "Aprovechemos la feliz
tranquilidad de los ánimos para mejorar nuestras instituciones.
Hagamos que ellas afiancen con la augusta sanción de la ley el
espíritu de la libertad que reina en nuestras costumbres públicas.
"El trabajo, la libertad y la paz crearán así un afortunado duradero
imperio que laborará la felicidad del pueblo y la gloria de nuestras
instituciones republicanas".
y Estas frases se han repetido mucho en prueba de las convicciones
verdaderamente liberales del señor Errázuriz, pero conviene saber que
estas frases no eran suyas, sino de su Ministro de Instrucción. Es
verdad que él aceptó e hizo suyas esas declaraciones; pero fue para
burlarlas en seguida. En la misma cuestión de la enseñanza, para la
cual pedía al Congreso la más amplia libertad, apenas salía yo del
Ministerio, se formulaba bajo su influencia y la de su gabinete a fines
del 73 el proyecto de la ley de instrucción secundaria y superior, que,
gracias a nuestra heroica defensa en favor de la libertad, no pudo
promulgarse como ley, sino el 9 de enero de 1879, ley que restablecía
el odiado monopolio de los exámenes anuales y remachaba las
cadenas de la enseñanza. Así renegaba el Gobierno de la bandera de
libertad que había enarbolado gracias a mis esfuerzos.
Se recordará la campaña que emprendí en las discusiones relativas a la
reforma de la Constitución, en favor de la libertad de asociación,
consiguiendo al fin que se consignase entre los derechos que ella
garantiza a todos los ciudadanos en el artículo 10: el derecho de
asociarse sin permiso previo.
Pues bien, nunca pude conseguir de él ni de las mayorías liberales de
su escuela que se reformasen las disposiciones del Código Civil
relativas a la personería jurídica, que anulan por completo aquel
derecho constitucional, pues justamente las asociaciones que no se
proponen el lucro, sino al contrario se proponen los más
desinteresados y generosos intereses públicos, como los de
beneficencia, no pueden nacer, ni vivir, ni organizarse, ni morir, sin
permiso previo del Gobierno.
En ninguna de las grandes cuestiones políticas que se agitaban en
aquel tiempo pude descubrirle, no digo amor, pero ni siquiera el
menor interés por la libertad.
CAPITULO XXII
Obras católicas.- Primer proyecto de cementerios laicos.- Círculos
católicos de obreros.- La Guerra del Pacífico.- La candidatura
presidencial del General Baquedano.- Se agrava la intervención
electoral. Un atropello regalista.- La cuestión arzobispal.- La
misión Del Frate.
Como he dicho antes, libre como estaba de las tareas parlamentarias y
consagrado a mi abogacía y a mi cátedra del Instituto, no por eso
dejaba de atender mis obras sociales, como las Conferencias de San
Vicente de Paul, el Asilo de Santa Rosa de la maestra Jesús Espínola y
el Círculo Católico de Santiago.
Si mi memoria no me falla, el año 74 yo presidía la Conferencia del
Sagrario y el Consejo superior de ellas me encargó fundar con algunos
socios del barrio sur de la Alameda, otra Conferencia, en la antigua
iglesia de San Borja, hoy llamada de San Vicente de Paul, en el local
que nos proporcionaron los padres de la Misión. Allí funcionó tres
años y en 1877 el mismo Consejo me encargó fundar con diez
jóvenes, desprendidos de la Conferencia del Sagrario, la nueva
Conferencia que debía funcionar en el Colegio de San Ignacio, que
presidí durante largos años, a la cual he incorporado a todos mis hijos,
desde que han concluido su segunda enseñanza y en que éstos han
comenzado a incorporar a mis nietos, gracias a la misericordia del
Señor. Así compartía un poco de tiempo entre los pobres de la
Conferencia y las pobrecitas del Asilo de Santa Rosa.
En lo que tocaba al Círculo Católico, donde funcionaba el Directorio
del Partido Conservador, procuraba ejercitar a la juventud en
ejercicios literarios, por medio de frecuentes conferencias que se
amenizaban con la orquesta que formé con los mismos jóvenes del
Círculo, bajo la dirección de uno de ellos, don Jorge Rodríguez Cerda.
Esta orquesta nos prestó inapreciables servicios, no solamente para
amenizar las conferencias, sino los muy frugales banquetes que se
dieron en el Círculo en homenaje a los hombres distinguidos de
nuestro partido. Recuerdo entre otros, un banquete dado a los dos
secretarios del Directorio del Partido, don Carlos Walker Martínez y
don Ángel Custodio Vicuña, por su valiente actuación en la Cámara
de Diputados y otro a don José Clemente Fabres, después de un
notable discurso que pronunció en la Cámara.
De esos banquetes, no puedo olvidar uno dado al tan fervoroso
creyente como valiente general, don Erasmo Escala, al volver del
Perú, después de la batalla de Dolores. Era el general muy cortés y
decidor en sociedad y al levantarse para agradecer el homenaje que se
le tributaba enmudeció su lengua ante aquella concurrencia que
comenzaba a sufrir con su silencio.
Llevaba perfectamente aprendido su brindis; pero lo olvidó por
completo; la emoción lo perturbó, de manera que no acertaba a
pronunciar una palabra, hasta al fin salió de su aturdimiento, diciendo:
"Señores: nunca he temblado delante de las balas enemigas y aquí
entre tan buenos amigos, estoy temblando de miedo. Perdonad mi
turbación que no me permite hablar". Su improvisación valió su
brindis.
Por supuesto que la presidencia del Círculo me imponía mucho
trabajo. La organización de las Conferencias y de la orquesta y el
suplir a veces a algún conferencista, me dejaban a veces sin dormir;
pues a todas mis múltiples tareas, se agregaba con frecuencia la
porfiada insistencia de algunos amigos, pidiéndome algún discursito
para la fiesta tal, o la fiesta cual, insistencia fundada en el error capital
de decirme que yo tenía suma facilidad para hablar. Esta fatal creencia
me ha impuesto fatigas que no son para contadas; porque lejos de
tener facilidad, he tenido gran dificultad. Intelectus apretatus discurrit,
como decíamos en el colegio. A fuerza de forzar el cerebro, es como
he salido a flote.
Me ha pasado a mí lo que al poeta inglés, Pope, de quien se vino a
saber que tenía una difícil facilidad. Se creía que los versos le
brotaban del cerebro tan fluidos y acabados y tan rápidos como el
pensamiento; y después de su muerte, se vio entre sus papeles que
había hasta 18 borradores sucesivos de algunas de sus composiciones.
Por eso se ha dicho que tenía una difícil facilidad, con la sola
diferencia de que la vorágine de ocupaciones en que he vivido
envuelto, no me ha dejado tiempo de hacer borradores, cuando más
uno en raro caso. Por eso han salido a veces mis discursos tan
desaliñados y faltos de substancia. De esas hojas secas apenas se han
salvado de la acción destructora del tiempo y del olvido, una que otra,
como el discurso que me pidieron para una fiesta en la casa del
Patrocinio de San José el 15 de agosto de 1875 y el que me pidió don
Mariano Casanova para la gran asamblea popular que celebró en
Valparaíso, en honor del Papa Pío IX, el
3 de julio de 1877. A propósito de este discurso, yo acepté el pedido
del señor Casanova a condición, que él aceptó también, de fundar en
Valparaíso un círculo católico para la juventud, como un fruto de
aquella asamblea y, a fin de que ella tuviese alguna consecuencia
duradera. Yo cumplí mi compromiso
; pero él no cumplió el suyo. Nunca quiso ni ayudarme en esas obras,
ni creo que le inspiraron interés.
Por aquellos días, se presentó al Congreso un proyecto patrocinado
por el Gobierno, en el cual se declaraba que todos los cementerios del
país eran propiedad del Estado y que en adelante todo cementerio
debía ser laico o neutro y común, sin que fuera permitido establecer
cementerios confesionales. Parecía indudable que ese proyecto, que
envolvía un triple atropello de la Constitución, de la propiedad y de la
conciencia católica, no era inspirado por el Presidente Pinto, sino por
la camarilla radical e impía que lo rodeaba. Pinto era por naturaleza
frío e indolente, moderado y enemigo de violencias, caballeroso,
pacífico y nada batallador; mas por la debilidad de su carácter dejaba
hacer a los suyos y más que dirigirlos era dirigido por ellos. Por eso
creo que, a pesar de su escepticismo, ese proyecto de persecución
contra los católicos, no debió ser obra de su inspiración. Al contrario,
tal vez por obra de su intervención moderadora y de una protesta
popular que en su contra promovimos ese proyecto quedó
encarpetado, por entonces.
Ese proyecto levantó entre los creyentes una polvareda. Hasta
entonces todos los cementerios del país eran católicos; muchos eran
propiedad de la Iglesia o de las parroquias que los habían erigido a su
costa; y el proyecto, sin previa decisión judicial y sin previa
expropiación legal, los declaraba propiedad del Estado, lo que
constituía un atentado contra el derecho de propiedad y contra la
Constitución del Estado que lo garantiza de la manera más completa y
terminante.
Siendo la religión católica la religión del Estado, era natural que los
cementerios del Estado fueran católicos y no laicos como lo establecía
el proyecto.
Estando garantizada por la Constitución la amplia libertad del culto
católico y siendo para la Iglesia la inhumación de los muertos un acto
de su culto, era un atropello a la Constitución y a ese culto obligar a
aceptar en los cementerios católicos, por la fuerza de una ley, a los
que voluntariamente renegaron de su fe cristiana o profesaron otra
religión que la católica.
Todos estos atentados intentaban nuestros incrédulos gobernantes en
nombre de la libertad o a título de liberales. Los conservadores
invitamos al pueblo a un gran "meeting" de protesta en el inmenso
recinto del Hipódromo de Santiago, ubicado en la Cañadilla, hoy
llamada Avenida de la Independencia.
Todos los socios del Círculo Católico se pusieron a la obra de agitar al
pueblo con ese objeto. En la noche del 1.0 de noviembre de 1877, día
de Todos los Santos y víspera de difuntos, más de cuatro mil personas
llenaban el recinto de aquel amplio teatro.
También a mí me tocó dirigir la palabra a esa muchedumbre, ya
entusiasmada con los ardientes discursos que se habían pronunciado.
Después de exponer las tiránicas disposiciones del proyecto de ley,
agregué:
"Señores: yo comprendo estas abominables tiranías en los Césares
romanos, Emperadores y Pontífices a un mismo tiempo, creían tener
en sus manos el imperio de las almas y de los cuerpos. Lo comprendo
más aun, cuando pienso que tenían en su abono la Constitución del
Estado sancionada por la doble autoridad de los siglos y del mundo
pagano. Pues bien, los mentidos liberales de la escuela impía los
aventajan en sus excesos liberticidas.
"Estos desde luego no tienen en su abono ni la ley del Estado ni la
sanción de los siglos y del mundo. Todo por el contrario los condena.
"Los romanos quemaban sus cadáveres y guardaban sus cenizas en
urnas que por eso se llamaban cinerarias. Esa era su creencia y su ley.
"Y bien, los romanos conquistaron con la punta de la espada el
Egipto, donde los cadáveres eran embalsamados y conservados en
ataúdes de madera y mostrados a los huéspedes en los banquetes de
familia. Esa era su creencia y costumbre religiosa.
" ¿Qué hicieron los conquistadores con ese pueblo conquistado?
Le respetaron la libertad de tributar a sus muertos el culto de su
agrado.
"Los judíos envolvían sus cadáveres en lienzos y los depositaban en
sepulcros, parecidos a los nuestros. Tampoco su ley consentía
enterrarse en común con los gentiles, para los cuales tenían
cementerios separados. Vosotros sabéis: con los treinta dineros de
Judas se compró el campo de un alfarero, para cementerio de
extranjeros.
"Qué hizo con ese pueblo el conquistador romano que entró a
Jerusalén a sangre y fuego? Le respetó la libertad de enterrar a sus
muertos conforme a sus creencias religiosas. Pilatos no mandó quemar
los cuerpos de Jesús y de Lázaro.
"Eso hizo, señores, el soldado vencedor con los vencidos; eso hizo el
conquistador pagano con los pueblos conquistados. Pero los liberales
incrédulos que nos gobiernan quieren tratarnos a nosotros los
católicos, a nosotros que somos, casi la nación entera, peor que los
paganos trataron a los pueblos vencidos y conquistados.
"Ultrajando en nosotros la libertad de la conciencia, nos quieren
imponer por la fuerza lo que nuestra religión nos veda.
He ahí la obra inconstitucional y tiránica que en la ciega ebriedad de
su soberbia quiere consumar la escuela del liberalismo descreído.
"Excluyendo toda ceremonia y signo religioso en el cementerio laico,
donde irán por fuerza nuestros despojos mortales, no tendréis ni el
consuelo de ir a dormir el largo sueño bajo la sombra bendita del árbol
de la Cruz, bajo esa sombra amada que una mano impía habrá hecho
desparecer de los sepulcros.
"Todo esto quiere decir, señores, que después de haber defendido las
libertades políticas de nuestro país, nos cabrá también a los católicos
la gloria de defender la santa libertad de la conciencia humana.
Cristianos y chilenos, ¿ cuál de vosotros rehusará a la libertad y a la
fe, los sacrificios que ellas nos impongan? ¿Cuál de vosotros no sabrá
resistir hasta la muerte a los dobles tiranos de la religión y de la
patria?"
Todos los discursos fueron aplaudidos con loco entusiasmo.
Concluidos éstos, se invitó a la concurrencia para ir a la plazuela de la
Moneda, a protestar ante el Presidente de la República contra la
proyectada ley. Los jóvenes del Círculo Católico habían preparado
algunos centenares de antorchas que repartieron a los concurrentes
para que fueran alumbrando el desfile que, desde el Hipódromo hasta
la Moneda, tuvo que recorrer como 15 cuadras por el centro de la
ciudad. El aspecto fantástico de aquel desfile nocturno contribuyó no
poco a que se le fuesen agregando los miles de curiosos que acuden en
tales casos, de manera que la plazuela de la Moneda se hizo estrecha
para contener aquella apiñada muchedumbre que rebalsaba por todas
las calles adyacentes. También allí se pronunciaron ardientes arengas
de protestas. El hecho fue que aquella imponente manifestación mató
el proyecto; en las Cámaras no se volvió a hablar de él. Sin duda, el
Presidente Pinto, poco amigo de estas luchas violentas, intervino en
ello.
El ostracismo político a que el Gobierno liberal y radical tenía
condenado al partido conservador, alejado sistemáticamente de todos
los puestos públicos;. las diversas tentativas de persecución religiosa
que se venían diseñando desde las discusiones del Código Penal, nos
venían revelando la imperiosa necesidad de prepararnos para las
supremas luchas que habrían de venir tarde o temprano. De ahí mis
anhelos con que desde años atrás venía trabajando por asociar a los
católicos, estrechar sus filas, disciplinar sus y
adiestrarlos para las fuerzas luchas de la vida pública. Ese fue el
objeto de la Sociedad de los Amigos del País; ese era el fin que
perseguía con la creación del Círculo Católico de la juventud ilustrada
de la calle de la Moneda. Pero teníamos como abandonado al pueblo
obrero, apenas atendido en las sociedades de piedad. Era urgente
llevar nuestra acción y nuestra influencia a esas masas populares, tan
poderosas por el número y tan expuestas a la seducción de las malas
doctrinas por su falta absoluta de preparación para resistir a ellas.
Había conocido yo los círculos obreros fundados por el insigne
canónigo Kolping, en Alemania y me había informado de los círculos
obreros que, a imitación de aquéllos, había comenzado a formar en
Francia el Conde de Mun. Conforme a ellos, propuse al presbítero don
Ramón Ángel Jara, formásemos una asociación católica de obreros en
Santiago, que pudiese en seguida extenderse a las provincias. El señor
Jara acogió con entusiasmo la idea y nos pusimos a trabajar los
Estatutos de la asociación, cuyos artículos 1.° y 2.° que diseñaban su
objeto y forma, decían: "La Asociación Católica de Obreros tiene por
objeto la moralización, instrucción y unión de los obreros católicos.
Para la consecución de dicho objeto, la Asociación constará de
Círculos de Obreros, que se establecerán en los barrios designados por
la Junta Directiva". Los Estatutos contenían 87 artículos, que
detallaban las diversas obras que debían desarrollarse en los Círculos
a imitación de los de Kolping, que habían producido frutos
admirables.
Formados los Estatutos, presentamos al Rvdmo. Arzobispo de
Santiago, el señor Jara y yo, la siguiente solicitud:
"La triste situación en que se encuentra la clase obrera de nuestro
pueblo nos ha impulsado a la realización de una obra que, Dios
mediante, podrá remediar en gran parte los males que lamentamos.
"Aun cuando, en distintas circunstancias, se han iniciado en Chile
asociaciones de obreros, destinadas, unas a fomentar entre ellos la
piedad, consagradas otras a hacerles amar la instrucción y la
economía, sin embargo, la falta de locales en que los pobres a más de
piedad e instrucción, pudieran encontrar auxilios para sus trabajos y
honestos entretenimientos, ha hecho que hasta ahora sea imposible
arrancar al obrero de las tabernas y demás lugares de perdición, donde
malgasta sus salarios, menoscaba su salud y, por consiguiente, hace la
desgracia de la familia, daña a la sociedad y compromete la eterna.
suerte de su alma.
"De aquí Ilmo.. y Rvdmo. Señor, que tomando en cuenta los
magníficos resultados que se han alcanzado en muchas naciones de
Europa, con el establecimiento de los Círculos de Obreros, que
tienden a satisfacer las necesidades religiosas y sociales del individuo,
nos ha parecido que realizaríamos una obra agradable a Dios y útil a
nuestra patria, si consiguiéramos establecer entre nosotros una
Asociación Católica de Obreros que llenara las ventajas indicadas.
"Los subscritos quedaríamos muy animados para marchar adelante, si
nuestro pensamiento, detalladamente expuesto en los Estatutos que
acompañamos, recibiera la bendición de la Iglesia con la aprobación
de V. S., Ilma. y Rvdma".
Ramón Ángel Jara.- Abdón Cifuentes.
El Rvdmo. Arzobispo aprobó la Asociación y los Estatutos, por los
cuales debía regirse, por decreto de 7 de mayo de 1878.
La Asociación tendría un Director General que debía ser sacerdote y
un Presidente General que debía ser seglar. El Prelado nombró para el
primer cargo al señor Jara y para el segundo quiso nombrarme a mí,
como le parecía natural por ser el autor de la idea y el que más
conocía esta clase de obras.
Roguéle que me dejase en cualquier otro empleo y que nombrase de
Presidente al señor Domingo Fernández Concha, en virtud de varias
razones que le expuse. Le dije que muchas veces había hablado con el
señor Fernández de la necesidad de estas asociaciones católicas,
procurando inspirarle el mayor interés por su fundación; que el señor
Fernández estaba tan penetrado de su importancia que tenía ya
verdadero entusiasmo por ellas, como lo había manifestado ya,
ayudándome poderosamente en la fundación del Círculo Católico de
la juventud; que la creación de los Círculos Católicos de Obreros, que
él anhelaba como nosotros, exigirían grandes recursos de que
carecíamos el señor Jara y yo, al paso que el señor Fernández daba
siempre sin tasa para todas estas obras sociales católicas y, por
consiguiente, era justo hacerle una manifestación de gratitud, al
mismo tiempo que interesarlo más en la prosperidad de la Asociación,
nombrándole su Presidente; y por último que yo no necesitaba de
semejante título para añadir un ápice al trabajo que estaba dispuesto a
consagrar a la obra. De simple soldado haría lo mismo que de
Presidente. El señor Arzobispo me encontró razón y con fecha 23 de
mayo de 1878, nombró Director al señor Ramón Ángel Jara y
Presidente General de la Asociación Católica de Obreros, a don
Domingo Fernández Concha.
En el acto el señor Jara, el señor Fernández y yo nos echamos a buscar
limosnas y a acopiar fondos para instalar lo mejor posible el primer
Círculo de Obreros. Al mismo tiempo buscamos un lugar propio y
adecuado. La casa de maternidad, ubicada en el barrio de Yungay, se
había trasladado al nuevo Hospital de San Borja y, en consecuencia,
había dejado desocupado su antiguo local, que tenía grandes patios y
numerosos y espaciosos salones. Nos decidimos por él y lo
arrendamos. En seguida emprendimos la tarea de amueblarlo. Se
compraron bancas para la escuela nocturna de obreros y diurna para
sus hijos; un billar y un piano para los entretenimientos de los obreros,
especialmente dominicales; una pequeña estantería para la sala de
lectura y biblioteca; libros adecuados para obreros, como trataditos de
carpintería, ebanistería y demás artes y oficios y obras de amena
lectura instructivas y morales; por fin se arregló una sala para la Junta
Directiva.
El señor Jara, deseoso de consagrarse enteramente a la atención,
cuidado y moralización de los obreros pertenecientes al Círculo, hizo
el sacrificio de trasladar a él su domicilio con camas y petacas,
arreglando un oratorio para las distribuciones religiosas y conferencias
morales; y aprovechando su estada en la casa comenzó a matricular a
los obreros que íbamos invitando, poco a poco.
Hechos todos estos preparativos, tratamos de hacer una inauguración
solemne el 24 de octubre del 78, en el gran patio de la casa, a la cual
invitamos a las principales familias católicas de la sociedad de
Santiago. Con tal objeto, buscamos algunos oradores que con el señor
Jara fueron el lujo de la fiesta.
La concurrencia fue enorme, de modo que se hizo bastante bombo a la
obra, a fin de encontrar cooperadores. Yo también agregué mi grano
de arena con mi obligado discurso, a propósito del cual no debo omitir
el disfavor que mereció de un testigo imparcial.
Asistió a la fiesta un clérigo venezolano, de apellido Aguilar.
Parece que se fue luego de Chile bastante descontento, tal vez por no
haber recibido todos los homenajes u obsequios que él creía merecer.
El hecho es que al volver a Venezuela publicó en Caracas una serie de
artículos bastante biliosos contra Chile, artículos que él remitió e hizo
circular en nuestro país. En ellos habló de nuestra fiesta y después de
mencionar a un fondero que nunca faltaba en nuestras fiestas
populares con su fondita, a la cual ponía como letrero llamativo:
"¡Aquí está Silva!", agregaba en tono despreciativo: También habló
un mozo, Abdón Cifuentes, que es el "Aquí está Silva" de todas las
fiestas católicas.
En breve comenzó a funcionar la escuela nocturna para los obreros.
Varios jóvenes se hicieron cargo, uno de la clase de aritmética, otro de
la de historia de Chile, otro de la de dibujo lineal, etc. El señor Jara se
desvivía procurando amenizar la permanencia de los obreros en el
Círculo, especialmente los días festivos, inventando muchas clases de
entretenimientos para retenerlos en la casa e impedir que fueran en
busca de la taberna. En los primeros meses, tuvo la obra principios
muy consoladores. Muchas mujeres de los obreros iban al Círculo a
darnos las gracias, porque sus maridos que antes, al recibir los
sábados sus salarios iban a derrocharlos al bodegón y no se aparecían
a su casa ni domingo ni lunes, sino para escandalizar a la familia,
ahora desde que estaban en el Círculo, llevaban los sábados a ellas y a
sus hijos las ganancias de la semana y estaban muy cambiados.
Pero estas satisfacciones no fueron muy duraderas. Luego pudimos
convencernos de cuán profundos eran los males que aquejaban a la
clase obrera y, por lo mismo, cuán urgente y necesaria era la obra de
su moralización. Su enmienda era poco duradera. Al cabo de un mes o
dos de practicar sus mejores propósitos, volvían a recaer en las
andadas y eran precisas esmeradas diligencias para atraerlos de nuevo
al buen camino.
No habían transcurrido dos meses, desde que el Círculo funcionaba,
cuando se robaron las bolas de marfil del billar, sin que fuera posible
hacerlas aparecer. Fue preciso comprar otro juego de bolas. Poco
después desapareció un violín y el espíritu de ratería llegó al colmo,
robándose un día el teclado del piano y dejándonos sin los elementos
más necesarios, precisamente, para los propios entretenimientos de los
socios. No se podía llevar más lejos la ingratitud y la falta de respeto a
la casa y a sus bienhechores. Mas eso mismo, que nos revelaba la
profunda degradación de algunos obreros, nos estimulaba para
perseverar en su regeneración, como perseveramos hasta qué
acontecimientos más graves nos obligaron a suspender nuestros
trabajos.
La crisis económica que venía afligiendo al país se iba haciendo cada
día más aguda. La clase proletaria carecía de trabajo por la
paralización de las obras públicas y privadas, de modo que el pueblo
padecía hambre. El bandolerismo y la in--
seguridad personal en los campos habían tomado proporciones
alarmantes. La tradicional pureza en la administración de los caudales
públicos estaba sufriendo grandes quebrantos con las constantes
defraudaciones de las tesorerías fiscales; el desprestigio del Gobierno
era grande, nuestra antigua prosperidad se había evaporado y el país
había sido conducido por el liberalismo imperante, a la pobreza y al
descrédito. El descontento público tuvo por aquellos días en Santiago,
manifestaciones populares subversivas que la fuerza pública apenas
logró sofocar a medias.
Nuestro partido quiso también hacer una manifestación pacífica, pero
solemne del errado y peligroso camino por donde se conducía al país
y celebró una gran Convención, que se inauguró en Santiago el 22 de
diciembre del 78 y a la cual concurrieron numerosos y distinguidos
conservadores de las provincias.
El directorio del partido me encargó que pronunciara el discurso de
inauguración, en el cual hiciera el memorial de los servicios prestados
al país por nuestro partido y diseñara nuestro programa actual, como
lo hice formulando a la ligera las principales libertades que constituían
nuestras más ardientes aspiraciones. La Convención superó nuestras
esperanzas por el número y respetabilidad de sus miembros; pero
nuestras aspiraciones tuvieron que quedar postergadas por entonces a
causa de la Guerra del Pacífico a que nos arrastraron traidoramente el
Perú Bolivia.
Desde el mes de noviembre del 78, comenzaron a traslucirse en el
público las primeras dificultades de nuestras relaciones con Bolivia,
con motivo de las contribuciones que la Municipalidad de Antofagasta
impuso a las propiedades e industria chilenas en contravención a lo
estipulado en el tratado de 1874.
El Gobierno de Bolivia las amparó, a pesar de las reclamaciones del
nuestro; no sólo las amparó, sino que reagravó su atropello,
imponiendo él un nuevo impuesto al salitre con gravísimo perjuicio de
la Compañía chilena de salitres y ferrocarril de Antofagasta. En
diciembre se agravaron las alarmas, de manera que nuestro Gobierno
creyó indispensable enviar una de nuestras naves en protección de los
intereses de nuestros nacionales seriamente amenazados por las
autoridades bolivianas.
El blindado Blanco Encalada fondeaba en Antofagasta el 7 de enero
del 79. El Gobierno de Bolivia insistió en sus violaciones del tratado,
cobró las contribuciones impuestas, embargó los bienes de la
Compañía chilena y ordenó su remate, negándose a todas nuestras
reclamaciones y lo que era peor, negándose a llegar al arbitraje
estipulado en el mismo tratado del 74.
Para impedir aquel remate atropellado, aquella agresión del Gobierno
de Bolivia, el de Chile hizo que nuestras tropas tomaran posesión del
puerto de Antofagasta, con fecha 13 de febrero, ordenando al Cónsul
general de Chile, don Nicanor Zenteno, asumiera el cargo de
Gobernador Político y Civil de ese territorio. Esta medida tomada por
vía de represalia para atraer al Gobierno de Bolivia a una conducta
más conciliadora, no produjo resultado. Ese Gobierno estaba resuelto
a violar todos los tratados y a romper con Chile a todo trance. ¿Qué lo
envalentonaba tanto? El tratado secreto de alianza que había celebrado
con el Perú, tratado que no tenía ni podía tener otro objeto que agredir
a Chile, objeto que hacía muchos años que el Perú venía maquinando
y persiguiendo. Esta maquinación y este tratado de alianza, cuya
existencia se negó por algún tiempo, se descubrió al fin, lo que obligó
a Chile a aceptar la guerra que estos dos enemigos encubiertos le
venían preparando, traidoramente.
Chile, que estaba completamente desprevenido y que por la pobreza
de su erario y la crisis económica que lo afligía estaba desarmado,
tuvo que hacer prodigios de esfuerzos y sacrificios para hacer frente a
peligros tan inesperados. El patriotismo de nuestro pueblo suplió a
todo. El pueblo en masa acudió a alistarse en el ejército y en la
armada. Una gran parte de los socios de nuestro Círculo de Obreros y
muchos jóvenes del Círculo de la juventud se enrolaron en los
regimientos y en la marina.
En abril del 79, el Círculo de Obreros estaba desierto y no se veía
medio de reanimarlo, porque la Guerra del Pacífico tomaba cada día
mayores proporciones. A duras penas podíamos hacer los gastos que
la casa exigía y éstos casi sin ningún provecho.
El 21 de mayo tuvo lugar el heroico y glorioso combate naval de
Iquique. Muchos de los que murieron allí dejaron huérfanos a sus
hijos. En su entusiasmo el Estado quiso tomarlos bajo su protección,
buscando un sacerdote que dirigiese un asilo para ellos. Don Ramón
Ángel Jara se ofreció para ello y ofreció el espacioso local del Círculo
para asilo y colegio de esos huérfanos de la guerra. Allí se instalaron
los primeros niños huérfanos de los que se sacrificaron en la
Esmeralda y en la Covadonga y así fue como terminó el primer
Círculo Católico de obreros, fundado en Chile a fines de 1878. Una
nueva obra de caridad nacional vino a reemplazar temporalmente a
otra obra que era también de caridad nacional. Esta era en favor de los
obreros; aquélla en favor de los huérfanos.
Cuando éstos se multiplicaron mucho el señor Jara los trasladó a la
Alameda, a lo que llamó El Asilo de la Patria.
Todos los partidos depusieron sus armas para agruparse alrededor del
Gobierno. El partido conservador prestó el más abnegado y entusiasta
concurso. A pesar de eso se nos mantuvo alejados de los puestos
públicos, sin gozar de ninguna influencia oficial, de manera que no
pudo contarse un solo conservador de cierta importancia en los altos
destinos de la República.
Sin embargo, por lo menos no se nos perseguía como en el tiempo
anterior y gracias a esto yo volví a presentar mi candidatura a
diputado por el departamento de Los Andes, en las elecciones de
marzo de 1879 y triunfé como debí triunfar en
1876. Esta diputación no prestó servicios a los intereses de nuestro
partido, porque, como he dicho, los peligros internacionales del país
acallaron para nosotros toda lucha interior y todo interés de partido.
***
La política interna no vino a despertarse, sino después de que nuestras
tropas entraron triunfantes a Lima el 17 de enero de 1881 y el General
Baquedano regresó a Santiago con seis u ocho mil hombres de nuestro
ejército victorioso. El resto del ejército quedó ocupando una parte del
territorio peruano.
Después de sus grandes victorias de Tacna, Arica, Chorrillos y
Miraflores y toma de Lima, Baquedano hizo su entrada triunfal en
Santiago, en medio del entusiasmo delirante del pueblo, el 14 de
marzo de 1881.
Ya se agitaba entonces la elección presidencial, cuyo primer acto
debía tener lugar el 25 de junio, con la elección de los electores de
Presidente. Don Domingo Santa María con intrigas palaciegas había
logrado captarse el apoyo del Gobierno y ser el candidato oficial para
suceder a don Aníbal Pinto. Pero muchos distinguidos prohombres del
mismo partido liberal que consideraban la presidencia de Santa María
como una desgracia o peligro nacional, se unieron al partido
conservador y a la inmensa mayoría del pueblo para proclamar la
candidatura presidencial del general Baquedano,, como lo hicieron en
una grandiosa asamblea el 3 de abril de 1881.
Esta candidatura no podía ser más prestigiosa ni más entusiastamente
apoyada por el pueblo. Pero el Gobierno comenzó a hacer funcionar
por medio de sus intendentes, gobernadores, subdelegados e
inspectores, por medio de las policías, de todos los agentes
administrativos, su incontrastable máquina electoral, de fraudes,
destituciones y violencias de toda clase. Se llamó apresuradamente al
Ministro de la Guerra, don José Francisco Vergara, que estaba en el
Perú, y éste escalonó las tropas en todo el país, como una amenaza de
que se haría triunfar a sangre y fuego la candidatura oficial. En
presencia de esta actitud agresiva de las autoridades, Baquedano
dirigió a la Junta directiva de los trabajos electorales de su
candidatura, la renuncia de ella, en una nota en la cual, entre otras
cosas, decía:
"Desde que las autoridades se ingieren indebidamente en actos que
deberían estar y están legalmente fuera de su acción y desde que esa
ingerencia se prepara por medio de fraudes y se consuma con
atropellos y violencias, la lucha política se desnaturaliza y saliendo
del terreno legal es ocasionada a choques peligrosos.
"Estamos apenas en los actos preparatorios de la elección y ya, donde
el fraude no alcanzaría a tergiversar la voluntad del pueblo, se apela a
las vías del hecho y se principia a castigar en ciudadanos honorables
el delito de su independencia, vejándolos o aprisionándolos sin razón
ni derecho.
"Meditando tranquila y seriamente sobre estos hechos, he tomado la
resolución que paso a comunicar a ustedes y que no es otra que
renunciar indeclinablemente la candidatura que me ofrecieron
distinguidos y honorables representantes de todos los partidos
políticos del país" …….
"Los sucesos a que hago referencia más arriba me persuaden de que la
prolongación de la lucha electoral podría provocar conflictos
lamentables. Ello sería ciertamente bien doloroso al día siguiente del
desenlace feliz de una guerra colosal y cuando aun no está subscrita la
paz que debe asegurar al país el fruto natural de sus sacrificios. Por
eso y porque creo que en tales circunstancias sería un crimen derramar
una sola gota de sangre con motivo de las disensiones domésticas, he
adoptado la resolución irrevocable que me apresuro a poner en
conocimiento de ustedes".
Esta renuncia cayó como una bomba sobre la capital; para el pueblo
tuvo aquello un tinte de luto y de duelo nacional; se dejaba libre el
camino a la candidatura de un hombre que nadie estimaba
sinceramente ni sus propios partidarios y que todos temían como un
peligro. La Comisión Conservadora, que tiene la misión principal de
prestar protección a las garantías individuales, atropelladas a cada
paso por los Ministros, pidió la convocación del Congreso. El
Gobierno se negó tercamente a ello. Llegadas las sesiones ordinarias
del Congreso el 1.0 de junio, se presentó al Senado un proyecto de
acuerdo de censura al Ministerio, firmado por 15 senadores. Una
mayoría gobiernista de tres senadores salvó el Gabinete.
En la Cámara de Diputados la mayoría gobiernista por muchos días no
dio número para celebrar sesión, so pretexto de que no había asuntos
de que tratar. Al fin hubo número y se inició contra el Ministerio una
enérgica interpelación, en la cual se le hacía un acusador proceso de
sus fechorías electorales
. El dicho proceso era abrumador y el Ministerio, aunque contaba con
mayoría, quería evitarlo a todo trance. Ofreciósele una oportunidad en
la discusión de la ley periódica de contribuciones, que rige por 18
meses.
El Gobierno, o mejor dicho el Ministro de Hacienda, se olvidó de
pedir que se dictara esa ley a mediados o a fines del año 80. Cuando la
Comisión Conservadora pidió la reunión anticipada del Congreso, el
Gobierno contestó que no había ningún asunto importante de que
tratar. Se abre el Congreso el 1.0 de junio y la mayoría gobiernista no
da número varios días por falta de asuntos. El Ministro insiste en su
olvido, y sólo el 18 de junio presenta el proyecto de ley de
contribuciones, cuyo plazo fatal de 18 meses terminaba el 5 de julio.
En vista de la urgencia pide que se suspenda la interpelación hasta que
se dicte la mencionada ley. Tal petición era contraria al reglamento, el
cual dispone que las interpelaciones priman sobre cualquier otro
asunto.
Ahí fue la nuestra o de la minoría opositora para obstruir la discusión
de esa ley e inducir al Ministerio a renunciar.
Yo me opuse tenazmente a que se menoscabase así el derecho del
Congreso para fiscalizar la conducta del Gobierno. Eso importaba
matar la libertad parlamentaria en una de sus atribuciones esenciales
más importantes. El Ministro de Hacienda pedía nada menos que se
suspendiese su propio proceso, la acusación formulada contra el
Gabinete para que se le concediesen las contribuciones, que es una ley
esencialmente política; porque como dice el proverbio político de los
ingleses: los subsidios y las quejumbres andan siempre juntos. Las
contribuciones o los subsidios son el arma legendaria de los
parlamentos para obligar a los Gobiernos a cambiar de rumbo o de
pilotos.
De aquí que la oposición hiciese fuerza de vela para no discutir la ley
de contribuciones, mientras no terminase el proceso ministerial y se
produjesen las pruebas de los cargos formulados contra el Gabinete.
La discusión tomó proporciones enormes; se acercaba el 5 de julio,
día en que terminaban los
18 meses del plazo de la ley, y no se divisaba término al debate.
Se nos oprimió con sesiones diarias, después con la añadidura de
sesiones nocturnas y como eso no bastó, el Presidente de la República,
don Aníbal Pinto, acudió a un recurso extraordinario, a un recurso
nunca usado, de enviar a la Cámara una nota reclamando el pronto
despacho de la ley de contribuciones, nota que levantó una nueva
tempestad de protestas.
Por fin, el 4 de julio el Ministerio, viéndose vencido, acudió al recurso
de las súplicas. Presidente y Ministros asediaron con empeños a los
diputados de la minoría, a fin de que dejásemos pasar la ley, para que
el país no quedase sin contribuciones, aunque fuese por algunos días,
porque eso importaba la pérdida de algunos millones. El Presidente de
la Cámara, don Miguel Luis Amunátegui, consiguió al fin de don
Manuel José Irarrázabal, nuestro jefe que dejásemos pasar la ley, para
lo cual el señor Amunátegui nos dirigía al día siguiente, una súplica
patriótica. En la noche del 4 el señor Irarrázabal, reunió en su casa a
los diputados conservadores, los cuales me encargaron de la
contestación que yo debía dar a la súplica del Presidente de la
Cámara, contestación en la cual procurase yo justificar nuestra
resistencia. Estos antecedentes explicarán el discurso que pronuncié
en la Cámara el 5 de julio de
1881, sobre la libertad parlamentaria.
A pesar de toda mi perorata, los Ministros se hicieron los sordos y se
quedaron en sus puestos hasta ver ceñirse la banda presidencial a su
candidato, don Domingo Santa María, el 18 de septiembre de 1881,
para desgracia y vergüenza de Chile.
Subía al poder sin competidor y sin oposición; la Guerra del Pacífico
que se prolongaba indefinidamente mantenía la paz más profunda en
el interior, porque el patriotismo imponía silencio a las querellas
intestinas. Para colmo de fortuna de Santa María, el partido
conservador, harto de luchar con los fraudes y violencias de las
autoridades en las elecciones que convertían los actos electorales en
una indecente chacota y con frecuencia en una irritante tragedia,
resolvió abstenerse en las próximas elecciones que debían tener lugar
en marzo del 82 y cuyo primer acto, la calificación de los ciudadanos
o la formación del registro de electores, debía tener lugar en
noviembre del 81.
El partido conservador no quiso tomar parte en esos actos para no dar
con su presencia ni apariencias de legalidad a una miserable comedia.
El partido liberal, cuyo genuina encarnación era Santa María, quedaba
solo en todos los actos electorales.
Ningún fraude era útil, desde que no había al frente enemigo alguno.
Sucedió todo lo contrario, se repitieron en noviembre los mismos
fraudes que antes. En Santiago mismo muchas mesas calificadoras se
instalaron y funcionaron con vocales falsos, que no dejaban funcionar
a los verdaderos con el auxilio de la fuerza pública que las autoridades
proporcionaban a aquéllos.
Los policiales disfrazados de paisanos se calificaban con nombres
supuestos quince y veinte veces en distintas mesas y sus calificaciones
pasaban al comandante de policía y de ahí al Intendente, que las
mandaba por líos al Presidente de la República.
El mismo repugnante espectáculo que motivó mi primer choque con
don Federico Errázuriz, en noviembre de 1871, como lo he referido
antes.
¿Qué objeto tuvo ahora esta indecencia? El absolutismo absorbente
de Santa María. Se propuso disponer él solo de la elección de los
congresales. Quiso que todo senador o diputado supiese que le debía
su puesto a su sola soberana voluntad, para lo cual usó de un medio
ingenioso. Mencionaré un caso que fue la norma de todos los demás,
porque se hizo muy público y sonado. Un señor Carvajal, ardiente
partidario del Gobierno y aspirante a diputado, vino como de
costumbre, a solicitar la venia de Santa María, para lanzar su
candidatura por La Serena, donde creía contar con numerosos
partidarios. Al efecto, ponderó su incondicional adhesión al Presidente
y sus servicios al partido liberal. Santa María, le contestó que estaba
muy satisfecho de eso y que lo haría elegir diputado; pero no por La
Serena, donde había colocado ya a otro amigo, sino por algún
departamento de la provincia de Llanquihue. Carvajal observó que en
esa lejana provincia del sur no conocía a nadie y se imaginaba que
nadie le conocería a él. "No importa, replicó Santa María, para eso
tengo a los intendentes y gobernadores". Y fue verdad; Carvajal fue
ungido diputado por un departamento de Llanquihue.
Santa María quiso tener así un Congreso de una pieza, hechura
exclusiva suya, y lo tuvo, sumiso y servil. Quiso poder decir, como se
lo dijo una vez al Ministro Plenipotenciario de Colombia, don José
María Samper, con cesárea y pueril satisfacción: "Tengo el Congreso
en el puño de mi mano".
Mas para ello no le bastaron los fraudes de noviembre; necesitó de
maldades y delitos de mayor cuantía.
Había un departamento que desde años atrás se consideraba como una
ciudadela inexpugnable del partido conservador, el de Rancagua,
porque casi todos sus grandes propietarios y grandes electores eran
conservadores, a quienes no se podía atropellar ni intimidar. Ese
departamento elegía cinco diputados, que casi siempre habían sido
conservadores. Bien podía suceder que ese departamento no
obedeciese la consigna o resolución del directorio del partido y
resolviese elegir sus diputados, que serían una nota discordante en su
Congreso de una pieza. Era preciso evitar esta eventualidad. Ordenó
hacer un aparato de incendio en una pieza del juzgado de Rancagua,
donde estaban guardados los registros electorales y se hizo creer que
los registros quedaron quemados para que no pudiese haber elección
en el departamento. Pero testigos caracterizados de tal amago de
incendio, aseguraron que lo quemado en él eran cenizas de papeles de
muy diversa clase; pero que de los registros electorales no había el
menor indicio, por lo cual aseguraban que habían sido robados y no
quemados.
En la elección de Santiago el Gobierno echó mano de medios menos
disimulados. Fue a la falsificación y a la violencia más audaz y
desvergonzada. Hubo un joven conservador, Carlos Walker Martínez,
que no quiso someterse a la abstención del partido en las elecciones y
presentó su candidatura. Era un hecho corriente en las anteriores
elecciones que los conservadores sacaban de ordinario hasta cinco
diputados por Santiago. Ahora que no se presentaba más que uno, y
usando el voto acumulativo, era evidente que podría salir elegido con
fuerza cinco veces superiores sobre los candidatos del Gobierno,
siempre que el partido no lo dejase abandonado.
Este joven que era elocuente y fogoso tribuno, era el ídolo de las
clases populares, que se entusiasmaban con su carácter valeroso y
atrevido. Cuando los conservadores de Santiago lo vimos resuelto a ir
a la lucha, lejos de abandonarle, acudimos todos en su ayuda. Todas
nuestras fuerzas se acumularon por él solo; su triunfo era más que
seguro.
Pero si Walker era una de nuestras primeras espadas en la Cámara, era
también la que Santa María odiaba o temía más.
Así es que ordenó a sus satélites que no se dejase maldad por cometer,
a fin de impedir su elección. La orden se cumplió con el cinismo más
descarado. El 26 de marzo de 1882, día de la elección, muchas mesas
receptoras se instalaron con vocales falsos, siendo rechazados por la
fuerza de la policía y aun conducidos a prisión los verdaderos. A pesar
de eso, en esas mismas mesas caían a la urna muchos votos
conservadores que desaparecieron en los escrutinios que esos falsos
vocales hicieron en familia y a puerta cerrada. En la mesa en que yo
con varios amigos votamos por Walker no apareció en el escrutinio un
solo voto por nuestro candidato.
Esta suplantación de vocales y falsificación de escrutinios parciales,
no bastó. Muchas mesas de los barrios apartados de la ciudad fueron
asaltadas a mano armada por turbas de a pie y de a caballo, asalariadas
y dirigidas por la policía, para dispersar a los vocales, arrebatar
registros, urnas, etc., e impedir la elección en ellas. Estos asaltos se
convirtieron en combates parciales, de los que resultaron muchos
muertos y heridos.
Pero esos escándalos tampoco bastaron para impedir la elección de
Carlos Walker; porque en las mesas centrales de la ciudad, cuyos
vocales por lo general eran caballeros respetables que no adulteraron
los escrutinios, pudo Walker obtener como
35,000, votos, mientras que los candidatos gobiernistas que
alcanzaron mayor número de sufragios, apenas alcanzaron 14,000, de
modo que Walker había obtenido los votos necesarios para más de dos
diputados. Pero la desvergüenza y el cinismo fue hasta rebalsar la
medida. En el escrutinio general del departamento que tuvo lugar el
31 de marzo del 82, en el Teatro Municipal, Walker quedó fuera de la
Cámara. El Alcalde Miguel Elizalde, acompañado del Intendente
Guillermo Mackenna, que tenían en la plazuela del Teatro 200
hombres de infantería y un piquete de caballería, y dentro del recinto
numerosos soldados que rodeaban a los escrutadores, practicaron el
escrutinio más escandaloso de que haya memoria y Walker quedó
fuera. Las escenas de violencia a que dio lugar esa chacota se
encuentran narradas en cien documentos de aquella fecha.
Santa María logró su objeto; tuvo un Congreso de una pieza; los
conservadores quedamos fuera de él; pero el Ministro del Interior, don
José Francisco Vergara, que había sido tal vez el más fuerte apoyo de
su candidatura, avergonzado sin duda, como se vio después de tantas
fechorías, renunció su puesto, sucediéndole en él, don José Manuel
Balmaceda, que era Ministro de Relaciones y el que más
humildemente se doblegaba a la voluntad omnipotente y caprichosa
de Santa María.
La primera víctima de este exceso de soberbia fue el ilustre Obispo de
La Serena, don José Manuel Orrego. Tenía que hacer su visita ad —
limine apostolorum, y quiso aprovechar este obligado viaje a Roma
para curarse de algunas dolencias, especialmente de la sordera que en
su ancianidad se había agravado hasta hacerle casi imposible su
ministerio. Puso en conocimiento del Gobierno su viaje y la persona
que debía gobernar la diócesis durante su ausencia. Santa María no
pudo tolerar que se le diese un simple aviso, como lo habían hecho
siempre todos los obispos; exigió que se le pidiera permiso o licencia
como en los tiempos de la Colonia y del Rey, nuestro amo, sin reparar
en que en nuestra Constitución Política había derogado aquellas
vetustas leyes contra la libertad de locomoción.
El Gobierno, por medio de su Ministro del Culto, don Eugenio
Vergara, el más rancio regalista y el más arrastrado palaciego, dio
orden para impedir el viaje del Obispo y el día en que éste debía
embarcarse, el Intendente Toro Herrera se le presentó para intimarle la
orden de no hacerlo, y se rodeó de fuerza pública el palacio episcopal
para custodiar al Obispo. Este protestó contra la orden ministerial, en
el siguiente telegrama:
"Señor Ministro:
"Protesto contra la orden que acaba de comunicárseme por su
telegrama que recibo después de las 11 P. M. Ni US. ni el Supremo
Gobierno pueden imponerme tal orden. Emplear la fuerza pública para
violentar a un Obispo y quitarle su libertad de movimiento, sin haber
delinquido en lo más mínimo, es contrariar la Constitución y las leyes
del país. Si de este acto arbitrario, tiránico e ilegal resultan
consecuencias deplorables, como US. teme, no seré yo, que soy la
víctima, el responsable, sino su autor. Protesto contra esta
responsabilidad que US. quiere hacer recaer sobre mí. Dios guarde a
US.-
José Manuel, Obispo de La Serena".
El Obispo insistió en su resolución de embarcarse en Coquimbo y al
salir a tomar el tren para el puerto, se negaron a venderle el boleto de
pasaje por orden del Intendente. El Obispo volvió a su casa y tomó un
coche para hacer el trayecto al puerto por el camino carretero; pero la
policía se lo impidió por la fuerza con gritos y amenazas y con grande
escándalo del pueblo que protestaba de aquel atropello y vejamen
irritante. Sin duda la conmoción popular que despertaron aquellos
medios pueriles y villanos contra un anciano y prelado respetabilísimo
por sus ejemplares virtudes fue lo que permitió a éste salir de la
ciudad para venir a Santiago por tierra, haciendo a lomo de caballo o
de mula la travesía de cerca de doscientas leguas, al través de las
ásperas serranías que cortan el trayecto a cada paso desde la cordillera
al mar. Cruzar tamaña distancia por caminos fragosos, que apenas
eran soportables.
para arrieros, fue para el Obispo, que era un anciano de 70 años y
lleno de achaques un incalculable sacrificio de largos días que puso en
peligro hasta su vida.
Llegado a Santiago se entabló entre el Gobierno y el Obispo un largo
debate en el que éste sostuvo en notas magistrales su derecho a la
libertad de locomoción que le aseguraban la Constitución y las leyes
de la República. Esas notas son un monumento de ciencia, de lógica y
de entereza episcopal que conquistaron para en adelante a los obispos
de Chile una libertad que a ningún Gobierno posterior se le ha
ocurrido violar.
Nuestros obispos salen de sus diócesis cada vez que se los exige el
servicio de la Iglesia, sin pedir licencia al Gobierno.
¿Qué era lo que había despertado las iras de Santa María y de su
Ministro Eugenio Vergara, contra el Obispo Orrego, de quien eran
antiguos amigos y hasta discípulo el último, para vejarlo como un
criminal? Otra ruindad. Santa María continuaba apoyando la
candidatura del presbítero Taforó levantada por Pinto, como sucesor
en el Arzobispado de Santiago del venerado don Rafael Valentín
Valdivieso. Esta candidatura resistida ante la Santa Sede por el clero y
los católicos de Chile, trataba el Gobierno de imponerla por la fuerza,
precisamente para hostilizar al clero y a los católicos, para tener un
prelado cortesano y complaciente en las reformas teológicas que
meditaba contra la Iglesia. Trató al efecto de ganar la opinión del
señor Orrego en favor de su candidato Taforó, para hacerla valer en
Roma, donde tendría considerable influencia.
Y como en lugar de encontrar en el Obispo un apoyo a sus
pretensiones, encontró una opinión desfavorable, de ahí la guerra que
le declaró.
Sobrevino entonces, como dejamos dicho la odiosa campaña relativa
al Arzobispado de Santiago. Muerto el Arzobispo Valdivieso el 9 de
junio de 1878, seis días después el escéptico Presidente Pinto y su
Consejo de Estado, compuesto en su totalidad de liberales incrédulos,
levantaron la candidatura del prebendado don Francisco de Paula
Taforó, que no tenía otro título a la mitra que su hostilidad al ilustre
prelado fallecido; y su propuesta fue elevada a Roma.
Los obispos sufragáneos, casi la totalidad del clero y los fieles
manifestaron su descontento con decisión y enviaron a Roma agentes
provistos de todo género de documentos para probar al Pontífice toda
la inconveniencia de semejante elección
; pero esta misma resistencia de los creyentes provocó la insistencia
imperiosa y violenta de los incrédulos del Gobierno para mantener su
candidatura, trabándose en Roma la lucha consiguiente, los unos para
arrancar al Papa la aprobación del candidato; los otros para evitarla.
La lucha se prolongó hasta principios de 1882. El Ministro de
Relaciones Exteriores de Pinto, había enviado a Roma a nuestro
Ministro en París, don Alberto Blest Gana, con encargo de difamar a
la curia y al clero de Chile, presentándole como sistemáticamente
rebelde a los gobiernos del país y autor de las mentidas divisiones y
discordias que mantenían anarquizado al mismo clero. Esas calumnias
no hicieron, sino desprestigiar a Blest Gana ante la Santa Sede, que
estaba perfectamente instruida de lo contrario. El Cardenal Secretario
de Estado le hizo comprender desde el primer momento que conocía a
fondo las cosas en Chile y que las dificultades de la Santa Sede para la
preconización del señor Taforó no nacían solamente de las
informaciones desfavorables del clero y católicos de Chile, sino de las
irregularidades canónicas del candidato, irregularidades que la Santa
Sede no ha dispensado, sino en casos muy raros y extraordinarios, que
no se parecían al actual.
Varias veces la cancillería romana manifestó a nuestro diplomático
que le constaba que en el clero de Chile había numerosos sacerdotes
dignísimos, idóneos y exentos de toda irregularidad que podían ocupar
la Sede Arzobispal; que propusiese a cualquiera de ellos y en el acto
sería preconizado. Toda insinuación de esta clase fue rechazada por el
Gobierno de Santa María, el cual ordenó a nuestro representante
acudir a las amenazas de las persecuciones que podrían sobrevenir
contra la Iglesia de Chile, si no se aceptaba al candidato, lo que obligó
al Cardenal Jacobini, a declararle oficialmente, de una vez por todas:
"que el Papa no podía decidir cuestiones de esta naturaleza por la
presión que ejercen en su espíritu declaraciones como la aludida, ni
por nada que parezca amenaza de las consecuencias más o menos
graves que su resolución pueda producir". ¡ Taforó o la guerra!
¡ Taforó o la persecución! Esa fue la formula del Gobierno, en la cual
iba mezclado la insolencia grosera con la torpeza vulgar.
Como última prueba de su amistosa benevolencia, la Santa Sede
resolvió enviar a Chile un Delegado apostólico, a fin de esclarecer
fielmente algunos puntos obscuros todavía en este asunto y tomar una
resolución definitiva. Blest Gana, que tanta seguridad manifestaba en
las virtudes de su patrocinado, en el prestigio de que gozaba en el país
y en la maldad del clero que lo combatía, debió haber acogido gozoso
este sacrificio de la Santa Sede, hecho en obsequio de los deseos del
Gobierno.
En vez de eso, rechazó esta medida en absoluto. Acorralado y
confundido con las evidentes razones que aconsejaban enviar un juez
imparcial que estudiase el asunto en el terreno mismo de los sucesos,
e informase después desinteresadamente al Papa, lo que era
precisamente una medida en favor del candidato, el Ministro tuvo al
fin que convenir en ello.
Pero como la malicia estaba de su parte, tuvo la increíble candidez de
proponer al Cardenal secretario la conveniencia de que el Delegado
trajese el especial encargo o bien la orden de no cultivar relaciones
con la curia de Santiago. "Pero, señor, observó el Cardenal, ¿ cómo se
podrá obtener un debido esclarecimiento sin oír a las dos partes?
¿Puede alguien formar conciencia cabal en un asunto controvertido
sin oír más que a una de las partes?"La observación era tan
aplastadora que debió sonrojar a nuestro diplomático. Pero, como lo
veremos luego, el Gobierno fue bastante audaz para realizar los
deseos de nuestro plenipotenciario, de que el Delegado no oyera más
que al Gobierno. Fue aquélla una comedia indecorosa.
El Delegado, Monseñor Celestino del Frate, Obispo de Himeria,
llegaba a Valparaíso el 18 de marzo de 1882, a los seis meses cabales
de que Santa María había subido a la Presidencia.
Desde que el vapor fondeó en el puerto monseñor del Frate se vio
rodeado y agasajado por las autoridades de Valparaíso, con tales
atenciones que no le dejaban solo un momento, sin permitir a las
autoridades eclesiásticas, apenas otra cosa que un rápido y
ceremonioso saludo. En el vagón presidencial que debía transportarlo
a Santiago no se admitió otros compañeros que la comitiva oficial.
Llegado a Santiago se le condujo rodeado de la misma escolta a las
habitaciones que el Gobierno le tenía preparadas. Constituían éstas la
mitad de la casa que el Gobierno había arrendado al efecto al senador,
Miguel Elizalde, el Alcalde aquél que falsificó las elecciones de
Santiago, el cual se constituyó en el despensero y supremo guardián
del Delegado.
Un testigo fidedigno de la época describe así aquella reclusión:
"Un espionaje aristocrático y plebeyo al mismo tiempo se organizó
alrededor del Delegado: aristocrático por medio de altas
personalidades, Ministros, senadores, diputados, autoridades
subalternas que no lo dejaban solo un momento; y plebeyo por medio
de los individuos que se pusieron a su servicio, con la consigna de
cerrar las puertas a las personas del clero y de la sociedad que fueran a
visitarlo y no fuesen partidarios del Gobierno. La media casa del
Alcalde fue una especie de pequeño Fontainebleau, pero con rejas de
fierro estrechísimas y el remedo llegó a ser tan ridículo que en todo el
pueblo corría la voz de que el Delegado Apostólico "estaba preso"...
"Verdad es que se trató de hacer esta reclusión alegre y distraída:
hubo banquetes en palacio, protestas de ardiente catolicismo y de
adhesión a la Santa Sede de parte de los miembros del Gobierno,
visitas constantes y expresivas de todo el mundo oficial, civil y hasta
eclesiástico, desde el Arzobispo electo hasta el último monigote
suspendido por mala conducta. No faltaban los convidados, ni faltó la
oferta como limosna de misas, de paquetito de billetes que el
Arzobispo electo trató de poner en manos del Delegado y éste
rehusó... El Delegado sintió a su alrededor el vacío, porque no veía a
las primeras personalidades del clero, cuyos nombres conocía, le
molestaba que jamás se le dejase solo y que el dueño de casa o algún
otro íntimo siempre se constituían a su lado en lo que las monjas
llaman "escuchas".
Así realizaba el Gobierno lo que nuestro Ministro en Roma había
propuesto al Cardenal Jacobini. Pero esa situación se hacía intolerable
para el Delegado, que resolvió respirar "un aire más sano" y logró
comunicarlo a hurtadillas a la autoridad diocesana, la cual le preparó
una residencia de la Alameda, digna de su rango. Quedaba burlaba la
hipócrita estratagema del Gobierno. Para Santa María fue esa una gran
contrariedad, porque palpaba que iba a descubrirse la verdad. Sin
embargo, no se dio por vencido. Procuró tentar al Delegado con las
promesas más halagadoras, poner en juego todas sus influencias hasta
hacerle entrever la expectativa de la púrpura cardenalicia, si con sus
informes al Pontífice dejaba a Taforó consagrado Arzobispo de
Santiago.
