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Colección dirigida por

Juan Manuel González Otero


e Ignacio Pablo Rico Guastavino
DADME
LIBERTAD
ROSE WILDER LANE

DADME
LIBERTAD
Traducción, edición y prólogo de
Juan Pina

Unión Editorial
2019
Reg. Prop. Intelectual
Expediente 09-RTPI-08836.6/2018
Solicitud M-07793/2018

Título original:
Give Me Liberty
© CREATIVE COMMONS
© 2019 JUAN PINA
© 2019 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Nicaragua, 17 • Local • 28016 Madrid
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www.unioneditorial.es
ISBN: 978-84-7209-752-0
Depósito legal: M. 2.788-2019
Compuesto e impreso por JPM GRAPHIC, S.L.
Impreso en España • Printed in Spain

Publicado con la colaboración de la Fundación para el Avance de la Libertad

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ÍNDICE

PRÓLOGO, por Juan Pina ....................................................... 9

CAPÍTULO 1 ........................................................................ 15

CAPÍTULO 2 ........................................................................ 21

CAPÍTULO 3 ........................................................................ 27

CAPÍTULO 4 ........................................................................ 33

CAPÍTULO 5 ........................................................................ 37

CAPÍTULO 6 ........................................................................ 41

CAPÍTULO 7 ........................................................................ 51

CAPÍTULO 8 ........................................................................ 55

CAPÍTULO 9 ........................................................................ 63

CAPÍTULO 10 ...................................................................... 69

CAPÍTULO 11 ...................................................................... 73

CAPÍTULO 12 ...................................................................... 79

CAPÍTULO 13 ...................................................................... 81

CAPÍTULO 14 ...................................................................... 85

CAPÍTULO 15 ...................................................................... 89

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PRÓLOGO
JUAN PINA

Dadme libertad es el apasionado título de este breve ensayo de


la pionera Rose Wilder Lane. Lo fue en el sentido literal de la
palabra, al menos durante los primeros años de su vida, como
hija y nieta de aquellos estadounidenses que recorrieron largas
distancias a bordo de sus carromatos para poblar las nuevas
tierras situadas al Oeste, siempre hacia el Oeste de las trece
colonias originales. Lane fue hija de Laura Ingalls. Se pregun-
tará el lector, al menos el de cierta edad, dónde ha oído antes
ese nombre. Si rebusca en la memoria de su infancia, tal vez
recuerde una vieja serie de televisión: La casa de la pradera. La
actriz Melissa Gilbert interpretaba el papel de Laura Ingalls,
y el santurrón de Michael Landon hacía de su padre, Charles
Ingalls, es decir, el abuelo de Lane en la vida real. Laura Ingalls
escribió libros infantiles que contaban la historia de su familia
y de otros pioneros, y en esos libros —parece que muy edita-
dos y mejorados por su hija Rose— se basaría vagamente la
edulcorada serie de televisión de 1974.
En su libro Libertarians on the Prairie, Christine Woodside
cuenta los entresijos de los verdaderos Ingalls, su forma de
vida sencilla y sus sólidos valores, y revela la conexión entre
la experiencia vital de aquellos pioneros norteamericanos —tan
distantes de toda autoridad estatal— y su rudimentario proto-
libertarismo. Ese legado habría de influir, una generación más
tarde, en la visión social y política de Lane y de otros pensado-
res de su tiempo.

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DADME LIBERTAD

Lane fue, por tanto, doblemente pionera: fue una de las úl-
timas pioneras del Oeste norteamericano y una de las primeras
del libertarismo político actual. Lógicamente, es esta última la
faceta que nos interesa, la de precursora de ese movimiento
que irá tomando forma durante la segunda mitad del siglo XX,
que tendrá un hito clave en 1971 —la fundación del Partido
Libertario estadounidense, tres años después de su muerte—,
y que está alcanzando por fin, en este primer cuarto del siglo
XXI, el nivel de relevancia intelectual que inevitablemente an-
tecede al efecto social y político directo.
Ya desde los años cuarenta, Lane fue una de las impulsoras
originales de todo ese movimiento pro-Libertad al que ella solía
referirse —por ejemplo, en este libro— como «individualismo»
o incluso, no sin cierta exageración, «anarquía del individualis-
mo» (el término «libertarismo», con su significado actual, se iría
extendiendo más adelante). Su empeño ideológico y político
coincide en el tiempo con los de otros precursores destaca-
dos de esta corriente de pensamiento, como Isabel Paterson o
Albert Jay Nock. Este último afirmó que los libros de Paterson
y Lane eran de lo poco «inteligible» que se había escrito en los
Estados Unidos sobre el pensamiento individualista. La obra
más conocida de Lane, The Discovery of Freedom: Man’s Struggle
Against Authority, es un ejemplo de la claridad expositiva que
también caracteriza a Dadme libertad.
Sin embargo, hay otra gran autora estadounidense cuya
probable influencia mutua con Rose Wilder Lane merecería
un estudio aparte: Ayn Rand. Pese a los caminos divergentes
que habrían de tomar el objetivismo y el libertarismo —en un
desencuentro que hoy, a la vista del camino de servidumbre
que ha emprendido la humanidad, sería probablemente mucho
menor—, Rand comparte con Lane, y también con Paterson,
intuiciones que se verán reflejadas en la obra de las tres autoras.
El año 1943, en plena conflagración mundial, vio la publicación

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ROSE WILDER LANE

de El manantial de Rand, The God of the Machine, de Paterson, y


The Discovery of Freedom, de Lane. Será sobre todo en La rebelión
de Atlas (1957) donde podrán descubrirse posibles influencias
de Lane, dos décadas mayor que Rand, o, sencillamente, ele-
mentos que ya estaban presentes en la obra de la autora de
Dakota del Sur, incluyendo la primera versión de este Dadme
libertad, publicada en 1936 y su posterior revisión y ampliación.
Lane es una mujer de acción que siente tristeza y desagra-
do ante el conformismo de los estadounidenses con la deriva
estatista de su país. En Dadme libertad relata una anécdota real:
asistió a una mesa redonda de empresarios en Des Moines
(Iowa) y, desde el público, les criticó a todos por su desespe-
rante pasividad ante el avance del estatismo, que ellos mismos
acababan de criticar. «¿Habéis comprendido cabalmente que
vuestro propio patrimonio, vuestra libertad y hasta vuestras
vidas están en peligro, y no hacéis nada?», les espetó. Los em-
presarios le dijeron que sí, que, en efecto, no pensaban hacer
nada, y Lane escribe «era una pesadilla», porque por todas
partes se topaba con el mismo lamento y la misma desidia.
En otros pasajes de este ensayo, y principalmente en algunos
de los incorporados a sus páginas finales, diez años después
de la edición inicial, Lane promueve una reacción civil para
forzar una reforma radical, cuando no sugiere la abierta des-
obediencia. Su apasionada exposición recuerda, salvando las
distancias, a la motivación de la huelga de personas producti-
vas —la «gente de la mente»— que Ayn Rand nos ofrecerá en
La rebelión de Atlas.
La autora de Dadme libertad no tiene empacho en calificar el
sistema político y económico estadounidense derivado del New
Deal como un Estado policial —ella misma sufrió alguna des-
agradable visita del FBI por su pronunciado antiestatismo—,
o como un régimen nacional-socialista, levantando ampollas
en plena confrontación con la Alemania nazi, pues tuvo los

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DADME LIBERTAD

arrestos de incorporar precisamente esos pasajes en la edición


ampliada que se publicó hacia el final de la guerra mundial. En
efecto, Lane señala y denuncia dos grandes males importados
de Europa y ajenos al espíritu estadounidense: el nacionalis-
mo y el socialismo. Acusa a ambas corrientes de combinarse
contra el no-sistema individualista que había sido la clave del
éxito de los Estados Unidos, y que había permitido a su país
despegar frente al resto del mundo.
Aristotélica como Rand, Lane identifica todo un árbol ge-
nealógico de las ideas estatistas que va de Platón a Hegel, y que
influirá obviamente en Marx y en todo el movimiento socialista,
pero que también tiene una proyección directa y nefasta en el
Segundo Reich. En varios pasajes, la autora señala a la Alemania
unificada en torno al nacionalismo de raíz prusiana como ori-
gen del nuevo estatismo europeo. Del ejemplo práctico y de la
teoría estatal de esa Alemania —Lane critica particularmente la
Sozialpolitik del canciller Bismarck— surgirán tanto regímenes
comunistas como fascistas en Europa, y a Lane le horroriza
que tantos conciudadanos suyos abracen esas ideas, dando
al traste con el gobierno limitado y con el orden económico
espontáneo.
Y, en sentido contrario, identifica precisamente en ese orden
económico descoordinado, surgido y permanentemente modi-
ficado por la acción de millones de agentes, el factor esencial de
la prosperidad, señalando la superior eficiencia del capitalismo
incluso como igualador social involuntario, frente a toda forma
de planificación central. Ya en la primera versión del texto,
en los años treinta, Lane se adelanta incluso a las ideas que
Friedrich von Hayek expondrá en Camino de servidumbre o en La
fatal arrogancia, al señalar, con sus propias y sencillas palabras,
que es un enorme error situar a «un hombre o un pequeño
grupo de hombres» al frente de toda la economía porque es
imposible que dispongan de la información necesaria para acer-

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ROSE WILDER LANE

tar y porque, por el camino, será inevitable que establezcan


una dictadura o, en su expresión, un auténtico Estado policial.
Lane critica agriamente la usurpación de poder de los ciu-
dadanos por parte de los estados de la Unión, pero también de
las atribuciones de esos estados por parte del gobierno fede-
ral, alertando de la peligrosa expansión de este a expensas del
autogobierno de aquéllos. Es decir, como todos los libertarios
posteriores en ese país y en el mundo, Lane es partidaria de
la máxima descentralización y fragmentación territorial del
poder político.
Aunque no lo explica en el libro, el título del mismo resulta
obvio para los lectores de su país, pues forma parte de la famosa
frase «dadme libertad o dadme muerte», que pronunció Patrick
Henry, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos,
en la Segunda Convención de Virginia (1775). A lo largo de
la obra, Lane evocará en otras ocasiones hechos o frases de
la época fundacional del país, de la que se siente orgullosa,
pero no por nacionalismo sino por apreciar el carácter dife-
rencial y único del proceso político y económico iniciado en
aquellas trece colonias inglesas. Explica cómo el «experimento»
estadounidense es un oasis de superior libertad que resulta
realmente único frente al resto de la Historia y frente al resto
del planeta, y cuyos efectos están a la vista. Le horroriza, por
tanto, que el experimento pueda verse aplastado por el auge
de nuevas formas de estatismo importadas de Europa.
Así pues, llama a sus conciudadanos a la acción. Ella, que de
joven había estado a punto de afiliarse al Partido Comunista,
comprende que lo realmente revolucionario es ese experimen-
to, y que esa auténtica revolución individualista, capitalista,
debe prevalecer. Pide a los estadounidenses que se organicen
para resistirse al estatismo y, en sus últimos años, es cada vez
más activa en el movimiento que acabará desembocando en
el Partido Libertario.

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DADME LIBERTAD

Por entonces, Lane, que había conocido una pobreza real-


mente dura en su infancia, tiene ya una sólida posición eco-
nómica, alcanzada con muchos años de esfuerzo personal en
diversos sectores y, sobre todo, como escritora de ficción, de
biografías y de columnas en los periódicos. Divorciada y sin
descendencia —su único hijo había nacido muerto en 1909—
emplea parte de su fortuna en becar a jóvenes brillantes de varios
países, ya que ella misma tenía clavada la espina de no haber
podido cursar estudios superiores por motivos económicos.
Entre las personas a las que ayuda se encuentra el abogado
Roger MacBride, que será, tras la muerte de Lane, uno de los
primeros políticos en abrazar el libertarismo, y que en 1976
será el segundo candidato del incipiente Partido Libertario a
la Casa Blanca.
Dadme libertad sorprende por su vigencia y reconfirma el
camino de los libertarios que no se conforman con las torres
de marfil y que, como la autora, aprecian y valoran el frente
académico pero entienden imprescindible actuar también en el
de la sociedad civil y, por lo tanto, en el de la política. Cuando
acaba de cumplirse medio siglo después de su muerte, acaecida
el 30 de octubre de 1968, Rose Wilder Lane, apenas conocida
en el mundo de habla hispana, merece mayor notoriedad y re-
conocimiento. Merece ocupar un lugar de honor como pionera
del libertarismo.

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CAPÍTULO 1

En 1919 yo era comunista. Mis amigos bolcheviques de aque-


llos años están hoy dispersos. Unos se han vuelto burgueses,
otros han muerto, algunos viven en China o Rusia, y no llegué
a conocer a los últimos dirigentes americanos de la Tercera In-
ternacional, que hoy abrazan oficialmente la Democracia. Me
repudiarían incluso como camarada renegada, pues nunca llegué
a militar en el Partido, aunque no hacerlo fue un mero accidente.
En aquellos tiempos previos a la Primera Guerra Mundial,
no era prudente promover cambios fundamentales en América.
Lo habitual era escuchar «si no te gusta este país, regresa a tu
lugar de origen». Yo tenía amigos que eran patriotas americanos
pertenecientes a familias americanas tan antiguas como la mía,
y que habían sido condenados a veinte años de cárcel por pu-
blicar una revista favorable al experimento ruso. Había barcos
listos para zarpar llevándose de nuestras costas a los grupos
de radicales acorralados por el Departamento de Justicia sin
proceso judicial ni oportunidad alguna de defenderse. La poli-
cía rompía sin necesidad puertas que no estaban cerradas con
llave, destrozaba muebles inocentes y pegaba, con sorprendente
falta de criterio, precisamente a rusos que habían huido del co-
munismo porque no les gustaba.
En medio de toda aquella histeria, y afrontando un peligro
real, Jack Reed estaba organizando en América el Partido Co-
munista.
No recuerdo el sitio concreto de tan histórico acontecimien-
to, pero estuve allí. En algún lugar de los arrabales de Nueva

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DADME LIBERTAD

York se alzaba una escalera roñosa desde la sucia acera. A la


entrada, jóvenes activistas desarrapados trataban de venderte
publicaciones comunistas. Las mujeres demacradas habituales
pedían ayuda para la defensa judicial de alguien: «Una moneda
de diez centavos, camarada, o de cinco… en este momento
cada centavo cuenta».
Subimos las escaleras entre perezosos empujones hasta lle-
gar al lóbrego salón habitual de sillas alquiladas, carteles algo
ajados en las paredes mugrientas, olor a pobreza y hambre,
caras ilusionadas.
Aquel invierno, todas esas reuniones fueron iguales. La luz
no parecía venir de las bombillas que colgaban del techo, sino
de los rostros. Nuestra policía gritaba que los comunistas eran
extranjeros, y era cierto que casi todas las caras y muchas de
las voces lo eran, pero esa gente tenía una visión que a mí me
parecía el sueño americano. Lo habían seguido hasta América
y aún lo estaban buscando. Era el sueño de un nuevo mundo
de libertad, justicia e igualdad.
Habían huido de la opresión europea para terminar so-
breviviendo en los arrabales neoyorquinos, trabajando todo
el día en talleres de destajo y estudiando inglés por la noche.
Estaban hambrientos y exhaustos, explotados por su propia
gente en esta tierra extraña, y los centavos que no necesita-
ban para comer los entregaban a ese sueño de un mundo
mejor, que ya no esperaban vivir los suficiente para verlo
cumplido.
Recuerdo que la estancia era pequeña. Estaríamos unos
sesenta hombres y mujeres. Había una sensación general de
expectación que resultaba casi insoportable. Y de peligro. La
reunión aún no había comenzado. Unos cuantos hombres
rodeaban a Jack Reed y hablaban con gravedad y urgencia.
El tenso semblante de Jack Reed se transformó en una alegre
sonrisa cuando descubrió al hombre que estaba a mi lado. Se

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ROSE WILDER LANE

separó de los demás y se acercó a nosotros en media docena


de pasos mientras gritaba «¡Estás con nosotros!».
«¿Lo estás?», repitió expectante, pero la pregunta era en sí
misma un reto. La empresa era arriesgada —como bien sabe
todo comunista, Jack Reed no acabaría marchando del país
sino escapando del mismo—, los agentes federales o la policía
podían irrumpir en la sala en cualquier momento. Todos noso-
tros lo sabíamos, pero, como yo compartía el sueño comunista,
estaba dispuesta a asumir riesgos y también a someterme a
la estricta disciplina de partido. Sin embargo, el hombre que
estaba junto a mí comenzó una vaga disertación táctica, evadió
la pregunta, dudó, preguntó a su vez, se mostró tímido… y
finalmente, con una sonrisa encantadora, cuestionó que debiera
asumir riesgos personales: su seguridad era demasiado valio-
sa para la Causa. Jack Reed giró sobre sus talones diciéndole
«vete al infierno, maldito cobarde».
Esa breve escena me había revelado mi total falta de impor-
tancia en aquel momento. No representaba a ningún grupo ni
tenía el menor peso en la compleja maraña de teóricos y líderes.
Era tan solo una persona más, que por entonces simpatizaba
de corazón con las palabras de Jack Reed y que estaba bastante
aturdida por un fuerte resfriado. Me fui a casa. El resfriado
resultó ser una gripe y a punto estuve de morir. Mis gastos me
aplastaban, necesitaba ganarme la vida y antes de que mi salud
se hubiera recuperado, ya estaba en Europa. Así de estrecho
fue el margen por el que no llegué a afiliarme al Partido Co-
munista, pero en mi interior era una comunista convencida.
Muchos ven el Estado colectivista como una extensión de la
democracia, y ese era por entonces mi caso. Esa visión inclu-
ye una serie de pasos progresivos hacia la libertad. El primer
paso fue la Reforma, que supuso el triunfo de la libertad de
conciencia. El segundo fue la revolución política, y nuestra
Revolución Americana contra el rey inglés era una de sus

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DADME LIBERTAD

expresiones. Este segundo paso había logrado para todos los


pueblos de Occidente diversos grados de libertad política. Los
progresistas habían seguido aumentando esa libertad al dar al
pueblo un grado cada vez mayor de poder político. Por ejemplo,
en los Estados Unidos, eran los progresistas quienes habían
conseguido el sufragio igualitario, la elección popular de la
práctica totalidad de cargos públicos, el derecho a la iniciativa,
los referendos o las primarias.
Sin embargo, nos enfrentábamos ahora a la tiranía. Para
expresarlo en términos sencillos, nadie podía ser realmente li-
bre si otro le negaba lo básico para vivir. El trabajador era un
esclavo del salario. La revolución final debía, por tanto, hacerse
con el control económico.
Ahora veo la falacia dominante de aquel relato, y más ade-
lante la señalaré. Pero dejémosla pasar por el momento. Veamos
esta otra escena:
Puesto que el progreso de la ciencia y de los inventos nos
permite producir más bienes que los que podemos consumir,
nadie debería carecer de nada material. Y sin embargo, vemos
cómo unos pocos tienen una gran riqueza y, al controlar y
poseer todos los medios de producción, poseen también todos
los bienes producidos. Y, por otro lado, vemos como las masas
siempre son relativamente pobres y carecen de los bienes que
deberían disfrutar.
¿Quién tiene esa gran riqueza? El capitalista. ¿Quién la crea?
El trabajador. ¿Cómo la consigue el capitalista? Extrayendo
un beneficio de cuantos bienes se produce. Pero, ¿produce él
algo? No, es el trabajador quien lo produce todo. Por tanto,
si todos los trabajadores, organizados en sindicatos, forzaran
a todos los capitalistas a pagar en forma de salarios el valor
total de su trabajo, ¿podrían comprar todo los bienes que ellos
produjeron? Pues no, porque el capitalista añade al precio de
los bienes su beneficio antes de venderlos.

