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Marcial Lafuente

Estefanía

Acabemos Con Ellos


Título de la Obra: ©ACABEMOS CON ELLOS
Autor: M. L. ESTEFANIA
Derecho Copyright N° 0542
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Colección: HORCA. Edicion No. 357
Fecha: JULIO 2008
© Obra Editada y Producida en los ESTADOS UNIDOS DE AMERICA. U.S.
I.S.B.N. N° 1-60158-350-8
Printed in the EUROPEAN UNION
Depósito Legal: B.8736-2008
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Capítulo I

EI pequeño y tranquilo pueblo se iba transformando en una bulliciosa babel


humana con el descubrimiento del oro en sus proximidades.
Meses después de tal descubrimiento, llegaron a Crippie Creek millares de
aventureros tras el espejuelo del dorado y valioso metal.
Cripple Creek estaba situado en la zona central y montañosa de Colorado.
Esto hizo que dicho pueblo se transformara en un magnífico refugio para
todos aquellos que vivían al margen de la ley.
Se había perdido todo respeto a la ley y se impuso, al igual que en la
mayoría de los pueblos del Oeste, la ley del más fuerte.
Los que no estaban acostumbrados a los campamentos mineros, no
podían explicarse que tuviese cerca de las tres cuartas partes de sus
edificios dedicadas a locales de diversión.
Estos locales se convirtieron para sus propietarios grandes fuentes de
ingresos.
Ayudados por mujeres sin voluntad, conseguían amasar inmensas
fortunas.
Los propietarios de estos establecimientos eran los verdaderos amos de la
cuenca, ya que ellos sabían imponerse por el terror a los honrados
mineros...
Desde las atalayas de sus mostradores, cuando deseaban conseguir algo,
sabían repartir el whisky con prodigalidad.
De esta forma, las autoridades eran elegidas por todos los habitantes de la
cuenca en votación libre, por lo menos en apariencia... Así los propietarios
de los saloons sabían colocar la placa de cinco puntas sobre pechos
amigos.
Los mineros estaban completamente asustados porque el elegido, con la
placa al pecho, servía exclusivamente a los dueños de locales y no a la
comunidad, indignándose por la serie de crímenes y robos que se sucedían
a diario.
Cuando comenzamos nuestra narración, todos los mineros que habían
conseguido reunir unas libras de oro, no salían de sus cabañas... ¡Temían
que al alejarse desaparecieran sus pequeñas fortunas...! ¡Estaban
completamente horrorizados por los sucesos de la cuenca!
Cowler era uno de los mineros más estimados de la cuenca.
Vivía en uno de los lugares más próximos a Cripple Creek, en compañía
de su hija Susele.
Fue candidato para sheriff en las últimas elecciones, y a pesar de estar
respaldado por la mayoría de los mineros, fue derrotado por Lewis,
candidato que presentaron los propietarios de los locales de diversión.
Desde las elecciones, de esto ya hacía tres meses, Cowler y su hija no
habían salido de su parcela. Susele era una joven de belleza poco común...
Por tal motivo, eran muchos, por no decir la mayoría de los mineros, los
que la seguían con idea de conseguir su amor.
El padre estaba aterrado por ello y, por tanto, no dejaba que la muchacha
quedase sola en la cabaña o que saliera sin ir acompañada por él. Susele
ayudaba a su padre en el lavado de la arena del río para conseguir alguna
que otra pepita.
No habían tenido mucha suerte, pero tampoco podían quejarse, ya que
tendrían guardado en la cabaña oro suficiente como para vivir durante un
año sin necesidad de trabajar.
Susele era íntima amiga de Betty la hija del ranchero más honrado y
apreciado por todos los antiguos habitantes de Cripple Creek.
Con ella, estaba considerada la mujer más bonita de la cuenca.
Los padres de las muchachas eran muy buenos amigos y solían visitarse
con frecuencia, pero desde que los robos se pusieron a la orden del día,
Cowler no se atrevía a abandonar su cabaña.
Joe Burman, padre de Betty, le dijo que por ello no tenía que preocuparse,
que hasta que el orden se impusiera en la cuenca serian ellos quienes les
visitarían.
Joe había pasado por una crisis muy mala en los primeros meses del
descubrimiento del aurífero metal, ya que todos los vaqueros se le fueron
tras el espejuelo. Pero éstos, al pasar las primeras semanas y darse cuenta
de que no era tan sencillo encontrar oro, regresaron pidiendo perdón al
patrón, quien supo comprender y perdonarles. Joe poseía una buena
fortuna, ya que sus terrenos no fueron invadidos por el gran aluvión de
buscadores y, por tanto, crecía en ellos una hermosa ganadería.
Tenía el mercado a unas cuantas millas y el precio por cabeza de ganado
doblaba al que siempre consiguió en Laramie.

***

-Anoche ha vuelto a aparecer un minero asesinado dijo Cowler.


-¿Cómo sucedió? -preguntó Joe, extrañado.
-No se sabe... -repuso, apenado, Cowler-. Lo único que han podido
averiguar, es que fue asesinado para robarle. Su cabaña estaba toda
revuelta... Se desconoce si consiguieron encontrar el oro que debía tener.
-¡Tendríais que hacer algo! -Exclamó Joe-. ¡Hay que descubrir a los
ladrones y a los asesinos, y castigarles como se merecen!
-No podemos hacer nada -se lamentó Cowler-. Si alguno de nosotros nos
movemos de nuestras cabañas, ~os nosotros los robados... Es cuestión del
sheriff y del comisario del oro... Pero ellos no darán un solo paso, ya que
estoy seguro de que, de esos asesinatos y robos, ellos se lucran...
-No lo creo, Cowler.
-¡Estoy seguro!
-Si estás seguro, ¿por qué no tratas de convencer al resto de los mineros
y, una vez unidos, les obligáis a abandonar la cuenca?
-¡No sabes lo que dices! -exclamó riendo Cowler-. Ninguno de nosotros nos
atreveremos a protestar contra lo que sucede ante el sheriff o el comisario.
-¿Por qué motivo?
-Porque todo aquel e se ha declarado enemigo de ellos…, ha sufrido las
consecuencias... ¡No, Joe, no se puede hacer nada!
-¿Por qué no escribís a la capital?
-Ya lo ha hecho más de uno, pero al día siguiente de hacerlo, aparecieron
muertos... Con esto, han evitado este peligro, ya que sabiendo como
sabemos lo que nos sucederá, nadie se atreve a cometer la misma
equivocación... Además que, aunque no sucediera nada, sería perder el
tiempo y crearte a las autoridades como enemigos, ya que las cartas no
llegarán nunca a su destino…
-¡Pues debíais pensar en algo!
-En lo único que pienso desde hace una temporada es en abandonar esta
cuenca.
Pero esto también es un grave peligro, ya que todos los que quisieron
abandonarla en secreto aparecieron asesinados... ¡Están muy bien
organizados!
Joe guardó silencio.
Estaba pensativo; comprendía que su amigo tenía razón, -El número de
víctimas pasa de diez en el último mes. Los robos han sido innumerables.
De seguir así, acabaremos por pensar que lo mejor será no trabajar hasta
que no hayan desaparecido en la cuenca los hombres que se dedican al
pillaje.
-¿Qué dice el sheriff de todos estos hechos?
-Promete a todos que conseguirá atrapar a los asesinos... Pero la verdad
es muy otra, ya que no se mueve del local de MacClelland. Ni siquiera se
molesta en averiguar cómo se cometen los asesinatos y los robos...
-¡Elegid otro!
-¡Eso sería un suicidio! -exclamó Cowler-. Tú sabes que hace seis meses
fui derrotado frente a Lewis en elecciones libres...
-¡Pero tú sabes que no hubo justicia!
-Pero no pude demostrarlo. Hasta que no finalice su mandato, no podrá ser
sustituido por otro, a no ser que sea orden del gobernador…. No tendremos
más remedio que soportarle hasta entonces.
-¿Qué tal persona es él juez?
-Es otra pieza más movida por MacClelland y Gregory Custer…
-¿Nombráis vosotros al comisario del oro?
-No. Es cosa del gobernador.
-Entonces, no podréis desconfiar de su honradez…
-¡Gregory Custer es el mayor sinvergüenza que pisa esta cuenca! -exclamó
Cowler, irritado.
-El que sea amigo de MacClelland, no quiere decir que sea como este.
-¡Yo te digo que es un canalla!
Joe, sonriendo, guardó silencio no quería seguir irritando a su amigo.
Dejaron de hablar de este asunto al ver entrar a las dos jóvenes.
-¿Ya conoces la noticia, papá? -preguntó Susele-. ¡Han matado a otro
minero!
-Ya lo sé, hija...
-Yo creo que debierais uniros y terminar de una vez con los
malhechores –agregó -Yo creo que debierais uniros y terminar de una vez
con los malhechores –agregó su hija.
-Si les conociéramos..., ¡ya estarían colgando! -dijo Cowler.
-Lo que sucede es que la pandilla que dirige MacClelland, os tiene
atemorizados de tal forma que pareceís ovejas -dijo Betty-. ¡Creo que en el
fondo hacen bien!
-¡Betty! -exclamó su padre.
-¡Están demostrando ser unos cobardes!
-¡Betty! -volvió a exclamar Joe-. ¡No quiero...!
-No debes reñir a tu hija, Joe -observó sonriente Cowler-, En el fondo, tiene
mucha razón… Lo único que le sucede es que no comprende ni conoce a
los hombres que obedecen a MacClelland.
-¡Son hombre como el resto de los mineros! –exclamó la joven.
-Pero nos diferenciamos de ellos en que tenemos sentimientos y
escrúpulos.
Quizá por ello parecemos cobardes a la vista de los demás –agregó
Cowler.
Betty, dándose cuenta de su proceder, guardó silencio. Susele,
comprendiendo que esta conversación no era grata a su padre, habló de
otros temas.
Media hora más tarde, dijo Betty a su amiga:
-¿Por qué no dices a tu padre lo que hemos pensado?
-¿De qué se trata? —preguntó Cowler a su hija.
-Hemos pensado que sería muy conveniente para nosotros que Betty y su
padre se llevaran el oro que tenemos escondido y lo guardaran en su
rancho... De esta forma, siempre podríamos salir a dar una vuelta y no estar
metidos todos los días en la cabaña o por los alrededores de ésta.
Cowler miró a su hija en silencio y quedó pensativo.
Joe, contemplando a las dos muchachas, exclamó:
-¡Creo que es una magnífica idea!
-Así lo creo yo también... -dijo Cowler.
-Entonces, ¿darás ese oro a Betty y a su padre? -preguntó, contenta,
Susele.
-No -respondió Cowler.
Susele, extrañada, abrió la boca y contempló a su padre.
No podía comprender aquella negativa.
Estaba segura de que su padre no tenía que temer nada de Betty ni de su
padre.
Joe y su hija se miraron asombrados.
Aquella negativa indicaba que Cowler desconfiaba de ellos.
-No debéis molestaros por esta negativa mía -dijo Cowler a Joe y a la hija
de éste.
-¿Desconfía de nosotros? -preguntó Betty.
-No, Betty, no es eso.
-¿Entonces?
-No quiero que el peligro que encierra mi oro, caiga sobre vosotros -dijo
Cowler, sonriente-. Porque os aprecio demasiado es por lo que no deseo
que guardéis mi oro
-No puedo comprenderte, Cowler... -dijo Joe.
-Los asesinos y ladrones saben que si no salgo de mi cabaña es por temor
de que me roben. Esto les indica que tengo una cantidad de oro muy
considerable para encerrarme en esta cabaña... Si vosotros os lleváis ese
oro y nosotros empezamos a salir, ellos tendrán más que suficiente para
registrar esta cabaña.
Si no encuentran nada, sospecharán los primeros días que he encontrado
un buen lugar en la cabaña para guardarlo. Pero cuando la registren bien
empezarán a pensar en vuestras visitas... Y entonces no caerán sobre
nosotros, sino sobre vuestro rancho, ya que se imaginarán que os habéis
llevado mi oro poco a poco.
¿Lo comprendéis ahora?
Susele, sonriendo, exclamó:
-¡Creo que tienes mucha razón, papá!
Joe y Betty también estuvieron de acuerdo con las palabras del amigo.
Pero Joe, a pesar de reconocer que su amigo decía la verdad, dijo:
-¡De todos modos me llevaré tu oro! Siempre estará más seguro en mi
rancho que aquí... Además, no creo que tengan el suficiente valor para ir a
mi rancho en busca de unas libras de oro... Y si lo hicieran, te aseguro que
serían bien recibidos.
-Lo que podemos hacer es guardar el oro fuera de la vivienda...
-sugirió Betty-. Podemos guardarlo en el campo, sin que nadie nos vea.
Después, cualquier día vayan a hacernos una visita Susele y usted, les
enseñaríamos el lugar en que tienen su oro.
-¡Magnifica, idea, hija! -exclamó Joe.
-De todas formas, puede acarrearos complicaciones -observó Cowler.
-¡No debes preocuparte por eso! -exclamó Joe-. Además, desde mi rancho
siempre te será más sencillo salir de la ciudad.
-Yo creo, papá, que debiéramos acceder... -dijo Susele.
Tanto insistieron las dos jóvenes, apoyadas por Joe, que al final
consiguieron convencer a Cowler.
Cuando marcharon Joe y su hija de la cabaña de sus amigos, llevaban con
ellos todo el oro que éstos habían conseguido durante más de un año.
Cuando Cowler quedó a solas con su hija, le dijo:
-Con ese oro se ha ido una gran pesadilla que no me dejaba descansar.
-Como que no era vida lo que estábamos haciendo.
-Además, creo que Joe tiene razón... No se atreverán a ir a su rancho en
busca de unas libras de oro.
-¡De ahora en adelante podremos disfrutar algo más! –Exclamó Susele.
-Si lo deseas, iremos mañana al pueblo -dijo Cowler sonriente.
-¡Ya lo creo que lo deseo! –exclamó alegre Susele.
Capítulo II

-¿Estáis seguros de haber registrado todos los rincones de la cabaña?


