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LA VERDAD
SOBRE LOS Incas
ORDEM DO GRAAL NA TERRA
Publicado por:
ORDEM DO GRAAL NA TERRA
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Copyright © ORDEM DO GRAAL NA TERRA 1997
Todos los derechos reservados
Registrado bajo el número 22.893 en la Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro, Brasil
Printed in Brazil
ISBN-85-7279-038-1
Que este libro traiga alegría y esclarecimientos sobre la vida del último pueblo ligado a la
Luz que vivió en la Tierra.
Roselis Von Sass
(Destino)
ÍNDICE
Índice 04
Introducción 08
PRIMERA PARTE 10
LA FUNDACIÓN DEL IMPERIO INCA
CAPÍTULO I. La Cultura Sudamericana 11
Los Pueblos Preincaicos 11
Los Incas 13
La Vida en los Altiplanos 14
No Existían enfermedades 16
El Cometa 17
CAPÍTULO II. El Camino Hacia la Meta Desconocida 20
La Partida 20
El Nuevo Guía 22
En Las Orillas del Titicaca 24
Recomienza la Caminata 26
La Región del Titicaca 27
El Encuentro 28
"Dioses Blancos" 30
CAPÍTULO III. El Inicio del Gran Reino 32
La Meta Es Alcanzada 32
El Lanzamiento de la Piedra Fundamental 35
La Extensión del Reino 37
Comienzan los Trabajos de Construcción de la Ciudad 38
El Auxilio para la Construcción 39
Sarapilas Confiesa su Culpa 41
La Ciudad Crece 44
CAPÍTULO IV. Los Médicos Incas y sus Métodos de Cura 47
El Deseo de Auxiliar 47
Enfermedades del Alma 48
Magnetismo Terapéutico 52
El Efecto Protector del Aura 54
CAPÍTULO V. Sacsayhuamán — La Fortaleza Inca 57
Malhechores Invaden la Ciudad 57
Los Sabios Piden Auxilio 59
Llega el Auxilio 62
El Atrevimiento de Tatoom 63
Termina el Trabajo de los Gigantes 66
La Solemnidad de Agradecimiento 68
CAPÍTULO VI. Los Niños Incas y su Educación 72
Los Pillis 72
Los Cuerpos Auxiliares 73
Las Actividades de los Niños 75
La Selección del Oficio 77
El Origen del Ser Humano 79
CAPÍTULO VII. Fiestas Incas 81
La Ligazón con la Naturaleza 81
La Fiesta de las Flores 81
La Fiesta de la Espiga de Maíz 82
La Fiesta de los Espíritus de las Vertientes 83
El Ceremonial de Casamiento 84
CAPÍTULO VIII Los Templos Incas 85
La Construcción del Primer Templo Inca 85
La Reconstrucción del Templo de los Halcones 86
Los Mandamientos Incas 89
CAPÍTULO IX. Los Dos Acontecimientos Importantes del Año 400 91
Manco Cápac 91
El Camino Más Largo de la Tierra 92
Los Pumas Negros 93
El Descubrimiento de los Esqueletos 94
El Valle Benéfico 96
Osos en los Andes 97
La Sabiduría de Vida de los Incas 98
SEGUNDA PARTE 100
EL ESPLENDOR DEL IMPERIO INCA
CAPÍTULO X. Chuqüi, el Gran Rey 101
Los Incas Vivían Rodeados de Oro 101
La Casa de la Despedida 102
El Sucesor 104
El Desenlace del Rey 106
El Gran Rey Es Sepultado 107
La Fiesta de Despedida 108
La Coronación 110
Los Narradores 111
Tenosique 112
CAPÍTULO XI. Las Diferencias entre los Incas y otros Pueblos 114
¡Yo Quería Ser un Inca! 114
Malos Deseos 115
La Casa de la Juventud 116
¿En Qué los Incas Son Diferentes a Nosotros? 118
Mirani 120
CAPÍTULO XII. Las Sombras Aterradoras 122
Los Extranjeros 122
Las Informaciones de Sogamoso 123
Machu Picchu 125
La Advertencia de la Mujer Runca 127
CAPÍTULO XIII. La Lucha Contra la Introducción de Alucinógenos 130
Las Escuelas de los Jóvenes 130
Las Escuelas de las Vírgenes del Sol 131
La Reunión con las Jóvenes 133
La Isla del Sol 134
La Muerte de Chiluli 136
Naylamp el Sacerdote Idólatra 137
Las Consecuencias del Alucinógeno 140
La Decepción de Huáscar 142
CAPÍTULO XIV. La Convocación de los Sabios 144
Los Miembros del Consejo 144
La Meta Común les Dio Fuerza, Confianza y Persistencia 146
Las Pueblos Descontentos 147
La Falla del Sabio Chia 149
CAPÍTULO XV. Las Fuentes del Amor y de la Vida Yacen en el Espíritu 151
La Unión de Tenosique y Mirani 151
Las Visiones de Naini 153
Coban y Ave 154
CAPÍTULO XVI. Los Gigantes Están Trabajando y la Tierra tiembla 157
Dos Príncipes Ofrecen Auxilio 157
El Terremoto 158
Los Gigantes Continúan Amigos de los Incas 158
Jóvenes Incas Frecuentan Otras Escuelas 160
TERCERA PARTE 162
LA INVASIÓN DE LOS ESPAÑOLES
CAPÍTULO XVII. Las Profecías del Fin 163
El Consejo de los Sabios se Reúne 163
Por Segunda vez se Escucha la Voz 166
Los Guías se Presentan 168
El Éxodo hacia el Brasil 169
¡Yo Vi la Estrella de Él! 170
La Generación siguiente completó el Trabajo 172
CAPÍTULO XVIII. Las Primeras Sombras se Hacen Sentir 173
Las Determinaciones del Rey 173
Los Pronósticos de la Catástrofe Venidera 175
La Aflicción se Aproxima al Reino Inca 177
CAPÍTULO XIX. La Tragedia de Cajamarca 180
Atahualpa Recibe a los españoles 180
La Prisión de Atahualpa 183
La Muerte de Atahualpa 186
CAPÍTULO XX. Se Aproxima el Fin 190
La Invasión de la Ciudad de Oro 190
La Muerte de Huáscar (267) 193
Cusilur, la Mujer de Huáscar, Busca su Cuerpo 195
La Ciudad de Oro se Transformó en una Ciudad en Ruinas 198
Los Incas Desaparecieron sin Dejar Vestigios 200
¿Qué Es lo que Sucedió con el Oro Inca? 201
CAPÍTULO XXI. Los Lugares de Refugio 203
La Vida de los Desaparecidos Incas 203
La Decadencia de Pueblos Otrora de Nivel Elevado 204
El Descubrimiento de Machu Picchu 205
La Sabiduría Inca Continúa Viva 206
Epílogo 211
Obras editadas por la Orden del Santo Grial 213
Apéndice (nombrando a Mario Rosso de Luna) 215
Fin 234
INTRODUCCIÓN
¡La Historia de los Incas! Verdaderamente se debería decir “Episodios de la Historia
de los Incas”. Los Incas constituían una estirpe de líderes. Esto ya el propio nombre lo
expresa. Pues “Inca” significa “señor”, esto es, una persona con conciencia del poder y
también poseedora de ese poder. El poder otorgado a los Incas se originó de su elevado
saber espiritual, de su Amor a la Luz y a todas las criaturas, de su confianza, de su alegría
de trabajar y de su pureza...
Los historiadores ya desde mucho tiempo procuran descifrar la historia de ese
pueblo, sin haber llegado hasta hoy a un resultado..., su surgir misterioso y su repentino
desaparecimiento... El “surgir” de los Incas les sería comprensible a los investigadores, ya
que desde mucho antes de los Incas, otros pueblos antiguos habían surgido como un
cometa, para perder después de algún tiempo su importancia y enseguida desaparecer...
Sin embargo, lo que ningún investigador hasta hoy ha comprendido fue el
comportamiento de los Incas ante los invasores españoles. ¿Por qué opusieron tan escasa
o casi ninguna resistencia ante aquella codiciosa horda española? ¿Por qué esa
indiferencia?
¿Cómo pudo acontecer que un pueblo culto como ellos, que poseía un Estado tan
bien organizado, se dejase tiranizar y explotar por un puñado de aventureros y asesinos
europeos?
Para responder tales preguntas es necesario conocer algunos acontecimientos que,
cerca de doscientos años antes de la invasión española, comenzaron a desarrollarse...
Fueron acontecimientos infelices, que impresionaron profundamente a los Incas y los
cuales también toman comprensible su extraño comportamiento posterior. Serán narrados
en este libro esos acontecimientos, que trajeron consigo tanto sufrimiento.
Sin embargo, antes que lleguemos a esa parte de la historia, debemos conocer al
pueblo Inca. Su vida en los altiplanos andinos casi inaccesibles..., su éxodo cuando
abandonaron esos valles y después la fundación de su nueva patria, la dorada ciudad de las
flores... Esa ciudad siempre permaneció como centro del posterior y gran Reino Inca.
También su vida en los primeros decenios, así como algunos acontecimientos
importantes de ese tiempo en la nueva patria, tendrán que ser mencionados, a fin de poder
comprender la índole y la actitud de ellos ante el mundo exterior...
¡El oro! Los Incas siempre estaban rodeados de oro. En los ríos, riachuelos y en las
rocas, frecuentemente se avistaban extensas vetas de oro. También se encontraban
grandes pepitas. Estas daban la impresión de haber sido fundidas otrora, bajo el efecto de
fuerte calor y que después, al enfriarse, se modelaron en grandes pedazos... La mayor parte
del oro los Incas lo encontraron en las regiones andinas pertenecientes actualmente a
Bolivia.
¿Qué es lo que el oro significaba para los Incas? Siempre se rodeaban de oro... En el
oro veían el esplendor del Sol. Oro significaba para ellos belleza, alegría y adorno. Cubrían
las columnas y paredes de sus templos con oro... Ya que el oro era parte de su fe, de su
religión, pues ese metal aún traía en sí, según su opinión, un indicio de la eternidad...
La contemplación del oro provocaba en ellos una especie de iluminación intuitiva,
con la cual creaban sus obras de arte. Eran obras de arte raras, que en nada quedaban atrás
de los tesoros egipcios que hoy pueden ser admirados en los museos del Cairo, París y
Londres. Desaparecidos están los preciosos tesoros, así como los propios Incas también
desaparecieron delante los ojos de los conquistadores...
Apenas algunas pocas piezas de esos tesoros escaparon de la piratería, las cuales
pueden ser vistas en el “Museo del Oro” en Lima...
Sin embargo, en el “Museo del Oro”, no se ven únicamente las escasas obras de arte
en oro de los Incas que permanecieron conservadas hasta hoy. Junto a esos testimonios de
una cultura extinguida, se encuentran también objetos que con espanto recuerdan los
conquistadores del otrora pacífico Reino Inca de tan elevado nivel. Son las armas de los
invasores y conquistadores europeos, ávidos por oro...
¡Oro y armas! Un conjunto que en la época actual no podría ser más significativo...
PRIMERA PARTE
LA CULTURA SUDAMERICANA
LOS INCAS
¿Y los Incas? ¿Dónde estaban los Incas y que hacían mientras los otros pueblos de
América del Sur y Central construían templos y pirámides, creando obras de arte que
perduraron por milenios?
Históricamente se sabe que los Incas surgieron de modo misterioso,
desapareciendo cierto día también misteriosamente. Consta que el Imperio Incaico,
cuando fue conquistado por Pizarro en 1533, comprendía los países actualmente
denominados: Perú, Ecuador, Bolivia, la mitad del norte de Chile y una parte de Argentina.
Fue un gran imperio con un sistema de estado ejemplar, constituido por varios pueblos
“subyugados”; este imperio era gobernado con severidad por los Incas, que eran todos
autócratas.
La verdad corresponde al hecho que el Reino Inca estaba constituido por varios
pueblos. Aunque, en ningún momento fue utilizada la fuerza de las armas para dominar a
otros pueblos. Siempre se trataba de uniones voluntarias, no procuradas por los Incas, pero
sí por los respectivos pueblos.
¿Los Incas serían realmente autócratas? Si eran, entonces utilizaban su poder y su
influencia siempre en beneficio del conjunto, jamás en provecho propio. Realmente desde
el inicio, inconscientemente crearon ellos un Estado de promoción social en el más
verdadero sentido de la palabra, pues en todas las épocas daban más de lo que recibían.
¡Voces! Vienen de muy lejos..., hablan de la grandeza de un pueblo originario de los
altiplanos andinos y que, en Amor, bondad y sabiduría, estaba ligado a todo cuanto es
creado... Era un pueblo que hace dos mil años aún estaba libre de culpas...
“Somos pastores en la Tierra”, decía ese pueblo de sí mismo. “¡Pastores en nombre
del Dios-Sol Inti!”, “Debemos proteger, guiar y enseñar, así como nosotros fuimos
protegidos, guiados y enseñados por poderes superiores…”
¡Buscamos y encontramos a los seres humanos que otrora así hablaban! Pues nada
se ha perdido de lo que ocurrió desde el nacimiento del primer ser humano en la Tierra.
Todo lo que ocurriera en el transcurrir del tiempo permaneció registrado y guardado. No,
nada se extravió. También se puede decir que toda la vida humana, que comenzó en la
Tierra hace tres millones de años, fue grabada y guardada hasta que todos los destinos
humanos se cumplan en la Ley de la Justicia.
NO EXISTÍAN ENFERMEDADES
Los Incas de aquel tiempo no conocían las enfermedades. Nacían saludables, se
alimentaban correctamente, realizando también la respiración de forma correcta, y así, con
salud, podían dejar la Tierra, alcanzando una edad avanzada. Sus sabios enseñaban que la
duración de la vida de cada uno ya estaba determinada antes del nacimiento. Y que
consecuentemente todas las funciones corporales durante el tiempo previsto ejecutarían
su trabajo sin perturbaciones. Por consiguiente, no existía motivo alguno para no devolver
el cuerpo a la Tierra, así sin máculas, como fue recibido.
La expresión “muerte” era extraña para los Incas. Si alguien fallecía, entonces
emprendía el “gran viaje”. Era el nacimiento llamado “la llegada”. Una vez que estaban
exentos de culpas, nadie temía el “gran viaje”. Este era parte de sus vidas, así como el
nacimiento — “la llegada”.
Los astrónomos observaban frecuentemente el cielo estelar, siguiendo los extensos
y estrechos caminos que conducían hacia arriba, abajo y a los lados y los cuales unían los
astros entre sí. Esos caminos se asemejan a franjas de neblina blanca y reluciente pudiendo
ser vistas apenas por seres humanos capaces de traspasar la materia física. Los astrónomos
de varios pueblos antiguos conocían esos caminos que unían los astros entre sí. Ese
conocimiento los transformó en insuperables maestros en el campo de la astronomía...
Los Incas tenían también consciencia que en sus valles había condiciones de vida
apenas para un bien determinado número de personas. Por eso cuidaban mucho para no
superar ese número. Ese fue también el motivo por el cual pocos niños nacían. Del séptimo
al décimo segundo año de vida, los niños eran libres. Podían ir y venir, jugando donde
quisiesen. Generalmente dejaban los hogares al nacer el Sol, retomando solamente al.
anochecer poco antes que “los ojos de la noche” brillasen en el cielo.
Los niños frecuentemente pasaban sus días en los distantes pastizales, donde
jugaban con las crías de alpacas, llamas o cameros. Al sentir hambre, buscaban frambuesas
que brotaban en las laderas. También solían entrar en las cavernas con el fin de visitar los
pumas o trepaban hasta los nidos de águilas, para ver la cantidad de huevos que había en
ellos.
Los padres dejaban, despreocupados, salir a sus hijos, para donde quisiesen. Pues
los niños nunca estaban solos. Estaban siempre acompañados por los pequeños, sin
embargo, poderosos guardianes, los Pillis. Y los Pillis eran dignos de la confianza que los
padres depositaban en ellos. Nunca sucedía mal alguno a los niños, aunque bajasen por
una pendiente pronunciada o trepasen los farallones hasta los nidos de águilas, de difícil
acceso. Generalmente la piel de los niños quedaba repleta de lesiones debido a las piedras
y arañazos de los espinosos arbustos. No obstante, eso era todo.
En el quinto año de vida, cada niño recibía un nombre. Ese nombre era grabado en
un disco de oro que representaba al Sol, el cual era colgado con una cinta alrededor del
cuello. Todo Inca se enorgullecía de su disco solar, del cual nunca se separaba. Era, de cierto
modo, la prueba de pertenecer al Señor del Sol, Inti.
EL COMETA
Los Incas eran un pueblo feliz. Feliz en el espíritu y feliz en la Tierra. Soñaban,
todavía, con un Paraíso, cuando todos los otros pueblos ya habían perdido el camino que
conducía hacia ese Paraíso.
Mucho sucedió desde aquella época hasta la actualidad. Los valles con sus campos
de cultivos, dispuestos en terrazas, desaparecieron. Erupciones volcánicas, terremotos y
desmoronamientos enterraron todo lo que el ser humano otrora edificó allí.
Sin embargo, antes que los espíritus* de las montañas colocasen las piedras en
movimiento, el feliz pueblo Inca fue conducido a un lugar distante. Lejos, hacia un país
donde su destino se cumpliese.
Entonces llegó el día que se tomó inolvidable para los Incas. Habían terminado de
reunirse en la plaza de devociones, observando, como de costumbre, hacia el cielo, con el
objetivo de saludar al Sol con los brazos levantados, cuando percibieron la extraordinaria
coloración que había. El Sol estaba circundado por amplios y coloridos círculos, pareciendo
vibrar de alguna manera. Pero no solamente los círculos se movían; ya que toda la
atmósfera se encontraba en vibrante movimiento. Antes mismo de saber lo que estaba
aconteciendo, escucharon un estruendo. Un estruendo raro mezclado con jubilosas voces.
Y antes de comprender lo que estaba sucediendo, varios exclamaron:
— ¡Un cometa! ¡Un cometa!
Sí, un cometa se movía en el cielo. Un cometa con un rastro luminoso tan extenso,
que cruzaba el firmamento de un extremo a otro.
— ¡Ese no es un cometa común!, dijo pensativamente uno de los astrónomos.
Es de otra especie. Es un anunciador. La llegada de un cometa así, siempre está vinculada
en la Tierra a un acontecimiento de ámbito mundial.
Repletos de fervor y con un anhelo inconsciente en el corazón, todos observaban
hacia el cielo.
* Seres de la naturaleza o entes de la naturaleza (elementales).
— ¡Él se aleja de nosotros!, dijo una de las mujeres, mientras las lágrimas le
corrían por el rostro. Repentinamente todos comenzaron a sollozar. Lloraban como si un
sufrimiento desconocido hubiese estremecido sus almas. Mas también en el sufrimiento se
escondía una alegría desconocida. Ninguno de ellos sabía lo que les sucedía. Los
sentimientos intuitivos más contradictorios afluían en ellos.
— ¿Por qué estamos llorando?, preguntó una joven. Las voces que escuchamos
eran repletas de júbilo.
Las lágrimas estremecieron a esos seres humanos que no conocían el sufrimiento y
que durante su vida derramaban apenas unas pocas lágrimas.
Los astrónomos siguieron con los ojos de su espíritu el rastro del cometa ¿A qué
parte de la Tierra y a que pueblo habría sido enviado?
— Él anuncia el nacimiento de un espíritu de sublimes alturas. ¡Esto ya aconteció
varias veces, desde que existen seres humanos en la Tierra!, dijo uno de ellos.
El historiador movió la cabeza, concordando. De las tradiciones él tenía
conocimiento de un cometa que ha largo tiempo también se hiciera visible en la Tierra,
anunciando un nacimiento elevado.
El estruendo desapareció y los brillantes colores que envolvían el Sol se apagaron.
¿Quién sería el sublime espíritu, que viniera a la Tierra acompañado por un cometa?
El sublime en quién todos estaban pensando, naciera, en ese intermedio, en un establo en
Belén. Sólo que..., ese nacimiento sucedió doce años antes a la fecha determinada por los
dignatarios eclesiásticos, como la fecha del nacimiento de Jesús.
Los Incas jamás olvidaron el cometa, pues en el mismo día se les cumplió la profecía
a ellos retransmitida por sus antepasados.
Fue poco antes de ponerse el Sol. Los sabios, todos ellos clarividentes y clarioyentes,
se reunieron en una de las casas del consejo. El aspecto del cometa desencadenara en ellos
los más contradictorios sentimientos. Aflicción, alegría, tristeza...
— ¡Está llegando un mensajero!, dijo el sacerdote, interrumpiendo el silencio.
— ¿Un mensajero? Alegría y esperanza traspasó a todos. Levantaron sus
cabezas, escuchando. Casi en el mismo momento escucharon el tintinear específico de la
campana, que anunciaba a los “mensajeros”. Les parecía como si todo el aire estuviera
impregnado por sonidos de campanas. Repentinamente una neblina blanca traspasó el
lugar y las campanas silenciaron.
Envuelto por la neblina blanca se veía una figura alta. Por un instante se tornó visible
un rostro moreno de aspecto dorado con ojos indescriptiblemente brillantes, y una voz
resonante repercutió en el lugar. Los sabios se estremecieron con el tono de esa voz...
“¡Vengo por orden de un Superior!”, resonó en sus almas. “¡Vine a guiarles hacia
afuera de estos valles e indicarles los futuros caminos! Otros antes de vosotros, escucharon
un llamado semejante, marchándose entonces a cumplir su destino. ¡Hoy ellos viven en el
país de Tupanan y la felicidad y paz están con ellos! Vuestros caminos les conducen hacia
afuera de estos valles, sin embargo, la dirección es otra. Distante de aquí viven seres
humanos originarios de la misma patria espiritual que vosotros. Ahora cayeron en peligro
espiritual en la Tierra e imploran por auxilio. Fuisteis escogidos para auxiliar a eses seres
humanos que son de la misma especie de vosotros. Tenéis la fuerza y sabiduría para tal.
¡Enséñenles con Amor, bondad, dignidad y paciencia! ¡Guíenles para que ellos encuentren
el camino perdido! ¡En el servir deberéis reinar! Prepárense, pues luego regresaré”.
El mensajero desapareció, pero el sentido de su mensaje se grabó a fuego en sus
corazones. No apenas los sabios que estaban en la casa del consejo escucharon la voz de
él. Las mujeres y jóvenes interrumpieron sus actividades, para escuchar ese mensaje fuera
de lo común que impregnaba sus almas y que se expresaba a través de su intuición. Había
llegado el día esperado por ellos inconscientemente. ¿Hacia dónde el enviado los
conduciría?...
La confianza de los Incas en su conducción espiritual era ilimitada. Lo que los
poderes superiores decidían, ellos ejecutaban sin vacilar. No había nada que pudiese
perturbar esa confianza. Incertidumbre, inseguridad o miedo del futuro eran sentimientos
desconocidos. Por eso, ya al día siguiente comenzaron con los preparativos para el viaje. Y
una expectativa alegre invadió sus almas. Necesitaban de ellos... Les era permitido ayudar
a otras personas, otros seres humanos desconocidos... Era imposible imaginarse la
grandeza de esa gracia que les había sido proporcionada a todos...
CAPÍTULO II
LA PARTIDA
Dentro de pocos días todos los Incas estaban preparados para dejar sus valles y
marcharse al encuentro de su objetivo desconocido. Por primera vez utilizaban las llamas
como animales de carga. Desde la más tierna edad los niños montaban esos mansos
animales, sin embargo, nunca habían sido utilizados para cargar alguna cosa. No
obstante, cuando la hora llegó, con buena voluntad permitieron que las cargas fuesen
colocadas. Se llevaban apenas lo más necesario. Ropas, mantas y los sacos de dormir para
los niños, algunas herramientas, arcos y flechas, semillas, ovillos de lanas y las cuerdas de
quipos; como provisión de viaje llevaron los “cunos”.
Los cunos eran pequeños y duros bollitos preparados con harina de patatas
congeladas. Eran muy nutritivos, se conservaban por largo tiempo, siendo almacenados
siempre en grandes cantidades.
La partida, sin embargo, demoró algunos días. Pues un “Rauli” se aproximó de Bitur,
el sabio, con el fin de darle algunos consejos para el viaje. Entre otras cosas dijo:
“Por primera vez depararéis con seres humanos enfermos que esperan la cura de vosotros.
Juntad musgo rojo, semillas de árboles, resinas y los duros frutitos amarillos y lleven todo
eso con vosotros en potes de barro cerrados. El cocimiento de musgo, resinas y frutitos
producen un insuperable líquido curativo. Ese líquido cura y limpia las heridas”.
Cuando el Rauli guardó silencio, Bitur agradeció con un gesto de cabeza en señal
que entendiera todo.
El Rauli era un espíritu de la vegetación. Como tal conocía las fuerzas curativas
ocultas de las plantas y sabía también donde y como podrían ser aplicadas. Su aparición
fue un acontecimiento del todo especial, y las personas presentían que aún tendrían que
aprender mucho al respecto de otros seres humanos. La composición del líquido curativo
sugería enfermedades malignas...
Apenas el Rauli desapareció, y ya se formaban grupos para recoger resinas, musgos,
frutitos y una especie de grosella, en los bosques y valles ubicados más abajo. En eso se
pasaron varios días. Cuando entonces llegó la hora en que por última vez ellos se reunieron
en sus lugares de devociones, entonando canciones en glorificación del Dios-Creador. Una
de esas canciones tenía el siguiente significado:
“¡Señor del Universo! ¡Creador de la Luz! ¡Creador de la Vida! Vives en alturas
inaccesibles para nosotros. Vivimos en las profundidades, en un astro. Solamente nuestro
Amor se eleva a Tus alturas. Acepta este Amor. ¡Somos pequeños, sin embargo, también
somos Tus criaturas!”
