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Benyi Holstein

Jo Lello
Copyright © 2018 Benyi Holstein-Jo Lello
© 2018 by EDICIONES LEE
Todos los derechos reservados
A Claudia.
Este libro no existiría sin vos.
Encuentro en el Bosque

H acia el Este, las últimas estrellas de la noche desaparecían en el


inexorable azul. Amanecía un tórrido día de verano sobre los Bosques
del Sur, pero debajo de las gruesas ramas de sus árboles la sombra
permanecería fresca por horas aún. Lentamente, el silencio de la noche
empezaba a extinguirse con susurros y cantos que invadían el aire.
El pájaro asomó la cabeza desde debajo de su ala y parpadeó perezoso
ante los rayos de sol que se colaban por las hojas de su hogar. Soltando un
trino para anunciar su regreso al mundo, abandonó el calor del nido y dio
unos saltitos hacia la punta de su rama. Su compañera regresaría pronto a
cuidar de los huevos y a él le esperaba un largo día de recolección. Estiró
las alas y se lanzó al vacío…
Una piedra chocó contra su cabeza. El pájaro se precipitó hacia el suelo
en un remolino de plumas y huesos rotos. Cayó con un golpe seco sobre una
piedra plana junto al arroyo, pero estaba muerto antes de aterrizar.
La cazadora se acercó a su presa, la levantó por las patas y la sopesó.
Serviría. Una vez que lo hubiera desplumado y hervido, sería una buena
cena; tal vez un poco frugal. Con movimientos expertos, lo ató a su
cinturón, de donde ya colgaba su compañera junto a otras presas que había
tenido la suerte de capturar. Había sido una noche muy productiva.
Satisfecha consigo misma, la cazadora dirigió su mirada hacia la rama
de la que había descendido el pájaro. Técnicamente, tenía carne suficiente
para pasar este y varios de los siguientes días, quizá incluso para
escabullirse en el mercado en las afueras del pueblo y vender un poco. No
necesitaba los huevos escondidos ahí como un tesoro, pero sería un
desperdicio dejarlos. Los pichones nacerían sin nadie que los alimentara y
morirían de hambre casi inmediatamente, si no se los comía algún pájaro
más grande o incluso algún reptil trepador.
Además… podía usarlos para hacerse una torta de miel con la vieja
receta de la Abuelita. Hacía mucho tiempo que no se regalaba un gusto.
Decidida, la cazadora se paró junto al tronco del árbol y calculó la
distancia y el peso que podía sostener la rama. Iba a necesitar ser todo lo
liviana que pudiera, así que se desabrochó el cinturón y, tras un segundo de
vacilación, se echó la capucha hacia atrás y se quitó la capa también. Era
pesada y larga hasta los pies, quizá no la mejor vestimenta para un día tan
caluroso como aquel. Pero cuando había que dormir en el bosque, no existía
prenda más cómoda y, su color violeta oscuro, la ayudaba a disimularse en
las sombras, lo que le daba una ventaja tanto sobre sus presas como sobre
sus predadores.
Analizó el tronco. Era grueso, pero joven, así que le costaría encontrar
asideros hasta que hubiera escalado a la altura de las ramas. Sacó las dagas
del interior de sus botas y clavó una en la madera con decisión. La savia
manó copiosamente por unos segundos, pero luego se secó, así que clavó la
otra un poco más arriba. Aferrándose a las empuñaduras, trepó con agilidad,
sus pies colgando sobre el vacío, todo su peso sostenido por la fuerza de sus
brazos. Llegó a la primera rama en cuestión de minutos y, desde allí,
alcanzar el nido huérfano fue un juego de niños. Una sonrisa se dibujó en
sus labios finos. Del bolsillo de su falda sacó una bolsa de seda y, uno por
uno, metió los huevos dentro. La cerró con fuerza y se la estaba echando al
cuello para bajar sin romper ninguno, cuando divisó algo enorme y negro
por el rabillo del ojo.
No lo había notado antes porque estaba del otro lado del arroyo, pero
desde esa altura, no había forma de pasarlo por alto. Era un animal peludo,
aunque demasiado grande para tratarse de un lobo. Además, ya no había
lobos en el bosque. Podía tratarse de un oso dormido, aunque estaba
antinaturalmente quieto para ser así. Sin embargo, si hubiera sido presa de
otro cazador furtivo (sabía que ella no era la única que vivía del bosque),
¿por qué lo habría abandonado allí, sin desollarlo ni trocear su carne? Era
demasiado trabajo abatir un oso solo para desperdiciarlo de aquella manera.
La cazadora sabía por experiencia que a veces ocurrían cosas extrañas
en el bosque. Efectos de la magia residual humana o tal vez de criaturas que
siempre lo habían habitado. En todos sus años allí, ella nunca había visto
ninguna, pero hubiera sido imprudente ignorar las leyendas. No podía
descartar que se tratara de alguno de esos episodios, contra los cuales ni el
filo de sus dagas ni la puntería de sus piedras tendrían ningún poder.
Lo mejor sería, quizá, olvidarse del asunto. Seguir con su camino,
regresar a casa y prepararse la torta de miel mientras los pájaros ensartados
se asaban sobre el fuego. Volver (si tenía que volver) cuando hubiera
descansado del agotamiento de la noche, cuando sus reflejos fueran más
certeros y sus músculos estuvieran preparados para una pelea.
Pero, se dijo, si esperaba varias horas, la carne del oso empezaría a
pudrirse en ese calor y, entonces, no sería capaz de aprovecharla. Cierto, no
la necesitaba de manera urgente. Pero la cazadora detestaba desperdiciar lo
que pudiera serle de utilidad.
Cruzó el arroyo saltando sobre el caminillo de piedra que ella conocía.
Sus botas apenas rozaron las superficies húmedas y para cuando llegó al
otro lado, ni sus suelas ni el borde de su falda se habían mojado.
El oso parecía más enorme de cerca. Sus ojos oscuros miraban sin ver y
la lengua rosada asomaba lánguida del enorme hocico. Una nube de moscas
ya había empezado a rodearlo, pero la cazadora suponía que, aunque no
pudiera aprovechar la carne, la piel sería un buen abrigo para los largos
meses de invierno. Volvió a sacar las dagas y se acercó un paso al cadáver.
La bestia se agitó.
La cazadora se detuvo, desconcertada. Ese animal no estaba vivo, no
podía estarlo de ninguna manera. El instinto le decía que llevaba varias
horas muerto, pero acababa de verlo moverse. ¿Sería posible que estuviera
agonizando? ¿Que aquellos espasmos fueran los últimos de su vida? Si
estaba herido, hubiera estado gimiendo o gruñendo, pero no había ninguna
luz en esos ojos vidriosos, ningún aliento saliendo de aquella boca reseca.
Volvió a avanzar con decisión. El cadáver se agitó de nuevo, con más
violencia. Esta vez lo había visto: el movimiento venía del estómago
hinchado del oso, como si hubiera algo allí tratando de empujar para salir.
La cosa se zarandeó otra vez como para confirmar sus sospechas, estirando
la piel del animal muerto.
La cazadora vacilaba. No podía ver de qué sexo era el oso, pero, ¿quizá
hubiera sido hembra? ¿Quizá hubiera estado embarazada y su cría hubiera
sobrevivido en el vientre a lo que fuera que hubiera matado a su madre?
Sería extrañísimo. Pero cosas más extrañas habían pasado. De todas
maneras, no eran malas noticias para la cazadora: un osezno recién nacido
sin duda alguna sería una presa mucho más fácil que una osa crecida
agonizante. Se preparó para abrir el estómago del cadáver…
La punta de un cuchillo asomó entre la piel. La cazadora retrocedió un
paso, todavía más confundida. No había manera, aquello no podía estar
pasando…
La hoja afilada se deslizó con suavidad, como si estuviera cortando
manteca y ya no quedaban dudas. Alguien estaba cortando al oso de
adentro hacia afuera.
La cazadora se quedó quieta. Bien, aunque muchas personas lo dudaran,
a ella no le faltaban los códigos. No es que tuviera muchos, pero los tenía.
Y uno de ellos era respetar la presa de otro cazador, especialmente si era
uno lo suficientemente competente para haber matado a un oso luego de
haber sido devorado por este. Sin duda aquella era su señal para seguir su
camino pero… la curiosidad pudo con ella una vez más.
El tajo en el estómago del oso era bastante ancho ahora y las entrañas
del animal se desperdigaron por la tierra, como salchichas rojas y
malolientes. La cazadora se tapó la nariz y la boca con el brazo, asqueada.
Definitivamente, no habían matado a ese animal por la carne.
La hoja del cuchillo alcanzó la ingle y volvió a desaparecer en el interior
del oso. La cazadora esperó.
Una mano pequeña asomó entre el pelaje y la carne medio podrida.
Estaba cubierta de sangre seca color bordó. Tanteó el suelo con cuidado,
como buscando apoyo. La siguió otra mano del mismo porte, una mano
delicada, de niño. Hubiera sido una imagen casi inocente de no ser por el
cuchillo que parecía grosero en ese puñito.
La cazadora estaba tan confundida y tan intrigada que no hubiera podido
marcharse aunque lo hubiera deseado. Había visto criaturas dar a luz en el
bosque y aquello se parecía un poco: la criatura se abrió paso lentamente a
través de la carne desgarrada, centímetro a centímetro, como si la abertura
que había hecho fuera demasiado pequeña incluso para alguien de su
tamaño. Aparecieron sus brazos, su coronilla y sus hombros delicados, tan
frágiles como los de los pajarillos que la cazadora se había colgado del
cinturón. Con las manos plantadas firmes sobre la tierra, la niña medio
gateó, medio se arrastró fuera. Su pelo largo estaba revuelto y pegajoso de
sangre, su vestido, desgarrado y manchado. Al fin, apoyó las rodillas en la
tierra y torpemente, como si tuviera los músculos adormecidos y le costara
moverlos, se apoyó en el cadáver y se incorporó.
Y entonces la cazadora vio sus ojos.
Le tomó una fracción de segundo entender que aquellos ojos
desenfocados y esa boca medio abierta no eran la expresión de alguien en
sus cabales.
La niña levantó el cuchillo y, con un alarido, se abalanzó hacia la
cazadora.
Un golpe certero en la fina muñeca y un codazo en la cara fueron todo lo
que se necesitó. El cuchillo cayó en la tierra húmeda sin emitir sonido y la
niña se derrumbó, inconsciente, de espaldas en el arroyo. Las aguas se
tiñeron de rojo amarronado.
El aroma de la sangre y la carroña atraería a ciertos visitantes
indeseados. Ese no era problema de la cazadora. Si la cría había podido con
un oso, sin duda alguna podría con unos cuantos cuervos. Guardó las dagas
y se dio la vuelta para marcharse, pero a último momento se detuvo.
Después de todo, detestaba desperdiciar lo que todavía era útil.

Se necesitó mucha agua y gran parte de sus reservas de jabón, pero por
fin la niña dejó de parecer un feto que había emergido de las entrañas de su
madre antes de tiempo y empezó a parecer… bueno, una niña. Una niña
desconcertada y no demasiado inteligente, parada en medio de la cabaña
envuelta en una manta y goteando agua de su largo cabello. No quedaba
nada de la locura cegadora y la agresividad que la cazadora había visto en
sus ojos azules y demasiado grandes para su cara.
—¿Vas a decirme cómo te llamas? —preguntó la cazadora.
La cría parpadeó un par de veces, como si fuera la primera vez que
notaba su presencia, aunque había sido ella quien la cargó hasta allí, la
metió en una cuba de agua y le restregó la piel hasta que estuvo roja por
acción de la esponja y no por la sangre. Quizá el golpe en la cabeza hubiera
terminado por destruir sus pocas facultades. La cazadora estaba a punto de
repetir la pregunta o decirle que se marchara cuando ella habló con voz
suave y tímida:
—Goldilocks.
Tenía sentido. Su cabello, aunque opaco por el agua, ya había empezado
a enroscarse en enormes rizos desiguales y cuando estuviera seco,
seguramente sería de un dorado brilloso. Alguien no había sido
particularmente ingenioso a la hora de nombrarla. Pero, claro, eso no era
infrecuente entre padres de poca imaginación.
—Locks, ¿eh? ¿Qué hacías dentro del cadáver? —siguió preguntando la
cazadora.
Ella continuó mirándola boquiabierta, como si no hubiera registrado la
pregunta.
—Tu cabello es violeta —comentó al fin —. ¿Eres una princesa?
La cazadora se echó el pelo hacia atrás con una mueca. La próxima vez
que fuera al mercado, necesitaría conseguir más tinta. ¿Y qué clase de
pregunta estúpida era esa? ¿Acaso una princesa viviría en el bosque?
Le dio la espalda y sacó el vestido de la cuba. El agua estaba negra por
la mugre y los deshechos, pero la tela había recuperado su color azul
original.
—No contestaste mi pregunta —señaló la cazadora, mientras estrujaba
el vestido—. ¿Tú mataste a ese oso? ¿Sin ayuda de nadie?
Silencio. La cazadora empezó a frustrarse.
—Niña —la llamó. Dejó el vestido sobre una silla y se dio la vuelta.
Goldilocks seguía exactamente en el mismo lugar, aferrándose a la manta
con fuerza, como si tuviera miedo que se la fueran a quitar. Ya no estaba
mirando a la cazadora, sino que tenía la mirada perdida en un punto vacío
de la cabaña —. Oye…
No hubo respuesta. La paciencia de la cazadora era un bien escaso y,
tras una noche en vela, consideró que sus reservas se habían agotado. El
brazo de Goldilocks era tan delgado que consiguió rodearlo con una sola
mano.
—¡Contéstame cuando te hablo! —gritó la cazadora, sacudiéndola un
poco.
Aquello consiguió una reacción, por fin, si bien no la que la cazadora
esperaba. Los ojos azules de la chiquilla se llenaron de lágrimas y su labio
inferior empezó a temblar por los esfuerzos de contenerlas.
La cazadora consideró que era suficiente y la soltó.
—¿Vas a decirme qué te pasó? —insistió, poniéndose una mano en la
cadera —. Porque no tengo tiempo para…
—¿Estamos en los Bosques del Norte? —preguntó Goldilocks.
Su voz seguía quebrada y sus manitos se aferraban a la manta con
todavía más fuerza.
—¿No tienes idea de dónde estás? —La cazadora alzó una ceja—. Son
los Bosques del Sur.
—Oh —murmuró Locks, sorprendida—. Estoy lejos de casa.

El Reino Wolfhausen era famoso por sus bosques. Geográficamente,


estaban divididos en los Bosques del Norte, del Oeste y del Sur, pero en
rigor se trataba de una sola y enorme arboleda que envolvía el reino a lo
largo de sus fronteras y solamente se interrumpía por las montañas al Este.
Había ríos, arroyos y lagos, árboles tan gruesos y altos como torreones, y
algunos caminos, la mayoría en decadencia, por los que transitaban los
visitantes.
También había forajidos o personas con pretensiones de forajidos que
decidían que pasar unas cuántas incomodidades era mejor que seguir
pagándole impuestos al reino. La mayoría no sobrevivían a su primer
invierno por falta de previsión. La cazadora a veces encontraba los
cadáveres durante los deshielos de primavera. A menos que estuvieran
directamente en su camino, ni siquiera se molestaba en moverlos. Los
carroñeros necesitaban comer.
Claro, algunas de las personas que vivían en el bosque eran honestas:
leñadores o cazadores para quienes el bosque era una fuente de vida y
trabajo. Ese parecía ser el caso de los padres de Goldilocks.
—Nuestra cabaña era como esta —le contó a la cazadora—. Teníamos
un pequeño establo, con un caballo y tres gallinas ponedoras. Mi papá
siempre volvía a casa oliendo a agujas de pino y mamá nos servía sopa
humeante y deliciosa. Luego me contaban un cuento y me metían en la
cama, mientras ellos se quedaban junto al fuego de la chimenea.
Hablaba como si todo aquello no fuera más que un sueño recurrente,
bonito y luminoso, pero frágil y lejano. No había forma de saber si todo eso
había ocurrido años o apenas días atrás.
—Pero una noche —el rosto de Locks se oscureció de repente—,
llegaron los osos.
En los bosques había bestias más salvajes que cualquier forajido. Y
bien, ellos necesitaban comer también.
—Yo estaba arriba durmiendo, pero escuché cómo Azúcar relinchaba y
las gallinas se ponían a chillar —continuó Locks. Ahora se había echado la
manta sobre la cabeza y a la cazadora no le costó imaginársela en su camita,
en aquella misma posición, escuchando el alboroto en que se había
convertido su hogar—. Mamá gritaba “¡No, no salgas!” y papá decía “¡No
se van a llevar lo nuestro!”. —La respiración de Locks empezó a agitarse
sus frases se volvieron entrecortadas y apenas inteligibles—. Y luego un
estrépito… como un árbol que se derrumba en el bosque… y mamá seguía
gritando, pero ya no podía entender que decía… y papá también gritaba. Mi
papá era la persona más valiente del mundo, pero esa noche gritó muy
fuerte.
La cazadora estuvo tentada a decirle que nadie es valiente de cara a la
muerte. Pero Locks aspiraba con fuerza, como si se le estuviera acabando el
aire. Por fin, las lágrimas que tanto se había esforzado por detener rodaban
libres por sus mejillas.
—La puerta de mi cuarto salió volando. El oso que entró a mi cuarto…
era pequeño, ¿sabes? —Su voz volvió a cambiar. Ahora tenía un tono
risueño, como si estuviera comentando el clima: “Hoy hace un día caluroso,
¿sabes?”—. Bueno, a mí no me lo pareció. Nunca había visto uno de cerca.
No fue hasta que vi a los otros dos que me di cuenta que era el más
pequeño. Quizá era hijito de los otros dos. Tenía un trozo del vestido de
mamá entre los dientes.
Se quedó callada. La cazadora la dejó estar por un momento.
—¿Y luego? —preguntó al fin.
Goldilocks se sobresaltó y parpadeó varias veces. Era como si no se
acordara de quién era la cazadora o de por qué ella estaba ahí.
—No estoy muy segura —admitió la niña y una sonrisa juguetona
apareció en sus labios—. Cuando me di cuenta, el cuchillo de mi papá
goteaba sangre y los osos estaban muertos. Supongo que lo habré hecho yo.
La cazadora sintió un estremecimiento. Había algo perturbadoramente
familiar en ese relato. Para mantenerse ocupada, se levantó y comprobó que
el vestido de Goldilocks estaba casi seco. El cabello de la pequeña también
había acabado de secarse, formando un halo áureo alrededor de su carita en
forma de corazón.
Era, sin duda alguna, una niña adorable. Y tenía la cordura hecha añicos.
—Así que te fuiste de allí.
—Antes usé las herramientas de papá de nuevo —dijo Goldilocks. Soltó
una risita, como si estuviera confesando una travesura—. Las que él tenía
para curtir las pieles de los zorros. Me llevó un par de días separar las pieles
y luego fue difícil colgarlas en la pared Sur. Pero sabía que tenía que
clavarlas allí.
—¿Por qué? —preguntó la cazadora. No estaba muy segura de qué era
lo que quería averiguar. ¿Por qué se había afanado en aquella tarea o por
qué “sabía” que tenía que clavar las pieles allí? La respuesta a ambas
preguntas parecía ser la misma:
—Por si mamá y papá volvían, claro. Quería que vieran lo valiente que
fui y que supieran que ya nunca esos osos iban a hacer daño a nadie.
La cazadora se quedó desconcertada, observándola con el vestido en las
manos.
—¿Acaso los osos no…?
—Pudieron haber huido —replicó Goldilocks, obstinadamente—.
Podrían haber estado heridos en el bosque.
La cazadora sospechó que aquella negación no era del todo sincera. ¿Por
qué la habrían dejado sus padres atrás si todavía estaban vivos antes que ella
matara a los osos? Si realmente consiguieron huir, ¿por qué no habrían
vuelto a buscarla, aun estando heridos, aun suponiendo que su hija había
muerto? Habrían querido al menos encontrar algo para enterrar. No, Locks
sabía perfectamente lo que los osos habían hecho a sus padres. No había
manera de que no hubiera visto sus restos en la casa. Pero mientras ella se
negara a creerlo, entonces no sería cierto. Era exactamente tan infantil y
descabellado como la cazadora esperaba de ella.
Goldilocks la miraba con ojos prístinos, como desafiándola a que la
sacara de su error, pero tenía los hombros caídos. Probablemente era la
primera vez que le formulaba su teoría a otra persona y, quizá, al escucharla
en voz alta, se hubiera dado cuenta de su falsedad. La cazadora se mantuvo
callada, así que al cabo de un momento, la niña continuó:
—Los esperé un tiempo, pero sin las gallinas no había mucho que comer
y no quería destrozar más al pobre Azúcar. Así que al final me fui. Me
encontré a algunos osos en el camino. Esos tampoco le harán daño a nadie.
—¿A cuántos mataste?
No sabía por qué, pero tenía la impresión que Goldilocks sabría
perfectamente la respuesta a esa pregunta.
—Cuatro.
Su sonrisa tenía una pátina de orgullo, como si esperara que la cazadora
la felicitara por sus hazañas. Lo que hizo en cambio fue arrojarle el vestido
seco y limpio a la cabeza.
—No puedo hacer mucho por ti —le dijo, fríamente—. No tengo
espacio para nadie más.
—Nuestra cabaña era más pequeña y vivíamos los tres —protestó
Goldilocks, mientras tiraba del vestido hacia abajo.
—Además, presiento que serías una molestia. Tengo demasiados
problemas como para además ocuparme de ti —añadió la cazadora, como si
la niña no hubiera dicho nada—. El pueblo queda a unos kilómetros. Te será
fácil encontrarlo. Alguien te dará asilo si…
La frase quedó flotando en el aire, interrumpida por un pensamiento
repentino. La cazadora la observó forcejear con las mangas de su vestido y
descubrió que sí podía serle útil, después de todo.
—O mejor todavía: puedes ir directamente al palacio.
—¿En serio? —preguntó Locks, mirándola con ojos enormes. Era
posible que nunca en su vida hubiera visto un palacio. A la cazadora casi le
pareció ver la ilusión que se avivaba en sus pupilas.
—Claro que sí —dijo—. El König es un hombre joven, muy sabio y
bondadoso. Hasta le dicen el Buen Rey. Si le cuentas tu historia
seguramente simpatizará contigo y te dará un trabajo. Puede que en su
misma corte.
La carita de Locks estaba iluminada como un rayo de sol.
—Eso me gustaría mucho. En el pueblo no habrá osos.
La cazadora pensó que estaría muy decepcionada con la primera feria
con un oso bailarín que pasara por allí. Pero bueno, eso no era asunto suyo.
Había dejado de ser asunto suyo desde que el estúpido lobo había pasado a
formar parte de la ecuación.
Locks se alisó el vestido pensativamente, como si considerara que no
llevaba un atuendo adecuado para presentarse ante el König.
—¿Querrá recibirme?
—Bueno, aunque te pongas de camino ahora, no llegarás antes que
acabe la hora de la consulta —replicó la cazadora—. Pero eso no es
problema. Si le dices que te envío yo, seguramente te abrirá las puertas de
par en par.
La tomó del brazo y suavemente la arrastró hacia la puerta. Goldilocks
estaba tan entusiasmada que ni siquiera se dio cuenta que la estaba echando.
—¿Eres amiga del König? —preguntó, con los ojos abiertos de par en
par —. ¡Lo sabía! ¡Es porque tienes el cabello violeta!
La cazadora no se molestó en contradecirla. Abrió la puerta de su
cabaña y empujó a su pequeña intrusa fuera.
—Ve hacia el Norte siguiendo el arroyo hasta que encuentres un camino
de piedra. Pasarás por unas granjas donde puedes quedarte si se te hace de
noche —le indicó—. De ahí es todo derecho hasta el pueblo. El palacio se
encuentra justo en el medio. No hay manera de perderse.
Locks se dio vuelta para mirarla. Sus ojos estaban húmedos de nuevo,
pero parecía rebosante de felicidad.
—¡Gracias, gracias! —exclamó, estirando sus bracitos alrededor de la
cintura de la cazadora y hundiendo el rostro contra su estómago.
Por un momento, la cazadora vaciló. Posó una mano sobre el cabello
suave y dorado de la niña y se preguntó si realmente sería una buena idea
enviarla a la guarida del lobo con su nombre como carta de presentación.
Luego se dijo que no le importaba. Locks sabría defenderse y enviarle
una pequeña desquiciada a la corte era mucho menos que todas las cosas
que él había hecho.
—De nada —dijo, apartándola de ella—. Una cosa más. Si ves otro oso
por el camino, no me importa lo que le hagas —se arrodilló para que su
rostro quedara a la altura del de Goldilocks. Quería que la importancia de
aquel mensaje le quedara bien grabada—, pero los lobos son míos.
Goldilocks asintió con solemnidad y luego dio un paso afuera. La
cazadora se quedó en el portal un momento, observándola marchar. Cuando
estaba a punto de volver adentro, Goldilocks giró sobre sus talones casi con
miedo en los ojos, como si hubiera olvidado algo esencial. Puso sus manitos
alrededor de la boca y gritó:
—¡No me dijiste tu nombre!
—¡Violette Riding Hood! —contestó la cazadora.
Y cerró la puerta.
Locks en el camino

L e dolían los pies dentro de sus zapatos gastados. Goldilocks no estaba


hecha para caminar grandes distancias, mucho menos al ritmo que
había llevado esa tarde. Se dijo a sí misma, sin embargo, que si pudo viajar
desde los Bosques del Norte a los del Sur, entonces perfectamente podía
moverse por un par de kilómetros hasta el pueblo. No quiso tener en cuenta
que ese viaje lo había hecho siguiendo el capricho de su mente desquiciada,
deteniéndose según le dictaba el dolor de sus músculos o el rugido de su
estómago. Ahora ignoró ambas cosas. Se arrepintió de no haberle pedido a
Hood un poco de comida. Estaba segura que se la habría dado. Después de
todo, había sido lo bastante amable para escuchar su historia y lavarle el
vestido.
No que ahora importara. Cuando se puso en camino el sol estaba en su
cénit y junto al arroyo no había demasiados árboles que la protegieran de su
inclemencia. La cara le ardía y sentía el cuerpo y las axilas empapadas de
sudor. Seguramente para cuando llegara al castillo, su vestido sería un
desastre de nuevo. Además, se había olvidado de preguntarle a Hood en qué
dirección quedaba el Norte.
Pero Goldilocks era una optimista por naturaleza. Creía sinceramente
que a pesar del cansancio y la falta de direcciones, llegaría al castillo con
toda facilidad. Y si se topaba con algún oso, bueno… tenía el cuchillo de su
padre escondido entre la falda de su vestido, entre unos pliegues que se
habían descosido y formaban un bolsillo muy práctico. Siempre era un
consuelo recordarse eso.
Tomó la precaución de recoger algunas bayas por el camino. La voz de
su madre le resonaba en la cabeza: “Si están verdes, no están maduras y te
enfermarás. Si son violeta oscuro, las puedes comer sin ningún problema.
Nunca pruebes las rojas. Nunca, ¿me escuchas?”.
Goldilocks nunca había preguntado por qué debía evitar las bayas rojas,
pero estaba convencida que debía haber un motivo para ello. Recordaba la
urgencia en la voz de su mamá cuando se lo dijo, el día que salieron a
recogerlas para hacerle una torta de cumpleaños a su papá. El tono alto, las
palabras estirándose, la mano sobre su hombro para asegurarse que la
mirara a la cara cuando le hablaba. Casi convirtiéndose en un chillido, un
chillido que se ahogó en sangre cuando un par de zarpas enormes le
desgarraron la garganta, cuando un hocico de aliento caliente y dientes
afilados se cernió sobre ella…
Parpadeó un par de veces. ¿En qué estaba pensando? No se acordaba.
Tenía el cuchillo en la mano y los pies plantados sobre un camino de
piedras grises. No estaba segura de para qué había sacado el arma, pero
volvió a esconderla en su falda. Hood había dicho que encontraría hogares a
partir de allí y no quería asustar a sus habitantes. El sol había bajado un
poco y ya no hacía tanto calor, pero de todos modos quizá aún tendría que
preguntar direcciones.
Las granjas apostadas a lo largo del camino le parecieron encantadoras,
con las vallas pintadas de blanco y los pequeños canales que distribuían las
aguas del arroyo. Las casas tenían techo a dos aguas de tejas rojas que casi
rozaban el suelo y le parecieron enormes comparadas con su cabaña o la de
Hood. ¿Cuántas personas vivirían en ellas? Aislada en su propio mundo,
nunca se había detenido a considerar que existían familias que tenían
muchos más niños, tíos y primos, y abuelos. Quizá si ella hubiera tenido
cinco hermanos fuertes como su padre, los osos no habrían podido
atacarlos.
Descartó esos pensamientos sombríos. Hacía un día demasiado hermoso
para preocuparse por el pasado y acababa de toparse con un molino. Era tan
alto como cualquier árbol del bosque y las aspas batían el aire
perezosamente gracias a la débil brisa. Sus paredes de piedra estaban
cubiertas de hiedra de un verde tan oscuro que parecía negro y la puerta
colgaba de sus goznes, entreabierta y con la madera carcomida.
Le pareció maravilloso.
—Buenas tardes, señor molino —dijo, porque si algo le habían
inculcado sus padres eran los buenos modales.
—Niña, ¿con quién hablas?
Por un segundo se sobresaltó, pensando que el molino realmente le
había contestado. Esa voz cascada y exánime solamente podía proceder de
algo tan desvencijado como aquel edificio. Pero tras un par de latidos, se
dio cuenta que la voz venía de su izquierda.
Era un hombre con un sombrero tan ancho que casi le cubría la cara,
pero Locks pudo ver su barba rala y canosa cubriéndole el mentón. Se lo
veía encogido y escuálido, y en las manos llevaba una cuerda al final de la
cual estaba atada una vaca blanca con manchas marrones, tan vieja y
desnutrida como él mismo.
—Buenas tardes, abuelito —lo saludó Locks, con una sonrisa—.
Hablaba con el molino.
—Oh —dijo el viejo, como si eso aclarara todo—. ¿Y te ha dicho algo?
—No parece muy hablador —Locks se encogió de hombros. Suponía
que todo el mundo tenía derecho a su privacidad.
—Apuesto a que no —contestó el viejo—. Ese vejestorio hace años que
molió su último saco de harina. El viejo molinero tenía tres hijos, pero en
cuanto dejó de respirar, los tres se fueron con el viento. Uno de ellos hasta
se llevó el gato. Me pregunto qué habrá sido de ellos.
Goldilocks pateó la tierra, un poco incómoda. Quería saludar al molino,
no saber toda la historia de su vida.
—Sí, muchos jóvenes se marchan hoy en día —suspiró el viejo—. Están
convencidos que el reino se está viniendo abajo. Y no los culpo. Yo tuve mi
oportunidad para irme cuando la vieja Manchas aquí presente todavía era
joven y daba algo de leche.
La vaca mugió ofendida, como si no apreciara que hablaran de ella de
esa forma en su presencia.
—Un viejo loco me ofreció unas habichuelas a cambio de ella —
continuó el viejo, con la mirada perdida. Hablaba como si contar esa
historia fuera algo que hacía a menudo y la presencia de un interlocutor
fuera algo completamente circunstancial para él—. Decía que eran mágicas
y me traerían gran fortuna. Lo mandé a tomar viento fresco, por supuesto.
Pero ahora me pregunto…
Manchas volvió a mugir. Obviamente estaba tan aburrida con la historia
como Locks.
—En fin, eso ya pasó hace muchos años y seguimos juntos, la vieja
Manchas y yo —concluyó el viejo, dándole una palmada en el cuello a la
vaca—. Y nos moriremos juntos de hambre. Será más pronto que tarde,
seguramente.
—¿Por qué? —Locks frunció el ceño—. Si les resulta tan difícil, solo
tienen que pedirle ayuda al König. Él es sabio y bueno, ¿verdad? Se
preocupa por su gente. Seguro que les ofrece un trabajo o un lugar en su
corte.
El viejo se la quedó mirando y después se echó a reír a mandíbula
batiente.
—¿Escuchaste eso, Manchas? —dijo y la vaca lo miró con sus ojos
grandes y estúpidos—. ¡El König! ¡Preocuparse por mis problemas! ¡Esa sí
que es buena! Se reirían todos conmigo en la taberna, en vez de reírse de
mí, por una vez. Claro, eso si tuviera una moneda para pagar un buen
porrón de cerveza. Oh, cómo extraño la cerveza.
Suspiró y se quedó mirando el vacío. Locks esperó, pero cuando fue
obvio que el hombre no tenía más que decir, se encogió de hombros.
—Bueno, esto ha sido muy agradable, abuelito —mintió—, pero ahora
tengo que seguir. Me voy a ver al König.
Una mueca de pánico apareció de pronto en la cara del viejo. Agarró a
Locks por los hombros con sus manos retorcidas y la miró muy de cerca
con ojos abiertos por la sorpresa.
—No le irás a decir que me reí, ¿verdad? ¡Por favor, prométeme que no
se lo dirás!
No le estaba haciendo verdadero daño (no había forma que se lo hiciera
con aquellas manos tan débiles), pero Goldilocks se apartó de él con una
mueca.
—No se lo diré —le aseguró al viejo. Ni siquiera se molestó en señalar
que todo lo que sabía de él era el nombre de su vaca.
De todos modos, el viejo se enderezó tanto como se lo permitió la
espalda y lanzó un hondo suspiro de alivio.
—De acuerdo. Pues buena suerte para ti. Vámonos, Manchas.
El viejo obviamente quería alejarse rápido, pero Manchas no estaba
interesada en acelerar su paso cansino. Locks observó al viejo mascullar
maldiciones y tironear de la cuerda durante un rato, y luego se encogió de
hombros otra vez.
—Seguro se equivoca —le comentó al molino—. Hood dijo que el
König era bueno. Ella debe de saberlo mejor que nadie, porque tiene el pelo
violeta. Ese es solamente un viejo loco.
El molino no dijo nada, pero a Locks le dio la impresión que también le
deseaba buena suerte cuando reemprendió la marcha por el camino de
piedras grises.
La Corte del König

G oldilocks era una niña del bosque. Había nacido y crecido entre
árboles; de pequeña creía que el cielo era verde con motas azules
porque eso era lo que veía al levantar la vista. Sus mejores amigos habían
sido los animalitos que capturaba por diversión, solo para jugar con ellos un
rato y dejarlos ir otra vez cuando se aburría y oscurecía. Su vida no tenía un
horario que no dependiera de su propio capricho: se despertaba a la hora
que quería cuando el sol estaba alto en el cielo o cuando recién empezaba a
asomar. A ella le daba igual. Sus padres habían creído firmemente en no
darle ninguna responsabilidad, ni siquiera cuidar de las gallinas ponedoras o
atender a Azúcar. Ella lo hacía de todas maneras, porque le gustaba el
escándalo que armaban las gallinas y el olor a heno limpio cuando el establo
quedaba listo. Pero si se olvidaba o elegía hacer otra cosa ese día, los
huevos serían recogidos igual y Azúcar seguramente no moriría de hambre.
Su padre le había prometido un par de veces, vagamente, que un día la
llevaría con él al pueblo cuando fuera a vender la madera y comprar
provisiones. Ella nunca se había molestado particularmente en recordárselo.
A diferencia de muchos niños que se morían por conocer cosas distintas,
Goldilocks no conseguía entender qué podía tener de interesante el pueblo.
El bosque tenía miles de árboles que no había escalado, miles de pequeñas
criaturas a las que no había nombrado aún. En el bosque, ella era la Reina
de su mundo particular. Y ni se le pasaba por la cabeza que ese reino podía
volverse hostil y que algún día tendría que dejarlo.
A medida que avanzaba, el camino empezó a poblarse. La mayoría de
las personas iba en dirección contraria a la de ella, dirigiéndose a las granjas
por las que había pasado. Se fijó en que la mayoría era de pelo canoso y
manos hinchadas por la artritis. Vio algunas chicas jóvenes, casi todas con
el pelo corto al ras y solamente un chico, que debía tener apenas unos años
más que ella. Aparte de ella, no parecía haber ningún niño. Se preguntó por
qué, pero la idea se deslizó entre las grietas de su mente cuando llegó ante
las murallas.
Se detuvo un momento a mirarlas, boquiabierta. Eran unas grandes
estructuras de piedra, tan altas y tan resistentes que era casi como si
hubieran nacido de la tierra, igual que los árboles. Por lo menos, Locks no
podía imaginarse cuántos hombres y cuán fuertes se habían necesitado para
limar todas esas piedras grises hasta dejarlas bien cuadraditas, llevarlas
hasta allí de donde quiera que estuvieran y luego apilarlas una encima de la
otra hasta llegar a esa altura inaudita. Debió haber sido un trabajo de
hormiga. En los cuentos de su madre, a veces aparecía un príncipe o un
guerrero que debía encontrar la manera de sortear un muro que lo separaba
de su victoria o de su princesa. Goldilocks siempre se había imaginado que
era de la altura de la valla que rodeaba el huerto de su madre y se
preguntaba por qué los príncipes eran tan idiotas que simplemente no lo
saltaban. Ahora entendía por qué.
Alguien la empujó al pasar y Goldilocks trastabilló, perdiendo el hilo de
sus pensamientos.
—Apúrate, niña —le espetó un hombre barbudo que iba saliendo.
Llevaba un gorro extraño y un hacha sobre el hombro—. El toque de queda
empieza en cuanto se oculta el sol.
Goldilocks miró al cielo y se dio cuenta que efectivamente, empezaba a
teñirse de naranja y rojo. Se dio la vuelta para agradecerle al leñador, pero
ya había desaparecido entre la multitud que se apresuraba hacia las puertas.
Locks pasó con ellos, con el cuello estirado para ver la reja negra y
reluciente que colgaba amenazadora del arco del muro. Las puntas estaban
tan afiladas que brillaban y se preguntó cuánto exactamente tardarían en
caer, y qué le pasaría a la persona que no fuera lo bastante rápida para
eludirse.
Se estremeció y apretó el paso.
El pueblo, el tan mentado pueblo, no era como se lo había imaginado.
Había pensado que las casas estarían separadas aunque fuera por un
pequeño jardín, como las granjas. En cambio, estaban muy pegadas las unas
a las otras y no había ni un solo atisbo de verde por ningún lado. La gente
avanzaba por callejuelas claustrofóbicas, chocando unos contra otros,
protestando y gruñendo cuando eso ocurría. Todo olía a bosta de caballo,
incluso las personas. No había una sola ventana con los postigos abiertos y
un fuego alegre crepitando en el hogar, ni una sola puerta abierta que
invitara a entrar a los desconocidos con el aroma de la comida recién hecha.
En casa ellas siempre dejaban la puerta abierta para cuando llegara papá y,
quizá, la noche de los osos debieron cerrarla, pero…
Allí no había osos, se recordó cuando su corazón empezó a palpitar con
fuerza. No había osos, ¿por qué la gente cerraba las puertas?
El palacio se erguía justo a la mitad del pueblo. Podía verlo aún a la
distancia, aún con la luz que desaparecía con rapidez. Era una mole negra y
altísima, casi más alta que el muro. A medida que se acercaba, pudo
distinguir las torres y minaretes. Se estiraban como si quisieran alcanzar las
débiles estrellas que acababan de aparecer. Desde ahí arriba seguro se podía
ver todo el pueblo, todas las chimeneas frías y todos los techos de tejas. A
Locks no se le ocurrió un motivo por el que alguien quisiera mirar hacia
abajo, solamente para ver aquellas casitas y calles pequeñas en las que todos
parecían hormigas, moviéndose al ritmo frenético.
Pero el König vivía allí. Quizá él podría explicarle por qué el pueblo era
como era y ella podría hacerle unas cuántas sugerencias sobre cómo
quedaría más lindo. Para empezar, podría darles a todos los habitantes un
pequeño jardín. Esa idea la animó y apuró el paso. Para cuando llegó ante
las rejas del castillo (más enormes y amenazantes que las del muro), estas
habían empezado un descenso ligero y traqueteante, pero no habían
alcanzado el suelo aún. Todavía tenía oportunidad de entrar.
Locks se echó a correr tan rápido como se lo permitieron sus piernas
cortas y cansadas. Ya estaba cerca… un poco más… solamente le quedaba
un poco más para… la reja estaba justo allí al frente…
El costado de una lanza se le clavó en el pecho con tanta fuerza que
cayó sobre su trasero con un gemido de dolor. Goldilocks miró hacia el
guardia que la había detenido con toda la rabia que fue capaz de conjurar, se
incorporó y alisó su vestido como si con eso pudiera alisar su magullada
dignidad.
—¿Me dejan pasar, por favor? —preguntó, con tono cordial, pero no tan
cordial como hubiera usado con alguien que realmente se lo mereciera.
—No se permite la entrada de extraños al castillo —la informó el
guardia.
Locks miró alrededor en busca de un aliado. El otro guardia, también
armado con una lanza, le devolvió una mirada completamente carente de
curiosidad o sentimiento. No encontraría simpatía allí.
—Necesito hablar con el König —prosiguió, armándose de un valor que
no sentía—. Vengo de muy lejos y necesito su ayuda…
—La hora de consulta ha concluido —le aclaró el guardia—. No
atenderá a nadie más hasta el mediodía de mañana. Sugiero que regreses
entonces.
—Pero no tengo dónde pasar la noche —protestó Locks—. Mi amiga
vive muy lejos y no tengo dinero para pagar una posada…
—Duerme en la calle entonces —intervino el otro guardia, cuya mirada
de indiferencia había mutado en una de supremo aburrimiento—. No es de
nuestra incumbencia, niñita. Vete. Nos estás haciendo perder el tiempo.
Goldilocks sintió la rabia y la humillación subiéndole a la cara. ¿Cómo
podía ser que la trataran así? ¿No veían acaso que realmente necesitaba la
ayuda del König? ¿Qué clase de personas eran para echarla sin más de esa
manera? Bueno, se iban a enterar, pensó, mientras ponía los brazos en jarra
y les fruncía el ceño. Cuando estuviera frente al König se aseguraría de
hacerle saber exactamente qué clase de personas estaban a su servicio.
—Déjenme pasar —exigió—. Vengo de parte de Violette Riding Hood.
El cambio fue instantáneo. Los dos hombres se la quedaron mirando con
ojos abiertos de par en par y luego se miraron el uno al otro. Y Goldilocks
supo que había dicho las palabras correctas.

El agua estaba casi a punto de hervir, pero Hood se deslizó en la bañera


de todos modos. Se rascó la piel hasta que arrancó todo rastro de suciedad y
sudor, se pasó un cepillo por las uñas para eliminar toda la tierra atascada en
ellas y se echó aceite en su cabello largo y lacio para deshacer todos los
nudos. El extraño tono violeta de su cabello y las pupilas de color rojo le
daban un aspecto exótico y maravilloso, y en más de una ocasión la
cazadora lo había aprovechado para salir de algún aprieto, eso era cierto.
También era cierto que en el bosque los animales salvajes te asesinaban sin
importarles demasiado qué aspecto tuvieras. Así que solamente reservaba
ese tratamiento para ocasiones especiales.
Como ese día.
Entre la niña y el vestido, casi había agotado todas sus reservas de
jabón, así que decidió aprovechar las últimas esa misma noche. No sabía
cuándo tendría materiales para hacer más y bien… más tarde tenía un lugar
muy importante que visitar. Tenía que lucir perfecta.
No sabía por qué no podía dejar de pensar en la niña. Quizá porque
había algo terrible y a la vez familiar en su historia. Las hierbas de la
Abuelita todavía colgaban del alféizar de la ventana, donde las había puesto
la última vez que había estado en la cabaña y, quizá, solamente quizá, Hood
no las quitaba de allí aunque estuvieran secas y desintegrándose por el
mismo motivo por el que Goldilocks había colgado las pieles de los osos en
la pared. Era un acto fútil. Pero no podía ser de otra manera.
Sin embargo, lo que pasara ahora con la niña no sería problema de ella.
No estaba segura exactamente qué esperaba que pasara. Quizá el König
supiera que a pesar que hacía meses que no lo visitaba, ella seguía viva y
bien. Todavía le daba caza al lobo, con la paciencia y el tesón que el Bosque
le había inculcado. Todavía le hacían gracia los carteles con su rostro,
colgados en las paredes del pueblo y la taberna. Todavía esperaba que el
puesto de Capitán de la Guardia fuera una posición enteramente
dependiente del próximo fracaso por atraparla.
El König no le haría daño a la niña, de eso estaba segura. Pero quizá la
niña consiguiera hacerle un poco de daño a él y él sabría exactamente quién
la había enviado para perturbar su complacencia. Goldilocks sería solo el
adelanto. Y después llegaría ella, el acto principal. El pensamiento la hacía
sentir cosquillas de emoción.
Salió de la bañera cuando el agua acabó por enfriarse y se paró un
momento en medio de la cabaña, desnuda y contenta mientras elegía sus
armas. Era hora de hacerle otra visita al lobo.

El König acababa de terminar de cenar y estaba aburrido. Era algo que


pasaba a menudo, tan inevitable como el cambio de las estaciones. Dirigir
un reino no era más que una interminable sucesión de crisis tan pequeñas
que no entendía por qué necesitaban de su opinión para resolverlas. Los
Consejeros desfilaban delante de él con números y cálculos y predicciones y
cosas que no podrían haberle interesado menos, por horas y horas, y la
única conclusión que él podía sacar de todo eso era que el reino funcionaba
de maravilla, como una rueda bien engrasada. Y poco importaba que fuera
él quien se sentaba en el trono.
Por supuesto, podía escuchar la voz de sus Consejeros protestando
contra aquella idea: era su derecho divino, su deber hacia su pueblo, su
responsabilidad. Algunos hombres simplemente habían nacido para ser
grandes gobernantes y continuar un legado de nombres, y él era una de esas
personas. Tendría que considerarse afortunado y aprovechar cada instante
para tomar decisiones que lo ayudaran a quedar bien ante los plebeyos para
que lo recordaran con cariño cuando se hubiera marchado y dejado el reino
para su heredero. Hablando de lo cual, ¿quizá nuestro querido König
deseaba repasar la lista de princesas y nobles doncellas casaderas de la
región…?
No. Francamente no le interesaba repasar la lista de doncellas casaderas.
¿Para qué quería una esposa si Zwei acababa de entrar a su recámara? Se
había recogido el cabello rojo en una larga trenza y, cuando lo saludó, lo
hizo con toda la formalidad que requería su posición.
—Permiso, mi König —dijo—. Vengo a recoger los platos, si ya habéis
terminado de cenar.
Pero el König captó la sonrisa de su rostro inclinado y el tentador
contoneo de sus caderas cuando se acercó a la mesa. No tenía ningún tipo
de inhibiciones y él podía apreciar eso.
—¡Mi König! —exclamó, casi como si no se lo hubiera esperado
cuando él se levantó de su asiento para poner las manos en su cintura—.
Eso es muy inapropiado…
—¿Sí? —preguntó el König distraídamente, mientras tiraba de la cinta
que le ataba el cabello—. Bueno, pero yo no veo a nadie que vaya a
protestar…
Deslizó la mano debajo de la falda de su vestido y Zwei se rio
coquetamente. Se irguió para que su espalda quedara apoyada contra el
pecho del König y movió la cabeza para ofrecerle el cuello…
La puerta de la cámara se abrió, golpeando la pared con estrépito.
—¡Mi König! —gritó Drei, pero su voz se quedó flotando
incómodamente en el aire antes de darse vuelta, avergonzada.
—Mi König —repitió Alexander, el mayordomo y de inmediato agarró
uno de los brazos pequeños de Drei—. Disculpadme. Los guardias no
pudieron detener…
—No importa —suspiró el König, soltando las caderas de Zwei, molesto
por la interrupción—. Déjala. Si vino aquí es porque seguía mis órdenes.
Alexander vaciló un momento, pero había trabajado en el castillo los
años suficientes para saber que era mejor no contradecir a su señor.
—Por supuesto —masculló, soltando la muñeca de la doncella—. Mis
disculpas.
Se retiró con una reverencia. Una vez en el pasillo, sacó la petaca de su
bolsillo y dio un largo trago. Podía perdonar que el König se divirtiera con
las dos mayores de sus doncellas, pero la tercera era poco más que una niña.
De todas maneras, a él no le pagaban por pensar.
Zwei volvió a empezar con la recolección de platos, no sin antes echarle
una mirada furibunda a su hermana menor. Drei se quedó parada en medio
del recinto, como si no se acordara muy bien el motivo por el que había ido
allí.
—¿Por qué irrumpes de esa manera? —preguntó el König, dejándose
caer en la silla—. No creo que tu hermana tuviera la necesidad urgente de
que la ayudes.
—No. Perdonadme —pidió Drei, antes de enderezar los hombros y
volverse para mirar a su señor. Su rostro seguía rojo, pero su voz sonó un
poco más firme cuando volvió a hablar—: Me pedisteis que os avisara
directamente si había alguna novedad sobre la criminal Riding Hood.
El König levantó la cabeza. La noche acababa de ponerse mucho más
interesante.

Locks forcejeaba entre los brazos de sus captores sin resultado alguno.
El metal de los guanteletes de los guardias le mordía la carne con fuerza y,
mientras más se retorcía, más se hacía daño, pero no podía evitarlo. Le
dolían los hombros porque la sostenían en volandas, sus pies colgando
encima del suelo patéticamente. Al principio había tratado de exigirles que
la llevaran frente al König, había tratado de convencerlos que era de suma
importancia y perderían sus trabajos si no lo hacían, pero los guardias no
habían parecido muy intimidados por sus amenazas. A medida que
avanzaban, las exigencias de la niña se habían convertido en un lloriqueo y
cuando la llevaron por una escalera de piedra mal iluminada, se dio cuenta
que había cometido un error garrafal. No sabía cuál era, pero estaba segura
que había hecho algo mal.
Al final de la escalera, había un hombre sentado en un escritorio frente a
una pesada puerta de hierro. A pesar de la escasa luz de su vela, estaba
concentrado leyendo unos papeles, con una pluma en la mano. Los guardias
arrojaron a Locks frente al escritorio y ella se raspó las rodillas y las palmas
contra la piedra del piso al caer. Ahogó un gemido de dolor y se quedó
mirando hacia abajo, tratando de contener las lágrimas.
—Capitán —dijo uno de los guardias—, hemos pillado a esta niña
tratando de escabullirse en el palacio para hacerle daño a nuestro König.
—No fue así —protestó Locks, en un hilillo de voz.
—Viene de parte de la criminal Riding Hood —agregó el otro guardia
—. Ella misma lo confesó.
—Bueno, ¿y a qué están esperando? —dijo el hombre tras el escritorio.
La silla raspó contra el suelo al moverse hacia atrás. Las pesadas botas del
Capitán se plantaron frente a la cara de Locks—. Regístrenla y prepárenla
para el interrogatorio.
Locks se estremeció. De pronto, el cuchillo de su padre que llevaba
escondido bajo el vestido le quemó contra la cadera. Si lo encontraban, no
creerían jamás que ella no había ido allí con malas intenciones.
—¡Esperen, por favor! —rogó—. Si tan solo pudiera hablar con el
König, él entendería…
Una mano cruel se aferró a su cabello y tiró de su cabeza hacia atrás,
con tanta fuerza que Locks no pudo ahogar un chillido.
—Al König no le interesa hablar con espías como tú —le espetó el
guardia, alzando el brazo.
Locks adivinó lo que se venía y cerró los ojos, esperando sentir el duro
impacto del guantelete contra el rostro…
—No recuerdo haberles dado permiso para que hablaran por mí.
La voz era suave y melodiosa, pero tan profunda que transmitía una
inmediata autoridad. Los dedos que tenían atrapada a Locks se aflojaron y
tanto los guardias como el Capitán se arrodillaron con ligereza.
—¡Su Gracia! —exclamó uno de los guardias—. No pretendíamos…
—¿Poner palabras en mi boca? —preguntó el König. Su tono era tan
frío y afilado como una cuchilla—. ¿Deshonrar el uniforme de la Guardia
Real maltratando niñitas inofensivas?
—¡Pero, mi König! —dijo el Capitán—. Ella es una criminal…
—¿Por qué? —volvió a preguntar el König—. ¿Qué hizo? ¿Mató a
alguien? ¿Se robó algo?
—N-no que nosotros sepamos —admitió el Capitán—, pero si viene de
parte de Hood…
—Nadie puede ser peor que Hood —replicó el König. Sus pasos
parecieron silenciosos y ágiles a comparación de los del Capitán—. Yo solo
veo una niña a la que esa criminal engañó para enviarme un mensaje y tú
deberías usar mejor tu juicio, Capitán.
—S-sí, mi König —tartamudeó el Capitán.
—Y ahora, fuera de mi vista —ordenó el König—. Informad a mis
doncellas que quiero que preparen una habitación, comida y ropa limpia
para esta niña.
Los guardias huyeron por la escalera con tanta rapidez que Locks
hubiera jurado que dejaron una brisa detrás de ellos. Solamente cuando el
ruido de sus pasos se extinguió en la escalera se animó a sentarse en el lugar
en que había caído. El ruedo de su vestido estaba rasgado y los brazos le
dolían con los cortes y moretones que recibió de los guardias.
Pero era difícil prestar atención a eso cuando la figura imponente del
König se erguía frente a ella.
Locks solo había escuchado de hombres nobles en los cuentos de su
madre y el König encajaba perfectamente con esa idea. Iba ataviado con
lustrosas botas y una capa borgoña con cuello de armiño lo cubría, rozando
el suelo. Cuando se acuclilló delante de ella, Locks notó su cabello. Era
rubio, pero no era en nada como el de ella: en lugar de dorado, era tan claro
que parecía casi blanco a la luz de las antorchas.
Pero lo más fascinante del König eran sin duda sus ojos. Locks
inmediatamente pensó en el bosque, el cielo del bosque, de un verde
rozagante con monedas de sol filtrándose entre las hojas de los árboles. Los
ojos del König eran exactamente así. Incluso tenían pequeñas pintitas
doradas en los irises. Se quedó tan embobada que por un momento no se dio
cuenta que él le había hecho una pregunta.
—N-no, su Majestad —murmuró—. Estoy bien.
—¿Sí? —preguntó el König y Locks se encogió cuando sus dedos
rozaron su antebrazo—. Tienes un moretón justo aquí.
Locks no supo qué debía contestar a esa afirmación, o si debía responder
algo en absoluto, así que se quedó callada. La sonrisa del König era amplia
y amable.
—No te preocupes —le dijo—. Aquí ya nadie te hará daño.

Ranghailt no apreciaba que la perturbaran justo cuando estaba a punto


de irse a dormir, pero cuando dos guardias pálidos y temblorosos aparecían
en su puerta y le daban instrucciones directas de parte del König, bien, no
había mucho lugar para la protesta. Encontrar una habitación de invitados
vacía, abrir las ventanas y sacudir el polvo no fue ningún problema, así que
la doncella empezó a sospechar que habría alguna especie de trampa en
todo ese asunto tan repentino.
Estaba terminando de tender la cama cuando la trampa se hizo presente.
La niña entró de la mano de Angharad, pero inmediatamente se zafó de ella
y se echó a correr por la habitación, sus zapatos llenos de barro dejando
huellas en la alfombra hicieron que Ranghailt sintiera náuseas de solo
verlas.
—¡Qué increíble! —chilló la niña emocionada, su melena rubia flotando
detrás de ella mientras trotaba por todos lados como un ratón hiperactivo—.
¡Qué hermoso! ¡Mira esos tapices, y esa alfombra y ese jarrón…!
Ranghailt se preguntó si tendría suficientes hierbas para el dolor de
cabeza en su habitación.
—Señorita… señorita, por favor…
La niña, que había estado a punto de poner sus dedos sucios sobre el
jarrón de rosas, se detuvo a medio camino, para alivio de la doncella.
—¿Por qué no os sentáis? —le ofreció, señalando la silla frente al
tocador —. Os cepillaré el cabello y mi hermana os traerá algo limpio que
poneros.
—¡Muchas gracias! —exclamó la niña y salió disparada hacia el tocador
como una saeta—. ¿Sabes? Ya lavaron mi vestido hoy, pero con todo el
viaje que tuve que hacer…
—¿Qué se supone que le traiga? —preguntó Angharad en un susurro,
mientras Ranghailt la llevaba hacia la puerta—. No hay ropa para alguien de
su edad…
—No me importa —susurró Ranghailt—. Tráele uno de tus vestidos
viejos. Y baja a las cocinas a buscarle algo que comer. Si todos los
cocineros ya se han ido —se apresuró a agregar cuando vio que su hermana
abría la boca para protestar—, prepárale algo tú misma. ¿Y dónde está
Caoilfhionn?
—Se ha quedado en la recámara del König —la informó Angharad—
por si él la necesita. Y recuerda que debes llamarla Zwei.
El disgusto de Ranghailt debió ser evidente, porque Angharad dejó de
discutir y se retiró anunciando que haría todo lo que le había ordenado.
Ranghailt detestaba los apodos que les había dado el König, como si sus
nombres, lo poco que les quedaba de lo que habían sido antes, no fueran
más que otra molestia de la que debía deshacerse. Y lo peor era que sus
hermanas le seguían el juego.
Se tomó un segundo para pellizcarse la nariz antes de volver al cuarto.
La niña estaba de rodillas en la silla, casi abalanzada sobre el espejo,
observando su reflejo con curiosidad. Los espejos eran artefactos de lujo y
Ranghailt sospechó que la niña nunca había podido observarse
detenidamente en uno.
—Por favor, siéntate derecha —le espetó Ranghailt y suavizó el tono
cuando la niña se sobresaltó—. Es decir, venid. Os cepillaré ese pelo tan
bonito que tenéis.
Bonito y farragoso, agregó para sus adentros. Las cerdas del cepillo se
quedaron atascadas ni bien las acercó a aquellos enormes rizos y Ranghailt
tuvo que cuidarse mucho para no tironear ni ofender a la niña. ¿Quién era
ella, al fin y al cabo? ¿La hija de un dignatario que acababa de llegar de
improviso? No había visto el revuelo habitual en los establos cuando algo
así ocurría y, sin duda, no tenía el aspecto de alguien noble, no con ese
vestido hecho jirones, y los cortes y moratones en sus brazos.
—Muchas gracias —dijo la niña, interrumpiendo los pensamientos de la
doncella—. Tu pelo también es muy bonito. Me gusta que sea rojo. Se
parece al atardecer. ¿Puedes hacerme una trenza como la tuya?
Ranghailt tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse distante.
—Vuestro cabello lucirá más lindo suelto —mintió, aunque solo a
medias. Sería una pesadilla alisar esa maraña lo suficiente como para
trenzarla—. Queréis tener vuestro mejor aspecto para cuando el König
venga a veros, ¿verdad?
A la niña se le iluminó la cara y asintió.
No tuvo que esperar demasiado para que se cumpliera su deseo: la
puerta se abrió con suavidad y el König en persona entró a la habitación,
con Angharad y Caoilfhionn pisándole los talones.
—¡Mi König! —exclamó la niña, rebosante de alegría y salió disparada
de la silla con tanta rapidez que casi se lleva el cepillo incrustado en el pelo.
Ranghailt esperaba que el König la empujara cuando la niña le echó los
brazos alrededor y enterró la cara en su estómago, pero el soberano la
sorprendió posando las manos sobre los frágiles hombros de la pequeña y
esbozando una sonrisa amable. Eso la puso en guardia casi de inmediato.
Miró a sus hermanas: Caoilfhionn cargaba una bandeja de comida y parecía
casi molesta por tener que hacerlo. Angharad respondió a su pregunta
silenciosa con un encogimiento de hombros.
—Eres incansable, pequeña —dijo el König, con un tono de voz suave
que no parecía nada natural en él—. ¿Por qué no dejas que Drei y Eins te
vistan para que luego podamos cenar juntos?
Ranghailt no se molestó en señalar que el König ya había cenado mucho
más temprano. La niña marchó alegremente al biombo y ya estaba tratando
de desabotonarse el vestido para cuando Ranghailt y Angharad la siguieron.
—Permitid que os ayudemos, pequeña dama —dijo Angharad,
arrodillándose frente a ella—. Será más rápido.
—Yo puedo —dijo la niña y en efecto, uno momento después, se había
librado de su vestido rotoso y sucio, dejándolo caer en el suelo como el
trapo que era. Ranghailt se inclinó para levantarlo por instinto… y notó algo
asomándose por encima del borde de la enagua de la niña.
Ella abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que Ranghailt lo
había visto y trató de cubrirlo con sus manitos. Pero el mango de madera era
demasiado largo como para ocultarlo. Hasta Angharad se dio cuenta.
—¿Qué es eso?
La niña miró a una y después a la otra, con creciente terror en sus ojos
azules.
—Por favor, no me lo quitéis —rogó, bajando la voz—. No voy a
usarlo, lo prometo. Es el único recuerdo que tengo de mi papá.
Angharad y Ranghailt intercambiaron una mirada. Claramente, lo
correcto en este caso era poner a los guardias sobre aviso. Dejar que alguien
con un arma como aquella estuviera cerca del König era peligroso e
imprudente. Si por algún motivo el soberano acababa lastimado a causa de
su silencio, Angharad y Ranghailt estarían en un mar de problemas.
Por otro lado… la niña estaba tan flaca que no parecía capaz de empuñar
un arma tan grande, mucho menos de usarla. Y bien, si lo hacía, no es que
Ranghailt fuera a lamentarlo.
Angharad parecía conmovida por las razones de la niña. Apoyó un dedo
contra sus labios.
—No diremos nada —le prometió con un guiño.
La niña suspiró aliviada y permitió que las doncellas la ayudaran a
ponerse el vestido nuevo. Caoilfhionn había terminado de servir la cena
para cuando asomaron desde atrás del biombo y el König estaba sentado
plácidamente en la silla frente a los platos.
—Dejadnos —les ordenó, con un gesto despectivo de su mano.
Las tres lo hicieron sin demora y Ranghailt se aseguró de cerrar la
puerta detrás de ella antes de volverse hacia sus hermanas.
—¿Sabéis quién es esa niña? —les preguntó.
—No, y no deberíamos meter nuestras narices en los asuntos privados
de su Gracia —le espetó Caoilfhionn. Su irritación se había acrecentado,
como si creyera que la única que tenía derecho a ser tratada con deferencia
por el König fuera ella, por el simple motivo de ser quien le calentaba la
cama.
Ranghailt no dijo ninguna de esas cosas. Simplemente se volvió hacia
Angharad.
—Es solo una huérfana, por lo que he podido entender —dijo ella—.
Nada más que una huérfana de la que su Gracia se compadeció.
Ranghailt conocía a su hermana lo suficiente para saber que ocultaba
algo y también para saber que no le diría nada si la presionaba demasiado.
—Está bien —suspiró al fin—. Idos a dormir. Yo me quedaré aquí por si
el König me necesita.
Angharad le deseó buenas noches y se retiró. Caoilfhionn le echó una
mirada hostil antes de hacer lo mismo.
Ranghailt se quedó sola otra vez en el pasillo y volvió la vista una vez
más hacia el muro. Para alguien que no la estuviera esperando, su sombra
no habría sido más que una pequeña agitación en la noche, una nube
pasajera ocultando la luna por un momento. Pero Ranghailt sabía hacia
dónde mirar cuando cosas extrañas ocurrían en el castillo. Los brillos de las
antorchas en los torreones se fueron apagando uno por uno.
La cazadora estaba en el castillo.
No informar de su presencia inmediatamente se consideraba alta traición
y complicidad con la enemiga número uno del Reino Wolfhausen.
Ranghailt pensaba que aquello era una exageración. Ella nunca había
hablado con la cazadora, por lo que no se podía considerarla una cómplice.
Pero si algunas noches dejaba una ventana apenas entornada, bien, se lo
podía achacar a su naturaleza distraída y no al secreto deseo de que Riding
Hood fuera a ganar uno de estos días.
Quizá aquella misma noche. Ranghailt se alisó la falda del vestido y se
alejó mientras todavía podía negar que hubiera visto algo.

Si las insufribles audiencias con sus ministros le habían enseñado algo al


König, era a disimular su impaciencia. De hecho, aquella habilidad le vino
muy bien mientras observaba cómo la niña se llevaba la comida a la boca,
más como un pequeño animalillo que como una persona.
—Tenías hambre, ¿verdad? —preguntó, esperando que su pregunta
sonara risueña y no sarcástica.
La niña (Goldilocks, se recordó, ese era el nombre que le había dado y
era imposible olvidarlo mirando sus rizos esponjosos) se atragantó con el
jugo, se golpeó el pecho un par de veces y luego lo miró con ojos acuosos.
—Dis… discúlpame —dijo, con una informalidad que en cualquier otro
se habría castigado con un par de semanas en el calabozo—. Es que no he
comido desde ayer.
—No hay nada de lo que avergonzarse —dijo el König. Excepto tus
modales atroces, añadió para sí—. ¿Qué edad tienes, pequeña?
¿Y cuál es tu relación con Hood?
—Once —respondió Goldilocks y luego como si solo entonces se
acordara—, mi König.
—No me digas. Eres casi una mujercita —la halagó el König y le
satisfizo ver cómo se ruborizaban sus mejillas. Estiró una mano para
tomarla del brazo y presionó suavemente uno de los varios moratones sobre
su piel de porcelana—. Esto no te lo hicieron mis hombres, ¿o sí?
—No… bueno, no todos —admitió la niña—. Es que es muy difícil
viajar por el Bosque.
—Ah, ¿has caminado mucho? —siguió probando el König. ¿Sabes
dónde está Hood?
—Todo el día —contestó ella, asintiendo un poco para darse
importancia —. He venido caminando desde…
Se calló de repente, como si hubiera estado a punto de decir algo
inapropiado. El König tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse
sobre ella y sacudirla por los hombros.
—¿Sí? —insistió con suavidad mientras la niña vacilaba—. ¿Desde
dónde?
Goldilocks se levantó y se alejó unos pasos de la mesa.
—No sé si deba decírtelo —confesó al fin, en un hilo de voz.
—¿Por qué no? —preguntó el König. Da igual si quieres decírmelo o
no, pensó. Tengo amigos en los calabozos que pueden ser muy
convincentes.
—En cuanto mencioné a Hood, tus hombres me maltrataron —explicó
Goldilocks, tirando de la falda de su vestido como si pensara que el König
fuera a enojarse por señalar lo obvio—. Iban a arrojarme a una celda solo
porque dije el nombre de mi amiga.
El König tuvo que morderse la lengua para no echarse a reír. No sabía
qué era más gracioso, la idea de que Hood tuviera amigos o de que esta niña
desconociera por completo los crímenes por los que se la buscaba.
—Es cierto —dijo en cambio y bajó la mirada como si estuviera
apesadumbrado—. Sabrás disculparlos. Yo les di la orden que encuentren a
la… a Violette a toda costa.
El uso del nombre de pila hizo que Goldilocks lo mirara con curiosidad.
—¿Por qué?
—No sé si ella te lo habrá dicho —dijo el König, fingiendo vacilación
—. Pero nosotros solíamos ser… muy buenos amigos.
Goldilocks abrió la boca con sorpresa y se quedó inmóvil, luciendo
como una estúpida muñequita rota por un largo momento.
—Ella me habló muy bien de ti —dijo—. Me recomendó que viniera a
verte. Me dio la impresión que te quería mucho.
—Y yo la quiero a ella —mintió el König, levantándose para dar un
paso hacia la niña—. Pero tuvimos un malentendido y Violette se marchó al
Bosque. ¿Entiendes por qué quiero encontrarla? Necesito disculparme con
ella.
Goldilocks vacilaba y la impaciencia del König estaba rápidamente
alcanzando su punto álgido. Se arrodilló frente a ella, puso las manos en sus
hombros delicados. Toda ella era increíblemente delicada. El König casi
lamentaría tener que entregársela a los torturadores si se negaba a hablar.
Casi.
—Bueno… —murmuró Goldilocks.
El König se inclinó un poco más hacia ella, como si quisiera sonsacarle
un secreto.
—¿Puedes decirme —preguntó, con suavidad, como si la niña fuera un
pajarillo asustado a punto de echarse a volar— dónde está Violette Riding
Hood?
—Bueno… —repitió Goldilocks y, luego, con más firmeza, como si
hubiera tomado una decisión—: Antes tienes que prometerme que tus
guardias no la tratarán como me trataron a mí.
—Te lo prometo —dijo el König, sin esfuerzo. El único que tendría el
placer de ponerle las manos encima a Hood sería él.
—Está bien —accedió Goldilocks, por fin—. Ella está en…
Se detuvo y el König de nuevo tuvo que reprimirse para no zamarrearla
en su frustración. La niña lo miraba con ojos azules enormes y confundidos.
—¿No les dijiste a tus guardias que no podía haber nadie peor que
Hood?
El estrépito de vidrios rotos llegó tan de repente que el König apenas
tuvo tiempo de arrojar a la niña lejos de sí y cubrirse los ojos con el brazo
para que las esquirlas no le hicieran daño.
—Scheiße —masculló con rabia.
Un segundo después estaba de pie, con la espada desenvainada en la
mano.
Hood se hallaba en medio de la habitación, parada justo entre él y
Goldilocks, que había caído sobre su trasero y parecía más aturdida que
nunca.
El König dejó de prestarle atención. Ya no la necesitaba.
Se lanzó hacia Hood con la espada en alto. El filo de su arma repiqueteó
contra las dagas de Hood, levantadas en cruz perfectamente en sincronía
para detener su ataque. Su rostro quedó a unos centímetros del de ella. No
podía ver sus ojos, ocultos bajo la capucha, pero vio la sonrisa burlona en
sus labios finos.
—¿Por qué sigues manteniendo a todos esos vagos? —le preguntó—.
Cada vez me la dejan más fácil.
El König volvió a levantar la espada, pero con un ondeo de su capa
violeta, Hood volvió a quedar fuera de su alcance. El König lanzó otra
estocada, pero Hood no parecía interesada en pelear con él. Con cada paso
que retrocedía, se acercaba más al punto donde Goldilocks permanecía
paralizada de miedo.
En retrospectiva, debió de verlo antes. Pero su furia era tan grande, un
fuego alimentado por años de rencor, que por un momento lo cegó. Hood
estaba agachada y no había manera de que lo evitara ahora, no podría seguir
huyendo…
El golpe de su espada contra la daga de la cazadora arrancó chispas
entre los filos. Tardó un segundo en darse cuenta que el motivo por el que
se había inclinado era para alcanzar a Goldilocks.
—Debí de suponer —le dijo Hood, su voz crepitando de algo parecido
al asco— que no la ibas a dejar en paz solamente porque fuera una niña.
El König no hizo caso de la acusación, sus ojos expertos buscando un
punto débil en la postura de la cazadora. Por supuesto, no lo había…
excepto por el antebrazo enlazado alrededor de la cinturilla de la niña.
Movió la espada otra vez…
… no fue lo suficientemente rápido.
El pie de Hood se estampó contra sus canillas. No lo derribó, pero le
hizo perder el equilibrio, desviando lo que habría sido un golpe mortal hacia
el piso. Su espada se clavó en la alfombra y quedó incrustada, inútil, en el
piso debajo. Y por supuesto, la cazadora no se detuvo a esperar que él se
repusiera: se echó a la niña sobre los hombros y corrió, ligera como la brisa,
hacia la ventana rota.
—¡GUARDIAS! —bramó el König.
Goldilocks chilló cuando Hood se lanzó al vacío, como si no la esperara
una caída de varios metros por debajo. El König corrió tras ella y se asomó
a tiempo para verla aterrizar sobre un caballo parado justo debajo de la
ventana, un caballo que, además, reconoció como uno de los percherones de
su madre por el porte y el color.
—¡GUARDIAS! —volvió a gritar, con la esperanza de que su voz
alcanzara a los inútiles que deberían haber estado vigilando la muralla—.
¡DETÉNGANLA!
En su frenesí, apenas se dio cuenta que todos los torreones estaban a
oscuras y la reja del castillo estaba levantada, dejándolos vulnerables. Solo
cuando vio a su enemiga atravesarla sin mayores problemas se detuvo a
considerar que eso era exactamente lo que ella quería.
Había dejado su ruta de escape preparada desde el principio.
Tres guardias irrumpieron en la recámara, demasiado tarde. —¡Su
Alteza! —exclamó uno de ellos—. ¿Qué ha ocurrido?
El König lo miró como si le estuviera tomando el pelo. No era posible
que no hubieran escuchado el estrépito. Quizá Hood tuviera razón y tenía
que deshacerse de todos ellos. Uno por uno. Personalmente.

—¡Hood! —chilló Goldilocks a su espalda—. ¡Por favor, ve más


despacio!
La cazadora la ignoró, e ignoró también sus deditos como garras
clavándosele en la carne, ignoró el brazo derecho, que todavía le temblaba
por el esfuerzo de detener el golpe del König. Ignoró el dolor en la
entrepierna por haber caído mal sobre el caballo y los relinchos de protesta
del animal cada vez que lo azuzaba para que apurara el paso por el camino
de piedras que pasaba frente a las granjas y el molino abandonados.
Calculó que el König ya estaría organizando una partida de caza, pero le
llevaba mucha ventaja. Y por la noche, no había hombre lo suficientemente
estúpido como para internarse a ciegas en el bosque. Aquel había sido uno
de sus ataques más descarados, pero tenía la impresión que no pagaría por
ello en ningún momento del futuro cercano.
Había estado tan cerca… el estúpido lobo había estado parado frente a
ella, sin nada más que su inútil espada, sin guardaespaldas que
intervinieran, sin nada más que un poco de tela interponiéndose entre su
corazón y la punta de la daga de la cazadora.
No, se dijo. Si lo hubiera matado en ese momento, habría sido impulsivo
e insatisfactorio. Quería tomarse su tiempo. Quería verlo sangrar. Quería
vivir todavía muchos años para recordar la luz huyendo de sus ojos. Y
además, esa noche no había ido al castillo para eso.
Para cuando llegaron al borde del bosque, el percherón estaba cubierto
de sudor y le temblaban las patas. Hood descabalgó y bajó a Locks de un
tirón. No se molestó en atar al animal. Si encontraba su camino de vuelta al
castillo, no tendrían forma de averiguar dónde había estado. Y si se perdía
en el bosque y acababa como alimento para algún predador… bueno, ese no
era su problema.
Locks tiritaba a pesar de la noche cálida y estrellada sobre sus cabezas.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó, con su vocecita de ratón asustado
—. Hood, ¿por qué…?
—¡Cállate! —le gritó Hood. La adrenalina de la batalla y la cabalgata
todavía le pulsaba en las venas—. ¡Cállate por un segundo!
Paseó de un lado a otro, ignorando a la niña, dejando que los remanentes
de su rabia salieran de ella como humo.
—Se lo ibas a decir, ¿verdad? —le espetó Hood, avanzando hacia Locks
—. ¡Le ibas a decir dónde encontrarme!
—Yo solamente…
—Este fue un mal plan —decidió la cazadora, como si alguien más
hubiera tenido la idea y ella se hubiera opuesto desde el principio—. Te lo
iba sonsacar de una manera u otra y no creo que le importara lo que tuviera
que hacer para lograrlo.
—Pero Hood —lloriqueó Locks—, él solo quería hablar contigo…
—¿A ti te parece que actuó como alguien que solo quería hablar? —dijo
Hood, con una risilla sarcástica—. Antes pensaba que eras ingenua, ahora
resulta que además eres estúpida.
Se detuvo, porque Locks estaba al borde de echarse a llorar a gritos y
ella no estaba de humor para lidiar con ello.
—Mira —le dijo, inclinándose delante de ella con las manos en sus
hombros, imitando sin saberlo la postura del König—, hazme caso y no
vuelvas al castillo. Y si le llegas a decir al König dónde vivo, no te lo
perdonaré nunca. ¿Me has entendido?
Las lágrimas sin derramar centelleaban en los ojos de Locks con el
resplandor de la luna.
—¿Me has entendido? —repitió la cazadora, levantando un poco la voz.
Locks asintió sin decir palabra.
—¡Bien! —La cazadora se incorporó—. Ahora vete a alguna de estas
granjas. No creo que nadie te encuentre allí.
Giró sobre sus talones y, en un parpadeo y un susurro de su capa, se
convirtió en una sombra más en el bosque.
Goldilocks se quedó parada donde estaba, aturdida y muy, muy triste.
Un aliento cálido le rozó el cuello. El caballo que Hood se había robado era
mucho más grande que el pobre Azúcar y por supuesto, este era negro
mientras que Azúcar había sido blanco. Pero cuando le palmeó el hocico
amigablemente, sintió su pelo igual de suave.
—No diré nada —aseguró, un poco al caballo, un poco a la noche y otro
poco a la ausencia de Hood—. Lo prometo. Es muy difícil hacer amigos
estos días.
Locks y el cazador

E l bosque era muy diferente de noche. De día ya era peligroso, cierto.


Había una enorme cantidad de piedras en las que tropezar, de ramas
bajas que podían golpearla en la cabeza, de arroyos en los que podía caer.
Pero al menos con el sol, lograba ver esos peligros. El resplandor frío de las
estrellas, por otro lado, no era suficiente para que Goldilocks consiguiera
distinguir nada más allá de su nariz. Caminaba con los brazos estirados,
tanteando antes de dar cada paso. Para peor, a pesar de que el día había
estado tan cálido, acababa de empezar a correr una brisa insistente que
agitaba las ramas ominosamente sobre su cabeza.
No estaba segura de la dirección que estaba tomando ni exactamente a
dónde pretendía llegar, pero sabía que no podía quedarse en ninguna de las
granjas que había dejado atrás. Aunque Hood hubiera dicho que nadie la
molestaría, le parecía una descortesía entrar allí sin permiso de los dueños,
y bien, como los dueños no estaban para pedirles permiso, simplemente no
podía entrar.
No sería la primera vez que dormía en el bosque, sin más abrigo que la
hojarasca que pudiera reunir y sin más protección que el cuchillo de su
padre aferrado con fuerza en su puño. Al menos, se dijo, esa noche no
estaba sola. El percherón parecía tan aprehensivo como ella y la había
seguido cuando empezó a caminar. Suponía que podría haberlo montado
para moverse más rápido, pero había dos problemas con ese plan. El
primero era que el bosque seguiría estando oscuro se subiera o no al
caballo. El segundo era que de todos modos, el animal era tan grande que
no podría alcanzar su lomo sin que alguien la sostuviera o sin pararse en
alguna roca.
—Me llamo Goldilocks —le dijo, para ser amable—. ¿Y tú?
El caballo relinchó sin mucho entusiasmo, como si aquel tema de
conversación en particular le interesara muy poco.
—Bueno, no tienes que decírmelo —contestó ella—. Supongo que
tendrías un nombre en el palacio, pero si no quieres volver ahí, debe ser
porque no te gustaba mucho, ¿verdad?
El caballo no ofreció ninguna opinión acerca de cómo era su vida en el
palacio.
—Te llevaría de vuelta, pero le prometí a Hood que me mantendría lejos
—le explicó—. Lo siento. Si quieres venir conmigo, significa que tendrás
que quedarte en el bosque.
El caballo no pareció muy afectado por eso, porque continuó
siguiéndola. Sus cascos apenas emitían sonido sobre la hierba tierna.
—¿Te molesta si te pongo un nuevo nombre? —le preguntó Locks—. Es
que no quiero seguir diciéndote “caballo”.
El caballo no protestó, así que con cada paso que daba, Locks empezó a
enumerar todas las cosas de color negro que se le vinieron a la mente.
—Lodo. Carbón. Cuervo. No, eso es ridículo, ¿quién le pone el nombre
de un animal a otro animal? —se rio Locks—. A ver… ¿noche? ¿Sombra?
Le dio la impresión que el caballo erguía las orejas y la miraba con
atención.
—Sombra —repitió Locks y estiró la mano para palparle el cuello—.
Ahora te llamas Sombra.
Sombra relinchó su acuerdo.
—Eso está muy bien, Sombra. Pero realmente tendríamos que buscar un
lugar donde pasar la noche. Parece que se va a poner frío.
La brisa se había convertido en un viento huracanado que le enredaba la
falda del vestido entre las piernas y hacía que le goteara la nariz. Unas feas
nubes negras se estaban devorando las estrellas. El aire se sentía más ligero
y el cabello de Locks empezaba a pararse en punta con el presagio de la
tormenta.
No estaba segura de cuánto tiempo había caminado, ni en qué dirección.
Pero de pronto, un crepitar extraño y un resplandor dorado aparecieron
entre los árboles. Locks se detuvo en seco y recogió las riendas de Sombra
para que él también se parara. Había alguien más adelante y parecía que
acababa de encender una fogata.
Locks vaciló. Podía ser un ladrón o una persona malvada que viviera en
el bosque. O podría ser Hood, que seguramente no querría verla si se
acercaba demasiado. También podría ser un espíritu o un hada, una criatura
que se hiciera pasar por alguien amigable para atraer a sus víctimas. Su
madre le había contado historias de fuegos fatuos, de viajeros que habían
perdido la vida por acercárseles demasiado.
Pero la otra opción era seguir vagando sin rumbo por el bosque. Locks
decidió arriesgarse.
La persona sentada junto al fuego no era un espíritu ni un hada. Por lo
menos, ella nunca había oído de hadas que parecieran hombres enormes y
musculosos con barbas pobladas, que se sentaran en medio de la noche a
afilar hachas frente a fogatas recién encendidas. La piedra de moler silababa
cada vez que él la pasaba por el filo y las chispas que arrancaba le
iluminaban los dedos enormes. Locks permaneció junto a la línea de los
árboles, preguntándose si acercarse sería prudente.
Pero lo que vio detrás del hombre la convenció: una cabaña, un poco
más pequeña que la de Hood. Quizá el hombre fuera un leñador, como su
papá. Quizá tuviera un lugar, aunque más no fuera un rinconcito donde ella
podía dormir o un cobertizo en el que Sombra pudiera refugiarse.
El hombre la escuchó acercarse y levantó la vista.
—Ya decía yo que encontrarías el camino hasta aquí —comentó, como
si Locks fuera una invitada que hubiera llegado tarde.
—Discúlpame —dijo Locks, aunque no sabía por qué se estaba
disculpando.
—Ella te dejó en las afueras del bosque, ¿verdad?—preguntó el hombre,
volviendo la atención a su hacha—. Si caminas todo recto desde allí, acabas
topándote con mi cabaña. Ella seguramente lo sabía.
—¿Conoces a Hood?
—¿Por qué no te acercas un poco? —la invitó el hombre, ignorando su
pregunta—. Parece que tienes frío.
Locks no se había dado cuenta de que realmente tenía frío, por lo menos
no hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para sentir el calor de las
llamas bailarinas. Se sentó en el tronco vacío (realmente era como si el
hombre hubiera sabido todo el tiempo que ella llegaría) y estiró las manos
para que el fuego crepitante ahuyentara sus temblores.
—Hood es una persona muy especial —dijo el hombre, tras un largo
silencio—. Nunca voy a entender los motivos que tiene para hacer todo lo
que hace y deshacerlo luego. No estoy seguro si ella los entenderá del todo.
La voz del hombre le sonaba familiar y, cuando Locks lo miró de reojo,
se dio cuenta por qué.
—Estabas en las afueras del pueblo —recordó—. Me advertiste sobre el
toque de queda.
—¿Lo hice? —preguntó el hombre, como si avisarles a las personas
sobre el toque de queda fuera una parte normal de su rutina.
La niña decidió cambiar de tema. Recordó que no se había presentado.
—Me llamo Goldilocks.
—Un nombre muy bonito —dijo el hombre, pero no ofreció el suyo a
cambio—. ¿Y tu caballo?
—No es mío —dijo Locks, aunque supuso que si el König no lo quería
de vuelta y Hood no se molestaba en buscarlo, bien podía quedárselo ella
después de todo—. Pero le digo Sombra.
—También muy bonito y apropiado.
El claro se iluminó en un parpadeo de luz plateada y, un momento
después, el cielo tronó con tanta furia que Locks prácticamente saltó de su
asiento.
—Parece que ya no tardará —dijo el hombre, mirando hacia el cielo
como si la tormenta también se hubiera retrasado un poco—. Sombra puede
dormir atrás con mi burro y, si quieres, tú puedes quedarte en el cuarto de
invitados.
—¿Cómo se llama tu burro?
—Burro —dijo el hombre, con un encogimiento de hombros. Levantó su
tinaja de agua y la vació sobre la fogata para extinguirla.
Más tarde, Locks se preguntó por qué quiso saber eso y no por qué el
hombre tendría un cuarto de invitados. Por lo demás, la cabaña se veía
pequeña y práctica hasta resultar casi hostil. Había una mesa, dos sillas, un
hogar lleno de cenizas con una pirámide de troncos al lado y nada más. No
había cortinas, ni alfombras, ni un jarrón con flores para perfumar la
habitación.
—Esta es mi casa —dijo el hombre, como si fuera realmente necesario
—. Y ese es el cuarto de invitados —añadió, guiándola hasta una puerta—.
Puedes quedarte el tiempo que quieras.
—Muchas gra…
Las palabras murieron en la garganta de Locks. Otro relámpago acababa
de iluminar la habitación y la imagen de lo que acababa de ver se quedó
firmemente grabada en el interior de sus párpados. Había al menos una
docena de siluetas asomando desde las paredes de madera.
Y no eran solo siluetas. Eran cabezas.
—Bueno, no seas tímida. Adelante —la animó el hombre, dándole un
empujoncito—. La cama debería estar bien, pero si necesitas otra manta me
avisas. Que duermas bien.
Y cerró la puerta.
Locks le echó una mirada aprehensiva a los animales, que se la
devolvieron con ojos fríos y muertos. Aun así, tenía la sensación de que si
avanzaba en ese preciso momento, todas se abalanzarían sobre ella y la
echarían del cuarto. O peor, que sus mandíbulas se desencajarían de forma
monstruosa y la devorarían en un vacío negro e infinito del que no podría
encontrar la salida.
Pero tenía que llegar a la cama, se dijo. Tenía que dormir. Había sido un
día largo y su mamá siempre decía que las niñas en edad de crecimiento
tenían que descansar.
Aspiró profundamente y dio un paso. La madera del piso crujió bajo sus
pies, pero nada en la oscura habitación se movió. Aliviada, levantó el pie
para dar otro paso…
Un trueno retumbó con tanta fuerza que fue como si toda la cabaña se
estremeciera.
Tapándose los oídos, Locks atravesó el cuarto en tres zancadas llenas de
pánico, saltó a la cama y se tapó la cabeza con la almohada. Pero entonces
se le ocurrió que no podía ver a las cabezas de esa manera, no podía vigilar
si se estaban moviendo. Lentamente, se dio la vuelta. El vestido se le
enredaba en la piernas de manera incómoda, pero prefería dormir vestida
que tener que levantarse de nuevo para desvestirse o peor, para desatar los
lazos de su espalda, tener que pedirle ayuda al cazador (empezó a llamarlo
así, porque, ¿qué otra cosa podía ser con esos trofeos montados allí?).
De todos modos, el cuarto estaba frío, como si el aire hubiera estado
lleno de los suspiros moribundos de ciervos, zorros, e incluso un jabalí de
colmillos tan enormes que podrían haber atravesado a un hombre, no
digamos ya a una niñita flaca como ella. El cazador debía ser muy bueno si
había conseguido todas esas piezas él solo.
No había osos, se dio cuenta de repente. Ni osos ni lobos. Sabía que a
Hood no le gustaba que alguien más cazara lobos, ella misma se lo había
dicho y, si los dos se conocían, entonces él también debía de saberlo. Pero,
¿acaso nunca había derribado a un oso? ¿O nunca habría podido disecarlo?
Sintió un extraño orgullo por aquel pensamiento. Ella solita había
matado siete osos, los tres que habían invadido su casa y los cuatro con que
se había topado en el camino. Pero allí adentro no había ningún oso y, en
cambio, en la pared del comedor de su antigua cabaña, había tres.
—Miren —les dijo a las cabezas—, si ustedes no me hacen nada,
entonces yo no lo haré tampoco. Me he enfrentado a cosas peores que
ustedes.
Las cabezas parecieron impresionadas. Algunas incluso apartaron sus
miradas impertinentes, o quizá solo hubiera sido un efecto de la luz por otro
rayo cercano.
Satisfecha por haber llegado a un acuerdo con ellas, Goldilocks se
envolvió con la manta como una oruga se envuelve en su capullo y se quedó
dormida, arrullada por el repiqueteo de la lluvia en el techo de la cabaña.
Última advertencia

H abía exactamente ciento treinta y seis grietas en las paredes de la Sala


del Consejo, contando desde la puerta de entrada a la pared del fondo
y, luego, hacia la puerta otra vez. De vez en cuando, cada varios meses,
aparecía una nueva y aparecían también las sugerencias de llamar a pintores
o albañiles para que las cubrieran de una buena vez. Cualquiera que fuera lo
suficientemente ingenuo para no saber que eso significaba recibir la peor
parte de la ira del König no estaba habilitado para trabajar en el castillo.
Solía ocurrir que los sirvientes se marchaban en medio de la noche con las
orejas todavía pitándoles por los gritos que habían recibido. El König los
dejaba, a menos que no tuviera nada mejor que hacer.
Había ciento treinta y seis grietas en las paredes de la Sala del Consejo.
Ni una menos, ni una más desde hacía algún tiempo. La excusa que el
König ponía para no cubrirlas (cuando se lo señalaba alguien a quien sí
tenía que rendir cuentas) era que no le hubiera gustado perturbar tan
solemne habitación en el palacio. Era, al fin y al cabo, la habitación desde la
cual su padre había dirigido el reino, donde había firmado importantes
tratados que habían traído paz y prosperidad, donde había tomado
decisiones capitales respecto al futuro de hasta el más insignificante
campesino que habitaba sus tierras.
También había sido el lugar donde el viejo König se había llevado una
mano al pecho y se había desplomado en el piso de manera muy poco
majestuosa. El König, por entonces el Kronprinz, no había estado en el
castillo en ese momento y no lo había visto hasta mucho después, cuando
los funebreros ya habían hecho su trabajo, ya habían compuesto su rostro
para que mostrara una expresión de calma y solemnidad. Pero podía
imaginarse que su rostro había sido todo menos solemne mientras veía los
zapatos de sus Consejeros correr hacia él.
El König quería mantener la dignidad de la sala, con sus cortinajes
pesados y sus mesas tan ridículamente largas que tenía que gritar para
hacerse oír por los Consejeros más viejos que había heredado de su padre
junto con la corona. Y quería mantener las ciento treinta y seis grietas
exactas, porque siempre podía contarlas durante las reuniones más
rutinarias y aburridas.
—Como le decía, mi König, si no hay sequía este año, podemos esperar
que los tributos…
Cuando terminaba de contarlas, a veces le gustaba multiplicarlas o
dividirlas. La mitad de ciento treinta y seis era sesenta y ocho, es decir que
la grieta número sesenta y ocho marcaba exactamente la mitad de la sala,
aunque en realidad estaba un poco más a la izquierda de lo que debía.
—… el porcentaje de impuestos que debemos dedicar al sueldo de la
Guardia Real y…
La mitad de sesenta y ocho era treinta y cuatro, y la mitad de treinta y
cuatro, diecisiete. Diecisiete era la edad que el Kronprinz tenía cuando
heredó el trono.
—… y por supuesto, habrá que recortar algunos gastos…
Cinco era el número de Consejeros que le quedaban, pero dependiendo
de lo que dijera este hombre a continuación, quizá bajara a cuatro.
El hombre carraspeó cuando los fríos ojos verdes de su König se
posaron sobre él. Se veía bastante patético, en opinión del soberano, con su
túnica negra y su barba de chivo que no dejaba de retorcer a medida que
hablaba. Le pareció recordar que se llamaba Engelbert.
—Bueno, ha llegado a nuestra atención que se están poniendo muchos
recursos en cierta… ah, bueno —carraspeó otra vez y miró alrededor, en
busca de ayuda, pero todos los Consejeros habían bajado la vista hacia los
volúmenes delante de ellos—… bueno, muchos recursos dedicados… casi
podríamos decir desperdiciados en… la búsqueda de cierta… criminal.
El König no dijo absolutamente nada. Simplemente ladeó la cabeza.
Engelbert, quizá malinterpretando aquello como una invitación a continuar,
habló con voz más firme:
—Entiendo que su Gracia considere que la criminal Riding Hood es una
amenaza para su persona y es verdad que sus continuos atentados e
intrusiones en el palacio son materia de preocupación constante —dijo—.
Pero quizá sacar a hombres jóvenes que podrían estar labrando los campos
de sus casas para que pasen a integrar la Guardia Real no sea la mejor
opción…
—Ah, entonces, ¿qué sugieres? —preguntó el König, con la voz más
aterciopelada que fue capaz de conjurar—. ¿Qué relaje las medidas de
seguridad en el palacio y deje que esa maldita entre y me mate?
—N-no, su Gracia —tartamudeó Engelbert, echándose hacia atrás en la
silla, como el patético cobarde que era—. Por supuesto que no. Es s-solo
que…
—¿Quizá querrías abrirle la puerta tú mismo? —continuó el König,
poniéndose de pie para imponerse—. ¿Dejarla pasar al salón del trono con
las dagas desenvainadas?
—¡No, su Gracia! —replicó Engelbert, alzando sus manos para
mostrarse defensivo—. ¡En absoluto! ¡Sois mi König y espero que reinéis
muchos años…!
La puerta del Salón se abrió con un golpe y el König se volvió a ella con
la mirada centelleante. Alexander entró tambaleándose en el salón, como si
sus piernas cortas no fueran capaces de sostener el peso de su barriga y
secándose la frente con su pañuelito de puntillas.
—Mi König —dijo, con una torpe reverencia y una cortés indiferencia
hacia el hecho que el König estaba a punto de estrangular a uno de sus
consejeros—. Disculpadme el atrevimiento. Traigo ciertas… noticias que
quizá os interesen.
El König fulminó a Engelbert con la mirada para advertirle que no se
olvidaría de él y luego le hizo un gesto a Alexander para que se acercara. El
regordete mayordomo se puso de puntas de pie y le susurró la información.
Fue concreto y no utilizó más palabras de las que necesitaba, pero lo que
dijo sorprendió al König. Luego, una sonrisa lenta se expandió por su
rostro.
—Qué oportuno, Alexander —lo felicitó—. Justamente estábamos
hablando de ella.
—Estoy a su servicio, mi König —respondió el mayordomo. En una
persona menos solemne, habría sonado como una obsecuencia. En boca de
Alexander, no era más que la aseveración de un hecho. Retrocedió un paso,
pero el König negó con la cabeza.
—Quédate —lo instruyó—. Después de todo, mereces escuchar esto.
La cara de Alexander no reveló ninguna emoción, pero se volvió a pasar
el pañuelo por la frente sudorosa.
—Caballeros —dijo el König, regresando a su asiento en la cabecera de
la mesa con una sonrisa exultante que les provocó escalofríos a sus
Consejeros —. Creo que hemos hallado la manera de librarnos de Hood, de
una vez por todas.

