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Dr.

Miguel Ángel Barriola Pbro


Para: Soleriana (Revista de la Facultad de Teología del Uruguay 'Mons. Mariano
Soler')
Año XXVII - Nº 18 - (2002/2, Julio - Diciembre) págs.263 -269.
Horacio Bojorge, Teologías deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto.
Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 380 págs.
“Todo el que desee interiorizarse en un pensamiento, que tuvo vasta repercusión entre los
católicos uruguayos, en Latinoamérica (sobre todo en el gran amigo de Segundo, G.
Gutiérrez) y otras latitudes, debería compararlo con las réplicas que se encuentran en el
cuidadoso estudio de Bojorge, para poder apreciar una trayectoria, más allá de meras
simpatías, aplicando el oído también a otras campanas”.
A cuatro años del fallecimiento de Juan Luis Segundo, jesuita y fecundo escritor uruguayo,
Horacio Bojorge, miembro también de la Compañía, oriundo del mismo país, y autor de
numerosas publicaciones, ofrece en la obra que presentamos, un cuidadoso y cabal análisis
de las principales posturas teológicas de su cofrade.
Además de la amplia producción de Segundo, editada en Uruguay, Sudamérica, EE. UU. y
Europa, es asimismo conocido el aplauso y aprobación con que ha sido elogiada por
tradicionales adversarios de la Iglesia católica, especialmente en Montevideo.
El hecho podría ser saludado como un relevante logro “ecuménico” después de superar
proverbiales distanciamientos. De tal forma Segundo habría hecho triunfar al diálogo
sobre el anatema.
No es tal la consecuencia que se desprende al leer el estudio crítico de Bojorge, que, desde el
mismo título, está indicando que la “teología”, como se la suele entender en la tradición
católica, ha sido transmutada de tal forma por Segundo, que acabó desfigurándose en un
afán autodestructor, “suicida”, por haber llegado a ser “deicida”, es decir: tergiversador de
su mismo objeto de reflexión: Dios.
Es que el diálogo se torna amorfo, cuando alguno de los interlocutores de tal modo anhela
mimetizarse con el otro, que va perdiendo los contornos propios. En efecto, por querer
congraciarse con los demás, es frecuente que se ceda tanto a los gustos provenientes de
tiendas diferentes, que se evapora la solidaridad con las propias filas.
Lamentablemente es lo que Bojorge (con muchos otros, ampliamente citados en “Teologías
deicidas”) patentiza con innumerables ejemplos tomados de las obras que somete a
revisión.
De la reflexión de Segundo, expresamente dirigida a “creyentes en crisis” o “ateos en busca
de Jesús” (sin abandonar su incredulidad), surge tanto la preocupación muy evangélica de
llegar a los alejados del rebaño cristiano o católico, como, simultáneamente, en este caso, un
hiriente menosprecio para con lo más sagrado y medular de la fe a la que dice adherir.
El primer intento no arrastra consigo inexorablemente al segundo, pues, de lo contrario,
habría que entonar el requiem para todo intercambio fructuoso. El hecho es que el talante
con que Segundo acomete la empresa desencadenó un terremoto para las bases de la fe, que
decía representar.
Encandilado por el “siglo de las luces”, enredado en el mito del oscurantismo medieval
(deglutido sin la menor reserva), enrolado tras el subjetivismo kantiano, rendido cultor de
“la modernidad” y hasta de sus métodos más chirles, producidos por las híbridas
amalgamas del “modernismo cristiano”, terminó Segundo rindiéndose ante el cambiante
ídolo de la historia, cuyo último avatar, durante su vida, fue el marxismo, también
ampliamente bienvenido en su horizonte.
El autor uruguayo echó al olvido la certera visión de otro gran “dialogante”, en contacto
con diferentes corrientes del pensamiento, pero dotado igualmente de osatura propia,
Romano Guardini, quien terciaba con todos, sólo que sin jamás desdibujar el perfil
católico. Y bien, el teólogo ítalo – germano tuvo la valentía de escribir en algún lugar: “La
Iglesia nunca podrá estar de moda, porque las modas pasan, pero ella no”.
Bojorge fotografía con acierto el ánimo diametralmente opuesto de Segundo, cuando
escribe: “El olvido de la filosofía del primado del ser y la costumbre de dar por descontado
su caducidad, sin necesidad de pruebas, han sido la causa de que hoy, bajo el influjo del
marxismo y del neoiluminismo, la idea de revolución contrapuesta a las de conservador,
reaccionario o restauracionista, haya sido elevada al rango de categoría filosófica, hasta el
punto de sustituirse de hecho a las de «verdadero» y «falso». Hoy es más importante que
una cosa sea actual a que sea verdadera. La pregunta es si «está de moda» o si «ya fue»”
(201 – 202).
