Está en la página 1de 234

ROSELIS VON SASS

LA VERDAD
SOBRE LOS Incas
ORDEM DO GRAAL NA TERRA
Publicado por:
ORDEM DO GRAAL NA TERRA
Caixa Postal 128
06801-970 - Embu - Sao Paulo - BRASIL
Internet - http://www.graal.org.br
Copyright © ORDEM DO GRAAL NA TERRA 1997
Todos los derechos reservados
Registrado bajo el número 22.893 en la Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro, Brasil
Printed in Brazil
ISBN-85-7279-038-1

Que este libro traiga alegría y esclarecimientos sobre la vida del último pueblo ligado a la
Luz que vivió en la Tierra.
Roselis Von Sass

“INNUMERABLES SON LAS COSAS QUE EN EL COLOSAL MAQUINISMO DEL UNIVERSO


CONCURREN PARA TENER INFLUENCIA EN LA ‘VIDA’ DEL SER HUMANO; NADA EXISTE, SIN
EMBARGO, EN QUE EL SER HUMANO MISMO NO TENGA DADO INI- CIALMENTE LA CAUSA”.
Abdruschin
“EN LA LUZ DE LA VERDAD”

(Destino)
ÍNDICE
Índice 04
Introducción 08
PRIMERA PARTE 10
LA FUNDACIÓN DEL IMPERIO INCA
CAPÍTULO I. La Cultura Sudamericana 11
Los Pueblos Preincaicos 11
Los Incas 13
La Vida en los Altiplanos 14
No Existían enfermedades 16
El Cometa 17
CAPÍTULO II. El Camino Hacia la Meta Desconocida 20
La Partida 20
El Nuevo Guía 22
En Las Orillas del Titicaca 24
Recomienza la Caminata 26
La Región del Titicaca 27
El Encuentro 28
"Dioses Blancos" 30
CAPÍTULO III. El Inicio del Gran Reino 32
La Meta Es Alcanzada 32
El Lanzamiento de la Piedra Fundamental 35
La Extensión del Reino 37
Comienzan los Trabajos de Construcción de la Ciudad 38
El Auxilio para la Construcción 39
Sarapilas Confiesa su Culpa 41
La Ciudad Crece 44
CAPÍTULO IV. Los Médicos Incas y sus Métodos de Cura 47
El Deseo de Auxiliar 47
Enfermedades del Alma 48
Magnetismo Terapéutico 52
El Efecto Protector del Aura 54
CAPÍTULO V. Sacsayhuamán — La Fortaleza Inca 57
Malhechores Invaden la Ciudad 57
Los Sabios Piden Auxilio 59
Llega el Auxilio 62
El Atrevimiento de Tatoom 63
Termina el Trabajo de los Gigantes 66
La Solemnidad de Agradecimiento 68
CAPÍTULO VI. Los Niños Incas y su Educación 72
Los Pillis 72
Los Cuerpos Auxiliares 73
Las Actividades de los Niños 75
La Selección del Oficio 77
El Origen del Ser Humano 79
CAPÍTULO VII. Fiestas Incas 81
La Ligazón con la Naturaleza 81
La Fiesta de las Flores 81
La Fiesta de la Espiga de Maíz 82
La Fiesta de los Espíritus de las Vertientes 83
El Ceremonial de Casamiento 84
CAPÍTULO VIII Los Templos Incas 85
La Construcción del Primer Templo Inca 85
La Reconstrucción del Templo de los Halcones 86
Los Mandamientos Incas 89
CAPÍTULO IX. Los Dos Acontecimientos Importantes del Año 400 91
Manco Cápac 91
El Camino Más Largo de la Tierra 92
Los Pumas Negros 93
El Descubrimiento de los Esqueletos 94
El Valle Benéfico 96
Osos en los Andes 97
La Sabiduría de Vida de los Incas 98
SEGUNDA PARTE 100
EL ESPLENDOR DEL IMPERIO INCA
CAPÍTULO X. Chuqüi, el Gran Rey 101
Los Incas Vivían Rodeados de Oro 101
La Casa de la Despedida 102
El Sucesor 104
El Desenlace del Rey 106
El Gran Rey Es Sepultado 107
La Fiesta de Despedida 108
La Coronación 110
Los Narradores 111
Tenosique 112
CAPÍTULO XI. Las Diferencias entre los Incas y otros Pueblos 114
¡Yo Quería Ser un Inca! 114
Malos Deseos 115
La Casa de la Juventud 116
¿En Qué los Incas Son Diferentes a Nosotros? 118
Mirani 120
CAPÍTULO XII. Las Sombras Aterradoras 122
Los Extranjeros 122
Las Informaciones de Sogamoso 123
Machu Picchu 125
La Advertencia de la Mujer Runca 127
CAPÍTULO XIII. La Lucha Contra la Introducción de Alucinógenos 130
Las Escuelas de los Jóvenes 130
Las Escuelas de las Vírgenes del Sol 131
La Reunión con las Jóvenes 133
La Isla del Sol 134
La Muerte de Chiluli 136
Naylamp el Sacerdote Idólatra 137
Las Consecuencias del Alucinógeno 140
La Decepción de Huáscar 142
CAPÍTULO XIV. La Convocación de los Sabios 144
Los Miembros del Consejo 144
La Meta Común les Dio Fuerza, Confianza y Persistencia 146
Las Pueblos Descontentos 147
La Falla del Sabio Chia 149
CAPÍTULO XV. Las Fuentes del Amor y de la Vida Yacen en el Espíritu 151
La Unión de Tenosique y Mirani 151
Las Visiones de Naini 153
Coban y Ave 154
CAPÍTULO XVI. Los Gigantes Están Trabajando y la Tierra tiembla 157
Dos Príncipes Ofrecen Auxilio 157
El Terremoto 158
Los Gigantes Continúan Amigos de los Incas 158
Jóvenes Incas Frecuentan Otras Escuelas 160
TERCERA PARTE 162
LA INVASIÓN DE LOS ESPAÑOLES
CAPÍTULO XVII. Las Profecías del Fin 163
El Consejo de los Sabios se Reúne 163
Por Segunda vez se Escucha la Voz 166
Los Guías se Presentan 168
El Éxodo hacia el Brasil 169
¡Yo Vi la Estrella de Él! 170
La Generación siguiente completó el Trabajo 172
CAPÍTULO XVIII. Las Primeras Sombras se Hacen Sentir 173
Las Determinaciones del Rey 173
Los Pronósticos de la Catástrofe Venidera 175
La Aflicción se Aproxima al Reino Inca 177
CAPÍTULO XIX. La Tragedia de Cajamarca 180
Atahualpa Recibe a los españoles 180
La Prisión de Atahualpa 183
La Muerte de Atahualpa 186
CAPÍTULO XX. Se Aproxima el Fin 190
La Invasión de la Ciudad de Oro 190
La Muerte de Huáscar (267) 193
Cusilur, la Mujer de Huáscar, Busca su Cuerpo 195
La Ciudad de Oro se Transformó en una Ciudad en Ruinas 198
Los Incas Desaparecieron sin Dejar Vestigios 200
¿Qué Es lo que Sucedió con el Oro Inca? 201
CAPÍTULO XXI. Los Lugares de Refugio 203
La Vida de los Desaparecidos Incas 203
La Decadencia de Pueblos Otrora de Nivel Elevado 204
El Descubrimiento de Machu Picchu 205
La Sabiduría Inca Continúa Viva 206
Epílogo 211
Obras editadas por la Orden del Santo Grial 213
Apéndice (nombrando a Mario Rosso de Luna) 215
Fin 234
INTRODUCCIÓN
¡La Historia de los Incas! Verdaderamente se debería decir “Episodios de la Historia
de los Incas”. Los Incas constituían una estirpe de líderes. Esto ya el propio nombre lo
expresa. Pues “Inca” significa “señor”, esto es, una persona con conciencia del poder y
también poseedora de ese poder. El poder otorgado a los Incas se originó de su elevado
saber espiritual, de su Amor a la Luz y a todas las criaturas, de su confianza, de su alegría
de trabajar y de su pureza...
Los historiadores ya desde mucho tiempo procuran descifrar la historia de ese
pueblo, sin haber llegado hasta hoy a un resultado..., su surgir misterioso y su repentino
desaparecimiento... El “surgir” de los Incas les sería comprensible a los investigadores, ya
que desde mucho antes de los Incas, otros pueblos antiguos habían surgido como un
cometa, para perder después de algún tiempo su importancia y enseguida desaparecer...
Sin embargo, lo que ningún investigador hasta hoy ha comprendido fue el
comportamiento de los Incas ante los invasores españoles. ¿Por qué opusieron tan escasa
o casi ninguna resistencia ante aquella codiciosa horda española? ¿Por qué esa
indiferencia?
¿Cómo pudo acontecer que un pueblo culto como ellos, que poseía un Estado tan
bien organizado, se dejase tiranizar y explotar por un puñado de aventureros y asesinos
europeos?
Para responder tales preguntas es necesario conocer algunos acontecimientos que,
cerca de doscientos años antes de la invasión española, comenzaron a desarrollarse...
Fueron acontecimientos infelices, que impresionaron profundamente a los Incas y los
cuales también toman comprensible su extraño comportamiento posterior. Serán narrados
en este libro esos acontecimientos, que trajeron consigo tanto sufrimiento.
Sin embargo, antes que lleguemos a esa parte de la historia, debemos conocer al
pueblo Inca. Su vida en los altiplanos andinos casi inaccesibles..., su éxodo cuando
abandonaron esos valles y después la fundación de su nueva patria, la dorada ciudad de las
flores... Esa ciudad siempre permaneció como centro del posterior y gran Reino Inca.
También su vida en los primeros decenios, así como algunos acontecimientos
importantes de ese tiempo en la nueva patria, tendrán que ser mencionados, a fin de poder
comprender la índole y la actitud de ellos ante el mundo exterior...
¡El oro! Los Incas siempre estaban rodeados de oro. En los ríos, riachuelos y en las
rocas, frecuentemente se avistaban extensas vetas de oro. También se encontraban
grandes pepitas. Estas daban la impresión de haber sido fundidas otrora, bajo el efecto de
fuerte calor y que después, al enfriarse, se modelaron en grandes pedazos... La mayor parte
del oro los Incas lo encontraron en las regiones andinas pertenecientes actualmente a
Bolivia.
¿Qué es lo que el oro significaba para los Incas? Siempre se rodeaban de oro... En el
oro veían el esplendor del Sol. Oro significaba para ellos belleza, alegría y adorno. Cubrían
las columnas y paredes de sus templos con oro... Ya que el oro era parte de su fe, de su
religión, pues ese metal aún traía en sí, según su opinión, un indicio de la eternidad...
La contemplación del oro provocaba en ellos una especie de iluminación intuitiva,
con la cual creaban sus obras de arte. Eran obras de arte raras, que en nada quedaban atrás
de los tesoros egipcios que hoy pueden ser admirados en los museos del Cairo, París y
Londres. Desaparecidos están los preciosos tesoros, así como los propios Incas también
desaparecieron delante los ojos de los conquistadores...
Apenas algunas pocas piezas de esos tesoros escaparon de la piratería, las cuales
pueden ser vistas en el “Museo del Oro” en Lima...
Sin embargo, en el “Museo del Oro”, no se ven únicamente las escasas obras de arte
en oro de los Incas que permanecieron conservadas hasta hoy. Junto a esos testimonios de
una cultura extinguida, se encuentran también objetos que con espanto recuerdan los
conquistadores del otrora pacífico Reino Inca de tan elevado nivel. Son las armas de los
invasores y conquistadores europeos, ávidos por oro...
¡Oro y armas! Un conjunto que en la época actual no podría ser más significativo...
PRIMERA PARTE

LA FUNDACIÓN DEL IMPERIO


INCA
CAPÍTULO I

LA CULTURA SUDAMERICANA

LOS PUEBLOS PREINCAICOS


La historia de los pueblos altamente desarrollados que habitaron hace millares de
años en América del Sur, ciertamente jamás será aclarada totalmente, ya que ninguno de
esos pueblos dejó un sistema de escritura que pudiera dar informaciones sobre ellos.
Podemos hablar de culturas olvidadas, que despertaron recientemente el interés de la
ciencia.
Los pueblos, sus nombres, sus idiomas, fueron llevados por el viento. Más, la
cantidad de descubrimientos arqueológicos indican su elevado grado de cultura. Se
descubrieron ruinas que son testimonios del magnífico arte arquitectónico de esos pueblos
desaparecidos. Esas piedras en descomposición hablan en su propia lengua..., sin embargo,
¿dónde está el ser humano capaz de interpretarla?
La artesanía también alcanzó un alto grado de desarrollo. Lo mismo podemos decir
de trabajos en metales. Esto se tomó evidente a través de los preciosos utensilios y
maravillosas joyas de plata y de oro que fueron encontradas. También las cerámicas
pintadas con colores vivos y las estatuillas de piedra, encontradas en excavaciones
realizadas en diversos lugares, son testimonios evidentes del arte de esos pueblos
desconocidos.
Se habla hoy de culturas Chavín, Tiahuanaco, Paracas, Mo- chica, etc. Son todos
nombres de lugares, donde fueron realizados descubrimientos importantes. Forman parte
de eso la cultura Nazca y otras más.
Cerca de Chavín y de Huantar, por ejemplo, fueron descubiertas ruinas de templos
y de sepulturas, donde se encontraban joyas de plata y de oro artísticamente trabajadas.
Esa localidad se encuentra en un valle al norte del Perú. Nada se conoce del pueblo que en
otro tiempo allí habitó.
En el centro de la región costera del Perú, o sea próxima a Moche — de ahí el
nombre de cultura Mochica — se descubrieron ruinas y restos de un acueducto de piedra,
elevado, testimoniando también el alto grado de desarrollo de un pueblo que allí habitó en
tiempos remotos. Junto a Moche se descubrió, además de eso, una pirámide. En la
extremidad truncada había otrora, y aun claramente reconocible, un templo. El
descubrimiento de una pirámide, en sí, no es nada extraordinario, pues en América del Sur
y América Central se encuentran muchas pirámides. Algunos bien conservados, y otras
desmoronadas o hasta ya transformadas en polvo. La pirámide encontrada cerca de Moche
es notable, debido a su extraordinario tamaño. De acuerdo con las afirmaciones de Franz
Braumann en su libro “Sonnenreich des Inka” (El Reino Solar de los Incas), fueron utilizados
para la construcción de esa pirámide ciento treinta millones de ladrillos secados al sol.
Distante, al sur, en la desierta Península de Paracas, también fueron descubiertos
restos de un pueblo culto. Además de las instalaciones de sistemas de irrigación y de
muchas sepulturas, fueron encontrados en las cavernas de esa península rocosa centenas
de esqueletos humanos en posición sedente. Lo extraordinario en esos esqueletos era que
las mortajas que los envolvían no habían perdido la vivacidad de sus colores. Esas mortajas
estaban constituidas de finos tejidos con bonitos bordados, guardadas hoy en diversos
museos de Europa y de América del Norte. El aire seco de las cavernas conservó estos
tejidos, especialmente impregnados, con toda su belleza hasta la actualidad.
Deberían ser mencionadas, todavía, las ruinas con la famosa Puerta del Sol, situada
al sur del lago Titicaca. El lugar allí es denominado Tiahuanaco, por eso la expresión “cultura
Tiahuanaco”.
Todos esos pueblos ya habían superado su punto culminante, antes del surgimiento de los
Incas. Sus destinos parecen haber sido semejantes al de los romanos, griegos y egipcios.
Ellos se desarrollaron hasta cierto límite, a partir del cual tuvieron entonces una acelerada
decadencia, probablemente por motivos relacionados con sus religiones.
En contraste con las religiones de América Central, por ejemplo, de los aztecas,
mayas, etc., en los países sudamericanos, no se encontraron indicios que señalasen actos
de cultos con sacrificios humanos.
Cierto día, el pueblo de Tiahuanaco comenzó a adorar ídolos animales: el puma y el
cóndor. Ese culto parecía haberse propagado a partir de allí, pues los mismos ídolos
animales fueron encontrados en diversas excavaciones en los valles altiplanos de los Andes
y regiones costeras.
Ahora, todavía, algunos esclarecimientos sobre las innumerables pirámides
descubiertas en América del Sur y Central. Se trata siempre de pirámides con peldaños, los
cuales conducen hacia un objetivo elevado, generalmente un templo. Ese tipo de
construcción surgió poco después que los sabios de esos pueblos recibieron la noticia de la
Gran Pirámide cerca de Gizeh y su significado.
Nadie podría imitar esa única y tan lejana obra. Todos los que conocían el secreto
de la Gran Pirámide estaban conscientes de eso. Entretanto, ellos gustaban de ese tipo de
construcción. Podrían construir otro tipo de pirámide en sus países. Pirámides de peldaños.
Peldaños que conducían hacia un objetivo elevado.
Por ese motivo las pirámides de América del Sur y Central no poseían puntas, pero
sí grandes plataformas donde eran erguidos los templos. Cada peldaño representaba una
fase de desarrollo en la vida humana, la cual tenía que ser vivenciada plena e
integralmente. La subida, muchas veces, era penosa. Todavía, sin esfuerzos, jamás se
podría alcanzar un objetivo espiritual elevado.
La subida y entrada a los templos de las pirámides, situados en el alto, era en aquel
tiempo un acontecimiento festivo en la vida de aquellos seres humanos. Como en el
espíritu, así también sucedía en la Tierra. Quien se quedaba parado, cansado, en el medio
del camino, o si retrocediese, en vez de continuar la ardua subida, para ese no habría
ninguna realización, ya sea en la Tierra o en el espíritu.
Las doctrinas vinculadas a las pirámides de peldaños eran tan comprensibles y
nítidas, que también el más simple ser humano podía comprenderlas y aceptarlas con
alegría. Eso, sin embargo, no permaneció así. Cierto día, surgieron herejías también en esos
pueblos, causando poco a poco la decadencia espiritual y finalmente también la terrenal.

LOS INCAS
¿Y los Incas? ¿Dónde estaban los Incas y que hacían mientras los otros pueblos de
América del Sur y Central construían templos y pirámides, creando obras de arte que
perduraron por milenios?
Históricamente se sabe que los Incas surgieron de modo misterioso,
desapareciendo cierto día también misteriosamente. Consta que el Imperio Incaico,
cuando fue conquistado por Pizarro en 1533, comprendía los países actualmente
denominados: Perú, Ecuador, Bolivia, la mitad del norte de Chile y una parte de Argentina.
Fue un gran imperio con un sistema de estado ejemplar, constituido por varios pueblos
“subyugados”; este imperio era gobernado con severidad por los Incas, que eran todos
autócratas.
La verdad corresponde al hecho que el Reino Inca estaba constituido por varios
pueblos. Aunque, en ningún momento fue utilizada la fuerza de las armas para dominar a
otros pueblos. Siempre se trataba de uniones voluntarias, no procuradas por los Incas, pero
sí por los respectivos pueblos.
¿Los Incas serían realmente autócratas? Si eran, entonces utilizaban su poder y su
influencia siempre en beneficio del conjunto, jamás en provecho propio. Realmente desde
el inicio, inconscientemente crearon ellos un Estado de promoción social en el más
verdadero sentido de la palabra, pues en todas las épocas daban más de lo que recibían.
¡Voces! Vienen de muy lejos..., hablan de la grandeza de un pueblo originario de los
altiplanos andinos y que, en Amor, bondad y sabiduría, estaba ligado a todo cuanto es
creado... Era un pueblo que hace dos mil años aún estaba libre de culpas...
“Somos pastores en la Tierra”, decía ese pueblo de sí mismo. “¡Pastores en nombre
del Dios-Sol Inti!”, “Debemos proteger, guiar y enseñar, así como nosotros fuimos
protegidos, guiados y enseñados por poderes superiores…”
¡Buscamos y encontramos a los seres humanos que otrora así hablaban! Pues nada
se ha perdido de lo que ocurrió desde el nacimiento del primer ser humano en la Tierra.
Todo lo que ocurriera en el transcurrir del tiempo permaneció registrado y guardado. No,
nada se extravió. También se puede decir que toda la vida humana, que comenzó en la
Tierra hace tres millones de años, fue grabada y guardada hasta que todos los destinos
humanos se cumplan en la Ley de la Justicia.

LA VIDA EN LOS ALTIPLANOS


Nuestra historia comienza cerca de dos mil años atrás, pero el pueblo que se
denominaba “pastores del Dios-Sol Inti” ya existía ha muchos y muchos milenios. Según las
tradiciones ese pueblo tuvo origen en un país que ha mucho tiempo se había sumergido en
el mar. El país por ellos llamado “País del Sol” se sumergió, sí, en las aguas del mar, sin
embargo, solamente cuando el último miembro de ese pueblo también había sido colocado
en seguridad por los siervos del Señor del Sol...
Ya desde muchos milenios ese pueblo estaba constituido por seres humanos que se
esforzaban por conocimientos y sabiduría, pues eran muy intuitivos a los acontecimientos
extra terrenales. Se puede decir también que poseían incluso el sexto sentido; por eso nada
de lo que ocurría entre “el cielo y la Tierra” les permanecía enigmático. Con respecto a las
costumbres de ese pueblo, ya eran en aquel tiempo altamente civilizados.
La patria de esos seres humanos, llamados Incas, se situaba en los valles andinos, a
una altitud de 3000 a 4000 metros y era de difícil acceso. Eran valles cubiertos de pastizales
de color verde claro, llenos de savia, con riachuelos de agua cristalina, cascadas ruidosas y
pequeños lagos al centro de las montañas. Las grandes águilas y halcones andinos volaban
alto sobre los valles, y en las épocas de cosecha llegaban bandadas de pajarillos de los
bosques, situados más abajo, para buscar su porción de granitos rojos de la quinua
silvestre, un cereal parecido al arroz.
Llamas, alpacas, cabras salvajes, vicuñas, pavos y gallinas plomizas de las montañas
se alimentaban en los valles y en las lomas, refrescándose en los riachuelos. Todos los
animales se aproximaban a los seres humanos, sin ningún miedo. Nunca eran cazados ni de
forma alguna maltratados. El miedo que el ser humano actual provoca en los animales les
era desconocido. También el puma de piel negra y manchas grises no era excepción en eso.
Muchas veces los pumas hembras permitían que los niños jugasen con sus crías. Los Incas
decían que las madres-pumas venían para presentar orgullosamente sus crías a los seres
humanos...
Los Incas siempre estaban rodeados de oro. Granos de oro brillaban al fondo de los
arroyos. Grandes pepitas eran encontradas entre los cascajos y en los despeñaderos, y
filones de oro traspasaban los paredones de las rocas. El oro significaba para ellos el reflejo
del Sol en la Tierra. A pesar de los primitivos medios que disponían, los orfebres
confeccionaban diversas joyas, como brazaletes, ornamentos para el cabello y también
vasos, vasijas y campanillas.
En los valles, que durante el día eran calurosos, hacían plantaciones de maíz, arroz
rojo, maní, mandioca, zapallos, cacao, una especie de tomate, etc. Los campos de cultivos,
que se situaban en las laderas de las montañas y que subían en forma de terrazas, eran
apuntalados por murallas hábilmente levantadas. El agua necesaria para las plantaciones
era, muchas veces, conducida de fuentes situadas a millas de distancia y en regiones muy
altas. Las distancias no tenían importancia para los Incas.
El principal alimento de los Incas, no obstante, era la patata. Existían varios tipos de
ellas: tubérculos blancos, cafés, negros, rojos, rugosos y bulbos livianos como una pluma.
Con esos últimos se preparaba una nutritiva y duradera provisión para viaje.
De igual forma frutas no les faltaban a los habitantes del altiplano. Ellos buscaban frutas de
todo tipo en los valles más bajos y muy calurosos, en los cuales muchas veces emanaban
vertientes de agua caliente. Eran grandes y dulces frambuesas negras y rojas, papayas,
chirimoyas, paltas, marañones, pomarrosas, y, todavía, muchas otras especies de frutas.
También en las regiones más bajas recogían grandes y jugosos follajes, una especie de
espinaca y hierbas de condimentos.
En esos valles, donde frecuentemente imperaba una temperatura tropical, crecía
también una especie de árbol de ungüento. El aceite de ese árbol mezclado con el aceite
extraído del maní era muy utilizado para la protección de la piel, tanto por los hombres
como por las mujeres.
Los Incas también comían carne. Sin embargo, carne de pavo y de una especie de
conejo que proliferaban muy rápidamente. Esos conejos poseían un pelaje amarillento muy
bonito. Las pieles eran utilizadas de diversas maneras. Animales grandes, como por ejemplo
las vicuñas, nunca eran sacrificadas. Ellas proveían la lana con la cual confeccionaban los
más finos tejidos.
Los Incas vivían, al igual que sus antepasados, en pequeñas casas de piedras,
apoyadas a los paredones de las montañas, las cuales eran construidas con tal perfección,
que desde lejos parecían parte integrante de la propia montaña. Levantaban también
construcciones amplias y bajas que servían como “casas del consejo”. Como lugares de
devociones, escogían las grandes plazas libres, localizadas a mayor altura, en cuyo centro
colocaban un pedestal de barro azul. El barro azul era encontrado en grandes cantidades
en los sedimentos.
Encima del pedestal había una placa de oro en la cual colocaban una campana de
oro. En esas plazas los Incas se reunían para sus devociones. Cuando todos estaban
presentes, el sacerdote tomaba la campana, tañendo cuatro veces; cada vez él se dirigía a
una de las cuatro regiones del cielo. En épocas pasadas, los interpretes de flautas
presentaban sus músicas después del tañido de la campana. De esto, sin embargo, tuvieron
que desistir, debido a que el sonido de las flautas atraía tantos animales que la plaza de
devociones parecía estar sitiada por ellos.
Después de tañer la campana, entonaban canciones, en las cuales expresaban
gratitud, felicidad y alegría. Oraciones como la cristiandad las conoce, eran para los Incas
tan extrañas, como para todos los otros pueblos de la antigüedad. Jamás se habrían
atrevido a dirigir peticiones al Creador. Tal pensamiento no les habría surgido. Sus
canciones estaban totalmente traspasadas por su Amor a la Luz. Las devociones se
realizaban dos veces por mes. Siempre al nacer el Sol. Eran acontecimientos máximos en la
vida de esos seres humanos.
Hace 2000 años los Incas ya poseían un calendario constituido por figuras de piedra.
Éste en nada quedaba atrás del más tarde tan famoso calendario de los mayas, que hasta
hoy es considerado el más exacto de la Tierra. Los mayas, por el contrario, recibieron ese
famoso calendario de los olmecas y toltecas, de manera que no les cabe tal fama.

NO EXISTÍAN ENFERMEDADES
Los Incas de aquel tiempo no conocían las enfermedades. Nacían saludables, se
alimentaban correctamente, realizando también la respiración de forma correcta, y así, con
salud, podían dejar la Tierra, alcanzando una edad avanzada. Sus sabios enseñaban que la
duración de la vida de cada uno ya estaba determinada antes del nacimiento. Y que
consecuentemente todas las funciones corporales durante el tiempo previsto ejecutarían
su trabajo sin perturbaciones. Por consiguiente, no existía motivo alguno para no devolver
el cuerpo a la Tierra, así sin máculas, como fue recibido.
La expresión “muerte” era extraña para los Incas. Si alguien fallecía, entonces
emprendía el “gran viaje”. Era el nacimiento llamado “la llegada”. Una vez que estaban
exentos de culpas, nadie temía el “gran viaje”. Este era parte de sus vidas, así como el
nacimiento — “la llegada”.
Los astrónomos observaban frecuentemente el cielo estelar, siguiendo los extensos
y estrechos caminos que conducían hacia arriba, abajo y a los lados y los cuales unían los
astros entre sí. Esos caminos se asemejan a franjas de neblina blanca y reluciente pudiendo
ser vistas apenas por seres humanos capaces de traspasar la materia física. Los astrónomos
de varios pueblos antiguos conocían esos caminos que unían los astros entre sí. Ese
conocimiento los transformó en insuperables maestros en el campo de la astronomía...
Los Incas tenían también consciencia que en sus valles había condiciones de vida
apenas para un bien determinado número de personas. Por eso cuidaban mucho para no
superar ese número. Ese fue también el motivo por el cual pocos niños nacían. Del séptimo
al décimo segundo año de vida, los niños eran libres. Podían ir y venir, jugando donde
quisiesen. Generalmente dejaban los hogares al nacer el Sol, retomando solamente al.
anochecer poco antes que “los ojos de la noche” brillasen en el cielo.
Los niños frecuentemente pasaban sus días en los distantes pastizales, donde
jugaban con las crías de alpacas, llamas o cameros. Al sentir hambre, buscaban frambuesas
que brotaban en las laderas. También solían entrar en las cavernas con el fin de visitar los
pumas o trepaban hasta los nidos de águilas, para ver la cantidad de huevos que había en
ellos.
Los padres dejaban, despreocupados, salir a sus hijos, para donde quisiesen. Pues
los niños nunca estaban solos. Estaban siempre acompañados por los pequeños, sin
embargo, poderosos guardianes, los Pillis. Y los Pillis eran dignos de la confianza que los
padres depositaban en ellos. Nunca sucedía mal alguno a los niños, aunque bajasen por
una pendiente pronunciada o trepasen los farallones hasta los nidos de águilas, de difícil
acceso. Generalmente la piel de los niños quedaba repleta de lesiones debido a las piedras
y arañazos de los espinosos arbustos. No obstante, eso era todo.
En el quinto año de vida, cada niño recibía un nombre. Ese nombre era grabado en
un disco de oro que representaba al Sol, el cual era colgado con una cinta alrededor del
cuello. Todo Inca se enorgullecía de su disco solar, del cual nunca se separaba. Era, de cierto
modo, la prueba de pertenecer al Señor del Sol, Inti.

EL COMETA
Los Incas eran un pueblo feliz. Feliz en el espíritu y feliz en la Tierra. Soñaban,
todavía, con un Paraíso, cuando todos los otros pueblos ya habían perdido el camino que
conducía hacia ese Paraíso.
Mucho sucedió desde aquella época hasta la actualidad. Los valles con sus campos
de cultivos, dispuestos en terrazas, desaparecieron. Erupciones volcánicas, terremotos y
desmoronamientos enterraron todo lo que el ser humano otrora edificó allí.
Sin embargo, antes que los espíritus* de las montañas colocasen las piedras en
movimiento, el feliz pueblo Inca fue conducido a un lugar distante. Lejos, hacia un país
donde su destino se cumpliese.
Entonces llegó el día que se tomó inolvidable para los Incas. Habían terminado de
reunirse en la plaza de devociones, observando, como de costumbre, hacia el cielo, con el
objetivo de saludar al Sol con los brazos levantados, cuando percibieron la extraordinaria
coloración que había. El Sol estaba circundado por amplios y coloridos círculos, pareciendo
vibrar de alguna manera. Pero no solamente los círculos se movían; ya que toda la
atmósfera se encontraba en vibrante movimiento. Antes mismo de saber lo que estaba
aconteciendo, escucharon un estruendo. Un estruendo raro mezclado con jubilosas voces.
Y antes de comprender lo que estaba sucediendo, varios exclamaron:
— ¡Un cometa! ¡Un cometa!
Sí, un cometa se movía en el cielo. Un cometa con un rastro luminoso tan extenso,
que cruzaba el firmamento de un extremo a otro.
— ¡Ese no es un cometa común!, dijo pensativamente uno de los astrónomos.
Es de otra especie. Es un anunciador. La llegada de un cometa así, siempre está vinculada
en la Tierra a un acontecimiento de ámbito mundial.
Repletos de fervor y con un anhelo inconsciente en el corazón, todos observaban
hacia el cielo.
* Seres de la naturaleza o entes de la naturaleza (elementales).
— ¡Él se aleja de nosotros!, dijo una de las mujeres, mientras las lágrimas le
corrían por el rostro. Repentinamente todos comenzaron a sollozar. Lloraban como si un
sufrimiento desconocido hubiese estremecido sus almas. Mas también en el sufrimiento se
escondía una alegría desconocida. Ninguno de ellos sabía lo que les sucedía. Los
sentimientos intuitivos más contradictorios afluían en ellos.
— ¿Por qué estamos llorando?, preguntó una joven. Las voces que escuchamos
eran repletas de júbilo.
Las lágrimas estremecieron a esos seres humanos que no conocían el sufrimiento y
que durante su vida derramaban apenas unas pocas lágrimas.
Los astrónomos siguieron con los ojos de su espíritu el rastro del cometa ¿A qué
parte de la Tierra y a que pueblo habría sido enviado?
— Él anuncia el nacimiento de un espíritu de sublimes alturas. ¡Esto ya aconteció
varias veces, desde que existen seres humanos en la Tierra!, dijo uno de ellos.
El historiador movió la cabeza, concordando. De las tradiciones él tenía
conocimiento de un cometa que ha largo tiempo también se hiciera visible en la Tierra,
anunciando un nacimiento elevado.
El estruendo desapareció y los brillantes colores que envolvían el Sol se apagaron.
¿Quién sería el sublime espíritu, que viniera a la Tierra acompañado por un cometa?
El sublime en quién todos estaban pensando, naciera, en ese intermedio, en un establo en
Belén. Sólo que..., ese nacimiento sucedió doce años antes a la fecha determinada por los
dignatarios eclesiásticos, como la fecha del nacimiento de Jesús.
Los Incas jamás olvidaron el cometa, pues en el mismo día se les cumplió la profecía
a ellos retransmitida por sus antepasados.
Fue poco antes de ponerse el Sol. Los sabios, todos ellos clarividentes y clarioyentes,
se reunieron en una de las casas del consejo. El aspecto del cometa desencadenara en ellos
los más contradictorios sentimientos. Aflicción, alegría, tristeza...
— ¡Está llegando un mensajero!, dijo el sacerdote, interrumpiendo el silencio.
— ¿Un mensajero? Alegría y esperanza traspasó a todos. Levantaron sus
cabezas, escuchando. Casi en el mismo momento escucharon el tintinear específico de la
campana, que anunciaba a los “mensajeros”. Les parecía como si todo el aire estuviera
impregnado por sonidos de campanas. Repentinamente una neblina blanca traspasó el
lugar y las campanas silenciaron.
Envuelto por la neblina blanca se veía una figura alta. Por un instante se tornó visible
un rostro moreno de aspecto dorado con ojos indescriptiblemente brillantes, y una voz
resonante repercutió en el lugar. Los sabios se estremecieron con el tono de esa voz...
“¡Vengo por orden de un Superior!”, resonó en sus almas. “¡Vine a guiarles hacia
afuera de estos valles e indicarles los futuros caminos! Otros antes de vosotros, escucharon
un llamado semejante, marchándose entonces a cumplir su destino. ¡Hoy ellos viven en el
país de Tupanan y la felicidad y paz están con ellos! Vuestros caminos les conducen hacia
afuera de estos valles, sin embargo, la dirección es otra. Distante de aquí viven seres
humanos originarios de la misma patria espiritual que vosotros. Ahora cayeron en peligro
espiritual en la Tierra e imploran por auxilio. Fuisteis escogidos para auxiliar a eses seres
humanos que son de la misma especie de vosotros. Tenéis la fuerza y sabiduría para tal.
¡Enséñenles con Amor, bondad, dignidad y paciencia! ¡Guíenles para que ellos encuentren
el camino perdido! ¡En el servir deberéis reinar! Prepárense, pues luego regresaré”.
El mensajero desapareció, pero el sentido de su mensaje se grabó a fuego en sus
corazones. No apenas los sabios que estaban en la casa del consejo escucharon la voz de
él. Las mujeres y jóvenes interrumpieron sus actividades, para escuchar ese mensaje fuera
de lo común que impregnaba sus almas y que se expresaba a través de su intuición. Había
llegado el día esperado por ellos inconscientemente. ¿Hacia dónde el enviado los
conduciría?...
La confianza de los Incas en su conducción espiritual era ilimitada. Lo que los
poderes superiores decidían, ellos ejecutaban sin vacilar. No había nada que pudiese
perturbar esa confianza. Incertidumbre, inseguridad o miedo del futuro eran sentimientos
desconocidos. Por eso, ya al día siguiente comenzaron con los preparativos para el viaje. Y
una expectativa alegre invadió sus almas. Necesitaban de ellos... Les era permitido ayudar
a otras personas, otros seres humanos desconocidos... Era imposible imaginarse la
grandeza de esa gracia que les había sido proporcionada a todos...
CAPÍTULO II

EL CAMINO HACIA LA META DESCONOCIDA

LA PARTIDA
Dentro de pocos días todos los Incas estaban preparados para dejar sus valles y
marcharse al encuentro de su objetivo desconocido. Por primera vez utilizaban las llamas
como animales de carga. Desde la más tierna edad los niños montaban esos mansos
animales, sin embargo, nunca habían sido utilizados para cargar alguna cosa. No
obstante, cuando la hora llegó, con buena voluntad permitieron que las cargas fuesen
colocadas. Se llevaban apenas lo más necesario. Ropas, mantas y los sacos de dormir para
los niños, algunas herramientas, arcos y flechas, semillas, ovillos de lanas y las cuerdas de
quipos; como provisión de viaje llevaron los “cunos”.
Los cunos eran pequeños y duros bollitos preparados con harina de patatas
congeladas. Eran muy nutritivos, se conservaban por largo tiempo, siendo almacenados
siempre en grandes cantidades.
La partida, sin embargo, demoró algunos días. Pues un “Rauli” se aproximó de Bitur,
el sabio, con el fin de darle algunos consejos para el viaje. Entre otras cosas dijo:
“Por primera vez depararéis con seres humanos enfermos que esperan la cura de vosotros.
Juntad musgo rojo, semillas de árboles, resinas y los duros frutitos amarillos y lleven todo
eso con vosotros en potes de barro cerrados. El cocimiento de musgo, resinas y frutitos
producen un insuperable líquido curativo. Ese líquido cura y limpia las heridas”.
Cuando el Rauli guardó silencio, Bitur agradeció con un gesto de cabeza en señal
que entendiera todo.
El Rauli era un espíritu de la vegetación. Como tal conocía las fuerzas curativas
ocultas de las plantas y sabía también donde y como podrían ser aplicadas. Su aparición
fue un acontecimiento del todo especial, y las personas presentían que aún tendrían que
aprender mucho al respecto de otros seres humanos. La composición del líquido curativo
sugería enfermedades malignas...
Apenas el Rauli desapareció, y ya se formaban grupos para recoger resinas, musgos,
frutitos y una especie de grosella, en los bosques y valles ubicados más abajo. En eso se
pasaron varios días. Cuando entonces llegó la hora en que por última vez ellos se reunieron
en sus lugares de devociones, entonando canciones en glorificación del Dios-Creador. Una
de esas canciones tenía el siguiente significado:
“¡Señor del Universo! ¡Creador de la Luz! ¡Creador de la Vida! Vives en alturas
inaccesibles para nosotros. Vivimos en las profundidades, en un astro. Solamente nuestro
Amor se eleva a Tus alturas. Acepta este Amor. ¡Somos pequeños, sin embargo, también
somos Tus criaturas!”
Entonaban canciones en las cuales vibraba alegría y agradecimiento, pero también
una cierta tristeza. Tristeza porque eran obligados a abandonar sus queridos animales, los.
cuales eran libres, y que, no obstante, habían vivido allí juntos con ellos. Hasta donde ellos
recordaban, los animales siempre fueron sus compañeros.
En el día de la partida, casi todos lloraban. Miraban hacia sus firmes y pequeñas
casas de piedra, hacia el agua conducida a las casas, hacia los campos de cultivos y prados
floridos..., pero, la tristeza no duró mucho. El Señor del Sol, Inti, atrajo la atención de ellos
hacia su astro. Maravillados, observaban hacia arriba, y veían amplios círculos coloridos,
semejantes al día en que el cometa fue visto en el cielo. Sólo que ahora los círculos y las
irradiaciones eran más intensas y resplandecientes. Y todos intuyeron que Inti les
transmitía un mensaje. Un mensaje de seguridad y confianza.
— ¡Inti está sobre nosotros!, exclamó una mujer jubilosamente. ¡El
permanecerá sobre nosotros, hacia donde quiera que nos encaminemos! Sonrientes,
señalaban todos hacia el Sol.
— ¡Y los animales permanecen bajo su protección!, exclamó una joven
confiadamente. Inti siempre fue el amo de ellos en la Tierra. Desde tiempos inmemoriales...
El sabio San, que caminaba al frente del grupo, llamó la atención de todos para la
partida. Y así los Incas dejaron su patria terrena, en el sexto mes del año, el mes de las
festividades del Sol. Sin embargo, la felicidad y alegría estaban con ellos.
En los primeros días siguieron por los caminos que ellos mismos construyeron. Era
la estación del año en que las flores brotaban por todas partes en las altiplanicies, y
frambuesas negras y rojas maduraban en las laderas, creciendo abundantemente en toda
la región de los Andes. En la noche acampaban en las proximidades de los riachuelos y
prados, donde los animales podían pastar.
El mensajero no apareció más. Sin embargo, tenían la certeza, que de alguna
manera él nuevamente aparecería, a fin de continuar a indicarles el rumbo. Durante los
primeros días los viajantes fueron acompañados por una gran bandada de águilas. Nunca
habían visto tantas de esas aves juntas. Las águilas volaban a determinada altura,
desapareciendo al ponerse el Sol. Pero al día siguiente estaban nuevamente visibles. Los
Incas repetidas veces observaban también hacia las cumbres de las montañas, y los
gigantes de las montañas siempre señalaban hacia ellos. De manera alegre, como si no
estuviesen separándose.
— ¡También veremos a los gigantes en nuestra nueva y desconocida patria!, se
consolaban mutuamente. Si no fuere en las montañas, entonces será en las nubes.

EL NUEVO GUÍA
En la mañana del quinto día las águilas no aparecieron más. Fue el día en que el
camino construido por los propios Incas se aproximaba al fin.
— ¡Las águilas nos acompañaron en un trecho del camino y ahora volvieron a
sus lugares de nidada!, dijo uno de los sabios a todos los que aún miraban alrededor, a la
búsqueda de las aves. Observó después a lo alto, hacia las cumbres de las montañas que,
cubiertas de nieve, brillaban a la luz del Sol naciente, como cascadas endurecidas. Eran,
todavía, las montañas que conocían y amaban. Durante el día, las laderas rocosas se
tomaban calientes como fuego y bajo el frío concentrado de la noche gemían y crepitaban
estruendosamente al contraerse.
— ¡Un águila! ¡Un águila!, exclamaron de repente unos niños que estaban
arrodillados, y jugaban con crías de gallinas montañesas al lado de sus animales que
pastaban. Era realmente un águila. Un águila de blancura resplandeciente, parecía
suspendida, con sus alas abiertas sobre una nube colorida.
— ¡Paira encima de nosotros, en el aire! ¿Por qué ella no continúa volando?,
gritaban aguadamente los niños entre sí.
Entusiasmados, los adultos observaban el águila que más parecía una aparición de
la Luz.
— Vamos, marchemos. ¡No debemos dejar esperando a nuestro nuevo guía!, dijo
San seriamente. Todos rieron y se alegraron porque el “mensajero” les había enviado un
guía tan extraordinario.
Y el viaje continuaba. Los caminos eran, de allí en adelante, muchas veces penosos
y difíciles. Sin embargo, con disposición alegre y guiados por un águila blanca, continuaban
al encuentro de su meta desconocida.
El largo viaje trajo a los Incas, siempre ansiosos por aprender, muchos
conocimientos nuevos y descubrimientos. Así surgió entre ellos también la idea de
construir un camino que pasase entre las montañas, conduciéndolos más allá, hacia países
desconocidos. Ese camino en el cual posteriormente muchas generaciones trabajaron,
también se volvió realidad. Igualmente, la idea de construir puentes surgió entre ellos
cuando tuvieron que atravesar a pie un ancho río.
Cierto día, un profundo abismo les interrumpió la continuidad de la marcha en la
dirección habitual. Tuvieron que dar una larga vuelta que los llevó hasta el límite de altura
donde la nieve era permanente. Fue una ardua caminata, pero también ese camino llegó a
su fin. Poco antes que el camino comenzase otra vez a bajar, les apareció el risueño Rauli
una vez más. Se encontraba entre algunos bloques de roca señalando agitado hacia Bitur
que venía atrás de San.
Bitur luego siguió la señal, observando las plantas que el Rauli le indicaba. Se trataba
de pequeñas plantas, azuladas, semejantes a algas, semicubiertas por el agua de la nieve y
que crecían entre los montones de piedras.
“¡De esas plantas también necesitaréis!”, dijo el Rauli. “¡Os recordéis vosotros bien
de ellas!”
Antes que Bitur pudiese preguntar para que servía la planta, el Rauli ya había
desaparecido. Después de algunos instantes de vacilación Bitur extrajo un manojo de algas
del agua de la nieve, sacudiéndolas para eliminar el agua y las guardó cuidadosamente en
su valija de viaje. Después refregó una hoja, oliéndola. No obstante, para una pausa mayor,
no había tiempo, pues tenían que continuar para encontrar un lugar donde pudiesen pasar
la noche, aún antes de ponerse el Sol.
Algunos días más tarde un gran deslizamiento de la montaña les interrumpió
nuevamente el camino. Esta vez tuvieron que bajar por un desfiladero. En ese desfiladero
había restos de cerámica de todos los tamaños y colores; además había algunos jarros
intactos, también de cerámica, pintados de color óxido azulado. En el tronco de un árbol
caído estaba apoyada una larga placa de piedra, donde se veía, en alto relieve, un ser
humano con cabeza de gato. Nadie mostró interés por los restos de esa cultura humana
que en otro tiempo existió allí. Cada uno de ellos quería dejar, lo más de prisa posible, ese
siniestro desfiladero.
— ¡Aquí huele a descomposición!, dijo la mujer de San, mirando alrededor,
como si buscase algo.
— ¡Nada encontrarás!, dijo San. Pues la montaña sepultó debajo de sí, a todos
los que aquí vivieron. Todo indica eso.
— ¿Sepultó?, preguntó ella incrédula. ¡No, los espíritus de la montaña no
matan y no entierran seres humanos!
— Los seres humanos que aquí vivieron, dijo San explicando, ciertamente fueron
advertidos a tiempo para dejar la región. Esto ellos siempre lo hacen, cuando en las
montañas un peligro amenaza a las personas.
A la salida del desfiladero hicieron exclamaciones jubilosas. Conducidos por uno de
los hombres, los niños llevaban sus animales de monta con seguridad a través del
desfiladero y subían ahora hacia las planicies asoleadas. Llegando encima, la caminata
prosiguió rápidamente. Querían alejarse lo más de prisa posible de aquel desfiladero.
Al día siguiente tuvieron una nueva sorpresa, pues al lado de una vertiente había dos
esferas de piedra que parecían esculpidas. Cada una de esas piedras tenía más de un metro
de diámetro.
— ¿De dónde vinieron esas piedras? ¿Y quién les dio esa forma?
— ¿Recuerdan aún la piedra que cierto día encontramos en el centro de
nuestra plaza de devociones?, preguntó el sacerdote a los que estaban alrededor,
acariciando con la mano una de las piedras lisas. Algunos de los más antiguos se
recordaban.
— Verdaderamente, continuó el sacerdote, la piedra de devoción era cuadrada,
pero fue esculpida de la misma forma que ésta. Él no necesitó decir nada más.
— ¡Son obsequios de los gigantes!, exclamaron enseguida algunas de las
jóvenes que conocían aquel acontecimiento a través de narraciones. El sacerdote señaló
afirmativamente con la cabeza.
— Exactamente como nuestra piedra de devoción, que también fue un obsequio de
ellos.
Sólo a los gigantes les era posible mover y trabajar bloques de piedra tan pesados.
¿Pero dónde se encontraban los seres humanos considerados dignos de tales obsequios?
Hacia donde quiera que observasen nada indicaba la presencia de seres humanos.

EN LAS ORILLAS DEL TITICACA


El viaje aún demoró meses, ya que frecuentemente fueron intercalados varios días
de descanso, por causa de los niños y de los animales. Sin embargo, tan luego estuviesen
prontos nuevamente para viajar, surgía el águila en el aire para continuar guiándolos.
Entonces llegó el día que permaneció inolvidable para cada uno de ellos. Poco antes del
mediodía se encontraron con una superficie de agua que parecía no terminar. Ellos
conocían bien los lagos de montañas y grutas, donde rugientes ríos de montañas seguían
su curso, pero una superficie de agua tan extensa..., se encontraban en las orillas del más
alto lago de la Tierra, el lago Titicaca.
Silenciosos, como escuchando, observaban el movimiento de las olas del lago,
donde se reflejaban las áureas y grisáceas formaciones de nubes que surgían del sur. Peces,
cuyas escamas brillaban como oro a la luz del sol, saltaban hacia fuera del agua, jugando o
nadaban veloces, haciendo amplios círculos.
Los niños corrían de un lado a otro agitados por la margen pedregosa y llamaban
cantando a las sirenas del lago. En los lagos montañosos de su antigua patria siempre
habitaron sirenas y peces. Cuando los niños estaban con hambre, las sirenas les
obsequiaban pescados. Empujaban los pescados hacia la orilla, de tal forma que los niños
pudiesen recogerlos. Mientras corrían cantando de un lado a otro, los animales
permanecían parados en silencio, dando la impresión de que estaban sorprendidos con
tanta agua. Apenas de vez en cuando tintineaban las campanillas de oro colgadas en sus
pescuezos a través de cordones rojos.
Mientras tanto, los adultos preparaban el campamento para la noche. Entre las
mimbreras, arbustos de avellanos, tréboles aromáticos que crecían en medio de las
piedras, albahaca y hierba de lana, pasaron los Incas su primera noche en el lago Titicaca.
La mayor parte del camino estaba, pues, atrás de ellos... Cuando los velos de la noche
pasaron sobre el agua, cubriendo los valles, resonó un canto jubiloso, pareciendo pairar
sobre el lago.
— ¡La sirena, pues, nos vino a saludar, a regalamos conchas y pescados!,
murmuraban los niños, sonrientes y felices, al escuchar el canto.
Eran cerca de mil Incas que habían seguido el llamado del mensajero, a fin de
caminar al encuentro de una meta desconocida. Atrás quedaron apenas hombres y mujeres
de edad avanzada. Aproximadamente unos cien ancianos habían quedado atrás, ya que su
tiempo de vida luego expiraría y no deseaban morir durante el viaje.
Esas personas, a pesar de su edad avanzada, aún daban la impresión de ser jóvenes
y bellas, sin haber perdido nada de su encanto. Hoy en día, todo es totalmente diferente.
La vejez es relacionada a las enfermedades y caducidad, y la belleza es considerada
solamente como un triunfo de la juventud.
Los Incas en todas las fases de sus vidas, eran de extraordinaria belleza. La fuerza
luminosa de sus espíritus superiores y la pureza de sus almas se expresaban en sus
cuerpos físicos. Tenían la piel bronceada, cabellos negros y ojos impenetrables,
circundados por largas pestañas. Las mujeres usaban sus cabellos en forma de trenzas, no
obstante, los hombres cortaban sus cabellos lo más corto posible, al igual que todos los
sabios de antaño.
Confeccionaban sus ropas de finos tejidos de lana de vicuñas. Las mujeres usaban
una especie de bata, sin embargo, más ajustadas; bordaban esos vestidos con hebras de
lana de varios colores. Los hombres vestían pantalones y camisas ajustadas, así como
camisas sin mangas, amarradas con cordones sobre el pecho. Los niños, hasta los doce
años, se vestían con una especie de mameluco, con el cual podían moverse libremente. En
el inicio del periodo de aprendizaje, después de los doce años, recibían la misma ropa que
los adultos.
La vestimenta más importante de esas personas era siempre el poncho. Los ponchos
eran compuestos de dos paños o mantas cosidos juntos con cordeles. Eran hechos de lana
más gruesa y densa, adornados en los bordes con flecos cortos. Gorros de lana que cubrían
las orejas protegían a adultos y niños de los helados vientos que soplaban por los valles en
determinadas épocas del año. Mientras vivían en sus altiplanos, los calzados de los Incas
consistían en botas de fieltro. Ellos conocían, de la misma forma que los otros pueblos
antiguos, como, por ejemplo, los griegos, el proceso para fabricar fieltro del pelaje de los
animales.
Además del disco solar de oro que adultos y niños usaban en el cuello, colgado con
una cinta, las mujeres se adornaban con aros de oro decorados con pequeñas estrellas
también de oro. En las trenzas de las niñas eran intercaladas cintas azules, en las cuales
pendían campanillas de oro. De la misma manera colgaban en el pescuezo de las llamas,
los animales de monta de los niños, cintas donde pendían dos o cuatro campanillas un poco
mayores.
Los Incas eran muy limpios. Se bañaban en los fríos lagos de las montañas, así
como en los riachuelos, y poseían también en sus pequeñas casas de piedra instalaciones
de baño. La bella y limpia piel de sus cuerpos y rostros era frecuentemente friccionada con
aceite de bálsamo. Sus vestimentas siempre parecían nuevas, pues cuando una pieza del
vestuario se quedaba vieja, no siendo posible limpiarla más, ella era quemada en un foso
distante.
El andar de los Incas era erecto y altivo y siempre estaban conscientes de su
elevada misión. A donde quiera que llegasen, llamaban la atención. De ellos emanaba un
misterioso y radiante brillo, que les hacía sobresalir en todas partes. Eran líderes innatos;
sabían conducir a los seres humanos con sabiduría y bondad. Sin embargo, eran severos,
pues no aceptaban muy bien las debilidades humanas.
Pero, todo lo que hacían en beneficio de otros, lo hacían por verdadero Amor al
prójimo. Todos sus esfuerzos eran en favor del creciente desenvolvimiento espiritual de
los pueblos, que más tarde, poco a poco, se integraron a ellos voluntariamente. Este, con
certeza, fue también el motivo de la ilimitada confianza y Amor que a ellos les era ofrecida,
por todos lados.
Durante la época del éxodo de los valles, los Incas tenían solamente una regla de
vida que determinaba todo su comportamiento. Originaria de sus antepasados y podía ser
retransmitida en pocas palabras:
“El ser humano recibió la vida como obsequio. Tendrá, sin embargo, que tomarse
digno de ese obsequio, si quisiere conservarlo. ¡Debe vivenciar la vida, dándole sentido y
consistencia a través del trabajo!”
Posteriormente, al crear el Reino de las Cuatro Direcciones del Cielo, ellos emitieron
siete reglas de vida que eran determinantes para ellos mismos, bien como para todos los
demás y en todos los tiempos.
Los Incas permanecieron hasta su trágico fin, siempre como un pequeño pueblo
líder, y durante largo tiempo solamente contrajeron matrimonio con personas de su
propio linaje.

RECOMIENZA LA CAMINATA
Los Incas permanecieron acampados durante cuatro días a orillas del gran lago,
después prosiguieron su caminata. Ese día el águila voló tan alto en el aire, que mal era
vista. No obstante, continuaba presente, volando al frente de ellos.
Era una caminata repleta de vivencias, a lo largo del lago. Las innumerables aves
acuáticas, de todos los tamaños y colores... Revoleteaban encima de la superficie del agua
o se balanceaban en las olas... Todas las islas, y hasta las menores islas de juncos, parecían
ser lugares para nidadas de esas bellas aves... Toda la atmósfera estaba repleta de alegría.
Los Incas, como aún comprendían el lenguaje de los animales, sabían cuan inmensamente
felices eran esas criaturas.
Con el transcurso de los días de caminata a lo largo del lago, depararon también con
una especie de castor, que trabajaba afanosamente con los juncos y malezas acuáticas,
construyendo sus diques característicos. Encontraron también marmotas...
— ¡Me parece que aquí viven menos animales!, dijo la mujer de San
pensativamente.
— ¡Ciertamente aquí también deben vivir muchos animales!, opinó San. Sólo
que no se aproximan tanto a nosotros, como estamos habituados. El motivo, solamente lo
sabremos cuando conozcamos a los seres humanos a cuyo encuentro caminamos.
Los que escucharon tal declaración de San, estaban profundamente preocupados.
No podían imaginar que existiesen animales que evitaban a los seres humanos. Sabían que
a todos los animales les gustaba, cuando una cariñosa mano humana pasaba sobre sus
pelos o plumas. La preocupación que brotaba en sus corazones luego fue alejada. Para ellos
no había un camino de vuelta. Fuese lo que fuese..., tenían que continuar. Pues fueron
enviados y un águila les indicaba el camino... Observaban agradecidos hacia el Sol en lo alto
y sus ojos brillaban orgullosos, conscientes de su misión.

LA REGIÓN DEL TITICACA


La región del lago Titicaca se alteró bastante en los últimos dos mil años. La copiosa
vegetación con los innumerables bosques de mimbreras dejó de existir. Los incontables
patos y otras aves acuáticas, que se anidaban en las islas y en los juncos, están casi
totalmente exterminados. El mismo destino sufrieron los castores y muchos otros animales
de menor y mayor porte, que antiguamente allí habitaban. El exterminio de los animales,
sin embargo, comenzó con la invasión de los europeos, que, ávidos por el oro, trajeron al
país toda suerte de males.
Hasta el lago parece haberse alterado. Actualmente el agua parece turbia y sucia, y
de la riqueza de peces de otrora casi ni se percibe. Hoy en día, el gran lago está repleto de
sapos grandes y pequeños. En el lago restan solamente pocos lugares donde los sapos aún
no han llegado.
Tal hecho los hombres ranas de] equipo del investigador del fondo del mar, Jacques
Ives Cousteau, tuvieron la oportunidad de comprobarlo, cuando exploraban ese legendario
lago. No encontraron tesoros. Apenas sapos, sapos que en cantidades increíbles habitan
aquellas aguas...
La isla del Titicaca, que en el tiempo de los Incas estaba cubierta con placas de oro,
todavía, existe. El oro, naturalmente, fue robado ya hace tiempo. La única cosa que en este
lago no se modificó, fueron los barcos. Esos barcos aún hoy son construidos de juncos
amarrados, así como ya lo eran hace dos mil años.
Al sur del lago Titicaca habita actualmente un pueblo, los aimaras. Se supone que
esos aimaras sean descendientes de la extinguida “cultura Tiahuanaco”. Por tanto, sus
antepasados construyeron los templos y casas ya en el periodo preincaico, y cuyas minas
aún hoy son vistas parcialmente en esos sitios. Los antepasados de los actualmente
denominados aimaras, eran extraordinarios orfebres y también se dedicaban bastante a
las confecciones de tejidos, aunque no eran constructores.
En otro pueblo también, un pueblo altamente desarrollado, que se denominaba
“pueblo de los Halcones”, habitó esas regiones mucho antes de la llegada de los Incas.
Construyeron templos y casas, así como acueductos, y eran un pueblo feliz. Eran felices
mientras que su religión aún poseía la fuerza viva que emanaba de la Verdad... Más tarde,
sin embargo, siguieron las influencias de espíritus malignos, y la felicidad desapareció de
sus vidas. Sus templos y casas Rieron destruidos, y la desgracia se abatió sobre todos ellos...
Cuando los Incas, en su caminata, llegaron a “Tiahuanaco”, encontraron solamente ruinas
y seres humanos que decían “los dioses nos maldijeron” ... Más tarde los Incas irguieron
sobre las bases del templo destruido un Templo del Sol, circundado por columnas. Y así fue
como Tiahuanaco se transformó, en la época de los Incas, en un centro de peregrinaciones,
hacia donde muchas personas, de lugares cercanos y distantes, peregrinaban para las
Fiestas del Sol.
Durante un largo tiempo así permaneció. Pero después se evidenció que, sobre el
lugar, realmente, existía una maldición. Pues cierto día, también el maravilloso Templo del
Sol de los Incas fue destruido, juntamente con todas las demás edificaciones... Quedaron
apenas ruinas...

EL ENCUENTRO
Fue un día repleto de acontecimientos aquél en que los Incas se encontraron con
un inmenso campo en ruinas, encontrándose con miembros del arruinado pueblo de los
Halcones.
San, Bitur y algunos otros sabios entraron vacilantes en esas ruinas de piedras,
mientras que los otros permanecieron a distancia. Lo que los sabios veían eran columnas
derrumbadas, bloques de paredes, cascajos y polvo. Contemplaban silenciosos las
innumerables ruinas. ¿Qué había sucedido aquí? Terremotos no les eran extraños.
¿Terremotos? Entonces deberían avistar grietas en la tierra..., sin embargo, nada de eso se
percibía. En un montón de cascajos se encontraba derribada una figura humana bien
esculpida con la cabeza de un halcón...
En silencio, los sabios contemplaban la extraña estatua.
— ¡El artista que creó esto desperdició su talento!, dijo Bitur.
— ¡Es un ídolo! Solamente puede tratarse de un ídolo.
— ¿Un ídolo? Ellos observaban perplejos a San, pero luego comprendieron. A
través de las tradiciones y de las propias vivencias espirituales, los sabios del pueblo Inca,
sabían que la mayor parte de la humanidad había perdido el camino hacia la Patria
espiritual. Y en vez de buscar el verdadero camino, creaban símbolos sin vida y fríos...,
creaban ídolos para sí...
— ¡Éste es uno de ellos!, dijo San, recordándose, al ver la estatua, de aquellos
de quien las tradiciones hablaban.
¿Pero dónde estarían las personas que hasta hace poco tiempo deberían haber
habitado allí? No veían seres humanos, no obstante, se sentían observados.
— Veo apenas sombras de miedo y de desesperación. Se aganan a los bloques de
piedra.
Los sabios señalaban con la cabeza, aprobando. San tenía razón. Existían sombras...
Aproximadamente dos horas más tarde, surgió un grupo de personas caminando a través
del campo en ruinas. Se aproximaban lentamente, de tal forma como si tuviesen que cargar
un pesado fardo. Se detuvieron a corta distancia. Apenas un hombre y una mujer
prosiguieron, arrodillándose e inclinando las cabezas a escasos metros en frente a los Incas.
“¿Por qué esas personas se arrodillan delante de nosotros?”, preguntaban los
sabios a sí mismos. Esa pregunta silenciosa fue rápidamente respondida. El hombre de
aspecto enfermo levantó la cabeza, observando a los Incas con los ojos nublados de
sufrimiento.
— ¡Vosotros sois los prometidos!... Llegasteis..., agradezco a los dioses por
permitirme vivir aún... El hablar parecía hacerse difícil para el hombre, pues solamente
después de una pausa más prolongada él prosiguió.
— Soy uno de los sacerdotes de nuestro arruinado pueblo. Ofendimos a los dioses
y a todas las demás criaturas...
Ahora también la mujer levantaba la cabeza y decía con voz baja, sin embargo,
firme:
— Uno de nuestros videntes nos anunció, poco antes de su muerte, que seres
humanos de ropas blancas con discos solares sobre el pecho vendrían para ayudamos en
nuestra gran aflicción. Después de una pausa ella agregó:
— Él murió poco antes de caer sobre nosotros la maldición de los dioses,
destruyendo todo lo que ellos mismos, otrora, nos ayudaron a construir.
— ¡Os levantéis, para poder permanecer frente a frente!, dijo San con
severidad. La mujer auxilió al hombre a levantarse. Las ropas de ambos estaban manchadas
y sus rostros angustiados, aunque fuese claramente reconocible que eran de raza noble. La
mujer parecía haber leído los pensamientos de los Incas, pues dijo que eran miembros del
“Pueblo de los Halcones” y que sus antepasados, conforme las antiguas tradiciones, se
originaban de un País del Sol...
— ¡Así es!, respondió San. ¡Somos de una misma raza, pues nosotros también
nos originamos del País del Sol!
— ¡Vosotros sois los señores, permitid que seamos vuestros siervos!, solicitó el
hombre con voz débil.
— ¿Señores?, preguntó San perplejo. Estás engañado. Somos pastores en la
Tierra; protegemos, enseñamos y guiamos. Nosotros les auxiliaremos.
— Nuestras lenguas son parecidas. ¡Comprendo casi todas las palabras!, dijo la
mujer con una voz en la cual nuevamente vibraba alguna esperanza.
También los Incas estaban contentos por poder entenderse con las primeras
personas que encontraron. Esto facilitaría su misión.
Repentinamente, gritos surgieron en el aire. Gritos que parecían venir desde lejos,
como un eco.
— Son nuestros enfermos. ¡Muchos ya fallecieron!, dijo la mujer.
Los gritos que ahora se hacían oír como aullidos venían de una casa baja, cubierta
por junco, que estaba entre las murallas caídas en una depresión del terreno. Seguidos del
sacerdote y de los demás que lo acompañaban, los Incas caminaron en dirección de los
gritos. Estos silenciaron cuando se aproximaron.

"DIOSES BLANCOS”
Los Incas pararon frente a la casa y solamente con mucho esfuerzo podían esconder
el pavor que sentían con el aspecto de las personas, arrodilladas o acostadas en las esteras
de junco. Se trataba, en su mayoría, de mujeres semidesnudas, horriblemente marcadas,
que con dificultades se levantaban al ver a los Incas, que se aproximaban, vestidos de
blanco.
— ¡Llegaron dioses blancos! ¡Socorro! ¡Socorro!, gritó una mujer, corriendo
hacia el interior de la casa.
Otras mujeres se arrodillaban y levantaban las manos, suplicando.
— Auxíliennos..., tiren la maldición de nosotros...
Los Incas miraban en silencio y perplejos a esos seres humanos que lloraban, pedían
y gritaban, y que ahora se arrodillaban todos en las esteras. En ese momento, una anciana
surgió de la casa, aproximándose a San.
— No tengo más lágrimas. Se petrificaron. No espero ayuda..., sin embargo, solicito
vuestro auxilio..., para los otros..., ayúdenles..., ¡ellos, todavía, merecen!... Después de esas
palabras ella regresó hacia la casa con pasos cansados.
Bitur fue el primero a superar el pavor. Las aptitudes de médico en él inherentes
despertaban. Deseaba auxiliar y disminuir el sufrimiento de esos infelices... La piel de las
mujeres estaba cubierta de grandes manchas rojas, rodeadas de pus. Mientras observaba
más de cerca esas manchas, se recordó del Rauli.
“¡El Rauli sabía de eso y por ese motivo nos dio consejos durante la caminata!”,
pensó él aliviado.
— ¡Seréis curados!, dijo a los enfermos, pues un pequeño ser de la naturaleza
os recordó dándonos plantas medicinales.
Después se alejó rápidamente. La preparación del líquido medicinal demoraría
algún tiempo.
— ¿Dónde están los otros?, preguntó interesado uno de los Incas al sacerdote.
Al juzgar por las ruinas debéis haber sido un pueblo numeroso.
— La mayoría está muerta. Y los otros se marcharon. Por miedo... En realidad,
huyeron, a fin de distanciarse lo más lejos posible de este lugar maldecido. Solamente los
enfermos se quedaron. Al proferir esas palabras el sacerdote indicó hacia diversas
direcciones.
De hecho, se veían varias casas bajas y largas. El junco verde-gris de los tejados mal
se distinguía del ambiente.
Al volver al campamento, Bitur enseguida comenzó a trabajar. Cocinó el musgo, las
resinas y los frutos, transformándolos en una masa concentrada, diluyéndola después con
agua y llenando con ella varias jarras ya preparadas para eso. El ardor y la comezón de las
heridas probablemente desaparecerían después de ser tratadas con esa infusión. No
obstante, él no estaba satisfecho, algo le faltaba aún. Sentía eso nítidamente. ¡Las algas de
la nieve!... Era eso..., todavía, estaban faltando ellas para la cura.
Sosteniendo en las manos un manojo de esas plantas, supo repentinamente que esas raras
plantas azules expelían el veneno del cuerpo de los enfermos. La cura debería realizarse de
dentro hacia afuera...
Preparó una infusión de esas algas, muy amarga, diluyéndola y colocándola también
en jarras. En seguida dejó el campamento con un séquito de ayudantes, visitando y
tratando poco a poco a todos los enfermos. Las heridas fueron pulverizadas primeramente
con un polvo obscuro de resinas, y después cada uno recibió una pequeña dosis de la
infusión de algas para beber.
El tratamiento ayudó. Después de la primera aplicación, ya mejoró el estado de los
enfermos. Una semana más tarde todos estaban recuperados, excepto unos pocos que
fallecieron. Bitur se acordó agradecido del Rauli. Sin los consejos del pequeño “espíritu
verde” se habrían visto imposibilitados de auxiliar.
La noticia sobre la llegada de los “dioses blancos” y de la cura milagrosa de los
enfermos, ya considerados como muertos, se propagó con la velocidad del viento. Esa
noticia fue transmitida hasta los pueblos costeros. Al escuchar esto, inconscientemente en
todos los seres humanos, les surgió el deseo de conocer a los dioses blancos. Más tarde,
cuando esos pueblos se unieron a los Incas, se dieron cuenta naturalmente, que los Incas
no eran dioses, sino seres humanos. Seres humanos extraordinariamente bellos y sabios...,
sin embargo, criaturas humanas.
A pesar de ese conocimiento, muchos, íntimamente, creían que los Incas eran
descendientes de los dioses o que al menos hubiesen sido enviados por ellos... Tal creencia
fue transmitida de generación en generación, transformándose en leyenda.
Posteriormente, cuando los investigadores se preocuparon del origen de la leyenda de los
dioses blancos, supusieron que ella se refería a los europeos. Esto, naturalmente, fue un
error. Pues las hordas europeas, que asaltaron y saquearon el Perú, les parecieron a los
habitantes de allá tan horripilantes que muchos pensaron que se trataba de demonios, que
escondían sus rostros debajo de “cabellos”. Demonios que por algún motivo desconocido
adquirieron forma humana. Los barbudos europeos con sus ropas harapientas y los malos
deseos y pensamientos nacidos de ellos, eran de hecho temibles...
CAPÍTULO III

EL INICIO DEL GRAN REINO

LA META ES ALCANZADA
Los Incas se demoraron apenas unos pocos días en la región del pueblo de los
Halcones. Cuando nuevamente el águila surgió en el aire, por encima de ellos, para
continuar guiándolos, luego todos estaban preparados. Silenciosos, como de costumbre,
seguían a su guía alado. Sin peso y libres seguían su ruta, y el eterno anhelo por la Luz y la
perfección, que los completaba, irradiaba de sus espíritus.
El camino siguiente era fácil y hermoso. Vertientes brotaban en las maravillosas
florestas, y algunas regiones que atravesaron parecían parques ajardinados. El suelo estaba
cubierto de pastizales, arbustos y helechos que nacían entre las piedras. Allí crecían árboles
de troncos rojos, nogales y también árboles de frutas sabrosas que los Incas ya conocían.
El aire estaba repleto de chillidos de los innumerables pajarillos que habitaban esa región
y que confiadamente se paraban en los brazos que les extendían las personas. La alegría de
los niños eran las chinchillas que allí había en gran cantidad, y que se dejaban acariciar y
cargar de buen agrado. También un gran rebaño de vicuñas, con muchas crías, pastaban en
las proximidades del campamento donde los viajantes pasaron la noche.
Ninguno de los Incas sabía que esa sería su última noche de peregrinación. Sin
embargo, que estaban cerca de su meta, eso todos sentían.
Fue al día siguiente, aproximadamente al mediodía, que su guía alado los dejó. El
águila descendió, bajando tanto, que casi rozó sus cabezas, siguió volando, subiendo
lentamente en amplios círculos, desapareciendo de sus vistas.
El águila desapareció, lo que significaba que habían alcanzado su objetivo. Tenían
solamente que encontrar ahora esa meta. Pues en el lugar donde se encontraban no podían
permanecer, como consecuencia de que el suelo estaba cubierto solamente de piedras y
cascajos. No demoró mucho, y San descubrió una ruta estrecha, poco visible, que conducía
a través de montes y montañas hasta un florido valle.
El Sol alcanzaba su punto más alto, cuando los Incas entraron en el valle rodeado
casi que totalmente por montañas y cerros y que de ahora en adelante sería su nueva
patria.
— ¡Es la tierra del Inti a la cual el águila nos guio!, exclamaron los niños. ¡Todas las
flores tienen los colores de él!
Los niños tenían razón. El aspecto que se ofrecía al observador era deslumbrante.
Todas las laderas alrededor del valle estaban cubiertas por un esplendor de flores amarillas.
La maravilla amarilla de fuerte fragancia se asemejaba a las flores de retama. No obstante,
esas flores no crecían en arbustos, pero si en árboles bajos. Al juzgar por los gruesos
troncos, esos árboles ya debían ser muy antiguos.
La alegría y el agradecimiento que los Incas sintieron al ver ese valle maravilloso es
imposible de describir. Los rostros erguidos hacia el cielo estaban húmedos por el orvallo
de las lágrimas de alegría. Después de pocos minutos, el agradecimiento sentido por ellos
se transformó en un himno de glorificación en honra al Creador.
“Somos apenas criaturas insignificantes en Tu mundo”, cantaban. “No obstante, ¡El
Gran Señor, permite que seamos protegidos, enseñados y guiados, desde el comienzo
hasta el fin de nuestra existencia!”
— Nuestra llegada es para nosotros un tiempo de fiesta. ¡Pero también un tiempo
de fiesta en todo el valle, pues las flores se encuentran en su más bella magnificencia!, dijo
una de las mujeres con voz baja. La mujer expresó lo que todos sentían intuitivamente en
sus corazones.
Los Incas jamás olvidaron el día de su llegada. Anualmente en esa época, celebraban
una fiesta. La Fiesta de las Flores, dedicada a la Reina de las Flores y a todos los incontables
pequeños espíritus de las flores, que prepararon tan maravillosamente el día de su llegada.
Antes de terminar el día les fue proporcionada a los Incas una alegría más. Al anochecer
llegaron visitantes. Visitantes muy bien recibidos. La gran manada de vicuñas, que horas
antes habían visto, acababa de llegar al valle. Unos animales atrás del otro trotaban por el
estrecho sendero que conducía al interior del valle. Esos bienvenidos “proveedores de
lana” no llegaron sólo para una breve visita. Permanecieron, y la manada primitiva formó
una numerosa prole.
También poco a poco aparecieron otros animales. Gordas ovejas montañesas,
alpacas y llamas. Siempre llegaban en mayores o menores manadas. Esos animales también
se quedaron y se multiplicaron. Existían bastantes pastizales. Naturalmente, los animales
también frecuentaban pastizales más alejados. De acuerdo con su especie, les gustaba
emigrar. Sin embargo, regresaban después de un período más o menos largo, dejando
dócilmente que cortasen su preciosa lana... Las chinchillas, de vislumbre azul plateado, se
tornaron en inseparables compañeras de los niños pequeños. También esa región era muy
rica en aves. Pavos, un tipo de faisán y grandes codornices llegaban en bandadas. Sin
excepción, todos los animales se sentían visiblemente bien en las proximidades de los seres
humanos.
El pueblo de los Incas y los animales, aún estaban unidos entre sí, en Amor y
comprensión mutua. Todos consideraban los animales como criaturas creadas por el
mismo Dios, teniendo por lo tanto los mismos derechos que ellos. Por eso no había nada
de extraordinario en que los animales, todavía, se sintiesen atraídos por esos seres
humanos, sirviéndoles alegremente, aunque de manera inconsciente.
Con los seres de la naturaleza, denominados por los Incas de “espíritus de la
naturaleza”, mantenían una relación muy especial. Estaban conscientes de que ellos
mismos no hacían parte del mundo en que vivían, donde les era permitido desenvolverse.
Ese mundo ya existía antes de ellos. Pertenecía a los “espíritus de la naturaleza”.
Un antepasado especialmente sabio les legó una doctrina que era transmitida, de
generación en generación, a todos los niños y niñas, tan luego pasasen de la edad infantil.
Esa doctrina era la primera lección importante de sus vidas. Ella decía:
“¡El gran Dios-Creador nos colocó aquí en la Tierra bajo la protección de los espíritus
de la naturaleza! ¡Son nuestros maestros, hermanos, y hermanas! ¡Pero entre ellos hay
también señores y señoras! Como, por ejemplo, Inti, el Señor del Sol y la Gran Madre de la
Tierra, Olija. Todos esos grandes, pequeños e ínfimos nos brindan. ¡Nos alimentan y nos
visten, completando toda nuestra vida con alegría! ¡Iluminan con luz brillante todos
nuestros días y extienden el velo de la obscuridad sobre nuestras noches, para que nuestros
cuerpos puedan descansar bien! ¡Nosotros recibimos y recibimos! ¡Sin embargo, ninguna
criatura puede solamente recibir sin tener que dar algo en cambio! ¡Tampoco nosotros,
espíritus humanos! ¿Qué reciben de nosotros los espíritus de la naturaleza?”
Aquí el gran sabio siempre hacía una pausa, para concentrarse. Lo mismo hacían los
Amautas* escogidos para retransmitir la historia de su pueblo a las generaciones más
nuevas.
“Busqué, en mi espíritu, la respuesta para eso”, recomenzaba el sabio después de
una corta pausa.
“Nosotros, espíritus humanos, somos de especie diferente a la de los espíritus de la
naturaleza. Una otra luz y una otra fuerza mueven nuestros espíritus. ¡Esto acarrea también
otras responsabilidades! ¡Tenemos que mostrarnos dignos de nuestra condición humana!
¡Debemos movemos y trabajar, creando un mundo en medio del reino de la naturaleza, un
mundo de belleza y armonía! ¡Actuando así no seremos entonces solamente los que
reciben, mas también los que dan! ¡Sí, que también dan! Pues nuestro Amor por todas las
criaturas del reino de la naturaleza terrestre es recibido por ellos como un obsequio,
proporcionando un brillo especial a su existencia”.
Al anochecer del día de la llegada, toda la región exhalaba una fragancia de la resina
de pinos y piñas. Los Incas asaban en sus pequeños hornos de barro el primer pan en su
nueva patria. Comenzaba otra fase de sus vidas. Había mucho trabajo de allí en adelante.
No obstante, el trabajo nunca les asustaba, pues era para ellos una necesidad vital. Se
encontraban frente a un nuevo comienzo.
* Sabios profesores.
Mas todo lo que era nuevo incitaba sus energías, despertando fuerzas creadoras en
ellos latentes.