Los días de verano eran los peores días para las tareas domésticas, pero
Hood sabía que no podía quejarse. Había venido postergando la limpieza
por semanas y ahora no tenía a nadie a quien culpar más que a ella misma
por la cantidad de arañas que había proliferado en los rincones de la cabaña
y por el polvo acumulado bajo la cama y sobre los alféizares de su ventana.
Tenía los postigos abiertos de par en par con la esperanza de que llegara una
inexistente brisa que aliviara su cuerpo sobrecalentado por el trabajo
mientras barría o sacudía el trapo que había pasado sobre las superficies
sucias. Si trabajaba sin parar, la casa estaría ordenada y limpia para cuando
bajara el sol.
La Abuelita decía que trabajar con el corazón alegre y una canción en
los labios aligeraba la carga. Pero Hood no se acordaba de ninguna canción
y no creía que le quedara suficiente alegría en el corazón para inventarse
una. Por lo tanto, trabajaba en silencio, gruñendo de vez en cuando o
resoplando por el esfuerzo de levantar el cubo de agua con los brazos
acalambrados.
Acababa de mover el banco hacia el rincón más lejano de la sala, con
toda la intención de trepar en él y desalojar a sus indeseables inquilinas
cuando escuchó tres rápidos golpes en la puerta. Se detuvo un momento,
preguntándose si siquiera debería molestarse en mirar afuera para ver quién
era. Luego decidió que no. Trepó al banco, empuñando el plumero como
empuñaría su daga ante su enemigo mortal…
Los golpes en la puerta se repitieron. Hood contuvo un bufido de rabia y
bajó del banquito.
Cuando abrió, primero creyó que no había nadie fuera, pero eso era
porque estaba esperando encontrarse con una persona de su tamaño. Le
tomó un par de segundos mirar hacia abajo para encontrarse con la sonrisa
ancha de Goldilocks.
Hood le cerró la puerta en la cara y dio dos pasos al interior antes que
volvieran a tocar. La cazadora cerró los ojos, se recordó que solamente era
una niña molesta y volvió a abrir.
—¿Qué quieres? —le espetó, sin disimular su mal humor—. Estoy
ocupada.
Locks levantó un par de manos llenas de cortes y pequeñas vendas para
mostrarle su más reciente creación: un oso de felpa con ojos de botón
desiguales, una oreja más arriba que la otra y un cuerpo irregular mucho
más pequeño que su cabeza.
—¿Jugamos a cazar al oso? —propuso, con un brillo ligeramente
maniático en sus ojos.
—No —replicó Hood, con una mirada fulminante—. No todo en la vida
es un juego.
Y cerró la puerta una vez más, esperando que esta vez el mensaje le
llegara con claridad y decidida a no volver a abrir si la cría insistía.
Habían pasado un par de semanas desde el incidente del palacio. Hood
confiaba en que no vería a Goldilocks de nuevo, pero no habían pasado ni
dos días desde que la dejara a la orilla del bosque cuando, regresando a su
cabaña después de un arduo día de caza, se había encontrado con la niña,
sentada en el escalón de su puerta, con los codos en las rodillas y el mentón
en las manos. Tenía los ojos cerrados, pero no bien escuchó a Hood
acercarse, los abrió y se incorporó de un salto.
—¡Bienvenida a casa! —le gritó, casi con demasiado entusiasmo y, del
bolsillo de su delantal, extrajo un ramo de flores apelmazadas—. ¡Las
recogí para ti!
A Hood aquellas palabras le parecieron el eco de un pasado muy lejano
y su ligera aversión por Goldilocks se acrecentó notablemente.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, entre la confusión y la furia—. Te
dije que no tenía lugar para albergarte…
—Ya lo sé —contestó Locks con una sonrisa radiante—. Me estoy
quedando con un señor muy amable, a unos kilómetros de aquí. ¿Lo
conoces? Él dice que te conoce a ti.
A Hood aquello le había gustado todavía menos.
—Lo conozco —dijo, tratando de evitar mostrar que le hervía la sangre
de rabia ante su sola mención—. Y la verdad, me importa un bledo si te
quedas a vivir con él. Pero no me vengas a molestar.
—¡Oh, no! —replicó Locks mientras Hood pasaba a su lado—.
Solamente quería darte…
Hood había pegado el primero de lo que serían varios portazos, a veces
más de uno en el mismo día.
—¡Está bien! ¡Veo que estás cansada! —gritó Locks, a través de los
postigos cerrados—. Te dejaré las flores aquí afuera. No olvides ponerlas en
agua.
Al día siguiente, Hood había encontrado las flores resecas en el alféizar
de la ventana. Había aplastado los pétalos y los había arrojado a la brisa.
Aquello no sirvió para calmar su rabia.
Desde entonces, Goldilocks llamaba a la puerta de su cabaña
prácticamente cada tarde. Hood había adoptado la precaución de quedarse
en el bosque hasta más tarde de lo que era recomendable y de regresar a su
casa con mucha lentitud, pero era inútil. Aún si llegaba cuando el sol se
había ocultado en el horizonte, Locks estaba allí, con los bracitos en las
caderas para recordarle que quedarse fuera hasta tan tarde no era bueno para
su salud. El hosco silencio de Hood y hasta sus gritos ocasionales de que la
dejara en paz hacían poco y nada para disuadirla de sus visitas.
Si le hubieran preguntado a Hood por qué sentía tanta animadversión
por la niña, probablemente la cazadora les habría gritado que era asunto
suyo y de nadie más y que era mejor que la dejaran en paz por su propio
bien. Su segunda reacción habría sido decirles que la alegría y la
despreocupación de la niña la irritaban sobremanera. Que ella también había
sido pequeña alguna vez y había descubierto muy pronto que no todo eran
risas y juegos en la vida.
Sabía exactamente de qué claro Locks había recogido las flores que le
llevó. Lo sabía porque ella también las había recogido alguna vez. Antes de
ser la cazadora, antes de ser Riding Hood, antes siquiera de ser Violette, ella
había sido la criaturita indefensa que recogía flores en los claros. E incluso
había estado orgullosa de su hazaña.
Bueno, lo había estado el tiempo que le llevó correr del claro hasta la
orilla del lago donde su padre estaba despellejando los conejos que había
cazado ese día.
—¡Mira, papá! —le había dicho, levantando el fragante y colorido ramo
hacia él—. ¿No son hermosas?
Su padre la había mirado de reojo por un segundo antes de retomar su
tarea.
—Eso no es comida.
Su padre era un hombre alto, de hombros anchos y nariz aguileña. En
esa época, su barba y su cabello abundante todavía eran castaños, pero ya
habían empezado a salirle algunas canas de un gris oscuro que se volverían
más blancas con los años. La boca y el borde de los ojos ya tenían unas
líneas profundas que lo hacían parecer mucho mayor de lo que era y
muchos años después, Hood se preguntaría de dónde salían esas líneas de
expresión. Ella no recordaba haberlo visto riéndose nunca. Es más, no lo
recordaba enojado, ni asustado ni de ningún otro humor que no fuera aquel
silencio taciturno y cortante, un silencio que lo rodeaba como una muralla
altísima de la que de vez en cuando se escapaban palabras, siempre pocas y
tajantes.
Una muralla que la criaturita indefensa nunca pudo atravesar, pero
contra la que se despellejaba los puños tratando de conseguir que la dejaran
pasar.
—Claro que no —le había dicho, todavía con una sonrisa—. Son flores.
Son para adornar la cabaña.
—Pero no se comen —insistió su padre—. Te dije que buscaras comida
porque ya eres lo bastante mayorcita como para buscar tu parte y, en
cambio, te fuiste por ahí a perder el tiempo.
Era lo más parecido que había recibido a una regañina en su corta vida.
La criaturita indefensa había sentido como le ardían las mejillas de rabia. Se
había aferrado a las flores con impotente testarudez.
—¡Pues a mí me parece que son muy lindas! —replicó, con todo el
desafío que cabía en su boca pequeña—. ¡Aunque no se puedan comer!
Su padre no la retó por levantarle la voz, pero la criaturita debió saber
que aquella falta de respeto no quedaría sin castigo.
El aroma de los conejos asados al fuego y generosamente
condimentados le picaba en la nariz. El estómago le protestaba en dolorosos
gruñidos y a la criaturita le parecía que el plato blanco, redondo y vacío
delante de ella se difuminaba hasta invadirle la cara por completo.
—Tengo mucha hambre —se quejó, bajito.
—Ahí está lo que recogiste esta tarde —replicó su padre con frialdad—.
Sírvete si quieres.
Como para burlarse de ella, las flores estaban en medio de la mesa,
metidas en un vaso de agua apenas lo bastante profundo para ellas, tan
rozagantes y bellas como lo habían estado cuando la criaturita las había
arrancado de su sitio. La criaturita había sentido que las lágrimas se
acumulaban en sus ojos, pero a pesar de la debilidad que sentía, aún había
conseguido reunir suficiente rabia como para replicar:
—Pero esas no son para comer.
—Así aprenderás —la retó su padre, hundiendo el cuchillo en la tierna
carne del conejo—. No todo en la vida es un juego.
En el recuerdo de Hood, la criaturita había hecho algo para responder a
esa injusticia. Había arrojado el vaso a la pared con fuerza suficiente para
romperlo, o mejor aún, lo había empujado sobre la mesa para que las flores
y el agua arruinaran el conejo que su padre se comía tan orondo para que él
también pasara hambre esa noche. Se había levantado y había escapado a su
habitación, encerrándose de un portazo contundente y, luego, había huido
por la ventana para no volver a ver a ese hombre cruel y frío nunca más en
su vida. En el recuerdo de Hood, Hood hacía lo que hubiera querido hacer:
gritarle, rebelarse, sacudirlo hasta que admitiera que en realidad la
detestaba, porque esa simple verdad habría hecho todo más fácil para ella en
los años que iban a seguir.
La criaturita indefensa, en la cruda realidad del pasado, no había hecho
ninguna de esas cosas. Se había quedado sentada en su silla, con la mirada
baja y las lágrimas de la más honda humillación rodándole por las mejillas.

Locks trataba de mantenerse siempre animada, porque eso era lo que su


mamá le había dicho que debía hacer: seguir sonriendo y confiando en que
saldría el sol a pesar de la tormenta. Siempre tenía que ser amable con las
personas, aunque ellos no siempre fueran a serlo con ella. Debía mantenerse
alegre y tener paciencia y, eventualmente, su amabilidad acabaría por
vencerlos. En cada persona, incluso en las más ariscas, había un amigo en
potencia que se merecía ver siempre lo mejor de ella.
Y Locks lo intentaba, pero Hood se lo estaba haciendo más complicado
de lo que tenía que ser.
Ese día, mientras regresaba a la cabaña del cazador, estaba directamente
a punto de dejar de intentarlo. Tenía el oso de felpa que había cosido ella
misma agarrado por el cuello. Había pasado horas y dolorosos pinchazos
pensando en un juego que fuera a gustarle a Hood y finalmente creía que
este era uno que ambas disfrutarían: ella escondía el oso de felpa en algún
lugar del bosque y si Hood lo encontraba, ella ganaba. Locks incluso tenía
preparado un premio, un pastelito que había horneado ella misma esa
mañana, porque estaba más que segura que Hood sería perfectamente capaz
de encontrarlo con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda.
Pero otra vez se había llevado una decepción. Bueno, Hood estaba
ocupada limpiando la casa y eso era entendible, pero otras veces estaba
ocupada cazando o cocinando o si no, estaba cansada por haber hecho todas
esas cosas y se negaba ni siquiera a levantarse de la cama para abrirle a
Locks. Simplemente, Hood no tenía ningún momento para jugar y Locks,
como buena amiga, trataba de recordarle que divertirse era tan importante
como trabajar duro.
El problema era que Hood no parecía tener ningún interés en recordarlo.
Ni siquiera parecía tener interés en todos los esfuerzos de Locks por
ayudarla. Había dicho que conocía al cazador, ¿acaso no sabía todo lo que
tenía que caminar para ir de una cabaña a la otra?
Locks volvió a mirar al oso con frustración. Bueno, siendo sinceras, ella
tampoco querría jugar con ese oso tan feo. Lo arrojó contra un árbol y se
fue sin siquiera pararse a mirar donde había aterrizado. No importaba. El
próximo oso que haría seguramente sería más bonito y entonces Hood sí
querría salir a jugar con ella. Por ahora, ya estaba sobre el sendero que
llevaba a la cabaña del cazador y seguramente tendría que pedirle que le
trajera más felpa y relleno del pueblo…
Sus pensamientos y sus pies se pararon en seco. Había un hombre frente
a la puerta de la cabaña que miraba alrededor del bosque con la nariz
fruncida, como si estuviera oliendo algo desagradable, a pesar de que para
Locks el bosque solamente olía a tierra y agujas de pino. El hombre era
panzón, pero era demasiado bajo para ser el cazador y, tras acercarse unos
pasos, Locks se percató de que llevaba calzas y un jubón demasiado
elegantes, y que el animal gris estacionado detrás de él no era Burro, sino
un caballo de pecho ancho y porte erguido, parecido a Sombra.
El hombre llevaba una capa de color negro, pero con una mancha violeta
en la que destacaba la cabeza de un feroz lobo negro. Locks había visto ese
símbolo antes: estaba en los broches que llevaban los guardias que la habían
capturado en la entrada del palacio, estaba en las paredes de los pasillos a
través de las cuales la habían arrastrado e incluso en la alfombra del cuarto
donde había cenado con el König.
Era el escudo de armas de los von Wolfhausen. Aquel hombre era un
enviado del König.
Locks vaciló. Aquel hombre debía de estar buscándola a ella, aunque no
podía explicarse cómo la habían encontrado. El König seguramente querría
preguntarle de nuevo dónde vivía Hood, pero Locks le había hecho una
promesa y si la quebrantaba, entonces sí que Hood jamás le abriría la
puerta. Quizá lo mejor sería explicarle eso directamente a él. O quizá
dictarle una carta a su enviado (Locks nunca había aprendido a escribir),
pidiéndole al König que por favor comprendiera que ella no podía traicionar
a su amiga.
Dio un paso adelante, pero entonces la puerta de la cabaña se abrió y el
cazador asomó la cabeza. El hombre retacón se paró muy recto.
—Estoy buscando al hombre llamado Johan Weidmann.
—Aquí no vive nadie con ese nombre —contestó el cazador y estuvo a
punto de cerrar la puerta, pero el hombre gordo, mucho más ágil de lo que
parecía, puso el pie en el vaho de la puerta y sacó un pergamino enrollado
del bolsillo de su capa.
—Traigo órdenes directas de su Real Majestad, el König —dijo,
extendiendo el pergamino hacia el cazador—. Y será mejor que atendáis a
ellas, o vuestro estilo de vida tranquilo puede acabar aquí y ahora.
El cazador lo miró de reojo. Luego, lentamente, como si no hubiera algo
que deseara menos en el mundo, levantó la mano para tomar el pergamino.
El hombre retacón sonrió, satisfecho, o al menos eso le pareció a Locks.
—Habéis hecho la elección correcta, Señor Weidmann. Iré a informarle
al König que contaremos con vuestra presencia esta tarde. Si los guardias os
dan problemas, simplemente enseñadles el Sello Real.
Dicho lo cual, se dio media vuelta con un ondeo de su capa y se subió
torpemente a su caballo gris. El cazador se quedó parado en la puerta de la
cabaña, mirándolo marchar con los hombros caídos durante un largo rato.
Luego, apretó el pergamino en la mano y, por un momento, pareció que
estaba a punto de arrojarlo o de abrirlo solamente para partirlo en dos.
Locks estuvo a punto de revelar su presencia, de pedirle que no lo hiciera (si
él no quería ir a ver al König, ella todavía podría hacerlo con el sello), pero
en último momento, él se lo metió en el bolsillo del pantalón y se dirigió
con zancadas seguras y decididas directo hacia donde estaba parada Locks.
No supo explicarse por qué se escondió. Quizá porque presentía que al
cazador no le gustaría que hubiera visto el intercambio, o quizá porque tenía
curiosidad por saber qué iba a hacer a continuación. El caso es que, antes
que el cazador la viera, se apartó del camino y se quedó muy quieta detrás
del tronco del árbol más ancho que flanqueaba el sendero.
El cazador pasó sin siquiera verla. De hecho, miraba al frente con ojos
vacíos, como si estuviera caminando en una especie de duermevela en lugar
de ser consciente de hacia dónde se dirigía.
Pero Locks ya lo había adivinado. Iba hacia la cabaña de Hood.

Al menos los quehaceres domésticos mantenían su mente tan ocupada


como ir de caza, pensó Hood mientras doblaba una sábana con mucho
cuidado y la dejaba en su canasto de mimbre. Obviamente, no era la misma
sensación de estar al acecho, de ser perfectamente consciente de sus
alrededores, de estar atenta a todos y cada uno de los sonidos que le
llegaban, porque podían ser tanto una presa como un predador que había
decidido que ese día en particular que ella bien se veía como la cena.
No, esta era otra clase de ejercicio mental, uno que requería ser
meticulosa y planear cada uno de sus movimientos. Si se movía con
demasiada rapidez, podía tirar algo y romperlo. Si dejaba la ropa demasiado
tiempo en el agua, podía percudirse y arruinarse. Si dejaba la torta que
estaba cocinando demasiado tiempo en el horno, solamente tendría un
pedazo de carbón con el que recompensarse después de un día tan arduo. De
cierta forma, también la obligaba a ser consciente de lo que ocurría
alrededor, pero no a moverse con rapidez o a preocuparse por su propia
supervivencia. No era tan malo después de todo y no sabía por qué solía
posponerlo con tanta frecuencia.
Por supuesto, esos eran pensamientos positivos porque estaba a punto de
terminar. Todavía le faltaba hacer nuevas pastillas de jabón y dejarlas secar,
pero lo peor ya había pasado: la cabaña estaba limpia, la carne puesta a salar
y, en cuanto saliera la luna, tendría sábanas limpias y suaves sobre las que
acostarse a dormir. Ni el estúpido lobo en su castillo estaría tan a gusto
como ella. Lo pensaría hasta que la cabaña empezara a acumular polvo de
nuevo y se viera en la necesitada de sacudirla otra vez.
El hecho que estuviera en el claro detrás de su propia casa, sin embargo,
no significaba que estaba a salvo de los peligros del bosque. Siempre había
alguna bestia que no tenía idea de lo que era la propiedad privada, algún
animal sediento de sangre listo para irrumpir en la pacífica vida de alguien
más y destruirla con sus zarpas ambiciosas. Por eso Hood guardaba las
dagas en la bota incluso cuando suponía que no tenía nada que temer. Por
eso miraba por el rabillo del ojo cuando algo se movía en el claro, aún si no
estaba segura de qué era…
Atardecía. El sol alargaba sus rayos rojo sangre sobre el claro. Las
sombras se alargaban y jugaban a las ilusiones ópticas para el que no
estuviera lo suficientemente atento. Los pájaros que volaban de vuelta al
nido podían parecer monstruos hambrientos surcando las nubes arreboladas,
las briznas de pasto danzando en la brisa podían estirarse hasta parecer
árboles, los troncos de los árboles podían simular hombres escondidos entre
las sábanas agitadas…
La tela se rasgó como mantequilla derretida. El hombre se había
apartado justo a tiempo para evitar que la punta afilada de la daga de Hood
se clavara en su pecho y bajara para abrirlo en canal.
Sus labios se curvaron hacia arriba en una sonrisita burlona.
—Te has vuelto más rápida —le dijo—. Pero sigues actuando como un
conejo asustado cuando ve al lobo…
—¡Fuera! —contestó Hood. Le ardía la cara de furia. Todas las buenas
intenciones y sentimientos se habían desvanecido. La cazadora estaba de
regreso y no tenía ningún interés en negociar.
—Eres imprudente y actúas con miedo, como el conejo que echa a
correr en cualquier dirección sin saber qué es lo que quiere o a donde va —
le replicó él—. No sé qué esperas ganar de todas tus excursiones a la
ciudad.
—No te concierne —dijo Hood, alzando el cuchillo otra vez. Lo que en
realidad quería decir era que él no lo entendería. Las cosas que no
conseguiría entender nunca podrían llenar la biblioteca del König. Y de
todos modos, a ella no le interesaba explicárselo—. ¿Te vas a ir, o tengo
que echarte?
El hombre no se movió, así que Hood le lanzó otra estocada, apuntando
a su cuello grueso esta vez. El hombre frenó la daga con la palma abierta de
la mano y, aunque presionó hasta que un hilillo de sangre se deslizó entre
sus dedos, Hood ni siquiera tuvo la satisfacción de verlo encogerse de dolor.
—Un conejo no tiene posibilidades contra un lobo —insistió el hombre
—. Quédate en tu madriguera, Violette. Vivirás más tiempo.
—Como si alguna vez te hubiera importado lo que me pase —replicó
Hood. Su mano ya estaba sobre la otra daga dentro del cinturón—. Última
advertencia.
El hombre levantó la mano sana, el canto grueso y enguantado
dirigiéndose directo hacia su nariz. Hood retrocedió para evitar el golpe,
pero al hacerlo, el hombre aprovechó su distracción para soltar el filo de la
daga y enviar el brazo de la cazadora volando hacia atrás,
desequilibrándola. La cazadora perdió el paso y lo siguiente que supo es que
estaba en el suelo, de manera muy poco digna. El hombre le dio la espalda y
se alejó a grandes zancadas, como si pensara que la cazadora iba a seguirlo
para rematar su trabajo.
Hood apretó los dientes con rabia, pero decidió no ir tras él, no dejar que
su corta visita y sus advertencias vacías interrumpieran su trabajo. Limpió
meticulosamente la sangre del cuchillo con los pedazos de la sábana rasgada
y luego entró en la cabaña para fijarse en la torta de miel.

La mano del hombre todavía goteaba sangre cuando pasó al lado del
árbol de Locks. La niña temblaba como una hoja en el vendaval y temió que
se delataría, pero el hombre ni siquiera se molestó en mirar hacia los
costados. Tampoco se paró a vendarse la mano o a lavársela en el arroyo
cercano; simplemente siguió caminando, como si el suelo salpicado de rojo
que iba dejando a su paso no fuera más importante que los insectos que
aplastaba con sus botas inmensas.
Después de un rato, el corazón desbocado de Locks se tranquilizó, pero
no su mente paranoica. El cazador había amenazado a Hood. El cazador
había dicho que mataría a Hood como un lobo mata a un conejo que sale de
su madriguera. Eso no tenía ningún sentido que ella pudiera entender, no
importaba cuántas vueltas le diera. Había percibido cierta aprehensión entre
ella y el cazador, pero jamás pensó… jamás se imaginó que fuera a ser algo
como esto.
De pronto, los largos silencios del hombre delante de la chimenea ya no
se le antojaban reflexivos sino ominosos, el cuchillo con el que solía talar
esculturas de madera era un arma letal que podría usar para atacar a su
amiga. O a ella. Porque Locks no veía motivo alguno por el que el cazador
quisiera matar a Hood. Y sin embargo era evidente que tenía toda la
intención de hacerlo.
No podía quedarse en su casa ni un minuto más. No después de lo que
había visto y oído. Tenía que irse. No sabía a dónde ni cuánto tiempo se
quedaría allí, pero no podía vivir en la misma casa que alguien dispuesto a
matar a una persona, como si fuera un oso hambriento y ciego.
Locks corrió por el bosque, saltando sobre ramas, esquivando piedras,
sin preocuparse ya por el alboroto que causaba, demasiado asustada para
pensar. Cuando llegó a la cabaña a la que, por un momento, había creído
que podría llamar hogar, se detuvo con el aliento jadeante, pero no había
ninguna sombra en la ventana, ningún movimiento de la puerta que indicara
que había allí otra persona. Cuando por fin se animó a entrar, la encontró
desierta.
No se preguntó a dónde había ido el cazador. Hacer el equipaje fue un
proceso rápido y sencillo. No tenía nada, excepto un vestido que el hombre
le había traído de regalo del pueblo para que pudiera alternar, un par de
zapatos menos gastados que los que llevaba en ese momento, el cuchillo de
desollar de su padre, por supuesto…
¡Sombra! Tenía que llevarse al pobre Sombra con ella. No tenía arreos
con los que guiarlo, pero quizá encontrara algo de cuero en el establo…
En su apuro, apenas miró el jarrón marrón sobre la repisa de la
chimenea. Lo había visto muchas veces en el transcurso de aquellos días,
tantas que era tan familiar para ella como el correr del viento entre las
ramas o como el camino entre esa cabaña y la de Hood.
No se fijó que al pasar corriendo, su hombro rozó la repisa, perturbando
su delicado equilibrio. Hasta que estaba a mitad de camino hacia la puerta,
frotándose el hombro para amortiguar el dolor, ni siquiera se dio vuelta a
mirarlo.
Pero cuando lo hizo, fue repentino y con temor. El sonido de la cerámica
partiéndose contra el suelo demandaba toda su atención.
El pánico de Locks alcanzó niveles insospechados. Corrió hacia la
cerámica rota, pero tratar de repararla sería como armar un rompecabezas
sin ningún tipo de pista. Si a Hood la amenazaba por ningún motivo, ¿a ella
qué le haría por haber roto sus cosas…?
—¡Ay! —exclamó, mirando la solitaria gota de sangre que se deslizaba
en la yema de su dedo. Se la llevó a la boca, pensando con desesperación en
sus opciones cuando notó un papel blanco y doblado muy pequeño entre el
desastre.
Esta vez, se tomó su tiempo. Envolvió su mano en el delantal y fue
separando lo pedazos del jarrón roto con mucho cuidado. Locks era una
niña curiosa e impulsiva, pero a pesar que muchos lo pensaban, no era
idiota. Si encontraba algo, lo que fuera, que la pudiera salvar de la ira del
cazador…
El papel no era papel, sino un retazo de tela. Era pequeño, apenas del
tamaño de la palma de la mano de Hood. Era ovalado, pero los bordes
estaban un poco amarillentos y carcomidos por las polillas y el tiempo. El
rostro en medio del retrato estaba claro, sin embargo: era una mujer que
miraba por encima de su hombro, los ojos grandes de color rojo y el cabello
violeta y lacio recogido en una trenza por un imperdible adornado de lo que
parecían ser perlas. Tenía una sonrisa amable a la vez que juguetona, como
si el pintor del retrato la hubiera pillado en medio de una travesura. Había
letras debajo de su rostro que Locks no podía leer, pero no necesitaba
hacerlo.
Aquel rostro exacto la había mirado con el ceño fruncido y los labios
apretados desde la puerta de una cabaña más temprano ese mismo día.
Salvo unos pocos detalles (la nariz no era tan fina, los labios un poco menos
voluptuoso), aquella mujer era idéntica a Hood.
La orden del König

E l antiguo König se veía muy solemne en su retrato sobre la chimenea.


Solemne y supremamente aburrido, con los bigotes rígidos y los labios
apretados en una línea fina y severa. Llevaba la pesada corona de oro batido
sobre la cabeza y la capa borgoña con cuello de armiño que indicaban su
estatus, pero en opinión de Joha, se veía terriblemente incómodo. Era como
si el pintor no hubiera tenido ninguna intención de favorecerlo: incluso
había pintado las patas de gallo alrededor de sus ojos y las venas saltonas en
la mano con que aferraba el bastón de mando. Si hubiera tenido el pelo
oscuro, Joha apostaría su mejor cuchillo a que tendría canas
emblanqueciéndole las sienes, pero como todos los miembros de la familia
real, tenía el cabello de un rubio brilloso, platinado. Habría sido imposible
distinguir las canas allí.
En todo caso, era bastante seguro que el pintor había fracasado en su
misión. Los reyes de las otras pinturas en la galería, los Alten Könige,
incluso aquellos que mostraban signos de vejez parecidos, se veían
altaneros, como si estuvieran seguros de su poder y ningún hombre o bestia
hubiera sido capaz de traicionarlos jamás. El anterior König, en cambio,
parecía querer estar en cualquier otro lugar excepto posando allí para
aquella pintura.
Su hijo, en el retrato justo al lado, recuperaba el porte de los otros
soberanos, con su mandíbula cuadrada y sus hombros anchos. Había elegido
ser retratado con una espada enorme de mango adornado en lugar del cetro
de mando tradicional y la corona reposaba sobre su cabeza como si hubiera
nacido con ella puesta. A Joha le pareció que estaba muy bien hecho, pero
no le hacía justicia al original. Quizá el pintor había querido rebajar la
soberbia con la que se movía y actuaba el König.
Quizá simplemente no existía el pincel con el talento suficiente para
captar su sonrisita de suficiencia, la realeza con la que se movía al caminar,
la manera garbosa en que cruzaba sus piernas largas cuando tomaba asiento,
como si la sola presencia de sus posaderas convirtiera hasta el taburete más
sencillo en un trono.
—¿Sois vos —preguntó el König, alzando la voz como si Joha fuera
sordo o incapaz de entenderle— el Gran Cazador de las Bestias del Bosque?
Joha lo encontró irritante de inmediato, pero su rostro no reflejó
emoción alguna.
—Sabéis perfectamente quién soy, su Gracia. Si no, no me habrías
mandado a llamar.
Un rayo de rabia cruzó los ojos del König, pero su sonrisa no cambió. Si
Joha no hubiera estado tan acostumbrado a lidiar con la realeza y sus
caprichos, se hubiera convencido a sí mismo que lo había imaginado. Pero
sabía que no era así. Aquel muchacho (apenas lo bastante mayor para ser su
hijo) era mucho más peligroso de lo que dejaban ver sus maneras amables y
su rostro apuesto.
—Es verdad —asintió—. Como König, es mi prerrogativa llamaros
cuando vuestros servicios se hacen necesarios para el Reino, ¿no estáis de
acuerdo?
—Absolutamente, su Gracia —dijo Joha—. Así que, por favor decidme
qué Bestia acecha en los Bosques del Reino y donde se la ha visto por
última vez.
El König jugueteó con un anillo en su dedo, adornado con una
esmeralda tan refulgente como sus ojos.
—No es una Bestia —confesó al fin—. De hecho, es peor que una. Es
una Bestia con inteligencia humana y el bello rostro de una muchacha. Pero
en el fondo, es tan feroz y malvada como cualquier predador.
No había forma de saber si el König realmente pensaba eso o si lo decía
para que Joha aceptara hacer el trabajo. De todos modos, no era como si
Joha pudiera negarse sin poner su propio cuello en la línea y a Joha lo
habían acusado de muchas cosas, pero nunca de ser suicida. Bueno, quizá
una vez, hacía mucho tiempo.
Como Joha no preguntaba lo que el König obviamente quería que
preguntara, el soberano lanzó un suspiro de exasperación.
—¿Habéis oído a hablar de Violette Riding Hood?
El corazón de Joha dio un vuelco, pero su rostro permaneció tan
impasible como antes.
—Todos hemos oído hablar de ella, mi König. Es imposible no hacerlo,
con todos sus carteles de captura empapelando las paredes de la ciudad.
—Sabréis, entonces, que es la peor y más peligrosa criminal que haya
pisado jamás el Reino Wolfhausen —continuó el König—. No le interesa
robar o cazar en mis bosques sin mi permiso. Ella solo quiere una cosa:
matarme.
Joha se cuidó mucho de abrir los ojos para lucir apropiadamente
horrorizado.
—¿Puedo tener el atrevimiento de preguntar por qué?
—¿Quién entiende una mente desequilibrada? —suspiró el König,
mirando a la distancia—. Ni yo mismo lo sé, pero me odia y no descansará
hasta haber derramado mi sangre. Comprenderéis que eso es grave.
Lamentablemente, asumí el trono cuando era muy joven y no he encontrado
aún una doncella digna de reinar a mi lado. El reino no tiene herederos y,
aunque los tuviera, nada me garantiza que la saña de Hood no se volverá
contra ellos si consiguiese acabar conmigo. Su locura puede poner en
peligro la estabilidad entera del reino.
Lo planteaba todo de manera muy lógica. Joha se tragó la opinión de
que quizá el reino podría llegar a ser un poco más estable de todas maneras,
con o sin Violette acechando en los bosques.
—Cuando un animal está rabioso, se lo sacrifica —dijo en cambio—.
Por supuesto, no será una tarea fácil. Si habéis encontrado el contrato que
me ata a vuestro servicio, seguro habréis visto la cláusula que dice que
trabajo por comisión…
El König metió la mano al bolsillo de su capa y arrojó una bolsa de
cuero que tintineó tentadoramente al aterrizar sobre la mesa de piedra.
—Esa es la mitad —dijo con desprecio—. El resto lo obtendréis cuando
me entreguéis la cabeza de Hood.
Joha apretó los puños, pero su rostro permaneció impasible. Era un
hombre orgulloso y solitario, un hombre al que no le gustaba que lo trataran
como uno más de los sirvientes que seguramente le llenaban el cáliz al
König y le limpiaban la boca si derramaba algo. No le gustaba en absoluto
que le endilgaran un trabajo que debía ser del Capitán de la Guardia Real o
del Verdugo.
Y no le gustaba la idea de tener que pelear con Violette. Otra vez.
Pero esa bolsa de dinero significaba muchas noches de irse a la cama
con el estómago lleno, muchos días de paz antes que aquel niñato arrogante
lo volviera a llamar ante su presencia.
Significaba muchos metros de tela y muchas bolsas de algodón para los
muñecos de Goldilocks. Ya casi podía coser los ojos en línea recta si se
esforzaba.
La mano no le tembló cuando se guardó la bolsa en el bolsillo. Se dijo a
sí mismo que Violette estaría bien. Como siempre.
—Muy bien, su Gracia —aceptó en voz alta—. Haré todo lo que esté en
mi poder.
Al König se le iluminó la cara como un niño que recibe exactamente el
regalo que esperaba en su cumpleaños.
—¡Excelente! —exclamó, poniéndose de pie con renovada energía—.
Ordenaré a mis hombres que se preparen para la excursión…
—Con todo respeto, eso no servirá de nada —lo interrumpió Joha—.
Vivo en los Bosques hace muchos años, mi König. Sé exactamente cuántas
excursiones habéis mandado tras el rastro de Hood y si alguna de ellas
hubiera sido exitosa, no estaríamos teniendo esta conversación.
La sonrisa del König se apagó un poco, pero su gesto cortés no
desapareció. Joha no estaba diciendo lo que le gustaría escuchar, pero el
cazador tenía experiencia en mentirle a los oídos de los poderosos.
—No dudo que vuestros hombres han hecho el mejor trabajo que sus
habilidades le permitieron —continuó—. Pero no hubieran atrapado a Hood
ni aunque yo mismo me hubiera puesto en cabeza. El Bosque es un lugar
traicionero, pero ella lo conoce y sabe exactamente como defenderse dentro
de él. No serviría de nada seguirla allí aunque enviarais vuestro ejército al
completo.
El König ladeó la cabeza, interesado, pero todavía ligeramente enfadado
si el rictus de su boca era algo por lo que guiarse.
—¿Qué sugieres entonces?
—Lo mejor es atraerla con una trampa —prosiguió Joha—. Fuera del
Bosque, no es tan peligrosa.
—Pero ella ya ha estado en el castillo —dijo el König, entrecerrando lo
ojos como si pensara que el cazador intentaba tomarle el pelo—. Muchas
veces se ha escabullido y la última vez…
Se llevó una mano a la empuñadura, pensativo, como si recordara algo
de lo que prefería no hablar.
—Ella siempre ha venido en sus términos —señaló Joha—. Esta vez
vendrá en los vuestros. Estaréis preparados para recibirla y eso la tomará
por sorpresa. Dentro de su madriguera, el conejo está a salvo. Pero fuera de
ella, es vulnerable a las flechas del cazador, siempre que este sea lo
suficientemente rápido para disparar.
Al König pareció agradarle aquella analogía. Murmuró algo por lo bajo
y soltó una risita para sí. Joha fingió no haberlo visto.
—Muy bien. Lo dejo en tus manos, cazador. Quiero verla morir en mi
jardín.
La sonrisa había regresado a los labios del soberano, pero esta vez
también alcanzó sus ojos: un brillo maniático, obsesivo. Joha no pudo evitar
preguntarse cuántas noches en vela habría pasado el König fantaseando con
la muerte de Violette.
Violette contra Joha

H ood detestaba el pueblo por puro principio. El bosque era peligroso,


es cierto, pero al menos sus bestias tenía intenciones claras: querían
comer o evitar ser comidas. No había ningún doblez, ninguna mentira en
algo tan sencillo y tan universalmente aceptado. Al bosque no le
preocupaba lo que ocurría con sus habitantes, se limitaba a existir. Había
estado allí mucho tiempo antes de que el primer antepasado del lobo
estúpido plantara los pies en el reino y lo seguiría estando mucho después
que el legado de los von Wolfhausen desapareciera de la memoria de las
personas. El bosque era poderoso, indiferente; el bosque demandaba respeto
para sobrevivir en él.
En la ciudad podía vivir cualquier delincuente de poca monta. Hood se
corrigió: en la ciudad, hasta la más despreciable de las criaturas podía ser
nombrada rey. Las personas que habitaban allí eran tan egoístas como las
criaturas del bosque, pero su perversión tenía complejidades que a ella se le
escapaban a veces. Un hombre le sonreía a su amigo mientras en secreto
toqueteaba a la mujer ajena. Las mujeres fingían ser damiselas en peligros
para robar al idiota que fuera lo suficientemente ingenuo para acercarse a
ayudarlas. Incluso los niños eran crueles: se empujaban en el barro y
dejaban afuera a quienes no consideraban dignos de su atención. En ese
aspecto, hasta los lobos tenían más compasión: cuando dejaban a uno de
ellos fuera de la manada era porque era demasiado viejo o demasiado lento
para cazar. Las razones de los niños de la ciudad para rechazar a alguien
eran tan arbitrarias como incomprensibles.
Pero lo peor de todo eran los días de mercado. Esos días, las sonrisas
grasosas y las mentiras parecían multiplicarse hasta que no se podía confiar
ni el aire que respirabas. Hood había aprendido a ver más allá de los halagos
y las promesas y ahora podía regatear como el mercader más astuto, pero
aprenderlo le había llevado un tiempo y muchas ocasiones en que le habían
visto la cara. No le gustaba la sensación de sentirse idiota o insuficiente, así
que al mismo tiempo, había aprendido a odiar los días de mercado.
¿Y por qué no iba a hacerlo? Tanta gente empujándola para pasar, tantas
voces aturdiéndola con sus gritos, tantos imbéciles mirándola de reojo como
si nunca en su vida hubieran visto a una mujer con el cabello violeta.
Usualmente se lo teñía de negro antes de ir allí, pero ese día se le había
acabado la tinta. No estaba del todo preocupada, sin embargo. Había pasado
antes y nadie le interesaba particularmente hacerle el juego al König. Nadie
se molestaba en averiguar su nombre. La llamaban “cazadora” y se
olvidaban que la habían visto ni bien pasaba por su lado. Los guardias de
pronto se preocupaban por sus propias uñas si ella entraba en su campo de
visión. Las taberneras le servían sin apenas mirarla y sin esperar propina
alguna, aunque ella siempre les dejaba algo.
En la rara ocasión en que alguien había querido pasarse de listo y
reclamar la recompensa que el König ofrecía por ella (como si el lobo
conociera lo que significaba el honor o el valor de la palabra dada), siempre
había sido el otro quien había acabado herido. No de muerte; no había que
matar lo que no se podía aprovechar. Pero lo suficiente para persuadirlo que
ese día era mejor volver a casa que seguir comprando. Lo suficiente para
que supieran que era mejor ser ciego y sordo.
No sabía si era por falta de cariño hacia el soberano o si era por puro
temor a ella. En cualquier caso, daba igual. Los aldeanos la dejaban en paz.
Que era lo único para lo que eran buenos, en su opinión.
Por lo demás, podían irse todos al demonio. Especialmente el tipo que
acababa de empujarla al pasar.
Hood se volteó, dispuesta a gritarle algunas cosas sobre el oficio de su
madre, pero al hacerlo su cadera chocó contra el borde afilado de otro
puesto. El puestero la miró con mala cara a la que no tuvo tiempo de
contestar, demasiado ocupada frotándose el lugar herido y tratando de
apartarse… solamente para que sus botas se hundieran en una superficie
blanda y apestosa.
—Mierda —murmuró por lo bajo.
No es que viviendo en el bosque sus botas estuvieran siempre
inmaculadas, pero ¿quién era el inadaptado que llevaba a su caballo por
donde pasaba la gente en lugar de dejarlo en algún establo? Ella era una
ermitaña y hasta ella sabía que eso era una cortesía básica.
Hood se inclinó contra la pared de un callejón y con un tablón
abandonado a un costado, se dedicó meticulosamente a quitar la porquería
de sus suelas. Las necesitaba limpias. Había decidido quedarse allí esa
noche, pero ya se estaba arrepintiendo de esa idea. Detestaba el pueblo y
todo lo que él representaba.
La criaturita indefensa no habría estado de acuerdo. Para ella, el pueblo
representaba una fuente de abundancia y oportunidades, un lugar que le
estaba vedado. Como le estaría vedada la carne del venado que yacía en
medio del claro, con la flecha de su padre clavada justo en el costado. La
criaturita se lo imaginó asándose sobre el fuego y miró con resquemor a las
pocas frutas que había decidido conservar en su canasto de mimbre. El resto
de las que había encontrado habían vuelto al suelo tras una rigurosa
inspección para determinar si estaban pudriéndose o si algún animal ya les
había dado un mordisco.
Estaba segura que su padre no le estaba prestando atención, pero ya
debería haber sabido para entonces que esos prolongados silencios no
significaban que no estuviera consciente de sus alrededores.
—No seas tonta —le dijo, sobresaltándola—. La comida del suelo es
para los animales que se arrastran. Si quieres fruta buena, tienes que ir a
buscarla.
Señaló las copas de los árboles sobre sus cabezas. La fruta colgaba de
ellos, redonda, brillosa y tentadora. A la criaturita indefensa se le había
hecho agua la boca al mismo tiempo que el corazón se le hundía un poco
más en el pecho. Ocurría mucho esos días: un corazón más y más escondido
para no llorar, para repetirle (y repetirse) la mentira de que no tenía
demasiada hambre. Antes había querido atravesar las murallas de su padre;
ahora estaba empezando a construir las suyas.
—No puedo trepar tan alto —protestó. Si el desaliento que sentía se
traslució en sus palabras, no fue porque no intentara esconderlo.
El cuchillo de su padre silbó sobre la piedra de afilar.
—Entonces, ¿serás siempre un animal que se arrastra y busca su comida
entre los frutos caídos? —preguntó, mientras con sus manazas callosas daba
vuelta el animal para que sus patas inertes apuntaran al cielo.
La frustración de la criaturita logró sobrepasar sus murallas. Era
comprensible. No eran demasiado altas aún.
—¡No! ¡Pero soy pequeña y no puedo llegar hasta allí! —se quejó,
pateando el suelo como para acentuar su punto—. Y además tengo mucha
hambre.
Su padre miró el cuchillo que tenía en la mano y luego, lentamente se lo
extendió, con el mango tendido hacia su pecho todavía plano. Seguramente
él debió pensar que le estaba haciendo un regalo solemne, pero para ella no
fue sino otra en una larga lista de ofensas cuando agregó:
—Ponte a cazar, entonces. El bosque tiene muchos animales. Empieza
con algo pequeño, como un conejo o una gallineta…
Como si fuera estúpida. Como si no lo hubiera pensado. Como si se
hubiera raspado las rodillas y los codos intentándolo.
—Son demasiado rápidos.
Su padre suspiró profundamente. Para un hombre como él, aquello era
casi como gritar su exasperación a los cuatro vientos.
—Excusas tras excusas. Si son demasiado rápidos, vuélvete más ágil. Si
los árboles son demasiado altos, hazte más fuerte para escalarlos.
A la criaturita aquello le parecía demasiado trabajo. Y ella tenía hambre
ahora.
—¿Por qué no podemos ir al pueblo? —preguntó. No estaba segura de
cómo había averiguado que había otro lugar, otro lugar más allá de los
árboles y de los arroyos, un sitio lleno de comida deliciosa que ella nunca
había probado. Debió ser él mismo, para justificar las largas ausencias de la
cabaña en la que vivían los dos—. ¿Por qué no podemos comprar la comida
como hacen allí…?
—¿Y quién crees que caza la comida para que ellos puedan comprarla?
—replicó su padre, sacudiendo la cabeza, como si pensara que la criaturita
estaba probando su paciencia a propósito—. El bosque tiene todo lo que
necesitas. Este es tu territorio y debes aprender a sacar provecho de él. Si no
puedes hacer eso, ni siquiera te molestes en tratar de seguir viva.
Arrojó el cuchillo a sus pies. No debía haber hecho ningún ruido. Era
primavera y la hierba estaba tierna y crecida. Así que cuando golpeó el
suelo, debió de hacerlo suavemente, en silencio.
Pero la criaturita indefensa hubiera jurado que lo escuchó retumbar,
como un trueno a destiempo. Como una señal de que en su vida había
habido dos momentos: uno de terca felicidad y negación y otro en que
finalmente comprendía la verdad. Estaba sola. Siempre lo había estado. No
podía confiar en nadie más que en sí misma. Quizá esa era la lección que su
padre había estado tratando de inculcarle con su indiferencia y la dureza de
su carácter.
Su padre levantó el venado y se lo echó sobre sus anchos hombros como
si no pesara más que uno de los ramitos de flores que la criaturita no
volvería a recoger. La miró casi con pena, como si tuviera serias dudas
sobre sus posibilidades y, quizá, quiso decir algo; Hood no lo sabía ni lo
sabría nunca.
Solamente supo que cuando levantó la vista, él ya la estaba dejando
atrás. El cuchillo se sentía pesado en las manos pequeñas de la criaturita,
pero aun así lo recogió y lo sostuvo contra su pecho, no demasiado segura
de cómo debía utilizarlo si encontraba algo que necesitara matar. Trastabilló
y corrió tras su padre, y en su alboroto, ni siquiera se acordó de la canasta
abandonada debajo de un tronco. No la encontró cuando volvió a buscarla y
tuvo que tejer otra. Pero comparado con todo lo que tuvo que hacer después,
aquello fue una molestia menor.
Hood había llegado hacía muchos años a la conclusión que su padre en
realidad no sabía nada. No le había tomado demasiado tiempo aceptar eso y
no le había costado ni un poco de su percepción del mundo. Antes había
creído que él era dueño de todas las verdades y toda la sabiduría. Después
había tenido el buen tino de madurar. El viejo era simplemente eso, un viejo
estúpido que estaba lisa y llanamente equivocado sobre miles de cosas.
Para empezar, el bosque no tenía todo lo que Hood necesitaba. No tenía
cerveza, por ejemplo.
—¿Te sirvo otra, cazadora?
Hood abrió de repente los ojos y recordó que estaba en la taberna del
pueblo. Había estado soñando con canastas perdidas y cuchillos que
retumbaban al caer al suelo.
—Sí.
Otto Junior no hizo comentario alguno sobre la brusquedad de su
respuesta ni sobre la cantidad de cerveza que llevaba ingerida su cliente.
Simplemente levantó el porrón vacío de Hood y lo llevó ligero al barril para
rellenarlo. En eso era mucho mejor tabernero que Otto Padre, que había
aprendido de mala manera a quedarse detrás de la barra cuando la cazadora
entraba y se instalaba invariablemente en la mesa del rincón más oscuro del
salón. Nunca había nadie allí por lo difícil que era que te vieran las
camareras, pero precisamente por eso a Hood le encantaba. Si hubiera
podido poner una mampara alrededor de la mesa para aislarse todavía más,
eso habría sido ideal.
Especialmente en días como aquel: la taberna parecía llena a rebosar, las
voces cortaban el aire con la urgencia que dan las malas noticias y las
personas se pasaban de una mesa a otra para cuchichear. Otto Padre ni
siquiera tenía tiempo de echarle una mirada venenosa. Las tortas de Helga,
su esposa, eran famosas por toda la capital y nadie las disfrutaba más a
menudo que su propia familia. Como consecuencia, los dos Ottos eran más
anchos que altos y Otto Padre transpiraba la gota gorda a pesar de que su
único ejercicio era estar parado detrás de la barra. Su cabeza calva refulgía
con las luces de las lámparas de aceite y su abundante bigote rubio se
agitaba con ansiedad cada vez que tenía que moverse para atender a otra
persona.
Otto Junior parecía llevar su gordura con más gracia. Se movía entre las
mesas con celeridad, bromeando y charlando con los parroquianos mientras
les servía sus platos y sus bebidas y solamente se paraba de vez en cuando
para echarle una mirada al trasero redondo de Vanessa, una de las
camareras. Hood suponía que en algún momento acabaría casándose con
ella y, cuando Helga y Otto Padre yacieran tres metros bajo tierra, Otto
Junior se pararía, calvo y bigotudo, sudando y resollando detrás de la barra
mientras que un tercer Otto recorrería las mesas. Una vida normal y
corriente, una vida perfectamente predecible.
Qué aburrido.
Al final fue Vanessa la que le trajo la cerveza. Otto Junior no parecía
poder librarse de la conversación de un grupo de hombres especialmente
ruidoso que acababa de entrar y que estaba exigiendo comida a los gritos.
—Que te aproveche, cazadora.
—Oye, niña —la llamó Hood. Vanessa no podía ser más que unos años
menor que ella, pero de todas maneras se paró en seco y volvió la cabeza—.
¿Por qué el alboroto?
Vanessa parecía nerviosa de que la increparan tan directamente, pero de
todos modos dejó de mirar sus propios pies el tiempo suficiente para mirarla
a los ojos y contestarle:
—Es el König. La gente dice que ha caído muy enfermo de repente.
Las palabras tuvieron más efecto que horas de sueño y litros de agua fría
sobre la cabeza de Hood. De pronto, su agradable y apática borrachera se
había disipado como la niebla matutina con el primer rayo de sol. Tuvo que
contener el impulso de levantarse y sacudir a Vanessa por los hombros para
que siguiera hablando.
—¿Enfermo?
—De gravedad —asintió Vanessa—. Dicen que los médicos de la corte
están perplejos y han hecho venir a curanderos de otros reinos. Pero que
tiene una fiebre que lo consume y manchas en la piel, y cada día está más
débil. La gente está preocupada porque no tenemos un Kronprinz… y bien,
nadie quiere que la Königin quede a cargo.
Arrugó la nariz, como si la sola idea le diera asco.
—En fin, nadie sabe qué es o como curarlo —concluyó—. Los Devotos
han llamado a un ritual para pedir a los dioses por su salud mañana por la
noche. Ahora los hombres dicen que acaban de publicar una proclama que
abrirán las puertas del palacio a todos los que puedan ofrecer una cura y, si
alguien lo consigue, le darán una generosa recompensa. Es incluso más alta
que la que piden por… —Se detuvo, se aclaró la garganta y volvió a
empezar —: Más alta que la que piden por la criminal Riding Hood.
Bajó los ojos oscuros y se apresuró a desaparecer antes de que Hood
decidiera reclamarle por su momentáneo descuido. Pero había cosas mucho
más importantes por las que la cazadora tenía que preocuparse. Descolgó su
bolsa del cinturón y contó cuidadosamente las monedas para pagar por la
cerveza, incluso por la que no se había bebido. Le tomó unos segundos
encontrar el equilibrio sobre sus propios pies, pero cuando por fin pudo
avanzar, nadie le prestó atención. Las voces de los parroquianos le llegaban
desde muy lejos, palabras sueltas que no podía hilvanar en una oración que
tuviera sentido:
—… la vieja no puede hacerse cargo. No es una von Wolfhausen…
—… era demasiado joven, el Consejo lo controlaba todo…
—… ¿por qué no se habrá conseguido una esposa cuando estaba sano?
¡Si era tan apuesto…!
Hablaban como si el lobo estúpido ya estuviera muerto. Hood sintió que
la rabia ardía en su interior, impulsiva e incontenible como una hoguera que
se hubiera salido de control. Quería darse la vuelta, patearles las sillas a
todos aquellos imbéciles y vociferar que de ninguna manera aquello podía
ser posible, que no se podía creer que una enfermedad de mierda estuviera a
punto de quitarle su victoria. El lobo tenía que morir por su mano. No podía
ser de otra manera. El espíritu de la Anciana no descansaría jamás, no
dejaría de visitarla en sus pesadillas si no lo conseguía.
Llegó a la calle sin gritar ni golpear a nadie. Consiguió dar un par de
pasos dentro del callejón que separaba la taberna del establo y allí se quedó
apoyada, respirando profundamente el aire cálido de la noche. Todavía le
ardía la sangre en las venas, así que rebuscó alrededor y encontró un balde
de agua. Probablemente era para los caballos, pero le daba igual. Metió la
cara y permaneció allí hasta que el frío calmó el ardor de sus mejillas y el
tumulto de su mente para pensar con claridad otra vez.
Daba igual cómo muriera el lobo, en realidad, siempre y cuando su
presencia maldita dejara de contaminar la tierra. Daba igual si estaba
enfermo o herido o si ella misma un día conseguía por fin traspasar todas
sus defensas. Lo importante era que muriera por fin. Que ningún curandero,
ninguna oración aliviara la enfermedad que lo consumía.
Lo importante era que no mejorara.
Hood se irguió de repente, esparciendo un halo de gotas de agua que
refulgieron con la luz de la luna como estrellas fugaces de plata. Antes que
tocaran el suelo polvoriento del establo, antes siquiera que su brillo se
hubiera extinguido en la noche, la cazadora ya había tomado una decisión.
Ella le llevaría la cura al König. Al fin y al cabo, la muerte era la
solución para todos los males.

Locks esperó un día. Limpió la cabaña lo mejor que pudo (no conseguía
alcanzar los rincones más altos del techo), le dio de comer a Burro y a
Sombra y preparó un estofado con la carne salada que encontró en la
alacena del cazador. Johan. Su nombre era Johan y conocía al König.
Aunque su miedo era grande y su desconcierto aún más, la curiosidad le
había ganado a ambas. Ahora quería obtener unas cuántas respuestas antes
de saber si debía huir o no. El sol descendió sobre el horizonte y el estofado
sobre la mesa se enfrió. Cuando Locks intentó comerlo, tuvo que reprimir
una arcada de asco y acabó tirándolo por la ventana. A la mañana siguiente
había un zorro cebándose en él, sin darle demasiada importancia a sus pocas
dotes de cocinera. Locks se quedó largo rato admirando su lustroso pelo
rojo, pensando en lo lindo que sería tener un par de guantes de ese color,
hasta que el zorro, quizá percibiendo sus ideas, huyó entre los árboles.
Johan no había vuelto.
Locks esperó otro día. Lavó su delantal y sus medias y las pocas ropas
del cazador que pudo encontrar. Tuvo que sacar un banquito de la casa para
pararse en él y colgar la ropa. Por la tarde, se largó una lluvia inesperada,
así que tuvo que salir corriendo a recogerlo todo y extenderlo entre las
sillas. Intentó encender un fuego para caldear la habitación, pero al cabo de
un momento todo estaba cubierto de jirones gris oscuro que la hacían toser
y le irritaban los ojos. Tuvo que abrir la ventana para respirar y el resultado
fue que todo el suelo de la cabaña quedó cubierto de enormes charcos de
agua. La ropa olería a humo durante días enteros.
Johan seguía ausente.
Al tercer día, Locks decidió no hacer absolutamente nada. Se sentó
afuera de la cabaña, recogió unas cuantas flores y las trenzó en una corona,
pero le salió torcida. La desarmó y armó otra, pero cuando intentó ponérsela
a Sombra en el cuello, el percherón prefirió comérsela.
—Apuesto a que el Señor Zorro me dejaría ponérsela —le dijo Locks,
irritada.
Sombra no se mostró particularmente celoso.
El sol volvió a caer y Locks contó las estrellas en el cielo a través de la
ventana del comedor, pensando que Johan tampoco iba a aparecer esa
noche. Quizá lo mejor sería que se fuera a dormir. Por la mañana, si Johan
no había vuelto, iría a ver a Hood y le preguntaría si podía quedarse con ella
otra vez. Quizá esta vez le diría que sí, si Locks argumentaba que no le
molestaría dormir en el suelo.
Estaba tan ensimismada que se sobresaltó cuando escuchó la puerta de
la cabaña abriéndose. La figura enorme de Johan se plantó en medio de la
cabaña, oteando el aire y mirando alrededor, como si se diera cuenta que
había algo diferente en su hogar pero no pudiera determinar qué.
Como un oso que vuelve a su cueva.
Locks sacudió la cabeza para librarse de ese pensamiento tan horrible y
se puso de pie. La punta del cuchillo de su padre le raspó el muslo y aquello
le dio valor.
—Hola.
Johan la miró como si no la reconociera ni recordara por qué estaba allí.
—¿Dónde estabas? —siguió preguntando ella—. ¿Te fuiste de viaje?
¿Por qué no me avisaste?
¿Se estaría creyendo que ella no sabía nada, que no había visto el
enfrentamiento en el claro ni al hombre regordete con la insignia del König?
Johan seguía mirando para todos lados, cada vez más agitado. Levantó
un dedo grueso hacia la repisa de la chimenea.
—Allí había un jarrón —dijo.
—Sí. Lo rompí y lo tiré.
—¡¿Lo tiraste?! —exclamó Joha, con los ojos desorbitados—. ¡¿Todo?!
Locks se metió la mano al bolsillo y sacó el pedazo de tela con el retrato
de la mujer parecida a Hood. Antes de que pudiera explicarle que lo había
encontrado, Johan se lo arrancó de las manos, lo desplegó y pareció aliviado
de verlo intacto.
—Lissette…
—¿Así se llama? —preguntó Locks. Johan dio un salto hacia atrás,
como si se hubiera olvidado otra vez que ella estaba ahí—. Es la mamá de
Hood, ¿verdad? ¿Y tú eres su papá?
Johan no contestó esas preguntas. Quizá porque la respuesta era tan
obvia que no hacía falta decirla en voz alta. Corrió la silla y se sentó con un
suspiro profundo y tembloroso, como si estuviera aguantando las lágrimas.
—¿Dónde está ella? —siguió preguntando Locks.
Johan volvió a mirar el retrato, con tanta intensidad que parecía ser lo
único importante en toda su cabaña. Su voz sonó más ronca de lo habitual
cuando habló otra vez:
—Murió. Ya hace muchos años.
—¿Por eso siempre estás tan triste?
Una sonrisa afligida apareció entre la barba de Johan. Estiró su manaza
y la apoyó con suavidad sobre la cabeza de Locks. Volvió a doblar el retazo
con mucho cuidado y miró alrededor, como si estuviera buscando un lugar
digno de guardar su tesoro más preciado.
—Señor cazador… Johan —lo volvió a llamar Locks, porque estaba
segura que de nuevo se había olvidado de ella—. Si eres su papá, ¿por qué
te peleas con Hood?
Johan deslizó la silla hacia atrás, palpó la pared más alejada como si
estuviera buscando algo y finalmente dio con un ladrillo suelto. Lo sacó,
miró el retrato una última vez y luego lo dejó con cuidado en el agujero
rectangular frente a él.
—Violette… Hood se ha convertido en una persona que no comprendo
—dijo, mientras volvía a empujar el ladrillo en su lugar para ocultar el
escondite—. Quizá nunca la comprendí para empezar. El hecho es que ella
ahora… no importa. Ya lo entenderás cuando crezcas.
Las mejillas de Locks ardieron con pura frustración.
—¡No, quiero entenderlo ahora! —demandó con una patada en el suelo
—. ¿Por qué dijiste que Hood podía morir si no se quedaba en el bosque?
—¿Y cómo sabes tú todas esas cosas, pequeña?
Locks se tapó la boca con las manos. Había hablado de más y ahora
Johan sabía que los había estado espiando. Quizá se enfadara con ella…
—No importa —suspiró el hombre—. Violette quiere hacer algo muy
estúpido y muy peligroso, así que tengo que pararla como sea.
—¿Incluso si le haces daño? —quiso saber Locks. Johan no respondió
—. ¿Incluso si la matas? —siguió Locks, agitándose cada vez más—. ¡¿Qué
puede valer más que la vida de tu hija?!
—La vida del König —contestó Johan, contundente—. Es un niñato
arrogante y no tiene idea de cómo gobernar el reino. Pero si no estuviera,
todo se vendría abajo. No hay nadie para reemplazarlo, los campesinos
armarían una revuelta y otros Reinos podrían hacerse con el nuestro. El
König es un símbolo que no puede ser destruido por el bien de todos y
Violette es una egoísta ciega. Por eso la tengo que parar, ¿lo entiendes?
Locks no lo entendía del todo, pero le daba la impresión que si
preguntaba más, Johan se limitaría a decirle exactamente lo mismo, sin
cambiar ni una palabra. Como un comediante que repite sus líneas sin
mucho entusiasmo frente al público de la feria. De todos modos, se sentía al
borde de las lágrimas, porque no era justo y no estaba bien. Los padres
tenían que cuidar a sus hijos, no matarlos.
—Pero, ¿tienes que ser tú? —quiso saber—. ¿No puede ser nadie más?
¿No puede alguien hablar con ella, explicarle…?
Johan pegó un puñetazo contra la pared. Toda la cabaña pareció vibrar
con el golpe, o quizá era que Locks se había echado a temblar. Su cuerpo
era demasiado pequeño para contener toda la rabia y la frustración que
sentía.
—Le juré lealtad al Reino hace mucho tiempo —contó Johan en un
susurro. Enderezó los hombros y miró al frente, de pronto parecía un
hombre distinto: menos tosco, menos indiferente. Más triste todavía—. Una
sola vez falté a mi juramento y por eso hoy Violette está aquí. No escuchará
a nadie ni se detendrá ante nada. Yo le enseñé todo lo que sabe, le enseñé a
sobrevivir a cualquier costo. Así que sí, tengo que ser yo.
Se volvió hacia Locks y trató de esbozar una sonrisa. Salió más como
una mueca de dolor que otra cosa.
—No importa —le aseguró, pero Locks pudo ver que mentía: tenía el
rostro tan contraído que se le marcaban las arrugas alrededor de los ojos—.
En verdad que no. Ella es una desconocida para mí. Y una vez que esté
hecho, podré ofrecerte un hogar de verdad, pequeñita. Un lugar donde
puedas estar a salvo. ¿No te gustaría?
Locks echó a correr. No sabía a dónde, porque la cegaban las lágrimas,
ni qué haría cuando llegara. Solamente sabía que tenía que salir de allí,
escapar de esa cabaña como fuera, de la mirada triste de Johan, de su
resignación a que no le quedaba nada por hacer más que destruir a su propia
familia.
Corrió hacia el establo y se quedó apoyada en la puerta, con la
respiración entrecortada por las lágrimas que se le agolpaban detrás de los
ojos. Cuando levantó la vista, vio a Sombra mirándola casi con temor, como
si no supiera qué era lo que debía hacer en ese momento. Pero de pronto,
Locks lo sabía.
Le costó ensillarlo. Había visto a su padre ensillando a Azúcar otras
veces, pero Sombra era mucho más grande y ella estaba sola. Sin embargo,
el percherón se dejó hacer con infinita paciencia y después aguardó con
callada resignación mientras Locks se trepaba a un fardo de heno y daba dos
o tres saltitos para darse impulso. Sus piernas cortas no alcanzaban a
meterse en los estribos, pero eso quizá fuera lo de menos. Lo que más
miedo le daba a Locks era el suelo, que de pronto le parecía muy lejano y
muy duro como para caerse.
Pero tenía que hacer esto. Tenía que parar toda esa locura como fuera.
La puerta del establo quedó abierta cuando Sombra se lanzó a través de
ella. Probablemente fuera peligroso para Burro que quedara así, pero no
tenía tiempo de bajarse a cerrarla. Si a Johan le importaba lo haría él
mismo, pero Locks no se detuvo a mirar sobre su hombro para ver si salía a
verla partir. Por lo que sabía, él ya podía estar en camino al castillo, ya
podía estar tramando la manera en que le haría daño a Hood.
Johan seguía en la cabaña cuando escuchó los cascos de Sombra
retumbando sobre el camino. No le sorprendía demasiado. La niña
regresaría. O al menos, eso necesitaba creer para seguir adelante con lo que
iba a hacer.
—Lo entiendes, ¿verdad, Lis? No tengo otra salida.
Lissette no le contestó. Nunca lo hacía.

El patio del castillo estaba lleno a rebosar y era mucho peor de lo que
Hood se había imaginado que sería. Si había creído que la multitud en el
mercado era molesta y sudorosa, ésta la superaba por mucho: estaba
compuesta más que nada por sacerdotes que se decían hombres santos y
tenían la capacidad de curar invocando a los dioses, de charlatanes que
decían traer curas de tierras lejanas, de viejas brujas y curanderas que se
miraban las unas a las otras de reojo, con desconfianza, como si estuvieran
seguras que cualquiera estaba al acecho de robar sus fórmulas y secretos.
Hood se había disfrazado como una de ellas: había sido fácil ensuciar una
capa vieja (no la violeta, no su favorita) y hacer un bulto con un montón de
sábanas para crearse una joroba. Se había empolvado el cabello y se había
pintado el rostro con jugo de moras, que le daba a su cara un aspecto rojizo
que ayudaba a disimular el color de sus ojos.
Aun así, se preguntó si sería suficiente. Los guardias apostados en la
puerta no eran los campesinos cobardes e imberbes a los que el König les
ponía una espada en la mano y los mandaba a patrullar; eran oficiales de
alto rango, barbas pobladas y mirada severa. Analizaban y anotaban el
nombre de cualquier persona que se acercara a las puertas, examinaban los
remedios que traían y luego los despachaban sin demasiadas ceremonias.
No había una fila ordenada ni mucho menos y nadie parecía demasiado
interesado en formarla, así que acabar frente a ellos era una cuestión de pura
suerte. O mejor dicho, de pisar los pies correctos y clavar el codo en las
costillas correctas.
Hood llevaba varios minutos abriéndose paso de esa manera. El sudor le
chorreaba por la cara y esperaba que su maquillaje no se hubiera descorrido
para cuando llegara delante de los guardias. También esperaba que a
ninguno se le ocurriera que aquella anciana de ropas roídas traía una daga
en las botas con las que pensaba hacer mucho más que curar al soberano de
todos ellos. Parecían bastante despiertos y hasta ahora habían permitido que
entraran solamente dos de los supuestos curanderos. Hood esperaba que
ninguno de ellos intentara hacer lo mismo que ella.
Pisó una capa, con lo que el hombre que iba delante de ella trastabilló y
golpeó a otro, y mientras los dos discutían sobre de quién había sido la
culpa, Hood ocupó su lugar al frente de la multitud. Avanzó fingiendo una
cojera pronunciada y levantó apenas un ojo cuando los guardias le
ordenaron dar la cara.
—¿Quién eres tú, vieja? —preguntó uno de los guardias, mirándola
ceñudo.
—Oh, mi señor, veréis —dijo Hood, impostando la voz para que sonara
más cascada y temblorosa—. Soy solamente una anciana que lleva años
practicando mi arte en soledad. De haberme enterado antes que el joven
König estaba enfermo, hubiera acudido con más celeridad, no le quepa la
menor duda. No albergo más que buenos deseos para él, así es, señor. Pero
en el Bosque donde yo vivo, veréis, las noticias llegan con mucha lentitud y
un viaje tan largo, con esta pierna mala…
—¿El Bosque? —repitió uno de los guardias, impresionado. Intercambió
una mirada incrédula con su compañero—. ¿La Anciana del Bosque?
—¡Pensamos que había muerto!
—Oh, qué jovencito tan gracioso —dijo Hood. Soltó una risa que
convirtió en una tos seca de inmediato—. Es natural pensar eso, pues es
natural morirse a una edad como la mía. Pero los dioses han tenido a bien
preservarme hasta ahora, quizá para que pueda serle de alguna utilidad a
nuestro bien amado König. ¿Quién puede entender el designio de los
dioses? En fin, heme aquí, con algunos remedios que quizá puedan aliviar
los dolores de nuestro señor.
Se cuidó mucho de exagerar el temblor de sus manos cuando les ofreció
a los guardias una bolsa que traía en el cinturón. Los dos desataron el
cordón y miraron dentro, aunque era muy probable que no tuvieran idea de
lo que estaban viendo entre las hojas secas y ramas que Hood había metido
al azar. Esperaba que no se molestaran en pensárselo demasiado. Le dolía la
espalda de estar en esa posición y le picaban las manos dentro de los
guantes. Quería llegar junto al König cuanto antes y terminar lo que sus
lobos habían empezado…
El guardia volvió a cerrar la bolsa y se la devolvió con un asentimiento.
—Adelante, anciana —le dijo, con mucho más respeto que antes—.
Puede que seas la última esperanza de su Gracia.
—Oh, esperemos que no llegue a eso. Esperemos que no.
Ella esperaba que la satisfacción que sentía no se trasluciera en su tono
de voz. Ya casi, se dijo. Ya casi estaba hecho, y después y después…
Dio un paso hacia la puerta. No, ni siquiera llegó a dar un paso antes de
que todo se viniera abajo.
Escuchó el zumbido de la flecha antes de verla, pero aun así no fue lo
suficientemente rápida para apartarse de su camino. La flecha no la golpeó a
ella, sino a su falsa joroba, que cayó al suelo desparramándose y
arrancándole la capa. Reaccionó por instinto, como si un animal la hubiera
atacado en el bosque: la daga estaba en su mano, la postura lista para atacar,
los ojos analizando cada detalle del terreno en busca de su enemigo.
Hubo un momento de absoluto estupor entre los guardias y los
curanderos parados en el patio. El pasmo más absoluto se pintaba en todos
los rostros que Hood recorrió de una mirada sin encontrar a nadie con el
arco entre las manos. ¿Dónde estaba? ¿Quién había sido…?
—¡Es Violette Riding Hood! —exclamó alguien.
Y entonces se desató el infierno.
La marea de gente en el patio del palacio se precipitó hacia las rejas, que
cayeron sobre el suelo con un golpe seco, dejándolos atrapados para que
fueran testigos de lo que estaba a punto de ocurrir. Con la sangre latiéndole
en los oídos, Hood descubrió a su enemigo.
Joha se dejó caer desde la muralla con una soga lo suficientemente
gruesa para aguantar su peso. Todavía tenía el arco en la mano y un carcaj
lleno, pero apenas sus botas hicieron contacto con el suelo, lo arrojó a un
lado como quien se quita un estorbo de encima. La daga que él tenía era
mucho menos elegante, pero mucho más grande que la de ella y Hood sabía
exactamente con qué destreza la manejaba.
Iba a matarla con ella. La iba a degollar como a otra de sus presas, de
cerca y personal.
—¡Maldito! —exclamó con la suficiente fuerza para que todos la
escucharan.
—Fuiste descuidada —contestó Joha, con indiferencia en la voz—.
Nadie tiene la culpa más que tú.
Por el rabillo del ojo, Hood alcanzó a ver el movimiento en lo alto de la
torre. Por supuesto, allí apareció el odioso cabello rubio platino del
soberano, coronado con oro y pedrería. Parecía bastante robusto y Hood
hubiera apostado todo lo que tenía a que estaba sonriendo.
No importaba. No le iba a dar la satisfacción de morir en su trampa
como un conejo asustado. No le importaba si de alguna manera había
hallado al único hombre en todo el reino capaz de superarla.
Pero incluso mientras avanzaba hacia ella, Joha parecía vacilante.
—Se acabó, Violette —le dijo con voz cansina—. ¿Por qué no lo
admites? ¿Por qué no te rindes?
Hood no le contestó. No esperaba que él, entre todas las personas,
comprendiera sus razones. En cambio, levantó el cuchillo en posición
defensiva…
Esta vez las flechas no la tomaron por sorpresa. Las esquivó de un salto
y los proyectiles se clavaron temblando donde ella estaba parada un minuto
antes. Fantástico. Estaba rodeada, pero los arqueros de las almenas no la
preocupaban demasiado. Tenían una puntería pésima y eran tan sutiles
como un oso en una casa de té.
No, Joha era más peligroso. Y cada segundo que pasaba, cada
respiración que vacilaba en atacarla, la cuerda se tensaba todavía más.
—¡¿Qué estás esperando?! —bramó el König desde las alturas—.
¡Acábala de una vez!
—Vamos —lo provocó Hood, por una vez de acuerdo con el lobo
estúpido—. Intenta matarme. Es lo que siempre quisiste, después de todo.
Eso pareció llegarle. Atravesó las murallas que rodeaban a aquel hombre
solitario e incomprensible, directo hacia donde era más vulnerable. Directo
hacia su orgullo.
—¡No es verdad! —exclamó. Levantó el cuchillo y por fin, por fin,
lanzó una estocada hacia ella. Pero fue desganada y Hood la paró con suma
facilidad—. ¡Nunca quise hacerte daño! Quería que aprendieras a
sobrevivir…
—¡Cállate! —gritó Hood.
La cuerda se había cortado y ella no quería escuchar sus excusas. La
daga apuntó hacia su rostro, hacia sus ojos grises como la niebla que no se
parecían en nada a los de ella. Joha la detuvo con un golpe en el interior del
codo que le hizo temblar el brazo, pero Hood apretó los dientes y le lanzó
un puñetazo directo a la cara. Lo alcanzó pero Joha no se desconcertó ni
perdió el paso. Cerró el puño y se lo clavó en el estómago con todas sus
fuerzas.
El aire escapó de los pulmones de Hood y sus rodillas se doblaron, pero
a pesar de eso consiguió rodar lejos de él e incorporarse otra vez, la daga en
la mano, expectante.
—Quería que dejaras de ser una criaturita indefensa —continuó Joha—.
Quería que fueras fuerte.
Hood se abalanzó hacia él con un grito de rabia, pero en vez de
defenderse o responder al ataque, Joha simplemente se hizo a un lado.
—Y mírate ahora. Eres tan fuerte…
—¡No gracias a ti! —le espetó ella. Le ardían los ojos, pero por todos
los demonios y todos los dioses, no la iba a ver llorar—. ¡Tú no hiciste nada
por mí! ¡Tú me abandonaste! ¡Fue la Anciana la que me cuidó, la que me
enseñó cómo vivir! ¡Y TÚ ESTÁS TRABAJANDO PARA EL HIJO DE
PUTA QUE LA MATÓ! ¡NO ERES MÁS QUE OTRO ASESINO IGUAL
QUE ÉL!
John abrió los ojos ante esa afirmación y se quedó inmóvil. Como si el
muy imbécil no lo supiera, como si acabara de enterarse. Eso le dio más
rabia a Hood. ¿Realmente pensaba que a ella le gustaba hacer eso?
¿Realmente creía que podía derramar la sangre de otro humano solamente
porque se le ocurría o porque le parecía divertido? Ella no era como él, ni
como el lobo en la altura de las almenas. Ella era la Cazadora, y él se
acababa de interponer entre ella y su presa.
Hood se abalanzó hacia adelante, la punta del cuchillo preparada para
herir, preparada para matar. No vaciló. Creyó que no lo hizo, pero las
palabras de la Anciana le resonaron en la cabeza como un golpe en el
último segundo.
Nunca hieras a otro humano, Violette.
El fino hilo de aire que quedó entre la punta de su arma y el cuello de
Joha no habría podido protegerlo si él no hubiera cerrado el puño alrededor
de la muñeca de la cazadora. La arrojó un lado, pero con menos fuerza esta
vez, como si no pretendiera hacerle daño. Aun así, la cazadora se estrelló
contra un árbol; el dolor en la espalda la cegó y cuando quiso darse cuenta,
su daga estaba en el suelo, lejos de ella. Joha se acercó a ella, su propia daga
en la mano y una expresión triste en los ojos.
—Violette… —murmuró.
A pesar de ver la muerte brillando en la punta de aquel filo, Hood se
permitió una última impertinencia:
—¿Cuántas monedas te van a dar por la cabeza de tu hija?
—¡BASTA!
La orden llegó chillona, desesperada, de una voz que Hood hubiera
creído que era la última que escucharía en un momento como aquel. La niña
escapó de entre la multitud que se había agolpado contra la reja y corrió
hacia ella. Los guardias y arqueros se quedaron tan atónitos que no llegaron
a darle la voz de alto ni a tratar de sujetarla, hasta que se interpuso entre los
dos contendientes. Goldilocks se aferró a la falda de Hood con sus puñitos.
—¡Basta, por favor! —repitió, con la voz quebrada—. ¡No es así, no es
así! ¡Él no es un mal hombre! ¡Es tu familia! ¡No puede matarte!
Joha parecía más pasmado que nunca. Una ola de rabia más fuerte aún
que la anterior bajó por la espalda de Hood al ver aquella expresión
confundida y estúpida en su rostro. Agarró a Locks por los hombros y trató
de hacerla a un lado, pero la niña se resistió con todas sus fuerzas y siguió
gritando como si le estuvieran arrancando la piel a tiras:
—¡Él me dio un lugar para dormir, encendió el hogar para mí! ¡Me dio
comida y dejó que me quedara con él cuando no tenía a donde ir! ¡No es un
asesino, Hood, y tú tampoco! ¡Tú eres mi amiga!
—¡Sí que lo somos! —gritó Hood—. ¡Hazte a un lado, niña! ¡Deja que
me mate como a otra de sus presas!
—¡NO! —contestó Locks y testarudamente cerró los brazos alrededor
de la cintura de Hood, con tanta fuerza como si ni los mismísimos dioses
fueran a poder arrancarla de allí—. ¡No te va a matar!
Entre la furia que le nublaba la razón, Hood tuvo un momento de
claridad para ver lo que la niña estaba intentando hacer: protegerla con su
cuerpito, como si una niña menuda de once años fuera a poder detener a un
hombretón del tamaño de Joha por pura fuerza de voluntad.
Lo más extraño es que parecía estar funcionando.
Joha bajó la daga.
—Nunca quise que me odiaras.
—Pues te odio —contestó Hood, como si estuviera simplemente
constatando un hecho.
—Me lo merezco.
Él también estaba declarando lo obvio.
Lo que no fue tan obvio, lo que Hood no llegó a entender, fue lo que
hizo a continuación: se dio la vuelta, sujetando la daga por el filo. La lanzó
hacia la reja y, justo cuando ella pensaba que había sido un movimiento
completamente inútil, un hombre lanzó un alarido y se desplomó. Al mismo
tiempo, la reja subió con un rechinido. La multitud tardó un segundo en
reaccionar, el mismo segundo que le tomó a Hood tirar de los brazos de
Locks y hacer que se sujetara a su cuello.
—¡A ELLA! —ordenó el König—. ¡ACABEN LO QUE ESE
COBARDE NO PUDO!
Volveré a visitarte, pensó la cazadora mientras atravesaba el jardín del
palacio. Volveré a visitarte, lobo. Muy pronto.
Se zambulló entre la gente que trataba de protegerse de la lluvia de
flechas dirigidas a Hood y zigzagueó por las calles del pueblo. Corrió hasta
que las rodillas se le doblaron y hasta que se le acalambraron los brazos por
el esfuerzo de cargar a Locks.
No supo por qué la salvó. Quizá porque una parte de ella se sentía en
deuda. Quizá porque nadie jamás había intentado defenderla. Quizá porque
nadie antes le había dicho que era su amiga. Qué niña tan estúpida.

Los Consejeros del König estaban de un ánimo tan sombrío como el


cielo que se cernía sobre el pueblo.
—Dicen que gritó durante dos horas seguidas —comentó Henniger.
—Ordenó a los guardias que registraran el pueblo —dijo Dahmen—.
Algunos no regresaron porque tenían miedo de presentarse con las manos
vacías.
—Se hizo llevar a esa doncella pelirroja que le gusta a su recámara —
contó Löffler—, pero la echó al poco tiempo, como si ni ella pudiera
tranquilizarlo.
—Hasta Viktoria bajó de su torre para tratar de calmarlo —dijo Janke,
que no se habría atrevido a hablar con tanta soltura de haber estado ella o su
hijo presentes—. Dicen que le arrojó un cáliz de vino a la cabeza. No le
acertó, por cierto, porque entonces ella se habría enfurecido también, y
bien…
No dijo que hubiera sido aún peor, porque la situación era tan mala que
no llegaban a imaginarse cómo. Si ni la doncella ni su madre habían tenido
suerte, ellos no tenían ninguna esperanza de sobrevivir intactos a la ira de su
señor. Al menos uno de ellos perdería su trabajo aquel día.
Después de todo, no era para menos. Los guardias se habían pasado días
registrando el pueblo, pero no habían conseguido dar con Hood, ni con la
niña de cabello dorado, ni con Johan Weidmann. Eran como si los tres se
hubieran desvanecido sin dejar rastro. Bueno, excepto Weidmann: cuando
todo se calmó, descubrieron que, como un último agravio, el Cazador Real
había dejado una bolsa de monedas abandonada al pie del muro. Si le
hubiera escupido en la cara al König, el insulto no habría sido mayor.
Engelbert se atusó el bigote con nerviosismo y miró por la ventana de la
Sala.
—Se acerca una tormenta.
Las puertas se abrieron con tal estrépito que por un momento los
hombres pensaron que había sido un trueno afuera.
El König entró más desaliñado de lo normal, con el jubón desprendido,
la camisa arrugada y su rechoncho mayordomo dando tumbos detrás de él.
Los Consejeros se encogieron, quizá previendo que el soberano se echaría a
gritar. En cambio, el König se ubicó con mucha dignidad en la silla que le
correspondía, a la cabecera de la mesa. Descansó las manos en los
apoyabrazos y miró uno por uno a los Consejeros.
—Estáis despedidos —les dijo, con la voz tan fría como la escarcha—.
Recoged vuestras cosas y marchaos del castillo. Rogad a los dioses que no
os vuelvan a poner en mi camino.
Hubo un revuelo entre los ahora antiguos Consejeros. Su Gracia no
estaba pensando con claridad, ¿quizá le convenía tomarse unos días? Ellos
vivían para servirle, habían servido bien a su padre y al reino desde antes
que él supiera caminar o hablar; eran hombres mayores y él era muy
inexperto, los necesitaba…
El golpe que dio el König sobre la mesa bastó para acallarlos a todos.
—Tenéis hasta la puesta del sol —les informó—. Acabad vuestros días
fuera de mi presencia o en los calabozos. Y si decís otra palabra, la
acabaréis bajo el hacha del verdugo. Vosotros elegiréis.
La Sala del Consejo quedó vacía, salvo por sus ciento treinta y seis
grietas, el soberano solitario que gustaba de contarlas y su fiel mayordomo.
El König le hizo una seña de que se adelantase. Alexander se enjugó la
frente con su pañuelo, porque esos días sudaba solamente por estar frente a
su señor.
—¿Mi König?
—Necesito un Consejero nuevo, Alexander. Uno que sea fiel solamente
a mí. Encárgate.
Alexander se quedó un poco decepcionado, porque había albergado la
tenue esperanza que le darían ese puesto a él. Pero, al reflexionar sobre la
humedad y la oscuridad de los calabozos que esperaban a los Consejeros si
se retrasaban un minuto, decidió que no necesitaba un ascenso de todos
modos.
Afuera, la tormenta se había desatado sobre el Reino Wolfhausen.
La Anciana del Bosque

L a Anciana del Bosque había visto a la criaturita indefensa varias veces


sin que ella lo sospechara. Era una mujer pequeña, su piel amarronada
por el sol estaba surcada de arrugas y cuando salía de su cabaña, siempre
usaba una capa de color verde. Desde los árboles, por donde se movía la
criaturita, era muy fácil confundirla con un arbusto. Así que a la Anciana no
la ofendía que la criaturita indefensa pasara siempre por las mismas rutas
que ella sin verla y sin saludarla. Parecía muy concentrada en algo,
buscando, siempre buscando y habría sido descortés interrumpirla.
Y además, a la Anciana le gustaba observarla.
La criaturita tendría siete, quizá ocho años. Más o menos, dependiendo
si era demasiado alta o demasiada baja para su edad. Llevaba ropas rotosas
y parchadas, ropas que se habían rasgado y vuelto a coser hasta el hartazgo,
ropas que parecían demasiado anchas para ella, como si se las hubieran
comprado o hecho varios talles más grandes para que le duraran años.
Con las actividades de la niña, la Anciana dudaba que aquello fuera
posible. Saltaba entre los árboles con la agilidad de una ardilla, con
estudiada y deliberada rapidez y a veces sus ropas quedaban enganchadas
en las ramas o se raspaban contra la corteza sin que la niña se diera cuenta o
le importara. Recogía toda la fruta madura que era capaz de cargar en sus
bolsillos y en la bolsa de tela que llevaba colgada al cinturón con ese
propósito. A veces tenía que pelearse con los pájaros por ellas, pero la
criaturita llevaba un palo consigo y solía ganar aquellos enfrentamientos.
Era hábil e ingeniosa y la Anciana respetaba eso.
También respetaba la trenza en su cabello de tan extraña coloración. La
primera vez que la había notado, pensó que era un truco del sol y de sus
ojos viejos y cansados, pero no. La niña verdaderamente era dueña de una
trenza gruesa, larga y violeta. Violeta como el cielo un segundo después de
extinguirse la última luz, violeta como las flores a la orilla del arroyo. Un
violeta deslucido y sucio que podría brillar con orgullo si tan solo se lo
cepillara y se lo lavara con las hierbas correctas.
La Anciana se preguntaba si la niña habría salido alguna vez del Bosque
lo suficiente para saber que no había personas de cabello violeta. Bueno, no
demasiadas, en todo caso, y las que las había eran… especiales. La Anciana
había conocido a unas cuantas, no lo bastante para llamarlas amigas, pero sí
lo suficiente para saber que una niña de cabello como aquel no tendría que
estar saltando por los árboles, rompiéndose la ropa contra la corteza y
recogiendo fruta. ¿Por qué estaba allí entonces?
La Anciana era curiosa y su memoria era larga. La conocía, la había
tenido en sus brazos cuando no era más que un bebé berreante. Había
conocido a su madre y no había sido capaz de salvarla. Lo consideraba uno
de los mayores fracasos de su vida y eso que había tenido muchos, terribles
y dolorosos. La Anciana creía que el hombre habría tomado a su hija y se
habría marchado lejos de allí. Pero aparentemente era demasiado orgulloso
y estúpido para hacer algo tan evidente.
La niña era inteligente, lo bastante para seguir una misma ruta todos los
días y eso indicaba que tenía un sano respeto por el Bosque, además de la
disciplina y la capacidad para vivir en él. Le costó un poco seguirla y la
perdió de vista un par de veces antes de conseguirlo. La criaturita era ligera
y ella era una anciana decrépita. No había manera de que pudiera seguirle el
ritmo. Pero ella llevaba más tiempo viviendo en el Bosque y conocía sus
senderos.
La encontró sentada en el escalón de la puerta de la cabaña de su padre,
examinando el contenido de su canasta, separando la fruta buena y
arrojando la otra sobre su hombro con desdén, un desdén exquisito y
delicado. Como el de una reina rechazando un plato que no era de su
agrado.
La niña no necesitaba saber las implicaciones de su pelo violeta para
actuar de acuerdo a ellas. Su cuerpo fino, su porte, eran indicadores más que
suficiente.
También lo eran sus ojos, inquietantemente rojos. No había nada en esta
niña de la rudeza y los orígenes humildes de su padre, al menos no hasta
que abrió la boca:
—¿Quién eres? Estás en nuestro jardín. Vete.
La Anciana desobedeció aquella orden dando un paso al frente.
—Disculpadme, señorita…
—No soy una señorita —respondió la niña, alzando la barbilla con
orgullo—. Soy una cazadora.
—¿Una cazadora que recoge fruta?
Las mejillas de la niña se colorearon y desvió la mirada, ofuscada.
—Es que aún no soy muy buena con el arco y los conejos son muy
rápidos —se quejó—. He cazado a algunos. Ya mejoraré. ¿Qué quieres? Si
has venido a molestar, será mejor que te vayas.
La Anciana avanzó otro paso y descubrió la canasta que llevaba en el
brazo.
—Soy una sencilla herbolaria —le dijo a la niña, mostrándole sus
hierbas —. Sé tratar todas las heridas y dolores. Tengo ungüentos para
limpiar las heridas, como la que tienes en la rodilla.
La niña miró al raspón rojo brillante en sus pantalones con aire de
sorpresa, como si se recién se hubiera dado cuenta de que estaba ahí. Se
encogió de hombros.
—No importa. Siempre me hago daño en los árboles.
—Pero no es bueno que te lo dejes sin tratar —insistió la Anciana y, del
fondo de su canasta, extrajo un frasco—. Se llenará de malos humores, e
incluso si no se infecta, te dejará una cicatriz cuando se cure.
—Ya tengo una cicatriz —dijo la niña, señalando su antebrazo—, justo
aquí. ¿Quieres verla?
La Anciana negó con la cabeza, pero siguió avanzando y la niña ya no
se molestó en decirle que se fuera. La Anciana tenía maneras de siempre
conseguir lo que se proponía. Se arrodilló delante de la niña y destapó el
frasco. El aroma a hierbas frescas invadió el aire.
—Quédate muy quieta.
La niña arrugó la nariz e hizo una mueca cuando la Anciana empezó a
frotar el ungüento contra la herida, pero siguió sus instrucciones y
permaneció inmóvil. Después de unos segundos, parpadeó sorprendida.
—Ya no me duele —comentó.
—No. —La Anciana sonrió y dejó el frasco a un costado, al alcance de
la mano de la niña—. Puedes quedártelo, si quieres. Por si te vuelves a
lastimar.
La desconfianza regresó a la cara de la pequeña.
—No tengo dinero.
—¿Y te he pedido yo eso? —señaló la Anciana, alzando una de sus finas
cejas—. También tengo hierbas para infusiones. Para dolores de cabeza,
para dormir bien, para las molestias femeninas…
La niña se echó a reír, como si no se le pudiera ocurrir qué molestias
podían ser específicamente femeninas y la Anciana se estuviera inventando
eso para venderle más hierbas.
—No necesito nada de eso —dijo, negando con la cabeza.
La Anciana iba a preguntarle si estaba segura, pero entonces la puerta de
la cabaña se abrió de par en par y Johan Weidmann apareció en el vaho,
enorme y con la barba desaliñada. Tenía las manos cubiertas de sangre hasta
el codo y sus ojos echaban chispas.
—Adentro —ordenó a la niña—. Ahora.
—Pero, papá…
—Ya me has oído.
La niña lo miró con rabia, con una rabia con la que ninguna niña debía
mirar a su padre y entró pisando fuerte con sus botas contra el suelo, la
canasta de fruta balanceándose contra su muslo. Johan cerró la puerta detrás
de ella y bajó los escalones para plantarse delante de la Anciana.
—No sé qué quieres ni qué viniste a hacer —le dijo, entrecerrando los
ojos amenazadoramente, como una bestia que se dispone a saltar sobre su
presa—, pero más vale que te vayas ahora.
La Anciana había vivido demasiado tiempo en el Bosque como para que
la intimidaran los hombres o las bestias.
—¿Se puede saber qué intentas hacer, cazador? Estás arruinando a esa
niña.
El rostro rubicundo de Johan se encendió todavía más.
—Es mi hija —replicó, enojado—. La voy a criar de la manera que yo
crea más conveniente y tú, anciana, no vas a obligarme a cambiar mis
métodos.
—No, por supuesto que no —dijo la Anciana, parcamente—. Pero
cuando te des cuenta del daño que le estás haciendo, sabes cómo llegar a mi
cabaña.
Por un momento, pensó que había llegado demasiado lejos. Pensó que
Johan se abalanzaría sobre ella, la tomaría por el cuello y la arrojaría de su
jardín (que apenas podía llamarse así). Retrocedió un paso preventivamente,
pero quizá había subestimado su autocontrol. Al final lo único que hizo el
hombretón fue echar más chispas por los ojos y apretar los puños.
—Fuera —le ordenó entre dientes, como si estuviera conteniéndose
apenas para no gritar—. No quiero volver a verte cerca de Violette.
Violette. Así que ese era su nombre. Muy apropiado.
La Anciana hizo una inclinación que era casi una burla para Johan y
luego se alejó con paso cansino, como si no tuviera ninguna prisa en el
mundo.
Y lo cierto es que a su edad, no la tenía. Había aprendido el arte de
destilar paciencia. El verano pasó con rapidez y la Anciana se preparó para
el invierno: recogió las plantas que serían difícil encontrar luego, se
aprovisionó de los frutos de su huerto y se tejió una manta con la lana más
gruesa que fue capaz de encontrar en el pueblo.
No buscó a la niña ni se acercó a la cabaña de Johan otra vez. Pero al
final, no tuvo que esperar demasiado.
Ya había acabado con sus quehaceres y estaba parada en la puerta de su
cabaña, disfrutando de una taza de té caliente en una de las últimas tardes de
otoño. Se atrevería a decir que era la última, incluso, porque nubes de color
plomizo llevaban horas amontonándose en el horizonte. Nevaría aquella
misma madrugada. Los grandes predadores y los pequeños animales se
esconderían en sus cuevas a dormir durante meses. A menos que ocurriera
algo inesperado, la Anciana pensaba hacer algo bastante parecido. Había
empezado un trabajo de tejido que la tendría ocupada durante todos esos
meses fríos, una capa de color violeta larga y abrigada.
No sabía por qué. Quizá, porque en alguna parte de su mente, el cabello
de aquella niña seguía agitándose como las hojas de los árboles mecidas por
la viento huracanado.
La Anciana parpadeó y se dio cuenta de que el cabello de Violette
estaba realmente agitándose delante de sus ojos. Johan se había abierto paso
hasta su claro, con el cuerpito inerte de su hija en los brazos. La última vez
que lo había visto, había estado tan furioso como el cielo antes de la
tormenta; ahora, su rostro estaba angustiado y bañado de lágrimas. Era casi
conmovedor ver a un hombretón de ese tamaño llorar como un niño
desconsolado.
—Por favor —rogó, con su voz ronca quebrada—. Anciana, tienes que
ayudarme.
La Anciana se tragó todas las cosas que se le ocurrieron para decirle. Ya
habría tiempo para reproches después.
El cuerpecito de Violette se veía casi patético en la enorme cama. La
Anciana analizó sus bracitos y piernas inertes, su cabeza ladeada hacia un
costado para mostrar una mancha roja y brillante entre el cabello, y los ojos
que respondieron a la luz cuando le levantó los párpados para examinarlos.
Ojos escarlata. Nadie que hubiera conocido a la madre de la niña hubiera
negado que era suya. No había nada de Johan en ella, al menos no en el
aspecto físico.
Quizá la niña llorara igual que él: en silenciosa desesperación,
escondido en las sombras de un rincón como si tuviera vergüenza. La
Anciana suponía que la tenía.
—No tiene el cuello roto —le informó—. Vivirá y podrá caminar. Pero
la herida en su cabeza es otro cantar. Puede que no sea ella misma cuando
despierte.
—¿Qué quieres decir? —exigió saber Johan mientras la Anciana abría
su alacena y empezaba a sacar hierbas secas de ella—. ¡Maldita sea, no me
hables con acertijos!
—Es que las heridas en la cabeza son un acertijo —explicó la Anciana.
Tiró un puñado de hierbas en el mortero y empezó a molerlas con energía
impropia para una mujer de su edad—. He oído de curanderos que pueden
reorganizar las entrañas e incluso algunos que abren el pecho para aliviar
los pulmones. Pero la cabeza… hay gente que despierta sin recordar quiénes
eran antes del golpe. Hay otros que sufren de migrañas terribles el resto de
su vida. Hay otros que no sufren ninguna consecuencia en absoluto.
Tomó un tarro lleno de agua y lo colgó encima del gancho de la
chimenea encendida. Echó las hierbas dentro del tarro, hundió unas cuantas
vendas en él y se volvió para echarle una mirada acerada a Johan.
—Hay quienes nunca despiertan y sus cuerpos languidecen de hambre y
sed hasta consumirse por completo. No existe manera de saber cuál será
este caso hasta que hayamos esperado el tiempo necesario.
Aquello no hizo sino aumentar la desesperación en el rostro de Johan.
—Pero entonces… —intentó tartamudear.
—Esto no es culpa de nadie más que tuya —dijo la Anciana. No se lo
estaba reprochando ni estaba haciendo una pregunta, simplemente
aseveraba un hecho—. Tú eres el que la enviaba a buscar fruta en las copas
de los árboles. ¿Esperabas que nunca se cayera, que nunca se hiciera daño?
—¡Yo estaba siempre cerca! —argumentó Johan con rabia—. Ella no
me veía, pero yo siempre estaba cerca. Por si… por si pasaba…
—¿Exactamente lo que pasó? —sugirió la Anciana. El agua en el tarro
había empezado a burbujear, así que tomó una manopla y lo sacó del fuego
—. Eres un excelente cazador, Johan. Imagino que también eres un buen
hombre, si no ella nunca te hubiera elegido. Pero como padre, eres un
auténtico desastre.
Extrajo las vendas, ignorando el calor del agua hervida (ya estaba
acostumbrada a las ampollas) y las apoyó suavemente contra la herida en la
cabeza de la niña. No había mucho más que pudiera hacer aparte de
mantenerla libre de humores malignos y controlar que sanara.
—No me juzgues —murmuró Johan, sin nada de la rabia y el ímpetu
anteriores en su voz. Tenía los hombros caídos y parecía más bajo, no
solamente porque tenía que agacharse un poco para no dar con la cabeza
contra el techo de la cabaña—. No sabes lo que he pasado. Sin ella…
—No eres el primero ni el último hombre en quedar viudo —replicó la
Anciana, harta de sus excusas—. La mayoría consigue criar a sus hijos sin
que el Bosque los mate.
Johan hizo una mueca y bajó los ojos. La Anciana suspiró y acercó un
banquito a donde yacía su paciente para sentarse junto a ella. Tomó su
manito y con dedos experimentados, palpó su muñeca hasta dar con el
pulso. El corazoncito de Violette latía con fuerza y a tiempo. Era una buena
señal. La niña tenía voluntad y, quizá, aquello conseguiría sacarla del
trance.
Pero la Anciana no estaba dispuesta a salvarla solamente para que Johan
acabara por matarla después de todos modos. Volvió los ojos fríos hacia él.
—No sé qué intentabas enseñarle, pero la lección ha terminado —
dictaminó—. No puede quedarse más tiempo contigo. En unos años,
empezará a sangrar y se convertirá en una mujer. Alguien como ella no
puede vivir en el Bosque. Envíala al pueblo a que haga un aprendizaje o se
consiga un marido… —No puedo.
La Anciana era como los robles más antiguos del Bosque: fuerte e
implacable, rara vez movida por los vientos de las emociones. Pero esta vez
sintió que la vieja sangre en sus venas ardía.
—Johan, si tu orgullo le hace más daño a esta niña…
—No puedo enviarla al pueblo porque podrían descubrirla —aclaró
Johan —. Ella tenía enemigos, lo sabes. Si descubren que tiene una hija…
no sé lo que le harán.
La Anciana no había pensado en eso. Hacía demasiados años que había
dejado de prestar atención a las tormentas políticas que se fraguaban en los
palacios y pasaban por encima de su Bosque sin perturbarlo jamás.
Pero la niña no podía volver con Johan, de eso estaba convencida.
—Deja que viva conmigo, entonces —sugirió—. Aquí nadie sabrá de su
existencia. Yo guardaré sus secretos.
Al menos, mientras no esté preparada para saberlos, se dijo para sus
adentros. Porque no es como si tú hubieras planeado contárselos, ¿verdad,
Johan?
Johan emitió un sonido lleno de amargura que casi podría haber pasado
por una risa cargada de ironía.
—Buena suerte, Anciana. Es una criatura salvaje. Te agotará antes de
que te hayas dado cuenta.
La Anciana alzó una ceja para comunicarle que todas sus objeciones
eran estupideces.
El cazador la miró con tristeza infinita. Luego, lentamente, con el paso
cansino de un hombre veinte años mayor, se acercó a la cama y observó en
silencio el rostro de su hija. Su manaza cubrió la frente de Violette con un
gesto delicado que parecía hasta impropio en él.
—Ella es lo más valioso que tengo.
—Entonces eres un necio egoísta —replicó la Anciana. De nuevo, no
pretendía insultarlo. Simplemente afirmar un hecho tan evidente como la
nieve en invierno.
Johan asintió y se inclinó para que su rostro quedara cerca del de su hija.
—Vendré a verte, criaturita —le susurró—. Cada vez que pueda, vendré
a verte. Tú no lo sabrás. Pensarás que te he abandonado, pero eso no es peor
que todo lo que ya piensas de mí, ¿no es verdad?
Violette se agitó, como si una parte de su mente herida registrara las
palabras de su padre y quisiera contestar. Pero al final, sus ojos
permanecieron cerrados y se quedó tan inmóvil como lo había estado antes.
La Anciana siguió contando pacientemente los latidos de su corazón,
concediéndole a Joha un poco de paz silenciosa.
Al final, con un suspiro que era casi un sollozo, Johan apartó la mano y
retrocedió.
—Cuídala bien, Anciana.
La Anciana decidió no decirle que no había manera de hacer un trabajo
peor que él. Consideró que ya había descargado demasiadas verdades sobre
los anchos hombros del cazador.
La ventisca ya había empezado a soplar cuando Johan abrió la puerta de
la cabaña y salió al Bosque con pasos pesados, sin mirar atrás. La Anciana
se quedó despierta toda la noche, escuchando el viento aullar contra sus
postigos y contando los latidos del corazón de la niña que ahora tenía a su
cargo.
A la mañana siguiente, el bosque estaba cubierto de un manto blanco
como un velo de novia. Hacia media mañana, los párpados de Violette se
agitaron y sus ojos cansados se posaron sobre la Anciana. Parecía mayor,
como si la noche que hubiera pasado luchando por su vida le hubiera
arrebatado lo poco que le quedaba de su infancia.
—Te recuerdo —croó—. Eres la viejita que vendía hierbas.
La Anciana asintió y se levantó del taburete para que Violette no notara
el alivio en su rostro y adivinara lo grave que había estado.
—Te encontré inconsciente junto a unos árboles —le mintió—. ¿Tienes
hambre, niñita?
—Tengo sed.
La Anciana empezó a preparar el té para desayunar.
—Anoche nevó fuerte —le informó a Violette—. No creo que puedas
volver a tu casa hoy.
—Oh —murmuró Violette—. Bueno, no importa.
Estaba claro que no creía que su padre se preocuparía por su paradero.
La Anciana sacó una torta de miel del horno. No pensaba comerla hasta la
tarde, pero quizá Violette se mereciera un poco ahora.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña cuando la Anciana le acercó una
bandeja con el té y la torta.
—Hace tanto que nadie me llama por mi nombre que lo he olvidado —
dijo la Anciana, dándose aires—. Tú puedes llamarme como quieras, si es
que quieres llamarme algo.
Violette contempló su taza de té con ojos pensativos y, cuando levantó
la vista, la Anciana pensó que aquellos eran ojos peligrosos, ojos capaces de
robarse cualquier corazón.
—¿Puedo llamarte Abuelita?
El Consejero