La perspicacia, profundidad y riqueza de los sondeos de Bojorge son tales, que no
consienten a una reseña más que un somero subrayado de los frentes más notorios,
invitando a los futuros lectores a no privarse de una confrontación seria y abundante en
penetrantes radiografías, que sacan a la luz artimañas y sofismas ocultos detrás del estilo
brillante de Segundo.
Este no hace otra cosa que exacerbar las posturas modernistas, ya ampliamente
denunciadas y condenadas por San Pío X°. En tal perspectiva, la fe no sería adhesión a una
propuesta objetiva, que proviene desde el exterior, del mismo Dios, sino la modulación
cambiante del sentimiento religioso interno.
Llegando al fondo de este “actualísimo” rebrotar de algo tan antiguo como Heráclito (ver:
163), Segundo exterioriza su alergia contra la “filosofía perenne” (161), aclarando, por eso
mismo que las categorías de pensamiento que empleará “no procederán de la ingenua
creencia de que tales filosofías durarán más que otras o serán perennes” (177, n. 23).
Ante tales malabarismos, surge irrefrenable el asombro: ¿a qué fin, entonces, ofrecer algo
tan efímero y sobre todo, para qué acudir a Hegel (como lo hace con rendida admiración
Segundo), cuando el pensador alemán, con “modestia «muy» aparte”, afirmó que la
filosofía estaba llegando en la suya al fin de la evolución del Espíritu absoluto (161 y 177, n.
24)?
No obstante, y, superando toda lógica, Segundo aspira a que su acción lo sobreviva en sus
obras (156). Inevitablemente, se pregunta uno cómo podrá realizarse tal deseo, luego de
haber rendido constante culto a “Jrónos”, el dios voraz de sus propios hijos.
Desde semejante núcleo, condimentado con atuendos gnósticos, se pasa revista a diferentes
convicciones cristianas y católicas, a las que no se arroja por la borda, aunque se las vacíe
de su contenido esencial, para rellenarlas con otros más digeribles para el mítico “hombre
de hoy”(224 – 228).
Sirva de ejemplo la “infalibilidad” del magisterio eclesial. Reeditando posturas de H. Küng
(145), Segundo ve la inmunidad de error, con que el Espíritu asiste los pronunciamientos
doctrinales, no en que sus contenidos estén exentos de error, sino en que, a pesar de yerros
patentes a lo largo del camino, se sigue buscando (72 – 73).
En tal caso, ¿en qué se diferenciaría esta tarea de la común y corriente, llevada a cabo en
todo tipo de pedagogía? Y, desde lo más hondo, aflora la sospecha: ¿cómo se explican, en
tal caso, las solemnes promesas de Cristo acerca del acompañamiento “divino”, diverso de
la providencia general, si no es posible percibir en la historia del dogma un resultado
cualitativamente superior al de cualquier otro procedimiento de investigación?
A propósito, se nos vuelve imperioso señalar al lector el paciente y sagaz
desenmascaramiento llevado a cabo por Bojorge sobre un texto, donde Segundo descarga
su acibarado descrédito contra un pronunciamiento de S. Pío X°, que, tal como él lo
presenta, fuera de su trama más amplia y, hasta falsificando frases, repugnará a los esprits
forts, que repudiarán al papa y aplaudirán al valiente profeta “católico” que se le opone.
Segundo llega al colmo de presentar como “despótico” el acto pontificio que aboga por la
libertad de la Iglesia francesa. Similares “posturas valientes”, a costa de manipulaciones
varias, saca a la luz Bojorge en la apreciación que Segundo brinda del Syllabus del beato
Pío IX° (119 – 122). En referencia, a este mismo acto magisterial y con muy buen tino, trae
Bojorge a colación los comentarios de otro ilustre uruguayo, Mons. M. Soler, mucho más
“actual” y centrado que las “sospechas modernas” de Segundo.