EL LANZAMIENTO DE LA PIEDRA FUNDAMENTAL


Algunos días más tarde los sabios determinaron el punto central de su futura
ciudad, marcándolo con una cruz dentro de un círculo. Ellos hicieron la cruz, cuyos
largueros medían aproximadamente un metro, con piedras de cuarzo semitransparentes
que habían traído. Todas esas piedras presentaban finos filones de oro, ordenados de
manera especial. Después de haber diseñado la cruz en el círculo, se aproximaron cuatro
jóvenes. Cada uno cargaba en la mano una delgada lanza de oro, con la punta dirigida hacia
abajo. Se colocaron alrededor de la cruz y quedaron esperando.
Un silencio impresionante reinaba en las cercanías. No se oía ningún sonido
humano. Todos los seres humanos observaban como que encantados hacia arriba, hacia
Inti, que al subir parecía envolver a todos con su ondulante luz dorada. El silencio, repleto
de luz y vida, fue, de repente, interrumpido por sonidos de trompetas. En ese instante los
cuatro jóvenes clavaron profundamente sus lanzas de oro en la tierra, en los lugares
previamente marcados. Cada lanza entre dos largueros de la cruz. Juntas formaban un
cuadrado perfecto.
Después que las trompetas silenciaron, uno de los sabios se aproximó del centro de
la cruz. Era el astrónomo Pachacuti. En acuerdo con los otros sabios, él explicó lo siguiente:
“Fundamos hoy en el país hacia el cual fuimos guiados, un nuevo reino. Los
largueros de la cruz indican las cuatro direcciones del cielo. En eso existe un profundo
sentido. Significa, entre otras cosas, que nuestro reino está abierto a las cuatro direcciones.
¡Abierto a todas las criaturas humanas que anhelan conocimientos y que necesitan de
ayuda!”
Pachacuti observó la cruz durante minutos antes de continuar.
“El cuadrado es el signo del reino de la naturaleza.
Y las cuatro lanzas que forman el cuadrado junto con la cruz representan: el fuego,
el aire, el agua y la tierra. Fuimos enviados y guiados hacia acá. ¡Pues que cada uno de
nosotros, hoy y siempre, quede consciente de ésta misión!”
Pachacuti dejó el lugar. Pero enseguida comenzó a hablar otro sabio que estuviera
a su lado.
— Tan luego estemos en condiciones, colocaremos en ese lugar un pedestal
cuadrado, fijando en él una cruz. De tal manera, que usaremos las mismas piedras que
ahora constituyen la forma de la cruz en el suelo. Utilizaremos también las lanzas de oro.
Ellas adornarán las esquinas del pedestal. Un poco más abajo de ese pedestal habrá un
pequeño lago, pues para nosotros, Incas, el agua es siempre sagrada, una vez que la
consideramos un reflejo de la pureza celeste.
— ¡Una nueva fase de vida comienza ahora para todos nosotros!, dijo un tercer
sabio. Era el profesor de historia, Aracauén. ¡Una fase de vida que también nos traerá
nuevos reconocimientos espirituales!
Jarana, el sacerdote, meneó la cabeza afirmativamente. Él se aproximó de la cruz,
mirando hacia ella visiblemente conmovido. Enseguida pronunció las palabras que
finalizaron el solemne lanzamiento de la piedra fundamental. Ellas decían:
“¡Si quisiéremos vivir felices bajo la luz del Sol, entonces toda nuestra existencia y nuestra
actuación deben ser traspasadas de pureza! ¡Así fue hasta ahora y así deberá permanecer
hasta que el último Inca cierre sus ojos en la Tierra!”
La piedra fundamental para el Reino de las Cuatro Direcciones del Cielo estaba
lanzada, y las trompetas repercutieron de nuevo. En ese intermedio, se aproximaron todos
los que estaban más alejados, para ver la extraordinaria “piedra fundamental”. Los sabios,
que continuaban de pie, aguardando, dieron los esclarecimientos necesarios. La atención
de todos se dirigía a la cruz en el suelo. Era como si cada uno de ellos quisiese grabar la
forma, de la cual parecía salir un encantamiento misterioso.
Cuando los Incas lanzaron la piedra fundamental, para lo que sería su denominado
reino, ninguno de ellos tenía conciencia de las dimensiones que éste alcanzaría. En vez de
reino podríamos decir “esfera de la influencia”, que comprendía el Perú, parte de Chile,
Ecuador, Bolivia y una parte de Argentina...
En aquel tiempo, pensaban solamente en la ciudad entre las montañas que
construirían con la ayuda y enseñanzas de sus amigos de la naturaleza. Más allá, sus deseos
y pensamientos no alcanzaban. La ciudad por ellos fundada recibió muchos nombres en el
transcurrir del tiempo: Ciudad de los Dioses Blancos, Ciudad Dorada, Jardín Dorado, Ciudad
de Inti, Patio Dorado, Ciudad de las Flores. Los propios Incas la llamaban Ciudad del Sol. No
por causa del abundante oro, con el cual siempre adornaban sus casas y templos por dentro
y por fuera; también no en honra de Inti, pero sí en memoria de la maravillosa floración
dorada que les recibió cuando llegaron a su nueva patria.
Actualmente, en el lugar de la radiante Ciudad del Sol de los Incas, se yergue la
ciudad del Cuzco. La ciudad Inca fue destruida. Las bases y las piedras de la ciudad fueron
utilizadas por los españoles para la construcción de sus iglesias y casas.
La segunda gran ciudad construida por los Incas más tarde recibió el nombre de
“Ciudad de la Luna”. Actualmente allí se encuentra la ciudad de La Paz.
La Luna también tenía para los Incas un significado especial. Veían en ella la intermediaria
entre el Sol y la Tierra. También para eso había explicaciones especiales:
“Existen en nuestro mundo terreno varias lunas. Visibles e invisibles. Ellas
transmiten apenas un reflejo del So), no obstante, ese reflejo es suficiente para
proporcionar a las aguas, a las plantas y a las criaturas que desenvuelven en la noche sus
actividades, la energía solar que necesitan. La noche está repleta de vida y movimiento. ¡Y
también repleta de silencio! Para que el descanso de las criaturas diurnas no sea
perturbado.
La naturaleza encierra muchos milagros. Todo se encuentra en movimiento.
¡Ininterrumpidamente! No obstante, nada sale de su equilibrio. ¡Son varios siervos del Gran
Señor Viracocha* que trabajan en su reino de la naturaleza y celan para que el establecido
orden universal no sea perturbado!”
Mientras los Incas vivieron, la Ciudad del Sol permaneció el centro del gobierno con
la residencia del rey. Permaneció, hasta el fin, el centro del Reino.

LA EXTENSIÓN DEL REINO


Siguen, todavía, ahora algunos esclarecimientos referentes al gran Reino de los
Incas. Los Incas siempre permanecieron un pueblo relativamente pequeño. Habitaban las
dos ciudades fundadas por ellos y así permanecieron. Jamás se expandieron más allá.
El Reino de los Incas, o digamos mejor, su esfera de influencia, asumió extensiones
muy grandes, ya que con el tiempo pueblos de todas las especies vinieron a pedir anexión.
Se trataba en general de pueblos que ya habían alcanzado un elevado grado de
desarrollo y que, no obstante, se rindieron a las influencias de los espíritus malignos,
habiendo aceptado religiones que no conducían al Reino de la Luz, por el contrario, apenas
actuaban de modo separador de ese Reino.
Cada pueblo que se unía a los Incas continuaba con su propio gobierno, escogiendo
sus funcionarios de administración conforme su voluntad. En tiempo alguno los Incas
salieron a conquistar un país y a subyugar su pueblo. El así llamado Reino Inca era en la
realidad una confederación de países, que en nada perjudicó la libertad y los derechos de
autodeterminación de cada uno de sus pueblos.
Por el contrario, los Incas impusieron dos condiciones para el ingreso a la
confederación. Los respectivos pueblos tenían que se comprometer a alejarse de las falsas
religiones y idolatrías, volviendo a la verdadera creencia en Dios. Esa condición todos
aceptaban alegremente, pues cada uno que entraba en contacto con los Incas estaba
convencido de que ellos tenían un secreto que los destacaban de todos los demás seres
humanos. Y todos eran unánimes que ese secreto estaba vinculado a la religión de ellos.
La segunda condición exigida por los Incas era el aprendizaje de su lengua, el quechua.
“Pues sin una lengua en común”, decían los Incas, “no podemos tomar a vosotros
comprensibles las leyes que forman la base de nuestras vidas. Lo más importante sigue
siendo la religión. ¡Un pueblo unido por una religión que lo conduce a lo alto, al Creador,
se tomará espiritualmente fuerte y seguro! Así entonces será mucho más protegido contra
las influencias provenientes de las profundidades mortales, también contra el miedo y la
superstición”.
También la segunda condición fue luego admitida de buen agrado por los pueblos
que buscaban anexión. Entonces mandaban siempre un cierto número de hombres y
mujeres a la ciudad de los “dioses blancos”, con el objetivo de aprender la lengua de los
Incas.
* Zeus.
Aquellos que tenían más aptitudes para eso fundaban más tarde escuelas del idioma
en sus propios países. Esas escuelas, frecuentemente visitadas por maestros Incas, eran
muy solicitadas por ancianos y jóvenes. De esa manera, después de un cierto tiempo,
muchos podían entenderse con los Incas, asimilando sus leyes y doctrinas.

COMIENZAN LOS TRABAJOS DE CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDAD


Cuando los Incas se establecieron en el centro de ese valle de florido paisaje, sus
primeros cuidados fueron con respecto al agua. El agua, no obstante, luego fue encontrada.
Jarana, e] sacerdote, fue el primero en descubrir la vertiente. Él había seguido por un
sendero de animales salvajes, el cual terminaba en un valle próximo, entre las colinas. Allí
vio la pequeña vertiente que brotaba entre las piedras, formando un pequeño lago, en un
rebajamiento próximo. El estrecho “valle del agua” era maravillosamente bello. De los
paredones de las colinas colgaban enredaderas de varios metros de largo con grandes
flores azules, de las cuales muchas ya se habían transformado en semillas. Alrededor del
pequeño lago crecían follajes con abundante savia verde-obscura y entre ellas había flores
de la luna, redondas, de color amarillo y de tallo largo. Jarana permaneció observando
encantado. Centenas de pequeños pajarillos del sol estaban colgados en las enredaderas,
picoteando las semillas maduras de los receptáculos. Chillaban y cantaban, y su canto se
mezclaba con el zumbido de los grandes moscardones rojos, que estaban retirando el
aromático polen de las flores amarillas. También pajarillos de la nieve, de larga cola,
volaban con gran alboroto por encima del valle.
Jarana dejó ese bello rincón de la Tierra. Y sólo lentamente conseguía avanzar, pues
de repente el camino hervía de pequeños conejos de pelaje azul plateado, que saltaban
por encima de sus pies y se paraban sobre sus patitas traseras. Permaneció parado,
mirando alrededor. Era anciano. Muy viejo y ya bien próximo al límite de tiempo, que
colocaría un fin a su existencia terrena. Sin embargo, no podía recordarse de ningún día,
en que alguna criatura del reino de la naturaleza no hubiese alegrado su corazón. Con
inmenso Amor observó a los pequeños animales que saltaban a sus pies, y enseguida
retomó hacia el campamento.
— El agua de la vertiente alcanza para todos. ¡Para animales y seres humanos!, dijo
él contento. En seguida regresó por el camino que conducía hasta la vertiente, seguido por
hombres, mujeres y niños. Cargaban jarras y vasos para beber de esa agua que les era
ofrecida en su nueva patria.
— ¡Mientras bebamos el agua con alma pura, la salud permanecerá en nuestros
cuerpos! ¡Pues en el agua reposa el brillo de la pureza y la salud de nuestros cuerpos!
Después de esas solemnes palabras, Jarana fue el primero a llenar su vaso, bebiendo
la refrescante agua. En seguida vinieron todos los demás con sus jarras. Lentamente y de
forma cuidadosa ellos se aproximaron a la fuente, pues nadie quería pisar y dañar las
plantas y flores que brotaban por todas partes en los alrededores.
No se debe pensar que la construcción de la “Ciudad Dorada de los Incas” duró
apenas pocos años. Esto no habría sido posible. Pues a una altitud de casi cuatro mil metros
el ritmo de trabajo es otro. Mucho más lento. Ningún ser humano puede moverse y trabajar
tan de prisa, como en las regiones situadas más abajo.
Los palacetes, los templos, los acueductos magníficamente instalados y los jardines
de oro en la ciudad surgieron solamente con el transcurrir de los siglos.
Las primeras viviendas construidas por los Incas en su nueva patria, se asemejaban
a las que habían abandonado. Eran pequeñas, bajas y de piedras. No faltaban piedras. Se
encontraban por todas partes, de todos los tamaños y formas. Los constructores apenas
tenían que ajustarlas con perfección.
La preparación del material para techumbre — paja y junco — ocupaba más tiempo
que levantar las paredes. El junco y la paja — se utilizaban diversas especies — tenían que
ser sumergidas en un preparado para tomarlas resistentes e impermeables antes de ser
utilizadas. Ese preparado era efectuado con plantas, raíces y un polvo negro de resina. La
resina, no obstante, era la misma que las abejas usaban para tapar las rendijas de sus
colmenas localizadas entre las piedras.
Después que el material de techumbre había permanecido sumergido el tiempo
suficiente, era prensado en forma de fardos, para lo cual se utilizaban piedras, y puestos a
secar. Las capas acabadas con las cuales cubrían los tejados eran finas, duras y brillantes,
pero tan impenetrables que ninguna gota de lluvia penetraba. Los Incas preparaban el
material de techumbre de la misma manera que en su patria anterior, con la diferencia que
mezclaban ramas flexibles a la paja. De esta forma sus tejados muchas veces parecían
relucientes tapas de canastos, de color café.
Todos los Incas trabajaban intensamente. Mientras que una parte de los hombres
se ocupaba en la construcción de las casas, otros preparaban los campos de cultivo para
siembra. A escasa distancia del centro de la ciudad encontraron glebas de tierra fértil,
donde enseguida plantaron las semillas de dos variedades diferentes de maíz: el rojo y el
blanco.

EL AUXILIO PARA LA CONSTRUCCIÓN


Aproximadamente seis meses después de estar establecidos en su patria florida, los
Incas recibieron una visita. En una mañana aparecieron cerca de veinte hombres, los cuales
quedaron parados tímidamente a cierta distancia, esperando. Jarana, Bitur, Pachacuti y
Aracauén, que en ese momento trabajaban en una valla con el fin de conducir el agua de
la fuente hacia las cercanías de la ciudad, miraron sorprendidos hacia los extraños.
— ¡Son miembros del pueblo de los Halcones!, dijo Bitur, sonriendo. A uno de ellos yo
conozco. Es el sacerdote Sarapilas.
Bitur se dirigió a los extraños, saludando al sacerdote con el saludo de los Incas:
— ¡Que el Sol siempre ilumine tu corazón!
Sarapilas inclinó la cabeza, enseguida miró a Bitur y levantó hacia él las palmas de
las manos en forma de saludo.
— Seguimos vuestro rastro. ¡Yo me opuse a eso, mientras pude!, dijo él lleno de
pesar. La falsa religión que aceptamos hizo nuestras almas adolecer, cubriendo nuestros
cuerpos de heridas.
— ¡Almas enfermas, no obstante, no se curan con zumos de plantas!, respondió
Bitur. Solamente pueden ser curadas por una religión que conduzca rumbo a la Luz,
dándoles fuerza para la cura. Idolatría y cultos a ídolos no solamente toman las almas
enfermas, mas también matan el espíritu.
Sarapilas sabía que Bitur tenía razón. Por eso dijo:
— Enfermedades del alma deberían ser curadas por sacerdotes. ¡Por verdaderos
sacerdotes!, agregó él, consciente de su culpa.
— ¡Trajisteis enfermos!, dijo Bitur sonriendo. Tráiganlos hacia acá. Sus cuerpos
tal vez yo pueda sanar; sus almas, no obstante, ellos mismos deberán purificar.
Mientras Bitur y Sarapilas conversaban, los otros se habían aproximado a los
forasteros, formando un círculo alrededor de ambos.
— ¡Sí, trajimos enfermos!, dijo uno de ellos. Y pedimos que los curen. No nos
olvidamos que curasteis enfermos, ya desahuciados por nuestros médicos, por
considerarlos incurables. Aún estamos en deuda con vosotros. También esto no lo
olvidamos. De esta vez queremos compensarlos, ayudándolos en la construcción de
vuestras casas. ¡Podemos preparar las piedras, cortar maderas y aparejarlas, y sabemos
también cavar vallas para el agua!, agregó con interés aquel que hablaba.
— ¡Somos veinte hombres fuertes!, dijo uno de ellos ya más viejo. Vinimos
apenas a pagar nuestra antigua deuda y la nueva que vamos a agregar. A los enfermos el
sacerdote solo podría haberlos traído.
— ¡Sanaremos vuestros enfermos en la medida de lo posible, y aceptaremos
vuestro auxilio!, dijo Bitur. Los forasteros señalaron con la cabeza, agradeciendo, y
volvieron de prisa por el camino de donde habían venido.
Algunas horas después, llegaba a la ciudad Inca una larga fila de llamas
pesadamente cargadas. Las cargas de los animales consistían en alimentos, lozas,
herramientas, tiendas, etc. En seguida llegó una otra tropa de llamas al valle. Las cargas
traídas por ellos presentaban un aspecto desagradable. Eran mujeres demacradas y niños
desfigurados por una terrible enfermedad de la piel. Las gordas y bien alimentadas llamas,
en las cuales esas criaturas marcadas cabalgaban, soltaban bramidos roncos al llegar y ver
otras llamas en las proximidades.
San recibió a los forasteros, indicándoles los lugares donde podrían instalar sus
tiendas y acomodar sus enfermos. Bitur ya estaba dispuesto, a fin de preparar los remedios
necesarios. Una vez que se trataba de la misma enfermedad de la piel, se podía aplicar los
mismos métodos de cura. Con excepción de la resina, poseía aún todas las hierbas
necesarias, las cuales había cuidadosamente secado y guardado. La falta de resina no era
problema. Pues poseían el polvo negro de resina, el cual se mezclaba al preparado para el
material de techumbre.
Siguiendo su intuición, Bitur esparció cierta vez, ese polvo en una herida purulenta
de una llama. La herida del animal tenía un pésimo aspecto. Después del tratamiento con
el polvo de resina, la herida dejó de eliminar pus, cicatrizando lentamente.
La mezcla de hierbas con el polvo negro de resina ayudaba también a los seres
humanos. Las heridas purulentas secaban y cicatrizaban bien. Bitur sabía, naturalmente,
que una enfermedad tan grave de la piel no podría ser curada apenas con un tratamiento
externo de la herida. La purificación tendría que ocurrir de dentro para afuera. Por eso dio
de beber a todos, el extracto amargo de las algas de la nieve, que mucho contribuía a la
cura de esas personas debilitadas. Ese extracto fue hecho con el último manojo de algas
que quedaba.
Los Incas supieron que los sobrevivientes del pueblo de los Halcones se radicaron
en una localidad al sur del lago Titicaca, y que ninguno de ellos quisiera volver para el lugar
de la desgracia.
— ¡Nunca más tendremos un templo propio!, decían. Los grandes, que con sus
fuerzas gigantescas nos ayudaron a construir el templo, lo destruyeron cuando actuamos
equivocadamente y al actuar así la pureza nos abandonó. Perdimos todo. ¡Todo!

SARAPILAS CONFIESA SU CULPA


Lo que realmente sucedió, y la causa que había ocasionado la desgracia, los Incas la
conocieron a través de Sarapilas durante una reunión de sabios.
— ¡Nosotros, sacerdotes y sacerdotisas, causamos toda esa desgracia! Nuestro
maravilloso templo podría aún hoy permanecer en pie. ¡El oro de sus columnas brillaba a
lo lejos!, empezó Sarapilas con voz llena de tristeza. Cierto día, llegó un hombre
desconocido, con un gran séquito, para hablar con nuestro supremo-sacerdote. Él había
hecho una larga caminata, y pertenecía a un pueblo que se llamaba pueblo de las Máscaras.
Ese desconocido se presentó como sacerdote enviado por una gran diosa, y quienes
primero creyeron en él fueron nuestras sacerdotisas... Esas falsas sacerdotisas, hoy, están
muertas...
Sarapilas hizo una pausa. Su cuerpo delgado parecía encorvarse como que sometido
a un pesado fardo.
— El rostro desfigurado del tentador estaba marcado por una cicatriz. ¡Aunque ese
desfiguramiento no nos sirvió de advertencia!, comenzó nuevamente él. Su ropa era
apretada y negra, encubriéndolo desde el cuello a los pies. En la cabeza usaba una corona
de pequeñas y brillantes plumas de pájaros. Y tenía el cuello envuelto por una larga y fina
serpiente.
Los Incas expresaron una exclamación de sorpresa.
— ¿Una serpiente?, preguntó Jarana, incrédulo.
— ¡Era de oro y plata!, dijo Sarapilas, explicando. Pero también podría ser una
serpiente viva, pues ese malhechor era más peligroso que cualquier serpiente. Nosotros
deberíamos haberlo matado enseguida y no cuando ya era demasiado tarde.
Al comienzo el impostor hablaba bastante de su pueblo. Afirmaba que siempre
vivieron de acuerdo con los grandes, pequeños y minúsculos espíritus, participando
también de las fiestas prescritas... “¡De pronto todo cambió!,” dijo después el diablo negro.
“Riñas irrumpieron por causa de pequeñas cosas. También con estirpes vecinas surgieron
muchas luchas. Junto a todo el infortunio, la tierra comenzó a temblar y un volcán entró en
erupción, cubriendo nuestros campos de cultivo con cenizas Incandescentes. Era visible
que fuerzas obscuras deseaban nuestra ruina...”
La voz de Sarapilas se estremecía, al continuar hablando.
— Abreviaré la historia que nos fue narrada por el diablo negro. Él y otros
sacerdotes habían mandado a matar una joven, aconsejados por un mago que afirmaba
poder ver, examinando el hígado y riñones de ella, de donde soplaba el viento malo que
amenazaba a todos... El hígado y los riñones no le proporcionaron ninguna revelación, nos
dijo el mago más tarde. No obstante, no lamentó la muerte de la joven, porque después de
una semana ella se le habría aparecido durante la noche, confiándole un secreto. Ella le
habría mostrado unos redondos frutos amarillo- rojizo de un cactus, los cuales crecían en
altos arbustos. Ella misma lo había conducido a la región donde aquellos frutos crecían.
“¡Come de esos frutos!”, dijo ella al impostor de manera categórica. “¡O sécalos,
hasta que se conviertan en polvo! Y cuando tomes té de raíces, mezcla en él un poco de
ese polvo.
¡Sigue mi consejo y entonces encontrarás, con certeza, la felicidad que buscas!”
Entonces, algunos sacerdotes y algunas sacerdotisas de hecho experimentaron esos
frutos de cactus, parecidos con las manzanas. Pues decían a sí mismos que el consejo de
un fallecido solamente podría traer algo bueno.
El efecto debe haber sido sorprendente. Y realmente fue. Pues yo mismo, dijo
Sarapilas indeciso, tomé de ese polvo de cactus en el té. Yo flotaba. Observé colores
maravillosos y me sentía feliz. Y todas las personas me parecían dignas de Amor. Al mismo
tiempo me fue posible realizar todo tipo de actos malignos, los cuales habrían sido
imposibles de ser ejecutados en condiciones normales. Todos nosotros, sacerdotes y
sacerdotisas, bien como muchos funcionarios y el propio pueblo, bebíamos el té de cactus,
exigiendo cada vez más y más. También recibimos más, pues el impostor trajo una gran
cantidad de provisiones de ese polvo.
La situación, sin embargo, se volvió aún peor. Digo peor, pues las personas que
comenzaron con eso pedían y exigían más y más de ese alucinógeno. Tenían terribles
accesos y gritos espasmódicos, sin percibir que sus almas y sus cuerpos se tomaban cada
vez más enfermos. Llegó entonces el día en que la provisión del impostor acabó. Mal me
atrevo a recordar eso. En aquel tiempo yo también peregrinaba por el infierno de los
espíritus caídos.
Los sabios se dieron cuenta que Sarapilas hacía grandes esfuerzos para continuar
hablando. Fue una confesión de culpa que él presentó, la cual no podría haber sido más
humillante.
— ¡Nuestras sacerdotisas se volvieron supersticiosas y comenzaron a creer en
hechiceros!, continuó hablando. “¡Ofrece más un sacrificio!”, exigían del impostor. “¡Tal
vez entonces, aparezca la fallecida nuevamente, dándote nuevos consejos! Miembros de
tribus extrañas se encuentran aquí en el país. ¡Mata una de sus jóvenes!”
El impostor retrocedió aterrorizado delante de tal sugestión. Él era malo y
ciertamente ya había matado muchas veces. Sin embargo, se recusó a satisfacer el deseo
de las sacerdotisas. Se trataba de cuatro sacerdotisas que se tomaron viciosas...
“Mataré un animal, conjurando con eso a la fallecida que me mostró el cactus. Si la
sangre es de animal o humana, no importa.
Tal vez exista aquí una planta que cause estados similares de embriaguez…”
Las sacerdotisas estaban satisfechas. Ellas mismas escogieron el animal. Era una
bonita llama. El animal fue colocado en el altar de nuestro templo, de nuestro maravilloso
templo..., con las patas atadas... Después llegó el malhechor..., con la serpiente en el cuello
y la corona de plumas sobre la cabeza... Con un corte rápido y prolijo, abrió violentamente
la espalda del animal que tentaba defenderse, y extrajo el hígado, los riñones, etc... En la
misma noche, con la ayuda de dos siervos del templo, maté con una lanza al falso
sacerdote...
¡Expúlsenme a pedradas fuera de vuestro país!, dijo Sarapilas, después de terminar
su historia. En seguida se levantó penosamente, dejando tambaleante de tristeza y
vergüenza el recinto y la ciudad. A partir de esa época nadie le vio más.
Los sabios escucharon en silencio, sin embargo, estremecieron aterrorizados al
escuchar la narración del crimen cometido contra el animal. Nunca considerarían que fuese
posible algo así. Al mismo tiempo no comprendían tal bajeza del espíritu humano. La total
autodegradación... La desgracia del pueblo de los Halcones tenía en sí algo aterrorizador...
No se trataba apenas de alucinógenos. Pues habían tolerado también idolatría en su medio.
Las estatuas quebradas de seres humanos con cabezas de animales en el campo de ruinas
indicaban muy claramente tal aberración.
— Un único extraño, proveniente de un país que nadie conocía, consiguió
influenciar a todo un pueblo. ¡En ese hecho veo una enseñanza y una advertencia también
para nosotros!, opinó Jarana, mientras los otros lo miraban interrogativamente.
Luego concordaron, pues no había nadie que no hubiese sentido la misma cosa.
— ¡Estaremos alerta! ¡Mas sólo eso no basta!, dijo San con énfasis. Tenemos
que esclarecer a nuestro pueblo sobre la causa que provocó el infortunio al pueblo de los
Halcones. Pues muchos forasteros vendrán a buscamos.
— ¡San tiene razón!, dijo Pachacuti. ¡Nuestro pueblo tiene que ser informado y
advertido! Solamente de esa manera podrá ser conservada la distancia necesaria entre
nosotros y los forasteros.
Y así sucedió. No había uno siquiera entre el pueblo, ni mujer ni hombre, que no
hubiese comprendido luego el alcance de lo que escuchara. Eso era comprensible,
llevándose en consideración que, entre los Incas, en algún tiempo, hubiera grandes
diferencias espirituales en su desarrollo. Cada uno de ellos ansiaba adquirir el mayor saber
espiritual posible. Lo que necesitaban para su vida cotidiana, poseían en abundancia. Nunca
habrían pensado en juntar riquezas terrenas. Los ejemplos para el pueblo eran siempre los
sabios, los cuales dirigían sus destinos. El grupo de sabios, del cual hacían parte
naturalmente también mujeres, superaba a todos los demás miembros del pueblo, por
tener ligaciones con mundos superiores. Eran escogidos, en el más verdadero sentido de la
palabra.

LA CIUDAD CRECE
Bitur curó las malolientes y purulentas enfermedades de piel. Nuevamente había
más mujeres que hombres acometidas por la enfermedad. Al mismo tiempo Jarana se
empeñaba, con esfuerzos redoblados, para auxiliarlos espiritualmente.
Los miembros del pueblo de los Halcones no fueron los únicos que vinieron con sus
enfermos a buscar auxilio y cura junto a los “dioses blancos”. Muchas veces llegaban
personas de pueblos muy distantes, que habían escuchado al respecto de curas milagrosas
de los “hombres blancos con rostros de dioses”, los cuales hablaban poco, sin embargo,
auxiliaban bastante. La confianza que todos depositaban en los Incas era justificada, pues
éstos se esforzaban con infinita paciencia en ayudar a los que buscaban auxilio.
Mientras Bitur y algunos otros que también poseían aptitudes médicas cuidaban de
los enfermos, la ciudad crecía lentamente. Las casas de piedra construidas en aquel tiempo
eran bajas y pequeñas, sin embargo, seguras y firmes. Ellos cerraban las aberturas entre las
piedras con una masa de barro azul y polvo de cal blanco. Trajeron ese material de su
antigua patria, en forma de polvo.
De inicio las primeras casas eran pequeñas y simples, no obstante, no les faltaba el brillo.
Ninguna casa quedaba sin un adorno de oro. Esos adornos eran fijos a las paredes y en las
aberturas redondas que servían de ventanas, o en las puertas hechas de cuero duro y
martillado. Además de eso colgaban una o más campanillas de oro en los batientes de las
puertas, campanillas tan finas que con cualquier viento más fuerte balanceaban y
tintineaban hacia todos los lados. Más tarde cambiaron ¡as campanillas de oro por
campanillas de plata, visto que esas tenían un sonido más bonito.
Las casas, interiormente, eran calientes y confortables. Las paredes de piedra eran
todas alfombradas con tejidos. También el fono, hecho de un trenzado de ramas finas y
preparadas, era revestido por un tejido de lana teñido de azul. Como camas, utilizaban
redes colgadas entre armazones de madera. Las redes de los niños eran colgadas entre
armazones bien bajas, de manera que nunca podrían dañarse en caso de que cayesen de
ellas.
Cubrían los pisos con placas de piedras. Sobre ellas extendían alfombras de pieles
de conejos y ovejas, las cuales colocaban sobre una base de fieltro.
Guardaban las mantas, ropas y ponchos en baúles de maderas aromáticas. Los árboles que
proporcionaban esa madera crecían en florestas vírgenes de clima caliente ubicadas más
abajo. Había también mesas y bancos. El material usado para eso en la época inicial era
bastante variado. Podía ser piedra o madera, como también ramas y trenzados de lianas o
pajas duras.
La instalación de esas pequeñas casas de piedra era muy primitiva, todavía, había
en cada una de ellas algunas obras de arte. Por ejemplo: flores, hojas, estrellas y
medialunas de oro. Generalmente había en los cantos altas urnas de cerámica, provistas
de tapas: las urnas para las brasas. Eran perforadas en parte, pudiendo ser rellenadas con
brasas. Eran útiles y daban un toque bastante decorativo con sus colores brillantes.
Cuando los primeros enfermos del pueblo de los Halcones llegaron a la ciudad de
los Incas, de inmediato fue construido el primer “hospital”. Era una construcción de piedra,
larga y baja, donde veinte enfermos podían ser cómodamente alojados. En seguida
tuvieron que levantar una segunda edificación, una especie de almacén, pues ningún
visitante o enfermo llegaba de manos vacías. Las ofrendas que traían eran tan variadas que
mal podrían ser enumeradas. Plata, vajillas de plata, cerámicas, joyas, colorantes,
mantenimientos y así por delante.
Los Incas retribuían con obsequios que consistían generalmente en pedazos o
granos de oro... A veces regalaban también instrumentos musicales. Ciertamente nunca
hubo un pueblo como los Incas que fabricó tantos diferentes y pequeños instrumentos. Sus
niños tocaban pequeñas flautas, antes de aprender a hablar. Tal vez hubiese sido ese el
motivo de comenzaren a hablar mucho más tarde que los niños de hoy.
Los Incas jamás permitían que los visitantes de pueblos extraños o los ya
recuperados se estableciesen entre ellos. En ese aspecto eran inflexibles. La historia de
Sarapilas, todavía, los fortaleciera en eso. Tan luego los enfermos quedasen sanados,
tenían que dejar la ciudad junto con sus acompañantes, volviendo a su patria. Sin embargo,
no siempre era fácil convencer a los forasteros para que se fueran. El misterioso poder que
exhalaba de los Incas, lo que ellos difundían a su alrededor, todos sentían, sin excepción,
como algo benéfico. No sabían que ellos mismos también habían cambiado. Tanto, que no
solamente habían adquirido más salud, como también volvían a sus pueblos más abiertos
espiritualmente.
Había también visitantes deseosos de quedarse más tiempo, para investigar el
encanto que alejaba a los Incas de todas las desgracias que atormentaban a otros seres
humanos.
— ¡Son inmunes a las enfermedades!, dijo uno que gustaría de haber
permanecido junto a los Incas.
— ¡Trabajaban como si de eso dependieran sus vidas! ¡Sus hijos, desde
pequeños, son movidos por esa voluntad de trabajar!, dijo uno de los mercaderes, que
visitaba regularmente a los Incas.
Un hombre, a cuya hija dieron de alta, dijo concluyendo:
— Nuestra curiosidad y nuestras suposiciones al respecto de los Incas no nos
aproximan ningún paso siquiera de la verdad. Sabemos apenas que nadie puede rehusarse
a la influencia de ese pueblo misterioso, cuya procedencia nadie conoce.
Los forasteros no adivinaban que también ellos despertaban la curiosidad de los
Incas. Ya sea por su ropa..., todo en ellos era colorido. Los Incas confeccionaban sus
ponchos con dos mantas de lana, totalmente blancas. Sin cualquier adorno. Coloridos eran
apenas los cordeles en los cuales colgaban sus discos solares de oro en el cuello. Los
ponchos de los visitantes de otros pueblos eran todos ellos multicolores. Pues en ellos
entretejían figuras generalmente geométricas de colores diferentes. Las mujeres de
algunos pueblos parecían, de lejos, con globos coloridos cargados de adornos de plata o se
asemejaban a grandes pelotas, pues para la confección de sus ponchos no utilizaban
solamente dos, sino tres mantas y las tres eran adornadas de la manera más colorida
posible.
Los hombres, tal como las mujeres, mientras no hubiesen contraído enfermedades,
eran figuras robustas de estatura mediana, tenían rostros agradables y muchas veces
bonitos. La piel morena de sus rostros era lisa, limpia y reluciente debido al aceite con el
cual la trataban. Solamente el miedo de sus almas, que se reflejaba en los ojos de muchos
de esos seres humanos, les daba a los Incas, al principio, bastante que pensar.
CAPÍTULO IV

LOS MÉDICOS INCAS Y SUS MÉTODOS DE


CURA
EL DESEO DE AUXILIAR
Como ya se mencionó, los Incas tenían poco interés por el arte de curar, mientras
vivían en sus valles montañosos. Poco interés y también pocas oportunidades para ejercer
tal arte, una vez que su pueblo estaba libre de enfermedades. Esto solamente se alteró
cuando entraron en contacto con los primeros enfermos del pueblo de los Halcones. Al
principio fue únicamente Bitur, que por impulso interior quiso auxiliar a las personas
sufrientes y de esa manera pudo hacerlo. Sin que de eso se volviera consciente,
despertaron en él virtudes que ya desde milenios habían traído cura y alivio a muchos seres
humanos.
El arte de curar, sin embargo, no se restringía solamente a Bitur. Otros Incas,
generalmente, aún muy jóvenes, comenzaron a interesarse por esa arte extraordinaria,
auxiliando a las personas enfermas bajo la dirección de Bitur, que, solo, nunca podría haber
vencido el trabajo, que los numerosos enfermos le causaban.
El número de visitantes aumentaba día a día. Venían en grupos, frecuentemente de
lejanas regiones costeras. Muchas veces por curiosidad para ver el “misterioso y bello
pueblo” que era libre de enfermedades y que, no obstante, podía “curar todas las
enfermedades”. Pues todos los visitantes, cualquier que fuese el motivo de su venida,
traían consigo enfermedades. Y todos eran curados, a no ser que ya estuviesen por morir.
Ningún forastero presentía que los “milagrosos” médicos Incas solamente con el transcurrir
del tiempo adquirieron los conocimientos que los capacitaron a ejercer su arte de curar. Su
fama como “curadores milagrosos” era, no obstante, justificada, pues deseaban auxiliar
con todas las fuerzas que disponían, no economizando ningún esfuerzo para alcanzar ese
objetivo. De los resultados de las curas alcanzadas por ellos, se puede deducir que, en
parte, eran de esa voluntad inmutable de auxiliar. Sin embargo, sólo en parte...
Pues todos sus esfuerzos y toda su buena voluntad de nada les habrían adelantado,
si no tuviesen a su lado los insuperables maestros y auxiliares del reino de la naturaleza.
Esos maestros eran todos siervos del gran “Ilauta”. Siendo así, conocían todos los productos
de la naturaleza capaces de auxiliar los cuerpos humanos, que habían sido desviados del
equilibrio, a ejercer normalmente de nuevo sus funciones; y verdaderamente en el ritmo
previsto.
Ilauta, el hijo del poderoso Viracocha, era conocido por todos los Incas. En el
pasado, entretanto, ninguno de ellos tuviera la necesidad de dirigirse a él, solicitando
auxilio. Esto ahora se tornaba diferente, pues necesitaban de consejo y de la ayuda de ese
gran auxiliador y de sus siervos.
Además de las enfermedades de la piel, las personas sufrían de muchas otras..., de
naturaleza corporal y anímica. Llegaron también heridos, solicitando ayuda. Entre los
pueblos que los Incas conocieron, había constantemente riñas tribales, guerras de
conquistas, guerras religiosas u otras luchas sangrientas. Luchaban con lanzas, dardos,
flechas y clavas; se herían, se mutilaban y se mataban, generalmente, sin comprender
después, el por qué habían luchado. Todos esos pueblos poseían buenos médicos, pues,
todavía, no estaban tan alejados de la fuerza espiritual y de la fuerza de la naturaleza como
hoy. En el transcurrir de los siglos, no obstante, los Incas probablemente superaron a todos
los médicos que ya habían existido.
Ellos superaban los otros médicos no por causa de sus sensacionales operaciones
de cráneos o de otras complicadas fracturas que curaban, no. ¡No por causa de eso! Eso
también los egipcios hicieron, y, antes de ellos, médicos de pueblos desconocidos y que ha
mucho tiempo desaparecieron.

ENFERMEDADES DEL ALMA


Los Incas se tomaron famosos por causa del don de reconocer y curar enfermedades
del alma. Eso no sucedió, naturalmente, en los primeros tiempos. En aquella época ellos,
todavía, no conocían los males causados por las enfermedades anímicas. Esos males ellos
solamente conocieran poco a poco, en la convivencia con personas de otros pueblos. Con
pueblos que más tarde se unieron a ellos.
Había siempre solamente bien pocas personas, mismo entre los Incas, que nacían
con esa capacitación. No siempre eran personas que ejercían la profesión de médico.
Podían ser sacerdotes que, por ocasión de las solemnidades especiales anunciaban las leyes
de los Incas y las interpretaban. Podían ser también personas que manipulaban las hierbas.
La profesión de manipular hierbas era, junto a los Incas, muy importante, pues los que la
ejercían vigilaban para que siempre hubiese cantidades suficientes de remedios...
— ¡Tenemos, primeramente, que conocer el lado obscuro de los seres humanos,
para nosotros desconocidos, a fin de tomamos buenos médicos y para aprender a utilizar
la fuerza curativa a nosotros inherente!, dijo Bitur pensativamente para sus alumnos. En
seguida convidó a uno de ellos para explicar lo que se entendía por “lado obscuro de los
seres humanos”.
— En el lado obscuro de la vida humana se encuentran las idolatrías, las doctrinas
erradas y la mentira. Y el comienzo de todo mal es la mentira.
Bitur se alegró con la precisa respuesta de su más joven alumno. En seguida dijo:
— Nosotros, Incas, no conocíamos la mentira. Tampoco teníamos una palabra o una
expresión para denominar tal mal. Ahora, sin embargo, somos obligados a ocuparnos de
ese mal, si queremos libertar a los otros de eso y curarlos.
— Tenemos aquí un sacerdote del pueblo Chanchán, comentó un alumno más
antiguo, el cual se queja de sentir un miedo que lo atormenta durante el día y le quita el
sueño durante la noche. Además de eso, tiene dolores en la región estomacal. Él sufre
mucho y espera la cura de nosotros.
— ¡Ese sacerdote podrá ser curado, en caso de que nos ayude!, dijo Bitur. Por
lo que sé, él introdujo un culto que debería facilitar a su pueblo aproximarse en devoción
a la Divinidad. Entonces mandó a confeccionar estatuas de barro con forma humana, cuyos
rostros se esconden atrás de máscaras de oro. Una parte de ese pueblo otrora altamente
desarrollado adora ahora estatuas de barro, por el contrario, en la creencia de estar así más
cerca de la Divinidad.
— ¡Ese culto se apoya en la mentira!, dijo un alumno, mirando
interrogativamente a Bitur. Éste señaló con la cabeza, convidándolo a proseguir.
— La adoración de estatuas solamente confunde al pueblo, alejándolo del camino
que lo conduce nimbo a la Luz. ¡Solamente en gratitud y humildad puede el espíritu
humano prestar su veneración a la Divinidad; con toda su vida terrena! Nunca deberá
abandonar el camino de la Luz.
— Ahora, continuó Bitur, en la Tierra, un lego no considerará muy nocivo ese
dudoso culto a la estatua. En el mundo invisible que nos rodea, entretanto, ese culto
produce enfermedades, como cualquier otro culto basado en la mentira. Enfermedades
generalmente incurables, que afectan primeramente a las almas. En el caso del sacerdote,
la enfermedad no se limitó solamente a su propia alma. La enfermedad de las almas se
propagó, extendiéndose a todos los que aceptaron ese culto religioso que conduce al
camino errado.
— ¡No son todos los que saben cómo tal enfermedad se activa en el alma!, dijo
un alumno, mientras Bitur nuevamente se dedicaba a la preparación de un extracto, con la
ayuda de los demás.
— ¡Tienes razón!, respondió Bitur, alegre por el ahínco de sus alumnos.
¡Continúa explicando! Pues conoces el proceso.
— Primeramente, se forman en la región estomacal y en la frente pequeñas
manchas grises. Se parecen a las salpicaduras de lodo...
— ¡La enfermedad puede, en el comienzo, tomarse también perceptible en
otros lugares!, interrumpió Bitur a su alumno. Éste señaló con la cabeza, concordando, y
continuó:
— Como en cada enfermedad física, las enfermedades anímicas producen
desagradables y dolorosas reacciones. Las manchas grises que parecen moverse causan en
el alma, muchas veces dolores insoportables, pues arden y dan comezón. El cuerpo físico
unido a esa alma enferma tendrá que sufrir tormentosos estados de miedo... ¿Cómo podrá
entonces ser sanado tal enfermo?... ¡A través de él mismo!, dijo el alumno con firmeza.
— Sí, exclusivamente por él mismo. ¡El enfermo tendrá que dar el primer paso!,
confirmó Bitur. En lo que se refiere al sacerdote, hay aún una posibilidad de cura. El está
arrepentido y reconoció su error. Ahora, ante él existe el trabajo de destruir las estatuas y
aclarar a las personas que fueron inducidas al error a través de ese culto. Al lograr eso, la
dolorosa enfermedad de manchas en el alma desaparecerá, y así acabarán también los
estados de miedo. Dentro de algunos días ese sacerdote torturado por el miedo y
remordimiento volverá con un grupo de mercaderes al lugar donde comenzó ese culto.
Tendrá dificultades. De nosotros poca ayuda recibió. Apenas pude darle un extracto de
hierbas que actúa como calmante, liberándolo por lo menos temporalmente de sus
angustias.
La enseñanza de Bitur se diferenciaba mucho de la enseñanza suministrada por
otros médicos a sus alumnos. Bitur se dedicaba ya hace algún tiempo, enteramente a las
enfermedades anímicas, a sus causas y sus efectos sobre el cuerpo terrenal.
— ¿Y si el sacerdote, que ya es de edad, no pudiese convencer a todos de su
error, de modo que ellos continúen adorando estatuas?, preguntó uno de los alumnos
nuevos, un poco sin gracia por volver una vez más al caso del sacerdote.
— Una vez que se haya arrepentido, se le dará con certeza, en una vida terrenal
posterior, la oportunidad de advertir a las personas contra la idolatría, previniéndolas. ¡De
esa manera podrá entonces purificar su alma de la enfermedad adherida en ella! Pero
también tendrá que reconocer, pues el arrepentimiento solamente no basta en ese caso.
— ¿Qué sucederá con el hombre que mató a otro en una riña? ¡Su alma, por
cierto, quedó marcada, pues él no tenía el derecho de matar al otro!
— No, el derecho no tenía. Él golpeó ciego de rabia..., y ahora vaga por las
montañas, atormentado por el arrepentimiento. Después de esas palabras, Bitur miró
indeciso a sus alumnos.
¿Será que ellos ya estarían suficientemente aptos para poder comprender el
esclarecimiento que ahora tendría que darles?
— ¡El delito de ese hombre es casi insignificante, en comparación con el del
sacerdote!, dijo Bitur, mirando de forma escudriñadora a sus oyentes. No habiendo
ninguna interrupción, continuó.
Cierto, el peleador también contrajo una herida anímica. Se puede ver
perfectamente en la nuca. Esa herida, sin embargo, luego cicatrizará. Pues tenemos que
considerar que no mató al otro premeditadamente, pero sí por un momentáneo impulso
de ira. Con eso la culpa con que se sobrecargó será disminuida bastante. No obstante,
tendrá que pagar por su acto. ¿Cómo sucederá esto? Les dejo la respuesta a ustedes.
— ¡El asesinado se conservará en las proximidades de su matador, acusándolo!
— ¡El remordimiento amargará su vida!
— ¡Él se machucará a través de una caída, o alguien lo herirá de alguna manera!
Bitur escuchaba serenamente las diferentes respuestas.
— En mi opinión, dijo después de una pausa más prolongada, de alguna forma él se
machucará gravemente en esa vida. Pero es posible también que el rescate de la culpa
ocurra en una próxima vida terrena.
Yo sé, continuó él, deseáis oír ahora algo sobre la bella joven chanchán, que da una
impresión tan triste y deprimente. Sus padres emprendieron un largo viaje en la esperanza
de que nos fuese posible libertarla de la sombra funesta que aparentemente se extiende
sobre ella.
Físicamente la joven nada tiene. Ella también no siente dolores en ninguna parte.
De acuerdo con las informaciones de su madre, era una niña alegre y feliz. Pero, cuando
pasó de la edad infantil alcanzando la adolescencia, su carácter cambió. Tuvo inexplicables
crisis de melancolía, riendo solamente raras veces. Es muy buena y les cuenta historias a
los niños que siempre la rodean. Historias de animales y de espíritus de la naturaleza.
Mientras hablaba, Bitur andaba por el recinto, de un lado a otro, con la cabeza baja. Sentía,
virtualmente, como sus alumnos se esforzaban en espíritu para investigar las causas de esa
extraña enfermedad.
— ¡La joven está herida!, empezó él, cuando nadie hablaba una palabra
siquiera. Herida anímicamente. La herida proviene de una vida anterior, no obstante, no
cicatriza. Sabéis que el alma no muere ni fenece, como acontece con nuestros cuerpos
terrenales. Ella permanece la misma. En un nuevo nacimiento se une estrechamente al
cuerpo terrenal, tan luego tuviese alcanzado una determinada edad. No importando en
qué estado ella se encuentre. Bueno o malo. Un día, sin embargo, solamente después de
alcanzar la adolescencia, todo cuanto estuviere dentro del alma será traído forzosamente,
a la luz del día. Tanto lo bello como lo feo se volverán, de alguna manera perceptibles.
— ¿Quién podría haberle causado esa herida a la joven?, preguntó uno de los
alumnos pensativamente ¿Y por qué ella no sana?
— ¿Y qué podemos hacer si un otro provocó esa herida, no siendo ella misma
quién la contrajo a través de una culpa?
— ¡Ni sabemos cómo surgió esa herida!...
Y así continuaba. Bitur esperó pacientemente hasta que todos se calmasen, después
dijo simplemente, que la herida fue provocada por “palabras”. Palabras son peligrosas,
pudiendo herir más que cualquier arma... Como nadie replicase, probablemente debido a
la sorpresa de esa afirmación, explicando, él agregó que la joven no podía olvidar las
palabras que otrora la habían herido y por eso la herida no pudo sanar.
De esa vez fue diferente. Los médicos forasteros entendieron de inmediato a Bitur,
cuando habló que las palabras eran peligrosas y que pueden herir. Los Incas miraban
pensativos hacia adelante... Palabras que herían ellos no conocían. Solamente más tarde,
cuando conocieron más de cerca miembros de otros pueblos, comprendieron las
explicaciones de Bitur.
— La joven será curada aquí. La cicatriz que permanece, naturalmente no
sobrecargará más el estado anímico de ella.
— Pero..., Bitur rehusó con un movimiento de mano la objeción que uno de los
alumnos quería hacer, y continuó hablando.

MAGNETISMO TERAPÉUTICO
— Yo y todos vosotros que nos ocupamos con diversos métodos de cura, tenemos
que agradecerle mucho a ella. ¡Pues sin su llegada me habría pasado desapercibido un
importante factor de cura: la cura a través de nuestro espíritu!
De esa vez los Incas luego concordaron intuitivamente con eso, mientras los otros
permanecían silenciosos.
— ¡Somos seres humanos con fuerza espiritual!, exclamó el guardador de
remedios.
— ¡Cierto! ¡Pero déjame continuar explicando!, dijo Bitur. La fuerza depositada
por el Creador en nuestros espíritus es tan fuerte y luminosa, que traspasa nuestras almas
y envuelve nuestros cuerpos con un halo de colores luminosos. Ese halo espiritual* brilla
en colores bonitos y puros apenas en aquellas personas que se encuentran al lado de la luz
de la vida. En todos los otros seres humanos esos halos no brillan. ¡Por el contrario! Son
impuros, como si hubiesen sido manchados.
Ahora también los médicos forasteros comprendieron. No solamente los seres
humanos estaban circundados por el halo luminoso. Todo lo que era vivo estaba envuelto
por él.
— También los espíritus de la naturaleza, los habitantes de las montañas, de las
florestas, de los mares, brillan. Tampoco los animales son excluidos de eso.
Bitur dejó a los alumnos tiempo para que pensasen y pudiesen cambiar entre sí sus
opiniones, exigiendo después nuevamente la atención de ellos.
— Todos vosotros ya observaron cómo los rayos solares traspasan la neblina
matinal. Ese proceso tiene algo de similar con la fuerza espiritual que nos traspasa
integralmente. Ella también emite rayos. Rayos multicolores. Y esos rayos contienen en sí,
entre otras propiedades, también fuerza curativa. Podemos denominarla “fuerza espiritual
curativa” ** y, consecuentemente, también podemos curar.
A seguir Bitur explicó que no todas las enfermedades anímicas podrían ser curadas.
Y que no le era concedido a cualquiera aplicar esa fuerza eficientemente. Una persona
tendría que ser especialmente capacitada para tanto y, además de eso, poseer un cuerpo
totalmente sano.
* Aura.
** Magnetismo terapéutico.
— Una verdadera obra de arte sólo puede ser creada por alguien que tenga
desarrollado en sí la capacidad para eso. ¡Capacidad y Amor! Así es con cualquier profesión
que exija del ejecutante una especial dedicación.
— Cura a través del halo espiritual. ¡Eso me es comprensible!, dijo uno de los
médicos forasteros. Sin embargo, ¿cómo puede ser curada una herida que no se ve?
— Por eso solamente una persona escogida para tanto puede realizar tales curas.
Escogido quiere decir en este caso, que esa persona posee las capacidades necesarias...,
¡para reconocer el mal! ¿Deseáis saber cómo se hace esto? Bitur sonrió cuando vio a su
alrededor los rostros ávidos por conocimientos.
Consideremos la joven Chanchán, continuó. Ayer hablé con ella. Me contó,
entonces, que estaba con nostalgias de su hogar y que frecuentemente sentía un dolor en
la región del corazón. Permanecí delante de ella por algunos minutos, no más que eso.
Durante ese corto tiempo sentí nítidamente como si flechas luminosas partiesen de mí,
penetrando en el pecho de ella. Benéficamente. Curando. La fuerza espiritual cerró la
herida que ha mucho la atormentaba.
¡La cura, sin embargo, también puede ocurrir de otra manera!, dijo Bitur,
pensativamente, después de algún tiempo. En personas capacitadas la fuerza curadora
puede concentrarse tan fuertemente en las manos, que el tocar de la mano es suficiente
para traer alivio a los que sufren. Cuando nadie más tenía algo que impugnar, él continuó:
En el fondo existe poca diferencia entre la cura anímica de la joven Chanchán y la cura de
una herida corporal. No debemos olvidar que la misma fuerza curadora también se
encuentra en las plantas, con las cuales curamos enfermedades comunes. Debemos,
apenas, aprender a utilizar bien esa fuerza.
— ¡El nuevo bálsamo ayudó al joven que durante meses sufría de dolores de
cabeza!, dijo uno de los conservadores de remedios. El no siente nada más. Eso ciertamente
significa que los dolores no fueron causados por ninguna culpa del alma.
— Esto no se puede comprobar así, sin más ni menos. Los dolores, no obstante,
pueden haber sido provocados por una enfermedad anímica. En ese caso, ellas volverán a
repetirse después de un cierto tiempo ¿Le preguntaste al hombre desde cuándo sufría de
dolores de cabeza?, preguntó Bitur enseguida.
— Ciertamente hice eso. El hombre fue alcanzado por una avalancha de nieve y
permaneció tendido inconsciente. Cuando volvió nuevamente en sí, pudo libertarse
rápidamente. De cualquier forma, en ese entretiempo, se pasaron horas. Se pudo verificar
esto por la posición del Sol... Supongo que el frío de la nieve le afectó la cabeza.
— ¿Qué es lo que condujo al hombre hacia allá?, preguntó uno de los alumnos.
Pues todos, y probablemente también él, conocen los lugares peligrosos de las montañas.
— ¡El deseaba escalar la cumbre de la montaña!, respondió el guardador de
remedios. Según la leyenda un niño de su pueblo, de descendencia real, fue sepultado en
una caverna allá en el alto. El suponía que eso estaba vinculado a algún culto, he aquí por
qué deseaba encontrar la caverna y el cadáver.
— ¡El hombre probablemente procuró su propio cadáver!, dijo sonriendo uno
de los médicos de afuera.
Bitur concordó con él, añadiendo, todavía, algunas explicaciones.
— ¡Podemos auxiliar también una persona cargada de culpas, cuando ella
misma colabora! Esto es, cuando se libra del mal que le imprime un cuño feo a su alma y el
cual vuelve su cuerpo vulnerable a enfermedades.
— ¡Los síntomas de las enfermedades anímicas son fácilmente reconocibles!,
dijo uno de los médicos de afuera, que hasta ahora no se había manifestado. Opresión,
miedo y descontentamiento son síntomas infalibles. Vosotros, Incas, tenéis pocas
experiencias, todavía, con eses tipos de enfermedades. El forastero silenció, un poco
avergonzado, después de esas palabras. El viniera para aprender y no para vanagloriarse
de sus conocimientos.
— ¡Hablaste con acierto!, dijo Bitur. Una persona cargada de culpas tiene que
colaborar, ella misma, para que podamos proporcionarle alivio...
Después de las conclusiones de Bitur, un otro médico Inca continuó la lección.
— ¡Quién quisiese curar una enfermedad, tiene que observar la persona
integralmente!, comenzó con voz serena. Es importante escrutar sus hábitos de vida y su
religión. Solamente ese conocimiento, muchas veces, ya nos ofrece una imagen de su
estado anímico y de las causas de sus sufrimientos físicos. Enfermedades puramente físicas
podemos constatar por el color de la piel, de las uñas y de los labios. ¡Y en los ojos!... Los
ojos son para nosotros de suma importancia para un diagnóstico seguro, tanto física como
anímicamente.
Después de esas palabras el médico se dirigió a uno de los alumnos más antiguos,
convidándolo a hablar. Una invitación, a la cual éste luego aceptó con alegría.
— ¡Ningún ser humano es igual a otro!, comenzó él. Cada uno tiene que pasar
por muchas transformaciones. No solamente eso. A cada uno de nosotros nos son
proporcionadas muchas vivencias que influyen en nuestro bienestar físico y anímico,
pudiendo esas vivencias ser hasta decisivas y orientadoras. ¡Pero esto solamente sucede
cuando sabemos interpretar correctamente nuestras vivencias!
Bitur observó con visible orgullo a su alumno.
— ¡Tus palabras contienen una gran sabiduría!, dijo después, elogiando.
¡Continúa!
El alumno, sin embargo, hizo una pausa tan prolongada, que en ese intermedio uno
de los médicos de afuera solicitó la palabra.

EL EFECTO PROTECTOR DEL AURA


— Quiero volver más una vez a las “irradiaciones del halo” que emanan de nuestros
cuerpos. De otro modo, a los halos de personas pronunciadamente perversas. ¿Pueden
ellas de algún modo perjudicamos?
Bitur, a quien le era dirigida la pregunta, bajó la cabeza pensativamente. Se recordó
de algunas personas del pueblo de los Halcones. La presencia de ellas no tuvo un efecto
benéfico sobre él. Se volviera impaciente, quedara con dolor de cabeza y se sintiera
agotado. Síntomas que nunca antes constatara en sí.
— Seres humanos con halos sucios deben ser considerados enfermos. Sus almas son
contaminadas por males, pudiendo transmitirlos a criaturas más débiles. Por ejemplo:
conocéis la historia del infeliz pueblo de los Halcones. Algunas personas con halos sucios,
me refiero al sacerdote viciado en alucinógenos, que llegó en compañía de otros, causaron
toda la desgracia. El sacerdote transmitió a otros los gérmenes de enfermedades anímicas,
en él adheridos.
El pueblo de los Halcones podría haberse protegido de eso, caso sus propios halos
fuesen puros y luminosos. Pero este no fue el caso. Halos luminosos encierran una fuerza
de defensa tan fuerte, que alejan de sí todo lo que es impuro... Lo mejor es evitar personas
con halos sucios. No son difíciles de reconocer, pues traen consigo inquietud y descontento.
¡En fin, perturban la armonía!
El médico agradeció a Bitur por las explicaciones que se relacionaban enteramente
con sus experiencias de hasta entonces. Bitur miró al alumno que antes hablara tan
sabiamente y le preguntó si aún deseaba decir algo. Éste señaló afirmativamente con la
cabeza, preguntando enseguida:
— ¿Cuál es la parte más vulnerable de nuestro cuerpo?
— ¡El corazón!, exclamaron algunos alumnos casi simultáneamente. Otros
opinaron que era el estómago, pues en la región estomacal se situaba el punto donde el
alma y el cuerpo se tocaban...
Bitur escuchó serenamente las diferentes opiniones, esperando hasta que todos las
hubiesen manifestado. Llegado el momento, dijo que, según su opinión, el cerebro era el
lugar más vulnerable.
— ¿El cerebro?, preguntó alguien, sorprendido. Todos los demás silenciaron,
escuchando su intuición. La intuición era infalible. ¿Cómo reaccionaría la intuición de ellos
ante la afirmación de Bitur?
— ¡Tienes razón, sabio Bitur!, dijo uno de los médicos. Nuestro cerebro es el
punto más vulnerable. Tus alumnos, quiero decir los alumnos que pertenecen a tu pueblo,
no conocen suficientemente la maldad que reina entre los seres humanos de otros pueblos.
Por eso no comprendieron tu afirmación.
Y así aconteció. Ninguno comprendió, aunque su intuición les indicaba que Bitur
tenía razón. De pronto, el conservador de remedios exclamó:
— ¡Naturalmente, Bitur tiene razón! ¡El cerebro forma nuestros pensamientos!
¡Ellos van y vuelven, pudiendo ser buenos o malos! Yo conocí a la mujer de un cazador
runa... Hace poco ella estuvo entre nosotros... Si, su cabeza y todo su cuerpo, parecía
moverse en medio de una nube invisible en la Tierra..., una nube que consistía en una
irreconocible forma nebulosa de especie humana y animal..., obscureciéndole cualquier
visión... La mujer sufría mucho con la falta de aire y tenía fuertes dolores en las rodillas. A
veces ella pensaba que quedaría asfixiada...
El orador silenció, sin gracia, por haber hablado tanto.
— ¿De qué manera auxiliaste la mujer que procuró tu ayuda?, preguntó Bitur.
— Le di remedios sedativos y un ungüento para sus rodillas... Contra las nubes que
salían de su cerebro, envolviéndola, yo no tenía ningún medicamento... Sólo ahora
comprendo cómo tenías razón cuando dijiste que el cerebro es el punto más vulnerable.
— ¡Vosotros Incas, sois realmente todo lo que se afirma a vuestro respecto!,
exclamó admirado uno de los médicos forasteros. ¡Más sabios que todos los seres humanos
que actualmente habitan la Tierra! ¡Otros jamás considerarían el cerebro como punto
vulnerable! ¡Naturalmente, el cerebro, como generador de pensamientos, forma focos de
muchos males que tienen que afectar el alma y el cuerpo!
— ¡Tu sabiduría no le queda debiendo nada a la nuestra!, dijo Bitur como
reconocimiento. ¡Los seres humanos que se alejaron del lado de la Luz son realmente
criaturas dignas de lástima! Además de los halos sucios, todavía, forman innumerables
pensamientos, los cuales suben como nubes de sus cerebros...
Las escuelas de medicina de los Incas no eran solamente famosas. Eran únicas. En
el programa de enseñanza de esas escuelas la ciencia del espíritu y de la naturaleza estaban
en primer lugar. Solamente después venían, como “ramo” de ambas ciencias, las variadas
composiciones de medicamentos y los diversos métodos de cura, por medio de los cuales
cuerpos enfermos podrían ser curados.
Hablando de médicos Incas y de su sabiduría y capacidad, entonces, no debemos
olvidamos de que, en aquel tiempo, todavía, no existían las enfermedades que la así
denominada civilización trajo consigo, ni los innumerables vicios. Por lo menos en los países
que juntos formaban el gran Imperio Inca. Esos males solamente fueron introducidos en
ese Imperio por los conquistadores españoles. También los crímenes contra la naturaleza,
todavía, eran desconocidos. Justamente esos crímenes causaban y causan tantos males
anímicos y físicos que son imposibles de enumerar. Se puede decir, tranquilamente, que
para todos los que participaron y participan en crímenes contra la naturaleza no existe
ninguna remisión.
Como conclusión de este capítulo citamos la sentencia de un gran Inca, que realizó
curas que más parecían milagros:
“Agradecemos nuestra existencia a una Fuerza y a un Amor que todo alcanza. ¡Un
Amor que nos ilumina ya desde la eternidad, nos ilumina y eleva! ¡Él encierra en sí el Reino
Celestial! ¡Por eso yace también en el Amor la mayor fuerza curativa que conocemos!”
CAPÍTULO V

SACSAYHUAMÁN — LA FORTALEZA INCA

MALHECHORES INVADEN LA CIUDAD


¡Sacsayhuamán! Las ruinas de esa fortaleza Inca han mostrado muchos enigmas a
los arqueólogos y a otros científicos. Es siempre la misma cosa. Se encontraron con las
gigantescas edificaciones de tiempos remotos, cuyas ruinas tienen aún un efecto
grandioso, sin saber qué pensar sobre el origen de esas edificaciones...
Los bloques de piedras usados en la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán
medían cinco metros de largo por tres metros de ancho, y todos ellos fueron cortados con
tal precisión que pudieron ser ensamblados sin dejar intersticios.
Y ahora las preguntas: ¿Cuáles fueron los medios utilizados en el transporte de esos
bloques desde la cantera hasta el lugar de trabajo? ¿Y quién los cortó con tanta perfección?
Es plenamente comprensible que los investigadores, utilizándose únicamente de su
raciocinio, jamás descubran los enigmas del pasado. También las ruinas tienen aún hoy un
efecto grandioso, y ante todo dan testimonio del conocimiento de la arquitectura,
conocimiento que actualmente no existe.
El pequeño pueblo Inca vivía ya aproximadamente hace unos veinte años en su
nueva patria, la Ciudad Dorada entre colinas y montañas, cuando la gran y colosal fortaleza
fue construida.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué motivo surgió una obra tan grande? Los Incas eran
pacíficos y no tenían enemigos. Además de eso, las regiones altas de los Andes eran
escasamente pobladas. Por lo menos en aquella región.
Cierto día esto se modificó. Muchas mujeres habían tenido visiones de figuras
humanas, envueltas en pieles sucias, las cuales bajaban de una colina y se desvanecían en
el aire, cuando eran observadas de cerca. Los guías espirituales del pueblo se manifestaron,
advirtiendo:
“¡Hay peligro inminente! ¡Vuestras mujeres, niños y animales están en peligro!
¡Protegedlos! ¡No los dejéis fuera de vuestra vista! ¡Observad la montaña de las cavernas,
pues es de allá que se aproxima el peligro!”
El saber de un infortunio que se aproximaba, por más extraño que eso pueda
parecer, les devolviera la calma y la confianza. Conocían ahora el motivo de su inquietud y
miedo, que sentían intuitivamente hace semanas, dejándolos casi enfermos. Los hombres
colocaron centinelas para vigilar la colina... ¿Peligro de seres humanos? Sólo de criaturas
humanas... Por parte de la naturaleza nada tenían que temer... Las visiones tenían un
aspecto siniestro. Las personas que los Incas conocían hasta aquella época, eran amables y
de buena índole, aunque pensasen y actuasen de manera diferente, vistiéndose de la
manera más colorida posible.
No demoró mucho y los Incas conocieron a los malhechores. Un bando de hombres
de cabellos largos, cubiertos de pieles hediondas, que entraron en la ciudad. Cargaban
largas lanzas de madera, soltando gruñidos rabiosos, cuando los Incas les interceptaron el
camino. Miraban traicioneramente alrededor, llevando después sus manos a la boca como
que indicando que estuvieran hambrientos.
Los Incas observaban serenamente y sin cualquier miedo a esas criaturas, que
difícilmente aún podían ser denominadas de seres humanos. El bando permaneció
inquieto, mientras nada sucedía del lado de los Incas. Con ademanes amenazadores
levantaban las lanzas hacia el aire, sin embargo, evitando, hasta atemorizados, la mirada
de los Incas.
Algunos jóvenes Incas trajeron sacos de cuero con patatas, harina de maíz y cáscaras
de cacao, colocándolos en el suelo, al lado de los invasores. Estos no daban la más mínima
señal de que cogerían los víveres, por el contrario, apenas miraban descontentos a las
provisiones.
En ese intermedio, los mercaderes, que en el momento se encontraban en la ciudad,
se reunieron alrededor de los Incas. Ninguno de ellos jamás viera esas criaturas
degeneradas. Urgía expulsarlas. Pues parecía que hasta se juzgaban importantes en virtud
de estar siendo observadas por tantos hombres. Los mercaderes quedaron impacientes al
notar que los Incas nada hacían para expulsar esa escoria humana fuera de su limpia y bella
ciudad; por eso dos de ellos buscaron sus arcos y flechas, disparándolas por encima de las
cabezas felposas. Era el único lenguaje que parecían comprender. Cogieron los sacos y
corrieron lo más de prisa posible, por el camino que conducía hacia las montañas de las
cavernas.
AI día siguiente llegó un bando de mujeres a la ciudad, cuyo aspecto era aún más
degenerado que el de los hombres del día anterior. Atrevidas y sin miedo atravesaban
plazas y calles, observando atentamente y de modo codicioso a los niños que jugaban.
— ¡No dejéis vuestros niños fuera del alcance de la vista!, advertían los sabios. Se
percibe como su codicia envuelve a nuestros niños.
Las madres no habrían necesitado de tal advertencia. Ninguno de sus hijos jugaba o
quedaba sin vigilancia. Esa medida oprimía a los niños mayores, acostumbrados a visitar
diariamente sus queridos y blancos “animales lanudos” en los pastizales.
La vida en la bella Ciudad de Oro se tornaba un suplicio. Los ladrones llegaban de
noche y robaban a los mercaderes que siempre mantenían muchas mercancías en sus
tiendas armadas en las afueras de la ciudad. Ellos saquearon también, diversas veces, los
dos almacenes de los Incas, ensuciando los tejidos de lana y otras mercancías que no les
interesaban.
Las mujeres, que siempre aparecían en la ciudad, eran expulsadas. No obstante,
siempre regresaban de nuevo, en grupos de dos o tres, escondiéndose cuando posible,
atrás de los abundantes arbustos plantados por los Incas. Cierta vez casi consiguieron
atrapar dos niñas que atemorizadas corrían atrás de sus animales de monta, a fin de
traerlos de vuelta, para que ningún mal les sucediera...

LOS SABIOS PIDEN AUXILIO


Fueron también los animales que hicieron con que los Incas implorasen por el
auxilio de la gran Señora de la Tierra, Olija. Para sí mismos ellos jamás habrían pedido
protección y ayuda. Eran seres humanos y podían protegerse. Sin embargo, los mansos
animales en los pastizales estaban sin protección y expuestos a los malhechores. Los
guardias observaron pavorosos, como en intervalos de pocos días, hordas de esos
espantajos venían a los pastizales golpeando con clavas los animales, y descuartizándolos
antes mismo de estar realmente muertos y enseguida desaparecían con su presa.
Solamente Olija podría enviarles ayuda... Los Incas apenas en casos de extrema
emergencia solicitaban auxilio... Y ahora surgía el caso de emergencia. Tenían que actuar...
Con esa finalidad se reunieron todos los sabios, hombres y mujeres, en la edificación
mayor, denominada como “casa del consejo”. En esta “casa del consejo” se tomaban
decisiones referentes al bienestar espiritual, así como terrenal, del pueblo.
El mayor compartimiento de esa edificación era una sala redonda, cuyo piso era
cubierto con blandas alfombras de pieles. Las paredes de piedra, con excepción de una
estrella de cinco puntas, nada más poseían.
Los sabios se acomodaron en círculo sobre las blandas pieles, permaneciendo
sentados durante algunos minutos con la cabeza baja y apoyada entre las manos. En
seguida uno de los sabios colocó en la boca una especie de ocarina de oro, y a seguir
vibraron por el espacio sonidos que parecían lamentos pidiendo auxilio; esos lamentos al
mismo tiempo sonaban de modo delicado y melodioso traspasando el recinto.
Después de un corto tiempo el sabio colocó la ocarina a su lado, en el suelo, y
enseguida todos comenzaron a cantar en voz baja. Era apenas un canto monótono, en el
cual vibraba un pedido de socorro el cual traspasaba la pesada atmósfera terrena, siendo
llevado adelante por los espíritus del aire, hasta la Señora de la Tierra. Los sabios reunidos
cantaron aproximadamente durante diez minutos, no más que eso. Después
permanecieron en silencio, al mismo tiempo que aspiraban profundamente, agradecidos y
felices. Las mujeres lloraban, y se veía que también los hombres estaban prestos a
derramar lágrimas.
El pedido de socorro fue escuchado. La respuesta que volvió fue recibida por sus
almas y decía:
“¡El auxilio se aproxima! ¡Vigilen y aguarden!”
En el mismo día los sabios transmitieron la noticia a todos. Naturalmente apenas a
los Incas. Estos actuaban exactamente como les fue aconsejado. Fortalecían sus guardias y
esperaban.
Sin embargo, los mercaderes y otros visitantes que frecuentaban la escuela de
lengua y medicina quedaron impacientes, una vez que no podían moverse libremente. Los
más irritados eran los mercaderes. Exigían protección de los Incas y, si esa no viniese luego,
se marcharían para nunca más regresar. San solicitó a los más irritados que tuviesen
paciencia, afirmándoles que el auxilio no dejaría de venir. Las palabras de él tuvieron un
efecto apaciguador. Con todo, cuando los mercaderes nuevamente se encontraron solos,
se preguntaban de donde podrían esperar un auxilio...
— Esas hordas inmundas hace tiempo habían percibido que los Incas no poseían
armas.
— ¡Ellos esperan nuestro auxilio!, exclamó de pronto uno de ellos.
Naturalmente, el auxilio solamente puede surgir de nosotros. ¡Estamos bien equipados de
armas..., y podemos con ellas expulsar fácilmente esa escoria de sus cuevas librando la
Tierra de ellos!
— ¡Tal vez esperen realmente, auxilio de nosotros!, dijo otro ansiosamente. No
obstante, no comprendo al pueblo Inca.
— Conmigo sucede la misma cosa. ¡Ellos prosiguen calmadamente en sus trabajos,
cuidan de los enfermos y enseñan en las escuelas, sin embargo, deben saber que en
cualquier momento pueden ser asaltados y asesinados! ¡Además de eso, nadie nos solicitó
auxilio!
— Eso es verdad. ¡Aun así, nosotros los auxiliaremos!, dijo uno de los mercaderes,
un hombre alto y fuerte. Y así aconteció.
— ¡Tengo la sensación de que ellos esperan algo!, dijo Tatoom. ¡Sí, están
aguardando algo!, dijo, como si hablase consigo mismo.
El padre de Tatoom era mercader. Venía de una localidad costera, trayendo
generalmente sal, algas marinas, y a veces también perlas. Cambiaba sus mercaderías por
oro, pues a las mujeres de su pueblo les gustaban mucho los adornos. Era un hombre bueno
y pacífico y sabía que su hijo Tatoom tal vez tuviese razón. Entretanto, era para él un
enigma, lo que los Incas podrían estar esperando... No, él tenía la misma opinión que los
otros. Deberían ayudar.
Ya al día siguiente, y antes del amanecer, aproximadamente unos treinta hombres
armados de arcos, flechas y mazas siguieron el camino que conducía a la montaña de las
cavernas. Se aproximaron cautelosamente, observando durante algún tiempo las entradas
de las cavernas. No se veía nadie. Los malhechores parecían aún estar durmiendo. Esa
suposición, sin embargo, estaba equivocada. Pues cuando algunos se aproximaron a una
de las entradas mayores, fueron recibidos por una lluvia de piedras. Con eso se decidió la
lucha. Cualquier avance habría sido un suicidio, pues algunos de los jóvenes fueron
acertados por piedras, sangrando mucho; también uno de ellos fue acertado por una flecha
tirada de las cavernas. La flecha apenas magulló levemente su piel, no obstante, el murió
con terribles dolores en el camino de vuelta. La flecha que lo atingió estaba, por lo tanto,
envenenada.
Desanimados y con deseos de venganza en el corazón, volvieron con el muerto y los
heridos para sus tiendas, a las afueras de la Ciudad de Oro.
Los plantadores que trabajaban en los campos, miraban sorprendidos para el grupo
de hombres fuertemente armados y iluminados por los rayos del Sol naciente, los cuales
aparentemente cargaban un muerto.
Dejaron enseguida su trabajo y se aproximaron de los hombres que conocían como
mercaderes, listos para auxiliar. Al oír sobre lo que sucediera, uno de ellos llevó luego a los
heridos para la ciudad, a fin de poder tratarlos en la casa de los médicos. El muerto podría
ser sepultado en la mañana siguiente.
— ¡Nos gusta hacer negocios con vosotros, pero, como estáis viendo, las
circunstancias nos obligan a marchamos y nunca más volver!, dijo enfadado a Bitur un
mercader de plata, mientras este trataba su herida.
— ¡La piedra que te atingió, se desvió por poco de tu corazón!, dijo el médico
serenamente. Continúen aquí tranquilamente, traten de vuestro comercio y sean
vigilantes. ¡El auxilio no dejará de venir!
— Somos solamente personas comunes..., no tan crédulos como vosotros... ¿Pues,
de dónde deberá llegar el auxilio?, dijo el herido indiferentemente.
— ¡Seria mejor para ti agradecer en vez de remusgar!, respondió Bitur,
sorprendido por tanta ingratitud.
— ¿Y el muerto? ¿Él también debe agradecer?
— ¿El muerto? Bitur tentó recordarse del hombre. Al recordar de quién se
trataba, dijo concluyendo:
— Ese hombre de cualquier forma habría muerto en ese lapso de tiempo, pues ya
había alcanzado el límite que nos indica el camino para el otro reino.
El orfebre de plata, naturalmente, narró a los demás la conversación que tuvo con
Bitur.
— ¿Quién es que entiende ese pueblo?, exclamó él finalmente. Realmente,
aguardan una ayuda, pero no de nosotros..., probablemente esperan por un milagro...
Las opiniones entre los mercaderes se dividieron. Hubo hasta riñas. Sin embargo, al final
nadie se marchó. ¡Ahora no! Querían presenciar el milagro, si es que existiría. En el fondo,
todos esperaban algo totalmente imposible, pues junto al pueblo Inca las cosas más
irrealizables eran posibles.
LLEGA EL AUXILIO
Y el milagro se realizó. Pocos meses después de la entrada u las cavernas, los
depravados seres humanos que en ella se alojaron fueron destruidos. Ninguno escapó.
Comenzó con un vendaval que parecía soplar desde los cuatro cantos, formando
innumerables torbellinos. Después de algunas horas — fue al anochecer — el vendaval
acabó y un extraño silencio, repleto de expectativa, se propagó en el ambiente. Incluso los
pajarillos, que comúnmente a esa hora cantando en grandes bandadas alzaban el vuelo
hacia sus nidos, no se dejaban ver ni oír.
Más tarde, al anochecer, una densa neblina cubrió la ciudad, las colinas y las
montañas en los alrededores, de forma tan cerrada, que las mismas se perdían de vista.
¿Neblina en ese aire seco?... También eso era algo extraordinario. Bandadas de
murciélagos, búhos y otros animales abandonaban en masa la región, en la cual se
encontraba el monte de las cavernas. Realmente, el monte de las cavernas consistía en
varias colinas bastante elevadas y rocosas, atravesadas por hendeduras que ofrecían poso
a muchos animales.
En los días que se siguieron la Tierra tembló varias veces. Esos temblores eran
acompañados de estruendos y de un retumbar, como si una avalancha de piedras estuviese
despeñándose. Sin embargo, la neblina que envolvía la región donde se localizaba la ciudad
se disolvió, y bandos de pajarillos posaron chirriando en los tejados, bajo el brillo del Sol.
Fue como si nada hubiera sucedido. No obstante, existía algo diferente. Una blanca y densa
neblina envolvía el monte de las cavernas. Las demás montañas de menor altura que
rodeaban la ciudad estaban libres.
Los Incas reían, mientras los forasteros medrosamente cubrían sus cabezas cuando
la Tierra temblaba. En el tumulto dos individuos escucharon la voz de un viejo amigo. Era
la voz del gigante Thaitani. Terminaba la aflicción de ellos. En cada casa Inca se pensaba
con gratitud en la señora de la Tierra, Olija, la cual les envió los gigantes. Pues Thaitani
nunca venía solo. Eran siempre varios que ejecutaban un trabajo bajo la dirección de él...,
que tipo de trabajo era, nadie conseguía imaginar.
— ¡Ellos mandaron a cerrar con velos de neblina la región donde trabajan!, dijo
San preocupado. Hacen siempre esto cuando no desean que los seres humanos o animales
se aproximen demasiado de su campo de acción.
— ¡Su irradiación de energía es comparable a la de los rayos, que pueden tener
un efecto mortal!, dijo otro tan preocupado como San. La preocupación de los sabios era
justificada. Pues, donde quiera que los gigantes trabajen, se forma un campo de protección
magnética, el cual es soportable únicamente por pocas personas. Por ese motivo limitaban
a tiempo, la zona de peligro, por intermedio de una espesa camada de neblina.
— ¡Debemos de inmediato instalar guardias y advertir a todos!, exclamaron
algunos jóvenes, poniéndose a correr en diferentes direcciones aún mientras hablaban.
Las advertencias llegaron en tiempo cierto. Pues los forasteros, guiados por los mercaderes,
ya seguían en masa por el camino que conducía para el monte de las cavernas. Felizmente,
los guardias Incas alcanzaron aún antes que ellos la frontera de neblina. Sin embargo,
fueron necesarias muchas explicaciones para que los curiosos comprendieran el peligro a
que se exponían, si transpusiesen la frontera de neblina.
Los Incas recibieron una ayuda inesperada de algunos forasteros, cuya facultad de
percepción aún permanecía tan nítida, que podían observar muchos seres de la naturaleza;
sabían, por lo tanto, que la proximidad de los gigantes podría significar peligro. Entre esos
seres humanos y los espíritus de la naturaleza aún no existía ninguna barrera separadora.
La alegría que sintieron al saber del “milagro” fue inmensamente grande para todos. Nadie
había pensado en los espíritus de la naturaleza, aunque todos creían firmemente en ellos,
a pesar de que no pudiesen verlos más, con excepción de algunas veces.
“¡Que ellos aniquilen la cría del demonio en sus cavernas!”, era el pensamiento de
todos.
— ¡No permitáis más que esas criaturas manchen la maravillosa Tierra de Olija!,
gritaban algunos, lo más alto posible, en dirección a la neblina, esperando que fuesen oídos
por los gigantes.
A pesar de la comprensión demostrada por los forasteros, la paciencia de los
centinelas Incas fue sometida a una dura prueba. Varios forasteros deseaban avanzar hacia
la región prohibida. Por pura curiosidad. Y en la esperanza de ver a los gigantes en su
trabajo...

