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Instituto San Vicente de Paúl

Escuela Secundaria Superior

Literatura
La Literatura
Alegórica

6to. Año B
Cuadernillo Teórico – Práctico
2do. Trimestre 2022
Profesora Mangiante, Cinthia
COSMOVISIÓN ALEGÓRICA
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Para desarrollar el trabajo sobre la Unidad llamada “Cosmovisión Alegórica” comenzamos con una
descripción del concepto de alegoría:

El término alegoría se refiere tanto a una ficción en la cual algo representa o significa otra cosa diferente
como a la obra literaria de sentido alegórico. Permite representar una idea o una figura abstracta a través
de otras formas, ya sean humanas, animales o de objetos, para que pueda ser entendida por la
generalidad. Se basa en dibujar lo abstracto, hacer “visible” lo que solo es conceptual. La alegoría se
transforma entonces en un instrumento cognoscitivo y se asocia al razonamiento por analogías o
analógico. Así, una mujer ciega con una balanza, es alegoría de la justicia

También se denomina alegoría a un procedimiento retórico de más amplio alcance, en tanto que por él
se crea un sistema extenso y subdividido de imágenes metafóricas que representa un pensamiento más
complejo o una experiencia humana real, y en ese sentido puede constituir obras enteras.

La alegoría es una metáfora que trata de explicar contextualmente la idea buscada. Podemos definir a la
alegoría como una serie de metáforas ligadas entre sí, que explican con palabras o ideas diferentes una
idea entendida en el contexto.

Ejemplo:

República, VII
El libro VII de la República comienza con la exposición del conocido mito de la caverna, que utiliza Platón
como explicación alegórica de la situación en la que se encuentra el hombre respecto al conocimiento,
según la teoría del conocimiento explicada al final del libro VI, ilustrada mediante la alegoría de la línea.

El mito de la caverna
I - Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación
o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.

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Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz,
que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por
las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues
las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano
superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que
ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por
encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.

- Ya lo veo-dijo.

- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos,
cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y
de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y
otros que estén callados.

- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!

- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí
mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que
está frente a ellos?

- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

- ¿Qué otra cosa van a ver?

- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas
sombras que veían pasar ante ellos?

- Forzosamente.

- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara
alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

- No, ¡por Zeus!- dijo.

- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras
de los objetos fabricados.

- Es enteramente forzoso-dijo.

- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si,
conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a
levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera
dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué
crees que contestaría si le dijera d alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora
cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más
verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca
de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le
parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?

- Mucho más-dijo.

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II. -Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía,
volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría qué éstos, son realmente
más claros que los que le muestra .?

- Así es -dijo.

- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le


dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser
arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni
una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más
fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados
en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche
las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el
sol y lo que le es propio.

- ¿Cómo no?

- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a
él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que. él estaría en condiciones de
mirar y contemplar.

- Necesariamente -dijo.

- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y
gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos
veían.

- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.

- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros
de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

- Efectivamente.

- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a
aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de
cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que
nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas
cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo
de Homero, es decir, que preferiría decididamente "trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin
patrimonio" o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que
se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?

- Ciertamente -dijo.

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- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados,
opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad
-y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él
que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar
una semejante ascensión? ¿Y no matarían; si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien
intentara desatarles y hacerles subir?.

- Claro que sí -dijo.

III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho
antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego
que hay en ella, con el poder del. sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de
las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la. región inteligible no errarás con
respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está
en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con
trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y
lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano
de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza
que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.

- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.

Según la versión de la República de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1981 (3ª edición)

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Fabulas
AUGUSTO MONTERROSO

El Conejo y el León
Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.

Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol,
desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres
de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.

Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.

En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus
respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido
haciendo desde que el hombre era hombre.

El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre
y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un
instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.

De regreso a la ciudad el célebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra
que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León
ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia
fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que
comprende y que después de todo no le ha hecho nada.

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La oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para
que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

La parte del león


La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja se asociaron un día con el León para gozar alguna vez de una vida
tranquila, pues las depredaciones del monstruo (como lo llamaban a sus espaldas) las mantenían en una
atmósfera de angustia y zozobra de la que difícilmente podían escapar como no fuera por las buenas.

Con la conocida habilidad cinegética de los cuatro, cierta tarde cazaron un ágil Ciervo (cuya carne por
supuesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja, acostumbradas como estaban a alimentarse con las
hierbas que cogían) y de acuerdo con el convenio dividieron el vasto cuerpo en partes iguales.

Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su indefensión y extrema debilidad, las tres
se pusieron a vociferar acaloradamente, confabuladas de antemano para quedarse también con la parte
del León, pues, como enseñaba la Hormiga, querían guardar algo para los días duros del invierno.

Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar las sabidas razones por las cuales el
Ciervo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí mismo de una sentada, en medio de los largos
gritos de ellas en que se escuchaban expresiones como contrato social, Constitución, derechos humanos
y otras igualmente fuertes y decisivas

El sabio que tomo el poder


Un día, hace muchos años, el Mono advirtió que entre todos los animales era él quien contaba con la
descendencia más inteligente, o sea el hombre.

Animado por esta revelación empezó a estudiar un gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su
casa y, a medida que aprendía, a conducirse como ser importante frente a las situaciones más comunes.

Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enormes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en
saber por el Búho y la Serpiente.

De esta manera, ante el asombro de los inocentes, pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó
el día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario del León.

Sin embargo, durante un insomnio (en los que había caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo
aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba únicamente con su fuerza
y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con un poco
de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.

A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora
expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental

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los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo
aventajaba en descencia y, por supuesto, en sabiduría.

El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo,
estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al
balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.

De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, sentía
invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un
discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea
el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores.

Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de cosas, a lo que el León,
aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que
volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el
Mono conserva la pluma y el León la corona

La Jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo


Hace mucho tiempo, en un país lejano, vivía una Jirafa, de estatura regular pero tan descuidada que una
vez se salió de la Selva y se perdió.

Desorientada como siempre, se puso a caminar a tontas y a locas de aquí para allá, y por más que se
agachaba para encontrar el camino no lo encontraba.

Así, deambulando, llegó a un desfiladero donde en ese momento tenía lugar una gran batalla.

A pesar de que las bajas eran cuantiosas por ambos bandos, ninguno estaba dispuesto a ceder ni un
milímetro de terreno.

Los generales arengaban a sus tropas con las espadas en alto, al mismo tiempo que la nieve se teñía de
púrpura con la sangre de los heridos.

Entre el humo y el estrépito de los cañones se veía desplomarse a los muertos de uno y otro ejército, con
tiempo apenas para encomendar su alma al diablo; pero los sobrevivientes continuaban disparando con
entusiasmo hasta que a ellos también les tocaba y caían con un gesto estúpido pero que en su caída
consideraban que la Historia iba a recoger como heroico, pues morían por defender su bandera; y
efectivamente, la Historia recogía esos gestos como heroicos, tanto la Historia que recogía los gestos del
uno, como la que recogía los gestos del otro, ya que cada lado escribía su propia historia; así, Wellington
era un héroe para los ingleses y Napoleón era un héroe para los franceses.

A todo esto, la Jirafa siguió caminando, hasta que llegó a una parte del desfiladero en que estaba montado
un enorme Cañón, que en ese preciso instante hizo un disparo exactamente unos veinte centímetros
arriba de su cabeza, más o menos.

Al ver pasar la bala tan cerca, y mientras seguía con la vista su trayectoria, la Jirafa pensó:

"Qué bueno que no soy tan alta, pues si mi cuello midiera treinta centímetros más esa bala me habría
volado la cabeza; o bien, qué bueno que esta parte del desfiladero en que está el Cañón no es tan baja,
pues si midiera treinta centímetros menos la bala también me habría volado la cabeza. Ahora comprendo
que todo es relativo".

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Bibliografía Crítica de la obra de Augusto Monterroso
NOTA INTRODUCTORIA

Para tratar de definir la sorpresa, el encanto, la perplejidad que suscitan los textos de Augusto
Monterroso, se han empleado palabras tales como humor, ingenio, sátira, ironía, fábula, parodia y muchas
más. No diré que no son palabras respetables ni que no expliquen nada acerca de una escritura de
apariencia sencilla pero en la que se adivina de inmediato una extrema y rigurosa complejidad; son
palabras respetables e introducen realmente a explicaciones que, a su vez, facilitan la percepción de una
atmósfera textual pero, al mismo tiempo, si permanecemos en ellas, podemos quedarnos para siempre
en el borde, sin entrar en una de las experiencias más inquietantes de la literatura contemporánea: como
quien se asoma y, satisfecho con haber ordenado un poco la sorpresa, se retira tranquilo sin saber que se
retira frustrado.

¿Por qué inquietante? Tampoco es fácil decirlo: acaso porque sin aparentemente buscarlo ni ostentarlo
como propósito, sus textos atentan contra convicciones, destruyen en silencio, pausada y serenamente
el convencionalismo o la tontería en las que vivimos con comodidad, reivindican con una firmeza
excepcional lo que significa —pasamos rechazando— la palabra, la construcción verbal, la frase en
nuestras vidas. Percibir eso crea, desde luego, un desasosiego: procuramos calmarlo hablando de humor,
de chiste, de sarcasmo, de ingenio, de ironía. Deberíamos también hablar de “verdad” pero renunciando
a todo vanidoso intento por saber en qué consiste la verdad, como si la verdad que recorre, articula y
proyecta esos textos consistiera tan sólo en —y ya es bastante— obligarnos a mirar nuestra efigie en el
espejo para provocarnos una conmoción metafísica, una vacilación en el ser.

Desde luego, críticos y periodistas hablaron de “verdad” aunque vinculándola a un término que
Monterroso rechaza, el “moralismo” concepto fácil de atribuir pues viene junto con el de fábula que
arrastra a su vez, como todo el mundo lo sabe, el de moraleja: el fabulista sería moralista porque intenta
mostrar la falsedad de los comportamientos humanos y, didácticamente, quiere corregirlos. Se me ocurre,
por el contrario, que nociones tales como falsedad, convencionalismo, lugares comunes, sensatez, son
otras tantas formas de la “verdad” que le importa a Monterroso, en el sentido de que integran el
paradigma de lo real y lo posible y, en esa medida, excitan e incitan a escribir; “su” escritura de tal verdad
compuesta y en marcha, como una máquina, le permite construir una zona diferente, más alta, en la que
los meros valores triviales desaparecen y, en cambio, aparece la sorpresa, el encanto, lo inesperado, la
inquietud. Esto quiere decir que no intentaría, como me parece, rectificar el mundo a través de una
ingenua confianza en el poder de la literatura o de su “mensaje”, ni dar indicaciones para ordenar su
evidente desorden, sino que, admitiendo ese desorden y todo lo que contiene, se propondría instaurar
una zona de luz, una forma superior de saber, desencantado y esperanzado al mismo tiempo, atravesado
por las revelaciones que sólo la poesía en la palabra puede traer.

Se ha dicho —él mismo lo ha dicho— que su trabajo de escritor consiste fundamentalmente en suprimir,
en eliminar, en apretar, en condensar, yo llamaría a todo eso “iluminar”, superficialmente, significa quitar
lo parasitario, lo ornamental, la metáfora inútil, el enrolamiento, ese adjetivo que, como lo señalaba
Huidobro, “si no da vida mata”, en fin todo lo que Monterroso denomina impiadosamente “basura”; todas
esas operaciones aparecen —o son presentadas así— como propias de un trabajo de y en el “estilo”. Yo
creo que esta idea es pobre y que su “iluminismo” o su “iluminización” va más allá: implica atravesar la
materia verbal haciendo penetrar en ella una luz de modo tal que, además de ayudar a que la mirada
exterior perciba y capte textos de los más nítidos que hay en la lengua española, se puede alcanzar zonas,
regiones y lugares en sí mismo complejas y oscuras, transformando esa mirada en penetrante y el texto
en transparente pero haciendo, mágicamente, que esa complejidad —ya sea en forma de sabiduría

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literaria, riqueza conceptual, sobrecarga imaginativa— no desaparezca sino que se integre al texto,
jugando con la claridad, interactuando con ella.

De ese movimiento brota un efecto de lectura insólito: nos iluminamos, lectores torpes que chapoteamos
en el conformismo, con esa claridad o, dicho de otro modo, comprendemos o, más aún, empezamos a
sentir la posibilidad de ser inteligentes a la manera en que estos textos lo son. En otras palabras, estos
textos de Monterroso postulan que la lectura es posible y que sólo mediante sus operaciones podremos
encauzar la primera inquietud, ese sentimiento de desajuste o de ridículo que fatalmente nos invade
cuando algo o alguien nos obliga a mirarnos en el espejo de nuestros lugares comunes intelectuales,
sentimentales, políticos, vitales.

A la manera de los clásicos, o sea a la manera de siempre, Monterroso es un filósofo de la naturaleza


humana: los núcleos sobre los que escribe incesante-mente se manifiestan como coagulados verbales y
para desmontarlos produce cuentos, ensayos, fábulas, parodias, notas, reflexiones, catálogos; en
cualquier caso, sigue la misma dirección: disipar el humo ideológico que los rodea como núcleos de la
humana naturaleza. Sólo el filósofo puede hacerlo y poner las cosas en su sitio. Como además lo hace con
una gracia infinita y con una bondad sin límites, Monterroso aparece en una situación literaria única,
pariente quizás de Borges, en cierto sentido de Kafka, habiendo obtenido, aparentemente sin esfuerzo,
ese codiciado don de la singularidad que, ligada a una seriedad profunda y a un respeto muy grande por
el oficio literario, nos indica, una vez más, como Borges, como Kafka, que escribir es posible, en general y
en nuestros países, que tiene sentido hacerlo en medio de tantos actos y gestos sin sentido que configuran
eso que, penosamente, se llama la vida social.

El único criterio que he seguido para confeccionar esta antología ha sido tratar de excluir los textos
incluidos en las otras dos existentes (Antología personal, México, FCE, Col. Archivo del Fondo núm. 43,
1975 y Las ilusiones perdidas —Antología personal—, México, FCE y CREA, Biblioteca Joven, 1985) salvo
en dos o tres casos. Las razones para ello residen en que la obra de Monterroso posee una regularidad
ejemplar de modo tal que me sería difícil no sólo decir que un texto vale más que otro sino también por
qué excluiría tal y no tal otro. En vista de ello, mi opción consistió en ampliar simplemente el radio de
acción de las Antologías.

Los textos han sido extraídos de cinco de sus seis libros publicados: Obras completas y otros cuentos,
1959; La oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo, 1972; Lo demás es silencio. La vida y
la obra de Eduardo Torres, 1978; La palabra mágica, 1984. También he dejado de lado Viaje al centro de
la fábula, 1982, porque el carácter textual de las entrevistas que lo componen está algo atenuado debido
a su origen, es decir porque el disparador son preguntas.

Jitrik, Noé: En Augusto Monterroso Cuentos, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2008

REVOLUCIÓN, RENOVACIÓN Y ACTUALIZACIÓN


DE LA FÁBULA DE AUGUSTO MONTERROSO
Hala Abdel Salm Awaad
Ain Shams University
Se puede decir que a partir de La oveja negra y demás fábula, de Augusto Monterroso (1969), se observan
las características de la nueva fábula, la fábula que rompe con la idea establecida. Monterroso se vale del
rico pasado de este género antiguo, lo manipula, lo renueva, transforma sus códigos por medio de una
especie de adaptación y, así, crea una fábula actualizada que satisface las expectativas del lector moderno.

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El autor ha demostrado que la fábula no es un género difunto, sino vivo, que sigue cambiando para reflejar
un mundo que cambia.

La fábula, como es sabido, es un género muy antiguo que nace como forma oral y es, aparentemente, uno
de los menos transformados y que ha permanecido con enorme vigencia desde su nacimiento hasta el
presente. «El tema de la fábula permanece mientras cambia la visión del mismo en la adaptación a la
época y pensamiento del autor; es, por tanto, universal»1.

Es un género que lleva una multitud de connotaciones, empero, se dice que su actitud fundamental es
crítica, satírica y didáctica. Casi siempre la fábula ha sido crítica y se vale de la sátira para establecer esta
crítica, al mismo tiempo conlleva una moraleja, y ésta existe en distintos niveles, lo que quiere afirmar
que, la fábula pierde gran parte o toda su identidad genérica sin esta moraleja. Esta doctrina moral fue
empleada anteriormente como materia didáctica. Sin embargo, y como lo afirma Piqueras, «la fábula no
constituye tan solo un modelo de vida sino también el reconocimiento interno de los defectos y fallos
humanos a cuya corrección la moraleja nos orienta»2.

Por otra parte las fábulas no cuentan directamente sucesos específicos, aunque pueden ser inspiradas
por ocurrencias reales y sus personajes representan virtudes o actitudes que pueden ser aplicadas a
situaciones cotidianas infinitas.

Otra característica distinguible de este género es su brevedad. La fábula tradicional es muy breve, con lo
cual es fácil memorizarla y repetirla casi en su forma exacta. Algo que facilita esta brevedad es el uso de
figuras mitológicas, de ideas comunes o de tipos, así, el fabulista se vale de estas ideas comunes para no
desperdiciar tiempo en explicaciones. Por lo cual, los personajes pueden ser personajes mitológicos,
objetos, como también personajes de la vida pública, sin olvidar por supuesto los animales. Aquí, huelga
mencionar que, el principio fundamental de la tipología de los animales radica en que la caracterización
de cada animal responde a la relación que guarda su conducta con el comportamiento humano. O sea, lo
que interesa son las funciones diversas que desempeñan los animales en el relato, pues «los personajes
de la fábula no existen sino en función de una intención que les es ajena» 3.

Ahora vamos a ver la aportación de parte de A. Monterroso.

