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Grandeza y decadencia de Santiago del Estero


Orestes Di Lullo

El que ha recorrido alguna vez la provincia de Santiago estará de acuerdo, con el común
de la gente, en restarle importancia. Ni siquiera tiene paisaje. En efecto, la tierra, parece
no tener gravitación esencial. Es tan pasiva que uno concluye por cerrar los ojos y
olvidarse de ella.
Sin embargo, para el santiagueño, esa tierra es un hecho ancestral que se repite a diario,
con todas las voces de su geografía. Es un fenómeno permanente de incidencia, aunque
mudable en su forma. Cambia, pero es la misma. Quiero decir, que no obstante su
variabilidad ocasional, sabe conservar sus características, sus contornos típicos que le
dan a esa tierra, y no a otra, esa manera de ser distinta, esa fisonomía de calidades y
condiciones que, si se quitan, dejaría de ser esa tierra.

Y ahí está: ancha, muda, soledosa. Siempre presente. La historia se hizo historia
trajinando en ella. Los siglos desaparecieron y de ellos no quedaron ni los restos.
Muchos árboles, millones, nacieron y murieron en los bosques que esta tierra sustenta.
Los ríos crecieron y se agotaron infinidad de veces. Las lluvias la anegaron, las sequías
la desecaron y los vientos se arremolinaron de polvaredas inclementes. Los animales,
siguiendo el ciclo normal de la evolución, recorrieron muchas veces las etapas vitales,
sucediéndose los unos a los otros, como los pueblos mismos, a través de generaciones
interminables. Todo cambia en la tierra, menos la tierra misma. Y así pudo estar
presente en todos y cada uno de los fenómenos de la creación.

Pero se quiere desestimar el valor de la permanencia constante, ininterrumpida, de una


tierra que no es como las otras, negándole su influencia sobre el ser que la habita o que
la vive, como el santiagueño vive su tierra, siendo que esta tierra es eterna, formando
parte de ese paisaje que es tierra y otra cosa más. Se menosprecia su poder de embrujo,
esa presencia suya en el alma del santiagueño, aunque algunos concedan que pueda
promover adaptaciones de la somatología y llegar a modificar, incluso, la estructura
biológica del ser. Y se equivocaron. Ninguna tierra cava más en nosotros que esta tierra
de Santiago, aunque esté desnuda de accidentes, aunque parezca no tener voz ni vida, y
acaso por esto mismo.

Es cierto, la tierra parece inexistente y vacía. Dormida de distancias, permanece pasiva


en su papel de sostener ese inverosímil y paradojal escenario... sus astros, donde viven
los seres como pertenecientes a ella y no a otra tierra, y donde el hombre encuentra todo
para su vivir, incluso el dolor.

La serranía que apenas se levanta hacia el poniente y el sud, no será nunca una montaña.
Sus bosques, no serán nunca la selva misionera. Sus ríos sólo son ríos -¡y qué ríos!- dos
meses por año y su llama no será nunca la Pampa. Pero hay en esta tierra algo que las
otras tierras no poseen y este algo es lo paradojal, antagónico y contradictorio de su
geografía, de su clima, de su historia, de su destino. Y, luego, nada más que númenes
tutelares, música, leyenda, viejos recuerdos, vetustas tradiciones, una larga pena
cantada, esfuerzos inflorecidos y caducos, y un inmenso dolor.

Puede afirmarse, pues, que al par del alma santiagueña, donde es eterna la lucha de
contrapuestas antípodas, en la tierra de Santiago, ancha y larga, y en su historio y
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destino, caben todos los extremos y a veces sólo ellos: llanuras y bosques, serranías,
esteros y salitrales, verdes lujuriosos y verdes secos; inundaciones y sequías espantosas;
fríos siberianos y calores africanos, lluvias torrenciales y vientos secos, atonía y
exuberancia, un sol sin sombras y unas noches blancas de luna.

Santiago es tierra donde se juntan los extremos. La pobló un extremeño: Núñez de


Prado, y otro conquistador la llamó: "tierra de promisión" a la vista de los sembrados y
de la fertilidad de su suelo. Ya veremos que su grandeza y decadencia no son más que el
resultado de esta paradojal substancia que el hombre ha bebido de la tierra.

Se inicia la historia. Llegan las expediciones de la conquista que España promueve:


Diego de Rojas, Juan Nuñez de Prado, Francisco de Villagrán y Francisco de Aguirre.
Estamos a mediados del Siglo XVI. Por extraño designio, que habrá que aclarar
convenientemente, estas distintas corrientes llegan a todas a Santiago del Estero, aquí se
quedan, aquí fundan poblaciones y aquí erigen la ciudad que será madre de ciudades.
¿Por qué, en Santiago del Estero, se cumple este destino? ¿Qué hay en esta tierra para
que todas las empresas descubridoras, conquistadoras y pobladoras confluyan a ella y en
ella se asienten? ¿Qué tiene para que, luego, de ella partan a todos rumbos las corrientes
que han de poblar las demás ciudades? En efecto, Santiago fue el centro de una vasta
empresa militar, política, económica y en ella tienen origen otros pueblos.
Y, además, es la única que resiste heroicamente, mudando muchas veces como las
mutaciones de su paisaje, pero "permaneciendo" siempre incólume, intangible, eterna.
Muchos pueblos se fundan y desaparecen. Así ocurrió con Londres, Cañete y Córdoba
del Calchaquí en 1562, año en que sólo queda Santiago del Estero, en el inmenso
territorio del país. Porque esta ciudad fue el resultado de un acto de fe. Cuatro veces
trasladada, representa el gesto de un noble empecinamiento, tenaz y duradero, que hizo
se mantuviera intacta y digna a través de todas sus vicisitudes y mudanzas.

Estaba destinada a ser madre de ciudades. De ella nacieron: Esteco, Madrid de las
Juntas, Talavera, San Miguel de Tucumán, San Clemente, Córdoba, La Rioja, Salta y
Jujuy. Toda una maternidad inagotable. Pero cada fundación que promueve, con
hombres y pertrechos, suyos, es una sangría de su propia vida. Muere un poco cada vez,
pero cumple su destino.

Y así como dio existencia a otros pueblos, dio Santiago contenido el espíritu religioso y
moral de la colonia durante los siglos XVI y XVII.

En efecto, en esta ciudad se fundó la primera Catedral, es decir, la sede principal del
apostolado católico del país. En esta Catedral se consagraron los obispos, uno de los
cuales fue nada menos que Francisco de Borja. Aquí se estableció el Seminario, que
fuera luego trasladado a Córdoba y se crearon las primeras escuelas, los cursos de latín
y de gramática, se enseñaron las primeras nociones de teología, se establecieron las
doctrinas y se decretó la formación de las reducciones, erigiéndose las primeras
encomiendas. Al mismo tiempo, se iniciaba en Santiago el despertar de la cultura. La
primera música y los primeros coros en el Seminario y la Catedral, las primeras
representaciones dramáticas, la llegada de los primeros libros para las que fueron luego
ricas bibliotecas particulares, tales las del Obispo Trejo y del Deán Salcedo y las
bibliotecas de los conventos y de la Compañía, los nutridos contingentes de teólogos,
poliglotas, evangelizadores que desfilan incesantemente: Barzana, Victoria, Solano,
Rivadeneyra; los cronistas y poetas: Lizárraga y Rojas de Oquendo.
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Paralelamente, se crea el primer Obispado del Tucumán con sede en Santiago del Estero
y poco después se le otorga a la ciudad el título de muy noble; se le concede el escudo
de armas y se la eleva a la categoría de capital de todas las ciudades fundadas en el
Tucumán y sede del Gobierno civil, militar y eclesiástico de la Gobernación.