Pero la nueva residencia del Delegado, que le dejaba amplia libertad
para sus informaciones, le permitió conocer a fondo toda la verdad. Se
vio rodeado de la parte más respetable de nuestra sociedad, trató de
cerca y diariamente a nuestro clero y pudo apreciar lo que había en él
de bueno y de malo y pudo también estimar a los verdaderos católicos
consagrados siempre al servicio de la Iglesia en todas las obras de
piedad, de caridad, de educación y de toda clase de beneficencia,
todos los cuales temían la exaltación de Taforó. Así pudo descorrer el
velo de todas las intrigas de Santa María y las hipócritas falsías de su
Gobierno. Sus informaciones a Roma pusieron fin a la cuestión; el
Papa dio su definitivo "non possumus".
Despechado Santa María echó manos del último recurso, las violentas
amenazas; intimó al Delegado que vendría la ley del matrimonio civil,
la expoliación de los cementerios católicos, la separación de la Iglesia
y del Estado, la supresión del presupuesto del culto, la confiscación de
los bienes de las comunidades religiosas, la persecución, en fin, del
clero y de los fieles.
Pero las tentadoras promesas como las villanas amenazas se
estrellaron con las severas virtudes del Delegado. Las virulentas
diatribas de nuestro Ministro de Relaciones se mellaron ante la
tranquilidad y moderada energía de Del Frate. Sus notas dejaron bien
de manifiesto toda la injusticia y la altanera torpeza del Gobierno.
Para colmo de la atropellada conducta de éste, el Ministro de
Relaciones Exteriores mandaba el 15 de enero de 1883, sus pasaportes
al Delegado Apostólico, rompiendo sus relaciones con la Santa Sede,
con una nota en que falseaba descaradamente los hechos, sin excusar
siquiera el atropello inexcusable en que incurría. La prudente y
enérgica contestación que a ella dio el Delegado con fecha 21 de
enero, no pudo ser más aplastadora.
La indignación de nuestra capital fue profunda; la casa de la legación
pontificia se vio visitada por toda la alta sociedad de Santiago; de
todas partes de la República llegaban al Delegado las protestas más
ardientes de adhesión a su persona y a la Santa Sede; el día 22 de
enero fijado para su salida de Santiago, una poblada de señoras y
caballeros fue a despedirlo con lágrimas las unas, con protestas de
indignación los otros.
Las señoras encargaron a mi esposa le diese en un discurso, como lo
hizo, el sentido pésame de su expulsión. El señor Del Frate,
acompañado de una numerosa comitiva de sacerdotes y caballeros,
tomó el tren para Santa Rosa de Los Andes con el fin de atravesar la
cordillera por el camino de Uspallata.
Yo me encontraba en Valparaíso, aprovechando las vacaciones para
restablecer la salud bastante quebrantada. La noticia de la insolente
expulsión del Delegado produjo en mi espíritu, como en muchos otros
católicos de Valparaíso, un estallido de indignación. Por suscripción
se preparó un tren especial que fuese a encontrar al Delegado en Llay-
Llay y lo acompañase hasta Santa Rosa de Los Andes. En el trayecto
se nos fueron agregando muchos otros caballeros de Quilpué,
Limache y Quillota, de modo que al llegar a Los Andes el
acompañamiento del Delegado era enorme, así de sacerdotes como de
seglares. La comitiva llegaba a Santa Rosa como a las 11 A. M. El
Párroco de Los Andes había preparado a monseñor Del Frate un
almuerzo que resultó un gran banquete, al cual fueron invitados
muchos de su comitiva; me tocó a mí en suerte ser uno de ellos, y a
los postres, después de algunos sentidos brindis de tierna despedida,
pronuncié yo el brindis que aparece en la colección de mis discursos.
Se pidió en seguida a Zorobabel Rodríguez que hablase y él,
poniéndose de pie, dijo que sus votos consistían en que se pusiese por
escrito el discurso que se acababa de pronunciar con unánime aplauso
de los concurrentes y éstos lo firmaran como la expresión de sus
ideas. Este pensamiento fue acogido con entusiasmo y se puso en
ejecución, entregándose el escrito al Excmo. Delegado con la firma de
casi todos los presentes.
Así se despidió de Los Andes a la delegación apostólica, cuyo
secretario era el joven sacerdote, don Pedro Monti, que largos años
después, restablecidas las relaciones con la Santa Sede, volvió a Chile
como Delegado Apostólico, siendo Arzobispo titular de Antioquía.
El Vicario Capitular, don Joaquín Larraín Gandarillas, que era uno de
los acompañantes del Delegado, me dijo: "Es coincidencia singular
que su señora haya sido la que dirigió la palabra de despedida al señor
Delegado en la madrugada de hoy en Santiago, y le haya tocado a
usted despedirlo más tarde en Los Andes". Me complació en extremo
la noticia que yo no sospechaba, porque me encontraba, como he
dicho, en Valparaíso.
CAPITULO XXIII
Organización de "La Unión Católica".- La cuestión de
cementerios.- Fundación de un nuevo círculo de obreros.-
Fundación de "La Unión de Valparaíso".- Fundación de "La
Unión Católica", en La Serena; una carta que explica la índole de
esta asociación.- Su fundación en Talca y en Concepción.
Cuando volví de Valparaíso a principios de marzo, el señor Larraín,
que gobernaba la Arquidiócesis, en calidad de Vicario Capitular, me
llamó a su casa, y me dijo: "El Gobierno me ha negado la renta de
Vicario y la subvención a los seminarios, a pesar de estar consignadas
en el presupuesto, es decir, comienza las hostilidades a la Iglesia, con
que amenazó a monseñor del Frate. Creo indispensable convocar a los
católicos, exhortarlos a que acudan a la defensa de sus intereses
religiosos y organizarlos de alguna manera, a fin de que su defensa
sea eficaz, y he pensado que usted podría ayudarme a realizar este
deseo". "Tal vez, le contesté, convendría formar en Chile la Unión
Católica, a semejanza de las sociedades que con ese nombre y con
idénticos propósitos se formaron en Alemania, Bélgica e Inglaterra.
En los Boletines que tengo de las grandes asambleas que los católicos
de Europa, celebraron en Bélgica en los años 1863, 64 y 67 he podido
conocer mucho de eso.
Tengo también algo de lo que se ha hecho con el mismo objeto en
Francia y en España. Eso podría servirnos de norma".
"Perfectamente, me dijo, estudie esos antecedentes y vea si puede
formularme los Estatutos de alguna sociedad encaminada al objeto
que le he indicado".
En consecuencia, echéme a repasar y a estudiar las obras que yo tenía
sobre el particular, trabajo ímprobo y largo que me demandó bastante
tiempo, para entresacar lo que me pareció más adaptable a Chile y
después de algunas consultas hechas al Prelado, al fin formulé los
Estatutos provisorios de la Unión Católica de Chile. Los llamé
provisorios, esperando ver si la experiencia nos aconsejaba hacer
alguna variación que nos permitiese adoptar los definitivos. Por
ejemplo, dada la naturaleza de la persecución que se hacía a la Iglesia,
por un Gobierno que nos tenía usurpadas ya nuestras libertades
políticas, yo habría preferido, al establecer el objeto de la sociedad,
adoptar el artículo 1.º de la Unión Católica de Alemania, que decía:
"Defender la libertad y los derechos de la Iglesia Católica y revalidar
los principios cristianos en todos los ramos de la vida pública, por
todos los medios lícitos, morales y legales, en particular por la
práctica de los derechos políticos garantizados por la Constitución".
Se me arguyó que no debíamos ni mencionar la política en nuestra
sociedad, porque sería espantar a muchas gentes que se llaman
católicos y que acostumbran por egoísmo vivir ausentes de la vida
pública; pero yo creo que esa es la raíz del mal de que naciones
católicas estén gobernadas por anticatólicos, como sucedía en Chile.
Lo más necesario era empujar a los católicos a que hiciesen valer sus
derechos en las luchas de la vida pública, donde se conquista el
imperio de la opinión y la influencia en los poderes públicos. Ello no
fue posible y tuve que contentarme, con decir: Artículo 1.° El objeto
de la sociedad es procurar:
"1. La unión íntima y permanente de los católicos; y
"2. La defensa y propagación de los principios y obras católicas, y
muy especialmente la defensa de la libertad y los derechos de la
Iglesia, sobre todo, en los ramos de la vida pública".
Al fin terminé los Estatutos y en unión con don Domingo Fernández
fui a la Curia a solicitar del Prelado su aprobación.
Coincidencia curiosa: la aprobación de esta obra de defensa católica
se concedía el 1.0 de junio de 1883, a la misma hora en que el
Presidente Santa María leía ante el Congreso Nacional su programa de
guerra contra la Iglesia, es decir, de las leyes impías que iba a
proponer y cuya aprobación esperaba del Congreso, que como he
dicho antes era casi en su totalidad de una pieza, dócil hechura de su
voluntad. Aquellos Estatutos están publicados en casi todos los
Boletines de las Asambleas generales de la Unión Católica y
especialmente en el Boletín de la Asamblea celebrada del 1.o al 6 de
noviembre de 1884.
Aprobados los Estatutos, el señor Larraín Gandarillas me encargó
redactar el Reglamento del Consejo general, a cuyo cargo estaría la
dirección superior de la Unión. De acuerdo con el Prelado
establecimos ciertas bases generales, dejando los detalles para que yo
los formulase después. Esas bases estaban contenidas en las artículos
1.° y 2.°, los cuales dicen:
Artículo 1. Este Consejo se compondrá por ahora de 15 miembros
fijos y además de un delegado de cada Consejo provincial, o, en su
defecto de los Consejos Departamentales.
Estos miembros serán elegidos en la forma siguiente:
Cada Prelado Diocesano de la República, nombrará un eclesiástico en
representación de sus respectivas diócesis.
El Prelado Diocesano de Santiago nombrará además cinco miembros
laicos. El Consejo que debe cesar en sus funciones, en sesión
convocada expresamente para este objeto, elegirá en votación secreta
y por mayoría de votos de los concurrentes, los seis miembros laicos
restantes.
Cada Consejo Provincial nombrará un delegado que lo re-
12-11 presente en el Consejo General. Cada Consejo Departamental
podrá nombrar un delegado, siempre que el Consejo general le
confiera este derecho.
Artículo 2. Los consejeros durarán tres años en el ejercicio de sus
funciones y podrán ser reelegidos indefinidamente.
Sobre estas bases elaboré todo el resto del Reglamento del Consejo
General, sus atribuciones y su manera de funcionar, reglamento que
también está publicado en los Boletines de las Asambleas anuales de
la Unión.
Para formar el primer Consejo general se escribió a los tres prelados
diocesanos de La Serena, Concepción y Ancud, para que designasen
sus respectivos representantes, como lo hicieron, aunque designando
seglares; el señor Larraín nombró en representación de la
arquidiócesis al canónigo don Miguel Rafael Prado y cinco seglares
que fueron: don Domingo Fernández Concha, don José Clemente
Fabres, don Alejandro Vial, don Cosme Campillo y yo; y estos nueve
eligieron a los seis restantes que fueron: don Francisco de Borja
Larraín, don Vicente G. Huidobro, don Francisco González Errázuriz,
don Evaristo del Campo, don José Tocornal y don Manuel G.
Balbontín. Los delegados de los señores obispos sufragáneos fueron:
don Miguel Barros Morán, don José Tomás Rodríguez y don Juan
Nepomuceno Iñiguez. Constituído el Consejo, éste me eligió su
presidente y eligió de secretario a don Manuel G. Balbontín. Como no
se había creado todavía ningún consejo provincial ni departamental,
no hubo en el general desde luego ningún representante de ellos.
Uno de los primeros acuerdos del Consejo General, tomado en sesión
de 18 de junio del 83, fue el siguiente:
Considerando:
1.° Que el principal objeto de la Unión Católica de Chile es procurar
la defensa y propagación de los principios y obras católicas; y
2.° Que los pastores de la Iglesia son los naturalmente lla mados a
velar por la pureza de la doctrina y la bondad de las obras que los
fieles emprendan con aquel objeto y nadie, como dichos pastores,
puede prestar una cooperación más eficaz para la acertada
consecución de aquellos fines; el Consejo General resuelve establecer
como base general de su conducta:
1. No proceder sin acuerdo previo de los obispos o a lo menos del
Prelado Diocesano de Santiago, siempre que se trate de cuestiones que
afecten la doctrina, la moral, la disciplina u otros graves intereses de
la Iglesia.
2.° Con el mismo fin expresado en la resolución anterior, se estatuye
que los Prelados Diocesanos puedan nombrar un eclesiástico para
cada uno de los Consejos Provinciales o Departamentales que
funcionen dentro de sus diócesis. Estos eclesiásticos serán miembros
de los respectivos Consejos, con voz y voto en ellos.
En esa misma sesión se me encargó redactar el reglamento por el cual
debían regirse los Consejos Departamentales, a fin de proceder a crear
cuanto antes el Consejo Departamental de Santiago. En la sesión del
25 de junio presenté y fue aprobado dicho reglamento que está
publicado en el "Boletín de la 2.a Asamblea General de la Unión",
celebrada en los días 1.0 al
5 de noviembre de 1885. En virtud de lo dispuesto en el artículo
3.º de los Estatutos y a fin de dar unidad a los trabajos de la Unión el
Consejo General resolvió también en la misma sesión lo siguiente:
1.° El Consejo General nombra los miembros de los Consejos
Departamentales. Estos durarán un año en el ejercicio de sus
funciones y podrán ser reelegidos indefinidamente.
2.° Cuando por cualquier motivo el Consejo General retardase el
nombramiento anual de consejeros, continuarán funcionando los
actuales hasta que el nuevo nombramiento tenga lugar.
En esa virtud en la misma sesión de 25 de junio el Consejo General
nombró 12 caballeros que debían formar el Consejo Departamental de
Santiago, cuyos nombres no recuerdo y no me sería fácil salvar del
olvido, porque todo el archivo de la Unión se quemó en el incendio
del Círculo Católico de la calle Agustinas, ejecutado por la policía del
Presidente Balmaceda, en junio de 1891. Sólo recuerdo que en el
Consejo fue elegido presidente don Ventura Blanco y fue nombrado
delegado eclesiástico el Pbro. don Hilario Fernández, que era director
de la Casa de Ejercicios de San Juan Bautista. Allí fui yo
frecuentemente para adoptar las papeletas de admisión de socios y
abrir el libro de actas, de correspondencia, de tesorería y el libro de
registro de socios. Recuerdo también que fue nombrado tesorero de
ese Consejo don Manuel Cobo.
Para hacer más eficaz la acción del Consejo Departamental, elaboré
los reglamentos de los Consejos de subdelegación, dependientes de
aquél y de las Juntas de señoras, también dependientes del
Departamental, pero bajo la dirección inmediata del delegado
eclesiástico departamental. Estas juntas de señoras además de
promover los objetos generales de la Unión, debían ocuparse
especialmente:
1. En fundar o fomentar alguna congregación piadosa, como la del
Sagrado Corazón de Jesús o de María, de la Comunión Reparadora, de
la Adoración perpetua o cualquiera otra sociedad, para frecuentar los
sacramentos y rogar a Dios por la Iglesia universal y en especial por la
Iglesia de Chile; 2. En propagar activamente la Unión Católica,
procurando la incorporación de nuevos socios; y
3.º En fomentar y difundir la prensa católica, procurando que todas las
familias se abonasen a algún periódico reconocidamente católico y
retirasen toda protección a los periódicos no católicos.
La tarea de establecer los Consejos de subdelegación y las juntas de
señoras nos demandó un trabajo abrumador; pero al fin logré que
quedase armada toda la máquina administrativa en el departamento de
Santiago. Felizmente, vino a servirnos admirablemente, para despertar
el adormecido espíritu de los católicos, la ley sobre cementerios,
promulgada el 4 de agosto de 1883.
Aunque hasta entonces, casi todos los cementerios eran católicos, con
excepción de unos pocos construídos por asociaciones disidentes, y
aunque muchos de los católicos lo habían sido por la Iglesia y eran de
su propiedad, con todo, por costumbre eran administrados por las
sociedades de beneficencia, que dependían del Gobierno. Esto bastó
para que éste se adjudicase la propiedad de todos y en seguida se dictó
la ley de 4 de agosto para que en dichos cementerios católicos pudiese
enterrarse toda clase de personas, cualquiera que fuese su religión,
mereciese o no mereciese sepultura eclesiástica. Como con esto
violaba las leyes de la Iglesia que bendice los cementerios para la
inhumanación de sólo los que profesan el culto católico y no puede
inhumarse en ellos los que no pertenecen a la comunión católica y la
ley se dictaba, precisamente, para violar las leyes de la Iglesia, la
autoridad eclesiástica se vio obligada a quitar la bendición a los
cementerios que se declaraban comunes, es decir, a execrarlos, como
lo hizo el 7 de agosto. Esto que era lo natural, lo lógico, la
consecuencia necesaria de la ley de 4 de agosto, sublevó las iras del
Gobierno.
No quedaban más cementerios católicos bendecidos por la Iglesia para
su culto que unos pocos cementerios parroquiales que algunos
párrocos habían construido a su costa o con limosnas de los fieles.
Aunque éstos eran tan públicos como todos los otros, el Gobierno los
calificó de particulares, aludiendo a los cementerios que individuos o
sociedades privadas podían construir usando de la libertad que les
otorgaba el decreto de
21 de diciembre de 1871, en sus artículos 7, 8 y 9.
En consecuencia, el Gobierno dictó ab-irato su decreto de
11 de agosto de 1883, derogando aquella preciosa libertad, "no
pudiendo, agregaba, verificarse inhumación alguna desde la fecha del
presente decreto, en los cementerios particulares establecidos a virtud
de la suprema disposición citada". El decreto de 1871.
Quedó, por lo tanto, prohibido a los católicos enterrar a sus deudos en
los pocos cementerios católicos o parroquiales que quedaban y
obligados a la fuerza a enterrarlos en los cementerios execrados, lo
que era una tiranía y un ataque directo al culto católico, tan garantido
por la Constitución del Estado, como en ningún otro país. Los
católicos comenzaron entonces a llevar los cadáveres de sus deudos en
busca de alguna tierra bendita, a escondidas en las altas horas de la
noche. Advertido de ello el Gobierno hizo cercar de tropas los
cementerios católicos.
En el parroquial que hacía poco se había comenzado a construir en
Santiago, se mantuvo a su entrada y a sus alrededores una verdadera
guarnición. Durante largas temporadas hubo allí día y noche, doce
soldados del Regimiento Cazadores para impedir que se llevase a él
ocultamente algún cadáver.
Entonces comenzó la caza de cadáveres, porque la piedad cristiana se
ingeniaba de mil maneras y arbitraba disfraces diversos para burlar la
vigilancia de los tiranos, como, por ejemplo, el ocultar en las casas
que hubiese un enfermo grave, porque la policía, cuando se percataba
de ello llegaba a rodear la manzana para impedir que los deudos
pudiesen llevarse el cadáver al través de las casas vecinas.
Un testigo presencial de aquellas escenas las describe con toda
verdad, diciendo: "El ruido de los sables de los policiales al pie de las
ventanas alternaba con los gemidos de los hijos, de las esposas y de
las madres que se oían dentro de las habitaciones. Ofrecían las casas
de los moribundos un aspecto tan terriblemente triste, que apenas es
posible imaginarlo, porque no era raro ver pegados en las rejas de las
ventanas los oídos de los espías para sorprender el estertor de la
agonía o alguna frase imprudente que viniese a revelar el plan de fuga
del cadáver ideado por los deudos, lo cual si llegaba a verificarse, la
voz de orden corría inmediatamente del soldado del punto al oficial de
la ronda, de allí al jefe de policía, de allí al Intendente y en el acto se
mandaban partidas volantes a las calles vecinas y se multiplicaban las
guardias para impedir que se les escapase el cadáver".
Pero la piedad filial inventaba también mil estratagemas para burlar a
los sayones. Recuerdo que don Manuel G. Balbontín, nuestro
secretario del Consejo General de la Unión, después de ocultar
rigurosamente la enfermedad y muerte de su señora madre, fingió la
mudanza de una sirviente de su casa, que se llevaba su cama y sus
trastos en una carretela, como se ve con frecuencia en nuestras calles
y para poder envolver el cadáver en las ropas de la falsa cama se vio
en la terrible necesidad de quebrar las piernas a su madre. La carretela
salió de Santiago, seguida de lejos por el hijo procurando llegar de
noche a un cementerio católico del campo, donde pudo dar un entierro
cristiano a su madre.
Mi sobrino, Alberto Cifuentes Urrejola, hijo de mi hermano Absalón,
fue atacado de una viruela maligna con hemorragia de sangre. El
médico declaró que su contagio era muy peligroso para el resto de la
familia. Un amigo que tenía un almacén de muebles en una casa
deshabitada en el resto, proporcionó en ella un par de piezas para el
enfermo y sus cuidadores que no lo desampararon un momento. El
médico y el amigo ocultaban cuidadosamente la enfermedad. El joven
murió y para enterrarlo en sagrado, se puso el cadáver en un cajón
largo como si fuera de muebles, el cual con otros muebles fue llevado
en una golondrina hasta Renca y allí se espió el momento de
enterrarlo en el cementerio católico del lugar.
Al sacerdote don Agustín de la Cruz, le ocurrió lo siguiente.
Su piadosa abuela doña María de la Cruz Castro, desde que se
promulgó el brutal decreto de 11 de agosto, rogaba a su familia que la
enterrasen en sagrado. Se ocultó su enfermedad y horas después de
muerta fue llevada en altas horas de la noche en un coche a un
cementerio católico, creo que al de Santiago, por los potreros que
daban al fondo del cementerio y enterrado tranquilamente en un
rincón solitario, donde plantaron una cruz bendita y su nieto sacerdote
le recitó las oraciones de la Iglesia. Pero los piadosos acompañantes
no contaron con la huéspeda. Entre las sombras, junto a las últimas
tapias del cementerio, dos policiales que les habían seguido la pista y
se habían ocultado en unos matorrales, los sorprendieron en el secreto
de aquel entierro cristiano.
Al día siguiente, supo el señor Cruz por un parte de policía publicado
en un diario de la mañana, que el cadáver de su abuela había sido
desenterrado, sin decirse adonde había sido llevado. Lleno de
angustias practicó cien diligencias para averiguarlo sin conseguir su
objeto. Se dirigió finalmente al cuartel principal de policía y al pasar
frente a la Morgue que estaba casi al lado del cuartel, acierta a mirar
al fúnebre recinto de los muertos desconocidos que recoge y deposita
allí la policía y encuentra allí el cadáver de su abuela, como el de
cualquier asesinado anónimo. Como pariente de la señora, la policía
llevó a la cárcel al señor Cruz, para que diera cuenta, si era posible, de
aquel entierro clandestino.
Fueron muchos los casos de estratagema a que acudieron los deudos
de algunas familias aristocráticas. El ataúd del difunto se colocaba en
la capilla ardiente de la casa, se le llevaba en seguida a la iglesia para
hacerle las solemnes exequias de costumbre y en seguida se le
conducía al cementerio execrado, donde estaba el mausoleo de la
familia, con el grande acompañamiento acostumbrado de parientes y
amigos; al cabo de algún tiempo se vino a descubrir que aquellos
ataúdes estaban llenos de piedras, envueltos en trajes o aserrín, para
evitar su ruido y el cadáver había hasta viajado en ferrocarril, con
variados disfraces, en busca de algún cementerio del campo, donde
pudiera dormir a la sombra de la cruz.
Pero nada de esto era comparable con las escenas salvajes que solían
producirse en las calles de las ciudades y en los caminos de los
campos, cuando las policías olfateaban alguno de estos cargamentos
de cadáveres fugitivos y se lanzaban bala en boca sable en mano a
detener a los conductores y arrebatar a los deudos su triste carga para
conducirla a la fosa común del cementerio laico ¡ Qué escenas de
violencias, escandalosas las unas, de protestas, de lágrimas y sollozos,
las otras, de maridos que defendían el cadáver de su esposa, de hijos
que defendían el de su madre! Esos cuadros de horror y de espanto en
que los curiosos veían disputarse a empellones un cadáver colmaban a
la gente de indignación y de angustia al mismo tiempo.
Se necesitarían muchos volúmenes para coleccionar las mil historias
terriblemente penosas a que dieron lugar la inicua ley de cementerios
de 4 de agosto de 1883 y el decreto de 11 del mismo mes. Un
historiador de estos sucesos, dice con razón:
"Aquellas escenas fueron dignas de los terribles días de las
persecuciones paganas. Pilatos permitió a Cristo ser enterrado en el
sepulcro que quisieron sus discípulos: no lo obligó a dormir el sueño
de la muerte en el campo de Haceldama, comprado con los treinta
dineros de Judas. Santa María impidió a los chilenos enterrarse en sus
sepulcros cristianos y los obligó a ir al Haceldama del liberalismo
teológico, comprado con los dineros del presupuesto y los honores de
unos cuantos sillones del Congreso".
Por eso yo, analizando los inicuos atropellos del Gobierno de Santa
María, en el discurso que pronuncié en la Gran Asamblea de la Unión
Católica de Chile el 1.0 de noviembre de 1884, dije a este propósito:
"Pero donde el odio fanático de la incredulidad ha llegado al
paroxismo del delirio, ha sido en ese increíble extremo de impedir
sable en mano, el ejercicio del culto católico en el acto supremo y más
doloroso de la vida. Hablo del entierro de los muertos.
"Todos los sectarios y los impíos mismos tienen en Chile el derecho y
la libertad de enterrar a sus deudos conforme a sus creencias religiosas
o irreligiosas; tienen la libertad de ejercer su culto cristiano o
anticristiano, en esos supremos instantes en que todos los rencores
enmudecen y todas las violencias cesan, hasta en los campos de
batalla, para dar paso al sentimiento de piedad universal que manda
respeto a los muertos. ¡Sólo los católicos no podemos en Chile
enterrar a nuestros deudos conforme a nuestras creencias religiosas !
"A fin de consumar esta obra de estupenda iniquidad, las mismas
autoridades que han jurado observar y proteger la religión católica,
han empleado la fuerza pública contra los católicos para arrancar a los
padres los cadáveres de sus hijos, a los hijos los restos mortales de sus
madres, al esposo los de la esposa. En esta caza brutal de cadáveres, la
demencia del fanatismo irreligioso de los tiranos ha ido, sable en
mano y bala en boca, hasta escarbar la tierra bendita, donde la piedad
filial, escapando a la vigilancia de los perseguidores, había depositado
los restos queridos de sus padres y ha ido a profanarlos y arrastrarlos a
los cementerios laicos.
"Repasad las Constituciones vigentes en todos los pueblos cultos de la
tierra y no encontraréis una sola que haya tomado mayores
precauciones que nuestra Carta Fundamental, para asegurar en Chile
el cumplimiento de las leyes de la Iglesia. Ninguna obliga, como la
nuestra, al Jefe del Estado a jurar que observará y protegerá la religión
católica. ¡Y cruel ironía de la depravación humana!, en país alguno de
la tierra ha acontecido lo que aquí pasa a los católicos.
"Volved la vista a todos los tiempos y a todos los lugares y citadme un
solo país, ni aun entre los pueblos salvajes que haya presenciado estas
profanaciones de la muerte y esta abominable tiranía. No encontraréis
uno solo, ni en los mayores excesos de frenesí de las persecuciones
paganas, ni aun en los furores del terror revolucionario del 93.
"Una vez que los cadáveres del anfiteatro de Flavio, arrastrados por
los confectores habían sido amontonados en el Spoliarum, ya los
deudos de las víctimas quedaban en libertad para llevarse aquellos
despojos mortales e incinerarlos o sepultarlos, donde les plugiese.
Gracias a esta libertad, los cristianos conservaron en las catacumbas
los cuerpos mutilados de sus mártires.
"Los jacobinos del Terror elaboraron en la Convención francesa su
decreto sobre cementerios laicos; pero no quisieron promulgarlo.
Dejaron tranquilos a los muertos.
" ¿Por qué, señores, este respeto universal a los despojos de la
muerte? Es muy fácil explicarlo. Todas las libertades humanas
siempre tienen sus peligros; pero, ¿ qué peligro hay en dejar que los
católicos sepulten a sus deudos en tierra bendita por la Iglesia?
" ¿A quién podrá ocurrirse ultimar esta inofensiva libertad?
¿A quién podrá ocurrirse, sobre todo, ultimarla en un pueblo católico
y sólo para los católicos? ¿Quién ha sido capaz en toda la
prolongación de los tiempos, de emplear el poder público en corretear
los cadáveres sable en mano, ultrajando las cenizas de los muertos e
insultando las dolorosas angustias de los vivos?
"Sólo a la escuela liberal que nos gobierna y tiraniza; sólo a esa
escuela, mezcla indefinible de paganismo y de impiedad, de tiranía y
servilismo, que después de haber hecho guerra implacable a todas las
libertades públicas, comienza a entrar a saco en el inviolable asilo de
nuestra conciencia religiosa".
La indignación general que provocó esta abominable tiranía sirvió
admirablemente para sacudir la acostumbrada apatía de los católicos,
facilitando su enrolamiento en la Unión Católica.
Desde que el señor Larraín me aprobó los Estatutos de la Sociedad el
1.0 de junio, me pidió que para encontrar personas ilustradas que
pudiesen formar los Consejos Departamentales y demás consejos
directivos de la Unión, redactase una circular, explicando brevemente
las causas y el objeto de la Sociedad, como la urgencia de su
formación. Con fecha 7 de junio, escribí esa circular para remitirla,
junto con un ejemplar de los Estatutos, a los católicos, cuya
cooperación nos era más necesaria.
Más tarde, en septiembre, cuando ya andaban los muertos entre los
brazos de los deudos y los sables de la policía, el señor Larraín,
nuestro Vicario Capitular, me pidió que escribiese para el público una
amplia exposición de los antecedentes que habían servido de ejemplo
a nuestra Sociedad, de su verdadera naturaleza y de sus fines,
agregando alguna exhortación y llamamiento a los católicos para la
defensa de su fe.
Escribí el folleto titulado: "Las Asociaciones Católicas", en cuyo
encabezamiento puse: "A los católicos de Chile. Lo que hacemos.
Lo que debemos hacer". Este folleto se publicó a mediados de octubre
de 1883, tiene 55 páginas de tipo pequeño y se hizo de él una
impresión de cinco mil ejemplares, de modo que circuló por toda la
República. En ese folleto inserté la circular que antes había dirigido en
privado a unos cuantos caballeros.
La caza de cadáveres y ese folleto encendieron en los católicos la
llama del entusiasmo. El Consejo Departamental de Santiago se ocupó
activamente de formar los Consejos de subdelegación en las
subdelegaciones rurales; yo me ocupé personalmente de formar las
juntas de señoras en toda subdelegación urbana. Durante más de dos
meses me ocupé de día y de noche, en buscar en cada subdelegación
las señoras más a propósito por su inteligencia, su piedad, su celo y su
espíritu de propaganda para hacer una campaña de opinión, les dirigía
exhortaciones animosas, las proveía de los libros y papeletas de
matrícula de socios, de tesorería y de actas, las instruía en la manera
de proceder y después de dejarlas funcionando volvía de nuevo a
reanimar su celo. Recuerdo que estas tareas de todos los días en las 24
subdelegaciones de la ciudad, casi agotaban mis fuerzas.
Pero no era esto todo. He hablado antes del primer Círculo Católico
para la juventud ilustrada que fundé a fines de 1876, en la calle de la
Moneda, a los pies de la imprenta de "El Independiente" y del primer
Círculo de Obreros, que fundamos con el presbítero don Ramón
Ángel Jara, en la antigua casa de Maternidad en Yungay. Aquél
languideció y casi se cerró con las preocupaciones de la Guerra del
Pacífico; muchos de sus miembros jóvenes se enrolaron en nuestro
ejército y como los peligros con que amenazó al país aquélla para
nosotros magna guerra, mataron la política interior, el Círculo apenas
daba señales de vida. El de obreros, como lo he dicho antes,
desapareció por completo. Diezmado por el enrolamiento de los
obreros y casi aniquilado por las dificultades de la situación, nos
vimos al fin obligados a cerrarlo; porque el que era su alma y su
piedra fundamental, el señor Jara, tuvo que consagrarse a fundar y
dirigir el "Asilo de la Patria", donde comenzaron a albergarse los
huérfanos que dejaban nuestros soldados muertos en la guerra.
Pero yo, que había traído esta semilla de las asociaciones de obreros
alemanas, fundadas por el canónigo, Kolping y de los Círculos
Católicos de Obreros, fundados en Francia por el Conde de Mun,
lamentaba la muerte de nuestro primer Círculo de Obreros y me
esforzaba por iniciarlo de nuevo, sobre todo, ya que la persecución
religiosa los hacía más necesarios que nunca. Don Domingo
Fernández Concha, que había sido nombrado por el Arzobispo
Valdivieso, presidente general de la Asociación Católica de Obreros,
en mayo de 1878 y que había comprendido bien su importancia,
pensaba lo mismo que yo. Animado de su ardiente celo religioso y de
su no menos ardiente patriotismo, quiso que fundásemos uno de estos
círculos en casa propia. En el acto compró un extenso sitio en la
esquina de la calle de Salas, en el barrio obrero de la Cañadilla y se
puso a construir a gran prisa un cómodo local, donde los obreros
tuviesen oratorio, escuela y teatro para los entretenimientos
dominicales de ellos y de sus familias. Allí le veía frecuentemente
afanado en animar a los constructores y ayudarlos él mismo en los
trabajos de carpintería y de pintura. Yo también metí mi cuchara en el
teatro o proscenio que se construyó en el fondo del gran patio, el cual
cubierto con un elegante galpón, servía para las fiestas del Círculo. Yo
me encargué de los telones, bastidores, bambalinas y demás útiles del
escenario y aun me atreví a pintar una decoración que algunas
nociones de brocha gorda me había dado un escenógrafo allá en mi
mocedad, cuando representaba comedias con otros compañeros
aficionados, como Zorobabel Rodríguez y Camilo Cobo, a favor de
obras de beneficencia en San Felipe y en Quillota.
Este local no vino a concluirse y a estrenarse, sino en abril de 1884.
A principios de noviembre, ya toda la máquina directiva de la Unión
Católica funcionaba perfectamente en el departamento de Santiago.
Pobres y ricos se enrolaron en la Sociedad: los pobres con un peso al
año, que las juntas de señoras se encargaban de recaudar; las señoras y
caballeros se subscribían con diez o veinte o cincuenta pesos al año.
Mi propósito al pedir a lo menos un peso al año que hasta los
mendigos podían dar, era poder reemplazar con estas erogaciones el
presupuesto del culto que era verosímil fuese suprimido por el
Gobierno. ¿ Cómo no había de haber en Chile siquiera 500,000
católicos pobres que erogasen un peso? ¿Cómo no había de haber
100,000 de las clases más o menos acomodadas que erogasen el doble
de aquella suma, es decir, 1.000,000 de pesos con subscripciones de
diez o veinte pesos al año? De todas maneras nada era más
conveniente que comenzar a educar a nuestro pueblo en la escuela de
los católicos yanquis, es decir, a que no espere nada del Gobierno y
provea por sí mismo a todas las necesidades de su Iglesia, a sostener
su religión, a defender su religión, a propagar su religión.
Arreglado el departamento de Santiago, el Consejo General creyó
llegado el momento de extender nuestra acción a las provincias;
nuestras miras se dirigieron, desde luego a Valparaíso.
Mis colegas me encargaron fuese allá a fundar ante todo un Consejo
Departamental, que podría extender su acción al resto de la provincia.
En Valparaíso no existía ninguna publicación católica, ni siquiera
semanal, a pesar de que ahí había una activa propaganda protestante.
Se discutió en el Consejo que obra especial podría recomendarse al
Consejo Departamental de Valparaíso y se decidió la fundación de un
periódico; mas como parecía empresa imposible fundar un diario
como "El Independiente" o "El Estandarte Católico" de Santiago, se
resolvió aconsejarles fundar un semidiario pequeño, para el pueblo y
que fuese barato como el "Petit-Journal" de París. La manera de
realizarlo sería formando una sociedad con acciones de cien pesos
cada una totalmente pagadas. Se creyó hacedero encontrar entre los
católicos de Valparaíso el número de accionistas necesarios para
fundar el periódico y sostenerlo en los primeros tiempos hasta que
pudiese sostenerse por sí mismo.
A fin de alentar en esta empresa a los correligionarios de Valparaíso,
busqué entre los miembros del Consejo y otros caballeros cincuenta
acciones, de modo que pude llevarles, cinco mil pesos para principiar
la sociedad.
Provistos en seguida de estas cincuenta acciones, de muchos
ejemplares de los Estatutos de la Sociedad, de la circular de
7 de junio, del Folleto de octubre sobre Asociaciones católicas, de
papeletas de admisión de socios y de los reglamentos de los Consejos
Departamentales y de juntas de señoras, me lancé a Valparaíso en
busca de los caballeros que pudieran formar el Consejo. Conferencié
primero con cada uno de los señores don Carlos Lyon, don Juan de
Dios Vergara, don Benjamín Edwards, don Ramón Domínguez y don
Fermín Solar Avaria, y como encontré la mejor voluntad para
cooperar a nuestra obra, les pedí que me buscasen otros siete
caballeros, para formar el Consejo, como lo hicieron y tuvimos una
primera reunión en casa de don Carlos Lyon. Allí les expuse de nuevo
la imperiosa necesidad en que se veían la religión y el país de
defender nuestras libertades religiosas y políticas contra la
insoportable tiranía del Gobierno; les expliqué toda la organización de
la Unión y les pedí en nombre de tan sagrados intereses que aceptasen
el cargo de miembros del Consejo. Todos aceptaron con entusiasmo,
menos don Roberto Lyon, que luego fue reemplazado por don
Mariano Egaña.
Luego pasamos a tratar de la obra a que principalmente debían
consagrar su atención, es decir, de la fundación de un periódico. Las
opiniones estuvieron muy divididas entre un gran diario, idea que
sostenía don Carlos Lyon, o un diario pequeño o un semidiario.
Quedó el asunto para ser meditado y resuelto en una reunión próxima.
Yo hice entrega desde luego al que fue elegido tesorero, de los cinco
mil pesos que llevaba de las primeras cincuenta acciones. En la sesión
siguiente, don Carlos Lyon, que era corredor de comercio, sosteniendo
su idea de fundar un gran diario que pudiera competir con el diario
liberal
"El Mercurio", decía que lo que da vida a los diarios eran los avisos;
que él como comerciante, podía conseguir los avisos de la mayor parte
de las casas de comercio y así asegurar la subsistencia del diario.
Triunfó esta idea y se acordó además bautizarlo con el título de "La
Unión". Resuelto este punto, se acordó que todos los miembros del
Consejo se comprometiesen a buscar nuevas acciones de a cien pesos,
a fin de
⚫ reunir cuanto antes los fondos necesarios para comenzar a publicar
"La Unión", el 1.0 de enero de 1884, si era posible.
Después de dejar constituído el Consejo e instruídos sus miembros en
la manera de llevar los libros y de organizar las juntas de señoras,
resolví regresar a Santiago, prometiéndoles enviarles Estatutos de una
sociedad mercantil que asegurase la permanencia del nuevo diario.
Vuelto a Santiago y tratando de estos Estatutos con algunos
compañeros abogados, tropecé con varias dificultades que nos
oponían diversas leyes que no sólo restringen, sino que casi anulan
entre nosotros la libertad de asociación, a pesar del triunfo que yo
había obtenido en el Congreso el 74, logrando que se consignase en la
Constitución del Estado, entre los más preciosos derechos garantidos a
todos los habitantes de la República:
La libertad de asociarse sin permiso previo. Si formábamos una
sociedad anónima teníamos que pedir permiso al Gobierno; si
constituíamos una sociedad de interés público o de beneficencia
pública, como era en realidad la empresa de la Unión teníamos para
obtener la personería jurídica, que pedir permiso al Gobierno, para
arreglar los Estatutos, para modificarlos, para nacer y aun para morir;
y además el Gobierno tenía derecho para matar la sociedad y
apoderarse de sus bienes, el día que se le antojase decir que la
sociedad no correspondía al fin de su institución. Era ponerse en la
boca del lobo. Si constituíamos una sociedad colectiva comercial, para
lo cual no hay que pedir permiso a nadie, quedaban los socios
solidariamente responsables de todas las pérdidas o deudas de la
empresa, cosa que todos queríamos evitar. Ni queríamos pedir
permiso al Gobierno, ni queríamos cargar con responsabilidades
solidarias. Optamos al fin por formar una sociedad colectiva civil que
no impone a los socios otra responsabilidad que a prorrata de los
aportes y tiene otras ventajas, y redacté de acuerdo con don Clemente
Fabres y José Bernardo Lira, unos Estatutos de Sociedad, para cuya
existencia bastaba una escritura pública y de los cuales conservo un
ejemplar entre mis papeles.
Pero la idea de sacar a luz "La Unión" en enero del 84, fue como una
obra de romanos. "El Mercurio" se publicaba a mediodía y el deseo de
hacerle competencia inspiró a los miembros del Consejo la resolución
de publicar "La Unión" de madrugada para ganar a "El Mercurio" el
¡ quién vive!, en todos los avisos y en todas las noticias. Era esta en
realidad una gran ventaja; pero imponía la necesidad de componer o
imprimir el diario de noche, subiendo el precio de los trabajadores y
aumentando enormemente los gastos de la empresa. Por otra parte, un
diario de gran formato que hiciese competencia a los grandes diarios
liberales, imponía también necesidades caras de otro orden:
numerosos redactores y redactores católicos de nota, que en esa época
eran escasísimos. Este fue el principal tropiezo que impidió la
publicación de "La Unión" hasta el 23 de enero de 1885.
Un periódico pequeño y barato, como lo pensábamos en Santiago,
habría sido una obra de más fácil realización; pero el entusiasmo y el
empuje de los miembros del Consejo de Valparaíso, concluyeron por
allanar todos los obstáculos y su obra.
dura todavía, después de treinta años. Si mi memoria no me engaña su
principal redactor fue Zorobabel Rodríguez, que enviaba sus artículos
desde Santiago, y en ese diario hicieron sus primeras armas como
periodistas los que luego fueron escritores de primer orden, sólidos y
brillantes, don José Ramón Gutiérrez y don Rafael Egaña Vuelto a
Santiago a fines de noviembre me puse en comunicación con el Ilmo..
Obispo de La Serena, doctor don José Manuel Orrego, enviándole
todos los reglamentos y piezas elaboradas aquí para el funcionamiento
de la Sociedad y suplicándole procurase organizar el Consejo
Departamental de La Serena. Así lo hizo con muy buen éxito el señor
Obispo y luego tuvimos el gusto de ponernos en activa comunicación
con ese Consejo, cuyo presidente fue don Juan N. Aguirre y de cuyos
demás miembros sólo recuerdo a dos: los señores Piñera y Peralta;
porque, como he dicho antes, todo el archivo de la Unión Católica
pereció en el incendio del Círculo Católico de la calle de Agustinas,
donde funcionaba el Consejo General de la Unión, en junio de 1891,
por obra de la policía de Santiago. Por una casualidad conservo
publicada en el periódico de La Serena, "El Progreso" del 28 de junio
de 1884, una nota privada mía, del 9 de julio de ese año, dirigida al
señor Aguirre, sobre un incidente que no carecía de interés.
Se recordará que, vista la desidia culpable de los católicos chilenos
para tomar parte en la política, a título de ser hombres pacíficos y
enemigos de los sacrificios y compromisos que acarrean los actos
electorales y convencido de que ésta era una de las causas principales
de que nos viésemos gobernados por los enemigos de nuestra religión,
había vivido desde joven empeñado en empujar a los católicos a que
tomasen parte activa en todas las luchas de la vida pública. Con ese
exclusivo objeto había fundado la Sociedad de Amigos del País y
nunca había cesado de encomiar de palabra y por escrito esta
imperiosa necesidad y no sólo de palabra, sino de obra, trabajando
incesantemente en la prensa y en las asambleas populares, exponiendo
hasta la vida en las elecciones, por la conciencia de ser esto un deber
ineludible, a pesar de que no había nada que repugnase más a mi
carácter apacible e inclinado como nadie a las tareas silenciosas y
tranquilas del estudio. No ha sido, sino haciendo la mayor violencia a
mi naturaleza que he andado metido de hoz y coz en las azarosas
luchas de la vida pública.
Pues bien, se recordará también, que cuando se me encargó por el
Prelado la formación de la Unión Católica, quise yo seguir las aguas
de la Unión Católica Alemana, cuyos estatutos en su primer artículo,
decían: "Defender la libertad y los derechos de la Iglesia por todos los
medios legalmente lícitos, en particular por la práctica de los derechos
políticos reconocidos y garantizados por la Constitución". Este había
sido el tema de mil vida, y quise consignarlo en los Estatutos de la
Unión. Pero sucedió que varios de los que iban a formar parte del
Consejo General, como don Alejandro Vial, don Cosme Campillo,
don Evaristo del Campo, no habían figurado nunca en el partido
conservador, sino en el partido montt —varista, y aunque creyentes
como nosotros, tenían horror a la política y habían accedido a entrar
en la dirección de la Unión, con la condición de que la Sociedad no se
mezclase en política.
Deplorando esta preocupación vulgar de entender por política no el
arte nobilísimo de gobernar los pueblos o de hacer felices a los
pueblos, sino el arte criminal de falsificar las actas y los escrutinios,
de robarse los registros, de atropellar las mesas, en una palabra, de
robar sus derechos a los adversarios, lo que ciertamente no es ni la
sombra de lo que debe entenderse por política, sino por el contrario, es
lo más impolítico que puede haber en la política, y haciendo yo al
Prelado algunas objeciones a aquella condición, el señor Larraín, me
contestó: "Y, sin embargo, tendremos que contemplar estas
preocupaciones tan arraigadas, aun en la generalidad de nuestro
partido. ¿Qué quiere usted? Tenemos que jugar con estas cartitas
; de otra manera corremos el riesgo de debilitar mucho nuestras
fuerzas". Hube de convenir en ello y por eso en vez de decir en los
Estatutos: la defensa de la libertad y derechos de la Iglesia en
particular por la práctica de los derechos políticos garantizados por la
Constitución, se puso una vaguedad:
"sobre todo en los ramos de la vida pública". Y eso no bastó. Cuando
estaba escribiendo el folleto, sobre las Asociaciones católicas, se me
pidió, como lo hice, una declaración explícita de que la Unión
Católica de Chile se proponía una obra esencial y puramente cristiana;
que ella no buscaba ni formaba ningún partido político, lo que era
contrario al principio fundamental de su existencia. Los trabajos
mismos electorales, con ser tan importantes como son, afectando a los
más altos intereses de la Sociedad, debían ser ajenos a su esfera de
acción. Otras sociedades eran las que podían y debían tomar a su
cargo esos intereses.
A pesar de estas explícitas declaraciones, en ese mismo folleto
fustigué sin piedad a los católicos que no se mezclaban en política.
Aparte de esto, nuestros enemigos que miraban con recelo este
movimiento que se notaba en los católicos de Santiago comenzaron a
propalar que era el partido conservador o clerical ' el que se
organizaba con el nombre de Unión Católica e iniciaron toda clase de
hostilidades contra ella. Y aquí llego al incidente a que me referí
antes. El señor Aguirre, presidente del Consejo de La Serena, era un
católico piadoso e inteligente y de mucho prestigio en la provincia;
mas por una de esas aberraciones muy frecuentes figuraba en el
partido monttvarista que estaba al servicio del Presidente Santa María,
y los montt-varistas de La Serena no descansaron hasta sacarlo de la
Unión, como me impuse por una carta que de él recibí el 8 de julio del
84, en la que me comunicaba su renuncia. A
ella contesté yo la siguiente:
"Santiago, julio 9 de 1884.
"Señor Juan N. Aguirre:
"Anoche he tenido el sentimiento de recibir su estimada del
4 del presente, en la que me comunica la sensible determinación que
usted ha tomado de renunciar su puesto de miembro y presidente del
Consejo Departamental de la Unión Católica en La Serena. Esta
determinación, me dice usted, ha nacido de la
apreciación(indudablemente equivocada de buena o mala fe)
que han hecho dos periódicos de esa ciudad, suponiendo falsamente
que la Unión los recursos que ella procura reunir, no tienen más
objeto que explotar la fe religiosa del pueblo para servir los fines
políticos de un partido.
"Ya yo sabía
у contaba de antemano con que nuestros adversarios y el diablo que
no duerme, tratarían de calumniarnos y caricaturarnos de todas
maneras, para impedir el nacimiento y la prosperidad de nuestra obra
destinada a propagar la fe de Nuestro Señor Jesucristo y a reanimarla
en las almas en que se ha entibiado o casi extinguido
; a procurar la exaltación de la Iglesia, cosa que naturalmente ha de
aborrecer la potestad de las tinieblas; y a organizar las fuerzas y los
elementos católicos del país, para defender aquellos santos intereses
que constituyen nuestra felicidad temporal y eterna..
Nada es, pues, más justo y santo que el que los católicos procuremos
unir nuestros esfuerzos para extender y fomentar la saludable
influencia de la religión en los individuos, en la familia y en la
sociedad; como también nada más natural que el que los desgraciados
que han perdido la fe procuren combatirnos con todo género de malas
armas. Pero si ello es natural, nada sería más deplorable que dejarnos
prender en sus redes, darles en el gusto y servir inadvertidamente a
sus miras.
"Digan lo que digan nuestros adversarios no debemos inquietarnos si
es otra la realidad de las cosas ante nuestras conciencias y ante la
conciencia de quien quiera que desee cerciorarse de la verdad. La
Unión Católica no busca ni forma partidos políticos, y por eso es que
incorpora en ella a personas de todas condiciones y clases, hombres y
mujeres, viejos y niños, ricos y pobres, con la única condición de que
crean en Dios y en su Santa Iglesia y deseen servir su causa, aunque
sólo sea con el pequeño óbolo de un peso al año. Es una obra
esencialmente religiosa que trata de la regeneración moral de nosotros
mismos y que si funda escuelas, si fomenta las sociedades de piedad y
caridad, si crea círculos católicos para la juventud, como circulos
católicos de obreros, si procura formar lazos de unión entre todas las
obras o sociedades cristianas, si trabaja por crear y propagar la prensa
religiosa y los libros útiles, es porque todas esas obras se encaminan a
reanimar la fe, a moralizar las costumbres y a combatir los errores y
los vicios por los mismos medios con que los errores y los vicios han
cundido en nuestra época, como son las malas sociedades, las malas
lecturas y las malas escuelas. Confesar públicamente y solemnemente
al Cristo y llevar a las almas la verdad y la virtud es hacer la mejor
obra de piedad y de caridad que es posible hacer sobre la tierra. Aquí
tiene usted lo que constituye la esencia de nuestra Sociedad; ella es
ante todo una obra de piedad de caridad.
У
"Muy claro lo he dicho en el folleto que sobre nuestra Sociedad
publiqué por encargo del Consejo General. En ese folleto sobre las
"Asociaciones Católicas", que puede decirse, es una publicación
oficial del Consejo, declaro expresamente que nuestra Sociedad no
tomará parte en las luchas políticas y mucho menos se ocupará jamás
de trabajos electorales. Son otras sociedades las que con otro nombre
deben encargarse de esos intereses
. Si los socios de la Unión Católica pueden tomar parte en las luchas
políticas, claro es que deberán hacerlo en su carácter de ciudadanos,
usando así de su derecho y cumpliendo con un deber de estricta
conciencia; pero nunca deben mezclar en esas luchas ni siquiera el
nombre de la Unión Católica.
"Tal es, señor, la naturaleza y esencia de nuestra Sociedad.
Yo sé que ella, si crece y prospera, tendrá que influir poderosamente
en un cambio benéfico y saludable en las leyes, en las instituciones y
en la conducta de las autoridades nacionales; pero esta será una
consecuencia de nuestra obra y no nuestra obra misma.
"Para expresar netamente todo mi pensamiento, deseamos que nuestra
Sociedad cumpla exactamente el precepto del Evangelio; "Buscad
primero el reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por
añadidura". No olvidemos que Nuestro Señor Jesucristo jamás habló
directamente de política; no recuerdo más que una frase del Evangelio
que tenga atingencia directa con la política, y es aquella en que
Nuestro Señor dijo: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios"; y, sin embargo, de esta prescindencia tan completa de la
política, nadie hizo jamás en el mundo una revolución política más
vasta, ni más profunda, ni más universal que Nuestro Señor Jesucristo.
El se limitó a arrancar los ídolos de los corazones con la seguridad de
que después esos ídolos caerían por sí solos de los altares; cambió las
ideas y los sentimientos de los pueblos y ese cambio trajo por
consecuencia necesaria el cambio político del mundo. Hagamos, pues,
así nosotros:
cambiemos las ideas y los sentimientos de nuestro pueblo, con la
seguridad de que por sí sola cambiará la faz política de la tierra.
"He entrado en este género de consideraciones para que nó haya duda
alguna sobre nuestros propósitos, ni sobre la naturaleza de nuestra
obra. Y siendo ello así, ¿ cómo no me ha de lastimar que las falsas
apreciaciones de gentes que no saben lo que dicen, hayan podido
motivar su sensible determinación?
Permítame, señor, que le hable con franqueza cristiana, con una
franqueza de hermano, como que lo somos por la fe. El Consejo
General, y yo particularmente, teníamos cifradas muy gratas
esperanzas en su piedad sincera e ilustrada, como en las demás
prendas personales que lo distinguen a usted, esperábamos que con su
prudente dirección y ejemplar celo ese Consejo habría al fin de vencer
todos los obstáculos y hacer próspera y fecunda nuestra obra en ese
departamento, llamada a dar ejemplo a los departamentos vecinos.
"Esperando que usted se dignará retirar su renuncia y continuará
prestándonos su cooperación, tengo el honor de repetirme su Afmo. y
Atto. S.- Abdón Cifuentes".
El señor Aguirre continuó en su puesto; pero así como él había otros
picados de resabios y recelos que resfriaban el celo y esterilizaban los
trabajos. Estas eran las cartitas de que hablaba el señor Larraín.
No sucedió lo mismo en Copiapó. Encomendada allí la organización
de la Sociedad a mi querido amigo el presbítero don Guillermo J.
Cárter, redactor del periódico "El Amigo del País ", carácter de
bruñido acento y empapado en el espíritu apostólico de aquella
antigua Sociedad de los Amigos del País, la Unión dio en Copiapó
sazonados frutos. A él mandé todos los antecedentes y reglamentos de
la Unión y muy luego constituyó un Consejo Departamental de
católicos modelos, formados en su escuela, jóvenes activos y
esforzados, que pronto se pusieron en relación con nosotros y nos
dieron muchos consuelos
. Deploro no recordar sus nombres. Sólo recuerdo que el presidente
del Consejo era don Ricardo Dávila Boza y miembros de él los
señores Sayago, Toledo y Espoz.
Organizados los Consejos Departamentales de Santiago, Valparaíso,
La Serena y Copiapó, a principios de diciembre me dirigí a Talca,
para hacer allí lo que había hecho en Valparaíso.
Allí me detuve sólo 5 ó 6 días, porque me urgía volver a Santiago;
pero en ese tiempo logré formar el Consejo Departamental con 12
miembros, de cuyos nombres sólo recuerdo a don Columbano
Recabarren, don Jenaro y don Daniel Contardo, don Juan A. Montes
Solar, don José Vicente Reguera y don José María Vásquez. Después
de explicarles los Estatutos, los reglamentos, los formularios de
admisión de socios y la manera de llevar los libros y después de varias
pláticas y exhortaciones al trabajo, recomendándoles mucho la
organización de las juntas de señoras y la conversión del "Artesano"
en un diario digno de la importancia de esa ciudad, cosa que se logró
algún tiempo después, regresé a Santiago.
Aquí el señor Obispo dio cuenta al Consejo de que el señor Arturo
Edwards, propietario de "Quilpué", una de las más ricas haciendas de
San Felipe, había ofrecido dar 12 mil pesos para alguna obra de
educación o en favor de los obreros de San Felipe, y que le parecía
urgente dar los pasos necesarios para hacer efectiva esa oferta y ver en
qué clase de obra podría emplearse ese dinero en San Felipe. Para un
colegio católico la oferta era pequeña; no alcanzaría ni para comprar
el sitio y menos para edificar el colegio; para emplearlo en un Círculo
Católico de obreros, sí que alcanzaría, aparte de que esa era también,
como pocas una casa de educación de los obreros, de modo que ese
empleo del dinero en esa institución reunía los dos fines que deseaba
el donante. Quedó resuelto destinarlo a un círculo de obreros. En
cuanto a obtener el dinero, si mi memoria no me engaña, me valí de
don Benjamín Edwards, miembro del Consejo Departamental de
Valparaíso y pariente del donante, don Arturo.
Obtenido el dinero, partí para San Felipe, mi pueblo natal.
Allí de acuerdo con el señor cura, buscamos algún local adecuado
para que pudiera funcionar un círculo de obreros. Al fin encontramos
uno que comprendía un cuarto de manzana con algunos edificios
adecuados al objeto, a dos cuadras de la plaza y que estaba en venta.
Me aboqué al dueño, cerré el trato, me parece que por ocho mil pesos
y compré la propiedad para el Ordinario Eclesiástico de Santiago. Al
día siguiente, se otorgó la escritura pública de compra y se inscribió a
nombre del Arzobispo. Perfeccionada la compra resolvimos con el
señor cura, a quien impuse de todos los detalles de un círculo católico
de obreros, del cual él debía ser el director eclesiástico, agregar a los
edificios dos salones más, para escuela nocturna de los socios y
escuela diurna de sus hijos, y la compra de los útiles, para todo lo cual
alcanzaban los cuatro mil pesos sobrantes
. El señor cura debía correr con estos arreglos. Una vez concluídos, yo
volvería a San Felipe con algunos amigos a inaugurar el círculo.
Vuelto a Santiago, di cuenta de todo al Consejo y entregué la escritura
de compra al señor Obispo Larraín,
Dios iba bendiciendo a la Unión Católica. Esta propiedad, en donde
funcionó largos años el Círculo de Obreros, está ocupada hoy por el
Instituto Comercial, fundado por el Centro Cristiano de Santiago,
corporación que depende del Arzobispado.
En el mes de enero del año 1884 me trasladé a Concepción.