EL ATREVIMIENTO DE TATOOM
Tendría antes que suceder un desastre, para demostrarles a todos como podría
volverse peligrosa la inobservancia de las advertencias...
Tatoom, un hombre joven y simpático, bastante orgulloso de su gran fuerza física,
se aproximó cierto día de Bitur, que en el momento hacía el servicio de guardia, y le dijo:
— ¡Sabio Bitur! Vine hasta vuestra ciudad no para hacer negocios, mas sí para
aprender. Tal vez consiga tomarme parecido con vosotros, Incas, si permitiereis que me
quede aquí el tiempo suficiente.
Después de esas palabras iniciales el joven silenció, mirando hacia las nubes de
neblina en movimiento, como que buscando algo... Bitur estaba preocupado, pues
adivinaba lo que sucedería.
— ¡Quiero conquistar la benevolencia de los gigantes!, dijo Tatoom. Tal vez
consiga eso, enfrentándolos valientemente. Mi gran fuerza física...
— ¡De nada ella te adelantará, en lo que dice respecto a los gigantes!,
interrumpió Bitur sus consideraciones. La fuerza física sólo tiene valor cuando es aplicada
con inteligencia y reflexión... ¿Por qué quieres conquistar la benevolencia de los gigantes?
Estos grandes ejecutan el trabajo que les fue dado..., no comprenderían lo que tú quieres
de ellos... Si realizares tu idea, nunca podrás alcanzar tu objetivo de tomarte médico. Por
lo menos en la actual existencia terrena...
El padre de Tatoom, que escuchó las palabras de Bitur, observó horrorizado a su
hijo, pues él conocía cuán atrevido y corajudo que era.
— Ningún ser humano es capaz de resistir a la fuerza de los gigantes. Si no desean
que nos aproximemos de ellos, esto entonces tiene su motivo.
Tatoom escuchó las palabras que uno de sus amigos pronunció; enseguida, libertó
su brazo que un otro le aganaba y, antes que los presentes se dieran cuenta de lo que
estaba sucediendo, corrió por el camino que conducía hacia la neblina.
Bitur siguió al atrevido con los ojos, meneando la cabeza sin comprender; luego se
alejó preocupado, ordenando a algunos guardias para que trajeran una camilla. Caso ya no
estuviese muerto, Tatoom no podría haber ido lejos; y deberían rápidamente socorrerlo.
Tardó, sin embargo, cerca de una hora en llegar la camilla. Mientras eso Bitur intentó
comunicarse con Thaitani, pidiendo pasaje libre.
“¡Queremos apenas buscar un ser humano necio que entró en vuestro campo de
energía!”, agregó él, explicando. Apenas transcurrieron algunos minutos y se escuchó un
ligero tronar. Thaitani respondió, y los Incas lo habían entendido. Pero solamente los Incas,
no los forasteros. Estos escucharon un trueno. Y esos truenos ya los habían escuchado con
frecuencia en los últimos tiempos.
Cuando los cargadores aparecieron con la camilla, Bitur, sin perder un minuto
siquiera, traspasó con ellos la establecida frontera, y desapareció en la neblina. Otros dos
médicos lo acompañaron.
Los que quedaron procuraban escuchar algo, reteniendo la respiración. Pero no se
escuchó un único sonido. Una tensión inquietante tomó cuenta de ellos. El padre de
Tatoom se sentó, muy triste, en una piedra. Él no entendía su hijo. El peligro parecía
atraerlo irresistiblemente. Y ya muchas veces por causa de ello llegara a situaciones
aflictivas... Cuánta razón tenía uno de los “videntes de espíritus” cuando un día dijo:
“¡Tu hijo carga consigo muchos fardos de vidas terrenales anteriores! Ese lastre
puede alejarlo de su meta y conducirlo a caminos errados...”
Después de algún tiempo que les pareció a todos, una eternidad; salieron los
cargadores de la zona de neblina con la camilla. Cargaban a Tatoom, el cual estaba tendido
en ella como muerto. Nadie, tampoco el padre, se atrevió a hacer una pregunta.
Tatoom fue llevado a la casa de los enfermos y colocado en el jardín interno, debajo
de un árbol en flor. Era orden de Bitur. No había más nada a examinar. Esto los tres médicos
lo habían hecho en el lugar donde lo encontraron. Su columna estaba fracturada en
diversas partes. También sus piernas presentaban varias fracturas. Solamente su cabeza
quedara intacta, como que por milagro. A pesar de las terribles heridas Tatoom no estaba
muerto. Estaba inconsciente.
— ¡Cuando vuelva en sí, él verá las ramas floridas!, dijo uno de los enfermeros que
conocía bien a Tatoom.
Tatoom despertó, realmente. Parecía totalmente lúcido. Su rostro se retorcía
debido al sufrimiento desesperador. El semblante estaba azulado, no obstante, luego
reconoció a Bitur, cuando éste se sentó en un banco de piedra a su lado.
— ¡Perdóname!, suspiró casi imperceptiblemente. Los gigantes nada me
hicieron..., yo caí...
Bitur y los otros dos médicos analizaron todas las posibilidades de cómo podrían
ayudar al accidentado.
— Podemos conservarlo vivo. Es todo lo que podemos hacer. ¡Pues paralítico él
quedará de cualquier forma!
“¿Tatoom paralítico?”, Bitur no podía imaginar eso. En ese momento Tatoom abrió
los ojos y una expresión indescriptible de miedo se reflejó en ellos. Miedo y al mismo
tiempo un pedido...
Bitur comprendió el miedo y el ruego silencioso. De la boca de Tatoom surgió un
murmullo. Él tenía que hablar. Sí, hablar era lo más importante. Finalmente consiguió
formular algunas palabras que mal podían ser comprendidas:
— Yo no quiero ofender a la Señora Olija..., cargar un lisiado..., como yo... ¡Ayúdame
a transponer el Limbo! ..., murmuró él con mirada suplicante.
Bitur señaló con la cabeza concordando y enjugó la frente del accidentado bañada
de sudor. El aspecto azulado desapareció repentinamente del rostro de Tatoom, y algo
como una sonrisa de satisfacción surgió en los ojos de él.
— ¡Viste a Thaitani y sus gigantes!, dijo Bitur al ver la sonrisa. Conscientemente
ningún gigante te haría daño. ¡Sabes de eso! Sin embargo, existen pocas personas en la
Tierra capaces de soportar su irradiación de efecto fulminante.
— Ayúdame..., a salir de la Tierra...
Los médicos lo ayudaron. Durante algún tiempo aún podrían haberlo mantenido
con vida a través de sedantes. Pero habría sido un inútil vegetar.
Bitur se aconsejó con ellos y enseguida dejó el jardín, volviendo luego con un
recipiente cerrado. Retiró la tapa del mismo, dirigiéndose hacia la camilla de Tatoom. Un
olor agradable se expandió por el jardín, cuando retiró del recipiente un manojo de lana
húmeda. Tatoom aspiró hondo, cuando Bitur comprimió la lana delicadamente contra su
nariz. Más una vez, como que, en sueño, abrió los ojos... Cuando el Sol bajaba,
embelleciendo con su brillo rojizo-dorado las montañas y los valles, el espíritu de Tatoom
se desligó de su cuerpo, y Bitur le colocó la venda sobre los ojos. Una venda blanca-dorada
con la cual todos los Incas eran sepultados.
Al día siguiente él fue enterrado en un campo fuera de la ciudad, donde ya habían
sido sepultados varios forasteros. Después del entierro su padre le entregó a Bitur un
saquillo de cuero.
— Aquí adentro se encuentran piedras preciosas..., rojas y verdes. Son muy bonitas
y pertenecían a mi infeliz hijo... Ellas vinieron desde muy lejos... Ahora te pertenecen...
El anciano silenció, observando como Bitur admiraba con visible satisfacción a las
piedras preciosas.
— ¡Librasteis a mi hijo de mil sufrimientos, y a mí y a los míos de la vergüenza!,
acrecentó él en voz baja, pero, al mismo tiempo, aguardaba.
Cuando Bitur guardó el saquillo en el bolsillo de su poncho, el anciano dio un suspiro
de alivio. Pues temiera que Bitur rehusase el regalo. Tatoom fue huésped de los Incas y con
su desobediencia quebrantara el derecho de hospitalidad. Él no lo habría tenido a mal, si
Bitur hubiese rechazado el regalo. Esto, sin embargo, significaría que de forma alguna
quería recordarse de ese necio joven.
Algunos meses después, todos; una vez más se acordaron de Tatoom y de su
infortunio, cuando algunos niños se dieron cuenta del bloque de piedra que cubría su
sepultura. Era una piedra rectangular, lapidada, en cuyos lados longitudinales estaban
grabadas líneas en zigzag.
— ¡Veis la señal de los gigantes! ¡Ellos le regalaron una piedra tan grande que
diez hombres no podrían levantarla!
— Aquí tenéis la prueba que ninguno de los gigantes, conscientemente, hizo mal a
Tatoom. ¡Existen pues, por todas partes, límites que no se deben exceder!, dijo uno de los
Incas, explicando, al ver la piedra.

TERMINA EL TRABAJO DE LOS GIGANTES


Entonces llegó una mañana que se diferenciaba a todas las otras de los últimos
meses. Reinaba el silencio, un silencio tan grande, que todos sostenían la respiración,
escuchando. El martillar, cincelar y reventar, bien como todos los ruidos que normalmente
emanaban del campo de trabajo de los gigantes, habían cesado. Y desapareciera también
la neblina que encubriera una gran área en los alrededores.
Los Incas, naturalmente, sabían que los gigantes habían construido un alto muro de
piedras, y que la parte superior de la montaña de las cavernas no existía más. Esa montaña
siempre representara un peligro. No sólo por causa de esas criaturas humanas hostiles que
podían penetrar de ese lado furtivamente a la ciudad, sino también por causa de las
innumerables cavernas y grietas, muchas veces tan bien cubiertas por arbustos, que
frecuentemente no eran vistas de inmediato. Los Incas, luego que llegaron, fueron
alertados para que no pisasen en esa región peligrosa.
Los Incas aguardaban. El día aclaró, se tomaba asoleado, y el aire era tan puro y
límpido como siempre fue. Esto significaba que el trabajo de los gigantes terminaba y el
camino hacia allá estaba libre nuevamente.
Los Incas — primeramente, sólo los hombres y jóvenes mayores — entraron en la
región que fue delimitada por la neblina y avanzaron lentamente. Después de una corta
caminata quedaron parados, atónitos, mirando el colosal complejo de piedras que se erguía
más adelante, extendiéndose hacia los lados.
Casi que en devoción entraron primero en un patio rodeado por altos muros.
Siguiendo las paredes externas, había peldaños que conducían en dirección a lo alto para
una planicie y también hacia abajo, para una especie de sótano. Poco a poco descubrieron
recintos laterales y pozos de ventilación, ya que parte del patio estaba cubierto.
Los peldaños que conducían hacia arriba, por las paredes, terminaban en una
muralla de protección larga y alta, de la cual se avistaba una amplia planicie, en parte
pedregosa y en parte cubierta de tierra. En las cercanías de la muralla brotaba una vertiente
que chorreaba para todos los lados. Los Incas miraban como fascinados para el agua que
brotaba y que, con certeza, aún no existía antes de la construcción de la fortaleza, pues
sino los responsables de buscar agua ya ciertamente la habrían descubierto.
“¡Un obsequio de los gigantes!,” pensaban todos en silenciosa gratitud, mientras se
arrodillaban y bebían el agua con los vasos que los jóvenes siempre llevaban consigo.
La descripción de esa fortaleza Inca que surgió aproximadamente hace dos mil años
es incluso incompleta. Pues es muy difícil describir esa compleja y colosal construcción en
todos sus detalles, obra denominada en aquél tiempo como “Castillo de los Gigantes”.
Los Incas, naturalmente, planificaron luego una fiesta de agradecimiento. Aunque,
antes que nada, “El Castillo” tendría que ser limpio, de tantos escombros y polvo que
cubrían el suelo por todas partes. Entre los escombros se encontraban muchas piedras
cortadas, de forma cuadrada, que podrían ser usadas para varias finalidades: construcción
de casas, calles, estanques de baños, muros de jardines, etc.
— ¡Esas piedras, para nosotros tan necesarias, también las podemos considerar
un regalo de los gigantes!, dijo San, amontonándolas, junto con los demás, en un lugar
fuera de la fortaleza. Había, todavía, un otro regalo de los gigantes que alegró a todos de
manera especial. Era una piedra alta y laminada que el propio Thaitani colocara en el centro
del patio, ciertamente como una especie de piedra para el altar.
— ¡Revestiremos la piedra del altar con oro! ¡El patío es tan grande que en los
días de conmemoración nos podremos reunir aquí!, dijo uno de los sabios, contemplando
pensativamente la piedra. ¡Con esa construcción, mucho se modificará para nosotros!,
agregó él antes de alejarse de la piedra.
Nadie más hablaba sobre los degenerados seres humanos que se alojaron en las
cavernas, donde ahora estaba la fortaleza.
Todos sabían que la montaña de las cavernas desmoronara parcialmente al primer
temblor de tierra, enterrando a todos. La bella Tierra estaba libre de ellos...
Los visitantes y mercaderes que conocieron los bandos de ladrones y que también
vivenciaron la misteriosa construcción de la fortaleza mal encontraron palabras para
expresar su admiración. Una cosa se tornó evidente para ellos: los Incas eran seres
humanos que espiritualmente se encontraban muy distantes de todas las demás criaturas...
No eran los gigantes que provocaban tanta admiración en los forasteros. ¡No!
Muchos de ellos sabían, pues, que los “Grandes”, desde tiempos inmemoriales, fueron
llamados para auxiliar en las construcciones que iban más allá de las fuerzas humanas. Y
siempre auxiliaron. No solamente a los Incas, pero también a muchos otros pueblos. Eran
los propios Incas que despertaban la admiración de ellos durante aquel período realmente
difícil. De su paciencia, calma, confianza, bien como de su inquebrantable certeza de que
recibirían el auxilio. ¡Ellos tenían apenas su propia confianza, pues no poseían armas!
— ¡Jamás llegaremos a comprender ese pueblo!, dijo un miembro del pueblo Chimó,
que viniera de lejos, del norte.
— ¡Nuestros antepasados deben haber tenido semejanza con el pueblo Inca, pues de
aquello que puedo recordar, a través de las narraciones de los míos, ellos siempre contaron
con el auxilio de los espíritus de la naturaleza!, respondió una mujer que por causa de una
enfermedad en el pie, se encontraba junto a los Incas...
Ninguno de los forasteros sabía lo que ocurriera atrás de la cortina de neblina. Pues,
desde el infortunio de Tatoom, nadie más se atreviera aproximarse a ella. Aguardaban, por
eso, pacientemente, hasta que les fuera permitido ver la misteriosa construcción que ahora
estaba concluida. San les envió el comunicado de que el suelo de la obra estaba cubierto
de polvo, de piedra y escombros, dificultando bastante el caminar.
— Tan luego terminemos los trabajos de limpieza, realizaremos una solemnidad de
agradecimiento. Cuando esto quede concluido, habrá llegado también vuestra vez. Por
tanto, esperad con paciencia, hasta ser llamados por nosotros.

LA SOLEMNIDAD DE AGRADECIMIENTO
Después de pocas semanas, los trabajos de limpieza terminaron, y la solemnidad de
agradecimiento pudo ser realizada. Los orfebres confeccionaron, en ese entre tiempo, las
cintas de oro en zigzag. El signo de Thaitani y de sus gigantes era una línea en zigzag. Y
también una lámina de oro para la piedra del altar. En el centro de la lámina grabaron una
estrella de siete puntas. El signo de Viracocha. En honra de Olija plantaron en la entrada
cuatro árboles de especial belleza. Con eso estaban terminados los preparativos para la
solemnidad.
En el día de la fiesta los Incas, mujeres y hombres, dejaron la ciudad aún antes del
amanecer, con pasos ligeros y casi sin ruido, dirigiéndose al “Castillo de los Gigantes”.
Cuando los sabios, bajo el tañido de flautas y instrumentos de cuerdas, entraron en el patio,
todo resplandecía bajo el brillo del Sol naciente. Cada uno de ellos podía sentir que Inti, el
Señor del Sol, estaba alegre con las criaturas humanas y que su alegría se expresaba en un
juego de colores especialmente bello.
Poco después de haber llegado, los orfebres colocaron la lámina de oro, cincelada
cuidadosamente, sobre la piedra del altar debidamente preparada. Las cintas de oro
dispuestas en zigzag, y en número de cuatro, fueron colocadas en las paredes también
preparadas para eso. Mal consiguieron colocar las señales de los gigantes en las murallas,
surgió un breve vendaval que hizo vibrar toda la fortaleza. Al mismo tiempo se escuchaba
un eco que sonaba como si mil instrumentos de piedra fuesen golpeados unos contra otros.
“Son las manifestaciones de alegría de los gigantes. ¡Vieron sus signos, y se contentaron
con eso!”, pensaban los Incas, mientras temblaban bajo las fuertes y continuas vibraciones
del aire. Cuando las “manifestaciones de alegría” de los gigantes disminuyeron, los Incas
entraron serenamente en el patio de la fortaleza. Los que no consiguieron encontrar un
lugar en el interior, ocuparon los anchos peldaños que conducían para la altiplanicie.
Muchos, sin embargo, subieron los peldaños que conducían hacia el alto, contemplando
con alegría en el corazón al alto y largo muro. Realmente ahora su ciudad estaba bien
protegida.
Cuando los cantores, abajo, en el patio, entonaban la canción de glorificación a los
grandes espíritus de la naturaleza, todos permanecieron parados y cantaron juntos, en voz
baja:
“¡Olija, gran señora, escucha nuestras voces, pues amamos tu reino terreno!
¡Viracocha! ¡Poderoso señor!
¡Tus siervos se encuentran por todas partes! En las profundidades de la Tierra y en
las alturas de las nubes, en las aguas bramantes y en el fuego crepitante. Nosotros te
amamos, gran Viracocha. Cada gnomo, cada gigante y cada criaturita de las flores son
nuestros hermanos y hermanas”.
La melodía de esa canción, que aún tenía otras estrofas, sonaba con una
extraordinaria belleza.
Los Incas pasaron casi el día todo junto a la fortaleza de los gigantes. Al mismo
tiempo estudiaban de qué manera podrían aprovechar mejor los diversos
compartimientos. Los peritos en agua contemplaban entusiasmados como ésta subía al
medio del suelo de piedras y ya planificaban enseguida un acueducto subterráneo que
abasteciese abundantemente toda la ciudad. Este plan fue puesto en práctica. Sin
embargo, se pasaron muchos años hasta que el agua pudiese ser conducida hasta el centro
de la ciudad, pues la construcción de acueductos de piedra era muy demorada y penosa.
En aquel mismo día los Incas hicieron en la alta y amplia planicie más una descubierta.
Escondidos bajo densas enredaderas encontraron montículos de piedras. Tenían varios
tamaños y formas, pero todas eran cortadas con precisión y bien lapidadas.
— ¡Los gigantes nos prepararon las piedras para una finalidad especial!, dijo
uno de los constructores, contemplando las piedras redondas, medio alargadas, dentadas
y cuadrangulares.
— ¡También esas enredaderas fueron plantadas aquí con una determinada
finalidad!, dijo uno de los conservadores de remedios, mostrando a Bitur las hojas carnudas
de color verde obscuro y las flores amarillas. Bitur sonrió silenciosamente para sí mismo.
Había visto, como si fuese una sombra, el rostro de un Rauli, lo que significaba que esa
planta podría ser utilizada para fines terapéuticos. Bajo la orientación de Bitur algunos días
después se preparó con esa planta un eficiente e inofensivo sedativo.
— ¿Y las piedras, con que finalidad estarían aquí arriba?, preguntaron todos los
que estaban alrededor.
— ¡Aún no tenemos un calendario!, dijo de repente uno de los astrónomos, como si
hubiera tenido una inspiración. ¡Esas piedras son por excelencia adecuadas para tal!
Y él tenía razón. Los sabios y los que les sucedieron hicieron con el transcurrir del
tiempo un calendario perfecto. Esto, ciertamente, exigió tiempo. Pues en cada piedra
escogida fueron grabadas figuras y marcas que hacían referencia a fiestas religiosas y
acontecimientos que se relacionaban con ocurrencias de la naturaleza. Cada piedra del
calendario representaba un cierto lapso de tiempo determinado por un astrónomo. Con las
piedras ya grabadas del calendario formaron primeramente un gran círculo exterior, en el
cual se podía ver el transcurso del año. Pero para el pueblo Inca el círculo tenía un
significado más profundo aún. Veían en él un signo de eternidad y de inmortalidad.
— ¡No existe la muerte!, enseñaban. ¡Pues todo vuelve a su origen!
El día de la inauguración fue también muy bien aprovechado en otro sentido. Los
plantadores que inspeccionaban los diversos compartimientos luego reconocieron para
que podrían ser utilizados. Con el aire seco todos los cereales, bien como otros frutos del
campo, se conservarían perfectamente. Y así sucedió que en la “fortaleza” guardaron toda
clase de productos agrícolas. Al menos durante un período. Pues en el milenio siguiente,
los Incas construyeron centenas de silos distribuidos en diferentes regiones.
— ¡No debemos dejar nada que se estrague!, les enseñaban a todos los que
frecuentaban sus escuelas. ¡Pues los frutos de la Tierra son obsequios de Olija, la señora de
la Tierra, y de Inti, el señor del Sol! Y de todos sus grandes y pequeños siervos. Estos hacen
con que las semillas germinen de tal manera que broten en dirección a la luz. ¡Las
excelentes cosechas y toda la abundancia que tenemos, a ellos les agradecemos! El trabajo
con el cual contribuimos es la menor parte...
Pocos días después de la solemnidad de agradecimiento les fue permitido a los
forasteros ver la obra de los gigantes, que para ellos aún continuaba algo nebuloso.
San, personalmente, condujo hacia la fortaleza a los impacientes visitantes. La
reacción de esos seres humanos, generalmente grotescos, sorprendió incluso a San, que ya
pensaba conocerlos bien. Al primer instante contemplaron silenciosos, sí, casi con
veneración, a los gigantescos muros. Y sin pronunciar palabra alguna subieron también los
peldaños para observar la grandiosa muralla. La visita no demoró mucho. Tenían prisa en
bajar nuevamente. San no sabía que pensar. Esperaba admiración y sorpresa. Pero no ese
silencio. ¿Qué sucedía con esas criaturas?
Abajo en el patio nuevamente caminaban, de un lado a otro, inspeccionando
minuciosamente las paredes con los signos de oro de los gigantes, después pararon delante
de la piedra del altar.
— Nosotros debemos haber cambiado mucho por no poder ver más a los grandes
gigantes de las piedras... Vosotros, Incas, sois sabios... ¡Nos decid como podemos cambiar
esto!, exclamó uno de los hombres de edad más avanzada.
— ¡Estáis viendo la obra de ellos! ¡Y sabéis que seres humanos no serían capaces de
ejecutar un trabajo como este aquí!, dijo San explicando.
Un hombre más joven señaló dos enormes piedras angulares, exclamando casi
alegre:
— Me parece ver a los gigantes cuando permanezco así delante de esas piedras.
Conmigo nada necesita cambiar, estoy contento de encontrar los “rastros” de ellos en
algún lugar. Como, por ejemplo, en esa obra. ¡Esas murallas son para mí como rastros
dejados por ellos! Yo sé, por intermedio de ellas, que los gigantes estuvieron aquí.
San sonrió con la comparación del joven, pero en el fondo él tenía razón. También
los otros parecían contentos con tal interpretación. Ahora todos hablaban al mismo
tiempo, tocando admirados en las piedras especialmente grandes. San salió contento.
Entendía a los forasteros. Ellos amaban la aventura. Y, con excepción de pocos, todos aún
tenían un fuerte vínculo con los espíritus de la naturaleza, por eso gustarían de encontrarse
con alguno de éstos.
Pero San sabía también que, para muchos, los espíritus de la naturaleza se habían
transformado en dioses inaccesibles. A pesar de cada ser humano depender de la acción
de esos “inaccesibles”, desde el nacimiento hasta la muerte...
CAPÍTULO VI

LOS NIÑOS INCAS Y SU EDUCACIÓN

LOS PILLIS
El día en que los niños eran confiados a sus pequeños protectores, los “Pillis”, era
de especial importancia. Por lo menos para los padres de los respectivos niños.
Esto sucedía por vuelta del décimo mes, esto es, cuando el niño comenzaba andar.
La ceremonia se realizaba de la siguiente manera: Se colocaba un pequeño brasero dentro
de la casa o al aire libre, dependiendo del tiempo; después, cerca del mediodía, se llenaba
el brasero de brasas. Después de eso la madre iba retirando de un plato de oro semillas
resinosas y aromáticas, tirándolas en las brasas. Lo mismo hacía después el padre del niño.
Tan luego el humo aromático subiese, los padres tomaban dos campanillas de oro —
denominadas “campanillas de los niños” — tocándolas algunas veces en determinados
intervalos. En seguida, ocho o hasta más niños mayores comenzaban a tocar sus flautas.
Era una melodía singular y monótona. La melodía de la canción del niño.
Después de esa melodía, los padres entonaban una canción, cuyo texto puede ser
transmitido aproximadamente como sigue:
“¡Venid Pillis! ¡Venid, oh Incansables, oh infatigables, venid! ¡Venid oh saltarines,
oh corredores!... ¡Venid y acoged nuestro pequeño Pilli bajo vuestros cuidados! ¡Deberá
tomarse como vosotros! Transbordando de alegría y de placer de vivir... Nuestro pedido
llega hasta vosotros en el humo aromático”.
Después de terminar la canción, los padres esparcían más una vez semillas resinosas
sobre las brasas. Y tocaban nuevamente las campanas. Con eso la ceremonia estaba
terminada.
Mientras eso, el niño quedaba generalmente junto a la madre, pero siempre en
movimiento. Jugando, intentaba de coger el humo que subía, o tomaba granos de resina
tirándolos también a las brasas, imitando a los padres. A cada movimiento hecho por el
niño, tintineaban las campanillas que habían sido fijadas, de propósito, para esa ceremonia,
en las mangas de su chaquetilla de lana blanca.
Los espíritus de protección de los niños que fueron llamados, siempre se hacían
perceptibles de alguna forma, en señal de que recibían el ruego de los padres con agrado,
y de allí en adelante el pequeño “Pilli” podría contar con su protección.
Por ejemplo: repentinamente surgía sibilante una llamita azul del pequeño brasero,
así como si alguien lo hubiese soplado... O entonces en el humo que subía se formaba un
remolino colorido... Muchas veces las madres escuchaban también tocadas de gongo que
parecían vibrar en el aire... De alguna forma los espíritus protectores anunciaban su
presencia. Lo que contribuía bastante para tranquilizar a los padres.
Esos Incansables espíritus de protección, los Pillis, no eran vistos por nadie, ni por
los videntes. La única excepción eran apenas los propios niños. Hasta el final del segundo
año de vida, aproximadamente, podían ver a sus acompañantes invisibles y, de ésa manera,
comunicarse con ellos.
No, los espíritus protectores de los niños no pueden ser vistos por nadie en la Tierra.
Diferente es con las “almas intermediarias”, los “Timos” *.

LOS CUERPOS AUXILIARES


Las madres Incas embarazadas generalmente percibían, ya antes del nacimiento de
su hijo, a otro niño; algo mayor que, constantemente permanecía en su proximidad. Sabían
también que ese segundo niño estaba ligado a su propio hijo inseparablemente. Crecían
juntos y juntos envejecían. Solamente después de la muerte, ambos cuerpos se disolvían,
el cuerpo terrenal y el Timos. Lo que de ellos restaba era reintegrado a la materia básica...
Las madres sabían también que durante el tiempo en que sus hijos dormían, los
niños Timos permanecían en un “jardín de niños”. La atracción entre ambos, sin embargo,
era tan fuerte, que inmediatamente se volvían a ligar cuando el niño terrenal despertaba.
Si por algún motivo el niño terrenal falleciera, entonces, naturalmente, el Timos fallecía
también. Pues uno no puede existir sin el otro.
Para que nunca pudiesen surgir errores, las jóvenes madres eran informadas sobre
todas las conexiones que tenían respecto al espíritu y al alma durante las clases espirituales.
El motivo para tales esclarecimientos fue dado cierta vez por una joven mujer, que
preguntó por qué los pequeños niños no eran ligados inmediatamente a la respectiva alma
y al espíritu. Ella no entendía por qué aún era necesaria un “alma intermediaria”, que
creciese junto con el niño terrenal y lo acompañase hasta la muerte.
Todos los Incas sabían naturalmente que, cada espíritu humano necesita un cuerpo
auxiliar, un alma, a través de la cual él puede continuar actuando. Y más, sabían que, al
morir en la vejez, sus espíritus y almas permanecían los mismos. Continuaban a vivir aún
sin el cuerpo terrenal. Terminaba apenas su ligación con la Tierra.
Había, sin embargo, frecuentemente personas que necesitaban de esclarecimientos
adicionales para una verdadera comprensión, conforme se deducía de la pregunta de la
joven madre.
* Cuerpo Astral.
Uno de los sabios respondió tal pregunta de la siguiente manera:
— Nuestro cuerpo es envuelto por varias pieles. Como podemos constatar, son tres.
La primera, la piel más interna, es la más delicada, pero también la más fuerte, pues
proporciona a las otras dos pieles la alimentación indispensable a su existencia v a su
desenvolvimiento.
Ahora podríamos preguntar: ¿por qué tres pieles? ¿No sería suficiente la capa de
piel interior, una vez que es tan rica en substancias vitales?
Cuando, después de esas palabras, el sabio hizo una pausa, todos naturalmente
comprendieron lo que él quería decirles con tal comparación.
— ¡La capa de piel interior es demasiado delicada para quedar en contacto con
el mundo exterior, áspero y frío!, exclamó rápidamente una joven mujer.
El sabio le dio razón a ella, pero luego continuó:
— ¡Nuestros pesados cuerpos de carne terrenal son adaptados a la Tierra,
donde nuestro espíritu debe actuar! Sin embargo, ni nuestro espíritu, por más fuerte que
sea, ni nuestra alma, podrían ligarse sin un medio de transición al pesado cuerpo terrenal.
Para eso son demasiado diferentes en su composición.
Todo lo que viene del gran Dios-Creador es perfecto. Su Voluntad se realiza en todas
las regiones, tanto en las alturas, como en las profundidades... Sabemos que nuestro
desenvolvimiento espiritual debe realizarse en la Tierra, he aquí por qué regresamos más
veces hacia acá.
Nuestro espíritu, es de otra especie, aunque fuerte, nunca podría adquirir una unión
directa con el cuerpo de carne terrenal. Ni al alma esto le es posible. Por ese motivo fue
creado un cuerpo auxiliar, el Timos. A través de ese cuerpo auxiliar, espíritu y alma pueden
unirse estrechamente con el cuerpo terrenal.
Cada niño, por ocasión de su nacimiento, ya está ligado estrechamente, a través del
alma intermediaria, con el alma y el respectivo espíritu. En la infancia actúan solamente
influencias anímicas que por su vez se encuentran estrechamente ligadas al mundo de la
naturaleza. El espíritu solamente entra en actividad cuando el niño se torna adulto.
No obstante, el espíritu con sus diferentes cuerpos auxiliares forma una unidad. Una
unidad perfecta, que les posibilita la actuación y el aprendizaje en la Tierra.
Cuando el sabio paró de hablar, una joven exclamó:
— ¡El espíritu necesita entonces de varias capas, así como nuestra piel! La capa
más exterior es nuestro cuerpo carnal. Ella se asemeja a la Tierra. ¡Pues es pesada y gruesa
como ella!
— ¡Así es!, respondió el sabio. ¡En parte alguna existe un vacío, pues todo lo
que es creado, es perfecto!
Más tarde, cuando los Incas entraron en contacto con otros pueblos, curando sus
enfermos, algunos sabios pudieron constatar en varias de aquellas personas síntomas de
terribles enfermedades en sus almas intermediarias. En principio se encontraban delante
de un enigma. Como podrían, en un cuerpo perecible, ser vistos síntomas tan feos,
síntomas que conforme todas las apariencias deberían originarse de una vida terrena
anterior. Había allí, por ejemplo, una joven que mal saliera de la edad infantil, cuya alma
intermediaria presentaba una frente hundida, así como si alguien hubiera golpeado contra
ella con un objeto pesado. En el cuerpo terrenal nada de eso se notaba, pero en la frente
del alma intermediaria esa herida era nítidamente visible.
Demoró algún tiempo hasta que los sabios comprendiesen que la joven debería
haber sufrido esa desfiguración en una vida terrena anterior. Después de la muerte, esas
señales oriundas de una culpa permanecían adheridas a su alma real.
— Por ocasión del nuevo nacimiento, esas horribles marcas se transmitieron al alma
intermediaria, causando síntomas de enfermedades en el cuerpo terrenal, que los sabios,
de inicio, no fueron capaces de explicar.

LAS ACTIVIDADES DE LOS NIÑOS


La laboriosidad de los padres se transmitía, naturalmente, también a los niños.
Junto a los Incas no se veían niños bulliciosos y jugando, pues desde pequeños se ocupaban
de algo. Cada cual por sí. Los niños se dedicaban a alguna actividad tan luego estuviesen
aptos para eso. Cada niño confeccionaba su propio “instrumento musical”. Los primeros
instrumentos eran siempre muy primitivos. Generalmente consistían en un corto pedazo
de rama, de la cual extraían la pulpa. Hecho esto estiraban una cuerda por encima de la
parte hueca, a veces también dos, después envolvían un extremo con un cordel, colgando
la “madera aguda” en el cuello. Niños mayores ya confeccionaban instrumentos musicales
más complicados. Como, por ejemplo, una especie de ocarina de barro y diversas flautas
grandes.
Las niñas construían pequeños hornos de barro; también trabajaban y pintaban la
respectiva loza de barro. Tan luego podían trabajar con las brasas, hacían pequeñas tortillas
de harina de maíz, ofreciéndolas orgullosas a los suyos.
El quinto año de vida era muy importante, pues cada niño recibía su nombre y el
disco solar de oro, el cual todo Inca usaba durante la vida entera colgado en el cuello por
un cordel. En los discos solares eran grabadas señales ligadas a los respectivos nombres.
Esas señales podían ser una fruta, una hoja, una flor, una rama, etc. En el disco de oro del
niño que recibía el nombre “Aniat”, por ejemplo, era grabada una hoja en forma de
corazón. En los discos solares de niños nacidos en la noche, los artistas solamente grababan
flores, hojas y helechos que se desarrollaban en la noche, exhalando sus aromas...
Con cinco años de edad los propios niños ya trenzaban sus bolsas, que cargaban en
sus excursiones. Nunca salían montados en sus animales sin sus bolsas. Y siempre volvían
con ellas repletas. Además de las bolsas y de los vasos de oro para beber, hacían parte de
sus equipamientos, pequeños puñales de oro con mangos de madera y pequeños cántaros
con cuello estrecho. Eran llenados de cántaros de miel.
En aquél tiempo existían en aquéllas regiones diversas especies de abejas que
preparaban una miel casi líquida. Todas esas abejas no tenían aguijón, de tal forma que
coger miel era muy fácil para los niños.
Además de las frutas comestibles y de los brotes u hojas, los niños cogían también
otras cosas en sus excursiones como, por ejemplo: Semillas, cáscaras, flores, bulbos,
también un tipo especial de barro y mucho más aún; siendo todos ingredientes, con que
los Incas fabricaban sus bellas y durables tintas.
A los niños también les gustaba juntar las vainas de un árbol de cacao que, a pesar
de la altitud, crecía en las florestas aún existentes en aquél tiempo. Los cuescos que se
encontraban en esas vainas se alojaban en una especie de gelatina. Los niños comían con
predilección esa gelatina dulce.
Quién quisiese pasar el día todo en las florestas no necesitaba llevar nada para
comer, de tan rica que era la región en frutas. Había muchas especies de frutas que hoy en
día, debido a la devastación de las florestas, desaparecieron totalmente de la faz de la
Tierra. Devastación que comenzó solamente cuando los europeos, después de la conquista,
allá se instalaron...
Era característico en los niños Incas, que cuando veían un árbol cargado, jamás se
lanzaban sobre las frutas. Antes de coger las frutas, ellos bailaban tomados de la mano
alrededor del árbol, abrazándolo y llamando a las Tschilis*. En seguida algunos niños
comenzaban a cantar... Era la canción de las Tschilis de las frutas, a quién amaban
especialmente. Entonaba más o menos como sigue:
“¡Tschilis, Tschilis, mirad hacia nosotros y os obsequiad vuestras frutas! ¡Son tan
jugosas y tan deliciosas!
¡No dañaremos ninguna hojita de vuestro árbol, no quebraremos ninguna ramita y
no olvidaremos a los innumerables animalitos!”
Solamente cuando terminaban su canción, generalmente dos niños subían al árbol,
cogían las frutas, tirándolas hacia abajo. Los árboles estaban casi siempre tan cargados de
frutas, que los niños llevaban también algunas a sus padres.
A los niños Incas les gustaba cantar. En sus canciones expresaban toda la alegría que
completaba sus vidas.
Hasta su décimo segundo año de vida, ellos eran totalmente ligados con la
naturaleza. Sobre asuntos espirituales nadie les hablaba. Sin embargo, sus padres les
enseñaban desde pequeños que seres humanos y animales poseían derechos iguales de
vivir en la Tierra.
— ¡El menor de los insectos es tan importante como el mayor de los animales, les
comentaban a sus hijos, ya que ambas especies fueron creadas con el mismo Amor por el
Dios-Creador!
* Las Tschilis pertenecen, todavía, a la especie de haditas de las flores. Alcanzan más o menos el
tamaño de la mano y todas tienen graciosas caritas de muñecas. Tal como las haditas de las
flores, poseen alitas. Ésas brillan en el color verde, teniendo también la forma de las hojas.
Anticipándose a las preguntas de los niños, añadían de inmediato que era permitido
a los seres humanos matar tantos animales, cuantos necesitasen para su alimentación y
vestuario; y que dicha disposición seguiría vigente por algún tiempo, hasta que ya no lo
necesitasen más…
Sin embargo, a los niños les gustaba vivir solamente de frutas, tortillas y miel... Pero la
confianza en los adultos era tan inquebrantable, que de pronto aceptaban como verdadero
todo lo que les decían y hacían.

LA SELECCIÓN DEL OFICIO


Después del décimo segundo año de vida, los niños tenían que decidir a qué
trabajo querían dedicarse. En la mayoría de los casos ya habían escogido. Los indecisos
eran probados en sus capacidades y confiados posteriormente al profesor más indicado
para el caso.
Todos los niños tenían que aprender un oficio. No en las escuelas. Para tal finalidad
iniciaban el aprendizaje con hombres que ejercían la profesión por ellos escogidas. Por
ejemplo: quién deseaba convertirse en orfebre, tendría que aprender, por tanto, con un
orfebre. El que se interesaba en trabajar como albañil y constructor, aprendía con un
maestro de obras. Lo mismo era con relación a la agricultura. Quién quisiese dedicarse a
ella se convertía en aprendiz de un agricultor.
Las niñas, en aquel tiempo, aprendían todo lo que necesitaban a través de sus
madres. Formaba parte de eso también el “quipu”. Esa palabra significa “dar nudos”, o
también “escritos de nudos”. En una vara delgada colgaban hilos de lana coloridos, de
diversos tamaños, en los cuales eran hechos los nudos, conforme el texto.
Dos nudos amarillos representaban el maíz. Un nudo blanco la sal. Tres nudos
castaños a una determinada especie de tierra utilizada para teñir. Los Incas, entre ellos,
utilizaban poco la escritura de nudos. Todos ellos poseían una extraordinaria memoria, de
tal forma que usaban mensajeros que retransmitían verbalmente sus mensajes.
Debido a la unión con otros pueblos eso se modificó. La escritura con nudos
prestaba grandes servicios. A través de ella eran enviados los mensajes de un lugar a otro,
y efectuadas las solicitudes... Ya que la escritura quipu era también conocida por otros
pueblos.
Con el transcurrir de los siglos fueron fundadas muchas escuelas. En el propio Reino
Inca y posteriormente en todas las ciudades de los pueblos que formaban una “unión” con
los Incas. En parte alguna había una enseñanza unilateral. El equilibrio entre el espíritu y el
cuerpo era siempre observado. Niños y niñas quedaban separados durante el aprendizaje.
Esto ya era condicionado por la propia instrucción. Ya que las niñas apenas se ocupaban en
actividades eminentemente femeninas, al contrario; los niños se interesaban por
actividades correspondientes a su especie masculina. Una mezcla, como hoy en día, habría
sido imposible en aquellos tiempos, ya que los seres humanos aún eran completamente
diferentes.
Los métodos de instrucción de los Incas fueron, con el tiempo, mejorados cada vez
más y adaptados al progreso general.
Las niñas, por ejemplo, después del décimo segundo año, no recibían más la
enseñanza a través de sus madres, pero sí a través de profesoras escogidas. Generalmente
eran mujeres sabias. Con eso se estableció algo totalmente nuevo. Pues las niñas no
frecuentaban la escuela solamente por algunas horas, ellas eran separadas completamente
de sus padres por algunos años, ya que debían mudarse a casas construidas para tales fines.
Esas separaciones eran ventajosas para ambos lados. Tanto para los padres, bien como
para las hijas. Podían, naturalmente, visitarse mutuamente. Para las jóvenes no había
peligro de separarse de los padres, y poder aprender algo malo una vez que simplemente
no existía nada de malo entre ellas.
¡También más tarde fueron construidas para los niños ese tipo de escuela, donde
podían aprender bastante, sin embargo, no todo! Un niño, por ejemplo, que desease
convertirse en médico o conservador de remedios, tendría que vivir en tiempo integral en
los “hospitales” o en “casas de depósitos de medicamentos”, aprendiendo en el propio
local.
Instrucción espiritual todos los jóvenes recibían en las respectivas escuelas, sin
embargo, solamente cuando pasaban el décimo octavo año de vida. Los sabios
responsables por eso observaron que los jóvenes, antes de esa edad, aún vivían
intensamente dentro del mundo de la naturaleza para poder concentrarse como deberían
en asuntos más elevados. Cuando los Incas construyeron sus templos, la enseñanza
espiritual era suministrada en los propios templos. Los que tenían vocación para el
sacerdocio entraban aún como aprendices en la escuela de los sabios.
Las casas de las jóvenes eran denominadas, inicialmente, de “casas de la juventud
y del trabajo”. Poco a poco surgieron otras denominaciones. Más tarde, cuando los Incas
veneraban en los templos al gran Dios-Creador, las jóvenes de esas casas que tenían más
edad, pasaron también a ejecutar el servicio en el templo. Al servicio en el templo
pertenecían también todos los servicios de limpieza. Todas ellas, sin excepción, se sometían
con alegría a esos trabajos, los cuales eran necesarios para que los templos nada perdiesen
de su brillo.
Esas mismas jóvenes vestían, para las solemnidades en los templos, largos vestidos
blancos bordados con hilos de oro, y llevaban coronas de oro en sus cabellos. Todo en ellas
relucía. Sus ojos, su piel dorada, y sus blancos dientes cuando sonreían, cosa que hacían
con frecuencia.
Un alto dignatario de los araucanos, que las observó cierta vez por ocasión de una
solemnidad en el templo, las denominó a partir de ese día en adelante como “vírgenes
del Sol”, por causa del brillo dorado que las envolvía. A los Incas no les gustó mucho esa
denominación, pues con el transcurrir del tiempo, notaron, repetidas veces, como
impensada y superficialmente otras personas formaban opiniones, en su mayoría
totalmente opuestas a la verdad.
— ¡Nosotros honramos espiritualmente sólo al gran Dios Creador, sirviendo a Él
eternamente!, le explicaron al araucano. ¡En la Tierra, el Amor del Creador llega hasta
nosotros a través del Sol! ¡Él envuelve la Tierra y todo lo que en ella vive con un manto de
Amor, traspasando todo y atravesando con su irradiación distancias lejanas!...
A pesar de todas las explicaciones, esa denominación se mantuvo hasta el final. La
expresión “virgen del Sol”, más tarde, contribuyó en mucho para que los Incas fuesen
presentados y descritos como adoradores del Sol...
Los Incas no conocían el Amor paterno que todo tolera y que hoy en día se extiende
por todas partes, teniendo un efecto tan negativo sobre los niños. Sin embargo, tampoco
había niños que se comportasen de modo exigente delante de sus padres.
— Un niño, decían los Incas, necesita cuando pequeño de un Amor materno
cuidadoso, y al crecer, severos y justos protectores y preceptores. ¡Solamente así podrá
desenvolverse y convertirse en aquello que debe ser en la Tierra: ¡Un ser humano
conduciendo a otros en camino a la Luz y difundiendo alegría en su alrededor!

EL ORIGEN DEL SER HUMANO


Con referencia a la enseñanza, las escuelas de medicina constituían una excepción,
pues en ellas los alumnos eran orientados sobre el origen del ser humano. La explicación
respecto a ese importante acontecimiento era siempre transmitida por un sabio. Ella decía
aproximadamente lo siguiente:
“Originalmente éramos animales. Apenas animales. Animales que se desarrollaban
de tal manera que podían transformarse en animales humanos, en el tiempo determinado
para eso. El desarrollo de esos animales demoró tanto que ser humano alguno puede
imaginar.
Esos animales, al comienzo, eran deformes; la cabeza demasiado pequeña, el
cuerpo demasiado grande, y los brazos demasiado largos. Además de eso, se movían un
poco encorvados.
Es comprensible que haya transcurrido un largo tiempo hasta que se asemejasen
con la forma animal a que eran destinados. Lo más difícil para ellos era mantener la posición
erecta. Muchos nunca aprendieron andar erectos. Esos fallecían, y jamás regresaban. Una
parte de ellos, sin embargo, se desarrolló tanto que espíritus pudieron encarnarse. Espíritus
humanos, maravillosamente bellos, provenientes de grandes alturas y que ya estaban
esperando para poder entrar en un cuerpo que les permitiese una existencia en la
maravillosa Tierra verde... Lo que nos separa de los animales es apenas nuestro espíritu...,
los cuerpos son los mismos. Cada uno conforme su especie...”
Diversos alumnos de otros pueblos no aceptaban asumir como verdadero que el
cuerpo humano fuese originalmente apenas un cuerpo animal. Sin embargo, al final, todos
tenían que reconocer esto ante los hechos biológicos, los cuales no presentaban tantas
diferencias.
Las enseñanzas dadas por los Incas sobre el origen de los animales y su desarrollo
eran muy extensas. Ellos decían:
“Las semillas para todas las formas básicas de plantas y animales, se encontraban
en el óvalo Incandescente del cual nació la Tierra. Solamente poco a poco se desarrollaron
de cada forma básica millones de otras formas... La semilla del animal-humano fue la última
en desarrollarse de la masa básica”.
Así que un maestro llegaba a ese punto del relato, los alumnos tenían que decidirse a favor
o contra las explicaciones sobre el surgimiento del animal-humano. Siendo la decisión
contraria, no le restaba otra alternativa a no ser dejar la escuela. Pues, conforme el
juzgamiento de sus maestros su capacidad de asimilación era insuficiente para poder
ejercer la compleja profesión de médico.
La mayoría, naturalmente, quedaba a la expectativa esperando curiosa lo que
seguiría.
“La semilla de los animales-humanos se desarrollaba en los vientres de los animales.
Esto es un proceso natural... En los vientres de los animales grandes. Esas madres-animales
quedaban, ciertamente, bastante perplejas cuando daban a luz, crías que crecían más lisas
y más bonitas de lo que sucedía con sus crías en general...”
Antes que algún alumno pudiese preguntar dónde las madres, o mejor dicho, los
padres de los animales-humanos permanecieron, el referido sabio decía que esa especie
se extinguió cuando un determinado número — que no eran muchos — ya vivían en la
Tierra y se multiplicaban...
CAPÍTULO VII

FIESTAS INCAS

LA LIGAZÓN CON LA NATURALEZA


Los Incas celebraban varias fiestas por año. Algunas eran dedicadas a los espíritus
de la naturaleza y festejadas con gran alegría. No serían propiamente necesarias esas
fiestas, pues todo Inca amaba y respetaba desde pequeño la naturaleza y todo lo que en
ella vivía.
“¡Durante el tiempo que nos es concedido en la Tierra, estamos tan unidos a la
naturaleza y a todos sus seres, y también tan dependientes, como son las hojas y los frutos
en relación a los árboles donde crecen! Siendo así, queremos una vez al año expresar
nuestra gratitud de modo especial”.
Esas palabras son de una mujer excepcionalmente sabia e inteligente y que quería
dar oportunidad a los seres humanos de expresar su gratitud a la naturaleza de una manera
muy especial.
Describiremos aquí cuatro de esas fiestas, las cuales los Incas celebraron hasta su
trágico fin. Son ellas: Fiesta de las Flores, Fiesta de la Espiga de Maíz — ésa podría ser
denominada también de Fiesta de la Cosecha —, Fiesta de los Espíritus de las Vertientes,
que les proporcionaban agua pura para beber, y la Ceremonia del Casamiento.
En las noches que precedían esas fiestas, muchos tenían sueños, o mejor dicho,
visiones, donde veían espíritus de la naturaleza que en general les permanecían ocultos.
Como, por ejemplo, la gran protectora de los animales “Kariki”, o la igualmente gran y
maravillosa “Ninagin”, la Reina de las Flores.

LA FIESTA DE LAS FLORES


Los Incas celebraban la Fiesta de las Flores de una manera muy especial. Hacían,
literalmente, “serenatas” a las flores. Pues entonaban canciones compuestas
especialmente para ese día. Las así llamadas “canciones de las flores”. Los textos de ellas
siempre realzaban la belleza de las flores y la alegría que su aspecto les proporcionaba a
los seres humanos. El brillo de la Reina de las Flores era realzado de manera especial en
esas canciones.
La Fiesta de las Flores era una fiesta para mujeres y niños. Cuando llegaba el día,
ellas dejaban sus casas y paseaban en grupos por los parques, subían por las diversas
colinas, entonaban sus canciones y se sentían felices. No deseaban ver las haditas. Les
bastaban las flores. Las haditas de las flores estaban presentes, de lo contrario no habría,
pues, flores. Además de esto, todas conocían las delicadas y pequeñas criaturitas que
hacían los brotes crecer y florecer.
En ese día hacían largas excursiones, cogiendo mudas de plantas terapéuticas y
otras, bien como semillas, de manera que al anochecer de ese día siempre volvían con las
cestas repletas.
Las mujeres cortaban con sus puñales de oro ramas de arbustos y de ciertas especies
de árboles, plantándolos en sus jardines o en otros lugares libres, y cuidando para que los
arbolillos quedasen grandes y fuertes.
Los orfebres Incas, que perfeccionaban su arte cada vez más en el transcurrir del
tiempo, confeccionaban pequeñas obras de arte en memoria a “Ninagin”, la de los cabellos
de oro. Eran en general ramas con flores y hojas de oro las cuales daban de regalo en esa
ocasión. Todas las viviendas Incas eran adornadas por lo menos con una de esas ramas de
Ninagin.

LA FIESTA DE LA ESPIGA DE MAÍZ


La Fiesta de la Espiga de Maíz era algo especial. Muchos Incas, principalmente
campesinos, denominados plantadores, veían durante la época de maduración, entre las
espigas de maíz, “espíritus” que desde épocas primordiales guardaban y cuidaban de las
semillas de los cereales de toda la Tierra para los seres humanos.
Naturalmente, éstos que aparecían y desaparecían entre las plantas no eran
espíritus humanos. Esto evidentemente era percibido por cada uno de los que conocían a
esos espíritus de la naturaleza generalmente invisibles. Sus ojos poseían una luminosidad
roja, y su adorno en la cabeza se asemejaba a una corona de espigas, la cual brillaba como
plata. En su alrededor revoleteaban centellas de luz roja y plateada, semejantes a granos
de cereales transparentes.
Los Incas llamaban esos seres de “Japis”. Su vestimenta se igualaba a la de los
plantadores Incas cuando preparaban la tierra para la siembra. Tenían pantalones verdes
o castaños y chalecos del mismo color.
También para esa fiesta los Incas componían canciones especiales. Canciones en ¡as
cuales expresaban su gratitud por la alimentación que les era proporcionada por los
espíritus de los cereales. No habría sido necesario un agradecimiento especial, pues
también esos espíritus se sentían excesivamente obsequiados por el Amor que les afluía de
los Incas.
LA FIESTA DE LOS ESPÍRITUS DE LAS VERTIENTES
El agua, desde el principio, tuvo un significado especial para los Incas; para su
espíritu y para su cuerpo. La fiesta era celebrada en la Luna llena. En las cercanías de las
vertientes, riachuelos o lagos. En aquellos tiempos todas las aguas eran puras y sagradas
para los Incas.
La Fiesta del Agua no era celebrada en un único lugar. Los Incas se dividían en grupos
y caminaban guiados por un sabio, ni dirección a cualquier vertiente o local donde hubiese
agua. Si una vertiente estaba situada muy distante, entonces salían de casa bien temprano
para llegar al local exactamente al surgir la Luna llena. Esa fiesta era destinada únicamente
a los adultos. Los niños no tomaban parte de ella. Permanecían en casa.
La ceremonia o fiesta dedicada a todos los espíritus del agua en la Tierra, se
desarrollaba siempre de la misma manera, con apenas pequeñas diferencias.
El respectivo sabio comenzaba explicando que todo lo que vive en la Tierra, y que en ella
crece, inclusive la propia Tierra, depende de la irradiación solar. Y todo lo que parece firme;
a eso pertenecen también nuestros cuerpos, —están constituidos en su mayor parte de
agua—.
Y decían aún lo siguiente:
“Existen dos irradiaciones solares. Una que actúa durante el día y la otra durante la
noche. Todas las aguas y vertientes se mantienen en movimiento por la irradiación
nocturna. Lo mismo se dice al respecto de todo lo demás que crece y madura en el interior
de la Tierra. Como, por ejemplo, las piedras preciosas.
En la noche ocurre la irradiación solar a través de la Luna, sin embargo, apenas
parcialmente. Todas las vertientes necesitan de la irradiación solar nocturna. Por eso
escogemos el tiempo de la Luna llena para agradecer a todos los espíritus del agua. Nuestro
agradecimiento, sin embargo, se liga siempre a un juramento referente a nuestra existencia
espiritual. Por ese motivo nos dirigimos también a los poderosos en el espíritu, para que se
inclinen para nosotros, aceptando nuestro juramento”.
Después de ese breve discurso los sabios hacían una pausa. Durante esa pausa diez
de los participantes se arrodillaban en la orilla del agua, aguardando.
“¡Agua es luz fluctuante!”, recomenzaba el sabio. “Agua es la pureza vibrante y vida
centelleante. ¡Agua es marea espumante, es bálsamo y fuerza!”
Después de esas palabras los diez arrodillados en el suelo sumergían su mano
derecha en el agua y mojaban sus frentes. Al hacer eso el sabio pronunciaba el siguiente
juramento:
“¡Prometemos, ahora, en esta hora, que todos los pensamientos que se originen de
nuestras cabezas serán limpios como esta agua!”
Los diez que estaban arrodillados a la orilla del agua se levantaron, para dar lugar a
los siguientes que también sumergieron sus manos en el agua y mojaron sus frentes. El
sabio no repetía el juramento. Él sabía que todos habían escuchado las palabras y actuarían
de acuerdo a ellas.
Los grupos que peregrinaban hasta las aguas, eran constituidos, generalmente, de
sesenta o también más participantes. Pero nunca superaban los cien.
El sabio se arrodillaba siempre, por último, mojando su frente. Hecho esto, él se
levantaba, elevando los brazos hacía el cielo en agradecimiento y enseguida iniciaba, al
frente de todos, la caminata de vuelta a casa, a través de la noche clara y fría. La noche
siempre era llena de ruidos indefinibles; y de todos lados se escuchaban los pájaros y otros
animales que despertaban para la vida nocturna, entregándose a sus labores.
Las personas, sin embargo, seguían silenciosas su camino. Tomando cuidados
especiales para no perturbar con su presencia la vida de las criaturas nocturnas.

EL CEREMONIAL DE CASAMIENTO
No se puede hablar en “fiesta” de casamiento. Pues festividades de casamiento los
Incas desconocían. Entre los Incas apenas existían matrimonios contraídos por verdadero
Amor. Esto es, donde ambas personas que querían pasar su vida juntos, combinaban
espiritual, anímica y terrenalmente. Por ese motivo su unión solamente podría ser feliz.
Cuando los jóvenes estaban de acuerdo, comunicaban la decisión a sus padres.
Después de eso la joven, o mejor dicho, la novia, pedía a uno de los sabios que le señalase
un lugar donde debería construir su futura casa. Después, bajo la fiscalización de un
constructor y con el auxilio de algunos jóvenes, el novio comenzaba a levantar su casa.
En ese intermedio, la novia preparaba las cosas para la instalación interna de la casa.
Y con el auxilio de algunas jóvenes y mujeres, tejía las alfombras de las paredes, de las
camas, almohadas y así sucesivamente. La escasa loza de cerámica que era necesaria, la
recibía de sus padres. Y de los muebles quiénes cuidaban eran, generalmente, los padres
del novio. Esos muebles consistían en dos baúles para ropas y una mesa baja. Mas todo lo
que aún les faltase, los propios novios providenciarían cuando ya viviesen juntos.
La casa quedaba concluida. Sin embargo, los dos jóvenes no la ocupaban
inmediatamente. Algunas veces transcurría un año o más antes de ocuparla, a fin de iniciar
su vida en común. La fecha en que eso debería acontecer, era determinada solamente por
los propios jóvenes.
La vida de los novios se iniciaba sin la bendición sacerdotal. Pues cada verdadero
Amor, decían los Incas, ya trae en sí la bendición, uniendo por eso ambas personas en la
más pura felicidad.
En el día que entraban a la casa, los novios encendían un fuego en un pequeño homo
de barro quemado, tirando enseguida algunos granos de sal en las brasas. Luego comían
juntos un pan que la novia había preparado.
Pan y sal era para los Incas el símbolo de la alimentación. Esa pequeña ceremonia
significaba agradecimiento. Agradecimiento al Señor del Sol, Inti, y a la Madre de la Tierra,
Olija, que siempre les proporcionaban alimentos en abundancia.
CAPÍTULO VIII

LOS TEMPLOS INCAS

LA CONSTRUCCIÓN DEL PRIMER TEMPLO INCA


Más de doscientos años pasaron desde que los Incas habían entrado al florido valle
amarillo-dorado, y entonces construyeron su primer templo, denominado por ellos
“Templo del Cielo”.
Tomaron esa decisión cuando cada Inca ya poseía su casa, y también luego que
todas las demás edificaciones necesarias habían sido construidas. Como, por ejemplo,
varias casas para los enfermos y sus acompañantes, posadas para los mercaderes y demás
visitantes, también algunas escuelas con viviendas y así sucesivamente.
La colocación de las fundaciones y el levantamiento de las paredes no demoró
mucho, pues los gigantes ejecutaban la mayor parte del trabajo. El techo y la decoración
interior exigían más tiempo. Principalmente la decoración interior. Tiempo nada significaba
para los Incas. Ellos trabajaban calmadamente, sin prisa, y lodo lo que hacían era
cuidadosamente pensado y planificado.
Transcurrieron varios años para ser concluida la decoración interior del primer
templo, contentando todos. Esa decoración consistía en un gran sol de oro, en una luna
llena, de varias medialunas de plata y de un cometa de oro y plata. Alrededor de la alta
piedra del altar había ramas con flores de nefrita verde, engarzadas en oro y turquesas con
manchas doradas. El piso era cubierto de piedras lapidadas.
Cuatro peldaños conducían a la entrada la cual no era mayor que la de una casa. La
puerta que se podía abrir lateralmente, era hecha del mismo material duro y impregnado
como la del tejado. I as puertas de los grandes templos construidos posteriormente por los
Incas en el transcurso de los siglos, en ambas ciudades, eran esculpidas en maderas y
adornadas con filigranas de oro.
Las mujeres Incas plantaron al lado este del templo algunos arbustos muy bonitos,
cuyas flores, en forma de lirio, eran externamente blancas, y por dentro color rosa, las
cuales exhalaban una fragancia parecida con las flores del naranjo. Además de esos
arbustos había aún un gran cantero cuadrado donde crecían plantas rastreras con flores
azules, denominadas “ojos de la primavera”. Además, el patio del templo estaba, en todo
su alrededor, cubierto con placas de piedras de diferentes tamaños. Entre ellas había
algunos bloques de piedra de forma pintoresca, proveídas con los signos de los gigantes.
Los Incas debido a su templo no cabían en sí de tanta alegría. Solamente entraban en él con
respeto y gratitud. Según su opinión los seres humanos eran las criaturas más felices del
mundo.
“¡Nosotros, seres humanos, somos los receptores en este mundo maravilloso!”,
enseñaban los sabios. “Apenas con nuestro Amor y respeto ofrecido a todo lo que el gran
Dios-Creador creó; podemos proporcionar por lo menos en parte, ¡un equilibrio!
Colocamos el pan y la sal en el altar como expresión de nuestro agradecimiento por la
alimentación que nos es ofrecida”.
Sí, los Incas estaban muy felices con su templo..., sin embargo, después de poco
tiempo enfrentaban un problema que al inicio les causó grandes preocupaciones. Eran los
forasteros. Los enfermos, los visitantes, los alumnos, los mercaderes..., todos querían
participar de las solemnidades Incas en el nuevo templo. Mas eso no era posible, pues el
templo era destinado a los Incas. A un pueblo altamente desarrollado, cuyo saber espiritual
no presentaba grandes diferencias. Correspondientemente eran también las enseñanzas
que recibían en ese templo.
Durante una de las reuniones de los sabios, se encontró la solución que sirvió a
todos. Surgió de una mujer.
— Me recuerdo del templo destruido del pueblo de los Halcones, comenzó ella, y
de las grandes columnas tumbadas en el suelo. Con la ayuda de los gigantes ese templo
podría ser reconstruido, templo ese que debe haber sido muy grande. Ese templo podría
transformarse en una especie de lugar de romería para todos. Para todos los pueblos y
tribus vinculados a nosotros.
Los sabios encontraron buena la solución propuesta por la mujer.
— ¡Mas no debemos olvidamos que en el templo destruido fueron realizados
terribles ceremonias de culto! ¡Por un pueblo que violó la fidelidad para con el gran Dios
Creador, mostrándose indigno de su condición de ser humano!
Eso nadie había olvidado, pues las ruinas del templo del pueblo de los Halcones eran
conocidas por todos.
— ¡Preguntemos a los gigantes!, propuso uno de los presentes. ¡Si ellos
estuvieren dispuestos a auxiliamos en la construcción de tal templo, nosotros podremos
poner en práctica esa idea, contribuyendo para que ese lugar se transforme en un local de
pureza y de sabiduría!

LA RECONSTRUCCIÓN DEL TEMPLO DE LOS HALCONES


Y así sucedió. Uno de los sabios, del cual Thaitani parecía gustar especialmente, se
dirigió a él, solicitando auxilio. Cuando el gigante escuchó lo que se deseaba de él y de los
suyos, no se mostró muy favorable al proyecto. Eso era totalmente contrario a su
disposición usual de auxiliar a los Incas. El sabio entendió la posición de rechazo del gigante.
Reconstruir un templo destruido...
“¡Vamos auxiliar a vosotros!”, dijo después Thaitani, de modo totalmente
inesperado. Después de esa respuesta afirmativa, él desapareció.
— ¡El hecho de auxiliaren en la construcción es una prueba de la confianza que
ellos depositan en nosotros, Incas! El sabio terminó su relato sobre la reunión que tuviera
con el gigante. Todos los oyentes sabían que así era... Mas sabían también que nunca
violarían tal confianza.
Los Incas no perdieron tiempo. Ya al día siguiente anunciaron a los forasteros
presentes en la ciudad que el Templo de los Halcones sería reconstruido con el auxilio de
los gigantes.
— ¡Las dimensiones de ese templo son tan grandes, que muchas personas
cabrán en él! Deberá tomarse un lugar de romería para los miembros de todos los pueblos.
Principalmente para todos los pueblos que quisieren progresar y desarrollarse
espiritualmente. En él realizaremos anualmente varias solemnidades. Solemnidades en las
cuales nuestros sacerdotes y otros sabios anunciarán las leyes determinantes para
nosotros, Incas, desde los tiempos primordiales. Además de eso, serán dados los consejos
y respondidas las preguntas de utilidad para todos.
La mayoría de los forasteros quedaron muy contentos al oír esa noticia. Las
solemnidades en el templo de los Incas deberían ser algo extraordinario. Se presentaba
también ahora para ellos la oportunidad de asistir a una de ellas. Inmediatamente muchos
de ellos se ofrecieron para colaborar.
— ¡Conocemos el local!, decían algunos. Todo el suelo del templo destruido
está cubierto de piedras quebradas y polvo. ¡Podemos auxiliar en la limpieza!
— ¡Por ahora nada podéis hacer! ¡Evitad ese lugar, donde de la destrucción
deberá surgir algo nuevo! ¡Solamente cuando los gigantes estuvieren con su trabajo
concluido, llegará nuestra vez! El sabio que pronunciara esas palabras se dio cuenta que
algunos de los oyentes querían ir enseguida hacia las ruinas del Templo de los Halcones,
por eso agregó advirtiendo:
— Otrora el joven hijo de un mercader quiso desafiar los gigantes. ¡Pasó mal!
Algunos de los nuestros lo encontraron quebrado en los límites de la esfera de energía de
los gigantes. Lo mismo sucedería también hoy a cualquiera que se introdujese
prematuramente en la región de trabajo de ellos.
Todos se asustaron, a pesar de que ya hubiesen transcurrido más de doscientos
años desde la muerte del joven. Con certeza no existía persona alguna que, en el transcurrir
del tiempo, no hubiese oído hablar de aquél infeliz.
— ¡No, no!, dijo uno en nombre de todos. ¡Esperaremos hasta que seamos
llamados para el trabajo! Mientras eso, podremos avisar a nuestros artistas en metales,
que será necesario decorar el templo...
Pocos días más tarde algunos Incas se dirigieron hacia el campo de ruinas* a fin de
aislar la región de trabajo de los gigantes. Pues algunos pequeños pueblos vivían en las
proximidades del lago Titicaca..., y deberían ser informados y advertidos.
Llegando allá, observaron que algunas de las columnas ya se encontraban en pie;
otras, que estaban quebradas, ya habían sido tan exactamente reconstituidas por los
gigantes como ningún ser humano podría haberlo hecho.
Los Incas recorrieron toda la región, con el fin de informar a todos los habitantes
sobre los detalles de la construcción del templo. Con excepción de algunos descendientes
del pueblo de los Halcones, en parte alguna encontraron resistencia. Por el contrario, todos
se sentían honrados por serles permitido visitar en breve un templo construido por los
misteriosos Incas en conjunto con los gigantes. Luego se ofrecieron para confeccionar
bellas esteras de juncos para el piso y juntar también bastante junco para el tejado del
templo.
En esa ocasión los Incas conocieron también la gran isla del lago. Navegaron hacia
ella en las canoas hechas con amarraduras de junco y tan perfectamente trabajadas que ni
una única gota de agua pasaba. Los Incas elogiaron a los constructores de las canoas, los
cuales quedaron orgullosos.
Durante ese viaje en canoa, ellos también supieron que hace mucho tiempo un
pequeño poblado se hundiera en el lago.
“Los habitantes de ese pueblo eran antepasados del pueblo de los Halcones y fueron
avisados a tiempo del acontecimiento que estaba por venir, de manera que les quedaba
bastante tiempo para construir nuevas viviendas en una otra región. Cuando todos ya
habían salido, llegó el día en que, bajo una enorme presión originada de las profundidades,
las aguas del lago subieron en altas olas, sobrepasando ampliamente las playas, inundando
todo. La tierra inundada cedió bajo el impacto de las olas. El lago se alargó, tomándose tan
grande como es hoy día. ¡Desde aquel tiempo el lago es tan hondo en determinado lugar
que se une con el agua grande!”
Los Incas conocieron, durante la construcción, seres humanos de las más variadas
tribus y pueblos, que deseaban colaborar de alguna manera en la terminación del templo.
Eran personas que ya habían alcanzado un grado superior de cultura y que, aparentemente,
lo habían perdido de nuevo.
Apenas los gigantes terminaron su tarea, y ya había bastante trabajo para todos.
Por ejemplo: todos los adornos, con los cuales el templo fue decorado, no eran de los Incas,
pero sí de artistas de otros pueblos. Esos artistas decoraron también la piedra del altar en
el centro del templo. Ellos fijaron en los lados, como símbolo de la Tierra, hojas de helechos
bien trabajadas en filigranas de oro.
En la pared este, algunos peldaños conducían hacia una pequeña plataforma
destinada a los oradores. En esa pared estaba colgado también un gran disco solar,
artísticamente trabajado con rayos de diversos tamaños.
* Tiahuanaco.
En gratitud por el trabajo ejecutado por los gigantes, los Incas denominaron el
templo de “Templo de los Gigantes”. Ese nombre continuó vivo en el pueblo Inca, de
generación en generación. ¡Todos los otros pueblos lo denominaron, desde el inicio, como
“Templo de los Incas” o ‘Templo del Sol!” Y así permaneció.

LOS MANDAMIENTOS INCAS


Aproximadamente doscientos y cincuenta años después de la fundación de la
Ciudad de Oro*, esto es, doscientos y cincuenta años después del nacimiento de Cristo, los
Incas celebraron la primera solemnidad en el templo reconstruido del desaparecido pueblo
de los Halcones. Esa fiesta se realizó en el mes de agosto. Ellos la llamaron ‘Tiesta de la
Iniciación”. Eran siete enseñanzas — también se podría llamarlas de mandamientos —
anunciadas por primera vez en aquel día.
En la primera solemnidad —. y también a todas las otras — comparecieron tantas
personas que ella tuvo que ser repetida durante varios días seguidos. El sacerdote Inca que
pronunció las enseñanzas hablaba en lengua quechua, lo que por su vez constituía un
estímulo para muchos, a fin de aprender la lengua Inca de la mejor manera posible.
Siguen ahora los mandamientos formulados por los sabios Incas en aquel tiempo, para dar
directrices firmes a todos los seres humanos que a ellos se unían:
1) ¡Nuestro Señor es el gran Dios-Creador que creó todo lo que existe! ¡Llegamos de
un mundo de la Luz! ¡Y éramos ignorantes y pequeños! ¡Sin embargo, un gran espíritu nos
auxilió a tomamos fuertes y sabios! Para que eso pudiese suceder él nos guió hacia otros
mundos, a los cuales la Tierra también pertenece. ¡Por muchas transformaciones tenemos
que pasar, antes de poder yol- ver para el mundo de la Luz, donde nacimos!
2) ¡Nuestro destino es determinado por nuestra fe y nuestra religión! ¡La religión nos
une al gran espíritu que nos conduce de vuelta hacia la Patria de la Luz! Esto se refiere a la
religión que contiene en si la Verdad. ¡Pero existen hoy religiones y cultos en la Tierra que
separan los seres humanos del Mundo de la Luz, pues son traspasados por la mentira!
3) ¡El ser humano es responsable por todo lo que le sucede! ¡Él puede escoger su
religión, determinando con eso su destino! ¡La Verdad es Vida y Luz..., la mentira conduce
al abismo mortal!
4) No sabemos cuáles son las vidas que ya vivimos, sin embargo, podemos determinar
la especie de nuestras futuras vidas. ¡Ahora, hoy, a cada hora..., pues nuestro futuro
depende de nuestra vida actual! Por eso siempre necesitamos estar atentos a lo que
hacemos y hablamos. ¡Si no lo hacemos, podemos causar grandes sufrimientos a nuestros
semejantes, por acciones y palabras impensadas!
5) Respetad a Olija, ¡la Madre de la Tierra, y a Inti, el Señor del Sol! ¡La influencia de
ellos permite que la Tierra respire y viva! ¡Y os recordáis con gratitud de los muchos y
muchos seres de la naturaleza! ¡Ellos cuidan de vuestra alimentación y de saciar vuestra
sed con agua pura!
* Cuzco.
¡Y a través del aire que aspiráis conducen fuerzas solares hasta vosotros! ¡Jamás
desperdiciéis alimentos o agua, para no entristecer a los siempre dadivosos espíritus de la
naturaleza!
6) ¡Enfermedades perturban el equilibrio de todas las funciones de la vida! ¡Sin
embargo, no desesperéis! ¡Enfermedades pueden ser grandes maestros de enseñanza!
¡Procurad, sin embargo, las causas de vuestros sufrimientos y, al encontrarlas, las evitáis
en el futuro! ¡Gratitud y alegría son dos dádivas preciosas que proporcionan brillo a vuestra
existencia! ¡El ingrato e insatisfecho es un perturbador en el mundo!
7) No desperdiciéis vuestro tiempo. ¡Por el contrario, complétalo con trabajo, no
importando de que especie fuere! ¡El trabajo trae consigo alegría, formando la base firme
de la vida cotidiana!
Estas siete sentencias de enseñanza fueron repetidas muchas veces en el transcurrir
del tiempo en el gran Imperio Inca; ciertamente, no había nadie que no las hubiese
escuchado por lo menos una vez.
Después de la inauguración del templo, los maestros de obras comenzaron a
construir las casas. Para eso utilizaban, en la medida de lo posible, las piedras esparcidas
alrededor, desde la destrucción. En torno del templo surgió una pequeña localidad
denominada por los Incas como “Lugar de la Puerta del Sol”. Sin embargo, apenas familias
Incas fijaron residencia allí. Entre ellos se encontraban sacerdotes, médicos, y profesores.
Fundaron en el local dos escuelas para los pueblos que vivían en las proximidades.
No demoró mucho y construyeron una vía que se iniciaba de la localidad junto al
templo conduciendo hasta la región donde los Incas pretendían fundar una segunda
ciudad. Esta conducía a la “Ciudad de la Luna” *, fundada más tarde, en la margen este del
lago Titicaca.
La Ciudad de la Luna era una ciudad magníficamente trazada.
Se tornó famosa por las escuelas de ciencias espirituales. Pero era también un importante
centro comercial.
La sede del gobierno, sin embargo, permaneció siendo la primera ciudad fundada
por los Incas: la “Ciudad de Oro” o “Ciudad del Sol”, como era denominada alternadamente.
Todas las resoluciones referentes a los propios Incas y también a los pueblos aliados eran
tomadas allá y de allí retransmitidas. Esto permaneció así hasta el fin.

* La Paz.
CAPÍTULO IX

LOS DOS ACONTECIMIENTOS


IMPORTANTES DEL AÑO 400

MANCO CÁPAC
El año 400 comenzó con dos acontecimientos importantes. El primer
acontecimiento fue el nombramiento de un rey.
Por consejo del espíritu que desde tiempos primordiales guiaba a los Incas y los
aconsejaba, le fuera transmitida al sabio Udunis la dignidad real. Udunis superaba a todos
los demás sabios en conocimiento y sabiduría, de modo que por sí mismo tenía la dignidad
real que se destacaba sobre los demás.
El primer rey nombrado por los espíritus-guías recibió un nuevo nombre. De ahora
en adelante no se llamaría más Udunis, el sabio, pero sí, “Manco Cápac”, el primer rey
Inca del nuevo reino, de acuerdo a las leyes espirituales.
En el pasado ya por varias veces habían existido entre los Incas sabios que llevaban
el nombre “Manco Cápac”. Se trataba siempre de escogidos, encargados de una
importante misión en la Tierra.
El pueblo aceptó con inmensa alegría al sabio Udunis como rey. La nueva dignidad
de él les llenó de orgullo, pues fue elegido por un espíritu muy superior a todos los seres
humanos.
Lo mismo no podía decirse de los reyes de otros pueblos, que conocieron en el
transcurrir de esos cuatrocientos años, con los cuales los Incas hicieron alianza. El saber de
todos esos reyes, en lo que se refería al espíritu, era sólo mediocre. Daban la impresión de
haber sido elegidos por el pueblo por ser buenos luchadores y diestros en el manejo de las
armas.
Un rey, de acuerdo con su dignidad, tenía también que habitar dignamente. Por eso
los arquitectos Incas, con fuerzas redobladas, construyeron el primer “palacio real” de su
reino. En comparación con los palacios que posteriormente los Incas y los regentes Incas
construyeron, ese primer palacio tenía un aspecto de una casa grande que superaba todas
las demás.
Un rey, naturalmente, tenía que portar una corona. Por lo menos en las ocasiones
especiales. Por eso, los orfebres resolvieron confeccionar varias coronas, para entonces
presentárselas al rey.
— ¡La elección tenemos que dejársela a él!, decían entre sí. Pues únicamente él sabe
cuál es el tipo de corona que mejor combina con su nueva misión.
La corona escogida por Manco Cápac consistía en un aro de oro forrado con tiras de
lana, a fin de poder ser usada confortablemente. Esa corona, con sus cinco puntas de perlas
de oro y los soles grabados envuelta, era muy bonita.
Para guardar esa primera y muy preciosa corona, un artista entalló una caja que
parecía una obra de arte de marfil. Esa caja, naturalmente, no era hecha de marfil, pero sí
de una madera blanca, dura, y de semillas de una especie de palmera llamada Jarina, que
crecía en las regiones más bajas.
También un trono con trabajos incrustados en oro y plata fue construido y colocado
en la “sala del gobierno”, en el palacio.
Los súbditos del rey cuidaban también de confeccionar dignas vestimentas. Los
tejedores entretejían hilos de oro en los tejidos blancos de lana destinados a las vestiduras
reales y adornaban también las aberturas del cuello de sus ponchos con collarines de oro.
El gran sabio, denominado ahora Manco Cápac, se tornó un gran rey. Su atención
se dirigía, principalmente, a todos los pueblos aliados de los Incas y para la total
erradicación de todos los falsos cultos religiosos, estimulados siempre de nuevo por
sacerdotes renegados. Mandó a instalar escuelas en todas las ciudades y en las
localidades mayores, en las cuales los profesores Incas enseñaban la lengua quechua y
sabios Incas daban clases de religión. Todos los profesores vivían sólo un determinado
tiempo entre los otros pueblos, siendo después substituidos por otros.
Muchos de los alumnos instruidos por los Incas llegaban al punto de ellos mismos,
más tarde, poder adjudicarse la vacante de profesor entre sus pueblos. Esa era, justamente,
la finalidad deseada por los Incas con su paciente trabajo de enseñanza.

