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Jo Lello
Copyright © 2018 Benyi Holstein-Jo Lello
© 2018 by EDICIONES LEE
Todos los derechos reservados
A Claudia.
Este libro no existiría sin vos.
Encuentro en el Bosque
Se necesitó mucha agua y gran parte de sus reservas de jabón, pero por
fin la niña dejó de parecer un feto que había emergido de las entrañas de su
madre antes de tiempo y empezó a parecer… bueno, una niña. Una niña
desconcertada y no demasiado inteligente, parada en medio de la cabaña
envuelta en una manta y goteando agua de su largo cabello. No quedaba
nada de la locura cegadora y la agresividad que la cazadora había visto en
sus ojos azules y demasiado grandes para su cara.
—¿Vas a decirme cómo te llamas? —preguntó la cazadora.
La cría parpadeó un par de veces, como si fuera la primera vez que
notaba su presencia, aunque había sido ella quien la cargó hasta allí, la
metió en una cuba de agua y le restregó la piel hasta que estuvo roja por
acción de la esponja y no por la sangre. Quizá el golpe en la cabeza hubiera
terminado por destruir sus pocas facultades. La cazadora estaba a punto de
repetir la pregunta o decirle que se marchara cuando ella habló con voz
suave y tímida:
—Goldilocks.
Tenía sentido. Su cabello, aunque opaco por el agua, ya había empezado
a enroscarse en enormes rizos desiguales y cuando estuviera seco,
seguramente sería de un dorado brilloso. Alguien no había sido
particularmente ingenioso a la hora de nombrarla. Pero, claro, eso no era
infrecuente entre padres de poca imaginación.
—Locks, ¿eh? ¿Qué hacías dentro del cadáver? —siguió preguntando la
cazadora.
Ella continuó mirándola boquiabierta, como si no hubiera registrado la
pregunta.
—Tu cabello es violeta —comentó al fin —. ¿Eres una princesa?
La cazadora se echó el pelo hacia atrás con una mueca. La próxima vez
que fuera al mercado, necesitaría conseguir más tinta. ¿Y qué clase de
pregunta estúpida era esa? ¿Acaso una princesa viviría en el bosque?
Le dio la espalda y sacó el vestido de la cuba. El agua estaba negra por
la mugre y los deshechos, pero la tela había recuperado su color azul
original.
—No contestaste mi pregunta —señaló la cazadora, mientras estrujaba
el vestido—. ¿Tú mataste a ese oso? ¿Sin ayuda de nadie?
Silencio. La cazadora empezó a frustrarse.
—Niña —la llamó. Dejó el vestido sobre una silla y se dio la vuelta.
Goldilocks seguía exactamente en el mismo lugar, aferrándose a la manta
con fuerza, como si tuviera miedo que se la fueran a quitar. Ya no estaba
mirando a la cazadora, sino que tenía la mirada perdida en un punto vacío
de la cabaña —. Oye…
No hubo respuesta. La paciencia de la cazadora era un bien escaso y,
tras una noche en vela, consideró que sus reservas se habían agotado. El
brazo de Goldilocks era tan delgado que consiguió rodearlo con una sola
mano.
—¡Contéstame cuando te hablo! —gritó la cazadora, sacudiéndola un
poco.
Aquello consiguió una reacción, por fin, si bien no la que la cazadora
esperaba. Los ojos azules de la chiquilla se llenaron de lágrimas y su labio
inferior empezó a temblar por los esfuerzos de contenerlas.
La cazadora consideró que era suficiente y la soltó.
—¿Vas a decirme qué te pasó? —insistió, poniéndose una mano en la
cadera —. Porque no tengo tiempo para…
—¿Estamos en los Bosques del Norte? —preguntó Goldilocks.
Su voz seguía quebrada y sus manitos se aferraban a la manta con
todavía más fuerza.
—¿No tienes idea de dónde estás? —La cazadora alzó una ceja—. Son
los Bosques del Sur.
—Oh —murmuró Locks, sorprendida—. Estoy lejos de casa.
G oldilocks era una niña del bosque. Había nacido y crecido entre
árboles; de pequeña creía que el cielo era verde con motas azules
porque eso era lo que veía al levantar la vista. Sus mejores amigos habían
sido los animalitos que capturaba por diversión, solo para jugar con ellos un
rato y dejarlos ir otra vez cuando se aburría y oscurecía. Su vida no tenía un
horario que no dependiera de su propio capricho: se despertaba a la hora
que quería cuando el sol estaba alto en el cielo o cuando recién empezaba a
asomar. A ella le daba igual. Sus padres habían creído firmemente en no
darle ninguna responsabilidad, ni siquiera cuidar de las gallinas ponedoras o
atender a Azúcar. Ella lo hacía de todas maneras, porque le gustaba el
escándalo que armaban las gallinas y el olor a heno limpio cuando el establo
quedaba listo. Pero si se olvidaba o elegía hacer otra cosa ese día, los
huevos serían recogidos igual y Azúcar seguramente no moriría de hambre.
Su padre le había prometido un par de veces, vagamente, que un día la
llevaría con él al pueblo cuando fuera a vender la madera y comprar
provisiones. Ella nunca se había molestado particularmente en recordárselo.
A diferencia de muchos niños que se morían por conocer cosas distintas,
Goldilocks no conseguía entender qué podía tener de interesante el pueblo.
El bosque tenía miles de árboles que no había escalado, miles de pequeñas
criaturas a las que no había nombrado aún. En el bosque, ella era la Reina
de su mundo particular. Y ni se le pasaba por la cabeza que ese reino podía
volverse hostil y que algún día tendría que dejarlo.
A medida que avanzaba, el camino empezó a poblarse. La mayoría de
las personas iba en dirección contraria a la de ella, dirigiéndose a las granjas
por las que había pasado. Se fijó en que la mayoría era de pelo canoso y
manos hinchadas por la artritis. Vio algunas chicas jóvenes, casi todas con
el pelo corto al ras y solamente un chico, que debía tener apenas unos años
más que ella. Aparte de ella, no parecía haber ningún niño. Se preguntó por
qué, pero la idea se deslizó entre las grietas de su mente cuando llegó ante
las murallas.
Se detuvo un momento a mirarlas, boquiabierta. Eran unas grandes
estructuras de piedra, tan altas y tan resistentes que era casi como si
hubieran nacido de la tierra, igual que los árboles. Por lo menos, Locks no
podía imaginarse cuántos hombres y cuán fuertes se habían necesitado para
limar todas esas piedras grises hasta dejarlas bien cuadraditas, llevarlas
hasta allí de donde quiera que estuvieran y luego apilarlas una encima de la
otra hasta llegar a esa altura inaudita. Debió haber sido un trabajo de
hormiga. En los cuentos de su madre, a veces aparecía un príncipe o un
guerrero que debía encontrar la manera de sortear un muro que lo separaba
de su victoria o de su princesa. Goldilocks siempre se había imaginado que
era de la altura de la valla que rodeaba el huerto de su madre y se
preguntaba por qué los príncipes eran tan idiotas que simplemente no lo
saltaban. Ahora entendía por qué.
Alguien la empujó al pasar y Goldilocks trastabilló, perdiendo el hilo de
sus pensamientos.
—Apúrate, niña —le espetó un hombre barbudo que iba saliendo.
Llevaba un gorro extraño y un hacha sobre el hombro—. El toque de queda
empieza en cuanto se oculta el sol.
Goldilocks miró al cielo y se dio cuenta que efectivamente, empezaba a
teñirse de naranja y rojo. Se dio la vuelta para agradecerle al leñador, pero
ya había desaparecido entre la multitud que se apresuraba hacia las puertas.
Locks pasó con ellos, con el cuello estirado para ver la reja negra y
reluciente que colgaba amenazadora del arco del muro. Las puntas estaban
tan afiladas que brillaban y se preguntó cuánto exactamente tardarían en
caer, y qué le pasaría a la persona que no fuera lo bastante rápida para
eludirse.
Se estremeció y apretó el paso.
El pueblo, el tan mentado pueblo, no era como se lo había imaginado.
Había pensado que las casas estarían separadas aunque fuera por un
pequeño jardín, como las granjas. En cambio, estaban muy pegadas las unas
a las otras y no había ni un solo atisbo de verde por ningún lado. La gente
avanzaba por callejuelas claustrofóbicas, chocando unos contra otros,
protestando y gruñendo cuando eso ocurría. Todo olía a bosta de caballo,
incluso las personas. No había una sola ventana con los postigos abiertos y
un fuego alegre crepitando en el hogar, ni una sola puerta abierta que
invitara a entrar a los desconocidos con el aroma de la comida recién hecha.
En casa ellas siempre dejaban la puerta abierta para cuando llegara papá y,
quizá, la noche de los osos debieron cerrarla, pero…
Allí no había osos, se recordó cuando su corazón empezó a palpitar con
fuerza. No había osos, ¿por qué la gente cerraba las puertas?
El palacio se erguía justo a la mitad del pueblo. Podía verlo aún a la
distancia, aún con la luz que desaparecía con rapidez. Era una mole negra y
altísima, casi más alta que el muro. A medida que se acercaba, pudo
distinguir las torres y minaretes. Se estiraban como si quisieran alcanzar las
débiles estrellas que acababan de aparecer. Desde ahí arriba seguro se podía
ver todo el pueblo, todas las chimeneas frías y todos los techos de tejas. A
Locks no se le ocurrió un motivo por el que alguien quisiera mirar hacia
abajo, solamente para ver aquellas casitas y calles pequeñas en las que todos
parecían hormigas, moviéndose al ritmo frenético.
Pero el König vivía allí. Quizá él podría explicarle por qué el pueblo era
como era y ella podría hacerle unas cuántas sugerencias sobre cómo
quedaría más lindo. Para empezar, podría darles a todos los habitantes un
pequeño jardín. Esa idea la animó y apuró el paso. Para cuando llegó ante
las rejas del castillo (más enormes y amenazantes que las del muro), estas
habían empezado un descenso ligero y traqueteante, pero no habían
alcanzado el suelo aún. Todavía tenía oportunidad de entrar.
Locks se echó a correr tan rápido como se lo permitieron sus piernas
cortas y cansadas. Ya estaba cerca… un poco más… solamente le quedaba
un poco más para… la reja estaba justo allí al frente…
El costado de una lanza se le clavó en el pecho con tanta fuerza que
cayó sobre su trasero con un gemido de dolor. Goldilocks miró hacia el
guardia que la había detenido con toda la rabia que fue capaz de conjurar, se
incorporó y alisó su vestido como si con eso pudiera alisar su magullada
dignidad.
—¿Me dejan pasar, por favor? —preguntó, con tono cordial, pero no tan
cordial como hubiera usado con alguien que realmente se lo mereciera.
—No se permite la entrada de extraños al castillo —la informó el
guardia.
Locks miró alrededor en busca de un aliado. El otro guardia, también
armado con una lanza, le devolvió una mirada completamente carente de
curiosidad o sentimiento. No encontraría simpatía allí.
—Necesito hablar con el König —prosiguió, armándose de un valor que
no sentía—. Vengo de muy lejos y necesito su ayuda…
—La hora de consulta ha concluido —le aclaró el guardia—. No
atenderá a nadie más hasta el mediodía de mañana. Sugiero que regreses
entonces.
—Pero no tengo dónde pasar la noche —protestó Locks—. Mi amiga
vive muy lejos y no tengo dinero para pagar una posada…
—Duerme en la calle entonces —intervino el otro guardia, cuya mirada
de indiferencia había mutado en una de supremo aburrimiento—. No es de
nuestra incumbencia, niñita. Vete. Nos estás haciendo perder el tiempo.
Goldilocks sintió la rabia y la humillación subiéndole a la cara. ¿Cómo
podía ser que la trataran así? ¿No veían acaso que realmente necesitaba la
ayuda del König? ¿Qué clase de personas eran para echarla sin más de esa
manera? Bueno, se iban a enterar, pensó, mientras ponía los brazos en jarra
y les fruncía el ceño. Cuando estuviera frente al König se aseguraría de
hacerle saber exactamente qué clase de personas estaban a su servicio.
—Déjenme pasar —exigió—. Vengo de parte de Violette Riding Hood.
El cambio fue instantáneo. Los dos hombres se la quedaron mirando con
ojos abiertos de par en par y luego se miraron el uno al otro. Y Goldilocks
supo que había dicho las palabras correctas.
Locks forcejeaba entre los brazos de sus captores sin resultado alguno.
El metal de los guanteletes de los guardias le mordía la carne con fuerza y,
mientras más se retorcía, más se hacía daño, pero no podía evitarlo. Le
dolían los hombros porque la sostenían en volandas, sus pies colgando
encima del suelo patéticamente. Al principio había tratado de exigirles que
la llevaran frente al König, había tratado de convencerlos que era de suma
importancia y perderían sus trabajos si no lo hacían, pero los guardias no
habían parecido muy intimidados por sus amenazas. A medida que
avanzaban, las exigencias de la niña se habían convertido en un lloriqueo y
cuando la llevaron por una escalera de piedra mal iluminada, se dio cuenta
que había cometido un error garrafal. No sabía cuál era, pero estaba segura
que había hecho algo mal.
Al final de la escalera, había un hombre sentado en un escritorio frente a
una pesada puerta de hierro. A pesar de la escasa luz de su vela, estaba
concentrado leyendo unos papeles, con una pluma en la mano. Los guardias
arrojaron a Locks frente al escritorio y ella se raspó las rodillas y las palmas
contra la piedra del piso al caer. Ahogó un gemido de dolor y se quedó
mirando hacia abajo, tratando de contener las lágrimas.
—Capitán —dijo uno de los guardias—, hemos pillado a esta niña
tratando de escabullirse en el palacio para hacerle daño a nuestro König.
—No fue así —protestó Locks, en un hilillo de voz.
—Viene de parte de la criminal Riding Hood —agregó el otro guardia
—. Ella misma lo confesó.
—Bueno, ¿y a qué están esperando? —dijo el hombre tras el escritorio.
La silla raspó contra el suelo al moverse hacia atrás. Las pesadas botas del
Capitán se plantaron frente a la cara de Locks—. Regístrenla y prepárenla
para el interrogatorio.
Locks se estremeció. De pronto, el cuchillo de su padre que llevaba
escondido bajo el vestido le quemó contra la cadera. Si lo encontraban, no
creerían jamás que ella no había ido allí con malas intenciones.
—¡Esperen, por favor! —rogó—. Si tan solo pudiera hablar con el
König, él entendería…
Una mano cruel se aferró a su cabello y tiró de su cabeza hacia atrás,
con tanta fuerza que Locks no pudo ahogar un chillido.
—Al König no le interesa hablar con espías como tú —le espetó el
guardia, alzando el brazo.
Locks adivinó lo que se venía y cerró los ojos, esperando sentir el duro
impacto del guantelete contra el rostro…
—No recuerdo haberles dado permiso para que hablaran por mí.
La voz era suave y melodiosa, pero tan profunda que transmitía una
inmediata autoridad. Los dedos que tenían atrapada a Locks se aflojaron y
tanto los guardias como el Capitán se arrodillaron con ligereza.
—¡Su Gracia! —exclamó uno de los guardias—. No pretendíamos…
—¿Poner palabras en mi boca? —preguntó el König. Su tono era tan
frío y afilado como una cuchilla—. ¿Deshonrar el uniforme de la Guardia
Real maltratando niñitas inofensivas?
—¡Pero, mi König! —dijo el Capitán—. Ella es una criminal…
—¿Por qué? —volvió a preguntar el König—. ¿Qué hizo? ¿Mató a
alguien? ¿Se robó algo?
—N-no que nosotros sepamos —admitió el Capitán—, pero si viene de
parte de Hood…
—Nadie puede ser peor que Hood —replicó el König. Sus pasos
parecieron silenciosos y ágiles a comparación de los del Capitán—. Yo solo
veo una niña a la que esa criminal engañó para enviarme un mensaje y tú
deberías usar mejor tu juicio, Capitán.
—S-sí, mi König —tartamudeó el Capitán.
—Y ahora, fuera de mi vista —ordenó el König—. Informad a mis
doncellas que quiero que preparen una habitación, comida y ropa limpia
para esta niña.
Los guardias huyeron por la escalera con tanta rapidez que Locks
hubiera jurado que dejaron una brisa detrás de ellos. Solamente cuando el
ruido de sus pasos se extinguió en la escalera se animó a sentarse en el lugar
en que había caído. El ruedo de su vestido estaba rasgado y los brazos le
dolían con los cortes y moretones que recibió de los guardias.
Pero era difícil prestar atención a eso cuando la figura imponente del
König se erguía frente a ella.
Locks solo había escuchado de hombres nobles en los cuentos de su
madre y el König encajaba perfectamente con esa idea. Iba ataviado con
lustrosas botas y una capa borgoña con cuello de armiño lo cubría, rozando
el suelo. Cuando se acuclilló delante de ella, Locks notó su cabello. Era
rubio, pero no era en nada como el de ella: en lugar de dorado, era tan claro
que parecía casi blanco a la luz de las antorchas.
Pero lo más fascinante del König eran sin duda sus ojos. Locks
inmediatamente pensó en el bosque, el cielo del bosque, de un verde
rozagante con monedas de sol filtrándose entre las hojas de los árboles. Los
ojos del König eran exactamente así. Incluso tenían pequeñas pintitas
doradas en los irises. Se quedó tan embobada que por un momento no se dio
cuenta que él le había hecho una pregunta.
—N-no, su Majestad —murmuró—. Estoy bien.
—¿Sí? —preguntó el König y Locks se encogió cuando sus dedos
rozaron su antebrazo—. Tienes un moretón justo aquí.
Locks no supo qué debía contestar a esa afirmación, o si debía responder
algo en absoluto, así que se quedó callada. La sonrisa del König era amplia
y amable.
—No te preocupes —le dijo—. Aquí ya nadie te hará daño.
Los días de verano eran los peores días para las tareas domésticas, pero
Hood sabía que no podía quejarse. Había venido postergando la limpieza
por semanas y ahora no tenía a nadie a quien culpar más que a ella misma
por la cantidad de arañas que había proliferado en los rincones de la cabaña
y por el polvo acumulado bajo la cama y sobre los alféizares de su ventana.
Tenía los postigos abiertos de par en par con la esperanza de que llegara una
inexistente brisa que aliviara su cuerpo sobrecalentado por el trabajo
mientras barría o sacudía el trapo que había pasado sobre las superficies
sucias. Si trabajaba sin parar, la casa estaría ordenada y limpia para cuando
bajara el sol.
La Abuelita decía que trabajar con el corazón alegre y una canción en
los labios aligeraba la carga. Pero Hood no se acordaba de ninguna canción
y no creía que le quedara suficiente alegría en el corazón para inventarse
una. Por lo tanto, trabajaba en silencio, gruñendo de vez en cuando o
resoplando por el esfuerzo de levantar el cubo de agua con los brazos
acalambrados.
Acababa de mover el banco hacia el rincón más lejano de la sala, con
toda la intención de trepar en él y desalojar a sus indeseables inquilinas
cuando escuchó tres rápidos golpes en la puerta. Se detuvo un momento,
preguntándose si siquiera debería molestarse en mirar afuera para ver quién
era. Luego decidió que no. Trepó al banco, empuñando el plumero como
empuñaría su daga ante su enemigo mortal…
Los golpes en la puerta se repitieron. Hood contuvo un bufido de rabia y
bajó del banquito.
Cuando abrió, primero creyó que no había nadie fuera, pero eso era
porque estaba esperando encontrarse con una persona de su tamaño. Le
tomó un par de segundos mirar hacia abajo para encontrarse con la sonrisa
ancha de Goldilocks.
Hood le cerró la puerta en la cara y dio dos pasos al interior antes que
volvieran a tocar. La cazadora cerró los ojos, se recordó que solamente era
una niña molesta y volvió a abrir.
—¿Qué quieres? —le espetó, sin disimular su mal humor—. Estoy
ocupada.
Locks levantó un par de manos llenas de cortes y pequeñas vendas para
mostrarle su más reciente creación: un oso de felpa con ojos de botón
desiguales, una oreja más arriba que la otra y un cuerpo irregular mucho
más pequeño que su cabeza.
—¿Jugamos a cazar al oso? —propuso, con un brillo ligeramente
maniático en sus ojos.
—No —replicó Hood, con una mirada fulminante—. No todo en la vida
es un juego.
Y cerró la puerta una vez más, esperando que esta vez el mensaje le
llegara con claridad y decidida a no volver a abrir si la cría insistía.
Habían pasado un par de semanas desde el incidente del palacio. Hood
confiaba en que no vería a Goldilocks de nuevo, pero no habían pasado ni
dos días desde que la dejara a la orilla del bosque cuando, regresando a su
cabaña después de un arduo día de caza, se había encontrado con la niña,
sentada en el escalón de su puerta, con los codos en las rodillas y el mentón
en las manos. Tenía los ojos cerrados, pero no bien escuchó a Hood
acercarse, los abrió y se incorporó de un salto.
—¡Bienvenida a casa! —le gritó, casi con demasiado entusiasmo y, del
bolsillo de su delantal, extrajo un ramo de flores apelmazadas—. ¡Las
recogí para ti!
A Hood aquellas palabras le parecieron el eco de un pasado muy lejano
y su ligera aversión por Goldilocks se acrecentó notablemente.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, entre la confusión y la furia—. Te
dije que no tenía lugar para albergarte…
—Ya lo sé —contestó Locks con una sonrisa radiante—. Me estoy
quedando con un señor muy amable, a unos kilómetros de aquí. ¿Lo
conoces? Él dice que te conoce a ti.
A Hood aquello le había gustado todavía menos.
