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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
¡Prohibido seguir leyendo!
1. El Rey de Champiñones
2. Color verde chillón
3. Huracán de conejos
4. Pedido urgente
5. Las mascotas parlantes
6. A la última moda
7. Truco y Trato
8. Confeti a chorros
9. El Gran Pedorrini
10. Chuncu Funcu Trucutrú
11. Un gato en la chistera
12. Bubu
¡No te pierdas la colección de Anna Kadabra!
Y próximamente más aventuras de...
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SINOPSIS

En la moderna ciudad de Suncity no queda lugar para la magia. O al menos eso cree
Marcus Pocus, un travieso aprendiz de brujo del Club de la Luna Llena. Pero solo hasta
que entra por casualidad en una misteriosa tienda oculta al fondo de un callejón. Es allí
donde Marcus descubrirá que la ciudad no solo tiene magia… ¡también se reparte a
domicilio!
Eh, no tan deprisa.
¿Es que no ves lo que pone arriba? ¡Yo que tú dejaría de leer ahora
mismo! Si sigues adelante te meterás en un buen lío. Y más gordo que tu
dedo pulgar… después de un martillazo.
Ah, ¿que no te importa?
¡Genial, entonces es que eres de los míos! A mí también me persiguen
los líos allá donde voy.
Ahora que lo pienso, quizá soy yo el que los persigue a ellos.
Me llamo Marcus y soy un niño completamente normal. O sea, que me
encanta jugar con mis amigos, montar en bicicleta y sacar a pasear a mi
mascota.
Lo que casi nadie sabe es que mi mascota es un pájaro mágico, mi
bicicleta vuela y mis amigos son todos… ¡APRENDICES DE BRUJO!
Supongo que eso ya no es tan normal.
Bah, no creas que lo de vivir rodeado de brujos me da miedo. Será
porque yo también lo soy. De hecho, estudiamos magia juntos en una casa
abandonada.
Sinceramente, yo habría preferido ser superhéroe…, pero lo de la
brujería tampoco está mal. La única diferencia es que usas varita en vez de
capa. Bueno, y que no te aprietan las mallas.

Por lo demás, descubrí que tenía superpoderes igual que el


protagonista de un cómic.
No, a mí no me picó una araña radiactiva. A mí se me hizo caca
encima un cuervo gruñón. Imagínatelo. Era una noche de niebla y yo estaba
completamente solo en mitad de la naturaleza.
De acuerdo, era mi antiguo jardín…, pero yo había acampado justo en
medio. Las noches de verano me dejan dormir fuera porque me encanta el
aire libre.
De pronto, ¡chof! O más bien ¡CHOF! Aquella caca retumbó sobre mi
tienda con letras mayúsculas.
Creí que habían vuelto los dinosaurios, pero no. Al final no era más
que un cuervo que aleteaba entre la niebla. El ave aterrizó en mi hombro y
me picoteó cariñosamente la oreja.
Era mi mascota mágica y me había escogido para ser su brujo. ¡Toma
ya!
Lo llamé Mr. Rayo, igual que mi superhéroe favorito. Tiene un poco
de mal genio y a veces incordia a los demás aprendices. Sobre todo a la
pobre Anna Kadabra.
Anna es mi nueva vecina, mi compañera de clase y una bruja un poco
torpe. Aún recuerdo cuando confundió su varita mágica con un calabacín.
Pero no importa, porque ahora también es mi mejor amiga.
Últimamente, a Anna le ha dado por escribir libros con nuestras
aventuras mágicas.
—Anna Kadabra —sonreí yo al enterarme—. Estás como una cabra.
—Marcus Pocus —respondió ella—. Tú estás todavía más locus.
No se lo digas, pero tiene razón. Por eso he decidido escribir las cosas
que Anna no se atreve a contarte. Aventuras tan locas que asustarían incluso
al mejor mago del mundo, que, por cierto, se hace llamar el Gran
Pedorrini… ¡y me metió en uno de mis famosos líos!
Solo hay una cosa que no entiendo de los superhéroes: esa manía de vivir
en la gran ciudad. Yo prefiero mil veces nuestro pueblo, aunque sea
diminuto. Se llama Moonville y está al pie de las montañas. Allí vivo con
mi madre, mi cuervo y mi varita.
Anna dice que Moonville es un lugar aburridísimo donde pides un taxi
y aparece un jabalí. ¡Pues anda que la ciudad! Allí plantas un tomate y te
crece un semáforo. En vez de ríos, hay carreteras. En vez de árboles,
farolas. En vez de animales, hay gente amontonada como sardinas.
Lo chistoso es que una de esas sardinas es mi padre. Vive con mi
hermana mayor en una gran ciudad llamada Suncity. Allí no queda sitio
para la magia.
A menudo voy a visitarlos en un autobús que da más vueltas que una
peonza en un tiovivo. Y claro, llego a Suncity más mareado que una
luciérnaga en una discoteca.
Aún me mareo más al mirar los rascacielos, oler la polución y oír el
pitido de los coches.
—¡Eh, Príncipe Marcus! —grita papá al verme bajar del autocar.
Mi padre es dueño de una pizzería en el centro de la ciudad. El local se
llama El Rey de Champiñones, por eso papá me llama en broma Príncipe
Marcus.
A mí me chifla que mi padre sea rey de una pizzería. La que me
preocupa es su alteza la princesa.
O, dicho de otro modo, mi hermana Loreta.