Monterroso ha redefinido la fábula produciendo una nueva especie para presentar una nueva realidad las
fábulas de Monterroso distan y no se ajustan a la fábula tradicional en ciertos aspectos. Primero, en
cuanto a que aquellas no son siempre generales, lo que quiere decir, no tratan siempre de situaciones
universales que pueden presentarse a cualquier persona: gran parte de sus fábulas tratan varios aspectos
de la literatura, como: «El Mono que quiso ser escritor satírico», «El
Zorro más sabio», «Paréntesis», etc.
Segundo, la brevedad. Las fábulas monterrosinas a pesar de su brevedad no son fácilmente repetibles, ni
memorizables, el mejor ejemplo es «Paréntesis», la fábula menos tradicional:

A veces por las noches —meditaba aquella ocasión la Pulga— cuando el insomnio no me
deja dormir como ahora y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de
escritor y, viendo largamente al techo, por breves instantes imagino que soy, o que podría
serlo si me lo propusiera con seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su
existencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos para subsistir con
dignidad), o como Cervantes (sin los inconvenientes de la pobreza), o como Catulo (aun
en contra, o quizá por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o como Swift (sin
la amenaza de la locura), o como Goethe (sin su triste destino de ganarse la vida en Palacio),
o como Bloy (a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas), o como
Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar de todo); nunca Anónimo; siempre
Lui Même, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre.

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En las fábulas de Monterroso se percibe un nuevo cambio, una renovación en la intención retórica del
género. Sus fábulas son un medio para revelar y mostrar aspectos de la sociedad o del comportamiento
humano sin pretender transmitir una moraleja, o sea, rechazar la función didáctica y moral. Monterroso
se abstiene de moralizar.

Buenos ejemplos de este hecho son: «La parte del León» y «El sabio que tomó el poder». Estas fábulas
muestran jerarquía de una sociedad cruel donde reina la ley de la fuerza e, implícitamente, dan consejos
de cómo no comportarse en dicha sociedad, sin que exista una valoración explícita de los hechos
presentados.

La intención retórica y su transmisión es un punto en que la fábula presenta rasgos adscritos a la


posmodernidad. El escepticismo, uno de estos rasgos posmodernos, es vigente en este fabulario; que en
vez de enseñar o explicar alienta la duda. Ya no hay verdades absolutas, todo es relativo y esto lo afirma
«La Jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo».

Otra técnica innovadora es la ambigüedad. Las fábulas monterrosinas se abren a diferentes


interpretaciones y lecturas, exigen al lector a que piense en los temas que se le presentan. Más adelante
estudiaré al papel del lector y su participación activa cuando se enfrenta a estos textos.

En cuanto al paratexto, otro rasgo innovador, éste libro de fábulas muestra el esmerado trabajo sobre su
uso. El título que antes no cobraba interés es ahora esencial. En La Oveja negra hay textos donde el título
corresponde al contenido; otros que únicamente se entienden después de una minuciosa lectura, o en
discordancia con la fábula, y hasta en un idioma diferente al cuerpo de la fábula. Resulta, asimismo,
innovador el uso de Monterroso de otros elementos del paratexto como los «Agradecimientos», el
«Epígrafe», y el «Índice onomástico y geográfico» que forman parte importante del cuerpo de la obra.

Corral observa cómo «una capacidad de simbiosis entre lo inocente y lo maligno, entre lo ingenuo y lo
avieso, entre la sonrisa y la estocada opera desde antes de que se lea alguna fábula del libro, es decir
desde los «Agradecimientos», y el «epígrafe».

En cuanto al personaje, se puede decir que en la nueva fábula como en la tradicional se encuentran todo
tipo de personajes, sin embargo en la nueva aparecen otros nuevos: héroes históricos, animales atípicos,
figuras bíblicas y de la tradición literaria. Los personajes en la tradicional eran prototipos de una
determinada conducta, representaban características diferentes del ser humano, y encarnaban valores
éticos. Ya en la nueva, pueden reunir varios rasgos en su carácter y no encarnan una característica, o dicho
en otras palabras, los personajes tienen personalidades más diferenciadas. Los fabulistas ya no se retratan
a héroes, ni verdades absolutas u organismos sagrados de la sociedad. Según Kleveland, «aparecen
personajes que sufren una alienación esencial: no tienen rasgos de personalidad o ni siquiera se
reconocen a sí mismos»11. Esto mismo se aplica a los animales. Anteriormente la naturaleza de los
animales era estática, cada especie representaba una o más cualidades humanas: el mono encarna la
vanidad; la zorra la inteligencia y la astucia; el león, el lobo, el águila la fuerza; la serpiente la crueldad; y
así. Con la nueva fábula se produce una recaracterización de estos animales, y, a su vez, este cambio de
prototipo sorprende al lector. «El Conejo y el León» de A. Monterroso es un buen ejemplo de la ruptura
con la antigua tipificación.

En esta fábula un encuentro entre un conejo y un león El psicoanalista interpreta la actuación de los
animales subvirtiendo la forma a que se acostumbraba: cambia las características y demuestra que el León
es el animal más infantil y cobarde de la Selva y el Conejo el más valiente y maduro. Aquí, el narrador
juega con el lector al destruir ideas preconcebidas sobre lo que dice un célebre psicoanalista.

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El texto presenta un cambio en la relación antigua entre verdugo y víctima. En la perspectiva
metafabulística el texto expresa una protesta contra la rígida tipificación de la fábula tradicional y recalca
que los antiguos modelos deben ser cuestionados

La obra de Monterroso contrae una relación con el lector, un lector analítico y concienzudo, cuya tarea
radica en una participación activa para descodificar el mensaje con el fin de darle coherencia y sentido.
De ahí surge la importante función del lector en la actualización de un texto literario.

La fábula «Los otros seis» nos hace reflexionar sobre la capacidad subversiva de una lectura “inocente” o
“ingenua”:

Dice la tradición que en un lejano país existía hace algunos años un Búho que a fuerza a
fuerza de meditar y quemarse las pestañas estudiando, pensando, traduciendo, dando
conferencias, escribiendo poemas, cuentos, biografías, crónicas de cine, discursos, ensayos
literarios y algunas cosas más, llegó a saberlo y a tratarlo prácticamente todo en cualquier
género de los conocimientos humanos, en forma tan notoria que sus entusiastas
contemporáneos pronto lo declararon uno de los Siete Sabios del País, sin que hasta la
fecha se haya podido averiguar quiénes eran los otros seis.

El concepto de «moldes mentales» está, a su vez, subvertido por Monterroso, «El Monólogo del Mal» es
un buen ejemplo de tal subversión.

Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para
acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero al verlo tan chico el Mal pensó:
«Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve
tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el
Bien no despreciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la
gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes
en que lo que hace el Bien está bien y lo que hace el Mal está mal». Y así el Bien se salvó
una vez más.

Este texto propone una atenta reflexión. La personificación de Bien y del Mal parodia la literatura
alegórica clásica. La actuación de ambos en una alegoría clásica sería una lucha donde uno de los dos se
tragará al otro. Aquí sucede todo lo contrario: la situación carece de acción, el Mal, aquí, decide no actuar
como mal. Así se introduce el elemento discordante con el género al no narrar una acción en armonía con
el carácter esperado de estos personajes.

Como se ve, el lector de Monterroso es muchas veces quien inventa mundos nuevos y textos a partir de
las lecturas que se le proponen, o sea, es a veces quien escribe.

En el momento en que la fábula evoluciona, su lenguaje evoluciona. Tradicionalmente había todo un


sistema de fórmulas que conformaban su lenguaje. Con la nueva fábula aparece un lenguaje más
elaborado; crítico, experimental y abierto a la ironía y la sátira, que muestra la preocupación del autor por
la calidad de su texto. Se refleja, al par, preocupación por la brevedad. El lenguaje de La Oveja negra está
cuidadosamente elegido, hay una economía y fluidez de lenguaje poético y se aplican expresiones
específicas y se rehúyen las desgastadas, así como, se encuentran palabras con doble sentido para
promover la ambigüedad.

El metalenguaje, también, tiene su lugar en esta fábula: «en nuestro caso español». Esta manera de usar
el lenguaje manifiesta el distanciamiento que transmiten las fábulas.

Con La Oveja negra y demás fábulas Augusto Monterroso rompe completamente con las ideas
establecidas de la fábula. El texto se emancipa de su origen, se vale el autor sí del pasado rico de este

13
género, mas lo manipula para crear una nueva especie de fábula para presentar una nueva realidad, una
realidad donde no se distingue tan fácilmente el Bien y el Mal.

La Oveja negra no transmite moraleja perceptible, sino que Monterroso esconde su punto de vista en la
sátira, la ambigüedad, la ironía, y exige al lector que reflexione para elegir su punto de vista, que él mismo
interprete los hechos. El lector es cómplice y participa en la experiencia creativa de la lectura.

Monterroso ha reanimado exitosamente la fábula, para cumplir con los requisitos del lector
contemporáneo; También, la ha redefinido, y es posible que haya formado parte de la base para su camino
futuro.

Y como colofón, afirmamos el comentario de Gabriel García Márquez de que este libro hay que leerlo
manos arriba. Su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de
seriedad.

Actividades
1. Completa el cuadro con las fábulas leídas

Explicación del Crítica social que


Fabula Narrador Personajes
titulo realiza
La Jirafa que de
pronto
El Conejo y el
comprendió
León
que todo es
relativo
La Jirafa que de
pronto
La oveja negra comprendió
que todo es
relativo
La Jirafa que de
pronto
La parte del
comprendió
león
que todo es
relativo
La Jirafa que de
pronto
El sabio que
comprendió
tomo el poder
que todo es
relativo
La Jirafa que de La Jirafa que de
pronto pronto
comprendió comprendió
que todo es que todo es
relativo relativo
La Jirafa que de
Paréntesis pronto
comprendió

14
que todo es
relativo
La Jirafa que de
pronto
Los otros seis comprendió
que todo es
relativo
La Jirafa que de
pronto
El Monólogo
comprendió
del Mal
que todo es
relativo
2. Responde después de haber leído la bibliografía crítica

1) ¿Qué características tienen las fabulas de Monterroso?


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……………………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………………
……………………………………………………………………………………………………
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2) ¿Con qué finalidad escribió, además del placer estético, las fabulas Monterroso?
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3) ¿Cómo califica Noé Jitrik las fabulas de Monterroso?


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4) ¿A qué se refiere Noé Jitrik con la frase <<“iluminar”, superficialmente>>?


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5) ¿Qué pasa con la intención didáctica y el moralismo que vemos en las fabulas
tradicionales?¿Se ponen de manifiesto en los textos de Monterroso?
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6) Explica qué quiere expresar la siguiente frase de Noé Jitrik: “Monterroso es un filósofo de
la naturaleza humana”
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7) ¿Por qué compara Noé Jitrik a Monterroso con Borges y Kafka?

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ESTEBAN ECHEVERRÍA

EL MATADERO
A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes
como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros
prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré
solamente que los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183.... Estábamos, a más, en
cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia, adoptando el precepto de
Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa
de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio
y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera
alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el
pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento,
sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los
enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes,
que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la
sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron
a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se
precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el
pie de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su
cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como
un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad, circunvalada del norte al este por una cintura de
agua y barro, y al sur por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos
barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas
atónitas miradas al horizonte como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo
diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores
atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está
por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de
vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra
de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora
tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías,
vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La
justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de
aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los
predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien

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parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a
amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de
cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto,
acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares
de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque
bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de
conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero
de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y
aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con
huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne
era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron
sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos, y los huevos a
cuatro reales, y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de
gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen
soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron
o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras,
como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar
cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en
busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo;
pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que
cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, y se fueron al
otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar
los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes
pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda
clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la
penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada
por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la iglesia, quienes,
como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas; a lo que se
agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros
alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por
rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes.
Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, el Restaurador, creyendo aquellos tumultos de
origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los
predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas
providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto
tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso
para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.
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En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos
al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población
acostumbrada a consumir diariamente de doscientos cincuenta a trescientos, y cuya tercera parte al menos
gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y
estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el
poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad
sino la de la iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y
hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los
felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del
barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos
los cincuenta novillos destinados al matadero.
- Chica, pero gorda exclamaban -. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los
lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del
matadero y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que al oír tan
desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a
correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara
precursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una
comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in
voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su
odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la
arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y
vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de
su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen
católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo
en día santo.
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallan tendidos en la playa del
matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y
pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria
peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un
croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sur de la ciudad, es una gran playa en
forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga
hacia el este. Esta playa, con declive al sur, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas
pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge, en
tiempo de lluvia, toda la sangranza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el
oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da
a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay
con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.

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Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se
hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la
recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez
del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella
pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para
el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo
notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca
cintura los siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña
Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios». Letreros muy significativos, símbolo de la fe política
y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa
del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros quienes, ya muerta, la veneraban como viva por
sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un
aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido
banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que
allí, en presencia de un gran concurso, ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal
patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su
nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban
tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre
de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura
más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello
largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían,
caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras,
cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y, entremezclados con ella, algunos enormes mastines
olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco
y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa, y algunos jinetes, con el poncho calado
y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o, reclinados sobre el pescuezo de los caballos,
echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un
enjambre de gaviotas blanquiazules, que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban
cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara
sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba: los grupos se deshacían, venían a formarse tomando
diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida o
asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era que, ínter el carnicero en un grupo descuartizaba
a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el
sebo en aquél, de entre la chusma, que ojeaba y aguardaba la presa de achura, salía de cuando en cuando
una mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba
gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería
descompasada de los muchachos.
- Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía - gritaba uno.
- Aquél lo escondió en el alzapón - replicaba la negra.
-¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo - exclamaba el carnicero.
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-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
- Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡A la bruja! - repitieron los muchachos -, ¡se lleva la riñonada y el tongorí!- y cayeron sobre su
cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata
se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo,
cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hileras cuatrocientas negras
destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero
había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire
de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo, se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne,
desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraba chillando
la matanza. Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas
y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros
mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que
algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba
una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho
que le había embadurnado el rostro con sangre, y, acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros del
rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de
estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y
despejar el campo.
Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses;
por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que
habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia,
empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño
era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y
sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos
genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora.
Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y
horquetada sobre sus nudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios
pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con
un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo
escrutador y anhelante.
El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma, furibundo, y no había demonio que
lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba corno clavado y era imposible pialarlo. Gritábanle, lo
azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era
de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella
singular orquesta.

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Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y, cada cual hacía alarde
espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de
alguna lengua locuaz.
- Hi de p... en el toro.
- Al diablo los torunos del Azul.
- Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.
- Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro viejo?
- Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c..., si le parece, c...o!
- Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha
quedado ciego en el camino?
- Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
- Es emperrado y arisco como un unitario - y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron:
-¡Mueran los salvajes unitarios!
- Para el tuerto los h...
- Sí, para el tuerto, que es hombre de e... para pelear con los unitarios.
- El matambre a ¡Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matambre!
- Allá va - gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz -. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! Guarda los de la puerta. ¡Allá va furioso como un demonio!
Y, en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola,
sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica
mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un
áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe
de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo
de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
- Se cortó el lazo - gritaron unos -, allá va el toro - pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio
porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante
del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte,
compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro,
vociferando y gritando: -¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! - Enlaza, Sietepelos. -¡Que te agarra, Botija! - Va
furioso; no se le pongan delante. -¡Ataja, ataja, morado! - Dele espuela al mancarrón. - Ya se metió en la
calle sola. -¡Qué lo ataje el diablo!
El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras, sentadas en hilera al borde del zanjón,
oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con

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la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador,
dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de
cámaras, otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos
malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del
rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por
no tener más de dos casas laterales y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de
zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un
caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería
sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a
correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo
ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: - Se
amoló el gringo; levántate, gringo - exclamaron, y, cruzando el pantano, amasaron con barro bajo las patas
de sus caballos su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia
de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al
grito de: ¡Al toro! ¡Al toro!, cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la
zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones, azorando con
su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque
cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas,
y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo
en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero, donde la poca chusma que había
quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la
risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba
en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos.
Echáronle uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata; su brío y su furia
redoblaron; su lengua, estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz, humo, sus ojos, miradas
encendidas. - ¡Desgarreten ese animal! exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo,
cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la
hundió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola enseguida humeante y roja a los espectadores.
Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los
gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre.
Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y, el cuchillo ensangrentado y se agachó a
desollarle con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro
por su indominable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto
en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:
- Aquí están los huevos - sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores, dos enormes
testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes

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desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada.
Aquél, según reglas de buena policía, debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y
tantos hambrientos en la población, que el señor juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el
matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y, la
poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a
la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario! - y al oír tan significativa palabra
toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U?. No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
- Perro unitario.
- Es un cajetilla.
- Monta en silla como los gringos.
- La Mazorca con él.
-¡La tijera!
- Es preciso sobarlo.
- Trae pistoleras por pintar.
- Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
-¿A que no te le animas, Matasiete?
-¿A que no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de
destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a
su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años, de gallarda y bien apuesta persona, que mientras salían en
borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno
de temer peligro alguno. Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero,
echa maquinalmene la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del
caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento
alguno.
-¡Viva ¡Matasiete! exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos
rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía, el joven fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su
caballo que permanecía inmóvil no muy distante, a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza.
Matasiete, dando un salto le salió al encuentro, y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el
suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.