Ayudado allí poderosamente por don Domingo Benigno Cruz,
Vicario Capitular de la Diócesis y sucesor del Ilmo.. señor José
Hipólito Salas, fallecido el 20 de junio de 1883, fácilmente pude
fundar la Unión Católica en condiciones muy halagadoras.
Desde luego se formó el Consejo Departamental con los señores don
Carlos Risopatrón y su hijo Carlos Vicente, don Juan Bautista
Méndez, don Absalón Cifuentes, don Raimundo González, don José
Dolores García, don Aníbal Las Casas, don José Miguel Prieto, don
José Gregorio Soto, don Dionisio Tapia, don Gonzalo Urrejola y don
Pedro L. Verdugo. El mismo Vicario señor Cruz era el director
eclesiástico y se dignaba presidir las sesiones, como lo hacía el señor
Larraín en el Consejo General de Santiago.
Durante varias sesiones me ocupé en demostrar la imperiosa
necesidad de organizar y disciplinar todas las fuerzas católicas del
país para oponer un dique a la persecución religiosa que se venía
desencadenando por el Gobierno; procurando imitar los ejemplos de
otras naciones, para lo cual les distribuí el folleto sobre las
Asociaciones Católicas; en seguida en explicar la organización que
habíamos dado a la Unión, dándoles a conocer detalladamente las
diversas disposiciones de los Estatutos, reglamentos de los Consejos
Departamentales, de subdelegación y juntas de señoras, de todos los
cuales les distribuí varios ejemplares; y finalmente explicando la
manera práctica de llevar los libros de matrícula, de tesorería, de
correspondencia, etc.
Instruído el Consejo de todos los detalles de la organización de la
Sociedad, entramos a tratar de las obras a que el Consejo podría
consagrar su acción de preferencia. Desde luego, yo me permití
recomendarles la formación de un círculo o centro destinado
especialmente para la juventud de las familias católicas, para lo cual
les llevé los Estatutos de nuestro Círculo de Santiago; en seguida la
formación de una sociedad de obreros, con cuyo objeto les distribuí
varios ejemplares de los Estatutos de nuestra Asociación Católica de
Obreros, que estaba en receso en Santiago; pero en camino de
resucitar con el Círculo de Obreros que edificaba don Domingo
Fernández, del que íbamos a establecer en San Felipe y del que trataba
de formar en Valparaíso; y finalmente les hice ver el modo de dar
mayor ensanche al periódico local "La Libertad Católica",
convirtiéndola en un gran diario que pudiese luchar con los diarios
hostiles de aquella provincia. Las tres ideas fueron aceptadas; pero si
las dos primeras eran posibles, aunque un tanto difíciles, la última
parecía imposible por el momento, por los enormes gastos que
demanda un gran diario y la escasez de los católicos en aquella
provincia tan radical desde antiguo.
Discutiéronse largamente estos proyectos, resolviéndose al fin
comenzar la formación de un centro de la juventud católica, tanto por
ser eso lo más hacedero, cuanto por la conveniencia de reclutar
oficiales y clases que ayudasen, a dar crecimiento a la Unión Católica.
Con este objeto se acordó tener un lunch en la tarde de uno de esos
días, invitar a él a algunos caballeros conocidamente católicos y a
todos los jóvenes más adheridos a nuestras creencias, a fin de
entusiasmarlos para este trabajo de apostolado laico. Al lunch
concurrieron más de cien personas, y se pronunciaron muchos y
entusiastas discursos.
Aquella reunión fue consoladora y de ahí nació inmediatamente el
centro de nuestra juventud.
No poco fatigado del trabajo, volví al seno de mi familia a tomar con
ella algún descanso veraniego, tanto más necesario, cuanto que tenía
en perspectiva trabajos colosales y proyectos de largo aliento para
todo el año
CAPITULO XXIV
Las leyes de matrimonio y de registro civil.- El círculo de obreros
de Santo Domingo.- Fundación de la "Unión Central".-
Fundación del Banco Santiago.- Primera Asamblea de "La Unión
Católica" en Talcahuano.- Recrudecimiento de la intervención
electoral.
A mi vuelta a Santiago encontré promulgada el 10 de enero de 1884 la
Ley de Matrimonio Civil, con la cual Santa María ha fomentado la
corrupción de las costumbres, ha facilitado la bigamia y hasta la
poligamia de nuestras clases populares, ha disuelto en ellas la familia
y ha introducido el más punible desorden moral en esa base
fundamental de toda sociedad:
el matrimonio y la familia.
Con la más audaz e irritante ironía de la perversidad gubernativa, en
un país que por una tradición de siglos era casi en su totalidad
católico, esa infame ley negó todo valor legal al matrimonio católico,
celebrado conforme a las leyes de la Iglesia.
No sólo se atentaba a la santidad del matrimonio, despojándolo de su
augusta dignidad de sacramento, arrancándolo de la sombra protectora
de la religión, donde estaba colocado sobre la turbia corriente de las
bajas pasiones, para envilecerlo en la atmósfera del tráfico ordinario
de los negocios, sino que se encadenaba con la autoridad de la ley, lo
que la Iglecia Católica y todas las legislaciones católicas han llamado
concubinato
Para completar la Ley del Matrimonio Civil vino el 17 de julio del
mismo año 84, la Ley del Registro Civil, que arrebató a los párrocos
el registro legal de los nacimientos, de los matrimonios y de las
defunciones y los pases para el cementerio que antes estaban
confiados a ellos, privándolos de las entradas con que vivían sostenían
el culto. De esta manera los curas quedaron reducidos a la miseria.
y Teníamos un registro del estado civil de las personas tan perfecto
como no era posible exigirlo mejor, dadas las circunstancias del país.
Este registro era libre o voluntario y con ser libre era completo por
razón de las costumbres, que son superiores a las leyes; nadie lo
rehusaba. Estaba perfectamente garantido por empleados
incorruptibles, a tal punto que durante siglos, esos empleados no
habían dado motivo ni a una sola acusación de fraude. Y sobre ser
libre, completo y garantido, no costaba un centavo a la nación.
¡Pero era llevado por los párrocos! y en odio a la sotana y sólo en
nombre de ese odio se creó el nuevo registro civil que cuesta al Estado
alrededor de un millón de pesos; que no ofrece contra el fraude las
satisfactorias garantías del antiguo; que en lugar de ser libre y
voluntario, el liberalismo incrédulo ha cuidado de marcar con su
inerrable sello de multas, cárceles y demás eslabones de la cadena del
forzado. Para colmo de satisfacciones, dejará sin registrar una gran
parte de la población de la República.
Esto era evidente. El obrero, el gañán, el campesino, en una palabra,
los que forman la mayoría de la población, iban al curato a registrar el
nacimiento de sus hijos o sus matrimonios, no por interés del registro,
que nada les importa a los desheredados de la fortuna, sino por el solo
interés del bautismo o de la bendición nupcial. ¿ Qué interés podían
tener los pobres en ir al registro civil? Ninguno. Y así, decía yo
entonces, sucederá irremediablemente que tendremos registro sólo de
la mitad o menos de la población.
Imponer a la nación un nuevo y enorme gravamen; a fuerza de látigo,
para tener un registro trunca, inseguro e inútil, he ahí las
monstruosidades que con el nombre pomposo de conquistas liberales
se imponían al país en odio a la Iglesia. Para conocer siquiera en parte
los funestos resultados de esa ley, me remito al discurso que
pronuncié en el Senado el 17 de diciembre de 1892, acerca de tal
registro civil.
Convertido el concubinato en matrimonio amparado por la ley y
convertido el matrimonio católico en mero concubinato desconocido
por la ley, no tardaron en manifestarse las desastrosas consecuencias
de este violento trastorno en las costumbres cristianas de nuestro país.
Una buena parte de las clases elevadas continuó casándose sólo
católicamente en odio al registro civil; la clase obrera y los proletarios
que nada tienen que ganar ni perder con registrar sus matrimonios
hicieron lo mismo. Pero éstos advirtieron luego que puesto que el
matrimonio católico no existía para la ley, nada era más fácil que
volverse a casar con otra ante el Oficial Civil y comenzaron a ensayar
esta facilidad ofrecida por la ley a su bigamia, esta prima ofrecida a la
maldad de los maridos para abandonar a sus mujeres y a sus hijos
legítimos ante la conciencia y contraer nuevos lazos con una
concubina. Y como hay muchos offciales civiles poco escrupulosos
para sus informaciones matrimoniales, nada es más frecuente que
encontrar estos tenorios del pueblo que después de casarse
católicamente se han casado civilmente con otras y otras.
Los miembros de las Conferencias de San Vicente de Paul que
acostumbran visitar semanalmente las familias de los pobres,
encontramos a cada paso mujeres que se casaron por la Iglesia y
después de tener tres o cuatro hijos, sus maridos se han casado con
otra civilmente, dejando completamente abandonada a su anterior
familia sin que ésta encuentre recurso legal alguno contra el infame.
Así es como estas familias caen a centenares en brazos de la caridad;
cuando la madre no cae también en brazos de la prostitución que la
sustente. Esta relajación y menosprecio del matrimonio católico ha
fomentado.
extraordinariamente en el pueblo la corrupción de las costumbres y la
disolución de la familia, base fundamental de la sociedad bien
constituída. Este espantoso desorden social es el que figura en primera
línea entre las conquistas liberales de nuestros liberales avanzados,
más retrógrados que los paganos de Grecia y de Roma.
La persecución arreciaba por momentos. El Gobierno se negó a pagar
sus rentas a los vicarios capitulares de Santiago y Concepción,
suprimió las asignaciones de los seminarios, no proveyó ninguna de
las conongías vacantes en los cabildos diocesanos apropiándose las
rentas que les correspondían y aun amenazaba con la confiscación de
los bienes de los regulares. Es decir, se daba por nuestros flamantes
liberales una nueva prueba de cómo en el fondo de todas las
persecuciones de la im--
piedad se encuentra siempre la rapiña como uno de sus sellos
característicos.
Al volver de vacaciones en los primeros días de marzo pro--
curé activar los trabajos de la Unión en Santiago y en provin--
cias. Asistí a las sesiones semanales del Consejo Departamental y, de
cuando en cuando a las juntas de señoras. Envié al Consejo de
Valparaíso dos ejemplares de los Estatutos de la Aso--
ciación Católica de Obreros, a fin de que tomase de ellos las
disposiciones adecuadas para establecer en esa ciudad un círcu--
lo de obreros, exhortándoles a emprender esa interesante obra para la
moralización del pueblo. Ese Consejo elaboró los Estatutos adecuados
a las condiciones especiales de nuestro primer puerto y los sometió a
la aprobación del Consejo General el
25 de abril del 84, que los devolvió aprobados el 1.° de mayo.
En junio ya funcionaba un primer Círculo de Obreros en Valparaíso.
En abril ya don Domingo Fernández Concha me entregaba concluido
el edificio del Círculo de la calle Salas en el barrio norte del río, al
cual bautizamos con el nombre de Círculo de Santo Domingo. Con
unos cuantos compañeros, de los cuales recuerdo a Domingo Cañas,
Francisco González, Enrique Richard y Alejandro Bezanilla, que
componíamos el Directorio del Círculo, preparamos una fiesta para
inaugurarlo con 40 obreros casados y con familia, seleccionados por
el cura de la Estampa que lo era si mal no recuerdo, don Benjamín
Sotomayor Valdés. La fiesta, a la cual concurrieron muchos vecinos
obreros del barrio, fue bastante lucida. Sobraron los discursos.
Por supuesto, que tanto para los gastos de la inauguración como para
la mantención del Círculo, a lo menos por el primer año me impuse la
tarea de dar una batida a los católicos que más se distinguían por su
caridad, los cuales acudieron con sus subscripciones anuales o
semestrales que se encargaba de recaudar el tesorero del Círculo.
Mientras no hubo niños bastantes, hijos de los socios, para abrir la
escuela diurna para ellos, el Círculo no abría sus puertas, sino de
noche a las 7 P. M. bajo la vigilancia del mayordomo de la casa y de
uno de los directores que se turnaban en esta tarea de inspector. Los
obreros que sabían leer iban a la sala de lectura, donde acopié algunos
libros de lectura moral y amena y obritas relativas a sus artes y
oficios; otros se apoderaban del billar o comentaban las noticias de los
diarios. A
las ocho u ocho y media llegábamos todos los directores o por lo
menos los que dirigíamos la escuela nocturna para los socios.
Yo hacía clase de historia de Chile; Domingo Cañas hacía clase de
catecismo, otro hacía clase de lectura, otro de escritura y otro de
aritmética. Los demás directores se ocupaban de la admisión de
nuevos socios, cuya matrícula iba en constante aumento. La
enseñanza no duraba, sino hasta las 9 y
14-11 media o las 10, hora en que generalmente comenzaban a
retirarse los socios hasta que, a las 11, ya se cerraba la casa. Yo con
Domingo Cañas acostumbrábamos a ser los últimos en retirarnos,
después de apagar las luces, cerrar las puertas y recomendar al
mayordomo el cuidado de la casa. No podré olvidar las muchas
noches de invierno en que al retirarme a las
11 con Domingo Cañas, bajo una lluvia torrencial, sin encontrar un
carruaje, tenía que hacer a pie la jornada, desde la calle de Salas, al
otro lado del río, hasta la calle de Vergara en el barrio sur, donde yo
vivía y llegar a mi casa cerca de las
12 de la noche empapado, a recibir las reconvenciones de mi mujer
por tales imprudencias. Pero Dios por quien hacía estos sacrificios, se
esmeró en cuidar de mi salud: nunca me enfermé por ello.
A fin de dar mayores atractivos al Círculo formé una compañía
dramática compuesta de Enrique Richard, Alejandro Bezanilla y su
hermano Luis, que después de algunos años murió en Río de Janeiro,
de secretario de la legación de Chile, mi hijo Luis Eduardo y un joven
obrero socio del Círculo, que era un consumado actor. Yo era director
de escena. Casi todos los domingos por la noche dábamos función
gratis para los socios con sus mujeres y familia; y a un precio módico
para los extraños, los cuales nos costeaban los gastos. Los palcos
bajos y altos que rodeaban el gran patio eran generalmente ocupados
por los socios con sus familias; el centro o platea por los extraños. De
ordinario el teatro estaba lleno y sus funciones influían no poco en el
aumento de la matrícula, a pesar de la escrupulosidad que se gastaba
en la admisión de socios, los cuales al fin del año llegaban como a
doscientos. Penosa y sacrificada era la obra para los directores; pero
su abnegación fue perseverante.
Además de las presentaciones dramáticas nocturnas, los do mingos o
en algunos días de grandes fiestas, como en las fiestas patrias, se
obsequiaba a los socios con dulces, frutas y refrescos, después de las
conferencias o discursos sobre diversos temas que pronunciaban los
jóvenes que yo traía del otro Círculo de la juventud ilustrada. A fin de
acrecentar el número de estos obreros evangélicos laicos, a fin de
reclutarlos en grande escala y vista la insuficiencia del local del
pequeño Círculo de la calle de la Moneda, resolvimos construir otro
con todas las dependencias necesarias, otro magnífico que fuera digno
de la gran causa católica que defendíamos y digno de la más alta y
culta sociedad, con un grandioso salón de conferencias, con gran
proscenio para conciertos, con capilla, biblioteca, etc. Pero estas obras
como los nuevos periódicos católicos que pensábamos fundar en
provincias necesitaban grandes capitales que la Unión Católica no
podía suministrar. Pensamos entonces en fundar una gran sociedad,
con acciones de mil pesos totalmente pagadas, que fuera como el
Ministerio de Hacienda de las obras de la Unión.
Al efecto, con don José Clemente Fabres, don Cosme Campillo y don
Enrique Tocornal elaboramos los Estatutos de la Sociedad que
titulamos Unión Central y de los cuales conservo un ejemplar impreso
entre mis papeles. Una vez elaborados los Estatutos, me convine con
mi buen amigo Bonifacio Correa Albano, para salir en busca de los
caballeros y señoras católicas que quiesiesen tomar una o más
acciones en dicha Sociedad, bien entendido que esta no era una
sociedad de lucro, sino de caridad, para las obras de defensa de la
Iglesia.
Sus acciones debían tomarlas a fondo perdido. Desde principios de
julio nos pusimos en campaña; íbamos todos los días algunas horas de
puerta en puerta, predicando la gran cruzada y soportando
humildemente muchos rechazos y muchos malos modos; pero Dios
premió de tal manera nuestro sacrificio que el 8 de septiembre
habíamos enterado doscientas acciones y fuimos a oír una misa
especial en acción de gracias con varios amigos. Con esos socios se
otorgó la primera escritura pública y otras personas continuaron
buscando nuevas acciones. Con esos dineros se compró a las monjas
Agustinas poco más de un cuarto de manzana que les quedaba en la
esquina poniente sur de las calles de Ahumada y de Agustinas. Se
vendió la esquina al Banco Santiago, del cual me ocuparé luego, y en
todo el resto se comenzó a construir a gran prisa el magnífico edificio
del nuevo Círculo Católico, cuyos planos fueron hechos por el
arquitecto alemán don Teodoro Burchard.
El constructor fue mi hermano Absalón Cifuentes y el director,
inspector y animador incansable de todo, día a día, y a toda hora fue
don Domingo Fernández Concha, cuya abnegación no conocía el
descanso. El señor Fernández había nacido para edificar, como otros
nacen para destruir, así en el orden moral como en el material. Más
tarde, el señor Fernández cedió la propiedad del Círculo de Obreros de
la calle de Salas a la Unión Central. Su generosidad para todas las
obras católicas era inagotable.
Me olvidaba recordar que en el mes de junio, si no me engaño, el
señor cura de San Felipe me anunció que estaban ya terminadas las
reparaciones acordadas en la propiedad destinada al Círculo de
Obreros. Acompañado de algunos jóvenes me trasladé a San Felipe a
celebrar una asamblea para inaugurar solemnemente el Círculo. La
fiesta tuvo lugar en el mismo edificio en que debía funcionar la
asociación, con asistencia de muchos caballeros y obreros del pueblo.
Excusado es decir que hubo abundancia de discursos, tanto de los que
íbamos de Santiago, como de algunas personas del pueblo y que la
fiesta tuvo los honores de una grande asamblea.
He mencionado el Banco Santiago y voy a consagrar un recuerdo a su
fundación. Muchas veces en nuestras reuniones íntimas yo censuraba
duramente a nuestros correligionarios que depositasen sus fondos en
bancos que nos eran muy hostiles y que dieran a ganar con ellos a
nuestros enemigos. Por ejemplo, yo había averiguado que en el Banco
Matte había depósitos de católicos por más de cuatro millones de
pesos, con los cuales se procuraba el enriquecimiento de dos de los
dueños de dicho Banco, que eran nuestros peores cuchillos en la
Cámara, los diputados Augusto y Eduardo Matte, activos miembros
de la pandilla puesta en la Cámara al servicio de Santa María para
tiranizar a los católicos. No eran éstos mudos instrumentos del
Gobierno, sino que se mostraban encarnizados enemigos de la Iglesia.
Y los católicos, decía yo, les llevaban sus dineros a su Banco para
favorecerlos y enriquecerlos. Esto me parecía más que un absurdo,
una estupidez. ¿ Por qué, me preguntaba, no fundamos un Banco de
los católicos y para los católicos?
Había todavía otro grave motivo que nos aconsejaba la fundación de
un Banco. Era evidente, dada la ola creciente de la persecución
religiosa, que los bienes de los regulares estaban amenazados. Ya he
dicho que es una enseñanza y una experiencia inerrable de todos los
pueblos que la rapiña es el sello característico de las persecuciones de
la impiedad. Pues bien, era preciso tomar algunas medidas para salvar,
sino todas, siquiera una gran parte de aquellos bienes y un Banco
propio podía ser muy útil para el objeto, por medio de fuertes
hipotecas impuestas sobre esos bienes. La Caja Hipotecaria que hace
préstamos a largos años de plazo sólo presta a lo más hasta el
40% del valor de tasación. Un Banco particular podría prestar a menos
años hasta un 70 u 80% del valor estimativo de la propiedad, de
manera que en caso de confiscación o salteo del Gobierno pudieran
los dueños despojados salvar una parte apreciable de sus bienes.
Yo solía comer los domingos en casa del señor Fernández, a cuya
mesa concurría su hermana, doña Rosario, mujer dotada de una
actividad y energías extraordinarias para todas las obras de
beneficencia. Uno de esos domingos repetía yo mis deseos de que los
católicos tuviesen un banco, y la señora Rosario nos increpó el que
nos llevásemos quejando de esta necesidad y no la remediásemos en
el acto. ¿ Por qué en lugar de estar charlando no van a elaborar los
Estatutos del Banco? La señora tenía razón. Don Domingo y yo nos
fuimos al escritorio y nos pusimos de firme a trabajar los Estatutos.
Como el asunto era largo lo continuamos todo el día siguiente, hasta
terminarlo.
A más de las acciones nominativas de que constaban los otros bancos,
de a mil pesos parcialmente pagadas, establecimos acciones al
portador de a mil pesos, totalmente pagadas y susceptibles de
convertirse en nominativas. Escogimos este arbitrio para los
préstamos hipotecarios que podíamos hacer a los regulares, dándoles
en lugar de dinero, acciones al portador que podían substraerse
fácilmente a las pesquisas fiscales. Arreglados los Estatutos, me
encargué de seguir ante el Gobierno los trámites legales hasta dejar
instalado el Banco. El día 11 de septiembre se redujeron los Estatutos
a escritura pública; el 20 de septiembre se aprobaron por el Gobierno
y éste fijó el día
20 de noviembre del 82 para que iniciara sus operaciones.
El Banco Santiago comenzó a funcionar en un local arrendado
; pero el señor Fernández que había sido banquero y que gustaba de
las cosas en grande quiso para el Banco Santiago local propio. Para
ello consiguió que la Unión Central vendiese al Banco la esquina del
terreno que aquélla había comprado a las monjas Agustinas, cosa que
fue muy hacedera, porque la Junta Directiva de la Unión Central la
componíamos el mismo señor Fernández, Bonifacio Correa y yo. El
señor Fernández que estaba dirigiendo la construcción del Gran
Círculo Católico para la juventud, se encargó también de dirigir la
construcción del Banco Santiago, que quedaba pared por medio con el
Círculo. Por eso y por mucho más, he dicho que el señor Fernández
Concha, en su infatigable celo y completa abnegación para
consagrarse a cuanto podía servir para fomentar los intereses
católicos, había nacido para edificar y para edificar a costa de sus
personales sacrificios. Me olvidaba decir por qué le pusimos Banco
Santiago. Fue en memoria del Apóstol Santiago, invocado por los
cristianos españoles en su guerra de ocho siglos contra los moros
enemigos de su fe. "Santiago cierra a España" era su grito de guerra.
Nosotros estábamos también luchando con los moros de Chile y su
Califa, Santa María y su Emir, José Manuel Balmaceda.
**
La dirección general de la Unión Católica, la activa correspondencia
con los Consejos Departamentales establecidos ya en Santiago,
Copiapó, La Serena, Valparaíso, Talca y Concepción; la atención de
los Círculos de Obreros de Santiago y San Felipe, la formación de la
Unión Central y del Banco Santiago, eran bastantes para absorber
todo mi tiempo, algo del cual tenía que reservar para mi cátedra del
Instituto y para mi profesión de abogado, que tenía casi abandonada.
Todo esto era bastante para las fuerzas de un hombre. Sin embargo,
Dios me permitió utilizar mis noches, sin desmedro de mi salud, en
otra obra, que me impuso meses de un enorme trabajo: la preparación
de la grande asamblea católica que debía celebrarse en Santiago el 1.0
de noviembre de 1884, a semejanza de las asambleas anuales que
celebraban los católicos alemanes en sus luchas contra el Kulturkampf
de Bismarck.
El Consejo General me encargó desde luego formular los Estatutos a
que debían sujetarse las asambleas generales o anuales de la Unión
Católica; y luego el reglamento interior que debería observarse en el
orden de su trabajo. En seguida discutir los temas o materias que
deberían tratarse en las sesiones de la asamblea, concernientes a las
instituciones de piedad y caridad, de instrucción y educación, de
publicaciones, de asociaciones y de los derechos y libertades
religiosas. Después de estudiar los temas de los discursos, buscar en
Santiago o las provincias las personas más adecuadas o mejor
preparadas para tratarlos. A muchos me dirigí solicitando su concurso;
unos se negaron; otros aceptaron, pero desistieron después,
obligándome a buscar nuevas personas. Esta ímproba tarea que
ocurrió con frecuencia, me descorazonó muchas veces, temeroso de
que la asamblea fracasase. Pero Dios bendijo con usura nuestros
sacrificios
.
Entre los trabajos que yo deseaba realizar había uno muy interesante.
El año 81 en que yo era diputado, el jefe de los radicales, Manuel
Antonio Matta, lanzó en la Cámara contra el clero y los católicos la
más audaz de las calumnias, diciendo que éramos enemigos del
pueblo, que lo dejábamos abandonado por nuestro orgullo
aristocrático, que los radicales eran los únicos que favorecían al
pueblo pobre. Yo le interrumpí indignado para desmentirlo con la
evidencia de los hechos, citándoles los numerosos establecimientos de
beneficencia que había en Santiago para los niños desamparados, para
los jóvenes pobres de uno y otro sexo, para los ancianos desvalidos,
sostenidos todos por los sacerdotes, las monjas y los católicos, ni uno
solo por los radicales. Dondequiera que el pueblo o el pobre sufría
hambre, dolor o miseria de alma o cuerpo, ahí estaban el clero y los
católicos para darle amparo o alivio; pero nunca los radicales.
¿ Quiénes estaban en los hospitales?
El sacerdote y las religiosas; pero los radicales huyen de esos asilos
del dolor de los pobres. ¿ Quiénes están en la Sociedad de Dolores
atendiendo a domicilio los millares de enfermos hijos del pueblo
pobre? Sólo los católicos. Ahí no hay un solo radical. ¿Quiénes
componen las Conferencias de San Vicente de Paul que socorren a
miles de familias abandonadas del pobre pueblo? Los católicos y sólo
los católicos. Así fui citando las casas de amparo, las ollas del pobre,
los asilos fundados y sostenidos por los católicos en que los curas, las
religiosas y los fieles prodigan su vida y sus recursos en favor del
pueblo y donde no asoman los radicales ni sus ojos.
La audaz impostura quedó desmentida, pero entonces concebí la idea
de hacer la historia de los establecimientos de beneficencia pública de
todo el país, en que resplandece la acción bienhechora de la Iglesia
Católica en beneficio del individuo y de los pueblos. Pero la tarea era
inmensa y superior a mis fuerzas.
Pues bien, me propuse aprovechar las asambleas de la Unión Católica,
para demostrar lo que los católicos de Chile habían hecho hasta
entonces para remediar la ignorancia, la miseria y todas las
necesidades de nuestro pueblo. fui buscando personas que se
encargasen de hacer cada una la historia de alguno de esos
establecimientos, hijos de la acción católica.
Así logré que se presentasen a la primera asamblea la historia de
treinta y una instituciones. Yo mismo escribí en medio de un diluvio
de atenciones, la historia del Asilo de Santa Rosa que todavía existe
en la calle de Castro.
Como una preparación para nuestra asamblea, el Consejo me encargó
redactar una nota para el Soberano Pontífice, exponiéndole las causas
y el objeto con que habíamos fundado la Unión Católica e implorando
para ella su alta aprobación y su paternal bendición. Esta nota firmada
por todos los miembros del Consejo General, fue remitida al Santo
Padre con fecha 12 de octubre de 1884 y se encuentra publicada en el
volumen que contiene todos los trabajos de la primera asamblea que
se celebró desde el 1.0 hasta el 6 de noviembre de
1884.
Los preparativos para la organización de la asamblea dieron un mundo
de quehaceres.
Se nombró una Junta o mesa directiva de las sesiones de la asamblea,
compuesta de un presidente, que lo fui yo, un vice, que lo fue don
Alejandro Vial, dos secretarios, que lo fueron don Manuel G.
Balbontín y don Carlos Vicente Risopatrón, y cuatro directores más
que lo fueron el Prebendado don Miguel R. Prado, don Cosme
Campillo, don José Clemente Fabres y don Miguel Barros Morán. Se
nombraron también
8 presidentes de honor, el primero de los cuales fue don Domingo
Fernández Concha, que también era presidente de la comisión
ejecutiva, la más pesada y meritoria de todas.
Nombráronse también cinco comisiones que deberían ir estudiando y
preparando las conclusiones que debían proponerse a la aprobación de
la asamblea en la sesión de clausura y bajo cuya dirección deberían
discutirse esas conclusiones con los miembros de la asamblea. Estas
comisiones fueron:
1.a Comisión concerniente a instituciones de piedad y caridad.
Presidente Vice Secretario
-
Presbítero don Blas Cañas.
Don Ciriaco Valenzuela.
Don Vicente Aguirre Vargas.
2.a Comisión.- De instrucción y educación:
Presidente — Don José Clemente Fabres.
Vice Secretario
――
Don José Antonio Lira.
Don Juan Agustín Barriga.
3.a Comisión.- De publicaciones católicas.
-
Presidente Don Carlos Walker Martínez.
Vice Don Ventura Blanco.
Secretario Don Rafael B. Gumucio. —
4.a Comisión.- Asociaciones católicas.
Presidente Don Abdón Cifuentes.
-
Vice
______________
Presbítero don Ramón Ángel Jara.
Secretario Don Francisco González Errázuriz. —---
5.a Comisión.- Intereses, derechos y libertades religiosas.
Presidente Vice Secretario
--
Presbítero don Rafael Fernández Concha.
Don Enrique Tocornal.
Don José Bernardo Lira.
Como presidente de la Unión y, por consiguiente, el más responsable
del éxito o fracaso de la asamblea, yo que era miembro nato de todas
las comisiones, tomaba parte en todas ellas, sobre todo, en la ejecutiva
e inspeccionaba todos los preparativos, lo que me impuso una labor
inmensa. De aquí provino que tuve que suprimir algunas horas de
sueño para borronear mi discurso de apertura, en el cual debía dar
cuenta de las causas que habían motivado la creación de la Unión
Católica, de sus propósitos y de los medios de que pensaba valerse
para defender los intereses religiosos del país, tarea tan ardua y
delicada, como vasta y compromitente. La gravedad del asunto y las
múltiples atènciones que me abrumaban me obligaron a dar a mi
discurso dimensiones impropias de una asamblea, que fue más
popular que académica, pues asistían más de dos mil personas entre
ellas numerosas señoras, las cuales se fastidian con los discursos
largos. Esto me obligó al pronunciarlo a saltarme muchas partes de él,
dejando su integridad para su publicación.
A pesar de estos recortes, siempre me quedó el temor de haber
cansado a la concurrencia. Sin embargo, como sus aplausos al
concluir me obligaron a volver a la tribuna para agradecer tanta
bondad, creí del caso agregar: "En vez de aceptar vuestros aplausos,
yo debería pediros perdón, porque he abusado de vuestra paciencia
con un memorial tan largo y fatigoso. Debería pediros aquel perdón
que Madame de Sevigné pedía a su hija, después de escribirle una
larguísima carta: Perdóname, hija mía, lo largo de mi carta: no he
tenido tiempo para escribirte más corto. Yo tampoco, señores, en
medio de las incesantes tareas que ha demandado la organización de
esta asamblea no he tenido tiempo para hablaros más corto".
El movimiento de opinión que venía despertando la organización de la
Unión Católica, había comenzado a alarmar a la camarilla
gubernativa, hasta el punto de que en el mes de octubre, antes de la
asamblea, un diputado interpeló en la Cámara al Ministro don José
Manuel Balmaceda, sobre qué medidas pensaba tomar el Gobierno
contra esos fanáticos( los católicos
) que andaban alborotando al pueblo. A lo que Balmaceda contestó
con el más altanero desprecio: "Dejadlos que se defiendan con sus
oraciones y la práctica de las virtudes celestiales".
Esta soberbia de un hombre que había cargado sotana y aspirado al
sacerdocio y después se puso al servicio de los odios antirreligiosos de
Santa María, me llegó al fondo del alma y en mi discurso recogí el
guante que nos arrojó en la Cámara y, ¿quién lo imaginará? profeticé
como la burra de Balaam.
En él dije:
"En la guerra declarada a nuestra madre la Iglesia, pasa hoy a los
católicos chilenos lo que nos pasó ayer en la guerra extranjera.
Nuestros enemigos exteriores se creían invencibles por el sable,
avezados como estaban al militarismo en permanencia y juzgaban
cosa fácil destrozar a un pueblo, como Chile, acostumbrado sólo a las
labores de la paz. Sus plumarios nos decían en son de burla
desdeñosa, como Bayardo a los genoveses:
"Defendeos con vuestras varas de medir y vuestras palas de labranza".
Por eso creyeron venir a dictar en pocos días en Santiago, las
condiciones del vencedor, diciendo como César:
Vine, vi y vencí.
"Pero nuestro general Providencia y el heroísmo de nuestros bravos
cambiaron los alegres sueños en desastrosas realidades, desde la
sorpresa de Iquique, hasta la sorpresa de Miraflores.
"En la guerra intestina que nos hacen ahora nuestros enemigos de la
fe, también éstos, se contemplan invencibles, confiados en nuestro
completo desarme, nuestra impericia en la guerra y nuestras habituales
inclinaciones a la paz. Ellos también nos dicen a los católicos en son
de burla desdeñosa: "Defendeos con vuestras oraciones y la práctica
de las virtudes celestiales"
.
"Pero yo, señores, confío en que la Providencia, que ha dado a este
país tantas pruebas de protección singularísima, ha de dar también sus
inesperadas sorpresas a los ingratos y soberbios.
Los pequeños Julianos no deben olvidar que su antiguo maestro
concluyó diciendo: ¡ Haz vencido, Galileo !, viendo así trocada su
olímpica algazara en un grito funerario, cuyo eco nos han transmitido
las edades para enseñanza de las gentes.
"Para que así suceda es preciso que todos los que nos gloriamos de
llevar en nuestra frente la insignia nobilísima de Cristo, nos hagamos
propicia su misericordia con un espíritu perfecto de abnegación y
sacrificio".
¡Y así sucedió! Santa María bajó del poder como con una lápida
mortuoria, con las maldiciones del país y la soledad amarga en que lo
dejaron sus mismos beneficiados servidores. "Sus propios amigos,
dice un historiador, le hacían asco y dejaron de verlo por temor de ser
tenidos como sus partidarios: la vergüenza fue en muchos de ellos
más fuerte que la gratitud".
Y a los pocos años Balmaceda, el Ministro burlador de las virtudes
celestiales, prófugo del Palacio presidencial y aislado en un lugar
oculto, se suicidaba el 19 de septiembre de 1891, de miedo a las
venganzas populares que habrían querido despedazarlo.
¡ El Galileo había vencido al apóstata !
Dios, lo repito, recompensó con usura nuestros sacrificios. La
asamblea sobrepujó nuestras esperanzas. En presencia de más de dos
mil distinguidos caballeros y señoras, celebró sus cuatro sesiones el
1.0, el 2, el 4 y el 6 de noviembre, en las cuales se pronunciaron
treinta y cinco discursos, acogidos con el mayor entusiasmo, los
cuales se recopilaron y publicaron con los trabajos históricos en un
grueso volumen de 554 páginas en cuarto.
Estos trabajos tuvieron una gran resonancia en el país y fuera de él.
Fue un admirable despertar del espíritu católico tanto tiempo
adormecido entre nosotros. De esta manera la Unión Católica creaba y
daba fuerza al movimiento político que se organizaba en el país para
refrenar en lo posible la tiranía de los poderes públicos. Entre las
conclusiones aprobadas por la asamblea figuraba la de crear un
Instituto de Humanidades gratuito para las familias no pudientes que
desean dar a sus hijos una educación severamente cristiana. Nombróse
una comisión compuesta del presbítero don Ramón Ángel Jara, don
José Ramón Gutiérrez y dor.
Joaquín Díaz Besoaín para que procurase llevar a efecto el proyecto.
A ella me asocié con el mayor interés, a fin de apresurar su
realización. Tuvimos muchas reuniones; lo primero que
necesitábamos era un local adecuado, lo que era bien difícil de
encontrar; el Ilmo.. señor Vicario Capitular, don Joaquín Larraín
Gandarillas nos ofreció gratuitamente uno de su propiedad; pero que
habría requerido costosas reparaciones para adecuarlo al objeto. Lo
segundo era acopiar fondos para instalar y sostener el establecimiento.
Nos pusimos a la obra; pero allí nos estrellamos con las mayores
dificultades. Las promesas de subscriptores anuales, como se
necesitaban, fueron escasas. La Unión Central, para la cual los
católicos de Santiago acababan de erogar más de trescientos mil
pesos, las erogaciones anuales para la Unión Católica y lo peor de
todo, las colectas y gastos cuantiosos que se proyectaban para las
próximas elecciones de marzo del 85, tenían abrumada la generosidad
de los contribuyentes.
No era posible agobiarlos más en esos momentos.
Tomamos otro camino. Nos dirigimos a las comunidades religiosas,
cuyos representantes habían asistido a todas las sesiones de la
asamblea con el mayor interés para animarlas a que estableciesen en
sus conventos externados gratuitos de segunda enseñanza, con lo cual
lograrían muchos y grandes beneficios:
un gran bien al país, multiplicando la enseñanza cristiana; uno mayor
para las familias de escasa fortuna, otro para las mismas
congregaciones, pues entre los alumnos de sus colegios encontrarían
vocaciones para su propia renovación y progreso; y por fin los
religiosos que sirvieran las cátedras adelantarían y profundizarían sus
conocimientos, en virtud de aquel adagio latino: Docendo, doceberis.
Enseñando serás enseñado.
Nuestra solicitud fue perfectamente recibida. La comunidad de San
Agustín resolvió llevar a cabo a sus expensas y en la gran propiedad
que poseía en la Alameda de las Delicias, la fundación de un
externado gratuito en que se hiciera todo el curso de humanidades,
como lo realizaron en 1885. Lo mismo hizo la comunidad de los
Domínicos en su convento de Santo Domingo y la de los Mercedarios
en su convento de la Merced.
Hasta los franciscanos, que en su pobreza no podían fundar un liceo, a
lo menos fundaron una grande escuela gratuita, en un hermoso local
de la calle de San Francisco, la que utilizamos para una escuela
nocturna de obreros, dirigida por varios jóvenes del Círculo Católico.
De esta manera, en lugar de un liceo tuvimos tres que daban
testimonio de cómo la Unión iba impulsando las obras católicas. Así
concluímos nuestros trabajos de la Sociedad en el año 1884.
Nuestra Sociedad tuvo al fin la satisfacción de inaugurar sus trabajos
en el año 1885 con la aparición en Valparaíso en enero de ese año, del
diario católico "La Unión". Quien conozca las dificultades que ofrece
y los gastos que impone la publicación en imprenta propia, de un gran
diario que debía repartirse al público muy de mañana y, por
consiguiente, componerse e imprimirse de noche, como lo hizo "La
Unión", si todavía considera que ese diario se destinaba a hacer frente
y competencia al antiguo decano de los diarios de Chile, "El
Mercurio" de Valparaíso, podrá apreciar y estimar hasta de temeraria
la empresa acometida por el Consejo Departamental de la Unión
Católica en ese puerto. Los católicos de Valparaíso han merecido bien
de la Iglesia y del país. No sólo vencieron todas las dificultades, sino
que echaron tan hondos cimientos a su creación que todavía vive y
prospera, después de treinta años. Dios bendijo sus heroicos
sacrificios.
Por mi parte, destiné mis vacaciones a fundar "La Unión Católica" en
otros departamentos. Sólo mencionaré lo que me ocurrió en el puerto
de Talcahuano, porque puede servir de ejemplo para no desanimarse
nunca en el camino de las buenas obras. Mi primera diligencia fue
dirigirme al señor Cura para que me indicase cuales serían los
caballeros y señoras, a quienes pudiera dirigirme yo, para formar los
correspondientes Consejos de aquel departamento. Hacía sólo dos
meses que el Cura se había hecho cargo de esa parroquia. Al oír mi
pregunta su sonrisa me indicó su sorpresa. " ¿Me pregunta usted, dijo,
cuales son los principales caballeros y señoras católicos de este
puerto? No los conozco, ni creo que haya católicos. Como no vienen a
misa ni los domingos, sino unas cuantas viejas, llego a creer que aquí
no hay, sino marineros y rameras. Los que parecen caballeros son más
indiferentes que los protestantes".
"Pero, señor, repliqué, por lo menos su sacristán será católico".
"Pues, señor, no lo es, me respondió, es protestante". Aquello no
podía ser más desconsolador. Y efectivamente, yo que iba a misa a la
iglesia parroquial, única del pueblo, y tan pobre y desmantelada que
daba pena, no vi nunca, sino unas pocas viejas y tres o cuatro mujeres
del pueblo.
Me rectifico. Un día me tuvo bastante distraído un caballero joven
como de cuarenta años, de rostro hermoso y distinguido, vestido con
elegancia, que oyó la misa arrodillado sobre los ladrillos y con una
devoción tan ejemplar que llamó profundamente mi atención. Nunca
había divisado ese tipo en Santiago ni en Concepción. ¿Quién sería?
Me entró gran curiosidad de averiguarlo; porque ese podría ser mi
hombre, si era de la localidad o de sus cercanías, para fundar la Unión
Católica
. Cuando concluyó la misa y salió de la iglesia, comencé a seguirlo de
cerca para saber en que casa entraba; pero no entró en ninguna, sino
que seguía y seguía con dirección al muelle, donde llegamos él
delante y yo detrás. El descendió a un bote perteneciente sin duda a un
barco de guerra, porque era gobernado por un oficial y muchos
marineros. Yo subí a otro bote de comercio y ordené a los remeros
que siguiesen al otro. Tomé a porfía salir de la curiosidad. A poco el
bote de mi desconocido atracaba a la escalera del Iroquois, buque de
guerra de la marina norteamericana, fondeado el día anterior en
Talcahuano. Yo también atraqué mi bote y pedí permiso para subir a
bordo, el que me fue otorgado sin dificultad. Una vez sobre cubierta
pregunté a un oficial quien era el joven que acababa de subir del otro
bote. "Es el comandante de la nave", me contestó. Pedíle la gracia de
hacerme presentar a él lo que hizo en el acto.
A mi saludo en francés mi desconocido me contestó en castellano, lo
que me complació sobremanera. Díjele que yo era presidente de la
Unión Católica de Chile, que había venido a ese puerto con mi familia
con el propósito de fundar ahí nuestra Sociedad y como me había
interesado vivamente encontrar en la iglesia un católico tan fervoroso
como él, me había empeñado en conocerlo y presentarle mis respetos.
Por eso lo había seguido hasta su nave. Me agradeció el cumplido y
me dijo que andaba recorriendo los mares por orden de su Gobierno,
que había recalado en Talcahuano tanto por cumplir él sus deberes
religiosos, como también en busca de un sacerdote que hablase inglés
para que cumpliesen con el suyo 40 de su tripulación que eran
católicos. Por sus contestaciones supe que era pariente de la célebre
norteamericana, Isabel Seton, aquella mujer extraordinaria que fundó
en Estados Unidos la Congregación de las hermanas de San José, con
las constituciones de las hijas de la Caridad, y cuya vida, escrita por
Madame de Barberey, yo había traducido en 1875. Esta circunstancia
estrechó nuestra comenzada amistad. Volvimos a vernos al día
siguiente en tierra, donde vino a pagarme la visita, no ya de paisano,
sino con su traje galoneado de comandante. Le obsequié un ejemplar
del boletín de nuestra asamblea de noviembre del 84 y él me prometió
mandarme a su vuelta a Estados Unidos, al-
15-II.
226 Abdon Cifuentes gunos Estatutos y reglamentos de sociedades
católicas de su país. Efectivamente, como tres meses después, recibí
junto con una cariñosa carta suya, los Estatutos de varias asociaciones
católicas de Estados Unidos, de los cuales sólo conservo los de
"La Unión" de San Javier, fundada en 1871 en Nueva York, especie
de Círculo Católico para la juventud estudiosa, semejante a las
Asociaciones de Pío IX, en Alemania.
Vuelvo a mi tarea. Dos días después del desahucio que me dio el
señor Cura, encontré en la calle a mi amigo el presbítero don
Esperidión Herrera, secretario del Ilmo.. Obispo de la Concepción, le
impuse el asunto que me ocupaba y de lo que me había dicho el Cura.
"El Cura está equivocado, me respondió, porque está recién llegado
aquí y no conoce todavía la sociedad de Talcahuano. Es cierto que
aquí debe haber muy pocos católicos, pero los hay. Desde luego tiene
usted aquí a mis dos hermanos Juan Crisóstomo y Carlos que aunque
residen en Concepción, vienen constantemente al puerto por sus
negocios y ellos le pueden buscar a los demás". Efectivamente, en
pocos días encontramos a 12 caballeros, con los cuales instalé el
Consejo Departamental de Talcahuano y con su auxilio encontramos
12 señoras que formaron la Junta de señoras. Diles a unos y otras
varias conferencias para instruirlos en la manera de proceder. Les dejé
los reglamentos correspondientes y comenzados los libros de
matrícula de socios, de tesorería, etc.
y se dejó acordado que además de los objetos generales de la Unión,
tuvieron esos Consejos como fin especial ayudar al Cura en todas sus
obras parroquiales y procurar la formación de una sociedad católica de
obreros, ya que ahí abundaban los trabajadores.
Debo dejar constancia de que ese Consejo Departamental, ayudado
por la Junta de señoras, fue un Consejo modelo por su entusiasmo y
laboriosidad. Las comunicaciones que constantemente dirigía al
Consejo Central, daban testimonio del celo ejemplar y de los frutos
que alcanzaba en la clase obrera, la más numerosa de ese puerto.
Cuando en las vacaciones del año siguiente, pasaba yo para Chiloé y
Puerto Montt, quise detenerme un día o dos en Talcahuano para
felicitar a los directores y directoras de la Unión y obsequiarles los
boletines de nuestra segunda asamblea, celebrada en Santiago el 1.0,
2, 3 y 5 de noviembre de 1885. Recuerdo que el señor Cura no
acababa de elogiarme la benéfica acción de nuestra Sociedad en su
parroquia. "Ahora, me decía, mi iglesia está cuidada y concurrida
como nunca por hombres y mujeres; la piedad se ha despertado y
tengo ayudantes de sobra para todas las obras parroquiales. Los
caballeros y señoras me prepararon una procesión de San Pedro por la
bahía tan espléndida como no se había visto nunca". Lo que me
probaba de nuevo que aunque las apariencias sean las de un desierto
inhospitalario, levantando las piedras suele encontrarse debajo
humedad propicia para que germinen las buenas semillas y que no
debe perderse la confianza en Dios que es el que las fecunda. Eso
pasó, donde el pastor creía que no había más que rameras y marineros.
***
De vuelta a Santiago, toda la atención de los católicos se contrajo a los
trabajos electorales para la renovación de las Cámaras.
Santa María estaba excediéndose a sí mismo, lo que parecía
imposible, en materia de violencias y fraudes electorales.
Por una reforma de la ley se había quitado a los alcaldes y confiado a
los jueces de letras la facultad de fallar los reclamos sobre las listas de
mayores contribuyentes que eran los que nombraban los vocales de las
juntas calificadoras de los electores y de las juntas receptoras de los
sufragios. Santa María comenzó a dar licencias a los jueces que no le
inspiraban plena confianza y a nombrar interinos de su devoción para
que falseasen aquellas listas con falsos contribuyentes. La ley prohibía
que formaran parte de esas listas los subdelegados e ins£
pectores, que eran agentes del Ejecutivo. Dondequiera que los
mayores contribuyentes eran hostiles al Gobierno, en vísperas de la
formación de esas listas, los intendentes y gobernadores nombraban
de subdelegados e inspectores a esos contribuyentes para inutilizarlos.
Y como éstos y otros fraudes no bastasen, en las calificaciones de
diciembre del 84, la policía organizó en todas partes sus turbas de
garroteros para impedir con todo género de brutales atropellos que los
opositores se acercasen a las mesas calificadoras, o asaltaban y
devastaban las mesas en que, por casualidad, estaban en mayoría los
vocales de la oposición.
El cuadro fue todavía más sombrío en las elecciones de abril del 85.
Los medios de que se valió el Gobierno para falsear la voluntad de la
nación llegaron a extremos increíbles. Los plagios y prisiones de los
mayores contribuyentes conservadores han quedado legendarios en
los procesos judiciales y en las reclamaciones de nulidad de
elecciones elevadas al Congreso.
En los departamentos, donde Santa María, a pesar de los fraudes creía
dudar del éxito, por lo enfurecida contra él que estaba la opinión
pública, acudió al expediente de hacer robar los registros electorales,
como en 1882. Tal sucedió con los registros de Putaendo, Loncomilla,
Castro y, sobre todo, los de Santiago, lo que causó profunda alarma,
porque fueron robados de la oficina del Registro Conservador de
Bienes raíces, que funcionaba en el Palacio de los más altos
Tribunales de la República.
De ahí resultó que no pudo haber elecciones en esos departamentos y
que cuando se constituyó la Cámara se habían dejado sin elegir 20
diputados, cosa nunca vista en Chile.
Pero eso no fue bastante. El Gobierno se propuso dominar por el
terror. No bastó que las policías organizasen turbas de bandoleros
armados, sino que, la misma tropa dirigida por los gobernadores
asesinaron a ciudadanos pacíficos, sea porque llevaban registros
electorales, como ocurrió en Buin, o sea porque celebraban asambleas
en habitaciones particulares, como sucedió en Coquimbo y, sobre
todo, en Santiago, en el Club de la Cañadilla, donde los asistentes al
salir fueron asaltados por
200 soldados de caballería, que dejaron en la calle nueve muertos y
ciento treinta heridos, de los cuales muchos murieron después en los
hospitales a donde fueron llevados para curar de sus heridas. Fueron
tantos los delitos de las autoridades en las elecciones del 85, que el
Gobierno se atrajo la maldición de todos los hombres honrados.
Por eso en mi discurso de apertura de la grande Asamblea de la Unión
Católica, celebrada el 1.0, 2, 3 y 5 de noviembre del 85, después de
hablar de las persecuciones del Gobierno contra la Iglesia, dije:
"A los sufrimientos de la Iglesia han seguido de cerca los sufrimientos
de la libertad y de la patria. Nunca la primera ha vestido el traje de las
víctimas sin que las segundas corran también la misma suerte. Tras
del asalto dado a los intereses católicos, vino el desbordamiento
contra todas las libertades públicas.
"No cabe aquí hacer el memorial de sus agravios; pero os recordaré la
que ha sido como una víctima predilecta: la libertad electoral.
"Para asentar su imperio sobre bases más amplias y seguras, el
despotismo ha tratado entre nosotros de cortar el árbol por la raíz.
"Ultimando la libertad electoral, base y fundamento de nuestras
instituciones representativas, toda la máquina gubernativa quedaba a
mercer del amo. Con adueñarse de la fuente misma del poder público,
el amo podía usurpar todo poder y toda libertad.
"Para realizar este gran crimen se echó mano de los elementos más
prostituídos; se pusieron en juego los resortes más vergonzosos de la
corrupción; se azuzó a la canalla para todos los desenfrenos, y en
suma se planteó un sistema universal de Gobierno fuera de la moral y
de la decencia común, en que no ha quedado delito por cometer ni
vergüenza por ejecutar.
"Así es como a los sufrimientos de la Iglesia han seguido de cerca los
sufrimientos de la patria.
" ¿Cómo estás tan humillada tú, a quién ayer no más iluminaban los
resplandores del heroísmo? ¿Cómo has caído del cielo tú, hija
predilecta de la gloria en los combates? ¿Cómo te hallas tan postrada
y abatida tú, que te levantabas tan grande en los peligros? ¿ Cómo has
llegado a ser juguete y ludibrio de los histriones tú que desafiabas y
vencías las naciones?
"Espectáculo doloroso y humillante, cuyas causas deben esmerarse en
estudiar y remover todos los que aun creen en la verdad y aman la
virtud, los que conservan la altiva dignidad del alma humana y no han
dilapilado el tesoro de los nobles.
sentimientos de su corazón.
"Roma cayó en los abismos de la servidumbre precisamente cuando
llegaba a la cumbre del poder y de la gloria; cuando el mundo
postrado a sus pies, costeaba los laureles de sus insignes capitanes y
de sus incomparables ingenios. Y como a Roma, todos hemos visto
caer a tantos pueblos de altísima cultura y de anales heroicos, mas
para quienes la religión y las austeras virtudes que ella inspira habían
degenerado en nombres vanos, preparándose así para el servilismo
con la corrupción de sus costumbres".
A pesar de los brutales y sangrientos atropellos de las autoridades la
oposición conservadora logró hacer triunfar algunos de sus
candidatos, como siete diputados y dos senadores. Entre los senadores
Fabres, D. Clemente y Concha y Toro; entre los diputados figuraron
Miguel Cruchaga, Zorobabel Rodríguez,
Juan Agustín Barriga, Manuel Balbontín y Carlos Walker Martínez.
Merece recuerdo la elección de Walker, el más odiado por Santa
María. Algunas veces éste había llegado a proponer a los
conservadores que fuesen elegidos cierto número de sus candidatos
con tal que entre ellos no figurase Carlos Walker. Cosa que
naturalmente nunca aceptaron los conservadores.
Fue, pues, el caso que dos propietarios del departamento de Maipo,
que eran amigos de Santa María, le pidieron la reparación de un
camino, en cuyos pantanos se ahogaban todos los inviernos, a lo
menos una media docena de transeúntes. Santa María les contestó:
"Como ese departamento es tan conservador, sólo decretaré fondos
para el arreglo definitivo de ese camino, si ustedes consiguen de sus
principales vecinos que prometan votar por el diputado que yo
nombre". Ofrecieron los solicitantes conseguir el cumplimiento de la
condición. En esta virtud Santa María envió a un ingeniero para que
hiciese el presupuesto del gasto que costaría la reparación. El
ingeniero calculó el gasto en treinta mil pesos. Ese presupuesto existía
en la Municipalidad de Buin.
Llegaron las elecciones de diputados en marzo. Los grandes electores
del departamento hicieron circular por todas partes el nombre del
candidato oficial. El Gobernador de Buin comunicaba al Presidente en
la noche víspera de la elección que el único candidato era el oficial;
que así se lo habían asegurado todos los grandes electores del
departamento. El día de la elección al hacer los escrutinios don Carlos
Walker resultaba elegido diputado por casi la unanimidad de los
electores. El candidato oficial apenas había obtenido un centenar de
votos, entre los cuales tal vez se contarían los que habían hecho la
promesa.
El chasco era completo, no había tiempo ni medio de estorbarlo:
la jugarreta se había mantenido tan en secreto que el resultado era
inevitable. La cólera de Santa María tuvo que estrellarse contra la
imposibilidad. La elección de Walker había sido tan correcta, tan
legal, tan en paz que nada podía alegarse en su contra. Por supuesto
que no hubo un centavo para la reparación del camino del Harpa, que
así se llamaba el de la promesa. Cuando se estableció la comuna
autónoma, después de la Revolución del 91, la reparación completa de
ese camino, realizada por una comisión de los tres vecinos más
interesados, sólo costó 800 pesos. Más adelante diré como.
A consecuencia de los robos de registros y de asaltos a mano armada
quedaron sin representación en el Congreso los departamentos de
Puchacay, Santiago, Cachapoal, Curicó, Talca y Putaendo. Sin
embargo, los pocos diputados conservadores escapados del naufragio
fueron bien capaces por su talento y valentía, de abrir en la Cámara
una brillante y tenaz campaña contra la tiranía del Gobierno. Con
inmenso acopio de documentos lograron sacar a la vergüenza pública
sus fechorías, produciendo desde esa alta tribuna una reacción
saludable en la opinión, que preparó el estallido de la división en las
huestes gobiernistas e impidió la ratificación de la reforma
constitucional que suprimía de la Carta la Religión Católica, como
religión oficial del país, aunque dejando subsistentes el patronato y el
exequatur de un Gobierno ateo.
CAPITULO XXV
La candidatura presidencial de Balmaceda.- Actitud de la
oposición.- Fundación de "La Unión Católica" en Ancud y Puerto
Montt.- Don Mariano Casanova, Arzobispo de Santiago.- Sus
relaciones con "La Unión Católica".- El Jubileo sacerdotal de
León XIII.
Mientras la oposición conservadora de la Cámara impedía la
ratificación de la reforma constitucional y abría ancha brecha en la
opinión al desprestigio del Gobierno, la proximidad de la elección
presidencial, que debía tener lugar el año siguiente, levantaba en el
Senado una verdadera tempestad. El partido liberal o de Gobierno
hacía sus preparativos para reunir una Convención que eligiese al
candidato del partido para la futura presidencia. Se dibujaba ya la
candidatura oficial de Balmaceda,
Ministro del Interior, que despertaba grande oposición, porque hería
las ambiciones de otros pretendientes que no estaban tan manchados
como él, en los crímenes electorales. Las intrigas de los grupos para
prevalecer en la proyectada convención traían enardecidos los ánimos
del partido gobiernista. La atmósfera estaba caldeada. Bastó una
chispa para producir el incendio. Esa chispa fue un telegrama oficial,
dirigido por el Ministro Balmaceda a los gobernadores, pidiéndoles
nombres de amigos decididos que pudieran figurar en la futura
convención. El Ministro preparaba la máquina oficial para asegurar la
herencia de Santa María.
Ese telegrama lo descubrió y publicó el diario conservador de
Valparaíso, "La Unión", el 23 de agosto de 1885. El 24 don José
Francisco Vergara, interpeló al Ministro en el Senado sobre la
efectividad del telegrama. El Ministro no negó la autencidad, sino que
balbuceó excusas pueriles, que sirvieron al senador Puelma para
vapulearlo. En la sesión del 26, el senador Vergara presentó a la mesa
la siguiente protesta:
"Los senadores que subscriben, a nombre del decoro nacional y de los
principios que sirven de base al Gobierno representativo protestan
contra el procedimiento observado por el Ministro del Interior que
siendo uno de los candidatos reconocidos para la presidencia de la
República, ha dirigido a los gobernadores departamentales el siguiente
telegrama(se copia el telegrama).
"Los infrascritos piden al honorable Senado que esta protesta se
inserte íntegra en el acta de la presente sesión.
"Santiago, 26 de agosto de 1885. José Francisco Vergara.
Federico Varela. Adolfo Ibáñez. Francisco Puelma. Manuel
Recabarren".
