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Deep History: the Architecture of Past and Present, by Andrew Shryock and Daniel Lord Smail, Los

Angeles: University of California Press, 2011 ESTE TEXTO ES CLAVE; HABRIA QUE LEER
EL MANUAL COMPLETO; SI ES QUE EXISTE
Primera Parte

Problemas y Orientaciones

Capítulo 1: Introducción, por Andrew Shryock y Daniel Lord Smail

La Historia es una materia curiosamente fragmentada. En la estructura disciplinar convencional de


la academia, el estudio del pasado humano se ha esparcido a través de un número de campos, en
particular la historia y la antropología, pero también el folklore, la museología, la filología y los
programas de estudios de área. Reunidos, estos campos constituyen un denso pastel por niveles
acerca del tiempo. El nivel inferior, lejos el más grueso, se ha ubicado en el tiempo profundo. El
tiempo profundo de una disciplina no es un periodo cronológico específico, una era: es
simplemente el periodo más antiguo al que la disciplina presta atención. Entre los arqueólogos y
los biólogos de la evolución humana, el tiempo profundo está representado por la paleo-
antropología de las sociedades simples del Paleolítico, desde las primeras herramientas de piedra
conocidas hasta los orígenes de la agricultura. Entre los historiadores, el tiempo profundo de la
disciplina se localiza en la antigüedad Greco-Romana. Aunque el Paleolítico y el mundo antiguo
están muy distantes en tiempo absoluto, cada una provee de la base de fundación para las
narrativas disciplinares. Los niveles medios del pastel son dedicados a la arqueología de las
sociedades complejas y, entre los historiadores, al estudio de las sociedades modernas tempranas.
En la cúspide está un delgado baño de moderno glaseado. Apenas unos pocos siglos de
profundidad, este nivel superior es el que atrae el interés de la mayor parte de los campos de
investigación histórica contemporánea y de casi todos los campos de antropología cultural.

El arco temporal entero puede integrarse en la docencia: en el gran barrido de la antropología


general, por ejemplo, o en los cursos de historia universal. En sus propias investigaciones, sin
embargo, la mayoría de los académicos limitan sus trabajos a sólo un nivel cronológico y se
sienten poco capacitados para moverse más allá de este nivel. En la gran era de producción
histórico-antropológica del siglo XIX, autores como Auguste Comte, Karl Marx, Herbert Spencer,
Lewis Henry Morgan y Edward Tylor se movían libremente a través de los vastos confines de la
historia humana, produciendo argumentos conjeturales caracterizados por una visión espectacular
y un pobre manejo de los datos duros. Hoy el patrón se revirtió. En la medida en que los métodos
de análisis mejoran y el conocimiento del pasado reciente y remoto se acumula rápidamente, la
división del trabajo intelectual se ha vuelto extremadamente precisa. La conjetura y la gran visión
han dado su lugar a la especialización en extremo, a un intensificado interés en unidades cada vez
más pequeñas en tiempo y espacio, y a un rechazo a la construcción de esquemas analíticos que
puedan articular la historia profunda y el pasado reciente.

Hace un siglo, la historiografía moderna se erigió con el andamiaje del progreso, una línea
enraizada en el surgimiento de la civilización y la ruptura con la naturaleza que tuvo lugar
supuestamente hace cinco/seis mil años. Esta narrativa consagra un relato triunfalista de los

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#La particularidad de la historiografia del siglo XIX y XX, y la pérdida de la idea de progreso, y linealidad de la historia

logros humanos. En palabras de un observador de la década de 1920, la historia describe “los


procesos por los que el caótico gemido de los simios antropoides se organizó en el tejido
maravilloso del habla humano.” Ofrece una visión panorámica del hombre “en cada etapa de su
largo ascenso, desde sus comienzos débiles y precarios.” (Coffman 1926) La imaginación de la
época estaba saturada de sentimientos que hoy nos parecen insoportablemente banales. Ante
tamaña inocencia, nos enorgullecemos de haber eliminado este exuberante evolucionismo de
nuestras antropologías e historias. Pero las felicitaciones serían prematuras. La creencia en la
excepcionalidad humana que motorizó anteriores modelos de historia todavía da forma a las
narrativas del progreso, que ahora son relatadas con el vocabulario de la modernización política, el
desarrollo económico y la emancipación cultural de pasados prejuicios. Cuando contamos estas
historias, invertimos a veces los cargos morales de la narrativa del progreso. Celebramos los
méritos de lo simple y tradicional y señalamos los obvios peligros en lo moderno y complejo. Esta
solución improvisada y temporaria no elimina el problema subyacente. Deja en pie la idea de que
la evolución humana (o la emergencia de cultura, o el aumento de conciencia histórica) conlleva,
para bien o mal, un dominio siempre creciente de la cultura sobre la naturaleza, del cultivo sobre
la simple subsistencia, de la civilización sobre la mera habitación. Observar la humanidad de otros
significa reconocer su movimiento histórico hacia formas variadas de dominio, por más que el
movimiento sea modesto y esté aún en sus fases formativas.