Entonaban canciones en las cuales vibraba alegría y agradecimiento, pero también
una cierta tristeza. Tristeza porque eran obligados a abandonar sus queridos animales, los.
cuales eran libres, y que, no obstante, habían vivido allí juntos con ellos. Hasta donde ellos
recordaban, los animales siempre fueron sus compañeros.
En el día de la partida, casi todos lloraban. Miraban hacia sus firmes y pequeñas
casas de piedra, hacia el agua conducida a las casas, hacia los campos de cultivos y prados
floridos..., pero, la tristeza no duró mucho. El Señor del Sol, Inti, atrajo la atención de ellos
hacia su astro. Maravillados, observaban hacia arriba, y veían amplios círculos coloridos,
semejantes al día en que el cometa fue visto en el cielo. Sólo que ahora los círculos y las
irradiaciones eran más intensas y resplandecientes. Y todos intuyeron que Inti les
transmitía un mensaje. Un mensaje de seguridad y confianza.
— ¡Inti está sobre nosotros!, exclamó una mujer jubilosamente. ¡El
permanecerá sobre nosotros, hacia donde quiera que nos encaminemos! Sonrientes,
señalaban todos hacia el Sol.
— ¡Y los animales permanecen bajo su protección!, exclamó una joven
confiadamente. Inti siempre fue el amo de ellos en la Tierra. Desde tiempos inmemoriales...
El sabio San, que caminaba al frente del grupo, llamó la atención de todos para la
partida. Y así los Incas dejaron su patria terrena, en el sexto mes del año, el mes de las
festividades del Sol. Sin embargo, la felicidad y alegría estaban con ellos.
En los primeros días siguieron por los caminos que ellos mismos construyeron. Era
la estación del año en que las flores brotaban por todas partes en las altiplanicies, y
frambuesas negras y rojas maduraban en las laderas, creciendo abundantemente en toda
la región de los Andes. En la noche acampaban en las proximidades de los riachuelos y
prados, donde los animales podían pastar.
El mensajero no apareció más. Sin embargo, tenían la certeza, que de alguna
manera él nuevamente aparecería, a fin de continuar a indicarles el rumbo. Durante los
primeros días los viajantes fueron acompañados por una gran bandada de águilas. Nunca
habían visto tantas de esas aves juntas. Las águilas volaban a determinada altura,
desapareciendo al ponerse el Sol. Pero al día siguiente estaban nuevamente visibles. Los
Incas repetidas veces observaban también hacia las cumbres de las montañas, y los
gigantes de las montañas siempre señalaban hacia ellos. De manera alegre, como si no
estuviesen separándose.
— ¡También veremos a los gigantes en nuestra nueva y desconocida patria!, se
consolaban mutuamente. Si no fuere en las montañas, entonces será en las nubes.
EL NUEVO GUÍA
En la mañana del quinto día las águilas no aparecieron más. Fue el día en que el
camino construido por los propios Incas se aproximaba al fin.
— ¡Las águilas nos acompañaron en un trecho del camino y ahora volvieron a
sus lugares de nidada!, dijo uno de los sabios a todos los que aún miraban alrededor, a la
búsqueda de las aves. Observó después a lo alto, hacia las cumbres de las montañas que,
cubiertas de nieve, brillaban a la luz del Sol naciente, como cascadas endurecidas. Eran,
todavía, las montañas que conocían y amaban. Durante el día, las laderas rocosas se
tomaban calientes como fuego y bajo el frío concentrado de la noche gemían y crepitaban
estruendosamente al contraerse.
— ¡Un águila! ¡Un águila!, exclamaron de repente unos niños que estaban
arrodillados, y jugaban con crías de gallinas montañesas al lado de sus animales que
pastaban. Era realmente un águila. Un águila de blancura resplandeciente, parecía
suspendida, con sus alas abiertas sobre una nube colorida.
— ¡Paira encima de nosotros, en el aire! ¿Por qué ella no continúa volando?,
gritaban aguadamente los niños entre sí.
Entusiasmados, los adultos observaban el águila que más parecía una aparición de
la Luz.
— Vamos, marchemos. ¡No debemos dejar esperando a nuestro nuevo guía!, dijo
San seriamente. Todos rieron y se alegraron porque el “mensajero” les había enviado un
guía tan extraordinario.
Y el viaje continuaba. Los caminos eran, de allí en adelante, muchas veces penosos
y difíciles. Sin embargo, con disposición alegre y guiados por un águila blanca, continuaban
al encuentro de su meta desconocida.
El largo viaje trajo a los Incas, siempre ansiosos por aprender, muchos
conocimientos nuevos y descubrimientos. Así surgió entre ellos también la idea de
construir un camino que pasase entre las montañas, conduciéndolos más allá, hacia países
desconocidos. Ese camino en el cual posteriormente muchas generaciones trabajaron,
también se volvió realidad. Igualmente, la idea de construir puentes surgió entre ellos
cuando tuvieron que atravesar a pie un ancho río.
Cierto día, un profundo abismo les interrumpió la continuidad de la marcha en la
dirección habitual. Tuvieron que dar una larga vuelta que los llevó hasta el límite de altura
donde la nieve era permanente. Fue una ardua caminata, pero también ese camino llegó a
su fin. Poco antes que el camino comenzase otra vez a bajar, les apareció el risueño Rauli
una vez más. Se encontraba entre algunos bloques de roca señalando agitado hacia Bitur
que venía atrás de San.
Bitur luego siguió la señal, observando las plantas que el Rauli le indicaba. Se trataba
de pequeñas plantas, azuladas, semejantes a algas, semicubiertas por el agua de la nieve y
que crecían entre los montones de piedras.
“¡De esas plantas también necesitaréis!”, dijo el Rauli. “¡Os recordéis vosotros bien
de ellas!”
Antes que Bitur pudiese preguntar para que servía la planta, el Rauli ya había
desaparecido. Después de algunos instantes de vacilación Bitur extrajo un manojo de algas
del agua de la nieve, sacudiéndolas para eliminar el agua y las guardó cuidadosamente en
su valija de viaje. Después refregó una hoja, oliéndola. No obstante, para una pausa mayor,
no había tiempo, pues tenían que continuar para encontrar un lugar donde pudiesen pasar
la noche, aún antes de ponerse el Sol.
Algunos días más tarde un gran deslizamiento de la montaña les interrumpió
nuevamente el camino. Esta vez tuvieron que bajar por un desfiladero. En ese desfiladero
había restos de cerámica de todos los tamaños y colores; además había algunos jarros
intactos, también de cerámica, pintados de color óxido azulado. En el tronco de un árbol
caído estaba apoyada una larga placa de piedra, donde se veía, en alto relieve, un ser
humano con cabeza de gato. Nadie mostró interés por los restos de esa cultura humana
que en otro tiempo existió allí. Cada uno de ellos quería dejar, lo más de prisa posible, ese
siniestro desfiladero.
— ¡Aquí huele a descomposición!, dijo la mujer de San, mirando alrededor,
como si buscase algo.
— ¡Nada encontrarás!, dijo San. Pues la montaña sepultó debajo de sí, a todos
los que aquí vivieron. Todo indica eso.
— ¿Sepultó?, preguntó ella incrédula. ¡No, los espíritus de la montaña no
matan y no entierran seres humanos!
— Los seres humanos que aquí vivieron, dijo San explicando, ciertamente fueron
advertidos a tiempo para dejar la región. Esto ellos siempre lo hacen, cuando en las
montañas un peligro amenaza a las personas.
A la salida del desfiladero hicieron exclamaciones jubilosas. Conducidos por uno de
los hombres, los niños llevaban sus animales de monta con seguridad a través del
desfiladero y subían ahora hacia las planicies asoleadas. Llegando encima, la caminata
prosiguió rápidamente. Querían alejarse lo más de prisa posible de aquel desfiladero.
Al día siguiente tuvieron una nueva sorpresa, pues al lado de una vertiente había dos
esferas de piedra que parecían esculpidas. Cada una de esas piedras tenía más de un metro
de diámetro.
— ¿De dónde vinieron esas piedras? ¿Y quién les dio esa forma?
— ¿Recuerdan aún la piedra que cierto día encontramos en el centro de
nuestra plaza de devociones?, preguntó el sacerdote a los que estaban alrededor,
acariciando con la mano una de las piedras lisas. Algunos de los más antiguos se
recordaban.
— Verdaderamente, continuó el sacerdote, la piedra de devoción era cuadrada,
pero fue esculpida de la misma forma que ésta. Él no necesitó decir nada más.
— ¡Son obsequios de los gigantes!, exclamaron enseguida algunas de las
jóvenes que conocían aquel acontecimiento a través de narraciones. El sacerdote señaló
afirmativamente con la cabeza.
— Exactamente como nuestra piedra de devoción, que también fue un obsequio de
ellos.
Sólo a los gigantes les era posible mover y trabajar bloques de piedra tan pesados.
¿Pero dónde se encontraban los seres humanos considerados dignos de tales obsequios?
Hacia donde quiera que observasen nada indicaba la presencia de seres humanos.
RECOMIENZA LA CAMINATA
Los Incas permanecieron acampados durante cuatro días a orillas del gran lago,
después prosiguieron su caminata. Ese día el águila voló tan alto en el aire, que mal era
vista. No obstante, continuaba presente, volando al frente de ellos.
Era una caminata repleta de vivencias, a lo largo del lago. Las innumerables aves
acuáticas, de todos los tamaños y colores... Revoleteaban encima de la superficie del agua
o se balanceaban en las olas... Todas las islas, y hasta las menores islas de juncos, parecían
ser lugares para nidadas de esas bellas aves... Toda la atmósfera estaba repleta de alegría.
Los Incas, como aún comprendían el lenguaje de los animales, sabían cuan inmensamente
felices eran esas criaturas.
Con el transcurso de los días de caminata a lo largo del lago, depararon también con
una especie de castor, que trabajaba afanosamente con los juncos y malezas acuáticas,
construyendo sus diques característicos. Encontraron también marmotas...
— ¡Me parece que aquí viven menos animales!, dijo la mujer de San
pensativamente.
— ¡Ciertamente aquí también deben vivir muchos animales!, opinó San. Sólo
que no se aproximan tanto a nosotros, como estamos habituados. El motivo, solamente lo
sabremos cuando conozcamos a los seres humanos a cuyo encuentro caminamos.
Los que escucharon tal declaración de San, estaban profundamente preocupados.
No podían imaginar que existiesen animales que evitaban a los seres humanos. Sabían que
a todos los animales les gustaba, cuando una cariñosa mano humana pasaba sobre sus
pelos o plumas. La preocupación que brotaba en sus corazones luego fue alejada. Para ellos
no había un camino de vuelta. Fuese lo que fuese..., tenían que continuar. Pues fueron
enviados y un águila les indicaba el camino... Observaban agradecidos hacia el Sol en lo alto
y sus ojos brillaban orgullosos, conscientes de su misión.
EL ENCUENTRO
Fue un día repleto de acontecimientos aquél en que los Incas se encontraron con
un inmenso campo en ruinas, encontrándose con miembros del arruinado pueblo de los
Halcones.
San, Bitur y algunos otros sabios entraron vacilantes en esas ruinas de piedras,
mientras que los otros permanecieron a distancia. Lo que los sabios veían eran columnas
derrumbadas, bloques de paredes, cascajos y polvo. Contemplaban silenciosos las
innumerables ruinas. ¿Qué había sucedido aquí? Terremotos no les eran extraños.
¿Terremotos? Entonces deberían avistar grietas en la tierra..., sin embargo, nada de eso se
percibía. En un montón de cascajos se encontraba derribada una figura humana bien
esculpida con la cabeza de un halcón...
En silencio, los sabios contemplaban la extraña estatua.
— ¡El artista que creó esto desperdició su talento!, dijo Bitur.
— ¡Es un ídolo! Solamente puede tratarse de un ídolo.
— ¿Un ídolo? Ellos observaban perplejos a San, pero luego comprendieron. A
través de las tradiciones y de las propias vivencias espirituales, los sabios del pueblo Inca,
sabían que la mayor parte de la humanidad había perdido el camino hacia la Patria
espiritual. Y en vez de buscar el verdadero camino, creaban símbolos sin vida y fríos...,
creaban ídolos para sí...
— ¡Éste es uno de ellos!, dijo San, recordándose, al ver la estatua, de aquellos
de quien las tradiciones hablaban.
¿Pero dónde estarían las personas que hasta hace poco tiempo deberían haber
habitado allí? No veían seres humanos, no obstante, se sentían observados.
— Veo apenas sombras de miedo y de desesperación. Se aganan a los bloques de
piedra.
Los sabios señalaban con la cabeza, aprobando. San tenía razón. Existían sombras...
Aproximadamente dos horas más tarde, surgió un grupo de personas caminando a través
del campo en ruinas. Se aproximaban lentamente, de tal forma como si tuviesen que cargar
un pesado fardo. Se detuvieron a corta distancia. Apenas un hombre y una mujer
prosiguieron, arrodillándose e inclinando las cabezas a escasos metros en frente a los Incas.
“¿Por qué esas personas se arrodillan delante de nosotros?”, preguntaban los
sabios a sí mismos. Esa pregunta silenciosa fue rápidamente respondida. El hombre de
aspecto enfermo levantó la cabeza, observando a los Incas con los ojos nublados de
sufrimiento.
— ¡Vosotros sois los prometidos!... Llegasteis..., agradezco a los dioses por
permitirme vivir aún... El hablar parecía hacerse difícil para el hombre, pues solamente
después de una pausa más prolongada él prosiguió.
— Soy uno de los sacerdotes de nuestro arruinado pueblo. Ofendimos a los dioses
y a todas las demás criaturas...
Ahora también la mujer levantaba la cabeza y decía con voz baja, sin embargo,
firme:
— Uno de nuestros videntes nos anunció, poco antes de su muerte, que seres
humanos de ropas blancas con discos solares sobre el pecho vendrían para ayudamos en
nuestra gran aflicción. Después de una pausa ella agregó:
— Él murió poco antes de caer sobre nosotros la maldición de los dioses,
destruyendo todo lo que ellos mismos, otrora, nos ayudaron a construir.
— ¡Os levantéis, para poder permanecer frente a frente!, dijo San con
severidad. La mujer auxilió al hombre a levantarse. Las ropas de ambos estaban manchadas
y sus rostros angustiados, aunque fuese claramente reconocible que eran de raza noble. La
mujer parecía haber leído los pensamientos de los Incas, pues dijo que eran miembros del
“Pueblo de los Halcones” y que sus antepasados, conforme las antiguas tradiciones, se
originaban de un País del Sol...
— ¡Así es!, respondió San. ¡Somos de una misma raza, pues nosotros también
nos originamos del País del Sol!
— ¡Vosotros sois los señores, permitid que seamos vuestros siervos!, solicitó el
hombre con voz débil.
— ¿Señores?, preguntó San perplejo. Estás engañado. Somos pastores en la
Tierra; protegemos, enseñamos y guiamos. Nosotros les auxiliaremos.
— Nuestras lenguas son parecidas. ¡Comprendo casi todas las palabras!, dijo la
mujer con una voz en la cual nuevamente vibraba alguna esperanza.
También los Incas estaban contentos por poder entenderse con las primeras
personas que encontraron. Esto facilitaría su misión.
Repentinamente, gritos surgieron en el aire. Gritos que parecían venir desde lejos,
como un eco.
— Son nuestros enfermos. ¡Muchos ya fallecieron!, dijo la mujer.
Los gritos que ahora se hacían oír como aullidos venían de una casa baja, cubierta
por junco, que estaba entre las murallas caídas en una depresión del terreno. Seguidos del
sacerdote y de los demás que lo acompañaban, los Incas caminaron en dirección de los
gritos. Estos silenciaron cuando se aproximaron.
"DIOSES BLANCOS”
Los Incas pararon frente a la casa y solamente con mucho esfuerzo podían esconder
el pavor que sentían con el aspecto de las personas, arrodilladas o acostadas en las esteras
de junco. Se trataba, en su mayoría, de mujeres semidesnudas, horriblemente marcadas,
que con dificultades se levantaban al ver a los Incas, que se aproximaban, vestidos de
blanco.
— ¡Llegaron dioses blancos! ¡Socorro! ¡Socorro!, gritó una mujer, corriendo
hacia el interior de la casa.
Otras mujeres se arrodillaban y levantaban las manos, suplicando.
— Auxíliennos..., tiren la maldición de nosotros...
Los Incas miraban en silencio y perplejos a esos seres humanos que lloraban, pedían
y gritaban, y que ahora se arrodillaban todos en las esteras. En ese momento, una anciana
surgió de la casa, aproximándose a San.
— No tengo más lágrimas. Se petrificaron. No espero ayuda..., sin embargo, solicito
vuestro auxilio..., para los otros..., ayúdenles..., ¡ellos, todavía, merecen!... Después de esas
palabras ella regresó hacia la casa con pasos cansados.
Bitur fue el primero a superar el pavor. Las aptitudes de médico en él inherentes
despertaban. Deseaba auxiliar y disminuir el sufrimiento de esos infelices... La piel de las
mujeres estaba cubierta de grandes manchas rojas, rodeadas de pus. Mientras observaba
más de cerca esas manchas, se recordó del Rauli.
“¡El Rauli sabía de eso y por ese motivo nos dio consejos durante la caminata!”,
pensó él aliviado.
— ¡Seréis curados!, dijo a los enfermos, pues un pequeño ser de la naturaleza
os recordó dándonos plantas medicinales.
Después se alejó rápidamente. La preparación del líquido medicinal demoraría
algún tiempo.
— ¿Dónde están los otros?, preguntó interesado uno de los Incas al sacerdote.
Al juzgar por las ruinas debéis haber sido un pueblo numeroso.
— La mayoría está muerta. Y los otros se marcharon. Por miedo... En realidad,
huyeron, a fin de distanciarse lo más lejos posible de este lugar maldecido. Solamente los
enfermos se quedaron. Al proferir esas palabras el sacerdote indicó hacia diversas
direcciones.
De hecho, se veían varias casas bajas y largas. El junco verde-gris de los tejados mal
se distinguía del ambiente.
Al volver al campamento, Bitur enseguida comenzó a trabajar. Cocinó el musgo, las
resinas y los frutos, transformándolos en una masa concentrada, diluyéndola después con
agua y llenando con ella varias jarras ya preparadas para eso. El ardor y la comezón de las
heridas probablemente desaparecerían después de ser tratadas con esa infusión. No
obstante, él no estaba satisfecho, algo le faltaba aún. Sentía eso nítidamente. ¡Las algas de
la nieve!... Era eso..., todavía, estaban faltando ellas para la cura.
Sosteniendo en las manos un manojo de esas plantas, supo repentinamente que esas raras
plantas azules expelían el veneno del cuerpo de los enfermos. La cura debería realizarse de
dentro hacia afuera...
Preparó una infusión de esas algas, muy amarga, diluyéndola y colocándola también
en jarras. En seguida dejó el campamento con un séquito de ayudantes, visitando y
tratando poco a poco a todos los enfermos. Las heridas fueron pulverizadas primeramente
con un polvo obscuro de resinas, y después cada uno recibió una pequeña dosis de la
infusión de algas para beber.
El tratamiento ayudó. Después de la primera aplicación, ya mejoró el estado de los
enfermos. Una semana más tarde todos estaban recuperados, excepto unos pocos que
fallecieron. Bitur se acordó agradecido del Rauli. Sin los consejos del pequeño “espíritu
verde” se habrían visto imposibilitados de auxiliar.
La noticia sobre la llegada de los “dioses blancos” y de la cura milagrosa de los
enfermos, ya considerados como muertos, se propagó con la velocidad del viento. Esa
noticia fue transmitida hasta los pueblos costeros. Al escuchar esto, inconscientemente en
todos los seres humanos, les surgió el deseo de conocer a los dioses blancos. Más tarde,
cuando esos pueblos se unieron a los Incas, se dieron cuenta naturalmente, que los Incas
no eran dioses, sino seres humanos. Seres humanos extraordinariamente bellos y sabios...,
sin embargo, criaturas humanas.
A pesar de ese conocimiento, muchos, íntimamente, creían que los Incas eran
descendientes de los dioses o que al menos hubiesen sido enviados por ellos... Tal creencia
fue transmitida de generación en generación, transformándose en leyenda.
Posteriormente, cuando los investigadores se preocuparon del origen de la leyenda de los
dioses blancos, supusieron que ella se refería a los europeos. Esto, naturalmente, fue un
error. Pues las hordas europeas, que asaltaron y saquearon el Perú, les parecieron a los
habitantes de allá tan horripilantes que muchos pensaron que se trataba de demonios, que
escondían sus rostros debajo de “cabellos”. Demonios que por algún motivo desconocido
adquirieron forma humana. Los barbudos europeos con sus ropas harapientas y los malos
deseos y pensamientos nacidos de ellos, eran de hecho temibles...
CAPÍTULO III
LA META ES ALCANZADA
Los Incas se demoraron apenas unos pocos días en la región del pueblo de los
Halcones. Cuando nuevamente el águila surgió en el aire, por encima de ellos, para
continuar guiándolos, luego todos estaban preparados. Silenciosos, como de costumbre,
seguían a su guía alado. Sin peso y libres seguían su ruta, y el eterno anhelo por la Luz y la
perfección, que los completaba, irradiaba de sus espíritus.
El camino siguiente era fácil y hermoso. Vertientes brotaban en las maravillosas
florestas, y algunas regiones que atravesaron parecían parques ajardinados. El suelo estaba
cubierto de pastizales, arbustos y helechos que nacían entre las piedras. Allí crecían árboles
de troncos rojos, nogales y también árboles de frutas sabrosas que los Incas ya conocían.
El aire estaba repleto de chillidos de los innumerables pajarillos que habitaban esa región
y que confiadamente se paraban en los brazos que les extendían las personas. La alegría de
los niños eran las chinchillas que allí había en gran cantidad, y que se dejaban acariciar y
cargar de buen agrado. También un gran rebaño de vicuñas, con muchas crías, pastaban en
las proximidades del campamento donde los viajantes pasaron la noche.
Ninguno de los Incas sabía que esa sería su última noche de peregrinación. Sin
embargo, que estaban cerca de su meta, eso todos sentían.
Fue al día siguiente, aproximadamente al mediodía, que su guía alado los dejó. El
águila descendió, bajando tanto, que casi rozó sus cabezas, siguió volando, subiendo
lentamente en amplios círculos, desapareciendo de sus vistas.
El águila desapareció, lo que significaba que habían alcanzado su objetivo. Tenían
solamente que encontrar ahora esa meta. Pues en el lugar donde se encontraban no podían
permanecer, como consecuencia de que el suelo estaba cubierto solamente de piedras y
cascajos. No demoró mucho, y San descubrió una ruta estrecha, poco visible, que conducía
a través de montes y montañas hasta un florido valle.
El Sol alcanzaba su punto más alto, cuando los Incas entraron en el valle rodeado
casi que totalmente por montañas y cerros y que de ahora en adelante sería su nueva
patria.
— ¡Es la tierra del Inti a la cual el águila nos guio!, exclamaron los niños. ¡Todas las
flores tienen los colores de él!
Los niños tenían razón. El aspecto que se ofrecía al observador era deslumbrante.
Todas las laderas alrededor del valle estaban cubiertas por un esplendor de flores amarillas.
La maravilla amarilla de fuerte fragancia se asemejaba a las flores de retama. No obstante,
esas flores no crecían en arbustos, pero si en árboles bajos. Al juzgar por los gruesos
troncos, esos árboles ya debían ser muy antiguos.
La alegría y el agradecimiento que los Incas sintieron al ver ese valle maravilloso es
imposible de describir. Los rostros erguidos hacia el cielo estaban húmedos por el orvallo
de las lágrimas de alegría. Después de pocos minutos, el agradecimiento sentido por ellos
se transformó en un himno de glorificación en honra al Creador.
“Somos apenas criaturas insignificantes en Tu mundo”, cantaban. “No obstante, ¡El
Gran Señor, permite que seamos protegidos, enseñados y guiados, desde el comienzo
hasta el fin de nuestra existencia!”
— Nuestra llegada es para nosotros un tiempo de fiesta. ¡Pero también un tiempo
de fiesta en todo el valle, pues las flores se encuentran en su más bella magnificencia!, dijo
una de las mujeres con voz baja. La mujer expresó lo que todos sentían intuitivamente en
sus corazones.
Los Incas jamás olvidaron el día de su llegada. Anualmente en esa época, celebraban
una fiesta. La Fiesta de las Flores, dedicada a la Reina de las Flores y a todos los incontables
pequeños espíritus de las flores, que prepararon tan maravillosamente el día de su llegada.
Antes de terminar el día les fue proporcionada a los Incas una alegría más. Al anochecer
llegaron visitantes. Visitantes muy bien recibidos. La gran manada de vicuñas, que horas
antes habían visto, acababa de llegar al valle. Unos animales atrás del otro trotaban por el
estrecho sendero que conducía al interior del valle. Esos bienvenidos “proveedores de
lana” no llegaron sólo para una breve visita. Permanecieron, y la manada primitiva formó
una numerosa prole.
También poco a poco aparecieron otros animales. Gordas ovejas montañesas,
alpacas y llamas. Siempre llegaban en mayores o menores manadas. Esos animales también
se quedaron y se multiplicaron. Existían bastantes pastizales. Naturalmente, los animales
también frecuentaban pastizales más alejados. De acuerdo con su especie, les gustaba
emigrar. Sin embargo, regresaban después de un período más o menos largo, dejando
dócilmente que cortasen su preciosa lana... Las chinchillas, de vislumbre azul plateado, se
tornaron en inseparables compañeras de los niños pequeños. También esa región era muy
rica en aves. Pavos, un tipo de faisán y grandes codornices llegaban en bandadas. Sin
excepción, todos los animales se sentían visiblemente bien en las proximidades de los seres
humanos.