Abrumado Balmaceda con el peso de la opinión que lo condenaba,
acudió al expediente de echar en cara a Vergara la intervención que
había ejercitado como Ministro de la Guerra, en la elección de Santa
María en 1881. Ibáñez y Puelma tro--
naron contra la inmoralidad gubernativa y la corrupción que había
cundido hasta más allá de los límites imaginables. Pero Vergara
increpando su conducta actual a Balmaceda, furioso declamador en
otra época contra los Gobiernos interventores, le enrostró su
inconsecuencia en un magnífico discurso. Entre mil otros reproches,
le dijo:
"Si quiere el señor Ministro que los principios liberales se arraiguen
en nuestro país... ¿Cómo puede alcanzarlo con elecciones como las
presididas por su señoría en los meses de marzo y abril del presente
año?
"
" ¿Cómo pueden conciliarse esas aspiraciones con el robo de registros
electorales en cinco departamentos de la República?
" ¿Cómo pretende, su señoría, hermanar los principios liberales con
los atropellos a mano armada y con la fuerza pública contra la libertad
y contra los ciudadanos inermes?
" ¿Cómo concibe, su señoría, poder conciliarlos con el robo de
hombres jamás conocido en Chile?
"Hasta aquí habíamos tenido todo género de desmanes, toda especie
de fraudes; pero no tengo memoria de que autoridad alguna hubiera
empleado la fuerza de policía encargada precisamente de proteger a
los ciudadanos en secuestrar a los mayores contribuyentes e impedir a
los electores el ejercicio de sus derechos.
"Este inaudito plagio de hombres por primera vez visto en Chile, es
invención exclusiva de la administración de su señoría".
Después, recogiendo el cargo relativo a su intervención en favor de
Santa María se declaró francamente culpable y sinceramente
arrepentido, lo que lo enalteció mucho a los ojos de sus mismos
adversarios de entonces. Produciendo profunda impresión en el
auditorio, confesó su culpa en estas memorables frases: "El señor
Ministro, llamando en su auxilio para que le sirva de disculpa, la
participación que en los trabajos electorales han tomado los Ministros
de otras administraciones, ha aludido a la parte que me cupo en la
elección de 1881.
"He podido, señor, recibir muchos ataques por mis actos de ese
tiempo; he podido ver que la pasión y el error desfiguraban mis
acciones; más todavía, he podido contar con que en el ardor y el
encono de la contienda, mis adversarios políticos fueran poco
escrupulosos en la elección de sus armas.
"Mas nunca se me había ocurrido pensar que hubiera podido llegar un
día en que un Ministro del actual Presidente de la República, que
habla en su nombre, viniera aquí a enrostrarme la activa parte que
había tomado en su elección.
"¡Extraño sarcasmo del destino ! ¡ Pero severo y justo castigo que
ojalá quedara grabado con caracteres indelebles en las paredes de la
Moneda para perpetua lección de los Ministros futuros!
"Sí, señores, creyendo en la sinceridad de los sentimientos, creyendo
en la honradez de las promesas, confiando en el honor de los hombres,
entré con empuje y con alma abierta en el movimiento político de
1881, aunque ocupaba un puesto en el Gobierno del Estado.
"Esta fue mi falta; no la excuso ni la atenúo y Dios ha querido para
escarmiento de los hombres públicos de Chile, que reciba el castigo de
verme acusado por el mismo usufructuario de ella".
La mayoría del Senado comenzaba a desgranarse; la pequeña
oposición de los senadores comenzaba a crecer, y con rugidos de
tempestad. Inflamada la atmósfera, el incendio pasó a la Cámara de
Diputados. Allí también el malhadado telegrama fue la mecha del
explosivo. Carlos Walker interpeló al Ministro, que no estaba presente
en la sala, sobre si el telegrama había sido costeado con fondos del
partido liberal puestos en manos del Ministro para dirigir la campaña
electoral por medio de los intendentes o gobernadores; o si el Ministro
había usado gratis el telégrafo del Estado, como si eso fuese uno de
tantos actos del servicio público.
Cualquiera que fuese la contestación tenía que aparecer de bulto la
falta del Ministro. La camarilla ministerial acordó que el Ministro no
contestase, y al día siguiente, declaró que no contestaba a las
preguntas del diputado por Maipo "por razones de conveniencia
parlamentaria". A lo cual Walker replicó con una frase que quedó
célebre y que hizo estallar la bomba:
"Sabía, dijo, y no me extraña esa contestación, porque estoy
acostumbrado a ver cómicos en las tablas y farsantes en esos.
bancos".
Allí fue Troya; la gritería general retumbó como un trueno; la cámara
y las galerías y los pasillos se convirtieron en un campo de Agramante
y la sesión se levantó en medio de un infierno de insultos y amenazas.
Las chusmas asalariadas y dirigidas por la policía hicieron más de una
tentativa de asesinato contra los diputados conservadores. Esto pasaba
el 28 de agosto. En la sesión siguiente en que se eligió la comisión
conservadora y en la cual para introducir en ella a Rafael Barazarte la
mayoría gobiernista tuvo que atropellar descaradamente el reglamento
y las prácticas parlamentarias, se pronunció definitivamente la
escisión de la mayoría liberal. Se declararon adversarios de la
administración, 23 diputados, entre los cuales estaban la flor y nata de
la mayoría, los más hábiles y respetables de los liberales de la
Cámara, como Miguel Luis Amunátegui,
Santiago Aldunate, Juan Castellón, Adolfo Guerrero,
Jorge Huneeus, Abraham König, Carlos Lira, Enrique Mac-
Iver, Augusto Matte, Cornelio Saavedra, Ismael Valdés Valdés,
Julio Zegers y otros.
Hacía años que los conservadores veníamos siendo víctimas
indefensas de la impía persecución religiosa y de los brutales y
sangrientos atropellos electorales del liberalismo imperante.
Nuestra resistencia pacífica dentro de la ley; pero valerosa y
perseverante para reclamar y protestar contra la maldad, en la prensa,
en el Congreso y en nuestras asambleas populares, si parecíam inútiles
y que se perdían en el vacío, fueron en verdad ganando terreno en la
opinión y conmenzaban a producir su fruto. Lo que probará una vez
más que siempre es útil reclamar contra la injusticia, siquiera sea para
impedir que la iniquidad prescriba y se den títulos de nobleza a la
maldad.
Santa María y su Gobierno iban quedando desenmascarados y
expuestos a la vergüenza pública. Su impudicia iba alejando de su
lado a las gentes más honradas y decentes. La Unión Católica
entretanto seguía su obra de organización de las fuerzas católicas del
país y de propaganda en la prensa y en las asociaciones de la juventud
y de los obreros.
Para completar esta obra de propaganda y de influencia en la opinión
pública, nuestra Sociedad preparó la segunda grande Asamblea
Católica para los primeros días de noviembre de 1885.
Como los ejércitos procuran perfeccionar su disciplina y su táctica en
grandes maniobras anuales, la Unión Católica de Alemania reunía
todos los años a los católicos del imperio en grandes asambleas, a las
cuales su ilustre jefe, el insigne Windthorts, acostumbraba llamar:
"Nuestras maniobras de mayo".
Así también nosotros habíamos resuelto celebrar nuestras asambleas
anuales en noviembre.
Nuestra segunda asamblea general tuvo lugar en los días
1.0, 2, 3 y 5 de noviembre del 85. La de 1884 se había celebrado en el
local del primer círculo católico construido en Chile para los obreros;
la segunda se celebraba en el suntuoso palacio que la Unión Central
acababa de construir en la calle de Agustinas para un Círculo Católico
de la juventud ilustrada
. Como la concurrencia de nuestra más ditinguida sociedad llegó a tres
mil personas, las sesiones tuvieron lugar en el inmenso patio del
edificio, convenientemente entoldado y adornado.
Tanto los numerosos discursos de los oradores como los trabajos
históricos de los establecimientos de caridad y de educación fundados
y sostenidos por los católicos de Chile, están recopilados en el Boletín
impreso en 4.0 y en un volumen de
547 páginas que se publicó poco después de la asamblea y que se
repartió profusamente en Chile y en el extranjero.
Nuestra sociedad instalada en pocas localidades todavía, había visto
largo tiempo interrumpidas sus pacíficas tareas por los imperiosos
deberes que a todos los ciudadanos impusieron las últimas elecciones
políticas. A pesar de todo, su acción, estuvo lejos de ser infecunda.
Ella había logrado establecer tres sociedades de piedad para la mejora
moral de sus miembros por medio de la oración y frecuencia de
sacramentos; dos sociedades de caridad para el socorro de los pobres;
una academia artística y dos academias literarias; y lo que importaba
más, funcionaban en las principales ciudades siete círculos católicos,
donde la juventud y los obreros podían encontrar un hogar cristiano y
todos los elementos capaces de alzar el nivel moral e intelectual de un
pueblo. La prensa católica había recibido también un impulso
vigoroso. Antes sólo había en el país diez periódicos que apenas
vivían; y entonces contábamos veintidós, entre los cuales figuraban
seis diarios. Y lo que era más consolador todavía, gracias a la Unión
Católica, ya funcionaba el colegio de instrucción segunda de los
Padres Agustinos en la Alameda y las comunidades de Santo
Domingo y la Merced se preparaban para abrir los suyos a principios
de 1886.
Estas asambleas por el número y calidad de sus miembros, por la
valentía de los oradores y el entusiasmo de la concurrencia,
contribuían más que nada a cultivar el espíritu público de los
católicos, a reanimar su ardor y su constancia para la lucha, a crear
una propaganda y un activo movimiento de opinión contra la tiránica
opresión del Gobierno. El partido conservador encontraba en ellas un
apoyo para mantener y redoblar sus energías en las luchas de la prensa
y del parlamento.
Estas luchas parlamentarias se renovaron con violencia desde que se
abrieron las sesiones extraordinarias del Congreso el 23 de noviembre
de 1885. La oposición de los liberales del Senado, que en agosto
contaba cinco senadores, en noviembre había duplicado sus fuerzas; la
oposición de la Cámara que en junio sólo contaba con el pequeñísimo
grupo de conservadores, se había aumentado a treinta y cinco, con los
más distinguidos miembros del partido liberal y algunos radicales. La
fracción liberal disidente concretó sus ataques en el Senado a dos
puntos principales: A la participación del partido montt-varista en el
Gobierno con la entrada de don Emilio C. Varas al Ministerio de
Justicia y a la intervención del Gobierno en la candidatura oficial para
la Presidencia de la República, de don José.
Manuel Balmaceda, que había sido reemplazado en el Ministerio del
Interior, por don José Ignacio Vergara.
La declaración de guerra contra el Ministerio comenzó en el Senado
con motivo de un suplemento pedido por el Ministerio de Justicia.
Don José Francisco Vergara pintando la influencia dañosa que había
ejercido en el país el partido montt-varista, pidió explicaciones acerca
de la participación de ese partido en el Gobierno y concluyó diciendo:
"Mientras no vengan explicaciones satisfactorias me veré obligado a
votar en contra, no porque crea innecesario el gasto, sino, porque debe
negarse recursos a un Gobierno que no merece la confianza a los
representantes de la nación".
Varas se limitó a invocar la facultad del Presidente para elegir
secretarios del despacho independientemente del Congreso, lo que no
era exacto. Acudió en su auxilio el Ministro del Interior, declarando
que la modificación ministerial no importaba cambio alguno en la
política del Gobierno, porque se continuaría la misma del gabinete
anterior.
Con esto ardió Troya. El gabinete se declaraba solidario del culpable
de las matanzas de la Cañadilla y de Buin, del incendio de los
registros de Rancagua y del robo de los de Santiago, del plagio de los
mayores contribuyentes y de todas las iniquidades posibles.
"El señor Ministro del Interior, exclamó el senador Francisco-
Puelma, dice que continuará la política de su antecesor, esa política
que me parece una monstruosidad... Pues bien, si ese es el sistema que
piensa seguirse, es deber de todos los políticos honrados oponerse
como valla insalvable a la marcha de un Ministerio que semejantes
principios profesa". Don Francisco.
Vergara agregó: " ¡ Cómo! ¿ El gabinete de Chile va a continuar
sirviendo al partido que se dice liberal y a nombre del cual se han
cometido los más monstruosos abusos, a cuya sombra se plagian
hombres y se roban documentos públicos y bajo cuyo régimen se
asesina a los ciudadanos? No, señores por nuestra parte opondremos
todo género de resistencias para que no se siga por este camino y
emplearemos toda arma que la ley ponga en nuestras manos para
corregir esta marcha "
A su vez en la Cámara de Diputados la elección de don Pedro Montt
para su Presidente, que importaba la supremacía de los montt-varistas
sobre los liberales, enconaba a la oposi ción y se provocaban debates
acalorados y constantes. En tal estado de las cosas, recién el 10 de
diciembre, Pérez de Arce,
Ministro de Hacienda, presentó a la Cámara el proyecto de ley que fija
las contribuciones por el término de 18 meses, y como la ley vigente
terminaba el próximo 5 de enero, pidió que se eximiera al proyecto
del trámite de comisión a que se sujeta todo proyecto. Esta fue la
trinchera que aprovechó la oposición para batir al Ministerio
obstruyendo la discusión del proyecto de ley. Algunos diputados
pidieron que se diese preferencia al proyecto destinado a las
elecciones de los departamentos que se hallaban sin representación en
el Congreso; pero toda la oposición pedía el trámite de comisión, a fin
de ganar tiempo e impedir la discusión del proyecto hasta que llegase
el plazo fatal del vencimiento de la ley vigente, el 5 de enero.
Al fin, la oposición fijó el terreno del debate, formulando este dilema:
Si queréis contribuciones, dijo a los Ministros, dadnos las elecciones
que vuestros fraudes nos han quitado en Santiago,
Curicó, Talca, Putaendo, Cachapoal y Puchacay. Si no, no.
"Sé, dijo Amunátegui, apoyando a Huneeus, que los señores de la
mayoría dicen y repiten que no se oponen a que se practiquen las
aludidas elecciones; pero exigen que se vote primero la ley de
contribuciones y hasta por una gran concesión llegan a proponer que
esas leyes se voten simultáneamente. Es prohibido traficar con la
justicia, no sólo por dinero, sino por cualquier provecho que sea".
Los elocuentes discursos de los oradores de la oposición ponían una
marca de fuego sobre los escandalosos abusos del Gobierno y
caldeaban la atmósfera política. Por su parte, la mayoría gobiernista
tendía lazos a la oposición, multiplicando ilegalmente las sesiones y
prolongando éstas, a fin de rendir la resistencia con el aburrimiento y
la fatiga; pero los recursos y las fuerzas de la minoría eran
inagotables. Por su parte, el Gobierno hacía rodear el Congreso en son
de amenaza, con tropas que formaban un verdadero campamento, so
pretexto de guardar el orden público. Y no le bastaba eso, sino que
hacía invadir las galerías y los pasillos de la sala de sesiones con las
turbas desalmadas del populacho que la policía había organizado para
amedrentar con amenazas de muerte a los diputados de la oposición.
De estas chusmas asalariadas de garroteros,
Santa María había hecho un elemento regular de Gobierno:
el atropello brutal convertido en sistema.
Así se pasaban los días en sesiones borrascosas sin que lograse entrar
siquiera en discusión la ley de contribuciones. Dentro y fuera de la
Cámara la política era una deshecha tempestad.
La mayoría llegó a amenazar con la dictadura. El diputado don Juan
Agustín Barriga recogió el guante pronunciando una de sus
magistrales arengas, al fin de la cual concluyó diciendo;
"Se ha insinuado también la idea de la dictadura. A modo de una
sonda que se arroja al océano para medir la profundidad, la palabra
dictadura se ha lanzado traidoramente en nuestros debates para medir
la resolución de los hombres que formamos la minoría de esta
Cámara...
"Yo dejo a mis honorables colegas la libertad de su juicio, que por lo
que a mí toca, acepto el reto y contesto al mensajero que lo anuncia:
Si la dictadura ha de venir, venga en buena hora; que a los desmanes
del absolutismo y a los instintos voraces de la hidrofobia gubernativa,
el país se levantará como un solo hombre para empuñar con mano
firme el hierro candente con que se domestica a las fieras".
En una de esas sesiones tumultosas, Acario Cotapos, hombre
ordinario, a quien Santa María había hecho diputado en premio de
haber capitaneado a las chusmas de garroteros en las elecciones, una
especie de Marat de caricatura, exclamó en tono amenazante: que era
preciso colgar las cabezas de los diputados opositores, de los faroles
de las esquinas; y como un diputado conservador le interrumpió con
una burla: "No hablo de las cabezas de los conservadores, replicó,
sino de los que se han separado de las filas liberales".
La Cámara se había constituído casi en sesión permanente y, sin
embargo, había llegado el día fatal del 5 de enero, en que caducaba la
ley vigente de contribuciones, y la nueva ley no se discutía aún. El
país estuvo cuatro días sin contribuciones.
Los comerciantes vaciaban los almacenes de aduanas libremente
; los notarios y juzgados actuaban en papel blanco. Así las cosas, llegó
el 8 de enero. El Congreso estaba cuajado de soldados por dentro y
por fuera. Las turbas de garroteros no amenazaban menos a los de la
oposición en la Cámara. El edificio del Congreso parecía una
ciudadela asaltada. La sesión se abrió a la una de la tarde. Uno de los
diputados presentó a la mesa un proyecto firmado por la mayoría de la
Cámara, en que declaraban que su voluntad era aprobar la ley de
contribuciones.
Esto dio materia a muchos oradores para combatir la proposición que
atropellaba el reglamento de la Cámara y los derechos de la minoría.
Eran más de las seis de la tarde y la sesión se suspendió para
continuarla a las 8 P. M. La sesión continuó hasta las 4 de la mañana
del día 9 de enero, día que ha quedado célebre en nuestra historia
política, por las escenas de violencia y de tumulto de que fue víctima
la Cámara y porque a esa hora de la madrugada su presidente, don
Pedro Montt, declaró aprobada la ley de contribuciones, antes de que
hubiese sido discutida, atropellando el reglamento de la Cámara, que
es su ley, violando escandalosamente el artículo 151 de la
Constitución y con ella los derechos de los diputados.
Renuncio a describir con sus detalles aquellas sesiones memorables
que el historiador podrá conocer en los boletines de las Cámaras.
Todos aquellos escándalos de odiosa tiranía y todos los perjuicios del
erario nacional se habrían evitado sencillamente con la renuncia del
Ministerio, que era el trapo rojo con que el Gobierno toreaba a la
opinión; pero eso era inadmisible para la soberbia insensata del
Presidente de la República.
Es fuera de toda duda que el Gobierno de Santa María fue un
Gobierno execrable, ' que preparó el estallido del 91 y que ha dejado
al país una herencia de corrupción y de inmoralidad, cuyas
consecuencias están todavía palpándose, especialmente en la
desorganización de la familia, que es la piedra angular de toda
sociedad bien constituída.
**
Yo no era diputado desde el año 82. Mis amigos me habían ofrecido
algunas diputaciones; pero yo las rehusé porque eran absolutamente
incompatibles con el enorme trabajo que me imponían mi
profesorado, mi abogacía y, sobre todo, la Unión Católica, que me
absorbía casi todo mi tiempo como su presidente general y como
presidente del Círculo Católico de Obreros.
Así es que mientras mis compañeros luchaban en el Congreso, yo
reclutaba soldados, los disciplinaba y adiestraba para las luchas de la
vida pública y trataba de formar en todas par tes centros de acción
social católica que con el tiempo pudiesen contener las persecuciones
del Gobierno.
Con esta mira me embarqué a mediados de enero de 1886 para Ancud,
donde era Vicario Capitular el Ilmo.. Obispo de Sinópolis, don Rafael
Molina, que había presidido algunas de las sesiones públicas de
nuestra grande asamblea del 85. Gracias a su mediación en pocos días
logré reunir 12 caballeros y
12 señoras para formar con ellos el Consejo Departamental de
hombres y el de señoras. Durante 9 días les di diariamente
conferencias, a las señoras de día y a los caballeros de noche, en una
sala que me proporcionó el señor Obispo, para hacerles comprender
bien las causas de la formación de nuestra sociedad, su objeto y el
imperioso deber de todos los católicos de organizarse y trabajar en la
defensa de nuestra fe, de nuestros derechos y de nuestras libertades
religiosas y políticas.
Una vez adiestrados en la manera de proceder y de llevar los libros,
los invité a proceder a la instalación de nuestra sociedad con una
comunión general de los miembros de los Consejos y demás socios
que ya se hubiesen adherido a nuesra obra.
Comulgaron más de 60 personas, en una misa pontificada por el señor
Obispo y con sermón alusivo al acto. Después de 18 días de una buena
labor en Ancud me embarqué con el mismo objeto para Puerto Montt,
donde me había precedido nuestro secretario general, don Manuel G.
Balbontín, que llevaba una pequeña imprenta para publicar allí un
periódico católico, lo que se consiguió a poco con la publicación de
"El Llanquihue ", que dura todavía, gracias a la Unión Católica.
En Puerto Montt me hospedaron cariñosamente los jesuítas y uno de
los padres, que ejercía el cargo de párroco fue mi brazo derecho para
el logro de mi objeto. Visité a varios caballeros y señoras para
inducirlos a formar los Consejos Departamentales y una vez que
enteré 12 para cada uno, los reuní durante 8 días en un salón que me
proporcionó una piadosa señora, doña Santos Avaroa, a cuyo
concurso generoso y entusiasta debí en buena parte el éxito que se
alcanzó. Allí, como en Ancud, les di conferencias diarias, a las
señoras de día y a los caballeros de noche, alusivas al objeto y tuve la
satisfacción de encontrar una cooperación eficaz en todos ellos.
También aquí los invité a inaugurar nuestra obra con una comunión
general en una misa solemne, en la cual tuvo la bondad de venir de
Ancud a predicar un sermón un distinguido sacerdote alemán, don
Cristián Hause, que había traído a Ancud a los Hermanos de la
Caridad Cristiana o de la Inmaculada Concepción, congregación
alemana fundada por Paulina de Mallinckrodt, hermana de
Mallinckrodt, aquel noble y valiente jefe del Centro Católico Alemán
antes de Windthorst.
Aquí debo anotar un hecho curioso que me ocurrió en Puerto Montt.
Después de la función religiosa de la mañana invité a las 12 señoras
que debían formar el Consejo local, a una primera sesión para
enseñarles prácticamente a llevar los libros de matrícula de socios, de
secretaría, tesorería, etc. Reunidas las señoras se procedió a elegir la
Presidenta, que lo fue la señora del juez de letras, don Wenceslao
Larraín, sirviéndome de secretaria una señorita chilena, pero hija de
alemán. Abri el libro de matrícula de socias, comenzando por inscribir
a las señoras del Consejo. Había inscrito 4 ó 5, cuando invadieron la
sala unas 18 alemanas que parecían obreras que no hablaban
castellano. Indiqué a la secretaria les preguntase lo que querían. La
secretaria les habló en alemán y nos tradujo lo que decían: Dicen que
saben que hoy se funda aquí la Unión Católica, que vienen a
incorporarse a ella y traen el peso anual que se exigirá a los socios.
Rogué a la secretaria les dijera que les aplaudía y agradecía el celo
que manifestaban por incorporarse a una sociedad destinada a la
defensa y propagación de la fe católica; pero que no era necesario que
se incorporasen ese mismo día en que estábamos ocupados de
organizar el Consejo, y que al día siguiente las señoras pasarían a sus
respectivas casas para incorporarlas. Después de oír esto de la
secretaria contestaron que ellas habían pertenecido a la Unión
Católica de Alemania, que celebraban mucho que se estableciese en
Chile y que no se moverían de ahí mientras no quedasen incorporadas.
Ante tan noble ejemplo de amor por su fe cristiana rogué a las señoras
me permitiesen suspender sus inscripciones para incorporar desde
luego a estas alemanas, como lo hice, recibiéndose la tesorera del peso
de la suscripción. ¡Ah, si todos los que en Chile se dicen cristianos se
apresurasen, como esas obreras, a engrosar las filas de los defensores
del Evangelio que ha civilizado al mundo, qué suerte tan distinta
alcanzarían las costumbres y la felicidad de nuestro país! Después de
18 días de estar en Puerto Montt y de haber tenido el gusto de ver el
primer número de "El Llanquihue ", regresé a Santiago.
Al volver a Santiago en marzo de 1886, era grande la agitación
política que producía la próxima elección de Presidente de la
República. El 25 de diciembre de 1885 el partido conservador había
celebrado una gran convención, a la cual habían concurrido los más
prestigiosos correligionarios de provincia y en la cual se ratificó el
programa del partido formulado en nuestra convención de 1878. Por
su parte, los liberales y radicales separados del Gobierno habían
celebrado otra el 2, 4 y de enero de 1886 para elegir candidato a la
Presidencia. La gestación de este asunto fue muy laboriosa. Dos
corrientes casi iguales se pronunciaron en ella con singular tenacidad:
una a favor de don José Francisco Vergara, representante de los
radicales, y la otra a favor de don Luis Aldunate, representante de los
liberales. Cansados de repetir votaciones y trajines inútiles,
resolvieron dejar la decisión al partido conservador, a cuyo lado
habían sostenido las últimas luchas parlamentarias.
El directorio de nuestro partido, después de oír a los comisionados de
la convención y de notar el calor, casi la irritación con que uno y otro
grupo defendía a su caudillo, declinó el honor del arbitraje por una
razón muy clara.
Si se hubiera llamado a esa convención a todos los grupos de la
oposición, entrando a ella el partido conservador de igual a igual, la
dificultad se habría solucionado desde el primer escrutinio sin que
ninguno de los candidatos que se diseñaban hubiese quedado herido.
Pero la terquedad de algunos liberales impidió que los conservadores
tomasen parte en su convención.
Nos miraban como a los parientes pobres. Nuestro directorio, a su vez,
rehusó el papel de penetrar en el hogar ajeno para herir de frente
susceptibilidades y divisiones que aparecían escondidas.
Vueltos los comisionados a su convención se cortó allí el nudo con la
renuncia desganada de Aldunate, quedando elegido Vergara, el cual
desde ese momento creyó que no contaría con la cooperación decidida
el día de la batalla.
No recuerdo bien si en marzo o en abril nuestro directorio decidió
apoyar la candidatura de Vergara contra la candidatura oficial de
Balmaceda que el Gobierno se proponía hacer triunfar a sangre y
fuego. Nuestro directorio nombró una comisión compuesta de
Zorobabel Rodríguez, Miguel Cruchaga y yo para que fuésemos a
ofrecer a Vergara el apoyo de nuestro partido en favor. de su
candidatura. Nosotros fuimos en el acto a Viña del Mar, donde residía
Vergara, al que encontramos en su hermosa quinta.
Al imponerse de nuestra misión, nos dijo conmovido: "Les agradezco
en el alma el apoyo tan noble como generoso que me ofrecen.
Conozco y aprecio todo lo que valen los talentos, la valentía, la
heroicidad con que ustedes saben defender la justicia y las libertades
públicas. Su apoyo no puede ser más precioso; pero temo mucho que
nos quedemos solos. Mis correligionarios se han enfriado con el hielo
de los liberales. Estos no correrán los azares de la lucha; lejos de eso
esperan medrar más tranquilamente con Balmaceda. Apenas si
contaría con el voto personal de algunos de sus caudillos, y esta
actitud ha desalentado casi por completo a mis amigos radicales.
Así las cosas es imposible luchar contra la formidable máquina
electoral del Gobierno. Para triunfar de ella sería indispensable la
decisión resuelta y enérgica de toda la oposición. Y como no puedo
contar con ella, sería locura embarcarme en la empresa".
erá in-
Tuvo otra razón para no aceptar. Nuestro apoyo no era condicional;
nosotros no podíamos abandonar los ideales, por los cuales habíamos
luchado sin descanso. Queríamos que se modificase la Ley de
Matrimonio Civil para dar al matrimonio católico efectos legales;
queríamos que por medio de una ley se estableciese la libertad de los
ciudadanos para sepultar los restos de sus deudos conforme a las
ceremonias de su culto; queríamos que se hiciesen prácticas la libertad
de enseñanza y de asociación garantida por la Constitución desde
1874; queríamos, en fin, que se ampliase el voto acumulativo a todas
las elecciones.
Vergara, en las discusiones del Senado, se había manifestado
partidario de estas ideas; pero no contaba para ello con la cooperación
decidida de sus amigos. Nosotros necesitábamos de algunas
declaraciones del candidato a este respecto; pero él no quiso contraer
compromisos que no tenía seguridad de cumplir, si le faltaba para ello
el concurso de los liberales y visto el espíritu sectario de sus
correligionarios. El resultado definitivo fue la renuncia que don José
Francisco Vergara hizo a su candidatura, lo que dejó el paso libre a la
candidatura oficial, por la intransigencia jacobina que todo lo sacrifica
a sus pasiones de sectas. Dejemos al señor Balmaceda ir
tranquilamente a recoger la herencia de Santa María el 18 de
septiembre de 1886.
Por mi parte, a mi vuelta de Llanquihue, me consagré de lleno a
organizar el nuevo Círculo Católico en el palacio que para él estaba
concluyendo la "Unión Central" en la calle de Agustinas, y a dar
condiciones de estabilidad y de mejora al Círculo Católico de Obreros
que funcionaba en la calle de Salas. Durante más de dos años, había
trabajado con una docena de jóvenes en instruir, moralizar y proteger
a los obreros que formaban el Círculo. Pero debo confesar que el fruto
que obteníamos era escaso y muy desproporcionado a la inmensidad
de los sacrificios que nos demandaba esa obra. Apartar al obrero de
los vicios y regenerar sus costumbres era obra superior a nuestras
fuerzas. Era indispensable la consagración asidua y permanente del
sacerdote, único que puede penetrar en el santuario de la conciencia y
cultivar con eficacia ese campo tan enmalezado de nuestro bajo
pueblo; era indispensable el sacerdote como lo comprobaba la
experiencia de las sociedades obreras de Kolping en Alemania.
Muchas veces había pedido a nuestro prelado, el señor Larraín
Gandarillas, un sacerdote adecuado para esta obra; pero no lo había
conseguido por la escasez desesperante de nuestro clero. El prelado no
lo tenía a veces para las parroquias. Al fin, a mis reiteradas súplicas,
me dijo un día: Voy a darle un jovencito, un sacerdote recién
ordenado, don Pedro José Infante, el cual se hizo cargo de la parte
religiosa del Círculo y obtuvo luego consoladores frutos. Construyó
una capilla, enroló a los socios en una congregación piadosa en que
frecuentaban los sacramentos, formó otra congregación con las
mujeres e hijos de los socios y, por fin, otra con los niños que
frecuentaban la escuela del Círculo. En una de esas comuniones
mensuales que hacían estas congregaciones vino a ayudar en las
confesiones al señor Infante el Cura de la Estampa, el cual me dijo:
"Estoy admirado de esta obra; hay en el Círculo de Obreros un
movimiento religioso superior al de mi iglesia parroquial".
Entretanto se daba remate al suntuoso salón de conferencias y de
espectáculos del gran Círculo Católico que se construía para la
juventud ilustrada. En ese salón se colocó la gran galería de cuadros
del anterior círculo de la calle de la Moneda, cuadros que
representaban algunos grandes hombres del catolicismo
. Esa galería se completó con tres cuadros nuevos del mismo tamaño
que los anteriores( tres metros de altura por dos de ancho). Pintados
por el artista chileno, don Pedro Carmona, cuadros que representaban
a Copérnico, explicando su sistema planetario a algunos cardenales y
hombres de ciencia; a Cervantes escribiendo el Quijote en la cárcel de
Argamacilla; y a Gutemberg de rodillas delante de un crucifijo, a
quien presenta agradecido el primer pliego impreso de la Biblia.
Terminado el gran salón, el señor Vicario Capitular, don Joaquín
Larraín G. quiso que el 30 de agosto se estrenase con una solemne
fiesta dedicada a Santa Rosa de Lima, patrona de América.
Por lo demás, yo apuraba la incorporación de socios, la terminación
de una hermosa capilla, de una biblioteca, de una academia de música
orquestada que logré formar con más de
40 jóvenes que tocaban diversos instrumentos y, por fin, una cancha
de pelotas y de otros juegos en el gran patio del Círculo.
Cuando todo estuvo preparado, inauguré el Círculo el 18 de
septiembre de 1886 con una gran fiesta presidida por el mismo señor
Larraín, a la cual invitamos a numerosas familias respetables de
Santiago y a la que colaboró espléndidamente nuestra academia
musical.
En adelante se daban con frecuencia en ese salón, en presencia de una
distinguida concurrencia de caballeros y señoras, conferencias
literarias amenizadas con conciertos dados por nuestra academia
musical; ahí se celebró la tercera asamblea general de la Unión
Católica, en la Pascua de diciembre de 1886, donde pronuncié, el 24
de ese mes, el último discurso sobre dicha sociedad, porque luego
renuncié su presidencia, en razón de que estaba abrumado por el
trabajo que ella me imponía.
Me sucedió en la presidencia, si mis recuerdos no me engañan, don
Eduardo Edwards, padre del Ilmo.. Obispo actualmente Vicario
Castrense.
Santa María se había estrellado contra la piedra inamovible de la
Iglesia en sus pretensiones de hacer Arzobispo de Santiago a don
Francisco de Paula Taforó y en su despecho descargó su venganza
contra la Iglesia de Chile por medio de las persecuciones de que he
hablado antes. Pero su Gobierno iba a concluir temió sin duda que su
sucesor, aflojando la cuerda que él había mantenido tan tirante, llegase
hasta permitir que fuese nombrado Arzobispo el Vicario Capitular y
Obispo impartibus de Martirópolis, don Joaquín Larraín Gandarillas
que se había captado la inquina de Santa María por la entereza y
valentía con que había defendido los derechos de la Iglesia. Debió
asistirle este temor por las manifestaciones solemnes y constantes de
adhesión que le habían hecho el clero y fieles de la arquidiócesis y los
testimonios de aprobación que había recibido de la Santa Sede.
Para alejar este peligro, Santa María se decidió al fin a presentar al
Papa para la silla arzobispal de Santiago al que era entonces
Gobernador Eclesiástico de Valparaíso, el presbítero don Mariano
Casanova, cuyo carácter pacífico y conciliador le había permitido
cultivar con el Presidente, relaciones amistosas.
El señor Casanova se había abstenido siempre de tomar parte alguna
en ninguna manifestación contraria al Gobierno.
En la despedida que se hizo en Los Andes al Delegado Apostólico,
monseñor Del Frate, arrojado groseramente por el Gobierno, y donde
Zorobabel Rodríguez propuso como una protesta contra este atropello
hecho al Papa, que se pusiera por escrito el brindis que pronuncié en
esa ocasión y fuese firmado por todos los presentes, así se hizo; todos
los concurrentes lo firmaron, menos el señor Casanova, lo que no pasó
inadvertido para nosotros ni para el Gobierno. En todas las grandes
asambleas de la Unión Católica, tuve especial cuidado de pedirle
algún discurso, ya que era reconocido como uno de los más notables
oradores sagrados. Jamás me aceptó tal ruego, ni siquiera el de
escribir algún trabajo histórico para los Boletines de la Asamblea.
Esta abstención de un eclesiástico tan altamente colocado, debió
llamar profundamente la atención y granjearle el aprecio del Gobierno
y éste debió ser el secreto de la predilección de Santa María.
Por lo demás el señor Casanova era por su piedad, su talento, su
ilustración y sus servicios, un sacerdote ejemplar, digno e idóneo para
el Obispado, de manera que el Papa debió celebrar que le fuera
presentado, a fin de concluir con la viudez de la Iglesia de Santiago y
de zanjar las odiosas dificultades con el Gobierno de Chile. Debo
recordar también en abono de la Santa Sede, que al ser elegido el
señor Larraín para Vicario Capitular una de sus primeras providencias
fue enviar al Papa, después de detenidas consultas con personas
prominentes de nuestro clero, una lista de 12 sacerdotes que creía
dignos de suceder al Ilmo.. señor Valdivieso. Esta lista, acompañada
de minuciosos informes, estaba encabezada por los Iltmos.
Obispos de la Concepción y de La Serena, el señor Salas y el señor
Orrego. El último de los 12 era don Mariano Casanova.
Para ilustrar al Santo Padre sobre esta materia y combatir en Roma la
candidatura del Gobierno, o sea de don Francisco de Paula Taforó,
don Ignacio Zuazagoitía fue enviado por el clero, el partido
conservador envió a don Alejo Infante, ambos presbíteros, y el señor
Larraín comisionó a su sobrino don Manuel José Irarrázabal, que se
encontraba en Europa, para que se trasladase en el acto a Roma y
entregase al Papa numerosos documentos que se le remitían por su
conducto. El señor Irarrázabal me refirió que en unas de las diversas
conferencias que tuvo con León XIII, éste le preguntó: "De estos 12
sacerdotes que me recomienda el Vicario de Santiago, ¿ cuáles cree
usted que serían gratos para el Gobierno de Chile?"El señor
Irarrázabal, después de recorrerlos, contestó: "No encuentro más que
uno, el último, don Mariano Casanova". Y fue dando al Papa las
razones en que fundaba su opinión. De manera que para el
Arzobispado de Santiago le valió al señor Casanova la recomendación
que de él hizo el señor Larraín, en la lista de los 12.
El Papa, pues, expidió las bulas de Arzobispo de Santiago.
a favor del señor Casanova, las cuales llegaron a Santiago, cuando ya
Balmaceda había sucedido a Santa María. El señor Casanova se
consagró el 30 de enero de 1887, y el día anterior, el 29 de enero, al
hacer el señor Larraín la entrega del Gobierno de la Arquidiócesis al
señor Casanova, su antiguo discípulo, le dirigió las siguientes
palabras:
"Deposito con gusto la autoridad eclesiástica que me confirió el
Venerable Cabildo Metropolitano, en junio de 1878, en manos del
Arzobispo, cuyo nombramiento acabamos de oír leer.
"En mi pequeñez no he omitido sacrificios para conservarla y poderla
transmitir con el lustre que tenía cuando la recibí.
"El Ilmo.. y Rvdmo. señor Casanova justo apreciador de las grandes
obras del Ilmo.. y Rvdmo. señor Valdivieso, se encuentra colocado en
excelente aptitud para continuarlas. Con eso solo que haga llegará a
ser prelado ilustre, benemérito de la Iglesia, amado y respetado del
clero y de los fieles.
"Entre las necesidades capitales de la presente época, me tomo la
libertad de señalar al celo del antiguo compañero de trabajo: primero,
la educación cristiana de la juventud en sus diferentes grados;
segundo, "La Unión Católica"
у demás asociaciones encaminadas a disciplinar los elementos con
que cuenta el bien en este país; y por fin la prensa católica, objetos los
tres tan recomendados por el gran Pontífice que rige la Iglesia
Universal. Para todas estas empresas nuestro Arzobispo debe contar
con la decidida cooperación del Cabildo Eclesiástico, con la filial
adhesión de todo el clero, con el afecto y obediencia de todos los
buenos católicos".
Al día siguiente, 30 de enero de 1887, después de la fiesta de su
consagración en la Catedral y a la hora de las visitas el Directorio de
la Unión Católica en cuerpo, fue a casa del prelado a presentarle
nuestros respetos, nuestras felicitaciones y nuestros servicios,
poniendo nuestra sociedad humildemente a sus órdenes. El señor
Casanova no se dio por entendido de nuestra sociedad, sino que se
limitó a preguntar por la salud de nuestras familias. Creímos nosotros
que su marcado silencio relativo a la Unión Católica fuese debido a
sus naturales agitaciones de aquel día, así es que resolvimos dar algún
tiempo a su descanso. Pasadas algunas semanas, volvimos en
comisión muchos de los miembros del Directorio y tornamos a pedir
órdenes para nuestra sociedad. El señor Casanova reiteró su mutismo
absoluto acerca de ella, hablándonos de asuntos completamentes
extraños hasta que nos retiramos muy extrañados de tal conducta, que
cada cual comentaba a su manera. Ella ciertamente correspondía a la
abstención completa que siempre había observado respecto de los
trabajos de la Unión, pero si ello se explicaba antes de ser Arzobispo
por el deseo de no malquitarse con el Gobierno, no se explicaba ahora
que ya lo era, y menos después de la solemne recomendación del
señor Larraín. No lo entendíamos. Nosotros, empero, continuamos en
nuestra labor.
Algún tiempo después ocurrió la terminación de su período a los seis
miembros del Directorio que debían ser nombrados por el señor
Arzobispo y se le dirigió, en consecuencia, la comunicación de estilo
para que se dignara reelegirlos o reemplazarlos por otros. Esa
comunicación no fue contestada durante mucho tiempo. El Directorio,
suponiendo un olvido, se atrevió a reiterarla, porque el Directorio
estaba incompleto en su parte principal. Tampoco esta comunicación
obtuvo respuesta. Era evidente la malquerencia que el prelado
demostraba a nuestra sociedad. No sabíamos qué hacer ni qué pensar.
En medio de estas perplejidades se acercaba el quincuagésimo
aniversario de la ordenación sacerdotal del Pontífice León XIII, que
todos los pueblos cristianos se apresuraban a celebrar. Los gobiernos
de Europa, incluso el de Turquía, como algunos del Asia y del Africa
y muchos americanos enviaron a Roma embajadores especiales para
ofrecer sus respetos a ese rey destronado por la impiedad moderna.
Los emperadores y los reyes, las corporaciones religiosas, científicas
y literarias, los establecimientos de manufacturas, y hasta ignoradas
aldeas de Alemania, Francia, Italia y España rivalizaban para enviar al
Pontífice espléndidos regalos, con los cuales se organizó la nunca
vista exposición Vaticana. A este movimiento universal no podía
quedar indiferente la Iglesia de Chile. El Vicario Capitular de
Santiago y Obispo titular de Martirópolis, don Joaquín Larraín
Gandarillas, se había anticipado publicando el 8 de diciembre de
1886, un sabio y magnífico Edicto, sobre el jubileo sacerdotal de León
XIII, en el cual después de disertar sobre la divinidad del Pontificado
y sobre los deberes de los católicos para con él, contenía las siguientes
disposiciones:
1.º Encargamos a los párrocos, a la Cofradía del dinero de San Pedro y
a la comisión que vamos a nombrar que organicen colectas y arbitren
recursos para la piadosa manifestación al Sumo Pontífice.
2.º Invitamos a todos los católicos en general y en especial al clero
secular y regular, a las cofradías, colegios y demás corporaciones para
atraer las más preciosas bendiciones del cielo sobre el Santo Padre.
Con este objeto pueden ofrecerse misas, comuniones, rosarios, vía
crucis, trisagios, visitas al Santísimo Sacramento, obras de
misericordia espirituales y corporales, mortificaciones interiores y
exteriores, actos de humildad, paciencia, etc.
Sería muy de desear que en las iglesias y capillas públicas hubiera
comunión general por el Papa, el día de Pentecostés, el 29 de junio,
aniversario del martirio de San Pedro y San Pablo; el 8 de septiembre
en que se celebra la natividad de María Santísima y el último día del
año de 1887, aniversario de la ordenación sacerdotal de León XIII.
3. Se invita a la Unión Católica para que celebre en el año próximo
una solemne asamblea en honor del Pontífice reinante.
4. Abrese un certamen literario para recordar lo que debe el mundo al
Papado, a nombre de la autoridad diocesana.
5.º Nómbrese una comisión directiva de los trabajos que requiere la
celebración del aniversario o jubileo sacerdotal de León XIII
compuesta del Pro-Vicario Capitular, don José Ramón Astorga que la
presidirá, del Prebendado don Miguel Rafael Prado, del Presidente de
la Unión Católica, don Abdón Cifuentes, de don Domingo Fernández
Concha y de don Manuel G. Balbontín.
6. Recomendamos a los sacerdotes que instruyan a los fieles acerca de
los deberes que tienen para con el Vicario de Jesucristo y los exiten a
cumplirlos religiosamente, aprovechando para ello la celebración de
este aniversario".
Pero el señor Larraín entregó el mando de la Arquidiócesis al señor
Casanova el 29 de enero de 1887 y el Edicto del señor Larraín de 8 de
diciembre de 1886 quedó como en suspenso por algún tiempo. A fines
del año 1887, el señor Casanova publicó un Edicto en el cual decía:
"Con fecha 8 de diciembre del año pasado el Ilmo. señor Vicario
Capitular en Sede Vacante, don Joaquín Larraín Gandarillas, publicó
un entusiasta Edicto en que se adoptaban oportunas providencias, con
el fin de que la Arquidiócesis cumpliera con su deber de amor y
veneración hacia el Vicario de Nuestro Señor Jesucristo. No pudiendo
por razón de la Santa Visita en que vamos a emplear la mayor parte
del año, atender cual nuestro deber nos exige tan importante asunto,
hemos comunicado al Ilmo.. señor Obispo de Martirópolis para qué
con plenos poderes y una representación nuestra ejecute todo lo
dispuesto en el Edicto a que nos hemos referido y que aceptamos en
todas sus partes".
En consecuencia todas las comisiones nombradas por el señor Larraín
comenzaron a funcionar bajo su dirección con todo entusiasmo,
especialmente la comisión directiva. A mí me toco como de
costumbre ir, de puerta en puerta, a solicitar ofrendas materiales de
nuestras industrias para enviarlas al Pontífice.
Los dueños de todos nuestros grandes establecimientos vinícolas del
país mandaron al depósito preparado al efecto, varios cajones de sus
mejores vinos. Las señoras Francisca, María, Carmen y Felipa Ossa
nos obsequiaron la famosa bandeja de plata, que conservaban como
una preciosidad del mineral de Chañarcillo. Era una gran piedra de
plata pura, que fue estimada en cuatro mil pesos oro y que poco antes
había figurado en la Exposición Universal de Londres, entre las
muestras de los minerales de Chile. Las señoritas Téllez Ossa
obsequiaron también una muestra preciosa del mismo mineral y que
conservaban como una obra de arte ejecutada por la misma naturaleza.
Era una perfecta pluma de ave, blanquísima, de plata pura granulada,
tal como había salido de la mina. No podré olvidar el obsequio que
nos hizo el presbítero, don Ruperto Marchant Pereira. "Les doy, nos
dijo, la única joya que me queda, el cáliz que me regaló mi familia
para mi primera misa.
En nadie puedo emplearlo mejor que en el Papa que lo puede
obsequiar a alguna iglesia pobre". Nos mandaron de Magallanes
varias pieles de guanaco y de plumas escogidas de avestruz.
La colección de minerales era rica; lo mismo la colección de albas y
roquetes o sobrepellices, admirablemente bordados a mano, con
figuras alusivas a los misterios de la religión, obsequiadas por
nuestros monasterios. Toda esa colección de regalos fue remitida por
el señor Larraín al Cónsul de Chile en Roma, para que los entregara al
Papa para la Exposición Vaticana.
Por su parte, la Unión Católica procuró solemnizar esta fiesta del
Pontífice, con una grande asamblea en Santiago y ordenando que los
directorios departamentales de Copiapó, Valparaíso,
Concepción y Llanquihue celebrasen asambleas locales, como lo
hicieron con mucho brillo y gran concurso de gente. El señor Larraín
me nombró presidente de la asamblea de Santiago y presidente de la
comisión ejecutiva en unión con don Domingo Fernández Concha,
don Manuel G. Balbontín, don Carlos Vicente Risopatrón y don
Enrique Richard Fontecilla. La asamblea se celebró el 1.0 de enero de
1888, porque ese fue el día fijado por León XIII para celebrar las
bodas de oro de su ordenación sacerdotal.
En el Boletín de la 4.a Asamblea General de la Unión Católica de
Chile se encuentran recopiladas las fiestas y discursos de las
asambleas celebradas en Santiago, Valparaíso, Concepción,
Copiapó y Puerto Montt. En la de Santiago celebrada bajo la
presidencia honoraria del Ilmo.. Obispo de Martirópolis,
Dr. don Joaquín Larraín Gandarillas, ocurrió un incidente relativo a
mi persona, que tocaré aquí para que mis hijos, a quienes dedico estos
recuerdos, sepan el origen del diploma o título que conservo de
Caballero del Santo Sepulcro. El consta de una carta del entonces
presbítero y más tarde Obispo don Ramón Ángel Jara, que corre
impresa en el Boletín de la 4.a Asamblea, boletín que casi ha
desaparecido tal vez por los pocos ejemplares que se imprimieron.
Esta carta fue leída en la Asamblea por el Vicepresidente de ella, don
José Clemente Fabres y el diploma con la auténtica venía en una caja
que puso en mis manos el señor Larraín. La carta dice así:
Maipo, 31 de diciembre de 1887.
"Señor don José Clemente Fabres,
Santiago.
Distinguido señor y amigo:
"Luego que llegué de Europa, don Abdón Cifuentes me pidió que
cooperara a la Asamblea católica que tendrá lugar mañana en honor
de Su Santidad León XIII. Acepté sin titubear, porque me era grato
tributar un homenaje de cariño al Jefe Supremo de la Iglesia, cuya voz
me parece todavía estar escuchando, y porque tenía un encargo
honroso que cumplir. La reunión de nuestros hermanos en la fe, en el
salón del Círculo Católico, me brindaba para ello la más feliz
circunstancia.
"Inconvenientes de salud han estorbado mi deseo; pero al leer en los
diarios de la mañana que usted había sido nombrado vicepresidente de
la Asamblea, he bendecido las cadenas que me retienen, porque va a
ser usted mi personero, usted mi respetado amigo, en cuya alma
levantada son dueñas de casa la verdad y la justicia. En cumplimiento
de mi deber, escribo a usted y usted hará lo que estime conveniente.
"Hace ocho meses me encontraba en Jerusalén, donde tuve el
consuelo de pasar la Semana Santa. Dos días antes de mi partida fui a
despedirme de Su Excelencia el Patriarca de Jerusalén,
Monseñor Vicente Bracco, hombre distinguidísimo y que había
comprometido altamente mi gratitud.
"En el curso de la conversación Monseñor Bracco me manifestó que
con suma complacencia había sabido por Monseñor Estraniero,
secretrario de la Nunciatura de Viena, que a la sazón se encontraba en
Jerusalén, el alto grado de prosperidad que había alcanzado la
República de Chile y muy en especial las dotes relevantes de trabajo y
de piedad que distinguían a los buenos católicos de mi país. Me
agregó, que en vista de estos datos y, a fin de que se mantuvieran
relaciones estrechas entre Jerusalén, la cuna del cristianismo, y la
nación chilena, había resuelto establecr en nuestra República el cargo
de Procurador de la Orden del Santo Sepulcro, a semejanza de lo que
se había hecho en las naciones más importantes de Europa.
"El Reverendísimo Patriarca terminó estas palabras presentándome el
nombramiento de Procurador extendido en mi favor y las
Constituciones recientemente reformadas por la Santa Sede; recibí
esos pliegos y agradecí tan señalado favor.
"Efectivamente, Monseñor Estraniero había cultivado amistad con
don Manuel José Irarrázabal en la ciudad de Viena, y a este ilustre
compatriota nuestro debía su conocimiento cabal de nuestra patria.
"Entre las facultades anexas al título de Procurador figura la de
presentar al Patriarca de Jerusalén, Gran Maestre de la Orden del
Santo Sepulcro, aquellos sujetos esclarecidos por sus méritos y en
quienes se reunan las condiciones requeridas por la Iglesia para ser
honrados con el título de Caballeros de la Orden del Santo Sepulcro.
"Desde ese instante mi primer pensamiento fue aprovechar el
nombramiento que se me daba para obtener en la misma ciudad de los
sagrados misterios aquella singular recompensa en favor de los
campeones de nuestra fe.
"Muchos nombres queridos se agolparon a mi recuerdo; pero obligado
a elegir uno, pensé que el espíritu de disciplina debía ser mi consejero
y brotó entonces de mi corazón, de mis labios y de pluma, el nombre
de aquel atleta esforzado, designado providencialmente para presidir a
la organización de los católicos de Chile; de aquel hombre de bien que
es noble y modesto, magnánimo y sereno, que apenas tiene fuerzas en
cuerpo, porque se acumularon en su espíritu, que es honra de nuestra
Iglesia y de nuestra patria y a quien todos amamos con singular
cariño; ya usted lo ha adivinado: el señor don Abdón Cifuentes.
"Sin perder un instante de tiempo, me dirigí de nuevo al Palacio del
Patriarca; llevé conmigo la solicitud detallada de los méritos de mi
candidato; se llenaron todos los trámites de estilo y en la mañana del
miércoles de Pascua, una hora antes de abandonar la ciudad de
Jerusalén, el Reverendísimo Patriarca me remitía con su Canciller los
títulos firmados de Caballero de la Orden del Santo Sepulcro en favor
de don Abdón Cifuentes, un extracto de las constituciones y el modelo
de las insignias que le corresponden.
"En ese documento extendido a nombre de Su Santidad León XIII,
dice textualmente el Gran Maestre de la Orden:
"Hemos creído un deber de justicia concederte una digna recompensa,
en cuanto de Nos depende, por tus méritos y tus obras a ti nuestro
muy amado en Cristo, señor Abdón Cifuentes, jurisconsulto
distinguido, por la dignidad de tu condición, por el celo de tu fe
católica, por tu devoción hacia los sagrados monumentos de nuestra
Redención y porque según nos lo atestiguan verídicos testimonios,
realizas empresas ilustres de fe y de piedad en favor de la Iglesia
Santa de Cristo.
"Basta lo dicho para estar cierto de que usted mi señor, y con usted los
hombres de fe, sabrán apreciar esta recompensa, conferida no por un
soberano extranjero, sino por el Vicario de Jesucristo, el Padre de los
fieles; recompensa que lejos de halagar la vanidad humana, engendra
el solemne juramento de defender, aún a costa de la propia sangre, la
verdad de Jesucristo y que confiere la rica gloria de formar parte de
esa guardia de honor creada en torno del monumento más sagrado del
cristianismo, de esa pléyade de caballeros ilustres iniciada por
Godofredo de Bouillón.
"Por eso, como sacerdote, como chileno y como amigo, me felicito de
haber contribuido a que brille sobre el pecho generoso del Presidente
de la Unión Católica la insignia potencial de los cruzados, y doy
gracias a Dios de que sea usted el viejo guerrero de nuestros cuarteles,
el que haga saber a la legión de jóvenes soldados que su jefe ha
recibido, como bueno, honrosa distinción.
"Dentro de una caja, cuya llave será puesta en sus manos, por el señor
Carlos Risopatrón, remito a usted los títulos y demás papeles a que he
hecho referencia. Sírvase decir a la persona que preside la Asamblea
que le suplico humildemente haga entrega de esos documentos al
señor Cifuentes. Nada más justo. Debido a los esfuerzos del señor
Cifuentes, casi todas las ciudades importantes de la República
ofrecerán mañana una corona de respeto y amor al Soberano
Pontífice; pues bien, hagamos que el mismo día reciba él también la
distinción que se le envía desde Jerusalén, en nombre de León XIII, el
jefe de la Cristiandad.
"Dios conceda a usted y a los suyos un año muy feliz, son los votos
con que termina la presente, su Afmo. amigo y capellán.
Ramón Ángel Jara".
CAPITULO XXVI
Extinción de la Unión Católica.- Fundación de la Universidad
Católica.- Fundación del Pensionado de San José Evangelista. Las
elecciones de 1888.- Proyectos de don Manuel Irarrázabal.- La
reforma electoral de 1890.
Realizadas como he dicho, las Asambleas organizadas por la Unión
Católica en Santiago, Valparaíso, Concepción, Copiapó y Puerto
Montt en homenaje al Pontífice León XIII, sobrevinieron las
vacaciones de verano que nos dispersaron a todos. El Consejo General
de la Unión no pudo reanudar sus trabajos hasta el mes de abril de
1888. Su primera medida fue solicitar del Rvdmo. Arzobispo, señor
Casanova, el nombramiento de los seis miembros del Consejo que le
correspondía nombrar, en reemplazo de los que habían terminado su
período de tres años. La comunicación del Consejo quedó como antes,
sin respuesta.
Los consejeros restantes comprendieron que la Unión Católica no
merecía su aprobación y que su reiterado silencio no importaba otra
cosa que su deseo de que la Unión Católica, a la que nunca había
querido cooperar ni con discursos ni siquiera con trabajos históricos ni
menos con su presencia en las Asambleas, dejase de existir. Sin duda
para no hacer tan ostensible ni tan ruda su muerte, se limitó a matarla
de esta manera indirecta, y no por un acto directo de su autoridad,
como un decreto que habría caído como una bomba o un acto
reprobatorio de la totalidad de los prelados, del clero y los católicos de
toda la República que habían tomado parte en los trabajos de la
Unión. No se atrevió a eso y prefirió matarla calladamente.
Pero esta clase de muerte pareció a los consejeros que era morir, como
decía Sancho Panza, de una muerte adminícula y pésima; y el
presbítero don Esteban Muñoz Donoso, que era uno de los consejeros
en funciones, propuso la idea de continuar, a pesar del prelado. Los
demás pensamos que funcionar sin el recurso de los miembros que
debía nombrar el Rvdmo.
Arzobispo importaba hacerlo en contravención de nuestros Estatutos y
que además, siendo nuestra Sociedad una obra eminentemente
católica, no era dable que existiese en pugna con su prelado. Sería la
historia del sarmiento separado de la parra.
La mayoría se resignó a morir, no sin el cuidado de averiguar la causa
de nuestra muerte.
Por entonces circuló entre los dirigentes de la Sociedad la especie de
que Santa María, al presentarlo para la silla arzobispal, le había
impuesto la condición de matar la Unión Católica.
Era Santa María de un amor propio muy susceptible; su soberbia no
podía soportar ninguna palabra o acto que significase hostilidad contra
él. Un simple alfilerazo que se le dirigiese por la prensa lo
descomponía. Así es que los discursos que se pronunciaban contra su
Gobierno en nuestras Asambleas lo tenían irritadísimo a él y a
Balmaceda. De modo que era tan verosímil aquel rumor que muchos
lo tuvieron por cierto. La muerte de la Unión era el cumplimiento de
aquella condición.
Más tarde un amigo me refirió que preguntando al señor Casanova el
porqué de su conducta con la Unión, él había contestado que tenía
instrucciones de Roma para cultivar relaciones amistosas con el
Gobierno. Pero, le observó mi amigo, si usted creía que la Unión era
muy hostil al Gobierno, en su mano estaba suavizarla cuanto hubiese
querido. Según sus Estatutos son los obispos, y especialmente el
Arzobispo los llamados a dirigirla. ¿Por qué no le imprimió otro
rumbo? No recuerdo la contestación que debió ser bien embarazosa.
Sea de esto lo que fuere, el hecho fue que nosotros no quisimos morir
sin dejar alguna obra durable que fuese hija de la Unión Católica. Si
moría la Unión era muy probable que también muriese el Círculo
Católico que funcionaba en la magnífica casa de la Unión Central, la
cual dependía de la Unión Católica. ¿Qué iba a ser de ese palacio? La
Unión Católica era una vvaassttaa red de muchas obras que formaban
una cadena, cuyos eslabones se iban a dislocar. En el vasto edificio
del Círculo Católico éste ocupaba los bajos y las grandes salas de los
altos eran ocupadas por la Unión Católica y el Consejo Departamental
de Santiago. Muerta la Unión y, por lo tanto, este Consejo, ¿para qué
podrían servir esas numerosas salas?