L legaba un momento en la vida de todo miembro de la Guardia Real en


el cual se encontraban entre la espada y la pared. La espada era la
punta de la daga de Riding Hood y, la pared, la rabia pura e insuperable de
su soberano. El Capitán Klaus Hildebrandt estaba convencido que
solamente aquellos hombres que conseguían pasar sin sucumbir frente a uno
o frente a otro eran verdaderamente dignos de ser llamados miembros de la
Guardia y no campesinos incompetentes que manejaban la espada como si
fuera un azadón.
Había dos problemas con esa prueba de fuego. La primera era que
gracias a la orden de reclutamiento del König, esos muchachos
verdaderamente eran molineros o pastores que no distinguían un guantelete
de una rodillera y que habrían sido mucho más útiles al reino cultivando los
campos de sus padres o esquilando ovejas. La segunda era que la cazadora
era demasiado buena y no importaban cuántos hombres Hildebrandt pusiera
en las murallas o cuántos ojos tuviera apostados en el pueblo, ella parecía
atravesar como una sombra todas sus precauciones.
Lo que era peor todavía, porque eso alimentaba su leyenda. Riding
Hood había dejado de ser una simple amenaza para el reino, había dejado de
ser una simple enemiga del König. Con cada evasión, con cada nueva burla,
los guardias acababan por temerle más y más. Le atribuían pactos con
demonios y poderes mágicos que le permitían hacer lo que quisiera en el
momento que quisiera. Interponerse en su camino no era solamente garantía
de salir herido o muerto, sino también de contraer una maldición sobre sus
cabezas.
—¡Pamplinas y supersticiones! —exclamaba Hildebrandt exasperado—.
¡La magia no existe! ¡Nadie es capaz de manejar ese tipo de poder!
Para su irritación, el nuevo Consejero Real se rio por lo bajo cuando le
explicó por qué sus hombres retrocedían con temor ante la amenaza de la
cazadora.
—Existen más cosas bajo este cielo, Capitán, de lo que contempla tu
filosofía —comentó, sin darse vuelta a mirarlo—. ¿Acaso no habla la iglesia
de dioses capaces de obrar milagros y demonios que lanzan maldiciones
terribles?
Hildebrandt intercambió una mirada con Alexander. Los dos estaban de
acuerdo en que había algo extraño en ese hombre espigado y elegante que
había llegado una tarde al castillo, convenientemente después de que el
König decidiera deshacerse de los sabios que habían servido a su padre. Sus
credenciales eran impecables y fácilmente comprobables, pero había algo
que no estaba completamente bien con él. Sin embargo, el König había
decidido tomarlo a prueba y su voluntad era ley. Su primera misión:
encontrar la manera de parar a Hood.
Por ese motivo Hildebrandt había ido a hablar con él. Libremente, jamás
se habría acercado a aquel hombre canoso, que siempre usaba una levita
marrón oscuro con botones redondos como monedas de plata. Había
aprendido a distinguirlo desde lejos por ese atuendo y gracias a eso, lo
evitaba.
—Cuidado con lo que decís, Consejero —dijo Alexander—. La Iglesia
es una aliada del König y no toleran fácilmente la blasfemia.
—Nada más lejos de mi intención —dijo el nuevo Consejero, sonriendo
de oreja a oreja. Sus dientes parecían antinaturalmente rectos y blancos—.
Jamás se me ocurriría insultar a los buenos Devotos que cuidan del
bienestar espiritual de este reino tan querido por nosotros.
Esa era otra cosa que no acababa de gustarle al Capitán Hildebrandt.
Según él mismo, el Consejero era un hombre que había nacido y crecido en
el mismo Reino Wolfhausen, pertenecía a una familia noble menor y había
estudiado en una universidad lejana en otro reino, antes de enterarse que su
König necesitaba de lo que él denominaba sus “humildes servicios”.
Hablaba con palabras largas y medidas, y en la opinión de Hildebrandt, un
simple militar, con excesiva afectación. Como si quisiera demostrarles a
todos que era el hombre más inteligente en la habitación. Cómo era que el
König no lo había mandado a tomar viento fresco solamente por esa actitud
fanfarrona era un misterio para el Capitán de la Guardia. Pero tanto él como
Alexander, el más cercano servidor del König, estaban atentos a cada una
de sus palabras y sus gestos, listos para reportarle a su soberano ante la
mínima sospecha.
Por ahora, sin embargo, esa observación no había demostrado dar
ningún resultado. Ludwig Hasen parecía estar completamente al servicio del
König y el reino. Era molesto, pero por ahora ni Alexander ni Hildebrandt
habían descubierto nada que probara lo contrario.
—¿Cuáles son tus recomendaciones entonces? —preguntó el Capitán de
la Guardia, tratando de mantener la calma.
—Un simple cambio en cómo encarar los ejercicios, Capitán —dijo
Ludwig. Corrió una de las sillas de la mesa ahora patéticamente vacía ante
la cual solía sentarse el Consejo y se asentó en ella con toda la gracia de un
ave de presa posándose en el suelo—. ¿Qué es lo que pretende Hood?
Hacerle daño a nuestro queridísimo König. ¿Qué es lo primero que hay que
hacer cuando se detecta su presencia en el castillo? Proteger la integridad
física del König. Eso es lo más importante. Atrapar a Hood será un feliz
efecto secundario de esa misión. ¿No tienes otro lugar del castillo que
limpiar, niña?
Hubo una agitación en el rincón cuando Hildebrandt y Alexander se
dieron vuelta a mirar. La más joven de las doncellas pelirrojas del König
estaba allí, plumero en mano y mirando a Ludwig con ojos agrandados por
la sorpresa ante la increpación. Se repuso bastante rápido, sin embargo: se
alisó la falda e hizo una humilde inclinación con la cabeza.
—Su Excelencia me perdonará —dijo, con una voz delicada como la de
un ratoncillo—. Verdaderamente pensé que no le molestaría mi presencia si
permanecía callada…
—Pensaste equivocadamente. Haz el favor de retirarte —dijo Ludwig
fríamente.
Cruzó los brazos sobre el pecho y no pronunció otra palabra hasta que la
niña salió del cuarto, con demasiados retrasos y aspavientos, en opinión de
Hildebrandt. Era como si pensara que si esperaba lo suficiente, se olvidarían
de ella otra vez y reanudarían su conversación, pero Ludwig no cedió: sus
ojos claros como estacas de hielo siguieron a la chica hasta que la puerta se
cerró detrás de ella. Solamente entonces la sonrisilla satisfecha regresó a sus
labios finos.
—Entonces, Capitán —dijo, como si no hubiera habido interrupción
alguna—, esto es lo que yo le propongo…
En honor a la verdad, Hildebrandt albergaba serias dudas que un
intelectual decrépito supiera cómo manejar sus fuerzas mejor que él mismo,
pero cuando la oportunidad se presentó, tuvo que admitir que dio resultados.
No los resultados que el König esperaba, pero resultados de los que el
Capitán no se podía quejar.
La primera sugerencia de Ludwig fue que ubicara a los hombres con
vista más aguda, mejor puntería y mayor velocidad en las murallas. Cada
uno tenía una misión específica y la misión del guardia más rápido era
correr a la oficina del Capitán, irrumpir en ella sin importar la hora o lo que
el Capitán estuviera haciendo y ponerlos sobre aviso.
El aviso llegó una noche tranquila en la que el Capitán se disponía a
hincarle el diente a una salchicha gorda, humeante y jugosa.
—¡Capitán! —gritó el recluta mientras la puerta rebotaba violentamente
contra la pared—. ¡Los arqueros han visto un intruso escalar la pared Sur y
los vigilantes de ese lado no han respondido a las señales!
La salchicha de Hildebrandt estaba cocida a la perfección y olía
deliciosa. No había comido más que un frugal almuerzo y las tripas le
rugían. Quizá por ese motivo se tomó un momento para mirar al recluta (un
chico encorvado y flaco que no podía tener más de diecisiete primaveras)
antes de preguntar:
—¿Es Hood?
El recluta se revolvió en su sitio, nervioso.
—Nos instruisteis que actuáramos siempre bajo la asunción que lo es.
Hildebrandt no pudo discutir eso. Tendría que comer su salchicha fría.
Dejó el tenedor en el plato con un suspiro y se levantó.
—Dad aviso a los lanceros y a los guardias del König —le ordenó,
recogiendo la espada que había dejado en un rincón—. Poned a todas las
personas del castillo en alerta.
El chico se quedó ligeramente ofuscado.
—¿A todas?
Hildebrandt le echó una mirada venenosa con sus ojillos oscuros.
—¿Acaso vacilé, recluta?
El chico hizo un torpe saludo militar y se fue corriendo. Hildebrandt
terminó de ajustarse la espada al cinto y salió del cuarto con menos prisa de
la que quizá debería haberse dado. Las incursiones de Hood en el castillo
eran un evento que había perdido su novedad. A veces pasaban meses entre
una y otra, a veces semanas. Una vez lo intentó dos veces con tres días de
diferencia, quizá razonando que no se la esperarían tan pronto. Había sido la
enemiga del König casi desde que este había asumido el trono y
Hildebrandt era el cuarto Capitán de la Guardia Real que había asumido
durante los pocos años que llevaba reinando. Antes la posición se la daban a
hombres que habían dado su vida en la Guardia, un puesto casi
administrativo que demandaba muchas horas detrás de un escritorio
manejando recursos y dejando el entrenamiento del puñado de nuevo
reclutas que entraban cada año a guardias más jóvenes.
Gracias a Hood, el número de novatos se había triplicado con el
reclutamiento obligatorio que había impuesto el König. Los herreros
trabajaban a ritmos inhumanos y, aun así, no había bastantes armaduras y
armas decentes para todos ellos. Los instructores estaban agobiados y no
podían, de ninguna forma, conseguir que el rendimiento fuera adecuando.
Las arcas reales estaban estirando al máximo su presupuesto para poder
pagarles un magro sueldo. Y por supuesto, estaban los siempre presentes
rumores de que Hood tenía alguna clase de poder contra el que ningún arma
era eficaz.
El resultado fue que al principio del verano, cuando había ocurrido lo
que en el castillo llamaban el incidente de la niña de pelo dorado, el Capitán
anterior había sido despojado de su cargo y Hildebrandt había tenido la
maldita suerte de ser su sucesor. Había recibido una milicia incompetente,
mal remunerada, mal armada y descorazonada. No era ninguna sorpresa que
la criminal más buscada del reino pudiera pasearse tranquilamente por sus
calles y atravesar las murallas del castillo como si fuera dueña del lugar. El
único motivo por el cual Hildebrandt conservaba su puesto era porque el
König culpaba al Cazador Real del último espectacular escape de Hood.
La pregunta, lo que erizaba la curiosidad del Capitán, era qué le impedía
a la cazadora matar al König.
No es que Hildebrandt deseara que mataran a su soberano. Él era un
hombre fiel que llevaba años en la Guardia y si alguien le preguntaba,
afirmaría en voz alta y vehemente que estaba dispuesto a morir por su
König. En privado, no pensaba que este König en particular fuera una
persona por la que valiera la pena morir. Tampoco alguien por quien
hubiera que tomarse la molestia de matar. Quizá eso era lo que retenía la
daga de Hood. Quizá simplemente no era la amenaza terrible e imparable
que el König aseguraba que era, quizá simplemente la entretenía ver hasta
dónde podía probar su suerte y la paciencia del König hasta que ocurriera
algo drástico.
Hildebrandt no entendía a Hood, pero no le pagaban un sueldo mucho
más alto del que le correspondía para entenderla.
Apuró el paso por los pasillos y llegó hasta el Salón de los Reyes. Se
llevó una grata sorpresa de ver que el König ya había sido trasladado allí y
que todos los hombres que habían destinado a la tarea de protegerlo habían
efectivamente acudido y tomado las posiciones acordadas alrededor del
soberano. El König estaba sentado en un sillón de cuero en medio de los
guardias, con el mentón apoyado en la palma de la mano, como si toda
aquella exhibición de fuerza y eficiencia lo aburriera sobre manera. Pero
Hildebrandt no había sobrevivido en la Guardia sin aprender su lenguaje
gestual.
—¿Es todo esto necesario, Capitán? —preguntó el König. Su voz
sonaba neutra, pero sus ojos viajaban de los hombres de la Guardia a su
alrededor, a la única puerta del salón, al hombre apostado en el balcón con
un arco tensado. Estaba ligeramente preocupado, quizá incluso asustado.
—Su Consejero lo cree así, su Gracia —contestó el Capitán, con una
mano en el pomo de la espada. Si resultaba ser una sobreactuación o una
falsa alarma, Hildebrandt siempre podía echarle la culpa a Ludwig por su
exageración.
Un latido de corazón después, se dio cuenta que esa precaución iba a ser
innecesaria.
Un cuerno de caza resonó en el exterior del castillo, casi como un
desafío lanzado al aire. El hombre apostado en el balcón miró hacia
arriba… y antes de que Hildebrandt le pudiera gritar que prestara atención,
la cazadora aterrizó sobre sus hombros. Rodeó su cuello con las piernas de
manera impecable y se impulsó hacia adelante, de manera que ambos,
arquero e intrusa, chocaron con estrépito contra la puerta del balcón. El
arquero acabó en el suelo, sin aliento y desorientado, mientras que Hood se
incorporó, dagas en mano, como si no acabara de descolgarse del techo del
castillo.
Cuando menos, Hildebrandt tenía que admirar su capacidad para las
acrobacias.
Por un momento algo incómodo, todos los presentes se miraron
confusos. Los guardas se aferraron a sus armas como si fueran talismanes
que los protegerían de la cazadora, el König se incorporó de un salto con el
rostro pálido y Hildebrandt desenvainó con celeridad. Hood miró hacia un
lado y hacia el otro. El Capitán tuvo la sensación de que estaba contando a
sus oponentes.
—Cada vez más cobarde —comentó, con un deje de frustración en la
voz, aunque poco a poco sus labios esbozaron una sonrisa—. ¿Qué, el lobo
feroz le tiene miedo a una niña?
—¡Ataquen! —ordenó Hildebrandt antes de que el König decidiera
hacer algo imprudente ante las provocaciones de Hood—. ¡Atrápenla a toda
costa!
Hood levantó las dagas, lista para defenderse… y ninguno de los
guardas se acercó ni siquiera un paso. Hildebrandt repitió la orden, pero
nadie se atrevió a moverse. Hood arqueó una ceja e hizo ademán de
adelantarse por la izquierda. Los guardias de ese lado se inclinaron hacia
atrás al unísono, como briznas sacudidas por una brisa repentina. Hood
regresó a su posición de antes y esta vez se volvió hacia la derecha. Los
guardias retrocedieron, armas en alto y pánico en el rostro.
Hood rompió a reír con entusiasmo.
—¡Oh, parece que la cobardía va de arriba hacia abajo!
—¡MÁTENLA! —bramó el König y la fuerza de su voz pareció activar
algo en el fondo de la mente de los guardias.
Se precipitaron hacia adelante, pero sus estocadas no tenían seguridad ni
entusiasmo. La cazadora continuó riéndose, una risa burlona, interminable,
mientras las hacía un lado. Su estilo de pelea carecía completamente de
cualquier tipo de honor u orden: pateaba canillas, daba codazos en la cara y
clavaba sus puñales dondequiera que conseguía hundirlos, provocando que
los hombres soltaran las armas con alaridos de dolor y retrocedieran sin
atreverse a un segundo intento.
—¡Inútiles! —gritó el König, furioso—. ¡Hildebrandt, párala! ¡Por los
dioses, te daré un maldito título si me traes su cabeza!
Hildebrandt no estaba seguro que el König fuera a cumplir esa promesa,
aún si no la hubiera hecho en medio del pánico que claramente lo invadía.
Los guardas le abrieron paso a su Capitán, formando un círculo alrededor de
él y de Hood, que le sonrió como si fueran viejos amigos.
Y llevaban tanto tiempo enfrentándose que quizá, de algún modo, lo
eran.
—Buenas noches, Capitán —lo saludó con una reverencia irónica antes
de lanzarse hacia él, dagas en alto.
Hildebrandt paró el golpe con el canto de la espada. No parecía una
pelea justa y quizá para un espectador que no los conociera, no lo era. Él era
un hombre alto y tenía años de experiencia manejando la espada, años
entrenándose para defender a su König de cualquier peligro. Ella era una
chica pequeña y delgada, pero tan ágil que tratar de golpearla era como
intentar cazar una mosca con las manos. Se agachaba, giraba y paraba los
golpes de Hildebrandt con tanta gracia que más que pelear, parecía estar
danzando a un ritmo secreto y extraño. Al lado de ella, él parecía
excesivamente torpe y pesado, dando traspiés y agitando su espada en el
aire vacío donde un parpadeo antes ella había estado parada. Su cabello
violeta atado en una gruesa trenza ondeaba como un estandarte cada vez
que su cabeza giraba.
Una Hija de los Bosques. Hildebrandt había escuchado hablar de esas
criaturas tímidas y territoriales, ¿y quién le aseguraba que la cazadora no lo
era, al menos en parte? ¿Quién más podía tener un cabello como aquel,
después de todo? ¿Serían verdad las historias sobre ella y sobre la Anciana
del Bosque? ¿Tendría alguna base el terror de sus hombres por esta
muchacha…?
Hildebrandt sacudió la cabeza para despejar esas dudas justo a tiempo
para evitar que una daga le pasara rasando por la mejilla. La cazadora le
lanzó un puntapié a las espinillas, pero aunque hubiera dado en su punto,
Hildebrandt no lo habría sentido, protegido por las grebas. Instintivamente
se movió hacia un lado, perdiendo el equilibrio. Hood aprovechó su
distracción: se agachó para saltar y de pronto su rostro estaba a tan escasos
centímetros del suyo que Hildebrandt pudo ver el brillo de satisfacción
ardiendo en sus ojos rojizos antes de que intentara darle el golpe de gracia.
Hildebrandt se aferró al filo con todas sus fuerzas antes incluso que las
botas de Hood volvieran a tocar el suelo. Le abolló el guantelete, pero no
llegó a hacerle verdadero daño. Con la mano derecha, alzó la espada y la
dirigió hacia el hombro de Hood (no quería matarla, no en realidad,
solamente herirla lo suficiente para que abandonara sus planes), pero a la
velocidad del rayo, la cazadora interpuso su segunda daga.
Quedaron trabados, en un impasse que parecía imposible de superar: el
que retrocediera primero le daría la ventaja al otro. Aquel habría sido el
momento perfecto para que sus hombres aprovecharan la superioridad
numérica y abrumaran a la cazadora con ella. Pero ya estaba visto que sus
hombres no eran precisamente los más brillantes en un momento de crisis.
Y además, Hildebrandt se dio cuenta demasiado tarde que la cazadora
estaba precisamente donde quería estar.
Dio un paso atrás, liberando la espada y el brazo del Capitán, y se volvió
a inclinar, como un actor ante el aplauso del público o como un duelista que
le concediera la victoria a su oponente.
—Muchas gracias, Capitán —dijo y giró sobre sus talones.
Había quedado frente a frente con el König.
—¡Imbécil! —gritó el König, aferrándose a su propia espada mientras la
cazadora cargaba hacia él.
Con una descarga de pánico recorriéndole la espalda, Hildebrandt
también se lanzó hacia adelante, sin saber si para golpear a la cazadora o
para intentar interponerse entre ellos…
… cuando algo que ni siquiera Ludwig podría haber predicho
interrumpió todo el combate.
La puerta del Salón de los Reyes se abrió de par en par y un chillido
agudo rebotó como un eco entre las paredes de la sala.
—¡Wilhelm!
La Königin Viktoria había entrado al Salón.
Hildebrandt ignoró todas las preguntas agolpándose en su mente (¿Por
qué ella estaba allí? ¿Quién la había hecho bajar de su torre? ¿Quién fue el
genio que pensó en traerla cuando claramente había suficiente bullicio en el
salón para enterarse de que algo peligroso ocurría allí adentro?) y se
concentró solamente en dos cosas. La primera, Viktoria iba flanqueada de
dos de las tres doncellas de cámara del König. Sus cabellos pelirrojos
parecían refulgir a la luz de las antorchas. La mayor de ellas (oh, ¿por qué
demonios su nombre era tan complicado? A él le hubiera encantado
aprendérselo) atrapó a la menor por el cuello del vestido y tiró de ella hacia
atrás, dejando a la Reina Madre prácticamente expuesta.
La segunda fue que Hood y el König también notaron aquel
movimiento.
—¡MADRE! —gritó el König, mientras la cazadora desviaba sus pasos
con la misma agilidad que había demostrado antes.
—¿Madre? —repitió, riéndose de nuevo—. Mucho gusto, su Alteza.
Los ojos fríos de Viktoria se abrieron con horror y Hildebrandt corrió
hacia ella. Lamentablemente, el König tuvo la misma idea y el Capitán de la
Guardia terminó derribando a su soberano patéticamente. Viktoria gritó
como si Hood ya la hubiera matado…
Una flecha silbó en el aire y se clavó justo en el hombro de la cazadora.
No gritó, pero Hildebrandt la escuchó lanzar un bufido como el de un
animal herido antes de que su daga rebotara en el suelo. Tres gotas de
sangre la siguieron.
El arquero había reaccionado por fin y ya estaba tensando la cuerda otra
vez. Unos cuantos mechones blancos se escapaban de su capucha, pero él
estaba demasiado concentrado para notarlo. Por fin, un hombre competente.
—¡A ella! ¡Ahora! —bramó Hildebrandt, aprovechando la perplejidad
de la cazadora—. ¡Mirad, puede sangrar! ¡No es un espíritu, ni una bruja, ni
una Hija de los Bosques!
Todos los hombres se precipitaron a la vez, pero la cazadora fue más
rápida: empujó a la Königin hacia las doncellas, que apenas tuvieron tiempo
de atraparla para evitar que acabara en el suelo de la manera más indigna.
La cazadora huyó por el pasillo, con el arquero corriendo ligero detrás de
ella. Hildebrandt intentó ir tras él, pero en la confusión todos los guardas se
abarrotaron en la puerta, empujándolo de tal manera que cayó cuan largo
era. Para cuando levantó la vista, tanto Hood como el arquero habían
desaparecido tras el recodo.
Hildebrandt apenas tuvo tiempo de preguntarse quién era, cómo era
posible que no recordara su rostro cuando un aullido de rabia lo trajo de
vuelta a los asuntos importantes.
—¡Capitán!
—¡Sí, mi König! —dijo Hildebrandt. Apartó de una patada al recluta
que había acabado sobre él y se puso de pie de un salto, ignorando el
estruendo que causó su armadura—. ¡Sepárense y busquen por el castillo!
¡Que no quede una pulgada sin revisar! ¡Plántense en todas las salidas y
registren a cualquiera que intente salir! ¡Ahora, ahora, ahora!
Los guardas salieron corriendo en todas las direcciones al mismo
tiempo, como ratas que escapan de la ira del gato. Y no era para menos: el
monarca tenía el rostro encendido de puro furor, pero para sorpresa de
Hildebrandt, no se dirigió a él inmediatamente para reclamar su cabeza.
—Madre, ¿os encontráis bien? —estaba preguntando, con las manos
sobre los hombros de ella mientras las doncellas se atareaban en sacudirle el
polvo de encima.
Viktoria todavía tenía el rostro descompuesto, pero en el tiempo que le
llevó a Hildebrandt parpadear dos veces, la augusta dama recuperó la
expresión de fría indiferencia que caracterizaba sus ojos azul hielo.
—Claro que estoy bien, Wilhelm. Pero quiero saber de qué se trata todo
esto. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué tus guardias me ordenaron salir de la
torre? No tolero ese tipo de atropellos y tú no deberías tampoco.
Hildebrandt cerró los ojos un momento, casi esperando que la ira del
König estallara contra él por haber puesto en peligro a su madre y tratando
de recordar el nombre del recluta que se había tomado tan al pie de la letra
sus deberes. No se sentiría culpable por delatarlo al König. Le haría llegar
una advertencia antes de que este demandara su cabeza y nadie tendría por
qué…
—Esa mujer es una asesina y una criminal —contestó el König, un poco
irritado, pero al menos no estaba gritando que mataran a nadie aún—. Lo
único más grande que su sed de sangre es su insolencia y estoy seguro de
que no está por encima de usaros a vos para llegar hasta mí. Ha quedado
demostrado que el lugar más seguro en el que podéis estar cuando ella
ataque otra vez es junto a mí y no reclamaré a mis guardias por intentar
protegeros.
Hildebrandt contempló a su König, esperando que la incredulidad que
sentía no se reflejara en su rostro. Había esperado, no, había estado
completamente seguro que aquello sería una cuestión de estado. No le
sorprendía que Viktoria, que vivía encerrada en su torre, no supiera acerca
de Hood y su estatus como la criminal más buscada del reino. Pero que el
König estuviera dispuesto a enfrentarse a ella en favor de sus guardias…
Viktoria lanzó un suspiro de exasperación, como si estuviera segura que
su hijo solamente decía eso para molestarla.
—Creo que se me debe consultar a mí si yo quiero que alguien me
proteja —dijo, cruzando los brazos encima de su pecho—. Y en mi opinión,
Wilhelm, pierdes tu tiempo…
—Madre —la interrumpió el König—. Os ruego que discutamos esto en
otro momento. Por ahora la criminal sigue suelta en nuestro castillo y me
sentiría mucho más tranquilo sabiendo que estáis a salvo.
Viktoria levantó el mentón, como si estuviera encajando un golpe.
Cuando habló, su voz sonaba tensa y ofendida:
—Como lo desee mi König.
Si él se dio cuenta del sarcasmo en su tono, no lo demostró.
—Capitán, quiero que escoltes a mi madre de vuelta a su torre —dijo el
König—. Y aposte a sus mejores hombres al pie de la escalera. Deben
vigilar que esté protegida, pero no interrumpir su privacidad, ¿me
entiendes?
—Sí, su Gracia.
—Su Gracia es muy generosa —masculló la Königin por lo bajo.
—Y cuando haya hecho eso, quiero averigües quién era ese arquero
apostado en la ventana —siguió el monarca, de nuevo ignorando las
interjecciones de su madre—. Quiero darle las gracias personalmente.
—Sí, su Gracia —repitió Hildebrandt.
No le dijo que hasta donde él estaba enterado, no tenían a ningún
arquero canoso en la Guardia. Todos eran hombres jóvenes y fuertes. El
único hombre con canas que Hildebrandt tenía la seguridad que residía en el
castillo era el Consejero.
Se calló porque la idea de que Ludwig hubiera disfrazado su identidad y
hubiera salido detrás de Hood era una locura. Hildebrandt se sentía
ligeramente desequilibrado solamente por pensarlo, pero mientras más le
daba vueltas, más sentido le encontraba. Los dos eran hombres delgados.
Los dos tenían la misma altura. No podía recordar si había visto el rostro del
arquero, todo había ocurrido tan rápido…
—Eso es todo, Capitán —dijo Viktoria de pronto. Acababan de llegar al
pie de su escalera y ella ya había trepado dos escalones antes de volverse a
mirarlos. Era como si quisiera estar físicamente encima de ellos para que las
órdenes que diera tuvieran más fuerza—. Podéis retiraros. Vosotras
también. No os necesitaré por el resto del día.
Las doncellas pelirrojas se miraron la una a la otra.
—Su Gracia —dijo la mayor—, ¿estáis segura? ¿No necesitáis que os
traigamos…?
—Ya me habéis oído —contestó Viktoria, alzando el mentón otra vez—.
Dije que os podíais retirar.
Las últimas palabras salieron casi con urgencia histérica. Acto seguido,
la Königin se dio la vuelta y subió la escalera con paso enérgico, los tacones
de sus zapatos resonando contra la piedra como si quisiera alertar a todo el
que estuviera cerca que ella iba de camino. Quizá había estado más alterada
por el ataque de lo que aparentaba.
Le tomó un momento a Hildebrandt darse cuenta que ahora estaba a
solas en el corredor con las dos doncellas pelirrojas. La mayor estaba parada
tan cerca de él que su hombro casi rozaba contra el suyo. Se aclaró la
garganta y adoptó su mejor pose militar.
—Sugiero que os mantengáis en alguna parte del castillo que ya haya
sido registrada. No debéis temer a Hood, pero la precaución nunca está de
más.
La doncella mayor se dio vuelta muy lentamente a mirarlo. Sus ojos
color avellana refulgían casi con rabia y la forma en que mantuvo su postura
le pareció a Hildebrandt mucho más noble y menos afectada que cualquiera
de las de Viktoria.
—No le tememos a la cazadora, Capitán. Buenas noches —dijo con
sequedad. Tomó a su hermana menor del brazo y se la llevó de allí antes de
que Hildebrandt pudiera hacer algún otro comentario o recomendación.
Hildebrandt mantuvo los ojos clavados en su nuca, justo en el punto en
que nacían sus trenzas, hasta que dieron vuelta el pasillo. Otra vez se había
olvidado de preguntarle cómo se pronunciaba su nombre.

El dolor sordo en el brazo de Hood no era una buena noticia. Se había


arrancado la flecha y la había tirado por un pasillo lateral para desviar a los
guardias, pero eran tantos y de pronto parecían tan bien organizados que no
tenía idea de qué tan bien hubiera funcionado. ¿Qué era esto? ¿De pronto el
lobo había decidido contratar gente competente? Eso iba a hacer que su
escapada del castillo fuera mucho más complicada. Ya había dado tantas
vueltas para evitarlos que no estaba segura de en qué parte del castillo se
encontraba. Era fácil llegar a las habitaciones del König y a ese estúpido y
pretencioso salón, pero si terminaba de pronto en las cocinas, no estaba
segura que los pinches le fueran a ser de mucha ayuda.
Y no podía pelear contra ellos con un hombro herido. Maldijo
internamente al arquero mientras se pegaba a una pared y aguantaba la
respiración. Esperó que los pasos que había escuchado venir por la
izquierda se desvanecieran en la distancia y aún contó cinco latidos de su
corazón antes de doblar por el recodo…
El arquero estaba justo delante de ella. Todavía tenía el arco en la mano
y el carcaj cargado, pero no había puesto ninguna flecha en la cuerda. Se
sorprendió de descubrir que era un hombre mayor, canoso y se sorprendió
aún más cuando le habló con un perfecto acento cortesano:
—Mi señora Hood espero que estéis consciente de que el regicidio se
castiga con la muerte.
Hood le lanzó un puñetazo. No llegó a golpearlo: el hombre interceptó
su puño como si no fuera más que una mosca revoloteando junto a su cara.
—Sed tan amable de permitir que os escolte a la salida —continuó como
si Hood no acabara de agredirlo—. Estoy seguro que todos nos quedaremos
más tranquilos una vez que hayáis abandonado la propiedad del König.
Hood intentó lanzarle una patada a las canillas, pero el viejo apretó el
puño que tenía en su mano. Ni siquiera fue una presión demasiado grande,
pero un calambre dolorosísimo bajó por el brazo de Hood. Desde la muñeca
hasta el hombro, todos los nervios de su brazo estaban de pronto
entumecidos y un cosquilleo desagradable le recorría la punta de los dedos.
De todos modos, se las arregló para no gritar mientras el viejo
aprovechaba su distracción para cargársela sobre el hombro como si no
pesara más que una muñeca de trapo. Fue tan rápido que Hood no alcanzó a
resistirse y, aunque intentara patearlo en la cara, estaba segura de que el
viejo usaría ese ataque de nuevo y paralizaría sus piernas igual que lo había
hecho con su brazo.
—Tenéis costumbres muy peligrosas —comentó el viejo mientras la
cargaba por el pasillo—. Me atrevería a decir que vuestro sentido de la
autopreservación es completamente nulo. Seré curioso, ¿cómo esperabais
que terminara este último intento contra la vida de nuestro amadísimo
König?
A pesar de la humillación, Hood encontró un poco de veneno para
escupírselo al viejo:
—No tengo por qué decirte nada.
—Claro que no —replicó él con absoluta calma—. Y ya veo que no
tenéis ningún interés en la charla amistosa, así que permaneceremos en
silencio por ahora, ¿os parece bien?
Hood solamente quería recuperar la movilidad de sus brazos para darle
una paliza a ese tipo. Sería muy cuidadosa y evitaría sus manos. Saldría
corriendo otra vez ni bien la pusiera en el suelo y ya podían todos los
guardias venir a por ella, no la atraparían...
... porque el viejo la estaba llevando fuera del castillo.
Atravesaron una puerta que daba a una habitación pequeña, con cajas de
comida, rollos de queso apilados y carne salada colgando del techo. El
aroma hizo que le picara la nariz a Hood mientras el viejo la atravesaba con
toda tranquilidad hacia la puerta que daba a los jardines del castillo.
—Ahora necesitaría que os quedarais perfectamente quieta —pidió el
viejo.
Hood se habría echado a gritar y patalear con todas sus fuerzas
solamente para molestarlo, pero no habían dado ni dos pasos fuera cuando
alguien les dio la voz de alto.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó un guardia acercándose con rapidez—.
¿Qué es eso?
—Nada, nada, mi señor guardia —contestó el viejo con mucha
tranquilidad—. Solamente una bolsa de papas pasadas. El cocinero real me
ordenó que me deshiciera de ellas, porque si las echa a la sopa o se las da de
comer al König, él podría enfermarse y no queremos que eso pase.
Hood había albergado sus dudas, pero ahora estaba completamente
segura: el viejo estaba loco de remate. No había manera de que el guardia la
tomara por una bolsa de papas. Seguramente le ordenaría que la bajara y la
llevaría delante del Capitán de la Guardia y…
—No estarás robando de la despensa del König, ¿verdad? —preguntó el
guardia, con sospecha en la voz—. Porque eso es un delito y no podemos
tolerarlo.
—¡Claro que no! ¡Nunca se me ocurriría! —exclamó el viejo, fingiendo
indignación—. Yo respeto al König y respeto su propiedad, como todos los
buenos súbditos.
El guardia se quedó tan silencioso que Hood podía escuchar el latido de
su propio corazón.
—Está bien. Sigue tu camino, pero vete con cuidado. Dicen que Hood
aún anda suelta por el castillo.
—Qué horror —dijo el viejo y Hood pudo sentirlo negar con la cabeza
junto su cintura—. Si la veo, gritaré muy fuerte.
—Haz eso, niño —contestó el guardia—. Ahora deja de estorbar.
El viejo continuó su camino hacia las rejas del castillo. Cuando le dio la
espalda al guardia, Hood pudo ver su expresión: tenía los ojos dilatados y
estaba parpadeando con fuerza, como si se acabara de despertar de un sueño
muy confuso. Se frotó la cara, volvió a mirar al viejo, pero luego sacudió la
cabeza y continuó su camino por otro lado.
—¿Qué le hiciste? —preguntó Hood.
—Recordad que sois una bolsa de papas —contestó el viejo
simplemente —. La ilusión es muy difícil de mantener si habláis.
Una ligera inquietud se asentó en el estómago de Hood. La Abuelita le
había mostrado distintas hierbas y hongos que tenían efectos en la mente de
los hombres: algunos los hacían tener sueños profundos, algunos aliviaban
dolores y otros hacían que el consumidor se sintiera más alerta y no
necesitara dormir por días enteros. Pero otros tenían propiedades aún más
extrañas: podían hacer que las personas sintieran cosas imposibles, como
que estaban flotando mientras permanecían en el suelo, o que vieran cosas
de colores vívidos que no estaban allí.
Si existían sustancias así, ¿no podía haber otras que hicieran que las
personas vieran lo que otro quería que vieran? Debían de ser muy fuertes y
raras si es que existían en absoluto. ¿Quién era este viejo y como tenía
acceso a ellas?
Llegaron a la reja del castillo, donde el viejo repitió su mentira de las
papas pasadas. Los guardias volvieron a dejarlo pasar llamándolo "niño" y
cuando Hood tuvo la oportunidad de echarles una mirada a sus rostros, se
dio cuenta que estaban tan confundidos como lo había estado el primero.
El viejo la depositó en el suelo a algunas calles del castillo. No había
sudado ni una gota por el esfuerzo de cargarla. El brazo derecho de Hood ya
había dejado de cosquillear, pero en el izquierdo todavía sentía el dolor
sordo en el lugar donde se le había clavado la flecha.
—¿Quién demonios eres? —le espetó Hood, entre anonadada y
atemorizada.
—Soy un humilde servidor —respondió el viejo, pero no aclaró
exactamente a quién servía—. Ahora, querida Dama Hood, sugiero que
permanezcáis en vuestros Bosques por unas cuantas semanas mientras
vuestra herida se cura. El Festival de Verano se acerca y no quisiéramos que
haya ninguna disrupción.
Le hizo una profunda reverencia a modo de saludo y se marchó con
parsimonia. Aun así, cuando Hood corrió tras él y trató de ubicarlo entre la
gente que se movía por la calle, ya había desaparecido.
Pero lo que sí distinguió fue un vestido azul y unos rizos excesivamente
grandes en una cabeza excesivamente pequeña. Goldilocks se movía entre
la gente, mirando hacia un lado y hacia el otro con atención. Hood soltó un
bufido. La niña la había seguido todo el camino desde el Bosque y, aunque
no había dejado de incordiarla, al menos había accedido permanecer fuera
del castillo mientras Hood entraba a “hablar” con el König. Seguramente la
había visto salir y ahora la estaba buscando.
Hood se dio la vuelta y enfiló hacia la salida del pueblo. Si la cría había
sido lo suficientemente astuta para seguirla, seguramente era lo
suficientemente inteligente para encontrar su camino de vuelta por sí sola.
Y tenía una vista lo suficientemente buena para ubicarla, en apariencia.
—¡Hood! ¡Ahí estás! ¡Espérame!
Hood se dio la vuelta para mirarla por encima de su hombro.
—¡No grites mi nombre así!
—¡Lo siento! —Sus pies parecían rebotar cuando se acercó a ella y se
aferró a su falda—. Es que vi cómo ese hombre te llevaba cargando y me
preocupé un poco…
—¿Entonces tú lo viste? —preguntó Hood. Moderó su tono para que la
niña no creyera que había algo importante en aquella información y
continuó—: ¿Cómo era?
—Pues... era alto y canoso —dijo Locks, rascándose la cabeza como si
ahora le costara un poco recordarlo—. Y te llevaba sobre el hombro como si
fueras... ¡como si fueras una bolsa de papas!
Sonrió, muy satisfecha con su propia metáfora. Hood se juró apuñalar la
siguiente bolsa de papa que se cruzara en su camino.
—¡Espera! ¿No me vas a contar cómo te fue? —insistió la niña, pegada
a los talones de Hood mientras ella seguía adelante—. ¿Qué dijo el König?
¿Todavía piensa que lo vas a matar? ¿Le enviaste saludos de mi parte?
¡Hood! ¿Qué te pasó en el brazo?
Hood miró la manga de su camisa. La mancha de sangre se había vuelto
bordó sobre la tela. Le costaba moverlo y tenía que regresar a casa para
aplicarse un ungüento en ella. La Abuelita se hubiera escandalizado de que
no llevara algunos con ella para evitar los humores malignos.
Y para empeorar las cosas todavía más, había perdido su daga favorita.
Se dio cuenta de ello cuando se llevó la mano al cinturón y no encontró el
familiar peso dentro de la vaina de cuero. Maldijo por lo bajo. Cuando se
hubiera repuesto de su herida, tendría que volver a buscarla, pero con el
extraño tipo canoso no estaba segura que fuera a ser tan fácil como antes.
¿A quién servía, de todas maneras? ¿Por qué no la había entregado al König
como hubiera hecho el Capitán de la Guardia o cualquiera de sus
subordinados?
Tenía muchas cosas en las que pensar. Ignorando las incesantes
preguntas de Goldilocks, Hood se encaminó hacia su Bosque.

A la Königin Viktoria raramente le afectaban los acontecimientos fuera


de su torre. Era consciente que muchas personas pensaban que la habían
confinado allí para evitar su influencia en la corte, pero nada estaba más
lejos de la verdad. Ella misma había decidido ocultarse allí para evitar las
habladurías y las tensiones. Por su juventud, ella sabía que Wilhelm sería
cuestionado a cada paso en cuanto asumiera como König. Tenía que
imponerse a sus Consejeros y a un puñado de nobles menores que no tenían
idea de cómo gobernar un país, sanguijuelas que vivían más allá de los
bosques y solamente querían colgarse del poder de su hijo como antes lo
habían hecho con su marido. Y Viktoria sabía que el primer frente en el que
lo atacarían sería su relación con ella, su “poco carisma” y su
“impopularidad con el pueblo”.
Como si la opinión del pueblo les importara. Pero en fin, no convenía a
Wilhelm que tuviera demasiada presencia en el castillo y de todos modos,
detestaba la vida en la corte. Estaba muy cómoda en su torre y, si deseaba
algo, solamente tenía que llamar para hacérselo traer. Wilhelm no le negaba
nada, nunca la acusaba de hacer gastos frívolos y siempre escuchaba sus
consejos con atención. Viktoria se enorgullecía de ser la única que podía
hacerlo entrar en razón.
Por lo menos, eso había sido hasta hacía poco.
Viktoria había escuchado hablar de Riding Hood, por supuesto, pero
había asumido que la obsesión de Wilhelm por ella sería algo pasajero. O
que los guardias y guardabosques la atraparían con relativa facilidad y aquel
sería el final de todo el asunto. Una criminal cualquiera no podría ni tocarle
el pelo a Wilhelm, no se atrevería jamás. Y aunque su hijo rabiara y gritara
y formara planes para atraparla que acababan fracasando solamente para
hacerlo rabiar todavía más, eventualmente todo acabaría y el reino
continuaría en paz.
Ahora ya no estaba tan segura.
Puso la daga sobre su mesa con cuidado, casi con desconfianza, como si
creyera que la cosa podía cobrar vida en cualquier momento y atacarla. ¿Y
quién le aseguraba que no iba a ser así? ¿No sabía acaso ella misma que
había poderes con lo que la gente débil de corazón no debería mezclarse
jamás? ¿No sabía que había maldiciones de las que era imposible librarse
del todo?
Y ahí estaba la daga, con esa maldita insignia que reconoció de
inmediato. Viktoria habría dado lo que fuera (y los dioses sabían que ya
había dado bastante) para no tener que verla otra vez. Había hecho cosas
que a veces, en las noches más largas de invierno, la despertaban con un
sobresalto y que no se desvanecían hasta el amanecer sin importar cuánto se
repitiera que no tenía la culpa de nada, que no valía la pena mirar al pasado,
que su hijo, su precioso hijo, era todo lo que importaba ahora.
Y todo había sido para nada, porque ella había estado allí mismo, en el
palacio. Ella, con sus ojos rojos y su cabello violeta brillante, aquel
horroroso tono violeta del que estaba tan orgullosa, joven y hermosa como
si no hubiera envejecido un día, con la misma sonrisa de suficiencia en los
labios, la misma voz que la había llamado “querida damita” con tanta burla,
con tanto desprecio…
Las manos le temblaban con fuerza. Se aferró a los costados de su mesa
y trató de serenarse. Tenía que pensar rápido, más rápido de lo que aquel
maldito espectro podía recuperarse. Lo primero era asegurarse que Wilhelm
siguiera sin saber nada. No podía permitirlo. Su hijo entendería, sin duda
comprendería por qué Viktoria lo había ocultado todo de él, pero nada le
aseguraba que no fuera a usar esa información y actuar precipitadamente.
No, tenía que protegerlo, como lo había protegido toda su vida.
Lo segundo que tenía que hacer…
Hubo un golpe en la puerta y el corazón de Viktoria se desbocó.
Escondió la daga dentro de la manga de su vestido como había hecho antes;
el frío de su filo era como una amenaza contra su piel. A pesar de lo cual se
las arregló para pararse derecha y hablar con voz firme:
—¿Quién es?
La puerta se abrió apenas una hendidura y una de las criadas pelirrojas
asomó la cabeza. En la penumbra de la habitación (¿Cuándo se había hecho
tan tarde?) a Viktoria le costó distinguir cuál de ellas era hasta que habló:
—Buenas noches, su Gracia. El cocinero pregunta qué deseáis cenar esta
noche.
Viktoria casi se echó a gritar. ¿A quién le importaba la cena cuando
había tantas otras cosas de las que preocuparse? Pero de todos modos
mantuvo la compostura.
—No tengo hambre —dijo, levantando el mentón.
La chica no se retiró inmediatamente.
—Os veis pálida, mi señora. ¿Segura que no queréis nada?
—¿No estarías pálida tú también si hubieran intentado asesinarte? —
gruñó Viktoria.
—Entiendo —dijo la criada, con una breve inclinación—. No os
preocupéis, mi señora. El Capitán ha registrado el castillo y no hay rastros
de la criminal Riding Hood.
—El Capitán es una de las razones por la que estuve tan cerca de la
muerte —replicó Viktoria—. Si hubiera hecho bien su trabajo, esa mujer ni
siquiera habría entrado aquí.
—¿Deseáis que le transmita esos sentimientos al Capitán personalmente
o al mayordomo para que se los haga llegar al König?
El tono de la chica era completamente neutro, pero Viktoria montó en
cólera al escucharlo. ¿Se estaba burlando de ella, era eso lo que estaba
haciendo después del día que acababa de tener? Si no hubiera estado tan
inquieta por otros asuntos, ella misma habría castigado esa insolencia.
Pero la chica no era nada comparado con el peligro que la acechaba, así
que lo dejó pasar. Se alejó algunos pasos hacia su sillón de orejas y se dejó
caer en él.
—Deseo que me dejes en paz en este preciso momento y que no me
molestes ni tú ni nadie hasta la mañana con preguntas inútiles, ¿me
escuchas?
—Como ordenéis —dijo la chica. Hizo una breve inclinación con la
cabeza y finalmente se fue.
Viktoria volvió a sacar la daga de su escondite y se la quedó mirando
hasta que la última de sus velas se extinguió y tuvo que levantarse a
encender más.
Secretos

L os puntos se le deshicieron durante la noche. Hood se despertó


temprano en la mañana con un dolor agudo subiéndole por el hombro
y cuando miró, se dio cuenta que el corte se había vuelto a abrir. La tripa
estaba desparramada entre las sábanas junto con un manchón de sangre.
Hood maldijo en voz baja y se levantó. Por el ángulo en que estaba, le había
resultado extremadamente incómodo coser la herida y la idea de tener que
hacerlo otra vez no le resultaba para nada agradable. Además, casi se le
había acabado el cataplasma de miel y lavanda, porque había estado tan
ocupada dándole caza al lobo que no había ido a visitar los panales y no
había recogido ni secado nuevas ramitas. La Abuelita la habría retado por su
descuido.
—Tienes que cuidar de tu salud, Violette—casi le parecía escucharla en
el fondo de su mente—. Si te entra un humor maligno por esa herida,
podrías incluso perder el brazo.
—Ya lo sé —masculló Hood en voz baja mientras se frotaba el hombro
con el poco cataplasma que le quedaba. Le preocupó que la piel se le
hubiera puesto caliente alrededor, pero no tenía fiebre y hasta donde podía
ver, no había ninguna mancha oscura extendiéndose por su brazo. Por ahora
había conseguido evitar los humores malignos.
Puso las sábanas en jabón, se echó una blusa que dejaba los hombros al
descubierto y recogió su canasta. El huerto de la Abuelita estaba
desatendido y salvaje, porque Hood nunca había tenido paciencia para las
plantas. No le gustaba tener que regarlas ni recortar las partes malas ni
hincar una rodilla en la tierra para hablarles como hacía la Abuelita. Pero de
todas maneras, las plantas parecían seguir creciendo, ignorando la madera
podrida que antes les había marcado un límite. Pronto el huerto se
convertiría en parte del Bosque y quizá solamente para evitar eso valía la
pena repararlo. Sería un trabajo fácil y tranquilo, y de todos modos, no es
como si pudiera dedicarse a cazar mientras se reponía.
Hood arrancó tantas ramitas de lavanda como le fue posible, mientras
trataba de acordarse dónde había dejado el ahumador. Habían pasado meses
desde la última vez que lo viera. Había ido a recoger la miel para hacerse
una torta y luego lo había puesto en algún lado, pero no conseguía
recordar…
—No puedes ser tan descuidada con las cosas, Violette —habría dicho
la Abuelita, sacudiendo su cabeza llena de canas con desaprobación—.
Podrías haberlo dejado a mano. O podrías no haber usado tanta miel en la
torta. Si hubieras guardado algo, te podrías haber hecho el cataplasma con
más facilidad.
—Ya lo sé —volvió a mascullar Hood.
—Si lo sabes, entonces, ¿por qué no lo aplicas?
—Tenía otras cosas que hacer. Me distraje. No volverá a pasar.
—¿Con quién hablas?
Hood se dio vuelta, sobresaltada. La última voz no había venido de su
mente, sino del claro detrás de su cabaña.
Goldilocks estaba parada allí, con una canasta colgándole del codo y la
cabeza ladeada como una animalito curioso. Sus grandes ojos azules la
observaban fijo, casi sin parpadear.
—¿Qué haces aquí, niña? —preguntó Hood, ignorando la pregunta.
El rostro de Goldilocks se iluminó y levantó la canasta para que Hood la
viera. La punta de una hogaza dorada y tierna asomaba por un costado.
—Es que ayer te vi un poco triste, así que pensé que para animarte, hoy
podríamos tener un almuerzo juntas.
—No —dijo Hood, pero su voz no debía de tener la fuerza usual, porque
Locks no le hizo el menor caso.
Por el contrario, sacó un mantel a cuadros de la canasta y lo extendió
sobre el pasto, canturreando para sí misma. Sacó una taza de loza vieja
astillada por un lado, la llenó de agua desde su bota y colocó unas flores
recién cortadas en ella antes de dejarla en medio del mantel. Sirvió la
hogaza y un pedazo de queso generoso en una bandeja y sacó un cuchillo de
caza.
—Bueno, ¿no tienes hambre? —preguntó cuando se dio cuenta de que
Hood no se había movido ni una pulgada de donde estaba.
Hood tenía hambre. No había desayunado y la verdad es que la Abuelita
también la hubiera regañado por eso. ¿Cómo pensaba reponerse si no comía
ni tomaba la suficiente agua? Tomar agua cuando se había sangrado mucho
era especialmente importante y, seguramente, habría estado escandalizada
que Hood se hubiera descuidado así.
Por otro lado, tendría que soportar el barboteo incesante de la charla de
Locks.
Y quizá porque estaba cansada, quizá por haber estado pensando tanto
en la Abuelita, Hood decidió que aquel no era un precio muy alto que pagar
por un almuerzo.
Locks cortó un poco de queso, lo puso sobre un trozo de pan y se lo
entregó como si fuera una cocinera presentándole el plato más elaborado del
mundo a una reina. Hood le dio un mordisco pensativo y miró hacia las
copas de los árboles.
El verano parecía extenderse más de la cuenta ese año y el Bosque
vestía un verde rozagante contra un cielo casi turquesa. Desde aquel lugar,
las filas de árboles con sus copas tupidas parecían interminables, como si no
hubiera un mundo más allá de ellas. El aroma de las agujas de pino invadía
la suave brisa tanto como la fragancia dulzona de las flores que Locks había
puesto en su florero improvisado. La Abuelita le había enseñado el nombre
de cada una de ellas y sus propiedades curativas, pero Locks seguramente
las había recogido porque sus colores le habían parecido lindos. A veces no
parecía justo que la niña pudiera vivir en un mundo de preocupaciones tan
sencillas.
—Estabas hablando con tu Abuelita, ¿verdad?
Hood volvió a sobresaltarse y la miró sin decir una palabra. Locks
seguía sonriendo, pero sus ojos se veían tristes, como si una luz se hubiera
apagado en el fondo de ellos.
—Yo a veces hablo con mamá y papá antes de irme a dormir. Les
cuento lo que hice durante el día —confesó cándidamente—. Los extraño
mucho, pero si pienso que ellos me están escuchando desde el cielo, ya no
me siento tan mal.
Era un pensamiento tonto. No importaba lo que dijeran los Devotos, no
había cielos, ni infiernos, ni dioses, ni magia. Eran bobadas, ilusiones que
algunos estafadores usaban para quedarse con el dinero de la gente o con las
que algunos imbéciles, como Locks, se consolaban cuando no tenían más
opción que hacer frente a la vida que tenían.
No le dijo esas cosas a Locks.
—¿Te acuerdas mucho de ella? ¿Cómo era? —siguió preguntando
Locks.
La insolencia de la niña no tenía límites. Ese invierno, harían siete años
desde que Hood había vuelto a la cabaña para encontrar un desastre de
sangre y huesos, y el recuerdo todavía la hacía estremecer. Había estado
muy sola durante todo ese tiempo y se había aferrado a su rabia y a su pena
con tanta fuerza que no sabía quién sería si alguna vez las satisfacía, si
alguna vez las dejaba ir. La niña no tenía derecho a interrogarla o a decirle
qué hacía mal, porque era la vida de Hood y de nadie más.
Tampoco le dijo esas cosas a Locks. Mordió un pedazo de su pan con
queso y lo masticó lentamente, con la mirada perdida en las copas de los
árboles. La niña la dejó en paz mientras comían, pero ni bien se hubo
zampado su último mendrugo, volvió a la carga:
—Mi papá tenía bigotes —le contó—. Unos bigotes muy peludos y a mi
mamá no le gustaba que le diera besos porque le hacía cosquillas. Pero
cuando estaba cocinando, él iba y la besaba en la mejilla, y ella se reía
mucho. Decía: “¡No, Franz, no!”—. Agitó las manos exageradamente como
para demostrar el movimiento.
Hood apoyó la mano contra su boca. Estaba tratando de mantenerse
neutral e indiferente a las cosas que le contaba Locks, pero era bastante
difícil cuando la niña se empeñaba en ser tan graciosa.
—Luego él venía al patio conmigo y me sostenía cabeza abajo por los
tobillos hasta que yo me ponía toda colorada —siguió contando Locks
apoyando las palmas en sus mejillas como para demostrar hacia donde iba
su sangre en todas esas ocasiones—. Y si mi mamá nos veía por la ventana
de la cocina, salía gritando: “¡Bájala, Franz, la vas a tirar! ¡Le va a dar
fiebre!” Y cuando él me bajaba, ella agitaba su delantal muy fuerte para
abanicarme porque creía que me faltaba el aire y me iba a desmayar, aunque
lo cierto es yo no podía respirar por lo mucho que me estaba riendo…
Soltó una carcajada como para demostrarlo, pero había lágrimas
arremolinándose en el rabillo de sus ojos. La niña los sintió también, porque
se los limpió con rapidez con el dorso de la mano antes de seguir hablando:
—Mamá tenía el cabello igual que el mío, así, dorado —Locks se pasó
una mano por sus propios rizos—. Pero siempre lo llevaba corto y lo
escondía debajo de una cofia. Papá decía: “Greta, habría que cortarle un
poco el pelo a la niña”. Y ella decía: “¡No! Una señorita no debería cortarse
el pelo hasta el día de su casamiento…”
Locks se interrumpió. Sus ojos azules se estaban hinchando por el llanto
sin derramar y su vocecita insistente empezaba a quebrarse. Hood la
observo tomar agua de su tacita en silencio. Era difícil saber lo que estaba
pensando la niña. Siempre estaba tan animada y sonriente, y sin embargo
tenía tanta pena guardada dentro…
—La Abuelita tenía canas —comentó, pero después se dio cuenta que
no podía hablar de todas las cosas que había sido esa mujer misteriosa,
sarcástica e implacable. No podía expresarle a Locks lo que había hecho y
lo que era y las cosas que había dejado atrás y cómo Hood, de una manera u
otra, le debía su vida.
Pero podía mostrárselo.
—Ven —dijo, poniéndose de pie. No se dio vuelta para ver si la niña la
seguía o no, simplemente se alejó entre zancadas hasta el cobertizo junto a
la huerta.
Cuando la Abuelita había estado viva, el cobertizo había estado lleno de
sus herramientas de jardinería, todas perfectamente ordenadas y limpias.
Hood los había dejado herrumbrarse y a menos que los necesitara de
manera urgente, rara vez abría la puerta de ese lugar.
Por eso todo estaba cubierto de telarañas y polvo. Locks estornudó con
fuerza cuando la siguió al interior.
—Hood, ¿qué es todo esto? —preguntó.
—Si tienes paciencia y te estás callada, te lo mostraré —replicó Hood.
Al fondo del cobertizo, había un armario de madera de roble. La
Abuelita le había dicho que había encargado hacerlo exclusivamente para
que fuera tan grande que ocupara todo el fondo, tan pesado que fuera
inamovible y tan grueso que ni la termita más perseverante podría haberlo
carcomido. Hood encontró la llave en la maceta donde la Abuelita la
escondía y la hizo girar en la cerradura de latón. Las puertas del armario
chirriaron al abrirse… y por supuesto, una caja le cayó encima. Locks chilló
y se tapó los ojos. Hood saltó a un lado en el reducido espacio que tenía y la
caja golpeó contra el piso aparatosamente.
—No grites, niña —le soltó Hood, aunque la verdad solamente estaba
un poco irritada. Se inclinó y levantó la tapa de la caja—. Es solamente una
peluca, ¿ves?
Locks se descubrió los ojos y miró al interior. Su boca pequeña se abrió
de sorpresa cuando confirmó que, en efecto, lo que había dentro era una
peluca empolvada de blanco, alta y con rizos grandes y elaborados.
—¿Puedo sacarla? —preguntó, con los ojos brillándole de nuevo.
—Adelante —la autorizó Hood—. La Abuelita tenía varias.
Locks sostuvo la peluca en sus manos con cierta reverencia y luego miró
al armario. A la luz que se filtraba por las ventanas pequeñas del cobertizo,
Hood sabía lo que estaba viendo: la media docena de vestidos anchos con
faldas aparatosas y corsés bordados y adornados con perlas o piedras. En el
estante de arriba había cinco o seis cajas más, que contenían el resto de las
pelucas y, en el de abajo, todos los zapatos que combinaban con su
respectivo vestido. Hood sacó uno para mostrárselo a Locks: estaban
diseñados para una persona con pies muy pequeños, tenían una hebilla
dorada en el empeine y un tacón no demasiado alto, pero fino. Eran zapatos
para bailar en un salón, no para andar por el bosque y, por eso, la Abuelita
los había confinado allí.
—¿De dónde sacó tu Abuelita toda esta ropa tan hermosa? —preguntó
Locks, su cara iluminándose de entusiasmo. Se puso la peluca, pero tuvo
que tirar con fuerza de ella para que encajara en su pelo abundante. El
efecto final era tan ridículo que Hood no tuvo más remedio que sonreírse.
—Dijo que se la trajo consigo cuando huyó de su país —explicó y ahora
que lo había dicho era como si un torrente de palabras brotara de ella tan de
repente que no pudo evitar seguir—: No me contó mucho de ese lugar,
solamente que tuvo que irse para salvar su vida. También se trajo muchas
joyas, pero me dijo que las fue vendiendo con el tiempo. A veces, cuando se
enojaba, hablaba en ese idioma extraño, lleno de erres y eles, después
sacudía la cabeza y se corregía. Una vez le pregunté si ella había sido una
princesa, pero solamente se rio y me acarició el pelo.
—¡Claro que no lo era! —exclamó Locks, acariciando los vestidos
como si quisiera meterse al armario y dormirse entre sus suaves telas. Hood
lo había hecho una vez. La madera del armario no era tan buen lugar para
acurrucarse como parecía—. ¿No lo ves, Hood? ¡No era una princesa, era
una reina!
—No digas estupideces —bufó Hood. Pero la verdad es que a veces ella
misma había tenido esa duda. La Abuelita bordaba con manos delicadas, se
movía siempre con elegancia, como si flotara en el aire. Tenía una lengua
afilada que ninguna anciana plebeya se hubiera animado a usar, pero ella
hablaba como si estuviera por encima de los demás. Sabía leer. Además de
otras costumbres que a Hood le parecían igualmente estrafalarias, pero a las
que la Abuelita se aferraba con fuerza—. A la tarde siempre había que
tomar el té a la misma hora. Le gustaban mucho las cosas dulces, por eso
siempre tenía tortas de miel en el horno. Y era muy estricta con los modales
en la mesa: siempre había que decir “por favor” y “gracias” y pedir permiso
para levantarse. Se ofendía mucho si te olvidabas…
Dejó de hablar. No sabía en qué momento, pero se le acababa de hacer
un nudo en la garganta y, si seguía adelante, se echaría a llorar igual que
Locks.
Locks se quitó la peluca de la cabeza.
—Parece que tu Abuelita era una persona formidable —concluyó.
—Sí —estuvo de acuerdo Hood—. Lo era.
Locks devolvió la peluca a la caja y luego se la alcanzó a Hood.
—Ya me tengo que ir —anunció, como si el único propósito de la visita
hubiera sido, en definitiva, lograr que Hood hablara de ese pasado que
mantenía oculto en el fondo del depósito—. Joha me dijo que mañana
iremos al mercado, así que debo ir a casa y dormir para estar despierta bien
temprano.
—A casa, ¿eh? —repitió Hood, pero no salió tan hiriente como hubiera
deseado o Locks directamente lo ignoró. Marchó hacia la puerta, donde se
detuvo un momento y agitó la mano hacia ella.
—¡Adiós, Hood! ¡Gracias por almorzar conmigo y contarme de tu
Abuelita!
Para cuando Hood terminó de devolver la peluca al estante más alto y
cerró el armario, ya no había rastro de la niña en el bosque.
Bueno, eso no era del todo cierto: se había dejado la manta y la canasta
del almuerzo en el claro.
Cuentos del Pasado

E l desayuno estaba casi intacto en el plato de Locks. Había empujado


los huevos revueltos a un costado y apenas había dado unos tragos de
su té. Parecía pensativa, con la carita apoyada en la palma de su mano. Al
principio, Joha lo atribuyó a lo temprano que la había sacado de la cama
(afuera todavía estaba oscuro, con apenas el pálido brillo de las estrellas
para iluminar el bosque), por lo general, su cansancio jamás intervenía con
su apetito. Pero eso no explicaba su mirada lánguida y atribulada, ni los
suspiros que lanzaba como si estuviera muy preocupada por algo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Joha al fin—. ¿No está bueno?
Locks estaba tan ensimismada que se sobresaltó al escucharlo hablar.
—¡No, no! —exclamó—. Está muy bueno, en serio.
Y para demostrarlo, se metió dos cucharadas de huevos revueltos en la
boca. Joha la observó masticar, temeroso de que se ahogara, pero a pesar de
los ojos llenos de lágrimas y de lo roja que se pusieron sus mejillas por el
esfuerzo, Locks consiguió pasar todo con un trago largo de té.
—¿Entonces? —preguntó Joha—. ¿Cuál es el problema?
Locks volvió a empujar los huevos por el plato, como si estuviera
considerando la posibilidad de plantearle el tema o no.
—Es Hood —confesó. Por supuesto que lo era—. No entiendo por qué
odia tanto al König, por qué le querría hacer algo tan horrible.
Joha se quedó callado. Hablar de Violette siempre era complicado para
él y más cuando se trataba de un asunto tan delicado como aquel. Por otro
lado, sabía que la niña visitaba a su hija bastante seguido y, si él llegaba a
irse de lengua y decirle lo que sabía, Locks seguramente se lo comentaría a
Violette. Y entonces el bosque entero se enteraría de su rabia.
—Ese es un cuento muy viejo —dijo en cambio. Vació su propia taza
como para dar por sentado el asunto—. Vamos. Tenemos que ponernos en
camino si queremos llegar antes del mediodía.
El camino hacia el pueblo fue bastante tranquilo. Locks montó en Burro
y parloteó todo el tiempo, aunque a Joha le pareció que hacía un esfuerzo
innecesario para no parecer tan taciturna como en realidad estaba. Joha
esperaba que después de un día en el mercado y la sorpresa que tenía
pensado conseguir para ella, la niña se olvidaría un poco de la enemistad
entre Violette y el König. Después de todo, no era una buena idea que
metiera la nariz en esa clase de asuntos.
—... así que yo creo personalmente que las flores azules son las más
bonitas de todas —estaba diciendo cuando llegaron a la reja del pueblo—.
Pero ya no las vamos a poder plantar porque el verano se está terminando.
Voy a tener que esperar a que pase el invierno.
—Eso es verdad —estuvo de acuerdo Joha, sin poner demasiada
atención. Recogió a Locks de la cintura para bajarla de Burro y la depositó
delicadamente en el suelo—. Escucha, tengo muchas cosas que comprar y
vender en el mercado. Aquí hay unas monedas —añadió, poniéndolas en su
mano—. Ten cuidado que no te las roben. Cómprate algo para almorzar y
vete a ver los preparativos para el Festival de Verano, ¿está bien?
Locks apretó las monedas en su puñito y asintió con mucha seriedad.
—No te metas en líos —le recomendó Joha, antes de darle una palmada
en la cabeza y verla alejarse entre la multitud—. Los dioses saben que ya
tenemos bastante de esos, ¿no crees?
Burro lo miró con cara de aburrimiento y no contestó.

Locks compró un pan relleno a una ancianita con la que se cruzó y se


sentó a comerlo junto a la plaza. Varios guardias y gente de la ciudad se
encontraban ocupados montando puestos y colgando adornos de los árboles
y de las ventanas de las casas. En el centro habían instalado un alto
escenario que varios hombres martillaban y empujaban para dejar firme.
Algunos gritaban órdenes y todos se movían apresurados y emocionados.
Ella debería estarlo también, se dijo mientras saboreaba el pan (todavía
estaba calentito y el queso de cabra con el que lo habían rellenado se
derretía sobre su lengua). Había dos Festivales importantes en el Reino, uno
al final del verano y otro al final del invierno. La gente venía de todas partes
a la capital (e incluso de otros reinos muy lejanos) y vendían curiosidades y
libros y toda clase de cosas hermosas. También venían actores y titiriteros y
músicos. Su mamá y su papá se habían conocido en un Festival de Fin del
Verano. Se lo habían contado muchas veces: él la había invitado a ir juntos
y cuando los músicos empezaron a tocar, a pesar que había muchos chicos
que querían bailar con ella también, ella bailó todas las piezas con su papá.
A Locks le encantaba esa historia y se moría de ganas de ver el Festival,
pero desde que ella nació, sus padres no habían vuelto a ir. Como vivían en
el Bosque no había nadie que pudiera cuidarla y su papá no quería dejarlas
solas por mucho tiempo. Así que pasaba por el Festival, pero nunca se
quedaba hasta tarde. A veces y traía juguetes o rompecabezas para Locks y
alguna joya sencilla, con piedras que no relucía, para su mamá.
—Cuando seas mayor vamos a ir los tres juntos —le habían prometido
—, y nos quedaremos toda la noche.
Los osos le habían quitado la posibilidad de cumplir esa promesa. Y
ahora Locks era mayor y Joha seguramente la llevaría si se lo pedía. Pero
Franz y Greta no estarían allí para bailar juntos como la noche en que se
habían enamorado.
Pero no, no podía dejar que esos pensamientos tristes la invadieran. Sus
padres habrían querido que disfrutara del Festival, que encontrara un
compañero de baile y que se divirtiera mucho. Con decisión, Locks se metió
a la boca lo poco que le quedaba del pan relleno y se acercó a un hombre
que vigilaba toda la construcción del escenario.
—Discúlpame —dijo Locks, tocándolo en el brazo—. ¿Vendrá el König
al Festival?
El hombre la miró con curiosidad desde su altura. Todas las personas le
parecían altas a Locks, era cierto, pero él lo parecía todavía más. Y algo en
sus ojos no estaba del todo bien. Cuando se arrodilló para hablarle a su
altura, Locks se dio cuenta de qué era: sus irises eran dorados y grandes, y
las pupilas apenas una hendija negra en el medio.
Ojos de gato, pensó, un poco inquieta.
—No —contestó el hombre con voz profunda—. El König nunca viene
a los Festivales.
—Oh —murmuró Locks.
—¿Conoces tú al König, niñita?
—Así es —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Una vez cené con él en
su palacio.
—No me digas —dijo el hombre. Su sonrisa era tan ancha que parecía
ocupar toda su cara y cuando le pasó una mano por la cabeza para
revolverle el pelo, Locks notó que tenía las uñas muy largas y afiladas—.
Eres una niñita muy afortunada, entonces. Al König no le gustan mucho las
personas.
—¿No? —preguntó Locks, intrigada—. ¿Por qué no?
—Porque él creció con lobos —explicó el hombre—. ¿No conoces la
historia?
Locks negó con la cabeza y el hombre se acarició la barbilla, pensativo.
—Bueno, podría contártela —dijo—. Si me compras uno de esos panes
que estabas comiendo.
—Está bien —accedió Locks.
El hombre la siguió por las calles para buscar a la anciana de los panes
mientras comenzaba su relato...

El invierno había sido largo y cruel. Las nieves apenas empezaban a


derretirse cuando el König decidió salir del castillo para la primera caza
de la temporada. Él y sus cortesanos avanzaron por los Bosques, los cascos
de sus caballos golpeando rítmicamente el suelo escarchado, los ojos
abiertos y los oídos atentos. Pero tras horas de helarse en sus capas y sin
encontrar nada para satisfacer sus esfuerzos, el hombre de confianza del
König se adelantó para poner su caballo a la par del soberano.
—Mi König —le dijo, haciendo una graciosa reverencia para
demostrarle su respeto—. No creo que vayamos a encontrar ninguna presa
este día. Es demasiado pronto aún para que los animales salgan de sus
madrigueras y el frío empieza a hacer mella en todos nosotros. Volvamos
en unas semanas, cuando el clima sea más propicio y brille el sol sobre
nosotros.
El König estaba un poco decepcionado. En realidad, sabía que era
demasiado pronto para cazar alguna pieza de valor, pero había querido
escapar del palacio por un tiempo. Esa mañana había peleado con la
Königin y sabía que si volvía tan pronto, su esposa seguiría enojada con él
y esa noche cuando cenaran juntos, la conversación sería tirante y amarga.
Pero era un hombre amable y no quería obligar a sus cortesanos a
pasarla mal, así que les hizo señas de que volvieran. La comitiva se había
dado la vuelta cuando escucharon un gruñido grave entre los árboles. Un
lobo negro y enorme saltó de entre los arbustos, sus feroces dientes
desplegados listos para desgarrar...
—¿Te encuentras bien, niñita? —preguntó el hombre de ojos de gato.
Locks se lo había quedado mirando con ojos bien abiertos llenos de
terror, olvidándose por completo que debían estar buscando a la anciana de
los panes.
—Sí —dijo, apresuradamente—. Sigue, por favor.
—El lobo no le hizo daño al König, si eso es lo que te preocupa —aclaró
el hombre.
—Oh —dijo Locks, tratando de disimular su alivio—. Está bien,
entonces.

... el König desenvainó su espada y antes de que ninguno de sus


cortesanos pudiera reaccionar, decapitó al lobo en un solo movimiento
fluido. Fue una muerte rápida. El lobo cayó al suelo y su sangre tiñó la
escarcha de rojo.
Cuando el König y sus hombres se acercaron a revisar su presa, se
dieron cuenta de dos cosas. La primera, el lobo era una hembra. Y la
segunda, que el hambre era la que la había llevado a atacar de esa manera
tan descuidada. Las costillas asomaban entre su pelaje y tenía las patas tan
delgadas que parecía un milagro que hubiera podido siquiera dar un salto
como aquel.
—¿Por qué no cazaste antes? —se preguntó el König—. ¿Por qué te
dejaste llegar hasta este estado?
A los cortesanos no les interesaba demasiado responder aquella
pregunta, pero el König era un hombre curioso. Mientras sus hombre
preparaban a la loba para extraer su pelaje (sería una capa magnífica, sin
duda), el König y dos de sus consejeros más fieles siguieron las huellas de
su presa en la escarcha. No tuvieron que caminar muy lejos para toparse
con una cueva. Temiendo que hubiera más lobos hambrientos allí, los
consejeros dijeron:
—Mi König, lo más prudente sería regresar.
Pero el König no les hizo caso y se asomó a la cueva. Dentro de ella,
distinguió seis pequeñas cabezas y seis pequeños hocicos que oteaban el
aire y lanzaban pequeños gemidos al aire.
La loba casi se había dejado morir de hambre para alimentar a su
camada. Y ahora aquellos seis cachorros se habían quedado huérfanos.
—No sobrevivirán el resto del invierno por su cuenta —comentó uno de
los consejeros.
—Lo más misericordioso sería arrojarlos al lago o matarlos aquí
mismo —dijo el otro—. De esa manera, no sufrirán.
Pero el König tenía otra idea. En sus escudo de armas, en el escudo que
había sido de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo, y que, algún día,
sería de su hijo, se mostraba orgullosa y altiva, una cabeza de lobo. Su
propio nombre lo acercaba a aquellos animales. Sus antepasados habían
tenido la ferocidad de lobos, pero él era un hombre gentil, tan gentil que
muchos lo consideraban débil. Su propia esposa no paraba de recordarle
que él no era más que la sombra de otros más grandes y más valientes. Y él
quería que su hijo fuera fuerte como los lobos que le daban nombre a su
Casa.
Se volvió hacia sus hombres y les ordenó:
—Levantad a estos cachorros y llevadlos con ustedes. Serán un regalo
para mi hijo.
Los cortesanos se miraron entre ellos, profundamente confundidos,
pero no se atrevieron a contradecirlo. Envolvieron a los cachorros en sus
capas y montaron sus caballos. Los cachorros lloraron todo el camino.
Cuando llegaron al castillo, el König subió directo a las habitaciones
de su hijo. En aquel momento, el niño no tenía más que unos cinco o seis
años, un cachorro de lobo él mismo. Su madre no permitía que saliera del
palacio, temerosa de que algún mal pudiera acontecerle y su padre estaba
siempre tan ocupado con sus deberes para el reino que rara vez encontraba
el momento para visitarlo. Así que el Kronprinz Wilhelm era un niño serio
y callado. No se había convertido aún en el König arrogante y propenso a
la furia que es hoy...

—Eso no es justo —protestó Locks—. Solamente porque tenga mal


carácter no significa que sea una mala persona.
—Eso no fue lo que dije —contestó el hombre con ojos de gato, algo
frustrado por la interrupción.
Estaban sentados otra vez en la plaza, cada uno con un pan relleno en la
mano. El cuentacuentos le dio un mordisco muy grande al suyo y masticó
con mucha lentitud, como si pretendiera retrasar la continuación de la
historia cuanto más le fuera posible. Locks entendió el mensaje.
—Está bien, no te volveré a interrumpir —prometió—. Dime qué pasó
con el König y los lobos.
El hombre de ojos de gato tragó y se quedó pensativo. Locks empezaba
a temer que le pediría otra cosa a cambio de su cuento, pero al final, siguió
sin hacer tal demanda.

El Kronprinz Wilhelm se paró recto en medio del cuarto y le hizo una


respetuosa reverencia al padre al que apenas conocía. El König se inclinó
y dejó ante él la canasta en la que había mandado a poner los cachorros de
lobo y vio cómo los ojos verdes de su hijo se llenaban de luz. El niño dio
unos pasos adelante pero se reprimió antes de tocarlos.
—¿Son para mí? —preguntó, inseguro.
—Sí —dijo el König—. A partir de ahora, ellos serán tus amigos y tus
guardianes.
Y el Kronprinz Wilhelm estaba tan feliz que el König supo que había
tomado la decisión correcta. Aunque luego su esposa se lo reclamara,
aunque sus cortesanos le dijeran que era imprudente tener a esas bestias en
el castillo, aunque el cocinero se quejara de las grandes cantidades de
carne necesarias para saciar su apetito, el König jamás se arrepintió de
darle esos lobos a su hijo. El Kronprinz Wilhelm lo recordó siempre como
el gesto más generoso que su padre había tenido hacia él.

Locks contempló al hombre de ojos de gato con curiosidad. Quería


hacer otra pregunta, pero no estaba segura de que fuera a obtener una
respuesta. Era como una picadura que no sabía si rascarse o no, porque si lo
ignoraba a lo mejor se olvidaría de ella, pero si la satisfacía…
—Te estás preguntando dónde están esos lobos ahora, ¿verdad? —
adivinó el hombre de los ojos de gato—. ¿Por qué el König ya no los tiene?
—Si eran sus amigos, nunca los hubiera dejado ir, ¿verdad? Nunca se
hubiera separado de ellos —dijo Locks—. Así que algo terrible les tiene que
haber pasado.
—Así es —dijo el cuentacuentos—. Algo terrible les pasó y por ese
motivo, dos destinos que nunca se hubieran encontrado de otro modo
quedaron irremediablemente entrelazados. ¿Te gustaría escucharlo?
—Sí, por favor.
—Este pan me ha dado sed —dijo el cuentacuentos, pensativo—. ¿Sabes
dónde me puedo conseguir una buena cerveza?
Locks no tenía permitido entrar a la taberna, así que se quedó afuera
esperando con impaciencia a que el hombre de ojos de gato se terminara su
porrón y saliera a seguir conversando con ella.
Cuando la puerta se abrió el hombre casi se tropezó al salir, Locks corrió
para alcanzarlo.
—Bueno, ¿ahora me lo vas a contar? —preguntó, ansiosa.
El hombre pareció sorprendido de verla, como si hubiera estado seguro
que Locks se marcharía y se olvidaría de él. Pero había subestimado la
terquedad de la niña.
—¿Contar qué? —preguntó, algo perdido.
—¡Sobre el König y sus lobos!
—Ah, sí, eso. —El cuentacuentos se pasó una mano por la cara y se
sentó en la calle, sin importarle demasiado los charcos de lodo o los
caballos que pasaban a centímetros de él—. Bien, Kronprinz Wilhelm
creció con sus lobos...

... y lo que tienes que entender, niñita, es que eran más que sus amigos.
Era su manada. Comía con ellos, corría con ellos, recorría los Bosques con
ellos. Pasaba más tiempos con ellos que con sus tutores o con sus
cortesanos. Colgó collares con la insignia de su casa alrededor de sus
cuellos para señalar que eran suyos. Con las personas, era altanero e
impaciente, pero a sus lobos era capaz de mostrarles la mayor amabilidad
y cariño. Ellos le devolvían sus atenciones con lealtad feroz: lo seguían allí
donde fuera y eran una presencia constante y temible a su alrededor.
Ningún enemigo se hubiera atrevido a acercarse por temor a terminar con
la garganta desgarrada bajo esos dientes enormes. Por momentos, los
sentía más cercanos a él que a sus propios padres, cuya relación tirante se
volvió más amarga con el tiempo.
Cuentan que cuando el König murió, él y Königin Viktoria no habían
hablado por semanas. Y con la muerte del König, Kronprinz Wilhelm
perdió lo que más amaba.
Esa mañana, encontró los caniles vacíos y cuando los llamó, ninguno
de ellos acudió. Los buscó en las cocinas y hasta en los pisos superiores del
castillo donde no tenían permitido entrar por orden de la Königin.
Finalmente, desesperado, apresó el brazo del mayordomo que se acercaba
a él.
—Alexander, ¿dónde están mis lobos? ¡Cerré su canil anoche, como
todas las noches! ¡Estoy seguro!
Alexander sintió lástima por él. No era más que un muchacho de
diecisiete años y ahora caería sobre él una tarea que hasta hombres
adultos encontraban difícil sobrellevar.
—Su Gracia, no os preocupéis por ello ahora...
—¿Qué no me preocupe...? ¡Alexander, mis lobos son lo más
importante...!
—Vuestro padre acaba de morir —le informó el mayordomo—. El
Consejo y vuestra madre desean verlo... mi König.
Kronprinz Wilhelm, ahora el König, sintió el peso de aquellas palabras
como una daga en el corazón.
Pero no solamente los soberanos mueren.
Fuera de los muros del castillo, en el pueblo, un hombre agonizaba en
su cama, consumido por una fiebre tan feroz que su piel quemaba al tacto.
La sangre brotaba por su nariz, por su boca y por sus oídos, y estaba tan
desorientado que no reconocía a su familia reunida alrededor para
cuidarlo. Incluso un sanador inexperto habría dicho que había pocas
esperanzas.
Para la Anciana del Bosque, era evidente que no había ninguna.
—Mira, le podemos dar una infusión de amapola ahora y ayudarlo a
morirse con un poco de dignidad o lo puedes dejar sufrir un par de días
más —le dijo sin tapujos a la esposa del hombre—. De todos modos, no
llegará al final de la semana. Dioses, no estoy segura que llegue al
atardecer.
La esposa no se lo tomó muy bien.
—¡No te pagué mis últimos ahorros para que me dijeras esas cosas,
vieja bruja!
—Seré vieja y seré bruja —contestó la Anciana con un encogimiento de
hombros—. Pero sé que cuando empieza a salirles sangre de la boca, es
demasiado tarde. Si me hubieras llamado antes...
—¡Vete de mi casa! —le gritó la mujer—. ¡Tú y esa rarita de tu nieta,
salgan de mi casa!

—¡Hood! —exclamó Locks.


—Cómo quieras —dijo la Anciana—. Vámonos, niña.
La Anciana se dirigió a la puerta, pero antes de salir, ostentosamente
dejó una botellita en la mesa.
—Estoy segura que la usará antes de que hayan pasado un par de horas
—le comentó a su ayudante—. Es triste, pero a veces lo único y lo mejor
que puedes hacer es acortar el sufrimiento.
—No debiste decírselo de esa manera, Abuelita —contestó su ayudante,
aunque había pasado tantos años con ella que ya debería haber estado
acostumbrada al estilo directo y a veces brusco de la Anciana.
—La verdad es como una espina, Vivi —contestó la Anciana—. Es
mejor sacarla rápido y de un tirón antes dejar que se hunda más y haya
que buscar todas las partes. De todos modos, esto le servirá de lección. Si
alguno de sus hijos se enferma en el futuro, me llamará antes en lugar de
dejar que las cosas lleguen a este punto...
El repicar de las campanas ahogó las palabras de la Anciana. Miró
hacia la torre de la catedral, molesta y soltó un bufido antes de seguir
andando. Su ayudante, como todas las personas en la ciudad, se quedó
quieta donde estaba.
—Abuelita, ¿qué significa eso?
—Probablemente que ha muerto el König —dijo la Anciana,
encogiéndose de hombros—. No es asunto nuestro. Si empezamos a
caminar de vuelta a casa, llegaremos para la hora del té.
—¿No íbamos a quedarnos esta noche en la posada?
—Oh, sí, pero ahora habrá una coronación —se quejó la Anciana—.
Habrá gente por la calle y música y esas cosas... será imposible dormir...
—¡Eso suena divertido! —dijo su ayudante. Tomó las manos de la
Anciana y antes de que esta pudiera protestar, la hizo dar una vuelta entera
—. ¡Podemos bailar un rato... o toda la noche...!
Con el entusiasmo, se le cayó la capucha, dejando al descubierto su
extravagante cabello violeta que brillaba al sol con destellos de amatista.
—¡Violette Hood, suéltame en este instante! —le ordenó la Anciana. Su
nieta la obedeció, riéndose ante la irritación de su abuela. La Anciana
avanzó en trompicones hacia ella, tomó la capucha que la obligaba a usar,
no importaba si era invierno o verano y se la echó sobre la cabeza—. ¡No
me dijiste que se te había acabado la tintura!
—Sí —dijo Violette, con una mueca—. Se me olvidó.
—No sé dónde tienes la cabeza, niña, pero no es sobre los hombros —
masculló la Anciana—. Pongámonos en marcha.
—Pero, Abuelita... la coronación...
—No importa quién sea König —contestó la Anciana, con un gesto de
desprecio—. Se puede llamar a sí mismo el dueño del Bosque, si quiere,
pero al Bosque le da igual y a nosotras también. Los soberanos solamente
parecen invencibles, pero se mueren igual que ese pobre diablo que
acabamos de ver. Tenlo en cuenta.
—Lo haré, Abuelita —prometió Violette, pero en su mente ya estaba
maquinando otra excusa. Quería de todo corazón ver los festejos en honor
del nuevo König—. ¿Qué tal si hacemos esto? Tú te vuelves a casa y yo me
quedo a comprar la tintura.
—Te perderás la hora del té —señaló la Anciana, mirándola con ojos
de lechuza que conocían el verdadero anhelo de la chica.
—Llegaré para la cena. No te preocupes por mí.
—Siempre me preocupo por ti —bufó la mujer—. Muy bien. Pero no
dejes que nadie vea tu cabello, ¿lo has entendido?
Violette se lo prometió y se inclinó para que la Anciana le estampara un
beso en la frente.
Fue la última vez que se vieron.
Tal como la Anciana lo había predicho, en poco tiempo la calle se
inundó de personas que querían ganarse un puesto para ver la procesión
real, que se codeaban, se empujaban y se pellizcaban entre ellas cerca de
las puertas de la catedral, donde el Supremo Devoto esperaba ya con la
corona preparada para el nuevo König. Violette pisoteó y pellizcó como la
mejor de todos y al final acabó en la primera fila, sosteniéndose la capucha
para que ningún empujón repentino pudiera arrancársela. Las campanas
repicaban ahora con más entusiasmo y en poco tiempo, los vítores
anunciaron la llegada del joven König.
Se veía magnífico en su traje de armiño y sus botas lustrosas. Su
cabello como plata batida refulgía bajo la luz del sol del atardecer,
iluminando la expresión solemne de su rostro, una expresión que escondía
preocupación e infinita soledad. Cuando de joven Kronprinz Wilhelm se
había imaginado su coronación, siempre había contado con que su manada
estaría allí con él, siguiendo sus pasos, aterrorizando a los que pensaban
que los von Wolfhausen estaban en decadencia.
Ahora tenía que trepar las escaleras de la catedral en soledad mientras
su madre y sus ministros aguardaban al pie de ella, tenía que hincar la
rodilla ante el Devoto, que no se mostraría intimidado por su demostración
de poder y tendría que sufrir todo un banquete en su honor antes de que
siquiera se le permitiera pensar otra vez en sus queridos amigos.
Pero no podía escaparse. Todavía no. Tenía que ser paciente.
—Saluda al populacho, Wilhelm —le recomendó su madre en el oído—.
Y sonríe, por los dioses.
El flamante König intentó seguir su consejo, pero no consiguió más que
una sonrisa forzada y un agitar de manos torpe y apurado. Al final, dejó
caer los brazos a los costados y se concentró en el final de la escalera.
Algo le llamó la atención por el rabillo del ojo. Era un destello violeta
que apareció y desapareció en un parpadeo. Venía de la capa de la chica
en la primera fila. Si hubiera ocurrido unos años más adelante o si él
hubiera sido más como su madre, se hubiera sentido ofendido que la chica
usara un color de la realeza justamente el día de su coronación. Tal como
estaban las cosas, se fijó en ella un momento y luego la olvidó al trepar el
siguiente escalón.
Pero Violette no se olvidó de sus ojos verdes como las copas de los
árboles posándose en su cara. No se olvidó del temblor en sus rodillas ni
del calor que le ascendió a las mejillas, ni de cómo su pecho de pronto
pareció hincharse con una emoción desconocida. Tenía dieciséis años, se
había pasado la vida en el Bosque y jamás había estado enamorada...

—¡Lo sabía! —exclamó Locks, tan alto que el cuentacuentos se


sobresaltó —. ¡Sabía que por eso Hood estaba obsesionada con él!
—No, ese no es el motivo —dijo el cuentacuentos, entrecerrando los
ojos.
—Ah, ¿no?
—No —contestó el hombre, algo molesto—. ¿Me vas a dejar terminar la
historia?
—Sí. —Locks volvió a sentarse a su lado, con las manos en el regazo y
la cabeza inclinada humildemente—. Perdona.