En los albores de la revolución darwiniana, el problema de los orígenes humanos, que había sido
tomado como tema de filosofía especulativa, fue transformado en un programa de investigación
científica. Esta transición, que requirió una modificación radical de la cosmología bíblica, se hizo en
los inicios inteligible mediante la asociación con ideas de progreso que habían proliferado durante
la Ilustración. Durante el siglo XX, que tuvo dos guerras mundiales y el colapso del orden colonial
europeo, historiadores y antropólogos se volvieron cada vez más escépticos de las ideas de la
Ilustración, y el evolucionismo social de estilo victoriano fue rechazado por ser una justificación del
racismo, de los privilegios de clase y del imperialismo global. Al limpiar los análisis históricos y
culturales de sus cargas ideológicas decimonónicas, la mayoría de las altas versiones modernas y
posmodernas de la antropología cultural y la historia dieron su espalda al pasado humano
profundo, dejando los problemas de evolución a los arqueólogos, paleontólogos y lingüistas.

El objetivo de este libro es quitar las barreras que aíslan las historias profundas de las
temporalmente más cercanas. Estas barreras tienen una historia compleja que les es propia, pero
no necesitan ellas dominar los futuros estudios del pasado humano. Su remoción soluciona
múltiples problemas políticos e intelectuales, y este proyecto de renovación no es tan difícil como
parece. Las herramientas analíticas necesarias ya existen. Algunas, como el mapeo genético y la
datación por radiocarbono, son innovaciones recientes; otras, como las genealogías, las analogías
corporales y los modelos predictivos son más viejos que la misma historia escrita. La grieta entre
historia profunda e historia de superficie, creemos, puede ser reparada fácilmente; ciertamente,
se deben realizar grandes esfuerzos para simplemente mantener la grieta en su lugar. ¿Qué
motiva esos esfuerzos? ¿Cómo se desarrollan ellos? ¿Y por qué tantos académicos piensan que es
importante conservar la prehistoria en funcionamiento?

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El Chaleco de Fuerza del Tiempo

La fragmentación del tiempo histórico no es inherente al estudio del pasado. Fue producida por
>Revolux del
tiempo tendencias históricas que fueron disparadas y amplificadas por la revolución del tiempo en la
en Europa década de 1860, cuando la cronología corta que cubría un mundo de aproximadamente seis mil
años de edad fue desechada como verdad geológica, comenzando así la historia humana a
expandirse hacia atrás sin límites. Antes de esa fecha, las ciencias humanas y naturales habían
constituido un único campo de pesquisa. Este campo estaba enmarcado en la tradición religiosa y
era organizado de acuerdo con el esquema universal del Génesis, en el que la historia y la geología
coexistían. La producción de conocimiento en todas las sociedades de los mundos judío, cristiano y
musulmán se insertaba en este modelo totalizante de la creación.

Pero a partir de la revolución del tiempo en Europa, esta visión unificada de la historia humana
decayó. La cronología del pasado se fracturó precisamente en el punto donde la prehistoria
humana estaba siendo injertada en la historia antigua y moderna, que ahora parecería
cronológicamente reciente. Así, una historia largamente ceñida a la comprensión escrita del
tiempo se declaró incapaz de absorber el hecho del tiempo profundo. No es difícil encontrar
historiadores del siglo XIX que cavaran trincheras alrededor de la cronología corta y proclamaran
que el nuevo tiempo sin fondo era un anatema. El hecho de que respetados científicos como
Georges Cuvier y Louis Agassiz no aceptaran la nueva línea de tiempo no sorprende, ya que
muchos historiadores expresaron su escepticismo –o, en algunos casos, directamente su
resistencia (como fue el caso de Ranke). Pero la reacción a la revolución del tiempo fue en general
más compleja. Una cronología corta no es, de hecho, intrínseca a la cosmología de las religiones
del Cercano Oriente. Los autores del Génesis medían el tiempo como una sucesión de vidas y
genealogías; el Nuevo Testamento y el Corán están desprovistos de lo que hoy podemos llamar
fechas calendáricas. La cronología corta fue en realidad un artificio impuesto retroactivamente
sobre las tradiciones de escritura. Esta datación retroactiva tuvo lugar en la misma medida que
generaciones de cronistas judíos, cristianos y musulmanes encararon la dificultosa tarea de alinear
los textos sagrados con los calendarios solar y lunar que ellos habían creado para seguir las
obligaciones rituales y registrar el movimiento de creación a través del tiempo. Irónicamente, fue
el cuidadoso trabajo de historiadores pre-modernos o modernos tempranos y no las enseñanzas
de los profetas el que otorgó esa frágil precisión a la cronología de Abraham, con un nivel de
detalle que podía datar el primer día de la creación en 23 de octubre de 4004 a.C. Esta fragilidad
les haría caer cuando fueran puestos a presión por el golpe intelectual de la revolución del tiempo.