El pueblo de los Incas y los animales, aún estaban unidos entre sí, en Amor y
comprensión mutua. Todos consideraban los animales como criaturas creadas por el
mismo Dios, teniendo por lo tanto los mismos derechos que ellos. Por eso no había nada
de extraordinario en que los animales, todavía, se sintiesen atraídos por esos seres
humanos, sirviéndoles alegremente, aunque de manera inconsciente.
Con los seres de la naturaleza, denominados por los Incas de “espíritus de la
naturaleza”, mantenían una relación muy especial. Estaban conscientes de que ellos
mismos no hacían parte del mundo en que vivían, donde les era permitido desenvolverse.
Ese mundo ya existía antes de ellos. Pertenecía a los “espíritus de la naturaleza”.
Un antepasado especialmente sabio les legó una doctrina que era transmitida, de
generación en generación, a todos los niños y niñas, tan luego pasasen de la edad infantil.
Esa doctrina era la primera lección importante de sus vidas. Ella decía:
“¡El gran Dios-Creador nos colocó aquí en la Tierra bajo la protección de los espíritus
de la naturaleza! ¡Son nuestros maestros, hermanos, y hermanas! ¡Pero entre ellos hay
también señores y señoras! Como, por ejemplo, Inti, el Señor del Sol y la Gran Madre de la
Tierra, Olija. Todos esos grandes, pequeños e ínfimos nos brindan. ¡Nos alimentan y nos
visten, completando toda nuestra vida con alegría! ¡Iluminan con luz brillante todos
nuestros días y extienden el velo de la obscuridad sobre nuestras noches, para que nuestros
cuerpos puedan descansar bien! ¡Nosotros recibimos y recibimos! ¡Sin embargo, ninguna
criatura puede solamente recibir sin tener que dar algo en cambio! ¡Tampoco nosotros,
espíritus humanos! ¿Qué reciben de nosotros los espíritus de la naturaleza?”
Aquí el gran sabio siempre hacía una pausa, para concentrarse. Lo mismo hacían los
Amautas* escogidos para retransmitir la historia de su pueblo a las generaciones más
nuevas.
“Busqué, en mi espíritu, la respuesta para eso”, recomenzaba el sabio después de
una corta pausa.
“Nosotros, espíritus humanos, somos de especie diferente a la de los espíritus de la
naturaleza. Una otra luz y una otra fuerza mueven nuestros espíritus. ¡Esto acarrea también
otras responsabilidades! ¡Tenemos que mostrarnos dignos de nuestra condición humana!
¡Debemos movemos y trabajar, creando un mundo en medio del reino de la naturaleza, un
mundo de belleza y armonía! ¡Actuando así no seremos entonces solamente los que
reciben, mas también los que dan! ¡Sí, que también dan! Pues nuestro Amor por todas las
criaturas del reino de la naturaleza terrestre es recibido por ellos como un obsequio,
proporcionando un brillo especial a su existencia”.
Al anochecer del día de la llegada, toda la región exhalaba una fragancia de la resina
de pinos y piñas. Los Incas asaban en sus pequeños hornos de barro el primer pan en su
nueva patria. Comenzaba otra fase de sus vidas. Había mucho trabajo de allí en adelante.
No obstante, el trabajo nunca les asustaba, pues era para ellos una necesidad vital. Se
encontraban frente a un nuevo comienzo.
* Sabios profesores.
Mas todo lo que era nuevo incitaba sus energías, despertando fuerzas creadoras en
ellos latentes.
LA CIUDAD CRECE
Bitur curó las malolientes y purulentas enfermedades de piel. Nuevamente había
más mujeres que hombres acometidas por la enfermedad. Al mismo tiempo Jarana se
empeñaba, con esfuerzos redoblados, para auxiliarlos espiritualmente.
Los miembros del pueblo de los Halcones no fueron los únicos que vinieron con sus
enfermos a buscar auxilio y cura junto a los “dioses blancos”. Muchas veces llegaban
personas de pueblos muy distantes, que habían escuchado al respecto de curas milagrosas
de los “hombres blancos con rostros de dioses”, los cuales hablaban poco, sin embargo,
auxiliaban bastante. La confianza que todos depositaban en los Incas era justificada, pues
éstos se esforzaban con infinita paciencia en ayudar a los que buscaban auxilio.
Mientras Bitur y algunos otros que también poseían aptitudes médicas cuidaban de
los enfermos, la ciudad crecía lentamente. Las casas de piedra construidas en aquel tiempo
eran bajas y pequeñas, sin embargo, seguras y firmes. Ellos cerraban las aberturas entre las
piedras con una masa de barro azul y polvo de cal blanco. Trajeron ese material de su
antigua patria, en forma de polvo.
De inicio las primeras casas eran pequeñas y simples, no obstante, no les faltaba el brillo.
Ninguna casa quedaba sin un adorno de oro. Esos adornos eran fijos a las paredes y en las
aberturas redondas que servían de ventanas, o en las puertas hechas de cuero duro y
martillado. Además de eso colgaban una o más campanillas de oro en los batientes de las
puertas, campanillas tan finas que con cualquier viento más fuerte balanceaban y
tintineaban hacia todos los lados. Más tarde cambiaron ¡as campanillas de oro por
campanillas de plata, visto que esas tenían un sonido más bonito.
Las casas, interiormente, eran calientes y confortables. Las paredes de piedra eran
todas alfombradas con tejidos. También el fono, hecho de un trenzado de ramas finas y
preparadas, era revestido por un tejido de lana teñido de azul. Como camas, utilizaban
redes colgadas entre armazones de madera. Las redes de los niños eran colgadas entre
armazones bien bajas, de manera que nunca podrían dañarse en caso de que cayesen de
ellas.
Cubrían los pisos con placas de piedras. Sobre ellas extendían alfombras de pieles
de conejos y ovejas, las cuales colocaban sobre una base de fieltro.
Guardaban las mantas, ropas y ponchos en baúles de maderas aromáticas. Los árboles que
proporcionaban esa madera crecían en florestas vírgenes de clima caliente ubicadas más
abajo. Había también mesas y bancos. El material usado para eso en la época inicial era
bastante variado. Podía ser piedra o madera, como también ramas y trenzados de lianas o
pajas duras.
La instalación de esas pequeñas casas de piedra era muy primitiva, todavía, había
en cada una de ellas algunas obras de arte. Por ejemplo: flores, hojas, estrellas y
medialunas de oro. Generalmente había en los cantos altas urnas de cerámica, provistas
de tapas: las urnas para las brasas. Eran perforadas en parte, pudiendo ser rellenadas con
brasas. Eran útiles y daban un toque bastante decorativo con sus colores brillantes.
Cuando los primeros enfermos del pueblo de los Halcones llegaron a la ciudad de
los Incas, de inmediato fue construido el primer “hospital”. Era una construcción de piedra,
larga y baja, donde veinte enfermos podían ser cómodamente alojados. En seguida
tuvieron que levantar una segunda edificación, una especie de almacén, pues ningún
visitante o enfermo llegaba de manos vacías. Las ofrendas que traían eran tan variadas que
mal podrían ser enumeradas. Plata, vajillas de plata, cerámicas, joyas, colorantes,
mantenimientos y así por delante.
Los Incas retribuían con obsequios que consistían generalmente en pedazos o
granos de oro... A veces regalaban también instrumentos musicales. Ciertamente nunca
hubo un pueblo como los Incas que fabricó tantos diferentes y pequeños instrumentos. Sus
niños tocaban pequeñas flautas, antes de aprender a hablar. Tal vez hubiese sido ese el
motivo de comenzaren a hablar mucho más tarde que los niños de hoy.
Los Incas jamás permitían que los visitantes de pueblos extraños o los ya
recuperados se estableciesen entre ellos. En ese aspecto eran inflexibles. La historia de
Sarapilas, todavía, los fortaleciera en eso. Tan luego los enfermos quedasen sanados,
tenían que dejar la ciudad junto con sus acompañantes, volviendo a su patria. Sin embargo,
no siempre era fácil convencer a los forasteros para que se fueran. El misterioso poder que
exhalaba de los Incas, lo que ellos difundían a su alrededor, todos sentían, sin excepción,
como algo benéfico. No sabían que ellos mismos también habían cambiado. Tanto, que no
solamente habían adquirido más salud, como también volvían a sus pueblos más abiertos
espiritualmente.
Había también visitantes deseosos de quedarse más tiempo, para investigar el
encanto que alejaba a los Incas de todas las desgracias que atormentaban a otros seres
humanos.
— ¡Son inmunes a las enfermedades!, dijo uno que gustaría de haber
permanecido junto a los Incas.
— ¡Trabajaban como si de eso dependieran sus vidas! ¡Sus hijos, desde
pequeños, son movidos por esa voluntad de trabajar!, dijo uno de los mercaderes, que
visitaba regularmente a los Incas.
Un hombre, a cuya hija dieron de alta, dijo concluyendo:
— Nuestra curiosidad y nuestras suposiciones al respecto de los Incas no nos
aproximan ningún paso siquiera de la verdad. Sabemos apenas que nadie puede rehusarse
a la influencia de ese pueblo misterioso, cuya procedencia nadie conoce.
Los forasteros no adivinaban que también ellos despertaban la curiosidad de los
Incas. Ya sea por su ropa..., todo en ellos era colorido. Los Incas confeccionaban sus
ponchos con dos mantas de lana, totalmente blancas. Sin cualquier adorno. Coloridos eran
apenas los cordeles en los cuales colgaban sus discos solares de oro en el cuello. Los
ponchos de los visitantes de otros pueblos eran todos ellos multicolores. Pues en ellos
entretejían figuras generalmente geométricas de colores diferentes. Las mujeres de
algunos pueblos parecían, de lejos, con globos coloridos cargados de adornos de plata o se
asemejaban a grandes pelotas, pues para la confección de sus ponchos no utilizaban
solamente dos, sino tres mantas y las tres eran adornadas de la manera más colorida
posible.
Los hombres, tal como las mujeres, mientras no hubiesen contraído enfermedades,
eran figuras robustas de estatura mediana, tenían rostros agradables y muchas veces
bonitos. La piel morena de sus rostros era lisa, limpia y reluciente debido al aceite con el
cual la trataban. Solamente el miedo de sus almas, que se reflejaba en los ojos de muchos
de esos seres humanos, les daba a los Incas, al principio, bastante que pensar.
CAPÍTULO IV
MAGNETISMO TERAPÉUTICO
— Yo y todos vosotros que nos ocupamos con diversos métodos de cura, tenemos
que agradecerle mucho a ella. ¡Pues sin su llegada me habría pasado desapercibido un
importante factor de cura: la cura a través de nuestro espíritu!
De esa vez los Incas luego concordaron intuitivamente con eso, mientras los otros
permanecían silenciosos.
— ¡Somos seres humanos con fuerza espiritual!, exclamó el guardador de
remedios.
— ¡Cierto! ¡Pero déjame continuar explicando!, dijo Bitur. La fuerza depositada
por el Creador en nuestros espíritus es tan fuerte y luminosa, que traspasa nuestras almas
y envuelve nuestros cuerpos con un halo de colores luminosos. Ese halo espiritual* brilla
en colores bonitos y puros apenas en aquellas personas que se encuentran al lado de la luz
de la vida. En todos los otros seres humanos esos halos no brillan. ¡Por el contrario! Son
impuros, como si hubiesen sido manchados.
Ahora también los médicos forasteros comprendieron. No solamente los seres
humanos estaban circundados por el halo luminoso. Todo lo que era vivo estaba envuelto
por él.
— También los espíritus de la naturaleza, los habitantes de las montañas, de las
florestas, de los mares, brillan. Tampoco los animales son excluidos de eso.
Bitur dejó a los alumnos tiempo para que pensasen y pudiesen cambiar entre sí sus
opiniones, exigiendo después nuevamente la atención de ellos.
— Todos vosotros ya observaron cómo los rayos solares traspasan la neblina
matinal. Ese proceso tiene algo de similar con la fuerza espiritual que nos traspasa
integralmente. Ella también emite rayos. Rayos multicolores. Y esos rayos contienen en sí,
entre otras propiedades, también fuerza curativa. Podemos denominarla “fuerza espiritual
curativa” ** y, consecuentemente, también podemos curar.
A seguir Bitur explicó que no todas las enfermedades anímicas podrían ser curadas.
Y que no le era concedido a cualquiera aplicar esa fuerza eficientemente. Una persona
tendría que ser especialmente capacitada para tanto y, además de eso, poseer un cuerpo
totalmente sano.
* Aura.
** Magnetismo terapéutico.
— Una verdadera obra de arte sólo puede ser creada por alguien que tenga
desarrollado en sí la capacidad para eso. ¡Capacidad y Amor! Así es con cualquier profesión
que exija del ejecutante una especial dedicación.
— Cura a través del halo espiritual. ¡Eso me es comprensible!, dijo uno de los
médicos forasteros. Sin embargo, ¿cómo puede ser curada una herida que no se ve?
— Por eso solamente una persona escogida para tanto puede realizar tales curas.
Escogido quiere decir en este caso, que esa persona posee las capacidades necesarias...,
¡para reconocer el mal! ¿Deseáis saber cómo se hace esto? Bitur sonrió cuando vio a su
alrededor los rostros ávidos por conocimientos.
Consideremos la joven Chanchán, continuó. Ayer hablé con ella. Me contó,
entonces, que estaba con nostalgias de su hogar y que frecuentemente sentía un dolor en
la región del corazón. Permanecí delante de ella por algunos minutos, no más que eso.
Durante ese corto tiempo sentí nítidamente como si flechas luminosas partiesen de mí,
penetrando en el pecho de ella. Benéficamente. Curando. La fuerza espiritual cerró la
herida que ha mucho la atormentaba.
¡La cura, sin embargo, también puede ocurrir de otra manera!, dijo Bitur,
pensativamente, después de algún tiempo. En personas capacitadas la fuerza curadora
puede concentrarse tan fuertemente en las manos, que el tocar de la mano es suficiente
para traer alivio a los que sufren. Cuando nadie más tenía algo que impugnar, él continuó:
En el fondo existe poca diferencia entre la cura anímica de la joven Chanchán y la cura de
una herida corporal. No debemos olvidar que la misma fuerza curadora también se
encuentra en las plantas, con las cuales curamos enfermedades comunes. Debemos,
apenas, aprender a utilizar bien esa fuerza.
— ¡El nuevo bálsamo ayudó al joven que durante meses sufría de dolores de
cabeza!, dijo uno de los conservadores de remedios. El no siente nada más. Eso ciertamente
significa que los dolores no fueron causados por ninguna culpa del alma.
— Esto no se puede comprobar así, sin más ni menos. Los dolores, no obstante,
pueden haber sido provocados por una enfermedad anímica. En ese caso, ellas volverán a
repetirse después de un cierto tiempo ¿Le preguntaste al hombre desde cuándo sufría de
dolores de cabeza?, preguntó Bitur enseguida.
— Ciertamente hice eso. El hombre fue alcanzado por una avalancha de nieve y
permaneció tendido inconsciente. Cuando volvió nuevamente en sí, pudo libertarse
rápidamente. De cualquier forma, en ese entretiempo, se pasaron horas. Se pudo verificar
esto por la posición del Sol... Supongo que el frío de la nieve le afectó la cabeza.
— ¿Qué es lo que condujo al hombre hacia allá?, preguntó uno de los alumnos.
Pues todos, y probablemente también él, conocen los lugares peligrosos de las montañas.
— ¡El deseaba escalar la cumbre de la montaña!, respondió el guardador de
remedios. Según la leyenda un niño de su pueblo, de descendencia real, fue sepultado en
una caverna allá en el alto. El suponía que eso estaba vinculado a algún culto, he aquí por
qué deseaba encontrar la caverna y el cadáver.
— ¡El hombre probablemente procuró su propio cadáver!, dijo sonriendo uno
de los médicos de afuera.
Bitur concordó con él, añadiendo, todavía, algunas explicaciones.
— ¡Podemos auxiliar también una persona cargada de culpas, cuando ella
misma colabora! Esto es, cuando se libra del mal que le imprime un cuño feo a su alma y el
cual vuelve su cuerpo vulnerable a enfermedades.
— ¡Los síntomas de las enfermedades anímicas son fácilmente reconocibles!,
dijo uno de los médicos de afuera, que hasta ahora no se había manifestado. Opresión,
miedo y descontentamiento son síntomas infalibles. Vosotros, Incas, tenéis pocas
experiencias, todavía, con eses tipos de enfermedades. El forastero silenció, un poco
avergonzado, después de esas palabras. El viniera para aprender y no para vanagloriarse
de sus conocimientos.
— ¡Hablaste con acierto!, dijo Bitur. Una persona cargada de culpas tiene que
colaborar, ella misma, para que podamos proporcionarle alivio...
Después de las conclusiones de Bitur, un otro médico Inca continuó la lección.
— ¡Quién quisiese curar una enfermedad, tiene que observar la persona
integralmente!, comenzó con voz serena. Es importante escrutar sus hábitos de vida y su
religión. Solamente ese conocimiento, muchas veces, ya nos ofrece una imagen de su
estado anímico y de las causas de sus sufrimientos físicos. Enfermedades puramente físicas
podemos constatar por el color de la piel, de las uñas y de los labios. ¡Y en los ojos!... Los
ojos son para nosotros de suma importancia para un diagnóstico seguro, tanto física como
anímicamente.
Después de esas palabras el médico se dirigió a uno de los alumnos más antiguos,
convidándolo a hablar. Una invitación, a la cual éste luego aceptó con alegría.
— ¡Ningún ser humano es igual a otro!, comenzó él. Cada uno tiene que pasar
por muchas transformaciones. No solamente eso. A cada uno de nosotros nos son
proporcionadas muchas vivencias que influyen en nuestro bienestar físico y anímico,
pudiendo esas vivencias ser hasta decisivas y orientadoras. ¡Pero esto solamente sucede
cuando sabemos interpretar correctamente nuestras vivencias!
Bitur observó con visible orgullo a su alumno.
— ¡Tus palabras contienen una gran sabiduría!, dijo después, elogiando.
¡Continúa!
El alumno, sin embargo, hizo una pausa tan prolongada, que en ese intermedio uno
de los médicos de afuera solicitó la palabra.
EL ATREVIMIENTO DE TATOOM
Tendría antes que suceder un desastre, para demostrarles a todos como podría
volverse peligrosa la inobservancia de las advertencias...
Tatoom, un hombre joven y simpático, bastante orgulloso de su gran fuerza física,
se aproximó cierto día de Bitur, que en el momento hacía el servicio de guardia, y le dijo:
— ¡Sabio Bitur! Vine hasta vuestra ciudad no para hacer negocios, mas sí para
aprender. Tal vez consiga tomarme parecido con vosotros, Incas, si permitiereis que me
quede aquí el tiempo suficiente.
Después de esas palabras iniciales el joven silenció, mirando hacia las nubes de
neblina en movimiento, como que buscando algo... Bitur estaba preocupado, pues
adivinaba lo que sucedería.
— ¡Quiero conquistar la benevolencia de los gigantes!, dijo Tatoom. Tal vez
consiga eso, enfrentándolos valientemente. Mi gran fuerza física...
— ¡De nada ella te adelantará, en lo que dice respecto a los gigantes!,
interrumpió Bitur sus consideraciones. La fuerza física sólo tiene valor cuando es aplicada
con inteligencia y reflexión... ¿Por qué quieres conquistar la benevolencia de los gigantes?
Estos grandes ejecutan el trabajo que les fue dado..., no comprenderían lo que tú quieres
de ellos... Si realizares tu idea, nunca podrás alcanzar tu objetivo de tomarte médico. Por
lo menos en la actual existencia terrena...
El padre de Tatoom, que escuchó las palabras de Bitur, observó horrorizado a su
hijo, pues él conocía cuán atrevido y corajudo que era.
— Ningún ser humano es capaz de resistir a la fuerza de los gigantes. Si no desean
que nos aproximemos de ellos, esto entonces tiene su motivo.
Tatoom escuchó las palabras que uno de sus amigos pronunció; enseguida, libertó
su brazo que un otro le aganaba y, antes que los presentes se dieran cuenta de lo que
estaba sucediendo, corrió por el camino que conducía hacia la neblina.
Bitur siguió al atrevido con los ojos, meneando la cabeza sin comprender; luego se
alejó preocupado, ordenando a algunos guardias para que trajeran una camilla. Caso ya no
estuviese muerto, Tatoom no podría haber ido lejos; y deberían rápidamente socorrerlo.
Tardó, sin embargo, cerca de una hora en llegar la camilla. Mientras eso Bitur intentó
comunicarse con Thaitani, pidiendo pasaje libre.
“¡Queremos apenas buscar un ser humano necio que entró en vuestro campo de
energía!”, agregó él, explicando. Apenas transcurrieron algunos minutos y se escuchó un
ligero tronar. Thaitani respondió, y los Incas lo habían entendido. Pero solamente los Incas,
no los forasteros. Estos escucharon un trueno. Y esos truenos ya los habían escuchado con
frecuencia en los últimos tiempos.
Cuando los cargadores aparecieron con la camilla, Bitur, sin perder un minuto
siquiera, traspasó con ellos la establecida frontera, y desapareció en la neblina. Otros dos
médicos lo acompañaron.
Los que quedaron procuraban escuchar algo, reteniendo la respiración. Pero no se
escuchó un único sonido. Una tensión inquietante tomó cuenta de ellos. El padre de
Tatoom se sentó, muy triste, en una piedra. Él no entendía su hijo. El peligro parecía
atraerlo irresistiblemente. Y ya muchas veces por causa de ello llegara a situaciones
aflictivas... Cuánta razón tenía uno de los “videntes de espíritus” cuando un día dijo:
“¡Tu hijo carga consigo muchos fardos de vidas terrenales anteriores! Ese lastre
puede alejarlo de su meta y conducirlo a caminos errados...”
Después de algún tiempo que les pareció a todos, una eternidad; salieron los
cargadores de la zona de neblina con la camilla. Cargaban a Tatoom, el cual estaba tendido
en ella como muerto. Nadie, tampoco el padre, se atrevió a hacer una pregunta.
Tatoom fue llevado a la casa de los enfermos y colocado en el jardín interno, debajo
de un árbol en flor. Era orden de Bitur. No había más nada a examinar. Esto los tres médicos
lo habían hecho en el lugar donde lo encontraron. Su columna estaba fracturada en
diversas partes. También sus piernas presentaban varias fracturas. Solamente su cabeza
quedara intacta, como que por milagro. A pesar de las terribles heridas Tatoom no estaba
muerto. Estaba inconsciente.
— ¡Cuando vuelva en sí, él verá las ramas floridas!, dijo uno de los enfermeros que
conocía bien a Tatoom.
Tatoom despertó, realmente. Parecía totalmente lúcido. Su rostro se retorcía
debido al sufrimiento desesperador. El semblante estaba azulado, no obstante, luego
reconoció a Bitur, cuando éste se sentó en un banco de piedra a su lado.
— ¡Perdóname!, suspiró casi imperceptiblemente. Los gigantes nada me
hicieron..., yo caí...
Bitur y los otros dos médicos analizaron todas las posibilidades de cómo podrían
ayudar al accidentado.
— Podemos conservarlo vivo. Es todo lo que podemos hacer. ¡Pues paralítico él
quedará de cualquier forma!
“¿Tatoom paralítico?”, Bitur no podía imaginar eso. En ese momento Tatoom abrió
los ojos y una expresión indescriptible de miedo se reflejó en ellos. Miedo y al mismo
tiempo un pedido...
Bitur comprendió el miedo y el ruego silencioso. De la boca de Tatoom surgió un
murmullo. Él tenía que hablar. Sí, hablar era lo más importante. Finalmente consiguió
formular algunas palabras que mal podían ser comprendidas:
— Yo no quiero ofender a la Señora Olija..., cargar un lisiado..., como yo... ¡Ayúdame
a transponer el Limbo! ..., murmuró él con mirada suplicante.
Bitur señaló con la cabeza concordando y enjugó la frente del accidentado bañada
de sudor. El aspecto azulado desapareció repentinamente del rostro de Tatoom, y algo
como una sonrisa de satisfacción surgió en los ojos de él.
— ¡Viste a Thaitani y sus gigantes!, dijo Bitur al ver la sonrisa. Conscientemente
ningún gigante te haría daño. ¡Sabes de eso! Sin embargo, existen pocas personas en la
Tierra capaces de soportar su irradiación de efecto fulminante.
— Ayúdame..., a salir de la Tierra...
Los médicos lo ayudaron. Durante algún tiempo aún podrían haberlo mantenido
con vida a través de sedantes. Pero habría sido un inútil vegetar.
Bitur se aconsejó con ellos y enseguida dejó el jardín, volviendo luego con un
recipiente cerrado. Retiró la tapa del mismo, dirigiéndose hacia la camilla de Tatoom. Un
olor agradable se expandió por el jardín, cuando retiró del recipiente un manojo de lana
húmeda. Tatoom aspiró hondo, cuando Bitur comprimió la lana delicadamente contra su
nariz. Más una vez, como que, en sueño, abrió los ojos... Cuando el Sol bajaba,
embelleciendo con su brillo rojizo-dorado las montañas y los valles, el espíritu de Tatoom
se desligó de su cuerpo, y Bitur le colocó la venda sobre los ojos. Una venda blanca-dorada
con la cual todos los Incas eran sepultados.
Al día siguiente él fue enterrado en un campo fuera de la ciudad, donde ya habían
sido sepultados varios forasteros. Después del entierro su padre le entregó a Bitur un
saquillo de cuero.