—Hey, enano —me saluda, pero en su caso no es una broma. Es


simple mala uva.
—A tus pies, giganta —respondo yo sin alterarme.
Loreta es ya tan alta que no sé cómo cabe en casa de mi padre. Y es
que, aunque Suncity sea enorme, los pisos son minúsculos. El pobre Mr.
Rayo se pega unos tortazos de campeonato intentando volar por el pasillo.
—Ja, ja —ríe Loreta, abriendo mucho la boca—. Ese pajarraco es más
torpe que tú, enano.
—Cierto, hermanita —contesto yo con mi mejor sonrisa—. Y también
canta mejor que tú.
Eso le molesta mucho porque últimamente le ha dado por la música.
Incluso tiene un grupo con sus amigos. Se hacen llamar Los Lobos
Embrujados.
Te juro que un lobo no suena tan mal por muy embrujado que esté. Le
propuse que se cambiaran el nombre por Los Gatos Atropellados, pero no le
hizo gracia. ¡Claro, porque no era una broma!
El caso es que en Suncity me aburro como una ostra. Como una ostra
metida en una caja fuerte. ¡Ni siquiera me dejan salir solo!
Lo único divertido es acompañar a mi padre al trabajo.
Después de superhéroe y brujo, lo que más me gustaría ser es
empleado de su pizzería. Parece un oasis de mozzarella… en un desierto de
asfalto. Los empleados llevan un uniforme chulísimo y una gorra en forma
de corona.
El lío que voy a contarte comenzó cuando vi a mi hermana con una de
esas gorras.
—Es que Loreta va a ayudarme a repartir las pizzas en su bici —
explicó papá.
—¡Mola! —exclamé—. Me apunto.
—Lo siento, Príncipe Marcus —negó él—. Eres demasiado pequeño
para circular por Suncity. ¿Y si te atropellan?
«Pues como no me atropelle un avión…», pensé, pero no se lo dije
porque no sabe que tengo una bici voladora. Es lo malo de ser brujo. Tienes
que mantener la boca cerrada.
Loreta me sacó la lengua antes de salir pedaleando hacia su primer
encargo. Deseé con todas mis fuerzas ser mayor como ella. Y también que
no le dieran propina.
—No pongas esa cara, hombre —me dijo mi padre—. También hay un
trabajillo para ti.
Entonces papá sacó una baraja del bolsillo y me la entregó. Cada naipe
tenía dibujado un rey sonriente sosteniendo un champiñón. Por detrás
estaban el teléfono y la dirección del local.
—¿Quieres que reparta publicidad? —pregunté, decepcionado.
Bingo. Un minuto después estaba fuera, ofreciendo folletos a la gente
que pasaba por la puerta. Casi todos acababan en una papelera cercana. No
era un trabajo muy emocionante.
Solo hubo alguien que se interesó por mis cartas: ¡el viento! Y es que,
de pronto, una violenta ráfaga me arrancó las tarjetas de las manos.
—Ostras —murmuré, al ver cómo se desperdigaban por la acera—.
¡Ayúdame, Mr. Rayo!
Mi cuervo es un gran rastreador, así que enseguida logró recuperar
todas las cartas.
Bueno, casi todas. Una de ellas consiguió escapar y desaparecer
avenida abajo.
—Bah, déjala y volvamos dentro —dije a mi mascota—. Creo que se
avecina tormenta.
Por desgracia, aparte de buen olfato, Mr. Rayo tiene la cabeza muy
dura.
—¡Vuelve! —grité al verlo despegar de nuevo—. ¡Que papá no me
deja alejarme de la pizzería!
Ni caso. Sus graznidos ya se habían perdido entre los pitidos de los
coches.
Mr. Rayo volaba como una centella negra sobre las calles, entre los
semáforos y bajo los cables de la luz. Y tras él galopaba un pringado verde.
Bingo. El pringado era yo. Corría y corría entre la gente con la lengua
fuera.
—¡¿Adónde vas, plumimemo?! —le gritaba—. ¡Aterriza de una vez!
Al fin, al doblar una esquina, encontré a mi cuervo posado sobre un
farol. Tenía la carta fugitiva en el pico. Aprovechando que así no podía
graznar, le grazné yo a él.
—¡Trae eso aquí! —lo reñí, aunque luego me ablandé un poco—.
Anda, volvamos a la pizzería.
Solo había un problema. Mejor dicho, dos.
El primero es que no tenía ni idea de dónde estábamos. Habíamos
dejado atrás la avenida para aparecer en un callejón oscuro y solitario.
Aquel barrio no me sonaba de nada. Quise realizar un Conjuro Brújula para
orientarme, pero entonces surgió el segundo problema.
¡La lluvia! Y la llamo «lluvia» por no llamarla «una piscina puesta
boca abajo».
Gruesos goterones caían del cielo gris. O nos poníamos pronto a
cubierto, o en vez de una brújula tendría que conjurar un barco velero.
—Ahí podemos resguardarnos —dije, señalando la única luz del
callejón.
Resultó ser una tienducha con un escaparate tan sucio que apenas se
veía el interior. Desde luego, no se parecía a los comercios elegantes de la
avenida, pero al menos estaría seco, ¿no?
Aún dudaba si entrar cuando Mr. Rayo se posó sobre el rótulo del
local.

—Qué nombre tan raro para una tienda —comenté.


Mi cuervo graznó, pero no sé si quiso decir «¡Tienes razón!» o «Cierra
el pico y entra de una vez». Ojalá inventasen un diccionario de graznidos.
El caso es que empujé la puerta y pasé. Tres peldaños crujieron bajo mis
pies y una campanita tintineó sobre mi cabeza.
Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la oscuridad.
Aquello más que una tienda parecía un almacén. Apenas quedaba sitio
para el mostrador y la caja registradora. El resto del local, desde el suelo
hasta las estanterías, estaba abarrotado de cosas.
Y las llamo «cosas» por no llamarlas «viejos cachivaches llenos de
polvo».
Allí se amontonaban sortijas roñosas, barajas del año de la polka,
relojes de arena sin arena, pañuelos apolillados, libros escritos en chino…
Unos animales disecados colgaban del techo.
«¿Qué serán todos estos chismes?», pensé.
—Pues artículos mágicos, muchacho —gruñó alguien, y un escalofrío
me llegó hasta el tupé.
Lo raro no era que aquel anciano hubiera aparecido por sorpresa tras el
mostrador, sino que yo juraría que ni siquiera había hecho mi pregunta en
voz alta.
El hombrecillo tenía dientes de conejo y un esponjoso pelo blanco que
le cubría las orejas.
—Ah, ya —murmuré, disimulando el susto—. Se refiere a trucos para
magos, ¿no?
—Creo que está clarísimamente claro, ¿no? —gruñó él con voz
chillona.
Bah, lo que hacen los magos no se parece a lo que hacemos los brujos.
Ya sabes, todo eso de adivinar cartas o sacar una ristra de pañuelos del
bolsillo. ¡¿Quién podría tener tantos mocos?!
Eso ni es magia de verdad ni sirve para nada.
—Bueno, ¿quieres algo o no? —insistió el viejecito.
Ante todo, quería no mojarme. La lluvia seguía golpeando el
escaparate como un tambor.
—¿Puedo echar un vistazo por aquí? —dije, examinando las
estanterías.
—Como quieras —repuso el hombre de mala gana—. Ven a buscarme
a la trastienda si te decides. Pero ten un cuidado muy cuidadoso con ese
cuervo. ¡El que rompe paga!
—Tranquilo, mi pájaro no va a… —murmuré, volviéndome hacia él.
Sin embargo, el señor había vuelto a esfumarse. Aparte de los dientes,
también tenía la agilidad de un conejo.

Me puse el cuervo en el hombro y caminé entre los trastos. Eran


curiosos, pero ninguno parecía tener más magia que un zapato viejo.
Fue entonces cuando vi una chistera de mago… ¡con una cinta de
color verde chillón!
Por si no lo he dicho, el verde no solo es el color de mi chándal,
también es el de mi magia. Y no quiero presumir, pero combina genial con
mis ojos.
Aquel sombrero parecía hecho a mi medida, así que tuve la peor idea
del mundo: ¡probármelo! Poniéndome de puntillas, lo cogí del estante con
mucho cuidado.
Bueno, no tanto, porque se me resbaló de las manos y cayó al suelo.
Prepárate, porque aquella caída cambió el rumbo de esta historia.
Uno espera que un sombrero haga plof al aterrizar en el suelo.
Lo que no puede esperar es que haga ¡cataclón-clin-clan-cras!
Parecía que se me hubiera caído una vajilla entera, con sopera y todo.
Pero eso no fue nada. Lo que me dejó loco es lo que salió a continuación de
la chistera.
Y si piensas que fue un conejo, te equivocas. ¡Fueron DOCENAS!
Es verdad que a mí me chiflan los animales. Pero de uno en uno, caray,
no en manada.
Los conejillos saltaban del sombrero a tal velocidad que no daba
tiempo a contarlos. Uno, dos, tres, siete, dieciocho… La mayoría eran
blancos, pero los había también de otros colores: amarillo limón, azul
celeste y ¡¿rosa chicle?! Pues vaya pasarela de moda.
El colmo fue cuando apareció un conejo con cuernos. Al verlo, mi
cuervo voló para ponerse a salvo sobre una estantería. Y lo llamo «cuervo»
por no llamarlo «gallina».
—¡Qué desastroso desastre! —oí a mi espalda, y entonces casi
despego del susto yo también.
Era el anciano de antes, contemplando furioso el estropicio.
—Perdón… —titubeé—. Yo solo… No sé cómo…
—¡Déjate de excusas y ayúdame!
El hombre me puso la chistera en las manos como si fuera una canasta.
Después empezó a recoger animales… ¡y a lanzármelos como si fueran
balones peludos! Tenía muy mala puntería. Era yo el que corría de un lado a
otro para que encestara.
Así logramos que la alfombra de conejos se fuera haciendo cada vez
más pequeña.
—¡Ahí va! —jadeó al fin el anciano, arrojando el último. Este llevaba
pajarita.
Luego examinó de cerca el sombrero, que no parecía pesar ni un
gramo más que antes.
—Buena la has hecho —gruñó a continuación—. Hemos contenido la
fuga, pero la chistera sigue rota. Vas a tener que pagarme el destrozo,
mocoso.
Rebusqué en mis bolsillos. Lo único que tenía dentro eran las tarjetas
de la pizzería.

