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CAPITULO 2

LAS TÉCNICAS, UNA CUESTIÓN DE POSTURA

En la introducción planteamos la dificultad de entregar un manual de técnicas cuando las


investigaciones señalan que estas no tienen la relevancia que tradicionalmente se les ha atribuido.
Sin embargo, no podemos desconocer que estas técnicas son útiles, pues promueven la
funcionalidad y el desarrollo de modos de vida deseados por el cliente, además de desempeñar un
papel en el juego de las soluciones intentadas fracasadas y exitosas. Teniendo esa premisa
presente, las técnicas presentadas pueden ser comprendidas y usadas para permitir una apertura
comprensiva en el sujeto, que le permita visualizar mayores vías de acción y posibilidades, por
medio de la inhibición de los intentos fallidos y relatos restrictivos y la potenciación de los intentos
exitosos y los relatos liberadores. Asimismo, estas técnicas permiten potenciar los factores de
cambio y los factores comunes que la literatura recomienda para una práctica efectiva. Por ello,
creemos necesario inicialmente hacer un breve recorrido en dicha temática.

EFECTIVIDAD DE LA PSICOTERAPIA Y LOS FACTORES DE CAMBIO

Eysenck en 1952 realiza un estudio pionero que intenta poner a prueba la efectividad de la
psicoterapia, concluyendo que esta no era mejor que el placebo. Con este estudio se inicia el
campo de investigación de resultados en psicoterapia, concluyéndose un par de décadas más
tarde que la psicoterapia es más efectiva que la ausencia de ella (Miller y cols., 1997). Es así que la
psicoterapia en la actualidad es reconocida como útil para las personas (Seligman, 1995).

Los estudios posteriores se abocaron a dilucidar la efectividad diferencial de los distintos


enfoques, no obstante, la evidencia mostró una ausencia de diferencias, es decir, se establece la
“paradoja de la equivalencia”, concluyéndose que no hay un modelo mejor que otro (Krause,
2005) o como también ha sido expresado: “el veredicto del pájaro Dodo”, es decir, todos los
modelos ganan en la carrera por la efectividad (Luborsky y cols., 1975). Por lo tanto, si no son los
modelos y sus técnicas los que dan cuenta de la efectividad, ¿qué lo explica entonces? Ya en 1936,
Rosenzweig establecía que la efectividad se explicaba más por aspectos comunes que por aspectos
diferenciales atribuibles a teorías o técnicas (Miller y cols., 1997). Por otra parte, Wampold (2001)
afirma que el factor relacionado con las técnicas y modelos explica solo el 8% de la varianza en el
cambio en psicoterapia.

Por lo tanto, las investigaciones de resultados pasaron posteriormente a enfocarse en los factores
ligados al proceso terapéutico, es decir, los factores comunes de cambio, tales como las
características del cliente, del terapeuta, del proceso, de la estructura terapéutica y elementos
relacionales (Krause y cols., 2006). Este hecho marca la preocupación por dar cuenta de otros
factores que explican el cambio y que escapan a los modelos y técnicas específicas, surgiendo con
ello la importancia de los factores comunes como instancia diferente de los factores específicos.

Lambert (1992) realizó una revisión de los resultados empíricos y propuso cuatro elementos
principales que dan cuenta de la mejoría o cambio en la psicoterapia: factores extra-terapéuticos
(que explica el 40% de la varianza del cambio), factores comunes o de la relación (el 30%),
esperanza y expectativa (el 15%) y modelos y técnicas (el 15%). Tallman y Bohart (1999) señalan
que los factores de cambio dependen en última instancia siempre del cliente, ya que lo
extraterapéutico y la esperanza son definidos por él. Asimismo, la relación terapéutica tiene
relevancia en cuanto esta es percibida por el cliente y no por el terapeuta, de tal manera que si el
terapeuta se ajusta al rol esperado, la alianza se fortalece y el éxito se hace más probable
(Bachelor y Horvath, 1999).

LOS FACTORES COMUNES

El denominado “proyecto de casos imposibles” (Duncan y cols., 2003) redefinió los factores de
cambio como factores comunes, ya que no los restringe solo al factor relación. Asimismo agregan
que el factor modelo y técnica también tiene dimensiones comunes (Hubble y cols., 1999). De esa
manera, dicho estudio se abocó a usar sistemáticamente los factores comunes y la percepción del
cliente para enfrentar problemáticas consideradas crónicas y graves. Como resultado de ese
trabajo, se postuló una “psicoterapia guiada por el cliente e informada por los resultados”, lo que
implicó abandonar todo supuesto teórico, toda clasificación diagnóstica, focalizarse en las
percepciones del cliente y preguntarle periódicamente sobre el avance de los resultados y la
calidad de la alianza, a través de instrumentos estandarizados y fáciles de aplicar en la práctica
clínica. Luego de dicho estudio se inicia el proyecto “corazón y espíritu del cambio” el que otorga
definitivamente una primacía al cliente en el cambio (Miller y cols., 1997) .

La relación y la alianza terapéutica

Uno de los factores más importantes en el cambio, y que permiten que el cliente continúe en
terapia, es la relación terapéutica. Freud comentó en forma explícita la importancia y el impacto
de la relación entre terapeuta y cliente, llegando a identificar tres aspectos de la relación
terapéutica: la transferencia, la contratransferencia y la ligazón amigable y positiva entre ambos,
es decir, la alianza (Bachelor y Horvath, 1999).

La escuela humanista amplió esta concepción otorgándole una gran importancia. Rogers (1977)
planteaba que cuando en una relación el terapeuta expresaba empatía, autenticidad y
consideración positiva incondicional hacia el cliente, generaba en él una activación de las
potencialidades de curación y de desarrollo. La falta de diferencias en los resultados entre los
distintos enfoques incentivó aún más el interés en el concepto de alianza, observándose su
influencia en el cambio en diferentes tipos de tratamientos (Safran y Muran, 2005). Safran y
Muran (2005) y Tallman y Bohart (1999), comentan que la calidad de la alianza terapéutica es el
predictor más robusto del éxito del tratamiento, por lo que concluyen que las diferencias en la
habilidad terapéutica parecen ser más significativas que la modalidad terapéutica, y cuanto más
eficaz parece ser el terapeuta, más capaz es de facilitar el desarrollo de la alianza terapéutica. Esto
resulta interesante, ya que valida la importancia de las habilidades.

Con el tiempo se va asentando un concepto de alianza centrado en la colaboración y la interacción


en la relación. Luborsky señala que la alianza tiene dos componentes, el primero centrado en la
unión mutua y el apoyo percibido por el cliente, y el segundo, centrado en la colaboración y las
responsabilidades compartidas en la terapia (Bachelor & Horvath, 1999). Por otra parte, y
relacionado con lo anterior, Greenson conceptualizó a la alianza de trabajo como la capacidad del
terapeuta y del consultante para trabajar en mutuo acuerdo e intencionadamente juntos en el
tratamiento (Safran & Muran, 2005).

En la misma línea anterior y definiendo de modo más específico el concepto de alianza, Bordin
señaló que esta tiene tres componentes: tareas, objetivos y vínculo.

Esta idea señala que la alianza depende del grado de acuerdo entre el cliente y el/la terapeuta
sobre las tareas y los objetivos de la terapia y de la calidad del vínculo relacional entre ellos,
dimensiones que se influyen mutuamente de una forma continua (Safran y Muran, 2005).

