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dulce J esús mío: si me he equivocado, ten com­


pasión de mí!
A l pronunciar estas palabras siente una voz
interior que le dice: — ¡Aním ate, hijo mío. Es
cierto que tu confesor se ha equivocado; pero allá
él. . . Tú has obedecido, y por esto tu obediencia
será recompensada— . Quien así hablaba era J esu­
cristo, que le tranquilizó, y así murió santamente.
D. — ¿Será así, Padre?
M. — Seguramente, porque J esucristo, al con­
ferir a los sacerdotes el poder y el mandato de
confesar, les dijo categóricamente: “ Todo lo que
perdonaréis será perdonado, y todo lo que retuvie­
reis será retenido” . Por tanto, si el confesor dice
al penitente: “ Y ete a com ulgar” , que vaya, por­
que hará bien; si por el contrario, le dice: “ No te
acerques a com ulgar” , no debe acercarse.

«= * *

D. — Lo que usted me acaba de decir sobre la


obediencia al confesor en cuanto a comulgar, es
tan sencillo que hasta los niños lo comprenden.
M. — Cierto; es cosa sencillísima y que la
comprenden hasta los niños, pero hay quien 110
la quiere comprender, porque razona con su ca­
beza y no con la del confesor, y, cerrado en su jui­
cio, se form a una conciencia falsa, se engaña a sí
mismo, acaricia sus remordimientos y se atreve a
comulgar por capricho, por respeto humano, por
egoísmo y por otras razones.
D. — ¿También tiene que ver en esto el respe­
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to Iraniano, el capricho, el egoísmo y cosas por el


estilo?
M. — Fíjate cómo se meten. H ay quien discu­
rre así: Si yo no voy a comulgar, ¿qué dirá la gen­
tef Y por este qué dirán van a comulgar, aunque
no estén preparados o temen con razón no estarlo.
Otros dicen: Si comulgo, me tendrán por bue­
no y honrado, se fiarán de mí, me alabarán, y así
saldré ganando, pues de lo contrario perderé. Y
así frecuentan la Comunión, aunque sepan que no
están dispuestos.
Otros (y éstos son los peores, aunque no tan
numerosos) dicen para sus adentros: — E l confe­
sor me ha prohibido comulgar, no me deja i r . . . pe­
ro yo voy lo mismo. Y van de verdad para con­
trariar al confesor.
D. — ¡D esgraciados!
M. — Sí, bien desgraciados y quisquillosos,
por no llam arles... pobres locos.
D. — Oigame, Padre. En cierta ocasión oí a
un compañero que decía: “ ¿P ara qué confesarse?
¿Acaso la Comunión no es mejor y de más poder
que el pecado? pues entonces, comulgando, tarde
o temprano, me apartaré del pecado” . ¿Pensaba
éste bien?
M. — Pensaba como un ignorante o como un
maligno.
D. — Como maligno no, porque era un simple.
M. — Si no pensaba voluntariamente mal, lo
hacía con ignorancia, porque es verdad que la Co­
munión es J esucristo y J esucristo sabemos que
siempre vence; pero entendámonos; J esucristo
vence siempre mientras nosotros pongamos o ha­
gamos lo que está de nuestra parte, que es arre­
pentim os de nuestros pecados, huir y evitar las
ocasiones, confesarnos bien, comulgar con fe y
amor.
En estos casos, J esucristo siempre vence, o
sea, que la Comunión bien hecha nos aparta, nos
libra, nos restablece de las malas costumbres y de
los más grandes pecados; mas 110 al contrario.
Si la Comunión se ha hecho mal, servirá de
veneno y tósigo, no de medicina; cada Comunión
hará caer de abismo en abismo y de ruina en rui­
na; será un continuo enmarañamiento de la con­
ciencia, m adeja de confusión por los repetidos sa­
crilegios. Los que proceden así se asemejan, a las
zorras cazadas a lazo.
D. — Diga, Padre, ¿por qué?
M. — E l lazo que se echa a las zorras es un
nudo al revés. Ellas, que son zorras y, por tanto,
muy astutas, cuando se ven cogidas, para librars*©
giran rápidamente hacia atrás y hacen otro nudo;
giran otra vez, y vuelven a hacer el nudo, y así
siguen. Creídas que van a librarse, se atan cada
vez más, hasta que no pueden dar un. paso, ni si­
quiera moverse, y quedan cogidas.
D. — ¡Pobres!
M. — Más pobres son los que se acostumbran
a comulgar mal, confiados en que se librarán de
los defectos, de los pecados y de los remordimien­
tos. Son tontos que se engañan a sí mismos.
Cuentan los geólogos qne en una isla del P a­
cífico hay una arena amarillenta dorada qne, pul­
verizada con el oro, se presta fácilmente a engaño.
Los inexpertos recogen aquella arena creyendo en­
contrar fortuna, pero, cuando más avanzan, más
ise hunden, y, metiéndose hasta las rodillas, hasta
la cintura, al no poder retroceder, quedan presos,
víctimas miserables de su avaricia. A sí sucede a
los que se exponen voluntariamente a comulgar
ein estar preparados: sin advertirlo, de tal mane­
ra llegan a sumergirse en el mal que ya no encuen­
tran la salida, y son víctimas de su temeridad.
D. — ¡Cuánto mejor sería no acostumbrarse
a comulgar mal!