-preguntó extrañado MacClelland a dos de sus empleados.
-¡Lo hemos revuelto todo! -respondió uno de ellos-. ¡Te aseguro que no nos
ha quedado ni una pulgada por registrar!
-Lo único que hemos encontrado ha sido alrededor de una libra de oro -dijo
el otro-. Y la dejamos en quo sitio para que no se diera cuenta de que
habíamos registrado la cabaña.
Es muy extraño... -Puede que estuviéramos confundidos y no exista el oro
que pensábamos...
-¡No, eso sí que no! -exclamó MacClelland, pensativo-. Estoy seguro de
que su parcela es una de las mejores.
-Habrá escondido su oro fuera de la cabaña... -apuntó uno de sus
empleados.
-¡Eso es más lógico! Hoy volveréis a registrar su parcela -Si efectivamente
ha guardado su oro fuera de la parcela, será muy difícil dar con el lugar
exacto... -Lo intentáis de todas formas.
Los dos empleados, sin más comentarios, abandonaron el despacho del
jefe.
MacClelland quedó pensativo. No comprendía que el viejo Cowler pudiera
ser tan astuto. Sus hombres estaban acostumbrados a registrar las
cabañas de los mineros y nunca fracasaron.
Por fin, transcurridos unos minutos, encogiéndose de hombros, salió al
saloon.
Este se hallaba abarrotado de clientes. En esos momentos entró el sheriff.
Un minero, aproximándose al de la placa, le preguntó:
-¿Ha descubierto algo sobre el crimen de Hanna?
-Por ahora nada...
-¿Hizo alguna investigación?
El sheriff miró detenidamente al minero y le dijo:
¡Hice todo lo que consideré necesario para descubrir a los asesinos, pero
sin, resultado...! Supieron hacerlo.
-¿Quiere explicarnos lo que hizo?
-¡Lo que yo he hecho a nadie le importa. -exclamó, enfadado, el de la
estrella-.
Pero para vuestra tranquilidad, os diré que he conseguido una pista que
quizá me lleve a descubrir al autor...
¿Deseas saber algo más?
-Lo único que deseamos todos los mineros honrados es que descubra
cuanto antes a los asesinos... -dijo el minero, dando la espalda al sheriff.
Al de le placa le molestó este desprecio, pero se contuvo.
Se aproximó a MacClelland y le preguntó:
-¿Conoces a ese minero que me ha estado interrogando?
-Es la primera vez que veo a ese muchacho -repuso MacClelland-. Nunca
había visto un hombre tan alto como él.
-¿Tendrá parcela?
-No lo sé. Pero si continúa aquí cuando llegue Gregory, que no tardará en
llegar, podrás salir de dudas.
Sin más comentarios, entraron en el despacho de MacClelland.
-¿Consiguieron el oro de Cowler tus hombres? -preguntó Lewis, el sheriff.
-No.
Lewis miró de una forma muy extraña a MacClelland.
Este dándose cuenta de lo que pensaba Lewis, le preguntó:
-¿Qué piensas?
-¡Oh! ;Nada...
-¿Crees que miento?
Ante esta pregunta, Lewis palideció.
-¿Por qué iba a pensar eso? -repuso Lewis, sonriente.
-Te parece imposible que no haya conseguido descubrir ese oro, ¿verdad?
-Con sinceridad, sí.
-Lo mismo me ha sucedido a mí, pero lo cierto es que no han podido
conseguir el oro de ese viejo astuto.
-¿Registraron bien?
-Según mis hombres, no les ha quedado ni una sola pulgada por registrar...
Pero creen que lo tendrán guardado en algún lugar de la parcela...
-Puede que sea así.
-Otra cosa no puede ser. Aunque, pensándolo detenidamente, es muy
extraño que lo guarde en el exterior.
-¿No vigilaban a Cowler?
-Si.
-¿Y no le vieron guardar el oro? Es extraño.
MacClelland quedó pensativo.
Lewis tenía razón; él sabía que la parcela de Cowler estaba vigilada de día
y de noche, en espera de una ocasión para apoderarse del oro. Pero el
viejo y su hija salían nunca de la parcela y, por tanto, no habían tenido
ocasión para hacerlo.
¡Le resultaba muy extraño...! Ya que de haber escondido el oro fuera de la
cabaña, sus hombres les hubieran visto hacerlo y conocerían el lugar. Pero
ninguno de ellos dijo nada.
Por unos instantes empezó a desconfiar de sus propios hombres.
-¿Tienes confianza en tus hombres? -preguntó Lewis, haciendo que
MacClelland volviera a la realidad.
-En eso pensaba yo en estos momentos...
-Puede que si es cierto Cowler poseía una buena cantidad de oro, la
ambición les haya llevado a engañarte...
-Aunque me cuesta creer que mis hombres me engañan...
¡Puede que no andes muy desacertado!
Siguieron charlando sobre lo mismo durante varios minutos.
Ninguno de los dos podía comprender lo misterioso que resultaba la
desaparición del oro de Cowler.
Después de mucho hablar sobre lo mismo, ambos llegaron a la conclusión
de que los hombres encargados del registro de la cabaña de Cowler, les
habían engañado.
-¡Si fuera cierto...! -exclamó MacClelland-. iTe aseguro que no les daré
tiempo para que puedan disfrutar de ello!
-Entró Gregory Custer, el Comisario del Oro.
-¿De qué habláis? -preguntó, sonriente, Gregory.
Los dos explicaron lo que sucedía.
Gregory quedó pensativo y dijo:
-Aunque resulta muy extraño que no hayan encontrado ese oro, no creo
que tus hombres te engañasen...
-¿Entonces…?
-Creo que no es tan difícil de adivinar lo que ha sucedido -dijo, sonriente,
Gregory-. Ya puedes decir a tus hombres que no pierdan el tiempo
registrando la parcela de Cowler... No encontrarán nada.
Tanto MacClelland como Lewis, contemplaron a Gregory, completamente
extrañados de sus palabras.
-¿En qué te fundas para pensar eso?
-En algo que salta a la vista... -repuso, riendo, Gregory-. No habéis pensado
en las visitas de Joe Burman y su hija a los Cowler, ¿verdad?
MacClelland y Lewis, ante estas palabras, sonrieron. -Si os hubierais
detenido a pensar en estas visitas tan frecuentes, hubierais dado con el
motivo de la desaparición de ese oro agregó Gregory, sonriente.
-¡Creo que estás en lo cierto! -exclamó MacClelland-. ¡Hemos sido unos
tontos!
-¿Crees que el oro de Cowler está en el rancho de Burman? -preguntó
Lewis.
-Completamente seguro.
-¿Crees que Cowler haya depositado tanta confianza en Burman? -volvió
a preguntar Lewis.
-Si te detienes a pensar en los hechos que se suceden a diario en la
cuenca, encontrarás la explicación de que Cowler haya depositado esa
confianza en su amigo.
Lewis, extrañado, quedo pensativo.
Estaba seguro de que Gregory tenía razón.
-Si es cierto que está en el rancho de Burman, lo conseguiremos –dijo
MacClelland.
-Eso sería muy peligroso – observó Gregory-. No olvides que los vaqueros
de Burman no son los mineros.
-Tienes razón, Gregory –reconoció Lewis.
-Siempre será preferible que los ganaderos no se mezclen en los asuntos
de los mineros –dijo Gregory-.
Y de pretender robar ese oro en el rancho de Burman, estoy seguro de que
no lo Y de pretender robar ese oro en el rancho de Burman, estoy seguro
de que no lo conseguiríamos. Por el contrario, nos crearíamos a todos los
rancheros como enemigos… Siempre será preferible que éstos se
mantengan imparciales.
MacClelland, pensando en las palabras del amigo, llegó a la conclusión de
que estaba en lo cierto.
El oro de Cowler, en caso de conseguirlo, les crearía un número de
enemigos muy peligrosos.
-Creo que tienes razón.
Charlaron durante más de una hora.
Al finalizar la charla, salieron a beber algo al salón.
Se sentaron en una mesa.
Lewis se fijó en el muchacho tan alto que a su entrada le hizo varias
preguntas y que aún seguía allí.
-¿Conoces a ese muchacho tan alto? -preguntó Lewis a Gregory.
-Si
-¿Quién es?
-Es un muchacho que está con Gerard… Hace dos meses que está con él.
-¿En la misma parcela?
-Sí. ¿Por qué me preguntas...? ¿Ha sucedido algo con él?
-No..., nada -respondió Lewis.
MacClelland le refirió la charla que aquel muchacho sostuvo con Lewis.
Cuando finalizó, dijo Gregory:
-Ese muchacho me resulta un rostro conocido, pero no puedo recordar de
dónde.
-Puede que sea de Cheyenne -dijo MacClelland, ya que sabía que Gregory
llegó a Denver procedente de la capital del vecino Territorio de Wyoming.
-Puede que sea de esa ciudad, pero no consigo recordar...
-¿Familiar de Gerard? -preguntó MacClelland.
-Creo que son amigos...
Dejaron de preocuparse de aquel muchacho tan alto y siguieron
conversando sobre otros temas.
-¿Han llegado Harry y Nick? -inquirió Gregory.
-No.
-¿Cuándo les esperabas?
-Ayer.
-Es extraño que se hayan retrasado. ¿Les habrá sucedido algo?
-No creo.
-Lo que pretendemos es un asunto muy peligroso -observó Lewis.
-No lo creas -disintió, sonriente, MacClelland-. Si lo conseguimos dentro de
unos meses, podremos huir de esta ciudad con una fabulosa fortuna.
-Pero Harry y Nick pueden ser reconocidos por algún minero dijo Lewis-.
No olvides que fueron muy famosos en varias ciudades del Oeste.
-No creo que les recuerden... Hace varios años que no se ha vuelto a hablar
de ellos.
-¿Crees que es el momento de hablar a los mineros? -preguntó Gregory.
-Mejor ocasión no la tendremos... -agregó MacClelland, sonriente-. En
estos momentos están completamente asustados; si no les hablamos
ahora, no conseguiremos nuestro propósito.
-¿Crees que accederán?
-No tendrán más remedio, ya que de no hacerlo saben que será un peligro
para sus vidas... Y aunque la mayoría son ambiciosos, todos prefieren
seguir viviendo.
-El más peligroso es Cowler... -comentó Gregory –Es muy querido por
todos los mineros y estoy seguro que harán lo que éste diga.
-No creo que se atreva a enfrentarse con nosotros; pero en caso de que lo
hiciera, hablaríamos con él sobre su hija -dijo MacClelland.
Gregory y Lewis sonrieron al comprender el verdadero significado de las
palabras de MacClelland.
-Yo creo que debiéramos esperar...
-¡Te digo Lewis, que es éste el mejor momento! –exclamó MacClelland,
interrumpiendo al amigo-. Si dejamos transcurrir más tiempo, existe el
peligro de mineros despierten de su cobardía o terror, y entonces sería
cuando resultaría muy peligroso para nosotros intentarlo...
-Creo que tienes razón, MacClelland .-dijo Gregory.
En esos momentos sonó una detonación en una de las mesa de juego. El
cuerpo de un minero cayó desplomado sin vida.
MacClelland y sus dos amigos se aproximaron a la mesa
-¿Qué ha sucedido? -preguntó el sheriff.
-Después de habernos insultado pretendió traicionarnos-repuso el que
había disparado.
-¡Sabéis que no me gustan las peleas! -exclamó Lewis.
-Le aseguro, sheriff, que no he tenido más remedio que matarle para evitar
que me matase él a mí -dijo jugador.
-¡Está bien! -exclamó el de la placa-. Que retiren cadáver de aquí...
-¿Por? qué se fía de la palabra de ese cobarde ventajista…? preguntó un
muchacho de estatura poco corriente al representante de la ley.
Lewis, que se retiraba del lugar del suceso, se volvió para contemplar al
joven que acababa de hablar.
Se fijó en él detenidamente.
El jugador que había disparado contra el minero, contempló también a
aquel muchacho.
-Creo que no te has dado cuenta del verdadero significado de tus palabras
–dijo el jugador, sonriente-. Espero que lo hagas y rectifiques; de lo
contrario no tendré más remedio que hacer contigo lo mismo.
-Lo que hemos presenciado ha sido un crimen -dijo el muchacho, sereno.
-Acabas de oír lo sucedido... -observó Lewis.
-Se olvida, sheriff, de que yo he sido testigo -agregó el joven.
-Aquí hay muchos testigos; ellos pueden afirmar que no he mentido -dijo el
jugador.
-No creo que la cobardía de los testigos llegase tanto -dijo el muchacho,
sonriendo.
Los testigos se miraron entre sí. Sabían que aquel muchacho decía la
verdad, pero ninguno de ellos se atrevería a decir la verdad... Conocían al
jugador y a sus compañeros, así como la amistad del sheriff con ellos.
-No debiste haber bebido tanto -observó el jugador, burlón.
-¿Quiere interrogar a los testigos? -preguntó el muchacho a Lewis.
Este, sin dejar de contemplar al joven, interrogó a varios testigos. Todos
coincidieron en que el jugador decía la verdad.
El muchacho, contemplando con desprecio a los interrogados por Lewis,
dio media vuelta, encogiéndose de hombros.
Pero el jugador se le adelantó y, poniéndose frente a él, le dijo:
-Antes de marchar, tendrás que rectificar...
-No tengo que retractarme de lo dicho... -dijo, sonriente, el muchacho-.
Acostumbro a llamar por su nombre a las cosas, sin preocuparme si esto
sienta bien o mal...
-¡Tendrás que hacerlo si deseas salir de aquí! –Exclamó el jugador, en tono
provocador.
-Te aseguro que nunca me asustaron los ventajistas cobardes afirmó el
muchacho, completamente sereno.
-No debes hacer caso a este joven, Pat -dijo el sheriff.
-¡No puedo consentir que me insulte en la forma que este muchacho lo ha
hecho, y dejar que se vaya si el castigo que merece!
-Pat tiene razón, Lewis -intervino MacClelland-. Este muchacho debe pedir
perdón.
-Creo que os estáis equivocando conmigo -dijo, sereno el muchacho.
-¡Te doy cinco minutos para pedirme perdón! –exclamó el jugador-. Si
terminado este tiempo no lo has no tendré más remedio que matarte.
-No creas que será tan sencillo... En este caso no podrás usar la ventaja a
que estás acostumbrado.
-No soy partidario de las peleas -declaró Lewis-. Pero en este caso, creo
que tiene razón Pat...
-No creí que el sheriff fuera tan cobarde -dijo el muchacho, ante la
admiración de los testigos-. Pero ya veo que los cobardes y ventajistas
están muy unidos en esta cuenca...
El muchacho tuvo que dejar de hablar para disparar sobre Pat.
Cuando éste caía muerto, el muchacho dijo:
-La próxima vez que le vea defender a los ventajistas, haré lo mismo con
usted, sheriff... ¡No lo olvide!
Capítulo III

Los testigos contemplaron a aquel muchacho admirados.


MacClelland supo llevarse a Lewis de allí.
Se reunieron con Gregory, al que preguntaron:
-¿Conoces a ese muchacho?
-Es la primera vez que le veo...
-¡Es un demonio con las armas! -exclamó Lewis asustado-. No he pasado
tanto miedo en mi vida.
-De ahora en adelante tendrás que tener mucho cuidado con ese
muchacho si es que se queda en este pueblo -observó Gregory.
-Si queda, no tendrá mucho tiempo para arrepentirse de ello comentó
amenazador, Lewis.
-No olvides que ha demostrado ser un muchacho sumamente peligroso
-advirtió MacClelland. Pat, a pesar de estar considerado de lo más rápido
que había en este pueblo, resultó ser un novato a su lado.
-¡Nos tenía equivocados! -exclamó Lewis.
-Tú sabes que no es cierto… -agregó Gregory -Lo que sucede es que ese
muchacho es muy superior a todos nosotros.
Dejaron de discutir.
Mientras tanto, el vaquero no dejaba de vigilar a todos los asistentes al
local.
El minero que estaba con Gerard, se aproximó al joven vaquero y le dijo:
-Yo en tu lugar saldría de aquí cuanto antes... Después de lo que has
hecho, te has creado como enemigos a los muchos ventajistas que se
cobijan en este saloon.
-Creo que tienes razón -comentó el vaquero, sonriendo- Si me acompañas,
te invitaré a un whisky en otro local.
-Vamos.
Y los dos altos muchachos se encaminaron hacia la puerta.
Pero antes de salir, el minero que estaba con Gerard disparó uno de sus
«Colt».
Uno de los jugadores que minutos antes jugaba con ellos, cayó muerto.
Los testigos se separaron asustados.
Todos contemplaban, sin comprender lo que había sucedido, el cadáver
del jugador.
El de la placa no tuvo más remedio que volver a levantarse y preguntar:
-¿Quién ha disparado? sido yo, sheriff -repuso el minero, con el «Colt»
firmemente empuñado.
-¿Qué ha sucedido?
-Quería traicionar a este muchacho y yo lo he evitado.
-¡A sido un crimen! -exclamó otro de los jugadores.
El minero contempló al que habló, y después de unos de silencio, barbotó:
-¡Eres un cobarde embustero!
El insultado, al ver avanzar a aquel joven hacia él, retrocedió, asustado.
-¡Fíjate en tu compañero! -exclamó el muchacho.
Lewis y MacClelland, así como Gregory, se fijaron en el cadáver No había
duda de que aquel muchacho decía la verdad, ya que el jugador que yacía
en el suelo, sin vida, conservaba empuñado el pequeño «Colt» que
pretendió utilizar El otro jugador, que no se había dado cuenta de este
detalle, al comprobarlo dijo: -Debes perdonar, muchacho... No me había
dado de ese detalle. Ello indica que dices es verdad. Espero sepas
perdonarme, pero comprende que es lógico mi disgusto, ya que éramos
muy amigos.
-Lo que me indica que eres un traidor y un cobarde como lo era él.
-Creo que tienes razón al insultarme en la forma que lo haces... -dijo el
jugador.
-¡Dejad de discutir! -ordenó Lewis-. No debes seguir insultando a ese
hombre; ya te ha pedido perdón… ¿Qué más quieres?
-El sheriff tiene razón, Dye -intervino Gerard -Debes dejar en paz a ese
hombre.
Dye, como se llamaba el minero que estaba con Gerard, dio media vuelta
en silencio y salió del local.
El alto vaquero le siguió.
Una vez en la calle, se encaminaron hacia un local cualquiera.
-¿Hay muchos ranchos por los alrededores? preguntó el vaquero a Dye.
-No muchos -repuso éste, un tanto extrañado -No me dirás que has venido
basta aquí para trabajar en un rancho, ¿verdad?
-Así es.
-¡No lo comprendo! -exclamó Dye.
-Me gusta trabajar de vaquero.
-Pero ganarás mucho menos...
-No soy ambicioso.
-Tampoco yo lo soy, pero comprendo que es preferible buscar oro mientras
se vaya encontrando para vivir y poder ahorrar algo.
-No me gusta la vida de minero... Prefiero trabajar montado sobre un buen
caballo, que limpiando o lavando arena...
Dye se encogió de hombros, sonriente.
-¿Podré encontrar trabajo de vaquero? -Creo que sí, ya que la mayoría de
los ganaderos quedaron sin personal con la aparición del aurífero metal.
-¿Dónde podré ver a algún ranchero? -preguntó joven. -Iremos al local de
Paul; es donde acostumbran a reunirse los ganaderos de los contornos
cuando vienen al pueblo... ¿Cómo te llamas?
-Mi nombre es Archer Sardis.
-Dye Haver es el mío.
Archer contempló a Dye con curiosidad.
Dye Haver, ¿verdad?
-Si.
-De Wyoming?
Dye miró con curiosidad y fijeza a Archer.
-¿Has oído hablar de mí?
-Mucho -dijo Archer-. Y me extraña que no hayas cambiado de nombre; si
se enterase el sheriff de Cheyenne, estoy seguro de que vendría hasta aquí
en tu busca.
-Lo que sucedió en Cheyenne...
-No tienes por qué hablar -le interrumpió Archer-. Estoy seguro, ahora que
te conozco, de que no tuviste tú la culpa.
Dye, mirando a Archer con simpatía, le dijo: -¡Gracias!
Continuaron caminando y entraron en el local de Paul. Allí había varios
ganaderos reunidos.
Entre ellos estaba Joe Burman.
Dye era conocido por éste y le saludó.
-¿Dónde está Gerard? -preguntó Joe. -Se ha quedado en el local de
MacClelland... A pesar de sus años le siguen gustando las mujeres que
éste tiene en su local -dijo Dye.
Todos rieron.
-Hace días que no le veo... -observó, sonriendo Joe-. ¡Paul...!
Pon de beber a estos muchachos.
-Hemos venido para hablar con algún ganadero -dijo Dye.
-¿Qué sucede?
-Este muchacho que acabo de conocer, que desea trabajar de vaquero.
-¿Trabajar de vaquero? -preguntó Joe, extrañado.
-Así es -repuso Archer-. ¿De qué se extraña?
-No comprendo que se venga a Cripple Creek en de trabajo de vaquero.
-Pues yo deseo hacerlo, si es que encuentro plaza. De no encontrarla,
seguiré mi camino -manifestó Archer.
-Si es cierto que eres vaquero...
-De lo mejor -interrumpió Archer a Joe.
-Si es así, puedes quedarte en mi rancho –dijo Joe sonriente.
-Gracias, patrón.
Siguieron charlando sobre temas ganaderos.
Archer demostró un gran conocimiento sobre estos asuntos.
Joe, satisfecho, dijo: -Creo haber hecho una buena adquisición.
-Le aseguro que no tendrá motivos de arrepentimiento.
Prosiguieron charlando.
Esta vez comentaban los sucesos que ocurrían la cuenca.
Dye explicó lo sucedido minutos antes en casa MacClelland.
-Malos enemigos os habéis buscado -comentó Joe.
-No creo que a ese muchacho ni a mi nos preocupen mucho la clase de
enemigos.
Archer contempló a Dye.
-Así es -afirmó.
-De todos modos, debéis tener mucho cuidado ellos... Son hombres que
carecen de escrúpulos.
Una hora más tarde, Dye se despedfa de Archer y de Joe.
Estos dos se encaminaron hacia el rancho.
Dye fue en busca de Gerard.
Cuando llegaron al rancho, Joe hizo la presentación a los restantes
vaqueros del nuevo admitido. Archer se dio cuenta de que le recibieron con
frialdad.
También presentó Joe a su hija. Esta, desde el primer momento, dijo a su
padre Archer le agradaba.
Archer quedó asombrado ante la belleza de Betty.
Así, sin más sucesos, transcurrieron dos días.
Betty durante este tiempo, charló muchos ratos con Archer.
No habían transcurrido los dos días cuando ambos jóvenes se hicieron
grandes amigos.
Ya no se hablaban de patrona a vaquero, sino que se tuteaban.
Archer había visto al día siguiente a Dye y le dijo encantado de trabajar en
el rancho de la muchacha.
Betty, por su parte habló con Susele sobre Archer.
Cierto día, cuando se vieron, declaró Betty:
-Creo que, de seguir viéndonos a diario, acabaré por enamorarme de él.
-Me has hablado tanto en estos dos días que tengo deseos de conocerle
-dijo, sonriente, Susele
-¿Por qué no vienes conmigo hasta el rancho y te quedas unos días?
-No puedo dejar a mi padre solo.
-Venís los dos.
-No podemos abandonar la parcela...
-Entonces puedes venir hoy y después te acompañamos Archer y yo, ¿te
parece?
Susele quedó pensativa y, luego de unos segundos de silencio dijo:
-¡Está bien! ¡Iré contigo!
La muchacha se lo dijo a su padre y minutos despúes las dos cabalgaban
en dirección al rancho.
Una vez en éste, Betty hizo la presentación.
Archer dijo:
-Tenía muchos deseos de conocerla, Miss Susele; es tanto lo que Betty me
ha hablado de usted, que...
-Lo mismo me sucedía a mí -interrumpió la joven- Si a usted le ha hablado
mucho de mí, no menos hizo conmigo de usted...
Betty, sin poder evitarlo, se sonrojó.
Archer clavó sus ojos en la muchacha y le dedicó una agradable sonrisa.
Cuando el muchacho finalizó su trabajo, los tres pasearon por el rancho.
Archer habló mucho, y entre las conversaciones sostuvo con las
muchachas, habló de Dye.
-No conozco a ese muchacho -dijo Betty.
-Yo he oído hablar de él a mi padre. Es un muchacho un tanto misterioso,
según me han dicho –agregó Susele.
-Yo le debo mucho -comentó Archer-. Ya que los pocos minutos de
conocerle, me salvó la vida.
Ante estas palabras, las jóvenes empezaron a preguntar y Archer no tuvo
más remedio que decir a jóvenes lo que les había sucedido hacía dos días
en la casa de MacClelland.
-Me gustaría conocer a ese muchacho que sin conocerle se jugó la vida por
usted -comentó Susele cuando Archer acabó de referirle lo sucedido-. Ello
demuestra que es un valiente y una buena persona.
-Si no les importa, podemos acercarnos hasta pueblo -dijo Archer-. Estoy
seguro de que allí le encontraremos.
Las dos muchachas accedieron gustosas.
Una vez en el pueblo, Archer se encaminó hacia el salón de Paul, ya que
desde lo sucedido en casa MacClelland, Dye no entraba en este local.
Entraron los tres jóvenes y allí encontraron a Dye.
Este, al ver a Archer, se encaminó hacia ellos saludándoles.
Al conocer el motivo de la visita, regañando a Archer, le dijo:
-No has debido traer a estas señoritas a este lugar. No es apropiado para
ellas...
Si no les molesta, salgamos a pasear.
Las jóvenes se miraron extrañadas y accedieron.
Una vez en la calle, charlaron de infinidad de cosas sin importancia.
Minutos más tarde parecía que se conocían de toda la vida.
Susele se reía mucho con el carácter alegre de Dye. Como se hizo de
noche, los muchachos acompañaron primero a Susele hasta la parcela de
su padre.
Cuando llegaron, éste empezaba a preocuparse por la tardanza de la hija.
Se despidieron hasta el día siguiente.
Después, Dye acompañó unas millas a Archer y a Betty.
Cuando Dye regresaba, lo hacía preocupado.
Temía enamorarse de Susele.
Y si temía esto, era debido a que su fama anterior no merecía el cariño de
aquella joven.
Desde que huyó de Cheyenne y se refugió en la cuenca, para olvidar lo
sucedido en aquella ciudad, nunca había sido tan desdichado como en
aquellos momentos.
Por ello pensó en el sheriff de Cheyenne y la idea de venganza, volvió a su
mente.
Henney, sheriff de Cheyenne, le había hecho mucho daño, tanto a él como
a su familia.
Le había acusado de robar ganado tan sólo porque su hermana no había
accedido a sus proposiciones de casamiento.
Por él, tuvo que matar a varias personas que hasta aquel momento las
consideró como buenos amigos, solamente para que ellos no acabaran con
él.
Por ruego de su madre huyó de la ciudad.
Pero esto fue una grave equivocación, ya que con su huida todos creyeron
que, efectivamente, se trataba del ladrón de ganado que el sheriff
descubrió.
Tras su huida, llegaron pasquines con su descripción, ofreciendo cierta
cantidad como recompensa a quien le matara.
Cuando se enteró de estos pasquines, perdió el sentido y mató sin saber
por qué lo hacía.
Al volver en si, se dio cuenta de que se había convertido en un huido.
Para olvidarlo y que se olvidaran de él, se refugió en la cuenca de Cripple
Creek, donde llevaba unos meses. Gerard se portó muy bien con él desde
un principio y, por ello, quería a éste como si fuera su propio padre.
Le aconsejó muy bien y gracias a él no tuvo que andar por lugares por
donde podrían reconocerle y matarle, ya que la cifra que se ofrecía por su
cabeza era elevada.
Hasta entonces nadie le reconoció, a no ser Archer, y esto le preocupaba.
Sabía que aquel muchacho era incapaz de revelar a nadie su personalidad;
pero a pesar de ello, empezó a intranquilizarse.
Dejó de pensar en ello al llegar a la parcela de Gerard.
-¿Qué tal la hija de Cowler? -preguntó Gerard al muchacho.
-¡Es maravillosa! -exclamó Dye.
-Ya lo creo... Si yo tuviera veinte años menos no dejaría que se me
escapara.
Dye reía como un niño las palabras de su gran amigo.
-Mañana tendremos que ir al local de MacClelland… -dijo Gerard
preocupado.
-¿Por qué? ¿Qué sucede? -Nos ha citado allí el sheriff y el comisario del
oro.
-¿Qué desean de vosotros?
-Lo ignoro. ¿Me acompañarás? No quisiera que me engañaran...
-Te acompañaré.
Capítulo IV