La esperanza y las expectativas

Según Hubble y cols. (1999), la esperanza y expectativas se ven potenciadas al menos bajo dos
acciones. Por un lado, tener un ritual que permita contar con un procedimiento estructurado y
concreto, para lo cual se requiere un terapeuta que crea en dicho proceso, es decir, muestre
congruencia, y que al mismo tiempo, se muestre deseoso y atento a observar resultados y
variaciones. Es preciso estar centrado en el cambio y en las posibilidades futuras por lo cual el eje
temático de conversación debe poseer una dimensión y orientación temporal. En forma paralela,
se requiere una conversación que se centre en la capacidad de control o de agencia del cliente,
dicho de otro modo, potenciar la confianza del sujeto en sus propios recursos y la capacidad de
este de orientar su vida de acuerdo a sus preferencias. Assay y Lambert (1999) señalan que este
factor se relaciona con la mejoría derivada del conocimiento del cliente de estar en tratamiento y
de la credibilidad que tenga el cliente del terapeuta y las técnicas relacionadas. Sus efectos
curativos no se derivan específicamente de los procedimientos del tratamiento, sino que más bien
de las expectativas positivas y esperanzadoras que acompañan al uso e implementación de un
método o enfoque.

Factores extraterapéuticos o del cliente

Para Hubble y cols. (1999) la tradición en psicoterapia siempre ha estado centrada en los déficits y
limitaciones psicopatológicas de los clientes, no considerando los factores positivos del
consultante como elementos centrales en el proceso de cambio.

Para potenciar dichos factores resulta relevante explorar y validar las variaciones o excepciones en
la situación o conducta problemática. Eso implica de parte del terapeuta una focalización en la
novedad, denotando una convicción de que ello (la novedad, el cambio) es inevitable. De lo que se
trata es de vincular el cambio positivo con los propios recursos y conductas del cliente.

Por otra parte, el terapeuta debe focalizarse en las competencias y recursos, fortalezas y
habilidades, lo que va otorgando al sujeto una cualidad de agente de cambio. Asimismo, la tarea
estaría incompleta si no se vincularan los logros y avances con los propios esfuerzos y conductas,
enfatizando con ello que el sujeto es responsable de su propio futuro y que dichos esfuerzos abren
una potencialidad futura al cambio (Hubble y cols., 1999).

Por último, no hay que olvidar que el cliente se encuentra inserto en una red de relaciones
interpersonales y pertenece a un conjunto de contextos, cada uno de ellos con diferentes
posibilidades, los que indudablemente deben ser incorporados como recursos poderosos de
cambio. Averiguar sobre los contextos de dominio y agrado, los vínculos y apoyos, puede ser de
gran utilidad (Hubble y cols., 1999).

Modelos y técnicas

Los modelos y técnicas también pueden ser incluidos en los factores comunes, al menos bajo
ciertas consideraciones. Según Hubble y cols. (1999), las técnicas y modelos hacen posible el
desarrollo de formas de interacción que consideren los aportes de los otros factores comunes,
por ejemplo, pueden potenciar la esperanza y mejorar la alianza, como también permiten
considerar aportes de la vida del sujeto. Cuanto más dichas actividades y conversaciones
focalizadas se vinculen con la visión de mundo o teoría del cambio del cliente, con sus preferencias
y expectativas, tanto mejor. En ese sentido la anuencia del cliente con los procedimientos
ofrecidos, frutos de un trabajo de alianza y colaboración, que van en correspondencia con los
objetivos deseados, permite el uso de los factores de cambio.

Parece pertinente, según estos mismos autores, orientarse hacia la novedad, es decir, en lugar de
insistir en el uso reiterado de algunos recursos, proponen efectuar variaciones, de tal modo de
sumar nuevas formas de mirar el problema o de enfrentar la situación. Se trata de tener una caja
con muchos recursos.

MODELOS POSTESTRUCTURALISTAS Y LOS FACTORES DE CAMBIO

En síntesis, la investigación en psicoterapia centrada en los factores comunes ha ido concluyendo


que el rol del consultante es decisivo para el cambio. Por lo tanto, se requiere una práctica de
psicoterapia que otorgue al cliente un rol protagónico, que movilice sus expectativas,
motivaciones y preferencias, que vea los recursos y logros disponibles en la vida cotidiana, que se
oriente al cambio y que proponga un trabajo colaborativo en la construcción de objetivos y tareas.

En el escenario formativo actual, donde se privilegia la enseñanza de modelos y técnicas, ¿qué


prácticas clínicas, y desde qué posición epistemológica, favorecen en mayor grado la utilización de
los factores comunes? Si bien todos los modelos pueden ser igualmente efectivos, ¿cuáles de ellos
trabajan de modo sistemático y explícito la alianza y la relación, potencian decididamente los
recursos y logros del cliente, promueven la esperanza y la orientación al cambio? Nosotros
reiteramos lo que Schaefer (2014) señala en cuanto a que los modelos de orientación
postestructuralistas cumplen con este propósito.

En la introducción mostramos de manera sucinta las características de estos modelos en cuanto a


la concepción que tienen de los problemas, cómo entienden el cambio, el rol que asignan al
terapeuta y al cliente y el papel que desempeña el lenguaje. Sustentados en una epistemología
que enriquece la concepción sistémica desde miradas construccionistas sociales y hermenéuticas,
estos modelos se aferran a las dimensiones relacionales y temporales de la experiencia, que por
medio del lenguaje y su pragmática estructuran narrativas que otorgan sentido a la vida humana.
Esta posición epistemológica, como bien lo señala Gergen (2006), reorienta la psicoterapia hacia
otras posturas y prácticas que redibujan la concepción que se tiene de la terapia psicológica. En la
Tabla 2-1 se observa una síntesis que muestra las diferencias entre estas modalidades y la
psicoterapia tradicional (Schaefer, 2014).
Tabla 2-1. Diferencias en las prácticas tradicionales y postestructuralistas

Criterios en Práctica estructuralista

Terapeuta/cliente: Experto/Inexperto (intervención)

Lenguaje: Representativo de la realidad Discurso describe una esencia

Esencia/construcción: Esencia (individuo o familia) Pauta (diagnóstico)

Queja o problema: Anomalía estructural Déficit

Cambio: Reestructuración Posibilidades previstas

Prácticas: Uso de técnicas Recorrido anticipado

Criterios en Práctica postestructuralista

Terapeuta/cliente: Colaborador/Experto (alianza)

Lenguaje: Constitutivo de la realidad Discurso como uso

Esencia/construcción: Construcción permanente Deconstrucción

Queja o problema: Restricción del relato Discurso monológico

Cambio: Apertura del relato Nuevas posibilidades

Prácticas: Conversación terapéutica Recorrido emergente

Por otra parte, Duncan y cols. (2003) plantean, en el contexto de la efectividad en psicoterapia y
los factores comunes, que existen ciertas vías hacia la imposibilidad del cambio. El uso de
etiquetas diagnósticas o denominaciones verbales que operen como rótulo definen un marco de
expectativas que puede restringir las posibilidades de cambio. Asimismo, la “contratransferencia
de la teoría”, es decir, que la práctica esté excesivamente guiada por el modelo teórico del
terapeuta, lleva a obviar los hechos y a excluir las visiones que tiene el cliente, por lo cual no es
posible ver otras alternativas. Así también, las acciones del terapeuta pueden verse sobre
utilizadas a pesar de la ausencia de resultados, insistiendo una y otra vez con la misma
comprensión y acciones, solo porque su visión lo determina como adecuada. Finalmente, señalan
que la postura de no considerar las motivaciones del cliente puede ser otra vía a la imposibilidad,
en la medida que el terapeuta impone líneas motivacionales determinadas por su teoría o su
criterio acerca de la que es mejor para el cliente. Lo esperable es un cliente que progresivamente
sea catalogado de inmotivado. Duncan y cols. (2003) señalan que un cliente puede no avanzar
debido a una intervención que se vuelve impracticable por las razones anteriormente
mencionadas, lo que no implica que los sujetos no puedan o no deseen cambiar. Para ello, es
necesario efectuar una práctica, que en correspondencia con los hallazgos empíricos, considere las
visiones del cliente, sus motivaciones y preferencias. La evidencia citada por Duncan y cols. (2003),
demuestra que el aporte más significativo al cambio lo efectúa el cliente. El concepto clave para
ellos es el de “acomodación”, que refiere tanto a los recursos y motivaciones del cliente, como
también a lo que se espera del rol del terapeuta y de la alianza. Habría que agregar, como
señalábamos, que una intervención que se acomoda al tipo de vínculo esperado, que permite el
acuerdo sobre objetivos y acciones, mejora considerablemente la alianza, lo que es un excelente
predictor del éxito.