Yo había oído expresar al Ilmo.. señor Valdivieso los deseos que tenía
de fundar una Universidad Católica, para lo cual había comenzado a
reunir algunos recursos que a su muerte eran muy pequeños para tan
magna obra. Propuse a mis compañeros la idea de ir a ofrecer al señor
Casanova los altos de la casa del Círculo Católico para comenzar la
Universidad y toda la casa si la creía necesaria y ofrecerle al mismo
tiempo nuestro empeño personal para buscar limosnas o recursos
pecuniarios para iniciar la Universidad. Así no moriría la Unión sin
dejar una digna hija que la recordase. La idea fue acogida con
entusiasmo y se nombró una comisión compuesta, si mal no recuerdo,
de don Domingo Fernández Concha y don Eduardo Edwards para que
fuese a hacer este ofrecimiento al señor Arzobispo.
En la sesión siguiente, los comisionados nos trajeron la respuesta.
El Rvdmo. Arzobispo los había despachado con cajas destempladas.
¿Qué se han vuelto locos?, les había dicho, ¿ saben ustedes los
inmensos recursos que cuesta una Universidad?
Nuestros comisionados respondieron que desde luego había casa
gratis para que pudiera funcionar y que nosotros nos comprometíamos
a buscar recursos siquiera para los primeros años.
"Pero esas son meras esperanzas, contestó, y aun suponiendo que
ustedes encontraran recursos para uno, dos o tres años, después yo
quedaría en las astas del toro; después sería preciso cerrarla y yo
cargaría con el ridículo. No, esa empresa es irrealizable". Y los
despidió diciéndoles: "busquen primero los recursos y después
hablaremos".
A esto último observé que el señor Arzobispo no fijaba su atención en
que era imposible buscar limosnas para una institución que no existía
y que nadie podía adivinar que llegase a existir algún día; que para
que las donaciones y legados pudiesen venir era indispensable que la
criatura naciese, que los donantes no daban para entes que sólo
estaban en la mente de Dios. Así quedaron las cosas por algunos días,
después de los cuales supimos a punto fijo lo que había sucedido.
Era vicario del señor Arzobispo, el Obispo im-partibus, don Jorge
Montes, condiscípulo y amigo del prelado. Apenas fueron despedidos
nuestros comisionados, el Ilmo.. señor Montes, que había presenciado
la escena entre éstos y el Arzobispo, desaprobó a éste su terminante
negativa para aceptar nuestros ofrecimientos.
"Tratándose de una obra tan meritoria y tan digna de ser meditada, le
había dicho, tocaba al Pastor buscar la cooperación de sus ovejas; pero
aquí vienen las ovejas a ofrecer los servicios al pastor y tú los
despides con viento fresco.
Están cambiados los papeles". " ¿ Pero cómo quieres que me
embarque en una empresa en que de seguro iría a quedar en ridículo?"
"Por lo menos antes de negarte tan redondamente debías consultar el
negocio con algunas personas notables del clero. ¿Por qué no llamas a
unas 10 ó 12 personas y les consultas el asunto?"
Convino en ello el señor Casanova y se citó a una docena de personas,
entre las cuales recuerdo que figuraban: el Obispo don Joaquín
Larraín Gandarillas, el Obispo don Ramón Astorga, el presbítero don
Ramón Ángel Jara, el rector del Seminario, presbítero don Rafael
Eyzaguirre y los rectores del Colegio de San Ignacio y de los
Sagrados Corazones. El señor Arzobispo les expuso el ofrecimiento
que le habían hecho dos comisionados del Consejo General de la
Unión Católica y se extendió largamente en exponer las razones que
tenía para creer irrealizable la empresa por ahora y la grave
inconveniencia de exponer a la Iglesia a un fracaso y a un ridículo.
Fueron en seguida los circunstantes exponiendo su opinión, y resultó
que todos opinaron que debía aceptarse nuestro ofrecimiento y
emprenderse la creación de la Universidad Católica; confiando en que
la Providencia bendeciría la obra y daría los recursos para mantenerla.
Ante esta unanimidad de pareceres, el señor Arzobispo se rindió y
dijo: "Puesto que ustedes quieren, decretaré la fundación de la
Universidad, si el señor Obispo de Martyrópolis, señor Larraín se hace
cargo de acometer la empresa". "Yo estoy a las órdenes del prelado",
contestó el señor Larraín.
Pocos días después, el 21 de junio de 1888, el Rvdmo. Arzobispo
publicó su decreto de fundación de la Universidad Católica de
Santiago, en el cual, después de ocho considerandos, concluía
diciendo:
"Invocando el nombre de Jesucristo Nuestro Señor y bajo la
advocación del angélico doctor Santo Tomás, hemos venido en
nombrar al Ilmo.. Obispo de Martyrópolis, señor Joaquín Larraín
Gandarillas, promotor de tan importante obra, para que con nuestro
acuerdo, estudie y prepare la fundación legal y canónica de la
Universidad Católica de Chile y lleve a efecto desde luego la parte
que fuese posible y por ahora más conveniente, agregando para que le
auxilien en sus trabajos a los presbíteros don Ramón Ángel Jara y don
Alberto Vial y a los señores don Abdón Cifuentes y don Domingo
Fernández Concha".
Nombrada la comisión, el señor Larraín la citó para su casahabitación,
que era la de su hermana, doña Juana Larraín, ubicada en la esquina
oriente sur de la calle Ahumada con la de Huérfanos. La comisión
sesionó todas las semanas en el salón de la casa, sirviendo de
secretario el señor Jara y con asistencia de dicha señora que gustaba
oír nuestras discusiones e iba tomando interés por la obra. Hago
mención de esta circunstancia por lo que paso a referir.
A medida que íbamos celebrando algunos acuerdos para la fundación
de la Universidad, la señora iba cobrando mayor interés por la obra.
Esos acuerdos preliminares están consignados en las páginas 6 y 7 del
primer volumen de los Anales de la Universidad. A más de esos
acuerdos la comisión redactó un formulario de las diversas maneras de
ayudar a la fundación y mantenimiento de la Universidad,
estableciendo diversas categorías de donantes, sea por donaciones
entre vivos o sea por asignaciones testamentarias. Este formulario está
agregado desde la página 82 hasta la página 85 del primer volumen de
los Anales. Pues bien, cuando discutíamos este formulario, en el cual
se daba cabida a las asignaciones testamentarias, fui testigo de lo
siguiente:
La señora Juana Larraín dijo a su hermano el Obispo:
"Mira, Joaquín, te quiero pedir un servicio. Tú sabes que mi
testamento es de dos palabras; te dejo de mi heredero universal
. Pues bien, sin necesidad de renovarlo, te pido que goces de esta casa
y de su mobiliario, que es todo lo que tengo, durante tu vida y que
después de tu muerte pase al Diocesano para la Universidad".
"Perfectamente, respondió el señor Larraín; cumpliré tus deseos con
toda fidelidad". Y así los cumplió en efecto.
Esos bienes pasaron a la Universidad, después de la muerte del señor
Obispo. Esa casa solariega de la familia Larraín dejada a la
Universidad fue vendida años después por el actual Arzobispo, señor
González Eyzaguirre, al Banco de Chile, en millón y medio de pesos,
capital que sirve al sostenimiento de la Universidad.
Entre los acuerdos celebrados por la comisión fue uno el de organizar
una solemne Asamblea el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la
Santísima Virgen, para dar a conocer a los católicos los fines que se
proponía la Universidad Católica; y celebrar en la iglesia catedral, al
día siguiente de la Asamblea una misa solemne de pontifical con Te
Deum y discurso sagrado, para impetrar sobre la Universidad Católica
las bendiciones del cielo. Una y otra fiesta resultaron magníficas.
La Asamblea que tuvo lugar en el vastísimo salón del Círculo
Católico, a las 2 P. M. fue grandiosa por el número y calidad de la
concurrencia. Allí usaron de la palabra el Ilmo..
señor Obispo don Joaquín Larraín Gandarillas, primer rector de la
Universidad; don Ramón Ángel Jara, primer secretario general de la
misma; don José Clemente Fabres, don Juan Agustín Barriga, don
Francisco Concha Castillo y yo.
Se recordará el empeño que puse en los últimos meses de mi
Ministerio por introducir en los liceos fiscales la enseñanza de la
química, física y mecánica aplicadas a las diversas industrias, para
difundir los conocimientos industriales, que es lo que este país nuevo
necesita para explotar sus riquezas y proporcionar a la juventud
medios adecuados para ganar su subsistencia, alejándola así de la
peste de la empleomanía y de la tendencia única de nuestra
instrucción oficial a la enseñanza literaria, que entre nosotros no da
para ganar el pan, sino para crear parásitos y zánganos de la colmena
social. Se recordará también como mi salida del Ministerio frustó este
importante propósito.
A pesar de eso en mis relaciones privadas continué abogando y
propagando esta idea de dar a nuestra enseñanza una dirección más
práctica para aumentar nuestra riqueza privada y, en consecuencia, la
pública.
Ahora bien, en las discusiones de nuestra comisión sobre la enseñanza
de nuestra Universidad, yo aproveché la ocasión para insistir en mi
idea favorita de la enseñanza industrial. De ahí nacieron tres de
nuestros acuerdos: 1.° Crear en la Universidad una facultad de artes e
industrias; 2.° Abrir en el próximo año un externado literario
comercial; 3. ° Tomar bajo la protección de la Universidad la Escuela
Industrial que se establecería en el Asilo de la Patria. Al mismo
tiempo, al tratarse de los discursos que debían prepararse para la
Asamblea del
8 de septiembre, el señor Larraín me dijo: "A usted que ha sido el
propagandista de la enseñanza industrial, le toca el discurso sobre este
tema". Y así sucedió; ese fue el tema de mi discurso.
Y ese ha sido también mi constante empeño durante mi profesorado
en dicha Universidad.
Así, por ejemplo, no existía en la Universidad del Estado ningún curso
de arquitectura. El que yo establecí durante mi Ministerio se había
clausurado. Una de mis primeras diligencias fue que se creasen los
cursos de arquitectura, de donde han salido tantos arquitectos
distinguidos y donde tantos jóvenes han adquirido en poco tiempo una
profesión honrosa y lucrativa. Al fin de muchas diligencias logré que
se estableciese una clase de química, aplicada a las industrias, que
más necesarias son en nuestro país. En seguida, notando la carencia
absoluta que había entre nosotros de los que en Europa se llaman
maestros de obras y que son tan indispensables en todo género de
contrucciones, logré que se creasen los cursos de subingenieros, que
previos ciertos conocimientos preparatorios, en dos años, pueden
habilitarse para ganar honrosamente la vida. Se han graduado ya más
de 70 subingenieros, todos los cuales han encontrado colocaciones
lucrativas.
En la Asamblea inaugural de la Universidad se designó una comisión
de sacerdotes y caballeros destinada a buscar recursos para el
sostenimiento de la obra, de la cual me nombraron presidente. El
primero a quien fui a pedir esta limosna fue al señor Manuel José
Irarrázabal, el cual me dijo que siguiendo el ejemplo de los ingleses a
él le gustaría dotar la enseñanza de un ramo, por ejemplo, el de
Derecho Público Constitucional, cuya ignorancia era tan general en
Chile y me preguntó cual debería ser la remuneración del profesor.
Díjele que no teniendo los profesores de nuestra Universidad ni
premios ni jubilación sería una dotación bien modesta la de 1,500
pesos anuales. Entonces me dijo: "Está bien: extenderé una escritura
pública a favor del Diocesano, obligándome a darle mil quinientos
pesos anuales, durante 20 años, es decir, 30,000 pesos": Así lo hice
mandando extender dicha escritura. En seguida, me dirigí al señor don
Maximiano Errázuriz, el que se obligó a dar 10,000 pesos por cada
uno de sus cinco hijos, es decir,
50,000 pesos. Por estos días, estaba gravemente enferma doña Rita
Cifuentes, que me había tomado gran cariño por mis trabajos en la
Unión Católica y me llamó para que le redactara legalmente su
testamento.
Dirigíle una exhortación a favor de la Universidad, a la cual dejó un
legado de 50,000 pesos, que por su muerte que tuvo lugar muy luego,
se convirtieron en 58,000 pesos en virtud de una disposición que la
señora dictó en favor de todos los legatarios.
En seguida, acompañado del presbítero don Alberto Vial Guzmán, me
eché a mi antigua y acostumbrada tarea de ir a mendigar, de puerta en
puerta, la limosna de los católicos para la nueva obra. Sea porque la
tarea era de suyo antipática y odiosa, sea porque ya los donantes me
habían cobrado miedo, el hecho es que en muchas partes, en
divisándonos se nos negaban y era preciso volver tres y más veces
hasta sorprenderlos de improviso. Ahí comenzaban nuestras
exhortaciones, que muchas veces resultaban inútiles. En otras partes
nos despedían con malos modos; en pocas obteníamos frutos,
subscripciones de mil y dos mil pesos, que el tesorero, don Guillermo
Eyzaguirre, depositaba en el Banco Santiago. La tarea resultaba tan
fatigosa que al cabo de dos o tres semanas, el señor Vial me dijo:
"Esta no es conmigo, no he nacido para esta lucha, no puedo más" y
me abandonó, a pesar de mis bromas sobre la sulfuración que le
producía la tacañería de algunos prójimos ricos. Tenía la epidermis
más delicada que yo por la falta de costumbre. Esta había encallecido
la mía.
Abandonado por el señor Vial, busqué por compañero al joven
abogado, don Silvestre Correa, el cual me acompañó en estas
excursiones cotidianas por más de mes y medio, hasta que también me
abandonó para entrar de novicio en la Compañía de Jesús, donde
profesó después. Pero nuestra tarea antes de concluir el año 88, no
había sido estéril; habíamos logrado reunir como 350,000 pesos en
donaciones de a mil pesos, de a dos mil y de más. De donaciones
mayores, recuerdo que don Vicente Ruiz Tagle firmó a favor del
Arzobispo para el sostenimiento de la Universidad una escritura por
cincuenta mil pesos, pero con la condición de ir pagándolos por
anualidades.
Don Enrique Deputrón se obligó a dar mil pesos todos los años hasta
enterar diez mil pesos. Don Luis Pereira nos dio cinco mil pesos. En
suma, la Universidad pudo contar, como he dicho, con 350,000 pesos.
Yo no me contenté con eso y durante el año 89 me propuse destinar
dos días a la semana para conseguir de los accionistas de la Sociedad
Unión Central, que eran dueños del palacio en que iba a funcionar la
Universidad, que cediesen sus acciones al Arzobispado para dicha
institución, por escritura pública. Comencé yo por cederle las dos
acciones que tenía y comencé mi campaña que duró todo el año 89.
Me costó tanto o más que conseguir dinero. En el acto que un
accionista consentía en ceder su acción, me iba a la notaría y hacía
otorgar la correspondiente escritura, haciéndola llevar a casa del
cedente para que la firmase y al señor Arzobispo para que aceptase la
donación. Estos trámites eran un apéndice de lo que costaba conseguir
la cesión, a lo cual se agregaba el otro apéndice del pago de las
escrituras con que cargaba yo, porque Memerias 273 no era posible ni
mencionar siquiera este apéndice a los donantes, hasta que el señor
Larraín, rector ya de la Universidad, se percató de este gravamen que
yo me estaba imponiendo y me ordenó que en adelante le pasase la
cuenta de las escrituras que se fuesen firmando. El hecho fue que
conseguí la cesión de 149 acciones de mil pesos cada una. Una buena
parte de los accionistas que vi se negaron a ceder las suyas con
diversos pretextos.
Entre esos pretextos no dejó de figurar alguna vez la cargosidad con
que yo volvía a majaderear a los mismos generosos donantes para
tantas obras como habíamos emprendido, a lo que se agregaba que
durante largos años, cada vez que sobrevenían las elecciones, era de
cajón que el partido conservador me nombrase en comisión con don
Ladislao Larraín o con don Ramón Santelices o con algún otro para
colectar fondos para las elecciones. De modo que era de regla que yo
fuese de los legos limosneros del partido. Cuando yo repaso en mi
memoria estas numerosas jornadas que me han costado tantas
vergüenzas y fatigas en que he gastado paciencia, razonamientos y
súplicas, espero que por ello Dios me ha de perdonar muchos de mis
pecados, porque todo lo hice siempre por su santa causa y la de su
Iglesia.
Ya, entretanto, con la grandiosidad de la Asamblea de 8 de septiembre
del 88 y con los fondos ya reunidos, se le fue pasando al señor
Arzobispo el miedo al ridículo que lo había atormentado y se prestó a
solemnizar la Asamblea reunida el
31 de marzo de 1889 para inaugurar los cursos de la Universidad que
debían iniciarse el día siguiente, 1.0 de abril. La fiesta comenzó por
una misa pontificada en la catedral por el Ilmo.. Obispo de
Martyrópolis, señor Larraín, que era el verdadero constructor y piloto
de la nave, misa en la cual pronunció un notable sermón, alusivo a la
Universidad, el presbítero don Esteban Muñoz Donoso. A la una de la
tarde se inauguraba la Asamblea en el gran salón del Círculo Católico,
presidida por el Rvdmo. Metropolitano.
Se abrió la sesión invocado al Espíritu Santo con el Veni Creator. En
seguida el señor Arzobispo pronunció un hermoso discurso alusivo al
acto, después de lo cual se leyó el decreto del prelado, de 29 de marzo
de 1889, por el cual nombraba rector de la Universidad al Ilmo..
Obispo de Martyrópolis; vicerrector al presbítero don Rodolfo
Vergara; al presbítero don Ramón Ángel Jara, secretario general y
profesor de Derecho Canónico; a mí, profesor de Derecho
Constitucional; a don Luis Barros Méndez, profesor de Derecho
Natural; a don Alejandro Méndez, profesor de Derecho Romano; a
don José Miguel Irarrázabal y a don Enrique Richard, profesores de
Código Civil; a don Juan Agustín Barriga, profesor de Derecho
Internacional; a don Enrique Egaña, profesor de Código Penal; a don
Ventura Blanco, profesor de Derecho Administrativo; a don Joaquín
Echenique, profesor de Aritmética, Algebra científica y
Trigonometría; a don Luis Alberto Domínguez, profesor de Geometría
práctica y Geometría analítica; y a don Alberto Llona, profesor de
Dibujo lineal y geométrico. Se nombró igualmente a don Francisco de
Borja Gandarillas, director del Externado Literario y Comercial de
San Rafael y subdirector al presbítero don Francisco Hevia.
Concluída la lectura del decreto, toda la concurrencia se puso de pie
para presenciar el acto solemne de la Profesión de Fe de los superiores
y catedráticos de la Universidad arrodillados alrededor de una mesa y
sobre ella un crucifijo y el Libro de los Evangelios. Después del acto
de la Profesión de Fe que se llevaba redactado y que todos firmaron,
el Deán de la catedral de Concepción, don Domingo Benigno Cruz,
pronunció un magistral discurso; al día siguiente, 1.o de abril, se
inauguraron todos los cursos.
Entre las obras que había creado la Unión Católica en 1885 debo
mencionar el Pensionado de San Juan Evangelista para jóvenes de
provincias que vienen a Santiago a cursar estudios universitarios. Yo
que con otros hermanos, había venido de San Felipe a hacer todos
nuestros estudios de humanidades y de leyes en Santiago, había
palpado todos los inconvenientes con que tropiezan los provincianos
en la capital, durante los largos años de estudio. Nosotros gracias a los
recursos especiales que nos proporcionaba nuestro padre y a la suerte
que tuvimos de encontrar apoderados respetables y celosos como lo
fueron don Carlos Risopatrón, que era profesor del Instituto y don
Carlos Infante, pudimos escapar a muchos peligros. Pero no sucedía
así con la generalidad de los provincianos encomendados a manos
mercenarias, de las cuales muchos volvían al seno de su familia
perdidos de alma y cuerpo.
Conversando sobre este tema con don Ramón Ángel Jara, lleno este
ilustre sacerdote de evangélico ardor por la salvación de las almas,
especialmente de la juventud estudiosa, tomó a pechos la idea de
fundar un pensionado, donde estos estudiantes de provincias pudiesen
encontrar un hogar cristiano, donde pudieran preservar sus costumbres
y su fe de los peligros que de ordinario los rodean, la ausencia de la
familia, la soledad y las malas compañías. De los datos que tomamos,
resultaba que había en Santiago, cerca de 800 provincianos que hacían
sus estudios de la Universidad del Estado. Como la mitad de ellos
vivían en casas particulares agregados a familias más o menos
respetables; pero la otra mitad en pensiones pobres, cercanas de la
Universidad del Estado en las calles de San Carlos, del Instituto y de
San Francisco, pensiones que eran verdaderas escuelas de
inmoralidad. Esto movió al señor Jara a organizar en el acto un
Pensionado Universitario bajo su misma dirección y montado en las
mejores condiciones que le fue posible, con recursos que obtuvo de
algunos católicos. La Junta promotora de la Universidad Católica,
juzgando que ésta y el Pensionado eran dos instituciones que debían
ligarse estrechamente, resolvió tomar el Pensionado bajo la protección
de la Universidad y preparó en los dos pisos situados sobre los
almacenes de la calle Ahumada, que la Unión Central había
construido al costado oriente del Círculo Católico, un vasto local para
un centenar de estudiantes, donde funcionó el Pensionado de San Juan
Evangelista que se comunicaba interiormente con la Universidad por
una escalera excusada.
Al mismo tiempo que la Universidad, comenzó a funcionar el
Externado Literario Comercial con 32 alumnos pequeños que
formaban el año preparatorio y el primer año de humanidades.
El presbítero don Francisco de Borja Gandarillas era rector del
establecimiento y el presbítero don Francisco Hevia su vicerrector.
Este colegio comenzó en la casa que fue la habitación del Ilmo..
Obispo don Rafael Valentín Valdivieso, en la calle de Santa Rosa,
casa que proporcionó gratuitamente el Obispo de Martyrópolis, señor
Larraín, a quien pertenecía. Este establecimiento que debía formar con
el tiempo la facultad de humanidades de la Universidad Católica, se
trasladó después al Convento de San Agustín, que arrendó con ese
objeto a la Universidad uno de sus claustros. En este local arrendado
permaneció algunos años hasta que el señor Arzobispo Casanova hizo
construir en la Alameda, en la esquina poniente de la manzana en que
se está contruyendo el nuevo edificio de la Universidad, un local
adecuado, donde se trasladó el colegio con el título de Instituto de
Humanidades.
De la misma manera, la Junta promotora de la Universidad una de las
primeras cosas en que pensó fue en fundar una escuela industrial
llevada del deseo de dar a la instrucción una dirección más práctica y
útil que la de la enseñanza literaria, para la mayoría de los estudiantes,
que de ordinario pertenecen a las clases desheredadas de la fortuna.
En éste, que venía siendo mi tema favorito, me acompañaba con
entusiasmo don Domingo Fernández Concha, que era uno de los cinco
miembros de la Junta. El se ofreció para ponerse a la cabeza de la
escuela industrial, para la que depositó desde luego una donación de
10,000 pesos y ofreció formar una sociedad con un capital de 100,000
pesos. Pero como se proponía encargar algunas maquinarias a Estados
Unidos, creía necesario determinar luego la creación del
establecimiento, porque las maquinarias tardarían en llegar. Con este
objeto se solicitó del Arzobispado dicha creación aun antes de
celebrarse la Asamblea del
8 de septiembre, en que debía inaugurarse la Universidad, contando
con los fondos ofrecidos por el señor Fernández Concha.
Así fue que el Arzobispo decretó la fundación de la Escuela de Artes
y Oficios en el Asilo de la Patria el 3 de agosto de
1888, nombrando rector de ella al presbítero don Ramón Ángel Jara,
que era el director del Asilo de la Patria y era al mismo tiempo nuestro
secretario de la Junta.
Ningún local más adecuado para el objeto que la extensa propiedad
del Asilo, que pertenecía al Diocesano de Santiago, en la cual el
fundador del Asilo para los huérfanos de la Guerra del Pacífico, don
Ramón Ángel Jara ya no podía sostener el establecimiento por haber
agotado en él todos sus recursos y porque el Gobierno, olvidando
todos los deberes de la gratitud nacional, para con dichos huérfanos,
retiró al establecimiento toda subvención. De modo que la Escuela
Industrial vino a servir a los mismos asilados. Pero como las
maquinarias no quedaron instaladas, sino en mayo de 1889, dicha
escuela propiamente industrial no comenzó a funcionar, sino en junio
de 1889.
Todos los detalles relativos a la fundación de la Universidad Católica
y de sus establecimientos anexos se encuentran en el primer tomo de
los Anales de la Universidad Católica de Santiago.
El año 89 lo consagré a mi profesión de abogado, a mi cátedra de
historia en el Instituto Nacional, a mi cátedra de Derecho Público
Constitucional en la Universidad Católica y al fomento del Círculo
Católico, donde dábamos conferencias literarias acompañadas de
conciertos musicales, a los cuales asistía una lucida concurrencia de la
mejor sociedad de Santiago.
Estas fiestas sociales celebradas en el regio salón del Círculo ofrecían
a las señoras y a los caballeros, no menos que a nuestra juventud, el
centro más distinguido, más intelectual y más ameno de nuestra
capital. Le oí una vez decir a Augusto Matte, que en religión y en
política era nuestro rudo adversario y que asistía, sin embargo, a
nuestras fiestas: "Este palacio y estas fiestas literarias musicales son la
joya de Santiago".
Nuestro Arzobispo había ido a Roma a efectuar la visita ad-limine
apostolorum y regresó a Chile en abril de 1890. La Universidad le
ofreció como homenaje de bienvenida un acto literario musical
aprovechándolo al mismo tiempo para distribuir los premios
merecidos por los alumnos en el primer año escolar de 1889. La fiesta
tuvo lugar en la tarde del 27 de abril de 1890 y en ella hicieron uso de
la palabra el vicerrector, don Rodolfo Vergara, el alumno don Felipe
Urzúa Astaburuaga y yo.
Vuelvo un poco atrás para hablar algo de política. Desde que
Balmaceda subió a la Presidencia, tomó a pechos la unificación de la
familia liberal, procurando atraerse los importantes grupos liberales y
radicales que habían combatido su candidatura.
Estos que no estaban acostumbrados a vivir en la oposición y sentían
la nostalgia del poder, fueron poco a poco plegándose al Gobierno.
Sin embargo, la unión de la familia liberal no parecía ni sólida ni
estable. Entre liberales, radicales y montt-varistas debía existir algún
espíritu de predominio o de intereses y ambiciones particulares
encontradas o bien había en el Presidente Balmaceda algunos defectos
de carácter, el hecho es que se notaba en la familia liberal cierta
anarquía que ponía obstáculos a su sólida unión. Los Ministerios se
sucedían unos a otros con mucha rapidez y en ellos se barajaban y
combinaban los liberales de los diversos matices sin que ningún
gabinete lograse asentar pie en tierra firme y segura. Parece que vivían
sobre una tembladera. Balmaceda, entretanto, aprovechando las
riquezas que nos dejaban las salitreras del norte, trataba de deslumbrar
al país con grandes construcciones de ferrocarrilles, de escuelas
modelos, de la canalización del Mapocho, etc., es decir, con progresos
materiales; que en cuanto a los morales esos seguían la turbia
corriente que les había impreso Santa María.
Se acercaban las elecciones que debían verificarse en marzo de 1888,
en la cual, como era costumbre, los congresales deberían ser
nombrados por el Gobierno y no elegidos por el pueblo. Pero
Balmaceda introdujo en ellas una novedad. Se recordará que Santa
María procuraba no dejar salir un solo opositor, quería tener un
Congreso de una sola pieza, nombrado por su voluntad soberana.
Quiso tener un grupo de oposición, pensando que cuando no hay
enemigos al frente, se rebaja la disciplina de las tropas amigas. No
habiendo guerra con el enemigo. viene la guerra intestina.
En los primeros días de enero de 1888, don Adolfo Ibáñez,
Ministro de Balmaceda, fue a Quillota a conferenciar con Zorobabel
Rodríguez, uno de los cinco miembros de la Junta Ejecutiva del
Partido Conservador, y le dijo a nombre de S. E.
el Presidente: "Que Balmaceda no quería hostilizar al partido
conservador(que era el único partido de oposición, porque toda la
familia liberal estaba en el Gobierno); que deseaba que ese partido
tuviese en la Cámara alguna representación y que el Gobierno estaba
dispuesto a que se eligiesen aquéllos, cuyos nombres llevaba en una
lista que presentó a Rodríguez. Rodríguez contestó que la Junta
Ejecutiva de su partido estaba en Santiago y que sin su consulta él no
podía responder; pero que eso no obstaba para que él diese su opinión
personal desde luego, la cual era: que no reconocía en el Gobierno la
facultad de determinar el número de diputados de su partido y mucho
menos la de nombrarlos; que ese era el derecho de los pueblos y que

él no podía prestarse a ese eterno escamoteo del derecho electoral del
país. Ibáñez suplicó, sin embargo, a Rodríguez que viniese a Santiago
a consultar a la Junta, agregando muchas consideraciones contra los
que llamaba escrúpulos de Rodríguez.
Este vino a Santiago a consultar a la Junta y nuestra contestación fue
idéntica a la de Rodríguez. Rechazamos la propuesta
.
¡Asómbrese el lector y aprenda a saber cómo se hacían las elecciones
en aquellos tiempos!, a pesar de nuestro rechazo salieron elegidos
diputados los mismos de la lista de Ibáñez y no salimos los candidatos
que trabajamos en esos mismos departamentos o en otros. Por
casualidad y por una componenda de los partidos de Talca, logramos
sacar un solo senador, don Manuel José Irarrázabal que después de
cuatro o cinco años de viajes por Estados Unidos y por los países de
Europa, estudiando sus leyes electorales y municipales, se había
consagrado a las tareas agrícolas en su fundo de Pullally. El año 89
nuestros diputados se pusieron al balcón, sin hacer oposición y
dejaron que los diversos grupos de la familia liberal se arañasen y
disputasen el predominio en los Consejos de Gobierno.
Entretanto, se había presentado a la Cámara un proyecto de reforma
de la ley electoral nuestra. Ningún hombre público había trabajado
más en Chile desde 1874 en favor de la libertad y corrección de las
elecciones que el señor Irarrázabal. Merced a sus esfuerzos se obtuvo
que en la ley de ese año se colocase el poder electoral en manos de los
mayores contribuyentes de cada departamento, substrayéndolo de las
municipalidades que eran independientes y meros instrumentos del
Ejecutivo.
Pero esta saludable reforma fue completamente falseada por las
iniquidades de Santa María, haciéndose una miserable chacota de las
elecciones con contribuyentes falsos y encarcelando o secuestrando a
los contribuyentes verdaderos.
Las memorables campañas del señor Irarrázabal a favor del voto
acumulativo para dar representación a las minorías y contra el
proyecto del Código Penal presentado por el Gobierno en
1874 y las siguientes en favor de las incompatibilidades judiciales y
parlamentarias en 1880 para la conveniente separación e
independencia de los poderes públicos, lo habían constituído en la
primera figura política de nuestro Congreso. Ningún hombre público
había ejercido en esos años una influencia política más considerable,
ni más legítima, ni más benéfica en favor de las libertades públicas.
En 1883 emprendió nuevos viajes por Estados Unidos y Europa, con
el propósito de estudiar a fondo las leyes de municipalidades y leyes
electorales de esos países en que había que averiguar el porqué en
Chile no habíamos tenido nunca verdaderas elecciones. En Estados
Unidos permaneció dos años; pagaba espléndidamente un compañero
instruído y dondequiera que había elecciones de municipales,
diputados o de otros funcionarios, allá iban, estudiando la ley electoral
respectiva y presenciando la práctica de ella. Por la noche, hacían sus
comentarios y sus observaciones que el señor Irarrázabal anotaba por
escrito. El año 85 me vine desde Llay-Llay hasta Santiago con un
caballero norteamericano, que desempeñaba en Chile un cargo del
Gobierno de su país. Me preguntó si conocía al señor Irarrázabal y
como le contestase que le conocía mucho, me refirió entonces que a él
le había pagado un buen sueldo para que lo acompañase en aquellas
excursiones y estudios electorales
; pero que no le había acompañado más que un año, que lo había
fatigado mucho; porque el señor Irarrázabal trabajaba de día y de
noche, era incansable para el estudio y él se había aburrido, de modo
que aunque el sueldo era bueno y los viajes entretenidos, al fin me
cancé y lo abandoné. Entonces tomó de compañero al Cónsul de Chile
en Nueva York que era persona muy instruida. "No he conocido, me
agregó, un hombre más estudioso que el señor Irarrázabal y puedo
asegurarle que no habrá en mi país un hombre público que conozca
como él la legislación política de los Estados Unidos".
Con el mismo interés y el mismo tesón recorrió después los diversos
países de Europa, estudiando su legislación electoral, de modo que
adquirió sobre la materia una erudición inmensa, como la dio a
conocer en sus debates sobre la Comuna Autónoma, verdadero
monumento de sabiduría en nuestros anales parlamentarios. Nunca se
habrá defendido en nuestro Congreso una cuestión tan trascendental
con más acopio de antecedentes y de razones. Los magistrales
discursos del señor Irarrázabal en esa materia forman un grueso
volumen digno de un profundo estudio.
Como he dicho antes, en el curso de las sesiones del 88 y del 89 se
ventilaba en la Cámara de Diputados la reforma de la ley electoral y a
fin de apresurar su realización se había logrado organizar una
comisión mixta de diputados y senadores que estudiase y propusiese
las reformas anheladas. A esa comisión perteneció el señor Irarrázabal
y allí comenzó formular su plan de reformas. Según él, debía
abandonarse la base de los mayores contribuyentes que había
fracasado por completo mediante los abusos del Gobierno, abusos que
continuarían, porque ese poder nacía y moría en pocos días, no era un
poder estable y constante y, por consiguiente, se prestaba a las
suplantaciones groseras de que había sido víctima, y que, como lo
acreditaba la experiencia de todos los países cultos, el poder electoral
debía radicarse en las municipalidades; pero no en las
municipalidades dependientes del Ejecutivo, como eran antes, sino en
municipalidades perfectamente autónomas e independientes de todo
otro poder.
Esta novedad para todos los otros miembros de la comisión los cogía
tan de sorpresa que lo creyeron una ilusión peligrosísima.
Eso, dijeron, no es una reforma política, sino una reforma social, para
la cual el país no está preparado. Que los asuntos locales sean
dirigidos por la autoridad local y no por el Gobierno supremo, como
se había hecho siempre; que las contribuciones de los predios e
industrias de cada comuna fuesen administradas por la autoridad
comunal y no por el Gobierno; que se empleasen esos fondos en las
necesidades de otras localidades, como se había hecho siempre, les
parecía un escándalo, una revolución inaceptable. Todos los esfuerzos
del señor Irarrázabal para demostrar que eso se practicaba en los
países más prósperos y libres se estrellaron en la ignorancia de sus
colegas. Entonces fue cuando se resolvió a abrir en el Senado un
debate público y solemne sobre la Comuna Autónoma, pronunciando
su primer discurso el 4 de noviembre de
1889.
Estos debates se prolongaron hasta principios de enero de
1890, exitando en la prensa y en el público el más vivo interés, no tan
sólo por la novedad e importancia del asunto, sino por las
abrumadoras demostraciones del orador.
Al Ministerio presidido por Donoso, que se había mostrado algo
favorable a las ideas de Irarrázabal, había sucedido el presidido por
Mariano Sánchez Fontecilla que las rechazaba como una utopía y
como un peligro. Lo único que Irarrázabal consiguió del Ministro fue
la promesa de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias en
marzo para seguir tratando el asunto de la Comuna Autónoma. Pero
esa promesa era tan ilusoria, dada la vertiginosa rapidez con que se
cambiaban los gabinetes, que el senador Fabres le preguntó: "
¿ Espera su señoría estar presidiendo el Ministerio para marzo?" "S. E.
el Presidente, contestó el Ministro, considera tan afianzada la
situación política que espera concluir su Gobierno con el actual
Ministerio". "Pues yo no lo creo, replicó Fabres, porque yo leo en
estos muros el Mane, Thecel, Phares del festín de Baltasar; que los
días del Ministerio están contados y que su herencia será dividida
entre medos y persas". La profecía provocó la risa de Ministros y
senadores; pero la profecía se cumplió.
Si mal no recuerdo, el Gobierno clausuró las sesiones extraordinarias
del Congreso el 20 de enero de 1890, pocos días después de la
profecía. Pues bien, esa misma noche del 20 Balmaceda pedía a
Sánchez Fontecilla su renuncia y la de todo el Ministerio. A este
propósito vaya un recuerdo gracioso.
Siendo Eduardo Matte, Ministro del Culto, en el Ministerio Donoso,
había prometido al Cura de San Lázaro, don Luis Enrique Izquierdo,
hoy en día Obispo de Concepción, unos diez mil pesos para la
conclusión de su iglesia parroquial. Fue varias veces el señor Cura al
Ministerio por el decreto de los diez mil pesos; Matte se disculpaba de
varias maneras y como el señor Izquierdo le rogase que no dejara
pasar el tiempo, porque el día menos pensado podía cambiarse el
Ministerio, Matte, le contestó: "No tema eso, señor Cura, porque
Balmaceda nos ha asegurado que terminará su Gobierno con nosotros
y ya ve que para eso faltan cerca de dos años". A los pocos días caía el
Ministerio y subía el de Sánchez Fontecilla.
Quejóse el señor Izquierdo a Matte de no haber extendido él el decreto
de marras y Matte le contestó: "Cierto que Balmaceda nos la jugó;
pero yo le he rogado a Castellón, que me ha sucedido en la cartera del
Culto, que cumpla la promesa mía de los diez mil pesos y él me ha
prometido cumplirla. Déjelo que se imponga un poco de la cartera y
vaya en seguida a reclamarle la promesa". Dejó el señor Izquierdo
pasar el mes de noviembre y en diciembre fue a rogar a Castellón le
decretara los diez mil susodichos. Castellón le dijo que los negocios
políticos le habían absorbido todo su tiempo y no había podido
imponerse todavía de los asuntos del Culto; pero que contase con el
dinero, porque se lo había prometido a Matte.
Volvió el señor Izquierdo después de 15 días y Castellón se excusó
con que no había podido hablar con el Presidente sobre este asunto,
pero que contase con seguridad con el dinero, porque ya había
averiguado que había dinero de sobra en la partida correspondiente.
Pero las semanas pasaban y el decreto no salía. A mediados de enero,
volvió el señor Izquierdo a cargosear al Ministro y éste un poco
enfadado le dijo: " ¡ Qué curita tan apurón ! ¿No le he dicho que su
dinero está seguro?"
"Y si sobreviene algún cambio de Ministerio. ¿No le puede suceder a
su señoría lo que sucedió al señor Matte?" "No lo tema, señor Cura:
hoy mismo nos ha dicho el Presidente que su deseo es terminar su
Gobierno con el actual Gabinete. Pero para su mayor satisfacción voy
a dar orden de extender el decreto; y llamó a un oficial y dio la orden.
Vuelva usted dentro de tres o cuatro días y ya estará firmado y
tramitado".
Creo que era 21 de enero y el señor Izquierdo se plantó en el
Ministerio desde las diez de la mañana. El decreto estaba redactado y
se habían hecho todas las copias y transcripciones del caso; sólo
faltaban las firmas del Presidente y Ministro. El señor Izquierdo se
propuso esperar al Ministro hasta recoger las firmas. Dieron las 11,
dieron las 12 y el Ministro no llegaba. A las 12 y media se apareció el
subsecretario con la noticia de que el Ministro había renunciado por la
mañana, a indicación del Presidente en la noche anterior y los
Ministros habían resuelto no volver a la Moneda. Y cuentan que el
subsecretario agregó: "Y vean ustedes: Castellón había mandado
hacer un frac nuevo para las recepciones oficiales y el sastre no
alcanzó a entregárselo".
Esta frase de Balmaceda, de terminar su Gobierno con el Ministerio
en funciones, quedó legendaria. Recuerdo que durante el Ministerio
Prats-Tocornal, en el mes de agosto de
1890, conversando Tocornal con Eduardo Matte sobre las dificultades
de su Ministerio, aquél dijo a éste: "No hay cuidado sobre nuestra
estabilidad, porque Balmaceda nos ha repetido que está resuelto a
concluir su Gobierno con nosotros". A
lo que Matte, contestó: " ¿Eso les ha dicho? Entonces hoy mismo
prepare su maleta. Esté usted cierto que tiene decretada su muerte". Y
así sucedió. El Ministerio Prats-Tocornal no pudo sostenerse, sino
unos pocos días. Estas frases presidenciales acusaban en la familia
liberal un malestar profundo que obligaba al Presidente a contenerla
con estos cambios frecuentes y revelan en Balmaceda una ligereza y
una informalidad bien impropias de su cargo.
El hecho es que estas seguridades, indignas de un hombre serio, que
daba a sus gabinetes sucesivos, fueron engendrando en ellos un
fermento de oposición que hervía en el Congreso y estaba próximo a
estallar. Ya antes de marzo del 90, la Comisión mixta de senadores y
diputados invitó al señor Irarrázabal que estaba en el campo, a que
viniera a Santiago para tratar de la Comuna Autónoma y de la ley
electoral. El señor Irarrázabal que al cerrarse el Congreso y al
cambiarse el Ministerio, creía haber perdido toda esperanza, vino a
Santiago y se encontró nada menos que con que la Comisión lo eligió
su presidente, lo que equivalía a darle un voto de confianza y de
asentimiento a sus ideas. La decoración había cambiado por completo.
Se nombró una subcomisión presidida por el señor Irarrázabal, para
que elaborase un proyecto de ley de Municipalidades Autónomas y
otra subcomisión para que elaborase la reforma de la ley electoral en
consonancia con aquélla.
Al Ministerio Sánchez-Castellón había sucedido el Ministerio Ibáñez-
Mackenna. Ni don Adolfo ni don Juan eran favorables a las reformas
de Irarrázabal. Pero la Comisión mixta siguió trabajando con
asombrosa actividad contra las opiniones del Gobierno. El señor
Irarrázabal en poco más de dos meses de un trabajo incesante elaboró
el proyecto de ley de la Comuna Autónoma, que es un verdadero
Código, con los nombres de todas las comunas que podrían crearse
por de pronto, indicando su población. En cuanto a la ley electoral, se
introducían reformas de mucha consideración. Se volvía a colocar el
poder electoral en las municipalidades, abandonando a los mayores
contribuyentes; pero partiendo de la base de que las municipalidades
quedasen independientes. Con esto se obtenía colocarlo en un poder
no sólo independiente, sino durable; porque las municipalidades duran
tres años y son muy conocidas del público, al paso que los mayores
contribuyentes si bien constituían un poder independiente del
Gobierno, era un poder que nacía y moría en unos pocos días y se
prestaba a las suplantaciones de que habían hecho tanto uso Santa
María y Balmaceda.
En seguida hacía extensivo el voto acumulativo a todas las elecciones
de electores, de Presidente, de senadores y diputados y de
municipales. Introdujo la saludable novedad de que las mesas
electorales se ubicasen cómodamente en los edificios fiscales y
municipales, y donde no los hubiere, en las casas adecuadas que se
arrendasen al efecto, abandonando el salvaje sistema de colocarlas en
las aceras de las calles o callejones o a la orilla de las acequias y
debajo de algún árbol que las reguardase del sol, so pretexto de dar a
los electores libre acceso a ellas, es decir, al aire libre como celebran
los salvajes sus actos públicos. El Poder Ejecutivo funciona en un
palacio, los poderes legislativos y judiciales en otros palacios, hasta el
poder municipal tiene sus casas consistoriales; pero el poder electoral
que es el padre y la fuente de los otros, funcionaba a todo sol y viento,
donde se ponen los moteros y tortilleros. Sistema bárbaro que ha
dejado una historia vergonzosa de las escenas más brutales y
sangrientas que quedarán de eterno recuerdo en nuestra historia
electoral.
Estableció también el registro permanente. Antes los registros
electorales se renovaban por completo cada tres años, que es lo que
duran las funciones de los diputados. Pasada la calificación de las
elecciones los registros de electores se quemaban.
Para una nueva elección se formaban nuevos registros, de manera que
el derecho electoral del ciudadano no duraba como todos los demás
derechos que duran durante la vida del que los posee. Así cada tres
años se renovaba la campaña de los partidos que daban verdaderas
batallas para lograr inscribir a sus adeptos, lo que era ocasión de mil
fraudes y violencias. La nueva ley quiso que así como los demás
derechos civiles, inscritos, como el dominio, el censo, la hipoteca,
permanecen mientras no cambian de dueño por resolución judicial, así
el derecho electoral permaneciese mientras una resolución judicial no
lo mandase cancelar. Así cuando un elector moría, todo ciudadano
tenía derecho para solicitar la cancelación de su inscripción. Pero la
desidia de los ciudadanos para pedir esas eliminaciones de los
registros trajo con los años otro daño: que en muchas partes aparecían
votando los muertos por medio de un fraude muy sencillo. Cualquier
individuo del pueblo, tan desconocido como el difunto, iba a votar con
el nombre de éste, fraude que se ha hecho muy fácil con la excesiva
extensión del sufragio establecida en mala hora entre nosotros.
Por último la ley electoral de 1890 introdujo la novedad del voto
secreto, para asegurar la independencia o libertad del elector,
estableciendo muchas disposiciones para lograr ese objeto, entre ellas
la del pupitre. Sin embargo, los partidos han inventado muchos
ardides para burlar el secreto y poder comprar votos, de modo que no
se ha conseguido aún, asegurar el secreto de una manera completa,
como lo han conseguido los belgas.
Pero la reforma más importante que introdujo aquella ley fue la de
impedir a toda costa en las elecciones de senadores, diputados,
municipales y electores de Presidente, las dualidades de poderes que
las juntas escrutadoras solían dar, dividiéndose las juntas en dos: una
de mayoría y otra de minoría, o bien cuando la junta se componía de
ocho o diez o doce miembros y los partidos adversos estaban en
empate, es decir, de 4 a 4 ó de 6 a 6, cada mitad funcionaba por
separado y cada una otorgaba poder al candidato de sus afecciones.
Estas dualidades de poderes, se multiplicaron, de modo que eran una
terrible amenaza para la constitución legal de todos los poderes
públicos. La ley previno este peligro prohibiendo en absoluto que
ninguna junta electoral pudiese funcionar en minoría, es decir, sin la
mitad más uno de sus miembros. Yo traté este punto extensamente en
el discurso que pronuncié en el Senado, el 14 de julio de
1896, acerca del poder de don Ventura Blanco Viel, dado por
9 de los 12 miembros de que se componía la Junta Provincial para
senadores de Santiago y contra el poder presentado por su contendor
don Emilio Valdés otorgado sólo por 3 de los miembros de la Junta.
Esta ley fue promulgada el 20 de agosto de 1890, por el Ministerio
Prats-Tocornal, en medio de una profunda agitación política. Las
ambiciones y rivalidades internas de los partidos liberales heridos casi
todos por las vanidades ostentosas e imposiciones mal disimuladas del
Presidente Balmaceda, traían exacerbadas a varias fracciones de la
familia liberal. Como todos sus antecesores, Balmaceda quería
designar a su sucesor en la Presidencia y se fijó en don Enrique
Salvador Sanfuentes, a quien nombró Ministro del Interior el 30 de
mayo de 1890, en reemplazo de don Adolfo Ibáñez, cuya renuncia fue
aceptada ese mismo día. Este nombramiento fue estimado como a
propósito para que el candidato preparase en su provecho la máquina
electoral gubernativa que era invencible.
CAPITULO XXVII
La candidatura presidencial de don Enrique Salvador
Sanfuentes.- La lucha contra el Ministerio Sanfuentes.- El
Ministerio Prats.- Tocornal.- El Ministerio Vicuña-Godoy.- Los
preparativos de la Revolución.
La candidatura del señor Sanfuentes era resistida por las fracciones
liberales disidentes, todas las cuales habían estado al servicio de
Balmaceda; pero cuyas expectativas consideraban defraudadas por
ella. Esas fracciones, que contaban con fuerzas considerables en el
Senado y en la Cámara de Diputados eran:
la montt-varista, encabezada por el senador don José Besa; la radical,
encabezada por el senador don Manuel Recabarren; la liberal
doctrinaria,( sin doctrina) encabezada por el diputado don Eduardo
Matte y la llamada de los liberales sueltos, acaudillados por el fogoso
tribuno, don Isidoro Errázuriz. Todas estas fracciones, que tenían
quejas contra Balmaceda y que hacía tiempo venían viendo dibujarse
la candidatura Sanfuentes, la tomaron como blanco de sus ataques y
como pretexto de su oposición al Gobierno Para ello, desde marzo
trataron de aproximarse a los conservadores que venían siendo las
víctimas de los Gobiernos, desde que los traicionó don Federico
Errázuriz. Con aquel objeto llamaron a don Manuel José Irarrázabal,
lo nombraron presidente de la Comisión mixta que debía elaborar los
proyec tos de reforma de la ley electoral y de municipalidades, o sea,
de la comuna autónoma, proyectos que les servirían de bandera y que
quedaron prontos para la apertura del Congreso el 10 de junio.
La atmósfera política se veía preñada de tormentas, porque el
Gobierno rechazaba esos proyectos. El Ministerio Sanfuentes
nombrado el 30 de mayo, es decir, en vísperas de la apertura del
Congreso acabó de caldear aquella atmósfera. Cuando el Ministerio se
presentó a las Cámaras fue recibido en las astas del toro, Sanfuentes
pidió la palabra para leer como de costumbre su programa ministerial.
Era igualmente costumbre nunca interrumpida suspender todo otro
asunto para oír el programa; pero esta vez se rompió bruscamente con
toda cortesía.
El presidente del Senado observó al Ministro que el senador don
Eulogio Altamirano, había solicitado con anterioridad la palabra y que
le había sido concedida. El Ministerio por todo saludo y antes de
ejecutar acto alguna ni proferir una palabra, tuvo que escuchar en
silencio, en vez del saludo de etiqueta, el voto de censura formulado
contra él por Altamirano.
A esta insólita agresión, Sanfuentes contestó con un reto insolente al
Congreso, diciendo que una censura propuesta en esas condiciones era
recibida por los Ministros "como un timbre de honor" y que mientras
contasen con la confianza del Presidente se mantendrían en sus
puestos contra cualquier voto del Congreso. La misma escena se
reprodujo en la otra Cámara al día siguiente, donde el diputado dan
Enrique Mac-Iver, renovó el voto de censura, antes de permitirse
hablar al Ministro Sanfuentes, el cual a su vez repitió su protesta y su
explícito desafío al Congreso. En la segunda sesión del Senado, la
censura fue votada por 25 senadores contra 8. Saliendo de aquella
sesión, el Ministerio presentó la renuncia colectiva, pero el Presidente
no la aceptó y el Ministerio continuó en sus funciones, a pesar de la
censura que en la Cámara de Diputados fue también aprobada por 60
votos contra 1 y 4 en blanco. Los diputados del Gobierno, en número
de 28 se habían retirado de la sala al cerrarse el debate. Las relaciones
entre el Congreso y el Ejecutivo quedaron cortadas; los Ministros no
volvieron a presentarse al Congreso, a pesar de haber sido llamados
algunas veces para dar cuenta de graves sucesos que ocurrían poco
después en el país.
Se veía asomar la dictadura de una manera alarmante. La Constitución
del Estado ha constituído al Congreso en fiscal y juez de los más altos
funcionarios, tanto del poder ejecutivo como del poder judicial y, por
consiguiente, de los ministros del despacho, que hablan y obran a
nombre del Presidente de la República. Cualquier senador o diputado
puede interpelar y pedir cuenta a los Ministros sobre cualquier acto de
su administración; cualquiera de las dos ramas del Congreso puede
censurarlos; y, por fin, puede la Cámara acusarlos, y el Senado
juzgarlos, quedando privados de sus funciones desde que se admita la
acusación. Que un presidente o un gabinete o ministro menosprecie y
se alce contra las decisiones de su fiscal y de su juez, so pretexto de
que dispone de la fuerza armada, es alzarse contra el orden
constitucional y asumir la dictadura.
Para combatirla el Congreso echó mano de las armas legendarias que
le han confiado las Constituciones de todos los países representativos
y parlamentarios: los subsidios; las contribuciones y los presupuestos.
El 14 de junio acordó la Cámara por 69 votos contra 29 aplazar la
discusión de la ley de contribuciones, que expiraba el 1.0 de julio
siguiente, hasta que el Presidente de la República llamase al Gobierno
un Ministerio que inspirase confianza al Congreso. Al mismo tiempo
el Senado acordó por 17 votos contra 5, aplazar la discusión de la ley
de presupuestos.
La opinión pública se puso resueltamente de parte del Congreso
. La sociedad en todo lo que representaba de más influencia y
prestigio por el talento, el nacimiento, la fortuna, la ilustración, aun en
el clero y en el ejército, se puso en favor del Parlamento. Las galerías
de las Cámaras se veían repletas de caballeros y jóvenes que
animaban los debates con sus aplausos, complacientemente tolerados;
las muchedumbres del pueblo se aglomeraban en las afueras del
Congreso para aplaudir a la salida a los congresales de la oposición y
pifiar a los gobiernistas.
Se abrieron clubes populares en los diversos barrios de la ciudad, a los
cuales se convocaba al pueblo para enardecerlo en favor de la
oposición.
Toda la prensa seria del país: "El Heraldo", "El Mercurio",
"La Unión" y "La Patria", de Valparaíso; "La Libertad Electoral",
"El Independiente", "El Ferrocarril", "El Estandarte Católico" y "La
Epoca", de Santiago, toda hacía fuego contra el Gobierno, que en su
aislamiento fundó "La Nación".
Abandonado por la opinión pública el Gobierno recurrió a la violencia
y los alrededores del Congreso, de los clubes y hasta las calles más
centrales fueron teatro de sangrientos atentados cometidos por las
patrullas de caballería que disolvían a sablazos los grupos hostiles al
Gobierno. Gavillas de garroteros reclutados en las tabernas y
organizados por la policía se esestablecían permanentemente en los
alrededores del palacio legislativo, para cometer todo género de
atropellos, aun sangrientos, contra la gente decente que manifestaba
simpatías por la oposición. La Intendencia de Santiago tomó a estos
descamisados a sueldo, les dio jefes y los incorporó en la policía de
Seguridad, destinada al servicio de garrotear en las calles a los
adversarios del Gobierno. Se ensayaba el régimen del terror.
El 1.0 de julio caducó la ley de contribuciones y como el Presidente se
empecinó en mantener el Ministerio censurado, las arcas nacionales
comenzaron a perder inmensas sumas. El Gobierno, sin embargo,
pudo hacer los gastos de la administración consignados en el
presupuesto vigente de 1890, con los fondos fiscales sobrantes que
existían en las tesorerías o depositados en los bancos. Para hacer
impopular la actitud del Congreso, el Gobierno recurrió a varios
medios.
Desde luego, procuró alarmar al país con la amenaza de la suspensión
de los servicios públicos más importantes: las aduanas, los correos, los
ferrocarriles y telégrafos. Aun sin eso, la falta de autorización para
cobrar las contribuciones, ya fueran fiscales, municipales o los
simples aranceles, engendró en el país un malestar profundo. Las
municipalidades no podían cobrar los impuestos locales y tenían que
suspender sus servicios; el comercio, por las dificultades del despacho
aduanero que el Gobierno resistía a consentir libre de derechos, como
era lógico hacerlo, sufría una perturbación profunda; las secretarías de
los juzgados, las notarías y todos los servicios judiciales que se
remuneran según aranceles fijados en la ley de contribuciones, casi
paralizaban la acción judicial y los contratos que requerían
instrumentos públicos.
De tan inmensa perturbación el Gobierno culpaba al Congreso y éste
culpaba al Gobierno que se obstinaba en mantener un Ministerio
censurado. A fin de ejercer presión sobre el Congreso, el Gobierno
acudió a uno de los medios más criminales que pudo imaginar. Incitó
a sus agentes en las provincias a que provocasen en todas partes
levantamientos populares, que instigados temerariamente por las
mismas autoridades asumieron como era natural que sucediese,
caracteres de sangrientos motines. El populacho se levantó casi
simultáneamente en diversas ciudades de la República, cubriéndolas
de sangre, saqueos, incendios y todo género de desórdenes, al grito de
"Viva el Presidente Balmaceda", "Muera el Congreso ". Tal ocurrió en
Iquique y en los ingenios salitreros de la Pampa, en Antofagasta,
Valparaíso, Talca, Concepción y otras ciudades, dejando en todas
partes los rastros de la complicidad de las autoridades. Esta honda y
general conmoción se mantuvo durante todo el mes de julio.
Mientras el Gobierno impartía a sus agentes orden de azu que acabo
zar al populacho para que provocase los escándolos de de hablar, la
oposición promovió en Santiago la manifestación más imponente de
la verdadera opinión del país, que había visto la capital. El 13 de julio
se congregaban en el Teatro Santiago más de cuatro mil personas, de
lo que tenía de más respetable la sociedad de Santiago, respondiendo a
una invitación firmada por más de cien caballeros que ocupaban una
posición superior en nuestro mundo social: senadores, consejeros de
Estado, diputados, ex Ministros, antiguos diplomáticos, escritores,
industriales y muchos caracterizados representantes de todos los
matices políticos. Por lo mismo que yo vivía alejado del Congreso,
por no ser diputado, mis amigos me pidieron que hablase a nombre de
nuestro partido, como lo hice, procurando conjurar la dictadura que se
diseñaba claramente y acentuar la verdadera doctrina constitucional de
nuestro Gobierno parlamentario.
Una comisión de caballeros llevó a Balmaceda a nombre de la
Asamblea una respetuosa solicitud, suplicándole pusiera fin a la
desastrosa situación del país, cambiando su Ministerio.
Balmaceda contestó negándose a ello con su vanidad y soberbia
acostumbrada.
Las palabras que allí pronunció, y a las cuales contestó muy bien don
Francisco Puelma, están publicadas en la prensa de aquellos días. Son
dignas de memoria, pero no caben aquí. El mismo Balmaceda había
sostenido en el Congreso que la doctrina constitucional era la que
pedía la comisión, es decir, que el gabinete censurado debía retirarse.