—Lo conozco —dijo, tratando de evitar mostrar que le hervía la sangre
de rabia ante su sola mención—. Y la verdad, me importa un bledo si te
quedas a vivir con él. Pero no me vengas a molestar.
—¡Oh, no! —replicó Locks mientras Hood pasaba a su lado—.
Solamente quería darte…
Hood había pegado el primero de lo que serían varios portazos, a veces
más de uno en el mismo día.
—¡Está bien! ¡Veo que estás cansada! —gritó Locks, a través de los
postigos cerrados—. Te dejaré las flores aquí afuera. No olvides ponerlas en
agua.
Al día siguiente, Hood había encontrado las flores resecas en el alféizar
de la ventana. Había aplastado los pétalos y los había arrojado a la brisa.
Aquello no sirvió para calmar su rabia.
Desde entonces, Goldilocks llamaba a la puerta de su cabaña
prácticamente cada tarde. Hood había adoptado la precaución de quedarse
en el bosque hasta más tarde de lo que era recomendable y de regresar a su
casa con mucha lentitud, pero era inútil. Aún si llegaba cuando el sol se
había ocultado en el horizonte, Locks estaba allí, con los bracitos en las
caderas para recordarle que quedarse fuera hasta tan tarde no era bueno para
su salud. El hosco silencio de Hood y hasta sus gritos ocasionales de que la
dejara en paz hacían poco y nada para disuadirla de sus visitas.
Si le hubieran preguntado a Hood por qué sentía tanta animadversión
por la niña, probablemente la cazadora les habría gritado que era asunto
suyo y de nadie más y que era mejor que la dejaran en paz por su propio
bien. Su segunda reacción habría sido decirles que la alegría y la
despreocupación de la niña la irritaban sobremanera. Que ella también había
sido pequeña alguna vez y había descubierto muy pronto que no todo eran
risas y juegos en la vida.
Sabía exactamente de qué claro Locks había recogido las flores que le
llevó. Lo sabía porque ella también las había recogido alguna vez. Antes de
ser la cazadora, antes de ser Riding Hood, antes siquiera de ser Violette, ella
había sido la criaturita indefensa que recogía flores en los claros. E incluso
había estado orgullosa de su hazaña.
Bueno, lo había estado el tiempo que le llevó correr del claro hasta la
orilla del lago donde su padre estaba despellejando los conejos que había
cazado ese día.
—¡Mira, papá! —le había dicho, levantando el fragante y colorido ramo
hacia él—. ¿No son hermosas?
Su padre la había mirado de reojo por un segundo antes de retomar su
tarea.
—Eso no es comida.
Su padre era un hombre alto, de hombros anchos y nariz aguileña. En
esa época, su barba y su cabello abundante todavía eran castaños, pero ya
habían empezado a salirle algunas canas de un gris oscuro que se volverían
más blancas con los años. La boca y el borde de los ojos ya tenían unas
líneas profundas que lo hacían parecer mucho mayor de lo que era y
muchos años después, Hood se preguntaría de dónde salían esas líneas de
expresión. Ella no recordaba haberlo visto riéndose nunca. Es más, no lo
recordaba enojado, ni asustado ni de ningún otro humor que no fuera aquel
silencio taciturno y cortante, un silencio que lo rodeaba como una muralla
altísima de la que de vez en cuando se escapaban palabras, siempre pocas y
tajantes.
Una muralla que la criaturita indefensa nunca pudo atravesar, pero
contra la que se despellejaba los puños tratando de conseguir que la dejaran
pasar.
—Claro que no —le había dicho, todavía con una sonrisa—. Son flores.
Son para adornar la cabaña.
—Pero no se comen —insistió su padre—. Te dije que buscaras comida
porque ya eres lo bastante mayorcita como para buscar tu parte y, en
cambio, te fuiste por ahí a perder el tiempo.
Era lo más parecido que había recibido a una regañina en su corta vida.
La criaturita indefensa había sentido como le ardían las mejillas de rabia. Se
había aferrado a las flores con impotente testarudez.
—¡Pues a mí me parece que son muy lindas! —replicó, con todo el
desafío que cabía en su boca pequeña—. ¡Aunque no se puedan comer!
Su padre no la retó por levantarle la voz, pero la criaturita debió saber
que aquella falta de respeto no quedaría sin castigo.
El aroma de los conejos asados al fuego y generosamente
condimentados le picaba en la nariz. El estómago le protestaba en dolorosos
gruñidos y a la criaturita le parecía que el plato blanco, redondo y vacío
delante de ella se difuminaba hasta invadirle la cara por completo.
—Tengo mucha hambre —se quejó, bajito.
—Ahí está lo que recogiste esta tarde —replicó su padre con frialdad—.
Sírvete si quieres.
Como para burlarse de ella, las flores estaban en medio de la mesa,
metidas en un vaso de agua apenas lo bastante profundo para ellas, tan
rozagantes y bellas como lo habían estado cuando la criaturita las había
arrancado de su sitio. La criaturita había sentido que las lágrimas se
acumulaban en sus ojos, pero a pesar de la debilidad que sentía, aún había
conseguido reunir suficiente rabia como para replicar:
—Pero esas no son para comer.
—Así aprenderás —la retó su padre, hundiendo el cuchillo en la tierna
carne del conejo—. No todo en la vida es un juego.
En el recuerdo de Hood, la criaturita había hecho algo para responder a
esa injusticia. Había arrojado el vaso a la pared con fuerza suficiente para
romperlo, o mejor aún, lo había empujado sobre la mesa para que las flores
y el agua arruinaran el conejo que su padre se comía tan orondo para que él
también pasara hambre esa noche. Se había levantado y había escapado a su
habitación, encerrándose de un portazo contundente y, luego, había huido
por la ventana para no volver a ver a ese hombre cruel y frío nunca más en
su vida. En el recuerdo de Hood, Hood hacía lo que hubiera querido hacer:
gritarle, rebelarse, sacudirlo hasta que admitiera que en realidad la
detestaba, porque esa simple verdad habría hecho todo más fácil para ella en
los años que iban a seguir.
La criaturita indefensa, en la cruda realidad del pasado, no había hecho
ninguna de esas cosas. Se había quedado sentada en su silla, con la mirada
baja y las lágrimas de la más honda humillación rodándole por las mejillas.
La mano del hombre todavía goteaba sangre cuando pasó al lado del
árbol de Locks. La niña temblaba como una hoja en el vendaval y temió que
se delataría, pero el hombre ni siquiera se molestó en mirar hacia los
costados. Tampoco se paró a vendarse la mano o a lavársela en el arroyo
cercano; simplemente siguió caminando, como si el suelo salpicado de rojo
que iba dejando a su paso no fuera más importante que los insectos que
aplastaba con sus botas inmensas.
Después de un rato, el corazón desbocado de Locks se tranquilizó, pero
no su mente paranoica. El cazador había amenazado a Hood. El cazador
había dicho que mataría a Hood como un lobo mata a un conejo que sale de
su madriguera. Eso no tenía ningún sentido que ella pudiera entender, no
importaba cuántas vueltas le diera. Había percibido cierta aprehensión entre
ella y el cazador, pero jamás pensó… jamás se imaginó que fuera a ser algo
como esto.
De pronto, los largos silencios del hombre delante de la chimenea ya no
se le antojaban reflexivos sino ominosos, el cuchillo con el que solía talar
esculturas de madera era un arma letal que podría usar para atacar a su
amiga. O a ella. Porque Locks no veía motivo alguno por el que el cazador
quisiera matar a Hood. Y sin embargo era evidente que tenía toda la
intención de hacerlo.
No podía quedarse en su casa ni un minuto más. No después de lo que
había visto y oído. Tenía que irse. No sabía a dónde ni cuánto tiempo se
quedaría allí, pero no podía vivir en la misma casa que alguien dispuesto a
matar a una persona, como si fuera un oso hambriento y ciego.
Locks corrió por el bosque, saltando sobre ramas, esquivando piedras,
sin preocuparse ya por el alboroto que causaba, demasiado asustada para
pensar. Cuando llegó a la cabaña a la que, por un momento, había creído
que podría llamar hogar, se detuvo con el aliento jadeante, pero no había
ninguna sombra en la ventana, ningún movimiento de la puerta que indicara
que había allí otra persona. Cuando por fin se animó a entrar, la encontró
desierta.
No se preguntó a dónde había ido el cazador. Hacer el equipaje fue un
proceso rápido y sencillo. No tenía nada, excepto un vestido que el hombre
le había traído de regalo del pueblo para que pudiera alternar, un par de
zapatos menos gastados que los que llevaba en ese momento, el cuchillo de
desollar de su padre, por supuesto…
¡Sombra! Tenía que llevarse al pobre Sombra con ella. No tenía arreos
con los que guiarlo, pero quizá encontrara algo de cuero en el establo…
En su apuro, apenas miró el jarrón marrón sobre la repisa de la
chimenea. Lo había visto muchas veces en el transcurso de aquellos días,
tantas que era tan familiar para ella como el correr del viento entre las
ramas o como el camino entre esa cabaña y la de Hood.
No se fijó que al pasar corriendo, su hombro rozó la repisa, perturbando
su delicado equilibrio. Hasta que estaba a mitad de camino hacia la puerta,
frotándose el hombro para amortiguar el dolor, ni siquiera se dio vuelta a
mirarlo.
Pero cuando lo hizo, fue repentino y con temor. El sonido de la cerámica
partiéndose contra el suelo demandaba toda su atención.
El pánico de Locks alcanzó niveles insospechados. Corrió hacia la
cerámica rota, pero tratar de repararla sería como armar un rompecabezas
sin ningún tipo de pista. Si a Hood la amenazaba por ningún motivo, ¿a ella
qué le haría por haber roto sus cosas…?
—¡Ay! —exclamó, mirando la solitaria gota de sangre que se deslizaba
en la yema de su dedo. Se la llevó a la boca, pensando con desesperación en
sus opciones cuando notó un papel blanco y doblado muy pequeño entre el
desastre.
Esta vez, se tomó su tiempo. Envolvió su mano en el delantal y fue
separando lo pedazos del jarrón roto con mucho cuidado. Locks era una
niña curiosa e impulsiva, pero a pesar que muchos lo pensaban, no era
idiota. Si encontraba algo, lo que fuera, que la pudiera salvar de la ira del
cazador…
El papel no era papel, sino un retazo de tela. Era pequeño, apenas del
tamaño de la palma de la mano de Hood. Era ovalado, pero los bordes
estaban un poco amarillentos y carcomidos por las polillas y el tiempo. El
rostro en medio del retrato estaba claro, sin embargo: era una mujer que
miraba por encima de su hombro, los ojos grandes de color rojo y el cabello
violeta y lacio recogido en una trenza por un imperdible adornado de lo que
parecían ser perlas. Tenía una sonrisa amable a la vez que juguetona, como
si el pintor del retrato la hubiera pillado en medio de una travesura. Había
letras debajo de su rostro que Locks no podía leer, pero no necesitaba
hacerlo.
Aquel rostro exacto la había mirado con el ceño fruncido y los labios
apretados desde la puerta de una cabaña más temprano ese mismo día.
Salvo unos pocos detalles (la nariz no era tan fina, los labios un poco menos
voluptuoso), aquella mujer era idéntica a Hood.
La orden del König
Locks esperó un día. Limpió la cabaña lo mejor que pudo (no conseguía
alcanzar los rincones más altos del techo), le dio de comer a Burro y a
Sombra y preparó un estofado con la carne salada que encontró en la
alacena del cazador. Johan. Su nombre era Johan y conocía al König.
Aunque su miedo era grande y su desconcierto aún más, la curiosidad le
había ganado a ambas. Ahora quería obtener unas cuántas respuestas antes
de saber si debía huir o no. El sol descendió sobre el horizonte y el estofado
sobre la mesa se enfrió. Cuando Locks intentó comerlo, tuvo que reprimir
una arcada de asco y acabó tirándolo por la ventana. A la mañana siguiente
había un zorro cebándose en él, sin darle demasiada importancia a sus pocas
dotes de cocinera. Locks se quedó largo rato admirando su lustroso pelo
rojo, pensando en lo lindo que sería tener un par de guantes de ese color,
hasta que el zorro, quizá percibiendo sus ideas, huyó entre los árboles.
Johan no había vuelto.
Locks esperó otro día. Lavó su delantal y sus medias y las pocas ropas
del cazador que pudo encontrar. Tuvo que sacar un banquito de la casa para
pararse en él y colgar la ropa. Por la tarde, se largó una lluvia inesperada,
así que tuvo que salir corriendo a recogerlo todo y extenderlo entre las
sillas. Intentó encender un fuego para caldear la habitación, pero al cabo de
un momento todo estaba cubierto de jirones gris oscuro que la hacían toser
y le irritaban los ojos. Tuvo que abrir la ventana para respirar y el resultado
fue que todo el suelo de la cabaña quedó cubierto de enormes charcos de
agua. La ropa olería a humo durante días enteros.
Johan seguía ausente.
Al tercer día, Locks decidió no hacer absolutamente nada. Se sentó
afuera de la cabaña, recogió unas cuantas flores y las trenzó en una corona,
pero le salió torcida. La desarmó y armó otra, pero cuando intentó ponérsela
a Sombra en el cuello, el percherón prefirió comérsela.
—Apuesto a que el Señor Zorro me dejaría ponérsela —le dijo Locks,
irritada.
Sombra no se mostró particularmente celoso.
El sol volvió a caer y Locks contó las estrellas en el cielo a través de la
ventana del comedor, pensando que Johan tampoco iba a aparecer esa
noche. Quizá lo mejor sería que se fuera a dormir. Por la mañana, si Johan
no había vuelto, iría a ver a Hood y le preguntaría si podía quedarse con ella
otra vez. Quizá esta vez le diría que sí, si Locks argumentaba que no le
molestaría dormir en el suelo.
Estaba tan ensimismada que se sobresaltó cuando escuchó la puerta de
la cabaña abriéndose. La figura enorme de Johan se plantó en medio de la
cabaña, oteando el aire y mirando alrededor, como si se diera cuenta que
había algo diferente en su hogar pero no pudiera determinar qué.
Como un oso que vuelve a su cueva.
Locks sacudió la cabeza para librarse de ese pensamiento tan horrible y
se puso de pie. La punta del cuchillo de su padre le raspó el muslo y aquello
le dio valor.
—Hola.
Johan la miró como si no la reconociera ni recordara por qué estaba allí.
—¿Dónde estabas? —siguió preguntando ella—. ¿Te fuiste de viaje?
¿Por qué no me avisaste?
¿Se estaría creyendo que ella no sabía nada, que no había visto el
enfrentamiento en el claro ni al hombre regordete con la insignia del König?
Johan seguía mirando para todos lados, cada vez más agitado. Levantó
un dedo grueso hacia la repisa de la chimenea.
—Allí había un jarrón —dijo.
—Sí. Lo rompí y lo tiré.
—¡¿Lo tiraste?! —exclamó Joha, con los ojos desorbitados—. ¡¿Todo?!
Locks se metió la mano al bolsillo y sacó el pedazo de tela con el retrato
de la mujer parecida a Hood. Antes de que pudiera explicarle que lo había
encontrado, Johan se lo arrancó de las manos, lo desplegó y pareció aliviado
de verlo intacto.
—Lissette…
—¿Así se llama? —preguntó Locks. Johan dio un salto hacia atrás,
como si se hubiera olvidado otra vez que ella estaba ahí—. Es la mamá de
Hood, ¿verdad? ¿Y tú eres su papá?
Johan no contestó esas preguntas. Quizá porque la respuesta era tan
obvia que no hacía falta decirla en voz alta. Corrió la silla y se sentó con un
suspiro profundo y tembloroso, como si estuviera aguantando las lágrimas.
—¿Dónde está ella? —siguió preguntando Locks.
Johan volvió a mirar el retrato, con tanta intensidad que parecía ser lo
único importante en toda su cabaña. Su voz sonó más ronca de lo habitual
cuando habló otra vez:
—Murió. Ya hace muchos años.
—¿Por eso siempre estás tan triste?
Una sonrisa afligida apareció entre la barba de Johan. Estiró su manaza
y la apoyó con suavidad sobre la cabeza de Locks. Volvió a doblar el retazo
con mucho cuidado y miró alrededor, como si estuviera buscando un lugar
digno de guardar su tesoro más preciado.
—Señor cazador… Johan —lo volvió a llamar Locks, porque estaba
segura que de nuevo se había olvidado de ella—. Si eres su papá, ¿por qué
te peleas con Hood?
Johan deslizó la silla hacia atrás, palpó la pared más alejada como si
estuviera buscando algo y finalmente dio con un ladrillo suelto. Lo sacó,
miró el retrato una última vez y luego lo dejó con cuidado en el agujero
rectangular frente a él.
—Violette… Hood se ha convertido en una persona que no comprendo
—dijo, mientras volvía a empujar el ladrillo en su lugar para ocultar el
escondite—. Quizá nunca la comprendí para empezar. El hecho es que ella
ahora… no importa. Ya lo entenderás cuando crezcas.
Las mejillas de Locks ardieron con pura frustración.
—¡No, quiero entenderlo ahora! —demandó con una patada en el suelo
—. ¿Por qué dijiste que Hood podía morir si no se quedaba en el bosque?
—¿Y cómo sabes tú todas esas cosas, pequeña?
Locks se tapó la boca con las manos. Había hablado de más y ahora
Johan sabía que los había estado espiando. Quizá se enfadara con ella…
—No importa —suspiró el hombre—. Violette quiere hacer algo muy
estúpido y muy peligroso, así que tengo que pararla como sea.
—¿Incluso si le haces daño? —quiso saber Locks. Johan no respondió
—. ¿Incluso si la matas? —siguió Locks, agitándose cada vez más—. ¡¿Qué
puede valer más que la vida de tu hija?!
—La vida del König —contestó Johan, contundente—. Es un niñato
arrogante y no tiene idea de cómo gobernar el reino. Pero si no estuviera,
todo se vendría abajo. No hay nadie para reemplazarlo, los campesinos
armarían una revuelta y otros Reinos podrían hacerse con el nuestro. El
König es un símbolo que no puede ser destruido por el bien de todos y
Violette es una egoísta ciega. Por eso la tengo que parar, ¿lo entiendes?
Locks no lo entendía del todo, pero le daba la impresión que si
preguntaba más, Johan se limitaría a decirle exactamente lo mismo, sin
cambiar ni una palabra. Como un comediante que repite sus líneas sin
mucho entusiasmo frente al público de la feria. De todos modos, se sentía al
borde de las lágrimas, porque no era justo y no estaba bien. Los padres
tenían que cuidar a sus hijos, no matarlos.
—Pero, ¿tienes que ser tú? —quiso saber—. ¿No puede ser nadie más?
¿No puede alguien hablar con ella, explicarle…?
Johan pegó un puñetazo contra la pared. Toda la cabaña pareció vibrar
con el golpe, o quizá era que Locks se había echado a temblar. Su cuerpo
era demasiado pequeño para contener toda la rabia y la frustración que
sentía.
—Le juré lealtad al Reino hace mucho tiempo —contó Johan en un
susurro. Enderezó los hombros y miró al frente, de pronto parecía un
hombre distinto: menos tosco, menos indiferente. Más triste todavía—. Una
sola vez falté a mi juramento y por eso hoy Violette está aquí. No escuchará
a nadie ni se detendrá ante nada. Yo le enseñé todo lo que sabe, le enseñé a
sobrevivir a cualquier costo. Así que sí, tengo que ser yo.
Se volvió hacia Locks y trató de esbozar una sonrisa. Salió más como
una mueca de dolor que otra cosa.
—No importa —le aseguró, pero Locks pudo ver que mentía: tenía el
rostro tan contraído que se le marcaban las arrugas alrededor de los ojos—.
En verdad que no. Ella es una desconocida para mí. Y una vez que esté
hecho, podré ofrecerte un hogar de verdad, pequeñita. Un lugar donde
puedas estar a salvo. ¿No te gustaría?
Locks echó a correr. No sabía a dónde, porque la cegaban las lágrimas,
ni qué haría cuando llegara. Solamente sabía que tenía que salir de allí,
escapar de esa cabaña como fuera, de la mirada triste de Johan, de su
resignación a que no le quedaba nada por hacer más que destruir a su propia
familia.
Corrió hacia el establo y se quedó apoyada en la puerta, con la
respiración entrecortada por las lágrimas que se le agolpaban detrás de los
ojos. Cuando levantó la vista, vio a Sombra mirándola casi con temor, como
si no supiera qué era lo que debía hacer en ese momento. Pero de pronto,
Locks lo sabía.
Le costó ensillarlo. Había visto a su padre ensillando a Azúcar otras
veces, pero Sombra era mucho más grande y ella estaba sola. Sin embargo,
el percherón se dejó hacer con infinita paciencia y después aguardó con
callada resignación mientras Locks se trepaba a un fardo de heno y daba dos
o tres saltitos para darse impulso. Sus piernas cortas no alcanzaban a
meterse en los estribos, pero eso quizá fuera lo de menos. Lo que más
miedo le daba a Locks era el suelo, que de pronto le parecía muy lejano y
muy duro como para caerse.
Pero tenía que hacer esto. Tenía que parar toda esa locura como fuera.
La puerta del establo quedó abierta cuando Sombra se lanzó a través de
ella. Probablemente fuera peligroso para Burro que quedara así, pero no
tenía tiempo de bajarse a cerrarla. Si a Johan le importaba lo haría él
mismo, pero Locks no se detuvo a mirar sobre su hombro para ver si salía a
verla partir. Por lo que sabía, él ya podía estar en camino al castillo, ya
podía estar tramando la manera en que le haría daño a Hood.