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Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertorio volvió a victoriarlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la
víctima inerte.
- Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
- Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
- Tiene buen pescuezo para el violín.
- Tocale el violín.
- Mejor es resbalosa.
- Probemos - dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído,
mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
- No, no le degüellen exclamó de lejos la voz imponente del juez del matadero, que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el
Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
-¡Mueran! ¡Vivan! - repitieron en coro los espectadores y atándole codo con codo, entre moquetes y
tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones
al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y
los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del matadero. Notábase,
además, en un rincón, otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas
entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el juez. Un hombre, soldado en apariencia,
sentado en una de ellas, cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre
los federales, cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a empellones al joven
unitario hacia el centro de la sala.
-A ti te toca la resbalosa - gritó uno.
- Encomienda tu alma al diablo.
- Está furioso como toro montaraz.
- Ya le amansará el palo.
- Es preciso sobarlo.
- Por ahora verga y tijera.
- Si no, la vela.
- Mejor será la mazorca.
- Silencio y sentarse exclamó el juez, dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven,
de pie, encarando al juez, exclamó con voz preñada de indignación:
- Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?

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-¡Calma! - dijo sonriendo el juez -, no hay, que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y
amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación
de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado.
Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y, la
respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? - le dijo el juez.
- De rabia, porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerzas y valor para eso?
- Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza, y en un minuto cortáronle la patilla
que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
-A ver - dijo el juez -, un vaso de agua para que se refresque.
- Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en
el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
- Este es incorregible.
- Ya lo domaremos.
- Silencio - dijo el juez -, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora
vamos a cuentas.
-¿Por qué no traes divisa?.
- Porque no quiero.
-¿No sabes que lo manda el Restaurador?
- La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
- Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también
son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
- Lo prefiero a que, maniatado, me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?.
-¡Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!
-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
- Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.

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-¡Insolente!, te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
- Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el juez, cuatro sayones, salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron
largó a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
- Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía
rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina
dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes
como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en
relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
- Átenlo primero exclamó el juez.
- Está rugiendo de rabia - articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo.
Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en
la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza
y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento
murmurando:
- Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo.
Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y, las narices del joven, y extendiéndose
empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los
espectadores estupefactos.
- Reventó de rabia el salvaje unitario - dijo uno.
- Tenía un río de sangre en las venas - articuló otro.
- Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio exclamó el
juez frunciendo el ceño de tigre. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo
del juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y
puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas.
Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a
todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien
puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a
las claras que el foco de la federación estaba en el matadero.

Contexto histórico de “El Matadero”


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1. ¿En qué época fue escrito?
2. ¿Cuál es el ambiente político y social de esta época?
3. ¿Qué relación hay entre los escritores románticos y Juan Manuel de Rosas?

Análisis de “El Matadero”


4. ¿Por qué podemos decir que “El Matadero” es un cuento?
5. ¿Por qué podemos decir que es también un manifiesto político?
6. ¿Por qué podemos decir que “El Matadero” es un símbolo?
7. ¿Por qué podemos decir que “El Matadero” pertenece a la categoría de la ficción y de la crónica?
8. La obra de divide en tres partes teniendo en cuenta el contenido ¿Qué se narra en cada parte?
9. ¿Cuáles son los personajes más representativos de las dos facciones políticas enfrentadas en “El
Matadero”?
10. ¿Qué elementos religiosos aparecen en la narración?
11. En dos ocasiones, el narrador se dirige al lector. En la primera expresa Porque han de saber los
lectores. Y en la siguiente: Pero para que el lector pueda percibirlo. ¿Por qué apela a un
interlocutor? ¿Es sólo la cortesía de tenerlo en cuenta o se debe a alguna razón vinculada al
contenido intencional del texto? Fundamentar la respuesta.
12. La minuciosa descripción del trabajo con las reses y la exaltación de la gente en torno a su faena
adhiere a la inclinación romántica por el feísmo. Califiquen ese discurso: ¿grotesco, desagradable,
extremadamente sangriento, carente de valor estético, innecesario, justificadamente realista,
apropiado? Justifiquen su opinión
13. ¿Por qué el narrador omite la fecha completa del año de lo sucedido?
14. Tanto la primera parte descriptiva, como la estrictamente narrativa, están organizadas en torno
a un personaje colectivo que actúa al modo de un coro que acompaña y celebra lo que ve.
Descríbanlos y señalen las incidencias que tienen en el desarrollo de la historia.
15. Hay dos episodios que se destacan de la actividad cotidiana del matadero: la caída del gringo y la
muerte del niño. Aunque no son comparables en dramaticidad, ocupan un lugar secundario en el
relato: son dichos como "al pasar", forman parte del "cuadro de costumbres". Caractericen la
reacción de la multitud ante ambos hechos y también, cuál es la consideración del narrador.
16. Podríamos pensar que la naturalidad con que son descritas las primeras escenas en el matadero,
coloreadas con mucha sangre y brutalidad, podría orientar al lector sobre cuál sería el final del
desprevenido unitario. ¿Es acertado afirmar que el relato pierde suspenso o al contrario, que éste
se mantiene intacto? Fundamenten la respuesta.
17. Determina a qué hacen referencia los siguientes elementos nombrados en el texto: El Matadero,
La Casilla, Juez, La Gente del Matadero y El Joven Unitario
18. ¿Por qué podemos decir que hay similitudes entre lo que le pasa al unitario y al toro y que por lo
tanto el episodio del toro es una anticipación?
19. Leer el siguiente enunciado: La literatura argentina surge en medio de una vida nacional signada
por la violencia política; será el sistema estético con el que se representará al “otro”. ¿En qué
medida El matadero de Esteban Echeverría da cuenta de las ideas expuestas en el enunciado
anterior? Justificar tu análisis con una cita textual

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20. Ubicar en “El Matadero” el fragmento en que el narrador manifiesta que los jóvenes de “El
matadero no podían ser “la cabeza del pensamiento de una nación” ¿Quiénes podrían serlo por
oposición?
21. Comparar el modo de hablar del joven unitario con el de los mazorqueros ¿Cómo caracterizarían
el nivel de lengua de cada uno? ¿Qué se intenta al incluir ese contraste en el texto?
22. ¿De qué otro modo se presentan en el texto las diferencias entre unitarios y federales?
23. ¿Cómo se expresa la dicotomía Civilización y Barbarie en el texto?
24. ¿Por qué podemos decir que el texto es una alegoría del poder de Rosas?

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La fiesta del monstruo
H. Bustos Domecq
JORGE LUIS BORGES Y ADOLFO BIOY CASARES

Aquí empieza su aflición


Hilario Ascasubi
La Refalosa-
.

Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso
a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la
fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar
como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta
en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un
bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a
recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se
encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo
a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno
de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité
que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a
hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido del cielo, que los
abonaba como fierro viejo en Berazategui. Mientras formábamos en la cola, pugnamos por decirnos al
vesre que una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a Berazategui aunque a cada uno
lo portara el otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al producido
de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para
Tolosa! Pero fue como si habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo tampoco,
y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete, que casi me perforan el tímpano, y se
pasaban el Faber cachuzo para anotar la dirección del ruso. Felizmente, el señor Marforio, que es más
flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un amigo de ésos que mientras usted lo confunde con
un montículo de caspa, está pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es gracia
que nos frenara en seco la manganeta, postergando la distribución para el día mismo del acto, con
pretexto de una demora del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora y media
de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene, recibimos de propios labios del señor Pizzurno,
orden de despejar al trote, que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar
enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces de portero en el Comité.A una
distancia prudencial, la barra se rehizo. Loiácono e puso a hablar que ni la radio de la vecina. La vaina de
esos cabezones con labia es que a uno le calientan el mate y después el tipo ?vulgo el abajo firmante- no
sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo mejor
te amargás con la ilusión que anduve de farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último
votacén, si el consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.

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(Tranquila Nelly, que el guardaguja se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira, como un bacán en
la zorra. Dejale a tu pato Donald que te dé otro pellizco en el cogotito).

Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté
que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano
patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo y al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran
laburante argentino que es. Te prometo que vine tan excitado que al rato me estorbaba la cubija para
respirar como un ballenato. Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan cansador
como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi madre me llevó
a una quinta. Creeme, Nelly, que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño comprendí
que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un agua con hojas reflejadas y un perro
muy blanco y muy manso, que yo le acariciaba el Lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con
los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo
después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había dormido cinco
minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los callordas
en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la combinación
mameluco-, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que me regalaste el Día del Colectivero y salí
sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada
falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico,
salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo juvenil
entonaba la marcha que es nuestra bandera, pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban
con todo los magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión, que se había adelantado a la
hora y cuando los compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de verme, que ni me había desayunado con
el pan del loro de la señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que viajaban en un
camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché como acoplado y me dijeron que si les prometía no
dar a luz antes de llegar a Espeleta, me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron convencer
y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión de la juventud y antes de media cuadra
paró en seco frente del Comité. Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba y, antes
que nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya estábamos traspirando en un
brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución
alfabética; compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba uno de nosotros. Sin el mínimo margen
prudencial para hacer cola frente al Caballeros, o tan siquiera para someter a la subasta un arma en buen
uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de recomendación
para el camionero.
A la voz de ¡aura y se fue! Nos tuvieron hora y media al rayo del sol, a la vista por suerte, de nuestra
querida Tolosa, que en cuanto el botón salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo limpio, como si
en cada uno de nosotros apreciaran menos el compatriota desinteresado que el pajarito para la polenta.
Al promediar la primera hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la base de toda reunión social pero
después la merza me puso de buen humor con la pregunta si me había anotado para el concurso de la
Reina Victoria, una indirecta vos sabés, a esta panza bombo, que siempre dicen que tendría que ser de
vidrio para que yo me divisara aunque sea un poquito, los basamentos horma 44. Yo estaba tan afónico
que parecía adornado con el bozal, pero a la hora y minutos de tragar tierra, medio recuperé esta lengüita
de Campana y, hombro a hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa
coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo, y ensayé hasta medio berrido que más

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bien salió francamente un hipo, que si no abro el paragüita que dejé en casa, ando en canoa con cada
salivazo que usted me confunde con Vito Dumas, el Navegante Solitario. Por fin arrancamos y entonces sí
que corrió el aire, que era como tomarse el baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba un sangüiche de
chorizo, otro su arrolladito de salame, otro su panetún, otro su media botella de Vascolet y el de más allá
la milanesa fría, pero más bien todo eso vino a suceder ora vuelta, cuando fuimos a la Ensenada, pero
como yo no concurrí, más gano si no hablo. No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna
y sana pensaba en todo como yo, porque hasta el más abúlico oye las emisiones en cadena, quieras que
no. Todos éramos argentinos, todos de corta edad, todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de
nuestros hermanos gemelos que, en camiones idénticos procedían de Fiorito y Villa Domínico, de
Ciudadela, de Villa Luro, de La Paternal, aunque por Villa Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la
pena acusar su domicilio legal en Tolosa Norte.
¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería
colar una verdadera avalancha que la tenía emberretinada el más puro idealismo, pero el capo de nuestra
carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese fabarutaje sin abuela, máxime si te metés en el
coco que entre tanto mascalzone patentado bien se podía emboscar un quintacolumna como luz, de esos
que antes que usted dea la vuelta del mundo en ochenta días me lo convencen que es un crosta y el
Monstruo un instrumento de la Compañía de Teléfono. No te digo niente de más de un cagastume que se
acogía a esas purgas para darse de baja en el confusionismo y repatriarse a casita lo más liviano; pero
embromate y confesá que de dos chichipíos el uno nace descalzo y el otro con patín de munición, porque
vuelta que yo creía descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al seno de los
valientes. En las primeras etapas los locales nos recibían con entusiasmo francamente contagioso, pero el
señor Garfunkel, que no es de los que portan la piojosa puro adorno, le tenía prohibido al camionero
sujetar la velocidad, no fuera algún avivato a ensayar la fuga relámpago. Otro gallo nos cantó en Quilmes,
donde el crostaje tuvo permiso para desentumecer los callos plantales, pero ¿quién, tan lejos del pago
iba a apartarse del grupo? Hasta ese momentazo, dijera el propio Zoppi o su mamá, todo marchó como
un dibujo, pero el nerviosismo cundió entre la merza cuando el trompa, vulgo Garfunkel, nos puso blandos
al tacto con la imposición de deponer en cada paredón el nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el
vehículo, a velocidad de purgante, no fuera algún cabreira a cabrearse y a venir calveira pegándonos.
Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el bufoso y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a venderlo por
menos de tres pessolanos. Pero ni un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto de garabatear en la
tapia unas letras frangollo, que si invierto un minuto más, el camión me da el esquinazo y se lo traga el
horizonte rumbo al civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la fiesta del Monstruo. Como para
aglomeración estaba el camión cuando volví hecho un queso con camiseta, con la lengua de afuera. Se
había sentado en la retranca y estaba tan quieto que sólo le faltaba el marco artístico para ser una foto.
A Dios gracias formaba entre los nuestros el gangoso Tabacman, más conocido como Tornillo sin Fin, que
es el empedernido de la mecánica, y a la media hora de buscarle el motor y de tomarse toda la Bilz de mi
segundo estómago de camello, que así yo pugno que le digan siempre a mi cantimplora, se mandó con
toda franqueza su ?a mí que me registren?, porque el Fargo a las claras le resultaba una firme ilegible.

Bien me parece tener leído en uno de esos quioscos fetentes que no hay mal que por bien no venga, y así
Tata Dios nos facilitó una bicicleta olvidada en contra de una quinta de verdura, que a mi ver el bicicletista
estaba en proceso de recauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuando el propio Garfunkel le calentó
el asiento con la culata. De ahí arrancó como si hubiera olido todo un cuadrito de escarola, que más bien
parecía que el propio Zoppi o su mamá le hubiera munido el upite de un petardo Fu-Man-Chú. No faltó

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quien se aflojara la faja para reírse al verlo pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cuadras de pisarles
los talones lo perdieron de vista, causa que el peatón, aunque se habilite las manos con el calzado Pecus,
no suele mantener su laurel de invicto frente a Don Bicicleta. El entusiasmo de la conciencia en marcha
hizo que en menos tiempo del que vos, gordeta, invertís en dejar el mostrador sin factura, el hombre se
despistara en el horizonte, para mí que rumbo a la cucha, a Tolosa.Tu chanchito te va a ser confidencial,
Nelly: quien más, quien menos ya pedaleaba con la comezón del gran Spiantujen, pero como yo no dejo
siempre de recalcar en las horas que el luchador viene enervado y se aglomeran los más negros
pronósticos, despunta el delantero fenómeno que marca goal; para la patria, para el Monstruo; para
nuestra merza en franca descomposición, el camionero. Ese patriota que le sacó el sombrero se corrió
como patinada y paró en seco al más avivato del grupo en fuga. Le aplicó súbito un mensaje que al día
siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me
mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano. De mientras, el camionero nos
puso en fila india a los patriotas, que si alguno quería desapartarse, el de atrás tenía carta blanca para
atribuirle cada patada en el culantro que todavía me duele sentarme. Calculate, Nelly, qué tarro el último
de la fila ¡nadie le shoteaba la retaguardia! Era, cuándo no, el camionero, que nos arrió como a
concentración de pie planos hasta la zona, que no trepido en caracterizar como de la órbita de Don Bosco,
vale, de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino nos pusiera al alcance de un ónibus rumbo al
descanso de hacienda de La Negra, que ni llovido por Baigorri. El camionero, que se lo tenía bien
remanyado al guarda-conductor, causa de haber sido los dos ?en los tiempos heroicos del Zoológico
popular de Villa Domínico- mitades de un mismo camello, le suplicó a ese catalán de que nos portara.
Antes que se pudiera mandar su Suba Zubizarreta de práctica, ya todos engrosamos el contingente de los
que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta enseñar las vegetaciones, del puntaje senza potencia, que,
por razón de quedar cola, no alcanzó a incrustarse en el vehículo, quedando como quien dice ?vía libre?
para volver, sin tanta mala sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly, que íbamos como en onibus, que
sudábamos propio como sardinas, que si vos te mandás el vistazo, el señoras de Berazategui te viene
chico. ¡Las historietas de regular interés que se dieron curso! No te digo niente de la olorosa que cantó
por lo bajo el tano Potasman, a la misma vista de Sarandí y de aquí lo aplaudo como un cuadrumano a
Tornillo sin Fin que en buena ley vino a ganar su medallón de Vero Desopilante, obligándome bajo
amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la boca y cerrar los ojos: broma que aprovechó sin un desmayo
para enllenarme las entremuelas con la pelusa y los demás producidos de los fundillos. Pero hasta las
perdices cansan y cuando ya no sabíamos lo que hacer, un veterano me pasó la cortaplumita y la
empuñamos todos a uno para más bien dejar como colador el cuero de los asientos. Para despistar, todos
nos reíamos de mí; en después no faltó uno de esos vivancos que saltan como pulgas y vienen incrustados
en el asfáltico, cosa de evacuarse del carromato antes que el guarda-conductor sorprendiera los
desperfectos. El primero que aterrizó fue Simón Tabacman que quedó propio ñato con el culazo; muy
luego Fideo Zoppi o su mamá; de último, aunque reviente de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spatola;
doppo, el vasco Speciale. En el itnerinato, Monpurgo se prestó por lo bajo al gran rejunte de papeles y
bolsas de papel, idea fija de acopiar elemento para una fogarata en forma que hiciera pasto de las llamas
al Broackway, propósito de escamotear a un severo examen la marca que dejó el cortaplumita. Pirosanto,
que es un gangoso sin abuela, de esos que en el bolsillo portan menos pelusa que fósforos, se dispersó en
el primer viraje, para evitar el préstamo de Rancherita, no sin comprometer la fuga, eso sí, con un cigarrillo
Volcán que me sonsacó de la boca. Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un poco de corte, estaba
ya frunciendo la jeta para debatir la primera pitada cuando el Pirosanto, de un saque, capturó el cigarrillo,
y Morpurgo, como quien me dora la píldora, acogió el fósforo que ya me doraba los sabañones y metió
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fuego al papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el funyi o la galera, Morpurgo se largó a la calle,
pero yo panza y todo, lo madrugué y me tiré un rato antes y así pude brindarle un colchón, que amortiguó
el impacto y cuasi me desfonda la busarda con los noventa kilos que acusa. Sandié, cuando me descalcé
de esta boca los tamanguses hasta la rodilla de Manolo Morpurgo, l´ónibus ardía en el horizonte, mismo
como el spiedo de Perosio, y el guarda-conductor-propietario, lloraba dele que dele ese capital que se le
volvía humo negro. La barra, siendo más, se reía, pronta, lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga si se
irritaba el ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño mole, se le ocurrió un chiste que al escucharlo vos con
la boca abierta vendrás de gelatina con la risa. Atenti, Nelly. Desemporcate las orejas, que ahí va. Uno,
dos, tres y PUM. Dijo ?pero no te me vuelvas a distraer con el spiantaja que le guiñás el ojo- que el ónibus
ardía mismo como el spiedo de Perosio. Ja, ja, ja.

Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro. Vos, que cada parola que se me cae de los
molares, la grabás en los sesos con el formón, tal vez hagas memoria del camionero, que fue medio
camello con el del ónibus. Si me entendés, la fija que ese cachascán se mandaría cada alianza con el
lacrimógeno para punir nuestra fea conducta estaba en la cabeza de los más linces. Pero no temás por tu
conejito querido: el camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó que el otro, sin ónibus, ya no era
un oligarca que vale la pena romperse todo. Se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para
mantener la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se lo compré después
para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado, marrr!¡Lo que es la adhesión! La gallarda columna se
infiltraba en las lagunas anegadizas, cuando no en las montañas de basura, que acusan el acceso a la
Capital, sin más defección que una tercera parte, grosso modo, del aglutinado inicial que zarpó de Tolosa.
Algún inveterado se había propasado a medio encender su cigarrillo Salutaris, claro está, Nelly, que con
el visto bueno del camionero. Qué cuadro para ponerlo en colores: portaba el estandarte, Spátola, con la
camiseta de toda confianza sobre la demás ropa de lana; lo seguían de cuatro en fondo, Tornillo, etc.

Serían recién las diecinueve de la tarde cuando al fin llegamos a la Avenida Mitre. Morpurgo se rió todo
de pensar que ya estábamos en Avellaneda. También se reían los bacanes, que a riesgo de caer de los
balcones, vehículos y demás bañaderas, se reían de vernos de a pie, sin el menor rodado. Felizmente
Babuglia en todo piensa y en la otra banda del Riachuelo se estaban herrumbrando unos camiones e
nacionalidad canadiense, que el Instituto, siempre attenti, adquirió en calidad de rompecabezas de la
Sección Demoliciones del ejército americano. Trepamos con el mono a uno caki y entonando el ?Adiós,
que me voy llorando? esperamos que un loco del Ente Autónomo, fiscalizado por Tornillo Sin Fin, activara
la instalación del motor. Suerte que Rabasco, a pesar de esa cara de fundillo, tenía cuña con un guardia
del Monopolio y, previo pago de boletos, completamos un bondi eléctrico, que metía más ruido que un
solo gaita. El bondi ?talán, talán- agarró p?al Centro; iba superbo como una madre joven que, soto la
mirada del babo, porta en la panza las modernas generaciones que mañana reclamarán su lugar en las
grandes meriendas de la vida... En su seno, con un tobillo en el estribo y otro sin domicilio legal, iba tu
payaso querido, iba yo. Dijera un observador que el bondi cantaba; hendía el aire impulsado por el canto;
los cantores éramos nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velocidad paró en seco desde unos
veinticuatro minutos; yo traspiraba para comprender, y anche la gran turba como hormiga de más y más
automotores, que no dejaba que nuestro medio de locomoción diera materialmente un paso.
El camionero rechinó con la consigna ¡Abajo chichipíos! y ya nos bajamos en el cruce de Tacuarí y
Belgrano. A las dos o tres cuadras de caminarla, se planteó sobre tablas la interrogante: el garguero estaba
reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de Bebidas Puga y Gallach ofrecía un principio de solución.

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Pero te quiero ver, escopeta: ¿cómo abonábamos? En ese vericueto, el camionero se nos vino a
manifestar como todo un expeditivo. A la vista y paciencia de un perro dogo, que terminó por verlo al
revés, me tiró cada zancadilla delante de la merza hilarante, que me encasqueté una rejilla como
sombrero hasta el masute, y del chaleco se rodó la chirola que yo había rejuntado para no hacer tan triste
papel cuando cundiera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó la bolsa común y el camionero, satisfecho
mi asunto, pasó a atender a Souza, que es la mano derecha de Gouveia, el de los pegotes Pereyra ?sabés-
que vez pasada se impusieron también como la Tapioca Científica. Souza, que vive para el Pegote, ews
cobrador del mismo, y así no es gracia que dado vuelta pusiera en circulación tantos biglietes de hasta
cero cincuenta que no habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía, que marchó preso cuando aplicaba
la pintura mondongo a su primer bigliete. Los de Souza, por lo demás, no eran falsos y abonaron,
contantes y sonantes, el importe neto de las Chissottis, que salimos como el que puso seca la mamajuana.
Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel. Es más, se cree Gotuso. Es más, se cree Garófalo. Es más, se
cree Giganti-Tomassoni. Guitarra, propio no había en ese local, pero a Bo le dio con “Adiós Pampa Mía” y
todos lo coreamos y la columna juvenil era un solo grito. Cada uno, malgrado su corta edad, cantaba lo
que le pedía el cuerpo, hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto con la barba. A
ese le perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil otro de formato menor, más manuable, más
práctico, de manejo más ágil. Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era
colorado, los libros bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído que cuasi se lleva por delante
a nuestro abanderado, Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar
que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo chumbó al Nene Tonelada, de
apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la
tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita
que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El
otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo
cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y el bife de
chorizo. Lo rempujó a un terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa de
estacionamiento y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de una pared senza finestra ni ventana.
De mientras los traseros nos presionaban con la comezón de observar y los de fila cero quedamos como
sangüche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión panorámica y el pobre quimicointas
acorralado que, vaya usted a saber, se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos
abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio
de salida, porque de muro a muro estaba la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y
nos rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o
menos de uno estaba por mandar in mente su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre
la pista de un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te recordarás que esa tarde
el termómetro marcaba una temperatura de sopa y no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos
el saco. Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo. El primer
cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro.
Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la
cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y
miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se
cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te
lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran,
me hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las veces de cara.
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Después del ejercicio que acalora me puse el saco, maniobra de evitar un resfrío, que por la parte baja te
representa cero treinta en Genioles. El pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zurciste con tus dedos
de hada y acondicioné las orejas sotto el chambergolino, pero la gran sorpresa del día la vino a detentar
Pirosanto, con la ponenda de meterle fuego al rejunta piedras, previa realización en remate de anteojos
y vestuario. El remate no fue suceso. Los anteojos andaban misturados con la viscosidad de los ojos y el
ambo era un engrudo con la sangre. También los libros resultaron un clavo, por saturación de restos
orgánicos. La suerte fue que el camionero (que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su reloj del
sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes, y Bonfirraro se encargó de una cartera Fabricant, con hasta nueve
pesos con veinte y una instantánea de una señorita profesora de piano, y el otario Rabasco se tuvo que
contentar con un estuche Bausch para lentes y la lapicera fuente Plumex, para no decir nada del anillo de
la antigua casa Poplavsky.Presto, fordeta, quedó relegado al olvido ese episodio callejero. Banderas de
Boitano que tremolan, toques de clarín que vigoran, doquier la masa popular, formidavel. En la Plaza de
Mayo nos arengó la gran descarga eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frogman. Nos puso en forma
para lo que vino después: la palabra del Monstruo. Estas orejas la escucharon, gordeta, mismo como todo
el país, porque el discurso se transmite en cadena.

Pujato, 24 de noviembre de 1947.

Bibliografía crítica sobre el cuento


Una lectura de: La fiesta del monstruo, de H. Bustos Domecq

Un tipo gordo y lamentable se prepara para asistir a un acto público. Todo tiene un aire marginal
y ambiente corrupto. Se supone que hay revólveres por medio, con la colaboración de la policía y los

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"comités". Aire de nazis bastardos, de gentuza, de matones. El estado colaborando con los
delincuentes, un peronismo de "camisas pardas".

Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso
a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la
fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar
como un crosta en la performance del feriado.

El monstruo es el "gran laburante argentino", al que el narrador-protagonista adora. El cuento tiene este
formato epistolar a la novia de su "pato Donald". Eso le da mucha más fuerza, porque hay cariño hacia el
lector y muestra de forma muy abierta la intimidad mental de este hombre, que obviamente nunca habría
podido escribir esta carta. De ese modo el recurso carta es falso, es un mecanismo literario para
trascender a la oralidad de este hombre. Esa evidencia pasa sin embargo por alto como un juego formal
que, sin embargo, lo altera todo.

Hay mucho desprecio al tipo que "suda grasa" y que sueña con ser nombrado la mascota del Monstruo.
Busca que una sonrisa del líder le dé sentido a su vida. Hay dependencia, hay adoración sumisa, no
igualitaria, hay indignidad, hay animalidad. Borges/Bioy sugiere que la indignidad sufrida por los
trabajadores argentinos anterior a Perón había sido sustituida por una nueva forma de indignidad, la
propia del súbdito en un estado totalitario. En lugar de luchar por la libertad, habían depositado su destino
en manos de un monstruo sonriente. Sugiere que había otra manera, o sugiere simplemente que deberían
haber permanecido callados por su condición de inferiores. En cualquier caso hay mucho asco, mucha
repugnancia hacia ese grasa, hacia ese tipo perteneciente a las "clases bajas", que no deberían osar dejar
de serlo ni comportarse de otro modo que el que la historia le había deparado.

(...) soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su
mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había
dormido cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos
los callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la
combinación mameluco-, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que me regalaste el Día del
Colectivero y salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública (...)

En la conferencia sobre la ceguera de 1977 habla Borges de este país de "huelgas y aniversarios". El día
del colectivero era y sigue siendo el día 24 de septiembre. Lo que el relator está expresando con ello es
que su novia le regaló una corbata ese día, o sea que era -o es- colectivero, o celebran ese día por puro
grasas. El oficio de colectivero es considerado rudo, vulgar. Se puede decir, por ejemplo, que "toses como
un colectivero". Aún hoy entre la clase media hay un asco mal disimulado hacia los colectiveros, dado que
su organización gremial fue siempre fuerte. Como los ferroviarios -otro colectivo que ha sido
históricamente castigado por su poder representativo en la conciencia de los trabajadores- los
colectiveros son objeto del desprecio de aquellos que ven en la organización sindical una pura y simple
mafia.

"Los modernos temarios que están en el marcador": temario peronista en las escuelas, temario peronista
en las calles, en las conversaciones... Un país de paletos levantado en torno al peronismo, y Borges y Bioy
vomitando en palabras. Además, la inclusión por iniciativa de Evita de textos de ideologización peronista
en todas las escuelas del país fue siempre vivido como una agresión insuperada a la libertad de cátedra.

Es bonito lo de "cascarudos" dedicado a los policías porque Oesterheld lo incorpora a El Eternauta como
la primera andanada de extraterrestres invasores, en forma de escarabajos gigantes. No hay duda que El
Eternauta es una alegoría de la Libertadora, en forma surrealista e ingeniosa. Curiosamente en este caso
Borges/Bioy se muestran más "realistas", menos necesitados de "metáforas". El cuento de Bustos Domecq
es del 47, y el cómic de Oesterheld del 57 (el inicio de la publicación). Quizás el destino final de ambos

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pueda hablarnos de dos formas diferentes de entender las "represalias" y la "censura". A uno lo
nombraron inspector de gallineros, al otro lo torturaron y asesinaron casi carenta años después junto a
casi toda su familia.

De nuevo una de las claves del malestar previo al golpe de estado del 55, y eso que el cuento está escrito
en 1947, cuando sólo hace cuatro años de la entrada en juego de Perón y apenas dos del 17 de Octubre
del 45, fecha de consagración popular del general: esa clave es la pintada de paredes. Domecq acusa a los
cuadros del peronismo de organizar de manera borreguil a la masa para que pinte el nombre de Perón
por las calles de Buenos Aires de manera planificada. Básicamente hablan de un grupo de exaltados
fascistas más cerca de una banda mafiosa que de cualquier activismo político. De hecho, cuando queda
aislado en compañía de otros del camión en el que los están transportados como ganado camino de la
plaza de Mayo- detienen primero una bicicleta a punta de pistola y después un ómnibus, que terminan
haciendo arder. Son, sencillamente, una pandilla de vándalos con un talento lingüístico extremo.

Es un cuento-pesadilla. La pesadilla de un gorila. Por mal sueño queda incluso sin habla, y sólo puede
hablar el grasa enloquecido armado de pistola que va a ver a Perón. De la provincia llegan todos esos
seres semihumanos a corromper el lugar natural de la acción ciudadana, sin sentir el más mínimo aprecio
por esa ciudad, a la que no pertenecen. Creo que se puede entender así: la pesadilla de Domecq ante la
masa peronista. Es una pesadilla con extreterrestres. Oesterheld le da la vuelta, y los extreterrestres son
el ejército en su gran mayoría, que sólo se ve repelido por una minoría de militares decentes acompañados
de guerrillas urbanas: los resistentes a la Libertadora.

La pesadilla termina con el apedreamiento de un joven y débil judío, que lleva lentes y libros. Una especie
de representación impostada del propio Bustos. Previo al apedreamiento ha sido aumentar la borrachera
de alcohol y gritos de la "marcha del monstruo". Termina el protagonista contando con orgullo cómo clava
un estilete sobre el rostro del muerto -"juntapiedras", lo llama- antes de ir a ver a Perón a la plaza de
Mayo. De nuevo el tema de la Civilización y la Barbarie. Evidentemente Bustos se situá retóricamente en
el lado de la Civilización y condena a su relator-protagonista -y a todo lo que él representa, el peronismo- a
la Barbarie.

Es una pesadilla planificada, impostada con objetivos claramente políticos. Esto es literatura de
propaganda. Gran literatura de propaganda. Hay alteración de la realidad con fines retóricos, confluencia
de referencias cuidadosamente escogidas (Rosas, El Matadero, los obreros industriales, los cantos, etc...)
La utilización del judío indefenso es especialmente hábil, y especialmente falsa. Este cuento desmonta
toda esa teoría del Borges esteticista y de su defensa de la superioridad de la literatura sobre la política.
Cuando le interesó, Borges puso su pluma al servicio de sus ideas sin dudarlo.

Es un cuento quevediano, lleno de mala fe e hipocresía. Humor del lunfardo asesino desde los buenos
chicos de Montserrat, parodia del grasa -al que, por cierto, ponen de italiano, como Discépolo veinte años
antes, como si llevaran ese tiempo Bioy y Borges sin salir a la calle-. Grotesco porteño. Pirotecnia
lingüística al servicio de la idea gorila. Gran propaganda.

Fue firmado por Borges y Bioy el 24 de noviembre de 1947. Circuló en forma de copias manuscritas entre
la buena sociedad porteña durante el régimen peronista. Fue publicado por primera vez en la
revista Marcha de Montevideo el 30 de septiembre de 1955 poco después de las "épicas lluvias de
septiembre de 1955", como diría en el 77 Borges. Obviamente no dijo "épicas lluvias de 1955". Podrían
haberse confundido con las épicas bombas que cayeron sobre el microcentro en el primer intento de
golpe a Perón con un coste de 250 muertos civiles. La habilidad para hilar los recuerdos de Borges es
maravillosa, llena de precisión bajo ese aparente desconcierto de anciano.