Así empieza el siglo de oro en la historia de Santiago, que había de durar hasta las
postrimerías del siglo XVII.

Por esta época la noble y leal ciudad detenta todos los privilegios de una gran capital.
Era la más importante. Era la cabeza de la Gobernación. Sus fundadores y pobladores
ostentaban títulos de nobleza. Habían pasado los trajines guerreros, la ruda empresa de
la conquista y de la población. Se iniciaba el ciclo de la cultura y la expansión de la
religión y de la moral. Métodos de enseñanza se incorporan, después de sucesivas
asambleas sinodales reunidas en Santiago. Aquí también se publican las célebres
ordenanzas de Alfaro en defensa de los indios de las encomiendas, constituyendo su
cuerpo de doctrina la primera legislación obrera y social del país.

A la par, surge el progreso general por obra y gracia de la agricultura, la ganadería, el


comercio y la industria. Las primeras semillas y las primeras plantas que introdujera
Núñez de Prado en 1550 transformaron el "habitat" indígena en "tierra de promisión"
como la llamara Aguirre a la vista de los sembrantíos dejados por su antecesor. Nuevos
procedimientos de cultivo fueron empleados y las cosechas se reprodujeron de sí
mismas y con la repoblación del ganado, también introducido por Núñez de Prado,
cobró impulso otra nueva forma de tejido y, la fabricación de obreros y la tenería, cuyas
curtiembres empezaron a florecer, al tiempo que se iniciaba la fabricación del jabón en
gran escala y la conservación de la carne desecada y salada.

Los indios eran la riqueza de esta tierra. Miles de indios fueron sometidos al trabajo.
Ellos tundían el cuero, forjaban el hierro, laboraban la madera extraída de los bosques,
construían las iglesias y habitáculos y aprendían, con los rudimentos de otras industrias
domésticas, las primeras nociones de disciplina y moral. Y luego, todos estos frutos
materiales y espirituales, eran esparcidos con las nuevas conquistas y la fundación de
nuevos pueblos, los cuales vivieron por muchos años a la sombra tutelar de la ciudad
madre.

Ya en el siglo XVI, se habían establecido las primeras haciendas o estancias y las


atahonas para moler el trigo. Las industrias de la miel y de la cera eran prósperas, así
como la de la grana. La caza y la pesca abastecían crecidamente las necesidades de la
población. Los jesuitas, por su parte, instalaron los hornos de ladrillos, las carpinterías,
los trapiches y las fábricas de velas. El comercio era activo con el Perú y Chile y luego,
por gestiones del Cabildo de Santiago y del Obispo Victoria, que lograron la apertura
del Puerto de Buenos Aires para el tráfico con el interior, se incrementó éste
notablemente. Largas caravanas de carretas y carretones surcaban los caminos antes
inhóspitos. Y empezó a entrar el negro africano en caudaloso raudal, ese negro dócil,
inteligente, laborioso, que aprendía mejor que el indígena la artesanía y la gratitud, que
formó parte de las estancias y de las familias patriarcales, que se repobló en mezcla con
el blanco y con el indio y que dio origen al mulato y a los cuarterones. Estos negros y
sus descendientes se pegaron a la tierra y quedó su sangre en la sangre de la población
como una dulce fluencia de ancestrales ritmos y avatares.
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Pero el indio, fue, sin duda, el gran capital humano y la riqueza de esta tierra. El
Tucumán no pudo proporcionar a los conquistadores ni plata ni oro. Pero, sus campos
eran ricos de mieses y de algodón. Sus bosques, depósitos de bastimentos. Sus ríos, de
peces. Y organizaron los obrajes con el trabajo del indio, enorme reserva de América.

El textil, representado en Santiago, exclusivamente por el algodón en un principio, fue


la materia industrial de los conquistadores. Se establecieron, pues, las fábricas de
tejidos, llamadas entonces obrajes... Se sepultan en la selva. Son los hacheros. Se
dispersan y allá en el bosque empiezan su labor, sin control, independientemente, de la
soledad. La medida del trabajo es la pila de leña que acumula. Ha abandonado el lugar
en que nació, su familia, aquella incipiente agremiación humana a la que pertenecía. Y
ahora está sólo en el silencio impresionante que rompe con su esfuerzo y fatiga.

El indio en el obraje de antaño era encerrado, pero vivía en comunidad. Trabajaba, pero
amparado por una legislación humana.

En el obraje actual el paria trabaja para vivir esclavizado, para no morir. ¿Qué otra cosa
podía ofrecerle este régimen de explotación, organizado como está actualmente? Podía
darle al paria independencia económica, enseñarle principios de solidaridad,
acostumbrarlo al confort, levantarle el nivel de su inteligencia, o simplemente, hacerle
comprender las más elementales normas de justicia y equidad a quien tienen derechos
los hombres? No sólo le enseñó malas costumbres, degradándolo, sino que le hizo
olvidar sus virtudes.

Durante la Colonia, Santiago se pobló de estancias, donde se elaboraba, cómo en un


vasto taller, la carne salada, el cuero, la cerda, el jabón, las velas, la miel, la cera, el
queso, el dulce y las mil maravillas de la industria doméstica. Modelo de estancias
fueron las de los jesuitas, que no sólo enseñaban a trabajar, sino también los rudimentos
de la solidaridad, de la moral, del derecho y del deber.

Allí aprendieron los indios y los negros a administrar los recursos de la naturaleza y del
trabajo. Todo el producto del esfuerzo común era distribuido luego según las
necesidades de cada uno y de la comunidad. Parte se vendía para adquirir lo que no
podía ser producido o elaborado en las estancias. El resto se almacenaba en percheles,
en trojes, en despensas y depósitos, haciéndose acopio de todo para todos, y ésta sí que
era enseñanza, allí donde la naturaleza pródiga había acostumbrado a dilapidar, a
servirse de sus elementos sin razón y sin objeto, arbitraria y caprichosamente,
derrochando sus dones más allá de los límites impuestos por la necesidad. Esta
enseñanza práctica era refirmada con el recuento de leyendas, en que figuraban los
númenes tutelares de cada zona, violentamente irritados cada vez que se pretendía tomar
las cosas, como seres y bienes confiados a su custodia, sin discriminación ni beneficio:
el Sachayoj, la deidad del bosque, castigando al que cortaba más árboles de los
necesarios: el Pampayoj, dueño de la pampa, persiguiendo a los que sacrificaban
inútilmente los animales en la llanura y así el Mayumaman y el Orkomaman, númenes
del río o de la serranía.