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ROSE WILDER LANE

Desde esta perspectiva, resultaría evidente que es el sistema


de beneficios el que provoca la injusticia y la desigualdad que
vemos. Debemos por tanto eliminar el beneficio, es decir, eli-
minar al capitalista. Así, tomando sus beneficios actuales, distri-
buiremos su riqueza acumulada y administraremos nosotros sus
antiguos negocios. Los trabajadores, que son quienes producen
los bienes, serán también quienes los disfruten. No volverá a
producirse ninguna desigualdad económica y el mundo tendrá
una prosperidad general como nunca antes había conocido.
Cuando el capitalista ya no esté, ¿quién gestionará la pro-
ducción? El Estado. Y, ¿qué es el Estado? El Estado será la
masa de sufridos trabajadores.
Fue en este punto donde la primera duda atravesó mi fe
comunista.

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CAPÍTULO 2

Estaba por entonces en la Rusia transcaucásica, bebiendo té


con compota de cerezas y tratando de sostener a la vez un te-
rrón de azúcar entre los dientes. Es difícil. Mi rolliza anfitriona
rusa y su marido sosegado de barba dorada me sonreían, y un
montón de niños de mejillas redondeadas miraban alucinados
a la americana. Su casa tenía un siglo y era bastante acogedora.
En las paredes, blancas como la nieve, colgaban iconos. Col-
chones de pluma rodeaban la gran estufa de ladrillo, también
encalada. No había tejido sin bordar. El cuello de la camisa de
mi anfitrión y el vestido de su mujer eran obras de arte. Había
una máquina de coser americana, y el samovar era un señor
samovar.
El poblado era comunista, por supuesto. Siempre lo había
sido. La única fuente de riqueza eran las tierras, y a los luga-
reños nunca se les habría pasado por la cabeza que las tierras
pudieran ser propiedad privada.
Esas planicies de la Georgia rusa se parecen bastante a las
de Illinois. Los rusos las ocuparon como pioneros más o me-
nos al mismo tiempo que los americanos colonizaban Illinois.
Llegaron de la misma manera: a pie, forzando la lenta marcha
de los bueyes que tiraban de las carretas por unas praderas
sin sendero. Industriosos y frugales, de buen carácter y enor-
memente sensatos, los rusos llegaron en grupos, levantaron
poblados, cultivaron en común la buena tierra y prosperaron.
En Illinois, cada colono pagó por su tierra, pues no se dio
tierras gratis a los americanos hasta 1862. En Rusia, en cambio,

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DADME LIBERTAD

la tierra era gratuita. Cada pueblo cultivaba la extensión que


necesitaba. En su seno, cada familia labraba el área asignada y,
cuando el tamaño de las familias variaba tanto que la división
de las tierras les resultaba insatisfactoria, todos los habitantes
del pueblo se reunían en concejo y establecían nuevos límites.
Esto solía pasar cada diez años más o menos, en función de
los nacimientos, matrimonios y muertes.
A esta gente nunca la habían oprimido terratenientes. La
mayoría de los colonos ni siquiera había conocido a ninguno, y
nadie había tenido contacto real con el gobierno del zar. Estaban
acostumbrados, eso sí, a pagar a un recaudador de impuestos
una vez al año, en otoño, la décima parte del producto de sus
campos de grano. El recaudador venía a caballo por la planicie,
cargaba el tributo en carros de bueyes y se marchaba. A veces
los jóvenes tenían que ir a la guerra, generalmente una peque-
ña guerra privada con algún poblado tártaro. La mayoría de
estos rusos eran cristianos primitivos opuestos a la guerra. De
hecho, habían llegado a esta zona —o se les había empujado
hasta ella— precisamente por no estar dispuestos a enviar a sus
hijos al ejército del zar. Pero con el paso de un siglo entero, su
resistencia se había debilitado y a veces los jóvenes aceptaban
ser reclutados para la guerra. Por eso, algunas veces llegaba
un reclutador al pueblo y parte de los jóvenes se iban con él.
Algunos regresaban meses o años después trayendo noticias
de dónde habían estado, qué habían hecho y qué habían visto.
Tenía ante mí el espectáculo de una tierra virgen, libre y
feraz a la que los pioneros habían traído el comunismo. Ha-
bían vivido aquí por cien años sin que nadie les molestara.
Encontré en estos pueblos muchos viejos que me preguntaban
qué había pasado en mi país a la muerte del zar del mundo.
Encontré jóvenes que habían estado en campos de reclusión
alemanes y explicaban a sus asombrados vecinos que yo venía
de América, un país fabuloso al que podía uno escribirle una

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ROSE WILDER LANE

carta pidiendo cualquier cosa —comida, cigarrillos, calcetines,


cerillas, azúcar o hasta un abrigo— y te lo enviaría.
Y no eran en absoluto estúpidos. Eran los mejores granjeros
y ganaderos, eran buenos mecánicos, cocinaban bien y llevaban
con diligencia sus hogares. Eran amplios de miras y estaban
abiertos a experimentar. Un pueblo había importado a un suizo,
pagándole un buen salario, y le había construido un chalé suizo
para él y su familia. Su empleo consistía en mejorar la calidad
de las vacas lecheras cruzando a los animales, y también en
producir queso en la fábrica quesera del pueblo. Había otro
pueblo, de dos millas de largo y solo una calle de ancho, que
disponía de alumbrado gracias a la planta de generación eléc-
trica local. Sus mujeres no lavaban la ropa en el río, sino en la
lavandería del pueblo.
Aquel año la cosecha había sido buena. El ganado había
engordado, los graneros estaban llenos y todos los huertos
mostraban montones de calabazas de un dorado rojizo. No
había, por supuesto, ni un solo pobre en el pueblo. Todo el
mundo trabajaba y, climatología mediante, todo el que trabaja-
ba comía abundantemente. Ningún comunista habría deseado
mejor prueba del valor práctico del comunismo que el próspero
bienestar de aquellos aldeanos.
Por entonces, los bolcheviques llevaban ya casi cuatro años
en el poder, y los impuestos al poblado no habían crecido, ni
se había reclutado más jóvenes que durante el régimen zarista.
Estos pueblos apenas dependían para nada de Tiflis, la ciudad
más cercana, pero incluso Tiflis estaba renaciendo en aquel
momento bajo la NPE, la Nueva Política Económica de Lenin,
que daba un respiro temporal al capitalismo.
Me dejó atónita la fuerza con la que mi anfitrión afirmó
que no le gustaba nada el nuevo gobierno. No podía entender
cómo un comunista de toda la vida, rodeado de pruebas del
éxito del comunismo, podía oponerse a un gobierno comunista.

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DADME LIBERTAD

Y sin embargo seguía repitiendo que no le gustaba. «No y


no», decía.
Su queja se refería a las injerencias gubernamentales en los
asuntos de la aldea. Protestaba por la creciente burocracia, que
retiraba a cada vez más hombres del trabajo productivo. Predecía
que la centralización del poder económico en Moscú traería
caos y sufrimiento. No lo expresaba con esas palabras, pero
eso era lo que quería decir.
«Es la oposición de la mente campesina a una ideas nuevas
que le quedan demasiado grandes», me dije. Ahí estaba mi pe-
queña oportunidad de arrojar algo de luz. Aunque comprendía
el ruso básico, no lo hablaba bien, así que expliqué a través
de mi intérprete, en palabras sencillas, el paralelismo entre las
tierras de la aldea, como fuente de riqueza, y el total de fuentes
de riqueza. Dibujé para él la escena de la Gran Rusia disfru-
tando hasta en sus últimos confines de la igualdad, la paz y la
prosperidad —justamente repartida— que reinaban en su pueblo.
«Es demasiado grande —me dijo—, demasiado grande y la
cúpula es demasiado pequeña. No funcionará. En Moscú solo
hay hombres y el hombre no es Dios. Un hombre solo tiene
una cabeza de hombre, y cien cabezas juntas no forman una
gran cabeza. Solo Dios conoce Rusia».
Un occidental rodeado de rusos siente con frecuencia que
todos ellos están algo locos. Otras veces, su misticismo parece
de sentido común. Es bastante cierto que muchas cabezas no
forman una gran cabeza. De hecho, lo que forman es un ple-
nario del Congreso. ¿Qué es entonces el Estado?, me pregunté
desconcertada. El Estado comunista, ¿existe? ¿Puede existir?
Me pregunto hoy si aquella aldea, aquel hogar ancestral, ya
habrá sido barrida del mapa de Rusia para crear una granja
colectivizada con tres turnos diarios de ocho horas, arando
con tractores y recogiendo con cosechadoras, e iluminándo-
la por la noche con fluorescentes gigantes. Mi anfitrión y su

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ROSE WILDER LANE

mujer, ¿almorzarán hoy en comedores comunales y dormirán


en barracones comunales?
Su estilo de vida era sin duda primitivo. No había cambiado
en cien años. No tenían luz eléctrica ni canalización. Supuse
que se bañarían una vez a la semana en la casa de baños del
pueblo, que quizá sería insalubre. Quién sabe cuántos gérme-
nes habría en el agua que tomaban. Sus ventanas carecían de
mosquiteras. Sus caminos polvorientos se llenarían sin duda
de barro en tiempo de lluvias. No tenían coches, ni siquiera
caballos, tan solo carros de bueyes. En una palabra, su nivel de
vida se había quedado igual que el de los pioneros de Illinois
de cien años atrás. Tal vez haya mejorado su nivel de vida.
Quizá en Rusia, con el tiempo, todo diente se cepille tres veces
al día y todo niño coma espinacas.
Pero si se hace todo esto con la gente de la antigua Rusia, no
será ella misma quien lo haga, sino que se les hará. Y, ¿quién
se lo hará? ¿El Estado?

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CAPÍTULO 3

Tan pronto me hice esa pregunta comprendí que era falsa la


imagen de la revolución económica como paso definitivo a
la libertad.
Ello se debe a que, en realidad, el Estado, el gobierno, no
puede existir. Son conceptos abstractos, válidos en su lugar
como los supuestos números negativos lo son en las matemá-
ticas. En la vida real, sin embargo, no se pude restar nada a la
nada: cuando un monedero está vacío, está vacío. No puede
contener menos diez dólares. En ese mismo plano, no existe
Estado ni gobierno. Lo que sí existe es un hombre o un grupo
de hombres que tienen el poder sobre muchos otros.
La Reforma redujo el poder del Estado, de los curas, y así
los hombres comunes pudieron ser libres de pensar y hablar
como quisieran. La revolución política redujo o destruyó el
poder del Estado, de los reyes, y así los hombres comunes
pudieron acercarse más a la libertad de actuar como quisieran.
Pero esta revolución económica concentraba el poder econó-
mico en las manos del Estado, de los comisarios, de forma tal
que las vidas y haciendas de los hombres comunes volvían a
estar sometidas a los dictadores.
Cada avance hacia la libertad personal logrado por las revo-
luciones religiosa y política se perdería por la reacción económi-
ca colectivista. Al considerar los hechos, no veía cómo podría
ser de otra manera. La aldea comunista era posible porque unos
pocos, cara a cara, luchaban por su propio interés personal hasta
que el conflicto acababa en un equilibrio razonablemente satis-

27
DADME LIBERTAD

factorio. Lo mismo pasa en el seno de cualquier familia. Pero


gobernar a cientos de millones es otra historia. El tiempo y el
espacio impiden que la lucha personal entre tantas voluntades,
todas enfrentadas personalmente a todas las demás, acabe en
una decisión común. El gobierno de las multitudes solo puede
estar en manos de unos pocos.
Los americanos culpaban a Lenin de no haber establecido
una república. De haberlo hecho, no habría cambiado lo esen-
cial: habrían seguido siendo unos pocos quienes gobernaran
Rusia.
El gobierno representativo no puede expresar la voluntad de
la masa popular porque la masa popular no existe. El pueblo,
como el Estado, es una ficción. Ni siquiera se puede establecer
una voluntad popular en un grupo de doce personas que van
de pícnic. La única masa humana con voluntad común es una
turba, y la voluntad compartida es su locura temporal. En la
realidad, la población de un país es una multitud de seres hu-
manos con una variedad infinita de propósitos y deseos, y con
voluntades fluctuantes.
En una república, la mayoría de la población decide cada
cierto tiempo qué candidato tendrá el control de la policía es-
tatal. De vez en cuando, la acción de la mayoría puede alte-
rar los métodos por los que se accede al poder, el alcance del
mismo o las condiciones de su ejercicio. Pero una mayoría no
gobierna, no puede gobernar, solo actúa como contrapeso de
sus gobernantes. Todo gobierno de multitudes, en cualquier
época y lugar, es de un solo hombre o unos pocos, y no hay
manera de escapar de esta realidad.
No es posible una verdadera república en la Unión Soviética
porque la finalidad de sus gobernantes es económica, y el poder
económico es distinto del político. La política es cuestión de
grandes principios que, una vez aprobados, pueden perma-
necer inalterados indefinidamente. Por ejemplo, uno de esos

28
ROSE WILDER LANE

principios podría ser que los poderes legítimos del gobierno


emanan del consentimiento de los gobernados. A partir de
los principios se establece normas generales, por ejemplo no
cobrar impuestos a quienes carecen de representación polí-
tica.1 Esas normas se encarnan en leyes destinadas a limitar
o restringir el poder político, como, por ejemplo, que solo
el Congreso pueda establecer impuestos y gastar el dinero
recaudado. Esta aplicación tan específica de los principios po-
líticos no afecta a los detalles de la vida del individuo. Podemos
darle al Congreso lo que pida y no revolvernos siquiera ante
el bocado, podemos patalear cuando tengamos que pedir un
préstamo para pagar los impuestos, y hasta podemos perder
nuestra granja o nuestra casa si no logramos pagar y, pese
a todo, nuestra libertad de elección personal seguirá siendo
nuestra.
La economía, sin embargo, no se ocupa de principios abs-
tractos ni de leyes generales, sino de cosas materiales. Trata
directamente de las vagonetas de carbón, las cosechas de grano
o la producción de las fábricas. El poder económico en acción
está sujeto a infinidad de crisis impredecibles que afectan a las
cosas materiales. Está sometido a las sequías, a las tormentas, a
las inundaciones, a los terremotos y la peste, a las modas, a las
enfermedades y los insectos, a la rotura y la fatiga de la maqui-
naria. Y la economía sí afecta al detalle menor de la existencia
de cada persona, a lo que come, bebe, trabaja o juega, y a sus
hábitos personales.
Los dirigentes de la economía deben ocuparse de cuestiones
como cuánta tela debe llevar el vestido de una mujer, si permitir
o no los lápices de labios, o si el chicle tiene valor económico.

1
La expresión original es «no taxation without representation », una frase
muy común en inglés y acuñada durante la revuelta de las colonias norte-
americanas contra la metrópoli inglesa (Nota del editor).