— Aquí adentro se encuentran piedras preciosas..., rojas y verdes. Son muy bonitas
y pertenecían a mi infeliz hijo... Ellas vinieron desde muy lejos... Ahora te pertenecen...
El anciano silenció, observando como Bitur admiraba con visible satisfacción a las
piedras preciosas.
— ¡Librasteis a mi hijo de mil sufrimientos, y a mí y a los míos de la vergüenza!,
acrecentó él en voz baja, pero, al mismo tiempo, aguardaba.
Cuando Bitur guardó el saquillo en el bolsillo de su poncho, el anciano dio un suspiro
de alivio. Pues temiera que Bitur rehusase el regalo. Tatoom fue huésped de los Incas y con
su desobediencia quebrantara el derecho de hospitalidad. Él no lo habría tenido a mal, si
Bitur hubiese rechazado el regalo. Esto, sin embargo, significaría que de forma alguna
quería recordarse de ese necio joven.
Algunos meses después, todos; una vez más se acordaron de Tatoom y de su
infortunio, cuando algunos niños se dieron cuenta del bloque de piedra que cubría su
sepultura. Era una piedra rectangular, lapidada, en cuyos lados longitudinales estaban
grabadas líneas en zigzag.
— ¡Veis la señal de los gigantes! ¡Ellos le regalaron una piedra tan grande que
diez hombres no podrían levantarla!
— Aquí tenéis la prueba que ninguno de los gigantes, conscientemente, hizo mal a
Tatoom. ¡Existen pues, por todas partes, límites que no se deben exceder!, dijo uno de los
Incas, explicando, al ver la piedra.
LA SOLEMNIDAD DE AGRADECIMIENTO
Después de pocas semanas, los trabajos de limpieza terminaron, y la solemnidad de
agradecimiento pudo ser realizada. Los orfebres confeccionaron, en ese entre tiempo, las
cintas de oro en zigzag. El signo de Thaitani y de sus gigantes era una línea en zigzag. Y
también una lámina de oro para la piedra del altar. En el centro de la lámina grabaron una
estrella de siete puntas. El signo de Viracocha. En honra de Olija plantaron en la entrada
cuatro árboles de especial belleza. Con eso estaban terminados los preparativos para la
solemnidad.
En el día de la fiesta los Incas, mujeres y hombres, dejaron la ciudad aún antes del
amanecer, con pasos ligeros y casi sin ruido, dirigiéndose al “Castillo de los Gigantes”.
Cuando los sabios, bajo el tañido de flautas y instrumentos de cuerdas, entraron en el patio,
todo resplandecía bajo el brillo del Sol naciente. Cada uno de ellos podía sentir que Inti, el
Señor del Sol, estaba alegre con las criaturas humanas y que su alegría se expresaba en un
juego de colores especialmente bello.
Poco después de haber llegado, los orfebres colocaron la lámina de oro, cincelada
cuidadosamente, sobre la piedra del altar debidamente preparada. Las cintas de oro
dispuestas en zigzag, y en número de cuatro, fueron colocadas en las paredes también
preparadas para eso. Mal consiguieron colocar las señales de los gigantes en las murallas,
surgió un breve vendaval que hizo vibrar toda la fortaleza. Al mismo tiempo se escuchaba
un eco que sonaba como si mil instrumentos de piedra fuesen golpeados unos contra otros.
“Son las manifestaciones de alegría de los gigantes. ¡Vieron sus signos, y se contentaron
con eso!”, pensaban los Incas, mientras temblaban bajo las fuertes y continuas vibraciones
del aire. Cuando las “manifestaciones de alegría” de los gigantes disminuyeron, los Incas
entraron serenamente en el patio de la fortaleza. Los que no consiguieron encontrar un
lugar en el interior, ocuparon los anchos peldaños que conducían para la altiplanicie.
Muchos, sin embargo, subieron los peldaños que conducían hacia el alto, contemplando
con alegría en el corazón al alto y largo muro. Realmente ahora su ciudad estaba bien
protegida.
Cuando los cantores, abajo, en el patio, entonaban la canción de glorificación a los
grandes espíritus de la naturaleza, todos permanecieron parados y cantaron juntos, en voz
baja:
“¡Olija, gran señora, escucha nuestras voces, pues amamos tu reino terreno!
¡Viracocha! ¡Poderoso señor!
¡Tus siervos se encuentran por todas partes! En las profundidades de la Tierra y en
las alturas de las nubes, en las aguas bramantes y en el fuego crepitante. Nosotros te
amamos, gran Viracocha. Cada gnomo, cada gigante y cada criaturita de las flores son
nuestros hermanos y hermanas”.
La melodía de esa canción, que aún tenía otras estrofas, sonaba con una
extraordinaria belleza.
Los Incas pasaron casi el día todo junto a la fortaleza de los gigantes. Al mismo
tiempo estudiaban de qué manera podrían aprovechar mejor los diversos
compartimientos. Los peritos en agua contemplaban entusiasmados como ésta subía al
medio del suelo de piedras y ya planificaban enseguida un acueducto subterráneo que
abasteciese abundantemente toda la ciudad. Este plan fue puesto en práctica. Sin
embargo, se pasaron muchos años hasta que el agua pudiese ser conducida hasta el centro
de la ciudad, pues la construcción de acueductos de piedra era muy demorada y penosa.
En aquel mismo día los Incas hicieron en la alta y amplia planicie más una descubierta.
Escondidos bajo densas enredaderas encontraron montículos de piedras. Tenían varios
tamaños y formas, pero todas eran cortadas con precisión y bien lapidadas.
— ¡Los gigantes nos prepararon las piedras para una finalidad especial!, dijo
uno de los constructores, contemplando las piedras redondas, medio alargadas, dentadas
y cuadrangulares.
— ¡También esas enredaderas fueron plantadas aquí con una determinada
finalidad!, dijo uno de los conservadores de remedios, mostrando a Bitur las hojas carnudas
de color verde obscuro y las flores amarillas. Bitur sonrió silenciosamente para sí mismo.
Había visto, como si fuese una sombra, el rostro de un Rauli, lo que significaba que esa
planta podría ser utilizada para fines terapéuticos. Bajo la orientación de Bitur algunos días
después se preparó con esa planta un eficiente e inofensivo sedativo.
— ¿Y las piedras, con que finalidad estarían aquí arriba?, preguntaron todos los
que estaban alrededor.
— ¡Aún no tenemos un calendario!, dijo de repente uno de los astrónomos, como si
hubiera tenido una inspiración. ¡Esas piedras son por excelencia adecuadas para tal!
Y él tenía razón. Los sabios y los que les sucedieron hicieron con el transcurrir del
tiempo un calendario perfecto. Esto, ciertamente, exigió tiempo. Pues en cada piedra
escogida fueron grabadas figuras y marcas que hacían referencia a fiestas religiosas y
acontecimientos que se relacionaban con ocurrencias de la naturaleza. Cada piedra del
calendario representaba un cierto lapso de tiempo determinado por un astrónomo. Con las
piedras ya grabadas del calendario formaron primeramente un gran círculo exterior, en el
cual se podía ver el transcurso del año. Pero para el pueblo Inca el círculo tenía un
significado más profundo aún. Veían en él un signo de eternidad y de inmortalidad.
— ¡No existe la muerte!, enseñaban. ¡Pues todo vuelve a su origen!
El día de la inauguración fue también muy bien aprovechado en otro sentido. Los
plantadores que inspeccionaban los diversos compartimientos luego reconocieron para
que podrían ser utilizados. Con el aire seco todos los cereales, bien como otros frutos del
campo, se conservarían perfectamente. Y así sucedió que en la “fortaleza” guardaron toda
clase de productos agrícolas. Al menos durante un período. Pues en el milenio siguiente,
los Incas construyeron centenas de silos distribuidos en diferentes regiones.
— ¡No debemos dejar nada que se estrague!, les enseñaban a todos los que
frecuentaban sus escuelas. ¡Pues los frutos de la Tierra son obsequios de Olija, la señora de
la Tierra, y de Inti, el señor del Sol! Y de todos sus grandes y pequeños siervos. Estos hacen
con que las semillas germinen de tal manera que broten en dirección a la luz. ¡Las
excelentes cosechas y toda la abundancia que tenemos, a ellos les agradecemos! El trabajo
con el cual contribuimos es la menor parte...
Pocos días después de la solemnidad de agradecimiento les fue permitido a los
forasteros ver la obra de los gigantes, que para ellos aún continuaba algo nebuloso.
San, personalmente, condujo hacia la fortaleza a los impacientes visitantes. La
reacción de esos seres humanos, generalmente grotescos, sorprendió incluso a San, que ya
pensaba conocerlos bien. Al primer instante contemplaron silenciosos, sí, casi con
veneración, a los gigantescos muros. Y sin pronunciar palabra alguna subieron también los
peldaños para observar la grandiosa muralla. La visita no demoró mucho. Tenían prisa en
bajar nuevamente. San no sabía que pensar. Esperaba admiración y sorpresa. Pero no ese
silencio. ¿Qué sucedía con esas criaturas?
Abajo en el patio nuevamente caminaban, de un lado a otro, inspeccionando
minuciosamente las paredes con los signos de oro de los gigantes, después pararon delante
de la piedra del altar.
— Nosotros debemos haber cambiado mucho por no poder ver más a los grandes
gigantes de las piedras... Vosotros, Incas, sois sabios... ¡Nos decid como podemos cambiar
esto!, exclamó uno de los hombres de edad más avanzada.
— ¡Estáis viendo la obra de ellos! ¡Y sabéis que seres humanos no serían capaces de
ejecutar un trabajo como este aquí!, dijo San explicando.
Un hombre más joven señaló dos enormes piedras angulares, exclamando casi
alegre:
— Me parece ver a los gigantes cuando permanezco así delante de esas piedras.
Conmigo nada necesita cambiar, estoy contento de encontrar los “rastros” de ellos en
algún lugar. Como, por ejemplo, en esa obra. ¡Esas murallas son para mí como rastros
dejados por ellos! Yo sé, por intermedio de ellas, que los gigantes estuvieron aquí.
San sonrió con la comparación del joven, pero en el fondo él tenía razón. También
los otros parecían contentos con tal interpretación. Ahora todos hablaban al mismo
tiempo, tocando admirados en las piedras especialmente grandes. San salió contento.
Entendía a los forasteros. Ellos amaban la aventura. Y, con excepción de pocos, todos aún
tenían un fuerte vínculo con los espíritus de la naturaleza, por eso gustarían de encontrarse
con alguno de éstos.
Pero San sabía también que, para muchos, los espíritus de la naturaleza se habían
transformado en dioses inaccesibles. A pesar de cada ser humano depender de la acción
de esos “inaccesibles”, desde el nacimiento hasta la muerte...
CAPÍTULO VI
LOS PILLIS
El día en que los niños eran confiados a sus pequeños protectores, los “Pillis”, era
de especial importancia. Por lo menos para los padres de los respectivos niños.
Esto sucedía por vuelta del décimo mes, esto es, cuando el niño comenzaba andar.
La ceremonia se realizaba de la siguiente manera: Se colocaba un pequeño brasero dentro
de la casa o al aire libre, dependiendo del tiempo; después, cerca del mediodía, se llenaba
el brasero de brasas. Después de eso la madre iba retirando de un plato de oro semillas
resinosas y aromáticas, tirándolas en las brasas. Lo mismo hacía después el padre del niño.
Tan luego el humo aromático subiese, los padres tomaban dos campanillas de oro —
denominadas “campanillas de los niños” — tocándolas algunas veces en determinados
intervalos. En seguida, ocho o hasta más niños mayores comenzaban a tocar sus flautas.
Era una melodía singular y monótona. La melodía de la canción del niño.
Después de esa melodía, los padres entonaban una canción, cuyo texto puede ser
transmitido aproximadamente como sigue:
“¡Venid Pillis! ¡Venid, oh Incansables, oh infatigables, venid! ¡Venid oh saltarines,
oh corredores!... ¡Venid y acoged nuestro pequeño Pilli bajo vuestros cuidados! ¡Deberá
tomarse como vosotros! Transbordando de alegría y de placer de vivir... Nuestro pedido
llega hasta vosotros en el humo aromático”.
Después de terminar la canción, los padres esparcían más una vez semillas resinosas
sobre las brasas. Y tocaban nuevamente las campanas. Con eso la ceremonia estaba
terminada.
Mientras eso, el niño quedaba generalmente junto a la madre, pero siempre en
movimiento. Jugando, intentaba de coger el humo que subía, o tomaba granos de resina
tirándolos también a las brasas, imitando a los padres. A cada movimiento hecho por el
niño, tintineaban las campanillas que habían sido fijadas, de propósito, para esa ceremonia,
en las mangas de su chaquetilla de lana blanca.
Los espíritus de protección de los niños que fueron llamados, siempre se hacían
perceptibles de alguna forma, en señal de que recibían el ruego de los padres con agrado,
y de allí en adelante el pequeño “Pilli” podría contar con su protección.
Por ejemplo: repentinamente surgía sibilante una llamita azul del pequeño brasero,
así como si alguien lo hubiese soplado... O entonces en el humo que subía se formaba un
remolino colorido... Muchas veces las madres escuchaban también tocadas de gongo que
parecían vibrar en el aire... De alguna forma los espíritus protectores anunciaban su
presencia. Lo que contribuía bastante para tranquilizar a los padres.
Esos Incansables espíritus de protección, los Pillis, no eran vistos por nadie, ni por
los videntes. La única excepción eran apenas los propios niños. Hasta el final del segundo
año de vida, aproximadamente, podían ver a sus acompañantes invisibles y, de ésa manera,
comunicarse con ellos.
No, los espíritus protectores de los niños no pueden ser vistos por nadie en la Tierra.
Diferente es con las “almas intermediarias”, los “Timos” *.
FIESTAS INCAS
EL CEREMONIAL DE CASAMIENTO
No se puede hablar en “fiesta” de casamiento. Pues festividades de casamiento los
Incas desconocían. Entre los Incas apenas existían matrimonios contraídos por verdadero
Amor. Esto es, donde ambas personas que querían pasar su vida juntos, combinaban
espiritual, anímica y terrenalmente. Por ese motivo su unión solamente podría ser feliz.
Cuando los jóvenes estaban de acuerdo, comunicaban la decisión a sus padres.
Después de eso la joven, o mejor dicho, la novia, pedía a uno de los sabios que le señalase
un lugar donde debería construir su futura casa. Después, bajo la fiscalización de un
constructor y con el auxilio de algunos jóvenes, el novio comenzaba a levantar su casa.
En ese intermedio, la novia preparaba las cosas para la instalación interna de la casa.
Y con el auxilio de algunas jóvenes y mujeres, tejía las alfombras de las paredes, de las
camas, almohadas y así sucesivamente. La escasa loza de cerámica que era necesaria, la
recibía de sus padres. Y de los muebles quiénes cuidaban eran, generalmente, los padres
del novio. Esos muebles consistían en dos baúles para ropas y una mesa baja. Mas todo lo
que aún les faltase, los propios novios providenciarían cuando ya viviesen juntos.
La casa quedaba concluida. Sin embargo, los dos jóvenes no la ocupaban
inmediatamente. Algunas veces transcurría un año o más antes de ocuparla, a fin de iniciar
su vida en común. La fecha en que eso debería acontecer, era determinada solamente por
los propios jóvenes.
La vida de los novios se iniciaba sin la bendición sacerdotal. Pues cada verdadero
Amor, decían los Incas, ya trae en sí la bendición, uniendo por eso ambas personas en la
más pura felicidad.
En el día que entraban a la casa, los novios encendían un fuego en un pequeño homo
de barro quemado, tirando enseguida algunos granos de sal en las brasas. Luego comían
juntos un pan que la novia había preparado.
Pan y sal era para los Incas el símbolo de la alimentación. Esa pequeña ceremonia
significaba agradecimiento. Agradecimiento al Señor del Sol, Inti, y a la Madre de la Tierra,
Olija, que siempre les proporcionaban alimentos en abundancia.
CAPÍTULO VIII
* La Paz.
CAPÍTULO IX
MANCO CÁPAC
El año 400 comenzó con dos acontecimientos importantes. El primer
acontecimiento fue el nombramiento de un rey.
Por consejo del espíritu que desde tiempos primordiales guiaba a los Incas y los
aconsejaba, le fuera transmitida al sabio Udunis la dignidad real. Udunis superaba a todos
los demás sabios en conocimiento y sabiduría, de modo que por sí mismo tenía la dignidad
real que se destacaba sobre los demás.
El primer rey nombrado por los espíritus-guías recibió un nuevo nombre. De ahora
en adelante no se llamaría más Udunis, el sabio, pero sí, “Manco Cápac”, el primer rey
Inca del nuevo reino, de acuerdo a las leyes espirituales.
En el pasado ya por varias veces habían existido entre los Incas sabios que llevaban
el nombre “Manco Cápac”. Se trataba siempre de escogidos, encargados de una
importante misión en la Tierra.
El pueblo aceptó con inmensa alegría al sabio Udunis como rey. La nueva dignidad
de él les llenó de orgullo, pues fue elegido por un espíritu muy superior a todos los seres
humanos.
Lo mismo no podía decirse de los reyes de otros pueblos, que conocieron en el
transcurrir de esos cuatrocientos años, con los cuales los Incas hicieron alianza. El saber de
todos esos reyes, en lo que se refería al espíritu, era sólo mediocre. Daban la impresión de
haber sido elegidos por el pueblo por ser buenos luchadores y diestros en el manejo de las
armas.
Un rey, de acuerdo con su dignidad, tenía también que habitar dignamente. Por eso
los arquitectos Incas, con fuerzas redobladas, construyeron el primer “palacio real” de su
reino. En comparación con los palacios que posteriormente los Incas y los regentes Incas
construyeron, ese primer palacio tenía un aspecto de una casa grande que superaba todas
las demás.
Un rey, naturalmente, tenía que portar una corona. Por lo menos en las ocasiones
especiales. Por eso, los orfebres resolvieron confeccionar varias coronas, para entonces
presentárselas al rey.
— ¡La elección tenemos que dejársela a él!, decían entre sí. Pues únicamente él sabe
cuál es el tipo de corona que mejor combina con su nueva misión.
La corona escogida por Manco Cápac consistía en un aro de oro forrado con tiras de
lana, a fin de poder ser usada confortablemente. Esa corona, con sus cinco puntas de perlas
de oro y los soles grabados envuelta, era muy bonita.
Para guardar esa primera y muy preciosa corona, un artista entalló una caja que
parecía una obra de arte de marfil. Esa caja, naturalmente, no era hecha de marfil, pero sí
de una madera blanca, dura, y de semillas de una especie de palmera llamada Jarina, que
crecía en las regiones más bajas.
También un trono con trabajos incrustados en oro y plata fue construido y colocado
en la “sala del gobierno”, en el palacio.
Los súbditos del rey cuidaban también de confeccionar dignas vestimentas. Los
tejedores entretejían hilos de oro en los tejidos blancos de lana destinados a las vestiduras
reales y adornaban también las aberturas del cuello de sus ponchos con collarines de oro.
El gran sabio, denominado ahora Manco Cápac, se tornó un gran rey. Su atención
se dirigía, principalmente, a todos los pueblos aliados de los Incas y para la total
erradicación de todos los falsos cultos religiosos, estimulados siempre de nuevo por
sacerdotes renegados. Mandó a instalar escuelas en todas las ciudades y en las
localidades mayores, en las cuales los profesores Incas enseñaban la lengua quechua y
sabios Incas daban clases de religión. Todos los profesores vivían sólo un determinado
tiempo entre los otros pueblos, siendo después substituidos por otros.
Muchos de los alumnos instruidos por los Incas llegaban al punto de ellos mismos,
más tarde, poder adjudicarse la vacante de profesor entre sus pueblos. Esa era, justamente,
la finalidad deseada por los Incas con su paciente trabajo de enseñanza.
EL VALLE BENÉFICO
Otro grupo de constructores de caminos, entre los cuales se encontraban varios
Incas, también tuvieron una vivencia durante el trabajo. Sin embargo, de especie
totalmente diferente.
Llegaron a la región donde hoy se encuentra el Ecuador, no obstante, aún en la
frontera con el Perú. El suelo de esa región, bastante protegida de los vientos, era cubierto
por un pastizal alto y con abundante savia. En las quebradas de las montañas brotaban
exuberantes arbustos de un tipo de frambuesa y las altas flores azules de alfalfa. Una
catarata estrecha se precipitaba de una alta pared rocosa, formando un pequeño, pero
hondo tanque. Los Incas, entre ellos un guardador de remedios y un médico, caminaban
alrededor, procurando. En realidad, no procuraban nada definido. Seguían un sendero de
animales que, pasando al lado de la catarata, conducía a una cortadura en la montaña.
El Inca que caminaba al frente del grupo se detuvo de repente. Sorprendido, indicando
hacia las unidas y entrecortadas paredes rocosas. Por todas partes crecían champiñones
rojos con tallos largos. Estaban agrupados, pareciendo un ramillete de flores rojas.
— ¡Un Rauli! ¡Vean, él nos indica los champiñones! ¡No fue por casualidad que
vinimos hasta este cerrado valle rodeado de rocas!, exclamó alegre otro Inca, mientras
señalaba hacia una cabeza coronada de flores que les miraba del medio de un arbusto. Los
Incas luego vieron el Rauli que, todo entusiasmado, indicaba con sus manitas hacia los
champiñones rojos. Inmediatamente comprendieron, también, lo que él les quería decir.
— ¡Los champiñones rojos contienen un medicamento!, dijo el Inca que
primeramente había percibido el Rauli. Después del ocaso del Sol cogeré lo más posible de
ellos y los llevaré al conocedor de plantas. Y así sucedió. Aún en ¡a misma noche volvió con
una llama cargada con dos cestas hacia la Ciudad de Oro.
Además de los Incas solamente un joven, miembro del pueblo lea, percibiera el
Rauli.
— ¿Visteis cómo sus ojos brillaban de agitación? ¡Hasta su carita tenia un
deslumbre enrojecido!
Los otros, que no lo vieron, preguntaban un poco deprimidos, el porqué no podían
ver el espíritu de las plantas.
— ¡Nuestros antepasados siempre fueron aconsejados por esos espíritus de la
naturaleza! ¿Por qué fuimos ahora excluidos?
— ¡Posiblemente cambiasteis!, opinó uno de los Incas.
— ¡Debe ser eso!, admitió uno de ellos. Desde el maldito culto de idolatría, con
la cual los falsos sacerdotes nos envolvieron, todo cambió para nosotros. Tomándonos
impuros.
— ¡Sabéis que los seres de la naturaleza existen, posibilitándonos la vida en la
Tierra y en otros mundos! ¡Os contentéis con eso! Con esas palabras uno de los Incas
terminó toda la discusión.
Mientras el grupo continuaba trabajando en el camino, los médicos Incas
preparaban en sus “laboratorios” extractos y polvos de los champiñones rojos de gusto
dulce. Aún no sabían cuál era la enfermedad que podría ser curada con eso.
— Ese extracto tal vez ayude a los enfermos del pueblo del litoral, que desde algún
tiempo buscan nuestra ayuda. Ellos tosen, escupen sangre y fenecen lentamente. Ya
conocemos la causa anímica de esa enfermedad fatal del pecho y sobre eso explicaremos
a los enfermos, y a sus acompañantes sanos. Pero eso solamente no basta. Necesitamos
de un medio para poder ayudarlos también físicamente.
— ¡Lo que viene de un Rauli nos ayuda y también a nuestros enfermos! ¡Los
champiñones rojos solamente pueden ser destinados a los enfermos del pecho hasta hoy
incurables, pues para todos los demás enfermos tenemos los medicamentos necesarios!
Los médicos señalaron afirmativamente. Pues tenían la misma opinión que el guardador de
remedios que acabara de hablar. Pocos días después los enfermos fueron tratados con el
extracto rojo de los champiñones.
Una vez que ese extracto fermentaba rápidamente, teniendo así un gusto muy
malo, los médicos lo mezclaban con un jugo de frutas de umbu. Ese jugo de frutas, que era
tomado placenteramente por todos, tenía el esperado efecto terapéutico. A todos donde
la enfermedad no progresara demasiado, les dieran el alta después de algún tiempo.
El estrecho valle donde encontraron esos champiñones, recibió el nombre de “Valle
Benéfico”.
***
“¡Cada ser humano trae en sí una luz de vida que lo liga al Amor y a la Fuerza del
Universo! ¡Por eso cada uno podrá alcanzar también el tan deseado ápice espiritual,
situado en el país de la eterna paz y de la alegría!”
***
“La fuente de toda la alegría de la vida terrena nace en la naturaleza. Ella es el
elemento de todos. ¡El mayor gigante, bien como el menor gnomo, son traspasados por
esa alegría! ¡Ella encierra glorificación y agradecimiento que se eleva hacia el Dios-
Creador!”
***
“¡Continuad siempre estrechamente unidos a los espíritus de la naturaleza, para
que la fuente de la alegría encuentre la entrada en vuestra existencia! ¿Pues qué sería del
ser humano sin la alegría? ¡Nada! ¡Indigno de haber nacido!”
***
“Las propiedades espirituales inherentes al espíritu humano, que lo impulsan a la
actividad son: Verdad, Sabiduría, Pureza, Justicia, Bondad y la Disposición de Auxiliar...
¡Ellas proporcionan dignidad y poder a los seres humanos!”
***
“La mayor dádiva del Dios-Creador a los seres humanos es el Amor. ¡Solamente en
él reside la felicidad! ¡Lleva a dos personas que mutuamente se aman espiritualmente,
rumbo a la Luz, hacia lo alto, a un eterno Reino Solar!”
