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ACTIVIDAD Nº 8: ARTE Y AURA

ALEJANDRO ALBARRÁN PÉREZ

En la presente actividad, tomaremos como referencia el texto de Walter Benjamin La


obra de arte en su época de reproductibilidad técnica. Concretamente, el objetivo que aquí
perseguiremos será ilustrar con precisión la distinción que Benjamin hace entre arte con
aura y arte sin aura o arte reproducido técnicamente, mediante dos ejemplos que se
correspondan a las definiciones de cada una de ellas. Podemos afirmar sin demasiados
titubeos que Benjamin, cuando habla de arte con aura, está pensando en el arte tradicional,
mientras que, respecto al arte sin aura, se refiere sobre todo a la fotografía y el cine del S.XX.
Para acercarnos lo máximo posible a sus ideas, tomaremos como ejemplo en el arte con aura
una pintura, pues es la forma artística que más usa de modelo en el texto, en concreto, la
obra Las meninas de Velázquez (1656). En alusión al arte reproducido tecnológicamente,
escogeremos la película Titanic (1997), pues, durante todo el texto, para referirse al arte sin
aura, Benjamin hace uso del cine.

Las meninas de Velázquez es un gran ejemplo, como hemos adelantado, del arte con
aura que Benjamin describe en su texto. El arte con aura se corresponde con el arte
tradicional, el que ha perdurado durante toda la historia hasta el S.XX, con la aparición de la
tecnología y la producción en masa, dando lugar a formas artísticas novedosas en muchos
sentidos como la fotografía y el cine. Dice Benjamin en el texto que este arte, para contribuir
a la finalidad de su sacralización y desarrollo de su aura, se situaba en palacios, iglesias o
museos. En esta línea, el arte era totalmente elitista, accesible solo para las élites nacionales,
e insospechable, en su momento, para las masas. En este caso, Las meninas fue un cuadro
que estuvo, en primer lugar, en el despacho del rey Felipe IV en el palacio real, recibiendo
visitas de algunos artistas selectos como Antonio Palomino, que lo apreció y describió
posteriormente. Después, desde su fundación en 1819 hasta la actualidad, se sitúa en el
Museo del Prado. Por lo tanto, siempre estuvo, hasta 1819, a resguardo del gran público, en
el casi inaccesible despacho del rey, disponible solo para las élites nacionales que la realeza
seleccionase. Cuando lo pintó, Velázquez poseía un cargo en la Corte como retratista de la
familia real, y así es que este cuadro retrata la familia del rey de España Felipe IV en 1656. De
hecho, se dice, entre múltiples interpretaciones, que una de las intenciones de Velázquez
con este cuadro era política, es decir, de mantener la esperanza en una dinastía española en
decadencia. La vejez del rey Felipe IV, junto a los lastres que supuso, por ejemplo, para
España, la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia, o la muerte del conde-duque de
Olivares, indicaban la progresiva debacle de la Corona española. Muchos han interpretado
este cuadro como una señal de prestigio y admiración hacia la familia de Felipe IV y su
capacidad de remontar la situación, situando para ello a la infanta Margarita en el centro, en
el foco de atención, como protagonista de la escena, a la que ilumina un haz de luz
procedente de una ventana lateral, y a la que miran el rey y el propio Velázquez
autorretratado.

Es posible ver aquí, por tanto, ciertos rasgos del arte con aura que Benjamin describe
en su texto. Si nuestro autor llega a decir que el arte aurático es fascista, pues nos
acostumbra a mantener relaciones de sumisión con objetos, ideas y personas, rodeando de
aura a sus líderes, la monarquía de Felipe IV resume en cierto sentido estas características.
Felipe IV, también llamado “El Grande” o “El Rey Planeta”, ejercía una monarquía absoluta,
otorgando bastante peso administrativo al valido, pero ejerciendo un poder bastante
autoritario. Aunque existen muchas interpretaciones que lo niegan, y está muy discutido,
Felipe IV fue considerado por muchos un déspota, imperialista en ocasiones, y con grandes
poderes en las decisiones del Imperio Español. Aunque, lógicamente, no cabe hablar de
fascismo en esta época (S.XVII), podemos encontrar rasgos similares entre lo que Benjamin
entiende por fascista, y la autoridad política de la dinastía de Felipe IV, que reluce en cuadros
como el de Las meninas. Siguiendo algunas interpretaciones, pues, la intención de
Velázquez, y sobre todo de la dinastía de Felipe IV, era promover, con este cuadro, el
prestigio de la Corte, y rodearla de aura.