El Saloon Placer, propiedad de MacClelland, se hallaba completamente


abarrotado de mineros.
Todos ellos hablaban por grupos veladamente y en secreto.
Temían ser oídos por los empleados de la casa.
Ninguno de ellos comprendía el motivo por el cual el sheriff y el comisario
les habían citado en dicho local.
Por primera vez, se reunieron todos los propietarios de parcelas. No debía
faltar ninguno.
MacClelland, en compañía de las autoridades y de Harry y Nick, que
acababan de llegar de Denver, charlaban animadamente en el interior del
despacho del primero.
Se ponían de acuerdo sobre lo que Gregory tendría que decir a los mineros
para convencerles a que accedieran a lo que se proponían.
-¿Qué querrá el comisario de nosotros? -preguntó extrañado uno de los
mineros a un grupo de amigos.
-Nadie conoce el motivo de esta reunión -repuso Gerard-. Pero, sea lo que
fuere, estoy seguro de que no agradará.
-No debes hablar así sin saber lo que nos van a proponer -dijo un minero
que se hallaba un poco alejado.
Dye, contemplando a éste, le preguntó:
-¿Cómo sabes que nos van a proponer algo?
El minero quedó confuso y guardó silencio.
Pero los que le rodeaban, empezaron a hacerle preguntas -¿Qué es lo que
piensan proponemos? -preguntó Dye, aproximándose al minero.
-No lo sé..., pero...
-¡Tú lo sabes! -le interrumpió Dye-. ¡Lo que sucede es que no quieres
hablar!
-¡Tiene razón Dye! -exclamó Gerard.
-Estoy seguro de que eres amigo de Gregory y del sheriff; ¿me equivoco?
–dijo Dye.
-iTiene razón, Dye! -repitió Gerard.
-Yo -dijo un viejo-, desde mi parcela, les he visto hablar animadamente
hace varios días... Lo que hablaban lo ignoro.
Todos los mineros clavaron la mirada en Geoffrey, como se llamaba el
minero acusado por el viejo de ser amigo del comisario del oro.
Geoffrey, un tanto asustado, dijo:
-Puedo aseguraros que no soy amigo de Gregory…
-¡Estás mintiendo! -le interrumpió uno. Geoffrey se hallaba rodeado de
rostros hostiles. Les contemplaba asustado cuando vino a salvarle de la
situación, un tanto delicada, unos gritos que ordenaban:
-¡Silencio, por favor...! ¡Silencio!
Todos miraron al que, gritaba.
Era uno de los empleados del local.
Geoffrey aprovechó estos momentos para retirarse del grupo de mineros
que le rodeaba.
Se hizo un silencio absoluto.
El que gritó se asomó a la puerta del despacho y dijo:
-¡Los mineros esperan!
Salieron todos los que se hallaban reunidos en despacho.
Dye, al fijarse en Harry y Nick, quedó pensativo.
Estaba seguro de que conocía a aquellos dos elegantes de algo, pero no
conseguía recordar.
Por más que pensó, no pudo acordarse y, enfadado dejó de pensar en ello.
-Vamos a aproximamos a Cowler -dijo Gerard.
Dye siguió a su amigo y se situaron al lado del padre de Susele.
Esta les sonrió de manera agradable.
-¿Qué querrán de nosotros? -preguntó Gerard.
-Tengamos un poco de paciencia y lo sabremos... propuso Cowler,
sonriente.
En esos momentos, Gregory subió encima de una mesa y exclamó:
-¡Silencio muchachos!
Se hizo un silencio absoluto.
--Antes de deciros el motivo por el cual os hemos mandado reunir, deseo
deciros unas cosas que creo me sirvan de garantía para lo que hemos
pensado hacer...
sabéis, yo fui designado por Su Excelencia el gobernador de este territorio
para ocupar el cargo que hoy ocupo... Esto os indicará que soy persona de
confianza para la máxima autoridad del territorio y, por tanto, no debéis
desconfiar de mí...
Podéis estar seguros de que me guía el mejor de los deseos para vosotros,
y para conseguir la necesidad de vuestros beneficios… Sé que no apreciáis
al representante de la ley como deberíais hacerlo. Los motivos los
desconozco, pero os puedo asegurar que tanto éste como yo nos hemos
desvivido para conseguir atrapar a los asesinos y ladrones que han
invadido esta cuenca...
Una serie de murmullos hizo que Gregory dejara de hablar.
Los mineros hablaban en voz baja entre ellos.
-¿Quiere decimos lo que hicieron para descubrir sus asesinos?
-preguntó sonriente Dye al comisario.
Este miró detenidamente a Dye y respondió:
-Todo lo humanamente posible.
-¿Quiere explicarnos...?
-No tengo que explicar nada -Interrumpió Gregory a Dye.
-Debéis conformaros y creer en mi palabra, ya si el gobernador confió en
mí, debéis hacerlo vosotros.
-El gobernador pudo equivocarse -observó Dye.
Gregory, un tanto pálido, contempló a Dye con gran fijeza.
Los acompañantes de Gregory hicieron lo mismo.
Los mineros contemplaban a Dye sonrientes.
-¿Qué quieres insinuar? -preguntó Gregory.
-No debes hacer caso de las palabras de este muchacho -dijo el sheriff-.
Hace unos días también interrogó a mí en las mismas condiciones sobre la
muerte de Hanna… Demostró cierto odio hacia mí; así no debes escuchar
sus palabras.
-Me molesta que se nos quiera engañar como si fuéramos niños... -agregó
Dye-.
Se olvidan los dos que vivimos en la cuenca y, por tanto, sabemos lo
hicieron para descubrir a los asesinos de nuestros compañeros... Ya que
ninguno de los dos quiere explicarnos lo que hicieron para descubrir a los
culpables, lo yo diré yo: ¡no hicieron absolutamente nada!
Los mineros admiraban el valor de aquel muchacho que era el único que
se atrevía a exponer lo que ellos pensaban.
Gregory miró a sus compañeros.
MacClelland se aproximó a éste y le dijo:
-Debes seguir hablando...
-Creo que de seguir ese muchacho aquí…
-Nosotros nos encargaremos de él... ¡Tú debes continuar!
Gregory pidió silencio a gritos. Cuando fue obedecido, se dispuso a hablar.
-¡Levanta las manos, muchacho! -dijo uno de empleados del local a Dye.
-¡Esto es una cobardía! -exclamó Dye, al tiempo de obedecer.
-No preocuparte, no te sucederá nada si obediente -le dijo el empleado-.
Lo único que debes hacer es abandonar el local.
En silencio, Dye abandonó la estancia.
Los mineros se miraban extrañados.
-¡Esto es un abuso! -exclamó Gerard-. Ese muchacho no hacía otra cosa...
-¡Calla, Gerard! -ordenó Gregory.
Este obedeció en el acto ya que, de seguir hablando, estaba seguro de que
harían con él lo mismo que con Dye.
Este una vez en la calle, se encaminó al local de Paul.
Allí se encontró con Archer.
-¡Has terminado la reunión que he oído teníais en el local de MacClelland?
inquirió Archer.
-No -repuso Dye, un tanto serio y preocupado.
-¿Qué te sucede? -preguntó Archer, al comprobar el estado de ánimo del
amigo.
-Me acaban de echar del local de MacClelland.
-¿A qué ha sido debido?
-No les debía interesar mi presencia entre los mineros -dijo sonriente.
-¿Quieres explicármelo todo?
Dye habló durante unos minutos. Cuando finalizó, dijo Archer:
-Ahora comprendo que te expulsaran de allí... De seguir ente los mineros
no les hubieras dejado exponer lo que se proponen. Pero no debes
preocuparte por ello.
Tiempo tendrás de hacer comprender a los mineros lo que les interesaba
sobre lo que les propongan.
Bebe un whisky y espera a que termine esa reunión.
-Dye obedeció y momentos después charlaba con los ganaderos
tranquilamente.
Mientras tanto, en el local de MacClelland, una vez que salió Dye y Gregory
hizo guardar silencio a Gerard, el comisario continuó diciendo:
-No debéis hacer caso de las palabras de ese muchacho, ya que no es la
primera vez que demuestra un odio hacia nosotros.
Los motivos los desconocemos...
Los hemos mandado reunir para exponeros lo que hemos pensado hacer
para acabar con la serie de robos y asesinatos que desde hace una
temporada no nos permite descansar...
Para acabar con ello, he pensado montar en mi oficina una especie de
Banco, donde depositaréis el oro que vayáis consiguiendo, mediante un
recibo firmado por mí como garantía…
Los mineros volvieron a hacer comentarios en voz baja entre ellos. Pero
Gregory volvió a ordenar silencio.
-¡Debéis dejar que os exponga con claridad lo que he pensado!
Después ya tendréis tiempo de pensar y hablar todo lo que queráis...
Para ello, escribí al gobernador comunicándole lo que había pensado hacer
para evitar estos robos y asesinatos... ¡Aquí tengo la carta de Su
Excelencia, en la que me dice estar de acuerdo conmigo! ¡Tomad, podéis
leerla! -y entregó a los mineros que tenía más cerca, la carta.
Cuando la carta pasó por varias manos, prosiguió diciendo:
-Y para conseguir mi propósito, el mismo gobernador me ha enviado a dos
banqueros famosos de la capital... Míster Harry Dimmitt y mister Nick
Kress, ellos serán los encargados de llevar el asunto bancario en mi oficina.
Os aseguro que ofrecerá las mayores garantías. Estará protegida mi oficina
por hombres armados de noche y de día. Con ello estoy seguro de que
acabaremos con los ladrones y asesinos. Puedo aseguraros que más de
uno de éstos se encuentran en estos momentos entre vosotros... Si alguno
de ellos pudiera opinar sin temor a las consecuencias sobre lo que hemos
pensado, estoy seguro de que diría que se les había acabado el fructífero
negocio del robo... Fijaos en todo aquel que no esté de acuerdo con esta
idea... Puede que sea alguno de los que tanto daño han hecho en esta
cuenca... ¡Esto es todo! Ahora debéis pensar detenidamente en lo que os
conviene.
Los mineros empezaron a hablar entre ellos. Todos leían la carta del
gobernador.
Cowler leyó la carta con detenimiento y quedó pensativo.
-¿Qué te parece, Cowler? -preguntó un grupo de mineros a éste.
-Creo que podemos fiarnos -repuso éste-. Conozco la firma del gobernador
y puedo aseguraros que es legítima.
Gregory, que oyó la respuesta de Cowler, sonriendo, -bajó de la mesa y
dijo a sus amigos:
-¡Lo hemos conseguido! Cowler garantiza el asunto. Harry Dimmitt subió a
la misma mesa desde donde había hablado Gregory y exclamó:
-¡Silencio!
Todos obedecieron.
-Vuestro oro estará mucho más seguro bajo nuestra protección que en
vuestras cabañas... Y cuando la cantidad de oro sea muy considerable, el
propio gobernador enviará tropas del ejército de los Estados Unidos, para
protegerlo hasta que quede depositado en las arcas de Bancos que
ofrezcan las máximas garantías... El oro que vayáis entregando, será
pesado ante vosotros y os daremos un recibo por las cantidades que
entreguéis. Con estos recibos podréis retirarlo cuando queráis de aquí o de
los Bancos a que vaya destinado... ¡Nada más!
Los comentarios de los mineros empezaron de nuevo.
Cowler creía con sinceridad que aquellos hombres no les engañaban.
-De ahora en adelante nuestro oro estará mucho más seguro comentó
Cowler.
Este comentario de Cowler sirvió de base a todos los mineros.
Segundos después todos decían estar de acuerdo con la idea de Gregory.
Aseguraron que al día siguiente empezarían a ingresar el oro que
guardaban en los rincones de sus cabañas
-Agradezco la confianza que depositáis en mí y espero que nunca podáis
arrepentiros de ello. ¡Gracias!
Minutos después, los mineros celebraban la noticia bebiendo grandes
cantidades de whisky. Las mujeres que MacClelland tenía en el local les
ayudaban a consumirlo. Bailaban y reían contentos.
Gerard hablaba con Cowler ante una botella de whisky.
-Creo que estábamos equivocados con el comisario -dijo Cowler.
-Eso pienso yo -declaró Gerard.
-Con sinceridad creo que de ahora en adelante se podrá vivir con mucha
tranquilidad en esta cuenca.
-¡Ya iba siendo hora!
Mientras tanto, Gregory charlaba en el despacho de MacClelland con los
amigos.
-Ese muchacho es un peligro para nuestros propósitos -observó Nick.
-Yo me encargaré de él -agregó MacClelland.
-Procura que se encarguen tus hombres de él... -dijo Harry-. Y que sea en
pelea noble, de lo contrario creerían que liquidamos a un enemigo...
-No debéis preocuparos de ese muchacho -agregó MacClelland.
Sabré hacer las cosas... Tengo una idea que no tendremos necesidad ni
de provocarle... Serán sus propios compañeros los que deseen colgarle...
-¿Qué es ello? -inquirió curioso Gregory.
-Ya lo sabréis... -dijo sonriendo MacClelland-. Ahora creo que debemos
celebrar el que los mineros se hayan fiado de nosotros... Dentro de unos
meses tendremos una verdadera fortuna en nuestro poder.
Todos estuvieron de acuerdo con MacClelland. Salieron al local y se
sentaron en uno de los reservados.
Unas mujeres les sirvieron de beber.
Gerard salió del local en compañia de Cowler.
-Voy a reunirme con Dye -dijo Gerard-. Seguro que estará en el local de
Paul esperándome.
-Yo voy a casa para decirle a mi hija lo que ha sucedido. Estoy seguro de
que se llevará una inmensa alegría con esta noticia.
Se despidieron los dos amigos. Gerard se encaminó hacía el local de Paul.
Dye, al verle entrar, dijo a Archer.
-Ahí está Gerard, ha debido acabar la reunión.
Esperaron a que el viejo se aproximara a ellos.
-¿Qué querían de vosotros? -preguntó Dye cuando su amigo se aproximó.
Gerard explicó a grandes rasgos lo que quería Gregory.
Cuando finalizó, Dye quedó pensativo.
-¿Qué piensas, Dye? -preguntó Gerard.
-Supongo que no depositarás el oro que tenemos guardado en la cabaña,
¿verdad?
-¿Por qué no? -inquirió Gerard-. ¡No lo dudes, es el lugar más seguro!
-Y yo puedo asegurarte que lo que pretenden es robarnos.
-¡No debes ser tan desconfiado! Hemos leído la carta del gobernador y
Cowler asegura que era la firma de éste...
-A pesar de ello no me gusta... -murmuró Dye.
-Puede que estés equivocado -cortó Archer.
-Sea como sea, no consentiré que entregues tu oro -dijo Dye a Gerard.
-Me gustaría conocer a esos dos personajes que han legado de Denver
-declaró Archer.
-Son dos famosos banqueros de Denver -dijo Gerard.
-Yo les conozco de alguna parte. -murmuró preocupado Dye-.
Pero no consigo recordar de dónde.
-Cowler ha confiado en ellos y eso indica que nosotros podemos hacerlo
también.
Dye, sonriendo, guardó silencio. Conocía a su compañero y no quería
discutir con él.
-¿Piensan entregar el oro todos los mineros? -preguntó Archer.
-Sí.
-Creo que Dye tiene razón... -dijo Archer-. Lo que me hace pensar mal es
que sean tan amigos el comisario y el sheriff de MacClelland...
-¡Sois dos cabezotas desconfiados! -dijo Gerard.
Capítulo V