El desaire a la Asamblea de Santiago, enardeció más la opinión
pública, que se manifestó enérgica por medio de otras asambleas
igualmente respetables celebradas en diversas provincias. Ante este
pronunciamento general de los pueblos y de toda la prensa seria del
país, el Gobierno comenzó a temer y buscó acomodos. El Ministro del
Interior recabó de don Eulogio Altamirano, por intermedio de don
Osvaldo Rengifo, una conferencia entre representantes del Gobierno y
delegados de la oposición. Aceptada la idea fueron designados don
Enrique Sanfuentes, don Juan E. Mackenna y don Miguel Castillo por
parte del Gobierno
; don Eulogio Altamirano, don Ventura Blanco y don Pedro Montt por
la oposición. Estas delegaciones se reunieron el 22 de julio en casa de
don Osvaldo Rengifo y al día siguiente, en el despacho del Ministro
del Interior, sin llegar ningún avenimiento, porque los Ministros
insistieron en que la Cámara votase la ley de contribuciones sin que se
retirase el gabinete, añadiendo la propuesta ridícula de organizar una
convención única que eligiese al candidato y confeccionar una nueva
ley electoral distinta de la aprobada por el Congreso. Las
negociaciones quedaron rotas.
El Congreso determinó entonces hacer uso contra el Ministerio de la
última arma que la Constitución pone en sus manos para hacerse
respetar: preparó la acusación contra los Ministros.
El resultado de la acusación no podía ser dudoso. La mayoría de la
Cámara la aceptaría y la mayoría del Senado los condenaría y en
virtud de lo dispuesto en el artículo 89 de la Constitución quedarían
destituídos de sus cargos y entregados a los Tribunales de Justicia
para su castigo. Ante esta perspectiva, los únicos diarios que
defendían al Gobierno: "La Nación"
en Santiago y "El Comercio" en Valparaíso, diarios sin circulación y
sin prestigio alguno, aconsejaban al Gobierno que asumiese
francamente la dictadura. Este consejo indudablemente inspirado por
el Gobierno mismo, probaba la verdad del rumor que circulaba de que
Balmaceda tenía preparado un golpe de Estado, de acuerdo con el
general Velázquez, Ministro de la Guerra. Habían resuelto acuartelar
las tropas residentes en Santiago, y en las altas horas de la noche las
casas de los congresales de la oposición serían rodeadas por los
soldados, los congresales serían reducidos a prisión y en seguida
enviados con la debida custodia a Valparaíso para remitirlos a Juan
Fernández,
Una persona que estaba en la Moneda oyó el siguiente diálogo, como
a las 11 de la noche:
Balmaceda: — ¿Está todo pronto, general?
Velázquez: —Pronto, Presidente. Toda la tropa ha quedado a mis
órdenes.
Balmaceda: — ¿Cómo? Debió quedar a las órdenes del Presidente.
Velázquez: —Da lo mismo; pero es más natural que quede a las
órdenes del Ministro de la Guerra.
Balmaceda no replicó; pero se quedó pensativo largo rato y parece
que después dio orden de no hacer nada por entonces.
El hecho fue que no se hizo nada. ¿ Quién sabe, decía esa persona, si
en ese momento vino a la memoria de Balmaceda el recuerdo del
Ministro de la Guerra del Perú, Gutiérrez, que aprisionó al Presidente
Baltra, asesinado después en su prisión?
¿Desconfiaría Balmaceda de Velázquez? No parecía natural, pero en
los momentos de las grandes crisis, cuando se está a punto de cometer
un gran crimen, los culpables no acostumbrados al crimen, suelen
tener sus vacilaciones y divisar sombras sospechosas en todas partes.
El hecho fue que la prisión de los congresales no se efectuó y que la
dictadura se postergó.
En estas circunstancias se presentó un mediador que por su
apartamiento absoluto de la contienda y por sus influencias en uno y
otro bando era tal vez el único que podía procurar la paz. El Ilmo..
Arzobispo de Santiago, don Mariano Casanova, angustiado con los
peligros de la situación que amenazaban llevar al país a un desastre
incalculable se dirigió a la Moneda el 28 de julio para proponer su
mediación al Presidente, mediación que éste aceptó. Se convino en
que el Prelado indicaría a los representantes de los partidos, las
siguientes condiciones de arreglo: aceptación simultánea de la ley de
contribuciones en la Cámara de Diputados y de la renuncia del
Ministerio por el Presidente, y designación de don Álvaro Covarrubias
para organizar un nuevo gabinete.
La oposición aceptó y desde ese momento el Congreso para no
estorbar la obra pacificadora, suspendió sus sesiones.
Comenzaron las conferencias del Presidente con el señor Covarrubias.
Desde el primer momento, éste notó una variación de lo convenido
con el Ilmo.. Arzobispo y los partidos. Pretendió Balmaceda que el
señor Covarrubias sería llamado a organizar el Ministerio después que
la Cámara hubiese dictado la ley de contribuciones y que el Senado la
hubiese aprobado también, lo que era una novedad substancial, que
importaba que el Congreso se entregase maniatado al Presidente. Lo
convenido había sido que la Cámara de Diputados aprobase la ley
simultáneamente con la renuncia del Ministerio; que en el acto
Covarrubias organizaría el nuevo gabinete y en seguida el Senado
aprobaría la ley y le daría curso, estando ya en funciones el
Ministerio. Rechazada por los partidos esta novedad sustancial,
Balmaceda se vio obligado a desistir de ella.
Frustada esta tentativa, Balmaceda pretendió introducir otra.
Era base esencial del convenio que Covarrubias organizaría el
Ministerio con absoluta independencia, en su carácter de mediador o
árbitro de los contendientes. Balmaceda quiso introducir la novedad
de que el Ministerio lo organizaría Covarrubias con acuerdo de Su
Excelencia, lo que podría ser una fuente de dificultades. Solventado
este nuevo tropiezo, quedó el pacto en la forma siguiente: Renuncia
del Ministerio y simultánea aprobación de la ley de contribuciones en
la Cámara de Diputados; formación del gabinete por el señor
Covarrubias; despacho de la ley por el Senado; en seguida
promulgación de la ley electoral ya aprobada por el Congreso con
algunas modificaciones que propondría el Presidente.
El júbilo que produjo esta solución en la capital fue inmenso, pero
luego el gozo se fue al pozo, por una nueva exigencia del Presidente,
cual fue la de que la ley de contribuciones se dictase con efecto
retroactivo, es decir, que rigiese desde el
10 de julio, cosa en que nadie había pensado. Temeroso el

señor Covarrubias de que cada día el Presidente inventase nuevos
tropiezos, el 3 de agosto dirigió a éste una carta desistiendo de su
cometido. Todo quedaba en nada, pero como la exigencia de
Balmaceda no se refería ya a sus vanidosas prerrogativas personales,
sino a un interés nacional, al laudable fin de que el país no perdiese
los millones que habían dejado de percibirse, el Ilmo.. Arzobispo
renovó su intervención con el Presidente y la oposición y encontró
fácil acogida en ambos sobre la base de que quedarían a firme los
convenios celebrados con el señor Covarrubias; que a éste
reemplazaría el señor Belisario Prats y que el Congreso acogería la
forma de que las contribuciones se pagasen desde el 1.0 de julio. Así
se hizo el 7 de agosto se aprobaba en la Cámara la ley, se aceptaba por
Balmaceda la renuncia del Ministerio Sanfuentes-Mackenna y se
nombraba al señor Prats Ministro del Interior. El 11 de agosto se
nombraba a don José Tocornal, Ministro de Relaciones Exteriores; a
don Gregorio Donoso Vergara, de Justicia e Instrucción Pública; de
Hacienda a don Manuel Salustio Fernández; de Guerra y Marina a don
Federico Errázuriz Echáurren; de Industria y Obras Públicas a don
Macario Vial, todas personas que no habían figurado en la política
militante.
La paz quedaba restablecida a lo menos exteriormente, pero la
cordialidad entre el Presidente y su gabinete duró apenas algunas
horas. Balmaceda no podía conformarse con un Ministerio formado
sin su exclusiva intervención; los Ministros querían ser Ministros, y
no hechuras de él, manejables por él, lo que lastimaba hondamente su
amor propio. El anterior gabinete y el grupo presidencial se encargaba
de enconar esta herida, declaraba pública guerra al Ministerio y
comunicaba todas las autoridades de provincia que duraría muy poco,
que tan luego como se aprobasen los presupuestos, sería despedido y
el Presidente llamaría a sus amigos de siempre.
El 20 de agosto y en virtud de lo convenido con el Presidente se
promulgó la nueva ley electoral elaborada por el Congreso. Cuanto a
la ley de municipalidades autónomas, cuyo proyecto había aprobado
el Senado, encontró en Balmaceda la más obstinada resistencia. El
proyecto les entregaba la dirección de las policías, que hasta entonces
había estado en manos de los intendentes y gobernadores, agentes
inmediatos del Ejecutivo. Las policías habían sido siempre en esas
manos los instrumentos irresistibles de la intervención de los
Gobiernos en las elecciones. Confiarlas ahora a las municipalidades
era arrebatar al Gobierno el arma más poderosa de los fraudes, y
desmanes escandalosos en las elecciones. Ante la tenaz resistencia del
Presidente, el señor Irarrázabal, autor del proyecto, hubo de consentir
en varias modificaciones de detalle que por fortuna no alteraban la
esencia de la ley. En esta nueva forma fue aprobada por el Senado el
12 de septiembre, última sesión de la prórroga que se había concedido
al Congreso.
Por su parte, la Cámara de Diputados prestó su aprobación a los
proyectos de reforma constitucional propuestos por don Melchor
Concha y Toro, facultad del Congreso para reunirse en cualquier
tiempo por citación de la Comisión Conservadora o a petición de la
mayoría de sus miembros; necesaria aprobación del Senado para los
nombramientos de Ministros diplomáticos y reducción del veto
presidencial al solo caso que el proyecto de ley objetado no
consiguiese la insistencia de los tercios de ambas Cámaras.
Entretanto, el señor Prats dirigía a los intendentes y gobernadores
circulares para que se abstuviesen de toda intervención en las
funciones electorales que debían verificarse en poco tiempo más; pero
al mismo tiempo le llegaban reiteradas denuncias de que esos
subalternos no le hacían caso y como si obedeciesen a contraórdenes
más altas, preparaban todos los elementos de las antiguas
intervenciones. En cumplimiento de las solemnes promesas de no
intervención que el gabinete había hecho al Congreso y al país renovó
con mayor energía su circular, pero sin fruto. En Santiago mismo, don
Guillermo Mackenna, que en años anteriores se había hecho célebre
por sus escandalosos fraudes y atropellos electorales había nombrado
jefes de policía a conocidos esbirros de manejos electorales. El
Ministro lo llamó y le pidió la separación de uno de esos subalternos
que deshonraban a la autoridad y el Intendente la rehusó con altanería.
Entonces impuso al Presidente de lo que ocurría y como éste
amparase al Intendente, Prats habló de la separación del mismo
Intendente que no daba garantía a las promesas del Ministerio. Eso si
que no, respondió el Presidente muy alterado, no consentiré en la
separación de mis amigos que me han servido en la próspera y en la
adversa fortuna. Por éste y muchos otros hechos que demostraban a
los Ministros que estaban siendo juguetes de las intrigas del
Presidente, el Ministerio presentó su renuncia, que fue aceptada el 15
de octubre.
Ese mismo día fue reemplazado por el siguiente: don Claudio Vicuña,
del Interior; don Domingo Godoy, de Relaciones Exteriores; don
Rafael Casanova, de Justicia; don Lauro Barros, de Hacienda; el
General don José Francisco Gana, de Guerra y Marina y don Eulogio
Allende, de Obras Públicas.
En virtud de lo prometido por el Gabinete Prats, éste había convocado
al Congreso a sesiones extraordinarias a principios de octubre. El
primer acto del Ministerio Vicuña fue clausurar el Congreso, a pesar
de que no se habían ni discutido la ley de presupuestos de gastos
públicos, ni la que fijaba las fuerzas de mar y tierra. La clausura
intempestiva del Congreso y el nombramiento de un gabinete
abiertamente hostil a él, anunciaban las resoluciones del Presidente de
ir a la dictadura.
Reunióse la Comisión Conservadora en sesiones solemnes, como no
había sucedido nunca, con asistencia de los senadores y diputados y
en nota bien fundada pidió al Presidente la convocación del Congreso.
Con una altanería que rayaba en la demencia, el Presidente no dio otra
respuesta que ésta: "He recibido la nota de V. E. fecha de ayer ". La
palabra dictadura asomaba a todos los labios y la inquietud y la alarma
de la opinión pública subían de punto. La sociedad más escogida de
Santiago convocó a los ciudadanos a un meeting colosal como el de
julio, en el cual la Asamblea acordó las siguientes conclusiones:
"1.° Que el Presidente de la República ha faltado a sus compromisos
como hombre y como Gobernante al organizar un Ministerio que no
cuenta con el apoyo del Congreso, que no es digno de la confianza del
país y que ha revelado desde su primer acto el funesto propósito de
intervenir en las elecciones, aun a costa del orden constitucional; 2.°
Que la Comisión Conservadora merece un voto de aplauso por haber
asumido su verdadero papel constitucional defendiendo las
prerrogativas del Congreso y las instituciones del país; 3.° Que todos
los ciudadanos honrados de la República, sin distinción de colores
políticos, deben unir sus esfuerzos para preparar la resistencia por los
medios legales, mientras el Gobierno se mantenga dentro de la
Constitución, y por todos los medios posibles, cuando salga de ella".
Dejo de mencionar muchos hechos reveladores de los siniestros
propósitos de Balmaceda y de sus inescrupulosos consejeros, porque
son detalles que pertenecen a la historia del Gobierno de entonces y
yo quiero limitarme a los actos en que pude tomar alguna parte, como
en la confección de la ley electoral y de la ley municipal, por las
cuales venía trabajando desde tiempo atrás, hasta el punto, como he
dicho en otra parte, de que don Enrique Tocornal me aplicó aquella
frase que se hizo común: "Que yo era rojo con maitines", por mi
propaganda de las libertades públicas.
Como era evidente que la dictadura se nos venía encima, me empeñé
en la Junta Ejecutiva del Partido Conservador, de la cual yo formaba
parte, en que nos pusiésemos al habla con los otros partidos para
formar una Junta Ejecutiva que organizase la resistencia contra la
dictadura y en defensa de la Constitución del Estado. Recuerdo que en
nuestra Junta discutimos muy seriamente sobre si nos sería lícito en
conciencia llegar hasta la resistencia armada, en caso que Balmaceda
atropellase abiertamente la Constitución en materia grave, como sería
si se atreviera a gastar los dineros fiscales sin ley de presupuestos,
mantener el ejército sin la ley que debe fijar las fuerzas de mar y tierra
u otras semejantes y resolvimos que sí: 1.º Porque la violación de la
Constitución era flagrante; 2.º Porque la violación era gravísima; 3.º
Porque la inmensa mayoría de la nación, es decir, el soberano
condenaba al Gobierno, el cual tenía en su contra al Congreso, a casi
todas las municipalidades, a la totalidad de la prensa del país, con la
sola excepción de los únicos diarios del Gobierno, "La Nación", de
Santiago y "El Comercio", de Valparaíso, a todo lo que el país tenía
de más elevado por el talento, la ilustración, la fortuna y la posición
social. Hasta el clero, que se había mantenido antes ajeno a la lucha
entre el Congreso y el Gobierno, se había declarado abiertamente en
contra de la política gubernativa, por medio de "El Estandarte
Católico" que era su órgano autorizado en la prensa; y 4.° Porque se
habían agotado todos los medios legales y pacíficos intentados por el
Congreso y las asambleas populares.
Quedaba por llenarse una 5.a condición para que fuese lí cita la
resistencia armada y era la de que la fuerza armada también se
decidiera contra la dictadura y en defensa de la Constitución, a fin de
que hubiese casi la seguridad del triunfo, porque de otra manera el
remedio podía ser peor que la enfermedad.
Sin esa probabilidad el levantamiento armado no sería lícito. Esto
podría estudiarse en el seno de una Junta de todos los partidos de
oposición. El señor Irarrázabal procuró la formación de esa Junta que
se compuso de los cinco miembros de la Junta Ejecutiva del Partido
Conservador, que lo eran don Manuel José Irarrázabal, don Zorobabel
Rodríguez, don Carlos Walker, don Ventura Blanco y yo; y de don
José Besa, presidente de los montt-varistas, don Manuel Recabarren,
presidente de los radicales; don Eduardo Matte, presidente de los
liberales, y don Isidoro Errázuriz, jefe de los mocetones o liberales
sueltos o independientes. Habiendo observado éstos que los
conservadores éramos cinco y ellos sólo cuatro y que debíamos estar
con un número igual, les dijimos: los cuatro del cuadrilátero, como se
llamaban a sí mismos, nombren un quinto liberal y así seremos diez.
Ellos designaron a don Belisario Prats y quedó la Junta compuesta de
diez, la cual comenzó a funcionar a fines de octubre en los altos de la
casa de don Eduardo Matte, en la calle de Ahumada.
La primera medida fue sondear a los jefes del ejército y de la marina
para saber si estarían dispuestos a encabezar un movimiento
simultáneo de mar y tierra, en defensa de la Constitución y las leyes,
en cuanto Balmaceda asumiese abiertamente la dictadura. Seis de
nuestros generales contestaron que estaban dispuestos a ello siempre
que se pusiese a la cabeza del movimiento el general Baquedano. Se
sondeó a algunos coroneles, los cuales pusieron la misma condición.
Se vio al general Baquedano, el cual, después de conferenciar con sus
colegas, aceptó el papel que se le designaba de jefe del alzamiento del
ejército en Santiago. En los sondeos de la marina, intervino
activamente Isidoro Errázuriz con otros caballeros de Valparaíso.
El vicealmirante y jefe de la escuedra, don Juan Williams Rebolledo,
se negó redondamente a tomar ninguna actitud contra el Gobierno.
Por el contrario, casi todos los jefes de nuestros barcos de guerra
ardían en deseos de combatir la dictadura y se prestaron a sublevar la
escuadra bajo la dirección de don Jorge Montt. Yo no tomé parte
alguna en estos manejos, porque no tenía relaciones, ni con los
marinos, ni con los jefes del ejército. Sabía lo que pasaba por los
informes que se daban en la Junta. Sólo intervine en la parte que
llamaré legal.
Desde que el ejército y la marina, dije, están dispuestos a defender la
Constitución y las leyes en el caso de que Balma ceda las viole
abiertamente, es decir, si ya existe casi la seguridad de que el cambio
de Gobierno puede producirse sin derramamiento de sangre ni
desastres que hagan que el remedio del orden legal no sea peor que la
enfermedad, creo lícita la resistencia a mano armada contra el tirano.
En tal caso, lo que corresponde al Congreso es hacer uso del derecho
que le dan el inciso 4.° del artículo 27 y el artículo 65 de la
Constitución para declarar que Balmaceda está absolutamente
imposibilitado para continuar en el ejercicio de su cargo de
Presidente, es decir, para deponerlo; porque es atribución exclusiva
del Congreso establecida en el inciso 4.° del artículo 27 y en el
artículo
65 de la Constitución hacer esta declaración, cuando por enfermedad,
ausencia u otro motivo grave y cuando por muerte, renuncia u otra
clase de imposibilidad absoluta el Presidente de la República no
pudiera ejercer su cargo. La Constitución no ha dicho expresamente
que el Congreso puede deponer al Presidente; pero sí que puede
declarar por algún grave motivo o por alguna clase de imposibilidad
que queda privado de su cargo, como sería, por ejemplo, si comete un
asesinato y fuera enjuiciado por los Tribunales de Justicia y sometido
a prisión, no sería posible, ni digno, ni decente que estuviera
gobernando a la nación en esas condiciones. El Congreso lo declararía
imposibilitado para ello. Lo mismo sería el caso de indignidad a causa
de una embriaguez consuetudinaria y escandalosa.
Ya que se le iba a resistir a mano armada y a deponerlo de su cargo,
expuse a la Junta que me parecía indispensable que el Congreso
justificase ante el país y ante el mundo, su resolución, por medio de
algún documento en que expusiese las causas de su determinación. Se
acordó que se redactaría una acta subscrita por la mayoría del
Congreso en que se explicasen esas causales y se comisionó a don
Isidoro Errázuriz para que solicitase la redacción de esa acta, a
nombre de la Junta, de los señores don Enrique Mac— Iver y don
Demetrio Lastarria.
Días después el señor Errázuriz dio cuenta de que esos
20-11 señores habían aceptado el encargo de redactar el acta. En el
curso de los meses de noviembre y diciembre, se interrogó varias
veces al señor Errázuriz sobre la redacción de ese documento que la
Junta deseaba conocer. El señor Errázuriz contestaba que el señor
Mac-Iver le había asegurado que lo tenía escrito; pero nunca pudo
traerlo a la Junta. Como ese documento debía estar firmado por todos
los congresales de la oposición antes del 1.0 de enero y el tiempo
urgía, el señor Prats ofreció redactarlo él y trajo un borrador que no
llenó los deseos de la Junta, por lo cual se insistió en pedir el que se
decía redactado por el señor. Mac-Iver, y que algunos de nosotros no
pudimos ver nunca.
El hecho fue que en la noche del sábado 27 de diciembre de 1890,
estando yo, tomando el té con Ventura Blanco en casa del señor
Irarrázabal a eso de las 11 de la noche, se aparecieron Carlos y
Joaquín Walker Martínez y dijeron que venían de casa de don
Eduardo Matte, donde estaban reunidos los demás miembros de la
Junta, ninguno de los cuales quería firmar el acta de deposición de
Balmaceda redactada por el señor Mac-Iver, en razón de que no
justificaba suficientemente la conducta del Congreso. Agregaron que
traían el encargo de pedir al señor Irarrázabal que redactara el acta.
Tanto éste como Ventura Blanco se negaron en absoluto a ello y
trataron de imponerme a mí esa tarea. Como según los deseos de la
Junta ese documento debía estar firmado por los congresales antes del
1.0 de enero próximo, yo también me excusé de su redacción en
circunstancias tan apremiantes, pues apenas quedaba tiempo material
para escribirlo y firmarlo por tantas personas y con las preocupaciones
y ocultamientos que el asunto requería. Pero como ello era
indispensable y me insistieron de tal manera, al fin consentí y me
obligué a tener formulada el acta para el día siguiente a las 2 P. M.; o
sea, el domingo
28 de diciembre.
Los miembros de la Junta quedaron de ir a esa hora a mi casa, situada
en la calle de Vergara, como lo hicieron, en efecto, en orden disperso
para despistar a la policía que nos expiaba con mucho ahinco.
Llegados que fueron les leí el borrador del acta, cuyos acápites fueron
considerados despacio y que al fin aprobaron, rogándome que hiciera
dos copias y las llevara a la sesión que la Junta iba a celebrar esa
misma noche, a las 9, en casa del señor Irarrázabal. En efecto, a esa
hora estuve con mis dos ejemplares, que la Junta aprobó, después de
volver a leerlos. Iban a proceder a firmarla, cuando uno de los
miembros hizo presente que le parecía conveniente antes de firmarla
ponerla en conocimiento del general Baquedano, ya que él iba a ser el
jefe de la revolución en tierra. Aceptada la idea se comisionó al señor
Irarrázabal para que hiciese esta consulta al general en la mañana del
lunes 29 de diciembre, a fin de tener su contestación en la sesión que
debíamos celebrar a las
4 de la tarde ese mismo día. En esa reunión, el señor Irarrázabal dando
cuenta de su comisión, dijo que había leído el acta al general, el que,
sin darle opinión sobre ella llamó a don Máximo R. Lira para que la
conociese y le diese su parecer.
Este encontró el acta perfectamente, a lo que Baquedano interrumpió,
diciendo que él la encontraba inaceptable por cuanto al final de ella se
hacía aparecer su nombre, lo cual no aceptaba de ninguna manera.
"Por allí pueden pillarme. Mi nombre en blanco... en blanco".
Era el caso que al final del acta yo le había puesto un cogollo en honra
del general, cogollo que había parecido muy bien a los miembros de la
Junta y que decía más o menos: "Y
vos, general, que habéis conquistado tantas glorias para la patria,
coronad vuestra vida, restableciendo el imperio de la Constitución y
de las leyes". Este cogollo que lo descubría fue lo que intimidó al
general, que nunca tembló ante las balas enemigas, lo que prueba que
el valor cívico suele ser más escaso que el valor militar. En
consecuencia, fue necesario escribir de nuevo dos ejemplares del acta,
suprimiendo los cogollos. Se me encargó de nuevo esta escritura que
debía estar pronta para la firma en nuestra sesión de las 8 de la noche,
por razón de la urgencia del tiempo, pues sólo quedaban los días 30 y
31 de diciembre para que pudiesen firmarla los congresales. Pero era
el caso que a mí se me había encomendado otra comisión más
importante, cual era la de ir a mendigar entre los conservadores los
recursos que era menester acopiar para la sublevación.
El señor Irarrázabal se me ofreció hacer dos copias, que estuvieron
terminadas a las 8 y media de la noche, hora en que estaba reunida
toda la Junta, con excepción del señor Errázuriz que se había ido a
Valparaíso a activar el movimiento de la escuadra. Esta fue la razón
de que el acta firmada quedó escrita con letra del señor Irarrázabal y
no mía y por haberse escrito con tanta premura no debe extrañarse el
desaliño con que aparece la redacción del documento.
En seguida procedieron a firmar los ejemplares; el destinado a
Baquedano y el destinado a don Jorge Montt, los miembros de la
Junta que eran miembros del Congreso. Una vez firmados, don
Manuel Recabarren advirtió a sus colegas que esta acta podía costarles
la cabeza y que no habían tomado precaución alguna para guardar el
debido sigilo acerca de ella. Don Eduardo Matte ponderó el peligro
que corrían por lo que creía indispensable tomar una seria precaución.
El señor Recabarren propuso que todos ellos jurasen no revelar a
nadie sus firmas, mientras pudiesen correr algún riesgo sus cabezas.
Aceptada la idea, yo que no pertenecía al Congreso y que estaba
haciendo de secretario, me ofrecí para tomarles el juramento que
todos ellos, puestos de pie, prestaron en seguida.
Luego don Eduardo Matte, muy temeroso de aquel acto, manifestó
que como este documento debía ser firmado por todos los congresales
de la oposición, algunos de los cuales no ofrecían mucha garantía de
discreción, era preciso discurrir algún medio para conjurar este
peligro, a lo cual don José Besa contestó proponiendo que, como
todos ellos eran jefes de sus respectivos partidos, propusiesen a sus
amigos que concurriesen a casa del señor Irarrázabal a firmar las actas
sin leerlas, como un acto de confianza que se necesitaba para los
efectos de la resistencia armada. Y así sucedió. Todos los congresales
fueron poco a poco concurriendo a casa del señor Irarrázabal y
firmando las actas sobre la fe en los miembros de la Junta. No hubo
más que uno que se resistió a firmar sin conocer el documento,
diciendo que, o se tenía confianza en él y se le dejaba leer o no se
tenía confianza y en ese caso su firma nada valía. Fue don José
Clemente Fabres, a quien el señor Irarrázabal consintió al fin que
leyese el acta. Al concluir su lectura el señor Fabres exclamó: "No
sólo una, sino cien firmas, si es preciso ". De esta manera y con mil
precauciones se logró que el acta quedase firmada el 1.0 de enero por
los senadores y diputados de la oposición, y se envió un ejemplar a
don Jorge Montt, que debía ser el jefe de la escuadra y el otro al
general Baquedano que debía ser el jefe del movimiento de tierra. Este
ejemplar desapareció sin que se sepa como ni cuando. El del señor
Montt se conservó y estuvo expuesto durante algunos años, en un
marco en la sala de Gobierno de la Moneda, al lado del acta de la
Independencia de Chile.
Según los datos que teníamos en la Junta, la escuadra debía sublevarse
el 3 de enero del 91 y calculando que ese suceso acarrearía en el acto
una terrible persecución contra los congresales opositores, casi todos
los miembros de la Junta, que eran senadores y diputados, buscaron
sus escondites con tanta más razón, cuanto que Baquedano retardaba
el movimiento de tierra, ignoro por qué motivo. Yo que no era
diputado habría creído quedar libre de aquellas persecuciones; pero
como era uno de los cinco miembros de la Junta Ejecutiva del partido
conservador y había figurado en las manifestaciones activas de la
oposición con mis discursos en el gran "meeting" del 19 de julio y en
el entierro de Isidro Ossa, el 21 de diciembre, no las tenía todas
conmigo y procuré también ponerme en salvo con un justo pretexto.
CAPITULO XXVIII
Un viaje accidentado.- Refugio en la Hacienda de Santa Rita.-
Otros refugios en Santiago.- El incendio del Círculo Católico.- Fin
de la dictadura.
Tenía yo gravemente enfermo de cálculos biliares a mi hijo Manuel de
poco más de 14 años y los médicos me ordenaron llevarlo primero a
los baños termales de Chillán y en seguida a Valdivia, cuyo clima es
muy recomendado para las enfermedades del hígado. Mas por no ir
solo con un niño enfermo, me hice acompañar de mi hijo mayor, Luis
Eduardo. En la mañana del día 3, tomé el tren de Chillán y en todas
las estaciones iba averiguando si había alguna novedad, suponiendo
que la sublevación de la escuadra volaría en el acto por todo el país.
Sorprendido de este silencio resolví detenerme ese día en Panguilemo,
fundo de una sobrina mía, cerca de Talca, para averiguar por el
telégrafo si había alguna novedad, pero como todo permanecía
tranquilo, llegué a temer que se hubiese malogrado el golpe de la
escuadra. El 4 seguí a Chillán, donde pernocté y el 5 a mediodía
llegamos a las termas.
Día tras día, llegaban periódicos y telegramas de Santiago y
Valparaíso y nada de levantamientos. Comencé a echar la culpa de
todo a los miedos y vacilaciones de Baquedano. Al fin, el 9 llegó a las
termas la noticia de la sublevación de la escuadra y en los días
siguientes que ella voltejeaba en los alrededores de Valparaíso. Se
había convenido en la Junta que la escuadra en el acto de sublevarse
se dirigiese a Iquique y se apoderase de la provincia de Tarapacá por
sorpresa, para lo cual se debían cortar a tiempo los telégrafos del
norte, cosa que no se hizo y dio tiempo al Gobierno para prevenir y
guarnecer aquella provincia que daba los mayores recursos fiscales.
Se me dijo después que si la escuadra se mantuvo por algunos días en
los alrededores de Valparaíso fue esperando la sublevación del
ejército de Santiago, lo que habría hecho inútil su viaje a Iquique y
todo habría concluido felizmente para la oposición; pero la
sublevación en tierra no llegó nunca; Baquedano se mostró incapaz de
cumplir el programa que se había elaborado, de modo que la escuadra
vino al fin a dirigirse al norte contra Tarapacá en condiciones muy
desfavorables. La incapacidad de Baquedano fue la que prolongó la
revolución y sus desgracias durante los 8 meses que ella tardó en
triunfar.
Cuanto a mí, el 13 ó 14 de enero bajamos de las termas y en la rápida
bajada de una de las laderas de sus montañas, se nos dio vuelta el
coche con tal violencia que volamos y caímos al borde del barranco,
por cuya profundidad corría el río. Después de un rato de
aturdimiento, abrí los ojos y vi que mis dos hijos estaban tendidos
como yo y paralelamente a mí, uno a mi derecha y el otro a mi
izquierda y los tres como mirando hacia el abismo. ¿Cómo no caímos
al despeñadero? No pude darme cuenta ni de cómo nos había lanzado
el coche, ni de cómo habíamos salvado. Nuestro primer cuidado fue
examinarnos si teníamos algún hueso quebrado. Felizmente,
estábamos libres de quebraduras; sólo que al caer, nuestras caras y
manos habían osado en los guijarros del camino y vertían un poco de
sangre de sus rasmilladuras. Fuimos en busca de una vertiente, que
por fortuna corría cercana por allí y nos lavamos hasta restañar las
heridas. Entretanto, el cochero no aparecía.
¿Habría volado al fondo de la quebrada? Después de mucho buscar y
remirar, notamos que debajo de los escombros del coche se movía un
bulto completamente cubierto por la honda capa de trumao que tapiza
aquel camino. Era el cochero que estaba aplastado por el coche, el
cual era uno de esos bogues livianos que se usan en esas montañas.
Levantamos el coche y le ayudamos a enderezarse. Estaba algo
aturdido. Lo llevamos a la vertiente y con los lavados de agua fresca
recobró el sentido.
Serían como las 10 de la mañana. El problema de continuar el viaje se
presentaba como una imposibilidad, sin auxilio extraño, en medio de
aquella agreste soledad. Por fortuna acertó a pasar por el camino uno
de esos robustos labriegos que transitan por esas montañas y con su
ayuda pudimos resolver el problema, aunque en miserables
condiciones. El toldo del coche estaba hecho pedazos y quedó
abandonado. Quedaban las ruedas y la caja bastante maltratadas. Con
la ayuda de látigos y cordeles se le pudo al fin apuntalar para ir medio
sentados y a cielo raso. Así y caminando despacio y con muchos
miramientos a aquella desvencijada armazón, llegamos a Chillán bien
entrada la noche. Atribuyo nuestra salvación a la Virgen Santísima,
porque veníamos rezando el rosario, devoción a que he sido fiel toda
mi vida. Me dirigí a casa del Párroco, mi amigo, don Vicente Las
Casas, que nos brindó la más amable hospitalidad y cuya familia nos
curó y vendó las heridas y contusiones que ya comenzaban a
molestarnos. Al día siguiente,
15 de enero, tomamos el tren para Concepción, donde alojamos
aquella noche en casa de mi amigo Daniel Risopatrón.
Aunque casi toda esa noche llovió, muy de mañana tomamos el tren
para Lota, donde creía poder tomar el vapor que debía llevarnos a
Valdivia, a fin de completar la curación de mi hijo Manuel. Llegamos
a Lota como a las 7 y media de una mañana húmeda y fría, y nos
dirigimos al hotel para tomar desayuno.
En la mesa del comedor, en cuyo derredor nos sentamos estaba una
señora y su marido, a quienes no conocía. El caballero me preguntó
para donde íbamos, a lo que respondí que iba para Valdivia, llevando
a un hijo enfermo. La señora me dijo que también ella y su marido
iban a Valdivia por motivos de salud, pero que en Lota se habían
encontrado con la novedad de que no había ni se esperaba que hubiese
en mucho tiempo vapores para el sur, porque habían sido suspendidos
por la revolución, lo que los obligaba a volverse a Santiago.
Tal noticia me contrarió grandemente y me proponía quedarme en
Lota hasta perder toda esperanza de realizar mi viaje a Valdivia.
Como yo llevaba mi brazo y mi mano derecha vendados a
consecuencia de nuestra caída del coche y al tomar mi café partía con
dificultad el pan, con la única mano que tenía libre, la señora tuvo la
gentileza de decirme: "Permítame, señor, que yo le haga unas
tostadas, porque usted está inválido".
A lo que agregué: "Permítame usted, señora, preguntarle, a quien debo
tanta amabilidad", y ella me respondió: "Usted, señor, no me conoce,
pero yo lo conozco mucho, por los recuerdos que mi padre hace
siempre de usted, soy Lucía Formas, hija de don Diego Formas que
tiene grande estimación por usted. Yo soy casada con Ramón
Achondo", y me presentó a su marido. Agradecí el cumplido y en ese
momento se me acercó un oficial que me intimó orden de prisión.
Todos quedamos sorprendidos con aquella prisión inesperada.
Pregunté al oficial por la orden de arresto que debía traer en
conformidad con la ley. Contestóme que sólo tenía la orden verbal del
comandante de las fuerzas acantonadas en Lota.
¿Pero cuál era motivo de mi prisión?, pregunté. "Creo, que por
opositor conocido ", contestó. "Ese delito no existe en nuestros
códigos", repliqué e insistí en que debía traer orden de arresto por
escrito, como lo manda la ley, a lo cual el oficial muy enfadado, dijo:
"Aquí no hay más ley que la ordenanza militar"
y agregó que no admitía más observaciones ni réplica. Al fin tuve que
ceder ante la fuerza mayor. Antes de marchar entregué a mi hijo Luis
Eduardo una carta de recomendación que yo llevaba del administrador
del establecimiento de Lota, don Benjamín Squella, para el
subadministrador, señor Perry, para que se me alojase y atendiese
debidamente y en la cual se le decía que yo iba para Valdivia con un
hijo enfermo y encargué a mi hijo rogase al señor Perry me prestase
todo su amparo posible.
Luis Eduardo se dirigió a la oficina del establecimiento y yo a la
cárcel. Al despedirme de la señora Formas, ésta me dijo: "Le prometo
interceder por usted. Soy amiga del Intendente de esta provincia, el
señor Sanfuentes y de su familia".
Llegué a la cárcel y me introdujeron en un calabozo que tenía una
ventana muy alta que daba a la calle. La mañana estaba fría y el
calabozo mucho más; yo me sentía entumido.
Al través de la puerta, rogué al centinela me permitiese tomar el sol en
el corredor, ruego a que el buen hombre accedió, llevando su bondad
hasta proporcionarme una silla en que me senté. Allí pude contemplar
el hacinamiento de hombres, mujeres y niños que allí había y, sobre
todo, ver una multitud de soldados que examinaban sus rifles en
medio de una algazara nada tranquilizadora. La sublevada Esmeralda
había fondeado en Lota el día anterior, tal vez a hacer provisión de
carbón y la guarnición, para impedirlo y, sobre todo, para impedir un
desembarco, había pasado toda la noche en la playa, a consecuencia
de lo cual se había suministrado a la tropa buenas raciones de
aguardiente. De eso prevenía el que muchos de esos soldados
estuviesen con las cabezas bamboleantes y comenzasen a dirigirme
pullas que me hicieron comprender que lo mejor era volverme a mi
calabozo, como lo hice. Aquella cárcel y cuartel era un desorden
completo.
Había yo encargado también a mi hijo Luis Eduardo, que viese al juez
letrado, a fin de que me iniciase el proceso correspondiente; porque
me consideraba más seguro al amparo de la justicia que no de la
soldadesca. A poco de estar en la cárcel, mi hijo había averiguado cual
era mi calabozo y que podía comunicarse conmigo por la ventana de
la calle, pero sin vernos.
Por allí llegó luego en un caballo que le había proporcionado el señor
Perry y llegó en compañía con el señor juez, el cual me dijo: "Siento
mucho, señor, no poder ampararlo, porque aquí nadie me hace caso.
Aquí no imperan ni la Constitución ni las leyes; aquí no se conoce
más que la fuerza bruta.
Todos mis decretos son desobedecidos ". Mi hijo me agregó que al
subir a la oficina del señor Perry, había encontrado allí al Gobernador
del departamento, señor Eduardo Sánchez, el cual había comunicado
mi prisión al Intendente de la provincia de Concepción, don Salvador
Sanfuentes y dijo a mi hijo que había recibido de éste la orden de
aplicarme cincuenta azotes; pero le había agregado: "No tema usted
que se le toque a su señor padre mientras esté aquí de Gobernador,
porque su padre fue mi profesor en el Instituto Nacional y conservo de
él un cariñoso recuerdo".
¡No había justicia posible, pero había azotes en perspectiva !
¡Qué par de noticias para mi tranquilidad! Muchas imaginaciones
sombrías comenzaron a cruzar por mi mente. En el infierno de esta
cárcel, entregada a soldados medio ebrios, ¿qué fechorías no podrían
cometerse, especialmente con presos enemigos de la dictadura? Yo
llevaba en mi cartera $ 800 para mi viaje a Valdivia y luego me
ocurrió pensar que por la noche los carceleros o los soldados o algún
agente de la dictadura vendría a registrarme, como era natural
suponerlo, por si llevaba alguna comunicación compromitente, y
entonces lo primero que harían sería robarme los 800 pesos y no sería
mucho que para disimular y ocultar el robo, me diesen un balazo
pretextando que había querido fugarme, como yo lo había leído en
algunos procesos criminales. Comencé a discurrir cómo y dónde
ocultar mi dinero que podía ser causa de un atentado.
En esos momentos se abría una puerta que comunicaba con el
calabozo vecino y vi asomarse a un caballero joven que me dijo en
tono de sorpresa y cariño: Señor don Abdón, ¿ usted por aquí? Era un
joven abogado, Navarro, natural de Chiloé, que había sido mi alumno.
Era la primera cara amiga que encontraba en aquellas horas amargas y
el segundo consuelo que me deparaban mis tareas de profesor, que me
ha servido muchas veces en la vida, de auxilio y de protección.
Referíle lo de mi prisión y el me dijo que también lo habían tomado
preso por equivocación; pero que él era abogado y amigo del
Intendente Sanfuentes y le había telegrafiado para que viniese a
ponerlo en libertad, como lo esperaba en aquel mismo día, y que él
intercedería por mí, después de lo cual se volvió a su calabozo.
Yo me quedé pensando que lo mejor sería confiar a Navarro mis $
800, pero no tuve tiempo de hacerlo, porque se me presentó un oficial
que me dijo que yo estaba muy mal en aquel lugar y que había
recibido orden de conducirme a otro mejor y que lo siguiese, como lo
hice. Efectivamente, a poco andar entramos a una gran casa que nunca
supe si era cárcel o cuartel o casa particular, donde me encerró en una
sala, aderezada con una mesa y algunas sillas. Aunque me agradaba
quedar lejos de la ebria soldadesca, no dejó de apenarme quedar
privado de la compañía de Navarro y la idea de que mis hijos
ignorasen mi nueva residencia.
De todas maneras la incertidumbre de lo que me esperaba y los
recuerdos de mi familia atormentaban no poco mi espíritu.
En las meditaciones a que me entregaba se me venía a la memoria
aquella frase del presbítero don Joaquín Larraín Gandarillas, cuando
estando yo gravemente enfermo y de novio, una equivocación de los
montt-varistas me arrastró al jurado de Pablo Threutler, que me
amenazó con una fuerte multa y un carcelazo de seis meses, que
habría comprometido todo mi porvenir: "No tema, Dios dispone todas
las cosas para nuestro bien". Y como en la hora de la aflicción es
cuando el hombre vuelve naturalmente su corazón a Dios, como a su
bondadoso padre, yo le hice una fervorosa súplica y promesa.
"Corazón de Jesús, dije, si me sacas libre de estos peligros, te ofrezco
colocar tu imagen a la entrada de mi casa, para que seas tú y no yo el
dueño de ella". Y bueno es que sepan mis hijos, para quienes escribo
estas memorias, que el Corazón de Jesús oyó mi oración, me libró de
todos los peligros y cuando me refugié en la Hacienda de Santa Rita,
encargué a Europa una estatua del Corazón de Jesús, la cual llegó a
Valparaíso en el vapor "Chile", el 28 de agosto de 1891, a la misma
hora en que entraba victorioso a la ciudad el ejército de los
constitucionales, después de la batalla de la Placilla. Esa es la estatua
que desde entonces honro devotamente a la entrada de mi casa.
A poco de hacer mi oración, como a las tres de la tarde, entraban a mi
prisión el Gobernador, señor Sánchez, y el Intendente de la Provincia,
señor Salvador Sanfuentes, el cual me dijo: "Acordándome de que
usted fue muy amigo de mi padre, vengo a ponerlo en libertad con la
condición de que usted se vuelva a Santiago". "No deseo otra cosa, le
respondí, desde qquuee nnoo hay medio de llegar a Valdivia, a donde
me dirigía por la enfermedad de uno de mis hijos", y le di las gracias
por mi libertad; y él agregó: "Si usted quiere puede volverse a
Concepción en el mismo tren en que me vuelvo yo, en pocos
momentos más". Agradecí, acepté su ofrecimiento y salimos.

Una vez libre me reuní con mis hijos y Luis Eduardo me refirió que al
volver al hotel para almorzar ya cerca de la
1 P. M. había llegado de Concepción el Intendente Sanfuen— ·
tes y a poco él y el Gobernador Sánchez habían llegado al hotel. Allí
supo cual había sido la causa de mi prisión, que fue la siguiente: Yo
había prevenido a mi mujer que me escribieen sus cartas con el
seudónimo Manuel Espinosa y fue el caso que una de las cartas de mi
señora, en que me hablaba de los sucesos de la revolución, llegó a
Lota con el sobre escrito para Manuel Espinosa, que era casualmente
el nombre del comandante de las fuerzas acantonadas en Lota. La
carta fue llevada a él, pero mi señora había incurrido en la
inadvertencia de poner la dirección en el interior a Abdón Cifuentes,
lo que indujo a Espinosa a creer que en ello había gato encerrado y
espió el momento de mi llegada a Lota para tomarme preso.
Sin embargo, la carta de Squella para Perry era un documento
fehaciente y contribuyó a salvarme, porque atestiguaba que yo iba a
Valdivia con un hijo enfermo, que estaba a la vista.
Pero lo que más contribuyó a mi libertad fue la intervención de la
señora Lucía Formas de Achondo, que mantuvo en el hotel una larga
discusión en mi favor con el Intendente.
Este mantenía la orden de azotarme por opositor conocido. La señora
certificaba mi inocencia, refiriendo mi viaje a las termas de Chillán
con mi pequeño hijo enfermo y en seguida la verdad de mi viaje a
Valdivia con el mismo motivo. Como el Intendente insistiese en que
se me diesen unos 50 palos, la señora argüía que yo no estaba capaz
de resistir ni diez, ponderando las lastimaduras que había recibido en
mi caída del coche en las laderas de Chillán. Y tanto argumentó y
tanto suplicó que al fin el Intendente consintió en ir a ponerme en
libertad, como lo hizo.
Cuando íbamos de vuelta para Concepción, el tren en que íbamos con
el Intendente, llevaba bastante tropa armada y se detuvo como media
hora en Coronel, para oír varios discursos que algunos funcionarios de
Coronel dirigían al Intendente en su elogio. Yo estuve en ascuas,
porque la Esmeralda, una de las naves sublevadas de la escuadra,
acababa de fondear en Coronel a poca distancia de la playa y desde su
cubierta podían conocer con los anteojos hasta las personas que
íbamos en el tren. Nada más probable que al divisar la tropa enemiga
se le ocurriese enviarnos algunos disparos de cañón que habrían hecho
mucha cosecha. Esta idea me mortificaba. Para conjurarla yo sacaba
por las ventanillas medio cuerpo para que me reconociese Isidoro
Errázuriz que, se me había dicho, venía a bordo en calidad de jefe. El
había sido mi compañero en la Junta de resistencia a la dictadura y era
fácil que me reconociese desde a bordo. Esto bastaría para evitar toda
agresión. Felizmente, los discursos concluyeron y el tren partió sin
que la Esmeralda hiciese ningún amago.
Al volver a Concepción vino en el acto a saludarme el Obispo don
Plácido Labarca, que había sido mi alumno en el Colegio de San Luis,
cuando estudiaba humanidades y al verme vendado por las heridas
recibidas en el camino de las termas de Chillán, fue a suplicar al
Intendente que no me obligase a volver inmediatamente a Santiago y
que le permitiese curarme en su palacio episcopal siquiera por unos
pocos días, a lo que el Intendente accedió. Estaba yo comiendo en
casa del señor Obispo, cuando un sirviente me dice que un caballero
me busca con urgencia. Salgo a recibirlo: era mi buen amigo de
calabozo, el abogado Navarro, a quien Sanfuentes había sacado en
libertad, lo había llevado con nosotros a Concepción y lo había
hospedado en la Intendencia. Venía a decirme que procurase
escaparme esa misma noche, si era posible, porque había oído al
Intendente que estaba arrepentido de haberme puesto en libertad y
estaba resuelto a prenderme de nuevo al día siguiente. Escaparme esa
misma noche era imposible. Cuando volví a la mesa, la conversación
rodaba sobre el viaje que el señor Obispo con varios sacerdotes iban a
emprender muy de madrugada en el primer tren, para asistir a las
fiestas de San Sebastián en Yumbel. Se me ocurrió agregarme a la
comitiva y así lo solicité con sincera complacencia de los viajeros.
Muy de mañana, llegamos a la estación y allí encontramos al
Intendente con el comandante de policía. Aquél me preguntó:
" ¿A dónde se dirige usted, señor". "Voy a acompañar al señor
Obispo, contesté, a las fiestas de San Sebastián, fiestas que he oído
celebrar mucho y que nunca he podido conocer".
El Intendente guardó silencio por un momento, diciendo al fin:
"Bueno, señor, pero usted volverá a Concepción". "Es natural",
contesté, y me dejó partir. Pero yo que conocía su orden de azotarme
y que había oído decir que había hecho azotar a otros caballeros en
Concepción, en vez de ir a Yumbel, saqué boleto para Talca,
pensando ir a esconderme en Panguilemo, fundo de una sobrina mía.
Llegado a Talca, me dirigí a la parroquia, pensando encontrar allí al
Cura, don José Luis Espínola, antiguo amigo mío.
Espínola no estaba; veraneaba en Constitución; pero el sacerdote que
lo reemplazaba me hospedó cariñosamente. Roguéle me buscase un
coche que pudiera llevarme a Panguilemo esa misma tarde. Ningún
cochero consintió en ello, porque el río que teníamos que atravesar
estaba muy crecido y era peligroso atravesarlo a la vuelta de noche.
Me resigné a pasar esa noche en la parroquia; pero determiné cambiar
de rumbo, tomar el tren para Buin y desde allí dirigirme al fundo de
Santa Rita, de don Domingo Fernández Concha, donde podría estar
con seguridad.
A la hora del tren pedí al sotacura me buscase un coche para irme a la
estación con mi hijo enfermo Manuel, que llevaba en mi compañía. El
sotacura volvió muy pronto diciendo que se estaba publicando un
bando ordenando que nadie pudiese salir de Talca sin pasaporte del
Intendente, que lo era el comandante Jarpa, que me conocía mucho y
podía ponerme preso. Rogué al sotacura me sacase un pasaporte con
mi supuesto nombre de Manuel Espinosa; pero al llegar a la oficina de
la Intendencia, donde se estaban dando los pasaportes manuscritos,
era tal la concurrencia de viajeros que reclamaban de la tardanza de
los escribientes en momentos en que el tren iba a partir y podían
quedar chasqueados, que al fin el Intendente, dijo: "Por ahora pueden
ir sin pasaportes; más tarde haré imprimir los pasaportes". Este
incidente me permitió irme al tren medio oculto, con mi hijo. En el
tren encontré a un amigo íntimo que se dirigía a Santiago y a quien
rogué que en llegando a esta ciudad fuese a mi casa y previniese a mi
señora que yo quedaba en Santa Rita.
Al llegar a este fundo y al saludar a Don Domingo Fernández, éste me
dijo: " ¿Y su señora?" "No sé nada de ella, debe estar en Santiago",
"No, me agregó, si ayer ha estado aquí a pedirme que lo esconda en
mi fundo, que ella se iba a Concepción a traerlo y convinimos en que
mi coche lo esperaría en la estación de Linderos; porque en Buin es
usted muy conocido y podían prenderlo. De modo que su señora debe
estar en Concepción en busca de usted". Esta noticia me contrarió
profundamente.
Era el caso que el día que yo regresé de Lota a Concepción ordené a
mi hijo mayor, Luis Eduardo, que a la mañana siguiente tomase el tren
expreso para Santiago y tranquilizase a mi mujer, a quien podían
haber llegado abultadas las noticias.
de mi caída en el viaje de la termas y de mi prisión en Lota, diciéndole
que yo estaba en casa del señor Obispo. Mi hijo lo hizo así; pero mi
mujer no se satisfizo, se fue a Santa Rita, hizo el arreglo con el señor
Fernández y al día siguiente, tomó sola el expreso para Concepción
con el objeto de traerme. Llegada a Concepción, ya obscuro, se dirigió
a casa del señor Obispo, donde le dijeron que yo había ido a Yumbel;
pero que en la noche anterior yo había dormido en casa de don Daniel
Risopatrón.
En esa noche yo impuse a este señor de mi proyecto de no ir a las
fiestas de San Sebastián, sino de mi propósito de irme a Panguilemo,
rogándole que me dirigiese a ese lugar las cartas que viniesen a
Concepción para mí.
Mi señora se dirigió a casa de Risopatrón, donde supo que yo me
había dirigido a Talca. Al día siguiente, muy de madrugada, mi señora
tomaba el expreso para Talca y creyéndome encontrar allí se dirigió a
la parroquia a tomar lenguas del párroco Espínola. Sólo encontró al
sotacura, a quien preguntó por mí. El sacerdote la tomó por espía, que
abundaban mucho en aquel entonces, sobre todo de la policía secreta;
y le contestó que ese caballero Cifuentes residía en Santiago y que
extrañaba lo buscase en Talca. Como a todas las preguntas de mi
señora el sacerdote respondía con evasivas, mi señora le dijo:
"Comprendo, señor, que usted me está tomando por espía, que
21-II
pero yo sé que el señor Espínola tiene aquí una sirviente antigua que
me conoce mucho. Tenga usted la bondad de llamarla para que ella
certifique quien soy yo". Así lo hizo el sotacura y la sirviente al
reconocerla muy cariñosamente disipó las prevenciones de aquél, el
cual la invitó entonces a descansar y a tomar algún refrigerio. El
sacerdote la informó de que en la mañana me había dirigido a
Santiago; lo que mi señora deploró profundamente, porque temía que
en Santiago me tomasen preso y eso aumentó sus inquietudes, pues el
Gobierno de la dictadura estaba extremando sus precauciones contra
todos los que habían manifestado alguna oposición a ella. A la
mañana siguiente, mi señora tomaba el expreso para Santiago en mi
busca y aquí supo que yo estaba en Santa Rita, a donde se dirigió el
día siguiente y pudo al fin verme libre de peligros.
En Santa Rita, mi primera diligencia fue encargar a Europa la estatua
de fierro del Divino Corazón de Jesús, que me llegó, como lo he
dicho, en el vapor "Chile ", el 28 de agosto de
1891, estatua que tengo colocada a la entrada de mi casa, en
cumplimiento de la promesa hecha en mi calabozo de Lota.
En esta hacienda, en donde permanecí cerca de tres meses, pude ver
como los labradores pasaban escondidos en las cerros, huyendo de las
tropas dictatoriales que los perseguían y los cazaban como animales
para enrolarlos en el ejército del Gobierno
. Los soldados los detenían por la fuerza en los caminos o los sacaban
violentamente de sus viviendas, los amarraban y los conducían al
pueblo de Buin para traerlos a los cuarteles de Santiago. A las casas
del fundo llegaban con frecuencia, a implorar la protección de don
Domingo Fernández, pobres mujeres desesperadas, una porque le
habían arrebatado a su marido y quedaba ella y sus niños
desamparados; otra por que le habían llevado a su hijo que era el
único amparo de su familia. Estas cacerías de hombres en los campos
me parecieron de los mayores crímenes cometidos por la dictadura;
los clamores de tantas víctimas inocentes debían acarrearle
infaliblemente la venganza del cielo. Daba compasión ver algunos
labriegos escapar con sus mujeres y sus hijos para esconderse en los
bosques y en los cerros a donde el señor Fernández en su inagotable
caridad, les hacía llevar alimentos y abrigos. Son incontables las
tragedias domésticas que padecieron los campesinos
; porque lo que se hizo en el departamento de Maipo, se hacía en casi
toda la República.
Pasadas las vacaciones, la familia del señor Fernández regresó a
Santiago, quedando en las casas yo solo con don Domingo.
Un día del mes de abril en que llovía torrencialmente, estábamos
almorzando como a las 11 de la mañana, y se nos apareció de repente
mi señora bastante empapada por la lluvia; iba desolada a avisarme
que tarde de la noche precedente la señora Aldunate de Waugh había
ido a mi casa de Santiago a decirle: "Acabo de ver en la Intendencia la
orden dada a Ciriaco Contreras para que con 25 hombres vaya a tomar
preso a su marido, don Abdón Cifuentes, en Santa Rita". En
consecuencia, mi mujer tomó el primer tren para Buin, en el cual iba
efectivamente una tropa, la que en Buin se dirigió a casa del
Gobernador, mientras mi mujer en un coche a mata caballos, se dirigía
a Santa Rita a darme el aviso. Ella me agregó que antes de tomar el
tren había ido a casa de un señor Robinson, norteamericano, amigo
nuestro, a prepararme un escondite en su casa, adonde debía dirigirme
al llegar yo a Santiago.
En seguida, mi mujer se volvió por el mismo camino que había
llevado y yo con el señor Fernández nos pusimos en salvo por el
camino del puente de los Morros, dirigiéndonos a Santiago con las
debidas precauciones.
En los lugares solitarios del camino, hacíamos alto para dejar correr el
tiempo, calculando llegar a Santiago de noche para no ser vistos. Al
llegar a la Alameda, descendí del carruaje para tomar un coche del
servicio público que me condujo a la calle del Ejército, a casa del
señor Robinson, donde encontré la más amable hospitalidad, que la
previsora prudencia de mi mujer había preparado. Al cabo de dos días
de permanecer allí, recibí la visita del pintor don Pedro Carmona,
íntimo amigo mío que había conocido mi aventura y mi asilo por mi
señora. Carmona me dijo: "He conseguido con el Padre Superior de
San Francisco que le prepare una habitación segura en el convento;
vengo por usted. En ese viejo convento que es un verdadero laberinto,
no lo podrá encontrar nadie; es el refugio más seguro". A fin de no
imponer más molestias ni inquietudes a la familia Robinson, acepté la
invitación de Carmona, agradecí la hospitalidad de la familia, y en
compañía de Carmona me dirigí a San Francisco entrando al convento
por la puerta falsa de la calle de San Francisco, favorecido por la
obscuridad de la noche.
Durante mi estada en Santa Rita, pude conversar largo dos o tres
veces sobre los sucesos de la revolución con el general Baquedano
que solía ir, de cuando en cuando, a ese fundo a pasar un día de
campo y pude confirmarme en la idea de que los ocho meses de la
guerra civil y sus desastres se debieron principalmente a la
incapacidad y falta de valor cívico del general, que desde que se
comenzó a organizar la resistencia a la dictadura se prestó a ser
caudillo del ejército en su movimiento insurreccional en tierra.
Explicando su conducta pretendía excusarse de su absoluta inacción,
diciendo que él esperaba que los jefes subalternos hubiesen
insurreccionado las tropas y le hubiesen en seguida ofrecido el mando
de ellas, cuando todos los jefes subalternos se ofrecían a seguirlo
siempre que él se pusiese a la cabeza, lo que nunca se atrevió a hacer.
Lo que quería era que otros sublevasen el ejército y corriesen los
riesgos del lío y después le ofreciesen su comando para sacar su cuer
po libre de responsabilidades. Bien reveló este miedo cuando exigió
que se borrase, en el acta de deposición de Balmaceda que yo había
redactado para el Congreso, el cogollo de alabanza con que lo
favorecía, so pretexto de que por esas frases podían pillarlo, como
dijo, es decir, descubrirlo como jefe del movimiento.