Además, nos encontramos con una de las obras más exquisitas de la historia del arte
universal. Su cuasi-perfección formal en la pintura como representación, con el trazado
preciso de Velázquez; su trasfondo político y promotor de la propia pintura, incluyendo su
autorretrato en el cuadro; y una realidad que, con los claroscuros y el uso de las
perspectivas, parece incluso mágica, entre muchas otras cosas, han elevado por las nubes
esta pintura de Velázquez, a quien se le ha considerado como uno de los grandes genios del
arte universal. Benjamin dice en su texto que las categorías estéticas para el arte tradicional
ya no sirven para el arte de masas. Una de las que menciona es la del “genio” (entendiéndola
en sentido kantiano), valedora del arte tradicional al dotar de aura a una obra artística
mediante un talento natural, innato y misterioso que posee el genio, lo que le distingue y
distancia de las masas, llegando a parecer lejano a las limitaciones humanas. Esta cualidad de
genio se le ha atribuido a Velázquez, principalmente, por su obra Las meninas, que se ha
ganado un respeto dentro de la comunidad artística como muy pocas obras lo han
conseguido a lo largo de la historia. En especial, y a diferencia de Titanic, como veremos,
más apreciada por las masas, Las meninas es un cuadro que rara vez recibe alguna crítica
negativa por parte de las élites artísticas más expertas (es un arte más elitista y exclusivo
para unos pocos, en vez de para la masa).
El aura que desprende impone, causa admiración y distancia psicológica, podríamos
decir, la sensación siempre presente de que es una obra inalcanzable para el ciudadano
promedio, que escapa a nuestras capacidades limitadas, solo disponibles para el genio, y que
se trata de una obra irrepetible, única y especial que perdurará con su aura intacta en los
anales de la historia. El hecho de que el cuadro se situase en el palacio de la Corte,
inalcanzable para las masas; de que impregne de aura a la familia real y promueva el
respeto, la veneración y la sumisión al líder del Imperio Español, como haría un Estado
fascista; y de que pertenezca a una de las obras más admiradas por las élites artísticas en la
historia tradicional del arte, hace que podamos clasificarlo, definitivamente, como una obra
de arte con aura.

En consecuencia, tras haber explicado los motivos de la elección de Las meninas


como arte con aura según el criterio de Benjamin, procederemos a describir, basándonos en
el texto, las características que le corresponden. En primer lugar, Benjamin define aura como
manifestación irrepetible de una distancia (por muy cercana que esté). Por tanto, diríamos
que Las meninas se trata de una obra irrepetible, única y especial por ello, destacando por su
autenticidad y sacralidad. No puede haber copias exactas de dicho cuadro, lo que le otorga
una unicidad, y originalidad en tanto que no es una copia, que le recubre de un aura que se
pierde, como veremos, en el arte reproducido tecnológicamente. Tiene, por tanto, una
pretensión de eternidad, de perdurabilidad y de trascendencia, sirviéndose de categorías
artísticas como las de “genio”, “misterio” o “perennidad”, que contribuyan a la creación de
su aura. También cabe mencionar que, según nuestro autor, en la pintura, en este caso, en
Las meninas, solo cabe la atención, y no la distracción, incluida solo en el arte sin aura, como
veremos más adelante.

Al contrario del arte de masas, Las meninas sería una obra que no sale al encuentro
del espectador y el gran público, sino que es el espectador quien decide ir a contemplarla.
Esto se debe a que no es una obra producida masivamente, no está por todos lados como sí
pasa con otras obras, y está disponible solo en ciertas circunstancias. Deducimos de esta
característica que esta obra sería también elitista en tanto es, o al menos fue en su
momento, accesible solo para la Corte de Felipe IV y algunos artistas selectos o viajeros que
podían ir a visitarla. Salían al encuentro de la obra, cambiando su ruta solo para acudir al
palacio real y poder contemplar la obra, sintiendo una exclusividad tal que no es ilógico
pensar que, en estas circunstancias, una obra de arte cobrase dicha aura especial y distintiva
distinguiéndose del resto. Así, inferimos que el “aquí y ahora” de la obra, sus circunstancias
particulares y su excepcionalidad la hace singular, única y extraordinaria, incluso sagrada
aunque se trate de un tema profano, parafraseando a Benjamin.