Por lo tanto, venimos a refrendar que los modelos postestructuralistas constituyen excelentes
modalidades de psicoterapia para lograr la efectividad, ya que promueven de forma explícita los
factores de cambio y comunes a través de una acomodación, que la evidencia señala como crucial
para obtener buenos resultados.

En la Tabla 2-2 se observa de manera sintética las ideas señaladas, las que otorgan a dichos
modelos una ventaja respecto de los modelos tradicionales (Schaefer, 2014).

POSTURA, HABILIDAD Y TÉCNICA

Siendo los modelos descritos en este trabajo apropiados para obtener resultados en psicoterapia,
queda pendiente enfatizar el sentido que se le da al uso de técnicas desde este enfoque y
particularmente desde este manual.

La mirada narrativa y construccionista social de la psicoterapia, por su acento hermenéutico y


colaborativo, enfatiza enormemente la postura del terapeuta, entendida como una predisposición
a la colaboración y al diálogo con el cliente, generando una alianza conversacional cuya meta es
indagar de manera conjunta los aspectos ligados a los problemas y a su disolución (Anderson,
1999). Esta posición se diferencia enormemente de la tradición estratégica, la cual enfatizaba la
asimetría entre terapeuta y cliente y la influencia que el primero debe tener en el segundo
(Schaefer, 2013). El trabajo dialógico no se basa en desbaratar una pauta disfuncional, sino en
explorar y construir posibilidades de enfrentamiento al problema, de tal manera que la deriva
conversacional lleve a los asociados a una disolución del problema, es decir, se derrumba el relato
monológico que sostenía al problema por medio de nuevos significados (Anderson, 1999). Por lo
tanto, las técnicas de este manual, algunas de ellas ligadas a la tradición estratégica breve,
sugerimos utilizarlas desde esta posición de colaboración, lo cual debe ser entendido como un
esfuerzo de integración, ya que como señala

Tabla 2-2. La práctica postestructuralista y factores de cambio

Factores de cambio: Práctica estructuralista

Extraterapéuticos: Importancia secundaria


Alianza terapéutica: Como la evalúa el/la terapeuta Considera diagnóstico El experto es el/la
terapeuta.

Esperanza – expectativa: Se trabaja escasamente Escasa definición conjunta de metas

Técnica – modelo: Rol específico Estructura de directiva El terapeuta define acciones

Factores de cambio: En Práctica postestructuralista (se podría incluir la TEB)

Extraterapéuticos: Importancia primaria Contextos de vida del cliente.

Alianza terapéutica: Cómo la evalúa el cliente - acomodación Considera contextos y motivaciones


El experto es el cliente

Esperanza – expectativa: Orientación al futuro y posibilidades Definición conjunta de metas

Técnica – modelo: Rol potenciador de factores comunes Estructura dialógica Definición conjunta
de acciones.

Dickerson (2010) es posible importar técnicas mientras se mantenga una coherencia


epistemológica. De esta manera, las técnicas deben ser entendidas como dispositivos de
conversación u oferta temática que otorga al terapeuta la oportunidad de aportar miradas y
sugerencias, lo cual muestra a un terapeuta comprometido y facilita que el cliente se comprometa,
instancias que evidencian un trabajo de alianza. Las técnicas como dispositivos de conversación
facilitan los procesos de cambio en la medida que, como lo señalan Hubble y cols. (1999), otorgan
una estructura y foco a las sesiones, por lo cual las acciones provienen de un acuerdo o consenso
definido al interior de la alianza de trabajo. Esto supone una actitud del terapeuta de estar llano a
variar las características e instrucciones de la técnica, ya que por la posición explicitada
anteriormente, no debe proponer directivas ni prescripciones rígidas, sino estar abierto a las
sugerencias del cliente. Las tareas o técnicas deben ser acomodadas en un trabajo acordado que
tenga sentido para el cliente. Al lector le proponemos entregar la técnica a modo de sugerencia o
acción tentativa que vaya en correspondencia con todo lo que se ha conversado. Para decirlo de
otra forma, las técnicas que puedan parecer más directivas, pueden ser entendidas como
sugerencias para obtener experiencias que permitan generar nuevos diálogos.

Para concluir este capítulo, es necesario señalar que la posición colaborativa es algo que el
terapeuta debe trabajar en su formación y que no está exento de la habilidad que él pueda tener
de manera innata o entrenada. La capacidad de acompañar, de respetar los ritmos, de empatizar,
de construir un entorno de diálogo, externo e interno, probablemente también estará influida por
la habilidad y la experiencia ganada. Esto será particularmente útil cuando la técnica no opere del
modo esperado, ya que solo los propios recursos personales, la experiencia y las habilidades serán
decisivos para sortear dicha dificultad. Definitivamente, esto último no es algo que se entregue de
modo teórico o a través de manuales, sino que requiere de una práctica constante y la
acumulación de experiencias. De la misma manera que los pilotos de aviación, las “horas de vuelo”
son cruciales a la hora de navegar en la travesía liberadora de la psicoterapia. Como bien lo saben
los generales en las guerras, las cosas rara vez ocurren como fueron planificadas, por lo cual la
capacidad de improvisación creativa es fundamental. Así también, no solo la necesidad de cientos
de horas de psicoterapia es pertinente, sino también la supervisión, guía o colaboración por parte
de otros psicoterapeutas, que permita ampliar la mirada del consultante y su problema, conocer
los propios modos de funcionamiento del terapeuta, como también el modo de construcción del
proceso relacional. Frente a esa necesidad, la sola lectura de un manual de técnicas se vuelve
insuficiente. Animamos al lector a exponer su trabajo ante la mirada de otros clínicos con más
madurez o experiencia.

La madurez de un terapeuta probablemente se observa cuando este opera en una entrevista


haciendo diálogos que incluyen muchos recursos lingüísticos, sin que todos ellos sean utilizados de
modo consciente, mostrando con ello una síntesis única, irreductible a un modelo, anclada a un
modo de ser en terapia que reviste toda la naturalidad de un encuentro entre personas. Cuando
este terapeuta “maduro” opera desde su mente consciente y su mente inconsciente en el devenir
conversacional, muy probablemente en una primera entrevista co-construirá la percepción de que
el problema es comprensible y solucionable, después de todo algo humano que requiere tiempo
para una transformación inevitable. Se co-construye una “comprensión para la acción” que reviste
de esperanza la continuidad de la vida del sujeto.

Los aportes de este manual son semillas que germinarán en esa matriz de diálogo entre terapeuta
y cliente, adquiriendo una sustancia propia, concreta y vivencial, que va otorgando la práctica
regular y cotidiana, impidiendo que estas líneas solo sean letra muerta y fría. Como ya señalamos,
la madurez y maestría en este oficio se da solo desde una práctica constante, por lo cual
esperamos que estos modelos no sean para el lector un “hablar acerca de”, sino un “un hablar
desde”, es decir, no “un saber de clínica”, sino “un hacer clínica”. La tarea es ardua, pero
fascinante.