—En ese caso debes pagar tu deuda trabajando para mí —decidió el


hombre.
—Pero no puedo quedarme —me excusé—. Mi padre me está
esperando.
—Hummm —meditó él—. Entonces volverás después, al anochecer.
—Eh…, sí, claro, sin problema —respondí, cogiendo al vuelo a Mr.
Rayo.
No te chives, pero no pensaba regresar jamás a aquella tienda maldita.
—No tan rápidamente rápido —me detuvo el hombre, como si pudiera
leerme la mente.
Hábilmente, cogió de mis manos una de las tarjetas de la pizzería.
Luego la miró con atención.
—De acuerdo. —Sonrió al devolvérmela—. Te espero esta noche,
señor don Marcus Pocus.
Apenas pude creerlo. El dibujo del rey se había evaporado y en su
lugar había aparecido… ¡un retrato mío junto a Mr. Rayo! Debajo estaba
escrito claramente mi nombre.
Aquel rey de cuervos parecía algo más que un simple truco.
—Yo soy Mr. Munchin, el dueño —dijo el anciano—. Y si no vuelves,
iré yo mismo a buscarte.
Un conejo se asomó a mirarnos por la chistera rota. Parecía una gota a
punto de salir de un grifo averiado. Pero antes salí yo de la tienda… ¡y
zumbando!
Aunque ya no llovía, el callejón seguía desierto. Aproveché para sacar
mi varita y orientarme con un Conjuro Brújula. Sabía que el barrio de papá
quedaba al sur de Suncity, de modo que solo había que seguir esa dirección
para encontrar la gran avenida.
Corrí tan rápido que esta vez fue Mr. Rayo el que tuvo que
perseguirme a mí.
Así llegamos por fin a El Rey de Champiñones… ¡y justo a tiempo de
que papá no nos pillase!
Aquella tarde me encerré en mi habitación y la protegí con un Escudo
de Silencio. Temía que Loreta estuviese cotilleando. Para cantar tan mal,
tiene un oído muy fino.
Luego saqué mi diario mágico. Es ahí donde los brujos apuntamos
todos los hechizos que vamos inventando. Lo abrí por la última página y
cogí unos lápices de colores.
No creas que iba a ponerme a pintar dibujitos. Iba a hacer algo mucho
más serio.
Pero para hacer esa cosa tan seria, antes tenía que pintar un dibujito.
Y, más concretamente un retrato de Anna Kadabra. Usé como modelo
una pelota de baloncesto con una fregona encima. No es por presumir, pero
me quedó clavadita.
Después le di un toque con mi varita… y el dibujo abrió los ojos con
sorpresa.

—¿Marcus, eres tú? —gruñó desde la página—. Pues menudo


momento para enviarme mensajitos. ¡Estaba en el baño!
—Perdona —susurré—. Es que me he metido en un lío y necesito tu
ayuda esta misma noche.
Al principio, Anna no quería viajar hasta Suncity. Decía que era demasiado
arriesgado.
—No seas brujigallina —le rogué—. Venga, si me ayudas te regalo
uno de mis encantamientos.
No pude evitar reírme cuando eligió el hechizo para conjurar Cascos
Antiboñigas. Creo que estaba harta de que Mr. Rayo se le hiciera caca
encima.
Al final, accedió a que nos viéramos en la tienda de magia al atardecer.
El sol ya se había escondido tras los rascacielos cuando logré volver al
oscuro y apartado callejón. La verdad es que de noche no daba tanto miedo.
¡De noche daba terror! Era un rincón siniestro sin más luz que el
resplandor rojizo de la tienda. El viento silbaba y entre los cubos de basura
se oían pasos de ratas. Bueno, al menos al principio creí que eran ratas.
Cambié de idea cuando una sombra enorme apareció tras ellos.
—¡Ya estoy aquí! —exclamó una voz conocida—. ¿No te habré
asustado?
Bingo. Era Anna Kadabra con su gato Cosmo en brazos.
—¿A mí? —dije, intentando que mi corazón se pusiera en marcha de
nuevo.
Es que Cosmo tiene el poder de teletransportarse. Le basta arañar el
aire para viajar con su dueña a cualquier lado. Siempre que a él le apetezca,
claro…
—Tuve que rascarle una hora la barriga para que me trajera aquí —
confesó Anna.
Luego inspiró el humo de Suncity como si fuera aire puro. Será porque
ella creció en la ciudad. Y porque los de la ciudad están un poco locos.
—Gracias por venir, brujicolega —le dije—. ¿Y tus padres? ¿Los has
convertido en sapos?
—Qué brujichistoso —replicó ella—. Por suerte hoy cenaban fuera.
¿Y tu familia?
—En la pizzería —contesté—. Les dije que necesitaba descansar del
viaje.
—Bueno, ¿y qué es lo que vamos a hacer en esa tienda?
—Aún no lo sé —contesté—. En teoría tengo que trabajar para pagar
mi deuda.
—Vale —suspiró ella—. Sea lo que sea, entre los dos lo haremos más
rápido.
Anna Kadabra estará como una cabra, pero es la mejor cabra del
mundo.
La campanita de la tienda tintineó una vez más al cruzar la puerta. Tres
o cuatro conejos husmeaban entre los cachivaches. Al verlos, Cosmo
maulló con desconfianza.
—Tenías razón, este sitio da escalofríos —murmuró Anna en voz baja
—. Pero no se ve a nadie.
—¿Y yo qué soy? —gruñó alguien a nuestra espalda.

A mi amiga casi se le caen las medias del susto, pero yo ya empezaba


a acostumbrarme.
—Es Mr. Munchin, el dueño —le susurré—. Siempre aparece por
sorpresa.
Por primera vez noté que la punta de las orejas le asomaba entre la
melena. Él se apresuró a esconderlas. Me pregunté si estaría ocultando algo.
Él, sin embargo, preguntó otra cosa:
—¿Quién es esta acompañante que te acompaña?
—Una amiga, Mr. Munchin —respondí—. Se ha ofrecido a ayudarme
con el trabajo.
El anciano dudó un momento, pero terminó aceptando. Luego nos
invitó a seguirlo a través de una cortina que había al fondo del local. Así
fuimos a parar a la trastienda. Lo de que estuviera llena de cajas no me
sorprendió.
Lo de que alguna se moviera ya era más raro. Junto a la pared había un
enorme armario de dos puertas. Parecía otra antigüedad.
El dueño lo abrió lentamente. Un aire helado salió de su interior, que
era negro como un pozo.
—Tengo un pedido urgente —resopló el hombre, asomándose dentro
—. Normalmente es mi nieto quien se encarga del reparto a domicilio, pero
hoy llega tarde. Si lográis entregarlo esta noche, la deuda quedará pagada.
Espera, ¿al final yo también iba a ser repartidor? ¡Chúpate esa, Loreta!
Después de rebuscar un rato, el hombre sacó del armario un paquetito
con unas señas.
—Pero no tengo aquí mi bicicleta —recordé—. Ni uniforme, ni nada.
—Esa preocupación no debe preocuparte —dijo el dueño—. La tienda
se encarga de todo.
Luego volvió a rebuscar otro rato en el armario. Y de allí sacó… una
bufanda.
La verdad es que yo esperaba un chaleco, una gorra o una camiseta
vistosa. Aquello era solo un pingajo de lana despeluchada. Además, olía a
sardinas fritas. Mejor dicho, chamuscadas.
—Se llama Wanda —dijo el dueño—. La bufanda Wanda.
Sí, claro. Y mis zapatillas se llamaban Cordoncillos y Taconcia. Miré
la prenda con recelo.