Así se vertebraba el sueño de una conquista. Santiago del Estero iba formándose poco a
poco. Parecía un sol que se elevaba en el firmamento. Sus elementos se modelaban en
un organismo de cuerpo y alma. Lo militar, lo civil, lo eclesiástico, pese a las frecuentes
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luchas de jurisdicciones y de predominio, tenían un solo norte. Lo material y espiritual


se equilibraban de pujanzas inverosímiles. Es que Santiago había nacido de un acto de
fe, había hecho servir un capital humano, antes inútil y que ahora leudaba su grandeza,
para formar y proteger las ciudades que habían nacido en ella. Había progresado en el
comercio y la industria, fomentando las riquezas agropecuarias, pero también en la
enseñanza, la disciplina, la moral y la religión. Era el centro del poder. Era la cabeza de
la Gobernación. Tenía una catedral que era una joya y la más grande de cuántas existían
entonces. Había pacificado la región. Había abierto la ruta al puerto de Buenos Aires,
sembrando de ciudades su perímetro a todos los rumbos para asegurar la comunicación
con el Perú, con Chile, con el Río de la Plata. Tenía Seminario, hospital, bibliotecas,
escuelas, iglesias, un cuerpo de legislación social y humana. Se levantaban fuertes en las
riberas del Dulce y el Salado, para defender las estancias de la depredación de los
indios. Había establecido las reducciones. Poetas, misioneros, auditores, cronistas,
políglotas, hijosdalgos, guerreros, desfilaron ininterrumpidamente en el transcurso de
una centuria.

Santiago era grande. Pero debió luchar sin un minuto de reposo. Las ciudades fundadas
por ella no podían quedar abandonadas a su destino. Los indios acechaban. Las sequías
y las inundaciones eran un peligro constante. Varias veces el río con sus crecidas se
llevó la mitad de la ciudad. Aquella joya que era la Catedral desapareció consumida por
un incendio. Surgió otra mejor y también fue desvastada. La peste diezmaba a los
indios. Los gobernantes y obispos sostenían interminables disputas. La mano de obra
escaseaba por la deserción de los indios. No sólo huían del trabajo sino que eran
vendidos en el Perú con las recuas que transportaban. Se sucedían en los gobiernos
grandes señores y aventureros viles. Y por sobre todo ello lo paradojal: fríos intensos y
calores insufribles. Años pródigos y aciagos. Inundaciones y sequías. Sedentarismo y
nomadismo. Guerra y paz. Nobleza y vileza. Dios y el Diablo. Nunca costó tanto el
efímero esplendor de una ciudad.

Pero, con todo, la ciudad se había formado y era la principal hasta finalizar el siglo
XVII, a 140 años de su fundación, no obstante las mil penurias, sacrificios y vicisitudes
que sufrió. Tenía su perfil. Tenía su fisonomía. ¿Y cómo era el perfil o la fisonomía de
los santiagueños?

Pues bien, en esta tierra, e identificado con ella, iba formándose también su contenido.
Es el pueblo que asume un valor, ya consustanciado con esa tierra.

Es ya la simbiosis que se exalta y se define: uno para el otro, con la filosofía de la


necesidad como cordón umbilical que les une y que no se corta jamás. La necesidad lo
explica todo. Habría que fundar una nueva teoría de la ética para explicar ese
apegamiento del alma del hombre al alma de la tierra santiagueña, embrujo que no sólo
lo siente el santiagueño. Lo sintieron también los españoles, porque ¿cómo explicar que
se quedaran en ella los conquistadores que la conquistaron, si no fuerzan estos
conquistados por la tierra? En presencia de esta naturaleza pasiva, indiferente, y que
domina por eso, nunca debió parecerles más estéril la empresa de la conquista, ni más
vano el esfuerzo de la hazaña. Habían atravesado los rientes valles del Calchaquí y de
Tucumán. Habían cruzado ríos y montañas. Sigilosamente habían marchado bajo la
fronda verde de inmensos, de misteriosos bosques tropicales y no sintieron la atracción
que la tierra yerma de Santiago les produjo. Podría explicarse la influencia de esta
fuerza telúrica considerando que los españoles que llegaban eran castellanos y
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extrameños. Pero no. La inmensa soledad desplegada fue, ciertamente, un embrujo.


Aquí dejaron la locura inútil, aquí despertaron del sueño de grandezas. Estaban cegados
de orgullo y vanidad y la tierra les quitó la venda. Ahora, con los ojos abiertos, mirando
la grandeza tendida, muda, sin voz, vieron el fondo de sus almas y comprendieron
recién el sentido verdadero de la vida.

No fueron únicamente el cansancio, ni el desborde de las aguas, ni los "maizales en


berza" los que detuvieron en Santiago el ímpetu y la saña del conquistador. No fue,
tampoco, la agresiva combatividad del indio, manso y dócil por lo general, sino la tierra,
esa monótona sábana blanca de los salitrales, esa larga sucesión de vacíos inhóspitos,
con sus plantas marchitas, dolidas de sol, esa interminable grandeza indiferente que
hacía cada vez más pequeños, los esfuerzos del hombre. Hasta que la propia sangre,
rimando con las pausas agónicas de la naturaleza, se remansó en un éxtasis de quietud y
somnolencia.

Con mayor razón influye sobre el santiagueño que ha logrado convivir con la tierra que
le rechaza, que no le ofrece nada, hasta que logre penetrar en ella y encuentra recién lo
que buscaba: la felicidad, el ocio filosófico, la sencillez, la modestia, la pureza, y
cuando es imprescindiblemente necesario la fuerza y la resistencia para el trabajo rudo y
despiadado. Hay una simbiosis entre la tierra y el hombre que convive en ella. Hay un
cordón umbilical que va de la madre al hijo. Hay una interdependencia recíproca.
Ambos, tierra y hombre se reconocen y se necesitan. No importa que éste parta hacia
otras tierras. Que se vaya en el éxodo. Desde su origen el santiagueño ha rodado por el
mundo, pero vuelve siempre, desde épocas remotas, como si en la tierra madre
recompusiera la amputación sufrida en el despegue, como si en ella encontrase la
médula ancestral de que fuera privado por el éxodo.

Y no sólo el autóctono, sino el que vivió sin comprender su embrujo y un día se arrancó
a la tierra y encontró que ella estaba viva en su carne muerta.

Para convivir con la tierra, ella exige entregamiento. Recién, la tierra se abre en sus
secretos: secretos de la fauna y de la flora que el santiagueño domina con perfección,
secretos de las mil faenas del campo que realiza sin esfuerzos, secretos del firmamento,
que le anuncian los cambios atmosféricos, secretos de la vida y de la muerte, secretos,
en fin, que le forman y proyectan en su poderosa individualidad, introvertida y sumisa,
sin voliciones ni caprichos, entregado dulcemente al vivir en su espíritu con el menor
esfuerzo y el mayor beneficio. La tierra le ha hecho ser, pues, como es: sentimental.
Allí, en el fondo de su alma habría que asomarse para saber los secretos de sus
esperanzas, secretos que como los de la tierra, sólo pueden conocerse con la
convivencia de su espíritu.

Este sentimiento es el que explica la paradojal aptitud del santiagueño frente a la vida y
su misticismo y acción, los dos extremos que se juntan en él para rimar con los
extremos paradojales a que nos tiene acostumbrados la tierra. De ahí surgirán las fuentes
que hagan de él un santo, o un poeta o un filósofo o un soldado o un obrero, en los
momentos en que la necesidad lo obligue a ello, y nada más que en esos momentos.

Conocidos el escenario y el espectador, porque el santiagueño no es actor, sino en los


precisos y breves instantes de la acción, volvamos al drama o la tragedia de la gran
ciudad.
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Acaba la ciudad de levantar la grandiosa fábrica de su 4ª iglesia Matriz. Estamos,


justamente, en 1699, fecha en que se despoja a Santiago, en la plenitud de su esplendor
del centro eclesiástico, con el traslado de la Catedral a Córdoba. Con ella se mudaría
también el Seminario. Fue la capital del Tucumán y dejó de serlo. La sede del gobierno
civil y militar fue transferida. Quedó inerme, expoliada, sin derechos y la vida de la
población enmudeció de estupor ante la realidad que tan cruelmente se abatía sobre los
destinos de la gran ciudad.