29
DADME LIBERTAD

Hay un punto de vista, tan válido como cualquier otro, según


el cual toda la industria del tabaco es un desperdicio.
Toda la economía de un país moderno se ve afectada por
la cantidad de ciudadanos que se lavan detrás de las orejas.
Un asunto tan privado afecta a la producción e importación
de aceites vegetales, al uso de grasas animales procedentes de
las granjas, a la manufactura de productos químicos, a los per-
fumes y colorantes, a la construcción o cierre de fábricas de
jabón —con los consiguientes efectos sobre el empleo de esas
fábricas— y al sector constructor y de la industria pesada, así
como a su demanda de materias primas y de trabajadores para
su producción, y también al uso de combustibles y a sus efec-
tos sobre las minas, los campos de petróleo o el transporte.
Pues vaya con el jabón. Consideremos ahora la tela a usar
o no, con todos los efectos que esa decisión tendrá sobre los
campos de algodón o de lino, sobre el empleo en esos cam-
pos y en las fábricas, sobre las desmotadoras de algodón —con
su producto secundario de semillas de algodón para hacer
aceite o fertilizantes, o para alimentar al ganado—, o sobre las
máquinas de hilar y tejer y la correspondiente demanda a la
industria del acero.
Todos estos factores económicos y muchos más cambiarán
según cambien los hábitos de limpieza personal. Una dieta de
Hollywood o una moda de rompecabezas pueden tener los
efectos más insospechados en el lugar más remoto e inespe-
rado. Que un niño llegue hambriento del colegio y opte entre
comer pan con mantequilla o caramelos será una cuestión de
relevancia económica internacional.
El control económico centralizado sobre multitudes huma-
nas deberá ser, por tanto, continuo y autocrático. Habrá que
gobernar mediante un flujo rápido de edictos emitidos con
prisa para seguir el ritmo de los acontecimientos antes incluso
de que se hayan podido reportar, analizar y considerar. Y será

30
ROSE WILDER LANE

necesario emplear la coerción. En su esfuerzo por acertar, tan


preciso y riguroso deberá ser el control de los detalles de la
vida individual, que nadie lo aceptará sin esa coerción. No
podrá estar sujeto a los controles periódicos, a la reversión de
decisiones ni a la sustitución de los dirigentes que las mayorías
provocan en una república.

31
CAPÍTULO 4

En la Rusia de entonces, nuestra esperanza se había hecho


realidad: la revolución económica había sucedido. El Partido
Comunista había tomado el poder al grito de «todo el poder
para las asambleas».
El capitalismo de Estado ruso y el tímido inicio de la libre
empresa se vieron aniquilados, y el pueblo se hizo con el control
de la riqueza nacional. Es decir, Lenin, un hombre sincero y
extremadamente capaz —esto es un hecho—, había alcanzado el
poder y se aprestaba a la tarea hercúlea de someter a las masas
de seres humanos a un orden económico eficiente, creyendo
honestamente él y sus seguidores que de esta manera produ-
cirían el máximo bienestar material para esas masas.
Pero lo que vi no fue una expansión de la libertad huma-
na sino el establecimiento de la tiranía sobre una base nueva,
ampliamente extendida y más profunda.
La novedad histórica del gobierno soviético era su motiva-
ción. Otros gobiernos han existido para mantener la paz entre
sus súbditos, o para amasar fortunas a su costa, o para usarlos
en el comercio y en la guerra a mayor gloria de los gobernantes.
Pero el gobierno soviético existía para hacer el bien a su gente,
lo quisiera esta o no. Y comprendí que, de todas las tiranías
a las que se ha sometido al hombre, esta iba a ser la más des-
carnada y la menos soportable. Bajo otras tiranías aún queda
algún refugio para la libertad, pues son menos meticulosas y
no se creen tan cargadas de rectitud. Pero bajo ese benevolente
poder económico no encontré refugio alguno.

33
DADME LIBERTAD

Cuantos informes he leído desde entonces sobre la Unión


Soviética han confirmado esta opinión, y eso que solo leo lo
que publican sus amigos, ya que pienso que son los comunis-
tas quienes mejor entienden lo que está pasando allí. Durante
veintisiete años, los gobernantes de ese país se han esforzado
por crear la sociedad con la que habíamos soñado, una socie-
dad donde fueran imposibles la inseguridad, la pobreza o la
desigualdad económica. Y para conseguirlo, han suprimido
la libertad personal: la libertad de movimientos, la libertad de
escoger en qué trabajar y cómo vivir, la libertad de expresarse
y la libertad de conciencia.
Conociendo su objetivo, me parece evidente que no po-
drían haberlo perseguido por otros medios. Producir comida
de la tierra y del mar, fabricar bienes con materias primas, al-
macenarlos y transportarlos para distribuirlos a vastas mul-
titudes de consumidores, son actividades tan intricadamente
interrelacionadas e interdependientes que el control eficaz de
una parte exige el control del todo. Nadie puede controlar a
las masas sin coerción, y esa coerción debe aumentar.
Debe aumentar porque los seres humanos son diversos por
naturaleza. Forma parte de su naturaleza hacer las mismas cosas
de distintas maneras, desperdiciar tiempo y energía en alterar
la forma de las cosas, experimentar, inventar, equivocarse y
distanciarse del pasado en una variedad infinita de direcciones.
Las plantas y los animales repiten sus rutinas, pero los seres
humanos libres de ataduras avanzan hacia el futuro como los
exploradores de un nuevo territorio, y la exploración siempre
genera desperdicio. Gran cantidad de exploradores no llega a
conseguir nada, y muchos de ellos se pierden.
La coerción económica, por tanto, está constantemente ame-
nazada por la terquedad humana. Debe vencerla una y otra
vez aplastando sus impulsos de ego e independencia, destru-
yendo la variedad de deseos y comportamientos humanos. El

34
ROSE WILDER LANE

poder económico centralizado, para planificar y controlar los


procesos económicos de un país moderno, se encuentra en la
necesidad de devenir un poder absoluto en todos y cada uno
de los aspectos de la vida humana.
«No importa lo que le pase a los individuos», dicen los co-
munistas, «el individuo no es nada, lo único que importa es
el Estado colectivista».
La esperanza comunista de que se alcance en la Unión So-
viética la igualdad económica descansa hoy sobre la muerte de
todos los hombres y mujeres que son individuos. Según me
cuentan, se ha moldeado y educado a una nueva generación
que será una masa humana: millones de hombres y mujeres
jóvenes que, en realidad, tienen la psicología de la colmena
o del hormiguero.
Esto ya no me parece tan increíble como antes. Puede llegar
a existir una colmena humana en Rusia. No sería la primera,
ya existió Esparta. Esparta, que no admitió cambios en la ri-
gidez de sus formas ni en el comportamiento estandarizado
hasta que fue destruida desde fuera. La colmena es estática,
no cambia a lo largo de incontables generaciones de individuos
que repiten sin cesar el mismo patrón de acción para beneficio
colectivo. Eso no es vivir, es una especie de muerte con respi-
ración y movimiento.

35
CAPÍTULO 5

Cuando salí de la Unión Soviética yo ya no era comunista,


porque creía en la libertad personal. Como todos los america-
nos, había dado por sentada la libertad individual con la que
había nacido. La creía tan necesaria e inevitable como el aire
que respiraba. Me parecía el elemento natural en el que viven
lo seres humanos. Nunca se me había pasado por la cabeza, ni
remotamente, que pudiera perderla; y no podía concebir que
millones de seres humanos pudieran vivir voluntariamente sin
ella.
Me había pasado bastantes años en países de Europa y de
Asia Occidental y había llegado a comprender unas cuantas
cosas, no solo de las palabras que emplean los distintos pueblos,
sino de su significado real. Por supuesto, no hay palabra que
pueda traducirse de forma exacta a otro idioma. Las palabras
que empleamos son los símbolos más torpes de sus significados,
y es un error suponer que palabras como «guerra», «gloria», «jus-
ticia», «libertad» u «hogar» significan lo mismo en dos idiomas.
Por toda Europa encontré vestigios de las castas medieva-
les y del orden social estático del medievo; y vi que resistían
—y con qué vitalidad— ante la libertad individual y ante la re-
volución industrial.
Era imposible conocer Francia y no comprender que los
franceses exigen orden, disciplina, la contención propia de las
formas tradicionales, la regulación burocrática de la vida hu-
mana mediante un poder político centralizado; y que la vi-
rulenta democracia francesa no es un clamor por la libertad

37
DADME LIBERTAD

individual sino el empeño en que las clases altas no exploten


demasiado a las bajas.
Lo que vi en Austria y Alemania eran ovejas sueltas y sin
líder, que corrían en un sentido u otro anhelando la seguridad
perdida del rebaño y del pastor.
Por más que me resistí, hube de admitir finalmente ante mis
amigos italianos que había visto revivir bajo Mussolini el espí-
ritu de Italia, y ese renacimiento me parecía basado en separar
la libertad individual de la revolución industrial cuya causa y
fuente es la propia libertad individual. Les dije que en Italia,
como en Rusia, lo que estaba surgiendo era un orden económico
controlado y planificado, esencialmente medieval, que se estaba
haciendo con los frutos de la revolución industrial y al mismo
tiempo estaba destruyendo su raíz: la libertad del individuo.
«¿Cómo se te ocurre hablar de los derechos de los indivi-
duos?», me increpaban los italianos tras perder al fin la pacien-
cia. «Un individuo no es nada, como individuos no tenemos
ninguna importancia; yo moriré y tú también, millones vivirán
y morirán pero Italia no muere, Italia es lo importante y nada
más que Italia cuenta».
Ese rechazo a uno mismo como individuo era, como yo
ya sabía, el espíritu que animaba a los miembros del Partido
Comunista. Era el espíritu que estaba comenzando a reanimar
Rusia y era el espíritu del fascismo, que indudablemente estaba
haciendo a Italia revivir. Multitud de pequeños incidentes así
lo revelaban.
En 1920, Italia era un nido de mendigos y ladrones que
caían sobre un desconocido y lo devoraban. No podías dejar
de vigilar tu equipaje ni por un instante. No había factura sin
engordar ni servicio, por pequeño que fuera, que no provocara
una factura adicional. Los taxis se metían por calles desiertas
y las barcazas se paraban a medio camino cuando te llevaban
al barco, porque así los taxistas y los pilotos podían asustar

38
ROSE WILDER LANE

a los pasajeros más impresionables y hacerles pagar el doble.


En Italia había que discutir y pelear a cada paso.
En 1927 se me averió el coche a las afueras de un pueblecito
italiano, ya de noche. Tres hombre —un camarero, un carbonero
y el chófer de los viajeros adinerados que pernoctaban en la
posada local— trabajaron toda la noche en el motor. Cuando,
al amanecer, lograron hacerlo funcionar, los tres se negaron
a cobrarme nada. Los americanos, en una situación similar,
también habrían rechazado el pago pero por orgullo personal
y simpatía humana. Los italianos, en cambio, me dijeron con
firmeza «no, signora, lo hemos hecho por Italia». Esto ya era lo
típico: los italianos ya no estaban centrados en sí mismos sino
en una creación mítica de su imaginación, a la que entregaban
sus vidas: Italia, la inmortal Italia.
Empecé a cuestionar el valor de esa libertad personal que
me había parecido tan intrínsecamente correcta. Entendí lo
excepcional y lo históricamente novedoso que era el recono-
cimiento de los derechos humanos. Consideré las ruinas de
civilizaciones brillantes, desde Bretaña a Basora, cuyos pueblos
jamás habían vislumbrado siquiera la idea de que el hombre
nace libre. En sesenta siglos de historia humana, esa idea siem-
pre había sido un elemento de la fe religiosa judeo-cristiano-
islámica, nunca un principio político.
Como principio político, solo una minoría de la humanidad
lo había conocido, y por poco más de dos siglos. Asia no lo
conocía, África tampoco. Europa nunca lo había aceptado del
todo y ahora lo estaba rechazando. Y comencé a preguntarme
qué es la libertad individual.

39
CAPÍTULO 6

Cuando me pregunté «¿soy libre de verdad?» empecé a en-


tender la naturaleza del hombre y su situación en este plane-
ta. Comprendí por fin que todo ser humano es libre, que el
creador me ha dotado de una libertad inalienable como me ha
dotado de vida, y que mi libertad es inseparable de mi vida
ya que la libertad es el autocontrol natural del individuo. Mi
libertad es mi control de mi energía vital para darle los usos
de los que, por tanto, solo yo soy responsable.
Pero el ejercicio de esa libertad ya es otra cosa, porque en
cada uso de la energía vital encuentro obstáculos. Algunos
de esos obstáculos, como el tiempo, el espacio o el clima, son
inherentes a la situación humana en este planeta. Otros son
autoimpuestos y derivan de mi propia ignorancia de la rea-
lidad. Pero durante todos mis años de residencia en Europa,
muchos otros obstáculos me fueron impuestos por el poder
policial de los dirigentes de esos Estados europeos.
Tengo por obvia la verdad de que todos los hombres están
dotados por el creador de una libertad inalienable, de la ca-
pacidad de autocontrol individual y de la responsabilidad de
sus pensamientos, palabras y actos, en cualquier situación.1
Hasta qué punto pueda ejercerse esta libertad dependerá de
cuánta coerción externa se le imponga al individuo. No hay

1
La autora parafrasea aquí las primeras palabras del preámbulo de la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (Nota
del editor).

41
DADME LIBERTAD

carcelero que pueda forzar a un preso a hablar ni a actuar


contra su voluntad, pero las cadenas pueden impedirle actuar,
y una mordaza puede impedirle hablar.
Los americanos han tenido mayor libertad de pensamien-
to, elección y movimientos que la disfrutada jamás por otros
pueblos. No tuvimos que heredar limitaciones por casta que
restringieran el ámbito de nuestros deseos y ambiciones a los
propios de la clase en la que habíamos nacido. No tuvimos una
burocracia estatal que vigilara todos nuestros movimientos,
o registrara a cuantos amigos nos visitaran, consignando sus
horas de llegada y salida para que la policía estuviera plena-
mente informada por si resultábamos asesinados. No tuvimos
que soportar agentes de la autoridad que, para asegurar una
justa recaudación del impuesto a la gasolina, detuvieran nues-
tros coches para medir el combustible del depósito al entrar o
salir de una ciudad americana. A diferencia de los europeos
(continentales), no se nos obligó a llevar siempre encima un
documento policial, a renovarlo y pagarlo cada cierto tiempo,
con nuestra fotografía estampada en él y con nuestro nombre,
edad, dirección, filiación, religión u ocupación.
A los trabajadores americanos no se les clasifica, ni llevan
fichas policiales donde se consigne cada día trabajado, ni se
segrega sus lugares de ocio respecto a los de clases más altas,
ni se ve interrumpido su ocio por redadas policiales para com-
probar sus cartillas laborales, bajo la sospecha de que todo
trabajador es un ladrón cuya cartilla mostrará que lleva una
semana sin trabajar.
En 1922, como corresponsal extranjera en Budapest, acom-
pañé una redada policial así. El jefe de policía estaba explican-
do sus métodos de trabajo a un agente de Scotland Yard que
estaba de visita. Comenzamos a las diez de la noche, al frente
de sesenta policías que se movían con la hermosa precisión
de los soldados. Rodearon una zona del barrio obrero de la

42
ROSE WILDER LANE

ciudad y la ocuparon mientras el jefe explicaba que esto era


pura rutina y que se peinaba el barrio entero todas las semanas.
Aparecíamos por sorpresa en la entrada de los bares frecuen-
tados por obreros, locales lóbregos de suelo arcilloso cubierto
de serrín. Músicos tristes intentaban arrancar melodías a sus
violines baratos mientras hombres y mujeres ataviados con los
andrajos grises de la pobreza tomaban a sorbos económicos el
café o la cerveza, sentados a las mesas desnudas del local. Al
ver los uniformes sentían auténtico terror. Todos se levanta-
ban resignadamente en posición de manos arriba. Los policías
sonreían al sentir ese placer peculiar de los seres humanos en
posesión del poder. Revisaban los bolsillos de todos, mofán-
dose de algunos objetos y, cuando encontraban la cartilla de
trabajo, se detenían a comprobarla y la volvían a poner en su
sitio. Cuando el policía mascullaba una brusca palabra de fin
del registro, caían en las sillas secándose la frente. Siempre había
algunas cartillas que no pasaban el examen, en las que no se
había estampado el sello de ningún patrón durante los últimos
tres días, y esos hombres y mujeres iban derechos al furgón de
la policía. Muchas veces, a nuestra llegada, algunos trataban
de escapar por la puerta de atrás o por alguna ventana, solo
para darse de bruces con el cordón policial. Oíamos de lejos las
risas de los agentes. El jefe aceptó los cumplidos del detective
británico. Todo era perfecto, allí no escapaba nadie.
Varias mujeres protestaban muy agitadas, llorando y su-
plicando de rodillas hasta el punto de que casi había que lle-
várselas al furgón. Una chica joven luchaba por librarse de
los policías mientras chillaba, y tuvieron que llevársela entre
dos. No eran brutales, pero cuando la joven mordió a uno de
ellos en la mano, un tercero le dio una bofetada. En el furgón
siguió gritando como una loca. Yo no entendía húngaro, pero
el jefe me explicó que algunas mujeres se resistían a que se les
asignara tarjetas de prostituta.