Hoy en día, cuando casi nadie lee, ni se entrega al arduo trabajo de cotejar fuentes, la
ayuda que aporta Bojorge es un bienvenido entrenamiento, para que una sincera
confrontación, alejada de juegos de sensibilidades heridas, capillismos, o cultos de
personalidad, disponga de instrumentos aptos para poder guiarse con conocimiento de
causa y no sólo a fuerza de golpes propagandísticos. Ya muchos habían advertido que, para
calibrar el modo en que Segundo utiliza los textos, es siempre aconsejable consultar “todo”
el contexto.
Parecida fluidez fofa y acomodaticia atribuye el autor uruguayo a la misma Sagrada.
Escritura: ”Hoy hemos tomado conciencia – insiste Segundo - de que la expresión de la fe
(y la Biblia en cuanto expresión de la fe) no se agota con una determinada concepción del
universo y del hombre”(255).
Lo impreciso de la afirmación es desarmante, porque nadie negará la existencia de material
condicionado por las distintas épocas en la Escritura, pero, en ningún momento se notifica
sobre la presencia de hitos salientes e insuperables en la historia de la salvación. Los siglos
caducos, albergan no menos en su seno a “la plenitud de los tiempos”(Gál 4, 4), en la que
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para cambiarnos en “hijos de Dios”. También en la
historia transitoria se dio a conocer la revelación que no perece: “El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35).
Ante tales posturas da que pensar este párrafo de Bojorge: “Del manejo que hace Juan
Luis Segundo de la autoridad de la Escritura y del Magisterio, puede decirse lo que dijo el
rabino Abraham Heschel a un grupo de teólogos en una conferencia sobre el futuro de la
teología: «Siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a
la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de
nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejar que nos enseñe sus categorías
esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de
ellas»” (62 y 70, n. 42). De ahí que merezcan una reflexión a fondo las más que justas
reservas de Bojorge a los conceptos de Segundo sobre “revelación”, “inspiración” y
“hermenéutica”(71 – 77).
Munido de un instrumental tan acomodaticio, aborda Segundo temas centrales de la fe
cristiana, como Cristo y su Iglesia.
En cuanto a Jesús, habría que preocuparse más bien por “los valores” que aporta y no
tanto de su persona misma. Por enésima vez, se delata aquí también, la desazón de Segundo
ante la fe cristiana, a la que califica de “idolatría”, aún cuando llegase a confesar a Cristo
como Mesías y Dios, en caso de que no se la “justifique”por su incidencia en los urgentes
cambios sociales. ¿Es tan descabellado pensar en que lo uno ha de ir unido a lo otro, sin
necesidad de una disyuntiva excluyente? ¿Tendrá todavía algún sentido para el “cristiano
adulto”, propiciado por Segundo, la pregunta de Jesús: “¿De qué le vale al hombre ganar
todo el mundo, si pierde su vida?”(Mt 16, 26)? (237; 292 – 293). ¿Goza de algún valor la
entrega de los mártires a la muerte, sin haber obtenido cambio alguno, sociológicamente
hablando, durante tres trágicos siglos?
Segundo llega a sentenciar: “¿Qué nos separa del ateo que busca sinceramente?
Nada”(361). Bojorge somete aquí a exigente discernimiento las acrobacias de Segundo, que cree
poder cubrirse con comentarios del mismísimo Agustín. Asistimos a una supersimplificación,
pues, si lo único que interesara al cristiano fuera la revolución política intramundana, vaya y pase
tamaña afirmación. Pero, en tal caso, se ha distorsionado monstruosamente al evangelio,
achatándolo a ras del suelo. Sólo la vida eterna relativiza tanto el ansia desmedida e injusta de
riqueza, como litigios que tengan por base aunque sea una pequeña herencia (Lc 12, 13 - 21).
Otro tema deficitario desde siempre en la producción de Segundo ha sido su aproximación
al ser, función y misterio de la Iglesia. Es digna de todo elogio su insistencia en la voluntad
salvífica universal de Dios. Pero el hecho es que el mismo Señor de la historia dispuso que
tal beneficio fuera distribuido a través de la Iglesia.
Acuciado por el panorama de tantos millones, antes y después de Cristo, que jamás han
tenido idea del “medio de salvación eclesial”, echa mano a un concepto de Iglesia que roza
el gnosticismo (313 y ss.). Los cristianos están fatalmente condenados a ser una ínfima
minoría, lo cual no quitaría que “masas” y ”multitudes” obtengan igualmente el fruto de la
redención de manera implícita, sin percatarse de ello, a fuerza de pura buena voluntad y
dentro de los esquemas del “cristianismo anónimo” según K. Rahner, que Segundo lleva a
consecuencias inaceptables.