La experiencia estética aquí es la tradicional, la contemplación de una obra que


admiramos y respetamos, que es imponente y a la que nos sometemos como esclavos, como
súbditos de un líder. Es este el peligro del arte aurático, que nos acostumbra a mantener
relaciones de sumisión con todo, ocasionando una predisposición a la sumisión política con
el líder. Ligado a este respeto y admiración, encontramos una distancia psicológica siempre
existente con el cuadro, independientemente de la cercanía física. Por muy cercano que
tengamos Las meninas, este cuadro, según Benjamin, es inaproximable, de ahí su eterna
lejanía, e inapropiable, de ahí su indiscutible autenticidad. Todas estas cualidades son caldo
de cultivo para que un líder político fascista se sirva de este tipo de arte como promoción de
su figura y su autoridad, rodeándose de un aura que le hace elevarse sobre el resto de la
población, de los súbditos. En el caso de Las Meninas, como hemos explicado, el modelo del
líder fascista se puede extrapolar a la autoridad del rey Felipe IV y su familia, retratados en el
cuadro, así que podríamos atribuirle también esa etiqueta de arte “fascista”. Con el amplio
contenido político expresado en el cuadro, podemos, por tanto, coincidir con Benjamin en
que se trata de una estetización de la política. Con estos términos es como cataloga nuestro
autor las intenciones del arte aurático o “fascista”, pues se sirve del aura en el arte para
acostumbrarnos a mantener relaciones de sumisión con las cosas, en vistas a la consecuente
supeditación del pueblo a la autoridad política como ingenuos súbditos.

Frente al arte con aura que es, como hemos dilucidado, Las meninas, a continuación
haremos el mismo análisis que el anterior, pero aludiendo a la película Titanic, como
representante del arte sin aura. Como marxista que es Benjamin (aunque difiere de Marx en
ciertos matices), cree que la infraestructura determina la supraestructura, esto es, que las
condiciones materiales señalan el rumbo del resto de cosas, véase las ideas, las costumbres
sociales, el arte…. En el caso del arte, considera nuestro autor que ha habido, con la
aparición de la tecnología, y en concreto la fotografía y el cine, un cambio en nuestra
percepción del arte y la experiencia estética. Las condiciones materiales novedosas han
provocado un cisma entre dos tipos de arte, el que tiene aura y el que carece de ella, dando
lugar a un cambio histórico que ha ofrecido nuevos problemas, para los que ya no valen las
antiguas categorías estéticas. La producción en masa del arte, la aparición de la fotografía y
el cine, la posibilidad de repetir con exactitud una obra de forma masiva mediante la
tecnología, y, en consecuencia, la democratización del arte, han ocasionado el origen de este
nuevo tipo de arte.

Presentada la problemática, tomaremos como modelo la obra Titanic para ilustrar las
características de este nuevo arte sin aura, también llamado arte reproducido
tecnológicamente o arte de masas. Este arte, dice Benjamin, ha perdido su aura al
reproducirse tecnológicamente. En vez de ser único e irrepetible, se vuelve masivo; en vez de
ser singular y exclusivo, se vuelve estandarizado y común. Instalándonos en la perspectiva
marxista de Benjamin, podemos deducir que el arte de masas es hijo del capitalismo. La
producción en masa, favorecida por la técnica, crea múltiples copias de cada obra, la explota
creando infinitos sucedáneos de ella, y la prostituye bajo mil formas distintas donde el aura
se evapora. Esta capitalización masiva de la obra artística encuentra su reflejo en la película
Titanic. En efecto, esta obra ha sido extendida a todos los radares; todo el mundo la conoce y
la valora, pero no solo la película en sí, sino todos y cada uno de sus sucedáneos. Podemos
comprobarlo en camisetas, sudaderas y otras prendas de ropa, llaveros, pulseras, posters,
fundas de teléfono, collares, colgantes, cuadros y otros tantos tipos de artículos que llevan
impresa la seña de identidad de la película. Al contrario que Las meninas de Velázquez, todos
estos artículos salen al encuentro del espectador, están en todos lados, fruto del capitalismo,
siendo pura exhibición, pura banalidad que, en esta línea, son siempre fugaces y efímeras.
Son todos objetos que sí me puedo apropiar y acercar, es decir, frente a la autenticidad y
distancia de Las meninas, Titanic es una obra que, junto a sus múltiples sucedáneos,
permiten cierta cercanía psicológica al espectador, incluso pudiendo apropiarse de ciertos
artículos que la representan. Como decía Benjamin, es arte desalojado de los museos, los
palacios y las iglesias que ha salido a la calle y a la vida cotidiana, siendo parte de la cultura
general.