EL CAMINO MÁS LARGO DE LA TIERRA


El segundo acontecimiento importante del año 400 fue la construcción del camino
más largo de la Tierra. Centenas de años fueron necesarios en su construcción. El camino
más largo del mundo, y también el de mayor altitud, se extendía con muchas
ramificaciones en las cuatro direcciones, pasando encima de altas montañas, valles
profundos, a través de pantanos y ríos, desiertos y densas florestas.
En determinadas distancias — generalmente a cada treinta millas — construyeron
casas bajas, de piedras, denominadas “casas de provisiones”. Servían para guardar
principalmente provisiones durables, pero también eran en ellas almacenadas mantas,
ponchos y zapatos. El viajante que utilizaba esos caminos nunca necesitaba cargar muchas
provisiones, una vez que encontraba todo lo que necesitaba en esas casas. Casas de
provisiones vacías no existían. Pues los Incas organizaban de tal forma el abastecimiento
de esas casas, que jamás faltaba algo en ellas.
Ese camino, denominado en aquel tiempo como “Camino Inca”, es hoy en día
conocido como “Camino del Rey”. Según los cálculos de investigadores, la extensión
ininterrumpida de ese camino, que pasa en parte sobre montañas de los Andes con
altitudes sobre los cuatro mil metros, es superior a cinco mil kilómetros.
Los Incas siempre indicaban una dirección para el camino. La dirección indicada era
siempre mantenida. Poco importaba si fuese necesario atravesar abismos, o si deberían
cortar peldaños en abruptos farallones de las montañas... Todos los hombres Incas
colaboraban, incluso los sabios y los reyes. Pero no fueron solamente los Incas que
construyeron esos caminos. Miembros de todos los pueblos aliados auxiliaron
vigorosamente. Consideraban una honra que pudieren colaborar en ese “Camino Inca”, el
cual fue construido durante varias generaciones.
Ese extraordinario camino, cuyo recomido es hoy en parte conocido, conducía en
línea continua a través de los países hoy en día denominados Argentina, Chile, Bolivia,
Perú, Ecuador y finalmente, atravesando la línea del Ecuador, hasta Colombia.
La construcción de tal camino solamente se hizo posible por intermedio de puentes.
Pues tenían que cruzar abismos, riachuelos y ríos, para que el camino lograse ser
construido, siguiendo la dirección predeterminada. Más de cien puentes fueron edificados
por los Incas y miembros de otros pueblos. Puentes de piedra y madera o entonces los
famosos puentes colgantes o de cuerdas. Los puentes de cuerdas, hechos de fibras de pita,
fueron ciertamente únicos en su especie en la Tierra.
Existen algunas pinturas antiguas, en las cuales pueden ser vistos tales puentes. El
más famoso de todos fue, ciertamente, el puente de cuerdas extendido a una altura de
cuarenta metros sobre el río montañés “Apurímac”. Su extensión era aproximadamente
setenta metros.

LOS PUMAS NEGROS


Para los Incas la construcción de los caminos se vinculaba a muchas vivencias.
Conocían regiones extraordinariamente hermosas, así como animales y seres humanos que
los impresionaban fuertemente.
Llegaron cierta vez, en el periodo de la construcción, a una región montañosa que
al parecer pertenecía a los pumas negros. Eses animales jamás habían tenido contacto con
seres humanos. Se aproximaban curiosos, pero al mismo tiempo tímidos y recelosos, de las
altas figuras bípedas que penetraron en la región.
Uno de los Incas, que podía comunicarse perfectamente con los animales, se
aproximó a un puma especialmente grande que llegara a una distancia de escasos metros.
Se encuclilló en el suelo al lado del animal, pasándole la mano repetidas veces sobre el
reluciente y negro pelaje, mientras le hablaba en voz baja. El puma, al principio,
permaneció estático como que aterrorizado al sentir el contacto de manos desconocidas,
después comenzó a moverse. Echándose al suelo, y rodando de un lado a otro, dando
gruñidos que expresaban visiblemente su satisfacción.
A partir de ese momento las personas que allí trabajaban fueron literalmente
rodeadas por los pumas. Daba la impresión que los animales deseaban auxiliar a los
extraños visitantes bípedos en sus actividades, pues, con sus gruesas patas, comenzaban a
empujar las piedras menores, observando contentos como ellas rodaban pendiente abajo.
Pero también eran animales muy inteligentes y atentos. Cuando las crías de los pumas
comenzaban a tironear de un lado a otro los ponchos y mantas depositados por los
constructores de los caminos durante el trabajo, bastaban algunas palabras severas de los
Incas, demostrando que no estaban contentos con la actitud de ellas. Los animales,
enseguida, dejaban las vestimentas en el lugar. Pero no salían del lugar, recostándose
calmadamente sobre ellas, así como si debieran resguardarlas. Generalmente allí se
adormecían.
Esos confiados animales les proporcionaban a todos, grandes alegrías. Estas alegrías
parecían ser mutuas. Pues desde que el camino conducía para las afueras de su región,
siempre de nuevo surgían pumas que, gruñendo, refregaban sus voluminosas cabezas en
las piernas humanas. Nadie que allá trabajara olvidó “el monte de los pumas”.
En aquellas regiones, el ser humano y el animal aún tenían Amor uno al otro, asi
como había sido previsto en el plan del Creador...
Lo más evidente para todas las personas que trabajaban en el camino o en los
puentes era la riqueza de la fauna del país. Por todos los lugares se veían grandes manadas
de alpacas, de llamas y vicuñas pastando pacíficamente con sus crías. También existían
muchos pajarillos desconocidos, que curiosos y sin miedo se aproximaban a los seres
humanos. En algunas regiones había también grandes lagartos que se movían con sus
corazas retintineantes ...

EL DESCUBRIMIENTO DE LOS ESQUELETOS


l descubrimiento de los esqueletos que ocurrió en la caverna de un pico montañoso
constituyó una vivencia muy especial.
La caverna al ser vista superficialmente se asemejaba a muchas otras que se
encontraban en las montañas. Sin embargo, el sabio Inca que colaboraba en ese trecho del
camino deparó en las proximidades junto a una pared de piedra, una cabeza entallada de
modo primitivo, circundada por rayos.
— ¡Ese dibujo es un indicio de que aquí encima ya estuvieron seres humanos!,
dijo él pensativamente.
En la propia caverna no había indicios de criaturas humanas. Sin embargo, existía
un pasaje que conducía a una segunda gruta, con más claridad que en la primera, visto que
entraba un poco de luz del día a través de una grieta en la roca.
El estrecho haz de luz caía sobre dos cubiertas putrefactas que recubrían
parcialmente los esqueletos de dos adultos y de un niño.
El sabio examinó los esqueletos, después observó admirado alrededor, como
preguntándose.
— El niño tiene una cabeza desproporcionadamente grande. Pero los esqueletos de
los adultos son de personas sanas. Hasta existen aún todos los dientes.
Un hombre de una tribu amiga, que también trabajaba en la construcción del
camino, tomó posición al lado del Inca, indicando hacia la cabeza del niño.
— El niño era lisiado y eso explica la presencia de los otros dos aquí. Un lisiado es
una vergüenza para cualquier tribu. Pues sólo los seres humanos cargados de culpa traen
lisiados al mundo.
El sabio Inca entendió, pues sabía que el otro tenía razón.
— En mi opinión, dijo otro explicando, dos ancianos de la tribu, ya próximos a la
muerte, subieron hasta aquí y trajeron con ellos al niño. Naturalmente tenían alimentos
para algún tiempo. Entonces, cuando esos alimentos acabaron, probablemente masticaron
“hojas para dormir” hasta dormirse para jamás despertar.
— ¡En realidad, también, la madre que trajo al mundo este niño debería estar
presente!, dijo un tercero, al contemplar los esqueletos. Son dos esqueletos de hombres...
Todos los presentes observaron interrogativamente al sabio Inca.
— ¡La madre debe haber sido estrechamente ligada al niño lisiado!, dijo el sabio
después de una pausa prolongada. ¡Ligada por culpa! Caso contrario ella no podría haber
dado a luz a ninguna criatura marcada. ¡Ella apenas se hizo un mal a sí misma! ¡Olvidad la
mujer!, dijo el sabio concluyendo.
Los hombres, sin embargo, permanecieron parados, y continuaron observando a los
esqueletos. Contrariados, siguieron al Inca que los esperaba en la primera caverna.
— ¡Puedo agregar algo aún!, dijo el sabio, cuando los hombres pararon
finalmente enfrente a él, indecisos. ¡Es mucha ignorancia hacer un daño y no observar las
leyes determinantes para la existencia humana! ¡Pues cada error es ligado a sombras
repletas de sufrimientos, que continúan presas a nuestras almas!
— ¿Cómo podemos comprender eso?, preguntó rápidamente uno de los
hombres.
El Inca giró y, moviendo la cabeza, observó hacia el hombre; enseguida, respondió
pacientemente. De otro modo, preguntó:
— ¿Qué es lo que sucede si colocas tus manos al fuego?
— ¡Ellas se queman, naturalmente!, exclamaron enseguida algunos de ellos,
riendo.
— ¡Quemaduras duelen y dejan cicatrices!, dijo el sabio Inca, sin perturbarse.
El mal se asemeja a una quemadura. Duele y deja cicatrices. No solamente cicatrices.
También heridas, tumores y así sucesivamente.
Todos comprendieron la parábola y regresaron contentos al trabajo del camino.
Todos los integrantes del grupo hablaban la lengua Inca, por eso un entendimiento era muy
fácil.
Además, en el gran Reino Inca — que comprendía por lo menos una docena de
pueblos — era considerado una honra hablar la lengua Inca. Ella les proporcionaba un
mayor prestigio y los aproximaba más de aquel pueblo, al cual aún denominaban entre sí
de “dioses blancos”.

EL VALLE BENÉFICO
Otro grupo de constructores de caminos, entre los cuales se encontraban varios
Incas, también tuvieron una vivencia durante el trabajo. Sin embargo, de especie
totalmente diferente.
Llegaron a la región donde hoy se encuentra el Ecuador, no obstante, aún en la
frontera con el Perú. El suelo de esa región, bastante protegida de los vientos, era cubierto
por un pastizal alto y con abundante savia. En las quebradas de las montañas brotaban
exuberantes arbustos de un tipo de frambuesa y las altas flores azules de alfalfa. Una
catarata estrecha se precipitaba de una alta pared rocosa, formando un pequeño, pero
hondo tanque. Los Incas, entre ellos un guardador de remedios y un médico, caminaban
alrededor, procurando. En realidad, no procuraban nada definido. Seguían un sendero de
animales que, pasando al lado de la catarata, conducía a una cortadura en la montaña.
El Inca que caminaba al frente del grupo se detuvo de repente. Sorprendido, indicando
hacia las unidas y entrecortadas paredes rocosas. Por todas partes crecían champiñones
rojos con tallos largos. Estaban agrupados, pareciendo un ramillete de flores rojas.
— ¡Un Rauli! ¡Vean, él nos indica los champiñones! ¡No fue por casualidad que
vinimos hasta este cerrado valle rodeado de rocas!, exclamó alegre otro Inca, mientras
señalaba hacia una cabeza coronada de flores que les miraba del medio de un arbusto. Los
Incas luego vieron el Rauli que, todo entusiasmado, indicaba con sus manitas hacia los
champiñones rojos. Inmediatamente comprendieron, también, lo que él les quería decir.
— ¡Los champiñones rojos contienen un medicamento!, dijo el Inca que
primeramente había percibido el Rauli. Después del ocaso del Sol cogeré lo más posible de
ellos y los llevaré al conocedor de plantas. Y así sucedió. Aún en ¡a misma noche volvió con
una llama cargada con dos cestas hacia la Ciudad de Oro.
Además de los Incas solamente un joven, miembro del pueblo lea, percibiera el
Rauli.
— ¿Visteis cómo sus ojos brillaban de agitación? ¡Hasta su carita tenia un
deslumbre enrojecido!
Los otros, que no lo vieron, preguntaban un poco deprimidos, el porqué no podían
ver el espíritu de las plantas.
— ¡Nuestros antepasados siempre fueron aconsejados por esos espíritus de la
naturaleza! ¿Por qué fuimos ahora excluidos?
— ¡Posiblemente cambiasteis!, opinó uno de los Incas.
— ¡Debe ser eso!, admitió uno de ellos. Desde el maldito culto de idolatría, con
la cual los falsos sacerdotes nos envolvieron, todo cambió para nosotros. Tomándonos
impuros.
— ¡Sabéis que los seres de la naturaleza existen, posibilitándonos la vida en la
Tierra y en otros mundos! ¡Os contentéis con eso! Con esas palabras uno de los Incas
terminó toda la discusión.
Mientras el grupo continuaba trabajando en el camino, los médicos Incas
preparaban en sus “laboratorios” extractos y polvos de los champiñones rojos de gusto
dulce. Aún no sabían cuál era la enfermedad que podría ser curada con eso.
— Ese extracto tal vez ayude a los enfermos del pueblo del litoral, que desde algún
tiempo buscan nuestra ayuda. Ellos tosen, escupen sangre y fenecen lentamente. Ya
conocemos la causa anímica de esa enfermedad fatal del pecho y sobre eso explicaremos
a los enfermos, y a sus acompañantes sanos. Pero eso solamente no basta. Necesitamos
de un medio para poder ayudarlos también físicamente.
— ¡Lo que viene de un Rauli nos ayuda y también a nuestros enfermos! ¡Los
champiñones rojos solamente pueden ser destinados a los enfermos del pecho hasta hoy
incurables, pues para todos los demás enfermos tenemos los medicamentos necesarios!
Los médicos señalaron afirmativamente. Pues tenían la misma opinión que el guardador de
remedios que acabara de hablar. Pocos días después los enfermos fueron tratados con el
extracto rojo de los champiñones.
Una vez que ese extracto fermentaba rápidamente, teniendo así un gusto muy
malo, los médicos lo mezclaban con un jugo de frutas de umbu. Ese jugo de frutas, que era
tomado placenteramente por todos, tenía el esperado efecto terapéutico. A todos donde
la enfermedad no progresara demasiado, les dieran el alta después de algún tiempo.
El estrecho valle donde encontraron esos champiñones, recibió el nombre de “Valle
Benéfico”.

OSOS EN LOS ANDES


Un grupo de constructores Incas, que construían casas de provisiones en la región
la cual hoy pertenece Machu Picchu, también tuvieron vivencias con animales. De otra
manera, con osos. Hace aproximadamente mil y seiscientos años, aún existían en la región
de los Andes esos animales. Su piel era totalmente negra, exceptuándose apenas unas
rayas de color café claro alrededor de los ojos y en la frente.
En esa región había en aquel tiempo un lago y un río. El río ciertamente es el mismo
que hoy es denominado “Vilcanota” La pequeña tribu que vivía en sus proximidades lo
llamaba de “Riachuelo de los Osos”.
Poco después de llegar al local donde la primera casa de provisiones debería surgir,
los Incas y sus ayudantes bajaron hasta el río a fin de refrescar allí sus pies, como siempre
hacían cuando había agua en las proximidades. Al sentarse en la orilla del río para sacarse
sus zapatos de fieltro, escucharon detrás de sí, no muy lejos, algunos gruñidos de
reproches. Al girarse, vieron divertidos que atrás de ellos había algunos osos, sentados
sobre las patas traseras, observando ¡os “animales humanos”.
Los Incas los saludaron señalando hacia ellos, y después se volvieron nuevamente a
refrescar sus pies. Los osos continuaron gruñendo. Uno de ellos se levantó, corriendo hasta
el río, y entró en el agua hasta cubrir su panza. Después permaneció parado aguardando y
meneando su gorda cabeza de un lado a otro.
— ¡El oso nos quiere mostrar algo!, dijo un Inca riendo. Mal las palabras se
escucharon, y el recibió un empujón por atrás, de manera que se deslizó por la margen
arenosa hacia dentro del río, hasta cubrir la mitad del cuerpo. A los otros les sucedió lo
mismo. Uno atrás de otro eran empujados hacia dentro del río. Pero los osos no estaban
aún contentos con eso. Tiraron, todavía, hacia dentro del río los ponchos que los hombres
se habían quitado.
— ¡Los osos quieren también que tomemos un baño junto con ellos!, exclamó
uno de los Incas, mientras se dirigía hasta el oso que estaba al medio del rio. Visiblemente
contentos por tanta comprensión, todos los osos se lanzaron dentro del agua. Se
sumergieron bajo el agua y, jadeantes, siempre de nuevo empujaban a los seres humanos
que recogían sus ponchos. Solamente cuando uno de los Incas tiró bastante agua a los osos,
éstos se sosegaron, corriendo río abajo.
— ¡Tenemos que buscar otro lugar para nuestras casas de provisiones!, dijo
uno de los maestros de obras. Nos encontramos en una región que pertenece a los osos.
Aquí ellos tienen sus cavernas, donde hibernan y crían sus crías. Los osos tienen derechos
anteriores a los nuestros.
Naturalmente, todos concordaron enseguida. Derechos iguales para todos. Las
cavernas, nidos, etc., significaban para los animales lo mismo que para ellos, seres
humanos, sus casas. Consecuentemente, los maestros de obra fueron más lejos,
construyendo sus casas de provisiones alejadas de la región de los osos.
Todos los lectores comprenderán que muchas ocurrencias curiosas y hasta no
comunes aún, sucedieran durante la construcción del camino más extenso de la Tierra y de
las numerosas casas de provisiones. También no se deben olvidar los innumerables puentes
construidos poco a poco. Ese trabajo también estuvo vinculado a muchas vivencias.
El espíritu emprendedor y la perseverancia eran dos cualidades predominantes en
los Incas. Lo que ellos comenzaban, terminaban. Incluso bajo los mayores obstáculos y
esfuerzos.

LA SABIDURÍA DE VIDA DE LOS INCAS


Cuatrocientos años pasaron desde la llegada de los Incas a su valle de florescencia
dorada, entre colinas y montañas. Muchas escuelas fueron construidas y lentamente se
divulgaba la sabiduría de vida de los Incas también entre otros pueblos.
La instrucción se basaba siempre en enseñanzas de la religión. Siguen aquí algunos
extractos de esos mandamientos:
“¡Sin la supremacía del espíritu, todo el querer terreno poco sentido tiene! ¡Pues es
el espíritu que mantiene en movimiento nuestro cuerpo terrenal!”

***
“¡Cada ser humano trae en sí una luz de vida que lo liga al Amor y a la Fuerza del
Universo! ¡Por eso cada uno podrá alcanzar también el tan deseado ápice espiritual,
situado en el país de la eterna paz y de la alegría!”

***
“La fuente de toda la alegría de la vida terrena nace en la naturaleza. Ella es el
elemento de todos. ¡El mayor gigante, bien como el menor gnomo, son traspasados por
esa alegría! ¡Ella encierra glorificación y agradecimiento que se eleva hacia el Dios-
Creador!”
***
“¡Continuad siempre estrechamente unidos a los espíritus de la naturaleza, para
que la fuente de la alegría encuentre la entrada en vuestra existencia! ¿Pues qué sería del
ser humano sin la alegría? ¡Nada! ¡Indigno de haber nacido!”
***
“Las propiedades espirituales inherentes al espíritu humano, que lo impulsan a la
actividad son: Verdad, Sabiduría, Pureza, Justicia, Bondad y la Disposición de Auxiliar...
¡Ellas proporcionan dignidad y poder a los seres humanos!”

***
“La mayor dádiva del Dios-Creador a los seres humanos es el Amor. ¡Solamente en
él reside la felicidad! ¡Lleva a dos personas que mutuamente se aman espiritualmente,
rumbo a la Luz, hacia lo alto, a un eterno Reino Solar!”
SEGUNDA PARTE

EL ESPLENDOR DEL IMPERIO


INCA
CAPÍTULO X

CHUQÜI, EL GRAN REY

LOS INCAS VIVÍAN RODEADOS DE ORO


Estamos ahora en el año 1300 después de Cristo. Pasaron novecientos años desde
que el sabio Udunis (Manco Cápac) fue nombrado como el primer rey Inca. ¡Novecientos
años! Ocupados en Incansables trabajos espirituales y terrenales. Los propios Incas, con
apenas algunas excepciones, no cambiaron durante ese tiempo; mucho vivenciaron y
mucho aprendieron, habiendo, todavía, en ese intervalo, reconocido todos los errores que
provocaban enfermedades en los seres humanos, tanto en el alma como en el cuerpo.
Los Incas vivían en aquel tiempo, como desde los orígenes, en armonía con las leyes
de la Creación y anhelos de perfección espiritual, aún tomaban cuenta de sus corazones.
No, ellos no se modificaron. Solamente modificaron las ciudades donde habitaban.
En el lugar de las pequeñas casas de piedras de otrora, se erguían ahora palacios y
templos, todos ellos ricamente ornamentados con oro. Dignos de ser vistos eran los
jardines de oro. Los arbustos y flores de oro que allí existían, parecían haber brotado de la
tierra. Las flores eran obras de arte elaboradas con las más finas filigranas de oro. También
los pequeños pajarillos de oro con las alas abiertas, situados en lo alto en las ramas más
gruesas, eran incomparables.
Los Incas comían en platos de oro y bebían en vasos de oro, y sus mujeres se
adornaban con perlas y piedras preciosas. Ellas usaban sandalias de oro y entretejían hilos
también de oro en sus vestidos blancos sin mácula.
Los peritos en agua represaron el agua situada en regiones altas e hicieron
entubaciones de piedra a través de las cuales la misma corría por millas, abasteciendo a los
seres humanos, e irrigando los campos de cultivos. También el más largo camino de la
Tierra, el Camino del Rey, estaba ya concluido en aquel tiempo.
Los Incas poseían, ciertamente, el Estado más organizado que existía en aquella
época. El gran Reino que realmente se expandía en las cuatro direcciones del cielo,
solamente se tornó tan grande debido a los pueblos que con el transcurrir del tiempo se
vincularon a los Incas. Los propios Incas siempre permanecieron en minoría.
Todos los príncipes, reyes y jefes de tribus enviaban sus hijos e hijas a las ciudades
Incas, a fin de aprender lo máximo que pudiesen. Y, si fuese posible, descubrir el misterio
que envolvía a los Incas.
Los Incas realmente eran un pueblo extraordinario. Consideraban sus bienes
terrenales como si no perteneciesen a ellos, sino como propiedad de la Tierra. Decían:
“Todas las piedras, todo el oro y todo alimento proviene de la Tierra, en ella permanece. Ni
el más mínimo grano de oro puede ser cargado más allá del ámbito de la Tierra”.
Apenas los valores espirituales eran considerados, pues solamente ésos cada uno
podría llevar consigo al dejar el ámbito de la Tierra.
Lo que los Incas sentían en aquel tiempo, como satisfacción especial, era que todos
los pueblos pertenecientes al Reino se liberaron de los cultos falsos y de las religiones
erradas. No siempre eso fue fácil. Pues la sanguinaria idolatría ejercida en los estados
vecinos lanzó muchas veces sombras hasta el gran Reino Inca. Solamente por la constante
vigilancia de los Incas, se evitó que las influencias destructivas de esos horrendos cultos
llegasen hasta ellos.

LA CASA DE LA DESPEDIDA
La segunda parte de este libro comienza con la muerte de un gran rey que, durante
muchos años, de forma justa y sabia, gobernó a los Incas y a los pueblos a ellos aliados…
Chuqüi, el rey, caminaba lentamente, dando vueltas en el jardín interno de su vasto
palacio. En los bancos de piedras colocados en amplios círculos estaban sentados cerca de
veinte alumnos. Eran jóvenes que aún no tenían veinte años de edad. El rey observó con
orgullo los bellos y nobles rostros que lo observaban, asimilando ansiosamente cada una
de sus palabras.
Chuqüi era rey, pero antes de todo era un “Amauta”, un sabio. En ese día se
empeñaba en transmitir a esos jóvenes, por la última vez, algo de su gran saber. Por la
última vez. Pues alcanzaba el límite que indicaba el fin de la vida terrenal.
— ¡El Señor de la Vida, empezó él, dio a cada uno de nosotros las capacidades
para el camino que tenemos que desarrollar y utilizar! ¡Esto sucede a través del trabajo! ¡A
través del trabajo Incansable! ¡Espiritual y terrenalmente, nunca os olvidéis de esto!
El rey hizo una larga pausa. El hablar ya se le tomaba difícil. Los alumnos observaban
cada uno de sus movimientos, pues sabían que para él llegara el último límite de su vida
terrenal.
— ¡Cada mal está lejos de nosotros Incas!, empezó el rey. Sin embargo, si
alguna vez sucede que uno de vosotros olvide la dignidad Inca, ¡no vaciléis! ¡Corregid el
mal antes que este imprima una mácula en vuestros espíritus! A vosotros nadie les pedirá
que presenten las cuentas en la Tierra. Nadie. ¡Pues cada Inca es su propio juez!
Los alumnos comprendieron. Sabían que era así.
— Tenemos que enriquecer la Tierra con Amor y bondad, colocando nuestras
manos sobre los animales y las plantas, protegiéndolos. Pues, ¡Nosotros somos siervos,
guardianes, y por eso señores en la Tierra!
Fueron esas las últimas palabras que los alumnos escucharon del rey. Durante algún
tiempo, él los observó pensativamente, levantando la mano en señal de despedida. Los
alumnos se levantaron, inclinándose en silencioso agradecimiento delante del rey, a quién
veneraban.
Chuqüi los acompañó con la mirada. El hecho de existir esos jóvenes de buena
índole era algo que lo tranquilizaba. Levantó la mirada al cielo, observando las
conformaciones de nubes que pasaban velozmente, anunciando la tempestad. En seguida
dejó lentamente el jardín y el palacio. Hoy se cansaba al andar. Sin embargo, continuó
caminando.
Se dirigió primero a la “casa de la despedida”, tal vez para convencerse de que todo
se encontraba listo para su recepción. La “casa de la despedida” no quedaba lejos del
palacio. Era una casa para morir, a la cual todos los miembros masculinos de la casta
superior Inca se retiraban, cuando llegaba la hora de la despedida de la Tierra. Las mujeres
morían en sus propias casas. En ambas ciudades Incas había varias “casas para morir”, pues
ninguno de los hombres deseaba dejar su cuerpo sin vida en la propia casa...
La casa que ahora el rey inspeccionaba poseía paredes de piedra y un grueso tejado
de junco. Las aberturas redondas en las paredes dejaban entrar luz y el aire en el recinto.
Las paredes brillaban debido al oro. Pájaros alzando vuelo, mariposas, ramas, todo hecho
en fino oro martillado, relucían en las paredes. En el lado este estaba suspendido un cometa
y en el lado opuesto estaba fija una medialuna. El cometa y la medialuna fueron
confeccionados una parte en oro y otra en plata. Apoyado en la pared sur había un ancho
lecho con una alta capa de pasto aromático y seco. Una manta de lana blanca se extendía
sobre el lecho. En las dos columnas de la pared este estaban dos pequeños y anchos
recipientes de cerámica conteniendo sebo de camero. En medio del sebo había mechas. El
piso se encontraba totalmente cubierto de pieles de carnero blancas.
El recinto no era muy grande. Sin embargo, quien en él entraba tenía la impresión
de riqueza, pompa y belleza. Así era deseado. El ser humano, al dejar la Tierra, debería
permanecer hasta el último momento rodeado por oro, el esplendor del oro solar. El oro
era parte de las maravillas de la Tierra.
Chuqüi permaneció parado al centro del recinto. Clarioyente, como todo Amauta,
escuchaba voces. También la voz de su recién fallecida mujer se hacía oír. Alegría y nostalgia
oprimían casi dolorosamente su corazón. Habría preferido dejarse caer en el lecho,
cerrando los ojos para siempre. Pero sabía que la hora de la despedida aún no llegaba.
Ansiosamente dejó la casa, siguiendo por un camino limpio y recto. En un desbordante
pilón de agua él se paró, tomó un vaso de oro que estaba en la orilla y bebió a grandes
sorbos la refrescante agua de la montaña. Puso el vaso en el lugar y se quedó observando
el agua que corría burbujeando sobre la orilla del pilón, juntándose en un pequeño lago
situado más abajo.
El agua era conducida desde lejos. Recordó como él mismo, ya ha muchos años,
colaborara en la ramificada ampliación del acueducto... La permanencia en la Tierra le
parecía de repente como un único día de alegría...
Una niña con una rama florida se colocó al lado de él, a fin de llamar su atención.
Dirigiéndose a ella, vio un gran grupo de niños que en silencio lo habían seguido a una cierta
distancia. En seguida lo rodearon, pidiéndole que les contase una historia. ¡Una historia de
los espíritus de las montañas y de los lagos! Sonriendo, Chuqüi pasó la mano sobre las
cabecillas de los niños que lo miraban.
— Hoy no. Ya les narré tantas historias que ahora ya es tiempo que ustedes mismos
las transmitan a los otros niños. Pueden con eso alegrar hasta los adultos.
Los niños señalaron con la cabeza, concordando. El rey tenía razón. Conocían muchas,
muchas historias... Contentos, se colocaron alrededor del pilón, sumergiendo sus brazos en
el agua fría. En silencio, observaban hacia la alta figura. Él los mirara de forma diferente a
lo usual. Un soplo de tristeza tocó sus corazones infantiles cuando él se despidió de ellos.
El Sol ya estaba bajo en el poniente, cuando el rey regresó a su palacio. Brevemente
la noche caería, envolviendo todo con su obscuridad. Los primeros pájaros nocturnos ya
revoleteaban en busca de alimentos, cuando él entró en el silencioso palacio.

EL SUCESOR
Yupanqui y Roca, dos hombres altos envueltos por largos ponchos blancos, vinieron
rápidamente a su encuentro. Su larga ausencia los preocupaba. No había nada más que
hablar, no obstante, querían permanecer el mayor tiempo posible próximo a él. Yupanqui
era el sucesor del reino, escogido por el rey. Las actividades de Roca también ya estaban
determinadas.
Chuqüi miró con ternura a sus dos nietos, los cuales solamente con dificultad podían
esconder su preocupación. Eran los hijos de una de sus hijas; Sola, que vivían en la otra
ciudad Inca. Yupanqui tenía más o menos cuarenta años de edad y tenía mujer y dos hijas
adultas. Roca era mucho más joven y aún permanecía soltero.
En los ojos de ambos hombres se podía reconocer que el anhelo por la Luz y
perfección vivían también en sus corazones.
El rey miraba hacia Roca.
— Tu misión exige mucha paciencia.
Roca señaló con la cabeza. Él sabía que no sería siempre fácil. Actuar como vínculo
de ligación entre los diversos pueblos que voluntariamente se habían unido a los Incas
necesitaría de mucho tacto y conocimiento de los seres humanos. A eso se agregaban los
muchos negocios de intercambio... Era esa la parte más difícil de su misión, pues nadie
debería ser perjudicado. Dar y recibir siempre deberían estar en perfecto equilibrio...
Roca, sin embargo, no se preocupaba. Así como todos los Incas, también poseía una
voluntad incesante de trabajar y un Incansable espíritu emprendedor.
— ¡Mi tiempo terrenal terminó!, dijo el rey bondadosamente. Pero eso no es
motivo para tener rostros tan tristes. La muerte terrena no encierra secretos. Lo mismo se
da con el nacimiento. Llegamos y partimos. De un mundo a otro, hasta que aprendemos
todo lo que hay para aprender.
Yupanqui y Roca lo sabían; no obstante, les oprimía el dolor de la despedida.
También para ellos la muerte y el nacimiento no constituían ningún secreto, sin embargo...
— ¡Nosotros nos volveremos a ver!, interrumpió el rey sus pensamientos.
Después dejó el recinto.
Uyuna, la mujer de Yupanqui, que esperaba silenciosamente en la sala del lado,
acompañó al rey hasta su dormitorio. Antes de él entrar, se volvió hacia ella y le dijo con
voz débil:
— Uyuna, viniste de una lejana tribu Chimú. Nuestra manera de vivir era extraña
para ti. No tardó mucho, sin embargo, y te tornaste una de las nuestras. Nos diste el más
bello regalo que un ser humano puede dar al otro: fue tu confianza en nosotros. ¡Continúa,
así como eres! Pues nosotros nos veremos nuevamente.
Uyuna, callada, bajó la cabeza, empujando después la cortina de la puerta hacia un
lado, para que el rey pudiese entrar. Cuando la cortina se cerró atrás de él, ella se sentó
llorando en el suelo. Después de algún tiempo el dolor opresivo disminuyó, y sus lágrimas
secaron. De repente, ella se tornó consciente de que el rey apenas dejaría la Tierra para
continuar viviendo en otra parte...
“Nosotros nos veremos de nuevo” ... Pensando en esas palabras consoladoras, ella
se levantó, dejando el palacio por una entrada lateral y dirigiéndose lentamente a la casa
para morir. El cielo estaba estrellado, y nada se escuchaba en las proximidades ni a
distancia, excepto el ruido de los animales.
Los Incas eran un pueblo silencioso, pero les gustaba la música y el canto.
Principalmente al anochecer tocaban los instrumentos musicales hechos por ellos mismos
y cantaban; eran canciones de Amor a los espíritus de las montañas, de las florestas y de
las aguas, y a los animales. Generalmente, con los cantos del anochecer, vibraba toda la
atmósfera. En aquel día, sin embargo, era totalmente diferente. Ninguna canción, ninguna
melodía, ni siquiera un sonido humano perturbaba el silencio de la noche. Su querido rey
dejaba la Tierra. Melancolía y cierto temor afligía el corazón de todos, desde que recibieron
la noticia de la proximidad de su muerte.
Uyuna permaneció parada junto a la casa de despedida, observando a su alrededor.
No se veía a nadie. Empujó la puerta de correr y penetró al interior del recinto, encendiendo
las dos lámparas de sebo de las columnas. En seguida se acomodó al lado de la cama,
apoyando la cabeza en ella. Entonces, sintió intuitivamente que no estaba sola. Invisible a
los ojos de ella, sin embargo, claramente perceptibles, sintió movimientos a su alrededor.
Movimientos y voces. Los espíritus que recibirían al rey después de su muerte terrena ya
estaban presentes. Ella se quedó escuchando durante algunos minutos. Después percibió
otros sonidos. Le parecía como si alguien se hubiese aproximado a la casa. Se levantó
rápidamente y se quedó escuchando. No quería que el rey la encontrase allí. Debería
haberse engañado. No se escuchaba ningún ruido externo. Pasó las manos una vez más
sobre el lecho, dejando enseguida la casa para regresar rápidamente al palacio.

EL DESENLACE DEL REY


Uyuna no se había engañado al pensar que había oído pasos. Apenas se encontraba
del lado de afuera, cuando dos altas figuras masculinas salieron de la sombra de un árbol
próximo. Eran Chía e Ikala, dos Amautas. Ambos eran médicos y esperaban al rey. Todos
los iniciados, de cerca y de lejos, sabían que había llegado la hora de la despedida para el
rey. El propio rey se comunicó con ellos espiritualmente. Clarioyentes como eran todos,
recibieron su mensaje. Era un breve mensaje. Este decía:
“Terminó mi tiempo en la Tierra. Vosotros que permanecéis, velad por nuestros
pueblos, pues veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra sagrada”.
Ambos Amautas meditaban, mientras esperaban, en las sombras que ellos también habían
visto. ¿Qué es lo que significarían tales formaciones y de dónde vendrían? Repentinamente,
sintieron escalofríos. Les parecía como si un soplo de hielo paralizase sus corazones...
Aunque, apenas por segundos... No obstante, se estremecían de frío bajo sus largos y
blancos ponchos de lana. No deseaban pensar en las sombras, pues aún tenían muchos
planes. Planes para enseñar a todos los seres humanos que no se habían desarrollado como
los Incas lo habían planificado.
— ¡No obstante..., no se puede dejar de ver esas sombras!, dijo Chía, como si
hablase consigo mismo.
Permanecieron atentos. El rey venía en compañía de Yupanqui y Roca. Pero, cuando
éste entró en casa, apenas Chía e Ikala permanecieron al lado del rey. Los otros dos
volvieron al palacio. Fue la despedida. ¿Cuándo y bajo qué circunstancias ellos se verían de
nuevo?
Chuqüi permaneció alto y erecto, parado en medio del recinto durante algunos
instantes, observando a su alrededor. Mal se notaba en él su avanzada edad, ni que sería
esta su última noche en la Tierra. Para él no había ninguna posibilidad de continuar viviendo
en la Tierra. El tiempo de vida predeterminado estaba acabado y cuando eso ocurría el
espíritu se alejaba, dejando el cuerpo atrás. Inerte y sin vida.
El rey se tendió en la cama. Estaba cansado y soñoliento. Chia e Ikala tiraron su larga
y blanca ropa de lana y palparon sus pies. Estaban fríos. Tan fríos que se podía sentir a
través del tejido de lana de sus zapatos. Chia extendió sobre él una manta ricamente
adornada con decoraciones azules, e Ikala le arregló el cabello negro y reluciente de la
frente. El fallecimiento del rey era una perdida dolorosa para ellos. Eran, todavía,
relativamente jóvenes, no obstante, se preguntaban cuanto tiempo su propia permanencia
en la Tierra aún duraría...
Observaron al rey durante algunos segundos y se sentaron después en un banco
cubierto por piel de carnero que se encontraba junto a la pared, al lado de las columnas.
Poco después, escucharon voces. Chia juzgó oír la voz de la recién fallecida esposa de
Chuqüi. Voces que parecían venir de lejos. No había más dudas. Todo estaba preparado
para la recepción de su amigo y hermano en el espíritu. Se aproximaba la hora del
desligamiento...
Los dos médicos no se dieron cuenta cuando el rey respiró por la última vez. Estaban
sentados en el banco, con los ojos cerrados y se entregaban íntegramente a las vibraciones
que a ellos afluían del otro mundo. Como tomados por un remolino, livianos y libres de la
pesadumbre de la Tierra, se veían, de repente, al medio de un gran grupo de sabios... No
sólo Incas, sino también sabios de otros pueblos estaban presentes... No obstante, todos
se conocían. Sí, más aún: sentían que pertenecían unos a los otros..., ya desde mucho...,
desde una época lejana y que también continuarían ligados..., ligados para una actuación
conjunta, todavía, oculta en el futuro.
Calor, consuelo y esperanza llenaban los corazones de Chia e Ikala cuando después
de algunas horas se tornaron conscientes de su ambiente terrenal. Se aproximaron al lecho
y se inclinaron sobre la figura inerte y sin vida acostada en él.
Chuqüi estaba muerto. Su espíritu estaba libre de la pesada materia terrena. Los
dos médicos vieron las pálidas y tremulantes formas de niebla que envolvían al cuerpo sin
vida, y restos de la otrora brillante aura, y que ahora se disolvía rápidamente.
Ikala cerró los ojos del fallecido, amarrando una cinta blanca sobre los mismos,
protegiéndolos. Ellos nada más podían hacer.
Colmado de paz y libre de culpas, Chuqüi dejó la Tierra.

EL GRAN REY ES SEPULTADO


Conforme su deseo, Chuqüi fue sepultado fuera de la ciudad, al lado de un campo
de cultivo. Ese local él mismo lo escogiera, hace un año atrás, durante una Fiesta de la
Espiga de Maíz. Cada rey Inca precedente, y también todos los sabios, eran enterrados en
el lugar por ellos mismos escogidos. En el transcurrir del tiempo nadie podría indicar con
exactitud los lugares de las sepulturas. Y este era también el deseo de los fallecidos. El
pasto, las flores, cereales, arbustos y árboles los integraban con el paisaje donde se
encontraban.
Una excepción fue apenas la sepultura de Chuqüi. Aproximadamente una semana
después, dos jóvenes mujeres, Taina y Ivi, que cogían malvas de las montañas, vieron una
piedra alta en forma de pirámide. La piedra alta se encontraba aproximadamente a un
metro de distancia de la sepultura. Taina e Ivi volvieron luego a la ciudad y le contaron a
Uyuna respecto de la piedra.
— ¡Sólo puede haber sido un gigante que le obsequió a Chuqüi esa piedra!,
exclamaron las mujeres, agitadas.
Las dos hijas, Ima y Sola, que desde la muerte de su padre Chuqüi se encontraban
en la Ciudad Dorada, se dirigieron inmediatamente a la sepultura con Uyuna y muchas otras
mujeres. Llevaron casi una hora para llegar hasta allá.
— ¡Solamente la fuerza de un gigante podría haber colocado esa piedra aquí!,
dijo Sola llorando. Las mujeres se sentaron al lado de la sepultura y tocaron la piedra,
mientras las lágrimas inundaban sus rostros.
— ¡Un gigante que gustaba mucho del rey adornó su túmulo!, sollozó Uyuna.
— ¡El Amor de los espíritus de la naturaleza es precioso! ¡Ojalá que él siempre
se conserve con nosotros!, dijo Ima levantándose. Después, durante un momento, apoyó
su rostro en la piedra. En seguida se dio vuelta, emprendiendo la caminata de regreso a
casa, seguida por las otras.

LA FIESTA DE DESPEDIDA
Maza y Ave, ambas vírgenes del Sol, caminaban lentamente en dirección al templo
principal, situado próximo, a fin de ejercitar una vez más, junto con las otras jóvenes, el
festivo y ceremonioso caminar, que tomaría llena de brillo la fiesta de despedida para el
gran rey. Esa solemnidad era siempre celebrada en el séptimo día después del entierro, ya
que entonces se podía estar seguro de que el fallecido ya se desprendiera de todas las
ligaciones terrenas.
Ambas jóvenes se sentían tristes y oprimidas. Les parecía tener que cargar un
pesado fardo. La muerte del bisabuelo real no podía, absolutamente, ser el motivo de eso.
Tal vez el sabio sacerdote Kanarte les diera algún consejo. Al aproximarse al templo,
escucharon la bonita voz del cantor Coban y el sonido del instrumento de cuerdas con que
él acompañaba sus canciones. En el Reino Inca había muchos cantores, sin embargo, nadie
tenía una voz que tanto tocaba los corazones como la de él.
Kanarte estaba sentado en un banco de piedra en su casa, enteramente
concentrado en la bella melodía. Maza y Ave se acomodaron al lado de las cuatro vírgenes
del Sol, las cuales estaban sentadas en el suelo al lado del sacerdote. Acabada la melodía
él levantó la cabeza mirando pensativamente a las jóvenes. Algo parecía preocuparlo.
— Es inquietante, comenzó él, cuan poco se sabe de las personas que participan de
nuestra vida. Hoy, por ejemplo, tres alumnos que yo les enseñaba ya hace algún tiempo
interrumpieron sus clases, sin explicación, para volver a su pueblo. ¡Quién sabe si Coban
también no nos dejará en breve!
— ¡Él nunca hará eso!, dijo Ave con énfasis. ¡Él es un chimú, pero podría ser
Inca, es tan libre y orgulloso!
Ave bajó la cabeza después de esas palabras, silenciando. Estaba avergonzada por haber
hablado tan precipitadamente.
— ¡Ojalá que tengas razón!, dijo Kanarte. Él entendía a la joven. Ella y Coban se
amaban. Probablemente era un Amor sin esperanzas. Sólo raras veces los Incas se
mezclaban con otros pueblos. Maza interrumpió los pensamientos de él, diciendo:
— ¡Los tres alumnos permanecieron extraños, una vez que sus corazones eran
demasiado pequeños para acoger todo el Amor que nosotros les ofrecemos! Todos
concordaron con ella.
— ¡De ahora en adelante tenemos que examinar más cuidadosamente todas
las personas que se aproximen a nosotros!, comentó Kanarte. El rey tenia razón al decir
antes de su muerte que sombras obscuras provenientes del mar nos amenazan. Existe
también una amenaza en el aire, dirigiéndose contra nuestro pueblo y contra nuestro país...
— ¿Es por eso que nos sentimos tan oprimidas?, interrumpió Maza al
sacerdote. Amábamos mucho al rey, pero no es el dolor de la despedida que nos oprime el
pecho como un fardo.
— ¡Con nosotros y con nuestros padres sucede la misma cosa!, agregaron las
otras jóvenes.
— Esto es natural. ¡Somos Incas, la desgracia nos amenaza a todos!, les recordó el
sacerdote. Mas está en la hora. Kanarte se levantó y caminó de prisa a través del jardín,
acompañado de las jóvenes. Cuando entraron en el templo, dos jóvenes comenzaron a
tocar compases rítmicos en los tambores que cargaban consigo.
Otras veinte vírgenes del Sol circundaban a una profesora, ya más de edad, que les
daba instrucciones. Maza, Ave y las otras cuatro jóvenes escuchaban atentamente; y luego
ensayaban los pasos de la danza.
Algunos de los grandes templos de los Incas no poseían tejados. Consistían en
columnas y muros. Los muros, forrados en oro, eran siempre más bajos que las columnas.
El número de columnas dependía del tamaño del respectivo templo. Podían ser
veinticuatro, doce o apenas siete.
Los Incas explicaban la razón de los templos sin tejados de la siguiente manera:
“Ningún templo puede ser suficientemente grande para venerar merecidamente al Dios-
Creador. Nuestra veneración va distante, superior a la de cualquier tejado; he aquí el
porqué, realmente, que ninguno de nuestros templos necesitaría de tejado”.
Otra explicación se refería a las relaciones de los Incas con el Señor del Sol, Inti:
“Nosotros no adoramos al Sol. ¡Amamos a Inti! ¡Él es nuestro amo desde tiempos
primordiales! A través de Inti el gran Dios-Creador nos deja sentir Su Amor. ¡Pues Inti irradia
el Amor de Dios en la Tierra! ¿Cómo entonces no amar el astro solar? Nuestras Fiestas del
Sol son fiestas de agradecimiento y de alegría. Nosotros honramos de esa manera al Dios-
Creador, ¡de quién somos y permanecemos criaturas!”
Esas dos explicaciones eran siempre presentadas durante las solemnidades en los
templos, las cuales extranjeros podían asistir. Así los Incas evitaban que enseñanzas erradas
surgiesen.
El templo de la ciudad principal del Reino Inca tenía veinticuatro columnas. Flores,
hojas y enredaderas de oro eran fijadas hasta encima de las columnas. En el centro del
templo se encontraban cuatro pedestales de altura y de extensiones iguales, cubiertos de
placas de oro y colocadas en forma de cruz. Sobre los cuatro pedestales había una placa de
oro, donde estaba grabado un cometa.
En el séptimo día, cuando el Sol alcanzaba su punto máximo, tuvo inicio la fiesta de
despedida del rey Chuqüi.
Aproximadamente treinta vírgenes del Sol, de gran belleza, circundaban el pedestal
de la cruz, caminando rítmicamente. En las manos sostenían campanillas de oro que
movían suavemente. Todas usaban vestidos largos, sin cinturón, cerrados en la parte
superior en el cuello por un collarín bordado de oro. Estrechos aros de oro adornados con
plaquetitas también con oro, adornaban sus cabezas. Los brillantes cabellos negros les
colgaban sueltos sobre los hombros. Sus pies estaban descalzos, así como los de todos los
demás que se encontraban en el templo. Solamente pies descalzos podían andar sobre el
piso cubierto de esteras y tejidos.
Atrás de las vírgenes del Sol se encontraban siete jóvenes con antorchas encendidas
en las manos. La Fiesta de Despedida era al mismo tiempo una solemnidad de coronación.
Por eso, depositada en el centro de los pedestales, en forma de cruz, estaba la corona Inca
y, al lado, una guirnalda de hojas de oro destinada a la nueva reina.
Después de las jóvenes haber dado varias vueltas en tomo de los pedestales,
colocaron las campanillas sobre las cuatro placas. Esa era la última ofrenda simbólica al
fallecido rey, pero al mismo tiempo era también la promesa de que en el Reino Inca las
campanillas nunca silenciarían. Las siete antorchas encendidas significaban siete luces que
iluminarían el camino del fallecido a través de las siete regiones. Los cargadores de las
antorchas dejaron el templo, luego que las vírgenes del Sol depositaran la última
campanilla sobre el pedestal.

LA CORONACIÓN
Coban entonó la canción de despedida y enseguida varias trompetas anunciaron
que llegara el momento de la coronación.
Yupanqui y Uyuna estaban sentados en un trono de dos asientos, colocado para esa
solemnidad al frente de una de las columnas. Al lado del trono estaban de pie dos jóvenes.
Ambas habían terminado su tiempo de aprendizaje como vírgenes del Sol. Con doce años
las jóvenes dejaban el hogar paterno, mudándose a la casa de la juventud. Allí se quedaban
hasta el vigésimo año de vida.
Una de las jóvenes, llamada Vaica, caminó bajo el sonido de las trompetas hasta
uno de los pedestales, donde el sacerdote Uvaica le dio la guirnalda de hojas de oro. Vaica
volvió lentamente con la guirnalda, colocándola en la cabeza de Uyuna. En seguida la
segunda joven, Mirani, se dirigió al mismo pedestal y recibió la corona Inca de las manos
de Kanarte. Con esa corona ella coronó a Yupanqui.
La fiesta de despedida y la coronación ocurrieron armoniosa y festivamente. Sin
embargo, había sombras de una especie de miedo y preocupación. Nadie podría decir
porqué era así. Muchas mujeres lloraban, hecho que en sí ya era fuera de lo común. Pues
la despedida de una persona querida desencadenaba melancolía, sin embargo, nunca
miedo y preocupación. Todos los sabios estaban presentes y miraban pensativamente
hacia adelante.
Ellos conocían el cuadro del destino de los Incas. El pasado se desenrollaba
brillantemente y sin turbaciones, sin embargo, el futuro nada de bueno prometía. Uno de
ellos, cuya capacidad de percepción alcanzaba mucho más allá de la Tierra, les había
narrado, poco antes de su muerte, que del mar vendrían seres humanos..., criaturas
sobrecargadas de todos los males, las cuales estremecerían las bases del Reino Inca.
“¡Ellos no lucharán con armas, pero estremecerán las bases del Reino por medio
de ardides!”, terminaba el vidente su aterrorizador relato. El vidente no indicó la fecha
de ese acontecimiento, pues, mientras transmitía el pavoroso relato, su espíritu dejaba
el cuerpo terreno para siempre.
Los astrónomos que se ocuparon después del relato del vidente determinaron una
fecha en que, conforme todo indicaba, una desgracia caería sobre los Incas. Ocurriría
doscientos años más tarde. Esto no era consuelo para los sabios. Doscientos años no era
mucho tiempo, sin embargo, según la intuición de ellos, algún infortunio se aproximaría
mucho antes...
Después de la coronación, Yupanqui y Uyuna dejaron el templo, siempre
acompañados por los sonidos de las muchas trompetas. Las vírgenes del Sol y todos los que
asistieron a la solemnidad acompañaron al nuevo matrimonio real hasta su palacio. El
Reino Inca tenía un nuevo rey. Un rey sabio, pues Yupanqui era, como todos sus
antecesores, miembro del consejo de los sabios.
Mirani y Vaica siguieron al matrimonio real hasta el palacio, con el fin de sacarles
las coronas de las cabezas. Después ellas fueron guardadas en una caja especial, en el salón
de los reyes.

LOS NARRADORES
Más tarde vinieron al palacio dos “narradores”, para relatar con palabras claras el
transcurrir de la solemnidad. Luego que el rey escuchó el relato, ellos recibieron la misión
de visitar otros pueblos del Reino y les transmitir exactamente la ceremonia de despedida
y de la coronación. De esa manera todos estaban siempre bien informados.
Los narradores — se podía decir también historiadores — recibían una instrucción
especial. Ellos deberían poseer buena memoria y la capacidad de retransmitir todos los
acontecimientos con absoluta fidelidad. Quien se desviase un mínimo que fuese de la
verdad, era excluido. Toda la historia Inca era retransmitida por narradores, de generación
en generación, y contada a los niños a partir de cierta edad. Aún mil años más tarde, cada
Inca sabía detalladamente al respecto del éxodo de las montañas y de la fundación de la
nueva ciudad.
Vaica también dejó el palacio cuando los narradores salieron. Mirani, sin embargo,
caminaba lentamente a través de los salones, hasta parar vacilante en un pequeño jardín
interno, contemplando encantada, como ya lo hiciera muchas veces, a los arbustos, flores,
pastos, a las mariposas y a los pájaros de oro. Además de un banco bajo de piedra y algunas
piedras grandes y bien lapidadas, todo era de oro en ese jardín. Mirani se sentó en un
banco, pensando en el rey Chuqüi y en la mujer de él. Ambos ayudaron a los artistas en la
disposición del jardín... En la ciudad había varios jardines de oro, sin embargo, ninguno tan
bello como éste...

TENOSIQUE
Un movimiento casi imperceptible llamó su atención. ¿Un extraño? ¿Será que era
el espíritu protector del palacio que fue visto varias veces en ese jardín? Ella observó
durante algunos minutos fijamente hacia la figura parada en la entrada, a su frente.
Después, se levantó un poco decepcionada. Era un ser humano, y no el espíritu protector
como silenciosamente esperaba.
Era un hombre, pero no un Inca. Su vestimenta era diferente. No vestía un poncho
blanco, pero si un amplio manto, verde claro, que le llegaba casi hasta el suelo. Cuando el
hombre se movió, una gran estrella de oro brilló sobre su pecho. “Un astrónomo”, pensó
Mirani, alegre. Entonces levantó la cabeza y miró hacia los ojos claros y radiantes de él. Y
la mirada de esos ojos radiantes fue decisiva para sus relaciones futuras, pues en ese
momento se formó entre ambos una ligazón delicada, sin embargo, firme, que nunca más
se deshizo.
— ¡A los seres humanos les es permitido hacer amistad con todos los animales,
plantas, espíritus y también con personas de razas desconocidas!, dijo el extraño con voz
sonora y armoniosa, en puro quechua. Después alzó la mano, profiriendo el saludo Inca:
“¡El Sol ilumine siempre tu corazón!”
Después de esas palabras, él hizo un movimiento para alejarse. Mirani,
rápidamente, avanzó un paso, haciendo un gesto con la mano, convidándolo a quedarse.
Esto era contra todas las costumbres, sin embargo, ella no podía actuar de manera
diferente. Tenía que saber quién era el extraño. Sí, era un extraño..., no obstante, le parecía
conocido...
Como si el extraño hubiese leído los pensamientos de ella dijo:
— Soy Tenosique, del pueblo de los Toltecas. Agregó que se encontraba a camino
de la Montaña de la Luna.
— Mis antepasados vivían en la tierra de Tenochtitlán. Hoy reinan allá los aztecas
con su sangrienta idolatría. Cuando yo tenía dos años mis padres abandonaron ese país;
procuraron y encontraron asilo en vuestro reino.
Tenosique guardó silencio, observando pensativamente a la bella joven de ojos
verdes y enigmáticos. Su rostro delicado de color dorado irradiaba una alegría contagiante
como todos los miembros de su raza, ella era llena de vida, mas también llena de paz
interior y serenidad.
— Mi padre está esperando. No soy parte de la familia real. Tenosique dio un paso
hacia el lado y bajó la cabeza, despidiéndose. Soy Mirani. ¡Mi padre administra los bienes
del pueblo!, agregó ella aun explicando, al retirarse.
Tenosique ya estuvo varias veces en el palacio, pero éste nunca le pareciera tan
vacío como hoy. Caminó lentamente por los salones, contemplando admirado los colores
fulgurantes de los tejidos que cubrían las paredes. En una de las salas, Yupanqui vino a su
encuentro, saludándolo alegremente.
— Permaneceré algún tiempo en la Montaña de la Luna, a fin de continuar con mis
observaciones. El lugar allá fue realmente creado para que nos aproximemos a las estrellas.
Yupanqui señaló con la cabeza, comprendiendo. Él también tendría, de buen agrado,
pasado algún tiempo en el monte entre las montañas. Pero, mientras tanto, tendría que
cuidar de los negocios gubernamentales.
— ¡Vine apenas para saludar al nuevo rey y pedirle que continúe
considerándome como su súbdito!, dijo Tenosique en tono de broma. Después de algún
tiempo, agregó:
— ¡Yo quería ser un Inca!
— ¿Un Inca? Yupanqui lo observó sorprendido y de modo escrutador. Ese
deseo repentino le pareció extraño, sin embargo, no preguntó el “por qué”.
Los dos hombres caminaron lentamente, despidiéndose frente al palacio. Yupanqui,
pensativamente, siguió a Tenosique con la mirada. El tolteca era el mejor astrónomo de
todo el Reino. Sus amplios conocimientos lo destacaban entre todos los demás. ¿Por qué,
repentinamente, él deseaba ser un Inca? Ese deseo tenía en sí algo inquietante. Yupanqui
se paró ensimismado, sin encontrar una explicación para eso. Tal vez Uyuna pudiese
interpretar el extraño deseo del tolteca, pensó él, entrando lentamente en el palacio.
CAPITULO XI

LAS DIFERENCIAS ENTRE LOS INCAS Y


OTROS PUEBLOS

¡YO QUERÍA SER UN INCA!


El día de la coronación fue para el nuevo rey un día como otro cualquiera. Esto es,
un día lleno de deberes. En el ala oeste ya esperaba por él una delegación de campesinos
denominados plantadores. Sin embargo, primeramente, tenía que hablar con Uyuna. El
deseo de Tenosique de querer tomarse Inca lo tocara de modo singular.
— ¡Encontré el deseo del tolteca muy extraño, pues hasta ahora él siempre se
enorgulleció mucho de su descendencia!, dijo Yupanqui al terminar sus explicaciones.
Uyuna escuchara pensativamente.
— Ciertamente él conoció una joven Inca. Sólo así se puede explicar el deseo de
Tenosique... Vaica y Mirani estuvieron aquí hace poco tiempo...
Yupanqui le dio la razón.
— Tenosique es igual a nosotros en el espíritu. Una joven Inca podría tornarlo feliz...
Excepciones siempre las hubieron.
Uyuna, íntimamente, le dio razón. Sin embargo, la ley que prohibía la mezcla de
razas tenía su motivo profundo. No fue instituida livianamente.
— Ciertamente hubo excepciones en el transcurrir del tiempo. ¡Sin embargo, los
que no dieron atención a esa ley, muchas veces jamás encontraron el camino de vuelta
hasta nosotros!, dijo Uyuna con firmeza. Yupanqui dejó la sala. Uyuna tenía razón como
siempre..., no obstante, sentía pena del tolteca...
Los plantadores lo saludaron alegremente, cuando él entró en el gran salón de
recepción. Primeramente, le entregaron una obra de arte en oro y plata.
— ¡Que águila maravillosa!, exclamó Yupanqui entusiasmado. Justamente hoy,
durante la ceremonia de la coronación, pensé en el águila que condujo a nuestros
antepasados de forma tan segura hasta aquí.
El águila estaba sobre una reluciente piedra negra con las alas totalmente abiertas.
Las alas eran de oro, pero la parte restante del ave estaba cubierta de plumas de plata
finamente trabajadas.
Los plantadores miraron contentos a su nuevo rey. La alegría del rey era también la
de ellos. Y así como allí se presentaban, no se diferenciaban en nada de los Incas que
ejercían otras profesiones. Vestían sus ponchos de la mejor lana blanca y en el pecho de
ellos brillaba la joya usada por todos los que trabajaban en la tierra. Era un disco de plata
en el centro de una moldura cuadrada de oro.
Yupanqui pensó en el fértil suelo de cultivo que les daba tan abundantes cosechas.
Todos los Incas amaban la tierra. Todos ellos, fuese rey, sabio o sacerdote, salían tantas
veces cuanto podían a los campos de cultivo, a fin de sembrar, plantar y cosechar. Sentían
la necesidad de ayudar en los trabajos del campo. Ese tipo de trabajo era ejecutado por
hombres exclusivamente; las mujeres apenas cultivaban en los jardines de sus casas aliños,
hierbas terapéuticas y algunos pies de maíz.
Los plantadores fundaron escuelas de agricultura en ambas ciudades Incas, bien
como en las ciudades de pueblos aliados, en las cuales siempre uno de ellos actuaba como
profesor. En las vastas tierras pertenecientes a la capital dorada de los Incas cultivaban
alternadamente: maíz, quinua, poroto, maní y diversas especies de patatas. El tiempo en
esas altitudes era, en aquella época, ameno y asoleado, pero nunca caliente demás. El aire,
naturalmente, era muy seco. Esto no constituía ningún problema, pues las instalaciones de
irrigación, ampliamente ramificadas, cuidaban siempre de la humedad del suelo. Las
cosechas eran siempre tan abundantes, que grandes cantidades sobraban para negocios
de cambio.
Los pueblos aliados de regiones situadas más abajo, o de las regiones costeras,
proveían a los Incas algodón, cacao, frutas, sal, nueces, algas rojas, hierbas para jabón y
mucho más aún. Nadie era perjudicado, pues en el desarrollo de los negocios de cambio se
procedía con absoluta justicia. El sistema introducido por los Incas, con referencia al
comercio, ya estaba aprobado desde largos tiempos.
Yupanqui continuó parado delante de la obra de arte en oro y plata. En
pensamientos estaba junto a sus antepasados. Le parecía haber caminado con ellos...
Atravesando montañas y valles profundos... Sólo volvió al presente, cuando dos siervos
entraron en el salón, ofreciendo a los visitantes cacao en vasos de oro. Yupanqui también
bebió un vaso de esa bebida sazonada con vainilla. Después de vaciar todos los vasos, él
acompañó sus huéspedes hacia afuera.

MALOS DESEOS
Más tarde Roca llegó e informó a Yupanqui que dos de sus mensajeros habían
hablado de hostilidades y luchas incesantes en el pueblo de los Ilcamanis* donde surgió,
una enfermedad de carácter epidémica, para la cual tendrían que encontrar un remedio.
* Cultura Chavin.
Yupanqui escuchó preocupado. ¿Luchas internas en un pueblo? Luchas ya surgieron
muchas con el transcurrir del tiempo. Pero generalmente entre tribus extrañas... ¿Más, los
ilcamanis luchando entre sí? Era un pueblo de artistas... Anualmente llegaban muchos
jóvenes de ese pueblo, a fin de absorber lo máximo posible de la “misteriosa” sabiduría
Inca.
Los ilcamanis afirmaban que toda la desgracia que cayera sobre ellos, se relacionaba
con la llegada de una mujer y de un hombre que surgieran, cierto día, del lado del mar.
Suponían que esos extranjeros trajeron consigo malos deseos.
— ¿Malos deseos?, preguntó Yupanqui sorprendido. Era difícil hacerse una imagen sobre
eso. Pensamientos, sí. Son como nubes. Siguen adelante. Pueden difundir cosas buenas o
cosas malas alrededor de sí... Él miró asustado a Roca. Después hizo un gesto como si
quisiese alejar algo de si, sacudiéndose.
— Algo frío y desagradable rozó en mí... Los ilcamanis tienen razón. Los dos
extranjeros son de una especie que causa desgracia.
Hasta aquella época los Incas no poseían armas. Entre sí y los pueblos que
espontáneamente se unieron a ellos, nunca hubo discordia. Al contrario. La confianza
mutua y los mismos intereses espirituales formaron en el transcurrir de los siglos, una
sólida base. Muchas veces hubo, entre los pueblos aliados, rebeliones y luchas por el
poder. Los Incas nunca interfirieron en esas luchas. Permanecían siempre neutros. Sólo
pensar en conflictos mutuos con armas, hiriéndose, era para ellos un horror. Los médicos
Incas, sin embargo, siempre estaban presentes cuando había heridas que tratar o huesos
quebrados para ser reparados.
También Uyuna estaba profundamente preocupada. Las novedades que los
mensajeros contaron en nada le agradaron. Enfermedades y luchas no la asustaban. Pero
el hombre y la mujer extraños le dieron que pensar. Seres humanos que traían malos
deseos al país, podían tomarse peligrosos. Contrastando con Yupanqui ella luego
comprendió lo que los ilcamanis querían decir cuando hablaban de “malos deseos”.

LA CASA DE LA JUVENTUD
Cuando Roca y Yupanqui salieron juntos, Uyuna también dejó el palacio. Ella fue
hasta la casa de la juventud, en la cual sus hijas Ave y Maza vivían en compañía de otras
veinticinco vírgenes del Sol. La casa de la juventud comprendía tres largas y bajas
construcciones de piedra, cuyas paredes, a semejanza de todas las otras casas de la ciudad,
eran ricamente decoradas con ornamentos de oro.
Los tejados eran cubiertos con una reluciente paja café. Como en los antiguos
tiempos, la paja, antes de ser utilizada, era sumergida en un concentrado de zumos de
hierbas, tomándose así dura y resistente.
Esas tres edificaciones estaban circundadas por anchas terrazas cubiertas. Cuando
Uyuna llegó, algunas jóvenes estaban sentadas delante de grandes telares colocados en
una de las terrazas, tejiendo alfombras. Después de terminadas, cada una de esas
alfombras constituía una obra de arte, de tan lindos y armoniosos colores que, combinados
entre sí, eran utilizados en los diseños.
Uyuna siguió más adelante, hasta la casa donde se encontraban la cocina y el gran
estanque de baños. Bajo la supervisión de dos mujeres de edad avanzada, varias jóvenes
preparaban la cena, que era servida cerca de las seis horas de la tarde. Todas tenían los
rostros rojos de calor, pues las vasijas hondas de cerámica estaban llenas de brasas. Los
cazadores habían traído cierta cantidad de gallinas de las montañas, las cuales asaban en
los espetones sobre las brasas.
En épocas anteriores, los propios Incas capturaban o derribaban con flechas la caza
que necesitaban para su alimentación. Sin embargo, ya desde hace mucho tiempo ese
trabajo era ejecutado por los “Runcas”, una tribu que vivía en las laderas escarpadas de las
montañas. Los cazadores no necesitaban esforzarse, pues había caza en gran abundancia
por todas partes. Los Incas consumían poca carne. Preferían platos preparados con maíz,
arroz y principalmente patatas, ante el más sabroso asado.
Cuando Uyuna entró en la cocina, dos jóvenes amontonaban tortillas de harina
gruesa de maíz recién hechas, sobre platos de cerámica, con bonitas pinturas. Mientras
tanto, una otra joven distribuía frambuesas negras en pequeños cuencos de oro.
— ¡Gallina asada, tortillas de maíz y frambuesas, era esa la comida predilecta del
rey Chuqüi!, dijo Uyuna, un tanto melancólica, a una de las mujeres de más edad. Uyuna
tomó una cuchara de oro y probó la papilla que estaba en otro cuenco de brasas. Recordó,
entonces, su propio tiempo de aprendizaje en la casa de la juventud, situada en el lado
norte. Todo lo que ella sabía, lo aprendiera allá.
Uyuna dejó la cocina, subiendo algunos peldaños que conducían a la terraza central.
Allá estaban sentadas las jóvenes que hacían los nudos de quipu. De varias varas colgaban
diferentes cordones coloridos de tamaños variados, en los cuales las jóvenes hacían nudos
con gran habilidad. Todas las jóvenes y también todos los jóvenes, que recibían su
formación en las casas de la juventud, tenían que aprender hacer nudos de quipu. Los
jóvenes que demostraban especial habilidad para eso, se tomaban profesores y
frecuentemente acontecía que mejoraban el “sistema de escritura”.
Los Incas que vivían en otras ciudades se comunicaban a través de la escritura de
nudos. Las dos jóvenes que hacían nudos en la tenaza este, usaban en las manos guantes
flexibles de finas chapas de oro. Sin tal protección ellas habrían machucado sus manos,
pues las hebras de lana con las cuales trabajaban eran mezcladas con tenues y duras fibras
de plantas. Las otras jóvenes que trabajaban exclusivamente con hebras de lana usaban los
usuales dedales de oro.
Uyuna permaneció observando durante algún tiempo a las jóvenes, elogiando su
habilidad para hacer nudos. Todavía, estaba preocupada. ¿Dónde estaban Ave y Maza? En
realidad, deberían estar allí, junto a las otras. En la cocina no estaban. Tampoco fueron
vistas tejiendo alfombras en la otra terraza. Solamente restaba la casa de los baños. Ella
volvió y entró en el anexo al lado de la cocina. El gran recinto de baños se encontraba vacío.
Refrescó las manos en el chorro de agua que salía de un caño de piedra y que llenaba las
grandes vasijas embutidas en el piso. ¿Dónde estaban sus hijas? En los jardines ciertamente
no estarían, pues allá debería haberlas visto.
Una joven respondió su pregunta silenciosa. Fue Ivi, la hija de un conservador de
remedios.
— Ave y Maza están en el templo. Ellas ayudan a Vaica.
— ¿Ahora, a esa hora?, preguntó Uyuna, sorprendida. Las jóvenes ya están
trayendo las vasijas de la cocina...
Ivi se alejó corriendo, antes que ella le hiciese más preguntas. Ahora, Uyuna quedó
realmente preocupada. La cena era, como de costumbre, servida a esa hora en la tenaza
que se encontraba más próxima de la cocina. Allí habían mesas y largos bancos entallados.
— ¿En el templo? Uyuna dejó la casa de la juventud y atravesó el jardín de
hierbas, dirigiéndose al templo. De repente, escuchó voces. Las voces de sus hijas y la de
un hombre. Se colocó atrás de un arbusto cerrado y permaneció esperando. Después vio a
Coban. El siguió con la mirada, como en sueño, a las dos jóvenes que se alejaban
rápidamente. Uyuna, con el corazón pesado, contempló al joven extraordinariamente
simpático. El vestía, como siempre, pantalones blancos de lana y un suéter blanco ajustado
también de lana, con mangas largas y collarín alto. El suéter era bordado con diseños azules
geométricos. En el cuello cargaba una pequeña flauta de oro y lapislázuli.
Uyuna encontró indigno esconderse atrás de un arbusto y, por eso, se adelantó en
algunos pasos y señaló hacia Coban, saludándolo. Extrañamente, cuando la nueva reina
surgió, Coban no se asustó. Ella era la madre de Ave, por consiguiente, él la incluía en su
Amor. Inclinó la cabeza saludándola y esperó que ella le hablase.
— La canción que hoy entonaste, en la fiesta de despedida, todavía, repercute en
mi corazón. ¡El rey gustaba tanto de tu canto!, dijo Uyuna con leve tristeza en la voz.
— ¡El rey escuchó mi canción!, respondió Coban orgulloso y al mismo tiempo
humilde. Yo vi al rey próximo al trono durante la coronación. Él brillaba como oro... En
seguida, desapareció... Me pareció como si el templo no tuviese más la misma luminosidad
de antes.
Coban habló en voz baja y con la cabeza inclinada. Uyuna sabía que el joven tenía
razón. También ella sintiera fuertemente la presencia de Chuqüi en el templo. Había sido
su despedida definitiva de la Tierra. Ella señaló con la cabeza hacia Coban y enseguida
atravesó los jardines sin mirar hacia atrás, caminando hasta su palacio. Con sus hijas podría
hablar otro día.

¿EN QUÉ LOS INCAS SON DIFERENTES A NOSOTROS?


Coban aún permaneció parado por algún tiempo, escuchando, como si escuchase
melodías de esferas desconocidas. Su corazón, sin embargo, estaba repleto de melancolía
y de una nostalgia indefinida. Ya estaba obscureciendo, cuando dejó el jardín.
Él vivía junto con otros cuatro jóvenes en casas destinadas a los visitantes de
pueblos aliados. Esas casas de huéspedes eran al mismo tiempo escuelas, en las cuales se
enseñaba historia y la lengua Inca, el quechua. Las casas de la juventud eran reservadas
solamente a los Incas.
Coban pensaba sobre la distante relación existente entre los Incas y los otros
pueblos. Por ejemplo, con él mismo... Su pueblo, los chimúes, y también los chibchas, eran
famosos constructores de ciudades, mucho antes que los Incas hubiesen llegado de sus
montañas. Y fueron también los chimúes que primeramente reconocieron la superioridad
espiritual de los Incas. Y esto permanecía así hasta aquella fecha. Actualmente, en
conocimientos, él no se quedaba atrás de ningún Inca. Era tratado por todos con la misma
amabilidad. Sí, a veces hasta se olvidaba de que no era un Inca. No obstante..., no obstante,
había un abismo..., algo enigmático, inescrutable parecía envolverlos, tal como un velo
impenetrable... Sólo Ave..., entre él y Ave no había abismos ni velos.
— Nuestras almas ya caminaron muchas veces en los caminos del Universo..., ahora
nos fue permitido reencontramos...
— ¡Coban! ¿Con quién estás hablando?, preguntó Kameo un tanto
preocupado. ¡Tus canciones y tu voz tienen un sonido diferente, más profundo, desde que
encontraste a Ave!
— ¡No percibí que hablaba tan alto!, dijo Coban medio sin gracia. Ave está tan
próxima de mí y, sin embargo, tan distante...
— ¡Ya estoy de viaje!, dijo Kameo riendo, mostrando sus sólidos zapatos de
fieltro. Regreso para los míos cargado de conocimientos. Sí, viajo con los mercaderes que
partirán mañana. En mi lugar vendrán mi hermano y mi hermana.
— ¿Kameo, en qué los Incas son diferentes a nosotros?
— ¡Yo tampoco lo sé!, respondió Kameo.
— ¡Parece que nadie puede responder a esa pregunta!, dijo Coban, resignado.
— ¡Mi pueblo, los Carás, son sabios y ciertamente tan antiguos como los Incas!,
continuó Kameo. Ya hace mucho tiempo que somos aliados de los Incas. La mayoría de
nosotros aprendió el quechua..., sin embargo, el abismo continúa... Aprendí el arte de
gobernar, a fin de investigar el misterio de los Incas, pues..., Kameo observó hacia Coban
interrogativamente. ¿Cómo los Incas consiguen vivir en paz con todos durante tantos
siglos? No poseen armas..., y, entretanto, nos hacen exigencias.
— ¿Exigencias?, interrumpió Coban, sorprendido. ¿Qué exigencias?
— Digamos condiciones.
Coban señaló concordando.
— Condiciones, sí. Pero nunca exigencias.
Kameo le dio la razón a Coban e inmediatamente se volvió para salir. Coban, no
obstante, continuó hablando.
— Sus leyes son sabias y amplias; apenas ganamos si las aceptamos. Y el hecho de
que ellos no quieran hacer comercio con personas que adoran ídolos, prueba que
realmente se encuentran en un nivel superior a nosotros. Pues nosotros..., quiero decir mis
antepasados, perdieron la benevolencia de los dioses..., para siempre..., ya que se
dedicaron a la idolatría. Hace poco tiempo que entre nosotros encontraron por medio de
excavaciones, estatuas con cabezas de animales.
Coban silenció, avergonzado. Él no se recordaba de haber hablado tanto, jamás.
— ¡Descubriste el misterio de los Incas!, exclamó Kameo casi alegre. Ellos
nunca, en tiempo alguno, adoraron ídolos. ¡He aquí por qué son los únicos, entre todos
los pueblos que yo conozco, que hasta hoy se regocijan con la benevolencia de los dioses!
¡Es esa la circunstancia que provoca la distancia!
— ¡Esa sombra yace sobre nosotros!, dijo Coban lamentando. Tal vez yo mismo
haya adorado ídolos otrora..., y Ave no ..., sino, yo hoy habría nacido Inca o ella chimú. Yo
mismo abrí otrora ese abismo..., yo siento...
Kameo se despidió. Todo lo que tenían a decir, fue dicho.
— La encontraste. Y el Amor te tomó en un gran cantor. ¡Qué en tu corazón siempre
brille el sol del Amor! Kameo desapareció antes que Coban pudiese responder algo.
La capital dorada de los Incas se preparaba para la Fiesta anual de las Flores. Era
primavera, y en los alrededores de la ciudad, en las laderas de las montañas, florecían
retamas rojas y amarillas, acacias blancas y flores azules de la alfalfa. El aspecto era festivo,
y las flores exhalaban un perfume especialmente fuerte en esa época.

MIRANI
Sucedió pocos días después de la Fiesta de las Flores al anochecer. Mirani, tal como
en todas las otras, entonara canciones con su voz alta y sonora y plantó arbolillos en la
tierra. Todo transcurriera como de costumbre. Nada cambió en la fiesta. Apenas ella misma
parecía haber cambiado de un momento a otro. Sus pensamientos se desviaban siempre
de nuevo. La imagen de Tenosique, un hombre alto y bonito, se sobreponía a todo. Estaba
vergonzosa y preocupada.
“No lo conozco”, se decía a sí misma. “Lo vi apenas una vez..., y también él no es un
Inca..., desciende de un pueblo que hoy ya se extinguió..., jamás podré tomarme como su
mujer..., ¿o tal vez sí?”
Silenciosa y oprimida ella volvió a la ciudad. Era poco antes del crepúsculo. Los rayos
rojizos anaranjados del Sol poniente envolvían el oro de las casas y los jardines dorados en
una luz festiva. Mirani, sin embargo, poco veía de todo el fulgor en su alrededor.
Ella empujó la puerta de su casa para el lado y paró vacilante en la solera. En ese
momento algo tocó su hombro. Se volvió. No había nadie. No obstante, alguien tocara en
su hombro.
— ¡Tenosique!, exclamó ella excitada. Él estaba cerca de ella... También él no olvidó
su encuentro en el palacio, caso contrario su espíritu no la habría buscado... Fue él quien
tocó su hombro. Su intuición nunca la engañaría.
Lágrimas deslizaban en su rostro. Lágrimas de esperanza, preocupación y cansancio.
Se dirigió a su dormitorio, retiró las sandalias de los pies y se acostó en la cama. Ya
semidormida escuchó el sonido de muchas campanillas y de las matracas con las cuales los
pastores llamaban a sus animales.
El cuerpo de ella dormía, pero su alma estaba libre y corría como que atraída por
una voluntad más fuerte al encuentro del Monte de la Luna*, distante a muchas millas.
Cuando Tenosique vio a Mirani por la primera vez tenía cerca de cuarenta años de edad. Él
poseía la gran sabiduría que otrora destacara a su pueblo y, probablemente, era el mejor
astrónomo que desde hace mucho tiempo hubiera en la Tierra. Todo su interés se
concentraba en el “Cometa”. Cuando niño soñó con un cometa que con gran estruendo
pasó alto encima de su cabeza. En el sueño se encontraba en una montaña en el medio de
muchas personas...
Al mismo tiempo en que el alma de Mirani dejaba su cuerpo adormecido y corría al
encuentro de él, buscándolo, Tenosique estaba recostado en un bloque de roca en la
Montaña de la Luna, escuchando las voces de la noche. Lechuzas gigantes y halcones
nocturnos salían de sus cuevas en las rocas, rodeándolo en vuelo silencioso. Bien abajo
brillaba el río de los osos, a la luz de la Luna que subía. Delante de las cabañas de las pocas
familias Runcas que vivían allá abajo, crepitaban algunas hogueras.
Una nostalgia casi dolorida llenó su alma. Nostalgia de la joven que viera una única
vez y que, no obstante, le era más próxima y conocida de que cualquier otra persona en la
Tierra. Él no sabía que en ese momento Mirani, distante, en la Ciudad Dorada, sintiera su
presencia y que la misma nostalgia llenaba el alma de ella también. Continuó recostado en
el bloque de roca, sin embargo, no más escuchaba las voces de la noche.
Estaba como que encantado. Mirani se encontraba cerca de él. Sentía
intuitivamente su presencia, y de modo tan fuerte como si ella estuviese físicamente a su
lado. El alma de ella estaba cerca de él, pues el destino los uniera nuevamente. Él cuidaría
para que permaneciesen juntos.
En esa noche Mirani tuvo el más bello sueño de su vida. De manos dadas con
Tenosique, ella fluctuaba sobre asoleadas y blancas cumbres de montañas, sobre abismos
y ríos y entre bandadas de águilas, hasta un desconocido y brillante País del Sol...
Por la mañana, al despertar, ella no recordaba las vivencias de la noche. Sabía
apenas que Tenosique se encontraba próximo de ella. Y eso la llenaba de confianza y
esperanza...