En “pura lógica” (giro frecuentísimo en la pluma de Segundo), dado que ya todo el mundo
puede orientarse hacia la salvación, la función de la Iglesia, comunidad esencialmente
restringida, no será partir en busca de otras ovejas para el único redil (Jn 10, 16), con el fin
de que se salven (Mt 28, 19 – 20; Mc 16, 16), sino la de “pensar” expresamente lo que viven
grosso modo las muchedumbres.
Bojorge pone de manifiesto contradicciones patentes que de ahí se siguen, dentro del
sistema mismo de Segundo y, sobre todo, comparando su enfoque de Iglesia con el de Cristo
y el del Magisterio, especialmente en el Vaticano II°.
Así, por ejemplo, concediendo generosamente fermentos inconscientes de salvación a las
inmensas mayorías, por otro lado no puede ocultar su visceral aristocratismo, acompañado
siempre de su inseparable sombra: la desconfianza ante actitudes “populares”. Apunta
Bojorge al respecto: ”Es posible considerar con un cierto humor que Juan Luis Segundo, al
que hemos visto dispuesto a sacrificar la identidad de la Iglesia en aras de elastizar sus
fronteras para que la Humanidad entera pudiese considerarse Iglesia salvada sin necesidad
de imposibles conversiones, haya sido un pensador elitista y reticente frente a «las masas»”.
El carácter elitista de su doctrina es un rasgo, derivado del anterior, que denota el talante
de su pensamiento: el menosprecio de los creyentes poco instruidos, su prejuicio contra lo
que él llama «el cristiano común», el desprecio de la plebs, y el esfuerzo por crear una élite
ilustrada, instruida, que sería la verdadera Iglesia minoritaria, la cual resultaría hostil a la
tradición así como prescindente y aun opuesta al Magisterio establecido por Cristo.
Juan Luis Segundo no demuestra tener mayor esperanza en el futuro de la Iglesia «pueblo
de Dios». Subyace a su pensamiento una visión negativa de la Iglesia tal como es – y a la
que él suele referirse con nombres que a todas luces no parecen serle simpáticos:
«institución», «jerarquías eclesiásticas», «mayorías cuantitativas» -. Juan Luis Segundo
parece ser portador de una profecía sombría acerca del futuro, numérico e histórico de la
Iglesia como pueblo multitudinario, que es decir: humanidad futura. Esta desesperanza se
nutre de un juicio negativo acerca de la vida de fe del pueblo católico (315 – 316).
Un severo y acertado diagnóstico frente a tal visión de Segundo, animada de un distante
desdén por los amores más entrañables del pueblo cristiano, sencillo, pero favorecido por la
oración exultante de Cristo (Mt 11, 25 – 30; Lc 10, 21 – 22) por los “pequeños”, es el que
desarrolla Bojorge, al desentrañar los juicios y presupuestos con los que Segundo
menosprecia y tergiversa la devoción de los indígenas mexicanos a Ntra. Sra. De
Guadalupe (33 – 34; 189; 323).
Igualmente oportuna es la ajustada exégesis a que Bojorge somete la escena del “juicio de
las naciones” (Mt 25, 31 – 46), verdadero y perpetuo “caballito de batalla” en la estrategia
argumental de Segundo (desde 1962), para sostener su generosa oferta de salvación
secularista a “todo buen ateo”, con tal que dé cauce a sus propensiones filantrópicas, sin
preocupación alguna por confesar a Cristo expresamente en el seno de su esposa, la Iglesia
(77 – 91).
En conclusión, aconsejamos vivamente la lectura atenta y reposada de los sondeos críticos
de Bojorge. Son fruto de un trabajo leal, a la vez que doloroso, ya que se trata de la
caudalosa producción de un hermano suyo en la Compañía de Jesús. Obra, además,
ampliamente celebrada y aplaudida por renombrados centros políticos montevideanos,
proverbialmente prevenidos frente a Iglesia católica.
Pero, Bojorge no se deja apabullar. Por eso finaliza con el célebre proverbio: “Amicus
Plato, sed magis amica veritas”, que aboga por la solidez objetiva, antes que por acuerdos
basados en la mera fascinación personal; de modo que, si es saludable el “diálogo” con
posiciones diferentes, el supuesto básico de tales intercambios ha de ser siempre la propia
identidad, lealmente aceptada y propuesta, so pena de someter a engaño al interlocutor, que
podría figurarse, en este caso, que “toda la Iglesia” está representada por los tonos
halagüeños de “este” concreto individuo. Y, si bien Segundo no esconde sus sarcasmos
contra las “cúpulas eclesiales”, quienes los secundaron con sus más que benignos
“imprimatur”, no menos estuvieron ilusionando a los de otros frentes, como si las posturas
que apoyaron o toleraron en Segundo fueran las genuinas de la Iglesia toda.