Contribuyen a este impacto masivo varios elementos: en primer lugar, el prestigio, la


calidad y la fama de sus actores protagonistas (además de su belleza física), que han cargado
con la portada de la película, siendo el centro de atención y las caras visibles de la obra,
presentes siempre, además, como los integrantes de una relación amorosa que ha calado en
la cultura popular del cine. Si hay un género artístico que garantiza siempre un mínimo éxito
dentro de las masas, y que es terreno fértil para su posterior capitalización, es el género
romántico. Las historias de amor suelen funcionar en el espectador promedio, y lo cierto es
que tanto DiCaprio como Kate Winslet dieron vida a una de las relaciones románticas más
famosas del cine y el arte de masas.

Rodeando la belleza sentimental de dicha relación, encontramos la contraparte, que


no es sino el hundimiento del Titanic. Basado además en hechos reales, esta debacle
acompañó el vínculo de los protagonistas con la ironía de que se combinaran amor y tragedia
como opuestos que se complementan. Podemos generalizar que, junto al mencionado
género romántico, el género trágico o dramático es otra herramienta a la que los cineastas
acuden como garantía de popularidad en el gran público. A esta dicotomía romántica-trágica
de la película le debemos sumar el impacto del hundimiento del Titanic, que al haber
sucedido de verdad, contribuyó al renombre de la historia trazada; un final lacrimógeno que
hace honor al género dramático que le corresponde y ahonda en los corazones de los
espectadores; y, por supuesto, una banda sonora que refuerza todos y cada uno de los
elementos ganando en intensidad y fuerza emotiva. Sin menospreciar, por último, un
elemento al que Benjamin le da cierta relevancia al final del texto. Cree nuestro autor que el
cine, a diferencia de la pintura, que es todo atención, incluye la distracción como parte de la
experiencia estética, combinándola con la atención. En Titanic se da, efectivamente, dicha
combinación, no faltando en ningún caso momentos selectos donde se busca distraer al
espectador. Así, por tanto, se cocinó una obra aclamada por el aplauso general, y que sigue
ostentando un alto puesto en las críticas del gran público (no tanto quizás en los expertos de
cine, al no tratarse de una obra elitista solo accesible o apreciable por una élite reducida,
sino que es disfrutable y apreciable por prácticamente toda la población).

Habiendo asociado ya la película Titanic con la tipología de arte de masas que le


corresponde, podemos describir ahora sus características tomando como referencia el texto
de Benjamin. Titanic se trata, por tanto, de una obra que ha perdido su aura al convertirse en
una obra para las masas mediante su reproducción tecnológica. Como hemos explicado
previamente, al repetirse en numerosas copias y representaciones, ha perdido su
autenticidad, su originalidad y su unicidad, está desacralizada y estandarizada. Así, gana un
sentido para lo igual frente a lo irrepetible, deja atrás el misterio, la sacralización, la
pretensión de eternidad y la cualidad de genio como categorías del arte aurático, pero no ya
del arte reproducido tecnológicamente. Titanic, por tanto, carece de la exclusividad y
excepcionalidad de Las meninas; ha perdido su valor del “aquí y ahora” con unas
circunstancias particulares, para poder darse en cualquier circunstancia. Así es como este
tipo de arte sale a la calle, se integra en la vida cotidiana, y abandona los lugares sagrados
donde antes se postraba para salir al encuentro del espectador en todo tipo de lugares, y
bajo todo tipo de formas. Se vuelve temporal y perecedero, cobrando un sentido baladí y
banal donde no hay una pretensión de perdurar en el tiempo como pasaba con el arte
aurático. Por ejemplo, si extraviamos un disco donde se contiene la película de Titanic, no
nos escandalizaríamos en exceso, pues sabemos que podríamos comprar muchos más sin
problema alguno, y que su relevancia tampoco es tanta. En cambio, si extraviásemos Las
meninas de Velázquez, esto implicaría una auténtica catástrofe, pues su unicidad y
originalidad impediría encontrar un cuadro igual. Su aura le otorga gran importancia,
aumenta su peso frente a la liviandad del arte masivo, y lo carga de significancia como si de
algo sagrado se tratase.