* Machu Picchu.
CAPITULO XII

LAS SOMBRAS ATERRADORAS

LOS EXTRANJEROS
“Terminó mi tiempo en la Tierra. Vosotros que permanecéis, velad por nuestros
pueblos, pues veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra sagrada”.
No demoró mucho y todo el pueblo Inca conocía las palabras exhortadoras y graves
de su fallecido rey. Todos sabían que no bastaba solamente la vigilancia de los sabios para
reconocer el mal a tiempo y repelerlo. Todos eran responsables por la paz del Reino.
En ambas ciudades Incas, nada había cambiado durante los meses siguientes. Por lo
menos los extranjeros y mercaderes que iban y venían, no trajeron ninguna noticia
desagradable. Lo mismo pasaba con respecto a los hijos e hijas de otros pueblos que venían
para aprender.
No obstante, los Incas no encontraban sosiego. Los relatos oriundos de los pueblos
aliados tenían todos algo de amenazador en sí. Del sur del gran reino Inca, donde vivía el
pueblo Ilcamani, el sacerdote-rey Amayo, que tenía mucha afinidad con los sabios Incas,
envió la siguiente noticia:
“Aquí llegaron dos grandes canoas. Bajaron de ellas un hombre, que se presentó
como el sacerdote Naylamp, y sus veinte siervos. Entre los siervos se encontraba una mujer
joven y un jorobado. Ese Naylamp hace bastante misterio respecto a su origen. Me dio a
entender ser un ‘Leuka’, siendo él originario del país de las ‘florestas de madera roja’ *, y
que todos sus antepasados eran constructores de templos”.
Mientras Yupanqui, cabizbajo, escuchaba el relato del sabio Amayo, tuvo la
impresión de que un profundo abismo se abría a su alrededor, y de que la Tierra había
temblado levemente.
Después de algún tiempo él levantó la cabeza y miró interrogativamente al
mensajero que estaba frente a él, silencioso. Cuando éste señaló afirmativamente,
Yupanqui le dio la señal para que continuase hablando.
* Honduras.
“El extranjero afirmaba que estaba haciendo una ‘romería’ hasta el templo, en el
gran lago, con el objetivo de honrar allá a los dioses. Él y los suyos llevan la señal de la
muerte en sus frentes. Esos extranjeros convencieron veinte de nuestros jóvenes que
hablan el quechua, a acompañarlos hasta el gran templo Inca. Todo lo que aquí relato, lo
supe a través del jorobado, el cual habla vuestra lengua. Mi pregunta de dónde aprendiera
el quechua, quedó sin respuesta. Me despido ahora de usted, mi hermano en el espíritu,
pues no nos volveremos a ver más en la Tierra. ¡Me aproximo al último límite del camino!
Las sombras de los extranjeros están cargadas de desgracias”.
El emisario bajó su bengala de mensajero, en señal de que había retransmitido y
terminado el mensaje del sacerdote-rey Amayo, así como lo recibiera.
— ¿Qué es lo que pretenden esos extranjeros en nuestro país?, preguntaron a
Yupanqui, un poco más tarde, su mujer Uyuna y Roca.
— ¡Tenemos que aguardar los relatos de otros mensajeros!, dijo Sola, que en
ese momento entraba en la sala de recepción.
— No podemos ir al encuentro de ellos. ¡Pero todos nosotros estaremos presentes
cuando realmente llegaren al viejo Templo de los Gigantes!, dijo Roca firmemente.
Y los mensajeros vinieron. Sin embargo, las noticias que trajeron sobre Naylamp
eran cada vez más incomprensibles y confusas. Una cosa era cierta: el extranjero y sus
siervos sembraban desconfianza y descontento por donde pasaban. Un otro emisario
transmitió el siguiente mensaje de un príncipe menor de los chimúes, cuyos dos hijos
frecuentaron escuelas Incas.
“¡Inca, Regente Yupanqui! ¡Escucha con tu corazón y todos los sentidos! ¡Un
extranjero que se denomina Naylamp, siembra cosas malas! ¡Palabras malas! El transmisor
de esas malas semillas es un jorobado que habla el quechua. Las palabras que él habla a los
míos tienen el siguiente sentido:
‘¡Los Incas son grandes y poderosos! ¡El poder de ellos emana de un secreto que
poseen y que guardan solamente para sí! Investigad ese misterio, entonces también
tendréis prestigio, seréis grandes y poderosos, como el pueblo que los domina’”.
Ni los sabios, ni cualquier otro Inca podría imaginar a que secreto él se refería.
Solamente el hermano de Tenosique, el cual regresaba de un largo viaje, esclareció tal
secreto.

LAS INFORMACIONES DE SOGAMOSO


Sogamoso, así se llamaba el hermano de Tenosique, era botánico, geólogo, en fin,
un entendido en ciencias naturales. Así como su hermano él poseía el grado de sabio.
— ¡Yo encontré al extranjero con su séquito en mis caminatas a través de las
florestas, junto a una pequeña tribu chanca!, comenzó Sogamoso. Toda la tribu, incluso el
sacerdote, se sentía muy honrada con la presencia del extranjero. Con excepción del
jorobado, nadie dio importancia a mi presencia. Sólo esto ya era extraordinario. También
el jorobado pareció interesarse por mi solamente debido al manojo de plantas que cargaba
conmigo. Yo estaba curioso y instauré una conversación. En realidad, él era un chibcha y
cuando joven aprendiera el quechua en una de las escuelas Incas. Pero era un lisiado y
como tal despreciado, aunque, fuese más inteligente que muchos. Por ese motivo se dejó
contratar por un navegante que viniera de lejos con sus embarcaciones, permaneciendo
junto a él hasta encontrar su nuevo amo.
Su nuevo amo se llama Naylamp y realmente era sacerdote. Un sacerdote expulsado
y condenado a muerte. La mujer que lo acompaña le salvó. Ella se llama Chiluli y también
era sacerdotisa. Los otros que vinieron con ellos, según mi opinión, buscan oro y aventuras.
Sogamoso hizo una pausa, mirando pensativamente al frente.
— ¿Por qué la larga caminata hasta aquí? ¡Ese Naylamp esconde sus
verdaderas intenciones!, exclamó Roca preocupado. Yupanqui concordó.
— Si procura oro podrá tenerlo..., ¡cuánto desee!, dijo Kanarte también
presente.
— ¡Ese hombre es peligroso!, empezó Sogamoso. Espíritus de venganza, los
eternamente condenados, parecen impulsarlo... Vino a sembrar discordia, desconfianza y
enemistad en el gran reino. Conforme lo que el jorobado me dijo orgullosamente, en breve
no habrá más ningún Inca prepotente, pues son impostores... El albo de Naylamp es el
grande y viejo templo al lado del portal. Allí él desea establecerse.
Tristeza envolvió a los oyentes. Pues sabían muy bien como los demás pueblos a
ellos vinculados eran accesibles a todo lo que no fuese verdadero. Principalmente en los
últimos tiempos.
— “¡Los Incas dominaron todos los pueblos!” Sogamoso continuaba
describiendo las palabras del jorobado. “¡Dominaron con las hojas de una única planta!”,
dijo, todavía, el jorobado con un aire de importancia y orgullo, pues, a pesar de su defecto
físico, es considerado importante...
— ¿Hojas? ¿Qué hojas?, interrumpió Roca al orador.
— ¡Hojas del arbusto amarillo biru! *, respondió Sogamoso. De la conversación
con el jorobado deduje que en el país originario de Naylamp, la mayoría es de opinión de
que los médicos Incas pueden curar todas las enfermedades, solamente porque poseen los
arbustos biru, ejerciendo tanto poder sobre los otros pueblos. ¡Esas hojas milagrosas no
son accesibles a otros pueblos!, afirman ellos. Pues eses arbustos serían muy bien
guardados por peligrosos espíritus de la naturaleza, de modo que nadie osaría aproximarse
a ellos. Además de eso, crecían apenas en los valles montañosos de difícil acceso.
Callados y desconcertados los Incas miraron hacia Sogamoso.
— ¡El país de Naylamp y todos los países vecinos deben ser habitados por
condenados! Escuchamos lo suficiente sobre los cultos de allá. ¡Ellos atormentan y matan
animales y seres humanos para hacer sacrificios a supuestos dioses!, dijo Kanarte, como
que aturdido por las horribles revelaciones. No tardó mucho y llegaron enviados de otros
pueblos, relatando confusiones provocadas por el extraño, que ya hace meses viajaba por
* Arbusto de coca (biru).
el gran reino.
— ¡Muchos dan crédito al impostor!, dijo el mensajero chimú. ¡Incluso muchos de
los nuestros, repentinamente, se rebelan contra el dominio Inca, el cual todos ellos
buscaron espontáneamente!
Las opiniones se dividían por todas partes. ¡En pro y contra de los Incas! Finalmente
se verificó que la mayoría no sabía lo que debería pensar. Eran los propios médicos los que
defendían a los médicos Incas, intercediendo en favor de ellos. Pues sabían que los Incas
no utilizaban las hojas. Cada uno de ellos asistiera por lo menos a una cirugía efectuada por
los médicos Incas. Por eso conocían y también; utilizaban el narcótico* de los Incas que se
extraía de la cáscara de un árbol, anestesiaba rápidamente, sin tener ningún efecto
posterior desagradable. Fue uno de los sabios Incas, que varios siglos antes, siguiendo los
consejos de un Rauli, comenzó a fabricar ese eficiente narcótico, efectuado con esa
cáscara.
La noticia sobre la presencia de un sacerdote idólatra, que viajaba por el país todo
seguido de su igual especie, dejando atrás de si infortunios, confusión y destrucción, se
expandió con la velocidad del viento. La noticia llegó hasta las más distantes regiones.
Después de las revelaciones de Sogamoso; Kanarte, con el corazón cargado, viajó
hasta el viejo templo, en el portal, el cual, todavía, continuaba siendo el destino de
innumerables peregrinos. Fue hacia allá a fin de elucidar y advertir los sacerdotes del local
al respecto del extranjero. No deberían poner a disposición del tal Naylamp, ninguna de las
casas que siempre estaban preparadas para las personalidades importantes de otros
pueblos.
Externamente la vida en las ciudades Incas continuaba como siempre. Nadie sabía
dónde ese Naylamp se encontraba, pues venían cada vez menos mensajeros con
informaciones sobre él.
No obstante, muchos Incas tenían la impresión de que el Sol se turbara un poco...

MACHU PICCHU
El valle montañoso situado entre dos altos montes, el Machu Picchu y Huayna
Picchu aún no existía hace mil años.
En esa época existía otro gran macizo de roca entre esos dos montes. Ese monte
rocoso fue desmontado por los gigantes, los cuales quebraran las piedras de tal forma, que
los futuros constructores no tuvieran tanto trabajo para quebrarlas. Así surgió el alto valle
montañoso, el cual posteriormente sirvió de refugio para las mujeres y muchachas Incas.
Hoy en día, un camino para vehículos conduce a los turistas hacia la cumbre, al lugar
escondido entre los picos de las montañas. Los turistas se encuentran con las casas,
todavía, bien conservadas, templos, terrazas, un altar y acueductos de piedra, los cuales
conducían agua desde grandes distancias.
* Especie de curare.
A través de los esqueletos allí encontrados, los exploradores supusieron que Machu
Picchu fue habitada probablemente apenas durante cincuenta años. Y preguntan por qué
esa pequeña y escondida ciudad montañosa fue abandonada. Los conquistadores no la
descubrieron... ¿Qué sucedió para que las personas huyeran de allá? Este es otro enigma
que hasta ahora no ha podido ser descifrado...
Los Incas siempre llamaban Machu Picchu, el alto y escondido valle montañoso del
“Monte de la Luna”. Hace setecientos años el Monte de la Luna era una colina cubierta de
pastizal, musgo y alfalfa de las montañas, circundado por montañas en cuyas grietas se
alojaban halcones, águilas, lechuzas y murciélagos. También osos negros existían en esa
región de los Andes.
Por todas partes habían montes de piedras, que parecían apenas esperar para ser
utilizadas. Entre las piedras vivían lagartos, o sea lagartos voladores, también culebras y
muchos pequeños roedores de pelaje azul-gris, las chinchillas.
En aquel tiempo, esto es, hace setecientos años, había allí apenas cuatro
edificaciones mayores de piedra, cubiertas con tejados de paja. Anchos peldaños de piedra
conducían a esas edificaciones provistas de pequeñas y redondas aberturas como
ventanas. Las casas estaban tan envueltas por enredaderas amarillas, de modo que mal
eran vistas.
El Monte de la Luna fue descubierto hace aproximadamente mil años por algunos
geólogos Incas que exploraban las regiones de los Andes. Ellos gustaron tanto de ese lugar,
que informaron a su respecto al rey Inca de esa época. El rey, que al mismo tiempo era
astrónomo, se encaminó hacia allá sin vacilar, con algunos sabios y un constructor,
construyendo juntos la primera casa de aquella región. Desde entonces el rey pasaba
algunas semanas del año en esa modesta edificación de piedra en compañía de otros
astrónomos.
— “¡En ninguna parte estamos tan próximos del mundo de los astros como aquí
arriba!”, dijo él terminantemente. “No hay ningún otro lugar donde yo pueda observar tan
fácilmente, con plena conciencia, lo que pasa afuera de la pesadumbre terrenal en los
astros situados próximos de nosotros... Mismo las vías que ligan nuestra Tierra con otros
astros son fácilmente reconocibles…”
Todos los sabios que allá llegaban en el transcurrir del tiempo le daban la razón. Ese
local tenía algo de especial. Sin embargo, ninguno de ellos adivinaba que un día se
transformaría en un lugar de refugio para sus mujeres y niños...
En la época en que Tenosique muchas veces se retiraba al Monte de la Luna, las
cuatro edificaciones de piedras eran frecuentemente habitadas. Como en épocas
anteriores se encontraban allí principalmente investigadores que se ocupaban de la
astronomía. No sólo Incas, sino también investigadores de pueblos amigos.
En las cercanías del río, más abajo, residían algunas familias runcas. Cultivaban un
poco de maíz, arroz rojo y cuidaban de grandes manadas de alpacas que pastaban próximas
o más distantes del Monte de la Luna. En determinadas épocas, con el auxilio de algunos
Incas, esquilaban también a los animales, limpiaban la lana y la transportaban a las “casas
de lanas” de las ciudades Incas. Como recompensa recibían vestimentas, lozas y todo lo
que aún necesitaban. Sus niños, tan luego manifestasen deseos al respecto, eran recibidos
en las escuelas Incas. Las pocas mujeres runcas cuidaban también a los sabios cuando éstos
se encontraban en el Monte de la Luna.
Tenosique estaba ahora ya hace algunas semanas en el Monte de la Luna. Él viera
un cometa que lo ocupaba día y noche.
Cuando un día al anochecer regresaba de una excursión, al abrir la pesada puerta
de cuero que cerraba la casa, fue saludado alegremente por el médico Ikala y por Saibal, el
investigador de la historia humana. Saibal descendía del pueblo Maya. Sus antepasados
hace muchos años habían dejado su vieja y muy distante patria, radicándose después de
una larga caminata, en un lugar situado no lejos de la actual ciudad de Quito. Saibal tenía
también el grado de sabio, tal como los sabios Incas.
La mujer runca, que generalmente cuidaba de los sabios que de tiempos en tiempos
se quedaban en el Monte de la Luna, colocó en una larga mesa, donde ya estaban
encendidas dos lámparas de aceite, varias fuentes bonitas de cerámicas con pan fresco de
maíz, patatas tostadas en las brasas y una salsa de yerbas. De un casillero lateral ella trajo
dos jarros, uno con leche y otro con cacao, colocando, todavía, al lado, una fuente con miel
líquida. La mujer, denominada Naini, se volvió para salir. En la puerta, sin embargo, paró
indecisa, y bajando la cabeza comenzó a llorar.

LA ADVERTENCIA DE LA MUJER RUNCA


Los tres miraron sorprendidos a la mujer.
— ¿Qué es lo que te oprime, Naini?, preguntó Ikala bondadosamente. ¡Si se
enfermó alguno de los tuyos, entonces estoy aquí para ayudar!
Naini no respondió. Meneó la cabeza, acomodándose en un banco al lado de la
puerta.
Tenosique, que conocía a la mujer ya desde algún tiempo y sabía de su don de
vidente, la observaba silenciosamente, reconociendo que ella les deseaba comunicar algo.
Por eso le dijo:
— ¡Habla, Naini! Libera tu alma y alivia tu cabeza de los pensamientos pesados
que te oprimen.
Naini levantó la cabeza y miró entristecida a los tres sabios:
— ¡Personas malas atraviesan el país!, comenzó ella balbuceando. Ellas
propagan mentiras y traen consigo el vicio... Hace mucho tiempo éramos un gran pueblo.
Nosotros también teníamos un sabio rey-sacerdote... Después vinieron extranjeros de un
país distante y desconocido... Llegaron en canoas a nuestro litoral. Esos extranjeros les
mostraron a nuestros antepasados las hojas y flores del arbusto biru. Al mismo tiempo les
dieron a entender que ellos, nuestros antepasados, deberían ayudarlos a encontrar esas
plantas de flores amarillas... Obsequiaban a todos con vestimentas, mantas y adornos...
Pues bien..., esos ignorantes y ciegos antepasados conocían un lugar, en un valle de la
montaña, donde crecían tales plantas y condujeron a los extranjeros hasta allá. Naini hizo
una pausa, levantándose; después se colocó al lado de la mesa donde los sabios estaban
sentados y continuó:
— Según las tradiciones, los extranjeros se comportaron como trastornados al ver
esos arbustos. Luego arrancaron las hojas, colocándolas en la boca y masticándolas.
Simultáneamente convidaban a los hombres que los habían conducido hasta allá, para que
hiciesen lo mismo. Nuestros hombres, que no comprendían lo que había de especial en
esas hojas, también comenzaron a masticarlas..., por curiosidad... Pero entonces
percibieron los efectos que esas insignificantes hojas ejercían..., y gustaron de ese efecto...
Los extranjeros no permanecieron por mucho tiempo. Ellos arrancaron cierta cantidad de
plantas con raíces, envolviéndolas en esteras de paja. Teniendo lo suficiente, se alejaron...
No los volvimos a ver nuevamente... No obstante, dicen que nuestros antepasados nunca
más los olvidaron, pues nos legaron un vicio, del cual nadie tenía noción. Nuestro pueblo,
otrora tan grande, se extinguió, y los que restaron se transformaron tanto hasta tornarse
solamente “tokes”, horribles figuras fantasmagóricas... ¡Matad los extranjeros, antes que
sea demasiado tarde!, exclamó la mujer de repente, tan alto, que los tres sabios llevaron
un susto.
— ¡Sí, ellos atraviesan vuestro país! ¡Ya están próximos!... ¡Deberá ser
quebrado el poder de los Incas!... ¡Vosotros permanecéis alerta!... ¡Los malos — son los
mismos — están cerca de vosotros!...
Después de esas palabras Naini se volvió, dejando en silencio la casa.
Los sabios permanecieron sentados, aterrorizados. Tenían la impresión de como si
un viento helado hubiese estremecido sus almas. ¿Sería posible que un extranjero
difundiese un vicio en el gran Reino?
— ¡Mientras la mujer hablaba, vi, en espíritu, a un impostor al frente de mí!,
dijo Ikala. Hace mucho tiempo que él llegó al templo del pueblo de los Halcones, trayendo
los frutos de cactus...
— Naini nunca se engañó. Vamos a partir. ¡Yo siento intuitivamente que algo
horrible está por suceder!, dijo Tenosique. En seguida él añadió:
— No vendrán con armas, pero sí con astucia, para alabar las bases del reino.
Saibal tuvo visiones atormentadoras al pensar sobre lo que escuchara. La astucia..., el
vicio... Un vicio actúa de modo más destructivo de que las guerras...
Tenosique se sintió enfermo al pensar que podría haber un final para los Incas...
No, nunca ese pueblo se dejaría rebajar por un vicio... Los tres sabios se prepararon
enseguida para la partida. El rey Yupanqui tendría que ser notificado.
— Agradecemos a Naini. Ella nos alertó.
A pesar del intenso vendaval que surgió, Naini les aguardaba en el camino más
abajo, señalando hacia ellos. Al lado de ella, entre las piedras sueltas, excavaba un
armadillo gigante, buscando alimento. Pumas seguían sus senderos y lechuzas daban gritos
de alegría. Más distanciados, se encontraban el marido y el hijo de Naini. Serios y
preocupados, ambos seguían con la mirada a los sabios que se alejaban lentamente.
Tenosique y Saibal pararon casi simultáneamente, levantando sus cabezas hacia las
cumbres de las montañas iluminadas por la Luna. A través de narraciones de los suyos, ellos
conocían la maldad de los seres humanos, sabiendo también de lo que eran capaces...
Adivinaban que muchas cosas aún vendrían al encuentro de los Incas, cosas que aún
estaban fuera de sus experiencias.
— ¡De esta vez es el vicio!, dijo Tenosique a sí mismo. ¡Pienso en nuestros
amigos astrónomos!, añadió él cuando Saibal lo miró indagatoriamente. Ellos indicaron un
infortunio que se concentraba sobre el pueblo Inca..., más tarde... Tal vez transcurran aún
doscientos años...
Ikala caminó adelante de los otros dos, absorbido en sus pensamientos. Para él era
incomprensible que las hojas del arbusto biru, conocido por la mayoría o mejor dicho por
todos los pueblos aliados, pudiese causar grandes daños. Se recordó entonces
nuevamente de los frutos de cactus..., y miedo y preocupaciones le pesaban en el alma.
CAPÍTULO XIII

LA LUCHA CONTRA LA INTRODUCCIÓN DE


ALUCINÓGENOS

LAS ESCUELAS DE LOS JÓVENES


En las ciudades Incas ningún extranjero de los países de cultos de idolatría se dejaba
ver. También en la pequeña ciudad que poco a poco surgió alrededor del viejo Templo de
los Gigantes, en el Portal, nadie divisó extranjeros. Pero cada Inca, donde quiera que se
encontrara, sabía de la presencia de esos seres humanos que sólo cosas malas tenían en
mente. Todos sentían intuitivamente algo que nunca hubieran creído posible, ahora se
aproximaba. Un peligro desconocido que los amenazaba. Tenían hasta la impresión de que
el aire estuviese lleno de corrientes hostiles...
Cuando Kanarte llegó al Templo del Portal alertó en primer lugar al sacerdote
superior Huáscar, y enseguida a todos los demás sacerdotes respecto del sacerdote
extranjero y de sus acompañantes. Siguiendo una intuición, sin embargo, visitó también
ambas escuelas allí existentes. Las escuelas de los jóvenes y las escuelas de las vírgenes del
Sol. En ambas se aceptaban hijos e hijas de príncipes de gobernantes aliados. Esto es, de
pueblos que formaban el gran Reino Inca.
Visitó primero la escuela de los jóvenes y, siguiendo el consejo de Yupanqui, les
comunicó todo lo que escuchara de Sogamoso. La reacción de los alumnos no fue aquella
que esperaba. La mayoría manifestó el deseo de conocer una de esas personas que
ejecutaban sangrientos cultos de idolatría, usando para tal, bebidas alucinógenas. Kanarte
sabía, naturalmente, que se trataba apenas de curiosidad. No obstante, no le gustó el
comportamiento de los alumnos.
El plan de enseñanza de ambas escuelas, en las cuales eran aceptados también otros
que no fuesen Incas, comprendía los diversos cultos de idolatría y las enfermedades y
peligros que ellos causaban. También no tenían dudas al respecto del efecto embriagador
de algunas plantas. La mayoría de los antepasados de los alumnos — había entre ellos
también descendientes del pueblo de los Halcones — habían ejercido todos los tipos de
cultos maléficos. Sin embargo, eran cultos que nunca estuvieron en conexión con rituales
sangrientos.
— ¡Ellos abusan de las plantas que contienen fuerzas terapéuticas!, exclamó
indignado uno de los alumnos Incas. ¡Al hacer esto, pecan contra los espíritus de la
naturaleza!
Kanarte le dio la razón.
— ¡Me gustaría experimentar el efecto embriagador de una planta!, exclamó un Inca.
¡Apenas para conocer!, añadió avergonzado.
— ¡Uno de mis antepasados vivió exclusivamente de las hojas del arbusto biru!
¡El no ingería otro alimento!, dijo un miembro del pueblo Colla.
— ¿Y qué es lo que sucedió con ese antepasado suyo?, preguntó Kanarte.
— Después de algún tiempo quedó paralítico, no consiguiendo moverse más por sí
solo. Trayendo vergüenza para nosotros, pues se convirtió en un lisiado y tuvo que ser
muerto.
Un alumno de nombre Caué, con más de veinte años de edad y descendiente del
pueblo de los Araucanos, preguntó de repente por qué Kanarte, como Inca, se preocupaba
por causa de un único sacerdote idólatra.
— ¿Qué es, lo que ese fugitivo podría hacer contra el sabio pueblo Inca?
Kanarte, que irradiaba siempre una dignidad serena y discreta, observó
detenidamente a su interlocutor. Exclamaciones de indignación se hicieron escuchar. La
mayoría de los alumnos observó a Caué desaprobadoramente. La pregunta del mismo sonó
como un escarnio. Tal vez él mismo no estuviese consciente de eso.
— ¡El sacerdote idólatra trae en sí los gérmenes del pecado, sembrándolos en
nuestro país!, respondió Kanarte, cuando el silencio volvió al recinto. ¡Esos gérmenes
causan transformaciones asustadoras en las almas y en los cuerpos humanos! ¿Cómo,
entonces, no debemos quedamos preocupados?
Con el rostro inexpresivo Caué dejó el recinto, aún antes que Kanarte terminara de
hablar.
— ¡Él ama a una virgen del Sol!, dijo un alumno para disculpar el
comportamiento de Caué. ¡Es una joven Inca! ¡Por eso él está tan irritado... El Amor es
mutuo; ¡no obstante, la joven es demasiado orgullosa para unirse a un araucano!
— ¿Decís Amor?, preguntó Kanarte. El Amor ennoblece al ser humano. Él posee
fuerza irradiante... En Caué yo apenas vi sombras siniestras de duda y de vanidad...

LAS ESCUELAS DE LAS VÍRGENES DEL SOL


Kanarte seguía lentamente el camino que conducía hacia la casa de las vírgenes del
Sol. Algunos alumnos lo acompañaron en silencio hasta el jardín, volviendo enseguida
pesadamente oprimidos.
Kanarte entró en el extenso jardín, se detuvo entonces y respiró profundamente
algunas veces. Tendría que calmarse antes de enfrentar a las jóvenes. Las palabras de Caué
lo habían afectado profundamente, pues la satisfacción y el escarnio que vibraban en ellas
no se podía dejar de sentir.
Era un maravilloso día pleno de Sol. Por todas partes en el jardín, receptivamente,
las flores se habrían para recibir a los abundantes insectos y abejas. Levantando la mirada,
vio el revuelo de los gansos y de las pequeñas pollas de agua que se dirigían al lago.
Kanarte se calmó y prosiguió lentamente. En seguida vio a Setemi, la directora
superiora de la escuela, sacando hierbas dañinas de un jardín de flores, juntamente con
algunas jóvenes. Al ver esas jóvenes, sintió nuevamente alegría y esperanza. Podía
entender a los hombres que se enamoraban de las jóvenes Incas. La belleza de ellas era
traspasada por la irradiación del espíritu puro y eso, por sí solo, ya las tomaba tan
atractivas...
Setemi lo vio y vino alegremente al encuentro de él, demostrando alivio. Ella y las
jóvenes vestían ropas de color azul-claro con un cinturón de oro. Tenían un aspecto
maravilloso con su piel dorada y sus brillantes y alegres ojos.
Setemi lo condujo enseguida hacia la sala de recepción. Cuando él se acomodó en
un banco cubierto de almohadones, ella salió, volviendo enseguida con una bandeja. En
ella había un vaso de oro y una jarra con un preparado de cacao con vainilla. Ella llenó el
vaso, observando después preocupada hacia adelante.
Kanarte bebió un vaso de esa refrescante bebida y miró interrogativamente hacia
Setemi.
— ¡Un espíritu bondadoso te guió hasta nosotros, sabio!, comenzó ella a hablar
pausadamente. Manís, una de nuestras jóvenes, se quedó acostada todo el día, apática, sin
hablar palabra alguna. En la noche ella tuvo una visión horrible...
— ¿Una visión?, preguntó Kanarte alarmado.
— ¡Sí, una visión!, confirmó Setemi. Ella despertó de madrugada, pidiendo a
gritos por socorro. “¡Líbrenme de los murciélagos!”, gritaba siempre de nuevo. Cuando
después de algún tiempo se calmó, nos contó que horribles murciélagos la atacaban de
todos lados. Grandes y pequeños. Se colgaban en sus trenzas y en su camisón y eran tantos,
que ella casi no tenía aire suficiente para respirar.
— ¿Dónde está la joven ahora?, preguntó Kanarte profundamente
preocupado. Murciélagos eran criaturas nocturnas útiles... Él sintió luego que esa visión o
sueño era una advertencia...
— ¡Voy a buscar a la joven!, dijo Setemi.
Ese Naylamp, tal vez, ya está más cerca de lo que imaginamos, pensó Kanarte... Esa
criatura es un individuo nocturno, pues viene de un lugar donde nunca brillaba el Sol...
Manis llegó, inclinando la cabeza delante del sabio. Kanarte miró pensativamente a
la joven y bella mujer. Ella era nieta del sacerdote-superior Huáscar.
— ¡La visión de los incontables murciélagos fue una advertencia para nosotros!,
dijo él bondadosamente. Pues malos espíritus se introdujeron en nuestro reino, causando
inquietud. Vine aquí a fin de comunicarles a todos lo que pasa en el país. El ataque a ti de
los murciélagos tiene un significado simbólico.
— ¿Entonces yo no estoy siendo amenazada?, preguntó Manis ya un poco más
calmada.
— Todos, especialmente nosotros, Incas, estamos amenazados. Kanarte se dirigió a
Setemi.
— Llama a todos los que se encuentran en esta casa, para que yo pueda
comunicarles todo lo que escuchamos.
Setemi dio a Manis la orden de reunir a todos los presentes en la sala grande de
cenar.
— ¿Tienes aún otras preocupaciones?, preguntó Kanarte, al percibir que ella
permaneció parada de manera indecisa. Setemi señaló con la cabeza, concordando.
— Es al respecto de Dávea... Ella ama a un araucano...
— ¿Quieres decir a Caué?, la interrumpió Kanarte.
— ¡Es Caué! ..., confirmó ella. No tengo nada contra los araucanos..., pero ese
joven es malo..., es lo que siento perfectamente. El afirma que el gran sacerdote extranjero
que viaja por nuestras tierras tiene razón al decir que nosotros, Incas, oprimimos otros
pueblos, apoderándonos de sus almas..., Caué hasta conoce el nombre de ese sacerdote...
Kanarte permaneció en silencio, pensando sobre lo que escuchara. Ese Naylamp, pues,
utilizaba palabras para desviar a las personas y envenenar sus almas... De acuerdo a su
opinión, las palabras eran aún más peligrosas que las hojas del arbusto biru...
— ¿Ese joven no conoce, pues, la influencia benéfica ejercida por los Incas ya hace
siglos?, interrumpió el silencio Setemi. Hay menos guerras y menos hostilidades tribales y
antes de todo no existen más idolatrías.
Después de algunos minutos ella miró a Kanarte y preguntó:
— ¿Qué es lo que el extranjero tiene contra nosotros? ¿Por qué él instiga las
personas contra nosotros?
— ¡Probablemente, en otras épocas, él ya estuvo aquí en este país causando
desgracias!, dijo Kanarte pensativamente. El nombre de él, Naylamp, siempre me recuerda
el pueblo de los Halcones. Sabemos a través de las tradiciones que cierto día llegó un
sacerdote extranjero lanzando en desgracia al gran pueblo de los Halcones. Se aprovechó
de sus debilidades y de la desconfianza que imperaba entre ellos.
— ¡Además de eso, adoraban dioses-animales!, agregó Setemi.

LA REUNIÓN CON LAS JÓVENES


Manis llegó, diciendo que todas estaban reunidas. En el salón se encontraban cerca
de treinta jóvenes, con algunas profesoras que ya habían pasado el vigésimo quinto año de
vida. Cuando Kanarte entró, todas se levantaron, inclinando sus cabezas en reverencia. En
seguida, miraron hacia él alegres y esperanzadas.
Kanarte relató detalladamente lo que sabía al respecto del sacerdote extranjero y
de sus acompañantes.
— Sabemos que entre todos los pueblos de la Tierra los malos sacerdotes causan
desagregación, esparciendo la desconfianza y ejerciendo cultos nefastos por todas partes...
Por qué es así, no lo sabemos. Probablemente se trata, en esos sacerdotes, de personas
que en una vida terrenal anterior se encaminaron por una dirección equivocada...
Finalizando, Kanarte dijo:
— Nosotros, Incas, somos desde tiempos inmemoriales un pueblo unido y feliz. Pero esto
solamente fue posible por haber contribuido cada uno con su parte. ¡Esto es, cada uno vivió
siempre de tal manera que la unión con la Luz siempre fue conservada! ¡Como sabéis, un
pueblo se compone de seres humanos individuales! ¡Sacerdotes renegados nunca
existieron en nuestro pueblo!
Kanarte terminó su disertación. Respondió aún algunas preguntas de las profesoras,
dejando posteriormente el salón acompañado de Setemi. Tres jóvenes, de las cuales dos
eran del pueblo Colla y una de las hermanas de Caué, abandonaron el salón por otra puerta.
Durante la salida del jardín, Kanarte se despidió de Setemi y divisó a las tres jóvenes que
parecían estar esperándole, semiocultas por un arbusto.
— ¡Escuchasteis todo lo que les era necesario!, les dijo Setemi, aborrecida con
el atrevimiento de las tres. Últimamente, en repetidas ocasiones, ellas se habían
sublevado. ¿Qué es lo que ahora deseaban aquí?...
— ¡Sabio Kanarte!, exclamó una de las jóvenes, sin prestar atención a la
objeción de Setemi. ¿Qué sucederá con nosotras si fuéremos hasta el sacerdote extranjero
y su mujer y le hiciéremos preguntas sobre su vida? ¡Sabemos con certeza que él vendrá
hasta este viejo templo!
¡De nuestra parte nada os sucederá!, respondió Kanarte serenamente. Sois seres
humanos libres y podéis actuar como querréis. De este modo, no más apreciaréis
permanecer en nuestra escuela.

LA ISLA DEL SOL


Una mujer alta y delgada, se aproximó silenciosamente, mirando contrariada a las
jóvenes. Era la mujer de un cortador de juncos. Al ver la mujer, las jóvenes volvieron con
Setemi.
De cierta forma se sentían humilladas, pero no sabrían decir por qué...
Kanarte hizo una señal a la mujer para que esperase, después dio algunos pasos y llamó a
Setemi. El observaba sonriendo hacia ella.
— Deseaba aún aconsejarte para dejar a Dávea partir, si ella quisiere irse con Caué.
Ella es como un eslabón débil en una cadena..., por lo tanto, significa peligro para el todo...
— ¡Malhechores estuvieron en la isla del Sol!, dijo rápidamente la mujer alta,
cuando Kanarte nuevamente se dirigió a ella. ¡Vaya hacia allá y mire bien a la isla!
¿Qué es lo que podría haber sucedido en la Isla del Sol?, Kanarte siguió con la mirada
a la mujer que de prisa se alejaba; enseguida, él se dirigió al templo a fin de hablar con
Huáscar. Sin embargo, no había nada para hablar.
— ¡Lo mejor para nosotros es irnos luego!, dijo Huáscar que venía a su
encuentro como si hubiesen hecho un acuerdo. Luego siguieron por el camino que
conducía al lago. Nadie podía imaginar lo que la mujer de un cortador de juncos allá
constatara. El objetivo de los sabios era una gran isla en el lago Titicaca, donde otrora un
rey Inca mandó a colocar un altar cubierto de placas de oro...
— Estuve allá hace poco tiempo, pues un pescador me informó que vio extraños
que le parecieron sospechosos.
La isla era conocida, entre los pueblos que se establecieron en las orillas del lago,
como “Isla de los Incas”. Además del altar de oro había aún una casa de piedra de pequeña
altura con mantenimientos alimenticios. Había también algunas camas y mantas.
Cuando los dos sabios finalmente llegaron a la isla y se pararon frente al altar, nada
vieron de extraordinario. Incrustado en la placa del altar se encontraba un sol de oro rojizo,
de cuyo centro salían muchos rayos. Entre los rayos se veía un cometa de oro bien claro.
Esto es, el cometa se tomaba visible a quién observase hacia allá con toda atención. El
artista realizó un trabajo extraordinario. Un cometa parcialmente cubierto por los rayos
solares, sin embargo, visible.
Huáscar y Kanarte se desviaron del altar, examinando alrededor. Algo no estaba
bien. Corrientes desagradables circulaban en la isla. Les parecía como si ellos mismos
estuviesen amenazados por eso. Accionaron todas sus fuerzas de defensa y siguieron un
camino que atravesaba la vegetación. No necesitaron andar demasiado. Atrás de un monte
de piedras se encontraba arrodillado un hombre que escondía algo en un arbusto.
Pararon y se miraron uno al otro, en silencio. El hombre parecía haber sentido la
proximidad de ellos, pues se volvió y permaneció de pie. Los sabios luego se dieron cuenta
que tenían el “jorobado” a su frente. Algunos habitantes de regiones muy altas poseían un
tórax extraordinariamente grande, pero ese hombre tenía además de eso una joroba. Era
una criatura horrible que se encontraba al frente de ellos, aparentemente sin miedo,
observándolos con sus desconfiados y pequeños ojos.
Los sabios se estremecieron interiormente delante de la horrorosa criatura
humana. Lo observaron en silencio, más dominantemente.
“¡Abandona esta isla! ¡Ella es sagrada!”
El jorobado, entendiendo perfectamente la silenciosa solicitud, intentó oponerse a la
voluntad de los sabios. Sin embargo, no resistió mucho tiempo. Después de algunas
palabras incomprensibles, él abandonó lentamente el lugar. Antes de abandonar la isla,
furioso, lanzó una piedra contra el altar de oro.
Huáscar, enseguida, encontró lo que el jorobado escondiera. Eran diez pequeñas
figuras humanas de madera talladas con cabezas de gato. Las cabezas debían haber sido
ejecutadas por un artista. Ellas consistían en una placa fina de oro y tenían los ojos de
lapislázuli. También los cuerpos de madera de los pequeños ídolos habían sido
cuidadosamente ejecutados...
— ¡El amo de él no puede encontrarse distante! ¿Pero, dónde se encuentra?
Tiene una mujer consigo.
Huáscar le dio razón a Kanarte.
— Tenemos que aguardar hasta que él se presente; sólo entonces podremos
enfrentarlo. Nuestro pueblo fue notificado de la presencia de los extranjeros y al mismo
tiempo advertido. En ambas ciudades y ahora también aquí. Más nada podemos hacer
entre tanto...

LA MUERTE DE CHILULI
Kanarte regresó, llevando al rey Yupanqui algunas de las figuras escondidas por el
jorobado en los arbustos. Yupanqui se asustó al ver esas figuras. Eran las señales de
religiones y cultos degradados.
— Contra los ídolos somos impotentes. Yo acredito que, si los pueblos aliados a
nosotros nuevamente introdujeren sus idolatrías, nada podremos hacer contra eso...
Yupanqui le dio razón a Roca que emitiera tal opinión. Sin embargo, sentía
preocupaciones y hasta miedo. Idólatras eran siempre peligrosos, pues colocaban la
mentira en el lugar de la Verdad.
— ¡Nuestros antepasados fueron muchas veces auxiliados!, dijo Yupanqui
pensativo. También nosotros seremos auxiliados, si comprobamos que somos dignos de
auxilio. ¡Sí, si siempre demostramos ser dignos de eso!, agregó él en voz baja.
Al tercer día después de que Kanarte hubo dejado Tiahuanaco, la ciudad del templo,
al lado del portal, una mujer fue llevada en una camilla a la casa del conservador de
remedios, donde un médico trataba también a los enfermos. Era aún temprano cuando
esto sucedió. La camilla fue cargada por dos hombres. Un tercer hombre caminaba luego
atrás cabizbajo.
Los hombres no hablaban muy bien el quechua, pero se comprendía lo que tenían
que relatar.
— ¡Ella comió una fruta venenosa!, declaró uno de los cargadores.
El segundo cargador pidió solamente que la ayudasen.
— ¡Ella aún podría ser salvada! ¡Yo lo siento aquí adentro! Y golpeó en su propio
pecho.
— ¡La mujer está muerta!, dijo fríamente el tercer hombre.
El médico, cuyo nombre era Akuén, ordenó llevar a la mujer que estaba enrollada
en una manta roja a un cuarto próximo. Él la retiró de la camilla y la colocó en una mesa
alta. Al retirar el paño que cubría su rostro, vio una joven de piel morena con los ojos verdes
abiertos.
La joven estaba muerta. Esto él lo constató al primer instante. La desenrolló de la
manta. Ella usaba zapatos rojos de fieltro y un largo vestido de color rojo, en cuya basta
estaban cosidas pequeñas plumas verdes. Mientras el médico contemplaba intrigado a la
muerta, entró el tercer hombre en el recinto.
— Vosotros, ¡Incas, no tenéis un remedio contra la muerte!, dijo él en tono
burlesco. El médico se asustó al escuchar esas palabras y observó pensativo al hombre. El
aspecto de él luego le causó repugnancia. De sus ojos siniestros irradiaba algo de ruindad.
Su rostro moreno y bien proporcionado miraba con indiferencia a la muerta. Un gorro
adornado con plumas cubría su cabeza y su frente. El manto que el extranjero vestía tenía
algo de abominable...
El extraño, el cual observaba ininterrumpidamente al médico, dijo calmadamente
como si hubiese leído los pensamientos del otro:
— ¡El manto es algo especial! Fue confeccionado únicamente con pieles de
murciélagos.
El médico, de pronto, supo quién estaba delante de él. Mal podía hablar de tanta
agitación.
— ¡Es Naylamp, el sacerdote expulsado!, dijo finalmente con voz trémula de
rabia. ¡Te atreves, realmente, a pisar ese lugar sagrado!
En vez de responder, sólo hizo un gesto indiferente con la mano. La opinión o el
conocimiento del médico no le interesaban.
— Ordena que sepulten a la joven. ¡Ella misma fue la culpable de su muerte!, dijo
él antes de abandonar el recinto.

NAYLAMP EL SACERDOTE IDÓLATRA


Sin vacilar, Naylamp se dirigió al gran templo exigiendo hablar con el sacerdote-
superior. Una vez que Huáscar estaba ausente, ya que se encontraba en la Ciudad de la
Luna, fue recibido por el sacerdote Pachacuti.
Naylamp era un actor perfecto. La impresión que le dio a Pachacuti fue la de un
hombre totalmente quebrantado, el cual no esperaba más nada de la vida.
— ¡Mi mujer está muerta! Ella comió una fruta venenosa. ¡El auxilio llegó
tarde!, dijo Naylamp con voz entrecortada. Ahora Pachacuti entendía la desesperación del
otro. Lo condujo a una terraza más elevada, desde la cual se veía parcialmente el espacio
interno del templo. En seguida mandó a traer bebidas refrescantes y se retiró. Quería dar
un tiempo al extranjero para reponerse.
El médico dio algunas instrucciones sobre lo que tendría que ser hecho con la
muerta y enseguida se dirigió al templo a fin de buscar a Huáscar. Uno de los hombres que
cargara la camilla le interceptó el camino y, levantando los puños de forma amedrentadora,
dijo:
— El diablo con la piel de murciélago, él mismo la envenenó, pues ella quería
abandonarlo. Él preparó el veneno; os cuidéis de él. ¡Es peligroso!
El médico señaló con la cabeza, concordando. Fue un asesinato. Esto él lo supo en
el momento en que miró a Naylamp más de cerca.
— ¡Yo lo aplastaré como a un gusano, es lo que os juro, dioses que habitáis este
lugar!, exclamó el irritado cargador antes de salir.
El médico escuchó esa amenaza, sin embargo, ella no lo alcanzó. Estaba con prisa.
Tenía que hablar con Huáscar lo más rápido posible.
En el templo, seis vírgenes del Sol, ejercitaban la danza de los copos de nieve. Los
“Jiñas”, los espíritus de la nieve y del hielo, deberían percibir que se recordaban de ellos
con Amor.
A través de un siervo del templo que lo recibiera el médico supo que Huáscar estaba
viajando. Mas Pachacuti estaba presente.
— ¡Llévame hasta él!, dijo el médico decepcionado. Hace poco llegó de la
Ciudad del Sol y nunca ha hablado con Pachacuti.
Pachacuti vino al encuentro del médico, acomodándose junto a él en un banco del
jardín contiguo.
— ¿No llegó aquí Naylamp, el sacerdote expulsado y asesino?, preguntó luego
el médico. Pachacuti se asustó, confirmando que llegara un extraño.
— ¿Dices Naylamp?, preguntó incrédulo, el sacerdote. El extraño que acogí es
un hombre débil y desesperado, que mal tiene fuerzas para hablar.
El médico permaneció inseguro, solicitando verlo. En seguida, sorprendido, observó
hacia la quebrantada figura, que, sentada, permanecía cabizbaja en una silla, con los ojos
cerrados.
— Ese es Naylamp, del cual Kanarte nos advirtió. Admito que no da la impresión de
causar muchos daños.
— ¡En ese estado no puedo hacer que se vaya!, opinó Pachacuti indeciso.
— Ese hombre finge, no lo mantengas en el templo. Dale una cama en la casa de los
huéspedes.
Ya hacía tiempo que el médico saliera y Pachacuti, todavía, continuaba
contemplando pensativamente a Naylamp. “Mañana haré que se vaya. Hoy..., en ese
estado, sería imposible expulsarlo del templo...”
Naylamp se regocijó cuando Pachacuti no siguió el consejo del médico. Los Incas
estaban distantes de ser tan inteligentes como en todas partes se suponía...
Pachacuti, que dejara a Naylamp solo cerca de una hora, encontró al extraño
sentado en posición recta en la silla. Sus ojos aún estaban como que velados por la tristeza,
pero en ellos ya se vislumbraba algo semejante a la esperanza...
— ¡Viajé por muchos países, siempre con el deseo de conocer los legendarios
Incas!, dijo Naylamp con una voz que se tomó visiblemente más fuerte. Sois todo lo que se
cuenta de vosotros. Mi mayor deseo se volvió realidad. Finalmente conocí a un sacerdote
Inca... Todo lo que oí encontré reunido en ti: fuerza, sabiduría y bondad...
Pachacuti escuchó sin saber la manera como debería responder.
— La fuerza que emana de ti me ayudó tanto, que la vida nuevamente me parece
digna de ser vivida. Perdóname si ahora hago un pedido que tal vez no puedas otorgarme...,
brevemente tendré que viajar..., sin embargo, quería antes conocer el más famoso templo
de los Incas.
Pachacuti estaba en una ardua lucha consigo mismo. El extranjero parecía ser
inofensivo. ¿Por qué no debería satisfacerle el deseo? Por otro lado, el sabio Kanarte no
habría viajado a propósito hasta allí para advertirlos al respecto de él...
— Ven conmigo. ¡Te mostraré el recinto del templo!, dijo Pachacuti decidido,
bajando rápidamente las escalerillas que conducían al templo. Naylamp admiró las
maravillosas columnas incrustadas en oro y tiras rojas de madera, y después las diferentes
paredes decoradas; también las sillas de piedra que, ciertamente, eran usadas solamente
con ocasión de ceremonias especiales, merecieron su admiración.
Las jóvenes que ensayaban próximas del altar permanecieron paradas, aguardando,
mientras los dos se aproximaban.
— ¡Hoy la suerte está conmigo!, exclamó Naylamp, al ver las jóvenes realmente
bonitas. ¡La belleza de las vírgenes del Sol es tan famosa como la sabiduría de los
sacerdotes!
Él colocó el largo y suelto manto apenas sobre los hombros, de tal forma que su
apretado “suéter” adornado con plumas rojas e hilos de plata, bien como la pesada cadena
de oro que tenía en el cuello, se tomaran bien visibles. En la cadena colgaban un pajarillo
de oro y una cabeza de serpiente. Las jóvenes miraron amablemente hacia el hombre alto
e imponente que las admiraba tan visiblemente. Sólo Pachacuti estaba confuso. Él no
entendía la transformación que se produjera con el extranjero... ¿Era aún esa la misma
figura quebrantada?...
Manis, que se encontraba entre las jóvenes, dio repentinamente un grito, indicando
hacia el manto de Naylamp.
— ¡Murciélagos! ¡Veo murciélagos! ¡Socorro! Enseguida ella cayó desmayada.
Naylamp, que con algunos pasos llegó junto a ella, se arrodilló a su lado, en el suelo. En el
espacio de segundos él tenía en la mano un pequeño frasco de oro, colocando su contenido
sobre la nariz de ella. Mal transcurrió un minuto y ella abría los ojos. Lo más rápido posible
él tiró otro frasco de oro de un bolsillo de su manto, lo abrió, tomó una pequeña porción
de una pasta y la empujó entre los labios semiabiertos de la joven.
— ¡Deja la pasta derretir en tu lengua!, experimentarás un milagro.
Manis hizo como él ordenó. Pasaron algunos segundos y el miedo desapareció de
sus ojos. La admiración que ella vio en los ojos del extraño hizo su corazón batir más
fuertemente. Se levantó riendo, al ver los rostros perplejos del sacerdote y de sus
compañeras. Los pocos siervos del templo, que se habían aproximado con el grito de la
joven, se alejaron calmadamente.
Naylamp aún sacó varios de los pequeños frascos de sus bolsillos, regalándoselos a
cada una de las jóvenes.
— ¡Consérvenlos bien!, recomendó especialmente a ellas. El dulce que ellos
contienen es precioso. Es conocido por apenas pocas personas. Finalmente, dio también a
Pachacuti uno de los pequeños frascos, el cual fue aceptado contra su gusto. Naylamp se
aproximó a Manis que, un poco distante, aparentemente ensayaba algunos pasos de danza.
— Yo te espero hoy al anochecer en la Puerta del Sol. Pertenecemos el +uno al
otro...
Las jóvenes rodearon al extranjero, mirando alegres y agradecidas hacia los
pequeños frascos de oro con los cuales él las regalara.
— ¡Probad el contenido!, las azuzó Naylamp. ¡Os sentiréis como mariposas
volando hacia arriba y hacia abajo en el aire asoleado!
Las jóvenes no esperaron una nueva invitación. Tomaron una pizca de la pasta,
disolviéndola en la boca. Pachacuti sujetaba tan fuertemente el pequeño frasco que le fue
dado por Naylamp, como si quisiese aplastarlo, haciéndose a sí propio amargos reproches
por no haber seguido las advertencias del médico. ¿Qué es lo que Naylamp les diera a las
jóvenes? ¿Y que contenía la pasta?... Una droga embriagadora... Las jóvenes, en general
tan serenas, estaban como transformadas. Transformadas, fuera de lo natural. Danzaban,
reían, gritaban y abrazaban a ese impostor... Desesperado, Pachacuti salió, ordenando a un
siervo del templo que buscase a Setemi, la dirigente de la casa de las vírgenes del Sol.

LAS CONSECUENCIAS DEL ALUCINÓGENO


Cuando Setemi llegó, Pachacuti luego le explicó lo sucedido. Ella no esperó el final
del relato y corrió al templo. Permaneció parada y aterrorizada al ver las jóvenes riendo y
cantando, rodeando y abrazando a un hombre alto. Parecía ser un sueño aterrador que le
forjaba esa imagen..., la realidad era diferente.
Un crujido arrancó Setemi de su letargo. Un bello y esbelto jarro de cerámica,
obsequiado por un artista Cholula, estaba quebrado en el suelo. Naylamp luego vio a
Setemi. Observó hacia ella de forma fría y malévola, sin embargo, algo en la mirada de esa
mujer le infundió una especie de miedo. Se liberó por eso de las jóvenes y dejó rápidamente
el gran templo.
Manis fue la primera en ver a Setemi y, enseguida, fue al encuentro de ella,
balanceando para todos los lados el pequeño frasco de oro, erguido en una de sus manos.
No se opuso cuando Setemi le quitó el mismo, colocándolo en uno de los bolsos de su
vestido. Dávea, que siguió a Manis, le dio el suyo. Las otras cuatro se opusieron a eso
decididamente.
— Los frascos con el dulce son un regalo y regalos no deben ser dados, dijo una de
ellas.
— ¡Un gran príncipe de un lejano país fue quién nos obsequió ellos!, añadió
explicando, todavía, una de las jóvenes.
Las cuatro jóvenes sustentaban firmemente sus frascos, levantando enseguida sus
brazos como si volasen suspendidas en el aire. Hacia adelante y hacia atrás.
Setemi observó desesperada a Pachacuti.
— Tenemos que llevarlas inmediatamente de vuelta.
No demoró mucho y las jóvenes parecían estar cansadas, pues obedientemente
caminaron juntas, cuando el sacerdote y Setemi las convidaron. Eran cincos jóvenes Incas
y una joven colla. Al salir, la joven colla abrazó al siervo del templo que llegara para barrer
los pedazos del vaso. El siervo se defendió asustado, pero solamente con la ayuda de
Pachacuti consiguió librarse de los brazos de la joven.
Con la ayuda del sacerdote, Setemi finalmente llevó las jóvenes hasta la casa. Ella
luego mandó llamar a Akuén, pues las jóvenes estaban enfermas. Sus ojos brillantes y
bastante abiertos tenían algo de antinatural.
— ¡Las jóvenes no están enfermas!, dijo el médico a Setemi tranquilizándola.
La pasta contiene alucinógenos. Un alucinógeno extraído de pómulos de cactus o de las
hojas del arbusto biru.
— ¿Alucinógenos?, preguntó Setemi incrédula. Los frascos contienen un
dulce... Abatida, ella se sentó en una silla. ¡Naturalmente que tienes razón, Akuén! El
comportamiento de las jóvenes... Ellas abrazaban al hombre que les era totalmente
desconocido...
— A ellas dales un té para dormir y quítales los frascos con el “dulce”. Al nacer del
Sol nuevamente estarán normales y sanas.
El médico estaba con prisa. Ese Naylamp tendría que ser destruido. Muy lejos no
podría estar.
— ¡Yo lo mataré! ¡Déjamelo a mí!, dijo Pachacuti que había seguido al médico.
La culpa es mía por haber sido profanado el templo.
Las jóvenes se adormecieron de inmediato y profundamente. Pero, por más que
Setemi buscase, no consiguió encontrar dos de los frascos. Cuatro, por lo menos, ya había
conseguido y estaban seguros. Eso la tranquilizó un poco. Pues ninguna de las jóvenes
debería abandonar la casa antes que ella los consiguiese todos. Pensando en eso se
recostó. Nunca estuvo tan cansada. No obstante, durmió poco y sueños amedrentadores
la atormentaron.
Al clarear el día se levantó, dirigiéndose hacia los dormitorios. Dos camas estaban
vacías... no, tres. Setemi se sentó a esperar. Probablemente las jóvenes estaban
bañándose. De cualquier forma, ya era tiempo de levantarse. Sin embargo, nadie llegó y
también nada se escuchaba. Preocupada, fue hasta la casa de baños, encontrando la puerta
abierta. Nada indicaba que alguien se hubiese bañado.
Tres camas vacías. Buscó por toda la casa. Poco a poco comenzó la rutina diaria. Las jóvenes
se levantaron a fin de ejecutar sus tareas matutinas. Sólo tres de ellas dormían tan
profundamente que nada escucharon: Manis, otra joven Inca y una joven colla. Dávea y
una hermana de Caué, así como una de las jóvenes colla, no fueron encontradas.
Permanecían desaparecidas. A Setemi no le restó otra alternativa que dar conocimiento
sobre lo ocurrido a todos los habitantes de la casa. Se le hizo difícil hablar sobre eso.
— ¡Dávea siguió a Caué!, dijo una de las profesoras firmemente.
En el transcurrir del día supieron que en la casa de los alumnos faltaban tres jóvenes.
Uno de ellos era Caué.
Pachacuti, Akuén y algunos otros buscaron a Naylamp y sus acompañantes durante
tres días. Buscaron en todos los lugares. Adondequiera que existiese una posibilidad para
ellos esconderse. Se esforzaron inútilmente.
— ¡Probablemente ya están lejos!, opinó Pachacuti. Pero Akuén tenía la
infalible intuición de que Naylamp aún se encontraba en las proximidades. Y él tenía razón.
Poco después del anochecer del tercer día llegó uno de los que habían traído la litera de
Chiluli.
— Al lado de la Puerta del Sol están dos muertos. Ordena sepultarlos, o sino
contaminarán todo el aire con sus almas malolientes. Akuén quería más detalles. Pero el
hombre solamente señaló, desapareciendo en la obscuridad. No obstante, Naylamp estaba
muerto. Akuén mandó llamar a Pachacuti. Cuando el sacerdote llegó, ellos siguieron con
las antorchas encendidas hacia el gran portal. Encontraron a Naylamp con un cuchillo en el
corazón. Él estaba al lado del portal. El segundo cadáver se encontraba un poco más
alejado.
— ¡Es el jorobado! ¡Ambos están muertos!, sonó una voz en la noche silenciosa.
Después nada más se escuchó.

LA DECEPCIÓN DE HUÁSCAR
Pachacuti y el médico volvieron lentamente. El alivio que sintieron porque el
siniestro sacerdote había muerto, es imposible de describirse. Estaban solamente indecisos
al respecto del entierro de los dos. Permanecieron parados en el pórtico del templo,
conversando. A lo lejos vieron una alta figura iluminada por la Luna que venía en la
dirección de ellos.
— ¡Es un Inca, pues viste un poncho obscuro!, dijo Pachacuti. Todos los
ponchos de los Incas eran blancos. Esto es, el lado externo era blanco. El lado interno, sin
embargo, era café obscuro.
“Para la noche queda mejor un color obscuro. No es tan fuerte para la vista y
también no asusta a los animales”.
Ese dictamen era de un Inca que ya muriera hace siglos. Desde entonces los Incas
usaban ponchos que tenían “un color nocturno y un color diurno”.
Era Huáscar, quien se aproximaba a los dos.
— Volví anticipadamente, pues supe de la llegada de ese Naylamp. Un espíritu
bueno me aconsejó para regresar luego. ¡Ahora estoy aquí!, dijo Huáscar. Pachacuti bajó
la cabeza, consciente de su culpa. Él no se atrevió a mirar al sacerdote superior. Akuén, sin
embargo, juntó sus manos, agradecido, levantándolas hacia el cielo. Huáscar observó
sorprendido, pero también alarmado hacia los dos.
¿Qué significaba la alegría desbordante del médico? Esa alegría, y al mismo tiempo
un cierto alivio, no podían pasar desapercibidos. ¿Y por qué Pachacuti estaba tan
avergonzado?
Los tres se acomodaron en un banco, y Akuén contó todo lo que sucedió.
— ¡Los muertos permanecen al lado del portal! ¿Debemos enterrarlos aún esta
noche?, preguntó Akuén, cuando terminó. Estábamos indecisos a tal respecto. Y en eso
llegaste. Enviado por un espíritu prestadizo.
Huáscar escuchó sin cualquier indagación. El comportamiento de Pachacuti lo
abrumó profundamente. Como pudo él aceptar al impostor en el templo..., a pesar de la
advertencia de Kanarte y del médico... Más tarde tendría que hablar con él sobre esto.
Ahora los muertos tenían prioridad.
Huáscar sustentó una antorcha, caminando adelante de los dos. Quería, lo antes
posible, encontrar un lugar donde los dos muertos pudiesen ser sepultados. Anduvieron
cerca de una hora, hasta que encontraron el lugar que deseaban. Era un precipicio estrecho
y profundo. Huáscar lo Conocía, pues conforme a la tradición ya el pueblo de los Halcones,
cuando aún habitaban allí, tiraban en esos abismos a los que fallecían como consecuencia
de enfermedades contagiosas.
Entonces será aquí el lugar apropiado, pensó. También esos dos muertos
esparcieron enfermedades contagiosas, imposibles de ser curadas por medios comunes.
Aún en la misma noche, los tres llevaron los muertos hasta ese abismo y allá los
lanzaron.
— El mal difundido por ése Naylamp no lo podemos corregir más. Pero al menos él
no contaminará más la Tierra con su existencia.
Después de esa “oración fúnebre” de Huáscar, los tres tomaron el camino de vuelta.
Andaban en silencio, uno atrás del otro. No había más nada que hablar.
Pachacuti, el sacerdote, tuvo que abandonar el sacerdocio, pues un sacerdote que
se dejaba guiar por sentimientos falsos constituía un peligro constante para todos.
Cuando Huáscar entró en el templo, en la parte de la mañana, Pachacuti relató todo
lo que sucedió.
— Yo sé que no soy más digno de ser un sacerdote... Pero no sé cómo podré
libertarme de mi error...
Huáscar observó entristecido hacia el sacerdote que estaba delante de él, cabizbajo
y con el corazón pesado de culpa.
— Podrás ocuparte en alguna parte como profesor de quechua. El arte de quipu
también lo conoces. No te faltará trabajo.
Huáscar se alejó. Dijera todo lo que había para ser dicho. Además de eso tenía
mucho que hacer aún. Luego mandó a llamar cuatro mensajeros de noticias, informándoles
al respecto de lo ocurrido. Después de haber repetido lo que escucharon, estando a
contento de él, los envió: dos al rey Yupanqui y al sacerdote superior de la Ciudad del Sol y
los otros dos al gobernador y sacerdote superior de la Ciudad de la Luna.
CAPÍTULO XIV

LA CONVOCACIÓN DE LOS SABIOS

LOS MIEMBROS DEL CONSEJO


Apenas Yupanqui recibió la noticia de Huáscar, él a su vez envió mensajeros a fin de
convocar el consejo de los sabios. Llevaría días, o tal vez semanas, hasta que todos los
sabios se reunieran en la Ciudad Dorada. Algunos de ellos vivían en la Ciudad de la Luna;
otros, por su vez, estaban viajando junto a los pueblos aliados.
El consejo de los sabios estaba compuesto por doce mujeres y doce hombres. Nueve
de ellos eran Incas. Sin embargo, en esa época, solamente había siete mujeres
pertenecientes al consejo de los sabios. Cinco fallecieron en el transcurrir de los dos últimos
años. Las que podrían haberlas substituido eran aún demasiado jóvenes para poder ser
parte de ese consejo.
Los doce hombres eran: Yupanqui, Roca, Uvaica, Sogamoso, Túpac, Akuén, Huáscar,
Ikala, Chia, Kanarte, Tenosique y Saibal.
Entre las mujeres estaban: Uyuna, Setemi, Mirani, Sola, Ima, Vaica y Manacaia.
Se pasaron cerca de tres semanas, hasta que todos se pudiesen reunir en el edificio
del consejo. La noticia de la muerte de Naylamp y del jorobado trajo alivio a todos. No
obstante...
— Adondequiera que hayan llegado, dejaron atrás de sí la mentira y discordia. ¡Esas
no pueden ser más eliminadas!, dijo Túpac que visitara varias tribus en su viaje.
— ¡Ese Naylamp, por todas partes donde pasó, dejó influencias negativas!, declaró
Sogamoso. Últimamente estuve junto al pequeño pueblo Quito, y lo que observé y escuché
allá me llenó de profundas preocupaciones. En nombre de Naylamp, el jorobado predicaba
que era una vergüenza que hubiese pueblos que aún se dejasen dominar y “explotar” por
los Incas. Y si mi intuición no me engaña, los sacerdotes de allá nuevamente comienzan con
la idolatría. ¡En algunos pueblos vi hasta plantaciones del arbusto biru!
— ¡Ahora hace mil trescientos años que nuestros antepasados fueron
enviados de sus valles de las montañas a los pueblos de aquí, a fin de libertarlos de la
idolatría y de la mentira a eso ligada!, dijo Yupanqui con voz preocupada. ¿Qué pasa con
nuestros pueblos?
— ¡Lo mismo que con todos los otros pueblos de la Tierra!, dijo calmadamente
Uvaica, el vidente. Nosotros Incas, somos los últimos seres humanos preservados aún de
los poderes caóticos que alcanzaron la supremacía en todo el planeta.
— Nosotros, Incas, ¡debíamos ser como una irrompible cadena de oro!
¡Nuestra corriente, sin embargo, presenta eslabones débiles!, observó Setemi, pensando
en Dávea, con el alma oprimida.
— El mínimo desvío de la Verdad, provoca enfermedades anímicas y físicas... Los
idólatras de ahora en adelante tendrán que curar ellos mismos, sus enfermedades
impuras... Sorprendidos, todos miraron simultáneamente hacia Ikala, que contrariamente
a su manera habitual habló casi irritado.
— ¡Mi opinión es la misma!, exclamó Chia. ¡Idolatría y alucinógenos (drogas)!
¿Con qué armas debemos luchar contra eso?
— ¿Luchar?, dijo Yupanqui sorprendido. Luchar contra seres humanos que se
apartaron del mundo luminoso, corriendo al encuentro del abismo... ¡Eso podría tomarse
peligroso para nosotros mismos! ¡Tenemos que permanecer en el lugar que nos fue
indicado desde el inicio, esto es, al lado donde toda la Luz emana hacia nosotros!
Manacaia comenzó a llorar silenciosamente.
— De ahora en adelante vivimos en el planeta Tierra que perdió su brillo. Como
debe ser grande el sufrimiento de Olija ... Algo de malo se aproxima hacia nosotros..., yo lo
siento claramente... ¡Naylamp fue apenas enviado al frente!
Manacaia expresó lo que todos sentían.
Opiniones y propuestas fueron intercambiadas y después quedó definido que
mandarían mensajeros a todos los pueblos amigos, para informarles la muerte de Naylamp
y del jorobado.
— Mientras tanto, nada podemos hacer. ¡No tardará mucho y sabremos lo que
nuestros pueblos aliados pretenden!, dijo Yupanqui concluyendo.
— Tengo recelo de que hasta allá el “gran Reino Inca” ya no exista más. Tal vez
exista, todavía, solamente como un nombre. Pero ese nombre no fuimos nosotros que lo
inventamos. Nadie contestó a Uyuna.
Yupanqui y todos los otros se levantaron. Lo restante podría ser tratado en una de
las próximas reuniones. Lo más importante en el momento era que fuesen enviados
enseguida todos los mensajeros. Sólo entonces se demostrarían los pueblos que se
volvieron accesibles a las insinuaciones de Naylamp.
Por precaución Roca envió también cuatro mensajeros a Cajamarca, el local de la
fuente caliente. Ese lugar quedaba aproximadamente a una distancia de novecientos
kilómetros de la Ciudad de Oro. Hacía cincuenta años que algunas familias Incas fijaron sus
residencias allá, cultivando la tierra y construyendo represas para las aguas de las
vertientes calientes y frías. Desde entonces, el lugar se volvió una estación de aguas
bastante frecuentada. Los visitantes eran, en general, miembros de pueblos amigos que
buscaban cura para todo tipo de enfermedades en la fuente caliente.
— ¡El jorobado, que ciertamente conocía Cajamarca, probablemente llevó a
Naylamp también hacia allá!, opinó Setemi, cuando Roca mencionó la fuente caliente.

LA META COMÚN LES DIO FUERZA, CONFIANZA Y PERSISTENCIA


Los doscientos años, que aún restaban a los Incas hasta la invasión de los
españoles, fueron ricos en vivencias. Fases de la Luz se alternaban con fases de las
tinieblas. Sin embargo, las fases de la Luz superaban a las de las tinieblas, que lentamente
se esparcían alrededor de ellos.
Algunos Incas veían desconocidos reflejos de luz en las nubes, como si las
tempestades las descargasen sobre la Tierra. Pesados temporales caían fuera del tiempo
usual y muchas veces la Tierra temblaba bajo sus pies.
— Los rayos que caen enriquecen la tierra y purifican las aguas. ¡Ellos contienen
substancias que favorecen el crecimiento!, enseñaban a sus alumnos, los sabios que se
dedicaban a las ciencias naturales. Desde pequeños los Incas estaban familiarizados con las
fuerzas de la naturaleza. Sabían siempre cuáles eran los espíritus de la naturaleza que
trabajaban, cuando algo sucedía en los reinos de la naturaleza.
En los grandes templos del Sol de ambas ciudades Incas y en el antiguo templo al
lado de la Puerta del Sol* se celebraban las solemnidades de agradecimiento. Habían sido
libertados de dos malhechores. Era una gracia que no se podía agradecer suficientemente.
Conforme informaban los mensajeros que regresaban en diferentes intervalos, algunos
sacerdotes de otros pueblos también celebraban solemnidades de agradecimiento. Fuera
de eso, pocas cosas buenas podían relatar. Por todas partes, Naylamp y el jorobado habían
causado muchos daños con sus mentiras, presentadas con palabras bellas y sonoras.
Llevaron muchas personas jóvenes para el lado de ellos.
“Los Incas nunca os consideraron como iguales. ¡Siempre os oprimieron, os
haciendo sentir su poder!”, dijo el jorobado en nombre de Naylamp a los oyentes, que en
masas cada vez mayores se juntaban alrededor de ellos. La generación más antigua, que
solamente recibiera cosas buenas de los Incas, era impotente contra las declaraciones
hostiles.
“¡Naylamp tiene razón!”, respondían los jóvenes. “Nunca fuimos considerados
iguales, de lo contrario muchos de los nuestros estarían casados con Incas”.
Uno de los mensajeros anunció que en la región por donde pasó, el pueblo estaba
plantando el arbusto biru. Ellos no sólo masticaban las hojas de alucinógenos, sino que
también las utilizaban como producto de intercambio. Comerciantes forasteros, de
repente, estaban por todas partes..., nadie sabía de donde habían surgido; probablemente
eran acompañantes de Naylamp, a los cuales, naturalmente, nada sucediera. El arbusto
biru se tornará de repente un precioso producto de cambio...
* Tiahuanaco.
— ¡Presencié un extraño culto!, dijo uno de los mensajeros. El sacerdote usaba
una máscara de gato hecha de oro. “¡No veis ahora en mí al ser humano que conocéis!”,
exclamó él a los presentes, casi gritando. “Durante el culto soy apenas una voz de los dioses,
que os habla a través de mí”.
Cada mensajero tenía algo de perjudicial que relatar. Perjudicial para las respectivas
personas que se habrían a las malas influencias. Nadie, sin embargo, notó cualquier
intención hostil contra los Incas. Por lo menos no declaradamente. El recelo aún existía.
Además de eso, todos temían a los poderosos aliados de los Incas: los gigantes...
Algunos recibieron la noticia de la muerte de Naylamp con indiferencia, hasta
lamentando el fallecimiento prematuro de él...
Después que el último de los mensajeros volvió y relató sus vivencias ante el consejo
reunido, todos sintieron como si una nube de tristeza bajase sobre ellos. Las numerosas
personas de buena índole que conocieron con el transcurrir del tiempo..., ¿qué es lo que
sería de ellas?... ¿Cuánto tiempo aún durarían las alianzas con los otros pueblos?... De
acuerdo con lo que los mensajeros relataron, la decadencia moral y cultural era inevitable...
— ¡Aguardemos lo que aún está por suceder!, dijo Yupanqui.
— No necesitaremos esperar mucho tiempo. ¡Ya veo representantes y reyes que
nos visitarán brevemente!, respondió Uyuna con su alma intuitiva. Y ella tenía razón.

LOS PUEBLOS DESCONTENTOS


Todavía, en el mismo año llegaron enviados, príncipes de tribus y hasta reyes, a fin
de visitar al rey Inca Yupanqui. No vinieron separadamente, sino juntos, lo que significaba
que estaban con miedo e inseguros.
Como orador escogieron a un sacerdote rey del otrora altamente desarrollado
pueblo Carás. Yupanqui los recibió en el gran salón de recepciones del palacio, así como
ellos, conforme su categoría, esperaban. Además de Yupanqui estaban presentes Kanarte,
Chia y Tenosique.
Después de un largo discurso elogiando a los Incas, el orador, finalmente, habló
sobre lo esencial.
— ¡Aprendemos mucho con el pueblo Inca y también reconocemos el sentido
más profundo de la vida!, comenzó el orador con inseguridad. ¡Por eso encontramos haber
llegado al tiempo de separarnos del gobierno central de los Incas, dirigiendo nosotros
mismos nuestros destinos! ¡Solos e iguales al pueblo Inca!
— ¡No nos fue fácil tomar tal resolución!, interrumpió otro. Pues sabemos que
de ahora en adelante vuestras famosas escuelas serán cerradas a nuestra juventud..., y esto
yo lo lamento bastante.
— ¡Fuisteis siempre libres!, respondió Yupanqui, después de una pausa tan
larga, que ya estaba dejándolos inquietos. Al escuchar su serena y agradable voz, respiraron
aliviados. No adivinaban que Yupanqui apenas con el máximo esfuerzo podía esconder su
amarga decepción.
No puedo disolver compromisos, una vez que, entre nosotros, en la realidad,
nunca existieron. Podéis, tan libres como nosotros, determinar vuestro destino...; y ahora
os solicito que participéis con nosotros en esta refacción. ¡Naturalmente, nuestras escuelas
estarán abiertas a vosotros como antes!
— ¡Tal vez de ahora en adelante nuestros jóvenes, visiten vuestras escuelas!
Yupanqui miró con aire de reproche hacia Chia, el cual hiciera tal observación. A
continuación, se levantó y se dirigió adelante de todos hacia los comedores, en otra ala del
palacio. Antes que los huéspedes entrasen a la sala de refacciones, un siervo les retiró los
pesados ponchos bordados con hilos coloridos y de plata. Los cuatro sabios nada tenían
para retirar, pues usaban simplemente largas vestimentas blancas adornadas con anchas
vainas de oro. Yupanqui, como señal de su dignidad real, tenía un largo aro de oro en la
cabeza.
Dos de los visitantes tenían chalecos abundantemente bordados con pequeñas
plumillas azules, rojas y verdes. Tan abundantemente que no se veía el tejido interior. Los
Incas sintieron espanto al ver tantas y tantas plumillas. Al igual que los dos cantores que
cantaban por ocasión de los banquetes especiales, les falló por un momento la voz, cuando
vieron tales chalecos.
— ¡Para ese banquete falta sólo nuestro vino!, dijo uno de los visitantes. Yo les
traje dos cántaros. El zumo de ellos os alegrará; pues aumenta el placer de la vida.
— ¡Sí, ese Naylamp sabia como se puede embellecer la vida!, confirmó otro.
Los visitantes no notaron como los Incas permanecían callados, pues ellos eran conocidos
como un pueblo silencioso.
Finalmente, el banquete terminó. Todavía, faltaba sólo la lámpara de aceite
encendida, para así poderse levantar y despedir a los visitantes.
Al final de cada banquete a los visitantes de afuera, una mujer Inca o una joven
siempre traía una lámpara de aceite encendida al salón. La luz se encontraba en un bonito
recipiente de oro. Una mujer entró en ese exacto momento en el salón, colocando la
lámpara en el centro de la mesa y pronunció las siguientes palabras:
— ¡Sea vuestra vida terrena siempre tan brillante como esta llama, que os
recuerda la Luz Eterna, a la cual servís!
Esta vez era Sola, la madre de Yupanqui, que había traído la luz al salón. Yupanqui
se asustó al verla. A pesar de la edad, Sola aún era una mujer muy bonita. Los huéspedes
señalaron alegremente hacia ella, saludándola. De repente, vieron como el rostro de la
mujer se modificó. Estaba virtualmente paralizada de susto delante los ojos de ellos.
— ¿Quiénes son esos hombres?, se dirigió ella a Yupanqui, preguntando.
¡Asesinos de pájaros en la casa de mi padre! Todos se levantaron de un salto, mirando a la
mujer que, trémula, retiró la lámpara de la mesa, saliendo con ella. Los visitantes no sabían,
en el primer momento, que es lo que deberían pensar.
— ¡Son nuestros chalecos! ¡Nos llamó de asesinos! ¡Ella debería ver los vestidos
y capas de nuestras mujeres!, dijo uno de los visitantes sarcásticamente.
— ¡Callad vosotros y retiraos!, exclamó Yupanqui, indicando hacia la puerta.
— ¡Sois criminosos contra la naturaleza! Matar pajarillos... ¡Ay de vosotros!...
¡El castigo de los espíritus de la naturaleza no faltará! Los dos se levantaron de un salto,
horrorizados con las palabras airadas de Kanarte, dejando la sala lo más de prisa posible.
Los otros no sabían que hacer. Permanecieron sentados, indecisos, esperando lo que
sucedería. Yupanqui se levantó y regresó a la sala de recepción, seguido por los demás.
— ¡Naylamp os dejó una herencia nefasta!, dijo Tenosique. ¡Matar a los
pequeños, inocentes y mansos pájaros! ¿Quién es que anteriormente tendría esa idea?
Los huéspedes negaron esto, prometiendo que cuidarían para que el asesinato de
pajarillos terminase. En seguida ellos se levantaron, tentando salir lo más de prisa posible
de la vista de los irritados Incas. No andaban, pero sí, literalmente, huían del palacio, como
si los espíritus de venganza ya estuviesen en sus talones.
Los visitantes apenas se alejaron del palacio, permaneciendo durante algunos días
en la ciudad. El rey Yupanqui le puso a disposición el palacio de los huéspedes. La cortesía
ante príncipes y reyes extranjeros exigía esto. El hecho de haber sido llamados de asesinos,
ya lo habían olvidado. El insulto surgió, sí, de una mujer, por consiguiente, no era de tomar
en serio. Además de eso, hace mucho que conocían el modo de pensar de los Incas:
referente a que los seres humanos y los animales poseían el mismo derecho de vivir en la
Tierra.

