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Juancito María era un niño bueno, aunque un poco complicado porque no sabía bien que

estaba bien y que no; tener una mamá maestra y pedagoga lo hacía sentir a veces como la rata
blanca corriendo en el laberinto; con un investigador tenaz examinando cada movimiento para
estimularlo con una zanahoria o trabarlo con una pared.

Ahora que lo pienso, también las ratas que son muy inteligentes examinan con paciencia a los
investigadores y al final los harán bailar sin darse cuenta la raspa de las ratas: gracias a Dios las
ratas no toleran la luz del sol y si no pueden esconderse se mueren. Si no, la especie
dominante no sería la humana, porque estos roedores avasallantes se hubieran comido todo y
estaríamos extintos, como los pueblos antiguos de la isla de Pascua.

Con cuatro años, nadie le dijo porqué, le tocó unas vacaciones inesperadas en la casa de los
abuelitos. Nadie protesta por eso, ya cuando las dos palmeras al lado del camino se veían
desde la subida de la ruta, el corazón latía más rápido. Libertad total y vacaciones, no se veía
otra cosa. Trabajar en el campo, acompañar el encierro de los terneros y al otro día en el
ordeñe probar aún caliente la primera leche al pié de la vaca, era vivir un sueño, una película
en color.

Explorar el mundo después de la glorieta de glicinas, al este de la casa antigua de muros de


ladrillo, levantados con barro, revocados con mezcla de cal y arena y pintados a la cal. Nunca
era igual, y respirando fuerte me lanzaba a caminar por los senderos entre plantas y árboles
que doña Dominga fue recogiendo de todos los jardines y parques de la patria.

No tenía permiso de ir más lejos que el tinglado del ordeñe, al salir por la puerta un árbol
enorme de magnolia protegía la casa y el jardín en invierno de los fríos vientos polares del sur.

Frente a la puerta vidriada del este, bajo el tanque de agua que llenaba el molino de viento
chirriando noche y día, una despensa y un sótano misterioso que los pequeños teníamos
prohibido. Por la escalera empinada y peligrosa que bajaba entre quesos y encurtidos
madurando, claro, pero para los pequeños era seguro que seres misteriosos se escondían en la
oscuridad del sótano, ratones, musarañas y arañas negras, que huían de los grandes pero que
nos atacarían si nos veían pequeños.

La torre del molino también era prohibida.

Me imaginaba que era por una serpiente que bajaba cada día por la torre para perseguir los
murciélagos y los pájaros en la glicina, y que podía morder a un niño descuidado. La escalera
empezaba más arriba de un hombre, para que un atrevido no pudiera subir; pero descubrí que
cuando nadie te veía, uno se podía subir a la tapa del pozo poniendo un balde de ordeñar boca
abajo como escalón, y de allí sí treparse por la escalera de perfiles volados en la esquina de la
torre. Cuando lleguó a la altura del tanque, muy lejos aún de la rueda de la hélice, se
emborrachó de la emoción del alpinista: ¡estas eran las emociones fuertes de los grandes que
aún no conocía! La vista que se extendía sobre el techo de la casa entera, que nunca había
visto tan grande, las palmeras y el añoso árbol de los treinta y tres de la agraciada, el jardín de
árboles, palmas, arbustos y flores que como un rosedal la abuela había extendido en cuatro
hectáreas alrededor. Y mucho más allá, las plantaciones de frutales, naranjas, limoneros,
ciruelos, manzanos, peras, duraznos, nisperos y hasta unas feas higueras.

Veía tambien los techos de la herrería, los muros anchos de ladrillo de la ferretería, los
depósitos, los garages, hasta el despacho de ramos generales: caminos en el cielo que
recorrería después cuando fuera muchacho.
Mientras soñaba, veía aún más lejos las cortinas de árboles que protegían las vides, un monte
de cipreses que subían hasta el cielo y formaban los arcos para los picados de pelota; y
senderos con bordes de plantas ornamentales que giraban hacia la casa de Juancito, la casa de
Rubén, la glorieta de rosas del norte, hasta la plantación de nardos que a veces la abuela
cosechaba para vender su extracto perfumado. Hubiera pasado días soñando en las alturas, si
no supiera que si me sorprendían sería un castigo seguro.

En el verano, entre los naranjos se veían florecer las dalias que la abuela sembraba cuando
para controlar las malezas se araba entre las filas. Mirando con ojos de niño, ese era el jardin
del Edén antes que la culebra engañara a Eva. Para maravillarse con las cosas de Dios, si que
hay que mirarlas con los ojos de un niño, inocente de Dios. ¡Pobre ñato!

La crisis comenzó con las zanahorias en la sopa.

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