Y mientras los pueblos fundados por ella florecían, Santiago entraba en la pausa de una
postración secular, y sólo viviría para dar su vida en los fortines y reducciones, en su
lucha ancestral contra el indio, en sus contribuciones de sangre para la defensa de vastos
territorios que iban desde Jujuy a Córdoba, para repeler la agresión de la barbarie, para
asegurar el libre tránsito de las mercaderías por los caminos que ella había abierto.

Siglos de lucha, torrentes de sangre, dolor, luto, desolación: he aquí el sino de esta vieja
vida exhausta, de esta ciudad empobrecida y triste.

¿Para qué seguir con la enunciación de hechos conocidos? Baste saber que durante el
siglo XVIII, en un largo pleito se pretendió cerrarle hasta los caminos seculares de su
comercio con el Perú, Bolivia y las provincias del norte, como en el actual se pretende
quitarle las aguas de sus ríos. Se llega así al siglo XVIII, el siglo de los fortines, y de la
decadencia material.

Hacer un fortín es cosa de nada. Unos cuántos hombres, unos cuantos árboles, una
empalizada, un foso, un mangrullo, unos ranchos. Nada más. Aunque no era un pueblo,
fue en muchos casos el origen de un pueblo. En realidad, un fortín era sólo un reducto
que se erigía, parvamente, con la urgencia que dicta el miedo y el peligro.

Llegados al lugar, empezaría la faena de la erección del fuerte, desbrozando el tupido


bosque de sus marañas, levantando el mangrullo para avizorar las distancias y la
empalizada para la defensa. Luego, irían surgiendo del erial: los ranchos para la tropa,
los corrales para los animales y la playa para el movimiento y formación de los reclutas,
todo en forma precaria, como si no fuese a durar más que el tiempo preciso que exigía la
lucha. El fortín no era un lugar donde el hombre se asienta para trabajar y arraiga,
después, como una planta, y próspera como ella y da vástagos y se hace viejo y muere,
sabiendo que no muere del todo, porque algo queda de su vida en la sangre de sus hijos.
Pero la necesidad hizo que estos fortines precarios e improvisados se transformasen en
colonias, ya que el peligro se cernía constante, y no podía abandonarse la empresa.
Entonces, empezó una nueva etapa. La necesidad transforma la improvisación del
campamento en núcleo estabilizado. Hay ya un principio de alineación rural y urbana.
Mujeres e hijos se trasladan y asientan en los aledaños. La vida cobra un contenido más
humano. La aburrida espera del combate se colma de trajines insospechados. Surgen los
cercos para el sembradío. La caza, la pesca y la recolección de la miel son un nuevo
incentivo. Y poco a poco, del fortín, surge el poblado y con él el halago del descanso de
la guerra. Así, Santiago, antes que otras provincias emboca en la fundación de las
colonias agrícolas pastoriles, que habían de ser luego los bastiones de nuestra riqueza.

Esta centuria fue para Santiago la gran noche de su historia. Durante ella sólo el espíritu
de sus hijos ardería en la inmensa oscuridad.
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Habían nacido ya los que después serían famosos jesuitas santiagueños: Gaspar Xuarez
Baviano y Alonso Frías y Alfaro, el primero conocido en Roma por sus investigaciones
botánicas, la creación del Jardín de Plantas Americanas del Vaticano y por otros de
carácter histórico, y el segundo célebre matemático y astrónomo. Ambos fueron
expulsados en 1787, cuando la extrañación de la Compañía de Jesús y murieron
proscriptos, lejos de su ciudad natal, a la que tanto recordaban.

La expulsión de los jesuitas repercutió en Santiago de un modo lamentable. Asumió


enorme significado. Se rompió nada menos que la unidad de la colonia, la única
incipiente vertebración que poseíamos y en torno de la cual iba estructurándose el orden
y la jerarquía. Nunca más pudimos organizarnos. Se fueron los jesuitas y la ciudad
quedó definitivamente abandonada o más abandonada que nunca, como los bienes de la
Compañía, entre ellos los mil volúmenes de su biblioteca, las casas, las estancias, la
iglesia, las alhajas, la servidumbre, los esclavos, los animales, los talleres, las escuelas
de gramática, la de niños, los objetos del culto, las atahonas, las huertas, las fábricas.

Todo quedó en manos de las temporalidades. Luego poco a poco, fue desapareciendo
juntamente con los bienes y abundancias y las demás propiedades de la Compañía. Se
había consumado el despojo más inaudito. Los bienes materiales fueron saqueados.

¿Y los bienes espirituales? ¿Y los bienes morales? ¿Nada quedó de aquel poderoso
ensayo de redención humana, de aquel gigantesco esfuerzo de organización.

Mas la reacción no tarda en producirse. Cinco años después, una mujer santiagueña, Sor
María Antonia de la Paz y Figueroa, ocupa el lugar de los jesuitas en el corazón de la
feligresía argentina. Recorre a pie las provincias. Y llega a Buenos Aires, sintiendo en
su alma germinar la semilla de la rebelión contra la injusticia de que fueron víctimas los
expulsos, contra el despojo y la calumnia. En 1779 había formado la más grande de las
milicias espirituales, que, desde la clausura, alumbró no solo las tinieblas de Buenos
Aires, sino las del siglo XVIII. Pronto erigiría la Casa de los Ejercicios como un reto a
Carlos III, el Rey que firmara la expulsión de la Cía. y su propia sentencia: como un
reto a la nueva política liberal que terminaría con la ruina de España; como un reto a la
incredulidad de las nuevas ideas. El último año de ese siglo dejó de existir. El 30 de
septiembre de 1905 los obispos argentinos elevaron un petitorio al Papa para obtener la
introducción de la causa de su beatificación, habiendo terminado en 1906 el proceso
canónico. El 8 de agosto de 1917 Benedicto XV firmó el decreto de introducción a
dicha causa. Esta santiagueña sería la primera Santa Argentina.

En ese mismo siglo nace el santiagueño D. Claudio de Medina y Montalvo, el talentoso


Procurador General de la Ciudad de Santiago, el cual, en documento memorable, se
rebela contra la injusticia que sufre su ciudad. Nacen también en la noche aciaga de
aquel siglo, dos rebeldes más: Juan Francisco Borges, el mártir de la Autonomía y Juan
Felipe Ibarra, el campeón del federalismo. Borges es el precursor de las ideas
separatistas, Ibarra es su realizador. Ambos deparan a Santiago una hegemonía que duró
hasta mediados del siglo XIX, hegemonía que sojuzgó todas las provincias del norte y
del centro del país.

Y llegamos al siglo XIX.


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Al comenzar la centuria de la libertad, de la autonomía, de la independencia, del


federalismo y de la organización nacional, la ciudad de Santiago parecía, en verdad,
derrotada. Era una ciudad sin normas, ni principios, ni ideales. Se había consumido de
pobreza y decepción. Se había emasculado de impotencia. Sus sacrificios, largos,
penosos, habían resultado inútiles. Yacía a la deriva de los acontecimientos, sin que le
fuera permitido no sólo dar un rumbo, sino forjar su propia vida.