—Cógela —insistió el hombre—. Puede serte útil.


Suspirando, me la puse alrededor del cuello. Menos mal que tengo
mucho estilo.
—Un momento —dijo entonces Anna—. ¡Las señas de este paquete no
tienen sentido!
—Debe de haber un error —sonreí—. ¿Cómo vamos a entregar un paquete
en el año 1932?
—Ah, es sencillamente sencillo. ¡Así!
Entonces, sin avisar, el dueño de la tienda nos empujó al frío interior
del armario y cerró las puertas. Por un momento, pensé que quería
gastarnos una broma. Cambié de idea cuando lo oí gritar desde el otro lado:
—¡Y cuidado con la mercancía! ¡No os dejaré volver hasta que la
entreguéis!
Lo peor no fue quedarnos encerrados en un sitio tan pequeño. Ni
siquiera la repentina oscuridad. Lo peor fue que, en aquel momento, el
armario empezó a dar vueltas.
Al principio muy despacio, igual que un tiovivo. Luego algo más
rápido, como un molinillo de papel.
Al final giraba más deprisa que una lavadora. Y nosotros parecíamos
cuatro calcetines centrifugados en su interior. Solo nos faltaba el suavizante.
—¡Soco-co-co-co-co-rro! —gritábamos Anna y yo.
A Mr. Rayo y Cosmo no los entendía, pero para mí que chillaban cosas
peores.
Ya estaba a punto de salir disparado cuando, ¡zas!, pegamos un frenazo
que nos hizo perder el equilibro. Al momento estábamos despatarrados
sobre el suelo del armario.
Solo que…, bueno, ya no era un armario.
Lo supe porque las paredes se habían vuelto de cristal. Tras ellas nos
alumbraba la luz del sol.
Era de día, estábamos en mitad de Suncity… ¡y amontonados dentro
de una cabina telefónica!
Me recordó a las que salen en los cómics de Mr. Rayo. Él las usa para
ponerse su traje de superhéroe sin ser visto. Pero me suena que también
servían para telefonear.
—¿Qué ha pasado? —dijo Anna, poniéndose de pie—. ¿Dónde
estamos? ¿Cómo se ha hecho de día tan de repente?
—Yo tengo una pregunta mejor: ¿podríais dejar de espachurrarme?
Aquella frase no había salido de mi boca, sino de mis pies. Mejor
dicho, de una vocecilla que hablaba junto a ellos. Una voz que sonaba como
el maullido de un gato.
¡Toma ya, es que era la de un gato! El de Anna, que estaba hecho un
ovillo en un rincón. De los nervios, a mí me entró la risa floja.
—Co-Co-Cosmo —tartamudeó Anna—. ¿Puedes hablar?
Lo gracioso es que el gato también puso cara de sorpresa al oírla.
—Ah, ¿podéis entenderme? —contestó.
—¿Y no podríais callaros todos? —gruñó otra voz mucho más ronca.
—¡Mr. Rayo! —exclamé yo.
Mi cuervo ya no parecía una gallina. ¡Ahora había aprendido a hablar
como un loro!
—No, amiguitos —maulló Cosmo—. Sois vosotros los que habéis
aprendido a escucharnos. Los viajes en armario tienen ese tipo de efectos
secundarios.
—Por eso odio los viajes —añadió Mr. Rayo—. Y los armarios.
Yo, en cambio, me sentí entusiasmado. ¡Era mi oportunidad de saber
más sobre nuestras mascotas! Por ejemplo, por qué nos eligieron como
brujos. Claro que Anna prefirió preguntar otra cosa:
—Cosmo —dijo—. ¿Por qué siempre te haces pis en mis calcetines?
—¿De verdad es eso lo que más te interesa? —repliqué—. ¡¿Tus
calcetines?!
—¡Argh, odio los calcetines! —graznó Mr. Rayo, aleteando por la
cabina.
—¡Eh, que me pisáis la cola! —gimió Cosmo.
Estábamos todos gritando tan tranquilos cuando unos golpes nos
interrumpieron. Era una señora muy elegante con un anticuado sombrero.
—Bueno, ¿terminan o qué? —protestó—. Necesito telefonear.
Salimos de allí a empujones, pero aún oímos comentar a la señora:
—¡Ay, los jóvenes de hoy en día! ¿De dónde sacarán esa ropa tan
ridícula?
Fue entonces cuando me di cuenta de un pequeño detalle.
No es que el sombrero de la mujer fuese anticuado. ¡Es que habíamos
retrocedido en el tiempo!
Y no solo un día, sino casi un siglo. Aquel lugar no tenía nada que ver
con la moderna Suncity. ¡Claro, estábamos en el año 1932!
Los edificios eran más bajos y estaban hechos de ladrillo. Los coches y
los tranvías se parecían a los de las películas antiguas. La gente, en vez de
auriculares y teléfonos móviles, llevaba sombreros y periódicos bajo el
brazo. Un guardia con casco y porra nos vigilaba de reojo.
Y no era por lo guapo que soy, sino por nuestros trajes modernos.
—Deberíamos hacer como los superhéroes —murmuré— y
cambiarnos de ropa.
—Argh —masculló Mr. Rayo—. Odio a los superhéroes. Y la ropa
también.
Por si no lo he dicho, mi magia verde me otorga poder sobre la naturaleza.
Sirve para orientarse en el bosque, calmar fieras, hacer crecer las plantas…
¡pero no para confeccionar modelitos!
—Ojalá estuvieran aquí Sarah y Ángela —suspiré.
Ellas son las dos otras aprendices de nuestro club. Sarah Kazam tiene
magia amarilla, que es ideal para cambiar la apariencia de las cosas. La de
Ángela Sésamo es morada y funciona bien con los hechizos de camuflaje.
Pero, claro, las dos estaban a años de distancia.
—¿Olvidas que mi magia es arcoíris? —preguntó Anna ofendida—.
En teoría sirve para todo.
Exacto, en teoría. El problema es que casi siempre sirve para lo
mismo: para liarla muy gorda.
—De acuerdo —resoplé—. Pues prueba a conjurar unos trajes
antiguos.
Para estar más seguros, nos refugiamos detrás de un elegante quiosco
de prensa. Me quedé un momento mirando las noticias de los periódicos.
Uno decía que había llegado a Suncity un moderno invento para ver
imágenes a distancia.
Bingo: hablaban de la televisión… ¡y todavía era en blanco y negro!
—Bueno, allá voy —dijo Anna. Le temblaba la mano al sacar la varita.
Un destello multicolor me deslumbró. Luego abrí los ojos. Y aún los
abrí más al ver que el hechizo había funcionado. Ahora nuestras ropas
parecían de época.
De época prehistórica, eso sí. Mi chándal se había convertido en la piel
de un leopardo.

Un leopardo color pepino.


—¡Deja de reírte, Marcus! —me regañó Anna.
No podía evitarlo. Sobre todo cuando vi que mi amiga llevaba el pelo
adornado con un hueso.
Anna volvió a murmurar el hechizo, esta vez más lentamente.
De repente ya no éramos trogloditas. Ahora parecíamos emperadores
romanos.
Luego nos transformó en aldeanos medievales. Después en vaqueros
del Oeste y en soldados egipcios. Y yo venga a reír, a reír y a reír. Cosmo
maulló con impaciencia.
—Perdonad que interrumpa —dijo—. Pero he visto algo que podría
ahorraros tiempo.
Cosmo acababa de descubrir una caja tirada entre unos cubos de
basura. Y dentro había ropa vieja: gorras, chaquetas, guantes y botas.
No eran exactamente elegantes, pero al menos no llamarían la
atención.
—Menudas pintas —dijo Anna, cubriéndose con un abrigo que le
quedaba grande.