SEGUNDA PARTE
LA CASA DE LA DESPEDIDA
La segunda parte de este libro comienza con la muerte de un gran rey que, durante
muchos años, de forma justa y sabia, gobernó a los Incas y a los pueblos a ellos aliados…
Chuqüi, el rey, caminaba lentamente, dando vueltas en el jardín interno de su vasto
palacio. En los bancos de piedras colocados en amplios círculos estaban sentados cerca de
veinte alumnos. Eran jóvenes que aún no tenían veinte años de edad. El rey observó con
orgullo los bellos y nobles rostros que lo observaban, asimilando ansiosamente cada una
de sus palabras.
Chuqüi era rey, pero antes de todo era un “Amauta”, un sabio. En ese día se
empeñaba en transmitir a esos jóvenes, por la última vez, algo de su gran saber. Por la
última vez. Pues alcanzaba el límite que indicaba el fin de la vida terrenal.
— ¡El Señor de la Vida, empezó él, dio a cada uno de nosotros las capacidades
para el camino que tenemos que desarrollar y utilizar! ¡Esto sucede a través del trabajo! ¡A
través del trabajo Incansable! ¡Espiritual y terrenalmente, nunca os olvidéis de esto!
El rey hizo una larga pausa. El hablar ya se le tomaba difícil. Los alumnos observaban
cada uno de sus movimientos, pues sabían que para él llegara el último límite de su vida
terrenal.
— ¡Cada mal está lejos de nosotros Incas!, empezó el rey. Sin embargo, si
alguna vez sucede que uno de vosotros olvide la dignidad Inca, ¡no vaciléis! ¡Corregid el
mal antes que este imprima una mácula en vuestros espíritus! A vosotros nadie les pedirá
que presenten las cuentas en la Tierra. Nadie. ¡Pues cada Inca es su propio juez!
Los alumnos comprendieron. Sabían que era así.
— Tenemos que enriquecer la Tierra con Amor y bondad, colocando nuestras
manos sobre los animales y las plantas, protegiéndolos. Pues, ¡Nosotros somos siervos,
guardianes, y por eso señores en la Tierra!
Fueron esas las últimas palabras que los alumnos escucharon del rey. Durante algún
tiempo, él los observó pensativamente, levantando la mano en señal de despedida. Los
alumnos se levantaron, inclinándose en silencioso agradecimiento delante del rey, a quién
veneraban.
Chuqüi los acompañó con la mirada. El hecho de existir esos jóvenes de buena
índole era algo que lo tranquilizaba. Levantó la mirada al cielo, observando las
conformaciones de nubes que pasaban velozmente, anunciando la tempestad. En seguida
dejó lentamente el jardín y el palacio. Hoy se cansaba al andar. Sin embargo, continuó
caminando.
Se dirigió primero a la “casa de la despedida”, tal vez para convencerse de que todo
se encontraba listo para su recepción. La “casa de la despedida” no quedaba lejos del
palacio. Era una casa para morir, a la cual todos los miembros masculinos de la casta
superior Inca se retiraban, cuando llegaba la hora de la despedida de la Tierra. Las mujeres
morían en sus propias casas. En ambas ciudades Incas había varias “casas para morir”, pues
ninguno de los hombres deseaba dejar su cuerpo sin vida en la propia casa...
La casa que ahora el rey inspeccionaba poseía paredes de piedra y un grueso tejado
de junco. Las aberturas redondas en las paredes dejaban entrar luz y el aire en el recinto.
Las paredes brillaban debido al oro. Pájaros alzando vuelo, mariposas, ramas, todo hecho
en fino oro martillado, relucían en las paredes. En el lado este estaba suspendido un cometa
y en el lado opuesto estaba fija una medialuna. El cometa y la medialuna fueron
confeccionados una parte en oro y otra en plata. Apoyado en la pared sur había un ancho
lecho con una alta capa de pasto aromático y seco. Una manta de lana blanca se extendía
sobre el lecho. En las dos columnas de la pared este estaban dos pequeños y anchos
recipientes de cerámica conteniendo sebo de camero. En medio del sebo había mechas. El
piso se encontraba totalmente cubierto de pieles de carnero blancas.
El recinto no era muy grande. Sin embargo, quien en él entraba tenía la impresión
de riqueza, pompa y belleza. Así era deseado. El ser humano, al dejar la Tierra, debería
permanecer hasta el último momento rodeado por oro, el esplendor del oro solar. El oro
era parte de las maravillas de la Tierra.
Chuqüi permaneció parado al centro del recinto. Clarioyente, como todo Amauta,
escuchaba voces. También la voz de su recién fallecida mujer se hacía oír. Alegría y nostalgia
oprimían casi dolorosamente su corazón. Habría preferido dejarse caer en el lecho,
cerrando los ojos para siempre. Pero sabía que la hora de la despedida aún no llegaba.
Ansiosamente dejó la casa, siguiendo por un camino limpio y recto. En un desbordante
pilón de agua él se paró, tomó un vaso de oro que estaba en la orilla y bebió a grandes
sorbos la refrescante agua de la montaña. Puso el vaso en el lugar y se quedó observando
el agua que corría burbujeando sobre la orilla del pilón, juntándose en un pequeño lago
situado más abajo.
El agua era conducida desde lejos. Recordó como él mismo, ya ha muchos años,
colaborara en la ramificada ampliación del acueducto... La permanencia en la Tierra le
parecía de repente como un único día de alegría...
Una niña con una rama florida se colocó al lado de él, a fin de llamar su atención.
Dirigiéndose a ella, vio un gran grupo de niños que en silencio lo habían seguido a una cierta
distancia. En seguida lo rodearon, pidiéndole que les contase una historia. ¡Una historia de
los espíritus de las montañas y de los lagos! Sonriendo, Chuqüi pasó la mano sobre las
cabecillas de los niños que lo miraban.
— Hoy no. Ya les narré tantas historias que ahora ya es tiempo que ustedes mismos
las transmitan a los otros niños. Pueden con eso alegrar hasta los adultos.
Los niños señalaron con la cabeza, concordando. El rey tenía razón. Conocían muchas,
muchas historias... Contentos, se colocaron alrededor del pilón, sumergiendo sus brazos en
el agua fría. En silencio, observaban hacia la alta figura. Él los mirara de forma diferente a
lo usual. Un soplo de tristeza tocó sus corazones infantiles cuando él se despidió de ellos.
El Sol ya estaba bajo en el poniente, cuando el rey regresó a su palacio. Brevemente
la noche caería, envolviendo todo con su obscuridad. Los primeros pájaros nocturnos ya
revoleteaban en busca de alimentos, cuando él entró en el silencioso palacio.
EL SUCESOR
Yupanqui y Roca, dos hombres altos envueltos por largos ponchos blancos, vinieron
rápidamente a su encuentro. Su larga ausencia los preocupaba. No había nada más que
hablar, no obstante, querían permanecer el mayor tiempo posible próximo a él. Yupanqui
era el sucesor del reino, escogido por el rey. Las actividades de Roca también ya estaban
determinadas.
Chuqüi miró con ternura a sus dos nietos, los cuales solamente con dificultad podían
esconder su preocupación. Eran los hijos de una de sus hijas; Sola, que vivían en la otra
ciudad Inca. Yupanqui tenía más o menos cuarenta años de edad y tenía mujer y dos hijas
adultas. Roca era mucho más joven y aún permanecía soltero.
En los ojos de ambos hombres se podía reconocer que el anhelo por la Luz y
perfección vivían también en sus corazones.
El rey miraba hacia Roca.
— Tu misión exige mucha paciencia.
Roca señaló con la cabeza. Él sabía que no sería siempre fácil. Actuar como vínculo
de ligación entre los diversos pueblos que voluntariamente se habían unido a los Incas
necesitaría de mucho tacto y conocimiento de los seres humanos. A eso se agregaban los
muchos negocios de intercambio... Era esa la parte más difícil de su misión, pues nadie
debería ser perjudicado. Dar y recibir siempre deberían estar en perfecto equilibrio...
Roca, sin embargo, no se preocupaba. Así como todos los Incas, también poseía una
voluntad incesante de trabajar y un Incansable espíritu emprendedor.
— ¡Mi tiempo terrenal terminó!, dijo el rey bondadosamente. Pero eso no es
motivo para tener rostros tan tristes. La muerte terrena no encierra secretos. Lo mismo se
da con el nacimiento. Llegamos y partimos. De un mundo a otro, hasta que aprendemos
todo lo que hay para aprender.
Yupanqui y Roca lo sabían; no obstante, les oprimía el dolor de la despedida.
También para ellos la muerte y el nacimiento no constituían ningún secreto, sin embargo...
— ¡Nosotros nos volveremos a ver!, interrumpió el rey sus pensamientos.
Después dejó el recinto.
Uyuna, la mujer de Yupanqui, que esperaba silenciosamente en la sala del lado,
acompañó al rey hasta su dormitorio. Antes de él entrar, se volvió hacia ella y le dijo con
voz débil:
— Uyuna, viniste de una lejana tribu Chimú. Nuestra manera de vivir era extraña
para ti. No tardó mucho, sin embargo, y te tornaste una de las nuestras. Nos diste el más
bello regalo que un ser humano puede dar al otro: fue tu confianza en nosotros. ¡Continúa,
así como eres! Pues nosotros nos veremos nuevamente.
Uyuna, callada, bajó la cabeza, empujando después la cortina de la puerta hacia un
lado, para que el rey pudiese entrar. Cuando la cortina se cerró atrás de él, ella se sentó
llorando en el suelo. Después de algún tiempo el dolor opresivo disminuyó, y sus lágrimas
secaron. De repente, ella se tornó consciente de que el rey apenas dejaría la Tierra para
continuar viviendo en otra parte...
“Nosotros nos veremos de nuevo” ... Pensando en esas palabras consoladoras, ella
se levantó, dejando el palacio por una entrada lateral y dirigiéndose lentamente a la casa
para morir. El cielo estaba estrellado, y nada se escuchaba en las proximidades ni a
distancia, excepto el ruido de los animales.
Los Incas eran un pueblo silencioso, pero les gustaba la música y el canto.
Principalmente al anochecer tocaban los instrumentos musicales hechos por ellos mismos
y cantaban; eran canciones de Amor a los espíritus de las montañas, de las florestas y de
las aguas, y a los animales. Generalmente, con los cantos del anochecer, vibraba toda la
atmósfera. En aquel día, sin embargo, era totalmente diferente. Ninguna canción, ninguna
melodía, ni siquiera un sonido humano perturbaba el silencio de la noche. Su querido rey
dejaba la Tierra. Melancolía y cierto temor afligía el corazón de todos, desde que recibieron
la noticia de la proximidad de su muerte.
Uyuna permaneció parada junto a la casa de despedida, observando a su alrededor.
No se veía a nadie. Empujó la puerta de correr y penetró al interior del recinto, encendiendo
las dos lámparas de sebo de las columnas. En seguida se acomodó al lado de la cama,
apoyando la cabeza en ella. Entonces, sintió intuitivamente que no estaba sola. Invisible a
los ojos de ella, sin embargo, claramente perceptibles, sintió movimientos a su alrededor.
Movimientos y voces. Los espíritus que recibirían al rey después de su muerte terrena ya
estaban presentes. Ella se quedó escuchando durante algunos minutos. Después percibió
otros sonidos. Le parecía como si alguien se hubiese aproximado a la casa. Se levantó
rápidamente y se quedó escuchando. No quería que el rey la encontrase allí. Debería
haberse engañado. No se escuchaba ningún ruido externo. Pasó las manos una vez más
sobre el lecho, dejando enseguida la casa para regresar rápidamente al palacio.
LA FIESTA DE DESPEDIDA
Maza y Ave, ambas vírgenes del Sol, caminaban lentamente en dirección al templo
principal, situado próximo, a fin de ejercitar una vez más, junto con las otras jóvenes, el
festivo y ceremonioso caminar, que tomaría llena de brillo la fiesta de despedida para el
gran rey. Esa solemnidad era siempre celebrada en el séptimo día después del entierro, ya
que entonces se podía estar seguro de que el fallecido ya se desprendiera de todas las
ligaciones terrenas.
Ambas jóvenes se sentían tristes y oprimidas. Les parecía tener que cargar un
pesado fardo. La muerte del bisabuelo real no podía, absolutamente, ser el motivo de eso.
Tal vez el sabio sacerdote Kanarte les diera algún consejo. Al aproximarse al templo,
escucharon la bonita voz del cantor Coban y el sonido del instrumento de cuerdas con que
él acompañaba sus canciones. En el Reino Inca había muchos cantores, sin embargo, nadie
tenía una voz que tanto tocaba los corazones como la de él.
Kanarte estaba sentado en un banco de piedra en su casa, enteramente
concentrado en la bella melodía. Maza y Ave se acomodaron al lado de las cuatro vírgenes
del Sol, las cuales estaban sentadas en el suelo al lado del sacerdote. Acabada la melodía
él levantó la cabeza mirando pensativamente a las jóvenes. Algo parecía preocuparlo.
— Es inquietante, comenzó él, cuan poco se sabe de las personas que participan de
nuestra vida. Hoy, por ejemplo, tres alumnos que yo les enseñaba ya hace algún tiempo
interrumpieron sus clases, sin explicación, para volver a su pueblo. ¡Quién sabe si Coban
también no nos dejará en breve!
— ¡Él nunca hará eso!, dijo Ave con énfasis. ¡Él es un chimú, pero podría ser
Inca, es tan libre y orgulloso!
Ave bajó la cabeza después de esas palabras, silenciando. Estaba avergonzada por haber
hablado tan precipitadamente.
— ¡Ojalá que tengas razón!, dijo Kanarte. Él entendía a la joven. Ella y Coban se
amaban. Probablemente era un Amor sin esperanzas. Sólo raras veces los Incas se
mezclaban con otros pueblos. Maza interrumpió los pensamientos de él, diciendo:
— ¡Los tres alumnos permanecieron extraños, una vez que sus corazones eran
demasiado pequeños para acoger todo el Amor que nosotros les ofrecemos! Todos
concordaron con ella.
— ¡De ahora en adelante tenemos que examinar más cuidadosamente todas
las personas que se aproximen a nosotros!, comentó Kanarte. El rey tenia razón al decir
antes de su muerte que sombras obscuras provenientes del mar nos amenazan. Existe
también una amenaza en el aire, dirigiéndose contra nuestro pueblo y contra nuestro país...
— ¿Es por eso que nos sentimos tan oprimidas?, interrumpió Maza al
sacerdote. Amábamos mucho al rey, pero no es el dolor de la despedida que nos oprime el
pecho como un fardo.
— ¡Con nosotros y con nuestros padres sucede la misma cosa!, agregaron las
otras jóvenes.
— Esto es natural. ¡Somos Incas, la desgracia nos amenaza a todos!, les recordó el
sacerdote. Mas está en la hora. Kanarte se levantó y caminó de prisa a través del jardín,
acompañado de las jóvenes. Cuando entraron en el templo, dos jóvenes comenzaron a
tocar compases rítmicos en los tambores que cargaban consigo.
Otras veinte vírgenes del Sol circundaban a una profesora, ya más de edad, que les
daba instrucciones. Maza, Ave y las otras cuatro jóvenes escuchaban atentamente; y luego
ensayaban los pasos de la danza.
Algunos de los grandes templos de los Incas no poseían tejados. Consistían en
columnas y muros. Los muros, forrados en oro, eran siempre más bajos que las columnas.
El número de columnas dependía del tamaño del respectivo templo. Podían ser
veinticuatro, doce o apenas siete.
Los Incas explicaban la razón de los templos sin tejados de la siguiente manera:
“Ningún templo puede ser suficientemente grande para venerar merecidamente al Dios-
Creador. Nuestra veneración va distante, superior a la de cualquier tejado; he aquí el
porqué, realmente, que ninguno de nuestros templos necesitaría de tejado”.
Otra explicación se refería a las relaciones de los Incas con el Señor del Sol, Inti:
“Nosotros no adoramos al Sol. ¡Amamos a Inti! ¡Él es nuestro amo desde tiempos
primordiales! A través de Inti el gran Dios-Creador nos deja sentir Su Amor. ¡Pues Inti irradia
el Amor de Dios en la Tierra! ¿Cómo entonces no amar el astro solar? Nuestras Fiestas del
Sol son fiestas de agradecimiento y de alegría. Nosotros honramos de esa manera al Dios-
Creador, ¡de quién somos y permanecemos criaturas!”
Esas dos explicaciones eran siempre presentadas durante las solemnidades en los
templos, las cuales extranjeros podían asistir. Así los Incas evitaban que enseñanzas erradas
surgiesen.
El templo de la ciudad principal del Reino Inca tenía veinticuatro columnas. Flores,
hojas y enredaderas de oro eran fijadas hasta encima de las columnas. En el centro del
templo se encontraban cuatro pedestales de altura y de extensiones iguales, cubiertos de
placas de oro y colocadas en forma de cruz. Sobre los cuatro pedestales había una placa de
oro, donde estaba grabado un cometa.
En el séptimo día, cuando el Sol alcanzaba su punto máximo, tuvo inicio la fiesta de
despedida del rey Chuqüi.
Aproximadamente treinta vírgenes del Sol, de gran belleza, circundaban el pedestal
de la cruz, caminando rítmicamente. En las manos sostenían campanillas de oro que
movían suavemente. Todas usaban vestidos largos, sin cinturón, cerrados en la parte
superior en el cuello por un collarín bordado de oro. Estrechos aros de oro adornados con
plaquetitas también con oro, adornaban sus cabezas. Los brillantes cabellos negros les
colgaban sueltos sobre los hombros. Sus pies estaban descalzos, así como los de todos los
demás que se encontraban en el templo. Solamente pies descalzos podían andar sobre el
piso cubierto de esteras y tejidos.
Atrás de las vírgenes del Sol se encontraban siete jóvenes con antorchas encendidas
en las manos. La Fiesta de Despedida era al mismo tiempo una solemnidad de coronación.
Por eso, depositada en el centro de los pedestales, en forma de cruz, estaba la corona Inca
y, al lado, una guirnalda de hojas de oro destinada a la nueva reina.
Después de las jóvenes haber dado varias vueltas en tomo de los pedestales,
colocaron las campanillas sobre las cuatro placas. Esa era la última ofrenda simbólica al
fallecido rey, pero al mismo tiempo era también la promesa de que en el Reino Inca las
campanillas nunca silenciarían. Las siete antorchas encendidas significaban siete luces que
iluminarían el camino del fallecido a través de las siete regiones. Los cargadores de las
antorchas dejaron el templo, luego que las vírgenes del Sol depositaran la última
campanilla sobre el pedestal.
LA CORONACIÓN
Coban entonó la canción de despedida y enseguida varias trompetas anunciaron
que llegara el momento de la coronación.
Yupanqui y Uyuna estaban sentados en un trono de dos asientos, colocado para esa
solemnidad al frente de una de las columnas. Al lado del trono estaban de pie dos jóvenes.
Ambas habían terminado su tiempo de aprendizaje como vírgenes del Sol. Con doce años
las jóvenes dejaban el hogar paterno, mudándose a la casa de la juventud. Allí se quedaban
hasta el vigésimo año de vida.
Una de las jóvenes, llamada Vaica, caminó bajo el sonido de las trompetas hasta
uno de los pedestales, donde el sacerdote Uvaica le dio la guirnalda de hojas de oro. Vaica
volvió lentamente con la guirnalda, colocándola en la cabeza de Uyuna. En seguida la
segunda joven, Mirani, se dirigió al mismo pedestal y recibió la corona Inca de las manos
de Kanarte. Con esa corona ella coronó a Yupanqui.
La fiesta de despedida y la coronación ocurrieron armoniosa y festivamente. Sin
embargo, había sombras de una especie de miedo y preocupación. Nadie podría decir
porqué era así. Muchas mujeres lloraban, hecho que en sí ya era fuera de lo común. Pues
la despedida de una persona querida desencadenaba melancolía, sin embargo, nunca
miedo y preocupación. Todos los sabios estaban presentes y miraban pensativamente
hacia adelante.
Ellos conocían el cuadro del destino de los Incas. El pasado se desenrollaba
brillantemente y sin turbaciones, sin embargo, el futuro nada de bueno prometía. Uno de
ellos, cuya capacidad de percepción alcanzaba mucho más allá de la Tierra, les había
narrado, poco antes de su muerte, que del mar vendrían seres humanos..., criaturas
sobrecargadas de todos los males, las cuales estremecerían las bases del Reino Inca.
“¡Ellos no lucharán con armas, pero estremecerán las bases del Reino por medio
de ardides!”, terminaba el vidente su aterrorizador relato. El vidente no indicó la fecha
de ese acontecimiento, pues, mientras transmitía el pavoroso relato, su espíritu dejaba
el cuerpo terreno para siempre.
Los astrónomos que se ocuparon después del relato del vidente determinaron una
fecha en que, conforme todo indicaba, una desgracia caería sobre los Incas. Ocurriría
doscientos años más tarde. Esto no era consuelo para los sabios. Doscientos años no era
mucho tiempo, sin embargo, según la intuición de ellos, algún infortunio se aproximaría
mucho antes...
Después de la coronación, Yupanqui y Uyuna dejaron el templo, siempre
acompañados por los sonidos de las muchas trompetas. Las vírgenes del Sol y todos los que
asistieron a la solemnidad acompañaron al nuevo matrimonio real hasta su palacio. El
Reino Inca tenía un nuevo rey. Un rey sabio, pues Yupanqui era, como todos sus
antecesores, miembro del consejo de los sabios.
Mirani y Vaica siguieron al matrimonio real hasta el palacio, con el fin de sacarles
las coronas de las cabezas. Después ellas fueron guardadas en una caja especial, en el salón
de los reyes.
LOS NARRADORES
Más tarde vinieron al palacio dos “narradores”, para relatar con palabras claras el
transcurrir de la solemnidad. Luego que el rey escuchó el relato, ellos recibieron la misión
de visitar otros pueblos del Reino y les transmitir exactamente la ceremonia de despedida
y de la coronación. De esa manera todos estaban siempre bien informados.
Los narradores — se podía decir también historiadores — recibían una instrucción
especial. Ellos deberían poseer buena memoria y la capacidad de retransmitir todos los
acontecimientos con absoluta fidelidad. Quien se desviase un mínimo que fuese de la
verdad, era excluido. Toda la historia Inca era retransmitida por narradores, de generación
en generación, y contada a los niños a partir de cierta edad. Aún mil años más tarde, cada
Inca sabía detalladamente al respecto del éxodo de las montañas y de la fundación de la
nueva ciudad.
Vaica también dejó el palacio cuando los narradores salieron. Mirani, sin embargo,
caminaba lentamente a través de los salones, hasta parar vacilante en un pequeño jardín
interno, contemplando encantada, como ya lo hiciera muchas veces, a los arbustos, flores,
pastos, a las mariposas y a los pájaros de oro. Además de un banco bajo de piedra y algunas
piedras grandes y bien lapidadas, todo era de oro en ese jardín. Mirani se sentó en un
banco, pensando en el rey Chuqüi y en la mujer de él. Ambos ayudaron a los artistas en la
disposición del jardín... En la ciudad había varios jardines de oro, sin embargo, ninguno tan
bello como éste...
TENOSIQUE
Un movimiento casi imperceptible llamó su atención. ¿Un extraño? ¿Será que era
el espíritu protector del palacio que fue visto varias veces en ese jardín? Ella observó
durante algunos minutos fijamente hacia la figura parada en la entrada, a su frente.
Después, se levantó un poco decepcionada. Era un ser humano, y no el espíritu protector
como silenciosamente esperaba.
Era un hombre, pero no un Inca. Su vestimenta era diferente. No vestía un poncho
blanco, pero si un amplio manto, verde claro, que le llegaba casi hasta el suelo. Cuando el
hombre se movió, una gran estrella de oro brilló sobre su pecho. “Un astrónomo”, pensó
Mirani, alegre. Entonces levantó la cabeza y miró hacia los ojos claros y radiantes de él. Y
la mirada de esos ojos radiantes fue decisiva para sus relaciones futuras, pues en ese
momento se formó entre ambos una ligazón delicada, sin embargo, firme, que nunca más
se deshizo.
— ¡A los seres humanos les es permitido hacer amistad con todos los animales,
plantas, espíritus y también con personas de razas desconocidas!, dijo el extraño con voz
sonora y armoniosa, en puro quechua. Después alzó la mano, profiriendo el saludo Inca:
“¡El Sol ilumine siempre tu corazón!”
Después de esas palabras, él hizo un movimiento para alejarse. Mirani,
rápidamente, avanzó un paso, haciendo un gesto con la mano, convidándolo a quedarse.
Esto era contra todas las costumbres, sin embargo, ella no podía actuar de manera
diferente. Tenía que saber quién era el extraño. Sí, era un extraño..., no obstante, le parecía
conocido...
Como si el extraño hubiese leído los pensamientos de ella dijo:
— Soy Tenosique, del pueblo de los Toltecas. Agregó que se encontraba a camino
de la Montaña de la Luna.
— Mis antepasados vivían en la tierra de Tenochtitlán. Hoy reinan allá los aztecas
con su sangrienta idolatría. Cuando yo tenía dos años mis padres abandonaron ese país;
procuraron y encontraron asilo en vuestro reino.
Tenosique guardó silencio, observando pensativamente a la bella joven de ojos
verdes y enigmáticos. Su rostro delicado de color dorado irradiaba una alegría contagiante
como todos los miembros de su raza, ella era llena de vida, mas también llena de paz
interior y serenidad.
— Mi padre está esperando. No soy parte de la familia real. Tenosique dio un paso
hacia el lado y bajó la cabeza, despidiéndose. Soy Mirani. ¡Mi padre administra los bienes
del pueblo!, agregó ella aun explicando, al retirarse.