¿Acaso el pueblo no había perdido la memoria de su grandeza? ¿No sería exacto decir,
también, que los capítulos hazañosos de su historia parecían cuentos inverosímiles o
intrascendentes? Pura leyenda, fruto de la imaginación y la inventiva? ¿Cómo, si no,
viviría sumida en tal estado, menospreciada por las propias ciudades a las que ella diera
vida?
En realidad resultaba difícil comprender ese dolor sin eco, esa mansedumbre callada sin
protesta, esa humillación que no suscitaba la menor piedad, el más pequeño sentimiento
de compasión, y que, por el contrario, despertaba crueles e inhumanas actitudes,
desdenes egoístas, menosprecios y perfidias que la ciudad, madre de ciudades, recibía
sin embargo con entereza y serenidad, sin quejas ni rencores.

Empezaba a alumbrar el sol de Mayo. El Cabildo no se había pronunciado aún, pero


pronto lo haría. En efecto, presionado por el pueblo, cuya efervescencia era cada vez
mayor, asistiendo al despertamiento de una conciencia colectiva que desbordaba, que se
enardecía por momentos comprendiendo que todo sería inútil, pues, se complotaban a
ojos vistas los patriotas, y habiendo determinado el gobierno un pronunciamiento, se
reunió el Cabildo el 25 de Junio y acordó plegarse a la revolución.

Sería aquella una tarde memorable. Haría frío y las calles estarían desiertas. Tocarían
las campanas llamando a los cabildantes. De las casas saldrían los vecinos y, poco a
poco se agolparían a las puertas del Ayuntamiento. Estarían entre ellos Lugones,
Achával, Beltrán, Cumulat, Palacio, Paz, Castaño, Lami, Díaz Gallo, Gorostiaga,
Iramain, Medina, López, Cainzo, Ibarra. Estaría Borges, el leader de la revolución,
espíritu inflamado, precursor de la autonomía y numen de la libertad, Borges, que venía
manteniendo relaciones con Moldes en pro de la libertad; Borges que no obstante su
amistad con Goyeneche, el americano apóstata, abrazó la causa de la revolución con
valentía y ardor insobornable. Tendrían los ojos iluminados por el patriotismo, los
nervios distendidos por la ansiedad, las mentes abrasadas por la pasión.
Y por fin llegan los ejércitos de la libertad. Ahí está Ortiz Ocampo. Ahí está Borges. Es
el tercer rebelde santiagueño. Primero lo fue Rodríguez, en su protesta contra Buenos
Aires. Después lo fue la beata María Antonia de la Paz y Figueroa, al levantar el báculo
que reencontraría las huellas de San Ignacio y, ahora, es Borges que se rebelaba a
España y rebelde moriría en defensa de su ciudad natal, contra Tucumán.

La proclama del Cabildo de Santiago de 1810, dictado por Borges, es la única que no
habla de los derechos de Fernando VII ni de la Madre Patria, como las similares del
interior y aún de Buenos Aires; era la voz del pueblo santiagueño, que al rebelarse,
siguiendo las directivas del mejor rebelde, había cortado las posibilidades de una
resistencia del interior con la unión de Liniers y Goyeneche; de ese pueblo, que
olvidando el menosprecio y la ingratitud de sus hermanos, levantaba de nuevo su
pendón glorioso y se lanzaba a la lucha, en el momento más difícil de su existencia, en
medio de la desolación de sus campos y de la decepción de su espíritu.
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Santiago revivía. Un nuevo tributo de sangre exigían los pueblos hermanos, que siempre
habían recibido su ayuda, sin prestarla nunca; exigían víveres, medios de locomoción,
ropas y dinero. Exigían la sangre de sus hijos. Pues bien: la ciudad se estrujaba a si
misma y de la miseria extraía sus recursos. Y todo lo daba, pensando que ese era su
destino. De nuevo quedaría el dolor flotando sobre la vieja aldea. Era una madre y
lloraría siempre.

Santiago había peleado durante todo el siglo XVIII contra los indios en los fortines y
para defender a Salta, Jujuy y Tucumán en la frontera norte, y a Santa Fe y Córdoba en
la frontera sur. Ya no era la guerra de la conquista, sino la guerra de la pacificación. No
peleaba para reducirlos y erigiría las reducciones y fortines y en ellos agotaría hasta las
últimas reservas.
Y cuando creía cercano el siglo de la paz, el siglo XIX, debió combatir sin descanso
contra los españoles, contra los indios y contra sus propios hermanos.

En efecto, contribuyó a formar el Ejército de la Libertad y luchó en Potosí, en Huaqui,


en Las Piedras, en Salta y Tucumán. Envió las reservas solicitadas urgentemente para la
Ciudadela en 1814, las solicitadas por conducto de Lacarra en 1816; las que pide el
Gral. Juan Antonio Alvarez en 1817 y las que en 1819 exige el Ejército Auxiliar.

Santiago ya no puede más. Está exangüe. Pero debe luchar aún por la autonomía en
1820, en la que vence con cruentos sacrificios. Ahí está, su precursor, Juan Francisco
Borges, fusilado en Santo Domingo.

Y luego, se desangrará por la federación bajo el mando de Ibarra y por la organización


nacional bajo el mando de Taboada, en largas y penosas guerrillas y todavía verterá sus
últimas gotas de sangre contra el Paraguay y en las revoluciones y motines.

Puede decirse, pues, que los santiagueños vivieron para morir en la guerra. Como un
siglo después vivirían para emigrar o morir en los obrajes. Estaban predestinados, tanto
que los cronistas más antiguos y los viajeros que visitan la provincia, se hacen lenguas
de las condiciones de excepción que el santiagueño tiene para la guerra y la paz, y que
serían las que el ambiente creara para que así pudiese Santiago cumplir su destino
aciago y glorioso a la vez, extremos contradictorios que forman la esencia de su vivir,
en el medio en que vive, también formado de extremos y contradicciones.

Han pasado dos siglos más, intrascendentemente, para el santiagueño, el XVIII y el


XIX.
Postrada, Santiago, se sumiría en el marasmo de la indolencia y el descreimiento. Se
abandonaría el sopor de una vida sin penas ni alegrías. Yacería estéril, sin voluntad, sin
objetivos. De vez en vez, tornaría sus ojos al pasado y contemplaría al figura de sus
conquistadores, de su hijosdalgos, de sus caudillos, de sus mártires, de sus místicos e
iluminados. Recordaría la frondosidad de sus abolengos, la prosapia de su linaje, sus
títulos, sus armas, sus escudos y la gloria que supieron darle, en la guerra y en la paz, en
lo material y en lo espiritual. Acaso contemplara, también, la grave y parsimoniosa
austeridad de algunos gobernantes, la desaprensión de otros, la incurría y la vileza de
muchos. Y miraría ahora, a mediados del siglo XIX, el ejido urbano y en él las casas
ruinosas de su vecindario, y esas casas estarían arrebujadas en un manto de silencio y
espesas nieblas de tiempo, sin la protección de aquella sombra augusta, de aquella vieja
Iglesia Mayor que acababa de desplomarse.
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Pero esta visión de la ciudad es el reflejo de la vida del campo; desolación, miseria,
pestes, éxodo, tristeza. Y de la naturaleza, inclemente: sismos, inundaciones, sequías,
veranos quemados e inviernos endurecidos, polvaredas, vientos, lluvias torrenciales,
plagas y granizos, rayos y centellas.