Johan seguía en la cabaña cuando escuchó los cascos de Sombra
retumbando sobre el camino. No le sorprendía demasiado. La niña
regresaría. O al menos, eso necesitaba creer para seguir adelante con lo que
iba a hacer.
—Lo entiendes, ¿verdad, Lis? No tengo otra salida.
Lissette no le contestó. Nunca lo hacía.
El patio del castillo estaba lleno a rebosar y era mucho peor de lo que
Hood se había imaginado que sería. Si había creído que la multitud en el
mercado era molesta y sudorosa, ésta la superaba por mucho: estaba
compuesta más que nada por sacerdotes que se decían hombres santos y
tenían la capacidad de curar invocando a los dioses, de charlatanes que
decían traer curas de tierras lejanas, de viejas brujas y curanderas que se
miraban las unas a las otras de reojo, con desconfianza, como si estuvieran
seguras que cualquiera estaba al acecho de robar sus fórmulas y secretos.
Hood se había disfrazado como una de ellas: había sido fácil ensuciar una
capa vieja (no la violeta, no su favorita) y hacer un bulto con un montón de
sábanas para crearse una joroba. Se había empolvado el cabello y se había
pintado el rostro con jugo de moras, que le daba a su cara un aspecto rojizo
que ayudaba a disimular el color de sus ojos.
Aun así, se preguntó si sería suficiente. Los guardias apostados en la
puerta no eran los campesinos cobardes e imberbes a los que el König les
ponía una espada en la mano y los mandaba a patrullar; eran oficiales de
alto rango, barbas pobladas y mirada severa. Analizaban y anotaban el
nombre de cualquier persona que se acercara a las puertas, examinaban los
remedios que traían y luego los despachaban sin demasiadas ceremonias.
No había una fila ordenada ni mucho menos y nadie parecía demasiado
interesado en formarla, así que acabar frente a ellos era una cuestión de pura
suerte. O mejor dicho, de pisar los pies correctos y clavar el codo en las
costillas correctas.
Hood llevaba varios minutos abriéndose paso de esa manera. El sudor le
chorreaba por la cara y esperaba que su maquillaje no se hubiera descorrido
para cuando llegara delante de los guardias. También esperaba que a
ninguno se le ocurriera que aquella anciana de ropas roídas traía una daga
en las botas con las que pensaba hacer mucho más que curar al soberano de
todos ellos. Parecían bastante despiertos y hasta ahora habían permitido que
entraran solamente dos de los supuestos curanderos. Hood esperaba que
ninguno de ellos intentara hacer lo mismo que ella.
Pisó una capa, con lo que el hombre que iba delante de ella trastabilló y
golpeó a otro, y mientras los dos discutían sobre de quién había sido la
culpa, Hood ocupó su lugar al frente de la multitud. Avanzó fingiendo una
cojera pronunciada y levantó apenas un ojo cuando los guardias le
ordenaron dar la cara.
—¿Quién eres tú, vieja? —preguntó uno de los guardias, mirándola
ceñudo.
—Oh, mi señor, veréis —dijo Hood, impostando la voz para que sonara
más cascada y temblorosa—. Soy solamente una anciana que lleva años
practicando mi arte en soledad. De haberme enterado antes que el joven
König estaba enfermo, hubiera acudido con más celeridad, no le quepa la
menor duda. No albergo más que buenos deseos para él, así es, señor. Pero
en el Bosque donde yo vivo, veréis, las noticias llegan con mucha lentitud y
un viaje tan largo, con esta pierna mala…
—¿El Bosque? —repitió uno de los guardias, impresionado. Intercambió
una mirada incrédula con su compañero—. ¿La Anciana del Bosque?
—¡Pensamos que había muerto!
—Oh, qué jovencito tan gracioso —dijo Hood. Soltó una risa que
convirtió en una tos seca de inmediato—. Es natural pensar eso, pues es
natural morirse a una edad como la mía. Pero los dioses han tenido a bien
preservarme hasta ahora, quizá para que pueda serle de alguna utilidad a
nuestro bien amado König. ¿Quién puede entender el designio de los
dioses? En fin, heme aquí, con algunos remedios que quizá puedan aliviar
los dolores de nuestro señor.
Se cuidó mucho de exagerar el temblor de sus manos cuando les ofreció
a los guardias una bolsa que traía en el cinturón. Los dos desataron el
cordón y miraron dentro, aunque era muy probable que no tuvieran idea de
lo que estaban viendo entre las hojas secas y ramas que Hood había metido
al azar. Esperaba que no se molestaran en pensárselo demasiado. Le dolía la
espalda de estar en esa posición y le picaban las manos dentro de los
guantes. Quería llegar junto al König cuanto antes y terminar lo que sus
lobos habían empezado…
El guardia volvió a cerrar la bolsa y se la devolvió con un asentimiento.
—Adelante, anciana —le dijo, con mucho más respeto que antes—.
Puede que seas la última esperanza de su Gracia.
—Oh, esperemos que no llegue a eso. Esperemos que no.
Ella esperaba que la satisfacción que sentía no se trasluciera en su tono
de voz. Ya casi, se dijo. Ya casi estaba hecho, y después y después…
Dio un paso hacia la puerta. No, ni siquiera llegó a dar un paso antes de
que todo se viniera abajo.
Escuchó el zumbido de la flecha antes de verla, pero aun así no fue lo
suficientemente rápida para apartarse de su camino. La flecha no la golpeó a
ella, sino a su falsa joroba, que cayó al suelo desparramándose y
arrancándole la capa. Reaccionó por instinto, como si un animal la hubiera
atacado en el bosque: la daga estaba en su mano, la postura lista para atacar,
los ojos analizando cada detalle del terreno en busca de su enemigo.
Hubo un momento de absoluto estupor entre los guardias y los
curanderos parados en el patio. El pasmo más absoluto se pintaba en todos
los rostros que Hood recorrió de una mirada sin encontrar a nadie con el
arco entre las manos. ¿Dónde estaba? ¿Quién había sido…?
—¡Es Violette Riding Hood! —exclamó alguien.
Y entonces se desató el infierno.
La marea de gente en el patio del palacio se precipitó hacia las rejas, que
cayeron sobre el suelo con un golpe seco, dejándolos atrapados para que
fueran testigos de lo que estaba a punto de ocurrir. Con la sangre latiéndole
en los oídos, Hood descubrió a su enemigo.
Joha se dejó caer desde la muralla con una soga lo suficientemente
gruesa para aguantar su peso. Todavía tenía el arco en la mano y un carcaj
lleno, pero apenas sus botas hicieron contacto con el suelo, lo arrojó a un
lado como quien se quita un estorbo de encima. La daga que él tenía era
mucho menos elegante, pero mucho más grande que la de ella y Hood sabía
exactamente con qué destreza la manejaba.
Iba a matarla con ella. La iba a degollar como a otra de sus presas, de
cerca y personal.
—¡Maldito! —exclamó con la suficiente fuerza para que todos la
escucharan.
—Fuiste descuidada —contestó Joha, con indiferencia en la voz—.
Nadie tiene la culpa más que tú.
Por el rabillo del ojo, Hood alcanzó a ver el movimiento en lo alto de la
torre. Por supuesto, allí apareció el odioso cabello rubio platino del
soberano, coronado con oro y pedrería. Parecía bastante robusto y Hood
hubiera apostado todo lo que tenía a que estaba sonriendo.
No importaba. No le iba a dar la satisfacción de morir en su trampa
como un conejo asustado. No le importaba si de alguna manera había
hallado al único hombre en todo el reino capaz de superarla.
Pero incluso mientras avanzaba hacia ella, Joha parecía vacilante.
—Se acabó, Violette —le dijo con voz cansina—. ¿Por qué no lo
admites? ¿Por qué no te rindes?
Hood no le contestó. No esperaba que él, entre todas las personas,
comprendiera sus razones. En cambio, levantó el cuchillo en posición
defensiva…
Esta vez las flechas no la tomaron por sorpresa. Las esquivó de un salto
y los proyectiles se clavaron temblando donde ella estaba parada un minuto
antes. Fantástico. Estaba rodeada, pero los arqueros de las almenas no la
preocupaban demasiado. Tenían una puntería pésima y eran tan sutiles
como un oso en una casa de té.
No, Joha era más peligroso. Y cada segundo que pasaba, cada
respiración que vacilaba en atacarla, la cuerda se tensaba todavía más.
—¡¿Qué estás esperando?! —bramó el König desde las alturas—.
¡Acábala de una vez!
—Vamos —lo provocó Hood, por una vez de acuerdo con el lobo
estúpido—. Intenta matarme. Es lo que siempre quisiste, después de todo.
Eso pareció llegarle. Atravesó las murallas que rodeaban a aquel hombre
solitario e incomprensible, directo hacia donde era más vulnerable. Directo
hacia su orgullo.
—¡No es verdad! —exclamó. Levantó el cuchillo y por fin, por fin,
lanzó una estocada hacia ella. Pero fue desganada y Hood la paró con suma
facilidad—. ¡Nunca quise hacerte daño! Quería que aprendieras a
sobrevivir…
—¡Cállate! —gritó Hood.
La cuerda se había cortado y ella no quería escuchar sus excusas. La
daga apuntó hacia su rostro, hacia sus ojos grises como la niebla que no se
parecían en nada a los de ella. Joha la detuvo con un golpe en el interior del
codo que le hizo temblar el brazo, pero Hood apretó los dientes y le lanzó
un puñetazo directo a la cara. Lo alcanzó pero Joha no se desconcertó ni
perdió el paso. Cerró el puño y se lo clavó en el estómago con todas sus
fuerzas.
El aire escapó de los pulmones de Hood y sus rodillas se doblaron, pero
a pesar de eso consiguió rodar lejos de él e incorporarse otra vez, la daga en
la mano, expectante.
—Quería que dejaras de ser una criaturita indefensa —continuó Joha—.
Quería que fueras fuerte.
Hood se abalanzó hacia él con un grito de rabia, pero en vez de
defenderse o responder al ataque, Joha simplemente se hizo a un lado.
—Y mírate ahora. Eres tan fuerte…
—¡No gracias a ti! —le espetó ella. Le ardían los ojos, pero por todos
los demonios y todos los dioses, no la iba a ver llorar—. ¡Tú no hiciste nada
por mí! ¡Tú me abandonaste! ¡Fue la Anciana la que me cuidó, la que me
enseñó cómo vivir! ¡Y TÚ ESTÁS TRABAJANDO PARA EL HIJO DE
PUTA QUE LA MATÓ! ¡NO ERES MÁS QUE OTRO ASESINO IGUAL
QUE ÉL!
John abrió los ojos ante esa afirmación y se quedó inmóvil. Como si el
muy imbécil no lo supiera, como si acabara de enterarse. Eso le dio más
rabia a Hood. ¿Realmente pensaba que a ella le gustaba hacer eso?
¿Realmente creía que podía derramar la sangre de otro humano solamente
porque se le ocurría o porque le parecía divertido? Ella no era como él, ni
como el lobo en la altura de las almenas. Ella era la Cazadora, y él se
acababa de interponer entre ella y su presa.
Hood se abalanzó hacia adelante, la punta del cuchillo preparada para
herir, preparada para matar. No vaciló. Creyó que no lo hizo, pero las
palabras de la Anciana le resonaron en la cabeza como un golpe en el
último segundo.
Nunca hieras a otro humano, Violette.
El fino hilo de aire que quedó entre la punta de su arma y el cuello de
Joha no habría podido protegerlo si él no hubiera cerrado el puño alrededor
de la muñeca de la cazadora. La arrojó un lado, pero con menos fuerza esta
vez, como si no pretendiera hacerle daño. Aun así, la cazadora se estrelló
contra un árbol; el dolor en la espalda la cegó y cuando quiso darse cuenta,
su daga estaba en el suelo, lejos de ella. Joha se acercó a ella, su propia daga
en la mano y una expresión triste en los ojos.
—Violette… —murmuró.
A pesar de ver la muerte brillando en la punta de aquel filo, Hood se
permitió una última impertinencia:
—¿Cuántas monedas te van a dar por la cabeza de tu hija?
—¡BASTA!
La orden llegó chillona, desesperada, de una voz que Hood hubiera
creído que era la última que escucharía en un momento como aquel. La niña
escapó de entre la multitud que se había agolpado contra la reja y corrió
hacia ella. Los guardias y arqueros se quedaron tan atónitos que no llegaron
a darle la voz de alto ni a tratar de sujetarla, hasta que se interpuso entre los
dos contendientes. Goldilocks se aferró a la falda de Hood con sus puñitos.
—¡Basta, por favor! —repitió, con la voz quebrada—. ¡No es así, no es
así! ¡Él no es un mal hombre! ¡Es tu familia! ¡No puede matarte!
Joha parecía más pasmado que nunca. Una ola de rabia más fuerte aún
que la anterior bajó por la espalda de Hood al ver aquella expresión
confundida y estúpida en su rostro. Agarró a Locks por los hombros y trató
de hacerla a un lado, pero la niña se resistió con todas sus fuerzas y siguió
gritando como si le estuvieran arrancando la piel a tiras:
—¡Él me dio un lugar para dormir, encendió el hogar para mí! ¡Me dio
comida y dejó que me quedara con él cuando no tenía a donde ir! ¡No es un
asesino, Hood, y tú tampoco! ¡Tú eres mi amiga!
—¡Sí que lo somos! —gritó Hood—. ¡Hazte a un lado, niña! ¡Deja que
me mate como a otra de sus presas!
—¡NO! —contestó Locks y testarudamente cerró los brazos alrededor
de la cintura de Hood, con tanta fuerza como si ni los mismísimos dioses
fueran a poder arrancarla de allí—. ¡No te va a matar!
Entre la furia que le nublaba la razón, Hood tuvo un momento de
claridad para ver lo que la niña estaba intentando hacer: protegerla con su
cuerpito, como si una niña menuda de once años fuera a poder detener a un
hombretón del tamaño de Joha por pura fuerza de voluntad.
Lo más extraño es que parecía estar funcionando.
Joha bajó la daga.
—Nunca quise que me odiaras.
—Pues te odio —contestó Hood, como si estuviera simplemente
constatando un hecho.
—Me lo merezco.
Él también estaba declarando lo obvio.
Lo que no fue tan obvio, lo que Hood no llegó a entender, fue lo que
hizo a continuación: se dio la vuelta, sujetando la daga por el filo. La lanzó
hacia la reja y, justo cuando ella pensaba que había sido un movimiento
completamente inútil, un hombre lanzó un alarido y se desplomó. Al mismo
tiempo, la reja subió con un rechinido. La multitud tardó un segundo en
reaccionar, el mismo segundo que le tomó a Hood tirar de los brazos de
Locks y hacer que se sujetara a su cuello.
—¡A ELLA! —ordenó el König—. ¡ACABEN LO QUE ESE
COBARDE NO PUDO!
Volveré a visitarte, pensó la cazadora mientras atravesaba el jardín del
palacio. Volveré a visitarte, lobo. Muy pronto.
Se zambulló entre la gente que trataba de protegerse de la lluvia de
flechas dirigidas a Hood y zigzagueó por las calles del pueblo. Corrió hasta
que las rodillas se le doblaron y hasta que se le acalambraron los brazos por
el esfuerzo de cargar a Locks.
No supo por qué la salvó. Quizá porque una parte de ella se sentía en
deuda. Quizá porque nadie jamás había intentado defenderla. Quizá porque
nadie antes le había dicho que era su amiga. Qué niña tan estúpida.
... y lo que tienes que entender, niñita, es que eran más que sus amigos.
Era su manada. Comía con ellos, corría con ellos, recorría los Bosques con
ellos. Pasaba más tiempos con ellos que con sus tutores o con sus
cortesanos. Colgó collares con la insignia de su casa alrededor de sus
cuellos para señalar que eran suyos. Con las personas, era altanero e
impaciente, pero a sus lobos era capaz de mostrarles la mayor amabilidad
y cariño. Ellos le devolvían sus atenciones con lealtad feroz: lo seguían allí
donde fuera y eran una presencia constante y temible a su alrededor.
Ningún enemigo se hubiera atrevido a acercarse por temor a terminar con
la garganta desgarrada bajo esos dientes enormes. Por momentos, los
sentía más cercanos a él que a sus propios padres, cuya relación tirante se
volvió más amarga con el tiempo.
Cuentan que cuando el König murió, él y Königin Viktoria no habían
hablado por semanas. Y con la muerte del König, Kronprinz Wilhelm
perdió lo que más amaba.
Esa mañana, encontró los caniles vacíos y cuando los llamó, ninguno
de ellos acudió. Los buscó en las cocinas y hasta en los pisos superiores del
castillo donde no tenían permitido entrar por orden de la Königin.
Finalmente, desesperado, apresó el brazo del mayordomo que se acercaba
a él.
—Alexander, ¿dónde están mis lobos? ¡Cerré su canil anoche, como
todas las noches! ¡Estoy seguro!
Alexander sintió lástima por él. No era más que un muchacho de
diecisiete años y ahora caería sobre él una tarea que hasta hombres
adultos encontraban difícil sobrellevar.
—Su Gracia, no os preocupéis por ello ahora...
—¿Qué no me preocupe...? ¡Alexander, mis lobos son lo más
importante...!
—Vuestro padre acaba de morir —le informó el mayordomo—. El
Consejo y vuestra madre desean verlo... mi König.
Kronprinz Wilhelm, ahora el König, sintió el peso de aquellas palabras
como una daga en el corazón.
Pero no solamente los soberanos mueren.
Fuera de los muros del castillo, en el pueblo, un hombre agonizaba en
su cama, consumido por una fiebre tan feroz que su piel quemaba al tacto.
La sangre brotaba por su nariz, por su boca y por sus oídos, y estaba tan
desorientado que no reconocía a su familia reunida alrededor para
cuidarlo. Incluso un sanador inexperto habría dicho que había pocas
esperanzas.
Para la Anciana del Bosque, era evidente que no había ninguna.
—Mira, le podemos dar una infusión de amapola ahora y ayudarlo a
morirse con un poco de dignidad o lo puedes dejar sufrir un par de días
más —le dijo sin tapujos a la esposa del hombre—. De todos modos, no
llegará al final de la semana. Dioses, no estoy segura que llegue al
atardecer.
La esposa no se lo tomó muy bien.
—¡No te pagué mis últimos ahorros para que me dijeras esas cosas,
vieja bruja!
—Seré vieja y seré bruja —contestó la Anciana con un encogimiento de
hombros—. Pero sé que cuando empieza a salirles sangre de la boca, es
demasiado tarde. Si me hubieras llamado antes...
—¡Vete de mi casa! —le gritó la mujer—. ¡Tú y esa rarita de tu nieta,
salgan de mi casa!
Esa noche, el König cumplió con su deber: habló con los cortesanos,
sonrió ante sus chistes y lideró la danza con algunas doncellas casaderas.
Pero comió poco y bebió todavía menos mientras ordenaba a las doncellas
y pajes mantener llenas las copas de sus invitados y los animaba a ellos a
probar los platos más pesados y condimentados.
El resultado fue que antes de que la luna estuviera en alto, incluso su
madre estaba ligeramente ebria y había decidido retirarse a las
habitaciones. Los cortesanos y los miembros del Consejo hicieron lo mismo
uno por uno y los que quedaban estaban demasiado distraídos para
ofenderse cuando el König se levantó y salió del salón.
—Mi König, ¿creéis que esto sea prudente? —preguntó Alexander,
mientras el soberano se despojaba de la corona y de la capa de armiño con
celeridad.
—Tengo que saber dónde están, Alexander —respondió el König—.
Nunca han estado lejos del castillo tanto tiempo. Dame mis ropas de
cabalgar y la capa más oscura que puedas encontrar.
El mayordomo se apresuró a obedecerlo.
Al mismo tiempo que el König se preparaba para abandonar el castillo,
la joven Violette se internaba en los Bosques. Ya era noche cerrada, pero
la luna estaba llena y brillaba sobre su cabeza, iluminando su camino. De
todos modos, lo conocía tan bien que podría haberlo recorrido con los ojos
cerrados. A pesar del frío del principio de invierno, ella se sentía cálida
por dentro.
—König Wilhelm von Wolfhausen —repetía bajito y se reía de sí misma.
Sentía la cabeza ligera y sus pies se movían al ritmo de una música que
solamente ella escuchaba. Los ojos del König aparecían en su mente una y
otra vez—. Creo que te quiero. Sí, lo creo.
El Bosque guardó su secreto.
Llegó a la casa silenciosa y su felicidad la cegó a las ventanas
apagadas y frías cuando la Anciana siempre tenía una lámpara encendida
para la cena. No se dio cuenta hasta que estuvo cerca y no percibió el
aroma de la carne o las verduras asadas, hasta que estuvo junto a la puerta
y preguntándose por qué la Anciana no habría salido a recibirla.
—Perdona que me haya demorado, Abuelita —dijo, bastante segura que
ese era el problema—. Pero fue como dijiste: había muchísima gente y el
König...
Las palabras se quedaron atascadas en su garganta cuando abrió la
puerta y la luz de la luna reveló el horror. La sangre se le heló en las
venas.
El lobo reposaba en la cama de la Anciana. Su panza subía y bajaba al
ritmo de sus resoplidos calientes y regulares, la respiración profunda del
apetito satisfecho. Tenía el hocico y la insignia que colgaba de su cuello
manchados de escarlata por el festín que se había dado.
Algo se rompió dentro de Violette mientras veía al lobo y veía las
manchas rojo oscuro y la ropa desgarrada sobre el suelo de la cabaña.