A mí, más que las pintas, me preocupaba el tufo que echábamos. De


repente la bufanda Wanda me olía a rosas frescas.
—Qué guapos —dijo burlonamente Cosmo—. Ahora, a cumplir con
vuestro encargo.
Ostras. Casi había olvidado el paquete que debíamos repartir.
—Aquí pone que hay que entregarlo en la calle del Cerezo —leí—.
¿Dónde quedará eso?
—No muy lejos —replicó el gato, y echó a andar—. Seguramente el
armario ambulante nos haya dejado en la salida más cercana.
—¿La salida más cercana? —preguntó Anna—. Y ¿qué es un armario
ambulante?
—Si me acaricias te lo cuento —replicó Cosmo, saltando a sus brazos.
Anna suspiró y le rascó pacientemente las orejas.

—Un armario ambulante —siguió el gato— es un vehículo mágico.


Sirve para viajar entre distintos lugares, tiempos y universos. Entras
siempre por el mismo sitio, pero sales por puertas distintas. Y supongo que
Mr. Munchin lo programó para llegar a esa cabina telefónica.
—¿Será también un brujo? —pregunté.
—En cualquier caso, es un hombre muy raro —comentó Anna.
—¿Creéis que es un hombre? —preguntó Cosmo—. ¿No habéis visto
sus orejas puntiagudas?
—¡No querrás decir que es un gato! —exclamó Anna.
—Claro que no. —Cosmo arrugó la nariz—. Lo que yo creo es que
es…
No llegamos a saber lo que creía, porque en aquel momento alguien se
posó en mi cabeza.
No te asustes, era solo Mr. Rayo.
—¡Escuchad! —ordenó—. He echado un vistazo por el barrio y…
—Sí, ya lo sé —lo interrumpí—. Lo odias.
—Sí —admitió él con orgullo—. Pero también he encontrado la calle
que buscáis.
Uf, menos mal. Mi cuervo servía para algo que no fuera criticarlo todo.
Le di las gracias y le limpié cariñosamente las plumas. Luego despegó
y saltó de farola en farola para guiarnos. Al fin, después de dos o tres
manzanas, se posó en un cartel.
En la calle del Cerezo comenzaba el barrio más rico de Suncity.
No veas qué lujo. Menudas mansiones. Vaya jardines. ¡Y cuánta gente
elegante!
Y digo «elegante» por no decir «ricachona». Los señores fumaban
puros como garrotes y las señoras vestían abrigos de piel. Varias criadas
paseaban perritos y cochecitos de bebé.
Eso sí, todos nos miraban por encima del hombro. Hasta los perros.
—Cuidado, Mimifú —dijo una chica a su caniche, que llevaba un
abriguito de colores—. Esos críos podrían pegarte chinches. ¡Parecen
vagabundos!
—Ya, pues su chucho parece un árbol de Navidad —susurró Anna.
—Lo mejor será entregar el paquete cuanto antes y volver a casa —
opiné.
Mientras avanzábamos, Cosmo iba contando los números de los
portales: uno, tres, siete, once… Cada casa era más grande y lujosa que la
anterior.
—¡Ahí! —graznó Mr. Rayo, un poco más adelante—. Ahí está el
diecisiete.
Me sorprendió que no dijera «Lo odio». Sobre todo porque aquella
casa se lo merecía.
No parecía la de un mago famoso. Más bien era como un cardo
borriquero en un campo de rosas. Se veía vieja, escuchimizada y hasta un
poco torcida. Al tejado le faltaban tejas. A la fachada le faltaban ladrillos. A
las ventanas les faltaban cortinas.
Lo único que sobraba eran malas hierbas. El jardín parecía un
auténtico bosque. Y no bonito y agradable como los de Moonville. Este era
siniestro y aterrador.
«El Gran Petronini —decía sobre la puerta de entrada—. El mejor
mago del mundo.»
—Venga —protestó Cosmo, arañándola—. ¡Que yo no alcanzo a
llamar!
Yo sí, pero no sirvió de mucho. El timbre se descolgó de la pared nada
más rozarlo.
—Esto me da muy mala espina —dijo Anna, apoyándose en el
picaporte.
Al hacerlo, la puerta se abrió con un chirrido. Mi amiga cayó al suelo
entre una nube de polvo.
—Dichoso Petronini —gruñó, sacudiéndose—. A ver si voy a tener
que convertirlo en merluza.
—Yo ya lo odio —comentó Mr. Rayo.
Entramos todos en el vestíbulo, que estaba frío, oscuro y desierto.
—¿Hola? —pregunté—. ¿Señor Petronini? ¿Hay alguien?
Una voz profunda resonó al fondo de un corredor.
—Adelanteeeeee —dijo—. ¡Pasad sin miedo!
¡¿Sin miedo?! No te chives, pero se me habían encogido hasta los
dedos de los pies.
Avanzamos como un rebaño por las tinieblas del pasillo y así llegamos
a un salón iluminado por el fuego de una chimenea. ¡Había alguien
esperando de cara a las llamas!
No se le distinguía bien, pero era un hombre muy alto. Llevaba capa,
bigote y chistera de mago.
—Bu-buenos días —titubeé—. Venimos de la tienda Ojos de Tritón
para entregarle su pedido.

—Os estaba esperando —repuso el hombre misterioso, y alargó la


mano.
Entonces yo me adelanté y le entregué el paquete con pulso
tembloroso.
El Gran Petronini lo guardó bajo la capa, sonrió en la oscuridad, y
luego…
¡Luego se partió en dos! Lo que quiero decir es que su tronco pegó un
brinco y dejó a las piernas solitas. Yo pensaba que eso de dividir a la gente
solo lo hacían encima de un escenario.
—Por las verrugas de la bruja Piruja —murmuró Anna—. ¡Sí que es
un mago poderoso!
—No tan poderoso —maulló Cosmo, que ve mejor en la oscuridad—.
De hecho, ni siquiera es un mago. ¡Son solo dos mocosos!
—Un mocoso y una mocosa, si no te importa —dijeron las piernas.
Con una repentina sospecha, saqué mi varita para iluminar la
habitación.
Bingo. Todo había sido un simple truco. Los niños se habían subido
uno encima de otro para simular ser una persona adulta.
Bajo la capa de su disfraz, ambos llevaban un uniforme rojo y
amarillo. Y más caros que mi mugrienta bufanda. Debían de ser hermanos,
porque se parecían un montón.
—¿Qui-quiénes sois? —preguntó Anna.
—Todos nos llaman Truco y Trato —dijo el chico, que aún llevaba la
chistera puesta y un bigote postizo.
—¡Y somos los mejores repartidores de magia del mundo! —terminó
la chica.
—Por eso solo trabajamos para Magic Exprés —añadió el chico.
—¿Magic Exprés? —preguntó Marcus—. ¿Qué es eso?
—¿No conocéis Magic Exprés? —dijeron los dos a la vez, y de
inmediato empezaron a cantar:
Vale, estaba claro que Magic Exprés era una tienda más importante que
Ojos de Tritón. Hasta tenía un eslogan y uniformes. Pero eso no les daba
derecho a tomarnos el pelo.
—Pues yo soy Marcus Pocus —dije muy serio—. Y ahora devolvedme
ese pedido. Es para el dueño de esta casa.
Truco y Trato rieron escandalosamente.
—Creo que no lo han entendido, Truco —dijo la chica, guardando el
paquete en su mochila.
—Efectivamente, Trato —respondió su hermano, y sonrió—. Vosotros
no vais a entregarlo. Lo haremos nosotros en nombre de Magic Exprés. Así,
el Gran Petronini dejará una mala reseña en vuestra tienda… ¡y a partir de
ahora solo confiará en nosotros para sus encargos!
Aquellos chavales eran unos sinvergüenzas. Y digo «sinvergüenzas»
por no decir «caraduras».
—Contadle vuestro plan a mi varita —dije, empuñándola con fuerza.
—¡Y a la mía! —añadió Anna, poniéndose en guardia—. Hala, a ver lo
que hacéis ahora.
Lo que hicieron fue sacar sus propias varitas. Confieso que no
contábamos con eso.
Unos y otros nos miramos fijamente. El salón estaba silenciosamente
silencioso (como habría dicho Mr. Munchin). Aquello parecía un duelo del
viejo Oeste, pero con magia.
La cuestión era ver quién atacaba primero.
Entonces, sin querer, di un paso atrás y pisé la cola de Cosmo. El gato
pegó un maullido lastimero. Truco y Trato aprovecharon el momento para
lanzar sus varitas hacia arriba.
Las miré dar vueltas en el aire sin comprender… hasta que cayeron
otra vez en sus manos.
Ya no eran dos varitas. ¡Eran dos monopatines a juego con su
uniforme! Toma ya.
Hábilmente, los hermanos saltaron sobre ellos y echaron a rodar por el
pasillo.
—¡Hasta nunca, membrillos! —dijo Trato.
—¡Le daremos recuerdos al Gran Petronini de vuestra parte! —añadió
Truco.
—¡¡Eh, volved ahora mismo!! —ordené yo.
No sirvió de mucho. Más que correr, aquellos monopatines parecían
volar.
No lo parecía, es que volaban. Bueno, más bien flotaban dejando tras
de sí chorros de confeti. El confeti es muy bonito hasta que te golpea en
toda la cara.
—Ay —dijo Anna cegada—. ¿Dónde se han metido? ¡Cof, cof!
La pobre estaba tosiendo papelitos de colores.
—¡Los habéis dejado escapar! —nos regañó Mr. Rayo desde la puerta
abierta.
En efecto, todo lo que quedaba era un poco de confeti sobre los
arbustos.
Fuera, tras los edificios de Suncity, había empezado a atardecer.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Anna—. Mr. Munchin no nos
dejará regresar al presente sin haber cumplido el encargo. ¡Y el lunes
tenemos examen de Lengua!