En sentido más amplio, sin embargo, el final de la cronología corta no influyó en la práctica de los
historiadores. En las décadas que siguieron al cambio de Darwin, hubo historiadores que vieron
con curiosidad el extraño nuevo terreno más allá del Edén, y después aparecieron visionarios
históricos que pidieron por la reunión del tiempo profundo con la historia. Pero la grieta se hizo
tan amplia que se volvió prácticamente imposible el tendido de un puente. A falta de textos
escritos, los practicantes de los campos emergentes de arqueología y paleo-antropología tuvieron
que desarrollar nuevos métodos de pesquisa diseñados para extraer significado de evidencia
dispersa y fuentes refractarias. La nueva disciplina de la historia, a su vez, adhirió a la cronología

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que los historiadores habían modelado en sus vanos intentos de aplicar cronología a la Biblia. Las
cuestiones que los historiadores del siglo XIX se preguntaban acerca de los orígenes de las lenguas
humanas, las razas, la agricultura, las ciudades y las naciones se definían frecuentemente en la
específica relación con el Libro del Génesis. Esto no sorprende a nadie. Los investigadores
europeos mejor preparados para convertirse en historiadores académicos cuando la disciplina
surgió en el siglo XIX estaban muy en la línea de las tradiciones intelectuales basadas en la visión
bíblica, a las que una larga tradición pedagógica había agregado el aprendizaje del griego y el latín.
Es difícil imaginar los trabajos de Leopold von Ranke y Jacob Burckhardt fuera de este contexto.

Sin embargo, ni la inercia ni el prestigio de tradiciones intelectuales anteriores pueden explicar


cómo el tiempo terminó dentro del chaleco de fuerza creado por la disciplina histórica a
comienzos del siglo XX. La decisión de truncar la historia fue un deliberado movimiento intelectual
y epistemológico ligado al derrotero de la misma disciplina. Hacia fines del siglo XIX, la orgullosa
nueva disciplina de la Historia estaba abriéndose paso en la academia; y para justificar su
presencia, el campo adoptó como metodología el análisis de documentos escritos. “Sin
documentos no hay historia”, como declaraban Charles Langlois y Charles Seignobos en su manual
del estudio histórico de 1898, probablemente el más importante de su clase. La metodología que
ellos defendían buscaba dar con las intenciones humanas tal como aparecían reveladas en la
evidencia textual. Sus colegas usaban el manual para entrenar estudiantes en el arte de descubrir
la verdad detrás de las creativas omisiones y patentes fabricaciones que son intrínsecas a la
documentación histórica. La historia más profunda de la humanidad no tenía documentos de este
tipo. Esta ausencia crítica de datos hacía de una historia profunda de la humanidad algo
metodológicamente impensable.

Extrañamente, este paquete epistemológico fue también gradualmente aceptado por los
antropólogos culturales, cuyas cronologías tendían a contraerse siempre que intentaban historizar
su disciplina. El ejemplo clásico es Europe and the People without History, con Eric Wolf tratando
de sacar a la antropología del presente etnográfico, en el que él creía estaba atrapada sin
esperanzas. Para traer a “la gente sin historia” al dominio de la historia propiamente dicha, Wolf
describió la expansión europea como una interacción global de poblaciones humanas organizada
por modos de producción basados en el parentesco, tributarios y capitalistas. Wolf no estaba
especialmente interesado en cómo el modo tributario y el de parentesco surgieron en el tiempo
profundo; en cambio, quería conocer cómo estos modos de producción fueron integrados a un
sistema mundial dominado por el capitalismo. Como resultado, aunque el análisis histórico de
Wolf está basado en formas sociales que se desarrollaron secuencialmente durante diez mil años,
está limitado a los últimos cinco siglos. Los datos que él usó para historizar a los pueblos
ahistóricos del mundo podrían satisfacer los criterios presentados por Langlois y Seignobos, y Wolf
no fue apologético sobre el resultante etnocentrismo de su proyecto. Lo que uno aprende del
“estudio de la etnohistoria”, señalaba él, “es… que cuanta más etnohistoria sepamos, más
emergerán su historia y nuestra historia como partes de la misma historia.”