Había cazado animales para aprovechar su carne y su pelaje antes, había
aprendido bien todas las lecciones de su padre sobre lo que el Bosque daba
y el Bosque quitaba. No odiaba a los animales que mataba y algunos
incluso le daban un poco de pena.
Pero en ese momento, mientras recogía el hacha junto a la chimenea,
mientras se deslizaba silenciosa como un espíritu, mientras observaba la
pelambrera negra y gruesa, eso fue exactamente lo que sintió: un odio
ardiente y feroz como un fuego salvaje; un odio que consumió cualquier
otro pensamiento, cualquier otro sentimiento.
Levantó el hacha y descargó un único golpe en el estómago del lobo,
cortando músculos y pelo y agregando la sangre del lobo a la carnicería
que ya había mancillado la cabaña. La bestia se despertó con un aullido de
rabia y dolor, pero Violette ignoró sus rugidos y levantó el hacha una vez
más, desgarrando carne y arterias sin precisión ni pericia, descargando un
golpe tras otro sobre el cuerpo que se retorcía y gemía, incapaz de
incorporarse y devolver el ataque. Los intestinos del lobo se derramaron
sobre la cama mientras la bestia expiraba con un último estertor. Violette
rebuscó entre aquella masa caliente de sangre y carne con sus propias
manos, manchándoselas hasta el codo, tratando de encontrar el más
mínimo indicio de la mujer que había sido su única familia, algo que le
permitiera enterrarla en el claro detrás de la cabaña. Un mínimo de
dignidad para que aquella Anciana sabia y misteriosa no tuviera un final
de carroña para un animal sin corazón…
Más aullidos hendieron el aire. Violette levantó la cabeza, de pronto
dándose cuenta de por qué no podía encontrar ni siquiera un hueso de la
Anciana dentro de aquel lobo. Los muy cobardes la habían atacado en
manada, la habían devorado como a cualquiera de sus presas. Bien,
entonces sería una cuestión de matarlos a todos y recuperar a la Abuelita
de sus vientres hinchados.
Hacha en mano, Violette salió a recibir a los hermanos del lobo que
acababa de matar para darles el mismo destino. Era lo único que podía
hacer. Había sido una niña caprichosa y egoísta. Si hubiera regresado con
la Abuelita, podría haberla defendido. O podría haber muerto con ella y
ahora no se encontraría sola en el mundo, sin la única familia de verdad
que había conocido.
Mientras las bestias se agazapaban y gruñían en la oscuridad, Violette
se inmoló en la hoguera de su odio. Porque era más fácil que aceptar la
pena y la culpa.
—No.
El cuentacuentos detuvo su relato y miró a la niña, que ahora levantaba
la carita hacia él con lágrimas sin derramar bailando en el costado de sus
ojos.
—No, ¿qué?
—Esa no puede ser la historia —dijo Locks, como si el solo hecho que
ella lo negara fuera a ser suficiente para borrar del pasado—. Hood no
puede haber hecho algo tan terrible. La Abuelita…
Se le quebró la voz y tuvo que limpiarse los ojos con el dorso de la
mano. De pronto el día, que había empezado con un sol radiante en el cielo,
se la hacía oscuro e impenetrable.
—Tú fuiste la que quería saber —señaló el cuentacuentos—. No es una
historia bonita, pero esa es la historia. Violette Riding Hood mató a los
lobos del König, uno por uno. Oh, no puedes culparla por eso. Ella no sabía
a quién pertenecían o que en realidad eran animales domésticos
acostumbrados a recibir comida, que no habían estado solos en el Bosque
desde la muerte de su madre. Seguramente tenían hambre después de todo
un día vagando perdidos y vieron en la Anciana una presa fácil y débil. Si lo
piensas de esa manera, tampoco puedes culpar a los lobos.
—¿Y entonces de quién es la culpa? —explotó Locks—. ¿Del König?
¿Me estás diciendo que realmente olvidó cerrar el canil de sus lobos? ¡¿Por
qué lo haría si eran sus mejores amigos?!
—Niña, tranquilízate —dijo el hombre, echándole una mirada severa
con sus ojos de gato—. Nadie tuvo la culpa. Esa es la esencia de las
tragedias. Tú deberías entenderlo mejor que nadie.
Locks lo observó con ojos abiertos de par en par. ¿Cómo sabría él lo que
ella entendía o no de las tragedias? ¿Cómo podía saber todas las cosas que
le estaba contando? Lo que Hood y König pensaban y sentían y las cosas
que habían ocurrido...
—Todavía falta una parte de la historia —dijo el cuentacuentos—.
¿Quieres escucharla o has tenido suficiente?
Locks suspiró profundamente y asintió con la cabeza.
H abía pocas cosas que molestaban al König tanto como tener que
resolver asuntos de personal poco antes de la cena. Pero había sido
inevitable: Alexander había irrumpido en sus habitaciones, agitado como
pocas veces y le había dicho que era urgente que se reuniera con él, el
Consejero y el Capitán de la Guardia en la Sala del Consejo. Por la manera
en que lo dijo, casi sonaba como si hubiera llegado una declaración de
guerra al reino o como si Hood hubiera conseguido colarse en el castillo,
pero para decepción del König (al menos aquellos acontecimientos habrían
hecho su semana mucho más interesante), solamente se trataba de
Alexander dejándose llevar por su imaginación.
Otra vez.
—Es absolutamente necesario que des cuenta de tus invitados,
Consejero —dijo Alexander, alzando la barbilla hacia Ludwig con
arrogancia—. Si el König te hace una pregunta, estás obligado a contestarla.
Estaba airado y molesto, se limpiaba el sudor de la frente a cada instante
y le refulgían los ojillos. Ludwig, por otro lado, era la personificación de la
calma.
—Y lo haría con todo gusto —respondió, con un ligero encogimiento de
hombros que emanaba puro desprecio—, si el König me hubiera hecho una
pregunta. Hasta ahora a lo único que tengo que responder es a tu acusación
de que estoy conspirando con un hombre misterioso que visitó mi estudio
esta tarde.
—Bueno, ¿y lo estás haciendo? —preguntó el König.
La conversación lo aburría sobremanera. Quería zanjarla lo antes posible
para regresar a sus habitaciones. Había instruido a Zwei para que le llevara
la comida esa noche, así que después de cenar tendría una agradable…
—Por supuesto que no, mi señor. Ni he recibido un invitado ni le deseo
mal alguno —declaró Ludwig—. Y no me molesta afirmarlo las veces que
sea necesario. Soy un humilde servidor, mi König, nada más.
—Eso dices tú, pero ¿qué garantía tenemos? —insistió Alexander. —
¿Deseáis ver mis calificaciones de nuevo, buen amigo? —contestó Ludwig,
con la voz tan afilada como una cuchilla—. No tengo problemas en
mostrártelas, aunque la última vez arrastraste los pies por días enteros antes
de admitir que era apto para el puesto. Por supuesto, si tuvieras mi
educación, sabrías que hace falta algo más que probar la comida del König
para aconsejarle.
—¡Yo moriría por mi König! —replicó Alexander, indignado—. ¡Me
honra que confíe en mí para evitar que algún traidor le envenene la comida!
Ya ha pasado antes…
—Claro. Y por eso es que también te bebes su mejor cerveza.
Alexander abrió la boca para replicar, pero el König ya había tenido
suficiente.
—¡Basta! Capitán, zanjad esta disputa. ¿Se reunió el Consejero con
alguien esta tarde o no?
Hildebrandt, al menos, pareció darse cuenta que la escasa paciencia de
su König estaba por agotarse, porque habló con celeridad.
—El Consejero Ludwig sacó un carruaje por la mañana y mis guardias
me informan que se dio una vuelta por la plaza donde se está preparando el
Festival de Fin de Verano…
—Tal como mi König me ordenó que hiciera, ya que este es un gran
acontecimiento para el Reino —intervino Ludwig, pero tras una mirada
severa del König, cerró la boca.
—Regresó solo —continuó Hildebrandt— y no volvió a salir. Tampoco
lo hizo nadie que desconozcamos o que no tuviera permitido estar en el
castillo en primer lugar. Si se reunió con alguien, su Gracia, no fue aquí.
—Gracias, Capitán. Eso es todo lo que necesitaba saber. Imagino que su
informe te será satisfactorio, Alexander.
El mayordomo parecía más molesto que satisfecho.
—Aún podría estarnos mintiendo —insistió—. Podría haber traído a ese
hombre por alguna entrada secreta o podría haber comprado el silencio de
los guardias…
—Mis hombres son leales a mí y a nuestro König —replicó Hildebrandt.
La parte de sus mejillas que no estaba cubierta por su barba enrojeció de
indignación—. Nunca aceptarían un soborno y os sugiero que lo penséis
muy bien la próxima vez que queráis acusarlos de ello, Señor Mayordomo.
—Capitán, por favor, no os violentéis —terció Ludwig—. Alexander
solamente está considerando todas las posibilidades. No está mal cuando
sus preocupaciones son tan bienintencionadas hacia la integridad del König.
Están un poco desacertadas, me temo.
El König decidió que su Consejero tenía razón y otra vez se alegró de
haberlo contratado. Había desconfiado tanto como Alexander al principio,
pero hasta ahora el plan de Ludwig había sido el que más cerca lo había
puesto de capturar a Hood y sus sugerencias acerca de cómo mejorar la
seguridad del Reino con todos los desconocidos entrando en el Festival eran
perfectas.
—Bueno, si eso es todo, no os importunaré más —dijo el König,
levantándose. Sus hombres hicieron lo mismo y se inclinaron
respetuosamente mientras él iba hacia la puerta—. Mantenedme al tanto de
los progresos del Festival, Ludwig. Capitán, seguid con el buen trabajo que
habéis hecho hasta ahora.
Salió del Salón del Consejo sin mirar atrás. Tal como se lo esperaba, un
momento después los pasos pesados de Alexander resonaron detrás de él.
No desaceleró su ritmo ni lo esperó, así que el mayordomo tuvo que correr
para alcanzarlo.
—Mi König… —jadeó.
—¿Para esto hiciste que se retrasara mi cena, Alexander? —le preguntó
el König, molesto—. ¿Por tus alucinaciones y teorías? La próxima vez,
espero que tus acusaciones tengan algo más de sustento que las ideas que se
te ocurren después de un par de cervezas.
Alexander frunció el ceño, pero no se amilanó.
—No fue una alucinación, mi König, lo juro por los dioses. Vi a ese
hombre.
—Y aún si lo viste, ¿cómo estás tan seguro que estaba con Ludwig en su
estudio? ¿Cómo llegaste a la conclusión de que era una conspiración en mi
contra?
Alexander abrió la boca y la volvió a cerrar. Quizá no podía hablar
porque le faltaba el aliento por el esfuerzo de tener que mantenerse a la par
del König o quizá no tenía nada que decir. De cualquier manera, el König
no esperó a que se repusiera y lo dejó atrás. Casi había llegado a sus
habitaciones. Muy pronto podría olvidarse de todo aquel asunto y…
—¿Por qué confiáis en él más que en mí? —preguntó Alexander,
alzando un poco la voz—. Yo serví a vuestro padre mientras estaba vivo
con el mismo celo con el que os sirvo a vos hoy. Os deseo el bien de todo
corazón. Sabéis que haría lo que me ordenarais sin protestar ni quejarme y
sin embargo, no me convertisteis en vuestro Consejero. En cambio,
aceptasteis a este hombre desconocido que jamás…
—¿De eso se trata, entonces? —lo interrumpió el König—. ¿De tus
celos?
—Yo solamente… —empezó a decir Alexander, pero el König lo hizo
callar con una mirada fulminante.
—Sí, eres fiel y sabes mucho de administrar un castillo, eso te lo
concedo. Pero eso solamente no te califica para el puesto de Consejero.
—¿Y a vos que os califica aparte de vuestra sangre para ser König? —
preguntó Alexander. Inmediatamente la irritación en su cara se transformó
en profundo temor cuando se dio cuenta de lo que había dicho—. Mi
König… por favor, disculpadme. No era mi intención…
—No me estás cuestionando a mí, Alexander —replicó el König,
tratando de contener su rabia. No quería prolongar aquello más de lo que
era necesario—. Estás cuestionando a los dioses que pusieron la corona
sobre la cabeza de mis antepasados. Eso más que traición es una blasfemia
y a los Devotos no les gustará escucharla. ¿Me has entendido?
Alexander se pasó el pañuelo por el rostro húmedo una vez más antes de
hacer otra reverencia, más profunda y más humilde esta vez.
—Sí, mi König. No volverá a ocurrir.
—Espero que no. Ten muy en cuenta que estás caminando por una línea
muy fina, Alexander, así que cuida tus pasos. Puedes retirarte.
—¿No queréis que me quede para escoltar a la...? —preguntó, pero
debió de darse cuenta que estaba poniendo a prueba su suerte, porque se
volvió a callar de inmediato.
—Se quedará conmigo esta noche. Vuelve temprano en la mañana —
replicó el König.
Y sin siquiera mirar si su mayordomo le hacía caso, entró por fin en su
recámara.
Pero ni siquiera eso le proveyó de alivio. En lugar de una doncella,
había dos dentro. Le alegró que Zwei pareciera tan exasperada por la
presencia de su hermana pequeña como él.
—Drei, ¿acaso se necesitan dos personas para traerme la cena? —
inquirió luego de que las doncellas se inclinaran ante su presencia.
—No, mi König —contestó la doncella más joven.
—Insistió en venir conmigo, mi König —añadió Zwei, mirándola de
reojo—. Le advertí que no debía importunaros, pero…
—Es que tengo algo que reportaros —insistió Drei, enderezando los
hombros para parecer todavía más grande de lo que era en realidad—. Es
algo que os interesará saber, lo prometo.
El König suspiró, viendo que no tenía otra opción.
—Quédate aquí mientras ceno. Zwei, ve a mi habitación a ablandar las
almohadas.
Zwei se apresuró a obedecerlo, no sin antes echarle otra mirada de
descontento a Drei. El König corrió la silla y recogió el tenedor y el
cuchillo. —Bien, sé breve —le ordenó a Drei mientras empezaba a cortar la
carne.
Por lo menos había que reconocérselo: Drei era muchísimo más concisa
y observadora que muchos de los hombres a los que les pedía informes.
Siempre daban rodeos o agregaban detalles innecesarios antes de llegar a la
información que al König le interesaba saber. Pero Drei daba sus informes
hasta con cierta sequedad.
—Espera, vuelve a describirlo.
—Era un hombre alto, con cabello castaño y la piel trigueña —repitió
Drei—. Tenía los ojos dorados y... como con hendijas. Eran como los ojos
de un gato.
—¿Y dices que salió del estudio de Ludwig?
—Sí, mi König. Intenté escuchar lo que decían, pero la puerta del
estudio del Consejero es muy gruesa. Lo único que conseguí entender es
que hablaban de una mujer.
—¿Y qué respecto a esa mujer?
—Bueno, no estoy segura —admitió la doncella—. Pero creo que el
hombre le dijo algo así como “Apresúrate, o vendrá ella en persona”. Luego
salió al pasillo, pero se movía muy rápido, porque cuando intenté
alcanzarlo, ya se había ido.
El König contempló largamente el vino en su cáliz. Era una de las
primeras cosas que había aprendido al crecer: mantener el rostro neutro
mientras las ideas bullían en su mente sin parar. Entonces, Alexander no
había mentido. Pero eso solamente traía toda una serie de interrogantes
nuevos. ¿Cómo el hombre de ojos de gato había salido del castillo? ¿Podría
haber sobornado a alguno de los guardias de Hildebrandt? ¿Quién era esa
mujer de la que estaban hablando? ¿Qué tenía que apresurarse a hacer
Ludwig?
¿Podría ser que tuviera algo que ver con Hood? Siempre había creído
que Hood quería matarlo en persona, pero a lo mejor hubiera encontrado un
aliado allí mismo, en el palacio, alguien a través de quien actuar.
Su mente racional le decía que era absurdo, por supuesto. Las
calificaciones y la historia de Ludwig eran impecables, ¿y qué ganaría él
con traicionar a un soberano por una cazadora zaparrastrosa? Era absurdo,
pero por otro lado… Hood sí había escapado del castillo a pesar de su
herida la última vez. Quizá hubiera contado con ayuda.
De ser ese el caso, Ludwig podría serle útil aún. Si estaba en contacto
con Hood, significaba que sabía cómo encontrarla. Si averiguaba qué le
había ofrecido Hood, él podría duplicar ese precio y…
—¿Mi König? —lo llamó Drei, trayéndolo de vuelta a la realidad.
El König sacudió la cabeza y la volvió a mirar.
—Gracias, Drei —dijo. Se dirigió a su escritorio, sacó una bolsa de
monedas de oro del cajón y le lanzó una. Drei la atrapó en el aire con gesto
experto—. Cómprate algo bonito en el Festival de Verano.
—Mi König es muy generoso —dijo Drei, sin ocultar la sonrisa de oreja
a oreja que le iluminó el rostro mientras se guardaba la moneda en el
bolsillo del delantal. Por supuesto que a ella la entusiasmaba la idea de ir al
Festival. Era una niña, después de todo. Apenas un poco más joven de lo
que había sido él cuando subió al trono. A lo mejor a ella la inocencia le
duraba un tanto más—. ¿No queréis seguir cenando? Apenas habéis tocado
la comida…
—Ha sido suficiente —dijo el König, despidiéndola con un gesto—.
Llévate eso y si quieres, cómetelo. No me importa.
Drei juntó el plato, los cubiertos y el cáliz encima de la bandeja. El
König se dirigió hacia la puerta cerrada de su dormitorio cuando otra idea le
cruzó la mente:
—Ah... y dile a Alexander que venga en dos horas. Que entre sin llamar.
No importa si estoy durmiendo.
—Sí, mi König —replicó Drei, obediente y por fin salió de la recámara.
El König suspiró profundamente y sacudió la cabeza para ahuyentar los
pensamientos que lo estaban plagando. Ya se encargaría de todo eso en la
mañana. Por ahora, lo esperaba un lecho caliente, con las almohadas bien
mullidas…
No había nadie en las cocinas a esa hora, por supuesto. Alexander tuvo
que encontrar la jarra él mismo y ubicar el barril del agua sin ayuda. Se
tambaleó balanceando el agua en una mano y la vela que tomó para
iluminarse en otra. Se detuvo un momento en la puerta, preguntándose si
también debería llevar un cáliz y algo de vino, pero el König no había
ordenado ninguna de aquellas cosas. Alexander ya había cometido una falta
tratando de ir más allá de lo que era su deber y no pensaba equivocarse de
nuevo. Le llevaría el agua al König y se sentaría con él a esperar el
amanecer. Se disculparía de nuevo por haberle provocado un malestar y le
aseguraría, de nuevo, que estaba de su lado y que apoyaría todas sus
decisiones respecto a Hood… y también respecto a Ludwig.
No era que el nuevo Consejero le agradara, pero si quería deshacerse de
él, tenía que llevar al König algo más sustancioso que sus sospechas.
Alexander era un hombre paciente. Podría encontrar la manera de…
El lazo se cerró con tanta violencia alrededor de su cuello que Alexander
apenas alcanzó a soltar la jarra y la vela para tratar de quitársela. No
escuchó el estrépito de la cerámica al romperse porque la sangre le bramaba
en los oídos, ni supo que se había quedado a oscuras porque puntos negros
de pronto le nublaban la vista. La soga se hundió en su carne, quemándola,
robándole el aire de modo que el mayordomo no pudo ni siquiera gemir por
ayuda. Perdió el conocimiento antes de siquiera haberse desplomado sobre
el suelo.
Ludwig continuó apretando durante un largo tiempo. No le gustaba
aquel método. No era tan seguro ni tan rápido como un veneno, pero uno de
los deberes de Alexander era probar la comida del König. Y no es que el
soberano lo supiera, pero a diario el hombrecillo bebía un antídoto
mezclado con su cerveza. Eso le provocaba, entre otras reacciones,
sudoración excesiva. Por eso no se moriría aunque Ludwig le llenara la
cama de gusanos del zafiro. Y por supuesto, después del veneno, este era el
método más limpio a su disposición. Apuñalarlo o golpearlo hasta morir era
demasiado complicado y dejaría un desastre. No, aquello era lo más
apropiado. Ahora lo metería en un saco junto con un montón de piedras
pesadas y muy pronto los problemas que podría haberle traído Alexander se
desvanecerían junto con él en el fondo del lago.
No fue fácil arrastrar el cuerpo del mayordomo fuera del castillo ni
subirlo al caballo, pero una vez hecho eso, el resto fue pan comido. Ludwig
solamente tuvo que soltar un encanto delicado sobre los ojos de los guardias
para que lo confundieran con la oscuridad y otro sobre los oídos de los
aldeanos para que no escucharan los cascos de su caballo sobre las calles.
Pero en cuanto traspuso las puertas del pueblo, azuzó a su animal y los dos
cabalgaron con furia hacia el abrazo engañoso del Bosque. En la noche, los
caminos podían confundirse, pero Ludwig contaba con algo un poco más
sofisticado que sus cinco sentidos para guiarse.
El lago apareció ante él mucho antes de que se pusiera la luna. Ludwig
calculó su lanzamiento. Lo quería lo bastante lejos de la orilla como para
que un pescador descuidado no pudiera descubrirlo. Las aguas tranquilas
apenas chapotearon cuando el saco se hundió entre ellas. Ludwig se
masajeó un poco la espalda. Ya no era tan ágil como antes. Tendría que
prepararse algún menjunje cuando regresara al castillo y tenía que ser
pronto. El König no despertaría hasta tarde, pero seguramente había muchas
otras cosas de las que Ludwig tendría que ocuparse antes del amanecer.