Dos jinetes se detuvieron ante el local Placer... Amarraron sus monturas a


la barra que existía para ello ante el local y entraron decididos.
Se aproximaron al mostrador y pidieron bebida.
Contemplaban a todos los asistentes con descaro.
-¿Qué te parece este negocio, Black?
-¡Es el que nosotros necesitábamos para enriquecernos, Terry!
Los dos vaqueros prosiguieron charlando.
Un minero avanzó hacia el mostrador.
Por su forma de andar se podía advertir que llevaba la bodega
excesivamente cargada de whisky.
En su caminar, fue a tropezar contra uno de los recién entrados.
-¿Es que no ves, estúpido? -dijo Terry al tiempo de empujar al minero.
Este, después de varios tumbos, fue a caer contra unas mesas.
Terry y Black reían a carcajadas.
El minero, desde el suelo, contempló a los dos y dijo:
-¡Vais a saber quién soy yo...!
Se levantó y se aproximó a ellos dando tumbos, pues casi no podía
sostenerse en pie.
Ahora fue Black quien descargó uno de sus puños sobre el mentón del
pobre minero, que cayó como un fardo sin conocimiento.
Terry y Black volvieron a reír a carcajadas.
Un compañero del minero dijo:
-¡Eso que acabáis de hacer es la mayor cobardía de que hemos sido
testigos!
-¿Estás seguro? -preguntó Terry, sonriendo.
-¡No debíais haberle golpeado como lo habéis hecho...! ¡Estaba borracho
perdido y vosotros lo sabíais! ¡Ello me indica que sois dos cobardes!
Terry, sin que desapareciera la sonrisa de sus labios, disparó contra el
primero que protestaba.
Los testigos se retiraron un tanto aterrados.
No comprendían aquella terrible frialdad de los dos vaqueros.
-Esperaba que después de sus insultos fuera en busca de sus armas...
-se disculpó Terry.
Nadie repuso nada.
En esos momentos entró el sheriff, y MacClelland salió de su despacho.
-¿Quién ha matado a éstos? -preguntó el sheriff.
-Hemos sido nosotros... -repuso Black-. Sólo hay un muerto, el otro está
sin conocimiento.
-¡No me agradan los pistoleros! -exclamó el sheriff.
-Tenga cuidado con su lengua, sheriff -dijo Terry sin dejar de sonreír-. Le
advierto que esa estrella es una tentación para mis balas...
-¿Cómo ha sucedido?
-Ese que está ahí, sin conocimiento, borracho perdido, quiso golpearnos...
Como puede ver se equivocó -dijo Black, riendo-.
El otro nos insultó varias veces e intentó ir a sus armas, pero no supo
calibrar al enemigo...
El sheriff, contemplando a los dos vaqueros, guardó silencio.
Sabía que de volver a mencionar algo desagradable en contra de aquellos
dos hombres, éstos serían capaces de disparar sobre él.
-Si duda de nuestras palabras, sheriff, puede preguntar a los testigos...
–dijo Terry, contemplando amenazador a éstos.
El sheriff observó a los testigos con detenimiento.
-Creo que no es necesario... -dijo, al comprender, lo que sucedía a los
testigos.
-Me alegra encontrar un sheriff con sentido común -declaró, sonriente,
Black.
MacClelland contemplaba a estos dos sonriendo. Terry, fijándose en él,
exclamó:
-¡Pero si es White!
MacClelland hizo una seña a los dos y éstos comprendieron que no
agradaba a éste ser llamado como lo hizo Terry.
-¿Se refieren a mí? -preguntó MacClelland a continuación.
-Sí -repuso Terry-. Pero he debido confundirme por su parecido con un viejo
amigo nuestro -Si no fuera que White ya dele estar muy viejo, aseguraría
que era usted –agregó Black.
-Si se refieren a un viejo pistolero que anduvo muchos años por Laramie y
Cheyenne, no me extraña que me confundan con él ya que eso me ha
sucedido muchas veces... En más de una ocasión me confundieron con él
-dijo sonriente MacClelland.
-No me extraña que le confundieran, no he conocido otro parecido más
igual agregó Terry.
MacClelland hizo una seña al sheriff.
Este siguió a MacClelland hasta el interior del despacho.
Pero muchos mineros se habían dado cuenta que aquellos hombres
conocían a MacClelland y que éste era el famoso pistolero White.
Varios mineros captaron la seña que hizo MacClelland a aquellos dos
personajes.
El sheriff estuvo unos minutos en el despacho de MacClelland.
Al salir al local, se encaminó hacia Jos dos vaqueros y les dijo:
-Me gustaría que me acompañarais a mi oficina...
-No tenemos nada que hacer allí -replicó Terry.
-Deseo haceros unas preguntas, ya que no me agrada, el modo que habéis
tenido de presentaros -agregó al sheriff al tiempo que guiñaba un ojo a
Terry.
-¡Está, bien! -exclamó éste al darse cuenta de la seña del sheriff ¡Iremos
con mucho gusto! Salieron del local, siendo contemplados por los mineros.
Cuando salieron, los mineros comentaron lo sucedido.
-Estoy seguro de que esos dos asesinos conocen a MacClelland... -dijo uno
de los mineros.
-Yo diría que son viejos amigos -declaró otro-. Estoy seguro de que su
verdadero nombre es White... Vi la señal que les hizo cuando le llamaron
por ese nombre...
-¡No me agradan! -exclamó otro.
El que habla sido golpeado por Black, volvió en sí y al enterarse de lo
sucedido con su amigo por salir en su defensa, juró vengarse. Pero los
compañeros le convencieron para que abandonara esa idea.
-Lo único que conseguirías al enfrentarte con ellos, es que te sucediera lo
mismo que a ése -dijo uno de los mineros, señalando al muerto.
-No puedes enfrentarte con ellos, sería un suicidio -observó otro-. ¡Son dos
pistoleros!
Al llegar a la oficina del sheriff, Terry y Black se sorprendieron al ver en ésta
a MacClelland.
-¿A qué habéis venido? -preguntó MacClelland.
-Nos enteramos que andaban por aquí Harry y Nick -repuso Terry-. Pero
no sabíamos que el famoso White estuviera aquí.
-¿Es tuyo el negocio?
-Si te refieres al local Placer... Así es.
-¡Será una fuente de ingresos!
-¿Sois amigos de Harry y Nick?
-Más que amigos..., ¿verdad, Black? -dijo Terry, sonriente.
-¡Ya lo creo!-exclamó Black-.
¡Estamos deseando encontrarles...!
Hace varios meses que tenemos unas onzas de plomo reservadas para
sus cuerpos...
Dicho esto. Black rió a carcajadas.
MacClelland, o White, les contemplaba un tanto preocupado.
Si era cierto que aquellos dos hombres venían dispuestos a acabar con
Harry y Nick, el negocio que estaba funcionando, se vendría abajo.
-¿Por qué les perseguís? -preguntó White.
-¡Son dos traidores! -exclamó Terry-. Nos denunciaron a las autoridades de
Cheyenne y por culpa de ellos estuvimos a punto de ser colgados... Pero
conseguimos escapar de las garras del sheriff... Matamos a dos
personalidades de la ciudad para robarles y culpamos de ello a un
muchacho. Pero los muy cobardes nos denunciaron para deshacerse de
nosotros y huir con el dinero...
-¿A cuánto ascendía? -preguntó MacClelland.
-Veinte billetes de los grandes -repuso Black.
MacClelland quedó pensativo unos minutos, al término de los cuales dijo:
-Si tenéis paciencia unos meses, ganaréis mucho más... Pero no tendréis
que hacer nada ni a Harry ni a Nick... ¿De acuerdo?
Terry contempló a Black y después preguntó:
-¿Deseas proponernos algo?
-Así es... ¡Escuchad...! Y MacClelland les explicó lo que habían pensado
hacer con el oro de los mineros. Cuando finalizó, dijo Terry:
-Creo que merece la pena esperar, ¿no crees, Black?
-¡Ya lo creo! -exclamó éste.
-Bien. Ahora lo que tenéis que hacer es volver a haceros amigos de Harry
y Nick... Ellos dirán que no os denunciaron y vosotros tenéis que hacer que
les creéis. ¿De acuerdo?
-¡De acuerdo! -exclamaron los dos a la vez.
Siguieron charlando sobre infinidad de cosas, y MacClelland les puso al
corriente de lo que sucedía en la cuenca.
Cuando se despidieron del sheriff y de White, lo hicieron como buenos
amigos.
Lewis les dijo que tenían que contenerse y no utilizar las armas con mucha
frecuencia y, que cuando, lo hicieran, que estuviera más que justificado el
motivo por el cual las usaban.
Estos prometieron al sheriff que así lo harían.
MacClelland salió tras ellos y se encaminó a la oficina del comisario que se
había transformado en Banco.
Al entrar preguntó a Harry y a Nick:
¿Qué tal se van portando los mineros?
-En estos dos días han entregado la mayoría del oro... -dijo contento Harry.
-Debemos tener en estos momentos más de cien mil dólares en oro -agregó
Nick.
-¡Esto marcha a la perfección! -exclamó MacClelland, contento.
Dejaron de hablar al ver en la puerta a Gerard en compañía de Dye.
Harry se adelantó y dijo:
-¡Pase, míster Gerard, pase!
Gerard entró en compañía de Dye.
Este último contempló a los tres reunidos, así como a los dos hombres que
estaban con rifles.
-¿Viene a ingresar más oro? -inquirió Nick.
-No -repuso Gerard-, Vengo a retirar el oro que ingresé ayer...
Todos se miraron extrañados.
-¿No se fía de nosotros? -preguntó sonriente Harry-. Le aseguro que su oro
estará mucho más seguro aquí que no en su cabaña...
-Puede que tenga razón -intervino Dye-. Pero he sido yo quien le ha
convencido de la necesidad de retirar ese oro…
-Entonces, ¿es usted quien no confía? -preguntó Nick.
-Así es -repuso Dye. Los dos hombres que sostenían los rifles se
levantaron y se encararon con Dye.
-¡No debiera consentir que este muchacho le hable como lo está haciendo!
observó uno de ellos.
-¡Les está insultando! -exclamó el otro.
-No estoy insultando a nadie... -dijo sonriendo Dye. Lo único que sucede
es que creo que estará mucho más seguro nuestro oro donde lo teníamos
guardado que aquí.
-¡Está bien! -dijo Harry, sonriente-. Ahora mismo le entregaremos el oro...
Pero miró de una forma que era todo un poema a los que empuñaban los
rifles.
Dye se dio cuenta de esta mirada y vigiló a los das hombres con atención.
Gerard recogía su oro, cuando uno de aquellos hombres dijo:
-¡Levanten las manos!
Gerard y Dye obedecieron.
-Siento mucho tener que hacer esto con ustedes, pero no me queda otro
remedio si no quiero que la desconfianza sea general -se disculpó Harry-.
Ahora les van a acompañar hasta las afueras de la ciudad y, si vuelven,
serán recibidos como merecen.
-¡Vamos! -ordenó uno de los que empuñaban un rifle-.
¡Desármales! -ordenó a su compañero.
Este se aproximó a Gerard y le desarmó, pero al aproximarse a Dye, éste
le abrazó con el brazo izquierdo al tiempo que el derecho descendió a una
velocidad incomprensiva para los testigos y disparó contra el qua estaba
frente a ellos con el rifle encañonándoles.
Cuando cayó muerto, dijo Dye:
-Debiera disparar sobre todos por cobardes... Pero lo dejaré para la
próxima.
MacClelland y sus amigos temblaron visiblemente. Lo que acababa de
hacer aquel muchacho era algo muy superior a cuanto podían imaginar.
-¡Recoge el oro, Gerard! -ordenó Dye.
Este obedeció.
-Sal y monta a caballo alejándote de aquí... Espérame en la cabaña de
Cowler.
Gerard salió haciendo lo que le había ordenado su joven amigo.
--Cuando los demás mineros sepan lo que habéis querido hacer con
nosotros, creo que lo pensarán mucho antes de traer más oro... -dijo
sonriendo Dye.
-¡Debes perdonar, muchacho! -exclamó Harry-. Debes comprender que por
la seguridad de los beneficios de todos los mineros, no podíamos consentir
que la desconfianza tuya se extendiera a los demás...
-¡Eres un embustero!
Minutos después de haber salido Gerard, se dispuso a hacerlo Dye.
Antes de salir advirtió: -Procurad no cruzaros en mi camino!
Dicho esto salió de la oficina del comisario del oro.
El vaquero que iba a desarmar a Dye cuando fue sorprendido por éste,
irritado por la muerte de su compañero se asomó y disparó uno de sus
«Colt».
Dye desenfundó también y disparó una sola vez.
Sabía que era más que suficiente.
El vaquero que disparó contra él desde la oficina, cayó sin vida.
Los que estaban en ella retrocedieron asustados al comprobar que el tiro
coincidía en el centro de frente como en el otro.
MacClelland, asustado, salió de la oficina del comisario del oro.
-Harry y Nick, al ver alejarse al muchacho, respiraron con tranquilidad.
No comprendían que no les hubiera matado a ellos también.
Segundos más tarde, salían tras MacClelland.
Mientras tanto, Dye llegó a la parcela de Cowler.
Allí le estaba esperando con impaciencia Gerard.
Al ver aparecer al muchacho quedó tranquilo.
-Te has declarado enemigo de MacClelland y su pandilla y eso no creo que
pueda beneficiarte mucho… -le dijo Cowler.
-¿Le ha contado Gerard lo sucedido?
-Si.
-¿Y qué piensa sobre ello?
-No sé, puede que sólo lo hicieran para que no sembrarais la desconfianza
y puede que también lo hicieran...
-Porque nuestro oro se les iba de sus garras, ¿verdad?
Cowler miró sonriente a Dye y guardó silencio.
-Creo que tiene razón, Dye -intervino Susele.
-No sé qué pensar en estos momentos... Pero creo que empiezo a ver claro
en todo ello -dijo Cowler.
-Yo les dije que no debieron entregar el oro que conseguían, pero no
quisieron hacerme caso... -se lamentó Dye.
-Puede que estés equivocado...
-¡No lo estoy y usted lo sabe! -le interrumpió Dye-. ¿Qué oro entregó?
-No hemos entregado nada... -repuso Susele por su padre-.
Solamente unos gramos que conseguimos estos dos días...
-¿Es cierto eso? -preguntó Dye a Cowler con cierta alegría.
-¡Así es! -repuso Cowler-. Si he de ser sincero, diré que nunca me fié de
ellos.
Aunque tengo que decir que Gregory no nos ha mentido...
-¡Ese es el mayor embustero de toda la pandilla!, -exclamó Dye.
-De lo que no hay duda es que querían deshacerse de nosotros para
quedarse con nuestro oro -dijo Gerard-. Conozco a los hombres y sé que
Harry estaba ordenando a aquellos dos que sostenían los rifles que nos
liquidaran...
-Pero les salió mal, por suerte para nosotros -agregó Dye.
Se quedaron a comer con Cowler y su hija, con gran alegría por parte de
ésta.
Durante la comida, hablaron de infinidad de cosas.
Capítulo VI