LA FALLA DEL SABIO CHIA


Durante el tiempo en que permanecieron en la ciudad visitaron funcionarios
públicos, profesores y artistas, elogiando siempre con palabras grandilocuentes la gran
sabiduría de Chia.
— ¡Chia, el gran médico y sabio, les dijera durante el banquete en el palacio
real que de allí en adelante a los jóvenes Incas les seria permitido frecuentar nuestras
escuelas!, contó uno de los regentes extranjeros visiblemente alegre.
— ¡Ese sabio no sólo tiene una amplia visión, sino que también deposita
confianza en nosotros!, añadió otro orgullosamente.
Yupanqui, Tenosique, Chia y Kanarte permanecieron juntos después que los
visitantes se marcharon. Yupanqui caminaba pensativo de un lado a otro en el jardín donde
se encontraban. Se sentía inexplicablemente solo, y un sentimiento de tristeza pesaba en
su alma. Por la primera vez desde la muerte de Chuqüi, tenía que tomar una decisión
importante. Y él no podría vacilar, para no correr el riesgo de volverse culpable.
— ¡Chia, tú fallaste hoy gravemente!, comenzó Yupanqui con la voz tan calma
cuanto le era posible. ¡Nuestra juventud en las escuelas de pueblos extraños, en países
donde ese Naylamp pasó! ¿Cómo es que pudiste presentarles esa perspectiva?
— ¡Tenemos que ofrecer una mayor comprensión a los otros pueblos!, exclamó
Chia enfadado. Y entrar en uniones más íntimas con ellos.
— ¡Unión más íntima con idólatras perversos! ¿Es lo que piensas?, preguntó
Tenosique fríamente. ¿Qué crees que ocurrirá ahora?
— ¡Piensa en Pachacuti!, advirtió Kanarte seriamente. ¡Existe una compasión
que es, en la realidad, apenas debilidad y también miedo de actuar!
La discusión aún continuó. Pero Yupanqui, Kanarte y Tenosique se sentían
pavorosos, que con cualquier palabra adicional que cambiasen con Chia, más se alejarían
de él. Qué transformación se produjera en Chia, repentinamente...
Chia miró de manera escrutadora hacia los tres. El sabía lo que debería hacer.
— Yo me desligo del consejo de los sabios y dejaré la ciudad. Tal vez instituya una
escuela de médicos entre uno de los pueblos Chibchas. Al salir, levantó la mano como
despedida, dejando el palacio. Después de eso, nadie más le vio o supo algo al respecto de
él.
Cuando también Tenosique y Kanarte salieron, Yupanqui se sentó en un banco. Un
cansancio pesado le sobrevino y él cenó los ojos. Uyuna entró silenciosamente, sentándose
a su lado y le ofreció un vaso de bebida caliente.
— Perderemos, todavía, algunos sabios más. También muchachas y muchachos se
dejarán adular... Pero escucha, Yupanqui, yo siento intuitivamente que la mayor parte del
pueblo Inca seguirá fielmente y libre de culpa el camino que les es mostrado a través de su
anhelo por la Luz.
Las palabras de Uyuna actuaban como bálsamo sobre el alma atormentada de
Yupanqui. “¡La mayor parte!” Él no quería nada más que eso. Él abrazó a Uyuna y apoyó su
rostro en la cabeza de ella. Y calma y paz envolvieron a esos dos seres humanos.
CAPÍTULO XV

LAS FUENTES DEL AMOR Y DE LA VIDA


YACEN EN EL ESPÍRITU

LA UNIÓN DE TENOSIQUE Y MIRANI


Los Incas estaban libres de manías ambiciosas y deseos, he aquí por qué
caminaban ricos y protegidos a través de la vida terrena. Todavía, vivían en una esfera
luminosa, cuando todos los demás pueblos ya hace mucho estaban impregnados por
falsas doctrinas religiosas y cultos, separados del mundo de los espíritus de la naturaleza,
siguiendo al encuentro de una oscuridad inconsolable.
Tenosique, el astrónomo, estaba inquieto. Quería volver al Monte de la Luna.
Quería, sí, tenía que descubrir lo que había con el cometa que su gran “amigo de los astros”
le mostró. Era mayor, más Incandescente y más bello que todos los cometas juntos que ya
observó, al estudiar el mundo de los astros. Todo el cielo se había sumergido en una
luminosidad brillante por los reflejos de la luz emitidos por él. Se podía decir también:
iluminado festivamente.
Tenosique estaba inseguro. A pesar del brillo festivo del cometa, sentía intuitivamente que
de él emanaba algo poderoso y amenazador. Era algo que no podía explicar. Tal vez su
amigo de los astros le ayudase a descubrir lo que había en relación a ese cometa. El deseo
de ver a Mirani y de hablar con ella, no obstante, era tan dominante que postergó el regreso
al Monte de la Luna.
Algunos días después del banquete, Tenosique se dirigió al palacio real, como
empujado por una fuerza invisible. En realidad, no tenía nada en especial para hablar con
el rey, pero al entrar a la antesala vio a Mirani. Ella se encontraba frecuentemente en el
palacio real, pues generalmente auxiliaba a Uyuna en las labores de casa. Al verlo, lo miró
como que encantada, no consiguiendo articular cualquier palabra, de tanta felicidad.
Tenosique sentía lo mismo. Su bello rostro quemado por el Sol era sereno y serio. Apenas
sus ojos parecían vivir. La observó radiantemente y al mismo tiempo con esperanza
temerosa, mientras sus dedos se aferraban en la estrella de oro que llevaba en su pecho.
Ninguno de los dos vio a Uyuna que con pasos rápidos y leves entró en el recinto, parando
estática al ver los rostros de los dos seres humanos. “Ellos pertenecen uno al otro, tengo
que ayudarlos”, fue el primer pensamiento de ella. Tenosique ya hace mucho se tornara
uno de los suyos. La sentencia de él: “A mí me gustaría ser un Inca”, estaba aclarada ahora.
Mirani se aproximó lentamente a él, atraída irresistiblemente por sus ojos que brillaban de
Amor.
— ¡Me alegro al verte, Tenosique!, dijo ella en voz baja, inclinando la cabeza.
Sin querer, de los ojos de ella brotaban lágrimas. Lágrimas de felicidad. Nos vemos ahora
por la segunda vez..., yo no sé lo que sucede conmigo...
— ¡Nosotros nos conocemos desde largos tiempos, Mirani!, dijo Tenosique tan
suave como ella. Y nos amamos también desde largos tiempos. Después de esas palabras
le extendió a ella sus manos abiertas. Ella vaciló sólo por unos instantes; enseguida, colocó
sus manos en las de él. En el mismo instante él apretó tan firmemente las manos de ella
como si nunca más las quisiese soltar.
— ¡Yo vi como sus espíritus se unieron en Amor!, contó Uyuna, un poco más
tarde, a Yupanqui. Un aura luminosa les envolvió. Es lo que se reconocía nítidamente.
Como Yupanqui no respondió, ella le recordó su propio origen.
— Yo también no soy una Inca. Y entre nosotros no hubo ninguna diferencia.
— ¡No, tú no te originas de nuestro pueblo! Con esas palabras él apretó
firmemente la mano de ella. No obstante, sé que nunca fui tan feliz como contigo.
Tenosique y Mirani se acomodaron en un banco, conversando en voz baja. Cuando
Yupanqui y Uyuna se aproximaron a ellos, se levantaron de un salto, amedrentados.
Principalmente Mirani. Estaba avergonzada, pues había visto al joven apenas dos veces.
— ¡De nuestra parte nada impedirá vuestra unión!, dijo Yupanqui con una
sonrisa alegre. Desciendes de un pueblo tan sabio como el nuestro. En tu caso no ser un
Inca nada significa. Sois iguales en el espíritu y esto es decisivo en cualquier unión. Uyuna
abrazó a Mirani, prometiéndole que iría a hablar con su padre.
— ¡Hoy aún! Entonces seréis libres y podréis decidir al respecto de vuestra vida
futura.
En principio al padre de Mirani no le gustó mucho la idea que ella quisiese casarse
con un extranjero. No obstante, como se trataba de un sabio como Tenosique, no hizo
ninguna objeción. Ella era su única hija y, desde luego, sería difícil separarse de ella. Como
Inca, él sabía también que no poseía derechos sobre ella. Uyuna dejó contenta el pequeño
palacio donde vivía el padre de Mirani, el administrador de los bienes del pueblo. El camino
estaba libre para esos dos seres humanos que estaban próximos a su corazón.
Tenosique y Mirani querían vivir, mientras tanto, en el Monte de la Luna. Allá habría
trabajo suficiente para ambos. Tenosique quería construir una casa nueva y continuar
estudiando el cielo; Mirani podría coger plantas medicinales que crecían sólo en aquella
región, las cuales ya estaban faltando en el depósito. El coger, secar y triturar las plantas y
raíces era penoso, exigiendo mucha paciencia. Mirani conocía los trabajos a eso ligados,
pues durante el tiempo que pasó en la casa de la juventud, las jóvenes — las vírgenes del
Sol — salían a buscar determinadas plantas.

LAS VISIONES DE NAINI


Algunas semanas más tarde, Tenosique y Mirani dejaron la Ciudad de Oro. Cargaron
las llamas con las ropas de Mirani y algunos objetos de uso doméstico. No viajaron solos.
Tenían la compañía de Vaica y su hermano y de dos jóvenes Incas que irían a arreglar los
acueductos para las casas en la Montaña de la Luna. Después, de manera totalmente
inesperada, se unieron a ellos aún Uyuna y Yupanqui con una pequeña comitiva.
El matrimonio real poseía preciosas literas de oro; eran mantenidas siempre en
orden en un edificio separado, sin embargo, nunca las utilizaban. Los Incas, de preferencia,
emprendían viajes a pie y esto mucho contribuía a la salud de ellos. El rey mismo prefería
viajar a pie o montado en llamas. Había, sí, experimentado las literas algunas veces y
admirado el artístico trabajo de incrustaciones de oro y piedras semipreciosas, pero no las
utilizaba.
Yupanqui se sorprendió con el deseo de su mujer de visitar la Montaña de la Luna.
Sin embargo, decidió acompañarla, cuando ella dijo que algo la atraía hacia allá con fuerza.
Solamente había un camino, muy estrecho, que conducía hacia la Montaña de la Luna. De
modo que uno tenía que caminar atrás del otro. Tenosique iba enfrente, y los pastores con
las pocas llamas cargadas finalizaban el grupo.
Los viajantes pasaron la noche en una casa de descanso y de provisiones, quedando
separados mujeres y hombres. Al nacer el Sol en el día siguiente, prosiguieron la marcha,
alcanzando la meta más o menos a las cuatro de la tarde. Una vez que Uyuna,
prevenidamente, envió adelante algunos mensajeros con víveres, a fin de avisar a Naini, la
mujer runca, de su llegada, sobre las mesas de las cuatro casas se encontraban diversos
alimentos y jarros con jugo de frambuesas negras, leche y cacao. También los platos, vasos
y cucharas de comer, todo en oro, no faltaban. Uyuna cuidó de todo anticipadamente.
Mirani debería, de ahora en adelante, también comer en los platos de oro y beber en los
vasos de oro.
Tenosique y Mirani salieron después de la refacción y subieron en la roca del sol, de
donde se divisaba mejor toda la región.
— ¡Estamos en otro mundo!, dijo Mirani pensativamente, contemplando un alto
paredón de roca cubierto densamente por musgo, del cual sobresalían pequeñas orquídeas
rojas y blancas. Entonces, vio las innumerables piedras que formaban montes cubiertos
totalmente por la vegetación. Hasta arbustos de frambuesas crecían en el medio de los
montículos de piedras.
Tenosique, con el brazo alrededor del hombro de Mirani, se encontraba en un
estado entre sueño y realidad. Él aún no se podía convencer de su felicidad. Nadie hablaba
ya que el encanto del Amor y felicidad, que unía uno al otro, no se podía expresar en
palabras. Sus rostros dorados y sus ojos igualmente dorados brillaban en la irradiación de
la luz roja del Sol poniente. Las orillas de las nubes, donde las irradiaciones tocaban,
resplandecían como oro, y toda la belleza del mundo montañoso sobresalía nítidamente.
Toda la maravilla de la Tierra parecía concentrarse en ese día.
Antes que el brillo se apagase ellos descendieron, juntándose a los demás. Mirani quería ir
hasta donde estaba Uyuna.
— ¡Ella bajó hasta las familias runcas y aún no volvió!, dijo Vaica, también
totalmente encantada con el lugar que aún no conocía.
Todas las veces que llegaba a la Montaña de la Luna, Uyuna visitaba a Naini, la mujer
runca. A pesar de la diferencia de clase, ambas se entendían extraordinariamente bien.
Naini usaba un largo vestido verde de lana, en el cual brillaba una cadena de oro con el
disco solar, que le fue regalado por Uyuna años atrás. Su largo rostro moreno y sus trenzas
negras relucían debido al aceite con que ella se untaba. Al ver a Uyuna, fue de prisa a su
encuentro, sonriendo, con lo que se tomaban visibles sus brillantes dientes blancos.
— ¡El Sol se está poniendo, reina!, dijo Naini después del saludo. ¡No para los
verdaderos Incas! ¡Para ellos brillará eternamente!, añadió ella.
Uyuna señaló con la cabeza, concordando. El hijo de Naini que hasta hace un
instante tocaba una ocarina, llegó a saludar a la reina. El marido de Naini no era visto por
lugar alguno. Ciertamente estaba junto a los rebaños. Uyuna observó a Naini algún tiempo
y preguntó enseguida:
— ¿Estás enferma? Tu rostro parece saludable..., no obstante, tú me das la
impresión que de algún modo sufres.
— Yo y los míos nada tenemos. Son las escenas horribles que veo casi todos los días
y en las noches que me atormentan mucho.
Uyuna comprendió. Ella también veía y vivenciaba mucho lo que a los otros les
quedaba oculto. Pero no era agradable.
— ¡Son siempre las mismas escenas!, comenzó Naini suspirando. Pero subamos
hacia las casas. Luego anochecerá. Mi hijo nos acompañará. ¡Son siempre las mismas
imágenes!, continuó Naini al subir lentamente el camino. Mujeres y niños. Huyen de algún
peligro que, todavía, no puedo presentir. Buscan refugio aquí entre las montañas. El miedo
hace estremecer las almas y los cuerpos de las mujeres, que procuran esconderlo, para no
atemorizar a los niños.
Uyuna escuchó atentamente.
— Yo también tengo momentos en que el miedo me atormenta. Un miedo
indefinido e inexplicable. ¡No sé, tampoco, de donde él viene!, dijo ella casi murmurando.
Algo terrible se aproxima a nosotros, es lo que siento con inquebrantable certeza. Al mismo
tiempo sé y siento que nunca nos faltará protección, si hacemos para merecer tal
protección.
Naini estaba un poco más aliviada.
— Las mujeres y niños que yo veo, encuentran aquí refugio. ¡Aquí tendrán
seguridad!, afirmó Naini al llegar encima y le deseó a la reina las buenas noches.
Uyuna, Yupanqui y los otros permanecieron pocos días en el Monte de la Luna. Les
habría gustado quedarse más tiempo en ese maravilloso mundo de altas montañas, sin
embargo, Yupanqui se esforzó para regresar. Ahora no debería permanecer lejos de la
capital, aunque gustase de hacerlo. Uyuna dejó el lugar con una leve melancolía. Ella sentía
intuitivamente las visiones de Naini como un estremecimiento...
— Tenemos que ser aún más vigilantes que hasta ahora, dando atención a cada
mínima advertencia. ¡Pues Naini ve lo que se aproxima..., y lo que aún se está formando!,
afirmó Uyuna con énfasis, después de relatar las vivencias de Naini.

COBAN Y AVE
Pocos días después de su vuelta, Ave informó a sus padres que decidió casarse con
Coban.
— ¡Yo no puedo imaginarme ningún otro hombre a mi lado, por eso les solicito
vuestro permiso!
— ¡Tendrás nuestra autorización!, respondió luego Yupanqui. Ya muchas veces
él sintió como si el joven fuese su propio hijo.
— ¡Él es de nuestra especie!, añadió Uyuna contenta. Pude conocerlo tan bien
últimamente, que mis preocupaciones respecto a ambos desaparecieron.
Coban, pues, no era sólo cantor y compositor. Era también un extraordinario
“técnico de colores”. Así sería denominado hoy en su actividad. Él extraía colores y matices
de gran luminosidad y durabilidad de los más variados productos de la naturaleza. El padre
de él era un artista en eso. Cuando niño lo ayudaba muchas veces en ese trabajo.
Solamente descubrió su talento de cantor cuando entró en contacto con los Incas y
frecuentó sus escuelas. Por todas partes era conocido como cantor. Poco se sabía,
entretanto, que también era un artista en lo que se refería a la preparación de tintas.
Los Incas habían descubierto más de cien matices de color. Apenas la mínima parte
pudo ser investigada hasta hoy.
Ave, sin embargo, amaba el “cantor”; su otra actividad le interesaba menos. Coban
mal pudo asimilar toda su felicidad, cuando Ave le comunicó la decisión de casarse. Al
mismo tiempo ella le declaró que deseaba mudarse a otra región. Así como hicieran Mirani
y Tenosique.
Coban coincidía con todo, pero Yupanqui y Uyuna estaban sorprendidos y también
algo preocupados con el deseo de su hija.
— ¿Hacia dónde queréis ir entonces?, preguntó Yupanqui.
— ¡No sé..., pero deseo marcharme!... respondió Ave pensativamente.
Yupanqui no preguntó nada más. Sabía que cada ser humano tenía su propio destino,
siendo conducido por las fuerzas espirituales hacia allá donde ese destino podría realizarse.
— En el lugar de la vertiente caliente* viven Incas. ¡Allá es muy bonito y el suelo es
fértil!, dijo Uyuna, de repente, toda alborozada.
* Cajamarca.
— ¡Sí, vamos a mudamos hacia allá!, exclamó Ave alegremente.
— ¡Yo vengo de aquella región!, continuó Uyuna, sin dar atención a lo que su
hija decía. Pero desde pequeña yo no deseaba otra cosa sino frecuentar una escuela en la
Ciudad de Oro de los Incas... Mi deseo se tomó realidad. Vine hacia acá..., y aquí permanecí.
— ¡Coban también llegó niño, y aquí permaneció!, exclamó Maza, la hermana de
Ave. Vivirás feliz en Cajamarca, así como nuestra madre encontró aquí la felicidad y el
Amor. El lugar junto a la vertiente caliente era bastante distante de la Ciudad de Oro.
Distancias, sin embargo, no constituían impedimentos para los Incas en cualquier tiempo.
Dos meses después de la partida de Mirani, Coban y Ave, con un grupo de acompañantes
y una manada de animales de monta, viajaban hacia su nuevo y distante destino. Sin la
pareja real.
En el transcurrir de las décadas aún otros Incas se mudaron hacia allá. También
Maza se casó, siguiendo a su hermana y domiciliándose en aquel lugar con su marido.
Cajamarca se desarrolló en una pequeña ciudad de oro. Pues cada Inca se adornaba
con objetos de oro. Oro para ellos no era solamente decoración. El brillo de ese metal era
enigmáticamente vital para ellos. Nunca consideraban el oro como un bien terrenal.
En el fondo, los Incas consideraban como terrenalmente valioso sólo los víveres y el agua
que la Tierra les proporcionaba.
CAPITULO XVI

LOS GIGANTES ESTÁN TRABAJANDO Y LA


TIERRA TIEMBLA

DOS PRÍNCIPES OFRECEN AUXILIO


El siglo correspondiente entre los años 1300 y 1400 fue repleto de acontecimientos.
Primeramente, llegaron dos príncipes que no habían quebrado su vínculo con el Imperio
Inca y que siempre fueron muy dedicados a los Incas.
— ¡Uno de nuestros videntes nos avisó que había previsto el fin del pueblo
Inca!, dijo uno de ellos, un príncipe del pueblo Vicu. Es lo que no queremos; por eso
estamos organizando un ejército que solamente deberá servirles y protegerles.
— ¡Hace siglos que tenemos guerreros a nuestra disposición, de los cuales
nunca tuvimos necesidad de utilizar!, respondió Roca algo contrariado.
Y realmente así era. En cualquier momento los Incas podían disponer de un gran
ejército, pues todos los pueblos que con el transcurrir de los siglos se aliaron a ellos,
poseían una pequeña fuerza guerrera. Principalmente para sofocar rebeliones, apaciguar
discordias en los propios países y evitar transgresiones de fronteras.
— ¡Nosotros deseamos que nada suceda con vosotros!, comenzó el príncipe de
los Vicus nuevamente. ¡Vuestras escuelas continúan siendo las mejores, y las personas
ahora son frecuentemente acometidas por enfermedades que solamente pueden ser
curadas por vuestros médicos con la ayuda de vuestros dioses! ¡Además de eso, tienen las
más bellas jóvenes del mundo! ¡Ponderad, si les sucede algo a ellas!
Reunidos con sus huéspedes en el salón real de consejos, los Incas pensaban sobre
el ofrecimiento de los dos.
— ¡Sabemos que un infortunio se aproxima a nosotros!, dijo Yupanqui a sus
visitantes. No obstante, existen muchos peligros imposibles de ser combatidos con armas.
Nos comunicó nuestro vidente que, también vuestro santuario en la isla está en peligro. ¡Y
lo que él habla se cumple!, continuó el príncipe de los Vicus.
— ¿Nuestro santuario?, preguntaron los Incas casi simultáneamente.
— ¡Sí, vuestro santuario!, exclamó el príncipe, contento por haber finalmente
sacudido un poco a los Incas.
Yupanqui se transportó en pensamientos a la isla. Un círculo cubierto de placas de
oro, donde se encontraba un altar de oro..., un cometa, un sol..., y helechos de oro y piedras
preciosas verdes... ¡Cierto! jifa hace largo tiempo, cuando algunos Incas exploraban la isla,
les apareció Olija, la Madre de la Tierra, bajo millares de reflejos luminosos... Desde
entonces la isla se convirtiera en sagrada para todos los Incas.

EL TERREMOTO
Un segundo acontecimiento fue el terremoto. Truenos y sismos no constituían nada
de extraordinario en los Andes. A cada erupción volcánica antecedían terremotos. Ese
sismo, entre tanto, conmovió a los Incas, pues se diferenció de todos los anteriores. Por lo
menos de aquellos que los Incas ya habían presenciado.
El gran templo al lado de la Puerta del Sol, reconstruido por los gigantes debido a
los ruegos de los Incas, bien como los palacios y las casas allí localizadas, fueron destruidas
por ese terremoto. La región denominada Tiahuanaco fue, por tanto, destruida por la
segunda vez. Tan sólo la Puerta del Sol, el gran monolito con las figuras del calendario y la
cabeza humana en el centro, continuaron intactos.
También Sacsayhuamán fue destruida. Los Incas no lamentaron la pérdida del
templo. Ya era muy antiguo y no podría ser utilizado por mucho tiempo. Súbitamente
alguien recordó la bóveda subterránea en la ciudad del templo, donde estaban guardados
los esqueletos de algunos reyes del otrora gran pueblo de los Halcones, envueltos por
indumentarias de oro.
— ¡La bóveda, probablemente, fue enterrada!, dijo Roca con indiferencia. Y eso
fue también la mejor cosa que podría suceder a esos viejos huesos.

LOS GIGANTES CONTINÚAN AMIGOS DE LOS INCAS


Naylamp, el sacerdote renegado, causó más daños del que los Incas habían
supuesto. Varias veces tuvieron que destituir sacerdotes de sus funciones, inclusive algunos
sacerdotes Incas, por preparar dulces en los cuales mezclaban el polvo del arbusto biru.
Esos dulces tenían una apariencia totalmente inofensiva, de manera que las vírgenes del
Sol los comían de buen agrado.
— ¡Nosotros se los dimos a ellas para que sus pasos de danzas se tomasen más
vivaces!, se defendieron dos sacerdotes, cuando Huáscar exigió explicaciones de ellos. La
escuela, por fin, tuvo que ser cerrada, una vez que esos dulces, a pesar de toda la vigilancia
de la dirigente, eran introducidos siempre de nuevo. Incluso a través de las propias vírgenes
del Sol, y principalmente por las jóvenes de los otros pueblos.
— Ese Naylamp, probablemente, es el mismo ser humano que hace más de mil años
llegó al pueblo de los Halcones, acelerando su decadencia. Ciertamente son los filamentos
de culpa que en la actual vida terrena nuevamente lo empujaron hacia allá. ¡También de
esa vez él fue asesinado!, opinó Huáscar, al hablar sobre los acontecimientos en el consejo
de los sabios.
Lo que de inicio afligió a los Incas amargamente fue la destrucción de la fortaleza de
los gigantes —Sacsayhuamán—. La fortaleza, en algunos lugares, parecía haber sido
compactada. Cada Inca que supo de eso se preguntaba por qué los gigantes destruyeron
su propia obra. Muchos recuerdos estaban ligados a esa edificación.
Según las tradiciones, decenios después de la construcción de la fortaleza llegó allí
una banda de guerreros, de apariencia descuidada de una tribu Chanca, los cuales
descendieron corriendo por los peldaños de la fortaleza. Probablemente para asaltar y
saquear la Ciudad de Oro. Algunos agricultores Incas que preparaban en las cercanías un
cantero para las plantaciones junto al monte, permanecieron parados, asustados, al ver
aquella banda.

No podían salir sin ser vistos. Mientras se aconsejaban mutuamente escucharon


gritos, observando perplejos como los guerreros que huían subían corriendo los peldaños,
desapareciendo.
— ¡Los sonidos de las campanas hizo que huyesen!, dijo uno de ellos riendo.
Y así fue. Durante algún tiempo, en una de las bóvedas subterráneas, se derretía
plata y eran fundidas campanillas de diferentes tamaños. Las campanillas concluidas eran
colgadas en varas entre los árboles durante algún tiempo. Con ráfagas fuertes de viento,
se tenía la impresión de como si todo el aire vibrase con el sonido. Esto, para los forasteros,
debería ser naturalmente una experiencia de vivenciar extraña..., bella, pero nunca
aterradora.
— Los salteadores no vieron las campanillas. Probablemente pensaron que el
sonido fuese una advertencia de los dioses...
En la fortaleza se realizaban también diversas solemnidades. Una solemnidad de
recuerdo, destinada a los gigantes y algunas celebraciones del Sol y de la Luna. En la
altiplanicie encima de la fortaleza plantaban arroz de la montaña y verduras entre los
extensos y bajos muros de piedra, donde acumulaban la tierra.
Ninguna edificación se derrumbará en la ciudad. Apenas algunas paredes quedaron
damnificadas, pero eran fácilmente reparables.
— ¡Parece que los gigantes están enojados con nosotros!, opinó uno de los
Incas. Tal suposición, sin embargo, era errada. Los propios gigantes les expresaron, a su
manera, que no era ese el caso. Algunos días después del terremoto los Incas descubrieron
una columna redonda, baja y muy bien lapidada, donde se veía nítidamente la señal de los
gigantes. La columna se encontraba en el medio de un pequeño jardín y podía ser vista de
todos los lados. Un alivio surgió en las almas de los Incas al ver esa columna. No podían
imaginar la vida sin el Amor de los grandes y pequeños espíritus de la naturaleza. Cuando
llegase el tiempo sabrían también por qué motivo la fortaleza fue destruida.
JÓVENES INCAS FRECUENTAN OTRAS ESCUELAS
Como no era de esperarse que ocurriese en forma diferente, muchachos y
muchachas Incas solicitaron autorización para frecuentar las escuelas de pueblos extraños.
Escuelas de pueblos que se desligaron amigablemente de los Incas, estando libres ahora.
— Queremos conocer a otros seres humanos en sus propios países, así como su
manera de vivir. ¡Tal vez así podamos aumentar nuestros conocimientos!, decían algunos
de los jóvenes.
Yupanqui, de quién dependía tal decisión, les dio el permiso, no obstante, con el
corazón angustiado. El presentía que solamente volvería a ver pocos de los que saldrían.
— ¡No podemos retenerlos!, dijo Uyuna oprimida. Lo que Chia manifestó no
puede ser desecho. Uyuna pensó en Caué. Setemi le había informado minuciosamente
sobre ese joven. Dávea, por cierto, ya se arrepentía profundamente de su fuga.
— ¡Ella podría volver!, dijo Uyuna siguiendo sus pensamientos. El orgullo de
ella, sin embargo, jamás permitirá eso. Y con los otros que salen para frecuentar las
escuelas se dará la misma cosa...
— No obstante, ¿de qué estás hablando?, preguntó Yupanqui curioso. Uyuna
explicó lo que le causaba grandes preocupaciones.
— Conocemos las personas de otros pueblos. Muchos entre ellos son altamente
desarrollados, tienen una pronunciada sensibilidad hacia las artes. No obstante, son
diferentes de nuestras jóvenes y de nuestros jóvenes.
Yupanqui entendió.
— Muchas se casarán con extranjeros y en la mayoría de los casos pasarán su vida
infelices y enfermas de tanta nostalgia.
Y así sucedió. Adondequiera que llegasen, los jóvenes Incas eran recibidos con gran
alegría. Quiera fuesen Aimaras, Chibchas, Chimúes u otros. No demoraba mucho y los
jóvenes se enamoraban en la tierra extraña. Algunos regresaban con sus elegidas,
permaneciendo en las ciudades Incas. Generalmente se trataba en esos casos de los
jóvenes Incas que se habían casado con muchachas de otro pueblo. Ya las jóvenes Incas
que emigraban a otras tierras, y se llegaban a casar allá con alguno de ellos, raramente
regresaban.
Lo que más llamaba la atención era que, a pesar de la disolución de las alianzas, la
juventud de esos pueblos llegaba en número elevado a las ciudades Incas, a fin de
frecuentar sus escuelas.
— ¡Ahora vienen más jóvenes que antes!, dijo Jarana a Roca. Jarana era
profesor de historia y antes de todo un buen conocedor de seres humanos.
— ¡Es difícil descubrir lo que ellos quieren aquí!, dijo Roca, que no gustó del
repentino surgimiento de tantas personas extrañas. Hasta ahora nuestras mujeres y
nuestros jóvenes eran casi inaccesibles para ellos..., fue retirada la barrera...
— ¡Nuestros jóvenes, a pesar de su poca edad, son sabios y puros, sin embargo,
cuantas veces acontece que el encuentro con otras personas provoca una transformación
del propio modo de ser!, dijo Jarana con una sonrisa triste. Él levantó la cabeza, siguiendo
con los ojos las nubes que pasaban, obscuras y grises, sobre las montañas y valles. Fue
como si buscase en las nubes una vislumbre de esperanza.
Contrariando todas las expectativas, un número bastante menor de Incas se casaron
con miembros de otros pueblos que visitaban sus escuelas. Kameo, del pueblo Caras, que
estudiara algunos años antes Administración de Estado en una escuela Inca, fue uno dentro
de pocos. Él se casó con la hija de un orfebre de plata, partiendo con ella a su patria.
Los casamientos mixtos entre los Incas y miembros de otros pueblos, que
contrajeron durante los cien años restantes que antecedieron a la invasión de los
españoles, tuvieron muchas veces consecuencias desagradables. Se trataba de los
parientes que en muchos casos venían juntos, estableciéndose en las ciudades Incas. Ellos
se atribuían derechos que frecuentemente provocaban discordia, descontento e ingratitud,
pues esos así denominados “derechos” no eran y ni podrían ser concedidos...
Cuando la situación llegaba a un punto demasiado crítico, el joven matrimonio
partía nuevamente, sólo para que los Incas se viesen libres del parentesco indeseable.
Los descendientes de esos casamientos mixtos eran relativamente pocos. Por eso
no corresponde a la verdad, cuando se denomina a los actuales nativos del Perú como
descendientes de los Incas. Del espíritu Inca nada se percibe. O salvo en casos
excepcionales.
TERCERA PARTE

LA INVASIÓN DE LOS
ESPAÑOLES
CAPÍTULO XVII

LAS PROFECÍAS DEL FIN

EL CONSEJO DE LOS SABIOS SE REÚNE


Siempre que debían tomar decisiones importantes o cuando había algo que
comunicar, el rey reunía al consejo de los sabios. Durante esas reuniones todo lo que se
refería al pueblo era discutido y se tomaban resoluciones que siempre correspondían al
sentido de justicia.
El consejo de los sabios que se reunió por alrededor del año 1400 de la época actual
fue de un significado imprevisible y de amplio alcance.
El recinto en el cual ellos se reunían, cerca del mediodía, era muy amplio. Al centro
del recinto se encontraba una mesa redonda, con un bello trabajo entallado, adornada aún
con incrustaciones de oro y plata. Al centro había una vasija azul de cerámica, donde ardía
una lamparilla.
En ese recinto corrientes y suaves vibraciones se tornaban perceptibles y sensibles
a todos, y ellos tenían la impresión de que en ese día un grupo de oyentes invisibles se
juntó allí. En primer lugar, Yupanqui habló al respecto de una medida gubernamental que
era necesaria; después el sabio Huáscar tomó la palabra:
— ¡No podemos agradecer suficiente por haber sido nuevamente destruido el
templo al lado de la Puerta del Sol!, empezó él. Fue un acto necesario de limpieza.
Últimamente, escucho siempre de nuevo, a través de los visitantes y de los mensajeros,
que cultos nefastos se expanden entre algunos de los pueblos aliados a nosotros. En el
cuello cuelgan pequeñas figuras humanas con cabezas de gatos, pumas y halcones. Esto
significa que nuestras doctrinas de religión, lenta', pero seguramente, están siendo
olvidadas. Si el impostor Naylamp tiene culpa de la visible decadencia espiritual, es difícil
de decir. Pero bien puedo imaginar que, bajo la nefasta influencia de él, tal vez hace largo
tiempo el mal latente en esas personas, surgió a tono, a fin de activarse.
— ¡Hasta plantaciones del arbusto biru, dicen que existe ahora en diversos
lugares!, habló Sogamoso, cuando Huáscar silenció.
— Me parece surgir delante de los ojos un tiempo lejano ya transcurrido hace
mucho tiempo..., opinó Ikala pensativamente. Veo en espíritu un templo destruido..., seres
humanos enfermos..., un sacerdote renegado llegando al pueblo de los Halcones con un
alucinógeno extraído del pómulo de cactus... Después veo a nosotros, Incas. Vinimos de
nuestros lejanos valles de las montañas..., y enfrentamos, por la primera vez, la miseria
humana que nos era totalmente extraña.
— ¡Tienes razón, Ikala!, dijo Yupanqui. Yo también, al oír sobre la destrucción
del templo, tuve la impresión de como si un acontecimiento que se pasara ya hace mucho
tiempo se repitiese. Al mismo tiempo tuve un sentimiento oprimente. Me parecía que
deberíamos aprender algo con aquello que ocurrió.
Cuando Yupanqui terminó, Túpac pidió la palabra. Él aún era relativamente joven y
tenía, a semejanza de todos los Incas, un bello y bien proporcionado rostro. Túpac veía
bastante de lo que les permanecía oculto a los demás. Sin embargo, sólo raramente
hablaba sobre eso. El hecho de pedir hoy la palabra, debería tener un motivo especial.
— Nosotros todos sabemos que un vidente solamente puede prever
acontecimientos terrenales, porque tales acontecimientos se preparan mucho antes en el
país situado afuera de la Tierra. Hoy yo tuve una vivencia que dice al respecto de nuestro
pueblo todo. Desde entonces tengo la impresión de como si un fardo pesase sobre mí...
Túpac hizo una pausa. Parecía que el hablar se le hacía difícil.
— Fue un poco antes de adormecer, tuve la impresión de no estar solo. No vi a
nadie, pero un aroma refrescante de flores llenaba el dormitorio y mientras aspiraba hondo
el perfume escuché una voz. Una graciosa voz femenina y palabras que continúan sonando
dentro de mí.
Atentos, los sabios- miraban a Túpac. También ellos, de repente, se sentían
oprimidos. Finalmente, Túpac recomenzó a hablar:
“Vosotros, Incas, sois el último pueblo que no destruyó los puentes que conducen
al maravilloso y luminoso mundo de Dios. Permanecisteis sin culpa..., no obstante,
también vosotros fallasteis. ¡No espiritualmente! Deberíais haber estado más alerta
terrenalmente. Pues la vigilancia espiritual y terrenal deben vibrar en equilibrio. Muchas
veces les fue dicho a vosotros sabios que tinieblas envuelven la Tierra y que esas tinieblas
parten de los seres humanos que se inclinaron hacia el mal. ¡La reina Olija siente el pesado
fardo que ahora permanece sobre el astro Tierra!
Algo terrible se aproxima también de vosotros, el último punto de Luz sobre la
Tierra. Ese mal ya está preparando las armas en el mundo que se encuentra afuera de la
Tierra. Tal vez se habría dejado desviar, caso hubieseis sido más vigilantes terrenalmente.
¡Digo tal vez! Vosotros deberíais os haber ocupado más con esas tinieblas, y también con
las personas de las cuales ellas emanan... Sin embargo, continuasteis a vivir en la belleza y
alegría, como los niños...
Ahora es demasiado tarde. Pues ninguna fortaleza en la Tierra podrá detener el
mal que se aproxima hacia vosotros. Seres humanos que se asemejan a demonios
asaltarán vuestro reino..., y ese acontecimiento no puede ser detenido más.
¡Pero no temáis! El Amor de las fuerzas de la Luz está con vosotros. ¡Por causa de
vuestros espíritus puros seréis auxiliados! ¡Escaparéis de las personas de las tinieblas, si
seguís el consejo dado por un superior a través de mí! Cuando yo venga por la segunda vez,
tú escucharás lo que vosotros tendréis que hacer”.
Cansado, Túpac bajó la cabeza silenciando. Los sabios allí reunidos estaban abatidos
por no haber estado tan alertas en la Tierra como deberían. Como tenía razón el fallecido
rey cuando dijo:
“¡Veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra!”
Al ver como Túpac estaba sentado exhausto, Uyuna se levantó y se dirigió hacia un
estante en la pared donde se encontraba una bandeja con dos jarros y varios vasos de oro.
Llenó un vaso de cacao dulce y se lo entregó a Túpac. Cuando ella se aproximó, él erigió la
cabeza, bebió el cacao y le devolvió el vaso, agradeciendo. La inquietud se le pasó.
Nuevamente irradiaba confianza y esperanza; era lo que le tornaba tan querido entre los
alumnos.
Los sabios estaban sentados, silenciosos, meditando sobre lo que habían
escuchado. Desde la muerte de Chuqüi continuaba pesando sobre todos, una presión
indefinida, no obstante, ya hubiesen pasado muchos años desde entonces. Era, sobre todo,
la incertidumbre que les oprimía de tiempo en tiempo. Pues nadie podía imaginar cual era
el infortunio que se aproximaba sobre ellos. Por eso no se ocuparon de él. Y este fue un
grave error.
— ¡Somos Incas y permaneceremos Incas!, dijo Yupanqui firmemente.
Tenemos, no obstante, que evitar cualquier sentimiento de miedo. ¡Pues yo siento como
el miedo debilita! ¡Los portadores de desgracia, pues, apenas podrán matar nuestros
cuerpos, no podrán causar ningún daño a nuestros espíritus! ¡No obstante, tenemos que
ocupamos más de aquello que ocurre a nuestro alrededor en la Tierra!
— ¡Como tienes razón, rey!, respondió Tenosique. De acuerdo con lo que Túpac
recibió, no es deseado que nuestro pueblo sucumba a través de los enemigos
desconocidos. Por el contrario. Recibiremos consejos de cómo nos podremos proteger.
Nadie se preocupaba más de esos enemigos. Ellos sentían como si un desconocido
espíritu de lucha despertase en ellos, tomándolos fuertes e invulnerables.
También las mujeres parecían tomadas de ese espíritu de lucha. Sus ojos brillaban
nuevamente, y el miedo indefinido que sintieron con las palabras de Túpac desapareció
totalmente.
— La mujer con la voz suave y melodiosa no llegó para amedrentarnos, pero sí para
ayudamos. Después de esas palabras pronunciadas por Mirani, el rey se levantó y junto con
él todos los demás sabios. Uno después de otro, dejaron el palacio donde se encontraba el
salón de los sabios.
Túpac fue el último en salir. Allá afuera él elevó su mirada hacia el cielo. En ese
momento una nube obscura que pasaba cubrió el Sol.
“Inti, ya sabe lo que nos amenaza a nosotros, Incas”, pensó. La ‘flecha de oro’ * que
él envió a nuestros antepasados como señal de que habían llegado a su meta, el amarillo
valle florido..., cuanto tiempo ya ha pasado desde entonces..., incluso desapareciendo
totalmente el brillo de nuestra existencia, podemos estar ciertos del Amor de él”.

POR SEGUNDA VEZ SE ESCUCHA LA VOZ


La vida de los Incas continuaba como hasta entonces. Había, si, más problemas que
antes de la llegada de Naylamp y del infeliz pronunciamiento de Chía. Sin embargo, una
confianza unía a los Incas entre sí, la cual no se debilitaba por acontecimientos
desagradables, pero sí se fortalecía. Ambición, codicia y mentiras les eran desconocidas y
su pronunciado censo de justicia impedía que actuasen erradamente en relación a los
otros. Sus templos, palacios y las casas más simples brillaban con los objetos de oro que
adornaban las paredes, y con cada soplo de viento tocaban las campanillas fijadas en los
más diversos lugares.
También los otros pueblos podían adornarse con oro, plata, perlas y piedras
preciosas cuanto quisiesen. En aquel tiempo aún no existía pobreza entre los pueblos que
habían establecido alianzas con los Incas y los que aún las mantenían. Tampoco existía
dinero. También la idolatría, que bajo la influencia de Naylamp se propagaba entre algunos
pueblos, en nada alteraba su situación exterior.
El terremoto ya hace mucho fue olvidado. Solamente cuando viajantes trajeron la
noticia de un monte humeante, que nunca antes expulsó humo, nuevamente se recordaron
de él. En el Valle de la Luna se desmoronó un pilar del puente, pero ya los constructores
estaban reparando los daños.
Aproximadamente tres meses más tarde, la invisible figura se aproximó a Túpac por la
segunda vez. Y por segunda vez él escuchó la voz suave y melodiosa. Ahora no se asustó.
Sintió intuitivamente una felicidad indescriptible al escucharla. Pues, de repente, se tomó
consciente de que conocía aquella voz. Ella le era familiar desde tiempos inmemorables, y
él la amaba.
‘Túpac, escucha: los gigantes hicieron para vosotros el último trabajo. Ellos crearon
valles entre montañas gigantescas, tumbando rocas menores que se encontraban en el
medio y quebrándolas en piedras pequeñas. Son valles de refugio. A ellos pertenece
también el Valle de la Luna.
Vosotros mismos no necesitaréis de esos lugares de refugio. Son destinados a
vuestros nietos.
Fuisteis escogidos para preparar esos lugares de refugio. Los valles son de difícil
acceso, y muchas pequeñas casas de piedras tendrán que ser erigidas. El Monte de la Luna
sitúese más próximo de vuestra ciudad, no obstante, es seguro.
* Rayo Solar.
La obra confiada a vosotros exige inteligencia, prudencia y disposición a sacrificios.
Sólo algunos pocos deberán salir y trabajar en esos valles. Existen ahora muchos forasteros
en vuestras ciudades, por eso sed cautelosos en vuestras acciones y palabras. Ponderad: la
supervivencia del pueblo Inca depende de vosotros y de los lugares de refugio que
construiréis.
No conocéis a los enemigos. Son invasores que vendrán del mar, lanzándose
codiciosos sobre vuestro oro. Pero no les bastará el oro. Quieren subyugar también
vuestras almas. De este sufrimiento, vosotros, Incas, deberéis ser libertados.
Vendrán guías que os conducirán hasta esos valles, a fin de que los conozcáis. Todo lo
demás vosotros mismos deberéis realizar.
Todo de lo que fui incumbida, os transmití. En esa vida no escucharás más mi voz.
Pero después nos volveremos a ver”.
Túpac se levantó de su lecho, caminando en el dormitorio de un lado a otro. El
recinto de repente, le parecía extremamente pequeño para todo aquello que sentía
intuitivamente. Pasó la mano en su corto cabello negro que le caía sobre la frente,
poniéndolo para atrás. Tomó enseguida un poncho de lana, colocándolo sobre la ropa de
algodón que vestía y dejó su pequeño palacio. Era soltero. Tan sólo dos alumnos que se
preparaban para el sacerdocio vivían junto a él.
Anduvo lentamente bajo el cielo claro y estrellado, por el camino que conducía al
templo. Llegando allá, se arrodilló, apoyando la cabeza en las placas frías de oro que
revestían el altar. Todo vibraba en él... Se sentía elevado hacia un mundo superior, donde
toda la maravilla estaba reunida.
Después de algunos minutos abandonó el templo, atravesando un jardín con
bonitos arbustos y grandes árboles. Semicubierta por los arbustos estaba una llama de oro
sobre un pedestal de piedra. Colocó la mano sobre la obra de arte en oro y preguntó en
voz baja:
— ¿Qué es lo que será de ti cuando los demonios invadan el país? Un dolor
inexplicable repentinamente le traspasó... ¿Por qué ese dolor?... Es de oro..., pero puede
ser que también os destruyan vivos... Vacilante, Túpac dejó el jardín, cuando bandadas de
aves nocturnas revoloteaban en tomo a él.
— ¡Yo sé que los perturbo!, murmuró despacio, regresando enseguida hacia su
palacio.
Aún en el mismo día, Túpac se dirigió al palacio real, contando a Uyuna y Yupanqui
detalladamente lo que recibiera pocas horas antes.
— ¡Qué tipo de gente será esa, que los nuestros tendrán que huir! Fue ese el
único comentario de Yupanqui. Algunos de nuestros sabios están viajando. ¡No podemos
convocarlos inmediatamente!, dijo él después de un silencio más prolongado. Incluso, si
enviamos enseguida los mensajeros, podrá pasar un mes hasta que todos estén aquí.
— ¡Felizmente fuimos advertidos a tiempo!, opinó Uyuna, mientras lágrimas
corrían por su rostro. Ya hace mucho tiempo tengo un sentimiento de sufrimiento. Ahora,
por lo menos, conozco la causa de eso.

LOS GUÍAS SE PRESENTAN


El consejo de los sabios pudo ser convocado solamente dos meses más tarde.
Durante la reunión, Túpac relató fielmente lo que escuchó de la “voz suave y melodiosa”.
Lo extraño fue que los sabios poco se sorprendieron con lo que escucharon. Tenían la
impresión de que sabían todo al respecto de los refugios. Tan sólo no podían hacerse una
idea sobre los enemigos. Naylamp fue el único ser humano realmente malo que
conocieron, cuya actividad causó confusión. Por eso admitían que un gran número de la
especie de él, asaltarían sus ciudades, matando al pueblo con el poder de las armas.
Lo que pensaban, en el fondo, no tenía importancia. Todos comprendían eso.
Importante era cumplir la orden que les fue comunicada por intermedio de Túpac.
— Vendrán guías que nos conducirán hacia los valles... Ahora, nada más podemos
hacer a no ser esperar por ellos y seguirlos.
Transcurrieron meses. Los sabios esperaban confiadamente a los guías. Jamás
pasaría por sus cabezas la idea de que no aparecerían.
Y, cierto día, ellos llegaron al palacio real. Eran el marido y el hijo de Naini. Vinieron
por orden de Naini, a fin de transmitir a la pareja real lo siguiente:
“Se me apareció la figura de una joven. Estaba envuelta totalmente en una niebla
de oro. Atrás de ella había aún otras figuras altas. Pero escuché solamente su voz. Me
ordenó que enviase a mi marido y a mi hijo hasta vosotros. Los dos hombres deberán
guiarles hasta los valles; son tres y todos de difícil acceso. Además de esos dos hombres,
solamente pocos de los nuestros conocen esos lugares entre las altas rocas”.
Chapecó, el marido de Naini, añadió aún que dos valles se situaban cerca uno del
otro.
— El tercero se encuentra a una distancia de los otros, equivalente a dos días de
viaje. Por eso sería mejor que un grupo guiado por mi hijo siga hacia los dos valles más
cercanos, al paso que yo le mostraré a un otro grupo el mejor camino hacia el valle situado
a mayor distancia.
La propuesta de Chapecó era buena. Por eso se formaron dos grupos para conocer
los futuros lugares de refugio.
Cuando ambos grupos comandados por Yupanqui y Roca respectivamente, vieron
los valles que ser humano alguno adivinaría existir entre las altas y gigantescas montañas,
comprendieron por qué tendrían que iniciar la construcción de los lugares de refugio tanto
tiempo antes del acontecimiento venidero.
Los valles estaban totalmente cubiertos de piedras grandes y pequeñas. Todas ellas
podrían ser utilizadas en la construcción. Pero primero tendrían que ser adecuadamente
alejadas para dar espacio a los lugares de construcción. En los tres valles había, en el centro,
una pequeña y extensa elevación. Con el transcurrir del tiempo, los Incas construyeron en
esas elevaciones largas y bajas casas pareadas, utilizándolas como residencias. También
almacenes y pequeños templos no faltaron.
Tenosique tomó para sí la construcción de las casas en el Monte de la Luna, mientras
diversos grupos trabajaban temporalmente en los valles. Los trabajos avanzaban
lentamente, visto que siempre pocas personas podían alejarse de las ciudades Incas sin
llamar la atención.
La juventud Inca, y también los niños, en el transcurrir del tiempo, fueron
informados de la amenazadora profecía del infortunio, en la cual se predecía la destrucción
del pueblo Inca. Muchos de ellos fueron conducidos hasta los valles, donde alegres y
cuidadosamente cortaban las piedras y hasta preparaban los campos de cultivos en
tenazas.
Durante más de cien años trabajaron en los tres valles y también en el Monte de
la Luna, a fin de transformarlos en refugios simples, sin embargo, seguros.

EL ÉXODO HACIA EL BRASIL


Poco antes del terremoto y de la destrucción del gigantesco templo, peregrinó un
vidente por el Reino Inca. Visitaba, principalmente, ciudades y aldeas donde vivían los
Incas. Los Incas ejercían una inexplicable fuerza de atracción sobre él.
Ese vidente se originaba de un pueblo de los mayas y se denominaba Cuitláhuac.
Por todas partes donde pasaba, predicaba la ruina del pueblo Inca a través de salvajes
barbudos que asaltarían sus ciudades. Cuitláhuac que, en realidad, nunca conociera bien a
los Incas, confundía la serenidad de ellos con la rigidez y orgullo.
Cuando el movimiento sísmico destruyó por la segunda vez el templo del otrora
pueblo de los Halcones, él vivía aproximadamente a una hora de distancia del templo, entre
los descendientes de ese pueblo. Generalmente nadie daba oídos a sus profecías y
advertencias, dado que sonaban muy confusas. Entre el pueblo de los Halcones vivían Incas
que eran profesores, médicos, tejedores y también aquellos que se mezclaban a ellos a
través del matrimonio.
Cuando el templo nuevamente se derrumbó, irrumpió el pánico entre el pueblo de
los Halcones. Muchas personas, de repente, procuraban a Cuitláhuac y le pedían consejos.
Él, como vidente, veía lo que estaba por venir y podría aconsejarlos. El pánico tomó
dimensiones peligrosas cuando entre el pueblo nuevamente se propagó una terrible
enfermedad a la piel.
— ¡Tenemos que huir! Sólo huir... ¿Hacia dónde nos debemos dirigir?
Exactamente en esa época se encontraba en la región del pueblo de los Halcones un célebre
arquitecto de la Ciudad de Oro, de nombre Huáscar y dos constructores de caminos. Los
tres eran Incas y también estaban abatidos. Pero principalmente por motivo de la
destrucción de la gran fortificación Inca, situada al lado de la Ciudad de Oro, construida
antaño por los gigantes.
De pronto, uno de los constructores de caminos dijo:
— ¡Yo sé dónde podremos encontrar seguridad!
— ¿Dónde se encuentra ese lugar?, preguntó otro. Huáscar, que acreditaba en
las profecías conforme las cuales cierto día vendrían salvajes barbudos al reino de los Incas,
prestó atención.
— Díganos dónde se encuentra ese país; tal vez yo construya allá una nueva ciudad
de oro.
— Se trata del “País sin Fronteras”, al cual nosotros nos aproximamos. ¡Es un país
maravilloso, con grandes ríos y árboles gigantescos!
— Una ciudad de oro en medio de una naturaleza maravillosa..., dijo Huáscar
pensativamente. Quiero ver ese país.
Se realizó también el plano de Huáscar. Salió acompañado de doscientos y
cincuenta personas —mujeres, niños y hombres—, teniendo como guía uno de los
constructores de caminos, se dirigió al País sin Fronteras, al Brasil.
Cuitláhuac no quiso ir junto. Prefirió permanecer en las proximidades de los Incas,
profetizando su ruina.
— ¡A pesar de su poder sobre los demás y de sus muchos guerreros,
sucumbirán!, anunciaba él a todos los que quisiesen escucharlo.
Cuitláhuac, ciertamente, no tenía la menor idea de que mucho tiempo antes de la
desgracia caer sobre los Incas, fueron preparados refugios, donde los mismos podrían
terminar sus vidas en absoluta seguridad.

¡YO VI LA ESTRELLA DE ÉL!


La construcción del refugio en la Montaña de la Luna era, en comparación con los
otros tres valles, mucho más fácil. El Jugar se situaba más próximo de la Ciudad de Oro,
siendo por eso posible conseguir más rápidamente todo lo que era necesario para la
construcción. No obstante, los trabajos no proseguían con mucha rapidez. Las obras no
deberían llamar la atención, pues desde que los Incas se casaron con miembros de otros
pueblos, frecuentemente surgían los parientes a fin de ver el lugar donde los astrónomos
trabajaban.
Tenosique y también Maxixca eran trabajadores Incansables. Eran, sin embargo, en
primer lugar, astrónomos. Y se ocupaban durante días, sí, hasta durante semanas,
solamente del curso de los astros y sus diferentes constelaciones. Tenían la capacidad de
recibir conscientemente lo que ocurría en el cielo astral y que solamente en determinados
espacios de tiempo se tornaría visible en el cielo de la Tierra, realizándose. Ya que ambos
poseían ese don.
Tenosique se interesaba, en la realidad, sólo por el cometa que le fuera mostrado
por primera vez años atrás, y que después en determinados intervalos se le apareciera
delante de sus ojos. Para que él no lo olvidase. ¿Pero cómo podría olvidar ese poderoso
astro?
— ¡Los Incas que vivieron hace casi 1.400 años, vieron un cometa poco antes
de salir de sus valles montañosos!, les recordó a los dos Mirani, cuando conversaban sobre
eso. Más tarde uno de sus astrónomos recibió la noticia de que el cometa, en aquella época,
estaría ligado al nacimiento terrenal de un espíritu elevado.
— Mi cometa parece demasiado amenazador... y poderoso demás para referirse a
eso. Él debe tener otra significación. Visto que ya me fue mostrado varias veces, debe ser
también de importancia para la Tierra. Siempre que lo veo, siento intuitivamente un éxtasis
espiritual. Un éxtasis para mí totalmente inexplicable.
Maxixca siempre seguía en espíritu las órbitas de la Tierra y del Sol, a fin de
investigar el destino de esos astros.
— ¡La maravillosa aura de la Tierra de Olija está turbada, y también la del Sol
no es más la misma! ¡Él expele llamas! ¿Llamas? ¿Por qué? Nuestra Tierra está totalmente
envuelta por sus irradiaciones visibles e invisibles.
— ¡En ciertas épocas el Sol me parece un volcán, en cuyo interior existe un
ondular y burbujear que, un día, llegará a la erupción!, dijo Tenosique, mientras
contemplaba trazos, círculos y figuras de animales en las placas de cerámicas a su frente.
Los diseños representaban los caminos de los astros, que frecuentemente observaba en el
cielo estelar nocturno.
Fue Saibal que, al llegar cierto día, ayudó a Tenosique a descifrar el enigma del
poderoso cometa.
— ¡Yo sé solamente que, cuando ese poderoso cometa se torne visible en la
Tierra, se derrumbarán las montañas y los mares se levantarán!, dijo Tenosique cuando
estaban sentados juntos, al anochecer.
— Tu cometa me recuerda de una profecía que algunos sabios Incas recibieron hace
largos tiempos ya. Milenios pasaron. Sin embargo, la profecía no fue olvidada. Maxixca y
Tenosique querían interrumpir a Saibal, pero éste les dio a entender con un gesto de mano
que quería continuar hablando.
— Tengo la intuición de que estamos próximos del tiempo en que una nueva fase
comenzará para la humanidad. Una fase nueva precedida por una purificación. La Tierra
está envuelta por las tinieblas. Y esas tinieblas parten de los seres humanos. Si somos el
último pueblo que aún desconoce esas tinieblas, entonces esto es para mí una señal de
que la profecía se realizará en tiempo previsible.
Saibal miró a Maxixca después de terminar.
— ¡Según lo que yo sé, esto demorará solamente pocos siglos..., según las
constelaciones estelares que conozco, mucho se modificará en la superficie de la Tierra!,
dijo Maxixca pensativamente.
— ¡Tienes razón!, exclamó Tenosique todo entusiasmado. ¡El poderoso
cometa desencadenará las modificaciones previstas en la Tierra! ¡Pero también expulsará
las tinieblas! ¡Esto es, todos los malhechores desaparecerán de la faz de la Tierra!
Tenosique se levantó de un salto, caminando inquieto de un lado a otro en el recinto.
— ¡Y el poderoso cometa se encuentra en las proximidades del Sol!... Él traerá
muerte, destrucción y cooperará con las fuerzas de la Tierra... ¡Pero también de él
emanarán fuerzas creadoras, favoreciendo a la regeneración!
— ¿Cómo pasará nuestro pueblo?, pienso en la profecía y en la incumbencia de
Túpac..., en los lugares de refugio... ¡Nunca nos faltó ayuda y protección!, interrumpió
Mirani. ¿Cuántos de los nuestros serán dignos de ser salvados?... ¡Cuán poco sabemos, en
el fondo, de lo que ocurre en las almas y espíritus de nuestros prójimos!... Continúan
escondidos dentro de los cuerpos terrenales protectores...
Después de esas palabras, Mirani se retiró. También Saibal y Maxixca dejaron la
casa.
Tenosique se recostó en un ancho banco para dormir que se encontraba en la sala
y continuó pensando en el cometa. Éste se encontraba delante de su espíritu, con sus
millares de reflejos de luz, pareciendo cubrir el cielo entero. De repente, le surgió un
pensamiento. ¿De dónde vendría ese cometa de especie diferente? ¿Quién lo envió? En el
orden universal no existe entre los cuerpos celestes un arbitrio de ir y venir. Por lo tanto,
un Superior debería haberlo enviado, para que la profecía pudiese realizarse en el tiempo
determinado.
Tenosique finalmente se sintió cansado y se adormeció. Sin hacer ruido, Mirani
entró en el recinto, cubriéndolo. Las noches en el Valle de la Luna eran frías, hasta
congelantes.

LA GENERACIÓN SIGUIENTE COMPLETÓ EL TRABAJO


Durante los cien o más años que precedieron la invasión, la Montaña de la Luna y
los valles se transformaron en refugios seguros. El trabajo era penoso y lento, pero nadie
se quejaba. Por el contrario. Cada Inca contribuía alegremente con su trabajo, para que
sus descendientes pasasen sus vidas en seguridad. No preguntaban más de que especie
sería el peligro que los amenazaba, sin embargo, continuaban trabajando
Incansablemente para cumplir la misión que Túpac recibiera.
Yupanqui y todos los que pertenecían a su generación murieron antes de haber
acabado de construir las casas de los cuatro valles de refugio. Solamente la generación
siguiente completó la obra iniciada. Las casas permanecían sin techo, visto que cierto día
un espíritu de la naturaleza les apareciera a los arquitectos, aconsejándolos que esperasen
hasta recibir la orden para cubrirlas. Fueron, sin embargo, solamente los nietos que
recibieron tal orden y la ejecutaron.
CAPÍTULO XVIII

LAS PRIMERAS SOMBRAS SE HACEN SENTIR

LAS DETERMINACIONES DEL REY


Entre los Incas y los reinos de los aztecas y mayas, en la América Central, no había
ligazón alguna. A través de relatos de los fugitivos, los Incas supieron de la conquista de
Méjico y del asesinato de Moctezuma. Se asustaron con lo que allá aconteció,
preguntándose cuanto tiempo aún demoraría para que los conquistadores también
descubriesen su reino...
El último rey Inca fue Huayna Cápac. No era descendiente de Yupanqui, pero sí
nieto del sacerdote Huáscar ya ha mucho tiempo fallecido. La sucesión de un rey Inca no
era ligada siempre a hijos o nietos del rey fallecido. El futuro rey era elegido por el Consejo
de los Sabios. El elegido era aquel con mejores condiciones para desempeñar el cargo.
Tenía que estar a la altura: espiritual y terrenalmente.
Huayna Cápac era anciano. Ya veía delante de sí cada vez más próximo el último
límite del camino que lo separaba del otro mundo. Siempre gobernó de manera sabia y
prudente, y ahora tendría que efectuar el último acto a fin de proteger a su pueblo de los
enemigos desconocidos. Sus dos hijos, Huáscar (nombre en honor del sacerdote Inca
Huáscar) y Atahualpa, a pesar de ser jóvenes — aún no habían completado los treinta
años de edad — eran personas maduras espiritual y también terrenalmente. Huáscar ya
estaba casado y tenía un hijo pequeño.
Huayna Cápac llamó a sus hijos y; antes de explicarles el plan que elaboró, llamó la
atención de los mismos acerca de su edad, diciendo temer estar ausente cuando llegase el
momento de conducir y aconsejar correctamente al pueblo en la hora del infortunio.
— Me dejé aconsejar por un superior antes de dirigirme a vosotros. Ahora puedo
comunicarles sobre lo que ese superior me aconsejó:
“Deja uno de tus hijos en la Ciudad de Oro; y el otro deberá establecerse en el lugar
de la fuente caliente. Manda siempre vigías y mensajeros a montar vigilancia en los
lugares de buena visión. Los mensajeros, luego les avisarán cuando divisen las sombras
de los enemigos. Cuando esto suceda, habrá llegado la hora de conducir a las mujeres y
niños hacia los lugares de seguridad.
Los enemigos desembarcarán en el puerto de Tumbes. Y se cuidará para que sepan
sobre la presencia del ‘rey Inca’ en Cajamarca”.
— ¡Yo voy a Cajamarca!, interrumpió Atahualpa a su padre. Y luego que las
sombras de los enemigos se vuelvan visibles, enviaré los más rápidos mensajeros hacia
Huáscar. Y él los enviará hacia adelante, a la Ciudad de la Luna y a las otras localidades. Yo
detendré a los enemigos en Cajamarca, de tal forma que, en ese entre tiempo, todos los
que desearen podrán ser salvados.
El rey sonrió y señaló con la cabeza, concordando:
— Es ése, exactamente, el plan que un superior me dio.
— ¡Tengo la impresión de como si mi hermano fuese sacrificado! ¡Padre,
permíteme ir a Cajamarca!, solicitó Huáscar. Sin embargo, Atahualpa nada quiso saber al
respecto. Quedando así resuelta la partida de él.
— Sabremos cuando llegue la hora.
Los hermanos, muy unidos uno al otro y ya como miembros del Consejo de los
Sabios, tomaron la resolución de mandar a informar sobre todo esto y de inmediato, a
todas las familias y a las directoras de las escuelas de niñas, con el objetivo de prepararlas
para partir en cualquier momento.
“¡Pueden transcurrir años, pero también solamente meses, hasta que llegue tal
momento, sin embargo, dejad inmediatamente la ciudad a la primera señal que
recibiereis!”
Al saber que los dos hijos del rey enfrentarían a los enemigos, los hombres quisieron
permanecer con ellos. Solamente cuando el propio rey les advirtió para pensar en las
mujeres y en los niños, a fin de no colocar en riesgo la vida de ellos por actuar
arbitrariamente, de esta forma ellos cedieron. Permanecería apenas un cierto número,
para no dejar sin protección a los hijos del rey.
Los dos hermanos se consultaron mutuamente como deberían comportarse ante
los enemigos.
— ¡Son seres humanos como nosotros!, opinó Huáscar confiadamente. ¡Por eso
habrá entendimiento entre nosotros! Atahualpa le dio la razón.
¿Seres humanos? ¡Cómo podrían ambos adivinar que seres humanos sedientos por
oro, se podrían transformar en crueles demonios! Para ellos el oro apenas significaba
belleza y decoración.
El rey Huayna Cápac se sintió libre de un pesado fardo, después de haber hablado y
arreglado todo con sus hijos. Ahora podría dejar la Tierra en paz. Sin embargo, no todos
estaban de acuerdo con las medidas de él. Esto él supo cuando el profesor Tupa lo contactó,
solicitando una audiencia. El comenzó:
— Yo y aproximadamente cien jóvenes, muchachos y también muchachas,
solicitamos permiso para abandonar nuestra patria. No para ir hacia los refugios de las
montañas. Queremos viajar mar adentro en las balsas de nuestros amigos, los quitos, con
el objetivo de buscar una isla de la cual ya muchas veces escuchamos hablar. En esa isla
podremos construir una nueva vida, sin miedo de los conquistadores. Las canoas ya se
encuentran en el puerto de Tumbes y en ellas ya hicimos largos viajes.
Como el rey no respondió inmediatamente, Tupa dijo que esperarían el auxilio de
los espíritus de los vientos y del mar...
— Pues ya viajamos varias veces en esas balsas y nos sentimos seguros en el agua.
Un grupo de los nuestros frecuentaron escuelas en Tumbes.
Era difícil para el rey concordar con el deseo de Tupa.
— Para nosotros la salvación solamente está entre las altas montañas. Conoces el
mensaje recibido por nuestros antepasados..., pero no puedo ni quiero impedir vuestro
plan, tal vez encontraréis la tan esperada isla. Pero no confiéis demasiado en el auxilio de
los espíritus de la naturaleza...
Tupa estaba contento. Agradeció en nombre de todos, dejando enseguida el
palacio. Estaba contento, es verdad. Pero la alegre disposición que sintiera al inicio de la
conversación desapareció como por un soplo de viento. Había tiempo aún para desistir del
plan... Sin embargo, a él le gustaba el mar; por eso había frecuentado una escuela en la
ciudad portuaria. No podía arrepentirse más. Y así sucedió que Tupa, con un grupo de Incas
y sus amigos quitos embarcaron en balsas excesivamente cargadas de provisiones,
remando mar adentro y utilizando las velas cuando había viento.
Agréguese aún aquí, que los jóvenes navegantes nunca llegaron a la meta deseada.
Un tifón les alcanzó en alta mar, colocando fin al viaje. Nadie consiguió salvarse. Tupa, que
pudo mantenerse a flote por más tiempo que los otros, se atormentó con remordimientos.
Pero también para eso, ahora ya era demasiado tarde.
Pocos días después de la visita de Tupa llegó otro joven Inca, también con un pedido
al rey.
— Yo y varios de los nuestros queremos luchar. Por eso pedimos armas. Nosotros
mismos podemos confeccionarlas. Combatiendo, podremos expulsar al enemigo
desconocido. ¡Queremos demostrarles que somos Incas!
— Si nosotros necesitásemos probar con armas en las manos que somos Incas,
entonces sería muy triste. A vosotros no puedo prohibirles luchar, si así lo quisiereis. Pero
primero ponderad: Quién se mancha con sangre, generalmente muere sangrando.

LOS PRONÓSTICOS DE LA CATÁSTROFE VENIDERA


Algunos meses más tarde llegaron mensajeros, relatando al rey Huayna Cápac que
un navío con catorce hombres barbudos atracó en el puerto de Tumbes. El capitán del navío
había declarado que una enfermedad maligna exterminó el resto de la tripulación. Esa
información era correcta, pues hubo una epidemia de viruela que contaminó a veinte
hombres de la tripulación, matándolos. Los muertos y también algunos enfermos que
agonizaban fueron lanzados al mar, para que el resto de la tripulación no fuese
contaminada también.
El capitán del navío era Francisco Pizarro. El salió de Panamá en un viaje de
reconocimiento, después de haber conocido dos mejicanos que le contaron a él y a su socio
y amigo, Diego de Almagro, al respecto de un país donde un pueblo vivía en ciudades de
oro. Los mejicanos, que ya hablaban bien el español, relataron todo de un modo tan
convincente que Pizarro partió solo en un primer viaje de reconocimiento. Además de eso
los dos ya habían oído, a través de otros mejicanos, al respecto de una ciudad “El Dorado
con dioses blancos”. Hasta el momento habían considerado ese El Dorado como una
fantasía de los nativos.
Pero la situación ahora era diferente. Los dos mejicanos se ofrecieron para
acompañarlos a una ciudad portuaria que ellos conocían.
— ¡Allá existen caminos hacia las ciudades de oro en las regiones altas! Y uno de
ellos añadió que deberían seguir siempre por la costa...
Desde la conquista de Méjico por Cortés, los dos aventureros no tenían más sosiego.
Lo que Cortés realizó, ellos también tendrían que conseguir. Había mucha tierra
inexplorada... Y uno de esos países les pertenecería... Pizarro, por eso, partió, y Almagro
permaneció en Panamá, a fin de enviar espías a todos los lados. Además de eso, el navío
de él necesitaba muchas reparaciones para tornarse otra vez navegable.
Pizarro no contaba con la epidemia de viruela, más la olvidó rápidamente al entrar
al puerto de Tumbes. Esperaba encontrar un bando de salvajes desnudos. Pero sucedió lo
contrario. Lo que vio, lo llenó de una especie de éxtasis... Personas bien vestidas, casas
bonitas, campos verdes, cuidadosamente cultivados..., y oro, había mucho oro.
Los marineros fueron recibidos hospitalariamente y abastecidos de todo lo que
necesitaban. Vieron los vasos de oro, las bandejas de oro, las abundantes joyas que las
mujeres usaban, los pilares de oro en los templos, animales de oro — generalmente pájaros
—, reluciendo entre los verdes jardines.
Pizarro tubo muchas dificultades para disuadir a la tripulación de saquear. Era
también muy astuto para mostrarse como un huésped mal agradecido.
En aquel tiempo vivían en Tumbes miembros de dos pueblos muy desarrollados. Los
Quitos y los Carás. Ambos pueblos eran aliados de los Incas. Muchos de ellos frecuentaron
escuelas Incas y hablaban bien el quechua.
Pizarro no aguantó mucho tiempo en Tumbes. Algo lo empujaba hacia afuera, a
España. Necesitaría de una gran flota, si quisiese volver para ejecutar su plan. Dejó dos de
los suyos en Tumbes, los cuales fingieron estar enfermos. Uno se llamaba Felipe y el otro
Alejo García. Eran espías. Al mismo tiempo les ordenó que aprendiesen, en ese intervalo,
la lengua de la población y explorasen los caminos que conducían a las ciudades de oro.
Antes que transcurriese un mes, él nuevamente se encontraba en alta mar. Sin
embargo, ricamente obsequiado con objetos de oro y de plata, los cuales tanto admiraba.
Necesitaba de esos objetos, a fin de convencer al rey español de su descubrimiento.
De vuelta a España, le entregó al rey Carlos V los objetos de oro de la ciudad portuaria de
Tumbes.
El rey español quedó tan entusiasmado al ver esos objetos, que enseguida le dio
autorización a Pizarro, con la orden de explorar el país recién descubierto, conquistarlo y
incorporarlo a España como colonia cristiana.
La autorización fue emitida, mencionándose en ella una flota de más de cien navíos
y una tripulación preparada para la lucha. El rey Carlos V, sin embargo, tenía muchos
enemigos. Estos se opusieron a los planes del rey y del aventurero Pizarro. Con los pros y
contras surgieron disputas, hasta contiendas, y las intrigas eran parte del día a día de esas
personas. De la manera que fue quebrada la resistencia de esos adversarios, es irrelevante
para nuestra historia.
En este libro los españoles apenas son mencionados donde eso es inevitable; puesto
que se trata de un contacto directo con los Incas.
Debido a las disputas internas en España, se atrasó la composición de la flota,
sucediendo lo mismo con todos los preparativos necesarios para una empresa de aquella
envergadura.
Por eso transcurrieron varios años hasta que Pizarro pudiese lanzarse al mar con
una flota que llevaba doscientos guerreros y algunos cañones.
Eran jefes de la flota Francisco Pizarro, su hermano Hernando Pizarro, Pedro
Sarmiento de Gambia, Diego de Almagro y Hernando de Soto. Acompañaban a la flota
cuatro padres, con el objetivo de catequizar para la verdadera creencia, lo más de prisa
posible, a los “pueblos subyugados”. Sin embargo, apenas uno de los padres se encontró
directamente con los Incas. Fue Vicente de Valverde. Ese padre, en la realidad, representó
apenas una triste figura con todas sus tentativas de conversión.

LA AFLICCIÓN SE APROXIMA AL REINO INCA


Aún antes que la flota fuese divisada en Tumbes, el rey Huayna Cápac recibió, a
través de los mensajeros, relatos en quipu, por los cuales supo que un cierto número de
navíos habían saqueado y destruido algunas ciudades costeras menores en su camino hacia
Tumbes.
Las personas de esas ciudades que consiguieron huir, se lamentaban de la perdida
de muchas jóvenes y mujeres, las cuales fueron asaltadas y violadas por los guerreros. La
mayoría de ellas murieron.
El rey luego convocó el consejo de los sabios, a fin de entregarles el relato en quipu.
Antes, sin embargo, conversó con su hijo Atahualpa, el cual enseguida partió hacia
Cajamarca, acompañado de aproximadamente cuarenta Incas.
— Llegó el momento en que debemos llevar nuestras mujeres y niños hacia un lugar
seguro. Inmediatamente a tu llegada deberás tomar las providencias para que todas las
mujeres y niños dejen el lugar. Al juzgar por el relato de quipu, no estamos tratando con
seres humanos.
En la mañana siguiente se inició el éxodo de los Incas de sus ciudades de oro. Fue
necesario toda la influencia de los sabios, para que un número mayor de hombres
acompañasen a las mujeres y niños en su caminata hacia los lugares de refugio. Todos
querían quedarse junto del rey y sus hijos. Sin embargo, finalmente, obedecieron.
Aún durante el éxodo de su pueblo, falleció el rey Huayna Cápac. Su hijo Huáscar
y los sabios excavaron, conforme era su deseo, una fosa en uno de los campos de cultivo
y lo enterraron envuelto en una manta blanca de lana.
Durante días seguidos Huáscar supervisó el éxodo de los Incas. Diariamente, al
anochecer, cuando volvía al palacio, él meditaba sobre la advertencia proferida por su
fallecido padre y rey, algunas semanas antes de su muerte. Su hermano, él y una parte de
los sabios estaban presentes. La advertencia decía:
“No entréis en lucha con los enemigos. ¡En las ciudades costeras, ellos no actuaron
como seres humanos, pero sí, como demonios! ¡Dadles lo que deseen! Ellos poseen armas
desconocidas. ¡Aunque si quisiésemos, contra esas armas no podríamos vencer!
¡Podríamos expulsarlos! Pero volverían con más navíos y un mayor número de guerreros.
Pues son espíritus malos, entregados a las tinieblas”.
¡Mi padre, ciertamente, tenía razón!, pensó Huáscar. No obstante, yo siento
siempre la voluntad de enfrentarlos y expulsarlos... Después recordó las mujeres violadas
en las localidades costeras y, entonces, dejó de pensar en eso.
Algunos días después del entierro del rey, vinieron algunos cholos solicitando hablar
con Huáscar o uno de los sabios.
Los Cholos eran considerados un pueblo mestizo, pues habían contraído
matrimonios con los sobrevivientes del pueblo de los Halcones y también con los aimaras
y otras tribus menores. No obstante, fueron siempre, muy dedicados a los Incas y
frecuentaban sus escuelas a fin de aprender el quechua y, si era posible, tornarse tan sabios
y bellos como los Incas.
Al recibir a los cholos, Huáscar y los sabios no podían imaginar lo que querían de
ellos.
— Permitid que habitemos en las casas desocupadas de la Ciudad de Oro. ¡Tenemos
muchas armas y mataremos a los enemigos por vosotros! Fue tan inesperado el pedido de
los cholos, que en el momento nadie sabía que responder.
— ¡Mi padre, el rey, nos dejó una advertencia!, comenzó Huáscar vacilante. Esa
advertencia es válida también para vosotros. Escuchad primero para después decidir cómo
deberéis actuar.
Cuando Huáscar terminó, los cholos admitieron la seriedad de las palabras.
— ¡Sabemos también que el rey Huayna Cápac tenía razón!, dijo uno de los
emisarios. A vosotros tenemos mucho que agradecer...
Los sabios se esforzaron bastante para disuadir a los cholos de su propósito. Sin
embargo, fue en vano. Querían luchar y morir, si de otra manera no fuese posible.
— Si así lo deseáis, entonces luchad. Pero esconded vuestras mujeres. Escuchamos
cosas horribles. ¡Los enemigos se lanzan sobre ellas como demonios!, dijo Huáscar
finalmente, cuando los cholos a toda costa impusieron su intención.
CAPÍTULO XIX

LA TRAGEDIA DE CAJAMARCA

ATAHUALPA RECIBE A LOS ESPAÑOLES


Cuando Pizarro llegó a Tumbes con su flota, no dejó a la población por mucho
tiempo en la incertidumbre al respecto de sus intenciones. La primera cosa que los
invasores hicieron, fue destruir parcialmente, con sus cañones, la ciudad portuaria.
Tan luego los navíos lanzaron las anclas, los dos espías, Felipe y Alejo García,
hicieron sus relatos a Pizarro. Presente en tal conversación estaban también,
evidentemente, Hernando de Soto, Diego de Almagro, Pedro Sarmiento de Gambia y
Hernando, el hermano de Pizarro.
— ¡Atahualpa se tornó rey del Imperio Inca después de la muerte de su padre! Felipe
comenzó a relatar. En el momento, el nuevo rey se encuentra en Cajamarca junto con su
corte. Es una localidad con una vertiente de agua caliente, la cual todos los Incas visitan de
tiempo en tiempo. Allá podréis capturar más rápidamente a Atahualpa, pues de acuerdo
con lo que un vigilante me informó, el número de sus acompañantes es bastante reducido.
Felipe y Alejo, que en esa época ya dominaban bien el quechua, de inmediato se ofrecieron
para guiar a los guerreros hasta la vertiente de agua caliente. Sin embargo, antes de partir,
asaltaron Tumbes. Se llevaron todos los objetos de plata y de oro y todas las joyas que
consiguieron encontrar, guardando los objetos robados en uno de los navíos.
Era un día de tempestad cuando los invasores se pusieron a camino de Cajamarca.
Entre ellos se encontraban Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Hernando de Soto y el
padre Valverde. El padre llamaba a los cien guerreros fuertemente armados de “guerreros
de la cruz”, pues ellos emprendían una difícil expedición para llevar la verdadera creencia
a los adoradores del Sol. En el grupo se encontraban algunos nobles españoles, los de
mayor confianza de la casa real española.
En Tumbes permanecieron Hernando Pizarro, Pedro Sarmiento de Gambia, parte
de los guerreros con sus cañones y también algunos caballos que los españoles trajeron
junto con la expedición.
Los invasores continuaron por el bien conservado camino, observando con
desconfianza hacia todos los lados. Les parecía algo siniestro el hecho de no encontrar
resistencia por parte alguna. Incluso los bien abastecidos almacenes existentes a ciertas
distancias junto al camino, les inspiraban miedo.
— ¡Hasta parece que ellos nos desean atraer hacia una trampa!, dijo uno de los
guerreros temerosamente.
Felipe y Alejo, que caminaban al frente del destacamento, decían para
tranquilizarlos:
— Buenos caminos y almacenes repletos existen en todo el Imperio Inca.
El camino se tornó más difícil. Tenían que atravesar la región desierta de Sechura y
subir por la cordillera de Huancabamba.
Algunos de los guerreros no soportaron la altitud y tuvieron que regresar. De sus
narices salía sangre y terribles dolores de cabeza les atormentaban.
— ¡Ellos tienen la enfermedad de las alturas!, dijo Alejo. Solamente la
posibilidad de tanto oro impidió a los guerreros restantes abandonar la expedición.
Finalmente superaron la parte más difícil del camino, divisando un verde valle, con
campos bien tratados y cultivados; y al centro de ese mundo verde se veía un pequeño
poblado. De la vertiente de agua caliente, distante algunos kilómetros del poblado, subían
nubes de vapor.
El pequeño poblado parecía deshabitado cuando llegaron... Nadie salió al encuentro
de ellos... Nadie opuso resistencia... Ese vacío les parecía muy raro. Varios de ellos
perdieron el coraje, acusando a Felipe y Alejo por haberles conducido hacia un lugar errado.
Esto se modificó cuando entraron en el poblado y vieron las molduras de oro en las
pequeñas ventanas y puertas de los palacetes. La codicia por el oro hizo que se olvidasen
de todo. Pizarro y los nobles españoles tuvieron bastante dificultad para impedir a la tropa
de arrancar luego el oro de las puertas y ventanas. Tendrían, primeramente, que aprisionar
al rey; después todo el oro del Imperio Inca estaría a su disposición.
Las casas y los palacios habitados por los Incas estaban todas vacías. Sin embargo,
esto no sucedía en relación a las casas de los carás. Éstos, a pesar de todas las advertencias,
no quisieron abandonar sus hogares y permanecieron. Mientras Pizarro y algunos nobles
españoles permanecían parados, indecisos, en frente de uno de los palacetes, avistaron
dos jóvenes vestidos de blanco que se aproximaban a su encuentro. Usaban en el cuello
discos solares colgados con cadenas de oro y también la piel de sus bellos rostros relucía
como oro.
Valverde levantó el gran crucifijo que cargaba en el cuello, preso a una cuerda roja,
murmurando conjuros contra los discos solares... El oro podría ser utilizado de mejor forma
en honra de Jesús...
Dos días antes Atahualpa había recibido la noticia de la llegada de los invasores. El
habitaba en el pequeño palacio junto a la vertiente y optó por recibir allí a los invasores.
— Nuestro amo se encuentra en el palacio junto a la vertiente y os convida para ir
hasta allá. En la medida de lo posible, él atenderá vuestros deseos.
Pizarro y los suyos se distanciaron algunos pasos de los Incas para confabular.
Durante esos pocos minutos Alejo García se aproximó a los Incas murmurando
rápidamente hacia ellos:
— Quieren solamente vuestro oro. ¡Dadlo y entonces salvaréis vuestras vidas!
García se casó con una joven Cará y no tenía la intención de volver con la tropa de Pizarro.
Era feliz en el nuevo país y no deseaba oro.
— Aceptamos la invitación. ¡Llévanos ante tu rey!, dijo Pizarro en tono de mando a
los dos Incas.
La primera cosa que Pizarro y los suyos vieron, al aproximarse del palacio, fueron
dos literas con paredes y varas de oro y de plata. Cordones rojos con campanillas de plata
formaban las cortinas. Un poco más adelante de las literas había un ancho pedestal de
piedra con una gran concha de plata, en la cual se veía recostada una sirena. Esa obra de
arte era de oro y ricamente adornada con piedras preciosas. Los españoles permanecieron
parados, sin hablar nada. Parecía que no podían desviar las miradas del oro que veían
delante de sí.
— ¡Esto, todavía, no es nada!, murmuró Felipe. Deberéis ver antes la Ciudad de
Oro...
Atahualpa recibió a los españoles en un salón muy bien decorado, en medio de un
grupo de Incas vestidos de blanco. Todos usaban el disco solar sobre el pecho. El rey vestía
una ropa larga bordada con hilos de oro y su cabeza estaba adornada con un ancho aro de
oro del cual colgaban perlas de oro.
Los españoles miraron confusos al joven rey que les recibía serenamente,
sonriendo, como si ellos fuesen huéspedes bienvenidos.
Era visible que Atahualpa no quería ser el primero en dirigirles la palabra, por eso
Pizarro se decidió a hablar:
— ¡Estamos llegando por orden del más poderoso regente del mundo!, dijo él,
tartamudeando. Él os propone unir vuestro reino al de él, a fin de que podáis participar de
todas las bendiciones que la iglesia está apta a ofrecer. Pizarro silenció. De pronto se sintió
débil y con la impresión de que las pocas palabras que pronunciara le habían tirado toda la
fuerza.
Felipe tradujo las palabras, agregando aún algunas amenazas indirectas. Él odiaba a
los Incas. El porqué, no lo sabría decir.
Atahualpa señaló con la cabeza concordando. No sabía lo que debería responder.
Por eso mandó convidar a los emisarios a un banquete en el palacio de gobierno del
poblado. Así ganaría algún tiempo.
Atahualpa inclinó levemente la cabeza, dejando enseguida el salón. La audiencia
estaba terminada. A los españoles, a los cuales la serenidad del joven rey les parecía
antinatural, no les restaba otra cosa a no ser alejarse también. Los dos Incas nuevamente
los acompañaron de vuelta, ofreciéndoles un palacete vacío donde podían permanecer el
tiempo que les conviniese.
— ¡No confíen en ellos! ¡Es un pueblo astuto, que domina todos los artificios
del diablo!, dijo Felipe, que servía de intérprete.
— ¡Apenas quieren nuestro oro!, dijeron los dos Incas, cuando volvieron. Uno
de ellos, que habla nuestra lengua, cuchicheó esto para nosotros.
— ¡Nuestro oro!, dijo Atahualpa pensativamente. Ya oí eso antes, que existen
seres humanos que se transforman en demonios debido a la codicia por el oro.