Estaba a punto de echarse a galopar otra vez cuando un susurro de hojas
y ramas lo detuvo. Alguien más se movía en el bosque. ¿La cazadora? No,
ella estaba durmiendo en su cabaña, ignorante por completo de las telarañas
que se tejían encima de su cabeza. Tampoco eran el cazador ni la niña, pero
Ludwig sabía por el escalofrío que le bajó por la espalda que otro de los
jugadores acababa de entrar en el tablero.
Esperó. Escuchó. Pero el sonido se había detenido. Los que merodeaban
por allí tenían tan poco interés en ser descubiertos como él. Pero a los pocos
segundos le llegó un aroma, tan leve como la brisa que lo traía. Humo de
pino, agujas y ramas que ardían en la noche. Una liebre asada, una cena
tardía. Ludwig olfateó el aire y guio a su caballo con mucha lentitud entre
los árboles hasta que vislumbró el resplandor del fuego y a las dos figuras
sentados a su alrededor.
El hombre daba vuelta a la liebre sobre el fuego aromático. Estaba de
espaldas a él, ocupado en su tarea, pero Ludwig detectó que tenía un arco
largo y un carcaj con flechas a la mano. La niña estaba sentada muy quieta
y callada, sobre un manto rojo que había tendido para no ensuciarse las
ropas con la tierra. Tenía la mirada demasiado seria para alguien así de
joven, sus cejas tan apretadas que casi se tocaban sobre el puente de su
pequeña nariz. A un costado, atados a una rama baja, pastaban dos caballos
percherones de excelente cruza.
Así que habían llegado. Y justo a tiempo, también. Ludwig se alegró de
haber actuado con tanta celeridad. Si hubiera pasado un día más antes de
deshacerse del mayordomo, todo el telar podría haberse enredado y su
delicado trabajo se habría ido al traste. Pero ahora, todo se pondría en
movimiento y Cheshire podría dejar de respirarle en el cuello.
El Consejero sonrió con satisfacción y saltó a su propio caballo.
Mantuvo el encanto de silencio a su alrededor hasta el límite del bosque y
luego, con un golpe de sus talones en el flanco, voló por el camino de vuelta
hacia el pueblo, con el pensamiento ya puesto en el espejo que escondía en
sus cajones.
Había sido una noche agitada y ella querría enterarse de todo.
Jabalí ahumado y queso de cabra
—¡Hood!
Hood estaba bastante segura que la Abuelita había dado en el clavo
cuando decidió que la mejor manera de ocultarla era esconder su cabello.
Un poco de tinta negra de calamar y eso permitía que su cara ya no fuera
tan reconocible, que sus ojos parecieran marrón claro en lugar de rojos. Ni
siquiera tenía que echarse la capucha sobre la cabeza para ocultar su rostro
y no tenía que amenazar a nadie que la mirara por demasiado tiempo.
Era el disfraz perfecto, pero había dos cosas con las que la Abuelita
definitivamente no había contado. Una de ellas era el hecho que un día
Hood se dejaría crecer el cabello demasiado largo para poder teñírselo con
una sola botella de tinta de calamar. Y la otra era que algún día tendría a
una niña de once años demasiado entusiasta gritando su nombre en medio
de una multitud.
—¡Hood! —repitió Locks, abriéndose paso a empujones y pisotones
entre las personas que se habían aglomerado entre ellas ni medio latido
después de separarse—. ¡No te rezagues, hay mucho que ver!
—No me estoy rezagando —mintió Hood. Lo cierto es que esperaba que
no se dieran cuenta. Su plan era esperar hasta que se distrajeran y huir
cuando nadie la estuviera mirando.
No estaba segura de por qué había aceptado ir al Festival de Fin de
Verano. No, sí lo sabía: era porque Locks había insistido en ello y Hood no
estaba de humor para lidiar con ella, así que le había dicho que sí sin
ninguna intención de cumplir su promesa.
Y luego, una semana después, cuando realmente llegó el momento de ir
al Festival, Hood deseó haberse comido esas palabras. Locks casi armó un
escándalo en la puerta de su cabaña, llorando y recordándole que se lo había
prometido y preguntándole por qué era tan cruel con ella. Joha, que esos
días siempre andaba unos pasos detrás o delante de Locks, se había apoyado
en un árbol con una sonrisa burlona y no había hecho absolutamente nada
por ayudar a Hood. Como siempre.
—Vas a tener que rendirte, Violette —había dicho con toda su calma
normal—. Sabes que ella no lo hará.
Hood gruñó para sí misma y buscó las botellas de tinta. Porque no había
manera de que fuera al Festival con su cabellera de siempre. Era posible que
el König asistiera (nunca lo hacía, aunque como el soberano del país era el
invitado de honor) y seguramente llevaría con él un montón de guardias que
querrían lucirse frente a él. No se iba a arriesgar solamente para que la niña
caprichosa tuviera su noche en el Festival.
Locks había estado exultante mientras se dirigían al pueblo y eso casi
había mitigado las horas que les llevó viajar a pie, porque Joha era
demasiado grande para subirse al caballo con ellas (aunque Hood estaba
segura que el percherón era lo suficientemente fuerte para soportar su peso)
y ellas solamente podían ir al paso para mantenerse a la par. El problema
fue que entre una cosa y la otra acabaron llegando al pueblo luego de que
bajara el sol, cuando el Festival ya estaba lleno de gente. Demasiada gente.
Una maldita multitud, de hecho.
Hood empezó a buscar rutas de escape incluso antes de que llegaran a la
plaza donde estaban instalados todos los artesanos y artistas.
Pero Locks no se lo estaba poniendo fácil. Cada vez que se retrasaba o
la perdía de vista, la niña volvía a buscarla sin importar a cuanta gente
tuviera que apartar de su camino y la tomaba de la mano para guiarla hacia
otro lugar o para mostrarle otra cosa que había visto.
—¡Mira esas muñecas! ¿No son preciosas? ¡Oh, esas salchichas huelen
deliciosas! Mira, este señor tiene cerveza. Yo no puedo tomar cerveza pero
a ti y a Joha os gusta, ¿verdad?
Joha se compró un barril pequeño que cargó sobre los hombros el resto
del camino y Locks clavó una salchicha aderezada en las manos de Hood. Y
bien, no había mucho más que la cazadora pudiera hacer salvo dejarse llevar
por la corriente de gente que se movía en todas direcciones, tratar de no
aturdirse con sus risas, conversaciones y cantos y evitar que algunos
borrachos que habían comenzado la ronda de danza demasiado temprano la
aplastaran a ella y a Locks.
Era mucho más difícil de lo que parecía. Hood hubiera preferido pelear
sin armas contra un lobo hambriento. Un lobo de verdad, con dientes, no el
lobo estúpido que no se había molestado en presentarse a su propio Festival.
Locks casi parecía decepcionada de ver el palco real vacío.
—Me pregunto porque el König no habrá venido. ¿Se sentirá bien?
—No vino porque es un amargo que detesta a la gente —contestó Hood,
alzando la barbilla.
—¡Ah! ¡Como tú! —replicó Locks alegremente y como siempre, ignoró
la expresión ofendida de Hood—. ¡Mira, malabaristas!
Sobre el escenario en medio de la plaza, dos hombres se arrojaban
cuchillos y antorchas encendidas que trazaban arcos dorados contra el cielo
nocturno. La gente aplaudía y vitoreaba, entusiasmada y, por supuesto,
Locks no tuvo mejor idea que tirarla hacia el público, parados tan cerca
unos de otros que Hood definitivamente no podría escapar ahora.
Locks dio un par de saltos para tratar de ver el escenario, pero luego se
rindió con un bufido.
—¡Hood, álzame!
—No.
—¡Por favor! —insistió Locks, tirando de la ropa de Hood y mirándola
con enormes ojos azules casi desbordando de lágrimas—. ¡Quiero ver el
espectáculo, por favor!
—No me vas a dejar en paz, ¿verdad?
Locks negó con la cabeza y Hood soltó un suspiro de resignación. Tomó
a la niña por la parte de atrás del vestido y la alzó a la altura de los hombros.
Pesaba menos que algunas de las presas que solía cargar en el bosque.
Locks apoyó las piernas alrededor del cuello de Hood y se aferró a los
costados de su cabeza para mantener el equilibrio. —Esto es más fácil
cuando Joha lo hace… —Entonces deberías haberlo buscado a él.
Alguien las mandó a callar con un chistido. Los malabaristas habían
terminado su acto y se inclinaban para recibir los aplausos entusiasmados de
la gente. Pero incluso antes de que se retiraran del escenario, ya había otro
artista subiendo detrás con una silla que plantó en medio de las tablas para
acto seguido darse vuelta hacia el público.
El hombre con la máscara de cómico tenía la piel de color canela e iba
ataviado con ropas que alguna vez habían sido elegantes, pero estaban
rotosas y pasadas de moda. Llevaba una capa borgoña en los hombros y una
corona de papel en la cabeza. Se paró en medio del escenario, con las
manos en la cintura y dio unos golpecitos sobre la madera con el pie.
—¡Soy el König von Wolfhausen! —exclamó de pronto, extendiendo
las manos al cielo—. ¿Por qué no os estáis inclinando ante mí?
La multitud contuvo la respiración. ¿Estaba permitido burlarse del
König de aquella manera? Había guardias en los alrededores, ¿los
arrestarían si alguien soltaba una carcajada o siquiera una risita?
El König actor levantó las manos hacia el cielo, con frustración.
—¡Sois todos unos plebeyos roñosos! ¡Respetadme! ¡Os exijo que me
respetéis!
Alguien se rio en el silencio sepulcral. Hood miró alrededor para ver
quién había sido. La única persona parecía ser una niña rubia, con una
gruesa trenza que le caía por la espalda y una capa roja. Al igual que Locks,
estaba sentada sobre los hombros de alguien. Puso las manos alrededor de la
boca y soltó un abucheo:
—¡Boo! ¡No eres el König!
—¡¿Quién dijo eso?! —bramó el König sobre el escenario, moviendo la
cabeza hacia un lado y hacia el otro de manera exagerada y poniéndose la
mano sobre los ojos para estudiar al público—. ¡Eso es alta traición al
reino! ¡Tendré tu cabeza por esto! ¡Mejor aún, pondré un precio para tu
cabeza! ¡Eso hará que te capturen, ya lo verás! ¡Soy el König y soy el
hombre más inteligente de todo el Reino! ¡De todo el mundo!
Lentamente, con cada palabra y con cada broma, la aprensión del
público empezó a desaparecer. Era como ver una grieta que se iba
agrandando lentamente: risillas temerosas al principio pronto se
transformaron en abiertas carcajadas mientras el König actor hacía
aspavientos con los brazos, zapateaba y soltaba frases grandilocuentes sobre
sus propias virtudes.
—No me gusta este actor —protestó Locks.
—¿No? A mí me parece que el papel le sale muy bien —replicó Hood,
con una sonrisa burlona.
—¡Soy muy valiente y muy capaz! ¡Puedo enfrentarme a cualquiera! —
seguía presumiendo el König actor. Sacó una espada de cartón y la blandió
frente al público—. ¡Vamos! ¿A quién quieren que me enfrente? ¡Lo haré!
¡No le tengo miedo a nadie!
—¡Enfréntate a Hood! —gritó alguien.
Hood estaba segura que había sido la misma niña con la trenza rubia,
pero cuando se dio vuelta a mirar, no pudo localizarla otra vez. El König en
el escenario se había quedado paralizado para luego adoptar una postura
alicaída y temerosa. Pateó el suelo como un niño avergonzado después de
un berrinche.
—Claro, yo me enfrentaría a ella —masculló y luego levantó la vista y
la voz—: ¡Si es que ella se animara a enfrentarse a mí! ¿Dónde está, la muy
cobarde? ¡Ni siquiera está aquí!
—¡Sí lo está!
La mano de Hood se deslizó casi de inmediato a su cinturón solamente
para recordar que todavía no había recuperado su daga del castillo. Tendría
que bajar a la niña y abrirse paso entre toda esa gente. ¿O podría correr con
Locks en los hombros…?
Una segunda figura subió al escenario, también con una máscara de
cómico. Esta llevaba una peluca violeta horrible y era imposible determinar
el género del actor. Y más cuando habló con una voz aguda y destemplada:
—¡Soy Violette Riding Hood y he venido a matarte, König!
El König chilló de puro terror y la multitud rugió de la risa. La Hood del
escenario sacó un par de dagas y se abalanzó contra el König, que empezó a
correr en círculos para huir de ella mientras pedía socorro a voz en grito:
—¡Guardias, guardias! ¡Atrapen a esta loca! ¡Guardias!
—¡Quédate quieto para que pueda matarte! —replicaba la Hood actriz
mientras lo seguía, lazando golpes al aire y tratando de atraparlo—. ¡Ven
acá, tonto lobo! ¡Te voy a despellejar y te voy a usar de alfombra!
El público seguía riéndose, pero de pronto a Hood ya no le parecía tan
divertido. Dos actores vestidos como guardias subieron al escenario al
mismo tiempo que el falso König se lanzaba detrás de la silla (su trono)
para esconderse. Hood y los guardias pelearon durante un rato, con Hood
esquivando sus golpes y consiguiendo que se cayeran de cara o de culo
sobre el escenario, a veces agachándose para que los dos chocaran sus
cabezas o se tropezaran con sus propias lanzas. Incluso los guardias de
verdad se estaban riendo para ese momento.
Hood saltó sobre el trono del König y los guardias cargaron hacia ella.
—¡Alto, alto, alto! —gritó Hood, mostrándoles las palmas para que
pararan—. ¡Vosotros no sois guardias!
Los guardias se pararon en seco y se miraron.
—Uh, no —admitió uno—. Yo soy granjero.
—Y yo zapatero.
—¿Y por qué estáis trabajando de guardias?
—El König dijo que nos pagaría.
—¿Y os pagó?
Los guardias se miraron entre ellos, como si recién cayeran en la cuenta
de ese detalle. Los dos al mismo tiempo tiraron las lanzas sobre el escenario
y se metieron detrás del trono para arrastrar al König. Lo levantaron en
volandas de cada brazo mientras el König gritaba y pataleaba en el aire.
—¡No pueden hacer esto! ¡Yo soy el König! ¡Soy el König! ¡Soy el…!
La falsa Hood le propinó un bofetón demasiado exagerado para ser real,
pero el König se desplomó en el piso de todas maneras con un movimiento
exagerado. Hood se acercó a él y lo tocó con el pie un par de veces. El
König permaneció inmóvil donde había caído.
—Oh. Eso fue fácil —comentó la Hood sobre el escenario y se encogió
de hombros.
El público explotó en vítores y carcajadas. Hood se inclinó, le sacó la
corona de papel al König, la limpió de polvo un poco y se la puso encima de
su cabeza antes de inclinarse hacia un lado y hacia el otro para aceptar los
aplausos. El König se levantó tras un momento y él y los guardias también
se inclinaron ante el público. Hood hizo el amague de asustar al König, que
se echó hacia atrás con otro chillido ensordecedor y salió corriendo. Hood
bajó del escenario persiguiendo al König y los dos guardias persiguiéndola
a ella.
Hood, la cazadora, la de verdad, se quedó plantada entre el público sin
saber muy bien qué hacer o qué decir. No estaba segura qué era
exactamente lo que acababa de ver o qué se suponía que hiciera en ese
momento. ¿Realmente era así como la veía la gente? ¿Como una loca y una
asesina? No tenían idea de lo que el König había hecho y no es que tuvieran
una opinión muy generosa de él, si las risas de esa noche eran algo por lo
que juzgar, pero, ¿de ella…?
Locks le puso una mano en la mejilla para llamarle la atención. Hood
alzó la cabeza hacia ella. Casi se había olvidado que estaba allí.
—Oye, Hood, bájame y vámonos a casa, ¿sí?
—¿No te quieres quedar hasta más tarde?
—Estoy algo cansada. Busquemos a Joha y a Sombra y volvamos.
Hood se inclinó un poco para que la niña pudiera bajar. Esta vez, cuando
Locks se aferró a su mano, Hood no intentó sacudírsela.
Scarlett descubrió que era fácil escabullirse entre la multitud si mantenía
la cabeza en alto y fingía que sabía exactamente hacia donde iba y por qué.
Si se inclinaba o trataba de evitar que la vieran, la gente asumía que estaba
perdida y se ofrecían a ayudarla a encontrar a sus padres. Eran muy amables
pero Scarlett no necesitaba amabilidad en un momento como ese.
Los cómicos detrás del escenario estaban compartiendo un barril de
cerveza. Se reían con voces destempladas de la historia que estaba contando
el actor que había hecho del König, todavía ataviado con las ropas de su
personaje.
—Y entonces ella salió corriendo… ¡sin nada debajo de las faldas!
Los otros cómicos se rieron tanto que uno de ellos se cayó del barril en
el que estaba sentado. Claro que eso también podría haber sido producto de
toda la cerveza que seguramente habían bebido. Scarlett arrugó la nariz ante
el hedor del alcohol y se acercó a ellos con mucha calma.
—Felicidades, caballeros. Habéis sido un éxito —dijo, mientras sacaba
cuatro bolsas de cuero del interior de sus mangas. Las estiró hacia ellos,
pero los cómicos no se dieron ninguna prisa en acercarse—. Es la cantidad
acordada.
—Seguro que lo es —dijo uno de los falsos guardias—. No dudamos
que ahí tenéis el pago que acordasteis con nosotros.
Scarlett apretó la bolsa con fuerza. No le gustaba el tono de aquel
hombre ni lo que estaba tratando de insinuar.
—¿Entonces? ¿Por qué no venís a cobrarlo?
—Veréis… nosotros hablamos y acordamos una cantidad distinta —dijo
el hombre de voz aflautada que había actuado de Hood. Era delgado y
parecía algo enclenque, pero Scarlett sabía mejor que nadie que no había
que fiarse de la apariencia de debilidad.
—Ese acuerdo se hizo sin mi consentimiento —replicó Scarlett, alzando
la barbilla con arrogancia—. Por lo tanto, no podéis exigirme que lo honre.
—Decís muchas palabras largas para ser una dama tan pequeña —
replicó el otro falso guardia. Hizo un movimiento con la muñeca y un
cuchillo se deslizó en su mano. Sus ojos azules destellaban con avidez—.
Vamos, para alguien como vos, entregar un poco más de dinero no debe ser
ninguna molestia.
Scarlett los observó uno a uno sin miedo. El único que permanecía
sentado exactamente donde estaba era el hombre con la piel color canela y
los inquietantes ojos dorados. Tenía la corona de papel ladeada sobre la
cabeza y estaba bebiendo de su porrón de cerveza como si nada de la
violenta escena a punto de ocurrir pudiera afectarlo.
—¿Vos no pretendéis robarme como vuestros compañeros? —preguntó
Scarlett, un poco curiosa y un poco entretenida por la actitud tranquila del
cómico.
—Insultáis mi inteligencia, pequeña dama —contestó el hombre, con un
ligero encogimiento—. En mi experiencia, gente de vuestra alcurnia nunca
viaja en soledad.
Apenas había terminado de hablar cuando una flecha zumbó en el aire y
se clavó con precisión sobrenatural en la mano que sostenía el cuchillo. El
hombre aulló de dolor y el arma cayó al suelo, levantando una nube polvo.
Otra flecha fue a clavarse directo entre los pies del hombre delgado, que
saltó hacia atrás con tanto impulso que terminó derribado en el piso.
Robin se adelantó un paso, sacando una tercera flecha del carcaj. No
dijo una palabra mientras tensaba la cuerda del arco, los dos ojos puestos en
los hombres que lo miraban boquiabiertos, uno de ellos sosteniéndose la
mano sangrante con incredulidad.
—Acabo de acordar conmigo misma una cantidad distinta para vosotros
—dijo Scarlett, lanzándoles una sola de las bolsas de cuero con desprecio
—. Desapareced.
El segundo falso guardia, el que no estaba herido, miró la bolsa con
desconfianza, como si pensara que era una trampa, pero su codicia pudo
más. Se apoderó de ella y luego salió corriendo en dirección contraria, con
sus dos compañeros justo detrás. El falso König se volvió hacia Scarlett con
una sonrisa.
—Sois generosa, pequeña dama. Otro en vuestro lugar hubiera dicho
que el único pago que les correspondía era una flecha en medio de la frente
o la animada danza al final de una cuerda.
—La estupidez pura me provoca compasión —respondió Scarlett—.
Pero vos debéis de conseguiros nuevos compañeros de escena.
—Oh, no eran mis compañeros —aclaró el hombre—. Los conocí esta
misma tarde. Me dijeron que necesitaban un cuarto hombre para su pequeña
farsa y que se me pagaría. Ahora creo que me habéis salvado la vida: si os
iban a asaltar a vos, ¿quién me asegura que no me cortarían el pescuezo
cuando estuviera ahíto de cerveza para robarse mi parte?
Scarlett estudió al hombre un momento más y luego le hizo una seña a
Robin para que bajara el arco. Le extendió las tres bolsas restantes y el
hombre sonrió, una sonrisa amplia de oreja a oreja. Tras guardarse el dinero
en las botas, se inclinó hacia Scarlett e insistió en besarle la mano.
—Sois sin duda una dama muy especial y agradezco al destino que me
puso en vuestro camino.
—No creo haber escuchado tu nombre.
—Es porque no os lo dije —contestó él. Se sacó la corona de papel
como si fuera un sombrero—. Cheshire, el cuentacuentos. También soy
actor, acróbata y catador de cerveza.
—Y parece que habéis ejercido todas vuestras profesiones esta noche —
comentó Robin.