El intento de Wolf no fue separar a la etnografía de sus raíces históricas profundas, sino más bien
extenderla espacialmente. No obstante, su entusiasta abrazo de una historia basada en evidencia

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textual condujo inmediatamente a una reducción temporal, y su esquema de quinientos años es
en realidad vasto cuando se lo compara con los estudios que su trabajo inspiró. Ahora es
virtualmente axiomático que toda perspectiva antropológica que se precie de “histórica” se
concentrará en el pasado reciente. Su tema principal será moderno o posmoderno, colonial o
poscolonial. Rara vez se percibe este interés como estrecho. Es visto como vital, y el tratamiento
de eventos y sociedades situadas antes de la expansión europea, antes de la evidencia escrita, es
considerada por lo general políticamente irrelevante hasta que esos acontecimientos y sociedades
puedan ser interpretados –y algunos teóricos posestructuralistas plantearían que sólo pueden ser
interpretados- por medio de los lentes intelectuales creados durante el gran cambio a la
modernidad colonial y poscolonial. De otro modo, esos temas es mejor dejárselos a los clasicistas,
medievalistas y orientalistas. Si el pasado en cuestión es anterior a la emergencia de sociedades
estatales con escritura, cae en la jurisdicción de arqueólogos y antropólogos biológicos, cuyos
métodos de investigación son científicos, no históricos. Este patrón es visible a través de la
academia, y los intentos de cambiarlo generan de inmediato una resistencia en todas partes.

El Hombre contra la Naturaleza

¿Por qué la historia disciplinar, como set de métodos y motivaciones, se sujeta a este paradigma
metodológico tan predeciblemente? El problema radica en el compromiso con el excepcionalismo
humano, una sensibilidad que sobrevivió a la revolución de Darwin bastante intacta. En la medida
en que la creación dio lugar a la naturaleza, la suposición de que los humanos son parte de la
naturaleza y que los sistemas humanos son sistemas naturales reinó en las ciencias biológicas y del
comportamiento. Entre los historiadores y antropólogos culturales, sin embargo, la equivalencia
de sistemas culturales con los naturales no ha sido nunca fácil, ni ha sido fácilmente historizada.
Ambas dificultades, creemos, están relacionadas con el poder de las metáforas que dominaron la
escritura de la historia en el siglo XIX. La historia humana, en esta visión global, está centrada en la
conquista de la naturaleza y en el nacimiento de la sociedad política. Un pasaje de uno de los
trabajos del gran historiador francés Jules Michelet expresa la lógica perfectamente: “Cuando el
mundo nació, comenzó una guerra que durará hasta el fin de dicho mundo, y esta guerra es la del
hombre contra la naturaleza, del espíritu contra la carne, de la libertad contra el determinismo. La
Historia no es sino el relato de este conflicto eterno.”

Este planteo no era nuevo. La tradición judeo-cristiana ha celebrado largamente el dominio


humano sobre la naturaleza. Lo que da al comentario de Michelet un especial patetismo es el
hecho de que, incluso en su momento, había una creciente conciencia de que el tiempo geológico
era más antiguo que el tiempo humano, y de que el mismo tiempo humano podía ser más
profundo de lo que se imaginaba. Un cuarto de siglo después, se conocía que el tiempo humano
era ciertamente largo, y hacia el último cuarto del siglo XIX la historia de la humanidad amenazó
con mezclarse insensiblemente con la historia natural. En este contexto cambiante del tiempo, la
necesidad de marcar el quiebre entre animal y humano asumió el carácter de especial urgencia.
Michelet, cuyas opiniones sobre esta materia reflejaban las de su tiempo, había ya adivinado la
solución para el dilema. Los animales viven en armonía con la naturaleza. Los humanos, por el
contrario, están en guerra contra la naturaleza. En las perogrulladas propias de la escritura

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científica de principios del siglo XX, evidentes en un trabajo de 1912 llamado The Conquest of
Nature, “el hombre bárbaro es un niño de la Naturaleza con mucha razón. Él debe aceptar lo que
la Naturaleza ofrece. Pero el hombre civilizado es el niño que ha crecido a una estatura de adulto,
de un modo capaz de controlar, dominar –y si les gusta más, conquistar- al padre.” En este acto de
emancipación, en esta transformación de pasividad a agencia, la historia misma fue creada.

La conquista de la naturaleza, a su vez, estuvo estrechamente ligada a los orígenes de la sociedad