LA PRISIÓN DE ATAHUALPA
Atahualpa compareció al día siguiente a la hora determinada —alrededor de las
cuatro horas de la tarde—, al banquete en el palacio de gobierno de Cajamarca. Sólo cuatro
jóvenes Incas lo acompañaban.
Cuando llegó al poblado y al ver a los guerreros barbudos y de pésimo aspecto, casi
desvaneció de horror. Habría permanecido mucho más horrorizado, sin embargo, si supiese
lo que ese degenerado bando había hecho con las mujeres de los Carás que habían
permanecido en el poblado. Los malhechores no sólo las violaron y deshonraron, sino que
también las asesinaron, a fin de que ellas no pudiesen contar nada. Esas infelices fueron
encontradas solamente más tarde, atrás de unos arbustos, localizados a unos kilómetros
de distancia del poblado.
El banquete transcurrió en silencio, así como los Incas estaban acostumbrados.
Solamente cuando se levantaron de la mesa, y se acomodaron en el salón de recepciones,
comenzaron a hablar.
— ¡Debe ser realmente un gran rey al cual servís!, inició Atahualpa. Estamos
muy distantes de su reino, para unir nuestro reino al de él. En retribución por haberse
recordado de nosotros, le enviaremos obras de arte en oro, tan bellas como él nunca vio.
— ¡Nuestra llegada tiene aún otro motivo!, dijo uno de los nobles españoles
cuyo nombre era Francisco Toledo. Antes, sin embargo, que pudiese decir algo, el padre
Valverde exclamó:
— Nosotros les traemos la verdadera creencia. Es mucho más de lo que podéis
comprender; ¡para el paganismo no hay más lugar en la Tierra!
Pizarro, Almagro y de Soto quedaron airados. Sobre la conversión, se podría hablar
posteriormente, cuando fuese necesario. Primero el país debería ser conquistado. Felipe
tradujo todo.
Los Incas le escucharon con atención, pero naturalmente no comprendieron todo.
La expresión “pagano”, por ejemplo, no tenía sentido para ellos. Mientras tanto, lo que
realmente les llamaba la atención y los dejaba inquietos, era el crucifijo que el hombre de
los ojos malos llevaba sobre su pecho. ¿Qué tipo de personas serían esas, capaces de
cometer un asesinato tan cruel? Y por qué uno de los invasores llevaba la imagen de ese
asesinado sobre el pecho..., y aun visiblemente orgulloso...
Al percibir el visible interés de los Incas por el crucifijo, el padre pensó, en su total
ignorancia, que no sería difícil convertir a los adoradores del Sol para Jesús.
— Necesitamos oro. Mucho oro. ¿Pero dónde se encuentra ese oro? ¿En la ciudad
denominada “Dorada”? preguntó Pizarro, un poco sarcástico.
— ¡Oro puedo ofrecer para vosotros cuanto querréis!, dijo Atahualpa
rápidamente. ¡Cargamentos de oro! En corto tiempo tendréis más oro de lo que podréis
cargar. Aún hoy enviaré mensajeros para mandar a traerles un cargamento de oro.
En el primer momento, los huéspedes indeseables no sabían lo que deberían
responder.
— ¿Por qué queréis mandar a traer el oro?, preguntó Pizarro, después de-una
pausa más prolongada. ¡Nosotros mismos podemos buscarlo en vuestras ciudades de oro,
las cuales conquistaremos para nuestro gran rey!
Atahualpa no parecía ni un poco preocupado con la perspectiva de perder sus
ciudades.
— Podéis hacerlo. Los caminos que conducen hacia nuestras ciudades se
encuentran en buen estado.
Los españoles quedaron perplejos al escuchar la respuesta traducida por Alejo.
¡Algo no estaba bien! ¿Qué rey era ese que indirectamente les ofrecía sus ciudades para
que las saqueasen?... Sería, por cierto, una trampa...
— Los Incas son seres humanos excepcionales; podéis creer en ellos. Durante el
tiempo que vivo aquí, pude conocerlos bien. ¡Todos los pueblos que hicieron alianza con
ellos, les aprecian y les adoran hasta hoy!, dijo Alejo, al percibir lo que pensaba Pizarro.
Al oír las palabras de Alejo, Felipe dio una risotada sarcástica.
— ¡Cuidado con ese pueblo!, dijo él a Pizarro, advirtiendo. Probablemente
concentraron un gran ejército en algún lugar del camino, y quieren atraernos a una celada.
Yo ya les dije que ese pueblo tiene un pacto con el diablo.
— ¡Dudáis de mis palabras y de mis intenciones!, dijo Atahualpa con voz de
desprecio. Naturalmente, él sabía exactamente lo que pasaba con esas personas hostiles,
codiciosas por el oro. Como prueba de que podéis hacer todo lo que deseáis, les doy la
autorización para apropiarse de todo el oro que encuentren en esta ciudad. ¡Y se trata de
una gran cantidad!
Algunos de los nobles españoles, entre ellos Hernando de Soto, se sintieron de
cierta forma avergonzados. En la presencia de esos pocos Incas, ellos parecían mendigos.
Pizarro y algunos de los otros reaccionaron de manera diferente. Sentían odio. Odio de los
seres humanos sentados allí tan altivos, permitiendo a los conquistadores que saqueasen
la ciudad. Les habrían matado con placer en ese mismo instante.
— ¡Consideraos prisioneros!, gritó Pizarro con el puño levantado de modo
amenazador. ¡Mientras el oro que ordenaréis traer no llegue aquí, a nadie le es permitido
dejar el palacio de la fuente!
Felipe tradujo las palabras de Pizarro, preguntando al mismo tiempo,
sarcásticamente, si el gran rey no quería llamar a sus diablos en auxilio...
El “banquete” terminó. Atahualpa y los suyos fueron escoltados hasta el palacio de
la vertiente por guerreros pesadamente armados. Poco más tarde llegó un otro grupo que,
bajo la supervisión de Pizarro y Almagro, saquearon el palacio. Después de terminar,
desmontaron las literas, arrancando de las puertas de madera todo el oro y la plata, bien
como las piedras preciosas. Enseguida ya se encontraban delante de la concha con la sirena.
La concha estaba firmemente fija en el pedestal de piedra, de modo que no era fácil
desmontarla. La martillaron tan furiosamente, que la sirena y la concha se transformaron
en piezas retorcidas, cuando consiguieron arrancarlas.
Pizarro y Almagro tuvieron grandes disgustos con los guerreros. Pues cada uno
quería quedarse con todo lo que había saqueado.
— El oro es propiedad del rey de España. ¡Quién se apropie de él será fusilado!,
dijo Pizarro amenazando. La amenaza de Pizarro tuvo poco efecto. El padre Valverde, sin
embargo, vino en su auxilio. Primeramente, les declaró que el oro y la plata apropiados
no eran sólo de propiedad de España, sino por lo menos la mitad pertenecía a la iglesia.
Finalmente los amenazó a todos con la excomunión. Fue lo que dio resultado, pues todos
eran supersticiosos. Y lo peor que podría sucederles era la excomunión.
Treinta días después llegó el oro que Atahualpa había pedido a Huáscar. Treinta días
que a los Incas les parecieron más largos que un año. Más de prisa era imposible, pues
Cajamarca se distanciaba a más de novecientos kilómetros de la Ciudad de Oro. Cierta
mañana, cuarenta llamas pesadamente cargadas llegaron a Cajamarca, guiadas por sus
pastores. El cargamento consistía en obras de arte en oro y plata y en barras de oro puro.
Delante de la mirada de admiración de los españoles, fue descargada una riqueza en oro,
que hizo que todos permaneciesen en silencio. Al mismo tiempo, no obstante, aumentó
aún más la ambición de ellos.
Los jefes españoles habrían preferido retornar a los navíos con la riqueza en oro y
partir. ¡Quién sabe cuáles eran las trampas que les aguardaban!... Pues no había en parte
alguna de la Tierra seres humanos que se separasen de su oro sin luchar.
Y habrían puesto en práctica esa intención, si el padre Valverde no se hubiese
colocado decididamente contra eso.
— ¡Vinimos para traer la verdadera creencia a los paganos! Y conducirlos a la iglesia,
la única que puede tornarlos bien aventurados. ¡Los países tendrán que ser incorporados a
la corona de España! Ya tenemos el oro. Estamos seguros de él. Dejar el país ahora sería
una traición a la iglesia. Incluso hoy comenzaré a cuidar de convertir a los Incas que aquí se
encuentran. Una vez convertido el rey, será fácil convertir al pueblo. ¡Además de eso,
existen aquí también otros pueblos que necesitan igualmente apoyo espiritual y de
esclarecimientos!
Hernando de Soto y Diego de Almagro le dieron razón al padre. Y así los otros se
sometieron. Todos sabían que la iglesia, en España, era mucho más poderosa que cualquier
rey.

LA MUERTE DE ATAHUALPA
Al día siguiente, convencido de la victoria, Valverde visitó a Atahualpa en su
pequeño palacio junto a la vertiente. Felipe y Alejo fueron juntos como intérpretes.
El sentido del largo sermón dirigido por el padre a los Incas puede ser retransmitido
con pocas palabras. Es comprensible que los Incas no comprendiesen lo que el padre de
ellos deseaba.
El padre retiró el crucifijo de su cuello, pasándoselo a Atahualpa, para que él pudiese
verlo bien. Después el crucifijo pasó de mano en mano. Cada Inca sentía compasión del
“hombre” tan cruelmente asesinado.
— Éste es el hijo de Dios. Él murió por nosotros; ¡para salvarnos a los seres
humanos!, dijo el padre con énfasis. El hijo de Dios se llama Jesús... ¡Quien lo adora y lo
sigue, para ése, el Reino del Cielo está abierto!...
Alejo tradujo la oración del padre, lo más exacto posible. Naturalmente, la reacción
fue de nuevo totalmente diferente de la que el padre esperaba. Los Incas observaban al
padre, en silencio, incrédulos. Después solicitaron a Alejo que repitiese una vez más el
sermón, pues tenían la impresión de no haber comprendido bien alguna cosa.
Al escuchar por la segunda vez el sermón conteniendo las mismas palabras, miraron
agitados e indignados al padre. Ese hombre era un mentiroso o un siervo de ídolos...
— ¡El pobre hombre en la cruz no murió, pero sí, fue muerto cruelmente! ¿O
pretendes decir que él se clavó solo en esa armazón?
El padre levantó la mano para interrumpir a Atahualpa. Pero éste estaba tan
indignado y al mismo tiempo triste, que no permitió ser interrumpido.
— ¿Llamas a este muerto en la cruz, hijo de Dios? ¿Cómo es tu Dios que dejó a
su hijo ser asesinado por personas perversas?
¡Este Dios parece ser un Dios sin vida! ¡Pero nuestro Dios vive en todo su esplendor
y poder! ¡Nunca, estás escuchando..., nunca..., nosotros Incas, nunca adoraremos a ese
Dios que dejó asesinar a su hijo!...
Atahualpa temblaba de agitación y no conseguía pronunciar ninguna palabra más.
— ¡Puedes marcharte con tu hijo de Dios asesinado!, ordenó otro Inca,
indicándole al mismo tiempo la puerta.
El padre Valverde, Felipe y Alejo quedaron con miedo. Abandonaron rápidamente
el recinto y el palacio. Al ver como el padre estaba rabioso, Alejo intentó tranquilizarlo.
— Ellos, todavía, no están maduros para aceptar una creencia sin cualquier
preparación, sobre la cual nunca escucharon nada. Conozco otros pueblos donde eso será
más fácil. Ellos son más accesibles que los Incas, a todo cuanto es nuevo.
— ¡Tus esfuerzos son en vano, venerable padre!, dijo Felipe con una sonrisa
burlesca. ¡Esos Incas nunca se transformarán en cristianos! ¡Aún más, se burlarán de ti y
hasta de Jesús en la cruz!
El padre Valverde buscó enseguida a Pizarro, Almagro y a los otros, los cuales ya
estaban a la espera de él, para saber lo que consiguiera. La rabia se apaciguó un poco. Sin
embargo, todos se dieron cuenta que él sufriera un rechazo.
— ¡Mientras ese rey permanezca vivo, la santa iglesia nunca conquistará una
victoria!, empezó el padre, tan calmo como le era posible. Él hizo una blasfemia contra
Dios y su hijo, acusándonos, todavía, de haber asesinado a ese “pobre hombre en la cruz”.
La iglesia no tolera ninguna blasfemia. Ningún oro justifica la blasfemia pronunciada por
ese rey. ¡En nombre de Jesús y de la iglesia exijo la muerte de él..., su muerte en la
hoguera!
De Soto fue el primero en manifestarse.
— Atahualpa, en fin, es un rey. Llevémoslo con nosotros a España, para que sea
juzgado por un rey. Algunos nobles españoles concordaron con él. Prisionero en un navío,
no podría perjudicar a nadie más. Almagro, Pizarro y otros, sin embargo, opinaron que una
blasfemia, aún más cuando proferida por un pagano, era un pecado tan grave, que
solamente podía ser redimido con la muerte.
— ¿No sería más adecuado contentamos con el oro y volver en otra fecha?,
preguntó uno de los nobles españoles que sentía simpatía y compasión por los Incas.
Infelizmente, él, con su propuesta, constituía la minoría, la cual, por eso, no fue acatada.
Todavía, lentamente intercambiaron ideas sobre cómo matar a Atahualpa. A nadie le
gustaba la muerte en la hoguera.
— Existen maneras más rápidas de morir; ¡un golpe de espada, por ejemplo!, opinó
uno de ellos que ya asistiera en España a diversas muertes en la hoguera.
Pero el padre Valverde era de opinión de que sólo la muerte en la hoguera debería
pensarse. El único que estaba de acuerdo con él era Felipe. Si el padre y la iglesia opinaban
que solamente una muerte en la hoguera entraría como opción, entonces tendría que ser
erguida una hoguera, para que así la sentencia pudiese ser ejecutada.
En ese intervalo, Atahualpa y los pocos Incas de su comitiva estaban juntos,
sentados. La inactividad a la que estaban condenados era difícil de soportar. Sin embargo,
nada podían hacer a no ser aguardar lo que sus enemigos resolviesen. Aguardaban con
tranquilidad, pues tenían la certeza de que todas las mujeres, niños y un gran número de
hombres habían abandonado las ciudades, encontrándose ya camino de los refugios.
Durante la noche, sin ser notado, un mensajero entró al palacio a escondidas, trayéndoles
la gratificadora noticia.
Cuando la hoguera estaba erguida en el centro de un jardín de la ciudad, los
guerreros fueron a buscar a Atahualpa y a los suyos al palacio. Ninguno de los Incas
imaginaba el significado de aquella leña amontonada al centro del jardín. Sin embargo,
rápidamente quedaron conscientes.
— ¡La hoguera es para ti Atahualpa!, dijo Pizarro, disgustado por la orden que
le había sido dada. Serás quemado en ella. ¡Pues blasfemaste contra Dios!
— ¿Por qué deseáis mi muerte?... ¿Ya no os di más oro del que vuestros navíos
pueden cargar?
No recibió ninguna respuesta. Cuando sus brazos fueron amarrados con una cuerda,
el padre se aproximó a él, diciendo:
— ¡Solamente yo puedo salvarte! ¡No, éste de aquí puede salvarte! Con esas
palabras él indicó el crucifijo sobre su pecho.
Atahualpa mantenía la mirada fija en el crucifijo y una profunda tristeza le invadió.
Una tristeza tan profunda que sus ojos se llenaron de lágrimas. En ese instante él vio, en
espíritu, un cometa que pasaba alto en el cielo, mientras que un grupo de personas
reunidas en una altiplanicie, entre las altas montañas, le seguían con la mirada.
“¡El cometa anunció el nacimiento en la Tierra de un espíritu extraordinariamente
elevado!”, dijera un sabio más tarde. Y Atahualpa pensó entristecido: “Entonces fuiste tú
que viniste a auxiliar a los seres humanos. ¡Pero qué sucedió! Ellos te asesinaron...
Solamente ahora entiendo, por qué la obscuridad envuelve a la Tierra... Soy apenas un
ser humano y no provengo de las alturas como tú... Nada significa que me quieran
matar... Pero tu asesinato…”.
— ¿Entonces, quieres la salvación o la muerte?, preguntó el padre impaciente.
¡Ambas están en mis manos!
Atahualpa levantó la cabeza, mirando a todos, uno a uno. Después su mirada se fijó
en el padre.
— ¡Elijo la muerte..., estoy listo! ¡Soy un pastor del omnipotente Dios-Creador
y siempre lo seré! Atahualpa pronunció en voz alta esas palabras y todos sintieron el
orgullo que en ellas vibraba.
Antes que alguien entendiese lo que sucedía, Atahualpa caía muerto al suelo. La
cuerda con la cual debería ser izado hacia el alto de la hoguera, colgaba suelta alrededor
de él. Valverde y los otros, que perplejos fijaban los ojos en el rostro de Atahualpa, habían
visto como un mercenario, que estaba atrás de él, retiraba tranquilamente el puñal de la
espalda del muerto; reía de lo que hiciera, o debido a los rostros estupefactos a su
alrededor. Él acertó exactamente el corazón de Atahualpa. Ese mercenario estaba
embriagado. Embriagado con el pulque mejicano que siempre había en abundancia.
Con los más contradictorios sentimientos, los nobles españoles dejaron el lugar
junto a la hoguera. Solamente el padre Valverde aún continuaba indeciso al lado del
muerto. Cuando uno de los Incas mandó a preguntarle a través de Alejo si ellos podrían
enterrar al muerto, él inclinó la cabeza casi inconscientemente, concordando.
Los Incas retiraron las cuerdas del asesinado, levantándolo para desaparecer con él
lo más de prisa posible, dirigiéndose hacia afuera de la ciudad.
Atahualpa, el supuesto rey, estaba muerto. Sus compañeros lo cargaron durante un
día. Al día siguiente, envuelto en un poncho blanco, lo sepultaron debajo de un monte de
piedras. Como no poseían herramientas, separaron las piedras sueltas y excavaron la tierra
con sus manos, hasta conseguir una fosa suficientemente grande para sepultar en ella el
cuerpo del fallecido. Después de eso, amontonaron nuevamente la tierra y las piedras, de
forma tal que surgió un monte. El lugar de entierro fue bien escogido, pues el suelo en los
alrededores estaba cubierto de flores azules de alfalfa. Además de eso, próximo al lugar,
había algunos lindos árboles.
Se puede agregar aquí, que nunca existieron momias de Incas envueltas en ropas
doradas. Los reyes Incas se dejaban enterrar en la tierra, tal como todos los otros miembros
del pueblo. Algo diferente su religión no les permitía. Eran de la opinión de que todo
aquello que surgía de la tierra tenía que ser devuelto a la tierra. Y tenían toda la razón.
CAPÍTULO XX

SE APROXIMA EL FIN

LA INVASIÓN DE LA CIUDAD DE ORO


Un día después que los Incas desaparecieron con el cuerpo de Atahualpa, un grupo
de españoles conducidos por Alejo, ya se encontraba camino de la Ciudad de Oro. El
trayecto era largo, pero los Incas, inconscientemente, habían preparado todo para sus
enemigos. Las casas de provisiones en los caminos, contenían todo lo que los viajantes
necesitaban, y no posibilitaban ninguna preocupación referente a la alimentación.
— ¡Las casas de provisiones, los bien construidos caminos y puentes son realmente
obras dignas de admirar! ¡Esos Incas deben poseer, además de su oro, un talento especial
para la organización!, exclamó admirado uno de los españoles.
— Ellos son diferentes de los otros seres humanos. ¡Yo creo que esto se debe a su
religión!, respondió Alejo, el cual cada vez gustaba menos de su vida de espionaje.
Mientras que los espías caminaban por el camino, que pasaba por varias localidades
hasta llegar a la Ciudad de Oro, Pizarro regresaba con todo su bando a Tumbes. La victoria
había sido fácil y les rindió mucho oro y plata. La vuelta, extrañamente, se realizó en
silencio. Los más silenciosos eran Hernando de Soto y el padre Valverde. La muerte del Inca,
de cierta forma, les oprimía. De Soto sentía como si ellos mismos fuesen los perdedores y
no el rey Inca. Valverde trataba de convencerse a la fuerza de que la razón estaba al lado
de ellos. Jesús, pues, habría muerto en vano por las criaturas humanas, si la iglesia no
combatiese el paganismo en la Tierra...
Llegando a Tumbes, Pizarro, aconsejado por Felipe, decidió aportar más allá y así
emprender desde allí la marcha hacia la misteriosa Ciudad de Oro. Pizarro no se sentía
oprimido. Por el contrario, estaba como embriagado, por haber encontrado el legendario
País del Oro, al sur del Panamá.
Poco después de su regreso a Tumbes, varios navíos entraron en el puerto. Fue una
sorpresa para Pizarro y para todos los que estaban junto a él. ¿Será que otros también
desean conquistar el País del Oro? Vio, entonces, que se trataba de Pedro de Candía, a
quien conoció en la corte de España. Después de saludarle, Candía declaró que llegaba
como embajador del rey y con cien guerreros para refuerzo.
El refuerzo era muy bien recibido por Pizarro; sin embargo, se alegraba poco con el
aparecimiento de Candía, del cual desconfiaba. Fue, entonces, bastante astuto para
esconder sus propios sentimientos delante de Candía, pues la Ciudad de Oro, todavía, no
había sido conquistada.
Cuando Pizarro y los suyos, proveídos de algunos cañones, tomaron el camino hacia
la Ciudad de Oro, partiendo de una pequeña localidad portuaria, ya se sabía por todo el
país lo que sucediera en Cajamarca. Los “barbudos” no sólo eran salteadores ávidos de oro,
sino también asesinos. Tampoco las mujeres, ni los niños, estaban a salvo de esos
monstruos. Deseaban quemar a Atahualpa en una hoguera, a pesar de todo el oro que les
dio...
Los conquistadores subían lentamente por los caminos muchas veces escarpados
que conducían a la Ciudad de Oro. Pasaron por localidades en las cuales vieron hombres
trabajando pacíficamente los campos de cultivos. Cierta vez se alojaron junto a un poblado
mayor. Recibían de los habitantes los géneros exigidos. Después que todos comieron y
bebieron bastante pulque, Felipe se dirigió a una de las casas mayores, preguntándoles
adonde se encontraban las jóvenes.
— Aquí no hay mujeres, ni jóvenes o niños. Están en un lugar seguro donde no las
podéis alcanzar. Vuestras manos están manchadas con la sangre que derramasteis en
Cajamarca.
Felipe le volvió la espalda al hombre y se dirigió a Pizarro, contándole que los
hombres de ese lugar estaban uniéndose con el objetivo de armarles una emboscada más
arriba. Pizarro, entonces, mandó a incendiar la localidad.
Huáscar, bastante entristecido con lo que le sucedió a su hermano, permaneció
horrorizado e indignado cuando los mensajeros le relataron lo que aconteció en Cajamarca.
La única cosa que no comprendía era el hombre crucificado, tan importante para los
invasores. También la avidez por el oro les era incomprensible. Su padre tenía razón cuando
les advirtió para no luchar con esas criaturas humanas. Él tenía que hablar una vez más con
los suyos para advertirlos...
Y así lo hizo. Mas todas sus advertencias fueron en vano.
— Déjenles el oro... Ellos apenas desean nuestro oro... ¡Deberéis darles cuanto
quisieren!, les suplicó. Pero todo fue en vano. Los Incas remanentes, los cholos y, todavía,
otros que se juntaron para luchar, estaban firmemente decididos a defender la ciudad.
Algunos millares recibirían a los enemigos en la planicie delante de la ciudad y, si los
demonios ávidos por el oro atacasen, ellos se sabrían defender. El “ejército” menor, de
menos de quinientos hombres, estaría distribuido en lugares estratégicos de la ciudad.
Todo lo demás podrían esperar.
Un día, de mañana, cuando Huáscar salió del palacio, se aproximó a él un hombre.
— ¡Sois Huáscar, el segundo hijo real! ¡Huye! ¡Los conquistadores ya están en camino! Fue
Alejo que rápidamente cuchicheara esas palabras, desapareciendo sin dejar huellas.
“¡Huir, nunca! Yo no sería más digno de llevar el nombre Inca” ... De buen agrado,
Huáscar habría enfrentado solo a los asesinos de su hermano. Sin embargo, una vez que
los suyos, a pesar de las súplicas y explicaciones no querían huir y sí luchar, en breve apenas
habría muertos. Él estaba desesperado con sólo pensar ser impotente contra eso.
Todos los sabios Incas sabían, desde la invasión de Méjico, que su país no sería una
excepción por mucho tiempo. A través del comercio costero, muchas personas sabían de
la existencia del País de Oro situado en los altiplanos.
Los espías españoles que vinieron de Cajamarca a la Ciudad de Oro, tenían entrada
libre como cualquier otro visitante o mercader. Incluso, habían afeitado sus barbas en
Cajamarca y vestido con las ropas de dos miembros del pueblo Cará, asesinados. Como se
afeitaban diariamente, sus rostros, durante la caminata, tomaron un color bronceado. Se
acomodaron en una casa Inca abandonada en las márgenes de la ciudad, inspeccionando
la misma sin impedimentos. El oro que veían por todas partes les despertaba sus
ambiciones de tal forma, que prácticamente se olvidaban a que habían venido. Habrían
preferido desaparecer con todo el oro que pudiesen cargar. No veían ejército por parte
alguna. Al contrario, la ciudad les parecía desocupada. Ellos no vieron a los cholos y Incas
que se distribuyeron afuera de la ciudad para recibir a los enemigos. Sin embargo, se
sentían, de cierta forma, amenazados. La ausencia de mujeres y niños les parecía hasta
siniestra.
Después de algunas semanas, decidieron ir al encuentro de los suyos. La espera se
les tomó monótona. La visión del oro de nada les valía. No podían llevárselo. Tenían que
esperar a recibir su parte del robo. Así, los espías dejaron la ciudad. Sin Alejo. Éste
desapareciera desde el anochecer del día anterior.
El ejército de los españoles avanzaba lentamente. La altitud les causaba dificultades.
Muchos de los recién llegados eran atacados por la enfermedad de las alturas. Además de
eso estaba el peso de las espadas y mosquetones. Si no fuese el alto sueldo que les fue
prometido, la mayoría habría regresado y partido con los navíos. Ninguno de ellos se sentía
bien. Todos tenían la impresión de como si fuesen continuamente observados y
amenazados. Amenazados por seres invisibles... También el padre Valverde tenía dificultad
para luchar contra ese raro sentimiento...
A pesar de todo, cierto día, alcanzaron la planicie delante a la ciudad. Los espías que
los encontraron tres días antes, les avisaron que en ninguna parte habían visto ejércitos y
que la ciudad estaba desocupada. Pizarro hizo un ademán con la mano, cuando
comenzaron a hablar entusiasmados de los tesoros de oro de la ciudad. Y apenas preguntó
si nada habían escuchado al respecto del hijo del rey asesinado. Cuando Pizarro supo que
Huáscar, de cuyo asesinato escuchó hablar en Cajamarca, estaba vivo y que ni él ni
Atahualpa eran reyes, que nunca hubo un fratricidio entre los Incas, y que además nunca
ocurrieron asesinatos, permaneció pensativo. Después agregaron que Alejo les podría
contar mucho sobre lo que supiera a través de otros.
La altiplanicie parecía desocupada; sin embargo, repentinamente, fueron
sorprendidos por una lluvia de flechas que sorprendió a todos. ¿Dónde estaban los
atacantes? Los espías habían mentido. Pues bien, los atacantes, o mejor dicho, los
defensores, los cuales no tenían cualquier idea de los efectos mortíferos de las armas
enemigas, se lanzaron al encuentro de los invasores en vez de permanecer en sus
escondites. No es difícil imaginar lo que entonces sucedió.
Las balas de los mosquetones, los cañones que los españoles trajeron y además de
eso las espadas, pusieron fin a la lucha, antes incluso de propiamente haber comenzado.
Los campos arenosos afuera de la ciudad quedaron cubiertos de muertos.
Después de la batalla, los españoles se retiraron un poco, pasando varios días
escondidos. Los espías fueron fusilados como traidores, ya que no habían avisado sobre el
ejército de las flechas. Los mercenarios limpiaban sus armas y bebían pulque, imaginando
lo que irían a hacer con las concubinas reales y las demás jóvenes.
— ¡De rodillas ellas tendrán que mendigar por sus vidas!, se vanagloriaban entre sí.
Pedro de Candía miró atentamente a su alrededor. Valverde leía un breviario, pero sus
pensamientos estaban dirigidos a las futuras conversiones y a las iglesias que serían
construidas en el lugar de los templos paganos. Francisco Pizarro y Diego de Almagro eran
enemigos, aunque aparentemente se demostraban amistad. Pizarro ya se veía como
regente del país, imaginando, desde ya, un puesto para el incómodo Almagro. Un puesto
lo más distante posible de este país.

LA MUERTE DE HUÁSCAR
Como nada sucedió durante varios días, y como los espías que entraron
astutamente en la ciudad, también nada de sospechoso habían escuchado o visto, Pizarro
resolvió marchar hacia el interior de la ciudad. Sin embargo, después de una reunión de los
jefes, la invasión aún fue postergada. Quedó decidido que algunos jefes, acompañados por
un pequeño grupo de mercenarios, entrarían en la ciudad para verificar con sus propios
ojos lo que estaba sucediendo.
Y así también se realizó. De Soto, Val verde, Pizarro y Pedro de Candía entraron a la
ciudad rodeados por un grupo de guerreros. Llevaban consigo hasta un cañón. Al principio
nadie vino a su encuentro. Desconfiados, miraban hacia todos los lados, avanzando paso a
paso. No veían a nadie. Y probablemente también no habrían visto a nadie, pues el oro en
las casas, en las puertas y los arbustos de oro, en los cuales colgaban frutas de oro, les
ofuscaba de tal forma, que se les olvidaba toda la cautela. Solamente cuando los
mercenarios se dispersaron, queriendo arrancar los arbustos de oro, se tomaron
conscientes de su misión. El peligro de un ataque aún no había pasado.
Los mercenarios se quisieron sublevar. Pero enseguida eso acabó, cuando uno de
ellos cayó muerto, rodando su cabeza sobre una terraza de piedra.
— ¡Esto sirve de advertencia para todos!, dijo el comandante, limpiando su
espada ensangrentada en el pantalón.
Los Incas, naturalmente, observaban a los barbudos en su caminata hacia la ciudad,
sin ser vistos. Los que vieron como le fue cortada cruelmente la cabeza de uno de ellos, de
pronto comprendieron porqué Huáscar quería evitar cualquier combate.
Cuando los enemigos se aproximaban a uno de los palacios, de pronto se
encontraron con un grupo de Incas vestidos de blanco. Los Incas estaban sin armas y
miraban serenamente con sus brillantes ojos dorados a los malolientes barbudos. “No son
de nuestro mundo”, pensó De Soto confuso. Pizarro tubo que controlarse a la fuerza, pues
tenía la impresión de que caería en un abismo lleno de horrores, si aún continuase dando
un paso. El padre fijó su mirada llena de odio en los discos solares de oro de los Incas,
irguiendo el crucifijo hacia ellos como exorcizándolos.
— ¡Diles que somos guerreros de la cruz y queremos traerles la verdadera fe!,
ordenó el padre a Felipe, que vino junto como interprete.
Los invasores españoles daban una impresión miserable en relación a los Incas.
Comenzando por su apariencia. Sus cabellos colgaban desordenados hasta los hombros,
sus largas chaquetas y sus pantalones estaban impregnados de polvo y suciedad y sus
rostros estaban cubiertos de sudor.
“¡La altitud les causa dificultades!”, pensó Huáscar, y, así como sucedió con su
hermano, él fijó su mirada en el hombre asesinado del crucifijo.
Pizarro se recompuso finalmente. Miró de forma maldadosa y con arrogante
autoridad hacia los Incas y exclamó:
— ¡Ríndanse, pues somos más fuertes que vosotros!, Felipe tradujo. Como
prueba de su poder, Pizarro ordenó disparar un cañón, cuyo impacto dio en la pared de una
casa próxima.
Huáscar dio un paso al frente y preguntó a Pizarro:
— ¿Eres tú el asesino de mi hermano Atahualpa? ¡Él te dio todo el oro que
exigiste y, no obstante, deseaste quemarlo! Solamente el puñal que traspasó su corazón
lo libertó de muerte tan horrenda que le habías destinado.
Felipe tradujo las palabras. Huáscar, enseguida, continuó hablando:
— Desde que supe de la muerte de mi hermano y viéndote ahora delante de mí, se
me acabó la voluntad de vivir. ¡Matadme, llevad el oro y dejad a los míos en paz!
Pizarro lo contempló con un mirar frío, sin saber cómo debería comportarse. Ya la
muerte de Atahualpa perjudicó su prestigio, pues algunos nobles españoles le demostraron
claramente lo que pensaban de su procedimiento. La decisión fue tirada de Pizarro. Pues
de una de las casas próximas surgió una flecha que mató a uno de los mercenarios
apostados junto al cañón. Una segunda flecha surgió del otro lado, pero sin acertar a nadie.
— ¡Caímos en una emboscada! ¡Disparen!, gritó el comandante.
Comenzó, entonces, una fusilería desordenada. Huáscar y los Incas que lo
rodeaban fueron los primeros en caer. Huáscar no sintió ni odio ni dolor. Él sabía que
había llegado el fin de su pueblo. Las tinieblas que cubrían la maravillosa Tierra, no
toleraban ningún punto de Luz sobre ella.
Al comenzar la fusilería, los Incas surgieron de diversas casas. Sin armas, pues
habían dejado las flechas atrás. Simplemente corrían hacia los brazos de sus enemigos.
Parecía como si procurasen la muerte. También ninguno de ellos sobrevivió. Cayeron
atravesados por las espadas o por las balas de los mosquetes.
De pronto, la ciudad estaba repleta de enemigos, pues al primer tiro de cañón
acudió el ejército que esperaba en los campos de cultivo a las afueras de la ciudad.
— ¡Disparen hacia las casas con los cañones! ¡Derriben las paredes e incendien los
tejados!, gritó el comandante, que al igual que Pizarro, creía que muchos tiradores de
flechas estarían escondidos en las casas.
Durante varios días se escuchó el estruendo de los cañones y mosquetes. Ninguna
casa, ningún templo, quedó sin ser dañado. En algunos lugares la ciudad estaba en llamas;
quemaron también los locales donde se encontraba almacenada la lana.
— Ellos llevaron sus mujeres y niños a algún lugar seguro; ¡eso prueba que sabían
de nuestra llegada!, dijo Pedro de Candía. ¡No obstante, nada emprendieron para
defenderse!, añadió él.
De Soto le dio la razón
— Los tiradores de flechas que nos atacaron en las afueras de la ciudad no eran
Incas. Tenían un aspecto diferente. También sus ropas eran totalmente diferentes.
Esos dos y algunos de los nobles españoles eran los únicos que lamentaban la tragedia de
ese bello e inocente pueblo. Pero, ¿qué es lo que podrían hacer contra eso? En el fondo
también los Incas eran paganos... El único que calmadamente circulaba entre las ruinas y
entre los muertos era el Padre Valverde. Él pensaba con satisfacción que todos los seres
humanos que vivían en aquella parte de la Tierra, de aquél momento en adelante podrían
participar de las bendiciones de la iglesia...

CUSILUR, LA MUJER DE HUÁSCAR, BUSCA SU CUERPO


Cusilur era una encantadora y joven mujer, pero ahora sombras de tristeza pairaban
sobre su adorable rostro. Solamente cuando miraba hacia su hijo Imasuai, de dos años, ella
sonreía melancólicamente. Al igual que muchas otras jóvenes y mujeres, a ella le habría
gustado permanecer en la ciudad, a fin de auxiliar a los hombres en la lucha.
¡Deberíamos haber sido preparados para la lucha!, pensó ella. La conquista de la
tierra de los aztecas debería haber sido una advertencia para nosotros... Después recordó
las palabras del sabio rey Huayna Cápac.
“¡Podríamos expulsarlos cuando llegasen!”, dijo él una vez a sus hijos. “Expulsar una
o dos veces, pues volverían de nuevo con armas a las cuales nada tenemos para
enfrentar…”
Cusilur no sabía que después de la conquista de Méjico, Huayna Cápac recibió la
noticia de allá por intermedio de un navegante.
“¡Esos barbudos son ávidos por oro, plata y otros tesoros!, le había relatado aquel
hombre.
— ¡Nuestro oro ellos pueden obtener!, le respondiera el rey.
— ¡No son sólo los tesoros!... dijo el hombre agitadamente. Deben ser
monstruos.
— ¿Monstruos? ¿Por qué?
— Por lo que esos barbudos conquistadores hicieron de mal a las mujeres y también
a los niños, ellos nada tienen de humano.
— ¡Nuestras mujeres y niños nada sufrirán!, dijo el rey con firmeza. Nosotros
abandonaremos nuestras ciudades, en caso de que sea necesario, para que ningún mal les
suceda”.
Cusilur observaba a su hijo construyendo casitas de piedra con sus pequeñas manos.
Pero sus pensamientos estaban junto a Huáscar. Hacía días que ella no recibía noticias de
él. El instaló un servicio de mensajeros que había funcionado bien hasta algunos días atrás.
Ahora, sin embargo, no venía ninguno de ellos.
Los mensajeros, entre ellos se encontraban dos nietos de Naini, observaron el
encuentro de Huáscar con los barbudos y vieron como él y los otros Incas cayeron al suelo,
heridos mortalmente por las armas del enemigo. En vez de transmitir de inmediato la
noticia, éstos permanecieron escondidos en la ciudad, para verificar lo que los enemigos
harían enseguida.
Habiendo transcurrido varios días y como no llegaba ninguna noticia, Cusilur sabía
que algo le había sucedido a Huáscar. Resolvió regresar a la ciudad, solicitándole a dos
jóvenes Incas que la acompañasen. Ella quería traer al Monte de la Luna, vivo o muerto, a
su querido marido, el hijo del rey.
Fue una caminata penosa. Al anochecer del cuarto día, se aproximaron de la ciudad
por el sendero escondido de los mensajeros. Los dos nietos de Naini, entonces, llegaron al
encuentro de ellos. Al ver los dos rostros, Cusilur supo de inmediato lo que había sucedido.
Huáscar estaba muerto.
— ¡Habla!, ordenó ella, con la voz sofocada por las lágrimas. Los dos mensajeros
relataron todo lo que habían visto y oído.
Paralizados de miedo, Cusilur y los dos Incas escucharon el relato.
— Escondimos el cuerpo del hijo del rey atrás de unos arbustos, a fin de llevarlo hoy
de noche.
Pasamos por un bello lugar. Distante a dos días de aquí. ¡Allá lo enterraremos!, dijo
Cusilur. Ya está obscuro. Llévenme hasta él.
Uno de los mensajeros indicó en las proximidades un conjunto cerrado de arbustos.
— Allá lo escondimos.
Cusilur siguió al mensajero. Cuando él, alejó los arbustos, ella se arrodilló al lado del
muerto, tomándole una de las manos.
— Podemos volver luego. No hay nadie en las proximidades. ¡Pero necesitamos
unas herramientas para hacer la fosa!, recordó uno de los Incas.
— Id adelante. ¡Yo voy después!, dijo Cusilur decidida, al percibir la duda de los dos
Incas. Ella había escuchado voces que surgían del palacio próximo. Voces extrañas.
Probablemente los barbudos estaban allá. Quería ver con sus propios ojos a los demonios
enemigos.
Cusilur vestía una larga capa negra y, debajo, un vestido obscuro. Se movía tan
silenciosamente que apenas un oído estrenado habría escuchado sus pasos. Escondida
atrás de una columna, miró hacia el salón de recepciones del palacio, iluminado por
antorchas. Seis o siete hombres feos y barbudos estaban sentados alrededor de una mesa.
Ellos discutían en voz alta.
Ira surgió en Cusilur al ver los extranjeros. Comenzó a tiritar. Nunca había sentido
semejante cosa. Demoró en librarse de ese sentimiento intuitivo que invadía su alma como
una tempestad.
Cusilur no sabía lo que estaba aconteciendo con ella. De pronto se sintió como
empujada hacia adelante por una fuerza invisible. Antes de darse cuenta, estaba al centro
del salón, mirando, tan calmadamente cuanto le era posible, un hombre tras otro. Los
hombres eran Pizarro, Almagro, de Soto, Pedro de Candía, Felipe y el Padre Valverde.
Al primer instante, al ver delante de sí a la joven vestida de negro que entró tan
silenciosamente en el salón, los hombres creyeron que se trataba de una aparición. De su
rostro dorado centellaban ojos airados de color verde claro.
Valverde alzó su crucifijo, murmurando palabras de exorcismo.
— ¡Ella es una bruja! ¡Échenla hacia afuera!, gritó él estridentemente.
— ¡Pero una bruja bonita!, dijo otro.
— ¡Es una de las bellas jóvenes Incas que se escondieron de nosotros!, dijo
Pedro de Candía al padre que no conseguía aplacarse.
Los hombres no hicieron ningún movimiento. Se sentían como paralizados, según
comentaron entre sí más tarde. Paralizados por una fuerza invisible.
— ¡Ella es una bruja! ¡Ella debe ir para la hoguera!, consiguió balbucear aún el
padre. En seguida él silenció también. Parecía transcurrir una eternidad. Nada interrumpía
el singular silencio que se extendió en el recinto.
Cusilur avanzó un paso y dijo con su bonita y casi infantil voz:
— ¡La maldición está sobre vosotros! Esa maldición os seguirá hasta caer
condenados para siempre en las tinieblas que esparcisteis en la Tierra. ¡Y tú perverso!,
dirigiéndose ella al padre. El hombre asesinado que llevas orgullosamente sobre tu pecho
será vengado. Temed el día en que el gran vengador se manifieste en su radiante esplendor
en el cielo. No sois seres humanos, pues me causáis repugnancia.
Después de esas palabras Cusilur dejó lentamente el salón. Sus dos acompañantes
vinieron preocupados a su encuentro. Cuando ellos quisieron hablarle, ella les hizo un gesto
con la mano.
Los cuatro hombres cargaron durante dos días el cuerpo de Huáscar, enterrándolo
en el local indicado por Cusilur. Lágrimas caían por el rostro de ella, cuando los hombres
compactaban la sepultura y plantaban sobre ella un arbusto de frambuesas. En las
proximidades había un solitario bloque de roca, de tal forma que la sepultura siempre sería
fácilmente encontrada.
Los españoles aún continuaban sentados y en silencio, cuando la joven ya hace
mucho desapareciera. Felipe quiso dar una risotada irónica, sin embargo, no consiguió
hacerlo. De Soto sintió brotar en él algo así como vergüenza y arrepentimiento. Dos
sentimientos que le eran extraños.
— ¿Qué es lo que dijo la bella?, preguntó Pizarro irónicamente, pues se
aborrecía con la vulnerabilidad que lo acometiera al ver la joven Inca.
— ¡Ella nos maldijo, nada más!, respondió Felipe, lo más indiferentemente
posible. ¡Y a ti, reverendo, dirigiéndose al padre, ella lo llamó de “perverso”, afirmando
que, e! “hombre asesinado” que lleváis en vuestro pecho, será vengado!
— Ella, no obstante, tiene razón en maldecirnos. ¡Probablemente tiramos de ella
todo lo que amó!, opinó de Soto.
— ¡Ella no era una criatura humana! ¡Era una bruja! ¡Yo siento esa gente a
distancia!, dijo Valverde, temblando de rabia. De pronto, se sintió como si hubiese sido
engañado. Por causa de Cristo había emprendido esa difícil marcha, sintiéndose débil y
enfermo, y esa cría del diablo osara en llamarlo de “perverso”.
Ninguno de los hombres mientras vivieron olvidó a Cusilur. El desprecio y el asco
que llegó a expresarse en sus maravillosos ojos, tenían algo de amedrentador.

LA CIUDAD DE ORO SE TRANSFORMÓ EN UNA CIUDAD EN RUINAS


Es imposible de ser descrito el saqueo que comenzó después de la conquista de la
ciudad. Fue ejecutado, naturalmente, bajo la supervisión de los dirigentes españoles. El oro
pertenecía a la corona española y a la iglesia. Cada uno, naturalmente, que participó de la
expedición, recibiría su quiñón.
Mientras tanto, una parte de las tropas arrancaba de las paredes y columnas de los
templos y de los palacios las placas de oro trabajadas, otros juntaban montones de objetos
de arte y utensilios, todos en oro, como, por ejemplo: tazas, fuentes, vasos, jarros, etc.
Siguieron después las plantas ornamentales de oro, colocadas artísticamente en los patios,
jardines y plazas. Fueron encontradas también muchas joyas. Parecía que las mujeres
habían llevado muy pocas consigo. Pizarro mandó a guardar en baúles los brazaletes,
anillos, collares de perlas de oro, guantes de oro y dedales utilizados para hacer los nudos
de quipu. Todavía, se juntaban a eso los muchos soles, cometas, lunas, estrellas de los
templos y figuras — generalmente de animales — de plata, oro y piedras preciosas. Es
imposible mencionar todos los objetos de valor que los conquistadores reunieron...
Aún había Incas en la ciudad que presenciaron el saqueo de lugares escondidos. De
buen agrado tendrían dado todo el oro a los conquistadores. Pero desde la muerte de
Atahualpa sabían que los conquistadores, además del oro, querían, todavía, más.
— Los saqueadores saldrán con su robo. No obstante, para nosotros, Incas, no hay
más esperanzas. Ahora conocen el camino y volverán en grandes bandos. ¡Nos
marcharemos!, dijo uno de ellos con voz triste. Y así lo hicieron.
Dos Incas permanecieron en la ciudad junto a los cholos que no murieron. Los
cholos, tratados como esclavos, tuvieron que conducir el oro robado hasta el puerto en los
lomos de las llamas.
Esos dos Incas fueron aprisionados y sometidos a interrogatorio. Los enemigos
suponían, y con razón, que ellos sabían hacia donde habían llevado sus mujeres. El propio
Pizarro condujo el interrogatorio, con Felipe a su lado.
— ¡Ciertamente sabemos dónde nuestras mujeres se encuentran!, dijo
calmadamente uno de los Incas. De nosotros nunca sabréis el paradero de ellas.
Después de Felipe haber traducido esas palabras, Pizarro se dirigió al segundo Inca.
— ¿Dónde están ellas?, preguntó rabioso.
— Asesinasteis a los hijos de nuestro rey, destruisteis nuestra patria, manchándola,
pero nunca conseguiréis hacer de nosotros unos traidores, pues somos Incas y poseemos
la dignidad que os falta.
Cuando Felipe tradujo las palabras del Inca, Pizarro hizo un gesto con la mano.
— ¡Esos dos impertinentes tendrán que ser decapitados! Entrégalos al
comandante. Solamente cuando Felipe avisó que tal orden fue ejecutada, la rabia de
Pizarro amainó. Al mismo tiempo sintió el miedo que le invadió, haciéndolo estremecer,
pues nuevamente vio el abismo abrirse a su frente. Valverde lo libertó de ese estado
espantoso.
— ¡Mandaste matar a los Incas muy de prisa!, dijo el padre en tono de reprensión.
Existen muchos métodos para hacer hablar a personas rebeldes.
— También torturas, si te refieres a esto, en nada cambiaría la inflexibilidad de los
Incas. Ni siquiera la hoguera.
También diversos cholos fueron interrogados sobre el paradero de los Incas. Pizarro
dio orden para interrogarlos. Tal vez él obtuviese algo más de los esclavos... Los cholos nada
sabían. Esto luego se tornó evidente para el sagaz Felipe. Antes de la conquista de su
ciudad, los Incas tuvieron pocas relaciones con los mestizos.
Tratados como prisioneros, los cholos tuvieron que presenciar cómo sus mujeres
eran violentadas por los soldados y soportaban la vida apenas gracias a las hojas del arbusto
biru. Esas hojas los colocaban en un estado en que todo se les volvía indiferente...
La segunda ciudad Inca, un poco menor, denominada Ciudad de la Luna, sufrió un
destino idéntico. Fue conquistada y saqueada de la misma manera que la capital de los
Incas. Solamente que la conquista demoró mucho más tiempo. Pues los Aimaras, que ahí
vivían junto con los Incas, opusieron a los enemigos una mayor resistencia. Por fin, también
esos valientes defensores fueron muertos. Incas y Aimaras murieron por millares. No
resistían a los cañones, mosquetes, lanzas, flechas y mazos.
Los saqueadores salieron con los despojos, dejando atrás de sí la destrucción y
millares de muertos. Tan sólo las campanillas de plata, que aún estaban colgadas en algunas
casas, interrumpían el silencio.
Los muertos permanecían donde caían sin ser sepultados. Con el aire seco de las
altas montañas, los cuerpos se descomponían muy lentamente. Diez años después,
visitantes e historiadores, todavía, veían en la planicie delante de la Ciudad de Oro muchos
esqueletos, en la mayor parte, todavía, vestidos.
La ocupación del Reino Inca solamente se realizó muy lentamente. Pues entre los
propios conquistadores surgieron desavenencias y rebeliones. Emergían, todavía, las
hostilidades de los diversos pueblos y tribus que se rebelaban abierta u ocultamente contra
el dominio español, matando, siempre que les era posible, algunos de los opresores.
Cansados de la lucha de decenas de años contra los nativos, los españoles
resolvieron buscar un descendiente Inca, proclamándolo rey enseguida. Después de
demorosas búsquedas encontraron un hombre que descendía de una mujer chibcha y un
Inca. Y que también estaba dispuesto a aceptar el cargo que le había sido ofrecido. Se volvió
conocido por el nombre que los españoles le dieron: Manco Cápac. Sin embargo, no
demoró mucho en verificarse que ese Manco Cápac era un enemigo de los españoles, que
incitaba rebeliones contra ellos. Con eso él se condenó a la muerte. Fue fusilado por la
espalda por un “caño que escupía fuego”, era como los nativos llamaban a los mosquetes.

LOS INCAS DESAPARECIERON SIN DEJAR VESTIGIOS


Un día los Incas surgieron y nadie supo de dónde. Ahora, después de la conquista
de sus ciudades, nuevamente desaparecieron sin dejar vestigios.
Los españoles buscaron por la región durante mucho tiempo, interrogando a
centenas de personas sobre el paradero de los Incas, incluso las búsquedas y preguntas
fueron en vano. Las respuestas que los españoles recibían decían más o menos lo siguiente:
“Los dioses acogieron a sus predilectos” o “los dioses los tornaron invisibles” ...
Algunos, naturalmente, podían haber respondido a las preguntas de los españoles.
La Montaña de la Luna, pues, también era conocida por otros pueblos como punto de
encuentro de los astrónomos. Las mujeres y niños, probablemente, fueron llevadas hacia
allá primero... Sin embargo, nadie traicionaría a los Incas, de los cuales solamente
recibieron cosas buenas. Los españoles finalmente desistieron.
Y así los Incas continuaron desaparecidos, pues desde el inicio habría sido
infructífera cualquier búsqueda, una vez que los caminos Incas poco tiempo después
permanecieron cubiertos por la hierba, de tal forma que nadie más podría imaginarse que
allí existiera un camino.
Aproximadamente unos cuatrocientos pueblos, entre ellos también tribus menores,
habían hecho alianza con los Incas. Vinieron voluntariamente. Todos ellos consideraban
una honra formar parte del Reino Inca, el cual se tornaba cada vez mayor.
La flecha de oro de Inti, que otrora, cuando los Incas llegaron, había aumentado el
brillo de la florida región color de oro, alcanzaba apenas ahora las ciudades destruidas.
Frecuentemente se formaban tempestades, con vientos y lluvias, que lavaban la última
inmundicia dejada por los españoles.
Los supersticiosos españoles evitaron, durante decenios las destruidas ciudades
Incas. Tenían miedo de los Incas invisibles. Algunos aventureros que buscaban oro, huían
después de poco tiempo.
— ¡Las ruinas a medianoche eran iluminadas por un dorado vislumbre!, ellos
contaron más tarde. ¡No por el brillo de la Luna, pues eran noches sin Luna!, agregaron
cuando alguien hablaba de la Luna.
Los españoles fundaron primeramente una nueva ciudad. O sea, la ciudad de
“Lima”. Allá nombraron a Pizarro como virrey. Más tarde, erigieron sobre los destrozos de
la otrora Ciudad de Oro Inca, la ciudad del Cuzco.
Sobre las ruinas de la anterior Ciudad de la Luna, situada en Bolivia de hoy, fundaron
la ciudad de “Nuestra Señora de la Paz”.
Cajamarca, con su fuente de agua caliente, continúa existiendo y es hoy un
balneario muy visitado.
Diego de Almagro, desde el inicio, recibió un cargo de gobernador en una localidad
que se sitúa en Chile de hoy. Y Pedro de Candía se tornó embajador de la casa real española
en la ciudad portuaria de Tumbes.

¿QUÉ ES LO QUE SUCEDIÓ CON EL ORO INCA?


La destrucción de las ciudades Incas con el pillaje que siguió, trajo sólo desgracia a
todos los que de eso participaron. El navío cargado de ricos tesoros en oro, destinados a
la iglesia, nunca llegó a Roma. Una violenta tempestad hizo que se hundiera. Pedro de
Toledo, hombre de confianza de la iglesia, fiscalizaba personalmente el cargamento de la
preciosa carga. Él había ordenado coser los objetos de arte con paños de lana. Los nativos
se rehusaron a hacer ese trabajo. Cuando Toledo mandó a preguntar por qué no querían
ayudar, uno de los quitos dijo:
— Sobre el oro permanecen sombras de sangre, no queremos ensuciar nuestras
manos con eso.
De los dos otros navíos, pesadamente cargados de oro, destinados a España,
apenas uno llegó. El segundo nunca alcanzó su destino. La tripulación del navío,
juntamente con su capitán, fue atacada por una especie de peste, con resultados fatales.
También Hernando Pizarro y algunos mercaderes que acompañaban la preciosa carga,
murieron víctimas de esa peste.
El navío, sin guía, navegó durante algunos días sobre el tranquilo mar, hasta que
cierto día se inclinó y se hundió con la maravillosa carga de oro y los cadáveres en
descomposición.
Naturalmente, varias naves con oro llegaron a España. Los primeros cargamentos
de esos navíos fueron luego conducidos hacia la “casa de concentración”, donde las
maravillosas obras de arte de los Incas fueron rápidamente fundidas y convertidas en
barras de oro.
<Pizarro, juntamente con el oro abundante que requisara para sí, sobrevivió a su
hermano por apenas pocos años. Cierto día un padre jesuita lo encontró en su casa en
Lima, perforado por numerosas puñaladas.
Del mismo modo Diego de Almagro no consiguió disfrutar de su robo. Ya que dos
o tres años más tarde, debido a su riqueza, fue estrangulado por ladrones.
También el padre Valverde no tuvo mejor suerte. Adelgazó hasta transformarse
en un esqueleto y fue invadido por una especie de delirio de persecución. El crucifijo que
siempre cargara tan orgullosamente, comenzó a amedrentarlo. Incluso, de tal manera,
que lo abandonó completamente.
“¡El crucificado me está persiguiendo!”, murmuraba para sí mismo. A veces él
recordaba las palabras de Cusilur y entonces quedaba fuera de sí. Trataba de huir de algo
que sólo él veía. Y en una de esas huidas tropezó, golpeando su cabeza fuertemente en
una piedra. Algunos nativos lo vieron caer. Pero nadie quiso levantarlo y llevarlo hacia su
casa. Le temían y detestaban al mismo tiempo. Cuando los otros padres le encontraron, ya
estaba muerto.
Con los otros participantes no sucedió de forma diferente. O tuvieron una muerte
violenta, o, si vivieron más tiempo, fueron atormentados durante toda su vida por
inexplicables sentimientos de miedo. Veían por todas partes enemigas que deseaban
robarles y matarles...
CAPÍTULO XXI

LOS LUGARES DE REFUGIO

LA VIDA DE LOS DESAPARECIDOS INCAS


Todos los Incas se adaptaron rápidamente a su nuevo ambiente. Estaban en
seguridad. Sin embargo, aún, tendría que transcurrir algún tiempo, hasta que
desapareciesen las sombras de tristeza que les envolvían.
Muchos de los que caminaron hasta los valles de las montañas situados más
distantes, tenían la impresión, al ver las pequeñas casas de piedras, de como si hubiesen
regresado a una región hace mucho tiempo conocida. No era nada de extraordinario que
esos valles montañosos les pareciesen de algún modo familiares. Entre ellos se
encontraban personas que otrora habían emigrado de valles parecidos, a fin de cumplir
una misión en una u otra parte. Ahora, en el final, San y Bitur estaban nuevamente
encarnados.
Hacía mil quinientos años que San guiara al pequeño pueblo Inca afuera de sus
valles, al encuentro de su nuevo destino. Ahora él hacía lo mismo, apenas en sentido
contrario. Volvía a conducirlos hacia los valles de las montañas.
Ciertamente, no había ningún hombre y ninguna mujer entre los Incas, que no le
estuviese agradecido a Túpac, ya fallecido hace mucho, y a la mujer invisible de “suave y
melodiosa voz”, por los lugares de refugio. Sin esa precaución habrían pasado mal.
Los agricultores Incas trajeron semillas de todo, de manera que nada les faltaría.
Además de eso, había en aquel tiempo en las regiones andinas, millares de palomas
silvestres y gallinas semejantes a faisanes, que por todas partes se desenvolvían como
verdaderos animales domésticos.
Los Incas eran seres humanos espiritualmente muy desarrollados, he aquí por qué
también se sentían bien en sencillas casas de piedras. Apenas una cosa cambió en su vida.
La alegría que antes sentían por el oro había desaparecido completamente. Desde que
supieron que había personas matando tan sólo para apropiarse del oro, casi temían ese
otrora tan querido metal del sol.
Los orfebres que había entre ellos se dedicaron a otros trabajos. También ellos no
tenían más voluntad de hacer obras de arte de oro, sin embargo, oro no les faltaba en los
nuevos valles de las montañas...
El último oro que los conquistadores europeos robaron, fueron los discos de oro de
la isla de Titicaca. Ese oro solamente fue encontrado, porque un cholo ebrio les traicionó
relatando el secreto de la isla.
El Monte de la Luna, situado más próximo de la otrora Ciudad de Oro, se tornó una
especie de ciudad escuela. Por ese motivo se domiciliaron allá la mayoría de los jóvenes.
Permanecían allí hasta terminar su tiempo de aprendizaje. Después de eso, generalmente
ya casados, se transferían a los valles de las montañas, donde sus parientes vivían.
Los sabios decían a sí mismos que la juventud, también en el exilio, tenía que
impregnarse lo más posible de conocimientos espirituales. Pues solamente eso podría
darles el necesario apoyo y seguridad. No solamente en la vida actual, sino también en una
vida futura.
Cusilur y algunas jóvenes que mejor dominaban el arte de hacer nudos en quipu,
describían en esa escritura de nudos la desgracia que se desencadenó sobre los Incas. Con
toda la suerte de detalles. La muerte de los dos hijos del rey. La codicia de los barbudos
inmundos por el oro. La profecía del fallecido astrónomo Tenosique, al respecto del gran
cometa que dentro de pocos siglos surgiría en el cielo, como vengador. Hicieron mención
hasta del hombre de los ojos malos, el cual portaba sobre su pecho, orgullosamente, al
asesinado en una cruz. Describieron, por fin, la maravillosa salvación de la mayor parte
de su pueblo.
En el transcurrir de los siglos, investigadores, siempre de nuevo, buscaban una
ciudad Inca escondida que debería, pues, existir en alguna parte... Un pueblo entero no
podría ser llevado por los “dioses”, como muchos nativos afirmaban...
Los Incas aún vivieron en Machu Picchu cerca de 100 años. Los pocos que después
de ese tiempo aún vivían allí, dejaron la pequeña ciudad montañesa y siguieron más
adelante por caminos escondidos, hacia los valles de las montañas, a fin de establecerse
allí junto a los otros.
Todos los Incas murieron de muerte natural. Sucedía, muchas veces, que personas
aún bien jóvenes se acostaban para dormir al anochecer, para no despertar más a la
mañana siguiente. Después de aproximadamente trescientos años, no había más ningún
Inca sobre la Tierra.
La mayor parte de ese pueblo pudo volver a sus reinos espirituales, para continuar
su vida allá, cubiertos por el esplendor del oro. Nuevamente, una parte de ellos está
encarnada en la Tierra, a fin de cumplir una misión ahora durante la época del Juicio. O
quizás a fin de libertarse de hilos de culpa (si acaso lo tuvieron…)

LA DECADENCIA DE PUEBLOS OTRORA DE NIVEL ELEVADO


Fueron divulgadas, por los conquistadores, muchas mentiras al respecto de los
Incas. Hablaban, por ejemplo, de enemistades entre los hijos del rey y de fratricidio entre
ellos..., de esclavitud impuesta a otros pueblos por los Incas, de su vida perversa, de
sangrientos cultos de ídolos y muchas otras mentiras. Todo para deshacerse de sus
propios crímenes, para librarse de la mácula que pesaba sobre ellos. Los adeptos de la
iglesia que no sabían de nada consideraban aún a los crueles conquistadores como
“libertadores”, los cuales habían tomado la doctrina de Jesús accesible a los pueblos
hundidos en el paganismo.
Y así sucedió. La desvirtuada doctrina de Jesús fue divulgada en los países
conquistados. Pues como era de preverse, la iglesia ganó la supremacía. Aunque, demoró
décadas y a veces siglos, hasta que todos se dejasen “convertir”.
No sólo la desvirtuada doctrina de Jesús, sino también todos los males humanos
llegaron al país con la conquista del país, o mejor dicho, de los países. Se propagaron
todas las especies de enfermedades, vicios, e incluso la pobreza que hasta aquella época
era desconocida. Por eso no es de admirar que muchos se entregasen al vicio de las hojas
de coca. Esas hojas saciaban su hambre, calmaban sus dolores, haciéndolos olvidar su
miserable existencia.
Casi seis millones de personas que aún hoy viven allá, hablan el quechua, la lengua
Inca. Por eso, equivocadamente, son llamados descendientes de los Incas. Los
presumibles descendientes no olvidaron a los Incas. Todavía, mucho hacen, a fin de
conservar viva por lo menos en parte la tradición Inca.
Festejan, por ejemplo, anualmente en Cuzco la fiesta de “Inti Raymi”, la Fiesta del
Sol. Ese festival, naturalmente, poca semejanza tiene con la Fiesta del Sol celebrada otrora
por los Incas. Es hoy una especie de fiesta popular moderna, hacia la cual peregrinan de
lejos los descendientes de pueblos que en otro tiempo pertenecían al gran Reino Inca.
Aunque se trate de una fiesta religiosa, se danza y bebe bastante y mucha música ruidosa
es ejecutada.
En la plaza del Cuzco, llamada “Plaza de Armas”, se levantan innumerables tiendas
en las cuales se puede comprar todo tipo de mercaderías. Cosas para comer, bebidas y
objetos de artesanía regional. Finalmente, la antigua tan solemne Fiesta del Sol de los Incas,
se transformó en una atracción turística.

EL DESCUBRIMIENTO DE MACHU PICCHU


En el año de 1911 el arqueólogo americano Hiram Bingham, descubrió Machu
Picchu. Ese explorador demostró siempre un especial interés por los Incas, habiendo leído
por eso todo lo que fue escrito sobre ese “pueblo misterioso”. A través de esas lecturas
conoció también la leyenda según la cual, el último rey Inca habría desaparecido junto con
sus concubinas y las vírgenes del Sol en los yungas*.

* Zonas limítrofes de las montañas.


Ese “desaparecimiento” dejó a Bingham intrigado. En alguna parte deberían existir
vestigios. Según los libros escritos sobre los Incas no se trataba solamente de un rey, pero
sí de un pueblo entero. Estaba firmemente decidido a encontrar los vestigios de ese pueblo.
Aunque tal empresa fuese muy penosa. La empresa no solamente fue penosa, sino también
muchas veces peligrosa.
Había algo que le impelía a descifrar el misterio del pueblo desaparecido.
Y así, acompañado de un nativo, él caminó a través de las altas montañas, de los
desfiladeros y de valles profundos y a través de bosques espinosos. Los caminos que siguió
eran arduos y fatigantes. Sin embargo, encontró lo que buscaba.
Encontró uno de los lugares de refugio de los Incas: Machu Picchu… Hoy una línea
férrea conduce hasta allá, siendo necesario subir casi cuatro mil metros. Más, hasta la fecha
jamás encontraron los 3 valles misteriosos ocultos hoy bajo la espesa jungla amazónica.
Turistas de todos los países viajan hacia Machu Picchu, fotografían y discuten sobre las
ruinas, perdiéndose en suposiciones sobre las vírgenes del Sol que presumiblemente
vivieron en “conventos” ...
De los conquistadores, codiciosos de oro, que obligaron a los Incas a refugiarse en
una región montañosa de tan difícil acceso, de cierto, en ellos ninguno piensa.
Es posible que algún día encuentren una arista del segundo o tercer refugio de los
Incas, con las ruinas de simples y pequeñas casas de piedras; pero solo será eso … En el
fondo, la desaparición de los Incas no podría ser designado de misterioso. Cada persona
buena que se tornase consciente de los actos crueles de los conquistadores, habría
caminado lo más lejos posible, sólo para no encontrar algunos de ellos.
Sí, también al Cuzco y a la Paz vienen muchos turistas. Admiran las grandiosas
iglesias y conventos, construidos en honra de Dios. Sin embargo, las sombras sangrientas
que en ellas yacen, nadie las ve.

LA SABIDURÍA INCA CONTINÚA VIVA


Cusilur murió aproximadamente a los cuarenta años de edad. Con gran criterio ella
dirigió una escuela, enseñando a las niñas todo lo que deberían saber. Vivió feliz y contenta,
dejó la Tierra también así, cuando le llegó su hora. Su hijo, Imasuai, se desenvolvió bien, se
parecía en todo a su padre Huáscar.
“¡Volveré a ver Huáscar!”, pensaba Cusilur feliz. “En la época de nuestra
reencarnación en la Tierra, nosotros nos encontraremos”. Esto se lo dijera un sabio, poco
después de la muerte de Huáscar (o sea que, si hay muchos Incas encarnados en la
actualidad, no es raro que entre ellos estén Huáscar y Cusilur).
“Cuando el vengador, el gran cometa, aparezca en el cielo, tú y Huáscar le veréis,
pues ambos nuevamente estaréis en la Tierra para cumplir una misión”. Así decían las
palabras del sabio, que continuaban viviendo en ella de modo inolvidable.
Cusilur, sin embargo, vio a Huáscar más temprano de lo que pensaba. Lo vio luego
al desligarse de su cuerpo terrenal y entrar al otro mundo …
Los que permanecieron luego supieron de la nueva unión de los dos. Incluso, a
través de una mujer ya más de edad que pasó por la piedra del sol, pocos días después de
la muerte de Cusilur, viéndola junto a Huáscar, parados allí. También otros que vivían entre
las montañas, en las diversas aldeas Incas, vieron en el transcurrir de ese mes las bellas e
irradiantes almas de Cusilur y Huáscar.
A algunos escogidos, Cusilur y Huáscar les aparecían en sueño, transmitiéndoles un
mensaje. Al mismo tiempo solicitaban que retransmitiesen el mensaje a todos los Incas.
Conforme el sentido, él decía lo siguiente:
“El gran Cometa, el vengador, que dentro de pocos siglos aparecerá en el
cielo, visible a todos, no está solo. Él pertenece a la comitiva del Divino Juez y
Salvador que será enviado en la época de las transformaciones de las cosas por el
Omnipotente Dios-Creador hasta abajo, a la maltratada Tierra. El Divino traerá a
los seres humanos un Mensaje de Luz, de Salvación y de Sabiduría. Esto sucederá
por la última vez. Todavía, quién sea capaz de asimilar el Mensaje de la Luz, ése
podrá salvarse y mirar de nuevo hacia arriba. El gran Cometa modificará con su
fuerza totalmente la superficie terrestre. La fuerza de él apenas será peligrosa para
todos aquellos que no siguieren al Portador de la Luz. Serán bastantes,
innumerables. ¡Pues, en la época de la transformación de los caminos de la
humanidad, los seres humanos ávidos por el oro y los falsos sacerdotes dominarán
la Tierra, oprimiendo y atormentando a los pocos buenos! También nosotros,
Incas, por lo menos una parte, pertenecemos a la comitiva del Omnipotente
Portador de la Luz y Salvador. Lucha y sufrimiento dominarán por todas partes,
pues los malos se agarrarán hasta el último suspiro a sus derechos imaginarios.
El gran espíritu que nos trajo este mensaje para retransmitirlo, nos dio al
mismo tiempo el siguiente consejo:
¡Sois Incas! ¡Pastores y señores en la Creación! Siempre venceréis por la
fuerza de vuestros espíritus puros, donde quiera que los seres humanos de las
tinieblas os quieran oprimir y perjudicar. ¡Sin embargo, nunca deberéis
permanecer desanimados y con miedo! ¡Pero sí inteligentes, corajudos y
verdaderos! El espíritu convicto de su misión contiene una fuerza que penetra las
tinieblas, trayendo a la Luz las maquinaciones de los perversos.
Sed corajudos y estad preparados para cuando llegue el tiempo de la última
prestación de cuentas. No estaréis solos. ¡Muchos espíritus poderosos estarán a
vuestro lado!”

Ese mensaje fue, sin pérdida de tiempo, retransmitido a todos los Incas. Ahora la
existencia de ese extraordinario cometa, del cual Tenosique se ocupó durante toda la
vida, estaba aclarada. Él era parte de la comitiva de un elevado Enviado de la Luz (*EM01)
“¡Nosotros también pertenecemos a la comitiva de él!”, pensaban los Incas con
alegría en el corazón. Cada uno de ellos esperaba que les fuese permitido estar juntos
cuando el gran acontecimiento se realizase en la Tierra.
Imasuai, que se volvió un gran sabio, pasó su vida visitando las aldeas Incas,
enseñando adultos y jóvenes y respondiendo a las preguntas de ellos. Por todas partes
hablaba con los suyos sobre el mensaje que les fue transmitido por Cusilur y Huáscar. En
eso él veía su principal misión.
— ¡Debemos ayudar al Salvador y Juez a transmitir su mensaje!, decía él siempre al
final de sus explicaciones. Para poder realizar esto debemos estar muy alertas en el espíritu.
No debemos olvidamos que existieron también Incas que decayeron a un nivel inferior,
pues no estaban tan alertas en el espíritu y en la Tierra como deberían estar...
Imasuai alcanzó más de cien años de edad. Murió en una gruta donde siempre se
alojaba, al dirigirse al más distante valle montañoso de los Incas. Se acostó al anochecer y
no despertó más.

(*EM01): Éste es el único comentario que haré respecto de éste libro: Todo indica que Tenosique
no fue sino una encarnación de un discípulo del Señor Kuthumi, actual Cristo para la Tierra, así
como el Enviado para la Tierra (Olija, Merla, Tiamat, o Gaia), no es otro que el Señor Maitreya o
el Cristo Cósmico, que para recordar tiene 3 aspectos: Como el Cristo Cósmico en su función
avatárica-solar, como el actual Buddha para la Tierra en su función individual-mundial, y como
El SCP y/ó Ángel Solar en y para cada ser humano). Intuya y juzgue Ud. Amado Estudiante.

Su muerte no sorprendió a nadie, toda vez que, en los últimos meses, por todas
partes donde iba, alertaba a las personas diciendo que ya veía delante de sí el último límite
del camino de la vida. Al mismo tiempo solicitó que no procurasen por él, si no volviese
más.
— ¡Mi cuerpo terrenal debe permanecer allá donde yo lo deje!, agregó explicando.
Siguen ahora algunas sentencias de Imasuai, el gran sabio Inca:

“La alegría de los seres de la naturaleza se expresa a través de sus obras. Ellas se
muestran en el brillo del agua, en el rugir del viento, en los rayos solares y en las laderas
cubiertas de nieve con su azulado vislumbre. También en los lagos montañeses ella se
expresa, lagos que brillan como ojos en dirección al cielo, y en los animales confiados que
buscan la proximidad del ser humano. La alegría es un don del cual apenas participan los
puros en el espíritu”.

***
“Hay situaciones en la vida que despiertan fuerzas inimaginables en el ser humano,
proporcionándole la victoria”.

***
“Sé amable con tu prójimo. Y verdadero en las palabras y acciones”.

***
“En el alma yacen las causas para los problemas de salud, los cuales atormentan a
los seres humanos de hoy”.

***
“Cuanto temblarán las criaturas humanas de mala índole, cuando lleguen al último
límite del camino”.

***
“Lejos brilló, otrora, la estrella de los seres humanos. Hoy su brillo desapareció y
velos encubren el semblante de Olija, la Reina de la Tierra”.

***
“Sólo la religión que encierra la Verdad, concede al ser humano fuerza y apoyo,
protegiéndolo contra la decadencia de las costumbres”.

***
“En la Tierra no existe ninguna religión verdadera. Por eso los seres humanos están
abandonados. ¿Cómo las criaturas humanas soportarán cuando llegue el tiempo del gran
juez en el cielo?”

***
“Los seres humanos deben ser pastores, protectores y señores en la Tierra. El gran
espíritu nos mandó comunicar eso. La mayoría de los Incas obedeció la voluntad del gran
espíritu. Es por ese motivo que asumieron un lugar destacado. Sin embargo, hubo entre
nosotros también los que no estuvieron suficientemente alertas, perdiendo por eso todo
lo que proporciona valor a los seres humanos”.

***
“Amenizar incompatibilidades, también en eso yace el Amor al prójimo”.

***
“La mentira es un cuerpo extraño que actúa mortalmente”.

***
“Los seres humanos que hicieron desaparecer el brillo de la Tierra, ambicionan y se
agarran a todo lo que es perecible”.
***
“¡Nos aproximamos a una nueva era Universal! ¡El cambio es traído por el cometa
irradiante, el justo juez!”

***
“Yo siento el fulgor uniforme de los rayos solares; el calor lleno de vida. Al mismo
tiempo me tomo consciente de la impresión de la despedida que traen consigo. Inti,
nuestro querido Señor del Sol, lentamente se despide de su fulgurante reino”.

***
“Mirando al firmamento y sintiendo las innumerables corrientes y influencias de los
astros que mutuamente propician fuerzas, me admiro de que criaturas tan insignificantes
como nosotros, seres humanos, tienen permiso para vivir en el grandioso mundo del Dios-
Creador”.

