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LA LIMOSNA DE SÍ MISMO

Cierto día, entre ricos opulentos que echaban grandes cantidades de dinero en el arca del
Tesoro del Templo de Jerusalén, se acercó una viuda pobre que depositó allí dos insignificantes
monedas. Aquella escena la contemplaba a poca distancia Jesús, quien, sobrecogido, llamó a
sus discípulos y les dijo: “Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los
que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en
cambio, ha echado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,43-44).

Al decir a los suyos que aquella mujer había dado lo único que tenía para vivir, estaba
expresando que en aquella ofrenda se estaba dando a sí misma. Al dar lo único que podría
salvarla, lo único a lo que podría estar apegada para la supervivencia, estaba entregando su
vida. Era ella misma, y no las dos monedas, la que estaba cayendo en el recipiente de las
ofertas hechas a Dios.

Desde los comienzos de la historia del cristianismo la beneficencia ha venido a constituir uno
de sus rasgos fundamentales y característicos convirtiéndose, así, en una de sus mejores
apologías. “El espíritu de amor mutuo y caridad comunitaria era el rasgo que más
impresionaba a los paganos del cristianismo” (Paul Johnson, Historia del Cristianismo, Vergara
Grupo Zeta, Barcelona 2005, p. 106). El mismo emperador Juliano el Apóstata († 363), enemigo
declarado del cristianismo, no podía menos que admitir que el único aspecto que le
impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia (cf. Deus Caritas est, n.24
).

Sin embargo, este pasaje evangélico nos refleja un dato fundamental de lo que es la auténtica
y genuina caridad cristiana y que debe distinguirla de la mera acción social que cualquier ONG
puede llevar a cabo.

La verdadera “limosna” del cristiano no está en dar sino en darse.

Dar es un acto de generosidad, pero que se queda vacío y carente de sentido si no viene
acompañado de la donación de sí mismo. San Pablo expresaba esta idea al afirmar: “Aunque
repartiera todos mis bienes, […] si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Cor 13,3). Y es que
la caridad cristiana tiene su origen en el corazón, sin el cual no dejaría de ser altruismo frío.

El objetivo último de un cristiano no es solo llenar los estómagos de las 925 millones de
personas que sufren por hambre en el mundo (Informe FAO, 2010. enlace), sino
principalmente llenar el corazón de aquellos que lo tienen vacío de amor.
Si bien el cristianismo no debe sustraerse, y no lo ha hecho (ver un ejemplo en este enlace), de
luchar contra males como la pobreza, las enfermedades o la desnutrición que hay en el
mundo, ha entendido, y gracias a Dios algunos también comienzan a hacerlo (enlace), que el
mundo no se arregla sólo con dinero, sino que éste debe ir acompañado con la donación
sincera, generosa y personal de uno mismo.

Parafraseando a Benedicto XVI, se podría decir: quien no se da a sí mismo y a Dios, da


demasiado poco; pues “ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de
uno mismo a los demás en el que se expresa la caridad” (Benedicto XVI, Mensaje para la
Cuaresma 2006).

Para el cristiano, Dios es el origen de la caridad, que “ha de entenderse no solamente como
una filantropía genérica, sino como don de sí, incluso hasta el sacrificio de la propia vida en
favor de los demás, imitando el ejemplo de Cristo” (Benedicto XVI, Discurso a los miembros de
Caritas Internationalis, 27 de mayo de 2011).

Es aquí donde el hecho de dar, de donar a los demás, se extiende a todos los hombres, y no se
restringe a la gente pudiente y de buena condición. Todos, hasta el mendigo más abandonado,
hasta el más pobre de los pobres, pueden “dar limosna a sus hermanos”, incluso a aquellos
que viven en la opulencia (con frecuencia estos suelen ser los más necesitados).

Pero si no se tiene nada material, ¿qué cosa valiosa podemos dar a los demás? Bástenos aquí
mencionar una de tantas: el tiempo.

Nuestro tiempo es sagrado, los minutos que ahora corren no regresarán jamás. Las horas que
pasamos en esta vida son algo único y exclusivo que se escapa sin remedio a cada instante. El
tiempo se esfuma y con él nuestra vida. Así, la mejor “limosna” que podemos dar a nuestro
prójimo, será, sin duda dedicarle algo tan exclusivo como nuestro tiempo. Al consagrarle algo
que no se puede producir como el dinero o los bienes materiales, le estaremos dando una
parte de nuestro ser finito y escaso que no tendremos más; en definitiva, le ofreceremos una
parte de nosotros mismos.

La beata Teresa de Calcuta, al inicio no tenía nada que dar a sus pobres, pero comenzó por
ofrecerles lo más valioso que tenía, algo que ni todo el dinero del mundo podría sustituir y ni
siquiera comparase: su corazón y su tiempo. Por esto ella misma lanzaba esta valiente
invitación: “No deis solo lo superfluo, dad vuestro corazón”.

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