política. En el pensamiento social del siglo XVIII, la unidad natural había sido la familia –o, para
algunos, el individuo solitario. Todo lo que los humanos habían edificado sobre este substrato
natural, y especialmente los estados-nación de la Europa del siglo XIX, podía ser tratado como
artificios históricos y por lo tanto trascendiendo la naturaleza. La historia que surgió y que
proclamaba en alta voz su objetividad fue una apología del nacionalismo. La nueva historia fue
para los estados-nación de la Europa decimonónica tardía lo que la Torah fue para el reino de
David: una genealogía (ficticia o no) diseñada para anclar la comunidad imaginada en el pasado,
darle legitimidad, y resaltar sus resentimientos y aspiraciones. Es gracias a la empresa de creación
de la nación, en realidad, que tenemos historia medieval europea, ya que pocas naciones (con
excepciones trágicas y sangrientas, como la Francia napoleónica y la Alemania de Hitler) buscaron
identificarse explícitamente con los imperios o ciudades-estado de la Antigüedad. Si la tarea de la
historia fue proveer la ontogenia de una sola nación, es decir una descripción de cómo la nación
surgió y creció, había poca utilidad en Grecia y Roma –fuera de Grecia e Italia, por supuesto-
excepto en el sentido duradero de que la antigüedad clásica pertenecía a una herencia occidental
privilegiada que justificaba la superioridad de los imperios occidentales. Incluso de menor utilidad
fueron los periodos y formas sociales que precedieron al mundo antiguo, salvo para proveer de un
recipiente para todo lo que no era civilizado o parte de la historia moderna –lo que Michel-Rolf
Trouillot denomina “la brecha salvaje”, un tiempo y espacio apartado para los pueblos no
occidentales y atrasados del mundo. Como mostrarán los capítulos siguientes, esta visión del
mundo fue influenciada en gran medida por las ideas de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, un
filósofo de la historia que, como su casi contemporáneo Michelet, vio la historia humana como un
progreso ganado a duras penas, un movimiento constante fuera del estado natural y hacia la
agencia y conciencia políticas.

En el siglo XX, la historia disciplinar comenzó a merodear mucho más allá de los límites del estado-
nación. Los historiadores incorporaron la historia de las ideas, de las civilizaciones y de las
economías. Además, la historia disciplinar comenzó a tratar temas rigurosamente excluidos de las
historias nacionales: la familia, las mujeres, el campesinado, los trabajadores, y eventualmente los
no occidentales, los no blancos, las sexualidades alternativas y los discapacitados. Sin embargo, la
historia escrita del modo hegeliano ha reído por último. La historia de los desposeídos pudo haber
procedido a negar agencia a los actores políticos hombres blancos occidentales y heterosexuales,
los sustitutos de Dios extirpados de la historia por Charles Darwin. Pero no lo hizo. Por el contrario,
la nueva historia ha procedido a atribuir agencia a subalternos situados en todas las ramas de la
familia humana. La atribución universal de agencia se ha convertido en una receta para la

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investigación histórica, así como los investigadores, atrapados en la lógica hegeliana, crearon
nuevos sujetos mediante la incorporación de más voces.

Políticamente, las consecuencias de esta tendencia han sido incluyentes. En lo que concierne al
chaleco de fuerza sobre el tiempo, sin embargo, las consecuencias han sido todo lo contrario. En la
esperanza de otorgar voz y agencia a aquellos ubicados en el extremo receptor de la historia
europea, hemos transformado a los subalternos del mundo en personalidades de un tipo
sospechosamente uniforme. La misma gente cuya inclusión significaba un triunfo de la diversidad
ha sido homogeneizada por la teoría. El ritmo acelerado de atribución de agencia, además, ha
llevado a muchos a creer erróneamente que la misma agencia es una creación de modernidad.
Hegel había atribuido agencia a los hombres en progreso desde los orígenes del estado. Éste fue el
punto principal de su formulación: reemplazar la divina providencia y la guía de Dios con la visión
de largo alcance de los líderes sabios. Hegel, en otras palabras, nunca escapó de los instintos de la
historia sagrada; él sólo degradaba al agente principal. Pero aquí está la dificultad: la extensión de
la agencia a subalternos modernos no tiene sentido si la misma modernidad fue creada por los
poderosos del pasado. Para evadir esta paradoja, uno podría rechazar el prejuicio de Hegel y
extender la agencia a todos los actores del pasado. Pero, ¿qué sucede cuando este gesto es
prácticamente imposible? ¿Qué se puede hacer si la vasta mayoría de fuentes históricas pre-
modernas fueron generadas por los mismos hombres cuyas acciones y pensamientos son
celebrados en ellas? Dada esta paradoja –una paradoja que los historiadores generaron por sí
mismos mediante la adopción de una metodología textual- es muy tentador pretender que el
pasado remoto pertenezca a la naturaleza, a una realidad cultural que no puede ser historizada en
su totalidad, y por lo tanto ignorarlo.

Como resultado de esta difícil situación, las grandes cuestiones que antes atravesaban el pastel
por niveles del tiempo no están siendo abordadas. Por el contrario, los historiadores y
antropólogos culturales cambiaron su atención hacia el mundo que los rodea, tratándolo como
creación secular incluso más nueva, empíricamente hablando, que el mundo sagrado del Génesis.
En las últimas décadas la cronología corta de la historia disciplinar ha continuado encogiéndose. A
juzgar por los profesorados, las ofertas de cursos, los temas de tesis y las publicaciones, el peso de
la producción de conocimiento en antropología cultural e historia se centra ahora sólidamente en
los siglos posteriores a 1750, igual que en las otras ciencias humanas. Una medida de la erosión
del tiempo histórico se puede encontrar en la tendencia de los historiadores a agregar metáforas
de nacimiento, orígenes o raíces a los argumentos o títulos de libros. El uso de este complejo
metafórico se ha acelerado en las últimas dos décadas. Si pudiésemos rastrear la fecha de
nacimiento promedio propuesta en esta floreciente serie de títulos, es muy probable que esté
acercándose más y más al tiempo presente.