Y de pronto, una esperanza. Ha terminado la lucha fratricida, en 1867, con la Batalla de


Vargas. Los soldados regresan al lar nativo. El campo se puebla de vida. Surgen los
sembrados. El comercio enlaza los poblados con la larga fila de sus carretas. La
mensajería rueda veloz acercando las distancias. El correo y el telégrafo llegan a
Santiago. Y llega la industria: cañaverales e ingenios azucareros. Por esa época existían
diez ingenios azucareros en la Provincia y más de 100 molinos harineros, algunos a
vapor.

Las estancias también florecían en los dilatados campos. Volvieron a ser los centros de
la sociedad y de la economía. A ellas llegaron los restos dispersos de los malones
aventados por la civilización, asentándose de trabajo holgado y fecundo. De ella
salieron luego los pastores de los inmensos rebaños que poblaron los campos, los
agricultores que roturaron la tierra y los primeros planteles de la artesanía actual.

La estancia fue, el núcleo donde la vida rural se transformó cumpliendo su ciclo de


evolución completa, sin más ley que la del derecho consuetudinario. Fue también el
origen de aquella primaria organización gremial y humana de aquellos hombres,
acostumbrados al éxodo por el trabajo discontinuo, por la idiosincrasia, por las levas
incesantes de las milicias, y que no embocaban aún en el sedentarismo prolífico de una
vida pegada a la paz de los campos.
Y fue por fin un vasto taller donde surgen las industrias al amparo generador de la
riqueza agropecuaria, que proveía de cueros, de lanas, de leche, de carnes, de granos, de
algodón y de frutas, en digna competencia con la naturaleza, inmensamente pródiga de
maderas, de cera, de miel, de aves, de peces y otros animales de la selva. Allí se
curtieron, con el tanino, el molle y la algarrobilla del guayacán, los primeros cueros de
nuestro comercio de exportación y los que sirvieron de materia prima para la
manufactura criolla de aperado y arreo de los animales de faena y demás objetos para
uso y comodidad del hombre. Luego, grandes tenderías se instalaron en la ciudad,
recordándose aún las de Santillán y de Saint Germes.

Con el algodón y la lana revivió en las estancias santiagueñas la vieja industria del
hilado y el tejido. Renacieron espléndidos los husos, los telares, los bastidores del
guardapatio. Y una profusión de lienzos y de sábanas de randas y manteles, de telas y
telillas, de cobertores y sobrecamas, de felpas y paños, fueron el primor y la maravilla
de aquella época. Y tras de la industria textil cobró importancia y fama la industria del
teñido.

Por su parte, los granos -especialmente el trigo, que ya se exportaba desde Santiago en
el siglo XVIII- dan impulso a la industria, a la par que las aves suministran la materia de
plumas y anexos para la industria, en especial la pluma de la garza y las nutrias salvajes,
con una producción de 30.000 cueros mensuales.

En las estancias santiagueñas se construyeron carros y carretas, se tejen canastas y


árganas diversas, se fabrican los célebres quesos, se hace el vino, se hace la aloja, se
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salan los cueros, se prepara la carne desecada, se saponifican las grasas con lejía de
jumi, en grandes calderos para la fabricación del jabón. Se elaboran velas de sebo y
cera. Se construyen los silos y las piruas para el acopio del grano de la cosecha y de la
fruta silvestre, con la que se confeccionan dulces exquisitos.
Hutchinson, al referirse a una estancia santiagueña, dijo que no había conocido otra
mejor. Y venía dicho autor de Buenos Aires, pasando por Santa Fe y Córdoba.

A fines del siglo pasado, Santiago del Estero, después de juntar por las armas la
voluntad dispersa de las provincias del norte sojuzgándolas para entregarlas unidas a la
causa de la organización nacional, se encuentra, de pronto, acezante de progreso. Una
febril inquietud sacude su modorra. Empieza a despertar. La recorre un estremecimiento
escalofriante de modernidad. Los cultivos se extienden. Día adía, de los eriales, de los
desiertos y páramos, surgen las negras huellas de los surcos, decuplicándose en el
transcurso de pocos años el área de los sembrados. Se ensayan cultivos, se abren los
primeros canales, proyectados y construidos por Cassaffousth y con algo de optimismo
infantil se entrega por anticipado a los venturosos ensueños de un porvenir nunca
concebido.

Pero ¿qué eran estas grandes ilusiones al lado de la realidad, toda audacia y pujanza, de
las empresas de entonces? Infinidad de italianos, franceses, alemanes, habían recalado
en la vieja ciudad. Jacques, Groussac, Vella, Saint Germes, Bruchman, Cánepa, Mac
Lean, Schafer, Traine, Oberlander, De Mitri y cien más. La ciudad había cobrado rápido
impulso. El comercio aumentaba, doblando las ganancias. Se fundaron bancos.
Circulaba el dinero a raudales. Las tierras decuplicaron su valor. Se construía como
nunca se había visto. Y hasta los gobiernos mandaban en la generosidad del crédito
ilimitado. Solo faltaba el ferrocarril. Pero hete aquí, que se anuncia su construcción y
pronto empiezan a tenderse sus líneas.

Se jalonaban las tierras enjutas e inhóspitas, los montes y las breñas con tal celeridad,
que la punta de los rieles se anticipaba a la esperanza del pueblo, el cual en su avidez,
presentía con justicia, un largo y ancho descanso a sus penurias de siglos. ¿Por qué
desconfiar de la realidad? ¿No estaba, ahí, presente, el hermoso espectáculo del esfuerzo
del hombre? Y a la par del esfuerzo, no se veían acaso los rieles tendidos sobre los
terraplenes, en las picadas abiertas al sol y no se unían acaso los pueblos, ya vecinos, y
no rodaban los convoyes con el material que quemaba la distancia?

Acaso, con los estremecimientos del monte, horadado por el silbato del tren, corriese
por sus ámbitos una sensación lastimada de estupor. Acaso los pájaros enmudeciesen de
pánico y los animales de la selva huyesen despavoridos. Y, acaso, también, los oscuros
hombres de la selva, sintieran, profundo, el dolor de una nueva vida. Pero bosque,
pájaros, animales, hombres, debían inmolarse. Eran la vida eterna, y sin embargo
cedieron ante la nueva vida.

El progreso sacudía el bosque dormido, inquietaba el silencio, se estremecía la paz de


los campos. Varios siglos de tradición se hundieron en el pasado y se borraron. La
historia parecía comenzar recién.

En adelante, Santiago, que en diez años escasos, desde el 72 al 82, había visto
multiplicarse, su esfuerzo productor y crecer fantásticamente su industria, se abriría a
los nuevos tiempos del ferrocarril con avidez de tierra reseca, transformándose en un
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emporio de riquezas.
Por entonces, tenía ya algunos pueblos de intensa actividad comercial: Loreto,
Atamisqui o Soconcho, Salavina, Sumampa, Matará, Silípica, Figueroa, Guasayán y Río
Hondo. En tal estado de prosperidad lo sorprendió la construcción de la primera línea
férrea que pasó desgraciadamente por lugares alejados de aquellos pueblos. Es cierto, se
fundaron todo a lo largo del riel otros pueblos, pero estos se encontraron de pronto sin
agua.

