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TESTIGO, TESTIMONIO1

Gabriel Jaime Murillo-Arango

Grupo de investigación Formaph

Universidad de Antioquia

El uso corriente en la vida social de nuestros días de la palabra testigo y, con ella, la de
testimonio, es reducido a veces a significados más restringidos, ya sea como tecnicismos
propios del lenguaje en los estrados judiciales, ya sea inscritos en un proceso de recopilación,
almacenamiento u organización del archivo. De este modo son opacados no solo su carácter
polisémico y su función proteica en el régimen del relato sino, además, la larga historia de
sospechas que ha dejado tras de sí en el itinerario discursivo que va de una declaración oral
en la fuente a su concreción en un depósito de materiales escritos que constituye el archivo,
que es por definición comienzo, domicilio, ley (arkhé).

En Grecia Antigua la palabra del testigo era portadora de verdad dado el vínculo existente
entre el ver y el saber, de acuerdo al cual se concedía primacía al ver antes que al oír en el
intento de reconstruir factualmente los acontecimientos pretéritos; los oídos son menos
creíbles que los ojos, dice un personaje de Heródoto. En las lenguas indoeuropeas se cuenta
con una raíz común para ver y saber: wid, de donde se desprende la raíz histor: testigo en
tanto que sabe, pero sobre todo que ha visto. Ya avanzada la Edad Media, la eclosión de las
lenguas romances a partir del siglo XIII mantiene la común derivación de la voz antigua
(a)testiguar que viene del latín testificare, palabra compuesta de testis (testigo) y fâcere
(hacer), asociada a testimonium, testimoniar (Coromines, 2017, p. 537). El testimonio
presupone, en consecuencia, un proceso epistemológico desde su origen en la declaración a
viva voz de la memoria, proyectado a ofrecer pruebas de que lo narrado efectivamente así ha
ocurrido. Sin embargo, bajo la hegemonía del cristianismo en esta época, se asiste a una

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Versión inédita del original en español, traducida al portugués en Dicionário de pesquisa narrativa, Ayvu
editora/Faperj, RJ, 2022

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progresiva mutación del estatuto del testigo que pasa a ser visto más en el rol del garante
(auctor en latín) que hace uso de una autoridad refrendada en la regla de la autentificación.

Todavía en el siglo XIX, la Historia entendida como ciencia de la transmisión escrita se


presenta en calidad de guardiana de la autenticidad del documento erigido en monumento
(para decirlo en términos del célebre apotegma de Foucault). En rigor, bajo el positivismo
dominante en tiempos de la modernidad temprana,

el historiador ausente no es más que un ojo lector de los archivos. Los testigos son
despedidos; el auctor se ha ido, pero el compilator también será recusado: los
acontecimientos hablan; el historiador, tal como es instado por Bouvard y Pécuchet, debe
(idealmente) no ser más que un scriptor, podríamos decir un copista (Hartog, 2001, p.
23).

A mediados del siglo XX, el creciente valor dado a los testimonios orales y, más ampliamente,
a los documentos personales en la investigación social y educativa, debe mucho a la
reconstrucción de la memoria histórica de la Shoah (en hebreo, destrucción), cuyo auge hizo
posible caracterizar una “era del testimonio” o “era del testigo”, según la denominación de
Annette Wieviorka. La llamada literatura de testimonio en Europa de posguerras gira en torno
al dispositivo de la biopolítica del poder instalado por el nazismo y de su prolongación en
buena parte de las sociedades reconstruidas después de 1945, mediante el cual es elevado a
norma el estado de excepción que rebasa los límites entre la nuda vida y la vida política. En
este espacio atravesado por tensiones entre lo decible y lo indecible, lo verosímil e
inimaginable, transcurren tantas obras diversas como las de Primo Levi, Jorge Semprún, Imre
Kertéz o George Sebald, para citar solo algunos nombres. Pese a las necesarias diferencias
entre ellas, unas proclives a la inmediatez y otras a la retrospección, aquellas al realismo del
horror o estas al relato de ficción, son narrativas testimoniales que poseen en común una
reflexión sobre la tragedia contemporánea que plantea el interrogante de que si ya ha
sucedido una vez, nada impide que pueda volver a suceder.