Capítulo 3

APERTURA: TÉCNICAS INICIALES

LA PRIMERA ENTREVISTA, ASPECTOS GENERALES

Estructura de la primera sesión

Partiremos este capítulo proponiendo la estructura de una primera sesión que el lector puede o
no seguir. Sentimos el deber de reiterar que esta propuesta de primera sesión tiene la finalidad de
mostrar una estructura con fines didácticos, pero que en una conversación real con nuestros
propios consultantes rara vez seguimos dicho orden. Creemos que cada terapeuta tiene que
descubrir y seguir su propio estilo, y ejecutar aquellas acciones con las que se sienta cómodo. Por
otro lado, las estructuras están hechas para ser desarmadas, alteradas, transformadas, ¿pero qué
podemos desarmar, alterar o transformar si no hay una estructura que sirva de inspiración a
nuestra rebeldía o creatividad? En fin, aquí les presentamos una estructura tentativa de primera
sesión (Figura 3-1).
Figura 3-1. Esquema de una primera entrevista.

PRIMERA FASE

Encuadre inicial

Fase social

SEGUNDA FASE

Motivo de consulta

Exploración

Co-construcción de objetivos

TERCERA FASE

Mensaje final

Tarea

Encuadre final

Encuadre inicial: se da la bienvenida al cliente, se presenta el terapeuta, se plantean reglas


mínimas de interacción, como la duración de la primera sesión, la confidencialidad y otra
información que por razones éticas es necesario que se señale desde el principio (Ej.: si va a ser
grabada).

• Fase social: su finalidad principal es conocer al cliente, su mundo, su lenguaje, sus


intereses, sus redes de apoyo. Cumple además otros fines nada despreciables, como bajar la
ansiedad del cliente y cimentar las bases de la relación terapéutica.

• Motivo de consulta: se indaga expresamente (si esto no ha salido ya en forma espontánea


en la fase social) sobre las razones que tuvo para asistir a la terapia.

Para algunos modelos esto corresponde a la queja, ya que se hace una distinción respecto del
motivo de consulta. La queja es el relato inicial, por ejemplo, “me siento estancado, como
bloqueado, de hecho no quiero hacer nada, duermo mal…”. Cualquier indagación que se haga y
que defina un problema corresponde al motivo de consulta, que desde esta mirada tiene que ser
necesariamente co-construido. En el punto siguiente se aprecia mejor esta idea.

• Exploración del motivo de consulta: se explora en extenso sobre las distintas


circunstancias relacionadas con el problema. Es la etapa más larga y en muchas ocasiones se
extiende por más de una sesión. Finaliza cuando el/la terapeuta logra comprender qué es lo que le
sucede al cliente y el cliente logra sentir que el terapeuta lo ha comprendido o al menos se
esfuerza activamente porque esto suceda. Surge como una co-construcción del trabajo entre
terapeuta y cliente, y se establece como una definición conjunta y acotada de lo que sucede, que
obviamente se centrará más en su naturaleza cibernética o recursiva cuanto mayor sea el enfoque
de tipo estratégico utilizado.

• Co-construcción de objetivos: antes de continuar con el proceso psicoterapéutico, es


necesario acordar los objetivos que se pretenden lograr. Aquí es necesario conocer las
expectativas del cliente, los parámetros o indicadores que le permitirán saber si logró o no lo que
quería y el terapeuta debe ayudar a que estos objetivos sean formulados en una forma que se
puedan alcanzar.

• Mensaje final: hacemos un resumen de lo conversado y acordado en la sesión; rescatamos


los recursos del cliente, y aportamos alguna explicación tentativa que le ayude a reencuadrar su
problema desde una mirada que movilice el cambio. Este mensaje o devolución también podría ir
antes de la co-construcción de objetivos, normalmente cuando se ha definido el problema.

• Prescripción de una tarea: aunque no es imprescindible asignar una tarea tras finalizar el
primer encuentro con el cliente, muchas veces quedamos con lagunas de información que
necesitan ser llenados (para lo cual generalmente pedimos una tarea de observación y/o registro)
o se nos ocurre una acción que podría alterar la pauta del problema.

Encuadre final: en el caso que se acuerde continuar con el proceso de psicoterapia tras la sesión
inicial, es necesario establecer ciertas reglas que faciliten la continuidad del proceso. Esto incluye
reglas referidas a la asistencia, puntualidad, regularidad de los pagos, suspensión de las horas,
cumplimiento de las tareas, llamados telefónicos, relación fuera de la consulta, o lo que el clínico o
consultante considere pertinente.

A continuación vamos a descomponer este primer encuentro en aquellos aspectos fundamentales


que deben ser considerados.

Primera impresión

Muchos psicólogos sociales hablan de la importancia de las primeras impresiones en la interacción


humana. Una de las conclusiones más importantes de las investigaciones es que estas
impresiones, una vez formadas, son difíciles de modificar. Si nos presentan a alguien y sentimos
que esa persona es demasiado condescendiente con los demás, probablemente interpretemos de
ahí en adelante sus opiniones como intentos de agradar a la audiencia aunque la persona esté
claramente en una posición de minoría.

El primer encuentro entre terapeuta y consultante es por tanto el momento en el que se van a
formar las primeras actitudes mutuas, ya sea de rechazo o de aceptación, sentirse escuchado o
perdiendo el tiempo, resistente o colaborador.

Esto nos obliga a nosotros, los terapeutas, a no dejarnos engañar por esa pequeña muestra no
representativa del comportamiento de una persona en sus primeros minutos frente a nosotros,
muy influido quizás por sus temores, ansiedades, expectativas, estereotipos y quizás cargando una
dificultad que le resulta difícil expresar en palabras o compartirla con alguien que no sabe si lo va a
entender o no. Por otro lado, también nos obliga a hacer los máximos esfuerzos por co-crear un
clima colaborativo, en el que se logre el vínculo necesario y suficiente para mantenerse unidos
trabajando por un objetivo común, a pesar de los obstáculos que de seguro irán apareciendo en
este pedregoso camino de la psicoterapia. Mark Beyebach (2006) señala en ese libro fundamental
llamado 24 IDEAS PARA UNA PSICOTERAPIA BREVE que nuestra atención debe estar puesta en
formar una relación propicia desde el primer contacto con el consultante, ya sea vía telefónica o
cara a cara.

La comunicación telefónica inicial

El contacto inicial entre terapeuta y consultante en ocasiones se hace mediante el teléfono,


cuando el cliente llama para pedir una cita o el mismo terapeuta lo llama para asignar una hora de
atención. Este primer contacto, que algunos clínicos consideran equivocadamente una rutina sin
mayor trascendencia, puede ser aprovechado para Establecer los cimientos de una buena
relación, en la que el cliente se sienta aceptado y escuchado. Es importante, por lo tanto, que el
terapeuta lo llame por su nombre y le hable con tranquilidad y deferencia. Sin embargo, la
duración de la llamada debe ser limitada, para no crear la impresión de que es posible hacer una
extensión de la terapia mediante esa vía. Cuando el consultante aprovecha el teléfono para contar
aspectos personales con detalle o adelantar información que debe ser entregada y elaborada en
sesión, estamos frente a una “situación difícil” que trataremos en el último capítulo de este libro
(ver El consultante no para de hablar, p. 156).

• Definir ciertas reglas mínimas de interacción que faciliten el cumplimiento de los objetivos
de la terapia. Entre esas reglas pueden estar la necesidad de ser puntual, la duración estimada de
la primera entrevista o algún acuerdo respecto al pago. También se puede adelantar la regla de la
confidencialidad y otras que podrían ayudar al cliente a bajar sus niveles de ansiedad en la primera
entrevista cara a cara.