NECESIDAD DE LA VESTIDURA NUPCIAL

D i s cíp u lo . — H aga el favor, Padre, de expli­


carme la parábola de los invitados a las bodas, y
de lo que sucedió con el que no llevaba el vestido
nupcial.
M a es tr o . — Con mucho gusto, escucha pues,
con atención.
* * *

Narra el Santo Evangelio que un rey quiso


celebrar con la m ayor solemnidad la boda de su
kijo, y preparó una gran cena, invitando a ella a
bus parientes y amigos.
Muchos presentaron sus excusas y evadieron
la invitación, en vista de lo cual el rey ordenó a
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sus criados fueran por las plazas y por las calles


de la ciudad e invitaran a cuantos encontrasen.
Llena ya la sala y ocupados todos los puestos,
revistó a todos los convidados, y, al ver a uno que
110 llevaba el vestido de boda, le dijo: “ Am igo ¿có­
mo has venido sin el vestido o traje de boda?” Y
acto seguido, dirigiéndose a los criados, les dijo:
“ Llevadlo, atadlo y metedlo en el calabozo” .
D. — Padre ¿qué significa este vestido de bo­
da que no llevó aquel pobre infeliz, y por qué le
metieron en la cárcel, siendo, como era, pobre?
M. — Este banquete representa a la Eucaris­
tía, o sea, la Sagrada Comunión. E l rey que hace
la fiesta, con motivo de la boda de su hijo, es el
Eterno Padre: el hijo es J esucristo, que se despo­
só con nuestra humana naturaleza. Los invitados
son todos los hombres de la tierra.
Significa que Dios nos ha creado a todos pa­
ra el cielo, y por esto nos invita a todos a ir por
la senda de la fe, de la caridad, de la penitencia
y de los Sacram entos; pero de todos estos invita­
dos, muchos no quieren creer: son los incrédulos;
otros presentan excusas o se sirven de cualquier
pretexto: éstos son los pecadores que difieren su
conversión; finalmente, otros acuden al banquete,
pero sin el vestido o traje de boda: son los sacri­
legos, representados en aquel infeliz que fué reti­
rado del banquete, atado y llevado al calabozo.
D. — ¿Entonces, para qué le forzaron a entrar
al banquete?
M. — Cuando vió que era indigno debió opo­
nerse, y presentar excusa, o pedir disculpa antes
de entrar.
E l hecho es bien claro; todo el que va a co­
m ulgar en pecado mortal se encuentra en las mis­
mas condiciones de este infeliz, y por tanto en pe­
ligro de ser juzgado y condenado.
Además, Dios mismo lo ha dicho, por medio
del Apóstol San Pablo: “ E l que come mi carne in­
dignamente, come su misma condenación y se juz­
ga a sí mismo” .
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Se lee en un capítulo del sagrado Libro de los


Números que, cuando el marido, por una sospecha
fundada, temía no le fuera fiel su mujer, tenía
derecho, según la ley de Moisés, a llevarla a la
presencia del sacerdote. Este, para desvanecer la
duda, tomaba un poco de polvo del suelo del T a­
bernáculo, y mezclándodo con agua, se lo hacía
beber a la m ujer de quien se sospechaba. Si era
culpable, caía inmediatamente muerta a los pies
de los presentes, como herida por un veneno bien
concentrado; pero si era inocente no le pasaba na­
da, y volvía a su casa en medio del contento y de
la alegría de sus parientes.
Lo mismo sucede, aunque invisiblemente, en
la Sagrada Comunión; ¡ pobre del alma que, en pe­
cado mortal, se acerca a sabiendas a recibir la Sa­
grada Comunión de manos del sacerdote... ! Será
para ella un veneno mortal.
Feliz, por el contrario, el que se alimenta de
este P an de Vida, teniendo el corazón limxúo por
una sincera contrición; recibirá bendiciones y gra­
cias entre los aplausos de los ángeles, y la Sagrada
Comunión será para él prenda de la gloria eterna.
D. — ¿Tan numerosos serán los que comulgan
sin vestido de boda, o sea en pecado mortal?
M, — ¿Quién puede asegurar que sean muchos?
Lo cierto es que, desgraciadamente, abundan, y en
todas las clases sociales.