El trazado sólo obedecía a arbitrarias razones especulativas y en vez de unir los pueblos
existentes, cruzó zonas áridas y desérticas, con simples ramales de las líneas directas,
que proseguían la ruta a Tucumán.

Una sensación de pánico enfrió, entonces, el ardor de aquellos primeros pobladores de


las nuevas estaciones y acaso les hubiese derrotado a no haber existido, cercanos, los
bosques. Ellos detuvieron, por desgracia, la fuga, sosteniendo por más de cincuenta
años, con cantos de sirenas y espejismos letales a millares y millares de personas, que,
ilusionadas al principio por las fáciles riquezas prometidas, se encadenaron para siempre
a una vida de miseria y agonía.
A falta de agua para la agricultura y la hacienda, aquellos pobladores de la zona de
influencia del ferrocarril se dedicaron a la devastación del bosque. Ahí estaba, cercano,
el bosque impenetrable. Árboles corpulentos formados en el transcurso de siglos merced
a condiciones pluviométricas que ya no son normales, cubrían los campos. Ahí estaba,
también, como lógico corolario, el primer contrato de madera y el primer cebo de la
explotación. Y la gente, a la espera de la perforación de pozos y de la construcción de
canales que recorrerían las tierras paniegas, a la espera de lo que había de venir y no
vino, se radica en los pueblos fundados por el riel, abandonando los viejos poblachos,
tan queridos, y se lanza a la destrucción del bosque.
Pero al lado de uno que otro rico, se formaba la cohorte inmensa del paria. A la par del
comercio, inflado precariamente por la locura, decaía la industria doméstica de las
estancias, y mientras las estaciones alardeaban sus riquezas precarias y deleznables, el
agro, seducido, se despoblaba.
Las empresas ferroviarias no tuvieron, en Santiago, otro objetivo que la explotación.
Nunca fueron de fomento. Sus líneas cruzaron por tierras ineptas para la formación de
poblaciones estables. Fueron trazadas con el concepto de la menor distancia, con el
olvido de las reales condiciones del terreno y de su futura acción de fomento.

Si bien es cierto que se acercaban las distancias, no es menos cierto que este progreso
fue en extremo grave. El comercio extranjero se volcó insólito sobre el nuestro
acogotándole con la inmensa variedad de sus fruslerías. En pocos años desaparecen las
grandes curtiembres santiagueñas, algunas de las cuales curtían de 20 a 30 mil suelas
por año. Los cueros iban en bruto a Norteamérica, Inglaterra o Francia y volvían
curtidos para desalojar a los de plaza. Los rollizos de quebracho eran exportados para la
fabricación del tanino. Nuestras maderas se quemaban para hacer carbón, mientras
importábamos maderas para la construcción y fabricación de muebles. Lo mismo
sucedió con el tejido, y las demás industrias. El comercio creció en detrimento de la
producción: el monto de las transacciones aumento, pero a costa de la importación de
aquello que antes producíamos y de la exportación de la materia prima. Y de este modo,
fuimos despojados de todo lo noble, hasta que quedarnos exhausto y abarrotados de
chafalonías.
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Hacíamos, otra vez, nuestra contribución de vida al progreso. Enajenábamos el futuro al


presente, la realidad a la ilusión; el ritmo lento de la vida colonial y de fines del siglo
XIX se transformaba poco a poco. Éramos ya una sociedad civilizada. No importaba ya
la felicidad, ese largo gozo del pasado, ese quietismo estético, que tanto place al
santiagueño. Vivíamos de otro modo. Pero en vez de vivir, moríamos. Esa era la verdad.

Las fuerzas vivas de la provincia se agotaban irremisiblemente. Nos debatíamos en una


celeridad sin objetivos, quemando nuestras reservas y el patrimonio natural de las selvas
en una puja de exterminio, y de la que nadie se salvó, ni el hombre, ni el crédito, ni las
fuerzas benditas del trabajo en el campo. Fue todo hipotecado al porvenir. Y los trenes
entraron y salieron abarrotados entre silbatos y trepidaciones. Entraban para volcar su
carga de muerte sobre la producción local y salían llevándose vivo, palpitante, el bosque
entero, destrozado por el hacha.
¿Y los resultados de esta explotación forestal?

De las 6.500.000 hectáreas de bosque del mejor quebracho del mundo, apenas quedan
500.000 hectáreas, sin beneficio alguno. La tierra ha sido rapada, ya no es la misma, es
otra, y nosotros también.

Calculando por lo bajo el precio de 50 pesos la tonelada como ganancia del obrajero,
éste habría sacado de la provincia la cantidad de cinco mil millones de pesos. Igual
suma habría ingresado a las empresas ferroviarias por concepto de flete.

En otro aspecto, como consecuencia de la destrucción de los bosques cambió no sólo la


fisonomía del paisaje y la forma del trabajo, sino también el régimen de las lluvias y de
los vientos.
El éxodo del santiagueño a los obrajes fue una sangría de material humano apto para la
agricultura o la ganadería. Se agudizó el problema con la emigración a las cosechas de
Tucumán, Córdoba y Santa Fe, y actualmente también al Chaco y Buenos Aires, adonde
acude ahora no solamente el hombre sino también la mujer. Esta hemorragia de brazos
ha convertido a la provincia en un vasto vivero humano. Aquí se cría el hombre, a
nuestra costa, y luego, joven, emprende el camino del éxodo, para entregar el fruto de su
trabajo (producción y dinero) a otras provincias.

El régimen de trabajo en el bosque el inhumano. Y ha desacostumbrado al santiagueño


del trabajo en el agro. Más que explotación forestal, esta industria debería llamarse
explotación humana. Compara los salarios, los precios de las proveedurías y el estado
bio-social del paria, con las ganancias del obrajero.

Después de cuatrocientos años se ha vuelto a la explotación del hombre por el hombre.


El obraje de antaño, por lo menos, era un vasto taller, era una fábrica, donde se
beneficiaba el algodón que sembraban los indios, hilándolo y tejiéndolo ellos mismos.
Muchos abusos debieron cometerse sin embargo, pues, los Cabildos enviaban
visitadores de obrajes que cuidaban de la aplicación de las Ordenanzas de Alfaro y el
mismo Consejo de indias velaba del cumplimiento de las órdenes que expedía acerca de
esas visitas, que, en sí consideradas, eran muy aptas para remediar los consabidos
abusos.

Ahí están las cédulas del 17 de Octubre de 1612 y del 3 de Octubre de 1614. Y la
institución de la Junta de Reclamos que en 14 de Julio de 1664 sanciona la Ordenanza
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de Obrajes que reglamenta: los jornales, el precio de las subsistencias, el horario de


trabajo, la concesión de 40 días con sueldo para que los indios puedan atender sus
propias sementeras, el goce de los jornales durante el tiempo de la enfermedad y la
obligación de pagarlos en dinero efectivo. Toda una moderna legislación de amparo,
que no aplicamos en la actualidad para el obraje de la industria forestal, sin contar con
las instrucciones que traían los conquistadores, desde Núñez de Prado en adelante, y en
las que se recomendaba: "procurasen que los indios fuesen bien tratados y mirados
como prójimos y favorecidos, sin consentir que las hiciesen, fuerzas, robos ni daños..."
Consumidos los bosques por la devastación, Santiago se prepara a iniciar la última
etapa. Ha quemado sus naves, como Hernán Cortés. Ya no le queda otra alternativa que
morir o trabajar en los campos. La última cosecha de algodón ha producido muchos
millones de pesos. Pronto habrá de licitarse la construcción del gran dique de Río
Hondo para represar el enorme caudal de las aguas del Dulce. Se habla del canal del
Bermejo y de la instalación de modernas plantas eléctricas para la producción de fuerza
motriz a bajo costo. Se hacen de nuevo fantásticos planes inversionistas para la cosecha
de fruta primeriza, en la que Santiago del Estero no puede tener competidores por la
naturaleza de su suelo y las condiciones de su clima. Todo hace pensar que la jornada
cuatricentenaria de infortunios ha terminado.