Bases para Hacer una Historia Profunda

Las posibilidades de reunión de las cronologías larga y corta dentro de las ciencias humanas
parecen bastante remotas, y sería simple describir este volumen como una historia nostálgica de
pérdidas y de lo que podría haber sido. Aunque ahora, 150 años después de la revolución del

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tiempo, los elementos y esquemas necesarios para la escritura de una historia profunda de la
humanidad bien pueden estar llegando finalmente. El campo de la historia grande, conducido por
David Christian y Fred Spier, ha demostrado ya cómo la totalidad del tiempo puede integrarse en
una narrativa histórica convincente. Gracias en parte al cambio biológico, investigadores en todos
los campos están sintiendo ahora la atracción del pasado profundo de la humanidad. Se
preocupan por las restricciones cronológicas y lanzan proclamas por una “política evolutiva”, una
“economía evolutiva”, o estudios evolutivos de la ley (por ejemplo, Schubert 1989). Estas
perspectivas son prometedoras; sin embargo, muchas de ellas han adoptado una forma de análisis
centrada en el postulado de una desarrollada psicología humana que moldea la conducta en el
presente. La lógica presentada recuerda un poco aquélla de la versión agustiniana ortodoxa de la
teología cristiana, que también propone la existencia de una persistente condición psicológica
humana que tiene profundos efectos en tiempos recientes: el pecado original. Aunque la
trayectoria neo-agustina de psicología evolutiva evoca el pasado, no provee de una historia. Las
dos son cosas muy diferentes. Cuando el pasado es simplemente un depósito de lo “natural”, no
es un pasado histórico: es en cambio un pasado mítico o cosmológico que da otro espejo en el que
la humanidad puede buscar su propio reflejo. En tal entendimiento del pasado no hay espacio ni
para la casualidad ni para el cambio; es imposible entender la naturaleza históricamente
dependiente de la variación dentro de los sistemas.

Es difícil, no obstante, culpar a los difusores de estos modelos. Descubrir la historia perdida es el
trabajo de los antropólogos y los historiadores, no de los psicólogos o científicos sociales y del
comportamiento. Los capítulos en este volumen están diseñados para suministrar los esquemas
históricos que están, por ahora, ausentes en las nuevas perspectivas evolutivas. Más allá de la
aparente hegemonía de la evolución darwinista entre las clases educadas, queda una gran
cantidad de trabajo sin terminar. Las ciencias sociales blandas y las humanidades nunca han en
realidad acordado intelectualmente con la evolución humana. Los tempranos intentos de traer los
modelos de Darwin al pensamiento social produjeron desastres victorianos. Pero la acumulación
de conocimiento acerca del pasado humano es tan impresionante que ya se necesita de una
reconciliación. El paradigma de la selección natural nos ha permitido generar interpretaciones muy
sutiles no solamente acerca de cómo ha evolucionado el linaje homínido, sino también sobre
cómo las formas sociales humanas y las capacidades culturales se han desarrollado a lo largo de
largos periodos de tiempo. Muchas de las técnicas analíticas empleadas por los arqueólogos, los
ecologistas evolutivos y los paleo-antropólogos pueden de hecho aplicarse tanto a sociedades
antiguas como contemporáneas. En las ciencias antropológicas desde el siglo XIX, el estudio del
parentesco y del lenguaje ha conectado las cronologías corta y larga, y los nuevos campos como la
genómica habilitan ahora a los analistas a moverse a través de grandes distancias en tiempo y
espacio, siguiendo las líneas de transmisión genética que relacionan a los humanos vivientes con
las poblaciones ancestrales. Las técnicas de datación absoluta y relativa que emergieron primero
en los años 50 se han vuelto cada vez más precisas y confiables, como lo han hecho las cronologías
transregionales y los modelos de tendencias de larga duración (del desarrollo de herramientas a
las migraciones transcontinentales de los primeros humanos) que han sido mejorados usando

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estas técnicas de datación. Los medios de reconectar las historias corta y larga han estado
disponibles por muchos años.