Tenosique ya estuvo varias veces en el palacio, pero éste nunca le pareciera tan
vacío como hoy. Caminó lentamente por los salones, contemplando admirado los colores
fulgurantes de los tejidos que cubrían las paredes. En una de las salas, Yupanqui vino a su
encuentro, saludándolo alegremente.
— Permaneceré algún tiempo en la Montaña de la Luna, a fin de continuar con mis
observaciones. El lugar allá fue realmente creado para que nos aproximemos a las estrellas.
Yupanqui señaló con la cabeza, comprendiendo. Él también tendría, de buen agrado,
pasado algún tiempo en el monte entre las montañas. Pero, mientras tanto, tendría que
cuidar de los negocios gubernamentales.
— ¡Vine apenas para saludar al nuevo rey y pedirle que continúe
considerándome como su súbdito!, dijo Tenosique en tono de broma. Después de algún
tiempo, agregó:
— ¡Yo quería ser un Inca!
— ¿Un Inca? Yupanqui lo observó sorprendido y de modo escrutador. Ese
deseo repentino le pareció extraño, sin embargo, no preguntó el “por qué”.
Los dos hombres caminaron lentamente, despidiéndose frente al palacio. Yupanqui,
pensativamente, siguió a Tenosique con la mirada. El tolteca era el mejor astrónomo de
todo el Reino. Sus amplios conocimientos lo destacaban entre todos los demás. ¿Por qué,
repentinamente, él deseaba ser un Inca? Ese deseo tenía en sí algo inquietante. Yupanqui
se paró ensimismado, sin encontrar una explicación para eso. Tal vez Uyuna pudiese
interpretar el extraño deseo del tolteca, pensó él, entrando lentamente en el palacio.
CAPITULO XI
MALOS DESEOS
Más tarde Roca llegó e informó a Yupanqui que dos de sus mensajeros habían
hablado de hostilidades y luchas incesantes en el pueblo de los Ilcamanis* donde surgió,
una enfermedad de carácter epidémica, para la cual tendrían que encontrar un remedio.
* Cultura Chavin.
Yupanqui escuchó preocupado. ¿Luchas internas en un pueblo? Luchas ya surgieron
muchas con el transcurrir del tiempo. Pero generalmente entre tribus extrañas... ¿Más, los
ilcamanis luchando entre sí? Era un pueblo de artistas... Anualmente llegaban muchos
jóvenes de ese pueblo, a fin de absorber lo máximo posible de la “misteriosa” sabiduría
Inca.
Los ilcamanis afirmaban que toda la desgracia que cayera sobre ellos, se relacionaba
con la llegada de una mujer y de un hombre que surgieran, cierto día, del lado del mar.
Suponían que esos extranjeros trajeron consigo malos deseos.
— ¿Malos deseos?, preguntó Yupanqui sorprendido. Era difícil hacerse una imagen sobre
eso. Pensamientos, sí. Son como nubes. Siguen adelante. Pueden difundir cosas buenas o
cosas malas alrededor de sí... Él miró asustado a Roca. Después hizo un gesto como si
quisiese alejar algo de si, sacudiéndose.
— Algo frío y desagradable rozó en mí... Los ilcamanis tienen razón. Los dos
extranjeros son de una especie que causa desgracia.
Hasta aquella época los Incas no poseían armas. Entre sí y los pueblos que
espontáneamente se unieron a ellos, nunca hubo discordia. Al contrario. La confianza
mutua y los mismos intereses espirituales formaron en el transcurrir de los siglos, una
sólida base. Muchas veces hubo, entre los pueblos aliados, rebeliones y luchas por el
poder. Los Incas nunca interfirieron en esas luchas. Permanecían siempre neutros. Sólo
pensar en conflictos mutuos con armas, hiriéndose, era para ellos un horror. Los médicos
Incas, sin embargo, siempre estaban presentes cuando había heridas que tratar o huesos
quebrados para ser reparados.
También Uyuna estaba profundamente preocupada. Las novedades que los
mensajeros contaron en nada le agradaron. Enfermedades y luchas no la asustaban. Pero
el hombre y la mujer extraños le dieron que pensar. Seres humanos que traían malos
deseos al país, podían tomarse peligrosos. Contrastando con Yupanqui ella luego
comprendió lo que los ilcamanis querían decir cuando hablaban de “malos deseos”.
LA CASA DE LA JUVENTUD
Cuando Roca y Yupanqui salieron juntos, Uyuna también dejó el palacio. Ella fue
hasta la casa de la juventud, en la cual sus hijas Ave y Maza vivían en compañía de otras
veinticinco vírgenes del Sol. La casa de la juventud comprendía tres largas y bajas
construcciones de piedra, cuyas paredes, a semejanza de todas las otras casas de la ciudad,
eran ricamente decoradas con ornamentos de oro.
Los tejados eran cubiertos con una reluciente paja café. Como en los antiguos
tiempos, la paja, antes de ser utilizada, era sumergida en un concentrado de zumos de
hierbas, tomándose así dura y resistente.
Esas tres edificaciones estaban circundadas por anchas terrazas cubiertas. Cuando
Uyuna llegó, algunas jóvenes estaban sentadas delante de grandes telares colocados en
una de las terrazas, tejiendo alfombras. Después de terminadas, cada una de esas
alfombras constituía una obra de arte, de tan lindos y armoniosos colores que, combinados
entre sí, eran utilizados en los diseños.
Uyuna siguió más adelante, hasta la casa donde se encontraban la cocina y el gran
estanque de baños. Bajo la supervisión de dos mujeres de edad avanzada, varias jóvenes
preparaban la cena, que era servida cerca de las seis horas de la tarde. Todas tenían los
rostros rojos de calor, pues las vasijas hondas de cerámica estaban llenas de brasas. Los
cazadores habían traído cierta cantidad de gallinas de las montañas, las cuales asaban en
los espetones sobre las brasas.
En épocas anteriores, los propios Incas capturaban o derribaban con flechas la caza
que necesitaban para su alimentación. Sin embargo, ya desde hace mucho tiempo ese
trabajo era ejecutado por los “Runcas”, una tribu que vivía en las laderas escarpadas de las
montañas. Los cazadores no necesitaban esforzarse, pues había caza en gran abundancia
por todas partes. Los Incas consumían poca carne. Preferían platos preparados con maíz,
arroz y principalmente patatas, ante el más sabroso asado.
Cuando Uyuna entró en la cocina, dos jóvenes amontonaban tortillas de harina
gruesa de maíz recién hechas, sobre platos de cerámica, con bonitas pinturas. Mientras
tanto, una otra joven distribuía frambuesas negras en pequeños cuencos de oro.
— ¡Gallina asada, tortillas de maíz y frambuesas, era esa la comida predilecta del
rey Chuqüi!, dijo Uyuna, un tanto melancólica, a una de las mujeres de más edad. Uyuna
tomó una cuchara de oro y probó la papilla que estaba en otro cuenco de brasas. Recordó,
entonces, su propio tiempo de aprendizaje en la casa de la juventud, situada en el lado
norte. Todo lo que ella sabía, lo aprendiera allá.
Uyuna dejó la cocina, subiendo algunos peldaños que conducían a la terraza central.
Allá estaban sentadas las jóvenes que hacían los nudos de quipu. De varias varas colgaban
diferentes cordones coloridos de tamaños variados, en los cuales las jóvenes hacían nudos
con gran habilidad. Todas las jóvenes y también todos los jóvenes, que recibían su
formación en las casas de la juventud, tenían que aprender hacer nudos de quipu. Los
jóvenes que demostraban especial habilidad para eso, se tomaban profesores y
frecuentemente acontecía que mejoraban el “sistema de escritura”.
Los Incas que vivían en otras ciudades se comunicaban a través de la escritura de
nudos. Las dos jóvenes que hacían nudos en la tenaza este, usaban en las manos guantes
flexibles de finas chapas de oro. Sin tal protección ellas habrían machucado sus manos,
pues las hebras de lana con las cuales trabajaban eran mezcladas con tenues y duras fibras
de plantas. Las otras jóvenes que trabajaban exclusivamente con hebras de lana usaban los
usuales dedales de oro.
Uyuna permaneció observando durante algún tiempo a las jóvenes, elogiando su
habilidad para hacer nudos. Todavía, estaba preocupada. ¿Dónde estaban Ave y Maza? En
realidad, deberían estar allí, junto a las otras. En la cocina no estaban. Tampoco fueron
vistas tejiendo alfombras en la otra terraza. Solamente restaba la casa de los baños. Ella
volvió y entró en el anexo al lado de la cocina. El gran recinto de baños se encontraba vacío.
Refrescó las manos en el chorro de agua que salía de un caño de piedra y que llenaba las
grandes vasijas embutidas en el piso. ¿Dónde estaban sus hijas? En los jardines ciertamente
no estarían, pues allá debería haberlas visto.
Una joven respondió su pregunta silenciosa. Fue Ivi, la hija de un conservador de
remedios.
— Ave y Maza están en el templo. Ellas ayudan a Vaica.
— ¿Ahora, a esa hora?, preguntó Uyuna, sorprendida. Las jóvenes ya están
trayendo las vasijas de la cocina...
Ivi se alejó corriendo, antes que ella le hiciese más preguntas. Ahora, Uyuna quedó
realmente preocupada. La cena era, como de costumbre, servida a esa hora en la tenaza
que se encontraba más próxima de la cocina. Allí habían mesas y largos bancos entallados.
— ¿En el templo? Uyuna dejó la casa de la juventud y atravesó el jardín de
hierbas, dirigiéndose al templo. De repente, escuchó voces. Las voces de sus hijas y la de
un hombre. Se colocó atrás de un arbusto cerrado y permaneció esperando. Después vio a
Coban. El siguió con la mirada, como en sueño, a las dos jóvenes que se alejaban
rápidamente. Uyuna, con el corazón pesado, contempló al joven extraordinariamente
simpático. El vestía, como siempre, pantalones blancos de lana y un suéter blanco ajustado
también de lana, con mangas largas y collarín alto. El suéter era bordado con diseños azules
geométricos. En el cuello cargaba una pequeña flauta de oro y lapislázuli.
Uyuna encontró indigno esconderse atrás de un arbusto y, por eso, se adelantó en
algunos pasos y señaló hacia Coban, saludándolo. Extrañamente, cuando la nueva reina
surgió, Coban no se asustó. Ella era la madre de Ave, por consiguiente, él la incluía en su
Amor. Inclinó la cabeza saludándola y esperó que ella le hablase.
— La canción que hoy entonaste, en la fiesta de despedida, todavía, repercute en
mi corazón. ¡El rey gustaba tanto de tu canto!, dijo Uyuna con leve tristeza en la voz.
— ¡El rey escuchó mi canción!, respondió Coban orgulloso y al mismo tiempo
humilde. Yo vi al rey próximo al trono durante la coronación. Él brillaba como oro... En
seguida, desapareció... Me pareció como si el templo no tuviese más la misma luminosidad
de antes.
Coban habló en voz baja y con la cabeza inclinada. Uyuna sabía que el joven tenía
razón. También ella sintiera fuertemente la presencia de Chuqüi en el templo. Había sido
su despedida definitiva de la Tierra. Ella señaló con la cabeza hacia Coban y enseguida
atravesó los jardines sin mirar hacia atrás, caminando hasta su palacio. Con sus hijas podría
hablar otro día.
MIRANI
Sucedió pocos días después de la Fiesta de las Flores al anochecer. Mirani, tal como
en todas las otras, entonara canciones con su voz alta y sonora y plantó arbolillos en la
tierra. Todo transcurriera como de costumbre. Nada cambió en la fiesta. Apenas ella misma
parecía haber cambiado de un momento a otro. Sus pensamientos se desviaban siempre
de nuevo. La imagen de Tenosique, un hombre alto y bonito, se sobreponía a todo. Estaba
vergonzosa y preocupada.
“No lo conozco”, se decía a sí misma. “Lo vi apenas una vez..., y también él no es un
Inca..., desciende de un pueblo que hoy ya se extinguió..., jamás podré tomarme como su
mujer..., ¿o tal vez sí?”
Silenciosa y oprimida ella volvió a la ciudad. Era poco antes del crepúsculo. Los rayos
rojizos anaranjados del Sol poniente envolvían el oro de las casas y los jardines dorados en
una luz festiva. Mirani, sin embargo, poco veía de todo el fulgor en su alrededor.
Ella empujó la puerta de su casa para el lado y paró vacilante en la solera. En ese
momento algo tocó su hombro. Se volvió. No había nadie. No obstante, alguien tocara en
su hombro.
— ¡Tenosique!, exclamó ella excitada. Él estaba cerca de ella... También él no olvidó
su encuentro en el palacio, caso contrario su espíritu no la habría buscado... Fue él quien
tocó su hombro. Su intuición nunca la engañaría.
Lágrimas deslizaban en su rostro. Lágrimas de esperanza, preocupación y cansancio.
Se dirigió a su dormitorio, retiró las sandalias de los pies y se acostó en la cama. Ya
semidormida escuchó el sonido de muchas campanillas y de las matracas con las cuales los
pastores llamaban a sus animales.
El cuerpo de ella dormía, pero su alma estaba libre y corría como que atraída por
una voluntad más fuerte al encuentro del Monte de la Luna*, distante a muchas millas.
Cuando Tenosique vio a Mirani por la primera vez tenía cerca de cuarenta años de edad. Él
poseía la gran sabiduría que otrora destacara a su pueblo y, probablemente, era el mejor
astrónomo que desde hace mucho tiempo hubiera en la Tierra. Todo su interés se
concentraba en el “Cometa”. Cuando niño soñó con un cometa que con gran estruendo
pasó alto encima de su cabeza. En el sueño se encontraba en una montaña en el medio de
muchas personas...
Al mismo tiempo en que el alma de Mirani dejaba su cuerpo adormecido y corría al
encuentro de él, buscándolo, Tenosique estaba recostado en un bloque de roca en la
Montaña de la Luna, escuchando las voces de la noche. Lechuzas gigantes y halcones
nocturnos salían de sus cuevas en las rocas, rodeándolo en vuelo silencioso. Bien abajo
brillaba el río de los osos, a la luz de la Luna que subía. Delante de las cabañas de las pocas
familias Runcas que vivían allá abajo, crepitaban algunas hogueras.
Una nostalgia casi dolorida llenó su alma. Nostalgia de la joven que viera una única
vez y que, no obstante, le era más próxima y conocida de que cualquier otra persona en la
Tierra. Él no sabía que en ese momento Mirani, distante, en la Ciudad Dorada, sintiera su
presencia y que la misma nostalgia llenaba el alma de ella también. Continuó recostado en
el bloque de roca, sin embargo, no más escuchaba las voces de la noche.
Estaba como que encantado. Mirani se encontraba cerca de él. Sentía
intuitivamente su presencia, y de modo tan fuerte como si ella estuviese físicamente a su
lado. El alma de ella estaba cerca de él, pues el destino los uniera nuevamente. Él cuidaría
para que permaneciesen juntos.
En esa noche Mirani tuvo el más bello sueño de su vida. De manos dadas con
Tenosique, ella fluctuaba sobre asoleadas y blancas cumbres de montañas, sobre abismos
y ríos y entre bandadas de águilas, hasta un desconocido y brillante País del Sol...
Por la mañana, al despertar, ella no recordaba las vivencias de la noche. Sabía
apenas que Tenosique se encontraba próximo de ella. Y eso la llenaba de confianza y
esperanza...
* Machu Picchu.
CAPITULO XII
LOS EXTRANJEROS
“Terminó mi tiempo en la Tierra. Vosotros que permanecéis, velad por nuestros
pueblos, pues veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra sagrada”.
No demoró mucho y todo el pueblo Inca conocía las palabras exhortadoras y graves
de su fallecido rey. Todos sabían que no bastaba solamente la vigilancia de los sabios para
reconocer el mal a tiempo y repelerlo. Todos eran responsables por la paz del Reino.
En ambas ciudades Incas, nada había cambiado durante los meses siguientes. Por lo
menos los extranjeros y mercaderes que iban y venían, no trajeron ninguna noticia
desagradable. Lo mismo pasaba con respecto a los hijos e hijas de otros pueblos que venían
para aprender.
No obstante, los Incas no encontraban sosiego. Los relatos oriundos de los pueblos
aliados tenían todos algo de amenazador en sí. Del sur del gran reino Inca, donde vivía el
pueblo Ilcamani, el sacerdote-rey Amayo, que tenía mucha afinidad con los sabios Incas,
envió la siguiente noticia:
“Aquí llegaron dos grandes canoas. Bajaron de ellas un hombre, que se presentó
como el sacerdote Naylamp, y sus veinte siervos. Entre los siervos se encontraba una mujer
joven y un jorobado. Ese Naylamp hace bastante misterio respecto a su origen. Me dio a
entender ser un ‘Leuka’, siendo él originario del país de las ‘florestas de madera roja’ *, y
que todos sus antepasados eran constructores de templos”.
Mientras Yupanqui, cabizbajo, escuchaba el relato del sabio Amayo, tuvo la
impresión de que un profundo abismo se abría a su alrededor, y de que la Tierra había
temblado levemente.
Después de algún tiempo él levantó la cabeza y miró interrogativamente al
mensajero que estaba frente a él, silencioso. Cuando éste señaló afirmativamente,
Yupanqui le dio la señal para que continuase hablando.
* Honduras.
“El extranjero afirmaba que estaba haciendo una ‘romería’ hasta el templo, en el
gran lago, con el objetivo de honrar allá a los dioses. Él y los suyos llevan la señal de la
muerte en sus frentes. Esos extranjeros convencieron veinte de nuestros jóvenes que
hablan el quechua, a acompañarlos hasta el gran templo Inca. Todo lo que aquí relato, lo
supe a través del jorobado, el cual habla vuestra lengua. Mi pregunta de dónde aprendiera
el quechua, quedó sin respuesta. Me despido ahora de usted, mi hermano en el espíritu,
pues no nos volveremos a ver más en la Tierra. ¡Me aproximo al último límite del camino!
Las sombras de los extranjeros están cargadas de desgracias”.
El emisario bajó su bengala de mensajero, en señal de que había retransmitido y
terminado el mensaje del sacerdote-rey Amayo, así como lo recibiera.
— ¿Qué es lo que pretenden esos extranjeros en nuestro país?, preguntaron a
Yupanqui, un poco más tarde, su mujer Uyuna y Roca.
— ¡Tenemos que aguardar los relatos de otros mensajeros!, dijo Sola, que en
ese momento entraba en la sala de recepción.
— No podemos ir al encuentro de ellos. ¡Pero todos nosotros estaremos presentes
cuando realmente llegaren al viejo Templo de los Gigantes!, dijo Roca firmemente.
Y los mensajeros vinieron. Sin embargo, las noticias que trajeron sobre Naylamp
eran cada vez más incomprensibles y confusas. Una cosa era cierta: el extranjero y sus
siervos sembraban desconfianza y descontento por donde pasaban. Un otro emisario
transmitió el siguiente mensaje de un príncipe menor de los chimúes, cuyos dos hijos
frecuentaron escuelas Incas.
“¡Inca, Regente Yupanqui! ¡Escucha con tu corazón y todos los sentidos! ¡Un
extranjero que se denomina Naylamp, siembra cosas malas! ¡Palabras malas! El transmisor
de esas malas semillas es un jorobado que habla el quechua. Las palabras que él habla a los
míos tienen el siguiente sentido:
‘¡Los Incas son grandes y poderosos! ¡El poder de ellos emana de un secreto que
poseen y que guardan solamente para sí! Investigad ese misterio, entonces también
tendréis prestigio, seréis grandes y poderosos, como el pueblo que los domina’”.
Ni los sabios, ni cualquier otro Inca podría imaginar a que secreto él se refería.
Solamente el hermano de Tenosique, el cual regresaba de un largo viaje, esclareció tal
secreto.
MACHU PICCHU
El valle montañoso situado entre dos altos montes, el Machu Picchu y Huayna
Picchu aún no existía hace mil años.
En esa época existía otro gran macizo de roca entre esos dos montes. Ese monte
rocoso fue desmontado por los gigantes, los cuales quebraran las piedras de tal forma, que
los futuros constructores no tuvieran tanto trabajo para quebrarlas. Así surgió el alto valle
montañoso, el cual posteriormente sirvió de refugio para las mujeres y muchachas Incas.
Hoy en día, un camino para vehículos conduce a los turistas hacia la cumbre, al lugar
escondido entre los picos de las montañas. Los turistas se encuentran con las casas,
todavía, bien conservadas, templos, terrazas, un altar y acueductos de piedra, los cuales
conducían agua desde grandes distancias.
* Especie de curare.
A través de los esqueletos allí encontrados, los exploradores supusieron que Machu
Picchu fue habitada probablemente apenas durante cincuenta años. Y preguntan por qué
esa pequeña y escondida ciudad montañosa fue abandonada. Los conquistadores no la
descubrieron... ¿Qué sucedió para que las personas huyeran de allá? Este es otro enigma
que hasta ahora no ha podido ser descifrado...
Los Incas siempre llamaban Machu Picchu, el alto y escondido valle montañoso del
“Monte de la Luna”. Hace setecientos años el Monte de la Luna era una colina cubierta de
pastizal, musgo y alfalfa de las montañas, circundado por montañas en cuyas grietas se
alojaban halcones, águilas, lechuzas y murciélagos. También osos negros existían en esa
región de los Andes.
Por todas partes habían montes de piedras, que parecían apenas esperar para ser
utilizadas. Entre las piedras vivían lagartos, o sea lagartos voladores, también culebras y
muchos pequeños roedores de pelaje azul-gris, las chinchillas.
En aquel tiempo, esto es, hace setecientos años, había allí apenas cuatro
edificaciones mayores de piedra, cubiertas con tejados de paja. Anchos peldaños de piedra
conducían a esas edificaciones provistas de pequeñas y redondas aberturas como
ventanas. Las casas estaban tan envueltas por enredaderas amarillas, de modo que mal
eran vistas.
El Monte de la Luna fue descubierto hace aproximadamente mil años por algunos
geólogos Incas que exploraban las regiones de los Andes. Ellos gustaron tanto de ese lugar,
que informaron a su respecto al rey Inca de esa época. El rey, que al mismo tiempo era
astrónomo, se encaminó hacia allá sin vacilar, con algunos sabios y un constructor,
construyendo juntos la primera casa de aquella región. Desde entonces el rey pasaba
algunas semanas del año en esa modesta edificación de piedra en compañía de otros
astrónomos.
— “¡En ninguna parte estamos tan próximos del mundo de los astros como aquí
arriba!”, dijo él terminantemente. “No hay ningún otro lugar donde yo pueda observar tan
fácilmente, con plena conciencia, lo que pasa afuera de la pesadumbre terrenal en los
astros situados próximos de nosotros... Mismo las vías que ligan nuestra Tierra con otros
astros son fácilmente reconocibles…”
Todos los sabios que allá llegaban en el transcurrir del tiempo le daban la razón. Ese
local tenía algo de especial. Sin embargo, ninguno de ellos adivinaba que un día se
transformaría en un lugar de refugio para sus mujeres y niños...
En la época en que Tenosique muchas veces se retiraba al Monte de la Luna, las
cuatro edificaciones de piedras eran frecuentemente habitadas. Como en épocas
anteriores se encontraban allí principalmente investigadores que se ocupaban de la
astronomía. No sólo Incas, sino también investigadores de pueblos amigos.
En las cercanías del río, más abajo, residían algunas familias runcas. Cultivaban un
poco de maíz, arroz rojo y cuidaban de grandes manadas de alpacas que pastaban próximas
o más distantes del Monte de la Luna. En determinadas épocas, con el auxilio de algunos
Incas, esquilaban también a los animales, limpiaban la lana y la transportaban a las “casas
de lanas” de las ciudades Incas. Como recompensa recibían vestimentas, lozas y todo lo
que aún necesitaban. Sus niños, tan luego manifestasen deseos al respecto, eran recibidos
en las escuelas Incas. Las pocas mujeres runcas cuidaban también a los sabios cuando éstos
se encontraban en el Monte de la Luna.
Tenosique estaba ahora ya hace algunas semanas en el Monte de la Luna. Él viera
un cometa que lo ocupaba día y noche.
Cuando un día al anochecer regresaba de una excursión, al abrir la pesada puerta
de cuero que cerraba la casa, fue saludado alegremente por el médico Ikala y por Saibal, el
investigador de la historia humana. Saibal descendía del pueblo Maya. Sus antepasados
hace muchos años habían dejado su vieja y muy distante patria, radicándose después de
una larga caminata, en un lugar situado no lejos de la actual ciudad de Quito. Saibal tenía
también el grado de sabio, tal como los sabios Incas.
La mujer runca, que generalmente cuidaba de los sabios que de tiempos en tiempos
se quedaban en el Monte de la Luna, colocó en una larga mesa, donde ya estaban
encendidas dos lámparas de aceite, varias fuentes bonitas de cerámicas con pan fresco de
maíz, patatas tostadas en las brasas y una salsa de yerbas. De un casillero lateral ella trajo
dos jarros, uno con leche y otro con cacao, colocando, todavía, al lado, una fuente con miel
líquida. La mujer, denominada Naini, se volvió para salir. En la puerta, sin embargo, paró
indecisa, y bajando la cabeza comenzó a llorar.
LA MUERTE DE CHILULI
Kanarte regresó, llevando al rey Yupanqui algunas de las figuras escondidas por el
jorobado en los arbustos. Yupanqui se asustó al ver esas figuras. Eran las señales de
religiones y cultos degradados.
— Contra los ídolos somos impotentes. Yo acredito que, si los pueblos aliados a
nosotros nuevamente introdujeren sus idolatrías, nada podremos hacer contra eso...