43
DADME LIBERTAD

Lo que pasaba era que, cuando una empleada doméstica


llevaba varios días sin trabajar, la policía le retiraba la tarjeta que
la identificaba como trabajadora y le permitía ejercer como tal,
y le daba en su lugar una tarjeta de prostituta. En el caso de los
hombres que llevaban algún tiempo sin trabajar, se les encarce-
laba brevemente por robo. Era obvio —me explicó el jefe— que
si no estaban trabajando tenían que ser prostitutas y ladrones,
porque si no, ¿de qué vivían? Sugerí que tal vez vivían de lo
que tuvieran ahorrado, y el jefe me dijo que los trabajadores
apenas ganaban lo suficiente para llegar a fin de mes, y que
no podían ahorrar. Por supuesto, puntualizó, si en algún caso
extraordinario alguno de ellos había obtenido honradamente
algún dinero y podía demostrarlo, el juez le dejaría libre.
Una vez terminamos con los bares, empezamos con los blo-
ques de viviendas. Yo había vivido en los arrabales de Nueva
York y San Francisco. Los americanos que no han visto una
barriada pobre europea no tienen la menor idea de lo que es
un arrabal.
La policía se pasó hasta el amanecer trepando por aquellos
edificios mugrientos y bajando hasta sus sótanos, revolviendo
entre los andrajos y exigiendo a aquellos rostros graves sus
tarjetas de trabajo. Allí no encontramos demasiados desem-
pleados, porque cuesta más dormir bajo techo que ir al bar.
El mero hecho de que tuvieran donde vivir indicaba que esas
personas tenían trabajo, pero la policía fue concienzuda y des-
pertó a todo el mundo. Los agentes eran parcos en palabras
y se conducían con buenas maneras. Nada en esa redada re-
cordaba a la violencia de las que realiza la policía americana.
Cuando una puerta no se abría, los policías lo intentaban con
todas las llaves maestras disponibles antes de echarla abajo.
«Admirable, señor, admirable», dijo el agente de Scotland
Yard, «los sistemas policiales del continente son realmente ma-
ravillosos, aquí lo tienen ustedes todo bajo control». Pero al

44
ROSE WILDER LANE

rato no pudo contener su orgullo británico, que brotó de forma


despectiva como siempre lo hace: «nosotros nunca podríamos
hacer algo así en Londres, ya sabe, por aquello de que el hogar
de un inglés es su castillo y todo eso. A nosotros se nos exige
tener una orden judicial para registrar una vivienda o tocar
a una persona. Es una barrera horrible, ya sabe. No tenemos
de ninguna manera el grado de control que hay aquí, en el
continente».
Este fue el único registro de un barrio obrero que presencié
en Europa. No creo que las normas de otros lugares llegaran al
extremo de forzar a las mujeres a prostituirse, y supongo que
ya no ocurrirá en Hungría. Pero sí sé que rodear y registrar
sistemáticamente los barrios obreros era común en toda Euro-
pa, como también lo era suponer que el desempleo empujaba
a la indigencia y al delito.
Como todo residente en Europa, a mí misma me paró mu-
chas veces en la calle una amable pareja de policías para pedirme
mi carné de identidad. Esto llegó a ser demasiado habitual para
necesitar explicación. Simplemente, y como mera rutina, mi
respetable barrio de clase media estaba rodeado y a todo el
mundo se le pedía que mostrara su carné policial.
Y pese a todo, pongo en duda que hubiera menor crimina-
lidad en la Europa del control policial que en América. Los pe-
riódicos estaban llenos de breves que informaban de crímenes.
No hay en ninguna ciudad americana zonas que no me atreva a
visitar sola de noche, pero siempre hubo muchos barrios de las
ciudades europeas que eran realmente peligrosos de noche, y
montones de criminales dispuestos a matar a cualquier hombre,
mujer o niño medianamente bien vestido, aunque solo fuera
por llevarse su ropa.
Lo terrible es que el motivo de toda esa vigilancia al indi-
viduo es un buen motivo, un motivo racional. Sin ella, ¿cómo
va a mantener el orden social un gobernante?

45
DADME LIBERTAD

El instinto de urbanidad y autoconservación permite a la


masa de seres humanos libres llevarse bien de un cierto modo.
Todo el mundo sale del teatro de una manera eficiente. Lo
hacemos con incomodidad e impaciencia por el tiempo per-
dido, pero al final llegamos a la acera sin pelearnos. El orden
ya es otra cosa. Todo profesor sabe que no puede mantenerse
el orden sin regulación, supervisión y disciplina. Es una cues-
tión de grado: a más rígida y autocrática la disciplina, mayor
orden se obtiene. Todo orden social genuino exige como base
la clasificación, regulación y obediencia de los individuos. Y
como estos son lo que son, infinitamente diversos y tercos,
su obediencia debe imponerse.
En un orden social se produce una fuerte pérdida de tiempo
y energía. A todo americano le parece una pérdida monumen-
tal de tiempo tener que sentarse en una sala de espera hasta
que llegue el momento de hacer cola para acceder al mostrador
de un burócrata; y percibe así como el orden social acorta la
vida de todas las personas. También fuera del despacho del
burócrata, las regulaciones para el bien común ponen trabas
constantes a nuestra acción. Hoy en día es tan difícil moverse
en la vida cotidiana como lo es ir más despacio o más deprisa
en un desfile.
A diferencia de Francia, en América no ha habido decretos
comerciales que obstruyan a los vendedores para que cada ven-
ta de una tienda lleve media hora más de lo normal. Los co-
merciantes franceses son tan inteligentes como los americanos,
pero no han podido instalar tubos de vacío para documentos ni
un sistema rápido de contabilidad en una caja central. «¿Para
qué?», te preguntan. Total, seguirían estando obligados a ins-
cribir cada venta en un libro oficial en presencia del comprador,
como decretó Napoleón.
Y fue un decreto inteligente cuando lo dictó Napoleón.
¿Cómo iban a cambiarlo los comerciantes franceses actuales?

46
ROSE WILDER LANE

Era para reírse. El decreto se había ido complicando durante


cien años de burocracia y, además, imagine cuánto desempleo
habría generado su derogación entre los esforzados cajeros
que mojaban sus plumas en la tinta oficial y, tras consignar en
un nuevo asiento la hora y el lugar, preguntaban «su nombre,
madame?», prestos a escribirlo. «¿Su dirección?», y la escribían
también. «¿Paga usted al contado?», y a escribir. «¿Se lleva
usted misma lo que ha comprado? Bien…», y a escribir. «Ah,
ya veo, un carrete de hilo… negro… eh, ¿de qué tamaño?», y
a escribir. «¿Cuánto paga por él?», y a escribir. «Y me entrega
usted… bien, un franco». A escribirlo, y a consignar después
que «del franco que me entrega usted, le doy cincuenta cénti-
mos de vuelta… bien… ¿está satisfecha, madame?»
A nadie se le ocurría pensar cuánto desempleo provocaba
esto en la masa de clientes que aguardaban con paciencia, ni
tampoco que, si esos cajeros no hubieran acabado en un em-
pleo así, bien podrían haber hecho algo útil, algo que generase
riqueza. Lo que buscaba Napoleón era acabar con el desper-
dicio generado por la desorganización, los timos y las peleas
que había en los mercados de su época. Y lo hizo. El resultado
es que gran parte de lo que hoy es Francia quedo firmemen-
te fijado en tiempo de Napoleón. Si hubiera dejado que los
franceses siguieran desperdiciando y quejándose, timando y
perdiendo, como los americanos hacían en esa misma época
y en mercados igual de primitivos, los grandes almacenes de
la Francia actual seguramente no serían tan ágiles y eficientes
como los de América.
A nadie que sueñe con el orden social ideal, con una eco-
nomía planificada para eliminar el despilfarro y la injusticia,
se le ocurre considerar cuánta energía, cuánta vida humana
se pierde en administrar y obedecer incluso las mejores regu-
laciones posibles. A ninguno de ellos se le ocurre pensar cuán
rígidas llegan a ser esas regulaciones, ni mucho menos que,

47
DADME LIBERTAD

en realidad, deben alcanzar esa rigidez y resistirse al cambio


porque su propósito último es proteger a las personas de los
riesgos del azar y del cambio a lo largo del tiempo.
Los americanos no hemos experimentado en nuestro país
la disciplina de un orden social. Hablamos de un orden social
mejor, pero en realidad no sabemos lo que es un orden social.
Decimos que algo está mal en este sistema, cuando en realidad
no tenemos sistema alguno. Usamos frases que hemos aprendi-
do de Europa, pero sin tener idea de su significado en la vida real.
En América ni siquiera tenemos formación militar univer-
sal, ese elemento básico del orden social que enseña a todos
los ciudadanos varones la subordinación al Estado, les sustrae
años de su juventud y ha terminado por debilitar el poderío
militar de cuantos países lo han implementado.
En América el alquiler de un piso es oficial tan pronto se
firma, no hace falta llevarlo a la policía para que lo selle, ni
inscribirlo en Hacienda, en triple ejemplar, para que, a efectos
fiscales, se calcule que nuestros ingresos son diez veces la renta
que pagamos por la vivienda. Seguro que en teoría económica
tiene sentido no destinar al alquiler más del diez por ciento del
ingreso personal, y quizá hasta sea de justicia económica que
quienes sean tan derrochadores de pagar más de ese porcentaje
terminen asumiendo una multa por la vía de los impuestos.
En realidad, nunca hubo mucho margen para protestar por
los motivos de todas estas formas de burocracia en Europa,
siempre fueron motivos excelentes.
Un americano podía mirar a su alrededor y tomar cuanto
quisiera, si podía hacerlo. Solo se lo impedían la legislación
penal y su propia honradez, capacidades y suerte.
Era eso lo que querían decir los europeos que, tras unos
días en este país, exclamaban «¡hay que ver lo libres que sois
aquí!» Y desde luego era un alivio para todo americano que
regresara tras un largo viaje al extranjero poderse mover con

48
ROSE WILDER LANE

libertad de un hotel a otro, de una ciudad a otra, poder entrar


en una mercería y comprar en un momento un carrete de hilo,
poder decidir a las tres y media tomar el tren de las cuatro,
poder comprarse un coche si se disponía del dinero o del crédito
para ello y conducir por donde quisiera, todo ello sin tener
que darle ningún tipo de informe al gobierno.
Pero todo aquel cuya libertad haya sido —como siempre lo ha
sido la mía—, la de ganarse la vida lo mejor posible, sabe igual
que yo que esa independencia es, de hecho, responsabilidad.
Los pioneros americanos lo expresaron con franqueza y clari-
dad: «ve a comer raíces o muere».2 Para el lechón expulsado
del chiquero no hay más alternativa que ir donde le apetezca
y hacer lo que le apetezca. La libertad individual es responsa-
bilidad individual. Quien toma las decisiones es responsable
de sus resultados. Cuando los hombres comunes eran siervos
o esclavos, obedecían y se les alimentaba, pero morían a miles
por las plagas y las hambrunas. Los hombres libres pagaban
por su libertad abandonando esa seguridad falsa e ilusoria.
La cuestión es si la libertad personal merece el enorme es-
fuerzo, la carga eterna y el riesgo, el inevitable riesgo, de ser
independientes.

2
La frase original, «root, hog, or die» es un dicho que estaba bastante
extendido en la América rural y puede interpretarse más o menos como
«espabila o atente a las consecuencias». Literalmente, se refiere al cerdo
(hog) liberado temporalmente por su amo en el bosque para que se alimente
buscando raíces, a fin de reducir los costes de la granja (Nota del editor).

49
CAPÍTULO 7

La respuesta a esa pregunta es personal, es de cada uno de


nosotros. Sin embargo, la repuesta final no puede serlo porque
la libertad individual de opción y de acción no puede sobrevivir
por mucho tiempo si no es en una multitud de individuos que
la elijan y estén dispuestos a pagar por ella. Y no lo harán a
menos que su libertad valga menos de lo que les cuesta. No
se trata solo del valor para sus espíritus sino también del bien-
estar general y el futuro de su país, que en realidad es decir el
bienestar y el futuro de sus hijos.
Por lo tanto, la prueba de la valía de la libertad personal solo
puede ser su resultado práctico en un país cuyas instituciones y
formas de vida y de pensamiento hayan emergido desde el indi-
vidualismo. El único país así son los Estados Unidos de América.
Aquí, en este nuevo continente, pueblos sin tradición co-
mún fundaron esta república sobre la base de los derechos del
individuo. Este país fue el único de todo el mundo occidental
cuyos territorios fueron en gran medida colonizados —y cuya
cultura aún está dominada— por aquellos europeos norocci-
dentales de quienes nació la idea de la libertad individual y
se incorporó como principio político a la historia universal.
Pensándolo detenidamente, resulta extraño: ¿cómo es que
todo este territorio pasó a ser parte de América? ¿Cómo es que
aquellas colonias británicas, tras liberarse de Inglaterra, se ex-
pandieron ocupando la mitad de este continente? Los españoles
ya estaban en Missouri cuando los ingleses llegaron a Virginia
o Massachusetts. Medio siglo antes de que nuestros granjeros

51
DADME LIBERTAD

dispararan contra los soldados británicos en Lexington, ya eran


antiguos los poblados franceses de Illinois, las minas francesas
de Missouri abastecían de balas a todo el mundo occidental y
había enclaves comerciales franceses en Arkansas. ¿Cómo es
que los americanos, al expandirse hacia el Oeste, no se toparon
con un país populoso, con una colonia que protestara vigoro-
samente ante Francia contra la venta de Louisiana?
Hay un hecho relevante: los americanos eran los únicos co-
lonos que construían sus casas unas lejos de otras, cada una en
su propia parcela. América sigue siendo hoy el único país que
conozco donde los granjeros no viven apiñados en pueblos segu-
ros y cerrados. Es el único país que conozco donde el individuo
carece de un sentimiento de solidaridad esencial y permanente
con los de una clase concreta y con los de un grupo específi-
co dentro de esa clase. Los primeros americanos sí procedían
de grupos así en Europa, pero precisamente vinieron porque
eran individuos que se rebelaban contra los grupos. Y aquí en
América, en medio de la naturaleza, cada uno se construyó su
casa a cierta distancia de los demás. Eso es el individualismo.
En aquellas colonias inglesas de la costa atlántica se liberó la
diversidad natural de los seres humanos, la tendencia natural
del hombre a adentrarse en el futuro como un explorador que
va encontrando su camino. Los colonos procedentes de las
Islas Británicas se apresuraron con tanta ansia a conquistar
esa libertad, que el parlamento y el rey se negaron a permitir
nuevos asentamientos porque las estadísticas de las que dispo-
nían demostraban que la expansión de las colonias americanas
hacia el Oeste despoblaría Inglaterra.
Pese a todo, antes de que el té cayera por la borda en el
puerto de Boston,1 los colonos forajidos ya habían penetrado

1
La autora evoca el motín del té (16 de diciembre de 1773), en el que
los colonos americanos lanzaron al mar un cargamento de esa mercancía

52
ROSE WILDER LANE

hasta alcanzar las cimas y los valles de los montes Apalaches


y estaban explorando las tierras prohibidas situadas más allá.
No había plan alguno de que aquellos jóvenes Estados Uni-
dos llegaran a cubrir la mitad de este continente. Las ideas pre-
dominantes en Nueva York y Washington se quedaban muy
cortas respecto a semejante ímpetu. Fue la energía libre de los
individuos la que fluyó hacia el Oeste a un ritmo nunca ima-
ginado, barriendo y arrollando los asentamientos de pueblos
más cohesionados hasta alcanzar el Pacífico en el tiempo que
Jefferson pensaba que iba a necesitarse para colonizar Ohio.
Pero no mitifico a los pioneros. Mi propia familia lo fue
por ocho generaciones, pero cuando, de niña, evocaba con de-
masiado orgullo unos ancestros más antiguos que Plymouth,2
mi madre me recordaba que también tenía un tío-tatarabuelo
encarcelado por robar una vaca.
Los pioneros no eran ni de lejos lo mejor de Europa. En ge-
neral se trataba de alborotadores de baja condición, y Europa
estaba encantada de librarse de ellos. No trajeron mucha inte-
ligencia ni cultura. Su anhelo principal era vivir sin ataduras,
y no eran idealistas. Cuando no podían pagar sus deudas, se
escaqueaban. Cuando sus maneras, sus hábitos personales o
sus opiniones —generalmente ignorantes y expresadas a voces—
ofendían a personas de mejor crianza, les espetaban «este es un
país libre, ¿no?» Una expresión típica de ellos era «libre e inde-
pendiente», y también solían decir «probaré una vez cualquier
cosa» y «probaré suerte». Eran especuladores pendencieros, se
jugaban las tierras, las pieles, la madera, los canales y los po-
blados. Vendían parcelas de pueblos aún por construir y que,

en protesta por los tributos que les imponía la metrópoli. Esta revuelta se
considera un precedente importante de la guerra de independencia de los
Estados Unidos de América (Nota del editor).
2
La colonia de Plymouth, en Massachusetts, fue el primer asentamiento
permanente en Nueva Inglaterra (Nota del editor).

53
DADME LIBERTAD

generalmente, nunca llegaban a materializarse. Eran campesinos


ignorantes, buscadores de oro, profesores y abogados autodi-
dactas, políticos vociferantes, impresores, leñadores, ladrones
de caballos y cuatreros.
Cada cual se buscaba la vida, y que fuera lo que Dios quisie-
ra. Cada vez que la adversidad les golpeaba individualmente,
afloraba la compasión y la empatía humana, pero no había ni
un ápice de espíritu de comunidad. El pionero tenía sentido del
caballo, sentido de las cartas de juego, sentido del dinero, pero
ni pizca de sentido social. Los pioneros eran individualistas, y
aguantaron carros y carretas.
De esa pasta estaba hecha América. No era el material hu-
mano que uno habría escogido al hacer una nación, un carác-
ter nacional admirable. Y los americanos de hoy son el más
imprudente y anárquico de los pueblos, pero también el más
imaginativo, temperamental y plural. Somos la gente más ama-
ble del planeta, lo somos de forma cotidiana con los demás y
respondemos con empatía ante el menor rumor de desgracia
ajena. Solo en América se detiene un conductor para prestarle el
gato hidráulico a un extraño que ha sufrido un pinchazo. Solo
los americanos han hecho millones de pequeños sacrificios per-
sonales para enviar riqueza a otras partes del mundo, aliviando
el sufrimiento de lugares tan lejanos como Armenia o Japón.
En todas partes, en las tiendas, en la calle, en las fábricas, en
el ascensor, en la carretera o en las granjas, los americanos son
extremadamente amables y corteses. Hay más risas y canciones
en América que en cualquier otro lugar. Esos eran algunos de
los valores humanos que nacieron del individualismo mientras
este estaba forjando la nación.

54
CAPÍTULO 8

Miremos a este fenómeno, los Estados Unidos de América.