—Me falta dar un par de volteretas, pero me temo que con lo que he
bebido, mi equilibrio no será el mejor.
Scarlett esbozó una sonrisa sin poder evitarlo. El cuentacuentos era
extraño sin duda alguna, pero tenía labia y parecía ser astuto. Era quizá
justamente lo que necesitaba para llevar a cabo su plan.
—Dime, artista, ¿te irás pronto del reino?
—Ese es el plan —asintió Cheshire—. Parto hacia el Sur para pasar el
invierno en la Costa de las Palmeras, acariciado por el sol y arrullado por el
mar. No hay nada que un hombre pueda desear más.
—¿Ni siquiera la oportunidad de fama y fortuna? —preguntó Scarlett,
bajando la voz hasta que sus susurros adquirieron la textura del terciopelo
—. Veréis, estoy buscando hombres y mujeres capaces…
—Prima —la interrumpió Robin—, ¿te parece que es la mejor idea
discutir esto aquí?
Scarlett le echó una mirada de irritación. Cuando se convirtiera en
Reina, no permitiría que nadie la interrumpiera. Cortaría en seco al que se
atreviera a pensarlo con una sola mirada. Igual que lo hacía Odette.
—No veo a nadie más que a nosotros aquí —señaló.
—Pero vuestro guardia tiene razón —intervino Cheshire—. Todavía hay
mucha gente en la plaza disfrutando el festival. Si hay que discutir asuntos
delicados, es mejor hacerlo lejos de posibles oídos indiscretos.
Era verdad y Scarlett se irritó por no haberlo considerado ella misma.
Pero no podía dejar que lo vieran. Enderezó los hombros y se echó la
capucha sobre la cabeza. La noche se había puesto un poco fría.
—Acompáñanos a nuestra posada, cuentacuentos —dijo Scarlett—.
Deja que te invitemos a la cena y a un poco más de bebida mientras
escuchas nuestra propuesta.
—Con una invitación así, cualquier propuesta es bienvenida —dijo
Cheshire, de nuevo sonriendo ampliamente. Sus ojos dorados refulgieron
con el reflejo de las lámparas que iluminaban la plaza—. Señalad el camino.
Scarlett se puso al frente de los dos hombres. La muchedumbre se había
despejado un poco alrededor del escenario ahora que los espectáculos
habían terminado. Los puestos artesanales estaban cerrados, porque la
mayoría de la gente ya se había gastado todo su dinero, o se habían
emborrachado demasiado para seguir comprando o se habían desplazado
hacia la otra punta de la plaza, donde los músicos todavía estaban tocando
sus piezas. La gente reiría y bailaría hasta el amanecer.
Pequeñas personas viviendo sus pequeñas vidas. Scarlett tenía muchas
cosas más de las que preocuparse y no tenía tiempo para tolerar que Robin
se retrasara.
—¿Qué estás mirando? —le reprochó cuando se dio cuenta que el único
que permanecía a su lado era Cheshire—. Tenemos que seguir.
—Sí, por supuesto —murmuró Robin, todavía con la mirada clavada en
el final de la calle—. Es solo que me pareció ver…
Scarlett miró hacia allí también y lo único que distinguió fue un enorme
caballo negro con un hombre igualmente enorme desplomado sobre su
lomo. Lo guiaban una niña envuelta en una capa y una muchacha de pelo
negro. Una familia que volvía a casa después de acabado el Festival. No
había nada de interesante en ello.
—Vámonos, Robin. Está haciendo frío y quiero una cena de verdad.
Robin siguió mirando al caballo y sus guías hasta que estuvieron
demasiado lejos para distinguirlos en la escasa luz de las lámparas. Después
se dio la vuelta de mala gana y siguió a Scarlett hacia la posada.
—Mi parte favorita fue cuando el titiritero hizo bailar al muñeco. ¿Viste
cómo se movía? ¡Ponía los brazos así y así…!
A pesar de lo molesta que resultaba a veces la cháchara de Locks,
completa con sus imitaciones, Hood estaba casi agradecida por ella esa
noche. Estaba agradecida de que hubieran encontrado a Joha sentado en un
banco de la plaza, completamente ebrio y que hubiera tenido que dejar a
Locks con él para asegurarse que no se fuera a ningún lado. Estaba
agradecida por el beligerante dueño del establo que pretendía cobrarle una
tarifa más alta porque Sombra era más grande que otros caballos y
agradecida de haber tenido que pelear con él para que les diera una lámpara
con la que iluminar el camino de regreso al bosque. Agradecía la noche sin
estrellas que la obligaba a mantener su atención en el camino y los
ronquidos fuertes de Joha que casi ahogaban la voz de Locks:
—¡Oh! ¿Y viste el hombre que tenía los globos de nieve? ¡Eran tan
bonitos! Desearía haber podido comprarme uno…
Agradecía todo eso, porque la distraía. Porque si se concentraba en esas
cosas no tenía que pensar en la farsa. No tenía que acordarse de las risas del
público ni de aquella fea peluca violeta. No tenía que concentrarse en todas
las ideas dando vueltas en su cabeza ni en los motivos por los cuales miraba
una y otra vez sobre su hombro.
El palacio se alzaba en la distancia, silencioso y amenazador. Había muy
pocas luces en sus ventanas o quizá era que estaban ahogadas con los
fuegos que ardían en la ciudad, iluminada a pesar de la hora para continuar
a través de la última noche cálida del año. En el palacio, sin embargo, el
König estaría durmiendo, ignorante de que su pueblo se reía de él y lo
creían un cobarde y un niño malcriado y no le temían ni les importaba su
disputa con la cazadora. No tenían idea en realidad de lo cruel que podía
ser. De lo que su indiferencia podía causar. No sabían lo brutal que…
La manito de Locks se aferró a la de ella. La sonrisa de la niña estaba
desdibujada por las sombras del camino, pero a pesar de eso, Hood estaba
segura que estaba allí.
—Oye, Hood, ¿te molestó esa obra?
—No —mintió Hood, de inmediato—. Era una obra tonta. Nada más.
Dieron unos pasos más en silencio. Locks no le soltó la mano en ningún
momento.
—Creo que fue graciosa —dijo al fin, bajando un poco la voz—. Pero tú
no eres así. —Hizo una pausa, como si lo estuviera pensando y luego añadió
—: Y el König tampoco es así. En realidad no es tan simple, ¿verdad?
—Muy pocas cosas son simples, niña —contestó Hood. Pero su voz no
tenía la misma energía que antes.
—Esto es bastante simple. Hay que mantener viva la llama de la
lámpara. El camino es largo, pero es todo derecho. Solamente tenemos que
llegar a casa, ¿verdad?
Lo dijo con absoluta calma y seguridad. Como si “casa” significara lo
mismo para Hood que para ella.
Joha soltó un rugido tan fuerte que las sobresaltó. A Sombra también,
que relinchó como si desaprobara los hábitos de su inconsciente carga.
—No fue buena idea dejarlo solo con ese barril, ¿no? —preguntó Locks,
apenas conteniendo una carcajada.
—No —estuvo de acuerdo Hood.
Y a pesar de lo molesta que se había sentido esa noche, a pesar de la
sombra del palacio a sus espaldas y a pesar de la horrible peluca violeta,
cuando Locks se echó a reír, Hood no pudo hacer otra cosa que unírsele.
Un largo preludio
E l pueblo se veía muy bonito con los techos nevados y los vidrios de las
ventanas empañados. Al menos, Locks lo creía así, pero quizá se debía
más al hecho de que estaba segura que no tendría muchas ocasiones más
para verlo en el futuro cercano. Se había puesto terriblemente frío esos días
y casi siempre había nubes negras preñadas de nieve sobre sus cabezas.
Joha le había comprado un abrigo azul muy grueso y un par de mitones
blancos, además de medias y un par de botitas que le encantaba usar para
patear la escarcha que se acumulaba a los costados del camino. Y eso era
justamente lo que estaba haciendo aquel día: corriendo hacia adelante para
patear la nieve, dejar un rastro de huellas sobre el barro húmedo y luego
volver igual de rápido a donde Joha y Sombra venían, mucho más atrás de
ella.
—La superficie está resbalosa, Goldie —le dijo Joha, sacudiendo la
cabeza—. Ten más cuidado.
—Me gusta la nieve —contestó Locks, como si eso solamente bastara
para justificar su manera alocada de actuar—. ¿Seguro que no podremos
venir a ver los campos nevados más adelante?
—El camino se pondrá intransitable mientras más frío haga y más nieve
caiga —contestó Joha, negando con la cabeza—. Tenemos que llevarnos
todo lo que vayamos a necesitar ahora, porque no podremos regresar hasta
la primavera.
Locks asintió seriamente y miró hacia adelante, pero el impulso de
tirarse en la nieve o de tratar de formar una bola en sus manos para
arrojársela a Joha era casi irresistible. Lo único que la detenía era que no
había suficiente nieve en esos días para tener una verdadera batalla con
todas las de la ley. Y además, solamente entre dos personas sería muy
aburrido.
—Me pregunto que estará haciendo Hood ahora mismo —dijo en voz
alta—. ¿Por qué no quiso venir al mercado con nosotros? Otros días parecía
casi contenta que la visitáramos…
—A Violette no le gusta el invierno —contestó Joha, taciturno.
Locks lo miró silenciosamente, tratando de entender qué había detrás de
esas palabras.
—Es cuando se murió su abuelita, ¿verdad? —preguntó. Joha la miró
sorprendido—. A mí no me gusta la primavera. Es muy bonita, con todas
las flores y el sol otra vez, pero en la primavera los osos se despiertan con
hambre y atacan. Fue en primavera que se comieron a mis padres y por eso
la primavera me pone triste.
Joha asintió, como si eso tuviera todo el sentido del mundo.
—¿En qué estación murió la mamá de Hood?
—En verano —contestó Joha y no volvió a hablar por el resto del
camino.
Locks deseó no haberlo mencionado, pero ya era demasiado tarde. Se
portó bien el resto del camino. Esos días el sol se ponía más pronto y
tendrían que apresurarse para estar en casa antes de que eso ocurriera.
Había poca gente entrando y saliendo por las puertas de la ciudad para
ser un día de mercado. Al principio, Locks lo atribuyó al frío, pero a medida
que avanzaban a través de los puestos, se le fue cayendo el alma a los pies.
Las mercancías que tenían allí eran escasas y pequeñas: patatas que apenas
le cabían en la palma de la mano, repollos mustios y tomates pálidos. La
carne y los huevos estaban a un precio exorbitante y tuvieron que pararse un
largo rato detrás de un hombre que discutía a gritos con el carnicero.
—¿A esto le llamas carne? ¿Acaso tus cerdos decidieron hacer una
dieta? ¡Mira todos estos nervios!
El carnicero parecía tan poco contento con esa situación como todos los
clientes que esperaban detrás.
—Escucha, esta es la carne que tengo y este es el precio —le replicó de
mala manera—. Si lo vas a pagar, pon las monedas encima y si no, hazte a
un lado. Estás reteniendo la fila.
El cliente insatisfecho se quejó de que no le podía cobrar tanto por una
carne tan magra, pero acabó por pagar y marcharse.
—Días difíciles, ¿eh, Holger?
Holger les echó una mirada tosca.
—No tengo dinero para comprar tus presas —le espetó sin esperar a que
Joha terminara de hablar—. El negocio ha estado lento todo el otoño y
ahora se pondrá mucho peor.
—Lamento escuchar eso —dijo Joha—. Pero de hecho venía a comprar.
¿Tienes sal?
Holger les vendió dos sacos llenos de sal y aunque Joha regateó un
poco, era obvio que el carnicero no estaba de humor para esas cosas. Tras
echar una mirada a lo poco que quedaba en el mercado (porque, aunque las
verduras no se veían apetitosas, las personas estaban pagando por ellas
como si acabaran de ser cosechadas), Joha y Locks cargaron a Sombra y se
prepararon para regresar. Les tomaría más tiempo hacer el viaje de regreso
del que se quedaron en el pueblo.
—¿Por qué hay tan pocas cosas en el mercado, Joha?
—No lo sé —contestó él—. Si quieres, puedes preguntar por ahí.
Locks miró alrededor y de inmediato localizó a un hombre de cabello
gris que parecía estar vendiendo hierbas de una gran canasta que llevaba
colgada del brazo.
—Disculpa, abuelito, ¿me puedes decir por qué el mercado está tan
vacío?
El hombre la miró con gesto de sorpresa, como si pensara que Locks le
estaba tomando el pelo. Pero era imposible no darse cuenta que aquel no era
el caso con la seriedad en el rostro de Locks.
—Hace frío, niña. Y dicen que hay forajidos en el camino, así que la
gente no se anima a venir. Además, el König subió los impuestos e incautó
mucho de la mejor mercancía —explicó el anciano—. Es para el baile de
esta noche. Dicen que será el baile de invierno más fabuloso que se haya
visto en años.
—¿Un baile de invierno? ¿No hará demasiado frío?
Los ojos del anciano eran de un azul claro como el hielo. Pero cuando
los entrecerró para mirar a Locks, por un segundo a ella le parecieron que se
tornaban ambarinos.
—Niña, ¿es que no sabes nada?
—¡Sí sé algunas cosas! —replicó Locks, irritada, pero el anciano ya se
había dado media vuelta y se estaba alejando—. ¡Eres un abuelito muy
malo!
El anciano no se dio vuelta a mirarla, por lo que no vio cuando Locks le
sacó la lengua en un gesto burlón.
—¿Un baile de invierno? —repitió Joha. Sonaba sorprendido.
—¿Qué significa eso?
La mirada de Joha era taciturna cuando se volvió hacia el palacio que se
alzaba como siempre sobre el pueblo como una sombra ominosa.
—Significa que el König se va a casar.
La mandíbula de Locks cayó como desencajada y se dio la vuelta para
mirar en la misma dirección.
—Pero, ¿con quién?
N o era fácil.
Joha iba apoyado entre los hombros de Hood y el lomo de Sombra, que
todavía estaba nervioso y pateaba el suelo como queriendo retroceder cada
vez que escuchaban un susurro en el bosque. Tenían que parar a cada
momento para que el percherón se tranquilizara y en más de una ocasión,
cuando Sombra frenó bruscamente, Joha casi se desploma sobre suelo
helado. Hacía rato había dejado de murmurar que estaba bien y ahora iba
con el mentón caído sobre el pecho, gimiendo de vez en cuando y dando
traspiés para avanzar. Hood sentía la humedad de la sangre entre los dos y
hacía lo posible por apurar la marcha. El frío le había puesto los dedos
rígidos y las botas se le hundían en la nieve. La ventisca le impedía ver más
allá de su propia nariz, que también estaba fría a pesar de que se había
echado la capucha sobre el rostro y se había subido la bufanda para andar. A
su lado, Locks caminaba en un silencio que le parecía más ominoso que la
penumbra entre los pinos.
La cabaña de Joha estaba más cerca, eso era verdad. Hood había ido
hasta allí a buscarlos cuando había caído el sol, preocupada de que tal vez
quedarían atrapados en la tormenta que se avecinaba. Hubiera sido más
sencillo llevarlo hasta allí y luego correr hasta su propia cabaña para
conseguir los instrumentos médicos y las hierbas que iba a necesitar. Pero
para eso hubiera sido necesario dejar a Locks sola con Joha herido, sin
capacidad para defenderse de los forajidos si es que regresaban. Bueno, la
niña había demostrado ser capaz de defenderse. Pero ahora mismo, por la
forma en que se aferraba a la capa de Hood, era seguro decir que estaba
demasiado conmocionada para tomar un cuchillo y apuñalar a un hombre
otra vez. Y si bien le habían dado un buen susto a los forajidos, Hood no
podía descartar la posibilidad que fueran reverendos estúpidos.
Así que estaban atrapados en aquella ventisca de todos los demonios,
tratando de abrirse paso contra el viento y contra los árboles que se agitaban
y crujían y amenazaban con caer sobre ellos o bloquearles el paso.
No era nada fácil.
Hood se concentró en contar sus propios pasos: uno, dos (la nieve le
crujía bajo los pies), tres, cuatro (¿esa era Locks llorando o el aullido del
viento entre los árboles?), cinco, seis (el cuerpo de Joha se sentía flácido a
su lado y el peso le hacía doler la espalda)…
Quince pasos más adelante, los árboles se despejaron para revelar su
claro. Cinco pasos más; la puerta de la cabaña crujió al abrirse. Hood la
pateó para cerrarla cuando Locks estuvo dentro y sacudió la cabeza para
quitarse los copos de nieve de encima. La lumbre estaba apagada y el
interior oscuro y frío y Hood trató de no pensar en otra noche en que había
vuelto allí en medio de la oscuridad y descubierto que su vida acababa de
dar un giro para nunca volver a ser la misma. Arrastró a Joha hasta la cama
y lo dejó caer en ella. A pesar del frío, el hombretón tenía la piel cubierta de
sudor y estaba balbuceando algo incoherente.
—Hood —murmuró Locks.
—¿Qué pasa, niña? —preguntó Hood, sin mirarla mientras pensaba en
la mejor manera de desvestir a Joha.
—Sombra sigue afuera.
Hood maldijo por lo bajo. El caballo era la menor de sus prioridades,
pero quizá necesitaría ir al pueblo al día siguiente. La hemorragia parecía
haber parado, así que Hood decidió que no pasaría nada si dejaban a Joha
solo por unos momentos.
—Toma ese balde —le indicó a Locks mientras volvía a envolverse con
su capa—. Recoge tanta nieve como puedas y enciende el fuego para
derretirla. Yo llevaré al caballo hasta el galpón, ¿está bien?
Locks se pasó el dorso de la mano por los ojos, como si quisiera evitar
que Hood viera sus lágrimas y asintió con decisión.
La ventisca había empeorado y Sombra no quería saber nada con tener
que quedarse encerrado en un galpón oscuro, pero Hood no tenía establo y
el percherón tendría que conformarse.
—Vamos, estúpido animal —masculló—. Te morirás de frío aquí fuera,
¿entiendes? Entra de una vez.
El viento ahogó todas sus maldiciones, pero de alguna manera
finalmente consiguió encerrar a Sombra y cerrar las puertas detrás de él.
Esperaba que no intentara masticar las herramientas o saliera corriendo
desesperado. Sería lo último que necesitaría en aquella noche de los mil
demonios que estaba teniendo.
Locks había conseguido avivar un fuego tenue y estaba vigilando el
cubo de cerca cuando Hood regresó. La cazadora colgó su capa junto a la
ventana, se aseguró que los postigos estaban bien corridos y luego se volvió
hacia las alacenas para empezar a sacar todo lo que necesitaría: una lámpara
para iluminarse cerca de la cama, unas tijeras para cortar la ropa de Joha,
hierbas, vendas, unos cuantos ungüentos…
—Hood —dijo Locks, tirando de su camisa para que le pusiera atención
—. ¿Puedo ayudar en algo? Dime qué puedo hacer.
El primer instinto de Hood fue decirle que dejara de estorbar, pero tras
respirar profundamente, le alcanzó unas hierbas y un tazón.
—Recoge un poco de agua y haz té con esto —le indicó—. Tráemelo
cuando esté listo.
Dejó la lámpara sobe la mesa de luz y examinó con cuidado a Joha.
Tenía el labio partido y no podía descartar que la sangre que había escupido
fuera simplemente una herida en su boca, pero había que considerar la
posibilidad que tuviera una costilla rota o que algún golpe le hubiera
perforado los órganos. Si se estaba desangrando por dentro, no tendría
ninguna posibilidad de curarlo y lo mejor que podía hacer sería aliviarle el
dolor. Mientras esperaban que muriera.
No le iba a decir eso a Locks. Lo decidió cuando la niña se acercó a ella
con la taza humeante.
—¿Va a estar bien? —preguntó, con los ojos azules muy abiertos.
Tampoco le iba a mentir. Tomó la taza de sus manos y se la acercó a los
labios a Joha. El hombretón abrió un poco los ojos.
—¿Qué… que es esso? —preguntó en un siseo confuso.
—Tienes que tomarlo. Te ayudará a dormir.
Joha sacudió la cabeza y a Hood se le terminó la paciencia con toda
aquella situación. Regresó de la alacena con un embudo que encajó entre los
dientes de Joha antes de que pudiera contestar. Vació el contenido del té,
hierbas y todo, directamente en su garganta. El hombretón soltó un par de
toses secas cuando terminó de tragar y la miró con los ojos despejados un
momento.
—No tenías que hacer eso, Violette.
Después se desplomó en la cama con tanta fuerza que los resortes
crujieron y soltó un profundo ronquido. Hood le pasó el embudo y la taza de
vuelta a Locks y se dedicó a estudiar a Joha con más atención. Le palpó el
pecho y las costillas, pero no parecía que nada estuviera fuera de lugar. La
herida al costado había dejado de sangrar, pero Hood sabía que tendría que
reabrirla para asegurarse que todos los humores malos hubieran salido antes
de aplicar un ungüento y volver a coserla. Le abrió la boca y acercó la
lámpara para examinarle los dientes. Al menos una de sus muelas estaba
floja y tendría que arrancársela si no quería que se partiera y le lastimara la
lengua o el interior de las mejillas. La sangre que había escupido
definitivamente vino de allí. Al menos en ese aspecto podría estar tranquila.
Acercó su taburete al fuego y puso a calentar la daga y las agujas,
hundió las vendas en el agua hervida y comprobó sus reservas. Le quedaba
poca tripa para coser heridas y necesitaría más si Joha se movía con
brusquedad y se abría los puntos. Ahora verdaderamente se alegraba de
haber encerrado al caballo en el galpón.