Dye aseguró a Gerard que el comisario del oro les haría una visita, pero
transcurrieron dos días sin que esto sucediera.
Cuando Dye no podía ir a la parcela de Cowler, para pasear y charlar con
Susele, era ésta la que se acercaba hasta la parcela de Gerard.
La muchacha empezaba a sentir cierta inclinación hacia el muchacho,
llegando a preocupar a éste.
Cowler estaba seguro de que su hija se había enamorado de Dye, y aunque
no conocía al muchacho, no podía negar que le agradaba.
Al día siguiente, Dye se atrevió a salir con la muchacha a pasear, aunque
no se atrevió a alejarse demasiado.
Cuando regresaba con Susele, se dio cuenta que dos hombres estaban
escondidos en las proximidades de la parcela de Gerard.
No dijo nada a la joven y siguió hacia la parcela de Cowler. Pero una milla
más allá, detuvo su montura y dijo a la joven:
-¿Podrías seguir tu sola?
Susele miró extrañada al joven.
-¿Por qué no me acompañas?
-Cuando pasamos por la parcela de Gerard, vi a dos hombres escondidos
en las proximidades y temo que sus intenciones sean funestas para
Gerard...
-¿Por qué no me lo has dicho antes? -preguntó enfadada la joven.
-No quise que se dieran cuenta de que les habla visto.
-¡Entonces no pierdas tiempo! ¡Marcha!
-¡Gracias, Susele! Y dicho esto, Dye regresó a galope tendido hacia la
parcela de Gerard.
Estaba anocheciendo.
Antes de llegar, desmontó y con los dos «Colt» en las manos se arrastró.
Unas veinte yardas antes de llegar a la cabaña, una conversación llegó
hasta sus oídos.
-Créenos que sentimos mucho lo que vamos a hacer, pero debes
comprender que es una orden del comisario y no tenemos más remedio
que obedecerle, ya que para ello nos paga -dijo uno de los que estaban en
la cabaña riendo a carcajadas.
-¡No creo que vuestra cobardía llegue a tanto! -exclamó asustado Gerard.
-Nadie sabrá quiénes han sido tus asesinos... -decía otra voz riendo-. De
esta forma ningún minero retirará el oro de la oficina de Gregory...
-Dye sabrá vengarme, estoy seguro!
-No será mucho lo que viva ese muchacho... Te damos cinco minutos para
que nos digas el lugar en que has guardado el oro.
-Puede que en vuestra cobardía lleguéis a matarme, pero no conseguiréis
robar nuestro oro...
-¡Hablarás! -exclamó uno.
Dicho esto, llegó hasta Dye el gemido de Gerard al ser golpeado.
No esperó a más. Se levantó del suelo y, con los dos «Colt»
empuñados, se aproximó sin hacer el menor ruido hasta una ventana desde
la cual observó lo que sucedía en el interior.
Los hombres que maltrataban a Gerard eran los dos ayudantes del
comisario del oro.
Dye sonreía de manera diabólica.
Sabía que aquellos dos hombres estaban tranquilos por haberle visto pasar
en compañía de Susele.
-¡Estoy perdiendo la paciencia! -exclamó Hull, como se llamaba uno de los
ayudantes del comisario del oro.
-Debes tener paciencia, Hull -dijo Clavelly, el otro ayudante-.
Te aseguro que antes de un minuto habrá hablado...
Y Clavelly sacó un cuchillo de monte de una de sus botas de montar y se
aproximó a Gerard.
Este, contemplando el cuchillo que empuñaba Clavelly, no pudo evitar el
temblar como hoja al viento.
-El cuchillo es más silencioso que el revólver -observó riendo Clavelly. Puso
el cuchillo en el vientre de Gerard y poco a poco iba apretando.
Gerard, al sentir la punta del cuchillo en sus carnes, dijo temblando:
-¡Ha…bla…ré!
Clavelly se retiró de él sonriendo al tiempo que decía:
-¿Dónde guardas el oro?
-¿Qué... pensáis... ha...cer... con...migo?
-Te prometo que te dejaremos lejos del pueblo... -dijo sonriendo Hull.
En esos momentos entró Dye en la cabaña, ordenando:
-¡Poned las manos sobre vuestras cabezas! ¡Pronto o disparo!
Hull y Clavelly, aterrados, obedecieron.
No esperaban que regresara tan pronto aquel muchacho y por ello estaban
tan tranquilos.
Gerard casi perdió el conocimiento de la inmensa alegría que sintió al ver
a Dye.
-¡Sois dos cobardes indeseables! -exclamó Dye- ¿Quién os ordenó esto?
Los dos guardaron silencio.
-Voy a contar hasta tres; si cuando acabe no habeís hablado...
¡Lo sentiré por vosotros...! ¡Una…! ¡Dos…!
-¡Fue orden de Gregory! -exclamó Hull, asustado
-Bien. Ahora vais a pagar vuestra cobardía. -Y Dye, sin esperar a más,
disparó contra los dos cobardes.
Ambos cayeron con la frente destrozada.
Gerard no pudo expresar su agradecimiento a Dye. Cuando reaccionó, Dye
había sacado los cadáveres de los dos ayudantes y, poniéndolos cruzados
sobre la montura de cada uno, se alejó de la cabaña.
Unas cuatro millas más al norte, desmontó y preparó los dos lazos en un
árbol.
Minutos después, cuando se alejaba, los cuerpos de Hull y Clavelly
quedaban colgando del árbol elegido para ello.
Regresó a la cabaña de Gerard y le dijo:
-Si mañana te preguntan, dices que no les viste.
-¿Qué has hecho con ellos?
-En estos momentos están adornando las ramas de un hermoso árbol.
-¡Qué miedo pasé!
-Lo comprendo... Pero esto te indicará qué clase persona es el comisario
del oro...
-¡Tenías mucha razón...! ¡Qué cobarde!
-Yo me encargaré de él, pero cuando llegue el momento.
Dye dejó en la cabaña a Gerard, y se encaminó la parcela de Cowler.
Una vez allí, contó a éste y a su hija lo sucedido.
-Ahora espero que comprenda la verdad sobre Banco que han montado en
las oficinas de Gregory...
-¡Qué cobardes! -exclamó Susele-. Si no te das cuenta de la vigilancia de
esos hombres, a estas horas estaría el pobre Gerard más que muerto...
-¡Tienes mucha razón! -exclamó Cowler.
-He venido para decirles que si mañana son interrogados por el comisario,
le aseguren que yo estuve ustedes hasta muy avanzada la noche.
-Descuida, Dye, así lo haremos -dijo Susele.
-Ahora me gustaría hablar a solas con tu padre -comentó Dye.
Susele miró sin comprender al joven y, encogiéndose de hombros, se metió
en una habitación.
Cowler contemplaba al joven un tanto extrañado.
No comprendía lo que aquel muchacho quisiera decirle.
-Siéntate y habla tranquilo -dijo Cowler-. Diré a Susele que nos prepare una
taza de café.
La joven acudió a la llamada de su padre y en minutos preparó un exquisito
café.
De nuevo se retiró la joven.
Dye no sabía cómo empezar... Por fin dijo:
-Creo que se habrá dado cuenta de la inclinación que su hija siente hacia
mí, ¿verdad?
-Así es -repuso sonriente Cowler-. Y diré que ello me agrada.
-Gracias -dijo emocionado Dye-. Por ello quiero hablarle, ya que a mí me
sucede lo mismo, de algo que pasó hace unos meses en Cheyenne... Allí
poseen mis padres un rancho, que es la envidia de todos los ganaderos.
Un día fui hasta Cheyenne y me encontré no llevaba dinero. Lo comenté
en el bar en que había pedido la bebida, y dos vaqueros que estaban a mi
lado a los que conocía, me invitaron a beber. Agradecido me uní a ellos y
recorrimos la mayoría de los locales. Yo ingería whisky tras whisky y
aquellos dos hombres, que me parecieron buenas personas, pagaban el
valor de mi bebida. No me di cuenta de la gran que estaba cometiendo...
Horas después no tenía, para arrepentirme. Cuando a la mañana siguiente
se disiparon los efectos del alcohol, y me despejé, estaba rodeado del
sheriff y de una gran multitud. En los primeros momentos me sonreí, ya que
creí que se debía aquella curiosidad a mi estado de embriaguez, pero al
darme cuenta de que empuñaba un «Colt»
y que a pocas pulgadas de mi cuerpo yacían dos víctimas, me di cuenta de
lo que había sucedido. Los dos muertos de las personas más ricas y
estimadas de Cheyenne. Busqué entre los reunidos a los dos vaqueros que
me invitaron, pero no estaban allí... Entonces empecé a darme cuenta de
la trastada que me habían jugado… El sheriff era un gran amigo de mi
Padre, pero no pudo creerme y me encerró. Desde entonces le odié con
toda mi alma, aunque comprendía que él no tuviera otro remedio que no
creerme por las circunstancias en que me encontraron. El «Colt» que yo
sostenía en la mano era mío y había sido disparado dos veces. Me juzgaron
un mes más tarde y me condenaron a morir colgado de una cuerda... Mi
padre no pudo encontrar a los dos vaqueros que les describí, y hasta creo
que ni mi propio padre creyó en mi inocencia... Mi madre estuvo a punto de
enloquecer... Pero la noche antes de la designada para morir, pude
sorprender al ayudante del sheriff y huir... Este me persiguió como una
hiena, pero conseguí burlarle... Crucé la frontera de este territorio y me
refugié en Denver... Allí vi unos pasquines que me reclamaban como un
vulgar asesino... ¡En aquellos momentos juré matar al sheriff...!
Le consideraba culpable de mi desgracia... Ahora creo que el hombre había
cumplido con su deber... Durante una semana busqué por Denver a los dos
vaqueros que me embriagaron, pero sin resultado. Pensé que tal vez
estuvieran aquí y por eso vine. Pero no tuve suerte... Decidí olvidar lo
sucedido y quedarme aquí... Entonces conocí hace unos días a su hija y,
sin proponérmelo, me enamoré de ella... Si le he contado todo esto es para
que usted se lo diga a su hija y que ella pueda decidir con conocimiento
sobre la persona que ama...
Cowler contemplaba con curiosidad a Dye. Guardó silencio durante unos
minutos y después dijo:
-Creo en tu sinceridad, muchacho. Admiro la valentía que has tenido de
contarme a mí con la franqueza que lo has hecho lo que te ocurrió... Has
querido decirme que eres un Gun-Man peligroso y un sentenciado a
muerte... A pesar de ello me alegro que mi hija se haya fijado en ti... Estoy
seguro de que de no ser como acabas de contarme lo que te sucedió, no
hubieras venido a mí. Sería mucho más sencillo engañar a mi hija, ya que
ésta por el amor que te profesa, te hubiera perdonado aun siendo culpable
de esas dos muertes.
Puedes estar tranquilo: yo hablaré a mi hija... y no olvides que aquí tienes
a un padre. Dicho esto, Cowler abrazó a Dye.
Este, sin poder evitarlo, lloró emocionado.
Sin más palabras, Dye salió de la cabaña de Cowler.
El hombre quedó pensativo.
En esos momentos salió su hija y, al no ver a Dye preguntó:
-¿Se ha ido?
-Si.
-¿Por qué no se ha despedido de mí? -preguntó, mirando a su padre con
fijeza.
-Debió creer que estarías descansando.
-¿De qué habéis hablado durante tanto tiempo?
-Quiero hablarte de ese muchacho... -dijo su padre-. ¡Ven y siéntate!
-¿Qué sucede...? ¿Qué te ha dicho...? ¿Es casado? El padre, riendo,
repuso:
-¡Nada de eso, hija mía...! ¡Es un gran muchacho! ¡Me agrada te hayas
enamorado de él!
Con estas palabras, Susele quedó tranquila. Se sentó y escuchó a su
padre.
Este habló durante mucho tiempo refiriendo a su hija lo que aquel
muchacho le había contado. Cuando finalizó, dijo:
-¡Además, no puede ser malo quien ha llorado como él cuando yo le
abracé!
Susele, llorando de alegría, se abrazó a su Padre.
Al día siguiente montó a caballo y se encaminó al rancho de Betty. Iba muy
contenta.
Al llegar a la vivienda salió el padre de Betty.
-¿Cómo tan temprano por aquí Susele? -preguntó el padre de la joven…
-¿Y Betty?
-No está en el rancho... Vamos, quiero decir en casa.
¿Adónde ha ido?
-Hace unos días que no se separa de ese nuevo vaquero... Y te diré en
confianza que ello me preocupa.
-No tiene por qué preocuparse, míster Joe... Archer es un gran muchacho.
-Pero no le conocemos...
-¿Dónde podré encontrarles?
-Trabaja en aquel valle que ves al lado de aquellas dos montañas.
-Gracias. Dicho esto, Susele puso a galope a su montura.
Joe quedó en la puerta contemplando a la joven y rascándose la cabeza
un tanto preocupado.
Susele vio a Betty que, desde cerca de unos árboles, le hacía señas con la
mano.
Se encaminó hacia ella.
Desmontó y se abrazó a la joven llena de alegría,
-¿Qué te sucede? -preguntó extrañada Betty al advertir la alegría de la
amiga.
-¡Dye me ama! -exclamó Susele.
Archer se aproximó para saludar a la joven.
Betty explicó a éste la alegría de la joven.
-Es un gran muchacho -dijo Archer, sonriendo.
Susele contó a la pareja lo que Dye habló con su padre la noche anterior.
Archer escuchaba con atención.
Cuando finalizó la joven, dijo éste: -Dye no ha mentido.
Las dos muchachas le contemplaron extrañadas.
-¿Conocías a Dye?
-Personalmente, no, pero había oído hablar mucho de él en Cheyenne.
-¿Eres de esa población?
-No. Hace solamente un mes que llegué a aquella ciudad.
-¿Qué fue lo que oíste decir acerca de Dye? -Preguntó, curiosa, Susele.
-Todo lo que oí, me dio la impresión de que era querido...
Solamente el sheriff aseguraba que era el culpable de las muertes de que
fue acusado. Según me dijeron, hasta los familiares de las víctimas no
creían en la culpabilidad de Dye...
Le querían mucho. Susele, escuchando a Archer, lloraba de alegría.
-Lo único que ha hecho mal es no seguir o buscar a los vaqueros quo lo
embriagaron para demostrar su inocencia -agregó Archer.
-Los buscó por este territorio, pero no tuvo suerte -dijo Susele.
-Debiera seguir buscando, no podrá regresar al lado de, sus padres sin
antes demostrar al sheriff que no fue el autor de aquellas muertes.
-Según creo, él tenía confianza en encontrarles por esta cuenca.
-Puede que esté en lo cierto -dijo Archer-. Ya que aquí se han dado cita lo
peor de este territorio y de los limítrofes.
-Puede que algún día les encuentre sin buscarles.
-Hasta que esto no suceda, el sheriff de Cheyenne no se convencerá de su
inocencia... Y os aseguro que ese hombre no es mala persona... Según me
dijeron quería mucho a Dye, hasta que le encontraron dormido al lado de
las víctimas.
Continuaron hablando sobre muchas cosas. Susele habló de Dye con
entusiasmo.
Betty, mirando a Archer, le dijo:
-Creo que pronto tendremos boda.
-Espero que se casen antes de irme yo -declaró el joven.
Betty contempló apenada a su amiga ante estas palabras de Archer.
-¿Piensas marchar de aquí? -preguntó Susele.
-Una vez acabe lo que vine a hacer aquí, no tendré más remedio que ir a
Denver.
Pero después regresaré a buscar a Betty.
Betty miró con fijeza a Archer y, sin preocuparse de la presencia de su
amiga, se abrazó al joven besándole reiteradas veces.
Susele, contemplando la escena, sonreía.
Capítulo VII

-¿Está MacClelland? –preguntó un minero al barman.