Estas cualidades mencionadas nos conducen a una conclusión a la que llega


Benjamin sobre este arte sin aura, en clave más política. Si decíamos que, siguiendo sus
líneas, Las meninas, como arte aurático, sería elitista y fascista, Titanic, como arte de masas,
sería democrático. Si el arte con aura estaba solo disponible para unas élites, el arte sin aura
está al alcance de las masas; y si el arte aurático es fascista por acostumbrarnos a recubrir de
aura a figuras de líderes y someternos a ellas, el arte reproducido tecnológicamente es
democrático por acostumbrarnos a hacer añicos el aura y mantener relaciones mutuas y
equitativas, “de tú a tú” con las cosas. La democratización del arte tiene connotaciones
políticas porque se sirve del arte para acabar con una de las herramientas del fascismo,
usada como propaganda política y promoción del líder. Así, en este nuevo tipo de arte,
cualquier obra es accesible para cualquiera, y nos enseña a relacionarnos libre y
equitativamente con objetos, personas o ideas, dejando atrás la sumisión y la subyugación.
Como marxista que es, Benjamin ve aquí una oportunidad para la emancipación del hombre,
liberándose del yugo fascista y su alienación existencial, a causa del capitalismo y el
fascismo. Modificando nuestra relación con el arte, y por extensión, con todos los demás
aspectos, podemos cambiar el régimen político e implantar el comunismo mediante una
revolución marxista del proletariado. Por lo tanto, como respuesta a la estetización de la
política que hace el fascismo sirviéndose del arte aurático, Benjamin propone una
politización del arte, para iniciar la revolución proletaria y la liberación del hombre
sirviéndose del arte de un modo más compatible con el marxismo.
Por último, habíamos mencionado que Benjamin detectaba que, con la aparición de
las artes reproducidas tecnológicamente como la fotografía y el cine, las circunstancias
históricas, materiales y, por lo tanto, artísticas habían cambiado por completo. Eso se trata
de una problemática fundamental, pues ha alterado nuestra percepción del arte y de qué es
una experiencia estética. Lógicamente, si nos enfrentamos a un nuevo tipo de arte, con
características distintas al arte tradicional, ya no nos sirven sus categorías estéticas antiguas,
requiriendo unas nuevas. Si han cambiado las condiciones infraestructurales, la
supraestructura también sufre un cambio, y es por ello que deben aparecer nuevas
categorías. Entre ellas, y centrándose sobre todo en el cine, Benjamin destaca, por ejemplo,
los momentos de distracción que, como veíamos en Titanic, se combinan con momentos de
atención, mientras que tradicionalmente solo se concebía la atención como elemento
estético. La distracción forma ahora parte de la experiencia estética, y la cámara dirige
nuestros focos de atención. Aquí es donde nuestro autor introduce el concepto de
inconsciente óptico, ya al final del texto. La cámara, en el cine, nos señala detalles que no
percibiríamos en condiciones normales, usa los planos para enfatizar ciertas cosas a las que
no le prestaríamos tanta atención si no fuéramos llevados a ello por la cámara. Es así como el
cine llega a ensanchar nuestro horizonte, sacando a relucir detalles imperceptibles por
nuestra visión habitual y cotidiana. La naturaleza del arte ha mutado, se contrapone al
tradicional, y, por consiguiente, en obras artísticas reproducidas tecnológicamente como
Titanic, su aura se diluye entre un sinfín de nuevas categorías estéticas.