Hood trabajó en la herida con toda la celeridad de la que fue capaz,
ignorando el sudor que le chorreaban por la frente y el estrépito de los
postigos. El vendaval se había vuelto tan fuerte que parecía que la cabaña se
ponía a temblar con cada ráfaga de viento. Hood aplicó el emplasto con
manos seguras y cubrió la herida como mejor pudo para evitar mover
demasiado al inconsciente Joha. Por último, tomó las pinzas y arrancó el
diente partido en dos pedazos grandes y blancos que envolvió en arpillera y
arrojó a un rincón.
Y eso fue todo.
No tenía idea de cuánto tiempo se había tardado, aunque estaba
completamente segura que la Abuelita habría hecho todo en la mitad.
Cuando se volvió a mirar sobre su hombro, no encontró a Locks en la
cabaña.
—¿Niña? —llamó, desconcertada.
Un bulto se agitó junto a la puerta. Locks emergió de su capa, mirándola
con ojos llenos de temor.
—No me gusta esta tormenta —susurró, como si le estuviera contando
un secreto—. Mamá decía que cuando había una tormenta fuerte había que
tener mucho cuidado. Los Hijos del Bosque podían venir a raptarte. Tocan
la puerta haciéndose pasar por alguien que conoces y cuando les abres, te
llevan con ellos a su Reino y nadie te vuelve a ver.
—Eso es solamente una leyenda. Probablemente tu madre te la contaba
para que te quedaras quieta de una vez. Si sales a una tormenta, lo más
seguro es que desaparezcas porque te moriste de frío —replicó Hood. Locks
no se movió de debajo de su capa, así que Hood se levantó con un bufido y
fue a sentarse junto a ella—. Mira, he pasado toda mi vida entre estos
árboles. Jamás he visto a los Hijos del Bosque. Ni a brujas, ni espíritus ni
ninguna otra cosa que se le parezca.
Sonaba muy segura de sí misma, por supuesto, pero lo cierto es que la
Abuelita también le había contado leyendas por el estilo y ella también las
había creído al pie de la letra cuando tenía la edad de Locks. Había
mantenido una ramita de eneldo encima de su cama para ahuyentar a los
duendes que provocaban pesadillas y había saludado a los robles más
antiguos, los grandes con ramas añosas y frondosas, antes de subir a buscar
huevos o castañas en ellos.
Aunque ahora le costaba recordar la última vez que había visto un roble,
¿y por qué habría de haber un roble en medio de un bosque de pinos? Quizá
su mente le estaba jugando malas pasadas. Podía ocurrir en una noche como
esa, encerrada sin más compañía que los ronquidos de Joha y los miedos
infantiles de Locks.
De todos modos, lo más extraño que había visto jamás en el Bosque
continuaba siendo una niña que salió entera y viva del estómago de un oso
muerto.
—Que no hayas visto nada extraño no significa que no pase —replicó
Goldilocks—. Quizá tú no lo has visto porque no crees en ello, así que no lo
puedes ver.
—Eso no tiene sentido. Si algo existe, puedes verlo, oírlo, comértelo…
sentirlo. Si no puedes hacer ninguna de esas cosas, es que no existe
realmente.
—¿Y qué hay de la magia? —insistió Locks—. No puedes ver la magia,
pero puedes ver sus resultados. Es como el tiempo. No puedes verlo, pero
sabes que está pasando porque ves las estaciones cambiar, ¿no es verdad?
¿Por qué la magia no puede ser como el tiempo?
—¿De dónde sacas esas cosas, niña? —pregunto Hood. Ese tipo de
charla le hacía doler la cabeza. A pesar de sus muchas habilidades y
seguridad, Hood era una persona prosaica. Vivía en el momento y no se
preocupaba por cosas como los dioses o los demonios o los espíritus. Si lo
hubiera hecho, si hubiera creído en ellos, quizá hubiera dejado que ellos se
encargaran del lobo sin intervenir.
—No lo sé —admitió Locks, arrebujándose aún más en la capa de Hood
como si eso la hiciera sentir más segura—. No sé qué me pasa. Me siento
rara.
Hood le puso una mano en la frente. Había estado tan ocupada en cuidar
de Joha que no se había detenido a pensar que era posible que la niña
acababa de pasar por una conmoción tan grande que quizá había tenido
algún efecto en su cuerpo tan pequeño. La Abuelita solía decir que las
emociones violentas podían desequilibrar los humores tanto o más que
cualquier enfermedad. En ese sentido, las emociones eran como la magia y
el tiempo. No podían tocarlas y, sin embargo, podían sentir cómo
cambiaban a una persona.
Apartó esas tonterías de su cabeza y se concentró en estudiar a Locks.
No tenía fiebre, al menos por lo que ella podía sentir, pero eso no
significaba que no la fuera a desarrollar en las siguientes horas. Quizá había
tomado frío en el camino o cuando el sudor producto de la pelea se le había
secado en la piel o…
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—No me acuerdo —contestó Locks, arrugando la nariz como si de esa
manera pudiera acodarse mejor—. Creo que fue antes de que llegáramos al
mercado.
Por supuesto. Y con todo lo ocurrido, se habían olvidado de la cena.
—Está bien. Te preparé algo.
Se levantó para rebuscar en sus alacenas. Todavía le quedaba algo de
carne y algunos vegetales. Quizá pudiera hacer una sopa o un estofado
sencillo. Eso sin duda iría muy bien con el clima que estaban teniendo
fuera.
—En el palacio estarán comiendo pavo y perdiz y papas doradas como
monedas de oro —comentó Locks mientras la miraba cortar sus verduras—.
Y beberán vino añejado en barriles de pino y de postre habrá todo tipo de
tartas antes de que empiece la música… —¿Cómo sabes eso?
—No lo sé —repitió Locks, encogiéndose de hombros—. Me lo
imagino, supongo. El König tenía un baile esta noche. Joha dijo que era
para elegir a su futura esposa.
Hood continuó cortando las zanahorias sin levantar la cabeza. Podía
concentrarse en esa tarea sencilla, podía no tener que pensar en el lobo en
un momento como ese.
—¿No te molesta? —preguntó Locks—. Que el König vaya a casarse,
quiero decir.
—¿Por qué habría de molestarme? Lo único que me importa de ese lobo
estúpido es si está vivo o muerto —replicó Hood, empujando las verduras al
caldero junto con el agua y algunos trozos de su carne salada—. Me da pena
la pobre ilusa que lo acepte como esposo, pero no tengo nada en contra de
ella.
No sabía por qué su voz salió con tanta debilidad. Quizá porque el
cansancio por fin comenzaba a afectarla o porque estaba demasiado
concentrada en su tarea para poner verdadera emoción en sus palabras.
—¿Todavía lo quieres matar?
Hood colgó el caldero en la chimenea y echó otro tronco a las llamas. —
La sopa estará lista pronto.
El viento golpeteaba contra la puerta de manera insistente. Hood maldijo
a la tormenta y se enderezó un poco. Le dolía el cuello y la espalda por
haberse quedado dormida sentada en contra de la pared. Locks dormitaba,
todavía envuelta en su capa, con la cabeza en su regazo, ajena al escándalo.
Hood miró a la cama, pero Joha seguía durmiendo profundamente. Sus
ronquidos ya no eran tan sonoros, aunque su pecho ancho seguía subiendo y
bajando con su respiración regular y lenta. Eso era bueno. Indicaba que no
había nada extraño con sus heridas.
O que a ella se le había ido la mano con las hierbas sedantes.
El golpeteo en la puerta se repitió y Hood terminó de espabilarse. Mover
a Joha para hacer espacio en la cama para Locks sería imposible, sin contar
el hecho que su padre podía darse vuelta en sueños y aplastar a la niña.
Subirla a la litera cerca del techo, que no había usado desde la muerte de la
Abuelita, tampoco era una opción. El colchón podría estar podrido y la
madera carcomida porque hacía años que no se molestaba en revisarla.
Lo mejor que podía hacer era juntar algunos trapos y hacerle una
almohada para que estuviera un poco más cómoda en el suelo. En cuanto a
ella, bueno… no sería la primera vez que se pasaba la noche en vela.
Delicadamente para no despertarla, apartó la cabeza de Locks de su
regazo y se levantó para recoger los platos de sopa vacíos. Se dirigió hacia
la tina para dejarlos con los demás platos sucios… y los dejó caer con tal
estrépito que Locks se sentó con un grito e incluso Joha se removió sobre la
cama antes de empezar a roncar otra vez.
—¿Qué…? —masculló Locks, mirando de un lado a otro antes de ver la
vajilla rota a los pies de Hood y a su amiga parada en medio de la cabaña,
con la mirada fija en la ventana—. Hood, ¿qué pasó?
Hood se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y sacó su
daga de la bota. Estaba segura, absolutamente segura que había visto pasar
una sombra por la ventana. Como si alguien (o algo) estuviera tratando de
espiar el interior de la cabaña a través de las hendijas de los postigos.
¿Habían regresado los forajidos? ¿Cómo los habrían encontrado? Los
rastros que dejaron en la nieve seguramente habían sido cubiertos por la
ventisca muchas horas antes.
¿Sería alguna bestia? Aunque ninguna bestia era lo suficientemente
educada para llamar a la puerta. Los golpes se reanudaron, demasiado
rítmicos para ser un animal. Ahora se daba cuenta.
Lo único que podía llamar a la puerta de esa manera era uno de los
espíritus de la imaginación de Locks o bien una persona lo bastante
desquiciada para salir en medio de ese clima.
Ninguna de esas opciones le gustaba demasiado. Pero tenía que salir a
enfrentarlas. La cabaña era segura, pero no impenetrable.
—¿Qué haces? —preguntó Locks cuando la vio acercarse a la puerta—.
¡Espera, no abras!
—Quédate detrás, niña —instruyó Hood y estiró la mano para tomar el
picaporte.
—¡Hood, no!
El viento helado le mordió el rostro y le agitó el cabello. Le castañearon
los dientes y los dedos que sostenían el cuchillo en alto, apuntando hacia
donde estaría el corazón de una persona, se le agarrotaron en seguida. Locks
soltó un jadeo de temor detrás de ella.
Al otro lado de la puerta no había ni una bruja ni un Hijo del Bosque ni
una bestia que quisiera comerlas. Era una mujer joven con la cabeza
envuelta en una bufanda, un vestido negro que le cubría la piel y un caballo
agotado detrás de ella. Un único mechón pelirrojo caía sobre la frente de la
chica cuando levantó la vista.
—Violette Riding Hood —dijo con voz trémula.
Hood bajó el arma lentamente.
—Te conozco. Te he visto en el castillo.
La mujer asintió lentamente.
—Vengo a pedirte ayuda.
Hood la ayudó a meter su caballo en el galpón (que apenas era lo
suficientemente grande para los dos animales en realidad) y la invitó a
entrar. En parte porque sabía que la Abuelita se levantaría de su tumba a
reclamárselo si es que dejaba a esa chica afuera en la inclemencia de la
tormenta (o al menos Locks lo haría) y en parte porque sentía una intensa
curiosidad por saber por qué estaba allí.
Cuando regresaron, la joven se sentó en una silla cerca del fuego,
envolviéndose como podía en su chal húmedo por la tormenta. Locks la
observaba con ojos grandes desde su rincón, como si todavía no estuviera
convencida de que la chica no fuera una aparición o un truco de alguna
entidad mágica para engañarlas.
—Re… recuerdo cuando viniste al castillo —comentó la muchacha,
tartamudeando entre temblores—. Te cepillé el pelo.
Locks se echó la capa de Hood sobre el rostro, como si de esa manera
pudiera evitar que la vieran.
—No le pongas atención —dijo Hood, arrastrando la única otra silla que
había en la cabaña y sentándose a horcajadas sobre ella—. Está algo
sensible. Esta noche ha sido… bastante extraña, a decir verdad.
La joven le echó una mirada a la figura durmiente de Joha, a Locks, que
seguía observándola con desconfianza y finalmente volcó su atención en
Hood.
—¿Cómo encontraste la cabaña? —quiso saber la cazadora antes que la
otra tuviera la oportunidad de empezar a hablar—. Y por todos los dioses,
¿por qué te internaste en el Bosque en una noche como esta?
—El König se ha comprometido —dijo la doncella, como si eso
explicara todo.
—Lo había oído —contestó Hood, algo irritada por la falta de novedad
en ese comentario—. No sé por qué asumen que me interesaría ese detalle.
—Le ha roto el corazón a mi hermana —continuó la doncella. Sonaba a
que había pasado mucho tiempo pensando en lo que diría una vez que
estuviera allí, sin importar demasiado lo que Hood le contestara—. Era su
amante y la ha dejado de lado.
—Tu hermana es una idiota.
—Caoilfhionn sabía que el König nunca se casaría con ella —arguyó la
muchacha, frunciendo el ceño como si Hood la hubiera ofendido con esa
simple aseveración—. No esperaba que lo hiciera. Pero lo quería y le era
leal y creía que el König tendría algo de consideración hacia ella…
—Y por eso es que tu hermana es una idiota —repitió Hood—. Fue una
idiotez de su parte pensar que al König le importaba un comino sus
sentimientos. La única persona por la que el lobo se interesa realmente es la
que ve cuando se mira en el espejo. Todos los demás no somos más que
estorbos entre él y lo que sea con lo que esté encaprichado ese día. Se
hartará de su esposa en un mes o dos y volverá a prestarle atención a tu
hermana.
Los ojos dorados de la muchacha se encendieron de rabia cuando los
clavó en Hood.
—¿Y no eres tú igual, cazadora? ¿Acaso tú no intentas matar al König
sin importar a las personas que hieras en el camino o el caos que eso podría
provocar en el reino? ¿Acaso no estás tan concentrada en tu venganza que
no tienes lugar para nada más en tu vida?
La silla de Hood raspó contra el piso cuando se puso de pie.
—Si has venido todo este camino solamente para insultarme, entonces
vas a tener que irte de mi cabaña. Como ves, mi padre está herido y la niña
cansada y no necesitamos escuchar acerca de los dramas de tu familia.
No supo por qué se lo dijo con tanta vehemencia. Nunca llamaba a Joha
“su padre”. Nunca le importaba lo que la niña estuviera sintiendo en ese
momento porque no era su responsabilidad. Quizá lo dijo porque quería que
aquella chica pelirroja y extraña se diera cuenta que estaba equivocada. Ella
tenía algo más aparte de su venganza. No era como el König y nunca lo
sería.
Cualquiera fuera el motivo, sin embargo, funcionó: la doncella bajó la
vista y se mostró contrita.
—Perdóname, cazadora. No era mi intención ofenderte.
—Todavía no estoy segura de cuál es tu intención —replicó Hood—.
Dijiste que querías mi ayuda. ¿Para qué, exactamente?
La doncella rebuscó entre sus ropas y sacó algo envuelto en una tela,
algo pesado que depositó sobe la mesa de madera antes de desenvolverlo
con mucha parsimonia. El filo de la daga brilló con las llamas del fuego y
Hood no tuvo que ver el mango para saber que era la suya. La hubiera
reconocido en cualquier lugar.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó. Esperó que el temblor en su voz
no fuera demasiado obvio. Ni la ansiedad con la que estiró la mano ni la
alegría en su sonrisa. Era como si después de tantos meses, su brazo
volviera a estar completo otra vez.
—Quiero lo mismo que quieres tú —dijo la doncella—. Quiero que el
König muera.
A Hood le costó no echarse a reír de manera alocada, histérica, con la
voz destemplada y los dientes desplegados. Meses atrás, ¡qué no hubiera
dado por esa oportunidad!: una cómplice en el castillo, alguien que pudiera
introducirla debajo de las narices de los guardias, alguien que pudiera
llevarla hasta la mismísima cámara del König y alguien sobre quién hubiera
recaído la culpa de su crimen. Antes lo hubiera aceptado sin dudarlo ni un
momento. Sin siquiera pensárselo.
Podía sentir los ojos azules, grandes e inocentes de Locks clavados en su
nuca.
—Hood —llamo la niña, casi en un susurro.
—¿No acabas de decir tú misma que esto podría traer caos sobre el
reino? —preguntó Hood. La pregunta no sonó tan contundente como lo
habría deseado. La criada se encogió de hombros.
—El caos es inevitable. Ve al pueblo y mira a las personas. Hay muchas
que saben que no tienen lo suficiente para sobrevivir el invierno. Los
forajidos no han dado cuartel. Y el König está en su palacio, celebrando un
baile espectacular y quizá planeando una boda todavía más costosa. Puede
que hasta le hagas un favor al reino, no lo sé. No me importa tampoco. Este
no es mi hogar.
La cazadora la observó en silencio durante un largo rato. Que persona
tan peculiar.
—Hood —volvió a llamar Locks, en el mismo tono.
—Te agradezco que me hayas devuelto la daga —dijo, con lentitud—.
La tormenta ha parado un poco. No deberías tener problemas para regresar,
pero si quieres esperar al amanecer aquí, eres bienvenida a hacerlo.
La doncella se la quedó mirando un largo rato, como si esperara que
Hood le diera una respuesta distinta o cambiara la que ya le había dado.
Cuando nada de eso ocurrió, se puso de pie y se acomodó la capa sobre los
hombros y la bufanda sobre los rizos pelirrojos.
—Me llamo Ranghailt. En el castillo me conocen como Eins. Búscame,
cazadora. Las dos queremos lo mismo. No veo por qué no podemos
ayudarnos.
El viento realmente había amainado, pero de todos modos, cuando
Ranghailt abrió la puerta, la ráfaga bailó sobre el fuego y casi consiguió
extinguirlo. La doncella salió con la nieve crujiendo bajo sus botas. Hood se
asomó a la puerta solamente para controlar que sacara a su caballo del
cobertizo sin que Sombra se escapara también.
Un momento después, la vieron alejarse bajo la tenue luz gris que
empezaba a asomar por el horizonte. Aquella noche extraña en que tantas
cosas parecían haberse conjurado para desequilibrarla por fin llegaba a su
fin. El sol del alba no bastaría para derretir la nieve y el día sería breve y
frío. Pero por fin habían dejado atrás la tormenta.
—Hood —repitió Locks, aferrándose a su mano—. ¿Qué vas a hacer?
En el interior de la cabaña, oyeron a Joha toser. Los muelles de la cama
chirriaron cuando el hombretón se incorporó, frotándose los ojos y
parpadeando confundido.
—¿Violette? —llamó.
—Voy a hacer el desayuno —decidió Hood, quitándole la capa a Locks
—. Tú deberías ver si Sombra tiene agua. Después te acompañaré a que le
busquemos comida en la otra cabaña, ¿entiendes?
Locks estudió su rostro por un momento y luego asintió con seriedad.
Hood estaba segura que podría haberse marchado hacía varias horas.
Solamente había ido al pueblo para conseguir más suministros y Agnes, la
herbolaria, la había emboscado. Así era como había terminado en la
taberna, rodeada de personas que la habían ignorado abiertamente todos
esos años, hablando todos al mismo tiempo, sus gritos e ideas
confundiéndose unos con otros de manera que Hood no tenía idea alguna de
qué era lo que estaba ocurriendo.
Y tampoco sabía por qué la había seguido hasta allí.
—¡Basta! —había gritado cuando estuvieron en la calle—. ¿Qué es lo
que quieres? ¿Por qué tengo que ir a la taberna?
Agnes miró a un lado y hacia el otro, se acercó a ella y bajó la voz:
—Vamos a hacer algo sobre el König —le confió.
El brillo en sus ojos delataba que no se trataba de algo bueno.
—Hood —había llamado Locks, sus dedos aferrándose a su mano con
fuerza—. Espera. Vamos a casa. Dijiste que volveríamos a casa temprano…
Hood la observó un momento. Observó el camino de vuelta al bosque
que se extendía detrás de ella, el camino de vuelta a la cabaña y a los
árboles que conocía, el lugar donde ella sabía que estaría segura. Y luego
observó el rostro de Agnes, que la miraba expectante.
—Solo un momento —le dijo a Locks—. Quiero escuchar esto.
Ahora se arrepentía. Les había dado demasiado crédito a ese grupo de
campesinos. Estaban enojados y temerosos, lo bastante para decidir hablar
directamente con la mayor enemiga del König. Pero no había suficiente
fuerza en sus propuestas como para que le interesaran.
—Podemos exigirle que nos abra las puertas de su castillo —dijo uno de
los hombres—. Tiene suficiente espacio y suficientes chimeneas para
protegernos a todos. Mira lo que le pasó a la Vieja Margot…
—Que nos dé comida. Con todos los jóvenes que tienen que entrar a su
guardia, no hemos podido cultivar los campos como es necesario y este ha
sido el peor año de todos…
—Muchachos, por favor, tienen que calmarse —trató de intervenir Otto
Joven, mientras su padre se secaba la calva detrás de la barra, claramente
intranquilo de que todas esas cosas se estuvieran discutiendo abiertamente
en su local—. No vamos a llegar a nada con esto. Y si el König se entera
que la invitamos a ella estaremos en graves problemas… no te ofendas,
cazadora.
Hood los miró a todos desde su mesa en el rincón. Le habían servido un
porrón de cerveza y un cuenco de sopa para Locks (que la niña no había
tocado, encogida en su silla como si tuviera miedo de moverse o hacer
algún sonido) y la habían dejado allí para que escuchara todos sus planes y
quejas. Al principio casi había creído que algo resultaría de todo esto, pero
estaba claro que se había equivocado. Aquellas personas eran granjeros.
Mercaderes. Gente sencilla con muchas quejas que solamente ahora se
estaban dando cuenta de lo terrible que era el König para gobernar porque
había venido a perturbar sus vidas aburridas y rutinarias.