—Cierto —suspiró Cosmo—. Y yo tengo que hacerme pis en tus


calcetines.
Mira que me he metido en líos en mi vida, pero nunca antes me había
quedado atrapado en el pasado. Esta vez, hasta a mí me costaba mantener la
sonrisa.
Desanimados, volvimos al salón. La chimenea se estaba apagando. Yo
cogí unos documentos de la papelera para avivar el fuego. Casi todo eran
cartas a nombre del Gran Petronini.
Entre ellas había varias facturas sin pagar. Al parecer, el mago tenía
muchas deudas.
—Ojalá supiéramos dónde está —murmuré—. Entonces podríamos
avisarlo de…
Me detuve porque acababa de descubrir algo interesante entre los
papeles.
Era el folleto arrugado de un teatro.

—¡Por las barbas de Merlín! —gritó Anna.


Creo que le gusta gritar ese tipo de cosas para sentirse como una
auténtica bruja.
El caso es que ya sabíamos dónde estaba el Gran Petronini. Aquella
misma noche tenía que actuar en el Teatro Maravillas. ¿Lo sabrían también
los hermanos Truco y Trato?
—Yo conozco ese teatro —murmuró Anna—. Mis padres iban a
menudo cuando vivíamos aquí.
—¿Y crees que sabrías llegar?
—Tal vez —respondió ella—. Pero está bastante lejos. ¿Cómo vamos a
adelantar a Truco y a Trato?
—¡Pedaleando! —dijo Cosmo con mucho misterio. Luego salió dando
brincos al jardín.
Allí entendí lo que quería decir el gato.
Apoyada en un árbol había una vieja bicicleta roja de paseo. Debía de
pertenecer al mago. Estaba medio oxidada y sucia de barro.
Nada que un trapo y un hechizo Levantaculos Cósmico no pudieran
solucionar.
¿Recuerdas que dije que en Suncity no quedaba sitio para la magia?
Bueno, pues me equivoqué. Resultaba bastante mágico volar entre los
rascacielos al atardecer. Aunque también un poco incómodo. Mis piernas
eran demasiado cortas para aquellos pedales. Menos mal que Loreta no
podía verme.
—¡Por allí! —gritaba Anna, como la capitana de un barco. Estaba
orgullosa porque había logrado hechizar la bici a la primera. Menos mal.
Temí que la convirtiese en una merluza con sillín.
—¡Más alto! —maullaba Cosmo desde el manillar—. Podrían vernos
desde abajo.
Bah, no había peligro. En la ciudad, la gente está demasiado ocupada
para mirar al cielo.
—¡Ahí está el teatro! —exclamó al fin Mr. Rayo—. ¡Argh, creo que ya
lo odio!
Pues a mí me pareció impresionante. Sobre todo porque estaba
iluminado de arriba abajo con docenas de bombillas. Sobre la entrada
principal había un cartel con letras enormes: «G AN ES C ÁCU DE MA A Y
FA T ÍA».
—Vamos mejor por la puerta trasera —sugirió Anna.
Le hice caso y aterricé detrás del edificio, en un discreto callejón. Allí
se encontraba la entrada para artistas y trabajadores del teatro. ¡Y además
estaba abierta!
Pero no te hagas ilusiones. Al otro lado nos recibió un conserje con
cara de malas pulgas.
—¿Dónde creéis que vais, golfillos? —preguntó, mirando nuestras
ropas.
—Pues… —empecé yo.
—Somos los sobrinos del Gran Petronini —saltó Anna—. Venimos a
traerle una cosa que ha olvidado. Algo muy importante que necesita para su
número de magia.
—¿Ah, sí? —se burló el hombre—. ¿Es que va a sacar de la chistera a
ese gato piojoso?
—Piojosa será su abuela —gruñó Cosmo. Menos mal que solo
nosotros podíamos entenderlo.
—No —repuse yo, sacando mi varita mágica—. Es que se ha dejado
su varita.
El hombre examinó con asco la pluma de cuervo que adornaba su
punta.
—¿Esta porquería? ¿Y para qué la necesita?
—¡Para echar la siesta! —gruñí yo, y luego recité de carrerilla un
conjuro Serenidad Máxima.
De inmediato, el antipático conserje se quedó frito. Nadie llama
«porquería» a mi varita.
Tras su garita había una escalera que bajaba a la zona de los
camerinos. Por allí nos escurrimos de puntillas. Olía a sudor y a maquillaje
barato.
—Mirad —dijo Anna—. En la puerta de los camerinos está el nombre
de cada artista.
Nervioso, fui leyéndolos en voz alta: la adivina Madame Olga, el
misterioso Fu Lin Chú, el forzudo Quebrantahuesos… Al fin, sobre una
puerta roñosa, vi escrito «EL GRAN PETRONINI».
No había tiempo que perder, así que golpeé la puerta y entré sin
esperar respuesta.
Por un momento, pensé que Truco y Trato intentaban engañarnos de
nuevo, ya que el hombre del camerino se veía tan alto y flaco como los dos
hermanos a caballito.
Luego me di cuenta de que su cara era la de un señor mayor y
asustado.
—¿Ya es hora de salir a escena? —preguntó con voz temblorosa—.
¡Aún no estoy listo!
Creo que lo de «el mejor mago del mundo» era una gran exageración.