Como broche final del presente escrito, es pertinente reconocer las dificultades
encontradas para delimitar, con la facilidad que Benjamin parece hacerlo en su texto, entre
arte con aura y arte sin ella. Honestamente, es preciso asumir que los análisis realizados
sobre Las meninas como arte aurático y Titanic como arte sin aura es una simplificación
problemática. De hecho, una de las críticas que se le puede hacer a Benjamin y su texto es
que la distinción tan tajante y fácilmente detectable que hace entre ambos tipos de arte trae
problemas. Muchas objeciones se le pueden presentar, a pesar de lo valioso de sus ideas,
por simplificar en exceso y clasificar cada tipo de arte en generalizaciones demasiado vastas.

En la sociedad actual, en contra de racionalismos clasicistas como el de Boileau,


parece haber consenso general en que la estética, al menos, tiene un cierto grado de
subjetividad. Este carácter subjetivo del arte, dependiente del gusto individual y la
experiencia particular de cada espectador, atenta ya, de primeras, contra la objetividad de la
clasificación que hace Benjamin asociando el arte tradicional como arte con aura, y el arte
reproducido tecnológicamente, véase el cine y la fotografía, como arte sin aura. Por lo tanto,
podríamos encontrarnos a más de un espectador que en ningún caso catalogaría Las
meninas como una obra con aura, mientras que, en cambio, sí lo haría con Titanic. Sólo con
este aspecto ya perdería validez universal nuestra separación entre ambas obras.
Una pregunta fundamental que habría que hacerle a Benjamin sería hasta qué punto
puede permanecer intacta el aura de una obra, sin variar ni sentirse alterada nunca. Es más
que lógico pensar que el aura de una obra no tenga por qué venir ligada al cuadro desde su
nacimiento, sino que se vaya desarrollando progresivamente, o incluso aparezca a raíz de un
hecho posterior. De la misma forma, puede ser que el aura de una obra se acabe
desvaneciendo con el tiempo, a causa de su normalización, de que se quede anticuada y se
rinda ante versiones mejores que van surgiendo, o que se vea afectada por el simple cambio
de gusto del receptor de la obra. Infinitos motivos, creemos en este escrito, pueden hacer
aparecer o desaparecer el aura de una obra artística. Por ejemplo, puede suceder que
Titanic tuviese aura la primera vez que uno la ve, pero que, con el tiempo, se acabe
disipando paulatinamente, del mismo modo que puede suceder viceversa.

En esta línea, creemos que sería conveniente, también, establecer grados de aura en
las obras. La taxonomía realizada por Benjamin llega a ser algo vaga e imprecisa,
perdiéndose la riqueza y particularidad de cada obra concreta. Por tanto, podríamos hallar
que dos obras reunidas en el mismo grupo de “arte aurático” difieren mucho entre ellas y se
resisten a ser comparadas con claridad. A pesar de estar agrupadas bajo la misma etiqueta,
el mismo Benjamin podría llegar a considerar que, por ejemplo, El techo de la Capilla Sixtina
de Miguel Ángel tiene más aura que otra obra de menor entidad, pero que también tenga
cierta aura. Simplemente, podríamos hacer algo más rica la clasificación estableciendo
“rangos de aura” según la obra particular.

Aunque el texto acusa una gran ambigüedad, Benjamin parece dibujar una clara línea
separadora entre arte tradicional (pintura por ejemplo) como arte aurático, y arte
reproducido tecnológicamente (fotografía y cine) como arte sin aura y de masas. Desde
luego, podemos hallar aura en una fotografía y una película por muchas razones,
independientemente de que no gocen de autenticidad, originalidad y exclusividad, o de que
sea aclamado por las masas. Muchos convendríamos en considerar, por ejemplo, 12
hombres sin piedad, El silencio del cordero o La lista de Schindler como películas con aura,
mientras que pinturas del arte tradicional podrían carecer de ella. Quizás, deberíamos
cuestionar que la distinción entre arte con aura y arte sin aura, que resulta muy interesante,
obedezca únicamente a criterios infraestructurales. Esto es, si va dirigido a las élites o a las
masas, si es auténtico y único o puede derivarse en muchas copias, o si es propio de un
Estado fascista o de uno democrático y capitalista, entre otras cualidades que hemos
analizado en el presente trabajo. Por ello, sería razonable replantearnos las delimitaciones
de cada tipo de arte, y los principios por los que se va a regir nuestra clasificación estética
sobre la relación entre el arte y su aura.

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