Ahora, el hombre está frente a su destino. Ahora la necesidad (supremo motor del alma
santiagueña) le acucia y le impele a resolverse. El éxodo no es una solución. Cuatro
siglos de emigración constante le han cansado de nomadismo inútil, sin objeto. El
santiagueño quiere vivir en su tierra. Cuando la necesidad le obligó a arrancarse del
terruño, sintió como si le descuajaran de raíz, como siente la planta que la arrancan. Y
no pudo ser, lejos del paisaje amado, el mismo que antes era. Fue otro siempre. Más,
sintió adentro, minuto tras minuto, un grito interior de ancestralidad vernácula que le
llamaba por su propio nombre, sintió un desasosiego de volver al sosiego primitivo, una
inclinación morbosa de costumbre, de tradición bollada, rota, que se desea recomponer
como las partes amputadas de la estrella de mar. Quizás, este hombre, tenga dentro de
ese organismo plástico, capaz de moldearse a cualquier ambiente, un fondo de reserva,
de intimidad lugareña, un fondo insobornable de resistencias absolutas que perpetúan su
individualidad. Vivirá fuera de su tierra, triunfará incluso, pero siempre será un
resentido, porque se sabe extrañado por la fatalidad y no puede volver a donde es suya
su vida, su propia vida.

Hasta ahora el santiagueño ha llevado un vivir vegetativo. Ha rimado con la pasividad


de su tierra, trabajando seis meses, a veces menos, descansando otros seis, a veces más.
Nunca se le dio por imponerse a las fuerzas telúricas, ni ninguna otra fuerza de la
naturaleza. No se enfrenta, sino rehuye la confrontación. El mimetiza su vida. No ha
sido actor, lo hemos dicho, más que en fugitivos instantes de necesidad. Ve
representado un drama en el escenario de su tierra y sabe que es su drama, pero no sale
a escena. Es un espectador, simplemente. No toma parte activa, ni directa. No se
resuelve a hacerlo. ¿No es tiempo ya?

Sí, pronto habrá de resolverse. Y luchará como lo ha hecho tantas veces en el transcurso
de la historia, contra el indio, contra el español, contra el propio hermano, en las
sucesivas etapas de su desenvolvimiento social. Pero esta vez peleará para sí. ¡Guay de
aquellos que osen enfrentarle! Puesto en trance, por la necesidad, dejará salir sus deseos
reprimidos, su pena derrotada, sus anhelos inflorecidos y caducos. Romperá sus
limitaciones y aquel fondo proceloso y ancestral se volcará como las crecidas
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impetuosas de sus ríos mansos y al transformarse, como se transforma cuando bebe el


alcohol, sentirá una ira actual de toda la ira acumulada.

Y bien. Debemos volver a fojas cero, que no es, precisamente, empezar, sino retomar el
principio un nuevo ciclo. Estamos en el siglo XX.

Ciclos fueron las distintas etapas de la historia de Santiago en relación con la tierra, el
hombre y su destino. Estos ciclos fueron de acción y de inacción, de grandeza y
decadencia, de empecinamiento y decepción.

Podrían caracterizarse estos ciclos señalando sus variantes, los altibajos de cada uno. La
mitad del siglo XVI, por ejemplo, fue del descubrimiento, la Conquista y la Población.
Medio siglo viril. Medio siglo de locura mística y guerrera. Medio siglo de pasión.

El siglo XVII, el siglo de las realizaciones materiales, morales, políticas, sociales,


religiosas y espirituales. Fue el siglo de oro de Santiago.

El siglo XVIII por el contrario corresponde al peor ciclo de su historia. Es la pérdida de


toda ilusión y de toda esperanza. Es el despojo y el vejamen. Es la injusticia. Es la pena
de ver sin frutos la floración de sus ideales.

En el siglo XIX Santiago cumple un nuevo ciclo viril en sus luchas por la
independencia, la autonomía, la federación y la organización nacional. Aquí se enarca y
resplandece surgiendo victorioso de sus propias cenizas. Es el siglo de hegemonía,
Santiago encabeza y sojuzga las provincias hermanas, o mejor, las provincias hijas. Y se
prepara a realizar su destino.
Reparad que estos ciclos tienen relación con las contradicciones y extremos a que nos
tiene acostumbrados su geografía, su clima, su metodología. Y que estas
contraposiciones antinómicas, se dan también en la caracterología del santiagueño, cuya
alma rima con las pausas agónicas de la naturaleza con los espasmos que sacuden a
veces su mansedumbre.

Reparad también que la vida empezó en el obraje y el algodón de la Conquista y está


terminando en el obraje de la industria forestal, mientras un nuevo ciclo empieza ahora
con el algodón y la agricultura actuales es decir que terminamos en lo que habíamos
empezado.

Y reparad, finalmente, en la tierra del santiagueño, sin paisaje ostensible, porque él está
dentro de su alma y en esta tierra, un árbol, el quebracho, una variedad que sólo en los
precisos términos de la provincia se da y nunca en otra parte del mundo; una variedad
que es el símbolo de la permanencia, de la resistencia, del empecinamiento, de la
pertinacia: una especie vegetal que une un siglo con otro a través de la historia, que se
eleva de la tierra y tardíamente da flores y frutos y en él se reconoce el santiagueño,
porque ambos son eternos el quebracho por duro y el santiagueño por esa condición
elástica, proteiforme, soslayada, evasiva, mimética de su alma, blandura en fin que es su
dureza.

Pero la vida le fuerza a cambiar y habrá de cambiar. Antes vivió amparado por el
"facilismo". Ahora se adapta al rigor de la "necesidad", los dos polos en que gira su
existencia de equilibrios sobre la cuerda floja de la "ocasión".
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Y esta palabra "ocasión" tiene significado de destino en esta vida ancha y estrecha del
santiagueño (ancha por dentro y estrecha por fuera), vida de frustraciones, es cierto,
pero también contemplativa y de realizaciones de grandezas y decadencias, pero donde
el santiagueño vive como un ser de infinitas posibilidades, donde vive una vida plena de
humanismo, con su corazón, con su alma, con su inteligencia, sabiendo lo que quiere,
permaneciendo siempre fiel a sí mismo, a su tierra y a su historia.

¿Podrá cambiar? Si la ida se vuelve más dura, cambiará en su forma, en sus


modalidades exteriores, para ser siempre él mismo en el gozo interior, cambiará para
sobrevivir y hacer vivir la vida de su espíritu, cambiará para ser como él quiere ser.

Notas
Texto publicado en 1966.
Orestes Di Lullo (1997-1987) médico, historiador.
Publicado por Alberto Tassoen 11:56

http://www.viajandoporsantiago.com.ar/2008/02/grandeza-y-decadencia-de-santiago-
del.html

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