—Tranquilo, señor Petronini —repliqué—. Venimos de la tienda Ojos


de Tritón.
—Ay, por fin. —Al sonreír, su bigote postizo se torció—. No pude
esperar más tiempo en casa porque tenía función, pero veo que leísteis la
nota que colgué de la puerta.
Nosotros no, pero ¡seguro que Truco y Trato la habían visto y estaban
de camino!
—Traéis mi pedido, ¿verdad? —murmuró el hombre.
—Pues… —murmuré otra vez, sin saber cómo empezar.
—¡Nos lo han mangado unos hermanos chorizos! —gritó Anna. Qué
capacidad para resumir.
El mago se volvió hacia el espejo. Le temblaba el bigote y parecía a
punto de llorar.
—Lo sabía —murmuró—. Nada puede salirme bien jamás…
—Perdónenos —murmuré apenado—. ¿Era muy importante el paquete
que estaba esperando?
—Ah, ¿no sabéis de qué se trataba?
Entonces se quitó la chistera y del interior sacó un mazo de cartas muy
roñosas.
—Yo siempre trabajo con naipes —suspiró—, pero mirad lo que
ocurre con estos.
El mago barajó las cartas durante unos segundos. Luego hizo un pase
mágico y entre sus dedos apareció la reina de corazones. Creo que esa es la
carta más famosa de la baraja.
La más famosa y la más grosera, porque al vernos sacó la lengua… y
nos hizo una pedorreta.
—¿Lo veis? —gimió el mago—. ¡Ahora todos me llaman el Gran
Pedorrini!
Grandes lagrimones le caían por la cara, arrastrando todo su
maquillaje.
Al parecer, el mago había heredado aquella baraja mágica de su
familia. Pero era tan vieja que sus poderes llevaban semanas fallando.
Además de hacer pedorretas, los naipes se escondían, se echaban a dormir o
explotaban en el momento más inoportuno.
—Por eso ya nadie me aplaude —suspiró el hombre—. Estoy casi
arruinado y la dueña del teatro amenaza con echarme… ¡Ni siquiera tengo
dinero para arreglar mi casa!
Yo creo que dijo «arreglar» por no decir «tirarla y levantarla de
nuevo».
—¡Cuernos! —masculló Mr. Rayo—. Me da tanta lástima que ni
siquiera puedo odiarlo.
—Llevo meses ahorrando para comprar una nueva baraja —siguió el
mago—. Y cuando por fin me decido a encargarla en vuestra tienda…
Sí. Cuando por fin se decidía a encargarla, nosotros nos la dejábamos
robar.
—Esta noche volveré a fallar y me despedirán —gimió el Gran
Pedorrini.
Perdón, quise decir el Gran Petronini.
El mago se sonó la nariz en una ristra de pañuelos que sacó del
bolsillo. Mientras, un timbre resonó por el teatro. Era la señal de que pronto
comenzaría la función.
—Ahora dejadme, por favor —sollozó el hombre—. Debo prepararme
para salir a escena.
Pues iba a pasar un rato escurriéndose las lágrimas del bigote.
—Y todo por culpa de Truco y Trato —gruñí una vez fuera—. ¿Dónde
se habrán metido?
—No tardarán —dijo Anna—. Vendrán a llevarse el mérito por la
entrega.
—Sí, pero para entonces ya será tarde —repliqué yo—. ¡Además,
somos nosotros los que tenemos que hacer el reparto! Si no, Mr. Munchin
no nos dejará volver al armario.
—Y ¿cómo lo hacemos? —preguntó Anna—. Esos Truco y Trato
parecen muy hábiles.
Tal vez, pero nosotros teníamos más estilo.
—A mí se me ocurre una idea —maulló entonces Cosmo.
—¡¿Cuál?! —preguntamos Anna y yo a la vez.
—Bueno —sonrió el gato—, si queréis que os la diga…
Con un suspiro, los dos nos pusimos a acariciarlo. Menudo morro tiene
el minino.
Él nos explicó su plan sin dejar de ronronear.
Cinco minutos después estábamos los cuatro en la puerta del teatro.
Algunas personas hacían cola para el espectáculo. Nosotros mirábamos a
izquierda y derecha, impacientes.
—¡Allí! —graznó por fin Mr. Rayo.
Dos borrones de colores se acercaban velozmente desde el fondo de la
calle. Eran Truco y Trato, y venían deslizándose en sus monopatines.
—Mira, hermanito —sonrió Trato al vernos—. No sabía que en este
teatro actuasen payasos.
—Unos payasos muy rápidos —gruñó Truco—. ¿Cómo habéis llegado
antes que nosotros?
—Eso no os importa —gruñó Anna—. Ahora devolvednos el paquete.
—Ja —rio Trato—. Y si no, ¿qué?
—Si no —amenacé yo—, os obligaré a hacerlo con uno de mis
poderosos encantamientos.
De la risa, los hermanos casi se caen de sus monopatines.
—Nos encantaría ver a un brujo de pacotilla hacer algo así —dijo
Truco.
Entonces saqué mi varita mágica de debajo del abrigo.
—Vosotros lo habéis querido —murmuré, y luego empecé a recitar—:
Chuncu Funcu Trucutrú… Chuncu Funcu Trucutrú… Chuncu Funcu
Trucutrú.
Repetí esas tres palabras sin dejar de hacer aspavientos con la varita.
La gente de la cola reía con disimulo. Truco y Trato igual, pero sin
disimular. Directamente se doblaban de la risa.
De mi varita no salió ni una chispa ni media.
Al fin los hermanos se cansaron de carcajearse y Trato sacó el famoso
paquete de su mochila.
—Basta de tonterías —masculló—. Venga, Truco, terminemos el
encargo.
Luego se dirigieron al teatro con el pedido en la mano. Lo que no
sabían es que aquello no era la baraja mágica.
Mientras yo hacía el tonto para entretenerlos, Mr. Rayo les había dado
el cambiazo.
Ahora el auténtico paquete lo teníamos nosotros. En el otro solo había
un montón de publicidad de El Rey de Champiñones.
Nuestra profe, Madame Prune, suele decir que más vale tener astucia
que magia. Y tiene razón.
—Chuncu Funcu Trucutrú —dije con una sonrisa triunfal.
—¡Rápido! —dijo Anna, volviendo a los camerinos—. Hay que encontrar
al mago antes que ellos.
Eso no sería difícil. Sobre todo porque justo al salir habíamos
cambiado los letreros de las puertas. Ahora en la del mago decía «El
forzudo Quebrantahuesos».
Y en la del forzudo, «El Gran Petronini».
Truco y Trato se iban a llevar una buena sorpresa al entrar. Una
sorpresa llena de músculos. Ojalá el fortachón los tuviera entretenidos un
buen rato.
Mientras tanto, nosotros llegamos hasta el camerino correcto, entramos
de puntillas y…
Y lo encontramos vacío. Allí dentro no quedaba ni el bigote postizo.
—Hemos llegado tarde —se lamentó Cosmo—. Ya habrá subido a
escena.
—¡Media vuelta! —exclamé yo.
Salimos y recorrimos el interior del teatro. Y cuando digo «el interior
del teatro» quiero decir «un laberinto oscuro y lleno de cucarachas».
Al final aparecimos detrás del escenario, entre los decorados. Los
focos ya estaban encendidos y una voz resonaba por los altavoces.
—Y ahora tenemos el honor de presentarles al Gran Pedorr…, ejem…,
¡al Gran Petronini!
Oh, oh. La función ya había empezado. Sin perder un segundo, nos
asomamos por un lado del telón. Allí estaba el mago, sudando la gota gorda
a la luz de un foco. Había sacado sus naipes estropeados de la chistera y los
barajaba con manos temblorosas.
El público lo observaba, esperando que hiciera algo con ellos.