La explosión de la memoria desatada con más fuerza a partir de los años ochenta del siglo
pasado, pone de relieve la figura del testigo junto con la reivindicación de la memoria de las
victimas, del uso de la historia oral y del valor del testimonio que trasciende la pretensión de

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validez meramente como prueba de evidencia. El juego de tensiones que rodea la función del
testigo hoy en día es muestra de los signos vitales de una tendencia cultural que oscila
fuertemente entre los usos y abusos de la memoria, o más aún entre la memoria y el olvido.
Entre ambos polos igual pueden germinar como desaparecer variadas formas de banalidad o
censura social que otorgan visa de tránsito al dominio de la impunidad y la anomia.

No obstante el cambio del estado de enmudecimiento de la historia oral en la fuente al


resurgimiento del testigo en el presente, al que “la historia profesional le extiende gustosa el
micrófono bajo la única condición de inscribirlo en el régimen de fuentes”, no supone de
modo absoluto la disipación de las sospechas que esta inestable relación de pareja ha
acarreado a través del tiempo:

El testigo de nuestros días es una víctima, o el descendiente de una víctima. Esa situación
de víctima funda su autoridad y alimenta una especie de terror reverencial que a veces
lo envuelve. De allí́ el riesgo de confundirnos entre autenticidad y verdad, o peor incluso,
de una identificación de la segunda con la primera, en tanto que la separación entre la
veracidad y la fiabilidad, de una parte, y la verdad y la prueba, de otra parte, deben ser
mantenidas (Hartog, 2001, p. 25).

En la teoría hermenéutica de Ricoeur, el retorno del testigo en la historiografía


contemporánea se sustenta en las tres condiciones de disponibilidad del testigo: la fiabilidad,
como resultado comprobado de los hechos que fueron presenciados, condensada en la
expresión “yo estaba allí́”; la credibilidad, que interpela al otro con una voz que demanda
“créeme”; la convicción de la palabra dicha que exhorta, “si no me crees, pregúntale a otro”
(Ricoeur, 2004, pp. 211-214). Bajo dichas condiciones se produce “la estabilidad del
testimonio en la garantía del vínculo social en cuanto que descansa en la confianza en la
palabra del otro”, propiciando un espacio público abierto a los conflictos y a los modos
correspondientes de resolución. El valor de la confianza así entendido configura “una
competencia del hombre capaz”, ajeno al uso consuetudinario de la conseja, del rumor
malintencionado, de la perfidia, que son otras tantas formas de expresión de la memoria
manipulada. El valor de la palabra está enraizado en la misma existencia de comunidad, en
el sensus comuniis:

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El crédito otorgado a la palabra del otro hace del mundo social un mundo
intersubjetivamente compartido. Este compartir es el componente principal de lo que se
puede llamar “sentido común”. Este aparece duramente afectado cuando instituciones
políticas corruptas instauran un clima de vigilancia, de delación, en el que las prácticas
del embuste socavan por su base la confianza en el lenguaje [...] La confianza en la
palabra del otro refuerza no solo la interdependencia, sino también la similitud en
humanidad de los miembros de la comunidad. El intercambio de las confianzas
especifica el vínculo entre seres semejantes (Ricoeur, 2004, p. 214).

Podemos pensar como un signo de los tiempos que corren el reconocimiento internacional a
la obra de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, distinguida por la escucha
atenta de los testimonios de las víctimas de guerras, catástrofes naturales, abusos del poder,
vertidos en un género híbrido de periodismo, historia oral y literatura. Para decirlo con sus
palabras: “Los documentos con los que trabajo son testimonios vivos, no se solidifican como
la arcilla al secarse. No enmudecen. Se mueven a nuestro lado” (Alexiévich, 2015, p. 27). Y
su misma trayectoria biográfica es también un testimonio vivo de denuncia y resistencia.

Obras citadas

Alexiévich, Svetlana (2015). La guerra no tiene nombre de mujer. Bogotá́ : Penguin Random House

Coromines, Joan (2017). Breve diccionario etimológico. Barcelona: Gredos

Hartog, François (2001). “El testigo y el historiador”. Estudios Sociales. Revista Universitaria
Semestral, Año XI, No 21, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, segundo
semestre 2001, pp.11-30

Ricoeur, P. (2004). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica

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