Conferencia de Borges sobre la ceguera (1977)

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Borges… y esos monstruosos muchachos peronistas

Alguna vez, Ricardo Piglia sentenció que los dos modos fundamentales en que los escritores se habían
referido al peronismo eran la paranoia y la burla. Y es eso, precisamente, lo que expresan los cuentos
“Casa tomada”, de Julio Cortázar , y “La fiesta del monstruo”, de H. Bustos Domeq.
Con este pseudónimo jocoso, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron a fines de 1955 (recién
tras la caída del peronismo) este relato escrito en 1947. Y lo hicieron fuera del país, en la revista uruguaya
Marcha.
Desde el título, hasta el epígrafe de La refalosa, de Hilario Ascasubi (“Aquí empieza su aflición”), pasando
por la primera oración del relato (-Te prevengo, Nelly…), Borges y Bioy dan cuenta de su posición estético-
política: quien contará la historia, en primera persona, es un cabecita negra, seguidor del Gran Monstruo
Nacional. “El relato arma su escena textual y representa la escena política con un monologismo total,
autoritario y represivo”, supo escribir alguna vez María Teresa Gramulglio, destacando que la voz del
narrador se presenta como un Absoluto. Pero con el detalle de la cita de Ascasubi, el cuento va a salirse
de la tradición gauchesca: quien habla puede ser considerado un descendiente de los sanguinarios
federales, pero no así quienes escriben, letrados señores de la culta capital europea del continente. Es
que la identificación del peronismo con el federalismo les impide inscribir sus plumas en ese legado. De
allí también la asociación del título, en donde las palabras “fiesta” y “monstruo” aparecen juntas,
remitiendo de manera casi directa a la barbarie.
Porque tal como se ha señalado ya en otra oportunidad en este mismo Portal (“La mirada borgeana del
peronismo”), “La fiesta…” está construido como una reescritura de los argumento de “El matadero”, de
Esteban Echeverría, pero según el tono excesivo de “La refalosa”. El cuento trata de cómo lo monstruoso,
lo animal, lo anormal, se desplaza desde la periferia hacia la ciudad. El narrador, que es un militante
peronista, le cuenta a su novia los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar un discurso
del Monstruo, nombre que se le da a Perón en el cuento.
Un poco en la línea de la Breve historia de la Argentina, de José Luis Romero, Bustos Domeq presenta esta
jornada de un 17 de octubre como un “espectáculo inusitado”, emblema de la mansedumbre de las masas
ante el llamado demagógico de su líder. Escribe Romero: “Esta característica prevaleció durante todo el
gobierno, apoyado, además, en una constante apelación a la adhesión directa de las masas que,
concentradas en la Plaza de Mayo, respondían afirmativamente una vez por año a la pregunta de si el
pueblo estaba conforme con el gobierno. Entusiastas y clamorosas respondían al llamado del jefe y
ofrecían su manso apoyo sin que las tentara la independencia”.
En este sentido el cuento es claro: desde el primer párrafo (“pesceuzo corto y panza hipopótama”) el
personaje va padeciendo un proceso de animalización y una creciente pérdida de su subjetividad, junto a
los otros (¿hombres?): Todo empezó el día anterior –relata la voz– cuando se metió en la cucha a dormir
y respiró como un ballenato, y concilió el sueño recién a la hora de la perrera. Y tuvo un sueño bastante
lógico, por cierto: soñó que “el Monstruo me había nombrado su Gran Perro Bonzo” […]. Se despertó
temprano, se vistió como un pulpo –continúa– sudando grasa como un cascarudo. Se subió al camión que
lo llevó al Comité donde le repartieron las armas para asistir a la marcha [...] y mientras esperaban [para
partir] los pibes del barrio les tiraban piedras como si fueran “pajaritos para la polenta”. Luego, si
seguimos leyendo, sabemos que “los arrearon como vacas y los subieron a un camión rumbo a Buenos
Aires”. Antes, dice el personaje, pararon “para llenar mi segundo estómago de camello” y hacer unas
pintadas en favor del Monstruo y robarse una bicicleta. Más tarde suben a un ómnibus en el que van
apretados como sardina. Sin causa aparente, el ómnibus es incendiado, y es por eso que finalmente entran
a Buenos Aires “caminando como hormigas”.

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En otras palabras, los peronistas son presentados como unos feos, sucios y malos que no asisten por
voluntad propia a un determinado lugar, sino que son “recolectados” -como la basura-, y en el camino -
como seres peligrosos que son- roban y prenden fuego lo que tienen a mano, sin ningún tipo de
explicación lógica-racional.
Situados como violentos y fuera de la ley, estos muchachotes se reconocen entre sí como por instinto.
Son, juntos, no una suma de individuos -como le gustaba a Borges- sino una masa uniforme ("hombro con
hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa coral que despachaba a
todo pulmón la marchita del Monstruo”; “No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna
y sana pensaba en todo como yo”); una patota que canta la marchita hasta más no poder (“yo estaba tan
afónico que parecía adornado con el bozal”); una barra que se ríe, hace chistes y se reparten “amistosos
rodillazos”. Tan iguales que son como hermanos gemelos: “todos del sur, idénticos”. De allí que surja la
pregunta retórica: “¿Quién, tan lejos del pago, iba a apartarse del grupo?”.
Por esa heteronomía, también, es que el “camión de la juventud” era “un solo grito” y los personajes -
tanto femeninos como masculinos-, aparecen como seres sin ningún tipo de autonomía: por el narrador
nos enteramos que los tuvieron hora y media bajo el sol y que les impusieron poner en cada pared el
nombre del monstruo. Tan animalizados, estos personajes, que son presentados como objetos
manipulados por cosas (“me portarían en mi condición de fardo”; “a cada revólver le tocaba uno de
nosotros”).Ella, si bien “regordeta”, es izada como bandera; él, “un chanchito”, porta una “panza-bombo”.
En fin, quienes asisten a “la fiesta” (que no es de ellos, sino de Él), son unas bestias que ni siquiera saben
hablar bien. De allí que aparezcan lunfardismos y términos populares: votacén, trompa, crosta, soponcio,
bufoso, bacán, cucha, merza, manganeta, farda, friega, purretadas, etcétera, etcétera… entremezclados
con italianismos: mascalzone, senza, fratellanza, fetente, popolino, niente, anche, biglietes, finestra,
presto… (Nicolás Avellaneda, en una lectura que ha hecho de este cuento, ha destacado a propósito de
este tema que al menos 15 de los 20 apellidos mencionados son italianos). Este procedimiento –el de
poner al “tano” en el lugar del “provinciano”– busca provocar una identificación con el lector culto, ese
que cuenta con la capacidad de hacer las equivalencias, y reírse.

Con esta escenificación negativa de la nueva realidad de las masas populares en Argentina, los autores no
sólo se ríen de las formas de hablar de las masas populares, sino también de sus costumbres, y hasta de
los lugares en que habitan. Ellos, que viven en “casas cuchas” y duerman en “camas-jaulas”, son tan sucios
que “chorrean grasa como queso mascarpone”, “sudan como sardinas” y se lavan “con el trapo de la
cocina”. Y -a diferencia del unitario protagonista de El matadero de Echeverría- aquí son ellos -la barbarie-
quienes van al centro de Buenos Aires, invadiendo el culto y letrado territorio central desde la periferia
(van desde Wilde, Quilmes, Sarandí, Berazategui, Villa Domínico, Tolosa…). Por último, como para no dejar
ningún detalle afuera, la propia gastronomía define el perfil de los personajes, quienes comen
“arrolladitos de salame”, “sangüiches de chorizo”, “milanesa fría” y, como frutilla del postre, toman
“botellas de vino”.
Es que tal como enseñó Frantz Fanon en Los condenados de la tierra, el mejor modo de describir y
encontrar la palabra justa para referirse al enemigo político es el concepto de bestiario. Él lo pensó a partir
de lo que escuchaba decir a los colonos franceses sobre los nativos argelinos. Nosotros podríamos
pensarlo en relación a ese odio que “nuestras bellas almas racistas” (para usar un término de Sartre),
sentían por los descamisados. En el mismo sentido, Fermín Rodríguez, en su libro Un desierto para la
Nación, escribe –respecto de los indios– que su animalización ha sido “el mecanismo de deshumanización
por la cual la matanza se desrealiza”. E insiste en señalar: “No hay allí violencia contra una forma de vida,
porque esa vida ya estaba negada desde el momento en que el enemigo se presenta como una fiera
sedienta de sangre, fuera del límite de lo humano”. Algo similar podría pensarse de los cabecitas negras
y la construcción del enemigo temible que de él hicieron los sectores poderosos de la Nación. Romero -

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quien califica al gobierno constitucional como dictatorial-, en su ya citado libro, por ejemplo, se refiere
del siguiente modo a los prolegómenos de los asesinatos de junio de 1955: “En 1951 un grupo militar de
tendencia nacionalista encabezado por el general Menéndez intentó derrocar al gobierno, pero fracasó y
los hilos de la conspiración pasaron a otras manos, que consiguieron conservarlos a la espera de una
ocasión propicia”. Extraño modo de denominar un Golpe de Estado, la instauración de una dictadura, y el
futuro bombardeo y fusilamiento sobre civiles.
***
Hasta aquí, más allá de la indignación política que pueda causarle a un peronista la lectura de este cuento,
todo transcurre de un modo jocoso. Pero el relato va condensando sentidos a medida que avanza, y que
llega a su momento culmine justamente en los últimos párrafos del cuento, cuando la “columna juvenil”
no le perdona la vida a un miserable “cuatro ojos”. La descripción del “intelectual judío” sería
extremadamente cómica, por lo tosca, si no fuera porque oración seguida es asesinado salvajemente.
Distraído -como el propio Borges- este individuo “sin musculatura”, con libros bajo el brazo, se niega a
venerar el estandarte de los sin libros, de los de pie y en alpargatas. Es decir, la foto y el estandarte del
Monstruo. Alejandro Rossi, en su ensayo titulado “Borges, Bioy y el peronismo”, ha destacado que en el
relato se produce un desplazamiento desde lo festivo hacia lo monstruoso. Y que el asesinato de un judío
es el “motivo ideológico” para asimilar el peronismo al fascismo.
Si la patria está en disputa, que mejor que contraponer figuras antagónicas. El intelectual judío declara
tener su opinión y esa horda totalitaria no puede perdonárselo (El Nene, que las explicaciones lo cansan,
lo arrempujó con una mano…”). La mersa goza con el espectáculo del dolor ajeno. Con pasión salvaje, ríen
y “se calientan con la sangre” que corre.
Después, como si nada hubiese pasado, a la Plaza de Mayo, a escuchar el discurso del Monstruo que se
transmite a todo el país por cadena de radio. Un final que expresa a las claras la mirada que estos
miembros de la elite civilizatoria, tienen sobre los modernos usos de los medios masivos de comunicación.
Eso que Ezequiel Martínez estrada, en ¿Qué es esto?, caracterizó como “un plan sistemático para deprimir
la cultura y enaltecer la barbarie”.
En fin, para terminar, quizás podamos pensar que la frase “para la patria, el Monstruo; para nuestra mersa
en franca descomposición, el camionero…”, opera como síntesis ideológica del cuento. Un “texto gorila”
que, tal como señaló Carlos Gamerro en El nacimiento de la literatura argentina, dice “mucho sobre el
gorilismo y muy poco sobre el peronismo”.

Aunque en realidad, a través del gorilismo, podamos aprender mucho acerca de lo que el peronismo
implicó para importantes sectores de la clase obrera argentina.

Monstruos de Borges
Por José Pablo Feinmann

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Hay un cuento (poco conocido y nunca acabadamente estudiado) que Borges y Bioy escriben
o, al menos, fechan en noviembre de 1947. Como sea, lo habrán escrito durante esos días, días
en que gobernaba Perón y ellos se erizaban de odio ante el espectáculo desaforado del
populismo. ("Este relato --dirá años después Bioy y Matilde Sánchez-- está escrito con un
tremendo odio. Estábamos llenos de odio durante el peronismo"). Rodríguez Monegal ofrece
algunos datos más: "Uno de los textos clandestinos de Borges fue escrito en colaboración con
Adolfo Bioy Casares y sólo circuló en manuscrito durante el primer gobierno de Perón. Pertenece
a la serie de relatos atribuidos a H. Bustos Domecq, pero a diferencia de la mayoría de aquéllos,
éste es radicalmente político, lo que explica que haya sido publicado (por mí, en Montevideo y en
el semanario Marcha), después de la caída de Perón" (Ficcionario, Antología de textos de Borges,
FCE, p. 458).
El cuento es La fiesta del Monstruo y está encabezado por una estrofa del poeta unitario Hilario
Ascasubi. El poema de Ascasubi se llama a La refalosa y narra, por medio de un mazorquero, el
martirio y degüello de un unitario. La estrofa que utilizan Borges-Bioy dice: "Aquí empieza su
aflición". Ya Echeverría, en El matadero había descrito los horrores del degüello federal: "Tiene
buen pescuezo para el violín. Mejor es la resbalosa". Hay, así, una trilogía: El matadero
(Echeverría), La refalosa (Ascasubi), La fiesta del Monstruo (Borges-Bioy). La fiesta... toma el
naturalismo brutal de Echeverría y recurre a la narración en primera persona de La refalosa. Tanto
en Ascasubi como en Borges-Bioy quienes narran son los bárbaros: un mazorquero en Ascasubi,
un "muchacho peronista" en Borges-Bioy.
Así como en una nota anterior ("Borges y la barbarie") expuse la delicada y profunda concepción
de la barbarie que Borges explicita en el Poema conjetural, corresponderá hoy la visión cruel,
despiadada, unidimensional, sobrepolitizada que, junto con Bioy, presenta del Otro, del
"bárbaro", en La fiesta del Monstruo. El narrador, queda dicho, es un militante peronista. Le narra
a su novia, Nelly, los avatares de una jornada en la que irán a la plaza a escuchar un discurso del
Monstruo, nombre que, en el cuento, se le da a Perón. "Te prevengo, Nelly, que fue una jornada
cívica en forma". La noche anterior el "muchacho" descansa como se debe. "Cuando por fin me
enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el
sueñito reparador ya era de los míos (...) No pensaba más que en el Monstruo, y que al otro día
lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es". (Borges intenta recrear el
lenguaje popular, pero se acerca más a Catita que a los obreros peronistas.) En suma, hay que ir
a la Plaza: "hombro con hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la
masa coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo (...) No me cansaba de
pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba en todo como yo (...) Todos éramos
argentinos, todos de corta edad, todos del Sur". Otra vez la presencia del Sur como el territorio
de la barbarie. Pero éste no es el Sur de Juan Dahlmann, el Sur en que Dahlmann descubre que el
coraje es superior al miedo y la enfermedad, que el Sur es la llanura, el cielo abierto, la muerte
heroica; tampoco es el Sur en que Narciso Laprida descubre su destino sudamericano, un destino
que se trama entre los libros, los cánones y la intimidad del cuchillo bárbaro, es otro Sur. Es el Sur
del odio clasista. Un Sur absolutamente irrecuperable para Borges. Un Sur injuriado por la jauría
fiel y desastrada del Monstruo.
El Sur de los muchachos que marchan hacia la Plaza. De pronto, dice el narrador a Nelly,
encuentran un inconveniente: "hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto
con la barba". A este "sinagoga" los muchachos del Monstruo lo dejan seguir; tal vez por la barba.
"Pero no se escurrió tan fácil otro de formato menor, más manuable, más práctico, de manejo
más ágil". ¿Cómo es este sinagoga? Sólo los panfletos del Reich habrán ofrecido una descripción
tan horrenda de un judío (pero éste era el propósito de Borges: ya que el Monstruo era, sin más,
nazi, nazis debían ser sus adictos o comportarse como tales): "Era un miserable cuatro ojos, sin la

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musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros bajo el brazo y de estudio". El
"sinagoga" es algo torpe: "Se registró como un distraído que cuasi se llevaba por delante a nuestro
abanderado, el Spátola". Los muchachos le exhiben la figura del Monstruo: "Bonfirraro, le dijo al
rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara la figura del
Monstruo". (El símil con El matadero es clarísimo: también, la "chusma del Restaurador", le exige
al unitario el uso de la divisa punzó, que éste, con valentía y soberbia, abomina.) El "sinagoga" se
niega: "El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las
explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano (...) Lo rempujó a un terreno baldío, de esos
que el día menos pensado levantan una playa de estacionamiento, y el punto vino a quedar contra
los nueve pisos de una pared sensa finestra ni ventana". Así, "el pobre quimicointas" queda
acorralado. Lo que sigue es un despiadado asesinato callejero. Tal como el unitario de Echeverría
era aniquilado por los federales del Matadero, el judío de Borges cae destrozado por los
muchachos de Perón. (Observemos que es la derecha oligárquica quien inventa la línea nacional
Rosas-Perón del revisionismo de los setenta, la "primera" y la "segunda" tiranía.) "El primer
cascotazo (...) le desparramó las encías y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la
sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los
impactos porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al
cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanadas de Monserrat se
cayó porque ya estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un poco más con pedradas que ya no
le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima (...) Presto, gordeta, quedó
relegado al olvido ese episodio callejero (...) Nos puso en forma para lo que vino después: la
palabra del Monstruo. Estas orejas lo escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el
discurso se transmite en cadena" (Cfr. Ficcionario, ed. cit. pp. 259/269).
Por desdicha, las opciones políticas de Borges fueron impulsadas por el odio unidimensional,
racial y clasista, de La fiesta del Monstruo y no por las honduras conceptuales del Poema
conjetural. Si no hubiese sido así, escasamente habría adherido, como lo hizo, a las dictaduras
militares que devastaron nuestro país. Sobre todo a la más horrenda, la de Videla. Si no hubiese
sido así, el Premio Nobel, como lo deseaba, habría sido suyo.

Actividades
Para tener en cuenta:

En 1947, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escribieron en colaboración el relato La fiesta del
Monstruo. Planteado en clave humorística, el relato denuncia algunas prácticas políticas y es
particularmente duro con la clientela que describe, que es vista desde una enorme distancia de clase. La
fiesta del Monstruo es, posiblemente, uno de los textos más violentos de la literatura argentina, y permite
apreciar el grado de polarización presente en la sociedad durante el primer gobierno del general Juan
Domingo Perón.

Luego de la lectura del cuento y la bibliografía crítica realiza las siguientes consignas

1. Sintetiza en un cuadro sinóptico las ideas principales de los 3 artículos críticos sobre el cuento

2. ¿Cuál es el tema del relato?

3. ¿El protagonista y el resto de los pasajeros del camión van por propia voluntad al acto?

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4. ¿Tienen algún interés en ir? Justificar con citas del cuento.

5. Seleccionar cinco adjetivos que describan a los manifestantes.

6. ¿Cuál es la finalidad política de Borges y Bioy Casares al dar por sentado que las manifestaciones
masivas del gobierno de Perón eran compulsivas?

7. ¿Cuál es la finalidad política de Borges y Bioy Casares al mostrar a los supuestos adherentes al
gobierno como delincuentes y cobardes? ¿En qué posición quedarían los opositores al gobierno?

8. El cuento rinde homenaje a “El matadero” de Esteban Echeverría, relato fundacional de la


literatura política argentina que describe la opresión sufrida por los unitarios en tiempos de Rosas.
¿Cuál creen que es la finalidad de los autores al utilizar el motivo central de “El matadero” en su
relato?