-¿Qué deseas con él, Geoffrey? ´-inquirió a su vez el barman.
-¡Tengo que hablar con él inmediatamente! ¡Es urgente!
-Está en el despacho hablando con Gregory, Harry y Nick.
Geoffrey no esperé a más y se encaminó hacia donde sabía que estaba el
despacho de MacClelland.
Llamó a la puerta y, al darle autorización para entrar, lo hizo, preguntando:
-¿Ya sabéis lo sucedido?
-¿A qué te refieres, Geoffrey? inquirió MacClelland.
-¡A Hull y Clavelly!
-Estábamos hablando de su tardanza... Les esperaba Gregory anoche en
la oficina... ¿Ha sucedido algo?
-¡Ya no podrán volver! -exclamó Gregory.
-¿Eh...? ¿Qué quieres decir? -preguntó Gregory.
-¡Están colgando de un árbol en las proximidades de mi parcela!
Todos se miraron extrañados. -¿Quién habrá sido? -inquirió, preocupado,
Gregory.
-No ha podido ser otro que ese muchacho que vive con Gerard
-dijo MacClelland.
-No creo que haya sido ese muchacho... -repuso Geoffrey.
-¡Estoy de acuerdo con MacClelland! -exclamó Harry.
-Están muy distantes de la parcela de Gerard para sido ese muchacho.
Ninguno de los reunidos podía comprender lo sucedido.
-No comprendo que se dejaran sorprender... –murmuró Gregory.
-Estoy seguro de que fueron sorprendidos por ese muchacho agregó
Harry-. Ya demostró en el Banco sus condiciones como Gun-Man.
Siguieron charlando durante varios minutos sobre el tema.
Por fin consiguieron tranquilizarse.
-Creo que estamos siendo muy blandos -observó Nick.
-Puede que tengas razón -reconoció MacClelland-. Pero no debes
preocuparte, volveremos a imponernos por el terror.
-Debemos acabar con ese muchacho... -indicó Gregory -De seguir así
terminará por convertirse en una pesadilla para nosotros que no nos
permitirá descansar con tranquilidad.
-Hablaré con los muchachos para que se encarguen de él -dijo
MacClelland.
-Si efectivamente ha sido él quien mató a Hull y a Clavelly, con ellos son
cinco las bajas que nos hace... De seguir así los mineros confiarán en él y
ello podría resultar sumamente peligroso para todos nosotros –observó
Harry.
-Yo creo que Lewis debiera investigar la cabaña de Gerard sugirió Nick-. Y
en caso de encontrar algún indicio, colgar a ese muchacho y a Gerard...
-¡Me parece una buena idea! -exclamó MacClelland-. Mandaré recado a
Lewis y al juez.
Dicho esto, salió al local y segundos después regresaba.
-No creo que puedan tardar mucho... -dijo.
No se equivocaba: minutos más tarde, el sheriff y el juez entraban en el
despacho.
Gregory habló de lo sucedido a sus ayudantes y las sospechas que tenían
sobre Gerard y el muchacho que vivía con él.
Gerard y el muchacho que vivía con él.
El sheriff y el juez escucharon con atención las palabras de Gregory.
Cuando éste finalizó, comentó el juez:
-Creo que es una buena idea, aunque si efectivamente ese muchacho es
tan peligroso como aseguráis podemos sufrir nosotros las consecuencias...
No podemos desconfiar de ellos sin motivos... Debe existir algún minero
que se atreva a asegurar haber visto a los ayudantes de Gregory en la
cabaña de Gerard... De lo contrario demostraríamos a ese muchacho que
estamos de acuerdo con vosotros y que sabíais que Hull y Clavelly fueron
expresamente a la parcela de ellos con algún fin... Pensad que antes de
morir pudieron hablar...
Con estas palabras del juez, todos quedaron pensativos. -Creo que estás
en lo cierto... -comentó Gregory-. Si vais directamente a la parcela de
Gerard, demostraremos que conocíamos la visita de mis ayudantes.
Y si, como teme Leopold, es cierto que hablaron de sus intenciones antes
de morir, con ello sólo demostraremos y afirmaremos la acusación de mis
ayudantes. Ese muchacho ha demostrado no ser tonto y, por tanto, estoy
seguro de que les haría hablar antes de matarles…
MacClelland comprendió que tenían razón. Guardó silencio durante unos
segundos, al término de los cuales, contemplando a Geoffrey, dijo:
-¡Tú mismo dirás haber visto por casualidad a los ayudantes de Geoffrey
en la parcela de Gerard!
Geoffrey quedó preocupado. Conocía a Dye y sabía lo peligroso que
resultaría para él lo que en esos momentos le estaba proponiendo
MacClelland. Por ello dijo:
-Yo creo que debieras buscar a otro... La mayoría de los mineros conocen
nuestra amistad y podría resultar muy sospechoso...
-Geoffrey está en lo cierto -aseguró Leopold, el juez-. Debe ser otro que
sea considerado como enemigo vuestro.
-Si vais acompañados por un buen grupo de jinetes, no debéis temer nada
–aseguró MacClelland-. Geoffrey es el indicado…
Una vez que asegure haber visto a tus ayudantes en la parcela de Gerard,
se quedará aquí en mi local… No creo que pueda temer nada estando aquí.
-Estoy de acuerdo contigo –agregó Nick.
Por fin, MacClelland convenció a Geoffrey para que accediera.
-Yo creo que debiéramos esperarles en el local de Paul… Hoy es domingo
y no tardarán mucho en presentarse… -indicó el sheriff-. Todos los
domingos vienen muy temprano.
-Creo que es una buena medida, ya que así podremos acusarles ante
testigos –comentó Harry.
Se pusieron de acuerdo y minutos más tarde salía del local de MacClelland
un grupo de ocho hombres: Gregory, el sheriff, el juez, cuatro ventajistas y
Geoffrey.
Los mineros no hablaban de otra cosa que no fuera la muerte de los dos
ayudantes de Gregory.
Ninguno sospechaba la verdad.
Había alguno que aseguraba que debieron morir a manos de algunos
ladrones de oro.
Paul, al ver entrar al grupo de clientes, a la cabeza de cuál iba Gregory,
quedó preocupado.
Era la primera vez que aquellos entraban en su local.
Estos se aproximaron al mostrador y bebieron tranquilamente.
Paul les contemplaba en silencio.
-¿No ha venido Dye por aquí? –preguntó el sheriff a Paul.
-No –repuso éste-. Pero no creo que tarden y mucho.
-Esperaremos –dijo Gregory.
-¿Sucede algo, sheriff? – preguntó Paul, curioso.
-Deseo hablar con ese muchacho.
Paul guardó silencio; sabía que aquellos hombres esperaban a Dye por
algún motivo que podía ser peligroso para el muchacho. Por ello se
aproximó a uno de los clientes y le dijo en voz baja:
-Acércate hasta la parcela de Gerard y di a Dye que el sheriff y varios
hombres le están esperando. Que venga preparado o que no lo haga.
Dicho esto se retiró del minero. Este, segundos después salía del local.
Montó sobre un caballo de un cowboy amigo y se encaminó hacia la parcela
de Gerard.
A mitad de camino se encontró con Dye que venía en compañía de Archer
y las dos muchachas.
-¡No debes ir al pueblo! -le dijo-. El sheriff y varios hombres te están
esperando
en el local de Paul... Me ha enviado este para decírtelo.
-¿Sucede algo? –preguntó extrañado Dye.
-No puedo decírtelo; lo único que me encargó Paul es que te previniera de
lo que sucede para que no vayas, de lo contrario, vayas preparado.
-¡No debes ir! -exclamó Susele, asustada.
-¿Quiénes acompañan al sheriff? -preguntó Dye al minero sin hacer caso
del consejo de Susele. El minero le dio los nombres.
-No comprendo qué querrán de mí... -dijo Dye, sereno-.
Sigamos, será la única forma de enterarnos.
-¡No seas loco! -exclamó Susele.
Betty y Archer no comprendían bien el temor que había en las palabras de
Susele.
-No tengo nada que temer, Susele -repuso, sonriente, Dye-. ¿Por qué no
he de ir?
-Te acompañaré hasta el local de Paul -se ofreció Archer.
-Puedes regresar y dar las gracias a Paul -dijo Dye al minero-.
Ahora mismo iremos nosotros.
El minero volvió grupas a su caballo y se encaminé hacia el local de Paul,
al que llegó en pocos minutos.
Dio cuenta a éste de lo hablado con el muchacho.
-No debiera venir... -murmuró al tiempo de separarse del minero.
-¡No deberías ir, Dye! -insistía Susele.
-¿Por qué no ha de ir? -preguntó Archer.
Dye explicó lo sucedido la noche antes en la parcela de Gerard.
Archer, contemplando al amigo, dijo:
-Creo que Susele tiene razón. No debieras ir.
-No tengo nada que temer.
-Si estás decidido a ir, yo creo que vosotras debierais regresar al rancho y
esperarnos -dijo Archer a las jóvenes.
-¡Iremos con vosotros! -exclamó Susele.
-Podéis ser un estorbo llegado un momento de apuro -observó Archer.
-No creo que ante nosotras se atrevan a disparar a traición -dijo Betty-. Si
lo hicieran, mi padre y sus muchachos se encargarían de esos cobardes...
-Debéis ser obedientes y regresar... -rogó Archer.
Después de mucho discutir, convencieron a las dos muchachas para que
regresaran al rancho de Betty.
Antes de obedecer, se abrazaron a los dos jóvenes y les dijeron que
tuvieran mucho cuidado.
Ellos, una vez solos, se encaminaron al pueblo. Antes de entrar en éste,
dijo Archer: -Será preferible que entre yo primero en el local... De esta
forma vigilaré al sheriff y a sus acompañantes y cuando tú entres no habrá
traición.
Dye estuvo de acuerdo con el amigo.
-Espera unos minutos aquí -dijo Archer-. Me adelantaré.
Así lo hizo Dye.
Archer entró en el local de Paul, siendo contemplado por el sheriff y sus
acompañantes.
Estos en mi principio y, dada la estatura de Archer, le confundieron con
Dye. Al comprobar que no era, quedaron tranquilos.
El sheriff, que sabía la amistad de este muchacho con Dye, le preguntó:
-¿Has visto a Dye?
-No. Quedé en esperarle aquí… ¿Le espera usted también?
-Si.
-¿Ha sucedido algo?
-No. Sólo deseo hacerle unas preguntas.
Archer, sonriendo, contempló a todos los acompañantes del sheriff.
-¿Y para hacer unas preguntas a Dye, se hace acompañar de siete
hombres?
-Es que de paso hemos venido a beber un whisky -dijo Gregory.
-Es la primera vez que les veo entrar en este local -comentó Archer-. Me
empieza a resultar sospechoso… ¿Es que acusa a Dye de algo grave?
-Ya te he dicho que sólo deseo formularle preguntas -repuso el sheriff.
-Pues no creo que tarde mucho.
Archer se aproximó a Paul y le preguntó: -¿Quiénes son esos hombres que
acompañan al sheriff?
Este dio a conocer a los acompañantes del sheriff al muchacho y añadió:
-Esos cuatro que están al final del grupo son profesionales de los naipes y
del «Colt». Mucho cuidado ellos.
Archer contempló a los señalados por Paul.
A partir de aquel instante, no dejó de vigilarles.
Sabía que el peligro vendría de aquellos cuatro hombres.
En esos momentos entró Dye en el local. Archer se dio cuenta de que
aquellos cuatro hombres se pusieron en guardia.
Dye, como si no sucediera nada, ni supiera que sheriff le esperaba, les
contempló con curiosidad y aproximó a Archer.
-¡Hola Archer! -saludó Dye-. Te he hecho esperar un poco, ¿verdad?
-No tiene importancia, Dye -repuso éste-. Creo que el sheriff desea hacerte
unas preguntas.
-¿A mí? -inquirió, extrañado, Dye, mirando al sheriff.
-Así es, muchacho -dijo el de la placa.
-¿Qué desea preguntarme?
-¿Estuviste ayer tarde en compañía de Gerard?
-No.
-¿Dónde estuviste?
-Paseando con miss Susele y después en la parcela de Cowler hasta muy
avanzada la noche... ¿Por qué?
-¿Estás seguro de lo que dices? -preguntó el sheriff extrañado.
-¿Qué quiere insinuar...? ¿Qué miento?
-No es eso, muchacho...
-¿Por qué no le dice la verdad, sheriff? -observó Gregory.
-Creo que tienes razón... -repuso el de la placa- Ayer tarde te vieron en la
parcela de Gerard...
-¿Quién me vio?
-¡Eso no debe importarte! -exclamó Gregory-. ¡Confórmate con saber que
te vieron!
-Pues quien lo haya dicho, miente -dijo, sonriente Dye.
-Ahí tienes a Gerard! -exclamó Gregory-. ¿Por a, le preguntas a él?
-Si.
-¿No estuvo este muchacho contigo?
-No.
-¿Sabes dónde estuvo?
-Creo que en la parcela de Cowler con la hija de éste… ¿Por qué? ¿A qué
vienen esta serie de preguntas?
-Soy yo quien pregunta -dijo Lewis-. Tú responde.
-¿Qué más deseas saber?
-¿Estuvieron contigo los ayudantes de Gregory ayer tarde?
-No les vi en todo el día -repuso, sereno, Gerard.
El sheriff contempló a Gregory.
-¿Estás seguro? -preguntó éste.
-¡Completamente seguro!
-¡Eres un embustero! -exclamó Gregory.
Gerard palideció visiblemente al ver a los acompañantes de Gregory que
se separaron del mostrador colocándose frente a él.
Pudo advertir que estaban preparados.
-¿Por qué insulta a este hombre? -preguntó Dye.
-No es un insulto decir la verdad -observó Gregory.
-Yo no miento -declaró Gerard-. He dicho que no vi a tus ayudantes, y así
es.
-Y yo aseguro que estás mintiendo -dijo el sheriff-. Geoffrey es testigo de
que Hull y Clavelly estuvieron contigo anoche.
-¡Eso no es cierto! -exclamó Gerard.
-¡Yo les aseguro que les vi hablando con él! -dijo Geoffrey.
-¡Eres un cobarde embustero! -exclamó Gerard.
-Creo que tendrá que acompañarnos -Intervino el juez-. Yo le aseguro que
habrá justicia en el juicio...
-Parece que no quiere entender a este hombre -dijo, sonriente, Dye-.
¡Quietos vosotros...! Le está asegurando que no vio a los ayudantes del
cobarde del comisario...
Gregory palideció visiblemente, pero se serenó en seguida al ver a los
cuatro jugadores que les acompañaron pendientes del muchacho.
Estos empezaron a moverse en forma de círculo: querían situarse en
distintos puntos.
Pero Archer se dio perfecta cuenta de ello y ordenó:
-¡Si dais un paso más os mataré...! ¡Quietos!
Quedaron paralizados.
Capítulo VIII

Pero uno de ellos, más sereno que sus compañeros, objetó:


- ¿Es que no podemos movernos?
-¡En estos momentos podría resultar de fatales consecuencias para
vosotros! exclamó Archer.
-Creo que nos estáis confundiendo... -dijo, sonriente el mismo jugador-. No
creáis que todos somos iguales que Hull y Clavelly...
-No les conocía -dijo Archer-. Pero me conozco yo y para mi es suficiente.
-Parece que no te das cuenta que somos cuatro...
-Y nosotros dos -dijo Dye sin dejar de sonreír-. -¡Geoffrey...! ¿Es cierto que
viste a los ayudantes del comisario en la parcela de Gerard...? Piensa antes
de responder que en ello te va la vida.
Geoffrey, antes de contestar nada, miró al sheriff y a Gregory.
En esos momentos, al ver la mirada de Dye clavada en él, no pudo
pronunciar ni una sola palabra.
Dye esperaba impaciente la confesión de Geoffrey.
-¿Qué te sucede, Geoffrey? -Preguntó uno de los iugadores-.
¿Por qué no dices a este muchacho la verdad?
-Parece que lo duda demasiado –observó Archer-. Ello indica que no es
cierto lo que afirmó el comisario
-¡Yo no miento! -exclamó Gregory.
-Procure no elevar la voz –advirtió Dye-. Si hay algo que no resisto, son los
chillidos.
-¿Es que no sabes hablar? -preguntó Archer a Geoffrey.
-Ese haciendo un gran esfuerzo, repuso:
-Si… Les vi alrededor de las siete...
-¡Eres un embustero! -bramó Gerard.
-El pobre no sabe lo que dice..., ¿verdad? –dijo Dye, sonriente-
Estoy seguro de que eso es lo que le ordenaron decir. Pero la verdad es
muy distinta…
-No se hable más, tendrás que venir con nosotros, Gerard -cortó el juez.
-Te aseguro, Leopold que Geoffrey miente a sabiendas de lo hace -dijo
Gerard.
-Y aun suponiendo que ello sea cierto, ¿qué tiene que ver? replicó
Archer-. No es extraño que los ayudantes del comisario del oro visiten a un
minero...
-Pero lo que sí es extraño es que hayan aparecido muertos... -dijo Gregory.
Dye echóse a reír a carcajadas.
Todos le contemplaban.
Los testigos seguían la discusión con suma atención.
Guardaban un silencio casi fúnebre.
-¿De qué te ríes, muchacho? -preguntó el juez.
-Que sí los ayudantes del comisario eran los dos que colgué anoche, eran
dos cobardes... Ya que quisieron abusar de miss Susele... Les sorprendí y
quisieron liquidarme; pero no supieron valorar al enemigo... Una vez
muertos con un tiro en la frente, les colgué.
Gregory, Lewis y Leopold contemplaban a Dye sin poder evitar su sorpresa.
No esperaban que aquel muchacho tuviera el valor de declarar que había
sido él quién mató a Hull y a Clavelly.
Ante estas palabras no supieron qué responder.
Leopold, más tranquilo que sus compañeros, dijo:
-Estás confesando haber matado...
-A dos cobardes -interrumpió Dye al juez-. ¿Es algún delito?
-¡Eran das autoridades! -El ser autoridades, no les daba derecho a abusar
de una muchacha, ¿verdad?
-Hombre, si eso es cierto.
-¡Lo es!
Gerard no comprendía el motivo por el cual Dye mentía a sabiendas de que
lo hacía.
-¿Tienen que acusarme de esas muertes? -preguntó Dye al sheriff.
-Tendrás que venir con nosotros y en el juicio...
-¡No sea estúpido, sheriff! -le interrumpió Dye-. No les acompañaré y, si
sigue insistiendo, lo único que conseguirá será que le destroce la frente.
-¿Gun-Man? -preguntó uno de los jugadores.
-En el sentido en que lo preguntas no, pero muy rápido -dijo, sonriente,
Dye.
-¿Quieres que me eche a temblar? -replicó burlón el jugador al darse
cuenta de que sus manos estaban más próximas a las armas que las de
los amigos.
-Puedes tomarlo como quieras, pero te advierto que estás cometiendo un
grave error, del cual no podrás arrepentirte de seguir por el camino que
llevas.
-¿Qué os parece si acabamos con estos dos fanfarrones cuanto antes?
-preguntó el jugador a sus compañeros.
-No debes tener prisa -dijo otro de los jugadores-. Primero nos divertiremos
un momento y, cuando decidamos, «acabamos con ellos».
-Sheriff -dijo Archer-, ¿quiere decirnos para qué han venido acompañados
por estos cuatro ventajistas?
-Son amigos nuestros -repuso el sheriff-. Y te advierto que son ciudadanos
honrados...
-¡No diga tonterías! -exclamó Archer-. Estos lo único que han hecho en su
vida es engañar a sus semejantes.
La provocación no podía ser más directa. Los cuatro jugadores
contemplaron a los dos muchachos y, al verles tan serenos, se percataron
de que estaban frente a un peligro inminente.
Por ello uno de los jugadores dijo:
-En realidad, no existen motivos para que peleemos… Si es cierto que Hull
y Clavelly quisieron abusar de esa joven, es lógico que este muchacho les
matara...
A pesar de ser amigos míos, creo que habría hecho lo mismo con ellos...
Dye se fijó con atención en el jugador que de hablar. No comprendía qué
era lo que se proponía aquel hombre al hablar como acababa de hacerlo...
Por le vigiló con más atención que a los otros.
Al ver que el jugador que acababa de hablar se metió una mano en un
bolsillo interior de la levita, Dye rió con malicia; ya estaba explicado el
motivo.
Cuando el jugador iba a sacar la mano con una sonrisa de triunfo en sus
labios, ésta quedó cortada al recibir un poco de plomo en su frente.
Los testigos profirieron una exclamación de asombro al ver en la mano
derecha del muerto un «Colt» empuñado.
Dye, sonriendo, dijo: -No supo valorar al enemigo... Creía sencillo
sorprendernos...
Los compañeros del muerto temblaron, ya que a pesar de su vigilancia no
pudieron evitar el movimiento de Dye.
Este, sin dejar de encañonar a los compañeros del muerto, dijo:
-Os doy cinco minutos para que habléis con claridad y nos digáis para qué
habéis acompañado sheriff.
-Coincidimos en este local...
-Si sigues mintiendo no tendré más remedio matarte.
-Está diciendo la verdad -intervino el sheriff.
-¡Eso no es cierto! -exclamó Paul-. ¡Habéis entrado al mismo tiempo!
-Porque el sheriff nos invitó a beber.
-¿Con qué condición? -preguntó Archer-. ¿Liquidar a Dye?
-¿Por qué dices eso? -inquirió el sheriff.
-No conseguiremos que digan la verdad, Archer -observó Dye, sonriendo-.
No debes insistir... Será primera vez que mate sin permitir la defensa...
-¡Eres demasiado cobarde para ello! -exclamó uno de los jugadores, que
había conseguido reponerse-. Si te atreves a hablar como lo haces es
debido a que has sabido sorprendernos...
-No debes seguir mintiendo -dijo Dye-. Hay muchos testigos que pueden
afirmar que lo único que he hecho es no dejarme sorprender...
-Solamente aduciendo esa razón, podrías hablarme como lo haces -dijo el
mismo jugador-. Si eres valiente y no un cobarde, como estás
demostrando, enfundarías de nuevo tus armas y te enfrentarías conmigo...
¡Pero eso es pedir demasiado de un traidor como tú!
Los testigos casi no respiraban.
-Estoy seguro de que venías dispuesto, con tus compañeros, a matarme a
traición y, por tanto, no mereces el trato que exiges.
Pero como no deseo que los testigos piensen mal de mí, enfundaré de
nuevo mis armas y así quedarás tranquilo. ¿Ves?
Una sonrisa iluminó el rostro del jugador.
Dye, ante la sorpresa de todos los espectadores, enfundó de nuevo sus
armas.
Todos le contemplaban admirados.
-En tu vanidad de pistolero no te has dado cuenta a locura que acabas de
cometer... -dijo, sonriendo, el jugador-. No me extraña, ya que a todos los
gunmen les sucede lo mismo.
-Espero a que muevas tus manos...
-No debes tener prisa...
-¡Acabemos con ellos, Dye! -exclamó Amber, que empezaba a perder la
paciencia.
-No debes precipitarte -dijo Dye-. Espero a que sean ellos los que inicien el
viaje a sus armas...
-Si es así lo que... -comenzó a decir uno de los jugadores.
Pero no pudo continuar hablando por el plomo que le entró por el centro de
la frente.
Dye volvió a demostrar su gran habilidad con las armas.
Los tres jugadores cayeron muertos con la misma marca: ¡la frente
deshecha!
Los testigos, olvidándose de los cadáveres, aplaudieron lo realizado por
Dye con entusiasmo.
En esos momentos, Archer disparó uno de sus «Colt».
Geoffrey, creyendo que los dos muchachos estaban distraídos, quiso
sorprenderles, pero se equivocó.
-¡Un cobarde menos! -exclamó Archer al tiempo de enfundar.
Un nuevo grito de admiración y de horror al mismo tiempo brotó de todos
los pechos al ver que Geoffrey había muerto con la misma marca que los
otros.
Esto indicaba que Archer era tan peligroso o más que Dye.
El sheriff y sus acompañantes temblaron de miedo.
-No has debido matar a ése -dijo Dye-. Era el Único que podía decirnos la
verdad acerca de lo sucedido aquí y ayer en la cuenca...
Al hablar miraba con fijeza a Gregory. Este, sin poder evitarlo, tembló
visiblemente.
-No tuve más remedio que matarle si quería evitar que él lo hiciera con
nosotros -comentó Archer.
-Pudiste disparar a herir.
-En esos momentos de peligro no me dio tiempo a pensar en ello y disparé
a matar.
-¿Tiene algo que alegar sobre estas muertes, sheriff? -preguntó Dye.
Este movió negativamente la cabeza, ya que no le era posible articular ni
una sola palabra.
-¿Y usted, juez? El mismo movimiento.
-Les advierto, con toda sinceridad, que antes de marcharme de este pueblo
les mataré... Si no lo he hecho hoy, es debido a que antes tengo que
averiguar ciertas cosas -dijo Archer-. Pero no olviden que los tres están
sentenciados a muerte.
-¡Ahora pueden marcharse si es que no desean nada más!
Ninguno de los tres se hizo repetir este ruego.
Salieron del local casi corriendo. Una vez que se hallaron en el centro de
la calzada, respiraron con tranquilidad.
Ninguno de los tres dijo nada ni hicieron el menor comentario.
Iban aterrados.
Entraron en el local de MacClelland. Se aproximaron al mostrador y,
cogiendo una botella del mismo, se sirvieron buenas cantidades de whisky.
Los empleados de la casa les observaban curiosos. Uno de ellos llamó a
MacClelland y le dijo:
-Algo les ha debido pasar a esos tres. -Desde luego, es extraño que no
hayanentrado en el despacho -observó éste, un tanto preocupado.
Se aproximó a los amigos y les preguntó: -¿Qué os sucede?
-¡Algo horrible! -exclamó Leopold, que empezó a tranquilizarse.
Como había varios curiosos pendientes de las palabras de los tres,
MacClelland les obligó a entrar en el despacho.
-¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó de nuevo MacClelland.
-¡Hablad, pronto! Me tenéis intranquilo.
-¡Esos muchachos han matado a cinco! -exclamó Leopold.
-¡A Geoffrey y a los cuatro que nos acompañaron! -dijo el sheriff.
-¡Son dos demonios! -exclamó Gregory.
-¡No es posible! -barbotó MacClelland-. Se habrán dejado sorprender...
-No debes engañarte, MacClelland -dijo Gregory-. No hubo ventaja por
parte de esos muchachos... Lo único que sucede es que son más veloces
que el pensamiento.
-¡No puedo creerlo! -Si lo deseas, puedes enfrentarte con ellos -dijo el
sheriff, un tanto molesto-. Aun estarán en casa de Paul.
-¡No creas que les tengo miedo!
-Porque no les conoces como nosotros... –dijo el juez-. Si les hubieras visto
actuar, estoy seguro de que a estas horas estarías igual que nosotros...
¡Aterrado!
MacClelland no quería discutir y se puso a pasear nervioso por el
despacho.
De pronto se paró y dijo:
-¡Pues debemos pensar en algo para deshacernos de esos muchachos!
-Como no sea a traición y por la espalda... No encuentro otro medio -dijo el
sheriff-. De frente y en pelea noble, sería un suicidio por parte del que lo
intentara.
-Creo que estáis exagerando la cosa...
-Te aseguramos que venimos aterrados y tú sabes que a ninguno de los
tres nos sucedería eso de no ser como te estamos diciendo... -dijo Gregory.
-Entonces debemos pensar con tranquilidad en el medio de deshacernos
de los dos muchachos... si es cierto que son como aseguráis, podría
resultar fatal para nosotros el que sigan metiéndose en nuestros asuntos...
Después de lo que acaban de hacer, estoy seguro de que los mineros fiarán
en ellos ciegamente y, mucho más si son respaldados por Gerard y Cowler,
ya que éstos son los dos mineros más estimados por todos.
-Debemos pagar a alguien una buena cantidad y que se encargue de
esperarles bien escondido, en el camino que tienen que tomar, con el rifle
bien empuñado.
-No creo que se atreva nadie a ello después de lo sucedido observó
Leopold.
MacClelland, dándose un golpe en la cabeza, dijo sonriente:
-¡Ya sé quiénes se encargarán de ellos...! ¿Cómo no se me habrá ocurrido
antes?
-¿A quién te refieres? -preguntó Lewis.
-¡Ahora lo sabréis! -exclamó MacClelland al tiempo de salir del despacho.
Momentos después se presentaba en compañía de Terry y de Black.
Estos dos personajes se sentaron, y Terry preguntó:
-¿Quieres explicarnos lo que deseas de nosotros?
-¿Os gustaría ganar cinco billetes de los grandes? -preguntó MacClelland.
-¡Ya lo creo! -respondieron a una.
-Pero antes de aceptar, os diré que es muy peligroso.
-Puedes estar seguro de antemano que aceptaremos; ya nos conocemos
-dijo Black.
-¿De qué se trata? -inquirió Terry. -Tendréis que liquidar a dos muchachos
cuyas facultades con las armas...
-Te refieres a los muchachos que acaban de matar a cinco en el local de
Paul, ¿verdad? -dijo Terry.
-¡Ellos son!
-Aseguran que son muy veloces -comentó Black. -Mucho más veloces que
vosotros -dijo MacClelland, que sabía que con ello les provocaría y que,
por tanto, aceptarían a pesar de la clase del enemigo-. Es lo mejor que yo
he visto en mi vida y ya sabéis que estoy acostumbrado a ver cosas muy
buenas...
-¡No digas tonterías! -exclamó Terry, un tanto incomodado por las palabras
últimas de MacClelland-. Tú nos conoces muy bien y no es posible que
asegures que son superiores a nosotros.
MacClelland, que conocía la sicología de aquellos hombres, les dijo: -No
podéis compararos con ellos... Por ello debéis actuar a traición y...
-¡Nosotros te demostraremos lo equivocado que estás! -dijo Black,
enfadado.
-No quiero que les provoquéis a una pelea noble... Si sucediera así, tendría
que buscar a otros...
-¡No digas tonterías! -dijo, sonriente, Terry-. Cinco de los grandes,
¿verdad?
-Sí.
-Te aseguro que esos muchachos no llegarán a mañana –afirmó Terry, al
tiempo de levantarse y salir en compañía de su amigo.
MacClelland y sus amigos quedaron satisfechos.
Capítulo IX