Por doscientos cincuenta años Europa coloniza este continente.
España tiene el Golfo de México y las Floridas, todo México y
Texas, Nuevo México, Arizona y California. Los rusos están
en el Norte. Francia controla los Grandes Lagos y los cursos
fluviales del valle del Mississippi, el comercio de pieles y las
minas de Missouri. Y en la costa atlántica, entre el bosque y
el mar, hay unas pocas colonias inglesas dispersas.
No todas esas colonias se rebelan contra Inglaterra. Ca-
nadá se mantiene fiel al rey, y de las demás tan solo Virginia
y Massachusetts está realmente decididas a luchar. La guerra
comienza, unos pocos rebeldes luchan con valor en un frente
pequeño que Inglaterra descuida porque sus intereses vitales
están en cualquier otro lugar. La intervención de unas caño-
neras francesas resuelve el asunto. Se firma la paz y trece co-
lonias sin el menor interés común no saben bien si unirse o
convertirse en naciones separadas.
Llegados a ese punto, ¿cuál es el futuro que parece más
probable para el continente? ¿Parece probable que aquellas
colonias divididas por la religión, por la estructura social y los
intereses económicos, peleadas unas con otras por reclamacio-
nes territoriales solapadas que amenazan con acabar en guerra,
se impongan a las grandes potencias que ya se encontraban
en posesión de territorios americanos? ¿No parece, por el con-
trario, que hasta para sobrevivir tendrán que unirse bajo un
gobierno más poderoso?

55
DADME LIBERTAD

Pues sucedió precisamente lo contrario. Los que se reunie-


ron en Filadelfia para formar gobierno creían que todos los
hombres nacen libres. Fundaron este Estado bajo el principio
de «todo el poder para el individuo».
Pero, ¿cómo puede encarnarse semejante principio en un
Estado? No hay escapatoria al hecho cierto de que todo go-
bierno consiste en el poder de un hombre, o de unos pocos,
sobre las multitudes. Entonces, ¿Cómo puede transferirse el
poder del gobernante a cada persona de esas multitudes? No
se puede.
No se trataba simplemente de darle cierta voz a la gente
común en los concejos de sus gobernantes, ni algo de fuerza
para impedir que estos emplearan el poder para dañar o robar
a aquélla. El propósito era, en realidad, entregar el poder de
gobierno a cada hombre común, en igualdad. Así, de hecho,
el resultado político sería el mismo del poblado comunista en
el que todos se esforzaban por perseguir sus propios intereses
hasta que se alcanzaba un equilibrio satisfactorio. El poder de
gobierno, en esta nueva república, iba a residir realmente en
las masas. Los hombres comunes iban a autogobernarse.
Pero, ¿cómo iba a ser posible encarnar ese propósito en el
mecanismo de gobierno, cuando todo gobierno de masas es
en realidad el gobierno de uno o de unos cuantos sobre estas?
No era posible. Se resolvió el problema destruyendo el poder
en sí mismo tanto como fuera posible. Se disminuyó el poder
hasta el mínimo irreductible.
Se dividió el poder gubernamental en tres fragmentos para
que jamás pudiera un solo hombre tenerlo en su totalidad. Cada
una de esas tres partes se vería controlada en su desempeño
por las otras dos. Todo gobernante es un ser humano, y por
lo tanto no puede separa su pensamiento, decisión, acción y
juicio. Pero en este tipo de gobierno no se permitiría a nadie
funcionar plenamente como un ser humano. Los congresistas

56
ROSE WILDER LANE

pensarían y decidirían, el Ejecutivo actuaría y los tribunales


juzgarían. Y por encima de los tres se estableció una declara-
ción escrita de principios políticos que habría de ser el mayor
de los controles establecidos sobre todos ellos; una restricción
impersonal sobre los seres humanos falibles a quienes se hubiera
de permitir el uso de esos fragmentos de autoridad sobre las
masas de individuos.
No sin razón, los europeos protestaron señalando que es-
tablecer un gobierno así era como liberar la anarquía en el
mundo. No sin razón, esos viejos gobiernos se resistieron a
reconocerlo. Ningún gobierno podía llegar un paso más cerca
de la anarquía y seguir siendo gobierno. Nunca antes se había
liberado a las multitudes para que hicieran lo que quisieran.
Ya por entonces, un Congreso Continental 1 corrompido
había vendido a los especuladores millones de hectáreas de
tierras comunales reclamadas tanto por Connecticut como por
Virginia. Y, con inmorales argucias, el primer Congreso de los
Estados Unidos robó a los soldados rasos revolucionarios su
miserable paga y la trasladó a los bolsillos de los congresistas
y de los banqueros neoyorquinos. ¿Qué futuro cabía esperar
de tal desgobierno, en una situación así?
En solo setenta años, en el lapso de una vida humana, Fran-
cia y Rusia habían desaparecido de este continente; España
había entregado las Floridas, Texas, Nuevo México, Arizona
y California; a Inglaterra se la había empujado hacia el Norte;
y toda la vasta extensión de este país estaba cubierta por una
sola nación, una multitud tumultuosa bajo el gobierno más
débil del mundo. ¿Cómo había podido suceder?
La característica de la historia americana es que todo pa-
rece acontecer por puro accidente. Nada parece planificado a

1
Asamblea de representantes de las trece colonias norteamericanas
sublevadas, durante la Guerra de la Independencia (Nota del editor).

57
DADME LIBERTAD

propósito. Otros países aprueban una política y la ejecutan, y


la historia consiste en los conflictos entre esa política y otras
planificadas en otros lugares. América, en cambio, se mueve
de alguna forma oblicua. En estos Estados Unidos siempre
se ha llevado a cabo lo no involuntario, lo no planificado.
Pensemos en el enorme territorio que ganamos entre el río
Ohio y los Grandes Lagos, entre el Mississippi y las colonias
costeras. Lo logró un solo hombre, George Rogers Clark. Tomó
prestado el dinero necesario y reclutó a la mayor parte de sus
hombres de entre los que le facilitó el gobernador español, así
como entre la población francesa de Missouri e Illinois. Prota-
gonizó una de las más duras marchas invernales de la Historia
y, en Vincennes, capturó al comandante de las fuerzas británicas
del oeste. Nadie había planeado hacerlo, y nadie salvo el propio
George Rogers Clark y su pequeña fuerza militar sabían que
aquello estaba sucediendo.
Mediante ese golpe independiente, un americano libre y
emprendedor destruyó el plan que durante dos años se había
madurado cuidadosamente en Londres y en Canadá. Él llevó
a los Estados Unidos al Mississippi. Y ni la Asamblea de Vir-
ginia ni el Congreso de los Estados Unidos le pagaron jamás
por las letras de cambio que había firmado en Saint Louis
para adquirir los suministros militares que necesitaba. Esas
letras quedaron impagadas, George Rogers Clark terminó en
la ruina, el gobernador español también, los comerciantes de
pieles de Saint Louis sufrieron enormes pérdidas y una gran
empresa de ese sector quebró al no poder cobrar el dinero
prestado; pero los Estados Unidos ya tenían el Territorio del
Noroeste.
Consideremos la colonización de Kentucky. Lo hizo la Hen-
derson Land Company. El gobierno buscaba restringir y entor-
pecer los asentamientos occidentales porque iban demasiado
deprisa. Eran zonas sin ley que amenazaban con rebelarse contra

58
ROSE WILDER LANE

los Estados Unidos o causar problemas con España. Cualquier


gobernante inteligente lo habría impedido desde el poder, pero
no había gobernante que tuviera ese poder. Y el juez Hender-
son vio la oportunidad de amasar una fortuna. Vendió a los
colonos tierras en Kentucky, a crédito. Y se habría forrado si
se las hubieran pagado, pero no lo hicieron: expulsaron a tiros
a sus cobradores. La Henderson Land Company quebró en
la depresión de 1790, pero Kentucky había sido colonizado.
Veamos ahora la compra de Louisiana, que llevó a los Es-
tados Unidos desde el Mississippi a las Montañas Rocosas.
Nadie tenía la menor intención de adquirir esas tierras. Todo
el mundo veía al Mississippi como el límite permanente de
los Estados Unidos. El gran río era una frontera natural, geo-
gráfica. Pero, tal como se había vaticinado, Kentucky ya estaba
dando problemas. Aquellos colonos del occidente amenazaban
con unirse a España, que, al mantener en su poder el Golfo,
les impedía el acceso al mar. Jefferson comprendió que iba
a perder todo el Oeste —es decir, la parte oriental del valle
del Mississippi— si no conseguía hacerse con algún puerto de
mar en la costa del Golfo. Apenas quería eso, un puerto, una
pequeña bahía.
Pero dos diplomáticos americanos en París, sin la menor
autoridad para ello, le compraron a Napoleón la Louisiana
entera. Era española, pero Napoleón se la vendió. Ya arregla-
rían cuentas sus ejércitos con España. Y los dos americanos
la compraron y pagaron quince millones de dólares por ella.
Jefferson se horrorizó al recibir la noticia, y a punto estuvo de
impugnar la operación.
Consideremos también un asunto tan vital como el de la
esclavitud. En todo el resto del mundo occidental, la esclavi-
tud de había abolido por decreto o promulgando leyes tras la
correspondiente deliberación. En América, en cambio, cada
vez que se consultaba a la población, una mayoría aplastante

59
DADME LIBERTAD

votaba contra la abolición. Pero Lincoln ganó unas elecciones


con un programa electoral que prometía tierras gratis y un
ferrocarril hasta el Pacífico. Se desencadenó entonces una gue-
rra que se había logrado evitar por la mínima durante medio
siglo, y cuyo origen era la tensión entre el gobierno federal
y los gobiernos de los estados. Y como medida de guerra, se
abolió la esclavitud.
Nadie planeó echar a los indios del Medio Oeste. Una y
otra vez, los Estados Unidos firmaron de buena fe tratados
que convertían a las tribus indias en estados-tapón. Era una
política bastante racional, basada en todos los escenarios fu-
turos que por entonces podían preverse. Las tropas federales
no paraban de expulsar a colonos blancos de las tierras asig-
nadas por tratado a los indios. Pero no hubo forma de ejercer
tal control sobre el individualismo, y los indios comenzaron
a extinguirse.
California se desgajó de México en una aventura personal
subrepticia del general Fremont, en connivencia con el senador
Benton de Missouri, que le apresuró a culminar sus planes
antes de que le pararan los pies. Ocurrió esto en un momento
en que ya nadie soñaba con encontrar oro en aquellas colinas,
y cuando la gente sensata consideraba inútil hacerse con todo
aquel territorio porque los Estados Unidos ya tenían muchas
más tierras de las que podrían explotar y, durante los próxi-
mos siglos, la población que llegara a asentarse en la costa del
Pacífico seguiría siendo un mercado insuficiente para absorber
todos sus productos agrícolas.
Bajo la agitación de una propaganda privada egoísta, e ins-
pirándose en ideales democráticos, los americanos se lanzaron
a la guerra para liberar Cuba de la tiranía imperial española,
pero se dieron cuenta de que estaban luchando contra los fi-
lipinos, que también ansiaban liberarse. Al final, los Estados
Unidos se convirtieron en un imperio y en una superpotencia.

60
ROSE WILDER LANE

Todos los casos comentados pueden multiplicarse por cien-


tos, por miles. Uno se los encuentra mire donde mire, en toda
la historia americana. No hay plan, no hay intención, no hay
una política deliberada en nada, solo hay caos y anarquía. Es
puro individualismo. Y en menos de un siglo, ha forjado nuestra
América.

61
CAPÍTULO 9

Llevo muchos años observando América. Ya había pasado an-


tes más de treinta años en mi país, y había viajado por todas
partes, viviendo en varios estados, pero no la había visto. Los
americanos deberían mirar a América. Deberían mirar a esta
tierra vasta, infinitamente variada, completamente ajena a toda
normalización, compleja, sutil, apasionada, fuerte, débil, bella,
artificial e intensamente vital. ¿Cómo podemos dejarnos llevar
tanto por los libros —y por el anhelo de nuestras mentes de
seguir un patrón—, como para aplicar a estos Estados Unidos
la ideología de Europa?
Para aproximarnos a grandes rasgos a la cuestión, digamos
que los europeos pueden pensar en términos de trabajo, ca-
pital, sistema y Estado. Se puede hablar de trabajo en París,
donde la clase obrera está rígidamente diferenciada de cual-
quier otra; o en Inglaterra, donde hasta su habla, su ropa y
su escuela la distinguen; o en Roma, donde los trabajadores
se enorgullecen de que hasta sus vidas tan ordenadas sirvan
a Italia; o en Venecia, donde solo al hijo de gondolero se le
permite hacerse gondolero.
La palabra «capitalista» tiene un cierto significado en esos
países, que presentan una estructura social apenas sacudida
y en la que algunas personas con dinero han escalado hasta
los niveles más altos, reservados ayer a los aristócratas. Hay
ahora un sistema de lucro, y esto permite al mundo de los
negocios filtrarse y reemplazar el sistema feudal. El Estado es el
comodín que se emplea para referirse a infinidad de situaciones

63
DADME LIBERTAD

en las que la burocracia controla un orden socioeconómico


reglamentado.
En América una persona trabaja, pero no es «la clase obre-
ra». Ni siquiera cien millones de trabajadores son clase obrera.
Son cien millones de individuos con cien millones de contextos,
de caracteres, de gustos, de ambiciones y de niveles de capa-
cidad. Haciendo frente a las adversidades, peligros, riesgos,
oportunidades y catástrofes de una sociedad libre, cada uno
de ellos, se ha construido su propia vida y su estatus lo mejor
que ha podido.
Un americano podrá cultivar trigo, pero eso no le convierte
en «la clase cultivadora de trigo». Hasta en el último estado
de esta Unión, hombres de toda raza y condición imaginable
cultivan trigo de las más diversas formas, con los más variados
métodos y con cualquier necesidad u objetivo en mente. Pero
todos ellos en conjunto no son «los cultivadores de trigo». La
gente cultiva algodón, naranjas o soja pero no son «el campo».
La expresión «el campo», aplicada a los seres humanos, sig-
nifica una clase de personas ligadas a la tierra. No hay tal en
América. Con la única excepción de la vieja aristocracia terra-
teniente del Sur, que ya estaba desapareciendo cuando nació
Lincoln, nunca ha habido una clase así en este país. Desde el
principio, los americanos fueron jugadores y especuladores. Si
el juego se dirimía en tierras, se las jugaban. Nunca estuvieron
realmente apegados a la tierra, ni siquiera un poco, ni a unos
campos concretos ni a una plantación ni a un regato ni al cie-
lo. Hicieron suyas las estaciones, tan cambiantes, simplemente
porque su vida estaba en ellas. Existe un campesino europeo,
pero jamás ha existido un campesino americano. El americano
se hacía granjero si esperaba ganar dinero con la granja. Vendía
su tierra si podía hacerlo con suficiente beneficio. La hipotecaba
si creía poder comprar más terrenos en un mercado en alza o
invertir en trigo, petróleo, minas, ganado o acciones de Wall

64
ROSE WILDER LANE

Street. Si el mercado agrario entraba en decadencia y podía


salirse a tiempo, montaría una gasolinera, una tienda de coches
o de alimentación, o un restaurante. Su hijo podría ser algún
día cualquier cosa, desde un Dillinger hasta un Henry Ford.1
Al capitalista no se le encuentra, no existe. Personas con muy
distintas mentalidades y propósitos, ya fuera por accidente o
por suerte, o con la maña de un pirata, crearon grandes negocios
y organizaciones financieras, y lucharon por ampliarlas y sacar
más provecho. Pero todo fue fluido, cambiante e incierto, nada
fue seguro ni estático. Aquí no hubo nunca una clase firme-
mente establecida, colocada en un orden social determinado y
manteniendo fijas a otras clases inferiores como vacas a ordeñar.
Era imposible hacerse con las riendas de las masas americanas
porque no existían tales riendas. Mientras prevalezca nuestra
forma de gobierno, no las habrá. Toda empresa, todo proyecto
financiero, debe servir a la masa impredecible de gente corriente
y adaptarse con agilidad a sus demandas y deseos cambiantes,
un día y otro día y otro más, o de lo contrario surgirán de esa
misma masa rivales que hundirán el negocio.
Es preciso defender constantemente la propiedad y luchar
por ella, y en esta lucha la propiedad de las grandes corpora-
ciones se ha dispersado. Ya está tan dispersa y difusa entre la
multitud que nadie puede señalar dónde comienza o termina,
ni es posible descubrir el destino final de los beneficios, si es
que lo hay.
Los intereses económicos se entremezclan, el deudor es a la
vez acreedor, el productor es consumidor, la aseguradora cultiva
trigo, el granjero vende en corto en el mercado de materias
primas. Todo lo que va, vuelve; nadie lo comprende y es falaz
toda pretensión de pintar este caos como orden y pulcritud.

1
John Dillinger fue un famoso ladrón de bancos que la autora emplea
en contraposición al conocido empresario Henry Ford (Nota del editor).

