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ORIENTE Y OCCIDENTE

Alejandro Albarrán Pérez

TEXTO MÁS ALLÁ DE ORIENTE Y OCCIDENTE

La relación entre oriente y occidente genera y ha generado una inmensa división de opiniones que
imposibilita una convención común para aquellos que tratan de evaluar las diferencias y similitudes
que encarnan ambas civilizaciones.

Muchos señalan a ambas poblaciones como antagónicas, mientras que otros creen que eso no son
más que simples invenciones de Occidente como otras tantas, véase izquierda-derecha en política o
helenos-bárbaros en la Antigua Grecia. De hecho, algunos autores incluso equilibran la balanza a
favor de las similitudes más que de las diferencias, puesto que, como seres humanos, pretenden
responder a las mismas cuestiones, que como consecuencia generan ideas parecidas.

Adentrándonos en las justificaciones de cada una de los puntos de vista, las diferencias se suceden
bajo el criterio de multitud de autores. Principalmente, se asocia a Oriente con la noche, la paz, el
misterio, la sutileza, la introspección, la subjetividad, la espiritualidad y el estudio de las almas, la
muerte y la religión, a la vez que Occidente adquiere un cáliz opuesto; se le vincula con el día, la
claridad, el bullicio, la agresividad, la objetividad, la ciencia, la tecnología, el productivismo y el
pragmatismo. Esto puede tratarse como culturas radicalmente opuestas o como distintos tipos de
enfoques que cobran una mayor o menor importancia según el lugar. Esto lo defendían autores
como Bertrand Russell, que reducían todo a una especialización propia de cada civilización,
afirmando que en Occidente la ciencia y la investigación respecto a la naturaleza proliferó con sello
propio, en China se avanzó mucho en las relaciones humanas a la hora de crear una sociedad
respetuosa, sana y pacífica, y en India acerca del interior humano, el alma y la conciencia propia.

Por último, hay quienes afirman la única existencia de un mundo que integra ambas facultades
como una sola, producto también de la globalización, y señalándolo como lo más enriquecedor para
el mundo. La comprensión mutua, el diálogo, el acercamiento, la combinación de ambas facciones y
la compatibilidad se vuelve imperativa tanto si se pretende lograr la plenitud humana como si se
quiere eludir toda posibilidad de conflicto entre ambas, toda guerra insulsa fruto del fanatismo por
la ideología propia, la intransigencia y un injustificado odio hacia el polo opuesto. Así finaliza
María Teresa Román López el escrito, afirmando con total seguridad que no se trata de negar el
pensamiento diferente, sino de integrarlo y combinar ambos, como si de una reacción química se
tratase.

VÍDEO 1

No es inusual encontrar lecciones en las que se imparte que los orígenes de la filosofía pertenecen a
la Antigua Grecia, pero esto no es más que fruto del egocentrismo occidental que olvida por
completo a Oriente en tanto que ni lo menciona normalmente. Resulta lógico pensar de hecho que la
filosofía naciera también en el resto de civilizaciones porque todas compartían esa desorientación
que propiciaba un preguntar incesante, un miedo a la incertidumbre, una necesidad de filosofía,
basada en recursos humanos ajenos a la tradición mitológica.

A esto se le sumaba un desarrollo civil semejante tanto en Grecia como en India, pues en Grecia la
sociedad se dividía en estamentos; el de los esclavos, el de los productores, el de los guerreros, y el
del filósofo-gobernante, en el que se asociaba la máxima sabiduría con la administración de la polis.
Así surge la ciudadanía, la política y el arte como resultado de una naturaleza intrínsicamente
humana que engloba a todos.
Análogamente, en India, el sistema de castas estaba conformado por guerreros que, según la cultura
clásica india, salían de las extremidades de un supuesto gigante que existió antes del hombre, por
brahmanes que procedían de la boca, cuyo cargo es el de hablar y tomar decisiones por resultado de
su innata sabiduría, por trabajadores que nacían de los muslos y por siervos que surgían de los pies.
Es decir, las semejanzas estructurales de ambas sociedades hablan por sí solas. No obstante, en
India brota la figura espiritual del asceta, con la aparición de Buda, que rechaza el sistema de castas
y aboga por una naturaleza común basada en el sufrimiento propio de la existencia, pero que podría
evitarse por medio de otras formas de vida.

En China, bajo el pensamiento del maestro chino Confucio, se considera que existe una naturaleza
común humana, por lo que no es el nacimiento lo que implica una distinción social , sino que
predomina una meritocracia basada en una educación común, encaminada a desarrollar una serie de
virtudes características del hombre y una vida política que busque el bien de toda la civilización.

Por último, podemos tomar como conclusión lo mucho que se asemejan las tres civilizaciones, por
ejemplo, en que todas, incluido la india, por ideología de Buda, consideran verdadero tan solo
aquello que haya sido fabricado por una reflexión racional y personal. Esto implica el respeto del
que son merecedoras cada una de las civilizaciones, más allá de las diferencias que les cualifique,
pues todas deben su formación a un pensamiento racional que no es exclusivo ni mucho menos de
Occidente, como a veces nos han hecho creer.