-Las cosas se están poniendo muy feas, Harry -decía Nick-. Esos dos
muchachos acaban de matar a cinco de nuestro bando...
¡De seguir así, nos veremos abandonados por todos! ¡Son dos demonios!
-Aseguran que son los pistoleros más peligrosos que han existido en el
Oeste.
Aunque estoy seguro de que exageran un poco -dijo Harry.
-Lo que acaban de hacer demuestra que no existe fantasía por parte de los
testigos -agregó Nick-. Yo creo que debiéramos ir pensando en algo
provechoso para nosotros... Sin pensar en los otros...
Harry contempló sonriente a su compañero.
-¿Qué pretendes insinuar? -preguntó a Nick.
-Es bien sencillo. Creo que tenemos una fabulosa fortuna para nosotros en
esa caja fuerte... Si sabemos hacer las cosas y somos un poco decididos
no tendremos necesidad de trabajar...
-¿Quieres hablar con claridad?
-Te estoy exponiendo el mejor negocio que se nos ha presentado en
nuestra vida... ¡Llevarnos el oro que hay en estos momentos aquí!
Harry miró a su compañero y guardó silencio.
-¿Qué piensas? -preguntó Nick.
-En lo que me estás proponiendo...
-¿Qué te parece?
-Muy peligroso...
-Si sabemos hacer las cosas, no sospecharán la verdad.
-No podremos engañar a Gregory...
-Piensa que Black y Terry han venido buscándonos con la idea de
matarnos, cosa que harán en el momento que crean oportuno... Si no lo
han hecho, ha sido debido a que MacClelland habló con ellos antes de
encontrarnos y les propuso intervenir en este negocio... Cuando tengan
esos dos una oportunidad de conseguir una buena cantidad de este oro, lo
harán después de habernos liquidado...
Harry volvió a quedar pensativo.
-Creo que tienes razón -dijo al fin-. Pero no comprendo cómo lo haremos
para que no desconfíen...
-Es bien sencillo -aclaró Nick, contento de que su amigo aceptara su
proposición de robo-. Dentro de unos días hablarás con MacClelland de tu
temor a Terry y a Black... Demuestras tener mucho miedo... Pasados dos
días de tu conversación con él, desaparecerás de aquí con el oro... Yo me
quedaré aquí. En las saquetas de oro echaremos arena y una capa de oro
por encima; de esta forma, Gregory comprobará que te fuiste sin robar
nada. Al día siguiente de tu marcha, huiré yo.
Nos reuniremos en Trinidad, pueblo fronterizo con Nuevo México.
Harry paseó nervioso por la oficina que hacía las veces de Banco.
De pronto, sonriendo, se paró y exclamó:
-¡No podremos llevar a cabo tu plan!
Nick le contempló extrañado y preguntó curioso: -¿Por qué?
-Porque Terry y Black andan buscando a esos dos muchachos para
provocarles...
Si les encuentran, estoy seguro de que la pesadilla de Terry y Black habrá
desaparecido para nosotros.
-¿Estás seguro? -Me lo ha dicho el sheriff.
-Es una pena... -se lamentó Nick-. Tendremos que pensar otro plan...
-Será muy peligroso. MacClelland y el resto los muchachos no dejarían de
rastreamos hasta que no acabaran con nosotros...
-Sabremos burlarles... -dijo Nick-. Con ese oro nos iremos a México... Hacia
el sur del vecino país.
Siguieron charlando sin que pudieran ponerse de acuerdo.
Después de mucho discutir, lo dejaron hasta conocer el encuentro de los
dos muchachos con Terry y Black.
Mientras tanto, éstos esperaban a los dos amigos, en el local de Paul.
-¿No vienen por las tardes esos dos ventajistas que mataron a cinco
hombres esta mañana en este local? -preguntó Terry a Paul.
Este, antes de responder, les contempló con curiosidad y dijo:
-Suelen hacerlo todos los días...
-¿Por qué les llamáis ventajistas? -inquirió minero.
-¿Acaso no lo son? -preguntó Black.
-¡Desde luego que no! -exclamó el minero-. Se defendieron de las
traiciones...
-¡Eres un cobarde! -exclamó Black, interrumpiendo al minero.
El minero palideció visiblemente, pero a pesar de su miedo a aquellos dos
hombres, dijo:
-Os han debido engañar... Ese muchacho, así como su amigo, son los
hombres más veloces que han pasado por esta cuenca.
-No sabes lo que dices... -cortó Terry-. Si hablas así, es debido a que no
nos conoces; de lo contrario no lo harías.
-Además, nosotros sabemos que emplearon la ventaja para acabar con
nuestros amigos -añadió Black.
-Quien lo haya dicho, os ha mentido -dijo el minero.
-¿Quieres decir con tus palabras que nuestros amigos mienten? -preguntó
Terry.
-Yo fui testigo y puedo aseguraros...
-Que eres un cobarde como esos muchachos, ¿verdad? -dijo Black,
interrumpiendo al minero.
Paul hizo una seña a éste y el minero guardó silencio. Segundos después,
el minero se disponía a salir del local.
-¿Por qué te vas? -preguntó Terry.
-Voy a mi parcela...
-Será muy conveniente para ti y para todos que no salgáis mientras
estemos nosotros aquí -observó Terry, sonriendo.
-Es que yo tengo que ir...
-A avisar a ese muchacho, ¿verdad? -dijo Black.
El minero que, efectivamente, tenía ese propósito, guardó silencio y
regresó al mostrador.
Terry y Black sonreían complacidos.
Pero transcurrida más de una hora de espera, se cansaron y salieron.
Entonces el minero salió del local de Paul y se encaminó hacia la parcela
de Cowler. Estaba seguro de que allí encontraría a Dye.
Pero se equivocó: Dye no estaba allí. Había salido con Susele a pasear.
Explicó a Cowler lo que sucedía en el pueblo.
Este, al escuchar lo que decía el minero, dijo:
-Gracias... Puedes marchar
tranquilo, yo avisaré a Dye.
Una hora más tarde, se presentaban los cuatro jóvenes en la parcela de
Cowler.
Este explicó a Dye lo que le dijo el minero.
-¿Quiénes son esos personajes...? ¿Les conoce?
-No -repuso Cowler-. Creo que llegaron hace nos días nada más.
-¿Pistoleros? -preguntó Archer.
-A juzgar por su presentación en el pueblo, así es -contestó Cowler-. Tan
pronto llegaron, golpearon a un borracho y mataron a un amigo de éste sin
que hiciera intención de ir a sus armas.
Dye y Archer guardaron silencio.
-Supongo que no pensaréis ir, ¿verdad? -preguntó Betty.
-No podemos decepcionar a los mineros que empiezan a fiar en nosotros
-dijo Dye-. Estoy dispuesto a presentarme como sheriff y si cuento con la
ayuda de los mineros lo conseguiré y con ello la cuenca se verá libre de los
ventajistas y asesinos que la dirigen.
-¡Es una locura! -exclamó Susele.
-Debes tener confianza en mí.
-¡No debes exponerte por todos los cobardes...!
-No debes insultar a los mineros... -la interrumpió su padre-.
Ninguno de nosotros poseemos las suficientes facultades como para
enfrentarnos con probabilidades de triunfo con los que nos tienen
dominados por el terror.
Susele guardó silencio.
-No debe tomar en cuenta a su hija sus palabras -dijo Dye-.
Piense que lo hace por el gran cariño que me profesa.
-Pero estoy de acuerdo con Susele -dijo Betty-. Si fuerais en busca de esos
hombres sería un suicidio, una demostración de vuestra locura... No
estarán solos. Estoy segura de que ellos piensan que no dejaréis de ir tan
pronto como os enteréis. Pero cuando entréis en el local de MacClelland
en su busca, serán otros los que disparen contra vosotros...
-Estoy de acuerdo con esta muchacha -dijo Cowler.
-No dejaremos que nos sorprendan -declaró de Archer.
-Debéis tener confianza en nosotros... -agregó Dye-. Pensad que por saber
el riesgo que supone para nosotros ir en busca de esos hombres,
pensaremos en todo y no permitiremos que nos traicionen... Les
esperaremos en el local de Paul.
Las muchachas siguieron exponiendo sus puntos de vista y siempre
rogando que los muchachos desistieran de la idea; pero pronto se
convencieron que sería inútil seguir discutiendo; ¡eran dos tozudos!
Lo único que consiguieron las muchachas fue que dejaran para el día
siguiente.
Llegada la noche, Dye y Susele acompañaron a la otra pareja hasta las
proximidades del rancho de Joe Burman.
Cuando se despedían hasta el día siguiente, Archer dijo:
-Creo que he cometido una equivocación con solicitar trabajo de cowboy.
Los tres jóvenes le contemplaron con curiosidad.
La más extrañada era Betty. -¿Por qué dices eso? -preguntó ésta¿Es que
no estás contento en el rancho?
-No es eso, Betty -dijo Archer-. Pero yo he venido a la cuenca para
descubrir ciertas anormalidades que sucedían y no creo que lo consiga
mientras siga en tu rancho... Así que he decidido a partir de esta noche
quedarme en la parcela de Gerard con éste y Dye.
Betty contemplaba a Archer con la boca abierta.
-¿Qué has venido buscando? -inquirió la muchacha.
-Perdona que no pueda hablar con...
-Será preferible que hables con claridad -le interrumpió, sonriente, Dye-.
No creas que me has engañado... Conozco tu personalidad.
Ahora el sorprendido era Archer.
-Oí hablar en Denver de ti -agregó, sonriente-, Dye-. Todos temían al
inspector Harry Sardis por su velocidad con las armas... Cometiste una
gran equivocación al llegar aquí... No te quitaste la estrella de cinco untas
que llevabas bajo el chaleco.
Las dos muchachas contemplaron a Archer curiosas. Esta noticia agradaba
a Betty, ya que le había creído un huido como Dye.
Archer, sonriente, dijo:
-Tienes que perdonar que no me fiara de ti ni...
-No tienes que excusarte por ello. Lo comprendo perfectamente. Pero, me
gustaría que fueras sincero conmigo y me dijeras lo que buscas aquí; yo
podría ayudarte a conseguirlo…
-Cuando lleguemos a la parcela te lo explicaré.
-¿Conocías mi personalidad como pistolero reclamado? preguntó Dye.
-Sí. Pero no tienes nada que temer... Un agente me contó lo sucedido y me
aseguró que, tú no eras el responsable de aquellas muertes.
Siguieron charlando unos minutos y, después de dejar en el rancho a Betty,
los tres regresaron a la cuenca.
Dejaron a Susele en la parcela de su padre y ellos se encaminaron hacia
la de Gerard.
Este contempló, extrañado, a Archer.
Pero cuando supo que se quedaría con ellos, se alegró.
Archer y Dye estuvieron hablando durante mucho tiempo antes de retirarse
a descansar.
Archer explicó lo que iba buscando.
-Será muy difícil, ya que no conozco personalmente a Mulford
-terminó diciendo Archer.
-¿De qué le acusáis?
-Mató a un inspector y a dos agentes en Laramie…
-Mejor dicho, los asesinó, sabía que iban tras él y les esperó con las armas
empuñadas. Cuando entraron en el local en que se hallaba, disparó sin
previo aviso y después desapareció de aquella ciudad... Recibimos un
anónimo hace dos meses en el que aseguraban que Mulford estaba en la
cuenca de Cripple Creek.
Por ello he venido yo.
Siguieron conversando sobre lo mismo durante varios minutos más.
Gerard preparó unas tazas de café.
Se retiraron a descansar cuando ya empezaba a amanecer.
A la mañana siguiente, en el local de MacClelland, Terry y Black charlaron
con éste animadamente.
-Ya te asegurábamos que ese muchacho tan pronto supiera que le
estábamos esperando no se atrevería a venir -dijo Terry.
-No lo creáis -disintió MacClelland-. Esos muchachos si no han venido es
porque no saben que les esperáis... Tan pronto lo sepan, os aseguro que
no dejarán de venir.
-Creo que estás equivocado -dijo Black.
-Ya veréis como hoy se presentan.
En estos momentos, un empleado del saloon entró, diciendo:
-Esos dos muchachos se encuentran en el local de Paul.
MacClelland miró sonriente a sus amigos y les dijo:
-¡Estaba seguro de que vendrían!
-Ahora les daremos su merecido -dijo Terry.
-¿Vamos? -preguntó Black.
-¡Vamos!
-Debéis tener mucho cuidado -encareció MacClelland-. Si lo deseáis podéis
hablar con los muchachos que vayan con vosotros.
-¡No es necesario! -exclamó Terry.
-Procurad no fallar.
-¡Descuida!
Y los dos salieron del local.
Se encaminaron decididos hacia el local de Paul. Un minero, que estaba al
lado de una ventana en interior del local, dijo:
-¡Ahí vienen los dos que os buscaban ayer!
Dye y Archer se aproximaron a la ventana.
Archer, sonriente, dijo:
-No quiero que me vean de momento...
-¿Les conoces?
-Si. Son dos pistoleros que tuvieron que huir de Laramie...
Espero que ellos puedan darme algún detalle Mulford.
Dye se encaminé de nuevo al mostrador.
Archer quedó sentado a una mesa.
Segundos después irrumpían en el local, Terry y Black.
El rostro de Dye, al fijarse en aquellos hombres detenidamente, se cubrió
de una lividez cadavérica.
Terry y Black se fijaron también en él.
-Sois vosotros los que me buscabais ayer, ¿verdad? -inquirió Dye.
-Así es.
-¿Qué deseabais de mí? -Pronto sabrás lo que deseamos de ti... -repuso
sonriente, Black.
-¿No me conocéis? -preguntó Dye ante la sorpresa de Archer.
Estos dos se fijaron detenidamente en él.
-Me recuerdas a alguien, pero no consigo recordar -dijo Terry.
-¡Soy un viejo amigo vuestro! -aseguró Dye.
Este estaba seguro de que aquellos dos hombres eran los que le invitaron
en Cheyenne a beber whisky para, cuando se le despejó el efecto del
exceso de bebida, encontrarse junto a dos cadáveres acusado de sus
muertes.
-¡Qué suerte la mía! -exclamó Dye de nuevo-. Si ayer llego a saber que
erais vosotros, no hubiera dejado de venir... Pero antes de mataros tendréis
que confesar algo muy importante para mí.
-Somos nosotros quienes te vamos a matar... -aseguró Terry-.
Pero no me gustaría hacerlo sin antes saber de qué nos conocemos...
-Nos conocemos de Cheyenne -dijo Dye-. Yo no tenía dinero y vosotros
fuisteis muy espléndidos conmigo invitándome en exceso... Después
asesinasteis a dos honrados ciudadanos de aquella ciudad y me dejasteis
dormido al lado de los cadáveres con un Colt empuñado... ¿Lo recordáis
ahora?
Terry y Black palidecieron visiblemente.
-Sí, ya veo por vuestros rostros que lo recordáis... -agregó Dye.
-Ahora que conozco esto, no hay motivos para retrasar tu muerte. Ayer
mataste a cinco compañeros a traición y…
-¿Estáis seguros? -preguntó Archer, interrumpiendo a Terry.
Black y Terry volvieron la cabeza hacia Archer y, al fijarse en éste
palidecieron visiblemente.
Los testigos se dieron cuenta de que aquellos hombres conocían a Archer.
Este se levantó de su asiento y se encaminó hacia ellos.
Capítulo X