65
DADME LIBERTAD

Aparentemente, en medio de toda esta confusión, unos po-


cos miles de personas poseen enormes fortunas. Pero búscalas
y no las encontrarás. El dinero no está, no es sólido, no es la
propiedad tangible, libre de cargas y segura de una clase rentis-
ta, ni es el patrimonio de los junkers 2 sobre inmensas haciendas
y multitud de aldeas. Es una energía dinámica que fluye en la
empresa y en la industria y que, como la energía que mueve
una máquina, desaparece cuando se la detiene.
Esas grandes fortunas existen como energía dinámica, y
hasta esa energía tiene que servir a la masa. La riqueza ame-
ricana es un conjunto de innumerables corrientes de energía
alimentadas por fuentes grandes y pequeñas. Fluyen a través
de los mecanismos que producen grandes cantidades de bienes
para el consumo de la multitud. Difícilmente puede decirse de
aquellos a quienes llamamos dueños que controlen la riqueza
que sobre el papel les pertenece, pues su misma existencia de-
pende de su capacidad de satisfacer caprichosas exigencias y
gustos impredecibles. Las fortunas surgidas de la producción
de pinzas para el cabello se desvanecieron cuando las mujeres
americanas se cortaron el pelo.
Miles de americanos orientaron lo mejor posible su energía
económica y extrajeron tanta riqueza como ellos y sus fami-
lias podían consumir. Muchos se hicieron con sumas enormes,
mucho más allá de la capacidad humana de consumir, y las
emplearon para construir bibliotecas, hospitales y museos, o
para prestar un servicio inestimable a la música, la ciencia o la
salud pública. Muchos otros despilfarraron estúpidamente tanto
como les fue posible gastar en el estilo de vida más lujoso y
decadente, ofreciendo un espectáculo irritante. Cuántas veces,
cuando se me acumulaban las deudas y las facturas, y hasta mis
esfuerzos más denodados fallaban a la hora de obtener un solo

2
Nobleza terrateniente prusiana (Nota del editor).

66
ROSE WILDER LANE

dólar o alguna forma de salir del caos, y cuando las noches eran
aún menos soportables que los días, habré pensado en aquellas
mujeres enjoyadas que, sin pensárselo, arrojaban puñados de
monedas de oro sobre las mesas de Montecarlo, o en aquellos
collares ciertamente fascinantes, valorados en cien mil dólares,
o en los abrigos de pieles de apenas veinticinco mil. ¿Irritante?
La palabra se queda corta.
Fui revolucionaria y a mí no me podéis hablar de pobre-
za, de sufrimiento, de injusticia, de hambre, de las crueldades
innecesarias que hay en este país de una costa a la otra. Pero
tampoco podéis decirme nunca más que sean el resultado del
sistema capitalista, porque aquí no hay sistema.
Todos aquellos que se esfuerzan en dirigir la industria ame-
ricana de muchas maneras, con propósitos variados y resul-
tados diversos sobre el bienestar y la felicidad de los demás,
son costosos. Son costosos en el sentido de que sacan grandes
sumas de dinero actual del flujo de energía productiva y las re-
vierten a ese flujo al gastarlo en sus propios fines individuales.
Pero, si se reemplazara este caos por un sistema, por un orden
social tan perfecto que no quedara traza de egoísmo en él, un
orden en perfecto funcionamiento con el bien común como
único objetivo, esos empresarios tendrían que ser sustituidos
por una burocracia. Y una burocracia también es costosa. Sería
inmensamente costosa la burocracia que se necesitaría para
controlar en detalle —y en cumplimiento de un plan diseñado
por quienes poseyeran el poder económico centralizado— todos
los procesos de la empresa, de la industria, de las finanzas y
de la agricultura de un país moderno.
Una burocracia así no solo resulta costosa por la nómina,
que no deja de crecer, sino también en energía humana, ya que
debe detraer de la actividad productiva a un número siempre
creciente de personas para ponerlas a desempeñar tareas gri-
ses de papeleo y a registrar todo lo que los demás hacen o,

67
DADME LIBERTAD

posiblemente, se les deja hacer o se les ordena hacer. Además,


la burocracia es un freno estúpido que bloquea todo tipo de
actividades humanas, como sabe bien todo aquel que haya
tenido que luchar por moverse pese a sus trabas en Europa.
Las burocracias ralentizan, impiden y posponen la realización
de los deseos de la masa porque, a diferencia de la empresa
y de la industria caóticas de América, no se ven forzadas a sa-
tisfacer esos deseos o perecer de lo contrario.

68
CAPÍTULO 10

Así, este caos americano de energías humanas liberadas lleva


poco más de un siglo, algo menos de la mitad de nuestra historia.
Y en ese lapso, ha creado la América actual y la ha convertido
en el país más rico del mundo. ¿De dónde viene esa riqueza?
Los americanos han explotado los recursos naturales de
medio continente, y esa explotación continúa en la actualidad
y seguirá acelerándose porque nuestra riqueza natural virgen
es inmensa. Por ejemplo, apenas se ha comenzado a explotar
la energía eléctrica. La química solo ha empezado a descubrir
todo un nuevo universo de recursos naturales. Pero los recursos
naturales no explican por sí solos nuestra mayor riqueza, ya
que, mientras los americanos explotaban América, los euro-
peos estaban explotando Asia, África, Sudamérica, las Indias
Orientales y las Occidentales, Australia y los Mares del Sur.
No fluyeron hacia las arcas americanas riquezas como las que
México y Perú le dieron a España. Hay minas en Birmania,
en China, en la vieja Rusia o en Australia, igual que las hay
en Nevada. El oro de California no resiste la comparación con
el oro y los diamantes de Sudáfrica. Hay carbón y mineral de
hierro en Gran Bretaña y en el Sarre, y petróleo casi ilimita-
do en Persia, en Mosul, en Azerbaiyán o en Venezuela. Las
grandes superficies forestales del mundo no están en América.
No hay tierra en el mundo más productiva que la de Egipto
o Sudán. El café, el caucho, el azúcar, el ron, las especias, la
copra y el estaño producen beneficios. India ha dado algo de
beneficio, e Indochina no ha sido una ruina para Francia, ni

69
DADME LIBERTAD

las Indias Orientales para los Países Bajos. Me cuesta creer


que los americanos hayan explotado menos recursos naturales
que los europeos.
Tampoco explica nuestra riqueza la entrega de tierras gra-
tuitas, porque la riqueza no procede de la tierra sino de traba-
jarla, y la población sometida la trabaja quizá con más empeño
que la gente libre. Por cierto, es un error suponer que la tierra
no cuesta nada en este país. Los grandes especuladores se hi-
cieron con las tierras a crédito y las vendieron a un precio ma-
yor. La fiebre de la especulación en certificados de cesión de
tierras había comenzado antes incluso de que se creara nuestro
gobierno. En un solo acuerdo, el Congreso Continental vendió
cinco millones de acres 1 en Ohio.
En bloques de mil acres, Virginia vendió Kentucky, las Ca-
rolinas, Mississippi, Tennessee y quién sabe qué parte de Ohio,
Indiana e Illinois. Toda esa especulación se hundió en la década
de 1790, dando paso a la quiebra de empresas y a unos tiempos
duros. Tras la compra de Louisiana, cuando el salario por doce
horas de trabajo duro era de veinticinco centavos, la Oficina de
Tierras de los Estados Unidos vendió en un año cinco millones
de acres de tierras aluviales en Missouri a un precio medio de
cinco dólares por acre. Los especuladores lo comprendieron a la
primera, y los precios explotaron. La especulación en parcelas
urbanas enloqueció. Los promotores las vendían a cincuenta
dólares, pero pasaron a doscientos cincuenta, a quinientos, a
ochocientos, a mil… la tierra para granjas llegó a cincuenta
dólares el acre. El suelo de estos precios se rompería después
con la quiebra del sector bancario en 1819.
En 1862 se promulgó la ley de ocupación de nuevas tie-
rras, cuando ya solo quedaba el Gran Desierto Americano,

1
Algo más de dos millones de hectáreas o de veinte mil kilómetros
cuadrados (Nota del editor).

70
ROSE WILDER LANE

supuestamente inhabitable. Veintiocho años después se pro-


dujeron las últimas ocupaciones legales de tierras entregadas
a colonos, y dos décadas después yo misma colaboré en la
venta de tierras vírgenes de California a precios que rondaban
los ochocientos dólares por acre.
Quizá América sea el país más rico porque los americanos
se aprestaron a hacerse con tantas tierras y las juntaron en un
solo país sin barreras al comercio. O quizá lo sea porque los
americanos abrazaron y aprovecharon la Revolución Industrial,
aplicaron la ciencia y la maquinaria, y ningún otro pueblo lo
hizo. Y quizá pudieron hacer todo esto porque, a diferencia
de los europeos, no tuvieron obstáculos como las fronteras,
las clases sociales ni el peso de la burocracia.
Pero el hecho más importante no es que América sea el país
más rico. Inglaterra es rica, y también lo son Francia y los Países
Bajos. También lo eran la Alemania prebélica y el Imperio Austro-
Húngaro. Lo realmente importante es que los Estados Unidos
de América son el país con la población más rica del mundo.
Según la lógica germánica que aplicó Marx, el egoísmo sin
freno habría de generar una inmensa riqueza para unos pocos
y sumergir a las masas en la pobreza más miserable. El veía y
hasta podía calcular estadísticamente una cierta cantidad de
riqueza tangible, sólida como una manzana. Se seguía que,
cuanto más tomara de esa riqueza la clase alta, menos que-
daría para las clases bajas. Los ricos se harían más ricos y los
pobres, más pobres. Sin embargo, en este país sucedió justo lo
contrario. Hay menos disparidad en el disfrute de la riqueza
entre el americano más rico y el trabajador medio de hoy, que
la que podía existir entre Jefferson, con su Monticello,2 y el
colono medio del Lejano Oeste en Kentucky.

2
Monticello es la lujosa mansión que se hizo construir Thomas Jefferson
cerca de Charlottesville (Virginia) (Nota del editor).

71
DADME LIBERTAD

Parece ser cierto que el individualismo tiende a nivelar la ri-


queza y a destruir la desigualdad económica. El europeo Marx
no podía ni imaginarse la magnitud de las energías creativas
que se desatan cuando las multitudes, libres por primera vez
de todo control económico, se lanzan a procurarse, cada cual
a su manera, la mayor cantidad posible de riqueza. Ciertamen-
te, este breve experimento individualista no solo ha generado
una enorme abundancia y una proliferación inimaginable de
nuevas formas de riqueza en bienes y servicios; sino que ha
distribuido también esas formas de riqueza hasta un nivel que
ni tiene precedentes aquí ni parangón en cualquier otro lugar.
Esto es lo que queremos expresar cuando decimos que América
tiene el nivel de vida más alto del mundo.
Y también esto parece haber sucedido por puro accidente.
Todos sabemos que no fue algo planificado, que nadie lo hizo
a propósito. Simplemente, cada uno de nosotros se lanzó a
conseguir cuanto pudo para sí mismo y para los suyos bajo la
regla simple y el buen plan antiguo consistentes en que quien tenga la
fuerza necesaria, tome; y quien pueda, lo mantenga.3

3
Esta porción de texto en cursiva fue destacada por la autora mediante
comillas en la lengua original (Nota del editor).

72
CAPÍTULO 11

Solo en una ocasión ha habido una gran cantidad de ameri-


canos que quisieran redistribuir la riqueza, pero no fue para
elevar el nivel de vida, que ya había crecido mucho y después
había caído deplorablemente. Querían retornar a la prosperi-
dad de la década de 1880. Fue hace cuarenta años, lo recuer-
do bien. La época de vacas flacas había acabado para siempre
con la enorme expansión de las finanzas, de la innovación y
de la riqueza. Incluso mis padres, que no eran viejos, podían
echar la vista atrás y comprobar que las condiciones de vida
se habían transformado por completo.
La lámpara de queroseno había sustituido a las velas aca-
bando con el oficio de fabricarlas. Ya no había ruecas, y los
telares ya solo se utilizaban para hacer alfombras de retales.
Las máquinas que fabricaban ropa, calzado o escobas habían
dejado sin trabajo a muchos, pero también habían revolucio-
nado los quehaceres del hogar con productos como el jabón
industrial o la levadura en polvo. Los clavos, las alambradas,
las aradoras y segadoras, las agavilladoras y las trilladoras de
ocho caballos habían hecho fácil la agricultura. Más fácil, de
hecho, de lo que lo es hasta ahora en cualquier otro país.
El ferrocarril unía las dos costas, el correo era rápido y ba-
rato, los salones estaban calefactados por estufas, el telégrafo
ya llegaba a casi todas partes. En aquellos días caracterizados
por la canalización de todo, la actividad empresarial entró en
su apogeo. En la Quinta Avenida se edificaron los palacios,
iluminados con gas, de quienes —increíble pero cierto— habían

73
DADME LIBERTAD

llegado a ser millonarios. En el Medio Oeste las mujeres lle-


vaban vestidos de seda los domingos, los hombres fumaban
buenos puros y conducían carros rápidos tirados por caballos.
Y de pronto, el Pánico.1
Algunos echaron la culpa a las tasas, pero más fueron quie-
nes culparon al ferrocarril. En 1860, en las urnas, la mayoría
había pedido que se subvencionara el ferrocarril. Habría sido
mucho mejor para el ferrocarril carecer de ayuda estatal. De
1890 en adelante, las empresas ferroviarias se hicieron acree-
doras de un agrio odio popular por estar subvencionadas. Y ese
odio solo se extinguió cuando aquellos enemigos del pueblo
se vieron reducidos, regulados y puestos bajo control de la
Comisión Interestatal de Comercio.
Todo el mundo estaba endeudado, por supuesto. Desde
la misma fundación de la república, no había habido un solo
periodo en el que los americanos no estuvieran endeudados
hasta las cejas. Las hipotecas se ejecutaban, los bancos que-
braban, las fábricas echaban el cierre, los precios agrícolas se
desplomaban. Las damas caritativas abrían comedores sociales
en las ciudades. Los granjeros, tras llevarse sus acreedores la
vaca, vivían comiendo nabos y patatas hasta que se ejecuta-
ba la hipoteca y les quitaban la granja. Toda una parte de la
población, expulsada del campo, se hizo a las carreteras mal-
viviendo en sus carromatos cubiertos, de los que tiraban unos
caballos famélicos. Bandas enteras de desempleados salían de
las ciudades gritando que ellos eran la base de la sociedad y
que exigían sus derechos como trabajadores. La policía local
y las milicias les habían echado de las fábricas cerradas y de
las grandes ciudades, así que sembraban el terror en pueblos
más pequeños. Del Pacífico al Mississippi, secuestraron trenes,

1
Nombre que se dio a la fuerte depresión de la economía estadouni-
dense de 1893 a 1897 (Nota del editor).

74
ROSE WILDER LANE

asaltaron los vagones y espolearon a los ferroviarios en paro,


haciéndoles llevar los trenes a toda velocidad hacia el Este. El
tráfico normal se desmotivó. Del Mississippi hacia el Este, los
responsables del tráfico ferroviario limpiaban de trenes las zonas
a su cargo. Y desde el Mississippi, el ejército de desempleados
de Coxie marchó a pie hasta Washington, donde las tropas
federales protegían los edificios gubernamentales.
Para quienes no se acuerden, está todo en las hemerotecas.
Yo sí lo recuerdo: viajaba en uno de esos carromatos cubiertos
y lo escuchaba todo alrededor de las fogatas.
Pero, mientras tanto, la gran mayoría de las familias vivían
sin tanto dramatismo —como hacen siempre las familias en to-
das partes— la depresión, la inflación, la revolución o la guerra.
Poquísimas personas llegaron a morir de hambre. En América
siempre hay alguien que comparte su comida con quien real-
mente está hambriento. Puede ser que esa empatía sea hija del
sentido de inseguridad de todo americano.
Pero caer en la hambruna, o en la desnutrición generalizada
que hubo durante aquellos años —en los que tantos niños pa-
saron tanta hambre— no es el peor nivel de pobreza que puede
sufrir un pueblo individualista. En este país, la pobreza no es
un estado crónico de determinadas clases, no es algo físico que
deba sobrellevarse igual que los animales soportan el frío. Los
americanos normales sentimos la responsabilidad individual,
la necesidad de pensar, actuar y lograr. La pobreza sin escapa-
toria es la agonía de nuestra mente y de nuestro espíritu, y
nos culpamos por ella. Sentimos nuestra autoestima herida de
muerte. Sufrimos.
Y tras varios años de ese sufrimiento, la mayoría de los ame-
ricanos sabían lo que querían: destruir los trusts.
Los trusts eran los abuelos de las macroempresas actuales.
Los percibíamos como consorcios organizados para restringir
el comercio. El comercio y los negocios en general habían ido

75
DADME LIBERTAD

bien en la década de 1880, pero ahora todo estaba estancado,


detenido. Estaba claro que algo tenía que estarlo frenando,
y todos nuestros brillantes economistas populares señalaron
al enemigo: los trusts. Las estadísticas así lo demostraban y
nuestra propia experiencia lo corroboraba, ya que todo el mun-
do había prosperado mientras los trusts todavía estaban for-
mándose, y en cambio, ahora que ya estaban consolidados,
todo el mundo era pobre. Bueno, todo el mundo menos los
escasos propietarios de esos trusts. Los poseían y controlaban
unos pocos, porque eran un fenómeno nuevo y apenas había
comenzado a dispersarse la propiedad en la empresa ameri-
cana. Esos propietarios poseían —o así lo parecía— al menos
un millón de dólares cada uno. En otras palabras, tenían todo
el dinero del país.
Ya no quedaban tierras libres. Los granjeros no ganaban lo
suficiente para pagar los impuestos. No había trabajo, las fábricas
estaban cerradas. Y menos del 10% de la población poseía más
del 90% de la riqueza. Las mujeres ricas ponían pañales a sus
perros falderos mientras los niños morían de hambre. Alguien
tenía que hacer algo.
«¡Reventemos los trusts!», gritábamos. Y frente a ellos, nues-
tro paladín era el elocuente William Jennings Bryan, el joven
orador del Platte2 que, sin temor, surgió del Oeste para de-
fender al hombre común. Plantó cara a los tercos secuaces del
egoísmo, cuyas henchidas sacas de dinero eran el único objeto
de sus pensamientos, y los desafió en el nombre de la sufrida
humanidad.
«¡No clavaréis en la frente de los trabajadores esta corona
de espinas! —bramaba— ¡No crucificaréis a la humanidad en
un cruz de oro!».