Era la primera vez que uno de los parroquianos se dirigía a ella
directamente.
—No me ofendo —dijo Hood, a pesar de que estaba lo bastante irritada
para que su voz indicara exactamente lo contrario—. Simplemente pensé
que esto sería más serio. Vámonos, niña.
Se levantó, recogió su capa del gancho de la pared y se la echó sobre los
hombros. Locks casi parecía aliviada mientras se abotonaba el abrigo y se
ponía los guantes.
Sin embargo, los parroquianos se negaron a entender lo que les estaba
diciendo.
—¡No puedes simplemente marcharte! —dijo uno de ellos, un hombre
de barba al que no creía haber visto antes. Hood se echó la capucha sobre la
cabeza y se dio la vuelta hacia la salida—. Todas estas personas han sido
inspiradas por ti. No puedes abandonarlos…
El hombre estiró la mano hacia ella, pero no llegó a tocarla. Hood atrapó
su mano y la empujó hacia atrás. El hombre lanzó un gañido parecido al de
un gato al que le pisaran la cola y la miró con rabia en sus ojos dorados.
—Nadie aquí es mi responsabilidad —contestó Hood, soltándolo y
dándole un ligero empujón para apartarlo de su camino—. El König es
horrible y si no lo queréis como soberano, puedo entender eso. Pero no
pretendáis que os ayude si lo único que tenéis para seguir adelante es
indignación. Marchar al palacio con todos vosotros es garantía de que me
maten. Prefiero seguir intentándolo sola.
Vio la rabia y la decepción en los rostros de aquellas personas. Era la
misma expresión que había visto en la cara de Ranghailt, cuando no le dio
una respuesta definitiva sobre su oferta de ayudarla a llegar hasta el König.
Y bien, ¿qué esperaban de ella? Su problema con el König siempre había
sido personal.
Y ya era hora de volver a casa. Estiró la mano para tomar la de Locks y
abrió la puerta.
Se encontró cara a cara con Hildebrandt. El Capitán y al menos media
docena de guardias más con ballestas en mano listas para disparar, estaban
parados justo afuera. La miraron atónitos. El Capitán abrió la boca para
decir algo.
Hood cerró con un portazo y miró alrededor, buscando
desesperadamente una salida.
—¡Violette Riding Hood, estás bajo arresto! —gritó el Capitán,
aporreando la madera—. ¡Y todos vosotros también, por conspiración!
¡Abrid inmediatamente en nombre del König!
La mención del nombre del lobo terminó por sublevar los ánimos
exaltados de la gente.
—¡No abriremos! —contestó Agnes, parándose sobre una mesa para que
toda la atención fuera puesta en ella—. ¡No nos someteremos nunca más a
él y sus órdenes injustas!
Todos corearon su acuerdo. Hood apenas les prestó atención. Las
ventanas estaban cerradas y el vidrio empañado, pero a pesar de eso, podía
ver las figuras oscuras de los guardias rodeando el establecimiento. No
podría escapar por la puerta trasera. No podrían llegar hasta Sombra…
Alguien le puso la mano en el hombro y la apartó inmediatamente
cuando Hood sacó la daga de un movimiento fluido. Otto Joven levantó las
manos, como si quisiera demostrar que no tenía intención de hacerle daño.
Detrás de él, Vanessa, la camarera, la observaba con ojos abiertos de par en
par por el miedo.
—Ven, cazadora —dijo, señalando hacia la escalera—. Nosotros los
distraeremos mientras tú escapas.
Hood vaciló. El hijo del tabernero nunca le había deseado mal alguno y
siempre la había tratado con deferencia cuando se sentaba en sus mesas.
Pero, ¿cómo sabía que no la iba a encerrar en alguna de las habitaciones
para invitados y entregarla a los guardias para evitar que destrozaran el
negocio de su padre?
Hubo un estrépito en la puerta, un golpe seco y contundente, como si los
guardias al otro lado estuvieran intentando derribarla. Los parroquianos,
mientras tanto, estaban juntando barriles, sillas y mesas y tratando de
apilarlas contra la entrada. Otto Padre estaba gritando algo y agitando las
manos, pero nadie se dignaba siquiera a mirarlo.
—Hood —llamó Locks otra vez, aferrándose a su mano. Hood vio el
miedo en sus ojos claros y maldijo en voz baja. Se había quedado sin
opciones.
Corrieron escaleras arriba y hacia una de las habitaciones que señaló
Otto. Hood vaciló otra vez al entrar, pero el hijo del tabernero parecía más
interesado en abrir la ventana que en tratar de engañarla. Les hizo señas
para que se acercaran y miraran.
—¿Puedes llegar hasta allí?
A pesar de la tensión y de la desesperación, Hood tuvo ganas de reírse.
El techo vecino estaba a tan poca distancia que era más una cuestión de dar
un paso largo que de saltar. Había saltado entre árboles mucho más alejados
entre sí. Demonios, había saltado del segundo piso del propio palacio una
vez. Si había algo que era capaz de hacer, eso era saltar.
Y justamente porque era tan buena en ello, tenía que considerar mucha
otras cosas. El viento. La nieve, que pondría las superficies resbaladizas. El
peso agregado de Locks.
Nada podía ser sencillo, ¿verdad?
—Me las arreglaré —dijo, mirando alrededor—. Toma las sábanas,
niña.
Locks la obedeció sin vacilar y Hood la ató tan fuerte como pudo a su
espalda. Si hubiera tenido tiempo, habría enroscado las sábanas y las habría
convertido en unas cuerdas mucho más seguras, pero el griterío y el
estrépito que venía de abajo la previno. Se le acababa el ya de por sí escaso
tiempo que había tenido antes.
¿Por qué no se habían ido a casa cuando tuvieron la oportunidad? ¿Por
qué habían decido escuchar los desvaríos de Agnes?
—Agárrate fuerte y cierra los ojos —le recomendó a Locks. No podía
darse vuelta para ver si había obedecido la segunda orden, pero las manitos
de la niña se aferraron con mucha fuerza a sus hombros y eso fue toda la
confirmación que Hood necesitaba de que estaban listas.
Se paró en el alféizar de la ventana y tomó aliento.
—Buena suerte, cazadora —dijo Vanessa.
Hood se dio la vuelta para decirle que no la necesitaba.
La puerta se abrió con un golpe seco que pareció resonar dentro del
propio cráneo de Hood.
—¡Alto!
Una cuerda se tensó y una flecha silbó en el aire, pero Hood ni siquiera
se molestó en preocuparse por su trayectoria. Se lanzó hacia adelante,
ignorando el grito de Locks y la manera en que sus dedos se le hundieron en
la piel. Sus botas resbalaron sobre las tejas congeladas del techo vecino y el
peso de Locks tiró de ella hacia atrás.
Por un momento, por un aterrador momento, el estómago de Hood
revoloteó mientras la gravedad las atraía hacia su inexorable vacío. Hood
manoteó en el aire hasta aferrarse a la canaleta. El frío le mordió las manos
y sus pies colgaron patéticamente en el aire.
Otro grito aterrado hendió el aire.
—¡Calla! —le ordenó a Locks.
—¡No he sido yo! —lloriqueó la niña.
Hood no tuvo tiempo de responder. Usando todas las fuerzas que tenía,
se alzó sobre sus brazos, tanteando las tejas y arrastrándose sobre sí misma,
con mucha dificultad, consiguió subirlas a las dos al techo.
No podía haber pasado ni un minuto. Pero los gritos y el estrépito en la
taberna seguían y ahora ella tenía que caminar por el borde de aquel techo
maldito para poder descolgarse en el establo sin que los guardias de
pacotilla le dispararan…
Se atrevió a mirar hacia atrás. Y esa fue otra de las cosas de las que se
arrepentiría en el futuro.
—¿Hood?
—Sigue con los ojos cerrados, niña. Vamos a dar otro salto.
Los agudos chillidos de Vanessa invadían el aire, pero Locks apretó el
rostro contra la nuca de Hood y no dijo nada. La cazadora tampoco lo hizo
mientras sus pies encontraban los puntos de equilibrio. Aterrizó justo al
lado de Sombra, sobresaltando a los guardias y montó antes de que pudieran
reaccionar. El caballo pasó limpiamente por encima de la valla y se lanzó al
galope calle abajo.
No fue hasta mucho más tarde que Locks soltó un sollozo.
Hood no quiso preguntarle si había visto el cuerpo de Otto sobre el piso,
con la flecha clavada en medio de la garganta y Vanessa llorando sobre él,
mientras el guardia flacucho que había lanzado el proyectil (apenas un niño,
no podía tener más que dieciséis o diecisiete años) observaba todo con ojos
atónitos.
La cazadora había visto la escena a través de la ventana abierta por un
segundo, una fracción de segundo. Pero estaba segura que seguiría grabada
a fuego en su mente por el resto de su vida.
Soluciones
Hildebrandt nunca había pensado que extrañaría los días en los que su
mayor preocupación era evitar que Riding Hood se colara en el palacio.
Pero allí estaba y allí estaban. Parado en las almenas, podía ver el incendio
voraz en el Bosque Sur. Y podía escuchar los gritos y el estrépito del acero,
muchísimo más cerca.
—Señor… están atacando a los habitantes…
—Abrid las puertas.
—Pero, señor…
—¡Dije que las abráis y dejad pasar a todos los que busquen refugio! —
replicó Hildebrandt, con los ojos brillantes de rabia—. ¡No voy a dejar a
esas personas allí solas para que las masacren!
Sus guardias se miraron entre ellos. Niños pusilánimes todos ellos.
—¿Qué… qué dice el König, mi señor?
—El König está ocupado en este momento —les contestó con una calma
que no sentía. Después de todo, hacía un tiempo en que el König ya no era
el que daba las órdenes en ese lugar y casi no podía creer que aquellos
hombres no se hubieran dado cuenta—. ¿Dónde está Ludwig?
—¿El… Consejero? —preguntó el guarda, como si hubiera otro—. No
lo sabemos, señor.
—¿Y la Reina Alicia?
La expresión en blanco del guarda fue suficiente respuesta. Hildebrandt
suspiró y se pellizcó el puente de la nariz.
—Dadme una bandera de tregua.
Al menos uno de los guardas se apresuró a obedecer: le entregó la
bandera y le deseó suerte con una sonrisa que parecía incongruente para el
momento. Sus ojos eran de un dorado brilloso y había algo extraño en sus
pupilas. El Capitán pensó en pedirle que le dijera su nombre, pero se olvidó
de él en cuanto dejó de mirarlo.
Los campesinos entraban corriendo en tropel, como una ola masiva a
pesar de que los guardas hacían lo posible para mantener el orden y evitar
que se tropezaran unos con otros. Uno de ellos golpeó a Hildebrandt en el
hombro, pero el Capitán no le prestó atención, concentrado en llegar hasta
las rejas. Una vez allí, levantó la bandera de tregua y la ondeó: los colores
de los von Wolfhausen se elevaron contra el cielo oscuro, sobre la nieve que
caía en el piso.
Los hombres armados que avanzaban hacia el castillo se pararon en seco
y escucharon con atención cuando Hildebrandt se presentó como Capitán de
la Guardia Real y exigió hablar con su líder. Hubo un silencio tenso que
duró un momento y luego los soldados invasores se hicieron a un lado para
abrirle paso.
Hildebrandt no supo por qué no se sorprendió de ver que era una niña,
de no más de doce años. Iba ataviada de una capa roja y montaba un caballo
blanco magnífico.
—Soy la Princesa Heredera Scarlett de Hood —se presentó con una
extraña voz aterciopelada—. ¿Venís a presentarme vuestra rendición y a
jurarme lealtad, Capitán? Porque es lo único que aceptaré a cambio de
ordenarle a mis hombres que detengan esta destrucción.
—Esto es un acto de guerra, su Gracia —señaló el Capitán—. Tenemos
aliados en el territorio. Enviamos por ellos y ellos os detendrán a vos y a la
pizca de las fuerzas que habéis traído.
Era una mentira, por supuesto. Incluso si hubiera enviado mensajeros en
busca de ayuda, habrían tenido que ir por el camino más largo, en el estado
en el que se encontraba el Bosque. Y no llegarían antes de que Scarlett
tuviera la oportunidad de masacrarlos a todos. El Reino Wolfhausen estaba
solo contra esta amenaza, como lo había estado siempre.
La princesa invasora tenía que saberlo, pero no se inmutó en exigirle al
Capitán que dijera la verdad.
—De todos modos, Capitán, vuestro König ya se ha rendido ante mí —
comentó, con una sonrisa venenosa—. Su corona me pertenece. ¿Dónde
está, para que pueda entregármela?
La primera reacción de Hildebrandt ante esa afirmación fue de completa
confusión. ¿En qué momento el König había hablado con ella? El castillo
había estado rodeado toda la tarde anterior y luego habían ido a cazar a
Riding Hood…
Como si le hubiera leído los pensamientos, la sonrisa de Scarlett se
ensanchó.
—Ese era nuestro trato. Su enemiga por la corona. Él tiene a la
cazadora, yo quiero mi reino.
A Hildebrandt le dolía la cabeza y sospechaba que nada tenía que ver
con el humo que había inhalado en las últimas horas. Nunca iba a entender a
los nobles ni sus jueguecitos de poder. Y lo único que podía hacer él ahora
era tratar de salvar a cuántas personas estuviera en sus manos salvar.
—Traeré al König, su Gracia —prometió—. Pero solamente si me
prometéis que dejaréis de atacaros hasta que esté aquí. Y que dejaréis pasar
a estas personas si quieren regresar a sus hogares.
—Sea —concedió Scarlett—. No seré una reina inmisericorde, después
de todo.
Hildebrandt tenía sus dudas. Aún a esa corta edad era posible ver la
crueldad detrás de los ojos rojizos de aquella niña (ojos rojos como los de
Hood, sin duda la cazadora también tenía una deuda con ella). El Capitán no
tenía duda alguna de que se acrecentaría con el tiempo.
¿Y realmente queréis obedecer a esa niña, Capitán?, preguntó una voz
de mujer, una voz suave como el terciopelo, cálida como el sol, en su
cabeza mientras subía los escalones hacia la recámara de su soberano.
No. La verdad es que estaba bastante harto de obedecer órdenes. No
importaba mucho si venían del König, de Ludwig o de esa niña de sonrisa
de serpiente. No quería saber nada más con sus intrigas y sus paranoias, de
la sangre inocente que estaba en sus manos por culpa de ellos. Pensó en
Otto. Pensó en la niña que habían encerrado en la cabaña. Pensó en cómo ni
siquiera había intentado razonar con el König antes de que llegara el fuego.
¿No sería mejor marcharos?, sugirió la voz aterciopelada. ¿No sería
mejor tomar a vuestra belleza pelirroja y marcharos de aquí? Ella os
agradecería. Os agradecería que la sacaras a ella y a sus hermanas de una
situación tan peligrosa.
Sí, las hermanas. ¿Dónde estaban en ese momento? Quería velar por su
seguridad. Quería que estuvieran a salvo.
Parpadeó para darse cuenta que estaba frente a la puerta cerrada de la
recámara del König, con la mano estirada para abrirla. El bronce del
picaporte relucía como un espejo y vio su rostro deformado en él por un
momento, o un rostro que parecía casi el de una mujer muy pálida, con
cabello negro adornado de rosas. Podía no abrir la puerta. Podía volver y
ordenarle a su guardia que inclinaran la rodilla ante Scarlett y dejar que
entrara al castillo. La sangre del König estaría en las manos de esa niña.
Casi hasta parecía lo correcto.
Pero Hildebrandt, a pesar de sus dudas, a pesar de su cansancio, era un
hombre de palabra. Había hecho un juramento. No pensaba romperlo, sin
importar las consecuencias.
Entró en la recámara y dirigió su atención hacia el dormitorio.
—Mi König —llamó con suavidad.
La espalda del König se enderezó. Vestía solamente su camisa y tenía el
cabello platinado empapado, como si le hubiera dado calor a pesar de la
noche invernal. Cuando se dio la vuelta para mirarlo, los ojos verdes
cargados de irritación, Hildebrandt advirtió que tenía las mangas y los
pantalones manchados de rojo.
—Capitán —dijo con voz ronca, casi un gruñido. Se arrimó a la puerta
de su dormitorio, sin molestarse en ocultar lo que había allí adentro—. Creí
que mis órdenes habían sido claras.
Hildebrandt le explicó brevemente lo que ocurría. Todo el tiempo trató
de mantener la vista fija en él, sin prestar atención al bulto inmóvil sobre la
cama. La expresión del König no varió ni por un momento.
—Alcanzadme la capa —pidió, con una tranquilidad inquietante—. Si
esa niña cree que sus trucos y maquinaciones podrán conmigo, le espera
algo muy distinto.
Hildebrandt hizo lo que le pedía sin decir una palabra y lo vio marchar.
La puerta se cerró detrás del König con un chasquido. Ni siquiera se había
molestado en cerrarla con llave.
Lentamente, casi sabiendo que se arrepentiría de ello, Hildebrandt se
giró hacia la puerta del dormitorio. Sobre la cama, inmóvil, con los ojos
cerrados, reposaba la cazadora.
¿Estaba muerta? No, todavía respiraba. Con una lentitud dolorosa, como
si cada aliento requiriera de toda su fuerza de voluntad, pero todavía
respiraba. Tenía el pelo apelmazado y pegajoso. Tenía las ropas rasgadas,
decenas de pequeños cortes y punzadas en sus brazos, piernas y torso
rezumaban carmesí. Hildebrandt ahogó un gemido de rabia. El colchón
debajo de ella estaba tan manchado de rojo como las manos del König.
Debería habérselo entregado a Scarlett. Debería…
La cazadora abrió los ojos. Tenía la mirada turbia de dolor, los labios
hinchados y agrietados de todas las veces que se los debía haber mordido
para no gritar. En su mejilla y en su frente también había cortes, pero el
König parecía haber dejado su rostro en paz por la mayor parte. Como si no
hubiera querido arruinar su presa.
—Cazadora —la llamó Hildebrandt. Tomó la jarra de vino que había
sobre la mesa y llenó la copa. El König había dejado la daga con la que la
había estado torturando justo al lado. La hoja también estaba manchada de
sangre. Hildebrandt intentó no mirarla mientras le acercaba la copa a los
labios de Riding Hood.
Bebió un trago, inclinó la cabeza hacia atrás… y lo escupió en dirección
a la cara de Hildebrandt. Falló, pero el vino manchó la armadura de
Hildebrandt de todos modos.
—No quiero tu compasión, Capitán —le dijo con una voz tan profunda,
tan llena de odio que Hildebrandt reculó—. Tú también la mataste.
La niña rubia retorciéndose entre los brazos de los guardias. Los golpes
de sus puños contra la puerta.
Hildebrandt abrió la boca, pero lo cierto es que no había absolutamente
nada que pudiera decirle. Nada que ella quisiera escuchar. Nada que pudiera
justificar o absolverlo de aquella culpa que ahora pesaría sobre su alma para
siempre. Ni siquiera podía desatarla para darle una oportunidad de huir. No
tenía las llaves de los grilletes y de todos modos, ¿qué tan lejos llegaría con
el Bosque consumiéndose e invasores en la puerta?
Dejó la copa a un lado y salió sin mirar atrás. No podía soportar la
mirada de la cazadora.
A Jo le gustaría agradecer:
El legado más importante que me dejó mi viejo fue el amor a las letras y
por eso nunca me voy a cansar de estarle agradecida. Tampoco voy a dejar
nunca de extrañarlo y de lamentar que no haya llegado a ver este libro.
A mi mamá, que me banca aunque no entienda “esas cosas fantásticas
raras”, y a mis tías, que la bancan a ella bancándome a mí.
A Sari, Ju, Luc y Rebe, por creer que este proyecto es lo bastante bueno
para tener fans. A Sari especialmente: no es fácil vivir conmigo cuando
estoy en medio de un bloqueo. Gracias por el café y por hacerme acordar
que mi perro necesita salir a pasear cada tanto.
A Claudia, infinitamente, por su trabajo meticuloso e incansable y por
tolerarnos cambiando mil cosas distintas al día y discutiendo todos los
spoilers en el chat del grupo.
Por último, pero no menos importante, a Benyi. A veces siento que te
sigo por senderos en el Bosque que solamente vos podés ver y que soy una
visitante en este mundo que vos traés a la vida con tus dibujos. De todos
modos, gracias por dejarme jugar en él, por el entusiasmo y por la fe en que
íbamos a llegar acá algún día. El mundo nos estaba esperando.
A Benyi y a Jo les gustaría agradecer:
A Kat: mejor amiga, hermana honoraria, huracán.
A Paloma: por ponerse la camiseta y salvarnos las papas para que
entreguemos en tiempo y forma.
Un especial agradecimiento a Victoria y al equipo de Ediciones LEE por
contestar las ciento cincuenta y seis preguntas que les hicimos y que
siempre respondieron con la mejor predisposición. Para la próxima vamos a
estar más preparadas y solo les vamos a hacer ciento cuarenta y nueve
preguntas.
Gracias a vos, lector, por darle una oportunidad a esta historia, a la
literatura Argentina, a autoras jóvenes, primerizas. ¡Te esperamos en el
próximo libro!
(¿Ya dijimos a Claudia?).
(Y a Claudia).
Capítulo 1:
Encuentro en el Bosque
Interludio 1: Locks en el camino
Capítulo 5: El Consejero
Interludio 5: Secretos
Capítulo 6: Cuentos del Pasado
Interludio 6: Conspiraciones
Capítulo 8: Reinas
Interludio 8: Criadas
Agradecimientos