Entretanto, los historiadores han abandonado gradualmente la idea de que la única cosa posible
de hacer con fuentes escritas es examinarlas cuidadosamente en búsqueda de los motivos e
intenciones de sus autores. Ahora es rutina enseñar las habilidades necesarias para la extracción
de información (y para la lectura entre líneas). Que las fuentes obviamente de ficción pueden
contar como información histórica legítima es ampliamente aceptado; pocos historiadores hoy
encuentran necesario defender la noción de que los textos literarios sirven como receptáculos de
lógicas sociales. Las historias pueden escribirse a partir de cualquier tipo de vestigio, desde unas
memorias a un fragmento de hueso o un tipo de sangre. Además, la fusión que se está
produciendo de historia con ciencia social ha producido un mundo intelectual en el que la mayoría
de los investigadores se da cuenta que las intenciones son productos sociales, y que las bases para
su producción están en gran medida fuera del control de los individuos y sus deseos. En este darse
cuenta, las distinciones metodológicas que una vez separaron a la historia de la antropología y la
arqueología han desaparecido.

Pero los problemas de traducción permanecen. Los investigadores que estudian el pasado
profundo –llamémoslos paleo-historiadores por conveniencia- enfrentan numerosos desafíos
cuando presentan su trabajo a investigadores concentrados en periodos más recientes. Estos
desafíos incluyen la estúpida suposición de que el pasado profundo se entiende mejor en relación
a una naturaleza humana fija o tendencias de comportamiento universales (tales como
“economizar”, “elección racional” o “selección de parentesco”). Otro problema es la creencia de
que ciertas formas culturales, como por ejemplo la “etnicidad”, son esencialmente modernas y
que procesos similares de identificación de grupo no se encuentran en el pasado. Los paleo-
historiadores luchan a diario con la suposición de que la prehistoria humana se caracteriza por
largos periodos de continuidad conductual y estasis cultural, sin variedad ni cambio. Sumado a
estos problemas de entendimiento, los paleo-historiadores enfrentan dificultades inherentes a su
propia práctica. La cantidad de material disponible para el análisis disminuye dramáticamente en
la medida en que uno se mueve hacia atrás en el tiempo, una tendencia que genera tanto
reconocimiento como perplejidad. Frecuentemente no queda claro qué significan los artefactos
humanos antiguos. ¿El dibujo grabado en una pieza de hueso es “simbólico”? ¿De qué? ¿Podría ser
un producto del aburrimiento? ¿Podría ser el símbolo aparente para nosotros, mientras que quizás
no para el que lo hizo en este objeto antiguo?

Los paleo-historiadores también deben estar alertas ante las poderosas nociones de progreso y
primitivismo que colorean sus trabajos y determinan cómo son recibidos sus descubrimientos y
cómo son usados en círculos intelectuales más amplios. La idea de que el pasado humano
profundo se entiende mejor como variante de la ciencia biológica o de la historia natural, y que la
evolución describe un proceso estrictamente biológico y no uno cultural o social, es otro problema
que aparece en el campo. Esto tiene lugar incluso cuando desarrollos tan básicos como ser bípedo,
la pérdida de pelo en el cuerpo o la ovulación oculta, están implicados en complejas suposiciones
acerca de la vida social. Finalmente, la paleo-historia necesita de una narrativa y de un relato

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reconstructivo. Por más que nos quejemos de las cualidades coercitivas de las narrativas
históricas, conllevan información de modo convincente y vívido. La paleo-historia atrae el talento
de numerosos escritores científicos: este hecho refleja la simpatía del campo, pero también su
inaccesibilidad y especialización en demasía. Es preciso un uso juicioso de la narrativa para traer
los paleo-historiadores al diálogo con las ciencias sociales y las humanidades.

Las historias que presentamos en este volumen se pensaron para resolver algunos de estos
problemas de traducción. Usan los recursos de todos los campos de historia y antropología para
presentar una historia de amplio espectro de la humanidad. Por razones de conveniencia, esta
historia comienza alrededor de 2,6 millones de años atrás, cuando nuestros ancestros homínidos
empezaron a usar herramientas que entrarían posteriormente en el registro arqueológico; pero
localizamos también los cuerpos humanos y las formas sociales en el contexto mayor de la
evolución de primates, usando la evidencia genética, ósea y conductual para extender nuestro
espectro analítico de 6 a 8 millones de años, cuando nuestros ancestros se separaron de los
ancestros de los modernos chimpancés y bonobos. Más allá de su inmensa profundidad temporal,
la historia resultante es sorprendentemente similar, en substancia, forma y trayectoria, a las
enmarcadas en la cronología corta, con las siguientes excepciones. Primero, los periodos más
CLAVE antiguos parecen muy extensos en comparación con los más recientes, y el estudio de la historia
profunda enfatiza tendencias y procesos en desmedro de acontecimientos y personas. Segundo,
los procesos históricos con los que tratamos bastante frecuentemente no son estrictamente
calendáricos: tienen una lógica que trasciende el tiempo y el espacio del ejemplo concreto.
Tercero, los argumentos presentados aquí, aunque presentando evidencia, dependen raramente
de lo que los historiadores han considerado típicamente evidencia –es decir, textos escritos. Una
historia profunda de esta clase es densa con cultura y epigénesis, mismo cuando reconoce el papel
crucial de la biología, que consistentemente se integra en nuestros relatos sobre el cambio
humano a través del tiempo. El resultado es un involucramiento con el pasado humano que, en
vez de reinstalar la vieja distinción hegeliana entre natural y cultural, elimina la imaginería estática
desplegada en los siglos XIX y XX para negar historicidad al pasado profundo.