Segundo escribió copiosamente en una revista llamada “Perspectivas de Diálogo”; pero
poco y nada entró en conversación con quienes discreparon con sus tesis , al sentirlas como
gravemente atentatorias contra el meollo mismo de la fe (116; 333 - 334). Se desentendió del
Magisterio, al que ha de obedecer todo miembro de la Iglesia, como él pretendió serlo, dada
su condición de sacerdote y jesuita. Bojorge muestra con referencias múltiples, no sólo
hasta qué punto Segundo desoyó frecuentes llamadas al orden del mismo Prepósito General
de la Compañía de Jesús, el P. Pedro Arrupe, sobre la incompatibilidad entre marxismo y
fe cristiana y la tarea de los jesuitas (132 y 135; 140 – 145), sino que señala también la
inaudita pretensión de concebir a “su” teología como “falsa”, si era verdadera la del
Magisterio (131) empeñándose, acto seguido en demostrar lo contrario, a saber, que
Ratzinger (y no sólo él, pues fue refrendado por el Papa) ha sido el equivocado, mientras
que “su” teología estaba en lo acertado. Emerge ahí una vez más el ansia de protagonismo
elitista de este escritor.
También Pablo fue un “excepcional” y nadie como él dialogó con los extraños. Sólo que
bien tuvo cuidado, simultáneamente, de confrontar su evangelio con los apóstoles
anteriores a él (Gal 2,2), anunciando al mundo, no la cambiante historia, sino haciendo
constar que “tanto ellos como yo predicamos lo mismo” (I Cor 15, 11), preguntando
igualmente a quienes se tenían por cristianos “fuera de serie”: “¿Acaso la palabra de Dios
ha salido de vosotros o sois los únicos que la habéis recibido?” (ibid., 14, 36). El se “hizo
todo a todos”, pero “para ganarlos a Cristo” (I Cor 19 – 23), no sólo a sus “valores”.
Finalmente, ¿será un acto poco caritativo desenterrar doctrinas de un difunto, que no
puede defenderse, para señalar minuciosamente sus graves deficiencias?
Ya durante su vida muchos apuntaron reparos dignos de nota al pensamiento de Segundo.
Ahora se los reitera, con mayor perspectiva y en visión de conjunto, con el fin de advertir a
los creyentes ante una posible apoteosis póstuma, que se ha venido dibujando fuera y
dentro de la Iglesia (especialmente en Uruguay y en miembros destacados de la Compañía
en dicho país). Bojorge alerta sobre los riesgos, que podrían seguirse de tales peligrosas
apologías, apoyado por el mismo General actual de los jesuitas Peter Hans Kolvenbach (13
– 22).
Más bien, entonces, nos encontramos con un apreciable gesto de atención pastoral para con
el pueblo cristiano, alertándolo ante trampas muy sutilmente amañadas, que inducirían a
un enfriamiento de la fe católica.
Por otra parte, si bien no se ha de perturbar la paz de los difuntos, la Iglesia nunca vaciló
en revisar y corregir obras de célebres cristianos ya desaparecidos. Así, la controversia que
finalizó con la condenación de varias tesis teológicas de Orígenes, fue posterior a su muerte.
Las censuras al obispo Jansenio tuvieron lugar después de su fallecimiento. Y,
recientemente, la advertencia sobre peligrosas y nebulosas posiciones de otro jesuita
(Anthony De Mello), salió a la luz cuando su autor había ya pasado a mejor vida.
Culminamos esta reseña con la convicción de que, todo el que desee interiorizarse en un
pensamiento, que tuvo vasta repercusión entre los católicos uruguayos, en Latinoamérica
(sobre todo en el gran amigo de Segundo, G. Gutiérrez) y otras latitudes, debería
compararlo con las réplicas que se encuentran en el cuidadoso estudio de Bojorge,
para poder apreciar una trayectoria, más allá de meras simpatías, aplicando el oído
también a otras campanas.
Dr. Miguel Antonio Barriola Pbro.
Antonio del Viso 485
Barrio Alta Córdoba
5000 Córdoba - Argentina
(0054-351) 472 7683

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