Esa noche, el König cumplió con su deber: habló con los cortesanos,
sonrió ante sus chistes y lideró la danza con algunas doncellas casaderas.
Pero comió poco y bebió todavía menos mientras ordenaba a las doncellas
y pajes mantener llenas las copas de sus invitados y los animaba a ellos a
probar los platos más pesados y condimentados.
El resultado fue que antes de que la luna estuviera en alto, incluso su
madre estaba ligeramente ebria y había decidido retirarse a las
habitaciones. Los cortesanos y los miembros del Consejo hicieron lo mismo
uno por uno y los que quedaban estaban demasiado distraídos para
ofenderse cuando el König se levantó y salió del salón.
—Mi König, ¿creéis que esto sea prudente? —preguntó Alexander,
mientras el soberano se despojaba de la corona y de la capa de armiño con
celeridad.
—Tengo que saber dónde están, Alexander —respondió el König—.
Nunca han estado lejos del castillo tanto tiempo. Dame mis ropas de
cabalgar y la capa más oscura que puedas encontrar.
El mayordomo se apresuró a obedecerlo.
Al mismo tiempo que el König se preparaba para abandonar el castillo,
la joven Violette se internaba en los Bosques. Ya era noche cerrada, pero
la luna estaba llena y brillaba sobre su cabeza, iluminando su camino. De
todos modos, lo conocía tan bien que podría haberlo recorrido con los ojos
cerrados. A pesar del frío del principio de invierno, ella se sentía cálida
por dentro.
—König Wilhelm von Wolfhausen —repetía bajito y se reía de sí misma.
Sentía la cabeza ligera y sus pies se movían al ritmo de una música que
solamente ella escuchaba. Los ojos del König aparecían en su mente una y
otra vez—. Creo que te quiero. Sí, lo creo.
El Bosque guardó su secreto.
Llegó a la casa silenciosa y su felicidad la cegó a las ventanas
apagadas y frías cuando la Anciana siempre tenía una lámpara encendida
para la cena. No se dio cuenta hasta que estuvo cerca y no percibió el
aroma de la carne o las verduras asadas, hasta que estuvo junto a la puerta
y preguntándose por qué la Anciana no habría salido a recibirla.
—Perdona que me haya demorado, Abuelita —dijo, bastante segura que
ese era el problema—. Pero fue como dijiste: había muchísima gente y el
König...
Las palabras se quedaron atascadas en su garganta cuando abrió la
puerta y la luz de la luna reveló el horror. La sangre se le heló en las
venas.
El lobo reposaba en la cama de la Anciana. Su panza subía y bajaba al
ritmo de sus resoplidos calientes y regulares, la respiración profunda del
apetito satisfecho. Tenía el hocico y la insignia que colgaba de su cuello
manchados de escarlata por el festín que se había dado.
Algo se rompió dentro de Violette mientras veía al lobo y veía las
manchas rojo oscuro y la ropa desgarrada sobre el suelo de la cabaña.
Había cazado animales para aprovechar su carne y su pelaje antes, había
aprendido bien todas las lecciones de su padre sobre lo que el Bosque daba
y el Bosque quitaba. No odiaba a los animales que mataba y algunos
incluso le daban un poco de pena.
Pero en ese momento, mientras recogía el hacha junto a la chimenea,
mientras se deslizaba silenciosa como un espíritu, mientras observaba la
pelambrera negra y gruesa, eso fue exactamente lo que sintió: un odio
ardiente y feroz como un fuego salvaje; un odio que consumió cualquier
otro pensamiento, cualquier otro sentimiento.
Levantó el hacha y descargó un único golpe en el estómago del lobo,
cortando músculos y pelo y agregando la sangre del lobo a la carnicería
que ya había mancillado la cabaña. La bestia se despertó con un aullido de
rabia y dolor, pero Violette ignoró sus rugidos y levantó el hacha una vez
más, desgarrando carne y arterias sin precisión ni pericia, descargando un
golpe tras otro sobre el cuerpo que se retorcía y gemía, incapaz de
incorporarse y devolver el ataque. Los intestinos del lobo se derramaron
sobre la cama mientras la bestia expiraba con un último estertor. Violette
rebuscó entre aquella masa caliente de sangre y carne con sus propias
manos, manchándoselas hasta el codo, tratando de encontrar el más
mínimo indicio de la mujer que había sido su única familia, algo que le
permitiera enterrarla en el claro detrás de la cabaña. Un mínimo de
dignidad para que aquella Anciana sabia y misteriosa no tuviera un final
de carroña para un animal sin corazón…
Más aullidos hendieron el aire. Violette levantó la cabeza, de pronto
dándose cuenta de por qué no podía encontrar ni siquiera un hueso de la
Anciana dentro de aquel lobo. Los muy cobardes la habían atacado en
manada, la habían devorado como a cualquiera de sus presas. Bien,
entonces sería una cuestión de matarlos a todos y recuperar a la Abuelita
de sus vientres hinchados.
Hacha en mano, Violette salió a recibir a los hermanos del lobo que
acababa de matar para darles el mismo destino. Era lo único que podía
hacer. Había sido una niña caprichosa y egoísta. Si hubiera regresado con
la Abuelita, podría haberla defendido. O podría haber muerto con ella y
ahora no se encontraría sola en el mundo, sin la única familia de verdad
que había conocido.
Mientras las bestias se agazapaban y gruñían en la oscuridad, Violette
se inmoló en la hoguera de su odio. Porque era más fácil que aceptar la
pena y la culpa.

—No.
El cuentacuentos detuvo su relato y miró a la niña, que ahora levantaba
la carita hacia él con lágrimas sin derramar bailando en el costado de sus
ojos.
—No, ¿qué?
—Esa no puede ser la historia —dijo Locks, como si el solo hecho que
ella lo negara fuera a ser suficiente para borrar del pasado—. Hood no
puede haber hecho algo tan terrible. La Abuelita…
Se le quebró la voz y tuvo que limpiarse los ojos con el dorso de la
mano. De pronto el día, que había empezado con un sol radiante en el cielo,
se la hacía oscuro e impenetrable.
—Tú fuiste la que quería saber —señaló el cuentacuentos—. No es una
historia bonita, pero esa es la historia. Violette Riding Hood mató a los
lobos del König, uno por uno. Oh, no puedes culparla por eso. Ella no sabía
a quién pertenecían o que en realidad eran animales domésticos
acostumbrados a recibir comida, que no habían estado solos en el Bosque
desde la muerte de su madre. Seguramente tenían hambre después de todo
un día vagando perdidos y vieron en la Anciana una presa fácil y débil. Si lo
piensas de esa manera, tampoco puedes culpar a los lobos.
—¿Y entonces de quién es la culpa? —explotó Locks—. ¿Del König?
¿Me estás diciendo que realmente olvidó cerrar el canil de sus lobos? ¡¿Por
qué lo haría si eran sus mejores amigos?!
—Niña, tranquilízate —dijo el hombre, echándole una mirada severa
con sus ojos de gato—. Nadie tuvo la culpa. Esa es la esencia de las
tragedias. Tú deberías entenderlo mejor que nadie.
Locks lo observó con ojos abiertos de par en par. ¿Cómo sabría él lo que
ella entendía o no de las tragedias? ¿Cómo podía saber todas las cosas que
le estaba contando? Lo que Hood y König pensaban y sentían y las cosas
que habían ocurrido...
—Todavía falta una parte de la historia —dijo el cuentacuentos—.
¿Quieres escucharla o has tenido suficiente?
Locks suspiró profundamente y asintió con la cabeza.

Las huellas de los lobos pasaban por el camino de las granjas en el


límite entre el Bosque y el pueblo, con otros rastros como cercas
destrozadas y restos de pollos destruidos en el suelo. Los granjeros le
dijeron al König (sin reconocerlo, porque las noticias viajan lento algunas
veces) que habían visto pasar a la manada más temprano aquel día, que los
habían aterrado y que habían conseguido salvar a sus animales a costas de
meterlos en sus corrales y provocar ruidos fuertes que habían espantado a
las bestias.
Habían seguido camino al Bosque, le dijeron. Habían desaparecido
entre los árboles y ellos habían soltado un suspiro de alivio cuando sus
aullidos y gruñidos se extinguieron en la distancia.
El König no era ni de lejos un experto cazador y menos en el Bosque,
donde era tan fácil perderse. Vagó por horas con nada más que un candil
para iluminarse, forzando a su caballo a avanzar cuando las sombras lo
aterrorizaban. Las ramas de los árboles parecían brazos estirándose hacia
él para rasguñar su rostro, el ulular de los búhos era como ecos burlones
de sus llamadas y el refulgir de las luciérnagas simulaba ojos de fuego
funesto que seguían su avance con siniestra atención.
El flamante König apretaba las riendas y trataba de penetrar en la
oscuridad. Por primera vez en su vida, sentía que había algo más poderoso
que él mismo en la profundidad de la espesura, algo que no se inclinaría
ante su nombre y su corona para rendirle pleitesía. Para alguien tan
poderoso y arrogante como él, aquella era la peor pesadilla.
Por fin, tras lo que le pareció una eternidad en una noche interminable
sin encontrar rastros de su manada, empezó a considerar darse la vuelta.
Regresar al palacio y volver en la mañana con una partida de cazadores y
rastreadores. Quizá incluso interrogar mejor a los granjeros para que le
indicaran con más atención hacia donde exactamente habían huido sus
amigos.
Pero la idea de que hubieran pasado el día entero solos en aquel
territorio que desconocían lo atormentaba. No podía abandonarlos, así que
estrujo su corazón en su mano y continuó adelante, llamándolos como un
niño perdido llamaría a sus padres.
De pronto, cuando menos se lo esperaba, un aullido resonó en el aire.
El caballo se agitó, pero el König lo obligó a mantenerse quieto y
escuchar. Siguió un segundo aullido, un aullido de dolor agonizante que
era como una daga en sus oídos. El estómago del König se retorció en un
nudo de miedo. Era Perle, estaba seguro, la más pequeña y la más dócil de
la manada. Perle, que siempre corría hacia él para lamerle las manos y
que rodaba sobre sí misma para que le frotara la barriga.
Y estaba herida. Estaba dolorida. Quizá incluso estuviera muerta ya.
La idea le dio nuevos bríos. Azuzó a su caballo en dirección a los
aullidos y los fue reconociendo uno por uno.
Bronze, que amaba echarse al sol con su pelaje que refulgía.
Rubin, arrogante y orgullosa igual que él, con su cabeza enorme
siempre erguida y que siempre empujaba a sus hermanos para comer antes
que ellos.
Saphir, con sus ojos dulces que parecían jirones de cielo que amaba
mordisquear el borde de su capa.
Silber, la más inteligente de todas, que siempre lo miraba con atención
cuando les hablaba, como si pudiera entender cada una de sus palabras.
Y Diamant, el mayor, el más feroz de todos ellos, el líder negro y
enorme al que todos seguían y respetaban.
Si él estaba herido... si él no había sido capaz de proteger a sus
hermanos...
El König encontró la cabaña como si se hubiera materializado de
pronto entre las sombras. Escuchó los últimos gemidos de dolor de su
manada. Y saltó de su caballo para acudir hacia ellos.
Se resbaló sobre el pasto húmedo y cayó de bruces sobre el suelo. El
candil se deslizó de su mano, pero no se apagó y gracias a su tenue luz
dorada, König vio a su manada. O a lo que quedaba de ella.
El aire silencioso estaba impregnado con el aroma de la sangre y los
deshechos. Había restos de carne roja con trozos de pelaje todavía
adheridos a ellos. Quienquiera que hubiera hecho aquello, no había sido
cuidadoso ni delicado.
El König se levantó sobre sus rodillas apenas lo suficiente para no
vomitar sobre sí mismo. El asco y el horror le nublaron la visión por un
momento, pero cuando consiguió levantarse, la vio. Al principio creyó que
seguía usando la capa de aquella mañana, pero al cabo de un momento, se
dio cuenta que aquel era su cabello. Un cabello imposible de tonalidades
violetas, apagadas por las manchas carmesíes que la cubrían.
—Falta el ojo derecho. Estaba por aquí —murmuró la chica—. Yo lo vi,
estoy segura…
La rabia invadió al König.
—¿QUÉ HAS HECHO? —le gritó—. ¿Por qué hiciste esto?
Violette se dio vuelta con mucha lentitud. Tenía el hacha empapada de
sangre hasta el mango en una mano y de la otra colgaba, como un
presagio, uno de los medallones que en su día Wilhelm puso alrededor del
cuello de sus lobos.
El mismo que colgaba alrededor del suyo.
Los ojos rojizos de Violette se clavaron en la insignia. Un sonrisita de
suficiencia apareció en sus labios.
—Lobo —murmuró para sí—. Pensé que los había matado a todos.
Se lanzó hacia adelante, con el hacha en alto. El König consiguió
echarse a un lado, el candil todavía en su mano. Sabía que lo convertía en
un objetivo fácil, pero temía apagarlo. Sus ojos abiertos de par en par, fijos
en él mientras lo rodeaba, como analizando el mejor ángulo para atacar,
tenían una mirada desquiciada que parecía ver más allá de las sombras. La
llama de la vela arrancaba destellos del filo del hacha. Por lo menos, de
las partes que no estaban oscurecidas.
—Se me escapó un lobo, Abuelita —murmuró ella—. No te preocupes.
Una vez que lo mate a él también se habrá acabado todo.
—¡Yo te mataré a ti! —le rugió él, sacando la daga que llevaba en el
cinturón —. ¿Cómo te atreves…? ¿Cómo pudiste…?
No fue una batalla épica, no fue una pelea de honor entre enemigos
mortales. Fue apenas un enfrentamiento entre dos personas muy jóvenes,
casi niños todavía, que sin conocerse, sin haber siquiera intercambiado
una palabra hasta aquel momento, acababan de romperse el corazón el
uno al otro.
Violette se movió primero, con la destreza de la cazadora que todos sus
años en el Bosque le habían enseñado, con la locura asesina que el odio
había instalado en su mente. El König no pudo hacer más que esquivarla.
Sus botas resbalaron otra vez sobre la sangre fresca, pero consiguió
mantener el equilibrio hasta que ella se le echó encima de nuevo. Rodaron
por el césped del claro hasta que Violette consiguió la ventaja,
inmovilizándolo con el peso de su cuerpo. Sus dedos se cerraron con fuerza
de acero sobre la muñeca de él y lo obligaron a soltar la daga.
La recogió y con mucha lentitud, casi como si fuera una caricia, la pasó
sobre la mejilla de su enemigo hasta que un hilillo de sangre corrió por su
rostro. Fascinada, se inclinó hacia adelante y la probó con la punta de la
lengua. El König se estremeció.
—Tenías razón, Abuelita —masculló la cazadora—. Los soberanos
también se mueren.
Levantó el hacha sobre su cabeza, lista para dar el golpe fatal y el
König vio su final en la chispa de locura en sus ojos.
El fuego fue lo que lo salvó: su mano tanteó y encontró la vela del
candil en el piso. Violette gritó cuando le cera caliente entró en contacto
con su piel; su distracción fue suficiente para que el König le diera un
puñetazo en la cara y consiguiera quitársela de encima.
Corrió hacia el frente de la cabaña con todas las fuerzas que le
quedaban, tratando de ignorar los chillidos de frustración de ella. Llegó a
saltar encima de su caballo antes que la mano de Violette volviera a
aferrarse a su bota y tirara de él, tratando de desmontarlo. El König pateó
a ciegas y el caballo salió disparado entre los árboles.
Los crujidos de las hojas caídas y las ramas partiéndose debajo de las
botas de la cazadora lo siguieron incluso cuando ya la había dejado atrás.
—¡No importa! —le gritó ella y en su voz se mezclaba la desesperación
y una carcajada alejada de toda cordura—. ¡No importa, lobo! ¡Conozco
tu sabor! ¡Te cazaré donde quiera que vayas, Wilhelm von Wolfhausen!
El König huyó del Bosque, cabalgando hasta que su caballo estuvo a
punto de desfallecer, hasta que el sol se alzó en el horizonte, dispersando
aquella noche de pesadilla, la primera de su reinado. Ignoró las miradas
curiosas de los campesinos que vieron pasar a su König bañado de sangre,
sudor y barro. Ignoró los gritos de los cortesanos que salieron al patio a
recibirlo, a preguntarle en voz alta e insistente dónde había estado, qué le
había ocurrido, si estaba herido...
—¡No importa! —les gritó König, impaciente y desolado, tratando de
golpear las manos que se extendían hacia él, que pretendía sostenerlo y
guiarlo al interior del castillo—. ¡No importa! Ella... ella... ¡quiero saber
quién es ella! ¡Quiero saber quién es y quiero que me traigan su cabeza!
El mayordomo Alexander tomó el control de la situación. Ordenó a las
doncellas preparar un baño caliente y mandó a llamar al médico de la
corte para que lo revisara. Horas más tarde, la Corte se enteró que su
König no estaba herido de gravedad, que alguien había matado a sus
preciados lobos y que él no descansaría hasta que esa persona hubiera
pagado.
No se enteraron de cómo el König se echó a llorar ni bien lo dejaron
solo. No se enteraron de la fría soledad que lo envolvió como un manto
cuando recordó a sus queridos amigos. No supieron nunca cuánto tiempo
pasó frente a su ventana, observando el Bosque sombrío que se extendía en
el horizonte de su reino.
No supieron hasta mucho después qué había ocurrido esa noche y aun
cuando lo averiguaron, no pudieron saber jamás la profundidad de las
heridas que se habían provocado esos dos extraños que ahora eran
enemigos mortales…

—Si nunca lo supieron, ¿cómo lo sabes tú entonces?


—Soy cuentacuentos —dijo el hombre de ojos de gato, encogiéndose de
hombros—. Mi trabajo es saber estas cosas. Y cuando no las sé, me las
invento.
Locks le echó una mirada de reojo llena de desconfianza.
—¿Te inventaste esta historia?
—No —le aseguró él—. Puede que haya exagerado algunos detalles.
Pero la historia es de verdad. Y ese es el motivo por el que el König y tu
amiga Hood se odian.
—¿Cómo sabes que Hood es mi amiga?
—Ya te dije: mi trabajo es saber cosas. Y ahora las sabes tú también.
¿Qué vas a hacer con ese conocimiento?
Locks jugueteó con el borde de su delantal, pensativa. Abrió la boca
para decir algo, pero el revuelo en la plaza la distrajo. Un carruaje elegante
con el escudo de la casa von Wolfhausen en la portezuela se estacionó cerca
del escenario a medio armar. Los trabajadores y los guardias se agitaron, e
incluso uno pasó corriendo a su lado murmurando:
—¿Qué demonios hace el König aquí?
Pero no era el König. Locks vio el cabello canoso asomando por la
ventanilla, de lejos y supo, instantáneamente, que no era él. Era el hombre
canoso que había echado a Hood del palacio la última vez. Su rostro se
asomó por la ventanilla para observar la plaza con el ceño fruncido.
—Bueno, niñita, ahora me tengo que ir —dijo el hombre de los ojos de
gato—. Tengo una cita muy importante y el hombre al que voy a ver es muy
poderoso y detesta la impuntualidad.
—¿Vas a ver al König?
El cuentacuentos echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Ya aprenderás que hay personas más poderosas que un simple rey —
comentó, enigmáticamente—. Gracias por el pan.
Se alejó dando zancadas hacia el carruaje y se subió a él de un salto. La
puerta se cerró y los caballos trotaron, alejándose sin dejar más que un poco
de polvo que señalaba su paso. Locks miró al cielo. El sol estaba bajando y
seguramente Joha ya habría terminado con todos sus asuntos.
En efecto, la estaba esperando junto a la puerta. Parado junto a él, había
una cabra, tan joven que todavía sus cuernos no eran más que pequeñas
protuberancias en su cabeza. Alguien le había atado un moño rosa alrededor
del cuello.
—¿Te gusta? —le preguntó Joha—. Es para ti. Pensé que podrías
aprender a ordeñarla para que tengamos leche y queso…
Locks lanzó un chillido y le echó los brazos al cuello. La cabra se puso
rígida pero aceptó las muestras de cariño sin encabritarse. Locks lo tomó
como una buena señal.
—¡Es hermosa! ¡Muchas gracias! —exclamó, levantando la vista hacia
Joha—. Estoy segura que a Sombra le encantará tener una amiga.
La cabra baló cuando tiraron de ella hacia la salida, pero se dejó guiar
mansamente al lado del burro.
—¿Y qué hiciste tú todo el día? ¿Fuiste a ver los preparativos del
Festival?
—Me encontré con un cuentacuentos… —empezó a decir Locks, pero
se interrumpió. No quería traer a colación el tema de Hood otra vez.
—¿Sí? Espero que no le hayas dado nada. Son todos unos mentirosos.
—Este no lo era. Sabía cosas.
—¿Cómo puedes estar segura?
Locks miró sobre su hombro, al palacio que se elevaba por encima del
pueblo y luego hacia adelante, hacia el Bosque que había sido escenario de
tanta tragedia. Recordó a los osos, sus gruñidos y sus cuerpos pesados y la
manera en que el cuchillo de su padre se hundía en su carne.
Y de pronto tenía sentido por qué Hood soportaba su presencia, incluso
cuando era obvio que la sacaba de sus casillas.
—Porque ahora entiendo un poco más —dijo Locks. Joha no le preguntó
a qué se refería.
Conspiraciones

—M e gustaría que me explicaras qué crees que estás haciendo


exactamente, Cheshire.
Ludwig parecía molesto y Cheshire tenía que morderse la lengua para
no explotar en carcajadas. Por supuesto que el viejo conejo no entendería lo
que estaba intentando hacer. Para ser alguien que lidiaba con magia tan
sutil, no era capaz de entender muchas cosas.
—Nada, querido Ludwig. Vine a participar en el festival, como muchos
otros cuentacuentos, músicos y malabaristas. Pensé que lo apreciarías.
El traqueteo del carruaje se detuvo y el paje abrió la portezuela.
—Mi señor —dijo, mientras los dos hombres se apeaban con gracia—.
¿Se quedará vuestro invitado mucho tiempo? ¿Debo avisar al mayordomo
que prepare una habitación para huéspedes?
—¿Qué invitado, Hans?
Hans parpadeó y miró directamente hacia Cheshire, que le sonrió con
una hilera de dientes afilados.
—Ninguno, señor. Perdonadme. Debí haber visto mal.
Cheshire siguió a su viejo amigo al interior del palacio con una risita.
—Los tienes comiendo de la palma de tu mano, ¿eh? —comentó—. No
entiendo por qué te estás demorando tanto, si este trabajo es tan sencillo…
—Ningún trabajo es sencillo y tú lo deberías saber mejor que nadie —
contestó Ludwig con frialdad, guiándolo escaleras arriba—. Claro, tú lo
único que tienes que hacer es comer pan relleno y contar historias.
Cheshire volvió a reírse bajito. Nadie más hubiera entendido el chiste,
pero a él se le hacía hilarante que Ludwig estuviera atrapado en un reino
diminuto perdido entre la inmensidad de un Bosque tan antiguo que nadie
podía sospechar los secretos que escondía, manipulando hilos como una
araña tejedora común y besando el trasero de un niñato caprichoso que tenía
una corona en la cabeza por pura suerte. Casi era un castigo.
Y quizá ese fuera el caso. Después de todo, Cheshire hubiera sido
demasiado ingenuo de creer que entendía todos los movimientos de las
piezas sobre el tablero. Él no hacía preguntas, él solamente obedecía
órdenes. Igual que Ludwig.
Pero el conejo se había instalado con bastante comodidad en sus
aposentos. Abrió la puerta para dejar pasar a Cheshire y con un gesto de su
mano casi distraído encendió todas las velas al mismo tiempo. Cheshire
silbó con admiración. El estudio tenía una sola ventana que Ludwig había
cubierto con una cortina de grueso terciopelo azul. Todas las cosas en la
habitación estaban cubiertas de una ligera capa de polvo, como si el
Consejero no pudiera molestarse en limpiarlo y no iba a permitir que nadie
más lo hiciera.
Para alguien que no lo conociera, el lugar podría haber parecido
desordenado, pero la mente de Ludwig no funcionaba de la misma manera
que la del común de la gente. Había un orden desconocido en aquel caos de
relojes de todos los tamaños, algunos de madera, otros de pie con un
péndulo que no dejaba de moverse, otros parados irremediablemente. Todos
señalaban distintas horas. Encima del escritorio de caoba, había un reloj
abierto, con los engranajes y las ruedas dispersos encima de papeles y libros
que con seguridad tenían más importancia que el reloj en sí.
O quizá no. Cheshire sabía que era una mala idea asumir cosas sobre las
posesiones de Ludwig.
El conejo le señaló un sillón de orejas azul y tomó asiento detrás de su
escritorio. Sin mirarlo siquiera, atrajo el reloj hacia sí y empezó a
ensamblarlo de nuevo, colocando cada engranaje en su lugar con delicada
precisión.
—No debiste haber intervenido —murmuró, mientras sus dedos ágiles
manipulaban las pequeñas piezas—. La niña se hubiera enterado de la
historia tarde o temprano. No había ningún motivo para apresurar las cosas.
—Tú puedes creer eso si te parece bien —contestó Cheshire con un
encogimiento de hombros mientras estiraba sus piernas encima del
apoyabrazos—. Pero yo lo hice más interesante.
Los dedos de Ludwig detuvieron su trabajo por un segundo, por una
fracción de segundo. Luego continuó trabajando como si las palabras de
Cheshire no lo hubieran afectado en lo absoluto.
—Introdujiste una variable cuyos efectos no conoceremos hasta que sea
demasiado tarde. Si tenemos suerte, lo mejor que podemos hacer es
contenerlos. Después de todo, a ella no le agradará que se haga un trabajo
mediocre…
—¿Eso piensas? ¿Entonces por qué estoy aquí?
Cheshire puso su mejor sonrisa ante la mirada irritada de Ludwig.
—Para atormentarme —masculló el Consejero—. Te encanta hacer eso,
después de todo.
—Te das demasiada importancia, querido amigo. No, por muy
entretenido que sea tirarte de las orejas, sabes que no lo haría si no tuviera
permiso para hacerlo. Ella me mandó a que te diera un pequeño mensaje.
Ludwig se acarició la barbilla mientras miraba el interior del mecanismo
del reloj. Tenía las cejas fruncidas en un gesto de completa concentración.
Cheshire se frustró un poco.
—¿No me vas a preguntar siquiera cuál es?
—Asumo que me lo vas a dar quiera escucharlo o no —contestó
Ludwig. Abrió un cajón, sacó un lente de relojero que se colocó sobre el ojo
derecho y un par de pinzas de oro que procedió a mover dentro del
mecanismo, con deliberada lentitud, como un cirujano realizando una
operación delicada.
Cheshire se impacientó y empezó a golpear rítmicamente el costado de
su pierna. Sabía que Ludwig lo estaba ignorando justamente para provocar
esa reacción en él, pero dos podían jugar a eso. Se conocían muy bien;
habían trabajado juntos durante mucho tiempo. Cuánto, no podía estar
seguro, pero tenía la seguridad que si se lo preguntaba a Ludwig, le diría
hasta los segundos. Sabía exactamente cuán obsesivo era, cuánto le
importaban los detalles y cuán necesario era para él que todo estuviera en su
lugar.
Por otro lado, el conejo no parecía nada interesado en hablar con él otra
vez, así que al final Cheshire bufó y decidió terminar con su misión. A lo
mejor si se apuraba, podría comprarse otro pan relleno antes de marcharse.
—Los eventos se han precipitado un poco y, seguramente, irán mucho
más rápido de lo que esperamos. No puedes quedarte atrás —dijo al fin—.
Ese es el mensaje.
Ludwig no dijo nada por un largo rato. Siguió moviendo sus engranajes
sin mirar a su compañero, como si no hubiera registrado sus palabras o
como si estas no tuvieran la menor importancia para él. Cheshire estaba a
punto de repetir su mensaje cuando Ludwig lanzó un profundo suspiro y
dejó las pinzas a un lado.
—¿Has notado lo impaciente que está? Otras veces me deja hacer mi
trabajo con tanto tiempo y sutileza como necesito. Pero esta vez… es como
si algo la estuviera apurando, ¿no?
—No sabría decirte —replicó Cheshire, con un encogimiento de
hombros—. Yo solo traigo el mensaje.
Ludwig se quitó la lente y la dejó junto a la pinza antes de volver a
colocarle la tapa al mecanismo del reloj. Ni bien lo apoyó sobre la mesa, las
agujas del reloj empezaron a moverse exactamente al mismo ritmo que
todos los demás relojes que funcionaban en la habitación. Cheshire no
estaba seguro de que el conocimiento técnico de Ludwig por sí solo fuera
capaz de conseguir aquello.
Satisfecho, el Consejero se levantó y se dirigió a la estantería. Una
persona normal quizá tendría libros allí, pero Ludwig tenía todavía más
relojes y frascos transparentes con sustancias de colores cuyo propósito
Cheshire desconocía. Y si los hubiera conocido, quizá hubiera deseado no
hacerlo.
—Algo acerca de este lugar la perturba. No es una partida habitual. Y
por eso quiere llegar al final lo antes posible.
—Yo no pregunto por sus motivos —dijo Cheshire, echándole una
mirada severa a Ludwig—. Y tú tampoco deberías.
—Por supuesto que no. La insolencia se castiga severamente, después de
todo.
Cheshire creyó intuir un atisbo de burla en su voz, pero fue tan leve que
no acabó de distinguir si se burlaba de él o de los métodos de ella. De
cualquier manera, Ludwig sabría lo que le convenía hacer. No hubiera
sobrevivido tantos años de servicio de no haber sido así.
—Bueno, tú sabrás. Ella quiere resultados y será mejor que los vea
pronto.
Ludwig puso sus codos sobre el escritorio, entrecruzó sus dedos y apoyó
el mentón en el puente que formaron sus manos antes de levantar la vista
hacia él. Si se lo miraba desde el ángulo correcto, no era del todo imposible
ver a través del encantamiento. El hombre viejo y frágil que simulaba ser
desapareció y en su lugar apareció la sonrisa irónica y los ojos brillosos que
lo hacían ver treinta años más joven.
—¿Algo más? —preguntó, alzando una ceja.
—No, eso es todo. Te dejo con tus juguetes.
Se dio la vuelta para salir del cuarto. Alcanzó a poner su mano sobre la
perilla antes de que Ludwig lo llamara otra vez.
—Cheshire, yo también tengo un mensaje.
—Dáselo tú —replicó Cheshire—. Si sigues demorándote, sabes que no
le molestará venir ella misma.
Ludwig lo observó en silencio. Parecía estar entendiendo que aquel era,
después de todo, el verdadero mensaje que Cheshire había venido a
entregar.
—Muy bien —concluyó—. Que no te vean por el pasillo cuando salgas.
La paranoia del König ya está bastante exacerbada de por sí.
Cheshire podría haber desaparecido en ese momento. Podría haber
abandonado el estudio de Ludwig con total discreción y sigilo.
Pero, claro, ¿dónde habría estado la diversión en ello?
Salió por la puerta con total normalidad. Se detuvo un momento para
sacudirse el polvo de la capa y luego miró alrededor.
Había una criada pelirroja y pecosa en el pasillo, mirándolo con los ojos
abiertos de par en par, asustada como un ciervo que acaba de ver al cazador
entre los arbustos. Tenía un plumero en la mano, pero no estaba limpiando
y, por lo cerca que estaba, Cheshire dedujo que seguramente había estado
con el oído apoyado contra la puerta de roble hasta ese preciso momento.
Dudaba que hubiera escuchado algo, porque Ludwig era lo suficientemente
prudente como para poner hechizos de protección en su puerta, pero de
todos modos, la idea de que el König tuviera a alguien espiando al viejo
conejo lo hizo sonreír.
—Señorita —la saludó con una ligera inclinación. Se dio la vuelta y se
alejó por el pasillo como si estuviera paseando.
—¡Esperad! —gritó ella detrás de él. Sus pasos ligeros (verdaderamente,
era como un cervatillo) resonaron detrás de él en el pasillo.
Cheshire no pudo resistir la tentación. Se dio la vuelta para mirar sobre
su hombro. La doncella estaba parada en el otro extremo del pasillo, todavía
empuñando su plumero como si esa fuera la mejor arma con la que podía
contar. Se detuvo en seco y miró directamente a Cheshire y después miró a
través de Cheshire. Su carita se arrugó en un gesto de pura confusión. El
cuentacuentos contuvo la risa otra vez. Era extremadamente divertido
cuando la gente creía que había desaparecido.
En la puerta, se cruzó con un hombre regordete. Podría fácilmente
haberlo esquivado, pero en lugar de eso dio un pequeño paso al costado y se
estrelló derecho contra él.
—¡Disculpad! —dijo el hombre. Por sus ropas elegantes y por lo bien
alimentado que estaba, Cheshire dedujo que se trataba de un servidor de
clase, quizá alguien que tuviera acceso directo al König.
Mejor todavía.
—Estáis disculpado —contestó Cheshire y salió a los jardines con paso
tranquilo.
Había hecho exactamente lo que Ludwig le había pedido no hacer.
Debería haber sabido que había una sola persona a la que Cheshire obedecía
ciegamente y con seguridad, y no era el Consejero. Cheshire atravesó las
rejas del palacio y se plantó con los hombros rectos y una sonrisa de
satisfacción en el rostro. Quizá su travesura le traería unos cuantos
problemas al viejo conejo, pero ¿qué eran los problemas sino la sal de la
vida?
Gusanos del Zafiro

H abía pocas cosas que molestaban al König tanto como tener que
resolver asuntos de personal poco antes de la cena. Pero había sido
inevitable: Alexander había irrumpido en sus habitaciones, agitado como
pocas veces y le había dicho que era urgente que se reuniera con él, el
Consejero y el Capitán de la Guardia en la Sala del Consejo. Por la manera
en que lo dijo, casi sonaba como si hubiera llegado una declaración de
guerra al reino o como si Hood hubiera conseguido colarse en el castillo,
pero para decepción del König (al menos aquellos acontecimientos habrían
hecho su semana mucho más interesante), solamente se trataba de
Alexander dejándose llevar por su imaginación.
Otra vez.
—Es absolutamente necesario que des cuenta de tus invitados,
Consejero —dijo Alexander, alzando la barbilla hacia Ludwig con
arrogancia—. Si el König te hace una pregunta, estás obligado a contestarla.
Estaba airado y molesto, se limpiaba el sudor de la frente a cada instante
y le refulgían los ojillos. Ludwig, por otro lado, era la personificación de la
calma.
—Y lo haría con todo gusto —respondió, con un ligero encogimiento de
hombros que emanaba puro desprecio—, si el König me hubiera hecho una
pregunta. Hasta ahora a lo único que tengo que responder es a tu acusación
de que estoy conspirando con un hombre misterioso que visitó mi estudio
esta tarde.
—Bueno, ¿y lo estás haciendo? —preguntó el König.
La conversación lo aburría sobremanera. Quería zanjarla lo antes posible
para regresar a sus habitaciones. Había instruido a Zwei para que le llevara
la comida esa noche, así que después de cenar tendría una agradable…
—Por supuesto que no, mi señor. Ni he recibido un invitado ni le deseo
mal alguno —declaró Ludwig—. Y no me molesta afirmarlo las veces que
sea necesario. Soy un humilde servidor, mi König, nada más.
—Eso dices tú, pero ¿qué garantía tenemos? —insistió Alexander. —
¿Deseáis ver mis calificaciones de nuevo, buen amigo? —contestó Ludwig,
con la voz tan afilada como una cuchilla—. No tengo problemas en
mostrártelas, aunque la última vez arrastraste los pies por días enteros antes
de admitir que era apto para el puesto. Por supuesto, si tuvieras mi
educación, sabrías que hace falta algo más que probar la comida del König
para aconsejarle.
—¡Yo moriría por mi König! —replicó Alexander, indignado—. ¡Me
honra que confíe en mí para evitar que algún traidor le envenene la comida!
Ya ha pasado antes…
—Claro. Y por eso es que también te bebes su mejor cerveza.
Alexander abrió la boca para replicar, pero el König ya había tenido
suficiente.
—¡Basta! Capitán, zanjad esta disputa. ¿Se reunió el Consejero con
alguien esta tarde o no?
Hildebrandt, al menos, pareció darse cuenta que la escasa paciencia de
su König estaba por agotarse, porque habló con celeridad.
—El Consejero Ludwig sacó un carruaje por la mañana y mis guardias
me informan que se dio una vuelta por la plaza donde se está preparando el
Festival de Fin de Verano…
—Tal como mi König me ordenó que hiciera, ya que este es un gran
acontecimiento para el Reino —intervino Ludwig, pero tras una mirada
severa del König, cerró la boca.
—Regresó solo —continuó Hildebrandt— y no volvió a salir. Tampoco
lo hizo nadie que desconozcamos o que no tuviera permitido estar en el
castillo en primer lugar. Si se reunió con alguien, su Gracia, no fue aquí.
—Gracias, Capitán. Eso es todo lo que necesitaba saber. Imagino que su
informe te será satisfactorio, Alexander.
El mayordomo parecía más molesto que satisfecho.
—Aún podría estarnos mintiendo —insistió—. Podría haber traído a ese
hombre por alguna entrada secreta o podría haber comprado el silencio de
los guardias…
—Mis hombres son leales a mí y a nuestro König —replicó Hildebrandt.
La parte de sus mejillas que no estaba cubierta por su barba enrojeció de
indignación—. Nunca aceptarían un soborno y os sugiero que lo penséis
muy bien la próxima vez que queráis acusarlos de ello, Señor Mayordomo.
—Capitán, por favor, no os violentéis —terció Ludwig—. Alexander
solamente está considerando todas las posibilidades. No está mal cuando
sus preocupaciones son tan bienintencionadas hacia la integridad del König.
Están un poco desacertadas, me temo.
El König decidió que su Consejero tenía razón y otra vez se alegró de
haberlo contratado. Había desconfiado tanto como Alexander al principio,
pero hasta ahora el plan de Ludwig había sido el que más cerca lo había
puesto de capturar a Hood y sus sugerencias acerca de cómo mejorar la
seguridad del Reino con todos los desconocidos entrando en el Festival eran
perfectas.
—Bueno, si eso es todo, no os importunaré más —dijo el König,
levantándose. Sus hombres hicieron lo mismo y se inclinaron
respetuosamente mientras él iba hacia la puerta—. Mantenedme al tanto de
los progresos del Festival, Ludwig. Capitán, seguid con el buen trabajo que
habéis hecho hasta ahora.
Salió del Salón del Consejo sin mirar atrás. Tal como se lo esperaba, un
momento después los pasos pesados de Alexander resonaron detrás de él.
No desaceleró su ritmo ni lo esperó, así que el mayordomo tuvo que correr
para alcanzarlo.
—Mi König… —jadeó.
—¿Para esto hiciste que se retrasara mi cena, Alexander? —le preguntó
el König, molesto—. ¿Por tus alucinaciones y teorías? La próxima vez,
espero que tus acusaciones tengan algo más de sustento que las ideas que se
te ocurren después de un par de cervezas.
Alexander frunció el ceño, pero no se amilanó.
—No fue una alucinación, mi König, lo juro por los dioses. Vi a ese
hombre.
—Y aún si lo viste, ¿cómo estás tan seguro que estaba con Ludwig en su
estudio? ¿Cómo llegaste a la conclusión de que era una conspiración en mi
contra?
Alexander abrió la boca y la volvió a cerrar. Quizá no podía hablar
porque le faltaba el aliento por el esfuerzo de tener que mantenerse a la par
del König o quizá no tenía nada que decir. De cualquier manera, el König
no esperó a que se repusiera y lo dejó atrás. Casi había llegado a sus
habitaciones. Muy pronto podría olvidarse de todo aquel asunto y…
—¿Por qué confiáis en él más que en mí? —preguntó Alexander,
alzando un poco la voz—. Yo serví a vuestro padre mientras estaba vivo
con el mismo celo con el que os sirvo a vos hoy. Os deseo el bien de todo
corazón. Sabéis que haría lo que me ordenarais sin protestar ni quejarme y
sin embargo, no me convertisteis en vuestro Consejero. En cambio,
aceptasteis a este hombre desconocido que jamás…
—¿De eso se trata, entonces? —lo interrumpió el König—. ¿De tus
celos?
—Yo solamente… —empezó a decir Alexander, pero el König lo hizo
callar con una mirada fulminante.
—Sí, eres fiel y sabes mucho de administrar un castillo, eso te lo
concedo. Pero eso solamente no te califica para el puesto de Consejero.
—¿Y a vos que os califica aparte de vuestra sangre para ser König? —
preguntó Alexander. Inmediatamente la irritación en su cara se transformó
en profundo temor cuando se dio cuenta de lo que había dicho—. Mi
König… por favor, disculpadme. No era mi intención…
—No me estás cuestionando a mí, Alexander —replicó el König,
tratando de contener su rabia. No quería prolongar aquello más de lo que
era necesario—. Estás cuestionando a los dioses que pusieron la corona
sobre la cabeza de mis antepasados. Eso más que traición es una blasfemia
y a los Devotos no les gustará escucharla. ¿Me has entendido?
Alexander se pasó el pañuelo por el rostro húmedo una vez más antes de
hacer otra reverencia, más profunda y más humilde esta vez.
—Sí, mi König. No volverá a ocurrir.
—Espero que no. Ten muy en cuenta que estás caminando por una línea
muy fina, Alexander, así que cuida tus pasos. Puedes retirarte.
—¿No queréis que me quede para escoltar a la...? —preguntó, pero
debió de darse cuenta que estaba poniendo a prueba su suerte, porque se
volvió a callar de inmediato.
—Se quedará conmigo esta noche. Vuelve temprano en la mañana —
replicó el König.
Y sin siquiera mirar si su mayordomo le hacía caso, entró por fin en su
recámara.
Pero ni siquiera eso le proveyó de alivio. En lugar de una doncella,
había dos dentro. Le alegró que Zwei pareciera tan exasperada por la
presencia de su hermana pequeña como él.
—Drei, ¿acaso se necesitan dos personas para traerme la cena? —
inquirió luego de que las doncellas se inclinaran ante su presencia.
—No, mi König —contestó la doncella más joven.
—Insistió en venir conmigo, mi König —añadió Zwei, mirándola de
reojo—. Le advertí que no debía importunaros, pero…
—Es que tengo algo que reportaros —insistió Drei, enderezando los
hombros para parecer todavía más grande de lo que era en realidad—. Es
algo que os interesará saber, lo prometo.
El König suspiró, viendo que no tenía otra opción.
—Quédate aquí mientras ceno. Zwei, ve a mi habitación a ablandar las
almohadas.
Zwei se apresuró a obedecerlo, no sin antes echarle otra mirada de
descontento a Drei. El König corrió la silla y recogió el tenedor y el
cuchillo. —Bien, sé breve —le ordenó a Drei mientras empezaba a cortar la
carne.
Por lo menos había que reconocérselo: Drei era muchísimo más concisa
y observadora que muchos de los hombres a los que les pedía informes.
Siempre daban rodeos o agregaban detalles innecesarios antes de llegar a la
información que al König le interesaba saber. Pero Drei daba sus informes
hasta con cierta sequedad.
—Espera, vuelve a describirlo.
—Era un hombre alto, con cabello castaño y la piel trigueña —repitió
Drei—. Tenía los ojos dorados y... como con hendijas. Eran como los ojos
de un gato.
—¿Y dices que salió del estudio de Ludwig?
—Sí, mi König. Intenté escuchar lo que decían, pero la puerta del
estudio del Consejero es muy gruesa. Lo único que conseguí entender es
que hablaban de una mujer.
—¿Y qué respecto a esa mujer?
—Bueno, no estoy segura —admitió la doncella—. Pero creo que el
hombre le dijo algo así como “Apresúrate, o vendrá ella en persona”. Luego
salió al pasillo, pero se movía muy rápido, porque cuando intenté
alcanzarlo, ya se había ido.
El König contempló largamente el vino en su cáliz. Era una de las
primeras cosas que había aprendido al crecer: mantener el rostro neutro
mientras las ideas bullían en su mente sin parar. Entonces, Alexander no
había mentido. Pero eso solamente traía toda una serie de interrogantes
nuevos. ¿Cómo el hombre de ojos de gato había salido del castillo? ¿Podría
haber sobornado a alguno de los guardias de Hildebrandt? ¿Quién era esa
mujer de la que estaban hablando? ¿Qué tenía que apresurarse a hacer
Ludwig?
¿Podría ser que tuviera algo que ver con Hood? Siempre había creído
que Hood quería matarlo en persona, pero a lo mejor hubiera encontrado un
aliado allí mismo, en el palacio, alguien a través de quien actuar.
Su mente racional le decía que era absurdo, por supuesto. Las
calificaciones y la historia de Ludwig eran impecables, ¿y qué ganaría él
con traicionar a un soberano por una cazadora zaparrastrosa? Era absurdo,
pero por otro lado… Hood sí había escapado del castillo a pesar de su
herida la última vez. Quizá hubiera contado con ayuda.
De ser ese el caso, Ludwig podría serle útil aún. Si estaba en contacto
con Hood, significaba que sabía cómo encontrarla. Si averiguaba qué le
había ofrecido Hood, él podría duplicar ese precio y…
—¿Mi König? —lo llamó Drei, trayéndolo de vuelta a la realidad.
El König sacudió la cabeza y la volvió a mirar.
—Gracias, Drei —dijo. Se dirigió a su escritorio, sacó una bolsa de
monedas de oro del cajón y le lanzó una. Drei la atrapó en el aire con gesto
experto—. Cómprate algo bonito en el Festival de Verano.
—Mi König es muy generoso —dijo Drei, sin ocultar la sonrisa de oreja
a oreja que le iluminó el rostro mientras se guardaba la moneda en el
bolsillo del delantal. Por supuesto que a ella la entusiasmaba la idea de ir al
Festival. Era una niña, después de todo. Apenas un poco más joven de lo
que había sido él cuando subió al trono. A lo mejor a ella la inocencia le
duraba un tanto más—. ¿No queréis seguir cenando? Apenas habéis tocado
la comida…
—Ha sido suficiente —dijo el König, despidiéndola con un gesto—.
Llévate eso y si quieres, cómetelo. No me importa.
Drei juntó el plato, los cubiertos y el cáliz encima de la bandeja. El
König se dirigió hacia la puerta cerrada de su dormitorio cuando otra idea le
cruzó la mente:
—Ah... y dile a Alexander que venga en dos horas. Que entre sin llamar.
No importa si estoy durmiendo.
—Sí, mi König —replicó Drei, obediente y por fin salió de la recámara.
El König suspiró profundamente y sacudió la cabeza para ahuyentar los
pensamientos que lo estaban plagando. Ya se encargaría de todo eso en la
mañana. Por ahora, lo esperaba un lecho caliente, con las almohadas bien
mullidas…

Angharad iba por el pasillo distraída, pensando en cuál sería la mejor


manera de dividir las sobras para compartirlas con Ranghailt. No le diría de
dónde las había sacado. A su hermana mayor le desagradaba la idea de
recibir algo del König, aunque fuera mínimo. Así que tampoco le
mencionaría de dónde había sacado el dinero para el Festival ni que
Caoilfhionn otra vez se había quedado a pasar la noche en la recámara real.
Angharad todavía era doncella, pero no era ninguna ignorante. Ranghailt
le había revelado lo que los hombres hacían con las mujeres y le había
advertido repetidamente contra cualquiera que intentara hacérselo a ella.
Cuando les vino su primera sangre, Ranghailt había insistido en que
llevaran una pequeña daga con ellas en todo momento. Angharad lo había
hecho solamente para tranquilizarla, pero Caoilfhionn creía que su hermana
mayor exageraba.
—Lo peor que puede pasar es que nos hagan un hijo y entonces ellos
tendrán que pagarnos para que lo criemos. Así que lo mejor es intentar
disfrutarlo, ¿no?
—No recuerdo que madre te haya dejado caer de cabeza para que seas
así de estúpida —le había contestado Ranghailt, muy enfadada.
Y por supuesto, toda la conversación había degenerado en un concurso
para ver quién podía gritar más alto. Ninguna de las dos se había escuchado
en esa ocasión, ni en ninguna otra, para ser sinceros. Simplemente tenían
visiones muy distintas de lo que era el mundo.
Angharad entendía mejor a sus hermanas y había aprendido que la mejor
manera de llevarse bien con ellas era no meterse con ninguna de las dos.
Dejar que Caoilfhionn se escabullera con sus chicos sin reprochárselo y
prometerle a Ranghailt que sí llevaba la daga, aunque no fuera cierto. Y no
contarle algunas cosas no era mentirle, era simplemente procurar que
estuviera más tranquila. Sabía que no le caía bien el König, pero no podía
entender por qué. Si él se acostaba con Caoilfhionn, era porque Caoilfhionn
se lo permitía y con Angharad siempre se había portado bien y…
El golpe y el estrépito de la bandeja golpeando contra el piso la
arrancaron bruscamente de sus pensamientos. El plato y la jarra de
porcelana se partieron, salpicando lo que había quedado de la carne y las
verduras en la pared y formando un charco oscuro con el vino derramado
que Angharad tendría que limpiar ella misma.
Frustrada, levantó la cabeza. Estaba segura que se había golpeado contra
una columna o quizá contra una armadura colocada fuera de lugar, pero se
equivocaba. Parado delante de ella, con su abrigo largo azul oscuro, su
cabello canoso peinado hacia atrás y su penetrante mirada de acero, estaba
nada menos que Ludwig.
Por un momento, la doncella y el Consejero se observaron fijamente,
como midiéndose. Angharad se inclinó con premura, murmurando una
disculpa y trató de agacharse para recoger el desastre, pero Ludwig dio un
paso al frente y colocó su bota directamente sobre la bandeja.
—Eres una niña muy entrometida, ¿sabes?
Angharad sintió que el estómago se le retorcía en un nudo, pero trató de
mantener el rostro inexpresivo mientras lo alzaba hacia él.
—Disculpadme, Señor Consejero —dijo, con la voz más dulce y suave
que pudo conjurar—. Si he hecho algo para molestaros…
—Oh, ya lo creo que lo has hecho y tú lo sabes bien —contestó Ludwig
—. Estoy recibiendo demasiada presión sin tener que además lidiar con una
niña que le va con el cuento de todo lo que hago al König.
Angharad se enfadó y alzó la barbilla hacia él.
—No tengo la culpa si vos estáis haciendo algo que sea contrario a los
deseos de nuestro König. Quizá vos deberíais corregir vuestra conducta
antes de reprocharme a mí por informarla.
Intentó dar un paso adelante pero Ludwig la agarró por la muñeca. Sus
dedos se cerraron como grilletes alrededor de su mano y cuando Angharad
intentó gritar, la empujó contra la pared, presionándola con su cuerpo y
cubriéndole la boca con la otra mano. La irritación de Angharad se convirtió
en verdadero miedo cuando esos ojos como esquirlas de hielo se clavaron
en los de ella. De pronto, deseó tener con ella la daga que Ranghailt la
obligaba a llevar.
—Eres valiente —comentó Ludwig—, pero no demasiado brillante. Con
un poco de entrenamiento, estoy seguro que serías una muy buena Tejedora,
pero no tengo tiempo suficiente como para reclutarte ahora mismo.
Angharad se preguntó de qué demonios estaría hablando. También se
preguntó, con creciente desesperación, por qué no habría nadie en el pasillo.
¿No se suponía que había guardias vigilando la entrada a la recámara de
König? ¿No se suponía que...?
Ludwig retiró la mano de su boca, pero antes de que Angharad hubiera
juntado el suficiente impulso para gritar, se metió la mano al bolsillo y sacó
un frasco. Angharad distinguió varias hojas y unos gusanos extraños
deslizándose entre ellas. Eran grandes y gordos y sus exteriores relucían con
un brillo azul que era fascinante de mirar.
—Gusanos del Zafiro —dijo Ludwig, como si hubiera percibido la
pregunta que flotaba en la mente de Angharad—. Que no te engañe su
apariencia tan llamativa. Su veneno produce una muerte muy dolorosa,
delirios y fiebres muy altas. Básicamente, te quemas por dentro.
Angharad sintió que la sangre le huía de la cara. Ludwig lanzó una risita
ante su terror.
—Oh, no, no te preocupes. Una sola picadura no es suficiente para
matar a un ser humano… aunque supongo que depende un poco de la
complexión de cada uno. Tú eres bajita y no pesas demasiado. Dos o tres
picaduras serían suficiente para eliminarte. Pero no me interesa hacer eso
ahora mismo.
Abrió el frasco ante la mirada paralizada de Angharad y metió un dedo.
Uno de los gusanos trepó por él con tortuosa lentitud.
—No, una picadura no te matará. Pero, ¿sabes qué puede hacerte? Te
dejará muy confundida. Por un corto tiempo, te creerás todo lo que te digan
y hasta tu mente creará recuerdos para rellenar los espacios en blanco de la
mentira. También es posible que tengas pesadillas muy vívidas, pero esas se
irán en una noche o dos.
Angharad finalmente encontró el valor para soltar un grito cuando
Ludwig acercó el dedo a su cuello, pero era demasiado tarde: las patitas
pequeñas y viscosas del gusano se deslizaron por su piel, haciéndole
cosquillas. Un escalofrío le bajó por la espalda.
—Quédate muy quieta y no lo perturbes —la instruyó Ludwig en un
susurro—. O puede que se asuste y te pique más de lo necesario. Y eso no
nos conviene a ninguno de los dos.
Angharad se mordió la lengua hasta que el sabor metálico de la sangre le
llenó la boca. No tenía que gritar… no podía gritar… ni siquiera cuando
sintió un par de colmillos diminutos hundiéndose justo debajo de su oreja…
Parpadeó. Se sentía algo mareada. ¿Qué había ocurrido?
Miró hacia un lado y luego hacia el otro, tratando de ubicarse. Estaba en
el pasillo que llevaba a la recámara del König. ¿Por qué estaba allí? Le
había llevado la cena al König. Y le había dicho… algo. Sobre Alexander.
Sí, algo que había visto hacer a Alexander, pero en ese momento no
recordaba precisamente qué.
Tampoco es que importara. ¿Qué desastre había hecho con la bandeja
del König? Todo estaba roto y fuera de lugar.
Se había chocado contra la pared porque había girado con demasiada
antelación. De eso se acordaba. Y debía de haberse golpeado la cabeza con
mucha fuerza para estar tan perdida.
Recriminándose a sí misma por ser tan descuidada, se inclinó y recogió
todos los pedazos de porcelana dispersos por el piso. Después vendría a
limpiar los restos de comida y a restregar la mancha de vino de la alfombra.
O le pediría a Ranghailt que lo hiciera. No se sentía demasiado bien y su
hermana seguramente lo haría gustosa.
Aunque quizá lo mejor sería esperar hasta la mañana siguiente, se dijo
Angharad con una mueca mientras se alejaba hacia las cocinas. Lo último
que necesitaba era que Ranghailt viera a Caoilfhionn escabulléndose fuera
de las habitaciones del König.

Zwei ya se había quitado el vestido cuando el König entró en su


habitación y lo esperaba sentada sobre la cama. Le gustó la iniciativa. A la
luz vacilante de los candiles, su piel se veía casi dorada debajo de la
constelación de pecas que cubrían su cuello y sus hombros.
—Mi König se demoró bastante —comentó, bajando los ojos como si
fuera una doncella tímida. Cosa que los dos sabían que no era—. ¿Os
molestó mucho mi hermana?
—No. Hizo exactamente lo que le pedí.
Le hizo un gesto para que se acercara y Zwei se levantó para ir hacia él.
Sus pechos pequeños pero firmes se bambolearon con cada paso de sus
piernas largas y torneadas. El König la recorrió con la mirada, con sus ojos
centrándose en el arbusto de fino vello colorado que crecía debajo de su
ombligo, antes de darse vuelta y permitir que ella lo ayudara a despojarse
del jubón y la camisa.
—Es una niña muy inoportuna —comentó Zwei—. Ya sé que a mi
König le resulta útil, porque anda por el palacio metiendo las narices en las
conversaciones de todos. Pero yo podría hacer eso por vos y no me tendríais
que dar ninguna moneda de oro.
—Ah, ¿no? —preguntó el König con una risita—. ¿Y qué me pedirías
para hacerlo en cambio?
Zwei se pegó a su espalda y bajó las manos para palpar su erección por
encima de los pantalones. El König soltó un suspiro de placer.
—A vos, mi König —le susurro ella, su aliento bailando sobre su cuello,
justo debajo de su oído, como una caricia—. Siempre os deseo a vos.
Sus pantalones cayeron descuidadamente al piso antes de que él se diera
vuelta para tomarla por la cintura y atraerla hacia sí para callarla con un
beso. Sí, suponía que podría pedirle a Zwei que espiara para él, pero lo
cierto es que la doncella no era tan avispada como la menor. Tampoco tenía
el carácter fuerte de la mayor. Eins todavía lo miraba con tanto fuego en los
ojos como el primer día en que habían llegado al castillo, más todavía si
cabe por como él "usaba" a sus dos hermanas.
Lo cierto es que el odio de Eins lo tenía sin cuidado. Mientras Drei le
siguiera trayendo informes útiles sobre los habitantes del castillo, él seguiría
tratándolas bien.
Y por supuesto, Zwei era útil para… otras actividades.
La doncella se rio abiertamente y enganchó las piernas alrededor de su
cintura cuando él la levantó para llevarla a la cama.
—Sí —murmuró mientras él le clavaba los dientes en el cuello—. Sí,
marcadme. Soy vuestra, mi König… mi lobo…
Gritó y el König levantó la cabeza para mirarla, el sabor salado de su
sudor en su boca.
—¿Cómo me llamaste?
—Mi König —repitió ella, con un gemido atrapado entre sus labios
entreabiertos—. Por favor, quiero sentiros dentro de mí… quiero…
El König decidió ignorar el vuelco que le había dado el corazón y bajó
la boca hacia los pezones rosados y duros de Zwei. La doncella lanzó un
gemido, uno solo, prolongado y grave, como si los labios del König lo
hubieran extraído de las profundidades más recónditas de sí misma. Sus
dedos se enredaron en el cabello rubio del soberano y lo empujaron todavía
más cerca de su piel tersa. König levantó un dedo para recorrer el camino
que trazaban sus pecas, pero cuando miró bien, no encontró ninguna.
Solamente una extensión de piel bronceada… piel bronceada por estar al
sol… piel bronceada por recorrer los bosques…
—Mi König. —La voz de Zwei sonaba extraña, distante—. No paréis,
por favor… más… quiero más de vos…
El König delicadamente le separó los muslos e introdujo los dedos en
aquella suavidad húmeda esperando por él. El cuerpo de Zwei se arqueó de
placer y él levantó la vista para contemplar su rostro…
Un par de ojos rojos se clavaron en él. Una sonrisa diabólica se extendía
por la cara de una mujer que no era la misma que él había metido en su
lecho.
El König se levantó de un salto, apartándose de ella de repente. Zwei
también se incorporó. Había una mirada de confusión en sus ojos. Sus ojos
dorados. Dorados como campos de trigo, dorados como el oro viejo. Nada
de aquel rojo amenazador en sus pupilas.
—¿Mi König? —inquirió ella, haciendo un mohín con los labios como
si se sintiera herida—. ¿Hay algo que no es de vuestro agrado?
El König estiró una mano hacia su cabello y enredó los dedos en
aquellos tirabuzones rojizos. Aspiró el aroma almizcle del sudor y la
excitación que invadía el aire flotando sobre su cama. ¿O quizá era una
niebla? Era una niebla blanca como la nieve, blanca como la piel de un
armiño. Olía a mujer y a tierra húmeda.
—Date la vuelta —dijo el König. Su voz sonó ronca, casi como un
gruñido gutural. Casi como si otra persona (otra bestia) hubiera hablado por
él, se hubiera instalado en su garganta y pujara por salir.
No le soltó el cabello mientras ella lo obedecía. En la niebla que le
opacaba la visión, las ondas rojas se oscurecieron y se transformaron en
mechones lacios y largos. El König no quiso reconocer el violeta vespertino
en ellos, el violeta del cielo justo antes del anochecer.
—¿Así está bien…?
El König se aferró a su hombro y la empujó contra el colchón de
plumas. No quería escuchar su voz. La voz que tantas veces se había
burlado de él, la voz que lo había empujado una y otra vez a la rabia y a la
confusión y al miedo. Eso era algo que el König nunca iba admitir en voz
alta: que a veces, por las noches, todavía sentía el frío de su cuchillo en la
mejilla…
—Mi König… mi lobo…
Las garras al final de su mano se hundieron sin piedad en su carne. Ella
gimió alto y claro, llamándolo “lobo” de nuevo. Era casi una burla en sus
labios, como si quisiera provocarlo, como si quisiera recordarle la sangre y
el pelo y el calor…
El König se hundió en ella en un solo empujón, abriéndose paso entre su
carne tan profundamente como pudo. La curva de su espalda se acopló
perfectamente a su pecho y estómago cuando él hundió el hocico entre sus
omóplatos, buscando su calor, su aroma a bosque y a tierra. Olía a libertad y
él quería correr, quería saltar por sus troncos caídos cubiertos de musgo,
quería ocultarse en los rincones umbríos bajo las copas de los árboles y
aullar a la luna hasta desgarrarse la garganta. Pero solamente podía empujar
una y otra vez en el cuerpo pegado al suyo. Bramó contra su cuello y las
uñas de ella se le hundieron en el cráneo.
La cazadora forcejeaba debajo de él, con un risa que oscilaba entre
coqueta y amenazadora. Intentaba escapar de entre sus zarpas. Él la retuvo,
poderoso y brutal, pero ella era ágil como el viento. Se deslizó lejos de él,
pero no llegó demasiado. Ahora era ella la que empujaba contra él, la que
intentaba darlo vuelta y dominarlo. Rodaron por el bosque, chocando contra
ramas y piedras, ensuciándose la piel y el pelaje. Por fin, él acabó con el
lomo sobre el piso, retorciéndose debajo de ella. Sus pezones erectos se
balancearon bajo la brisa cuando sus muslos se cerraron alrededor de su
sexo, todavía rígido y todavía expectante. Aulló, consumido de deseo y ella
lanzó una carcajada en respuesta. Tenía un cuchillo entre las manos.
—Ahora te voy a marcar, lobo —le dijo, casi juguetona—. Y adonde
quiera que vayas, te voy a cazar…
El filo de la daga centelleó plateado bajo la luz de luna mientras bajaba
directo hacia su cuello…
El König despertó con la seguridad de que se estaba ahogando en su
propia sangre. Abrió la boca desesperado por introducir un poco de aire en
sus pulmones y se aferró a las suaves sábanas del lecho con las dos manos
(manos normales, manos humanas). El colchón se hundía bajo su peso, a
diferencia del suelo firme del bosque. El cuarto estaba a oscuras, salvo por
la luz de las estrellas que se derramaba por la ventana. Se pasó los dedos
por el cabello rubio. Estaba húmedo de sudor frío.
A su lado, Zwei dormía plácidamente con una sonrisita satisfecha en sus
labios pequeños. El cabello rojo se desparramaba por la almohada y su
pecho se alzaba y caía con ritmo constante. El König no necesitaba luz para
adivinar que tendría la espalda y los hombros marcados por sus besos. Por
un momento, deseó despertarla y hacerle el amor otra vez, pero era un
impulso que venía de la inquietud por la pesadilla, así que se contuvo. No
quería averiguar si les diría a sus hermanas que el König se despertaba de
un sueño asustado como un niño y tenía que ser consolado para volver a
dormirse.
Pero de todos modos, estaba seguro que no podría conciliar el sueño.
Pateó las sábanas a un lado y se levantó. Ni siquiera se molestó en ponerse
la bata o en recoger su ropa del suelo. El verano tocaba su fin, pero la
temperatura de la noche todavía era agradable. Se asomó a la ventana y
contempló sus dominios. El castillo dormía, salvo por las luces pequeñas
que titilaban sobre las almenas. El pueblo no era más que una masa de
sombras y chimeneas que se elevaban contra la noche azul. Y más allá,
interminable, el bosque, donde la cazadora planeaba la muerte del König.
Apretó los puños con rabia. ¿Cómo era posible que le pidieran que se
ocupara de los asuntos del populacho cuando aquel peligro pendía sobre su
cabeza? ¿Por qué Alexander lo incordiaba con sus conspiraciones
imaginarias cuando había una constante y sonante apenas superado el límite
del pueblo? ¿Y qué estaba haciendo Ludwig? Le había prometido que
encontraría la manera de detener a Hood, pero hasta ahora lo único que
había hecho era antagonizar al Capitán de la Guardia y al mayordomo.
Tendría una charla muy severa con él al día siguiente, decidió.
Las nubes se movieron empujadas por el viento y la luna creciente
asomó encima de él. Un centelleo le desbocó el corazón al König, pero era
azul, no plateado. Y venía del alféizar de la ventana, casi junto a sus dedos.
Era un bicho. Un gusano bastante gordo, arrastrándose penosamente sobre
la piedra. El König lo observó con curiosidad. Nunca había visto un insecto
de aquel color: de un azul brilloso, fuerte. Su madre tenía un anillo de
zafiros (puede que se lo hubiera regalado su padre, pero no era capaz de
recordarlo). El brillo de aquel bicho le recordaba a la piedra que había visto
tantas veces entre los dedos de Viktoria.
Lo aplastó con la palma abierta. El gusano no hizo ningún ruido, pero
dejó una mancha viscosa, igualmente azul, tanto en el alféizar de la ventana
como sobre su piel. El König tuvo que restregarla varias veces contra la
pared para quitársela. El ánfora de agua sobre su mesa estaba vacía. Zwei
era una buena compañera de cama, pero como doncella, hacía un trabajo
bastante pobre. El König encontró la bata y se la echó encima con un
suspiro. Tendría que asomarse a la puerta y decirle a los guardias que
estaban apoyados siempre allí que les trajeran algo con qué limpiarse.
Cuando asomó detrás de las puertas dobles de la recámara, se encontró
frente a frente con el rostro pálido y redondo de Alexander. Parecía tan
desconcertado como él de verlo allí. Su ropa de dormir estaba desaliñada,
tenía puesto un gorro y el pañuelo que usaba para limpiarse el sudor del
rostro prácticamente goteaba sobre el piso.
—Mi König —dijo, con voz temblorosa. Su reverencia fue vacilante. Le
temblaban las manos.
—¿Qué haces a esta hora fuera de tus habitaciones, Alexander?
—Me disculpará su Gracia. Me perdí.
El König enarcó una ceja, escéptico. Alexander había servido en el
castillo desde tiempos de su padre. Si alguien conocía sus secretos y
pasadizos, ese era el mayordomo rechoncho.
—Tuve un sueño. Bastante desagradable —continuó explicando
Alexander—. Cuando reaccioné, estaba aquí. Es la enfermedad del
caminante dormido. Tuve una tía que la sufrió en sus tiempos de vejez.
Retorcía el pañuelo en sus manos mientras hablaba. Casi como si
estuviera desesperado porque el König le creyera. El König casi estuvo
tentado a torturarlo parándose allí y exigiéndole que le contara los
pormenores del sueño y de la enfermedad de su tía (sin importar si dicha
pariente era real o no), pero la viscosidad del gusano azul todavía le escocía
en la mano.
—Hazme un favor, Alexander —le dijo—. Despierta a una criada y dile
que me traiga algo de agua. O mejor aún, ve tú mismo a la cocina y tráeme
un poco.
—Sí, su Gracia —contestó Alexander con otra reverencia. Era como un
perro faldero desesperado por complacer. El König se preguntó cómo nunca
antes le había dado asco su servilismo—. En seguida.
El König se disponía a cerrar la puerta cuando el mayordomo lo llamó
otra vez. Lo hizo en voz baja, casi un susurro, como si no pudiera creer su
propia insolencia.
—¿Mi König? ¿Seguís enojado conmigo por lo de este día?
El König recordó la conversación que habían tenido antes de que él se
retirara a cenar. También tuvo la extraña sensación que había ocurrido algo
más después de aquello, pero no podía recordar qué era. Había cenado y
luego se había ido a la cama con Zwei. Si algo había pasado en el medio, se
había perdido en una laguna de su memoria y aquello le molestó. Era como
una picazón que no alcanzaba a rascar, pero tal vez si hablaba con
Alexander, recordaría lo que era.
—Tráeme el agua y hablaremos —le dijo—. Parece que ninguno de los
dos volverá a la cama esta noche.
—Sí, mi König. —Alexander hizo otra reverencia y se volvió a pasar el
pañuelo por la frente—. Muchas gracias, mi König.
El König volvió a meterse en su recámara. A pesar de lo que le había
dicho a Alexander, empezaba a sentirse fatigado otra vez. Zwei había
rodado sobre sí misma y hundido el rostro en la almohada de él. La empujó
un poco y se deslizó junto a ella. La mancha viscosa ya no le molestaba y
parecía haberse secado. Se quedó mirando el cielo un largo rato, hasta que
las estrellas se apagaron y él volvió a hundirse en la inconsciencia, sin soñar
esta vez.

No había nadie en las cocinas a esa hora, por supuesto. Alexander tuvo
que encontrar la jarra él mismo y ubicar el barril del agua sin ayuda. Se
tambaleó balanceando el agua en una mano y la vela que tomó para
iluminarse en otra. Se detuvo un momento en la puerta, preguntándose si
también debería llevar un cáliz y algo de vino, pero el König no había
ordenado ninguna de aquellas cosas. Alexander ya había cometido una falta
tratando de ir más allá de lo que era su deber y no pensaba equivocarse de
nuevo. Le llevaría el agua al König y se sentaría con él a esperar el
amanecer. Se disculparía de nuevo por haberle provocado un malestar y le
aseguraría, de nuevo, que estaba de su lado y que apoyaría todas sus
decisiones respecto a Hood… y también respecto a Ludwig.
No era que el nuevo Consejero le agradara, pero si quería deshacerse de
él, tenía que llevar al König algo más sustancioso que sus sospechas.
Alexander era un hombre paciente. Podría encontrar la manera de…
El lazo se cerró con tanta violencia alrededor de su cuello que Alexander
apenas alcanzó a soltar la jarra y la vela para tratar de quitársela. No
escuchó el estrépito de la cerámica al romperse porque la sangre le bramaba
en los oídos, ni supo que se había quedado a oscuras porque puntos negros
de pronto le nublaban la vista. La soga se hundió en su carne, quemándola,
robándole el aire de modo que el mayordomo no pudo ni siquiera gemir por
ayuda. Perdió el conocimiento antes de siquiera haberse desplomado sobre
el suelo.
Ludwig continuó apretando durante un largo tiempo. No le gustaba
aquel método. No era tan seguro ni tan rápido como un veneno, pero uno de
los deberes de Alexander era probar la comida del König. Y no es que el
soberano lo supiera, pero a diario el hombrecillo bebía un antídoto
mezclado con su cerveza. Eso le provocaba, entre otras reacciones,
sudoración excesiva. Por eso no se moriría aunque Ludwig le llenara la
cama de gusanos del zafiro. Y por supuesto, después del veneno, este era el
método más limpio a su disposición. Apuñalarlo o golpearlo hasta morir era
demasiado complicado y dejaría un desastre. No, aquello era lo más
apropiado. Ahora lo metería en un saco junto con un montón de piedras
pesadas y muy pronto los problemas que podría haberle traído Alexander se
desvanecerían junto con él en el fondo del lago.
No fue fácil arrastrar el cuerpo del mayordomo fuera del castillo ni
subirlo al caballo, pero una vez hecho eso, el resto fue pan comido. Ludwig
solamente tuvo que soltar un encanto delicado sobre los ojos de los guardias
para que lo confundieran con la oscuridad y otro sobre los oídos de los
aldeanos para que no escucharan los cascos de su caballo sobre las calles.
Pero en cuanto traspuso las puertas del pueblo, azuzó a su animal y los dos
cabalgaron con furia hacia el abrazo engañoso del Bosque. En la noche, los
caminos podían confundirse, pero Ludwig contaba con algo un poco más
sofisticado que sus cinco sentidos para guiarse.
El lago apareció ante él mucho antes de que se pusiera la luna. Ludwig
calculó su lanzamiento. Lo quería lo bastante lejos de la orilla como para
que un pescador descuidado no pudiera descubrirlo. Las aguas tranquilas
apenas chapotearon cuando el saco se hundió entre ellas. Ludwig se
masajeó un poco la espalda. Ya no era tan ágil como antes. Tendría que
prepararse algún menjunje cuando regresara al castillo y tenía que ser
pronto. El König no despertaría hasta tarde, pero seguramente había muchas
otras cosas de las que Ludwig tendría que ocuparse antes del amanecer.
Estaba a punto de echarse a galopar otra vez cuando un susurro de hojas
y ramas lo detuvo. Alguien más se movía en el bosque. ¿La cazadora? No,
ella estaba durmiendo en su cabaña, ignorante por completo de las telarañas
que se tejían encima de su cabeza. Tampoco eran el cazador ni la niña, pero
Ludwig sabía por el escalofrío que le bajó por la espalda que otro de los
jugadores acababa de entrar en el tablero.
Esperó. Escuchó. Pero el sonido se había detenido. Los que merodeaban
por allí tenían tan poco interés en ser descubiertos como él. Pero a los pocos
segundos le llegó un aroma, tan leve como la brisa que lo traía. Humo de
pino, agujas y ramas que ardían en la noche. Una liebre asada, una cena
tardía. Ludwig olfateó el aire y guio a su caballo con mucha lentitud entre
los árboles hasta que vislumbró el resplandor del fuego y a las dos figuras
sentados a su alrededor.
El hombre daba vuelta a la liebre sobre el fuego aromático. Estaba de
espaldas a él, ocupado en su tarea, pero Ludwig detectó que tenía un arco
largo y un carcaj con flechas a la mano. La niña estaba sentada muy quieta
y callada, sobre un manto rojo que había tendido para no ensuciarse las
ropas con la tierra. Tenía la mirada demasiado seria para alguien así de
joven, sus cejas tan apretadas que casi se tocaban sobre el puente de su
pequeña nariz. A un costado, atados a una rama baja, pastaban dos caballos
percherones de excelente cruza.
Así que habían llegado. Y justo a tiempo, también. Ludwig se alegró de
haber actuado con tanta celeridad. Si hubiera pasado un día más antes de
deshacerse del mayordomo, todo el telar podría haberse enredado y su
delicado trabajo se habría ido al traste. Pero ahora, todo se pondría en
movimiento y Cheshire podría dejar de respirarle en el cuello.
El Consejero sonrió con satisfacción y saltó a su propio caballo.
Mantuvo el encanto de silencio a su alrededor hasta el límite del bosque y
luego, con un golpe de sus talones en el flanco, voló por el camino de vuelta
hacia el pueblo, con el pensamiento ya puesto en el espejo que escondía en
sus cajones.
Había sido una noche agitada y ella querría enterarse de todo.
Jabalí ahumado y queso de cabra

H ood pasó esas semanas preparando su cabaña. El hombro ya casi no le


dolía, pero todavía no estaba lista para ir a cazar otra vez, así que se
había dedicado a tareas hogareñas que había pospuesto hasta aquellos días.
El verano estaba terminando, tal como lo mostraban los bordes de las hojas
que empezaban a amarillear y a ella solamente le quedaban tres meses para
asegurarse de tener todo lo necesario para pasar el invierno.
Respecto a la comida, estaba cubierta. Había tenido una temporada de
caza muy productiva aquel verano y ya había salado y ocultado las tiras de
carne en los barriles. Todavía podría encontrar algunas piezas pequeñas
antes de que se fueran a hibernar si se lo proponía y, por supuesto, tenía
suficiente leña para prender el fuego cada día y evitar congelarse allí dentro.
Algunas de las gruesas mantas en las que se envolvía para dormir
necesitaban remiendos y tendría que controlar que las polillas no se
hubieran hecho un festín con sus medias y abrigos. También tendría que
asegurarse que no necesitaba llevar sus botas al zapatero del pueblo. Y
controlar que todas las tejas de la casa estuvieran en su lugar, aunque lo más
seguro es que descubriera si alguna de ellas estaba suelta con la primera
lluvia de otoño.
También se echó al hombro un montón de tareas que nada tenían que
ver con su preparación para el invierno: buscó y encontró el ahumador en el
galpón. Lo pulió hasta dejarlo limpio, pero cuando quiso buscar los panales
a los que la Abuelita siempre acudía, encontró que estaban secos. Se
encogió de hombros. Las abejas no podrían haber ido demasiado lejos y ya
las encontraría. Había comprado trigo que podía moler para hacer harina y
un día de aquellos acabaría por conseguir todo lo necesario para recrear las
tortas de miel de la Abuelita.
Por supuesto, todos aquellos reparos no eran para hacer frente al peor
problema que llegaría con el invierno: la inactividad. Durante el resto del
año, Hood era libre para moverse en el bosque, para ir al pueblo y volver,
para incordiar al lobo estúpido en su castillo. No le importaba demasiado no
tener compañía (los dioses sabían que después de un tiempo, acababa
aborreciéndola y anhelando sus horas de soledad y silencio), pero sí odiaba
tener que quedarse en un solo lugar donde meses. El bosque era peligroso
cuando había sol; cubierto de nieve, era un suicidio alejarse demasiado. La
noche se cerraba como una trampa sobre la cabeza de los distraídos y
después el frío los adormecía para siempre. La nieve volvería intransitable
el camino hacia el pueblo, de modo que un trayecto que solamente tomaba
unas horas en verano, bajo la ventisca podía llegar a tardar un día entero. De
modo que durante lo peor del invierno, Hood estaba irremediablemente
confinada a su cabaña, a su claro y a donde pudiera llegar antes de que el
sol del mediodía empezara a hundirse otra vez en el horizonte negro.
Hood estaba convencida que si antes no estaba loca, el primer invierno
que había pasado sola después de la muerte de la Abuelita la había vuelto
loca. Tres meses sin ver el sol, sin hablar con nadie más que con el viento
en su ventana, tres meses de dormir como un oso y contar las manchas de
humedad en la pared, tratando de encontrarles formas con su mente
demasiado práctica para la imaginación, era más de lo que podía soportar.
El tedio hacía que diera vueltas y vueltas en la cama, que comiera más de lo
necesario o que se retara a sí misma a comer lo menos posible por días
enteros, o la impulsaba a salir a pelear con los animales hambrientos que
buscaban comida en la blancura hostil que se extendía hasta donde iba la
vista. En ciertas ocasiones, había gritado hasta desgarrarse la garganta, sin
importarle quién o qué pudiera escucharla.
La cazadora trataba de no pensar en el invierno hasta que el invierno
acababa por llamar a su puerta. Si se envolvía en un remolino de actividad,
quizá finalmente estuviera exhausta cuando cayera la nieve y podría dormir
hasta la primavera como hacían los osos y las ardillas.
Reparó la pequeña cerca alrededor del huerto de la abuela y se pasó la
mañana entera de rodillas arrancando hierbajos y removiendo la tierra. Era
demasiado tarde para plantar nada, pero eso no quitaba que pudiera dejarlo
listo para la primavera siguiente. No estaría mal tener verduras cultivadas
allí otra vez, aunque estaba segura que las suyas nunca tendrían el sabor ni
el tamaño de las de la Abuelita, pero no perdía nada con intentar… —¡La
arreglaste!
Hood se sobresaltó y casi tira la palita al suelo. Goldilocks tenía, como
siempre, la increíble capacidad de caminar por el aire. O quizá fuera que
ella estaba desprevenida, algo que el orgullo jamás le permitiría admitir en
voz alta. En cualquier caso, allí estaba, parada en su claro con una sonrisa
pequeña y las manos detrás de la espalda, observándola con algo parecido al
orgullo. Hood no quiso analizar que era de esa mirada que la ponía tan
nerviosa.
—¿Qué quieres niña? —le preguntó, con su gruñido habitual.
—Es casi mediodía.
Hood miró al cielo para descubrir que Locks tenía razón. El sol estaba
en lo alto del cielo. Se pasó una mano por la nuca, debajo de la trenza donde
había atado su cabello para que no le estorbara, pensando que iba a
necesitar un empasto para aliviar la quemadura que seguramente se le
formaría allí.
—Te pregunté qué querías —le soltó—. Estoy muy ocupada.
—Ya lo sé —contestó Locks, sin amedrentarse por el mal humor de la
cazadora—. Pero de todos modos tienes que hacer una pausa para almorzar,
¿no es verdad? ¿No tienes hambre?
Hood la observó de reojo. No parecía tener una canasta con ella, pero no
había manera de estar segura. Podía tenerla escondida detrás de la amplia
falda de su vestido o podría haber tendido la manta en otro lugar para
convencerla de ir con ella a almorzar allí. Hood ya la conocía lo suficiente
como para saber que sus maneras inocentes y su sonrisita siempre tenían
segundas intenciones. La niña era más astuta que un zorro, pero la cazadora
se había hecho mitones con pieles de zorro varias veces.
—No voy a almorzar contigo otra vez —replicó de mala manera—. Ya
te lo dije, tengo muchas cosas que hacer.
—Sí, lo entiendo —replicó Locks, asintiendo gravemente. Del bolsillo
de su delantal, sacó un paquete largo y cilíndrico, envuelto en una tela—.
Pero no tienes que ir a ningún lado para comer esto.
Hood miró el objeto como si la niña le estuviera ofreciendo un ramo de
ortigas venenosas.
—¿Qué es? —exigió saber.
Locks lo tendió hacia ella con la misma sonrisa de siempre, como
indicando que la única forma en que Hood lo averiguaría era si se acercaba
a mirar. La cazadora estuvo a punto a decirle que no le interesaba, que ya se
lo podía llevar y volverse por el mismo camino que siempre acababa
llevándola de vuelta a su cabaña. Pero al final, su curiosidad fue más fuerte.
Se restregó las manos en la falda antes de tomar el paquete y tirar de la
punta del cordel que mantenía la tela en su lugar.
Era un embutido. Eso Hood lo podría haber adivinado por la forma, pero
lo más importante no era eso, si no de qué estaba hecho. No tenía el mismo
largo y anchura que los que vendía el carnicero en la ciudad. No tenía la
misma coloración que los salchichones de cerdo que a veces compraba en el
mercado. Se lo acercó a la nariz para olfatearlo y reconoció el aroma de
inmediato.
—Jabalí —murmuró, sorprendida—. Jabalí ahumado.
—Lo hizo Joha —confirmó Locks, con un asentimiento.
Esa habría sido suficiente razón para que Hood se lo arrojara a la cara y
le dijera que saliera de su claro, que nunca quería volver a verla y que no
quería nada que proviniera de ese hombre. Pero en cambio se quedó parada
inmóvil, con el jabalí ahumado en la mano, incapaz de reaccionar.
—Le llevó mucho tiempo hacerlo —siguió contando Locks, como si no
se diera cuenta del estupor de la cazadora—. Primero tuvo que cazar un
jabalí, por supuesto. Era muy grande y le costó mucho llevarlo a la cabaña.
Y una vez que lo tuvo me dijo: “Goldie, esto es demasiado para nosotros
solos” —imitó casi a la perfección el tono grave y serio de Joha—. Y yo le
dije: “Bueno, quizá pueda llevarle un poco a Hood”. Y él me dijo…
—No necesito saber qué te dijo —gruñó Hood. Todavía no estaba
decidida a no tirarle el embutido por la cabeza.
—Y él me dijo que era una muy buena idea —concluyó Locks, como si
no hubiera escuchado nada—. Me dijo que además te invitara esta noche a
cenar. Cocinará el resto del jabalí. Lo asaremos afuera de la cabaña y lo
comeremos con queso de cabra.
—¿De dónde vas a sacar queso de cabra? —preguntó Hood y casi
inmediatamente quiso darse un bofetón. La niña otra vez había conseguido
atraparla en su charla constante y sus juegos.
—¡Lo hice yo misma! —contestó Locks, entusiasmada y orgullosa—.
Al principio Loretta no daba suficiente leche… —¿Loretta?
—Mi cabra —explicó la niña, sin impacientarse ni molestarse—. Pero
ahora aprendí a ordeñarla bien y Joha dice que mi queso ha mejorado
mucho. Así que lo comeremos con el jabalí. ¿Vendrás?
—No
Hood giró sobre sus talones y empezó a alejarse hacia la cabaña a
grandes zancadas, ignorando cómo Locks se echó a correr tras ella
inmediatamente.
—Joha dijo que dirías que no…
—¿Y por qué iba a decir que sí? —explotó Hood—. Joha no compartió
nunca su comida conmigo. Prefería dejar que se echara a perder antes que
darme un trozo que no me hubiera ganado yo misma. Siempre fue un
egoísta y un tacaño y te aseguro que no ha cambiado nada. No quiero tener
nada que ver con él.
Abrió la puerta para meterse dentro, pero en el último segundo, se
volvió a mirar sobre su hombro. Locks seguía allí, tal como lo esperaba. Su
carita siempre sonriente tenía una expresión acongojada, como si estuviera a
punto de echarse a llorar.
Una parte de Hood sintió un placer perverso, parecido al placer que
sentía cuando un animalillo indefenso se retorcía entre sus manos antes que
el cuchillo se hundiera en su carne.
Otra parte de ella, una parte que empezaba a resultarle muy molesta, la
compelió a quedarse donde estaba, a decir algo más para consolar a la niña.
¿Por qué? No le importaba en absoluto. No era su responsabilidad. Debió
haberla dejado inconsciente en el arroyo, cubierta de los intestinos del oso
tal como la encontró.
Pero antes de que Hood pudiera decidirse a avanzar hacia ella o a
cerrarle la puerta en la cara, Locks recuperó su presencia de ánimo. Levantó
el mentón e irguió los hombros, como si de esa manera quisiera que su baja
estatura se hiciera solamente un poco más imponente.
—No es verdad. Él ha cambiado.
—La gente no cambia —replicó Hood, molesta—. Y él, mucho menos.
—Ha cambiado, Hood —insistió Locks, de nuevo como si la cazadora
no hubiera dicho una palabra—. Sabe que te hizo mucho daño y que nada
podrá remediar eso. Pero si realmente le importaras tan poco, ¿crees que
habría desafiado al König por ti?
—Era lo mínimo que podía hacer. Él mismo me tendió la trampa y yo
no le pedí que cambiara de opinión. Si espera que esté agradecida por eso,
se equivoca mucho.
—Joha no espera eso —replicó Locks, suavemente—. De hecho, él no
espera nada de ti.
—Entonces, ¿por qué vienes a incordiarme?
Locks parpadeó un par de veces, quizá para quitarse las lágrimas de sus
enormes ojos azules.
—Porque yo lo espero —dijo.
Hood no contestó nada. Se la quedó mirando fijo hasta que Locks
consiguió esbozar una sonrisa.
—Te veremos esta noche para cenar —repitió—. Hay que aprovechar el
buen clima mientras dure, ¿no?
Se marchó salteando y tarareando para sí. Hood tuvo ganas de gritarle
que se les quemaría el jabalí sobre el fuego antes de que ella llegara o de
arrojarle el embutido detrás de ella. Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Estaba empezando a aceptar que la niña no era como un moscardón que
pudiera ahuyentar con unos cuantos manotazos y un poco de humo, sino
como una llovizna constante y molesta que no acababa de empapar a las
personas, pero volvía resbaladizo el piso donde caminaban. Hood podía
maldecirla hasta quedarse sin voz, pero Goldilocks no dejaría de ser
exactamente lo que era.
Y tampoco lo haría Joha. Ni ella.
Entró a la cabaña con un portazo. Todavía tenía toda la tarde por
delante, pero el ánimo que necesitaba para completar todas sus tareas se
había ido. Recogió su honda y fue a abrir el estuche de sus dagas solamente
para llevarse otro disgusto. Acababa de recordar que solamente tenía una.
La otra, su favorita, había quedado en el castillo del lobo estúpido.
La Abuelita le había dado esa daga cuando cumplió doce años. Llevaba
ya más de tres años viviendo con la anciana y al principio había temido que
Joha viniera a llevársela de vuelta a su cabaña, de vuelta a su casa donde él
le negaba la comida que ella no hubiera encontrado y le decía que no tenía
que llorar. Hood estaba preparada para hacer un escándalo, patalear y gritar
con todas sus fuerzas con tal de quedarse en ese hogar cálido donde la
trataban mejor de lo que ella creía que era posible. Pero los días habían
pasado y Joha no había dicho una palabra y ahora llegaba su cumpleaños.
Sabía que ese día lo era porque Joha se lo había mencionado al pasar alguna
vez, pero nunca le había hecho una torta ni había insistido en consentirla
como hizo la Abuelita.
Recordaba el paquete envuelto en un paño, con un lazo azul, que la
Abuelita había puesto junto a la torta. Recordaba cómo le habían picado las
manos por abrirlo.
—¿Qué es? —preguntó, con los ojos abiertos de par en par.
—No lo sé —contestó la Abuelita—. ¿Por qué no la abres y te fijas?
Hood había desatado el lazo con el corazón palpitante de emoción y allí
estaba la daga, con su filo ancho y brilloso, con su mango decorado con una
insignia que ella no conocía: un águila con las alas extendidas en vuelo
triunfal. Le había parecido preciosa y había corrido a abrazar a su Abuelita.
—Oh, no, Vivi. No es de mi parte.
Hood no le había creído, por supuesto. ¿De quién iba a ser si no?
Pero con el correr de los años, empezaba a pensar que quizá le hubiera
dicho la verdad. Después de aquella ocasión, la Abuelita no había vuelto a
hacerle un regalo. Le hacía tortas para todos sus cumpleaños y siempre le
decía lo mucho que había crecido, pero nunca volvió a darle algo material.
Cuando descubrió los tesoros que tenía ocultos en el galpón, Hood había
sospechado que quizá la daga vendría de allí, pero no encontró el águila por
ningún lado. Y por supuesto, la Abuelita era una sanadora. Cultivaba sus
propias verduras. Toleraba que Hood cazara, pero nunca la había obligado a
ello ni le había negado un plato de comida si regresaba del Bosque con las
manos vacías.
La Abuelita no le hubiera hecho un regalo como aquel, había concluido
tras muchos años de reflexión.
Pero Joha sí.
Lo que significaba que Joha había sabido siempre donde estaba y nunca
había ido a buscarla. La había dejado allí, quizá porque sabía que Hood
estaba mejor. O quizá porque simplemente no le importaba lo suficiente
para ir a buscarla. En cualquier caso, esa hubiera sido la primera cosa buena
que Joha había hecho jamás por ella.
La segunda había sido salvarle la vida. Y Hood no estaba segura que lo
hubiera hecho de no haber estado Locks allí.
Es decir, que en realidad había sido Locks la que la había salvado.
Hood seguía sin comprender por qué. La niña no le debía nada. No tenía
ninguna necesidad de ser su amiga ni de ayudarla ni de traerle comida o ser
amable con ella cuando Hood nunca la había tratado con nada más que
desdén.
Igual que la Abuelita no tenía ninguna razón para haberla acogido en su
casa.
Hood parpadeó y se dio cuenta que llevaba un largo rato con la mirada
perdida sobre la mesa. El embutido de jabalí ahumado continuaba allí. No
lo había guardado, ni se había deshecho de él. No hubiera podido explicar
bien por qué.
Se prometió que en un minuto más se levantaría y lo arrojaría por la
ventana. Contó sesenta latidos de su corazón y se quedó exactamente dónde
estaba. Después de todo, era hija de su padre y detestaba la idea de
desperdiciar comida. En otro minuto, entonces, lo echaría al fondo de la
alacena y se olvidaría de él. Quizá se lo comiera, si es que el resto de sus
reservas se acabara, lo cual dudaba mucho que llegara a ocurrir. Lo que
significaba que el embutido se quedaría allí hasta la primavera, cuando
Hood vaciara las alacenas para deshacerse de la basura y del polvo.
Al fin y al cabo, se dijo, mientras levantaba el embutido, era demasiado
grande para una sola persona.