VÍDEO 2
Una vez escuché una historia en la que, tras la muerte, unos personajes iban al cielo.
Allí todo es eterno, todo es bueno, tienes todo lo que quieres al instante, puedes ser
todo aquello que quieres, el deseo es sinónimo de logro. No existe el trabajo pero
tampoco las vacaciones, no existe estar enfermo como tampoco estar sano, no existe
lo malo pero tampoco lo bueno, no existen los finales ni la muerte porque tampoco
existe la vida tal y como la conocemos. Tras un tiempo en este supuesto “lado
bueno”, descubren que la felicidad ya se ha convertido en desidia, que todo lo
teóricamente espléndido se ha desvanecido con el tiempo, que la perfección y la
plenitud están hechas de vapor. Una vez la atrapas, se disipa, y desaparece. Tan
incompleto se muestra quien ya ha alcanzado todos sus objetivos como quien no tiene
ninguno, porque más importante aún que tener logros es tener metas. Por esta razón,
deciden volver a la vida terrenal, pues desvelan que el verdadero lado bueno era la
propia Tierra, donde, paradójicamente, coexisten lo bueno y lo malo. El paraíso
cristiano se cae por su propio peso, se tambalea por la fragilidad de sus supuestas
virtudes. Así, el horizonte religioso de Occidente empieza a nublarse, mientras que
Oriente sigue sólido con sus convicciones religiosas, posiblemente por la apuesta por
la vida terrenal que caracteriza al budismo, por ejemplo. Para explicarlo, nada mejor
que una magnífica cita budista:
“Una vida se parece mucho a una ola. Puedes contemplarla, puedes deducir su
altura, puedes analizar cómo se va agrandando progresivamente, puedes apreciar
cómo la luz lunar se refracta en ella al atravesarla, hasta que la ola rompe en la
costa, y desaparece. Pero el agua sigue ahí. La ola era sólo una forma distinta de ser
el agua por un momento. Entonces, la ola regresa al océano, de donde procede, y al
que pertenece” Es el concepto de muerte para un budista.
Para un religioso la muerte nunca es el final, pero para un ateo tampoco en cierto
modo. Uno comienza su andadura cuando nace, va desarrollando su propia vida, su
camino, su viaje, su pequeño movimiento dentro de la inmensidad del universo, con
sus objetivos y sus aspiraciones. Pero nunca vemos el verdadero final de este
movimiento, pues aparece incompleto. Nunca sabremos el verdadero final de este
movimiento, porque la muerte lo interrumpe. La muerte no es el final que deseamos,
porque no es seleccionada, simplemente llega y pone punto y final a un movimiento
que nunca puede ser acabado del todo. No hay final, porque morimos. Es la muerte la
que nos priva de un final.
Algunos dirían que para un ateo la muerte es el final de su vida de forma innegable,
pues su existencia llega a su fin. Cierto, sólo que morir es una palabra relativa. Uno
puede no morir nunca aún habiendo muerto. Aunque nuestro cuerpo orgánico se
descomponga, se pudra y sea devorado lentamente por el tiempo hasta que solo
queden huesos, podemos seguir estando presentes de algún modo. Nada de almas
inmortales o vidas póstumas, la eternidad reside en el legado que dejamos,
satisfaciendo así ese deseo de infinitud, de trascender. Si todo se reduce a nuestro
miedo a morir, nuestra vida no es trivial ni fútil, sino eterna de algún modo, siempre
que logre dejar huellas de su paso por la trayectoria que recorre. Inmortalidad es
perdurar en los recuerdos, es dejar buenos resquicios de tu presencia aún estando
ausente, es ser un fantasma que permanece viajando en el tren, pero más que por estar
muerto, por seguir vivo. Ese es nuestro testamento. De hecho, esto solo es
comprendido en una existencia cuyo final está garantizado, y que lejos de agonizar,
cobra aún más vigor y intensidad. Es el carácter efímero de la vida, es su
transitoriedad, su exclusividad, lo que ensalza su provecho. De forma análoga, las
despedidas, símbolo y sello de lo pasajero, la pieza angular de la trayectoria vital,
dotan de sentido a una existencia incomprendida por muchos, entre ellos los
cristianos, y amada por aquellos cuya perspectiva está más formada. Es el infame
poder de la nostalgia que se agolpa tras el presente, que se hospeda en el pasado que
era y ya no es, en el momento que fue y ya no será. Cuando hemos de despedir a
alguien, siempre decimos "fue un placer haberte conocido". Y es ese fue, ese
pretérito, el que genera un imponente vértigo ante lo efímero, pero que segrega una
excitante sensación de adrenalina que nos hace ser temerarios e ignorar el riesgo que
acarrea el hecho de que todo tenga su principio..… y su final.

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