En San Francisco permanecí hasta fines de mayo y entonces me
trasladé a mi casa, ubicada en la acera oriente de la tercera cuadra de
la calle del Dieciocho, cuya construcción había dirigido mi hermano
Absalón, durante mi ausencia y a la cual sólo faltaba un poco de
pintura. Los dos pintores que ejecutaban ese trabajo eran de toda mi
confianza. Mi familia vivía en la calle de Vergara y me mandaba el
almuerzo y la comida con mi llavera, sirviente antigua, con quien me
había criado desde la infancia y que era discreta y cuidadosa a carta
cabal. Por la noche venía a acompañarme en mi soledad mi hermano
Absalón.
Un día, a la hora de almorzar, sonó la campanilla de la puerta de calle
y creyendo yo que era la llavera que me traía el almuerzo, no esperé
que fueran a abrir los pintores; y cual sería mi sorpresa cuando en vez
de mi llavera, se me introduce un oficial, que me dice: "El señor
Intendente me manda en busca suya, urgentemente". " ¿En busca mía?
", respondo. " ¿ Qué no vive aquí don Abdón Cifuentes? ", replica él.
"La familia de ese caballero, respondo, ya repuesto de mi sorpresa(y
comprendiendo que no me conoce), vive en la calle de Vergara, allí
puede usted buscarlo". " ¿ Dónde está esa calle de Vergara?, porque
yo no conozco las calles de Santiago, soy de Chillán y he llegado
recientemente a esta ciudad". Le di las señas y le pregunté para qué
buscaba a ese caballero. "Es que traigo una orden para que demuela
pronto una muralla que está al caerse en la propiedad tal que él
administra. "Entonces, le repliqué, le han equivocado el nombre; el
que administra esa propiedad es don Absalón Cifuentes, hermano de
don Abdón. En la casa de éste, calle de Vergara, le pueden dar la
dirección de la casa de don Absalón". Me agradeció las señas y se
retiró y yo quedé curado de volver a abrir la puerta.
Si no me equivoco, en la noche del 21 de junio de 1891,
Absalón me acompañaba como de costumbre y como a las dos de la
mañana me despertó diciéndome: "Están tocando a incendio en el
centro de la ciudad y debe ser grande, porque hace rato que oigo la
campana". Seguimos escuchando largo rato y la alarma continuaba.
Mi hermano me dijo: " ¿Cómo no sea en el Círculo Católico, cuyo
seguro se cumple esta misma noche? Mañana renuevo el seguro".
Absalón se levantó muy de alba y salió a curiosear el incendio,
volviendo luego muy consternado; el incendio había devorado la
mitad oriental de la manzana comprendida entre las calles de
Ahumada por el oriente, Agustinas por el norte, Bandera por el
poniente y Moneda por el sur, es decir, todos los grandes edificios
construídos por los católicos para defenderse de los Gobiernos de
Santa María y Balmaceda: el del diario "El Independiente", el gran
pensionado de San Juan Evangelista para estudiantes universitarios
católicos, el Banco Santiago y el palacio del Círculo Católico,
ocupado por la Universidad Católica, edificios que costaban varios
millones de pesos. Balmaceda llamaba a esas construcciones: La
madriguera de los discípulos de Loyola.
Cuando Balmaceda anunció su dictadura, asumiendo toda la suma del
poder público, hizo clausurar todas las imprentas, colocando la policía
cerraduras de fierro a sus puertas. Igual suerte corrió el palacio del
Círculo de la juventud católica, que he descrito en otro capítulo de
estas Memorias. Allí se daban gratuitamente a la sociedad de Santiago
lucidos conciertos por la academia musical del Círculo, compuesta por
más de 50 jóvenes del mismo, que habían organizado un rico material
de música orquestada. Allí había creado yo una biblioteca escogida
para la juventud. En el segundo piso del vasto edificio, donde
funcionaba la Universidad se había construido una hermosa capilla
que servía para los alumnos de la Universidad y para los jóvenes del
Círculo. Aquél era un centro de estudio y un centro social
verdaderamente monumental que honraba la capital.
En efecto, aquellas altísimas bóvedas, aquellas extensas galerías,
aquella soberbia construcción era honroso testimonio de nuestra
cultura y progreso.
¡Doloroso recuerdo ! Universidad y Círculo vieron clavadas sus
puertas con herraduras, insignias de pesebre, propias y dignas de aquel
sistema de Gobierno, que se llamó la Dictadura.
La autoridad pública pisoteando todas las leyes protectoras de la
libertad individual, de la propiedad, del hogar ajeno, sin aquellos
miramientos que guardan siquiera las aparencias, se apoderó por la
fuerza de nuestro hogar y lanzó a sus dueños a la calle. En aquel
naufragio universal de los poderes públicos, de todos los principios de
justicia, de moral y de decencia en que descansan las sociedades
civilizadas, en aquel amordazamiento inaudito de la tribuna y de la
prensa, de la palabra y de la pluma, de la cátedra sagrada y de la
profana, ¿ cómo podía escapar nuestra Universidad y nuestro centro
social? Lejos de escapar tuvo la honra de merecer los odios
predilectos de los verdugos del país.
¿Por qué hacían enmudecer así estas aulas tranquilas del estudio?
¿Temían acaso que de ellas saliese alguna luz que alumbrase las
siniestras ruinas que la tiranía iba amontonando a su paso? Miedo a la
luz era sin duda; pero más que eso era el plan de terror y desolación
que la Dictadura meditaba y llevó a cabo por todas partes. Así fue
como nuestro palacio, biblioteca y tesoros artísticos agrupados allí por
los más grandes y puros amores del corazón humano, el amor a Dios y
a la patria, a las ciencias y a las artes, todo fue raído del haz de la
tierra, todo fue arrasado por las llamas. Algunos caballeros que
pasaron por delante de nuestro edificio en las primeras horas de la
noche, declararon haber divisado al través de las ventanas personas
que parecían recorrer con luces sus departamentos. El Obispo don
Ramón Ángel Jara, entonces simple sacerdote, logró penetrar en el
edificio en los principios del incendio con el propósito de salvar los
cuadors de pintura que estaban adheridos a los muros y pudo notar
que estaban impregnados de parafina y ardían más que las puertas que
también parecían rociadas con parafina.
Como nuestro edificio ardieron el pensionado católico anexo a la
Universidad, el edificio del diario católico "El Independiente"
y el Banco Santiago, fundado también por los católicos, como lo he
dicho antes, el año 1884. ¿ Por qué esta saña preferente y este odio
satánico contra las obras católicas que se agrupaban en aquella
manzana? ¡Ah! Es que el responsable de estos atentados, antes de
renegar de su fe política había renegado de su fe religiosa; antes de
burlarse de los hombres se había burlado de Dios. ¿ Fue él el que
ordenó la destrucción de lo que llamaba la madriguera de Loyola o
fueron sus sayones los que con esta hazaña procuraron complacer al
dictador?
Imposible sería descifrarlo, ni durante el reinado del terror de la
dictadura, ni después de vencida ésta, cuando desaparecieron sus
autores. Lo que parece indudable es que los autores del incendio de la
Universidad Católica tendrían bien averiguado el día en que terminaba
el seguro del edificio, puesto que escogieron ese día para incendiarlo,
pensando tal vez en que sus dueños andarían ocultos o fugitivos y no
tendrían tiempo de renovarlo.
Así iba la dictadura acumulando crimen sobre crimen y preparando el
desastre que le dio remate. El 7 de enero, pisoteando la Constitución
del Estado, por su sola y soberana voluntad, lanzó al país su
manifiesto asumiendo "la suma del poder público", como si fuera un
Zar de Rusia o un Sultán de Turquía.
Mantuvo las fuerzas de mar y tierra sin autorización del Congreso y
dispuso a su antojo de los fondos públicos, sin la ley indispensable de
presupuestos. Por un úkase de 27 de febrero suspendió las funciones
de las Cortes de Justicia y después removió a su antojo a todos los
funcionarios del orden judicial. Por otro úkase de 11 de febrero,
declaró cesantes en sus funciones legislativas a los miembros del
Congreso. Por otro decreto embargó los bienes de la mayor parte de
los congresales. A los que pudo haber a la mano los mantuvo en
estrecha prisión o los mandó al destierro, a pesar de su inmunidad
constitucional. Por simples órdenes administrativas, la fuerza pública
saqueaba los ganados de los fundos particulares. Se llenaban las
cárceles de ciudadanos inocentes por simples sospechas de oposición,
se les azotaba y se les aplicaban tormentos con verdadera barbarie. En
fin, casi no dejó artículo de la Constitución que no pisoteara
tiránicamente.
Parece que la matanza de "Lo Cañas" en que fueron asesinados por la
fuerza pública tantos jóvenes de familias distinguidas de la capital,
colmó la paciencia del cielo y puso fin a la dictadura con los triunfos
de las tropas constitucionales en Concón y La Placilla.
Esta tragedia de nuestra guerra civil durante ocho meses, pertenece a
la historia y aquí sólo trato de mis recuerdos personales.
Por lo que hace a mí hube de permanecer oculto hasta el día del
triunfo de los constitucionales, el 28 de agosto del 91, en La Placilla.
Al día siguiente, el alboroto popular me despertó. En la noche
precedente Balmaceda había entregado el mando al general
Baquedano y había desaparecido. Salí a la calle y encontré la ciudad
enloquecida con el júbilo popular; pero luego pude notar que muchas
casas de los dictatoriales habían sido saqueadas y seguían siendo
saqueadas por el populacho, con aquel encarnizamiento de que es
capaz el bajo pueblo en las hondas contiendas civiles. Ese espectáculo
me causó horror y corrí al palacio del Gobierno para denunciar aquel
desorden y solicitar medidas de represión. Baquedano estaba rodeado
de muchos caballeros respetables que habían acudido a ofrecerle sus
servicios
. Hice presente al general el desenfreno vergonzoso del populacho y le
insinué la idea de enviar patrullas de soldados a todos los barrios para
contenerlo. El general me contestó que hasta el escuadrón que antes
custodiaba la Moneda y la policía de la ciudad se habían desbandado,
llevándose las cabalgaduras y las armas. Díjele que si él recorriese la
ciudad con sus Ministros acaso su sola presencia bastaría para
contener el desorden. "Sería inútil", me contestó. Roguéle entonces
que me autorizase por un decreto para formar con los caballeros de la
calle del Dieciocho una guardia de orden que custodiase siquiera las
propiedades de mi calle. En el acto me extendió el decreto refrendado
por su Ministro, don Álvaro Covarrubias.
Wenceslao Prieto que me acompañaba solicitó y obtuvo otro para
organizar él otra guardia del orden que custodiase la calle de Vergara,
donde vivía. Entonces, el señor Covarrubias propuso convocar al
cuerpo de bomberos y armarlo para que custodiase toda la ciudad a
falta de otro cuerpo armado de que disponer, y así se hizo. El
Gobierno telegrafió también al jefe del ejército victorioso en La
Placilla que había entrado a Valparaíso, despachase a la mayor
brevedad algún regimiento que custodiase a Santiago.
Armado con mi decreto volví a mi casa y al llegar a ella divisé una
turba del bajo pueblo que en la misma cuadra en que yo vivía
saqueaba la casa de don Ramón Balmaceda, hermano del Dictador, y
forcejeaba por echar abajo la puerta de calle de la casa contigua,
habitada por don Juan Luis Sanfuentes, hoy en día Presidente de la
República. Corrí a la casa de Balmaceda y trepado sobre la escalera de
la entrada, comencé a perorar a la multitud, afeándole aquel acto
salvaje que deshonraba el triunfo que había alcanzado la noble causa
de la Constitución y de las leyes.
Al ruido de mi voz que yo esforzaba cuanto lo permitían mis
pulmones se paralizó el saqueo; pero de entre la multitud comenzaron
a oírse algunas voces que decían: "Este debe ser dictatorial
. Este debe ser uno de los autores de la matanza de Lo Cañas", y otras
propias para azuzar a la plebe ávida de saqueo y para lanzarla furiosa
contra mí. De este peligro me salvó, desde luego un hombronazo, alto,
gordo que parecía abastero y que en mangas de camisa y con el pecho
al aire gritaba en la acera: "No, señores, este es el ciudadano don
Abdón Cifuentes, opositor muy conocido". En seguida, varios jóvenes
de las casas y amigos míos que habían acudido al alboroto ayudaron al
gordo para gritar a mi favor, con lo que concluyó la hostilidad y pude
lograr, al fin, que la turba me obedeciera y abandonase el saqueo por
completo.
Ayudado por los jóvenes de la vecindad, fuimos vaciando la casa de
los saqueadores hasta dejarla solitaria y cerrar la puerta de calle.
Pudimos notar que los más ávidos de saqueo eran las mujeres de los
arrabales; mi mujer que había acudido a ayudarme le sacó a una de
ellas media docena de platos de plaqué que se llevaba escondidos
debajo del vestido. Los que parecían capitanear la turba, la invitaron a
dirigirse a otros barrios, con lo que se salvó también y por completo la
casa de don Juan Luis Sanfuentes.
En seguida, me dirigí a las casas de mi calle invitando a los caballeros
y especialmente a los jóvenes a una reunión inmediata en mi casa para
formar una guardia del orden, conforme al decreto que me había
otorgado el Gobierno. Reuniéronse como unos cuarenta vecinos, entre
ellos un capitán retirado del ejército, el señor Pinto Concha. A él
elegimos de jefe de la guardia; se nombró una comisión que fuese al
cuartel de artillería a solicitar los rifles necesarios para nuestra
guardia, los que fueron prestados con cargo de devolución. Se
formaron dos patrullas, a cada una de las cuales se encomendó la
custodia de una mitad de la calle, que debía ser recorrida toda la
noche.
El día había estado frío y nebuloso y la tarde se había hecho sombría,
como un crepúsculo de invierno. Afortunadamente, en la noche
sobrevino una copiosa lluvia que contribuyó mucho a la relativa
tranquilidad de la ciudad. Por lo que hace a mí, no pude formar parte
de la guardia del orden. El frío de la tarde y los esfuerzos oratorios
que había hecho hasta enronquecerme para salvar la casa de los
señores Balmaceda y Sanfuentes me ocasionaron una bronquitis que
no sólo no me permitió trasnochar al aire libre, sino que me botó a la
cama por algunos días.
Poco después entró a Santiago el ejército constitucional con don Jorge
Montt, presidente de la Junta de Gobierno, don Joaquín Walker,
Ministro de Hacienda de la misma, que había acompañado al ejército
en las batallas de Concón y de La Placilla y otros jefes y a los pocos
días entraban también los otros miembros de la Junta de Gobierno que
habían quedado en Iquique, esperando el resultado de la Campaña,
con lo cual se restableció luego en Chile el régimen constitucional.
CAPITULO XXIX
Mi elección senatorial en 1892.- Primeros esfuerzos que hago en el
Senado en pro de la libertad de enseñanza.- El proyecto de
supresión del Consejo de Estado.- El proyecto de remate de
salitreras.- Radicales y liberales contra la Comuna Autónoma.
Mis esfuerzos por mantenerla.- Las elecciones de 1906.- Escisión
en el Partido Conservador.
Yo volví a mi cátedra del Instituto y a mi profesión de abogado en la
que tuve un trabajo excesivo que me ocasionó una neurastenia tan
aguda que, a fines de diciembre del 91, los médicos me prohibieron en
absoluto todo trabajo mental.
Esta enfermedad se prolongó por algunos meses, lo que me obligó a
jubilar mi clase del Instituto a principios de 1892.
Jubilé con treinta años de profesor y con $ 60.40 mensuales de
pensión. Afortunadamente, con el reposo intelectual absoluto y
algunos viajes por mar, logré, recobrar mi salud en pocos meses y
volví a mi profesión y a mi clase de Derecho Público Constitucional
en la Universidad Católica.
Por un decreto de 7 de septiembre de 1891, la Junta de Gobierno
convocó al país a elección de Senadores, Diputados,
Municipales y electores, pero disponiendo al mismo tiempo que los
Senadores, Diputados y Municipales se considerarían elegidos como
si lo hubiesen sido en el mes de marzo, es decir, en las épocas
normales fijadas en la ley de elecciones y el Presidente que saliese
elegido se consideraría entrado en funciones el 18 de septiembre del
año 91, a fin de conservar la tradición de todos los presidentes
anteriores y de que la ceremonia de la transmisión del mando
continuase coincidiendo con las fiestas patrias.
El 10 de agosto de 1892 el Senado declaró vacantes algunas
senaturías, entre ellas la de la provincia de Llanquihue y mis
correligionarios proclamaron mi candidatura a senador por aquella
provincia, donde los católicos conservaban muy cariñosos recuerdos
de mi estada en ella, cuando fui a fundar la
"Unión Católica" en Llanquihue y Chiloé. La elección tuvo lugar el 12
de septiembre y salí triunfante en ella, de modo que el 3 de octubre el
Senado aprobó mis poderes y me incorporé a él el 5 de octubre de
1892.
El 17 y 19 de diciembre aproveché la discusión del presupuesto, en la
partida correspondiente para dar una estocada a fondo a la creación
del Registro Civil, simple ley de hostilidad a la Iglesia, probando con
datos irrecusables todo lo injusto, odioso y perjudicial de esa ley para
el país, que ha seguido cosechando sus perversos frutos hasta hoy. El
incrédulo senador Francisco Puelma declaró que los resultados de esa
ley que siempre la tuvo como una ley de persecución contra la Iglesia
habían sido desastrosos; pero como buen liberal, buscó el medio de
eludir su supresión pretextando que nada podía hacerse en la discusión
de los presupuestos, y así se impidió entonces y después que esa ley
sea reformada.
A mediados de noviembre y al comenzarse los exámenes de fines de
año, el Consejo de Instrucción Pública a instancias de Diego Barros
Arana tomó un acuerdo para que todos los exámenes de los alumnos
de colegios particulares fueran a rendirse a la Universidad y no en los
mismos colegios particulares, como se acostumbraba hacía tiempo
yendo las comisiones examinadoras a dichos colegios para no
desorganizar su régimen interno y no obligar a sus alumnos a callejear
todos los días para ir a rendir sus exámenes a la casa universitaria.
Este régimen suavizaba un poco el yugo del monopolio, por cuanto el
alumno rendía su examen en su propia casa, en compañía de sus
profesores y no en casa ajena, en casa de los que solían manifestarle
hostilidad y donde todo les era desconocido, todo lo cual era muy
propio para aumentar el miedo del examinando y exponerlo a salir
mal en su examen.
La razón que se invocó para volver al odioso régimen antiguo, fue que
las comisiones examinadoras no tenían en los colegios particulares
suficiente libertad para ser rigurosos, por lo mismo que se
encontraban en casa ajena. Pero esto, lejos de ser un mal, era un gran
bien; porque la más vulgar educación obligaba a los examinadores a
ser más cultos, más justos, menos atrabiliarios como eran antes en el
Instituto Nacional, donde había comisiones que hacían gala de
reprobar cursos enteros y muchas veces con la culpable intención de
atrapar en las vacaciones el repaso del ramo, de algunos de estos
reprobados, mediante una fuerte retribución.
Algunos padres de familia, entre ellos algunos diputados y senadores,
como yo mismo, presentamos al Consejo de Instrucción, una solicitud
para que se dejasen las cosas como estaban y que las comisiones
examinadoras continuasen yendo a los colegios particulares y no los
colegios en busca de las comisiones.
Nuestra súplica fue rechazada, so pretexto de que los padres de
familia nada sabían de educación ni de enseñanza.
Acudimos al Ministro de Instrucción y éste a nombre del Presidente
de la República pidió al Consejo que revocase su acuerdo, a lo que
tampoco accedió el Consejo. Entonces pronuncié en el Senado, en las
sesiones de 24, 26 y 27 de diciembre del 92, un discurso que produjo
en él bastante impresión; pero como estábamos discutiendo los
presupuestos, no me atreví a presentar un proyecto de ley, sino que me
limité a proponer el proyecto de acuerdo siguiente:
"El Senado vería con complacencia que el Gobierno promoviese la
reforma de la Ley de Instrucción Pública, en el sentido de reducir las
pruebas para la recepción de cada grado universitario a un solo
examen general".
Habiéndose suscitado un debate sobre la oportunidad del proyecto de
acuerdo, al tratarse de una partida del presupuesto el Ministro de
Instrucción Pública, don Máximo del Campo, me rogó presentase un
proyecto de ley que consultase la reforma que yo solicitaba,
prometiéndome recabar de S. E. el Presidente de la República el
acuerdo para incluirlo en las extraordinarias.
Al día siguiente, 28 de diciembre presenté el siguiente proyecto de
ley, que el 29 fue incluído en los asuntos.
de las sesiones extraordinarias:
Artículo 1. Toda persona puede presentarse a rendir el examen
necesario para optar a los grados universitarios, sin distinción del
lugar en que haya estudiado ni de la manera como haya hecho sus
estudios.
Art. 2. Los exámenes deberán rendirse ante una comisión o jurado
mixto que otorgará también el diploma correspondiente al grado de
que se trata. Estos diplomas serán registrados y refrendados por el
Secretario General de la Universidad.
Art. 3. El Gobierno procederá anualmente a la formación de los
jurados de exámenes, los cuales se compondrán de tal suerte que los
profesores de la enseñanza dirigida o subvencionada por el Estado
estén en número igual a los profesores de la enseñanza privada, si los
hubiese. El presidente del jurado no podrá pertenecer al cuerpo
docente y a él corresponde acordar la palabra a los examinadores,
velar por la ejecución de la ley, la regularidad del examen y la policía
de la sesión.
Art. 4. El Presidente de la República dictará los reglamentos
necesarios sobre la forma y materia del examen para cada grado, los
cuales deben ser iguales para todos los aspirantes.
El Senado dejó en tabla el proyecto para discutirlo una vez terminado
los presupuestos.
Mientras llegaba esta oportunidad, en la sesión del 16 de enero de
1893 a ruego de varios diputados pedí al Senado dos minutos de
tiempo para despachar un proyecto que por acuerdo de todos los
partidos y por unanimidad de votos había sido aprobado en la Cámara
de Diputados. El proyecto decía:
"Artículo único.- El ejercicio de las profesiones de abogado e
ingeniero será libre entre los particulares".
Era una migaja tan pequeña de libertad profesional que me imaginé
que el proyecto pasaría en el acto. No fue así: radicales y liberales
votaron como siempre en contra. Esta hostilidad sistemática de estos
partidos a toda libertad verdadera y especialmente de enseñanza, que
los constituye no en liberales, sino en fariseos de la libertad, me ha
hecho mirarlos con desprecio; porque siempre merecen desprecio los
farsantes que dicen una cosa y hacen lo contrario.
Al fin llegó la sesión del 27 de enero en que debía tratarse de mi
proyecto que consistía en suprimir el monopolio de los exámenes
anuales por los profesores del Estado, y aun menos que eso, en reducir
el monopolio de la Universidad a los exámenes generales de grados,
como en la misma Francia, cuyo monopolio se había tratado de imitar;
y que esos exámenes de grados universitarios se hiciesen por jurados
mixtos, como lo mandaban también la ley belga de 1857 y la ley
francesa de
1875. Este sencillo proyecto que significaba la libertad de la
enseñanza privada en sus planes de estudio, sus textos y métodos, y al
mismo tiempo la igualdad para todos los alumnos siquiera en materia
de exámenes, libertad e igualdad garantidas por la Constitución, fue
como era de esperarlo, combatido por radicales liberales. No
atreviéndose a combatirlo de frente procuraron echarle zancadillas. El
senador don Francisco Puelma, montt-varista, radical e incrédulo,
pidió que el proyecto pasara a comisión; y como el Congreso estaba
próximo a clausurarse y las elecciones de marzo podían cambiar su
fisonomía política, enviar el proyecto a comisión era dejarlo para las
calendas griegas.
A pesar de todos mis esfuerzos para evitar la zancadilla, en mi
discurso de 27 de enero, los señores liberales consiguieron echarla; el
proyecto fue mandado a comisión, quedando el asunto para el año
siguiente. En la comisión, a la cual concurrí yo con el senador don
Luis Pereira y a la cual concurrieron también muchos diputados
liberales, desde las primeras sesiones de junio yo y Pereira,
empeñamos una porfiada lucha con la mayoría liberal que trabajaba
por alterar mi proyecto en puntos esenciales, convirtiéndolo en una
caricatura. En esta tarea la mayoría liberal de la comisión fue apoyada
eficazmente por el jefe del gabinete y Ministro del Interior, don Pedro
Montt.
La comisión aceptó la supresión de los exámenes anuales, pero
inventó un nuevo examen general de bachiller, que llamó examen de
promoción, examen general que debía rendirse al fin del tercer año de
humanidades, cuyos alumnos son generalmente niños chicos,
sumamente numerosos y muy expuestos a zozobrar. Esta invención
era única en el mundo; no conozco país alguno en que haya existido
este pequeño bachillerato en humanidades. Era un simple brote de la
manía, de la rutina de multiplicar las trabas fiscales de la enseñanza.
Con el apoyo de don Pedro Montt quedó en la ley este novísimo
bachillerato, este esfuerzo intelectual de repasar todos los ramos
estudiados hasta el tercer año a niños que apenas comienzan su
desarrollo físico.
Yo proponía comisiones mixtas de examinadores en perfecta igualdad
para todos los alumnos que solicitasen el bachillerato, sin distinción
del lugar en que hayan estudiado ni de la manera como hayan hecho
sus estudios, a fin de que no se averiguase de que colegio venía el
aspirante y se asegurase así una mayor imparcialidad en la comisión
examinadora, como disponía la ley belga. Todas las comisiones
examinadoras deberían componerse de dos profesores de la enseñanza
del Estado, dos de la enseñanza particular y del presidente, que no
debía pertenecer al cuerpo docente. La comisión primero y la ley
después estableció dos clases de comisiones examinadoras: una
compuesta de sólo profesores o ex profesores del Estado y la otra
mixta.
El aspirante podía escoger. Pero el objeto era claro, para que los
alumnos del Estado pudiesen rendir el examen ante sus propios
profesores y los de colegios particulares ante profesores extraños,
creando así una desigualdad en favor de los alumnos del Estado.
Yo proponía que el reglamento de pruebas necesario para cada grado
lo dictase el Presidente de la República, en conformidad con la
atribución exclusiva que le otorga el inciso 2.° del artículo 73 de la
Constitución. El Ministro Montt propuso que el reglamento fuese
dictado por el Consejo de Instrucción, aunque con aprobación del
Presidente, y así quedó en la ley, dando el plazo de seis meses para
que se dictase el tal reglamento complementario de la misma. Así se
promulgó al fin la ley el 23 de diciembre de 1893, a pesar de los
esfuerzos que hice en mi discurso, del 7 de agosto de ese año.
¿Qué sucedió a la tal ley? Que el Consejo de Instrucción, como yo lo
temía, y lo predije al Senado el 7 de agosto no dictó el reglamento
dentro de los seis meses de plazo, porque la ley no le agradaba y la ley
quedó sin efecto hasta el día de hoy. Nadie ha reclamado, porque a
nadie agradó la forma en que fue dictada, sobre todo, por el examen
general de promoción.
Volvían a inutilizarse mis esfuerzos por restringir y aliviar el
monopolio de nuestra Universidad del Estado.
Entregado de lleno a mi abogacía y a mi profesorado de la
Universidad Católica, no pude tomar parte muy activa en la acción
parlamentaria, sino incidentalmente. No fue, sino a fines de
noviembre del 93, cuando tomé a pechos activar el proyecto de
reforma constitucional relativa a la supresión del Consejo de Estado,
que en 1890 había sido aprobado unánimemente por el Senado y en
1892 por la unanimidad de la Cámara de Diputados, la cual al
devolverlo al Senado, tuvo la infeliz ocurrencia de dividir sus
disposiciones en tres secciones: 1.a, 2.a y
3.a No contenía otra novedad, que no era siquiera enmienda
gramatical, sino simplemente material. En vez de estar todo él en un
solo cuerpo, la Cámara lo dividió en tres párrafos.
Esta insignificancia de forma, fue el pretexto de que se valieron los
radicales y liberales doctrinarios y montinos para renegar de la
reforma en la forma más bochornosa que es posible imaginar. Gracias
al Presidente don Jorge Montt, radicales y liberales se habían
adueñado del Consejo de Estado, máquina admirable para muchas
cosas. Por medio de ella el Ministro radical de Justicia, don Juan
Castellón, pudo nombrar más de 15 jueces radicales que durante
largos años fueron una afrenta para el país, como los de Temuco,
Arauco, Coelemu, Ligua, etc.
Por medio de ella se prometían repetir en las elecciones de
1894, todas las antiguas intervenciones electorales y asegurar la
impunidad de los funcionarios culpables. Es decir, que como tenían la
sartén por el mango, la querían conservar para freír en ella a los
conservadores. Trataron, pues, de impedir a todo trance la supresión
del Consejo de Estado. Pero ¿cómo, si militaban en su contra sus
votos públicos, sus declaraciones más solemnes, los programas de sus
partidos? Desdecirse en público de todo eso, no se atrevían a tanto.
Acudieron a otros medios no menos bochornosos.
Las reformas constitucionales aprobadas por un Congreso deben
publicarse como ley a lo menos tres meses antes de las elecciones del
nuevo Congreso que debe ratificar o no la reforma. Las nuevas
elecciones iban a verificarse el primer domingo de marzo de 1894. Por
eso mi amigo don Luis Pereira, pidió en la sesión del 24 de noviembre
del 93 que se despachase rápidamente el proyecto de supresión del
Consejo de Estado, a fin de que se pudiese hacer la promulgación del
caso tres meses antes de las elecciones del nuevo Congreso. Esta fue
la tabla de que se tomaron para impedir la reforma.
Había en la sala casi dos tercios de los senadores, se salieron algunos
de ellos para que apenas quedase un tercio que es el quorum ordinario
del Senado para poder sesionar y echaron por tabla a don Guillermo
Matta para que se opusiese a toda discusión, so pretexto de que los
proyectos de reforma constitucional requerían la presencia de un
quorum extraordinario.
Matta, que entendía algo de hacer versos, pero que era muy ignorante
en todo lo demás, no sólo cumplió su cometido de oponerse a toda
discusión hasta que hubiese quorum extraordinario, sino que lanzó
este garrafal disparate de derecho público:
"Yo soy adversario de la idea de suprimir el Consejo de Estado que es
desquiciadora del régimen republicano".
En mis discursos del 24 y 27 de noviembre probé hasta la evidencia
que la Constitución y la práctica de los Congresos había sido
presentar, discutir y cerrar los debates de las reformas constitucionales
con el quorum ordinario, y esperar el quorum extraordinario sólo para
votar, como lo dispone el artículo
156 de la Constitución. No teniendo nada que responder a mis
concluyentes pruebas, los obstruccionistas apelaron a la vergonzosa
conspiración del vacío: no dar sesión para que transcurriese el tiempo
que era indispensable para promulgar la ley de reforma a lo menos
tres meses antes de las elecciones próximas que debían renovar las
Cámaras. Desde el 27 de noviembre hasta el 27 de diciembre, el
Senado no pudo celebrar ninguna sesión. Radicales y liberales de
todos los matices desaparecieron del Senado; muchos de ellos se
andaban asomando y escondiéndose en los pasillos del Senado para
impedir que alguno faltase a la consigna de no dar número para
celebrar sesión. Con la mayor desvergüenza se asomaban a la sala y
escapaban a esconderse.
Por eso, en mi discurso del 27 de diciembre, primer día en que se
aparecieron y aludiendo a la mucha razón que había tenido el artículo
156 de la Constitución para no exigir quorum extraordinario, sino para
el momento de votar, dije:
"Si esas razones eran poderosas y justas en los casos ordinarios por las
dificultades naturales que encuentran las reformas,
¿qué diremos si a ellas se agregan las dificultades extraordinarias que
pueden ocurrir? Imagine el señor Presidente que se trata de la reforma
más justa y conveniente para el país; pero que no conviene a los
intereses momentáneos de un partido, porque tiene en sus manos el
mango de la sartén en que suele freír a sus adversarios políticos.
Imagine que los representantes de ese partido en el Congreso hacen a
ese proyecto la conspiración del vacío, cosa fácil desde que se exija el
quorum extraordinario, la reforma no podría discutirse ni abrirse
camino siquiera en la opinión del Congreso.
lo
"Imagínese que otros adversarios del proyecto, más jocosos de que la
seriedad del asunto consiente, llevan su conspiración hasta el punto de
jugar a las escondidas y a trueque de impedir la reforma, privar al
Congreso de celebrar hasta sus sesiones ordinarias. Esto también
puede suceder".
Y había sucedido durante un mes, y en mi discurso del 29 de
diciembre les recordé el siguiente reproche de uno de sus
correligionarios, don Manuel Recabarren, senador de Arauco:
"Creo, señores, que el partido liberal está incurriendo en graves
errores en su marcha política... no atendiendo a los intereses
permanentes del país, realizando su programa de libertad.
Puede llegar un momento en que ya sea tarde para ello y otros
hombres y otras ideas suban al poder con las mismas instituciones que
hemos condenado... y entonces el partido liberal no tenga a quién
quejarse, porque suya habría sido la culpa de no haberse apresurado
en el poder a verificar en las instituciones las reformas que hagan
imposible el despotismo".
Les agregué todavía lo que en esos días escribió el diario radical de
Valparaíso, "El Heraldo", a propósito de lo que estaba sucediendo en
el Senado: "La reforma morirá así, no en buena lid, sino fusilada por
la espalda, estrangulada, ahogada, como indigna de un debate
público...
"Una antigua aspiración del partido liberal, un compromiso solemne
estampado en su programa, no puede ser echado al olvido por razones
de estrategia política o de conveniencias del momento.
"Un deber de partidarios nos obliga a defender nuestro programa y a
tratar de que él se cumpla y a levantar por ello esta protesta contra los
que ayer lo firmaron y aceptaron y quieren hoy echarlo al olvido.
"Los hombres y las situaciones pasan, las conveniencias de hoy son
las inconveniencias de mañana. Sólo los principios quedan en pie y es
muy triste haberles dado la espalda en cualquier momento".
Ni éstos ni otros cien latigazos más que les apliqué, sobre todo, en mi
discurso del 29 de diciembre, lograron que subiese al rostro el rubor
de la vergüenza. El que más se distinguió por su fría terquedad fue el
senador por Maule, José Antonio Gandarillas. Este se oponía a todo
porque sí, y se aferraba a los alambrados del reglamento para estorbar
la reforma. El mismo estorbo, la misma obstrucción reglamentaria me
opuso a la modificación que propuse tan sencilla como racional para
el remate de las salitreras en los cuatro discursos que pronuncié en
junio, julio y agosto de 1894. La ley dictada para dicho remate
disponía que se debía pagar el precio en libras esterlinas o en buenas
letras sobre Londres, favoreciendo así grandemente a las casas fuertes
extranjeras, únicas que podían tener oro o letras y ahuyentando a los
chilenos que tendrían grandes dificultades para preparar oro o letras
para el día del remate sin poder hacer uso del papel moneda, único
que circulaba en el país. Por eso propuse en favor de los industriales
chilenos que se agregase a la ley en la parte que trataba de la refor ma
del pago, la frase siguiente: o su valor equivalente en moneda chilena,
estimada al tipo del cambio corriente el día del remate. Como nuestras
salitreras estaban quedando sólo en manos extranjeras, lo que era
hasta un peligro nacional, era justo, prudente y patriótico, procurar
siquiera que algunas salitreras quedasen en poder de chilenos.
La tenacidad del senador Gandarillas para oponerse a que se discutiera
mi proyecto, tenía un doble fundamento: Primero, la intolerancia
sectaria con que su incredulidad miraba cuanto salía de labios
clericales, como los míos. Segundo, el miedo que le tenía al papel
moneda, figurándose que aceptando el Estado su propio papel, dando
así algún prestigio a su propia moneda, se retardaría el proyecto de la
conversión metálica, que para espíritus excesivamente teóricos iba a
ser una panacea universal para nuestras crisis económicas, lo que en la
realidad estuvo lejos de suceder. El hecho fue que mi proyecto no
pudo ir ni a comisión, enredado en las redes reglamentarias, antes de
que se verificase el remate de las salitreras; y que cuando vino la
conversión metálica ésta duró lo que duran las rosas y después un
sálvese quien pueda, una crisis que nos trajo hasta las moratorias
forzadas en las que no había ni con que mandar al mercado. Tal fue el
principal motivo del rechazo que mereció mi proyecto, sin reparar que
este asco que el Gobierno hacía a su propia moneda era lo más
irracional que podía existir: que contribuyese a desacreditar su
moneda el mismo que la emitía.
La historia de Chile no podrá olvidar las multiplicadas y tenaces
campañas parlamentarias emprendidas por don Manuel José
Irarrázabal en favor de la libertad de las elecciones políticas, para que
fuese una verdad el régimen republicano y democrático de nuestro
Gobierno. Buscando siempre los medios de llegar a ese resultado, se
podrá olvidar menos el esfuerzo titánico que hizo, dadas las
condiciones políticas de Chile, para hacer aceptar las libertades
municipales por medio del establecimiento de la Comuna Autónoma.
Yo siempre estimé esta ley municipal como la reforma más
trascendental, como la conquista más preciosa que ha alcanzado la
República, después de haber conquistado su independencia y después
de haber matado la anarquía con la laboriosa pacificación del año 30.
La conquista de sus libertades locales o municipales el año 91
señalará para Chile el tercero y gran paso dado en el camino de sus
progresos políticos; será la Magna Carta de nuestras libertades
públicas, como la saludable escuela del Gobierno del pueblo por el
pueblo, la escuela en que el pueblo puede aprender a leer y escribir lo
que debe ser República y Democracia.
Inolvidables serán los debates parlamentarios en que el señor
Irarrázabal demostró la inmensa importancia que tienen las libertades
municipales y la imperiosa necesidad que había de la
descentralización administrativa de nuestro país. Liberales y radicales
aceptaron esa reforma al parecer con entusiasmo, mientras combatían
las veleidades que con ellos gastaba el Presidente Balmaceda,
mientras lograban derrocar su dictadura. Pero una vez que volvieron
al poder, durante la administración del Presidente liberal, don Jorge
Montt, le declararon la guerra más insidiosa. Los Ministros radicales
como don Enrique Mac-
Iver, comenzaron por cometer el verdadero delito de dejar sin
cumplimiento la ley en un punto capital, negando a las
municipalidades el auxilio fiscal de otro tanto de lo que importase su
contribución de haberes, auxilio terminantemente ordenado por el
artículo 54 de la ley, y esto con el objeto de matarlas por hambre. Y
después de privarlas de los recursos para vivir hacían en el Congreso
la caricatura y la burla de ellas, porque no hacían sus servicios locales,
buscando así el desprestigio de la reforma.
Las policías fueron, en su origen, en España, en el siglo XI, en
Francia, en el siglo XII y en Inglaterra, en el siglo XIII, guardias
municipales destinadas a proteger y custodiar las personas y las
propiedades de los vecinos mismos. Todas las ordenanzas municipales
de "Serenos y alumbrado" tenían este objeto. Las policías estaban a
cargo y pertenecían a las municipalidades.
Era un servicio esencialmente municipal, Pero como antes de la ley
del municipio autónomo, es decir, antes de 1891, las municipalidades
dependían completamente del Ejecutivo, las policías estaban bajo la
dirección de los intendentes y gobernadores, los cuales en las épocas
electorales las empleaban en matar la libertad electoral, en hacer
imposible toda oposición a los candidatos oficiales, es decir, en
convertir el derecho electoral en una chacota, cuando no en una
tragedia. Bajo los Gobiernos de Errázuriz, Pinto, Santa María y
Balmaceda se convirtieron las policías en la máquina electoral más
temible, en las enemigas más formidables de la libertad electoral.
¿Quiénes se calificaban a la vez en 20 registros distintos? Los
policiales.
¿Quiénes votaban en 20 mesas con nombres distintos? Los policiales.
¿Quiénes organizaban turbas de descamisados para asaltar mesas,
robar registros, perseguir vocales?, etc. Las policías.
¿Quiénes secuestraban a los mayores contribuyentes opositores para
dominar por completo en las juntas electorales? Las policías
. En fin, no había maldad que no se hiciese cometer a las policías para
convertir las elecciones en una farsa en favor de esos gobiernos.
Con la autonomía de las municipalidades, las policías tuvieron que
quedar en poder de éstas y el Gobierno perdía esa arma formidable de
intervención electoral. Pues bien, los liberales y radicales que
gobernaban al país no pararon hasta recuperar esa arma, dictando la
ley que devolvió al Gobierno las policías de las cabeceras de
provincia y de departamento, es decir, de las circunscripciones
electorales más populosas e importantes
. Así fueron mutilando poco a poco la gran ley de las libertades
municipales hasta convertirla en una caricatura de lo que era y debía
ser.
Eso fue lo que motivó mis discursos del 28 de noviembre y
10 de diciembre de 1894 en el Senado, con ocasión del debate sobre
los sueldos de intendentes y gobernadores. Mis esfuerzos como los de
mis correligionarios continuaron estrellándose contra el espíritu
liberticida, renegador hoy de lo que había defendido ayer, de la
mayoría radical y liberal que nos gobernaba.
Eso dejaba en mi espíritu un fondo de desaliento que me alejaba de las
discusiones del Senado. Prefería consagrar mi tiempo a mi profesión
de abogado y a las tareas de la enseñanza.
No me aparecía al Senado, sino cuando un interés muy justificado
requería mi voto, o cuando algún otro escándalo político promovido
por nuestros adversarios despertaba mi indignación, como sucedió en
julio de 1896, con motivo de la elección de senador por Santiago de
Ventura Blanco Viel, que motivó mis discursos de 14 y 27 de julio de
ese año.
Entre las plagas de que adolecían nuestras elecciones para electores de
Presidente, para senadores, diputados y municipales, hubo una que
llegó a constituir el más grave peligro para la existencia misma de la
representación nacional y local; fue la de las dualidades de poderes
dados a dos personas distintas para el mismo cargo de senador,
diputado o municipal. La fuente que producía estas dualidades era la
división de las juntas receptoras de los votos o juntas escrutadoras de
los votos de los ciudadanos, ya de los departamentos o de las
provincias.
Como éstas casi siempre se componen de mayorías y minorías
adversas, éstas se dividían y constituían en dos juntas que daban
poderes cada una al candidato de sus afecciones y de ahí resultaban
dos senadores, dos diputados presuntos por un mismo lugar que se
disputaban el puesto en la respectiva Cámara.
No era difícil calcular que con formar tantas dualidades como fuesen
necesarias para afectar a la mayoría de cualquiera de las Cámaras, no
quedaba quorum válido que pudiese juzgarlos, lo que equivalía al
caos.
De aquí nació en todos nuestros hombres públicos la resolución
patriótica de arrancar de raíz este grave peligro, cegando la única
fuente de donde nacía. La ley electoral de 1890 prohibió de la manera
más absoluta que junta alguna electoral se atreviese a funcionar en
minoría; repitió hasta el cansancio que si tal sucediese todos sus actos
serían nulos y estableció rigurosas penas para los que cometiesen ese
delito. En las elecciones del 96 nuestros adversarios resucitaron
muchas de las antiguas plagas de que antes habían adolecido nuestras
elecciones; los fraudes, los asaltos, los asesinatos, etc., y entre esos
resucitados figuraron las dualidades y para que la resurrección fuese
más escándalosa, la hicieron en la capital y en el Senado.
¿Por qué el Senado volvió a verse en uno de los pantanos de la
chacota electoral antigua? Sencillamente, porque 3 de los 12
miembros de que se componía la Junta escrutadora de los votos de la
provincia de Santiago, pisoteando todos los preceptos de la ley,
tuvieron la criminal ocurrencia de funcionar en minoría y de extender
a don Emilio Valdés un falso poder de minoría, en contra del poder
que la mayoría, es decir, los 9 miembros restantes de la Junta
otorgaron a don Ventura Blanco Viel. Por eso el Senado debió
ocuparse de nuevo del fraude de las dualidades.
Por eso corrí al Senado a protestar con toda energía de que era capaz
contra éste y otros escándalos radicales, pronunciando un discurso el
14 y 15 de julio de 1896, discurso que me valió los más destemplados
agravios de parte del senador por Coquimbo, don Enrique Salvador
Sanfuentes, quien aprovechando un momento en que yo me había
ausentado de la Cámara, hizo la caricatura y la burla de mi persona.
En la mañana siguiente, leí su discurso en los diarios y me presenté al
Senado incontinenti para replicarle, pronunciando mi discurso de 27
de julio de 1896 que fue sin duda, uno de los más ardientes de mi vida
parlamentaria.
En el mes de noviembre de 1896 mis correligionarios del Senado me
comisionaron para que fuese a Valparaíso a recibir los restos de
nuestro colega, don Manuel José Irarrázabal, fallecido en Nueva York,
restos que fueron repatriados a Chile con grandes honores fúnebres
decretados por el Gobierno. Acepté la comisión, a pesar de la
amargura que sentía por aquella muerte que yo estimaba como una
desgracia nacional y el profundo sentimiento que me causaba la
pérdida de un amigo, cuyas altísimas prendas había podido estimar en
la intimidad de un trato de más de treinta años. Sin embargo, la acepté
temeroso de no poder rendir a su memoria un homenaje digno de sus
merecimientos y el 24 de noviembre de 1896 pronuncié mi discurso al
descender su ataúd en el muelle de Valparaíso.
A principios de 1905, fui llamado de nuevo al servicio activo del
partido, cuyo directorio me eligió miembro de la Junta Ejecutiva, de la
cual me había retirado en 1897, cansado por demás.
Había estado desde el año 1864, como uno de los redactores de "El
Independiente" desempeñando ese papel entre los directores del
partido, aunque con otro nombre, porque entonces no existía la
organización actual del partido ni de la Junta Ejecutiva; pero existía
de hecho una cierta junta que dirigía al partido y cuyo jefe reconocido
o aceptado era don Manuel José Irarrázabal. Pues bien, desde el año
64 hasta el 96, durante más de treinta años había trabajado
activamente en ese molejón de la dirección del partido y de todas sus
obras, sobre todo, en las terribles luchas a que nos obligaron las
persecuciones de los Presidentes Errázuriz, Pinto, Santa María y
Balmaceda.
En 1905 volví a la Junta Ejecutiva, cuyo presidente era entonces don
José Tocornal.
Nuestro partido se encontraba en una situación bien lamentable.
La derrota de 1901 y la prolongada postración de nuestro presidente
Walker nos mantenía en una desorganización casi completa. Ni en
Santiago ni menos en las provincias existían juntas directivas con
quien entenderse. Hubimos de consagrarnos ante todo a la abrumadora
tarea de organización en toda la República para la lucha electoral que
debía tener lugar a principios de 1906.
Si esto pasaba en nuestro campo, teníamos al frente gobernando al
país a la Alianza liberal, compuesta de liberales doctrinarios, montt-
varistas, radicales y liberales democráticos, de todos los partidos,
hostiles al nuestro que se prometían elegir Presidente a su sabor y,
sobre todo, barrer con nuestra representación parlamentaria. Esta
amenaza no tenía nada de inverosímil, dadas las malas artes de que
siempre se valen nuestros adversarios.
Dos sucesos inesperados mejoraron notablemente nuestra situación
. Fue el primero la ruptura de la Alianza liberal. Los radicales y
nacionales, que acostumbraban ser ventajeros y exigentes, alejaron del
Gobierno a los liberales democráticos que se creían muy perjudicados
y desatendidos en sus derechos.
Fue el segundo el ofrecimiento que este partido nos hizo de formalizar
con nosotros un pacto electoral sobre la base de una igual distribución
de las candidaturas de senadores y diputados.
Nuestra Junta Ejecutiva, bien consultadas todas las circunstancias
aceptó sin vacilar y convocó al Directorio del partido. En el seno de
éste se levantó una agria oposición de parte de don Alberto González
E., don Joaquín Echenique, don Antonio Subercaseaux Pérez, don
Daniel Vial Ugarte, don Joaquín Díaz B. y otros muy inclinados a los
montinos y muy adversarios de los balmacedistas.
Pero eran tan evidentes las ventajas que nos reportaba el pacto y tan
razonables las consideraciones que hicimos valer y que nos
garantizaban la lealtad de nuestros aliados que el pacto fue aprobado
por inmensa mayoría del Directorio y la Junta comenzó a trabajar en
unión con los delegados de la Junta Ejecutiva de los liberales
democráticos.
Dado el amor apasionado que los opositores al pacto demostraban a
los montinos y de acuerdo con los delegados balmacedistas, nuestra
Junta hizo los mayores esfuerzos para atraer a los montinos, pero
todos fracasaron. El Ministro montino, don Agustín Edwards vino
algunas veces a nuestra Junta a tratar de este llamamiento que
nosotros les hacíamos. Recuerdo que en una de esas entrevistas le
pinté con los más vivos colores el inmenso mal que estaba causando al
país la enseñanza anticristiana que estaba dando el partido radical,
dueño absoluto de la Universidad del Estado y de la enseñanza del
Estado y de cómo unidos los montinos, balmacedistas y conservadores
podíamos remediar aquella calamidad pública que estaba pervirtiendo
y corrompiendo a la juventud y por su medio al país.
Hubo un momento en que le hablé con tal fervor que llegué a
despertar el espíritu jocoso de nuestro colega Ventura Blanco,
comentando la unción de mi perorata. Pero todo fue inútil; siempre se
nos contestaba que muchos diputados querían venir con nosotros; pero
que ellos tenían que seguir a sus jefes y que éstos, don Pedro Montt y
don Miguel Varas, se oponían tenazmente.
Fuimos, pues, a las elecciones de senadores, diputados y municipales
solos con los balmacedistas y el 4 de marzo de 1906 obtuvimos el más
espléndido triunfo que podíamos esperar.
Obtuvimos casi dos tercios del Senado y una mayoría de diez
diputados. Podíamos hacer un gobierno estable y fuerte con nuestros
aliados los liberales democráticos que en todas partes nos habían
ayudado con toda lealtad, desmintiendo las profecías de los opositores
al pacto electoral. En cuanto terminó la campaña del 4 de marzo,
nuestro presidente que apenas había podido resistir al trabajo
abrumador que le había impuesto, suspendió los trabajos de la Junta
por el resto del mes y se fue al campo a reparar sus fuerzas agotadas,
para volver en abril a reanudar las tareas para la campaña presidencial
que debía decidirse en su primera etapa el 25 de junio, con la elección
de los electores de Presidente.
Yo no me entregué al descanso. Nuestro triunfo del 4 de marzo me
abría de par en par las puertas para las reformas de la enseñanza del
Estado, que eran el constante afán de mi alma. Hacía algún tiempo
que en unos días de campo que había pasado en Santa Rita, fundo de
don Domingo Fernández Concha, me había ocupado con su hermano,
don Rafael, en elaborar dos proyecos de ley de enseñanza; uno para
reformar la ley de 9 de enero de 1879, en el sentido de devolver al
Presidente de la República la dirección de la enseñanza del Estado que
le otorga la Constitución y que esa ley inconstitucional le arrebató,
dando esa dirección al Consejo de Instrucción o a la Universidad de
Chile, donde domina sin contrapeso el radicalismo anticristiano y
donde éste se ha fabricado una fortaleza inexpugnable; y el otro para
dar la libertad a las Universidades o facultades universitarias
particulares menoscabando el monopolio de exámenes y de grados
universitarios que ejerce soberanamente la Universidad del Estado.
Yo tenía en borrador esos dos proyectos. Los saqué en limpio, busqué
a mi amigo don Ángel Custodio Vicuña, que era miembro de la Junta
Ejecutiva del partido balmacedista, nuestro aliado, y le pedí que si le
parecían bien esos proyectos, los llevase a la dirección de su partido y
le consultase si los balmacedistas estarían dispuestos a apoyarlos en el
Congreso. El señor Vicuña leyó los proyectos y después. de algunas
explicaciones, les prestó una amplia aprobación y los llevó para
consultar a su partido. Algunos días después volvió a mi casa
diciéndome que la Junta Directiva de su partido había aprobado los
dos proyectos y había resuelto apoyarlos decididamente; pues los
liberales democráticos estaban tan excluídos de la enseñanza como los
conservadores, les parecía tan bien que le habían encargado me rogase
les cediese a ellos la paternidad del proyecto sobre Superintendencia
de la Instrucción Pública, es decir, que no fuese yo el que lo
propusiese al Senado, sino el comité balmacedista del mismo. A lo
cual contesté que con todo gusto cedía la paternidad del proyecto;
porque lo único que yo buscaba era el interés de la enseñanza
debilitada con el monopolio, el interés del país descristianizado y
desmoralizado cada día más con la enseñanza oficial, el respeto a la
Constitución del Estado, violado por la ley del 79 y el derecho de
todos los ciudadanos para tener opción a esos empleos, de los cuales
estaban casi en su totalidad excluídos por la Universidad, convertida
en un feudo de la familia radical. Me agregó que en cuanto el proyecto
de Universidades libres lo presentase yo, como el más genuino
representante de la Universidad Católica de Santiago, que
indudablemente sería la primera favorecida con esa ley.
Así quedó convenido y como yo veía que contábamos con mayoría en
las dos Cámaras para poder convertir en ley esos dos proyectos,
confieso que fue muy grande mi alegría. Consagrado toda mi vida a la
cristiana educación de la juventud, luchando toda mi vida pública por
la libertad de enseñanza y contra el monopolio fiscal de ella, me
lisonjeaba con divisar ya esa tierra prometida de mis más nobles
ensueños. ¿Cómo podía imaginar siquiera que fueran nuestros mismos
correligionarios los que habrían de matar mis esperanzas, los que
habrían de matar una de las más antiguas y patrióticas aspiraciones de
nuestro partido, uno de los más generosos y levantados ideales de
nuestro programa? Por eso, como católico y como chileno, clamaré
toda mi vida contra los autores de tan inmenso daño.
Aun Tocornal no había terminado su apetecido descanso, cuando
algunos de los miembros de nuestro directorio pidieron con instancia
que se reuniese la Junta Ejecutiva para un asunto urgentísimo y grave.
Tocornal nos reunió. ¿Qué pasaba?
Antonio Subercaseaux Pérez, Daniel Vial Ugarte, Joaquín Echenique,
si no recuerdo mal, a nombre, según decían de una gran parte del
Directorio venían a pedirnos que rompiésemos la coalición con los
liberales democráticos, nos pasásemos a la Alianza liberal y
proclamásemos la candidatura de don Pedro Montt a la presidencia.
Era la primera vez que en la Junta se hablaba de candidato
presidencial.
Tal propósito me cayó como una bomba. Cuando los balmacedistas se
retiraron de la Alianza liberal, que nos amenazaba con barrer nuestra
representación parlamentaria y con otras calamidades, hubo cambio
de Ministerio, como era natural. En el nuevo Gabinete tocóle ser
Ministro del Interior nada menos que a un distinguido correligionario
nuestro, don Miguel Cruchaga Tocornal. Nos corrían vientos
favorables. Con nuestro triunfo en ambas Cámaras el Gobierno de
nuestra coalición se imponía. La rueda de la fortuna había dado una
media vuelta entera en nuestro favor, de sirvientes habíamos pasado a
ser señores; y en esas condiciones se nos proponía romper con
nuestros fieles aliados e incorporarnos a la Alianza, donde apenas si
nos tocaría un cuarto y triste papel, entre montinos, liberales
doctrinarios y radicales, mientras no se nos despidiese con cajas
destempladas, como tenían costumbre de hacerlo. Yo no cabía de
asombro.
En esa sesión como en varias que celebró la Junta para tratar este
asunto, agotamos la paciencia para demostrar a nuestros amigos
disidentes, ayudados por otros que vinieron en su apoyo, toda la
enormidad de su proposición.
En primer lugar, hicimos presente el papel insignificante que haríamos
en la Alianza. En segundo lugar, que no era siquiera decoroso que al
día siguiente de la victoria debida al concurso eficaz de nuestro aliado
y que había colocado a nuestro partido en una situación tan próspera,
arrojásemos de nuestra compañía despreciativamente al compañero de
la víspera. Esa era una deslealtad, una felonía que no comete jamás un
caballero. En tercer lugar, era preciso ser ciego para no ver que un
partido poderoso y despechado en presencia de tamaño desaire no se
echase en brazos a nuestros peores enemigos, de radicales y li berales
doctrinarios, para anular en las Cámaras las elecciones de nuestros
senadores y diputados y para levantar la candidatura presidencial del
que fuese nuestro peor cuchillo. ¿Cuál sería el resultado de tal
expectativa? Que como en 1901 nos quedásemos solos conservadores
y nacionales con la candidatura Montt, para quedar de nuevo tendidos
en el campo y por añadidura deshonrados.
Nuestras reflexiones fueron inútiles; los disidentes se mostraron
aferrados a su candidatura con un entusiasmo que rayaba en idolatría
y con una inconsciencia inexplicable en contra de nuestro aliado.
Solicitaron que la Junta nombrase una comisión de los dos bandos,
presidida por don Raimundo Larraín Covarrubias, que se mostraba
neutral e indiferente en el asunto, pero que en realidad estaba también
inclinado por el señor Montt, y la Junta accedió a ello con el deseo de
conservar a todo trance la unión del partido.
Las revelaciones que se hicieron en esa comisión y en algunas
publicaciones de aquellos días de abril, nos dejaron ver lo que había
de siniestro en el fondo de la pasión, en apariencia inexplicable, que
nos manifestaban nuestros correligionarios disidentes. Varios de ellos,
entre los que se contaban dos directores de diarios conservadores y lo
que era más inaudito y fue lo más funesto, nueve de nuestros
diputados, sin conocimiento ni consentimiento del partido, ni del
Directorio, ni siquiera de nuestra Junta Ejecutiva, contra disposiciones
fundamentales de nuestros Estatutos, habían firmado sigilosamente
con nuestros enemigos un pacto secreto para proclamar la candidatura
de don Pedro Montt, obligándose por los cinco años de su período
presidencial a no tocar ninguna cuestión doctrinal y todo esto
subscrito a nombre y en representación del partido conservador. Y en
la comisión que presidió el señor Larraín Covarrubias se declaró que
ese pacto era irrevocable y que estaban dispuestos a llevarlo a efecto
hasta sus últimas consecuencias. Ahora se explicaba, por qué esa
conjuración se había tramado y mantenido en secreto y se explicaba
también la violencia y el ansia con que sus autores trataban de
arrastrar a la Junta y al partido a la Alianza liberal. Es que se habían
amarrado a ella tomando abusivamente la representación del partido
conservador.