El aroma de la carne asada ya había invadido el claro. Sobre el fuego


que llevaba toda la tarde avivando, Joha había instalado un gran armatoste
de hierro en el que estaba insertado el cuerpo del jabalí. Joha, con el torso
desnudo cubierto de sudor, le daba vuelta a la manivela de vez en cuando,
secándose la frente con el dorso de la mano. El sol estaba ocultándose en el
horizonte de un naranja furioso, pero el calor no remitiría hasta dentro de
unas horas, cuando las estrellas y la luna brillaran sobre sus cabezas. Si
tenían suerte, quizá empezara a correr suficiente viento para acumular las
nubes y tendrían una de las primeras lluvias de otoño dentro de un par de
días. Joha pensaba en esas cosas para no tener que prestar atención al
canturreo alegre de Locks. La niña había instalado ella sola una mesa de
madera fuera de la casa y había arrastrado tres sillas alrededor.
Como si no hubiera lugar en su cabecita dorada para la duda.
Al principio se hizo el propósito de no decirle nada. Ni siquiera le había
preguntado cómo le había ido en su última excursión a la casa de Violette.
Sabía exactamente lo que su hija había dicho y en qué tono sin necesidad de
que la niña se lo contara. Pero cuando empezó a poner la mesa como si
contara con la absoluta seguridad de que tendrían un huésped más para
comer esa noche, Joha no pudo soportarlo mucho más.
—¿Te dijo que vendría?
—No —contestó Locks. Inmediatamente puso un tercer plato sobre la
mesa y se metió a la cabaña tarareando. Cuando volvió a salir, tenía tres
vasos consigo.
Joha estaba perplejo.
—Si te dijo que no vendría, ¿por qué pones la mesa para ella?
Locks se detuvo un momento, como si aquella pregunta fuera
merecedora de una cuidadosa consideración.
—Porque Hood es así —dijo al final—. No me decepcionará.
Y puso los tres vasos al lado de los tres platos que ya había sobre la
mesa. Joha sintió algo oprimiéndole en el pecho. Algo parecido a la
angustia.
—Escucha, Goldie —le dijo—. Yo no contaría con ella. Hood está
demasiado furiosa conmigo…
—Ya sé —contestó ella con tranquilidad—. Por eso quiero que venga.
Si está furiosa contigo, pero viene igual, significa que puede dejar de estar
furiosa con… otras personas.
A Joha le pareció que Locks tenía a alguien específico en mente, pero no
se animó a preguntar. Abrió la boca para decirle de nuevo que no se hiciera
ilusiones cuando el sonido seco de una ramita al partirse resonó en el claro,
justo detrás de la línea de los árboles. Joha se puso en pie de inmediato con
la mano encima del mango del cuchillo. Quizá fueran forajidos atraídos por
el aroma de la carne…
Violette apareció en el claro. A pesar del calor, se había puesto su capa
violeta y se había echado la capucha sobre la cara, como si quisiera
ocultarla. Se quedó parada muy rígida tal donde estaba, con una canasta de
mimbre colgándole del brazo. Locks también la vio y le sonrió, pero no dijo
nada. Era como si fuera de vital importancia que la cazadora diera aquellos
últimos pasos por sí misma.
Joha contuvo el aliento. No quería hacer ni decir nada incorrecto.
Porque ella aún podía darse la vuelta y marcharse. Podía arrepentirse de su
idea o decidir, a último momento, que no valía la pena de todas maneras.
Violette levantó un poco la cara, sin quitarse la capucha. Su expresión
era indescifrable.
—¿Llego tarde?
—No —respondió Locks, animadamente—. Llegas justo a tiempo.
Reinas

E l retrato colgaba en un sitio de honor en el pasillo, justo delante del


ventanal que daba hacia el Este. Lo cubría una gruesa cortina de
terciopelo rojo con cordeles dorados. Todas las mañanas, cuando salía el
sol, la Reina se acercaba por el pasillo y tiraba de uno de ellos. Las cortinas
de terciopelo se abría lentamente, como una mariposa desplegando las alas
y allí estaba ella. La Reina se quedaba mirando su rostro en silencio,
apoyada sobre su bastón con las manos arrugadas cubiertas de manchas. Sus
ojos parecían rubíes brillantes por las lágrimas que nunca terminaba de
derramar.
Scarlett la observaba en silencio, escondida detrás del recodo del pasillo.
No se suponía que se levantara tan temprano ni que saliera de su cuarto sin
escolta, pero de todos modos, ella iba a observar a la Reina con la misma
puntualidad con la que la Reina observaba el cuadro. Todas las mañanas al
salir el sol, ya fuera invierno o verano, ya fuera que estuviera teniendo un
buen día o que sus rodillas y su espalda le dolieran tanto que tenía que
volverse a la cama y llamar a las doncellas para que le frotaran aceites sobre
las articulaciones, la Reina iba a aquel pasillo y Scarlett también.
La Reina le parecía hermosa, aún a esa edad: tenía pequeñas arrugas
alrededor de los ojos y en los bordes de la boca, pero a diferencia del
Príncipe Consorte, el resto de su rostro seguía terso y suave y no tenía
papada. Sus cabellos sueltos eran como hebras de plata que le caía sobre los
hombros, excepto por un único mechón de color violeta intenso que se
mezclaba entre ellos.
—Ese mechón es el que marca su estatus —le había dicho su nodriza a
Scarlett—. Es lo que la señala como la verdadera Reina, ¿entiendes?
Scarlett miraba su propio cabello en el espejo con creciente
desesperación. Por mucho que lo peinara y lo separara y lo analizara, no
conseguía encontrar ni un solo cabello que no fuera de un dorado apagado,
rubio de trigal y de oro viejo como los anillos de su padre.
—Scarlett, pórtate bien mañana —le dijo su padre—. Es tu cumpleaños.
Vendrá a verte la Reina.
Su padre tampoco tenía el cabello violeta, sino marrón oscuro.
Solamente las princesas descendientes de la Casa Real tenían el cabello
violeta, pero Scarlett era rubia como su madre. Y aquella carencia la hacía
llorar lágrimas de rabia, pero solamente cuando nadie más la podía ver.
Delante de otras personas, Scarlett se mantenía perfectamente tranquila, el
mentón alzado y los hombros rectos. Como una princesa debería.
—Sí, padre —contestó aquella noche con toda calma—. He terminado
de comer. ¿Puedo retirarme?
—Puedes —le respondió su padre, mirándolo con los ojos de color
carmesí. Al menos ella tenía aquellos mismos ojos, pero eso era un magro
consuelo cuando su cabello permanecía tan rubio como el día anterior.
Se levantó de la silla, le hizo una inclinación respetuosa a su padre y
luego otra a su madre. La doncella la siguió al cuarto para ayudarla a
quitarse el vestido y cepillarle el cabello como cada noche. Alcanzó a
escuchar un poco de la conversación de sus padres antes de que cerrara la
puerta:
—Jareth, no puedes hacer que se comporte de esa manera. ¡Tiene
solamente ocho años!
—Mañana tendrá nueve —contestó su padre, como si aquellas protestas
fueran una idiotez.
Y lo eran. Su madre era solamente una Duquesa, la Duquesa Elena de
Greenwood, pero su padre era el Príncipe Real Jareth de Hood. Y por eso
ella, Scarlett, era una princesa también. Y era importante que actuara como
una, para que la Reina pudiera ver que ella realmente era digna de ser su
heredera. Aunque no tuviera el cabello violeta.
Al día siguiente, Scarlett se esmeró más que nunca. Dejó que las
doncellas la peinaran, la vistieran y la perfumaran, se dejó poner unos
zapatos de hebilla grandes y se paró muy rígida con los brazos detrás de la
espalda entre su padre y su madre. El mayordomo entró primero para hacer
el anuncio:
—Sus Altezas Serenísimas, la Reina Odette Primera de Hood y el
Príncipe Consorte Tyrell de Hood.
Entraron los dos del brazo. La Reina, como siempre, estaba solemne y
hermosa. Se había puesto la diadema de filigrana plateada adornada con los
rarísimos zafiros violetas. A su lado, su esposo parecía muchísimo menos
real: un hombre con el cabello blanco ralo, algo encorvado, que resollaba un
poco con el rostro colorado, como si el cuello de su camisa lo ahorcara.
Pero cuando entraron a las habitaciones de la familia de Jareth, le sonrió a
Scarlett.
—Hola, pequeña. Feliz cumpleaños.
A Scarlett le parecía gracioso que un hombre tan viejo como aquel
siguiera siendo príncipe, pero su tutor le había explicado por qué era así. La
Corona se transmitía por línea matrilineal (Scarlett le había hecho repetir la
palabra una y otra vez, hasta aprendérsela), lo que significaba que
solamente las princesas podían ser Reinas. Sus esposos y sus hijos serían
príncipes para siempre.
Scarlett le echó una mirada de interrogación a su padre, que asintió
brevemente con la cabeza. Scarlett dio un paso al frente, tomó los costados
de su falda y se inclinó tal como le habían enseñado, con un pie detrás del
otro y los ojos en el suelo para demostrar humildad.
—Sus Altezas me honran con su presencia en este día —dijo.
Cuando levantó la vista, la satisfizo descubrir que el Príncipe Consorte
la miraba con ojos desorbitados, como si Scarlett lo hubiera sorprendido. La
Reina, en cambio, soltó una risilla seca.
—Linda muñequita de cuerda que tienes ahí, Jareth.
—Madre —contestó el padre de Scarlett, inclinándose también igual que
su esposa—. ¿Deseáis tomar asiento?
La Reina le hizo un gesto con la mano y de inmediato dos doncellas le
acercaron el sillón de orejas más cómodo de toda la estancia. La Reina se
dejó caer en él suntuosamente mientras todos esperaban. Era una
descortesía sentarse hasta que ella no lo hubiera hecho y Scarlett tuvo el
muy poco educado pensamiento que ojalá lo hiciera más rápido, porque sus
zapatos nuevos le apretaban un poco.
Los ojos rojos de su abuela se clavaron en ella y Scarlett se reprendió en
silencio, como si la Reina fuera capaz de leerle la mente.
—Acércate.
Scarlett dio dos pasos adelante y soportó como pudo la mirada intensa
de la Reina. Sus ojos no parecían rubíes ese día. Parecían el filo de una daga
que estuviera cortando y analizando hasta el más mínimo detalle en el
cuerpo y el rostro de su nieta.
—Te pareces a los Greenwoods —dictaminó la Reina al final—. Tienes
la nariz de tu madre.
No mencionó su cabello, pero Scarlett sabía que lo estaba pensando. Se
le hizo un nudo en la garganta, pero se pellizcó la mano detrás de la espalda
y se recordó a sí misma que era un princesa. Quizá no tuviera el cabello de
una, pero lo era. Su abuela tenía que ver eso.
—Ve a sentarte —le ordenó la Reina.
Scarlett lo hizo. Se sentó con la espalda muy recta y las manos sobre el
regazo. Los pies le colgaban unos centímetros por encima de la alfombra así
que hizo su mejor esfuerzo por no balancearlos para que no pareciera que
estaba aburrida. Toda ella tenía que mostrar el respeto que sentía por la
Reina y por el protocolo.
Las doncellas se adelantaron con el té y las tartas de frutilla. Eran las
favoritas de Scarlett y las habían hecho en su honor, por su cumpleaños.
Pero cuando Scarlett vio cómo la Reina arrugaba la nariz, deseó haber
averiguado cuál eran las tartas favoritas de ella para pedir que hicieran esas.
Quería complacer a su abuela, de la manera que fuera.
Le puso apenas dos cucharadas de azúcar al té y lo revolvió sin que su
cucharita tintineara contra los bordes de la taza. Su madre y su padre
hicieron lo mismo, pero el Príncipe Consorte tenía los dedos hinchados por
la artritis, así que por un momento no hubo ningún sonido en la estancia
más que el sonido de él avergonzándose a sí mismo y a su esposa con su
torpeza. Scarlett le echó una mirada de desaprobación antes de bajar la vista
a su tarta. Ella no era todavía la Princesa Heredera, lo que significaba que
su abuelo seguía teniendo un rango de nobleza más alto que el suyo. Era
irrespetuoso que lo mirara de esa manera.
La Reina bebió un par de sorbos de su taza y la dejó encima del platillo
con movimientos fluidos.
—Dime, muñequita: ¿qué quieres como regalo de cumpleaños?
Scarlett se sorprendió. No esperaba una pregunta tan directa y no tenía
una respuesta preparada. Miró de reojo a su padre, tratando de captar alguna
señal de él que le indicara cómo debía actuar, pero lo único que recibió fue
una breve negativa antes de que su atención se volviera a centrar en su taza.
—Yo… su Alteza es muy amable —dijo, lentamente, tratando de ganar
tiempo—. Pero tengo todo lo que podría desear una persona y mucho más.
Estoy agradecida.
Hubo un largo silencio después de esa respuesta y Scarlett se puso
nerviosa. ¿Había contestado bien? ¿Era eso lo que se esperaba de ella? La
Reina alzó una de sus finas cejas hasta casi rozar la línea de su cabello y el
Príncipe Consorte parecía sorprendido.
—¿No quieres una muñeca? —preguntó—. Podemos hacerte encargar
una muñeca de porcelana muy bonita con sus propios vestidos para que la
puedas cambiar. Incluso podemos hacer que el carpintero real le haga su
propia casa. ¿No te gustaría eso?
—Suena muy bonito, su Alteza —dijo Scarlett, delicadamente—. Pero
ya soy muy grande para muñecas y con todos mis estudios, no tendría
tiempo para jugar con ellas. No quisiera que os esforcéis tanto para
conseguir algo que al final no voy a usar.
—¿Y un caballo? —insistió el Príncipe—. A las niñas de tu edad les
gustan los caballos, ¿verdad?
A Scarlett le dio la impresión que su abuelo llevaba bastante tiempo sin
hablar con una niña de su edad. Y aunque así hubiera sido, ninguna de esas
niñas era en lo más mínimo como Scarlett.
—Ya tengo un caballo, su Alteza —respondió, con una sonrisa—. Me
sirve muy bien en mis lecciones de equitación.
—Sí, os he visto saltar en el patio —comentó la Reina.
Scarlett tuvo un momento de emoción que fue demasiado prematuro y
pasó igualmente rápido. La Reina la había observado en el patio, la Reina le
estaba prestando atención. Pero al mismo tiempo, no parecía demasiado
complacida con lo que había visto. Scarlett podía montar con agilidad
impresionante, pero eso no era lo único necesario para ganarse la
aprobación de la Reina.
—¿Qué haces, además de equitación?
—Mi institutriz me enseña idiomas, Alteza —le contó Scarlett—. He
aprendido tres y estoy estudiando un cuarto. También tengo un tutor de
matemática, historia y geografía. Él me enseña las leyes y costumbres de
nuestro Reino…
—¿Conque sí? —preguntó la Reina. La sonrisa en sus labios finos era
casi burlona—. ¿Y qué sabes sobre las costumbres de nuestro reino,
exactamente?
—El Reino Hood se encuentra en una isla separada de Alcaraza por un
estrecho de mar —empezó a recitar Scarlett—. Esto hace que nuestras
costumbres y economía sean únicas…
La Reina levantó la mano y Scarlett se calló la boca.
—¿Qué sabes sobre la sucesión de la Corona? —la interrogó. Sus dos
ojos carmesíes estaban otra vez clavados en ella casi sin parpadear.
—La Corona se hereda por línea matrilineal —dijo Scarlett, contenta de
haberse aprendido esa palabra tan larga y difícil—. Eso significa que pasa
de madres a hijas o de abuelas a nietas en ausencia de la Princesa Real.
Como en este caso: su Alteza tuvo una hija, la Princesa Real Lissette, que
fue nombrada Princesa Heredera al cumplir los doce años como marca la
ley del reino y ella debía ser vuestra sucesora, pero…
Scarlett se interrumpió. Todas las miradas estaban clavadas en ella. El
Príncipe Consorte parecía asustado y su padre estaba negando con la cabeza
con mucha más energía de la que usaba cuando quería indicarle algo.
—¿Pero? —preguntó la Reina, alzando una de sus finísimas cejas y
fijando la vista en Scarlett—. Vamos, niña. No nos dejes en suspenso.
Scarlett sintió que le subían los colores a la cara. ¿Estaba la Reina
burlándose de ella? ¿Esperaba acaso que dijera alguna grosería o un dato
incorrecto que revelaría lo que en realidad era ella? No sabía qué hacer y su
padre no estaba contestando a sus señales.
—Su Alteza —dijo de pronto Elena, sobresaltando a todos en la
habitación—. Por favor, excusad a Scarlett. Estoy segura que ella no
pretendía…
—Cállate —dijo la Reina, echándole una mirada fulminante con sus
ojos rojos—. Le he hecho una pregunta a la niña y espero que me conteste.
Jareth, harías bien en recordarle a tu esposa el protocolo. Nadie tiene
permitido dirigirse a la Reina si ella no se dirige a ellos primero.
—Sí, madre —contestó Jareth, bajando la vista avergonzado.
—¿Y bien? —insistió la Reina, volviendo su atención a Scarlett una vez
más—. Termina lo que estabas diciendo. Dime qué le pasó a mi hija.
Scarlett sentía que se le había formado un nudo en la garganta, pero ya
no era de miedo o de desconcierto. Era de vergüenza y de furia. ¿Qué creía
su madre que intentaba hacer? Ella no era una niñita asustada que no sabía
su lugar. Ella era una Princesa Real y la Reina tenía que ver eso. Era su
deber mostrárselo.
Levantó la vista, juntando toda la decisión que tenía dentro de su cuerpo
menudo.
—No soy capaz de contestar la pregunta de su Alteza.
Los labios de la Reina se estiraron hacia los costados, como si pensara
que Scarlett le estaba faltando el respeto. Algo que Scarlett jamás se
atrevería a hacer.
—Querida mía —dijo el Príncipe Consorte, tratando de poner paños
fríos a la situación—. Por favor, estábamos teniendo una merienda tan
agradable…
—La Princesa Heredera Lissette desapareció hace más de veinte años
sin dejar rastros cuando viajaba para conocer a un pretendiente —continuó
Scarlett, como si no hubiera habido interrupción alguna—. Su Alteza ha
enviado numerosas partidas de búsqueda, pero ninguna ha tenido éxito. El
Reino Wolfhausen es un país pequeño e impenetrable y los exploradores
(los que han conseguido llegar) volvieron siempre con las manos vacías. No
sé la respuesta a la pregunta de su Alteza, porque nadie la sabe.
La Reina seguía observándola en silencio, pero esta vez Scarlett no bajó
la mirada. El aire se sentía tan tenso como las cuerdas de su violín, pero al
final, la Reina fue la primera en apartar la mirada. Como todo lo que hacía,
sin embargo, estuvo lleno de gracia y estilo: se dio la vuelta y
delicadamente recogió la taza de té que había quedado en la mesa ratona.
—Lo que dices es correcto —admitió, con el mismo tono frío de antes
—. Mi hija desapareció y hay quienes quisieran oírme decir que ha muerto
y que necesito nombrar una heredera distinta. —Sus ojos se clavaron como
dagas en Jareth, que se hundió en su asiento—. Y tú eres mi única nieta —
agregó la Reina, volviendo su atención a Scarlett—. ¿Sabes lo que eso
significa?
—Significa que si su Alteza fuera a nombrar otra heredera, tendría que
ser yo —dijo Scarlett. La Reina le había hablado sin tapujos y no vio
motivo alguno para no devolverle la cortesía.
—Tienes razón una vez más, muñequita —dijo la Reina. Por primera
vez en su vida, Scarlett la vio sonreír. No era una sonrisa de orgullo como
las que su padre a veces le dirigía cuando Scarlett hacía algo para
complacerle, sino una sonrisa vacía, casi amarga. Pero era una sonrisa al fin
—. Eso le gustaría a tu padre, ¿verdad?
—Estoy segura que lo haría muy feliz, su Alteza —estuvo de acuerdo
Scarlett.
—¿Y a ti? ¿Te gustaría a ti ser la Princesa Heredera? No lo mires a él
para que te dé una respuesta —le ordenó la Reina y Scarlett dominó el
impulso de hacer precisamente eso—. Mírame a mí y contéstame con la
verdad. ¿Quieres ser la Princesa Heredera?
Scarlett respiró profundamente. Más que todo lo que había ocurrido
antes, más que todas sus lecciones y todas las instrucciones de protocolo
que la habían hecho memorizar, aquella era la verdadera prueba de fuego.
Sin saber muy bien si su padre lo hubiera deseado o no, Scarlett decidió
responder con la fría verdad.
—Su Alteza no tiene más nietas y hasta que no haya una prueba de que
la Princesa Lissette está viva, el Reino deberá continuar como si su ausencia
fuera a ser definitiva. Soy vuestra heredera, lo quiera yo o no. Y lo queráis
vos o no.
Por el rabillo del ojo, notó que el rostro de su padre se ponía rojo como
un tomate mientras que su madre, en cambio, estaba pálida como el mantel
sobre el que reposaban las tartas. El Príncipe Consorte se tiraba del cuello
de la camisa, como si estuviera sofocándolo y hasta las doncellas parecían
más atentas de lo que les correspondía al intercambio.
La Reina alzó la barbilla.
—Quizá haya más de los Hood en ti de lo que parece —comentó con
lentitud. Su expresión era indescifrable. Vació su taza de té y la volvió a
dejar sobre la mesa—. ¿Qué otro truco tienes, muñequita?
—Scarlett toca el violín maravillosamente, madre —intervino Jareth—.
¿Queréis escucharla?
La Reina se encogió de hombros, como si le diera igual que Scarlett
tocara el violín o no. De todos modos, una de las doncellas abandonó la
estancia y regresó rápidamente con el estuche de Scarlett.
Scarlett les hizo una inclinación a la Reina y al Príncipe Consorte antes
de apoyar el instrumento contra su barbilla y deslizar lentamente el arco
contra las cuerdas para arrancar una nota clara y sonora. Había elegido una
melodía lenta, melancólica, no porque no pudiera tocar algo mucho más
complicado, sino porque necesitaba tiempo para pensar.
Era la primera vez en su vida que actuaba sin pensar en los consejos de
su padre. Y esa había sido la única vez que la Reina había parecido aunque
fuera un poco complacida con ella.
Si la Reina estaba impresionada o disgustada por su habilidad con el
violín, su rostro no lo demostró. Después de terminar las tartas, se levantó
lentamente con ayuda de su bastón y Scarlett y sus padres se inclinaron
respetuosamente para saludarla. En cuanto la puerta se cerró detrás de ellos,
Jareth se volvió hacia su hija.
—No debiste haber traído a colación el tema de tu tía, Scarlett. Te dije
que era un asunto delicado. ¿Me estás escuchando?
Scarlett asintió distraídamente.
—¿Puedo retirarme a mi habitación, padre?
Su padre le dio permiso, pero había una arruga muy profunda en su
ceño.
Scarlett se fue a la cama temprano y la ansiedad la despertó un poco
antes del amanecer. Esperó hasta que escuchó el reloj en el pasillo dar sus
campanadas y entonces salió de la cama, se calzó sus zapatillas y se deslizó
fuera de sus habitaciones con tanto sigilo que parecía una sombra. Una
sombra pequeñita, ataviada con un camisón blanco de puntillas y trenzas
rubias tan largas que le caían por la espalda. Se apuró tanto que llegó a su
recodo del pasillo aún antes de que la Reina llegara a su lugar junto a la
ventana.
El sol empezaba a asomar cuando la Reina llegó del otro lado,
caminando lentamente, apoyándose en su bastón a cada paso que daba.
Parecía más anciana y más cansada que nunca y Scarlett supuso que era
porque creía que nadie podía verla. Ahí, en ese pasillo vacío, no tenía que
ser la Reina. Podía ser simplemente Odette, una mujer triste que todavía
guardaba duelo por su hija perdida.
Podía ser simplemente la abuela de Scarlett.
Odette tiró de los cordeles y las cortinas de terciopelo se abrieron. El
corazón de Scarlett latía con fuerza cuando dio un paso al frente y Odette
volteó la cabeza para mirarla. Las dos se observaron con ojos rojos
idénticos. Scarlett temió que la Reina le ordenara regresar a su cuarto. Pero
tras un momento, Odette volvió la mirada al cuadro, como si no le
importara lo que Scarlett hiciera. Así que ella decidió avanzar, lentamente,
como si su abuela fuera un cisne reposando sobre un lago que se echaría a
volar si ella hacía algún movimiento brusco.
Por fin, tras lo que pareció una eternidad, Scarlett llegó a su lado y
levantó la vista hacia el cuadro. Había visto otros retratos de la Princesa
Lissette, por supuesto, pero ninguno como aquel. El artista debía de haberla
querido muchísimo para pintarla con tanto detalle. Los colores seguían
vivos, preservados debajo de la cortina durante todo el día, excepto por
aquel momento de la mañana. Lissette iba ataviada con un elaborado
vestido blanco, sentada en un trono alto, con una sonrisa casi pícara en sus
labios. En las manos que reposaban sobre el regazo llevaba un lirio violeta,
tan violeta como la gruesa trenza que le caía sobre uno de los hombros.
—Era muy hermosa —comentó Scarlett.
—Sí, lo era —contestó Odette.
Se quedaron en silencio un largo rato. Luego, su abuela se movió para
poner una mano encima del hombro de Scarlett.
—Ella también tocaba el violín, ¿sabes?
Scarlett no lo sabía. Pero en los años que siguieron, aprendió muchas
otras cosas sobre su tía Lissette.

—Scarlett —Robin susurró a su lado—. Scarlett. Despierta, prima.


Scarlett suspiró y abrió los ojos.
El Bosque parecía interminable. Scarlett había estado dormitando sobre
su caballo, pensando en aquella mañana bañada de sol en el pasillo del
castillo. Le dolía el cuerpo por tantos días de dormir en el suelo y quería
con desesperación comer algo que no fueran gachas ni animales recién
cazados que llevaban horas para cocinarse. Quería estar de vuelta en su
habitación en el palacio y no en aquel Bosque abandonado por los dioses. Y
definitivamente, no quería tener que escuchar una palabra más sobre lo
bello que era.
Pero Robin no le iba a dar esa opción.
—¡Mira ese pájaro! —dijo, señalando una rama por encima de sus
cabezas—. Mira ese plumaje. Oh, no tengo las acuarelas para pintarlo, pero
si las tuviera…
Scarlett miró hacia el pájaro. No le parecía nada extraordinario. Tenía
plumas azules y estaba dando saltitos y trinando por encima de sus cabezas.
Era solamente un pájaro, pero en ese momento, Scarlett concentró toda su
frustración y su cansancio en él. Había pasado semanas en aquel viaje de
todos los demonios, quedándose en pequeñas tabernas en lugar de
presentarse en los castillos que habían cruzado y demandado que le dieran
alojamiento, porque era una misión secreta. Robin no se había callado ni
una vez durante el viaje, porque la habían obligado a traerlo con ella a pesar
de que era perfectamente capaz de cuidarse sola. Y ahora ese pajarillo
horrible cantaba como un estorbo…
Scarlett levantó la ballesta y disparó. La flecha se clavó en la rama justo
debajo del pájaro, que salió volando con un trino que bien podría haber sido
un chillido de espanto. Scarlett miró a su primo y secretamente se
complació de la decepción en su rostro.
—No vinimos hasta aquí para admirar el paisaje, Robin —le gruñó.
—Sí, prima —contestó él, bajando la vista.
Robin era ocho años mayor que ella, pero en opinión de Scarlett, era
como si la hubieran puesto a ella al cuidado de un niño de doce y no al
revés. Durante toda la travesía, no había hecho más que cantar sus
canciones y hacer altos para esbozar dibujos de los paisajes y lugares que
veían al pasar. Ni una sola vez había demostrado el motivo por el que había
venido. Scarlett hubiera preferido mucho más venir sin escolta… excepto
por los cincuenta Hombres de la Reina que venían en algún lugar por detrás
de ellos, claro está. Pero Odette había insistido en que era necesario que
trajera a alguien que se quedara a su lado en todo momento.
—Es inapropiado que viajes solamente con esos hombres —le había
dicho a Scarlett, usando su “tono de Reina” que no admitía réplica—. Robin
te protegerá durante el viaje y además, será una buena oportunidad para que
lo conozcas mejor.
Scarlett lo había conocido y acababa de decidir que no se casaría con él.
En seis años más, cuando tuviera edad suficiente, no elegiría un consorte
que estuviera obsesionado con sus pinturas y sus pájaros. Su abuela no
quería que se comprometiera con algún príncipe extranjero o con algún
miembro de la alta nobleza y Scarlett lo entendía. Lo que le había pasado a
Lissette estaba fresco en su mente a pesar de los años transcurridos y
hubiera preferido mucho más que Scarlett se quedara en el castillo,
completando su educación y preparándose para tener a Robin como esposo.
Scarlett tenía otras ideas.
—Doce años —había comentado el Príncipe Consorte Tyrell la mañana
que Scarlett decidió emprender su viaje—. Ya eres toda una mujercita, ¿no?
Ni Odette ni Scarlett habían contestado a ese comentario. Desde que
Scarlett se había mudado de las recámaras de sus padres al ala del castillo
donde habitaban la Reina y su Consorte, Scarlett se había dado cuenta que
muchas veces la Reina prefería ignorar a su esposo y había adoptado el
hábito de hacer exactamente lo mismo.
—Es una fecha muy especial, Scarlett —había dicho su abuela, pero sin
el mismo tono condescendiente de Tyrell—. ¿Qué quieres para tu
cumpleaños?
Scarlett no lo había dudado ni por un momento.
—El Reino Wolfhausen.
Pero ahora que finalmente estaban cruzando las fronteras del reino,
Scarlett empezaba a creer que hubiera estado mejor pidiendo una muñeca o
un caballo nuevo. Habría sido decepcionante y no habría hecho nada por
mejorar su estatus como Princesa Heredera, pero al menos no estaría
atascada en un Bosque oscuro y aburrido, escuchando a Robin silbar por lo
bajo.
—¿Estamos cerca ya? —preguntó, solamente para interrumpirlo.
—Según nuestros mapas, pronto deberíamos dar con un lago —le dijo
Robin, con una sonrisa bobalicona entre su barba candado—. Luego será
menos de un día de camino a través de campos cultivados hasta la capital
del Reino. Claro, no será tan bonito como este, pero seguramente el camino
será más plano y muchísimo más rápido…
—Cállate —le espetó Scarlett, cansada de sus tonterías. Y para su gran
alivio, Robin obedeció.
Otra causa de alivio: en unos minutos más, llegaron al bendito lago. Era
una extensión de agua enorme y cristalina que refulgía debajo del sol de la
mañana e incluso con todo su mal humor a cuestas, Scarlett tuvo que
admitir que la vista era impresionante. El Reino Wolfhausen era pequeño y
no tenía demasiado poderío, ni bélico ni económico. Pero le sobraban
bellezas naturales, eso estaba claro.
También estaba claro por qué la Princesa Lissette había considerado
alguna vez casarse con su heredero. La alianza con el Reino Hood habría
sido beneficiaria para los von Wolfhausen y los Hood podían, de esa
manera, dejar de lado discretamente todas las ambiciones de príncipes y
reyes extranjeros que presentaban un peligro mayor para el reino.
Scarlett no estaba allí para formar alianzas, sin embargo. De un salto, se
bajó del caballo y tiró de las riendas para acercarlo a la orilla y que el pobre
animal pudiera beber algo de agua fresca.
—Buena idea, prima —dijo Robin, imitándola—. Aprovecharé para
rellenar nuestros odres también. ¿Quién hubiera dicho que el verano iba a
ser tan caluroso a esta altura? Según los libros que leí, ya deberían haber
empezado las lluvias de la temporada de otoño…
—Cállate —repitió Scarlett y Robin obedeció.
En ese lugar, la visión era más clara. No podía ver por encima de las
copas de los árboles, pero la densidad era mucho menor y el camino estaba
despejado hacia adelante. Scarlett estiró los brazos por encima de la cabeza
para sacudir un poco el entumecimiento de cabalgar por tanto tiempo.
Pronto estaría frente al soberano de aquel reino. Había tenido mucho tiempo
para planear qué le iba a decir y sentiría un enorme placer cuando por fin lo
hiciera.
Robin había empezado a silbar otra vez y Scarlett se dio la vuelta para
ordenarle que parara, pero las palabras se le quedaron atascadas en la
garganta.
Había una joven allí. Estaba inclinada sobre el lago, con un cántaro
grande en los brazos, llenándolo de agua. A su lado había una niña rubia,
quizá un poco menor que Scarlett, que sostenía otro cántaro esperando que
la chica terminara con el primero. Pero no se fijó en ella. Sus ojos y su
mente se paralizaron mientras trataba de pensar en alguna excusa para salir
de ese lugar.
No tuvo tiempo. Robin la vio de inmediato. No había manera de que no
la viera.
No cuando la chica tenía el cabello violeta que refulgía bajo el sol, como
un estandarte que no podían ignorar. No cuando la gruesa trenza violeta le
caía por encima de un hombro, tan larga que casi rozaba la superficie del
agua, era igual a la trenza que un pintor se había esmerado por reproducir
tantos años antes.
—Dioses —murmuró Robin y dejó caer el odre. Sus ojos pardos estaban
abiertos de par en par por la sorpresa y tenía la boca abierta como si se le
hubiera desencajado la mandíbula—. Tía Lis…

—Joha me dijo que esta época es muy buena para pescar.


—Supongo —contestó Hood, sin prestarle demasiada atención.
—Quizá si me enseñas a hacer una caña podamos tener una cena con
pescado —dijo Locks, sin perder su usual entusiasmo.
Hood terminó de rellenar el cántaro y lo dejó a un lado con dificultad.
—Para pescar tienes que estarte quieta y en silencio por un largo tiempo
—dijo cuando Locks le pasó el siguiente—. Tú no podrías hacerlo.
—¡Claro que podría! —protestó Locks, irritada.
—Espantarías a todos los peces y nos iríamos a la cama sin cena —
contestó Hood, poniendo los ojos en blanco.
—¡Puedo ser tan silenciosa y sigilosa como tú! —chilló Locks,
indignada. Hood se rio por lo bajo y se inclinó para rellenar el segundo
cántaro—. Puedo hacerlo. ¡Hood!
—¿Ves que no te puedes estar callada ni un momento? —gruñó Hood,
demasiado concentrada en el cántaro para levantar la cabeza.
—¿Quiénes crees que son esos?
Hood quería recoger el agua y regresar a su cabaña sin más
distracciones. Ya era bastante que hubiera accedido a llevar a la niña con
ella. Pero suponía que no tendría paz hasta que Locks hubiera satisfecho su
curiosidad, así que, con un suspiro, levantó la cabeza y miró.
Al otro lado del lago, había dos personas con sus caballos. Uno era un
hombre que permanecía inmóvil con un odre abandonado a sus pies, como
si se le hubiera caído y no tuviera la intención de recogerlo. La otra era una
niña con una capa roja sobre los hombros. Los dos parecían estar mirando
en esa dirección, pero a la distancia era imposible de saberlo con seguridad.
—Viajeros, seguramente —dijo Hood, encogiéndose de hombros—.
Muchos vienen al Reino para el Festival.
—¿No sería buena idea indicarle el camino al pueblo? —sugirió Locks.
—No están tan lejos y no son problema nuestro —contestó Hood.
Recogió el cántaro más pesado y se alejó entre los árboles sin mirar atrás.
—¡Hood! ¡Hood, espera! —la llamó Locks.
Hood escuchó sus pasos detrás de ella, lentos y torpes por el peso del
cántaro, y el chapoteo del agua que iba derramando a su paso. Por un
momento, pensó en dejarla atrás y ni siquiera mirar por encima de su
hombro para ver si venía.
Pero por motivos que no pudo explicarse, se quedó dónde estaba hasta
que Locks se puso a la par.
—Bueno, quizá no me sea fácil —admitió la niña—. Pero si tú me
enseñas, puedo aprender a pescar.
—Lo dudo mucho.
Siguieron discutiendo todo el camino hacia la cabaña. Ninguna de las
dos volvió a pensar en los viajeros al otro lado del lago.
Pero los viajeros al otro lado del lago no pensaron en otra cosa en todo
el día.
—¡Vamos! —gritó Robin, subiéndose a su caballo de un salto.
—¿A dónde? —preguntó Scarlett, demasiado perpleja para reaccionar.
—¡Tras ella, por supuesto! ¡Tenemos que saber quién es!
Clavó los tobillos en las ancas del caballo y se lanzó al galope,
bordeando el lago a toda velocidad. Scarlett finalmente reaccionó y
consiguió ir tras él. El corazón le latía con tanta fuerza que lo sentía en su
garganta y los pensamientos se arremolinaban en su mente sin que ella
pudiera evitarlo. No pensó que la vería tan pronto. No pensó que se la
encontraría no bien hubieran llegado al Reino. Aquello podía desbaratar
todos sus planes. Nadie más podía saber que ella estaba allí. Tenía que
mantener la calma.
Y tenía que parar a su primo.
—¡Robin! —le gritó a su espalda—. ¡Para! ¡Espera!
Por primera vez, su primo no le hizo caso. Scarlett maldijo en voz baja y
restañó el látigo contra los flancos del caballo. La velocidad a la que iban
tiró de su capucha roja hacia atrás y le agitó las trenzas, pero ella no le
prestó atención. Ya casi había alcanzado a Robin. Unos pasos más y lo
superaría. Golpeó al caballo de vuelta, que relinchó e inclinó la cabeza, las
orejas pegadas contra el cráneo. Robin estaba tan concentrado, tan
anonadado que apenas se dio cuenta cuando Scarlett tiró de las riendas y se
paró bruscamente delante de él.
Robin casi sale despedido de su propio caballo cuando lo frenó para no
colapsar contra ella.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó, desconcertado.
—No puedes ir tras ella —le dijo Scarlett—. No la alcanzarás. Te
perderás en el bosque y ambos estaremos condenados.
—¿De qué estás hablando?
—El Bosque está lleno de espíritus —replicó Scarlett, pensando y
hablando ella misma como si todas sus ideas fueran caballos desbocados—.
Lo he leído cuando estudiaba este lugar. Hay magia antigua en estos árboles
que ni tú ni yo podemos comprender y no debemos perturbarla.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Robin. Su cara pasó de la confusión
a una expresión de puro miedo—. La magia la manejan las personas, no los
lugares.
Scarlett comprendió que había dado en el clavo. Nadie que proviniera
del Reino de Hood se atrevería a meterse en asuntos mágicos. Bueno, casi
nadie.
—¿No? ¿Cómo explicas entonces la presencia de la tía Lis aquí? —
siguió preguntando—. Y luciendo tan joven como el día en que desapareció.
¿La niña que estaba a su lado se veía como una hechicera para ti? Aún si lo
fuera, ¿cómo habría sabido invocar la imagen de la Princesa? ¿Por qué te
lanzaste detrás de ella, dejándome atrás como si nada?
Robin la miró parpadeando. Se veía más idiota que nunca, como si
acabara de despertar de un sueño.
—No lo sé —contestó al fin, bajando los ojos.
—Era una ninfa, Robin. O un Espíritu del Bosque o como quieras
llamarle. Tomó esa forma porque sabía que iríamos tras ella. Porque sabía
que el misterio nos atraería hacia ella. Los dioses saben lo que hubiera
hecho si la hubieras alcanzado, Robin.
Robin miró por encima del hombro de Scarlett, hacia los árboles por
donde había desaparecido la chica. Por un momento sujetó las riendas con
tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, como si estuviera
pensando en lanzarse tras ella a pesar de las advertencias de Scarlett. Pero al
final, relajó el agarre y suspiró.
—Tienes razón, prima. No sería prudente.
—Claro que tengo razón —contestó Scarlett. Le alegraba que el asunto
se hubiera terminado con tanta rapidez. Miró hacia el frente, hacia el
castillo que se perfilaba en la lejanía y de pronto sintió que su resolución se
endurecía. Tiró de las riendas del caballo para que se diera vuelta—. En
marcha.
Se movieron con lentitud, para darles un descanso a los caballos después
de la alocada carrera y en un silencio solemne, como si ninguno de los dos
estuviera muy seguro de qué decir en un momento como aquel.
—Era muy hermosa, ¿no es verdad? —comentó Robin al fin. Su
habitual expresión bobalicona y soñadora, para desgracia de Scarlett,
acababa de regresar.
—Sí. Lo era —dijo Scarlett. Hundió los talones en el caballo para
obligarlo a apresurarse.

El König estaba teniendo un día miserable.


Para ser más específico, estaba teniendo una semana miserable. Aún con
Zwei calentándole la cama, había dormido poco en las últimas noches, con
pesadillas vívidas y violentas que lo despertaban sobresaltado a intervalos
que no podía predecir.
No le molestaba. Otras veces en su vida ya había sido víctima del
insomnio y las pesadillas, pero en esas ocasiones siempre había podido
subir a la torre de su madre y pedirle un té de su extensa colección para
conseguir descansar. Esos días, sin embargo, Viktoria se había encerrado en
sus habitaciones y se había negado a recibir a nadie, ni siquiera a su propio
hijo. Había quedado profundamente afectada por la última incursión de
Hood, le había dicho la doncella que le hizo llegar el mensaje y no quería
ser molestada mientras se recuperaba. Así que el König estaba solo contra
las imágenes perturbadoras de su cabeza.
Eso no habría sido del todo malo, si hubiera tenido la oportunidad de
dormir un poco más durante el día y descansar, pero el Festival del Fin de
Verano estaba a apenas unas semanas de distancia y Ludwig insistía en que
él tenía que repasar y aprobar todos los detalles: aprobar las medidas de
seguridad, el sueldo que se les pagaría a los artistas que entretendrían a los
asistentes, el impuesto que se le cobraría a los artesanos que venían a
vender sus productos…
El König estampaba su sello en todos los papeles que Ludwig le ponía
adelante, fingiendo que prestaba atención a las cosas que su Consejero le
decía, pero lo cierto es que su mente agotada estaba muy lejos de allí.
Específicamente, estaba hundida en medio de un pantano de
arrepentimientos. Si no hubiera despedido al Consejo entero, podría haber
delegado esas responsabilidades en ellos. Demonios, si Alexander no se
hubiera marchado en medio de la noche dejándole una nota de renuncia de
lo más grosera, podría habérselo encargado al mayordomo. No podía creer
que lo hubiera abandonado de aquella manera después de tantos años de
servicio, pero la evidencia estaba a la vista.
Y lo peor de todo era que no era tan sencillo quitarse a Ludwig de
encima como lo había sido con los otros cortesanos. El Consejero Real
parecía hecho de hielo. Mantenía la compostura incluso cuando el König
rabiaba y le gritaba y amenazaba con quitarle su puesto. Se encogía de
hombros y decía algo como:
—Muy bien, veo que su Gracia no desea revisar estos números ahora
mismo. Quizá podamos retomarlo después del almuerzo.
Y el König conseguía tener una mañana tranquila. El problema era que
después del almuerzo, Ludwig volvía a incordiarlo con el mismo asunto,
como una mosca insistente y el König no tenía más remedio que ponerle
atención.
Así las cosas, ese día en particular tenía dolor de cabeza y muy pocas
ganas de lidiar con los números de Ludwig. Había decidido pasar el día en
el salón de armas, sopesando espadas y observando armaduras, no porque le
importara particularmente que sus guardias estuvieran bien equipados, sino
porque calculaba que al menos tendría un rato de paz antes de que Ludwig
lo encontrara.
Y no es que se estuviera escondiendo de su Consejero. Claro que no. Un
soberano jamás se escondía. Simplemente estaba... ocupándose de asuntos
más agradables.
El espadín silbaba en el aire con cada movimiento de su brazo. No era
como una de esas espadas de leyenda que se suponía que los reyes antes de
él habían tenido, pero aun así, era fascinante ver cómo algo tan fino y
delgado podía dejar cortes igualmente finos y delgados en el maniquí contra
el que estaba practicando. Por supuesto, no era un blanco adecuado. Cuando
el König se imaginaba al enemigo contra el que blandir su espada, pensaba
que sería algo más bajo, pero mucho más ágil. Que sus pies bailarían sobre
el piso y se movería con la suavidad de la seda. Que habría una sonrisa
burlona en sus labios y el cabello violeta suelto sobre los hombros… —Su
Gracia.
El König se sobresaltó tanto que clavó el espadín directo en la cabeza
del maniquí de prácticas. Ludwig había entrado en la habitación sin hacer
ruido o el König había estado tan distraído que no lo había escuchado
entrar. La primera opción parecía la más segura, ya que el hombre tenía la
irritante costumbre de caminar como si sus pies no tocaran el piso.
—Ludwig —masculló el König irritado, mientras tiraba del espadín para
liberarlo —. Dejé dicho que no se me molestara.
—Lo sé, mi König, pero esto es importante…
—No quiero saber nada acerca de la cantidad de velas para iluminar el
estúpido festival o cuánta harina necesitarán las panaderas. Estoy harto, ¿me
oyes? ¡Harto!
La fuerza de su rabia consiguió destrabar el espadín. Lo sostuvo en alto
y se preguntó cuál sería el estatus legal del König apuñalando a alguien
porque le resultaba molesto. Tendría que investigarlo después.
—Se trata de una mandataria extranjera —explicó Ludwig, para nada
alterado por la aparente amenaza implícita en la pose de su soberano—.
Solicitó una audiencia con vos, su Gracia. Sería un gran error rechazarla
cuando lo está esperando en este momento.
—¿Una mandataria extranjera? —repitió el König, seguro de que había
escuchado mal.
El Reino Wolfhausen rara vez recibía viajeros, mucho menos
diplomáticos o nobles de otros países. El Festival de Fin de Verano era una
excepción por supuesto, pero aun así, el Reino estaba tan aislado que el
flujo nunca era demasiado grande. En su juventud, había escuchado a un
Devoto decir que eso era una bendición. El Reino era tan rico en recursos
que podía sostener a su población sin depender de tratados comerciales y
estaba tan bien pertrechado por su geografía que no necesitaba de difíciles y
complejos pactos de paz que rara vez eran respetados de todos modos.
Pero Ludwig parecía completamente serio al respecto.
—La Princesa Heredera Scarlett de Hood —anunció Ludwig—. ¿Le
digo que la recibiréis?
El nombre envió un escalofrío por la espalda del König, tan repentino
que no tuvo tiempo de reprimirlo antes de que Ludwig se diera cuenta.
—El Reino Hood es un país lejano, una isla muy rica separada del resto
del continente —le explicó el Consejero—. No tiene nada que ver con la
infame criminal que acecha nuestro reino, mi König.
—Eso ya lo sé —contestó el König, molesto por su tono
condescendiente —. ¿Y qué quiere esta persona? ¿Por qué ha viajado tanto
solo para verme?
—Eso no ha querido decírmelo —admitió Ludwig con un encogimiento
de hombros—. Pero sospecho que os lo dirá a vos.
Lo miró con aquellos ojos azules de terciopelo y el König supo que no
tenía demasiadas opciones a este respecto.
—Dile que me espere —suspiró al fin—. Me lavaré y estaré con ella.
—Los he hecho pasar a la Sala del Consejo y me he tomado la libertad
de indicar que les ofrezcan un refrigerio a ella y a su acompañante —
confesó Ludwig—. Así que no os preocupéis porque se aburran
esperándoos.
El König no contestó nada al respecto. Mientras se echaba agua sobre el
cuerpo y elegía una camisa limpia, casi estuvo tentado de retrasar el
encuentro. Pero eso solamente significaría que Ludwig vendría a
importunarlo de nuevo, así que con un suspiro, se encasquetó la corona
sobre la cabeza (eso era lo que tenía que hacer, ¿verdad? ¿Para demostrar su
estatus?) y bajó las escaleras hasta la Sala del Consejo.
No estaba muy seguro de que esperaba encontrar allí. No aquello,
definitivamente.
Era una niña. Una niña de unos once, doce años como mucho, con
trenzas rubias que le caían sobre los hombros. El asiento en el que estaba
era demasiado alto para ella, así que sus pies colgaban varios centímetros
por encima del piso. Estaba envuelta en una suntuosa capa roja cuyos
bordes colgaban sobre el piso y en la mano tenía una taza de té de la que
sorbía tranquilamente. A su lado, había un muchacho, quizá de la edad del
propio König, metiéndose un pastelito de miel entero en la boca. Habría
sido impresionante si se hubiera tratado de un campesino y no, suponía el
König, de un escolta real.
—Scarlett, tienes que probar estos —dijo entre bocado y bocado—. Son
exquisitos.
La Princesa Heredera le echó una mirada de reojo que el König estaba
bastante seguro se parecía a la suya.
—No estamos aquí por la comida, Robin —le replicó con un gruñido.
—No —estuvo de acuerdo el König—. Estáis aquí para verme a mí.
Los dos se volvieron hacia él. Robin se levantó de su silla e hizo una
leve reverencia, por lo que el König dedujo que era un noble menor o algún
pariente lejano de la Familia Real de Hood. La Princesa Scarlett, en cambio,
se limitó a levantarse de su silla y a extenderle la mano cuando el König se
acercó a ella. El König había lidiado con suficientes damas nobles
pretenciosas para saber lo que esperaba de él. Se inclinó (casi tuvo que
arrodillarse) y dejó un beso rápido, casi distraído encima de sus nudillos.
Eso era lo máximo que podía pretender de él. No iba a correr la silla
para ella ni nada por el estilo. Tampoco se molestó en sentarse él mismo,
quizá para mostrarle a ese par de desconocidos que clamaban ser de la
realeza que tenía muy poca paciencia para permanecer allí mucho tiempo.
Scarlett regresó a su silla y dejó caer las manos sobre el regazo con una
rigidez que parecía antinatural para una niña tan pequeña.
—Buenas tardes, König Wilhelm —dijo, con voz muy tranquila y un
acento perfecto en el idioma de la Corte—. Imagino que os estaréis
preguntando por qué hemos venido hasta aquí.
—Me ha pasado por la mente —contestó el König.
Si Scarlett notó el sarcasmo en su voz o la tensión en su postura, nada en
su rostro rígido lo demostró.
—Es bastante simple —continuó diciendo como si no hubiera habido
interrupción alguna—. Deseo que rindáis pleitesía al Reino de Hood y me
entreguéis vuestra corona.
El König la observó un momento, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Luego, lentamente, una sonrisa asomó a sus labios que en pocos segundos,
ante la mirada impasible de Scarlett, se convirtió en una abierta carcajada.
—¿Es una broma? —inquirió, sacudiendo la cabeza—. ¿Acaso Ludwig
os puso a esto?
Continuó riéndose, especialmente cuando el rostro de Scarlett se
contrajo en una expresión de ira apenas contenida.
—Os aseguro que hablo muy en serio, König —dijo. Su voz subió una
octava mientras sus manos se contraían en puñitos pálidos—. El Reino
Wolfhausen tiene una deuda de sangre con nuestro país y exijo que la
paguéis con vuestra rendición inmediata y total.
—No tengo idea de lo que estáis hablando —replicó el König,
reprimiendo su risa lo mejor que pudo—. No hemos tenido jamás trato
alguno con vuestro reino, ¿cómo podríamos tener una deuda con ustedes?
—¿Clamáis, entonces, que ignoráis lo que le pasó a la Princesa Lissette?
—preguntó Scarlett.
Algo en sus ojos hizo que las ganas de reír del König se esfumaran en el
aire. Cuando ladeó la cabeza, cuando el sol que entraba por el ventanal dio
directamente en sus ojos… hubiera podido jurar que brillaron como rubíes
recién lustrados. Como otros ojos demasiado familiares y demasiado
inquietantes para siquiera pensar en ello.
—Jamás había escuchado ese nombre —contestó, con firmeza—. Y aún
si lo hubiera hecho, la insolencia con la que os habéis comportado en mi
presencia me inclina a ni siquiera intentar averiguar a qué os referís.
Vuestras palabras podrían ser interpretadas como una declaración de
guerra… su Gracia.
Estuvo a punto de llamarla “princesita”, solamente para ver qué hacía.
Pero la verdad es que toda esa reunión lo había puesto de mal humor y
quería que terminara lo antes posible.
—¿Y quién os ha dicho que no lo son? —preguntó Scarlett, arqueando
una ceja.
El König se mordió el interior de la mejilla para evitar echarse a reír de
nuevo.
—Por supuesto, sois bienvenida a declararle la guerra al país que deseéis
—dijo, levantando el mentón con arrogancia—. Antes de hacerlo, sin
embargo, os aconsejaría que lo consultéis con vuestros padres y aún
después de eso, que leáis un libro de geografía. El Reino Wolfhausen es
impenetrable. Ejércitos mucho más grandes que cualquiera que vos podáis
reunir han intentado y fracasado en conquistarlo.
—No tenéis idea del tamaño de mi ejército, König —contestó Scarlett
crípticamente—. Pero pronto lo averiguaréis. Os aseguro que para cuando
todo esto haya terminado, ni una gota de sangre de mi reino será derramada
mientras que el vuestro colapsará bajo su propio peso.
Dicho lo cual, se levantó de la silla y se dirigió con la cabeza en alto
hacia la puerta. Robin dio un paso para seguirla, vaciló un momento y
regresó para tomar una torta de miel en cada mano. Le mostró una sonrisita
apologética al König y después se apresuró a seguir a su princesa.
El König no se molestó en llamar a nadie para escoltarlos afuera ni se
preocupó en tratar de averiguar si se quedarían en el Reino por más tiempo.
No le gustaba haber sido amenazado por una niña descarada y su
guardaespaldas memo.
Ludwig entró en la sala cuando los pasos de Scarlett todavía no se
habían extinguido en el pasillo.
—Por vuestra expresión, mi König, ¿debo suponer que la reunión no
acabó bien?
—Estamos en guerra con el Reino de Hood —contestó el König,
poniendo los ojos en blanco.
—Una verdadera tragedia —dijo Ludwig. Parecía tan preocupado por
las noticias como el propio König—. Y lamento si esto os angustia en este
momento, mi König, pero hay otra visita de estado a la que debéis atender.
El König se lo quedó observando, cada vez más convencido de que le
estaban tomando el pelo. En todos sus años de reinado, podía contar con los
dedos de una mano los dignatarios extranjeros y diplomáticos que habían
venido al reino, ¿y Ludwig esperaba que atendiera a dos en el mismo día?
—Dile que lo atenderé mañana —gruñó, mientras daba un par de
zancadas hacia la puerta—. Por hoy ya ha sido suficiente.
—Pero es que ella os espera en su recámara, mi König —explicó
Ludwig —. Es una Reina muy poderosa…
—Pues amablemente pídele que se retire, entonces —contestó el König.
Se dirigió hacia las escaleras sin siquiera echar otra mirada en dirección a su
Consejero—. Voy a continuar con mis ejercicios, que tan groseramente
interrumpiste.
—Mi König…
El König se alejó por el pasillo, tocándose la corona, listo para
arrancársela y estirando la mano para abrir la puerta de la sala de
entrenamiento…
Del otro lado de la puerta estaba su recámara.
El König se quedó perplejo un momento. Recordaba fehacientemente
haber bajado las escaleras. Aún si se hubiera confundido de puerta, era
imposible que hubiera acabado en su recámara, porque esta estaba en el
tercer piso y la sala de entrenamiento, en la planta baja, cerca de los
establos. Pero aquello no era lo único desconcertante.
Sentada a la mesa en la que normalmente él cenaba, había una mujer
blanca.
No había otra manera de describirla. El corto cabello fino era blanco
como la nieve de la primera luz, su piel era suave como la porcelana y hasta
el delicado vestido de encaje que llevaba era de un blanco cegador. Levantó
la cabeza hacia él cuando la puerta se abrió y el König sintió como si lo
hubiera golpeado un rayo.
Sus ojos eran azules, pero no se parecían a nada que él hubiera visto
antes. Eran de un azul pálido, traslúcido, como esquirlas de hielo que se
clavaron directamente en los suyos. Una sonrisa apareció en los labios rosa
pálido de la Reina.
—König Wilhelm —lo saludó con voz melodiosa—. Os estaba
esperando.
Criadas

C aoilfhionn no estaba contenta.


Entendía, claro está, que por su posición el König no podía revelarle al
mundo su relación con ella. Entendía que eventualmente su madre o los
Consejeros lo obligarían a casarse con alguna princesa o duquesa insulsa.
Pero Caoilfhionn siempre contó con que no la querría, que compartiría su
lecho solamente para cumplir con el deber de engendrar un heredero. Si la
princesa tenía obligaciones en su propio reino, era hasta posible que no
estuviera en el castillo gran parte del tiempo. Así que a pesar de todas las
trabas y obstáculos que su amor podía tener, Caoilfhionn creía que al final,
estuviera el König casado o no, nada cambiaría entre ellos.
Las últimas semanas, en particular, había estado completamente segura
que, a pesar de las advertencias de Ranghailt, los sentimientos que ella tenía
por el König eran recíprocos. Otras veces la mandaba a llamar cada tres o
cuatro días, pero últimamente había compartido su cama prácticamente cada
noche, tomándola con pasión y con una ferocidad casi animal, llevándola a
las cimas de un placer que la hacía temblar de arriba abajo.
Y por eso no la irritaba tanto la presencia de aquella princesa en la
recámara del König. No, reina. Ludwig la había presentado como la Reina
Alicia de Wünderland, dondequiera que quedara eso. No que a Caoilfhionn
le hiciera alguna diferencia. Era exactamente como la princesa insulsa que
se había imaginado que alguien más elegiría para él. De hecho, estaba tan
vacía de color que era inquietante: su cabello, sus cejas, su piel… incluso
sus pestañas eran de un blanco prístino y sus ojos eran de un azul
transparente como el hielo.
Lo que la molestaba era que el König —su König— parecía fascinado
con ella.
—Decidme, König —dijo Alicia, apoyando su mentón en sus largos
dedos—, ¿jugáis al ajedrez?
—De vez en cuando —contestó König, con una sonrisa encantadora, la
clase de sonrisa que a veces le dirigía a Caoilfhionn cuando quería que
hiciera algo especial por él—. Soy un jugador bastante pobre, lo admito.
Caoilfhionn sabía que el König era un mal jugador porque detestaba el
juego. Lo encontraba extremadamente aburrido. Prefería ocupar su tiempo
con la esgrima o la caza, aunque en los últimos tiempos temía entrar al
bosque por culpa de esa criminal de Riding Hood.
—Yo lo encuentro fascinante —le contó Alicia—. Aprendí a jugarlo
hace muchos años, en un reino árido y caluroso, de la mujer más interesante
que he conocido jamás. Era una reina muy hermosa y muy inteligente.
—¿Habéis viajado mucho por el mundo? —preguntó el König, ladeando
la cabeza, todavía con aquella misma sonrisa—. Yo no puedo apartarme de
mis obligaciones aquí en el reino, me temo.
—Es verdad. Ascendisteis al trono muy joven, ¿no es así? Es una
verdadera lástima. Siempre he pensado que la educación de una persona no
está completa a menos que vea tanto como le sea posible del mundo.
—¡Estoy completamente de acuerdo! —dijo el König, con demasiada
prisa y la voz demasiado alta.
Caoilfhionn tuvo que reprimir el impulso de poner los ojos en blanco. El
König le había dicho que tuviera cuidado de no delatarse delante de otras
personas, porque alguno de ellos podía ser un espía de su madre. Y ella lo
entendía, de verdad que sí. Entendía que no podía demostrar su desagrado
por una invitada tan distinguida, no cuando el Consejero Real estaba allí
con ellos, parado detrás de la silla de Alicia y mirándola con adoración en
los ojos. La ponía enferma. ¿Qué hacía que esa mujer fuera tan atrayente
para los hombres? Su rostro hubiera sido hermoso si hubiera tenido algo de
color, pero tal como era, se veía… perturbadora.
—También es una lástima que no tengáis hermanos —continuó Alicia,
levantando la taza de té y dándole un sorbo lento.
—No lo pienso así. Mi madre decía que tener hermanos era una
competencia innecesaria —contestó el König y al menos en eso sonaba tan
sincero como Caoilfhionn creía que podía ser—. Ella tenía dos
hermanastras y bueno… nunca se llevaron bien.
Caoilfhionn estaba de acuerdo. Si no fuera por Ranghailt y su constante
moralización y Angharad siempre metiéndose donde no la llamaban, su
relación con el König sería mucho más fácil de sobrellevar. Decidió
mantener ese pensamiento presente para comentárselo al König después.
—¿De verdad? —preguntó Alicia. Su voz era suave como el terciopelo
y a Caoilfhionn le revolvió el estómago tanta dulzura fingida—. Mi
hermana y yo solamente competimos en el ajedrez. Ella siempre favorece a
la Reina. Pero yo sé lo que un Rey valiente y poderoso es capaz de hacer.
Los ojos del König estaban clavados en ella, pendiente de cada uno de
los lentos movimientos de sus manos, de las formas que adoptaban sus
labios. Caoilfhionn no sabía cuánto más iba a aguantarlo.
—¿Sus Gracias desean que les traiga alguna otra cosa? —preguntó,
acercándose a la mesa e inclinándose un poco para recoger el plato del
König (se había comido la mitad de la torta de miel) y el de Alicia (que no
había tocado la suya). El rostro del König estaba a apenas unos centímetros
del escote de Caoilfhionn, pero la única mirada que le dirigió fue una de
profunda irritación.
—Zwei, por favor. No nos interrumpas.
Caoilfhionn apretó los platos un poco con demasiada fuerza, pero se
obligó a sonreír.
—Mi König me disculpará. Solamente quiero que vos y vuestra invitada
tengan la mejor atención…
Ahora esos ojos de hielo estaban clavados en ella. Como midiéndola.
¿Se habría dado cuenta de algo? Las mujeres siempre eran más intuitivas,
Ranghailt lo decía…
No tuvo demasiado tiempo para preocuparse por ello. El König hizo un
gesto despectivo con la mano.
—Déjanos. Ya hemos comido suficiente.
Le dolió más que si la hubiera abofeteado. No fue capaz de reaccionar:
se quedó paralizada, con los platos en la mano, sin animarse a moverse
porque de pronto sus piernas estaban temblorosas y si tropezaba con los
platos o…
—Ludwig, llévatela —dijo el König, tras lo que debieron ser varios
incómodos segundos de silencio por parte de Caoilfhionn.
—Ella tiene sus propias piernas, su Gracia —contestó Ludwig, en un
tono de voz que casi parecía de desafío.
Las mejillas del König se enrojecieron y la ira le iluminó los ojos.
Caoilfhionn pensó que eso sería todo. Ese sería el momento en que
mostraría de lo que era verdaderamente capaz y Alicia (esa reina tan
delicada con sus encajes y su palidez lunar) no podría soportarlo. Se
necesitaba una mujer fuerte para manejar el temperamento de su König y
Caoilfhionn lo era. Nadie más tenía el valor…
—Sí, por favor, Ludwig, llévatela —añadió Alicia—. Me gustaría poder
hablar con el König a solas por un momento.
La postura de Ludwig cambió de inmediato. Sus hombros se relajaron y
una amplia sonrisa apareció en su rostro.
—Por supuesto, su Gracia. Lo que me pidáis.
Se adelantó hasta que su cabeza se elevó por encima de Caoilfhionn y le
hizo un gesto hacia la puerta, como si la estuviera invitando a marcharse en
lugar de hacerlo porque una Reina (que ni siquiera era su Reina) le había
ordenado hacerlo. Caoilfhionn consideró protestar, consideró tratar de
buscar otra excusa para quedarse en el cuarto, pero en última instancia,
sabía que sería inútil. Se dirigió a la puerta pisando con fuerza, los platos de
porcelana traqueteando en sus manos temblorosas. Ludwig marchó justo
detrás de ella, como si pensara que se iba a dar la vuelta y tratar de entrar
otra vez.
—No sé qué les pasa a todos hoy —escucharon comentar al König antes
de que Ludwig cerrara la puerta a su espaldas.
El Consejero giró sobre sus talones para mirarla. La sonrisa de su rostro
había desaparecido por completo.
—Espero que esta completa falta de respeto no se vuelva a producir
enfrente de alguien tan importante como la Reina Alicia.
—¿Falta de respeto? —contestó Caoilfhionn, atónita. ¿Acaso él no había
visto lo mismo que ella? ¡¿Acaso no había notado como esa mujer estaba
manipulándolos a él y al König?!
Ludwig se acercó tanto a ella que Caoilfhionn pudo contar las arrugas
alrededor de sus ojos y la manera altanera en que se tensaban sus labios.
—Es hora de que aprendas tu lugar, criadita. Solamente porque el König
te lleve a su cama eso no te convierte en una pieza del tablero.
Caoilfhionn no entendió exactamente qué quiso decir, pero la forma en
que lo dijo le dio la respuesta: Ludwig le estaba diciendo que ella no tenía
ningún poder en aquella situación. Que no era más que un entretenimiento
pasajero. Ella sabía que no era así. Estaba segura que no era así. El deseo y
el cariño del König eran sinceros y solamente porque no se lo pudiera
mostrar a políticos sin corazón como él…
Ludwig ya se había alejado hacia el final del pasillo antes de que
Caoilfhionn pudiera decidir si decirle todo eso o directamente escupirle en
la cara. Ambas cosas la meterían en problemas, pero para ese momento
estaba tan furiosa que no le importaba demasiado. Dejó los platos
escondidos detrás de una vasija (los recogería después, antes de que las
hormigas vinieran por los restos) y casi corrió hacia la escalera que daba
directamente al vestíbulo del castillo.
Había sillones de orejas donde los invitados podían sentarse a esperar
que el König los atendiera y un gran espejo de marco dorado que ocupaba
casi toda una pared donde podían comprobar su apariencia antes de ser
recibidos, además de cuadros y jarrones llenos de flores para hacer el lugar
lo más agradable posible. Por lo general estaba vacío, porque los dignatarios
importantes (nobles o diplomáticos) eran escasos en el reino. Pero
Caoilfhionn estaba segura que la Reina Alicia de Wünderland (esa arpía)
pasaría por allí en cualquier momento, así que se quedó en el rellano de la
escalera, esperando. Iba a decirle unas cuántas cosas y no le importaba
demasiado lo que le pudiera pasar como consecuencia. El König la
protegería de las injurias del Consejero.
Tuvo que esperar tanto que pensó que habría tenido tiempo de ir a las
cocinas y lavar los platos antes de regresar. Dioses, en el tiempo que pasó
allí, el furor que sentía se fue apagando poco a poco, como un fuego
descuidado al que nadie le echaba un tronco para mantenerlo encendido.
Quizá Ranghailt tenía razón y tenía que aprender a controlar sus impulsos.
Tenía que pensar en sus hermanas: que el König la fuera a proteger a ella no
significa que Ranghailt y Angharad estarían exentas de la ira de Ludwig.
Además, muy pronto sería la hora de la cena y le tocaba a ella subir hasta la
torre de la Königin Viktoria y eso llevaría tiempo. Quizá tendría que
olvidarse de esto por el momento. Quizá lo mejor era esperar hasta estar a
solas con el König para…
Un taconeo en el pasillo la alertó de que alguien se acercaba.
Caoilfhionn se puso de pie, enderezó la espalda y esperó, casi conteniendo
la respiración. Las voces le llegaron apagadas, pero cuando bajó un par de
escalones hacia el vestíbulo, empezó a entender lo que decían:
—No he tenido éxito en la búsqueda del Libro, mi señora y esto lo
lamento con todo mi corazón.
—No te atormentes. Este hilo está mucho más enredado de lo que pensé.
Eran Ludwig y Alicia. El hervor en la sangre de Caoilfhionn se reavivó.
¿“Mi señora”? ¿Por qué la llamaba de esa manera? ¡Él era vasallo del
König, no de esta…!
—… así que por eso era necesario que viniera personalmente —
continuó Alicia, sus voces cada vez más cerca—. No te reprocho nada,
querido.
Eso la descolocó aún más. Era obvio que se conocían de antes. Ludwig
era un espía de ella, plantado allí para engatusar al König. Todo estaba claro
ahora. Caoilfhionn casi saltó los últimos tres escalones y se plantó en el
vestíbulo, apretando los labios, lívida de rabia.
Alicia y Ludwig aparecieron por el recodo y los dos se la quedaron
mirando. Casi como si no hubieran esperado verla allí.
Aquella era la última oportunidad que Caoilfhionn tenía para darse la
vuelta y escapar. Para buscarse alguna excusa y marcharse de allí con la
dignidad intacta, con la ilusión de que el König la querría a ella sin importar
lo que ocurriera y que ni aquella reina extraña ni nadie podría cambiar eso
jamás.
Cometió el error de quedarse exactamente donde estaba, con la barbilla
en alto y los hombros rígidos.
—Si su Gracia me lo permite —dijo, sin molestarse en ocultar el
desprecio en su voz —, quisiera hablar con vos.
—No te lo permite —contestó Ludwig, dando un paso para ponerse
delante de Alicia, como si quisiera protegerla hasta de la mirada hostil de
Caoilfhionn—. Y espero que esta sea la última vez que tenga que advertirte
sobre tu descaro…
—Está bien, Ludwig —dijo Alicia, con esa voz suave—. Me interesa
escuchar esto.
Cuando Ludwig se hizo a un lado, Caoilfhionn vio la sonrisita en los
labios de Alicia. Y aquella fue la última advertencia que tuvo y la última
que decidió ignorar también.
—Quisiera saber cuáles son vuestras intenciones para con mi König —
dijo Caoilfhionn, como si tuviera derecho a increparla, como si alguien le
hubiera dado permiso para pedir explicaciones—. Quiero saber qué es lo
que pretendéis, presentándoos así en nuestro reino.
Ludwig se puso tenso, con los labios convertidos en una fina línea
furiosa y los puños apretados con tanta fuerza que sus nudillos se habían
puesto blancos. Abrió la boca para decir algo (probablemente para retar a
Caoilfhionn por su impertinencia otra vez), pero Alicia le puso una mano en
el brazo delicadamente. Seguía sonriendo. Ludwig la observó un momento,
vacilando, pero al final dio un paso atrás. Caoilfhionn y Alicia quedaron
frente a frente, la criada frente a la Reina.
—No se te puede culpar por desconfiar de mí —admitió Alicia, con
mucha suavidad. Dio un paso hacia Caoilfhionn y le sonrió con calidez—.
Quieres mucho a tu König, ¿no es verdad?
—Sí, su Gracia —contestó Caoilfhionn. Sostenerle la mirada a esos ojos
de hielo era más difícil de lo que parecía, pero estaba dispuesta a intentarlo
con todas sus fuerzas—. Mi fidelidad es solamente para él, igual que mi
cariño.
—Eso es muy noble de tu parte —contestó Alicia, dando otro paso hacia
ella. Ahora estaban cara a cara, tan cerca que Caoilfhionn casi podía
distinguir las distintas esquirlas de cristal que formaban los ojos de la Reina.
Era apenas unas centímetros más alta que Caoilfhionn, pero había algo
imponente en su presencia que la hacía parecer una torre, irguiéndose
amenazadora por encima de ella—. Y el König es muy afortunado de tener
sirvientes que le son tan fieles. ¿Él sabe que lo quieres tanto, pequeñita?
El apelativo hirió el orgullo de Caoilfhionn más que el desprecio en la
voz de Alicia.
—Claro que sí —contestó, poniéndose todavía más rígida—. Él confía
en mí.
—¿De verdad? —preguntó Alicia. Una sonrisa se expandió por sus
labios, como si encontrara aquella afirmación muy graciosa—. ¿Y por eso
es que prefiere pedirle a tu hermanita que espíe para él?
El corazón de Caoilfhionn dio un vuelco. Lo sentía latir en la garganta,
con una mezcla repentina de terror y rabia. ¿Cómo podía saber Alicia que el
König confiaba en Angharad para enterarse de todo lo que ocurría en el
castillo? A menos que Ludwig se lo hubiera dicho, por supuesto. Era un
traidor y ella era exactamente lo que Caoilfhionn pensaba que era: nada más
que una arribista que pretendía aprovecharse de la soledad de su König. —
No tenéis idea de lo que hay entre el König y yo —dijo, entre temblores de
pura ira—. Y no podéis saber…
Alicia no se movió. No retrocedió ni intentó esquivarla. Pero cuando
Caoilfhionn dio un paso al frente, fue como si alguien (una mano, una mano
fría con dedos largos como garras) se aferrara a su muñeca para mantenerla
en su lugar. Caoilfhionn miró hacia arriba, confundida, pero apenas tuvo
tiempo de extrañarse cuando otra mano igual de helada e igual de invisible
se cerró sobre su garganta.
—Ludwig tiene razón. Eres una niña de lo más impertinente —comentó
Alicia.
La mano invisible alzó a Caoilfhionn en el aire. Las puntas de sus pies
quedaron colgando unos centímetros por encima de la alfombra.
Caoilfhionn trató de pelear contra la cruel presión que aumentaba sobre su
tráquea, llevándose las manos al cuello. Pero sus uñas rasguñaron su propia
piel sin aliviarla ni siquiera un poco. Boqueó con desesperación mientras
puntos negros empezaban a bailar frente a sus ojos.
—Escúchame bien —dijo Alicia. Su voz le llegaba como de lejos en
medio de la niebla de pánico que le nublaba la visión—. Al principio me
pareciste graciosa, pero es hora de que aprendas una lección. No tienes idea
de lo poderosa que soy ni de lo que sé o no. En este juego, ni siquiera eres
digna de ser un peón. Así que cuando te digo que te apartes de mi camino,
lo hago únicamente por tu bien.
Los brazos de Caoilfhionn cayeron a un costado, inertes. La piel le
cosquilleaba de manera desagradable. Cuando dejó caer la cabeza hacia un
costado, lo que vio la aterró todavía más, si eso era posible: en el espejo,
Alicia la sostenía por la garganta con las dos manos. El rostro dulce y
tranquilo de la reina estaba deformado en una expresión desquiciada, con
una sonrisa horrible que parecía más bien una mueca de rabia, la mueca de
un animal carnívoro a punto de lanzarse sobre su presa. Pero cuando, con un
esfuerzo titánico, Caoilfhionn volvió a mirar hacia adelante, la Alicia de
este lado del espejo estaba parada con las manos a los costados, con una
calma antinatural ante el hecho que la doncella estuviera flotando sobre el
piso y ahogándose frente a sus ojos.
—Asiente una vez si lo has entendido —pidió la Reina de Wünderland.
Caoilfhionn soltó un gemido estertóreo. Sus pulmones vacíos se sentían
a punto de colapsar sobre sí mismos y le resultaba doloroso mover el cuello
con aquellas manos rodeándolo. Pero de alguna manera, consiguió mover la
barbilla hacia abajo, en un gesto espasmódico y patético.
Fue suficiente para Alicia. Las garras frías la soltaron y Caoilfhionn
cayó al suelo, tosiendo y resollando con fuerza.
—Muy bien —dijo Alicia, con una sonrisa—. Me gusta cuando la gente
se entiende. Adiós, Caoilfhionn. Ten cuidado por donde pisas.
Y como para demostrarle cómo, dio un paso alrededor de ella y continuó
su camino hacia la puerta como si nada hubiera ocurrido, con Ludwig
siguiéndola de cerca.
Caoilfhionn se quedó en el piso, frente a frente con su propio rostro
colorado y cubierto de lágrimas en el espejo.
Una figura apareció detrás de ella. Caoilfhionn contempló el ruedo de
aquel vestido rojo, incapaz de comprender lo que veía. Lentamente, levantó
la vista para ver una mujer de rostro redondo, tan pálido como el de Alicia.
Su cabello negro estaba atado en elegantes rodetes sobre sus ojos grandes
que no la veían a ella. Estaban clavados en la dirección en la que Alicia se
había marchado.
Caoilfhionn consiguió incorporarse un poco. Cuando miró por encima
de su hombro, no le sorprendió descubrir que ella era la única persona en el
vestíbulo. El espejo mostró lo mismo cuando volvió a mirar en él.
Se echó a reír, una risa provocada por la histeria y el terror. El eco de su
propia sangre golpeándole en los oídos le impidió escuchar lo perturbada
que sonaba.
El Fin del Verano

T odavía le temblaban las manos. De hecho, todavía le temblaba el


cuerpo entero, tanto que le costaba poner un pie delante del otro.
Gretchen, la cocinera, no había notado nada mientras la regañaba por llegar
tarde, por supuesto, pero Caoilfhionn tuvo que agradecer no haberse
cruzado con ninguna de sus hermanas. Ellas sin duda habrían visto su
preocupación, habrían notado que algo no estaba del todo bien. Y ella no
estaba segura de que hubiera podido ocultárselos.
Pero, ¿qué habría ganado con decirles lo que había sentido y lo que
había visto? Pensarían que estaba loca. Ella misma no estaba segura de no
estarlo. Después de todo, ¿quién se ahogaba sin que nadie la tocara y quién
veía mujeres extrañas en los espejos, sino la gente que había perdido por
completo la razón?
El largo ascenso hacia la torre de la Königin de hecho la ayudó a calmar
sus nervios. Concentrarse en subir un escalón y luego otro, concentrarse en
que la comida no se le cayera de las manos, casi la hizo olvidarse de lo que
había visto en el vestíbulo. La comida llegaría fría y la Königin se pondría
furiosa. Pero Caoilfhionn podía soportar su rabia igual que podía soportar la
de su hijo.
Era la frialdad en los ojos de Alicia lo que hacía que sus manos se
volvieran inestables.
Los candiles al final de la escalera estaban apagados, así que tuvo que
subir los últimos escalones con una mano pegada a la pared, rogando no
tropezar y derramar las cosas que llevaba en la mano. Porque entonces sí
estaría en problemas. Viktoria exigiría que la expulsaran del castillo y
Ludwig seguramente cumpliría con el encargo a espaldas del König.
Ludwig estaba del lado de la Reina Alicia. De eso no le cabía ninguna duda.
Delante de sus ojos, parpadeó una línea dorada que fue bajando hasta
quedar a la altura de sus pies. La punta de sus dedos rozó la madera rugosa
de la puerta. Puede que las antorchas estuvieran apagadas, pero la Königin
parecía haber encendido todas las velas posibles en su habitación.
Caoilfhionn se paró delante de ella y golpeó discretamente con los nudillos.
Nada se movió del otro lado. Quizá la soberana estaba dormida, pero no
tenía sentido con la débil luz de las velas que se deslizaba por debajo de la
puerta. La doncella llamó otra vez, con un poco más de decisión. Siguió sin
obtener respuesta así que tomó aire y levantó la voz:
—Mi Königin, le traigo la cena.
Parada en la cima de aquella escalera interminable, lo único que podía
escuchar era el latido perezoso de su propio corazón y de vez en cuando, el
tintineo de los platos en la bandeja cuando sus manos perdían la firmeza
otra vez. Ya se había acostumbrado a esos sonidos. Eran los sonidos que
esperaba escuchar.
Por eso el aullido que vino del otro lado de la puerta la sobresaltó tanto
que casi da un salto hacia atrás. De alguna manera se las arregló para no
arrojar la bandeja ni caer en la oscuridad de fauces abiertas a su espalda. Su
primer instinto fue huir, dejarse rodar escaleras abajo y gritar por ayuda,
gritar a todo pulmón para que la escucharan antes incluso de llegar a los
pasillos que sabía habitados. Decirles que la Königin estaba loca y lanzando
gritos de desesperación. Quizá incluso correr hasta la recámara del propio
König y contárselo todo, todo lo que ella había visto y oído desde que
Alicia había puesto un pie en el castillo.
Pero consiguió dominarse justo a tiempo. Por supuesto, lo que fuera que
angustiaba a la Königin, nada tenía que ver con lo que la horrorizaba a ella.
Quizá estuviera herida o enferma (como casi nunca salía de la torre, era
imposible saber acerca de su estado de salud) y ella era la única persona que
podía dar la voz de alarma. Y si la salvaba… si conseguía ayudarla… quizá
consiguiera que ella hablara con el König acerca de Alicia…
Entre el primer y el segundo alarido, Caoilfhionn recuperó su valor.
Apoyó el hombro contra la puerta y sin esperar la orden, dio un empujón
para entrar.
El cuarto de la Königin apenas estaba reconocible. Caoilfhionn y sus
hermanas siempre se turnaban para subirle la comida y en esos días, la
soberana había tomado la costumbre de asomar a la puerta, recibir la
bandeja y escabullirse otra vez en el interior sin esperar ni ordenar nada más
de ellas, sin siquiera mirarlas demasiado. Por eso era quizá que ninguna se
había enterado del desorden en el que vivía la Königin. Parecía que se había
hecho subir todos los libros y todas las velas que había en el castillo. Cada
centímetro del piso, la mesa, las repisas y hasta el respaldar de la cama
estaban cubiertas de cabos medio consumidos, con la cera goteando por
cada rincón. Los libros estaban abiertos en distintas páginas, sin ningún tipo
de patrón que la doncella pudiera distinguir, las hojas en ocasiones dobladas
o peligrosamente cerca de las llamas vacilantes de las velas.
Pero lo peor de todo era la propia Königin. Estaba sentada de espaldas a
la puerta, frente a su tocador. Tenía el cabello blanco levantado en nudos
alrededor de su rostro. En el reflejo espectral que iluminaban las velas, era
como si hubiera envejecido diez años desde la última vez que Caoilfhionn
la había visto: su piel se estiraba hacia abajo, pegada a los huesos de su
cráneo como si llevara días o semanas sin tocar la comida, sus labios
carnosos se habían vuelto pálidos y agrietados. Sus manos, con las uñas
demasiado crecidas, palpaban el espejo como si estuviera buscando algo.
Caoilfhionn estuvo a punto de hablarla cuando Viktoria aulló otra vez.
Cerró los puños y golpeó el cristal con fuerza, sin conseguir nada más que
se tambaleara y temblara sobre la mesa.
—¡¿Por qué no me contestas?! ¡Rosen! ¡Te exijo que me respondas!
Su voz era tan aguda que le perforaba los oídos a la doncella. Se quedó
anonadada, aún más confundida que antes, no demasiado segura de qué
debería hacer ahora.
—¡Hice lo que me pediste! —continuó chillando Viktoria—. ¡Lo
mantuve oculto, todos estos años! Tú me dijiste que ya no tendría que
preocuparme nunca más por ella, ¡pero mira!
Levantó las manos frente al espejo, como si quisiera enseñarle algo a su
propio reflejo. Era un objeto largo y las llamas de las velas le arrancaron un
destello. Caoilfhionn contuvo la respiración. ¿De dónde había sacado la
Königin una daga?
—¡Ha vuelto! ¡Y está amenazando a mi hijo! No puedes quedarte
callada, no cuando me está ocurriendo esto. ¡Rosen! ¡Rosen!
Golpeó el espejo otra vez, con tanta fuerza que Caoilfhionn temió que el
cristal se resquebrajase. Dejó la bandeja en el primer lugar del piso que
encontró libre y corrió hacia la soberana.
—¡Mi Königin! —llamó, tratando de buscar un ángulo por el que
sostenerle las manos—. ¡Mi Königin, basta! ¡Os vais a hacer daño!
Era como si Viktoria no pudiera verla ni escucharla, demasiado
concentrada en su pelea con el espejo. Sus manos tantearon el tocador hasta
dar con lo primero que encontró (un libro de tapas marrones con un dibujo
en espiral en el centro) y con un aullido aún más estremecedor que los
anteriores, el aullido de una bestia herida, lo levantó y lo estrelló contra el
cristal. El estrépito ahogó sus gritos por un momento, pero no los acalló ni
impidió que volviera a darle un puñetazo al cristal, con tanta fuerza que las
esquirlas se hundieron en sus nudillos.
Caoilfhionn decidió ignorar entonces cualquier tipo de protocolo o
educación. Estaba segura que prevenir que la Königin se hiciera daño a sí
misma era más importante.
—¡Mi Königin! —repitió. Se aferró a las muñecas huesudas de Viktoria
y las sostuvo con fuerza cuando la reina tiró para liberarse. Con el pie,
empujó una de las patas de la silla para moverla y que el rostro de la mujer
quedara frente a frente con el suyo—. ¡Parad, por favor! Os lastimaréis.
Los ojos hundidos de la Königin la observaron como si no comprendiera
que es lo que estaba viendo.
—¿Rosen? —inquirió con voz temblorosa.
—No, mi Königin. Soy Zwei. Soy vuestra doncella. Os he traído la
cena.
Viktoria parpadeó como un búho varias veces, como si no consiguiera
entender lo que Zwei le estaba diciendo. Miró alrededor, desconcertada, y
luego hacia sus manos rasguñadas y ensangrentadas.
—Oh —murmuró y luego otra vez—: Oh.
Y se echó a llorar. No con un llanto desquiciado y ruidoso como los
gritos de antes, sino con sollozos apenas sofocados, como si estuviera
intentando contenerlos. Las lágrimas se le deslizaban por las mejillas y la
barbilla como un torrente que aumentaba su caudal con cada suspiro
tembloroso. Caoilfhionn no supo qué hacer. De todas las cosas que esperaba
que ocurrieran (que la reina le gritara por tener el atrevimiento de tocarla,
que le diera un empujón, que la echara de su torre), esta era para la que no
estaba en absoluto preparada.
—Mi Königin, por favor —dijo, incómoda e incluso más asustada que
cuando le había plantado cara a la Reina Alicia—. Debéis calmaros. Tenéis
que… permitid que os ayude —añadió con rapidez, cuando vio que Viktoria
intentaba levantarse. Las rodillas le temblaban y parecía que un peso
insoportable le había caído sobre los hombros, porque no era capaz de mirar
al frente. Apoyó todo su peso contra Caoilfhionn, que siguió hablándole
tranquilizadora, como lo haría con un niño—: Os veis muy mal, mi señora.
¿Por qué no nos habéis dicho que os encontrabais enferma? Le habríamos
avisado a vuestro hijo. Él hubiera hecho traer a los sanadores…
—¡No! —gritó Viktoria. Su mano se cerró férrea sobre el brazo de
Caoilfhionn, las uñas clavándose en la piel de la doncella—. ¡Él no puede
saberlo! ¡No puede saber nada! ¡Júrame que no se lo dirás!
—Os lo juro —prometió Caoilfhionn, reprimiendo la mueca de dolor—.
Pero dejadme que os ayude ahora.
Viktoria se tranquilizó un poco, aunque seguía lloriqueando cuando
Caoilfhionn finalmente la ayudó a sentarse sobre el colchón. Las sábanas
estaban enredadas y casi cayéndose de la cama, como si la Königin hubiera
pasado muchas noches dando vueltas sobre ellas sin conseguir conciliar el
sueño. Se dejó caer, con la mirada perdida y los ojos húmedos, mientras
Caoilfhionn se arrodillaba a su lado y empezaba a desenredar los nudos de
su cabello. No llegó muy lejos. Era imposible arreglarlo sin un cepillo y sin
tironear. Pero aunque la doncella hubiera agarrado mechones en sus manos
y hubiera tirado con suficiente fuerza para arrancarlos, tenía la impresión
que no hubiera habido diferencia. La Königin había vuelto a abstraerse, los
ojos casi negros gracias al resplandor tenue de las velas perdidos en un
punto de la pared frente a ella. No podía enterarse de nada de lo que ocurría
a su alrededor.
Caoilfhionn siguió hablando de todas maneras: le contó acerca de lo que
ocurría en el palacio, la servidumbre, el Festival de Fin de Verano que sería
pronto y al que toda la plebe asistiría. Le habló del König (los ojos de
Viktoria refulgieron apenas un poco al oír nombrar a su hijo) y, finalmente,
sin poder evitarlo, le habló de la extraña visita que había tenido ese día.
—Era una mujer… extraña, mi señora —murmuró, llevándose una
mano al cuello sin pensarlo, como si todavía pudiera sentir la presión de
esos dedos fantasmales sobre su tráquea—. No creo que sea… jamás había
escuchado hablar de ese reino, Wünderland. ¿Lo habéis escuchado vos?
La Königin la estaba observando otra vez. La doncella no se había dado
cuenta de cuándo exactamente Viktoria había dado vuelta la cabeza, pero
era indudable que sus ojos estaban fijos en ella. Sus labios se movieron
apenas para pronunciar una sola palabra:
—Vete.
—Mi señora, si no os encontráis bien…
—Ve… te —repitió la Königin, remarcando cada sílaba con fuerza,
como si apenas estuviera conteniendo el impulso para no echarse a gritar
otra vez.
Caoilfhionn supo que no tenía caso alguno discutir. Se puso de pie e
hizo una inclinación con la cabeza.
—Si necesitáis algo, no dudéis en pedírmelo o a mis hermanas —
agregó, con toda la humildad que fue capaz de conjurar—. Estamos aquí
para serviros, ya lo sabéis…
—¡Fuera! —exclamó Königin, su voz casi quebrándose. Caoilfhionn se
dio la vuelta y huyó hacia la puerta—. Muchacha —llamó Viktoria.
Caoilfhionn la miró por encima de su hombro. Algo de la vitalidad y el
desprecio habitual en el rostro de la soberana habían regresado, pero al igual
que la habitación y las velas en el espejo, no era más que un reflejo
fracturado.
—No le dirás lo que has visto aquí a mi hijo —determinó la Königin—.
No se lo dirás. ¡Te lo prohíbo!
—Sí, mi señora —contestó Caoilfhionn, con otra corta reverencia—.
Recogeré la bandeja en la mañana. Buenas noches.
Parecía que todas las decisiones que la doncella iba a tomar ese día
serían acompañadas de suficiente tiempo para cambiar varias veces de
opinión. Para cuando llegó al final de la escalera, cuando salió al pasillo
iluminado por la última luna de verano y las antorchas, sin embargo, ya
había decidido desobedecer a Viktoria. Le debía respeto, eso era seguro,
pero su obediencia y su devoción eran para su hijo. Estaba segura que si su
madre estaba enferma, el König querría saberlo.
Lo encontró dirigiéndose hacia su recámara, con Ludwig caminando
unos pasos por detrás de él.
—¿Y un baile? ¿Crees que le guste si organizo un baile en su honor?
Después de todo, no a menudo tenemos una reina tan distinguida que nos
visita…
—Estoy seguro que lo que mi König decida estará bien…
Caoilfhionn ignoró el retortijón en su estómago y dio un paso al frente,
dejando que la luz de las antorchas iluminara su rostro.
—Mi König —llamó con suavidad antes que las manos de él alcanzaran
el picaporte de la puerta.
Se detuvo a mirarla con una mezcla de sorpresa e irritación en el rostro.
—No recuerdo haberte llamado, Zwei.
No le gustó su tono de voz. Como si Caoilfhionn fuera un cachorro
obstinado que se negaba a aprender una orden.
—No, mi señor —dijo, tratando de controlar su tono—. Se trata de… de
vuestra madre.
El König alzó una ceja, pero le hizo señas de que entrara a la recámara.
Ludwig también lo siguió, para desgracia de Caoilfhionn. El König se
acomodó en una de sus sillas, se sirvió una copa de la jarra de vino siempre
presente en sus habitaciones y tras dar un trago, preguntó:
—¿Qué pasa con mi madre?
Caoilfhionn le contó lo que había visto. No todo, no las palabras que
dijo ni la manera en que había aporreado el espejo. No fue porque pensara
que el König no necesitaba saberlo, sino porque simplemente no encontraba
palabras para describirlo. Y porque era muy consciente de la mirada acerada
de Ludwig encima de ella.
Al final, el König chasqueó la lengua e hizo un gesto despectivo.
—Madre ha estado alterada desde que esa criminal vino aquí por última
vez.
—Yo la vi un poco más que alterada, mi König —insistió Caoilfhionn,
pero antes de que las palabras salieran de su boca, ya sabía que serían
inútiles. Los caprichos y gritos de Viktoria eran famosos en el palacio, así
que por supuesto el König atribuiría este brote a uno de ellos y lo ignoraría.
En efecto, lo siguiente que agregó fue:
—Ludwig, haz que la vaya a ver un sanador mañana. Si se encuentra
muy mal, que le dé hierbas calmantes. Eso siempre la ha ayudado en el
pasado.
—Sí, mi König —contestó Ludwig con una reverencia—. ¿Nada más
que desee de mí?
—No. Puedes retirarte—. Dejó la copa sobre la mesa y se levantó,
estirando los brazos por encima de su cabeza. Solamente entonces se dio
cuenta que Caoilfhionn seguía allí, observándolo con los ojos muy abiertos
—. Tú también puedes irte, Zwei.
—Pero, mi König…
—Estoy cansado —replicó él y su voz fue como el restallido de un
látigo —. Probablemente también lo esté mañana y toda esta semana. No te
preocupes por mí. Vete con tus hermanas al Festival. No creo que te vaya a
necesitar.
Caoilfhionn sintió que se le formaba un nudo en la garganta. La estaba
echando. Como si no le importara más que su maldito Consejero o como el
mayordomo que había huido de él. Ella, que haría cualquier cosa por él, que
intentaría protegerlo de lo que fuera…
—Sí, mi König —dijo, tragándose las lágrimas junto con el orgullo.
Tenía miedo que Ludwig estuviera en el pasillo, esperándola para
regodearse de aquel desprecio, para recordarle lo poco importante que era
ella en el gran esquema de las cosas. Pero el lugar estaba vacío y no se
cruzó con nadie en todo el camino hacia las habitaciones de la servidumbre.
Ranghailt estaba sentada en un taburete justo detrás de Angharad,
pasando un cepillo por sus largos mechones rojos, con el ceño fruncido. No
resultaba fácil conseguirlo cuando su hermanita menor estaba inclinada
sobre la mesa, contando uno por uno los ahorros que había acumulado ese
año.
—Tengo casi cinco monedas de oro, Ran —le dijo triunfante, mientras
lentamente las volvía a empujar dentro de su saquito de cuero—. ¿Te
imaginas todas las cosas que me podré comprar este año?
—No deberías gastártelas todas —replicó Ranghailt, como siempre con
una prudencia que rayaba con la amargura—. Sabes que todas esas
chucherías e idioteces que ofrecen en la Feria se romperán en menos de
unos días.
—Déjala. Es su dinero y puede gastárselo en lo que quiera.
Sus dos hermanas levantaron la vista hacia ella, sorprendidas. Ninguna
de las dos la había escuchado entrar y las dos reaccionaron de manera muy
distinta.
—¡Caoil! —gritó Angharad, levantándose tan de repente que casi tira
las monedas al piso. Corrió hacia ella sobre pies descalzos y le echó los
brazos al cuello como si no la hubiera visto en días.
Bueno, quizá realmente habían pasado días enteros, pensó Caoilfhionn
mientras le devolvía el abrazo. El palacio era grande y ella no había vuelto a
sus habitaciones a dormir en varias noches. Y quizá esa fuera la razón de la
mirada fría que le echó Ranghailt.
—Vaya, ¿regresas a dormir aquí en medio del frío y la paja? —
preguntó, mientras ostensiblemente se ponía a acomodar el cepillo y la ropa,
como para echarle en cara lo poco que ella ayudaba por allí—. Pensé que te
habías acostumbrado al colchón de plumas del König.
Caoilfhionn apretó los dientes. La resolución que se había hecho de
contarles a sus hermanas las cosas que había visto y escuchado esos últimos
días se desvaneció en el aire. Ranghailt, como siempre, la estaba juzgando
sin comprender nada y ella no pensaba aguantarlo.
—El König está ocupado esta noche —contestó, alzando la barbilla—.
Pero si no me quieres aquí, puedo dormir afuera sobre las piedras. No me
molesta.
Hizo ademán de ir hacia la puerta, pero Angharad se aferró a su mano,
deteniéndola.
—Hermanas, por favor —dijo, alternando la mirada suplicante entre una
y otra—. ¿No podemos llevarnos bien? ¿Aunque sea por una noche? Hace
tanto tiempo que no estamos juntas…
El gesto de Ranghailt se ablandó, aunque solamente un poco. Angharad
siempre había sido su favorita, después de todo, y Caoilfhionn no sabía por
qué le sorprendía descubrirlo.
—Caoilfhionn puede hacer lo que quiera —sentenció Ranghailt,
llamándola por su nombre completo como siempre que estaba molesta—.
Es bastante mayor para tomar sus propias decisiones.
—Sí… —empezó a decir Caoilfhionn, lista para soltar otra respuesta
hiriente.
—Lo único que me gustaría es que nos avisara cuando va a ausentarse
por tanto tiempo —continuó Ranghailt, tratando de aplanar con las manos
una arruga en las sábanas—. Así sabremos cuando esperarla y cuando no
para cenar. Por simple consideración, ¿sabes?
Caoilfhionn trató de seguir enojada con su hermana. De verdad que lo
intentó. Pero al mismo tiempo, no podía evitar sentirse un poco culpable.
Desde que su padre las había abandonado, Ranghailt, siendo la mayor,
había tratado con todas sus fuerzas de cuidarlas. A veces era
sobreprotectora e irracional, eso era innegable, pero también era cierto que
detrás de eso había una genuina preocupación por el bienestar de todas.
Lo cual frustraba a Caoilfhionn todavía más. Porque Ranghailt no
entendía que ser la amante del König les daría beneficios de verdad. El
König no las abandonaría ni las echaría del palacio si Caoilfhionn se lo
pedía. Ella también estaba tratando de protegerlas, ¿y qué si tenía que
abrirse de piernas para hacerlo? Al menos no estaba robando ni espiando a
nadie.
Pero daba lo mismo. Quizá algún día se entenderían, quizá no. Estaba
allí ahora y lo mejor que podía hacer era tratar de no empeorar su enojo.
—Está bien —accedió.
Angharad interpretó que ese era el final de la discusión, porque una
sonrisa traviesa apareció en sus labios mientras tiraba de Caoilfhionn hacia
el jergón de paja.
—¡Bien! En unas semanas, tendremos el día libre. Iremos todas juntas al
Festival de Fin de Verano, ¿verdad?
Las miró alternativamente otra vez, aun sonriendo. Pero había algo
forzado en la comisura de sus labios, como si en realidad estuviera
aguantando las ganas de llorar.
—Claro —dijo Caoilfhionn.
—Por supuesto —afirmó Ranghailt al mismo tiempo.
Y la tensión en la sonrisa de Angharad se desvaneció.