Metáforas para la Historia Profunda

Este viaje interpretativo entraña amplias síntesis de las principales tendencias en las ciencias
humanas y naturales. Sin embargo, no intentamos que estos ensayos sean enciclopédicos. Aunque
nuestro equipo de escritores incluye tres historiadores, dos antropólogos culturales, un lingüista,
un primatólogo, un genetista y tres arqueólogos, nos damos cuenta que las áreas de estudio que
cubrimos en este libro son vastas y en constante expansión. No podemos producir una total
cobertura; sólo podemos inspirar curiosidad. También entendemos que los temas que hemos
elegido para el escrutinio no son los únicos o incluso los mejores dominios para ilustrar la promesa
de una perspectiva histórica profunda. Mucho mas podría decirse sobre el clima, la música y el
arte, la religión, la ley y la violencia, la tecnología y el sexo. Este volumen no agota las
posibilidades: ofrece algunas y espera sugerir mas.

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El objetivo principal de este libro, entonces, no es alcanzar enciclopedismo, sino proponer un
nuevo set de metáforas base para la escritura de la historia profunda. Las metáforas son
necesarias para la producción de buenos argumentos históricos. Ellas determinan la forma de las
trayectorias históricas, así como también los temas y los silencios de tales argumentos. El uso
estratégico de nuevas metáforas puede de este modo llevar, como dijeron Richard Dawkins y J.R.
Krebs, a "nuevos y productivos hábitos de pensamiento sobre material viejo y conocido". La
escritura de historias profundas requiere de encuadres analíticos que no eche mano a narrativas
de ontogenia ("el nacimiento de lo moderno"), génesis ("algo nuevo bajo el sol") o pecado original
("cerebros de la edad de piedra en cráneos del siglo XXI"). Estas son metáforas poderosas, y en las
manos de autores hábiles generan perspectivas emocionantes sobre el pasado. Pero la historia a la
que nos conducen a imaginar es por lo general achatada y acortada; es una historia que no puede
generar un interés constante en el pasado profundo.

Proponemos un nuevo set de metáforas clave. Hábilmente dispuestos, mecanismos analíticos


como la asociación por parentesco, redes, árboles, fractales, espirales, extensiones e integración
escalonada pueden ayudarnos a comprender mejor la inmensidad del tiempo humano y la
dinámica de la conectividad que lo mismo estimulan o limitan el cambio. El parentesco, por
ejemplo, ofrece modos de conexión a través del tiempo y el espacio. Supera la metáfora de la
ontogenia, que describe la historia vital de un organismo: esa historia comienza necesariamente
en el momento de la concepción o el nacimiento, ya sea de una nación o de una idea política. Lo
que sucede antes de ello es analíticamente invisible o fundamentalmente diferente. Por el
contrario, el parentesco es posible sólo si (y solamente porque) una relación formativa preexiste y
continúa definiendo lo nuevo y particular. No tiene un punto de origen. De la misma manera, el
espiral co-evolutivo, que visualiza dos genealogías que se enredan y se alimentan una de la otra,
desplaza las metáforas de génesis, revolución y decadencia bíblica. Las nociones de esta última
clase nos predisponen a exagerar la singularidad de los acontecimientos históricos y a minimizar
las muchas maneras en que el cambio depende de sí mismo. La idea del fractal, de los diagramas
que se replican a cualquier nivel de aumento, nos ayuda a discernir que los cambios fuertes
parecen singulares solamente cuando nos limitamos a un solo nivel de observación. El fractal, y la
serie de imágenes en escala decreciente que evoca, sugieren que los saltos siempre se basan en
otros saltos. Como en los casos del parentesco y los espirales, los diagramas fractales nos
conducen sin cesar al pasado. Ellos explican por qué los cambios en cosas que podemos medir,
como la población total, la densidad de población y el consumo de energía, no tienen que ser
grandes para ser profundos. Si pudiéramos generar una discusión interdisciplinaria sobre estas
metáforas de base y otras tácticas que hemos propuesto para reconectar las cronologías corta y
larga, la investigación actual se integrará a los nuevos esquemas narrativos. Y estos mismos
esquemas ayudarán a generar nuevos proyectos de investigación.

Capítulo 2: Imaginando al Humano en Tiempo Profundo, por Andrew Shryock, Thomas


Trautmann y Clive Gamble

Los Años Faltantes en la Crónica

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