9. Explica el significado del título

10. Explica por qué este relato es considerado una alegoría del poder de Perón

Casa tomada
Julio Cortázar
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Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once
yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces
llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor
motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria
clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día,
vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del
día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando
han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre
necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco
y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón
de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas.
Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades
en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor
lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor
para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba
una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era
hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres
dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo
que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir
por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora,
apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de
la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada
tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los

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rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en
su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui
por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un
segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba
puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me
tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas
que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó
en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros
días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve
y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los
libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el
dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de
algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua
o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio,
pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán
que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

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Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las
agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más
alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que
otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a
los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para
no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene
que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la
cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando
los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin
volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde
ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la
puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y
se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar, inventor del peronismo


La correlación entre los primeros textos de ficción de Julio Cortázar (en un corte arbitrario, los que van de
Los reyes (1949) a Final del juego (1956) y el primer gobierno peronista (1945-1955) se ha construido como
hipótesis retrospectiva, sea porque la develación del contenido político implícito de su cuentos comienza a
escribirse a principios de los sesenta, sea porque la novela en la cual esta relación aparece explicitada, El
examen, se publica póstumamente en 1986. Es habitual comenzar la serie con la lectura de “Casa tomada”
realizada por Juan José Sebreli en Buenos Aires, vida cotidiana y alienación [1]: “Un cuento de Julio Cortázar,
“Casa tomada”, expresa fantásticamente esta angustiosa sensación de invasión que el cabecita negra
provoca en la clase media”. Apenas una oración, y veintitrés palabras, han bastado para constituir la
“Hipótesis Sebreli”, a partir de, o contra la cual, han girado desde entonces todas las hipótesis sobre la
viabilidad, o no, de leer en clave peronista los cuentos del primer Cortázar. Así, por citar sólo un ejemplo,
Ricardo Piglia en “Rozenmacher y la casa tomada”: <<”Cabecita negra” puede considerarse una versión
irónica de “Casa tomada” de Julio Cortázar […] La interpretación de Sebreli define mejor a Sebreli que al
cuento de Cortázar pero de todos modos se ha convertido en un lugar común de la crítica y se superpone
con el cuento mismo. “Cabecita negra” es un comentario al comentario de Sebreli. No sólo porque el texto

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de Rozenmacher cita explícitamente el relato de Cortázar (“La casa estaba tomada”) sino porque la invasión
del recinto privado de la clase media por el cabecita negra se convierte en la anécdota del cuento>>[2].
“Casa Tomada” presenta el caso de un hermano y una hermana, representantes de una oligarquía
terrateniente en decadencia, que viven en incestuosa soltería en la casa familiar, de la cual son expulsados
por fuerzas extrañas, nombradas solo con un “ellos” tácito, que se manifiestan únicamente por ruidos en
las habitaciones que van ocupando. En “Cabecita negra”, la hermana y el hermano son los invasores no los
invadidos: una sirvientita embarazada y su hermano policía, dos “cabecitas” en el sentido más propio de la
palabra se meten en la casa del señor Lanari, un pequeño burgués avaro, racista y reaccionario, quien tras
la invasión “supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.
El único problema con la hipótesis de Ricardo Piglia, claro, es que “Cabecita negra”, como él mismo señala,
se publica en 1962 (y se escribe aún antes, en 1961) y la primera edición del libro de Sebreli es de 1964.
Parecería, entonces, que el orden es el inverso, y que es Sebreli quien lee a Cortázar desde Rozenmacher,
de hecho, su formulación: “... expresa fantásticamente esa angustiosa sensación de invasión que el cabecita
negra provoca en la clase media” remite de manera directa al relato de este.
Lo importante, de todos modos, no es establecer quien llegó primero[3], sino admitir que la lectura
Rozenmacher-Sebreli de “Casa tomada”, lejos de constituir un disparate o un divague, se ha convertido en
la mala lectura o lectura fuerte, de “Casa tomada”, hasta el punto de que ningún crítico que quiera
interpretar el cuento de Cortázar en otra clave puede darse el lujo de desecharla y mucho menos de
ignorarla, sino que se siente obligado a refutarla. Pero como sucede con las “soluciones” a la paradoja de
Aquiles y la tortuga, la lectura peronista de “Casa Tomada”, resiste todos los intentos de silenciarla y, como
Ricardo Piglia bien señala, “se superpone con el cuento mismo”.
Y sin embargo es evidente que el cuento no es una alegoría del peronismo, que antes de Rozenmacher y
Sebreli el peronismo no era parte intrínseca de su hermenéutica[4] y que aun hoy miles de lectores, sobre
todos los extranjeros, lo leen, entienden y aprecian sin tomar en absoluto en cuenta esta clave. El propio
Cortázar sitúa el origen del cuento una “pesadilla” o “territorio onírico”. Esto, por supuesto, no refuta la
interpretación: a lo sumo la complica: el peronismo engendró la pesadilla y la pesadilla inspiró el cuento.
Fragmento de “Julio Cortázar, inventor del peronismo”, en Ficciones Barrocas. Una lectura de Borges, Bioy
Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández, Buenos Aires, Eterna Cadencia S.R.L., 2010

Un análisis de “Casa Tomada”


Tomar la casa
Antes de empezar el análisis del cuento, una breve reflexión sobre el participio -tomada- que acompaña a
la casa del título. Tomar aparece con el significado de ocupar o adquirir por expugnación, trato o asalto una
fortaleza o ciudad -Drae dixit-, una forma verbal con una importante carga connotativa que nos hace pensar
en empresas militares de antaño, cuando se tomaban las fortalezas y las ciudades tras largos períodos de
asedio; en la memoria de la historia ha quedado, por ejemplo, la construcción la toma de la Bastilla para
referirse al episodio de la Revolución Francesa en el que produjo el asalto popular contra la prisión que
simbolizaba el poder absolutista. Casa tomada, ya desde el título, nos anuncia un asalto, una guerra, quizás;
no es casual que una de las protagonistas del relato se llame Irene -en griego, la que ama la paz-.
El primer párrafo
La densidad e intensidad del cuento exige con frecuencia un primer párrafo certero y preciso que ubique la
acción y los personajes, unas pocas líneas que creen la atmósfera envolvente que permita al lector entrar
en una espiral de lectura que no puede detener hasta el desenlace. Casa tomada, como tantos otros

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cuentos de Cortázar, tiene un inicio que responde a estas premisas:
desde el pronombre inicial sabemos que nos habla una primera
persona del plural y de su relación con una casa, una casa especial
que es espaciosa y antigua y que, frente a lo que ocurre en el
presente del relato, en el hoy, no sucumbe a lo económicamente
ventajoso sino que resiste anclada en unos valores tradicionales. La
casa antigua es, además, receptáculo de la memoria de ese
nosotros, de su infancia, y ahí reside la historia -los recuerdos- de
bisabuelos, abuelos y padres.
Esa casa que resiste, esa casa antigua, esa casa que es memoria, esa
casa que guarda la infancia -y recordemos, con Rilke, cómo la
verdadera patria del hombre es la infancia- va a ser tomada.
Buenos Aires, Argentina, 1939
El relato, a pesar de su densidad diamantina, se entretiene en
especificar que la acción se desarrolla en Buenos Aires, en una
Argentina a la que no llegaba nada valioso desde 1939. Aunque no se especifica el momento en que se
desarrolla la acción -el libro Bestiario al que pertenece fue publicado en 1951 y el relato que nos ocupa
había sido escrito hacia 1947-, queda claro que ésta se enmarca entre estas dos fechas y por lo tanto entre
la llamada Década infame y los años del gobierno de Juan Domingo Perón.
Una ubicación histórica tan precisa en un cuento que se va a desarrollar en el terreno de lo fantástico así
como la ideología manifiestamente antiperonista del propio Cortázar justifican las muchas lecturas políticas
que el relato ha desencadenado. Son oportunas y pertinentes, pero no las únicas posibles. La
plurisignificación de la obra literaria permite múltiples lecturas, siendo igualmente válidas aquellas que van
más allá de una determinadas coordenadas históricas. En todo caso, en su voluntad de situar el relato en
un momento y en un lugar determinado y reconocible, una estrategia que va a permitir intensificar la
verosimilitud del relato, le lleva a precisar que un ala de la casa da a la bonaerense calle Rodríguez Peña.
Matrimonio de hermanos
La descripción inicial de la vida en la casa es la evocación nostálgica de la cotidianidad feliz de los dos
protagonistas, Irene y el narrador, dos hermanos que viven gozosos y en perfecta armonía en esa casa que
es edén, arcadia y paraíso. Ambos persiten solos en ella, ajenos al mundo exterior, alejados de
pretendientes que desparecen o mueren, ocupados en mantener una casa a cuya limpieza se dedican con
esmero, método y rigor; en un paraíso completo, dos hijos del mismo padre viven alejados del mal. Adán y
Eva.
Es un simple, silencioso matrimonio de hermanos que cierra una estirpe que se remonta hasta los tiempos
de los bisabuelos y donde esperan morir. Ese incesto feliz entre los protagonistas se desarrolla en un mundo
cerrado, impermeable al exterior, protegido por una invisible campana de cristal, una suerte de enorme
acuario doméstico donde se pasan las horas, los días y los años.
Irene, que teje y desteje sus chalecos, nos remite de forma evidente a la figura de la homérica Penélope;
como ella, la habitante de la Casa parece querer retener el tiempo en ese ejercicio doméstico.
La casa
Desde el título, desde el primer párrafo, a través de las indicaciones del narrador -pero es de la casa que
me interesa hablar-, queda claro que la casa es la verdadera protagonista del relato. Pero, ¿cómo era la
casa? Sabemos también desde un primer momento que era muy espaciosa pero el narrador se entretiene
en detallarnos su distribución.

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La casa se compone de dos secciones claramente separadas, el ala delantera y la parte más retirada; ambas
están comunicadas por un pasillo y por una maciza puerta de roble. En la parte más retirada, donde los
protagonistas sólo entran para limpiar, hay un comedor, la biblioteca y tres dormitorios, En el ala delantera
es donde viven los dos hermanos: hay un zaguán por el que se accede a la casa, un living, los dormitorios
de los dos hermanos y un pasillo que da acceso a la cocina y el baño y también a la puerta de roble que
permite el acceso al otro lado de la casa.
La casa se compone de dos unidades casi independientes, dos realidades -una habitada, otra deshabitada,
una abierta, la otra cerrada- separadas por una frontera, la puerta. De forma significativa, la puerta de
roble es un sintagma repetido tres veces en el párrafo en que se describe la casa y hasta seis veces a lo largo
del relato.

El plano de una casa


¿Cómo es la casa del relato? ¿No es ella la verdadera protagonista del relato? El narrador nos describe con
minuciosa precisión las diversas estancias de la casa y para nosotros, los lectores, resulta imprescindible
saber movernos por ella para captar la atmósfera de la ficción. Una inminente estudiante universitaria,
Adela Geli, nos ha elaborado un plano posible de la Casa tomada; un magnífico trabajo que nos permite
movernos por la casa con una inquietante seguridad fijándonos en los múltiples detalles que la componen.

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El asalto
Fue simple y sin circunstancias inútiles. Así se produce el asalto a la casa, el inicio de la toma; el narrador
explica desde la cotidianidad -cuando calienta la pavita, el recipiente donde se hierve el agua para preparar
el mate- cómo percibe una extraña presencia -un sonido sordo, un ahogado susurro- en el ala posterior de
la casa, en la biblioteca o en el comedor. Ante esa percepción, la acción es inmedita: se abalanza hacia la
puerta de roble y la cierra a cal y canto. La invasión ha empezado pero ha conseguido ser detenida. Cuando
pocos instantes después el narrador, tras acabar de preparar el mate, explica a su hermana la nueva
situación, ambos reaccionan con normalidad, sin sorpresa, con un cierto fatalismo.
El elemento más desconcertante es, precisamente, esta falta de pasmo. Nosotros, como lectores, queremos
saber qué ha pasado. Los personajes no. Lo importante para ellos no es explicar el porqué sino adaptarse a
las nuevas circunstancias y preservar su pax burguesa, su labor, sus chalecos su mate y su pava.
Una nueva vida

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El narrador e Irene se adaptan a su nueva vida con resignación y, curiosamente. un cierto entusiasmo.
Aunque han perdido algunas cosas -esa botella de Hesperidina, el acceso a la biblioteca donde leer
literatura francesa-, el nuevo orden ha simplificado sus obligaciones domésticas. La limpieza obsesiva y
absorbente se reduce de forma drástica y ambos empiezan a vivir una suerte de ataraxia donde nada pasa
y poco a poco, empezábamos a no pensar.
Ese no pensar permite aceptar el nuevos status quo, convivir con la ocupación de media casa, aceptar como
normal y cotidiano la pérdida de la casa que es historia colectiva y personal, patria, en definitiva.

El relato aparece ya plenamente integrado en el campo de lo fantástico e incluso se muestra bordeando


características del género de terror, un territorio que Cortázar conocía y admiraba pues había traducido la
cuentística de Edgar Allan Poe. Lo incomprensible e inexplicado se integra en una realidad cotidiana
aburrida, reconocible, de la que se subraya su argentinidad pues con ello se consigue dotarla de
verosimilitud. Se nos habla de concretas ubicaciones espaciales y temporales -calle Rodríguez Peña, un
cercano 1939...- pero igualmente importantes son los detalles anecdóticos que crean una atmósfera
plenamente argentina: la fascinación por la literatura francesa, la pava y el mate que se ceba o la referencia
a la Hesperidina, un aperitivo tradicional del país.
La toma
De golpe, de igual manera como se había producido la toma del ala posterior de la casa, la invasión llega al
ala delantera; primero es un ruido en la cocina o el baño percibido dese los dormitorios de los hermanos,
ruidos ya instalados de este lado de la puerta de roble. A partir de ese momento, sólo es posible la huida
precipitada, escapar hasta cruzar la puerta cancel y comprobar que han tomado esta parte.
Los personajes son expulsados de su paraíso y lo hacen conservando su talante burgués, mirando el reloj
de pulsera, pensando en el dinero dejado en casa, cerrando bien la puerta y pensando en proteger la
propiedad -que ya no es suya- de posibles ladrones.
Las lecturas
Un texto como Casa tomada se presta a múltiples lecturas siendo tan pertinentes y válidas las políticas -
que el propio Cortázar aceptó como posibilidad- como las psicológicas; son posibles en la medida en que el
texto se mueve en el terreno de lo ignoto y lo desconocido y, por lo tanto, deja abiertos diversos
interrogantes. El más importante: ¿quién toma la casa? La respuesta es imposible de formular por la sencilla
razón de que esta falta de respuesta es la clave del relato. El cuento de Cortázar es inquietante y
desazonador porque no sabemos nada, ni quiénes toman la casa ni por qué lo hacen, porque entramos de
ello en el terreno de lo no racional, de lo onírico, bordeamos lo surrealista y entramos también en el
territorio del mito.

Interpretaciones y lectura de "Casa tomada"


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de Julio Cortázar
Julio Cortázar habla de "Casa tomada" (Entrevista con Omar Prego Gadea)
"Casa tomada" fue una pesadilla. Yo soñé "Casa tomada". La única diferencia entre lo soñado y el cuento
es que en la pesadilla yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es exactamente la casa que se describe en
el cuento, se veía con muchos detalles, y en un momento dado escuché los ruidos por el lado de la cocina
y cerré la puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los hermanos. Hasta un momento
totalmente insoportable en que -como pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen
explicaciones, son simplemente el horror en estado puro- en ese sonido estaba el espanto total. Yo me
defendía como podía, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro espanto.
Te puedo dar un detalle anecdótico, me acuerdo muy bien de eso porque quedó una especie de gestalt
completa del asunto. Era pleno verano, yo me desperté totalmente empapado por la pesadilla; era ya de
mañana, me levanté (tenía la máquina de escribir en el dormitorio) y esa misma mañana escribí el cuento,
de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa -vos sabés que yo no describo mucho- porque la tenía
delante de los ojos. Empieza con esa frase: "Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy
las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia".
Pero de golpe ahí entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como un solo
personaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación ambigua, con una situación incestuosa,
esos hermanos de los que se dice que viven como un "simple y silencioso matrimonio de hermanos", ese
tipo de cosas.
Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la pesadilla. Ahí tenés un caso en que lo
fantástico no es algo que yo compruebe fuera de mí, sino que me viene de un sueño. Yo estimo que hay un
buen veinte por ciento de mis cuentos que ha surgido de pesadillas.
En Buenos Aires, alienación y vida cotidiana, Sebrelli es el primero, en 1964, en dar esta clave de lectura:
“Casa tomada expresa fantásticamente esa angustiosa sensación de invasión que el cabecita negra
provoca en la clase media”. Como la mayoría de los textos literarios no han sido escritos por cabecitas
negras sino por intelectuales de las capas medias, todos ellos coinciden de algún modo en esta sensación
de invasión, de no poder escuchar el último concierto de Alban Berg por culpa de los gritos populares,
peronistas, del altoparlante. Andrés Avellaneda, que es uno de los teóricos que más se especializaron en
análisis ideológicos en textos literarios, dice en su estudio “El habla de la ideología” lo siguiente:
“El sentimiento de invasión es típico en la clase media opositora al peronismo de la época, muchas veces
racionalizado aquél prestigiosamente con la dicotomía de sarmiento de civilización frente a barbarie”.

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El peronismo en la literatura
POR BÁRBARA REINHOLD

El movimiento político que atravesó el siglo XX argentino fue inspiración para plumas como las
de Borges, Cortázar y Walsh, entre otros célebres autores.

“Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía”. Así ruidos, notando claramente que eran de este lado de
finaliza el cuento “Esa mujer” que narró el escritor y la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el
periodista Rodolfo Walsh en 1963, y que trata sobre la pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado
visita de un investigador a un coronel para averiguar nuestro”. En un principio sólo es tomada una parte de
dónde está el cadáver de Eva Perón. En el relato no la casa, conviviendo así “ellos” o “los otros”, con los
se menciona en ningún momento de quién se habla: hermanos, los que estaban “de este lado”. Pero al final
no hace falta, su identidad está implícita en el peso que del cuento la invasión es completa, y deben irse de su
tiene llamarla “esa mujer”, que bien podría señalar propia casa. En “Casa tomada” pareciera que es el
desprecio o admiración, según en boca de quién peronismo el que echa a estos dos hermanos,
estuvieran esas palabras. herederos de un campo que les permitía vivir sin
En la conferencia “Tres propuestas para el próximo problemas, del lugar al que siempre habían estado
milenio (y cinco dificultades)” que Ricardo Piglia dictó acostumbrados, una vivienda por la que pasaron
en La Habana en el año 2000, explicó con respecto a varias generaciones de la familia. En el mismo año en
este texto: “El primer signo de la poética de Walsh es el que se publica este cuento Cortázar decide
que Eva Perón no está nunca nombrada radicarse en París, desde donde escribe el poema “La
explícitamente en el relato. Está aludida. Por supuesto, Patria” en 1955: “Te quiero, país, pañuelo sucio, con
todos sabemos que se habla de ella, pero aquí Walsh tus calles cubiertas de carteles peronistas, te quiero sin
practica el arte de la elipsis, el arte del iceberg alla esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada
Hemingway”. más que de lejos y amargado y de noche”.
La ficción, muchas veces, es una herramienta que “Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su
sienta posición. Piglia dice: “En un sentido, podríamos sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera
decir que este relato de Walsh, escrito en una época sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su
muy anterior a sus decisiones políticas, podría ser coñac. La casa estaba tomada”, dice el cuento
leído casi como una alegoría que anticipa la “Cabecita negra”, escrito en 1962 por Germán
fascinación por el peronismo. El sentido múltiple Rozenmacher, aludiendo así al texto de Cortázar. El
cifrado en el cuerpo perdido de Eva Perón anticipa, relato narra la noche de insomnio en la que el señor
quiero decir, las decisiones políticas de Walsh, su Lanari, luego de pensar y disfrutar todo lo que había
incorporación a Montoneros, su conversión al conseguido con el esfuerzo que había puesto en el
peronismo”. trabajo, sale a la calle tras oír unos gritos. A raíz de
Es que el movimiento peronista fue objeto de diversos diferentes sucesos, una joven y su hermano, dos
cuentos de la literatura argentina. Uno de ellos es “La “cabecitas negras” como él los llama despectivamente
fiesta del monstruo”, escrito en 1947 por Jorge Luis durante todo el relato, terminan en su casa y dan vuelta
Borges y Adolfo Bioy Casares, bajo el célebre la tranquilidad del hogar de la que gozaba horas atrás
seudónimo Bustos Domecq. Allí un militante le cuenta y lo dejan, literalmente, en el piso. Cuando Perón fue
a su pareja, Nelly, lo que sucedió en el camino hacia derrocado en 1955, Rozenmacher fue uno de los que
Plaza de Mayo, en donde escucharían al “Monstruo”, lo apoyó a él y a sus seguidores.
refiriéndose así a Perón, en el día de su fiesta. Según “Gorilas”, de Osvaldo Soriano, es un relato en primera
algunas lecturas, entre las que se cuentan la del propio persona, narrado por un joven que desde niño se
Piglia y la de José Pablo Feinmann, este cuento es una consideró peronista, contra los deseos de su padre:
versión actualizada de “El Matadero” de Esteban “Mandaba el General y a mí me resultaba
Echeverría. Si allí los “bárbaros” mataron a un unitario, incomprensible que alguien se opusiera a su reino de
en “La fiesta del monstruo” será un universitario judío duendes protectores. Mi padre, en cambio, llevaba
el asesinado. Es evidente, entonces, la manera en la diez años de amargura corriendo por el país del tirano
que Borges y Bioy Casares pretenden reflejar al que no lo dejaba crecer”, cuenta. El texto recorre, a
peronismo: antisemita y bárbaro. No sólo en la obra de través de la vida del narrador, los sucesos que se
Borges es posible encontrar referencias de su dieron después del derrocamiento a Perón en 1955 por
enfrentamiento con el gobierno de Perón, sino también la autodenominada Revolución Libertadora, hasta la
en algunos hechos, como cuando trabajaba en una promesa de regreso desde el exilio que hace en una
biblioteca en 1946, y fue “ascendido” a inspector de cinta para los obreros que estuvieron en huelga en
gallinas, aunque se negó presentando su renuncia. 1958. La novela “No habrá más penas ni olvido”, que
Julio Cortázar también hace su lectura del peronismo Soriano publicó en 1978, volvería a reflexionar sobre
en “Casa tomada”, de 1951, cuyo narrador es un el peronismo, esta vez sobre sus quiebres internos
hombre quien junto a su hermana se sintió obligado a entre los sectores de izquierda y de derecha.
irse de su casa tras un sonido “impreciso y sordo” que La literatura siempre es reflejo de momentos
inundó el ambiente: “Nos quedamos escuchando los históricos, de prácticas y vivencias determinadas pero,

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también, una herramienta que expresa ideología. El retratado a través de las plumas de los escritores más
peronismo, sin duda uno de los movimientos políticos reconocidos.
más importantes de la historia argentina, también fue

Cabecita Negra
de Germán Rozenmacher

A Raúl Kruschovsky
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío
acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de
solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la
casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado
los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de
algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con
sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía
63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las
casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban
mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo
el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada
más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de
hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente
él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse
con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a
su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en
medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y
pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se
descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer
ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su
mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta
así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la
vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber
llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca
del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora
estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las
portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de
semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se
recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que
hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado
varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo.
Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él.
Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le
gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y

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miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer
todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y
entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó
dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle,
podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz,
donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron
las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni
un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra
salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari
dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con
sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien,
había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio
y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre,
anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la
calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada
en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha,
casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el
brazo.
Quiero ir a casa, mamá lloraba. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en
un chorro de luz amarilla
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a
hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando
vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos,
despreciándola despacio.
¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una
mano sobre su hombro.
A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan
dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar
a contar su historia
Viejo baboso dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía
adelante. Hacéte el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

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Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está
hablando? Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario
amigo.
Andá, viejito verde, andá, ¿Te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las
manos? dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que
dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban
todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara
todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su
vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido
la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los
últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.
Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso
decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor,
era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alta que él, y que lo miraba de costado, con
desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un
animal. Otro cabecita negra.
Señor agente le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la
botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan
aplastada que ya nada le importaba.
Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. Y
sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró. Vivo ahí al lado gimió casi, manso y casi adulón,
quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la
cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de
embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran
idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron
al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio
la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con
esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un
escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado,
como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la
mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una
persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
Dame café dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida
había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera,
un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un
odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría
porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y
sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima
humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No
entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía,
que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El
señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había
podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el
colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar
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violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía
presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿De qué libros podría
hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose,
sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo
ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la
campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes
de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que
estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en
su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano,
una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y
divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su
sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su
coñac. La casa estaba tomada.
Qué le hiciste dijo al fin el negro.
Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. . .el policía o lo
que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo
le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le
pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y
todo era un manicomio.
Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una
chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero
hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un
señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La
chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o,
a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer,
anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
Este no es, José. Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari
vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer
se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este
maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos,
encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del
estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un
torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el
auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría
ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo,
aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba
patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para
tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo,
"tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el
señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

67
Sobre “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher

“La historia cómica de una pesadilla pequeño burguesa”. Ricardo Piglia[1]

La siguiente guía de lectura se propone realizar un análisis del cuento de Germán Rozenmacher “Cabecita
negra”[2]. Si se plantea que enfrentarse a un texto constituye una operación intelectual en donde es el
lector quien determina la forma en que accede al texto, podría decirse que, cada forma de lectura implica
una mirada diferente sobre un mismo cuerpo textual. En tal sentido, resulta tentador volver a retomar el
planteo de serie literaria[3].
La propuesta es leer “Cabecita negra” como un elemento dentro de un sistema complejo y múltiple del
que forman parte elementos extra-sistémicos (históricos, culturales, ideológicos, sociológicos) que admiten
la puesta en juego de una serie textual. Dado que
el sistema no es una cooperación fundada sobre
la igualdad de todos los elementos, sino que supone
la prioridad de un grupo de elementos (“dominante”) y la
deformación de otros, el texto entra en la serie y
adquiere su función literaria gracias a esta
dominante.
La serie se había iniciado con “El Matadero” de
Esteban Echeverría, “La Refalosa” de Hilario
Ascasubi, y le continuaron “La fiesta del monstruo” de
Bustos-Domecq, “El Fiord” de Osvaldo Lamborghini. R.
Piglia en “La Argentina en pedazos” propone este tipo
de lectura donde los textos resultan “una historia de
violencia argentina a través de la ficción (…) donde se
pueden descifrar los rastros que dejan en la literatura las
relaciones de poder, las formas de violencia[4]”.

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Esta lectura, no excluye la significación dominante de los principales factores sociales. Por el contrario,
sólo en ese marco la significación puede ser aclarada en su totalidad. El establecimiento directo de una
influencia de los principales factores sociales sustituye el estudio de la evolución literaria por el de la
modificación y deformación de las obras literarias[5]. Se busca la posibilidad de descifrar las líneas de cruce,
las constantes pero también los cortes fragmentarios y las torsiones de sentido y establecer una vinculación
sustentada en motivos culturales- históricos: en este caso, la violencia.
Publicado en 1962, en un libro que lleva el mismo nombre, el cuento de Rozenmacher se presenta con un
título sugerente: cabecita negra. En consideración con marco contextual en el que se inscribe, el término
refiere a “desplazamiento”. Justamente “cabecita negra” comienza a ser utilizado en Buenos Aires en la
década de 1940 cuando se inició una gran migración interna. Los porteños de clase media denunciaban a
través de este rótulo, la invasión a la que se venían expuestos, el aluvión migratorio proveniente
principalmente de las zonas rurales de las provincias del norte. Estos desplazamientos estaban orientados
por la búsqueda de trabajo e hizo que muchos provincianos empobrecidos, vieran en las urbes, entre ellas
Buenos Aires, la posibilidad insertarse en las nuevas fábricas que se creaban como resultado de un amplio
proceso de industrialización.
Cabecita negra era el término preciso, nombre popular del lucerito o jilguero. El rótulo podía señalar
ambas características, por un lado el movimiento migratorio ya que se trata de un ave; por otro lado, la
problemática racial, el ave tenía cabeza con plumaje negro, el emigrante lo era. Esta es la idea presente en
el imaginario social de la época. Efectivamente se trata de una marca estigmatizante: una forma de
afirmación ante el otro, ante las clases bajas. Parece la confirmación de una división social entre lo que se
debe ser: civilizado, trabajador, educado y buena persona frente a este otro totalmente desconocido,
temido y denigrado (pues ignora los valores que la clase media había consagrado y afirmado (trabajar, tener
educación, portar cultura).
En este sentido el cuento parece funcionar como espejo: muestra desde la óptica del buen hombre
burgués la exasperación ante la presencia del negro, del otro. Muestra las relaciones racistas que
establecieron las clases medias de Buenos Aires con las nuevas clases trabajadores. ¿Cómo están
caracterizados unos y otros sectores? ¿De qué lado se ubica el protagonista? ¿Cuáles son las marcas
textuales que permiten la identificación?
El cuento está narrado en tercera persona. En algunas oportunidades este narrador se introduce en el
relato, haciendo que su voz y su posición queden casi alineadas con las del protagonista (son los pasajes
donde hay una forma de monólogo interno o pensamiento del Señor Lanari, en los cuales el lector reconoce
la voz del protagonista, pero que no se encuentran aclarados como tales, ni entrecomillados). Además se
podría decir que se desarrolla en tres instancias básicas: la primera es la ubicación del protagonista y su
inclusión en una realidad social, ideológica y cultural; en la segunda se produce el conflicto (el protagonista
es víctima de una confusión) y la tercera es el desenlace propiamente dicho.
La primera instancia es importante porque a modo de relato realista describe el lugar donde vive Lanari,
lo que permite la reconstrucción del marco contextual: En el segundo párrafo hay una condensación de
elementos significativos: “balcón del tercer piso”, “golpeteo de algún caballo de carro de verdulero
cruzando la calle”, “algún taxi”, “un tranvía 63”, “casas de uno o dos a siete pisos”, “letreros luminosos de
los hoteles”, “la ciudad dormía”. Ciudad es la clave reveladora, consecuencia de un proceso de
industrialización, de la división del trabajo, del triunfo del capitalismo en occidente.
El protagonista es un personaje de la clase: aspira a ser sofisticado, honrado, representante de la
civilización. El cuento lo describe como el hijo de un inmigrante muerto de hambre, de cuya experiencia
aprendió que se debía trabajar como un animal para tener la añorada paz y tranquilidad burguesa: “ahora
tenía la casa en el tercer piso cerca del Congreso”, “la ferretería de la avenida de Mayo le iba muy bien y
ahora tenía también la quinta de fin de semana” “Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios (…)

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había estado varias veces al borde de la quiebra (…) Palabra fatal, que significa el escándalo”. Lanari es el
prototipo de sujeto que, haciéndose cargo del legado “trabajar” podía llamarse “Señor”.
La descripción remite de esta manera a Buenos Aires como urbe consolidada y a Lanari como producto
de esta urbe (lo que Buenos Aires crea) La psicología del personaje se logra mediante la descripción de sus
rasgos morales (entre los cuales están enfatizados el de ser trabajador, el de poseer cultura, ser honrado,
ser sacrificado, ser caritativo, el deber ser- lo esperable) por sus pertenencias materiales y sobretodo por
oposición al otro. ¿Quién es el término opuesto a este tipo de sujeto? Lanari es: lo que no es ser un cabecita
negra. De hecho parece que Lanari existe, puede ser quien es, porque tiene un sujeto que se opone a él.
El narrador presenta luego el lado de la barbarie. La imagen que abre, que inicia la apertura al afuera es
un grito. Lo primero que se describe es un raro suceso en la vida del protagonista, se dice que eran las tres
y media, casi cuatro de la mañana y que Lanari se encontraba con insomnio (dato no menor, pues este
sujeto resalta la idea de sufrimiento ante el insomnio, ya que la noche es para dormir- otra vez la
mentalidad burguesa) Es el grito el que irrumpe la paz, la vida nocturna del trabajador: “ (…) la mujer gritó
de nuevo, reventando el silencio, y la calma, y el orden”.
El grito es de una mujer: una niña sentada en el umbral de un hotel “Para Damas” despatarrada, borracha,
vencida y sola, las piernas abiertas bajo la pollera sucia y de flores chillonas y rojas. Unas líneas más abajo
aparece el otro personaje que completa el cuadro bárbaro, se trata de un policía “bastante morochito” con
“duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal”. Estas dos
figuras son las que terminan de definir al protagonista. Son su oposición y en este sentido, nuevamente la
condena desde la óptica del “civilizado” hace que los sujetos abandonen su categoría humano y entren en
el terreno de las denominaciones animalescas, son los nuevos “monstruos”[6] (el híbrido, el que excede la
norma).
Resuena en esta caracterización degradante y animalesca el personaje de la “Fiesta del Monstruo”[7] El
Gran perro Bonzo, un negro que suda grasa, gordo, lamentable, ignorante, un bárbaro identificado con el
peronismo. No solo en los aspectos que definen al “otro” (los rasgos animalescos y degradantes de la moral)
sino que la identificación es realizada por el mismo Señor Lanari: la presencia de la negra borracha y del
policía le recuerdan a “los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de la plaza
Congreso”. Otra vez el espejo: la imagen se amplia y se multiplica; primero habían sido los negros
protegidos de Perón, ahora eran los negros venidos del interior. Otra vez la dualidad, otra vez hay que
situarse del lado de la civilización o de la barbarie.
La categoría de otredad parece interesante para analizar el conflicto. J. Derrida considera que la
creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, diferencia que a menudo se
construye sobre la base de una jerarquía: por ejemplo entre forma y materia, blanco y negro, hombre y
mujer (¿civilización y barbarie?). La identidad es relacional y la afirmación de una diferencia es una
condición previa para la existencia de cualquier identidad. Esto explicaría por qué dicha relación puede
convertirse en el germen de antagonismo. Esto sucede cuando el “otro” que hasta entonces se había
considerado simplemente como diferente, empieza a ser percibido como alguien que cuestiona “nuestra
identidad” y amenaza “nuestra existencia”. En esta instancia, cualquier forma que adopte la relación
“nosotros/ellos” pasa a ser política[8].
Así la ficción vuelve a retomar la dualidad constitutiva de la historia argentina: civilización- barbarie. La
condena del lado civilizado que afirma su identidad por oposición: “De qué libros podría hablar con ese
negro”, “Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni
siquiera sabía a ciencia cierta si era policía. Ahí tomando su coñac”. Es la imagen de la barbarie ingresando
en el terreno privado, en la casa y propiedad de Lanari. Por esto es un mundo al revés, es realmente confuso
cómo habían acaecido los acontecimientos.
El malentendido en el cual está envuelto el protagonista (el policía cree que Lanari arruinó a su hermana)
da un giro a vida normal, al orden: es ahora el civilizado el que se siente humillado, el que parece una basura

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y está “atrapado por la locura”. Parece que alguien debe pagar: la violencia nuevamente sacia el espíritu
del otro. La satisfacción ante el dolor del que lo tiene todo, del que está del lado de adentro. El narrador
dice “Vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer”. El golpe que recibe Lanari
también es seco, es frío no derrama sangre.
El cuento termina cuando el buen hombre burgués despierta tras el golpe y ve su casa profanada,
invadida, tomada. Retomando el epígrafe de Piglia el cuento parece una pesadilla pequeño-burguesa. La
negra y el policía son en este sentido, los verdaderos cabecitas negras que irrumpen y penetran Buenos
Aires, la cuna de la civilización y las clases respetadas. Este hecho es lo que exaspera al buen burgués. En
este juego del adentro/afuera, el nosotros/ellos, civilizado/bárbaro, sueño/vigilia la historia nacional asoma
para ser descifrada.
Echeverría abre la ficción con “El matadero” condena al opositor, expresa la violencia y hace correr sangre
(el federal bárbaro hace estallar de ira al unitario). El poema de Ascasubi, “La refalosa” describe la amenaza
el martirio y degüello de un unitario; Bustos- Domecq se sitúa al lado de la Civilización y condena a su
protagonista -y a todo lo que él representa, el peronismo, a los “otros” que realizan la apedreada.
Finalmente, “Cabecita negra” retoma el planteo un tiempo después, desde una prosa simple, limpia, pero
no menos movilizadora. De alguna manera permite pensar en la utilidad del paso previo por los otros textos
para comprender la mirada de Lanari: cómo se construyó este sujeto social y cómo construyó esas
categorías que le hacen organizar el mundo y percibir la “realidad” desde una postura tan particular.
Postura que, asimismo no resulta tan incomprensible para el lector argentino (de hecho expresa formas de
pensamiento que son un lugar común- se nota, por ejemplo, en esta idea del sacrificado hombre de clase
media cuya aspiración es tener el autito y la casa propia).