—¡Hood!
Hood estaba bastante segura que la Abuelita había dado en el clavo
cuando decidió que la mejor manera de ocultarla era esconder su cabello.
Un poco de tinta negra de calamar y eso permitía que su cara ya no fuera
tan reconocible, que sus ojos parecieran marrón claro en lugar de rojos. Ni
siquiera tenía que echarse la capucha sobre la cabeza para ocultar su rostro
y no tenía que amenazar a nadie que la mirara por demasiado tiempo.
Era el disfraz perfecto, pero había dos cosas con las que la Abuelita
definitivamente no había contado. Una de ellas era el hecho que un día
Hood se dejaría crecer el cabello demasiado largo para poder teñírselo con
una sola botella de tinta de calamar. Y la otra era que algún día tendría a
una niña de once años demasiado entusiasta gritando su nombre en medio
de una multitud.
—¡Hood! —repitió Locks, abriéndose paso a empujones y pisotones
entre las personas que se habían aglomerado entre ellas ni medio latido
después de separarse—. ¡No te rezagues, hay mucho que ver!
—No me estoy rezagando —mintió Hood. Lo cierto es que esperaba que
no se dieran cuenta. Su plan era esperar hasta que se distrajeran y huir
cuando nadie la estuviera mirando.
No estaba segura de por qué había aceptado ir al Festival de Fin de
Verano. No, sí lo sabía: era porque Locks había insistido en ello y Hood no
estaba de humor para lidiar con ella, así que le había dicho que sí sin
ninguna intención de cumplir su promesa.
Y luego, una semana después, cuando realmente llegó el momento de ir
al Festival, Hood deseó haberse comido esas palabras. Locks casi armó un
escándalo en la puerta de su cabaña, llorando y recordándole que se lo había
prometido y preguntándole por qué era tan cruel con ella. Joha, que esos
días siempre andaba unos pasos detrás o delante de Locks, se había apoyado
en un árbol con una sonrisa burlona y no había hecho absolutamente nada
por ayudar a Hood. Como siempre.
—Vas a tener que rendirte, Violette —había dicho con toda su calma
normal—. Sabes que ella no lo hará.
Hood gruñó para sí misma y buscó las botellas de tinta. Porque no había
manera de que fuera al Festival con su cabellera de siempre. Era posible que
el König asistiera (nunca lo hacía, aunque como el soberano del país era el
invitado de honor) y seguramente llevaría con él un montón de guardias que
querrían lucirse frente a él. No se iba a arriesgar solamente para que la niña
caprichosa tuviera su noche en el Festival.
Locks había estado exultante mientras se dirigían al pueblo y eso casi
había mitigado las horas que les llevó viajar a pie, porque Joha era
demasiado grande para subirse al caballo con ellas (aunque Hood estaba
segura que el percherón era lo suficientemente fuerte para soportar su peso)
y ellas solamente podían ir al paso para mantenerse a la par. El problema
fue que entre una cosa y la otra acabaron llegando al pueblo luego de que
bajara el sol, cuando el Festival ya estaba lleno de gente. Demasiada gente.
Una maldita multitud, de hecho.
Hood empezó a buscar rutas de escape incluso antes de que llegaran a la
plaza donde estaban instalados todos los artesanos y artistas.
Pero Locks no se lo estaba poniendo fácil. Cada vez que se retrasaba o
la perdía de vista, la niña volvía a buscarla sin importar a cuanta gente
tuviera que apartar de su camino y la tomaba de la mano para guiarla hacia
otro lugar o para mostrarle otra cosa que había visto.
—¡Mira esas muñecas! ¿No son preciosas? ¡Oh, esas salchichas huelen
deliciosas! Mira, este señor tiene cerveza. Yo no puedo tomar cerveza pero
a ti y a Joha os gusta, ¿verdad?
Joha se compró un barril pequeño que cargó sobre los hombros el resto
del camino y Locks clavó una salchicha aderezada en las manos de Hood. Y
bien, no había mucho más que la cazadora pudiera hacer salvo dejarse llevar
por la corriente de gente que se movía en todas direcciones, tratar de no
aturdirse con sus risas, conversaciones y cantos y evitar que algunos
borrachos que habían comenzado la ronda de danza demasiado temprano la
aplastaran a ella y a Locks.
Era mucho más difícil de lo que parecía. Hood hubiera preferido pelear
sin armas contra un lobo hambriento. Un lobo de verdad, con dientes, no el
lobo estúpido que no se había molestado en presentarse a su propio Festival.
Locks casi parecía decepcionada de ver el palco real vacío.
—Me pregunto porque el König no habrá venido. ¿Se sentirá bien?
—No vino porque es un amargo que detesta a la gente —contestó Hood,
alzando la barbilla.
—¡Ah! ¡Como tú! —replicó Locks alegremente y como siempre, ignoró
la expresión ofendida de Hood—. ¡Mira, malabaristas!
Sobre el escenario en medio de la plaza, dos hombres se arrojaban
cuchillos y antorchas encendidas que trazaban arcos dorados contra el cielo
nocturno. La gente aplaudía y vitoreaba, entusiasmada y, por supuesto,
Locks no tuvo mejor idea que tirarla hacia el público, parados tan cerca
unos de otros que Hood definitivamente no podría escapar ahora.
Locks dio un par de saltos para tratar de ver el escenario, pero luego se
rindió con un bufido.
—¡Hood, álzame!
—No.
—¡Por favor! —insistió Locks, tirando de la ropa de Hood y mirándola
con enormes ojos azules casi desbordando de lágrimas—. ¡Quiero ver el
espectáculo, por favor!
—No me vas a dejar en paz, ¿verdad?
Locks negó con la cabeza y Hood soltó un suspiro de resignación. Tomó
a la niña por la parte de atrás del vestido y la alzó a la altura de los hombros.
Pesaba menos que algunas de las presas que solía cargar en el bosque.
Locks apoyó las piernas alrededor del cuello de Hood y se aferró a los
costados de su cabeza para mantener el equilibrio. —Esto es más fácil
cuando Joha lo hace… —Entonces deberías haberlo buscado a él.
Alguien las mandó a callar con un chistido. Los malabaristas habían
terminado su acto y se inclinaban para recibir los aplausos entusiasmados de
la gente. Pero incluso antes de que se retiraran del escenario, ya había otro
artista subiendo detrás con una silla que plantó en medio de las tablas para
acto seguido darse vuelta hacia el público.
El hombre con la máscara de cómico tenía la piel de color canela e iba
ataviado con ropas que alguna vez habían sido elegantes, pero estaban
rotosas y pasadas de moda. Llevaba una capa borgoña en los hombros y una
corona de papel en la cabeza. Se paró en medio del escenario, con las
manos en la cintura y dio unos golpecitos sobre la madera con el pie.
—¡Soy el König von Wolfhausen! —exclamó de pronto, extendiendo
las manos al cielo—. ¿Por qué no os estáis inclinando ante mí?
La multitud contuvo la respiración. ¿Estaba permitido burlarse del
König de aquella manera? Había guardias en los alrededores, ¿los
arrestarían si alguien soltaba una carcajada o siquiera una risita?
El König actor levantó las manos hacia el cielo, con frustración.
—¡Sois todos unos plebeyos roñosos! ¡Respetadme! ¡Os exijo que me
respetéis!
Alguien se rio en el silencio sepulcral. Hood miró alrededor para ver
quién había sido. La única persona parecía ser una niña rubia, con una
gruesa trenza que le caía por la espalda y una capa roja. Al igual que Locks,
estaba sentada sobre los hombros de alguien. Puso las manos alrededor de la
boca y soltó un abucheo:
—¡Boo! ¡No eres el König!
—¡¿Quién dijo eso?! —bramó el König sobre el escenario, moviendo la
cabeza hacia un lado y hacia el otro de manera exagerada y poniéndose la
mano sobre los ojos para estudiar al público—. ¡Eso es alta traición al
reino! ¡Tendré tu cabeza por esto! ¡Mejor aún, pondré un precio para tu
cabeza! ¡Eso hará que te capturen, ya lo verás! ¡Soy el König y soy el
hombre más inteligente de todo el Reino! ¡De todo el mundo!
Lentamente, con cada palabra y con cada broma, la aprensión del
público empezó a desaparecer. Era como ver una grieta que se iba
agrandando lentamente: risillas temerosas al principio pronto se
transformaron en abiertas carcajadas mientras el König actor hacía
aspavientos con los brazos, zapateaba y soltaba frases grandilocuentes sobre
sus propias virtudes.
—No me gusta este actor —protestó Locks.
—¿No? A mí me parece que el papel le sale muy bien —replicó Hood,
con una sonrisa burlona.
—¡Soy muy valiente y muy capaz! ¡Puedo enfrentarme a cualquiera! —
seguía presumiendo el König actor. Sacó una espada de cartón y la blandió
frente al público—. ¡Vamos! ¿A quién quieren que me enfrente? ¡Lo haré!
¡No le tengo miedo a nadie!
—¡Enfréntate a Hood! —gritó alguien.
Hood estaba segura que había sido la misma niña con la trenza rubia,
pero cuando se dio vuelta a mirar, no pudo localizarla otra vez. El König en
el escenario se había quedado paralizado para luego adoptar una postura
alicaída y temerosa. Pateó el suelo como un niño avergonzado después de
un berrinche.
—Claro, yo me enfrentaría a ella —masculló y luego levantó la vista y
la voz—: ¡Si es que ella se animara a enfrentarse a mí! ¿Dónde está, la muy
cobarde? ¡Ni siquiera está aquí!
—¡Sí lo está!
La mano de Hood se deslizó casi de inmediato a su cinturón solamente
para recordar que todavía no había recuperado su daga del castillo. Tendría
que bajar a la niña y abrirse paso entre toda esa gente. ¿O podría correr con
Locks en los hombros…?
Una segunda figura subió al escenario, también con una máscara de
cómico. Esta llevaba una peluca violeta horrible y era imposible determinar
el género del actor. Y más cuando habló con una voz aguda y destemplada:
—¡Soy Violette Riding Hood y he venido a matarte, König!
El König chilló de puro terror y la multitud rugió de la risa. La Hood del
escenario sacó un par de dagas y se abalanzó contra el König, que empezó a
correr en círculos para huir de ella mientras pedía socorro a voz en grito:
—¡Guardias, guardias! ¡Atrapen a esta loca! ¡Guardias!
—¡Quédate quieto para que pueda matarte! —replicaba la Hood actriz
mientras lo seguía, lazando golpes al aire y tratando de atraparlo—. ¡Ven
acá, tonto lobo! ¡Te voy a despellejar y te voy a usar de alfombra!
El público seguía riéndose, pero de pronto a Hood ya no le parecía tan
divertido. Dos actores vestidos como guardias subieron al escenario al
mismo tiempo que el falso König se lanzaba detrás de la silla (su trono)
para esconderse. Hood y los guardias pelearon durante un rato, con Hood
esquivando sus golpes y consiguiendo que se cayeran de cara o de culo
sobre el escenario, a veces agachándose para que los dos chocaran sus
cabezas o se tropezaran con sus propias lanzas. Incluso los guardias de
verdad se estaban riendo para ese momento.
Hood saltó sobre el trono del König y los guardias cargaron hacia ella.
—¡Alto, alto, alto! —gritó Hood, mostrándoles las palmas para que
pararan—. ¡Vosotros no sois guardias!
Los guardias se pararon en seco y se miraron.
—Uh, no —admitió uno—. Yo soy granjero.
—Y yo zapatero.
—¿Y por qué estáis trabajando de guardias?
—El König dijo que nos pagaría.
—¿Y os pagó?
Los guardias se miraron entre ellos, como si recién cayeran en la cuenta
de ese detalle. Los dos al mismo tiempo tiraron las lanzas sobre el escenario
y se metieron detrás del trono para arrastrar al König. Lo levantaron en
volandas de cada brazo mientras el König gritaba y pataleaba en el aire.
—¡No pueden hacer esto! ¡Yo soy el König! ¡Soy el König! ¡Soy el…!
La falsa Hood le propinó un bofetón demasiado exagerado para ser real,
pero el König se desplomó en el piso de todas maneras con un movimiento
exagerado. Hood se acercó a él y lo tocó con el pie un par de veces. El
König permaneció inmóvil donde había caído.
—Oh. Eso fue fácil —comentó la Hood sobre el escenario y se encogió
de hombros.
El público explotó en vítores y carcajadas. Hood se inclinó, le sacó la
corona de papel al König, la limpió de polvo un poco y se la puso encima de
su cabeza antes de inclinarse hacia un lado y hacia el otro para aceptar los
aplausos. El König se levantó tras un momento y él y los guardias también
se inclinaron ante el público. Hood hizo el amague de asustar al König, que
se echó hacia atrás con otro chillido ensordecedor y salió corriendo. Hood
bajó del escenario persiguiendo al König y los dos guardias persiguiéndola
a ella.
Hood, la cazadora, la de verdad, se quedó plantada entre el público sin
saber muy bien qué hacer o qué decir. No estaba segura qué era
exactamente lo que acababa de ver o qué se suponía que hiciera en ese
momento. ¿Realmente era así como la veía la gente? ¿Como una loca y una
asesina? No tenían idea de lo que el König había hecho y no es que tuvieran
una opinión muy generosa de él, si las risas de esa noche eran algo por lo
que juzgar, pero, ¿de ella…?
Locks le puso una mano en la mejilla para llamarle la atención. Hood
alzó la cabeza hacia ella. Casi se había olvidado que estaba allí.
—Oye, Hood, bájame y vámonos a casa, ¿sí?
—¿No te quieres quedar hasta más tarde?
—Estoy algo cansada. Busquemos a Joha y a Sombra y volvamos.
Hood se inclinó un poco para que la niña pudiera bajar. Esta vez, cuando
Locks se aferró a su mano, Hood no intentó sacudírsela.
Scarlett descubrió que era fácil escabullirse entre la multitud si mantenía
la cabeza en alto y fingía que sabía exactamente hacia donde iba y por qué.
Si se inclinaba o trataba de evitar que la vieran, la gente asumía que estaba
perdida y se ofrecían a ayudarla a encontrar a sus padres. Eran muy amables
pero Scarlett no necesitaba amabilidad en un momento como ese.
Los cómicos detrás del escenario estaban compartiendo un barril de
cerveza. Se reían con voces destempladas de la historia que estaba contando
el actor que había hecho del König, todavía ataviado con las ropas de su
personaje.
—Y entonces ella salió corriendo… ¡sin nada debajo de las faldas!
Los otros cómicos se rieron tanto que uno de ellos se cayó del barril en
el que estaba sentado. Claro que eso también podría haber sido producto de
toda la cerveza que seguramente habían bebido. Scarlett arrugó la nariz ante
el hedor del alcohol y se acercó a ellos con mucha calma.
—Felicidades, caballeros. Habéis sido un éxito —dijo, mientras sacaba
cuatro bolsas de cuero del interior de sus mangas. Las estiró hacia ellos,
pero los cómicos no se dieron ninguna prisa en acercarse—. Es la cantidad
acordada.
—Seguro que lo es —dijo uno de los falsos guardias—. No dudamos
que ahí tenéis el pago que acordasteis con nosotros.
Scarlett apretó la bolsa con fuerza. No le gustaba el tono de aquel
hombre ni lo que estaba tratando de insinuar.
—¿Entonces? ¿Por qué no venís a cobrarlo?
—Veréis… nosotros hablamos y acordamos una cantidad distinta —dijo
el hombre de voz aflautada que había actuado de Hood. Era delgado y
parecía algo enclenque, pero Scarlett sabía mejor que nadie que no había
que fiarse de la apariencia de debilidad.
—Ese acuerdo se hizo sin mi consentimiento —replicó Scarlett, alzando
la barbilla con arrogancia—. Por lo tanto, no podéis exigirme que lo honre.
—Decís muchas palabras largas para ser una dama tan pequeña —
replicó el otro falso guardia. Hizo un movimiento con la muñeca y un
cuchillo se deslizó en su mano. Sus ojos azules destellaban con avidez—.
Vamos, para alguien como vos, entregar un poco más de dinero no debe ser
ninguna molestia.
Scarlett los observó uno a uno sin miedo. El único que permanecía
sentado exactamente donde estaba era el hombre con la piel color canela y
los inquietantes ojos dorados. Tenía la corona de papel ladeada sobre la
cabeza y estaba bebiendo de su porrón de cerveza como si nada de la
violenta escena a punto de ocurrir pudiera afectarlo.
—¿Vos no pretendéis robarme como vuestros compañeros? —preguntó
Scarlett, un poco curiosa y un poco entretenida por la actitud tranquila del
cómico.
—Insultáis mi inteligencia, pequeña dama —contestó el hombre, con un
ligero encogimiento—. En mi experiencia, gente de vuestra alcurnia nunca
viaja en soledad.
Apenas había terminado de hablar cuando una flecha zumbó en el aire y
se clavó con precisión sobrenatural en la mano que sostenía el cuchillo. El
hombre aulló de dolor y el arma cayó al suelo, levantando una nube polvo.
Otra flecha fue a clavarse directo entre los pies del hombre delgado, que
saltó hacia atrás con tanto impulso que terminó derribado en el piso.
Robin se adelantó un paso, sacando una tercera flecha del carcaj. No
dijo una palabra mientras tensaba la cuerda del arco, los dos ojos puestos en
los hombres que lo miraban boquiabiertos, uno de ellos sosteniéndose la
mano sangrante con incredulidad.
—Acabo de acordar conmigo misma una cantidad distinta para vosotros
—dijo Scarlett, lanzándoles una sola de las bolsas de cuero con desprecio
—. Desapareced.
El segundo falso guardia, el que no estaba herido, miró la bolsa con
desconfianza, como si pensara que era una trampa, pero su codicia pudo
más. Se apoderó de ella y luego salió corriendo en dirección contraria, con
sus dos compañeros justo detrás. El falso König se volvió hacia Scarlett con
una sonrisa.
—Sois generosa, pequeña dama. Otro en vuestro lugar hubiera dicho
que el único pago que les correspondía era una flecha en medio de la frente
o la animada danza al final de una cuerda.
—La estupidez pura me provoca compasión —respondió Scarlett—.
Pero vos debéis de conseguiros nuevos compañeros de escena.
—Oh, no eran mis compañeros —aclaró el hombre—. Los conocí esta
misma tarde. Me dijeron que necesitaban un cuarto hombre para su pequeña
farsa y que se me pagaría. Ahora creo que me habéis salvado la vida: si os
iban a asaltar a vos, ¿quién me asegura que no me cortarían el pescuezo
cuando estuviera ahíto de cerveza para robarse mi parte?
Scarlett estudió al hombre un momento más y luego le hizo una seña a
Robin para que bajara el arco. Le extendió las tres bolsas restantes y el
hombre sonrió, una sonrisa amplia de oreja a oreja. Tras guardarse el dinero
en las botas, se inclinó hacia Scarlett e insistió en besarle la mano.
—Sois sin duda una dama muy especial y agradezco al destino que me
puso en vuestro camino.
—No creo haber escuchado tu nombre.
—Es porque no os lo dije —contestó él. Se sacó la corona de papel
como si fuera un sombrero—. Cheshire, el cuentacuentos. También soy
actor, acróbata y catador de cerveza.
—Y parece que habéis ejercido todas vuestras profesiones esta noche —
comentó Robin.
—Me falta dar un par de volteretas, pero me temo que con lo que he
bebido, mi equilibrio no será el mejor.
Scarlett esbozó una sonrisa sin poder evitarlo. El cuentacuentos era
extraño sin duda alguna, pero tenía labia y parecía ser astuto. Era quizá
justamente lo que necesitaba para llevar a cabo su plan.
—Dime, artista, ¿te irás pronto del reino?
—Ese es el plan —asintió Cheshire—. Parto hacia el Sur para pasar el
invierno en la Costa de las Palmeras, acariciado por el sol y arrullado por el
mar. No hay nada que un hombre pueda desear más.
—¿Ni siquiera la oportunidad de fama y fortuna? —preguntó Scarlett,
bajando la voz hasta que sus susurros adquirieron la textura del terciopelo
—. Veréis, estoy buscando hombres y mujeres capaces…
—Prima —la interrumpió Robin—, ¿te parece que es la mejor idea
discutir esto aquí?
Scarlett le echó una mirada de irritación. Cuando se convirtiera en
Reina, no permitiría que nadie la interrumpiera. Cortaría en seco al que se
atreviera a pensarlo con una sola mirada. Igual que lo hacía Odette.
—No veo a nadie más que a nosotros aquí —señaló.
—Pero vuestro guardia tiene razón —intervino Cheshire—. Todavía hay
mucha gente en la plaza disfrutando el festival. Si hay que discutir asuntos
delicados, es mejor hacerlo lejos de posibles oídos indiscretos.
Era verdad y Scarlett se irritó por no haberlo considerado ella misma.
Pero no podía dejar que lo vieran. Enderezó los hombros y se echó la
capucha sobre la cabeza. La noche se había puesto un poco fría.
—Acompáñanos a nuestra posada, cuentacuentos —dijo Scarlett—.
Deja que te invitemos a la cena y a un poco más de bebida mientras
escuchas nuestra propuesta.
—Con una invitación así, cualquier propuesta es bienvenida —dijo
Cheshire, de nuevo sonriendo ampliamente. Sus ojos dorados refulgieron
con el reflejo de las lámparas que iluminaban la plaza—. Señalad el camino.
Scarlett se puso al frente de los dos hombres. La muchedumbre se había
despejado un poco alrededor del escenario ahora que los espectáculos
habían terminado. Los puestos artesanales estaban cerrados, porque la
mayoría de la gente ya se había gastado todo su dinero, o se habían
emborrachado demasiado para seguir comprando o se habían desplazado
hacia la otra punta de la plaza, donde los músicos todavía estaban tocando
sus piezas. La gente reiría y bailaría hasta el amanecer.
Pequeñas personas viviendo sus pequeñas vidas. Scarlett tenía muchas
cosas más de las que preocuparse y no tenía tiempo para tolerar que Robin
se retrasara.
—¿Qué estás mirando? —le reprochó cuando se dio cuenta que el único
que permanecía a su lado era Cheshire—. Tenemos que seguir.
—Sí, por supuesto —murmuró Robin, todavía con la mirada clavada en
el final de la calle—. Es solo que me pareció ver…
Scarlett miró hacia allí también y lo único que distinguió fue un enorme
caballo negro con un hombre igualmente enorme desplomado sobre su
lomo. Lo guiaban una niña envuelta en una capa y una muchacha de pelo
negro. Una familia que volvía a casa después de acabado el Festival. No
había nada de interesante en ello.
—Vámonos, Robin. Está haciendo frío y quiero una cena de verdad.
Robin siguió mirando al caballo y sus guías hasta que estuvieron
demasiado lejos para distinguirlos en la escasa luz de las lámparas. Después
se dio la vuelta de mala gana y siguió a Scarlett hacia la posada.

—Mi parte favorita fue cuando el titiritero hizo bailar al muñeco. ¿Viste
cómo se movía? ¡Ponía los brazos así y así…!
A pesar de lo molesta que resultaba a veces la cháchara de Locks,
completa con sus imitaciones, Hood estaba casi agradecida por ella esa
noche. Estaba agradecida de que hubieran encontrado a Joha sentado en un
banco de la plaza, completamente ebrio y que hubiera tenido que dejar a
Locks con él para asegurarse que no se fuera a ningún lado. Estaba
agradecida por el beligerante dueño del establo que pretendía cobrarle una
tarifa más alta porque Sombra era más grande que otros caballos y
agradecida de haber tenido que pelear con él para que les diera una lámpara
con la que iluminar el camino de regreso al bosque. Agradecía la noche sin
estrellas que la obligaba a mantener su atención en el camino y los
ronquidos fuertes de Joha que casi ahogaban la voz de Locks:
—¡Oh! ¿Y viste el hombre que tenía los globos de nieve? ¡Eran tan
bonitos! Desearía haber podido comprarme uno…
Agradecía todo eso, porque la distraía. Porque si se concentraba en esas
cosas no tenía que pensar en la farsa. No tenía que acordarse de las risas del
público ni de aquella fea peluca violeta. No tenía que concentrarse en todas
las ideas dando vueltas en su cabeza ni en los motivos por los cuales miraba
una y otra vez sobre su hombro.
El palacio se alzaba en la distancia, silencioso y amenazador. Había muy
pocas luces en sus ventanas o quizá era que estaban ahogadas con los
fuegos que ardían en la ciudad, iluminada a pesar de la hora para continuar
a través de la última noche cálida del año. En el palacio, sin embargo, el
König estaría durmiendo, ignorante de que su pueblo se reía de él y lo
creían un cobarde y un niño malcriado y no le temían ni les importaba su
disputa con la cazadora. No tenían idea en realidad de lo cruel que podía
ser. De lo que su indiferencia podía causar. No sabían lo brutal que…
La manito de Locks se aferró a la de ella. La sonrisa de la niña estaba
desdibujada por las sombras del camino, pero a pesar de eso, Hood estaba
segura que estaba allí.
—Oye, Hood, ¿te molestó esa obra?
—No —mintió Hood, de inmediato—. Era una obra tonta. Nada más.
Dieron unos pasos más en silencio. Locks no le soltó la mano en ningún
momento.
—Creo que fue graciosa —dijo al fin, bajando un poco la voz—. Pero tú
no eres así. —Hizo una pausa, como si lo estuviera pensando y luego añadió
—: Y el König tampoco es así. En realidad no es tan simple, ¿verdad?
—Muy pocas cosas son simples, niña —contestó Hood. Pero su voz no
tenía la misma energía que antes.
—Esto es bastante simple. Hay que mantener viva la llama de la
lámpara. El camino es largo, pero es todo derecho. Solamente tenemos que
llegar a casa, ¿verdad?
Lo dijo con absoluta calma y seguridad. Como si “casa” significara lo
mismo para Hood que para ella.
Joha soltó un rugido tan fuerte que las sobresaltó. A Sombra también,
que relinchó como si desaprobara los hábitos de su inconsciente carga.
—No fue buena idea dejarlo solo con ese barril, ¿no? —preguntó Locks,
apenas conteniendo una carcajada.
—No —estuvo de acuerdo Hood.
Y a pesar de lo molesta que se había sentido esa noche, a pesar de la
sombra del palacio a sus espaldas y a pesar de la horrible peluca violeta,
cuando Locks se echó a reír, Hood no pudo hacer otra cosa que unírsele.
Un largo preludio

E l otoño fue un largo preludio a un invierno difícil.


Ranghailt podía sentir la tensión que subía tanto dentro del castillo como
fuera de él. Podía verla y escucharla cada vez que iba al mercado. —Dicen
que el König subirá los impuestos. Otra vez.
—¡Con el invierno encima! No podremos pagarle…
—La cosecha este año ha sido mala. Mi hermano ha ido a unirse a la
Guardia Real, pero no le han pagado el sueldo.
—Papá está pensando en marcharse del Reino una vez que pase el
invierno. Tendremos una larga caminata a través del Bosque…
—Dicen que el König está preparando un… evento, en el palacio. Que
será muy importante. Todos los señores de más allá del Bosque y los
príncipes vendrán a verlo…
Eso, al menos, Ranghailt podía confirmar que era verdad.
La Reina Alicia de Wünderland había abandonado sus alojamientos en
la posada más lujosa de la ciudad para instalarse definitivamente en el ala
de invitados del castillo. Desde entonces, no había pasado una tarde en la
que el König no se reuniera con ella. Ranghailt no estaba segura de qué
hablaban. Se suponía que ella y sus hermanas debían turnarse para atender
las necesidades del König, pero cada vez más a menudo era ella la que se
encontraba cumpliendo esa tarea.
—¡No la soporto! —se quejaba Caoilfhionn siempre que volvía de
atender una de las meriendas del König y Alicia—. ¡Es tan pomposa! “Oh,
querida, ¿puedes hacer esto por mí? ¿Puedes hacer esto otro?”
Ranghailt conocía a sus hermanas. Las conocía mejor de lo que ellas
creían, mejor que a su propia mente. Para cualquier otra persona, la rabia de
Caoilfhionn habría estado alimentada por puros celos. Desde que Alicia se
había instalado en el castillo, ni una sola vez el König la había llamado a su
lecho y aquel desaire era imposible de ignorar.
Pero había algo más debajo de la vehemencia con la que despotricaba en
contra de Alicia. Algo en la manera en que bajaba los ojos y se llevaba la
mano al cuello, de manera inconsciente.
Caoilfhionn le tenía miedo a esa mujer. Por razones que no le había
confiado a Ranghailt (razones que no creía que le contara, no con el estado
en el que estaba su relación), a Caoilfhionn le aterraba la idea de
encontrarse cara a cara con Alicia de Wünderland.
—Si crees que no puedes soportarlo, será mejor que no vayas más a
atenderla, entonces —le dijo Ranghailt, con el mismo tono frío que usaba
para amonestarla a veces—. El König no se tomará a bien que le hagamos
un desaire a su invitada de honor.
Los ojos de Caoilfhionn estaban llenos de alivio, pero todavía se las
arregló para sonar furiosa cuando contestó:
—¡Bien! Pasa dos minutos con ella y verás que lo que te digo es cierto.
No se equivocaba. La reina era caprichosa y se quejaba a menudo de
cosas como que las frutillas en su tarta no estaban lo suficientemente rojas.
Pero no era peor que el König y quizá por eso se llevaba tan bien con él.
También era cierto que su apariencia descolorida era inquietante y que los
movimientos lentos y delicados de sus manos tenían una cualidad casi
hipnótica. Nada de esto justificaba el terror de Caoilfhionn, sin embargo, así
que Ranghailt terminó por achacarlo al miedo de ser reemplazada por una
mujer de la alcurnia del König.
No, la verdad es que Alicia no le molestaba demasiado. Era la compañía
de Ludwig lo que a veces le ponía los pelos de punta.
—Tiene esa mirada extraña, ¿sabes? —estuvo de acuerdo Angharad
cuando se lo comentó—. Es como si viera cosas que no están allí.
La descripción le venía como anillo al dedo. Cada vez que Ranghailt se
encontraba parada fuera de las cámaras del König junto al Consejero,
esperando a ser llamados para atender alguna necesidad, los ojos gris
acerado de Ludwig siempre estaban perdidos en la pared frente a él o quizá
en el paisaje dorado y rojo en el que se había convertido el Bosque. Pero
parecía estar observando más allá de todo eso, a través de todo eso.
Ranghailt se estremecía preguntándose exactamente qué estaba
contemplando aquel hombre callado y misterioso.
Una de esas ocasiones fue más espeluznante que otras, porque Ludwig
ladeó la cabeza y clavó aquella mirada penetrante directamente en ella.
Ranghailt enderezó los hombros y trató de aparentar que no lo había notado.
—Eins no es tu nombre, ¿verdad? Y tus hermanas no se llaman Zwei y
Drei tampoco.
Ranghailt respiró profundamente antes de contestar:
—No. El König nos llama así porque nuestros nombres le resultaban
demasiado difíciles de pronunciar.
Esperó que el desprecio en su voz no fuera demasiado palpable.
—Y sin embargo, tú te has aprendido el idioma de este país extranjero
en el que fuiste a dar en apenas un par de años —señaló Ludwig—. Todavía
se te nota un poco el acento. A tus hermanas se les dio un poco mejor, pero
claro, ellas eran más jóvenes.
Ranghailt no sabía si pretendía que aquello fuera un halago o no. En
todo caso, el silencio que siguió indicaba que Ludwig esperaba alguna clase
de respuesta.
—Era necesario si queríamos permanecer al servicio del König, señor
Consejero.
—Ah, pero tú no disfrutas estar al servicio del König —continuó
Ludwig —. De hecho, en este momento te gustaría estar en cualquier lugar
menos aquí.
Ranghailt alzó la vista y de inmediato deseó no haberlo hecho. A la
mirada intensa de Ludwig se le acababa de unir una sonrisa burlona, como
si esperara que ella le diera la razón solamente para reírse o recordarle que
nada de eso era posible. La doncella se alisó el delantal para ganar tiempo
mientras rebuscaba en su cabeza una manera de contestarle que fuera
sincera, pero que al mismo tiempo no revelara demasiado de sus verdaderos
sentimientos por el König.
—Importa muy poco lo que yo desee. Servir al König nos mantiene a
salvo, tenemos un techo sobre nuestras cabezas. Tenemos suerte, a
diferencia de muchas otras personas en el pueblo.
—Sí —dijo Ludwig—. Con todas las penurias que pasasteis antes de
llegar aquí, es de esperar que estés dispuesta a soportar todas las
indignidades que se te pongan en el camino.
Por un momento, apenas un latido de corazón, la irritación de Ranghailt
superó a la inquietud que le provocaba Ludwig.
—¿Qué sabéis vos sobre las penurias que hemos pasado?
—Sé que sois tres jóvenes sin un padre que pague vuestra dote ni una
madre que os prepare un ajuar —contestó Ludwig, encogiéndose de
hombros como si fuera obvio —. Sé que estáis lejos de vuestro hogar y que
tú sientes la necesidad de cuidar de tus hermanas. Todo esto indica que
habéis pasado por situaciones que personas como el König y la Reina Alicia
no podrían imaginarse jamás, mucho menos soportar.
Ranghailt no contestó. No porque Ludwig estuviera errado, sino porque
tenía la sensación de que había una trampa en sus palabras. Como si
estuviera tratando de poner a prueba su paciencia o su lealtad. O como si
estuviera tratando de determinar qué tan inexistente era la segunda.
El Consejero soltó una risita.
—Eres más peligrosa de lo que tú misma te das crédito, Ranghailt. Si yo
fuera el König, estaría aterrado de tenerte de enemiga.
—El König tiene bastantes enemigos formidables sin necesidad de
agregar a su propia doncella a la lista, mi señor —contestó Ranghailt.
Esperaba que su rostro no se hubiera sonrojado y que nada en su tono de
voz delatara lo profundo que habían cortado aquellas palabras.
—Ah, sí. Tonto es el soberano que hace un enemigo de los que debe
gobernar —comentó Ludwig—. Espero que tus hermanas y tú no tengan la
desgracia de tener que descubrirlo por vosotras mismas.
La puerta de la recámara del König se abrió antes de que Ranghailt
comprendiera el sentido de aquellas palabras. Alicia salió con paso
tranquilo, envuelta en sus encajes elaborados como siempre y le dedicó una
sonrisa descolorida a Ranghailt.
—¡Ah, me alegra encontrarte aquí! —dijo, como si alguna vez le
hubiera dirigido la palabra a Ranghailt antes de aquella ocasión. La doncella
sospechaba que la había confundido con una de sus hermanas—. Necesito
hacerte un encargo, querida. ¿Conoces a alguna buena modista?
—Yo sé coser, su Gracia. Estoy para lo que me necesitéis.
—¡Excelente! En ese caso, por favor compra tela para hacerme un
vestido para el baile. Blanco nieve sería preferible, pero si no es posible, un
color marfil o hueso servirá.
—Eso será… bastante costoso, su Gracia —contestó Ranghailt. La
palabra que estaba buscando en realidad era “exorbitante”. De hecho, estaba
segura que Wünderland debía de ser un reino fabulosamente rico para que
su reina pudiera lucirse en vestidos blancos incluso cuando no estaba en una
celebración o actuando en alguna capacidad oficial.
—No será un problema —replicó Alicia, como si le hubiera leído el
pensamiento—. Tú solo encárgate de conseguirlas y avísame cuando me
necesites para tomar las medidas. Te mostraré algunos modelos y tú me
dirás si eres capaz de recrearlos, ¿está bien?
—Sí, su Gracia —contestó Ranghailt, porque, ¿qué otra cosa podía
decir? No estaba en su poder rehusarse al pedido de una mujer del rango de
Alicia poder.
—Muchas gracias, querida. Sé que harás un trabajo maravilloso.
Y con otra amplia sonrisa, se alejó por el pasillo con la frente en alto y
su cabello platinado flotando como un halo alrededor de su rostro.
—¡Ludwig! —llamó el König desde el interior de la recámara.
Ranghailt entró detrás de él y silenciosamente empezó a recoger los
platos y tazas. El König ni siquiera la miró. Caminaba por el cuarto como
un león en una jaula demasiado pequeña.
O como un lobo.
—Alicia quiere que tengamos pasteles con cobertura de azúcar.
¿Podemos conseguirlos?
—Tomará un tiempo, su Gracia, pero no es del todo imposible —dijo
Ludwig, parado contra la pared, con las manos detrás de la espalda—. Y me
temo que agregará ciertos costos a la fiesta que no estaban previstos…
—Eso no importa —replicó el König, negando con la cabeza—. Quiero
que todo sea perfecto para ella, ¿lo entiendes?
—Sí, su Gracia. Me encargaré personalmente de que así sea.
Ranghailt salió de la habitación tratando de aguantar las ganas de
vomitar. Había pensado que el König era incapaz de amar a nadie más que a
sí mismo, pero resultaba que en realidad estaba prendado de esta reina. Y lo
que era todavía peor, que ella lo podía manipular de la manera que quisiera.
Era indescriptiblemente triste. Si ella hubiera sido capaz de sentir
tristeza por el König, claro estaba.
A la persona a la que realmente compadecía, para su propia sorpresa, era
a Viktoria. La Königin era tan exigente, egoísta y arrogante como su hijo,
con un agregado de histeria para hacerla aún peor. Pero ella nunca se
molestaba por extender su influencia fuera de su torre. En las pocas
ocasiones en las que salía, se la veía molesta y agitada, como si no soportara
estar demasiado lejos de su propia habitación, como si estuviera asustada
del mundo exterior o de que algo le pasaría a sus aposentos si ella no estaba
allí para vigilarlos.
Esos días, en particular, su temor había empeorado al punto del
desvarío. Luego de que Caoilfhionn la viera agitada poco antes del Festival,
Viktoria había mandado a retirar todos los espejos de su habitación. Cada
vez que alguna de las hermanas llamaba a su puerta, eran recibidas por
gritos e increpaciones. La Königin demandaba saber quiénes eran, quién las
enviaba y qué habían ido a hacer allí. Las respuestas nunca la satisfacían y
en una ocasión se había puesto violenta y había lanzado su cáliz directo a la
cara de Angharad, que apenas tuvo tiempo para agacharse y esquivarlo.
Cuando le contaron acerca de este incidente a Ludwig, él les recomendó
mantener la boca cerrada.
—Su Gracia se encuentra demasiado ocupado con los preparativos de la
fiesta. No hay por qué molestarlo con este asunto. El curandero se encargará
de ella.
El curandero les había dado hierbas para mezclar con la comida de la
Königin y les había ordenado prepararle una infusión con las mismas para
que los humores del cuerpo de Viktoria se equilibraran. O por lo menos
regresaran a su estado normal, porque Ranghailt dudaba que la Königin
hubiera estado equilibrada alguna vez. Pero aquello había tenido el efecto
contrario.
Ranghailt llamó a la puerta de las habitaciones de la Königin tres veces
antes de decidirse a entrar. Tal como lo había sospechado, Viktoria se
encontraba despierta en su cama, con los ojos vacíos perdidos en algún
lugar del horizonte. El efecto sedante de las hierbas del curandero era tan
fuerte que a veces la doncella tenía que detenerse y observar bien para
asegurarse que Viktoria seguía respirando.
—Buenas noches, su Gracia. Os traigo la cena.
Viktoria ni siquiera movió la cabeza o dio señal alguna de ser consciente
de la presencia de Ranghailt. La doncella avanzó y revisó la bandeja que
alguna de sus hermanas (no estaba segura de quién era el turno) había
subido al mediodía. La sopa se había solidificado en el cuenco y la carne
estaba fría y oscura, con moscas zumbando a su alrededor. Pero la jarra de
agua estaba vacía y el pan desmenuzado, lo que indicaba que la Königin al
menos había comido algo.
Mirándola, sin embargo, era difícil de creer. Sus mejillas estaban
hundidas y las manos que reposaban sobre las coberturas de la cama se
veían pálidas, con dedos excesivamente largos y huesudos. Ranghailt dejó
la bandeja nueva junto a su cama en silencio y recogió la otra. Se dio vuelta
para marcharse y dio un corto paso hacia la puerta.
—Muchacha.
Ranghailt se sobresaltó tanto que casi se tropieza con sus propios pies.
La voz de la Königin había sonado cavernosa, destemplada y, aunque no la
había levantado para nada, resonó en el cuarto como un trueno antes del
comienzo de la tormenta. La doncella inspiró profundamente para reponerse
de la impresión y se volvió hacia la Königin.
—¿Sí, su Gracia? ¿Hay algo que pueda hacer por vos?
Los ojos de la Königin seguían vacíos, pero a Ranghailt le pareció que la
forma en que sus labios estaban fruncidos y el gesto de la mano levantada
para señalar un objeto en la cómoda tenían la antigua energía que solía
animarla.
—Llévatela.
Ranghailt siguió lo que señalaba, pensando que quizá se refería a alguna
otra basura o suciedad que la estuviera molestando, pero no vio nada a
simple vista. Dejó la bandeja sucia en el piso y se acercó para ver.
Sobre un terciopelo que podría haber sido un antiguo vestido o un trozo
de cortina, reposaba una daga de tamaño considerable. Ranghailt contuvo el
aliento mientras la levantaba. Era pesada en su mano y tenía el pomo
adornado con el sello de un águila, las alas abiertas en vuelo rasante.
La reconoció de inmediato. Era la daga que había visto brillar en la
mano de la cazadora, mientras la levantaba para tratar de atacar a la
Königin. Ranghailt había reaccionado protegiendo a Angharad, por
supuesto, y luego una flecha había detenido a la cazadora en seco. No
recordaba qué había ocurrido después en medio del tumulto que había
causado todo aquello. Pero la Königin debía haber recogido la daga y la
tenía allí con ella.
—¿S-su Gracia? —inquirió Ranghailt, sosteniéndola para mostrársela—.
¿Es esto lo que queréis que…?
—¡Sí! ¡Llévatela! —exclamó Viktoria, con una explosión de energía
que nada tenía que ver con su estado un momento antes—. ¡Ella me espía a
través del filo! Sé que me mira por allí, puedo sentir sus ojos, ¡pero no me
contesta cuando le hablo! ¡Quiere volverme loca! —Se llevó las manos a la
cabeza y apretó sus mechones con tanta fuerza que Ranghailt temió que
fuera a empezar a arrancárselos. Al final, sin embargo, se tranquilizó y
volvió a reposar en contra de sus almohadones—. Sácala de aquí.
—Está bien —dijo Ranghailt, impresionada por una reacción tan
violenta. Envolvió la daga en el terciopelo lo mejor que pudo, la puso sobre
la bandeja y se dirigió hacia la puerta—. ¿Hay… hay algo en particular que
queráis que haga con ella?
—No —contestó Viktoria, otra vez con ese susurro cavernoso de antes
—. Solamente llévatela.
—Sí, su Gracia. Que tengáis buenas noches.
Ranghailt tuvo un largo tiempo mientras bajaba de la torre para pensar
en qué haría a continuación. Podría entregarle la daga al König, solamente
para ver la expresión en su rostro. Si ella sabía a quién pertenecía por
haberla visto una sola vez en un momento de terror, estaba segura de que él
lo tendría todavía más presente. ¿Cuántas veces se habría encontrado a sí
mismo en el extremo más afilado de aquella misma arma? Podría
entregársela a Ludwig cuando le reportara los últimos desvaríos de la
Königin. Podía llevarla al mercado cuando fuera a buscar la tela para el
vestido de Alicia y venderla. Sin duda, sacaría unas buenas monedas por
ella.
Sí, podía hacer todas esas cosas, pensó mientras se paraba delante de
una ventana. El Bosque se extendía infinito en el horizonte. Ataviado con su
manto de otoño, era todavía más majestuoso que cuando refulgía verde bajo
el sol. Las partidas de búsqueda del König habían fracasado en encontrar a
la cazadora en medio de toda esa inmensidad. Con el invierno casi encima,
sería una imprudencia internarse en él y más contando el hecho que
Ranghailt había pasado toda su vida en ciudades y poblados. No sabría ni
siquiera cómo empezar a orientarse en aquel territorio salvaje.
No, no iba a hacer eso tampoco. Guardaría la daga. Estaba
absolutamente segura que, en algún momento, la cazadora vendría a
reclamar lo que le pertenecía. Vendría a reclamar su presa y en ese
momento, Ranghailt gustosamente le pondría la daga en la mano y dejaría
puertas y ventanas abiertas como había hecho tantas veces antes.
Un baile de invierno

E l pueblo se veía muy bonito con los techos nevados y los vidrios de las
ventanas empañados. Al menos, Locks lo creía así, pero quizá se debía
más al hecho de que estaba segura que no tendría muchas ocasiones más
para verlo en el futuro cercano. Se había puesto terriblemente frío esos días
y casi siempre había nubes negras preñadas de nieve sobre sus cabezas.
Joha le había comprado un abrigo azul muy grueso y un par de mitones
blancos, además de medias y un par de botitas que le encantaba usar para
patear la escarcha que se acumulaba a los costados del camino. Y eso era
justamente lo que estaba haciendo aquel día: corriendo hacia adelante para
patear la nieve, dejar un rastro de huellas sobre el barro húmedo y luego
volver igual de rápido a donde Joha y Sombra venían, mucho más atrás de
ella.
—La superficie está resbalosa, Goldie —le dijo Joha, sacudiendo la
cabeza—. Ten más cuidado.
—Me gusta la nieve —contestó Locks, como si eso solamente bastara
para justificar su manera alocada de actuar—. ¿Seguro que no podremos
venir a ver los campos nevados más adelante?
—El camino se pondrá intransitable mientras más frío haga y más nieve
caiga —contestó Joha, negando con la cabeza—. Tenemos que llevarnos
todo lo que vayamos a necesitar ahora, porque no podremos regresar hasta
la primavera.
Locks asintió seriamente y miró hacia adelante, pero el impulso de
tirarse en la nieve o de tratar de formar una bola en sus manos para
arrojársela a Joha era casi irresistible. Lo único que la detenía era que no
había suficiente nieve en esos días para tener una verdadera batalla con
todas las de la ley. Y además, solamente entre dos personas sería muy
aburrido.
—Me pregunto que estará haciendo Hood ahora mismo —dijo en voz
alta—. ¿Por qué no quiso venir al mercado con nosotros? Otros días parecía
casi contenta que la visitáramos…
—A Violette no le gusta el invierno —contestó Joha, taciturno.
Locks lo miró silenciosamente, tratando de entender qué había detrás de
esas palabras.
—Es cuando se murió su abuelita, ¿verdad? —preguntó. Joha la miró
sorprendido—. A mí no me gusta la primavera. Es muy bonita, con todas
las flores y el sol otra vez, pero en la primavera los osos se despiertan con
hambre y atacan. Fue en primavera que se comieron a mis padres y por eso
la primavera me pone triste.
Joha asintió, como si eso tuviera todo el sentido del mundo.
—¿En qué estación murió la mamá de Hood?
—En verano —contestó Joha y no volvió a hablar por el resto del
camino.
Locks deseó no haberlo mencionado, pero ya era demasiado tarde. Se
portó bien el resto del camino. Esos días el sol se ponía más pronto y
tendrían que apresurarse para estar en casa antes de que eso ocurriera.
Había poca gente entrando y saliendo por las puertas de la ciudad para
ser un día de mercado. Al principio, Locks lo atribuyó al frío, pero a medida
que avanzaban a través de los puestos, se le fue cayendo el alma a los pies.
Las mercancías que tenían allí eran escasas y pequeñas: patatas que apenas
le cabían en la palma de la mano, repollos mustios y tomates pálidos. La
carne y los huevos estaban a un precio exorbitante y tuvieron que pararse un
largo rato detrás de un hombre que discutía a gritos con el carnicero.
—¿A esto le llamas carne? ¿Acaso tus cerdos decidieron hacer una
dieta? ¡Mira todos estos nervios!
El carnicero parecía tan poco contento con esa situación como todos los
clientes que esperaban detrás.
—Escucha, esta es la carne que tengo y este es el precio —le replicó de
mala manera—. Si lo vas a pagar, pon las monedas encima y si no, hazte a
un lado. Estás reteniendo la fila.
El cliente insatisfecho se quejó de que no le podía cobrar tanto por una
carne tan magra, pero acabó por pagar y marcharse.
—Días difíciles, ¿eh, Holger?
Holger les echó una mirada tosca.
—No tengo dinero para comprar tus presas —le espetó sin esperar a que
Joha terminara de hablar—. El negocio ha estado lento todo el otoño y
ahora se pondrá mucho peor.
—Lamento escuchar eso —dijo Joha—. Pero de hecho venía a comprar.
¿Tienes sal?
Holger les vendió dos sacos llenos de sal y aunque Joha regateó un
poco, era obvio que el carnicero no estaba de humor para esas cosas. Tras
echar una mirada a lo poco que quedaba en el mercado (porque, aunque las
verduras no se veían apetitosas, las personas estaban pagando por ellas
como si acabaran de ser cosechadas), Joha y Locks cargaron a Sombra y se
prepararon para regresar. Les tomaría más tiempo hacer el viaje de regreso
del que se quedaron en el pueblo.
—¿Por qué hay tan pocas cosas en el mercado, Joha?
—No lo sé —contestó él—. Si quieres, puedes preguntar por ahí.
Locks miró alrededor y de inmediato localizó a un hombre de cabello
gris que parecía estar vendiendo hierbas de una gran canasta que llevaba
colgada del brazo.
—Disculpa, abuelito, ¿me puedes decir por qué el mercado está tan
vacío?
El hombre la miró con gesto de sorpresa, como si pensara que Locks le
estaba tomando el pelo. Pero era imposible no darse cuenta que aquel no era
el caso con la seriedad en el rostro de Locks.
—Hace frío, niña. Y dicen que hay forajidos en el camino, así que la
gente no se anima a venir. Además, el König subió los impuestos e incautó
mucho de la mejor mercancía —explicó el anciano—. Es para el baile de
esta noche. Dicen que será el baile de invierno más fabuloso que se haya
visto en años.
—¿Un baile de invierno? ¿No hará demasiado frío?
Los ojos del anciano eran de un azul claro como el hielo. Pero cuando
los entrecerró para mirar a Locks, por un segundo a ella le parecieron que se
tornaban ambarinos.
—Niña, ¿es que no sabes nada?
—¡Sí sé algunas cosas! —replicó Locks, irritada, pero el anciano ya se
había dado media vuelta y se estaba alejando—. ¡Eres un abuelito muy
malo!
El anciano no se dio vuelta a mirarla, por lo que no vio cuando Locks le
sacó la lengua en un gesto burlón.
—¿Un baile de invierno? —repitió Joha. Sonaba sorprendido.
—¿Qué significa eso?
La mirada de Joha era taciturna cuando se volvió hacia el palacio que se
alzaba como siempre sobre el pueblo como una sombra ominosa.
—Significa que el König se va a casar.
La mandíbula de Locks cayó como desencajada y se dio la vuelta para
mirar en la misma dirección.
—Pero, ¿con quién?

Alicia de Wünderland no era el monstruo que su hermana le había hecho


creer. Sí, era caprichosa y le gustaba que las cosas se hicieran exactamente
como ella las quería, pero eso era un rasgo que compartía con todos los
nobles con los que Ranghailt había tenido la desgracia de tratar. Pero al
menos intentaba ser cordial y aunque su apariencia era extraña, suponía que
eso era porque se trataba de una extranjera. Algunas personas se habían
inquietado con ella y sus hermanas por sus cabellos rojos cuando apenas
habían llegado al reino.
Y bueno, no es que Ranghailt realmente hubiera creído que la Reina
Alicia era un monstruo. Claramente había venido allí en busca de un
esposo, pero muchas mujeres, incluso las que como ella tenían todo lo que
pudieran desear, necesitaban de uno para estar seguras. Las plebeyas
necesitaban un marido para que las cuidara y las nobles, para que les diera
un heredero. Así era como funcionaban las cosas.
—Yo no quiero casarme con ningún hombre —protestaba Angharad de
vez en cuando—. Ninguna de nosotras está casada y vivimos bastante bien.
—Eso es porque somos jóvenes y podemos trabajar —contestó
Ranghailt —. Cuando seas vieja y estés toda encorvada y llena de artritis,
dirás otra cosa.
—Entonces seré una vieja bruja —dijo Angharad—. Le haré creer a la
gente que puedo ver el futuro con mi ojo malo y les cobraré por leerles la
mano.
—¿Y cómo sabes que vas a tener un ojo malo? —preguntó Caoilfhionn
con sorna.
—Porque todas las viejas brujas tienen un ojo malo, Caoil.
Ranghailt no pudo evitar reírse con las tonterías de sus hermanas. Le
hacía falta reírse, con lo ocupada que estaba en esos días. La actividad en el
castillo había pasado de agitada a frenética a medida que más y más
preparativos iban tomando lugar y por algún motivo, Ludwig y Alicia
parecían empecinados en delegar todas esas responsabilidades en ella.
Había que limpiar las habitaciones para los huéspedes, porque vendrían
nobles de algunos feudos allende los Bosques e incluso de un par de
principados vecinos. Necesitarían más comida para alimentar a todos esos
invitados, no solo la noche del baile, sino todas las noches durante las
cuales se alojaran allí antes y después, así que había que instruir a los
cocineros al respecto. Había que atender a todos estos nobles que iban
llegando, aunque muchos de ellos traían sus propios sirvientes a los que
también había que alimentar e instruir sobre el funcionamiento del castillo.
Había que limpiar salas, pulir armaduras y adornos y dejar todo lo más
reluciente posible. Había que estar atentos a que Viktoria permaneciera en
buena salud o, por lo menos, que no empeorara y empezara a lanzar cosas
en su torre. Y finalmente, Ranghailt tenía que terminar de coser el vestido
que la Reina Alicia luciría la noche del baile.
—Has hecho un trabajo excelente, querida —le dijo, con una sonrisa,
cuando fue a medírselo una vez más—. Verdaderamente espléndido.
Se dio la vuelta para mirarse en el espejo de cuerpo completo y
Ranghailt no pudo evitar una punzada de orgullo al contemplar su propio
trabajo. El vestido era largo hasta los pies, lleno de encajes y moños, con
amplias mangas que ondulaban cada vez que Alicia movía los brazos o las
manos. El escote cuadrado dejaba al descubierto la piel blanca como la
nieve de la curva de los senos de la Reina, e incluso su mirada traslúcida
parecía algo más brillante aquel día. Ranghailt se había preguntado por qué
la Reina se limitaba a sí misma a usar colores tan claros cuando las telas de
colores eran más baratas y fáciles de conseguir. Pero mirando cómo la falda
flotaba alrededor de sus piernas cuando se movía, tenía que admitir que el
blanco, sumado a su propia piel descolorida daba un efecto extravagante
pero bello.
Como ver una tormenta de nieve a través de los cristales de una ventana.
—Ayúdame a quitármelo, por favor.
Ranghailt aflojó los cordones del corsé y Alicia se deslizó
delicadamente fuera del vestido. Ataviada únicamente con su camisola, se
sentó en la silla frente a la mesa del té que había estado tomando cuando
Ranghailt llegó para la última medición y sonrió mientras recogía su tacita.
—Repíteme tu nombre.
—Es Eins, su Gracia…
—No, tu nombre de verdad —replicó Alicia—. Me parece una estupidez
llamarte por ese ridículo apodo después de todo lo que has hecho por mí.
Ranghailt no pudo evitar sorprenderse. Estaba segura que aprenderse su
nombre sería considerado demasiado problema para alguien de la alcurnia
de Alicia. Se lo dijo y la Reina se lo hizo repetir unas tres veces hasta que
pudo pronunciarlo correctamente.
—Ranghailt —dijo al final, con una sonrisilla de triunfo en los labios—.
Me alegra mucho que estés ayudándome con todo esto. Sí, verdaderamente,
me alegra.
Era la primera gentileza genuina que Ranghailt recibía en el palacio de
alguien que no fuera otro sirviente. Estaba tan anonadada, de hecho, que por
un momento olvidó refrenar su lengua.
—¿Por qué vais a casaros con el König?
Porque ese era todo el objetivo de aquello. Un baile de invierno, un
vestido blanco... la única que seguía en negación sobre las intenciones de
Alicia y del König tenía que ser Caoilfhionn, pero es que cuando las
aceptara, Ranghailt estaba segura, se le rompería el corazón. Y no quería
que su hermana se volviera amargada y rencorosa como lo era la propia
Ranghailt. Y menos hacia una persona mucho más gentil que el propio
König.
Alicia ni siquiera intentó negar lo obvio. Sus dedos delicados se
deslizaron por el borde de la taza, un gesto lento y pensativo.
—¿Por qué hacemos todo lo que hacemos, en realidad? —preguntó.
Si era un acertijo, Ranghailt no lo comprendió.
—Yo hago lo que hago para mantener a mis hermanas a salvo —dijo,
frunciendo el ceño.
—Eso es admirable —contestó Alicia—. Yo también tengo una
hermana, pero no nos llevamos tan bien como vosotras. Sin duda, ella no
haría ni la mitad de los sacrificios que tú haces por ellas.
—No puedo creer eso —Ranghailt negó con la cabeza—. La familia
siempre es lo más importante. Mis hermanas y yo también peleamos a
veces, pero nunca dejaríamos de cuidarnos las unas a las otras. Sin duda,
vuestra hermana os aprecia mucho también.
Cuando Alicia levantó la vista para mirarla, su sonrisa amable seguía en
sus labios, pero había algo filoso en sus ojos, algo parecido a estacas de
hielo, que enviaron un escalofrío por la espalda de Ranghailt.
—¿Y qué sabes tú de mi hermana y de mí? —preguntó, con voz sedosa.
Era como si se estuviera esforzando por mantener su compostura. Pero la
rabia helada debajo de su tono inquietó a Ranghailt.
—Nada —contestó con una rápida inclinación de la cabeza—. Lamento
mucho haber asumido… de verdad, estoy apenada. Por favor, no prestéis
atención a mis palabras.
Las estacas de hielo permanecieron un momento más en su rostro, pero
luego Alicia bajó la vista hacia sus dulces e hizo un gesto brusco con la
mano para despedirla.
—Eso será todo, Eins. Por favor, procura que mi vestido no se manche
ni se arrugue.
Ranghailt colgó el vestido en el armario y salió de las recámaras de la
Reina con la sensación que había cometido un error gravísimo. De verdad,
se pasaba tanto tiempo recomendándoles discreción a sus hermanas para
luego preguntarle a Alicia algo tan personal como aquello… necesitaba
pensar mejor en sus acciones. Necesitaba concentrarse. Su relación con el
König no iba a mejorar jamás, pero quizá consiguiera congraciarse con
Alicia si el baile salía bien y conseguir algo de misericordia para
Caoilfhionn si es que la Reina decidía que era mejor no tener a la amante de
su marido en el palacio…
Chocó contra un cuerpo sólido y fuerte. Se tambaleó hacia atrás, pero
unos dedos firmes se aferraron a su brazo y consiguieron que mantuviera el
equilibrio.
—Perdona —dijo una voz profunda—. No estaba mirando por donde
iba.
Ranghailt levantó la vista para encontrarse con el rostro barbudo de
Hildebrandt.
—No os apenéis, Capitán. Yo tampoco estaba poniendo atención.
El Capitán cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro, incómodo.
Ranghailt estaba a punto de continuar con su camino cuando el hombretón
volvió a hablar:
—Seguramente estás muy atareada estos días, ¿no es así?
—Ni la mitad de lo que debéis estar vos —contestó Ranghailt, alzando
una ceja—. Con los forajidos que están atacando las afueras del pueblo.
—Sí —contestó Hildebrandt, acariciándose la barba con mal disimulado
nerviosismo—. Son forajidos muy extraños, debo decir.
—¿De verdad?
—Han atacado a las personas sencillas que van y vuelven del mercado,
pero a ninguno de los nobles que vienen para el baile.
—Quizá es porque saben que esos nobles están mejor defendidos.
—Es verdad —asintió Hildebrandt, todavía con gesto pensativo—. Pero
aun así, no creo que ganen demasiado con robar sacos de arroz y carne
salada. A menos que ellos mismos estén comiéndola, pero es imposible
determinar…
—Capitán —lo interrumpió Ranghailt—. Tengo que continuar con mis
quehaceres.
—Ah, sí —dijo Hildebrandt, apartándose con rapidez y desviando la
mirada hacia sus botas—. Mis disculpas.
Ranghailt se alejó por el pasillo unos pasos. Casi al final, miró sobre su
hombro y vio que Hildebrandt continuaba en el mismo lugar donde ella lo
había dejado. Le sonrió con cortesía y Hildebrandt se envaró y caminó hacia
el otro lado. Ranghailt no se lo tomó a pecho. Era un hombre callado y
taciturno por naturaleza y lo único en lo que parecía capaz de pensar era en
forajidos y medidas de seguridad. De todas las personas del castillo, quizá
el Capitán de la Guardia era con el que menos detestaba hablar.

La noche cayó rápido y el frío cortaba como un cuchillo impío. Locks se


echó la capucha sobre la cabeza y se subió la bufanda hasta la nariz. La
ventisca que había empezado a soplar le daba mala espina y ahora desearía
no haberse entretenido tanto en los charcos y los montones de nieve en el
camino de ida. Quizá habrían podido regresar más rápido si no lo hubiera
hecho. Todavía estaban lejos de la cabaña, aunque ya habían traspasado el
límite del Bosque. Los pinos, tan familiares a la luz del día, ahora no eran
más que confusas sombras grotescas.
—Joha —llamó la niña desde arriba del caballo—. Se está poniendo
muy oscuro.
Joha abrió una de las alforjas de Sombra y sacó la lámpara, una vela y la
yesca. En los minutos que se detuvieron para encenderla y prepararla, la
última luz del día se extinguió en el horizonte. Las nubes negras de nieve
cubrían por completo el cielo y una niebla espesa empezaba a formarse
alrededor de ellos. La débil luz dorada de la lámpara que Joha sostuvo en
alto era un magro consuelo.
—No te preocupes, Goldie —le dijo Joha con un optimismo en la voz
bastante extraño para él—. Ya no estamos demasiado lejos.
Locks se agitó sobre la silla, algo temerosa. No tenía manera de saber si
eso era cierto o si Joha solamente lo estaba diciendo para que no se asustara.
De todas maneras, ella ya estaba asustada: el corazón le latía con furia en el
pecho y le castañeaban los dientes, en parte por el frío, en parte por el
miedo. Hasta el más mínimo sonido de un bicho arrastrándose por la corteza
de un árbol cercano era suficiente para sobresaltarla. Se aferró con fuerza al
cuello de Sombra y trató de pensar en lo bien que se sentiría cuando
finalmente estuvieran de vuelta en la acogedora cabaña, envueltos en
mantas y con la ropa secándose delante de un agradable fuego… Joha se
detuvo en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó Locks.
Pero en un momento tuvo su respuesta. Entre la niebla, unas cuántas
sombras se agitaron, demasiado bajas para ser árboles, demasiado altas para
ser animales de algún tipo. Aunque con el resplandor de la lámpara, era
imposible estar segura…
—Mira esto, Robin —llamó una voz entre la niebla—. Un hombre y su
hija que vuelven tarde del mercado. Muy tarde, de hecho. Leñador, ¿por qué
traes a tu hija tan tarde? ¿No sabes que el bosque es peligroso a estas horas?
Hubo risitas en el aire que le pusieron los pelos de punta a Locks.
¿Cuántos eran? Todos iban vestidos de negro, así que era imposible saberlo
en realidad. Podían ser solamente tres o cuatro. O podían ser veinte o
treinta…
—¿Crees que traigan algo interesante? Quizá deberíamos revisarles las
alforjas…
—Yo no recomendaría que hicieras eso, hijo —dijo Joha, retrocediendo
un paso para ponerse entre el caballo y las sombras de los forajidos—. No
es la decisión más inteligente.
Las sombras dejaron de moverse al menos por un momento. Luego, una
de ellas soltó una risa que era casi como un gruñido burlón. Un gruñido de
un animal que ya se relamía por la presa.
—Muchachos, no hay necesidad —terció otra voz—. No me parece que
este buen señor lleve nada que nos interese. Hace frío y hoy ya hemos
causado bastantes estragos. Lo mejor será dejarlos pasar.
—Escuchen a su amigo —dijo Joha. La mano que no sostenía la
lámpara se estaba aproximando lentamente a su cinturón, al lugar donde
Locks sabía que guardaba su cuchillo—. No me importa lo que hagáis ni a
quién hayáis robado. Solamente queremos volver a casa.
Casi funcionó. Casi.
—No —volvió a decir el primero que había hablado —. Este tipo tiene
una bolsa de monedas colgada del cinturón y parece que todavía la lleva
llena. Nos prometiste un botín al final de este día, Robin, y lo único que
conseguimos fue un saco de cebolla y otro de nabos.
—Las cebollas y los nabos son deliciosos —contestó el hombre que se
llamaba Robin—. Si los asas encima del fuego y les agregas un poco de
hierbas selectas, son una cena excelente.
Los hombres a su alrededor gruñeron otra vez. Robin lanzó un sonoro
suspiro.
—Lo siento, amigo, pero mis muchachos están algo impacientes, como
podrás ver. Me temo que vamos a tener que aliviarte del peso de esa bolsa.
—Definitivamente pueden tratar —dijo Joha. Tranquilamente les dio la
espada a los forajidos y ató la lámpara a las riendas de Sombra, de manera
que un círculo de luz dorada ilumino la nieve. Le sonrió a Locks con toda
confianza y sacó su cuchillo de caza—. Sí. Vamos a ver de lo que son
capaces.
Los forajidos atacaron sin darle tiempo a darse la vuelta. Locks vio el
destello de sus armas en alto y lanzó un grito justo antes de que Joha parara
el golpe de uno y agarrara a otro por el cuello para arrojarlo contra un árbol.
Otro de ellos se acercó al flanco de Sombra y trató de tirar de la alforza.
Locks le lanzó una patada con otro grito y el caballo se sacudió y relinchó
de miedo…
…como había relinchado Azúcar cuando los osos entraron en el
establo…
Otra vez estaban atacando a su familia. Otra vez estaban en peligro. Pero
esta vez Locks no se iba a esconder hasta que fuera demasiado tarde.
Saltó sobre el tipo junto a Sombra, sus manos buscando instintivamente
sus ojos. Eran osos. Eran peores que los osos. Los osos mataban porque
tenían hambre. Ellos atacaban porque eran codiciosos y malvados. Se lo
merecían. Se merecían que los golpeara, se merecían que los abriera en
canal.
El hombre chilló debajo de ella y Locks descubrió que tenía un cuchillo
en una mano y algo redondo y blando en la otra. Con ojos abiertos de par en
par, miró alrededor, buscando otra víctima, pero todo lo que podía
distinguir era una montaña de personas confusas e inquietas, como si todos
estuvieran atacando lo mismo a la vez. Tenía que matarlos a todos. Tiró la
cosa blanca al piso y se levantó para atacar.
Una figura violeta cayó desde los árboles y atrapó a uno de los hombres
entre sus piernas. Hubo un crujido estremecedor y más gritos de dolor,
puñetazos y maldiciones en la oscuridad. Locks corrió hacia ellos, con el
cuchillo en alto y lo clavó tan profundamente como pudo en el costado de
uno de los hombres atacando a Joha. Alguien la agarró por el cuello del
vestido y Locks tiró patadas a ciegas hasta que una encajó directo en las
costillas de su captor. La soltó con un grito y Locks cayó de bruces en la
nieve. Se puso de rodillas, tanteando para volver a encontrar su cuchillo.
—¡Pequeña bestia…! —gritó el hombre, pero no llegó a terminar: un
puñetazo de la figura de violeta le impactó en plena cara. Los dedos de
Locks se cerraron sobre el mango de un cuchillo y sin pensarlo demasiado,
lo clavó en el pie del hombre, el filo atravesando el cuero de sus botas con
facilidad. El hombre gritó y se alejó trastabillando.
Locks se rio en voz alta, se rio de puro júbilo sin poder evitarlo. Les
estaban ganando a las bestias. Les estaban ganando…
La figura de violeta alzó a uno de los hombres por la camisa y lo empujó
dentro del círculo de luz. El hombre se revolvió en el piso, con el pecho
agitado y los ojos abiertos de par en par. Su cabello rubio miel estaba
húmedo de barro, nieve y sangre. La figura violeta se alzó sobre él, terrible
e imponente.
—Fuera de mi bosque —susurró con rabia apenas contenida.
El hombre se puso de pie de un salto y echó a correr tan rápido como se
lo permitieron las piernas, igual que todas aquellas sombras malditas, todos
aquellos que le querían hacer daño a su familia…
Alguien la estaba sosteniendo con un brazo alrededor de la cintura,
mientras con la otra mano intentaba hacerle soltar el cuchillo.
—¡Niña! ¡Para! ¿Qué crees que estás haciendo?
—¡Hay que ir tras ellos! —gritó Locks, en una voz tan alta y
destemplada que apenas se reconoció a ella misma—. ¡Van a lastimar a más
personas! ¡Hay que cortarles el cuello y luego…!
El bofetón sonó más fuerte en el silencio del bosque de lo que realmente
se sintió. Locks parpadeó un par de veces hasta que su visión se aclaró otra
vez. Al brillo débil de la lámpara, distinguió dos ojos rojizos clavados en
ella con suma atención.
—¿Hood?
—Les dimos una buena sacudida. No creo que vayan a volver a robarle
a nadie por un tiempo.
Locks se miró los guantes, manchados de rojo e hizo una mueca de asco.
Tiró el cuchillo que todavía estaba empuñando y se los quitó. Tendría que
lavarlos cuando llegaran a la cabaña de Joha…
—¡Joha! —exclamó, recordando de pronto—. ¿Dónde estás?
Joha se encontraba apoyado contra un árbol, con una mano presionando
su propio costado.
—Bien hecho, niñas —murmuró débilmente cuando se le acercaron—.
Les dimos su… les…
Tosió y escupió al piso. La sangre se veía negra sobre la nieve.
—¡Joha! —gritó Locks otra vez, con un escalofrío recorriéndole la
espalda.
—No es nada. De verdad. Me han herido peor. Solamente tengo que ir a
casa y descansar.
Hood lo tomó del brazo y bruscamente tiró de él para acercarlo al
caballo.
—Ni hablar —dijo con firmeza, mientras lo empujaba de mala manera
para que se subiera a la silla—. Vamos a mi cabaña y no te vas a ir de ahí
hasta que sepamos qué te hicieron esos idiotas. Muévete, niña.
Locks se aferró con fuerza a la capa de Hood, tratando de no llorar. Su
madre decía que si lloraba en invierno se le congelarían las lágrimas en el
rostro. Así que fue valiente y decidió no llorar.
El baile no alcanzó su apogeo hasta la medianoche.
—Nos sorprendió mucho que organizarais un baile, su Gracia —dijo
una Duquesa entrada en años y en carnes, con una peluca blanca y
ridículamente alta adornando su cabeza mientras aguardaban en el vestíbulo
a que se anunciara la cena. Era la única persona en el baile que llevaba
peluca, al menos por lo que Ranghailt pudo apreciar—. Con todos los
rumores que corren sobre vuestro reino…
—Mi querida señora, ¿qué rumores? —contestó el König, riéndose—.
Los campesinos siempre se han quejado y los forajidos siempre han
existido. Mi Capitán me asegura que todo está en calma y vos no habéis
tenido ningún problema para llegar hasta aquí, ¿no es verdad?
—Bueno, no —admitió la Duquesa, con una sonrisa—. Supongo que
tenéis razón.
Para alguien como Ranghailt, que conocía el carácter amargado,
obsesivo y a menudo violento del König, era extraño verlo actuar con tanta
calma y gracia delante de otras personas. Ese era el König que veían los
invitados, quizá el König que veía Alicia. Pero Ranghailt sabía qué se
escondía detrás de toda esa cortesía y carisma y le resultaba fácil ver las
grietas en la máscara: la forma en que apretaba los puños, cómo dejaba caer
su sonrisa en cuanto su interlocutor se daba la vuelta…
La cena fue generosa y larga, con conversaciones y risas que inundaron
el salón tan silencioso por lo general. La pequeña nobleza que vivía al Norte
de la capital y más allá de los Bosques estaba encantada de poder visitar a
su König, que rara vez abría las puertas para ellos. Algunos príncipes
vecinos también se habían molestado en venir, trayendo a sus hijas o a sus
hermanas solteronas, porque todos sabían lo que significaba un baile de
invierno. Ranghailt los vio un poco decepcionados cuando el nombre de
Alicia de Wünderland fue anunciado en el salón y el König le ofreció
sentarse a su derecha en la cabecera de la mesa, el lugar reservado para los
invitados de honor. A su izquierda, el lugar que debería haber ocupado la
Königin estaba vacío.
—Mi madre no se ha encontrado bien este último tiempo —dijo el
König cuando le preguntaron por ella—. Su salud se ha puesto muy frágil
desde la muerte de mi padre y la verdad es que sale poco estos días.
Ranghailt creía que aquella era una manera fina de ponerlo. Ella y sus
hermanas habían llegado al castillo muy poco antes de la muerte del König
anterior y en ese entonces no trabajaban tan cerca de la familia real, así que
no podría afirmar con seguridad que hubo una época en que Viktoria no
fuera una reclusa. Pero debía haber existido, ¿verdad? Por lo menos, el
príncipe con barriga y su esposa de nariz afilada asintieron con la cabeza
como si comprendieran perfectamente lo que el König les estaba diciendo.
—Es una lástima escucharlo, realmente —dijo la mujer, con una voz tan
chillona que lastimaba los oídos—. Viktoria siempre fue una mujer tan
amable… pero estoy segura que se alegró mucho cuando le anunciasteis que
os ibas a casar, ¿verdad, su Gracia?
El König vació la copa que tenía delante de un solo trago y Ranghailt
tuvo que disimular su risa con un carraspeo fingido. Que ella supiera, el
König ni siquiera había pensado en su madre hasta esa misma noche. De
hecho, llevaba varias semanas sin pensar en otra cosa que no fuera la mujer
que tenía a su lado.
Alicia, como siempre, se veía exótica y bellísima con su blancura de
nieve. Les sonrió a los príncipes con sus dientes perfectamente alineados.
—Estaba exultante —mintió con descaro—. Me recibió como a una
verdadera hija y me ayudó a preparar el baile, aunque no sabía si se sentiría
lo suficientemente bien para asistir. No habría podido pedir más de ella.
No había manera de saber si lo decía para que nadie sospechara del
verdadero deterioro de la salud de Viktoria o si porque sabía que eso
complacería tanto al König como a sus invitados. Pero de todos modos
funcionó, porque los invitados sentados a su alrededor dejaron de preguntar
sobre la Königin y centraron todas sus atenciones en ella.
—Disculparéis mi atrevimiento, pero nunca había escuchado hablar de
Wünderland —dijo el Duque con bigote de cepillo sentado junto a Alicia.
—Somos un reino pequeño, cruzando justo el Mar de Hielo —contestó
Alicia, con candidez—. No es fácil llegar hasta nosotros, así que es posible
que ese sea el motivo.
—¿El Mar de Hielo? Estáis muy lejos de casa entonces, querida —
exclamó la princesa de nariz afilada—. ¿Por qué vinisteis tan lejos a buscar
un esposo?
Alicia soltó una carcajada, ni demasiado alta ni demasiado larga. Como
toda una dama.
—Vine a buscar tratados comerciales para mi reino, para ser justos —les
dijo con toda tranquilidad—. Mi madre, la Reina anterior, era una mujer
muy rígida y así dejó la economía de mi reino. Tengo diplomáticos viajando
a todos los rincones del continente tratando de abrirnos camino en el
mundo. Yo misma tuve que tomar algunas de estas tareas y bien… no
esperaba encontrarme con una sorpresa tan agradable cuando me dirigí
hacia aquí.
Volteó el rostro para sonreírle al König. Él la tomó de la mano y con una
delicadez que parecía hasta extraña en él, depositó un ligero beso sobre sus
nudillos. Junto a Ranghailt, Caoilfhionn se removió incómoda. Ranghailt le
echó una mirada disimulada. Si tenía un exabrupto ahora o salía corriendo
o…
Angharad le estaba sosteniendo la mano, apretándosela con fuerza
mientras continuaba mirando al frente, a los comensales, cumpliendo a la
perfección con su papel de la doncella fiel y atenta. Se veía muy joven y
pequeña con el vestido negro, el delantal y la cofia sobre su trenza de color
rojo. Y sin embargo, mientras sostenía la mano de Caoilfhionn, a Ranghailt
le dio la impresión que su hermanita menor había crecido mucho de golpe.
Ella también estiró la mano y sostuvo la de Caoilfhionn. Su hermana la
miró con sorpresa en sus ojos húmedos, como si no esperara un gesto de
apoyo como aquel de parte de Ranghailt. Y quizá era precisamente por eso.
Porque aunque siempre estaban peleando y Ranghailt no estaba de acuerdo
con lo que Caoil había elegido para sí misma, seguía siendo su hermana. Y
no quería que nada ni nadie le hiciera daño, nunca.
Sirvieron los postres (una variedad de tartas y tortas que nadie sería
capaz de probar de una sola sentada) y luego Ludwig abrió la puerta, hizo
una profunda reverencia e invitó a todos a pasar al salón de baile. El König
fue el primero en levantarse y le ofreció el brazo a Alicia.
Bailó con ella la primera pieza, moviéndose con mucha más elegancia
de la que Ranghailt habría esperado, o quizá era que Alicia era una
compañera de baile tan exquisita que lo hacía lucir bien en comparación.
Suponía que lo descubrirían para el final de la noche. Era costumbre que el
König bailara con todas las doncellas casaderas que habían asistido al baile,
aún si ya estaba dicho de antemano con cuál de ellas se iba a comprometer
públicamente hacia el final de la noche.
Ranghailt, sus hermanas y el resto de los criados permanecieron parados
junto a las paredes, solícitos por si alguno de los invitados necesitaba una
bebida o asistencia de algún tipo, pero parecía que por fin iban a tener un
respiro. Ranghailt se volvió para preguntarle a Caoilfhionn (que tenía los
ojos clavados en sus propios pies) si quería retirarse, pero alguien le puso la
mano en el hombro antes de que tuviera la oportunidad.
—Discúlpame, ¿estás muy ocupada? —preguntó Hildebrandt.
Angharad inclinó un poco la cabeza para mirar al Capitán de la Guardia
y hasta Caoilfhionn levantó la vista, sorprendida.
—Es mi deber atender a los invitados, Capitán —contestó Ranghailt,
frunciendo el ceño—. Puede que ahora mismo no lo esté, pero quizá se
necesite de mí más tarde.
—Claro, por supuesto. Eso lo entiendo —tartamudeó Hildebrandt,
parándose con los hombros muy rígidos y los pies muy juntos, en perfecta
pose militar. Estaba usando un uniforme de gala con una espada ceremonial
en el costado y por lo que Ranghailt pudo apreciar, se había recortado un
poco la barba y se había aplastado el pelo contra el cráneo—. Es que me
preguntaba si…
—Capitán —llamó un guardia, acercándose a ellos con rapidez—. Os
necesitamos en la puerta.
Hildebrandt se volvió a mirarlo, ceñudo.
—¿Ahora mismo?
—Sí, señor —contestó el guardia—. Hay una… dama en la puerta que
afirma estar invitada, pero no podemos encontrar su nombre en ningún lado.
—Ese es un asunto de Ludwig —gruñó Hildebrandt, pero suspiró
profundamente y le hizo una corta reverencia con la cabeza a las hermanas
—. Excusadme, por favor.
Se marchó con el otro guardia sin siquiera mirar atrás.
Ranghailt se volvió a mirar a sus hermanas. Caoilfhionn parpadeó como
un búho y Angharad se encogió de hombros. Fue un alivio descubrir que
estaban tan confundidas como ella misma.

Scarlett hizo chasquear el abanico con impaciencia y se complació al ver


que los guardias que le impedían el paso se ponían nerviosos. Toda aquella
espera no solamente era una descortesía, era el último contratiempo en una
noche donde varias cosas ya habían salido mal. Robin no había pasado a
buscarla por la posada como había prometido hacer, así que ella misma con
un par de sus guardias había tenido que salir por la puerta trasera de la
posada sin esperarlo. Caía una lluvia torrencial que lentamente se estaba
convirtiendo en una ventisca imparable y seguramente dificultaría el camino
de regreso. A diferencia de la mayoría de los invitados de esa noche, ella no
iba a quedarse alojada en el palacio. Tenía la sensación que no sería muy
bien recibida para empezar y mucho menos cuando finalmente pudiera
hablar con el König a solas.
Pero al final, mientras consiguiera hacer lo que se proponía, nada de
todo eso importaría demasiado.
El espejo enorme frente al que estaba sentaba mostraba una niña alta,
con las trenzas rubias adornadas con cintas coloradas y el vestido rojo con
un moño negro alrededor de la cintura. Tradicionalmente, una heredera al
trono como ella tendría que usar tonos violetas y blancos para denotar su
poderío. Pero Scarlett había sabido desde el principio que ella no sería una
Reina igual a su abuela, ni igual a ninguna de las Reinas que habían
gobernado el reino de Hood antes de ellas. El rojo le sentaba mejor. Su
amiga se lo había dicho.
Las puertas que daban al salón se abrieron y dos hombres entraron por
allí. El Consejero Real del König la observó desde su mayor altura y le
sonrió con fría cortesía. El hombre barbudo que venía detrás de él (Scarlett
dedujo que se trataba de un militar de alguna clase, si su uniforme y la
espada ceremonial que llevaba al cinto eran algo por lo que guiarse) parecía
irritado de tener que estar allí en absoluto. Le echó una mirada y arqueó una
ceja.
—¿Esta es la invitada que os está dando tantos problemas? —preguntó a
sus hombres con escepticismo. Los guardias se removieron en sus sitios.
—Es que… señor, verá, su nombre…
—Es la Princesa Scarlett, la Heredera del Reino Hood, con quienes
estamos en guerra en este preciso momento —contestó el Consejero.
Ludwig, si Scarlett no recordaba mal—. Es natural que no hayáis
encontrado su nombre entre los invitados. No os enfadéis con vuestros
hombres, Capitán.
—¿Estamos en guerra con otro Reino? —preguntó Hildebrandt,
claramente confundido.
—Nuestras relaciones son hostiles en este momento, sí —confirmó
Scarlett, alzando una ceja—. Por eso me extrañó tanto que vuestro König
haya decidido no invitarme a su baile. Yo creía que le interesaría dejar atrás
todo este… desagradable asunto.
—Por supuesto, un pensamiento muy razonable —contestó Ludwig,
asintiendo brevemente—. Me temo, sin embargo, que nuestro querido
König no siempre es la persona diplomática que desearíamos que fuera.
—Esto es obvio —dijo Scarlett, tratando de contener la sonrisa.
Claramente, el Consejero no tenía la mejor opinión de su propio König.
—No sabía que estabais aún presente en el Reino, su Gracia. Os habría
invitado —dijo Ludwig—. Jamás se me hubiera ocurrido insultaros de esta
manera, de eso podéis estar completamente segura.
—Acepto vuestra disculpa —contestó Scarlett. Al fin y al cabo, no iba a
ser una Reina completamente implacable, en especial con las personas
inteligentes que podían servirle en el futuro—. Ahora, si sois tan amable,
me gustaría pasar. Sé que llego demasiado tarde para la cena…
—En absoluto. Ordenaré que se os sirva algo si tenéis hambre —
contestó Ludwig, con una sonrisa amplia en sus dientes.
—Sois extremadamente amable. Hay otra cosa que podéis hacer por mí,
si no es demasiado pedir…
Veinte minutos más tarde, Scarlett estaba sentada delante de una
generosa pata de pavo (demasiado sazonada para su gusto) con papas
doradas (aunque no lo suficiente) y una jarra de agua fresca. Ella hubiera
preferido un poco de vino, pero suponía que Ludwig había pensado que
aquello era más adecuado para su edad. Era un hombre inteligente, eso lo
había probado, y el König tenía suerte de contar con él. Pero como todos los
demás con los que había tenido que vérselas hasta ahora, la estaba
subestimando por su edad.
Craso error.
Scarlett dejó los cubiertos sobre el plato y le hizo una seña a la doncella
pelirroja que le habían asignado para atenderla. Inmediatamente, ella se
acercó para empezar a recoger los restos. Por lo menos la servidumbre del
castillo era bastante buena. Scarlett decidió que no se desharía de ella
cuando se apoderara de aquel lugar.
La doncella la dejó sola un momento, que Scarlett aprovechó para
ponerse de pie y acercarse a los ventanales del comedor. La ventisca había
empañado el vidrio y los copos de nieve se sentaban sobre el alféizar. En
medio de la noche, era imposible distinguir demasiado, pero Scarlett creyó
ver luces brillando en la distancia, luces en las torres y en el pueblo más allá
de los muros del castillo. Las personas simples estarían apiñándose delante
de sus chimeneas, cubriéndose con mantas para afrontar la fría noche.
Algunas de ellas habrían tenido una escasa cena, algunas se habrían ido a
dormir con el estómago vacío.
Bien. Si conseguían pasar el invierno, al final serían recompensados con
algo mejor. Scarlett se encargaría de ello. No organizaría bailes frívolos ni
les quitaría la comida a sus hijos. No sería inmisericorde con sus nuevos
súbditos y ellos la respetarían en respuesta. Era una verdad tan clara, tan
sencilla, que no podía evitar pensar que el König hasta merecía que le
quitaran el reino por no comprenderla.
Las puertas del salón se abrieron otra vez y Scarlett se dio vuelta,
esperando que la doncella pelirroja hubiera regresado con su postre. En
lugar de ello, se encontró cara a cara con el propio König. Había que
admitir que al menos tenía el porte de un verdadero soberano. Scarlett había
visto hombres nobles (su propio abuelo o Robin, sin ir más lejos) que se
veían rígidos, incómodos y abiertamente desdichados en sus trajes de gala,
casi como si les picaran. El König, en cambio, se paraba erguido y
orgulloso, con la barbilla hacia adelante y los ojo verdes clavados en ella
con un fulgor irritado que no era capaz de esconder.
—¿Otra vez vos? —preguntó, incapaz de ocultar su propia irritación.
A Scarlett aquello le resultó hilarante. Toda esa soberbia… sería todavía
más gracioso cuando acabara por humillarlo completamente.
—No os alteréis, König —dijo Scarlett, volviendo a su silla y
sentándose con las manos sobre la mesa—. No he venido aquí para arruinar
vuestra noche. Soy consciente que este baile tradicional es muy importante
para vos y vuestro reino. Seguramente todos vuestros invitados estarán
deleitados cuando le propongáis matrimonio a vuestra encantadora invitada
de honor.
Hubo un tintineo de platos a la izquierda. La doncella pelirroja había
regresado. Scarlett apenas le echó una mirada mientras depositaba un trozo
de tarta de frutas delante de ella antes de volver su atención hacia el König
nuevamente.
—Si sabéis de la importancia de esta noche, entonces no puedo imaginar
por qué decidisteis venir —dijo, tratándola con una formalidad que
pretendía ser una burla—. Al fin y al cabo, nuestra última reunión no fue
precisamente… amigable.
—No lo fue y me disculpo por ello —admitió Scarlett—. Estar en
vuestro reino despierta ciertas… emociones personales.
—Claro, la princesa perdida —suspiró el König—. Ya os he dicho que
no sé nada de ella.
Scarlett se metió un pedazo de tarta a la boca y masticó lentamente.
Nunca se había podido resistir a los dulces y aquella tarta lo era,
compensando con creces la pobre cena que le habían ofrecido. Era una
lástima que no pudiera quedarse el tiempo suficiente para comérsela entera.
—Bien, seguid negándolo —dijo después de tragar, con un
encogimiento de hombros—. No cambia el hecho que tenéis una deuda de
sangre con nuestro reino y que tarde o temprano me entregaréis la corona.
—Creo que no tenemos nada más de qué hablar. Buenas noches.
Giró sobre sus talones para marcharse, pero Scarlett no había terminado.
—¿Ni siquiera sobre Violette Hood?
El König se detuvo en seco, pero no se dio vuelta a mirarla. No necesitó
hacerlo, sin embargo. La forma en que su espalda se envaró fue suficiente
señal para Scarlett de que le estaba prestando atención.
—Hace años que estáis en tablas con esa criminal, si mis informes son
correctos. Se esconde en el bosque y os acecha. A veces tiene el descaro de
infiltrarse en vuestro palacio. Nunca os hace daño, pero quiere que sepáis de
forma patente que podría lastimaros a vos y a todo lo que consideráis
querido. Es el motivo por el que habéis vaciado vuestras arcas de dinero y
vuestras granjas de jóvenes que podrían trabajarlas. Es el motivo por el que
vuestro pueblo está pasando hambre: no podéis ocuparos de ellos. No
podéis ocuparos de nada más, porque ella os obsesiona completamente. —
Se metió otro pedazo de tarta en la boca y se mantuvo en silencio por un
momento, esperando que sus palabras calaran hondo en la conciencia del
König—. Sería una lástima que ahora, que estáis por empezar una nueva
vida con vuestra reina, ella viniera a destrozar vuestra felicidad, ¿no es
cierto?
Lentamente, como si quisiera resistirse, como si quisiera negar que las
palabras de Scarlett eran verdaderas, el König movió la cabeza para mirarla
por encima de su hombro. A diferencia de lo que Scarlett esperaba, no había
furia en sus ojos, sino más bien… curiosidad.
—Hood —repitió, como si fuera una palabra mágica, como si por el solo
hecho de decirla algo fuera a cambiar para siempre—. ¿Tiene ella algo que
ver con vuestro reino?
Scarlett no sabía si sentirse exasperada o inquieta de que le hubiera
llevado tanto tiempo darse cuenta de ese detalle. Sin duda alguna, ese reino
entero estaría perdido si no fuera por Ludwig. De todas maneras, ese era un
asunto que a él no tenía por qué importarle. Rebuscó dentro de su manga y
sacó un pequeño rollo de pergamino, atado con una cinta roja.
—Vuestro Bosque es enorme. Buscar a una sola persona en él es como
buscar una aguja en un pajar. Es el motivo que aún no hayáis podido
apresarla —dijo Scarlett, jugueteando con el rollo entre sus dedos—. Pero
en realidad hay una manera muy sencilla de descubrir dónde se esconde tu
odiada Violette.
El König giró completamente hacia ella, sus ojos verdes encendidos con
interés. A Scarlett casi le resultó imposible no sonreír. Dejó el pergamino
sobre la mesa, pero cuando el König se acercó para tratar de tomarlo,
Scarlett lo cubrió con la mano.
—Por supuesto, como podéis imaginaros, una información tan valiosa
para vos viene con un precio —le advirtió, con voz cantarina.
Los costados de la boca del König se contrajeron. Parecía un lobo
tratando de contener un gruñido de rabia.
—¿Cuál es el precio? —preguntó, bajando la voz una octava.
—La completa y total rendición del Reino Wolfhausen ante el Reino
Hood. Entregadme vuestra corona y yo os entregaré a vuestra peor enemiga.
La decisión que había visto un momento antes en el rostro del König se
desvaneció tan rápido como había aparecido. Los ojos le seguían brillando
de furia, pero cuando habló, nada de eso se transparentó en su voz:
—¿Os parece eso un precio justo?
El temperamento de aquel hombre sería su propia caída. Scarlett ni
siquiera cuestionó que ya había ganado solamente por provocar esa reacción
en él.
—No importa demasiado si es justo o no, König —contestó,
imprimiendo un tono burlón a sus palabras—. Importa si estáis dispuesto a
pagarlo. Nunca os ha gustado vuestro trabajo de todas maneras. Si pusierais
al menos un poco de entusiasmo en él, vuestro reino no se estaría viniendo
abajo.
El König apartó la mano que tenía estirada, apretándola en un puño que
cayó al costado de su cuerpo, tan tenso que los músculos se le marcaron
debajo del saco.
—No sé de qué me habláis. Y no tengo ninguna garantía de que esa
información sea verdadera como para acceder a vuestra ridícula exigencia.
Esta reunión ha terminado.
Pero no se dio vuelta para partir. Claramente, esperaba que Scarlett se
retirara primero, así que ella se puso de pie para hacer justamente eso.
—Os dejaré la información por si cambiáis de idea. Pero el precio sigue
siendo el mismo: si la usáis, tened por seguro que vendré a reclamar lo que
me corresponde.
—No lo haré —le aseguró el König.
—Como queráis —contestó ella con tranquilidad—. Matad a vuestro
pueblo de hambre por orgullo. Rehusad la salida fácil que os ofrezco. Y en
lo más crudo del invierno, recordad que el lobo solitario suele morir en
silencio.
El König apretó la mandíbula, pero no dijo otra palabra mientras Scarlett
pasaba por su lado. No necesitaba que nadie la escoltara a la salida, pero se
paró un momento en el vaho de la puerta del salón de baile.
Las parejas se deslizaban y giraban debajo de una lámpara de caireles
cristalinos y el rumor de risas y conversaciones se mezclaba con la música
de cuatro músicos que tocaban en el rincón. Había caballeros usando trajes
impecables, con bandas que les atravesaban el pecho exhibiendo sus
insignias o los colores de sus casas. Una sola dama que ella pudo ver
llevaba una anticuada peluca blanca, las demás damas usaban trenzas o
rodetes adornados con flores, plumas o perlas, todas con vestidos de vivos
colores que las hacían parecer un verdadero arco iris susurrante cada vez
que sus compañeros las hacían girar siguiendo la melodía.
En medio de tanta algarabía y despliegue, no fue difícil ubicar a la
prometida del König. Su cabello casi blanco caía como una cortina recta
enmarcando su rostro, agitándose cada vez que movía la cabeza, asintiendo
graciosamente a lo que le decían sus interlocutores. Pero en un momento
giró la cabeza hacia Scarlett, como si supiera que la estaba observando.
Era fácil entender por qué el König había quedado prendado de ella.
Aún a la distancia, su rostro delicado y sus ojos claros parecían robarse toda
la luz de la habitación.
Alicia le sonrió como si fueran viejas amigas, todos sus dientes
perfectamente alineados desplegados en una mueca que apenas lograba no
ser amenazadora. Scarlett sintió un aleteo de desasosiego en el pecho, pero
le sostuvo la mirada tanto como fue capaz. Las dos sabían que había más en
juego que el destino de un pequeño reino perdido entre bosques
impenetrables. Las dos sabían que el tablero era mucho más grande y las
jugadas más cruciales de lo que el König o Violette podían llegar a
sospechar.
Y Scarlett sabía que ni siquiera ella misma lo comprendía del todo. Pero
al final del día, importaba muy poco lo que Alicia hubiera ido a hacer allí.
Ella ya había hecho su jugada.
Se dio la vuelta y se regresó al vestíbulo para salir. Al pasar delante del
espejo, asintió con brevedad a la mujer de cabello negro al otro lado del
cristal antes de salir al frío. Sus guardias la esperaban pateando la nieve
para mantenerse calientes. De inmediato, uno de ellos la envolvía en su
capa mientras el otro sostenía una sombrilla sobre su cabeza. La nieve hizo
que el traqueteo de vuelta a la posada fuera lento, pero a Scarlett no le
molestó. Había hecho bastante por esa noche. Ahora solamente era una
cuestión de esperar.
No bien abrió las puertas de su cuarto, sin embargo, se dio cuenta que no
iba a ser tan fácil.
Robin estaba sentado en un taburete cerca del fuego, temblando y con el
rostro morado como si le hubieran dado una paliza. Tenía un corte en la ceja
y un vendaje reciente alrededor de la muñeca. Scarlett se aseguró que la
puerta estuviera bien cerrada detrás de ella antes de preguntarle:
—¿Qué te pasó?
Robin levantó la vista hacia ella con una determinación que nunca le
había visto y de la que no lo creía capaz.
—La vi otra vez —dijo, con un tono tranquilo que contradecía el resto
de su apariencia—. En el Bosque, esta noche. Mis hombres y yo nos
llevamos una paliza. Uno de ellos perdió el ojo y el otro está abajo con una
herida entre las costillas de la que quizá no se recupere. Te juro por todos
los dioses que no era un espíritu, Scarlett. La chica de cabello violeta es tan
real como tú y como yo.
Scarlett no reaccionó.
Y quizá ese fue el único error que cometió aquella noche. Si se hubiera
mostrado sorprendida u horrorizada, quizá Robin no la hubiera mirado con
tanta dureza. Quizá no hubiera fruncido el ceño y quizá ella hubiera podido
continuar con la seguridad que su primo no era más que un idiota soñador
incapaz de tomarse nada en serio.
Y si al desasosiego no se hubiera sumado de pronto la duda sobre el que
era su único aliado en ese momento…
—Scarlett, no más mentiras. ¿Por qué vinimos hasta este reino
abandonado por los dioses? Y no me digas que es solo para saldar la deuda
de sangre de Lissette —exigió Robin—. ¿Por qué les estamos robando a sus
habitantes? ¿Por qué volviste al palacio sin esperarme?
Scarlett ladeó la cabeza y decidió que no perdería nada por decir la
verdad de todas maneras. Se adelantó hasta que estuvo muy cerca de él e
ignorando su mueca de dolor, le puso las dos manos en sus mejillas para
obligarlo a mirarla.
—Por el mismo motivo por el que hago todo, Robin. Para el bien de
nuestro reino. Y nunca más vuelvas a cuestionarme. No lo toleraré.
Habló con calma, con firmeza. Como hacía Odette cuando alguien tenía
el atrevimiento de contradecir sus órdenes. Con cortesía, pero con una
amenaza implícita debajo de sus palabras.
Y debió de servir, porque los ojos dorados de Robin se clavaron en los
de ella, fríos y serios. Pero un momento después, bajo la cabeza en
sumisión.
—Como ordenéis, su Alteza.
Razones

—D rei, deshazte de esa cosa.