• Definir si la demanda es abordable por nosotros o es mejor derivarlo a otras instancias,


evitando así la pérdida de tiempo para ambas partes. Ocurre en ocasiones que el consultante
desea una licencia médica o renovar la prescripción de un medicamento recomendado por otro
profesional, en condiciones de que los psicólogos no estamos facultados para dar lo uno ni lo otro,
aunque los psiquiatras que se dedican a la terapia sí lo están. Tampoco podemos otorgar trabajo,
apoyar económicamente o resolver un problema de salubridad en el hogar. Puede ocurrir que el
cliente presente una problemática psicológica propiamente tal, pero consideramos que existen
otros profesionales de mayor preparación que la nuestra que lo pueden ayudar en forma más
efectiva. Este es el caso de la violencia intrafamiliar, abuso sexual, adicciones o trastornos
alimentarios, en el que probablemente existen centros específicos y psicólogos con estudios de
especialización para abordar estos casos. Esto último plantea el desafío para el psicoterapeuta de
salir de una esfera puramente psicológica e individual y establecer conexiones con redes que
faciliten la resolución de los problemas, más aún considerando que quienes asumimos una
perspectiva sistémica sostenemos que los problemas psicológicos están en estrecha relación con
los problemas sociales.

Un detalle importante que debemos enfatizar es que más de un consultante al momento de


solicitar atención queda asignado a una lista de espera, de tamaño variable, aunque generalmente
muy larga, sobre todo cuando se trata de centros públicos o universitarios. De ahí en adelante
pasan horas, días o semanas con la esperanza de que alguien lo contacte para la primera cita. En
Ocasiones, es tanta la demora que el consultante cree que sus datos se han perdido o que se
olvidaron de él o que no valoraron su demanda como algo suficientemente serio. Considerando el
efecto positivo que genera el primer contacto con su terapeuta cuando este lo llama para
asignarle una hora, sugerimos al clínico llamar a la persona en cuanto los datos lleguen a sus
manos. Y si no puede asignarle aún una hora de atención debido a la alta demanda, quizás una
frase como “lo llamo para decirle que su ficha ya llegó a mis manos; en estos momentos no puedo
asignarle una hora pues no queda ninguna disponible, pero en dos semanas más lo vuelvo a llamar
para coordinar una cita”, puede generar un alivio que eventualmente facilitará un clima agradable
cuando se realice la primera sesión y en ocasiones da inicio a pequeños cambios que sumados
pueden hacer una importante diferencia respecto a su demanda al momento de solicitar atención.
Estos efectos positivos de la llamada inicial serán abordados más adelante en este mismo capítulo,
cuando hablemos de los Cambios pretratamiento (p. 69).

El encuentro cara a cara En la primera cita (y también en las sucesivas, por cierto), recomendamos
recoger personalmente a los consultantes en la sala de espera, llamarlo por su nombre y
conducirlo hacia la oficina en la que se desarrollará la conversación. En el primer encuentro cara a
cara el consultante es probable que llegue con un comprensible temor a lo desconocido si es
primera vez que enfrenta a un terapeuta, o con la preocupación sobre cómo transmitir sus
inquietudes y cómo estas van a ser recibidas. En este momento es necesario que el terapeuta dé
una apropiada recepción al cliente, se presente a sí mismo y entregue alguna información sobre el
contexto.

Eso es lo que denominamos “encuadre inicial” y que debiese estar más orientado a dar una
bienvenida que a manifestar reglas restrictivas respecto a un proceso que se está recién iniciando
y no sabemos si luego continuará. Este alcance lo señalamos debido a que existen otros clínicos
que prefieren indicar todas las reglas en los primeros cinco minutos de conversación, incluyendo
las penas del infierno por futuros retrasos y ausencias. En primer lugar, creemos que esto es
pensar mal del cliente desde la entrada, en segundo lugar puede causar un efecto negativo en la
primera impresión y en tercer lugar, estamos anticipando el inicio de una relación que
supuestamente irá más allá de la primera sesión cuando aún no conocemos la demanda del cliente
y puede que ni siquiera sea necesario seguir viéndonos o incluso que él mismo decida no seguir
asistiendo.

Una vez acomodados, se realiza el encuadre inicial, en el que recomendamos concretamente que
se señale:

• Nombre y especialización del terapeuta.

• Características del centro en el que se realiza la atención, información que tiene aún más
relevancia si se trata de un centro universitario (que tiene micrófonos, falsos espejos, cámaras de
video, supervisor enterado de todo y un variable número de terapeutas nóveles escuchando toda
la conversación). Alguna condición extraordinaria en la que se desarrollará la sesión, por ejemplo,
si va a ser grabada, si se está frente a una audiencia oculta en una sala de espejo unidireccional,
etcétera.

• Duración y objetivos de esa primera sesión.


• Plantear la regla de confidencialidad y sus restricciones, por ejemplo, si es una atención
en contexto universitario, probablemente su contenido será conocido por el docente supervisor, o
si existen riesgos para su salud o la de otra persona, la confidencialidad podría ser pospuesta en
pro de otros valores más importantes, como la protección a la vida.

• Firmar un consentimiento informado en el que se expresen por escrito los elementos


recién señalados. Luego de esto, se inicia la primera sesión propiamente tal, de la que hablaremos
a continuación.

Metas de la primera sesión

Debemos precisar que cuando hablamos de “metas de la primera sesión” no nos referimos
necesariamente a que estas deben lograrse en el primer encuentro entre consultante y terapeuta,
pues estas metas raramente se cumplen en los primeros 45 minutos de la relación. En ocasiones,
no logramos claridad acerca del problema o no conocemos en forma suficiente al consultante sino
hasta la segunda, tercera o cuarta sesión o incluso más. Por supuesto que mientras más ordenado
llegue el cliente o más activo se torne el terapeuta, seguramente estos tiempos se abreviarán,
pero la norma es que no llegue tan claro (por algo está ahí) y el clínico dedique estos primeros
encuentros más bien a construir una relación sólida que a tener los detalles precisos acerca del
problema que le permitan abordarlo terapéuticamente.

En la primera sesión deberían cumplirse tres objetivos básicos y un tanto ambiciosos: conocer al
cliente, comprender su problema y establecer una relación.

El conocimiento de la persona tiene su fundamento en el hecho innegable que quien está frente a
nosotros es el principal actor, el protagonista principal del proceso que está por iniciarse. Es él
quien debe hacer el mayor esfuerzo, gastar la mayor cantidad de energía e incluso terminar más
agotado que el propio terapeuta al finalizar una sesión; si el clínico siente que ha hecho un
esfuerzo más considerable que su cliente, necesitará prestar atención para saber qué ocurre y
corregirlo.

Como mencionó una vez una alumna, es el cliente quien maneja el coche, nosotros a lo más le
ayudamos a limpiar el parabrisas, o en una metáfora similar, el cliente es el que rema, nosotros lo
ayudamos a mover el timón (hacia una dirección previamente acordada), y eso para no insistir en
la archiconocida metáfora de Erickson y el caballo extraviado1

. Entonces, antes de ir a la lucha, y aquí recordamos el Arte de la Guerra de Sun Tzu, debemos
primero saber con qué armas cuenta nuestro héroe.

El conocimiento de la persona, por lo tanto, tiene como una de sus aristas reconocer las
herramientas que le permitirán afrontar aquello que en el momento de iniciarse la terapia lo tiene
preocupado. Además, es preciso recordar el conocido adagio narrativo: “la persona no es el
problema, el problema es el problema”, lo cual respalda la necesidad de conocer a ambos,
persona y problema, antes de iniciar la fase más activa de la terapia. Abordaremos este tema en
forma algo más extensa más adelante, en la Fase social (p. 55).

El conocimiento del problema es fundamental debido a que, nuevamente recurriendo a la


metáfora del Arte de la Guerra, es necesario primero conocer al enemigo antes de iniciar una
batalla. De hecho, si alguien se lanza a un ataque desorganizado y desesperado sin un adecuado
conocimiento de las fortalezas y debilidades de nuestro oponente, puede verse sorprendido frente
a las argucias y trampas con las que cuenta. No estamos diciendo con esta metáfora que hay que
ver la terapia como una batalla o que necesariamente el problema es un enemigo, sino más bien
transmitir la idea que para afrontar en forma sistemática la resolución de alguna dificultad,
primero necesitamos claridad respecto a las características del problema, cuándo ocurre, cómo
ocurre, qué beneficios y maleficios me trae, entre otros asuntos, que me permitirán minimizar
riesgos o tomar decisiones más informadas de qué pasos dar y en qué dirección, más aún si
utilizamos un acercamiento estratégico. Esto lo discutiremos en forma algo más extensa en la

Exploración del motivo de consulta (p. 57).