2
Río tributario del Missouri que nace en el estado de Nebraska, de
donde era original el personaje referido (Nota del editor).

76
ROSE WILDER LANE

Era un economista. Propuso ponerles trabas y frenos a los


trusts mediante la libre acuñación de la plata, a una tasa de
dieciséis a uno respecto al oro. Los argumentos eran bastante
enrevesados y difíciles de seguir, pero el corazón de Bryan es-
taba en su sitio y, con toda sinceridad, sangraba por la gente
que sufría y por el peligroso estado de nuestro país.
Fue la batalla política más feroz de la historia de esta repú-
blica. Las masas populares estaban furiosamente decididas a
destruir los trusts, y era bastante cierto que la inflación moneta-
ria los habría arruinado. Pero, por supuesto, habría arruinado
en realidad el valor de todo el dinero con independencia de
su propietario.
La gente rica tenía poder y, lógicamente, defendió su dinero.
Lucharon por él abierta y encarnizadamente, y lograron sal-
varlo por un estrecho margen. Derrotaron a Bryan. Las masas
americanas habían llevado a cabo su único intento de distribuir
la riqueza, y habían fracasado.
Y sin embargo, se ha creado y distribuido tanta riqueza que
pocos americanos rechazarían hoy ayudar con fondos públicos
a familias tan carentes de comida de calidad, ropa, vivienda,
sanidad o seguridad financiera como lo era, en 1896, la mayoría
de las familias americanas.

77
CAPÍTULO 12

El teléfono, la luz eléctrica, las medias de seda, la verdura fresca


y la fruta en invierno, las carnicerías con higiene, la fresquera,
la leche embotellada, la cocina de gas y la estufa de queroseno,
la ropa lista para llevar, la camisa sin costuras, el papel pintado,
el cepillo de dientes, los zapatos de cuero, el cine, los helados
y mil cosas más a las que los americanos de hoy estamos tan
acostumbrados que ni las vemos, testimonian que en este país
tan individualista se ha producido una distribución de la riqueza
como ningún otro pueblo había soñado disfrutar jamás.
Hace veinticinco años, el automóvil era un privilegio de
ricos. Y lo sigue siendo en toda partes menos aquí. En Amé-
rica, la anarquía del egoísmo individualista incontrolado ha
distribuido tantos automóviles que, en los peores momentos
de la crisis de los años treinta, California estaba inundada de
miles y miles de familias que emigraban allí en coche; y las
marchas de protesta de los hambrientos no se hacían en reali-
dad marchando, sino viajando en camión. Pero mi argumento
es precisamente que está muy bien que todas esas personas
tuvieran automóvil, y que el individualismo, de alguna forma,
sin plan ni propósito concreto, se había encargado de que lo
tuvieran.
Hace treinta años, la mayoría de los americanos se bañaban
los sábados por la noche en una tina y después iluminaban con
lámparas de queroseno el camino al dormitorio. A los ingleses
se les admira aún en todo el mundo por su extremada higiene
personal, ya que en cualquier hogar de clase media para arriba,

79
DADME LIBERTAD

o en cualquier hotel medio de Londres, se puede llevar al dor-


mitorio una bañera móvil de hojalata. Nuestros intelectuales
americanos de hoy acusan indignados a una América que no
provee de baños modernos ni luz eléctrica a dos millones de
granjas. «Hay que hacer algo al respecto», subrayan.
Debe de haber más de dos millones de familias americanas
que empleen aún la tina y la lámpara de queroseno. Deberían
disponer de canalización y luz eléctrica, y calefacción central
automatizada, y refrigeración eléctrica, y aire acondicionado,
y televisión, y deberían tener cualquier otra forma de riqueza
material que pueda concebirse y fabricarse para servirles en
el futuro. Sigue habiendo demasiada desigualdad económica,
la brecha entre ricos y pobres no ha disminuido lo suficiente.
Sí, hay que hacer algo para distribuir riqueza, elevar el nivel
de vida general, mejorar las condiciones de vida de los pobres
y dar a todo el mundo, particularmente a los ricos, una vida
más plena. Pero resulta que todo eso es precisamente lo que
ha logrado y continúa logrando, de forma creciente, esta anar-
quía del individualismo durante su breve lapso de la historia
moderna. Cuando observo este experimento americano único,
que apenas ha comenzado hace siglo y medio y no deja de pro-
gresar, creo que puede enorgullecerse de su historial.

80
CAPÍTULO 13

Miramos demasiadas gráficas y estadísticas, y aprenderíamos


más mirando a América. Curiosamente, las estadísticas solo
abundan en tiempos de agitación y malestar. Parece como si
su función fuera presagiar lo peor, y se diría que tenemos un
gusto morboso por ellas, como los niños por las historias de
fantasmas que erizan el vello. No ha habido tantas estadísticas
parciales en el aire desde el Pánico de 1893.
Vuelvo a leer ahora, por ejemplo, que menos del diez por
ciento de la población posee más del noventa por ciento de
la riqueza. Eso ya me había alarmado en 1893.
Leo también que cien años atrás el ochenta por ciento de
nuestra población tenía propiedades y actualmente solo las
tiene el veintitrés por ciento. Si ha ocurrido semejante expro-
piación generalizada, es alarmante. Pero más alarmante aún
me parece el hecho de que tantos americanos acepten sin más
estos datos, simplemente porque los han leído. Eso les lleva a
concluir, primero, que «hay que hacer algo» y, segundo, que lo
correcto es quitarles la propiedad a los individuos para que la
administre el Estado, es decir, unos dirigentes autócratas que
den órdenes mediante una burocracia enorme.
Cuando miro a América no veo que tres de cada cuatro
ciudadanos estén desprovistos de propiedad. Lo que veo es que
las formas de propiedad han cambiado. Sospecho que cuando
un estadístico diga que cuatro de cada cinco de nosotros ca-
rece de propiedad, en realidad se estará refiriendo al tipo de
propiedad conocida como «real» hace cien años.

81
DADME LIBERTAD

Hay menos propietarios de granjas porque un transporte


mejor, junto a la aparición de camiones refrigerados, ha hecho
posible que hoy se libre buenos productos alimentarios a la gran
población urbana, y porque la mejora de la maquinaria agrí-
cola lleva inevitablemente a la aparición de latifundios. Menos
personas tienen casas en propiedad porque muchos prefieren
alquilar apartamentos. Han desaparecido casi todos los miles
de pequeñas fábricas donde trabajaba una familia y uno o dos
hijos del vecino, y los pequeños molinos hidráulicos que tritura-
ban el maíz y el trigo y hacia papel. En nuestros ríos ya no hay
aserraderos ni microfactorías de almidón, ni de galletas saladas,
así que las estadísticas dirán que la Gran Compañía Galletera,
de un solo propietario, ha sustituido a cinco mil propietarios
de pequeñas fábricas de galletas.
Pero, hace un siglo, ¿Cuántos tenían un seguro de vida, o
una participación en una sociedad de ahorro y préstamo para
la vivienda, o unas pocas acciones de esa Gran Compañía Ga-
lletera, o un coche, una radio, una nevera o una máquina de
escribir? Lo cierto es que en esas estadísticas yo misma aparezco
seguramente como una desposeída aunque mi ingreso anual
se exprese con cinco dígitos, y conozco a docenas de personas
que pagan un alto impuesto sobre la renta sin poseer ninguna
propiedad «real».
Mirando a América, me pregunto también cuál es en rea-
lidad el porcentaje de americanos que de verdad sobreviven
con un ingreso inferior al «umbral de subsistencia».
Viví varios años en una granja próxima a un pueblo de
ochocientos habitantes, en una región agrícola marginal de las
montañas Ozark que se conoce técnicamente como «arraba-
les rurales». Poco se imaginan aquellos honrados y orgullosos
americanos, cuyas limpias casas de madera mantienen ilumi-
nadas con queroseno y calefactadas por estufa, que aquello es
un arrabal. Viven como vivieron sus padres, y les gusta vivir

82
ROSE WILDER LANE

así. Cada vez que meten a su familia en el coche y conducen


hasta California, Texas o Idaho, regresan diciendo que como
en casa no se está en ninguna parte.
Les gusta el agua clara y fría que sale a borbotones de entre
las rocas, y las sandías frescas en primavera. Disfrutan cazan-
do zorros, tocando el violín y reuniéndose a cenar en grupo.
Hace apenas cuarenta años ni siquiera necesitaban dinero en
efectivo más que para pagar los impuestos. Hoy tienen comida
en abundancia y techo para refugiar a los parientes que se han
quedado sin trabajo en las ciudades, y, aunque sienten el agui-
jonazo de los impuestos, tienen bastante con los pocos dólares
semanales que sacan por la venta de leche.
En el pueblo no habrá ni sesenta personas que estén por
encima del «umbral de subsistencia» según las estadísticas.
En todo el condado solo hay ocho ingresos superiores a los
mil dólares al año conforme a las declaraciones del impuesto
sobre la renta. Y sin embargo este pueblo tiene luz eléctrica,
canalización de agua potable y alcantarillado, teléfonos —por
supuesto—, y una calle principal pavimentada que de noche
brilla bajo los rótulos de neón. A menudo se estrena las pe-
lículas antes que en Nueva York, y la peluquería cuenta con
lo último para la permanente, la manicura o los cuidados
faciales.
Con menos de una veintena de excepciones, las casas son
pequeñas y bonitas, de tipo bungalow o de piedra. Están bien
cuidadas, con su césped y sus plantas alrededor de la vivienda,
con su canalización, su fresquera, su teléfono y su radio. Hay
unas cuantas neveras eléctricas en el pueblo y también varias
cocinas eléctricas, aunque muchas mujeres tienen todavía co-
cinas de queroseno, con su llama azul. Casi no hay familia
sin coche. Las lavanderas utilizan lavadoras eléctricas. Casi
todos los hombres van vestidos con mono de trabajo, salvo
cuando se acicalan, pero no encontrarás ropa con mejor gusto

83
DADME LIBERTAD

ni mejor llevada que los vestidos baratos de estas mujeres. Y


todas llevan medias de seda, por supuesto.
Pues bien, este pueblo no es ninguna excepción. Al viajar
por la autopista se pasa por pueblos como este cada pocos ki-
lómetros. Y resulta que gran parte de su población cae por de-
bajo del «umbral de subsistencia» de las estadísticas. De estas
observaciones no puedo sino concluir que, en este país, debe de
haber unos cuantos millones de hombres y mujeres que sobre
el papel se encuentran en una situación de extrema necesidad,
y que se sentirían mortalmente ofendidos si se enteraran.

84
CAPÍTULO 14

No hay nada nuevo en el control y planificación de la econo-


mía. Los seres humanos han vivido durante seis mil años bajo
diversas formas de esa seguridad social. Lo que sí es nuevo
es la anarquía del individualismo, que ha operado libremente
—solo en este país— durante siglo y medio.
Cuando escribí por vez primera estas páginas hace diez
años, me preguntaba si el individualismo tendría la vitalidad
social suficiente para sobrevivir en un mundo que regresaba
a estructuras estáticas, esencialmente medievales. ¿Puede el
individualismo —carente como está, por su propia naturaleza,
de organización y de líder— hacer frente al decidido ataque de
un grupo reducido, organizado y controlado; seguro hasta el
fanatismo de que un dirigente poderoso dará al pueblo unas
vidas mejores que las que pueda procurarse solo?
Pues el espíritu del individualismo sigue presente. Hay unos
ciento treinta millones de seres humanos en estos Estados Uni-
dos, y ni uno solo de nosotros se ha librado de la ansiedad.
Muy pocos han podido evitar apretarse el cinturón durante
estos últimos años. No se sabe cuántos de nosotros, tras que-
darse sin trabajo, habrán llegado a pasar hambre física. La es-
timación más alta ronda los doce millones, de los que apenas
un tercio se inscribió para recibir ayuda. En algún lugar todos
esos millones de necesitados que nunca la recibieron estarán
luchando por su cuenta contra la depresión.

85
DADME LIBERTAD

Millones de granjeros han mantenido la propiedad de sus


tierras y no reciben ningún cheque del erario público, al que
contribuyen con unos impuestos en constante aumento.
Millones de hombres y mujeres han pagado disciplinada-
mente sus deudas sin pedir ninguna quita. Millones han recor-
tado sus gastos hasta lo más básico, gastando cada centavo con
miedo a quedarse pronto sin nada, arreglándoselas de alguna
manera para estar de buen humor por el día y encontrando
en su interior, durante la negra noche, Dios sabe qué fortaleza
o qué debilidad.
Los americanos siguen pagando el precio de la libertad in-
dividual: la responsabilidad y la inseguridad individuales.
Todos estos americanos anónimos están defendiendo el prin-
cipio fundacional de esta república, el principio que creó este
país y que, de hecho, ha proporcionado el mayor bienestar al
mayor número de personas. Por ese valor y por ese aguante se
ha defendido con éxito el principio americano una y otra vez
durante más de un siglo.
Recordamos a los americanos que murieron en las guerras
de este país. Construimos monumentos a su memoria y lleva-
mos flores a sus tumbas. Fueron esos americanos que vivieron
y mantuvieron su espíritu de lucha durante los tiempos duros
y amargos, quienes propiciaron cada brote de prosperidad.
Esos hombres y mujeres, cuyo aprecio por su propia libertad
personal les llevó a asumir los riesgos de valerse por uno mis-
mo y de pasar hambre si no podían procurarse por sí mismos
el alimento, fueron quienes construyeron nuestro país, el país
libre, el país más rico y feliz del mundo.
Pero durante ese primer siglo, todo el mundo occidental
estaba girando hacia el verdadero liberalismo, hacia la libe-
ración del individuo humano respecto a la sujeción al Esta-
do —eso que solía llamarse tiranía y se llama ahora «Derecho
administrativo»—. El examen de fuerza viene ahora, cuando

86
ROSE WILDER LANE

Europa, Asia y muchos americanos le han dado la espalda a


la libertad y al mundo moderno y dinámico para regresar al
viejo orden estático en el que los individuos, sin permiso ya
para actuar en libertad, carecen de responsabilidad y trasladan
a sus dirigentes tanto la carga como el poder.

87
CAPÍTULO 15

Lo escribí hace diez años: el examen viene ahora.


Los americanos cantaban «los buenos tiempos han vuelto».
Dorothy Thompson publicaba Yo vi a Hitler y reportaba cómo
aquel hombrecillo era una falsa alarma porque su programa
ilógico nunca podría influir en las mentes alemanas, tan lógi-
cas. A mí me exclamó, exultante: «¡Rose, estamos asistiendo
al fin del capitalismo!» Los capitalistas americanos pronto la
convirtieron en su oráculo favorito. Nuestros intelectuales-loros
repetían con estridencia que «todo ha cambiado ahora, ya no
hay tierras gratis» y también «¿libertad para qué, para morirse
de hambre?»
Un granjero de Kansas recorrió con la mirada sus tierras
polvorientas, estériles desde cinco años antes, y me dijo lenta-
mente: «la gente aguanta los malos tiempos. Yo en los noven-
ta cortaba el trigo para mantener el gorgojo a raya. Con una
simple pala de mano sacaba cuarenta fanegas de trigo una vez
a la semana durante todo el invierno, y luego, en primavera, lo
cargaba en un carromato de madera y me lo llevaba al pueblo,
a veintiséis kilómetros por el barro, para venderlo por cuarenta
centavos la fanega. La gente aguanta. La gente levanta el país.
Lo que no puedo entender es cómo puede creerse alguien que
el Estado vaya a sostenernos, cuando somos nosotros quienes
lo sostenemos a él».
En un solitario colegio rural, un político muy acicalado se
esforzaba por calentar a una audiencia andrajosa: «así que esto
es lo que hemos hecho por todos vosotros, granjeros, hemos

89
DADME LIBERTAD

ido a Washington a luchar por vosotros y os hemos conseguido


un Ford… ¡Y esta vez vamos a volver allí y os vamos a traer
un Cadillac!» Pero la sala se mantenía en un silencio terco.
En privado, el orador me dijo que «a estos estúpidos paletos
hay que enseñarles a garrotazos».
El secretario1 de Agricultura, Henry Wallace, anunció que
se iba a obligar a los granjeros a cumplir órdenes. «A la antigua
usanza» pasó a ser un término despectivo. En las gasolineras y
en las cantinas para camioneros, abiertas toda la noche, se oía
con frecuencia que «bueno, la Constitución se está quedando
ya bastante vieja y a lo mejor ha llegado el momento de ha-
cer una nueva». Cucuruchos dobles y triples, los de tamaño
gigante por cinco centavos. Cigarrillos envueltos en celofán.
Jóvenes cantando bajo las estrellas «tu nombre vivirá en mi
corazón hasta que sea demasiado viejo para soñar».
En Des Moines asistí a un debate entre ocho influyentes
hombres de negocios. El Congreso había desertado de sus fun-
ciones. El Ejecutivo estaba saqueando los bancos por decreto
pero los banqueros callaban. El poder político, afianzado y sin
freno, estaba arruinando la estructura política americana. La
ley ya no amparaba los derechos humanos. «No hay refugio
—decían—. Éramos el único país donde se protegía los derechos
humanos pero eso se ha acabado. El mundo va a sumergirse
de nuevo en el oscurantismo medieval».
«Y sabiéndolo, ¿cómo podéis no hacer nada?», les pregunté.
«No doy crédito, ¿sabéis que están destruyendo nuestro país y
no hacéis nada por salvarlo? ¿Habéis comprendido cabalmente
que vuestro propio patrimonio, vuestra libertad y hasta vues-
tras vidas están en peligro, y no hacéis nada?»
«Eso es», respondieron.