-Yo ayudé a ese muchacho a matar a uno de ellos -dijo Archer al estar
próximo a Terry y a Black-. ¿Tenéis algo que objetar?
Los dos pistoleros se miraron y Terry dijo:
-No sabíamos que se trataba de usted, inspector… De haberlo sabido no
hubiéramos aceptado nunca este trabajo...
-¿Quién os paga por ello? -MacClelland -repuso Black.
-Está bien -dijo Archer-. Tendréis que hacer una declaración en regla
conforme fuisteis vosotros quienes matasteis en Cheyenne a aquellos dos
hombres tan queridos en aquella ciudad y después puede que os perdone
si me decís algo referente a Mulford.
Black y Terry se miraron antes de responder.
Pero Black, creyendo que en ello le iba la vida, dijo:
¡Yo hablaré, inspector...!
Los testigos hablaban entre ellos con animación.
Todos observaban a Archer con curiosidad; se alegraban de que aquel
muchacho fuera un inspector federal.
-¡Eres un cobarde! -exclamó Terry-. ¡No debes hacer caso de las palabras
del inspector, pues una vez que acabes de confesar lo que él desea que
confesemos, te matará!
-No debes hacerle caso, Black -dijo Archer-. Yo cumpliré mi palabra.
-¡No debes hacerle caso! -exclamó Terry.
-Sabré cumplir lo prometido -dijo Archer.
Black no sabía qué hacer.
-¡Si lo haces es que eres un cobarde...! ¡Pero yo no consentiré que...!
Tuvo Terry que dejar de hablar por el plomo que recibió en su frente.
Dye empuñaba firmemente un «Colt» que acababa de disparar contra
Terry.
Este cayó sin vida y con la frente destrozada.
Black le contemplaba sin comprender lo sucedido.
-Confesarás la verdad de lo que hicisteis a este muchacho en Cheyenne,
¿verdad, Black?
Este, haciendo un gran esfuerzo, pudo decir:
-Sí..., sí..., lo firmaré… Diré la verdad de lo que ocurrió allí…
-¡Paul! -llamó Archer-. ¿Tienes papel y pluma ahí?
-Sí, inspector -repuso éste, asombrado.
-Pasemos a ese reservado y ahí harás la confesión -dijo Archer.
Pasaron a un reservado, y Paul les llevó papel y Pluma. Una vez que Black
hizo la confesión, los muchachos la leyeron.
Dye estaba muy contento.
-¡Bien! -exclamó Archer una vez leído lo escrito por Black-.
Ahora quiero hacerte unas cuantas preguntas... ¿Conoces a Mulford?
Black, mirando a Archer, dijo:
-¿A quién se refiere, inspector?
-Un famoso Gun-Man asesino que mató a un inspector y a dos agentes en
uno de los locales de Laramie...
Black guardó silencio unos minutos. Al término de los cuales dijo:
-Mulford es... el juez de este pueblo...
Archer contempló a Dye, sorprendido por las palabras de Black.
No comprendía que un hombre sin sentimientos como Mulford pudiera
llegar a ser juez de un pueblo como Cripple Creek.
-¿Estás seguro? -preguntó, extrañado, Archer.
-Sí -repuso Black-. Es el hombre que dirige a MacClelland y...
-¿Le conociste en Laramie? -inquirió Archer, que no acababa de
comprender bien las palabras de Black- ¿Estás seguro de que es el
mismo?
-Completamente seguro, inspector... ¿Desea saber algo más?
-Sí... ¿Conoces el verdadero nombre de MacClelland?
-Su verdadero nombre es White... Fue...
-Famoso en Cheyenne también, ¿verdad? –interrumpió Archer a Black.
-Así es -repuso éste.
-Yo me crié en esa ciudad y no le conozco -declaró Dye.
-No me extraña -dijo, sonriente, Archer-. Su local era solamente
frecuentado por las altas personalidades del territorio...
-¿Puedo marchar? -preguntó Black, asustado.
-Aún no, Black -dijo Archer-. Deseo que me expliques lo que han pensado
hacer con el oro que han depositado los mineros...
-¿Qué cree usted que harán?
-¿Robarlo?
-Veo que tiene inteligencia, inspector... -dijo Bleck, sonriente. ¿Quiénes son
Harry y Nick? -preguntó Dye.
-¡Dos cobardes que nos traicionaron hace unos meses a ése y a mí!
–exclamó Black, enfurecido, señalando el cadáver de su compañero.
-¿Anduvieron por Wyoming? -preguntó Archer.
-Si.
-¿Pistoleros?
-Sí... Aunque más bien ventajistas... -repuso Black.
-Les odias, ¿verdad? -¡Con toda mi alma! Archer y Dye quedaron en
silencio.
Archer pensaba a toda velocidad.
-¿Quieres ganarte la libertad y el indulto? -preguntó Archer a Black.
-¿Qué pretendes, Archer? -inquirió Dye.
-Quiero que Black nos ayude para acabar con todos los ventajistas de esta
cuenca.
-No puedes fiarte de un criminal -dijo Dye.
-Si él promete ayudarnos, yo le prometo la libertad -agregó Archer.
Black, contemplando al inspector, dijo:
-¿Lo promete?
-¡Mi palabra!
-¿Qué debo hacer?
-Escucha...
Archer habló durante varios minutos con Black.
Este escuchaba con suma atención.
Cuando Archer finalizó, dijo:
-...Si no haces lo que te he dicho, te prometo que echaré detrás de ti a
todos mis hombres y que no descansarán hasta que no hayas muerto...
-Le aseguro que obedeceré...
-No olvides que si lo haces bien, tendrás diez mil dólares de recompensa
–dijo Dye, que estaba de acuerdo con el plan del amigo-. Con ellos podrás
retirarte de la vida que has llevado hasta ahora y comprarte un rancho lejos
de aquí y convertirte en un ciudadano honrado...
Black, contemplando a los dos amigos, dijo con cierta amargura:
-Siempre deseé vivir tranquilo... ¡Prometo que haré todo lo que usted me
ha dicho! Si hasta ahora he sido un vulgar ladrón y asesino, ha sido por
culpa de Terry, ya que no tenía la fuerza de voluntad de apartarme de él...
-Espero que lo hagas bien. Si es así, te prometo que te ayudaré a escapar
de mis compañeros y que este muchacho dirá que moriste a mis manos...
Con ello quedarás libre al cambiar de nombre...
Black, emocionado, dijo: -¿Permite que le abrace, inspector?
Este quedó un tanto intranquilo y preguntó:
-¿No pensarás hacer una de las tuyas?
-¡Se lo prometo! -dijo Black al tiempo de quitarse el cinturón-canana.
Archer abrazó a Black y cuando éste salió a cumplir sus órdenes, dijo a
Dye:
-En el fondo es un gran muchacho.
-¡Estoy de acuerdo contigo! -exclamó Dye, emocionado por las lágrimas de
Black.
-Ese hombre será el encargado de limpiar la cuenca -añadió Archer.
Black se encaminó hacia el local de MacClelland.
Archer y Dye no permitieron que nadie saliera del saloon de Paul.
Black entró decidido en el Placer.
Tan pronto le vio MacClelland se encaminó hacia él, sin poder contener su
alegría y le preguntó:
-¿Ya?
-En el local de Paul han quedado sus cadáveres… -dijo Black con una
sonrisa natural-. Vengo para que me entregues los cinco mil ofrecidos...
MacClelland, sin poder contener su alegría, se encaminó hacia el
mostrador y pidió cinco mil dólares al barman.
Este se los entregó.
-¡Aquí los tienes! -exclamó alegre MacClelland-. ¡Yo siempre cumplo mi
palabra!
Black cogió los cinco mil dólares y dijo: -Vengo a buscaros para que podáis
contemplar lo largo de esos cuerpos sobre el suelo...
MacClelland, sonriendo, llamó a Gregory y al sheriff.
Harry y Nick no estaban en el local.
Una vez que supieron lo sucedido, Gregory y el sheriff, felicitaron a Black
por el triunfo obtenido frente a Dye y a Archer.
Sin poder evitar el deseo de contemplar a los dos muchachos muertos, los
tres se encaminaron con Black hacia el local de Paul.
Cuando entraron en el local, y vieron a los dos muchachos sobre el suelo,
dijo MacClelland:
-¡Veo que no me habéis mentido! ¡Os felicito...! Pero ¿dónde está Terry?
-No tuvo suerte... -dijo con tristeza Black-. Cayó sin vida antes de que yo
les matara...
-¡Eso no importa! -exclamó el sheriff-. El caso es que acabaste con esos
dos pistoleros que me tenían preocupado...
Los testigos sonreían.
Dye y Archer estaban sobre el suelo con las armas empuñadas, pero
contemplando a los visitantes.
-¡Esto hay que celebrarlo! -exclamó Gregory.
-¿Qué es lo que tiene que celebrar, comisario? -preguntó Archer al tiempo
de ponerse en pie.
Gregory y sus acompañantes estuvieron a punto de perder el conocimiento
ante la sorpresa de ver levantarse a Archer.
Los tres le consideraban muerto.
En esos momentos, Dye se puso en pie.
Entonces, MacClelland, mirando a Black, dijo:
-¡Eres un traidor cobarde!
-¡He cumplido mi palabra, inspector! -dijo Black.
-¿Inspector? -preguntó Gregory, asustado.
-¿De qué se extraña, comisario? -inquirió a su vez Archer.
Gregory guardó silencio.
Los tres temblaban asustados.
-¿Quién le nombró comisario de esta cuenca? -preguntó de nuevo Archer.
-El... go...ber...na...dor... -repuso Gregory con mucha dificultad.
Archer, por toda respuesta, se echó a reír.
-¿Es que no me recuerdas? -preguntó Archer, dejando de sonreír.
Gregory se fijó con detenimiento en Archer.
Después de unos segundos de contemplación, respondió:
-No...
-Me conociste la primera vez en Dodge City y más tarde en Laramie... ¿No
recuerdas aún?
Gregory debió reconocer a Archer, ya que su temblor aumentó
considerablemente, haciendo sonreír a los testigos.
El de la placa se parapetó tras el cuerpo de Gregory y quiso sorprender a
los muchachos. Pero se equivocó, pues Dye volvió a demostrar su
habilidad al destrozar la frente del sheriff.
MacClelland y Gregory temblaron visiblemente y, sin poder evitarlo,
tuvieron que sentarse para no caer al suelo.
Estaban aterrados.
-¿Fuiste tú quien mató al comisario del oro de esta cuenca, designado por
el gobernador? -preguntó Archer.
Gregory no podía articular una sola palabra.
Dándose cuenta de este detalle, los dos amigos dejaron que transcurrieran
unos segundos.
-Estoy esperando tu respuesta -dijo Archer.
Gregory movió la cabeza afirmativamente.
Los testigos, ante esta confesión, se abalanzaron sobre Gregory y
MacClelland sin que ninguno de los dos muchachos pudiera impedirlo.
Black aprovechó esto para salir del local.
Una vez en la calle se encaminó hacia la oficina del comisario del oro. Iba
en busca de Harry y de Nick.
Segundos después, los cuerpos de Gregory y MacClelland quedaban sin
vida y completamente destrozados en la calzada, ya que a base de golpes
les sacaron del local.
Uno de los mineros trajo dos lazos y segundos después colgaban del
porche del local de Paul.
Archer y Dye se miraron sonrientes.
Pero Dye, mirando a todas partes, preguntó a su compañero:
-¿Dónde está Black?
Archer miró a los reunidos y al no ver a Black dijo:
-¡Vamos...! ¡Ese es capaz de avisar al juez!
Dicho esto, salió corriendo del local seguido por Dye.
Una vez en la calle miraron hacia todos los lados y, al no encontrar a Black,
se miraron entre si sorprendidos.
-¿Hacia dónde habrá ido? -preguntó Dye.
-¡No lo sé!
Dye se aproximó a un minero y preguntó por Black. Este, un tanto
extrañado, respondió:
-No le conozco...
-¿Qué sucede, Dye? -preguntó un minero.
-¿Habéis visto a Black?
-¿Te refieres a uno de los que os buscaban ayer?
-Si -afirmó contento Dye.
-Le he visto entrar en la oficina del comisario del oro hace unos segundos...
-¡Vamos! -exclamó Archer-. ¡Puede escapar con todo el oro!
Al oír estas palabras, todos los mineros siguieron a los dos muchachos.
Black entró en la oficina del comisario del oro y, al ver a los dos personajes
que llevaban el negocio, les saludó.
Estos, al ver la mirada de Black, retrocedieron un poco asustados.
-¿Qué vienes buscando, Black? -preguntó Harry.
Este, sin responder, siguió avanzando hacia ellos.
Nick, un tanto aterrado, dijo:
-¿Qué te sucede?
-¡Vengo a mataros por traidores! -dijo Black sin dejar de avanzar hacia
ellos.
Tanto Harry como Nick siguieron retrocediendo hasta que tropezaron con
una de las paredes.
-¡Yo no fui quien os delató! -exclamó Harry, asustado-. ¡Fue cosa de Nick!
-¡No debes hacerle caso! -exclamó Nick, asustado al ver la mirada de Black
clavada en él-. ¡Es un cobarde...! ¡Vosotros sabéis que lo fue siempre!
No pudieron seguir hablando.
Black fue a sus armas.
Pero no tuvo suerte, ya que Nick, antes, de morir pudo disparar contra él
matándole.
Dye y Archer, al percibir el tiroteo, quedaron paralizados.
Después de unos segundos sin que nadie apareciera en la puerta de la
oficina del comisario del oro, prosiguieron la marcha.
Todos los mineros imitaron a los muchachos y llevaban las armas
empuñadas por si acaso pretendían defenderse los que hubiera en el
interior de la oficina.
-¿Qué habrá sucedido? -preguntó Archer.
-Han debido pelear... -dijo Dye.
-Entremos -propuso Archer al llegar a la oficina.
Cuando entraron, quedaron paralizados al ver la escena.
Archer, sonriendo tristemente, dijo:
-Se nos ha adelantado para matar a estos dos...
-¡Era un gran hombre! -exclamó Dye-. Pudo escapar y no lo hizo...
-Sus motivos tendría para ello... -repuso Archer-. Recuerda que cuando le
preguntamos por éstos, nos contestó que eran unos traidores...
-Me gustaría saber si es que se dejó matar o no pudo evitarlo... -comentó
Dye.
Archer guardó silencio durante unos segundos.
Al finalizar sus pensamientos, dijo:
-¡Vamos a por el juez...! ¡No debe escaparse!
Los dos muchachos salieron corriendo de aquel lugar donde quedaban tres
cadáveres regando con su sangre, ya fría, el suelo de la oficina.
Conclusión

Susele y Betty se presentaron en el pueblo asustadas.


Preguntaron por los dos muchachos a los mineros.
Cuando éstos les refirieron lo sucedido, quedaron tranquilas.
En aquellos momentos, los dos muchachos aparecían con el juez.
Estos se aproximaron a ellas, diciendo Archer:
-Ahora no tengo más remedio que ir hasta Denver para entregar a las
autoridades a este asesino.
-¡Procura no tardar mucho! -exclamó Betty, loca de alegría-. ¡No olvides
que yo quedo esperándote!
-Cuando regrese, me quedaré para siempre... -dijo sonriente Archer.
Susele contemplaba a Dye y esperaba que éste le dijera algo.
Dye desmontó de su montura y, abrazando a la joven, le dijo:
-Yo marcharé hasta Cheyenne para explicar lo sucedido al sheriff de
aquella ciudad... Uno de los hombres que nos buscaban hizo una
confesión, que firmó, de lo sucedido en Cheyenne... ¡Mira!
Y Dye mostró la confesión que guardaba a la muchacha.
Esta la leyó con cierta ansiedad.
Cuando acabó de leerla, abrazó al joven llena de alegría.
Dye, una vez que acompaño a Archer hasta Denver para entregar a Mulford
a las autoridades, se encaminó hacia Creyenne en compañía del amigo.
Antes de entrar en la ciudad se dirigió hacia el rancho de sus padres.
La alegría de éstos al ver de nuevo al hijo que daban por perdido, es algo
que no se puede escribir.
Después de charlar durante mucho tiempo con sus padres, éstos les
acompañaron hasta la oficina del sheriff.
Este contempló a los visitantes asombrado al ver a Dye entre ellos.
Archer se dio a conocer como inspector federal y dio a leer la confesión de
Black al sheriff.
Este, una vez que la hubo leído, pidió perdón al muchacho.
Pasaron en compañía de los padres de Dye y de nuevo volvieron a Cripple
Creek.
Tres meses más tarde, Dye contraía matrimonio con Susele y Creyenne.
Archer esperó a que se presentaran sus padres para hacerlo con Betty.
Los padres de este último, resultaron ser de los ganaderos más ricos del
vecino estado de Kansas.

Fin

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