Las palabras del König sonaron duras y cortantes. Angharad levantó la
cabeza. Había escuchado todo el intercambio y estaba casi convencida que
el König se había olvidado de ella. Pero lo más sorprendente de todo, en su
opinión, era lo que acababa de decir.
—¿Mi König?
—Ya me escuchaste. Deshazte de ese pergamino —replicó el König—.
Y no dejes que caiga en manos de nadie más.
—Pero, mi König…
El König la fulminó con la mirada y Angharad decidió que sería
prudente mantener la boca cerrada. Recogió la tarta a medio comer y la
copa vacía, y por último, el rollo de pergamino. Tras vacilar un momento,
se lo guardó en el bolsillo del delantal. No lo comprendía. El König había
deseado por tanto tiempo tener una manera de encontrar a Riding Hood y
ahora alguien le daba un mapa precisamente para eso…
No fue hasta que regresó al salón de baile que comprendió por qué. Los
violinistas estaban tocando una pieza rápida y animada. Los hombres
zapateaban y aplaudían, mientras las mujeres giraban y giraban, las faldas
de sus vestidos revoloteando entre sus piernas y revelando el brillo de sus
zapatos y joyas. En medio del salón, el König bailaba junto con la Reina
Alicia.
Y cerca de la ventana, Caoil seguía paralizada con una mano sobre la
boca como si necesitara de aquella barrera física para no echarse a gritar.
Ran la sostenía por los hombros contra su cuerpo, apretando con tanta
fuerza que sus dedos arrugaban el vestido de Caoil.
Angharad llegó junto a ellas justo al terminar la canción. Era pasada la
medianoche. El König les hizo una seña y las tres criadas se apresuraron a
recoger las bandejas del champán servidas y esperando sobre la mesa a un
costado. Angharad casi corrió a través del salón, asegurándose que cada uno
de los invitados tuviera una en la mano y siempre buscando a Caoil con la
mirada. Su hermana caminaba entre la gente como un fantasma, con las
manos temblorosas y la mirada en el piso.
Tenía que saber que eso iba a pasar, ¿verdad? Tenía que saberlo. El
König nunca hubiera podido casarse con ella. Tenía que saber que iba a
terminar algún día y aún si el König se casaba, eso no significaba que fuera
a dejar de lado a Caoil. Muchos hombres tenían amantes y…
Pero cuando se acercó a ofrecerles champán a unos nobles cerca del
centro de la pista, se dio cuenta de por qué Caoil se veía tan destrozada. El
König tenía un brazo alrededor de la cintura de su prometida y le brillaban
los ojos al mirarla, de una manera que jamás le habían brillado al mirar a
Caoil. Le sonreía de una manera que hacía que sus rasgos serios y tristes se
suavizaran de manera que por una vez, aparentaba realmente lo joven que
era.
El König estaba enamorado de Alicia.
Y por eso no iba a usar la información de Scarlett. Porque si dejaba de
ser el König, no podía casarse con ella. Su amor por Alicia era incluso
superior a su odio por Hood.
—Damas y caballeros, ¿puedo tener su atención un momento? —pidió
el König, como si todos los invitados no hubieran estado esperando
justamente ese momento—. Tengo un anuncio que hacer.
Se arrodilló delante de Alicia, entrelazando su mano con la suya y
todavía sonriendo como si fuera el hombre más feliz de la tierra.
—Su Gracia, Alicia de Wünderland, ¿me concederíais el honor de ser
mi esposa?
—Sí —contestó Alicia, con los labios apenas curvados hacia arriba.
En medio de los vítores, el brindis y los aplausos que siguieron a esa
simple palabra, nadie se fijó a Caoilfhionn salir corriendo del salón ¿y por
qué habrían de hacerlo? Era solamente la criada.
Ranghailt corrió tras ella, miró otra vez alrededor y comprobó que no
había nadie poniéndoles atención, lo mismo hizo Angharad. La encontraron
apenas unos pasos afuera en el pasillo, de rodillas como si se hubiera
tropezado o como si sus pies la hubieran traicionado, incapaz de llevarla
más lejos que unos pocos pasos desesperados y sus hombros se sacudían
con cada sollozo que intentaba contener.
Angharad siempre había admirado a sus hermanas. Las dos siempre
habían sido más altas que ella, más inteligentes que ella, más seguras que
ella. Ver a Caoilfhionn derrumbarse de esa manera, ver a Ranghailt rodearla
con los brazos para tratar de consolarla, fue casi más de lo que pudo
soportar.
Pero se obligó a avanzar. Se obligó a arrodillarse al lado de Caoil y
abrazarla, y dejar que Ranghailt las abrazara a las dos. Y las tres
permanecieron así, en silencio excepto por el llanto de Caoil, unidas como
no lo habían estado desde que su padre las abandonara.

Caoil se durmió después de lo que parecieron horas, después de llorar


hasta que su almohada quedó húmeda, después de que los invitados se
retiraran a sus habitaciones o se quedaran durmiendo de la borrachera donde
esta los encontrara. Angharad le deshizo la trenza y le cepilló el cabello sin
decir nada, y para cuando Ranghailt volvió del salón, Caoil se había
dormido o por lo menos, había cerrado los ojos y se había quedado inmóvil
por un largo tiempo.
—¿Cómo está? —preguntó Ranghailt.
Angharad sacudió la cabeza. Era imposible describir el verdadero estado
de angustia y dolor en el que se encontraba su hermana, pero no tuvo que
hacerlo. Ranghailt lo entendía sin necesidad de palabras. Cerró los puños
con fuerza y le dio la espalda.
—¿Qué haces? —preguntó Angharad mientras Ranghailt se arrodillaba
junto a su jergón y sacaba algo escondido debajo de él—. Ran, ¿qué es eso?
Ranghailt no le contestó. Se limitó a abrir el arcón donde guardaban sus
ropas y extrajo la capa más abrigada que tenían, la capa que usaban para ir
al mercado en lo más crudo del invierno.
—¿Vas a salir? ¿A esta hora? ¡Ranghailt!
—No me sigas —le advirtió Ranghailt—. Por tu propio bien, Angharad,
es mejor que te mantengas fuera de esto.
Angharad no le hizo caso, por supuesto. La siguió apresuradamente por
los pasillos y las escaleras, acosándola a preguntas que Ranghailt ni siquiera
se molestó en contestar. Salieron por una puerta lateral y atravesaron el
patio cubierto de escarcha directo hacia los establos.
Los guardias apostados allí casi se habían dormido por el frío y el
whiskey que se habían tomado para tratar de mantenerse calientes, pero
cuando las dos hermanas entraron, se les sacudió la modorra y las miraron
con sorpresa. —¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos, parpadeando
confundido.
—Necesito un caballo —dijo Ranghailt, hablando con tanta firmeza
como si ella misma fuera una princesa dando órdenes—. Debo ir a buscar
un sanador. Mi hermana no se siente bien.
Los guardias se miraron entre ellos, vacilantes.
Y Angharad supo que no iba a ser tan fácil decir una mentira y esperar
que esos hombres somnolientos se lo creyeran.
—El Capitán Hildebrandt le ha dado permiso —intervino ella,
parpadeando para que los ojos se le llenaran de lágrimas—. Por favor,
señores, estamos muy preocupadas.
—Oh —murmuró el segundo guardia, enfocando la vista en Ranghailt
—. Es ella, claro. Ensíllale un caballo, Hans.
—¿Por qué tengo que hacerlo yo? —se quejó el chico.
Pero de todos modos se puso manos a la obra: tomó unas riendas y una
silla de la pared y empezó a preparar uno de los caballos. Mientras tanto,
Ranghailt arrastró a su hermana a un rincón y le sonrió.
—Bien pensando. Cuida de Caoilfhionn hasta que regrese, ¿sí?
—Ran —Angharad se aferró a la capa de su hermana y la miró con
decisión—. Dime a dónde vas. Dímelo o no te dejaré marchar.
Ranghailt apretó los dientes y miró sobre su hombro a los guardias, que
ahora discutían porque no estaban de acuerdo sobre cuánto debían ajustar la
cincha, sin prestarles atención a las dos hermanas. Luego, lentamente, sacó
del bolsillo de su capa el misterioso envoltorio y removió la tela que lo
cubría. Apenas un poco. Apenas para que Angharad viera el adorno del
águila, con las alas extendidas, que adornaba la empuñadura.
No fue necesario que dijera más. Angharad no le preguntó por qué iba
en busca de ella ni como pensaba encontrarla. Tampoco creía que pudiera
disuadirla de internarse en el bosque en medio de la noche con la ventisca
azotando sobre sus cabezas.
Pero lo que sí podía hacer era lo mismo que Ranghailt había hecho
siempre por ellas. Se metió la mano al bolsillo y sacó el rollo de pergamino.
—La encontrarás con esto —afirmó, con mucha seriedad—. Por favor,
Ran, llévalo contigo.
—¿Qué es? —preguntó Ranghailt, sorprendida—. ¿Por qué tienes algo
como esto?
—Te lo explicaré cuando regreses —prometió Angharad—. Así que por
favor, date prisa.
—¡Listo! —exclamó Hans triunfante detrás de ellas—. ¡El caballo está
listo!
Ranghailt le dedicó una última mirada a su hermana menor. Luego,
asintió con mucha seriedad y sin vacilar un momento, se subió a la montura
y clavó los talones en sus costados casi antes de que el otro guardia hubiera
terminado de abrir la puerta del establo.
Angharad ignoró el frío y la siguió cuanto pudo a través del patio, hasta
que la nieve y la oscuridad se tragaron a su hermana.
Los Senderos Que Se Bifurcan

N o era fácil.
Joha iba apoyado entre los hombros de Hood y el lomo de Sombra, que
todavía estaba nervioso y pateaba el suelo como queriendo retroceder cada
vez que escuchaban un susurro en el bosque. Tenían que parar a cada
momento para que el percherón se tranquilizara y en más de una ocasión,
cuando Sombra frenó bruscamente, Joha casi se desploma sobre suelo
helado. Hacía rato había dejado de murmurar que estaba bien y ahora iba
con el mentón caído sobre el pecho, gimiendo de vez en cuando y dando
traspiés para avanzar. Hood sentía la humedad de la sangre entre los dos y
hacía lo posible por apurar la marcha. El frío le había puesto los dedos
rígidos y las botas se le hundían en la nieve. La ventisca le impedía ver más
allá de su propia nariz, que también estaba fría a pesar de que se había
echado la capucha sobre el rostro y se había subido la bufanda para andar. A
su lado, Locks caminaba en un silencio que le parecía más ominoso que la
penumbra entre los pinos.
La cabaña de Joha estaba más cerca, eso era verdad. Hood había ido
hasta allí a buscarlos cuando había caído el sol, preocupada de que tal vez
quedarían atrapados en la tormenta que se avecinaba. Hubiera sido más
sencillo llevarlo hasta allí y luego correr hasta su propia cabaña para
conseguir los instrumentos médicos y las hierbas que iba a necesitar. Pero
para eso hubiera sido necesario dejar a Locks sola con Joha herido, sin
capacidad para defenderse de los forajidos si es que regresaban. Bueno, la
niña había demostrado ser capaz de defenderse. Pero ahora mismo, por la
forma en que se aferraba a la capa de Hood, era seguro decir que estaba
demasiado conmocionada para tomar un cuchillo y apuñalar a un hombre
otra vez. Y si bien le habían dado un buen susto a los forajidos, Hood no
podía descartar la posibilidad que fueran reverendos estúpidos.
Así que estaban atrapados en aquella ventisca de todos los demonios,
tratando de abrirse paso contra el viento y contra los árboles que se agitaban
y crujían y amenazaban con caer sobre ellos o bloquearles el paso.
No era nada fácil.
Hood se concentró en contar sus propios pasos: uno, dos (la nieve le
crujía bajo los pies), tres, cuatro (¿esa era Locks llorando o el aullido del
viento entre los árboles?), cinco, seis (el cuerpo de Joha se sentía flácido a
su lado y el peso le hacía doler la espalda)…
Quince pasos más adelante, los árboles se despejaron para revelar su
claro. Cinco pasos más; la puerta de la cabaña crujió al abrirse. Hood la
pateó para cerrarla cuando Locks estuvo dentro y sacudió la cabeza para
quitarse los copos de nieve de encima. La lumbre estaba apagada y el
interior oscuro y frío y Hood trató de no pensar en otra noche en que había
vuelto allí en medio de la oscuridad y descubierto que su vida acababa de
dar un giro para nunca volver a ser la misma. Arrastró a Joha hasta la cama
y lo dejó caer en ella. A pesar del frío, el hombretón tenía la piel cubierta de
sudor y estaba balbuceando algo incoherente.
—Hood —murmuró Locks.
—¿Qué pasa, niña? —preguntó Hood, sin mirarla mientras pensaba en
la mejor manera de desvestir a Joha.
—Sombra sigue afuera.
Hood maldijo por lo bajo. El caballo era la menor de sus prioridades,
pero quizá necesitaría ir al pueblo al día siguiente. La hemorragia parecía
haber parado, así que Hood decidió que no pasaría nada si dejaban a Joha
solo por unos momentos.
—Toma ese balde —le indicó a Locks mientras volvía a envolverse con
su capa—. Recoge tanta nieve como puedas y enciende el fuego para
derretirla. Yo llevaré al caballo hasta el galpón, ¿está bien?
Locks se pasó el dorso de la mano por los ojos, como si quisiera evitar
que Hood viera sus lágrimas y asintió con decisión.
La ventisca había empeorado y Sombra no quería saber nada con tener
que quedarse encerrado en un galpón oscuro, pero Hood no tenía establo y
el percherón tendría que conformarse.
—Vamos, estúpido animal —masculló—. Te morirás de frío aquí fuera,
¿entiendes? Entra de una vez.
El viento ahogó todas sus maldiciones, pero de alguna manera
finalmente consiguió encerrar a Sombra y cerrar las puertas detrás de él.
Esperaba que no intentara masticar las herramientas o saliera corriendo
desesperado. Sería lo último que necesitaría en aquella noche de los mil
demonios que estaba teniendo.
Locks había conseguido avivar un fuego tenue y estaba vigilando el
cubo de cerca cuando Hood regresó. La cazadora colgó su capa junto a la
ventana, se aseguró que los postigos estaban bien corridos y luego se volvió
hacia las alacenas para empezar a sacar todo lo que necesitaría: una lámpara
para iluminarse cerca de la cama, unas tijeras para cortar la ropa de Joha,
hierbas, vendas, unos cuantos ungüentos…
—Hood —dijo Locks, tirando de su camisa para que le pusiera atención
—. ¿Puedo ayudar en algo? Dime qué puedo hacer.
El primer instinto de Hood fue decirle que dejara de estorbar, pero tras
respirar profundamente, le alcanzó unas hierbas y un tazón.
—Recoge un poco de agua y haz té con esto —le indicó—. Tráemelo
cuando esté listo.
Dejó la lámpara sobe la mesa de luz y examinó con cuidado a Joha.
Tenía el labio partido y no podía descartar que la sangre que había escupido
fuera simplemente una herida en su boca, pero había que considerar la
posibilidad que tuviera una costilla rota o que algún golpe le hubiera
perforado los órganos. Si se estaba desangrando por dentro, no tendría
ninguna posibilidad de curarlo y lo mejor que podía hacer sería aliviarle el
dolor. Mientras esperaban que muriera.
No le iba a decir eso a Locks. Lo decidió cuando la niña se acercó a ella
con la taza humeante.
—¿Va a estar bien? —preguntó, con los ojos azules muy abiertos.
Tampoco le iba a mentir. Tomó la taza de sus manos y se la acercó a los
labios a Joha. El hombretón abrió un poco los ojos.
—¿Qué… que es esso? —preguntó en un siseo confuso.
—Tienes que tomarlo. Te ayudará a dormir.
Joha sacudió la cabeza y a Hood se le terminó la paciencia con toda
aquella situación. Regresó de la alacena con un embudo que encajó entre los
dientes de Joha antes de que pudiera contestar. Vació el contenido del té,
hierbas y todo, directamente en su garganta. El hombretón soltó un par de
toses secas cuando terminó de tragar y la miró con los ojos despejados un
momento.
—No tenías que hacer eso, Violette.
Después se desplomó en la cama con tanta fuerza que los resortes
crujieron y soltó un profundo ronquido. Hood le pasó el embudo y la taza de
vuelta a Locks y se dedicó a estudiar a Joha con más atención. Le palpó el
pecho y las costillas, pero no parecía que nada estuviera fuera de lugar. La
herida al costado había dejado de sangrar, pero Hood sabía que tendría que
reabrirla para asegurarse que todos los humores malos hubieran salido antes
de aplicar un ungüento y volver a coserla. Le abrió la boca y acercó la
lámpara para examinarle los dientes. Al menos una de sus muelas estaba
floja y tendría que arrancársela si no quería que se partiera y le lastimara la
lengua o el interior de las mejillas. La sangre que había escupido
definitivamente vino de allí. Al menos en ese aspecto podría estar tranquila.
Acercó su taburete al fuego y puso a calentar la daga y las agujas,
hundió las vendas en el agua hervida y comprobó sus reservas. Le quedaba
poca tripa para coser heridas y necesitaría más si Joha se movía con
brusquedad y se abría los puntos. Ahora verdaderamente se alegraba de
haber encerrado al caballo en el galpón.
Hood trabajó en la herida con toda la celeridad de la que fue capaz,
ignorando el sudor que le chorreaban por la frente y el estrépito de los
postigos. El vendaval se había vuelto tan fuerte que parecía que la cabaña se
ponía a temblar con cada ráfaga de viento. Hood aplicó el emplasto con
manos seguras y cubrió la herida como mejor pudo para evitar mover
demasiado al inconsciente Joha. Por último, tomó las pinzas y arrancó el
diente partido en dos pedazos grandes y blancos que envolvió en arpillera y
arrojó a un rincón.
Y eso fue todo.
No tenía idea de cuánto tiempo se había tardado, aunque estaba
completamente segura que la Abuelita habría hecho todo en la mitad.
Cuando se volvió a mirar sobre su hombro, no encontró a Locks en la
cabaña.
—¿Niña? —llamó, desconcertada.
Un bulto se agitó junto a la puerta. Locks emergió de su capa, mirándola
con ojos llenos de temor.
—No me gusta esta tormenta —susurró, como si le estuviera contando
un secreto—. Mamá decía que cuando había una tormenta fuerte había que
tener mucho cuidado. Los Hijos del Bosque podían venir a raptarte. Tocan
la puerta haciéndose pasar por alguien que conoces y cuando les abres, te
llevan con ellos a su Reino y nadie te vuelve a ver.
—Eso es solamente una leyenda. Probablemente tu madre te la contaba
para que te quedaras quieta de una vez. Si sales a una tormenta, lo más
seguro es que desaparezcas porque te moriste de frío —replicó Hood. Locks
no se movió de debajo de su capa, así que Hood se levantó con un bufido y
fue a sentarse junto a ella—. Mira, he pasado toda mi vida entre estos
árboles. Jamás he visto a los Hijos del Bosque. Ni a brujas, ni espíritus ni
ninguna otra cosa que se le parezca.
Sonaba muy segura de sí misma, por supuesto, pero lo cierto es que la
Abuelita también le había contado leyendas por el estilo y ella también las
había creído al pie de la letra cuando tenía la edad de Locks. Había
mantenido una ramita de eneldo encima de su cama para ahuyentar a los
duendes que provocaban pesadillas y había saludado a los robles más
antiguos, los grandes con ramas añosas y frondosas, antes de subir a buscar
huevos o castañas en ellos.
Aunque ahora le costaba recordar la última vez que había visto un roble,
¿y por qué habría de haber un roble en medio de un bosque de pinos? Quizá
su mente le estaba jugando malas pasadas. Podía ocurrir en una noche como
esa, encerrada sin más compañía que los ronquidos de Joha y los miedos
infantiles de Locks.
De todos modos, lo más extraño que había visto jamás en el Bosque
continuaba siendo una niña que salió entera y viva del estómago de un oso
muerto.
—Que no hayas visto nada extraño no significa que no pase —replicó
Goldilocks—. Quizá tú no lo has visto porque no crees en ello, así que no lo
puedes ver.
—Eso no tiene sentido. Si algo existe, puedes verlo, oírlo, comértelo…
sentirlo. Si no puedes hacer ninguna de esas cosas, es que no existe
realmente.
—¿Y qué hay de la magia? —insistió Locks—. No puedes ver la magia,
pero puedes ver sus resultados. Es como el tiempo. No puedes verlo, pero
sabes que está pasando porque ves las estaciones cambiar, ¿no es verdad?
¿Por qué la magia no puede ser como el tiempo?
—¿De dónde sacas esas cosas, niña? —pregunto Hood. Ese tipo de
charla le hacía doler la cabeza. A pesar de sus muchas habilidades y
seguridad, Hood era una persona prosaica. Vivía en el momento y no se
preocupaba por cosas como los dioses o los demonios o los espíritus. Si lo
hubiera hecho, si hubiera creído en ellos, quizá hubiera dejado que ellos se
encargaran del lobo sin intervenir.
—No lo sé —admitió Locks, arrebujándose aún más en la capa de Hood
como si eso la hiciera sentir más segura—. No sé qué me pasa. Me siento
rara.
Hood le puso una mano en la frente. Había estado tan ocupada en cuidar
de Joha que no se había detenido a pensar que era posible que la niña
acababa de pasar por una conmoción tan grande que quizá había tenido
algún efecto en su cuerpo tan pequeño. La Abuelita solía decir que las
emociones violentas podían desequilibrar los humores tanto o más que
cualquier enfermedad. En ese sentido, las emociones eran como la magia y
el tiempo. No podían tocarlas y, sin embargo, podían sentir cómo
cambiaban a una persona.
Apartó esas tonterías de su cabeza y se concentró en estudiar a Locks.
No tenía fiebre, al menos por lo que ella podía sentir, pero eso no
significaba que no la fuera a desarrollar en las siguientes horas. Quizá había
tomado frío en el camino o cuando el sudor producto de la pelea se le había
secado en la piel o…
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—No me acuerdo —contestó Locks, arrugando la nariz como si de esa
manera pudiera acodarse mejor—. Creo que fue antes de que llegáramos al
mercado.
Por supuesto. Y con todo lo ocurrido, se habían olvidado de la cena.
—Está bien. Te preparé algo.
Se levantó para rebuscar en sus alacenas. Todavía le quedaba algo de
carne y algunos vegetales. Quizá pudiera hacer una sopa o un estofado
sencillo. Eso sin duda iría muy bien con el clima que estaban teniendo
fuera.
—En el palacio estarán comiendo pavo y perdiz y papas doradas como
monedas de oro —comentó Locks mientras la miraba cortar sus verduras—.
Y beberán vino añejado en barriles de pino y de postre habrá todo tipo de
tartas antes de que empiece la música… —¿Cómo sabes eso?
—No lo sé —repitió Locks, encogiéndose de hombros—. Me lo
imagino, supongo. El König tenía un baile esta noche. Joha dijo que era
para elegir a su futura esposa.
Hood continuó cortando las zanahorias sin levantar la cabeza. Podía
concentrarse en esa tarea sencilla, podía no tener que pensar en el lobo en
un momento como ese.
—¿No te molesta? —preguntó Locks—. Que el König vaya a casarse,
quiero decir.
—¿Por qué habría de molestarme? Lo único que me importa de ese lobo
estúpido es si está vivo o muerto —replicó Hood, empujando las verduras al
caldero junto con el agua y algunos trozos de su carne salada—. Me da pena
la pobre ilusa que lo acepte como esposo, pero no tengo nada en contra de
ella.
No sabía por qué su voz salió con tanta debilidad. Quizá porque el
cansancio por fin comenzaba a afectarla o porque estaba demasiado
concentrada en su tarea para poner verdadera emoción en sus palabras.
—¿Todavía lo quieres matar?
Hood colgó el caldero en la chimenea y echó otro tronco a las llamas. —
La sopa estará lista pronto.
El viento golpeteaba contra la puerta de manera insistente. Hood maldijo
a la tormenta y se enderezó un poco. Le dolía el cuello y la espalda por
haberse quedado dormida sentada en contra de la pared. Locks dormitaba,
todavía envuelta en su capa, con la cabeza en su regazo, ajena al escándalo.
Hood miró a la cama, pero Joha seguía durmiendo profundamente. Sus
ronquidos ya no eran tan sonoros, aunque su pecho ancho seguía subiendo y
bajando con su respiración regular y lenta. Eso era bueno. Indicaba que no
había nada extraño con sus heridas.
O que a ella se le había ido la mano con las hierbas sedantes.
El golpeteo en la puerta se repitió y Hood terminó de espabilarse. Mover
a Joha para hacer espacio en la cama para Locks sería imposible, sin contar
el hecho que su padre podía darse vuelta en sueños y aplastar a la niña.
Subirla a la litera cerca del techo, que no había usado desde la muerte de la
Abuelita, tampoco era una opción. El colchón podría estar podrido y la
madera carcomida porque hacía años que no se molestaba en revisarla.
Lo mejor que podía hacer era juntar algunos trapos y hacerle una
almohada para que estuviera un poco más cómoda en el suelo. En cuanto a
ella, bueno… no sería la primera vez que se pasaba la noche en vela.
Delicadamente para no despertarla, apartó la cabeza de Locks de su
regazo y se levantó para recoger los platos de sopa vacíos. Se dirigió hacia
la tina para dejarlos con los demás platos sucios… y los dejó caer con tal
estrépito que Locks se sentó con un grito e incluso Joha se removió sobre la
cama antes de empezar a roncar otra vez.
—¿Qué…? —masculló Locks, mirando de un lado a otro antes de ver la
vajilla rota a los pies de Hood y a su amiga parada en medio de la cabaña,
con la mirada fija en la ventana—. Hood, ¿qué pasó?
Hood se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y sacó su
daga de la bota. Estaba segura, absolutamente segura que había visto pasar
una sombra por la ventana. Como si alguien (o algo) estuviera tratando de
espiar el interior de la cabaña a través de las hendijas de los postigos.
¿Habían regresado los forajidos? ¿Cómo los habrían encontrado? Los
rastros que dejaron en la nieve seguramente habían sido cubiertos por la
ventisca muchas horas antes.
¿Sería alguna bestia? Aunque ninguna bestia era lo suficientemente
educada para llamar a la puerta. Los golpes se reanudaron, demasiado
rítmicos para ser un animal. Ahora se daba cuenta.
Lo único que podía llamar a la puerta de esa manera era uno de los
espíritus de la imaginación de Locks o bien una persona lo bastante
desquiciada para salir en medio de ese clima.
Ninguna de esas opciones le gustaba demasiado. Pero tenía que salir a
enfrentarlas. La cabaña era segura, pero no impenetrable.
—¿Qué haces? —preguntó Locks cuando la vio acercarse a la puerta—.
¡Espera, no abras!
—Quédate detrás, niña —instruyó Hood y estiró la mano para tomar el
picaporte.
—¡Hood, no!
El viento helado le mordió el rostro y le agitó el cabello. Le castañearon
los dientes y los dedos que sostenían el cuchillo en alto, apuntando hacia
donde estaría el corazón de una persona, se le agarrotaron en seguida. Locks
soltó un jadeo de temor detrás de ella.
Al otro lado de la puerta no había ni una bruja ni un Hijo del Bosque ni
una bestia que quisiera comerlas. Era una mujer joven con la cabeza
envuelta en una bufanda, un vestido negro que le cubría la piel y un caballo
agotado detrás de ella. Un único mechón pelirrojo caía sobre la frente de la
chica cuando levantó la vista.
—Violette Riding Hood —dijo con voz trémula.
Hood bajó el arma lentamente.
—Te conozco. Te he visto en el castillo.
La mujer asintió lentamente.
—Vengo a pedirte ayuda.
Hood la ayudó a meter su caballo en el galpón (que apenas era lo
suficientemente grande para los dos animales en realidad) y la invitó a
entrar. En parte porque sabía que la Abuelita se levantaría de su tumba a
reclamárselo si es que dejaba a esa chica afuera en la inclemencia de la
tormenta (o al menos Locks lo haría) y en parte porque sentía una intensa
curiosidad por saber por qué estaba allí.
Cuando regresaron, la joven se sentó en una silla cerca del fuego,
envolviéndose como podía en su chal húmedo por la tormenta. Locks la
observaba con ojos grandes desde su rincón, como si todavía no estuviera
convencida de que la chica no fuera una aparición o un truco de alguna
entidad mágica para engañarlas.
—Re… recuerdo cuando viniste al castillo —comentó la muchacha,
tartamudeando entre temblores—. Te cepillé el pelo.
Locks se echó la capa de Hood sobre el rostro, como si de esa manera
pudiera evitar que la vieran.
—No le pongas atención —dijo Hood, arrastrando la única otra silla que
había en la cabaña y sentándose a horcajadas sobre ella—. Está algo
sensible. Esta noche ha sido… bastante extraña, a decir verdad.
La joven le echó una mirada a la figura durmiente de Joha, a Locks, que
seguía observándola con desconfianza y finalmente volcó su atención en
Hood.
—¿Cómo encontraste la cabaña? —quiso saber la cazadora antes que la
otra tuviera la oportunidad de empezar a hablar—. Y por todos los dioses,
¿por qué te internaste en el Bosque en una noche como esta?
—El König se ha comprometido —dijo la doncella, como si eso
explicara todo.
—Lo había oído —contestó Hood, algo irritada por la falta de novedad
en ese comentario—. No sé por qué asumen que me interesaría ese detalle.
—Le ha roto el corazón a mi hermana —continuó la doncella. Sonaba a
que había pasado mucho tiempo pensando en lo que diría una vez que
estuviera allí, sin importar demasiado lo que Hood le contestara—. Era su
amante y la ha dejado de lado.
—Tu hermana es una idiota.
—Caoilfhionn sabía que el König nunca se casaría con ella —arguyó la
muchacha, frunciendo el ceño como si Hood la hubiera ofendido con esa
simple aseveración—. No esperaba que lo hiciera. Pero lo quería y le era
leal y creía que el König tendría algo de consideración hacia ella…
—Y por eso es que tu hermana es una idiota —repitió Hood—. Fue una
idiotez de su parte pensar que al König le importaba un comino sus
sentimientos. La única persona por la que el lobo se interesa realmente es la
que ve cuando se mira en el espejo. Todos los demás no somos más que
estorbos entre él y lo que sea con lo que esté encaprichado ese día. Se
hartará de su esposa en un mes o dos y volverá a prestarle atención a tu
hermana.
Los ojos dorados de la muchacha se encendieron de rabia cuando los
clavó en Hood.
—¿Y no eres tú igual, cazadora? ¿Acaso tú no intentas matar al König
sin importar a las personas que hieras en el camino o el caos que eso podría
provocar en el reino? ¿Acaso no estás tan concentrada en tu venganza que
no tienes lugar para nada más en tu vida?
La silla de Hood raspó contra el piso cuando se puso de pie.
—Si has venido todo este camino solamente para insultarme, entonces
vas a tener que irte de mi cabaña. Como ves, mi padre está herido y la niña
cansada y no necesitamos escuchar acerca de los dramas de tu familia.
No supo por qué se lo dijo con tanta vehemencia. Nunca llamaba a Joha
“su padre”. Nunca le importaba lo que la niña estuviera sintiendo en ese
momento porque no era su responsabilidad. Quizá lo dijo porque quería que
aquella chica pelirroja y extraña se diera cuenta que estaba equivocada. Ella
tenía algo más aparte de su venganza. No era como el König y nunca lo
sería.
Cualquiera fuera el motivo, sin embargo, funcionó: la doncella bajó la
vista y se mostró contrita.
—Perdóname, cazadora. No era mi intención ofenderte.
—Todavía no estoy segura de cuál es tu intención —replicó Hood—.
Dijiste que querías mi ayuda. ¿Para qué, exactamente?
La doncella rebuscó entre sus ropas y sacó algo envuelto en una tela,
algo pesado que depositó sobe la mesa de madera antes de desenvolverlo
con mucha parsimonia. El filo de la daga brilló con las llamas del fuego y
Hood no tuvo que ver el mango para saber que era la suya. La hubiera
reconocido en cualquier lugar.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó. Esperó que el temblor en su voz
no fuera demasiado obvio. Ni la ansiedad con la que estiró la mano ni la
alegría en su sonrisa. Era como si después de tantos meses, su brazo
volviera a estar completo otra vez.
—Quiero lo mismo que quieres tú —dijo la doncella—. Quiero que el
König muera.
A Hood le costó no echarse a reír de manera alocada, histérica, con la
voz destemplada y los dientes desplegados. Meses atrás, ¡qué no hubiera
dado por esa oportunidad!: una cómplice en el castillo, alguien que pudiera
introducirla debajo de las narices de los guardias, alguien que pudiera
llevarla hasta la mismísima cámara del König y alguien sobre quién hubiera
recaído la culpa de su crimen. Antes lo hubiera aceptado sin dudarlo ni un
momento. Sin siquiera pensárselo.
Podía sentir los ojos azules, grandes e inocentes de Locks clavados en su
nuca.
—Hood —llamo la niña, casi en un susurro.
—¿No acabas de decir tú misma que esto podría traer caos sobre el
reino? —preguntó Hood. La pregunta no sonó tan contundente como lo
habría deseado. La criada se encogió de hombros.
—El caos es inevitable. Ve al pueblo y mira a las personas. Hay muchas
que saben que no tienen lo suficiente para sobrevivir el invierno. Los
forajidos no han dado cuartel. Y el König está en su palacio, celebrando un
baile espectacular y quizá planeando una boda todavía más costosa. Puede
que hasta le hagas un favor al reino, no lo sé. No me importa tampoco. Este
no es mi hogar.
La cazadora la observó en silencio durante un largo rato. Que persona
tan peculiar.
—Hood —volvió a llamar Locks, en el mismo tono.
—Te agradezco que me hayas devuelto la daga —dijo, con lentitud—.
La tormenta ha parado un poco. No deberías tener problemas para regresar,
pero si quieres esperar al amanecer aquí, eres bienvenida a hacerlo.
La doncella se la quedó mirando un largo rato, como si esperara que
Hood le diera una respuesta distinta o cambiara la que ya le había dado.
Cuando nada de eso ocurrió, se puso de pie y se acomodó la capa sobre los
hombros y la bufanda sobre los rizos pelirrojos.
—Me llamo Ranghailt. En el castillo me conocen como Eins. Búscame,
cazadora. Las dos queremos lo mismo. No veo por qué no podemos
ayudarnos.
El viento realmente había amainado, pero de todos modos, cuando
Ranghailt abrió la puerta, la ráfaga bailó sobre el fuego y casi consiguió
extinguirlo. La doncella salió con la nieve crujiendo bajo sus botas. Hood se
asomó a la puerta solamente para controlar que sacara a su caballo del
cobertizo sin que Sombra se escapara también.
Un momento después, la vieron alejarse bajo la tenue luz gris que
empezaba a asomar por el horizonte. Aquella noche extraña en que tantas
cosas parecían haberse conjurado para desequilibrarla por fin llegaba a su
fin. El sol del alba no bastaría para derretir la nieve y el día sería breve y
frío. Pero por fin habían dejado atrás la tormenta.
—Hood —repitió Locks, aferrándose a su mano—. ¿Qué vas a hacer?
En el interior de la cabaña, oyeron a Joha toser. Los muelles de la cama
chirriaron cuando el hombretón se incorporó, frotándose los ojos y
parpadeando confundido.
—¿Violette? —llamó.
—Voy a hacer el desayuno —decidió Hood, quitándole la capa a Locks
—. Tú deberías ver si Sombra tiene agua. Después te acompañaré a que le
busquemos comida en la otra cabaña, ¿entiendes?
Locks estudió su rostro por un momento y luego asintió con seriedad.

Ranghailt estuvo enferma varios días después del baile. Tosía


constantemente y la fiebre le coloreaba las mejillas mientras trataba de
asegurarles a sus hermanas que se encontraba perfectamente.
—Solamente necesito algo de té y descansar un poco. Estaré como
nueva en poco tiempo.
A pesar de la fuerte gripe, se la veía animada. Les sonreía cuando le
preguntaban cómo estaba y les repetía una y otra vez que todo iría bien al
final. No dijo si había llegado a la cabaña o si había hablado con la
cazadora, pero tenía los ojos brillantes.
Angharad tampoco se lo preguntó directamente. Pero cuando tomó sus
ropas para secarlas al fuego, notó que la daga no estaba entre ellas. Sí lo
estaba el pergamino con las señas que Scarlett le había ofrecido al König.
Angharad recordaba que sus instrucciones habían sido deshacerse de él y
vaciló con la mano peligrosamente cerca de las llamas. Pero a último
momento, lo guardó otra vez en el bolsillo del delantal. Si alguien le hubiera
preguntado el motivo de esa desobediencia, no habría podido explicarlo
exactamente. Tenía la impresión que sería un error dejar a un lado la única
ficha que ellas tenían en un juego que no podía comprender del todo.
Porque algo más grande que ellas se estaba moviendo en el Reino.
Angharad lo sentía en las miradas desconfiadas que se echaban los guardias,
lo veía cada vez que bajaba al pueblo. La nieve había cubierto las calles y la
gente marchaba por ellas con gesto hosco, apenas levantando la vista. El
mercado, que antes había acogido una muchedumbre incluso en los días
más fríos, ahora estaba vacío casi del todo y había… susurros.
El König le había pedido que se enterara y le informara de todo lo que
pasaba en el palacio. Angharad suponía que esa orden se extendía hacia el
propio pueblo. Así que a veces, cuando regresaba del mercado con sus
exiguas compras, se metía en la taberna a calentarse y escuchaba con
atención los chismes de las vidas de la gente sencilla.
—Encontraron a la Vieja Margot en su cama esta mañana. No tenía
suficiente carbón o leña para encender la chimenea y murió de frío.
Extrañaré sus panes rellenos.
—Pascal tomó a su familia y se marchó del Reino. Su hijo casi había
cumplido la mayoría de edad y no quería que lo reclutaran para la Guardia.
—Una cerveza por cliente, señorita, lo lamento. Estamos algo cortos de
suministros. Ya no vienen vendedores porque los caminos están malos y no
quieren que los asalten.
—Ilse dijo que a su hermano lo atacaron los forajidos y ahora ya no se
anima a salir de su casa. Le robaron su cerdito mascota.
—¿Puedes creer todo esto? —dijo un hombre barbudo, con el rostro rojo
de furia—. ¡Nunca hemos tenido un invierno así! ¿Y qué hace el König?
¡Se atrinchera en el palacio con esa Reina extranjera con la que piensa
casarse!
Ante ese comentario, los susurros empezaron a convertirse en gritos y
maldiciones, una válvula de escape para la frustración y el miedo de
aquellas personas acosadas por el frío, el hambre y los ladrones.
—¡Lo menos que podría hacer es organizar unas guardias para
mantenernos a salvo!
—Tantas expediciones para cazar a Riding Hood, ¿y no puede poner una
docena de guardias sobre el rastro de esos ladrones malditos?
—¡Hood nunca le hizo daño al pueblo, solamente a él! —agregó una
mujer con el rostro seco—. ¡Y él se protege, pero a nosotros nos deja a
merced de esos desalmados!
—¡Habría que obligarlo a que diera la cara! —dijo otro, un hombre de
ojos dorados como los de un gato—. ¿No lo creen? ¡Habría que ir hasta su
palacio y exigirle que nos proteja!
La gente aplaudió y vitoreó ante aquella sugerencia. Otto Padre,
sudando como siempre detrás de su barra, estiró las manos por encima de su
cabeza para tratar de llamar la atención de los parroquianos.
—Por favor, muchachos, por favor. Sé que las cosas están complicadas
ahora mismo, pero…
—Pero, ¿qué? ¿Nos vas a decir que no tenemos derecho a pedir que nos
protejan? ¿Para qué demonios pagamos impuestos entonces?
—¡El König tiene que echar a esos forajidos! ¡O tiene que dejar de
cobrarnos!
—¡Seguramente sus alacenas están llenas! ¡Podría darnos algo de
comida a los que nos estamos muriendo de hambre!
—¡Sé que eso sería lo justo! —dijo el tabernero, todavía agitando los
brazos para tratar de apaciguar a la muchedumbre—. Pero tenéis que ser
inteligentes: el König tiene el palacio protegido…
—¡Esos guardias son de los nuestros! —agregó alguien. Angharad
estaba casi segura que era el mismo hombre de ojos dorados, pero cuando
analizó la multitud, no consiguió localizarlo—. Si ellos están de nuestro
lado, entonces el König no tendrá defensa.
—¿De qué estás hablando? ¿Acaso piensas matar al König? —preguntó
Otto negando con la cabeza—. ¿Y a quién pondrías en su lugar, si se puede
saber? ¿Quién nos guiaría?
Eso pareció aplacarlos un poco. Sin un König, lo único que podían
esperar era anarquía y caos. Todos habían escuchado las historias de otros
reinos en los que había corrido la sangre justamente porque el pueblo se
había levantado contra sus soberanos. A pesar de toda la rabia y la
bravuconería, nadie quería aquello. Y tampoco tenían idea de dónde
encontrar un líder: los nobles del Norte y de allende los bosques
seguramente eran tan malos como el propio König.
Así que eso los contenía. Pero no había manera de saber por cuánto
tiempo.
Angharad terminó su cerveza, dejó las monedas sobre la mesa y se
levantó para marcharse. Antes de echarse la capucha sobre el cabello, sin
embargo, captó algo por el rabillo del ojo que la detuvo en seco.
En el segundo piso vivían Otto y su familia, y tenían habitaciones extra
que ofrecían a los viajeros que llegaban a la capital. El Festival del Fin de
Verano había pasado hacía meses y no era probable que albergaran a más
peregrinos o viajeros hasta la primavera.
Entonces, ¿quién estaba allí arriba? ¿A quién había visto Angharad
moverse entre las sombras? ¿Quién escuchaba toda aquella conversación,
quién observaba toda esa polémica sin intervenir? ¿A qué estaban
esperando?
Tenía la sensación que la respuesta a esa pregunta podría finalmente
advertir al König sobre lo que ocurría, podría finalmente hacerlo reaccionar
antes de que fuera demasiado tarde. Pero lamentablemente, Angharad no la
sabía. Y de todos modos, cuando se presentó ante el König para contarle
todo aquello, se dio cuenta que quizá ni siquiera eso bastaría para hacerlo
reaccionar.
—Los campesinos siempre se quejan, Drei —dijo, con un gesto de su
mano como si quisiera ahuyentar a un insecto que lo estuviera hostigando
—. ¿Qué quieres que haga? No puedo hacer que el invierno pase más
rápido.
—Mi König… —empezó Angharad, pero el König la ignoró. Se puso de
pie y miró hacia la ventana. Tenía los ojos perdidos en la distancia y una
sonrisa soñadora.
—¿No es hermosa la nieve? Alicia dice que en su reino siempre hay
nieve. Viajaremos allí después de casarnos, para que su gente me conozca
como su consorte.
—Estoy…. segura que eso será muy lindo, mi König, pero…
—¿Dónde están tus hermanas? —preguntó a renglón seguido, como si
Angharad no hubiera dicho nada en absoluto—. Creo que no las he visto en
bastante tiempo.
—Ran… Eins está casi repuesta de su gripe —dijo Angharad. Hizo una
pausa, vacilante y luego añadió—: Zwei ha estado trabajando en las cocinas
estos últimos tiempos.
—¿Por qué?
Angharad abrió la boca y la volvió a cerrar. No era posible que el König
fuera tan ignorante del dolor que le había causado, ¿verdad? No podía no
saber el motivo por el que Caoilfhionn evitaba subir a sus habitaciones y
por el que Angharad tenía que atender tanto al König como a su prometida
ella sola. Tampoco podía explicarle con precisión la profundidad del dolor
de su hermana.
Los ojos de Caoilfhionn estaban sombríos siempre, constantemente
clavados en sus propios pies. Andaba por los pasillos como un fantasma,
contestaba a las preguntas con monosílabos y realizaba sus tareas con gestos
cortos y distraídos. Había perdido peso y se negaba a comer más que unos
bocados. De noche, en su jergón, Angharad la escuchaba llorar cuando creía
que ella y Ranghailt ya se había dormido.
—Porque, bueno… está… aprendiendo a cocinar —dijo, patéticamente.
Era una terrible excusa, lo sabía, pero el König se la creyó.
—Eso está bien. A una chica de su posición le servirán esas habilidades
cuando se case. Ya puedes irte.
Angharad tenía la sensación que había algo extraño en el König. No tan
extraño como su madre, encerrada en su torre y sedada constantemente para
conseguir que bebiera o comiera algo. Pero no estaba muy lejos de ello:
hacía semanas desde su último ataque de rabia y ahora todas las órdenes que
daba eran suaves y casi distraídas. Hablar de lo hermosa que era la nieve
tampoco iba con su carácter habitual.
Era como si el König hubiera perdido su energía. Su chispa, por decirlo
de algún modo.
Casi era como si a él también lo hubieran sedado.
La idea acababa de ocurrírsele cuando Ludwig dio vuelta la esquina del
pasillo y se quedó quieto allí, como si estuviera esperándola a ella.
Angharad se detuvo en seco y le sostuvo la mirada. El Consejero la
alarmaba por motivos que no podía explicar. Era como si cada vez que se
cruzara con él, algo hiciera ruido en el fondo de su mente, pesadillas a
medio recordar que se desvanecían ni bien intentaba enfocarlas. No le
gustaba aquel hombre con sus ojos fríos, no le gustaba la manera en que
siempre parecía caminar como si sus pies no tocaran el suelo.
Y menos que menos le gustaba cuando le sonreía de manera tan
siniestra.
—Buenas tardes, Angharad —la saludó. Ella no recordaba haberle dicho
su nombre real.
—Señor Consejero —contestó, con toda la calma que fue capaz de
conjurar.
—¿Otra vez has estado susurrando en el oído del König?
Seguía sonriendo, pero se veía molesto, como si Angharad hubiera
cometido una transgresión, como si hubiera desobedecido sus órdenes
explícitas. Pero ella no trabajaba para él, sino para el König, por mucho
daño que le hubiera hecho a Caoil y por mucho que Ran lo detestara. Se
alisó el delantal con suma atención y enderezó los hombros.
—Solamente le he informado lo mismo que vos, imagino —dijo,
abriendo los ojos muy grandes para parecer todavía más inocente e
inofensiva—. Acerca de la agitación que hay en el pueblo.
—Sí. Eso es muy desafortunado. Pero no creo que debas molestar al
König con todos esos detalles —dijo Ludwig. Dio un paso hacia ella y
Angharad tuvo que resistir el impulso de retroceder o de darse vuelta y salir
corriendo—. Ya tiene bastante en su mente con su preciosa prometida y la
frágil salud de su madre, ¿no lo crees así?
Angharad no creía que el König estuviera particularmente preocupado
por la salud de su madre, pero no iba a contradecir a Ludwig. No cuando
acababa de dar otro paso y ahora estaba tan cerca que podía contar las
arrugas alrededor de sus ojos.
—Y bien, lo mejor que podemos hacer para ayudarlo, como sus fieles
sirvientes, es no perturbarlo con cosas que están más allá de su control.
—Claro —dijo Angharad. Le pareció que había un ligero tinte de ironía
en sus palabras. Como si los dos supieran que ninguno de ellos era fiel al
König.
—Y el König no debe tener ningún motivo para dudar de nuestra
fidelidad —continuó Ludwig, como si le hubiera leído la mente—. Eso sería
desastroso, ¿verdad, pequeña espía? Dime, ¿cómo se enfermó tu hermana?
Angharad tragó saliva. No podía saberlo, ¿verdad? No había forma… a
menos que los guardias del establo hubieran informado a Hildebrandt. Pero
el Capitán de la Guardia estaba prendado de su hermana, eso era obvio para
todo el mundo excepto Ranghailt. Si sospechaba que había algo extraño en
la expedición la noche del baile, la cubriría.
O usaría esa información para extorsionarla. No conocía a Hildebrandt
lo suficiente como para afirmar que estaba por encima de algo como eso. Al
fin y al cabo, su propio padre las había vendido, hacía bastante tiempo, para
poder pagar sus deudas. Cuando los hombres querían algo, lo tomaban y
cuando ya no lo querían, lo dejaban de lado como un juguete roto. Como le
había hecho el König a Caoil.
Y Ludwig la seguía observando con esos ojos de plata vieja. Ojos que
podían ver detrás de su rostro.
—Me consta que no tienes la mejor opinión de mí, pequeña —le dijo,
bajando la voz hasta que no fue más que un susurro penetrante—. Quizá sea
mi culpa. Sé que no tengo la apariencia de alguien en quien puedas confiar,
pero permíteme asegurarte que no te deseo mal ni a ti ni a tus queridas
hermanas. Ustedes no son más que… mariposas. Atrapadas en una red que
no pueden comprender del todo.
Le sonrió. Sus dientes blancos, perfectamente alineados, enviaron un
escalofrío por la espalda de Angharad y de pronto tuvo la extraña sensación
que ya había pasado por esto. Que ya se había encontrado con Ludwig, en
aquel mismo pasillo y que otra vez ya se había dado cuenta que el
Consejero era algo, quizá, un poco más que humano y también un poco
menos.
—Pero si quieren salir de esa red, lo único que tienen que hacer es dar
un paso al costado —susurró, un susurro que parecía meterse en sus oídos
como humo—. Entregar todo lo que pueda comprometerlas. Fingir que no
ven ni oyen nada extraordinario. Mantener sus lindas boquitas cerradas.
Dejar de entrometerse, desde ahora hasta que todo haya terminado.
—¿Cómo sabremos que ha terminado?
—Oh, descuida. Lo sabrán.
Parecía bastante simple. Pero Angharad todavía dudaba.
—¿Puedes prometerme que estaremos a salvo?
—No. Eso depende enteramente de ustedes.
Y esa, quizá, fue la respuesta más honesta que podría haberle dado. Y
eso fue lo que acabó por convencerla.
Metió la mano al bolsillo y sacó el pergamino con el moño rojo. Lo
llevaba siempre consigo porque sabía que simplemente era demasiado
valioso para dejarlo en cualquier lugar.
—Esto es todo lo que tengo. Ni siquiera sé si es confiable.
Los ojos de Ludwig destellaron y su sonrisa estaba cargada de triunfo.
—Maravilloso. Has demostrado una gran capacidad para tomar la
decisión correcta —comentó, guardándose el pergamino dentro de la manga
de su abrigo largo. A continuación, estiró la mano y tomó uno de los
mechones pelirrojos de Angharad entre sus dedos. Dio un corto tirón, casi
como un gesto afectuoso, juguetón—. Quizá en el futuro podamos trabajar
de cerca, después de todo.
Angharad reprimió un escalofrío cuando Ludwig pasó a su lado.
—¿Qué haréis con la información? —preguntó, antes de morderse la
lengua.
Pero Ludwig estaba tan satisfecho de sí mismo que solamente le sonrió
otra vez.
—Oh, no preocupes tu linda cabecita con esas cosas, mariposita.
Solamente mantente fuera del camino de la araña tejedora y estarás bien.
Se alejó con paso tranquilo con los faldones de su abrigo flotando detrás
de él. Angharad aspiró profundamente, tratando de disolver el nudo en su
garganta. Se consoló pensando que lo había hecho por sus hermanas.
Ranghailt seguramente habría hecho lo mismo.

Joha tardó más en recuperarse de lo que Hood predijo gracias a su


propia ansiedad. Detestaba estar acostado sin hacer nada, pero en el
momento en que intentó levantarse, los puntos se le abrieron y los malos
humores se colaron entre ellos antes de que Hood pudiera detenerlos. En
conclusión, tuvo que pasar todavía más tiempo en cama mientras Hood se
encargaba de la infección con hierbas y brebajes para contenerla y evitar
que se expandiera al resto de su piel.
—Si te hubieras quedado quieto como te dije, ya te habrías curado —le
reclamó una y otra vez—. Y ahora más vale que me hagas caso, porque juro
que la próxima vez voy a poner a calentar el cuchillo y voy a cortar todo un
pedazo de carne alrededor de esta cosa.
—Bueno, si no actuaras como si nos quisieras fuera de tu cabaña todos
los días, quizá no estaría tan apurado por irme —replicó Joha, entrecerrando
los ojos.
—¡Si tuvieras un mínimo de paciencia, hubieras estado fuera de mi
cabaña en un par de días! —le replicó Hood, antes de dar un portazo en la
puerta trasera que pareció sacudir la cabaña.
Locks los escuchaba pelear un día sí y el otro también, incapaz de
intervenir y completamente insegura sobre qué decir para apaciguar los
ánimos. Al final empezó a creer que no había palabras para detener todas
esas discusiones. Siempre acababan con Hood saliendo de la cabaña hecha
una furia y soltando pestes. Locks a veces tenía verdadero miedo de que no
fuera a regresar, pero no bien el sol terminaba de esconderse, Hood
reaparecía. Traía vendas limpias que había lavado en las aguas heladas del
arroyo para colgar delante del fuego o un pescado que había atrapado en el
lago o leña que había recogido entre el manto de nieve que había cubierto el
Bosque. Se ponía a preparar la cena sin un gruñido y comía en un silencio
tenso y hostil, ignorando todas las preguntas y comentarios de Locks.
Hood sacó una escalera algo decrépita del galpón para que ella y Locks
pudieran dormir en la litera. Locks tenía miedo de caerse todo el tiempo y
no era muy cómodo (Hood la regañaba si se movía demasiado), pero al
menos era calentito. Cuando Joha propuso tomar su lugar, Hood casi le
arranca la cabeza, arguyendo que él era demasiado viejo y grande y estaba
demasiado grave para intentar siquiera escalar hasta allí.
—¡Nadie te obliga a ser tan solícita! —le soltó Joha ese día.
—¿De verdad crees que hay alguien en esta tierra con la capacidad para
obligarme a hacer algo? —replicó Hood, con una risita de desprecio. Pero
inmediatamente después recogió su capa, se la echó sobre los hombros y
salió con un portazo que hizo estremecer la pequeña cabaña. Estaba furiosa
otra vez y Locks supuso que no la verían hasta la caída del sol.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó a Joha en un susurro—. La haces
enojar a propósito.
Joha no contestó. Simplemente se dio la vuelta e ignoró a Locks.
Antes Locks no estaba segura como Joha podía ser el padre de Hood, ya
que no se parecían en nada. Pero ahora que estaba obligada a pasar más
tiempo con los dos, podía ver las similitudes claras como el día. Se ató las
botas y se abotonó el abrigo antes de salir de la cabaña sin esperar otra
respuesta.
La nieve era muy bonita. Le gustaban las estacas cristalinas que se
formaban en las ramas de los árboles, le gustaba el crujido debajo de sus
pies. Todo en el Bosque era plata y diamante, hasta el cielo gris encima de
su cabeza. Había muchas cosas que hacer en el invierno: construir muñecos,
limpiar las canaletas, procurar que Sombra, Burro y Loretta (a los que
también habían traído de la otra cabaña) estuvieran calentitos y tuvieran
comida. Le habría preguntado a Hood si era posible que fueran a patinar al
lago, pero como estaban los ánimos, ya sabía cuál sería la respuesta.
De todos modos, se encaminó hacia allí. Tal como esperaba, Hood era
una estatua oscura, inmóvil y silenciosa como si hubiera estado en esa orilla
tanto tiempo como las rocas y los árboles. Locks se arrimó para mirar sobre
su hombro. Había un agujero en la superficie congelada del lago, hecho con
bastante precisión. Hood sostenía una caña de pescar en las manos, los ojos
rojizos fijos en el sedal, esperando con una inmovilidad y paciencia que casi
parecían impropias en ella. Locks apartó un poco de nieve con las manos y
se sentó junto a ella, sosteniendo las rodillas contra su pecho.
—¿Crees que vuelva a haber una tormenta esta noche? —preguntó en
voz baja.
—Espantarás a los peces —replicó Hood, sin mover la cabeza.
—Hay nubes en el horizonte —insistió Locks, a riesgo de desatar la ira
de Hood—. Así que quizá tengamos otra noche de nieve.
Hood suspiró y levantó la cabeza.
—No veo ninguna nube —contestó, monótona.
—¿No? Están justo allí.
Hood se volvió a mirarla por fin, como si no estuviera segura de qué
contestar a eso.
—Estás rara, niña —le dijo—. Lo has estado desde hace un tiempo.
Locks se rascó la cabeza. No estaba segura exactamente qué quería decir
Hood con eso. Ella se sentía como siempre.
—Mamá decía que las personas no somos conejos.
Esta vez Hood frunció el ceño, obviamente confundida.
—Los conejos no necesitan mucho —explicó Locks—. Un poco de
hierba y un arroyo donde beber y eso es todo. Cuando llega el invierno, se
van a sus madrigueras y duermen hasta que hace calor otra vez. Las
personas necesitan más que hierba. Y no pueden dormir todo el invierno, así
que estar en una madriguera mucho tiempo los cansa. Los humanos tienen
que salir y disfrutar el aire libre, incluso cuando hace mucho frío.
—No me digas —replicó Hood. Su voz sonaba sarcástica como siempre,
pero a Locks le pareció ver que había el asomo de una sonrisa en la
comisura de sus labios—. ¿Y no decía nada tu mamá de estar atascada en
una madriguera con conejos con los que te llevas mal?
Locks tomó un poco de nieve en sus manos y empezó a rodarla hasta
formar una bola, ignorando el frío y la humedad que atravesaba sus guantes.
—De verdad no nos quieres ahí, ¿no?
Hood volvió a concentrarse en el sedal, sin decir nada durante un largo
momento.
—Quizá he estado sola demasiado tiempo —murmuró al final.
Locks no entendía eso. Por mucho que hubiera pasado Hood sin tener a
nadie más, eso no significaba que ya no podía llevarse bien con nadie,
¿verdad? No era tan sencillo. Ellas se llevaban bien. ¿Por qué no podía
hacerlo con Joha?
—Nos parecemos demasiado, ese es el problema —comentó Hood—.
Puede que esté bien si nos vemos de vez en cuando. Puede que algún día
deje de odiarlo. Pero si lo veo todos los días, si pienso en eso todos los días,
no puedo olvidar todo lo que me hizo pasar.
Locks hundió los dedos en la bola de nieve para hacer un par de ojos,
pero no estaba segura si el arco de la boca debía apuntar hacia arriba o hacia
abajo. Se preguntó si Hood seguía hablando de Joha.
—¿Vas a hacerlo? —quiso saber en cambio—. ¿Irás a ver a esa criada
y…? No lo harás, ¿verdad?
Hood cambió un poco la caña de pescar de una mano a otra, los ojos
todavía puestos en el óvalo de hielo en el que se había convertido el lago.
—El día que mate al König, tendré que irme del reino para siempre —
contestó, tras un largo silencio—. Eso o me ejecutarán. Así que no, no lo
haré por ahora. No mientras Joha y tú me necesiten. No creas que es una
cuestión de cariño o algo por el estilo. Él sigue siendo un padre terrible y tú
eres como una astilla en mi dedo —añadió con rapidez—. Pero tampoco
quiero que les ocurra nada si puedo evitarlo. No soy despiadada como el
König. Deja de sonreír, niña.
Locks bajó la mirada para que Hood no la viera. Nunca le había
preguntado a Hood cómo los había encontrado esa noche, pero ahora no
necesitaba hacerlo. Hood había ido a buscarlos porque era tarde y no habían
vuelto aún. Hood negaba preocuparse por ellos en voz alta, pero sus
acciones la desmentían. Y la madre de Locks solía decir que era mejor ver
las acciones de una persona antes que escuchar sus palabras.
Le dibujó una sonrisa a su bola de nieve al mismo tiempo que el sedal
de Hood empezaba a moverse y tironear. Hood sostuvo la caña con firmeza,
se puso de pie y tiró hacia atrás en un movimiento fluido y fuerte. El pez se
resistió y luchó, pero al final salió describiendo un arco en el aire y aterrizó
en la nieve junto a las botas de Hood. Boqueó inútilmente y agitó las aletas
por un momento antes de quedarse inerte, su ojo oscuro y húmedo clavado
en ellas.
—¡Es muy grande! —exclamó Locks, aplaudiendo de admiración.
—Sí —contestó Hood, levantando el pez por el sedal. Por fin estaba
sonriendo, de pura satisfacción por su hazaña—. ¿Cuánto crees que nos den
por él en el pueblo?

No hubo ninguna advertencia.


Caoil por fin había sonreído ese día, cuando Ranghailt la regañó por no
ponerse la cofia de la manera correcta y procedió a acomodársela,
rezongando y quejándose mientras Angharad le hacía muecas sobre el
hombro de su hermana mayor. Había sido como antes, cuando peleaban por
cosas tontas e inconsecuentes. Angharad casi se había permitido creer que
todo estaría bien. El König se iría por un tiempo después de casarse con
Alicia. Quizá Caoil conociera a un nuevo chico en el pueblo, alguien que
pudiera casarse con ella. Quizá las cosas estarían bien, después de todo.
Cerca del mediodía, se había envuelto en su capa y había salido al
pueblo. Viktoria estaba con migrañas otra vez y Ludwig les había dicho que
el sanador necesitaba más hierbas. Ranghailt todavía se estaba recuperando
de su gripe y Caoil no quería salir, así que Angharad se había ofrecido para
encargarse de eso. Su optimismo la había hecho creer que quizá los ánimos
allí se habían aplacado un poco. Quizá lo que fuera que hubiera hecho
Ludwig había funcionado y ahora ya no tendrían que preocuparse más por
eso.
Estaba tan, tan equivocada.
Pero al principio creyó que sería así. Al principio le pareció que todo
estaba bien. El mercado estaba casi vacío, como siempre en esos días. Los
comerciantes la miraron con hosquedad y la herbolaria (una mujer de labios
finos y mirada dura) clavó los ojos en ella con hosquedad y comentó:
—Al König le deben de sobrar las monedas para estar comprando todas
estas cosas, ¿no?
No era extraño. Los ánimos estaban tan exaltados que la gente criticaba
al König hasta por comprar hierbas medicinales. No resultaba nada
sospechoso. No se imaginó por qué tendría que serlo.
Se cruzó con la cazadora cuando se dio vuelta para alejarse del puesto.
Por supuesto, llevaba el cabello cubierto por una capucha, pero un solo
mechón violeta le caía sobre la mejilla antes de que se apresurara a
empujarlo para esconderlo. La niña de cabello dorado iba colgada de una de
sus manos. Angharad se quedó plantada donde estaba, curiosa y algo
desconcertada, especialmente cuando el rostro de la herbolaria se iluminó.
—Cazadora.
—Necesito menta, laurel y algunas cáscaras de limón seca, si las tienes
— pidió la cazadora, ignorando la mirada insistente de Angharad.
La niña, en cambio, la notó.
La observó en silencio, con ojos azules enormes, apiñándose más cerca
de la cazadora como si con eso pudiera bloquear la mirada de Angharad.
Casi parecía que estaba a punto de decir algo, pero la herbolaria la
interrumpió. Salió de detrás del mostrador y tomó la mano libre de la
cazadora, con una especie de fervor en los ojos que le dio mala espina a la
doncella.
—¡Te estábamos esperando!
—¿A… a mí? —preguntó la cazadora, obviamente tomada por sorpresa.
La herbolaria tomó la capucha y sin esperar demasiado, la tiró hacia atrás
para revelar el brillante cabello violeta.
—¡Ahora podemos comenzar! —siguió la herbolaria—. ¡Será esta
noche!
—¿Qué será esta noche? —preguntó Hood, dando un paso atrás—.
¡Deja de tocarme y habla claro, mujer!
—Tienes que venir a la taberna —insistió la herbolaria, aferrándose a la
muñeca de Hood y tirando de ella hacia la puerta—. Todos te estarán
esperando.
—¿Quiénes son todos? ¡Espera!
La herbolaria no le puso ninguna atención. Siguió adelante, con la
cazadora por detrás y la niña de cabello dorado siguiéndola sin comprender.
Pero Angharad había escuchado más que suficiente. Echándose la
capucha sobre la cabeza, corrió hacia el palacio.

Hood estaba segura que podría haberse marchado hacía varias horas.
Solamente había ido al pueblo para conseguir más suministros y Agnes, la
herbolaria, la había emboscado. Así era como había terminado en la
taberna, rodeada de personas que la habían ignorado abiertamente todos
esos años, hablando todos al mismo tiempo, sus gritos e ideas
confundiéndose unos con otros de manera que Hood no tenía idea alguna de
qué era lo que estaba ocurriendo.
Y tampoco sabía por qué la había seguido hasta allí.
—¡Basta! —había gritado cuando estuvieron en la calle—. ¿Qué es lo
que quieres? ¿Por qué tengo que ir a la taberna?
Agnes miró a un lado y hacia el otro, se acercó a ella y bajó la voz:
—Vamos a hacer algo sobre el König —le confió.
El brillo en sus ojos delataba que no se trataba de algo bueno.
—Hood —había llamado Locks, sus dedos aferrándose a su mano con
fuerza—. Espera. Vamos a casa. Dijiste que volveríamos a casa temprano…
Hood la observó un momento. Observó el camino de vuelta al bosque
que se extendía detrás de ella, el camino de vuelta a la cabaña y a los
árboles que conocía, el lugar donde ella sabía que estaría segura. Y luego
observó el rostro de Agnes, que la miraba expectante.
—Solo un momento —le dijo a Locks—. Quiero escuchar esto.
Ahora se arrepentía. Les había dado demasiado crédito a ese grupo de
campesinos. Estaban enojados y temerosos, lo bastante para decidir hablar
directamente con la mayor enemiga del König. Pero no había suficiente
fuerza en sus propuestas como para que le interesaran.
—Podemos exigirle que nos abra las puertas de su castillo —dijo uno de
los hombres—. Tiene suficiente espacio y suficientes chimeneas para
protegernos a todos. Mira lo que le pasó a la Vieja Margot…
—Que nos dé comida. Con todos los jóvenes que tienen que entrar a su
guardia, no hemos podido cultivar los campos como es necesario y este ha
sido el peor año de todos…
—Muchachos, por favor, tienen que calmarse —trató de intervenir Otto
Joven, mientras su padre se secaba la calva detrás de la barra, claramente
intranquilo de que todas esas cosas se estuvieran discutiendo abiertamente
en su local—. No vamos a llegar a nada con esto. Y si el König se entera
que la invitamos a ella estaremos en graves problemas… no te ofendas,
cazadora.
Hood los miró a todos desde su mesa en el rincón. Le habían servido un
porrón de cerveza y un cuenco de sopa para Locks (que la niña no había
tocado, encogida en su silla como si tuviera miedo de moverse o hacer
algún sonido) y la habían dejado allí para que escuchara todos sus planes y
quejas. Al principio casi había creído que algo resultaría de todo esto, pero
estaba claro que se había equivocado. Aquellas personas eran granjeros.
Mercaderes. Gente sencilla con muchas quejas que solamente ahora se
estaban dando cuenta de lo terrible que era el König para gobernar porque
había venido a perturbar sus vidas aburridas y rutinarias.
Era la primera vez que uno de los parroquianos se dirigía a ella
directamente.
—No me ofendo —dijo Hood, a pesar de que estaba lo bastante irritada
para que su voz indicara exactamente lo contrario—. Simplemente pensé
que esto sería más serio. Vámonos, niña.
Se levantó, recogió su capa del gancho de la pared y se la echó sobre los
hombros. Locks casi parecía aliviada mientras se abotonaba el abrigo y se
ponía los guantes.
Sin embargo, los parroquianos se negaron a entender lo que les estaba
diciendo.
—¡No puedes simplemente marcharte! —dijo uno de ellos, un hombre
de barba al que no creía haber visto antes. Hood se echó la capucha sobre la
cabeza y se dio la vuelta hacia la salida—. Todas estas personas han sido
inspiradas por ti. No puedes abandonarlos…
El hombre estiró la mano hacia ella, pero no llegó a tocarla. Hood atrapó
su mano y la empujó hacia atrás. El hombre lanzó un gañido parecido al de
un gato al que le pisaran la cola y la miró con rabia en sus ojos dorados.
—Nadie aquí es mi responsabilidad —contestó Hood, soltándolo y
dándole un ligero empujón para apartarlo de su camino—. El König es
horrible y si no lo queréis como soberano, puedo entender eso. Pero no
pretendáis que os ayude si lo único que tenéis para seguir adelante es
indignación. Marchar al palacio con todos vosotros es garantía de que me
maten. Prefiero seguir intentándolo sola.
Vio la rabia y la decepción en los rostros de aquellas personas. Era la
misma expresión que había visto en la cara de Ranghailt, cuando no le dio
una respuesta definitiva sobre su oferta de ayudarla a llegar hasta el König.
Y bien, ¿qué esperaban de ella? Su problema con el König siempre había
sido personal.
Y ya era hora de volver a casa. Estiró la mano para tomar la de Locks y
abrió la puerta.
Se encontró cara a cara con Hildebrandt. El Capitán y al menos media
docena de guardias más con ballestas en mano listas para disparar, estaban
parados justo afuera. La miraron atónitos. El Capitán abrió la boca para
decir algo.
Hood cerró con un portazo y miró alrededor, buscando
desesperadamente una salida.
—¡Violette Riding Hood, estás bajo arresto! —gritó el Capitán,
aporreando la madera—. ¡Y todos vosotros también, por conspiración!
¡Abrid inmediatamente en nombre del König!
La mención del nombre del lobo terminó por sublevar los ánimos
exaltados de la gente.
—¡No abriremos! —contestó Agnes, parándose sobre una mesa para que
toda la atención fuera puesta en ella—. ¡No nos someteremos nunca más a
él y sus órdenes injustas!
Todos corearon su acuerdo. Hood apenas les prestó atención. Las
ventanas estaban cerradas y el vidrio empañado, pero a pesar de eso, podía
ver las figuras oscuras de los guardias rodeando el establecimiento. No
podría escapar por la puerta trasera. No podrían llegar hasta Sombra…
Alguien le puso la mano en el hombro y la apartó inmediatamente
cuando Hood sacó la daga de un movimiento fluido. Otto Joven levantó las
manos, como si quisiera demostrar que no tenía intención de hacerle daño.
Detrás de él, Vanessa, la camarera, la observaba con ojos abiertos de par en
par por el miedo.
—Ven, cazadora —dijo, señalando hacia la escalera—. Nosotros los
distraeremos mientras tú escapas.
Hood vaciló. El hijo del tabernero nunca le había deseado mal alguno y
siempre la había tratado con deferencia cuando se sentaba en sus mesas.
Pero, ¿cómo sabía que no la iba a encerrar en alguna de las habitaciones
para invitados y entregarla a los guardias para evitar que destrozaran el
negocio de su padre?
Hubo un estrépito en la puerta, un golpe seco y contundente, como si los
guardias al otro lado estuvieran intentando derribarla. Los parroquianos,
mientras tanto, estaban juntando barriles, sillas y mesas y tratando de
apilarlas contra la entrada. Otto Padre estaba gritando algo y agitando las
manos, pero nadie se dignaba siquiera a mirarlo.
—Hood —llamó Locks otra vez, aferrándose a su mano. Hood vio el
miedo en sus ojos claros y maldijo en voz baja. Se había quedado sin
opciones.
Corrieron escaleras arriba y hacia una de las habitaciones que señaló
Otto. Hood vaciló otra vez al entrar, pero el hijo del tabernero parecía más
interesado en abrir la ventana que en tratar de engañarla. Les hizo señas
para que se acercaran y miraran.
—¿Puedes llegar hasta allí?
A pesar de la tensión y de la desesperación, Hood tuvo ganas de reírse.
El techo vecino estaba a tan poca distancia que era más una cuestión de dar
un paso largo que de saltar. Había saltado entre árboles mucho más alejados
entre sí. Demonios, había saltado del segundo piso del propio palacio una
vez. Si había algo que era capaz de hacer, eso era saltar.
Y justamente porque era tan buena en ello, tenía que considerar mucha
otras cosas. El viento. La nieve, que pondría las superficies resbaladizas. El
peso agregado de Locks.
Nada podía ser sencillo, ¿verdad?
—Me las arreglaré —dijo, mirando alrededor—. Toma las sábanas,
niña.
Locks la obedeció sin vacilar y Hood la ató tan fuerte como pudo a su
espalda. Si hubiera tenido tiempo, habría enroscado las sábanas y las habría
convertido en unas cuerdas mucho más seguras, pero el griterío y el
estrépito que venía de abajo la previno. Se le acababa el ya de por sí escaso
tiempo que había tenido antes.
¿Por qué no se habían ido a casa cuando tuvieron la oportunidad? ¿Por
qué habían decido escuchar los desvaríos de Agnes?
—Agárrate fuerte y cierra los ojos —le recomendó a Locks. No podía
darse vuelta para ver si había obedecido la segunda orden, pero las manitos
de la niña se aferraron con mucha fuerza a sus hombros y eso fue toda la
confirmación que Hood necesitaba de que estaban listas.
Se paró en el alféizar de la ventana y tomó aliento.
—Buena suerte, cazadora —dijo Vanessa.
Hood se dio la vuelta para decirle que no la necesitaba.
La puerta se abrió con un golpe seco que pareció resonar dentro del
propio cráneo de Hood.
—¡Alto!
Una cuerda se tensó y una flecha silbó en el aire, pero Hood ni siquiera
se molestó en preocuparse por su trayectoria. Se lanzó hacia adelante,
ignorando el grito de Locks y la manera en que sus dedos se le hundieron en
la piel. Sus botas resbalaron sobre las tejas congeladas del techo vecino y el
peso de Locks tiró de ella hacia atrás.
Por un momento, por un aterrador momento, el estómago de Hood
revoloteó mientras la gravedad las atraía hacia su inexorable vacío. Hood
manoteó en el aire hasta aferrarse a la canaleta. El frío le mordió las manos
y sus pies colgaron patéticamente en el aire.
Otro grito aterrado hendió el aire.
—¡Calla! —le ordenó a Locks.
—¡No he sido yo! —lloriqueó la niña.
Hood no tuvo tiempo de responder. Usando todas las fuerzas que tenía,
se alzó sobre sus brazos, tanteando las tejas y arrastrándose sobre sí misma,
con mucha dificultad, consiguió subirlas a las dos al techo.
No podía haber pasado ni un minuto. Pero los gritos y el estrépito en la
taberna seguían y ahora ella tenía que caminar por el borde de aquel techo
maldito para poder descolgarse en el establo sin que los guardias de
pacotilla le dispararan…
Se atrevió a mirar hacia atrás. Y esa fue otra de las cosas de las que se
arrepentiría en el futuro.
—¿Hood?
—Sigue con los ojos cerrados, niña. Vamos a dar otro salto.
Los agudos chillidos de Vanessa invadían el aire, pero Locks apretó el
rostro contra la nuca de Hood y no dijo nada. La cazadora tampoco lo hizo
mientras sus pies encontraban los puntos de equilibrio. Aterrizó justo al
lado de Sombra, sobresaltando a los guardias y montó antes de que pudieran
reaccionar. El caballo pasó limpiamente por encima de la valla y se lanzó al
galope calle abajo.
No fue hasta mucho más tarde que Locks soltó un sollozo.
Hood no quiso preguntarle si había visto el cuerpo de Otto sobre el piso,
con la flecha clavada en medio de la garganta y Vanessa llorando sobre él,
mientras el guardia flacucho que había lanzado el proyectil (apenas un niño,
no podía tener más que dieciséis o diecisiete años) observaba todo con ojos
atónitos.
La cazadora había visto la escena a través de la ventana abierta por un
segundo, una fracción de segundo. Pero estaba segura que seguiría grabada
a fuego en su mente por el resto de su vida.
Soluciones

E l palacio nunca había estado en tal estado de alerta. Rejas, puertas y


ventanas fueron reforzadas y selladas, los guardias duplicaron sus
turnos y afilaron sus armas, aunque vacilaron en usarlas otra vez. La turba
aferrada a las rejas, clamando por sangre, exigiendo que el König saliera a
darles la cara, se enconaría todavía más si es que había otro muerto.
No que el primero hubiera sido intencional. Había sido un accidente. El
guardia había estado apuntando a la cazadora. El König no lo podía culpar
por eso. Pero de todos modos estaba furioso, con una furia envolvente,
abrasadora. Una furia como no la había sentido en meses, desde que Hood,
maldita fuera, había atentado contra su vida por última vez.
—¡Quiero que ese guardia sea relevado inmediatamente de su puesto,
Capitán!
—Con todo respeto, mi König —contestó Hildebrandt, parado junto a la
puerta en una postura muy rígida junto a la ventana—. Eso no será sino una
solución temporal. El pueblo no ha venido a exigir la cabeza de ese
muchacho inexperto y con mala puntería.
—¿Y qué pretendéis? —le soltó el König—. ¿Qué salga yo mismo a
confrontarlos? ¡Todos ellos deberían estar en mis calabozos ahora mismo!
¡Estaban encubriendo a Hood!
—¿Quiere que los arrestemos? —preguntó Hildebrandt, alzando una
ceja —. ¿A todos?
El König estuvo a punto de arrojarle el cáliz que tenía delante. Por
supuesto que sabía que sería imposible arrestar a cada una de las personas
gritando en sus puertas. Se conformaría simplemente con un par de ellas.
Cualquiera. Las que fuera.
Si daba la casualidad que sabían dónde se escondía Hood, mejor.
No se le ocurrió en ningún momento que era la primera vez en meses
que pensaba en ella. Había estado tan contento, tan satisfecho con su vida,
tan feliz con su nueva prometida. No había mandado partidas de búsqueda
al Bosque del Sur en ningún momento. No había reforzado las entradas del
castillo. Ninguna de sus pequeñas rutinas obsesivas, de sus miedos, había
desviado su atención de Alicia.
Y ahora Hood venía a poner todo de cabeza otra vez. Otra vez irrumpía
en su vida con un estrépito de vidrios, con su sonrisa burlona y sus armas en
alto. Esta vez había conspirado con sus propios súbditos, los había
convencido de armar una revuelta contra él. La muerte del tabernero o de
quien fuera que había matado ese guardia demasiado imberbe para usar el
seguro de su ballesta no era más que una excusa, una chispa que había
encendido la mecha de un barril de pólvora que ella seguramente había
acumulado con mucho cuidado. No le hubiera extrañado enterarse que ella
estaba entre la multitud, disfrazada y burlándose de él abiertamente.
El König se había distraído. Había sido descuidado. Y ahora estaba
pagando las consecuencias por ello.
—¡No lo sé! —admitió, poniéndose de pie tan de repente que casi tira su
silla hacia atrás—. ¡Si no podéis arrestarlos a todos, mantenedlos fuera de
mi palacio! ¡No quiero que ni uno de esos revoltosos entre aquí! Si uno de
ellos llega hacerle daño a mi prometida o a mi madre, será vuestra cabeza la
que va a rodar primero. ¿Estoy siendo claro, Capitán?
—Como el agua, mi König —respondió Hildebrandt. Ni siquiera tuvo la
decencia de parecer nervioso. De hecho, parecía casi agotado con todo ese
asunto—. Dejad vuestra seguridad en mis manos.
El König soltó una risita despectiva, pero Hildebrandt no se dignó en
contestar. Abandonó la sala del Consejo sin mirar hacia atrás y sin hacer un
saludo militar. Cuando la puerta se cerró detrás de él con un chasquido, el
König lanzó un rugido de rabia y golpeó la mesa con el puño. La vajilla de
una cena que apenas había tocado tintineó con violencia y vibró como los
cristales del castillo ante el griterío de la turba.
—¿Desea mi König que llame a las doncellas para retirar eso? —ofreció
Ludwig.
El König lo miró apretando los dientes. ¿Cómo podía estar tan
tranquilo? Claro, Alicia, sentada junto a él con las manos sobre el regazo,
también estaba tranquila y callada, pero era porque ella era una Reina.
Estaba acostumbrada a soportar cualquier situación con estoicismo, con el
porte en alto como si nada la asustara. Ludwig, en cambio, era su
Consejero. Su trabajo era asegurarse que el reino no llegara a estas
condiciones. ¿Cómo le había permitido al König continuar por este camino?
¿Por qué no le había advertido que su propio pueblo estaba a punto de
volverse contra él?
—No, no deseo que llames a las doncellas —dijo el König, volcando
toda su atención y su rabia hacia él—. Deseo que me digas inmediatamente
como piensas solucionar esto. ¡Vamos! ¿No que eras un hombre brillante?
¿No era que ponías todos tus talentos al servicio del reino? —Dio un paso
hacia él, pero Ludwig ni siquiera pareció inmutarse, lo que lo enfureció más
todavía. Lo tomó por las solapas y lo sacudió con fuerza—. ¡¿No era que
estabas para servirme, hijo de…?!
—Querido. —La voz de Alicia fue apenas un susurro, pero consiguió
traspasar la niebla de sus emociones como un rayo de sol se abre paso entre
las nubes—. Por favor. Me perturba verte así.
El König se volvió a mirarla y suspiró profundamente. Como siempre,
tenía razón. Alicia estiró la mano hacia él y él se acercó a tomarla con
fuerza. Se arrodilló delante de ella y apoyó la cabeza en su regazo, como un
niño buscando consuelo. Los largos dedos de Alicia le acariciaron el pelo,
lentamente, una y otra vez, hasta que sintió que su mente se enfriaba y
recuperaba lentamente la claridad.
Incluso si podía detener a la turba, incluso si conseguían pasar esa
noche, no importaba. Hood seguía en libertad y él estaba encerrado en el
palacio. Era un lobo acorralado en su guarida.
—Perdóname, meine weiße katze —susurró—. Te he puesto en peligro.
Antes de pedirte que te casaras conmigo, debí haberme deshecho de ella.
Alicia lo hizo callar con un suave chistido, mientras seguía
acariciándolo hasta que el König sintió que su ira remitía, dejando su cuerpo
relajado y débil. Tenía ganas de llorar, pero eso no se lo iba a permitir, ni
siquiera enfrente de su prometida. En especial enfrente de ella.
—Nada de esto es tu culpa, querido mío —replicó Alicia, cariñosamente
—. Hiciste lo mejor que podías y nadie te lo puede reclamar. Pero me temo
que ha llegado el momento de tomar medidas desesperadas.
El König levantó la cabeza, confundido. ¿Qué quería decir? ¿Qué clase
de medidas…?
Alicia metió los dedos en la manga de su vestido y de un tirón seco,
extrajo un rollo de pergamino adornado con un listón de color rojo.
El König se puso de pie de un salto, en partes iguales sorprendido y
aterrado.
—¿De dónde sacaste eso?
—Eres muy orgulloso, lobo mío —dijo Alicia, con la misma sonrisa
encantadora de siempre—. Y eso puede ser muy valioso en determinados
momentos, no lo voy a negar. Pero no te permite ver las cosas que de
verdad podrían ayudarte. Nunca debes desperdiciar un arma, en especial
una que te fue ofrecida tan generosamente.
—Eso no es un arma, es un chantaje —señaló el König, sintiendo que la
rabia volvía a alzarse en su pecho—. Si uso esa información, esa niña con
delirios de grandeza vendrá a exigir mi corona.
—¿Y no es exactamente lo mismo que está haciendo Hood en este
momento? Dime, ¿quién crees tú que es más astuta y peligrosa?
El König no dijo nada. No era necesario cuando la respuesta estaba a la
vista.
Alicia se levantó, la falda de su vestido blanco ondeando en el aire como
olas en un mar agitado y extendió la mano abierta, con el pergamino en el
medio, hacia él.
—No tengas miedo, querido mío —le dijo. Su voz era apenas un susurro
aterciopelado—. Incluso si esa niña se presenta aquí y te pide que honres tu
parte en ese trato irracional, tú aún puedes vencerla. Yo te mostraré cómo.
—¿Tú? —preguntó el König, aún más atónito que antes.
La tierra de Alicia, por lo que ella le había dicho, era un reino pacífico
dedicado al comercio marítimo y además estaba muy lejos. Si le estaba
ofreciendo refuerzos para su propia guardia, no llegarían a tiempo y los dos
lo sabían.
—Un ejército es solamente tan fuerte como las armas que porta —dijo
Alicia. El König ya estaba tan acostumbrado a que ella le leyera el
pensamiento que ni siquiera se extrañó—. Y el mío, Wilhelm, es más
poderoso de lo que te puedes imaginar.
Con la mano libre, chasqueó los dedos.
La puerta de la Sala del Consejo se abrió a pesar de las instrucciones
específicas del König. El hombre que entró por ella llevaba una capa que le
cubría la cabeza y sostenía un cofre de madera pequeña. Lo depositó en la
mesa, justo al lado del König, con delicadeza infinita, y le hizo una
reverencia profunda. Cuando levantó la vista, al König le pareció ver dos
destellos dorados, como los ojos de un gato, debajo de la capucha.
Se olvidó de él casi tan pronto como lo notó. Sabía que tendría que
haber estado intrigado por su presencia por la manera en que había llegado
hasta allí, pero no conseguía concentrarse en él lo suficiente. Era como si
fuera invisible, como si pudiera fundirse con la habitación a su alrededor. El
König tenía la seguridad que se olvidaría de él en cuanto saliera de la
habitación.
Alicia le hizo un gesto para que se acercara más. Levantó la tapa del
cofre. Dentro solamente había un saquito de terciopelo rojo sangre. Alicia lo
levantó y con mucho cuidado, tiró del cordón para desatarlo. Cada uno de
sus movimientos llevaba una fluidez extraña, hipnótica, casi como un mago
de feria que quiere encantar y distraer a su público. El König no podía
quitarle la vista de encima. Y tampoco a lo que extrajo del saquito.
Era una esfera de cristal, no más grande que el puño de la propia Alicia.
En su interior, se agitaba un líquido espeso, extraño, dorado y rojo como
lava brillante que se levantaba y volvía a caer con una lentitud fascinante.
La habitación se iluminó como si Alicia sostuviera una antorcha en su mano
y, una vez más, se la ofreció al König con un gesto de suma delicadeza.
—Se llama el Orbe del Sol —explicó, poniéndosela en la mano—. Creo
que puedes imaginarte lo que hace.
El König cerró los dedos alrededor de ella. El calor que irradiaba era
casi demasiado para soportar, pero sostuvo la esfera de todas maneras. No
iba a parecer débil delante de Alicia, ni siquiera por un momento.
—Con una sola de estas, querido, será más que suficiente para destruir
el escondrijo de tu enemiga. Arderá hasta los cimientos —continuó Alicia
—. Nunca más tendrás que levantar la vista y preguntarte si ella está allí
afuera en algún lugar. Nunca más tendrás que mirar con desconfianza a tu
propia sombra. De un solo golpe, podrás robarte todo lo que a ella le
importa — estiró la mano y delicadamente la posó en la mejilla del König
—, como ella te hizo a ti.
El König no se acordaba de haberle contado esa historia a Alicia. Pensó
en los aullidos de Perle y todos sus hermanos hendiendo la noche y se
estremeció como si los estuviera escuchando. Le ardieron las entrañas, pero
esta vez su rabia iba hacia quien realmente la merecía. Hacia Hood y todo lo
que le había hecho durante esos años. El aislamiento. El miedo constante.
Había llegado el momento de cobrárselas todas juntas.
Alicia estiró el pergamino hacia él otra vez y, esta vez, el König lo tomó
sin vacilar.

La turba afuera del palacio detuvo su griterío un momento cuando


vieron la reja levantarse. Todos se quedaron anonadados. Le exigían una
audiencia al König, era verdad, pero no esperaban precisamente que sus
exigencias fueran oídas. Ahora la reja se estaba levantando y no estaban
muy seguros qué hacer. Si se precipitaban hacia adentro, ¿los detendrían,
los abatiría una lluvia de flechas disparadas desde docenas de ballestas que
no conseguían ver…?
La respuesta no se hizo esperar: alguien vio un caballo, un percherón
formidable y blanco como la nieve a sus pies, lo vieron venir como una
mancha que se movía borrosa en la noche oscura.
—¡Salgan del camino! —gritó alguien.
Después no pudieron ponerse de acuerdo si la voz vino de la propia
multitud, de los guardias apostados en los torreones o del König mientras
azuzaba su montura para pasar como un vendaval entre ellos.
De todos modos, se hicieron a un lado, como un mar abriéndose para
dejar lugar, gritando y saltando hacia los costados para evitar ser
atropellados. Detrás del König, los caballos al galope de sus guardias
levantaron nieve y la arrojaron a todos lados y en un segundo se perdieron
en la noche, directo hacia las murallas que separaban el pueblo de las
granjas.
Scarlett y Robin los vieron pasar desde la ventana en la taberna
abandonada. Robin jamás había visto a su prima sonreír de aquella manera
radiante. Supo, sin necesidad de que se lo dijera, que lo que habían ido a
hacer allí había sido cumplido.
También Alicia miraba al König partir sin decir una palabra. También
sonreía, si la curva apenas visible de sus labios podía llamarse una sonrisa.
Detrás de ella, Ludwig se aclaró la garganta.
—No es mi intención cuestionarla ni mucho menos, su Gracia, pero, ¿no
le parece que fue imprudente darle el Orbe a este… muchacho? No parece
la clase de persona que la vaya a utilizar con discreción.
—La discreción es la última de nuestras preocupaciones, Ludwig —
contestó Alicia y miró por encima de su hombro—. Creo que al König le
hacía falta un guardia más, ¿no, Cheshire?
Cheshire, oculto debajo de la capa, hizo otra reverencia y su sonrisa de
dientes blancos brilló casi tanto como sus ojos. Dio una media vuelta y la
capa revoloteó y se desplomó en el suelo, como si no hubiera habido nadie
debajo de ella en primer lugar.
Finalmente, Alicia volvió los ojos hacia el enorme espejo que ocupaba
la pared del vestíbulo.
No le extrañó ver a su hermana parada justo a su lado, aunque de aquel
lado del espejo ese espacio estuviera notoriamente vacío. Rosen la miraba
con una expresión vacía, su cabello negro adornado con las flores rojas que
le daban su nombre, los labios y las mejillas delicadamente coloreados. El
vestido carmesí caía hasta el suelo, sencillo y casi aburrido comparado con
los encajes de Alicia. Había pasado… un par de décadas, quizá un poco
más, desde la última vez que habían estado frente a frente de aquella
manera. Alicia le sonrió y le sopló un beso al espejo.
—Esta partida está a punto de terminar, Rosen —le dijo—. No te
sorprendas si yo te gano esta vez.
El suelo bajo tus pies

J oha se despertó de un sobresalto y alzó la cabeza.