El tercer aspecto, la construcción de una relación terapéutica, parece ser el más importante.
Desde el punto de vista teórico y empírico, muchos autores han enfatizado la relevancia de este
factor para la efectividad de la psicoterapia (ver Capítulo 2: Las técnicas, una cuestión de postura).
Para Carl Rogers, por ejemplo, una adecuada relación terapéutica es condición necesaria y
suficiente para el éxito de la psicoterapia. Para Michael Lambert (1992), estos aspectos
contribuyen a explicar en el 30% el cambio en todo proceso psicoterapéutico,
independientemente de su orientación.

Desde el punto de vista más pragmático, si no logramos conocer suficientemente al cliente o


clarificar el problema en la primera sesión, aún nos quedará más tiempo en las siguientes para
seguir intentándolo. Sin embargo, si cometemos errores que minan la relación terapéutica en la
primera sesión, aunque hayamos realizado una entrevista impecable desde el punto de vista de las
preguntas y la información obtenida, lo más probable es que el cliente no vuelva. En otras
palabras, quizás se nos olvide consultar sobre el apoyo que recibe de su pareja o respecto a
tratamientos psicológicos anteriores por el mismo problema, pero ya habrá oportunidad de
hacerlo. Pero si pregunto por la pareja o por la terapia anterior sin mirar nunca a los ojos del
consultante, lo interrumpo a cada momento para anotar, descalifico sus decisiones, opiniones o
emociones, consulto compulsivamente el reloj, o hago una entrevista estructurada
independientemente de los intereses del consultante2, en esos casos, el cliente probablemente no
volverá.

Como este es un libro de técnicas específicas y no de entrenamiento de habilidades terapéuticas,


no nos extenderemos más en estos aspectos.

Otro aspecto relevante de la relación terapéutica es que esta parece estar constituida por dos
aspectos muy entrelazados y dependientes el uno del otro, pero con cualidades distintas que hace
necesario diferenciarlas: el rapport y la alianza (Figura 3-2). El rapport constituye el vínculo
emocional entre el consultante y el terapeuta, y se representa con el hecho de que ambos se
sienten agradados en la conversación, tienen interés mutuo en un nuevo encuentro y sienten que
fueron escuchados y comprendidos. Probablemente las condiciones de empatía, aceptación
condicional y autenticidad planteadas por Rogers contribuyen más a este factor que a cualquier
otro. El problema radica en que si la relación terapéutica se basa solo en el rapport, esto no se
diferencia mucho de una amistad u otro tipo de relación afectiva cercana. Cuando el cliente vuelve
solo porque se siente agradado o escuchado, porque hay “buena onda” o porque el clínico es su
“amigo”, entonces quizás hemos dado demasiado por el rapport y poco para la construcción de
una verdadera relación terapéutica, la que adquiere su sentido desde la consolidación de una
alianza.

Figura 3-2. Naturaleza de la relación terapéutica

Rapport mas alianza= relación terapéutica

La alianza terapéutica, a su vez, es una relación de trabajo entre el terapeuta y el o los


consultantes. Hablar de alianza implica un trabajo de equipo en el que están todos involucrados
para encontrar una solución a la demanda presentada.

Sin embargo, para tener esa alianza de trabajo, para conformar ese equipo, necesitamos objetivos
en común y medios consensuados para alcanzarlos, por lo que no podemos hablar de alianza
terapéutica propiamente tal si aún no hay acuerdo de objetivos y medios hacia los cuales dirigir
nuestra atención y nuestros esfuerzos. Por eso quizás lo primero que debemos construir es el
rapport, y luego, ya conocida la persona y explorado el problema, recién entonces podemos
orientarnos a construir una alianza, aunque no sería raro contando con más experiencia que
dichas tareas se efectúen de modo simultáneo. Respecto a la construcción de objetivos
terapéuticos hablaremos más adelante (ver Construcción de metas y objetivos de terapia, p. 62).

FASE SOCIAL

Mark Beyebach (2006) llama “fase social” a lo que Marcelo Ceberio (Watzlawick & Ceberio, 2008)
denomina “caldeamiento” o joining. Ambos se refieren a una etapa inicial en la conversación
terapéutica en la que se desarrolla un diálogo más distendido, sobre aspectos generales de la vida
del cliente y en forma (al menos aparente) carente de estructura. En general se busca conversar
sobre aspectos que no sean amenazantes para el cliente, de modo de contribuir a su comodidad y
a su disposición para conversar más adelante sobre temas más íntimos o preocupantes.

Es importante indagar en esta fase sobre su trabajo, sus estudios, sus gustos y aficiones, su familia,
pareja y redes sociales, pues estos elementos constituyen recursos y herramientas con las que el
cliente cuenta y que podrían serle útiles para enfrentar el problema que lleva a terapia. Además de
conocer al cliente, disminuir su ansiedad y aumentar su disposición a la colaboración, la fase social
también es útil como maniobra de supervivencia en el caso que el cliente llegue con poca
disposición al diálogo terapéutico, lo que es común en niños y adolescentes derivados, en
cualquier fase de la terapia. En tales casos, hablar de su programa favorito, el juego de video que
se le da más fácil o cualquier otro tema que sea de su interés puede favorecer la disposición a
continuar la conversación sobre temas más personales. No es necesario que el terapeuta sea un
experto en estos temas laterales para entrar a una conversación social fluida, también puede
hacerlo desde una posición de curiosidad, de querer saber, frente a lo cual los niños y
adolescentes muchas veces asumen un rol más activo y con más poder para mostrarle al terapeuta
sus habilidades y conocimientos en dichos temas. Cabe destacar que no todos los referentes
clínicos en terapia breve sugieren explícitamente realizar esta fase social, en el MRI por ejemplo,
se va directamente al problema; de hecho, uno de nosotros (Hardy Schaefer) en su formación en
dicho centro observó cómo el Dr. Fisch preguntaba al inicio lisa y llanamente “¿cuál es el
problema?”

Ejemplo

En una ocasión recibí a un adolescente de 13 años enviado por su madre pues desde un tiempo
hasta esta parte había manifestado cambios de comportamiento en el hogar, como rebeldía,
desobediencia y falta de comunicación con sus padres. Como la transformación había sido brusca,
la madre sospechaba que iba más allá de los cambios lógicos esperables por su paso de niño a
adolescente.

Cuando el joven llegó a la oficina, claramente obligado, se negó desde un principio a colaborar,
respondía monosilábicamente y sin mirar a la cara, y expresaba explícitamente su disgusto por
estar ahí. Ni siquiera estuvo dispuesto a entrar a una conversación social sobre sus gustos y
actividades cotidianas.

Ya rendido con la falta de respuesta, me giré hacia el ordenador de escritorio, abrí un juego que
estaba guardado y me puse a manejar con el teclado un avioncito que debía abrirse paso
abatiendo aviones enemigos en plena Segunda Guerra Mundial (era el clásico juego para
ordenadores llamado “1942”), el joven levantó la vista y empezó a mirar como jugaba mientras yo
le explicaba mis tácticas. Luego de algunos minutos de atención, le pasé el teclado para que
siguiera él, cosa que hizo. Y así pasamos el resto de la sesión, jugando intercaladamente,
compitiendo por los puntos, dándonos consejos, hasta que la hora acabó. Le propuse seguir
viéndonos una siguiente ocasión, lo que aceptó.