1
Denominación del cargo de ministro en los Estados Unidos (Nota
del editor).

90
ROSE WILDER LANE

Era una pesadilla. Cuando por fin encontraba a alguien


que entendía como yo la situación, carecía de toda esperanza
pese a que el pesimismo no es muy americano. Los america-
nos creen que todos los seres humanos nacen iguales y que
el creador les dota de una libertad inalienable. La libertad es
el estado natural del hombre, toda persona está bajo su pro-
pio control y es responsable de sus pensamientos, palabras y
actos. Es un hecho que tenemos por seguro. Los americanos
establecimos esta república cimentándola en ese hecho. Dudar
que el conocimiento de un hecho disipa la ignorancia sobre
el mismo es como negar la misma realidad de la experiencia
humana. Creer que pueda tener éxito una acción basada en
la ignorancia de un hecho es abandonar el uso de la razón.
«No sirve de nada —decían mis amigos—, no hay nada que
hacer, los americanos ya no quieren la libertad».
La respuesta a eso es «¿y tú? ¿Qué estás haciendo tú para
defender tu propia libertad?»
Igual que los europeos, replicaban con fatiga: «el individuo
no es nada, no puede uno resistirse a la Historia».
«¿Resistirse a la Historia? —respondía yo— Tú y yo hacemos
la Historia. La Historia no es más que un mero registro de lo
que han hecho las personas en el pasado. Somos los americanos
quienes hacemos nuestra Historia, y América no ha muerto:
tenemos al granjero de Kansas».
«Ya, ¿y a quién vota él?», replicaban. Qué enfoque tan su-
perficial, porque esto no es cuestión de uno u otro partido: lo
que está en juego es la supervivencia de nuestro Derecho cons-
titucional, de la estructura política americana. Es una cuestión
política real, pero los grandes partidos no han asumido ninguna
cuestión política real desde la década de 1860. Los dos partidos
no se han enfrentado por principios políticos opuestos, solo lo
han hecho por los medios a emplear. Por ejemplo, uno de ellos
promovía subir los aranceles y el otro bajarlos, pero ninguno de

91
DADME LIBERTAD

ellos presentaba ante los votantes la verdadera cuestión política,


en este caso la relación entre los aranceles y el libre comercio.
Los dos grandes partidos solo han competido por los cargos
públicos. La política americana —si es que se la puede llamar
así— ha sido un deporte profesional, una mera cuestión de or-
ganizarse, jugar en equipo y conseguir votos. Las elecciones se
han convertido en acontecimientos deportivos similares al béis-
bol y, lógicamente, así es como las perciben los americanos.2
Por espacio de medio siglo, las influencias reaccionarias pro-
cedentes de Europa han ido transformando la forma de pensar
americana hasta convertirla en una base de asunciones socialis-
tas. En nuestras ciudades y nuestros estados, ambos partidos
comenzaron a socializar América imitando al Kaiser de Alema-
nia: legislación de prestaciones sociales, laboral, salarial y de
horas de trabajo, de pensiones, y la llamada propiedad pública.
Hace once años, este insidioso socialismo brotó por todas
partes armado con el poder federal, y por primera vez en sus
vidas los americanos se enfrentaron —de golpe, al parecer— a
una cuestión política real: la alternativa entre el individualismo
americano y el nacional-socialismo europeo.
Un americano, ¿defenderá la Constitución que divide, res-
tringe, limita y debilita el poder político-policial, y que por tanto
protege la libertad personal de todo ciudadano, sus derechos
humanos y el ejercicio de los mismos en una economía libre,
productiva y capitalista, y en una sociedad libre? O, por el
contrario, ¿permitirá que se reemplace la estructura política
de estos Estados Unidos por un Estado socialista cuyo poder
policial centralizado e irrestricto repartirá a los individuos en

2
«La campaña presidencial se encuentra en ese momento de expec-
tación previo al toque de silbato que marcará el rápido disparo del balón
en el terreno de juego» (Raymond Moley en Newsweek, 11 de septiembre
de 1944). (Nota de la autora).

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ROSE WILDER LANE

clases, suprimirá la libertad individual, sacrificará los derechos


humanos a beneficio de un «bien común» imaginario y sus-
tituirá nuestra legislación civil por edictos y «directivas» que
con razón se había tachado de tiranía y que hoy se llama le-
gislación administrativa? 3
Esta es la disyuntiva ante la que cada americano debe es-
coger, y no hay escapatoria: la situación actual nos confronta
con ella y nos exige optar.
Todo americano vive hoy inmerso en la primera crisis políti-
ca que ha conocido, y de su decisión y sus actos van a depender
su derecho a la propiedad, el ejercicio de su libertad natural y la
seguridad de su propia vida; porque nada, absolutamente nada
más allá de nuestra constitución y de la estructura política de
estos Estados Unidos, protege al americano de la confiscación
arbitraria de su propiedad y hasta de su persona, ni de la Ges-
tapo y las tropas de asalto, ni de los campos de concentración,
ni de las cámaras de tortura o de sentir el revólver en su nuca,
en algún sótano. No soy una alarmista, es la pura realidad.
Los partidos mayoritarios no representan aún posiciones
ante esta cuestión política.
En 1933, un grupo de sinceros y apasionados colectivistas
se hicieron con las riendas del Partido Demócrata, lo usaron
para tomar el poder federal y —por motivos que muchos de
ellos tienen por el más elevado idealismo—, se aprestaron con
entusiasmo a acabar con América. El Partido Demócrata es
hoy una maquinaria política que cuenta con un principio po-
lítico genuino: el nacional-socialismo. Por su parte, el Partido
Republicano sigue siendo una maquinaria política sin princi-
pio político alguno. No defiende el individualismo americano.

3
Tomo esta definición del libro de Ludwig von Mises «El gobierno
omnipotente: el auge del Estado total y de la guerra total», editado por Yale
University Press. (Nota de la autora).

93
DADME LIBERTAD

Sus dirigentes siguen jugando al mismo deporte profesional


de los últimos setenta años, llamado política y consistente en
obtener votos.
Los americanos de ambos partidos que defiendan los princi-
pios políticos carecen, por tanto, de cauces pacíficos de acción
política. Votar a favor del New Deal4 es aprobar el nacional-
socialismo, pero votar al Partido Republicano no es repudiar el
nacional-socialismo. Derrotar al New Deal en las urnas puede
tal vez corregir la pendiente por la que se desliza nuestro país,
pero no es suficiente para hacer que América vaya de nuevo
por el buen camino. El Estado colectivista no es un invento
de 1932. El principio político que inspira al New Deal viene
de Platón a través de la Alta y Baja Edad Media hasta su de-
sarrollo por Maquiavelo, Rousseau, Fourier y Hegel, que define
la libertad como «sumisión al Estado».
Karl Marx tomo de Hegel esa misma mentira añeja y fundó
sobre ella la Primera Internacional Socialista. Esa «libertad» de
Hegel es la que Marx quería para la «clase trabajadora». Bis-
marck tomó de Hegel y Marx ese concepto y lo empleó para
aplastar a los liberales alemanes, fundando sobre ese cimiento su
Sozialpolitik, que es a lo que hoy llamamos aquí Seguridad Social.
Lenin coincidía con Marx en los principios pero no en los
métodos. En 1903, durante una conferencia celebrada en Lon-
dres, Lenin escindió a la Segunda Internacional por una cues-
tión metodológica, dando pie así al conflicto entre facciones del
colectivismo que ha desembocado en una guerra entre comu-
nistas y fascistas. Del Volga al Mediterráneo, los europeos y los
asiáticos se matan unos a otros, no por confrontar libertad y
tiranía, sino por sus diferentes métodos de alcanzar la segunda.

4
Literalmente, «nuevo acuerdo». Fue un programa de gobierno alta-
mente intervencionista, impulsado por el presidente Franklin D. Roosevelt
a partir de 1933 (Nota del editor).

94
ROSE WILDER LANE

Tras aplastar el intento de establecer en Alemania los dere-


chos humanos, Bismarck construyó el Estado alemán centra-
lizado, socializado y despótico, y los estadistas y pensadores
reaccionarios del mundo entero lo admiraron con devoción.
Hace cuarenta años, los intelectuales-loros americanos no deja-
ban de repetir que «Alemania nos lleva medio siglo de delantera
en legislación social».
Ciegos respecto a América y venerando a Europa, estos
pseudopensadores reaccionarios le echaron la marcha atrás
al pensamiento americano, en un esfuerzo por alcanzar a la
Alemania del Kaiser. Llamaron «liberal» a suprimir la libertad,
«progresista» a detener la libre iniciativa que es la fuente de
todo progreso humano, «libertad económica» a obstruir toda
forma de libertad, e «igualdad económica» a convertir a las
personas en esclavos.
A mi generación le enseñaron que la Revolución Americana
solo había sido una guerra que acabó en 1782. Nunca se nos
explicó que estos Estados Unidos son una estructura política
única en la Historia de la humanidad, construida sobre la base
de un hecho natural que nunca antes se había empleado como
principio político: que todos los individuos son libres por na-
turaleza, responsables y dueños de sí.
En nuestra ignorancia, no veíamos que la Alemania del
Kaiser y la Internacional Comunista eran simplemente dos
facetas de la reacción del Viejo Mundo contra el nuevo, contra
el americano, contra el principio de la libertad individual y de
los derechos humanos. Los líderes de opinión americanos a
los que respetábamos nos decían que esa reacción comunista
era la revolución mundial.
Esa fue la mentira que nos embaucó. Los americanos somos
los revolucionarios de este mundo. Estos Estados Unidos afir-
man un principio político que ha de conquistar y transformar
el mundo entero, porque es cierto. Tres generaciones de ameri-

95
DADME LIBERTAD

canos han generado un mundo nuevo, el nuevo moderno. Des-


truir el viejo para crear el nuevo es parte de nuestra tradición,
de nuestro legado, del impulso inconsciente de nuestras vidas.
Pero nos engañó nuestra ignorancia. Nos creímos las etiquetas
y deseamos lo viejo que venía etiquetado como «nuevo».
Las raíces del New Deal se remontan a veinticinco años
antes, cuando, en las universidades y en los arrabales neoyor-
quinos, escuchábamos a idealistas ignorantes como Jack Reed.
Soñábamos con que éramos los grandes revolucionarios del
mundo, pero éramos los reaccionarios que estábamos soca-
vando la auténtica revolución mundial en su lugar de origen:
nuestro propio país.
Desde 1933, esa reacción ha ido lejos y deprisa. Aunque
los Estados Unidos todavía no han alcanzado a Alemania en
«legislación social», las agencias del gobierno federal ya han
destruido casi por completo la separación de poderes políticos
que protege la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos
americanos. No puede dividirse el poder político-policial, ni
siquiera puede someterse a la legislación civil, porque, claro, un
Estado que dicta los actos humanos para producir y distribuir
bienes debe disfrutar de un poder único y absoluto.
Los estados se ven hoy invadidos por enjambres de recau-
dadores federales de impuestos, y de agentes federales que dan
órdenes a los ciudadanos y pisotean los últimos poderes que les
quedan a los estados. Los derechos civiles del ciudadano deben
disolverse mientras el autogobierno de su comunidad, de su
estado, se ve usurpado por un poder nacional centralizado.
Hoy, a los granjeros americanos se les ha cosificado como
clase campesina, sometiéndolos a los designios y castigos que
decreta una clase dirigente. Hoy ya tenemos clase trabajadora
en América, por orden de 1 de julio de 1944: cincuenta y ocho
millones de americanos están atados a la línea de ensamblado
como los siervos medievales lo estaban a la tierra. En estos mo-

96
ROSE WILDER LANE

mentos ningún americano puede trabajar ni dejar de trabajar, ni


escoger su trabajo, ni sus horas de trabajo ni su salario, sea cual
sea el sector, ni producir ni vender ni comprar ni consumir lo
necesario en su vida cotidiana, sin el permiso de algún autócrata.
Estamos ante una emergencia. Lo es sin lugar a dudas. Es
una emergencia que lleva cincuenta años desarrollándose, que
es aguda desde 1933 y que se hace más peligrosa a cada hora
que pasa. No acabará con ella ni una elección ni una victo-
ria en esta guerra mundial, porque aquí como en Inglaterra,
como en toda Europa y Asia, los principales dirigentes tienen
asumido que esta supresión de la libertad es buena para la
humanidad, y que estas nuevas formas de la vieja tiranía van
a prevalecer. Lo que discuten es cómo extender ese control
al mundo entero.
Asumen también que el mundo moderno seguirá existien-
do, sin comprender que este mundo moderno, esta civilización
moderna, es solo el producto de dos siglos de libertad frente
a las viejas tiranías estatales. El origen del mundo moderno
es la libertad de pensamiento, de expresión y de acción, y la
propiedad plena. Sin ellas, el mundo moderno no puede existir.
Su existencia requiere abolir el reaccionario control estatal y
destruir el Estado socialista.
La tarea que tenemos por delante los americanos es acabar
con este control policial sobre los ciudadanos pacíficos y pro-
ductivos. Tenemos que derogar toda la legislación reaccionaria
y revocar los decretos que establecieron este régimen nacional-
socialista; abolir las corporaciones, departamentos, oficinas y
agencias federales que dan órdenes a los estados y les aplican
controles; devolver a tres millones de americanos subvenciona-
dos con nuestros impuestos a tareas productivas que paguen esos
impuestos; liberar a los granjeros americanos de la socialización
bismarckiana y a los trabajadores industriales de la carga de la
Sozialpolitik de Bismarck, aquí denominada «Seguridad Social»; y

97
DADME LIBERTAD

exigir a todo cargo público que reconozca de nuevo el derecho


natural que asiste a todo americano, como persona libre, a tener
tierras, a sembrarlas y a cosechar, a emprender y a dirigir su
negocio ganando o perdiendo con él, a poseer su propio dinero
y ahorrarlo o gastarlo, a sindicarse o a no sindicarse, a firmar
o no un contrato, a escoger su propio empleo y a negociar el
salario por su cuenta o libremente asociado con otros.
Hasta ahora, ningún político les ha pedido a los votantes
americanos que le legitimen para quitar a los estados el poder
que usurpan a sus ciudadanos, ni al gobierno federal el poder
que este usurpa a los estados, para restituir los derechos de
los ciudadanos, los derechos y atribuciones de los estados y
la estructura política de esta unión de estados. Ninguno ha
pedido más poder para añadir a la lista original de cortapisas al
poder político —conocida como la Carta de Derechos— nuevas
restricciones que protejan de verdad la propiedad, la libertad
y las vidas de las personas, situando de nuevo a los Estados
Unidos como campeón mundial de los derechos humanos y
paladín de la revolución liberadora.
Los americanos que ya han hecho propio este empeño y que
van a realizarlo son individuos. Son ese individuo al que llaman
«nada» y menosprecian tildándolo de «pequeño hombre» en
Alemania y de «hombre común» aquí. Son el individuo que
hace y rehace el mundo.
Son ese impresor de Texas que imprimió una carta leída por
veinte millones de americanos aunque no ha salido en ningún
periódico. Son el granjero de Nebraska que se negó a pagar
una multa por cultivar trigo y dio con sus huesos en la cárcel
«por principios». Son el empresario que firmó la Declaración de
los Cincuenta Ciudadanos de Wichita. Son los campesinos de
Nueva Jersey que se oponen a que los agentes federales clasifi-
quen los huevos que producen, haciéndoles bajar sus propios
estándares de calidad. Son el patrón de Ohio que arriesga su

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ROSE WILDER LANE

dinero y su misma empresa para enfrentarse a la tiranía federal


que le obligaría a bajar los salarios que paga. Son los cientos
de miles de hombres y mujeres que, en todos esos estados, se
han decidido a actuar en defensa de sus derechos.
Medio siglo de lento retroceso hace que nuestro país sea hoy
menos de lo que habría podido ser, pero no se puede hacer una
revolución mundial sin que nadie reaccione contra ella. Esta
última década de nacional-socialismo reaccionario es hoy un
freno para todos los americanos. Y sin embargo, puesto a prueba
por la guerra, este pueblo hiperindividualista que es todavía el
menos socializado que existe, resulta capaz de apoyar o derrotar
a todo el Viejo Mundo. Como dijo Stalin en Teherán, es la pro-
ducción capitalista americana la que está ganando esta guerra
mundial. Unos hombres sin preparación ni formación para la
guerra tienen la energía económica y militar que derrota en la
contienda al más socializado de los pueblos pese a su buena
formación para la guerra mediante el servicio militar obligatorio.
Los americanos ya se están uniendo en grupos, en todos
estos Estados, para defender la libertad y la paz. Estos grupos
de individuos libres que se organizan y actúan por un propósito
mutuo son el instrumento del individualismo. Los americanos
son expertos en el uso de ese instrumento. Nuestra sociedad
libre es un conjunto activo de incontables grupos que actúan de
manera mutua en persecución de innumerables causas: los rota-
rios, los leones, los ciervos, las sociedades de ayuda femenina,
todas las iglesias, las asociaciones de padres y madres, los clubes
femeninos, las Hijas de la Revolución Americana, las Hijas de
la Confederación, las Hijas de 1812, las cámaras de comercio,
las asociaciones de bibliotecarios… la lista es interminable. Pero
ahora los americanos están uniéndose en defensa de la libertad
y de los derechos humanos. Cuando un americano asume esa
posición en su comunidad, en su empresa o en su puesto de
trabajo, no está solo.

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DADME LIBERTAD

Los individuos americanos están acabando con el periodo


reaccionario. Están volviendo a pensar políticamente, cosa que
llevaban ochenta años sin hacer, pero no han olvidado que
resistirse a la tiranía es obedecer a Dios. Están respondiendo
a la pregunta que no debí formular hace diez años. La están
respondiendo hoy en Europa y Asia, y mañana la responderán
en casa. La respuesta es: Sí, el individualismo tiene la fuerza
necesaria para resistir todos los ataques.

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