Citas:

[1] Ricardo Piglia: “Rozenmacher y la caza tomada” en: La Argentina en pedazos. Buenos Aires Ediciones de la Urraca, 1993.
[2] Germán Rozenmacher: “Cabecita negra” en: Cabecita negra. S/D
[3] J. Tinianov: “Sobre la evolución literaria” en: Teoría de la literatura de los formalistas rusos. (Antología preparada y presentada
por Tzvetan Todorov); Siglo XXI, México, 1991.(pp. 89-101)
[4] Ricardo Piglia. Op cit..
[5] J. Tinianov. Op.cit.
[6] El monstruo humano combina lo imposible y lo prohibido. En Michel Foucault. Los anormales. Editorial Akal.
[7] Bustos Domecq: “La fiesta del Monstruo”, Jorge Luis Borges. Obras en Colaboración. Argentina, Buenos Aires, Emecé. 1979,
[8] Alberto Constante: “Derrida, memoria de la exclusión” en Aparte reí. Revista de filosofía .nº 43.

DIÁLOGOS ENTRE LA LITERATURA Y LA HISTORIA: Argentina,


mediados del siglo XX
Ponencia presentada en el I Coloquio I.A.D.A, Universidad de La Plata, mayo de 2003.
RIQUELME, Sara Eliana
Facultad de Humanidades
Universidad Nacional del Comahue. Argentina

A mediados del Siglo XX, Manuel Mujica Láinez, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, entre otros, reflejan en la literatura
una evaluación sobre la historia. En pleno gobierno peronista, estos autores hacen su lectura de la realidad y la dejan
plasmada en sus obras. Por su parte, Gino Germani como historiador y sociólogo comienza a publicar su
interpretación de los hechos en 1950, dando inicio a la línea tradicional u ortodoxa que estudiaba el surgimiento y

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la conformación del movimiento peronista; más de dos décadas después, una línea revisionista encabezada por
Murmis y Portantiero cuestiona sus afirmaciones. Para esta fecha, una amplia serie de investigaciones de una u otra
línea se suman a las ya mencionadas intentando alumbrar ese período conflictivo de la historia. El propósito de esta
exposición es explorar el diálogo que la literatura ha sostenido con la historia: ambas voces son coincidentes pero
muy alejadas en el tiempo. Este análisis se propone tomando una serie de estudios de diferentes historiadores
intentando “escuchar” la voz literaria en medio del sonido de la voz de la historia.
La propuesta temática de este Primer Coloquio “En torno al diálogo: interacción, contexto y representación social”,
generó una nueva perspectiva de análisis de la relación entre la representación social que conllevan las metáforas
literarias y el contexto político-social de emergencia. Se ha pensado en el diálogo que sostie la “voz” de la literatura
con la “voz” de la historia; voz que en cada caso encierra una compleja polifonía. El contexto espacio-temporal
elegido es Argentina, mediados del Siglo XX.
La voz de la literatura se deja escuchar con una metáfora: Argentina es “la casa”. Una casa que para Manuel Mujica
Láinez se edifica en la segunda mitad del Siglo XIX, con toda la suntuosidad europea de una familia de la aristocracia
del ’80. Al morir el dueño de la casa, la propiedad pasa a manos de su esposa, luego a los hijos, después al personal
de servicio y finalmente queda deshabitada y se vende para su demolición. Una casa que en Cortázar cobija a dos
hermanos que viven tranquilamente hasta que son molestados por unos “ruidos sordos” que terminan por desalojar
a los dueños. Una casa que en Cabecita negra de Germán Rozenmacher es el producto del duro trabajo y las
tratativas de un hijo de inmigrantes, quien, víctima de la confusión de dos hermanos, los invita a su casa como un
recurso de protección, de defensa, ante sus ataques y sus reclamos. De esta manera, la voz de la literatura se alza
para nombrar un proceso de cambio en la propiedad de la casa.
Al unísono, la voz de la historia registra este proceso de cambio en la casa de los argentinos. Tempranamente, desde
1950 Gino Germani innaugura la línea de investigación ortodoxa o tradicional sobre el surgimiento del peronismo, y
señala a los sectores obreros urbanos como núcleo central de este movimiento, tanto en términos cuantitativos
como por su rol dinámico. En las elecciones de 1946 el peronismo obtiene un apoyo masivo de los obreros; a esto
se puede sumar cierta contribución de empleados de oficina y vendedores menores, y también componentes de
estratos pobres de clases bajas de comunidades pequeñas. Este proletariado urbano se conformaba, principalmente,
de migrantes internos de distancias largas que entre 1935 y 1946 se desplazaron como consecuencia de la crisis del
’30, del derrumbe de la economía agroexportadora y de la protección para la industria nacional.
Años después, Tulio Halperín Donghi alza su voz en oposición con Germani, poniendo en duda el análisis
excesivamente panorámico de éste con respecto a los migrantes internos y considerando insuficientes sus datos. La
oposición propuesta entre migrantes internos e inmigrantes no tiene, para Halperín, un valor explicativo tan amplio
como el que Germani le asigna, quien, además, desconoce el eclecticismo de la sociedad argentina anterior a la
década del ’30.
En 1989 Emilio de Ipola plantea el fenómeno del surgimiento del peronismo dentro del marco de una disyuntiva:
surge como “ruptura”, como innovación o, por el contrario, es el resultado de un proceso que establece lazos de
continuidad histórica con los hechos del pasado. Para dar respuesta a este interrogante analiza, en primer lugar, a
Jorge Abelardo Ramos, del que toma el concepto de “formas anómalas de participación y acción”, traducidas en
hechos como la instauración de un régimen político autoritario subordinado a un caudillo carismático. Luego Ipola
hace escuchar la interesante voz de Torcuato Di Tella, cuyo análisis se enmarca dentro del populismo
latinoamericano y representa un testimonio valioso en el sentido de relativizar la tesis principal de “innovación
política”, dando lugar al reconocimiento de ciertos lazos de continuidad entre ese movimiento político y la historia
que lo precedió. Di Tella concluye que el peronismo modifica en forma sustantiva las modalidades de acción y de
conducción, amplía el derecho a la ciudadanía política con medidas básicas de justicia social y de equidad jurídica,
pero en lo fundamental no enfrenta a los valores básicos del orden establecido como no sea de manera tangencial,
y no cuestiona realmente la cultura oficial recibida de los regímenes precedentes.
Emilio de Ipola incorpora el especial protagonismo y la voz del discurso de Murmis y Portantiero quienes discrepan
con la subestimación de Germani sobre el movimiento obrero organizado, previo al surgimiento del peronismo,
viendo a éste como una nueva clase obrera carente de experiencia sindical. Enfrentándose a Ramos, caracterizan al
peronismo no como un régimen autoritario basado en la relación vertical entre un líder carismático y una nueva
clase obrera sino como producto de una alianza, garantizada por el Estado, entre un sector de las clases propietarias
y la clase obrera. Este enfoque representa una neta ruptura con propuestas anteriores dado que tiende a llamar la
atención sobre ciertos rasgos de continuidad apoyados en aspectos laborales y sindicales, inscribiendo al peronismo

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en el interior de una secuencia histórica que limita, sin anular, la novedad del fenómeno y amplía el recorte temporal
para la comprensión del mismo por lo menos una década hacia el pasado.
Finalmente, Ipola trae a colación las propuestas que formula Ernesto Laclau en 1978 desde el punto de vista
ideológico, quien pone el foco de la cuestión en el concepto de “populismo”, como llaman Germani y sus seguidores
a movimientos nacionales y populares. Lo define como un fenómeno de naturaleza ideológica que puede estar
presente en el seno de movimientos de muy distinta base social, de diferentes orientaciones políticas y en diferentes
momentos históricos. De esta manera, la teoría de Laclau se sitúa en el estratégico lugar de los procesos de
constitución y eventualmente de disgregación de las identidades políticas. Hasta la década del ’30 el predominio
político de la oligarquía se manifestaba a la vez en la unidad que caracterizaba el discurso ideológico dominante
sumado a una ideología nacionalista de derecha y finalmente en el economicismo y reduccionismo clasista de las
ideologías obreras. Desde el ’30 y hasta los primeros años de la década del ’40 se producen cambios como
antagonismos entre la oligarquía tradicional y los sectores industriales en proceso de constitución, golpes de Estado
y parodia electoral que conducen a la instalación de regímenes fraudulentos que excluyen del acceso al poder
político a las capas medias. Frente a esto Laclau afirma que el peronismo supo rescatar y articular estos elementos
dispersos en el espacio ideológico; con esto refuerza la hipótesis que desarrolla Ipola sobre los rasgos de continuidad
existentes entre el peronismo y su pasado, esta vez en el plano de lo ideológico, dado que, este autor, luego de
revisar estas vertientes de investigación, cada una paradigmática de otras muchas en su orientación, concluye
resaltando el progresivo predominio de los rasgos que marcan la relativa continuidad histórica del peronismo con
respecto al período que lo precedió, en franca confrontación con las teorías que destacan el carácter de “ruptura”
del fenómeno. No obstante, ninguna de las interpretaciones examinadas desconoce la especificidad del peronismo
ni pierde de vista la distinción entre el fenómeno a elucidar y el corte cronológico que es necesario realizar para tal
elucidación.
Llegado a este punto corresponde hacer un alto para escuchar nuevamente el discurso literario de Mujica Láinez,
Cortázar y Rozenmacher a la luz de los artículos señalados. El diálogo entre literatos e historiadores habla de un
cambio. Un cambio que tiene que ver con una nueva distribución de la población sobre el territorio nacional
argentino, un cambio en la configuración de las clases sociales, con una nueva conciencia de clase gestándose en un
creciente proletariado urbano, una incorporación de una gran masa, ya sea inmigrante o migrante interna, a un
proceso de modernización que, si se lo compara con otros, está notablemente demorado; una polémica relación
entre esta nueva clase y el movimiento gremial, y por si esto fuera poco, una polémica relación entre estos dos
elementos y el líder carismático. No menos importante es la relación que todo este movimiento guarda con las élites
dominantes anteriores y sus propios resquebrajamientos y pérdidas de legitimidad política. Además, el surgimiento
de un nuevo tipo, diferente de todos los demás, dado que el “cabecita negra” no es el provinciano en su provincia
sino el provinciano en el cinturón industrial que rodea la Capital Federal
Mujica Láinez inscribe su novela en la narrativa fantástica y desde ese lugar no sólo describe la decadencia de la
oligarquía argentina sino que pone en ella toda la responsabilidad del proceso de expoliación, vaciamiento, deterioro
y final derrumbe de “la casa”. La frivolidad, el desapego y la soberbia de los hijos herederos los llevaba a vivir
encerrados en una realidad que consideraban inamovible, eterna, y que ni siquiera conocían demasiado bien. Por
esta causa, la casa quedó en manos de personas interesadas por la posesión, pero estaban lejos del interés por el
mantenimiento y menos aún, por las mejoras de la casa.
Julio Cortázar, en cambio, aunque pinta un panorama similar en lo que concierne a estracción social de los dueños
de la casa, ubica el foco de la cuestión en “los ruidos”. Es verdad que los hermanos llevaban una vida tranquila,
segura, sin sobresaltos, sólo preocupada por mantener la casa en condiciones. No obstante, los hermanos sabían de
dónde venía el mantenimiento de la casa y eso era parte de la seguridad con la que vivían. Los ruidos sordos, (los
rumores sordos de Mujica Láinez) ¿quiénes son? Para Mujica Láinez son “semillas revolucionarias, o plagas remotas
de origen desconocido, que tal vez asolaran a las poblaciones distantes y acaso … pudieran avanzar sobre la capital,
sobre la casa gloriosa” Aquí quizás se podría identificar a los inmigrantes y a los migrantes internos de Germani, en
cambio es más difícil determinar quiénes son los ruidos de Cortázar. Resulta claro que estos ruidos son muy
poderosos. Los artículos consultados consideran los autoritarismos generados en nuevas formas particulares de
participación y de relación entre una masa y su líder. Cabe preguntarse si son éstos los ruidos de Cortázar. La
respuesta es “no”. Su lectura social coincide con el análisis de Torcuato Di Tella: detrás de toda esta gran masa, de
todos estos “pobres diablos” hay una élite que viene ganando posiciones políticas, autoritarista sí, militar, que sabe
valerse oportunamente de líderes que encabezan movimientos políticos, una élite asociada a movimientos nazi-
fascistas dentro del país, a la cual no estuvo ajeno Perón. Además, ya se ha mencionado que los hermanos se van,

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pero se van tranquilos. Di Tella lo explica muy bien: el peronismo modifica en forma sustantiva las modalidades de
acción y de conducción, amplía el derecho a la ciudadanía política con medidas básicas de justicia social y de equidad
jurídica, pero en lo fundamental no enfrenta a los valores básicos del orden establecido.
Rozenmacher, en cambio, enfoca el problema desde la óptica del hijo de un inmigrante. Lanari, el personaje central,
tuvo que construir una casa, consolidar una posición, y le resulta insoportable la idea de que los cabecitas negras
pongan en peligro esa posición: hay que sacarlos con las fuerzas públicas, aunque con esto contribuya a la
consolidación de fuerzas no democráticas dentro del poder político, como efectivamente sucedió. Mujica Láinez y
Cortázar escribieron sus obras en pleno peronismo, en cambio la obra de Rozenmacher se publica en la década del
’60. Los tres autores hicieron su evaluación del proceso político y social y la plasmaron en su obra. Esto iría a formar
parte del capital cultural que formaría el identitario nacional argentino de mediados del siglo XX.
El estudio original que dio origen a este trabajo considera el cuento “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy Casares
y el diálogo que se establece entre éste y los conceptos de Federico Neiburg relativos a la construcción de
identidades nacionales; además, toma la voz de Mariano Plotkin referente al proceso de redefinición del 17 de
octubre que hizo el régimen peronista entre los años 1945 y 1951 para adaptarlo al imaginario político que estaba
generando. Este cuento, a su vez, sostiene un diálogo intertextual, entre otros con “Las puertas del cielo” y
“Bestiario” de Cortázar con el objetivo de intentar determinar quienes son “los ruidos sordos” que desalojan a los
dueños de la casa tomada. Por razones de extensión no se desarrollará en este evento toda esa segunda parte. No
obstante, deseo mencionar que se han tomado los estudios que Alain Rouquié, Robert Potash y Federico Finchelstein
realizan respecto de los autoritarismos y el poder militar en la Argentina, dentro del contexto internacional para
intentar responder a la pregunta: ¿Cuál fue la amenaza que Cortázar ( y no sólo él) dejó ver en sus metáforas? Con
un lenguaje opaco, hermético, simbólico; en un texto fantástico, adecuado a las circunstancias político-sociales que
se vivían, Cortázar advierte sobre el peligro que estos autoritarismos representan, y no sólo para los argentinos. Su
aporte al imaginario social consistió en señalar que el peligro no estaba en los Lanaris ni en los cabecitas negras,
ellos eran los pobres ladrones, las hormigas del formicario de “Bestiario”, los monstruos del Santa Fe Palace de “Las
puertas del cielo”; y los regímenes autoritarios eran los ruidos sordos que tomaban la casa, eran la fiera que podía
controlar, matar; e incluso eran la fiera que alguien podía utilizar para eliminar a quien se opusiera a sus objetivos o
a sus intereses.
Volvamos al diálogo. ¿Cómo se desarrolla el diálogo entre la literatura y su contexto político social de emergencia?
La voz de Cortázar se alza silenciosa … silenciada. Cobijada en la opacidad de un lenguaje no accesible a cualquier
lector. ¿Cómo es el diálogo que mantiene la literatura con la historia? En parte, es un diálogo coincidente en el
tiempo: los inmigrantes y migrantes de Germani con la servidumbre y sus relaciones en Mujica Láinez. Pero en mayor
medida es un diálogo distante, dilatado en el tiempo, por cuanto algunas voces literarias que se alzaron alrededor
de los ’50 encontraron la interlocución con los historiadores dos, tres o cuatro décadas después. Una vez más se
puede comprobar que ell contexto de mediados de siglo XX pudo silenciar con mayor eficacia la voz de la historia
que la voz de la literatura; por esta causa, cada vez más la historiografía actual se inclina por las fuentes “no
convencionales” o “poco convencionales” si no como prueba contundente de fundamentación histórica, sí como
indicios a seguir para incursionar en nuevas líneas de investigación.

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