Yupanqui le dio razón a Roca que emitiera tal opinión. Sin embargo, sentía
preocupaciones y hasta miedo. Idólatras eran siempre peligrosos, pues colocaban la
mentira en el lugar de la Verdad.
— ¡Nuestros antepasados fueron muchas veces auxiliados!, dijo Yupanqui
pensativo. También nosotros seremos auxiliados, si comprobamos que somos dignos de
auxilio. ¡Sí, si siempre demostramos ser dignos de eso!, agregó él en voz baja.
Al tercer día después de que Kanarte hubo dejado Tiahuanaco, la ciudad del templo,
al lado del portal, una mujer fue llevada en una camilla a la casa del conservador de
remedios, donde un médico trataba también a los enfermos. Era aún temprano cuando
esto sucedió. La camilla fue cargada por dos hombres. Un tercer hombre caminaba luego
atrás cabizbajo.
Los hombres no hablaban muy bien el quechua, pero se comprendía lo que tenían
que relatar.
— ¡Ella comió una fruta venenosa!, declaró uno de los cargadores.
El segundo cargador pidió solamente que la ayudasen.
— ¡Ella aún podría ser salvada! ¡Yo lo siento aquí adentro! Y golpeó en su propio
pecho.
— ¡La mujer está muerta!, dijo fríamente el tercer hombre.
El médico, cuyo nombre era Akuén, ordenó llevar a la mujer que estaba enrollada
en una manta roja a un cuarto próximo. Él la retiró de la camilla y la colocó en una mesa
alta. Al retirar el paño que cubría su rostro, vio una joven de piel morena con los ojos verdes
abiertos.
La joven estaba muerta. Esto él lo constató al primer instante. La desenrolló de la
manta. Ella usaba zapatos rojos de fieltro y un largo vestido de color rojo, en cuya basta
estaban cosidas pequeñas plumas verdes. Mientras el médico contemplaba intrigado a la
muerta, entró el tercer hombre en el recinto.
— Vosotros, ¡Incas, no tenéis un remedio contra la muerte!, dijo él en tono
burlesco. El médico se asustó al escuchar esas palabras y observó pensativo al hombre. El
aspecto de él luego le causó repugnancia. De sus ojos siniestros irradiaba algo de ruindad.
Su rostro moreno y bien proporcionado miraba con indiferencia a la muerta. Un gorro
adornado con plumas cubría su cabeza y su frente. El manto que el extranjero vestía tenía
algo de abominable...
El extraño, el cual observaba ininterrumpidamente al médico, dijo calmadamente
como si hubiese leído los pensamientos del otro:
— ¡El manto es algo especial! Fue confeccionado únicamente con pieles de
murciélagos.
El médico, de pronto, supo quién estaba delante de él. Mal podía hablar de tanta
agitación.
— ¡Es Naylamp, el sacerdote expulsado!, dijo finalmente con voz trémula de
rabia. ¡Te atreves, realmente, a pisar ese lugar sagrado!
En vez de responder, sólo hizo un gesto indiferente con la mano. La opinión o el
conocimiento del médico no le interesaban.
— Ordena que sepulten a la joven. ¡Ella misma fue la culpable de su muerte!, dijo
él antes de abandonar el recinto.
LA DECEPCIÓN DE HUÁSCAR
Pachacuti y el médico volvieron lentamente. El alivio que sintieron porque el
siniestro sacerdote había muerto, es imposible de describirse. Estaban solamente indecisos
al respecto del entierro de los dos. Permanecieron parados en el pórtico del templo,
conversando. A lo lejos vieron una alta figura iluminada por la Luna que venía en la
dirección de ellos.
— ¡Es un Inca, pues viste un poncho obscuro!, dijo Pachacuti. Todos los
ponchos de los Incas eran blancos. Esto es, el lado externo era blanco. El lado interno, sin
embargo, era café obscuro.
“Para la noche queda mejor un color obscuro. No es tan fuerte para la vista y
también no asusta a los animales”.
Ese dictamen era de un Inca que ya muriera hace siglos. Desde entonces los Incas
usaban ponchos que tenían “un color nocturno y un color diurno”.
Era Huáscar, quien se aproximaba a los dos.
— Volví anticipadamente, pues supe de la llegada de ese Naylamp. Un espíritu
bueno me aconsejó para regresar luego. ¡Ahora estoy aquí!, dijo Huáscar. Pachacuti bajó
la cabeza, consciente de su culpa. Él no se atrevió a mirar al sacerdote superior. Akuén, sin
embargo, juntó sus manos, agradecido, levantándolas hacia el cielo. Huáscar observó
sorprendido, pero también alarmado hacia los dos.
¿Qué significaba la alegría desbordante del médico? Esa alegría, y al mismo tiempo
un cierto alivio, no podían pasar desapercibidos. ¿Y por qué Pachacuti estaba tan
avergonzado?
Los tres se acomodaron en un banco, y Akuén contó todo lo que sucedió.
— ¡Los muertos permanecen al lado del portal! ¿Debemos enterrarlos aún esta
noche?, preguntó Akuén, cuando terminó. Estábamos indecisos a tal respecto. Y en eso
llegaste. Enviado por un espíritu prestadizo.
Huáscar escuchó sin cualquier indagación. El comportamiento de Pachacuti lo
abrumó profundamente. Como pudo él aceptar al impostor en el templo..., a pesar de la
advertencia de Kanarte y del médico... Más tarde tendría que hablar con él sobre esto.
Ahora los muertos tenían prioridad.
Huáscar sustentó una antorcha, caminando adelante de los dos. Quería, lo antes
posible, encontrar un lugar donde los dos muertos pudiesen ser sepultados. Anduvieron
cerca de una hora, hasta que encontraron el lugar que deseaban. Era un precipicio estrecho
y profundo. Huáscar lo Conocía, pues conforme a la tradición ya el pueblo de los Halcones,
cuando aún habitaban allí, tiraban en esos abismos a los que fallecían como consecuencia
de enfermedades contagiosas.
Entonces será aquí el lugar apropiado, pensó. También esos dos muertos
esparcieron enfermedades contagiosas, imposibles de ser curadas por medios comunes.
Aún en la misma noche, los tres llevaron los muertos hasta ese abismo y allá los
lanzaron.
— El mal difundido por ése Naylamp no lo podemos corregir más. Pero al menos él
no contaminará más la Tierra con su existencia.
Después de esa “oración fúnebre” de Huáscar, los tres tomaron el camino de vuelta.
Andaban en silencio, uno atrás del otro. No había más nada que hablar.
Pachacuti, el sacerdote, tuvo que abandonar el sacerdocio, pues un sacerdote que
se dejaba guiar por sentimientos falsos constituía un peligro constante para todos.
Cuando Huáscar entró en el templo, en la parte de la mañana, Pachacuti relató todo
lo que sucedió.
— Yo sé que no soy más digno de ser un sacerdote... Pero no sé cómo podré
libertarme de mi error...
Huáscar observó entristecido hacia el sacerdote que estaba delante de él, cabizbajo
y con el corazón pesado de culpa.
— Podrás ocuparte en alguna parte como profesor de quechua. El arte de quipu
también lo conoces. No te faltará trabajo.
Huáscar se alejó. Dijera todo lo que había para ser dicho. Además de eso tenía
mucho que hacer aún. Luego mandó a llamar cuatro mensajeros de noticias, informándoles
al respecto de lo ocurrido. Después de haber repetido lo que escucharon, estando a
contento de él, los envió: dos al rey Yupanqui y al sacerdote superior de la Ciudad del Sol y
los otros dos al gobernador y sacerdote superior de la Ciudad de la Luna.
CAPÍTULO XIV
COBAN Y AVE
Pocos días después de su vuelta, Ave informó a sus padres que decidió casarse con
Coban.
— ¡Yo no puedo imaginarme ningún otro hombre a mi lado, por eso les solicito
vuestro permiso!
— ¡Tendrás nuestra autorización!, respondió luego Yupanqui. Ya muchas veces
él sintió como si el joven fuese su propio hijo.
— ¡Él es de nuestra especie!, añadió Uyuna contenta. Pude conocerlo tan bien
últimamente, que mis preocupaciones respecto a ambos desaparecieron.
Coban, pues, no era sólo cantor y compositor. Era también un extraordinario
“técnico de colores”. Así sería denominado hoy en su actividad. Él extraía colores y matices
de gran luminosidad y durabilidad de los más variados productos de la naturaleza. El padre
de él era un artista en eso. Cuando niño lo ayudaba muchas veces en ese trabajo.
Solamente descubrió su talento de cantor cuando entró en contacto con los Incas y
frecuentó sus escuelas. Por todas partes era conocido como cantor. Poco se sabía,
entretanto, que también era un artista en lo que se refería a la preparación de tintas.
Los Incas habían descubierto más de cien matices de color. Apenas la mínima parte
pudo ser investigada hasta hoy.
Ave, sin embargo, amaba el “cantor”; su otra actividad le interesaba menos. Coban
mal pudo asimilar toda su felicidad, cuando Ave le comunicó la decisión de casarse. Al
mismo tiempo ella le declaró que deseaba mudarse a otra región. Así como hicieran Mirani
y Tenosique.
Coban coincidía con todo, pero Yupanqui y Uyuna estaban sorprendidos y también
algo preocupados con el deseo de su hija.
— ¿Hacia dónde queréis ir entonces?, preguntó Yupanqui.
— ¡No sé..., pero deseo marcharme!... respondió Ave pensativamente.
Yupanqui no preguntó nada más. Sabía que cada ser humano tenía su propio destino,
siendo conducido por las fuerzas espirituales hacia allá donde ese destino podría realizarse.
— En el lugar de la vertiente caliente* viven Incas. ¡Allá es muy bonito y el suelo es
fértil!, dijo Uyuna, de repente, toda alborozada.
* Cajamarca.
— ¡Sí, vamos a mudamos hacia allá!, exclamó Ave alegremente.
— ¡Yo vengo de aquella región!, continuó Uyuna, sin dar atención a lo que su
hija decía. Pero desde pequeña yo no deseaba otra cosa sino frecuentar una escuela en la
Ciudad de Oro de los Incas... Mi deseo se tomó realidad. Vine hacia acá..., y aquí permanecí.
— ¡Coban también llegó niño, y aquí permaneció!, exclamó Maza, la hermana de
Ave. Vivirás feliz en Cajamarca, así como nuestra madre encontró aquí la felicidad y el
Amor. El lugar junto a la vertiente caliente era bastante distante de la Ciudad de Oro.
Distancias, sin embargo, no constituían impedimentos para los Incas en cualquier tiempo.
Dos meses después de la partida de Mirani, Coban y Ave, con un grupo de acompañantes
y una manada de animales de monta, viajaban hacia su nuevo y distante destino. Sin la
pareja real.
En el transcurrir de las décadas aún otros Incas se mudaron hacia allá. También
Maza se casó, siguiendo a su hermana y domiciliándose en aquel lugar con su marido.
Cajamarca se desarrolló en una pequeña ciudad de oro. Pues cada Inca se adornaba
con objetos de oro. Oro para ellos no era solamente decoración. El brillo de ese metal era
enigmáticamente vital para ellos. Nunca consideraban el oro como un bien terrenal.
En el fondo, los Incas consideraban como terrenalmente valioso sólo los víveres y el agua
que la Tierra les proporcionaba.
CAPITULO XVI
EL TERREMOTO
Un segundo acontecimiento fue el terremoto. Truenos y sismos no constituían nada
de extraordinario en los Andes. A cada erupción volcánica antecedían terremotos. Ese
sismo, entre tanto, conmovió a los Incas, pues se diferenció de todos los anteriores. Por lo
menos de aquellos que los Incas ya habían presenciado.
El gran templo al lado de la Puerta del Sol, reconstruido por los gigantes debido a
los ruegos de los Incas, bien como los palacios y las casas allí localizadas, fueron destruidas
por ese terremoto. La región denominada Tiahuanaco fue, por tanto, destruida por la
segunda vez. Tan sólo la Puerta del Sol, el gran monolito con las figuras del calendario y la
cabeza humana en el centro, continuaron intactos.
También Sacsayhuamán fue destruida. Los Incas no lamentaron la pérdida del
templo. Ya era muy antiguo y no podría ser utilizado por mucho tiempo. Súbitamente
alguien recordó la bóveda subterránea en la ciudad del templo, donde estaban guardados
los esqueletos de algunos reyes del otrora gran pueblo de los Halcones, envueltos por
indumentarias de oro.
— ¡La bóveda, probablemente, fue enterrada!, dijo Roca con indiferencia. Y eso
fue también la mejor cosa que podría suceder a esos viejos huesos.
LA INVASIÓN DE LOS
ESPAÑOLES
CAPÍTULO XVII
LA TRAGEDIA DE CAJAMARCA
LA PRISIÓN DE ATAHUALPA
Atahualpa compareció al día siguiente a la hora determinada —alrededor de las
cuatro horas de la tarde—, al banquete en el palacio de gobierno de Cajamarca. Sólo cuatro
jóvenes Incas lo acompañaban.
Cuando llegó al poblado y al ver a los guerreros barbudos y de pésimo aspecto, casi
desvaneció de horror. Habría permanecido mucho más horrorizado, sin embargo, si supiese
lo que ese degenerado bando había hecho con las mujeres de los Carás que habían
permanecido en el poblado. Los malhechores no sólo las violaron y deshonraron, sino que
también las asesinaron, a fin de que ellas no pudiesen contar nada. Esas infelices fueron
encontradas solamente más tarde, atrás de unos arbustos, localizados a unos kilómetros
de distancia del poblado.
El banquete transcurrió en silencio, así como los Incas estaban acostumbrados.
Solamente cuando se levantaron de la mesa, y se acomodaron en el salón de recepciones,
comenzaron a hablar.
— ¡Debe ser realmente un gran rey al cual servís!, inició Atahualpa. Estamos
muy distantes de su reino, para unir nuestro reino al de él. En retribución por haberse
recordado de nosotros, le enviaremos obras de arte en oro, tan bellas como él nunca vio.
— ¡Nuestra llegada tiene aún otro motivo!, dijo uno de los nobles españoles
cuyo nombre era Francisco Toledo. Antes, sin embargo, que pudiese decir algo, el padre
Valverde exclamó:
— Nosotros les traemos la verdadera creencia. Es mucho más de lo que podéis
comprender; ¡para el paganismo no hay más lugar en la Tierra!
Pizarro, Almagro y de Soto quedaron airados. Sobre la conversión, se podría hablar
posteriormente, cuando fuese necesario. Primero el país debería ser conquistado. Felipe
tradujo todo.
Los Incas le escucharon con atención, pero naturalmente no comprendieron todo.
La expresión “pagano”, por ejemplo, no tenía sentido para ellos. Mientras tanto, lo que
realmente les llamaba la atención y los dejaba inquietos, era el crucifijo que el hombre de
los ojos malos llevaba sobre su pecho. ¿Qué tipo de personas serían esas, capaces de
cometer un asesinato tan cruel? Y por qué uno de los invasores llevaba la imagen de ese
asesinado sobre el pecho..., y aun visiblemente orgulloso...
Al percibir el visible interés de los Incas por el crucifijo, el padre pensó, en su total
ignorancia, que no sería difícil convertir a los adoradores del Sol para Jesús.
— Necesitamos oro. Mucho oro. ¿Pero dónde se encuentra ese oro? ¿En la ciudad
denominada “Dorada”? preguntó Pizarro, un poco sarcástico.
— ¡Oro puedo ofrecer para vosotros cuanto querréis!, dijo Atahualpa
rápidamente. ¡Cargamentos de oro! En corto tiempo tendréis más oro de lo que podréis
cargar. Aún hoy enviaré mensajeros para mandar a traerles un cargamento de oro.
En el primer momento, los huéspedes indeseables no sabían lo que deberían
responder.
— ¿Por qué queréis mandar a traer el oro?, preguntó Pizarro, después de-una
pausa más prolongada. ¡Nosotros mismos podemos buscarlo en vuestras ciudades de oro,
las cuales conquistaremos para nuestro gran rey!
Atahualpa no parecía ni un poco preocupado con la perspectiva de perder sus
ciudades.
— Podéis hacerlo. Los caminos que conducen hacia nuestras ciudades se
encuentran en buen estado.
Los españoles quedaron perplejos al escuchar la respuesta traducida por Alejo.
¡Algo no estaba bien! ¿Qué rey era ese que indirectamente les ofrecía sus ciudades para
que las saqueasen?... Sería, por cierto, una trampa...
— Los Incas son seres humanos excepcionales; podéis creer en ellos. Durante el
tiempo que vivo aquí, pude conocerlos bien. ¡Todos los pueblos que hicieron alianza con
ellos, les aprecian y les adoran hasta hoy!, dijo Alejo, al percibir lo que pensaba Pizarro.
Al oír las palabras de Alejo, Felipe dio una risotada sarcástica.
— ¡Cuidado con ese pueblo!, dijo él a Pizarro, advirtiendo. Probablemente
concentraron un gran ejército en algún lugar del camino, y quieren atraernos a una celada.
Yo ya les dije que ese pueblo tiene un pacto con el diablo.
— ¡Dudáis de mis palabras y de mis intenciones!, dijo Atahualpa con voz de
desprecio. Naturalmente, él sabía exactamente lo que pasaba con esas personas hostiles,
codiciosas por el oro. Como prueba de que podéis hacer todo lo que deseáis, les doy la
autorización para apropiarse de todo el oro que encuentren en esta ciudad. ¡Y se trata de
una gran cantidad!
Algunos de los nobles españoles, entre ellos Hernando de Soto, se sintieron de
cierta forma avergonzados. En la presencia de esos pocos Incas, ellos parecían mendigos.
Pizarro y algunos de los otros reaccionaron de manera diferente. Sentían odio. Odio de los
seres humanos sentados allí tan altivos, permitiendo a los conquistadores que saqueasen
la ciudad. Les habrían matado con placer en ese mismo instante.
— ¡Consideraos prisioneros!, gritó Pizarro con el puño levantado de modo
amenazador. ¡Mientras el oro que ordenaréis traer no llegue aquí, a nadie le es permitido
dejar el palacio de la fuente!
Felipe tradujo las palabras de Pizarro, preguntando al mismo tiempo,
sarcásticamente, si el gran rey no quería llamar a sus diablos en auxilio...
El “banquete” terminó. Atahualpa y los suyos fueron escoltados hasta el palacio de
la vertiente por guerreros pesadamente armados. Poco más tarde llegó un otro grupo que,
bajo la supervisión de Pizarro y Almagro, saquearon el palacio. Después de terminar,
desmontaron las literas, arrancando de las puertas de madera todo el oro y la plata, bien
como las piedras preciosas. Enseguida ya se encontraban delante de la concha con la sirena.
La concha estaba firmemente fija en el pedestal de piedra, de modo que no era fácil
desmontarla. La martillaron tan furiosamente, que la sirena y la concha se transformaron
en piezas retorcidas, cuando consiguieron arrancarlas.
Pizarro y Almagro tuvieron grandes disgustos con los guerreros. Pues cada uno
quería quedarse con todo lo que había saqueado.
— El oro es propiedad del rey de España. ¡Quién se apropie de él será fusilado!,
dijo Pizarro amenazando. La amenaza de Pizarro tuvo poco efecto. El padre Valverde, sin
embargo, vino en su auxilio. Primeramente, les declaró que el oro y la plata apropiados
no eran sólo de propiedad de España, sino por lo menos la mitad pertenecía a la iglesia.
Finalmente los amenazó a todos con la excomunión. Fue lo que dio resultado, pues todos
eran supersticiosos. Y lo peor que podría sucederles era la excomunión.
Treinta días después llegó el oro que Atahualpa había pedido a Huáscar. Treinta días
que a los Incas les parecieron más largos que un año. Más de prisa era imposible, pues
Cajamarca se distanciaba a más de novecientos kilómetros de la Ciudad de Oro. Cierta
mañana, cuarenta llamas pesadamente cargadas llegaron a Cajamarca, guiadas por sus
pastores. El cargamento consistía en obras de arte en oro y plata y en barras de oro puro.
Delante de la mirada de admiración de los españoles, fue descargada una riqueza en oro,
que hizo que todos permaneciesen en silencio. Al mismo tiempo, no obstante, aumentó
aún más la ambición de ellos.
Los jefes españoles habrían preferido retornar a los navíos con la riqueza en oro y
partir. ¡Quién sabe cuáles eran las trampas que les aguardaban!... Pues no había en parte
alguna de la Tierra seres humanos que se separasen de su oro sin luchar.
Y habrían puesto en práctica esa intención, si el padre Valverde no se hubiese
colocado decididamente contra eso.
— ¡Vinimos para traer la verdadera creencia a los paganos! Y conducirlos a la iglesia,
la única que puede tornarlos bien aventurados. ¡Los países tendrán que ser incorporados a
la corona de España! Ya tenemos el oro. Estamos seguros de él. Dejar el país ahora sería
una traición a la iglesia. Incluso hoy comenzaré a cuidar de convertir a los Incas que aquí se
encuentran. Una vez convertido el rey, será fácil convertir al pueblo. ¡Además de eso,
existen aquí también otros pueblos que necesitan igualmente apoyo espiritual y de
esclarecimientos!
Hernando de Soto y Diego de Almagro le dieron razón al padre. Y así los otros se
sometieron. Todos sabían que la iglesia, en España, era mucho más poderosa que cualquier
rey.
LA MUERTE DE ATAHUALPA
Al día siguiente, convencido de la victoria, Valverde visitó a Atahualpa en su
pequeño palacio junto a la vertiente. Felipe y Alejo fueron juntos como intérpretes.
El sentido del largo sermón dirigido por el padre a los Incas puede ser retransmitido
con pocas palabras. Es comprensible que los Incas no comprendiesen lo que el padre de
ellos deseaba.
El padre retiró el crucifijo de su cuello, pasándoselo a Atahualpa, para que él pudiese
verlo bien. Después el crucifijo pasó de mano en mano. Cada Inca sentía compasión del
“hombre” tan cruelmente asesinado.
— Éste es el hijo de Dios. Él murió por nosotros; ¡para salvarnos a los seres
humanos!, dijo el padre con énfasis. El hijo de Dios se llama Jesús... ¡Quien lo adora y lo
sigue, para ése, el Reino del Cielo está abierto!...
Alejo tradujo la oración del padre, lo más exacto posible. Naturalmente, la reacción
fue de nuevo totalmente diferente de la que el padre esperaba. Los Incas observaban al
padre, en silencio, incrédulos. Después solicitaron a Alejo que repitiese una vez más el
sermón, pues tenían la impresión de no haber comprendido bien alguna cosa.
Al escuchar por la segunda vez el sermón conteniendo las mismas palabras, miraron
agitados e indignados al padre. Ese hombre era un mentiroso o un siervo de ídolos...
— ¡El pobre hombre en la cruz no murió, pero sí, fue muerto cruelmente! ¿O
pretendes decir que él se clavó solo en esa armazón?
El padre levantó la mano para interrumpir a Atahualpa. Pero éste estaba tan
indignado y al mismo tiempo triste, que no permitió ser interrumpido.
— ¿Llamas a este muerto en la cruz, hijo de Dios? ¿Cómo es tu Dios que dejó a
su hijo ser asesinado por personas perversas?
¡Este Dios parece ser un Dios sin vida! ¡Pero nuestro Dios vive en todo su esplendor
y poder! ¡Nunca, estás escuchando..., nunca..., nosotros Incas, nunca adoraremos a ese
Dios que dejó asesinar a su hijo!...
Atahualpa temblaba de agitación y no conseguía pronunciar ninguna palabra más.
— ¡Puedes marcharte con tu hijo de Dios asesinado!, ordenó otro Inca,
indicándole al mismo tiempo la puerta.
El padre Valverde, Felipe y Alejo quedaron con miedo. Abandonaron rápidamente
el recinto y el palacio. Al ver como el padre estaba rabioso, Alejo intentó tranquilizarlo.
— Ellos, todavía, no están maduros para aceptar una creencia sin cualquier
preparación, sobre la cual nunca escucharon nada. Conozco otros pueblos donde eso será
más fácil. Ellos son más accesibles que los Incas, a todo cuanto es nuevo.
— ¡Tus esfuerzos son en vano, venerable padre!, dijo Felipe con una sonrisa
burlesca. ¡Esos Incas nunca se transformarán en cristianos! ¡Aún más, se burlarán de ti y
hasta de Jesús en la cruz!
El padre Valverde buscó enseguida a Pizarro, Almagro y a los otros, los cuales ya
estaban a la espera de él, para saber lo que consiguiera. La rabia se apaciguó un poco. Sin
embargo, todos se dieron cuenta que él sufriera un rechazo.
— ¡Mientras ese rey permanezca vivo, la santa iglesia nunca conquistará una
victoria!, empezó el padre, tan calmo como le era posible. Él hizo una blasfemia contra
Dios y su hijo, acusándonos, todavía, de haber asesinado a ese “pobre hombre en la cruz”.
La iglesia no tolera ninguna blasfemia. Ningún oro justifica la blasfemia pronunciada por
ese rey. ¡En nombre de Jesús y de la iglesia exijo la muerte de él..., su muerte en la
hoguera!
De Soto fue el primero en manifestarse.
— Atahualpa, en fin, es un rey. Llevémoslo con nosotros a España, para que sea
juzgado por un rey. Algunos nobles españoles concordaron con él. Prisionero en un navío,
no podría perjudicar a nadie más. Almagro, Pizarro y otros, sin embargo, opinaron que una
blasfemia, aún más cuando proferida por un pagano, era un pecado tan grave, que
solamente podía ser redimido con la muerte.
— ¿No sería más adecuado contentamos con el oro y volver en otra fecha?,
preguntó uno de los nobles españoles que sentía simpatía y compasión por los Incas.