A la siguiente sesión, ya más dispuesto, me contó que su molestia en el hogar se debía a que su
madre había llevado a vivir con ellos a su abuela que sufría Alzheimer, lo que había alterado todo
el funcionamiento del hogar. Claramente, si hubiera insistido en explorar el problema en la
primera sesión, nada de esto habría aparecido. F.G.

En esta fase, habitualmente explicamos al consultante que nos gustaría conocerlo más antes de
que nos cuente qué lo ha traído a la consulta. Hecha esta introducción, le preguntamos su
nombre, edad, a qué se dedica, qué aficiones tiene, además de formarnos una idea clara de con
quién vive y cuánto contacto tiene con ellos. Finalmente, le damos importancia a los miembros de
su red social, preguntando quiénes son los mejores amigos, a quiénes le contaría sus problemas, a
quién le comentó que vendría a esta entrevista, etc. Sugerimos, en la medida de lo posible,
aprovechar esta fase para introducir el sentido del humor y crear un clima distendido. La extensión
de la fase social es variable. La sugerencia general es bailar al ritmo del cliente, es decir, si este
desea entrar rápidamente en la profundidad de su problema principal, recomendamos seguirlo,
pues ya habrá tiempo de averiguar más cosas acerca de su persona.

Interrumpirlo en la narración de su problema, con el argumento de que primero debemos


conocerlo, puede ser tomado por el cliente como un desprecio a su requerimiento y en muchos
casos como una invitación a perder el tiempo hablando de algo que carece de importancia. Por
experiencia hemos notado que un cliente involuntario (por ejemplo, derivado) acepta con más
facilidad la conversación social que alguien que tiene claridad inicial sobre su problema. También
hemos visto que los clientes infantiles y adolescentes agradecen esta fase social y se involucran
activamente en ella en comparación con clientes más adultos. Otra variable es el pago, pues
cuando se trata de atenciones gratuitas la conversación social inicial transcurre fluidamente, pero
cuando el cliente ha invertido dinero por esa hora de consulta le interesa entrar rápidamente en
materia. Estas son algunas consideraciones que surgen de la experiencia, pero debe considerarse
que cada persona es un mundo y debemos estar atentos para adaptarnos a sus requerimientos
con independencia de nuestras estructuras o experiencias previas.

EXPLORACIÓN DEL MOTIVO DE CONSULTA

Pregunta por el motivo de consulta. Preguntar por el motivo de consulta tiene distintas variantes,
con sus ventajas y desventajas. En nuestra experiencia vemos a menudo que este motivo surge
espontáneamente durante la fase social. De pronto preguntamos por su familia y el cliente nos
dice, “justamente por eso venía a hablar con usted hoy”. En otras ocasiones, como ya hemos
dicho, el consultante entra rápidamente en materia recién iniciada la fase social: “me llamo
Victoria y vengo por…”. En otras ocasiones no surge nada claro y debemos preguntar por la razón
de su asistencia de modo más explícito.

Son varias las formas propuestas para hacer esa pregunta: ¿cuál es su problema?, ¿en qué lo
puedo ayudar?, ¿qué lo trae por aquí? La primera de ellas tiene la ventaja de que entramos
rápidamente a su demanda sin mayores rodeos, la desventaja es que estamos presuponiendo un
problema y, como ya lo hemos dicho anteriormente, en ocasiones el cliente solo tiene una duda,
una inquietud o una preocupación. La segunda fórmula no presupone un problema y entra
también rápidamente en materia, pero transmite la idea de un terapeuta experto y un cliente
discapacitado que requiere del primero para solucionar su demanda. La tercera fórmula tiene la
dificultad de su ambigüedad pero la fortuna de que es la más neutra de las tres, en el sentido que
induce menos contenido al cliente. En suma, cada persona decidirá cuál es el modo más apropiado
de preguntar aunque en términos generales nosotros nos inclinamos por la tercera Además, es
conveniente preguntar: ¿por qué consulta ahora?, ¿qué hay de distinto ahora que decide
consultar?, pues contextualiza el motivo de consulta dentro de la experiencia actual del cliente y
nos puede dar un panorama de los factores que mantienen su problema al momento de la
consulta, más allá de su origen.

Preguntas para explorar el problema

Una vez establecido el motivo de consulta: “tengo problemas de comunicación con mi pareja”, “ya
no encuentro mucho sentido en las cosas que hago”, “ya no soy capaz de hablar frente al público”,
etc., debemos tomar una actitud abierta a explorar lo que la persona quiere decir, sus significados
y las características del problema, intentando en lo posible suspender cualquier teorización en
nuestra mente hasta que no hayamos formado algo de claridad en lo que el cliente nos quiere
transmitir.

Harlene Anderson (1999) propone que los terapeutas deben abordar la conversación con una
actitud de ignorancia, de no saber, de no entender, de modo que las preguntas surjan de un real
interés por comprender al consultante y no de confirmar hipótesis que nada tienen que ver con lo
que el cliente nos está contando.
Esto coincide parcialmente con la tradición ericksoniana y estratégica en cuanto a posicionarse de
modo one down, es decir, otorgar una primacía al cliente, evidentemente en este caso con la
finalidad de que el sujeto se vaya atribuyendo los cambios y logre autonomía. A su vez, Steve de
Shazer (1999) nos previene de “leer entre líneas” para descubrir cómo son las cosas “realmente”,
proponiendo más bien escuchar lo que dice el cliente, ajustarse únicamente a las líneas, quedarse
en la superficie de las cosas.

En la misma línea, Rodríguez-Morejón y Beyebach (1994) expresaron: “Ahora preferimos pensar


en terapeutas estúpidos cuya misión es generar conversaciones que faciliten la renegociación de
los significados que paralizan a las personas. El protagonista es el nosotros, la conversación, y no la
brillantez del terapeuta. No se trata de ser terapeutas hábiles sino buenos conversadores. Ya no
somos expertos en personas o en problemas, somos conversadores curiosos e ignorantes cuyas
principales habilidades son: formular preguntas que favorezcan los cambios y conseguir ajuste con
los clientes” (p. 41).

Con esto no queremos decir que el terapeuta debe iniciar la exploración del problema como un
ignorante que no sabe “nada de nada”. Es claramente un experto en algo: la conversación
terapéutica o el uso del lenguaje para promover el cambio, de hecho si no fuese así no tendríamos
al consultante en ese momento frente a nosotros contándonos lo que le sucede. Sin embargo, el
terapeuta no sabe más de la vida de la persona que la propia persona, ahí radica su punto ciego,
que debe reconocer humildemente y hacer los esfuerzos necesarios para iluminar dichos vacíos
preguntándole a quién más sabe sobre ello: el mismo cliente.

Esta actitud de curiosidad y reconocimiento de nuestras limitaciones va a diferenciar la Terapia


Sistémica Breve de otros modelos psicológicos en los que el terapeuta asume una postura de
experto más allá de su preparación formal en psicoterapia, asumiendo saber más del cliente que el
propio cliente, incluso creyéndose con la autoridad de interpretar sus acciones y palabras y
“mostrarle” al cliente lo que “realmente” le está pasando.

La exploración del motivo de consulta (o problema) entonces se inicia una vez formulado este
motivo por parte del cliente y tiene como finalidad comprender al cliente y que el cliente se sienta
comprendido. Tomm (1987a, 1987b) propone distintos tipos de preguntas, las que deben ser
entendidas más allá de la obtención de información, ya que operan como intervenciones. A
continuación, describiremos y ejemplificaremos estos tipos de pregunta (ver Figura 3-3):

Preguntas lineales.