—¿Y ahora qué? —susurré—. ¡No podemos entregarle el paquete


delante de todos!
—Dejadme a mí —murmuró Cosmo.
El gato tomó la nueva baraja con la boca. Luego levantó una garra y
abrió un arañazo luminoso en el aire. Así es como crea rendijas para
teletransportarse.
Luego saltó al interior de la luz… ¡y apareció un segundo después en
la chistera de Petronini!
El público aplaudió, bastante sorprendido. Aunque no tanto como el
propio mago.
Fue entonces cuando vio lo que Cosmo le traía. Enseguida dejó a un
lado su vieja baraja y cogió las cartas nuevas. Estas resplandecieron al tocar
sus manos.
Y luego… empezó a hacer magia con ellas.
Los naipes volaban, giraban, aparecían y desaparecían a su antojo. Tan
pronto los hacía flotar entre sus dedos como salían disparados de su
bolsillo. Ahora sí parecía el mejor mago del mundo.

La gente aplaudía a rabiar. Al él se le cayó el bigote de tanto sonreír.


—Es impresionante —dijo Cosmo, otra vez junto a nosotros.
—Mucho —susurró una voz—. Pero no tanto como el maleficio que
os vamos a echar.
Con una repentina sospecha, nos volvimos lentamente hacia atrás.
Bingo.
Truco y Trato nos habían encontrado. Y ya no parecían tener ganas de
bromas.
—Voy a enseñaros a no cambiar los letreros de los camerinos —dijo
Truco.
—Y yo a no robar a dos honrados ladrones —añadió Trato.
—¡Pues yo os enseñaré el trasero! —graznó Mr. Rayo, saliendo
disparado.
Los demás seguimos su ejemplo. Aunque, como no sabemos volar,
tuvimos que conformarnos con saltar al patio de butacas. Truco y Trato
corrieron tras nosotros.
El público se partía de risa, pensando que aquello era parte del
espectáculo.
Al fin llegamos al galope a las puertas del teatro. Los dos hermanos
nos iban pisando los talones.
—No hay donde esconderse —dijo Anna, jadeando en mitad de la
calle.
—Espera —repliqué yo—. ¡Mirad eso!
Vale, solo era una simple alcantarilla, pero el borde de su tapa brillaba
con un resplandor dorado. Parecía como si una luz nos llamara desde el
interior.
—Una puerta —opinó Cosmo—. Mr. Munchin ha abierto una puerta
para volver al armario.
—¡Todos abajo! —graznó Mr. Rayo.
Entre Anna y yo levantamos con esfuerzo la pesada tapa de hierro. El
brillo del otro lado era tan fuerte que nos hacía daño en los ojos.
—Allá voy —dijo Cosmo, zambulléndose en aquella claridad.
Anna siguió a su gato, y Mr. Rayo fue detrás. Al fin, cuando ya iba a
lanzarme yo también…
—Tú te quedas, Marcus Mocus, o como te llames.
La malvada Trato acababa de atraparme… y el odioso Truco me
apuntaba con su varita.
—Creo que voy a convertirte en un paquete —dijo—. Y luego te
repartiremos en medio del desierto.
Sin dejar de sonreír, Truco comenzó a murmurar su maleficio.
Quise hacer algo, pero estaba perdido en el pasado. Nadie ni nada
podían salvarme.
Nada… excepto mi bufanda. Casi me había olvidado de ella.
De pronto, la prenda se deslizó por mi cuello como una culebra. Una
culebra que desvió la varita de Truco en el momento justo. Su rayo de
magia salió disparado contra una farola.
Un vendedor de salchichas que pasaba por allí chilló y salió corriendo
con su carrito. Yo aproveché la confusión para saltar también a la
alcantarilla.
—¡Ya estoy dentro! —grité, por si mis amigos podían oírme—.
¡Cerrad la puerta!
—¡Nos las pagarás, Marcus Memus! —oí gritar a uno de los
hermanos.
No sé a cuál, porque yo ya estaba pegando botes. Viajar en armario
ambulante es peor que montar en un autobús con las ruedas cuadradas.
Abracé la bufanda, apreté los ojos… y no los abrí hasta que todo dejó
de dar vueltas.
Casi los cierro otra vez al ver a un conejo que me miraba fijamente.
Falsa alarma. Solo era Mr. Munchin.
El anciano estaba asomado al interior del armario, y yo, encogido en
un rincón.
—¿Lo ves? —gruñó él, quitándome la bufanda—. Ya te dije que
Wanda te sería útil.
No respondí. Bastante tenía con ponerme de pie para salir del mueble.
En la trastienda me esperaban Anna, Cosmo y Mr. Rayo, pero también
había otro niño al que no conocía de nada. Tenía las orejas acabadas en
punta y la piel muy pálida, llena de pecas.

—Este es mi nieto —explicó Mr. Munchin—. El que me ayuda a


repartir los repartos.
—Me llamo Bubu —sonrió el chico, que parecía mucho más simpático
que su abuelo.
—¡Te llamas Bubuligurkin! —lo corrigió el anciano.
Ostras. Eso no parecía un nombre, sino un maleficio.
—Bueno —el chaval parecía avergonzado—, pero me llaman Bubu.
Siento que hayáis tenido que hacer ese viaje en mi lugar.
—¡No sientes nada! —lo volvió a reprender su abuelo—. Tenían que
pagar su deuda y punto.
—Sí —suspiró Anna—. Pero no sabemos qué fue del Gran Ped…
Petronini.
Mr. Munchin resopló con desgana y rebuscó una vez más en el
armario.
—¿Te basta con esto? —preguntó, mostrando un periódico que se
deshacía de puro viejo.
¡Claro, como que era del año 1932!

A pesar del susto, no pude evitar reírme. Al final, el mago había


elegido Pedorrini como nombre artístico. También había reparado su casa.
En las fotos del reportaje parecía una lujosa mansión.
—Bueno —gruñó el anciano—. Y ahora… ¿pensáis salir por la salida
o qué?
Confieso que sentí algo de pena cuando cogimos a nuestras mascotas y
abandonamos la tienda.
Es lo que tienen los líos: uno acaba cogiéndoles cariño.
Ya en el callejón, miré al cielo oscuro de Suncity y exclamé:
—¡La luna no se ha movido! Supongo que el tiempo pasa de otro
modo dentro de ese armario.
—Menos mal —suspiró Anna—. Cosmo y yo tenemos que volver a
casa, ¿verdad?
El gato respondió… con un simple maullido.
Bingo. Habíamos perdido la capacidad de entender a nuestras
mascotas. Bueno, casi. Estoy seguro de que los graznidos de Mr. Rayo
significaban: «Vámonos ya, odio este sitio».
Sin embargo, justo en aquel momento alguien salió de Ojos de Tritón
para buscarnos.
Era el pequeño y tímido Bubu.
—Eh, ¿volveréis por aquí? —preguntó.
—Muy gracioso —contesté—, pero no creo que a tu abuelo le haga
mucha ilusión.
—Bueno, es un poco gruñón —admitió Bubu—, pero le habéis caído
bien.
Ostras, ¿y qué haría con la gente que le caía mal?
—Es que soy nuevo en la ciudad y no conozco a nadie —suspiró el
niño—. ¡Podríais ayudarme a repartir! Vosotros me explicáis cosas de
Suncity y yo os cuento cosas de los elfos del bosq…
De pronto, el niño se tapó la boca como si hubiera metido la pata.
—Espera —dijo Anna—. ¿Has dicho elfos?
¿Tu abuelo y tú sois elfos? ¿Venís del bosque?
¡Claro! Las orejas puntiagudas, los dientes de conejo, la extraña forma
de hablar…
—Espera, Anna —dije, guiñándole un ojo—. Creo que esto se merece
otro lío.
Decididamente, la magia se esconde donde menos lo esperas. Incluso
en Suncity.
Marcus Pocus 1. Magia a domicilio
Pedro Mañas y David Sierra Listón

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© del texto: Pedro Mañas, 2022


© de las ilustraciones: David Sierra Listón, 2022
© Editorial Planeta, S. A, 2022
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
infoinfantilyjuvenil@planeta.es
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2022

ISBN: 978-84-08-26107-0 (epub)

Conversión a libro electrónico: Acatia


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