LOS J UDAS SE SUCEDEN

A mediados del siglo X V I I I , una religiosa de


la Visitación, de Turín, tuvo una visión tremenda
y por demás impresionante. Mientras rezaba de­
votamente ante J esús Sacramentado, se le apa­
reció la sagrada H ostia chorreando sangre fresca.
Ni tiempo tuvo para volver en sí, a causa del
asombro y del miedo, cuando repentinamente se
encontró en el atrio de las dos iglesias situadas
al principio de la plaza de San Carlos, y allí oye
una algazara de gente que viene de las calles late­
rales de la parte que mira a los Alpes. Gritos, vo­
ces, aullidos, blasfem ias horribles. . . L a chusma,
que aumentaba cada vez más, llenaba completa­
mente la plaza.
Em pieza una comedia asquerosísima e inme­
diatamente después todos se van precipitadamen­
te por las calles de la derecha hacia el río P o ; les
sigue una grande oleada de sangre que inunda to­
da la plaza, y se desliza por las mismas calles hasta
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perderse en el río, juntamente con toda aquella


gentuza, verdaderos demonios.
L a monjita, horrorizada, se dirige al Señor,
y exclam a: “ ¡Oh J esús, sálvanos!” y J esús le res­
ponde : *1Tranquilízate, que la oleada ya pasó. Sá­
bete que. todos éstos son los profanadores de mi
Sangre Eucarística. Son todos los que, en esta ciu­
dad del Sacramento, pisotean la Sagrada Eucaris­
tía, comulgando sacrilegamente. Son los J udas
que se suceden a través de los siglos. Vete y cuenta
a todos lo que acabas de v er” .
L a R eligiosa cumplió el encargo, impresionan­
do grandemente la narración de este hecho, narra­
ción que hizo muchísimo bien.
D. — Tiemblo, Padre, de m iedo; ¿pero es ver­
dad todo estol
M. — Y bien auténticos; existen documento»
en los archivos de la iglesia y de la Curia de Turín*
D. ■
— ¿Es posible que haya tantos J udas?
M. — Y a lo creo, y entre todas las clases so­
ciales, como te he dicho.
D. — ¿Y por qué J esucristo, que es Dios, 110 ha
previsto estos abusos?
M, — Sí, los ha previsto, y, sin embargo ha
instituido la Comunión y el sacerdocio, sabiendo
también que muchos comulgarían digna y santa­
mente, de donde recibiría gran honra y gran
amor, como también previo que sin la Comunión
no sería posible a un gran número de cristianos
mantenerse fieles y constantes en su fe.
D. — Entonces, J esucristo, al instituir la San­
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tísima Eucarística ¿ha preferido nuestro prove­


cho, aún a costa de ser despreciado?
M. — Por cierto, ha preferido nuestro prove­
cho, aún a costa de ser despreciado. J esús es siem­
pre J esús, infinito en bondad y misericordia. Hace
como la madre que se deja arañar de su hijo, y en­
cima le come a besos; o como la que, a pesar de
que la amenazan y la pegan, les aguanta, les quie­
re y les atiende constantemente. J esús es siempre
el Divino Maestro, amante, paciente, resignado,
indulgente.
D. — A ún así, a mi me parece que 110 debería
perm itir tantos sacrilegios.
M. — Tu opinión o juicio es demasiado corto
y terreno; el de J esús es muy distinto. Más con­
tento y felicidad siente E l cuando uno comulga
bien, que dolor pueden causarle todos los sacrile­
gios que cometen tantas almas indignas. E s como
el sol, que, aunque extienda sus rayos sobre todas
las inmundicias »de la tierra, no obstante todo lo
llena de luz, de vida y de calor. Y , volviendo al
ejemplo de la madre, se siente más contento y fe­
liz con el cariño de un hijo bueno que con todos
los disgustos de los demás hijos malos.
D. — ¡ Oh J esús, tan mal correspondido a pesar
de ser tan bueno!
M. — Sí; infinitamente bondadoso es J esu­
cristo. ¿Por esto abusan tanto de su bondad? más
¡ay! de los ingratos y de los traidores.
D. — ¿Y los castigos para éstos serán terri­
bles?
M. — Terribilísim os, pero bien merecidos. No
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habrá excusa para ellos ; las palabras de J esucris­


to son eternas e infalibles: “ E l que come indigna­
mente mi Carne, come su misma condenación” .
D. — Luego ¡ pobres de los sacrilegos!
M. — Por cierto, bien infelices. Lo verás en
Io que sigue.

CASTIGOS TERRIBLES

Es espeluznante el caso de un desgraciado


que, públicamente, se jactaba de ser ateo y de abo­
rrecer a los curas, a la Iglesia, sus fiestas y Sa­
cramentos.
Cuantas veces afeaban su parecer y preten­
dían convencerle de sus desatinos y necias pala­
bras, exponiéndose al peligro de una mala muer­
te, contestaba él:
— A la hora de la muerte ya me entenderé yo
solo con Dios, y, por lo que hace al honor de mi
fam ilia, no me faltará tiempo para simular que
comulgo convencido y bien preparado.
¡Qué desgraciado! Sobrevínole una enferme­
dad mortal, y al decirle que sería conveniente lla­
mar al sacerdote, contestó: — Y o siempre estoy
bien con Dios; al confesor no tengo nada que de­
cirle : que me traigan la Comunión. Con mucho pe­
sar se le trajo la Comunión para complacer a los
parientes, y esperando que volvería en sí. La re­
cibió como la puede recibir un incrédulo: sin fer­
vor, sin devoción, sin respeto y como si se burlara,
con la mayor indiferencia. Pero ¿qué sucedió? Que

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