Son preguntas características de las terapias conductuales, cognitivas y estratégicas, y tienen


como finalidad conocer la secuencia del problema. Incluye preguntas cómo “desde cuándo
ocurre”, “con qué frecuencia”, “con qué intensidad”, “que está ocurriendo cuando aparece”, “qué
piensa en ese momento”, “qué siente”, “qué hace”, “qué ocurre después”, “cómo desaparece”,
“qué ha hecho para solucionarlo”, “qué le ha funcionado” “qué no le ha funcionado”, etc. Un
aspecto especial a explorar a fin de determinar las pautas relacionales que participan en la
mantención de los problemas, son los intentos de solución fallidos que emplean los consultantes
para resolver su problema. En ese caso, es necesario preguntar los detalles de sus intentos de
solución hasta lograr una claridad acerca de los detalles de la pauta que posteriormente se
intentará interrumpir o alterar a través de reencuadres y prescripciones. Algunas preguntas para
explorar estos aspectos son:

• ¿Qué has hecho para resolver el problema?

• ¿Qué sigues haciendo para resolver el problema?

• ¿Cuándo haces eso, qué sucede con el problema?

• ¿En qué medida tu problema se modifica cuando haces eso?

• ¿Qué más has hecho para enfrentar el problema?

Una de las alternativas posibles de solución empleadas por el consultante antes de venir a terapia
con nosotros, es una psicoterapia anterior. Cuando surge una experiencia de este tipo, es
recomendable explorar en detalle porqué exactamente asistió, cuáles fueron sus resultados, en
qué siente que le fue útil y en qué el resultado fue más bien insatisfactorio. La recomendación
para el clínico es aprender de la experiencia anterior del cliente, de forma de no repetir aquello
que el cliente consideró inadecuado aunque sea una acción habitual en cualquier proceso de
psicoterapia (por ejemplo, dar una tarea tempranamente o citar a un miembro de su familia).

Preguntas circulares. Son preguntas más bien relacionales, características de terapias sistémicas
como la escuela de Milán y el enfoque estructural, orientadas a indagar en aquellos factores
interpersonales que puedan estar manteniendo el problema. Se usan generalmente en
intervenciones familiares y de pareja (aunque también se pueden formular en intervenciones
individuales) y consisten en preguntar a cada participante, en forma alterna, su punto de vista
acerca de lo que hace, piensa y siente con respecto al problema de otros miembros de la relación.
Incluye preguntas como: “¿Quién está presente cuando usted rompe en llanto?”, “¿qué hace tu
papá cuando tu mamá regaña a tu hermano por no hacer sus tareas?”, “¿qué hace su mujer
cuando usted está enojado?”, “¿qué hizo usted cuando se dio cuenta de que ella iba a encerrarse
en su dormitorio?”, etc. En la indagación de los intentos de solución fallidos que mantienen los
problemas, se puede preguntar: ¿de qué manera reaccionan los demás cuando tú haces eso?

Preguntas estratégicas. Las preguntas estratégicas, ligadas a la terapia estratégica, son más
intencionadas en su interés por producir ciertos efectos terapéuticos en el consultante. Adhieren a
la premisa de que cada comunicación es una intervención, y como la comunicación es algo que se
produce desde el primer contacto con el cliente, entonces siempre se está interviniendo, se quiera
o no. Jay Haley (1997), pionero de la terapia estratégica, afirmaba que todos los terapeutas
orientan a sus clientes en alguna dirección, algunos de ellos se dan cuenta de lo que hacen y otros
no, por lo tanto, un terapeuta no directivo es aquel que no sabe lo que hace. Por tal motivo, sus
preguntas buscan generar un efecto en dirección al cambio, ya sea sugiriendo nuevas formas de
entender la situación (reencuadre) o nuevas formas de actuar frente al mismo (prescripciones).
Ejemplos serían: “¿Qué cree usted que sucedería si en lugar de levantarle la voz a su hija cuando
ella lo desafía, se acerca y le da un abrazo?”, “¿y si usted se enterara que la razón por la que ella le
discute tanto es porque usted le interesa, qué cambiaría en la relación?”, “¿preferiría escribirle
una carta esta noche al llegar a su casa o le gustaría esperar una semana más?”.
Preguntas reflexivas. Al igual que las preguntas estratégicas, las reflexivas tienen la clara intención
de movilizar al cliente hacia el cambio. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, el terapeuta
asume que las exploraciones y decisiones tienen que venir desde el cliente, por lo que las
preguntas tienen más bien la finalidad de generar una reflexión que le permita encontrar sus
propias soluciones. Son preguntas muy ligadas a las terapias centrada en la solución y narrativa.
Ejemplos de ellas serían: “¿Cuándo llegas a tu casa, quién de tus hijos es el primero en obedecer tu
orden de hacer los deberes y cómo logras que él te obedezca?”, “Si quisieras convencer a tu
esposo de que realmente te preocupas por él, ¿cómo harías para demostrárselo?”. También son
preguntas reflexivas aquellas que exploran excepciones, que se orientan al futuro y las preguntas
de escala, las que se tratarán más adelante en Excepciones al problema (p. 67); Preguntas de
proyección al futuro (p. 72); y Preguntas de escala (p. 75).

Preguntas de clarificación

También son útiles en esta fase aquellas preguntas destinadas a clarificar significados que pueden
llevar a cierta ambigüedad y, por ende, a cometer errores en la dirección de la terapia. Por
ejemplo, cuando un adolescente consulta porque se siente “inseguro en la vida” podemos suponer
que aún no ha logrado claridad respecto a su identidad sexual, aunque también puede tratarse de
una dificultad para relacionarse socialmente con sus pares, incluso puede ser que le está costando
mucho tomar una decisión importante, como vivir solo o continuar con sus padres. ¿Cómo
sabremos entonces a qué se refiere? Pues preguntando. Por ejemplo, si alguien consulta porque
se siente nervioso, podemos intentar clarificar contrapreguntando:

• ¿A qué te refieres con “nervioso”?

• ¿Me puedes dar un ejemplo de una situación en la que te hayas puesto nervioso?

• Si yo te estuviera observando a través de un vidrio, ¿qué vería que estás haciendo y cómo
sabría que estás nervioso?

Ejemplo

En una ocasión, recibimos a una mujer cuyo motivo de consulta era que su hijo, un niño de 6 años
de edad, tendía a imitar conductas y expresiones de su madre, culturalmente definidas como
femeninas, lo que había despertado las alarmas en la escuela en la que estaba iniciando sus
estudios. La primera hipótesis planteada por la psicoterapeuta en formación fue ausencia del
padre, ante lo cual la madre contesta que el padre vivía con ellos y llegaba todas las tardes
después del trabajo; la segunda hipótesis fue que el niño no compartía con el padre, ante lo cual la
madre refutó diciendo que compartían todos los días. Un padre presente y que comparte con sus
hijos dejaba sin efecto varias hipótesis de porqué el niño imitaba a la madre y no al papá
(excluyendo las hipótesis psicoanalíticas, por supuesto). Tras una reunión de supervisión
intermedia, en la siguiente sesión la terapeuta se dispuso a clarificar:

T: ¿Qué comparten juntos el niño con su padre?

C: Ven tele juntos.


T: ¿Y conversan?

C: No mucho.

T: ¿Y juegan?

C: No, nada.

Sin duda lo que para la madre significaba la palabra “compartir” difería radicalmente de lo que esa
misma palabra significaba para nosotros. Esta clarificación permitió reformular la terapia hacia una
intervención más familiar orientada a mejorar la calidad de las interacciones dentro del hogar. F.G.

Figura 3-3. Preguntas de exploración del problema.

Preguntas lineales: ¿desde cuándo ocurre?, ¿qué ha hecho para resolverlo?

Preguntas reflexivas: ¿Cómo logras animarte?, ¿Que sería distinto si el problema desaparece?

Preguntas circulares: ¿Qué está presente cuando ocurre?, ¿Qué hace él o ella cuando ocurre?

Preguntas estratégicas: ¿Qué cree que sucedería si usted….?,¿prefiere hablarlo ahora o después?

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