***
“Mientras camino en la atmósfera alegre del luminoso mediodía, fluyen Amor y
gratitud de mi corazón. Ese Amor y gratitud se dirigen a todos vosotros espíritus de la
naturaleza, grandes y pequeños, que me posibilitaron la vida en la Tierra”.
EPÍLOGO

Aquí termina la historia de los Incas. En realidad, son algunos episodios de la vida
de ese extraordinario pueblo. En el presente libro son mencionadas principalmente dos
grandes ciudades Incas. La Dorada Ciudad del Sol y la Ciudad de la Luna. Existían, sin
embargo, aún otras localidades mayores con sus templos y escuelas. Algunas de esas
localidades Incas, sobre las cuales también se podría escribir bastante, fueron asaltadas por
las hordas de Pizarro, aún antes de que esas hordas llegasen al Cuzco.
Esta historia no es completa. Como arriba se mencionó, se trata apenas de
episodios, con los cuales el lector puede formarse una imagen de los seres humanos que
se denominaban pastores y señores de almas, no conocían el dinero y veían en el oro el
reflejo del Sol.
Los Incas dominaron, con el transcurrir del tiempo, cerca de cuatrocientas tribus y
pueblos mayores y menores. Sí, ellos dominaron esos pueblos; pero no en el sentido que
hoy se entiende por “dominar”. Los Incas ejercían su poder debido a sus extraordinarias
capacidades espirituales. Dominaban, por lo tanto, “espiritualmente”. La singular
posición que poseían entre los otros pueblos, se efectuaba por la fuerza de sus espíritus
puros. De manera más natural. A través de su saber, su capacidad, su Amor al prójimo y así
sucesivamente.
La riqueza en oro de los Incas era incalculable. Una vez que el saqueo fue efectuado
durante cincuenta años, es comprensible que no restó mucho a fin de ser guardado. Las
obras de arte que se encuentran en el Museo del Oro, en Lima, pertenecían apenas en
mínima parte a los Incas. No debemos olvidamos que entre los pueblos aliados a los Incas
había grandes artistas que eran maestros en los trabajos con metal.
El oro de los Incas desapareció. Los conquistadores cuidaron para que se apagase el
último brillo que seres humanos difundieron espiritual y terrenalmente.
Sin embargo, aún no desaparecieron los vestigios que los amigos de los Incas y de
otros pueblos de aquel tiempo, los gigantes, dejaron. Cada bloque de piedra, pesando
toneladas, de las ruinas que aún son visibles, dan testimonio de la existencia de ellos.
También las hoy tantas veces citadas líneas y figuras descubiertas en el valle de
Nazca, en el sur del Perú, recuerdan en sus inmensas dimensiones a los gigantes, los cuales
aún hoy son designados como dioses por algunos de los pueblos allí radicados.
El valle de Nazca, con sus redes de líneas, figuras de animales y personas, constituye
en la realidad un libro de enseñanza, que los seres humanos para los cuales fue hecho,
comprendían correctamente.
La red de líneas dentro de las cuales algunas parecen caminos, representa un Atlas
Astronómico, como constató el profesor Kosock acertadamente; Atlas ese que reproduce
los movimientos individuales de astros de modo claro y visible. Entre ellos se encuentran
también “los astros invisibles”, que emiten más irradiaciones hacia la Tierra de lo que se
pueda imaginar. La Tierra es, pues, “bombardeada”, día y noche por irradiaciones emitidas
no solamente por los astros por nosotros conocidos y visibles, sino también por los
‘invisibles’.
Las figuras igualmente gigantescas de animales en el valle de Nazca vivieron otrora
en aquella región, en forma semejante, aunque no de tal tamaño. Incluso, en una época en
que el macizo montañoso de los Andes aún emergía del mar como una verde isla tropical.
También las figuras de seres humanos con sus cabezas circundadas por rayos tienen un
significado más profundo.
A través de los rayos, los “Maestros” siderales del reino elemental, indicaban que
en la isla verde habían vivido seres humanos. Seres humanos buenos e irradiantes.
Esas explicaciones, naturalmente, apenas serán asimiladas y sentidas como
verdaderas por aquellas personas que aún poseen una unión con el gran Reino de la
Naturaleza y sus espíritus. Y tan sólo para esas personas fue escrito el presente libro.
Que les traiga alegría y claridad sobre el último pueblo ligado a la Luz que vivió en
la Tierra.
OBRAS EDITADAS POR LA ORDEM DO GRAAL NA TERRA EN
PORTUGUÉS:

de ABDRUSCHIN:
NA LUZ DA VERDADE - Mensagem do Graal
obra en tres volúmenes
Os Dez Mandamentos e o Pai Nosso
explicados por Abdruschin
Respostas a Perguntas
de Roselis von Sass
A Desconhecida Babilonia
A Grande Pirámide Revela Seu Segredo
A Verdade sobre os Incas
Africa e Seus Misterios
Atlántida. Principio e Fim da Grande Tragédia
Fios do Destino Determinara a Vida Humana
O Livro do Juízo Final
O Nascimento da Térra
Os Primeiros Seres Humanos
Revelares Inéditas da Historia do Brasil
Sabá, o País das Mil Fragrancias
otras obras editadas por la Ordem do Graal na Térra
A Vida de Abdruschin
Aspectos do Antigo Egito
Buddha
Éfeso
Historias de Tempos Passados
Lao-tse
O Livro de Jesús, o Amor de Deus
Os Apóstelos de Jesús
Zoroaster
Obras de Roselis von Sass, editadas en diversos idiomas:
en alemán:
Atlantis - Ein Volk wáhlt seinen Untergang
Dann kamen die ersten Menschen
Das Buch des Gerichtes
Die Geschichte der Inkas
Die GroBe Pyramide enthüllt ihr Geheimnis Enthüllungen aus Brasiliens Geschichte Jeder
Mensch bestimt sein Schicksal selbst
en español:
La Verdad sobre los Incas
en francés:
La Grande Pyramide Révéle son Secret
y otros libros en preparación.
Correspondencias y pedidos:
ORDEM DO GRAAL NA TERRA - Fax: +55 11 7961-0006
Caixa Postal 128 - CEP 06801-970 - EMBU - SP - BRASIL
E-mail: graal@graal.org.br - Home Page: http://www.graal.org.br
En Europa, los pedidos pueden ser encaminados a:
LIANE BUCHHEISTER - Tel. +49 531 69 59 56
Schulstrasse, Ha - 38126 Braunschweig - ALEMANIA
L’APPEL
6, rué Simón Dauphinot - 51350 Cormontreuil - FRANCIA

Cintas, edición y confección


ORDEM DO GRAAL NA TERRA
Embu - Sao Paulo – Brasil
APÉNDICE

Presento como Apéndice los capítulos XI y XII de la obra “Los Jinas o El libro que mata a la
muerte” de Mario Rosso de Luna; que, a mi juicio, es quien más investigó acerca de los Incas, tanto
historiadores como autores ´oficialistas’ o conservadores (Garcilaso de la Vega, Pedro Cieza de
León, Rv. José Acosta, etc.) y autores no oficialistas (Helena Petrovna Blavatsky, Charles Leadbeater,
Arthur E. Powell, etc.). Para estos últimos, los Incas, son descendientes de la tercera subraza de la
cuarta raza raíz Atlante; y llegaron antes de la última destrucción de la Atlántida y se apostaron en
la intratierra del legendario Paititi, sobre una base del desaparecido continente Amazónico,
conectado con el lago Titicaca. Recordemos entonces que el Maestro R (Saint Germain), entre otros
señalan que este desaparecido continente, dotó de Maestros, tanto a Mu, como a la Atlántida.
Recordemos también que ‘el viejo karma’ a que se refieren los estudiantes y clarividentes está
referido a que, en esos continentes desaparecidos, usaron ´negativamente’ la energía elemental y
dévica, y siendo los Incas, de origen Tolsteca-Atlante, les correspondía su cota kármica. Además;
recordemos también que, no a toda la humanidad le fue bien en el proceso de aceleramiento del
desarrollo del ‘cuerpo mental´ implantado por los extraterrestres (Anunnakies)… ¡Los Incas, son la
excepción! Y ellos están reencarnados en la actual época, colaborando con el Cristo Cósmico (señor
Maitreya) para que la Tierra u Olija pase con creces su Iniciación Cósmica, y logre su pase
dimensional. ¡Las profecías de los Incas son claras al respecto!...
Aterricemos entonces, y volvamos a éste apéndice, que vuelvo a repetir; lo hago con la
única intención de enriquecer el excelente trabajo de Roselis Von Sass que acabamos de exponer.
Veamos:

¿QUÉ SON LOS JINAS?


A decir de Mario Rosso de Luna; El jina existe. Le hemos encontrado todos por lo menos
una vez en el áspero e iniciático camino de nuestra vida en forma de "hombres y cosas raras"; que
ni hemos vuelto a ver ni hemos acertado luego a explicarnos; en forma de "solución imprevista",
venida de ellos (de los jinas o sabios), como "ángeles custodios" de la Humanidad en general y en
particular de cada uno de nosotros, aunque nosotros, ciegas bestezuelas desconfiadas y escépticas,
lo hayamos echado luego, temiéndonos a nosotros mismos, al revuelto saco de lo que llamamos
"coincidencias", "casualidades", "alucinaciones" y demás palabrejas de cobardía para no afrontar
cara a cara, como lo hacemos nosotros, desafiando a la crítica, en el presente libro, donde la poesía
tradicional y la verdad histórica van todo lo inextricablemente enlazadas que ir deben en nuestra
vida, si hemos de dar a la razón el vivificante calor de la emoción y el sentimiento, y a estos últimos
la guía de una crítica histórica de mitología comparada como no se ha empleado hasta aquí por los
sabios modernos, temerosos sin duda ellos en sus vanidades de que un glorioso pasado que se cree
perdido y, sin embargo, resucita y vive, muestre ante sus espantados ojos una ciencia integral que
penetra en lo maravilloso y puede responder gallarda a las tres preguntas del enigma de la Esfinge:
"¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y ¿adónde vamos?", como jamás llegará a hacerlo su
ciencia pobre y positivista, porque puede enseñarnos, documentada con el testimonio de la
sabiduría de todos los pueblos y edades, que hemos descendido de lo Alto, del Seno del Logos
inefable, a través de las infinitas "Casas de devoción" de rutilantes astros y de "Moradas", como
aquella que en sus éxtasis de iluminada consciente e inconsciente columbrara Teresa de Cepeda...
Mientras ignoremos tamañas verdades, no seremos sino "animales de dos pies"; cuando lo
sepamos y alcancemos a obrar al tenor de tal "Sabiduría" (Jina o Sabiduría), empezaremos a ser
Hombres y luego Héroes, Semidioses y Dioses a través de ese obscuro y extraño "Mundo de los
Jinas"…

CAPÍTULO XI. LOS "JINAS" INCAS


- El Inca Garcilaso de la Vega y sus "Comentarios reales de los Incas",
- Un contraste histórico entre "los Hijos del Sol" y los demás pueblos sudamericanos,
- El relato de un Amauta Inca.
- Gentes solares, Cainitas, Quirites o Incas del viejo continente.
- Chámanos o jinas y sus discípulos Incas.
- Los dos reformadores, el Manú y su Coya, en el lago sagrado de Titicaca,
- La religión natural de los Incas y su culto simbólico del Sol y de la Luna.
- Pachacamac, el Logos Demiúrgico Inca.
- El Dios Desconocido.
- Runas y Llamas.
- Las reencarnaciones.
- Lazos fonéticos entre los Incas y los pueblos del viejo continente.
- Los Incas fueron arios y no semitas.
- Pruebas históricas de este aserto.
- El culto de Vesta.
- La fiesta del Sol.
- Las cronologías de los quipos.
- La proverbial caballerosidad aria de los Incas.
- "Caso diplomático" que hoy envidiaríamos.
- Altísima moralidad de aquellos "Hijos de la Luz".
- El templo de Cuzco.
- Cámaras iniciáticas del Sol, la Luna, Venus y las Pléyades, estas últimas como centro del Universo,
al tenor de lo que admite también nuestra Astronomía.
- Las cuatro clases de lenguas del Imperio Inca.
- Su iniciática sabiduría.
Los bondadosos lectores habrán de perdonarnos este aserto, que acaso se les antoje
demasiado fuerte e injustificado: Los fundadores del Imperio Inca del Perú fueron los jinas.
Pero, antes de rechazar por temeraria semejante aserto, bueno será que nos acompañen por esta
breve excursión histórica, apoyada en una de las más hermosas obras de la época: los Comentarios
reales de los Incas, o Historia general del Perú, escrita en el siglo XVI por el célebre Inca Garcilaso
de la Vega.
Pocos contrastes históricos son más notables, en efecto, que el que presentara América del
Sur entre el egregio pueblo Inca y los demás de aquel vasto continente a la llegada de los
conquistadores. Y este contraste, por otra parte, es el que en el capítulo anterior nos ha trazado la
Maestra H. P. B. entre el pueblo jina de los Todas y el pueblo inferior de los Badagas, que los
considera como a verdaderos "hijos del Sol" o dioses, honrándose con proveer a sus necesidades
materiales, ni más ni menos que acaeciera con los Incas. De aquí la inmensa distancia entre unos y
otros, que Garcilaso nos describe en estos términos:
"Residiendo mi madre en el Cozco (Cuzco), su patria, venían a visitarla los pocos parientes
que habían escapado con vida de las crueldades de Atahualpa, en las cuales visitas solían tratar del
origen de nuestros reyes, de sus leyes y de sus enseñanzas. ... Acaeció, pues, que siendo yo de diez
y siete años, le dije al pariente más anciano: "Tío, ¿qué noticias tienes tú del origen de nuestros
reyes?" Y él me contestó: "Guarda en tu corazón cuanto vaya decirte: Sabrás que, en los siglos
antiguos, toda esta región de tierra que ves eran unos grandes montes breñales, y las gentes en
aquellos tiempos vivían como fieras, sin religión, ni policía, ni pueblos, sin cultivar la tierra ni cubrir
sus carnes, habitando las cuevas, comiendo como bestias yerbas del campo, raíces de árboles,
frutas y carne humana. Entonces, nuestro padre el Sol hubo lástima de ellos, y envió del cielo a la
tierra un hijo y una hija de los suyos, para que los doctrinasen en el _ verdadero conocimiento, y
les diesen preceptos y leyes en que viviesen como hombres en razón y urbanidad, habitasen en
casas, tuviesen pueblos, cultivasen las plantas, criasen ganados y viviesen de la tierra como
hombres racionales y no como bestias. Con esta orden y mandato puso nuestro padre el Sol estos
dos hijos suyos en la laguna Ti-ti-ca-ca (Titicaca), y les dio una barra de oro, de media vara de largo
y dos dedos de grueso, diciéndoles que allí donde aquella barra se les hundiese con un solo golpe
que con ella diesen en la tierra, allí quería nuestro padre el Sol que hiciesen su asiento y corte. Así,
cuando hayáis reducido esas gentes a nuestro servicio, les dijo, las mantendréis en razón}' justicia,
a la imagen y semejanza mía, que a todo el mundo hago bien, cuidando de dar una vuelta cada día
al mundo, para proveer y socorrer a toda la tierra... Ellos, entonces. salieron de Titicaca, tratando
en vano de hincar aquí y allá la barra de oro, hasta llegar a Pacarec-Tampu o "Posada del Amanecer",
en el valle del Cuzco -o Cuzco-, que estaba hecho una montaña brava, llamada Huanacanti
(Huanacaure), y como allí hundiesen con gran facilidad su barra, hasta perderse, dijo nuestro Inca
a su hermana y mujer: "Este es el valle indicado por nuestro padre el Sol; vayamos, pues, cada uno
de su lado a convocar y doctrinar a esta gente; tú hacia el Norte, y yo hacia el Mediodía". Los
moradores, viendo aquellas dos personas vestidas y adornadas con los rostros, palabras y
ornamentos de nuestro padre el Sol, les obedecieron como a reyes, refiriendo doquiera las
maravillas que de ellos habían visto y oído... Así se creó nuestra ciudad, dividida en dos mitades: la
del rey fue Hanan Cuzco, o alto, y la de la reina, Hurin Cuzco, o bajo, no para que los unos tuviesen
preeminencias sobre los otros, sino para que todos fuesen iguales como hermanos, hijos del mismo
padre y de la misma madre; unos como hermanos mayores, y como hermanos menores los otros.
Nuestro Inca enseñó a los hombres, y nuestra Coya a las mujeres... Los indios, así reducidos a la
civilización, fueron atrayendo a otros. Estos silvestres acudían en gran número a ver las maravillas
de nuestros primeros padres, y certificándose en ellas, se quedaban en su servicio y obediencia,
formando más de cien pueblos... Cuántos años a que el Sol envió estos sus primeros hijos, no te lo
sabré decir, que ellos son tantos que no los he podido guardar en la memoria. Nuestros primeros
Incas vinieron en los primeros siglos del mundo, de los cuales descienden los demás reyes que
hemos tenido, y de estos mismos descendemos todos nosotros. Nuestro Inca se llamó Manco-
Cápac -el Manú Cápac-, y nuestra Coya, Mama Ocllo Huaco. “Fueron hermanos, hijos del Sol y de la
Luna... Por no hacerte llorar, no he recitado esta obra con lágrimas de sangre, por el dolor de ver a
nuestros Incas acabados y nuestro Imperio perdido”.
La narración anterior tiene un sabor eminentemente platónico e iniciático. Recuerda los
pasajes de Timeo y del Critias, cuando el sacerdote Salta de Isis le revela a Solón la verdadera
tradición de la Atlántida con aquellas palabras memorables de "¡Oh Solón, Solón: ¡vosotros los
griegos sois unos niños, e ignoráis como tales la historia gloriosa de vuestros antepasados!...
Con dicha narración. en efecto, el hermano del último Inca Huayna Cápac inicia al joven
Inca Garcilaso de la Vega en los míticos orígenes de aquel gran. pueblo Incaico, cainita, o de
"sacerdotes reyes", que ha tenido en el viejo continente sus similares en esos curus, kaurios, quirites
y demás hombres de la raza solar, o "hijos del Sol", que figuran en todas las teogonías, tales como
la del Mahabharata, los Vedas, el Código del Manú, los libros sagrados parsis y caldeo-semitas, el
panteón de Hesíodo y de Homero, las Doce Tablas romanas, y, en fin, los Eddas escandinavos, base
de todas las obras de Wagner, en las que kyries, la lanza sagrada, es símbolo del rayo solar físico
que fecunda a la Tierra, y también de ese divino Rayo Espiritual que, emanado del Logos, o Sol
Central, constituye nuestro Supremo Espíritu, o Dios Interior de nuestra conciencia, según muy al
por menor se detalla en varios capítulos de los tomos I y II de esta nuestra Biblioteca.
Por eso no son de extrañar las infinitas conexiones que la doctrina y los hechos de los
primeros Incas guardan con toda la iniciación oriental como vamos a puntualizar, empezando por
decir que el propio César Cantú liga a éstos con ciertas tribus mogoles, o shamanes antiguas, lo que
equivale a establecer que en eso de la inopinada presentación del Manú del Norte, o Manco Cápac,
y de su compañera (Coya o Yaco), se día acaso la extrañísima circunstancia que acaba de hacernos
notar H. P. B. (Helena Petrovna Blavatsky)en el capítulo anterior, relativa al fenómeno "teúrgico"
de esos seres puros o shamanes, que, prestando su cuerpo físico como hostia santa y vehículo
material, vienen a servir así en el mundo de los hombres como divinos instrumentos de la
protectora acción de los jinas, o seres superiores, tutela y guía de la Humanidad desde que existe.
No es de extrañar por ello que estos dos reformadores aparezcan en la simbólica al par que
real laguna de Titicaca, o lago sagrado de ese Dios It, o Dios-Término, el dios, también de la frontera
entre finas y hombres, a que se refiere el capítulo X de, De gentes del otro mundo; ni que, a guisa
de la "Varita de los siete nudos", que los Maestros orientales o shamanes dan como talismán a sus
discípulos cuando los lanzan a cumplir su misión redentora al mundo, llevaran aquéllos la barra de
oro, -símbolo también del rayo solar o "lanza"-, indicadora de la ciudad o centro iniciático incásico
que, como todos los Manús "conductores de hombres", estaban encargados de fundar; ni en fin,
que se les diese el especial encargo de reducir a aquellas desdichadas gentes atlantes que
sobrevivieron a la gran catástrofe, a las sencillas creencias primitivas, sin sacrificios humanos,
idolatrías y demás horrores y miserias que dice Garcilaso en el párrafo transcrito. Con ello no se
hizo, en efecto, otra cosa que restaurar el culto caldeo, o kaicas mongólico del Sol, de la Luna; en
suma, la Religión de la Naturaleza, por otro nombre "Ciencia de los dioses" o Teosofía. Los dos
"barrios" famosos, el "alto" y el "bajo", en que, simbólica, al par que efectivamente, hubo de
dividirse la ciudad, no fue sino el restablecimiento de los dos cultos del Sol (Hanan, Irán) y de la
Luna (Hurin, Turín), prototipo de todas las fuerzas animadoras del Cosmos, bajo la acción suprema
de ese Dios Desconocido y sin Nombre, que lo mismo en Gades y en Grecia (San Pablo, Hechos,
XVII) que entre los arios y los Incas, tuvo y tendrá eternamente su templo druídico en la majestuosa
bóveda de los cielos que cubre y protege a nuestro mísero planeta, Divinidad Abstracta a la que el
Inca-cronista que nos guía en este trabajo consagra estos sugestivos párrafos:
"Los reyes Incas y sus Amautas o filósofos rastrearon con lumbre natural al verdadero Dios,
al cual llamaron Pachacamac, nombre compuesto de pacha, universo, y de camac, participio de
presente del verbo cama, animar, significando, por tanto, "el que anima al universo", o sea el que
hace con el universo lo que el alma con el cuerpo. Por eso, sólo se reverenciaba al Pachacamac, al
Sol y al Rey, pero mientras que al Sol le nombraban a cada paso, no nombraban a Pachacamac ni le
hacían templos ni sacrificios, sino que le adoraban mentalmente en su corazón, teniéndole por el
Dios Desconocido, tanto que si a mí, que soy indio cristiano católico por la infinita misericordia, me
preguntasen cómo se llama Dios en mi lengua, diría que Pachacamac... Tuviéronle en más
veneración que al Sol; no le ofrecieron sacrificios ni le hicieron templos, salvo el famoso y riquísimo
del valle de Pachacamac, dedicado a este Dios Desconocido e Invisible. Así, Incas y Amautas
(filósofos), imitando a los caldeos, dispusieron que no se adorase sino a este Supremo Señor; al Sol,
por el bien que nos hace, y a su hermana la Luna, y a las estrellas, en fin”.
"Tuvieron los Incas Amautas la creencia de que el hombre era un compuesto de cuerpo y
alma, y que mientras ésta era espíritu inmortal, el cuerpo estaba formado de tierra, y así le llamaban
allpa camasca, que quiere decir "tierra animada". Al hombre, pues, para diferenciarle de los brutos,
le llamaron runa, o sea "hombre dotado de razón", y a las bestias las denominaron llama. Creían en
otra vida, después de la presente, con penas para los malos y descanso para los buenos. Así, dividían
el universo en tres mundos: el cielo o hanan pacha, equivalente a "mundo muy alto"; el mundo de
la generación y de la corrupción, o hurin pacha, y el mundo inferior, ucu pacha, o sea el centro de la
Tierra, el infierno, la casa del demonio o supaypa huacin esta vida presente, los buenos gozaban
todo contento, descanso y regalo, y los malos penas, enfermedades y trabajos. Tuvieron asimismo
los Incas la resurrección universal, no para gloria ni pena, sino para volver a vivir esta vida temporal.
jamás tuvieron sacrificios humanos, ni aun por causa de las enfermedades de sus reyes, pues que a
éstas las consideraban como mensajeras del Padre Sol, que por ellas les llamaba a descansar en su
seno”.
Los fundadores, pues, del vastísimo Imperio Inca o del Dios Sol (Sayri-tupac o Sri-tupan),
tenían infalsificables características arias, pese a cuanto pueda inferirse en contrario de las palabras
de historiadores, como el P. José de Acosta, en su célebre Historia natural y moral de las Indias
occidentales, por el eterno afán, ya notado por H. P. B. en el capítulo anterior, de relacionar todas
las cosas con la Biblia mosaica, empeño infantil, después de todo, por cuanto en último término,
puede probarse que la raza hebrea no es sino un vástago ario, torcido desde sus orígenes por su
materialismo característico y, como tal, expulsado de la Ariana hacia Ur de la Caldea, como harto
lo indican los nombres de Abraham (el no- brahmán "o el ex-brahmán") Sri, Sarai o Sahara, la
"Sarasvati", hindú, etcétera, etc. Tales características son numerosísimas, por lo cual sólo
mencionaremos las más salientes.
El semita nace en un Jardín del Edén; "el ario nace siempre en una "cueva sagrada", que
harto sagrada es esa humana cueva o matriz, santuario de la generación y de la vida, y por eso las
tradiciones más antiguas de los Incas, como arios, arrancan de las Siete Cuevas de Pacaret-Tampu,
"la Mansión del Amanecer" u Oriente, de donde salen los cuatro (más bien siete) hermanos Ayar,
nombre que no puede ser más ario, y descienden al mundo de los mortales, que no otra cosa quiere
decir el bajar al Cuzco, palabra que, si por un lado proviene de la vasca "tierra", por otro también
significa "ombligo", porque mediante el cordón umbilical yace el feto arraigado en la entraña o
"tierra" materna durante los nueve meses del embarazo, existencia intrauterina de la que morimos
para nacer en este mundo, como morimos más tarde en la tierra para nacer a otros mundos
superiores. Dichos hermanos arios se muestran por vez primera a los hombres "después del Diluvio"
o catástrofe atlante en Tihuacan, literalmente "el reino del dios It", y son también llamados, como
después sus sucesores, ln-ti-chu-rin, "hijos del Sol", y jefes de los ku-ra-cas o sacerdotes (curus,
curas, que diríamos hoy en típico castellano), mientras que a las mujeres ilustres y ya de sangre real
se las llamó pallas, con el típico nombre helénico de Pallas Atenea, equivalente al de Minerva
Calcídica o iniciática, Diana, Selene, o en suma, Isis o Io.
Los semitas, dado su abyecto culto al sexo, disfrazado con los más frívolos pretextos, jamás
conocieron ese culto de Vesta, Hestia o la Madre-Tierra, que de India y Persia pasó a Grecia y Roma.
“Tuvieron los Incas -dice el cronista- vírgenes muy hermosas, conforme a las que hubo en Roma en
el templo de Vesta, y casi guardaban los mismos estatutos que ellas”, y por eso, igual en México
que en el Perú, los más suntuosos edificios eran los de las vestales o conservadoras del Divino Fuego
ario, las druidesas o sacerdotisas del más puro, sabio y primitivo de todos los cultos: el culto a Higia
o la Madre Naturaleza.
Si no hay, por otra parte, nada más ario que la numeración decimal que los árabes
aprendieran de los hindúes, aquí, entre los Incas, vemos sabiamente aplicado el principio, no ya en
sus célebres contadores o quipos, con los que llevaban su historia, cronología, tradiciones, etc., sino
hasta en su sabia organización militar por decurias, 'Como los romanos (Garcilaso), hasta llegar a la
centena de millar, 'fue" les sobraba para sus organizaciones militares. ¿Cuándo, en fin, conocieron
esas hordas semitas que en la Biblia, y por consejo de su sanguinario Dios, vemos entrando a saco
y pasando a cuchillo a todos sus moradores, "hasta el que mea en la pared" (o sean los perros) ,
una moderación, una bondad, una caballerosidad tan genuinamente arias como las que revelan
estos típicos pasajes del pueblo único entre los pueblos de Sud-América, el primitivo Tiahuanaco de
la Ciudad del Sol, remoto "abuelo" de la civilización Inca, que llegó aún más lejos que éste, pues
que cubrió toda la Patagonia y Tierra del Fuego, amén de zonas continentales, sumergidas cuando
la catástrofe, y de la que son misteriosos restos las ruinas y estatuas de la frontera Isla de Pascua?
"El pueblo de Cacyaviri, gobernado por varios caciques, así que supo la llegada del ejército
Inca, se reunieron en su cerro sagrado dispuestos a resistir. El Inca les envió entonces embajadores,
diciéndoles que él no iba a quitarles sus vidas ni haciendas sino a hacerles los beneficios que el Sol
le mandaba les hiciese. Viendo al cabo de mucho tiempo y de recados como éste que los Incas
sitiadores no les acometían, lo atribuyeron a cobardía, y haciéndose más atrevidos. cada día
salieron muchas veces del fuerte para provocarles; y fue común fama luego, que un día, los que así
salieron, vieron con espanto que se volvían solas contra ellos cuantas armas lanzaban contra los
Incas, matándolos. Entonces, niños, mujeres, guerreros y curacas fueron a posternarse ante el Inca.
Éste los recibió sentado en una silla, rodeado de su gente de guerra, y habiendo oído a los curacas,
mandó que les desatasen las manos y les quitasen del cuello las sogas que ellos mismos, en señal
de humildad, se habían puesto, con lo que les dio a entender que les perdonaba la vida y les daba
la libertad, a fin de que, dejando sus ídolos, adorasen al Sol, que tal merced les hacía, para que de
allí en adelante viviesen en la razón y en la ley natural, disfrutando de sus tierras y vasallos. Deseoso,
además, de que llevasen mayor seguridad del perdón y testimonio de la mansedumbre del Inca,
éste les mandó a los curacas que, en nombre de todos los Collas, le diesen ósculos de paz en la
rodilla derecha, para que viesen que, pues les permitía tocar a su persona, era porque ya les tenía
por suyos. La cual merced fue inestimable para todos ellos, porque estaba prohibido, como
sacrilegio, el tocar al Inca, no siendo de sangre real”.
Otro caso, aún más hermoso, nos refiere el mismo autor respecto de los pueblos del otro
lado de la Cordillera. "Los naturales de Cuchuna -dice-, al saber que se acercaba el Inca, hicieron un
fuerte donde se metieron con sus mujeres e hijos. Los Incas los cercaron, y. por guardar las órdenes
de su rey, no quisieron combatir el fuerte, que era harto flaco, y les ofrecieron paz y amistad, que
ellos no quisieron recibir. En tal porfía estuvieron unos y otros más de cincuenta días, en los cuales
se ofrecieron muchas ocasiones en que los Incas pudieran hacer mucho daño a los contrarios; mas,
por guardar su antigua costumbre. dejaron que les apretase el hambre. No pudiendo sufrirla, al fin,
los niños, no sólo eran éstos recogidos y alimentados, sino que les daban también para que
comiesen sus padres. Todo lo cual, visto por los contrarios, y que no recibían socorro, acordaron
rendirse sin partido alguno, pareciéndoles que los que habían sido tan clementes cuando ellos eran
rebeldes y contrarios, lo serían mucho más cuando les viesen humillados y rendidos, como así fue,
porque los Incas les dieron de comer y les desengañaron diciéndoles que no procuraban ganar
tierras para tiranizadas, sino para hacer el bien a sus moradores, como les mandaba su Padre el
Sol". (Ibíd., II, cap. VIII).
Y así, por mucho que se busque, acaso no se encuentre en toda la historia europea un caso
tan gallardo, tan sensato y tolerante, como el que entraña este sucedido, que el Inca-cronista nos
relata de esta manera:
"Cuando a los de Chayanta les llegó el mensaje del Inca para que se les sometiesen, unos
decían que era muy justo que se recibiese al hijo del Sol por señor y se guardasen sus leyes; pues
se debía creer que, siendo ordenadas por el Sol, serían justas, suaves y provechosas, todas en favor
de los vasallos y ninguna en interés del Inca. Otros opusieron que no tenían necesidad de rey ni de
nuevas leyes, que las que tenían eran muy buenas, pues las habían guardado sus antepasados, y
que les bastaban sus dioses, sin tomar nueva religión y nuevas costumbres. Se acordó, por tanto,
decide a aquél que, entretanto que les enseñaban las leyes, el Inca y su ejército entrasen en la
provincia, con palabra que les diese de salirse y dejados libres si les contentaban sus leyes... El Inca
aceptó las condiciones y fue recibido con veneración y acato, mas no con fiesta y regocijo, y así
estuvieron, entre el temor y la esperanza, hasta que los consejeros ancianos que tenía el Inca, en
presencia del príncipe heredero que asistió a la enseñanza, les manifestaron las leyes, así las de su
religión como las del gobierno de su república, hasta que las entendiesen; y viendo que todas eran
en honra y provecho del país, las aceptaron con grandes fiestas”. (Ibíd., II, cap. 20.)
Cosas semejantes, y otras aún más admirables que también nos relata el cronista,
prueban que tenemos a la vista, sino un pueblo jina, porque el jina está por encima del sexo, sí un
pueblo verdaderamente protegido en su infancia post-atlante por jinas efectivos que
transparentan sus protecciones a la manera de los "Todas" con los "badagas" de la India, que vimos
en el anterior capitulo. Un pueblo verdaderamente humano, en suma, que, al practicar así el bien,
no podía menos de recibir, como reciben siempre los buenos, la augusta protección de esos seres
hiperfísicos o de "cuarta dimensión" que nos guían solícitos, y entre los cuales más de una vez están
nuestros muertos queridos. De ello hay además una referencia hermosísima relativa, ya que no a
los Incas, a los mexicanos. cuyas doctrinas, como derivadas del mismo origen, establecían
semejante lazo entre los hombres buenos y sus jinas protectores.
De aquí las virtudes de aquel pueblo, de las que daremos ésta sola prueba:
En el capítulo XLI de la obra de Garcilaso, bajo el título de Niegan los indios haber cometido delito
alguno Inca de la sangre real, se nos dice:
"No se halla, o ellos lo niegan, que hayan castigado a ninguno de los Incas, porque nunca,
decían los- indios, hicieron delito alguno que mereciese castigo público ni ejemplar, porque la
doctrina de sus padres, el ejemplo de sus mayores y la voz común de que eran hijos del Sol, nacidos
para enseñar y hacer bien a los demás, los tenían tan refrenados y ajustados, que más eran dechado
de la república que escándalo de ella. Cierto que les faltaban las ocasiones que suelen ser causas
del delinquir, como pasión de mujeres, codicia de hacienda o deseo de venganza..., pero también
se puede afirmar que nunca se vio indio castigado por haber ofendido en su persona, honra o
hacienda a ningún Inca, porque no se halló tal duda de que los tenían por dioses, como tampoco se
halló haber sido castigado Inca alguno por delitos. No quieren ni que se piense siquiera que ningún
indio haya hecho jamás ofensa a los Incas, ni los Incas a ellos, antes se escandalizan de que se lo
pregunten los españoles; y de aquí ha nacido entre los historiadores el error de decir que tenían
hecha una ley de que no muriese Inca alguno por ningún crimen, porque fuera de gran escándalo
para los indios una tal ley que dijeran les daban licencia para que realizasen cuantos males quisieran
y que hacían una ley para sí y otra para los otros”. Antes bien, a semejante ser lo degradaran y
relajaran de la sangre real y lo castigaran con más severidad y rigor, porque siendo Inca, se habría
hecho anca, que es tirano, traidor y fementido... El preciarse el Inca de ser hijo del Sol era lo que
más les obligaba a ser buenos, por aventajarse a los demás, así en la bondad como en la sangre,
para que creyesen los indios que lo uno y lo otro les venía de herencia, y así lo creyeron con tanta
certidumbre, según la opinión de ellos, que cuando 'algún español hablaba loando alguna cosa
de las que los reyes o algún pariente de ellos hubiese hecho, respondían los indios: "No te
espantes, pues que eran Incas"; y si, por el contrario, vituperaban alguna cosa mal hecha decían:
"No creas que Inca alguno hizo tal, y si lo hizo, no era Inca, sino algún bastardo echadizo, como
dijeron de Atahualpa, por la traición que hizo a su hermano Huáscar”.
Pero donde más se marca el carácter del pueblo Inca es en su célebre Templo del Sol del
Cuzco, templo que es fama estaba todo recubierto de gruesas planchas de oro y plata (los metales
del Sol y de la Luna), que, excitando desde el primer instante las codicias de los conquistadores, fue
causa de su rápida destrucción.
Si el pueblo Inca, en efecto, fuese semita, como se ha pretendido por todos los cronistas,
con el P. Acosta a la cabeza, las características de su templo serían más o menos las del célebre
templo de Jerusalén. Mas, lejos de ser así, todos sus rasgos son más primitivos y más relacionados
con los de la remota antigüedad egipcia y asiática, y por ello aquellos siete templos del Sol y de los
planetas que se alzaron en la Heliópolis o incásica "Ciudad del Sol" del Alto Nilo, como en la Baalbek
del Líbano, etc., estaban, por decirlo así, agrupados en un solo edificio, aunque en cámaras
diferentes. según el propio Garcilaso nos indica. Había, pues, amén de la "Cámara del Sol" (Inti),
cuyas paredes, forradas de oro, mostraban en caracteres iniciáticos la verdadera situación de la
galería en 'la que yacían sepultados los tesoros jinas del Imperio, otra "Cámara de la Luna" (Quilla),
revestida de alto abajo de planchas de plata; otra "Cámara o logia del Planeta Venus" (Chasda), y
una cuarta "Cámara de las Pléyades o Cabrillas (Coyllur), y una quinta cámara, verdadero Sancta-
Sanctorum" (Huata) de aquella caldea y aria iniciación. Las otras dos "Cámaras del Rayo y del Arco-
Iris" (Illapa), completaban aquel verdadero septenario de templos astronómicos, consagrados
todos a la Teosofía, o sea a la primitiva y única Religión de la Naturaleza (Garcilaso, ob. cit., I. 2,
capítulos XXVI y XXVII.) Por supuesto que con ello los Incas, inspirados por sus jinas protectores, no
hicieron sino establecer práctica e iniciática veneración hacia esos cuatro soles de la doctrina
cosmogónica primitiva del atlante Asuramaya, el primero de los astrónomos: el Sol físico y visible,
el Sol ecuatorial, el Sol polar y el Sol central o Logos Demiúrgico, todos invisibles, pero cuyos
respectivos "cuerpos" o tatúas, que dice la lengua sánscrita, eran: el sistema planetario; el grupo
de soles vecinos que, como Sirio, alpha del Centauro, la 61 del Cisne, etc., vienen a constituir, valga
la frase, la familia del Sol nuestro;- la Galaxia entera o gran conjunto de los cien millones de soles
que integran en la nebulosa de la Vía Láctea, en cuyo seno vivimos, y cuyo centro, según Madler,
es precisamente las Pléyades, y, en fin, el conjunto todo de esas lejanas nebulosas, de las que forma
parte, como una de tantas, esta Vía Láctea, las dos nebulosas o Nubes de Magallanes, tan
semejantes a esta última, las de Orión, los Lebreles, la Lira y mil otras que, demarcando el más
gigantesco de los anillos o "serpientes" del Cosmos, contornean en círculo máximo nuestro cielo,
cortando aparentemente la Vía Láctea hacia las constelaciones de Casiopea y del Sagitario.
Para mayor prueba de semejante iniciación caldaica, tenemos, entre otros, detalles como
los que, sin comprenderlos, o acaso comprendiéndolos demasiado, nos da en su obra citada aquel
Rabindranath-Tagore del pueblo conquistado, Garcilaso el poeta, hablándonos del Acatanta o
egipcio "escarabajo sagrado", es decir, del Espíritu Planetario (Kabir o Viracocha) que mueve por
los ámbitos del sistema planetario, a esa pelota de cieno que llamamos la Tierra, diciéndonos que,
según los Incas, el alma, durante el sueño, no dormía, sino que viajaba por los espacios (el mundo
astral de los orientales), y hablándonos finalmente de las cuatro clases de lenguajes usados en el
imperio, a saber: a), el de las comarcas conquistadas, que cuidaban muy bien de respetar aunque
haciendo obligatorio el quechua o lengua oficial del Imperio; b), esta misma lengua Inca u oficial;
c), "un lenguaje iniciático hablado sólo entre los de sangre Inca o real", y d), el lenguaje de los
números, empleado también en sus quipos, y que no era otro que el lenguaje sagrado o calcídico
llamado zenzar o "idioma numérico", que es clave de todos los demás que han hablado los hombres
desde que el mundo es mundo, y que se transparenta cabalísticamente hasta en las palabras
hebreas fundamentales de Elohim, Jehovah, Adán, Caín, Enoch, Abraham, Sara, etc., que juegan en
el texto bíblico, como nos enseña H. P. B. en sus magistrales obras.
¿Qué le faltó, pues, a aquel gran pueblo, para poder ser colocado sin desdoro en la Historia
de la Humanidad al lado de otros colosos como el asirio, el sumerio (babilónico), el persa, etc.? Nada,
absolutamente nada. Verdaderos y leales hasta el heroísmo, ellos no manchaban con vanos
juramentos el nombre de Pachacamac, su divinidad más excelsa; ellos, según los cronistas, con sus
sabios repartos temporales de tierras, que acaso resolverían hoy nuestra pavorosa cuestión social,
"nunca tuvieron pobres", según dicen los mismos cronistas; ellos hicieron casi todas sus conquistas
más con el ejemplo de su persuasión que con las armas, como llevamos visto; ellos dictaron a
aquellos pueblos inferiores leyes sapientísimas, como no las hay hoy, y las hicieron cumplir con ese
suave, pero inflexible rigor, con que hoy las cumple la sabia Inglaterra, maestra de las libertades
constitucionales; ellos hicieron práctica, rápida y gratuita la justicia, no un espantajo lamentable,
como lo es hoy en más de un pueblo; ellos, con sus "Torres de posición" del Cuzco, y otros artefactos,
en la actualidad perdidos, hicieron Astronomía y predijeron los eclipses; ellos tuvieron la más
completa farmacopea con sus yerbas; ellos tuvieron de su país planos en relieve tan buenos como
los mejores nuestros, y heredaron sus sacerdotes cíclopes (gigantes) del viejo pueblo solar de
Tiahuanaco secretos como los de mover las enormes moles que aún se admiran en sus ruinas, moles
tamañas como pequeñas casas, porque dominaban cuantas ciencias derivan de la Geometría, como
lo prueban sus caminos, sus canalizaciones para riegos, sus postas, sus telégrafos de señales, y
tantas otras que perecieron con ellos. Todo esto sin contar infinitos elementos más de cultura, como
"sus flautas en cuarteto", las poesías de sus haravicos y actores, las ciencias filosóficas de sus
amautas; y, ¡lo que vale más que todo, como símbolo de grandeza de un pueblo!, no hacían estima
particular del oro ni de las piedras preciosas, porque, satisfechas todas sus dulces necesidades, no
sentían esos absurdos lujos de vanidad, codicia y egoísmo que, tras el oro, mal disfrazamos nosotros,
pudiendo decir con los nibelungos del poema musical de Wagner, El oro del Rhin, que ¡sólo les servía
para juguetes!, según la frase de Mimo al perverso Alberico, quien, como nosotros, hizo del oro
instrumento de magia negra para oprimir a sus hermanos infelices...
Gracias a todo esto, ya un tanto decaído, quizá, en víspera de la conquista española, pudo
estampar en sus Comentarios Reales el Inca Garcilaso estas palabras definitivas acerca de aquel
gran pueblo del que fuese él mismo un último y degenerado vástago: "Extremándose así los Incas,
tanto en la enseñanza de la filosofía moral como en la guarda de sus leyes y costumbres, llegaron a
desvelarse hasta un grado tal en ello, que ningún encarecimiento podría puntualizado, ya que,
además, la experiencia continuada de ellos les hada pasar siempre adelante, perfeccionándolo de
día en día, y de bien en mejor", e "hicieron así tan grandes cosas, añade Pedro Cieza de León en su
Crónica (capítulo 38), que pocos o ninguno en el mundo llegaron a aventajarles en buen gobierno",
siendo gran maravilla, dice por su parte el P. Acosta, el que hubiese tanto orden y razón entre
aquellas gentes, que en fábulas dulces y compendiosas, supieron encerrar todas sus leyes y
tradiciones, como vamos a ver.

CAPÍTULO XII. MAS SOBRE LOS "JINAS" INCAS


- El Imperio Inca empieza a revelársenos ahora.
- El doctor Squier en las ruinas de Pisac.
- Exploraciones de Hiram Bingham en Machu Picchu por cuenta de la Universidad de Yale.
- Abolengos caldeos o calcídicos del Imperio y de la lengua quechua.
- Las huacas.
- El Viracocha Inca.
- Un precursor del Parsifal wagneriano.
- El "inca que llora sangre" y su primogénito.
- Este último tiene una salvadora visión jina.
- ¿La Vaca pentápoda del Viracoroa?
- El caso del jina Hancohuallu.
- Welsungos, lobos o divinos rebeldes ineas.
- Un verdadero Narada Inca.
- Concordancias europeas: "el Camarada vestido de blanco", en las trincheras durante la Gran
Guerra.
- Un relato de los mexicanos a Cortés.
- La sabia legislación de los Incas y su desprecio hacia las riquezas.
- La aristo-democracia de los que se sacrifican.
- Cómo educaban los Incas a su príncipe y cómo realizaban el ideal de justicia.
- La mina de aquel feliz Imperio.
- La gente "que no fue vista".
El día en que se haga un estudio desapasionado y teosófico del maravilloso Imperio de los
Incas será un gran día para la humanidad, porque habrán de esclarecerse cosas e instituciones que
aun hoy, en medio de nuestra decantada cultura, constituirían un gran progreso social.
La base para semejantes estudios está echada ya, gracias a los esfuerzos arqueológicos
iniciados en Norteamérica, que empiezan a suministramos no pocas sorpresas.
En efecto, si queremos los llamados "testimonios positivos" por los materialistas, ahí
tenemos, como documento vivo de tamañas grandezas, las investigaciones del doctor Squier en las
ruinas de Pisac, y otro bien reciente, que se titula Por las tierras maravillosas del Perú. Viaje
realizado en 1912 por la expedición peruana, bajo los auspicios de la Universidad de Yale y la
Sociedad Nacional de Geografía, por Hiram Bingham, viaje publicado, con 244 soberbias
ilustraciones, por el Magazine of the National Geographic Society (Memorial hall, Washington D.
C., volumen XXIV, núm. 4, abril de 1913), que tengo a la vista. Dicho sabio norteamericano exploró
la comarca, desde 1906 a 1911, descubriendo y excavando en 1912 las ruinas de la gloriosa ciudad
Inca del río Urubamba, llamada Machu Picchu, uno de esos últimos baluartes de la raza, jamás
hollados por la planta de los conquistadores, según nos relatara la Maestra, con escándalo de no
pocos seudodoctos, al hablar en su Isis sin Velo de los inauditos y ocultos tesoros de los Incas. Es
hoy la tal ciudad, con sus bastiones escalonados, su acrópolis, sus fuentes, templos, palacios y
escalinatas de granito, "el más asombroso grupo de ruinas descubiertas desde la conquista", en el
gran cañón del Urubamba, la parte, quizá, más inaccesible de los Andes (Ritisuyu, o "la Montaña
Nevada"), a orillas de un espantoso precipicio que vuela 200 pies sobre el río, y a 60 millas al norte
del Cuzco.
Es, pues, la revelación del doctor Hiram Bingham un testimonio que agregar a otros
elocuentísimos de la jinesca grandeza Inca, conocidos por los nombres de Calca, Rumicalca,
Hurancalca, Ollantay, ciudades de evidente abolengo calcidico, caldeo, celta o kalkamogol - ya que
todas esta palabras tienen el mismo abolengo iniciático en el lenguaje secreto, matemático o
calcídico, originario de la Mongolia y el Tíbet- no menos que sus compañeras de los ríos Urubamba
y Apurímac, que se llaman Urubamba (la ciudad del fuego), Vayu bamba (la del aire, por ser Vayu,
aire, en sánscrito), Ruancarama o Jian-karama ("el sendero de los Jinas"), Abancay o Albancay ("la
blanca"), Ferro-bamba ("la ciudad del hierro", metal conocido, aunque no empleado por ellos), Anta
o Atlanta (típico nombre de nuestras huacas, navetas, torres o cámaras sepulcrales europeas)"
Ianama ("¿la ciudad de la muerte?") , Punta ("la quinta ciudad" o "la del cinco"), Pisac (participio
de presente del verbo Pisa, o "sapio", acaso), pampa cahuam (o "llanura de los dioses"), Yucay o
locay, delicioso retiro de la Corte, a orillas del río y junto a Calcas, y alguna otra que puede verse en
el croquis de la región, que nos da dicha expedición científica americana.
Y si no temiésemos forzar aún más las correlaciones sanscritánicas de semejantes nombres,
que se les antojarán -y, acaso, con razón harto violentas a nuestros filólogos positivistas, todavía
podríamos añadir a semejante léxico, palabras como las de Viracocha, el Viraj, Varón Divino, Kabir
o Logos de los hindúes; Inca" que es Caín (sacerdote-rey) por ley de la temura cabalística; Apas-
cheta o culto de las alturas salvadas de la catástrofe de las aguas (apas, en sánscrito, aguas); runa,
hombre y pensamiento o "letra"; Xacsahuam o Xexahuen, valle y ciudadela sagrada del Cuzco, que
nos recuerda a otra ciudad sagrada marroquí que ha sido conquistada también por España en
nuestros días; Palla, la mujer de sangre real o "hija de Palas", que dirían los griegos; chita, el chit
sánscrito, radical de nuestra palabra chitón, para imponer silencio; uchu, el famoso acchu o "rayo
de sol" y "piedra" que tanto juega en la prehistoria de Occidente; mama, madre o antecesora en
tantos pueblos asiáticos; pacha, animador, alentador, guía, y muchas más, dadas ya en el curso de
este estudio.
Finalmente, la palabra Viracocha es todo un mundo de revelaciones "jinas".
Años después de la conquista aún pudo ver Garcilaso la momia del Inca de este nombre,
con otras cuatro, conservadas al estilo egipcio, y relatamos tan heroicas hazañas de este gran rey,
tenido en su juventud por un "enemigo" por su padre mismo. ¡Un verdadero misterio psicológico,
que bien pudo servir de tipo a Wagner para trazar la figura sublime de su héroe Parsifal, el mozuelo
abobado y estúpido que llegó a conquistar la Lanza Santa y salvar al Grial!
El Inca Yahuar Huaca ("el que llora sangre") tenía un primogénito incorregible, dice, a quien
tuvo que desheredar y echar de la Corte, haciéndole guardar el ganado del Sol, con otros pastores,
en la solitaria comarca de Chita. Cierto día, sin embargo, se presentó el joven inopinadamente ante
su padre, el rey, diciéndole que venía "de parte de otro Inca o Señor más grande que él", para salvar
al pueblo de una gran catástrofe. "Sabrás, señor -relató el príncipe-, que estando recostado a
mediodía, y no sabré decir si dormido o despierto, debajo de una gran peña (o caverna) , se me
puso delante un hombre extraño (un Jina, como cuantos nosotros llevamos vistos en los capítulos
de, De gentes del otro mundo), en hábito y figura diferente de la nuestra, porque tenía barbas de
más de un palmo, y el vestido, largo y suelto, le cubría hasta los pies, conduciendo, además, un
animal desconocido (la consabida vaca pentápoda de dichos capítulos). El anciano me dijo:
"Sobrino, yo soy Hijo del Sol y hermano del Inca Manco Cápac y de la Coya Mama Ocllo Huaco, su
mujer y hermana, y me llamo Viracocha Inca. Vengo a ti de parte del Sol, nuestro padre, para que
des aviso al rey de cómo las provincias de Chinchaysuyo y otras están reuniendo muchas gentes
para derribarle de su trono y destruir nuestra imperial ciudad del Cuzco. Dile, pues, que se aperciba,
y a ti, por tu parte, te digo que no temas adversidad alguna, pues que en todas te socorreré como
a mi carne. No dejes, por tanto, de acometer cualquier hazaña que convenga a la majestad de tu
sangre y grandeza de tu Imperio, que te ampararé”. - En efecto, sigue el relato Garcilaso, los
sublevados, cual torrente devastador, asolaron de allí a poco, todo el Imperio, haciendo al rey
desamparar el templo, y la catástrofe anunciada por aquel Saint-Germain de América habría
sobrevenido (como sobrevino años más tarde por los españoles), si el gallardo Parsifal andino,
atendiendo a los consejos y fiado en la jinesca protección de aquel Kabir, no hubiese asumido el
poder real, y deshecho en sangriento choque a sus enemigos, tomando, finalmente, después, el
augusto nombre de su protector Viracocha, y reinando largos años feliz bajo su égida. . .
¿Qué pensar, pues, en buena filosofía, de estas repeticiones históricas que tienden el
puente entre este nuestro mísero mundo y el mundo excelso de nuestros protectores los JINAS?
No cabe, en efecto, otra cosa que admirar una vez más la universalidad con que la tradición de estas
"gentes del otro mundo" se halla repartida por la Historia Universal, a poco que en ella se
profundice, descartando el pobrísimo criterio positivista con que hasta aquí hemos seguido esta
disciplina científica.
Séanos permitido insistir en particular tan importantísimo que se relaciona además con
otro personaje no menos importante en la historia oculta de aquellos pueblos: el famoso jina
Hancohuallu.
"Tres meses después del sueño del desterrado príncipe -dice Garcilaso al narrar lo
antedicho (II, LIII) -, vino la nueva del levantamiento de los Hancohuallu y otras naciones
circunvecinas, que veían al Inca Yahuar Huaca tan poco belicoso y tan mucho acobardado con el
mal agüero de su nombre de "el que llora sangre", y embarazado además con la áspera condición
de su hijo, quien, desde el suceso del sueño, había tomado el nombre de Viracocha Inca, por el
fantasma de este nombre que había visto. Los autores de tal levantamiento fueron tres indios
curacas o jefes de tres grandes provincias de la nación Chanca, hermanos y deudos del gran
Hancohuallu, que fue su general. Confuso el Inca, y temiendo que el vaticinio de la fantasma se
cumpliese, abandonó a la capital del Cuzco, retirándose hacia Collasuyo. Todos los de la ciudad
huyeron con él. Entonces, el príncipe Viracocha, con algunos pastores que consigo tenía, salió en
persecución de su padre, y alcanzándole en la angostura de Muyna le arrancó cuantos vasallos
quisieron recibir la muerte en defensa de su ciudad sagrada, antes que veda en manos de sus
enemigos. Todos los hombres de sangre real y casi todos los vasallos siguieron al príncipe, por
manera que al lado de su padre sólo quedaron los inútiles”.
Y después de describir la ya dicha batalla, en la que el formidable poder del rebelde invasor
Hancohuallu quedó por completo abatido, sigue diciéndonos Garcilaso (III, XXVI):
"Sucedió, años más tarde, que, andando el Inca por la provincia de los Chinchas, le llevaron
nuevas de un caso extraño, que le causó mucha pena y dolor, y fue que el bravo Hancohuallu, rey
que había sido de los Chancas, aunque había gozado diez y nueve años del suave gobierno de los
Incas, y aunque de sus Estados y jurisdicción no le habían quitado nada, sino que era tan gran señor
como lo fuera antes, con todo eso, no podía su ánimo altivo y generoso sufrir ser súbdito y vasallo
de otro, habiendo sido señor de tantos vasallos. Como, por otra parte, veía que el gobierno de los
Incas era tan bueno que bien merecía la sumisión a él, quiso más procurar su libertad desechando
cuanto poseía, que, sin ella, gozar de otros mayores Estados, para lo cual habló a algunos indios
suyos y les descubrió su pecho, diciéndoles cómo deseaba desamparar su tierra natural y señorío
propio, salir del vasallaje de los Incas y de todo su Imperio, buscando nuevas tierras. Para conseguir
este deseo les rogó que se hablasen unos con otros y que, lo más disimuladamente que pudiesen,
se fuesen saliendo poco a poco de la jurisdicción del Inca con sus mujeres e hijos, como les fuera
dable, que él, al efecto, les proporcionaría pasaporte, reuniéndose luego todos en tierras
comarcanas; porque tratar de nuevo levantamiento era disparate y locura, ya que les faltaba poder
para resistir al Inca, y aunque le tuviesen, sería el mostrarse ingrato y desconocido hacia quien
tantas mercedes le había hecho, pues él se contentaba buscando su libertad con la menor ofensa
que pudiese hacer a un príncipe tan bueno como Viracocha Inca. Con estas palabras los persuadió
el bravo y generoso Hancohuallu, y en breve espacio salieron de su tierra más de ocho mil indios
de guerra, sin contar mujeres y niños, con los cuales se fue el altivo Hancohuallu, haciéndose
camino por tierras ajenas hasta llegar a Tarma y Pumpu, que están a sesenta leguas de su tierra,
donde tuvo algunos reencuentros, y aunque pudiera con facilidad sujetar aquellas naciones y poblar
en ellas, no quiso, pasando adelante, donde la expansión del Imperio Inca no pudiese llegar tan
presto, siquiera mientras él viviese. Con este acuerdo se arrimó hacia las grandes montañas de los
Antis (Andes), con propósito de entrarse por ellas, como lo hizo, habiéndose alejado casi doscientas
leguas de su tierra. Mas donde entró y donde pobló, nadie lo sabe decir, fuera de que entraron por
un gran río abajo y poblaron en las riberas de unos grandes y hermosos lagos, donde se dice que
hicieron tan grandes hazañas que más parecen fábulas compuestas en loor de sus parientes los
Chancas que una historia verdadera, aunque del ánimo y valor del gran Hancohuallu muy grandes
cosas se pueden creer. El Inca recibió gran pena de la huida de Hancohuallu, y quisiera haber podido
evitarla, mas ya que no le fue posible, se consoló pensando que ello no había sido por su causa”.
Los curiosísimos párrafos transcritos del Inca Garcilaso de la Vega nos presentan, pues, en
las figuras de Viracocha y de Hancohuallu, a dos personajes por demás extraños. El primero es un
prototipo de rebeldes o welsungos, que diría Wagner, un "hijo de la loba" o de la gran Humanidad
rebelde y jina, como Sigmundo, Sigfrido, Marte, Remo y Rómulo, Anubis; de esa vulgaridad que
choca con las vulgaridades ambientes de los "perros" o "vividores y sumisos" que, dentro del
humano egoísmo, tanto abundan, por desgracia, con daño y detrimento de los buenos. Por eso, en
su juventud, le vemos desterrado por su padre de la Corte, como el Narada hindú lo fuera del cielo
por Brahma, el Mercurio griego lo fuera por Júpiter, Sigmundo por Wotan, y tantos otros en los
demás panteones religiosos, sin perjuicio luego de tener que recurrir a ellos en los momentos
difíciles que vienen seguidamente por tal destierro, como acaeciera con el joven príncipe Inca.
Es decir, que lo que nos parece "pura historia Inca", se sale, como siempre, de los moldes
históricos para entrar en los de la leyenda y el mito, según vamos viendo en tantos otros pueblos,
y es un Kabir, un Viracocha, un ser superior, un anciano de blanca barba, un jina, en fin; el que en
la soledad, junto a la cueva iniciática de siempre y entre "pastores" o iniciados, se le aparece cuando
el sol está en la plenitud de su carrera, para anunciarle al joven una gran catástrofe para su pueblo,
que él está llamado a evitar, oficiando a su vez de "hombre salvador, redentor o jina", para tomar
después, como sucede siempre en la trasmisión de la "palabra o misión sagrada", el propio nombre
que su maestro. ¿Cómo, pues, nos asombramos, una vez más, de las supuestas "casualidades" y
"coincidencias" de pueblo a pueblo, viendo al Viracocha iniciador y al Viracocha iniciado realizar la
misión augusta de salvar a su pueblo de la tempestad guerrera que sobre él se cernía, como aún en
nuestros propios días ha corrido, con más o menos verosimilitud, entre los pobres soldados de las
trincheras de Occidente?
Véase uno de tantos relatos más o menos jinescos que han corrido entre los soldados y que
la revista escocesa Vida y Obras nos refiere en estos términos:
"El Camarada vestido de blanco.
- Extrañas narraciones llegaban a nosotros en las trincheras. A lo largo de la línea de 300
millas que hay desde Suiza hasta el mar, corrían ciertos rumores, cuyo origen y veracidad
ignorábamos nosotros. Iban y venían con rapidez, y recuerdo el momento en que mi compañero
Jorge Casay, dirigiéndome una mirada extraña con sus ojos azules, me preguntó si yo había visto al
Amigo de los heridos, y entonces me refirió todo lo que sabía respecto al particular.
"Me dijo que, después de muchos violentos combates, se había visto un hombre vestido de
blanco inclinándose sobre los heridos. Las balas le cercaban, las granadas caían a su alrededor, pero
nada tenía poder para tocarle. Él era, o un héroe superior a todos los héroes, o algo más grande
todavía. Este misterioso personaje, a quien los franceses llaman el Camarada vestido de blanco,
parecía estar en todas partes a la vez: en Nancy, en la Argona, en Sojssons, en Ipres, en dondequiera
que hubiese hombres hablando de él con voz apagada. Algunos, sin embargo, sonreían diciendo
que las trincheras hacían efecto en los nervios de los hombres. Yo, que con frecuencia era
descuidado en mi conversación, exclamaba que para creer tenía que ver, y que necesitaba la ayuda
de un cuchillo germánico que me hiciera: caer en tierra herido.
“Al día siguiente los acontecimientos se sucedieron con gran viveza en este pedazo del
frente. Nuestros grandes cañones rugieron desde el amanecer hasta la noche, y comenzaron de
nuevo a la mañana. Al mediodía recibimos orden de tomar las trincheras de nuestro frente. Éstas
se hallaban a 200 yardas de nosotros, y no bien habíamos partido, comprendimos que nuestros
gruesos cañones habían fallado en la preparación. Se necesitaba un corazón de acero para marchar
adelante, pero ningún hombre vaciló. Habíamos avanzado 150 yardas cuando comprendimos que
íbamos mal. Nuestro capitán nos ordenó ponernos a cubierto, y entonces precisamente fui herido
en ambas piernas.
"Por misericordia divina caí dentro de un hoyo. Supongo que me desvanecí, porque cuando
abrí los ojos me encontré solo. Mi dolor era horrible, pero no me atrevía a moverme, porque los
alemanes no me viesen, pues estaba a 50 yardas de distancia, y no esperaba a que se apiadasen de
mí. Sentí alegría cuando comenzó a anochecer. Había junto a mí algunos hombres que se habrían
considerado en peligro en la obscuridad, si hubiesen pensado que un camarada estaba vivo todavía.
"Cayó la noche, y bien pronto oí unas pisadas, no furtivas, sino firmes y reposadas, como si ni la
obscuridad ni la muerte pudiesen alterar el sosiego de aquellos pies. Tan lejos estaba yo de
sospechar quién fuese el que se acercaba, que aun cuando percibí la claridad de lo blanco en la
obscuridad, me figuré que era un labriego en camisa, y hasta se me ocurrió si sería una mujer
demente. Más, de improviso, con un ligero estremecimiento, que no sé si fue de alegría o de terror,
caí en la cuenta de que se trataba del Camarada vestido de blanco, y en aquel mismo instante los
fusiles alemanes comenzaron a disparar. Las balas podían apenas errar tal blanco, pues él levantó
sus brazos como en súplica, y luego los retrajo, permaneciendo al modo de una de esas cruces que
tan frecuentemente se ven en las orillas de los caminos de Francia. Entonces habló; sus palabras
parecían familiares; pero todo lo que yo recuerdo fue el principio:
"-Si tú has conocido.
"Y el fin:
"-Pero ahora ellos están ocultos a tus ojos.
"Entonces se inclinó, me cogió en sus brazos -a mí, que soy el hombre más corpulento de
mi regimiento- y me trasportó como a un niño.
"Yo debí desvanecerme de nuevo, pues volví a la conciencia en una cueva pequeña junto a
un arroyo, cuando el Camarada de blanco estaba lavando mis heridas y vendándolas. Acaso
parecerá una necedad lo que voy a decir: pero yo, que sufría un terrible dolor, me sentía más feliz
en aquel momento de lo que lo había sido en toda mi vida. Yo no puedo explicarlo, pero me parecía
como si en todos mis días hubiese estado esperando por éste, sin darme cuenta de ello. Mientras
aquellas manos me tocaban y aquellos ojos me miraban compadecidos, yo no parecía cuidarme ya
de la enfermedad ni de la salud, de la vida ni de la muerte. Y mientras él me limpiaba rápidamente
de todo vestigio de sangre y de cieno, sentía yo como si toda mi naturaleza fuese lavada, como si
toda suciedad e inmundicia de pecado fuese borrada, como si me convirtiese de nuevo en un niño.
"Supongo que me quedé dormido, porque cuando desperté, este sentimiento se había disipado.
"Yo era un hombre y deseaba saber lo que podía hacer por mi amigo para ayudarle y
servirle. Él estaba mirando hacia el arroyo, y sus manos estaban juntas, como si orase; y entonces
vi que él también estaba herido. Creí ver como una herida desgarrada en su mano, y conforme
oraba, se formó una gota de sangre, que cayó a tierra. Lancé un grito. sin poderlo remediar, porque
aquella herida me pareció más horrorosa que las que yo había visto en esta amarga guerra.
"-Estáis herido también -dije con timidez.
"Quizá me oyó, quizá lo adivinó en mi semblante; pero contestó gentilmente: "-Esa es una
antigua herida, pero me ha molestado hace poco.
"Y entonces noté con pena que la misma cruel marca aparecía en su pie. Os causará
admiración el que yo no hubiese caído antes en la cuenta; yo mismo me admiro. Pero tan sólo
cuando yo vi su pie, le conocí: "El Cristo vivo”. Yo se lo había oído decir al capellán unas semanas
antes, pero ahora comprendí que Él había venido hacia mí -hacia mí, que le había distanciado de mi
vida en la ardiente fiebre de mi juventud-. Yo ansiaba hablarle y darle las gracias. pero me faltaban
las palabras.
"Y entonces Él se levantó y me dijo:
"-Quédate aquí hoy junto al agua; yo vendré por ti mañana; tengo alguna labor para que
hagas por mí.
"En un momento se marchó; y mientras le espero, escribo esto para no perder la memoria
de ello. Me siento débil y solo, y mi dolor aumenta. Pero tengo su promesa; yo sé que él ha de venir
mañana por mí”.
Y si esto decimos del Inca Viracocha, otro tanto puede decirse también de Hancohuallu, esa
especie de Moisés de los pueblos de Chancas, entre los que viviera al modo como la Maestra H. P.
B. nos pinta a los Todas viviendo entre los badagas, y de los que sacó a sus elegidos, "alejándose
por tierras solitarias casi doscientas leguas, entrando y poblando donde nadie sabe, y donde
realizaron, se dice, tales hazañas, que más parecen fábulas que cosa cierta", como corresponde a
todos los conductores de pueblos o "Manús de la Historia", los Xisthruros, los Noés, los Manco
Cápac, los Quetzalcóatl, los Hancohualul, cosa que era corriente también entre cuantos pueblos
grandes nacieron al calor del Popol-Vuh, en América, como demostrarse puede.
En la primera carta de Cortés (párrafos 21 y 29) relata, en efecto, lo que le dijo Moctezuma
en una de las entrevistas: "Por nuestros libros sabemos que, aunque habitamos estas regiones, no
somos indígenas, sino que procedemos de otras tierras muy distantes. Sabemos también que el
caudillo que condujo a nuestros antepasados regresó al cabo de algún tiempo a su país nativo, y
tornó a venir para volverse a llevar a los que se habían quedado aquí; pero ya los encontró unidos
con las hijas de los naturales, teniendo numerosa prole y viviendo en una ciudad construida por sus
manos; de manera que, desoída su voz, tuvo que tornarse solo. Nosotros, añadía, hemos estado
siempre en la inteligencia de que sus descendientes vendrían alguna vez a tomar posesión de este
país, y supuesto que venís de las regiones donde nace el Sol, y me decís que hace mucho tiempo
que tenéis noticias nuestras, no dudo de que el rey que os envía debe ser nuestro señor natural”.
A estas tradiciones, pues, a la superioridad de armas y caballos -desconocidos en México- y
a la providencial intervención de doña Marina, no menos que al heroísmo invencible de aquel
puñado de valientes, se debió la epopeya de la conquista de México.
¿A qué se debe si no -añadiremos- ese precioso detalle que a Garcilaso el historiador se le
escapa, de pasada, relativo a que el fantasma del gran Viracocha iba conduciendo un animal
extraño, "desconocido", o sea la famosa Vaca pentápoda, que comparte con el Ave Garuna (Ave
Fénix griega o Ave del Li-Sao chino)? ¿y con el Caballo Dodecápedo persa la suprema e indescifrable
curiosidad mítica? Ese complemento esencial e incomprensible de todo chela, sadhu o discípulo del
Ocultismo universal, es un rasgo perfectamente escita o ario del pueblo Incásico.
"Los escitas -dice el historiador Anquetil- descienden de Gaumar o Gomar ("el Hombre de
la Vara", o sea el jina), hijo de Jafet, o de Ia-phetus, el también jina o hijo de lo, la Primitiva
Sabiduría”. "En cuanto a los celtas -añade-, ellos no eran sino escitas establecidos en Europa"..., e
igual pudo decir, dadas las toponimias Incaicas transcritas anteriormente, acerca de los celtas,
kalcas o Incas establecidos en América con su Manú respectivo. La característica, en fin, de las
gentes escíticas era, como nadie ignora, su más profundo desprecio hacia las riquezas, junto con
una gran tendencia a la templanza y el más ferviente amor a la justicia.
Esto último ya quedó evidenciado antes; pero por si alguna duda hubiese, ahí están los
largos capítulos que Garcilaso consagra a la sapientísima legislación Inca, legislación que si la
admitiesen los pueblos europeos acaso se ahorrarían muchas lágrimas derivadas del insostenible
contraste actual entre el lujo y la miseria, que jamás se diera entre los Incas ni entre sus similares
del antiguo mundo. Entresaquemos algunos ejemplos de ello.
Es el primero el relativo al Derecho penal, tan absurdo y tan semítico que padecemos: un
Derecho penal que, con las confiscaciones -secretos motivos además de tantos supuestos delitos-
"viste, como el vengativo Jehovah, las culpas de los padres sobre los hijos hasta la quinta
generación".
"Nunca tuvieron los Incas -dice Garcilaso- pena pecuniaria ni confiscación de bienes, porque
decían que castigar en la hacienda y dejar vivos a los delincuentes no era quitar los malos de la
república, sino dejar a los malhechores con más libertad para que hiciesen mayores males. Si algún
curaca (gobernador) se rebelaba, delito más grave para los Incas, o hacía otro delito que mereciese
la pena de muerte, aunque se la diesen, no quitaban el estado a su sucesor, sino que se lo dejaban
a éste, representándole así la culpa y la pena de su padre para que se guardase de otro tanto. Lo
mismo practicaban en la guerra, pues nunca descomponían los capitanes naturales de las
provincias, sino dejábanles con los oficios y dábanles otros de sangre real por superiores... Así
acaeció muchas veces que los delincuentes, acusados de su propia conciencia, venían a acusarse
ante la justicia de sus propios delitos, porque, a más de creer que su alma se condenaba con ellos,
tenían por muy averiguado que, por su causa y la de otros tales, venían a la república todo género
de males, como enfermedades, muertes, malos años y otra cualquiera desgracia común o
particular... En cada pueblo había un juez, el cual era obligado a ejecutar la ley en oyendo a las
partes dentro de cinco días, porque los Incas entendieron no les estaba bien seguir su justicia fuera
de su tierra, ni en muchos tribunales, por los gastos que se hacen y las molestias que se padecen;
que muchas veces monta más esto que lo que van a pedir, por lo cual dejan perecer su justicia,
principalmente si pleitean contra ricos y poderosos, los cuales con su pujanza ahogan la justicia de
los pobres... Cada mes, además, daban cuenta los jueces ordinarios a los superiores de sus pleitos,
hasta llegar así a los viso-reyes y al Inca, por medio de los quipos. Todo ello aparte de las visitas que
este último giraba con frecuencia a cada una de las comarcas. Había además tucuyricucs o veedores,
y cualquier autoridad que hallasen incursa en justicia era castigada más rigurosamente que
cualquiera otro, porque decían que no se podía sufrir que hiciese maldad el que había sido escogido
para hacer justicia, ni que hiciese delitos el que estaba puesto para castigarlos y a quien habían
elegido el Sol y su Inca para que fuese mejor que todos sus súbditos”.
Esta verdadera aristo-democracia es algo que acaso no podría encontrarse ni en los mejores
tiempos de la Grecia, porque no cabe duda. alguna de que, el Gobierno mejor es siempre el de los
mejores efectivos, que es el de los que se sacrifican.
Véase otra muestra de semejantes sacrificios de esa aristocracia jina o "toda" de los reyes
Incas. Hablando Garcilaso (III, LIII) de cómo eran armados caballeros los mozos de sangre real,
habilitándolos para tomar estado e ir a la guerra, consagra después otro capítulo (el LV) a demostrar
"cómo el príncipe heredero, al entrar en la probación, era tratado con mayor rigor que todos los
otros", diciendo:
"El iniciador les hacía cada día un parlamento. Traíales a la memoria la descendencia del Sol; las
hazañas hechas, así en paz como en guerra, por sus reyes pasados, y por otros famosos varones de
la misma sangre real; el ánimo y esfuerzo que debían tener para aumentar su bienhechor imperio;
la paciencia y sufrimiento en los trabajos para mostrar su generosidad; la clemencia, piedad y
mansedumbre con los pobres y demás súbditos; la rectitud en la justicia; el no consentir que a nadie
se hiciese agravio, y la liberalidad y magnificencia para con todos como verdaderos hijos del Sol. En
suma, la persuasión a todo lo que en su moral filosófica alcanzaron que convenía a gente que se
preciaba de ser divina y haber descendido del cielo... Hacíanles, además, dormir en el suelo, comer
mal y poco, andar descalzos y otras mil probaciones, en las que entraba también, cuando era de
edad adecuada, el primogénito del Inca, legítimo heredero del Imperio. Es de saber, en efecto, que,
por lo menos, le examinaban con el mismo rigor que a cualquier otro, y le trataban peor, diciendo
que, pues había de ser más tarde rey, era justo que en cualquier cosa que hubiere de hacer se
aventajase a todos, porque si por achaques de la fortuna viniese a ser menos, se aventajase, sin
embargo, a cualquiera en la adversidad, lo mismo en el obrar como en el sentir. Así, todo el tiempo
que duraba el noviciado, que era de una luna nueva a otra, andaba el príncipe vestido del más pobre
y vil hábito que se podría imaginar, hecho de andrajos vilísimos, y con él aparecía en público cuantas
veces era menester, para que en adelante, cuando se viese poderoso rey, no menospreciase a los
pobres, sino que se acordase haber sido uno de ellos y les hiciese caridad, para merecer el nombre
de Huachacuyac, que daban a sus reyes, y que quiere decir amador y bienhechor de los pobres”.
Esto de la pobreza, además, era entre los felices Incas cosa nada más que relativa, por
cuanto, como demuestra Garcilaso (III, IX), el rey, en caso necesario, daba de vestir, etc., a sus
vasallos. No había así mendicidad alguna en todo el reino, dicha que para sí quisieran los más
orgullosos pueblos modernos, cuyos fastuosos lujos de los pocos están cimentados en la más
repugnante de las miserias de los muchos. Así es que, el noble idealismo semirevolucionario de un
Henry George moderno nada tendría que hacer allí en un pueblo como aquél, que hacía continuos,
justos y maravillosos repartos de tierra, ¡de esa Tierra que pertenece a todos sus hijos, como la
cárcel pertenece al prisionero!
Las tierras Incas, dice "Sócrates" en su Civilipao dos Incas, separada la parte del culto y la
del Estado, eran divididas entre los jefes de familia, conforme a las necesidades de cada uno y el
número de los habitantes de los distritos. Hacíanse nuevos lotes para los recién casados, los cuales
eran aumentados a proporción del crecimiento de la familia. La tierra del pueblo se labraba y regaba
siempre antes que la del Inca, y antes también eran labradas por los de cada pueblo -donoso ejemplo
de solidaridad social- las tierras de las viudas, los huérfanos y los ausentes. Por otra parte, como el
trabajo prestado por el pueblo en las otras tierras del Sol y del Inca era como un impuesto, los
productos de las del pueblo eran aplicados íntegros para la manutención de la familia, mientras que
el producto de aquellas otras tierras era destinado casi por entero a obras de interés colectivo, tales
como vías públicas, puentes, fortificaciones, drenajes, pósitos, correos, etc., en las que tanto
sobresaliesen los Incas, hasta el punto de que nosotros, los españoles, hubimos de copiar no pocas
cosas de ellos..., ¿Qué más, si al propio enfermo se le consideraba como huésped del Sol (por cuanto
la enfermedad era el camino de irse con él algún día), y se le sostenía y medicinaba como tal huésped
por el Estado? También eran tenidos como "huéspedes del Sol" cuantos pasaban de cuarenta y cinco
años, después de haber dedicado, a la consolidación de su persona, veinte y veinticinco años al
trabajo individual y colectivo, en el más ideal de los sistemas primitivos de jubilaciones, retiros y
seguros. Conviene, en fin, leer al Padre José de Acosta respecto de los años "sabático" y "de jubileo".
La enseñanza Incaica tenía, como todas las de las regiones del pasado, incluso el
cristianismo, una parte exotérica, pública o humana, y otra parte esotérica, privada, iniciática o jina,
de la cual, si bien no se tienen detalles directos por los historiadores, por lo mismo que era secreta,
sí puede colegirse cuál fuera leyendo entre líneas no pocas de las noticias que ellos nos suministran.
Una de ellas es la rapidez increíble y verdaderamente jina con que se ocultó, más que desapareció,
la iniciación Inca a la llegada de los conquistadores, tanto, que un hombre de sangre real, como
Garcilaso, heredero directo del trono por su madre Isabel, si en éste hubiesen podido heredar las
hembras, y que nació ocho años después de la conquista, apenas si pudo recoger de labios de su
tío las vagas indicaciones ocultistas o jinas de su citada obra. Cual ocurre siempre en estos casos -
caída de los pitagóricos, de los templarios y de otras sociedades secretas-, la iniciación Inca se ocultó
ipso tacto así que pusieron en el país su planta los conquistadores. Sepultóse también por toneladas
el oro del templo del Cuzco y el de otros muchos, y se creó, como sucede siempre que se peca
contra la Magia, o sea "contra el Espíritu Santo", el más terrible de los karmas colectivos, tal, que
aún hoy, por desgracia, perdura, a partir de esa verdadera tragedia griega de los Atridas, que tuvo
por principales personajes a Huáscar, Atahualpa, Pizarro y Almagro.
Otro rasgo plenamente jina es el que estampa Garcilaso (III, XVIII) cuando, al hablar de la
batalla de Xaxahuana entre los Chancas y los Incas -en el lugar mismo en que fue después la decisiva
entre Pizarro y Lagasca-, el Viracocha anima a estos últimos diciéndoles "que, a pesar de ser
aquéllos mucho más numerosos, él les daría la victoria contra ellos, y de ellos les haría señor, porque
le enviaría gente que, sin que fuese vista, le ayudase". En efecto, no sólo en la guerra, sino en todos
los momentos, la relación secreta entre el Hierofante o Sumo Sacerdote y el Inca o Rey equivalía a
otro auxilio "invisible y continuo" como el que, en tiempos de pasado esplendor, mediase entre el
Sungado y el Mikado japonés. o entre el Colegio Sacerdotal romano y los primeros reyes iniciados
(Rómulo, Numa, etc.), ó bien entre los shamanes, tibetanos y chinos, con los hombres superiores y
reyes, como ya viéramos en el capítulo IX, y como podríamos ampliar si aquí trajésemos las extensas
consideraciones que hemos consignado en numerosas páginas del tomo IV de esta Biblioteca. Sus
ritos, por supuesto, eran secretos, como los de los druidas, y cuadraban a la perfecta superioridad
de las gentes solares o Incas sobre todas las demás de aquel continente, superioridad que en
Astronomía les permitió predecir los "eclipses de Sol y de Luna, conocer los movimientos de los
planetas, saber que la Tierra es redonda y gira en torno del Astro-rey, determinar con toda exactitud
las estaciones y el año trópico, dividido como entre nosotros en doce meses, y aun contar, gracias
a secretos iniciáticos aún desconocidos por nuestra ciencia europea, otro grandes ciclos solares, a
la manera de los años solares heliocales, de que también nos ha hablado Platón.
Tras de la Astronomía, venía en la escala de la iniciación la Poesía y la Música, acerca de las
que Garcilaso nos da algunos pasajes muy hermosos, todo ello sin contar con la Geometría y el arte
de la Construcción, en las que por fuerza tenían que ser puritísimos, dado lo prodigioso de sus obras,
que fueron admiración de los propios conquistadores.

* * * FIN * * *

También podría gustarte