He dicho que lo más funesto de este cisma del partido fue la deserción
de nueve de nuestros diputados. En efecto, con ella perdimos la
mayoría en esa Cámara y la ganó la Alianza, precisamente en las más
graves cuestiones que interesan al catolicismo, al país y a nuestro
partido, como eran las relacionadas con el matrimonio civil, que ha
destrozado la familia de las clases populares, y de la enseñanza
pública, que ha continuado descristianizando a la juventud. Eran
cuestiones doctrinales que no podían tocarse según el pacto secreto.
Dije antes que nuestra victoria de marzo nos daba una mayoría de 10
diputados; con la deserción de los nueve nuestros, la Alianza quedó
con una mayoría de ocho. Era seguro que mis proyectos de reforma de
la enseñanza fracasarían en la Cámara, aunque triunfasen en el
Senado, como sucedió.
Fracasada la comisión que presidió el señor Larraín, el asunto vino al
directorio del partido y en una sesión borrascosa del 29 y 30 de abril
los disidentes extremaron sus censuras a la Junta Ejecutiva con las
más falsas acusaciones. Repetida la sesión el 1.0 de mayo de 1906
pronuncié un largo discurso levantando todos aquellos injustos cargos
y poniendo de manifiesto toda la fealdad de la conducta de los
subscriptores del pacto secreto y la magnitud del daño que pretendían
hacer al partido. Al que lea estos recuerdos le suplico que lea ese
discurso que se publicó pocos días después y que se encuentra
publicado en el tercer tomo de la colección de mis discursos, impresa
en 1916. A esa sesión asistieron 80 directores. Tomada la votación
sobre la solicitud de los disidentes, fue deshechada por las tres cuartas
partes del Directorio; pero tuvimos el sentimiento de que una cuarta
parte de él, que arrastraba al cisma a una parte considerable de
nuestros correligionarios en todo el país, se mantuviese tenaz en su
rebelión y dividiese al partido enconadamente, lo que me obligó a
exclamar en aquel discurso:
"Hay nombres desgraciados: Una fatalidad parece acompañar a quien
lo lleva. Tal viene siendo el del señor Montt para nosotros. Su ilustre
padre dividió al partido conservador y lo dividió desgraciadamente,
combatiendo una de las fundamentales libertades de la Iglesia. La
estimación profesada a su hijo nos dividió de nuevo en 1901 y hoy
vuelve a dividirnos. ¡ Qué fatalidad es ésta! ¡ Qué ceguedad la
nuestra! Pero yo que clamé contra el cisma en 1901, yo que no omití
sacrificio para seguir firme al pie de nuestra bandera vuelvo a clamar
contra la nueva división que indisciplina y anarquiza a los partidos.
Es una obra de desmoralización y de ruina. ¡ Los cismas dañan más
que las derrotas!"Desgraciadamente, mis siniestras predicciones, se
cumplieron al pie de la letra.
Desechada por la Junta Ejecutiva y por el Directorio la solicitud de los
cismáticos para incorporarnos a la Alianza y adherirnos al pacto
secreto, comenzamos a tratar del candidato presidencial que
deberíamos elegir. No podíamos pensar en un candidato conservador;
era preciso buscar un candidato que, aunque liberal fuese grato a los
conservadores y que contase con la adhesión de los liberales
democráticos. El partido se fijó en don Fernando Lazcano, que
además de tener esas condiciones podía contar con la adhesión de
muchos correligionarios, liberales doctrinarios que estaban en la
Alianza. Así podíamos dividir a los doctrinarios, como Montt nos
había dividido a nosotros.
Los cismáticos hicieron prodigios para que no tuviésemos candidato, a
fin de que Montt quedase sin competidor y enderezaron a Lazcano
todas las hostilidades. La Junta nombró una última comisión para
finiquitar este asunto, compuesta de dos coalicionistas y dos
disidentes, don Abraham Ovalle y yo por los primeros, Joaquín
Echenique y otro que no recuerdo y que no quiso concurrir. Nos
reunimos los tres en mi casa. Ahí mostré a Echenique los dos
proyectos de enseñanza que tenía elaborados, le demostré las
inmensas ventajas que su aprobación reportaría a la religión y al país,
le referí la seguridad de aprobarlos que tenía de los balmacedistas y le
agregué que si el señor Lazcano era elegido Presidente sería el más
seguro apoyo de dichos proyectos, porque respondían justamente a sus
más firmes convicciones, que yo le había oído cien veces expresar y
defender en la tertulia política que se reunía todas las noches en casa
de don Domingo Fernández Concha, de manera que tendríamos
Presidente y Congreso dispuestos a convertir en leyes esos proyectos
de que dependía el porvenir de nuestra religión, de nuestro país y de
nuestro partido. Mas para ello era indispensable conservar nuestra
mayoría en la Cámara, volviendo nuestros nueve diputados a la
coalición, rompiendo el funesto pacto secreto, para lo cual tenían la
suprema razón de que había sido reprobado por el partido a que
pertenecían.
A todos mis razonamientos, Echenique se limitaba a responderme;
"Ni Lazcano ni los balmacedistas le cumplirán; lo engañan, don
Abdón". A lo cual costestaba yo: "Lo mismo decían usted y sus
compañeros de nuestro pacto electoral con los balmacedistas: ¡ nos
engañan ! y gracias a su religiosa lealtad obtuvimos el más hermoso
triunfo. En consecuencia, son ustedes los engañados y no nosotros.
Los hechos gritan contra ustedes. La prueba de que no me engañan es
que está de por medio su propio interés, porque como ha dicho muy
bien su Junta Directiva: tan excluídos de la enseñanza pública estamos
los balmacedistas como los conservadores; y tan cierto estoy de que
no me engañan que me han pedido que les ceda la paternidad del
proyecto sobre la reforma de la ley del 79; y, en efecto, serán los
balmacedistas los que lo propongan al Senado".
No hubo razón que valiese. Echenique se mantuvo cerrado en su
muletilla. "Lo engañan, don Abdón, no le cumplirán".
Desvanecida toda esperanza de acuerdo con los cismáticos, nuestro
partido y los liberales democráticos celebramos una grandiosa
convención, en la cual quedó proclamado candidato don Fernando
Lazcano. Desde entonces nuestros conservadores disidentes fueron
llamados con el apodo de Montanas, en razón de que en la calle del
Estado había una tienda de joyas falsas, perteneciente a un señor
Montana, apodo con que se les designa hasta el presente.
Fuimos a la campaña, y sería interminable narrar los fraudes y
escamoteos de la Alianza liberal, cometidos en todo el país en la
elección de electores de Presidente el 25 de junio.
Con decir que en Santiago, que elegía 24 electores y donde la
coalición tenía más fuerzas que la Alianza, el famoso falsificador de
elecciones, Agustín Gómez García, falsificó la de Santiago, dejando a
Lazcano sólo tres y aun se supo que había ofrecido a don Pedro Montt
darle los 24 electores, cosa que éste rehusó en razón de que quedaría
demasiado patente el fraude. No me toca hacer la historia de esa
elección, ni la de sus consecuencias, sólo haré notar que Montt
alucinó a sus partidarios con promesas de mejorar la moneda y de
hacer economías
; pero la moneda que él recibió a 14 peniques, la dejó a
10; los gastos fiscales fueron aumentando en casi un cincuenta
· por ciento y la deuda externa creció en seis millones de libras
esterlinas. Favoreció con inconcebible preferencia al partido radical y
en cuanto a los conservadores que lo combatimos nos quedó la
dolorosa satisfacción de asistir al arrepentimiento tardío y bien
justificado de los conservadores que lo acompañaron.
Tuve ocasión de recibir muchas de estas pruebas que
desgraciadamente nada podían remediar del mal inmenso que hicieron
al partido y al país.
CAPITULO XXX
El proyecto de Superintendencia de la Instrucción Pública.- El
proyecto de libertad universitaria.- Mi labor en el Consejo de
Estado.- Ultimos años.
Mis primeros trabajos en el Senado consistieron en el estudio y la
defensa de las elecciones de varios candidatos de la coalición, como
fueron desde luego la de don Domingo Fernández Concha por la
provincia de Maule y la de don Luis Antonio Vergara por la provincia
de Cautín, y como lo fue poco más tarde la de la elección de don José
Francisco Fabres por la provincia de Llanquihue. El estudio prolijo de
esos enormes expedientes para desenmarañar y poner en claro la
madeja de los artificios de los contrarios me impuso un trabajo
colosal, que felizmente fue coronado por el éxito. Mas no por eso
olvidé un momento mis proyectos sobre instrucción pública que eran
mi aspiración suprema.
En los meses de junio, julio y agosto, el Senado, conforme a su
reglamento se ocupó casi exclusivamente de su propia constitución, es
decir, de calificar las elecciones de sus miembros.
Por esa circunstancia presenté mi proyecto sobre la libertad de las
Universidades particulares, sólo el 14 de agosto de 1906.
En cuanto al otro no vino a presentarse, sino el 29 de agosto y voy a
decir por qué.
La coalición había elegido presidente del Senado a don Juan Luis
Sanfuentes. A ruego mío, citó a una sala privada al Comité
Balmacedista del Senado, compuesto de don Elías Balmaceda, don
Ramón Escobar y don Maximiliano Espinoza Pica que era el que
debía presentar el proyecto relativo a la Superintendencia de la
enseñanza pública, cuya paternidad había yo cedido a los liberales
democráticos. Citó además a don Fernando Lazcano y a don José
Tocornal, que también se interesaban por el proyecto. Ante esta
reunión, presidida por el señor Sanfuentes, comencé yo a leer el
proyecto que abarcaba dos pliegos de papel de oficio por sus ocho
caras.
Aprobado que fue por todos los concurrentes y vuelto a leer, el señor
Escobar propuso que se agregara un nuevo inciso entre las
atribuciones concedidas al Consejo de Instrucción. Discutido el asunto
y aunque él no tenía grande importancia se convino en agregarlo y en
que yo lo sacase en limpio y lo trajese a una nueva reunión para un día
próximo.
En esto el señor Espinoza Pica propuso cambiar en varios incisos
algunas palabras que le parecían más propias que las empleadas en el
proyecto lo que nos enredó en una discusión gramatical, que indujo al
señor Sanfuentes a decir: "Déjense de purismos gramaticales: lo que
importa es presentar luego el proyecto". Pero como las enmiendas no
afectaban al fondo yo las acepté y ofrecí volver a copiar el proyecto y
traerlo en pocos días más para la firma.
Así lo hice y al fin lo firmaron y se presentó al Senado en la sesión del
29 de agosto. Al tiempo de firmar el señor Lazcano me dijo: " ¿Y
cómo usted no firma?" "No, le contesté, porque he cedido a los
balmacedistas la paternidad del proyecto, de modo que no puedo
figurar en él". Pasado a comisión ésta no lo informó, sino en las
sesiones extraordinarias, el 14 de enero de 1907, cuando el Senado se
ocupaba de despachar los presupuestos. Sólo en la sesión de 3 de julio
de 1907, pudo quedar en el 9.º lugar de la tabla y su discusión general
se inició el 9 de julio.
En esta discusión don Ismael Valdés Valdés se opuso a ella con el
pretexto que no estaba presente el Ministro de Instrucción e hizo
indicación para que se postergara este asunto hasta que concurriese el
Ministro y pudiese conocerse la opinión del Gobierno acerca de él,
indicación apoyada por el señor Castellón.
Nos opusimos a ella don Joaquín Walker, 'don Elías Balmaceda y yo,
siendo desechada por 12 vostos contra 4. Votada la aprobación del
proyecto en general, en votación nominal pedida por Castellón, fue
aprobado por 14 votos contra 2.
En la sesión siguiente, 10 de julio, se entró a la discusión particular a
discutir el artículo 1.° del proyecto. El señor Valdés Valdés se opuso
decididamente a él, so pretexto de que se daba ingerencia al Congreso
en el nombramiento de los miembros del Consejo de Instrucción
Pública. Sostuvieron el artículo los señores Walker, Balmaceda y
Lazcano. Votado el artículo fue aprobado por 15 votos contra 1, el del
señor Valdés; Castellón no asistió a la sesión. Sólo el 16 de julio pudo
ponerse en discusión el artículo 2.° y entonces apareció en la Cámara
don Enrique Mac— Iver, que hacía tiempo que no asistía al Senado,
lanza en ristre contra el proyecto, renovando la discusión general de él
con un discurso longitudinal que ocupó las sesiones del 16 y 17 de
julio y en el cual no dejó improperio que no lanzase contra el proyecto
y contra sus autores.
Prestó mucho valor a su valentía un elemento que vino en su apoyo.
La Universidad que vivía entregada al partido radical y que
comprendió bien que con este proyecto se le iba a privar de la
soberanía absoluta e irresponsable que ejerce sobre toda la enseñanza
del país, la oficial y la particular y que no continuaría usufructuando
sola, como usufructúa hasta ahora, del presupuesto, para colmar de
prebendas a sólo los radicales bien teñidos de incredulidad religiosa,
armó todas sus huestes, inclusive a todos sus alumnos para lanzarlos
furiosos contra los senadores de la mayoría. Turbas armadas de
piedras y palos asediaban al Senado, vomitando insultos y
vociferaciones indecentes contra dichos senadores, con la tolerancia
culpable de la policía. Apenas terminaban las sesiones, esas turbas
perseguían a los senadores hasta sus casas, insultándolos y
apedreándolos. El Gobierno de don Pedro Montt dejaba hacer sin
duda con secreta complacencia. El proyecto no volvió a tratarse hasta
la sesión del 23 y 24 de julio, en que lo defendieron el señor Lazcano
y el señor Balmaceda y lo atacó el señor Valdés Valdés. Cuando
hablaba el señor Lazcano, el señor Sanfuentes abandonó por un
momento la presidencia de la sesión, me hizo llamar a un salón
privado y me dijo que había estado registrando el Boletín de sesiones
y había encontrado nada menos que la opinión del Presidente
Balmaceda en que tachaba de inconstitucional la ley del 79 y me la
entregaba para rebatir las opiniones de Mac-Iver; porque supongo, me
agregó, que usted ayudará a la defensa. Contestéle que
indudablemente yo hablaría en defensa del proyecto, pero que le
entregase al señor Lazcano o a don Elías Balmaceda la opinión de su
hermano, porque iban a tratar de la inconstitucionalidad de la ley del
79. Así lo hizo. En la sesión del 24 y cuando estaba hablando
Balmaceda, volvió Sanfuentes a llamarme a su salón privado, para
decirme que había encontrado otra opinión sobre la
inconstitucionalidad de la ley del 79. La del Presidente don Domingo
Santa María, para que la tuviera yo presente al defender el proyecto.
Se lo agradecí y volví a la sesión por si yo alcanzaba a pedir la
palabra, como lo hice a segunda hora, en que alcancé a contestar algo
a Mac-Iver y a Valdés Valdés, quedando con la palabra, de la cual no
pude continuar usando, sino el 30 de julio en que terminé.
En la sesión del 31 de julio, terció don Juan Castellón en contra del
proyecto ocupando toda la sesión y gran parte de la de el 1.0 de agosto
y con tantas incoherencias y con tanta ignorancia de la materia que
dejaba entender bien que su propósito era obstruir para prolongar la
agitación popular armada por los radicales y tolerada por las
autoridades, contra la mayoría del Senado. Durante varias noches la
turba vino a darme en mi casa cencerradas, que, aunque penadas por
el Código Penal, eran toleradas por la policía.
y Al final de la sesión del 1.0 de agosto y en la del 2 de agosto, terció
también en el debate en favor del proyecto el senador independiente,
don Joaquín Walker, pronunciando uno de sus más brillantes
discursos. Ahí debió haber terminado la discusión, si el señor Mac-
Iver no hubiera vuelto a ella, ocupando toda la 2.a hora de la sesión
del 2 de agosto, toda la del 3 toda la del 5 del mismo mes. Estaba visto
el propósito de obstruir, de modo que nosotros resolvimos no replicar
y sólo así pudo votarse en la sesión del 6 de agosto el artículo 2.º del
proyecto que fue aprobado por 12 votos contra 4, que fueron los de los
señores Mac-Iver, Castellón, Valdés y Varela.
Al fin en las sesiones del 6 y 7 de agosto quedó aprobado todo el
proyecto, en la forma de que da cuenta el acta de 8 de agosto de 1907.
Entretanto el proyecto, aprobado por el Senado con una mayoría
aplastante, pasó a la Cámara de Diputados, donde los montanas nos
habían dejado en minoría y el proyecto, después de dormir largo
tiempo en comisión, fue rechazado, cuando por nuevas elecciones, ya
no pudimos contar ni con el Senado. Don Pedro Montt entregado a los
radicales, nombró rector de la Universidad al anticristiano rematado,
don Valentín Letelier, y la Universidad armada con la soberanía
absoluta que le da la ley del 79 ha continuado hasta hoy
descristianizando y corrompiendo a la juventud y propagando a
mansalva el radicalismo impío y sectario. Todo habría cambiado con
nuestros proyectos de enseñanza.
Y —circunstancia agravante para nuestros correligionarios cismáticos
— Montt había declarado a sus amigos que él retiraba su candidatura
si no se conseguía que firmasen el pacto secreto siquiera nueve de los
diputados conservadores, es decir, si no se conseguía cambiar la
mayoría de la Cámara. Si los montanas no hubiesen firmado ese
compromiso, Lazcano no habría tenido competidor y la enseñanza
pública habría cambiado por completo.
Cuando Mac-Iver en la inquina contra esa mayoría del Senado, llegó a
exclamar en su primer discurso que lamentaba que nuestra
Constitución no diese al Presidente de la República la facultad de
disolver las Cámaras, yo no pude por entonces hacer otra cosa que
interrumpirle para protestar contra esa apostasía de un republicano y
de un demócrata. No encontrando en el Senado ocasión para rebatirlo
extensamente, lo hice el 9 de noviembre de 1907, en la Universidad
Católica, en una conferencia pública que di ahí con motivo de una
consulta que me hizo uno de mis alumnos acerca de ese punto.
Pero si Mac-Iver proponía modificar la Constitución, dando al
Presidente la facultad de disolver las Cámaras, otros cortesanos
radicales aconsejaban a Montt, que un buen día nos tomase presos a
los senadores de la oposición y nos mandase a Juan Fernández o aa
llaa iissllaa ddee PPaassccuuaa,, idea que afortunadamente don Pedro
Montt no quiso aceptar.
Abiertas las sesiones ordinarias en junio de 1908, me esmeré porque
la comisión de instrucción informara mi proyecto sobre Universidades
particulares o libres. Los miembros liberales de la comisión no
asistían; su objeto parecía ser el de obstruir, estorbar la consideración
del asunto; es su costumbre siempre que se trata de dar alguna libertad
que pueda favorecer a los conservadores. Al fin logré reunir siquiera a
tres: a Joaquín Walker, Darío Sánchez Manselli y Javier Figueroa.
Después de muchas discusiones, Walker y Sánchez dieron informe
favorable al proyecto; Figueroa informó en minoría en contra. Estos
informes se presentaron al Senado en la sesión de 23 de junio.
Figueroa en su informe incurría en la más inexplicable de las
contradicciones. Se declaraba partidario de la libertad de profesiones,
que es la libertad completa de enseñanza; porque si soy libre para
ejercer la profesión de médico o abogado o ingeniero yo haré los
estudios que me conduzcan a ellas, donde quiera y en la forma que se
me antoje. Pero se oponía a suprimir la fiscalización de todos los
exámenes parciales y generales exigidos por la ley de instrucción de
1879. Es decir, dejaba subsistentes todas las innumerables trabas que
se exigen para el ejercicio de las profesiones y, por otra parte, dejaba
libre el ejercicio de éstas. Haciéndole notar yo esta palpable
contradicción una vez que quedamos solos en la sala de comisiones,
no tuvo dificultad en hacerme la siguiente confesión:
"Si yo he puesto esta exigencia de los exámenes y pruebas previas de
la ley del 79, es porque me lo ha pedido mucho Valdés Valdés; pero le
confesaré francamente que en estas cuestiones los liberales estamos
colocados en un terreno muy falso; ustedes los conservadores son los
que sostienen y defienden los principios de libertad y nosotros los
liberales los que los combatimos".
Era la primera vez que oía a un liberal confesar, pero a puertas
cerradas, una verdad tan comprobada por los hechos.
Siempre en mi afán de establecer antecedentes y hechos que me
condujeran en Chile a la libertad de enseñanza y a destruir el funesto
monopolio anticristiano de la Universidad oficial, cuando mi
excelente amigo y correligionario, don Joaquín Walker Martínez, fue
nombrado Ministro de Chile en el Brasil y vino a despedirse de mí, le
insinué la idea de que procurase celebrar un tratado en que
estableciese entre Chile y Brasil una libertad recíproca de profesiones
el non plus ultra de la libertad de enseñanza, así haríamos adelantar el
día de esta libertad.
Walker que ha sido siempre partidario convencido y entusiasta de esta
libertad, lo hizo mejor de lo que lo pensé; celebró ese tratado y logró
que fuera aquí ley de la República en 1898.
Este ejemplo tentó a nuestro Ministro en el Ecuador que propuso al
Gobierno de ese país celebrar un tratado idéntico que fue también en
Chile ley de la República en 1899. Nuestro Ministro en la Argentina,
don Carlos Concha Subercaseaux, no quiso ser menos y celebró con
ese Gobierno un tratado análogo en 1902, que no ha sido aún
aprobado.
En seguida, cuando Walker era Ministro de Chile en Estados Unidos,
fue comisionado por nuestro Gobierno para formar parte de nuestra
comisión para la Segunda Conferencia Panamericana que debía
celebrarse en México, Conferencia en la que su elocuencia obtuvo
singulares aplausos y que él aprovechó para proponer y lograr que se
aprobase por todos los representantes de las repúblicas americanas, el
18 de enero de 1902 una convención que hacía extensiva aquella
recíproca libertad de profesiones a todas nuestras repúblicas. Esta
convención no fue ratificada desde luego por casi ninguno de los
Gobiernos, razón por la cual la Tercera Conferencia Panamericana
celebrada en Río de Janeiro, en julio y agosto de 1906, volvió a instar
a los Gobiernos de nuestros respectivos países a que llevasen a debido
efecto dicha convención. Nuestro Senado le prestó su aprobación en
sesión de 4 de agosto de 1908 y la aprobó en seguida la Cámara de
Diputados. En consecuencia, don Pedro Montt y su Ministro de
Relaciones Exteriores, don Agustín Edwards, la promulgaron como
ley de la República el 17 de junio de 1909.
Así fue como quedó establecida en Chile la validez recíproca, ya no
solamente de los diplomas de grados universitarios, sino de los títulos
profesionales conferidos en cualquiera de los países contratantes. Los
abogados, ingenieros, médicos, etc. recibidos en los tribunales de
justicia, universidades y otras corporaciones científicas de Chile
deben ser admitidos al libre ejercicio de su profesión en el territorio de
las otras repúblicas y recíprocamente los de éstos en Chile. De lo cual
resulta que nuestras leyes han establecido para todos los americanos
extranjeros la completa libertad de sus profesiones liberales en Chile.
Así es como nuestro ilustre compatriota don Joaquín Walker
Martínez, ha logrado que llegue a feliz término su campaña iniciada
en el Brasil en 1898 y continuada en 1902 en la Conferencia
Panamericana celebrada en México, sobre la libertad de profesiones.
Este fue un poderoso argumento que aduje en 1910 para apoyar mi
proyecto sobre la libertad de las Universidades o Facultades
Universitarias privadas de Chile.
Mi actuación en las sesiones ordinarias de 1908, fue escasa por la
introducción de proyectos más urgentes sobre materias que no me
interesaban. Sin embargo, en la sesión de 28 de julio pronuncié un
largo discurso para protestar de la conducta del Intendente y policía de
Santiago, que inspirados por don Pedro Montt, habían violado las
leyes por favorecer a la empresa alemana de los tranvías eléctricos de
la ciudad. La empresa había alzado las tarifas de los tranvías en contra
de lo estipulado en su contrato con la Municipalidad. Esta tomó un
acuerdo prohibiendo el alza y el Alcalde lo comunicó al Intendente
para que hiciera respetar su acuerdo por la policía. En virtud de esta
prohibición de la autoridad municipal, el público resistió pagar la
nueva tarifa y la policía(por órdenes del Intendente,
Domingo Amunátegui Rivera, previa consulta con don Pedro Montt
que tenía pasión por los alemanes), se ocupaba en perseguir a los
ocupantes de los tranvías y en obligarlos a pagar la nueva tarifa, es
decir, amparaba a la empresa rebelde a la autoridad municipal en
contra de ésta que era la autoridad competente. El público irritado se
entregó a su vez a actos punibles de violencia; comenzó a apedrear los
tranvías, quebrar sus vidrios y poner en fuga a sus conductores.
Durante tres noches la ciudad presenció estos desórdenes
bochornosos.
Yo levanté entonces mi voz en el Senado para vituperar
enérgicamente la conducta del Intendente, violatoria de nuestras leyes.
Parece que Montt dio contraorden, se acató la resolución municipal, se
volvió a la tarifa antigua y todo quedó en paz. La empresa acudió a los
tribunales competentes para reclamar de la resolución municipal, que
era lo que debía haber hecho desde el primer momento, en vez de
desobedecer a la Municipalidad.
En las sesiones ordinarias de 1908, después de presentados los
informes sobre mi proyecto de Universidades libres, el 23 de junio,
procuré que se pusiese en tabla y sólo vine a conseguir que se iniciase
su discusión el 5 de agosto. Leídos el proyecto y los informes se puso,
por el presidente, don Ramón Escobar, en discusión general y
particular por constar de un solo artículo. Javier Figueroa pidió que se
postergase la discusión hasta que se repartiesen a los senadores el
proyecto y los informes impresos y así se acordó. Pero a fuerza de
solicitar los Ministros preferencia para tratar de otros asuntos, llegó el
1.o de septiembre y se acabaron las sesiones ordinarias sin que se
discutiese mi proyecto. Tampoco pude conseguir que se incluyese
entre los asuntos que pudieran tratarse en las extraordinarias.
Entregado Montt a las influencias de los radicales, se oponía al
proyecto, por cuanto iba a favorecer a la Universidad Católica. Y así
mi proyecto durmió todo el año 1908 y hasta junio de 1909. Después
veremos cómo no se pudo tratar tampoco en 1909.
Abiertas las sesiones ordinarias de este año, el Senado se ocupó con
preferencia a todo otro asunto, como lo dispone su reglamento, de la
elección de sus propios miembros, que se había efectuado en ese año.
La de los senadores por Tarapacá,
Antofagasta, O'Higgins y Colchagua dieron origen a larguísimos
debates y otras fueron aprobadas fácilmente. Las que he mencionado
con especialidad y algunas interpelaciones, sobre todo, una relativa a
asuntos internacionales de indiscutible gravedad, las cuales priman
también sobre cualquier otro asunto, ocuparon casi por completo todas
las sesiones ordinarias de 1909, y como el Gobierno no quiso nunca
incluir en las sesiones extraordinarias mi proyecto sobre
Universidades libres, volvió a quedar para las calendas griegas.
De las elecciones antedichas, reciamente contradichas fue la primera
la de Colchagua, en la que se disputaban la senaturía don Eduardo
Charme, Ministro del Interior y don Silvestre Ochagavía. Tocóme a
mí estudiar e informar lo concerniente a esa elección y como fue el
primer informe que se presentó en la sesión del 2 de junio se comenzó
por la elección de Colchagua, respecto de la cual el senador don
Guillermo Rivera, miembro de la comisión informante, informó en
minoría. Se abrió un largo debate sobre la materia a que se había
limitado mi informe, o sea, sobre los poderes respecto de los cuales yo
y la mayoría de la comisión opinaba por rechazar los poderes de los
pretendientes, mientras que Rivera sostenía que debió informarse
sobre el fondo de la elección. En este debate Rivera, que se había
transformado en un Ministerial fervoroso, prodigó a la mayoría de la
comisión y al mismo Senado los agravios más inusitados. Abogado,
recién nombrado senador y dotado de una verbosidad extraordinaria,
quiso hacer un estreno que diese golpe y cimentara su reputación
oratoria. De ahí sus intemperancias.
Así fue que llenó la sesión del 2, la del 3 y una gran parte de la sesión
del 4 de junio. De manera que apenas me dejó tiempo para comenzar a
contestarle en esta sesión, y por no haber habido sesión el 5 sólo pude
terminar en la sesión del 6.
En este discurso que fue muy largo, porque tuve que rebatir muchos
cargos completamente falsos y aclarar interpretaciones
constitucionales y reglamentarias erradas, fue donde me vi en la
imperiosa necesidad de condenar enérgicamente la intervención
descarada del Gobierno en esta elección y citando hechos
escandalosos, expuse que la elección de la provincia de Colchagua la
había hecho el Ministro del Interior, en beneficio propio, con la
intervención desembozada de todas las autoridades administrativas, de
todas las autoridades judiciales y con la presión de la fuerza pública.
Nos habíamos formado la ilusión de que no volverían a hacer
elecciones los pretorianos, pero esa calamidad había vuelto, porque la
antigua máquina interventora había funcionado ahora sin embozo con
el señor Ministro del Interior a la cabeza, como general en jefe,
dirigiendo la batalla desde el cuartel general del Gobierno.
Y como citase algunos casos en que las tropas de caballería habían
ahuyentado de las mesas a los electores del señor Ochagavía,
Rivera observó que no había habido ningún muerto, ni herido, ni
contuso, yo le cité el hecho histórico del general Saint Hilaire, cuando
se eligió en Francia cónsul vitalicio al general Bonaparte, que era
perfectamente análogo. Ante la amenaza del general de fusilar delante
de su regimiento al que votase en contra, nadie se atrevió a hacerlo.
Aludiendo yo a la numerosa tropa de carabineros y de infantería y
caballería, dije que sólo había faltado la artillería y como eran esos los
días en que se nos amenazaba con mandarnos a las islas de Juan
Fernández, dije: " ¡A no ser que se reserve para nosotros la
artillería!"Y Joaquín Walker, agregó: "O mandarnos a la isla de Más
Afuera".
Respecto a mi proyecto de libertad de las Universidades fue imposible
tratarlo en las sesiones ordinarias de 1909; y más imposible lo fue en
las extraordinarias por la oposición que le hacía el Gobierno. Llegaron
las sesiones ordinarias de 1910, cuando la mayoría del Senado había
cambiado y sólo a repetidos empeños de mi parte logré poner en tabla
y que se discutiese a principios de agosto. Y fue de ver entonces como
volvieron a aparecer contra los conservadores y contra mí las mismas
turbas y asonadas callejeras organizadas por la Universidad del Estado
y toleradas por la policía. Tres o cuatro veces vinieron a mi casa por la
noche a darme cencerradas y muchas veces al salir del Senado llovían
sobre nosotros o los grupos de jóvenes conservadores que acudían a
nuestra defensa, los insultos y piedras con que los universitarios del
Estado pretendían ahogar las migajas de libertad que yo pedía para la
enseñanza particular que no cuesta un centavo al Estado. Esa brutal
intolerancia es la libertad que preconizan los radicales.
El vocero que éstos y el Gobierno mandaron para combatir el
proyecto fue el senador liberal, Guillermo Rivera que con su
verbosidad inagotable ocupó la orden del día, en que se trataba de mi
proyecto, durante seis sesiones, en las cuales trató de cuanto le vino a
la cabeza, menos del proyecto. Hizo una nueva discusión del proyecto
sobre la Superintendencia de la enseñanza pública, disertó largamente
sobre la ley de enseñanza primaria, sobre las reformas de la
Constitución, las disidencias de los partidos liberales, la participación
de los conservadores en las elecciones presidenciales, sobre el derecho
internacional público y privado,, sobre los congresos de ferrocarriles,
etc., de manera que al contestarle, le dije que a mí me había
acontecido con él algo de lo que sucedió a los Eforos de Esparta en la
época de las guerras médicas, en que Atenas estaba en alianza con
Esparta. Sucedió que un célebre orador ateniense, abusando de su
locuacidad en un discurso longitudinal embrolló el asunto de tal
manera que el presidente de los Eforos le contestó con su laconismo
acostumbrado: "De vuestro discurso hemos olvidado el principio, el
medio no lo hemos entendido y el final no nos agrada".
Era indudable que el propósito de la nueva mayoría liberal del Senado
era obstruir a todo trance mi proyecto solamente, porque él había de
favorecer a la Universidad Católica de Santiago y, por consiguiente a
la enseñanza católica del país. Indudablemente que al luchar yo por la
libertad de la enseñanza que tanto beneficia al progreso intelectual de
los pueblos, luchaba igualmente por la enseñanza católica oprimida,
humillada y perseguida por la enseñanza radical y anticristiana del
Estado. Y los fariseos del liberalismo sacrificaban la libertad por odio
a la religión católica. Rivera no hacía otra cosa que obedecer a la
consigna de obstruir mi proyecto, ya que no se lo podía combatir con
razones.
Vime, pues, obligado a contestar el discurso de Rivera, con el que
pronuncié en las sesiones del 16, 23, 24, 25 y 30 de agosto de 1910 y
en seguida se clausuraron las sesiones ordinarias del Senado y vino el
feriado de septiembre con las fiestas del Centenario de la
Independencia. El 8 de julio de 1910 don Pedro Montt había dejado el
mando, por su enfermedad, a don Elías Fernández Albano, en calidad
de Vicepresidente de la República; pero el señor Montt murió en
Alemania durante la vicepresidencia del señor Fernández, el cual
murió también el 5 de septiembre. Sucedióle en el mando el Ministro
más antiguo, don Emiliano Figueroa que gobernó hasta el 23 de
diciembre, en que entró a gobernar el Presidente electo, don Ramón
Barros Luco.
Durante las sesiones extraordinarias no pude conseguir con el
Gobierno de Figueroa que se incluyera mi proyecto entre los asuntos
de la convocatoria. El Gobierno interino de Figueroa no quería tratar
asuntos que causaban alborotos callejeros, como los que habían
promovido los estudiantes de la Universidad del Estado. Por otra
parte, el Ministro de Hacienda, don Carlos Balmaceda, estaba
reemplazando interinamente al Ministro de Justicia y de Instrucción
Pública, lo que le imponía un doble trabajo y como si se ponía en
tabla mi proyecto sería llamado a la discusión en su calidad de
Ministro de Instrucción él no estaba preparado para ello.
Llegaron las sesiones ordinarias de 1911, en las cuales era natural que
yo renovara la discusión de mi proyecto; pero mis correligionarios se
opusieron, diciéndome que vista la oposición del Gobierno y de la
mayoría del Senado, mi proyecto sería indudablemente rechazado y
muerto para mucho tiempo y que era mejor esperar la renovación del
Senado en las elecciones de marzo de 1912. Opuse muchas razones en
contrario, pero todos mis colegas insistieron y hube de ceder. Ojalá no
hubiera cedido, porque es inútil pensar que nuestros llamados liberales
dejen de combatir ninguna libertad de que puedan aprovechar sus
adversarios, especialmente en materia de enseñanza.
Son liberticidas de la escuela sectaria francesa. Desinteresado así en la
cuestión que toda mi vida he considerado como la más fundamental
para mi país, desde que la enseñanza del Estado, adueñada de toda la
enseñanza por su monopolio universitario, se ha ocupado ante todo de
descristianizar a la nación, sólo asistía al Senado, cuando me
reclamaban las comisiones a que pertenecía. Nunca deploraré bastante
haber cedido a la opinión de mis correligionarios del Senado, porque
así es como mi partido ha dejado dormir siempre esta gran cuestión
que es aquella, de la cual depende nuestra salud y la del Estado. De
ella depende que Chile sea cristiano o anticristiano.
Ya que no podía hacer nada en el Senado a este respecto, en marzo de
1911 acepté la presidencia de la Sociedad Católica de Obreros, "La
Unión Nacional", como sucesor de don Domingo Fernández Concha,
fallecido a fines 1910. Durante seis años, hasta fines de 1916, me
consagré con grandes sacrificios a organizar debidamente los negocios
de la Sociedad que estaban bastante desarreglados, especialmente en
su parte legal y económica. Cuando logré dejar todo debidamente
legalizado y sus finanzas en prosperidad, me vi forzado a retirarme
por mi mala salud. Durante esos años pude dar a los obreros varias
conferencias en los Centros de Santiago y en las Asambleas generales
de la Sociedad. Sólo he conservado los discursos que pronuncié el 16
de abril de 1911 y el 25 de abril de 1915 en Santiago y el que
pronuncié el 27 de abril 1913 en la Asamblea general celebrada en
San Felipe.
Vuelvo atrás. Se acercaban las elecciones de marzo de 1912.
Yo no tenía otro interés en volver al Senado que el de renovar mi
campaña en favor de las Universidades libres, para libertar del
monopolio universitario del Estado a la Universidad Católica, donde
continuaba desempeñando mi cátedra de Derecho Público
Constitucional. En cambio, iba luego a enterar 76 años y sentía mis
fuerzas muy debilitadas, me abandonaban los bríos de mi edad
madura; pero me sostenía el afán de servir a la gran causa de la
libertad de enseñanza que para mí era la causa de mi religión y de mi
país. Estaba dispuesto a continuar luchando. Pero, entretanto, ni la
Junta Ejecutiva de mi partido que organizaba los trabajos electorales,
ni mis correligionarios del Senado, ni nadie me insinuó siquiera el
deseo de que yo continuase de Senador, excepto don Ezequías
Allende que vino a pedírmelo a nombre de la Junta Departamental de
Santiago. Una noche se me apareció un amigo a hablarme a nombre
de la Junta Ejecutiva y me dijo: "Nos han dicho que usted no quiere
continuar en el Senado por su edad y por su salud; querríamos saber la
verdad, porque si fuera cierto podría reemplazarlo Ricardo Matte, a
quien la Junta no tiene otro lugar donde ubicarlo". "Es cierto, contesté,
que he dicho a Ezequías Allende que temo no enterar mi nuevo
período senatorial; es casi seguro que moriré antes de seis años y
entonces nuestro partido se encontraría en una elección parcial en
Santiago que probablemente perderíamos, de modo que al partido le
convendría elegir a un joven y no a un viejo como yo". "Tiene usted
razón, me contestó, a lo que se agrega que la Junta no tiene fondos y
cada candidato tendrá que costear su elección". Parece que la Junta
aprobó esta manera de ver las cosas, porque ubicó a Ricardo Matte en
Santiago. Así fue como dejé de ser senador, sin duelo de nadie.
El partido en cambio me hizo el honor de nombrarme Consejero de
Estado, puesto que, sin duda, creyó que sería más descansado y más
propio para mis años. Fue un error, porque en esa corporación tuve
mucho más trabajo que en el Senado, por ciertas circunstancias
especiales.
Apenas me incorporé al Consejo se me nombró miembro de la
comisión de indultos. Había en tabla una montaña de solicitudes de
indulto. De los diez mil o más reos que hay en nuestros
establecimientos penales, todos son inocentes y son innumerables los
que solicitan indulto, por si acaso, e instigados por los muchos agentes
que hacen profesión de tramitar estas solicitudes por pequeños
honorarios que arrancan a los pobres reos con fantásticas promesas.
Senadores y diputados solían venir a casa, empeñándose en el indulto
de algún reo. Pero lo que había que ver era el enjambre de los pobres
que invadían mi casa continuamente a implorar con historias
inacabables, con gemidos y lágrimas, el indulto de algún pariente. Ya
era un anciano que pedía el perdón de su hijo; ya era la madre o la
hermana que imploraban el perdón; ya la esposa que se aparecía con
todos sus pequeñuelos para moverme a compasión y que no se movían
hasta arrancarme alguna promesa. Había que agotar tesoros de
paciencia.
La provisión de los puestos judiciales era otra fuente inagotable de
empeños y de cartas de todas partes que había que contestar.
Otro ramo del Consejo era el de las solicitudes de personería jurídica.
En la 1.a ó 2.a sesión a que asistí, el secretario del Consejo me dijo,
mostrándome un montón de expedientes; "Voy a mandarle estos
ciento y tantos expedientes de solicitudes de personería jurídica, que
se han aglomerado por el receso del Consejo, a fin de que se digne
informar sobre cada uno de ellos".
Es curioso y consolador ver como se desarrolla en Chile el espíritu de
asociación. Acaso no hay pueblo alguno de la República, donde no se
formen constantemente sociedades ya con un objeto de caridad o de
piedad, ya con un objeto científico, literario o artístico, ya con un
objeto de deporte, ya simplemente para el cultivo de las relaciones
sociales. Son manifestaciones diversas de aquella inclinación, de
aquella necesidad inherente a la naturaleza humana que fue creada
para vivir en sociedad y de donde nace el derecho y la libertad del
hombre para asociarse con sus semejantes.
Pero este derecho y esta libertad, hijas de la naturaleza, anteriores a
las leyes civiles, están en Chile sujetas al pupilaje del Presidente de la
República, del Consejo de Estado o de la Legislatura. Mucho trabajé y
batallé en 1873 por establecer en la Constitución la libertad de
asociación; logré que se agregara al artículo 10 de nuestra Carta, entre
los derechos primordiales que él asegura a todos los habitantes de la
República, este inciso: "El derecho de asociarse sin permiso previo",
pero no logré que se le garantizase en la práctica de manera de
derogar todos los permisos previos que establece el título 33 del
Código Civil para las personas jurídicas, que anulan el derecho
proclamado en la Constitución, como lo demostré a la Cámara en mi
discurso de 27 de diciembre de 1873. Este régimen despótico de las
sociedades que no se proponen el lucro, sacado del Código Francés e
hijo del espíritu tiránico y antirreligioso de la revolución de 1789
subsiste entre nosotros, a pesar de la Constitución. De ahí nace que el
Presidente y el Consejo de Estado tengan que ocuparse cada semana
de 4 ó 6 expedientes de sociedades que solicitan permiso previo para
constituirse o para reformar sus Estatutos.
Otra rama importante de los trabajos del Consejo era el fallo de las
competencias entre las autoridades judiciales y administrativas que se
suscitan con sobrada frecuencia, casi semanalmente.
El Consejero estudia el expediente y presenta un proyecto de
sentencia definitiva, que el Consejo discute y aprueba o desecha o
enmienda. En mi tiempo ocurrió la muy curiosa circunstancia que de
los once Consejeros, había tres, sobre los cuales recaía todo el trabajo,
don Enrique Foster, don Julio Alemany y yo. Enrique Mac-Iver
rechazaba todo trabajo de esta especie, so pretexto de que por tres
veces el Consejo le había rechazado los proyectos de sentencia
redactados no quería sufrir nuevos chascos; don Juan Luis Sanfuentes,
porpor él y que no era perito en leyes; el general López por igual
razón; don Antonio Valdés Cuevas, porque era agricultor y no
abogado; por igual motivo se excusaba don Osvaldo Pérez Sánchez y
con análoga razón el canónigo, don Cristóbal Villalobos, y así los
demás.
A poco de haberme incorporado, el secretario me remitió para su fallo
un expediente de competencia, entre el Intendente de Santiago y el
juez letrado don Ricardo Ahumada, con motivo del dominio de las
arenas del río Mapocho, que el juez había otorgado a una sociedad
formada para explotar esas arenas, so pretexto de que eran auríferas y
podía constituirse en ella una propiedad minera.
El Intendente acostumbraba a otorgar todos los años permiso a un
centenar de pobres para explotar esas arenas que las cernían y las
vendían al público para todos los menesteres de la ciudad, en la
edificación de sus casas, en la pavimentación de las calles, en la
construcción del alcantarillado, etc. De esta pequeña industria, vivían
centenares de familias pobres que surtían a la ciudad de este material
indispensable: arena cernida y ripio lavado. Así se había edificado
Santiago durante cuatro siglos, desde Pedro de Valdivia hasta nuestros
días; sólo que con el crecimiento de la población, las construcciones
de cal y ladrillo y de concreto armado, los pavimentos de concreto y
cien otros menesteres, el consumo de las arenas y del ripio había
crecido extraordinariamente: se expendían más de mil carretonadas
diarias que en verano se obtenían de 4 a 5 pesos y en invierno a 7 u 8
pesos, salvo algunas bajas debidas a la competencia que se hacían los
muchos productores o explotadores del río.
Unos cuantos pillastres inventaron la especie de que las arenas del
Mapocho contenían oro, formaron una sociedad minera para su
explotación y denunciaron y solicitaron del juzgado la concesión de
esta propiedad minera, para monopolizar en sus manos las arenas y
ripios del río ahora y para siempre, como toda propiedad minera que
pertenece a su dueño y a sus descendientes. El juzgado la concedió y
después de todos los trámites de estilo mandó poner a los solicitantes
en posesión de las arenas del río. Los pobres que las explotaban con
permiso del Intendente y vieron que se les iba a quitar la industria de
que vivían se opusieron a dicha entrega y como el ministro de fe y los
interesados insistieron en que abandonaran las faenas de cernir arenas
en que se ocupaban los carretoneros, éstos, a quienes se iba a quitar el
pan de la boca, pusieron en fuga a aquéllos a pedradas. Puesto el
hecho en conocimiento del juez éste pidió al Intendente el auxilio de
la fuerza pública para hacer cumplir su decreto de entrega. La
secretaría de la Intendencia estaba servida por el joven e inteligente
abogado don Luis Larraín Cotapos, a quien debió Santiago su
salvación del más oneroso de los monopolios. Por consejo de éste la
Intendencia en oficio motivado de 28 de diciembre de 1908 negó este
auxilio, fundándose en que el decreto del juez dañaba derechos de
terceros, y en que los ríos son bienes nacionales de uso público, cuya
custodia y conservación está encomendada a la autoridad
administrativa.
En el acto la Intendencia pidió informes a un ingeniero de minas de la
Dirección de Obras Públicas y a ingenieros profesores de Mineralogía
de la Universidad de Chile, que practicaron ensayos de las arenas del
Mapocho y todos informaron que esas arenas no tenían ley de oro, del
cual sólo había indicios inapreciables como en todas las tierras, y que
no podían servir para constituir propiedad minera. El juez requirió
nuevamente da fuerza pública, apoyado en largas disertaciones de los
interesados; la Intendencia volvió a negarla, trabándose una larga
controversia que concluyó con la contienda de competencia que el
Intendente entabló al juez ante el Consejo de Estado. Ante él hicieron
los interesados numerosas e inacabables alegaciones en favor de la
jurisdicción del juez, a los cuales se agregó una muy estudiada vista
del Fiscal suplente de la Corte Suprema, don Horacio Pinto Agüero
que también desechaba la competencia del Intendente. Con todos
estos trámites se había formado un expediente descomunal de miles de
hojas, capaz de infundir miedo a cualquier juez que quisiera fallarlo,
cuanto más a los consejeros que no tienen la costumbre de manejar
estos mamotretos. De ahí resultó que hacía tres años que éste dormía
en el Consejo, a pesar de los largos memoriales que los interesados
presentaban para despertarlo. Todos los consejeros le sacaban el
cuerpo, visto lo cual el secretario me lo endozó a mí.
Recuerdo que tardé un mes de constantes trabajos en leerlo y
estudiarlo, sacando apuntes para darme cuenta cabal del asunto.
Averigué que el número de carretonadas de arenas, ripios y guijas que
se expedían diariamente en Santiago pasaban de mil, y que su precio
alternaba, como lo he dicho antes, entre 4 ó 5 pesos en verano y entre
7 y 8 pesos en invierno, sin perjuicio de que a veces se obtenían a
menos precio gracias a la competencia que se hacían los muchos
obreros que obtenían permiso de la Intendencia. En vista de los
informes de todos los técnicos que aseguraban que absolutamente no
existían las tales arenas auríferas, aparecía claro, como la luz del día,
que el único objeto de los denunciantes de esta mina de oro
imaginaria, era adquirir el monopolio de estas arenas y ripios para
alzar su precio hasta donde se les ocurriese, seguros de que se lo
habrían de pagar como materiales indispensables para toda
construcción.
Quedé maravillado de la habilidad y astucia de estos descubridores de
tan rica mina de oro; pero quedé espantado de la enorme contribución
que iba a soportar la ciudad de Santiago.
¿ Cuánto encarecería la construcción de las casas? Y ¿cuánto
encarecerían los arriendos? Era evidente que la mina de oro no estaba
en el río, sino que iba a estar en los bolsillos de todos los habitantes de
Santiago. Y esto a perpetuidad como toda propiedad minera, según el
artículo 13 del Código de Minas. Recordando que las Cortes de
Santiago habían fallado una causa idéntica desechando esta misma
solicitud hecha por don Miguel Luis Irarrázabal, me fui a los
tribunales a rebuscar la sentencia que encontré luego, gracias a don
Luis Larraín Cotapos, anterior secretario de la Intendencia y que
entonces era secretario de la Corte Suprema. Por él supe lo siguiente
que no podía ser más revelador.
En vista de la enérgica oposición de la Intendencia, los interesados se
apersonaron al mismo señor Intendente para ponderarle los perjuicios
que les causaba su negativa de la fuerza pública y suplicarle de la
manera más humilde que desistiera de ella. El Intendente les contestó
que viesen al secretario, que como abogado era el más empeñado en la
negativa, que tal vez podría encontrar algún medio conciliatorio. Se
dirigieron al señor Larraín, quien les manifestó con buenas razones la
imposibilidad de acceder a sus deseos. Entonces ellos le propusieron
que renunciase la secretaría, ofreciéndole en cambio la gerencia de su
empresa, asegurándole una renta anual de cincuenta mil pesos. Y más
habrían podido ofrecerle, que bien habrían calculado las inauditas
ganancias del monopolio que solicitaban. Pero se estrellaron con la
negativa indignada del señor Larraín.
En vista de todos estos antecedentes, redacté un proyecto de sentencia,
que por su extensión el Consejo mandó imprimir en un opúsculo de 28
páginas, a fin de poder discutirlo con mayor facilidad. Una vez
repartida la impresión a los Consejeros se puso en tabla. Yo concluía
declarando la incompetencia del juez en el asunto y la competencia
del Intendente y, por consiguiente, la nulidad de la concesión minera.
Había dejado tan en claro la justicia de esta resolución que me parecía
que no tendría oposición alguna. Me equivoqué. Uno de los
Consejeros, impugnó el informe, pero después de larga discusión se
votó mi proyecto de sentencia y fue aprobado por todos los
Consejeros excepto el impugnador. El Consejero de don Juan Luis
Sanfuentes que asistió a una parte de la discusión se retiró antes de la
votación. Al día siguiente, me encontré con él en el Consejo de la
Caja de Crédito Hipotecario, al cual pertenecíamos los dos y en
presencia de los demás Consejeros, me dijo: " ¡Qué guapo estuvo
ayer, don Abdón, en el Consejo de Estado! Le habría dorado la boca".
"Y ¿cómo no me acompañó en el voto?", le repliqué. " ¡ Ah!, me
contestó, estos son los compromisos en que lo ponen los amigos;
usted no se imagina las cargas que me han dado para que vote con
ellos y los ayude en el Consejo de Estado; pero como el asunto es tan
sucio, lo único que me han arrancado es no votar en contra. Por eso
me salí". El señor Sanfuentes era el presidente del partido liberal
democrático y éste era uno de los sacrificios que hacía por algunos
correligionarios políticos embarcados en esta aventura.
Así como éstas tuve que redactar varias otras sentencias para atajar un
poco el desquiciamiento y la inmoralidad que ha venido invadiendo a
nuestro país. Si me he detenido en estos detalles de las arenas del
Mapocho, es en primer lugar para mostrar un botón del hambre de
oro, de la corriente de engaños y fraudes que nos invade, de la ola de
inmoralidad que sube hasta las altas esferas de la sociedad; en
segundo lugar para manifestar cómo en el Consejo de Estado tuve
doble trabajo que en el Senado, a pesar del descanso que pedían mis
años; y en tercer lugar para hacer notar que la complicada labor del
Consejo de Estado es un trabajo, callado, silencioso, de que el público
no se da cuenta, que casi nadie conoce fuera de los inmediatamente
interesados y que, por consiguiente, nadie agradece.
Felizmente, yo siempre acepté estas cargas sin otro fin que el servir
como pudiera a la causa de Dios y a mi país.
En 1912 había sido designado también Consejero de la Caja de
Crédito Hipotecario, cargo que me daba pocos quehaceres y que
entonces era enteramente gratuito, como el de Consejero de Estado y
como el de senador.
En esas tareas y en las que me exigía mi cátedra de Derecho
Constitucional, ocupaba la mayor parte de mi tiempo.
También me dedicaba al servicio del Centro Cristiano, institución
destinada a crear y mantener liceos católicos en todo el país, al
servicio de la Unión Nacional, para la protección mutua de los obreros
católicos y al de la Conferencia de San Vicente de Paul, para el
socorro de los pobres a domicilio, institución a la cual me incorporé
en 1855 y que no he dejado hasta hoy.
Aquí iba en estos apuntes, cuando el Señor dispuso llevarse al cielo en
la mañana del 1.0 de junio de 1918, a mi compañera durante 54 años,
dándole una santa muerte. ¡ Bendito sea el Señor ! Mi corazón ha
destilado amargura durante su larga y cruel enfermedad; justo castigo
que el Señor me ha enviado por mis culpas; pero adoro y bendigo su
infinita misericordia al considerar los extraordinarios recursos
espirituales con que el Señor quiso rodear su muerte y premió así las
virtudes con que mi amada esposa se esmeró en servirlo. ¡ Cuán feliz
me consideraría yo si lograse alcanzar semejante muerte !
A las 82 años de edad sufrí este golpe y desde entonces comencé a
despedirme de todas las atenciones puramente humanas para
prepararme al eterno viaje que tanto se aproxima.
Una grave enfermedad que me puso a un paso de la muerte me
advirtió que debía despedirme aún de la más cara y arraigada de mis
vocaciones y a mediados de 1918 renuncié mi cátedra de Derecho
Constitucional en la Universidad Católica, después de 65 años de
profesorado. No sin pena abandoné esas tareas en que me cupo ser
maestro de varias generaciones y en que adquirí yo mismo la mayor
parte de mis conocimientos.
Durante toda mi vida serví con invariable disciplina al Partido
político, cuyo programa se identifica, a mi entender, con el bien y la
grandeza de mi patria, y vi en ello el cumplimiento de uno de los
deberes más estrictos que pueden pesar sobre la conciencia de un
ciudadano.
Fundé grandes diarios e innumerables periódicos para la defensa y la
propaganda de nuestras ideas, porque siempre he creído que la prensa
es el más poderoso y el más indispensable de los medios de acción en
las luchas contemporáneas.
Pero la prensa, la enseñanza y la política no fueron a mis ojos, sino
medios de servir algo más alto y más trascendental: la causa católica,
que es la causa de la verdad y del bien, a cuyo triunfo están
vinculados todos los intereses morales del individuo y de la sociedad.
Por eso al terminar estas memorias, escritas para mis hijos, me halaga
la esperanza de que en ellas encuentren la mejor herencia que puedo
dejarles: la del ideal que siempre guió mis pasos e inspiró mis
acciones; en cuyo servicio no mezclé jamás ningún interés humano y
cuyo triunfo procuré con todas las fuerzas de mi alma.
FIN
INDICE
CAPITULO XVII
Primer episodio de la cuestión de cementerios.- El decreto sobre
libertad de los exámenes
CAPITULO XVIII
Autorización de. estudio de ramos sueltos en la carrera de Leyes.
-Fomento de la instrucción primaria.- Concesión de premios al
profesorado.- Edificación escolar.- Escuelas alternadas.
Preceptorado femenino.- Orientación práctica de la enseñanza
CAPITULO XIX
La destitución de Barros Arana.- El asalto a mi casa.- Mi renuncia.
La Ley Orgánica de Tribunales
CAPITULO XX
Nuevamente en la vida privada.- Una lección provechosa.- Vuelvo al
ejercicio de mi profesión.- Un juicio importante.- La discusión de la
Ley de Instrucción Pública. La libertad de asociación.- Don Manuel
Irarrázabal en la discusión de la Ley Electoral del Código Penal
CAPITULO XXI
Formación de una gran sociedad de acción católica.- Dos especimenes
de elecciones bajo el Gobierno de Errázuriz.- La obra de una santa.-
La elección presidencial del 76.- Reflexiones sobre la conducta
política de Errázuriz
CAPITULO XXII
Obras católicas.- Primer proyecto de cementerios laicos.- Círculos
católicos de obreros.- La Guerra del Pacífico.- La candidatura
presidencial del General Baquedano. Se agrava la intervención
electoral. Un atropello regalista.- La cuestión arzobispal.- La misión
de Dell Frate
CAPITULO XXIII
Organización de "La Unión Católica ".- La cuestión de cementerios.
Fundación de un nuevo círculo de obreros.- Fundación de "La Unión
de Valparaíso".- Fundación de "La Unión Católica", en La Serena;
una carta que explica la índole de esta asociación.- Su fundación en
Talca y en Concepción
CAPITULO XXIV
Las leyes de matrimonio y de registro civil.- El círculo de obreros de
Santo Domingo.- Fundación de la "Unión Central".- Fundación del
Banco Santiago.- Primera Asamblea de 'La Unión Católica, en
Talcahuano.- Recrudecimiento de la intervención electoral
CAPITULO XXV
La candidatura presidencial de Balmaceda.- Actitud de la oposición.
Fundación de "La Unión Católica" en Ancud y Puerto Montt.- Don
Mariano Casanova, Arzobispo de Santiago.- Sus relaciones con "La
Unión Católica".- El Jubileo sacerdotal de León XIII
CAPITULO XXVI
Extinción de la Unión Católica.- Fundación de la Universidad
Católica.- Fundación del Pensionado de San José Evangelista. Las
elecciones de 1888.- Proyectos de don Manuel Irarrázabal.- La
reforma electoral de 1890 263
CAPITULO XXVII
La candidatura presidencial de don Enrique Salvador Sanfuentes.- La
lucha contra el Ministerio Sanfuentes.- El Ministerio Prats-Tocornal.-
El Ministerio Vicuña— Godoy.- Los preparativos de la Revolución
CAPITULO XXVIII
Un viaje accidentado.- Refugio en la Hacienda de Santa Rita.- Otros
refugios en Santiago.- El incendio del Círculo Católico. Fin de la
dictadura
CAPITULO XXIX
Mi elección senatorial en 1892.- Primeros esfuerzos que hago en el
Senado en pro de la libertad de enseñanza.- El proyecto de supresión
del Consejo de Estado.- El proyecto de remate de salitreras.-
Radicales y liberales contra la Comuna Autónoma. Mis esfuerzos por
mantenerla.- Las elecciones de 1906.- Escisión en el Partido
Conservador
CAPITULO XXX
El proyecto de Superintendencia de la Instrucción Pública.- El
proyecto de libertad universitaria.- Mi labor en el Consejo de Estado.-
Últimos años

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