Infelizmente, él, con su propuesta, constituía la minoría, la cual, por eso, no fue acatada.
Todavía, lentamente intercambiaron ideas sobre cómo matar a Atahualpa. A nadie le
gustaba la muerte en la hoguera.
— Existen maneras más rápidas de morir; ¡un golpe de espada, por ejemplo!, opinó
uno de ellos que ya asistiera en España a diversas muertes en la hoguera.
Pero el padre Valverde era de opinión de que sólo la muerte en la hoguera debería
pensarse. El único que estaba de acuerdo con él era Felipe. Si el padre y la iglesia opinaban
que solamente una muerte en la hoguera entraría como opción, entonces tendría que ser
erguida una hoguera, para que así la sentencia pudiese ser ejecutada.
En ese intervalo, Atahualpa y los pocos Incas de su comitiva estaban juntos,
sentados. La inactividad a la que estaban condenados era difícil de soportar. Sin embargo,
nada podían hacer a no ser aguardar lo que sus enemigos resolviesen. Aguardaban con
tranquilidad, pues tenían la certeza de que todas las mujeres, niños y un gran número de
hombres habían abandonado las ciudades, encontrándose ya camino de los refugios.
Durante la noche, sin ser notado, un mensajero entró al palacio a escondidas, trayéndoles
la gratificadora noticia.
Cuando la hoguera estaba erguida en el centro de un jardín de la ciudad, los
guerreros fueron a buscar a Atahualpa y a los suyos al palacio. Ninguno de los Incas
imaginaba el significado de aquella leña amontonada al centro del jardín. Sin embargo,
rápidamente quedaron conscientes.
— ¡La hoguera es para ti Atahualpa!, dijo Pizarro, disgustado por la orden que
le había sido dada. Serás quemado en ella. ¡Pues blasfemaste contra Dios!
— ¿Por qué deseáis mi muerte?... ¿Ya no os di más oro del que vuestros navíos
pueden cargar?
No recibió ninguna respuesta. Cuando sus brazos fueron amarrados con una cuerda,
el padre se aproximó a él, diciendo:
— ¡Solamente yo puedo salvarte! ¡No, éste de aquí puede salvarte! Con esas
palabras él indicó el crucifijo sobre su pecho.
Atahualpa mantenía la mirada fija en el crucifijo y una profunda tristeza le invadió.
Una tristeza tan profunda que sus ojos se llenaron de lágrimas. En ese instante él vio, en
espíritu, un cometa que pasaba alto en el cielo, mientras que un grupo de personas
reunidas en una altiplanicie, entre las altas montañas, le seguían con la mirada.
“¡El cometa anunció el nacimiento en la Tierra de un espíritu extraordinariamente
elevado!”, dijera un sabio más tarde. Y Atahualpa pensó entristecido: “Entonces fuiste tú
que viniste a auxiliar a los seres humanos. ¡Pero qué sucedió! Ellos te asesinaron...
Solamente ahora entiendo, por qué la obscuridad envuelve a la Tierra... Soy apenas un
ser humano y no provengo de las alturas como tú... Nada significa que me quieran
matar... Pero tu asesinato…”.
— ¿Entonces, quieres la salvación o la muerte?, preguntó el padre impaciente.
¡Ambas están en mis manos!
Atahualpa levantó la cabeza, mirando a todos, uno a uno. Después su mirada se fijó
en el padre.
— ¡Elijo la muerte..., estoy listo! ¡Soy un pastor del omnipotente Dios-Creador
y siempre lo seré! Atahualpa pronunció en voz alta esas palabras y todos sintieron el
orgullo que en ellas vibraba.
Antes que alguien entendiese lo que sucedía, Atahualpa caía muerto al suelo. La
cuerda con la cual debería ser izado hacia el alto de la hoguera, colgaba suelta alrededor
de él. Valverde y los otros, que perplejos fijaban los ojos en el rostro de Atahualpa, habían
visto como un mercenario, que estaba atrás de él, retiraba tranquilamente el puñal de la
espalda del muerto; reía de lo que hiciera, o debido a los rostros estupefactos a su
alrededor. Él acertó exactamente el corazón de Atahualpa. Ese mercenario estaba
embriagado. Embriagado con el pulque mejicano que siempre había en abundancia.
Con los más contradictorios sentimientos, los nobles españoles dejaron el lugar
junto a la hoguera. Solamente el padre Valverde aún continuaba indeciso al lado del
muerto. Cuando uno de los Incas mandó a preguntarle a través de Alejo si ellos podrían
enterrar al muerto, él inclinó la cabeza casi inconscientemente, concordando.
Los Incas retiraron las cuerdas del asesinado, levantándolo para desaparecer con él
lo más de prisa posible, dirigiéndose hacia afuera de la ciudad.
Atahualpa, el supuesto rey, estaba muerto. Sus compañeros lo cargaron durante un
día. Al día siguiente, envuelto en un poncho blanco, lo sepultaron debajo de un monte de
piedras. Como no poseían herramientas, separaron las piedras sueltas y excavaron la tierra
con sus manos, hasta conseguir una fosa suficientemente grande para sepultar en ella el
cuerpo del fallecido. Después de eso, amontonaron nuevamente la tierra y las piedras, de
forma tal que surgió un monte. El lugar de entierro fue bien escogido, pues el suelo en los
alrededores estaba cubierto de flores azules de alfalfa. Además de eso, próximo al lugar,
había algunos lindos árboles.
Se puede agregar aquí, que nunca existieron momias de Incas envueltas en ropas
doradas. Los reyes Incas se dejaban enterrar en la tierra, tal como todos los otros miembros
del pueblo. Algo diferente su religión no les permitía. Eran de la opinión de que todo
aquello que surgía de la tierra tenía que ser devuelto a la tierra. Y tenían toda la razón.
CAPÍTULO XX
SE APROXIMA EL FIN
LA MUERTE DE HUÁSCAR
Como nada sucedió durante varios días, y como los espías que entraron
astutamente en la ciudad, también nada de sospechoso habían escuchado o visto, Pizarro
resolvió marchar hacia el interior de la ciudad. Sin embargo, después de una reunión de los
jefes, la invasión aún fue postergada. Quedó decidido que algunos jefes, acompañados por
un pequeño grupo de mercenarios, entrarían en la ciudad para verificar con sus propios
ojos lo que estaba sucediendo.
Y así también se realizó. De Soto, Val verde, Pizarro y Pedro de Candía entraron a la
ciudad rodeados por un grupo de guerreros. Llevaban consigo hasta un cañón. Al principio
nadie vino a su encuentro. Desconfiados, miraban hacia todos los lados, avanzando paso a
paso. No veían a nadie. Y probablemente también no habrían visto a nadie, pues el oro en
las casas, en las puertas y los arbustos de oro, en los cuales colgaban frutas de oro, les
ofuscaba de tal forma, que se les olvidaba toda la cautela. Solamente cuando los
mercenarios se dispersaron, queriendo arrancar los arbustos de oro, se tomaron
conscientes de su misión. El peligro de un ataque aún no había pasado.
Los mercenarios se quisieron sublevar. Pero enseguida eso acabó, cuando uno de
ellos cayó muerto, rodando su cabeza sobre una terraza de piedra.
— ¡Esto sirve de advertencia para todos!, dijo el comandante, limpiando su
espada ensangrentada en el pantalón.
Los Incas, naturalmente, observaban a los barbudos en su caminata hacia la ciudad,
sin ser vistos. Los que vieron como le fue cortada cruelmente la cabeza de uno de ellos, de
pronto comprendieron porqué Huáscar quería evitar cualquier combate.
Cuando los enemigos se aproximaban a uno de los palacios, de pronto se
encontraron con un grupo de Incas vestidos de blanco. Los Incas estaban sin armas y
miraban serenamente con sus brillantes ojos dorados a los malolientes barbudos. “No son
de nuestro mundo”, pensó De Soto confuso. Pizarro tubo que controlarse a la fuerza, pues
tenía la impresión de que caería en un abismo lleno de horrores, si aún continuase dando
un paso. El padre fijó su mirada llena de odio en los discos solares de oro de los Incas,
irguiendo el crucifijo hacia ellos como exorcizándolos.
— ¡Diles que somos guerreros de la cruz y queremos traerles la verdadera fe!,
ordenó el padre a Felipe, que vino junto como interprete.
Los invasores españoles daban una impresión miserable en relación a los Incas.
Comenzando por su apariencia. Sus cabellos colgaban desordenados hasta los hombros,
sus largas chaquetas y sus pantalones estaban impregnados de polvo y suciedad y sus
rostros estaban cubiertos de sudor.
“¡La altitud les causa dificultades!”, pensó Huáscar, y, así como sucedió con su
hermano, él fijó su mirada en el hombre asesinado del crucifijo.
Pizarro se recompuso finalmente. Miró de forma maldadosa y con arrogante
autoridad hacia los Incas y exclamó:
— ¡Ríndanse, pues somos más fuertes que vosotros!, Felipe tradujo. Como
prueba de su poder, Pizarro ordenó disparar un cañón, cuyo impacto dio en la pared de una
casa próxima.
Huáscar dio un paso al frente y preguntó a Pizarro:
— ¿Eres tú el asesino de mi hermano Atahualpa? ¡Él te dio todo el oro que
exigiste y, no obstante, deseaste quemarlo! Solamente el puñal que traspasó su corazón
lo libertó de muerte tan horrenda que le habías destinado.
Felipe tradujo las palabras. Huáscar, enseguida, continuó hablando:
— Desde que supe de la muerte de mi hermano y viéndote ahora delante de mí, se
me acabó la voluntad de vivir. ¡Matadme, llevad el oro y dejad a los míos en paz!
Pizarro lo contempló con un mirar frío, sin saber cómo debería comportarse. Ya la
muerte de Atahualpa perjudicó su prestigio, pues algunos nobles españoles le demostraron
claramente lo que pensaban de su procedimiento. La decisión fue tirada de Pizarro. Pues
de una de las casas próximas surgió una flecha que mató a uno de los mercenarios
apostados junto al cañón. Una segunda flecha surgió del otro lado, pero sin acertar a nadie.
— ¡Caímos en una emboscada! ¡Disparen!, gritó el comandante.
Comenzó, entonces, una fusilería desordenada. Huáscar y los Incas que lo
rodeaban fueron los primeros en caer. Huáscar no sintió ni odio ni dolor. Él sabía que
había llegado el fin de su pueblo. Las tinieblas que cubrían la maravillosa Tierra, no
toleraban ningún punto de Luz sobre ella.
Al comenzar la fusilería, los Incas surgieron de diversas casas. Sin armas, pues
habían dejado las flechas atrás. Simplemente corrían hacia los brazos de sus enemigos.
Parecía como si procurasen la muerte. También ninguno de ellos sobrevivió. Cayeron
atravesados por las espadas o por las balas de los mosquetes.
De pronto, la ciudad estaba repleta de enemigos, pues al primer tiro de cañón
acudió el ejército que esperaba en los campos de cultivo a las afueras de la ciudad.
— ¡Disparen hacia las casas con los cañones! ¡Derriben las paredes e incendien los
tejados!, gritó el comandante, que al igual que Pizarro, creía que muchos tiradores de
flechas estarían escondidos en las casas.
Durante varios días se escuchó el estruendo de los cañones y mosquetes. Ninguna
casa, ningún templo, quedó sin ser dañado. En algunos lugares la ciudad estaba en llamas;
quemaron también los locales donde se encontraba almacenada la lana.
— Ellos llevaron sus mujeres y niños a algún lugar seguro; ¡eso prueba que sabían
de nuestra llegada!, dijo Pedro de Candía. ¡No obstante, nada emprendieron para
defenderse!, añadió él.
De Soto le dio la razón
— Los tiradores de flechas que nos atacaron en las afueras de la ciudad no eran
Incas. Tenían un aspecto diferente. También sus ropas eran totalmente diferentes.
Esos dos y algunos de los nobles españoles eran los únicos que lamentaban la tragedia de
ese bello e inocente pueblo. Pero, ¿qué es lo que podrían hacer contra eso? En el fondo
también los Incas eran paganos... El único que calmadamente circulaba entre las ruinas y
entre los muertos era el Padre Valverde. Él pensaba con satisfacción que todos los seres
humanos que vivían en aquella parte de la Tierra, de aquél momento en adelante podrían
participar de las bendiciones de la iglesia...
Ese mensaje fue, sin pérdida de tiempo, retransmitido a todos los Incas. Ahora la
existencia de ese extraordinario cometa, del cual Tenosique se ocupó durante toda la
vida, estaba aclarada. Él era parte de la comitiva de un elevado Enviado de la Luz (*EM01)
“¡Nosotros también pertenecemos a la comitiva de él!”, pensaban los Incas con
alegría en el corazón. Cada uno de ellos esperaba que les fuese permitido estar juntos
cuando el gran acontecimiento se realizase en la Tierra.
Imasuai, que se volvió un gran sabio, pasó su vida visitando las aldeas Incas,
enseñando adultos y jóvenes y respondiendo a las preguntas de ellos. Por todas partes
hablaba con los suyos sobre el mensaje que les fue transmitido por Cusilur y Huáscar. En
eso él veía su principal misión.
— ¡Debemos ayudar al Salvador y Juez a transmitir su mensaje!, decía él siempre al
final de sus explicaciones. Para poder realizar esto debemos estar muy alertas en el espíritu.
No debemos olvidamos que existieron también Incas que decayeron a un nivel inferior,
pues no estaban tan alertas en el espíritu y en la Tierra como deberían estar...
Imasuai alcanzó más de cien años de edad. Murió en una gruta donde siempre se
alojaba, al dirigirse al más distante valle montañoso de los Incas. Se acostó al anochecer y
no despertó más.
(*EM01): Éste es el único comentario que haré respecto de éste libro: Todo indica que Tenosique
no fue sino una encarnación de un discípulo del Señor Kuthumi, actual Cristo para la Tierra, así
como el Enviado para la Tierra (Olija, Merla, Tiamat, o Gaia), no es otro que el Señor Maitreya o
el Cristo Cósmico, que para recordar tiene 3 aspectos: Como el Cristo Cósmico en su función
avatárica-solar, como el actual Buddha para la Tierra en su función individual-mundial, y como
El SCP y/ó Ángel Solar en y para cada ser humano). Intuya y juzgue Ud. Amado Estudiante.
Su muerte no sorprendió a nadie, toda vez que, en los últimos meses, por todas
partes donde iba, alertaba a las personas diciendo que ya veía delante de sí el último límite
del camino de la vida. Al mismo tiempo solicitó que no procurasen por él, si no volviese
más.
— ¡Mi cuerpo terrenal debe permanecer allá donde yo lo deje!, agregó explicando.
Siguen ahora algunas sentencias de Imasuai, el gran sabio Inca:
“La alegría de los seres de la naturaleza se expresa a través de sus obras. Ellas se
muestran en el brillo del agua, en el rugir del viento, en los rayos solares y en las laderas
cubiertas de nieve con su azulado vislumbre. También en los lagos montañeses ella se
expresa, lagos que brillan como ojos en dirección al cielo, y en los animales confiados que
buscan la proximidad del ser humano. La alegría es un don del cual apenas participan los
puros en el espíritu”.
***
“Hay situaciones en la vida que despiertan fuerzas inimaginables en el ser humano,
proporcionándole la victoria”.
***
“Sé amable con tu prójimo. Y verdadero en las palabras y acciones”.
***
“En el alma yacen las causas para los problemas de salud, los cuales atormentan a
los seres humanos de hoy”.
***
“Cuanto temblarán las criaturas humanas de mala índole, cuando lleguen al último
límite del camino”.
***
“Lejos brilló, otrora, la estrella de los seres humanos. Hoy su brillo desapareció y
velos encubren el semblante de Olija, la Reina de la Tierra”.
***
“Sólo la religión que encierra la Verdad, concede al ser humano fuerza y apoyo,
protegiéndolo contra la decadencia de las costumbres”.
***
“En la Tierra no existe ninguna religión verdadera. Por eso los seres humanos están
abandonados. ¿Cómo las criaturas humanas soportarán cuando llegue el tiempo del gran
juez en el cielo?”
***
“Los seres humanos deben ser pastores, protectores y señores en la Tierra. El gran
espíritu nos mandó comunicar eso. La mayoría de los Incas obedeció la voluntad del gran
espíritu. Es por ese motivo que asumieron un lugar destacado. Sin embargo, hubo entre
nosotros también los que no estuvieron suficientemente alertas, perdiendo por eso todo
lo que proporciona valor a los seres humanos”.
***
“Amenizar incompatibilidades, también en eso yace el Amor al prójimo”.
***
“La mentira es un cuerpo extraño que actúa mortalmente”.
***
“Los seres humanos que hicieron desaparecer el brillo de la Tierra, ambicionan y se
agarran a todo lo que es perecible”.
***
“¡Nos aproximamos a una nueva era Universal! ¡El cambio es traído por el cometa
irradiante, el justo juez!”
***
“Yo siento el fulgor uniforme de los rayos solares; el calor lleno de vida. Al mismo
tiempo me tomo consciente de la impresión de la despedida que traen consigo. Inti,
nuestro querido Señor del Sol, lentamente se despide de su fulgurante reino”.
***
“Mirando al firmamento y sintiendo las innumerables corrientes y influencias de los
astros que mutuamente propician fuerzas, me admiro de que criaturas tan insignificantes
como nosotros, seres humanos, tienen permiso para vivir en el grandioso mundo del Dios-
Creador”.
***
“Mientras camino en la atmósfera alegre del luminoso mediodía, fluyen Amor y
gratitud de mi corazón. Ese Amor y gratitud se dirigen a todos vosotros espíritus de la
naturaleza, grandes y pequeños, que me posibilitaron la vida en la Tierra”.
EPÍLOGO
Aquí termina la historia de los Incas. En realidad, son algunos episodios de la vida
de ese extraordinario pueblo. En el presente libro son mencionadas principalmente dos
grandes ciudades Incas. La Dorada Ciudad del Sol y la Ciudad de la Luna. Existían, sin
embargo, aún otras localidades mayores con sus templos y escuelas. Algunas de esas
localidades Incas, sobre las cuales también se podría escribir bastante, fueron asaltadas por
las hordas de Pizarro, aún antes de que esas hordas llegasen al Cuzco.
Esta historia no es completa. Como arriba se mencionó, se trata apenas de
episodios, con los cuales el lector puede formarse una imagen de los seres humanos que
se denominaban pastores y señores de almas, no conocían el dinero y veían en el oro el
reflejo del Sol.
Los Incas dominaron, con el transcurrir del tiempo, cerca de cuatrocientas tribus y
pueblos mayores y menores. Sí, ellos dominaron esos pueblos; pero no en el sentido que
hoy se entiende por “dominar”. Los Incas ejercían su poder debido a sus extraordinarias
capacidades espirituales. Dominaban, por lo tanto, “espiritualmente”. La singular
posición que poseían entre los otros pueblos, se efectuaba por la fuerza de sus espíritus
puros. De manera más natural. A través de su saber, su capacidad, su Amor al prójimo y así
sucesivamente.
La riqueza en oro de los Incas era incalculable. Una vez que el saqueo fue efectuado
durante cincuenta años, es comprensible que no restó mucho a fin de ser guardado. Las
obras de arte que se encuentran en el Museo del Oro, en Lima, pertenecían apenas en
mínima parte a los Incas. No debemos olvidamos que entre los pueblos aliados a los Incas
había grandes artistas que eran maestros en los trabajos con metal.
El oro de los Incas desapareció. Los conquistadores cuidaron para que se apagase el
último brillo que seres humanos difundieron espiritual y terrenalmente.
Sin embargo, aún no desaparecieron los vestigios que los amigos de los Incas y de
otros pueblos de aquel tiempo, los gigantes, dejaron. Cada bloque de piedra, pesando
toneladas, de las ruinas que aún son visibles, dan testimonio de la existencia de ellos.
También las hoy tantas veces citadas líneas y figuras descubiertas en el valle de
Nazca, en el sur del Perú, recuerdan en sus inmensas dimensiones a los gigantes, los cuales
aún hoy son designados como dioses por algunos de los pueblos allí radicados.
El valle de Nazca, con sus redes de líneas, figuras de animales y personas, constituye
en la realidad un libro de enseñanza, que los seres humanos para los cuales fue hecho,
comprendían correctamente.
La red de líneas dentro de las cuales algunas parecen caminos, representa un Atlas
Astronómico, como constató el profesor Kosock acertadamente; Atlas ese que reproduce
los movimientos individuales de astros de modo claro y visible. Entre ellos se encuentran
también “los astros invisibles”, que emiten más irradiaciones hacia la Tierra de lo que se
pueda imaginar. La Tierra es, pues, “bombardeada”, día y noche por irradiaciones emitidas
no solamente por los astros por nosotros conocidos y visibles, sino también por los
‘invisibles’.
Las figuras igualmente gigantescas de animales en el valle de Nazca vivieron otrora
en aquella región, en forma semejante, aunque no de tal tamaño. Incluso, en una época en
que el macizo montañoso de los Andes aún emergía del mar como una verde isla tropical.
También las figuras de seres humanos con sus cabezas circundadas por rayos tienen un
significado más profundo.
A través de los rayos, los “Maestros” siderales del reino elemental, indicaban que
en la isla verde habían vivido seres humanos. Seres humanos buenos e irradiantes.
Esas explicaciones, naturalmente, apenas serán asimiladas y sentidas como
verdaderas por aquellas personas que aún poseen una unión con el gran Reino de la
Naturaleza y sus espíritus. Y tan sólo para esas personas fue escrito el presente libro.
Que les traiga alegría y claridad sobre el último pueblo ligado a la Luz que vivió en
la Tierra.
OBRAS EDITADAS POR LA ORDEM DO GRAAL NA TERRA EN
PORTUGUÉS:
de ABDRUSCHIN:
NA LUZ DA VERDADE - Mensagem do Graal
obra en tres volúmenes
Os Dez Mandamentos e o Pai Nosso
explicados por Abdruschin
Respostas a Perguntas
de Roselis von Sass
A Desconhecida Babilonia
A Grande Pirámide Revela Seu Segredo
A Verdade sobre os Incas
Africa e Seus Misterios
Atlántida. Principio e Fim da Grande Tragédia
Fios do Destino Determinara a Vida Humana
O Livro do Juízo Final
O Nascimento da Térra
Os Primeiros Seres Humanos
Revelares Inéditas da Historia do Brasil
Sabá, o País das Mil Fragrancias
otras obras editadas por la Ordem do Graal na Térra
A Vida de Abdruschin
Aspectos do Antigo Egito
Buddha
Éfeso
Historias de Tempos Passados
Lao-tse
O Livro de Jesús, o Amor de Deus
Os Apóstelos de Jesús
Zoroaster
Obras de Roselis von Sass, editadas en diversos idiomas:
en alemán:
Atlantis - Ein Volk wáhlt seinen Untergang
Dann kamen die ersten Menschen
Das Buch des Gerichtes
Die Geschichte der Inkas
Die GroBe Pyramide enthüllt ihr Geheimnis Enthüllungen aus Brasiliens Geschichte Jeder
Mensch bestimt sein Schicksal selbst
en español:
La Verdad sobre los Incas
en francés:
La Grande Pyramide Révéle son Secret
y otros libros en preparación.
Correspondencias y pedidos:
ORDEM DO GRAAL NA TERRA - Fax: +55 11 7961-0006
Caixa Postal 128 - CEP 06801-970 - EMBU - SP - BRASIL
E-mail: graal@graal.org.br - Home Page: http://www.graal.org.br
En Europa, los pedidos pueden ser encaminados a:
LIANE BUCHHEISTER - Tel. +49 531 69 59 56
Schulstrasse, Ha - 38126 Braunschweig - ALEMANIA
L’APPEL
6, rué Simón Dauphinot - 51350 Cormontreuil - FRANCIA
Presento como Apéndice los capítulos XI y XII de la obra “Los Jinas o El libro que mata a la
muerte” de Mario Rosso de Luna; que, a mi juicio, es quien más investigó acerca de los Incas, tanto
historiadores como autores ´oficialistas’ o conservadores (Garcilaso de la Vega, Pedro Cieza de
León, Rv. José Acosta, etc.) y autores no oficialistas (Helena Petrovna Blavatsky, Charles Leadbeater,
Arthur E. Powell, etc.). Para estos últimos, los Incas, son descendientes de la tercera subraza de la
cuarta raza raíz Atlante; y llegaron antes de la última destrucción de la Atlántida y se apostaron en
la intratierra del legendario Paititi, sobre una base del desaparecido continente Amazónico,
conectado con el lago Titicaca. Recordemos entonces que el Maestro R (Saint Germain), entre otros
señalan que este desaparecido continente, dotó de Maestros, tanto a Mu, como a la Atlántida.
Recordemos también que ‘el viejo karma’ a que se refieren los estudiantes y clarividentes está
referido a que, en esos continentes desaparecidos, usaron ´negativamente’ la energía elemental y
dévica, y siendo los Incas, de origen Tolsteca-Atlante, les correspondía su cota kármica. Además;
recordemos también que, no a toda la humanidad le fue bien en el proceso de aceleramiento del
desarrollo del ‘cuerpo mental´ implantado por los extraterrestres (Anunnakies)… ¡Los Incas, son la
excepción! Y ellos están reencarnados en la actual época, colaborando con el Cristo Cósmico (señor
Maitreya) para que la Tierra u Olija pase con creces su Iniciación Cósmica, y logre su pase
dimensional. ¡Las profecías de los Incas son claras al respecto!...
Aterricemos entonces, y volvamos a éste apéndice, que vuelvo a repetir; lo hago con la
única intención de enriquecer el excelente trabajo de Roselis Von Sass que acabamos de exponer.
Veamos:
* * * FIN * * *