—¿Violette?
Hood no le prestó atención, ni a él ni a Locks cuando se desplomó junto
a la puerta, abrazando sus piernas para convertirse en una bola de rizos
dorados y falda azul. Desde que habían huido del pueblo, Hood tenía un mal
presentimiento. El presentimiento, como decía la Abuelita, que todas las
cosas estaban a punto de precipitarse.
—Como estar parada al borde de un precipicio, Vivi —le había dicho
una vez—. Ves esa oscuridad infinita y sientes el vértigo en tus entrañas y
sabes, sin lugar a dudas, que el suelo se derrumbará bajo tus pies y la
gravedad te atrapará para siempre. No podrás hacer nada para evitarlo.
Le estaba explicando lo que había sentido cuando tuvo que huir de su
hogar tantos años antes y en ese momento, Hood no lo había comprendido.
Ahora sí. Sentía el suelo tambalearse.
Había cruzado un límite y lo sabía: los aldeanos hacían la vista gorda y
los guardias no los podían arrestar por conspiradores. En el momento en que
le habían hablado, en que habían reconocido quién era, los había arrastrado
a todos a su pelea con el König. Y Otto había pagado con su vida por ello.
¿Cuántos más saldrían heridos por su culpa esa noche?
—Violette —insistió Joha, sentándose en la cama con todo su peso—,
¿qué pasó?
Hood consideró contarle la historia completa. Consideró decirle
exactamente lo que había hecho y lo que temía que pasara ahora. Pedirle
consejo, porque eso hacían los hijos con sus padres, ¿verdad? Les pedían
que les indicaran qué hacer, les pedían guía y consuelo cuando estaban
perdidos.
Pero Joha fallaría en ello como había fallado en todos los demás
aspectos de ser padre y Hood no tenía tiempo para decepciones.
—Tenemos que irnos —decidió.
Locks levantó la vista. Tenía el rostro húmedo de lágrimas y la punta de
la nariz colorada por una combinación del llanto y el frío.
—¿A dónde?
Era una buena pregunta, para ser justos. Hood nunca había estado fuera
del reino. Demonios, nunca había estado demasiado tiempo alejada del
Bosque. Pero precisamente quizá por eso tenían una oportunidad de
escapar. Aún en invierno, sería capaz de encontrar comida y refugio y
pelear contra lo que fuera que se les viniera encima, ya fueran forajidos o
animales salvajes. Tenían el burro y a Sombra y las heridas de Joha ya
estaban mejor, así que podrían resistir algunos días de viaje. Y si seguían
caminando, en algún momento el Bosque se acabaría, ¿verdad? En algún
punto tenían que salir de él y el invierno se terminaría, y entonces podrían
decidir…
Joha la estaba observando en silencio, casi como si pudiera adivinar
todo lo que estaba pensando.
—Violette… dime qué pasa…
—No le va a importar —dijo Hood, como si estuviera contestando una
pregunta que no había sido hecha o continuando una conversación con ella
misma—. Al lobo no le va a importar que ustedes no le hayan hecho nada.
Les hará daño para llegar hasta mí. Tienen que estar fuera de su alance.
Se dio cuenta que había estado parada en medio de la cabaña sin
moverse y sacudió la cabeza. Sacudió el miedo y la incertidumbre e hizo lo
único que sabía hacer realmente bien: se convirtió en un torbellino de
acción. Se trepó a la litera, bajó las mantas sobre las que habían dormido
Locks y ella la noche anterior y las extendió en el piso. Corrió a abrir las
alacenas y empezó a vaciarlas de todo lo que tenían, tratando de determinar
qué necesitaban y qué no. Toda la carne que había preparado a lo largo del
verano y el otoño. Algunos utensilios: el hacha, los cuchillos, los
cucharones, una marmita para cocinar. Las medicinas, por supuesto. Todos
los ungüentos, cataplasmas y brebajes que tenía preparados, además de las
hierbas y plantas secas que necesitaba para hacer más. No encontraría nada
que floreciera en meses, así que tenía que llevarlo con ella. Y además…
La mano de Locks se posó sobre la de ella justo cuando estaba juntando
las mantas para hacer un atado.
—Hood, ¿a dónde vamos a ir? —volvió a preguntar.
—A donde sea —contestó Hood, con mucha más confianza de la que en
realidad sentía—. A donde sea que esté muy lejos de aquí. Y cuando sepa
que él ya no puede tocarlos, volveré por él y se las haré pagar todas
juntas…
Se dio cuenta que estaba apretando las mantas con tanta fuerza que sus
nudillos se habían vuelto blancos. Locks la miraba con miedo, como si se
hubiera vuelto loca y Hood no estaba segura de que no fuera cierto. Quizá,
después de todo lo que había pasado, después de haber visto a Otto caer de
aquella manera, Otto, que iba a casarse con Vanessa, que iba a heredar la
taberna de su padre y llevar una vida pequeña y sencilla…
—Iremos al Oeste —dijo Joha—. Y luego hacia la costa.
La expresión en su rostro estaba llena de resolución. Como si él también
hubiera tomado una decisión irreversible, sobre un piso inseguro que no
dejaba de tambalearse.
—¿Por qué? —preguntó Hood, desconfiada.
—Es el único lugar al que se me ocurre que podemos ir —admitió y
luego tomó aire profundamente—. Hay muchas cosas que nunca te dije
sobre tu madre, Violette.
La sorpresa la paró en seco un momento.
—¿Qué tiene que ver ella en todo esto?
Joha solamente se la quedó mirando, taciturno, y Hood sintió que la
invadía una nueva oleada de rabia. De pequeña había preguntado por ella,
por supuesto, una y otra vez. Solamente había recibido negativas y
respuestas esquivas y promesas de que entendería todo cuando fuera mayor.
Ni siquiera sabía su nombre. ¿Y en un momento como este, cuando se
estaban balanceando al borde de un precipicio, se le ocurría hablar de ella?
¿Realmente se le habría ido tanto la mano con las hierbas sedantes?
—No importa —dijo al final, terminando de cerrar el atado—. No es
como si tuviéramos un mejor plan. Niña, si tienes que llevarte algo, será
mejor que lo empaques ahora.
—¿Qué haremos con Loretta? —quiso saber Locks.
Hood se encogió de hombros. La llevarían con ellos, por supuesto.
Podrían venderla en el primer pueblo que encontraran pasando el bosque, si
es que no la mataban para comerla antes. Pero no le iba a decir eso a la niña
cuando estaba tan sensible. Lo último que necesitaba era que se echara a
llorar por su estúpida cabra.
—Vamos. Ya casi anochece. No nos buscarán hasta la primera luz.
Al menos, quería creer que nadie aparte de aquella doncella loca era lo
suficientemente insensato para internarse en el Bosque después del
atardecer.
Joha se puso de pie, haciendo una mueca de dolor, pero la ayudó a poner
todo en su lugar sin protestar más. Locks sollozó un poco, pero se limpió las
lágrimas en la manga del abrigo y asintió con la cabeza cuando Hood le
pasó los arreos y le preguntó si podía preparar al burro y a Sombra. Por una
vez en su vida, parecía estarse tomando las cosas con la seriedad apropiada
y aquello le provocó una extraña sensación en el pecho a Hood.
Goldilocks había crecido. No era la niña caprichosa, preguntona y
siempre dispuesta a jugar que había conocido. Casi no parecía justo.
Pero no tenía tiempo para pensar en eso.
Cargaron a los animales y Hood se volvió un momento para mirar la
cabaña. Tenía la sensación que se estaba olvidando algo, algo importante
que no podía dejar atrás. Pero todas las cosas útiles ya habían sido
empaquetadas. Los vestidos, zapatos y pelucas que la Abuelita había amado
al punto de no poder deshacerse de ellos quedarían allí. En el verano, las
termitas se comerían el armario y las polillas las telas. El bosque avanzaría
sobre el huerto e incluso la cabaña sería invadida por la vegetación y los
animales. No quedaría nada de la vida que la Anciana del Bosque (tampoco
había sabido su nombre, el nombre que tenía antes, cuando era una reina) se
había labrado allí después de que su suelo se derrumbara.
Ni siquiera habían quedado sus huesos. Hood los había enterrado
indistintamente junto a los de los lobos y ya no recordaba en qué lugar del
claro había sido eso.
—Violette —la llamó Joha. La estaba mirando otra vez, con esos ojos
grises, apagados. Como si tuviera pena de ella—. Ya es hora.
Locks se aferró a su mano con fuerza y Hood suspiró profundamente.
No iba a llorar. Si llorabas en invierno, se te congelaban las lágrimas en el
rostro.
—En marcha.
No llegaron a alejarse del borde del precipicio. El suelo se derrumbó
bajo sus pies y la gravedad los atrapó antes.
Los escucharon antes de verlos. Caballos, en la distancia, gritos de
hombres que se acercaban. No eran los forajidos. A ellos les hubiera
interesado estar callados y ser furtivos. Los enemigos que se acercaba, sin
embargo, no tenían ningún interés en esconder su presencia.
Y eran demasiados.
—Escóndanse.
—Pero, Hood… —empezó a protestar Locks.
—¡Ahora!
Joha, por una vez en su vida, la escuchó. Levantó a Locks, le tapó la
boca y se movió hacia los árboles, hasta que las sombras los engulleron.
Hood esperó que eso fuera suficiente y tiró su atado al piso. Sacó las dagas
de su cinturón. No iba a ganar, pero iba a perder en sus propios términos.
El suelo tembló bajo sus pies, esta vez de verdad. Y un momento
después, los jinetes pasaron las líneas de árboles y el claro delante de su
cabaña fue invadido por caballos sin resuello, hombres ataviados en los
uniformes de la guardia, con el odiado símbolo del lobo al cuello, portando
linternas para iluminar el camino. El más alto de ellos hizo que su caballo se
adelantara unos pasos y se detuvo delante de ella.
Hildebrandt la observó con ojos que parecían brillar bajo la tenue luz de
sus antorchas. Casi como si la compadeciera y Hood lo odió por ello. Si
algo no iba a permitir, era que nadie la compadeciera.
—Buenas noches, Capitán —saludó, con una sonrisa filosa—. Seré
curiosa, ¿cómo encontrasteis mi humilde hogar después de tantos años de
fracasos?
—Violette Riding Hood, estás bajo arresto —dijo el Capitán. Su voz no
denotaba nada más que frío profesionalismo—. Por favor, entrégate.
Hood notó que ninguno de los guardias tenía las ballestas o las lanzas en
alto. Todos la observaban, formando un muro a su alrededor, sin darle
ninguna posibilidad de escape. Y aún si la tuviera, no iba a llegar muy lejos,
¿verdad?
—Sabéis que no voy a hacer eso —contestó Hood, alzando las dagas,
como un desafío—. Tendréis que venir por mí si es que queréis llevarme.
Hildebrandt se puso rígido sobre su caballo, como si realmente no
hubiera esperado que las cosas llegaran hasta ese punto. Había sido ingenuo
de su parte pensarlo, por supuesto y Hood no podía creer que solamente se
diera cuenta ahora. Pero sintió su agitación, sus dudas. Este hombre no
quería pelear contra ella y quizá pudiera aprovecharse de esa circunstancia.
—El König os ha enviado otra vez a hacer su trabajo sucio, ¿no es
verdad? —preguntó Hood. Trató, en lo posible, de no sonar como si se
estuviera burlando de él—. Después del desastre en la taberna, los aldeanos
no estarán demasiado contentos.
—No, no lo estaban —admitió Hildebrandt.
—¿Y por qué tenéis que obedecer sus órdenes? No me imagino que le
tengáis mucha simpatía. Nadie se la tiene.
Hildebrandt no respondió. Sus guardias no se movieron. Lentamente,
Hood bajó un poco las dagas para demostrar su buena voluntad.
—Dejadme marchar —les dijo. No estaba rogando. Nunca iba a rogar
—. Decidle al König que encontrasteis mi cabaña vacía. Olvidaos de mí. No
tenéis ningún motivo para obedecer sus órdenes.
—Y si te dejo marchar, ¿tengo alguna manera de saber que no volverás?
Hood no contestó a eso, por supuesto. No iba a destruir la poca
benevolencia que Hildebrandt podría tenerle admitiendo que su intención
era regresar un día, cuando menos se lo esperara el König. No había
renunciado a su venganza. Nunca iba a renunciar a ella, no podía.
Pero podía posponerla un poco.
—Puedo daros mi palabra, si es que eso tiene algún valor para vos.
El silencio de Hildebrandt se prolongó demasiado para su gusto. Estaba
a punto de insistir otra vez, de buscar algún otro argumento con el cual
defender su posición cuando una risilla despectiva resonó en el claro. A los
oídos de Hood, fue tan amenazante como el rugido de una bestia sedienta de
sangre. Los guardias se apartaron levemente y otro caballo entró en el claro,
un magnífico semental blanco avanzó en el silencio sepulcral que de pronto
había caído sobre ellos.
El König se había ataviado con sus mejores galas solamente para ella.
La capa borgoña con el cuello de armiño caía elegante, extendida sobre el
lomo del caballo y aferraba las riendas de su caballo con guantes de blanco
inmaculado. Tenía el cabello platinado revuelto por la cabalgata y una
sonrisa siniestra en los labios. Como si ya hubiera ganado.
—¿Huyendo, Hood? Nunca te tomé por una cobarde.
Hood sintió que le subían los colores a la cara y aferró las dagas con
más fuerza. No le iba a explicar la verdadera razón. Jamás la entendería.
Pero eso era todo, ¿verdad? Hildebrandt no iba a dejarla ir, no cuando el
König estaba parado justo a su lado. La Abuelita no había mencionado la
paz que se sentía cuando se estaba en caída libre. Había cierta libertad en
ello. El conocimiento de que no le quedaba nada por perder.
El König también sabía que era el final. Su sonrisa se desvaneció
cuando Hood no respondió a su burla y, simplemente, se dio vuelta hacia
Hildebrandt.
—Capitán, arréstala.
Hildebrandt levantó la mano y les hizo un gesto a sus guardias. Varios
de ellos desmontaron, vacilantes, todavía con las ballestas abajo. Se
quedaron inmóviles, cada uno de ellos esperando que alguien más hiciera el
primer movimiento. Hood levantó las dagas, expectante, casi segura de que
el König iba a repetir su orden, obligar a sus guardias a pelear por él como
siempre lo había hecho…
El König la sorprendió. Él mismo se bajó del caballo y dio un paso hacia
ella, seguido por las miradas incómodas de todos sus acompañantes. Cerca.
Demasiado cerca. Como si ya no le tuviera miedo. Hood levantó la daga,
calculando la distancia. Sabía que caería en el momento en que el filo
penetrara el ojo del König, se dispararían las ballestas, pero de todas
maneras…
Tranquilo, como si aquella fuera otra noche en su palacio, el König
metió una mano en el interior de su saco y extrajo una esfera extraña.
Irradiaba luz dorada y en su interior se agitaba un líquido espeso. Hood
parpadeó, algo sorprendida, e inmediatamente volvió a posar los ojos, llenos
de desconfianza, en el König.
—Se llama el Orbe del Sol —le dijo a Hood, como si le hubiera
preguntado—. Es un artefacto muy interesante. Puede producir un fuego
feroz, suficiente para hacer arder todo el Bosque. Ni qué hablar de una
simple casita de madera.
—¿Quieres que me entregue a cambio de que no quemes la cabaña? —
dijo Hood y lanzó una carcajada destemplada, forzada.
—Bueno, supongo que eso no te afectaría demasiado, es verdad —
admitió el König, encogiéndose de hombros—. A menos que hubiera algo
de valor para ti adentro, ¿no?
El chillido de Locks le heló la sangre en las venas. El König levantó la
esfera, iluminando el otro lado del claro, donde un guardia sostenía a la niña
por la cintura, sus pies pataleando en el aire con fuerza. Sus ojos azules
tenían aquella mirada vidriada que Hood conocía, la mirada que ponía
cuando ninguna palabra ni razonamiento podía llegar hasta ella. Clavó las
uñas en el brazo de su captor, pero eso solamente hizo que otro guardia
acudiera en su ayuda para sostenerle las piernas.
¿Cómo era posible que la hubieran atrapado? ¿Dónde estaba Joha?
Hood dio un paso hacia ella instintivamente, pero se encontró frente a
frente con una ballesta apuntándole al pecho.
—¡Niña! —gritó Hood—. ¡Goldilocks!
Ni siquiera su nombre fue suficiente para que dejara de retorcerse. Los
guardias que la sostenían la llevaron a la cabaña y la empujaron dentro antes
de cerrar la puerta y trabarla con una lanza. Del otro lado, Locks empezó a
aporrear la madera con todas sus fuerzas, todavía gruñendo como un animal
salvaje más que como una niña.
—Tú eliges, Hood —dijo el König detrás de ella—. Dejas las armas
ahora mismo o lanzo el Orbe a tu cabaña.
Los pensamientos de Hood se tiñeron de pura desesperación. Un
momento antes, se había dispuesto a morir peleando con uñas y dientes, y
ahora el König le negaba aquella última dignidad. Si peleaba, Locks moriría
y al final ella también.
No tenía sentido sacrificar a la niña.
Las dagas no hicieron ruido al caer sobre la escarcha. Resonaron como
truenos en la mente de Hood.
Levantó las manos para indicar rendición y de inmediato dos guardias se
acercaron a ella y la obligaron a ponerlas contra su espalda. A Hood le
pareció que lo hacían casi con delicadeza, como disculpándose de tener que
obedecer aquella órdenes. Bueno, hasta que los grilletes le mordieron las
muñecas con tanta fuerza que no pudo evitar un gruñido de dolor.
El König se paró frente a ella. Los ojos verdes le brillaban de triunfo en
la luz del Orbe y su sonrisa era una mueca desagradable.
—¿Te imaginaste alguna vez que íbamos a terminar así? —preguntó con
suavidad.
Hood le escupió en la cara.
La satisfacción de verlo retroceder y limpiarse el rostro con la manga de
su abrigo le duró poco, sin embargo. El König entornó los ojos, llenos de
rabia y levantó la mano para descargarle un revés en la mejilla que le hizo
crujir los dientes. Luego le dio la espalda.
—¡Espera! —gritó Hood, dominada por el pánico. Trató de dar un paso
hacia adelante, pero sus captores la retuvieron con fuerza—. ¡NO!
El König levantó el brazo y el Orbe salió disparado de su mano. El
vidrio de la ventana se rompió con estrépito y en un abrir y cerrar de ojos, el
fulgor de las llamas y un humo negro y espeso habían invadido el claro.
Hood forcejeó y trató de escapar. Entre el ruido de sus grilletes, las órdenes
a voz en cuello de Hildebrandt y el tronar de los cascos de caballos, ya no
podía escuchar los golpes de Locks, no podía escuchar si la niña seguía
gritando o no. El humo podría haberla dejado inconsciente, sofocándola
antes de que las llamas engulleran la cabaña del todo.
Hood, que nunca en su vida había rezado, rogó a los dioses que así
fuera.
El König se dio la vuelta y se dirigió a su caballo.
—Volvamos al castillo, Capitán —dijo, con la voz odiosamente calma.
—Pero, mi König… la niña… —tartamudeó Hildebrandt.
—¡Dije que volvamos!
El Capitán de la Guardia miró a su señor con los ojos abiertos de par en
par, como si tanta crueldad lo hubiera tomado por sorpresa. Como si no
hubiera sabido de lo que aquel lobo era capaz.
No, no era un lobo, se corrigió Hood mientras la arrastraban hacia un
caballo y le ponían grilletes en los pies por si se le ocurría saltar. Un lobo
mataba porque tenía hambre. Un lobo mataba para defenderse.
El König era menos que un lobo. Era un monstruo.
Y había ganado.
Hood se obligó a mantener la mirada fija en la cabaña, con el sabor
salado de la sangre llenándole la boca. No la desvió ni siquiera cuando el
burro y la cabra salieron corriendo despavoridos al darse cuenta que habían
quedado solos contra el incendio. Ni cuando las llamas escaparon de las
paredes de la cabaña y empezaron a hacer mella en los árboles alrededor. Ni
siquiera cuando el techo se hundió y colapsó con un golpe seco que le
provocó un escalofrío.
Aquello era su culpa. Otra vez.
Había dejado sola a la Abuelita. Había dejado solos a Joha y a Locks.
Y quizá el König era la forma que tomaba su castigo. Quizá merecía
morir después de todo.

—¡Hood! —gritó Locks, tan fuerte que se le desgarró la garganta—.


¡Hood!
No tenía idea de qué estaba pasando. Lo último que recordaba había
sido una pelea, rápida y silenciosa en la oscuridad de los pinos, un par de
brazos que se habían aferrado a ella. Y ahora, sin saber cómo, se encontraba
otra vez en la cabaña.
El calor y el humo la ahogaban como un par de manos alrededor del
cuello, apretando con fuerza para quitarle el aire. Había tratado de lanzarse
contra la puerta para abrirla hasta que esta se había convertido en una
muralla de fuego, las llamas bailando y rugiendo con tanto ímpetu que no
podía saber qué ocurría afuera de la casa. No podía escalar la ventana, no
sin quemarse las manos y no había nada con lo cual romper las puertas.
Le ardían los ojos con lágrimas que se le secaban sin que llegara a
derramarlas. Se detuvo en medio de la cabaña, la energía del miedo
extinguiéndose lentamente en su mente. No podía ver claro y le dolía el
pecho, cada aliento que tomaba en ese aire insoportablemente caliente se le
clavaba como un puñal.
Ya no podía pensar claro. Ya no podía gritar. Sus rodillas cedieron y
Locks cayó al piso, ignorando las ampollas que se le estaban formando en
las manos…
La puerta trasera de la cabaña se astilló con estrépito, la hoja de un
hacha partiéndola en dos en unos pocos golpes certeros. Una corriente de
aire frío le acarició el rostro. Locks aspiró con fuerza e instintivamente giró
hacia allí, tambaleándose en sus piernas débiles.
—¡Goldie! —llamó una voz a lo lejos.
—¿Papá? —murmuró Locks y tosió un poco.
A lo mejor se había muerto. A lo mejor todo se había terminado y ahora
su papá y su mamá la estaban esperando. Tenía que ir con ellos. No podía
quedarse ahí tirada cuando ellos la estaban esperando.
Medio se arrastró, medio renqueó hacia aquella corriente de aire frío,
todavía con el humo metiéndosele en los ojos, impidiéndole ver. Pero podía
distinguir la silueta de una mano tendida hacia ella, una mano grande y
firme que trataba de asir la suya. Sin pensarlo ni un momento más, Locks se
lanzó hacia esa mano, gimiendo cuando las ampollas rozaron contra aquella
piel áspera, cuando el puño se cerró sobre su muñeca.
Tiraron de ella sin ninguna delicadeza y la levantaron en el aire. Locks
chocó contra un cuerpo alto y sólido y se aferró a aquel cuello grueso y
corto con todas sus fuerzas.
No era su papá. Su papá era más bajo y no tenía los hombros tan anchos.
Pero era alguien que ella conocía, alguien en quien confiaba y, después de
todo el miedo que acababa de pasar, eso era lo único que importaba de
verdad.
La depositaron en la nieve un momento después. Locks tosió con fuerza,
sus pulmones reclamando aire fresco, su cuerpo convulsionándose con cada
tos.
—Tranquila, Goldie —dijo Joha, con la mano sobre su espalda—. Ya
pasó. Ya estás a salvo.
Locks parpadeó varias veces, tratando de aclarar su visión. Joha la había
llevado hasta un claro donde Sombra estaba atado a una rama baja
(claramente en contra de su voluntad: el percherón tironeaba de las riendas
y relinchaba, mirando el incendio detrás de ellos con puro pánico en el
rostro). No había señales ni de Burro ni de Loretta.
Tampoco de Hood.
—¿Qué pasó? —Su voz sonó seca y temblorosa. Locks tosió un poco
más y volvió a preguntar, con mayor volumen—. Joha, ¿qué pasó?
Joha estaba de espaldas a ella, rebuscando algo entre el atado de Hood y
maldiciendo para sí mismo.
—¿Por qué nunca etiquetas nada, Violette?
—Joha —volvió a llamar Locks. Trató de ponerse de pie, pero la cabeza
le daba vueltas, así que decidió quedarse exactamente donde estaba—, ¿qué
pasó con Hood?
Joha por fin se dio vuelta a mirarla. Tenía algunos de los frascos de
Hood en las manos y la expresión seria y abatida. Había un coágulo de
sangre al costado de su cabeza, donde el guardia lo había golpeado para
derribarlo cuando los atacaron. Se arrodilló delante de ella y destapó los
frascos, olfateándolos para determinar de qué estaban hechos los ungüentos.
—Esto es caléndula. Creo que se usaba para las quemaduras.
Locks comprendió que Joha no le respondería hasta que la viera algo
mejor. Metió los dedos en el ungüento viscoso y se frotó las manos. De
inmediato, sintió alivio para el calor y la picazón que le provocaban las
pequeñas ampollas que se le habían formado en los nudillos y el canto de la
mano. Siguió frotando un momento, hasta que escuchó un retumbe que la
sobresaltó. Cuando miró a la distancia, se dio cuenta que no estaban tan
lejos del fuego como habían pensado. Las llamas rugían y crujían,
iluminando todo en tonos de rojo y naranja. No muy lejos de allí, acababan
de derribar un pino. El aire tenía un aroma engañosamente fragante.
Joha se pasó la mano por la cara y de pronto parecía muy cansado y muy
viejo.
—Se llevaron a Violette —contestó al fin, en un susurro—. El König se
llevó a Violette.
Locks se permitió un momento para sentir cómo su estómago se retorcía
en un nudo de angustia y luego levantó la cabeza.
—¿Y qué vamos a hacer?
Joha no respondió. Estaba tapando los frascos otra vez, con
movimientos automáticos, ausentes. Como si no estuviera pensándolo de
verdad, simplemente actuando por puro instinto, porque tenía que mantener
las manos ocupadas para no pensar.
—Joha, tenemos que ayudarla —dijo Locks, bajo al principio y luego
con más resolución—: Tenemos que ir a salvarla.
—No podemos.
La contundencia de aquellas dos palabras tardó en llegar hasta Locks. Y
cuando lo hizo, se negó a aceptarla.
—Pero no vamos a dejarla sola…
—Goldie —Joha le puso las manos en los hombros y la obligó a
levantar la vista para mirarlo—. Escucha, no hay nada que podamos hacer
por Violette. El König está rodeado de guardias en el palacio. No podemos
entrar allí. No podemos pelear esta vez. Tenemos que irnos.
Locks se lo quedó mirando, anonadada, con las ganas de llorar subiendo
a su garganta otra vez. Pero había algo más, por supuesto. Algo mucho más
fuerte y doloroso.
Rabia. Pura rabia, como Locks nunca la había sentido en su vida, ni
siquiera cuando los osos habían matado a sus padres. Ni siquiera cuando los
habían atacado los bandidos.
—¡No podemos irnos! —gritó—. ¡No podemos dejar a Hood!
Joha la tomó por los hombros y la sacudió. Locks se quedó tan
sorprendida que de inmediato dejó de gritar. Joha puso las manos en sus
mejillas delicadamente.
—Goldie, ¿por qué crees que Violette hizo todo esto? Fue para
mantenernos a salvo. Para que tú y yo pudiéramos irnos sin que el König
nos hiciera daño. Si vamos al palacio, si peleamos con el König, caeremos
en sus garras. Eso es justamente lo que Violette trataba de evitar,
¿entiendes?
Locks lo entendía. Lo entendía con su cabeza dolorida y todavía algo
mareada por el humo. Lo entendía con los ojos, que veían la mirada
sinceramente desesperada de Joha. Lo entendía con los pies y las manos,
demasiado cortos, demasiado débiles para enfrentarse al König y todos sus
guardias, para levantar una espada o para impedirles que la golpearan.
Pero en el pecho, en el corazón que le latía apurado y lleno de miedo, se
negaba a entenderlo. Se negaba a tener que abandonar a la única amiga que
tenía, quizá, en el mundo entero.
—Tenemos que ir —insistió, aunque no con tanta vehemencia como
antes. Gritar no convencería a Joha—. El König le va a hacer daño.
Los ojos grises de Joha se veían oscuros con el resplandor del fuego en
la distancia. Húmedos. Como si estuviera aguantándose las ganas de llorar
con toda su fuerza de voluntad.
—Lo sé —susurró con voz temblorosa—. Y no sé qué hacer, Goldie. No
soy lo suficientemente fuerte. Nunca lo fui. No yo solo.
Locks resistió el impulso de abrazarlo, porque si lo hacía, ella se echaría
a llorar también y los dos se quedarían allí llorando hasta que el fuego los
consumiera. Y entonces, ¿quién iba a ayudar a Hood?
¿A quién podían acudir?
—Al pueblo —murmuró Locks, contestando su propia pregunta—.
Estaban enojados con el König. Nos ayudarán, Joha.
Joha todavía dudaba, lo podía ver en sus ojos. Pero no dejó que eso lo
detuviera: subió a Locks sobre Sombra y montó detrás de ella. De todas
maneras, el fuego se estaba expandiendo. Ya podía sentir su calor sobre la
espalda y el nerviosismo de Sombra, con el cuerpo tenso y las orejas hacia
atrás.
—¿Dónde estarán Loretta y Burro? —se preguntó Locks, casi
distraídamente.
—Los animales son inteligentes. Huirán del fuego.
Y si tuvieran un poco más de sentido, ellos harían lo mismo. Huirían del
König, huirían del fuego de su rabia y del fuego de la furia entre los
habitantes que él debería haber protegido. Huirían de otro fuego que
desconocían, un fuego de venganza que llevaba años esperando y meses
planeando.
En lugar de eso, azuzaron a Sombra. Pasaron trotando junto al lago que
destellaba dorado y plateado. Fuego y la luna. Y se lanzaron tras la pista del
König.
El amanecer se elevaba por el Sur, antinatural y a destiempo,
iluminando el cielo de rojo sangre y naranja hasta donde alcanzaba la vista.
La gente del pueblo que había crecido al pie del palacio como los
hongos crecen al pie del pino, la gente de la pequeña capital del pequeño
reino Wolfhausen, rodeados de Bosques que los mantenían aislados y
protegidos del mundo, con su Festival de Verano y sus granjas y su
mercado, había pasado aquella fría noche de invierno apostados junto a las
rejas hasta que el König pasó como una tromba entre ellos. Habían tenido
una larga asamblea y habían decidido marcharse a sus casas y descansar. No
tenía caso seguir reclamando si el König no estaba allí para escucharlos y,
además, en la mañana tenían que acudir a la taberna para ayudar a enterrar a
Otto. Y también a las granjas, las que quedaban habitadas entre el pueblo y
el Bosque, para pedir que más personas se unieran al reclamo.
Pero ahora se despertaban con la sensación de no haber dormido ni una
sola hora, parpadeando y preguntándose por qué la luz entraba por la
ventana que no debía.
Les tomó un momento darse cuenta que no era el amanecer. Eran las
llamas hambrientas que se pasaban de un árbol a otro, que derretían la nieve
y arrancaban nubarrones de humo de sus presas.
El Bosque Sur ardía.
Y el König regresaba con su partida de caza, porque nadie hubiera
podido llamar a los guardias que lo seguían otra cosa que eso. Traían una
presa atada sobre los caballos. Algunos la vieron amordazada, otros vieron
una capucha sobre su cabeza. Algunos vieron cuerdas alrededor de sus
muñecas y tobillos, otros escucharon tintinear las cadenas de sus esposas.
A ninguno le cupo duda alguna de quién se trataba. ¿Por quién más el
König quemaría el Bosque?
Pasaron como una exhalación por las calles adoquinadas del pueblo. Y
para cuando los habitantes empezaron a salir a la calle y a mirar con
aprehensión ese resplandor dorado y lejano más allá de las murallas que los
protegían, el séquito del König ya había desaparecido tras las rejas
expectantes del palacio.
Scarlett también los vio pasar. No se había movido de la ventana, ni aun
cuando Robin se había quedado dormido en su silla, ni aun cuando el fuego
de la chimenea había acabado por extinguirse sin que nadie le echara otro
tronco. Ahora la habitación estaba fría y oscura, pero en el pecho de Scarlett
llameaba la satisfacción. Se apartó de la ventana y cerró los postigos con un
chasquido. Robin se despertó sobresaltado, agitando la cabeza como un
perro al salir del agua cuando Scarlett le tocó el hombro.
—¿Qué ha ocurrido?
—Lo hizo, Robin. Usó el pergamino. El reino es nuestro.
Robin parpadeó varias veces mientras ella se ponía la capa, como si no
llegara a comprender sus palabras del todo. Al final reaccionó, lento como
siempre.
—¿De qué hablas?
—El König quería encontrar a su cazadora más que nada en el mundo.
Yo lo ayudé a hacerlo —contestó Scarlett, echándose las trenzas rubias
hacia atrás. Recogió el espejo de mano del tocador y lo metió en el bolsillo
de su capa—. Y ahora él, en agradecimiento, hincará la rodilla frente a mí y
me dará su corona.
—No creo que sea tan sencillo, Scarlett —dijo Robin, pero ella ya
estaba abriendo la puerta de la habitación—. ¡Scarlett!
Scarlett no le prestó atención. No tenía ningún motivo para hacerlo.
Robin era demasiado idiota para entenderlo y ella estaba demasiado
ocupada regocijándose en su victoria. Ya imaginaba la cara de la Reina
Odette cuando entrara al Salón del Trono, se arrodillara ante ella y
depositara a sus pies la corona del último de los von Wolfhausen, aquel
reino diminuto y patético que sin embargo se había robado el tesoro más
valioso de los Hood. No traería de vuelta a la Princesa Lissette, pero la
deuda de sangre se consideraría cobrada.
Y nadie cuestionaría que Scarlett se había ganado su lugar como
heredera con todo su arduo trabajo.
—¡Scarlett! —volvió a llamar Robin.
Irritada, se dio vuelta para mirarlo, los ojos entornados y los labios
apretados en una línea furiosa. Lo que fuera que Robin iba a decir murió en
su boca con aquella única mirada. Acabó bajando la vista hacia sus botas.
Scarlett se regocijó por ello. No necesitaba que nadie arruinara ese
momento, su momento.
—Reúne a todos nuestros hombres. Vamos al castillo a reclamar lo que
nos pertenece.
Pasaron junto a la puerta abierta de la primera habitación junto a las
escaleras. Toda la noche habían escuchado sollozos provenientes de allí.
Scarlett echó un vistazo al interior, un poco por curiosidad.
El tabernero y su esposa lloriqueaban sobre la enorme mortaja que
cubría el cuerpo de su hijo, el que había sido asesinado por los guardias. El
que había desatado la turba. Scarlett tuvo ganas de entrar a agradecerles.
Había detestado cada segundo que había pasado esperando en esa taberna,
pero al final todo había rendido sus frutos. Si la vida de su hijo no hubiera
sido tomada de aquella manera tan brusca, el pueblo no se habría levantado
y el König no hubiera cometido el error que ahora le daba la victoria.
Pero al final decidió no hacerlo. No lo comprenderían de todos modos.
El juego siempre era así. Los peones se sacrificaban para que la Reina
pudiera coronarse.
Bajó los escalones y salió de la taberna. Se detuvo un largo momento
para contemplar aquel falso amanecer en el Sur. Después, sonriendo se
volvió para contemplar el castillo.

El triunfo era una sensación extraña, decidió el König. Agridulce.


—¿Qué hacemos con ella, mi König? Los calabozos…
—No. Llevadla a mi recámara. Aseguradla a la cama.
—¿Señor?
—Ya me oyeron.
Los guardias se miraron entre ellos y luego miraron a la cazadora. No
había dicho nada desde que escaparan del bosque. Había arrastrado los pies
cuando la llevaron escaleras arriba, pero aparte de eso, no había opuesto
resistencia alguna. Los tres de ellos no serían suficientes si decidía empezar
a pelear ahora.
Pero no osaron desobedecer al König. Así que desataron las esposas en
sus manos el tiempo suficiente para asegurarlas a los postes en el cabezal de
la cama. Los ojos rojos de la cazadora siguieron cada uno de sus
movimientos. Los guardias tuvieron la inquietante sensación que estaba
memorizando sus rostros.
—Ahora largaos. Que nadie me moleste.
—¿Ni siquiera vuestra prometida…?
—¡Mucho menos ella!
Tendría que ver a Alicia en algún momento, suponía. Tendría que darle
las gracias por su regalo y por haberle dado el valor de hacer lo que tenía
que hacer. No esperaba que el incendio se hubiera expandido de esa
manera, pero tanto mejor. Le serviría de cubierta. Distraería a los idiotas de
los aldeanos por un largo rato.
Y eso significaba que tendría toda la noche para saborear su éxito.
Se sentó en su sillón favorito. Alguien había dejado una jarra de vino
junto a la cama y se sirvió una copa. Le temblaban las manos.
¿Esto era el triunfo? El aire de la noche había quedado atrás, expulsado
por los muros gruesos del palacio, pero de todos modos se sentía frío.
Tendría que estar exultante. Tendría que estar cantando y saltando de
alegría.
En cambio, había un golpeteo dentro de su cráneo que no se acaballaba.
El golpeteo de los puños de la niña contra la puerta de la cabaña.
Sacudió la cabeza, tratando de quitársela de allí. No había sido culpa
suya. Había sido Riding Hood. Si ella no le hubiera escupido en la cara, si
no lo hubiera hecho enfurecer, él no habría prendido fuego la cabaña. Y de
todos modos, ¿qué importaba? ¿Por qué tenía que importarle a él? La niña
no era más que una molestia. Hood había tratado de usarla para llegar hasta
él. Él no había hecho más que devolverle el favor.
Vació la copa de un solo trago. Los ojos rojizos de Hood lo seguían sin
parpadear.
La gran cazadora. Violette Riding Hood. Todavía desafiante a pesar de
su derrota, a pesar de que estaba claro que no tenía escapatoria esta vez. Las
esposas estaban ajustadas hasta pintar moretones en sus muñecas delicadas.
Mirándolo como si ella no fuera una asesina, como si él fuera menos que
ella. Bueno, ya le enseñaría.
Sacó la daga del cinturón.
—La encontraron mis guardias entre tus cosas —le comentó, con toda la
tranquilidad que fue capaz de conjurar en su voz—. Me la robaste hace
mucho tiempo. ¿Te acuerdas de esa noche?
Hood siguió sin responderle. Tenía los labios hinchados y un hilillo de
sangre seca que le manchaba la barbilla. El König se sentó en la cama junto
a ella, el colchón se hundió bajo su peso y eso, por fin, extrajo una reacción
de la cazadora. Intentó apartar el muslo que rozaba la cintura de él, pero las
ataduras no le permitían un gran rango de movimiento.
Eso le insufló algo de calor a su triunfo. Tantas veces había temido
encontrarse con ella y ahora, por primera vez, ella reaccionaba con temor
hacia él. Cómo se habían dado vuelta las cosas. Sacó la daga de su vaina.
—La guardaste todos estos años. Casi me siento halagado.
—Solamente estaba reservándola para clavártela en el cuello.
Su voz sonaba ronca. Sin el sonsonete burlón que el König había
escuchado tantas veces. Aquello lo satisfizo. Dejó que el filo de la daga
besara el costado del rostro de la cazadora. Sin apretar, todavía.
—Sí. Ibas a matarme. Como mataste a mi manada. Como mataste a mis
amigos.
—Debías de ser un niño muy patético, si tus únicos amigos eran esas
bestias apestosas…
El filo se deslizó ligeramente por su sien y Hood se mordió los labios
para no gritar. La gota de sangre se deslizó por su mejilla, casi como una
lágrima carmesí. El König sintió el impulso desesperado de besarla, de
saborearla como ella lo había saboreado a él. Inclinó un poco la cabeza,
pero a último momento consiguió resistirse. Si se acercaba demasiado, ella
podía arrancarle un pedazo de piel de un mordisco.
Aunque ahora que la miraba bien, no parecía del todo probable. No
estaba retorciéndose y tratando inútilmente de zafarse de sus ataduras, no
estaba haciendo más que observarlo con aquellos ojos lustrosos como rubíes
y soltando insultos demasiado débiles para herirlo de verdad.
Aquello lo irritó.
—No está bien —murmuró el König. Le hundió las manos en el cabello,
aquel cabello violeta tan extraño, tan único, tan suave, y tiró hacia atrás
hasta que el cuello de Hood quedó expuesto para él, blanco y delicado—.
No está bien. Tienes que pelear. Tienes que resistirte. ¿Por qué no me estás
gritando? ¿Por qué no te estás burlando de mí?
—Eso te complacería, ¿verdad, lobo? —le preguntó ella. En sus labios
magullados centelleó el asomo de la misma sonrisa mordaz que él conocía,
pero pasó con rapidez y una inexpresividad casi aburrida volvió al rostro de
ella—. Me da igual lo que hagas. Sé que vas a matarme.
—Sí —dijo el König, una rabia fría muy impropia de él subiendo por su
garganta—. Voy a matarte. Pero solamente al final.
Clavó la punta de la daga en su cuello, justo debajo de la oreja y trazó
una línea fina sobre su piel. Lo suficiente para hacerla sangrar. Lo suficiente
para que le doliera, un dolor suave, irritante pero agradable comparado al
que le iba a hacer sentir después. El cuerpo de Hood se puso rígido, pero
siguió sin gritar, siguió simplemente yaciendo allí sin mirarlo con más que
obstinada indiferencia.
Al final, el König perdió la paciencia. Levantó el cuchillo y lo hundió a
través del brazo de Hood, casi hasta que la mitad de la hoja acabó entre su
carne. Hood gritó por primera vez, más por sorpresa que por otra cosa, pero
eso al König le dio igual.
Iba a disfrutar de su triunfo, después de todo.

El camino estaba extrañamente iluminado para ser una noche de


invierno cerrada. Se cruzaron con personas que huían de las granjas y el
pueblo en el camino, algunos cargando antorchas o linternas para
iluminarse, aunque palidecían como luciérnagas en el sol a medida que el
fuego devoraba más y más del Bosque. Algunas veían aquella hoguera
monstruosa, se paraban en seco y se volvían en dirección contraria. Se
gritaban entre ellos y a veces se tropezaban. Los que los acompañaban los
levantaban de un tirón y los empujaban para que siguieran. Corrían o
montaban sus caballos con excesiva rapidez, algunos arrastraban animales o
niños pequeños con ellos. Nadie parecía muy seguro de en qué dirección
estaban corriendo. Solamente de que tenían que elegir entre el fuego y lo
que fuera que estaba ocurriendo en el pueblo.
Casi se chocan con un hombre que iba sobre una mula. Murmuró una
disculpa y trató de pasarlos, pero Joha tiró de las riendas y atravesó a
Sombra en el camino para impedirle el paso.
—¿Qué es lo que ocurre? —exigió saber—. ¿Qué pasa en el pueblo para
que la gente se arriesgue a acercarse al bosque cuando hay un incendio?
—El pueblo también se incendia, señor —contestó el hombre de la mula
—. Un ejército extranjero, señor. Han prendido fuego a algunas casas y
están aterrorizando a la población. Lo que nos faltaba. Yo me largo y si
tenéis un poco de cabeza, vos y vuestra hija harán lo mismo.
Sí, si tuvieran cabeza. Si le hicieran caso a sus cabezas. Pero no estaban
pensando con la cabeza, no en ese momento.
Tenían que llegar hasta Violette.
—¿Cómo lo haremos, Joha? —preguntó Locks, mientras reanudaban el
camino—. Si hay soldados y todo el mundo está asustado… Pero por
primera vez, Joha no parecía del todo rendido.
—Puede que estén distraídos, Goldie. En el palacio. Estarán distraídos
con los invasores y podremos colarnos. Podremos buscar a Violette.
A medida que hablaba, se le iluminaba el rostro y Locks comprendió
que tenía razón. Tenía que tenerla. Ella quería que la tuviera.
—¡Vamos, entonces!
Sombra se lanzó hacia adelante. El aire de la noche era como cuchillos
cortándoles la piel, pero no les importaba. Tenían la mirada fija hacia
adelante.

Hildebrandt nunca había pensado que extrañaría los días en los que su
mayor preocupación era evitar que Riding Hood se colara en el palacio.
Pero allí estaba y allí estaban. Parado en las almenas, podía ver el incendio
voraz en el Bosque Sur. Y podía escuchar los gritos y el estrépito del acero,
muchísimo más cerca.
—Señor… están atacando a los habitantes…
—Abrid las puertas.
—Pero, señor…
—¡Dije que las abráis y dejad pasar a todos los que busquen refugio! —
replicó Hildebrandt, con los ojos brillantes de rabia—. ¡No voy a dejar a
esas personas allí solas para que las masacren!
Sus guardias se miraron entre ellos. Niños pusilánimes todos ellos.
—¿Qué… qué dice el König, mi señor?
—El König está ocupado en este momento —les contestó con una calma
que no sentía. Después de todo, hacía un tiempo en que el König ya no era
el que daba las órdenes en ese lugar y casi no podía creer que aquellos
hombres no se hubieran dado cuenta—. ¿Dónde está Ludwig?
—¿El… Consejero? —preguntó el guarda, como si hubiera otro—. No
lo sabemos, señor.
—¿Y la Reina Alicia?
La expresión en blanco del guarda fue suficiente respuesta. Hildebrandt
suspiró y se pellizcó el puente de la nariz.
—Dadme una bandera de tregua.
Al menos uno de los guardas se apresuró a obedecer: le entregó la
bandera y le deseó suerte con una sonrisa que parecía incongruente para el
momento. Sus ojos eran de un dorado brilloso y había algo extraño en sus
pupilas. El Capitán pensó en pedirle que le dijera su nombre, pero se olvidó
de él en cuanto dejó de mirarlo.
Los campesinos entraban corriendo en tropel, como una ola masiva a
pesar de que los guardas hacían lo posible para mantener el orden y evitar
que se tropezaran unos con otros. Uno de ellos golpeó a Hildebrandt en el
hombro, pero el Capitán no le prestó atención, concentrado en llegar hasta
las rejas. Una vez allí, levantó la bandera de tregua y la ondeó: los colores
de los von Wolfhausen se elevaron contra el cielo oscuro, sobre la nieve que
caía en el piso.
Los hombres armados que avanzaban hacia el castillo se pararon en seco
y escucharon con atención cuando Hildebrandt se presentó como Capitán de
la Guardia Real y exigió hablar con su líder. Hubo un silencio tenso que
duró un momento y luego los soldados invasores se hicieron a un lado para
abrirle paso.
Hildebrandt no supo por qué no se sorprendió de ver que era una niña,
de no más de doce años. Iba ataviada de una capa roja y montaba un caballo
blanco magnífico.
—Soy la Princesa Heredera Scarlett de Hood —se presentó con una
extraña voz aterciopelada—. ¿Venís a presentarme vuestra rendición y a
jurarme lealtad, Capitán? Porque es lo único que aceptaré a cambio de
ordenarle a mis hombres que detengan esta destrucción.
—Esto es un acto de guerra, su Gracia —señaló el Capitán—. Tenemos
aliados en el territorio. Enviamos por ellos y ellos os detendrán a vos y a la
pizca de las fuerzas que habéis traído.
Era una mentira, por supuesto. Incluso si hubiera enviado mensajeros en
busca de ayuda, habrían tenido que ir por el camino más largo, en el estado
en el que se encontraba el Bosque. Y no llegarían antes de que Scarlett
tuviera la oportunidad de masacrarlos a todos. El Reino Wolfhausen estaba
solo contra esta amenaza, como lo había estado siempre.
La princesa invasora tenía que saberlo, pero no se inmutó en exigirle al
Capitán que dijera la verdad.
—De todos modos, Capitán, vuestro König ya se ha rendido ante mí —
comentó, con una sonrisa venenosa—. Su corona me pertenece. ¿Dónde
está, para que pueda entregármela?
La primera reacción de Hildebrandt ante esa afirmación fue de completa
confusión. ¿En qué momento el König había hablado con ella? El castillo
había estado rodeado toda la tarde anterior y luego habían ido a cazar a
Riding Hood…
Como si le hubiera leído los pensamientos, la sonrisa de Scarlett se
ensanchó.
—Ese era nuestro trato. Su enemiga por la corona. Él tiene a la
cazadora, yo quiero mi reino.
A Hildebrandt le dolía la cabeza y sospechaba que nada tenía que ver
con el humo que había inhalado en las últimas horas. Nunca iba a entender a
los nobles ni sus jueguecitos de poder. Y lo único que podía hacer él ahora
era tratar de salvar a cuántas personas estuviera en sus manos salvar.
—Traeré al König, su Gracia —prometió—. Pero solamente si me
prometéis que dejaréis de atacaros hasta que esté aquí. Y que dejaréis pasar
a estas personas si quieren regresar a sus hogares.
—Sea —concedió Scarlett—. No seré una reina inmisericorde, después
de todo.
Hildebrandt tenía sus dudas. Aún a esa corta edad era posible ver la
crueldad detrás de los ojos rojizos de aquella niña (ojos rojos como los de
Hood, sin duda la cazadora también tenía una deuda con ella). El Capitán no
tenía duda alguna de que se acrecentaría con el tiempo.
¿Y realmente queréis obedecer a esa niña, Capitán?, preguntó una voz
de mujer, una voz suave como el terciopelo, cálida como el sol, en su
cabeza mientras subía los escalones hacia la recámara de su soberano.
No. La verdad es que estaba bastante harto de obedecer órdenes. No
importaba mucho si venían del König, de Ludwig o de esa niña de sonrisa
de serpiente. No quería saber nada más con sus intrigas y sus paranoias, de
la sangre inocente que estaba en sus manos por culpa de ellos. Pensó en
Otto. Pensó en la niña que habían encerrado en la cabaña. Pensó en cómo ni
siquiera había intentado razonar con el König antes de que llegara el fuego.
¿No sería mejor marcharos?, sugirió la voz aterciopelada. ¿No sería
mejor tomar a vuestra belleza pelirroja y marcharos de aquí? Ella os
agradecería. Os agradecería que la sacaras a ella y a sus hermanas de una
situación tan peligrosa.
Sí, las hermanas. ¿Dónde estaban en ese momento? Quería velar por su
seguridad. Quería que estuvieran a salvo.
Parpadeó para darse cuenta que estaba frente a la puerta cerrada de la
recámara del König, con la mano estirada para abrirla. El bronce del
picaporte relucía como un espejo y vio su rostro deformado en él por un
momento, o un rostro que parecía casi el de una mujer muy pálida, con
cabello negro adornado de rosas. Podía no abrir la puerta. Podía volver y
ordenarle a su guardia que inclinaran la rodilla ante Scarlett y dejar que
entrara al castillo. La sangre del König estaría en las manos de esa niña.
Casi hasta parecía lo correcto.
Pero Hildebrandt, a pesar de sus dudas, a pesar de su cansancio, era un
hombre de palabra. Había hecho un juramento. No pensaba romperlo, sin
importar las consecuencias.
Entró en la recámara y dirigió su atención hacia el dormitorio.
—Mi König —llamó con suavidad.
La espalda del König se enderezó. Vestía solamente su camisa y tenía el
cabello platinado empapado, como si le hubiera dado calor a pesar de la
noche invernal. Cuando se dio la vuelta para mirarlo, los ojos verdes
cargados de irritación, Hildebrandt advirtió que tenía las mangas y los
pantalones manchados de rojo.
—Capitán —dijo con voz ronca, casi un gruñido. Se arrimó a la puerta
de su dormitorio, sin molestarse en ocultar lo que había allí adentro—. Creí
que mis órdenes habían sido claras.
Hildebrandt le explicó brevemente lo que ocurría. Todo el tiempo trató
de mantener la vista fija en él, sin prestar atención al bulto inmóvil sobre la
cama. La expresión del König no varió ni por un momento.
—Alcanzadme la capa —pidió, con una tranquilidad inquietante—. Si
esa niña cree que sus trucos y maquinaciones podrán conmigo, le espera
algo muy distinto.
Hildebrandt hizo lo que le pedía sin decir una palabra y lo vio marchar.
La puerta se cerró detrás del König con un chasquido. Ni siquiera se había
molestado en cerrarla con llave.
Lentamente, casi sabiendo que se arrepentiría de ello, Hildebrandt se
giró hacia la puerta del dormitorio. Sobre la cama, inmóvil, con los ojos
cerrados, reposaba la cazadora.
¿Estaba muerta? No, todavía respiraba. Con una lentitud dolorosa, como
si cada aliento requiriera de toda su fuerza de voluntad, pero todavía
respiraba. Tenía el pelo apelmazado y pegajoso. Tenía las ropas rasgadas,
decenas de pequeños cortes y punzadas en sus brazos, piernas y torso
rezumaban carmesí. Hildebrandt ahogó un gemido de rabia. El colchón
debajo de ella estaba tan manchado de rojo como las manos del König.
Debería habérselo entregado a Scarlett. Debería…
La cazadora abrió los ojos. Tenía la mirada turbia de dolor, los labios
hinchados y agrietados de todas las veces que se los debía haber mordido
para no gritar. En su mejilla y en su frente también había cortes, pero el
König parecía haber dejado su rostro en paz por la mayor parte. Como si no
hubiera querido arruinar su presa.
—Cazadora —la llamó Hildebrandt. Tomó la jarra de vino que había
sobre la mesa y llenó la copa. El König había dejado la daga con la que la
había estado torturando justo al lado. La hoja también estaba manchada de
sangre. Hildebrandt intentó no mirarla mientras le acercaba la copa a los
labios de Riding Hood.
Bebió un trago, inclinó la cabeza hacia atrás… y lo escupió en dirección
a la cara de Hildebrandt. Falló, pero el vino manchó la armadura de
Hildebrandt de todos modos.
—No quiero tu compasión, Capitán —le dijo con una voz tan profunda,
tan llena de odio que Hildebrandt reculó—. Tú también la mataste.
La niña rubia retorciéndose entre los brazos de los guardias. Los golpes
de sus puños contra la puerta.
Hildebrandt abrió la boca, pero lo cierto es que no había absolutamente
nada que pudiera decirle. Nada que ella quisiera escuchar. Nada que pudiera
justificar o absolverlo de aquella culpa que ahora pesaría sobre su alma para
siempre. Ni siquiera podía desatarla para darle una oportunidad de huir. No
tenía las llaves de los grilletes y de todos modos, ¿qué tan lejos llegaría con
el Bosque consumiéndose e invasores en la puerta?
Dejó la copa a un lado y salió sin mirar atrás. No podía soportar la
mirada de la cazadora.

El König apareció en la puerta de su castillo, lo que significaba que no


habían conseguido tentar al Capitán para que lo traicionara. Esos eran
detalles en un plan que hasta ahora se había desenvuelto sin problemas.
Scarlett estaba complacida de que todo estuviera llegando a su final.
No dio ni un paso afuera. El muy cobarde. Muchos de sus súbditos
habían huido, protegidos por la tregua que había negociado el Capitán de la
Guardia Real y solamente un puñado de guardias permanecía en sus puestos
en el patio, con las manos heladas sobre las lanzas y los ojos expectantes
sobre los soldados de Scarlett. Sin embargo, Wilhelm von Wolfhausen se
plantó en la entrada de su castillo con la arrogancia de un rey mucho más
poderoso, con tanta seguridad como si tuviera un ejército poderosísimo para
respaldarlo en esta confrontación.
Dioses, cómo lo odiaba Scarlett.
—Su Gracia —la saludó. Apenas levantó la voz. En el silencio que
reinaba en su jardín, no había necesidad de gritar.
—Exijo vuestra rendición, König —replicó Scarlett, escupiendo su título
como si fuera un insulto—. Habéis usado el pergamino que os di. Ahora
tenéis que pagar el precio por él.
El König echó la cabeza hacia atrás y a Scarlett le llegó un sonido que
no esperaba escuchar esa noche: su risa, una risa destemplada y entusiasta.
Como si Scarlett acabara de contarle un chiste muy gracioso.
—El Reino Hood tiene costumbres muy extrañas —comentó el König
cuando sus carcajadas se extinguieron—. ¿Una corona por un pedazo de
pergamino? ¡Me temo que se necesita un poco más si queréis conquistar un
reino! Es entendible. Sois demasiado joven para saber cómo funciona la
guerra y la política.
Scarlett sintió que le subía la sangre a la cabeza, pero permaneció
impasible sobre su caballo.
—Vuestro reino ya ha sido conquistado, König. Vuestros súbditos se
mueren de hambre en el invierno cruel y se rebelan contra vos. Vuestras
cosechas son escasas y vuestros caminos están infestados de bandidos.
Mientras, vos os escondéis en vuestro castillo cortejando a una mujer, pero
obsesionado con otra. Y ahora habéis destruido vuestro Bosque —concluyó
Scarlett, haciendo un gesto hacia la aureola de fuego en la distancia—. Un
reino es tan fuerte como su soberano y vos sois uno bastante patético.
Entregadme la corona. Yo haré un mejor trabajo.
El König seguía sonriendo, pero aún a la distancia, Scarlett podía ver
cuánto se estaba esforzando por conseguirlo.
—Mi Bosque arde porque yo así lo quise. Soy su dueño, después de
todo —contestó con una falsa tranquilidad—. Encontré a Riding Hood por
mis propios medios.
—¡Mentís! —lo acusó Scarlett.
—Creed lo que queráis —dijo el König, con un encogimiento de
hombros—. No tengo ninguna obligación para con vos. Si insistís en seguir
con esta guerra, estaré más que encantado de complaceros.
Le dio la espalda. Como si ella no significara nada para él. Como si no
fuera más importante que una plebeya o que una niña sin poder.
Scarlett estaría encantada de demostrarle su error.
—No —murmuró. Hundió la mano en el bolsillo de su capa y extrajo su
espejo de mano—. Esta guerra se termina ahora. El rey debe morir.
Varias cosas ocurrieron al mismo tiempo. O quizá fue una, una sola cosa
esencial que provocó el derrumbe, como una casa de cartas a la que se quita
un soporte o como un dominó que empuja a todos los demás.
El suelo tembló bajo los pies de los caballos, que relincharon con
nerviosismo y patearon sus cascos contra el piso. El castillo se estremeció y
los ventanales vibraron con fuerza. El rostro de su aliada, su amiga,
apareció en el cristal de su espejo. Tenía un libro en una mano y una
elegante pluma de ganso en la otra. Su voz retumbó en el aire frío de la
noche, aunque fue delicada y suave como un susurro:
—Ha querido la Fatalidad —dijo Rosen, mientras trazaba las letras
sobre la página en blanco— que el König Wilhelm von Wolfhausen muera
por el filo de su propia espada.

Hood lo sintió como una corriente eléctrica que le recorría el cuerpo,


cosquilleándole desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Sintió sus
miembros agotados por la pérdida de sangre revitalizarse, sintió que todavía
le quedaba algo de voluntad.
Para pelear. Para matar. Para vengarse.
Por la Abuelita. Por la niña.
La puerta se abrió con un gañido de sus goznes, pero no entró ni el
König ni el Capitán.
Era el hombre de cabello blanco. El que le había clavado una flecha
todos esos meses atrás. Las llaves de los grilletes tintineaban en su mano. Se
acercó sin decirle nada y un momento después, Hood sintió que la presión
en sus muñecas se aflojaba. Se sentó, frotándoselas para devolverles la
circulación, ignorando las punzadas de los cortes en su cuerpo y el
hormigueo en sus muslos después de haber sostenido esa posición por tanto
tiempo.
—¿Por qué? —le preguntó al hombre canoso.
Él no le prestó atención a la pregunta. Simplemente levantó la daga,
tomándola por el filo como si no temiera cortarse y se la ofreció a Hood por
el mango.
—Ha llegado el momento, cazadora. Ve por tu presa.
Hood no esperó que dijera nada más. Su mano se cerró sobre la
empuñadura y de pronto todo dejó de importarle. Dejó de importarle quién
era ese hombre y por qué la había liberado. Dejó de importarle cómo el
König había encontrado su hogar.
Lo único que importaba ahora era que el lobo debía morir. Y ella iba a
ser su verdugo.

Las hermanas escucharon la voz misteriosa condenando al König a


muerte como antes habían escuchado los gritos de los campesinos, como
antes habían escuchado el clamor de los guardias y los soldados invasores.
Había sido en ese momento cuando Caoilfhionn se había liberado de los
brazos de sus hermanas y había salido corriendo, ciega y desesperada, de la
habitación hasta donde entonces se habían mantenido escondidas y a salvo.
—¡Caoil! —la llamó Angharad, pero su hermana no las escuchó.
Simplemente se paró en la bifurcación entre los pasillos, como si no pudiera
decidirse a correr hacia el vestíbulo que la llevaría fuera del castillo o hacia
la escalera que daba al segundo piso.
En ese momento de vacilación, Ranghailt consiguió alcanzarla. La tomó
por el brazo con fuerza y la obligó a darse vuelta.
—¡Caoilfhionn! —dijo, usando su voz más firme y seria—. ¡Regresa a
la habitación ahora mismo! Nos quedaremos allí hasta que todo se calme…
—¡No! —gritó Caoil. Retorcía sus manos para tratar de zafarse del
agarre de Ranghailt, casi como un animalito atrapado en una trampa—. ¡No,
tengo que ir con él! ¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que protegerlo de esa
bruja! ¡Tú no lo entiendes, Ran, nunca lo has entendido! ¡No tienes idea de
lo que es el amor…!
Ranghailt tiró de ella con tanta brusquedad que por un momento
Angharad estuvo segura que la derribaría al suelo. Pero Ranghailt la atrapó
con su otro brazo y la estrechó contra sí, tan cerca que los rizos rojos de las
dos se confundían sobre sus hombros.
—Claro que lo sé —le dijo, con una voz tan trémula que apenas sonaba
como ella misma—. Te amo, ¿no lo entiendes? ¡A ti y a Angharad! ¡Haría
lo que fuera por vosotras!
Caoil no dijo nada. Se quedó flácida entre los brazos de su hermana,
como sorprendida, como si nunca antes se hubiera dado cuenta que todo el
rigor con el que Ranghailt las trataba venía de aquel único lugar. Angharad
sintió que se le formaba un nudo en la garganta mientras acudía a unirse al
abrazo.
—Vuelve a esconderte con nosotras —rogó—. Caoil, es demasiado
peligroso.
Si hubiera pasado un momento más, tan solo un latido de corazón más,
quizá el ruego le hubiera hecho mella. Quizá si la hubieran apartado de allí
a tiempo, habría funcionado. Pero se tardaron demasiado.
El eco de las botas de la cazadora resonó como truenos en la escalera.
Venía tambaleándose y apoyándose lastimosamente en las paredes. No era
difícil ver por qué: sus ropas estaban llenas de manchas rojas y mechones de
su largo pelo violeta rígido por la sangre seca. Sus ojos tenían un aspecto
febril, casi enloquecido. En su mano aferraba una daga.
Angharad jamás había visto algo tan bello y tan peligroso al mismo
tiempo. Se quedó tan anonadada que apenas sintió cuando Caoil se le
escurrió de los brazos, apenas pudo reaccionar cuando la vio plantarse al pie
de la escalera.
—¡No! ¡Detente!
La cazadora ladeó la cabeza y parpadeó como un búho, como si la
sorprendiera aquella repentina oposición. Luego esbozó una sonrisa, como
si lo comprendiera de pronto.
—Oh, tú eres la hermana idiota —dijo. No había desprecio ni enojo en
el insulto. Era como si estuviera constatando un dato.
—¡Caoilfhionn! —volvió a gritar Ranghailt, pero Caoil no le hizo caso.
Corrió hacia ella, como si eso, de alguna manera, hubiera bastado para
detener a la cazadora, como si con golpearla o tratar de detenerle el paso
pudiera cambiar lo que estaba a punto de ocurrir.
No llegó a tiempo. Angharad vio el destello de la daga en la luz de las
antorchas y gritó hasta desgarrarse la garganta, porque supo inmediatamente
lo que iba a ocurrir.
Parecía que la cazadora la estaba abrazando, un abrazo fraterno y
cercano como el que le había dado Ranghailt. Pero no era así. Solamente la
estaba sosteniendo para evitar que Caoil cayera escaleras abajo. Su otra
mano sostenía la daga que sobresalía del pecho de Caoil.
—Lo siento. Estabas en mi camino —susurró la cazadora.
Luego extrajo su arma lentamente. Caoil se desplomó en la escalera,
silenciosa y liviana como un pétalo. La cazadora pasó por encima de ella y
esquivó a Ranghailt. Su hermana mayor rodeó el cuerpo de Caoil con los
brazos.
—¡Caoilfhionn! ¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos en este instante!
¡Hermanita, por favor…!
Las rodillas de Angharad cedieron. El estómago le dio un vuelco y la
bilis le ardió en la garganta. En el espejo del vestíbulo, podía ver a una
mujer de cabello negro que no estaba allí, no en realidad. No tenía sentido
que su reflejo estuviera en el cristal y ella no estuviera en el vestíbulo, pero
eso era lo de menos. El mundo ya había dejado de tener sentido.
Aguanta, bella mariposa, susurró una voz seductora en su cabeza. Ya
casi terminamos…

—Scarlett, ¿qué has hecho? —preguntó Robin. La miraba con ojos


desorbitados, alternando entre su rostro y el espejo que tenía en las manos.
Scarlett no se molestó en responderle, demasiado expectante observando
al König. Seguía allí parado, mirando a todos lados aprehensivamente,
observando a sus guardias como si esperara que alguno de ellos fuera a
rebelarse y tratar de ir a por él. Los soldados de Scarlett también esperaban.
—¿Eso es todo? —preguntó el König con otra carcajada, adelantándose
como si pretendiera enfrentarse a los soldados de Hood—. Fue un bonito
truco de feria, lo tengo que admitir… ¿A qué estaba jugando Rosen?
—Scarlett —repitió Robin, estaba vez más alto—. ¡Eso es brujería!
Scarlett miró a su primo y a sus soldados. Todos tenían terror reflejado
en el rostro, bocas abiertas y manos temblorosas. Algunos intentaban,
disimuladamente, hacer retroceder sus caballos para alejarse de ella.
Se había descuidado.
En la puerta del castillo, apareció otra figura. Y en eso también se había
descuidado.
Parecía cosa de un milagro (o de magia) que pudiera mantenerse en pie.
Las manchas en su ropa delataban heridas que no podían ver y a pesar de
ellas, su cabello seguía brillando violeta y lustroso a la luz de las estrellas.
Sus movimientos eran rígidos, vacilantes. Avanzaba como una muñeca a
cuerda o como una marioneta con los hilos enredados.
O quizá así se lo parecía a Scarlett porque ella sabía qué fuerza la
empujaba.
—La princesa Lissette —susurró alguien a espaldas de Scarlett. El
susurro corrió entre sus soldados como arrastrado por el viento, creciendo
en estupor y temor a medida que lo repetía—. Es ella. Tiene que serlo…
La mano de Robin se cerró como un grillete alrededor de la muñeca de
Scarlett, como si intentara quitarle el espejo.
—Ya basta. Scarlett, detén esto ahora mismo. Si paras, no le diré a la
Reina lo que has hecho cuando volvamos a casa…
Scarlett se zafó de un tirón y giró su caballo para enfrentarse a sus
hombres. La rabia debía de traslucirse en su rostro o quizá ya para entonces
todos eran presa de la histeria de creerla una bruja. Daba igual. Robin era
demasiado estúpido para darse cuenta que ya no había manera de detenerlo,
pero ella no.
—¡Escuchadme! Esa no es una manifestación de brujería. ¡Es un
milagro! ¡La princesa Lissette ha vuelto en espíritu para cobrarse nuestra
deuda para con este reino! ¡Y debemos apoyarla! ¡Sacad vuestras armas y
avanzad!
Vacilaron. Los muy cobardes.
—¡Avanzad! —repitió Scarlett, irguiéndose cuán alta era en el caballo
—. ¡No seré cuestionada!
Vio algo que tendría que solucionar en otro momento. Vio a los
soldados (que habían pasado meses haciéndose pasar por vulgares forajidos)
volver la cabeza hacia Robin. Como si esperaran que él diera la orden.
Robin la miró un momento más. Todavía parecía tener miedo, pero por
una vez en su vida, hizo lo más sensato y asintió. Sacó la espada de su vaina
y apuntó hacia los soldados del König.
—¡Por la Reina! —exclamó.
Era el grito de batalla tradicional del reino. No había ningún motivo para
desconfiar de él, no ahora que había conseguido lo que quería.
Pero mientras los soldados se precipitaban en tropel a través de la reja,
Scarlett tuvo la amarga sensación que no se referían ni a ella ni a su abuela.

—Mi König… vienen.


El König era vagamente consciente de que su Capitán había dicho algo.
Era vagamente consciente que alguien había gritado su nombre en la
distancia. Ninguna de estas cosas, sin embargo, importaba.
No importaba cuando el suelo bajo sus pies se estaba agitando y
derrumbándose con cada paso que ella daba hacia él.
—¿Cómo escapaste?
La cazadora le dirigió una sonrisa enigmática y se limitó a levantar la
daga. Goteaba sangre fresca y el König sospechó, con un escalofrío de
terror, que no era de ella.
—Lobo feroz —llamó. Su expresión se veía más fuera de sus cabales
cada segundo que el König la observaba—. Maté a tu novia.
—¿La…?
—¡Mi König! —volvió a llamar el Capitán.
—Era tan bonita y tan estúpida —comentó Hood, pasando un dedo largo
y fino por la daga. Luego se relamió la sangre que había quedado allí —.
Quiso defenderte, ¿sabes? Quería llegar hasta ti para ayudarte.
El König ya no escuchaba. Alicia estaba muerta. No podía creerlo y sin
embargo, ahí estaba su sangre, en la daga, en los labios hinchados de la
cazadora…
Desenfundó la espada y con un aullido de rabia, se lanzó hacia ella.
Hood alzó la daga para parar el golpe. Restañó como una campana en el
patio, de pronto silencioso. O quizá era que el König no podía escuchar
nada más. Todo había quedado reducido a esos ojos rojos que lo miraban
con la misma sorna y desprecio que había extrañado más temprano, aquella
misma noche.
Era una sensación casi familiar, enfrentarse a Hood de esa forma.
Y justamente por eso, el König supo que sería la última vez.
Se movía lento, mucho más de lo habitual, pero todavía parecía ser
capaz de predecir sus movimientos, de bailar a su ritmo. Bloqueaba sus
golpes con gracia y lo atacaba desde dos frentes al mismo tiempo, como si
todavía estuviera peleando con dos armas en lugar de una sola. El König
buscaba una manera de penetrar su defensa, de distraerla. Su bota se resbaló
en la nieve y él aprovechó para lanzar una estocada. Consiguió rasparle el
hombro y la vio hacer una mueca, pero luego ella movió la daga y él apenas
pudo retirar la espada con la suficiente rapidez para evitar que se le clavara
en el antebrazo.
Llegó a rasgarle la camisa. Aún herida como estaba era peligrosa. Quizá
más por ello.
Hood dio dos pasos hacia atrás y le volvió a sonreír.
—Vamos, lobito. Apenas estoy calentando.
El König se preparó para atacar otra vez, pero entonces escuchó una voz
que lo paralizó. Los paralizó a los dos.
—¡Hood!
La cara de Hood se descompuso. Sus ojos se apartaron del König.
—¿Goldilocks?
El König vio por el rabillo del ojo un caballo negro furioso que se abría
paso entre las tropas. Vio un cabello dorado agitado en el viento.
Y vio también que la cazadora había dejado de mirarlo a él.
—¡Hood! —volvió a llamar aquella vocecita fantasma.
—¡Niña! —gritó Hood en respuesta—. ¡Quédate atrás…!
No lo lamentó. No lamentó tomar ventaja de ese momento, porque ella
le hubiera hecho lo mismo a él.
La espada se deslizó por su costado, entre sus costillas, con la misma
suavidad con la que se deslizaría en su funda.
Hood lanzó un gemido tan bajo que casi fue como un suspiro.
El König volvió a sentirse frío. No era la venganza que había imaginado.
No era la victoria que hubiera querido.
—¿De verdad pensaste…? —empezó a decir, pero no llegó a terminar.
Un dolor punzante le atravesaba la garganta, impidiéndole respirar. La
boca se le llenó de sangre. Tosió y unas cuantas gotas salpicaron el rostro
pálido de Hood.
Otra vez la cazadora lo miraba con desprecio.
—Cállate —le susurró.
El König le hizo caso. No hizo ningún ruido al desplomarse sobre la
nieve.
El rostro de Hood se estrelló contra el suelo casi al mismo tiempo que el
del König. Lo vio toser otra vez, las gotas rojas manchando la nieve
inmaculada. Lo vio pasarse el dorso de la mano por los labios, casi como si
estuviera sorprendido de lo que salía de su boca. Puso las palmas abiertas en
el piso para tratar de incorporarse, pero resbalaron y el König volvió a caer
de cara al piso.
Y ya no se movió.
Hood suspiró de alivio.
Morirse dolía. Mucho más de lo que había imaginado. Mucho más que
los cientos de pequeños cortes en su cuerpo, mucho más que todas las
heridas que había recibido en sus años en el bosque.
Tanto como cuando creyó que la niña había ardido.
Bueno, quizá un poco menos.
Pero el dolor era de poca importancia, en realidad. Si había otra vida
después de esta, Hood se llevaría con ella el rostro desconcertado del König
cuando le había clavado la daga hasta la empuñadura en el cuello, la manera
patética en que había intentado y fallado levantarse. Se llevaría la
satisfacción de saber que él había muerto primero y que ella había vengado
a la Abuelita, después de todo.
Y que la niña estaba bien. Ahora mismo su carita redonda, sus ojos
azules acuosos enmarcados por enormes rizos dorados, se cernían sobre
ella.
—Hood —la llamó con la vocecita quebrada—. Hood, no te mueras.
Hood…
Había avanzado hasta allí a pesar de la pelea, a pesar de los soldados y
los guardias apostados en el patio. Le estaba sosteniendo la cabeza, sus
manitas en sus mejillas, llamándola una y otra vez. Diciendo estupideces,
como siempre.
—Espera un poco, Hood. Joha tiene tus hierbas. Te curaremos. Estarás
bien.
Si le costara un poco menos respirar, la cazadora se habría reído.
—¿Por qué nunca haces lo que te dicen, niña? —murmuró.
Trató de aferrarse a uno de esos rizos enormes, pero le fallaron las
fuerzas antes de que pudiera alcanzarlos. Su mano cayó inerte sobre el suelo
helado.

—Hood —volvió a llamar Locks. Se estaba atragantando con sus


propias lágrimas, pero se negaba a llorar. No todavía, de todos modos—.
Hood, por favor.
Era inútil. Una parte de ella sabía que era inútil, la misma parte que
sabía lo que significaban los hocicos manchados de los osos. Pero de todos
modos la llamó una vez más, siguió llamándola hasta que las palabras
empezaron a salir como sollozos quebrados, hasta que apenas eran palabras
en absoluto. Los ojos rojos de Hood estaban vacíos de luz y ella no podía
seguir mirándolos. Puso los dedos temblorosos sobre sus párpados y los
bajó tan delicadamente como fue capaz.
Alguien le puso las manos sobre los hombros.
—Arriba. Tienes que ponerte de pie.
Locks no podía. Tenía una piedra oprimiéndole el pecho, demasiado
pesada para que pudiera hacer otra cosa que quedarse exactamente donde
estaba. Con el peso de la cabeza de Hood sobre sus rodillas, la sangre
oscureciéndose sobre su ropa. Había demasiada, ¿cómo era posible que
alguien perdiera tanta sangre?
La respuesta era, por supuesto, que no era posible.
—Vamos, pequeña. Tienes que ponerte de pie.
No era Joha. Podía escuchar a Joha aullando y gritando a lo lejos:
—¡Déjenme pasar! ¡Imbéciles, déjenme llegar hasta mi hija!
Así que la persona parada detrás de ella no podía ser Joha. Locks no
entendía por qué no la dejaba en paz. ¿Es que no podía ver que estaba
demasiado alterada para ir con él? Si se ponía de pie, además, las rodillas le
temblarían y ella se caería y seguiría cayendo y cayendo para siempre.
Porque ya no habría suelo debajo de sus pies.
Las manos en sus hombros se cerraron como grilletes en su carne. Locks
lanzó un gemido de dolor y miró hacia arriba. Le costaba ver a través de las
lágrimas, pero consiguió distinguir un rostro demasiado tranquilo para lo
que acababa de ocurrir, rodeado de un halo de cabello blanco.
—La Reina quiere verte —dijo simplemente el hombre.
—¡Espera! —quiso decir Locks, pero el hombre ya la estaba levantando.
La cabeza de Hood se le deslizó del regazo y rebotó contra el suelo con un
golpe seco—. ¡Espera!
El hombre canoso le puso una mano alrededor de la cintura y la alzó en
volandas. Locks vociferó y pataleó, pero el hombre se la llevaba lejos de
Violette, lejos de Joha, como si no pesara más que una pluma.
—¡Suéltame! —exigió Locks, clavando sus uñas en los brazos de su
captor sin que eso tuviera mayor efecto—. ¡Te digo que me…!
Un fragor de cristales rotos ahogó sus palabras.
El enorme espejo del vestíbulo acababa de estallar.
Una nueva partida

E l amanecer llegó ataviado de blanco cegador. La ventisca creció con


tanta intensidad que a los hombres y mujeres parados en el patio del
castillo les costaba abrir los ojos, cegados por un blanco inusual. Algunos
habían corrido a buscar refugio donde mejor pudieran, otros se habían
quedado donde estaban, aferrándose unos a otros para no ser derribados por
los fuertes vientos. En esas condiciones, les sería imposible hasta tratar de
llegar a la puerta del castillo.
Mejor así. La Reina Blanca todavía tenía cabos sueltos que atar y
necesitaría privacidad.
Alicia subió los peldaños de la torre, sin prisa pero sin pausa. Nadie que
la hubiera visto habría pensado que su sonrisa era otra cosa que cortés y
amable, pero detrás de ella se ocultaba una sanguinaria satisfacción. La
satisfacción de saber que esta vez ella había ganado la partida.
La puerta de la torre de Viktoria se abrió para ella sin necesidad de
llamar y Alicia entró en las estancias privadas de la Königin. Era una
habitación muy poco digna de una reina, fue lo primero que pensó. Estaba
desordenada y sucia, con frascos rotos y objetos diseminados por el piso,
una bandeja de comida sin tocar sobre la que empezaba a asentarse un
enjambre de moscas. El aire apestaba al vino derramado en la copa sobre el
suelo y las mantas de la cama estaban revueltas y abandonadas.
La Königin Viktoria se encontraba sentada justo al lado, con las rodillas
encogidas contra el pecho, reducida a poco menos que una niña sollozante.
Su camisón estaba arrugado y su cabello canoso enredado y apuntando en
todas direcciones. Ella misma no hacía más que empeorarlo, pasándose las
manos por los mechones y tirando de ellos como si quisiera arrancárselos.
Sus hombros se agitaban y temblaban al ritmo de sus gemidos y jadeos.
Era una imagen patética. Pero Alicia las había visto peores.
Se arrodilló junto a Viktoria y delicadamente la obligó a apartar las
manos de su rostro y a mirarla. Tenía los ojos verdes, igual que su hijo,
aunque en ese momento estaban inyectados en sangre e hinchados.
—Lo… lo ha matado, ¿verdad? —preguntó, con la voz ronca—. Ella lo
ha matado.
A Alicia casi le divirtió la pregunta. ¿A quién se referiría? ¿A Scarlett,
que había dado la orden? ¿A Violette Hood, que empuñó la daga? ¿O
quizá…?
—¡Ella me dijo que estaría a salvo! —insistió Viktoria, rompiendo en
llanto una vez más—. Me dijo que… me dijo que no tendría nada por lo que
preocuparme… que viviría feliz para siempre… yo la… la llamaba mi hada
madrina…
Alicia le apartó un mechón de la cara, apenas prestándole atención a sus
balbuceos incoherentes.
—Sí —le confirmó—. Tu hijo está muerto.
Viktoria soltó un chillido, como si Alicia la hubiera apuñalado a ella
también. Sus manos se aferraron con fuerza a los brazos de Alicia, pero a la
Reina Blanca no le importó. Era lo suficientemente fuerte para soportarlo.
—Pero tú puedes vengarte, Viktoria —le dijo, convirtiendo su voz en un
susurro convincente—. Puedes hacerle daño a ella de la manera que te lo
hizo a ti.
Los sollozos de Viktoria cesaron un poco cuando la mujer levantó la
vista hacia Alicia. Tenía el rostro manchado de lágrimas y no había nada en
ella que pudiera considerarse digno o fuerte. ¿Esta era la mujer que Rosen
había elegido como su reina? No era de extrañar que hubiera perdido.
—¿Lo traerá de vuelta? —preguntó—. ¿Puedes traerlo de vuelta?
—Nadie puede traerlo de vuelta, Viktoria. Lo siento.
Eso no era enteramente verdad, pero Alicia no se sintió mal por decirlo.
La magia por la que podría conseguirlo era peligrosa y delicada hasta para
alguien como ella y en ese momento no la necesitaba. Necesitaba convencer
a Viktoria de que lo que ella le proponía era lo único que podía hacer. O lo
último.
—Quiero morirme —hipó la Königin—. Quiero estar con mi hijo.
Alicia nunca había sido famosa por su paciencia. Le puso las manos en
el cuello y obligó a esa mujer triste y desesperada a que la mirara de frente.
Los ojos de Viktoria se abrieron de par en par y su boca se desencajó y
Alicia supo que la estaba viendo como la veían sus enemigos: terrible y
despiadada, dispuesta a lo que fuera por conseguir lo que deseaba.
—Ella te dio algo —dijo Alicia. No era una pregunta—. Hace muchos
años, cuando vino a ti. Ella te dio algo para que lo escondieras. Fue lo único
que te pidió a cambio de su ayuda. Te lo dio y tú lo has mantenido a salvo,
¿verdad?
Viktoria consiguió asentir. O quizá solo fue un estremecimiento
repentino.
—Rompió a su promesa —insistió Alicia, suavizando su expresión para
ser más convincente—. Te hizo daño. Mató a tu hijo. ¿Por qué vas a honrar
tu palabra cuando ella no hizo lo mismo por ti? ¿Por qué habrías de proteger
sus secretos? Dime dónde está. Si me dices dónde está, te dejaré morir en
paz. Dejaré que te vayas con tu precioso Wilhelm.
Por un momento, Viktoria no hizo más que continuar llorando y
sacudiéndose. Alicia estaba a punto de presionarla otra vez cuando Viktoria
levantó un dedo y señaló a un baúl al pie de su cama. Era la única pieza de
mueblería en todo el cuarto que no parecía haber sido movida o perturbada
de ninguna manera y Alicia le extrañó no haberlo notado antes. Con dedos
temblorosos, Viktoria se sacó un collar que llevaba al cuello y se lo entregó
a Alicia. Del final, colgaba una pequeña llave plateada, del mismo color que
la cerradura del baúl.
Alicia dejó a la Königin que siguiera con su llanto y abrió el baúl con
ansiedad. Al principio pensó que Viktoria le había mentido: lo único que
había adentro eran ropajes y zapatos. Estuvo a punto de explotar de rabia
otra vez a medida que los sacaba y los arrojaba al suelo, pero entonces se
dio cuenta: el baúl tenía un compartimento con un pequeño agujero justo
frente a la cerradura.
Para que la luz entrara por allí. Porque sin luz no había reflejos.
Sonriendo como un gato que ve a un pájaro gordo justo a su alcance,
Alicia tiró del fondo para desmontarlo y observó el tesoro escondido.
Estaba envuelto en la misma tela roja bordada de hilos de oro, la misma
tela en la que lo habían envuelto el día que lo robaron. Alicia lo tomó con
manos reverentes y removió el envoltorio, apenas una esquina para
contemplar el lomo gastado, apenas para estar segura que Rosen no la había
engañado a último momento.
Pero no. Era el Libro auténtico. Se lo decía la pulsación sobre sus dedos,
el cosquilleo de poder que le bajaba por la nuca. No era de extrañar que
Viktoria fuera tan inestable. Haber pasado tantos años con esa clase de
magia escondida tan cerca…
Estaba tan ocupada mirándolo con adoración que apenas se dio cuenta
de la otra cosa que había en el escondite en el baúl. Cuando lo hizo, casi se
echa a reír: era un zapato, tallado delicadamente en cristal reflectante. No le
extrañó ver el rostro pálido y el cabello negro y lustroso como ébano de
Rosen en lugar del suyo propio cuando lo movió hacia la luz fría de la
mañana.
—Jaque mate, hermana —murmuró la Reina Blanca.
El estrépito del cristal explotándole en la mano consiguió sorprenderla,
pero se agachó y se cubrió los ojos justo a tiempo antes que ocurriera lo
mismo con los vidrios de las ventanas. La explosión se repitió en todos los
pisos del castillo, con tanta fuerza que fue como si toda la estructura se
estremeciera de arriba abajo y por un momento, hasta la misma torre donde
se encontraban Alicia y Viktoria pareció tambalearse sobre el vacío. Alicia
no tenía duda alguna que todos los vidrios y espejos del castillo estaban
rotos o al menos partidos en aquel momento.
Sería imposible seguirle el rastro a Rosen ahora. Podría estar en
cualquier lugar.
Se miró la mano dolorida. Las esquirlas de vidrio le mordían la carne,
arrancándole diminutas gotas de sangre. Alicia se las sacudió con un mohín.
Rosen siempre había sido mala perdedora.
Viktoria se había desplazado sobre la alfombra, arrastrándose como un
animalillo asustado y ahora tenía una esquirla de vidrio enorme en las
manos. Lo estaba observando con los ojos brillantes y los labios
entreabiertos como si fuera la joya más maravillosa que había visto en su
vida.
Alicia le dio la espalda y se dirigió a la puerta. No le importaba lo que
hiciera la Königin a continuación. Ella ya tenía lo que había ido a buscar.
Bajó los tramos de las escaleras con mucha celeridad. Cheshire la esperaban
al final y le hizo una profunda reverencia antes de ofrecerle el cofre para el
Libro. Alicia misma lo había tallado, su propia magia impregnaba cada una
de las runas en la tapa. Era demasiado valioso para confiárselo a alguien
que no fuera ella misma.
Suponía que Rosen había pensado lo mismo y que lo vigilaba de cerca
desde su zapatilla de cristal. Pero al final eso no había impedido que Alicia
se lo quitara, ¿verdad?
—¿Qué haremos ahora, mi señora? —preguntó Cheshire cuando el cofre
estuvo cerrado y escondido en la capa del cuentacuentos—. No me
importaría quedarnos por un tiempo en este reino. Es la mar de divertido.
—Me temo que eso no será posible —contestó Alicia—. Rosen escapó.
Eso significa que empieza una nueva partida.
Si a Cheshire lo decepcionó esa respuesta, tuvo a bien disimularlo.
—Ahora, ¿dónde está esa niñita revoltosa?
No tuvo que preguntárselo mucho tiempo más. Ludwig se acercaba por
el otro lado pasillo, trayéndola de la mano. Goldilocks lloraba a lágrima
viva y casi arrastraba los pies.
—¡Soltadme! —le pidió al Consejero—. ¡Joha va a enterrar a Hood en
el Bosque! ¡Tengo que estar con él! ¡Tengo que estar…!
Sus palabras se ahogaron en sollozos y Alicia tuvo que hacer un
esfuerzo para no blanquear los ojos. ¿Con cuántos humanos llorosos tendría
que lidiar en ese día?
—Las tropas de Scarlett de Hood se retiran, mi Reina —la informó
Ludwig.
—Sus líderes tendrán una discusión muy acalorada en el camino al reino
y ella lo obligará a mantener la boca cerrada —predijo Cheshire—. Pero al
final deseará haber hablado. Ella lo traicionará, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Alicia con asentimiento. De todos modos, eso ya
no era asunto de ellos. Esperó a que Ludwig terminara su informe:
—Los Gusanos del Zafiro ya están haciendo su trabajo. Me quedaré
hasta asegurarme que nadie recuerde nada… inconveniente.
—Perfecto —sonrió Alicia. Finalmente, se arrodilló otra vez para estar a
la altura de la niña de cabello dorado—. Tengo algo para ti, pequeñita. Es
un regalo. Seguro que te hace sentir mejor.
La niña seguía lloriqueando cuando alzó la vista hacia ella. Una luz de
reconocimiento iluminó sus ojos azules.
—Yo… te conozco —murmuró. Se limpió los ojos con la manga de su
vestido y la volvió a observar, frunciendo el ceño como si tratara de
recordar algo—. Sé quién eres.
—Eres una niñita muy inteligente, ¿a que sí? —contestó Alicia.
Chasqueó los dedos y Cheshire se sacó un sobre sellado y lacrado con el
sello del König. Alicia lo recibió y lo depositó en la mano abierta de Locks.
Ella lo miró confundida y luego a Alicia una vez más—. Ahora no sabes
leer, pero ya aprenderás. Esta es la declaratoria de heredero del König. En
ella te nombra Kronprinzessin. Felicidades.
Se puso de pie, todavía sonriéndole. No esperaba que le diera las
gracias, por supuesto. Ni siquiera sabría qué tenía que agradecerle. La niña
seguía alternando la mirada entre ella y la carta en sus manos.
—No entiendo —murmuró al final—. ¿Cómo puedo ser la heredera del
König? Solo hablé con él una vez… y soy una plebeya…
—Querías una vida confortable y a salvo, ¿verdad? ¿Qué mejor vida que
la de una reina? Tú tienes lo que querías y ahora yo también. ¿No te alegra
que todo haya acabado tan convenientemente?
En cualquier otro momento, la confusión de la niña le habría resultado
por demás irritante. Pero estaba de tan buen humor por su triunfo que no
pudo sino reírse.
—Oh, no te preocupes —le dijo, dándole una palmadita en la cabeza
llena de rizos—. Todo tendrá sentido cuando te despiertes.
—Esto no es un sueño —murmuró la niña—. Mi amiga está muerta de
verdad.
—Ya te olvidarás de eso.
Goldilocks la miró horrorizada y abrió la boca, quizá para protestar,
pero Alicia ya había terminado de hablar con ella. Le hizo un gesto con la
mano a Ludwig.
La niña gritó cuando el Gusano del Zafiro le tocó la piel, Ludwig la
sostuvo por los hombros para que evitara quitárselo de encima. El gusano
reptó por el costado de su cuello antes de clavarle los colmillos. Un
momento después, el forcejeo de Goldilocks cesó y su mente se hundió en
las tinieblas.
Un mal sueño

S e despertó con un sobresalto, la respiración agitada y el corazón casi


saltándole del pecho. Sus manos fueron inmediatamente hasta su
cuello, convencida de que encontraría allí un bicho gordo y horrible,
reluciente como un zafiro, o por lo menos, una roncha en relieve que le
ardería con cualquier roce. Pero no encontró nada más que su propia piel
lisa.
Todavía temblorosa, pateó las sábanas y se paró junto a la ventana. Su
cabello dorado, largo hasta los pies, formaba un halo alrededor de su cara.
Era una pesadilla desenredar esos rizos y muchas veces las doncellas le
habían rogado que se lo cortase o que al menos usara una redecilla para
dormir. Se negaba a hacer ambas cosas. Su cabello le había dado su nombre
y su fama y ella se negaba a hacer nada por tratar de dominarlo.
A lo lejos, se insinuaba una línea de luz, un amanecer todavía incipiente.
Su ventana daba al Este, por lo que no tenía que mirar el Bosque Sur, o lo
que ahora llamaban el Bosque Abrasado, cada vez que se asomaba. En
cambio, podía ver las luces del pueblo, titilando en las ventanas de la gente
que se levantaba temprano o que quizá no habían podido dormir todavía.
Era entendible. A ella también le costaba dormir, sobre todo en las últimas
noches.
Tenía… pesadillas. Pesadillas sobre el Bosque Sur envuelto en llamas,
pesadillas sobre Violette Hood… pesadillas sobre osos y una mujer
gritando. Osos con un pedazo de vestido rasgado entre los dientes. Osos con
los hocicos manchados de sangre.
Nunca lograba recordarlas del todo cuando despertaba, pero
últimamente se habían vuelto más frecuentes.
La puerta se abrió con un chasquido y su doncella entró cargando el
vestido que usaría ese día.
—¿Ya estáis despierta, su Gracia? Todavía es muy temprano.
—Tú ya estás despierta —señaló la Kronprinzessin sin voltearse a verla.
—Sí, pero yo… —La doncella pelirroja se interrumpió. Se acercó a ella
y delicadamente la tomó del mentón para obligar a mirarla—. Habéis
dormido mal otra vez.
La Kronprinzessin no contestó. No tenía por qué señalar lo que era
obvio.
—¿Estáis segura que no queréis que el sanador os prepare un brebaje?
— sugirió la doncella—. Puedo decirle que…
La Kronprinzessin sacudió la cabeza y la doncella se calló. Se apartó de
ella para alisar el vestido y preparar el resto de su vestimenta.
—Angharad —la llamó la Kronprinzessin al cabo de un momento.
—¿Su Gracia?
—¿Cómo murió mi madre?
—¿No lo recordáis? —preguntó la doncella, ladeando la cabeza—. No
pudo soportar la muerte del König. Se murió de pena.
Sí, de pena. Ese era un delicado eufemismo para decir que se había
suicidado. No sabía el método exacto (se lo habían ocultado exitosamente
durante los años suficiente como para decidir que no quería saberlo), pero
no era tan inocente como para no entender lo que eso significaba.
Todos creían que ella había estado loca. Y no estaban convencidos que
la Kronprinzessin no lo estuviera del todo. Suponía que no ayudaba que de
vez en cuando hiciera preguntas como aquella. No ayudaba que algunas
noches estuviera convencida que unos osos se habían comido a su madre.
—Sí, perdona. Todavía estoy algo confusa.
—No os preocupéis —contestó Angharad—. Este año serán… vaya, van
a ser siete años. Quizá por eso es que no conseguís conciliar el sueño.
—Quizá eso sea —estuvo de acuerdo la Kronprinzessin.
Angharad le dirigió una sonrisa de compromiso.
—¿Queréis que os ayude a vestiros para que bajéis a desayunar?
La Kronprinzessin quería quedarse junto a la ventana y tratar de colocar
en su lugar las piezas dispersas de sus sueños, pero si se entretenía con eso,
podía pasarse todo el día plantada en ese lugar.
—Sí. Ahí voy.
Le dio la espalda al cielo y al Bosque, así que no vio cómo desaparecían
las últimas estrellas. Amanecía un tórrido día de verano sobre el Reino
Wolfhausen y la Kronprinzessin tenía mucho que hacer.

FIN DEL LIBRO UNO


Agradecimientos

A Benyi le gustaría agradecer:


El hecho de que esté siendo parte de esta novela como coautora e
ilustradora no es más que un gran entramado del Universo: las
coincidencias, los accidentes, los fandoms y el Internet. Gracias Universo.
También quiero agradecer a mis amistades y familia, por apoyar este
proyecto, interesarse y dejarse spoilear porque no sé dejar de hablar a
tiempo.
Al amor de mi vida, que entiende mis momentos de estrés y comparte
mis tiempos de alegría (ni que hablar los de locura), que nos ayuda con la
data médico/científico/psicológica para la novela y se interesa por esta
nueva industria en la que me metí. Te amo, Fer, gracias por estar a mi lado.
Gracias al equipo de House of Wolves: Clau y Jo. Chicas, me debo a
ustedes. Las quiero, las adoro. Gracias por seguirme en este proyecto casi
abandonado. Gracias por aguantar toda mi meticulosidad. Gracias, Jo, por
tomar todos mis “Qué pasaría si…” y transformarlos en grandes escenas
dramáticas. Gracias, Clau, por ser tan cuidadosa en los detalles y armar
bellas imágenes de diseño. ¡Sigamos juntas en mil proyectos más!

A Jo le gustaría agradecer:
El legado más importante que me dejó mi viejo fue el amor a las letras y
por eso nunca me voy a cansar de estarle agradecida. Tampoco voy a dejar
nunca de extrañarlo y de lamentar que no haya llegado a ver este libro.
A mi mamá, que me banca aunque no entienda “esas cosas fantásticas
raras”, y a mis tías, que la bancan a ella bancándome a mí.
A Sari, Ju, Luc y Rebe, por creer que este proyecto es lo bastante bueno
para tener fans. A Sari especialmente: no es fácil vivir conmigo cuando
estoy en medio de un bloqueo. Gracias por el café y por hacerme acordar
que mi perro necesita salir a pasear cada tanto.
A Claudia, infinitamente, por su trabajo meticuloso e incansable y por
tolerarnos cambiando mil cosas distintas al día y discutiendo todos los
spoilers en el chat del grupo.
Por último, pero no menos importante, a Benyi. A veces siento que te
sigo por senderos en el Bosque que solamente vos podés ver y que soy una
visitante en este mundo que vos traés a la vida con tus dibujos. De todos
modos, gracias por dejarme jugar en él, por el entusiasmo y por la fe en que
íbamos a llegar acá algún día. El mundo nos estaba esperando.
A Benyi y a Jo les gustaría agradecer:
A Kat: mejor amiga, hermana honoraria, huracán.
A Paloma: por ponerse la camiseta y salvarnos las papas para que
entreguemos en tiempo y forma.
Un especial agradecimiento a Victoria y al equipo de Ediciones LEE por
contestar las ciento cincuenta y seis preguntas que les hicimos y que
siempre respondieron con la mejor predisposición. Para la próxima vamos a
estar más preparadas y solo les vamos a hacer ciento cuarenta y nueve
preguntas.
Gracias a vos, lector, por darle una oportunidad a esta historia, a la
literatura Argentina, a autoras jóvenes, primerizas. ¡Te esperamos en el
próximo libro!
(¿Ya dijimos a Claudia?).
(Y a Claudia).
Capítulo 1:
Encuentro en el Bosque
Interludio 1: Locks en el camino

Capítulo 2: La Corte del König


Interludio 2: Locks y el cazador

Capítulo 3: Última advertencia


Interludio 3: La orden del König

Capítulo 4: Violette contra Joha


Interludio 4: La Anciana del Bosque

Capítulo 5: El Consejero
Interludio 5: Secretos
Capítulo 6: Cuentos del Pasado
Interludio 6: Conspiraciones

Capítulo 7: Gusanos del Zafiro


Interludio 7: Jabalí ahumado y queso de cabra

Capítulo 8: Reinas
Interludio 8: Criadas

Capítulo 9: El Fin del Verano


Interludio 9: Un largo preludio

Capítulo 10: Un baile de invierno


Interludio 10: Razones

Capítulo 11: Los Senderos Que Se Bifurcan


Interludio 11: Soluciones

Capítulo 12: El suelo bajo tus pies


Interludio 12: Una nueva partida

Epílogo: Un mal sueño

Agradecimientos

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